La Dama de Espadas - Pushkin

26
La Dama de Espadas Alexandr Puchkin I Un día en casa del oficial de la Guardia Narúmov jugaban a las cartas. La larga noche de invierno pasó sin que nadie lo notara; se sentaron a cenar pasadas las cuatro de la mañana. Los que habían ganado comían con gran apetito; los demás permanecían sentados ante sus platos vacíos con aire distraído. Pero apareció el champán, la conversación se animó y todos tomaron parte en ella. -¿Qué has hecho, Surin? -preguntó el amo de la casa. -Perder, como de costumbre. He de admitir que no tengo suerte: juego sin subir las apuestas, nunca me acaloro, no hay modo de sacarme de quicio, ¡y de todos modos sigo perdiendo! -¿Y alguna vez no te has dejado llevar por la tentación? ¿Ponerlo todo a una carta?... Me asombra tu firmeza... -¡Pues ahí tenéis a Guermann! -dijo uno de los presentes señalando a un joven oficial de ingenieros-. ¡Jamás en su vida ha tenido una carta en las manos, nunca ha hecho ni un pároli, y, en cambio, se queda con nosotros hasta las cinco a mirar cómo jugamos! -Me atrae mucho el juego -dijo Guermann-, pero no estoy en condiciones de sacrificar lo imprescindible con la esperanza de salir sobrado. -Guermann es alemán, cuenta su dinero, ¡eso es todo! - observó Tomski-. Pero si hay alguien a quien no entiendo es a mi abuela, la condesa Anna Fedótovna. -¿Cómo?, ¿quién? -exclamaron los contertulios. -¡No me entra en la cabeza -prosiguió Tomski-, cómo puede ser que mi abuela no juegue! -¿Qué tiene de extraño que una vieja ochentona no juegue? -dijo Narúmov. -¿Pero no sabéis nada de ella? -¡No! ¡De verdad, nada! -¿No? Pues, escuchad: «Debéis saber que mi abuela, hará unos sesenta años, vivió en París e hizo allí auténtico furor. La gente corría tras ella para ver a la Vénus moscovite; Richelieu estaba 1

description

Cuento corto de Pushkin

Transcript of La Dama de Espadas - Pushkin

La Dama de Espadas

La Dama de Espadas

Alexandr Puchkin

I

Un da en casa del oficial de la Guardia Narmov jugaban a las cartas. La larga noche de invierno pas sin que nadie lo notara; se sentaron a cenar pasadas las cuatro de la maana. Los que haban ganado coman con gran apetito; los dems permanecan sentados ante sus platos vacos con aire distrado. Pero apareci el champn, la conversacin se anim y todos tomaron parte en ella.

-Qu has hecho, Surin? -pregunt el amo de la casa.

-Perder, como de costumbre. He de admitir que no tengo suerte: juego sin subir las apuestas, nunca me acaloro, no hay modo de sacarme de quicio, y de todos modos sigo perdiendo!

-Y alguna vez no te has dejado llevar por la tentacin? Ponerlo todo a una carta?... Me asombra tu firmeza...

-Pues ah tenis a Guermann! -dijo uno de los presentes sealando a un joven oficial de ingenieros-. Jams en su vida ha tenido una carta en las manos, nunca ha hecho ni un proli, y, en cambio, se queda con nosotros hasta las cinco a mirar cmo jugamos!

-Me atrae mucho el juego -dijo Guermann-, pero no estoy en condiciones de sacrificar lo imprescindible con la esperanza de salir sobrado.

-Guermann es alemn, cuenta su dinero, eso es todo! -observ Tomski-. Pero si hay alguien a quien no entiendo es a mi abuela, la condesa Anna Fedtovna.

-Cmo?, quin? -exclamaron los contertulios.

-No me entra en la cabeza -prosigui Tomski-, cmo puede ser que mi abuela no juegue!

-Qu tiene de extrao que una vieja ochentona no juegue? -dijo Narmov.

-Pero no sabis nada de ella?

-No! De verdad, nada!

-No? Pues, escuchad:

Debis saber que mi abuela, har unos sesenta aos, vivi en Pars e hizo all autntico furor. La gente corra tras ella para ver a la Vnus moscovite; Richelieu estaba prendado de ella y la abuela asegura que casi se pega un tiro por la crueldad con que ella lo trat.

En aquel tiempo las damas jugaban al faran. Cierta vez, jugando en la corte, perdi bajo palabra con el duque de Orlens no s qu suma inmensa. La abuela, al llegar a casa, mientras se despegaba los lunares de la cara y se desataba el miriaque, le comunic al abuelo que haba perdido en el juego y le mand que se hiciera cargo de la deuda.

Por cuanto recuerdo, mi difunto abuelo era una especie de mayordomo de la abuela. Le tema como al fuego y, sin embargo, al or la horrorosa suma, perdi los estribos: se trajo el libro de cuentas y, tras mostrarle que en medio ao se haban gastado medio milln y que ni su aldea cercana a Mosc ni la de Sartov se encontraban en las afueras de Pars, se neg en redondo a pagar. La abuela le dio un bofetn y se acost sola en seal de enojo.

Al da siguiente mand llamar a su marido con la esperanza de que el castigo domstico hubiera surtido efecto, pero lo encontr inclume. Por primera vez en su vida la abuela accedi a entrar en razn y a dar explicaciones; pensaba avergonzarlo, y se dign a demostrarle que haba deudas y deudas, como haba diferencia entre un prncipe y un carretero. Pero ni modo! El abuelo se haba sublevado y segua en sus trece! La abuela no saba qu hacer.

Anna Fedtovna era amiga ntima de un hombre muy notable. Habris odo hablar del conde Saint-Germain, de quien tantos prodigios se cuentan. Como sabris, se haca pasar por el Judo errante, por el inventor del elxir de la vida, de la piedra filosofal y de muchas cosas ms. La gente se rea de l tomndolo por un charlatn, y Casanova en sus Memorias dice que era un espa. En cualquier caso, a pesar de todo el misterio que lo envolva, SaintGermain tena un aspecto muy distinguido y en sociedad era una persona muy amable. La abuela, que lo sigue venerando hasta hoy y se enfada cuando hablan de l sin el debido respeto, saba que Saint-Germain poda disponer de grandes sumas de dinero, y decidi recurrir a l. Le escribi una nota en la que le peda que viniera a verla de inmediato.

El estrafalario viejo se present al punto y hall a la dama sumida en una horrible pena. La mujer le describi el brbaro proceder de su marido en los tonos ms negros, para acabar diciendo que depositaba todas sus esperanzas en la amistad y en la amabilidad del francs.

Saint-Germain se qued pensativo.

-Yo puedo proporcionarle esta suma -le dijo-, pero como s que usted no se sentira tranquila hasta no resarcirme la deuda, no querra yo abrumarla con nuevos quebraderos de cabeza. Existe otro medio: puede usted recuperar su deuda.

-Pero, mi querido conde -le dijo la abuela-, si le estoy diciendo que no tenemos nada de dinero.

-Ni falta que le hace -replic Saint-Germain-: tenga la bondad de escucharme.

Y entonces le descubri un secreto por el cual cualquiera de nosotros dara lo que fuera...

