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Vi la fotografía por primera vez una calurosa tarde de enero en el dor- mitorio de mi madre. Ella dormía —al menos eso creía yo— en la ga- lería cubierta, situada en el extremo opuesto de la casa. Entré sin ha- cer ruido por la puerta entreabierta, disfrutando de la sensación de estar irrumpiendo donde no debía, mientras aspiraba los aromas a perfume, polvos de maquillaje y lápiz de labios, además de otros olo- res propios del mundo adulto: bolas de naftalina para las polillas e in- secticida para los mosquitos, de los que los mosquiteros nunca pare- cían ser capaces de librarnos. Los visillos estaban corridos, la persiana medio bajada; desde la ventana lo único que se veía era la desnuda pa- red de ladrillo de la casa de la señora Noonan, la vecina de al lado. Me acerqué al tocador de mi madre y me paré a escuchar bajo la tenue luz. La casa estaba en silencio, a excepción de los crujidos amortiguados que, según mi padre, se debían a que el calor dilataba las planchas de cinc del tejado, no a que alguien se arrastrara por la oscura cavidad que formaba el cielo raso. Probé todos los cajones, uno por uno, tres a cada lado. Como siempre, el único cerrado con llave era el cajón inferior de la izquierda. Finas planchas de madera separaban un cajón de otro, de manera que no se podía ver el conte- nido del cajón de abajo extrayendo el de arriba. La última vez había buscado entre el montón de tubos, tarros y botellas amontonados en el cajón superior de la derecha. Ese día empecé por el de en medio y revolví el interior de una caja de zapatos llena de agujas y botones, ca- rretes de hilo de colores y ovillos de lana, cuyos extremos se habían liado formando un nudo descorazonador. Para ver si había algo detrás de la caja, tiré con fuerza del cajón. Se atascó, pero luego salió disparado del tocador y chocó contra el La dama del velo 30/11/05 16:35 Página 11

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Vi la fotografía por primera vez una calurosa tarde de enero en el dor-mitorio de mi madre. Ella dormía —al menos eso creía yo— en la ga-lería cubierta, situada en el extremo opuesto de la casa. Entré sin ha-cer ruido por la puerta entreabierta, disfrutando de la sensación deestar irrumpiendo donde no debía, mientras aspiraba los aromas aperfume, polvos de maquillaje y lápiz de labios, además de otros olo-res propios del mundo adulto: bolas de naftalina para las polillas e in-secticida para los mosquitos, de los que los mosquiteros nunca pare-cían ser capaces de librarnos. Los visillos estaban corridos, la persianamedio bajada; desde la ventana lo único que se veía era la desnuda pa-red de ladrillo de la casa de la señora Noonan, la vecina de al lado.

Me acerqué al tocador de mi madre y me paré a escuchar bajo latenue luz. La casa estaba en silencio, a excepción de los crujidosamortiguados que, según mi padre, se debían a que el calor dilatabalas planchas de cinc del tejado, no a que alguien se arrastrara por laoscura cavidad que formaba el cielo raso. Probé todos los cajones,uno por uno, tres a cada lado. Como siempre, el único cerrado conllave era el cajón inferior de la izquierda. Finas planchas de maderaseparaban un cajón de otro, de manera que no se podía ver el conte-nido del cajón de abajo extrayendo el de arriba. La última vez habíabuscado entre el montón de tubos, tarros y botellas amontonados enel cajón superior de la derecha. Ese día empecé por el de en medio yrevolví el interior de una caja de zapatos llena de agujas y botones, ca-rretes de hilo de colores y ovillos de lana, cuyos extremos se habíanliado formando un nudo descorazonador.

Para ver si había algo detrás de la caja, tiré con fuerza del cajón.Se atascó, pero luego salió disparado del tocador y chocó contra el

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suelo con un fuerte golpe. Intenté volver a introducirlo, pero no ha-bía forma. Esperaba oír los pasos de mi madre en cualquier momen-to, recorriendo el pasillo, pero todo siguió en silencio. Incluso loscrujidos del techo se habían desvanecido.

No parecía haber ninguna razón para que no entrara de nuevo.Excepto por la presencia de algo duro y frío pegado en la parte inferior,junto al borde de atrás. Una pequeña llave de latón. Ya la había arran-cado, la había despojado de la cinta adhesiva y había abierto el cajóncerrado antes de empezar a darme cuenta de la gravedad de mis actos.

Lo primero que vi fue un libro, cuyo título no lograría recordardespués durante años. ¿El carillón? ¿El chemillón? ¿El calimón? Unapalabra que me era desconocida. La cubierta gris estaba arrugada porlos bordes y salpicada de manchas amarillentas. No tenía dibujos, yparecía viejo y aburrido.

No encontré nada más. Después vi que el papel que cubría elfondo del cajón era en realidad un sobre marrón muy grande, conuna dirección escrita a máquina y los sellos puestos; un extremo ha-bía sido cortado con un cuchillo. Otra decepción: sólo había un grue-so manojo de páginas mecanografiadas en su interior, atadas con unaajada cinta negra. Al sacarlo del sobre, una fotografía cayó sobre miregazo.

Nunca antes había visto a la mujer de la foto, y sin embargo tuvela sensación de reconocerla. Era joven y hermosa, y a diferencia de lamayoría de la gente que ves en fotos, no te miraba directamente, sinoque sus ojos se desviaban hacia un lado y la barbilla se inclinaba lige-ramente hacia arriba, como si no se estuviera percatando de que al-guien la observaba. Y no sonreía, al menos no lo parecía. Pero al se-guir contemplándola, empecé a distinguir el levísimo rastro de unasonrisa, justo en las comisuras de los labios. Su cuello era increíble-mente largo y fino, y aunque la foto era en blanco y negro, intuí loscambios de color en su piel en los lugares donde la luz caía por detrásdel cuello y le tocaba la frente. El cabello, abundante, estaba recogi-do en la nuca formando una larga trenza, y su toga —estoy seguro deque ése era el nombre que merecía un vestido tan maravilloso comoaquél— estaba hecha de un material oscuro y aterciopelado, con loshombros fruncidos como si fueran las alas de un ángel.

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Había aprendido en algún sitio que todos los chicos creían quesus madres eran hermosas, pero yo sospechaba que ése no era el casode la mía. Parecía más vieja y más delgada que la mayoría de madresdel colegio, y se preocupaba por todo, sobre todo por mí. Última-mente se la veía incluso más preocupada. Tenía bolsas debajo de losojos; las arrugas que le cruzaban la frente y le rodeaban la boca pare-cían más profundas, y el cabello, que antes era castaño oscuro, estabaveteado de gris. Yo temía que mi mala conducta fuera la causa de eseagotamiento; mi intención siempre era ser mejor, y sin embargo aquíestaba, registrando su cajón secreto. Pero también sabía que aquellamirada ansiosa y sombría podía aparecer en sus ojos sin que yo hu-biera hecho nada malo. Mientras que la mujer de la foto era tranqui-la y bella y viva, más viva que cualquier otra persona que hubiera vis-to alguna vez en una foto.

Aún estaba arrodillado delante del cajón, absorto en la fotogra-fía, cuando oí un silbido procedente de la puerta. Mi madre estaba enel umbral, con los puños apretados y el semblante furioso. El cabelloalborotado y las pupilas a punto de salírsele de las órbitas. Duranteun segundo largo y petrificado no se movió. Después avanzó hacia míde un salto y empezó a pegarme, a pegarme, a pegarme, acompañan-do con gritos cada golpe, dado al azar, hasta que conseguí librarme ycorrí llorando por el pasillo.

