La biblia en los catecismos (I)

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La biblia en los catecismos (I) LUIS RESINES Estudio Teológico Agustiniano. Valladolid Resumen: La enseñanza que se desprende de la lectura de unos catecismos seleccionados permite comprobar la muy diversa importancia que se ha dado a la Biblia en la transmisión de la fe. Se encuentran todas las pos- turas, desde el aprecio cordial, al silencio absoluto. En la mayoría de los catecismos no seleccionados, casi no se menciona la Biblia. Esta reflexión ayuda a entender que los católicos hayamos vivido en España de espal- das a la Palabra de Dios. Palabras clave: Biblia, catecismo, marginación, aprecio. Abstract: The teaching proceeded by reading some selected catechims may possible to see the very variable importance attributed to the Bible in the task of communicating the faith. There are all possibilities: from the most sincere value, to the absolute silence. In the most number of non selected catechims, the Bible is practically uncited. This reflexion shows how the spanish catholics have lived back-wards the word of God. Key words: Bible, catechism, margination, value. «La lectura de la Biblia no es necesaria a todos los cristianos, ense- ñados como están por la Iglesia». (Catecismo prescrito por Pío X, 1905) «Lo que la Iglesia enseña procede de Dios, fuente de toda verdad» (Catecismo alemán, 1955) «Este catecismo tiene por objeto exponer claramente la doctrina viva de la fe; pero en la Sagrada Escritura se encontrará siempre más vida, más calor, fuerza y verdad» (Catecismo holandés, 1966). Est Ag 56 (2021) 149-215

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La biblia en los catecismos (I)

LUIS RESINES Estudio Teológico Agustiniano. Valladolid

Resumen: La enseñanza que se desprende de la lectura de unos catecismos seleccionados permite comprobar la muy diversa importancia que se ha dado a la Biblia en la transmisión de la fe. Se encuentran todas las pos-turas, desde el aprecio cordial, al silencio absoluto. En la mayoría de los catecismos no seleccionados, casi no se menciona la Biblia. Esta reflexión ayuda a entender que los católicos hayamos vivido en España de espal-das a la Palabra de Dios.

Palabras clave: Biblia, catecismo, marginación, aprecio.

Abstract: The teaching proceeded by reading some selected catechims may possible to see the very variable importance attributed to the Bible in the task of communicating the faith. There are all possibilities: from the most sincere value, to the absolute silence. In the most number of non selected catechims, the Bible is practically uncited. This reflexion shows how the spanish catholics have lived back-wards the word of God.

Key words: Bible, catechism, margination, value.

«La lectura de la Biblia no es necesaria a todos los cristianos, ense-ñados como están por la Iglesia». (Catecismo prescrito por Pío X, 1905)

«Lo que la Iglesia enseña procede de Dios, fuente de toda verdad» (Catecismo alemán, 1955)

«Este catecismo tiene por objeto exponer claramente la doctrina viva de la fe; pero en la Sagrada Escritura se encontrará siempre más vida, más calor, fuerza y verdad» (Catecismo holandés, 1966).

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Introducción

A la hora de hacer una adecuada presentación del mensaje cristiano, se han seguido caminos bien diversos con el paso de los años, porque cada uno de los que han emprendido esta tarea lo ha realizado a partir de sus criterios, inmersos en el tiempo que le ha tocado vivir. No puede ser de otra forma. De ahí que sea lógico percibir diferencias en la transmisión de la fe entre unos catequistas y otros, entre unos catecismos y otros, entre unos autores de catecismo y otros.

Siempre se ha pretendido transmitir la fe cristiana, aunque esta ha variado. A más de uno podría parecer que la afirmación anterior resulta escandalosa. Y ciertamente lo sería en el sentido de que se pudiera afirmar una cosa que antes se negaba, o que se dijeran cosas diversas de lo que dicen los cristianos de otras épocas o lugares. Es claro que no hay que dis-currir por ese camino.

La senda válida para hablar de variaciones es la que considera los progresivos enriquecimientos, los diversos enfoques, las afirmaciones com-plementarias, las explicaciones que despliegan cuanto se ha presentado de forma sucinta,... Y en esto sí que hay variedad.

Es claro que existen unas constantes, serenamente mantenidas, como pueden ser: la transmisión y explicación de la síntesis de la fe, la invitación a conocer la oración cristiana e incorporarla de modo natural en la vida del creyente, la presentación de unas normas de conducta que tratan de marcar caminos para el diario comportamiento, la oferta de un bloque de valores que el cristianismo hace suyos y que desea sean participados por cada cristiano,...

Entre el cambio arbitrario y acomodaticio, y la fijación ceñida a la pura repetición mecánica, hay un espacio muy grande. Este espacio al-berga numerosísimas variantes a la hora de presentar la misma e idéntica fe. Cada una de sus afirmaciones se puede expresar de manera diferente; pero no es solo una cuestión de expresión. Cada una de sus afirmaciones puede hacer ciertos subrayados; pero no es solo una cuestión de acentos. Y lo que parece que ha quedado perfectamente establecido en un mo-mento determinado, y también perfectamente expresado, necesita ser re-pensado y reformulado en otro momento de la historia.

Cabría pensar que se trata de un terreno deslizante, en el que prima la falta de seguridad en lo que se dice y se presenta. No hay tal. Hay mucha

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más seguridad y convicción de lo que parece. Pero no es igual presentar una enseñanza a un niño que a un adulto; a una persona culta o a quien carece de cultura; a alguien que ha de ejercer una responsabilidad, que a quien no la tiene; a quien ha vivido en el siglo XIII, o a quien vive en el siglo XXI,...

Esa fuente de tantas variaciones justificadas, aparece lógica a los ojos de quien tenga un mínimo de sentido común, dada la necesidad de adap-tación a los tiempos, los auditorios, las personas individuales, las mentali-dades, las actitudes cordiales respecto a la propia fe. Es el principio que ha imperado y que ha hecho posible la ingente abundancia de catecismos, por encima de todos los intentos de centralización y unificación que se han pretendido.

Tales intentos de unificación se han justificado de forma muy común en el hecho de que, como se trata de la misma e idéntica fe, todos los que participan de ella deberían expresarla igual. Esta bienintencionada afir-mación, centrípeta, choca con la opuesta, centrífuga, según la cual, aun di-ciendo lo mismo cada uno lo entiende y expresa a su manera.

El deseo de «decir lo mismo» ha dado origen a las fórmulas más sin-téticas de fe, a los «credos», que en breves sentencias condensaban los convencimientos para que todos los que las expresaran se identificaran entre sí como cristianos. El «entenderlo y expresarlo a su manera», por el contrario, obliga a las explicaciones diversificadas, que no contradictorias.

Y al tratar de buscar un asidero al que todos pudieran aferrarse y del que pudieran obtener certeza, seguridad, y mutua identificación de todos los miembros de la Iglesia, los ojos se han centrado en la Escritura, en la Biblia, en la Palabra de Dios. Esto es mucho más que simple moda, porque se trata de mostrar que el fundamento último no hay que buscarlo en la afirmación de tal o cual autor –por inteligente que sea, o por considerado que esté– sino que se trata de enseñanzas que tienen su fundamento en la propia palabra de Dios.

En modo alguno se trata de recurrir a una autoridad superior, inape-lable, que silenciara todos los problemas, las dudas, las diferencias, o los cambios. La palabra de Dios no tiene esta finalidad, como si se tratara de un tribunal supremo, frente al cual ya no cabe recurso. La consideración es mucho más honda, más viva y más rica: se trata de considerar la inicia-tiva que el propio Dios ha tenido de proporcionar a quien está dispuesto

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a escucharle unas pautas que muestren su deseo y su voluntad. Frente a los deseos a la desesperada de una humanidad que buscara por su cuenta cómo actuar para adivinar o sospechar los deseos de Dios; o frente a la pesante sensación de un dios que guardara silencio obstinado y nada qui-siera expresar, el cristianismo –y las religiones del libro– proclaman que en sus respectivas literaturas sagradas se encuentra expresada con pala-bras humanas la voluntad y los deseos de Dios para sus seguidores.

De ahí que en el cristianismo –y en el judaísmo– la Biblia tenga una consideración de la que no goza ningún otro libro, una estima que hace que el libro sea libro «sagrado», porque conecta al hombre con Dios y a Dios con el hombre.

Parece, pues, que con la simple consulta y repetición de las afirmacio-nes contenidas en la biblia, sería más que suficiente para despejar todas las variaciones, cambios, formulaciones o enfoques diversos que se pudieran dar al transmitir la fe. El asunto, sin embargo, es más complejo, como saben todos los que se han aproximado a las páginas de la biblia, porque hay que tratar de ver «lo que el autor dijo», y «lo que el autor quiso decir», inclu-yendo tanto al autor humano, transmisor de la palabra divina, como al pro-pio autor divino, al mismo Dios, que se expresa con palabras humanas.

Como consecuencia, el recurso a la biblia para la recta transmisión de la catequesis debería ser prácticamente obligado. Y, sin embargo, no siempre ha sido así. Con más frecuencia de lo que cabría pensar, la cate-quesis ha ido elaborando sus propias síntesis, sus formulaciones y pro-puestas, y, en bastantes ocasiones se ha ido alejando de la biblia. Y lo que parecía que no se podía producir, ha sucedido: el silencio de la palabra de Dios.

No es que la catequesis propusiera cosas distintas de las afirmaciones de la palabra de Dios, ni que actuara al margen de ella. Pero al arribar a una serie de afirmaciones establecidas y organizadas con un determinado esquema y sustentadas por el sentir unánime de que estaba transmitiendo la fe genuina, hizo que en muchas ocasiones se prescindiera de la palabra de Dios, como algo que no era preciso citar, que no tenía que complicar los conocimientos de los catecúmenos, puesto que ya estaba suficiente-mente articulado y establecido en las síntesis ofrecidas por los catecismos.

Y en ocasiones se llegó a una cierta «sacralización» del catecismo, como si fuera impensable cambiar o retocar nada; o como si, revestido de

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indiscutible autoridad, hubiera de repetirse inalterable, porque sus expre-siones resultaban aquilatadas y perfectas, inamovibles.

De aquí, que, cuando en la catequesis se produjo una renovación me-todológica a comienzos del siglo XX y se trataba de incorporar las princi-pales enseñanzas bíblicas, se producía una notable dificultad, expresada por uno de los catequetas españoles más notables, como un conflicto entre la biblia y el catecismo; y para armonizarlos, no había más solución que «desencuadernar la biblia o desencuadernar el catecismo», a fin de inser-tar junto a las afirmaciones dogmáticas o morales las oportunas frases bí-blicas. O, al contrario, preferir transmitir los principales contenidos bíblicos, y, a la par, extraer a renglón seguido las principales consecuencias que se derivaban para la fe, las cuales en los catecismos se formulaban con otro tipo de lenguaje.

El estudio que sigue trata de mostrar las relaciones mutuas entre estos dos polos, la palabra de Dios, y la síntesis de la fe: la biblia y el cate-cismo. Es claro que, con el paso de los años, esas relaciones han sido de lo más variado. Conocerlas, al menos en sus momentos más relevantes, puede conducir a que la reflexión de lo que se ha hecho bien o mal por parte de los que han educado la fe del pueblo cristiano conduzca a una situación en que tal antagonismo aparente se cambie en una conjunción en que bi-blia y catecismo caminen de la mano.

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En modo alguno se trata aquí de hacer una recopilación de todos los lugares en los que en el pasado y en el presente se ha insistido en la im-portancia de la palabra divina para la presentación de la fe cristiana. Sería labor interminable. Ahí está la amplísima muestra que se podría recoger de todos los grandes escritores eclesiásticos que han destacado además por sus catequesis (Cirilo de Jerusalén, Gregorio Magno, Gregorio Na-cianceno, Juan Crisóstomo, Agustín de Hipona...), a los que jamás se caía de los labios, o de la pluma, la referencia a la Escritura como algo natural, habitual, de lo que no sabían desprenderse.

En este estudio hago un recorrido a vuelapluma, desde la edad Media hasta nuestros días, para establecer un contraste, que aparecerá más nítido al comparar unas épocas con otras; entre los tiempos anteriores al Vati-cano II y los posteriores a él. No hay más remedio que hablar con since-

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ridad de que antes del Vaticano II, la presencia de la palabra de Dios en la catequesis fue casi siempre escasa y pobre, en las ocasiones en que se producía. No era nada raro que ni siquiera apareciera a los ojos de los ca-tequizados, para los que la biblia resultaba algo lejano y desconocido. Pa-recía natural y lógico apelar, sin más, a lo que estaba escrito en las páginas del catecismo correspondiente, fuera el que fuera, porque lo que allí cons-taba era verdad indiscutible, verdad católica. Y no había que apelar a nin-guna instancia superior.

Desde tiempos remotos hasta el Vaticano II, en la práctica, la palabra de Dios había sido relegada a una mera función carente de fuerza. En la lectura personal, subsistía la idea tridentina de que debía pedirse permiso para la lectura, permiso que se concedía únicamente a las personas con un nivel de formación adecuado para que la consulta directa no les cau-sara perturbación. En algún caso, en alguna orden religiosa, el texto bíblico existía, aunque estaba cerrado en un cajón con llave, y se acudía a él si había alguna causa relevante que lo justificara.

En la liturgia, la presencia de lecturas bíblicas se había mantenido in-alterable, pero en latín (como toda la liturgia), lo que privaba a la mayoría de los fieles del contacto directo. Incluso hubo alguna situación ridícula, porque correspondía la lectura primera de ese día al episodio de Susana, acusada por los dos jueces inicuos (lunes de la quinta semana de cua-resma), considerado como un pasaje escabroso; en consecuencia se hacía salir de la capilla del colegio a todos los menores durante el tiempo de la lectura, para evitar posibles escándalos; y eso a pesar de que la lectura pú-blica se llevaba a cabo en latín.

En los tiempos más cercanos al Vaticano II, aparecieron los misales bilingües que posibilitaban la cercanía a la lectura latina, siempre en lec-tura personal e íntima. En la catequesis, se utilizaban corrientemente ca-tecismos que nunca citaban la biblia; y como tales textos eran los que andaban en manos de los niños que habían de aprenderlos, la consecuen-cia es que la palabra de Dios resultaba absolutamente desconocida para quienes se estaban formando en su fe cristiana.

Con la celebración del Vaticano II, irrumpe con fuerza en la Iglesia católica la preeminencia de la palabra de Dios a la que se reconoce el lugar que debe tener y que nunca debió perder.

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Naturalmente, carece de sentido repetir el célebre verso de Jorge Manrique: «... cualquiera tiempo pasado fue mejor...».

Lo que ha sucedido antes de nosotros no debe ser magnificado, ni tampoco desechado. Nos ilumina el aprender la lección de lo que otros hicieron en orden a emplear bien o mal la biblia a la hora de la catequesis; no aprenderlo es de tontos. Extraer lo positivo de la lección para quedarse con ello, para repetirlo, adaptándolo a la situación presente, es algo posi-tivo. Y es cierto que hubo quien lo hizo bien.

Sacar la consecuencia de lo mal hecho, para evitarlo, tiene igualmente mucho de positivo, porque equivale a escarmentar en cabeza ajena. Y tam-bién hubo quien utilizó mal la biblia en la catequesis, o quien la descono-ció, simplemente. Esto equivale a deducir que el pasado no es neutro, no es inerte, no es algo que se pueda desconocer.

Posiblemente quien utilizó adecuadamente la biblia al transmitir la fe, disponía de una alta estima del texto bíblico, al que concedía la impor-tancia que le corresponde en verdad. No hay más remedio que reconocer, sin embargo, que la tendencia a la utilización exclusiva del texto conocido como Vulgata, la versión más divulgada de la biblia, tuvo sus consecuen-cias. El gigantesco esfuerzo de san Jerónimo al traducirla al latín, con los mejores manuscritos que entonces pudo consultar, merece todo tipo de respetos. Con el texto puesto en latín, y fijado como inalterable, el sistema resultó válido mientras las personas continuaron hablando en latín.

Pero cuando aparecieron las lenguas romances, derivadas de aquél, el latín empezó a retroceder, y por consiguiente el empleo de la biblia. Ésta quedó relegada al uso litúrgico, cada vez más distanciada de los fieles, y a los documentos de tipo oficial. Pero la biblia ya empezaba a ser algo extraño para la inmensa mayoría. Si a esto hay que añadir que los manus-critos bíblicos eran voluminosos y caros, se suma un nuevo factor al dis-tanciamiento entre la fe sencilla del pueblo cristiano, y el conocimiento bíblico.

Lutero exageraba cuando afirmaba irónicamente: «En seiscientos años ningún papa, ningún cardenal ha leído la Biblia»; o aunque rebajara las cifras, cuando aseguraba: «nadie leía la Biblia hace treinta años; era una perfecta desconocida». Había una intención marcada de presentarse

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como el protagonista en sentido etimológico, el primero que lo había hecho. Algo de razón tenía, como en todas sus afirmaciones, porque el clero bajo, el sacerdote de parroquia rural o urbana, no disponía del texto de la biblia ni podía acceder fácilmente a él; era una especie de privilegio de los monasterios, conventos y catedrales –no todos–. Solían repetirse las frases y enseñanzas más comunes, ordinariamente coincidentes con los textos litúrgicos, de los que necesariamente había que tener copia para las celebraciones. Pero es evidente que eso no era toda la biblia. Los más in-teresados e inquietos buscaban y apetecían esa lectura, que era privilegio de unos pocos.

Nada tiene, pues, de extraño que el texto bíblico resultara descono-cido para la inmensa mayoría de los cristianos. Solo la llegada de la im-prenta hizo posible la divulgación en términos masivos. Y aunque al principio se imprimió el texto latino, con la limitación consiguiente, pronto los autores, empapados de la corriente humanista de retorno a las fuentes, trabajaron en esa dirección. El retorno a las fuentes cristianas no solo hizo posible la recuperación de textos patrísticos, sino sobre todo la de la fuente de las fuentes, la propia biblia. Erasmo, no satisfecho con la versión común, publicó con sentido crítico el nuevo testamento en latín y griego, revisado en cuanto a los conceptos que se expresaban con relación a los que se venían utilizando; además la consulta de nuevos manuscritos enri-quecía la traducción de manera hasta entonces insospechada. No fue el único que trabajó en esa dirección. Y eso hizo posible una amplia difusión bíblica, un mejor conocimiento, una utilización que no resultara excepcio-nal. Si esto se vertía, además, en la catequesis al pueblo sencillo, a este lle-gaba, indirectamente, la riqueza del texto bíblico.

1. LA EDAD MEDIA

Hoy son bastante conocidos una serie de catecismos medievales; bas-

tantes más que los poco y mal documentados que se conocían hace unos años. Con excepciones, la tendencia que está plasmada en la mayor parte de los catecismos medievales consiste en recopilar una serie de formula-rios, agrupados según un orden que se había hecho tradicional, y que suele estar carente de explicaciones. Esos formularios están agrupados en torno

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a unas cifras para facilitar su aprendizaje de memoria: las siete peticiones del padrenuestro, los diez mandamientos, los siete artículos de la fe co-rrespondiente a la divinidad y los otros siete relativos a la humanidad de Cristo, las tres virtudes teologales,...

Acorde con este sistema tan simple, la formación de los cristianos co-rrientes, consistía, en el mejor de los casos, en aprender de memoria y re-petir esas series sin confusión, sin vacilación. De esta forma, el cristiano que sabía su fe, sabía en términos generales una serie de formularios que le habían sido proporcionados y que ya le venían establecidos. Pero care-cían ordinariamente de explicación, por lo cual los cristianos carecían, ló-gicamente, de una formación razonada y bien propuesta que justificara los motivos de la fe, y lo que se contenía en cada afirmación. Esto solía estar reservados para quienes tenían la suerte de estudiar (escuelas cate-drales o monacales), y, en un segundo momento, los selectos alumnos de las universidades. Pero estas excepciones no tenían nada que ver con el rasero en que se movía la inmensa mayoría de los cristianos.

