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MUJER DE BURGOS

D. MANUEL ALONSO MARTINEZ.

Nunca me he visto en tan grande apuro. Por debilidad de carácter — que no por inmodestia — accedí á que mi humilde nombre figurara en la lista de los ilustres colaboradores de LAS MUJERES ESPAÑOLAS, PORTUGUESAS Y AMERICANAS, tan versados en este género de amena literatura, al que yo soy de todo punto extraño; y como era natural, habiendo nacido en la antigua capital de Castilla la Vieja, primera ciudad de voto en Cortes, según denota aquella célebre fórmula usada por el monarca: «Hable Burgos, que Toledo hablará cuando yo mande», tocóme en suerte retratar á mis paisanas las burgalesas.

Mas me sucedió lo que suele acontecer á los malos pagadores cuando contraen una deuda á largo plazo, que muy luego se olvidan de ella, como si nunca hubiera de llegar el dia del vencimiento.

Seguí, pues, entregado á mis quehaceres habituales, sin advertir que el tiempo se desliza blanda ó insensiblemente, para desdicha de los que ya vamos á viejos, hasta que los rayos abrasadores del sol de Madrid en el estio me obligaron á abandonar la coronada villa, y siguiendo la corriente de la moda y el consejo de los médicos, me vine á Plombiéres, con el propósito, sin duda muy discreto, de descansar de las fatigas del foro y la política, y con el insensato empeño, muy general en los hombres ya maduros, de hallar remedio á la enfermedad incurable de los años.

Hallábame aquí, exento de cuidados y lisonjeándome con esta vana esperanza de rejuvenecimiento, como si pudiera obtenerse de las aguas minerales sin pena ni sacri­ficio alguno lo que Fausto consiguió de Mefistófeles á precio de su alma, cuando hace

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146 MUJERES ESPAÑOLAS. no más que tres dias? al salir del baño, me entregó el cartero una epístola del Director de LAS MUJERES ESPAÑOLAS, muy amable y cortés, eso si, pero tan apremiante, que no había más remedio que coger la pluma é hilvanar un articulo cualquiera, para impedir que se suspendiese la publicación por falta de original.

Parad mientes, carísimas lectoras, en lo crítico de mi situación. ¿Cómo cumplir mi compromiso? ¿Apelaré á la Historia y me ocuparé en describir lo que eran las burgalesas en la época romana, en la gótica, y durante la Edad Media? Ciertamente, la erudición es un gran recurso para los que, como yo, han nacido entre nieves, y carecen de la imaginación fecunda y ardiente de los pueblos meridionales; pero sobre no ser ese mi fuerte, estoy sin libros, y soy tan flaco de memoria, que ni siquiera recuerdo si hablaron alguna vez de mis paisanas Estrabon, Mariana, Flores, ú otros célebres historiadores nacionales y extranjeros. Alguna vez he leido al Padre Venero, al Maestro Berganza, á Fray Melchor Prieto y otros varios autorés que se ocupan especialmente en la Historia de Burgos, pero no conservo de sus obras más que una vaga reminiscencia. Antójaseme, por otra parte, que los suscritores, y en particular las suscritoras, han de preferir la fotografía de la generación actual, á esos cuadros antiguos, en los que no es fácil apreciar la verdad del colorido, ni siquiera los trazos de las figuras, medio borrados por el polvo de los siglos.

Pero un retrato no se hace bien sin tener á la vista el original, y aquí no hay nada que me recuerde á las hijas de mi ciudad nativa, cuna de Ñuño Rasura, de Laín Calvo, de Fernán González y aun del gran Rodrigo Díaz de Vivar, mal que les pese á los valencianos, que envidiosos de nuestra gloria, pretenden arrebatárnosla sin derecho; usurpación que de cierto no han de consentir jamas los burgaleses, fieles custodios de las sagradas cenizas del Cid Campeador *, y ménos todavía yo, que me envanezco de llevar su apellido, siquiera no le use, por miedo á la murmuración.