De la anciana señora Noonan aprendí que si te estremecías sin moti-vo aparente, es que alguien estaba andando sobre tu tumba. La seño-ra Noonan era delgada y cargada de espaldas, y tenía las manos finasy retorcidas con extraños bultos en torno a los nudillos; despedía unrancio olor a lavanda y tenía frío incluso en verano, sobre todo cuan-do tomaba el primer sorbo de té. A mi madre no le gustaba que lo di-jera, de manera que la señora Noonan se acostumbró a estremecerseen silencio cuando bebía una taza de té en la cocina de nuestra casa,pero yo sabía qué quería decir. Cuando mi mala conducta no era lacausa de la expresión sombría de mi madre, imaginaba que alguienhabía encontrado la tumba de ella, un hombre vestido de oscuro conel semblante muy pálido que se ocultaba tras los sepulcros cuando te

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veía venir, para que no lo pillaras. Por eso a mi madre la asaltabanaquellos sobresaltos sin motivo alguno. Había días en que podías de-cir que él saltaba hacia atrás y adelante, hacia atrás y adelante, sobresu tumba.

A veces pasábamos junto al cementerio de Mawson, pero nuncahabía estado en su interior porque no teníamos a ningún pariente allí.Los padres de mi padre estaban enterrados en Sydney, y tenía unahermana casada en Nueva Zelanda que nos mandaba una postal porNavidad, pero nunca vinieron a vernos. Toda la familia de mi madreestaba enterrada en Inglaterra, y era allí donde yo imaginaba que es-taría su tumba.

Mawson es una ciudad campestre que ha crecido mucho y se haextendido a lo largo del borde del Gran Océano del Sur. Antes se lla-maba Leichhardt, en honor de cierto explorador sin fortuna que nun-ca regresó del Dead Heart, el Corazón Muerto, hasta, según me ex-plicó mi padre, que el alcalde decidió cambiar su nombre por otromás alegre. No hay mucho que ver aparte de los restos del centro dela ciudad antigua, sólo centros comerciales y gasolineras, y kilómetrosy kilómetros de extensos barrios idénticos. Playas al sur, montañas alnorte; en el centro, el Dead Heart. Era el lugar donde acababas si cru-zabas la estrecha franja de tierra de cultivo más allá de las montañas yseguías conduciendo en dirección norte, a través de la interminablesalina bordeada de maleza arenosa, hasta llegar al desierto. En vera-no, cuando soplaba el viento del norte, nubes de fino polvo rojo cu-brían la ciudad. Incluso en el interior de las casas, la arena se te metíaentre los dientes.

Las historias que contaba mi madre sobre su infancia en el cam-po inglés estaban llenas de cosas que no existían en Mawson: pinzo-nes, cachipollas, dedaleras y espinos, toneleros y herradores, y el an-ciano señor Bartholomew que repartía leche y huevos frescos de casaen casa con su carro y su caballo. Cuando no estaba en el internado,mi madre vivía con su abuela Viola, una cocinera y una doncella, enuna casa llamada Staplefield, con escaleras y buhardillas y más habi-taciones de las que podías contar, y tenía una amiga llamada Rosalindque iba a pasar con ella las vacaciones de verano. Mi madre podíadescribir sus paseos favoritos de una forma tan vívida que te sentías

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allí, siempre que no la interrumpieras. Me gustaba oír los detalles deuno en particular, que cruzaba campos llenos de pacíficas vacas has-ta llegar a algo llamado cancilla, desde la que se ascendía por un bos-que de robles, donde si te movías muy despacio podías ver fácilmen-te liebres y tejones, hasta llegar a un claro donde se alzaba —de algúnmodo siempre parecía una sorpresa— una glorieta, que una vez mimadre dibujó para mí. Era como una versión reducida del quiosco demúsica de nuestro Memorial Park, pero recién pintada, en colorescrema, azul y verde oscuro, con cojines para los asientos de maderapulida. Nadie las molestaba nunca, de manera que se quedaban allídurante horas, hablando, leyendo o contemplando el paisaje: podíanver incluso los barcos anclados allá lejos, hacia el sur, en el puerto dePortsmouth.

En Staplefield, mi madre y Rosalind podían ir adonde se les anto-jara sin peligro alguno, mientras que los chicos que deambulaban porMawson corrían el riesgo de ser metidos en coches extraños, secues-trados y asesinados, eso si las bandas callejeras no habían acabado an-tes con ellos. Nuestra casa era un bungalow de ladrillo rojo situado enel límite de lo que era la vieja ciudad, pero, como mi padre no se can-saba de repetir, construido con paredes de doble ladrillo, no revesti-das con esa imitación de ladrillo con la que se construía hoy en día.

Como todas las demás casas de la calle, la nuestra alzaba su plan-ta cuadrada sobre un cuarto de acre de terreno llano y yermo (deunos treinta metros por lado). Había un escalón que separaba el por-che y el vestíbulo, siempre oscuro cuando se cerraba la puerta. Tenía-mos paredes de yeso, color crema mezclado con un extraño tono ma-rrón, y una moqueta estampada en verde oscuro que despedía un leveolor a perro, aunque nunca habíamos tenido alguno. A la derecha es-taba el dormitorio de mi madre, el mayor de los tres, luego la salita (ala que nunca había que llamar «el salón»). A la izquierda estaba la ha-bitación de mi padre, seguida de la mía, la cocina con su piso de li-nóleo gris y armarios de aglomerado pintado de verde, una mesa y si-llas de fórmica, y una vieja nevera amarilla que se abría con unamanija. De noche oías sus crujidos cuando se ponía en marcha el mo-tor. Cruzabas una puerta y llegabas al cuarto de baño, el lavadero y uncuarto pequeño al que llamábamos estudio, a la izquierda frente a la

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galería. La propia galería era una extensión hecha de cemento y aglo-merado, el único lugar de la casa que disfrutaba de luz durante todoel día.

A medida que me hacía mayor, los terrenos del final de la calle seconvirtieron en zonas edificables y después en parcelas, mientras losbarrios hechos con esa imitación de ladrillo nos invadían, pero noso-tros seguíamos inmutables. En lugar de cachipollas teníamos los ciem-piés portugueses, incontables ejércitos de ellos, que salían de los cubosde basura con las lluvias de otoño, armados, segmentados, buscandola luz. En invierno, si mi padre se olvidaba de rociar los senderos, losmuros internos se volvían negros en una noche. Tenías que coger la es-coba, barrerlos de las paredes, recoger la asquerosa masa con la pala yllevarla al cubo de la basura. No eran peligrosos, pero mi madre odia-ba esa sensación húmeda y viscosa. Si aplastabas ni que fuera uno solo,un olor amargo y punzante parecía seguirte por toda la casa.