1.1 ARNALDO DE VILANOVA

En la catequesis de la Edad Media destaca un testimonio escasa-mente conocido, y en cierto modo singular, porque frente a la corriente general de prescindir de la biblia, en esta ocasión no solo no se prescinde, sino que se invita lealmente a los niños a que la conozcan. Dicho así, po-dría resultar llamativo y hasta fuera de lugar, porque resulta extraño que en un ambiente de generalizado analfabetismo, alguien haya tenido la au-dacia (o el sinsentido) de aconsejar que los niños conocieran y manejaran la biblia, siendo así que sus padres la desconocían enteramente.

A propósito de su intervención, hay que hacer una advertencia. El suyo es un texto especial, escrito por el docto Arnaldo de Vilanova, quien, desde su sabia postura, enseña lo que debe ser un cristiano que no lo sea sólo de nombre, sino que lo traduzca a la realidad de los hechos, el que él denomina un cristiano fiel. Pero su catecismo, –u obra asimilada al cate-cismo– no es propiamente un escrito destinado al vulgo, sino que tiene unos destinatarios selectos y bien concretos: los hijos del rey de Aragón. Tiene un largo título que se puede traducir por Alfabeto de los católicos, para el ilustre señor rey de Aragón, para educar a sus hijos en los elementos de la fe católica (Alphabetum catholicorum ad inclitum dominum regem

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Aragonum pro filiis erudiendis in elementis catholicae fidei); ha sido re-dactado a finales del siglo XIII.

El libro tiene en la versión castellana dos partes bien diferenciadas, y en la versión latina se le ha añadido una tercera parte, con el fin de res-ponder a las dificultades que algunos podrían poner para la educación cristiana de los príncipes. Es precisamente en el comienzo de esa parte tercera, latina, donde consta la objeción de si resulta desaconsejable que los niños se familiarizaran con el aprendizaje de la biblia, así como la res-puesta a tal objeción:

«Me parece que es una presunción y tontería que vosotros, que sois niños estudiéis la Sagrada Escritura, puesto que el apóstol [Pablo] dice: “Cuando era niño, conocía como niño, pensaba como niño, hablaba como niño. Cuando me he hecho hombre, he dejado las cosas de niño”1. Con estas palabras muestra expresamente y da a entender que los niños deben pensar y hablar en otras cosas que las de los hombres. y puesto que a los hombres y a los adultos corresponde estudiar la sagrada escritura, es ló-gico que no corresponda a los niños.

Señor, con todo respeto decimos que a los párvulos o niños conviene es-tudiar la Sagrada Escritura, no solo leyéndola sino hablando y meditando sobre ella; y esto por doble razón: tanto porque resulta útil, como también porque ha sido mandado por Dios.

Que resulta útil queda claro porque a través de la Sagrada Escritura se tiene la verdadera noticia sobre Dios. y que esto resulta útil al hombre queda claro por lo que se escribe en el libro de la Sabiduría, que muestra que “Son vanos todos los hombres en los que no hay conocimiento sobre Dios”2. Y si resultan vanos, son también inútiles, y carentes de toda clase de utilidad. También queda claro si se considera al revés, puesto que tener conocimiento y noticia sobre Dios resulta muy provechoso y útil. Además queda probado por lo que se dice en el libro del Eclesiastés, a saber: que “Conocer a Dios constituye la justicia plena”3. Por lo cual, para tener no-ticia de Dios —la cual noticia es utilísima— hay que estudiar la Sagrada Escritura. Además resulta evidente lo útil que es estudiarla por lo que se dice en el final del Eclesiastés, a saber: “Teme a Dios y guarda sus man-damientos. Esto vale para todo hombre”4. Por consiguiente, si todo hom-

1 1Co 13, 11.2 Sb. 13, 13 Si. 13, 1

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bre está destinado a guardar sus mandamientos, y estos se encuentran en la Escritura, queda probado que resulta útil para todo hombre estudiarla.

También resulta evidente por otra razón, puesto que la doctrina de la Sa-grada Escritura es doctrina de Dios y salva al hombre, según las palabras de David, quien dice: “Dichoso el hombre a quien tú enseñas, Señor, y a quien adoctrinas según tu ley”5.

Y que está ordenado por Dios de manera que los niños estudien la Sa-grada Escritura queda afirmado cuando se dice en el libro primero de los Proverbios que “las parábolas de Salomón se han escrito para que se pro-porcione sabiduría a los niños”6. Además queda corroborado por lo que se dice en el salmo, a saber: “La declaración de tus palabras ilumina y da entendimiento a los niños”7. Igualmente se reafirma puesto que Dios ad-mite a los niños y los prefiere para su alabanza, tal como señala el salmista que dice: “Alabad niños al Señor”8...»9.

4 Si. 12, 13.5 Sal. 93, 12.6 Pro. 1, 4.7 Sal. 118, 130.8 Sal 118, 1.9 «Videtur mihi quod sit praesumptio et stulticia quia vos, qui estis pueri, studeatis in

Sacra Scriptura, quoniam Apostolus dicit: “Cum essem parvulus, sapiebam ut parvulus, co-gitabam ut parvulus, loquebar ut parvulus. Cum autem factus sum vir evacuavi quae parvuli erant”. Quibus verbis expresse denotat vel testatur quod in aliis debent pueri sive parvuli cogitare et loqui quam viri. Sed ad viros et adultos pertinet studere in Sacra Scriptura, non ergo ad parvulos.

Domine, salva pace vestra, dicimus quod parvulis sive pueris convenit studere in Sacra Scriptura, non solum legendo sed loquendo et meditando; tum quia est utile, tum quia est a Deo sic ordinatum.

Quod autem sit utile patet per hoc, quia per doctrinam Sacrae Scripture habetur vera noticia de Deo. Et quod hoc sit utile homini patet per id quod scribitur in libro Sapientie, ubi dicit quod “vani sunt omnes homines, in quibus non est Dei scientia”. Et si vani, ergo inutiles et carentes omni fructu utilitatis. Et sic patet per oppositum quod habere scientiam et noticiam de Deo est valde fructuosum vel utile. Et iterum patet per id quod dicitur in Eclesiaste, scilicet, quod “nosse Deum est consumata iusticia”. Et sic patet quod ad haben-dum noticiam de Deo, quae noticia est utillima, convenit studere in Sacra Scriptura. Et ite-rum patet quod utile sit in ea studere, per id quod dicitur in fine Eclesiastes, scilicet: “Time Deum et mandata eius observa. Hoc enim est omnis homo”. Cum, igitur, omnis homo sit ordinatus ad observantiam mandatorum Dei, et illa tradantur in Sacra Scriptura, patet quod omni homini prodest in ea studere. Item patet etiam per hoc quia doctrina Sacre Scripture, cum sit doctrina Dei, beatificat hominem, teste David, qui dicit: “Beatus homo quem tu eru-dieris, Domine, et de lege tua edoceris eum”.

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Con toda su singular valía, el testimonio precedente no es el único que se puede encontrar en los catecismos medievales, en cuanto a reco-mendar el acceso de los niños a la biblia. sin embargo, al manifestar que lo habitual de esta época es el silencio sobre la escritura, hay un doble mo-tivo que en cierto modo lo justifica. Por un lado, el desconocimiento y la escasez de ejemplares de la biblia, solo accesibles a los residentes en mo-nasterios o centros culturales de prestigio. Por otro lado, también hay que tener en cuenta que la mayor parte de los catecismos medievales son sim-ples síntesis, reducidas en unos casos a meros enunciados de formularios, y en otros acompañados además de explicaciones sucintas, que apenas dan de sí para acoger motivaciones bíblicas.

El estilo de exposición que emplea Arnaldo de Vilanova es pura-mente silogístico, propio de una persona culta que enseña a unos alumnos selectos. En su razonamiento está fuera de toda discusión la autoridad in-discutible de la biblia, razón por la cual para él sus afirmaciones gozan de un peso y un prestigio que no puede ser rebatido. Sin embargo, es palma-rio que este tipo de exposición carece plenamente de convencimientos pedagógicos, a fin de establecer un diálogo en torno al tema de si procede o no que los niños accedan a la lectura de la biblia (naturalmente, los pocos niños que sabían leer).

1.2 CATECISMO CANARIO

Pero en medio de este panorama, junto al texto de Arnaldo de Vila-nova hay que hacer mención de otros catecismos medievales con una carga bíblica diversa, según los casos, pero digna de ser notada.

Es inevitable recordar el denominado Catecismo canario (que pro-piamente carece de título), escrito por Jean Leverrier y Pierre Boutier

Quod autem sit ita ordinatum a Deo, ut parvuli studeant in Sacra Scriptura, declaratur per id quod dicitur in primo Proverbiorum, quod “parabolae Salomonis scripte sunt ut detur parvulis astutia”. Iterum declaratur per id quod dicitur in Psalmo, scilicet: “Declaratio ser-monum tuorum illuminat et intelectum dat parvulis”. Confirmatur etiam per hoc quia Deus admittit parvulos et eligit ad laudem sui, sicut testatur Psalmista, qui dicit: “Laudate pueri Dominum”...», en J. Perarnau (ed.), Arnaldi de Vilanova, Alphabetum catholicorum ad in-clitum dominum regem Aragonum pro filiis erudiendis in elementis catholicae fidei (Barce-lona 2007) 145-147.

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para la presentación de la fe cristiana a los guanches, una vez conquistadas las Canarias para la corona de Castilla. Es posible datarlo hacia el año 1405.

Este catecismo resulta diferente de todos los demás conocidos, puesto que, en lugar de proceder a una explicación en cierto modo elaborada, como la que se llevaba a cabo en los países de tradición cristiana, los men-cionados misioneros emprendieron el camino de una narración de tipo histórico, que sigue en grandes líneas el recorrido bíblico. Resultaba más sencilla una descripción en forma de relato de hechos, antes que una for-mulación de afirmaciones dogmáticamente exactas, pero abstractas.

Con arreglo, pues, a la fórmula elegida, este catecismo contiene una descripción sintética de la creación, del pecado primero y la expulsión del paraíso, del diluvio, de la expansión de los supervivientes, de la historia de Babel; menciona a Abraham como origen del pueblo elegido; este hubo de desplazarse a Egipto, de cuya esclavitud fueron liberados, aunque re-cayeron en la idolatría; menciona en una ráfaga a los profetas que anun-ciaron la venida de Jesús, descendiente de David. De él hace una breve muestra de los relatos del nacimiento, muerte y resurrección. Todo ello proporciona la salvación a los creyentes.

La apretada síntesis no es, ciertamente, toda la historia de salvación, sino unas pinceladas de ella. Pero discurre por el relato histórico, y mues-tra, por medio de escenas y personas, los principales hitos del relato bí-blico. Quedan fuera muchas cosas, sin duda. Pero el haber escogido este procedimiento hace que el Catecismo canario resulte, en su simplicidad, mucho más teñido de fondo bíblico que la mayoría de los catecismos me-dievales. Estos derivaron por la presentación de fórmulas establecidas que había que conocer y repetir. Pero la ausencia de referencia bíblica en los demás catecismos es notable. Y el contraste con el Catecismo canario hace que este destaque de una manera inusitada.

En él predomina el estilo de la primera noticia, la primera comuni-cación que se hace de la fe cristiana a un pueblo que anteriormente la des-conocía. Al contrario, el resto de catecismos medievales siguen otro derrotero, pues constituyen el recordatorio de la fe a una sociedad que ya la ha oído en otras ocasiones.

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1.3 LIBRO SINODAL

Se trata de otro de los ejemplos medievales de utilización de la biblia que es preciso reseñar. El mismo título de Libro sinodal apunta a su apro-bación y aceptación en asamblea eclesial. De este modo, el obispo Gon-zalo de Alba lo propuso a su clero y diócesis, en Salamanca, el año 1410, un lustro después del consignado en el ejemplo anterior.

El obispo Gonzalo de Alba tuvo la clara intención de proporcionar a sus sacerdotes un instrumento que fundiera en un solo escrito lo que hoy conoceríamos como tratados separados: un catecismo, un sacramental, un tratado de liturgia, y un manual de derecho. Todo ello constituye el fondo de las enseñanzas amplias establecidas en el sínodo de 1410. Ade-más, existe constancia doble del escrito en latín y en castellano, de modo que pudiera consultarse sin problema por parte de los sacerdotes, para la mejor formación del pueblo cristiano10.

A lo largo de las páginas del tratado, además de la referencia a otros autores y a los concilios, aparece muy repetida la referencia bíblica. Y no sólo de una forma implícita, sino que en el mismo texto sinodal figuran las palabras bíblicas, a las que acude y cita, destacando habitualmente que se trata de palabras de la Escritura, de manera que su procedencia no ofrece duda. Trata de resaltarlas pues es una obra bien documentada, por el carácter normativo que la biblia ha de tener en toda actividad pastoral y eclesial. Así queda patente en esta obra.

La abundancia de citas hace imposible intentar siquiera reproducirlas todas, aunque sería deseable. Pero sí vale la pena destacar la reflexión que aparece en la introducción a los artículos de la fe, como modelo de lo que se desgrana a lo largo de las páginas del libro. En esa introducción se re-fiere a los curas y su función pastoral; dice así:

«... pues estas cosas no podrían fazer, si no supiesen abiertamente la santa Escriptura y todos los arthiculos que han de ensennar e demostrar por dichos de santa Escriptura, e defender contra la impugnacion de los ere-ges, siguese que han de saber claramente la santa Escriptura e los arthi-culos de la fe»11.

10 G. de Alba, «Libro sinodal», Synodicon hispanum, (ed. A. García) (Madrid 1992) IV, 68-174 para la versión latina y 174-293 para la castellana.

11 G. de Alba, «Libro sinodal», 188.

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Los artículos de la fe se han de «demostrar por dichos de santa Es-criptura», y no por meras suposiciones, o por un argumento repetitivo de autoridad; las enseñanzas de los mandamientos están marcadas por las re-ferencias al libro del Éxodo, junto con las palabras de Jesús o la enseñanza de los apóstoles al hacer aplicaciones concretas de cada uno de ellos; la presentación de los sacramentos alude una y otra vez, cuando hay testi-monios claros, a la actuación y a las palabras de Jesús sobre cada sacra-mento. En cambio, en otras enseñanzas del Libro sinodal remite a lo que dicen las normas litúrgicas o los decretos conciliares. Pero la fuerza explí-cita que atribuye a la Palabra de Dios no puede resultar desconocida ni solapada por otras alusiones, también necesarias.

1.4 CATECISMO DE LA CANDELARIA

El cuarto ejemplo de catecismo medieval es un ejemplar singular, re-cientemente descubierto, que incluye un catecismo, casi completo (por de-fecto del manuscrito falta el comienzo), que figura inserto en el lugar menos habitual: la regla de una cofradía. Ésta se denominaba Cofradía de la Candelaria. Y, por consiguiente, el catecismo ha de denominarse Cate-cismo de la Regla de la Candelaria12. De autor desconocido, pero induda-blemente culto por las alusiones que aparecen en su texto, podría sospecharse que la razón de incluir un catecismo en una regla de cofradía fuera no la de suponer el conocimiento de la fe cristiana de sus integrantes, sino el de explicitarlo abiertamente.

No resulta demasiado extenso, pero no se ciñe en exclusiva a los for-mularios escuetos, sino que los acompaña de explicaciones detalladas. Abundan las referencias implícitas a los textos bíblicos, pero éstos apare-cen de forma abierta en la presentación de las obras de misericordia cor-porales. Lo que en otros muchos catecismos figura como una simple enumeración que debe ser aprendida para ser después llevada a la prác-tica, consta aquí con su doble fuente, al enseñar:

«Las corporales son estas, de las quales las seys dixo ihu xpo en el euan-gelio que daria omne cuenta enel dia del juyzio. Et estas seys perteneçen

12 L. Resines, Catecismo de la Regla de la Candelaria (Valladolid 2010). El manuscrito completo: V. Alonso-Cortés Concejo, Valladolid. Labradores, mujeres y cofrades. Cofradía de la Candelaria (Valladolid 2010).

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al omne mientra tiene el alma enel cuerpo. La septima es tomada de to-bias que soterraua los muertos e fuele contado por piedat...» (f. 4v).

Nada habitual este tipo de cita, que muestra la precisión y exactitud del desconocido autor para quien las cosas han de ser enseñadas y bien enseñadas. Cita de forma abierta y muestra que es la propia biblia la que propone este tipo de conducta a los cristianos para que sea ejecutada siempre que tuvieren ocasión. Frente a los muchos catecismos que silen-cian de dónde provienen tales afirmaciones, este catecismo lo presenta con nitidez, más claramente que en otros catecismos en los que la infor-mación está más desdibujada.

2. LAS ESPADAS EN ALTO: EL SIGLO XVI

En alguna ocasión, por ejemplo con ocasión del estudio de los res-

pectivos catecismos de Juan de Valdés, o de Francisco de Enzinas, he te-nido ocasión de señalar una diferencia que aparece a primera vista entre estos textos y los de los católicos: la extraordinaria abundancia de citas y referencias bíblicas por parte de los autores protestantes –del signo que sean–, frente a la escasez o la penuria absoluta por parte de muchos auto-res de catecismos católicos.

Puede parecer simplemente una perogrullada. Pese a lo cual, se trata de una constatación notable: parece que se estuvieran contemplando dos mundos distintos. Cabría preguntarse: ¿es que no son todos cristianos?, ¿es que no siguen todos la doctrina de Jesús?, ¿es que no encuentran todos la fuente de sus afirmaciones en la biblia? Pues bien, a pesar de las res-puestas afirmativas que hay que dar a estas preguntas, la constatación es evidente.

La diferencia señalada, en grandes líneas, se puede mantener sin pro-blemas para el conjunto de los catecismos que van desde el siglo XVI hasta mediados del siglo XX, concretamente hasta las puertas del Vaticano II. Naturalmente hay excepciones, que no hacen otra cosa que validar la regla común.

Los católicos han escrito sus catecismos de espaldas a la palabra de Dios, mientras que los reformados lo han hecho teniendo siempre a la vista la Escritura. Como consecuencia, lo que resulta de ambos estilos de

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trabajo son dos manifestaciones bien distintas. Y, si no fuera exagerado, cabría afirmar que opuestas, al menos en la apariencia.

Lo dicho se puede ratificar con un ejemplo concreto. Los autores de uno y otro bando tienen que hablar inevitablemente de la resurrección de Jesús. Sería grave no hacerlo, y constituiría una omisión imperdonable a la hora de pretender presentar la fe cristiana. Pero a la hora de hacerlo, los católicos prefirieron hacerlo mayoritariamente desde unos plantea-mientos filosóficos, empapados de categorías griegas, según los cuales, la resurrección se operó en Jesús por la simple unión de su cuerpo y de su alma, que anteriormente habían estado separados, desde la muerte en la cruz. Con tal afirmación se dejaba claro que la muerte consistía en la di-sociación de ambos elementos constitutivos; y que la resurrección llevaba a cabo el camino inverso, uniendo lo que la muerte había separado. Todo quedaba perfilado, y apenas había lugar a las dudas y a las preguntas. En algún caso se añadía que, resucitado, Jesús no volvería a morir. Para se-mejante presentación de la fe no era preciso acudir a la biblia, porque las categorías filosóficas de muerte-vida, cuerpo-alma, y separación-unión no requerían más información. Se había llevado a cabo una presentación exacta, ¿pero viva?

