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LA GUERRA DE SUCESIÓN Y LOS INTERESES DEL COMERCIO INTERCONTINENTAL N ESTE AÑO DE RECUER- DO Y HOMENAJE A LA VIDA Y LA OBRA DE GA- BRIEL GARCÍA MÁRQUEZ, no he podido resistir- me a enlazar el tema que nos ha traído hoy aquí con un epi- sodio que el maestro del “Realismo mágico” narra en una de sus obras más reconocidas, El amor en los tiempos del có- lera. En ese relato García Márquez cuenta la obsesión de uno de los prin- cipales protagonistas por rescatar para su amada el tesoro del galeón espa- ñol San José, hundido por los ingleses frente a las costas de Cartagena de In- dias en 1708 cuando trasportaba en sus bodegas una carga aproximada de más de 100 millones de reales de a ocho lo que equivaldría en un cálculo muy grueso a unos 5.000 millones de dó- lares actuales. Aunque la prueba de amor de Florentino Ariza por Fermi- na Daza fuera fruto de la imaginación prodigiosa de García Márquez, el hun- dimiento del San José fue un episo- dio real de la Guerra de Sucesión que nos transporta a la dimensión extraeu- ropea de un conflicto que tendemos a ver en clave doméstica y local, co- rriendo el riesgo de distorsionar la au- téntica naturaleza global de aquella contienda. Creo que a la hora de interpretar el estallido de la guerra, su evolución y su desenlace existe una innegable je- rarquía, un orden de prelación. La sim- ple secuencia cronológica de la gue- rra iniciada en el continente europeo en 1702 y sólo como guerra interior a partir de 1705, indica qué fue an- tes y qué después. Entre las variadas interpretaciones que podemos hacer respecto a sus cau- sas una de las medulares, aunque qui- zá haya sido menos aireada que otras, es que, al tiempo que el conflicto sir- vió de instrumento a las principales po- tencias de la época para conseguir una nueva distribución del mapa político europeo, avivó también la lucha por el dominio del tráfico comercial in- ternacional poniendo las bases de lo que sería más tarde el predominio in- glés de los mares y de los mercados coloniales. Esta última cuestión fue uno de los acelerantes que ayudaron a convertir una guerra de origen dinástico, en un enfrentamiento plurinacional con tras- cendentales consecuencias económi- cas globales. Fundamentalmente me voy a ocupar de analizar las razones que impulsa- ron a Holanda y en particular a Gran Bretaña, a entrar en una guerra en la que en principio, habían decidido ser neutrales y cómo la voluntad de estas potencias alimentó de manera decisi- va el conflicto interior. La neutralidad inicial se hizo eviden- te en el momento en el que Luis XIV decidió aceptar el testamento de Car- los II que señalaba como heredero a su nieto Felipe de Anjou el 17 de noviem- bre de 1700. Que el rey de Francia aceptara el testamento del último Aus- tria implicaba la ruptura de un acuerdo previo de reparto de la Monarquía His- pánica que él mismo había firmado con Holanda e Inglaterra sólo ocho meses antes, en marzo de ese año. El rechazo de aquel compromiso previo era una cuestión delicada por- E CARMEN SANZ AYÁN. REAL ACADEMIA DE LA HISTORIA. HIST ORIA LA AVENTURA DE LA © LA AVENTURA DE LA HISTORIA / © UNIDAD EDITORIAL, REVISTAS S.L.U. / © CARMEN SANZ AYÁN TODOS LOS DERECHOS RESERVADOS. 1 LA AVENTURA DE LA HISTORIA

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LA GUERRA DE SUCESIÓN Y LOS

INTERESES DEL COMERCIO

INTERCONTINENTAL

N ESTE AÑO DE RECUER-

DO Y HOMENAJE A LA

VIDA Y LA OBRA DE GA-

BRIEL GARCÍA MÁRQUEZ,

no he podido resistir-me a enlazar el tema

que nos ha traído hoy aquí con un epi-sodio que el maestro del “Realismo mágico” narra en una de sus obras más reconocidas, El amor en los tiempos del có-lera. En ese relato García Márquez cuenta la obsesión de uno de los prin-cipales protagonistas por rescatar para su amada el tesoro del galeón espa-ñol San José, hundido por los ingleses frente a las costas de Cartagena de In-dias en 1708 cuando trasportaba en sus bodegas una carga aproximada de más de 100 millones de reales de a ocho lo que equivaldría en un cálculo muy grueso a unos 5.000 millones de dó-lares actuales. Aunque la prueba de amor de Florentino Ariza por Fermi-na Daza fuera fruto de la imaginación prodigiosa de García Márquez, el hun-dimiento del San José fue un episo-dio real de la Guerra de Sucesión que nos transporta a la dimensión extraeu-

ropea de un conflicto que tendemos a ver en clave doméstica y local, co-rriendo el riesgo de distorsionar la au-téntica naturaleza global de aquella contienda.

