La carga
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La carga
Por: Matías Iacono
María se acurrucaba contra el último pilar de lo que fuera una garita de espera de
colectivos. La noche, negrísima, se comía la luz del alumbrado público que bailoteaba
desquiciada tras cada ráfaga de lluvia.
Acomodó la pesada bolsa. La puso sobre sus pies para que el agua que corría bajo ellos no
la alcanzara. Con sus piernas y la pared le creó un refugio: La carga era más importante.
No recordaba una tormenta como esta. Interminable. O tal vez, el dolor en sus piernas,
hinchadas de estar parada, había distorsionado el tiempo.
Podía asegurar que ya eran más de las diez y cuarto de la noche, «el último colectivo pasa a
las diez», «estoy desde las nueve y media», se dijo un par de veces, «¡ya debe estar por
venir!», se dio fuerzas y asomó la cabeza por el costado, mirando hacia la ruta. El agua,
fría, le castigó los ojos y las redondas mejillas. María nunca había tocado ni visto nieve
pero hubiese jurado que esto lo era.
Achicando los párpados fijó la mirada en la oscuridad, en dirección al pueblo. Distinguió
en lo profundo la silueta de la despensa a la entrada del pueblo, la fila de abetos sacudidos
por el viento y la entrada del camino de tierra que llevaba al matadero.
Dos bolas incandescentes irrumpieron en el horizonte. Se movían por la ruta, desde la
salida del pueblo hacia la garita. Respiró aliviada. «¡Por fin! El colectivo ya viene» dijo en
voz baja, queriendo compartir la alegría con un interlocutor invisible.
Unos minutos después, calculando la proximidad del colectivo, aferró la bolsa contra su
pecho, zanjeó un charco de un salto y agitó la mano en lo alto para llamar la atención del
conductor.
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No se inmutó. Pasó a toda velocidad levantando una cortina de agua que terminó de
empapar el último recoveco seco de María.
Cuando salió del estupor las luces rojas del automóvil se perdían en lontananza. Hubiese
jurado que era el auto de Gonzales.
Gonzales. Ese viejo no hubiese salido a la ruta a estas horas, y mucho menos con esta
tormenta. Seguro era su hijo que una vez más le había robado el auto para ir al baile. Una
vez más.
Se miró la muñeca por instinto y recordó porqué sentía el brazo más liviano, «si esta
mañana no hubiese dado semejante portazo», «si ese bruto entendiera». Aun escuchaba los
gritos y recriminaciones.
– ¿Para qué haces todo esto? ¿Otra vez vas a viajar cincuenta kilómetros? ¿Cuándo vas a
pensar en vos? – Pero él no entendía. Ese bruto.
– Lo hago por…
– ¡Vas a terminar muerta! Eso es lo que haces. – Se interpuso con un grito.
Y ella corrió hacia la puerta, como tantas otras veces y descargó todo el ahogo en la puerta
de chapa.
Tuvo tiempo para tomar la bolsa, el monedero y las llaves. Si hubiese esperado un poco,
habría tomado también el reloj y ahora sabría que faltaban unos minutos para la media
noche.
La lluvia dio tregua. María barrió el piso de cemento con el pie y deshizo los charcos que
se formaban en sus huecos para apoyar la bolsa.
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Sin el peso adicional, recostada sobre el pilar, agachó la cabeza y descansó los ojos. El
segundo llamado la devolvió de un sobresalto a la realidad.
– ¿La llevo? – El sonido se escuchaba lejano, apagado. Las estrellas habían desaparecido,
el lado opuesto de la ruta no estaba. Una mole irreconocible se interponía entre ella y todo.
Fue levantando la cabeza de a poco. Desde arriba una cara la miraba, cigarrillo en la boca,
cachete inflado.
– ¿La llevo doña? – Apartó el cigarrillo y mostró una sonrisa amarillenta. – Mire que a esta
hora ya no pasan los colectivos… ¿Hasta dónde va? –
– Hasta Campo Largo – Fue automático. Como si le hubiesen preguntado por su nombre.
– Son como cuarenta kilómetros… yo voy hasta Pampa – Hizo un chasquido con la boca,
como intentando quitarse algún resto de comida entre los dientes. – Suba que la llevo… de
paso me quedo en la estación de Avia… estoy algo cansado ¿Vio? – Destrabó la puerta del
camión y la dejó entre abierta. – ¡Suba!
Ella puso un pie en la barandilla de la puerta, apretó la bolsa debajo del brazo derecho y
con el izquierdo se prendió al asiento. Empujó con entusiasmo un par de veces pero no se
despegó del piso.
– Deme la bolsa doña… – Le propuso al mismo tiempo que estiraba los brazos para agarrar
la carga.