Por el contrario, aunque los textos bíblicos se asumieran en la mayor parte de las ocasiones desde la pura literalidad, los catecismos de autores protestantes acudían a los relatos del sepulcro vacío, de las apariciones, a las palabras de Jesús, a sus promesas y anuncios anteriores. Aunque se in-cluyeran algunas imprecisiones (las mismas que contienen los textos evan-gélicos respecto a los relatos de la resurrección) las cosas se presentaban y percibían de otra manera bien distinta.

Igual que con este ejemplo, cabría alargarse con otros muchos más, que no harían sino corroborar una y otra vez dos estilos de llevar a cabo las explicaciones de la catequesis. Lo dicho vale en términos generales tanto para los catecismos destinados a niños como a jóvenes y adultos, puesto que se había optado por dos líneas bien diversas, que cada grupo cristiano mantenía de forma inalterable.

¿Dónde hay que buscar el origen de semejante diferencia? Desde luego no hay que rastrearlo en los textos catequéticos anteriores a la Re-forma. Entre esos catecismos, como reminiscencias de la catequesis me-dieval, hay de todo. Algunos poseen una riqueza bíblica, de la que otros

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carecen. Pero para entonces estaba extensamente instalada la mentalidad escolástica cuyas afirmaciones solían estar siempre refrendadas por la au-toridad del maestro, del profesor, y primaba más la resolución de agudas cuestiones derivadas, que el hecho mismo de la fundamentación de la fe, que se daba por hecha y por conocida.

El origen hay que buscarlo, por tanto, en la cuestión, suscitada por Lu-tero, de que era preciso dejar de lado las tendencias escolásticas, para recu-perar la memoria misma de la fe, a través de la lectura ordinaria de la biblia.

Sin embargo, es preciso remontarse todavía más atrás, ya que ni si-quiera Lutero fue el iniciador de esta tendencia. Es preciso volver los ojos al humanismo de signo marcadamente cristiano, con su célebre retorno a las fuentes. Entre esas fuentes estaba la patrística, sin duda, pero estaba también la propia palabra de Dios, que había sido en cierto modo relegada a un segundo puesto. Mientras un humanismo culto, movido con criterio no siempre cristiano se encargaba de recuperar las fuentes de la tradición clásica grecorromana, con sus escritores que transmitían criterios paganos, otra corriente complementaria se encargaba de tomar de nuevo el pulso a los escritos cristianos antiguos, así como a la misma biblia. Los estudios de las lenguas clásicas se intensificaron de tal manera que se abrió paso la posibilidad de realizar un estudio crítico del texto bíblico, que no siem-pre había sido bien traducido, desde la época de san Jerónimo, y no siem-pre bien transmitido, tanto por fallos de amanuenses, como por defectuosas traducciones a las principales lenguas vernáculas. El conoci-miento de los más venerables manuscritos, junto con el estudio de las len-guas originales permitió no conformarse con la heredada traducción de la Vulgata.

2.1. ERASMO DE ROTTERDAM

El propio Erasmo tomó parte decidida en el asunto, como el más des-tacado de los autores que pretendió entroncar su enseñanza con la de la biblia. La edición crítica que llevó a cabo del Nuevo Testamento en griego (en 1516) alcanzó una notoriedad indiscutible. Cuando profundizó en el conocimiento del texto bíblico, no se conformó con estancarse en el acceso a la biblia, sino que llevó sus consecuencias a los estudios teológicos, que, si tienen sentido, es precisamente por su entronque con la palabra de Dios: «La verdadera ciencia teológica —escribe a Juan Carondelet— consiste

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en no definir nada que no está indicado en las Escrituras»13. Es evidente que semejante afirmación se parece a la que más adelante realizó Lutero, acerca de la «sola Scriptura», con la diferencia de que Erasmo no rehúsa la tradición bien fundada en la Escritura, cosa que Lutero rechaza de forma rotunda.

El mismo Erasmo también había indicado la conveniencia de que el texto bíblico se tradujese a las principales lenguas, lo que sería más pro-vechoso que el fixismo de permanecer anclados en el texto latino, incom-prensible para la inmensa mayoría de las personas:

«Cristo desea que su filosofía se extienda lo más lejos posible. Murió por todos y quiere ser conocido por todos. Ese objetivo se alcanzará si sus li-bros se traducen a todas las lenguas de todos los países, o si, gracias a los príncipes, las tres lenguas (hebreo, griego y latín) en que se fundó esta fi-losofía divina se les enseña a los pueblos... En fin, ¿qué hay de indecente en que se recite el evangelio en su lengua natal, la que cada uno com-prende, el francés en francés, el inglés en inglés, el alemán en alemán, el hindú en hindú? Me parece a mí más indecente y hasta ridículo que gen-tes sin instrucción y mujeres canten, como cotorras, los salmos y la oración dominical en latín sin comprender lo que dicen»14.

El reto estaba lanzado, y pronto empezaron a aparecer en diversos lu-gares traducciones bíblicas –más o menos fiables y exactas– con las que sus impulsores pretendían y deseaban que hubiera un mayor y mejor conoci-miento de la palabra de Dios por parte del pueblo cristiano. Una vez que se produjo la ruptura entre los diversos grupos que propugnaban la re-forma, cada uno por su lado, y la Iglesia católica por otro, aparecieron ver-siones que forzaban e inclinaban el texto en una u otra dirección, siempre con la idea de que éste fuera dado a conocer, frente al generalizado y la-mentable desconocimiento, tan ampliamente difundido entre los cristianos.

De esta forma, es obligado dejar constancia de varios autores de ca-tecismos que propugnan que sus lectores dispongan de una formación bí-blica de la mejor calidad.

13 Carta de Erasmo a Juan Carondelet, obispo de Palermo (5 de enero de 1523), citado en J. B. Pinneau, Erasme, sa pensée religieuse (París 1924).

14 Erasmo, «Advertencias al lector. Paráfrasis de san Mateo», Para leer la Historia de la Iglesia, Del siglo XV al siglo XX, (ed. J. Comby) (Estella 1988) II, 10.

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Procede, en primer lugar, seguir las huellas del pensamiento de Erasmo en este punto, y la leve pero perceptible modificación que se pro-duce en el texto que escribiera en su Paráclesis, sobre el aspecto de la di-fusión de la biblia, de la que, como ya ha aparecido, era decidido partidario. En esta obra Erasmo dice:

«Dessearía yo, por cierto, que qualquier mujercilla leyesse el Evangelio y las Epístolas de san Pablo, y aún más diga, que pluguiesse a Dios que estuviessen traduzidas en todas las lenguas del mundo para que no sola-mente las leyessen los de Escocia y los de Hibernia pero para que aun los turcos y moros las pudiessen leer y conocer, porque no ay duda sino que el primer escalón para la christiandad es conocella de alguna ma-nera»15.

2.2. JUAN DE ZUMÁRRAGA: EN LA LÍNEA DE ERASMO

Sin citar de forma expresa la obra de Erasmo, el arzobispo de México, Juan de Zumárraga, publicó en 1543 su Doctrina breve y muy provechosa... en la que está de fondo el escrito de Erasmo, que, en este punto, aparece con toda evidencia, cuando afirma:

«No apruevo yo la opinión de los que dizen que los ydiotas no leyessen en las divinas letras traduzidas en la lengua que el vulgo usa: porque Je-suchristo lo que quiere es que sus secretos muy largamente se divulguen. Y assí desearía yo por cierto que qualquier mugercilla leyesse el Evan-gelio y las Epistolas de san Pablo. Y aun más, digo que pluguiesse a Dios que estuviessen traduzidas en todas las lenguas de todos los del mundo: para que no solamente las leyessen los Indios, pero aun otras naciones barbaras: leer y conocer, porque no hay dubda sino que el primer escalón para la christiandad es conocella en alguna manera»16.

En un hombre culto como Zumárraga, aun contando con toda la in-fluencia recibida de Erasmo, se aprecia muy a las claras un decidido estilo bíblico con no menos de 208 citas del antiguo y nuevo testamento, a las que constantemente acude como una fuente de fe que conoce con pro-

15 Erasmo, «Paráclesis», El Enquiridion o manual del caballero cristiano y la Paráclesis o exhortación al estudio de las letras divinas (ed. D. Alonso ) (Madrid 1971) 455.

16 J. de Zumárraga, Doctrina breve muy provechosa... (México 1543) f. 81r.

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fundidad y que desea los demás también conozcan y usen. Junto a ellas aparecen abundantes citas patrísticas (destaca san Agustín), de símbolos de fe, concilios, autoridades teológicas y canónicas; todo ello muestra la calidad intelectual y la exquisita formación de Zumárraga. Sin embargo, como ya hizo notar Bataillon, no cita una sola vez a Erasmo, de quien tan directa e inmediatamente depende.

Y el propio Juan de Zumárraga, en la Doctrina cristiana más cierta y verdadera..., México, Juan Pablos, 1546, f. 99v se manifiesta de nuevo en la misma dirección, con algunos pequeños retoques, pero, con la insistencia puesta en que el conocimiento asiduo de la biblia no debe sustraerse al pueblo cristiano, e incluso a los que no lo son, para que puedan acceder a esta fe:

«Y no estoy yo con la opinión de los que dizen que los ydiotas y simples no lean los evangelios y epístolas traduzidas en la lengua de cada nación; porque no es de creer que contra la voluntad de Cristo sea que su doc-trina y secretos no se divulguen por todo el mundo, y así pienso que con-vendría que qualquier persona por simple que sea leyesse el evangelio y las epístolas de san Pablo; y ojala estuviesen traduzidas en todas las len-guas para que todas las naciones las leyessen, aunque fuessen bárbaras; y a nuestro Señor plega que en mis días yo lo vea»17.

Esta Doctrina cristiana más cierta y verdadera..., de 1546, era en rea-lidad una reimpresión de la Doctrina cristiana en que en suma se contie-nen..., editada en 1545-1546, a la que añadió un apéndice o segunda parte. La razón hay que verla en que la obra de 1545-1546 consistía en la adap-tación de la Suma, de Constantino Ponce de la Fuente, en que había no-tables silencios para poder hablar de una presentación íntegra de la fe. Juan de Zumárraga lo completó con el Proemio a los amados lectores cris-tianos en el suplemento o adiciones del cathecismo...

Es claro, con todo, que sirviéndose de Erasmo, o de Constantino Ponce, el obispo Zumárraga tenía un profundo aprecio del texto bíblico, que manifiesta y da a conocer, con el deseo de que otros puedan igual-mente tener acceso al mismo.

17 J. de Zumárraga, Doctrina cristiana más cierta y verdadera... (México 1546) f. 99v.

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2.3. MARTÍN LUTERO Y SU DERIVA HACIA LA «SOLA BIBLIA»

Es de sobra sabido que el criterio de Martín Lutero de seguir y tener en cuenta lo que encontraba en las páginas de la Escritura le llevó a la ex-clusividad de afirmar la «sola Scriptura» y rechazar la tradición. Es cierto que muchas cosas, la mayor parte de las afirmaciones y prácticas del cris-tianismo no se encuentran literalmente en la escritura y han sido objeto de disposiciones eclesiásticas sobre el modo de celebrar, o de proceder, o de interpretar o de tomar decisiones sobre infinidad de cuestiones. El nú-cleo bíblico es reducido, pero denso y apretado; de ahí se deducen otra serie de afirmaciones dogmáticas, de decisiones pastorales, de criterios or-ganizativos. Otros muchos, han sido debidos a formas y modos que la Igle-sia ha adoptado con el paso del tiempo.

Pero esto había llegado a tal nivel de abusos en la época de Lutero, que su reacción visceral fue arremeter contra prácticas y formas de dudosa religiosidad, o de escaso compromiso cristiano, que eran mantenidas y fo-mentadas por los eclesiásticos. Y al desentenderse de cosas secundarias, eliminó igualmente otra serie de cuestiones perfectamente válidas. Era el rechazo de la tradición a fin de sostener la primacía indiscutible de la es-critura, que se puede ver perfectamente condensada en esta frase del pró-logo de su Catecismo menor: «... andáis imponiendo vuestros preceptos humanos...».

En el prólogo del Catecismo mayor a los párrocos y predicadores, Lu-tero arremete contra este colectivo, que, abandonado a una secular pereza, no se había preocupado de formarse, para poder consiguientemente en-señar al pueblo que le había sido encomendado. La ignorancia de la ma-yoría es ignorancia culpable de los pastores, que desconocen la biblia y también el catecismo, como resumen que ha de ser transmitido al pueblo. De ahí que, con frases lapidarias propone su propio ejemplo personal para que sirva de estímulo a quienes deberían formarse bien a fin de no tener que avergonzarse de su ignorancia:

«... Yo también soy doctor y predicador, del mismo modo instruido y ex-perimentado como todos esos que tienen tal osadía y seguridad. Sin em-bargo, actúo como un niño a quien le enseñan el catecismo: por la mañana y cuando tengo tiempo, leo y digo palabra por palabra el padrenuestro, los diez mandamientos, el credo, algunos salmos, etc. Debo todavía con-tinuar leyendo y estudiando a diario y no puedo dejarlo, como desearía

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de corazón, sino que debo seguir siendo como un niño y aprendiz del ca-tecismo, y lo sigo haciendo a gusto. ¡Y esos finos y delicados, exigentes colegas quieren ser doctores entre los doctores con un solo vistazo, a toda velocidad, quieren saber ya todo y no tener necesidad de más!».

En el mismo prólogo, Lutero relaciona el catecismo con la biblia: el catecismo, más sencillo, es lo que se ha de transmitir al pueblo; pero brota de la biblia, y el desconocimiento de esta impide radicalmente que se haga una enseñanza catequética en condiciones. No es posible vivir de espaldas a la escritura, sino que ésta ha de ser el punto de partida y el fundamento de todo cuanto los pastores realicen en bien de sus feligresías:

«Se trata de esto: quien quiera comprender bien los diez mandamientos, debe comprender toda la Sagrada Escritura, para que él pueda aconsejar, ayudar, consolar, juzgar en todas las cosas y casos, tanto del ámbito espi-ritual como temporal, y (desde la palabra de Dios) será capaz de ser juez en cuestiones de enseñanza, profesión, espíritus y derecho, sobre todo lo que hay en el mundo».

La actuación de los pastores no ha de ser un simple dispensario de re-cetas preestablecidas, y para ello se requiere un conocimiento hondo y bien cimentado de la biblia, del que muchos pastores que siguieron a Lutero ca-recían, como también carecían de él muchos que se decantaron por el bando opuesto a él. La diferencia, con el paso del tiempo, resultó bastante notable, ya que sus esloganes directos («No hagáis lo mismo que en el papado») pro-dujeron fruto y el mundo reformado (luterano, calvinista, anglicano,...) fue despegando hacia un conocimiento y aprecio bíblicos, que no se daba de la misma forma ni con la misma generalización en el mundo católico.

Lutero conocía, leía, consultaba la biblia; y la tradujo al alemán vul-gar, de manera que con facilidad, muchas personas pudieron leerla y con-sultarla. Por el contrario, el mundo católico mantuvo la biblia latina, y solo con permiso controlado se podía leer en lengua vulgar. Topamos con dos propuestas bien diferentes, que partían de la común base cristiana de fi-delidad a Jesús de Nazaret, pero que, por caminos tan diversos, produjeron igualmente resultados distantes entre sí.

Pero también Lutero retocó el texto, introdujo sutiles modificaciones, eliminó pasajes o libros que no le parecían oportunos o no encajaban con sus criterios. Todo esto contribuyó a una lectura selectiva de la biblia, de

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la que ni siquiera eran conscientes los propios lectores, incapaces de com-probar las alteraciones que había introducido. Cuando redactó sus cate-cismos, el menor apenas contiene citas expresas de la biblia, dado su carácter sintético; aunque sí está inspirado en las afirmaciones de la Es-critura. El Catecismo mayor, al ser más extenso, da cabida a afirmaciones bíblicas, si bien no son demasiadas en número, dado que la mayor parte del texto son explicaciones y consideraciones que el propio Lutero hace al hilo de cada una de las partes que va presentando (mandamientos, la fe, es decir, el credo, padrenuestro y los dos sacramentos que aborda: el bautismo, y el sacramento del altar, con una advertencia sobre la peniten-cia). Precisamente por eso no se puede calificar como un catecismo de hondo peso bíblico, puesto que predominan las propuestas y comentarios de Lutero; no es ajeno, sin embargo, a los criterios que encuentra en el libro sagrado, que trata de aplicar y acomodar a su pensamiento.

2.4. JUAN DE VALDÉS Y SU RECOMENDACIÓN DE LA BIBLIA

Entre el círculo de quienes en movían en la órbita de Lutero, Juan de Valdés volcó sus convencimientos bíblicos a lo largo del Diálogo de Doctrina Christiana nueuamente compuesto por un Religioso.

El escrito es anónimo. Su descubridor, Marcel Bataillon, lo atribuyó a Juan de Valdés. Éste, a pesar de haber recibido la aprobación de una serie de profesores de la universidad de Alcalá de Henares, vio claro que la Inquisición quería dar con él, y decidió exiliarse a Italia. La obra salió impresa en Alcalá, Miguel de Eguía, 152918.

En el Diálogo de forma habitual, y con la más absoluta lógica, cita pasajes bíblicos en el momento oportuno, a medida que aparecen las ex-plicaciones que el arzobispo protagonista proporciona a sus dos interlo-cutores, el religioso y el cura ignorante. De forma nítida sintetiza su criterio cuando da inicio a la condensación de la historia sagrada que ha-bían solicitado del arzobispo al comienzo de la conversación. En ese punto, el arzobispo dice:

18 Hay que dejar constancia de la reciente asignación de este Diálogo de doctrina chris-tiana... no a Juan de Valdés, sino a Juan Luis Vives. Las razones aducidas por los responsables de la edición y del estudio no me terminan de convencer: Juan Luis Vives, Dialogo de doctrina chris-tiana, (eds. F. Calero - M. A. Coronel) (Madrid 2009).

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«Pues que por la bondad de Dios, hermanos míos, somos cristianos. y el principal y más continuo ejercicio del cristiano debe ser en la ley de Dios, que se contiene en la Sagrada Escritura –porque sola ésta es la que nos declara la voluntad de Dios, y sola ésta, sin faltar una letra, es escrita por el Espíritu Santo y a sola ésta, sobre todas cuantas escrituras hay en el mundo, somos obligados a creer en todas las cosas que nos dijere, sin fal-tar ninguna–, os quiero decir brevemente lo que en ella se contiene sin especificar particularidades ningunas, porque éstas, cuando Dios quiera que seáis mayores, vosotros os las leeréis»19.

Y cuando el cura y el fraile que se entrevistan con el arzobispo soli-citan de él que les recomiende una bibliografía básica, en castellano, para poder contribuir a su formación y a la de los cristianos, el sabio arzobispo les dice:

«...En el libro de las epístolas y evangelios y sermones del año; aunque, para deciros verdad, ni los sermones me contentan. Ni aun la traslación de lo demás está como debía estar»20.

Y unas líneas más adelante, Valdés –que habla por labios del arzo-bispo– manifiesta el modo en que utiliza esos libros recomendados, parti-cularmente los de la escritura:

«Cuando leo en algún libro de los que decía, si topo con alguna cosa que mucho me agrada, pienso en mí la riqueza que en mi alma tendría si aque-lla cosa tuviese; y así luego mi espíritu se levanta con grandísimo y fer-viente deseo de pedir a Dios me dé aquello (...) Y por esa causa, todas las veces que yo tomo algún libro para estudiar, especialmente si es de la Sagrada Escritura, lo tomo con grandísimo acatamiento y reverencia, hu-millando mi espíritu delante de la presencia de Dios, y así le suplico que de tal manera alumbre mi entendimiento, que lo que yo entendiere sea no más que para gloria suya, edificación de mi alma y provecho de mis prójimos. Y, verdaderamente, todas las veces que esto hago, cuando dejo

19 J. de Valdés, Diálogo de la doctrina christiana nuevamente compuesto por un Reli-gioso (Alcalá de Henares 1529) f. 86r.