Estas altísimas montañas, tapizadas de verdura y cubiertas de espesos bosques, así como la ponderada y misteriosa Selva negra, despiertan sin duda en el ánimo del militar y del político serias y transcendentales reflexiones acerca de la reciente y gigan­tesca guerra de Prusia con Francia, y traen también á la memoria del viajero español el terreno accidentado y bello de nuestras Provincias Vascas, pero no tienen la menor

1 Las cenizas del Cid, ó por mejor decir, sus huesos y los de su esposa Jimena, encerrados en una caja de madera, se conservan en las Casas Consistoriales de Burgos, adonde fueron trasladados desde el monasterio de San Pedro de Cárdena el 19 de Junio de IStó. En los costados de la caja que los guarda se leen estas dos octavas:

Noble, leal, soldado y caballero, Señor te upellidó la gente mora, Y t u nombre de Cid llevó tu acero Á los muros de Córdoba y Zamora; Las márgenes del Turia placentero Reflejaron tu enseña vencedora,

Y al par de tu Jimena en este asiento Hoy tu pueblo te erige un monumento.

Hunde la muerte con su ruda planta De los tronos y reyes la altiveza. Que á t amaño poder ó fuerza tanta No hay blasones, n i orgullo, n i grandeza: Empero del orgullo se levanta Pura, sublime, en su mayor alteza De los ínclitos héroes la memoria Á embellecer las hojas de la Historia.

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analogía ni semejanza con ios inmensos y despoblados llanos de Castilla. En esta pintoresca aldea de los Vosgos no faltan tampoco mujeres hermosas, dignas del pincel ele Murillo, pero no han nacido á orillas del Arlanzon, ni siquiera en la Península-Ibérica; son damas aristocráticas, que de Francia, Bélgica, Inglaterra y Alemania vienen, aunque nadie lo diría mirándolas al semblante, en busca de salud á estos baños, cuya virtud medicinal encarece la fama, aunque á mi me parecen — dicho sea esto con perdón de los modernos Galenos—baños de coquetería y de placer, semejantes en un todo á los que, por puro pasatiempo y solaz y para mitigar sus ardores, usaban las antiguas matronas romanas en la decadencia del Imperio.

Abismado me hallaba yo en estas reflexiones, sin saber por dónde empezar ni cómo cumplir mi compromiso, cuando de repente me acordó... casi no me atrevo á decirlo, porque vais á creer que soy mal marido, y no es verdad, pues aunque fuera hipocresía negar que es un poco tentadora para mi la vista del fruto del cercado ajeno, la verdad es que acabo siempre por contentarme con el del mió, lo cual basta en tiempos como los presentes, tan veleidosos y mudables que apénas si en ellos duran los afectos lo que las modas, para que yo me considere con derecho un modelo de virtud y de fidelidad conyugal. Con esta protesta, pues, me atreveré á deciros—ya que sin ella fuera peligroso hacerlo—que me acordé de que mi dulce mitad es bur­galesa, hija de padres castellanos, y por tanto, tipo de pura raza, el más á propósito para mi cuadro, atendidos su origen y naturaleza. Figuraos mi alegría al ver tan cerca de mi el modelo que con tanto afán iba buscando; como que para salir airoso de mi empeño no tenía que hacer más que copiar del natural. Sin perder un minuto, coloqué el lienzo en el caballete, cogí la paleta, extendí en ella los colores, y ya me disponía á dibujar la cabeza, cuando reparé, al mirar el original para que la copia saliese exacta, en la blancura de su tez, en sus ojos azules y sus cabellos rubios, lo cual me trajo á la memoria que pocos dias ántes en Paris, entrando en los magní­ficos almacenes del Louvre como entran allí todos los maridos, resignado á quedarme sin un céntimo, habían tomado á mi cara mitad por italiana, y que no había muchas horas que almorzando en el Gran Hotel de Plombieres, las señoras que estaban á su lado la habían preguntado si era inglesa. ¿Qué importa, me dije interiormente, que por su nacimiento y su genealogía pueda servir de modelo, si, al decir de las gentes, ni siquiera es un tipo español? Y entre airado y triste, arrojé la paleta y los pinceles exclamando en voz alta: ¡No me sirves! exclamación cuyo sentido equivocó mi con­sorte, un tanto susceptible en medio de su bondad, y que estuvo á punto de producir una crisis matrimonial.

