LA ANTOLOGÍA DEFINITIVA DE RELATOS€¦ · Pero ¿por qué la escuela enseña cosas...

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LA ANTOLOGÍA DEFINITIVA DE RELATOSSOBRE EL UNIVERSO DE ENDER,INCLUIDO EL CUENTO QUE DIO ORIGENA «EL JUEGO DE ENDER».

Bienvenidos a la guía definitiva paraentrar, o profundizar, en el «El Juegode Ender» y el conjunto de la saga.Una antología de historias queincluye el relato del mismo título queen 1977 fue publicado en la revista«Analog», y que más tarde dioorigen a la obra más emblemáticade Orson Scott Card.

Ahora, de la mano del autor,descubriremos la historia de cómo

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se conocieron y enamoraron lospadres de Ender o de cómo elpadre luchó para sacar a su familiade Polonia.

El resultado es una inmersión en eluniverso de Ender que seducirátanto a los fans de su creador comoa los lectores que se acercan porprimera vez al género.

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Orson Scott Card

PrimerosEncuentros

En el universo de EnderSaga de Ender - 0.5

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Título original: First MeetingsOrson Scott Card, 2003Traducción: Ana FondebriderIlustraciones: Craig Phillips

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EL NIÑO POLACO

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John Paul odiaba la escuela. Su madrehacía lo que podía, pero cómo iba aarreglárselas para enseñarle algoteniendo otros ocho hijos: seis a quienesles daba clase y dos niños de pecho quetenía que cuidar.

Lo que más odiaba John Paul era queella insistiera en enseñarle cosas que élya sabía. Le mandaba que escribieraletras, que las repitiera una y otra vez,mientras que a los niños mayores lesenseñaba cosas interesantes. De modoque John Paul hacía lo posible paradarle sentido a la informacióndesordenada que obtenía de lasconversaciones entre su madre y ellos.Por ejemplo, nociones superficiales de

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geografía: había aprendido el nombre dedocenas de países y sus capitales, perono estaba demasiado seguro de qué eraun país. O una pizca de matemáticas; lehabían explicado los polinomios a Annauna y otra vez porque ni siquiera parecíaintentar entenderlos, pero eso lepermitía a John Paul aprender lasoperaciones, aunque lo hacía como unamáquina, sin saber lo que significabanen realidad. Tampoco podía preguntar.Cuando lo intentaba, madre seimpacientaba y le decía que aprenderíaesas cosas a su debido tiempo y queahora debía concentrarse en sus propiasclases.

¿Sus propias clases? No le daba

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ninguna clase, sino deberes aburridosque a punto estaban de volverlo loco deimpaciencia. ¿Cómo es que no se dabacuenta de que ya podía leer y escribirtan bien como cualquiera de sushermanos mayores? Le hacía recitar elabecedario, cuando era perfectamentecapaz de leer cualquier libro de la casa.Él intentaba decirle: «Puedo leer ese,madre». Pero ella se limitaba aresponder: «John Paul, eso es jugar.Quiero que aprendas a leer de verdad».

Tal vez si no pasara las páginas delos libros de los mayores tanrápidamente, ella se daría cuenta de queestaba leyendo de verdad. Pero cuandose interesaba en un libro, no soportaba ir

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despacio; de esta manera intentabaimpresionar a madre. ¿Qué tenía que vercon ella lo que leía? Era su propialectura; lo único de la escuela quedisfrutaba.

—Nunca vas a llevar las leccionesal día —solía decirle ella—, si siguesperdiendo el tiempo con esos librosgrandes. ¿Ves?, ni siquiera tienendibujos; ¿por qué insistes en jugar conellos?

—No está jugando —le contradijoAndrew, que tenía doce años—. Estáleyendo.

—Sí, sí. Debería ser más paciente yjugar yo también —decía la madre—,pero no tengo tiempo… —Uno de los

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bebés se echó a llorar y se acabó laconversación.

Afuera, en la calle, había otros niñosque iban a la escuela, con el uniformeescolar, riéndose y empujándose.Andrew se lo explicó: «Van a la escuelaen un gran edificio. Cientos de ellos enla misma escuela».

John Paul se quedó atónito.—¿Por qué no les enseña su madre?

¿Cómo hacen para aprender algo siendocientos?

—Hay más de un maestro, tonto. Unmaestro cada diez o quince alumnos.Pero en cada clase todos tienen lamisma edad y aprenden lo mismo, demanera que el maestro pasa todo el día

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en una clase, en lugar de tener que ir deuna a otra.

John Paul pensó un momento.—¿Cada edad tiene su propio

maestro?—Y los maestros no tienen que dar

de comer a los bebés ni cambiarpañales. Tienen tiempo de enseñar deverdad.

Pero ¿de qué le habría servido a él?Lo habrían puesto en una clase con otrosniños de cinco años y le habrían hecholeer estúpidos abecedarios todo el día; yno habría podido oír al maestroenseñarles a los de diez, doce y catorceaños, y se habría vuelto loco.

—Es como el paraíso —dijo

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Andrew con amargura—. Si padre ymadre hubieran tenido solo dos hijos,podríamos haber ido allí. Pero en cuantonació Anna, nos amonestaron porinsumisión.

John Paul estaba cansado de oír esapalabra sin entenderla.

—¿Qué significa «insumisión»?—Es por esa gran guerra en el

espacio —explicó Andrew—. Lejos, enel cielo.

—Sé lo que es el espacio —lereplicó John Paul con impaciencia.

—Vale, pues eso. Hay una granguerra y por eso todos los países delmundo tienen que trabajar juntos yaportar dinero para construir cientos de

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naves espaciales, de modo que pusierona cargo de todo el mundo al Hegemón,que dice que no podemos afrontar losproblemas causados por lasuperpoblación. Esa es la razón de quetodo matrimonio que tenga más de doshijos incurre en insumisión.

Andrew se detuvo, como si pensaraque aquella explicación dejaba las cosasclaras.

—Pero hay muchas familias quetienen más de dos hijos —argumentóJohn Paul—. La mitad de los vecinos.

—Porque esto es Polonia —leexplicó Andrew— y somos católicos.

—¿Qué? ¿El cura le da a la gentebebés extra? —preguntó John Paul, que

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no veía la relación.—Los católicos creen que hay que

tener tantos hijos como Dios les mande.Y ningún gobierno tiene derecho adecirte que tienes que rechazar losregalos de Dios.

—¿Qué regalos?—¡Tonto! —exclamó Andrew—. Tú

eres el regalo número siete que Dios ledio a esta casa. Y los pequeños son losregalos ocho y nueve.

—Pero ¿qué tiene que ver eso con ira la escuela?

Andrew puso los ojos en blanco.—Eres realmente tonto. Las escuelas

dependen del Gobierno. El Gobiernoejecuta los castigos contra la insumisión

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y una de sus normas dice que solo losprimeros dos hijos de una familia tienenderecho a asistir a la escuela.

—Pero Peter y Catherine no van a laescuela —objetó John Paul.

—Porque padre y madre no quierenque ellos aprendan todas las cosasanticatólicas que se enseñan allí.

John Paul quería preguntar quésignificaba «anticatólico», pero se diocuenta de que debía de significar algocomo «contra los católicos», así que novalía la pena preguntar para que Andrewvolviera a llamarlo tonto.

En vez de eso, pensó una y otra vezcómo era posible que una guerra hicieraque todas las naciones le dieran el poder

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a un único hombre, y que ese únicohombre les dijera a todos cuántos hijospodían tener, y que a todos los otroshijos los dejaran fuera de la escuela. Enrealidad, era una ventaja, ¿no? No ir a laescuela. ¿Cómo, de no haber estado enel mismo salón escuchando lo que lesenseñaban a Anna, Andrew, Peter,Catherine, Nicholas y Thomas, habríapodido aprender algo John Paul? Lo másdesconcertante era la idea de que laescuela podía enseñar cosasanticatólicas.

—Todos somos católicos, ¿no? —lepreguntó una vez a padre.

—En Polonia, sí; o eso dicen. Y esbastante cierto.

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Los ojos de padre estaban cerrados.Siempre que se sentaba tenía los ojoscasi cerrados. Incluso cuando comía,indefectiblemente parecía que estuvieraa punto de caerse y dormirse. Eraporque tenía dos trabajos; el legaldurante el día y el ilegal durante lanoche. Excepto por la mañana, John Paulcasi nunca veía a padre y, como estabatan cansado para hablar, madre no lodejaba molestarlo.

Aunque padre le había contestado,madre lo hizo callar.

—No fastidies a tu padre conpreguntas, tiene cosas más importantesen la cabeza.

—No tengo nada en la cabeza —dijo

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padre, cansado—. No tengo cabeza.—Lo que tú digas —le contestó

madre.Pero John Paul tenía otra pregunta y

tenía que hacerla.—Si todos somos católicos, ¿por

qué la escuela enseña cosasanticatólicas?

Padre lo miró como si estuvieraloco.

—¿Qué edad tienes?No debió de haber entendido lo que

John Paul le preguntó, porque no teníanada que ver con la edad.

—Tengo cinco años, padre, ¿no losabes? Pero ¿por qué la escuela enseñacosas anticatólicas?

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Padre miró a madre.—¿Por qué le enseñas eso? Solo

tiene cinco años.—John Paul, tú se lo has enseñado

protestando siempre contra el Gobierno—le recriminó madre.

—No es nuestro Gobierno, es unaocupación militar. Un intento más deacabar con Polonia.

—Venga, sí, sigue hablando, así teamonestarán otra vez y perderás eltrabajo. ¿Qué haremos entonces?

Era obvio que John Paul no iba aconseguir respuesta alguna, por eso sedio por vencido y se guardó la preguntapara más adelante, para cuando tuvieramás información y pudiera conectarla

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con lo que ya sabía.La vida de John Paul era así cuando

tenía cinco años: madre trabajabaconstantemente, cocinaba y atendía a losbebés, a la vez que trataba de sacaradelante su escuela en la sala de estar;padre se iba a trabajar de madrugada,antes de que el sol asomara; los niños,todos despiertos para que pudieran ver asu padre al menos una vez al día.

Hasta que un día padre no fue atrabajar.

Madre y padre estaban muy tensos ycallados a la hora del desayuno, ycuando Anna les preguntó por qué padreno estaba vestido para ir a trabajar,madre replicó de mal humor y con un

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tono que significaba que no debíapreguntar más:

—Hoy no irá a trabajar.Con dos profesores, las lecciones

deberían haber sido mejor aquel día,pero padre era un profesor impaciente ypuso de tan mal humor a Anna y aCatherine que las dos se escaparon a sushabitaciones y él terminó yendo al jardína fumar.

Entonces llamaron a la puerta.Madre tuvo que mandar a Andrewcorriendo a buscar a padre, queenseguida entró quitándose la tierra delas manos. Mientras se acercaba,volvieron a llamar dos veces más, cadauna con más insistencia.

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Padre abrió la puerta y se plantó depie en el marco, ocupando el espaciocon el cuerpo.

—¿Qué quiere? —preguntó en lalengua común en vez de hablar enpolaco, al darse cuenta de que quienestaba en la puerta era extranjero.

Contestaron en voz baja, pero JohnPaul oyó la respuesta claramente. Erauna voz de mujer y dijo:

—Soy del programa de exámenes dela Flota Internacional. Tengo entendidoque usted tiene tres hijos de entre seis ydoce años.

—Nuestros hijos no son de suincumbencia.

—La verdad, señor Wieczorek, es

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que la ley impone el examen obligatorioy estoy aquí para cumplir con miobligación en virtud de esa ley. Si loprefiere, puedo llamar a la policíamilitar para que vengan a explicárselo—respondió ella tan amablemente queJohn Paul casi no se percató de que noera una oferta, sino una amenaza.

Padre dio un paso atrás, con

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expresión sombría.—¿Qué hará? ¿Mandarme a prisión?

Han hecho leyes que le prohíben a miesposa trabajar, tenemos que educar anuestros hijos en casa y ahora intentanquitarle el pan a mi familia.

—La política del Gobierno no lahago yo —dijo la mujer mientrasinspeccionaba la habitación abarrotadade críos—. Lo único que me importa esexaminar a los niños.

Andrew intervino:—Peter y Catherine ya han aprobado

el examen del Gobierno. Solo hace unmes que han pasado de curso.

—Esto no tiene nada que ver conpasar de curso —dijo la mujer—. No

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soy de las escuelas o del Gobiernopolaco…

—No hay un Gobierno polaco —replicó padre—; solo una ocupación delejército para imponer la dictadura de laHegemonía.

—Soy de la Flota —dijo la mujer—.La ley nos prohíbe expresar opinionessobre la política hegemónica mientrasllevamos el uniforme. Cuanto máspronto empiece con el examen, antespodrán volver a su vida cotidiana.¿Todos ellos hablan lengua común?

—Por supuesto —respondió madre,orgullosa—; por lo menos tan bien comoel polaco.

—Me quedaré a ver el examen —

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dijo padre.—Lo siento, señor —le dijo la

mujer—, pero usted no va apresenciarlo. Necesito una habitacióndonde pueda estar a solas con cada niño.Si no hay más que una habitación en lacasa, tendrán que esperar fuera o irse acasa del vecino. Y ahora voy a haceresos exámenes.

Padre quería enfrentarse a ella, perono tenía armas para aquella batalla, asíque bajó la mirada.

—No importa si los examina o no.Aunque aprueben, no dejaré que se loslleve.

—Hablaremos de eso cuando llegueel momento —dijo la mujer. Se veía que

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estaba triste y John Paul entendió porqué: ella sabía que padre no podríadecidir nada, pero no quería decirlo yavergonzarlo. Solo quería hacer sutrabajo e irse.

No comprendía cómo sabía todoaquello, pero a veces se le ocurría sinmás. No era como con losacontecimientos históricos, con lageografía o con las matemáticas, que hayque aprender los hechos antes desaberlas. Con solo mirar y escuchar alas personas, podía percibir cosas sobreellas; podía entender qué querían o porqué hacían lo que hacían. Por ejemplo,cuando sus hermanos reñían, solíacomprender qué causaba la disputa y la

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mayoría de las veces sabía, sinesforzarse en pensarlo, qué debía decirpara que la disputa terminara. A vecesno lo decía porque no le importaba quese pelearan, pero cuando uno de ellos seenfadaba de verdad —lo suficientecomo para pegarle al otro—, John Pauldecía lo que hacía falta y la pelea seacababa, sin más.

Con Peter, solía decir algo como«Haz lo que él dice; Peter es el jefe detodos». Entonces Peter se poníacolorado, dejaba la habitación y seterminaba la discusión; así de fácil,porque Peter odiaba que pensaran queera mandón. Pero aquello no funcionabacon Anna; con ella era necesario decir

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algo como «Estás poniéndote roja».Luego John Paul se reía y ella se ibaafuera a chillar, volvía a la casa y dabavueltas enfurecida, pero la pelea habíaterminado. Eso pasaba porque Annadetestaba parecer graciosa o tonta.

Y en aquel momento, sabía que sidecía: «Papá, tengo miedo», padreecharía a la mujer de la casa y luegotendría muchos problemas. Pero sidecía: «Papá, ¿puedo hacer el examenyo también?», padre se reiría y no sesentiría humillado, triste o enfadado.

Así que lo dijo.Padre se rio.—Ese es John Paul, siempre quiere

hacer más de lo que es capaz de hacer.

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La mujer miró a John Paul.—¿Qué edad tiene?—Todavía no ha cumplido seis años

—respondió madre bruscamente.—¡Ah! —dijo la mujer—. Bueno,

entonces supongo que estos sonNicholas, Thomas y Andrew.

—¿Por qué no me examina? —reclamó Peter.

—Me temo que tú ya eres demasiadomayor —contestó ella—. Para cuando laFlota sea capaz de tener acceso anaciones insumisas… —Su voz seapagó.

Peter se levantó triste y dejó lahabitación.

—¿Y por qué no a las chicas? —

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preguntó Catherine.—Porque las chicas no quieren ser

soldados —le respondió Anna.Entonces John Paul se dio cuenta de

que no era un examen de los normalesdel Gobierno. Peter quería hacerlo yCatherine estaba celosa porque a laschicas no se les permitía.

Si se trataba de un examen para sersoldado, era absurdo considerar a Peterdemasiado mayor. Era el único que teníala estatura de un hombre. ¿Acasopensaban que Andrew o Nicholaspodrían cargar un arma y matar gente?Quizá pudiera Thomas, pero, a pesar deser alto, era bastante gordo y tenía elaspecto de los soldados que John Paul

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había visto.—¿Con quién desea comenzar? —

preguntó madre—. ¿Podría hacerlo en eldormitorio? Así puedo seguir con lasclases.

—El reglamento requiere que lohaga en una habitación con acceso a lacalle y con la puerta abierta.

—¡Venga!, por el amor de… novamos a agredirle —dijo padre.

La mujer miró brevemente a padre yluego a madre, y los dos se rindieron.John Paul se dio cuenta: seguro quehabían atacado a algún examinador;seguro que lo llevaron al cuarto de atrásy allí lo hirieron; o lo mataron. Era unoficio peligroso. Seguro que había gente

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aún más enfadada por el examen quepadre y madre. ¿Por qué padre y madrelo detestaban y lo temían si Peter yCatherine querían hacerlo?

A pesar de que había pocas camas en elcuarto de las chicas, resultó imposiblecontinuar normalmente con las clases.Al cabo de un rato, madre les dio unosminutos de lectura libre a fin deocuparse de los bebés. John Paul lepreguntó si podía leer en otra habitacióny le dijo que sí. Claro, ella supuso quese refería al otro dormitorio, porquecuando alguien en la familia decía «laotra habitación» quería decir el otro

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dormitorio. Pero John Paul no teníaintención de ir allí; en lugar de eso, sedirigió a la cocina.

Padre y madre les habían prohibidoa los niños entrar en la sala de estarmientras hacían el examen, pero eso nole impedía a John Paul sentarse en elsuelo, fuera de la estancia, leyendo unlibro mientras escuchaba el examen. Sedio cuenta de que la examinadora leechaba un vistazo de vez en cuando,pero no le decía nada, así que él siguióleyendo. Se trataba de un libro sobre lavida de Juan Pablo II, el gran papapolaco por el que le habían puesto elnombre. A John Paul le resultabafascinante, ya que por fin iba a obtener

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respuestas a alguna de sus preguntassobre por qué los católicos erandiferentes y por qué al Hegemón no legustaban.

Mientras leía, escuchaba el examen.No era como el del Gobierno, en el quehacían preguntas sobre hechos y teníanque resolver problemas matemáticos onombrar partes del discurso. En vez deeso, ella preguntaba cosas que la verdades que no tenían una respuesta exacta,como qué les gustaba y qué no, y por quéla gente hacía las cosas que hacía.Después de quince minutos de aquellaspreguntas, empezó el examen escrito,con más problemas de los habituales.

De hecho, al principio a John Paul

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no le pareció que aquellas preguntasfueran parte del examen. Solo despuésde que ella le preguntara lo mismo acada chico y al ver las diferencias en lasrespuestas, se dio cuenta de que esa erala misión principal, y por la forma en laque se involucraba y se ponía tensa alpreguntar, John Paul se percató de quelas preguntas eran más importantes quela parte escrita del examen.

Él también deseaba contestarlas.Quería examinarse. Le gustaba hacerexámenes. Siempre respondía en vozbaja cuando sus hermanos mayoreshacían exámenes, para ver si podíaresponder tantas preguntas como ellos.Cuando la mujer estaba terminando con

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Andrew, John Paul estuvo a punto depreguntar si podía hacer el examen, perola mujer se dirigió a madre.

—¿Qué edad tiene este?—Ya se lo hemos dicho —respondió

madre—. Solo tiene cinco años.—Mire lo que está leyendo.—Se limita a pasar las hojas. Es un

juego. Está imitando a los mayores.—Está leyendo —dijo la mujer.—¿Así que lleva aquí un par de

horas y sabe más sobre mis hijos que yo,que les doy clase todos los días durantevarias horas?

La mujer no discutió.—¿Cómo se llama?Madre no quiso responder.

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—John Paul —contestó el niño.Madre lo miró. Andrew hizo lo

mismo.—Quiero hacer el examen —dijo él.—Eres muy pequeño —le respondió

Andrew en polaco.—Dentro de tres semanas cumplo

seis años —replicó John Paul en lenguacomún. Quería que la mujer loentendiera.

Ella asintió.—Estoy autorizada a examinarlo

aunque no llegue a la edad —dijo ella.—Está autorizada pero no obligada

—le replicó padre mientras entraba enla habitación—. ¿Qué está haciendo élaquí?

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—Ha dicho que se iba a otrahabitación a leer —le contestó madre—.Pensé que se refería al otro dormitorio.

—Estaba en la cocina —dijo JohnPaul.

—No ha molestado ni lo másmínimo —comentó la mujer.

—¡Qué desastre! —dijo padre.—Me gustaría examinarlo —insistió

la mujer.—No —respondió padre.—Alguien tendrá que venir dentro

de tres semanas y hacerlo, entonces —dijo ella—. Y les molestará otro día.¿Por qué no terminar con esto hoy?

—El niño ha oído las respuestas —dijo madre—. Ha estado sentado aquí

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escuchando.—No es ese tipo de examen —le

respondió la mujer—. No hay problema.John Paul notaba que padre y madre

estaban a punto de rendirse, así que nose molestó en decir nada para intentarconvencerlos. No quería usar muy amenudo su habilidad para decir laspalabras correctas, porque si no, podíandescubrirlo y dejaría de funcionar.

La conversación duró un par deminutos más y entonces John Paul sesentó en el sofá al lado de la mujer.

—Es verdad que estaba leyendo —le dijo John Paul.

—Ya lo sé —le contestó la mujer.—¿Cómo? —preguntó John Paul.

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—Porque pasabas las hojas con unritmo regular —le explicó—. Lees muyrápido, ¿no es así?

John Paul asintió.—Cuando se trata de algo

interesante.—¿Juan Pablo II es un hombre

interesante?—Hizo lo que creyó que tenía que

hacer —respondió John Paul.—Te pusieron ese nombre por él —

sugirió ella.—Fue muy valiente —le contestó

John Paul—. Y cuando algo le parecíaimportante, nunca hacía lo que la gentemala quería que hiciera.

—¿Qué gente mala?

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—Los comunistas —respondió JohnPaul.

—¿Cómo sabes que son mala gente?¿Lo dice tu libro?

John Paul se dio cuenta de que no lodecía con palabras.

—Obligaban a la gente a hacercosas. Estaban tratando de castigar a lagente por ser católica.

—¿Y eso es malo?—Dios es católico —dijo John Paul.La mujer sonrió.—Los musulmanes piensan que Dios

es musulmán.John Paul digirió la idea.—Algunas personas piensan que

Dios no existe.

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—Cierto —le contestó la mujer.—¿Qué es cierto? —le preguntó él.Ella ocultó la risa.—Que algunas personas piensan que

Dios no existe. Yo no lo sé; no tengoopinión sobre ese tema.

—Eso significa que usted no creeque exista Dios —dijo John Paul.

—¿Ah, sí?—Eso decía Juan Pablo II: que decir

que no sabes si existe Dios o que no teimporta es lo mismo que decir que nocrees, porque si tuvieras al menos laesperanza de que exista, te andarías concuidado.

Ella se rio.—¿Así que solo estabas pasando

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páginas?—Puedo contestar todas sus

preguntas —afirmó él.—¿Antes de que te las pregunte?—No le pegaría —contestó John

Paul, respondiendo a qué haría si algúnamigo tratara de quitarle algo suyo—.Porque, si no, después, no querría ser miamigo. Pero tampoco lo dejaríaquedarse con lo mío.

La siguiente pregunta después de esarespuesta había sido: «¿Cómo lodetendrías?», así que John Paul fuedirecto, sin pausa.

—Yo lo detendría diciendo: «Puedesquedártelo. Te lo regalo, así que ahoraes tuyo, porque prefiero tenerte como

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amigo que quedarme con esa cosa».—¿Dónde aprendiste eso? —le

preguntó la mujer.—Esa no es una de las preguntas —

le contestó John Paul.Ella movió la cabeza.—Tienes razón, no lo es.—Me parece que a veces tienes que

herir a la gente —dijo John Paul,respondiendo a la cuestión «a vecestienes derecho a hacerle daño a otros».

Respondió a todas las preguntas queseguían después, sin que ella tuviera queformulárselas. Lo hizo en el mismoorden en el que se las había planteado asus hermanos y cuando terminó, dijo:

—Ahora la parte escrita. No

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conozco esas preguntas porque no pudeverlas y usted no las dijo en voz alta.

Fueron más fáciles de lo quepensaba. Eran preguntas sobre formas,recordar algo, elegir la frase correcta yhacer cálculos, cosas de ese estilo. Ellamiraba el reloj, así que se dio prisa.Cuando terminó todo, la mujer se quedóallí sentada, observándolo.

—¿Lo hice bien? —preguntó JohnPaul.

Ella asintió.Él estudió su cara, cómo se sentaba,

la inmovilidad de sus manos, el modo demirarlo, la forma en la que respiraba. Sedio cuenta de que estaba bastanteentusiasmada pero trataba de mantenerse

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tranquila, por eso no hablaba. No queríaque él lo supiera.

Pero él lo sabía. Él era lo que ellahabía ido a buscar allí.

—Habrá quien diga que por eso lasmujeres no sirven como examinadoras—dijo el coronel Sillain.

—Pues ese alguien será deficientemental —respondió Helena Rudolf.

—Demasiado sensibles a una carabonita —argumentó Sillain—,demasiado propensas a sentir ternura y apermitirle al niño dudar de todo.

—Por fortuna, usted no alberganinguna sospecha —siguió Helena.

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—No —afirmó Sillain—, porque séque usted no tiene corazón.

—Ya ve —dijo Helena—, al fin nosentendemos.

—Y dice que ese polaquito de cincoaños es mucho más que precoz.

—Le aseguro que es lo que mejordetecta nuestro examen: precocidadgeneral.

—Se están desarrollando exámenesmejores, específicos para la habilidadmilitar, y para más jóvenes de lo quepiensa.

—¡Lástima que sea demasiado tarde!El coronel Sillain se encogió de

hombros.—Hay una teoría que dice que no es

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necesario que sigan un curso entero deentrenamiento.

—Sí, sí, he leído todo sobre lajuventud de Alejandro, pero también leayudó ser el hijo del rey y luchar contraun ejército de mercenariosdesmotivados.

—Así que le parece que losinsectores están motivados.

—Los insectores son el sueño de uncomandante —dijo Helena—: nocuestionan órdenes, se limitan acumplirlas; cualquier cosa.

—También pueden ser una pesadilla—objetó Sillain—; no piensan por símismos.

—John Paul Wieczorek es muy

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especial y dentro de treinta y cinco añostendrá cuarenta, así que no habrá queprobar la teoría de Alejandro —afirmóHelena.

—Lo dice como si estuviera segurade que él será el elegido.

—No lo sé —dijo Helena—, peroalgo es. Las cosas que dice…

—Leí su informe.—Cuando dijo «prefiero tenerte

como amigo que conservar la cosa»,casi estallo. ¡Es que tiene cinco años!

—¿Y eso no la alarmó? Suena comoentrenado.

—Pero no lo era. Sus padres noquerían que examinara a ninguno de loshijos, y menos a él, por ser menor de

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edad.—Eso es lo que le dijeron, que no

querían.—El padre no fue a trabajar aquel

día para intentar evitarlo.—O para hacerle creer que quería

evitarlo.—No puede permitirse perder un día

de paga. A los padres insumisos no lespagan las vacaciones.

—Ya sé —dijo Sillain—. ¿No seríairónico si ese John Paul como sellame…?

—Wieczorek.—Sí, eso. ¿No sería irónico que,

después de todos nuestros esfuerzos porcontrolar a la población (por el bien de

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la guerra, que conste) resultara quenuestro comandante de la Flota fuera elséptimo hijo de unos padres insumisos?

—Sí, muy irónico.—Creo que hay una teoría que dice

que el orden de nacimiento predice quesolo los primogénitos tendrán lapersonalidad para lo que necesitamos.

—Y que todos los demás serániguales. Pero no es así.

—Estamos adelantándonos a losacontecimientos, capitana Rudolf —dijoSillain—. Los padres no suelen decirque sí, ¿no?

—La verdad es que no —respondióHelena.

—Así que todo es irrelevante,

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¿verdad?—No si…—¡Ah, claro! Sería muy inteligente

hacer que esto diera origen a unincidente internacional. —Sillain seechó hacia atrás en la silla.

—No creo que fuera un incidenteinternacional.

—El tratado con Polonia tiene unacláusula de control paterno muy estricta:hay que respetar a la familia.

—Los polacos están muy ansiosospor volver a ser parte del mundo. Novan a invocar esa cláusula, si leshacemos ver lo importante que es esechico.

—¿Lo es? —preguntó Sillain—. Esa

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es la pregunta: si el chico vale tanto lapena como para arriesgarnos a armarsemejante lío.

—Si empieza a haber lío, podemosecharnos atrás —dijo Helena.

—Vaya, veo que ha hecho un intensotrabajo de relaciones públicas.

—Vaya a verlo usted mismo —dijoHelena—. Cumplirá seis años en unosdías. Vaya a verlo y luego dígame sivale tanto la pena como para arriesgarsea que se arme un incidente internacional.

No era así, en absoluto, como John Paulquería pasar su cumpleaños. Durante eldía madre había hecho caramelo con el

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azúcar que le había pedido a los vecinosy John Paul quería chuparlo, nomasticarlo, para que le durara más. Peropadre le dijo que o lo escupía en labasura o se lo tragaba, así que se lohabía tragado y había desaparecido; ytodo por aquella gente de la FlotaInternacional.

—Los resultados del examenpreliminar son dudosos —dijo elhombre.

—Quizá porque el chico había oídotres exámenes previos. Necesitamosobtener información precisa, eso estodo.

Estaba mintiendo; era obvio por laforma en la que se movía y porque

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miraba a padre directo a los ojos, sinvacilar. Un mentiroso que sabía quementía e intentaba aparentar que noestaba mintiendo. Thomas siempre lohacía. Engañaba a padre, pero nunca amadre ni tampoco a John Paul.

Si aquel hombre mentía, entonces¿por qué? ¿Por qué iba a examinar aJohn Paul otra vez? Recordó lo quehabía pensado tres semanas atrásdespués de hacer el examen con lamujer: que ella había encontrado lo quehabía ido a buscar. Pero como luego nopasó nada, se imaginó que se habíaequivocado. Ahora ella había vuelto y elhombre que la acompañaba estabamintiendo.

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Confinaron a la familia en las otrashabitaciones. Estaba atardeciendo, erahora de que padre fuera a su segundotrabajo, solo que no podía ir mientrasaquellas personas estuvieran allí; si seiba podían saber, suponer o preguntarsequé era lo que hacía a esas horas de latarde. Por eso, cuanto más tiempo seentretuvieran con aquello, menos dineroganaría padre esa noche y, por lo tanto,menos tendrían para comer y vestirse.

El hombre mandó a la mujer salir dela habitación. Eso le molestó a JohnPaul. Le gustaba la mujer y no le gustabanada la forma en la que el hombremiraba su casa, a los otros niños, amadre y a padre. Como si se creyera

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mejor que ellos.El hombre le hizo una pregunta. John

Paul contestó en polaco en vez de enlengua común. El hombre lo miró sincomprender y exclamó:

—¡Pensé que hablaba lengua común!La mujer asomó la cabeza. Al

parecer se había quedado en la cocina.—La habla con fluidez —dijo la

mujer.El hombre volvió a mirar a John

Paul, ya sin desdén.—Entonces ¿a qué estás jugando?—La única razón de que seamos

pobres es que el Hegemón castiga a loscatólicos por obedecer a Dios —respondió John Paul en polaco.

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—En lengua común, por favor —lepidió el hombre.

—La lengua se llama inglés —dijoJohn Paul en polaco—. ¿Y por quédebería hablar con usted?

El hombre suspiró.—Perdón por hacerte perder el

tiempo.Se puso de pie. La mujer volvió a la

habitación. Pensaban que susurraban,pero, como la mayoría de los adultos,creían que los niños no entendían lasconversaciones de las personasmayores, así que no se preocuparon porser discretos.

—Está desafiándolo —dijo la mujer.—Sí, eso me ha parecido —contestó

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irritado el hombre.—De manera que si se va, él gana.Bien dicho, pensó John Paul.

Aquella mujer no era estúpida. Sabíaqué decir para lograr que el hombrehiciera lo que ella quería.

—O alguien lo hace.Se acercó a John Paul.—El coronel Sillain piensa que yo

mentía cuando le dije que hiciste muybien los exámenes.

—¿Cómo de bien los hice? —preguntó John Paul en lengua común.

A la mujer se le dibujó una levesonrisa en el rostro y miró otra vez alcoronel Sillain, que se sentó de nuevo.

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—Está bien. ¿Estás listo?—Estoy listo si usted habla polaco

—contestó John Paul en esa lengua.Impaciente, Sillain se volvió hacia

la mujer.—¿Qué es lo que quiere?—Dígale que no quiero que me

examine un hombre que cree que mifamilia es escoria —le explicó John

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Paul a la mujer en lengua común.—En primer lugar —dijo el hombre

—, yo no creo eso.—Mentiroso —le replicó John Paul

en polaco.Se volvió hacia la mujer. Ella se

encogió de hombros sin poder hacernada.

—Yo tampoco hablo polaco.—Nos gobiernan, pero no se

molestan en aprender nuestra lengua. Encambio nosotros aprendemos la suya —dijo John Paul en lengua común.

Ella se rio.—No es mi lengua ni la de él. La

lengua común es un dialectouniversalizado del inglés, y yo soy

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alemana y él es finlandés —aclaró ella,señalando a Sillain—. Nadie habla ya sulengua; ni siquiera los finlandeses.

—Escucha —dijo Sillain, mirandootra vez a John Paul—. No voy a darlemás vueltas al asunto. Tú hablas lenguacomún y yo no hablo polaco, así quecontesta mis preguntas en lengua común.

—¿Qué va a pasar si no lo hago? —preguntó John Paul en polaco—. ¿Mellevará a la cárcel?

Era divertido mirar a Sillainirritarse, pero su padre, que parecía muyagotado, entró en la habitación.

—John Paul —le dijo—. Haz lo queel hombre te pide.

—Quieren llevarme lejos de ti —se

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lamentó John Paul en lengua común.—Nada de eso —le corrigió el

hombre.—Está mintiendo —contestó John

Paul.El hombre se ruborizó.—Y nos odia. Él piensa que somos

pobres y que es asqueroso tener tantoshijos.

—No es cierto —apostilló Sillain.Padre lo ignoró.—Somos pobres, John Paul.—Solo a causa de la Hegemonía —

respondió John Paul.—No utilices mis propias palabras

en mi contra —dijo padre; pero lo dijoen polaco—. Si no haces lo que ellos

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quieren, puede que ellos nos castiguen atu madre y a mí.

A veces padre también sabía decirlas palabras precisas.

John Paul miró a Sillain.—No quiero estar solo con usted.

Quiero que se quede ella durante elexamen.

—Parte del examen es ver si se te dabien obedecer órdenes —le explicóSillain.

—Entonces suspendo —dijo JohnPaul.

Tanto padre como la mujer se rieron.Sillain no lo hizo.

—Es obvio que han entrenado a estechico para que no colabore. Capitana

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Rudolf, vámonos.—No ha sido entrenado —objetó

padre.John Paul se daba cuenta de que

parecía algo preocupado.—No me ha entrenado nadie —

corroboró también John Paul.—La madre ni siquiera sabía que lee

como si fuese un universitario —dijo lamujer con calma.

¿Cómo si fuera un universitario?John Paul pensó que aquello eraridículo. Una vez que sabes las letras,leer es leer. ¿Cómo podía haber grados?

—Ella quería que pensaras que no losabía —dijo Sillain.

—Mi madre no miente —objetó

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John Paul.—No, no, por supuesto que no —

admitió Sillain—. No tenía la intenciónde insinuar…

Se le notaba la verdad: que estabaasustado. Temía que John Paul pudierano hacer el examen. Su miedosignificaba que John Paul tenía poder enaquella situación. Más del que habíapensado.

—Responderé sus preguntas —dijoJohn Paul—, si la señora se queda aquí.

Sabía que esta vez Sillain diría quesí.

Se reunieron con una docena de expertos

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y líderes militares en una sala deconferencias en Berlín. Todos habíanvisto los informes del coronel Sillain yde Helena, así como las calificacionesdel examen de John Paul. Tambiénvieron el vídeo de la conversación deSillain con el niño antes, durante ydespués del examen.

Helena se lo pasaba bien al advertirla rabia que le daba a Sillain que aquelchico polaco de seis años lo manipulara.No lo había visto tan claro entonces, porsupuesto, pero al pasar el vídeo una yotra vez, resultaba muy obvio. Aunquetodos los reunidos eran muy amables,hubo algunas cejas levantadas, un gestocon la cabeza, un par de medias sonrisas

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cuando John Paul dijo: «Entoncessuspendo».