– ¡No! Deje, yo puedo. – Y apartó la bolsa de la vista mientras apoyaba el codo en el
asiento usándolo cómo palanca.
Se arrastró, subió la pierna que quedaba colgando, gimió con esfuerzo y finalmente se
sentó.
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Miró hacia adelante evitando el contacto visual. Puso la bolsa en el regazo y la envolvió
con sus brazos. Cuando volvió a tener un ritmo de respiración normal, giró levemente la
cabeza hacia su compañero y emitió un lacónico «gracias» para mirar hacia el frente una
vez más. En ese preciso instante la tregua con la tormenta terminó.
– Ramiro… ¿y usted? – Dijo, sin dejar de mirar la ruta.
– María… – Dejó salir la presión con un suspiro seguido, esta vez, de un sincero «gracias».
– Fíjese atrás del asiento. Hay una toalla así se seca un poco, se va a enfermar si no. – No
lo pensó dos veces. María revolvió algunos trapos hasta dar con la toalla. Se batió el pelo,
frotó los brazos, se secó entre los dedos de los pies.
– Si quiere duérmase. En un rato estamos en Corzuela… – Le mostró su mejor cara de
amabilidad. – yo la despierto en la estación. – No pudo evitar mirar de reojo la bolsa en el
regazo de María y ella no pudo contener el cansancio: Cerró los ojos y se durmió.
Levantó la cabeza velozmente y aspiró profundamente. No estaban viajando; sin ruido a
motor; sin bamboleos.
Limpió el parabrisas empañado con la toalla. Estaban detenidos frente a una estación de
servicios.
El pánico la colmó. Un rayo frío corrió por su espalda y sintió nauseas. Se tocó el regazo.
Miró detrás del asiento. Tanteó en la oscuridad y solo encontró los mismos trapos usados.
Barrió debajo del asiento con sus manos: Nada.
La bolsa había desaparecido y esta se había llevado consigo el color de la cara de María.
Desesperada manoteó el picaporte de la puerta. El viento chifló. Se metió dentro de la
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cabina y empujó la puerta bruscamente. María, aun agarrada al picaporte salió despedida y
termino de espaldas en el barro.
Sin percatarse del accidente, se reincorporó y caminó uno metros en dirección a las luces
de la estación.
– María ¿A dónde va? – Le gritaron desde atrás.
Giró hacia la voz. Los ojos cegados por el brillo de las luces de la estación no distinguieron
más que una forma al costado del camión.
Ramiro repitió la pregunta, «¿a dónde va?», y María, como un toro cegado por la muleta
del matador, lo embistió. Lo tomó por el cuello de la camisa con furia y desahogó su
aflicción con preguntas «¿dónde está?», «¿dónde la escondió?», «¿es mía?».
– ¡Cálmese! – Atinó a responder.
Pudo haber sido la expresión de asombro en la cara de Ramiro o el haber liberado toda la
tensión en un instante. Cualquiera fuese el motivo, hizo que María soltara la camisa de
Ramiro y retrocediera unos pasos. Lo miró a los ojos, implorando una respuesta, e insistió
con un «¿dónde está?».
– ¡Cálmese! Solo quiero ayudar… – Intentó calmarla. – … ya llegamos a Corzuela, y…
como se había dormido… bueno… yo no quise despertarla. – Ramiro entendió la
impaciencia en los ojos de María. – ¡En fin! Miré lo que tenía en la bolsa, y pensé que era
mejor si la pasaba atrás. Por las dudas. – Dejó pasar unos segundos y luego le sonrió con
amabilidad.
– Disculpe… por lo de la camisa. – Respondió sin quitar la expresión de severidad de la
cara.
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– No se preocupe. Mejor sigamos viaje. – Subieron al camión. Ramiro giró la llave
encendiendo el motor para luego pasarle un vaso de plástico. – ¡Tome! Le compré un café.
Cerca de la una y media de la mañana, Ramiro disminuía la velocidad y se encontraba con
el prolongado zigzag que describe la entrada a Campo Largo.
Durante el corto viaje desde Corzuela, los dos intercambiaron algunas palabras. Así,
Ramiro conoció el motivo de la carga, la pelea matutina de María y su esposo, los viajes
que debía realizar cada dos días, los meses que llevaba haciéndolos.
María, por su parte, supo que Ramiro jamás tomaba este tramo de la noventa y cuatro, que
había auxiliado al chofer de un colectivo llevándolo hasta Charata y que este le comentó
sobre un pasajero que, con frecuencia, abordaba a la salida de Las Breñas.
Después de varias manzanas recorridas. A pocas más de llegar a la intersección que se
dirige hacia el centro del pueblo y la salida del mismo, María se inclinó hacia adelante,
achicó los ojos forzando la vista y señaló con el índice. – ¡Ahí! ¿Me puede dejar en el
cruce?