Creo que a la hora de interpretar el estallido de la guerra, su evolución y su desenlace existe una innegable je-rarquía, un orden de prelación. La sim-ple secuencia cronológica de la gue-rra iniciada en el continente europeo en 1702 y sólo como guerra interior a partir de 1705, indica qué fue an-tes y qué después.

Entre las variadas interpretaciones que podemos hacer respecto a sus cau-sas una de las medulares, aunque qui-zá haya sido menos aireada que otras, es que, al tiempo que el conflicto sir-vió de instrumento a las principales po-tencias de la época para conseguir una nueva distribución del mapa político europeo, avivó también la lucha por el dominio del tráfico comercial in-ternacional poniendo las bases de lo que sería más tarde el predominio in-glés de los mares y de los mercados coloniales.

Esta última cuestión fue uno de los acelerantes que ayudaron a convertir una guerra de origen dinástico, en un enfrentamiento plurinacional con tras-cendentales consecuencias económi-cas globales.

Fundamentalmente me voy a ocupar de analizar las razones que impulsa-ron a Holanda y en particular a Gran Bretaña, a entrar en una guerra en la que en principio, habían decidido ser neutrales y cómo la voluntad de estas potencias alimentó de manera decisi-va el conflicto interior.

La neutralidad inicial se hizo eviden-te en el momento en el que Luis XIV decidió aceptar el testamento de Car-los II que señalaba como heredero a su nieto Felipe de Anjou el 17 de noviem-bre de 1700. Que el rey de Francia aceptara el testamento del último Aus-tria implicaba la ruptura de un acuerdo previo de reparto de la Monarquía His-pánica que él mismo había firmado con Holanda e Inglaterra sólo ocho meses antes, en marzo de ese año.

El rechazo de aquel compromiso previo era una cuestión delicada por-

E

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que si Luis XIV no daba a las potencias marítimas garantías suficientes de que los dominios territoriales de Francia y España no quedarían unidos, podría verse sólo ante una coalición europea encabezada por Austria.

“No quiero nada para mí” llegaba a afirmar Luis XIV en la carta que en-vió a los Estados Generales de Holan-da para convencerles de que aceptaran los términos del testamento de Car-los II mientras insistía en que de llevar-se a cabo los repartos acordados en 1700, éstos le hubieran dado el control directo de los reinos de Nápoles y Sici-lia lo que sin duda habría afectado al equilibrio comercial del Mediterráneo.

Estos argumentos a favor de la quie-tud en los mares fueron aceptados tan-to en la asamblea de los Estados Gene-rales Neerlandeses como en el Parla-mento Inglés ya que en aquellos ámbi-tos de decisión política, una buena par-te de sus integrantes eran gentes vin-culadas con los grandes intereses eco-nómicos internacionales y temían que tanto el comercio mediterráneo como el americano pudieran resultar muy perjudicados si estallaba una guerra. De este modo Felipe de Anjou fue re-conocido como rey de España por los holandeses en febrero y por los ingle-ses en abril de 1701.

Mientras las asambleas holandesa e inglesa eran temporalmente apacigua-das por los argumentos de Luis XIV, Fe-lipe V cruzó la raya de Irún el 22 de Enero de 1701 y recibió las aclama-ciones de rigor en todo su recorrido hasta consumar su real entrada en Ma-drid casi un mes después, el 18 de Fe-brero. Las Cortes de Castilla, reu-nidas en el convento madrileño de San Jerónimo, le proclamaron rey el 8 de mayo, con todas las aceptaciones inter-nacionales en la mano salvo, eviden-temente, la de Austria.

Felipe V marchó poco después a Ara-gón y en la Seo de Zaragoza juró los fue-ros el 5 de septiembre. Estando allí los catalanes solicitaron convocatoria de Cortes y el 12 de octubre comen-zaron en Barcelona.