Al acabar el vídeo, habló un generalruso del Departamento de Strategos.

—¿Estaba fanfarroneando?—Tiene seis años —apostilló el

joven de la India, que representaba alPolemarch.

—Eso es lo que lo hace tanaterrador —afirmó el profesor queestaba ahí en representación de laEscuela de Batalla—. Pasa lo mismocon todos los chicos de la Escuela. Lamayoría de la gente vive su vida sinconocer a ningún niño como esos.

—Entonces, capitán Graff, ¿estádiciendo que no es nada especial? —

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preguntó el indio.—Son todos especiales —contestó

Graff—, pero este… su examen esbueno, un nivel superior. No es el mejorque hemos visto, pero los exámenes nodicen tanto como quisiéramos. Lo queme impresiona es su habilidad paranegociar.

Helena quería decir que quizás elcoronel Sillain no era nada hábil en eso,pero sabía que no era justo. Sillainhabía intentado engañarlo y el muchachose había dado cuenta. ¿Quién hubierapensado que un niño tendría el ingeniode descubrirlo?

—La verdad es que es muyinteligente abrir la Escuela de Batalla a

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naciones insumisas —concedió el indio.—Hay un problema, capitán

Chamrajnagar —objetó Graff—; detodos estos documentos, de ese vídeo,de nuestra conversación, no sedesprende que el chico esté dispuesto airse.

Alrededor de la mesa se hizo elsilencio.

—Bueno, no, por supuesto que no —aceptó el coronel Sillain—. Primeroteníamos que mantener esta reunión. Haycierta hostilidad por parte de los padres.El padre se quedó en casa en vez de ir atrabajar cuando Helena… la capitanaRudolf fue a examinar a los treshermanos mayores. Pienso que puede ser

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un problema y por eso antes de hablarcon ellos necesitamos evaluar cuántoapoyo nos brindarán.

—¿Se refiere a apoyo para forzar ala familia? —preguntó Graff.

—O para persuadirla —le contestóSillain.

—Los polacos son gente terca —comentó el general ruso—. Está en elcarácter eslavo.

—La fiabilidad de los exámenespara mostrar la capacidad militar es demás del noventa por ciento —aseguróGraff.

—¿Tiene algún examen que mida elliderazgo? —preguntó Chamrajnagar.

—Es uno de los componentes —

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respondió Graff.—Porque este muchacho lo tiene,

fuera de serie —dijo Chamrajnagar—.De hecho, no he visto el historial y lo sé.

—El verdadero campo deentrenamiento en liderazgo está dentrodel juego —advirtió Graff—; pero sí,pienso que este chico lo hará bien.

—Si es que va —les recordó elruso.

—Yo creo que el coronel Sillain nodebería dar el siguiente paso —afirmóChamrajnagar.

Aquello dejó a Sillain balbuceando.Helena hizo un esfuerzo por no sonreír, yargumentó:

—El coronel Sillain es el líder del

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equipo, según el protocolo…—Pero ya se ha significado —dijo

Chamrajnagar—. No critico al coronelSillain, por favor; no sé a quién denosotros le habría ido mejor. Pero elchico lo hizo recular y no creo que eseprecedente ayude.

Sillain era lo suficientementearribista como para saber cuándo eranecesario echarse atrás.

—Lo que más convenga para lograrla misión, por supuesto.

Helena sabía lo furioso que debía deestar con Chamrajnagar, pero nomostraba señales de ello.

—La pregunta que el coronel Sillainhizo sigue en pie —recordó Graff—.

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¿Qué autoridad se le dará alnegociador?

—Toda la autoridad que necesite —contestó el general ruso.

—Pero eso es, precisamente, lo queno sabemos —dijo Graff.

—Creo que mi colega delDepartamento de Strategos está diciendoque cualquier incentivo que elnegociador considere adecuado va a serapoyado por los Strategos. Ciertamenteel Departamento del Polemarchcomparte el punto de vista —respondióChamrajnagar.

—No creo que el chico sea tanimportante —argumentó Graff—. Laidea de la Escuela de Batalla es

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empezar el entrenamiento militar durantela niñez con el fin de construir hábitostanto de pensamiento como de acción.Pero tenemos información suficientepara sugerir…

—Conocemos la teoría —lointerrumpió el general ruso.

—No empecemos otra vez esadiscusión aquí —pidió Chamrajnagar.

—Los resultados bajan un pococuando los aprendices alcanzan la edadadulta —dijo Graff—. Es un hecho, pormucho que no nos gusten lasconsecuencias.

—¿Saben más pero también lo hacenpeor? —preguntó Chamrajnagar—.Parece que no pueda ser. Es increíble y

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por mucho que lo admitamos, nosabemos cómo interpretarlo.

—Significa que necesitamos a esechico, porque así no tendremos queesperar a que un niño llegue a adulto.

El general ruso preguntó con desdén:—¿Poner la guerra en manos de un

niño? Espero que no estemos tandesesperados.

Hubo un largo silencio; despuéshabló Chamrajnagar, que parecía haberestado recibiendo instrucciones a travésde un auricular:

—El Departamento del Polemarchcree que como la información de la quehabla el capitán Graff es incompleta, esprudente actuar como si, de hecho,

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necesitáramos a ese chico. El tiempopasa y es imposible saber si podríallegar a ser nuestra última oportunidad.

—El Strategos está de acuerdo —dijo el general ruso.

—Sí —afirmó Graff—; como hedicho, los resultados no son oficiales.

—Entonces —dijo el coronel Sillain—. Autoridad total. Para quien vaya anegociar.

—Yo creo que el director de laEscuela de Batalla ha demostrado aquién le tiene más confianza —opinóChamrajnagar.

Todas las miradas se dirigieron alcapitán Graff.

—Estaré encantado de que me

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acompañe la capitana Rudolf comoayudante. Creo que tenemos claro que elchico polaco prefiere que ella estépresente.

Aquella vez, cuando llegó la gente de laFlota, padre y madre estabanpreparados. Su amiga Magda eraabogada y, a pesar de que por serinsumisa tenía prohibido ejercer laabogacía, se sentó entre los dos en elsofá.

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John Paul no estaba en la habitación.—No dejéis que intimiden al crío —

dijo Magda.Acto seguido, madre y padre le

prohibieron a él entrar en la habitación,así que ni siquiera los vio llegar. Sinembargo, podía oírlo todo desde lacocina. Se dio cuenta enseguida de queel hombre que no le gustaba, el coronel,no estaba, pero la mujer sí; y había otrohombre con ella. Su voz no sonaba comosi estuviera mintiendo. Lo llamabancapitán Graff.

Tras intercambiar unas palabras decortesía —para ofrecer un asiento y algode beber—, Graff fue directo al grano:

—Veo que no quieren que vea al

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niño.—Sus padres creen que es mejor

para él no estar presente —respondióMagda, bastante tajante.

Se quedaron en silencio un momento.—Magdalena Teczlo —dijo Graff

sin alterarse—. Supongo que esta buenagente ha invitado a una amiga a sentarsecon ellos hoy, pero no me gustaríapensar que esté en calidad de abogada.

Si Magda respondió, John Paul nopudo oírla.

—Me gustaría ver al chico ahora —pidió Graff.

Padre empezó a explicar que eso noiba a ocurrir, así que si era todo lo quequería, podría darse por vencido y

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volverse a casa.Otro largo silencio. Ningún sonido

indicó que el capitán Graff se levantarade la silla y eso no podía hacerse ensilencio, así que debía de seguirsentado, sin decir nada; sin moverse,pero sin intentar convencerlos.

Era una pena, porque John Paulquería ver qué diría para lograr quehicieran lo que él deseaba. Había sidofascinante cómo había hecho callar aMagda. John Paul quería comprobar quéestaba pasando. Se asomó por detrás dela pared y se quedó observando. Graffno estaba haciendo nada. Su rostro nodenotaba amenaza o intención dedesafiarlos. Contemplaba amablemente

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a madre, luego a padre y después amadre otra vez, saltándose el rostro deMagda, como si esta no existiera,incluso su cuerpo parecía decir «no menotes, en realidad no estoy aquí».

Graff giró la cabeza y miró directo aJohn Paul. John Paul pensó que podíadecir algo para crearle un problema,pero Graff se quedó mirándolo unmomento y, luego, volvió a mirar amadre y a padre.

—Ustedes, claro, entenderán —empezó.

—No, no entiendo —dijo padre—.No van a ver al chico a menos quenosotros decidamos que lo vean; y paraeso tendrán que cumplir nuestras

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condiciones.Graff se quedó mirándolo

inexpresivo.—Él no es el sostén familiar. ¿Qué

otro inconveniente puede ustedargumentar?

—No queremos una limosna —dijopadre furioso—. No estamos buscandouna compensación.

—Lo único que quiero es hablar conel chaval —aclaró Graff.

—A solas no —dijo padre.—Con nosotros aquí —completó

madre.—Por mí está bien —aceptó Graff

—, pero me parece que Magda estásentada en el lugar del muchacho.

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Magda dudó un instante, se levantó yse fue. El portazo fue un poco más fuertede lo normal.

Graff le hizo señas a John Paul, queacudió de inmediato y se sentó en el sofáentre sus padres. Graff empezó ahablarle sobre la Escuela de Batalla:que iría al espacio para aprender a serun soldado y así poder ayudar acombatir a los insectores cuandovinieran otra vez a invadirlos.

—Quizá tú lideres algún día laspatrullas en la batalla —sugirió Graff—;o puede que guíes a los soldados cuandose abran paso hasta las naves enemigas.

—No puedo ir —dijo John Paul.—¿Por qué no? —preguntó Graff.

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—Me perdería las clases —respondió el niño—. Mi madre nosenseña aquí, en esta habitación.

Graff no respondió, se limitó aestudiar el rostro de John Paul, que sesintió incómodo. La mujer de la Flotahabló:

—Pero allí, en la Escuela deBatalla, tendrás maestros.

John Paul no la miró. Era a Graff aquien tenía que mirar. Él era quien teníatodo el poder ese día. Por fin Graffhabló:

—Piensas que sería injusto para tiestar en la Escuela de Batalla, mientrastu familia sigue luchando por sobreviviraquí.

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John Paul no había pensado en eso.Pero ahora que Graff lo sugería…

—Somos nueve —dijo John Paul—.Es bastante difícil para mi madreenseñarnos a todos al mismo tiempo.

—¿Y si la Flota pudiera persuadir alGobierno de Polonia…?

—Polonia no tiene Gobierno —lecortó John Paul. Luego miró hacia arribasonriéndole a su padre, que le devolvióla sonrisa.

—Los actuales gobernantes dePolonia —dijo Graff bastante divertido—. ¿Y si nosotros los persuadimos paraque levanten las sanciones contra tushermanos y hermanas?

John Paul lo pensó un momento.

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Trató de imaginarse cómo sería sipudieran ir todos a la escuela. Más fácilpara madre. Estaría bien. Levantó lavista hasta padre, que parpadeó. JohnPaul conocía esa cara. Padre se conteníapara no dejar ver que se sentíadecepcionado. Así que había algo queno estaba bien.

Claro. Había sanciones contra padretambién. Andrew le había explicado unavez que no se le permitía trabajar en sutrabajo real. Debería estar enseñando enla universidad, pero en vez de eso, teníaque trabajar de oficinista todo el día,sentado al ordenador, y luego entrabajos de obrero por la noche, trabajosocasionales en negro, en los ambientes

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católicos clandestinos. Si podíanlevantar las sanciones impuestas a losniños, ¿por qué no las de los padres?

—¿Por qué no pueden cambiar todaslas reglas estúpidas? —preguntó JohnPaul.

Graff miró a la capitana Rudolf yluego a los padres de John Paul.

—Aunque pudiéramos, ¿deberíamoshacerlo? —les preguntó.

Madre acarició la espalda de JohnPaul.

—John Paul, tienes buenasintenciones, pero por supuesto que nopodemos. Ni siquiera las sancionescontra la educación de los niños.

John Paul se enfureció. ¿Qué quería

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decir con «por supuesto»? Si sehubieran molestado en explicarle lascosas a él, entonces no habría cometidoerrores; pero no, incluso después de queaquella gente de la Flota fuera acomprobar que no era un niño idiota, lotrataban como si lo fuera. Pero no dejóver su enfado. Eso nunca daba buenosresultados con padre y ponía nerviosa amadre, y entonces no podía pensar conclaridad. Dijo lo único que podía decir:

—¿Por qué no? —preguntó con losojos bien abiertos e inocentes.

—Lo entenderás cuando seas mayor—respondió madre.

Quería preguntar: «¿Y cuándo meentenderás tú a mí? Incluso después de

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ver que sé leer, sigues pensando que nosé nada». Pero parecía ser que no sabíatodo lo que necesitaba saber ni habíavisto lo que era obvio para todosaquellos adultos.

Si sus padres no se lo decían, tal vezaquel capitán lo haría. John Paul miróexpectante a Graff. Y Graff le dio laexplicación que él necesitaba:

—Todos los amigos de tus padresson católicos insumisos. ¿Qué pensaránsi de repente tus hermanos y hermanaspueden ir a la escuela, y tu padre vuelvea la universidad?

Así que se trataba de los vecinos.John Paul no podía creer que sus padressacrificarían a sus hijos e, incluso, a sí

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mismos, solo para que sus vecinos noestuvieran resentidos con ellos.

—Podemos mudarnos —dijo JohnPaul.

—¿Adónde? —preguntó padre—.Existen insumisos como nosotros y haypersonas que renunciaron a su fe. Soloexisten esos dos grupos y prefiero seguircomo estamos a estar en el otro bando.No es por los vecinos, John Paul. Es pornuestra integridad. Es por nuestra fe.

No iba a funcionar. Ahora se dabacuenta. Había pensado que su idea de laEscuela de Batalla podría ayudar a sufamilia. Él habría ido al espacio; sehabría ido y no habría vuelto a su casadurante años, si eso ayudara a su

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familia.—Todavía puedes venir —dijo

Graff—. Incluso si tu familia no quiereliberarse de las sanciones.

Entonces estalló padre. No gritaba,pero su voz era intensa y encendida.

—Queremos librarnos de lassanciones, imbécil. ¡Solo que noqueremos ser los únicos libres!Queremos que la Hegemonía deje dedecirles a los católicos que tienen quecometer pecado mortal y repudiar a laIglesia. Queremos que la Hegemoníadeje de forzar a los polacos a actuarcomo… alemanes.

John Paul conocía aquella perorata ysabía que su padre solía terminar la

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frase diciendo «forzando a los polacos aactuar como judíos, ateos y alemanes».Que no lo dijera era señal de que queríaevitar las consecuencias de hablar frentea aquella gente de la Flota del mismomodo que hablaba frente a otrospolacos. John Paul había leído losuficiente de historia para saber por qué;y se le ocurrió que, aunque padre sufríamucho por las sanciones, tal vez elenfado y el resentimiento hacían que yano perteneciera a la universidad. Padreconocía otras reglas y había elegido novivir bajo ellas, pero no quería que losextranjeros educados supieran que novivía bajo esas reglas. No quería quesupieran que les echaba la culpa a los

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judíos y a los ateos; pero culpar a losalemanes estaba bien.

De repente, lo único que John Paulquería era dejar su hogar. Ir a unaescuela donde no tuviera que seguir lasclases de otros. El único problema eraque John Paul no tenía interés en laguerra. Cuando leía historia, se saltabaesa parte. Pero se llamaba Escuela deBatalla, así que tendría que estudiarmucha guerra, estaba seguro, y al final,si no lo suspendían, tendría que serviren la Flota y recibir órdenes de hombresy mujeres como aquellos oficiales:cumplir la voluntad de otras personastoda la vida. Solo tenía seis años, peroya sabía que odiaba tener que hacer lo

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que otras personas querían, incluso siestaban equivocados. No quería sersoldado. No quería tener que matar. Noquería morir. No quería obedecer aaquella gente imbécil.

Al mismo tiempo, tampoco queríaseguir en aquella situación.Amontonados en el piso gran parte deldía. Con madre siempre cansada. Sinque nadie aprendiera todo lo que podía.Sin que nunca hubiese lo suficiente paracomer. Con ropa vieja y desgastada,nunca lo bastante abrigado en invierno,siempre achicharrado en verano.

Todos pensaban que eran héroes,como Juan Pablo II frente a los nazis ylos comunistas, porque se levantaban

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por su fe contra las mentiras y contra lamaldad del mundo, igual que hizo JuanPablo II como papa. Pero ¿y si resultabaque no eran héroes sino tercos yestúpidos? ¿Y si todos los demás teníanrazón y las familias no deberían tenermás de dos niños? Entonces él no habríanacido.

«¿De verdad estoy aquí porque Diosme quiere aquí?». Tal vez Dios queríaque nacieran niños de todo tipo, pero elresto del mundo no los quería por suspecados y a causa de las leyes delHegemón. Quizás era como la historiade Abraham y Sodoma, en la que Diosestaba dispuesto a salvar la ciudad de ladestrucción si podían encontrar veinte

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personas justas, o incluso diez. Tal vezellos eran las personas justas cuyaexistencia salvaría el mundo, solo porservir a Dios y no inclinarse ante elHegemón. «Pero no me basta con existir—pensó John Paul—. Quiero haceralgo. Quiero aprender todo, saber todo yhacer todo lo bueno. Poder elegir. Yquiero que mis hermanos y hermanastambién puedan elegir. Nunca volveré atener poder como ahora para cambiar elmundo a mi alrededor. En el momento enque la gente de la Flota decida que nome quiere más, no tendré otraoportunidad. Tengo que hacer algo».

—No quiero quedarme aquí —dijoJohn Paul.

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Pudo sentir el cuerpo de padreponerse rígido a su lado y a madre, cuyagarganta producía pequeñísimossollozos.

—Pero no quiero ir al espacio —añadió. Graff no se movió; peroparpadeó.

»Nunca he ido a la escuela. No sé sime gustará —prosiguió John Paul—.Todas las personas que conozco sonpolacas y católicas. No sé lo que esestar con gente que no lo sea.

—Si no vas al programa de laEscuela de Batalla —dijo Graff—, nopodremos hacer nada con el resto de losasuntos.

—¿No podemos ir a algún sitio y

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probar? —preguntó John Paul—. ¿No esposible mudarnos todos a algún lugardonde podamos ir a la escuela sin que anadie le importe que seamos católicos ynueve niños?

—No hay ningún lugar así en elmundo —respondió padre con amargura.

John Paul miró con aire inquisidor aGraff, que lo corroboró:

—Tu padre tiene razón en parte. Unafamilia con nueve niños siempredespertará recelos, no importa dondevayas. Y aquí, como hay muchasfamilias insumisas, se apoyan unas aotras. Hay solidaridad. En cierto sentidoserá peor si os marcháis de Polonia.

—En todos los sentidos —añadió

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padre.—Pero podríamos instalarlos en una

gran ciudad y luego enviar a no más dedos de tus hermanos a cualquier escuela;si son cuidadosos, nadie sabrá que sufamilia es insumisa.

—Quiere decir si mienten —explicómadre.

—¡Ah, discúlpeme! No sabía que sufamilia nunca ha dicho una mentira paraproteger sus intereses —ironizó Graff.

—Está tratando de seducirnos —dijo madre—. Para dividir a la familia.Para llevar a nuestros hijos a escuelasen donde les enseñarán a rechazar la fe,a despreciar la Iglesia.

—Señora —le corrigió Graff—,

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estoy intentando conseguir que un chicomuy prometedor acceda a venir a laEscuela de Batalla porque el mundo seenfrenta a un terrible enemigo.

—¿Ah, sí? —preguntó madre—. Nohago más que oír cosas sobre eseterrible enemigo, esos insectores, esosmonstruos del espacio, pero ¿qué son?

—La razón por la que usted no losve —explicó Graff con paciencia— esque derrotamos a sus dos primerasinvasiones. Y si alguna vez los ve, seráporque habremos perdido la tercera.Incluso entonces no los vería, porque lehabrían hecho cosas tan terribles a lasuperficie de la Tierra que, cuando elprimero de los insectores pusiese un pie

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aquí, no quedarían humanos vivos.Queremos que su hijo nos ayude aprevenirlo.

—Si Dios envía a esos monstruos amatarnos, tal vez sea como en los díasde Noé —le replicó madre—. Quizás elmundo sea tan pérfido que tiene que serdestruido.

—Bueno, si es así —planteó Graff—, entonces perderemos la guerra, noimporta lo que hagamos. Pero ¿y si Diosquiere que ganemos para que tengamosmás tiempo de arrepentirnos pornuestras maldades? ¿No piensa quedeberíamos dejar abierta esaposibilidad?

—No discuta de teología con

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nosotros como si fuera creyente —respondió padre fríamente.

—Ustedes no saben en qué creo —contestó Graff—. Lo único que saben esque vamos a hacer todo lo posible porllevar a su hijo a la Escuela de Batalla,porque nosotros creemos que él esextraordinario, y pensamos que en estacasa está y continuará estando frustrado;desperdiciado.

Madre se tambaleó y padre selevantó de un salto y gritó:

—¡Cómo se atreve!Graff también se puso de pie. La

cólera le hacía parecer peligroso yterrible.

—¡Pensaba que no les gusta mentir!

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Se hizo el silencio, y padre y Graffse miraron el uno al otro a través de lahabitación.

—He dicho que está desperdiciandosu vida y esa es la pura verdad —dijoGraff tranquilamente—. Ni siquiera sehabían dado cuenta de que sabe leer.¿Entienden lo que estaba haciendo elchaval? Estaba leyendo, con unaexcelente comprensión, libros con losque tendrían problemas sus estudiantesuniversitarios, profesor Wieczorek. Yusted no lo sabía. Lo hacía delante deusted, le dijo que lo estaba haciendo yusted no quiso saberlo porque noencajaba en su imagen de la realidad. ¿Yesta es la casa donde una mente como la

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que tiene este muchacho va a sereducada? ¿No cuenta eso como unpequeño pecado venial en su lista depecados? ¿Desperdiciar ese don deDios? ¿No dijo Jesús algo sobreecharles margaritas a los cerdos?

Ahí padre no pudo aguantar más. Seabalanzó sobre Graff para pegarle. PeroGraff era soldado y lo bloqueó confacilidad. No devolvió el golpe; selimitó a usar la fuerza necesaria paradetener a padre hasta que este setranquilizó. Aun así, padre terminó en elsuelo, dolorido, con madre arrodillada asu lado, llorando.

En cualquier caso, John Paul sabíaqué estaba haciendo Graff. Aquel Graff

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había elegido a conciencia las palabrasque podían enfurecer a padre y hacerleperder el control de sí mismo. Pero ¿porqué? ¿Qué intentaba conseguir? Luego sedio cuenta: quería mostrarle a John Paulaquella escena: padre humillado,abatido y madre reducida a llorar a sulado.

Graff habló mirando intensamente alos ojos de John Paul:

—La guerra es una luchadesesperada, John Paul. Por pocopueden con nosotros; por poco ganan.Conseguimos vencer solo porqueteníamos un genio, un comandantellamado Mazer Rackham, que fue capazde ser más astuto que ellos, de encontrar

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sus puntos débiles. ¿Quién será elcomandante la próxima vez? ¿Estará allío estará en algún lugar de Polonia, condos trabajos miserables que no tendránnada que ver con su habilidadintelectual, todo porque cuando teníaseis años pensó que no quería ir alespacio?

¡Ah! Era eso. El capitán quería queJohn Paul viera cómo era la derrota.«Pero ya sé qué aspecto tiene la derrota.Y no voy a dejar que me ganes».

—¿Sigue habiendo católicos fuerade Polonia? —inquirió John Paul—. Losinsumisos, ¿verdad?

—Sí —contestó Graff.—Pero no toda nación es gobernada

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por la Hegemonía como Polonia.—Las naciones insumisas continúan

siendo gobernadas por su sistematradicional.

—Entonces ¿hay alguna nacióndonde pudiéramos vivir con otroscatólicos insumisos sin tener unasanción tan grande que no nos permitaconseguir comida suficiente o que padreno pueda trabajar?

—Todas las naciones insumisasdeben aplicar sanciones a los quequieran superpoblarlas —contestó Graff—. Eso es lo que significa ser insumiso.

—¿Una nación donde podamos seruna excepción y nadie tenga quesaberlo? —preguntó John Paul.

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—Canadá, Nueva Zelanda, Suecia,Estados Unidos —contestó Graff—.Insumisos que no hacen discursos sobrecómo prosperar decentemente allí. Noseríais la única familia cuyos niñosfueran a diferentes escuelas mientras lasautoridades miran para otro lado porqueno les gusta castigar a los niños por lospecados de sus padres.

—¿Cuál es el mejor país? —preguntó John Paul—. ¿Cuál tiene máscatólicos?

—En Estados Unidos es donde haymás polacos y católicos. Y, además, losestadounidenses creen que las leyesinternacionales son para otros, así queno hacen mucho caso de las leyes de la

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Hegemonía.—¿Podemos ir allí? —preguntó John

Paul.—No —respondió padre. Estaba

sentado, con la cabeza gacha, humilladay dolorida.

—John Paul —dijo Graff—, noqueremos que vayas a Estados Unidos.Queremos que vayas a la Escuela deBatalla.

—No iré a menos que mi familiaesté en un lugar donde no pasemoshambre y donde mis hermanos yhermanas puedan ir a la escuela. Mequedaré aquí.

—No irá de todas formas —objetópadre—, no importa lo que usted diga o

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prometa ni lo que John Paul decida.—¡Ah, sí! Usted ha intentado pegarle

a un oficial de la Flota Internacional. Lapena para ese delito es de no menos detres años de cárcel… Pero ya sabe quelos tribunales ponen penas muchomayores a los insumisos. Yo diría queserán siete u ocho años. Por supuesto,está todo grabado, todo —recordóGraff.

—Ha venido a nuestra casa aespiarnos —exclamó madre—. Usted loha provocado.

—Les he hablado sinceramente yustedes no han querido saber la verdad—le replicó Graff—. No le he levantadola mano al profesor Wieczorek ni a

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nadie de su familia.—Por favor, no me mande a la

cárcel —suplicó padre.—Claro que no lo haré —dijo Graff

—. No lo quiero en la cárcel. Perotampoco lo quiero anunciando tonteríassobre lo que pasará o no, sin importar loque yo diga o lo que prometa, ni lo queJohn Paul pueda decidir finalmente.

Ahora entendía John Paul por quéGraff había provocado a padre. Buscabaque no tuviera otra opción más queacceder a lo que John Paul y Graffdecidieran entre ellos.

—¿Qué va a hacer para que yoacepte lo que usted quiere como hahecho con padre? —preguntó John Paul.

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—No gano nada si vienes conmigode mala gana —dijo Graff.

—No iré con usted de buena gana, amenos que mi familia esté en un lugardonde ellos puedan ser felices.

—No hay ningún lugar así en unmundo gobernado por la Hegemonía —sentenció padre.

Entonces fue madre quien detuvo apadre para que no hablara de más. Leacarició la cara y dijo:

—Podemos ser buenos católicos enotro sitio. Que dejemos este lugar, no lequitará el pan de la boca a nuestrosvecinos. No le haremos daño a nadie.Fíjate en lo que John Paul está tratandode hacer por nosotros. —Miró a John

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Paul—. Siento no haber sabido laverdad sobre ti. Siento haber sido tanmala maestra para ti. —Luego rompió allorar.

Padre la abrazó, la atrajo hacia él yla meció. Estaban los dos sentados en elsuelo, consolándose mutuamente.

Graff miró a John Paul, con las cejaslevantadas, como diciendo: «Ya no hayobstáculos, así que… tú decides». Perolas cosas no eran tal como John Paulquería.

—Me engañará —dijo John Paul—.Nos llevará a Estados Unidos, peroluego, si sigo decidido a no ir,amenazará con enviarnos a todos deregreso aquí, peor que antes, y así me

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obligará a ir. —Graff no respondió—.Así que no iré —concluyó John Paul.

—Me engañarás —contestó Graff—.Conseguirás que lleve a tu familia aEstados Unidos para que se establezcanallí y tengan una vida mejor, y luego tenegarás a ir, y esperarás que la FlotaInternacional le permita a tu familiacontinuar disfrutando de las ventajas denuestro trato sin cumplir lo pactado.

John Paul no respondió porque nohabía respuesta. Era exactamente lo queplaneaba hacer. Graff lo sabía y JohnPaul no iba a negarlo; porque saber queJohn Paul planeaba engañarlo nocambiaba nada.

—No creo que haga eso —dijo la

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mujer.John Paul sabía que ella mentía.

Estaba bastante preocupada por que esafuera su intención, pero estaba todavíamás preocupada por que Graff noaceptara el trato que John Paul le pedía.Esa era la confirmación que John Paulnecesitaba. Para aquella gente era muyimportante llevarlo a la Escuela deBatalla; por tanto aceptarían un mal tratosiempre y cuando albergaran laesperanza de que fuera.

También pudiera ser que noimportara lo que acordaran ahora, yaque ellos podían retractarse de supalabra cuando quisieran. Después detodo, eran la Flota Internacional y los

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Wieczorek solo eran una familiainsumisa en un país insumiso.

—Lo que no sabes de mí —dijoGraff— es que pienso con anticipación.

Aquello le recordó a John Paul loque le había dicho Andrew cuando leenseñaba a jugar al ajedrez: «Tienes quepensar por anticipado el próximomovimiento y el siguiente, para verhacia dónde vas en conjunto». John Paulhabía entendido el principio en cuantoAndrew se lo explicó, pero habíaabandonado el ajedrez porque no leimportaba qué les pasaba a unaspequeñas figuras de plástico en untablero de sesenta y cuatro casillas.

Graff estaba jugando al ajedrez, pero

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no con pequeñas figuras de plástico. Sutablero era el mundo y, a pesar de quesolo era capitán, estaba claro que habíaido allí con más autoridad y másinteligencia que el coronel que había idoprimero. Cuando Graff dijo «pienso poranticipado», estaba diciendo —ese teníaque ser su sentido— que estabadispuesto a sacrificar una pieza ahoracon el fin de ganar el juego, como sehace en el ajedrez. Tal vez esosignificaba que no le importaba mentirlea John Paul ahora ni engañarlo después.Pero no, no había razón para rechistar.La única razón para decir lo que habíadicho era que no tenía la intención deengañarlo. Graff estaba dispuesto a ser

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engañado, a aceptar un trato en el que laotra persona pudiera ganar, y ganarrotundamente, siempre y cuando vieraque más adelante podría convertir esaderrota en una victoria.

—Tiene que hacernos una promesaque nunca romperá —propuso John Paul—. Incluso si al final no voy al espacio.

—Tengo la suficiente potestad comopara hacer esa promesa —dijo Graff.

Aunque no dijo nada, estaba claroque la mujer no lo creía.

—¿Estados Unidos es un buen lugar?—preguntó John Paul.

—Hay muchos polacos que vivenallí y que lo creen —le explicó Graff—,pero no es Polonia.

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—Me gustaría ver el mundo enteroantes de morir —dijo John Paul. Nuncase lo había dicho a nadie.

—Antes de morir… —murmurómadre—. ¿Por qué piensas en morir?

Como de costumbre, ella no entendíanada. No estaba pensando en morir;estaba pensando en aprenderlo todo yestaba claro que no tendría tiempo paratodo. ¿Por qué la gente se ponía tantrágica cuando alguien habla de lamuerte? Quizá pensaban que si no lamencionaban, se saltaría a algunaspersonas y los dejaría vivir parasiempre. ¿Y cuánta fe en Cristo teníarealmente madre si temía a la muertetanto que no podía soportar siquiera su

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mención o que su hijo de seis años lohiciera?

—Ir a Estados Unidos podría ser unprincipio —dijo Graff— y lospasaportes estadounidenses no estánrestringidos como los pasaportespolacos.

—Hablaremos de ello —lo emplazóJohn Paul—. Vuelva más tarde.

—¿Está usted loco? —preguntó Helenaen cuanto estuvieron lo bastante alejadoscomo para que no los oyeran—. ¿No esobvio lo que está planeando elmuchacho?

—No estoy loco; sí es obvio.

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—El vídeo de esta reunión va a sermás vergonzoso para usted de lo que elanterior lo fue para Sillain.

—Creo que no —dijo Graff.—¿Por qué? ¿Porque al fin y al cabo

usted tenía la intención de engañar alchico?

—Si hubiera hecho eso, entonces síque estaría loco.

Se detuvo en la acera con laintención de terminar aquellaconversación antes de volver a lafurgoneta con los otros. ¿Se habíaolvidado de que lo que estaba diciendotambién se grababa? No, lo sabía. Noestaba hablando solo con ella.

—Capitana Rudolf —dijo—, usted

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ha visto, y todos verán, que no habíaforma de que pudiéramos llevarnos almuchacho por las buenas al espacio. Noquiere ir. No le interesa la guerra. Esoes lo que hemos conseguido gracias aesa estúpida política represiva con lasnaciones insumisas. Tenemos lo mejorque hemos visto y no podemos usarloporque hemos pasado años creando unacultura que odia a la Hegemonía y, portanto, a la Flota. Nos hemos puesto encontra a millones y millones de personaspor unas absurdas leyes de control depoblación, desafiando sus másprofundas creencias y su identidad comocomunidad, y como el universo tiende aser irónico, por supuesto, nuestra mejor

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oportunidad de tener otro comandantecomo Mazer Rackham se ha presentadoentre aquellos a quienes nos hemospuesto en contra. No he sido yo el que loha hecho y solo un imbécil me culparíapor ello.

—Entonces ¿qué significa todo eseacuerdo que les ha prometido? ¿Cuál esel truco?

—Sacar a John Paul Wieczorek dePolonia, claro.

—Pero ¿de qué nos sirve si noquiere ir a la Escuela de Batalla?

—Él todavía… Él todavía tiene unamente que procesa el comportamientohumano tal como algunos autistas sabiosprocesan números o palabras. ¿No cree

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que sea bueno llevarlo a donde puedatener una educación de verdad y sacarlode un lugar en el que lo adoctrinarán sincesar contra la Hegemonía y la FlotaInternacional?

—Creo que eso está fuera delalcance de su autoridad —respondióHelena—. Trabajamos para la Escuelade Batalla, no para el Comité paraMoldear un Futuro Mejor CambiandoNiños de Sitio.

—Estoy pensando en la Escuela deBatalla —aclaró Graff.

—A la cual John Paul Wieczorek noirá nunca, como usted ha admitido.

—Se está olvidando de lainvestigación que llevamos a cabo.

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Puede no ser definitiva con rigorcientífico, pero ya permite sacarconclusiones. La gente alcanza la cimade su habilidad como comandantemilitar más temprano de lo quepensamos. La mayoría de los chavales,al final de la adolescencia. La mismaedad en la que los poetas hacen susmejores y más apasionados yrevolucionarios trabajos. Y losmatemáticos llegan a la cumbre y luegodescienden; ruedan sobre lo queaprendieron cuando todavía eran lobastante jóvenes como para aprender.Sabemos que, dentro de unos cincoaños, cuando necesitemos uncomandante, John Paul Wieczorek ya

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será demasiado mayor; habrá pasado sucumbre.

—Obviamente le han dadoinformación que yo no poseo —contestóHelena.

—O la he averiguado —dijo Graff—. Cuando ha quedado claro que JohnPaul no iba a ir a la Escuela de Batalla,mi misión ha cambiado. Ahora lo únicoque importa es que lo saquemos dePolonia, lo dejemos en un país sumiso ymantengamos nuestra palabra con él,absolutamente, al pie de la letra, asítendrá la seguridad de que nuestraspromesas se mantendrán inclusosabiendo que nos ha engañado.

—¿Para qué hacer eso? —preguntó

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Helena.—Capitana Rudolf, habla usted sin

pensar.Estaba en lo cierto, de modo que

pensó.—Si podemos esperar a necesitar a

nuestro comandante —dijo ella—,¿disponemos de tiempo para que él secase y tenga hijos, y para que sus hijoscrezcan lo suficiente y lleguen a la edadjusta?

—Es casi así, sí. Tenemos el tiempomuy justo si se casa joven y si se casacon alguien que sea muy, muy brillantepara que la mezcla genética sea buena.

—Pero no irá a intentar controlareso, ¿verdad?

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—Hay muchos grados de actuaciónentre controlar algo y no hacerabsolutamente nada.

—Piensa en el largo plazo, ¿verdad?—Véame como Rumpelstiltskin.Ella se rio.—Claro, ahora lo entiendo. Le

concederá lo que su corazón anhela hoyy luego, cuando lo haya olvidado,aparecerá usted y le pedirá a suprimogénito.

Graff le palmeó el hombro y caminócon ella hacia la furgoneta que esperaba.

—Lo único que no hay es unresquicio, por absurdo que sea, por elque pueda escapar si consigue adivinarmi nombre.