Los jvenes jugadores redoblaron su atencin. Tomski encendi una pipa, dio una bocanada y prosigui su relato:

-Aquel mismo da la abuela se present en Versalles, au jeu de la Reine. El duque de Orlens llevaba la banca; la abuela le dio una vaga excusa por no haberle satisfecho la deuda, para justificarse se invent una pequea historia y se sent enfrente apostando contra l. Eligi tres cartas, las coloc una tras otra: gan las tres manos y recuper todo lo perdido.

-Por casualidad! -dijo uno de los contertulios.

-Esto es un cuento! -observ Guermann.

-No seran cartas marcadas? -aadi un tercero.

-No lo creo -respondi Tomski con aire grave.

-Cmo! -dijo Narmov-. Tienes una abuela que acierta tres cartas seguidas y hasta ahora no te has hecho con su cabalstica?

-Qu ms quisiera! -replic Tomski-. La abuela tuvo cuatro hijos, entre ellos a mi padre: los cuatro son unos jugadores empedernidos y a ninguno de los cuatro les ha revelado su secreto; aunque no les hubiera ido mal, como tampoco a m, conocerlo.

Pero od lo que me cont mi to el conde Ivn Ilich, asegurndome por su honor la veracidad de la historia. El difunto Chaplitski -el mismo que muri en la miseria despus de haber despilfarrado sus millones-, cierta vez en su juventud y, si no recuerdo mal, con Zrich, perdi cerca de trescientos mil rublos. El hombre estaba desesperado. La abuela, que siempre haba sido muy severa con las travesuras de los jvenes, esta vez parece que se apiad de Chaplitski. Le dio tres cartas para que las apostara una tras otra y le hizo jurar que ya no jugara nunca ms. Chaplitski se present ante su ganador; se pusieron a jugar. Chaplitski apost a su primera carta cincuenta mil y gan; hizo un proli y lo dobl en la siguiente jugada, y as sald su deuda y an sali ganado...

Pero es hora de irse a dormir: ya son las seis menos cuarto.

En efecto, ya amaneca: los jvenes apuraron sus copas y se marcharon.

II

La vieja condesa *** se hallaba en su tocador ante el espejo. La rodeaban tres doncellas. Una sostena un tarro de arrebol; otra, una cajita con horquillas, y la tercera, una alta cofia con cintas de color de fuego. La condesa no pretenda en lo ms mnimo verse hermosa, su belleza haca tiempo que se haba marchitado, pero conservaba todos los hbitos de sus aos jvenes, segua rigurosamente la moda de los setenta y se vesta con la misma lentitud, con el mismo esmero de hace sesenta aos. Junto a la ventana se sentaba ante su labor una seorita, su pupila.

-Buenos das, grand'maman -dijo al entrar un joven oficial-. Bonjour, mademoiselle Lise. Grand' maman, he venido a pedirle un favor.

-Qu, Paul?

-Quisiera presentarle a uno de mis compaeros para que lo invite usted a su baile el viernes.

-Trelo directamente a la fiesta y all me lo presentas. Estuviste ayer en casa de ***?

-Cmo no! Fue una fiesta muy alegre; bailamos hasta las cinco. Yeltskaya estuvo encantadora!

-Qu dices, querido! Qu tiene de encantadora esa muchacha? Ni comparar con su abuela, la princesa Daria Petrovna... Por cierto, la princesa Daria Petrovna se ver muy envejecida?

-Cmo, envejecida? -respondi distrado Tomski-, si se muri har unos siete aos.

La seorita levant la cabeza e hizo una sea al joven. ste record que a la vieja condesa le ocultaban la muerte de las mujeres de su edad y se mordi el labio. Pero la condesa escuch la noticia, nueva para ella, con gran indiferencia.

-Ha muerto! -dijo-. Y yo sin saberlo. Pues cuando nos hicieron damas de honor a las dos, su majestad...

Y por centsima vez empez a contar la ancdota a su nieto.

-Bien Paul -dijo luego-, ahora aydame a levantarme. Liza, dnde est mi tabaquera?

La condesa se dirigi con sus doncellas detrs del biombo para acabar de arreglarse y Tomski se qued con la seorita.

-A quin le quiere presentar? -pregunt en voz baja Lizaveta Ivnovna.

-A Narmov. Lo conoce?

-No! Es militar o civil?

-Militar.

-Ingeniero?

-No. De caballera. Y por qu ha credo usted que era ingeniero?

La seorita se ri, pero no dijo ni palabra.

-Paul! -grit la condesa desde detrs del biombo-, mndame alguna novela nueva, pero, por favor, que no sea de las de ahora.

-Cmo es eso, grand'maman?

-Quiero decir, una novela en la que el hroe no estrangule a su padre o a su madre, y en la que no haya ahogados. Tengo un pnico terrible a los ahogados!

-Novelas as hoy ya ni existen. No querr una novela rusa?

-Pero es que hay novelas rusas?... Pues mndame una, querido, te lo ruego, mndamela!

-Le ruego que me excuse, grand'maman: tengo prisa... Perdone, Lizaveta Ivnovna. Pero, por qu ha pensado usted que Narmov era ingeniero?

Y Tomski abandon el tocador.

Lizaveta Ivnovna se qued sola: abandon su labor y se puso a mirar por la ventana. Al poco, a un lado de la calle, desde la casa de la esquina, apareci un joven oficial. Un rubor cubri las mejillas de la seorita, que retorn a su labor e inclin la cabeza hasta la misma trama. En este momento entr la condesa ya del todo arreglada.

-Liza -se dirigi a la seorita-, manda que enganchen la carroza, vamos a dar un paseo.

Liza se levant y se puso a recoger su labor.

-Pero, por Dios, chiquilla, ests sorda?! -grit la condesa-. Manda que enganchen cuanto antes la carroza.

-Ahora mismo! -respondi con voz queda la seorita y ech a correr hacia el recibidor.

Entr un sirviente y entreg a la condesa unos libros de parte del prncipe Pvel Aleksndrovich.

-Bien! Que le den las gracias -dijo la condesa-. Liza, Liza! Pero adnde vas corriendo?

-A vestirme.

-Ya tendrs tiempo, chiquilla. Sintate aqu. Abre el primer tomo; lee en voz alta...

La seorita tom el libro y ley varias lneas.

-Ms alto! -dijo la condesa-. Qu te pasa, chiquilla? Has perdido la voz, o qu?... Espera; acrcame el banco un poco ms... ms cerca!

Lizaveta Ivnovna ley dos pginas ms. La condesa bostez.

-Deja ese libro -dijo-, qu estupidez! Devulvele eso al prncipe Pvel y di que se lo agradezcan de mi parte... Pero, qu pasa con la carroza?

-Ya est lista -dijo Lizaveta Ivnovna lanzando una mirada hacia la ventana.

-Y qu haces que no ests vestida? -dijo la condesa-. Siempre hay que esperarte! Chiquilla, esto resulta insoportable.

Liza corri a su habitacin. No pasaron ni dos minutos que la condesa se puso a tocar la campanilla con todas sus fuerzas. Las tres doncellas entraron corriendo por una puerta, y el ayuda de cmara, por otra.

-Qu pasa que no hay modo de que vengis cuando se os llama? -les dijo la condesa-. Decidle a Lizaveta Ivnovna que la estoy esperando.