Los acuerdos económicos adoptados en aquellas Cortes clausuradas en ene-ro de 1702 resultaron muy favorables para Cataluña. Se concedió la catego-ría de Puerto Franco a la ciudad Condal y el permiso para enviar dos embarca-

ciones anuales a América sin tener que pasar por el obligado registro de Sevi-lla-Cádiz, lo que suponía, de facto y de jure, la ruptura del monopolio sevilla-no. También se aprobó la constitución de una “Compañía Nautica Mercantil y Universal” estructurada por acciones se-gún el modelo de las compañías de las Indias Orientales y Occidentales Ho-landesa e Inglesa.

Esos acuerdos parecían satisfacer los anhelos de los sectores comerciales ca-talanes como declaró Narcís Feliú de la Penya, uno de sus más conocidos repre-sentantes, que valoró las concesio-nes de las Cortes de 1702 como “(..) las más favorables que había conseguido la pro-vincia”.

Este parecer quedó ratificado por el regalista Melchor de Macanaz cuan-do afirmaba con vehemencia y tono crí-tico tras su clausura que en ellas “[...] lograron los catalanes cuanto deseaban pues ni a ellos les quedó qué pedir, ni al rey cosa es-pecial que concederles”.

Por tanto, el reconocimiento de Fe-lipe de Borbón conllevó para Catalu-ña notables beneficios económicos tan-gibles, como paradójicamente se de-mostró cuando los austracistas catala-nes, exigieron explícitamente al ar-chiduque Carlos la promesa de obser-var fielmente las constituciones de las cortes borbónicas de 1701-1702. Sin embargo, mientras se cerraban esas ne-gociaciones, algunas cosas habían em-pezado a cambiar en el contexto in-ternacional.

¿Qué ocurrió durante esos meses para que ingleses y holandeses lograran “sensibilizarse” respecto a la nece-sidad de intervenir directamente en el conflicto a favor de la causa austra-cista.

En primer lugar, el 1 de febrero de 1701, a sólo dos meses y medio de la proclamación de Felipe V, Luis XIV hizo registrar solemnemente en el Par-lamento de París el mantenimiento de los derechos sucesorios de su nieto a la Corona de Francia contraviniendo lo estipulado en el testamento de Car-los II. Poco después hizo que Felipe V le concediera el gobierno tácito de los Países Bajos españoles ya que el rey de España eligió como gobernador de aquellos territorios al estrecho cola-borador del monarca francés, el du-que de Berry. Esta nueva situación sig-

nificaba que las tropas francesas sus-tituirían a las guarniciones holande-sas que hasta entonces y con el consen-timiento español, se habían ocupado de mantener una franja de seguridad entre Francia y el territorio holandés.

También, a petición de Luis XIV, Fe-lipe V concedió a los comerciantes fran-ceses importantes privilegios comer-ciales en la América española. En par-ticular, puso en sus manos el mono-polio de importación de esclavos ne-gros. De este modo Francia ganaban una posición de ventaja en un mer-cado en el que tanto ingleses como ho-landeses se habían abierto camino tra-bajosamente a lo largo del siglo XVII.

Para entender lo que significaba para unos y otros que un consorcio de co-merciantes franceses hubiera logrado ese contrato, es necesario saber qué es lo que ingleses y holandeses habían es-tado ganando durante toda la segun-da mitad del siglo XVII y, sobre todo, conviene valorar por qué era tan impor-tante para las aspiraciones comerciales de las potencias marítimas europeas, conseguir el llamado asiento de negros, es decir, el permiso oficial de introducción de esclavos en la América española.

La gestión del asiento, significaba no sólo lucrarse con el comercio negrero en sí mismo, sino abrir una brecha que permitía la introducción ilegal de mer-cancías en territorio hispanoameri-cano al amparo de la trata, ya que el transporte de esclavos bajo el sistema de asiento, era el único legalmente per-mitido por la Corona española al mar-gen del sistema de flotas y galeones.

Desde comienzos del siglo XVI Es-paña, al no haber dispuesto de terri-torio africano del que poder obtener es-clavos, tuvo que conseguirlos para sa-tisfacer la demanda americana median-te acuerdos de “introducción” firmados con comerciantes de otras naciona-lidades que sí disponían de estableci-mientos coloniales de los que obtenían esclavos.