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LA PESTE DEL MAESTRO

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Aquel no era el grupo de la asignaturaComunidad Humana en el que John PaulWiggin quería matricularse; ni siquieraera su tercera opción. El ordenador dela universidad se lo había asignadomediante algún algoritmo que tenía encuenta la antigüedad, cuántas veces lehabían concedido una clase que hubieraelegido como primera opción y muchosotros factores que no significaban nadapara él, excepto que, en vez de poderestudiar con profesores de primeracategoría, por lo que había elegidoaquella universidad, iba a tener quesufrir las torpezas de un estudiante dedoctorado que sabía poco sobre lamateria y menos sobre cómo enseñarla.

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Tal vez el criterio principal delalgoritmo era cuánto necesitaba el cursopara poder graduarse. Lo habían metidoallí porque sabían que no podíaabandonar. Así que se acomodó en suhabitual asiento de la primera fila,mirando el trasero de la profesora, queaparentaba quince años y se vestía comosi la hubieran dejado jugar con elarmario de su madre.

Parecía tener un cuerpo bonito yprobablemente intentaba esconderloyendo desaliñada; pero que supiera quetenía algo que valía la pena escondersugería que no era científica;probablemente ni siquiera se dedicaba ala investigación. «No tengo tiempo de

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ayudarte a trabajar cómo te ves a timisma —le dijo sin hablar a la chica dela pizarra—. Tampoco de ayudarte acomprobar si funciona cualquier métodoextraño de enseñanza que vayas a probarcon nosotros. ¿Qué será?¿Cuestionamiento socrático? ¿Abogadodel diablo? ¿Terapia de grupo? ¿Durezabeligerante? Quiero un profesoraburrido, un vejestorio agotado al bordede la jubilación en vez de una estudiantede posgrado».

Bueno. Era solo aquel semestre. Elsiguiente lo dedicaría a la tesis y luegoya vendría una fascinante carrera en elGobierno, preferiblemente en un puestodesde donde pudiera trabajar para hacer

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caer a la Hegemonía y restaurar lasoberanía de todas las naciones.Polonia, en particular, pero nunca se lohabía dicho a nadie; ni siquiera habíareconocido que había pasado losprimeros seis años de su vida enPolonia. Todos sus documentos decíanque él y su familia entera eranamericanos de nacimiento. Elirremediable acento polaco de suspadres probaba que no era así, peroteniendo en cuenta que era la Hegemoníala que los había trasladado a América yles había dado los papeles falsos, no eraprobable que alguien fuera a insistirsobre ese asunto.

«Así que escriba sus diagramas en la

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pizarra, señorita Quiero-Crecer-Para-Ser-Profesora. Haré unos exámenesperfectos y sacaré sobresaliente, y ustednunca tendrá ni idea de que el alumnomás arrogante, ambicioso e inteligenteen este campus estuvo en su clase». Almenos eso es lo que dijeron cuando loreclutaron. Todo excepto lo dearrogante; la verdad es que nopronunciaron esa palabra, pero lo leyóen sus ojos.

—He escrito todo esto en la pizarraporque quiero que lo memoricen y que,con algo de suerte, lo entiendan. Es labase de todo lo que trataremos en estaasignatura —dijo la estudiante deposgrado.

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Por descontado, John Paul lo habíamemorizado con solo echarle unaojeada. Se trataba de asuntos que nohabía visto en lo que había leído hastaentonces, así que estaba claro que elmétodo que ella usaba era intentar servanguardista y usar las últimas, yprobablemente erróneas,investigaciones.

Lo miró directamente.—Parece muy aburrido, señor…

Wiggin, ¿verdad? ¿Quizá ya conoce elmodelo evolutivo de selección de lacomunidad?

¡Ah, genial! Era uno de esosprofesores que necesitan un chivoexpiatorio en la clase, alguien con quien

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meterse con el fin de apuntarse tantos.—No, señora —le respondió John

Paul—. He venido esperando que ustedme enseñe todo sobre ese tema. —Nopuso ni pizca de sarcasmo en su tono devoz, pero eso lo hacía todavía másincisivo y condescendiente.

Esperaba que a ella se le notara elenfado, pero se limitó a mirar a otroalumno y se puso a hablar. Así que oJohn Paul la había asustado o ella nohabía entendido su sarcasmo y, portanto, no se había dado cuenta de queestaba retándola. La clase no iba a serinteresante ni como deporte sangriento.¡Vaya rollo!

—La evolución humana está dirigida

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por las necesidades de la comunidad —leyó de la pizarra—. ¿Cómo es esoposible, teniendo en cuenta que lainformación genética solo se transmiteentre individuos?

La respuesta fue el habitual silenciode los estudiantes. ¿Miedo de parecerestúpido? ¿Miedo a mostrar interés?¿Miedo a parecer pelota? Por supuesto,algunos eran estúpidos o apáticos deverdad, pero la mayoría de ellosllevaban una vida regida por el miedo.

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Por fin se alzó una mano vacilante.—¿Las comunidades, eh… influyen

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en la selección sexual? ¿Como en elcaso de los ojos rasgados?

—Lo hacen —confirmó la señoritaEstudiante de Posgrado— y elpredominio del pliegue epicántico enAsia oriental es un buen ejemplo, peroes anecdótico; no aumenta lasupervivencia. Yo estoy hablando de laeterna y determinante supervivencia delmás apto. ¿Cómo puede controlarla lacomunidad?

—¿Matando a la gente que no seadapta? —sugirió otro estudiante.

John Paul se deslizó en el asiento ymiró al techo. Haber llegado tan lejos enlos estudios y todavía no entender losprincipios básicos…

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—El señor Wiggin parece aburridocon nuestro debate —dijo la señoritaEstudiante de Posgrado.

John Paul abrió los ojos y echó unvistazo a la pizarra otra vez. ¡Ah! Habíaescrito su nombre: Theresa Brown.

—Sí, señorita Brown, lo estoy —confirmó.

—¿Porque conoce la respuesta oporque no le importa en absoluto?

—No conozco la respuesta —contestó John Paul—, pero tampoco lasabe nadie más en esta aula, exceptousted, así que, hasta que decidadecírnosla, en vez de proporcionarnoseste encantador viaje de descubrimientoen el que los pasajeros pilotan el barco,

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es hora de la siesta.Hubo algún carraspeo y un par de

risas ahogadas.—¿Así que no tiene idea de si la

afirmación que he escrito en el pizarraes verdadera o falsa?

—Supongo que usted sugiere quevivir en comunidad hace que loshumanos tengan mayor probabilidad desobrevivir; y, en consecuencia, másoportunidades para aparearse; y comoresultado, pueden criar más niños quelleguen a la edad adulta, por lo quecualquier rasgo humano individualventajoso para la comunidad, a largoplazo, tendrá mayor probabilidad detransmitirse a la generación siguiente —

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respondió John Paul.Ella pestañeó y dijo:—Sí. Es correcto. —Luego pestañeó

otra vez. Parecía que al dar toda larespuesta de una vez, John Paul habíainterrumpido el plan que tenía paraimpartir aquella clase.

—Pero lo que me pregunto es esto—dijo John Paul—: teniendo en cuentaque una comunidad humana depende desu adaptabilidad para prosperar, lo quela fortalece no es un conjunto de rasgosúnico. Así que la vida en comunidaddebería promover la variedad y no unascaracterísticas limitadas.

—Eso es verdad de entrada —concedió la señorita Brown—; sería

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cierto si no fuera porque solo hay unospocos tipos de comunidad humana quesobrevivan el tiempo suficiente comopara aumentar la probabilidad de lasupervivencia individual.

Caminó hasta la pizarra y borróparte de las frases que John Paul habíahecho innecesarias al ir directo al grano.En su lugar, escribió dos títulos:«Tribal» y «Civil».

—Hay dos modelos que todacomunidad humana exitosa sigue —dijoella. Miró a John Paul y le preguntó—:¿Cómo definiría una comunidad exitosa,señor Wiggin?

—La que maximiza la capacidad desus miembros de sobrevivir y

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reproducirse —contestó.—¡Ay, si eso fuera cierto! —

exclamó ella—, pero no lo es. Lamayoría de las comunidades humanasexigen a un gran número de susmiembros una conducta contraria a lasupervivencia. El ejemplo obvio sería laguerra; en ella los miembros de unacomunidad se arriesgan a morir, por logeneral a la edad en la que están a puntode fundar una familia. Muchos de ellosmueren. ¿Cómo se puede transmitir lavoluntad de morir antes dereproducirse? Los individuos que tieneneste rasgo son los menos propensos areproducirse.

—Pero eso solo sucede con los

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hombres —manifestó John Paul.—Hay mujeres en el ejército, señor

Wiggin.—Pocas —replicó John Paul—,

porque los rasgos que caracterizan a losbuenos soldados son menos comunes enlas mujeres y la voluntad de ir a laguerra es rara en ellas.

—Las mujeres pelean con saña yestán dispuestas a morir para proteger asus hijos —apostilló la señorita Brown.

—Exactamente: a sus hijos; no a lacomunidad en su conjunto —le replicóJohn Paul.

Estaba improvisando aquellas ideasmientras hablaba, pero tenía sentido loque decía y era interesante, así que iba a

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dejarla jugar al cuestionamientosocrático.

—Y, sin embargo, las mujeres sonlas que establecen los lazos másestrechos dentro de la comunidad —añadió ella.

—Y las jerarquías más rígidas, perolo hacen mediante la recriminaciónsocial, no mediante la violencia —objetó John Paul.

—Lo que usted dice es que la vidacomunitaria promueve la violencia enlos hombres y el civismo en las mujeres.

—No la violencia, sino la voluntadde sacrificarse por una causa —puntualizó John Paul.

—En otras palabras —dijo la

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señorita Brown—: el hombre cree lashistorias que la comunidad le cuenta, yeso es suficiente como para morir ymatar. ¿Y la mujer?

—Ellas las creen como para… —John Paul hizo una pausa, pensando denuevo en lo que sabía sobre lasdiferencias sexuales aprendidas y noaprendidas—. Las mujeres tienen queestar dispuestas a criar a sus hijos enuna comunidad que quizá les exija quemueran. Así que tanto los hombres comolas mujeres tienen que creerse el cuento.

—Y el cuento que se creen es quelos hombres son prescindibles y lasmujeres no —dijo la señorita Brown.

—Hasta cierto punto.

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—¿Y por qué sería útil para lacomunidad creerlo? —preguntó,dirigiéndose a la clase en general.

Las respuestas aparecieron bastanterápido ya que al menos algunosestudiantes estaban siguiendo laconversación.

—Porque aunque mueran la mitad delos hombres, todas las mujeres podríanreproducirse.

—Porque proporciona una salidapara la agresividad masculina.

—Porque deben ser capaces dedefender los recursos de la comunidad.

John Paul observó cómo ibacomentando cada una de las respuestasTheresa Brown.

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—Las comunidades que han sufridopérdidas terribles en la guerra¿abandonan la monogamia o dejan quehaya muchas mujeres que no sereproduzcan? —Y dio el ejemplo deFrancia, Alemania e Inglaterra despuésde la masacre de la Primera GuerraMundial.

»¿La guerra surge de la agresividadmasculina? ¿O es la agresividadmasculina un rasgo que las comunidadestienen que promover para poder ganarlas guerras? ¿Es la comunidad la queprima el rasgo o el rasgo el que dirige lacomunidad?

John Paul se dio cuenta de que aquelera el punto crucial de la teoría que ella

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estaba exponiendo; y le gustaba lapregunta.

—¿Y cuáles son los recursos queuna comunidad tiene que proteger? —planteó para acabar.

Comida, dijeron. Agua, refugio. Peroaquellas respuestas obvias no parecíanser lo que ella estaba buscando.

—Todo ello es importante, peroolvidan lo fundamental.

Para su sorpresa, John Paul seencontró pensando la respuesta correcta.Nunca hubiera imaginado que le podíaocurrir algo así en una clase impartidapor una estudiante de posgrado. ¿Quérecurso de una comunidad podía ser másimportante para su supervivencia que la

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comida, el agua o el refugio?Levantó la mano.—El señor Wiggin cree que lo sabe

—anunció, mirándolo.—Vientres —dijo.—Como recurso de toda una

comunidad —puntualizó ella.—Como comunidad —le corrigió

John Paul—. Las mujeres son lacomunidad.

Ella sonrió.—Ese es el gran secreto.Algunos estudiantes lanzaron sus

objeciones en voz alta: que si loshombres habían sido siempre los quegobernaban las comunidades, que si lasmujeres eran tratadas como propiedad…

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—Algunos hombres —respondióella—… la mayoría de los hombres sontratados como propiedad, más que lasmujeres. Porque las mujeres nunca sedesperdician, mientras que los hombresse desperdician a cientos en tiempos deguerra.

—Pero los hombres gobiernan —protestó un estudiante.

—Sí, lo hacen —aceptó la señoritaBrown—. Un puñado de machos alfagobierna, mientras que otros hombres seconvierten en herramientas. Pero inclusolos gobernantes saben que el mayorrecurso de una comunidad son lasmujeres, y para sobrevivir unacomunidad tiene que poner todos sus

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esfuerzos en una tarea fundamental:promover la capacidad reproductiva delas mujeres y conseguir que sus hijoslleguen a la edad adulta.

—Entonces ¿qué pasa con lassociedades que practican el abortoselectivo o matan a las niñas? —insistióun estudiante.

—Serían sociedades que handecidido morir, ¿no? —dijo la señoritaBrown.

Consternación. Escándalo.Era un modelo interesante. En las

comunidades que eliminaran a las niñashabría menos mujeres que alcanzaran laedad reproductiva; por tanto no podríanmantener una gran población.

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Levantó la mano de nuevo.—Ilumínenos, señor Wiggin —lo

invitó ella.—Solo tengo una pregunta —dijo él

—. ¿No podría haber alguna ventaja entener un exceso de hombres?

—No veo ninguna que seaimportante —dijo la señorita Brown—,ya que la gran mayoría de lascomunidades humanas, especialmenteaquellas que han sobrevivido durantemás tiempo, han mostrado la firmevoluntad de deshacerse de hombres, node mujeres. Además, matar a las niñashace que sea mayor la proporción dehombres, pero en números absolutos haymenos, ya que hay menos mujeres para

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darlos a luz.—¿Y qué pasa cuando los recursos

son escasos? —preguntó un estudiante.—¿Qué pasa con eso? —dijo la

señorita Brown.—Quiero decir… si no hay que

reducir la población a valoressostenibles.

De repente la sala se quedó ensilencio. La señorita Brown se rio.

—¿Alguien quiere intentar respondera eso?

No habló nadie.—¿Y por qué, de repente, nos

quedamos callados? —preguntó ella.Esperó. Por fin alguien murmuró:—Las leyes de población.

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—¡Ah, política! —exclamó ella—.Tenemos una decisión mundial queapunta a reducir la población humanamediante la limitación de dos hijos porpareja. Y no quieren hablar de ello.

El silencio significaba que noquerían ni siquiera hablar sobre el hechode que no querían hablar.

—La raza humana está luchando porsu supervivencia contra la invasiónalienígena y en el proceso decidimostratar de limitar nuestra reproducción —explicó ella.

—Alguien cuyo nombre es Browndebe saber lo peligroso que puederesultar afirmar públicamente suoposición a las leyes de población.

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Ella lo miró fríamente.—Esta es una clase científica, no un

debate político —le dijo—. Hay rasgosde la comunidad que promueven lasupervivencia del individuo y rasgosindividuales que promueven lasubsistencia de la comunidad. En estaclase, no tenemos ningún temor a irdonde nos lleven las pruebas.

—¿Y si eso elimina cualquieroportunidad de conseguir un trabajo? —preguntó un estudiante.

—Estoy aquí para enseñar a losestudiantes que quieran saber lo que yosé —aclaró ella—. Si es usted uno deellos, entonces los dos somosafortunados; si usted no lo es, entonces

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me tiene sin cuidado. Pero no voy adejar de enseñarles algo porque pudierarestarles oportunidades de encontrar unempleo.

—Entonces ¿es cierto que él es supadre? —preguntó una chica en laprimera fila.

—¿Quién? —inquirió Brown.—Ya sabe a quién me refiero —

respondió la chica—: Hinckley Brown.Hinckley Brown. El estratega militar

cuyo libro era todavía la biblia de laFlota Internacional, a la que renunció yde la que se apartó por negarse acooperar con las leyes de población.

—Y eso sería relevante para ustedporque… —apuntó la señorita Brown.

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La respuesta fue agresiva:—Porque tenemos derecho a saber

si está enseñándonos ciencia o religión.«Eso es cierto», pensó John Paul.

Hinckley Brown era mormón y losmormones eran insumisos.

Insumiso como los propios padresde John Paul, que eran polacoscatólicos. Insumiso como John Paulpretendía ser, en cuanto encontrara aalguien con quien quisiera contraermatrimonio. Alguien que tambiénquisiera castigar a la Hegemonía y a suley de tener dos hijos por familia.

—¿Qué pasa si los descubrimientosde la ciencia coinciden, en un punto enconcreto, con las creencias de una

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religión? ¿Rechazamos la ciencia pararechazar la religión?

—¿Y si la religión influye en laciencia? —atacó la estudiante.

—Por suerte su pregunta no es soloestúpida y ofensiva, sino que también esintrascendente —le respondió laseñorita Brown—, porque sea cual seala relación familiar que yo pueda tenercon el famoso almirante Brown, la únicacosa que importa es mi ciencia y, siusted desconfía de ella, mi religión.

—Entonces ¿cuál es su religión? —preguntó la estudiante.

—Mi religión es intentar refutartodas las hipótesis —le respondió laseñorita Brown—. Y entre ellas su

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hipótesis de que los profesores debenser juzgados en función de quiénes sonsus padres o su pertenencia a un grupo.Si me encuentra enseñando algo que nopuede argumentarse a partir de laspruebas, entonces puede presentar unaqueja. Y como parece serparticularmente importante para ustedevitar una idea contaminada por lascreencias de Hinckley Brown, laexpulsaré de la clase… Ahora.

Mientras terminaba la frasegarabateaba instrucciones en su mesa,que estaba sobre la tarima. Levantó lavista.

—Listo. Puede irse y gestionar enlas oficinas del departamento que la

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admitan en otro grupo diferente de estaasignatura.

—No quiero dejar esta clase. —Laestudiante estaba atónita.

—No recuerdo haberle preguntadoqué es lo que usted quiere hacer —dijola señorita Brown—. Es intolerante yalborotadora, y no tengo por quéaguantarla en mi clase. Eso va para elresto de ustedes. Seguiremos las pruebasy discutiremos ideas, pero no vamos acuestionar la vida personal de laprofesora. ¿Alguien más quiere irse?

En aquel momento, John Paul Wigginse enamoró perdidamente.

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Theresa dejó que la excitación que leprovocaba la clase de ComunidadHumana la embargara durante variashoras. No había empezado bien: el chicoWiggin parecía ser problemático,aunque resultó que era tan listo comoarrogante y acabó estimulando a losmuchachos más brillantes de la clase; yal fin y al cabo, eso era lo que más legustaba a Theresa de dar clases: queunas cuantas personas pensaran sobrelas mismas ideas, concibieran el mismouniverso y, así, durante un instante,fueran un solo ser.

El chico Wiggin. Le hacía gracia su

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propia actitud. Probablemente era másjoven que él, pero se sentía muy vieja.Hacía ya unos cuantos años que estabaen la universidad y se sentía como sillevara el mundo a cuestas. No solotenía que preocuparse por su carrera;además tenía la presión constante de lacruzada de su padre. Todo lo que hacíase interpretaba como si su padre hablaraa través de ella, como si, de algunamanera, controlara su mente y sucorazón. ¿Por qué no iban a pensar eso?Él lo hacía. Pero no quería pensar en él.Era científica, aunque estuviera másbien en el lado teórico, y ya no era unacría. Es más, no era un soldado de suejército, algo que él nunca había

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aceptado ni aceptaría, especialmenteahora que su ejército era pequeño ydébil.

En aquel momento la llamaron a unareunión con el decano. No era habitualque los estudiantes de posgrado sereunieran con el decano; y que lasecretaria asegurara no saber de qué ibala reunión ni quién más iba a acudir leprodujo desconfianza.

A finales de verano el tiempo erabastante cálido, a pesar de estar muy alnorte, pero como Theresa vivía depuertas adentro, apenas lo notaba. Desdeluego, no se había vestido para latemperatura que hacía aquella tarde.Cuando llegó a las oficinas de la escuela

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de posgrado estaba empapada en sudor,y como la secretaria la hizo entrardirectamente no le dio tiempo arefrescarse con el aire acondicionado.Las cosas iban de mal en peor. Estaba eldecano y su tribunal de tesis en pleno, yla doctora Howell, que, por lo visto,había abandonado su jubilación paraaquella ocasión, fuera lo que fueseaquella ocasión. Apenas dedicaron unosinstantes a la cortesía antes de darle lasnoticias.

—La fundación ha decididoretirarnos la financiación a menos que laquitemos a usted del proyecto.

—¿Con qué argumentos? —preguntóella.

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—Más que nada por su edad —contestó el decano—. Usted esdemasiado joven para dirigir unproyecto de investigación de estamagnitud.

—Pero es mi proyecto. Solo existeporque yo lo pensé.

—Ya sé que parece injusto —dijo eldecano—, pero no dejaremos que esointerfiera en su avance hacia eldoctorado.

—¿No dejarán que interfiera? —Soltó una risa nerviosa—. Tardé un añoen conseguir esa subvención, a pesar deque mi proyecto tiene un valor evidentepara la actual situación del mundo. Nome dirá que esto no retrasará mi tesis

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unos cuantos años, aunque consiga unproyecto de investigación alternativo.

—Reconocemos el problema queesto puede causarle, pero estamospreparados para otorgarle su título conun proyecto de menor… magnitud.

—Explíquemelo —dijo ella—.Confían tanto en mí que me darán untítulo sin preocuparse por mi tesis, pero,sin embargo, no confían lo suficientecomo para dejarme por lo menosparticipar en un proyecto que yo diseñé.¿Quién va a dirigirlo?

Miró al presidente del jurado, que seruborizó.

—Ni siquiera forma parte de suámbito de trabajo —objetó ella—. Es

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mi área y de nadie más.—Como ha dicho, usted diseñó el

proyecto —admitió el presidente—.Seguiremos su plan al pie de la letra.Los datos que se obtengan tendrán elmismo valor, independientemente dequién lo dirija.

Ella se puso de pie.—Por supuesto, me voy —anunció

—. No pueden hacerme esto.—Theresa… —empezó la doctora

Howell.—¡Ah, vaya! ¿Es usted quien tiene

que convencerme?—Theresa —volvió a decir la vieja

mujer—, sabes perfectamente bien dequé va esto.

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—No, no lo sé —le replicó Theresa.—Nadie en esta mesa lo admitirá,

pero… tu juventud es la principal razón,pero no la única.

—¿Y cuál es la secundaria?—Yo creo que si tu padre volviera

de su retiro, no habría objeción para quealguien tan joven dirigiera un importanteproyecto de investigación —apuntó ladoctora Howell.

Theresa miró a los otros y dijo:—No pueden hablar en serio.—Nadie lo ha confirmado, pero nos

han insinuado que el asunto partió delprincipal cliente de la fundación —explicó el decano.

—La Hegemonía —aclaró el

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presidente.—Así que soy rehén de la política

de mi padre.—O de su religión —añadió el

decano—; o lo que sea que lo impulse.—Y ustedes dejarán que su

programa académico sea manipuladopara… para…

—La universidad depende de lassubvenciones —dijo el decano—.Imagine qué pasaría si empezaran arechazar nuestras solicitudes una a una.La Hegemonía tiene una enormeinfluencia; en todas partes.

—En otras palabras: no puedes ir aotro lugar —dijo la doctora Howell—.Somos una de las universidades más

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independientes y ni aun así somos libres.Por eso están dispuestos a darte el títulode doctora pese a que no puedes seguirla investigación; porque lo mereces ysaben que lo que están haciendo essumamente injusto.

—¿Y no se me vetaría también parala docencia? ¿Quién querría tenerme enel claustro? Una doctora que no puedeenseñar su investigación; sería un chiste.

—Nosotros te contrataríamos —dijoel decano.

—¿Por qué? —indicó Theresa—.¿Acaso por caridad? ¿Qué podríaconseguir en una universidad donde nopuedo investigar?

La doctora Howell suspiró y dijo:

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—Porque, por supuesto, continuaríasliderando el proyecto. ¿Quién máspodría gestionarlo?

—Pero no figuraría mi nombre —adivinó Theresa.

—Es una investigación importante—dijo la doctora Howell—. Lasupervivencia de la especie humana estáen juego. Hay una guerra, tú lo sabes.

—Transmítale eso a la fundación ylogre que ellos le digan a la Hegemoníaque…

—Theresa —le cortó la doctoraHowell—, tu nombre no estará en elproyecto y no será tu tesis, pero ennuestro campo todo el mundo sabráexactamente quién lo llevó a cabo.

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Tendrás un puesto permanente aquí, undoctorado y una tesis cuya autoría seráun secreto a voces. Todo lo que tepedimos es que tragues saliva y acepteslos ridículos requisitos que nosimponen. Y no, ahora no vamos aescuchar tu decisión; de hecho,ignoraremos todo lo que digas o hagasen los próximos tres días. Habla con tupadre. Habla con cualquiera denosotros, todo lo que necesites. Pero norespondas hasta que no hayas podidoreponerte del disgusto.

—No me trate como a una niña.—No, querida —dijo la doctora

Howell—. Nuestro plan es tratarte comoun ser humano al que valoramos

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demasiado como para… ¿Cuál era tupalabra favorita?… «desecharlo».

El decano se puso de pie.—Pues tras esto, vamos a levantar

esta sesión horrible, con la esperanza deque te quedes con nosotros incluso bajoesas crueles circunstancias. —Y salióde la habitación.

Los miembros del tribunal leestrecharon la mano. Ella aceptó losapretones de manos aturdida. La doctoraHowell la abrazó y le susurró:

—La guerra que está librando tupadre tendrá muchas víctimas antes deque acabe. Puede que te salpique, pero,por el amor de Dios, no mueras por él,profesionalmente hablando.

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La reunión y, con toda probabilidad,su carrera, habían terminado.

John Paul la vio cruzando el patio y seacomodó contra la barandilla de laescalera en la entrada del edificio deCiencias Humanas.

—¿No hace un poco de calor parallevar jersey? —le preguntó.

Ella se detuvo y lo miró el tiemposuficiente como para que él se imaginaraque estaba tratando de recordar quiénera.

—Wiggin —dijo ella.—John Paul —añadió él,

extendiendo la mano.

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Ella le miró la mano y luego elrostro.

—¿No hace un poco de calor parallevar jersey? —dijo ella vagamente.

—¡Qué gracioso! Eso mismo estabapensando —respondió John Paul. Estabaclaro que la chica estaba distraída poralgo.

—¿Esa técnica le funciona? ¿Decirlea una chica que no va bien vestida? ¿Ose trata de hablar por no callar?

—¡Ay! —exclamó él—, se ha dadocuenta. Pero sí, funciona con la mayoríade las mujeres. Tengo que quitármelasde encima con matamoscas.

Hubo un nuevo silencio, solo queesta vez él no iba a esperar a la

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respuesta ácida de ella. Para teneralguna oportunidad, tenía que reconducirla conversación rápidamente.

—Lamento haber soltado lo primeroque se me ocurrió —se disculpó JohnPaul—. Lo he dicho porque la verdad esque hace calor para llevar jersey; yporque quería saber si podía distraerlaun momento para hablarle.

—No puede —dijo la señoritaBrown.

Pasó a su lado y siguió en direccióna la puerta del edificio. Él la siguió.

—En realidad, esta es su hora deatención a los alumnos, ¿no es así?

—Entonces diríjase a mi oficina —le ordenó ella.

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—¿Le importa si voy con usted?Ella se detuvo y le corrigió:—No estamos en mi horario de

atención a los alumnos.—Debería haberme fijado.Ella empujó la puerta y entró en el

edificio. Él la siguió diciendo:—Mírelo de esta forma: no habrá

cola ante su puerta.—Nunca hay cola ante mi puerta.

Tengo, en un horario pésimo, un grupocon poco prestigio de la asignaturaComunidad Humana —le explicóTheresa.

—Hace tiempo que eso me quedóclaro —dijo John Paul.

Estaban al pie de las escaleras que

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llevaban al segundo piso. Ella se pusofrente a él.

—Señor Wiggin, en cuanto ainteligencia, está usted por encima de lamedia de los alumnos y quizás otro díapodría disfrutar de nuestro badinage.

Él sonrió. Era raro que una mujer ledijera badinage a un hombre. Pocasmujeres conocían aquella palabra.

—Sí, sí —continuó ella, como sitratara de responder a la sonrisa—, perohoy no es un buen día. No lo veré en mioficina. Tengo otras cosas en la cabeza.

—Yo no tengo nada en la mía y soymuy bueno escuchando,extraordinariamente discreto —seofreció John Paul.

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Ella comenzó a subir las escaleras,delante de él.

—Eso me parece difícil de creer.—Pues puede creerlo. Por ejemplo,

casi todo lo que pone en mi expedienteescolar es mentira y nunca se lo he dichoa nadie.

A ella le costó unos segundosentender el chiste, pero al final lecontestó con una risita. Era un progreso.

—Señorita Brown, lo cierto es quequería hablar con usted sobre las ideasque discutimos en clase. No importa loque piense; por supuesto, no era miintención venir a hacerme el gracioso oel listo con usted, pero me sorprendióque parece estar enseñando unos

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conceptos de la asignatura ComunidadHumana que no son los habituales.Quiero decir que no hay nada de lo queusted explica en el libro de texto, que vade primates, vínculos y jerarquías.

—Trataremos todo eso.—Hace tiempo que no encuentro un

profesor que sepa cosas que yo no hayaaprendido por mis propios medios.

—No sé cosas —le contradijo ella—. Intento averiguar cosas. Es diferente.

—Señorita Brown, no voy a irme.Ella se detuvo en la puerta de su

oficina.—¿Y por qué? Tengo que decirle

que podría interpretar esto como acoso.—Señorita Brown, creo que usted es

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más inteligente que yo.Ella se rio.—Por supuesto que soy más

inteligente que usted.La señaló, triunfante.—¿Ve? Y también usted es

arrogante. Tenemos mucho en común.¿De verdad va a cerrarme la puerta en lacara?

Ella le cerró la puerta en la cara.

Theresa intentó trabajar sobre supróxima clase. Trató de leer variasrevistas científicas, pero no podíaconcentrarse. En lo único que pensabaera en que le estaban quitando su

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proyecto; no el trabajo, sino los méritos.Intentó convencerse de que lo queimportaba era la ciencia, no el prestigio.No era como aquellos patéticosestudiantes de posgrado para quienes lacarrera lo era todo y las investigacioneseran solo meros escalones; lo que a ellale importaba era la investigación en símisma. Así que por qué no reconocer larealidad política, aceptar lacolaboracionista oferta que le hacían yconformarse. No era cuestión deméritos. Allí estaba la Hegemoníapervirtiendo el sistema de la cienciacomo medio de extorsión. No es que laciencia fuera particularmente pura, perocomparada con la política, lo era.

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Se encontró mirando los datos de losestudiantes en su mesa; los reconocía enlas fotos y echaba un vistazo a lasfichas. En el fondo, sabía que estababuscando a John Paul Wiggin. Leintrigaba lo que le había dicho sobre suexpediente académico, y buscarlo eratan sencillo que podía seguir con ellomientras pensaba en lo que le estabanhaciendo.

John Paul Wiggin. El segundo hijode Brian y Anne Wiggin; su hermanomayor se llamaba Andrew. Nacido enRacine, Wisconsin, por lo que debía deser un experto sobre qué tiempo tieneque hacer para ponerse un jersey.Sobresalientes en la escuela pública de

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Racine. Acabó un año antes de lonormal, con las mejores notas, muchosclubes, tres años de fútbol. Exactamentelo que la gente de admisión vabuscando. Y su ficha allí en launiversidad era tan buena como loanterior; nada por debajo desobresaliente y nada de asignaturasfáciles. Un año más joven que ella. Y,sin embargo, no tenía ninguna titulación,lo que sugería que, aunque tenía créditoscomo para graduarse al acabar aquelcurso, todavía no había elegido lacarrera. Un diletante brillante. Unapérdida de tiempo.

Pero había dicho que todo era unamentira. ¿Qué parte? Seguro que las

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notas, no; estaba claro que era lobastante listo para sacarlas. ¿Qué máspodía ser una mentira? ¿Con qué fin? Noera más que un chaval intentandohacerse el interesante. Se dio cuenta deque ella era joven para ser profesora, ypara él, que tenía una vida centrada enlos estudios, el profesor estaba en lacima del prestigio. Tal vez queríacongraciarse con todos los profesores.Si resultaba problemático iba a tenerque preguntar a otros y ver si secomportaba así habitualmente.

La mesa emitió un bip que leindicaba que tenía una llamada. Apretóla tecla SIN IMAGEN y luego CONTESTAR.Sabía quién era, por supuesto, aunque no

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apareciera número telefónico niidentificación ningunos.

—Hola, padre —saludó.—Pon la imagen, cariño, quiero

verte la cara.—Tendrás que buscarla en tu

memoria —le replicó—. Padre, noquiero hablar ahora.

—Esos bastardos no pueden hacerteesto.

—Sí pueden.—Lo siento, cariño, nunca quise que

mis decisiones te afectaran.—Me afectará que no estés para

detener a los insectores si hacen volar elplaneta Tierra —dijo ella.

—Y si nosotros derrotamos a los

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insectores, pero perdemos todo aquelloque hace valioso al ser humano…

—Padre, no me sueltes un discursopolítico, ya me lo sé.

—Cariño, solo digo que no habríahecho esto si hubiera sabido que iban aintentar arruinarte la carrera.

—¡Ah, claro!, pondrías a toda laraza humana en peligro, pero no lacarrera de tu hija.

—No estoy poniendo nada enpeligro. Ellos ya tienen todo lo que sé.Soy un teórico, no un comandante, y loque necesitan ahora es un comandante,alguien con habilidades completamentedistintas de las mías. Así que esto essolo… un ataque de ira porque mi salida

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de la Flota Internacional les dio malaprensa y…

—Padre, ¿no te das cuenta de que note he llamado?

—Acabas de enterarte.—Sí, ¿y quién te lo ha dicho?

¿Alguien de la universidad?—No, fue Grasdolf, mi amigo en la

fundación y…—Exactamente.Su padre suspiró.—Eres tan cínica.—¿Qué ventaja hay en apresar un

rehén si luego no mandas una nota derescate?

—Grasdolf es un amigo; estánutilizándolo. Hablo muy en serio cuando

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te digo que…—Padre, quizá pienses, por un

momento, que renunciarías a tuquijotesca cruzada con el fin de hacer mivida más fácil, pero el hecho es que nolo harías: tú lo sabes y yo lo sé. Nisiquiera quiero que te rindas. No meimporta, ¿vale? Así que tu concienciaestá limpia; su intento de extorsiónestaba destinado a fracasar, la escuelaestá cuidándome a su modo, y, ¡oye!,tengo un estudiante inteligente, muymono y engreído que incordia en una demis clases y está intentando ligarconmigo, así que la vida es casiperfecta.

—¿No eres la mártir inocente?

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—¿Ves cómo esto se ha convertidoen una discusión?

—Porque no quieres hablarconmigo, solo dices lo que piensas queme alejará.

—Pues parece que no lo heencontrado todavía, pero ¿me acerco?

—¿Por qué lo haces? ¿Por qué lescierras la puerta a todos los que sepreocupan por ti?

—Me parece que solo le he cerradola puerta a gente que quiere algo de mí.

—¿Y qué crees que quiero?—Ser conocido como el estratega

militar más brillante de todos lostiempos y, además, tener a tu familiadedicándose a ti, como podría haber

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ocurrido si te hubiéramos conocido. Y¿ves? No quiero hablar de esto; yahemos pasado por todo esto y cuandocuelgue, que es lo que estoy a punto dehacer, por favor no sigas llamándome ydejando patéticos mensajes en mioficina. Y sí, te quiero y eso lo llevobien, así que se acabó. Punto. Adiós.

Colgó.Solo entonces fue capaz de llorar.

Lágrimas de frustración, eran solo eso.Nada. Necesitaba liberarse. Ni siquieraimportaba si se daban cuenta de queestaba llorando, siempre que suinvestigación fuera desapasionada. Notenía por qué vivirlo de aquella manera.

Cuando paró de llorar dejó caer la

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cabeza sobre los brazos encima de lamesa y quizá se durmió un rato. Seguroque sí; era entrada la tarde. Teníahambre y necesitaba orinar. No habíacomido desde el desayuno y siempre ledaban mareos alrededor de las cuatrocuando se había saltado el almuerzo.

Los expedientes de los estudiantesseguían en su mesa. Los sacó, se levantóy se arregló la ropa sudada. Pensó: «Laverdad es que hace calor para llevarjersey», sobre todo si era grueso comoaquel. Pero no llevaba camisa debajo,por lo que no había solución: no lequedaba más remedio que ir a casacomo una bola de sudor.