Entr Lizaveta Ivnovna, con la capa y el sombrero.

-Por fin, muchacha! -dijo la condesa-. Qu emperifollada! Para qu?... A quin quieres engatusar?... Y el tiempo, qu tal? Parece que haga viento.

-De ningn modo, excelencia! Todo est en calma! -replic el ayuda de cmara.

-Siempre hablis sin ton ni son. Abrid la ventanilla. Lo que yo deca: hace viento! Y helado!

Que desenganchen la carroza! No vamos a salir, Liza, te est bien por disfrazarte tanto.

Qu vida!, pens Lizaveta Ivnovna.

En efecto, Lizaveta Ivnovna era una criatura desdichada. Amargo sabe el pan ajeno, dice Dante, y pesados los escalones de una casa extraa, y quin mejor que la pobre pupila de una vieja aristcrata para conocer la amargura de la dependencia? La condesa *** no tena mal corazn, por supuesto, pero era antojadiza, como toda mujer mimada por la alta sociedad, avara y llena de fro egosmo, como toda la gente mayor, que tras haber agotado en su tiempo el amor, hoy vive de espaldas al presente. Participaba en todas las vanidades del gran mundo, asista a los bailes, donde se sentaba en un rincn, con la cara pintada y vestida a la vieja moda, igual que un ornamento deforme e imprescindible del saln; los invitados al llegar se le acercaban entre profundas reverencias, como si lo mandara el ceremonial, pero luego ya nadie se ocupaba de ella. Reciba en su casa a toda la ciudad, observando la ms rigurosa etiqueta y no reconoca a nadie por la cara. Su numerosa servidumbre, que engordaba y encaneca en su antesala y en el cuarto de las doncellas, haca lo que le vena en gana y desplumaba a cul ms a la moribunda anciana.

Lizaveta Ivnovna era la mrtir de la casa. Ella serva el t y reciba las reprimendas por el excesivo gasto de azcar; lea en voz alta las novelas y era la culpable de todos los errores del autor; acompaaba a la vieja en sus paseos y responda del tiempo y por el estado del empedrado. Se le haba asignado un sueldo que nunca le acababan de pagar; en cambio, se le exiga que fuera vestida como todas, es decir, como muy pocas. En sociedad desempeaba el papel ms lamentable. Todos la conocan, pero nadie notaba su presencia; en las fiestas slo bailaba cuando faltaba alguien para un vis--vis y las damas se la llevaban del brazo siempre que, para recomponer algo de sus atuendos, deban ir al tocador. Tena mucho amor propio, se aperciba vivamente de su condicin y miraba a su alrededor esperando con impaciencia a su salvador. Pero los jvenes calculadores en su despreocupada vanidad, no le prestaban atencin, aunque Lizaveta Ivnovna era cien veces ms hermosa que las descaradas y fras muchachas casaderas en cuyo derredor aquellos revoloteaban. Cuntas veces, tras abandonar imperceptiblemente el aburrido y suntuoso saln, se retiraba a llorar a su modesto cuarto con un biombo empapelado, una cmoda, un pequeo espejo y una cama pintada, y donde la vela de sebo arda mortecina sobre una palmatoria de bronce!

En cierta ocasin -esto suceda a los dos das de la velada descrita al comienzo del relato y una semana antes de la escena en que nos hemos detenido-, Lizaveta Ivnovna, sentada junto a la ventana con su bastidor, mir casualmente a la calle y vio a un joven oficial de ingenieros que inmvil mantena fija la mirada en su ventana. La joven baj la cabeza y retorn a su labor; al cabo de cinco minutos mir de nuevo: el joven oficial segua en el mismo lugar. Como no tena costumbre de coquetear con cualquier oficial, dej de mirar al exterior y estuvo bordando cerca de dos horas sin levantar la cabeza. Llamaron a comer. La joven se levant, comenz a recoger el bastidor y, al echar un vistazo casual a la calle, de nuevo vio al oficial. El hecho le pareci bastante extrao. Despus de comer se acerc a la ventana con sensacin de cierto desasosiego, pero el oficial ya no estaba, y se olvid de l... Al cabo de dos das, al salir con la condesa a tomar la carroza, lo vio de nuevo. Estaba justo delante del portal, con la cara cubierta con un cuello de piel de castor: sus ojos negros centelleaban bajo el gorro. Lizaveta Ivnovna, ella misma sin saber por qu, se asust y subi a la carroza con un temblor inexplicable.

Al regresar a casa, corri a la ventana: el oficial estaba donde siempre, con la mirada fija en ella. La joven se apart venciendo la curiosidad, turbada por un sentimiento completamente nuevo para ella.

Desde entonces no haba da en que el joven, a la misma hora, no apareciera bajo las ventanas de la casa. Entre ambos se estableci una relacin inadvertida. Sentada junto a su labor, ella notaba su llegada, levantaba la cabeza y lo miraba cada vez ms largo rato. El joven pareca estarle agradecido por ello: la muchacha, con la aguda mirada de la juventud, vea cmo un repentino rubor cubra las plidas mejillas del oficial cada vez que sus miradas se encontraban. Al cabo de una semana ella le sonri...

Cuando Tomski vino a pedir permiso a la condesa para presentarle a su amigo, el corazn de la pobre muchacha lati con fuerza. Pero, al enterarse de que Narmov no era un oficial de ingenieros, sino de caballera, lament que con aquella indiscreta pregunta hubiera descubierto al alocado Tomski su secreto.

Guermann era hijo de un alemn afincado en Rusia que haba dejado a su hijo un pequeo capital. Firmemente convencido como estaba de la necesidad de afianzar su independencia, Guermann no tocaba siquiera los intereses del dinero, viva de su paga y no se permita el menor de los caprichos. Pero dado su carcter reservado y ambicioso, sus compaeros rara vez tenan ocasin de burlarse de su desmedido sentido del ahorro. Era un hombre de fuertes pasiones y con una desbocada imaginacin, pero su entereza lo haba salvado de los acostumbrados extravos de la juventud. As, por ejemplo, siendo en el fondo de su alma un jugador, nunca haba tocado unas cartas, pues estimaba que su fortuna no le permita (como sola decir) sacrificar lo imprescindible con la esperanza de salir sobrado, y, entretanto, se pasaba noches enteras en torno a las mesas de juego y segua con frenes febril cada una de las evoluciones de la partida.

La ancdota de las tres cartas impresion poderosamente su imaginacin y en toda la noche no le sali de la cabeza.

Qu pasara si la vieja condesa me descubre su secreto! -pensaba en la tarde del da siguiente vagando por Petersburgo-, o si me indica las tres cartas de la suerte! Por qu no puedo yo probar fortuna?... Podra presentarme a ella, ganarme su favor, tal vez convertirme en su amante; aunque para todo esto se necesita tiempo, y la vieja tiene ochenta y siete aos, puede morirse en una semana, o dentro de dos das!... Y la historia misma... Se puede creer en ella?... No! Las cuentas claras, la moderacin y el amor al trabajo: stas son mis tres cartas de la suerte! Esto es lo que triplicar, lo que multiplicar por siete mi capital y me permitir alcanzar el sosiego y la independencia!