Cabizbajo y mohíno después de desencanto tan cruel, salí á darme un paseo por el lindísimo parque anejo á la casa de baños, magnifico edificio, que bien pudiera servir de suntuosa sinagoga á judíos espléndidos y ricos. Anduve largo trecho tan preocupado y absorto, que no reparé en nada de lo que pasaba á mi alrededor, hasta que el cansancio me obligó á hacer alto, precisamente al pié de un elegante pabellón.

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destinado al uso personal del emperador Napoleón y de la emperatriz Eugenia, nuestra ilustre y simpática compatriota. Al ver allí todavía inscritos sus nombres, y recor­dar, de una parte, las muchas horas que habría pasado sentado en aquellos rústicos sillones el vencedor en Sebastopol, Magenta y Solferino, y de otra, su modesto retiro de hoy en Chiselhurst, no pude menos de pensar en las veleidades de esa deidad caprichosa que llamamos la fortuna, y en lo frágil y deleznable de las grandezas humanas. ¡Cuántas veces, apoyado el codo en aquel velador y descansando la frente sobre la mano, habría cambiado á su antojo, mentalmente, el mapa de la Europa! ¡Cuántas veces, en alas de su ambición, y queriendo dirigir los destinos del mundo, habría extendido su codicioso pensamiento hasta la misma América! Seguro es que en la embriaguez de su poder y de sus triunfos, se le apareció en más de una ocasión la sombra augusta de Cario Magno, cuyo imperio aspiraba, sin duda, á renovar. Mas después de los desastres de Woerth, Sedan y Metz, sin ejemplar en los anales de la guerra, ¿qué quedaba de aquellos sueños de gloria?... Nada. Bien decía Bossuet: ^Uhomme s'agite, et Bien le mene>\ los planes de dominación que fabrica la soberbia, el primer soplo de la desgracia los derriba.

Hallábame yo engolfado en estas graves y transcendentales meditaciones, cuando de pronto llegaron á mi oído sonidos incoherentes y discordes, frases sueltas y entre­cortadas de diversos idiomas, que pronunciadas á un tiempo y en montón, formaban un conjunto abigarrado y una ininteligible algarabía. Era que los bañistas de ambos sexos, al ménos los más jóvenes y bulliciosos, clasificados en grupos por nacionali­dades, jugueteaban alrededor de un precioso lago que hay al pié del pabellón rústico de los emperadores; de modo que las voces y la gritería de ingleses, alemanes, rusos y franceses, producían una jerga tal, que no pude ménos de recordar el pasaje de la Biblia en que se describen la torre de Babel, la confusión de las lenguas y la dispersión del género humano.

En otras circunstancias, la vista de tantas bellas hubiera ahuyentado de mi ánimo toda preocupación y todo pesar, — que no está ciertamente vedado á los maridos deleitarse en la contemplación de los prodigios de la naturaleza, con el puro deleite con que se admiran las grandes creaciones del arte,—pero la carta del Director de LAS MUJERES ESPAÑOLAS era para mí una horrible pesadilla, que no me dejaba gozar de los placeres inocentes de la conversación y de la buena sociedad; y como las bañistas pasaban á mis ojos por extranjeras, continué preocupado y aburrido, sin que bastara á distraerme aquel espectáculo, sobrado tentador para cualquier otro que no estuviera tan ensimismado como yo. ¿Qué importa, me decía, que sean tan hermosas, si no hay ninguna que pueda servirme de modelo para retratar á mis paisanas? Y apartaba desconsolado la vista de aquel cuadro encantador, aunque no tardaba en volver á fijarla en él, no sé si atraído por el misterioso imán de la juventud y la hermosura, ó por el vano deseo de encontrar entre tantas damas alguna que me recordara el tipo de Castilla.