– ¿No quiere que la lleve hasta su casa? – Respondió con amabilidad.
– Vivo aquí cerca. Además ya no llueve… y ya hizo mucho.
Ramiro asintió con la cabeza. Disminuyó la velocidad por completo mientras se acomodaba
a un costado de la ruta.
Los dos se bajaron del camión. Ramiro sacó la bolsa del contenedor. Se despidieron. Desde
el camión él la observó alejarse hasta que desapareció doblando una esquina.
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Revolvió el bolsillo y sacó las llaves. Tanteó la cerradura en la oscuridad y con sigilo giró
la llave. La puerta volvió a quejarse por el óxido y la falta de aceite en sus bisagras, pero su
clamor fue opacado por los ronquidos provenientes del dormitorio. Empujó con más
cuidado la puerta, «mejor no despertarlo» pensó, y la cerró. Unos cuantos pasos más y
llegó a la cocina. Abrió la heladera y acomodó algunas latas tumbadas haciendo espacio
para la bolsa. Fue hacia el dormitorio, estaba rendida. En el trayecto, sobre la mesa del
comedor, el reloj. Lo tomó y lo apuntó hacia la claridad que entraba por la ventana. Esperó
que sus ojos se adaptaran a la penumbra, «¡las dos!» lamentó.
Al pie de la cama se quitó los zapatos y se acurrucó, vestida, en lo que quedaba de la cama
de plaza y media. Miró por última vez el reloj y lo dejó sobre la mesa de luz. Parpadeó un
par de veces, prologando el último. Al abrirlos, el canto del gallo se escuchaba a lo lejos y
el sol se asomaba por la ventana. Estiró la mano y miró el reloj que marcaban las seis.
Expulsada de la cama, se calzó los zapatos y se estiró y sacudió el barro seco de la ropa.
Llegó hasta la puerta y durante unos segundos contempló a su marido que seguía roncando.
No tenía tiempo para reclamos; tal vez no notarla había sido lo mejor.
Un aroma a pasto y tierra se habían colado a través de una ventana mal cerrada durante la
noche. Junto con los olores, un caudal importante de agua había recorrido el comedor hasta
la cocina, formando un notable estancamiento de agua que María terminó pisando,
salpicando todo a su alrededor. Sin otra reacción que un depresivo suspiro, sacó la bolsa de
la heladera y salió.
Tocó el timbre. Una apresurada celadora le abrió la puerta. Hubo un breve saludo antes que
María franqueara la puerta.
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Ya sobre la amplia mesa de madera de la cocina, desenvolvió el paquete y separó carne de
verduras. Contó las piezas, hizo algunos cálculos mentales. Todo parecía estar en su lugar.
– ¿Cómo le fue? – Preguntó finalmente la celadora, mientras giraba la llave en la cerradura.
– Como siempre. – María dejaba ver su agotamiento.
– ¿Ya sabe lo de mañana? Van a venir… – El estruendo provocado por las campanadas
marcando el ingreso de los alumnos opacó las palabras de la celadora.
Desde el ventanal de la cocina, María perdió la mirada y sus pensamientos en el
hormiguear de los blancos guardapolvos que buscaban sus lugares en las filas. Cruzó la
vista con el mástil, el sendero abierto hacia este, y el grupo de chicos que caminaban
sosteniendo la bandera. Esperó, inmutable, mientras ataban cada cinta al alambre. Entonó
el himno en silencio. Cuando el último de los alumnos desapareció de su vista, se apartó de
la ventana.
– María, Ana, buenos días. – Desde el otro extremo de la cocina la directora se acercaba
velozmente. – ¿Todo en orden?
– Sí, todo en orden. – Y acompaño la afirmación con un gesto, como exponiendo las
mercaderías de la mesa.
– Bien. Con esto nos alcanza… por lo menos para hoy. – Interrumpió la mirada con María.
– Ya sabemos que tiene que hacer el mismo viaje cada dos días, y no le pediría esto si
realmente no nos afectara. – Continuó esquivando el contacto visual. – De verdad que me
apena, pero mañana ingresan cinco chicos más y no creo que nos alcance lo que tenemos
para poder darles de comer. Si usted pudiera ir hoy, de nuevo, y hacer unas compras
adicionales. – La miró a los ojos nuevamente. Su cara refulgía de vergüenza.
Una y otra vez la misma idea pasó por la mente de María; la voz de su esposo retumbaba
con el «¿para qué haces todo esto?», «¿cuándo vas a pensar en vos?». Pero ella solo
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pensaba en ellos, y las imágenes que vivió desde la ventana silenciaron lo mordaz de las
preguntas.
– ¡Sí! Puedo. – Dijo. «Lo hago por ellos», respondió.
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