En verano los ciempiés se refugiaban bajo tierra y aparecían lashormigas, una interminable columna negra que ningún veneno logra-ba mantener lejos de la despensa durante más de unas horas. Las hor-migas de cocina no mordían, al menos en teoría, pero si te quedabasdescalzo durante un rato cerca de una de sus rutas, notabas el criccric de sus diminutas mandíbulas. En el patio había unas feroces hor-migas cuya mordedura era como si te clavaran una aguja ardiendo.Cada temporada había que soportar dos nidos de esos temidos seresmenudos. Media docena podían llevarte al hospital; resbalar y caersecerca del grupo podía matarte. Lo mismo sucedía si eras lo bastantetonto como para dejar una lata de refresco abierta sin vigilancia: unaabeja se metería por la abertura, te picaría en la garganta cuando be-bieras y morirías asfixiado. Arañas de espalda roja tejedoras de redesse escondían en la pila de madera de detrás del cobertizo; tenías queponerte gruesos guantes de goma para coger los leños, hasta que nospasamos a las bombonas de gas licuado, y pisar con fuerza cuando teacercabas por si había una serpiente letal, como la que mató al gatode la señora Noonan, compartiendo la pila de madera con las arañas.

En Staplefield no hacían falta rejas y podían dejar las ventanasabiertas en las noches de verano. En Mawson teníamos finas mosqui-teras en todas las puertas y ventanas, para mantener alejadas a las

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moscas negras que formaban nubes alrededor de la puerta traseracuando se acercaba alguien, metiéndose en los ojos y en la nariz, pe-netrando en las orejas, y a las enormes moscas zumbonas que, segúnmi madre, vomitaban lo último que habían comido sobre los alimen-tos en cuanto les dabas la espalda. Pero ninguna red, por fina que fue-ra, podía alejar a las hormigas voladoras que se unían en enjambre laprimera noche calurosa de primavera, serpenteando entre la mallahasta convertirse en una nube espesa alrededor de cualquier bombi-lla. Por la mañana, cuerpecillos que se agitaban débilmente yacían enun charco de alas cortadas.

De no haber sido por las historias de mi madre, quizá Mawson—pese a las bandas callejeras, a los ciempiés y demás— podría habersido simplemente mi hogar. Pero desde donde me alcanzaba la me-moria, siempre me había preguntado por qué no nos íbamos a vivir aStaplefield. Sin embargo, preguntarle los motivos no sólo interrumpíael flujo de recuerdos, sino que provocaba el efecto contrario. No erasólo que Staplefield hubiera sido vendido hacía mucho tiempo a otraspersonas, o que posiblemente no pudiéramos permitirnos una casacomo aquélla hoy. También Inglaterra se había degradado. Donde an-tes cantaban los pinzones, ahora se acumulaban montañas de basurapor todas las esquinas, alimentando a ratas gigantescas que se comíana los bebés y eran inmunes a los venenos más fuertes. Se habían aca-bado los largos veranos soleados: ahora llovía once meses al año, y po-días quedarte sin carbón o electricidad durante semanas. Cuandocumplí los siete u ocho años, ya había aprendido a no preguntar, perolas dudas seguían allí. Nadie en nuestra calle tenía una habitación enel piso superior, ni mucho menos una cocinera, y resultaba difícil com-prender para qué necesitabas a una persona sólo para asar costillas,hervir verduras y abrir latas de fruta. Pese a todo, no podía evitar vernuestra falta de escaleras y sirvientes como una consecuencia más deloscuro infortunio que nos había llevado hasta Mawson.

Me pasé toda la tarde en el garaje, escondido detrás de un montón demadera, esperando otra paliza. Pero no me llamó, y al final el hambrey la sed me impulsaron a entrar y enfrentarme a un largo interrogato-

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rio. No, le dije varias veces («Mírame a los ojos, Gerard»), no habíahecho nada excepto mirar la foto de la mujer. Quería preguntarlequién era, pero no me atreví, ni entonces ni luego.

—Espiar entre las cosas privadas de los demás es un pecado te-rrible —sentenció mi madre finalmente («pecado» no era una pala-bra habitual en su vocabulario)—, como abrir sus cartas, leer sus dia-rios o escuchar detrás de las puertas. Prométeme que nunca, nunca,nunca volverás a hacer algo así.

Lo prometí, lo que no me impidió entrar a hurtadillas en su ha-bitación en cuanto tuve oportunidad, sólo para encontrarme con elcajón cerrado de nuevo, y con que la llave ya no estaba en su escon-drijo.

Hacia el final de las vacaciones de verano mi madre parecía haber ol-vidado mi intrusión. Pero algo se había perdido entre nosotros, algoque no pude identificar hasta que me di cuenta de que desde el díaen que me pilló con la foto, no había vuelto a mencionar ni una solavez Staplefield o a Viola. Intenté sonsacarle el tema una y otra vez,pero todo fue en vano; ante la menor insinuación, parecía sufrir unataque de sordera y adoptaba una mirada de incomprensión absolutahasta que yo cambiaba de tema o me marchaba.

Parecía un doble castigo. Hablar de Staplefield había sido la úni-ca vía más o menos segura de suavizar las arrugas de preocupaciónque le surcaban la frente. Ahora no sólo me había revelado demasia-do malvado para poder entrar en ese mundo encantado: también lahabía privado del consuelo de hablar de él. Me movía por la casa, in-tentando ser bueno, o al menos fingirlo, pero no varió nada. Mi padrese mantenía más al margen de lo habitual.

Poco a poco llegué a comprender que mi madre no me queríamenos; en realidad, si algo varió a medida que yo crecía, y cambiabael colegio por el instituto, y la infancia por la adolescencia, fue un au-mento de su nerviosismo por mi bienestar. A diferencia de la mayoríade mis compañeros, a mí nunca me habían permitido campar a misanchas, pero tampoco lo deseaba; el mundo que se abría más allá delas tiendas cercanas era un lugar siniestro, preñado de amenazas des-

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conocidas de las que las telarañas, las bandas callejeras y los hombresbien vestidos de aspecto corriente que se dedicaban a raptar chicoseran sólo las señales más visibles. A sus ojos, incluso el hombre delDepartamento de Estadística que llamó un día a la puerta era un se-cuestrador en potencia. Si mi padre no hubiera estado en casa, ella sehabría negado a contestar ni una sola pregunta. Necesitaba saberdónde me hallaba cada minuto del día; si llegaba a casa de la escuelacon media hora de retraso, la encontraba acurrucada junto a la mesi-ta del teléfono del recibidor. Sabía que yo era el centro de su existen-cia, pero en relación con su pasado —no sólo Staplefield, sino toda suvida antes de que llegara a Mawson para casarse con mi padre— elhábito del silencio creció entre nosotros.

Teníamos fotos de los padres de mi padre, de su hermana, su ma-rido y sus hijos, pero no había ninguna de mi madre anterior a suboda, y muy pocas posteriores a ésta. La foto de la boda, tomada enlas escaleras de las oficinas del Registro de Mawson en mayo de 1963,es en blanco y negro: los dos solos, sin confeti. Mi madre lleva un tra-je de chaqueta, y esa clase de zapatos cuya mejor descripción es queson cómodos. Treinta y cuatro años (como averigüé por mi propiocertificado de nacimiento), treinta y cuatro años de ser Phyllis MayHatherley acababan de terminar sin dejar rastro al lado de GrahamJohn Freeman. Mi padre tiene el brazo izquierdo doblado para queella se aferre a él, algo que hace con torpeza. El puño cerrado de él seaprieta contra sus propias costillas. La cabeza de ella roza el pañueloque sale del bolsillo de la solapa del novio. Un traje que no acaba desentarle bien: las mangas son demasiado cortas y le cuelgan los hom-bros. Podrías confundirle fácilmente con el padre de la novia, aunquesólo tiene once años más que ella. La parte baja de su rostro ha adop-tado ya ese aspecto hundido, ligeramente simiesco, que te hace pen-sar que alguien no lleva puesta la dentadura postiza. Y pese a la insis-tencia de mi madre de que brillaba el sol, a ambos se los ve fríos ydesnutridos, como si en realidad fuera un día de invierno en la Ingla-terra de hace diez o más años, en plena época de racionamiento.