Pensando de este modo se encontr en una de las calles principales de Petersburgo, ante una casa de estilo antiguo. El paseo estaba abarrotado de coches, las carrozas se detenan una tras otra ante el iluminado portal. De ellas a cada instante asomaba o la esbelta pierna de una bella joven, o una estruendosa bota, ya una media a rayas, ya los botines de un diplomtico. Abrigos de piel y capotes se deslizaban ante un majestuoso portero. Guermann se detuvo.

-De quin es esta casa? -pregunt al guardia de la garita de la esquina.

-De la condesa *** -contest el de la garita.

Guermann se estremeci. De nuevo en su imaginacin se dibuj la asombrosa historia. Se puso a rondar junto a la casa pensando en su duea y en su mgico don. Regres tarde a su humilde rincn, tard mucho en dormirse, y cuando le venci el sueo se le aparecieron unas cartas, una mesa verde montaas de billetes y montones de monedas. Tiraba una carta tras otra, doblaba las apuestas con decisin, ganaba sin parar, recoga el oro a manos llenas y atestaba de billetes los bolsillos.

Al despertar, tarde ya, suspir ante la prdida de su fantstica fortuna, se march a vagar de nuevo por la ciudad y otra vez se encontr ante la casa de la condesa ***. Al parecer, una fuerza invisible lo atraa hacia el lugar. Se detuvo y se puso a mirar a las ventanas. En una de ellas vio una cabecita de cabellos morenos, inclinada seguramente sobre algn libro o una labor. La cabecita se alz. Guermann vio un rostro fresco y unos ojos negros. Aquel instante decidi su suerte.

III

No haba tenido tiempo Lizaveta Ivnovna de quitarse la capa y el sombrero que ya la condesa la haba mandado llamar para ordenarle que engancharan de nuevo los caballos. En el preciso momento en que dos lacayos levantaban a la vieja y la introducan a travs de las portezuelas en la carroza, Lizaveta Ivnovna vio junto a la misma rueda a su ingeniero; l la asi de la mano, ella no pudo reaccionar del susto, y el joven desapareci: en la mano de la muchacha qued una carta. La escondi dentro del guante y durante todo el paseo ni vio ni oy nada.

En la carroza la condesa tena la costumbre de hacer preguntas sin parar: quin es ese que se ha cruzado con nosotros?, cmo se llama este puente?, qu dice ese anuncio? En esta ocasin Lizaveta Ivnovna contestaba sin ton ni son y a destiempo a las preguntas y enoj a la condesa.

-Qu te ocurre, chiquilla?! O es que te ha dado un pasmo? Qu pasa, no me oyes o no me entiendes?... Gracias a Dios que no soy tartamuda ni he perdido la razn!

Lizaveta Ivnovna no la escuchaba. De regreso a casa corri a su cuarto, sac del guante la carta: no estaba sellada. Lizaveta Ivnovna la ley. La nota contena una declaracin de amor: unas palabras tiernas, respetuosas y tomadas letra por letra de una novela alemana. Pero Lizaveta Ivnovna no saba alemn y qued muy satisfecha.

Y, sin embargo, la carta, que ella haba aceptado, la dej sumamente preocupada. Era la primera vez que entablaba una relacin secreta y estrecha con un hombre joven. El atrevimiento de ste la horrorizaba. Se reprochaba su imprudente conducta y no saba qu hacer: dejar de sentarse junto a la ventana y, con su desdn, enfriar en el joven oficial su afn de proseguir con el acoso?, devolverle la carta?, o bien responderle en tono fro y decidido? No tena a quin pedir consejo, ni una amiga, o mentora. Lizaveta Ivnovna opt por contestar.

Se sent a la mesa del escritorio, tom pluma y papel y se puso a pensar. Comenz la carta varias veces y la rompi otras tantas: unas su tono le pareca demasiado condescendiente, otras en exceso cruel. Por fin logr escribir varias lneas de las que se sinti satisfecha:

Estoy convencida de que sus intenciones son honestas -escriba- y que con este paso irreflexivo no ha querido usted ofenderme; pero nuestro trato no debera dar comienzo de este modo. Le devuelvo la carta esperando no tener motivos para lamentar en el futuro una inmerecida falta de respeto por su parte.

Al da siguiente, al ver pasar a Guermann, Lizaveta Ivnovna se levant abandonando su labor, entr en la sala, abri la ventanilla y, confiando en la destreza del joven oficial, arroj la carta a la calle. Guermann se lanz hacia el lugar, recogi el sobre y entr en una confitera. Arrancando el sello encontr su carta y la respuesta de Lizaveta Ivnovna. Era justo lo que esperaba, y muy absorto en su intriga regres a su casa.

Tres das despus, una mademoiselle jovencita y de ojos vivarachos trajo de una tienda de modas una nota para Lizaveta Ivnovna. sta la abri preocupada temiendo encontrarse con algn pago que le reclamaban, pero, de pronto, reconoci la letra de Guermann.

-Se ha equivocado usted, jovencita -dijo-; esta nota no es para m.

-No. Es para usted, seguro! -respondi la valiente chica sin esconder una sonrisa maliciosa-. Tenga la bondad de leerla!

Lizaveta Ivnovna recorri la hoja de papel. Guermann le peda una cita.

-No puede ser! -dijo Lizaveta Ivnovna asustada tanto por lo apremiante de la peticin como por el mtodo empleado para hacerla-. Seguro que no es para m! -y rompi la carta en pequeos pedacitos.

-Si no era para usted, entonces por qu ha roto la carta? -dijo la mademoiselle-. Se la habra devuelto a quien la ha mandado.

-Le ruego, jovencita -replic Lizaveta Ivnovna ruborizndose ante aquella observacin-, que en adelante no me traiga ms notas. Y a quien la enva dgale que debera darle vergenza...

Pero Guermann no se dio por vencido. Lizaveta Ivnovna, de un modo o de otro, reciba notas suyas cada da. Ya no eran cartas traducidas del alemn. Guermann las escriba inspirado por la pasin, hablaba con sus propias palabras: en ellas se expresaba tanto lo irrenunciable de su deseo, como el desorden de su desbocada imaginacin. Lizaveta Ivnovna abandon la idea de devolver las cartas: se embriagaba con ellas; comenz a contestarlas, y sus notas por momentos se tornaban ms largas y ms tiernas. Por fin le arroj por la ventanilla la carta siguiente:

Hoy se celebra un baile en casa del embajador de ***. La condesa ir. Nos quedaremos hasta las dos. He aqu la ocasin para verme a solas. En cuanto la condesa se haya marchado, lo ms probable es que los sirvientes tambin se vayan; en el zagun se queda el conserje, pero acostumbra a encerrarse en su cuartucho. Venga usted hacia las once y media. Dirjase directamente a la escalinata. Si se encuentra a alguien en el recibidor pregunte usted si la condesa est en casa. Le dirn que no y, qu le vamos a hacer!. deber usted marcharse. Pero es probable que no encuentre usted a nadie. Las doncellas se recluyen todas en su alcoba. Del recibidor dirjase hacia la izquierda, siga todo recto hasta el dormitorio de la condesa. All, tras el biombo ver usted dos pequeas puertas. La de la derecha da al despacho, donde la condesa no entra nunca; la de la izquierda, a un pasillo, all ver una estrecha escalera de caracol. La escalera conduce a mi cuarto.