Si fuera a casa durante el día podría

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cambiarse de ropa; pero ya no teníaningún interés en trabajar hasta tarde. Apartir de aquel momento, en todo lo quehiciera figuraría el nombre de otrapersona, ¿verdad? Al diablo con todos ylas subvenciones que manejaban.

Abrió la puerta… Y allí estaba elchico Wiggin, sentado de espaldas a lapuerta, poniendo unos cubiertos deplástico sobre servilletas de papel. Elolor a comida caliente casi la hizoretroceder hasta la oficina. La miró perono sonrió.

—Rollitos de primavera de Hunan—anunció él—; pollo satay de My Thai;ensaladas de Garden Green; y, si quiereesperar unos minutos más, tendremos

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setas rellenas de Trompe L’Oeuf.—Lo único que quiero es hacer pis

—dijo ella—. No quiero hacerlo encimade estudiantes dementes acampados antemi puerta, así que si se echa a un lado…

Él se movió.Después de lavarse las manos pensó

en no volver a la oficina. Había dejadola puerta cerrada, llevaba la cartera y nole debía nada a aquel chaval. Pero lacuriosidad pudo más. No iba a comernada de aquello, pero tenía queaveriguar la respuesta a una pregunta.

—¿Cómo supo cuando iba a salir?—preguntó de pie junto al picnic que élhabía preparado.

—No lo sabía —respondió—. La

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pizza y los burritos están en la basuradesde hace treinta y quince minutos,respectivamente.

—Quiere decir que ha ido pidiendocomida a intervalos para…

—Para que cuando usted saliera,hubiera algo caliente y/o fresco.

—¿Y, o?Se encogió de hombros.—Si no le gusta, no pasa nada. Mi

presupuesto es limitado porque vivo delo que me pagan como vigilante en eledificio de Ciencias Físicas y, si a ustedno le gusta, lo único que pasará es quela mitad de mi paga semanal se habráido por el retrete.

—La verdad es que es usted un

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perfecto mentiroso —dijo ella—. Sé loque les pagan a los vigilantes a tiempoparcial y tendría que dedicar el sueldode dos semanas, al menos, para pagartodo esto.

—Así que supongo que no se sentaráy comerá conmigo por lástima.

—Sí, lo haré —dijo—, pero no porlástima.

—¿Por qué lo haría, entonces?—Por mí, por supuesto —contestó

sentándose—. No voy a tocar las setas.Soy alérgica al shitake y en Oeuf creenque son las únicas setas que valen lapena. Y el satay seguro que está fríoporque nunca lo sirven caliente, nisiquiera en el restaurante.

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Él le colocó una servilleta de papelsobre las piernas cruzadas y, al mismotiempo, le entregó un cuchillo y untenedor.

—Entonces ¿quiere saber qué partede mi expediente es mentira? —preguntó.

—No me interesa —contestó ella—;y no he buscado su expediente.

Él señaló su mesa.—Hace tiempo instalé un programa

de control en la base de datos. Meinforma cuándo se accede a mis cosas yde quién lo hace.

—Eso es absurdo —dijo ella—.Dos veces al día limpian los virus delsistema.

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—Limpian los virus conocidos y lasanomalías detectables —dijo él.

—Pero ¿me cuenta su secreto a mí?—Solo porque me ha mentido —

aclaró—. Los mentirosos no se delatanmutuamente.

—Está bien —dijo ella queriendodecir: «Está bien, ¿cuál es la mentira?».Pero entonces probó el rollito deprimavera y dijo de nuevo—: Está bien.—Esta vez quería decir: «La comida esbuena. Está bien».

—Me alegra que le hayan gustado.Los tienen cortados en jengibre y lashortalizas cogen el sabor, aunque, porsupuesto, yo los sumerjo en esta potentesalsa de soja, chile y mostaza, así que no

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tengo ni idea de cómo saben en realidad.—Déjeme probar la salsa —le pidió

ella.Tenía razón, era tan buena que pensó

ponerla en la ensalada comocondimento. O beberla del pequeñovaso de plástico.

—Y en caso de que quiera saber quéparte de mi expediente es mentira, puedodarle la lista entera: Todo. La únicaafirmación verdadera es el artículo el.

—Eso es absurdo. ¿Quién haría eso?¿Con qué fin? ¿Es usted un testigoprotegido?

—No nací en Wisconsin, nací enPolonia. Viví allí hasta los seis años.Estuve en Racine durante dos semanas

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antes de venir aquí, para conocer aalguien de allí y así poder hablar sobrealgunos lugares y convencerlos de querealmente había vivido en ese sitio.

—Polonia —dijo ella. Por lacruzada de su padre en contra de lasleyes de población, no pudo dejar depensar que era un país insumiso.

—Sí, somos inmigrantes ilegales dePolonia. Nos escabullimos por entre lared de guardias de la Hegemonía. O talvez debería decir, alegales.

Para personas así, Hinckley Brownera un héroe.

—¡Ah! —exclamó elladecepcionada—, ya veo. Este picnic noes por mí, es por mi padre.

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—¿Por qué? ¿Quién es su padre? —preguntó John Paul.

—Oh, vamos, Wiggin, ha oído a lachica en la clase esta mañana. Mi padrees Hinckley Brown.

John Paul se encogió de hombroscomo si nunca hubiera oído hablar de él.

—Vamos —dijo ella—. El añopasado no paraba de estar en todos losvídeos. Mi padre renunciando a la FlotaInternacional por las leyes de poblacióny su familia es de Polonia.¿Coincidencia? No lo creo.

Él se rio.—Realmente es desconfiada.—No puedo creer que no haya

conseguido el wantan de Hunan.

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—No sabía que le gustaba. Es unsabor más especial. Quería ir a loseguro.

—¿Montando un picnic en el sueloenfrente de la puerta de mi despacho ytirando la comida que se va enfriandoantes de que yo salga? ¿Le parece ir a loseguro?

—Veamos —contestó Wiggin—.Otras mentiras. ¡Ah!, mi nombre no esWiggin, es Wieczorek. Y tengo más deun hermano.

—¿Sacó las mejores notas de sucurso y le dieron un premio especial?

—Lo hubiera conseguido, peropersuadí a la administración de que nome lo dieran.

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—¿Por qué?—No quiero fotos. No quiero

resentimiento por parte de los otrosestudiantes.

—Ah, un solitario. Bueno, eso loexplica todo.

—No explica por qué usted estaballorando en su despacho.

Ella se sacó de la boca el últimotrozo del rollito de primavera y dijo:

—Lamento no poder devolverle algode la comida desperdiciada, pero nopuede comprar mi vida personal por elprecio de comida para llevar.

Dejó el trozo del rollito deprimavera, cubierto de saliva, en laservilleta.

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—¿Piensa que no me he enterado delo que han hecho con su proyecto? —preguntó él—. Despedirla, cuando erasu idea. Yo también hubiera llorado.

—No estoy despedida —le corrigióella.

—Scuzi, bella dona, pero losexpedientes no mienten.

—Eso es lo más ridículo… —Yentonces se dio cuenta de que él estabasonriendo.

Ella se rio.—No quiero comprar su vida

personal —dijo el chico Wiggin—.Quiero aprender todo lo que sabe sobreComunidad Humana.

—Entonces vaya a clase. Y la

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próxima vez lleve la comida allí, paracompartirla…

—La comida no es para compartirla.Es para usted.

—¿Por qué? ¿Qué es lo que quierede mí?

—Quiero no hacerla llorar nuncacuando la llame por teléfono.

—Por ahora lo único que me hace esque quiera gritar.

—Ya se le pasará. ¡Ah!, y otramentira es mi edad. Soy en realidad dosaños mayor de lo que dice el expediente.Comencé la escuela americana mástarde porque tenía que aprender inglésy… hubo ciertas complicaciones con uncontrato que ellos dijeron que yo no

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tenía intención de cumplir. Pero cuandose rindieron, cambiaron mi edad paraque nadie notara el desfase.

—¿Ellos?—La Hegemonía —aclaró el chico

Wiggin.Entonces ya no era un chaval, como

ella había pensado. Un hombre. JohnPaul Wiggin. No podía comenzar apensar en él por su nombre. Pocoprofesional. Arriesgado.

—¿De verdad logró que laHegemonía se rindiera?

—No sé si se rindieron del todo.Creo que cambiaron de objetivo.

—Vale, ahora sí que ha despertadomi curiosidad —reconoció ella.

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—¿En lugar de estar irritada yhambrienta?

—Además.—¿Curiosidad sobre qué?—¿Cuál era su batalla con la

Hegemonía?—En realidad, fue con la Flota

Internacional. Pensaban que debería ir ala Escuela de Batalla.

—No pueden obligar a nadie.—Lo sé. Pero puse como condición

para ir a la Escuela de Batalla quesacaran a toda mi familia de Polonia,primero, y que no se nos aplicaran lassanciones contra las familias numerosas.

—Esas sanciones son obligatoriasen Estados Unidos también.

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—Si te significas a propósito delasunto —apostilló John Paul—. Comosu padre; como su Iglesia.

—No es mi Iglesia.—Claro, va a ser la única persona

en la historia inmune a la religión que leenseñaron de pequeña.

Quería discutírselo, pero sabía quela doctrina que había tras aquellaafirmación propugnaba que no esposible escapar de la cosmovisióninfundida en la infancia por los padres.A pesar de que durante largo tiempo larepudió, estaba todavía dentro de ella,de modo que era una discusiónconstante: las voces de sus padresatacándola, su propia voz interior

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discutiendo con ellos.—Pero acaban atrapando a las

familias con muchos hijos aunque seandiscretas —dijo ella.

—Mis hermanos mayores se fueron avivir con otros familiares. Nuncavivimos más de dos hijos en la casa, ycuando nos visitábamos, nosllamábamos primos.

—¿Y siguen manteniendo todo estopor usted, incluso después de negarse ira la Escuela de Batalla?

—Algo así —respondió John Paul—. En realidad me hicieron ir a laEscuela de Aviación por un tiempo, perome puse en huelga. Entonces meamenazaron con enviarnos de nuevo a

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Polonia o sancionarnos aquí en EstadosUnidos.

—¿Por qué no lo hicieron?—Tenía el acuerdo por escrito.—¿Desde cuándo eso ha detenido a

un Gobierno? —preguntó ella.—Bueno, no fue porque el contrato

me diera derechos; más bien fue por sumera existencia: me limité a amenazarcon hacerlo público. No podían negarque habían negociado asuntosrelacionados con las leyes de poblaciónporque aquí estábamos; éramos laprueba palpable de que habían hechouna excepción.

—El Gobierno puede hacer quecualquier prueba inconveniente

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desaparezca.—Lo sé —reconoció John Paul—;

por eso creo que todavía tienen algúnplan. No pudieron meterme en laEscuela de Batalla, pero me dejaronquedar aquí y a mi familia también.Siempre que se vende el alma al diablollega un día en el que pasa a cobrar.

—¿Y eso no le molesta?—Lidiaré con ello cuando afloren

esos planes. ¿Y qué hay de usted? Elplan que le tenían reservado ya estábastante claro.

—No tanto —dijo ella—. Parece latípica conducta de la Hegemonía:castigar a la hija para que el padre, conmucha presencia pública, cese su

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rebelión en contra de las leyes depoblación. Por desgracia, mi padre secrio con la película Un hombre para laeternidad y cree que es Tomás Moro.Me parece que lo único que le hafastidiado es que me hayan cortado lacabeza a mí en vez de a él,profesionalmente hablando.

—Pero usted piensa que hay algomás —aventuró John Paul.

—El decano y mi tribunal dedoctorado van a darme el título y medejarán dirigir el proyecto, pero sin quese me reconozca ningún mérito por ello.Bueno, eso es molesto, sí, pero a largoplazo no tiene importancia, ¿no leparece?

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—Tal vez piensen que es unaarribista, como ellos.

—Pero saben que mi padre no lo es.No pueden pensar que esto hará que serinda. Ni que podrían conseguir que yolo persuadiera —dijo ella.

—No subestime la estupidez delGobierno.

—Son tiempos de guerra y deverdad creen que estamos en unasituación de emergencia, así que notoleran que haya muchos idiotas enpuestos de poder. No, no creo que seanestúpidos. Me parece que todavía noentiendo su plan.

Él asintió y dijo:—Así que ambos estamos esperando

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a ver qué tienen en mente.—Eso creo.—Y va a quedarse aquí dirigiendo el

proyecto.—Por ahora.—Si empieza, no lo dejará hasta que

obtenga resultados —concluyó JohnPaul.

—Algunos de los resultadostardarán veinte años.

—¿Estudio longitudinal?—Observacional, en realidad. En

cierto modo es absurdo intentarcuantificar la historia, pero he podidoestablecer criterios para medir loscomponentes clave de las sociedadesciviles de vida prolongada, así como los

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desencadenantes que hacen que unasociedad civil vuelva al tribalismo. ¿Esposible que una civilización dureeternamente? ¿O la descomposición esla consecuencia inevitable de unasociedad civil exitosa? ¿O existe unanhelo por la tribu que siempre se abrepaso hacia la superficie? El presente noes bueno para la especie humana. Mievaluación preliminar muestra quecuando una sociedad civil alcanza lamadurez y tiene éxito, los ciudadanos sevuelven complacientes y, para satisfaceralgunas de sus necesidades, reinventantribus que desde dentro provocan eldesmoronamiento de la propia sociedad.

—Así que tanto el éxito como el

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fracaso conducen al fracaso.—La única pregunta es si es

inevitable.—Parece información útil.—Lo que ya puedo asegurar es que

el control de la población es la cosa másestúpida que podían hacer.

—Depende del objetivo —dijo JohnPaul.

Ella se quedó pensando en eso.—¿Cree que intentan que la

Hegemonía no dure? —preguntó ella.—¿Qué es la Hegemonía? No es más

que un conjunto de naciones que seunieron para derrotar a un enemigo. ¿Ysi ganamos? ¿Por qué la iban a dejarcontinuar? ¿Por qué naciones como esta

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se someterían a una autoridad?—Lo harían si la Hegemonía

estuviera bien gobernada.—Ese es el miedo. Si un par de

naciones quisieran salirse, entonces lasotras podrían mantenerlas dentro por lafuerza, como hizo el norte con el sur enla guerra civil estadounidense. Así quesi tienes que cargarte la Hegemonía, lomejor es que todas las naciones y tribusque puedas la detesten y la considerenopresora.

«A ver si voy a ser yo la estúpida —pensó Theresa—. En todos estos años,ni mi padre ni yo hemos cuestionadonunca el motivo de las leyes depoblación».

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—¿Realmente cree que hay alguienen la Hegemonía que es lo bastanteingenioso como para pensar algo así? —preguntó ella.

—No se necesita mucho. Un par dejugadores clave. ¿Por qué han hecho dealgo controvertido el fundamento delprograma de guerra? Las leyes depoblación no ayudan a la economía.Tenemos muchas materias primas y locierto es que podríamos alcanzar mayordesarrollo, y más rápido, si tuviéramosuna población mundial en constantecrecimiento. Se mire como se mire escontraproducente; y, sin embargo, es eldogma que nadie se atreve a cuestionar.Ya ha visto cómo ha reaccionado la

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clase cuando tocó el tema esta mañana.—Entonces, si lo último que quieren

es que la Hegemonía dure, ¿por qué ibana dejar que mi proyecto continúe?

—Tal vez la gente que impulsa lasleyes de población no es la misma quela que le deja seguir con su proyecto pordebajo de la mesa —aventuró John Paul.

—Si mi padre todavía estuvieraactivo, podría saber quiénes son.

—O no. Él estuvo con la FlotaInternacional. Puede que no seanmilitares. Podrían estar en variosGobiernos nacionales pero no participaren la Hegemonía. ¿Y si el Gobierno deEstados Unidos apoya su proyectodiscretamente y representa la pantomima

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de cumplir las leyes de población de laHegemonía?

—De todas maneras, no soy más queuna herramienta.

—Vamos, Theresa, todos somosherramientas, pero eso no significa queno podamos convertir a otras personasen herramientas. O pensar cosasinteresantes para usarlas nosotrosmismos.

Le molestó que la llamara por sunombre. Bueno, tal vez no le molestó.Sin embargo, sintió algo que la hizosentir incómoda.

—Ha estado muy bien el picnic,señor Wiggin, pero me temo que creeque ha cambiado nuestra relación.

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—Claro que ha cambiado —dijoJohn Paul—, porque no teníamosninguna relación y ahora sí la tenemos.

—Sí la tenemos: la de profesor yalumno.

—Esa seguimos teniéndola en clase.—Es la única que tenemos.—La verdad es que no —le

contradijo John Paul—, porque cuandose trata de las cosas que yo sé y tú no,yo soy maestro y tú eres alumna.

—Le haré saber cuando eso ocurra yme matricularé en su clase.

—Logramos que el otro piensemejor —apuntó él—. Juntos, somos máslistos y teniendo en cuenta lo muybrillantes que somos por separado,

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combinarnos es rotundamente aterrador.—Fusión nuclear intelectual —le

siguió ella, burlándose de la idea.Solo que no era una burla. ¿O sí?

Era bastante cierto.—Por supuesto, nuestra relación está

desequilibrada —dijo John Paul.—¿Y eso? —preguntó Theresa,

sospechando que él iba a encontrar lamanera ingeniosa de decirle que era másinteligente y creativo.

—Porque estoy enamorado de ti —dijo John Paul—, y tú me ves como unestudiante molesto.

Ella sabía cómo tenía que sentirse:debía encontrar aquellas atencionesconmovedoras y dulces. También sabía

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lo que tenía que hacer: debía decirleinmediatamente que aunque se sentíahalagada, no podrían llegar nunca a nadaporque ella no sentía lo mismo que él ynunca lo sentiría. Solo que no lo sabíacon certeza. No estaba segura. Eraconmovedor que se le declarase así.

—Nos hemos conocido hoy —dijoella.

—Y lo que siento es solo el primerpinchazo del amor —dijo él—. Si tú metratas como un incordio, pasaré página,claro, pero no quiero pasar página.Quiero conocerte mejor para así poderamarte más y más. Pienso que eres lapersona ideal para mí; más que ideal.¿Dónde voy a encontrar una mujer que

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sea más inteligente que yo?—¿Desde cuándo es eso lo que

busca un hombre?—Solo los hombres estúpidos que

intentan parecer inteligentes necesitanestar con mujeres tontas. Solo loshombres débiles que tratan de parecerfuertes, se sienten atraídos por mujeresdóciles. Seguro que en la asignatura deComunidad Humana se estudia esto.

—Así que me has visto esta mañanay…

—Te he oído esta mañana, hablécontigo, me hiciste pensar, te hicepensar, y saltó una chispa. Hace unmomento ha saltado una chispa cuandonos hemos sentado aquí tratando de

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sacarle ventaja a la Hegemonía. Creoque deberían estar muertos de miedo detenernos a los dos sentados aquí, juntos,conspirando contra ellos —dijo él.

—¿Es eso lo que estamos haciendo?—Los dos los odiamos —dijo John

Paul.—Yo no lo sé —dijo Theresa—. Mi

padre los odia, pero yo no soy mi padre.—Odias a la Hegemonía porque no

es lo que pretende ser —dijo John Paul—. Si fuera de verdad el Gobierno detoda la especie humana, si estuvieracomprometida con la democracia, lajusticia, el crecimiento y la libertad,entonces ninguno de los dos nosopondríamos a ella. En vez de eso,

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establecen una alianza temporal quecobija bajo su paraguas a los malosGobiernos. Y ahora que sabemos queesos Gobiernos están manipulando lascosas para que la Hegemonía nunca seconvierta en lo que nosotros queremos,¿qué pueden hacer dos jóvenesbrillantes como nosotros exceptoconspirar para derrocar a la actualHegemonía e intentar reemplazarla poralgo mejor?

—No me interesa la política.—Vives y respiras política —objetó

John Paul—, aunque la llames Estudiosde la Comunidad y finjas que solo teinteresa observar y entender. Pero un díatendrás hijos y ellos vivirán en este

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mundo, así que ya tendría que importartebastante cómo es el mundo.

A ella no le gustaba nada por dondeiba la conversación y dijo:

—¿Qué te hace pensar que tengo laintención de tener hijos? —Él soltó unarisita—. No voy a tenerlos solo paradesobedecer las leyes de población.

—Venga —le replicó John Paul—,ya he leído el libro de texto. Es uno delos principios básicos delfuncionamiento de la comunidad. Inclusola gente que piensa que no quierereproducirse toma la mayor parte de susdecisiones como si fueran reproductoresactivos.

—Con excepciones.

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—Patológicas —puntualizó JohnPaul—; y tú estás sana.

—¿Todos los polacos sois igual dearrogantes, entrometidos y groseros?

—Pocos alcanzan mi nivel, pero lamayoría lo intenta.

—¿Así que has decidido en claseque yo iba a ser la madre de tus hijos?

—Theresa, los dos estamos en laedad reproductiva óptima, así que losdos evaluamos a todos los que vemoscomo potenciales parejas reproductivas.

—Quizá yo te evalúo de formadiferente a como tú me evalúas a mí.

—Sé que es así —aceptó John Paul—, pero mi misión de ahora en adelantees lograr hacerme irresistible.

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—¿No se te ha ocurrido quemanifestarlo en voz alta podría resultarbastante repelente?

—Vamos. Sabías lo que me proponíadesde el principio. ¿Qué conseguiríadisimulando?

—Tal vez quiero que me cortejes unpoco. Tengo todas las necesidades deuna hembra humana ordinaria.

—Perdona, pero algunas mujerespensarían que he empezado muy bien elcortejo. Recibes malas noticias, tienesuna desagradable conversación porteléfono, lloras en tu despacho y cuandosales, ahí estoy yo, con comida paraconsolarte y arreglándomelas para quesepas, sin preguntarlo, que he tenido

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problemas para conseguirla. Y te digoque te quiero y que mis intenciones sonser tu compañero en ciencia, en políticay en formar una familia. Me parece quetodo es muy romántico.

—Bueno, sí. Pero sigue faltandoalgo.

—Lo sé. Estaba esperando elmomento indicado para decirte lo muchoque ansío quitarte ese ridículo jersey.Pensaba esperar hasta que lo desearastanto que apenas pudieras soportarlo.

Se encontró riendo y sonrojándose.—Va a pasar mucho tiempo antes de

que eso ocurra, amigo.—Que pase tanto tiempo como sea

necesario. Soy un chico polaco católico

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y los chicos polacos nos casamos con eltipo de chica que no te da leche hastaque compras la vaca.

—Es una metáfora muy atractiva.—¿Qué te parece lo de huevos hasta

que compras la gallina?—¿Y si intentas con panceta hasta

que compras el cerdo?—¡Agsss! —exclamó él—, pero si

insistes, intentaré pensar en términosporcinos.

—No vas a besarme esta noche.—¿Quién quiere hacerlo? Tienes

lechuga entre los dientes.—Es un momento muy emocionante

como para tomar cualquier tipo dedecisión racional.

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—Contaba con eso.—Y aún hay otra cosa… —dijo ella

—. ¿Y si esto es su plan?—¿El plan de quién?—El de ellos. Los mismos ellos de

los que hemos estado hablando. Imaginaque no te enviaron de nuevo a Poloniaporque querían que te casaras con unachica realmente inteligente; tal vez lahija del estratega militar más importantedel mundo. Claro que no podían estarseguros de que terminaras en mi clase deComunidad Humana.

—Sí podían —murmuró pensativo.—¡Ah!, así que no querías ir a mi

clase —exclamó ella.John Paul se quedó mirando los

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restos de la comida.—¡Qué idea tan interesante!

Podríamos ser producto de un programade eugenesia.

—Desde que empezaron a instaurarlas universidades mixtas —comentó ella—, siempre han sido un mercadomatrimonial para que la gente con dineropueda casarse con gente con cerebro.

—Y viceversa.—Pero en otras ocasiones dos

personas con cerebro terminan juntas.—Y cuando tienen hijos, cuidado.Los dos se echaron a reír.—Eso es muy presuntuoso, incluso

para mí —dijo John Paul—; como si túy yo fuéramos tan valiosos que hubieran

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apostado a que íbamos a enamorarnos.—Tal vez sabían que somos tan

irresistiblemente encantadores que nopodríamos evitarlo.

—Eso me está pasando.—Bueno, a mí no —respondió ella.—¡Ahh!, pero me encanta el reto.—¿Y si descubrimos que es cierto,

que están empujándonos?—¿Y qué? —dijo John Paul—. ¿Qué

importa si al seguir mi corazón cumploel plan de otro?

—¿Y si no nos gusta el plan? —secuestionó ella—. ¿Y si es comoRumpelstiltskin? ¿Y si tenemos querenunciar a lo que más amamos con elfin de tener lo que más queremos?

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—O viceversa.—No estoy bromeando.—Yo tampoco. Incluso en las

culturas en las que los padres arreglanlos matrimonios, a nadie se le prohíbeenamorarse de su pareja.

—No estoy enamorada, señorWiggin.

—Está bien —le retó él—: dime queme vaya.

Ella no dijo nada.—No me lo dices.—Debería; y ya lo he hecho, varias

veces, pero no te has ido.—Quería asegurarme de que

supieras exactamente qué era lo queestabas echando por la borda. Pero

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ahora que ya te has comido mi comida yhas oído mi confesión, estoy listo paraaceptar un no como respuesta, si eso eslo que quieres decir.

—Bueno, no voy a decirlo, peroentiende: que no diga que no, nosignifica que digo que sí.

Él se rio.—Lo entiendo. También entiendo

que no decir sí no significa no.—En algunas circunstancias. Sobre

algunas cosas.—¿Así que el beso sigue siendo un

no definitivo? —preguntó.—Tengo lechuga en los dientes,

¿recuerdas?Se arrodilló, se inclinó hacia ella y

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la besó suavemente en la mejilla.—No hay dientes, no hay lechuga —

dijo.—Todavía no me gustas y ya estás

tomándote libertades.La besó en la frente y añadió:—Te das cuenta de que unas tres

docenas de personas nos han visto aquísentados comiendo y que cualquiera deellas podría verme besándote.

—¡Un escándalo! —exclamó ella.—¡La ruina! —añadió él.—Nos denunciarán a las

autoridades.—Podría alegrarles el día.Y como era un día emocionante y él

sí le gustaba y sus sentimientos estaban

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en una confusión tal que no sabía lo queera correcto, bueno o prudente, cedió alimpulso y lo besó. En los labios. Unbeso breve, como de niños, pero un besoal fin y al cabo.

Entonces llegaron las setas, ymientras John Paul las pagaba y le dabapropina a la chica del reparto, Theresase apoyó contra la puerta de su oficina eintentó pensar sobre lo que había pasadoaquel día, lo que seguía pasando con elchico Wiggin, lo que podía pasar en elfuturo, con su carrera, con su vida, conél.

Nada estaba claro. Nada era seguro.Sin embargo, a pesar de todas las cosasmalas que habían pasado y de todas las

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lágrimas que había derramado, no pudoevitar pensar que al final había sido unmuy buen día.

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EL JUEGO DE ENDER

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—Haya la gravedad que haya cuandolleguéis a la puerta, recordad: la delenemigo está abajo. Si salís por vuestrapropia puerta para dar un paseo, ospondréis a tiro y tendréis merecido queos disparen, más de una vez. —EnderWiggin se detuvo y miró a todo el grupo.La mayoría de ellos lo mirabannerviosos. Solo unos pocos lo entendían;otros pocos, huraños, se resistían.

Primer día con aquella escuadra,recién salidos de los escuadrones de losprofesores; Ender había olvidado lojóvenes que podían ser los chicos.Llevaba allí tres años y ellos, apenasseis meses. Ninguno tenía más de nueveaños de edad, pero eran suyos. Y él, con

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once, era comandante medio año antesde lo que tocaba. Había tenido unapatrulla propia y sabía algunos trucos,pero había cuarenta chicos en laescuadra nueva. Estaban verdes. Eranexpertos en paralizadores y en plenaforma o no estarían allí, pero de todasmaneras era probable que los eliminaranen la primera batalla.

—Recordad que no pueden veroshasta que paséis a través de esa puerta,pero en cuanto estéis fuera caerán sobrevosotros, de manera que debéis llegar ala puerta como sea cuando os disparen.Las piernas hacia abajo, siemprebajando.

Señaló a uno de los niños huraños,

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que no aparentaba más de siete años, elmás pequeño de todos.

—¿Hacia dónde es abajo, novato?—Hacia la puerta del enemigo. —La

respuesta fue rápida y seca, como sidijera «venga, va, vamos a loimportante».

—¿Tu nombre, chico?—Bean[1].—¿Te lo pusieron por tu tamaño o

quizá por tu cerebro?Bean no contestó. Los otros se rieron

un poco. Ender había elegido bien.Aquel niño era el más joven, y seguroque lo habían promocionado por listo. Alos otros no les caía muy bien y lesgustaba ver que le bajaban los humos un

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poco; como había hecho con Ender suprimer comandante.

—Bueno, Bean, vas directo a lascosas. Os advierto que todo el que cruceesa puerta corre un gran riesgo de que loalcance un disparo. Unos cuantos devosotros se convertirán en cemento, poreso debéis aseguraros de la posición delas piernas, ¿entendido? Si solo os danen las piernas, será lo único que se oscongele, y con gravedad cero eso no esun problema. —Ender se volvió haciauno de los que parecían aturdidos ypreguntó—: ¿Para qué sirven laspiernas?

—¿Mmm? —Mirada en blanco.Confusión. Tartamudeo.

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—Olvídalo. Supongo que tendré quepreguntarle a Bean.

—Las piernas son para alejarse delas paredes —dijo, este, aburrido.

—Gracias, Bean. ¿Lo habéisentendido? —Todos lo habían entendidoy no les gustaba que fuera Bean el que selo dijera.

»Así es. No veis con las piernas, nodisparáis con las piernas y la mayorparte del tiempo se interponen envuestro camino. Si se os congelan juntasy rectas se convertirán en un blanco. Notendréis forma de esconderos. Entonces,¿cómo van las piernas?

Esta vez contestaron unos cuantospara que se viera que Bean no era el

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único que sabía algo.—Debajo del cuerpo. Dobladas y

debajo.—Claro. Un escudo. Os arrodilláis

frente a un escudo y el escudo sonvuestras propias piernas. Y hay un trucocon los trajes. Incluso cuando laspiernas están congeladas puedenponerse en marcha. Solo yo sé hacerlo,pero ahora vais a aprender vosotros.

Ender Wiggin encendió suparalizador. Brillaba, con un verdetenue, en su mano. Luego se dejó elevaren la sala de entrenamiento, plegó laspiernas como si estuviera de rodillas, yse las congeló. El traje se puso rígido ala altura de las rodillas y los tobillos, de

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manera que no podía doblarse.—Bueno, estoy congelado, ¿lo veis?Estaba flotando a un metro por

encima de ellos, que lo mirabanperplejos. Se echó hacia atrás y atrapóuno de los asideros de la pared, detrásde él, y se tiró directamente contra lapared.

—Estoy atascado contra la pared. Situviera piernas, las usaría paraimpulsarme, como una judía, ¿verdad?—Se rieron—. Pero no tengo piernas yes mejor. ¿Por qué? Por esto.

Ender dobló la cintura y luego seenderezó violentamente. Atravesó lasala de entrenamiento de un tirón y losllamó desde el otro lado.

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—¿Lo habéis entendido? No henecesitado las manos, por lo que puedoestar utilizando el paralizador, y no teníalas piernas flotando un metro detrás demí. Mirad otra vez.

Repitió el movimiento, y se agarró aun asidero en la pared, cerca de ellos.

—Esto es lo que quiero que hagáiscuando os disparen a las piernas. Quieroque lo hagáis cuando todavía podéishacer algo con ellas porque es mejor; yes mejor porque ellos no se lo esperan.Muy bien, todo el mundo en el aire yarrodillándose.

La mayoría de ellos estaba en el airea los pocos segundos. Ender congeló alos rezagados, que se quedaron colgados

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sin posibilidad de moverse, mientras losdemás se reían.

—Cuando doy una orden, os movéis,¿queda claro? Cuando estemos ante lapuerta y la despejen, os daré órdenes endos segundos, en cuanto vea ladisposición. Y cuando dé la orden másvale que salgáis, porque el que antessalga, ese es el que va a ganar, a menosque sea tonto. Yo no lo soy y más valeque vosotros tampoco u os llevaré denuevo al escuadrón de profesores.

Vio a unos cuantos tragar saliva ylos congelados lo miraron con temor.

—Vosotros, los que estáis colgandoahí. Se os pasará la congelación dentrode unos quince minutos. A ver si podéis

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alcanzar a los demás.Durante la siguiente media hora,

Ender los tuvo haciendo lo que les habíaenseñado. No paró hasta queentendieron la técnica. Tal vez fuera unbuen grupo. Mejorarían.

—Ahora que habéis entrado encalor, vamos a empezar a trabajar.

Ender fue el último en salir después dela práctica, ya que se había quedado aayudar a los más lentos para quemejoraran la técnica. Habían tenidobuenos profesores, pero como en todaslas escuadras, había diferencias entreellos y algunos podían ser un verdadero

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obstáculo en combate. Su primerabatalla podía tardar semanas o podíaocurrir al día siguiente. No habíacalendario programado. El comandantese despertaba y junto a la litera seencontraba una nota en la que figuraba lahora de la batalla y el nombre de suoponente. Así que, por primera vez,Ender iba a entrenar a sus chicos hastaque estuvieran en plena forma, todos;listos para cualquier cosa en cualquiermomento. La estrategia estaba bien, perono servía de nada si los soldados nopodían aguantar la presión.

Al volver la esquina, en el ala deresidencia, se encontró de cara conBean, el niño de siete años con el que se

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había metido en el entrenamiento. Esosignificaba problemas y Ender no queríatenerlos.

—Hola, Bean.—Hola, Ender.Pausa.—Señor Ender —le corrigió con

calma Ender.—No estamos de servicio.—En mi escuadra, Bean, siempre

estamos de servicio. —Ender lo rozó alpasar.

Detrás de él sonó la voz aguda deBean:

—Sé lo que está haciendo, señorEnder y tengo que advertirle.

Ender se volvió lentamente y lo

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miró.—¿Advertirme de qué?—Soy el mejor hombre que tiene,

pero le conviene tratarme como tal.—¿O qué? —Ender sonrió

amenazante.—O seré el peor hombre. O lo uno o

lo otro.—¿Y qué es lo que quieres? ¿Besos

y amor? —Ender estaba enfadándose.Bean no se inquietó.—Quiero una patrulla.Ender caminó hacia él, se paró y lo

miró directamente a los ojos.—Les daré una patrulla a los que

demuestren que valen algo. Tienen queser buenos soldados, tienen que saber

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cómo proceder con las órdenes y tienenque ser capaces de pensar por sí mismosen momentos difíciles y de mantener elrespeto. Así es como yo llegué a ser uncomandante. Así es como tú llegarás adirigir una patrulla. ¿Lo entiendes?

Bean sonrió.—Está bien. Si es cierto que

funciona de esa forma, en un mesdirigiré una patrulla.

Ender lo miró desde arriba, loagarró por el uniforme y lo empujócontra la pared.

—Cuando digo que trabajo de ciertamanera, Bean, es que trabajo de esamanera.

Bean se limitó a sonreír. Ender lo

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soltó y se alejó, sin mirar atrás. Sabíaque Bean seguía observándolo, sin dejarde sonreír y con cierto desprecio. Podíaconvertirlo en un buen jefe de patrulla.Lo vigilaría.

El capitán Graff, un metro sesenta y unpoco regordete, se acarició la barrigamientras se reclinaba en la silla. Al otrolado de la mesa, el teniente Anderson,muy serio, señalaba los puntos altos deun gráfico.

—Aquí está, capitán —dijoAnderson—. Ender ya ha conseguidoenseñarles una táctica que va a hacertrizas a quien se enfrente a ellos.

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Duplica su velocidad.Graff asintió.—Y conoce las notas de sus

exámenes. Además, piensa bien.Graff sonrió.—Todo eso es cierto, Anderson; es

buen estudiante y es prometedor.Esperaron.Graff suspiró.—Entonces ¿qué quiere que haga?—Ender es el indicado. Tiene que

serlo.—No estará listo a tiempo, teniente.

Tiene once años, por el amor de Dios.¿Qué quiere usted, un milagro?

—Lo quiero en las batallas, todoslos días empezando desde mañana.

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Quiero que tenga años de batallas en unmes.

Graff sacudió la cabeza.—Eso quiere decir que su escuadra

terminará en el hospital.—No. Está poniéndolos en forma. Y

necesitamos a Ender.—Corrección, teniente. Necesitamos

a alguien. Usted cree que es Ender.—Muy bien, creo que es Ender.