20 J. de Valdés, Diálogo de la doctrina christiana nuevamente compuesto por un Reli-gioso, f. 96r. Es preciso hacer notar el poco agrado que Valdés manifiesta hacia la traducción (=traslación) usual, carente de los matices que él entendía debía tener el texto bíblico.

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el libro me parece que quedo con un nuevo deseo de Dios y con una nueva afición a la virtud»21.

Sin lugar a dudas, con semejantes aseveraciones Valdés deja patente el aprecio que la lectura de la biblia le merece. El que recomiende a sus interlocutores –a sus lectores, en definitiva– otra serie de libros no cons-tituye obstáculo para que la biblia ocupe un lugar destacado. Esto podría quedar simplemente en una bella declaración de principios; pero lo cierto es que la lectura de la obra de Valdés muestra una y otra vez que practica asiduamente la lectura del texto sagrado, si bien aparezca, irrefrenable, la tendencia a sesgar la lectura hacia criterios reformados, próximos al lute-ranismo22. La inspiración bíblica, y las referencias a la biblia son claras y oportunas en lo que aparece en esta obra.

2.5. EL PENSAMIENTO DEL ARZOBISPO BARTOLOMÉ CARRANZA

Bartolomé Carranza de Miranda constituye otro cumplido ejemplo de un aprecio cordial y de una utilización abundante y oportuna de la bi-blia. Sus célebres Comentarios de... Bartolomé de Carrança... sobre el ca-tecismo christiano..., Anvers, Martín Nucio, 1558, lo manifiestan de forma clamorosa. Una y otra vez acude a la biblia como indispensable fuente de donde se nutre la doctrina contenida en sus páginas. Son centenares las citas bíblicas que lo corroboran. Sin embargo, dada su experiencia a la hora de tratar de contrarrestar el anglicanismo –que es, originalmente, la razón que le movió a escribir su obra– Carranza muestra una postura de-cidida, nítida, a la vez que prudente:

«Si alguno pidiere la razón, diremos que es por cuanto la lección de la Sagrada Escritura no es de tal manera necesaria que no se pueda salvar el hombre que no la leyere, y puédense perder muchos leyéndola. Porque los libros de Moisén, con la muerte de Jesucristo, murieron ellos y así cesó su virtud (...) Lo que predicó Cristo nuestro Señor y sus santos Apóstoles, eso se predica agora. Lo que, en suma, se sacó de su predicación y de lo que escribieron, eso se tiene agora y se tendrá mientras el mundo durare,

21 J. de Valdés, Diálogo de la doctrina christiana nuevamente compuesto por un Reli-gioso, f. 96v-97r.

22 La discusión de si Valdés está o no influenciado de luteranismo es larga, aunque pa-rece que no hay sobre ello demasiadas dudas fundadas.

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por fe católica. Y de esto ha hecho la Iglesia el Cathecismo cristiano para enseñamiento del pueblo, el cual yo declaro en estos Comentarios, sin el cual ninguno se puede salvar. Pero no es obligado cada cual a leer la Es-critura y disputar si está bien fundada o no, porque esto pertenece a los perlados y doctores (...) Como los médicos corporales vedan el vino a los enfermos y las leyes humanas defienden el uso del dinero y de las armas a los pródigos y locos y menores de edad, así los médicos espirituales y gobernadores de nuestras almas no solamente pueden prohibir la lección de la Escritura, pero son obligados a lo hacer, si cumple para el bien de sus súbditos.

Si en algún tiempo anduvo en la Iglesia de Dios pestilencia espiritual y enfermedad de entendimiento que requiriesen gran diligencia en los go-bernadores y médicos para que pongan remedio a tanto mal, es éste en que vivimos al presente. Por tanto, no se debe maravillar nadie que la ex-periencia de los negocios haya mostrado que la lección de la Sagrada Es-critura causase mucho daño cayendo en estómagos dolientes y entendimientos pervertidos y livianos, que con una temeraria curiosidad buscan su perdición. San Jerónimo reprehende lo que pasaba en su tiempo sobre esto, y dice que ninguna ciencia humana ni arte mecánica era tan mal tratada como la Escritura santa: porque las ciencias o oficio no los ejercitan sino los maestros que las estudiaron y aprendieron, y a la Sagrada Escritura se atreven todos, sin haberlo estudiado, así las viejas parleras como los viejos caducos y locos. Y añade una cosa de la cual te-nemos harta experiencia en España, y es que las mujeres declaraban la escritura a los hombres contra el mandamiento de S. Pablo. De todo lo que he dicho se puede entender cómo ha venido a vedarse la Escritura y la facultad que tiene la Iglesia y sus ministros para ello».

Continúa Carranza su razonamiento e indica que en la Escritura hay dos tipos de afirmaciones. Una se refiere a los dogmas y artículos de fe, de la cual no se han de ocupar los no entendidos, puesto que la Iglesia ya ha dejado claro cuáles son estas afirmaciones para que sean aceptadas por los cristianos. Ni siquiera deben ser sometidas a discusión. La otra serie de afirmaciones se refieren a la piedad, a las virtudes y a la forma de vivir la fe, a fin de ponerla por obra. Carranza asegura que estos dos tipos de afirmaciones suelen estar mezclados, por lo que se muestra cauto a la hora de aconsejar la lectura de algunos libros del antiguo y del nuevo testa-mento; por esta razón sugiere que las ediciones podrían incluir «algunas declaraciones en las márgenes» que sirvieran para edificar la fe, en lugar

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de desconcertar a los no entendidos. Todavía señala como indicación que el traductor a la lengua vulgar ha de ser discreto para dar a entender el sentido de las afirmaciones, sin atenerse al pie de la letra. De todo lo cual concluye:

«No quiero dejar de decir que, siendo trasladada de esta manera, hay al-gunas personas de tan buen seso, y de juicio tan reposado, y tan buenos y devotos, que se les podría dar toda la Escritura, tan bien y mejor que a muchos que saben latín y tienen otras letras. No digo esto porque las cien-cias que por don de Dios se comunicaren a los hombres no tengan su lugar en la Escritura, sino porque el Espíritu Santo tiene sus discípulos y los alumbra y ayuda. Éstos leen con gran reverencia las palabras de Dios, y contemplan lo que alcanzan, y doran lo que no entienden y bajan sus cabezas con humildad a los misterios que Dios tiene encerrados»23.

Es preciso hacer algún comentario a las variadas afirmaciones de Ca-rranza. En primer lugar destaca su prudencia, puesto que ha sido testigo de excepción de los desmanes y extremos a la hora de que cada uno se ponga a interpretar la biblia por propia iniciativa, y no siempre con cono-cimientos un tanto seguros. Hubo de acompañar a Felipe II a Inglaterra con motivo de su matrimonio con María Tudor, y allí el sínodo inglés de 1555 solicitó a Carranza, a partir de su experiencia, la redacción de un ca-tecismo que sirviera para contrarrestar de manera bien fundada los des-ajustes que el anglicanismo había ocasionado en la etapa del reinado de Enrique VIII. Entre tales desajustes figuraba en primer lugar la interpre-tación que cada uno hacía –con fundamento o sin él– del texto bíblico, del que extraían las consecuencias más peregrinas. De ahí que Bartolomé Ca-rranza asuma las palabras de san Jerónimo, quien lamenta que en otros saberes las personas se cuidan de opinar sobre lo que no saben, pero en la materia de biblia todo el mundo, por el hecho de ser creyente, se siente autorizado a sentar cátedra. Esta situación le lleva a ponderar que, para evitar males mayores, es preferible controlar o prohibir el uso de la biblia traducida a quienes no saben; la similitud con lo que sucede en la restric-ción de las comidas, o el empleo de las armas lleva a Carranza a justificar un pensamiento matizado.

23 B. Carranza, Comentarios al Catecismo Christiano (Anvers 1558) f. 5r-6r (ed. J. I. Tellechea) (Madrid 1972) 113-115.

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Esto no obsta, en segundo lugar, para que, dejando a salvo las cues-tiones dogmáticas, para las que el ministerio magisterial está cualificado, las invitaciones a la vida cristiana vivida en plenitud y con recto sentido moral aconsejen el empleo de la biblia. Para lo cual, tiene un marcado sen-tido de modernidad la doble advertencia: que unas anotaciones margina-les aclaren el recto sentido del texto; y que los traductores no se atengan a la pura literalidad, puesto que con ella se trastoca la enseñanza que la biblia propone a los creyentes.

En esas condiciones, Carranza no está frenando la lectura del texto sagrado, sino buscando su mayor provecho para los lectores. Y reconoce, sin problema, que hay personas a las que puede resultar de gran utilidad la lectura bíblica, con independencia del nivel de conocimientos (latín u otras lenguas), porque el acceso a la palabra de Dios no es una cuestión «reservada a los sabios y entendidos», sino accesible a los sencillos de co-razón, a los que acatan con gratitud y reconocimiento, con humildad y re-ligioso espíritu la palabra y la enseñanza de Dios.

Por último, no deja de llamar la atención en el pensamiento de Ca-rranza su alusión a lo que había visto y experimentado, pero no tanto en Inglaterra, sino anteriormente en España, respecto a que algunas mujeres –¿misoginia?– trataban de enseñar a muchos hombres. Esto a su entender iba contra la afirmación de san Pablo como explícito mandamiento de si-lencio imperado a las mujeres en la iglesia (1Cor 14, 34). ¿Puro dinamismo rutinario?; ¿constancia de que había quien se engreía sin motivo?; ¿simple alteración del orden establecido? Lo cierto es que Carranza no comparte el criterio de dar la palabra a las mujeres, que entiende como violencia a lo que Pablo había dicho en otro contexto varios siglos antes. Cierto es que la marginación de la mujer respecto del varón seguía vigente, y Ca-rranza no es en ello un modelo de cambio de orientación24.

24 Curiosamente, cuando Erasmo se gozaba soñando en la lectura de la biblia por parte de las más sencillas mujeres, encontró la oposición de un franciscano español que aducían también el silencio imperado en el texto de la carta a los Corintios, e hizo sus iró-nicos comentarios ante semejante manera de interpretar el pensamiento paulino. Para cuando Carranza expresó semejante dificultad, no había lugar a una reacción similar, pues Erasmo había fallecido en 1536.

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2.6. LAS DECISIONES SOBRE LA BIBLIA EN TRENTO

Esta postura contenida de Bartolomé Carranza lleva de la mano a tratar otro asunto que, si bien va más lejos que las consecuencias catequé-ticas, en modo alguno las excluye. Se trataba de la lectura, la consulta, la traducción de la biblia; en definitiva, su empleo por parte del pueblo cris-tiano. Esto es lo que ocupó una parte de los debates conciliares en Trento, en un clima no siempre sereno. Es absolutamente cierto que cuando esto se debatió en el aula conciliar, en el año 1546, los ánimos de los que inter-vinieron ya estaban encaminados en una dirección determinada. Había transcurrido una decena de años desde que en 1534 Lutero publicara su versión de la biblia al alemán. Sentado el principio de que no había que aguardar a que la autoridad religiosa la interpretara ni señalara cómo había de ser entendida, cada uno la interpretaba como estimaba proce-dente. Y entre los propios líderes de la reforma no existía unanimidad en lo que había de entenderse, y en las consecuencias que se derivaban de las lecturas divergentes del texto bíblico.

Eso supuso que se fragmentase más y más la unidad entre cristianos, cada vez que alguien absolutizaba su modo de entenderla, y convencía a un grupo de seguidores. El principio de la dispersión estaba sembrado y los frutos palpables que aparecían por doquier habían alarmado a los asis-tentes al concilio de Trento.

A primeros de marzo del año 1546 se iniciaron los debates sobre los abusos que se cometían en el empleo de la biblia. Es sabido que se alter-naron los debates de las cuestiones dogmáticas y de las disciplinares. A la hora de abordar cuáles eran los más importantes abusos, entre otros, apa-reció en tercer lugar el de la traducción de la biblia a lenguas vulgares, lo que posibilitaba que todo el mundo la leyera, y la procurara entender, es-pecialmente en las muchas cuestiones que estaban en tela de juicio por parte de cuantos militaban en alguno de los grupos escindidos de la uni-dad. Como los padres de Trento no compartían en todos los casos que la traducción bíblica constituyera en sí misma un abuso, el 5 de marzo se constituyó una comisión conciliar para estudiar el tema con detenimiento. Dicha comisión se reunió los días 8 y 9 de marzo, y volvió a quedar sobre el tapete, para que fuera debatido por toda la asamblea conciliar, que uno de los abusos lo constituían las traducciones.

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En la sesión del día 17 de marzo de 1546 la discusión en torno a las versiones vulgares se centró en la disputa que sostuvieron dos cardenales, Madruzzo, cardenal de Trento, quien se inclinaba decididamente por au-torizar las traducciones para que la palabra de Dios llegara al pueblo; y Pacheco, cardenal de Jaén, absolutamente contrario a las traducciones, por los males que se habían producido ya a partir de ellas. Hubo quien se ex-trañó de este enfrentamiento y supuso que ambos cardenales estaban ene-mistados entre sí; pero ellos mismos aclararon ante todos que mantenían una estrecha amistad, lo que no era obstáculo para que cada uno sostu-viera puntos de vista diversos.

En orden a encontrar apoyos para su postura, Cristóbal Madruzzo pro-puso en la sesión general del 1 de abril que se añadiesen notas y aclaracio-nes a los pasajes especialmente difíciles, para evitar una dispersión nefasta, y poder orientar a los lectores; de esta forma la versión vulgar evitaría los males que se trataban de conjugar. Pedro Pacheco se opuso radicalmente a ello, y trató de concitar la opinión de los españoles y franceses para opo-nerse a todo tipo de traducciones. En este aspecto contó con la colaboración del zamorano Alfonso de Castro, a quien se atribuyó un tratado que evi-denciaba el daño que la traducción de la escritura hacía al pueblo25.

En estas condiciones, el 3 de abril se cerró la discusión. El decreto correspondiente, del 8 de abril, una vez concluido el debate y tras la co-rrespondiente votación, reflejó el criterio sobre la edición de la Vulgata y del modo de interpretar la escritura; en el mismo se adoptaba la Vulgata como edición auténtica y oficial, por el amplio respaldo de siglos de apre-cio; se establecía que nadie retorciera la escritura para llevarla a sus pro-pios convencimientos, contra el sentido sostenido por la Iglesia, o contra el consenso unánime de los Padres; y se prohibía realizar ediciones de li-bros que contuvieran materias sagradas sin el oportuno permiso, ni hacer imprimir ni vender en el futuro libros sin nombre de autor, sin que pre-viamente se obtuviera la autorización episcopal26.

Unos meses más adelante, en el decreto 2,7, de la sesión V, de fecha 17 de junio, se volvía sobre el tema y se concluía:

25 Ver: S. Fernández López, Lectura y prohibición de la Biblia en lengua vulgar. De-fensores y detractores (León 2003) 162-177.

26 Concilium Tridentinum, ses. IV, 8 abr. 1546: Decretum de vulgata editione Bibliorum et de modo interpretandi s. Scripturam.

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«Y para que no se desparrame la impiedad, so capa de piedad, este santo sínodo establece que nadie pueda ser autorizado a la tarea de una lectura semejante, sea pública o privada, si antes no ha sido examinado y apro-bado por el obispo del lugar acerca de su vida, sus costumbres y su cien-cia. Sin embargo, esto no ha de aplicarse a los lectores en los conventos de monjes»27.

Los términos con los que Trento se expresa manifiestan la precaución de que se difunda el error y las interpretaciones espurias con la disculpa de religiosidad y de piedad. Era el riesgo real de que los ignorantes, con la biblia en la mano, pretendieran convertirse de la noche a la mañana en maestros indiscutibles, a los que otros, más dóciles seguían sin rechistar. El riesgo no era puramente imaginario, puesto que la rotundidad de los hechos demostraba por dónde habían discurrido determinados episodios de la reforma en los años precedentes. Además, estaba patente el otro cla-moroso aldabonazo de que, erigidos en maestros, incluso con un notable nivel de preparación para la lectura bíblica, cada uno hiciera su propia lectura, con lo que se producía el resultado escandaloso de que el mismo Dios decía cosas diversas según fuera leído por unos u otros. Es precisa-mente lo que le había echado en cara Erasmo a Lutero a propósito de su interpretación de la biblia: «Todos tienen la misma escritura; sin embargo Karlstad difiere radicalmente de ti, disiente Zwinglio, disienten Ecolam-padio y Capitón»28.

Por otra parte, si la disposición conciliar requería que la persona in-teresada en la lectura bíblica hubiera de ser examinada y aprobada, con comprobación de su vida, costumbres, actitudes y pensamientos, era lógico suponer que, sin llegar a una prohibición formal, el control requerido cons-tituía un valladar que distanciaba de la lectura de la biblia a quien no tu-viera una posición (cátedra, dignidad eclesiástica, erudición probada), a los simples fieles. De ahí que la precaución para evitar abusos tuvo, en la

27 Concilium Tridentinum, ses. V, decr. 2, 7 (17 jun. 1546): «Et ne sub especie pietatis impelat diseminador, statuit eadem sancta synodus neminem ad hujusmodi lectionis offi-cium tan publice quam privatim admittendus esse, qui prius ab episcopo loci de vita, mori-bus et scientia examinatus et approbatus non fuerit. Quod tamen de lectoribus in claustris monachorum non intelligatur».

28 M. Lutero, «Hyperaspistes», Opera omnia (Leiden 1706) X, 1263 (ed. T. Egido, Lu-tero. Obras (Salamanca 1977) 48.

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práctica, la función de aherrojar el texto bíblico y secuestrarlo a la vista de los fieles.

Bien diferente era la postura entre los reformados –fuesen del signo que fuesen– puesto que cada uno, desde los simples fieles, podía adquirir y leer el libro sagrado en su propia lengua y llegar a tener un trato y una familiaridad notables con la palabra de Dios.

Todo no terminó ahí. Las «Reglas Tridentinas» del índice de libros prohibidos, aprobadas en concilio y confirmadas, una vez este había con-cluido, reconocían y aseguraban esta misma postura. Concretamente la Regla IV dice así:

«Como resulta patente por la experiencia que si se permite la sagrada Bi-blia en lengua vulgar de modo general, sin ningún tipo de control, por el abuso humano surgirán más perjuicios que beneficios, sobre este parti-cular se ha de estar al juicio del obispo o del inquisidor, de tal manera, que con la recomendación del párroco o del confesor, la lectura de las traducciones bíblicas por parte de autores católicos en lengua vulgar pueda concederse a aquellos de quienes se entienda que no se les ha de seguir daño de la propia lectura, sino aumento de su fe y piedad»29.

Eran las reglas operativas con vistas al futuro para que el acceso a la biblia resultara una cuestión restringida a personas de probada formación y virtud, que no pudieran tambalearse en su fe como consecuencia de la consulta en lengua vulgar. Las personas de formación superior tenían ac-ceso a la lectura de la Vulgata latina, pero es evidente que el riesgo de poner en peligro la fe era menor, dado que el número era limitado y que la lectura latina era una versión depurada y no sujeta a los vaivenes de quien hiciera la traducción con arreglo a sus propios criterios30.