Guermann se estremeca como un tigre, en espera del momento sealado. A las diez de la noche ya se encontraba ante la casa de la condesa. El tiempo era horroroso: aullaba el viento, una nieve hmeda caa a grandes copos, las farolas ardan mortecinas, las calles estaban desiertas. De vez en cuando se arrastraba un coche de alquiler con su flaco jamelgo en busca de algn cliente rezagado. Guermann permaneca de pie, slo con su levita, sin notar ni el viento ni la nieve.

Por fin apareci la carroza de la condesa. Guermann vio cmo los lacayos sacaron a la encorvada dama llevndola del brazo, envuelta en un abrigo de marta cebellina, y cmo, tras ella, cubierta por una capa liviana, con la cabeza adornada de flores naturales, se desliz su pupila. Se cerraron las portezuelas. La carroza arranc pesadamente por la flccida nieve. El conserje cerr la puerta. La luz de las ventanas se apag.

Guermann ech a andar junto a la casa vaca; se acerc a una farola, mir el reloj, eran las once y veinte. Se qued junto a la farola con los ojos clavados en la aguja del reloj esperando que transcurrieran los minutos restantes.

Justo a las once y media Guermann pis el porche de la condesa y subi al zagun brillantemente iluminado. El conserje no estaba. Guermann subi corriendo por la escalinata, abri la puerta y vio a un criado que dorma bajo la lmpara en un silln vetusto y manchado. Con paso ligero y firme Guermann pas junto a aquel. El saln y el recibidor estaban a oscuras. La lmpara los iluminaba dbilmente desde la entrada.

Guermann entr en el dormitorio. En el rincn de los iconos, repleto de imgenes antiguas, arda tenue una lamparilla de oro. Unos desteidos sillones y divanes damasquinos con cojines de plumas y dorados desgastados se disponan en triste simetra junto a las paredes cubiertas de seda china. En una de ellas colgaban dos retratos pintados en Pars por madame Lebrun. Un cuadro representaba a un hombre de unos cuarenta aos, sonrosado y grueso, con uniforme verde claro y una estrella; el otro, a una joven belleza de nariz aguilea, las sienes peinadas hacia arriba y una rosa en el empolvado cabello. Por todas partes asomaban pastorcillas de porcelana, un reloj de mesa obra del clebre Leroy, cofrecillos, yoys, abanicos y diversos juguetes de seora inventados a finales del siglo pasado a la par que el globo de los Montgolfier y el magnetismo de Mesmer.

Guermann se dirigi detrs del biombo. Tras ste se encontraba una pequea cama de hierro; a la derecha se vea una puerta que conduca al despacho; a la izquierda, otra, que daba a un pasillo. Guermann la abri y vio la estrecha escalera de caracol que conduca al cuarto de la pobre pupila... Pero regres y entr en el oscuro despacho.

El tiempo pasaba lentamente. Todo estaba en silencio. En el saln sonaron doce campanadas; en todas las habitaciones, uno tras otro, los relojes dieron las doce, y de nuevo todo qued en silencio. Guermann esperaba de pie, apoyado en la fra estufa. Estaba sereno, su corazn lata acompasado, como el de un hombre decidido a una empresa peligrosa, pero necesaria.

Los relojes dieron la una, luego las dos de la madrugada, y el joven oy el lejano ruido de la carroza. Le domin una emocin incontenible. La carroza se acerc a la casa y se detuvo. Guermann oy el ruido del estribo al bajar.

La casa se puso en movimiento. Los criados echaron a correr, sonaron voces y la casa se ilumin. Entraron corriendo en la habitacin las tres viejas doncellas, y apareci la condesa que, ms muerta que viva, se dej caer en el silln Voltaire. Guermann miraba a travs de una rendija: Lizaveta Ivnovna pas a su lado. Guermann oy sus apresurados pasos subiendo por la escalera. En su corazn brot y se apag de nuevo algo parecido a un remordimiento. El joven estaba petrificado.

La condesa comenz a desvestirse ante el espejo. Le desprendieron las agujas de la cofia adornada de rosas; le quitaron la empolvada peluca de su cabeza canosa y de pelo muy corto. Los alfileres volaban como una lluvia a su alrededor. El vestido amarillo, bordado de plata, cay a sus pies hinchados. Guermann era testigo de los repugnantes misterios de su tocador; por fin la condesa se qued en camisn y gorro de dormir; con este atuendo, ms propio de sus muchos aos, pareca menos horrorosa y deforme.

Como toda la gente mayor, tambin la condesa padeca de insomnio. Una vez desvestida, se sent junto a la ventana en su silln Voltaire y despidi a las doncellas. Se llevaron las velas y de nuevo la habitacin qued slo iluminada con la mariposa. La condesa, toda amarilla, sentada en su silln, meneaba sus labios flccidos balancendose a izquierda y derecha. En su turbia mirada se reflejaba la ausencia de todo pensamiento; al verla se podra pensar que el balanceo de la espantosa vieja, ms que deberse a su propia voluntad, era fruto de un oculto galvanismo.

De pronto su rostro muerto se alter de manera indescriptible. Sus labios dejaron de moverse, la mirada cobr vida: ante la condesa se encontraba un desconocido.

-No se asuste, por Dios, no se asuste! -dijo ste con voz clara y queda-. No tengo la intencin de hacerle dao; he venido a implorarle que me conceda una merced.

La vieja lo miraba en silencio y pareca como si no lo oyera. Guermann pens que era sorda e, inclinndose hasta casi tocar su oreja le repiti las mismas palabras. La vieja segua callada.

-Usted puede hacerme feliz para el resto de mi vida -prosigui Guermann-, y no le va a costar nada: yo s que usted puede adivinar tres cartas seguidas...

Guermann call. La condesa, al parecer, comprendi lo que queran de ella; se dira que buscaba las palabras para responder.

-Aquello fue una broma! -dijo al fin-. Se lo juro! Una broma!

-Con cosas as no se bromea! -replic enojado Guermann-. Acurdese de Chaplitski, al que ayud usted a recuperar su deuda.

La condesa pareci turbarse. Los rasgos de su cara reflejaron una poderosa emocin en su alma pero en seguida la anciana se sumergi en la impasividad de antes.

-Puede usted indicarme estas tres cartas seguras? -aadi Guermann.

La condesa segua callada; Guermann prosigui:

-Para quin quiere usted guardarse su secreto? Para los nietos? Qu falta les hace si ya son ricos? Si ni siquiera conocen el valor del dinero. A manirrotos como ellos sus tres cartas no les sern de ayuda. Quien no sabe cuidar de la herencia paterna, por muchas artes diablicas que tenga a su alcance, de todos modos ha de morir en la miseria. Pero yo no soy un derrochador; yo s el valor del dinero. Conmigo sus tres cartas no caern en saco roto. Y bien?!...

Guermann call y esper anhelante la respuesta. La condesa callaba; Guermann se arrodill.