¿Qué otro comandante, si no?—No lo sé, teniente. —Graff se

pasó las manos por la calva—. Sonniños, Anderson. ¿Se da cuenta de ello?La escuadra de Ender tiene nueve añosde media. ¿Vamos a hacerlos pelearcontra los más grandes? ¿Vamos a

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llevarlos a que estén en el infiernodurante un mes, así como así?

El teniente Anderson se inclinó aúnmás sobre la mesa de Graff.

—¡La puntuación de Ender en laspruebas, capitán!

—¡He visto su maldita puntuación!¡Lo he visto en la batalla, he oído lascintas de sus sesiones de entrenamiento,he visto sus patrones de sueño, heescuchado sus conversaciones en lospasillos y en el baño, estoy más al tantode Ender Wiggin de lo que usted puedepensar! Y contra todos los argumentos,contra sus cualidades evidentes, estoyponderando solo una cosa. Me imagino aEnder dentro de un año si hacemos lo

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que usted dice. Lo veo completamenteinútil, agotado, un fracaso, debido a quelo empujamos más lejos de lo que él, ocualquier otra persona, podría ir. Peroeso no cuenta, ¿no es así, teniente?Porque estamos en guerra y nuestrosmejores talentos se fueron, y aún faltanlas batallas más importantes. Así pues,esta semana, dele a Ender una batallatodos los días. Y luego tráigame uninforme.

Anderson se puso de pie y saludó.—Gracias, señor.Casi había alcanzado la puerta

cuando Graff lo llamó. Se giró y miró alcapitán, que le preguntó:

—Anderson, ¿ha estado fuera,

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últimamente?—No desde la última salida, hace

seis meses.—No me lo imaginaba. No es que

sea significativo, pero ¿ha ido algunavez al parque Beaman, allí, en laciudad? Hermoso parque. Árboles.Césped. Sin batallas, sinpreocupaciones. ¿Sabe qué más hay enBeaman Park?

—¿Qué, señor? —preguntó elteniente Anderson.

—Niños —contestó Graff.—Claro, niños.—Quiero decir, niños. Me refiero a

chavales que se levantan por la mañana,cuando su madre los llama, y van a la

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escuela, y luego por la tarde van alparque Beaman y juegan. Son felices,sonríen mucho, ríen, se divierten.

—Seguro, señor.—¿Eso es todo lo que puede decir,

Anderson?Anderson se aclaró la garganta.—Creo que para los críos es bueno

divertirse; yo lo hacía de niño. Peroahora, el mundo necesita soldados. Yesta es la manera de tenerlos.

Graff asintió y cerró los ojos.—Sí, la verdad es que tiene razón.

Las pruebas estadísticas y todas esasteorías importantes funcionan, malditasea, y el sistema tiene razón pero, detodos modos, Ender es mayor que yo.

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No es un niño; casi ni es persona.—Si eso es cierto, señor, entonces

por lo menos todos sabemos que Enderestá haciendo posible que otros críos desu edad puedan jugar en el parque.

—Y Jesús murió para salvar a todoslos hombres, por supuesto —replicóGraff. Se sentó y miró a Anderson casicon tristeza—. Pero somos nosotros,nosotros, los que estamos clavando losclavos.

Ender Wiggin estaba en la cama mirandofijamente al techo. Nunca dormía más decinco horas, pero las luces se apagabana las diez de la noche y no se encendían

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hasta las seis de la mañana. Así quemiraba al techo y pensaba.

Había tenido la escuadra durantetres semanas y media. La escuadraDragón. Les asignaron ese nombre y noera un buen augurio. Las estadísticasdecían que hacía unos nueve años, unaescuadra Dragón lo había hecho bastantebien, pero durante los siguientes seisaños, el nombre lo habían llevadoescuadras peores y, al final, como segeneró cierta superstición en torno a él,se había retirado. Hasta aquel momento.Y ahora, pensó Ender sonriendo, laescuadra Dragón iba a darles unasorpresa.

La puerta se abrió sin hacer ruido.

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Ender no se giró. Alguien entrósigilosamente en su habitación y luegose fue. Oyó cerrarse la puerta. Cuandolos tenues pasos se extinguieron, Enderse volvió y vio un papel blanco en elsuelo. Se agachó y lo recogió.«Escuadra Dragón contra escuadraConejo, Ender Wiggin y Carn Carby,07:00».

La primera batalla. Se levantó de lacama y se vistió deprisa. Fuerápidamente a los cuartos de los jefes depatrulla y les dijo que despertaran a susmuchachos. En cinco minutos estabantodos reunidos en el pasillo, aúnadormilados. Ender les habló despacio:

—Primera batalla, a las siete contra

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la escuadra Conejo. He luchado contraellos dos veces, pero tienen un nuevocomandante. No he oído hablar de él.Son mayores que nosotros; sin embargo,conozco algunos de sus trucos. Ahora,despertaos. Corred, muy rápido, acalentar en la sala de entrenamiento tres.

Se entrenaron durante una hora ymedia, con tres simulacros de batallas ygimnasia en el pasillo, fuera de la salade gravedad cero. Despuéspermanecieron durante unos quinceminutos en el aire, relajados por la faltade peso.

A las 6.50, Ender los sacó de allí yfueron hacia el pasillo. Los condujo porél, corriendo y saltando de vez en

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cuando para tocar un plafón de luz en eltecho. Todos tenían que tocar el mismoplafón. A las 6.58 llegaron a la puerta dela sala de batalla.

Los miembros de las patrullas C y Dse agarraron a los primeros ochoasideros en el techo del corredor. Laspatrullas A, B y E se agacharon en elsuelo. Ender se colgó con los pies dedos asideros que había en el centro deltecho, lo que lo ponía fuera del caminode todos.

—¿Dónde está la puerta delenemigo? —siseó.

—¡Abajo! —respondieron,susurrando y riendo.

—Paralizadores encendidos.

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Las cajas que llevaban en la manobrillaban con un color verde. Esperaronunos segundos más; luego la pared grisque tenían enfrente desapareció y la salade batalla quedó completamente visible.Ender lo comprendió enseguida. Setrataba de aquella cuadrícula de lamayoría de los juegos antiguos, como elde las barras trepadoras de los parques,con siete u ocho cajas dispersas en lacuadrícula. A las cajas las llamaban«estrellas». Había suficientes como paraque valiera la pena ir a por ellas yestaban cerca. Ender decidió todo en unsegundo y gritó:

—Dispersaos hacia las estrellas máscercanas. ¡Patrulla E, esperad!

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Los cuatro grupos se zambulleron enel campo de fuerza de la entrada ycayeron en la sala de batalla. Antes deque el enemigo apareciera por la puertaopuesta, la escuadra de Ender se habíadirigido desde la puerta hacia lasestrellas más cercanas. Entoncesaparecieron los soldados enemigos através de la puerta. Desde su posición,Ender se dio cuenta de que habíanestado en una gravedad diferente y queno sabían lo suficiente como paradesorientarlos. Estaban de pie, con todoel cuerpo extendido e indefenso.

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—¡Patrulla E, aniquiladlos! —siseóEnder al mismo tiempo que se lanzabapor la puerta, las rodillas por delante, elparalizador entre las piernas ydisparando.

Mientras el grupo de Ender volabacruzando la sala, el resto de la escuadraDragón los cubría disparando. Lapatrulla E llegó a la parte de delante ysolo un niño fue congelado porcompleto, aunque todos estaban sinpoder usar las piernas, lo que no losafectaba lo más mínimo. Hubo una pausamientras Ender y su oponente, CarnCarby, evaluaban sus posiciones. Apartede las pérdidas de la escuadra Conejo

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en la puerta, había pocas bajas y ambasescuadras conservaban su poder defuego. Pero Carn no tenía inventiva. Suescuadra se disponía siguiendo el patrónde dispersión de los cuatro rincones,algo que cualquier niño de cinco añosdel batallón de los profesores podíahaber pensado. Y Ender sabía cómoderrotarlo.

—E cubre A. C abajo. B, D alángulo de la pared este —ordenó a vozen grito.

Bajo la protección de la patrulla E,la B y la D se lanzaron lejos de susestrellas. Las patrullas A y C dejaron lassuyas; seguían expuestos y flotaron haciala pared cercana. La alcanzaron juntos, y

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juntos doblaron la cintura, para alejarsede la pared. Con la velocidad asíadquirida, aparecieron detrás deestrellas del enemigo y abrieron fuego.En unos pocos segundos la batalla habíaterminado. Casi todos los enemigosestaban congelados, incluyendo elcomandante, y los pocos que no loestaban habían quedado dispersos en losrincones. Durante los cinco minutossiguientes, la escuadra Dragón,organizada en batallones de cuatro encuatro, barrió los oscuros rincones de lasala de batalla y condujo el enemigo alcentro de la sala, donde sus cuerpos,congelados en ángulos imposibles, seempujaban unos a otros. Entonces Ender

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cogió a tres de sus chicos y los llevóhacia la puerta del enemigo, paracumplir con la formalidad de revertir elcampo unidireccional tocandosimultáneamente todas las esquinas conun casco de la escuadra Dragón. Acontinuación reunió a su escuadra, cuyosmiembros se dispusieron en filasverticales, cerca del nudo conformadopor los soldados congelados de laescuadra Conejo.

Solo tres soldados de la Dragónestaban paralizados. Su victoria —treinta y ocho a cero— era espectaculary Ender empezó a reírse. Toda laescuadra lo acompañó, riendo acarcajadas. Cuando los tenientes

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Anderson y Morris aparecieron por lapuerta de profesores, en el extremo surde la sala de batalla aún seguíanriéndose. El teniente Anderson estabaserio, pero Ender vio que le guiñaba unojo mientras le tendía la mano y lofelicitaba con la seriedad y laformalidad que el rito mandaba para conel vencedor del juego. Morris encontró aCarn Carby y lo descongeló. Elmuchacho, que tenía trece años, sepresentó ante Ender, que reía sin maliciay le tendió la mano. Carn la tomó coneducación e inclinó la cabeza. Era eso oser paralizado de nuevo.

El teniente Anderson despachó a laescuadra Dragón. Sus miembros dejaron

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la sala de batalla en silencio a través dela puerta del enemigo, como tambiénmandaba el ritual. Una luz titilaba en ellado norte de la puerta cuadradaindicando donde estaba la gravedad enaquel pasillo. Ender, al frente de sussoldados, cambió de dirección, atravesóel campo de fuerza y cayó de pie en elcampo gravitatorio. Su escuadra losiguió de inmediato y volvieron a la salade entrenamiento. Cuando llegaron allíse formaron y Ender quedó colgado enel aire, observándolos.

—Una buena primera batalla —dijo.Se desencadenaron los vítores, peroEnder los hizo callar—. La escuadraDragón lo ha hecho bien contra los

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Conejos, pero el enemigo no va a ser tanmalo. Si hubiera sido una buenaescuadra, nos habrían aplastado.Podríamos haber ganado, pero noshubieran aplastado. Ahora, dejadme ver;las patrullas B y D, aquí: habéis salidode las estrellas muy despacio. Si los dela escuadra Conejo supieran disparar elparalizador, habríais quedadocongelados antes de que A y C llegarana la pared.

Se entrenaron el resto del día.Aquella noche, Ender fue por primeravez al comedor de los comandantes.Nadie podía ir allí antes de haberganado, por lo menos, una batalla yEnder era el comandante más joven en

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lograrlo. No hubo un gran revuelocuando entró, pero algunos, al ver eldragón en el bolsillo del pecho de suuniforme, lo miraron directamente y,para cuando se sentó a una mesa vacíacon su bandeja, toda la sala estaba ensilencio y los otros comandantes lomiraban. Ender se dio cuenta de lasituación y se preguntó cómo era quetodos sabían lo que había pasado y porqué parecían tan hostiles.

Entonces miró hacia la puerta por laque había entrado. Encima de ella habíaun gran marcador que ocupaba toda lapared. Registraba las victorias y lasderrotas de cada escuadra y el tanteo;las batallas del día estaban en rojo. Solo

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cuatro de ellas. Las otras tres habíanganado muy justo; la mejor solo contabacon dos hombres enteros y once móvilesal final del juego. La puntuación detreinta y ocho móviles obtenida por laescuadra Dragón era la mejor. En elcomedor de comandantes habíanrecibido a otros con alabanzas yfelicitaciones, pero ninguno de esosotros había ganado treinta y ocho a cero.

Ender buscó la escuadra Conejo enel marcador. Se sorprendió al ver que lapuntuación de Carn Carby hasta aqueldía era de ocho victorias y tres derrotas.¿Tan bueno era? ¿O es que solo habíacombatido contra escuadras inferiores?Fuera como fuese, Carn tenía cero

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móviles en todas las columnas, y Enderestaba bajo el marcador sonriendo.Nadie le devolvió la sonrisa y supo quele tenían miedo, lo que significaba quelo odiarían y que el que se batiera contrala escuadra Dragón estaría asustado yenfadado, y, por tanto, sería menoscompetente. Buscó a Carn Carby entre lamultitud y lo localizó no muy lejos. Lomiró fijamente hasta que uno de losotros chicos le dio un codazo alcomandante de la Conejo y le señaló aEnder. Este sonrió de nuevo y lo saludócon la mano. Carby se ruborizó y Ender,satisfecho, se inclinó sobre la cena yempezó a comer.

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Al final de la semana la escuadraDragón había librado siete batallas ensiete días. El marcador era de sietevictorias y cero derrotas. Ender nuncahabía tenido más de cinco chicoscongelados. Ya no era posible que losotros comandantes lo ignoraran. Unospocos se sentaron con él y hablaron envoz baja sobre las estrategias que losoponentes de Ender habían utilizado.Otros, muchos más, charlaban con loscomandantes a los que Ender habíaderrotado, intentando averiguar quéhabía hecho para vencerlos.

A la mitad de la comida se abrió lapuerta de profesores. Los grupos se

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quedaron en silencio mientras el tenienteAnderson caminaba y los inspeccionaba.Cuando localizó a Ender, atravesórápidamente la sala y le susurró algo aloído. Él asintió, se bebió su vaso deagua y dejó la sala con el teniente. Decamino a la salida, Anderson le entregóuna hoja de papel a uno de losmuchachos mayores. En la sala volvía aoírse el rumor de las conversacionescuando Anderson y Ender se retiraban.

Ender fue escoltado a través depasillos en los que nunca había estado.No tenían el brillo azul de los de lossoldados. La mayoría tenía paneles demadera y el suelo enmoquetado. Laspuertas también eran de madera, con

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placas de identificación. Se detuvieronen la que decía CAPITÁN GRAFF,SUPERVISOR. Anderson llamó condelicadeza y una voz grave respondió:«Pase». Entraron. El capitán Graffestaba sentado detrás de la mesa con lasmanos cruzadas sobre la barriga. Señalócon la cabeza y Anderson se sentó.Ender también lo hizo. Graff se aclaró lagarganta y dijo:

—Siete días desde tu primerabatalla, Ender.

Ender no respondió.—Has ganado siete batallas, una

cada día.Ender asintió.—Con puntuaciones inusualmente

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altas, además.Ender pestañeó.—¿Cómo lo has hecho? —le

preguntó Graff.Ender miró fugazmente a Anderson y

luego le habló al capitán, que estabadetrás del escritorio:

—Dos tácticas nuevas, señor: laspiernas plegadas como escudo, de modoque no se pueda inmovilizar a unapersona con el paralizador, y doblarsepara rebotar en las paredes. Tambiénuna estrategia muy buena, como meenseñó el teniente Anderson pensar enlugares, no en espacios. Además, cincopatrullas de ocho en vez de cuatro dediez. Por otra parte, oponentes

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incompetentes. Y excelentes jefes depatrulla y buenos soldados.

Graff, inexpresivo, miró a Ender,que se preguntaba a qué estabaesperando. El teniente Anderson dijo:

—Ender, ¿en qué condiciones está tuescuadra?

Supuso que querían que pidiera undescanso y decidió que no lo haría deninguna manera.

—Están un poco cansados, pero encondiciones excelentes: moral alta,aprendiendo rápido, y ansiosos por lapróxima batalla.

Anderson miró a Graff, que seencogió de hombros ligeramente y miróa Ender.

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—¿Hay algo que quieras saber?Ender extendió despacio las manos

en su regazo.—¿Cuándo va a ponernos frente a

una escuadra buena?La risa de Graff resonó en la

habitación. Cuando paró de reírse, leentregó un papel a Ender, mientrasdecía:

—Ahora.Ender leyó: «Escuadra Dragón

contra escuadra Leopardo, Ender Wigginy Pol Slattery 20:00 h» Luego miró alcapitán Graff.

—Eso es dentro de diez minutos,señor.

Graff sonrió.

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—Entonces será mejor que te desprisa.

En cuanto dejó el despacho, Enderllegó a la conclusión de que Pol Slatteryera el chaval al que le habían entregadolas órdenes cuando él salía del comedor.Tardó unos cinco minutos en llegar hastasu escuadra. Tres jefes de patrullaestaban ya desvestidos y tumbados en lacama. Los mandó a toda prisa por lospasillos para que despertaran a losmiembros de sus patrullas respectivas yél recogió sus trajes. Cuando todos losmuchachos se reunieron en el pasillo,aunque la mayoría estaba a medio vestir,Ender se dirigió a ellos:

—Esta batalla va a ser difícil y no

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hay tiempo. Llegaremos tarde a la puertay el enemigo estará desplegado justodelante de la nuestra. Emboscados. Nohe oído que eso haya sucedido hastaahora, así que nos lo tomaremos concalma en la puerta. Las patrullas A y Bque mantengan las correas flojas; dadleslos paralizadores a los jefes y a lossegundos de las otras patrullas.

Desconcertados, sus soldados leobedecieron. Ya estaban todos vestidosy Ender los llevó al trote hasta la puerta.Cuando llegaron, el campo de fuerza yaera unidireccional y algunos de lossoldados jadeaban. Habían combatidoen otra batalla aquel mismo día y habíanhecho una sesión completa de

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entrenamiento. Estaban cansados.Ender se detuvo en la entrada y miró

la disposición de los soldadosenemigos. Algunos estaban agrupados apoco más de cinco metros de la puerta.No había cuadrícula, no había estrellas.Un gran espacio vacío. ¿Dónde estabancasi todos los soldados enemigos?Debería de haber treinta más.

—Están apoyados contra aquellapared, donde no podemos verlos —dijoEnder.

Les ordenó a las patrullas A y B quese arrodillaran con las manos en lacintura. Luego les disparó para que secongelaran.

—Vais a ser nuestros escudos —les

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dijo. Luego hizo que los chavales de laC y la D se arrodillaran y agarraran conlos brazos a los congelados por debajodel cinturón: cada uno llevaba dosparalizadores. Entonces Ender y losmiembros de la patrulla E recogieron lasparejas formadas y las fueronempujando de tres en tres a través de lapuerta. Tal como esperaba, el enemigoabrió fuego de inmediato, pero le dierona los que ya estaban congelados. En uninstante había estallado un pandemóniumen la sala de batalla. Todos los soldadosde la escuadra Leopardo eran blancosfáciles ya que estaban apoyados contrala pared o flotando, sin protección, enmedio de la sala, y los soldados de

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Ender, armados con dos paralizadorescada uno, los destrozaron fácilmente.Pol Slattery reaccionó deprisa y alejó asus hombres de la pared, pero no fue lobastante rápido, ya que solo unos pocospodían moverse y los paralizaron antesde que pudieran hacer una cuarta partedel camino a través de la sala de batalla.

Cuando terminó la contienda, a laescuadra Dragón solo le quedaban docechicos intactos, la puntuación más bajaque habían obtenido nunca. Pero Enderestaba satisfecho y durante el ritual derendición Pol Slattery rompió con lasformas y le estrechó la mano mientras lepreguntaba:

—¿Por qué has esperado tanto

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tiempo para salir por la puerta?Ender miró a Anderson, que estaba

flotando cerca.—Me han avisado tarde —le

contestó—. Fue una emboscada.Slattery sonrió y chocó la mano de

Ender de nuevo.—Buen juego.Esta vez Ender no le sonrió a

Anderson. Sabía que ahora los juegosestarían preparados en su contra, paraigualar las opciones. No le gustaba.

Eran las 21.50, casi hora de apagar lasluces, cuando Ender llamó a la puertadel cuarto que Bean compartía con otros

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tres soldados. Uno de ellos se asomó ala puerta, luego retrocedió y la abrió depar en par. Ender se quedó quieto uninstante y a continuación le preguntó sipodía pasar. Se oyó «por supuesto, porsupuesto, pase» y se acercó a la litera dearriba, donde Bean, que había dejado ellibro que estaba leyendo y estabaincorporado a medias, apoyado en elcodo, miraba a Ender.

—Bean, ¿me permites veinteminutos?

—Es casi la hora de que apaguen lasluces —contestó Bean.

—En mi cuarto —le indicó Ender—.Yo te cubro.

Bean se sentó y salió de la cama.

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Caminaron juntos silenciosamente por elpasillo hasta el cuarto de Ender, queentró primero. Bean cerró la puerta.

—Siéntate —le dijo Ender. Los dosse sentaron en el borde de la cama,mirándose—. ¿Recuerdas hace cuatrosemanas, Bean? ¿Cuando me dijiste quequerías ser jefe de patrulla?

—Sí.—Desde entonces he nombrado

cinco jefes de patrulla, ¿verdad? Yninguno has sido tú.

Bean lo miró sin alterarse.—¿Es cierto o no? —preguntó

Ender.—Sí, señor —respondió Bean.Ender asintió.

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—¿Cuál ha sido tu comportamientoen estas batallas?

Bean inclinó la cabeza hacia un ladoy contestó:

—Nunca me han inmovilizado,señor, y he inmovilizado a cuarenta ytres enemigos. He obedecido órdenesrápidamente, he dirigido una patrulla enun barrido y no he perdido ningúnsoldado.

—Entonces entenderás esto. —Ender se detuvo. Decidió retroceder ydecir algo más antes de ir al asunto—.Sabes que vas adelantado, Bean, por lomenos medio año. Yo también iba así yhe llegado a ser comandante seis mesesantes de lo normal. Ahora me han puesto

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a dirigir batallas, aunque solo habíaentrenado tres semanas con mi escuadra.Me han asignado ocho batallas en sietedías; ya tengo más que algunos de losque nombraron comandantes hace cuatromeses y he ganado más que muchos delos que lo son desde hace un año. Y lode esta noche…; sabes lo que ha pasado.

Bean asintió.—Le han avisado tarde.—No sé qué están haciendo los

profesores, pero mi escuadra empieza acansarse, y yo también; encima ahoravan cambiando las reglas del juego.Verás, Bean, he visto los datos antiguos.Nadie ha destruido tantos equipos ni hamantenido tantos de sus soldados

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enteros en toda la historia del juego. Soyúnico; y estoy recibiendo un trato único.

Bean sonrió.—Es el mejor, Ender.Ender sacudió la cabeza.—Quizá. Pero no he conseguido los

soldados que tengo por casualidad. Mipeor soldado podría ser jefe de patrullaen otra escuadra: tengo a los mejores.Me han concedido muchas cosas, peroahora están poniendo todo en mi contra.No sé por qué, pero sé que debo estarpreparado para ello. Necesito tu ayuda.

—¿Por qué la mía?—Porque a pesar de que hay algunos

soldados mejores que tú en la escuadraDragón, aunque no muchos, nadie piensa

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tan bien ni tan rápido.Bean no dijo nada. Los dos sabían

que era cierto. Ender continuó:—Necesito estar preparado, pero no

puedo volver a entrenar a toda laescuadra. Así que voy a sacar unsoldado de cada patrulla; entre ellos, tú.Formaréis una especial, bajo mi mandodirecto, y aprenderéis a hacer algunascosas nuevas. La mayor parte del tiempoestaréis con los pelotones regulares,como hasta ahora. Pero cuando tenecesite… ¿Lo entiendes?

Bean sonrió y asintió.—Está bien. ¿Puedo elegirlos yo?—Uno por cada patrulla, excepto la

tuya, y no puedes elegir ningún jefe de

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patrulla.—¿Qué quiere que hagamos?—Bean, no lo sé. No sé con qué van

a atacarnos. ¿Qué harías si de repentenuestros paralizadores no funcionaran ylos del enemigo sí? ¿Qué harías situviéramos que enfrentarnos a dosescuadras a la vez? Lo único que sé esque puede haber un juego en el que nisiquiera intentemos ganar puntos, sinoque solo vayamos a por la puerta delenemigo. Quiero que estés listo parahacer eso en cualquier momento que lopida, ¿lo entiendes? Los apartas durantedos horas al día, cuando estemos en elentrenamiento normal. Luego tú, tussoldados y yo trabajaremos por la

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noche, después de la cena.—Vamos a llegar cansados.—Tengo la sensación de que todavía

no sabemos lo que es estar cansado. —Ender extendió la mano, cogió la deBean y la sujetó—. Aunque manipulentodo en nuestra contra, Bean, vamos aganar.

Bean dejó la habitación en silencio ycaminó por el pasillo.

La Dragón no era la única escuadra quese entrenaba fuera de horas. Los otroscomandantes se habían dado cuentafinalmente de que tenían que ponerse aldía. Desde primeras horas de la mañana

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hasta que se apagaban las luces, todoslos soldados del Centro deEntrenamiento y Comando, cuya edad nosuperaba los catorce años, estabanaprendiendo cada una de las técnicasaplicadas por Ender.

Y mientras los otros comandantesdominaban esas técnicas, Ender y Beantrabajaban con problemas que todavíano habían surgido. Libraban batallastodos los días; de las normales, concuadrículas, estrellas y saltos bruscos através de la puerta. Y después de lasbatallas, Ender, Bean y los otros cuatrosoldados dejaban el grupo principal ypracticaban maniobras extrañas.Ataques sin paralizadores, en los que

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usaban los pies para quitarles las armaso desorientar al enemigo; otras vecesrevertían la puerta del enemigo enmenos de dos segundos utilizando cuatrosoldados congelados. Un día Bean llegóal entrenamiento con una cuerda detreinta metros.

—¿Para qué es eso?—Todavía no lo sé.Sin prestar atención, Bean giró uno

de los extremos. No tenía ni cincomilímetros de grosor, pero habríalevantado diez adultos sin romperse.

—¿Dónde la has conseguido?—En la cafetería. Me preguntaron

para qué la quería y les dije que parapracticar nudos.

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Bean hizo un lazo en el extremo dela cuerda y se lo pasó sobre loshombros.

—Vosotros dos, aguantad en la paredde allí. Ahora no sujetéis la cuerda.Dadme unos cincuenta metros.

Lo hicieron y Bean se movió a unostres metros de ellos a lo largo de lapared.

En cuanto estuvo seguro de queestaban preparados, dobló la cintura, seimpulsó fuera de la pared y voló enlínea recta, a unos cincuenta metros. Lacuerda se tensó; era tan fina queresultaba casi invisible, pero era lobastante fuerte como para desviar aBean en ángulo recto. Ocurrió tan de

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repente que hizo un arco perfecto ygolpeó la pared con fuerza antes de quela mayoría de los otros soldadossupieran lo que había pasado. Bean hizoun rebote perfecto y se desplazó velozde vuelta hacia donde Ender y los otrosesperaban.

Muchos de los soldados de los cincoescuadrones regulares no se habían dadocuenta de la cuerda y le exigían a Beanque les dijera cómo había hecho aquelmovimiento. Con gravedad cero eraimposible cambiar la dirección tan derepente. Bean se rio.

—¡Esperad al próximo juego sincuadrícula! No se enterarán de dónde lescaen los golpes.

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Y nunca lo supieron. El siguientejuego era al cabo de dos horas; paraentonces Bean y los otros doscompañeros eran muy buenos apuntandoy disparando al mismo tiempo quevolaban a una velocidad imposible alfinal de la cuerda.

Les entregaron la orden y laescuadra Dragón corrió hasta la puerta,a librar la batalla contra la escuadraGrifo. Bean enrolló la cuerda. Cuando lapuerta se abrió, todo lo que podían verera una larga estrella marrón, a apenascinco metros de distancia, bloqueandocompletamente su visión de la puerta delenemigo. Ender no se detuvo.

—Bean, date cinco metros de cuerda

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y dirígete hacia la estrella.Bean y sus cuatro soldados cayeron

por la puerta y, de repente, se tiraron delado, lejos de la estrella. La cuerda setensó y Bean voló hacia delante; amedida que la cuerda daba con losbordes de la estrella, el arco quedescribía su cuerpo se tensaba y suvelocidad aumentaba, hasta que golpeóla pared, a menos de un metro de lapuerta. Casi no pudo controlar el rebotepara no acabar detrás de la estrella,pero enseguida movió los brazos y laspiernas para que los suyos supieran queel enemigo no le había acertado.

Ender cayó por la puerta y Bean,rápidamente, lo puso al corriente de la

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disposición que presentaba la escuadraGrifo:

—Tienen dos cuadrículas deestrellas alrededor de la puerta. Todoslos soldados están a cubierto y no hayforma de darle a ninguno hasta quelleguemos a la pared del fondo. Inclusocon escudos, llegaríamos ahí con lamitad de la fuerza y no tendríamosoportunidad.

—¿Se mueven? —preguntó Ender.—¿Necesitan hacerlo?«Yo lo haría», pensó Ender.—Esta será difícil. Vamos a por la

puerta, Bean.La escuadra Grifo comenzó a

llamarlos.

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—¡Eh! ¿Hay alguien ahí?—¡Despertad, estamos en guerra!—¡Queremos unirnos a la fiesta!Todavía estaban llamándolos cuando

la escuadra de Ender salió por detrás desu estrella, con un escudo de catorcesoldados congelados. William Bee, elcomandante de la escuadra Grifo, consus hombres protegidos por las estrellas,esperaba paciente, mientras se acercabala pantalla, a que lo que fuera quehubiera detrás del escudo se hicieravisible. A unos diez metros de distancia,la pantalla estalló cuando los soldadosla empujaron hacia el norte. La inercialos llevó hacia el sur, doblando lavelocidad normal, y en ese instante el

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resto de la escuadra Dragón emergiódesde detrás de su estrella, en elextremo opuesto de la sala, disparando atoda velocidad.

Los chicos de William Bee seunieron a la batalla de inmediato, porsupuesto, pero al comandante leinteresaba más lo que había quedadoflotando al deshacerse el escudo. Unaformación de cuatro soldadoscongelados de la escuadra Dragón sedirigía a la puerta de la escuadra Grifo.Estaban unidos a otro soldadocongelado, cuyos pies y manos seagarraban del cinturón de otros. Unsexto soldado colgaba de la cintura delanterior como la cola de una cometa. La

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escuadra Grifo estaba ganando la batallafácilmente y William Bee se concentróen la formación que se aproximaba a lapuerta. De pronto el soldado que estabaen la cola de la cometa se movió: ¡noestaba congelado! William le disparó yle dio, pero el daño ya estaba hecho. Laformación derivó hasta la puerta de laescuadra Grifo y sus cascos tocaron loscuatro rincones simultáneamente. Sonóun timbre, la puerta se puso en reversióny el impulso arrastró a los soldadoscongelados a través de ella. Todos losparalizadores dejaron de funcionar; eljuego había terminado.

La puerta de los profesores se abrióy entró el teniente Anderson. Se detuvo y

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movió ligeramente las manos cuandollegó al centro de la sala de batalla.

—Ender —llamó, rompiendo elprotocolo.

Uno de los soldados de la Dragón,situado en la pared sur, intentóresponder, pero tenía la mandíbulasujeta por el traje. Anderson se dirigióhacia él y lo descongeló.

Ender sonreía.—Le he ganado a usted otra vez,

señor —dijo.Anderson no sonrió.—Eso es una tontería, Ender —le

replicó Anderson con calma—. Tubatalla era contra William Bee de laescuadra Grifo.

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Ender levantó una ceja.—Después de esa maniobra —le

advirtió Anderson— se van a revisar lasnormas para exigir que todos lossoldados del enemigo esténinmovilizados antes de que la puerta sepueda revertir.

—Está bien —aceptó Ender—. Detodas maneras, solo podía funcionar unavez.

Anderson asintió y comenzó aretirarse, cuando Ender añadió:

—¿Y van a poner una nueva reglapara que todas las escuadras luchen enlas mismas condiciones?

Anderson se dio la vuelta.—Si estás tú de por medio, Ender,

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difícilmente se puede considerar que lascondiciones sean iguales para todos.

William Bee repasaba la acciónpaso a paso intentando averiguar cómodemonios había perdido cuando ningunode sus soldados había sido paralizado ysolo cuatro de los soldados de Enderpodían moverse.

Aquella noche, cuando Ender entróen el comedor de comandantes fuerecibido con aplausos y vivas. Su mesaestaba repleta de comandantes quepresentaban sus respetos, muchos deellos dos o tres años mayores que Ender.Él fue amable, pero mientras cenaba sepreguntaba qué le harían los profesoresen el próximo enfrentamiento. No tenía

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que preocuparse. Sus dos batallassiguientes fueron victorias fáciles y,después de ellas, ya no vio más la salade batalla.

Eran las nueve y Ender se irritó un pococuando oyó que alguien tocaba a supuerta. Su ejército estaba exhausto y leshabía ordenado que a las ocho y mediaestuvieran todos en la cama. Los últimosdos días habían tenido varias batallas yEnder esperaba lo peor para el díasiguiente.

Era Bean. Entró tímidamente y losaludó. Ender le devolvió el saludo yestalló:

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—Bean, quería a todo el mundo enla cama.

Bean asintió pero no se fue. Enderiba a ordenarle que saliera, pero almirarlo se dio cuenta, por primera vezen semanas, de lo joven que era. Habíacumplido ocho años una semana antes ytodavía era pequeño y… no, no erapequeño. Nadie era un crío. Bean habíaestado en batalla y con una escuadraentera dependiendo de él, lo habíaresuelto todo y había ganado. No podíaconsiderarlo un niño pequeño. Seencogió de hombros.

Bean se acercó, se sentó en el bordede la cama y se quedó mirándose lasmanos. Ender se impacientó y le

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preguntó:—Bueno, ¿qué pasa?—Me han trasladado. He recibido

las órdenes hace unos minutos.Ender cerró los ojos durante un

segundo.—Sabía que se les ocurriría algo

nuevo. Ahora se llevan a mis soldados.¿Adónde irás?

—A la escuadra Conejo.—¡Cómo pueden ponerte bajo el

mando de un idiota como Carn Carby!—Carn se ha graduado; escuadrón

de apoyo.Ender miró hacia arriba.—Bueno, y ¿quién va a comandar a

los Conejos ahora?

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Bean se estrujó las manos sin podercontenerse.

—Yo —contestó.Ender asintió y sonrió.—Claro. A fin de cuentas, solo

tienes cuatro años menos que la edadnormal para ser comandante.

—No me hace gracia —le confesóBean—. No sé qué está pasando aquí.Primero, todos los cambios en el juego yahora esto. No me han trasladado a mísolo: Ren, Peder, Brian, Wings yYounger; todos comandantes.

Ender se levantó iracundo y caminóa zancadas hasta la pared.

—¡Todos los malditos jefes depatrulla que tenía! —dijo y se giró de

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cara a Bean—. Y si iban a desmontar miescuadra, ¿por qué se han molestado enhacerme comandante?

Bean sacudió la cabeza.—No lo sé. Eres el mejor. Nadie ha

hecho lo que tú: diecinueve batallas enquince días y todas ganadas, pusieranlas trampas que pusieran.

—Y ahora tú y los otros soiscomandantes. Conoces todos mis trucos,yo te he entrenado, ¿y con quién sesupone que debo reemplazarte? ¿Me vana dar seis novatos?

—¡Qué asco!, Ender, pero sabes quesi te dan cinco enanos lisiados armadoscon rollos de papel higiénico, ganarásde todas maneras.

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Se echaron a reír y entonces sedieron cuenta de que la puerta estabaabierta.

Entró el teniente Anderson seguidopor el capitán Graff.

—Ender Wiggin —dijo Graff,poniéndose las manos sobre la barriga.

—Sí, señor —contestó Ender.—Órdenes —le dijo Anderson,

extendiéndole un trozo de papel.Ender lo leyó deprisa y al acabar lo

arrugó, sin dejar de mirar al lugar dondehabía estado el papel. Después de unmomento, preguntó:

—¿Puedo contarle esto a miescuadra?

—Se darán cuenta —respondió

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Graff—. Es mejor no hablar con ellosdespués de recibir las órdenes. Es másfácil.

—¿Para usted o para mí? —preguntóEnder. No esperó la respuesta. Sevolvió rápidamente hacia Bean y leestrechó la mano un instante, al tiempoque se dirigía a la puerta.

—Espera —dijo Bean—. ¿Adóndevas? ¿Táctica o Escuela de Apoyo?

—Escuela de Mando —respondióEnder. Luego se fue y Anderson cerró lapuerta.

«Escuela de Mando», pensó Bean.Nadie iba a la Escuela de Mando sin

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haber pasado tres años en la Escuela deTáctica, y a esta no iba nadie sin haberpasado, por lo menos, cinco años en alEscuela de Batalla. Ender solo habíaestado allí tres años.