No creo que mi padre supiera más que yo de la vida de mi ma-dre antes de que se conocieran. Parecía un hombre nacido sin el me-nor atisbo de curiosidad. Su propio padre procedía de una familia de

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ingenieros de Southampton, que había emigrado a Sydney en la dé-cada de los años veinte, se había casado, sobrevivido a la Depresióny a la guerra como mecánico en la Fuerza Aérea, y después había ins-talado su propio negocio, dedicándose a perpetuar los más altos ni-veles de la habilidad británica, con un retrato del monarca reinanteen la pared de la oficina. Por lo que a mi padre se refería, la historiacompleta de su familia podía expresarse en lecturas de micrómetro,coeficientes de expansión, y la capacidad de trabajar con toleranciassituadas no sólo en milésimas sino en diezmilésimas de pulgada.Como delineante debía haber dominado el nuevo sistema métrico,pero en casa sólo usábamos el imperial. Creyeran lo que creyeran enel instituto de Mawson, yo sabía que la realidad se medía en libras yonzas, pies y pulgadas, cadenas y estadios, acres y millas, y extrañascantidades bíblicas como codos.

Cuando salía del trabajo el único objetivo aparente de mi padreera pasar por la vida de la forma más tranquila y desapercibida posi-ble. Hasta donde me alcanzaba la memoria, mis padres siempre ha-bían dormido separados, aunque es de suponer que, al menos unavez, compartieron cama. La habitación de él era tan austera como lacelda de un monje. Suelo de madera, cama individual, mesilla de no-che, armario y cajonera. Y una silla de respaldo alto. Ningún secretopor ese lado. Sobre la cajonera había una foto enmarcada de mi ma-dre, una de las pocas que teníamos, de pie frente al porche con suconjunto de jersey y chaqueta y los cómodos zapatos, haciendo es-fuerzos por sonreír. Como si en lugar de estar al otro lado del recibi-dor estuviera al otro lado del mundo. Utilizaban la palabra «querido»para llamarse el uno al otro, y jamás los oí discutir. Todas las mañanasél cogía el paquete de comida que ella le había preparado y se dirigíaal Departamento de Demarcación del Suelo. Cultivaba las verdurasdel jardín, reparaba el coche y se encargaba de los arreglos de la casa.El resto del tiempo lo pasaba con sus trenes.

Al principio fueron nominalmente míos: el modelo más peque-ño, de escala 1:76, montado sobre una base de seis por cuatro pies[1,80 � 1,20 m] en una de las esquinas del garaje. Una vía ovaladacon un giro interno, una vía muerta, dos estaciones y un túnel quecruzaba una montaña de cartón piedra. Me aburrí al cabo de unas po-

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cas horas; él dobló la longitud de la vía; tras unas horas más volví aperder el interés. Todos seguíamos hablando de los «trenes de Ge-rard» durante años, mientras la base se engrandecía y las vías se tri-plicaban y cuadruplicaban bajo las señales; y los pórticos, las torreshidráulicas y los motores y accesorios se multiplicaban hasta relegaral coche al exterior del garaje para siempre, pese a la amenaza de oxi-dación. Compró una estufa de queroseno para el invierno y un apa-rato de aire acondicionado de segunda mano para combatir el calorferoz del verano. La base creció hasta dejar sólo un estrecho pasillo aambos lados que le permitía llegar hasta el cuadro de mandos, situa-do en el extremo opuesto, donde tenía el banco de trabajo, el termo,una vieja silla de cuero e incontables filas de interruptores, palancas ycuadrantes, todos etiquetados según un código que él se sabía de me-moria. Todo en las vías estaba electrificado: no sólo los trenes, sino lasluces, los puntos de cruce, las señales, los puentes, incluso las campa-nas en miniatura. Compraba las piezas —cajas enteras de recambios,solenoides, reóstatos e interminables rollos de cables multicolores—en las rebajas de los almacenes del ejército y en las subastas del Go-bierno, y las intercambiaba con otros aficionados a los trenes. Cuan-do no estaba en marcha el aire acondicionado podías oír el zumbidode los transformadores.

Cada línea tenía su propio horario, y todas las estaciones teníannombres de pueblos ingleses como East Woking o Little Barnstaple,pero la red no era un mapa ni seguía ningún modelo; era un mundoindependiente, ordenado a la perfección, diseñado a escala, meticu-losamente, hasta el más mínimo detalle, excepto por el hecho de queno contenía figuras humanas. Algunos aficionados tienen cuadrillasde gente en miniatura esperando en los andenes, campos llenos de di-minutas vacas de porcelana pintadas a mano: el universo de mi padreestaba habitado exclusivamente por trenes. Si no hubiera sido por «lonerviosa que se pone tu madre», creo que también él se habría mu-dado al cobertizo; tal y como estaban las cosas, devolvía el último trenal depósito a las 22.27 h cada noche, y se retiraba obedientemente asu dormitorio. Él y yo siempre íbamos a mantener «una breve charlasobre cosas», pero no habíamos llegado a hacerlo nunca cuando, lavíspera de cumplir dieciocho años, él no entró en casa a las 22.30, ni

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a las veintitrés, y mi madre lo encontró muerto en la silla del cuadrode mandos, con un solo tren corriendo a toda velocidad, sin parar dedar vueltas por la vía exterior.

Es posible que ver fotos de Staplefield hubiera sofocado las imágenesque me dibujaba en la mente, rebosantes de profundidades y sutile-zas de color desconocidas en Mawson. Los recuerdos de Staplefield,ya sólo míos, fruto de las historias de mi madre, me habían dejadouna sensación visual del lugar tan aguda que podía recorrerlo men-talmente, centrar mi atención dondequiera que me apeteciera —laforja del pueblo; o Viola, erguida, elegante y con el cabello plateado,sentada frente a su escritorio de nogal; las dos buhardillas con losventanucos, y los oscuros suelos de madera cubiertos por alfombraspersas; las vistas que se extendían al sur, por encima de los campos,desde la glorieta—, y ver el lugar con diáfana claridad. Dichos re-cuerdos se convirtieron en mi refugio principal cuando llegaron losmomentos amargos del Instituto Superior de Mawson. Hasta que co-nocí, podríamos decir a falta de una palabra mejor, a mi amiga invisi-ble, Alice Jessell.

La carta llegó una mañana encapotada, tórrida y sofocante a fina-les de las vacaciones de verano. Yo tenía trece años y medio. Mis últi-mos días de libertad se esfumaban. Durante semanas el calor habíasido demasiado intenso para hacer nada más que tumbarme en lacama a leer, o simplemente escuchar los crujidos y zumbidos del ven-tilador a medida que giraba, entregado alternativamente a deseos deque pasara el tiempo y de que, por otro lado, las vacaciones no acaba-ran nunca. No había nada que esperar, excepto un nuevo año inmersoen el grupo de los perdidos: los empollones, los gallinas, los patosos endeportes. A través de la ventana llegó a mis oídos el leve rumor de lamoto del cartero y bajé hasta el buzón, sólo por entretenerme.