-Si alguna vez -dijo- su corazn ha conocido el sentimiento del amor, si recuerda usted cunta emocin el amor depara, si ha sonredo siquiera una vez ante el primer llanto de su hijo recin nacido, si algn sentimiento humano ha palpitado en su pecho, le imploro a usted, por su amor de esposa, de amante y de madre, por lo ms sagrado que haya en este mundo, no rechace mi splica! Descbrame su secreto! Qu ms le da a usted?... Quiz el secreto entrae un pecado horrible, la prdida de la dicha eterna, un pacto con el diablo?... Pinselo; usted ya es vieja, no le queda mucho de vida; yo, en cambio, estoy dispuesto a cargar con su pecado. Lo nico que le pido es que me revele su secreto. Piense que la felicidad de un hombre se halla en sus manos, que no slo yo, sino mis hijos, mis nietos y biznietos bendecirn su nombre y honrarn su memoria como a una santa...

La vieja no deca ni palabra.

Guermann se levant.

-Vieja bruja! -dijo apretando los dientes-. Yo te har hablar!...

Dicho esto, sac del bolsillo una pistola.

Al ver el arma, la condesa mostr de nuevo en su rostro una poderosa emocin. Movi de arriba abajo la cabeza y levant una mano como si se protegiera del disparo... Despus cay hacia atrs y se qued inmvil.

-Djese de chiquilladas -dijo Guermann tomndola de la mano-. Se lo pregunto por ltima vez: quiere usted decirme sus tres cartas? S o no?

La condesa no contestaba. Guermann vio que estaba muerta.

IV

Lizaveta Ivnovna, sentada en su habitacin an con el vestido de baile, se hallaba sumida en profundos pensamientos. Al llegar a casa, se apresur a despedir a la soolienta doncella que le haba ofrecido con desgana sus servicios, dicindole que ella misma se desvestira, entr temblorosa en su cuarto con la esperanza de ver all a Guermann y deseando no encontrarlo. Comprob a primera vista su ausencia y agradeci al destino por el contratiempo que haba impedido aquella cita. Se sent sin quitarse el vestido y se puso a rememorar todas las circunstancias que en tan poco tiempo tan lejos la haban llevado.

No haban pasado ni tres semanas desde que viera por primera vez tras la ventana a aquel joven, y ya mantena con l correspondencia, y ste ya le haba arrancado una cita nocturna! Saba su nombre slo porque algunas de sus cartas iban firmadas; nunca le haba dirigido la palabra, no conoca su voz y no haba odo hablar de Guermann... hasta aquella misma noche. Qu raro!

Justo aquella noche, en el baile, Tomski, enojado con la joven princesa Polina *** que, en contra de lo habitual, coqueteaba con otro, quiso vengarse de ella mostrndose indiferente: invit a Lizaveta Ivnovna y bail con ella una interminable mazurca. Durante todo el rato se burl de su inters por los oficiales de ingenieros. Le confes que saba muchas ms cosas de las que ella poda suponer, y algunas de sus bromas fueron tan atinadas que Lizaveta Ivnovna pens varias veces que Tomski conoca su secreto.

-Por quin se ha enterado de todo esto? -le pregunt ella entre risas.

-Por un compaero de quien usted sabe -contest Tomski-, una persona muy notable!

-Y quin es esta persona notable?

-Se llama Guermann.

Lizaveta Ivnovna no dijo nada, pero las manos y los pies se le helaron...

-Este Guermann -prosigui Tomski- es un personaje en verdad romntico: tiene el perfil de Napolen y el alma de Mefistfeles. Creo que sobre su conciencia pesan al menos tres crmenes. Cmo ha palidecido usted!

-Me duele la cabeza... Qu es lo que le deca su Guermann, o como se llame?...

-Guermann est muy disgustado con su compaero: dice que en su lugar l se hubiera comportado de muy otro modo... Yo supongo, incluso, que el propio Guermann le ha echado a usted el ojo; al menos escucha sin perder detalle las expansiones amorosas de su amigo.

-Y dnde me habr visto?

-En la iglesia, tal vez... en algn paseo... El diablo lo sabe! A lo mejor, en su habitacin, mientras usted dorma: l es capaz...

Tres damas se acercaron a ellos con la pregunta oubli ou regret? e interrumpieron aquella charla que aguijoneaba cada vez de modo ms torturante la curiosidad de Lizaveta Ivnovna. La dama elegida por Tomski fue la propia princesa ***. sta se tom el tiempo suficiente para aclarar sus malentendidos en las varias vueltas que dio y en el largo camino que recorri con l hasta la silla, de modo que Tomski al regresar a su lugar ya no pensaba ni en Guermann ni en Lizaveta Ivnovna. Ella quera reanudar sin falta la charla interrumpida, pero la mazurca haba llegado a su fin y al poco rato la condesa decidi irse.

Las palabras de Tomski no eran otra cosa que pura palabrera de saln, pero calaron muy hondo en el alma de la joven soadora. El retrato esbozado por Tomski se asemejaba al que se haba formado ella, y, gracias a las novelas ms recientes, este rostro entonces ya vulgar espantaba y atraa a la vez su imaginacin.

Se hallaba sentada con los brazos cruzados inclinando sobre el pecho descubierto su cabeza an adornada de flores... De pronto la puerta se abri y entr Guermann. Lizaveta Ivnovna se ech a temblar...

-Pero, dnde estaba usted? -pregunt ella en un susurro espantado.

-En el dormitorio de la vieja condesa -respondi Guermann-; ahora vengo de verla. La condesa est muerta.

-Dios santo!... Qu dice usted?

-Y, al parecer -prosigui Guermann-, yo soy la causa de su muerte.

Lizaveta Ivnovna lo mir y las palabras de Tomski resonaron en su alma: Este hombre lleva sobre su conciencia tres crmenes al menos! Guermann se sent en el alfizar de la ventana y se lo cont todo.

Lizaveta Ivnovna lo escuch llena de horror. De modo que todas aquellas apasionadas cartas, aquellos encendidos ruegos, aquella persecucin osada y tenaz, todo eso no era amor! Dinero: he aqu lo que ansiaba aquella alma! La pobre pupila no era otra cosa que la ciega cmplice de un bandido, del asesino de su anciana protectora!...

La joven llor amargamente en un acceso de tardo y torturado arrepentimiento. Guermann la miraba en silencio: tambin su corazn se senta desgarrado, pero ni las lgrimas de la desdichada muchacha ni la asombrosa belleza de su amargura conmovan su espritu severo. Guermann no senta remordimientos de conciencia ante la idea de la vieja muerta. Slo una cosa lo llenaba de espanto: la irreparable prdida del secreto con el que haba soado enriquecerse.

-Es usted un monstruo! -dijo al fin Lizaveta Ivnovna.

-Yo no quera matarla -dijo Guermann-. La pistola no estaba cargada.

Ambos callaron.

Llegaba el amanecer. Lizaveta Ivnovna apag la vela mortecina: una luz plida ilumin la habitacin. Se enjug los ojos llorosos y alz la mirada hacia Guermann: ste segua sentado en el alfizar de la ventana, las manos cruzadas y el severo ceo fruncido. En esta postura recordaba asombrosamente el retrato de Napolen. Su parecido sorprendi incluso a Lizaveta Ivnovna.

-Cmo podr salir de la casa?-dijo finalmente Lizaveta Ivnovna-. Pensaba conducirlo por una escalera secreta, pero hay que pasar por el dormitorio, y me da miedo.