29 Pío IV, “Regulae Tridentinae” de libris prohibitis, confirmatae in Const. “Dominici gregis custodia”, 24 mar. 1564.

30 L. Alonso Schöckel, La palabra inspirada (Barcelona 1966) 243: «Para frenar el peligro de confusión, el concilio de Trento selecciona e impone como normativa, entre las diversas traducciones latinas, la llamada Vulgata, para la Iglesia occidental. Y al mismo tiempo pone ciertas trabas o límites a las traducciones en lenguas vernáculas. Estas dos de-cisiones tridentinas reciben aplicación rigorista en algunos países».

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3. LA CATEQUESIS DESPUÉS DE TRENTO

Como resulta previsible, semejante serie de disposiciones tridentinas no pasaron sin dejar huella. Eran tiempos difíciles, y la decisión que se to-mara, fuera la que fuera, terminaría por dejar insatisfechos a todos. De haber permitido que siguieran y proliferaran las traducciones bíblicas, se hubiera producido un mayor acercamiento por parte de los católicos a la lectura bíblica, sobre todo si se tiene en cuenta que el sentido humanista de retorno a las fuentes hubiera producido unos estupendos resultados; pero también hubieran proliferado las interpretaciones erróneas y subje-tivas. De forma contraria, la prohibición radical produjo un alejamiento que evitaba falsas lecturas, pero llevaba consigo un desconocimiento de la enseñanza bíblica, y una orientación puramente teológica de la cate-quesis.

Si en el pasado el desconocimiento de la biblia se debía a la escasez de ejemplares manuscritos, y éstos en latín, en el XVI, con las posibilidades que ofrecía la imprenta, y con la facilidad de las traducciones, el descono-cimiento obedeció al veto conciliar que trataba de impedir nuevas inter-pretaciones erróneas.

Antes de la prohibición formal, todavía es posible rastrear algunas expresiones bíblicas presentes en los catecismos españoles. Cuando la pro-hibición tomó tintes de mayor premura, con el Catálogo de libros prohi-bidos, de Fernando de Valdés, de 1559, tales vestigios desaparecieron completamente del panorama de lo que podía llegar al lector que tomara en sus manos algún catecismo.

Las muestras anteriores al Catálogo de 1559 que he localizado son pocas en número. No se trata de una simple enumeración que se lee y se olvida. Cuando un autor incluye algo en las páginas de su escrito, responde a algún criterio, a alguna razón, que no siempre es oculta, sino en ocasiones bastante patente. Cuando los autores que aparecerán a continuación hi-cieron pasar a sus respectivos catecismos unos u otros textos bíblicos es porque en ellos encontraban no solo una fuerza probatoria excepcional, sino porque consideraban que aquel texto, precisamente, tenía una deter-minada y llamativa advertencia desde la palabra misma de Dios, que no debería ser ignorada por ningún cristiano al que se desee dar la mejor for-mación posible. De esta manera, se produjo no la transcripción íntegra del

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nuevo testamento, o solo del evangelio, sino de alguna página precisa que, según el criterio de cada escritor, debía ser destacada. Como es lógico, no todos coinciden en el texto bíblico que realzan. Pero sí coinciden en que se trata de una enseñanza, avalada por la autoridad de la inspiración bí-blica, que debe pasar de forma habitual al patrimonio de un cristiano bien formado.

De este modo, en orden cronológico, habría que presentar, en primer lugar, a Juan de Valdés. Su obra, Diálogo de doctrina cristiano, nuevamente compuesto por un Religioso, data de 1529. En la «Tabla», o índice, señala al final del tratado: «Ay [ade]mas tres capítulos del evangelio que escribio sant Matheo, conviene a saber quinto, sexto, septimo traduzidos de griego en nuestro romance castellano». En efecto, aparece todo el texto íntegro del sermón de la montaña, al que Valdés concede una gran importancia en la fundamentación de los criterios que han de sustentar una vida cris-tiana convencida. De ahí la muy notable inclusión de este pasaje evangé-lico. Cuando Valdés se vio en la premura de huir al extranjero para eludir la acción de la Inquisición, las razones del Santo Oficio no parece que gra-vitaran en la inclusión del texto evangélico, sino en las múltiples afirma-ciones que encontraban en el libro sospechoso de afinidades heterodoxas, que habían puesto en guardia a los inquisidores.

Constantino Ponce de la Fuente publicó en Sevilla, Juan Cromberger, 1543, la Suma de Doctrina Christiana en que se contiene lo principal y ne-cessario que el hombre cristiano deue saber y obrar. Obra de notable éxito editorial, dos años después de la primera publicación apareció la tercera edición en Sevilla, Juan León, 1545; esta edición incorporaba como nove-dad El sermón de Christo Nuestro Señor en el Monte, con el texto bíblico de Mt 5-7, al que Constantino añadió sus propios comentarios.

También hay que incluir a Juan de Ávila entre los autores que inclu-yen pasajes bíblicos en sus catecismos. La Doctrina cristiana que se canta que se pone a su nombre (materialmente es anónima) fue publicada en Valencia, al Molino de la Rovella, 1554. Pero hay una sospecha bastante razonable, de que anteriormente, en 1550, la había publicado en Baeza, bajo su personal supervisión. Lo que aparece publicado en la edición de Valencia no es nada seguro que fuera supervisado por él, sino que fuera elaboración llevada a cabo por algunos jesuitas que habían sido discípulos suyos antes de su ingreso en la Compañía. Al no haber aparecido la su-

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puesta edición de 1550, resulta imposible establecer contraste con la de 1554; esta tiene trazas de haber sido manipulada. Pero no hasta el punto de que no existiera semejanza alguna con la edición de Baeza, que le pre-cedió. Solo es posible hablar de lo que resulta conocido: la edición de Va-lencia, 155431.

En ella, la sección 3ª aparece titulada como «Sermón del día del juy-cio». Tal «Sermón», va precedido de dos estrofas con versos bastante flo-jos, en los que invita al público a poner atención, dado que la salvación puede depender de hacer o no caso a lo que presenta. Lo que viene a con-tinuación no es un sermón en el sentido estricto del término, sino la tra-ducción al castellano de Mt 25, 31-46, con alguna modificación o licencia que Ávila se permitiera32, que pone al alcance de todos un texto no siem-pre lo bastante conocido como para poder hacerse con él, aunque se le-yera en la liturgia como evangelio de la última dominica del año litúrgico, naturalmente en latín. En la Doctrina de Ávila aparece el texto completo, en castellano, que ofrece además la posibilidad de ser releído y entendido, cuantas veces se quisiera. El relato bíblico, en prosa –no siempre se ha presentado tipográficamente así– termina con la adición de un «Amén»; y le sigue una cuarteta sobre las postrimerías, que con sus escuetos versos ahonda lo que ha presentado del evangelio. Sin embargo, es obligado se-ñalar que, aunque incluye esta larga perícopa, no señala en ningún mo-mento que se trata de texto evangélico, lo que resultaba conocido solo para quien fuera sabedor de ello, pero desconocido para el resto.

Le sigue en el orden cronológico Andrés Flórez. En su Doctrina cris-tiana del ermitaño y el niño, Valladolid. Sebastián Martínez, 1552, inserta en castellano el texto completo de Jn 1, 1-14. El contexto en que esto apa-rece en la obra es lo que se denominaba en el siglo XVI como «Exercicio del cristiano», consistente en señalar una serie de oraciones, formas de piedad, conductas y normas de vida que el cristiano rectamente formado había de llevar a cabo en los momentos en que se le indicaba. Y uno de ellos era, al levantarse, la lectura del texto del evangelio de Juan ya refe-rido. Antes, a modo de invitación, se le decía: «...y luego di el evangelio de Sant Juan de esta manera...»; aquí sí consta que se trataba de un texto

31 L. Resines, Juan de Ávila, Doctrina cristiana que se canta (Madrid 2012). 32 Comienza: «Quando viniere el hijo de la virgen en su magestad...», mientras el texto

latino indica «el Hijo del hombre».

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evangélico; al término del mismo aparece, a modo de triple respuesta (o respuesta dialogada): «A dios gracias. Por los dichos y palabras del sancto euangelio, sean perdonados todos nuestros pecados. Amén Jesús». El «a Dios gracias» era la simple traducción de la respuesta con que contestaba el ayudante al sacerdote cuando recitaba este pasaje al final de la misa. Y la expresión «Por los dichos y palabras del sancto euangelio, sean perdo-nados todos nuestros pecados» era la traducción de la fórmula litúrgica: «Per evangelica dicta deleantur nostra delicta».

Gregorio de Pesquera publicó en Valladolid, Sebastián Martínez, 1554, un amplio tomo, cuyo título comienza por Doctrina cristiana, y Espejo de bien biuir... El libro estaba destinado al Colegio de Doctrinos de Madrid, del que por entonces era responsable. Consta de tres partes: la primera in-tegra, en manifiesto desorden, múltiples elementos de doctrina cristiana, in-cluso repetidos; la segunda consiste en una serie de lecturas espirituales que pudieran ser de provecho a los internos; y la tercera está constituida por múltiples cantares para que los niños del colegio los aprendiesen y usasen en diversas circunstancias. Si hay algo que caracterice este abigarrado vo-lumen es la nula originalidad: Gregorio de Pesquera se sirvió de un criterio de plena utilidad, trasvasando a la obra puesta a su nombre cuanto le pare-cía que podría ser ventajoso para sus pupilos. La primera parte es práctica-mente copia de diversos textos catequéticos, entre los que destaca lo mucho que aprovechó de la Doctrina cristiana que se canta..., de Juan de Ávila. Por consiguiente, no supone sorpresa alguna que aparezca en los f. 43r-v el que titula «Prólogo del euangelio del juizio», que, bajo ese confuso epígrafe, no hace más que trasvasar y retocar ligeramente el texto de Mt 25, 31-46, que aparecía en la obra de Juan de Ávila. Pero constituye otro nuevo testimonio de quien estima que vale la pena poner en manos de sus alumnos el pasaje bíblico. Gregorio de Pesquera podría haberlo eliminado, pues no copió todo lo que aparece en la obra de Juan de Ávila; sin embargo en esta ocasión le pareció procedente ofrecer íntegra la expresión evangélica.

Mucho más breve, en último lugar, aparece la aportación que hace Felipe de Meneses, en su Luz del alma cristiano, Valladolid, Francisco Fer-nández de Córdoba, 1554. Cuando da inicio al tratado propiamente dicho, reproduce, como si de un magnífico pórtico se tratara, en latín y en caste-llano, el texto de Mt 28, 19-20: el envío de Jesús para que sus discípulos evangelizaran en todo el mundo. Puede parecer poca cosa semejante apor-tación; pero no hay más remedio que reconocer que otros catecismos no

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incluían ni un solo texto bíblico, por lo cual este destaca. Por otro lado el carácter programático de enviar a los suyos a la evangelización no es un elemento ocioso al comenzar un catecismo.

No son demasiadas seis muestras. Pero ofrece el valor de hacer pa-tente que hasta que se produjo la tajante decisión de eliminar los pasajes bíblicos, según lo decidido en Trento, había autores que estimaban que era por ahí por donde debía ir la formación cristiana.

Sin embargo, el Catálogo de Valdés, de 15 de agosto de 1559, señala cuál ha de ser la forma de proceder por parte de los católicos españoles en este punto en particular:

«Los libros de Romance y Horas sobre dichos se prohiben (...). Y porque ay algunos pedaços de evangelios y epístolas de Sant Pablo y otros lugares del Nuevo Testamento en vulgar Castellano, ansí impressos como de mano, de que se han seguido algunos inconvenientes, mandamos que los tales libros y tractados se exhiban y se entreguen al Sancto Oficio, agora tengan nombre de auctor o no, hasta que otra cosa se determine en el Consejo de la S. Gene[ral]. Inquisición».

Por si no fuera suficiente la lista de las obras que habían de ser en-tregadas, unas veces con nombre de autor conocido, y otras anónimas, se añadía en dicho Catálogo un párrafo que ponía entre sospechas cuantos impresos o manuscritos contuvieran partes de la biblia:

«Todos y qualquier sermones, cartas, tractados, oraciones o qualquier es-criptura scripta de mano que hable o tracte de la sagrada Escriptura o de los sacramentos de la sancta madre iglesia y religión cristiana»33.

Algunos de los catecismos que se habían publicado con anterioridad al Catálogo de Fernando Valdés se vieron incursos en él, como los de Juan de Valdés o Constantino Ponce. Pero los catecismos que se escribieron de nuevo cuño o se editaron de nuevo a partir de 1559 eluden citar la biblia34, de la misma forma que eluden citar sentencias de Lutero. El resultado de

33 Catalogus librorum qui prohibentur mandato... Ferdinandi de Valdes, Valladolid, Se-bastián Martínez, 1559.

34 Téngase en cuenta lo señalado para el Diálogo, de Valdés; la Doctrina cristiana, de Juan de Ávila, en la otra edición de Medina del Campo, 1558, posiblemente también de la mano de los jesuitas, no incluye el «Sermón del día del juycio».

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la prohibición es que la palabra de Dios, y la del más detestable hereje, según la mentalidad del momento, han venido a ocupar el mismo espacio: ocultos bajo el manto del silencio más absoluto. Paradojas.

3.1. UN EJEMPLO POSTRIDENTINO: ASTETE

Cuando Gaspar Astete pidió autorización a sus superiores para pu-blicar su catecismo, en 1576, en lengua castellana, en lugar de hacerlo en latín, –reservado exclusivamente para los cultos– estaban en plena vigen-cia las recientes disposiciones del concilio de Trento. Por consiguiente, nada ha de extrañar que en su catecismo el silencio sobre la biblia sea total, puesto que no era posible reproducir textos bíblicos; esto llevó, in-sensiblemente, a una postura que aún se distanciaba más de la biblia, como era no mencionarla siquiera.

Las afirmaciones que aparecían en su catecismo (como también en los de otros autores) se presentaban, a los ojos del lector, como algo que resultaba afirmado, apoyado y sustentado en la sabiduría del autor —la magia de la letra impresa fascinaba a los iletrados—; y no se discutía más. Gaspar Astete, como otros muchos que tomaron la pluma, se cimentaban en los estudios que habían realizado, así como en el conocimiento directo, inmediato, de las disposiciones tridentinas. No estaban carentes de razo-nes, ni de fundamentos. Pero estos no aparecían. El lector no era capaz de descubrirlos; mucho más si se trataba de un niño. En el caso de que su texto lo leyera una persona culta, podía entrever que lo escrito obedecía a unas resonancias más lejanas; pero esta situación se producía en muy pocas ocasiones.

La mayor parte de los lectores, los contemporáneos a Astete, y cuantos le siguieron leyendo a lo largo de los siglos, tenían la sensación de que lo afirmado en el catecismo era cierto, sin más. Ni se discutía, ni se buscaba otro fundamento más lejano. Cuando llegaron los tiempos de la Ilustración, Gabriel Menéndez de Luarca estimó que la doctrina que el catecismo de Astete presentaba, era insuficiente, y que era preciso saber algo más para tener una fe ilustrada. Pero la mejora discurrió por la vía de la adición de preguntas que no figuraban, para ampliar lo que estaba simplemente enun-ciado; o para introducir nuevos elementos que no aparecían en una pre-sentación sencilla de la fe cristiana. En ningún caso la mejora discurrió por la vía de la fundamentación, de la exposición de criterios, de la presentación

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de razones bíblicas, o patrísticas, que recogieran y expresaran la fe. Ni si-quiera en su ampliación escrita con vistas a los adultos.

Antes de que el catecismo de Astete fuera ampliado por Gabriel Me-néndez de Luarca, y también después, adicionado con sus nuevas pregun-tas, seguía apareciendo el mismo criterio a los ojos del lector: que todo lo que se presentaba era cierto, y que no había necesidad de buscar otro fun-damento en que se apoyara, porque con decirlo con exactitud era sufi-ciente. Incluso por parte de los responsables de la educación de la fe (obispos, párrocos,...) parecía suficiente con aquilatar la justeza milimé-trica de las afirmaciones, y con presentar la más depurada ortodoxia. El que no se expresaran sus fundamentos, resultaba normal. Era la herencia que se arrastraba desde el veto tridentino a la biblia.

La consecuencia literal que se desprende, en el examen pausado del texto de Astete, es que ni una sola vez aparece una referencia a la biblia, que, de este modo, resulta ignorada. Sin embargo, esto no es del todo cierto: una pregunta, original de Juan de Ávila, que Gaspar Astete había trasvasado a su catecismo, en el contexto de otras dos preguntas, decía en la versión de Juan de Ávila:

«P. Que es lo que tiene la sancta madre yglesia? R. Lo que yo tengo y creo.

P. Y que es lo que vos teneys y creeys, o que es lo que ella tiene y cree? R. Esso no me lo demandeys a mi que soy ignorante, que doctores tiene la sancta madre yglesia que hos sabran responder, pero tengo y creo lo que ella tiene y cree, especialmente los articulos de la fe, como se contie-nen en el credo.

P. Y como los teneys y creeys? R. Como ella los tiene y cree».

Astete, por su parte, no lo había repetido con absoluta exactitud, sino que la redacción que él propuso, con un retoque casi imperceptible, apunta un poco más lejos:

«P. Además del Credo y los Artículos, ¿creéis otras cosas? R. Sí, Padre, todo lo que está en la Sagrada Escritura y cuanto Dios tiene revelado a su Iglesia.

P.¿Qué cosas son esas? R. Eso no me lo preguntéis a mí que soy igno-rante; doctores tiene la santa Madre Iglesia que lo sabrán responder».

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La respuesta a la segunda de las dos preguntas presentadas, por abun-dantemente repetida, siempre les pareció a muchas personas que procedía de Astete, cuando se comprueba que no lo es, sino que se trata de un prés-tamo. No han faltado quienes farisaicamente se han escandalizado, cla-mando que el catecismo consagraba de esta forma la más absoluta ignorancia religiosa, al delegar en quienes sabían más, y renunciar al es-fuerzo de formación.

Pero en este momento debo centrarme en la pregunta de Astete re-producida en primer lugar. Al creyente se le remite a lo que dice el credo, o el formulario equivalente llamado los artículos de la fe. Pero además, en la pregunta siguiente el creyente bien formado ha de creer y aceptar otras cosas, y cuando se le pregunta cuáles son estas, la respuesta, afirma-tiva, enuncia:

«Sí, Padre, todo lo que está en la Sagrada Escritura y cuanto Dios tiene revelado a su Iglesia».

Ahí aparece la biblia, como fuente de conocimientos, como acervo de asertos de la fe, como fundamento autorizado. No hay más remedio que reconocer que, en efecto, Astete remite a la biblia. Sin embargo, la re-ferencia está enunciada como de pasada, sin ser suficientemente resaltada; además, se pone en paralelo con el resto de la revelación, es decir la tra-dición, unida a la escritura. Pero es una referencia tan global, tan indirecta, al finalizar la primera parte del catecismo, y con una expresión tan amplia, que al final, resulta poco menos que inoperante.

«Lo que está en la Sagrada Escritura» resultaba algo desconocido, poco consultado, y reservado para la formación teológica de los sacerdo-tes; pero ignorado para el pueblo. De entre los sacerdotes, no todos poseían la biblia, ni todos la habían leído íntegra. Por lo cual, remitir a «lo que está en la Sagrada Escritura» resultaba una declaración de principios indiscu-tible, pero era tan genérica que apenas si tenía influencia real. Esto es lo que aparece en la letra misma del catecismo.