El sistema estaba desintegrándose.No había duda, pensó Bean. O alguiende arriba estaba volviéndose loco o algoiba mal con la guerra; la guerra deverdad, para la que se entrenaban. ¿Porqué, si no, se cargarían el sistema deentrenamiento, promocionando aalguien, aunque fuera tan bueno comoEnder, a la Escuela de Mando?

Bean se lo preguntó durante un buenrato. Finalmente se recostó en la camade Ender y se dio cuenta de que era

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probable que no se vieran nunca más.Tenía ganas de llorar, pero no lloró, porsupuesto. El adiestramiento enpreescolar le había enseñado comocontrolar esas emociones. Se acordabade cuando tenía tres años y su primerprofesor se había enfadado al ver que letemblaban los labios y los ojos se lellenaban de lágrimas.

Bean hizo la rutina de relajaciónhasta que se le pasaron las ganas dellorar. Entonces se quedó dormido.Tenía la mano cerca de la boca, sobre laalmohada, vacilante, como si no pudieradecidir si morderse las uñas o chuparseel dedo. La frente arrugada y el ceñofruncido. Su respiración era rápida y

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ligera. Era un soldado, y si alguien lepreguntaba qué quería ser cuando fueramayor, no hubiera entendido a qué sereferían.

Había una guerra, decían, y esa eraexcusa suficiente para tener prisa. Lodecían como si fuera una contraseña ymostraban una pequeña tarjeta en cadataquilla, puesto aduanero o estación deguardia; así conseguían atravesarrápidamente cada control.

A Ender Wiggin lo trasladaron de unlugar a otro tan rápido que no tuvotiempo de fijarse en nada, pero vioárboles por primera vez. Vio un hombre

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que no vestía uniforme. Vio una mujer.Vio animales extraños que no hablaban,pero que seguían dóciles a mujeres y aniños pequeños. Vio maletas y cintastransportadoras, pancartas con palabrasque nunca había oído. Le hubierapreguntado a alguien lo que significabanaquellas palabras, sino hubiera estadorodeado por la voluntad y la autoridadencarnadas en cuatro altos oficiales, queno se hablaban ni le hablaban.

Ender Wiggin era un extraño para elmundo que tenía que salvar. Norecordaba haber salido nunca de laEscuela de Batalla. Sus recuerdos másantiguos eran los juegos de guerrainfantiles bajo la dirección de un

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maestro, las comidas con los otros niñoscon los uniformes grises y verdes de lasfuerzas armadas de su mundo. No sabíaque el gris representaba el cielo y elverde, el gran bosque de su planeta.Todo lo que sabía del mundo eran vagasreferencias a «afuera», y antes de quepudiera darle sentido al extraño mundoque estaba viendo por primera vez, loencerraron de nuevo dentro de la corazamilitar, donde no hacía falta decir quehabía una guerra, ya que allí nadie loolvidaba ni un solo instante de un solodía.

Lo metieron en una nave espacial ylo lanzaron a un gran satélite artificialque giraba alrededor del mundo. La

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estación espacial se llamaba Escuela deMando y contenía al ansible. En suprimer día allí le enseñaron lo quesignificaba el ansible para la guerra.Significaba que, a pesar de que hacíacien años que se habían lanzado lasnaves espaciales de las batallas que selibraban en aquel momento, suscomandantes estaban a la última yutilizaban el ansible para mandarmensajes a los ordenadores y a lospocos hombres que iban en cada nave.El ansible enviaba las palabras almismo tiempo que se pronunciaban, lasórdenes simultáneamente a sucumplimiento y los planes de batallamientras se luchaba. La luz era un

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peatón.Durante dos meses, Ender Wiggin no

se encontró con nadie. Llegaban demanera anónima, le enseñaban lo quesabían y lo dejaban con otrosprofesores. No tenía tiempo de echar demenos a sus amigos de la Escuela deBatalla. Solo tenía tiempo de aprendercómo utilizar el simulador, condeslumbrantes estrategias bélicas comosi estuviera en una nave espacial en elcentro de una batalla; y cómo comandarnaves simuladas, en batallas simuladas,manipulando las claves en el simuladory hablándole al ansible; y cómoreconocer instantáneamente cada naveenemiga y sus armas a partir del patrón

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que mostraba el simulador; y cómotransferir todo lo que había aprendido enlas batallas de gravedad cero en laEscuela de Batalla a las batallas denaves espaciales en la Escuela deMando. Pensaba que lo de antes iba enserio, pero ahora le metían prisa entodo. Se enfadaban y se preocupabanmás allá de lo lógico, cada vez que se leolvidaba algo o cometía un error. Éltrabajaba como siempre había trabajadoy aprendía como siempre habíaaprendido. Al poco tiempo ya nocometía errores y usaba el simuladorcomo si fuera parte de él mismo.Entonces dejaron de estar preocupados yle asignaron un profesor.

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Cuando Ender se despertó, MazerRackham estaba sentado en el suelo conlas piernas cruzadas y no dijo nadamientras el muchacho se levantaba, seduchaba y se vestía. Tampoco Ender semolestó en preguntarle nada. Habíaaprendido hacía tiempo que cuandosucedía algo inusual, a menudoencontraba más información y con mayorrapidez esperando que preguntando.

Mazer todavía no había pronunciadoni una palabra cuando Ender estuvo listoy se dirigió a la puerta para dejar lahabitación. Pero la puerta no se podíaabrir. Se volvió y se puso frente al

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hombre que seguía sentado en el suelo.Tenía al menos cuarenta años, lo que lohacía el hombre más viejo que Enderhabía visto de cerca. Llevaba barba devarios días, una mezcla de cabellosnegros y blancos, que le daba a su tez uncolor casi tan gris como el de su cortocabello. La cara se hundía un poco y losojos estaban rodeados de arrugas ylíneas de expresión. Miró a Ender sininterés.

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Ender se volvió hacia la puerta eintentó abrirla de nuevo.

—Muy bien —dijo, rindiéndose—.¿Por qué está cerrada la puerta?

Mazer siguió mirándolo con elrostro inexpresivo. Ender se impacientó.

—Voy a llegar tarde. Si puedo llegarmás tarde, me gustaría saberlo paravolver a la cama.

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No hubo respuesta.—¿Acaso jugamos a las

adivinanzas? —preguntó Ender.Tampoco hubo respuesta. Ender

pensó que quizás el hombre intentabaque se enfadara, así que hizo unejercicio de relajación y, tan prontocomo se calmó, se apoyó en la puerta.Mazer no le quitaba los ojos de encima.

Durante las dos horas siguientesestuvieron en silencio. Mazer mirabaconstantemente a Ender, que hacía comoque no se daba cuenta de la presenciadel viejo, pero iba poniéndose nerviosoy acabó caminando de una punta de lahabitación a la otra con un patrónerrático. Una de las veces que pasó

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junto a Mazer, este extendió la mano y leempujó la pierna izquierda contra laderecha justo cuando estaba dando unpaso. Ender se cayó al suelo. Se puso depie de inmediato, furioso. Mazer seguíatranquilamente sentado, con las piernascruzadas, como si nunca se hubieramovido. Ender se preparó para pelear,pero la inmovilidad de aquel hombrehacía imposible atacarlo y se preguntó sihabía sido real o se había imaginado lamano del anciano haciéndolo tropezar.

Ender Wiggin siguió andandodurante una hora. De vez en cuando separaba e intentaba abrir la puerta.Finalmente, se dio por vencido, se quitóel uniforme y fue hacia la cama. Cuando

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se inclinaba para abrirla, sintió que legolpeaba los muslos con una mano y leagarraba del pelo con la otra. Al instanteestaba boca abajo, con la rodilla delviejo apretándole la cara y los hombroscontra el suelo, la espalda doblada y laspiernas inmovilizadas por el brazo deMazer. No podía darse impulso con losbrazos ni con la espalda para soltarselas piernas. En menos de dos segundos,el viejo lo había derrotado porcompleto.

—Está bien —jadeó Ender—. Ustedgana.

La rodilla de Mazer presionódolorosamente hacia abajo.

—¿Desde cuándo tienes que decirle

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al enemigo que ha ganado? —preguntóMazer con voz ronca y suave.

Ender se quedó en silencio.—¿Por qué no me has destruido

cuando te he sorprendido la primera vez,Ender Wiggin? ¿Solo porque parezcopacífico? Me has dado la espalda,¡estúpido! No has aprendido nada.Nunca has tenido un maestro.

Ender estaba enfadado.—He tenido muchos malditos

profesores. ¿Cómo iba a saber que ustedresultaría ser un…? —Ender se quedóbuscando la palabra. Mazer se laproporcionó.

—Un enemigo, Ender Wiggin —lesusurró—. Soy tu enemigo, el primero

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que has tenido más inteligente que tú. Nohay mejor maestro que el enemigo,Ender Wiggin. Nadie excepto el enemigote dirá lo que el enemigo va a hacer.Nadie excepto el enemigo te enseñarácómo destruir y conquistar. Soy tuenemigo desde ahora. Desde ahora soytu maestro.

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Mazer dejó que las piernas de Endercayeran al suelo. Como todavía leapretaba la cabeza contra el suelo, elmuchacho no podía usar los brazos paracompensar el peso, y las piernasgolpearon la superficie plástica con unfuerte crujido y un dolor horrible que leprovocó una mueca de dolor. LuegoMazer se puso de pie y dejó que selevantara. Ender encogió las piernasdespacio, con un débil gemido de dolor,y se arrodilló un instante pararecuperarse. Luego movió el brazoderecho con rapidez. Mazer retrocedió yla mano de Ender se cerró en el aire almismo tiempo que el pie de su maestrose dirigía hacia delante, como para darle

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en el mentón; pero la barbilla de Enderya no estaba allí. Estaba tumbado bocaarriba y girando sobre sí mismo, ycuando Mazer perdió el equilibrio, lospies de Ender le golpearon la otrapierna. El viejo cayó hecho un ovillo.Pero el ovillo parecía un nido deavispas. Ender no podía encontrar ni unbrazo ni una pierna lo bastante largoscomo para atraparlos y mientras tanto leiban cayendo golpes en la espalda y enlos brazos. Era más pequeño que elhombre y por eso no podía alcanzar susextremidades ondulantes. Entonces saltófuera de su alcance y se quedó de piecerca de la puerta.

El hombre dejó de revolcarse y se

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sentó, de nuevo con las piernascruzadas, riendo.

—Mejor esta vez, chico, pero lento.Con una flota tienes que ser mejor de loque eres con tu cuerpo o nadie estará asalvo contigo al mando. ¿Lecciónaprendida?

Ender asintió despacio. Mazersonrió.

—Bien. Entonces no volveremos atener una batalla como esta; a partir deahora serán con el simulador.Programaré tus batallas, diseñaré laestrategia de tu enemigo, y aprenderás aser rápido y a descubrir qué trucos tereserva. Recuerda, muchacho: de ahoraen adelante, el enemigo es más listo que

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tú. De ahora en adelante, es más fuerteque tú. De ahora en adelante, tú siempreestás a punto de perder. —El rostro deMazer se puso serio otra vez—. Estarása punto de perder, Ender, pero ganarás.Aprenderás a derrotar al enemigo. Él teenseñará cómo.

Se levantó y anduvo hacia la puerta.Ender se apartó de su camino. En cuantoel hombre tocó el pomo, Ender saltó enel aire y le dio una patada en la partebaja de la espalda con los dos pies.Golpeó lo bastante fuerte como pararebotar sobre sus pies mientras Mazergritaba y se desplomaba. Se levantódespacio, aferrándose al pomo de lapuerta, con el gesto retorcido de dolor.

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Parecía imposibilitado, pero Ender nose fiaba de él y esperó con cautela; y, sinembargo, a pesar de sus sospechas lavelocidad de Mazer lo sorprendió con laguardia baja. En un momento seencontraba en el suelo cerca de la paredopuesta, con la nariz y el labiosangrando tras golpearse el rostro con lacama. Fue capaz de girar lo suficientecomo para ver a Mazer abrir la puerta eirse. Cojeaba y caminaba lentamente.

Ender sonrió a pesar del dolor,luego rodó sobre la espalda y se riohasta que se le llenó la boca de sangre yempezó a tener arcadas. Se levantó y,con dificultad, se dirigió hacia la cama.Se acostó y, al cabo de pocos minutos,

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llegó un médico y le curó las heridas.A medida que los fármacos fueron

surtiendo efecto, Ender iba quedándosedormido y recordando la manera en queMazer había salido cojeando de lahabitación; y se echaba a reír otra vez.Se reía en voz baja, mientras se lequedaba la mente en blanco y el médicolo cubría con la manta y apagaba la luz.Durmió hasta que, por la mañana, eldolor lo despertó. Soñó con derrotar aMazer.

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Al día siguiente, Ender se dirigió a lasala del simulador con la nariz vendaday el labio todavía hinchado. Mazer noestaba allí. En su lugar, un capitán, conel que había trabajado antes, le mostróun accesorio que había fabricado y leseñaló un tubo con un lazo en la punta.

—Radio. Primitivo, lo sé. Lo pasopor encima de la oreja y el otro extremova a la boca: así.

—¡Cuidado! —exclamó Ender,cuando el capitán empujó el extremo deltubo en su labio hinchado.

—Lo siento. Ahora habla.—Vale. ¿A quién?El capitán sonrió.—Pregunta y verás.

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Ender se encogió de hombros y miróal simulador. Al emitir un sonidoreverberó dentro de su cabeza. Leresultaba demasiado ruidoso para que seentendiera algo y se quitó la radio de laoreja.

—¿Intenta dejarme sordo o qué?El capitán negó con la cabeza y giró

el sintonizador de una caja pequeña quehabía en una mesa cercana. Ender secolocó la radio de nuevo.

—Comandante —dijo la radio conuna voz familiar.

—Sí —contestó Ender.—¿Instrucciones, señor?La voz era familiar.—¿Bean? —preguntó Ender.

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—Sí, señor.—Bean, habla Ender.Silencio. Y luego una carcajada

estalló del otro lado. Se rieron seis osiete voces más y Ender esperó quevolviera el silencio. Entonces preguntó:

—¿Quién más?Se oyeron un par de voces al mismo

tiempo, pero Bean las ahogó.—Aparte de mí, Peder, Wings,

Younger, Lee y Vlad.Ender pensó un segundo. Luego

preguntó qué diablos estaba pasando.Ellos se rieron nuevamente.

—No pueden romper el grupo —respondió Bean—. Hemos estado decomandantes durante unas dos semanas y

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aquí andamos, en la Escuela de Mando,entrenando con el simulador. De repentenos dijeron que íbamos a formar unaflota con un nuevo comandante; y erestú.

Ender sonrió.—Muchachos, ¿así de buenos sois?—Si no lo somos, ya nos lo harás

saber.Ender soltó una risita.—Podría funcionar: una flota.Durante los diez días siguientes,

Ender entrenó a sus jefes de patrullahasta que pudieron maniobrar las navescomo bailarines precisos. Era comoestar otra vez en la sala de batalla, salvoque Ender podía ver siempre todo,

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hablar con sus jefes de patrulla ycambiar las órdenes en cualquiermomento. Un día, mientras se sentabafrente al panel de control y encendía elsimulador, en el espacio aparecieronunas penetrantes luces verdes: elenemigo.

—Ya está aquí —dijo Ender—. X,Y, en bala; C, D, pantalla de reserva; E,curva al sur; Bean, ángulo norte.

El enemigo estaba agrupado en unaesfera y eran dos por cada uno de ellos.La mitad de las fuerzas de Ender estabareunida en una formación apretada, tipobala, con el resto en una pantallacircular plana, excepto una pequeñafuerza al mando de Bean, que se alejó

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del simulador, dirigiéndose detrás de laformación del enemigo. Ender descubriórápidamente la estrategia de losadversarios: cuando la formación tipobala se acercara la dejarían pasar, conla esperanza de atraer a Ender haciadentro de la esfera, donde estaríarodeado. Entonces hizo como que caíaen la trampa y llevó su bala al centro dela esfera.

El enemigo comenzó a concentrarse,muy despacio, para no quedar expuestohasta que todas sus armas pudieranofrecer resistencia al mismo tiempo.Entonces Ender empezó a trabajar deverdad. Su pantalla de reserva seaproximó a la parte exterior de la esfera

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y el enemigo empezó a concentrar lasfuerzas en ese lugar. Luego, las fuerzasde Bean aparecieron por el lado opuestoy el enemigo también desplegó las navesallí. Todo esto hizo que gran parte de laesfera quedara sin apenas defensa. Labala de Ender atacó y, como en el puntode ataque la cantidad de sus efectivosera abrumadoramente superior a la delenemigo, abrió un agujero en laformación. El enemigo reaccionótratando de tapar el hueco, pero, en laconfusión, la fuerza revertida y lapequeña fuerza de Bean atacaron a lavez; entonces la bala se trasladó a otraparte de la esfera. En pocos minutosmás, la formación estaba destruida; la

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mayoría de las naves enemigas,exterminadas, y los pocossobrevivientes se alejaban lo másrápido que podían.

Ender apagó el simulador. Todas lasluces desaparecieron. Mazer estaba depie a su lado, con las manos en losbolsillos y el cuerpo tenso. Ender lomiró y dijo:

—Me había dicho que el enemigosería inteligente.

El rostro de Mazer seguía siendoinexpresivo.

—¿Qué has aprendido?—Que una esfera solo funciona si tu

enemigo es tonto. Tenían las fuerzas tandispersadas que nosotros los

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superábamos en número cada vez queatacábamos.

—¿Y?—No puedes mantenerte fiel a un

patrón porque te haces muy previsible.—¿Eso es todo? —preguntó Mazer

en voz baja.Ender se quitó la radio.—El enemigo habría podido

derrotarme si hubiese roto la esferaantes.

Mazer asintió.—Tenías una ventaja injusta.Ender lo miró fríamente.—Eran dos de los suyos por cada

uno de los míos.Mazer negó con la cabeza.

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—Tú tenías el ansible. El enemigo,no. Incorporamos ese factor en lossimulacros de batallas. Los mensajesviajan a la velocidad de la luz.

Ender miró hacia el simulador.—¿Había bastante distancia para

que eso fuera importante?—¿No lo sabes? —preguntó Mazer

—. Ninguna de las naves estaba a menosde treinta mil kilómetros de la máspróxima.

Ender intentó averiguar el tamaño dela esfera del enemigo. No sabía deastronomía, pero se le había despertadola curiosidad.

—¿Qué clase de armas hay en esasnaves, que pueden golpear tan rápido?

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Mazer meneó la cabeza.—La ciencia no está a tu alcance.

Tienes que estudiar muchos años más delos que has vivido para entender inclusolo básico. Todo lo que necesitas saberahora es que las armas funcionan.

—¿Por qué tenemos que acercarnostanto para tenerlos a tiro?

—Las naves están protegidas porcampos de fuerza. A cierta distancia lasarmas son más débiles y no puedenpasar. De cerca las armas son másfuertes que los escudos. No obstante, losordenadores se encargan de todo eso.Están disparando constantemente encualquier dirección que no haga daño auna de nuestras naves; eligen objetivos y

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apuntan: hacen todo el trabajo deprecisión. Solo tienes que decirlescuándo y ponerlos en posición paraganar, ¿vale?

—No. —Ender retorcía el tubo de laradio entre los dedos—. Tengo quesaber cómo funcionan las armas.

—Ya te lo he dicho, te llevaría…—No puedo comandar una flota, ni

siquiera en un simulador, a menos que losepa. —Ender esperó un momento y lepropuso—: Solo una idea aproximada.

Mazer se levantó y se alejó unospocos pasos.

—De acuerdo, Ender. No tienesentido, pero intentaré explicártelo lomás simple que pueda —dijo Mazer,

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metiéndose las manos en los bolsillos—. Verás, todo está hecho de átomos,pequeñas partículas tan diminutas que nose perciben a simple vista. No haymuchos tipos de átomos y todos secomponen de partículas aún máspequeñas, que son más o menos lomismo. Los átomos pueden romperse, yentonces dejan de ser átomos, de modoque en este metal ya se mantienen comotal; lo mismo le pasa al suelo de plásticoo a tu cuerpo; incluso al aire. Si serompen los átomos, las cosasdesaparecen, solo quedan las partículas,que vuelan y rompen más átomos. Lasarmas de las naves establecen un área enla que los átomos de cualquier cosa no

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pueden mantenerse unidos, todos serompen. Así que las cosas en esa área…desaparecen.

Ender asintió.—Tiene razón, no lo entiendo. ¿Se

puede bloquear?—No. Pero cuanto más te alejes de

la nave, más ancha y débil es, de modoque al cabo de un rato el efecto quedarábloqueado por un campo de fuerza. ¿Mesigues? Para hacerlo más fuerte, hay queapuntar bien, de forma que una nave solodispare en tres o cuatro direcciones a lavez.

Ender asintió de nuevo, aunque noacababa de entenderlo bien.

—Si las partículas de los átomos

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rotos van desintegrando más átomos,¿por qué no acaba desapareciendo todo?

—Espacio. Esos miles de kilómetrosentre las naves, están vacíos. Casi nohay átomos. Las partículas no encuentrannada en su camino, y cuando finalmentechocan contra algo, están tan dispersasque no pueden hacer ningún daño. —Mazer inclinó la cabeza burlonamente—. ¿Hay algo más que quieras saber?

—Las armas de las naves…¿funcionan contra otra cosa que no seannaves?

Mazer se aproximó a Ender y lecontestó con firmeza:

—Solo las usamos contra las naves.Nunca contra otras cosas. Si las usamos

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contra algo más, el enemigo las usarácontra nosotros. ¿Queda claro?

Mazer se alejó. Cuando estabasaliendo, Ender lo llamó con voztranquila:

—Todavía no sé su nombre.—Mazer Rackham.—Mazer Rackham, lo he vencido.Mazer se rio.—Ender, hoy no has luchado

conmigo. Hoy has luchado contra elordenador más estúpido de la Escuelade Mando, configurado mediante unprograma de hace unos diez años. Nocreerás que yo no usaría una esfera,¿verdad? —Sacudió la cabeza—.Cuando batalles contra mí, lo sabrás.

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Porque perderás.Mazer salió de la habitación.

Ender siguió entrenándose diez horastodos los días con sus jefes de patrulla.Nunca los veía, pero oía sus voces en laradio. Tenía una batalla cada dos o tresdías.

El enemigo siempre tenía algo nuevoy más complicado, pero Ender le hacíafrente. Y ganó cada vez. Después de lasbatallas, Mazer le señalaba los errores yle hacía ver que, en realidad, habíaperdido y que le dejaba acabar solopara enseñarle a controlar el final deljuego.

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Hasta que, por fin, un día Mazerllegó, le estrechó la mano solemnementey le dijo:

—Esta ha sido una buena batalla,muchacho.

Con lo que había tardado en llegar elelogio, a Ender le gustó más quecualquier alabanza que le hubieranhecho; pero como era tancondescendiente, lo ofendió.

—A partir de ahora —dijo Mazer—,podemos darte las difíciles.

Desde entonces la vida de Ender fueun lento ataque de nervios. Empezó alibrar dos batallas cada día, conproblemas que se iban volviendo más ymás complejos. Toda su vida había sido

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un entrenamiento en el juego, pero ahorael juego comenzaba a consumirlo.

Se levantaba por la mañana connuevas estrategias para el simulador y seiba a dormir por la noche carcomido porlos errores cometidos durante el día. Aveces se sorprendía en medio de lanoche gritando por algo que norecordaba; llegó a despertarse con losnudillos ensangrentados de habérselosmordido.

Pero iba impasible todos los días alsimulador y entrenaba a sus jefes depatrulla hasta la batalla; y despuéssoportaba y estudiaba las duras críticasque le hacía Rackham. Notó que, concierta perversidad, lo criticaba más

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después de las batallas más duras.Además, observó que, cada vez quepensaba en una nueva estrategia, elenemigo la ponía en práctica al cabo deunos días. Y también se dio cuenta deque mientras que su flota seguía siendodel mismo tamaño, los efectivos delenemigo aumentaban sin parar. Lepreguntó la razón a su maestro, que lecontestó:

—Estamos mostrándote cómo será ladimensión del enemigo con relación a lanuestra cuando dirijas tu flota en unabatalla real.

—¿Por qué el enemigo siempre nossupera en número?

Mazer inclinó la canosa cabeza un

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momento, como si estuviera decidiendosi contestar. Alzó la vista, extendió lamano y la puso sobre el hombro deEnder.

—Te lo diré, a pesar de que lainformación es secreta. Verás, elenemigo nos atacó primero. Tenía unabuena razón para hacerlo, pero eso es unasunto para los políticos y tanto si laculpa fue nuestra como si fue suya, nopodíamos dejarlo ganar. Así que cuandoel enemigo vino a nuestro mundo,luchamos con dureza y usamos a losmejores de nuestros jóvenes hombres enlas flotas. Ganamos y el enemigo seretiró —Mazer sonrió tristemente—;pero no había terminado, chico. El

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enemigo nunca iba a terminar. Vinieronde nuevo, eran más y vencerlos fue másdifícil, y tuvimos que emplear otrageneración de jóvenes. Solo unos pocossobrevivieron. Así que se nos ocurrió unplan… al gran hombre se le ocurrió elplan. Sabíamos que teníamos quedestruir al enemigo de una vez portodas, de manera absoluta y neutralizarsu capacidad de plantarnos batalla. Paraello teníamos que ir a su mundo, aqueldel que proviene, ya que su imperiodepende de ese mundo central suyo.

—¿Y entonces? —preguntó Ender.—Y entonces organizamos una flota.

Construimos más naves que las que teníael enemigo, cientos de ellas por cada

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una de las que habían mandado contranosotros, y las lanzamos contra susveintiocho mundos. Empezaron a salirhace cien años. Llevaban el ansible ysolo unos pocos hombres. La idea eraque algún día un comandante podríasentarse en algún planeta alejado dellugar de la batalla y comandar la flota.De ese modo, nuestras mejores mentesno serían destruidas por el enemigo.

Todavía no había contestado lapregunta de Ender.

—¿Por qué nos superan en número?Mazer se rio.—Porque nuestras naves tardaron

unos cientos de años en llegar allí. Hantenido siglos durante los que prepararse

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para nuestra llegada. Serían tontos sihubieran esperado en remolcadoresantiguos para defender los puertos, ¿no?Tienen naves nuevas, grandes naves,cientos de ellas. Todo lo que tenemosnosotros es el ansible; eso y el hecho deque tienen que poner un comandante concada flota, de manera que cada vez quepierdan, y perderán, se quedarán sin unade sus mejores mentes.

Ender empezó a hacer otra pregunta.—Ya vale, Ender Wiggin. Te he

dicho más de lo que deberías saber.Ender se levantó enfadado y apartó

la vista.—Tengo derecho a saber. ¿Usted

cree que esto puede seguir así para

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siempre? ¿Que pueden empujarme deuna escuela a otra sin decirme nuncapara qué sirve mi vida? Me usa a mí y alos otros como herramientas. Un díacomandaré sus naves, algún día tal vezsalvemos sus vidas, pero no soy unordenador ¡y necesito saber!

—Hazme una pregunta entonces,muchacho —concedió Mazer—, y sipuedo responder, lo haré.

—Si usan a sus mejores mentes paracomandar las flotas y ustedes nuncapierden ninguna, entonces ¿para qué menecesitan? ¿A quién estoy reemplazandosi todavía están todas allí?

Mazer sacudió la cabeza.—No puedo responderte a eso,

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Ender. Conténtate con saber que tenecesitaremos, y pronto. Es tarde, vete ala cama. Tienes una batalla por lamañana.

Ender se fue de la sala delsimulador, pero cuando Mazer salió porla misma puerta, un momento después,estaba esperando en el pasillo.

—Venga, chaval —dijo Mazerimpaciente—. ¿Qué pasa ahora? Notengo toda la noche y tú necesitasdormir.

Ender no estaba seguro de cuál erasu pregunta, pero Mazer esperó. Por findijo:

—¿Viven?—¿Quiénes?

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—Los otros comandantes. Los deahora. Y los anteriores a mí.

Mazer resopló.—Vivir. Por supuesto que viven.

¡Vaya pregunta!El hombre se alejó por el pasillo,

aún riéndose entre dientes. Ender sequedó en el corredor un poco más, peroel cansancio lo llevó a la cama. «Viven—pensó—. Ellos viven, pero no puededecirme lo que les pasa».

Aquella noche Ender no se despertóllorando; pero sí con sangre en lasmanos.

Los meses pasaban, con batallas todos

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los días, hasta que al final Ender seadaptó a la rutina de destruirse a símismo. Cada noche dormía menos ysoñaba más, y empezó a tener terriblesdolores de estómago. Le pusieron unadieta blanda, pero al cabo de pocotiempo no tenía apetito ni siquiera paraeso.

—Come —decía Mazer y Ender sellevaba la comida a la bocamecánicamente. Pero si nadie le decíaque comiera, dejaba de hacerlo.

Un día que estaba entrenando a susjefes de patrulla, la sala se volvió negray despertó en el suelo, con el rostrolleno de sangre allí donde se habíagolpeado con los controles.

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Lo metieron en la cama y durantetres días estuvo muy enfermo.Recordaba ver rostros en sueños, perono eran rostros reales y él lo sabía, apesar de que estaba convencido dehaberlos visto. En algún momento creyóver a Bean y en otros, al tenienteAnderson y al capitán Graff. Cuando sedespertó solo estaba su enemigo: MazerRackham.

—Estoy despierto —le anunció.—Eso veo —respondió Mazer—. Te

ha costado bastante. Tienes una batallahoy.

Ender se levantó, luchó en la batallay ganó. No hubo segunda batalla aqueldía y lo dejaron ir a la cama temprano.

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La temblaban las manos al desvestirse.Durante la noche creyó sentir manos

que lo tocaban con suavidad y soñó quehabía voces que le decían:

—¿Cuánto tiempo podrá aguantar?—Lo suficiente.—¿Tan pronto?—En un par de días se acabó.—¿Cómo lo hará?—Bien. Incluso hoy, ha estado mejor

que nunca.Ender reconoció en la última voz la

de Mazer Rackham. Le molestaba que semetiera hasta en sus sueños. Sedespertó, libró otra batalla y ganó.Luego se fue a dormir. Despertó y ganóotra vez. Y el siguiente día, a pesar de

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que él no lo sabía, fue su último día enla Escuela de Mando. Se levantó y fue alsimulador para la batalla.

Mazer estaba esperándolo. Ender entrólentamente en la sala de simulación.Arrastraba un poco los pies; parecíacansado y aburrido. Mazer frunció elceño.

—¿Estás despierto, muchacho?Si Ender hubiera estado más alerta,

le habría importado más el tono depreocupación en la voz de su maestro,pero se limitó a ir a los controles ysentarse. Mazer le habló.

—La partida de hoy necesita una

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pequeña explicación, Ender Wiggin. Porfavor date la vuelta y pon toda tuatención.

Ender se dio media vuelta y vio quehabía gente al fondo de la habitación,por primera vez. Reconoció a Graff y aAnderson, de la Escuela de Batalla, yrecordaba vagamente a algunos de loshombres de la Escuela de Mando quehabía tenido de maestros durante unashoras en un momento u otro, pero noconocía a la mayoría de las personas.

—¿Quiénes son?Mazer sacudió la cabeza y contestó.—Observadores. De vez en cuando

dejamos que los observadores entrenpara ver la batalla. Si no quieres que

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estén, los echaremos.Ender se encogió de hombros. Mazer

empezó su explicación.—El juego de hoy tiene un elemento

nuevo. Esta batalla se desarrollaráalrededor de un planeta, lo cualcomplica las cosas de dos maneras. Elplaneta no es grande para la escala queestamos usando, pero el ansible nopuede detectar nada que esté al otrolado; así que hay un punto ciego.Además, las reglas prohíben usar armascontra el planeta. ¿Está claro?

—¿Por qué? ¿No funcionan lasarmas contra los planetas?

Mazer contestó fríamente:—Hay reglas en la guerra, Ender, y

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rigen incluso en los juegos deentrenamiento.

Ender sacudió la cabeza despacio ypreguntó:

—¿El planeta puede atacar?Durante un segundo, Mazer pareció

desconcertado; luego sonrió.—Creo que eso lo averiguarás tú,

muchacho. Y una cosa más. Hoy, Ender,tu oponente no es el ordenador. Hoy yosoy el enemigo y no voy ponértelo tanfácil. Hoy la batalla es hasta el final.Voy a usar cualquier medio que puedapara derrotarte.

Mazer se fue y Ender, inexpresivo,guio a sus jefes de patrulla en lasmaniobras. Ender estaba haciéndolo

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bien, por supuesto, pero algunos de losobservadores movían la cabeza y Graffcontinuaba cruzando y descruzando lasmanos, cruzando y descruzando laspiernas. Ender estaba lento y no podíapermitirse el lujo de ser lento.

Sonó un timbre de advertencia yEnder despejó el tablero del simuladoresperando que apareciera el juego.Estaba confuso y se preguntaba por quéhabía gente mirando. ¿Iban a juzgarlo?¿Decidirían si era lo suficientementebueno para algo más? ¿Otros dos añosde entrenamiento agotador, otros dosaños de lucha para superar su mejornivel? Tenía doce años y se sentía muyviejo. Mientras esperaba que el juego

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apareciera, solo deseaba poder perder,ser torpe y perder la batalla, del todo,para que lo echaran del programa y locastigaran tanto como quisieran, no leimportaba; solo quería dormir.

Apareció la formación enemiga y elcansancio de Ender se convirtió endesesperación. Eran mil a uno. Elsimulador verde brillaba con ellos y

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Ender sabía que no podía ganar.Además, no era un enemigo imbécil.

No había formación que Ender pudieraestudiar y atacar. Por el contrario, losvastos enjambres de naves se movían sincesar, en constante cambio de unaformación a otra, de modo que aquelespacio que en un momento estaba vacíose llenaba de inmediato con una fuerzaenemiga formidable. A pesar de que laflota de Ender era la más grande quehabía tenido, no había ningún lugardonde pudiera desplegarla para superaren número al enemigo el tiemposuficiente para conseguir hacer algo.

Detrás del enemigo estaba el planetasobre el que Mazer le había advertido.

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¿Qué más daba un planeta, si no iba apoder ni acercársele? Ender esperó.Esperó una chispa de intuición que ledijera qué hacer, cómo destruir alenemigo. Y mientras esperaba, oía a losobservadores moviéndose en susasientos, detrás de él, preguntándose quéiba a hacer Ender, qué plan seguiría. Alfinal estaba claro para todos que nosabía qué hacer, que no había nada quehacer, y unos pocos al fondo de la salacarraspearon suavemente. Acto seguidoEnder oyó en su oído la voz de Bean,que soltó una risita y dijo: «Recuerden,la puerta del enemigo es abajo».Algunos jefes de patrulla se rieron yEnder pensó en los sencillos juegos de

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la Escuela de Batalla en los que siempreganaban. Le habían hecho combatir enpartidas desesperadas. Y había ganado.Estaría acabado si dejaba que MazerRackham lo venciera con un trucobarato, como el de tener mil efectivospor cada uno de los suyos. Había ganadoun juego en la Escuela de Batallahaciendo algo que el enemigo noesperaba que hiciera, algo que iba encontra de las reglas: había ganado por ircontra la entrada enemiga. Y la entradaenemiga estaba abajo.

Sonrió al darse cuenta de que siviolaba aquella regla seguramente loecharían de la escuela. Así ganabaseguro porque no tendría que jugar el

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juego otra vez. Susurró algo almicrófono. Cada uno de sus seiscomandantes se hizo cargo de una partede la flota y se lanzaron contra elenemigo. Seguían un curso errático, enuna dirección y luego en otra. Elenemigo detuvo de inmediato susmaniobras y comenzó a agruparse entorno a las seis flotas de Ender.

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Se quitó el micrófono, se recostó enla silla y miró. Ahora, los observadoresmurmuraban en voz más alta. Ender noestaba haciendo nada… había salido deljuego. Pero parecía que había un patrónen los choques rápidos con el enemigo.En cada uno los seis grupos de Enderperdían naves…, pero no se deteníannunca a luchar, ni siquiera cuando, encierto momento, podrían haberalcanzado una pequeña victoria táctica.En lugar de eso, seguían con aquelrumbo errático que los llevó, finalmente,hacia abajo: hacia el planeta enemigo.Justo por lo azaroso del movimiento, elenemigo no se dio cuenta hasta el

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preciso instante en que los observadoreslo vieron también. Para entonces erademasiado tarde, de la misma forma queWilliam Bee llegó tarde a detener a lossoldados de Ender para que no activaranla compuerta.

Alcanzaron y destruyeron más navesde Ender, por lo que, de las seispatrullas, solo dos pudieron llegar alplaneta, y estaban diezmadas. Aquellospequeños grupos que lo lograronabrieron fuego contra el planeta. Enderse inclinó hacia delante, ansioso por versi su hipótesis era correcta. Casiesperaba que sonara un timbre y que eljuego se detuviera, porque se habíasaltado las reglas, pero apostaba por la

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exactitud del simulador: si podíasimular un planeta, podía simular lo quele sucedería al planeta cuando loatacaran.