-Dgame cmo encontrar esta escalera y me ir.

Lizaveta Ivnovna se levant, sac de la cmoda una llave, se la entreg a Guermann y le hizo una detallada descripcin del camino. Guermann estrech su fra e insensible mano. Bes su cabeza inclinada y sali.

Baj por la escalera de caracol y entr de nuevo en el dormitorio de la condesa. La vieja muerta segua sentada, su rostro petrificado expresaba una serenidad profunda. Guermann se detuvo ante ella, la mir largamente, como si quisiera cerciorarse de la horrible verdad; por fin entr en el despacho, encontr a tientas tras el tapizado de la pared una puerta y comenz a bajar por una oscura escalera, abrumado por extraas sensaciones.

Tal vez por esta misma escalera -pensaba- har unos sesenta aos, a este mismo dormitorio y a la misma hora, con un caftn bordado, peinado l'oiseau royal, estrechando contra el pecho un sombrero de tres picos, se habra deslizado el joven afortunado que desde hace tiempo se pudre en su tumba; en cambio, ha sido hoy cuando el corazn de su anciana amante ha dejado de latir...

A final de la escalera Guermann encontr una puerta que abri con la llave, y se encontr en un largo corredor que lo condujo a la calle.

V

Tres das despus de la fatdica noche, a las nueve de la maana, Guermann se dirigi al monasterio de ***, donde deban celebrarse los funerales de la difunta condesa. Sin sentirse arrepentido, no poda sin embargo ahogar del todo la voz de su conciencia que le repeta: eres el asesino de la vieja! No era hombre de verdadera fe, pero s muy supersticioso. Crea que la condesa muerta poda ejercer un influjo malfico sobre su vida, y para conseguir de ella el perdn decidi presentarse al entierro.

La iglesia estaba llena. Guermann logr a duras penas abrirse paso entre la multitud. El fretro se alzaba sobre un rico catafalco bajo un baldaquino de terciopelo. La difunta yaca en el atad, las manos cruzadas sobre el pecho, con una cofia de encaje y un vestido de raso blanco. A su alrededor se encontraban los suyos: la servidumbre, en caftanes negros con cintas blasonadas sobre el hombro y sosteniendo los candelabros; los familiares: hijos, nietos y biznietos, de luto riguroso. Nadie lloraba; las lgrimas hubieran sido une affectation. La condesa era tan vieja que su muerte ya no poda extraar a nadie, y desde haca tiempo, los familiares la vean como ms del otro mundo que de ste.

Un joven prelado pronunci la oracin fnebre. Glos con expresiones sencillas y emotivas el trnsito de la hija de Dios por este mundo, cuyos largos aos de vida haban sido un callado y conmovedor preparativo para una cristiana muerte.

-El ngel de la muerte la ha tomado en plena vigilia -dijo el orador-, entregada a la piadosa reflexin y en espera del novio de la medianoche.

El servicio se desarroll con la tristeza y el decoro merecido. Los familiares fueron los primeros en dirigirse a dar el ltimo adis a la difunta. Tras ellos se puso en movimiento la numerosa muchedumbre reunida para inclinarse ante la dama que desde haca tantos aos haba sido partcipe de sus mundanas diversiones. Despus tambin sigui toda la servidumbre. Finalmente se acerc el ama de llaves de la seora, una anciana de sus mismos aos. Dos jvenes doncellas la conducan sujetndola de los brazos. No tuvo fuerzas para inclinarse hasta el suelo, y fue la nica en dejar caer unas cuantas lgrimas al besar la fra mano de su seora.

Tras ella, Guermann se decidi a acercarse al fretro. Hizo una reverencia hasta tocar el suelo y permaneci varios minutos sobre las fras losas cubiertas de ramas de abeto. Al fin se levant, plido como la propia difunta, subi los escalones del catafalco y se inclin... En aquel instante le pareci que la muerta lo mir con expresin burlona y le gui un ojo. Guermann retrocedi con premura, tropez y cay de espaldas sobre el suelo. Lo levantaron. En aquel mismo instante sacaron al exterior a Lizaveta Ivnovna desmayada.

El episodio perturb por varios minutos la solemnidad de la lgubre ceremonia. Entre los asistentes se alz un sordo rumor, y un esculido chambeln, pariente cercano de la difunta, le susurr al odo a un ingls que se encontraba a su lado que el joven oficial era un hijo natural de la condesa, a lo que el ingls respondi con frialdad: Oh?

Todo el da Guermann se sinti extraordinariamente disgustado. Durante el almuerzo en una apartada hostera, en contra de su costumbre, bebi muchsimo con la esperanza de ahogar su desasosiego interior. Pero el vino enardeca an ms su imaginacin. Al regresar a casa, se dej caer sin desnudarse sobre la cama y se durmi profundamente.

Se despert cuando ya era de noche: la luna iluminaba su habitacin. Mir el reloj: eran las tres menos cuarto. Le haba abandonado el sueo; se sent en la cama y se qued pensando en el entierro de la vieja condesa.

En aquel momento alguien mir desde la calle a travs de la ventana y se retir al instante. Guermann no prest atencin alguna al hecho. Al cabo de un minuto oy que abran la puerta de la entrada. Guermann pens que su ordenanza, borracho como de costumbre, regresaba de un paseo nocturno. Pero oy unos pasos desconocidos: alguien andaba arrastrando silenciosamente los zapatos. La puerta se abri, entr una mujer vestida de blanco. Guermann la tom por su vieja aya y se asombr de verla en casa a aquellas horas. Pero la mujer de blanco, en un abrir y cerrar de ojos, de pronto apareci ante l, y Guermann reconoci a la condesa!

-He venido a verte en contra de mi voluntad -dijo la condesa con voz firme-. Pero se me ha mandado que cumpla tu deseo. El tres, el siete y el as, uno tras otro, te harn ganar; pero, con una condicin: que no apuestes ms de una carta al da y que en lo sucesivo no juegues nunca ms. Te perdono mi muerte con tal de que te cases con mi protegida Lizaveta Ivnovna...

Tras estas palabras se dio la vuelta en silencio, se dirigi hacia la puerta y desapareci arrastrando los zapatos. Guermann oy cmo reson la puerta en el zagun y vio que alguien lo mir de nuevo por la ventana.

Guermann tard mucho rato en recobrarse. Sali a la habitacin contigua. Su ordenanza dorma en el suelo; Guermann lo despert a duras penas. El ordenanza, como de costumbre, estaba borracho, de modo que no pudo sacar de l nada en claro. La puerta del zagun estaba cerrada. Guermann regres a su cuarto, encendi una vela y anot su visin.

VI

Dos ideas fijas no pueden existir al mismo tiempo en el mbito de lo moral, de igual modo que en el mundo fsico dos cuerpos no pueden ocupar idntico lugar. El tres, el siete y el as pronto desplazaron en la mente de Guermann la imagen de la vieja muerta. El tres, el siete y el as no salan de su imaginacin y le brotaban constantemente en los labios. Al ver a una joven, deca:

-Qu esbelta es!... Un autntico tres de corazones.

Le preguntaban la hora y contestaba:

-Faltan cinco minutos para... un siete.