Dejando a un lado las facturas y circulares comerciales, mis pa-dres recibían muy poca correspondencia, y aún menos del otro ladodel océano, a excepción de alguna invitación esporádica para hacersesocio de algún club del libro o el disco. Hasta ese día no creo que hu-biera visto nunca una carta dirigida a mí. Ésta llevaba mi nombre

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completo: Señor Gerard Hugh Freeman. Deslicé la carta en el bolsi-llo de los shorts justo antes de que mi madre apareciera en la puertay le di el resto de la correspondencia que había traído el cartero.

Penfriends International, decía el membrete en la parte superiordel sobre. Apartado de correos 294, Mount Pleasant, Londres WC1.Correo aéreo. En el interior había una carta, también escrita a má-quina, encabezada por «Querido Gerard», preguntándome si querríatener un amigo por carta, y, de ser así, si preferiría una chica o un chi-co. Lo único que tenía que hacer era escribir a la secretaria, la señori-ta Juliet Summers, hablándole de mí mismo para ayudarla a encon-trar a mi amigo ideal, y enviar la respuesta en el sobre adjunto.

Sabía con exactitud qué diría mi madre. Pero el nombre de JulietSummers sonaba cálido y simpático, y acabé escribiéndole varias pá-ginas —le hablé incluso de Staplefield— pidiéndole que me encon-trara una amiga por carta. Lo hice a toda prisa, sin tener tiempo parapensar, de manera que fue sólo al regresar de la oficina de correoscuando me di cuenta de que mi madre vería la respuesta antes que yo.

Y así fue. Cuando llegué a casa el viernes de la primera, y lúgu-bre, semana de clases, la encontré acurrucada en el recibidor, apre-tando con las manos un sobre. La piel en torno a la nariz parecía aja-da y brillante.

—Hay una carta para ti, Gerard —dijo en tono acusador—. ¿Laabro?

—No. ¿Me la das, madre?La respuesta habitual a esta pregunta habría sido «No, gracias,

madre» (mi madre odiaba la palabra «mamá» y no la permitía encasa), seguida de un enfático: «¿Te importa dármela, madre?». Peroese día se limitó a permanecer allí, llevando la mirada alternativa-mente de mí al sobre, que seguía agarrando para que no pudiera verqué ponía.

De repente comprendí que, por primera vez en mi vida, la razónestaba de mi parte.

—¿Te importa darme la carta, por favor, madre? —repetí.Me la entregó despacio, con reticencia. «Penfriends Internatio-

nal». La parte del sobre que habían apretado sus dedos estaba fuer-temente arrugada.

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—Gracias, madre —dije, retirándome a mi habitación. Pero ellano había terminado conmigo.

—Gerard, ¿has dado nuestra dirección a alguien?—No, madre.—¿Entonces cómo sabían adónde enviarla?Estaba a punto de decir que lo ignoraba cuando vi hacia dónde

se encaminaba todo esto. Coger una carta del buzón y contestarla sindecírselo, incluso aunque fuera una carta dirigida a mí, contaría comoun acto subrepticio y deshonesto. Pude notar cómo la razón se res-quebrajaba bajo el peso de la culpa.

—Lo vi... Lo vi en el tablón de anuncios del colegio —improvi-sé—. Amigos por carta.

—¿La señora Broughton te dio permiso para que les escribieras?—No, madre, yo... yo sólo quería escribirme con alguien.—Así que les diste nuestra dirección.—Supongo que sí, sí... —murmuré, optando por lo que parecía

ser el menor de los males.—No tenías ningún derecho a hacerlo. No sin consultármelo an-

tes. ¿Y de dónde sacaste el sello?—Lo compré con mi paga.—Ya veo... Gerard —dijo con la voz de mando de un celador—,

quiero que me enseñes esa carta.Temí que, si lo hacía, nunca volvería a verla.—Madre, siempre has dicho que las cartas son privadas... ¿por

qué no puedo leerla yo, si es mía? —Mi voz se quebró al llegar a la úl-tima palabra.

Enrojeció; me miró, giró en redondo y se marchó.

La carta estaba mecanografiada, pero no era de la señorita Summers.

Querido Gerard:Espero que no te importe, pero la señorita Summers me hizollegar la carta que escribiste (envió muchas más, pero la tuyafue la única que me gustó de verdad) y pensé que te pare-cías tanto al amigo que siempre he deseado tener que le pre-

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gunté si podía escribirte directamente. ¡Por supuesto, notienes por qué contestarme si no te apetece!

Me llamo Alice Jessell, cumpliré catorce años el próxi-mo marzo y, como tú, soy hija única, aunque mis padres hanmuerto: los tres sufrimos un accidente de coche. Sé que talvez no debería incluir esta parte así, de sopetón, pero quieroquitármela de encima. En cualquier caso, quizá no quierasseguir leyendo; es justo, siempre y cuando sepas que no bus-co compasión y que lo último, de verdad, lo último que quie-ro es que sientas lástima por mí, sólo que seas mi amigo porcarta. Así que, como iba diciendo, mis padres murieron en elaccidente, que sucedió hace unos tres años. Sobreviví por-que iba en el asiento de atrás, pero la columna vertebral mequedó dañada, así que no puedo caminar. Los brazos lostengo bien: mecanografío esta carta sólo porque mi letra esmuy difícil de leer, y a máquina escribo mucho más rápidoque a mano. Como no teníamos parientes ni nada, tuve queir a una residencia: sé que esto debe de sonar terrible y fue,por supuesto, increíblemente desagradable al principio.Pero se trata de un lugar realmente encantador, en el campo,en Sussex. El seguro paga mi estancia aquí, tengo inclusoprofesores particulares para no tener que desplazarme hastala escuela, y una hermosa habitación toda para mí, desde laque se ven campos y árboles y cosas.

Ahora ya lo he dicho. Te repito que, de verdad, no bus-co compasión, quiero que pienses en mí, si puedes —y sólosi quieres ser mi amigo por carta, claro—, como en una per-sona normal que sólo quiere compartir las cosas habituales.No veo la tele ni escucho música pop, pero me encanta leer,y me pareció que a ti también, y me encantaría tener a al-guien de mi edad con quien hablar de libros. (La mayoría delresto de la gente de aquí es muy amable, pero son muchomayores que yo.) Y, de algún modo, formar parte de la vidade alguien, ser su amiga. Bueno, ya está bien.

Ahora hay nieve sobre los campos, pero brilla el sol, lasardillas corretean arriba y abajo por el gran roble que hay

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frente a mi ventana, y los pajarillos de la ventana cantan tanfuerte que sus trinos apagan el ruido de la máquina de escri-bir. En realidad el sitio donde estoy se parece al lugar dondecreció tu madre: una gran casa de ladrillo rojo en el campo,rodeada de praderas y bosques. ¡Mawson parece tremenda-mente caluroso y seco! Siento si eso ha sido un poco grose-ro, quiero decir que seguro que es precioso, pero tan distin-to a esto...

En cualquier caso, lo mejor será que pare y le dé la car-ta a la supervisora (es casi como una tía, de verdad) para quela remita a la señorita Summers, porque Penfriends Interna-tional es una especie de organización benéfica que se hacecargo de los gastos de envío. Así que, si quieres, escríbeme através de la señorita Summers, y entonces cada vez que memande una de tus cartas incluirá algunos sellos: así no ten-drás que comprarlos. Nuestras cartas serán totalmente pri-vadas.

Ahora sí que debo parar. Antes de que me entre el páni-co y tire la carta a la basura convencida de que estoy que-dando como una imbécil.