Y, sin embargo, quedarse con esta impresión conduce a una conclu-sión errónea, o, al menos, ambigua. Porque una contemplación más por-menorizada y pausada, lleva las cosas en otra dirección. He afirmado antes que el silencio de los catecismos católicos resultaba clamoroso al cotejar-los con los protestantes. Pero la realidad es que ambos cometían abusos.

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Los protestantes (englobando diversas confesiones) se extralimitaban con una superabundancia de citas bíblicas, en ocasiones muy tangenciales, o traídas por los pelos, que producen la sensación de que todas o cada una de las palabras del catecismo están avaladas por una o por varias referen-cias bíblicas (en ocasiones se trataba de justificar el empleo de una sola palabra). Por su parte, los católicos jamás citaban la biblia, o, como en el caso de Astete, lo hacían nada más con una referencia global, y parecía que se desconocían las enseñanzas de la palabra divina.

Pero en el catecismo de Astete hay muchas afirmaciones que podrían ir avaladas por referencias bíblicas abundantes, y el conjunto de todas ellas produciría la misma sensación que la que se desprende de los catecismos protestantes. He localizado 77 ocasiones, refrendadas con 116 citas bíblicas, en que el texto escueto del catecismo podría y debería haber ido acompa-ñado del abono de la palabra de Dios. Esto, sin apurar ni forzar las cosas; y dejando de lado todas las afirmaciones que se contienen en los formularios iniciales, la mayor parte de las cuales tiene un origen bíblico indiscutible.

En el apéndice que figurará en la segunda parte del artículo, a doble columna, los pasajes del catecismo de Astete, y las afirmaciones bíblicas en que se sustentan. Si esto se diera en alguna rara ocasión, habría que per-manecer en la idea de la omisión bíblica mantenida; pero cuando esto se produce en tan numerosos momentos, no hay más remedio que reconside-rar el criterio. Se podría hablar, para ser exactos, de un fundamento bíblico real, pero solapado, lamentablemente silenciado. Y es que el fundamento es real, y no se puede negar que exista esa amplia base sobre la que se cons-truye el desarrollo de las preguntas del catecismo. Pero a la vez es preciso afirmar que es una influencia solapada, oculta, que no se ve más que si se hace el esfuerzo de buscar dónde están los fundamentos en que se apoya.

Más aún, en alguna ocasión, lo que aparece escrito en el catecismo de Astete es pura y simple reproducción textual de ciertas afirmaciones bíblicas. Pero, como estas no constan de forma expresa, pasan desaperci-bidas. Voy a proponer algunos ejemplos, dejando para la consulta del apéndice una lectura más detallada y pormenorizada.

El catecismo de Astete, cuando inicia la parte tercera consagrada al decálogo y los mandamientos de la Iglesia, formula esta pregunta:

P. ¿Quién ama a Dios? R. El que guarda sus Mandamientos.

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que es literalmente igual a la afirmación que aparece en el cuarto evangelio:

El que tiene mis mandamientos y los guarda, ese es el que me ama (Jn 14, 21).

De la misma forma, aparece la igualdad notoria entre la siguiente pregunta del catecismo y la enseñanza evangélica:

P. ¿Qué remedio hay para no jurar en vano? R. Acostumbrarse a decir sí o no como Cristo nos enseña.

Sea vuestro lenguaje: «Sí, cuando es sí»; «no, cuando es no» (Mt 5, 37).

Si resultaba tan evidente la similitud, o, dicho con más justeza, tan claro el fundamento de las afirmaciones del catecismo, ¿por qué no se pro-ponían de modo expreso? La única respuesta que aparece clara es el lastre tridentino. La prohibición de citar la biblia en lengua vulgar llevó hasta el punto de que ciertas afirmaciones bíblicas pasaran ante los ojos del lector como si no lo fueran. De este modo, lo que tendría que aparecer como pa-labra de Dios, con toda la importancia que se merece, discurría como mera palabra humana. Y se producía una sensible pérdida, porque en lugar de que la fe cristiana que se pretendía educar tendiera a Dios, en cuya palabra se fundaba, quedaba como una aceptación de lo que había escrito un hom-bre (Gaspar Astete, en este caso), sin que trascendiera que lo que presen-taba remitía al propio Dios. De esta forma, es posible afirmar que una fe hondamente religiosa quedaba rebajada a una categoría de fe humana, de la que no se dudaba que presentaba la voluntad divina.

No es posible silenciar que el diverso criterio luterano («sola Biblia») y católico («Biblia y tradición»), tenía también otras consecuencias en el cate-cismo. Porque en él aparecen, además de esas 116 referencias bíblicas aludi-das, otras reflexiones que son resultado de la elaboración teológica, de las decisiones conciliares, de la práctica sacramental, o de simples consejos de índole espiritual. Todo lo que figura en las páginas del catecismo de Astete no es bíblico, ni siquiera lo ha pretendido. Pero es obligado reivindicar la no-table carga bíblica, agazapada en sus páginas, y que no aparece a los ojos del lector. Está ahí, pero no se nota; consta la enseñanza bíblica, pero tan disi-mulada que apenas se la descubre. Con ello se produce una pérdida en cuanto a la valoración y estima de la palabra de Dios. Esta aparece mencio-

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nada una sola vez de forma global, genérica, aunque apenas tenga realce ante el lector del catecismo. Lástima que no hubiera aparecido con toda su fuerza y hondura bíblica. Pero la época inmediatamente posterior a Trento tuvo esta coloración, a fin de cumplir estrictamente con lo ordenado (e incluso ir más allá de lo ordenado); y no aparece, ni siquiera en cuanto a parecerse a los de-nostados protestantes, para terminar por hacer todo lo contrario que hacían ellos, aunque lo que ellos hacían estuviera bien y resultara válido.

El estilo del catecismo de Astete, elegido como modelo, ha de ser so-metido a reconsideración: ¿es un catecismo bíblico, o no lo es?

No hay más remedio que concluir esta reflexión y afirmar que lo pro-puesto con el ejemplo de Astete no es más que un modelo de lo que sucedía con la mayor parte de los catecismos postridentinos. No se percibe la pre-sencia de la biblia; el silencio sobre la Escritura es total. No se estima que fuera necesario dar pasos en esa dirección, y, por consiguiente, las cosas que-dan suficientemente expresadas con la autoridad de la persona que firma el catecismo. No hace falta ir más lejos en busca de apoyos. De ahí que los ca-tecismos de finales del siglo XVI —en claro contraste con unos cuantos de la primera mitad de ese siglo— apenas citan la biblia para nada. No vale la pena hacer el análisis uno a uno, catecismo a catecismo, porque el resultado vendría a ser el mismo, pues las líneas maestras ya estaban trazadas y no había razón alguna para abandonarlas. De ahí que la ausencia de la ense-ñanza bíblica sea un hecho habitual, que se prolonga en los siglos siguientes.

4. LOS SIGLOS XVII Y XVIII Las cosas no podían rodar de otra forma: el silencio bíblico se impuso

a lo largo del XVII y del XVIII. Para la mentalidad católica, concreta-mente como se vivía y percibía en España, la referencia a la biblia resul-taba un dato innecesario, que todo lo más podría venir bien en algún catecismo destinado a personas muy cultas. Pero esto era la excepción. Por consiguiente, la ausencia de la biblia resulta total.

«Esto determinó, en la práctica, un distanciamiento de los católicos res-pecto a la palabra de Dios, que si bien está equilibradamente presente en múltiples catecismos ante y postridentinos, deja de estarlo a medida que la decantación se orienta por tres vías: o se cita en latín, o se cita al mar-

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gen, o no se cita. A nadie se le oculta que las tres vías terminan por ser convergentes y que producen a la larga el resultado del más absoluto desconoci miento de la Palabra de Dios por parte de los católicos.

Se percibe con nitidez en numerosos catecismos de finales del XVI una tónica prácticamente generalizada en el XVII. Los catecismos no acuden a la Biblia. Esta es hurtada a la vista y al conocimiento del pueblo cristiano, que, cuando tiene que recibir alguna explicación que justifique tal o cual aserto de la fe, escucha argumentos de índole autoritaria: esto es así, por-que así lo ha establecido la Iglesia. Con lo cual la discusión queda cerrada.

La fuerza de la Palabra de Dios es sustituida (?) por la rotundidad de las afirmaciones teológicas. La síntesis doctrinal estaba suficientemente per-filada y aquilatada como para que las dudas estuvieran resueltas. Y aun-que se sucedieron discusiones de escuela en las disputas teológicas, éstas apenas tuvieron repercusión en la presentación de la fe al pueblo sencillo. Ni siquiera en el caso de la presentación de la fe a los responsables, los curas, estaba presente la palabra de Dios. Es mucho más frecuente la cita a autoridades de la antigüedad clásica (Santos Padres, Concilios) o del presente (teólogos de prestigio, disposiciones de Trento) que a la Palabra de Dios. La consecuencia es clara: termina por ser absolutamente igno-rada. Un ejemplo, el Catecismo del Sínodo de Valladolid de 1606, en que frente a las 46 alusiones bíblicas hay 61 referencias a otras fuentes. Y lo que es comprobable en este ejemplo se puede extender al resto de la pro-ducción catequética del XVII, sin excepción.

Más aún, la mayor parte de los catecismos ni siquiera menciona la Biblia, con invitación a su lectura. Y en los raros casos en que se alude a ella es como prueba de una verdad determinada. Es bastante más común refe-rirse a que la fe cristiana está contenida en el credo o en los artículos de la fe (como si cualquiera de estos formularios fuera su origen, y no su re-sumen), o aducir el argumento de autoridad de que una cosa es verdad «porque lo ha revelado Dios, que no puede engañarse ni engañarnos», aunque no se diga dónde lo ha revelado ni en qué términos lo ha hecho. El silencio bíblico es aplastante»35.

Voy a proponer dos ejemplos más que avalen lo anterior. A estas al-turas, a nadie extrañará que en el raro catecismo escrito por Luciano, pres-bítero, titulado Catechismo y Doctrina Cristiana como la enseña Luciano presbytero..., Valencia, Juan Bautista Marçal, 1631, (32 páginas, en 8º) no

35 L. Resines, La catequesis en España. Historia y textos, (Madrid 1997) 334.

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consta ni una sola referencia a la biblia. El presbítero valenciano saca a la luz pública lo que él enseña en su parroquia; no pretende ser modelo, sino simplemente prestar un servicio a otros. En su texto, la biblia simplemente no existe, no aparece para nada. El otro ejemplo lo brinda la muy elogiada obra de Juan Eusebio Nieremberg, respaldada por numerosas congratu-laciones episcopales, ideada para que se leyera al pueblo, en sustitución de la homilía. En su explicación del credo, que abarca desde la página 5 hasta la 31, en formato 4º, en 26 páginas sólo aparecen tres referencias marginales a algún pasaje de la escritura.

La tónica es evidente y no vale la pena seguir aduciendo nuevas apor-taciones a lo ya enunciado. Los curas de esta época apenas tuvieron ne-cesidad de conocer la biblia, para su desempeño pastoral; y los fieles mejor formados sabían una serie de conceptos, aunque desconocieran entera-mente la palabra de Dios. Esta se había dejado olvidada en una estantería, y no había necesidad de acudir a desempolvarla.

Es posible calificar de célebre a Pedro de Lepe («sabes más que Lepe», ha quedado en la frase hecha), que fue obispo ejemplar en la dió-cesis de Calahorra-La Calzada. En las postrimerías del XVII publicó su Catecismo Catholico (Madrid, Antonio González, 1699), con 400 páginas de texto, en 4º. Dedica tres temas a la introducción; otros nueve a la expo-sición del credo; siete más desarrollan la doctrina sobre la oración; cua-renta y cuatro temas están consagrados a los mandamientos, virtudes, y bienaventuranzas; y, finalmente, la parte consagrada a los sacramentos la desarrolla en veintiséis temas más. En total, suma ochenta y nueve temas amplios, entre los que no hay ni uno solo dedicado a la importancia de la palabra de Dios, mientras que aparece uno, el anteúltimo, consagrado a la excomunión y sus efectos. La ausencia bíblica resulta notoria, y el con-traste en cuanto a la valoración de la respectiva importancia de los temas que aborda, es altamente significativa.

La sensación que se desprende de la consulta de los catecismos del XVII así como del XVIII es la de la ausencia total de la biblia. Las reso-nancias bíblicas de Trento se perciben en esta centuria no tanto por su cla-mor, cuanto por su silencio, por la ausencia decretada. La sensación, incómoda, que destilan los catecismos de esta época es la de rehuir la bi-blia. Y, naturalmente, el silencio bíblico es suplido inmediatamente por explicaciones de índole escolástica, es rellenado con consideraciones teo-

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lógicas, o, peor aún, aparecen con abundancia una serie de historietas mo-ralizantes, de ejemplos de mal gusto, y de narraciones con apariencia his-tórica en las que lo sobrenatural irrumpe en la vida de los mortales para ratificar lo que está bien y rechazar lo que está mal, lo que es verdad o error. De esta forma, la biblia pasa a ser enteramente desconocida para el pueblo cristiano. Y es cuando más claramente se percibe la distancia entre catecismos católicos y no católicos: frente a la saturación de citas bí-blicas de éstos, la vaciedad absoluta en aquéllos. Parece que, al abordar los mismos temas, incluso en aquéllos en que siempre ha habido la más completa coincidencia, se estuvieran consultando escritos de creyentes que nada tuvieran en común.

4.1. LA EXCEPCIÓN: CLAUDE FLEURY

El caso de Claude Fleury resulta verdaderamente excepcional. En medio de una total aridez en cuanto se refiere al empleo de la biblia, Fleury destaca de forma aislada, llamativa y notable. Es el hombre que aconseja vivamente el recurso a la biblia en la catequesis, y no solo lo pro-clama en lo que se podría llamar teoría, o simple reflexión, sino que ade-más lo lleva a la práctica, para que quienes no estén tan preparados como él, encuentren el camino facilitado y sin trabas.

Es obligado, sin embargo, hacer una sutil distinción, antes de pasar a hablar de su intervención. Para Fleury no es lo mismo «biblia», que «his-toria bíblica», o «historia sagrada», con la otra denominación tan usual. Es cierto que en sus expresiones, los términos que he diferenciado se en-trecruzan e intercambian, y pudiera causar la impresión de que resultan idénticos. Pero no es así. El concepto actual de biblia, como palabra de Dios, va más lejos y es más profundo que la simple narración histórica, o la descripción de hechos del entorno bíblico. De ahí, que su concepción se quede algo más corta que lo que hoy se entiende por el papel funda-mental y fundante que ha de tener la palabra de Dios en la catequesis.

Claude Fleury escribió en 1683 su Catéchisme historique contenant en abrégé l’histoire et la doctrine chrétienne. El título resulta expresión exacta de su criterio, porque lo que redacta es un catecismo histórico –vol-veré sobre ello– que está estructurado en dos partes: la primera es la his-toria, concretamente la historia bíblica, y muy poco más; y la segunda parte la constituye la doctrina cristiana, que podría asimilarse al resto de los ca-

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tecismos contemporáneos, de no ser por la parte primera, histórica, que en cierto modo la condiciona.

En su largo prólogo, que titula «Razón del designio y uso de este ca-tecismo», se manifiesta en contra de la aridez de numerosos catecismos contemporáneos. Estos se han decantado por unas expresiones de corte fi-losófico y teológico, que pueden resultar precisas, pero que no dicen nada a los destinatarios que han de aprenderlas. Se limitan a repetirlas, pero sin captar nada de lo que dicen. Fleury apela a la fuerza, la viveza y la expre-sividad de la narración, que nos recuerda que la biblia es, prioritariamente, una historia, y que es mucho más adecuado narrar hechos, acontecimientos, para llegar en un segundo momento a las expresiones doctrinales, que de esta forma podrán captarse mejor, sobre todo si son cuidadas y revisadas.

De ahí que su prioridad sea la de redactar un catecismo histórico, con base histórica, con narración de hechos acontecidos en el pasado bíblico, con sus escenas, personajes, lugares y actuaciones. Y eso es lo que funda-mentalmente aporta. Se trata, sin duda, de algo que estaba ausente de los catecismos al uso, que habían derivado hacia la simple enunciación de doctrinas precisas, formuladas a base de preguntas y respuestas, pero en los que estaba totalmente ausente el conocimiento de los acontecimientos de la historia bíblica. Señala que los catecismos son síntesis de teología, que son repetidas, pero a la vez, ignoradas en cuanto a su significado pro-fundo.

En consecuencia, propone como método la narración, el «religioso cuidado que tenían los padres de contar a sus hijos las maravillas de Dios», para superar de este modo la aridez abstracta de los catecismos. Acude, como no podía ser de otra manera, a los Padres, y en particular a san Agus-tín, que siguieron en gran medida el método histórico que él propugna; y lo justifica en el hecho de que todo el mundo entiende la narración, siendo así que todo el mundo no capta el significado de los términos teológicos o filosóficos con que se expresa la fe.

Precisamente por eso, propone en ese orden exacto, en primer lugar la historia bíblica, y sólo en segundo lugar, la presentación de la doctrina cristiana. Lo hace por partida doble, en un texto más sencillo y breve, des-tinado a los niños, y luego en otro más extenso para los mayores.

Esta tendencia hacia la narración bíblica, y la consiguiente preven-ción hacia un lenguaje abstracto, alejado del ordinario de las personas co-

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rrientes, y, por tanto, duro de captar, lleva a poder espigar en su largo pró-logo una serie de afirmaciones que para él tenían un sentido, y que hoy –aplicadas de lleno al aprecio sincero de los contenidos bíblicos– tiene otro sentido de mucho más alcance. Así manifiesta:

«Si todos los cristianos fueran capaces, como en los primeros siglos, de leer la Escritura y entenderla, no les sería necesaria otra instrucción, pues Dios mismo sería el que les instruyese, hablándoles por sus profetas»36.

«La misma Escritura nos ordena recibir con sumisión las verdades reve-ladas por Dios» (p. 8),... de las que el catecismo es un compendio.

«...hay que mezclar los sucesos con la doctrina. No puede explicarse bien el primer artículo del Símbolo sin hablar de la creación (...) Estos sucesos se harían mucho más inteligibles y más agradables, si se contasen relacio-nados y en su orden natural y con una moderada extensión; que no lo son cuando solo se refieren ocasionalmente siguiendo las partes del cate-cismo» (p. 40).

«Fuera de esto, la instrucción y enseñanza del catecismo se hace en pú-blico y a la vista de los altares, y es la misma palabra de Dios, en que no es lícito ni permitido el mezclar cosa alguna que no pueda mantenerse delante de los hombres más sabios y más entendidos, y que no sea digna de la majestad de la Religión» (p. 37).

En su reflexión, que prologa el catecismo y que ha dado origen a la inclusión de la narración bíblica, Fleury se queja de la ignorancia en ma-teria bíblica: en ella incluye a los sacerdotes y religiosos para quienes no es familiar la lectura de la sagrada Escritura. Por otra parte, señala que podría desterrarse esa ignorancia religiosa, pues hay disponibles muchos libros, pero los comentarios a la Escritura, son ordinariamente largos y están en latín; y cuando se produce la lectura pública de ella, suele servir muy poco para la enseñanza de los fieles, puesto que muy pocos saben latín, y solo algunos pocos utilizan traducciones.

Además, Fleury se lamenta con amargura de la práctica, muy arrai-gada en los catecismos de su época, de adobar la mera doctrina con algu-nas historias del gusto de las personas, pero que no han sido tomadas de la Escritura, sino espigadas de cualquier sitio, y muy distantes de la so-

36 C. Fleury, Catecismo histórico que contiene en compendio la historia sagrada y la doctrina cristiana... (Madrid 1805) 43.