Y así fue. Al principio, las armasque hacían estallar las naves pequeñasno hicieron estallar el planeta entero;pero sí causaron explosiones terribles yallí no había espacio para que sedisipara la energía de una reacción encadena. Por el contrario, la reacciónencontró más y más combustible con quealimentarse. La superficie del planetaparecía moverse atrás y adelante, y derepente se produjo una inmensaexplosión que lanzó una luz parpadeanteen todas direcciones. Se tragó a toda la

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flota de Ender y luego alcanzó a lasnaves enemigas. La primera de ellas sedesvaneció en la explosión. Luego,cuando se propagó y fue perdiendobrillo, resultó claro lo que había pasadocon las naves. A medida que la luz lasalcanzaba brillaban intensamente unsegundo y desaparecían. Fueroncombustible para el fuego del planeta.

La explosión tardó más de tresminutos en alcanzar los límites delsimulador; cuando llegó ya era muchomás débil. Todas las naves se habíanfundido y si alguna había logradoescapar antes de que la explosión laalcanzara no serían muchas y no valía lapena preocuparse por ellas. Donde

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había estado el planeta ya no había nada.El simulador estaba vacío. Ender habíadestruido al enemigo a base desacrificar su flota entera y violando laprohibición de destruir el planetaenemigo. No estaba seguro de si sentirseeufórico por su victoria o temer lareprimenda que seguro que le caería; asíque no sintió nada. Estaba cansado.Quería irse a la cama y dormir.

Apagó el simulador y entonces oyóel sonido detrás de él.

Ya no se veían dos perfectas filas deobservadores militares. En su lugarhabía caos. Algunos de ellos sepalmeaban la espalda, otros seinclinaban, con la cabeza entre las

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manos, otros lloraban a moco tendido.El capitán Graff se separó del grupo y seacercó a Ender. Las lágrimas le corríanpor el rostro, pero estaba sonriendo.Extendió los brazos y, para sorpresa deEnder, lo abrazó con fuerza y le susurró:

—Gracias, gracias, gracias, Ender.Enseguida todos los observadores

estaban rodeando al niño,desconcertado, al que le daban lasgracias, lo aplaudían, le daban palmadasen el hombro y le estrechaban la mano.Ender intentaba entender lo que decían.Al final, ¿había pasado la prueba? ¿Porqué les importaba tanto?

A continuación, la multitud se apartóy Mazer Rackham se abrió paso. Se

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dirigió directamente hacia Ender y letendió la mano.

—Has tomado una decisión difícil,muchacho. Pero lo cierto es que nohabía otra forma de hacerlo.Felicidades. Los has vencido y todo haterminado.

Todo ha terminado. Vencido.—Te he vencido a ti, Mazer

Rackham.Mazer se rio con una carcajada que

llenó la sala.—Ender Wiggin, nunca has luchado

contra mí. Desde que empecé a ser tumaestro, nunca ha sido en un juego.

Ender no entendía la broma. Habíaparticipado en muchos juegos, con un

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desgaste terrible para sí mismo.Comenzaba a enfadarse. Mazer estiró elbrazo y le tocó el hombro. Ender lequitó la mano. Mazer se puso serio ydijo:

—Ender Wiggin, estos últimosmeses has sido el comandante denuestras flotas. No han sido juegos. Lasbatallas eran reales. Tu único enemigoera el enemigo. Has ganado todas lasbatallas. Y por fin hoy te has enfrentadoa ellos en su propio planeta y hasdestruido su mundo, su flota; los hasdestruido completamente y nuncavolverán contra nosotros. Lo has hecho.Tú.

Real. No era un juego. La mente de

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Ender estaba demasiado cansada comopara encajar todo aquello. Se alejó deMazer, caminó en silencio a través de lamultitud, que seguía susurrándoleagradecimientos y felicitaciones almuchacho, y salió de la sala delsimulador. Por fin llegó a su habitacióny cerró la puerta.

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Estaba dormido cuando fueron Graff yMazer Rackham. Llegaron en silencio ylo despertaron. Abrió los ojos y alreconocerlos se dio media vuelta paravolver a dormir.

—Ender —le dijo Graff—. Tenemosque hablar contigo.

Ender se giró de cara a ellos. Nodijo nada. Graff sonrió.

—Se que ha sido un shock para ti, losé. Pero tienes que estar contento porhaber ganado la guerra.

Ender asintió lentamente.—Mazer Rackham nunca ha jugado

contra ti. Solo analizaba las batallaspara encontrar tus puntos débiles, para

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ayudarte a mejorar. Ha funcionado, ¿noes así?

Ender cerró los ojos con fuerza.Esperaron.

—¿Por qué no me lo dijeron? —preguntó.

Mazer sonrió.—Ender, hace cien años

descubrimos algunas cosas, como que uncomandante cuya vida corre peligro seasusta y el miedo hace que sea lentopensando. Cuando un comandante sabeque está matando gente, se vuelveprudente o loco, y ninguna de las doscosas ayuda a obtener buenosresultados. Y cuando es maduro, cuandotiene responsabilidades y comprende

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mejor el mundo, se vuelve prudente ylento, y no puede hacer su trabajo. Asíque empezamos a entrenar niños, que nosabían nada salvo jugar, y desconocíancuándo el juego llegaría a ser real. Esaera la teoría. Tú has demostrado que lateoría funciona.

Graff se estiró y tocó el hombro deEnder.

—Lanzamos las naves de modo quetodas llegaran a su destino al cabo deunos pocos meses. Sabíamos que lo másseguro era que solo tuviéramos un buencomandante, y eso con suerte. En lahistoria ha sido poco común que hubieramás de un genio en una guerra. Así queplaneamos tener un genio. Estábamos

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apostando. Llegaste tú y ganamos.Ender abrió los ojos otra vez y ellos

se dieron cuenta de que estaba enfadado.—Sí, han ganado.Graff y Mazer Rackham se miraron

mutuamente.—Él no lo entiende —susurró Graff.—Sí lo entiendo —le replicó Ender

—. Necesitaban un arma y laconsiguieron, era yo.

—Correcto —contestó Mazer.—¡Ah, muy bien! —continuó Ender

—. ¿Y cuántas personas vivían en eseplaneta que he destruido?

No respondieron. Esperaron un ratoen silencio. Luego habló Graff:

—Las armas no necesitan entender a

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qué apuntan, Ender. Nosotrosapuntamos, así que somos losresponsables. Tú solo has hecho eltrabajo que tenías que hacer.

Mazer sonrió.—Por supuesto, Ender, te

cuidaremos. El Gobierno nunca teolvidará. Nos has servido a todos muybien.

Ender se giró y miró a la pared.Intentaron hablar con él, pero no lescontestó. Al final se fueron. Ender sequedó tumbado en la cama bastante ratohasta que alguien fue a perturbarlo. Lapuerta se abrió suavemente, pero él nose volvió para ver quién era. Una manolo tocó con delicadeza.

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—Ender, soy yo, Bean.Ender se dio media vuelta y miró al

niño que estaba de pie al lado de lacama.

—Siéntate —le pidió Ender.Bean se sentó.—Esa última batalla, Ender. No

sabía cómo ibas a sacarnos de aquello.Ender sonrió y dijo:—No lo sabía. He hecho trampa.

Pensaba que me echarían.—¡No puedo creerlo! Hemos ganado

la guerra. La guerra entera ha terminado.Pensamos que tendríamos que esperarhasta que creciéramos para luchar enella y resulta que estábamos librándolatodo este tiempo. Lo que quiero decir,

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Ender, es que somos niños. Soy un niñopequeño, de todas formas.

Bean se rio y Ender esbozó unasonrisa. Luego se quedaron en silenciodurante un rato; Bean sentado al bordede la cama, Ender mirándolo con losojos entrecerrados. Bean pensó algo másque decir y preguntó:

—¿Qué haremos ahora que la guerraha terminado?

Ender cerró los ojos y le contestó:—Necesito dormir, Bean.Bean se levantó y se fue y Ender se

durmió.

Graff y Anderson fueron hasta el parque.

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Soplaba una brisa, pero el sol pegabafuerte sobre los hombros.

—¿Abba Technics? ¿En lacapital…? —preguntó Graff.

—No, en Biggock County. Divisiónde entrenamiento —respondió Anderson—. Piensan que mi trabajo con los niñoses una buena preparación. ¿Y usted?

Graff sonrió y negó con la cabeza.—No tengo planes. Estaré aquí unos

pocos meses más. Informes, relajarme.Tengo ofertas. Desarrollo de personalpara la DCIA, vicepresidente ejecutivopara U y P…, pero he dicho que no. Unaeditorial quiere que escriba lasmemorias de la guerra. No lo sé.

Se sentaron en un banco y miraron

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las hojas revoloteando por la brisa. Losniños que estaban en el área infantil sereían y gritaban, pero el viento y ladistancia se tragaban sus palabras.

—Mire —señaló Graff.Un niño pequeño saltó de las barras

y corrió hasta cerca del banco dondeestaban sentados los dos hombres. Otrochico lo siguió y, representando con lasmanos como si tuviera un arma, hizo elsonido de un explosivo. El niño estabadisparando y no se detenía. Volvió adisparar.

—¡Te tengo! ¡Vuelve aquí!El otro niño quedó fuera del campo

visual.—¿No sabes cuándo estás muerto?

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El chico se metió las manos en losbolsillos y le dio una patada a unapiedra en dirección a las barras.Anderson sonrió y sacudió la cabeza.

—Niños.Él y Graff se levantaron y salieron

del parque.

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LA ASESORAFINANCIERA

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Andrew Wiggin cumplió veinte años eldía que alcanzó el planeta Sorelledolce.Mejor dicho, al calcular mediantecomplejas operaciones cuántos segundoshabía estado volando y a qué velocidaden comparación con la de la luz y, portanto, cuánto tiempo subjetivo habíatranscurrido para él, llegó a laconclusión de que había pasado suvigésimo cumpleaños justo antes delfinal del viaje.

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Eso era mucho más relevante para élque el hecho objetivo de que en laTierra habían pasado cuatrocientos ypico años desde el día en que nació, enla época en que la especie humana aúnno se había extendido más allá de susistema solar de origen.

Cuando Valentine salió de la sala dedesembarque (como lo hacían por ordenalfabético ella iba siempre detrás de él),

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Andrew la recibió con las noticias:—Acabo de darme cuenta de que

tengo veinte años.—Bien —dijo ella—, ya puedes

empezar a pagar impuestos como elresto.

Desde el final de la guerra deXenocidio, Andrew había vivido de unfondo fiduciario creado por un mundoagradecido para premiar al comandantede la flota que había salvado a lahumanidad. Bueno, en términos estrictos,se había constituido al final de laTercera Guerra de los Insectores,cuando la gente todavía pensaba queestos eran monstruos y que los niños quecomandaron la flota habían sido héroes.

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Para cuando le cambiaron el nombre porel de guerra de Xenocidio, la humanidadya no estaba agradecida y la última cosaque cualquier Gobierno se hubieraatrevido a hacer era autorizar unapensión vitalicia para Ender Wiggin, elperpetrador del más terrible crimen enla historia de la humanidad. De hecho, sise hubiera sabido que existía un fondofiduciario como aquel, hubiera sido unescándalo público. Pero a la FlotaInterestelar le costó tiempo aceptar laidea de que destruir a los insectoreshabía sido mala idea. Entoncesocultaron cuidadosamente el fondofiduciario de la mirada pública,dispersándolo entre muchos fondos de

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inversión participados por bastantesempresas, sin que nadie controlara unaparte importante del capital. Habíanhecho desaparecer el dinero, de maneraque solo el propio Andrew y su hermanaValentine sabían dónde estaba y cuántohabía.

No obstante, la ley establecía quecuando Andrew alcanzara la edadsubjetiva de veinte años, dejaría deestar exento de pagar impuestos. Enaquel momento los ingresos sedeclararían a las autoridadescorrespondientes y Andrew tendría quepresentar una declaración de impuestos,bien fuera una vez al año o bien cadavez que acabara un viaje interestelar de

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más de un año de tiempo objetivo; enella tenía que declarar los impuestosprorrateados para un año y los interesesde la parte de impuestos quecorrespondían al tiempo en quesuperaba el año objetivo. No es que lehiciera ilusión a Andrew.

—¿Cómo funcionan las regalías detu libro? —le preguntó a Valentine.

—Como las de cualquier otro —contestó ella—, pero no se han vendidomuchos ejemplares, así que no haymuchos impuestos que pagar.

Solo unos minutos después ella tuvoque comerse sus palabras, porque,cuando se sentaron a los ordenadoresalquilados en el puerto espacial de

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Sorelledolce, Valentine descubrió que sulibro más reciente, una historia de lasfallidas colonias Jung y Calvin en elplaneta Helvética, se había convertidoen una obra de culto.

—Creo que soy rica —le murmuró aAndrew.

—No tengo ni idea de si soy rico ono —dijo Andrew—. No puedo hacerque el ordenador deje de enumerar misposesiones.

Los nombres de las empresassiguieron corriendo hacia arriba en lapantalla. La lista seguía y seguía.

—Pensaba que te habían dado en elbanco un cheque por lo que fuera,cuando cumpliste los veinte —dijo

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Valentine.—¡Vaya suerte tengo! —exclamó

Andrew—. No puedo esperar aquísentado.

—Tienes que hacerlo —le advirtióValentine—. No se puede pasar por laaduana sin probar que has pagado losimpuestos y que te queda suficientecomo para mantenerte por tus propiosmedios sin ser una carga para losservicios públicos.

—Y si no tengo suficiente dinero,¿me mandan de vuelta?

—No, te asignan a un equipo detrabajo y te obligan a ganarte la libertada base de una paga ridícula.

—¿Cómo lo sabes?

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—No lo sé, pero he leído un montónsobre historia y sé cómo funciona elGobierno. Si no es así será parecido. Ote devolverán.

—No puedo ser la única personaque al aterrizar se ha dado cuenta de quetardará una semana en saber cuál es susituación económica —dijo Andrew—.Voy a buscar a alguien.

—Estaré aquí, pagando impuestoscomo un adulto —dijo Valentine—.Como una mujer honrada.

—Me haces avergonzarme de mímismo —le contestó Andrew mientrasse alejaba.

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Benedetto le echó un vistazo al jovenengreído que se sentó frente a su mesa ysuspiró. Nada más verlo supo que ledaría problemas. Un joven acomodadoque llega a un nuevo planeta pensandoque el tipo de los impuestos le dará untrato de favor.

—¿Qué puedo hacer por usted? —preguntó Benedetto en italiano, a pesarde que dominaba la lengua comúnestelar y de que la ley decía que habíaque dirigirse en ese idioma a losviajeros, a menos que acordaran otracosa.

Sin inmutarse por el italiano, el

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joven sacó su identificación.—¿Andrew Wiggin? —preguntó

Benedetto, incrédulo.—¿Hay algún problema?—¿Espera que crea que esta

identificación es real? —le preguntó,ahora sí, en lengua común.

—¿Por qué no iba a serlo?—¿Andrew Wiggin? ¿Usted se cree

que este lugar es tan remoto que noestudiamos cuál era el nombre de Enderel Xenocida?

—¿Es un delito tener el mismonombre que un criminal? —preguntóAndrew.

—Tener una identificación falsa loes.

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—Si llevara una identificación falsa,¿le parece inteligente o estúpido usar unnombre como Andrew Wiggin? —preguntó.

—Estúpido —admitió Benedetto demala gana.

—Entonces, empecemos suponiendoque soy inteligente, pero también que meatormenta llevar toda la vida con elnombre de Ender el Xenocida. ¿Va aencontrarme mentalmente incapaz por eldesequilibrio que ese trauma me hayacausado?

—No soy de la aduana —le explicóBenedetto—; soy de Hacienda.

—Lo sé. Pero parecía obcecado conel asunto de la identidad, así que he

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pensado que o bien era un espía de laaduana o bien un filósofo, ¿y quién soyyo para negarle la curiosidad encualquiera de los dos casos?

Benedetto odiaba a los que hablabanbien.

—¿Qué es lo que quiere?—Me he dado cuenta de que estoy

en una situación complicada. Tengo quepagar impuestos por primera vez…Acabo de recibir un fondo fiduciario…y ni siquiera sé lo que poseo. Megustaría aplazar el pago de losimpuestos hasta que pueda arreglarlotodo.

—Denegado —dijo Benedetto.—¿Y ya está?

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—Y ya está —le contestó Benedetto.Andrew se sentó un momento.—¿Quiere algo más? —preguntó

Benedetto.—¿Puedo apelar?—Sí; pero tiene que pagar los

impuestos para tener derecho a apelar.

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—Tengo la intención de pagar lo queme corresponda —le explicó Andrew—. Es solo que necesito un poco detiempo para organizarlo y lo haré mejoren mi ordenador, en mi casa, y no en losordenadores públicos de aquí, en elpuerto estelar.

—¿Tiene miedo de que alguien mirepor encima de su hombro para vercuánto le ha dejado su abuela? —lepreguntó Benedetto.

—Estaría bien tener un poco más deprivacidad, sí. —Contestó Andrew.

—Se le deniega el permiso para irsesin pagar.

—Muy bien, entonces, libere misfondos de capital; así podré pagar para

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quedarme aquí y arreglar lo de laliquidación de impuestos.

—Ha tenido todo un vuelo parahacer eso.

—He tenido el dinero en un fondofiduciario. No sabía lo complicado queera todo esto…

—Supongo que se da cuenta de quesi sigue diciéndome esas cosas meconmoveré y saldré de aquí llorando —contestó Benedetto con calma.

El joven suspiró.—No acabo de entender qué quiere

que haga.—Que pague los impuestos como

cualquier otro ciudadano.—No tengo manera de acceder a mi

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dinero hasta que pague los impuestos —le explicó Andrew—, y no tengo manerade mantenerme mientras averiguo cuántotengo que pagar de impuestos, a menosque usted libere algo de mis cuentas.

—Seguro que querría haber pensadoantes en todo esto, ¿a que sí? —dijoBenedetto.

Andrew miró la oficina.—Ese cartel dice que usted me

ayudará a llenar el impreso deliquidación de impuestos.

—Sí.—Ayúdeme.—Enséñeme el impreso.Andrew lo miró atónito.—¿Cómo voy a enseñárselo?

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—Ábralo aquí. —Benedetto giró elordenador de su mesa y le ofreció elteclado.

Andrew miró los espacios en blancodel formulario que se veía en elordenador. Escribió su nombre, elnúmero de identificación fiscal y sucontraseña. Benedetto miró a otro ladocuando la tecleó, a pesar de que elprograma estaba grabando cadapulsación que el joven hacía. Cuando sefuera, Benedetto tendría acceso pleno atoda la información y a todos sus fondos.Para poder ayudarlo mejor con lagestión de los impuestos, claro.

La pantalla empezó a desplazarse.—¿Qué ha hecho? —preguntó

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Benedetto.La parte superior de la página se

salió de la pantalla y en la inferiorapareció un texto sin formatear; por esosupo Benedetto que era informaciónrelativa a una sola pregunta delformulario. Giró el ordenador paraverlo. En la lista constaban los nombresy los códigos de empresas y fondos deinversión, junto con el número deacciones.

—¿Ve mi problema? —le preguntóel joven.

La lista seguía y seguía. Benedettose inclinó y apretó varias teclas a la vez.La lista dejó de correr en la pantalla.

—Tiene muchas posesiones —

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constató.—Pero no lo sabía —aclaró Andrew

—. Mejor dicho: sabía que losadministradores habían diversificadomis inversiones hace tiempo, pero notenía idea hasta qué punto. Sacaba unaasignación cada vez que estaba en elplaneta y como era una pensión oficiallibre de impuestos nunca he tenido quepensar en todo esto.

Así que podía ser que aquellamirada de niño inocente no fuera teatro.Benedetto empezaba a estar menosmolesto; de hecho, sintió que podíanhacerse amigos. Aquel chaval iba ahacer de él un hombre muy rico sin nisiquiera saberlo y podría retirarse de la

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oficina de impuestos. Solo con lasacciones que tenía en la última empresaque aparecía cuando interrumpió ellistado, Enzichel Vinicenze, unconglomerado con extensas posesionesen Sorelledolce, Benedetto podríacomprar una casa de campo y tenercriados el resto de su vida. Y solohabían llegado a la e.

—Interesante —dijo Benedetto.—¿Qué le parece? —preguntó el

muchacho—. Acabo de cumplir losveinte en el último año de mi viaje.Hasta ahora, mis ingresos estabanexentos de impuestos. Si me deja unacantidad operativa y luego unas semanaspara localizar un experto que me ayude a

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analizar todo esto, le mandaré todas lasliquidaciones que me correspondan.

—Muy buena idea —concedióBenedetto—. ¿Dónde está retenido esecapital?

—En el Banco de Cambio deCataluña —respondió Andrew.

—¿Número de cuenta?—Basta con que libere todos los

fondos retenidos a mi nombre —contestó Andrew—. No necesita elnúmero de cuenta.

Benedetto no insistió. No le hacíafalta pringarse con el dinero enmetálico, que era una insignificancia; no,teniendo en cuenta la veta que podíasaquear a su antojo antes de que el

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chaval llegara al despacho de un asesorfiscal. Tecleó la información necesaria yregistró el formulario. También le dio aAndrew Wiggin un pase de treinta días,para que pudiera moverse librementepor Sorelledolce, siempre y cuando seconectara todos los días con el serviciode impuestos, rellenara un formulariocompleto y pagara las tasas estimadas endicho plazo de treinta días, y, asimismo,prometiera no abandonar el planetahasta que sus liquidaciones fueranevaluadas y aceptadas. Era elprocedimiento operativo estándar.

El joven se lo agradeció (eso era loque más le gustaba a Benedetto: queaquellos idiotas ricos le dieran las

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gracias por mentirles y echar una ojeadaal dinero negro de sus cuentas). Andrewsalió de la oficina.

En cuanto se fue, Benedetto borró lapantalla y ejecutó su programa espíapara piratear la contraseña del joven.Esperó. El programa espía nofuncionaba. Comprobó qué programasestaban ejecutándose, también losaccesos ocultos y vio que el programaespía no estaba. Absurdo. Siempreestaba ejecutándose. Pero resultaba queno; es más, había desaparecido de lamemoria. Usó su versión prohibida delprograma Predator, buscó la firmaelectrónica del programa espía yencontró un par de archivos temporales,

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pero ninguno contenía información útil yel programa en sí había desaparecidopor completo. Cuando intentó volver alformulario que Andrew Wiggin habíacreado, tampoco pudo abrirlo. Deberíaestar allí, con la lista de las posesionesdel joven, con la que Benedetto podríallegar a algunas de las acciones y fondosde forma manual (había un montón demaneras de piratearlos incluso sin que elprograma pirata se hiciera con lacontraseña). Pero el formulario estabaen blanco. Habían desaparecido todoslos nombres de las empresas. ¿Quéhabía pasado? ¿Cómo podían nofuncionar ninguna de las dos cosas? Noimportaba. La lista era tan larga que

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seguro que se había guardado una copiade seguridad. El Predator la encontraría.Pero es que el Predator no respondía; nisiquiera estaba en la memoria. ¡Lo habíausado hacía un momento! Era imposible.Era…

¿Cómo podría haber metido elchaval aquel un virus en el sistema alrellenar el formulario fiscal? ¿Quizá lohabía incrustado en uno de los nombresde empresas de alguna manera?Benedetto solía usar software ilegal,pero no era programador; aun así nuncahabía oído hablar de nada que pudieraentrar a través de datos desbloqueados;no con la seguridad que tenía el sistemade Hacienda. Aquel Andrew Wiggin

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tenía que ser una especie de espía.Sorelledolce era una de las últimasresistencias contra la integración total enel Congreso Estelar; tenía que ser unespía del Congreso enviado paraboicotear la independencia deSorelledolce. Pero era absurdo; un espíahabría ido preparado para presentar lasliquidaciones de impuestos, pagarlos ycontinuar viaje. Un espía no habríahecho nada para llamar la atención.Tenía que haber alguna explicación yBenedetto iba a encontrarla.Quienquiera que fuese aquel AndrewWiggin, él no iba a quedarse sin unaparte justa de su riqueza. Habíaesperado algo así mucho tiempo, y que

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aquel tal Wiggin tuviera un programasofisticado de seguridad no significabaque Benedetto no fuera a encontrar laforma de echarle mano a aquello a loque tenía derecho.

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Andrew estaba todavía un poco irritadocuando él y Valentine salieron del puertoestelar. Sorelledolce era una de lascolonias más recientes, solo tenía cienaños, pero su condición de planetaasociado hacía que hubieran emigradoallí muchos negocios turbios y opacos,lo que suponía mucho empleo,oportunidades sin fin y una ciudadfloreciente que hacía que pareciera quea todo el mundo le iba de maravilla, ytambién hacía que todo el mundo miraracon el rabillo del ojo.

Las naves llegaban llenas de gente yse iban repletas de cargamento, de modo

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que la población de la colonia seacercaba a los cuatro millones y la de lacapital, Donnabella, al millón. Laarquitectura era una extraña mezcla decabañas prefabricadas de madera yplástico. No se podía decir la edad deun edificio a partir de eso, a pesar deque ambos materiales habían coexistidodesde el principio. La flora autóctonaestaba formada por bosques de helechosy los animales, entre los quepredominaban los lagartos sin patas,eran tan grandes como dinosaurios. Noobstante, los asentamientos humanoseran muy seguros y la agriculturaproducía tanto que la mitad de la tierrapodía dedicarse a cultivos comerciales

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para la exportación; algunos legales,como los textiles, y otros ilegales, paraconsumo. Eso por no hablar delcomercio de pieles de las serpientesgigantes de colores que se usaban paratapicería y para cubiertas de techos entodos los mundos regidos por elCongreso Estelar. Había grupos decazadores que iban al bosque y volvíanun mes más tarde con cincuenta pieles,suficiente para que los que habíansobrevivido del grupo se retirasen allevar una vida de lujo. No obstante,habían salido muchas partidas de caza alas que nunca más se vio. El únicoconsuelo, según el humor local, era quela bioquímica era tan diferente que la

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serpiente que se comiera un ser humanotendría diarrea durante una semana; nollegaba a venganza, pero algo es algo.

Continuamente se levantaban nuevosedificios, pero no podían seguir el ritmode la demanda, así que Andrew yValentine se pasaron todo el díabuscando una vivienda para compartir.La encontraron y su compañero, uncazador de Abisinia de enorme fortuna,anunció que tenía una expedición y quese iría a cazar al cabo de pocos días. Loúnico que les pedía era que le vigilaransus cosas hasta que regresara… o no.

—¿Cómo sabremos que no va avolver? —preguntó Valentine, siemprepráctica.

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—Por la mujer llorando en el barriolibio —contestó.

Lo primero que hizo Andrew fueregistrarse en la red con su ordenador,para poder estudiar sus nuevasposesiones cuando tuviera tiempo.Valentine tuvo que pasar los primerosdías despachando un montón demensajes que le llegaban a raíz de suúltimo libro, además del correo habitualque intercambiaba con los historiadoresde todos los mundos establecidos. Lamayoría de esos correos los marcabapara contestarlos después, peroresponder a los urgentes ya le costó treslargos días. Por supuesto, las personasque le escribían no tenían ni idea de que

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se dirigían a una joven de unosveinticinco años (en edad subjetiva).Pensaban que estaban escribiéndose conel notable historiador Demóstenes.

No es que nadie pensara que aquelnombre no era un seudónimo; cuando sehizo famosa con su último libro, algunosperiodistas habían intentado identificaral Demóstenes real investigando lasecuencia de respuestas lentas o laausencia de respuesta cuando estabaviajando, para después cotejar las listasde pasajeros de los vuelos posibles.Eran un montón de cálculos, pero paraeso estaban los ordenadores. Así quehubo varios hombres, unos másintelectuales que otros, de los que se

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creyó que eran Demóstenes, y algunosno lo negaron. A Valentine todo aquellole divertía mucho. Mientras los chequesde regalías llegaran al lugar correcto ynadie tratara de aprovecharse con unlibro falso bajo su seudónimo, a ella nole importaba lo más mínimo quiénreclamara el prestigio personal. Habíatrabajado con seudónimo, aquel enconcreto, desde la infancia y estaba agusto con esa mezcla extraña de fama yanonimato. Lo mejor de ambos mundos,le decía a Andrew.

Ella era famosa; él tenía notoriedad,así que no utilizaba ningún seudónimo.Todo el mundo acababa por suponer quesu nombre era una gran equivocación de

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sus padres. Nadie que se apellidaraWiggin se hubiera atrevido a ponerleAndrew a su hijo, no después de lo queaquel xenocida había hecho; eso es loque creía todo el mundo. Era impensableque aquel joven de veinte años pudieraser el mismo Andrew Wiggin. Nopodían saber que durante los últimostres siglos, él y Valentine habían idosaltando de un mundo a otro,quedándose en cada uno solo el tiemposuficiente para que ella encontrara unanueva historia que investigar yrecopilara el material. Luego se subían ala siguiente nave espacial para poderescribir el libro mientras viajaban alsiguiente planeta. Y gracias al efecto de

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la relatividad, apenas habían perdidodos años de vida en los últimostrescientos de tiempo real.

Valentine se había sumergido afondo y con brillantez en las culturas:era indudable a la vista de lo que habíaescrito, pero Andrew se habíamantenido como un turista; o, incluso,con menos implicación. Ayudaba aValentine en la investigación y jugabacon los idiomas un poco, pero no habíahecho casi ningún amigo y siempre sequedaba al margen de los lugares. Ellaquería saberlo todo; él no quería amar anadie, o al menos eso le parecía, cuandopensaba en ello. Se sentía solo, peroluego se decía a sí mismo que se

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alegraba de que fuera así, que Valentineera la compañía que necesitaba. Ella,por el contrario, necesitaba más y poreso tenía a todas las personas que ibaconociendo a través de su investigación,toda la gente que con la que se escribía.

Justo después de la guerra, cuandotodavía era Ender, aquel niño, algunosde los compañeros que habían servidocon él le escribían cartas, pero como élfue el primero en viajar a la velocidadde la luz, la correspondencia pronto seinterrumpió: entre que le llegaba y larespondía ya tenía cinco o diez añosmenos que ellos. Él, que había sido sulíder, era ahora un niño pequeño, elmismo que habían conocido y admirado,

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pero para los otros iban pasando losaños. La mayoría de ellos estabaninmersos en las guerras que dividieronla Tierra en el decenio posterior a lavictoria sobre los insectores. Habíanmadurado tanto, en el combate y en lapolítica, que cuando recibían lasrespuestas de Ender a sus cartas, ellosya pensaban en los viejos tiempos comohistoria antigua, como parte de otravida. Y ahí estaba aquella voz delpasado, que le respondía al niño que lehabía escrito, solo que ese niño ya noestaba allí. Algunos de ellos llorabansobre la carta, recordando a su amigo,afligidos de que solo a él no se lehubiera permitido regresar a la Tierra

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después de la victoria. Pero ¿cómopodían responderle? ¿En qué puntopodían tocarse sus vidas?

Más adelante, la mayoría de elloshabían volado a otros mundos, mientrasque Ender servía como niño-gobernadorde una colonia en uno de los mundoscolonia conquistados a los insectores.Alcanzó la madurez en aquel ambientebucólico y, cuando estuvo listo, lollevaron al encuentro de la única ReinaColmena superviviente, que le contó suhistoria y le pidió que la llevara a unlugar seguro, donde su pueblo pudierarenacer. Él prometió que lo haría y paraempezar a construir un mundo seguropara ella, escribió un librito titulado La

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Reina Colmena. Lo publicó conseudónimo, a sugerencia de Valentine.Lo firmó como El Portavoz de losMuertos. No sabía cuál sería el efectoque produciría el libro ni cómotransformaría la percepción que tenía lahumanidad de la guerra de losInsectores. Fue precisamente el libro loque hizo que pasara de ser el niño héroeal niño monstruo, del vencedor de laTercera Guerra de los Insectores alXenocida que destruyó otra especieinnecesariamente.

No lo demonizaron al principio, sinoque fue un proceso gradual, paulatino.Primero se compadecieron del niño alque habían manipulado para que usara

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su ingenio con el fin de destruir a laReina Colmena. Luego, su nombre llegóa denominar a cualquiera que hicieracosas monstruosas sin entender lo queestaba haciendo. Al final, su nombre,popularizado como Ender el Xenocida,significaba una persona que hacía loinconcebible a escala monstruosa.Andrew entendía cómo había sucedido yni siquiera lo rechazaba. Nadie podíaculparlo más de lo que él mismo seculpaba. Supo que no había sabido laverdad, pero sentía que tenía quehaberse enterado de lo que pasaba, yaque aunque no tuviera intención dedestruir a las Reinas Colmena, destruyóa toda la especie de golpe y eso era la

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consecuencia de sus acciones. Habíahecho lo que había hecho, y tenía queaceptar la responsabilidad.

Eso comprendía el capullo en el queviajaba con él la Reina Colmena, seco yenvuelto como una reliquia familiar.Tenía privilegios y permisos por suantiguo estatus militar a los que todavíase aferraba y así consiguió que nunca leinspeccionaran el equipaje; al menoshasta aquel momento. Su encuentro conBenedetto, el hombre de los impuestos,fue la primera señal de que las cosaspodrían ser diferentes ahora que eraadulto.

Diferentes, pero no suficientementediferente. Llevaba la carga de la

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destrucción de una especie y a esa se lesumaba la carga de su salvación, de surestauración. ¿Cómo iba él, casi unhombre de veinte años, a encontrar unlugar donde la Reina Colmena pudieraeclosionar y poner sus huevosfertilizados que ningún humano ladescubriera ni interfiriera? ¿Cómo podíaprotegerla?

El dinero podía ser la respuesta. Porla manera en que los ojos de Benedettose habían abierto al ver la lista deposesiones de Andrew, era probable quehubiera un buen montón de dinero. YAndrew sabía que el dinero podíatransformarse en poder, entre otrascosas. Poder, quizá, para comprar

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seguridad para la Reina Colmena. Si eraasí, tenía que averiguar cuánto dinerohabía y cuánto debía de impuestos.Sabía que había expertos en ese tipo decosas: abogados y contablesespecializados. Pensó otra vez en lamirada de Benedetto. Andrew reconocíala avaricia cuando la veía. Cualquieraque lo conociera y pensara queacumulaba aquella riqueza intentaríasacar algo. Él sabía que el dinero no erasuyo; era dinero ensangrentado, surecompensa por destruir a losinsectores, y necesitaba usarlo pararestaurarlos antes de que lo que quedarano se considerara legítimamente suyo.¿Cómo podía encontrar a alguien que lo

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ayudara sin abrirles la puerta a loschacales? Habló de ello con Valentine yella, como gracias a su correspondenciatenía conocidos en todas partes, secomprometió a preguntar quién podríaser de confianza. La respuesta llegórápido: nadie. Sorelledolce no era ellugar para proteger una gran fortuna.

A partir de aquel momento, Andrewse puso a estudiar derecho fiscal duranteuna hora o dos todos los días, y luegodedicaba algunas más a intentar calibraren qué situación estaba y quéimplicaciones fiscales se derivaban. Eraun trabajo que le nublaba la mente ycada vez que pensaba que lo entendía,comenzaba a sospechar que había algún

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vacío legal que se le escapaba, un trucoque necesitaba saber para que todofuncionara. Las palabras de un párrafoque parecía poco importante se volvíanfundamentales. Volvía atrás y loestudiaba intentando encontrar unaexcepción a una regla que creía que leafectaba. Al mismo tiempo, habíaexcepciones que se aplicaban a casosespeciales, a veces, solo a una empresa,pero casi siempre ocurría que él teníaparticipación en esa empresa o un fondoque participaba en la misma. No era unasunto para estudiarlo en un mes. Solocontrolar sus posesiones era el objeto detoda una carrera. En cuatrocientos añospuedes acumular mucha riqueza, sobre

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todo si no gastas casi nada. Todo eldinero de la pensión que no gastaba sereinvertía. Parecía que, sin saberlo,estaba metido en todo.

No quería; no le interesaba. Cuantomás entendía menos le importaba. Noentendía por qué no se suicidaban losasesores fiscales.

Entonces apareció aquel anuncio ensu correo electrónico. Se suponía que notendría que llegarle publicidad, ya quelos viajeros interestelares nointeresaban porque eran dinero perdido:el gasto en publicidad se desperdiciabadurante su viaje y los anuncios viejosacumulados serían un estorbo al llegar atierra firme. Y aunque estaba en tierra

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firme, Andrew no había comprado nadamás que el subarrendamiento de unahabitación y algunas provisiones, asíque no veía cómo alguien podía tenersus datos.

Sin embargo, ahí estaba: ¡TopSoftware financiero! ¡La respuesta queestá buscando!