Con cariño,Alice

P. S. Encuentro que Gerard es un nombre precioso.

Me tumbé en la cama y leí la carta de Alice una y otra vez. Me pa-reció increíblemente valiente, más de lo que podía imaginar, y sin em-bargo no sentí lástima por ella. Simpatía, sí; pero, aunque ser huérfanaen una silla de ruedas me parecía una cosa terrible, su carta me hizosentir como quien se resguarda de la oscuridad en una noche de ven-tisca, sin saber el frío que ha pasado hasta que siente el calor del fuego.

Leer las cartas ajenas es un pecado terrible. Pero eso no me habíadetenido en mis intentos de volver a abrir el cajón. Busqué con la mi-rada un escondrijo. ¿Debajo del colchón? ¿Encima del armario?¿Detrás de los libros de la estantería? No había ningún lugar seguro.

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Pensé de nuevo en lo valiente que Alice debía de ser, y de repente meavergoncé de tener trece años y medio, estar empezando el segundoaño de instituto, y todavía tener miedo de decirle a mi madre que sí,tenía una amiga por carta, y no, no pensaba dejársela leer.

Pero aquella noche, durante la cena, al enfrentarme con la co-rriente de desaprobación de mi madre, también tuve que enfrentar-me, por enésima vez, al hecho de que no era más que un cobarde.

—Madre, quiero... Quiero decir, por favor, ¿puedo escribir a...?—No vas a escribirle a nadie, Gerard. Todavía estoy esperando

que me des esa carta.—Madre, siempre me has dicho que está mal leer las cartas de los

demás... —De nuevo me traicionó la voz. Mi madre estaba visible-mente agitada. Notando que el volcán estaba a punto de entrar enerupción, mi padre se concentró en la costilla de cordero.

—Voy a leer esa carta porque tú me la vas a dar. ¿Y quién es esteamigo por carta, de todos modos?

—Amiga... Es...—¿Una chica? No te escribirás con ninguna chica, Gerard, no

hasta que yo haya visto esa carta y escrito a su madre en persona.—¡No tiene madre! —le espeté—. Es huérfana, vive en una resi-

dencia. —Me sentí como si estuviera traicionando a Alice, pero com-prendí que ahí radicaba mi única posibilidad.

—¿Y dónde está esta residencia?—En... en el campo.—La carta venía de Londres —repuso ella.—Ellos se encargan de enviarlas, Penfriends International, y pa-

gan los gastos... para niños que... niños como Alice que no tienen pa-dres.

—¿Quieres decir que es una obra de caridad?Asentí con fuerza. Mi madre se quedó en silencio durante un mo-

mento. Parecía levemente incómoda.—Oh. Bueno, tendré que escribirles antes, claro... pero supongo

que... Va, tráeme esa carta, por favor. Luego ya veremos.Justo cuando creía que me había soltado del anzuelo.—Madre... —empecé a decir sin ninguna esperanza.—La carta es suya, Phyllis.

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Mi madre no se habría quedado más atónita si le hubiera habla-do a mi favor la bandeja de la fruta. Abrió la boca, pero de ella no sa-lió sonido alguno. Mi padre parecía igual de sorprendido.

—Iré a buscar la dirección —dije en un momento de inspiración,sabiendo que no cejaría en su empeño hasta haber escrito como mí-nimo a Juliet Summers.

Mi madre asintió en silencio y los dejé, contemplándose mutua-mente en un profundo estado de estupefacción.

Después de secar los platos salí al garaje y pregunté a mi padresi podía tener una caja con cerradura para guardar algunas cosas. Pa-recía decidido a portarse como si nada hubiera ocurrido, pero medio una sólida caja de herramientas, metálica, y un brillante candadocon su correspondiente llave, y pasamos un buen rato jugando a lostrenes. Estoy seguro de que sabía por qué le estaba agradecido deverdad.

Aquella misma noche empecé mi primera carta para Alice y continuédurante la mayor parte de la semana, páginas y páginas escritas en elmismo tono que habría usado si hubiera estado hablando con ella,contándole todo el enfrentamiento con mi madre, explicándole loshorrores del colegio, lo que me gustaba y lo que no, y más cosas so-bre Staplefield, lo mucho que significaba para mí y la negativa de mimadre a volver a hablar del tema después de que yo encontrara la fotoen su cuarto. Escribí de forma compulsiva, como si me lo dictaran,sabiendo que no debía releer lo que había dicho o plantearme dema-siado lo que estaba haciendo. Pasé el siguiente fin de semana ator-mentado por el miedo y la esperanza, hasta que llegó su respuesta ysupe seguro que todo iba bien.

Mi madre nunca llegó a decirme si había escrito a Juliet Summers.Actuaba como si las cartas que encontraba en mi escritorio cuandollegaba a casa del colegio se hubieran materializado sin que ella lo su-piera. Parte de mí deseaba recuperar su aprobación, pero también sa-bía que si hablaba sólo una vez de Alice, no podría parar hasta que to-

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dos los detalles hubieran sido expuestos y sometidos a su escrutinioen la mesa de la cocina.

De manera que nuestro silencio sobre Staplefield se extendióhasta Alice. Pero ahora tenía a Alice a quien escribir, y ella nunca secansaba de oír cosas de Staplefield. O, al parecer, de nada que tuvie-ra que ver con mi vida. Era siempre como si ella me escribiera desdeStaplefield, ya que el paisaje que se veía desde su ventana me recor-daba a todas horas la vista que mi madre solía describirme: el cuida-do jardín, con altos árboles cuyas ramas llegaban hasta la ventana,después el entramado de campos verdes, que conducía hasta los bos-ques de las empinadas montañas a corta distancia.

Yo quería saber dónde estaba exactamente, para poder mirarloen el atlas. Pero, desde el principio, Alice fijó ciertas reglas.

Gerard, necesito que comprendas por qué no quiero hablarde mi vida previa al accidente. Amo a mis padres, pienso enellos a todas horas. A menudo siento que están muy cerca,observándome, por extraño que esto suene. Pero para so-brevivir he tenido que dejar atrás todo aquello que tenía an-tes del accidente. Mis amigos, todas mis cosas, todo. Lo úni-co que traje conmigo fue mi foto favorita de mis padres; estáaquí, sobre el escritorio, mientras escribo esto. Como si —yesto te sonará tremendamente raro, lo sé—, como si yo hu-biera muerto con ellos y estuviera en una especie de otravida, sólo que aquí en la Tierra, como una reencarnación,pero distinto. Sabía que si intentaba esconderme bajo unmanto de piedad me ahogaría. Y al quitar el manto tuve quedespojarme de todo.

Si tuviera hermanos, hermanas y parientes no tendríaelección, claro. Pero en ese caso sería la lisiada de la familia, yno creo que quisiera seguir viviendo. Así soy sólo una chicaque necesita la ayuda de una silla de ruedas para moverse. Nouna lisiada, una parapléjica o una inválida, sólo yo. Tengo mo-vilidad, de hecho lo hago todo sola. Y la gente de aquí es fan-tástica: dejando a un lado al fisioterapeuta y el personal médi-co, todos te tratan como si fueras completamente normal.

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Pero he estado muy sola, y tus cartas marcan la diferen-cia. Iluminan mi vida.