Desde el siglo XV, los términos del Tratado de Tordesillas firmado en 1494 otorgó a Portugal el dominio sobre las dos principales fuentes de abasteci-miento de esclavos africanos que se situaban en los márgenes de los ríos Guinea y Angola. Pero desde mediados del siglo XVII Portugal tuvo dificulta-des para revitalizar un comercio que

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había practicado durante siglo y medio, sobre todo, después del paréntesis que sufrió la trata legal por la guerra que Portugal inició en 1640 contra Felipe IV y la sucesiva introducción de in-gleses, holandeses daneses y france-ses en sus tradicionales lugares de su-ministro.

El interés de todos ellos por la tra-ta de esclavos se había intensificado durante el siglo XVII porque tanto In-glaterra como Holanda y en menor me-dida Francia, habían logrado adquirir colonias en las islas del Caribe.

Barbados y Jamaica para los ingle-ses o Curaçao para los holandeses eran los ejemplos más acabados de las nue-vas plataformas esclavistas que, ex-plotadas intensamente como islas “del azúcar”, necesitaban brazos para las plantaciones. La demanda de mano de obra esclava en estas islas caribeñas fue una de las razones esenciales por las que enseguida surgieron compañías in-glesas y holandesas con sede africana que querían satisfacer las necesida-des de este nuevo “mercado”.

Surgió así la Compañía Holandesa de Guinea que controlaba a mediados del siglo XVII al menos una decena de fac-torías negreras en la llamada -Costa de Oro y Costa de los Esclavos- en la actual Ghana. Ellos fueron los que en rea-lidad abastecían a los comerciantes ge-noveses que tenían la concesión es-pañola oficial del asiento de negros para América por esas fechas.

Con Inglaterra ocurrió otro tanto. Las posibilidades de ganancia en el ne-gocio negrero eran tan elevadas que en 1663 el Duque de York, el hermano de Carlos II de Inglaterra, fundó una compañía para proporcionar tres mil esclavos anuales a las nuevas colonias inglesas. La sociedad tenía el título de Compañía de Reales Aventureros del Co-mercio inglés con África y para abastecer-se de esclavos, estableció una cadena de factorías y fuertes a lo largo de la cos-ta de Guinea que duraron poco tiempo ya que fueron desmantelados por los holandeses durante la segunda guerra que mantuvieron contra Inglaterra en el siglo XVII, que tuvo lugar entre 1664 y 1665. Tras aquellos enfrentamien-tos a los ingleses sólo les quedó el cas-tillo de Cape Coast.

Los fuertes ingleses capturados que-daron de nuevo en manos de los holan-

deses y pasaron a ser gestionados por la Compañía Neerlandesa de las Indias Occi-dentales a partir de 1667.

Desde ese momento, la introducción de esclavos negros en la América es-pañola estuvo dominada por comer-ciantes holandeses, a través de compa-ñías interpuestas de genoveses e inclu-so de algunos peninsulares como Nico-lás Porcio o Juan Barroso del Pozo. A partir de 1685 la corona española de-cidió prescindir de los intermediarios y suscribió el asiento de forma directa con una compañía comercial holande-sa, algo impensable sólo unas décadas atrás. Para comprender esta decisión, debemos tener presente que las rela-ciones internacionales de la Monarquía española habían evolucionado hacia una auténtica colaboración con los que hasta 1648 habían sido los “rebeldes” de los Países Bajos del Norte. La situa-ción de esas relaciones había mutado tanto que, en los últimos decenios del siglo XVII, se habían convertido en fie-les y necesarios aliados frente a los afa-nes expansionistas de Luis XIV.

A partir de esta situación, los hom-bres de negocios holandeses y entre ellos el asentista de negros Baltasar Co-ymans, conquistaron en los puertos del Caribe una extraordinaria posición de ventaja desde la que ejercieron el co-mercio negrero legal y el ilegal, además de ejercer el contrabando con todo tipo de mercancías. Una práctica sos-tenida por un extenso sistema de so-bornos que alcanzaba a altas instancias de la administración.