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En una de estas alternativas, acerté á fijarme en un grupo, el más lejano, compuesto, al parecer, de damas españolas. Pié menudo, esbelto talle, tez morena, cabellos de ébano, ojos de gacela... jHé aquí mi tipo! exclamé, loco de alegría. ¡Son de España! Y me acerqué presuroso, sin mirar siquiera al paso á las extranjeras. Al llegar á cierta distancia, oi el eco dulcísimo del habla armoniosa de Cervantes, más simpática y bella en suelo extraño, y ya no dudé de que mi dicha era completa. Saltando por cima de todo miramiento, y sin reparar en las conveniencias sociales, pregunté á la primera á quien pude hablar:

:—¿De qué Provincia de España es usted? —De ninguna,—me contestó.—Soy chilena.

. ¡—¿Y usted?—pregunté á otra. —Yo de Méjico,—respondió. , . i—Y yo del Perú,-—dijo una tercera; añadiendo, como si adivinara mi pensamiento

y el móvil de mi curiosidad: — T b ^ ^ somos de América, • No me es posible describir la emoción que produjo en mí esta escena, ni las ideas

que se agolparon en tropel á mi afligido espíritu. Los franceses, me decía yo, se envanecen, con razón, de haber impuesto su lengua á la diplomacia, y de haber generalizado su conocimiento y uso entre las clases más cultas de la sociedad europea. Pero ¿qué vale esto para lo que hicieron nuestros abuelos? ¡Conquistar un Nuevo Mundo, é implantar en él nuestro idioma, nuestros usos y costumbres, nuestra religión y nuestra raza! ¿Hay un titulo más legítimo de orgullo? Y sin embargo, ¿qué es hoy de la pobre y desconsiderada España? Gracias á los viajeros americanos, tan aficionados á la vida aventurera, se oye alguna vez en estos países hablar la lengua en que Alfonso el Sabio redactó el código inmortal de Las Partidas, y Lope, Calderón y Cervántes, desplegando las alas de su genio, escribieron sus bellas producciones, fruto preciado de su inspiración divina. ¡Ah, desdichada patria mia! ¿Quién te había de decir que tan pronto te darían al olvido y te mirarían con desden los mismos que oían pronunciar tu nombre con respeto y con envidia, cuando difundían el espanto por toda Europa los famosos tercios castellanos? ¿Qué ha sido de tu antigua pujanza y tu grandeza? ¿Qué han hecho tus valerosos hijos, enervados hoy por el genio infernal de la discordia, de la rica herencia que sus padres les dejaron? ¿Cómo es que al ménos su corazón no se inflama y su patriotismo no se despierta y enardece al recuerdo de tu gloriosa Historia? Y diciendo esto, sentí que abrasaba mis mejillas una lágrima, como si fuera hirviente lava; lágrima de dolor, de vergüenza y de coraje, que no de flaqueza femenil; lágrima arrancada al orgullo nacional, herido en sus entrañas.

Al siguiente dia, con la cabeza más fresca y el ánimo más sereno, volví á acor­darme de mi compromiso, en mal hora contraído, con el Director de LAS MUJERES ESPAÑOLAS, y convencido de que tenía que hacer el retrato de memoria, me propuse á mi mismo este problema: ¿Será una ilusión del patriotismo provincial la generalizada manía de hallar diferencias reales entre las mujeres de las diversas Provincias en que

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se divide España? ¿Seremos victimas de esta ilusión el Director de aquella publicación y todos sus colaboradores?