Ahora vayamos a la parte difícil. No quiero contarteexactamente dónde estoy porque... (aquí he hecho una pau-sa larga de verdad: mientras me preguntaba cómo decírtelome ha dado tiempo a observar a un chico y a una chica queparecen de nuestra edad, caminando tomados del brazo porlos campos, desde el sendero que sale de nuestro jardín has-ta el extremo del bosque), bien, por la misma razón por laque no quiero enviarte una foto mía. (Para empezar no ten-go ninguna, pero ésa no es la causa.) Y no es porque esté tre-mendamente desfigurada ni nada de eso, en realidad no ten-go ninguna cicatriz.

No, es porque una foto mía tendría que ser una foto demí en la silla o, en cualquier caso, de alguien incapaz de ca-minar, y no quiero que me veas así. Me temo que sentiríaspena por mí. Espero que lo entiendas, aunque —y es total-mente injusto, lo sé— me encantaría tener una foto tuya (yde tus padres, y de la casa donde vives, sólo si te apetece, porsupuesto). A cambio, intentaré responder con sinceridad atus preguntas sobre mi aspecto.

Si por algún milagro consigo volver a andar, te enviaréuna foto. Pero hasta entonces prefiero ser

Tu amiga invisibleCon amor, Alice

P. S. Es una verdadera muestra de vanidad, lo sé. Pero acabode caer en la cuenta de que quizá creas que peso una tonela-da, y estoy cubierta de acné o algo parecido. En realidad es-toy delgada y... bueno, no soy del todo fea.

P. P. S. Si te soy sincera, ésa no es la única razón, para nomandarte la foto quiero decir. No quiero estar condenadapor una foto. Piensa en mí como quieras, eso es lo que megustaría que hicieras.

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Yo había estado evitando el tema de las fotos, porque la idea deque Alice viera mis orejas de soplillo y los aparatos de los dientes erademasiado humillante para poder soportarla. De manera que le ase-guré que la entendía (lo que sólo era verdad a medias); y que tambiényo era muy sensible con mis aparatos, de manera que ambos podía-mos conformarnos con descripciones escritas (con la esperanza deque, al escribir esto, ella no siguiera interrogándome sobre otros te-mas como las orejas, el pelo, las pecas, las manchas, las rodillas, losdientes, o, en definitiva, nada que guardara mucha relación con miaspecto físico).

Lejos de compadecerla, a menudo me descubría olvidando todolo referente a la silla de ruedas y la pérdida de sus padres, comparan-do la belleza de su entorno con la vacía desolación suburbana delmío, deseando apasionadamente poder estar con ella allí, dondequie-ra que se encontrara ese «allí» en el condado de Sussex. Tras aquellasprimeras cartas, la mayor parte del tiempo me escribía como si la he-rida no existiera, como si fuera una joven heredera que vivía sola enuna gran mansión con tutores privados, que la llevaban de excursión,como ella lo llamaba, siempre que hacía buen tiempo. No cabía dudade que disponían de una maravillosa biblioteca, porque daba igual ellibro que yo mencionara, si no lo había leído ya, lo hacía antes de quellegara su siguiente carta. Además, nuestras situaciones eran, en cier-to sentido, notablemente parecidas. Mis padres nunca habían tenidotelevisión, no leían revistas, y compraban el periódico sólo los sába-dos, por los anuncios. No se tomaban el menor interés por la política,o las noticias que sucedieran fuera de los confines de Mawson. De vezen cuando mi madre escuchaba música clásica por la radio. Pero lamayor parte del tiempo tanto ella como yo leíamos en silencio.

Que era exactamente como Alice pasaba sus días, cuando no te-nía clases en el jardín: leyendo y mirando por la ventana. Con sólo ca-torce años parecía haber superado los intereses normales de la adoles-cencia, mientras que yo ni siquiera había empezado a sentirlos. Justoantes de conocernos —la palabra que yo siempre preferí— me habíatomado la molestia de interesarme por la música rock. Pero tan pron-to como me enteré de que a Alice no le gustaba ninguna música pop—decía que el sonido de la batería la hacía sentir como si hubiera be-

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bido demasiado café— abandoné el empeño. Dejé de intentar llevar-me bien con alguien. En lugar de arrastrarme patéticamente por el pa-tio del colegio, intentando evitar que alguien me golpeara, pasaba lahora del almuerzo en la biblioteca, haciendo los deberes, para así po-der dedicar la tarde a escribir a Alice. Poco a poco me fui dando cuen-ta de que nadie se metía conmigo tanto como antes; y, pese a la canti-dad de tiempo que invertía en las cartas de Alice, mis notas mejoraron.

Mi vida exterior estaba tan constreñida como la suya, limitadapor el temor patológico de mi madre a lo que pudiera sucederme sime salía del estrecho sendero que iba de casa al colegio (y a la oficinade correos) y viceversa. Pero ahora que tenía a Alice ya no me sentíaencerrado: mirando por mi ventana, me descubría a mí mismo con-templando no la oxidada escalera de metal apoyada en el enorme co-bertizo del señor Drukowicz, sino los bosques y praderas de —comoa menudo imaginaba, para mi sorpresa— Staplefield.

Pero, como es lógico, empecé a querer más, mucho más: ver a Alice,oír su voz, abrazarla. Le dije que rezaba todos los días (aunque me pa-recía que no creía en Dios) para que su columna se curara o los mé-dicos hallaran algún remedio. «Me alegro de que lo hagas —me con-testó—, pero no debo pensar en ello. Me dijeron que nunca volveríaa caminar y lo he aceptado.» De manera que seguí rezando, sin decír-selo. De buena gana habría invertido todos mis ahorros en una lla-mada telefónica, pero ella tampoco me lo permitió. Al principio noanimaba mis manifestaciones ni muestras de amor que fueran másallá del «Querida Alice» o «Con amor, Gerard», y sin embargo medecía, en casi todas sus cartas, que yo era la persona más importantey más cercana de toda su vida.

Sí cumplió, sin embargo, su promesa de responder con sinceri-dad a cualquier pregunta mía referida a su aspecto físico, aunqueconfesaba que le daba vergüenza y que temía que la encontrara vani-dosa. Admitió que tenía el pelo largo y rizado (ensortijado, lo llama-ba ella), y fuerte, de un «color entre castaño y rojizo», que su piel eramuy pálida, sus ojos castaño oscuro, y «una nariz que parece ligera-mente respingona, pero en verdad es recta». Y aunque yo era dema-

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siado tímido para preguntar, siguió contándome «sólo para zanjar eltema» que tenía las piernas largas, la cintura estrecha, y que «en otrascircunstancias, supongo que la gente diría que estoy muy desarrolla-da para mi edad, y ahora ya he pasado suficiente vergüenza para unacarta, me arde la cara y no pienso añadir nada más».

En otras palabras tenía aspecto de diosa. Una diosa que solía lle-var tejanos y camisetas, pero que a veces, sólo para variar, se ponía unvestido largo «como el que llevo hoy, que es de un tejido sedoso, decolor blanco, recogido en la cintura y con un estampado de pequeñasflores violeta bordadas en el corpiño». Dejando a un lado el hechoobvio de que era increíblemente hermosa, de sus cartas aprendí tam-bién la imposibilidad de capturar el rostro de alguien sólo mediantepalabras. La imagen que me hacía de ella siguió siendo dolorosamen-te vívida y atormentadoramente difusa.

Un día, estando en la biblioteca del colegio durante la hora de lacomida, encontré un libro de fotos, la mayor parte en blanco y negro,pero con una sección de láminas a color en el centro. Acababan de ca-talogarlo, así que las mujeres de las fotos aún no habían sido provis-tas de barbas, bigotes, pechos monstruosos y genitales grotescos pin-tados con rotulador: los libros de arte no se prestaban, pero eso no lossalvaba del vandalismo. Pasé la lámina titulada The Last of England, yahí estaba La dama de Shalott, que contemplé, aguantando la respira-ción, durante varios minutos: así debía de ser Alice.