Durante la última década del siglo XVII los escándalos de corrupción y de extremo maltrato hacia los esclavos, convenientemente aireados, afectaron al cuasi monopolio holandés que has-ta entonces había dominado la intro-ducción de esclavos en América y final-mente en 1693, Carlos II de España fir-mó un nuevo asiento con la Compañía de Guinea de Portugal llamada también de Cacheu e Cabo Verde . Aunque la firma de este nuevo contrato parecía colo-car las cosas en una situación pareci-da a la vivida antes de 1640, para enton-ces muchas cosas habían cambiado.

Inglaterra, a pesar del revés sufrido en 1667, no abandonó el objetivo de afianzarse en las costas africanas. Cons-truyó una nueva cadena de fuertes en la zona y en 1672 fundó la Real Com-

pañía Africana de la que, de nuevo, era accionista el rey inglés Carlos II Estuar-do que al parecer contaba con un im-portante apoyo público en esta ma-teria como ha demostrado William Pettigreu en un reciente libro publi-cado en 2013. Los ingleses restablecie-ron sus factorías en zonas cercanas a los puertos del Senegal, Loango y Ango-la, lugares que, sin embargo, seguían siendo de teórico dominio portugués. De este modo, aunque la Compañía de Guinea portuguesa poseía el monopolio oficial de introducción de esclavos ne-gros en la América española desde 1693, utilizaron en muchos casos los servicios de la compañía inglesa para abastecer-se de su “mercancía” humana. Esta aso-ciación comercial era la que se halla-ba vigente en el momento en el que Fe-lipe V accedió al trono español y la que revocó el monarca para poner el asien-to de negros en manos del consorcio francés. Un gesto que excluía a los que de uno u otro modo se habían estado beneficiando de aquel inmenso nego-cio durante toda la segunda mitad del siglo XVII al tiempo que significaba un paso de gigante para los intereses co-merciales de Francia en América.

Teniendo en cuenta toda esta situa-ción previa, conviene recordar cuando Holanda e Inglaterra decidieron apoyar abiertamente la causa austracista con-tra Felipe V y Luis XIV. La guerra de Su-cesión se inició como contienda pluri-nacional el 15 de mayo de 1702 con la declaración de la Gran Alianza de la Haya pero esta coalición se había cons-tituido el 7 de septiembre de 1701. Pre-cisamente en el mismo mes en el que había quedado ratificado el contrato del “asiento de negros francés”.

La negociación del asiento de negros para los comerciantes franceses corrió a cargo del almirante Ducasse [Du Casse] que había ejercido el corso efi-cazmente en las costas americanas de dominio español durante el último cuarto del siglo XVII y que se convirtió, merced a este contrato, en el titular más importante del asiento. Director de la compañía de Senegal, desde 1691 era también el gobernador de Santo Domingo en la actual Haiti, un encla-ve colonial cedido oficialmente por Es-paña en 1697 y ratificado en el trata-do de Riswick. La razón por la que Luis XIV acudió a Ducasse para liderar este

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negocio residía en que no se trataba sólo de obtener el monopolio negrero para Francia sino de hacerlo rendir, y Ducasse era un personaje experimen-tado en este mercado.

Curiosamente el perfil socio-profe-sional del Ducasse, era muy parecido al de Mittford Crowe, el principal re-presentante diplomático de la reina de Inglaterra en la firma del tratado de Génova de 1705 por el que los ingleses se comprometieron a ayudar a los aus-tracistas catalanes. Descrito como di-plomático, Crowe era el hijo de un juez de paz de Northumberland que tra-bajó desde adolescente para Abraham Tillard, un comerciante radicado en Londres con grandes intereses en la plataforma negrera de Barbados. Crowe Desempeñó al servicio de la corona bri-tánica una función diplomática “in-formal”, que es el término que ha acu-ñado la historiografía para este tipo de representantes temporales que eran en realidad comerciantes, religiosos o artistas y que trabajaban al servicio de los monarcas cuando las condiciones políticas, económicas o de protocolo no aconsejaban establecer relaciones di-plomáticas formales. Al parecer duran-te la última década del siglo XVII Crowe había desarrollado su propia compañía comercial dedicado a la ven-ta al por mayor de productos. Duran-te ocho años pasó largas temporadas en España según su propio testimonio. En 1697 residía en Barcelona y se dio a conocer políticamente por primera vez proporcionando informaciones para Guillermo III que el rey inglés consi-deró valiosas. En 1698, de nuevo en Londres e identificado como un opu-lento hombre de negocios, se casó con la viuda de Sir Willoughby Chamber-lain, un prominente plantador de Bar-bados con intereses directos en el co-mercio negrero y vinculado estrecha-mente con la Real Compañía Africana. Según el acuerdo matrimonial de su es-posa ésta quedó como administradora de los negocios de su primer marido y a partir de este momento la vinculación de Crowe con los intereses de Barba-dos fue muy intenso. Por ejemplo, an-tes del inicio de su carrera parlamenta-ria, en diciembre 1700 fue uno de los agentes nombrados por el consejo de Comercio de la isla, para defender la necesidad de mejorar sus defensas.