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briedad y unción que tienen los relatos bíblicos; por lo cual, tales historias, de dudoso gusto, producirán a largo plazo más perjuicio que beneficio.

También hace referencia a la inclusión en los catecismos de estampas o grabados. Él lo hace en el catecismo aquí comentado. Pero reconoce que son caros, no están al alcance de todos; y, además, las estampas necesitan la correspondiente explicación de lo grabado, en tanto que la exposición o explicación de los hechos está al alcance de todos, y no precisa de imá-genes gráficas para ser captada.

Fleury escribió una obra doble, con extensión desigual, destinada a pequeños y mayores.

En los dos catecismos sigue el mismo esquema: la primera parte con-tiene la historia sagrada, mientras que la segunda presenta la doctrina cris-tiana. En el Breve Catecismo histórico, destinado a los niños, lo que corresponde a la historia sagrada lo desarrolla en 29 lecciones, en las que, acorde con el criterio que ya ha salido, presenta la narración bíblica. Estas 29 lecciones están distribuidas de la siguiente forma: 14 corresponden al antiguo testamento; 11 se centran en el nuevo testamento; y otras 4 se ocu-pan de datos extrabíblicos (escritura y tradición, la ruina de Jerusalén, las persecuciones, y la vida de los monjes). En todas las lecciones el primer lugar lo ocupa la narración bíblica, a la que siguen las preguntas, que son recordatorio de lo narrado (el mismo esquema es mantenido para las lec-ciones sobre la doctrina cristiana).

En el catecismo amplio, que titula, sin más, Catecismo histórico, diri-gido a los adultos, la parte primera que consagra a la presentación de la historia se articula en 52 lecciones, prácticamente el doble que las del an-terior; la distribución de tales lecciones es la siguiente: 25 lecciones sobre el antiguo testamento; 20 lecciones sobre el nuevo testamento y otras 7 lecciones en torno a temas extrabíblicos (tradición, escritura y concilios; ruina de Jerusalén; vida de los apóstoles; las persecuciones; los confesores y mártires; la libertad de la Iglesia y la vida de los monjes).

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Es obligado reconocer que en la presentación bíblica, Fleury se sale de lo corriente. En los raros casos en que se hacía en otros catecismos al-guna referencia al antiguo testamento siempre eran de pasada (creación, diluvio, tierra prometida,...), y siempre de forma breve, esquemática. En cambio Fleury dedica más lecciones al antiguo testamento que al nuevo, que no está tan resumido como para convertirlo en simple esquema na-rrativo37. Sólo por esto, valdría la pena destacarlo. La selección de temas del antiguo testamento, acorde con sus planteamientos, se ciñe a lo narra-tivo, y deja a un lado o se limita a enunciar otros temas:

«Los libros puramente históricos lo son más [útiles] que el de Job, el de los Cantares, y los de los Profetas» (Prólogo, p. 45).

Era lógico que Fleury sostuviera este criterio, que hoy resultaría muy difícil de mantener. Además, la concepción que tenía Fleury estaba muy lejos de los criterios que hoy es preciso tener en cuenta para hablar de la biblia: las narraciones eran para él, –y para todos sus contemporáneos– puros y fidedignos relatos de lo que había acontecido, y no de otro modo se podía entender lo relativo a la creación, al diluvio, o al mismo devenir histórico del pueblo de Israel. Aun con esa limitación insalvable en su mo-mento, el hecho de acudir de forma habitual a los relatos bíblicos, en la parte que estos tenían de expresión narrativa es otro paso importante que hay que anotar en la cuenta de Fleury. También en este punto rompió mol-des al volatilizar el silencio bíblico, dando entrada a los relatos de ambos testamentos. No es posible buscar en el Catecismo histórico de Fleury algo que se parezca a los géneros literarios. Él se limita a ofrecer al lector una serie de relatos, entendidos como expresiones que no admiten dudas

37 Es frecuente encontrar referencias en algunos catecismos a la infancia de Cristo, y saltar desde ahí a la pasión, sin contemplar nada de lo dicho o de lo hecho por Jesús.

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Antiguo Testamento

Nuevo Testamento

Temas extrabíblicos

Breve catecismo histórico

14 lecciones 11 lecciones 4 lecciones

Catecismo histórico

25 lecciones 20 lecciones 7 lecciones

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desde la perspectiva histórica; pero desde ese ángulo aparecen la creación, los patriarcas, la esclavitud de Egipto, el retorno a la tierra, la idolatría, David y su vinculación con el Mesías, la división del pueblo de Israel, la cautividad de Babilonia. No hay más remedio que reconocer que, aun con las limitaciones indicadas, la mayor parte de estos temas estaban habitual-mente ausentes del panorama de los catecismos, y resultaban totalmente ajenos para los cristianos. La aportación de Fleury no puede relegarse al olvido38.

4.2. EL OBISPO BOSSUET

No hay más remedio que proseguir contemplando la influencia fran-cesa. Con una diferencia: en el caso de Claude Fleury su peso en la cate-quesis española resultó notable, muy notable; en cambio, no se puede decir lo mismo en el caso de Jacques Benign Bossuet, obispo de Meaux, cuyo influjo debió quedar reducido a los años en que se tradujo su catecismo. Llama, sin embargo, la atención el hecho de que publicara su catecismo en la diócesis de Meaux (Catéchisme de la diocèse de Meaux), en 1687, y, sin embargo, la traducción más antigua de la que tengo noticia data de medio siglo después39. Influencia tardía, por tanto; y limitada.

No se puede decir que el catecismo de Bossuet sea un catecismo bí-blico; pero sin duda lo es mucho más que la mayoría de los de su época. Hay que hacer una advertencia indispensable: Bossuet escribió un doble catecismo, el primero de los cuales era para los niños pequeños, y el se-

38 Otra cosa es que, más adelante, Fleury fuera víctima de una bárbara manipulación editorial: primero desapareció el amplio prólogo; luego se suprimió la parte destinada a los adultos, y quedó como un catecismo solo para niños. Tras esta mutilación, se llegó a eliminar toda la parte de presentación de la historia bíblica, manteniendo únicamente la lista de pre-guntas y respuestas, sin la presentación previa de la narración correspondiente. En estas condiciones, lo que se publicó con el nombre de Fleury no era más que un esperpento de lo que él había propuesto.

39 J. A. Miravel y Herrera, Exposición de la doctrina de la Iglesia Catholica acerca de las materias de controversia. Escrita por el Ilm. Sr. Diego Benigno Bossuet, del Consejo del Rey... (Madrid 1730). Otra versión, efectuada por M. J. Fernández, Exposición de la Doctrina de la Iglesia Católica sobre los puntos de controversia por Jacobo Benigno Bossuet, Obispo meldense, y traducida del francés (Madrid 1751). Es llamativa la doble traducción de Jacques por «Diego» o por «Jacobo», en cada uno de los dos casos.

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gundo para los niños mayores y para sus padres y adultos en general. No tiene, pues, nada de particular que haya una clara repetición o réplica entre ambos, aunque no sea igual la extensión ni la profundidad.

Al comienzo de algunas lecciones, como punto de partida más im-portante que la simple repetición de preguntas y respuestas, hace una in-dicación de que el catequista narre a sus oyentes lo que muestra el texto bíblico propuesto, que está relacionado con la materia que se contempla en la lección. Sintetizo en forma de cuadro la propuesta que lleva a cabo en los dos catecismos:

LA BIBLIA EN LOS CATECISMOS 201

CATECISMO PRIMERO CATECISMO SEGUNDO

TEXTO BÍBLICO TEMA TEXTO BÍBLICO TEMA

Lc 2 Doctrina cristiana Gn 1 Creación del ángel y del hombre

Mt 3 Trinidad (Bau-tismo de Jesús)

Gn 3 Caída

Gn 3 Efectos del pecado

Lc 1 Encarnación Varios Promesa de reden-ción

Gn 12/Gn 15/Gn 22

Fe, esperanza y ca-ridad en Abraham

Mt 28 Credo Mt 28 Símbolo de la fe

Gn 1/ Mt 26 Credo (relativo al Padre e Hijo)

Hch 2 Credo (Espíritu Santo e Iglesia)

Mt 17 Resurrección (Transfiguración)

—- Sobre la Escritura y la Tradición

Gn 22 Esperanza de resu-rrección

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Aunque la secuencia de preguntas y respuestas no siempre esté im-pregnada de un hondo sentido bíblico, sino que está escorado de forma nítida a la presentación doctrinal, como solía ser habitual en los catecis-mos, el hecho de que el catequista haya leído previamente los textos bí-blicos propuestos y que pueda enlazar en uno u otro momento de la presentación del tema, dice mucho a favor de Bossuet. Es un dato nada corriente en los catecismos, la mayor parte de los cuales se conformaban con una presentación doctrinal a base de las interrogaciones.

Es evidente que lo que leyera o transmitiera el catequista en su ex-plicación acerca de la lectura bíblica no aparece en las páginas del cate-

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Lc 11 Padrenuestro Lc 11 Padrenuestro

1Re 1/ Mt 26 Disposiciones para la oración

Ap 8 Oración a los san-tos

Ex 20 Mandamientos Ex 20 Mandamientos

Nm 15 3º mandamiento Mt 25 Juicio final, decá-logo y caridad

Gn 19/ Nm 25/2Re 12

6º mandamiento Dn 4 Pecados capitales

Jn 20 Penitencia

Lc 7/ Lc. 15 Arrepentimiento

2Re 12 Confesión (David y Natán)

Lc 19 Satisfacción (Za-queo)

Gn 17/ Ex 24 Bautismo Mt 26 Institución de Eu-caristía

Hch 2/ Hch 8/ Hch 19

Confirmación Jn 2 Matrimonio (Bodas de Caná)

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cismo de Bossuet. Pero hay que prever que algo de índole bíblica podría transmitirse, mientras que en otros catecismos nada de esto se hacía y ni siquiera se apuntaba. Por otra parte, Bossuet da por descontado que los catequistas disponían del texto de la biblia y que podían consultarla y le-erla sin dificultad (propone únicamente las citas). Y, naturalmente, lo con-sultado y transmitido, se hacía con unos criterios historicistas, como no podía ser de otra forma. El catecismo redactado por Bossuet no reproduce los textos bíblicos, ni completos ni sintetizados, por lo que no hay más re-medio que suponer la consulta directa.

En cambio, casi al comienzo del catecismo segundo, entre las páginas 60 y 76 del volumen aparece, a disposición de catequistas y catequizandos, un «Compendio de la Sagrada Historia». Tal compendio es una breve sín-tesis, en 17 páginas, de los aspectos más narrables del texto bíblico, tal como se entendía la Historia sagrada. Está articulado en ocho secciones que abordan respectivamente: la creación; la caída; la corrupción y el di-luvio; la vocación de Abraham; la liberación de Egipto; la llegada a la tie-rra prometida y la expectativa de Cristo; la vida de Cristo; el Espíritu Santo y el inicio de la Iglesia.

La simple enumeración de temas permite apreciar que se sigue de forma sintética el hilo de lo narrativo, de la historia. Lo que lleva consigo algunas lagunas que hoy parecen notables, como la escasa reflexión de lo que dice sobre los profetas:

«En este tiempo, y por el de muchos siglos, no cesó Dios de enviar sus Profetas, los cuales reprendían al pueblo, y fortificaban a los siervos de Dios en el culto debido a su excelsa Magestad. Juntamente predecían el Reino eterno y los trabajos y pasión de Cristo» (p. 71).

Es una manera tan ligera de despachar a los profetas, que en la prác-tica resultan minusvalorados, desconocidos. Otro tanto sucede en la sín-tesis que aparece de la vida de Jesús, que habla de su nacimiento, su bautismo ya de adulto, la elección de los discípulos y la enemistad de las autoridades que le conduce a la muerte: se ha solapado todo lo relativo a su enseñanza, a su actuación y milagros, a su estilo de vida.

Sin embargo, aun con estas limitaciones señaladas, no deja de ser una referencia a la biblia al estilo de las «historias sagradas», aunque no se re-mitiera a la propia biblia, que estaba en cierto modo presente en la expli-

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cación del catecismo que proporcionara por su cuenta el catequista, y en cierto modo ausente, pues no se hacía presente, visible y audible.

Aún hay un dato más a tener en cuenta: el apartado (no es en realidad una lección propiamente dicha) que Bossuet dedica al tema de la Escritura y de la Tradición. La mayor parte de las preguntas se limitan a ir presen-tando, por grupos, los libros que constituyen los diversos apartados del an-tiguo y del nuevo testamento. La afirmación de la que se parte es que «en las Santas Escrituras del Antiguo y del Nuevo Testamento (...) Dios nos ha revelado sus misterios». Cuando desgrana un poco más el motivo por el que conocer la biblia, aparece uno de poco peso, como es el cultural de que cuando oigan citar algunos de esos libros, los cristianos sepan distinguirlos del resto de los impresos, y abunda en que la diferencia entre ellos es:

«La diferencia está en que en los Libros Divinos todo es inspirado de [por] Dios, hasta una mínima palabra; pero no se puede decir lo mismo de los de los otros Doctores» (p. 146).

Cuando, avanzando, manifiesta el concepto de Tradición, que com-plementa al de Escritura, dice así:

«¿No creéis por suerte más que lo que está escrito? –También creo lo que los Santos Apóstoles enseñaron a viva voz, y que siempre se ha creído en la Iglesia Católica».

Tras haber realzado la escritura y la tradición, hay una pregunta, cuya respuesta resulta desconcertante para los criterios actuales, con los que entendemos lo que Bossuet redactó de la siguiente forma:

«¿Por qué no se habla de la Santa Escritura en el Symbolo? - Porque es suficiente mostrarnos en él la santa Iglesia católica, por cuyo medio reci-bimos la Santa Escritura y la inteligencia de lo que ella contiene».

Visto de esta forma, toda la fuerza argumental de Bossuet se desplaza a la Iglesia, a través de la cual los cristianos reciben la revelación. Esto se resuelve en dar al instrumento una categoría que no le corresponde, puesto que pone a la Iglesia por encima de la palabra de Dios, y no justa-mente a la inversa, como enseña el Vaticano II:

«Es evidente, por tanto, que la Sagrada Tradición, la Sagrada Escritura y el Magisterio de la Iglesia, según el designio sapientísimo de Dios, están

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entrelazados y unidos de tal forma que no tiene consistencia el uno sin el otro... (...) Este Magisterio, evidentemente, no está sobre la palabra de Dios, sino que la sirve, enseñando solamente lo que le ha sido confiado, por mandato divino... (Dei Verbum, 10)

La afirmación de Bossuet parece poner las cosas en otra disposición, magnificando la acción de la Iglesia, por cuyo medio llega la revelación. Cierto el papel puramente instrumental de la Iglesia en relación con la acción de Dios; pero la afirmación de que la Iglesia no está por encima de la palabra, sino a su servicio, no aparece nítida en lo que afirma Bossuet. Es una apreciación a la que los católicos hemos llegado, como consecuen-cia de las presiones –y a veces las denuncias– de los no católicos, que nos acusaban de un protagonismo que ha de ser sensatamente dejado de lado. Bossuet vivió otros tiempos.

4.3. EL RARO CASO DE CAYETANO RAMO

Si califico de «raro» lo sucedido con Cayetano Ramo y su Explicación de la doctrina cristiana, es porque se trata de un catecismo que no tiene en absoluto carácter bíblico. Esto, que no constituye ninguna novedad en el panorama bíblico de los siglos XVII-XIX, encuentra la excepción en la obra de Ramo, con nada menos que 21 ocasiones en que se cita de forma expresa la biblia. Lo cual no es nada frecuente.

Cuando me refiero a esas citas, no incluyo las ocasiones genéricas en que habla de la creación, o de la vida de Jesús, o de su pasión y muerte, o de las referencias bíblicas que se pueden hallar en la oración del padre-nuestro o en la presentación de los mandamientos. Todo este tipo de vin-culaciones se pueden encontrar con facilidad en cualquier catecismo, a medida que se desgrana cada apartado de la fe cristiana.

Pero Ramo da otro paso, y en las más de 300 páginas (8º prolongado) de su obra, son 21 los momentos en que aparecen citas expresas de la bi-blia. No hay, sin embargo, una pregunta en que afirme expresamente la peculiar importancia de la biblia, como palabra de Dios, y, al contrario, cuando interroga sobre dónde se encuentran los misterios de la fe, lleva a cabo una notable reducción para señalar que se encuentran en el credo (p. 23)40, como si no hubiera otra fuente a la que remitir. Sin embargo, con

40 Cito por la edición de (Madrid 1808).

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la misma naturalidad con que se produce ese vacío de no citar la autoridad de la biblia como revelación de Dios, cita el texto bíblico, que para él goza del prestigio de todo lo revelado, aunque no lo manifieste así a sus lectores. Aquí se detecta un notable fallo, puesto que su íntimo convencimiento de la importancia que la palabra de Dios tiene no se trasluce a los ojos del lector, a quien no se le comunica de forma expresa la relevancia cordial que ha de conceder a la autoridad bíblica. «Lo que Dios ha revelado, y la Iglesia nos propone» forma parte de la definición de la fe, pero esta fór-mula sintética no alude ni a la escritura, ni a la tradición ni al magisterio como fuentes de la fe, o como su interpretación.

El hecho de que no sean demasiadas las ocasiones en que remite a la biblia, hace posible reproducirlas, a fin de poder apreciar en qué modo está presente la biblia tanto en cantidad como en calidad.

1.- Cuando habla de la obligación de los amos de enseñar la doctrina cris-tiana a sus criados, dice: «porque “el que no tiene cuidado de sus do-mésticos es peor que el infiel”» [= 1Tim 5,8]. (p. 17).

2.- Con referencia al nacimiento de Cristo, remite a «aquella [maravilla] que profetizó Isaías, cuando dijo con admiración “Concebirá y parirá una virgen”» [= Is 7, 14]. (p. 50).

3.- Al presentar el nacimiento virginal de Cristo, lo explica acudiendo a las dotes atribuidas a los cuerpos celestiales, lo que permitía hablar del parto virginal, sin dolor ni pérdida de la virginidad. Pregunta: «¿Hay caso semejante en la Escritura? Sí, Padre, así salió Cristo del sepulcro, sin levantar la losa; y así entró en el Cenáculo sin abrir las puertas» [= Jn 20, 1641]. (p. 51).

4.- Prosigue, tras aludir al don de la sutileza, con el refuerzo de los dones de la agilidad y de la claridad, a la hora del nacimiento, para los que encuentra una réplica posterior: «agilidad, cuando anduvo sobre las aguas del mar, y de claridad, en el Tabor» [= Mt 14, 28; Mt 17, 2]. (p. 51).

5.- Sin abandonar el contexto del nacimiento de Jesús, indica expresa-

41 Nótese que la frase «Cristo salió del sepulcro sin levantar la losa» no se corresponde con los textos evangélicos que señalan la piedra removida por un ángel. Por otra parte, Ramo está pensando en un sepulcro tradicional en España, con una caja cerrada por una losa de piedra puesta en la parte superior.

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mente que Cristo nació «en el tiempo señalado por los Profetas» (p. 52).

6.- Como hombre que era, Jesús asumió el dolor, como lo evidencia el que «también el mismo Señor dijo: “Triste está mi alma hasta la muerte”» [= Mt 26, 38]. (p. 61).

7.- Ahora bien, su actitud redentora llevó a Cristo a asumir el sufrimiento no por fuerza sino voluntariamente: «Así es, y así lo aseguró Isaías: “Fue ofrecido porque él mismo quiso ofrecerse”» [= Is 53, 7]. (p. 62).