Cualquier hombre barrigudo le recordaba a un as. El tres, el siete y el as lo perseguan en sueos adoptando todos los aspectos posibles: el tres floreca ante sus ojos en forma de suntuosa magnolia; el siete se le apareca como un portal gtico, y el as, como una enorme araa. Y todos sus pensamientos confluan en uno: cmo sacar provecho del secreto que tan caro le haba costado.

Comenz a pensar en pedir el retiro, en marchar de viaje. Quera hacerse con el tesoro de la encantada fortuna en alguna casa de juegos de Pars. Pero una ocasin le ahorr los quebraderos de cabeza.

En Mosc se haba formado una sociedad de ricos jugadores bajo la presidencia del clebre Chekalinski, un hombre que se haba pasado la vida jugando a las cartas y que en su tiempo haba amasado millones ganando con talones y perdiendo en dinero contante y sonante. Los largos aos de experiencia le granjearon la confianza de sus compaeros, y la casa siempre abierta, su famoso cocinero y el trato amable y jovial le proporcionaron el respeto del pblico. Chekalinski se instal en Petersburgo. Los jvenes inundaron sus salones abandonando los bailes por las cartas y prefiriendo las tentaciones del faran al atractivo del galanteo. All llev Narmov a Guermann.

Atravesaron una serie de salas esplndidas llenas de corteses camareros. Varios generales y consejeros privados jugaban al whist; los jvenes se sentaban recostados en mullidos sofs, coman helado y fumaban en pipa. En el saln, tras una larga mesa alrededor de la cual se agolpaban unos veinte jugadores, se sentaba el dueo, que llevaba la banca. Era un hombre de unos sesenta aos, de la ms respetable apariencia; unas canas plateadas cubran su cabeza; su cara oronda y fresca era todo afabilidad; sus ojos, animados de una constante sonrisa, brillaban. Narmov le present a Guermann. Chekalinski le estrech amistosamente la mano, le rog que se sintiera como en su casa y sigui tallando.

La partida dur largo rato. Sobre el tapete haba ms de treinta cartas. Chekalinski se detena tras cada tirada para dar tiempo a los jugadores a que hicieran sus apuestas; apuntaba las prdidas, atenda cortsmente las reclamaciones y con an mayor cortesa alisaba ms de un pico doblado por alguna mano distrada. Finalmente termin la partida. Chekalinski baraj las cartas y se dispuso a tallar de nuevo.

-Permtame jugar una mano -dijo Guermann alargando su brazo de detrs de un seor gordo que estaba jugando. Chekalinski sonri, inclin en silencio la cabeza en seal de sumiso asentimiento. Narmov felicit entre risas a Guermann por haber roto su largo ayuno y le dese un buen comienzo.

-Voy! -dijo Guermann tras escribir con tiza la apuesta en su carta.

-Cunto? -pregunt entornando los ojos el de la banca-. Perdone, no lo veo bien.

-Cuarenta y siete mil -contest Guermann.

Al or aquellas palabras, al instante, todas las cabezas y todas las miradas se dirigieron hacia Guermann. Se ha vuelto loco!, pens Narmov.

-Permtame advertirle -dijo Chekalinski con su imborrable sonrisa-, que juega usted muy fuerte; aqu nunca nadie ha apostado ms de doscientos setenta y cinco a una sola carta.

-Y bien? -replic Guermann-. Acepta usted mi carta a no?

Chekalinski inclin la cabeza con el aspecto de sumiso asentimiento de siempre.

-Slo quera informarle -dijo- que la confianza con que me honran los compaeros no me permite jugar con nada que no sea dinero en efectivo. Por mi parte, claro est, estoy seguro de que con su palabra basta, pero, para el buen orden del juego y de las cuentas, le ruego que coloque la suma sobre la carta.

Guermann extrajo del bolsillo un billete de banco y lo entreg a Chekalinski, quien, tras echarle un simple vistazo, lo coloc sobre la carta de Guermann. Lanz dos cartas. A la derecha cay un nueve, a la izquierda un tres.

-La ma gana! -dijo Guermann mostrando su carta.

Entre los jugadores se alz un murmullo. Chekalinski frunci el ceo, pero al momento la sonrisa retorn a su cara.

-Desea retirar sus ganancias? -le pregunt a Guermann.

-Si tiene la bondad.

Chekalinski sac del bolsillo varios billetes de banco y sald la deuda al punto. Guermann tom su dinero y se alej de la mesa. Narmov no poda recobrarse de su perplejidad. Guermann se bebi un vaso de limonada y se march a casa.

Al da siguiente por la noche se present de nuevo en casa de Chekalinski. El dueo llevaba la banca. Guermann se acerc a la mesa; los jugadores en seguida le hicieron sitio. Chekalinski lo salud con una cariosa reverencia.

Guermann esper la nueva partida, coloc su carta poniendo sobre ella sus cuarenta y siete mil rublos y lo ganado el da anterior.

Chekalinski lanz las cartas. A la derecha cay un valet, a la izquierda un siete.

Guermann descubri su siete.

Todos lanzaron un ah! Chekalinski se turb visiblemente. Cont noventa y cuatro mil rublos y los entreg a Guermann. Este los tom impasible y al punto se alej.

A la noche siguiente Guermann apareci de nuevo ante la mesa. Todos lo esperaban. Los generales y consejeros privados abandonaron su whist para ver aquella inusitada partida. Los jvenes oficiales saltaron de sus divanes; todos los camareros se reunieron en el saln. Todos rodeaban a Guermann. Los dems jugadores abandonaron sus cartas impacientes por ver cmo acabara aquel joven. Guermann, de pie junto a la mesa, se dispona a apuntar l solo contra el plido pero todava sonriente Chekalinski. Cada uno desempaquet una baraja de cartas. Chekalinski baraj. Guermann tom y coloc su carta cubrindola de un montn de billetes de banco. Aquello pareca un duelo. Reinaba un profundo silencio.

Chekalinski lanz las cartas, las manos le temblaban. A la derecha se pos una dama, a la izquierda un as.

-El as ha ganado! -dijo Guermann y descubri su carta.

-Han matado a su dama -dijo carioso Chekalinski.

Guermann se estremeci: en efecto, en lugar de un as tena ante s una dama de espadas. No daba crdito a sus ojos, no comprenda cmo haba podido confundirse.

En aquel instante le pareci que la dama de espadas le gui un ojo y le sonri burlona. La inusitada semejanza lo fulmin...

-La vieja! -grit lleno de horror.

Chekalinski se acerc los billetes. Guermann segua inmvil. Cuando se apart de la mesa, se alz un rumor de voces.

-Una jugada divina! -comentaban los jugadores.

Chekalinski baraj de nuevo las cartas; el juego sigui su curso.

EPLOGO

Guermann ha perdido la razn. Est en la clnica Objov, en la habitacin nmero 17. No contesta a ninguna pregunta y murmura con inusitada celeridad: Tres, siete, as! Tres, siete, dama!...

Lizaveta Ivnovna se ha casado con un joven muy afable que sirve en alguna parte y posee una fortuna considerable: es el hijo del que fuera el administrador de la difunta condesa. Lizaveta Ivnovna tiene de pupila a una pariente pobre.

Tomski ha ascendido a capitn y se ha casado con la princesa Polina.PAGE 1