Finalmente el 29 de enero 1702 el rey Guillermo III le nombró goberna-dor de Barbados en compensación los servicios que había prestado a la Co-rona. Como es sabido, Guillermo III era partidario de declarar la guerra a Fran-cia desde el momento en que se produ-jo la aceptación del testamento de Carlos II por parte de Luis XIV, en con-tra del criterio parlamentario y bata-lló para que tanto Inglaterra como Ho-landa abandonaran su primitiva posi-ción de neutralidad. Crowe debía ser un hombre cercano a las tesis del sobe-rano pero al morir éste en marzo de 1702, su estrella decayó temporalmen-te y el nombramiento como goberna-dor de Barbados fue revocado a pesar de sus protestas.

Sin embargo a fines de 1704, cuando la guerra ya se había instalado en Euro-pa y tras el primer intento fallido de de-sembarco en Barcelona el 31 de mayo de ese año, Crowe fue invitado a dar su opinión sobre el mejor método de fo-mentar un levantamiento eficaz en Es-paña a favor del archiduque Carlos. Aconsejó entonces al Lord Tesorero Sidney Godolphin el 12 de diciembre de ese año, que el medio más eficaz se-ría enviar “una persona adecuada con plenos poderes de su Majestad a Géno-va” para negociar con algunos austracis-tas catalanes. El 18 de marzo del año si-guiente Crowe fue elegido enviado es-pecial, aparentemente para encargarse de cuestiones comerciales en Génova aunque en realidad viajaba para infor-mar sobre los movimientos de la flota francesa y para establecer contacto con grupos de austracistas catalanes. Este era el perfil socioprofesional del ple-nipotenciario británico que suscribió el Tratado de Génova con Peguera y Pa-rera, los representantes de los autra-cistas que tampoco actuaban en nom-bre de ninguna institución catalana.

Para entonces Portugal, por el tra-tado de Methuen firmado en 1703, ya se hallaba firmemente ligado a la ór-bita política inglesa. Incorporado a la coalición de la Haya desde el 16 de mayo de ese mismo año tras abandonar la alianza previa que mantenía con Fe-lipe V y Luis XIV, Portugal proporcio-nó una plataforma de actuación penin-sular a los aliados que posibilitó, en-tre otras actuaciones militares, el pri-mer desembarco fallido en Barcelona

en mayo de 1704 y poco después, en agosto, la toma de Gibraltar. En el ve-rano de 1705, pocas semanas después de la firma del pacto de Génova, co-menzó el bloqueo de Barcelona por parte de las partidas organizadas de austracistas (vigatans) lo que facilitó el desembarco inglés y la toma del cas-tillo de Monjuich desde donde se ini-ciaron bombardeos que coincidieron con los efectuados por la armada aliada compuesta por 180 barcos y más de 9.000 soldados ingleses, neerlandeses y austriacos. Los bombardeos para la toma de Barcelona se prolongaron du-rante más de un mes desde el 25 de agosto hasta la capitulación efectiva de la ciudad el 9 de octubre.

Cuando en 1706 el gobierno británi-co, —tras la primera toma de Madrid por el Archiduque Carlos que apenas duró un mes—, decidió que era el mo-mento de empezar a amortizar las in-versiones que había hecho a favor del pretendiente austracista, de nuevo de-signó a Crowe como parte de los aseso-res que debían negociar los acuerdos comerciales a los que quería llegar la corona británica con su candidato a la Corona española, acuerdos que con-templaban un nuevo asiento de Ne-gros. Sin embargo Crowe logró un se-gundo nombramiento, esta vez efec-tivo, como gobernador de Barbados y parece que no llegó a viajar a España en aquella ocasión.