8.- Ramo habla de los tradicionales cuatro infiernos, al exponer el des-censo a los infiernos del credo, y lo corrobora con la veracidad histórica y cosmológica refrendada por las palabras del evangelio: «con el santo mendigo Lázaro, de quien habla S. Lucas en su Evangelio» [= Lc 16, 23]. (p. 73).

9.- Las almas rescatadas por Cristo de este infierno son bienaventuradas, «y eso significa lo que dijo Cristo al buen ladrón: “Hoy serás conmigo en el Paraíso”» [= Lc 23, 43]. (p. 75).

10.- Al proseguir el desarrollo del credo, habla del juicio universal, que se llevará a cabo en un lugar preciso: «en el valle de Josaphat, según el profeta Joel» [= Jl 3, 2.12]. (p. 87).

11.- Tomás, presente en la segunda aparición a los apóstoles, admitió la doble condición humana y divina de Jesús, al reconocer «que Cristo Hombre era también Dios, y así dijo: “Señor mío y Dios mío”» [= Jn 20, 28]. (p. 95).

12.- En el contexto de la explicación del credo (no de la penitencia), habla del perdón universal de los pecados, aunque propone una objeción: «¿Pues no habéis oído que los pecados contra el Espíritu Santo no se perdonan ni en esta vida ni en la otra?» [= Mt 12, 31]. (p. 111).

13.- Ramo explica en qué consiste la oración vocal, y matiza la enseñanza con palabras de Jesús: «¿Pues no dijo su Majestad que cuando oráse-mos no hablásemos mucho (...) pero añadió: como lo hacen los Genti-les?» [= Mt 6, 7]. (p. 138).

14.- La explicación detallada del padrenuestro lleva a acudir a la acepta-ción voluntaria de la pasión por parte de Jesús: «añadió luego: “Pero, no se haga, Padre, mi voluntad, sino la tuya”» [= Lc 22, 42]. (p. 148).

15.- La explicación del avemaría incluye las palabras expresas del ángel:

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«“Dios te salve, María, llena eres de gracia, el Señor es contigo, bendita tú eres entre todas las mujeres”» [= Lc 1, 2842]. (p. 162).

16.- La explicación de los mandamientos incluye una parte genérica, que supone que quien es creyente acepta de forma voluntaria los mandatos de Dios: «Porque la señaló el Señor, cuando dijo: “El que me ama guar-dará mis mandamientos”» [= Jn 14, 21]. (p. 173).

17.- El cumplimiento de los mandamientos lleva consigo el premio garan-tizado por la palabra de Jesús: «Así lo dijo el Señor: “Si quieres salvarte, guarda los mandamientos”» [= Mt 19, 17]. (p. 171).

18.- El resumen de todos los mandamientos en el doble precepto del amor a Dios y al prójimo, no puede rebajarse: «¿Hay precepto de amar al prójimo? Sí, Padre: “Amarás al prójimo como a ti mismo”» [= Mt 19, 19]. (p. 201).

19.- La obligación anterior se extiende en la conducta cristiana hasta el amor a los enemigos: «El mismo Cristo dijo: “Yo os digo, amad a vues-tros enemigos”» [= Mt 5, 44]. (p. 202).

20.- La institución del sacramento de la penitencia consta en el catecismo de forma expresa: «cuando después de resucitado, dio facultad de ab-solver los pecados» [= Jn 20, 21]. (p. 261).

21.- Del mismo modo, Ramo hace referencia a la institución de la euca-ristía: «¿Cuándo instituyó Cristo este sacramento? En la noche de la cena,...» [= Mt 26, 26-2943]. (p. 303).

Estas son las ocasiones en que, salvo error u omisión, Cayetano Ramo remite a la biblia. Es evidente que no se trata de un catecismo bíblico, o impregnado de semejante estilo. A pesar de lo cual, son muchas más las ocasiones en que aparecen referencias a la biblia, que en la mayor parte de los catecismos contemporáneos, en los cuales el silencio es total.

42 Cayetano Ramo utilizaba el texto de la Vulgata, aunque reprodujo las frases en castellano. En la Vulgata se había producido una duplicación en Lc 1, 28, al reproducir, en labios del ángel «Bendita entre las mujeres», como adición que anticipaba la frase de Isabel (Lc 1, 42).

43 Del bautismo señala que lo instituyó Jesús al ser bautizado en el Jordán; del matri-monio, que fue instituido por Dios en el paraíso; del resto de los sacramentos no se pregunta por el momento preciso.

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Además, hay una especie de velada alusión a la autoridad de la biblia cuando, en el artículo tercero del credo pregunta «¿Hay caso semejante en la Escritura?», como si esta gozara de una prestancia especial a la hora de presentar la fe. Lástima que esto no conste de forma expresa, lo que reflejaría, sin duda, otra mentalidad.

Además de unas cuantas alusiones al evangelio, aparecen igualmente referencias al antiguo testamento en las palabras de Isaías y de Joel, así como al nuevo testamento en las enseñanzas de Pablo. Y es preciso reconocer que, junto a textos muy conocidos utilizados en muchas ocasiones, Ramo también acude a otros pasajes mucho menos conocidos y muy escasamente citados para la consideración de los cristianos. Que Cayetano Ramo se moviera con criterios de pura historicidad, por ejemplo en los casos en que se refiere al limbo de los justos, o a la localización precisa del sitio en que se desarrolle el juicio final, son muestras claras de los criterios que imperaban entonces en el conocimiento de la biblia, y nada han de extrañar en nuestros días.

Sin duda alguna, no hay más remedio que considerar el uso de la biblia por parte de Cayetano Ramo como algo singular. Se sale de los patrones comunes con toda esta colección de citas; queda mucho terreno por com-pletar, para poder hablar de una fundamentación bíblica, y son muchas más las páginas en que se deslizan los criterios filosóficos y teológicos con que se presentaba el dogma, o los criterios morales empleados para los sacra-mentos. Pero el catecismo de Ramo resulta una llamativa excepción en su contexto. Algo así como la planta aislada que florece en mitad del desierto.

4.4. EL AGUSTINO RAFAEL LASALA

Rafael Lasala (Vinaroz, 1716 - Solsona, 1792) ingresó de pequeño en los agustinos en Alcira. Pasó más adelante por una serie de cargos dentro de la orden, principalmente como profesor, y, residiendo en Valencia, fue nombrado por el arzobispo Andrés Mayoral examinador sinodal, y poco tiempo después, en 1768, fue ordenado obispo, primero como auxiliar de Mayoral, anciano y enfermo; y después como sustituto de Tomás Azpuru, titular de esa diócesis, que no llegó a pisar como obispo pues desempeñaba el cargo de embajador ante la Santa Sede. Finalmente, en 1772 fue nom-brado obispo de Solsona, donde permaneció hasta su muerte44.

44 L. Resines, «Los catecismos de Rafael Lasala», Archivo Agustiniano 96 (2012) 217-266.

LA BIBLIA EN LOS CATECISMOS 209

Page 62: La biblia en los catecismos (I)

En su diócesis encontró de hecho una pluralidad de catecismos, de-pendiendo de las costumbres de cada zona, y percibió que esto constituía un problema; a pesar de ello tardó aún unos años en publicar sus catecis-mos, que redactó cuando contaba 75 años. Del Catecismo menor de la doc-trina cristiana..., Cervera, Imp. de la Universidad, 1790, hizo tres ediciones en catalán y una en castellano; del Catecismo mayor de la doctrina cris-tiana..., Cervera, Imp. de la Universidad, 1790, hizo tres ediciones, todas ellas en castellano.

A diferencia de la mayor parte de los catecismos de su época, el Cate-cisme menor cita en varias ocasiones la biblia; hasta en seis ocasiones. Esto ya le destacaría de otros catecismos contemporáneos. Pero si solo se con-sulta el Catecisme menor, no se aprecia la principal nota que está presente en el Catecismo mayor. Nada más abrirlo destaca la hondura bíblica sobre la que está cimentado: todas sus páginas incluyen una numerosa serie de citas bíblicas, que corresponden a las numerosas llamadas incorporadas en el texto. Estas citas expresas suelen ocupar una sexta parte de cada página, pero no son raras las ocasiones en que ocupan una tercera parte, incluso la mitad de la página y hasta dos tercios de ella en algún caso excepcional. Raras, muy raras, son las páginas que no tienen una sola cita bíblica. Hay también citas de alguna otra fuente (Concilios, Padres, disciplina eclesiás-tica,...) pero fundamentalmente es la biblia la que soporta el peso de cuanto se presenta, citada con acierto y oportunidad. Se sale de lo habitual en los catecismos, y son muy pocos en toda la historia de la catequesis los que pue-den competir en este terreno con el catecismo mayor de Lasala. Ni siquiera los catecismos de autores protestantes, que emplean la biblia con tanta abundancia son capaces de competir con el mayor de Lasala. Solo por este título, ya ocupa un lugar destacado en la catequética española.

Naturalmente, no se pueden buscar en las citas que hace Lasala los criterios de interpretación bíblica que hoy son comunes. Por supuesto que prima en sus enseñanzas un criterio de fijación histórica, como si siempre se tratara de hechos de los que el texto bíblico es notario fidedigno. Aun así, hay que reconocer la profundidad, justeza, acierto y aprecio que el Ca-tecismo mayor de Lasala muestra hacia la biblia. Ella es quien sustenta las afirmaciones de fe, y en ella encuentran su fundamento y justificación. La biblia constituye el sustrato sobre el que se cimienta toda la presenta-ción de la doctrina cristiana. No están ausentes criterios propios de su pen-samiento ilustrado, porque, al fin y al cabo, Lasala es hijo de su tiempo.

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Pero a diferencia de sus contemporáneos, ya anciano, redactó un texto que hoy sorprende por su enorme erudición bíblica, y, sobre todo, porque en la palabra de Dios encuentra el sustento de todo lo que afirma. No hace un especial canto, ni una alabanza exquisita a la biblia. Pero el em-pleo que hace de ella es la mejor forma de entonar un himno del profundo aprecio que sentía y transmitía por la Escritura.

Frente a las seis citas bíblicas del Catecismo menor, que ya le hacía destacar de otros similares, la cantidad de citas del Catecismo mayor re-sulta innumerable. No se trata solo de cantidad, de cifras. Lo más impor-tante es que el fundamento bíblico es algo habitual, normal, ordinario. Al leerlo, resulta natural que no se pueda afirmar ni enseñar nada en materia de fe que no tenga un fundamento en la palabra misma de Dios (salvo los datos de pura tradición eclesial). Sin grandes manifestaciones de aprecio a la biblia, esta resulta sincera y lealmente apreciada y tenida en cuenta en la presentación de la fe; y se podría sacar la conclusión de que sin ella, la fe cristiana no se entendería. Naturalmente, sería posible imaginar una edición en que se suprimiesen todas las citas bíblicas: el resultado sería una exposición de la fe que se parecería en gran manera a otras muchas. Pero teniendo a la vista su Catecismo mayor es posible apreciar que las afirmaciones están sustentadas en un amplio conocimiento de la biblia, y que sólo desde ahí es posible una verdadera presentación de la fe.

Rafael Lasala lo hizo con discreción, y sin ruido. Sus catecismos tu-vieron poca vigencia temporal, dado que los implantó en la diócesis de Solsona siendo ya anciano, y pronto quedaron arrumbados. Pero en él en-contramos un verdadero monumento al más sincero y cordial aprecio a la palabra de Dios a la hora de impartir la catequesis.

4.5. JOSÉ DE CAMINO Y ANTONIO MARSAL

En evidente contraste con el uso valioso de la biblia como algo nor-mal, por parte de Lasala, otros dos nombres saltan a la palestra, precisa-mente por todo lo contrario. Lo que une a estos dos autores permite ver de forma conjunta algo que estaba ya enunciado: estamos en plena Ilus-tración y, naturalmente, los curas ilustrados, dotados en general de una buena formación, conocen la biblia, así como otras muchas fuentes.

Y esto es lo que se trasluce en sus catecismos: la biblia es una fuente más, aunque no precisamente la principal, a la hora de transmitir la fe cris-

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tiana. Parece una paradoja la frase anterior, pero es la que mejor refleja sus criterios. José de Camino escribió en 1771 La Religión o instrucciones sobre los mysterios y dogmas de la fe,..., y Antonio Marsal editó en 1727 su Catecismo explicado y predicado... No hay acuerdo entre ellos, ni tam-poco referencias que permitan establecer algún tipo de vínculo mutuo. Los dos citan con notable frecuencia la biblia, pero es una «autoridad» más, entre las muchas a las que acuden para corroborar sus enseñanzas. Estas giran en torno a un esquema prefijado, escolástico, de la presenta-ción de la fe, con la explicación de cuanto estaba establecido y repetido. Ambos hacen una explicación relativamente amplia. Pero cuando acuden a la biblia, esta tiene el mismo peso que cuando acuden a Cicerón, a san Gregorio Magno, o a un concilio cualquiera.

Sus respectivos textos tienen muchos pasajes bíblicos (ordinaria-mente Camino cita al margen las referencias); Marsal incorpora la cita al texto, pero la trascribe en latín); sin embargo, la fuerza no está en que la palabra de Dios sea punto de partida, o norma básica y fontal. La biblia es una apoyatura que corrobora su exposición, que es lo verdaderamente importante. Que encuentren la apoyatura en un texto bíblico, o que la en-cuentren en un pasaje de alguno de los Padres, es lo de menos, puesto que todo sirve para consolidar el andamiaje ya construido, que resulta inamo-vible.

Un par de ejemplos sirven para mostrar que la esencia de sus ense-ñanzas no está empapada del genuino sentido bíblico y que su centro de atención va por otro sendero. Así, en el caso de José de Camino, hablando de los ángeles buenos enseña que

«su naturaleza es espiritual, y el número muy grande, pues en Daniel se dice: Un millón de Ángeles le servían y mil millones asistían en su pre-sencia (Dn 7, 10). Fueron criados en estado de gracia y santidad. Los Án-geles buenos, que son los que permanecieron fieles a Dios, le ven y gozan sin cesar; y es parte de su recompensa la seguridad que tienen de no per-der jamás el dichoso estado en que se hallan» (p. 16).

La explicación que sigue sobre los ángeles, como la que aparece a continuación sobre los demonios, extensas y aparentemente bien trabadas, no hacen otra cosa que proponer los criterios más tradicionales de la es-colástica, sin que la biblia roce más que superficialmente sus exposicio-nes.

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En el caso de Marsal, el ejemplo escogido tiene que ver con el nom-bre de cristiano, y se encuentra en la sección que él denomina «cate-cismo»45. Después de haber hecho exhibición de amplia cultura y señalar que a los seguidores de Jesús se les llamó «elegidos» (1Cor 10, 24), naza-renos, galileos, señala el origen del nombre de cristianos:

«Últimamente fueron llamados Cristianos en la Ciudad de Antioquía, cuyo nombre deriva del mismo Cristo, que es lo mismo que Ungido, por-que lo fue con la plenitud de la gracia y de todas las gracias: Oleo sancto meo unxi eum, le dice su Padre Divino (Psalm. 88, 21). Y así como el sa-cerdote Aarón fue ungido con el Óleo que le descendía no solo de la co-ronilla de la cabeza al rostro, sino también al ribete de su vestido...» (p. 1).

Prosigue su amplia explicación a lo largo de 30 líneas, pero en ningún momento se hace referencia a lo más sencillo y elemental: el texto de Hch 11, 26, que muestra el origen del nombre de cristiano, ni a la identificación del cristiano con Cristo.

Acudir a la biblia desde la erudición, pero sin dejarse empapar por la fuerza fundante de la palabra de Dios, es buscar refuerzos y apoyos, pero difícilmente se pueden calificar estos textos —y otros semejantes— de catecismos bíblicos.

4.6. EL INTENTO DE JOSÉ PINTÓN

La propuesta que José Pintón ofreció al público en 1754 está llena de buena voluntad, si bien carece de un sentido bíblico que penetre la pre-sentación de la fe cristiana. En la fecha indicada publicó por vez primera su Compendio histórico de la religión, desde la creación del mundo hasta el estado presente de la Iglesia; lo hizo en castellano y francés, aunque unos años después lo publicó solo en castellano, y de esa forma ha sido cono-cido.

45 Articula cada una de las pláticas en que organiza su catecismo en tres partes: Ca-tecismo, conceptos predicables, y ejemplos. La primera, el Catecismo, sería el texto funda-mental y punto de partida; la segunda, los conceptos predicables, suponen una ayuda a los curas a la hora de subir al púlpito y prolongan y amplían algunos aspectos de la parte an-terior; por último, los ejemplos, constituyen una recopilación de historietas, de dudosa ve-racidad, pero del gusto de la época, que trataban de ser edificantes a base de impresionar al auditorio.

LA BIBLIA EN LOS CATECISMOS 213

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Como se deduce del título, una presentación histórica en el tiempo acotado no puede desconocer las narraciones de la biblia. Pero se trata, en realidad, de una historia sagrada en tres etapas, la anterior a Jesús, la del nuevo testamento, y la de la realización de la Iglesia; él articula y subdivide este esquema en siete capítulos, que no alteran lo sustancial de lo indicado. La información de cuanto presenta antes de Cristo, y de su actuación y la de los primeros cristianos utiliza como básicos los hechos y relatos de la biblia. Pero al tratarse de una presentación histórica, le lleva a afirmar que la «Escritura Sagrada contiene los sucesos de este compendio». Discurre, pues, por la línea de presentar hechos, acontecimientos, sucesos; en defini-tiva, historia sagrada. Cierto que en algunas ocasiones ofrece algún texto bíblico, pero bien se limita a la simple referencia, bien transcribe el texto en latín en nota a pie de página. Y es claro que esa utilización no hace que este sea un compendio o catecismo bíblico, por mucho que se aluda a los acontecimientos narrados en las páginas de la biblia.

Pintón afirma que se sirve de autores, a los que no cita; sin embargo, acepta expresamente la cronología propuesta por Bossuet. Y en la primera edición expone su intención de construir una síntesis, que no sea tan breve como la de Claude Fleury (que, según su criterio, omite pasajes importan-tes), ni tan amplia como la de José Isaac Berruyer, que escribió una histo-ria similar, en tres tomos. Como lo que Pintón pretende con ese trabajo intermedio es difundir el conocimiento de la historia sagrada y eclesiás-tica, quedan fuera de su horizonte toda una serie de cuestiones que resul-taban habituales en los catecismos al presentar el dogma, la moral, los sacramentos,...; en algún caso, de pasada, se hace alusión a alguna de estas cuestiones.

Pero su Compendio no es un libro catequético con sentido bíblico. Resulta curioso que el censor, Antonio de Cristo, recuerde la prohibición tridentina de difundir la escritura traducida a la letra; pero que señale como un acierto la narración que hace Pintón, que presenta contenidos de las páginas bíblicas, sin recurrir a traducir el texto bíblico propiamente dicho. Sin embargo, no deja de ser chocante que no haga alusión al decreto de Benedicto XIV (1757) que modificaba la regla cuarta del Índice, y per-mitía la edición de la biblia, siempre que estuviera acompañada de notas de autores católicos. La primera edición de Pintón, de 1754 era anterior a este decreto, pero todas las posteriores surgieron cuando ya se había pu-blicado; a pesar de lo cual el silencio es total en este aspecto.

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El Compendio de Pintón tuvo una buena aceptación, y el 11 de julio de 1771 el Supremo Consejo de Castilla mandó que se estudiase y leyese en las escuelas. La condición de texto escolar le permitió una amplia pervi-vencia, prolongada, al menos, hasta 1913. Gracias a este libro, muchos esco-lares conocieron los principales hechos narrados en la biblia; pero eso es bien distinto a tener una formación cristiana empapada de sentido bíblico.

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