Compréndese, en verdad, que los naturalistas admitan variedades ó razas en la especie humana. ¿Quién confunde, en efecto, á la raza caucásica ó europea con la mongólica ó china, ni á ésta con la etiópica ó negra, ni con la americana y malaya? Nótese, sin embargo, que aún estas diversas razas se distinguen más por sus caracteres físicos que por sus cualidades morales. Asi, por ejemplo, cuentan los viajeros que entre los indígenas de América, cuyos caracteres físicos distintivos son el color cobrizo de la piel, la escasez del pelo de su barba y la longitud y rigidez de sus cabellos negros, las mujeres casadas se apasionan poco de sus maridos, por quienes sienten de ordinario odio ó desprecio, á pesar de lo cual, y merced á su singular destreza en el arte del disimulo, pasan por las más castas y fieles de la tierra. Y bien, carísimas lectoras, yo os pregunto—en confianza y empeñándoos mi palabra de guardar el secreto, sobre todo con las victimas:—¿creéis que los maridos salen mejor librados en Europa? ¿No os parece que las europeas ó de raza caucásica, á pesar de la posición horizontal de sus ojos, de la blancura de su piel y de la finura de sus cabellos, son tan diestras en el arte del fingimiento como las americanas? Yo, por mi parte, creo que si, y encuentro en esta semejanza un testimonio vivo y elocuente de la unidad é identidad de la especie humana.

No tengo tampoco inconveniente en admitir, áun dentro de la raza europea, dese­mejanzas fundadas en la diferencia de nacionalidades; y eso que estos dias me trae preocupado un fenómeno curioso, en que nunca habla fijado mi atención hasta que he venido á Plombiéres. Un establecimiento de baños, donde por punto general nadie se detiene más que veintiún ó veintidós dias, es la vida humana en miniatura, es una imágen fiel de la breve peregrinación del hombre sobre la tierra; cuando unos vienen, otros se van; los que llegan empujan á los que ya estaban, y este movimiento incesante, esta renovación continua de bañistas, hace que en poco tiempo se pueda pasar revista á muchas gentes. Pues bien: me ha sucedido que almorzando y comiendo en mesa redonda, ó, como en este pais se dice, la table d'Jiote, no he mirado un solo semblante que me haya parecido nuevo; ántes bien, hubiera jurado siempre al pronto que ántes y en alguna1 otra parte le había visto; y sólo he podido persuadirme de mi error, apelando á la reñexion y después de averiguar por los mismos bañistas que jamas hablan puesto la planta en territorio español. ¿Es esto en mi una ilusión óptica, una especie de estrabismo físico é intelectual, ó es que Dios, en sus inescru­tables designios, y como para mostrar á los hombres la unidad é identidad de su origen, ha creado, por decirlo asi, unos cuantos moldes en cada raza, sin permitir que los que la componen se distingan más que por diferencias accidentales y matices delicados, que sólo pueden descubrir una atención perseverante y una vista perspicaz? No lo sé, ni estoy de humor de averiguarlo, porque, francamente, no me he propuesto filosofar. El Director de LAS MUJERES ESPAÑOLAS debe darse por satisfecho con que yo

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reconozca que, aunque con notables y numerosas excepciones, toda vez que frecuen­temente una compatriota nuestra pasa por italiana, francesa, inglesa ó alemana, ó al contrario, hay en los más de los casos caracteres generales, un cierto chic que basta, sobre todo , comparando y contrastando los pueblos del Norte con los del Mediodía, para constituir varios tipos nacionales.