Fue el embajador oficial James Stanhope, el encargado de negociar al margen de los holandeses, cuestiones comerciales con los delegados del ar-chiduque. La intención de Stanhope era convertir a toda la península Ibé-rica en una dependencia económica de Inglaterra mediante un tratado pa-recido al que el diplomático inglés John Methuen había concluido con Portugal en 1703 y obtener con respecto a Amé-rica, privilegios comerciales más impor-tantes aún de los que había obtenido Francia en 1701.

El 21 de noviembre de 1706 Ingla-terra negoció los preliminares de un nuevo asiento de negros. Las deman-das respecto al monopolio de la trata negrera eran muy similares a las del asiento francés aunque había una dife-rencia esencial que residía en negar cualquier participación al rey de Es-paña en el nuevo contrato. Éste debía

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ser un asunto exclusivamente inglés. Los nuevos asentistas tendrían que es-tar libres de toda injerencia del gobier-no de Madrid. Pero si bien los ingle-ses descartaban la intervención del mo-narca hispano en el negocio, no por eso despojaban al asiento de su carácter de tratado internacional. En la más pura tradición inglesa, hacían intervenir a la reina Ana como accionista principal del asiento del negros. Era con ella con quien se concluiría el contrato conce-diéndole el monopolio de la trata en las Indias Españolas.

Con respecto al nuevo tratado de co-mercio que los ingleses firmaron con el archiduque el 10 de julio de 1707 en Barcelona, Gran Bretaña obtenía ven-tajas comerciales nunca antes conquis-tadas por nación extranjera alguna. El comercio inglés quedaba exento del pago de derechos de consumo en terri-torio peninsular, obtenía facilidades para el tráfico comercial entre Marrue-cos y España, restablecía el comercio recíproco entre españoles e ingleses y, sobre todo, incluía un artículo secre-to que abría a los británicos el comer-cio directo en la América española con exclusión absoluta de los rivales y en igualdad de condiciones con los espa-ñoles. Esta asociación en plano de igualdad se canalizaría mediante la

creación de una Compañía para el Comer-cio con las Indias Españolas formada por negociantes de las dos naciones. En cualquier caso los súbditos ingleses po-drían enviar a América anualmente diez navíos de 500 toneladas de capa-cidad cada uno para introducir mercan-cías en América. Dichos navíos que-daban autorizados para traficar libre-mente en los puertos americanos con todo tipo de mercancías, con la única obligación de partir y de retornar a Cá-diz o “a cualquier otro puerto español que se designare” y que bien podía ser Barcelona.

Sin embargo, la creación inmediata de la compañía hispano-británica no fue posible porque Carlos III de Aus-tria sólo dominó Madrid durante un mes mientras la guerra, en el continen-te y en ultramar, se prolongó mucho más de lo que todos los contendien-tes habían calculado. Sí vio la luz en 1709 la Compañía Nova de Gibraltar fun-dada por Salvador Feliu de la Peña de-dicada directamente al comercio con América y que fue creada con la fina-lidad de sustituir el monopolio de Se-villa-Cádiz.

El tratado de comercio bilateral y el acuerdo sobre el asiento de negros fir-mado entre Gran Bretaña y el archidu-que Carlos en 1707, marcaban un hito

en el menoscabo de los intereses co-merciales españoles, más grande toda-vía, que el que finalmente se consu-mó a favor de Inglaterra en los trata-dos de Utrecht tras el final de la con-tienda. Las cesiones a favor de los intereses comerciales de Gran Bre-taña eran tan grandes, que el propio archiduque Carlos, a instancias de Viena, se mostró reacio a la hora de ra-tificarlas y, de hecho, se resistió a ha-cerlo por espacio de seis meses aun-que acabó cediendo a comienzos de enero de 1708, ante la necesidad ur-gente de disponer de navíos británi-cos para trasportar tropas hasta Italia y Barcelona después de la derrota de Almansa.

En ultramar la guerra también con-tinuó con grandes enfrentamientos que nada tenían que ver con la quietud de los mares que prometía Luis XIV en 1701. La lucha por el control comercial internacional se intensificó cada vez con más intervinientes, como demues-tra el hecho de que el principal accio-nista del asiento de negros francés, el almirante Ducasse, defendiera, aunque con poco éxito, a la nao capitana de la Flota de Tierra Firme, el galeón San José, hundido por los ingleses en 1708 frente a los mares de Cartagena de In-dias.

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