Antes de que sonara el timbre que indicaba el comienzo de lasclases había descubierto a los pintores prerrafaelitas, y encontrado almenos una docena más de Alices. Parecía haber posado como mode-lo para toda la Hermandad, pero no todos eran igual de buenos a lahora de pintarla. Rosetti sabía hacer el pelo, pero la había dotado deuna boca demasiado estrecha; Burne-Jones dibujaba bien su rostro,pero el cabello se le escapaba, y además la había pintado desnuda, sa-liendo de un árbol, por algún motivo, con los brazos en torno a suspartes igualmente desnudas: sólo me atreví a mirarla una vez y pasé lapágina, temeroso de que la señora McKenzie, la bibliotecaria, me pi-llara. The Bridesmaid de Millais se acercaba mucho, pero mi atenciónsiguió fija en La dama de Shalott, pensando que, si sólo fuera una ima-gen un poco menos trágica, el parecido sería perfecto.

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Se lo conté a Alice aquella misma noche, y cuando llegó su si-guiente carta resultó que ya conocía el cuadro, y sí, suponía que se pa-recía un poco a la Dama de Shalott, excepto en que su cabello era másoscuro, y, por supuesto, la Dama era mucho más bella; sin embargoyo estaba convencido de que la realidad era al revés. Invertí la mayorparte de mis ahorros en un libro de imágenes de Waterhouse, queconseguí colar en casa después de una de las raras visitas que hacía-mos al Centro Comercial de Mawson. El sexo no era sólo un tematabú en casa; siempre habíamos vivido según la premisa —posibilita-da por la ausencia de televisión y revistas— de que era algo que noexistía. Y aunque las ninfas desnudas de Waterhouse entran en la ca-tegoría de arte, sabía que mi madre no las vería de ese modo, no másque yo.

Y entonces tuve el sueño. Fue a finales del verano, dos años despuésde que empezáramos a escribirnos. Me desperté —o eso creí— en lacama de mi habitación; todo estaba igual, a excepción de que el bri-llo de la luna penetraba por la ventana. Una luna extraña, porque suluz era suave y dorada, como la de una vela, y cálida. Una luna impo-sible, porque la ventana daba al sur y el cielo quedaba oculto por laparte lateral del cobertizo del señor Drukowicz, pero en el sueño pa-recía absolutamente normal y auténtica. Me quedé tumbado duranteun rato, sintiendo el calor de sus rayos, hasta darme cuenta de que lafuente de ese calor, que ahora llenaba todo mi cuerpo, estaba muchomás cerca que la luna.

Giré la cabeza en la almohada. Alice yacía mirándome, sonrien-do con la más encantadora de las sonrisas, una sonrisa llena de alegríay ternura y amor. Tenía la cabeza a sólo unos centímetros de la mía, elcabello castaño rojizo derramándose sobre la almohada iluminadopor la tenue luz de la luna; nuestros cuerpos no se tocaban y, duranteuna breve eternidad, me quedé allí, flotando en un estado de felici-dad absoluta. No era idéntica a la Dama, o a ninguna de las mujeresde los cuadros; era simplemente Alice, hermosa: el calor de su cuer-po fluyó hasta el mío cuando nuestros labios se unieron y despertécon el pijama húmedo, solo, bajo la familiar luz de neón de la farola

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que se proyectaba sobre la pared del cobertizo del señor Drukowicz.Era la 1.30 de la madrugada.

Antes, siempre que fregaba el pijama o las sábanas manchadas ala luz de la linterna, lo único que sentía era vergüenza y temor a que,esta vez —dado que las manchas resultaban terriblemente visiblespor la mañana— mi madre dijera algo. Pero aquella noche pasé porla misma rutina casi sin pensar, rezando para volver flotando al mis-mo sueño, con una radiante Alice a mi lado.

En su lugar me quedé despierto durante mucho rato, esforzán-dome en vano por recuperar su rostro tal y como lo había visto, el res-plandor que se iba desvaneciendo hasta dejar sólo los semblantes delos cuadros. Enterré la cara en la almohada y lloré.

Cuando por fin logré dormirme tuve otro sueño: yo mismo,cuando era muy pequeño, sentado sobre la rodilla de mi madre, queme leía un cuento en el sofá a la luz de la lámpara. Mi madre iba enbata, lo que indicaba que era muy tarde, y me leía de un libro sin fo-tos, un relato que yo no llegaba a comprender, pero que escuchabacon interés de todos modos, siguiendo la cadencia de su voz. Lo ob-servaba desde el exterior, como si estuviera sentado en el sofá entreellos. Entonces vi que mi madre lloraba en silencio mientras leía. Laslágrimas rodaban por sus mejillas y caían sobre mi pijama azul celes-te, pero ella no hacía el menor intento de secárselas; seguía leyendo ylas lágrimas seguían cayendo hasta que desperté de nuevo para des-cubrir la almohada todavía húmeda de las lágrimas que había derra-mado por Alice.

El sábado por la mañana, después del sueño, me encontré solo encasa. Mi padre estaba en la reunión de aficionados a los trenes que secelebraba al otro lado de la ciudad; mi madre había salido corriendoporque llegaba tarde a la peluquería. Salí al pasillo cuando oí cerrar-se la puerta principal, y vi que se había dejado la puerta de su dormi-torio abierta, algo poco habitual. Al acercarme, mi mirada recayó enel cajón que había abierto aquella bochornosa tarde de enero.

El pacto no hablado con mi madre me había mantenido lejos desu habitación hasta entonces. No me meteré en tus cosas si tú no te

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Page 26: La dama del veloa aprendido en algún sitio que todos los chicos creían que sus madres eran hermosas, pero yo sospechaba que ése no era el caso de la mía. Parecía más vieja y

metes en las mías. Pero la puerta estaba abierta, y Alice estaba tan fas-cinada por Staplefield y Viola y todo cuanto pudiera recordar sobrela foto que había encontrado...

El cajón seguía cerrado a cal y canto, y no encontré ninguna lla-ve de latón en ninguno de los lugares más obvios. Entonces recordéque la lengüeta —o como quiera que se llamara la parte que abría lacerradura— no era más que una simple placa de metal con una ranu-ra en el extremo frontal. Así que recorrí toda la casa recogiendo yprobando llaves de otros muebles hasta que encontré una que fun-cionaba.

La cerradura se abrió. Arrodillado en semipenumbra, aspirandolas bolas de naftalina e insecticida y el débil olor perruno de la mo-queta, vi mi incómodo reflejo contemplándome desde las profundi-dades del espejo del tocador. Gerard se parece tanto a su madre.

El sobre y la foto habían desaparecido. Lo único que había en elcajón era el libro encuadernado con un ajado papel gris, moteado demanchas marrón rojizo. El camaleón —seguía sin saber qué era eso,pero reconocí la palabra—, Revista de Artes y Letras. Volumen I, nú-mero 2, junio 1898. Editado por Frederick Ravenscroft. Artículos deRichard Le Gallienne y G. S. Street. Poemas de Victor Plarr, OliverCustance y Theodore Wratislaw. Intenté abrirlo y vi que las páginasestaban unidas por los bordes. Excepto las correspondientes a unasección. «Seraphina: relato», de V. H.

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