Aun dentro de España, no he de negar que la vista más tosca distingue la gracia encantadora de las andaluzas, sus formas suaves y ligeras, su pequeño y lindo pié, su talle, que parece que se quiebra, su tez morena, su mirada ardiente y su palabra embriagadora, de la blancura de la piel, el andar reposado y la tranquila belleza de las vascongadas. Pero ¿en qué se diferencia una burgalesa de una palentina, una leonesa ó una vallisoletana? Lo que es á mi, lo confieso sin rubor, me parecen iguales. Podrá ser torpeza mia: no seria extraño que por demasiado inexperto é inocente, teniendo poco ejercitada la vista, no alcanzara á distinguir lo que ven otros, que sin duda han ahondado más que yo en la materia. Los artistas ven analogías y diferencias, que se escapan á los ojos de los profanos; pero sus órganos y facultades perceptivas no adquieren esta envidiable perfección sino á fuerza de estudiar con perseverancia los modelos, y yo soy un hombre tan sin ventura, que no me ha sido dado, bien á mi pesar, consagrarme á tan agradable estudio y adquirir esa maestría en el arte, justa­mente codiciada del vulgo de los mortales. Asi, pues, queridísimas lectoras, aplicad á las burgalesas lo que digan de las mujeres de Soria, Palencia, Valladolid y otros pueblos de ambas Castillas los distinguidos literatos que se han encargado de descri­birlas, y dad por cumplido mi compromiso con estas mal perjeñadas lineas. Después de todo, nadie gana más en ello que mis paisanas, de quienes apénas sabría yo decir otra cosa sino que son un término medio entre las vascongadas y las andaluzas. Y esto en cuanto á su físico, porque en cuanto á sus costumbres y á su condición en la familia y en la sociedad, á sus relaciones con el marido, con el padre, con los hijos, con los parientes y extraños, mi patriotismo provincial no me ciega hasta el punto de hacer de Burgos una rara y sorprendente excepción en la Historia del género humano.

Sabido es, en efecto, que en las tribus salvajes, donde naturalménte impera el derecho del más fuerte, la mujer, sér más débil que el hombre, es su esclava. Esclava fué también en las florecientes ciudades de la Grecia, en la misma culta Aténas, á pesar del prodigioso vuelo que en ella tomaron la filosofía, las letras, las ciencias y las artes; en la poderosa y civilizada Roma, no obstante su admirable legislación, que se ha impuesto por su sabiduría á la Europa moderna, mereciendo de ella el glorioso nombre de razón escrita, y en todos los pueblos de la antigüedad, sin exceptuar el Egipto, cuna verdadera de la familia moderna, ni siquiera la Judea después de la promulgación de la ley mosaica, precursora de la ley cristiana, la cual vino á redimir á la mujer y á realzar su dignidad de esposa y de madre, procla­mando la indisolubilidad y santidad del vinculo del matrimonio, y proscribiendo y anatematizando la poligamia. Buena prueba da de esto el virtuoso Sócrates, á quien

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152 MUJERES ESPAÑOLAS. proclamó el oráculo de Délfos .como el más sabio de los hombres, que murió con la tranquilidad del justo, que prefirió beber la cicuta á desobedecer las leyes, y que sin embargo, creía vivir en paz con su conciencia tomando una concubina que alternase sus favores con la mujer legitima, para hacerle más llevadero su breve y penoso tránsito por este picaro mundo; y no dan testimonio menos insigne de la profunda revolución que introdujo la ley de Cristo, el Patriarca Jacob, y el Profeta David, y los dos Jueces de Israel de que habla la Escritura, y Roboam, que tuvo hasta diez y ocho mujeres y sesenta concubinas, y sobre todo, el sapientísimo Salomón, á quien debió parecerle este número muy exiguo, puesto que tomó hasta setecientas esposas y trescientas barraganas; con lo cual dicho se está que en aquellos remotos siglos debia ser menos escabroso que ahora el camino de la santidad.