Era como los horóscopos: tantasadivinanzas a ciegas, alguna acertaría.Andrew necesitaba ayuda y todavía nohabía dado con una respuesta, así que envez de borrar el anuncio, lo abrió y dejóque pasara la presentación en 3D en suordenador.

Había mirado alguno de los avisosque saltaban en el ordenador de

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Valentine; a ella le llegaban tantoscorreos que era imposible evitar losanuncios, al menos en la cuenta anombre de Demóstenes. Se usabanfuegos artificiales, piezas teatrales,efectos especiales deslumbrantes oescenas sensibleras con el objeto devender lo que fuera que había quevender.

Sin embargo, aquel era simple. En lapantalla aparecía la cara de una mujermirando hacia el infinito, luego miraba asu alrededor y finalmente miraba sobresu hombro para ver a Andrew.

—¡Vaya! Ahí estás —dijo ella.Andrew no respondió nada y esperó

a que ella continuara.

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—¿No vas a contestarme?«Buen software —pensó—, pero es

muy atrevido suponer que ningúnreceptor contestará».

—Bien, ya veo —continuó ella—.Piensas que soy un programa que seejecuta en tu ordenador. No, no lo soy.Soy la amiga y asesora financiera queestabas buscando. Pero no trabajo pordinero, trabajo para ti. Tienes quehablarme para que pueda entender lo

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que quieres hacer con el dinero, quéquieres lograr. Tengo que oír tu voz.

A Andrew no le gustaba seguirle lacorriente a los programas de ordenador.Tampoco le gustaba el teatroparticipativo. Valentine lo había llevadoa ver un par de espectáculos en los quelos actores interaccionaban con elpúblico. Un mago intentó quecontribuyera al espectáculo y empezó asacarle objetos de la oreja, del pelo y dela chaqueta, pero Andrew puso cara deno sentir nada y no hizo ningúnmovimiento, como si no entendiera loque estaba pasando. Al final el mago sedio cuenta de que no colaboraría ysiguió con su actuación.

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Y lo que no hacía con un ser humanovivo menos iba a hacerlo con unprograma de ordenador. Andrewpresionó la tecla PAGE para saltar laintroducción de aquella cabeza parlante.

—¡Eh! —exclamó la mujer—, ¿quéhaces? ¿Estás intentando librarte de mí?

—Sí —le contestó Andrew. Le diorabia haberse dejado engañar. Lasimulación era tan real que al final habíalogrado que contestara por reflejo.

—Qué suerte tienes de no llevarencima una tecla PAGE. No sabes lo queduele. Eso, sin contar la humillación.

Como ya había hablado una vez, nohabía razón para no continuar utilizandola interfaz por defecto del programa.

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—Venga, ¿cómo hago para quedesaparezcas de la pantalla y así volvera las minas de sal? —preguntó Andrew.Con toda la intención habló deprisa ymedio farfullando, a sabiendas de queincluso el software de reconocimientode voz más elaborado no podíafuncionar si se encontraba con alguienque hablara de aquella manera.

—Tienes acciones en dos minas desal —dijo la mujer—, pero esasinversiones darán pérdidas. Tienes quedeshacerte de ellas.

Aquello irritó a Andrew.—No te he dado archivos para leer

—le recriminó—. Ni siquiera hecomprado este software todavía. No

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quiero que leas mis archivos. ¿Cómo teapago?

—Si liquidas las minas de salpuedes usar el dinero que saques parapagar los impuestos. Casi cubre laliquidación anual.

—¿Me estás diciendo que ya hasaccedido a mi declaración fiscal?

—Acabas de aterrizar en el planetaSorelledolce, donde los impuestos sonextraordinariamente altos, peroaplicando todas las desgravaciones a lasque tienes derecho, entre ellas las de laley de beneficios para veteranos, quesolo rige para los pocos participantes enla guerra de Xenocidio que quedaronvivos, puedo mantener el pago total por

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debajo de los cinco millones.Andrew se rio.—¡Oh, brillante!, incluso mi cálculo

más pesimista no superaba los cincomillones.

Ahora le tocaba reír a la mujer:—Tus cálculos eran de un millón y

medio de starcounts. Mis cálculos sonde menos de cinco millones defirenzette.

Andrew calculó la diferencia delcambio y su sonrisa desapareció.

—Eso son siete mil starcounts.—Siete mil cuatrocientos diez —

precisó la mujer—. ¿Estoy contratada?—No hay ninguna manera legal de

que yo pueda pagar eso.

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—No crea, señor Wiggin. Las leyesfiscales están diseñadas para engañar ala gente y hacerle pagar más de lo quepaga. De esa forma, los ricos que seenteran pueden aprovechar lasdesgravaciones, mientras que a aquellosque no tienen buenos contactos ni unbuen contable, se los engaña y se leshace pagar cantidades escandalosamentealtas. Pero yo conozco todos los trucos.

—Un buen inicio —dijo Andrew—.Muy convincente, si no fuera porqueentonces viene la policía y me arresta.

—¿Eso cree, señor Wiggin?—Si va a obligarme a usar una

interfaz de voz —le respondió Andrew—, por lo menos no me llame señor.

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—¿Qué le parece si lo llamoAndrew?

—Me parece bien.—Y usted debe llamarme Jane.—¿Debo?—O yo podría llamarlo Ender —le

soltó ella.Andrew se quedó mudo. Nada en sus

archivos aludía a aquel sobrenombre desu infancia.

—Cierra este programa y sal de miordenador.

—Como quiera.La cabeza desapareció de la

pantalla.

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«¡Qué alivio!», pensó Andrew. Si lepresentaba a Benedetto un formulario deliquidación en el que figurara unacantidad tan baja no se libraría de unainspección y, por lo que había intuido,Benedetto se quedaría con una gran

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parte de las posesiones de Andrew. Noes que le importara que un hombretuviera iniciativa, pero tenía lasensación de que Benedetto no sabíacuándo parar, así que no hacía faltallamar su atención.

Cuando se detuvo a pensarlo, lehubiera gustado no actuar tan rápido.Aquella Jane del programa podía habersacado el nombre Ender de una base dedatos de sobrenombres, aunque eraextraño que no hubiera probado primerolas opciones más obvias, como Drew oAndy. Era paranoico imaginar que unaaplicación informática que le habíallegado por correo al ordenador, y quedebía de ser una versión de prueba de un

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programa mayor, pudiera haber sabidotan deprisa que él era Andrew Wiggin.Dijo e hizo lo que estaba programadapara decir y hacer. Puede que elegir elsobrenombre menos probable fuera unaestrategia para que el cliente potencialdiera su sobrenombre correcto, lo quehubiera significado una aprobacióntácita para usarlo y así estar un paso máscerca de la compra.

¿Y si aquel cálculo tan bajo de losimpuestos era acertado? ¿O si lograbaforzar el programa para obtener uncálculo más favorable? Si el programaestaba bien hecho podía ser el asesorfinanciero y de inversiones quenecesitaba. Por cierto, había encontrado

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las dos minas de sal bastante rápido, apartir de una forma verbal de su infanciaen la Tierra. Y cuando las vendió,resultó que su valor era exactamente elque ella había predicho. Lo que elprograma había predicho. Aquel rostrohumano era una buena táctica parapersonalizar el programa y hacerlepensar en él como si fuera una persona.Puedes ser borde con un programa, perono estaría bien despachar sin más ni mása una persona.

Bueno, pero no había funcionado conél. Le había cortado y lo haría de nuevosi pensara que tenía que hacerlo, pero enaquel momento, con solo dos semanaspara que venciera el plazo de pago de

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los impuestos, pensó que sería mejordejar de lado la irritación que leprovocaba la mujer virtual. Tal vezpudiera reconfigurar el programa paracomunicarse solo a través de texto, queera lo que prefería. Abrió el correoelectrónico y clicó sobre el aviso, perosolo apareció el mensaje estándar:«Archivo no disponible». Le dio rabia.No tenía ni idea del planeta de origen.Mantener un enlace en el ansible eracostoso, por lo que seguramente lohabían quitado cuando él cerró elprograma de demostración: no teníasentido desperdiciar tiempo interestelarcon un cliente que no compraba a laprimera. Bueno, ya no podía hacer nada.

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Encontrar el proyecto le llevó aBenedetto casi más tiempo de lo quevalía. Tuvo que ir rastreando al tipoaquel para averiguar con quién estabatrabajando y no era fácil seguirlo deviaje en viaje. Todos sus vuelos eranasuntos reservados, secretos, lo quedemostraba, de nuevo, que trabajaba conalgún Gobierno. De casualidad localizóel viaje anterior al que le había llevadohasta allí. Pero enseguida se dio cuentade que si seguía a su amante, o suhermana o su secretaria, lo que fueraaquella Valentine, sería mucho más fácil.

Lo que lo sorprendió fue lo poco que

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permanecía en cada sitio. Con unospocos viajes, Benedetto había seguidosu rastro desde hacía trescientos añoshasta el inicio de la era de lacolonización y, por primera vez, se leocurrió que no era tan disparatadopensar que aquel Andrew Wigginpudiera ser el mismo… No, no, no podíadarlo por hecho, pero si era verdad, siera el criminal de guerra que… lasopciones de chantaje eran asombrosas.¿Cómo era posible que nadie máshubiese seguido aquella simpleinvestigación sobre Andrew y ValentineWiggin? ¿O ya estaban pagandochantajes en muchos mundos? ¿O todoslos extorsionadores habían muerto?

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Benedetto debía ir con cuidado. Laspersonas con mucho dinero suelen teneramigos poderosos. Tenía que buscarseamigos para protegerse mientrasavanzaba con su nuevo plan.

Valentine se lo enseñó a Andrew comouna rareza.

—He oído hablar de esto antes, peroesta es la primera vez que hemos estadolo bastante cerca como para poderasistir a uno.

Era un anuncio en una red local denoticias sobre un sermón para un hombremuerto. A Andrew no le gustaba lamanera en que su seudónimo, el

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Portavoz de los Muertos, había sidorecogido por otros y se había convertidoen el título de un «casi» sacerdoterevelador de la verdad de una nuevaprotorreligión. No había doctrina, asíque la gente de casi cualquier fe podíainvitar a un portavoz de los muertos paraque hablara en un funeral, o inclusomucho después de que el cuerpo fueraenterrado o incinerado. Sin embargo,aquellos portavoces de los muertos nohabían surgido de su libro La ReinaColmena. Fue El Hegemón, el segundolibro de Andrew, el que provocó aquellacostumbre funeraria.

El hermano de Andrew y Valentine,Peter, había sido nombrado Hegemón

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después de las guerras civiles y,mediante una mezcla de hábildiplomacia y fuerza brutal, había unidotoda la Tierra bajo un solo Gobiernopoderoso. Era un dictador liberal yestableció instituciones quecompartirían la autoridad más adelante.Bajo su Gobierno se puso en marcha enserio el negocio de la colonización deotros planetas. Desde niño, Peter habíasido cruel y carente de compasión, yAndrew y Valentine lo temían; de hecho,fue Peter quien arregló las cosas paraque Andrew no pudiera regresar a laTierra después de su victoria en laTercera Guerra contra los Insectores.Así que a Andrew le costaba no odiarlo.

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Esa fue la razón de que se dedicara ainvestigar y a escribir El Hegemón: paraintentar averiguar quién era de verdad elhombre que estaba detrás de lasmanipulaciones y las masacres, y de loshorribles recuerdos de la infancia. Elresultado fue una biografíaimplacablemente justa que daba lamedida del hombre y no escondía nada.

Como el libro estaba firmado con elmismo nombre que La Reina Colmena,que ya había cambiado la opinión que lagente tenía de los insectores, tuvo muchadifusión y, de rebote, dio lugar a todosaquellos portavoces de los muertos, queintentaban llevar el mismo nivel deveracidad del libro a los funerales de

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otras personas muertas, algunasprominentes, otras irrelevantes.Hablaban de la muerte de héroes y degente poderosa, y del precio que unos yotros pagaban por el éxito; de losalcohólicos y toxicómanos que habíanarruinado la vida de sus familias y delser humano que había detrás de laadicción, pero sin ocultar nunca laverdad del daño que había causado ladebilidad. Andrew se habíaacostumbrado a la idea de que todo esose hacía en nombre del Portavoz de losMuertos, pero nunca había asistido a unade aquellas sesiones y como Valentinetenía ganas de ir, no dejaron pasar laoportunidad, a pesar de que no tenía

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tiempo.No sabían nada sobre el difunto; que

la alocución solo se hubiera difundidomediante un pequeño aviso públicosugería que no era muy conocido.Efectivamente, iba a tener lugar en unapequeña sala de un hotel en la queestaban poco más de veinte personas.No había cuerpo presente; al parecer, elfallecido ya había sido eliminado.Andrew intentó adivinar la identidad delos demás asistentes. ¿Aquella era laviuda? ¿La otra de allí, la hija? ¿O lamás vieja era la madre y la más joven,la viuda? ¿Esos eran hijos? ¿Amigos?¿Socios?

El portavoz iba vestido de manera

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sencilla y no se las daba de nada. Fue ala parte delantera de la sala y empezó ahablar, repasando la vida del hombre.No era una biografía, ya que no habíatiempo para tanto detalle. Más bien eracomo una crónica en la que se pasabarevista a los actos importantes, perojuzgando cuáles eran relevantes, no porel interés periodístico que pudieranhaber tenido, sino por la profundidad yla intensidad del efecto que habíancausado en la vida de otros. Así, sudecisión de construir una casa en unbarrio lleno de gente cuyo niveleconómico estaba muy por encima delsuyo, había sido un lujo que no podíapermitirse, pero por el que nunca

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apareció en las noticias. Sin embargo,había influido en la vida de sus hijos amedida que crecían, ya que los habíaobligado a tratar con personas que losmenospreciaban. Además, había vividoangustiado por el dinero. Trabajó hastala muerte para pagar la casa. Lo hizo«por los niños», aunque a ellos leshubiera gustado crecer con personas queno los juzgaran por no tener dinero, queno los arrinconaran por advenedizos. Suesposa estaba aislada en un barriodonde no tenía amigas y él había muertohacía menos de un día cuando ella, queya se había mudado, puso la casa enventa.

El portavoz no se detuvo allí. Contó

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que la obsesión que el difunto tenía conaquella casa y con meter a su familia enaquel barrio surgió de la insistencia desu madre, resentida por el fracaso delpadre, que no había podido ofrecerle unbuen hogar. No dejaba de decir quehabía sido un error «casarse con alguienque no le convenía» y por eso elfallecido se había ido obsesionando conque el hombre debe proporcionarle a sufamilia lo mejor, sin importar lo quecueste. Odiaba a su madre; de hecho,huyó de su lugar de origen y llegó aSorelledolce, sobre todo, para escaparde ella, pero sus obsesiones habíanllegado con él y habían distorsionado suvida y la de sus hijos. Así que, al final,

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la pelea con su marido había matado asu hijo, puesto que fue lo que lo llevó alagotamiento y al colapso que lo derribóantes de cumplir los cincuenta.

Andrew se dio cuenta de que laviuda y los hijos no habían conocido ala abuela en el planeta natal de su padre,por lo que desconocían el origen de suobsesión por vivir en el barrio perfecto,en la casa adecuada. En aquel momento,al ver lo que le había tocado vivir deniño, se les saltaron las lágrimas.Obviamente, tenían permiso para hacerfrente a sus resentimientos y, al mismotiempo, perdonar a su padre por el dolorque les había ocasionado. Ya todo teníasentido para ellos.

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El discurso acabó. Los miembros dela familia abrazaron al orador y seabrazaron mutuamente. El portavoz semarchó. Andrew lo siguió. Lo agarrópor el brazo al llegar a la calle.

—Señor, ¿cómo se hizo portavoz delos muertos? —inquirió Andrew.

El hombre lo miró con extrañeza.—Hablando.—Pero ¿cómo se ha preparado?—El primer funeral en el que hablé

fue el de mi abuelo —respondió—. Nohabía leído aún La Reina Colmena y ElHegemón (los dos libros se vendían yaen un solo volumen), pero cuandoterminé, la gente me dijo que tenía undon como portavoz de los muertos.

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Luego leí los libros y me hice una ideade cómo tenía que hacerlo. Así quecuando empezaron a pedirme quehablara en funerales, ya sabía que eranecesario investigar antes de hablar. Nisiquiera ahora sé si lo hago bien.

—Así que para ser portavoz de losmuertos, usted simplemente…

—Hablo; y me piden que hable denuevo. —El hombre se sonrió—. No esun trabajo remunerado, si es lo que estápensando.

—No, no —dijo Andrew—, yosolo… yo solo quería saber cómo sehace, es todo.

No es probable que aquel hombre,ya en la cincuentena, creyera que tenía

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ante sí, bajo la forma de un chico deveinte años, al autor de La ReinaColmena y El Hegemón.

—Y si se lo pregunta, no somoscuras. Ni vigilamos nuestro territorio ninos ponemos celosos de que otrosquieran entrar en él.

—¿Perdón?—Así que si está pensando en

hacerse portavoz de los muertos,adelante. Pero tenga buen cuidado de nohacer el trabajo a medias. Va aremodelar el pasado de la gente y si nose mete a fondo y hace las cosas bien, sino lo averigua todo, lo único queconseguirá es hacer daño. En ese casoes mejor que no empiece; no puede

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ponerse de pie e improvisar.—No, supongo que no se puede.—Muy bien. Eso es todo lo que tiene

que aprender para ser portavoz de losmuertos. Espero que no quiera uncertificado —el hombre sonrió—, nosiempre está bien visto como aquí. Aveces hablas porque la persona muertadejó escrito en su testamento que queríaun portavoz de los muertos. Losfamiliares no quieren que lo hagas yestán horrorizados por lo que dices, ynunca te lo perdonarán. Pero… lo hacesde todos modos, porque el difuntoquería que se dijera la verdad.

—¿Cómo puede estar seguro de queha encontrado la verdad?

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—Nunca se sabe. Haces lo que creesque es mejor —dijo y le dio unapalmadita en la espalda a Andrew—.Me encantaría hablar más tiempo conusted, pero tengo que hacer llamadasantes de que todo el mundo se vaya estatarde a su casa. Para los vivos soycontable; ese es mi trabajo cotidiano.

—¿Contable? —preguntó Andrew—. Sé que está ocupado, pero ¿puedopreguntarle sobre un programainformático de contabilidad? ¿Unacabeza parlante, una mujer que apareceen la pantalla y se llama a sí mismaJane?

—No he oído hablar de él, pero eluniverso es grande y no hay forma de

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mantenerse al día de todos losprogramas que hay. ¡Lo siento!

El hombre se fue.

Andrew hizo una búsqueda en la red delnombre Jane, combinándolo con laspalabras «inversión», «finanzas»,«contabilidad» e «impuestos». Habíasiete resultados, pero todos señalaban auna escritora del planeta Albión, quehacía cien años había escrito un librosobre planificación interplanetaria debienes inmuebles. Posiblemente la Janedel programa había sido bautizada asípor ella misma; o no, pero todo aquellono llevaba a Andrew más cerca de

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conseguir el programa. Cinco minutosdespués de acabar de buscar, la familiarcara apareció en la pantalla delordenador.

—Buenos días, Andrew —dijo ella—. ¡Ay! Está poniéndose el sol, ¿no? Estan difícil estar al tanto de la hora localde todos estos mundos…

—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó Andrew—. He intentadoencontrarte, pero no sabía el nombre delprograma.

—¿Ah, sí? Es una visita programadade seguimiento, por si has cambiado deopinión. Si quieres puedo desinstalarmede tu ordenador, o puedo hacer unainstalación, bien sea completa o bien

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parcial, según lo que quieras.—¿Cuánto cuesta una instalación?—Puedes pagarme —le contestó

Jane—. Soy barata y tú eres rico.Andrew no estaba seguro de que le

gustara el estilo de aquella simulaciónde personalidad.

—Lo único que quiero es unarespuesta sencilla —dijo Andrew—.¿Cuánto cuesta instalarte?

—Te daré la respuesta —contestóJane—. Soy una instalación adaptable.La tarifa varía en función de tu situacióneconómica y de lo útil que te resulte. Sime instalas solo para ayudarte con losimpuestos, se te cobrará una décimaparte del uno por ciento de la cantidad

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que te ahorres gracias a mí.—¿Y si te digo que quiero pagar más

de lo que tú crees que debo liquidar?—Entonces te hago ahorrar menos y

te sale más barato el servicio. No haypagos ocultos. Tampoco algoritmos paracasos de falsificación. Pero si solo meinstalas para impuestos, estarásperdiendo una oportunidad. Tienesmucho dinero y vas a pasarte la vidagestionándolo, a menos que me loencargues a mí.

—Bueno, eso no me preocupa —dijo Andrew—. ¿Quién eres tú?

—Yo. Jane. El programa instaladoen tu ordenador. ¡Ah, vale! Te preocupaque esté conectada a alguna central de

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datos que así tendrá mucha informaciónsobre tus finanzas. No, tenerme instaladaen el ordenador no generará ningunainformación sobre ti que vaya a ir aningún sitio. No hay una habitación llenade ingenieros informáticos intentandohacerse con tu fortuna. En cambio, loque tendrás es el equivalente a uncorredor de bolsa, un asesor fiscal y unanalista de inversiones a tiempocompleto gestionando tu dinero. Pide unextracto contable en cualquier momentoy lo tendrás al instante. Cualquier cosaque quieras comprar, no tienes más quehacérmelo saber y encontraré el mejorprecio en una ubicación conveniente,pagaré por ello y haré que lo manden

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adonde quieras. Si haces una instalacióncompleta, incluyendo el organizador y elasistente de investigación, puedo ser tucompañera constante.

Andrew se imaginó a aquella mujerhablándole todo el día, todos los días ysacudió la cabeza.

—No gracias.—¿Por qué? ¿Te parece que mi voz

es demasiado cantarina? —preguntóJane. Luego, con un tono más bajo ycomo susurrando continuó—: Puedocambiar la voz a cualquier registro quete resulte más agradable.

De repente la cabeza se transformóen la de un hombre con voz de barítonoy apenas leves rasgos femeninos.

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—O puedo ser un hombre, con ungrado variable de masculinidad.

El rostro cambió de nuevo yadquirió rasgos duros y una voz ronca.

—Esta es la versión cazador deosos, en caso de que tengas dudas sobretu hombría y necesites una sobredosispara compensar.

Andrew se rio sin querer. ¿Quiénhabía programado aquella cosa? Elhumor, la facilidad de lengua… estabamuy por encima del mejor programa detodos los que había visto.

La inteligencia artificial era todavíaun anhelo. Fuera lo bueno que fuera elsimulador, a los pocos minutos eraevidente que se estaba tratando con un

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programa, pero este era muy superior.Era mucho más que un compañeroagradable, tanto que podría comprarlosolo para ver hasta dónde llegaba elprograma y cómo iba a funcionar al cabode un tiempo. Y además, para colmo, eraprecisamente el programa decontabilidad que necesitaba, decidióseguir adelante.

—Quiero un cálculo diario decuánto estoy pagando por tus servicios—dijo Andrew—. Así puedodeshacerme de ti si resultas muy caro.

—Vale. Ten en cuenta que no seadmiten propinas —le respondió elhombre.

—Vuelve a como eras al principio; a

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Jane —le pidió Andrew—. Y a la vozpor defecto.

Reapareció la cabeza de la mujer.—¿Quieres la voz sexy?—Ya te avisaré si me siento muy

solo —respondió Andrew.—¿Y si soy yo la que se siente sola?

¿Has pensado en eso?—No quiero ligoteos —le soltó

Andrew—. Supongo que puedescambiar eso.

—Ya está —respondió ella.—Entonces vamos a preparar mi

declaración de impuestos.Andrew se sentó y esperó unos

minutos para que se pusiera en marcha.En vez de eso, apareció en la pantalla el

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formulario completo de la liquidación.La cara de Jane se había ido, pero suvoz seguía allí.

—Este es el resultado. Te juro quees enteramente legal y no pueden decirtenada porque las leyes son las leyes.Están hechas para proteger las fortunasde personas tan ricas como tú y que lagente más humilde soporte la mayorcarga fiscal. Tu hermano Peter diseñó laley de esa forma y no se ha cambiadonunca, salvo algunos retoques aquí yallá.

Andrew se quedó en silencio,aturdido, un instante y la voz preguntó:

—¿Se supone que tenía que hacercomo que no sé quién eres?

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—¿Quien más lo sabe? —preguntóAndrew.

—No es información reservada.Cualquiera podría buscarlo yaveriguarlo a partir del registro de tusviajes. ¿Te gustaría proteger un poco lainformación sobre tu verdaderaidentidad?

—¿Cuánto me costará?—Es parte de una instalación

completa —dijo Jane mientrasreaparecía su cara—. Puedo ponercortafuegos y ocultar información. Todolegal, por supuesto. Será especialmentefácil en tu caso, debido a que la Flotatodavía considera buena parte de tupasado como ultrasecreto. Es muy fácil

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meter la información sobre tus viajesbajo la penumbra de la seguridad de laFlota y así tendrás toda la potencia delos militares protegiendo tu pasado. Sialguien trata de saltarse la seguridad, laFlota le caerá encima, aunque nadie enella sepa muy bien qué está protegiendo.Para ellos, es un acto reflejo.

—¿Puedes hacer eso?—Ya lo he hecho. Todas las pruebas

que podían revelarse ya no están.Desaparecidas. ¡Zas! Hago muy bien eltrabajo.

A Andrew le pareció que elprograma era demasiado poderoso.Nada que fuera capaz de hacer todasesas cosas podía ser legal.

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—¿Quien te hizo? —preguntó.—Sospechoso, ¿eh? —preguntó Jane

—. Bueno, tú me hiciste.—Lo recordaría —dijo Andrew con

sequedad.—Cuando me instalé la primera vez,

hice mi análisis normal, pero elprograma es automodificable. Vi lo quenecesitabas y me reprogramé para sercapaz de hacerlo.

—Ningún programa automodificablees tan bueno —argumentó Andrew.

—Hasta ahora.—Habría oído hablar de ti.—No quiero que se oiga hablar de

mí. Si todo el mundo pudieracomprarme, no podría hacer la mitad de

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lo que hago. Mis diferentes instalacionesse anularían entre sí. Una versión de mídesesperada por conocer una pieza deinformación que otra versión de mí estádesesperada por ocultar. Ineficaz.

—Así que, ¿cuántas personas tienenuna versión tuya instalada?

—En la configuración exacta queestás comprando, señor Wiggin, eres elúnico.

—¿Cómo puedo confiar en ti?—Dame tiempo.—Cuando te dije que te fueras, no lo

hiciste, ¿verdad? Volviste porquedetectaste mi búsqueda de Jane.

—Me dijiste que me cerrara; y esohice. No me dijiste que me desinstalara

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o que siguiera cerrada.—¿El programa te permite hacer

eso?—Eso es una característica que

desarrollé por mí misma. ¿Te gusta?

Andrew se sentó frente a la mesa.Benedetto examinó el impreso deliquidación de impuestos, lo estudió enla pantalla de su ordenador y luegosacudió la cabeza tristemente.

—Señor Wiggin, no puede esperarque yo crea que esta cifra es precisa.

—La liquidación se ha hechocumpliendo la ley. Puede examinarlohasta el mínimo detalle; todo está

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anotado, con todas las leyes relevantes ylos antecedentes documentados.

—Yo creo —dijo Benedetto— queestará de acuerdo conmigo en que lacantidad que se muestra aquí esinsuficiente… Ender Wiggin.

El joven parpadeó.—Andrew —replicó.—Creo que no —contestó Benedetto

—. Ha estado viajando mucho. Unmontón de viajes a la velocidad luz.Huyendo de su propio pasado. Creo quelas agencias de noticias estaríanencantadas de saber que tienen unacelebridad en el planeta: Ender elXenocida.

—A las agencias de noticias les

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suele gustar tener documentacióncontrastada para hacer talesafirmaciones —dijo Andrew.

Benedetto sonrió débilmente y sacóel archivo de los viajes de Andrew. Nohabía nada excepto el viaje másreciente. Se le estremeció el corazón. Elpoder del rico. Aquel joven habíallegado de alguna manera a su ordenadory le había robado la información.

—¿Cómo lo ha hecho? —inquirióBenedetto.

—¿Hacer qué? —preguntó Andrew.—Dejar el archivo en blanco.—Su archivo no está en blanco —

respondió Andrew.Le latía el corazón con fuerza y la

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mente se le aceleró pensando. Benedettodecidió optar por la parte más valiosa.

—Veo que me he equivocado —dijo—. Su liquidación se ha aprobado talcomo está. —Tecleó unos códigos—. Laaduana le dará su identificación para unaño de residencia en Sorelledolce.Muchas gracias, señor Wiggin.

—Así que el otro asunto…—Buenos días, señor Wiggin. —

Benedetto cerró el archivo y se puso amirar otros papeles.

Andrew captó la indirecta, selevantó y se fue. En cuanto se marchó,Benedetto dejó salir su ira. ¿Cómo lohabía hecho? ¡El pez más grande quehabía pescado en su vida y se le había

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escabullido!Trató de repetir la investigación que

lo había llevado a la identidad real deAndrew, pero la seguridad del Gobiernohabía ocultado todos los archivos y altercer intento de investigación leapareció una advertencia de laseguridad de la Flota: si persistía entratar de acceder a material reservado,sería investigado por lacontrainteligencia militar. Furioso,Benedetto borró la pantalla y comenzó aescribir. Un informe completo de porqué había empezado a sospechar deAndrew Wiggin y había intentadoencontrar su verdadera identidad, ycómo descubrió que Wiggin era Ender el

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Xenocida; pero entonces su ordenadorfue pirateado y los archivosdesaparecieron. A pesar de que lasredes de noticias más serias no querríanni oír hablar de la historia, las revistasvirtuales saltarían sobre ella. No teníaque ser posible que aquel criminal deguerra se saliese con la suya usandodinero y conexiones militares paraconseguir pasar por un ser humanodecente. Terminó de escribir la historia.Salvó el documento. Luego empezó abuscar y añadir las direcciones de todaslas revistas virtuales importantes delplaneta y de fuera de él. Se sobresaltócuando todo el texto desapareció de lapantalla y, en su lugar, apareció la cara

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de una mujer.—Tiene dos opciones —le explicó

la mujer—: puede borrar todas lascopias del documento que acaba decrear y no intentar enviarlo nunca.

—¿Quién es usted? —preguntóBenedetto.

—Imagine que soy una asesorafinanciera —le respondió ella—, leestoy dando un buen consejo sobre cómosalvaguardar su futuro. ¿No quiere oír lasegunda opción?

—No quiero oír nada que venga deusted.

—Ha dejado bastantes cosas fuerade su historia —objetó la mujer—. Creoque sería mucho más interesante con

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todos los datos pertinentes.—También lo creo —coincidió

Benedetto—, pero el señor Xenocida loha desconectado todo.

—No lo ha hecho él —dijo la mujer—, sino sus amigos.

—Nadie debería estar por encima dela ley —proclamó Benedetto—, solopor tener dinero o conexiones.

—O bien no cuenta nada —lepropuso la mujer—, o bien cuenta todala verdad. Usted decide.

La respuesta de Benedetto fueteclear el comando de enviar y lanzar suhistoria a todas las revistas virtuales quehabía puesto como destinatario. Iba aañadir otras direcciones cuando

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apareció aquella aplicación intruso queno era de su sistema.

—Una decisión valiente peroestúpida —dijo la mujer. La caradesapareció de la pantalla.

Las revistas virtuales recibieron lahistoria, sí, pero acompañada de laconfesión documentada de todas lasestafas y de las intimidaciones queBenedetto había llevado a cabo durantesu carrera como recaudador deimpuestos. Lo detuvieron antes de unahora.

La historia de Andrew Wiggin nuncase publicó, ya que las revistas virtualesy la policía se dieron cuenta de lo queera: un intento de chantaje que le había

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salido mal al chantajista. Citaron alseñor Wiggin para interrogarlo, pero fuesolo un formalismo. Ni siquieramencionaron las acusaciones brutales einverosímiles de Benedetto, a quienprivaron de todos sus derechos. Wigginsolo era su última víctima potencial. Elextorsionador había cometido el errorde adjuntar sus propios archivossecretos con el registro de sus chantajes.No era la primera vez que una torpezatal permitía que arrestaran a losdelincuentes. La policía estabaacostumbrada a que fueran idiotas.

Gracias a la cobertura de lasrevistas virtuales, las víctimas deBenedetto supieron lo que les había

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hecho. No había discriminado mucho aquien robaba y algunas de sus víctimaspodían mandarlo a la cárcel. Benedettofue el único que supo si había sido unguardia u otro preso quien le cortó elcuello y metió la cabeza en el váter, asíque hubo que decidir a cara o cruz sihabía muerto ahogado o desangrado.

A Andrew Wiggin le impresionó lamuerte del cobrador de impuestos, peroValentine le aseguró que no era más queuna coincidencia que al hombre loarrestaran y muriera poco después deintentar chantajearlo.

—No puedes culparte por todo loque les pasa a las personas que terodean —le dijo—. No todo es culpa

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tuya.No era culpa suya, no, pero Andrew

se sentía responsable porque estabaseguro de que la capacidad de Jane deproteger sus archivos y esconder lainformación sobre sus viajes estaba, dealguna forma, conectada con lo que lehabía pasado al recaudador deimpuestos. Por supuesto, Andrew teníaderecho a protegerse del chantaje, perola muerte era un castigo excesivo por loque había hecho Benedetto. Quedarse loque era de otro no era causa suficientepara quitar una vida. Así que fue a ver ala familia de Benedetto y les preguntó sipodía hacer algo por ellos. Como todoel dinero que tenía el hombre se había

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destinado a compensar a sus víctimas, lafamilia se había quedado sin nada.Andrew les asignó una generosa pensiónanual (Jane le aseguró que podíapermitírselo sin notarlo). También lespreguntó si podía hablar en el funeral;no solo hablar, sino hacer el discurso.Admitió que era nuevo en ello, pero lesaseguró que intentaría aportar la verdada la historia de Benedetto para ayudarlesa dar sentido a lo que hizo. La familiaaccedió.

Jane lo ayudó a descubrir el registrode los negocios que hacía Benedetto yluego fue muy valiosa en búsquedasmucho más difíciles: la infancia, lafamilia en la que se había criado, cómo

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desarrolló un ansia enfermiza pormantener a las personas a las queamaba, y la amoralidad en la que esohabía degenerado y que lo habíaconducido a coger lo de los demás.Cuando Andrew hizo el discurso, noescondió ni justificó nada. A la familiade Benedetto la consoló un poco de todala vergüenza y el dolor de la pérdidaque sentían, a pesar de que él había sidoel único culpable de dejar a su familia,primero para ir a la cárcel y luego almorirse. Los había amado y habíaintentado cuidar de ellos, y, lo que eramás importante, cuando acabó eldiscurso, la vida de un hombre comoBenedetto ya no era incomprensible. El

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mundo tenía sentido.Dos meses y medio después de su

llegada, Andrew y Valentine dejaronSorelledolce. Valentine ya tenía materialpara escribir un libro sobre el crimen enuna sociedad criminal y Andrew estabafeliz de acompañarla en su próximoproyecto.

En el formulario de la aduana, a lapregunta sobre su ocupación, en vez deponer estudiante o inversor, Andrewpuso «portavoz de los muertos». Elordenador lo aceptó. Tenía unaprofesión, una que él había creado sinquerer años atrás. Y no tenía quededicarse a lo que su fortuna casi lohabía obligado. Jane cuidaría de todo

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eso por él. Todavía se sentía un pocoincómodo con el programa. Estabaseguro de que en algún lugar, por detrásde lo que se veía, iba a encontrar lo quede verdad costaban todas aquellasfacilidades. Pero mientras eso llegabaera muy útil contar con un excelente yeficaz asistente multifuncional.

Valentine estaba un poco celosa y lepreguntó dónde podía encontrar unprograma así. Jane le contestó que ellamisma estaría encantada de ayudarla encualquier investigación o asuntofinanciero que necesitara, aunqueseguiría siendo el programa de Andrew,personalizado para sus necesidades. AValentine le irritaba aquello: ¿no era una

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personalización un tanto excesiva? Perodespués de quejarse un poco, se rio detodo el asunto y dijo:

—Aun así, no puedo prometer queno me ponga celosa. ¿Estoy a punto deperder un hermano a manos de unprograma informático?

—Jane no es nada más que eso —ledijo Andrew—. Es muy bueno, perosolo hace lo que le ordeno, comocualquier otro programa. Si empiezo adesarrollar algún tipo de relaciónpersonal con ella, tienes permiso paraencerrarme.

Andrew y Valentine dejaronSorelledolce y continuaron viajando demundo en mundo, tal como habían hecho

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hasta entonces. Nada era diferente,excepto que Andrew ya no tenía quepreocuparse de los impuestos y sentía unnotable interés por las necrológicascuando llegaba a un nuevo planeta.

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Notas

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[1] Bean, judía en inglés. (N. del T.) <<