Pues bien: yo no participo de la ilusión de los vascongados^ á quienes, sin em­bargo, estimo y admiro, pero que enamorados de sus pintorescas montañas, quieren formar un mundo aparte, y no sólo pretenden que la lengua euskara es anterior al griego, al hebreo y al sánscrito, sino que en la embriaguez de su patriotismo pro­vincial se han forjado de su pais un ideal, parecido al que tienen sobre los Arpas primitivos los modernos orientalistas, y sostienen de muy buena fe que la mujer vasca jamas fué sierva, sino compañera del marido y señora de su casa, áun ántes de la redención del Cristianismo. Yo, al revés, tengo por cosa averiguada que mis paisanas han pasado por todas las fases y vicisitudes de la civilización, ni más ni menos que las demás mujeres de Europa: todas ellas fueron esclavas en la infancia de la sociedad y bajo la dominación romana; se emanciparon luego lenta y sucesivamente, merced al influjo saludable del Evangelio, de las costumbres germánicas y de los usos de la feudalidad, y por último, andando los tiempos, consumada la reforma religiosa, y triunfantes la libertad y el individualismo, se han tornado de siervos en señoras, no reconociendo nosotros, los hombres de este siglo, más soberanía legítima que la suya, y sometiéndonos á sus antojos con una resignación tan ejemplar, que bien me­recemos por esto sólo, mejor que Sócrates y Salomón, ganar el cielo. Y no vayáis á creer que lo digo en son de queja, ni porque me pese la servidunibre en que vivo; todo lo contrario; es tan suave vuestro yugo, y me hacen tal gracia las veleidades y caprichos femeniles, que estoy muy contento con mi suerte, y no echo de ménos la autoridad que nuestros antepasados ejercieron sobre las mujeres; y áun me irrito al recordar la condición humillante de las madres respecto de sus hijos. Poco debe importaros, ademas, que vuestros actuales vasallos, en otro tiempo señores, murmuren alguna vez de vuestro poder, pues con derramar una lágrima siempre que notáis síntomas graves de rebelión, estáis seguras de reducirnos de nuevo á la obediencia, sucediéndonos lo que al pajarillo de quien decía el inmortal Lope de Vega:

Y á la antigua prisión volvió sus alas, ¡Que tanto puede una mujer que llora!

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Mas si bajo este aspecto no me es dado, sin falsear la Historia, decir nada de los burgaleses, que no sea igualmente aplicable á las demás Provincias de España, y aun de Europa, en cambio seria injusto negarles cualidades especiales que les honran y enaltecen. Descendientes, según la tradición, de los antiguos cántabros, al menos los que habitan las montañas, se distinguen por su carácter grave, austero, noble y generoso, asi como por su sobriedad, rectitud y sencillez de costumbres, siendo las mujeres modelo de esposas y de madres. Por lo general, las mujeres que viven en la sierra, llevan el peso de las faenas del campo; ellas son las que manejan el arado y dirigen la labor, á causa sin duda de la vida nómada de sus padres, maridos y hermanos, que pasan una parte del año en Extremadura apacentando los ganados. En los demás pueblos de la Provincia sólo se cuidan dé" las tareas domésticas, abando­nando á los hombres, que son muy laboriosos, el cultivo de la tierra y el ejercicio de la industria y del comercio. Es un fenómeno curioso, que llama la atención de los naturales del pais, y que no debo omitir aqui, el raro privilegio de que goza un pueblo situado á corta distancia de la ciudad de Burgos y que tiene por nombre Pradános. Consiste dicho privilegio en la sin igual belleza de sus mujeres, la cual parece here­ditaria, existiendo por tal motivo la costumbre de acudir allí desde los puntos más remotos en busca de nodrizas.

Pero lo que no puede pasarse en silencio en una descripción de las burgalesas, es la célebre feria de Villarguda, uso popular el más extraño, que no parece sino que ha servido de argumento al libreto de una de' las más bellas partituras de Flotow, muy aplaudida de los madrileños en estos últimos tiempos; aludo á Marta . En Villar­guda se celebra periódicamente una feria ó mercado de criadas, las cuales se ajustan por un año con el que quiere tomarlas á su servicio. Villarguda es exactamente la aldea de Richmond, en Inglaterra, sólo que en vez del sheriff, preside la feria un Alcalde de monterilla. Por lo demás, en Villarguda, como en Richmond, se reúnen con grande algazara lindas muchachas que lucen sus mejores galas, y visten, para más agradar á los amos, un elegante jubón, adornando sus largas trenzas con cintas de vistosos colores; y áun para que la identidad sea completa, no seria difícil encontrar, sin necesidad de remontarnos á la Edad Media, alguna dama muy rica, ya que no aristocrática ni camarera de la reina, que, como lady Enriqueta, hubiera tenido el capricho de disfrazarse de aldeana, y de la cual pudiera también decirse:

Tu piú vaga d' una stella? • Dell' Aprile i l piú bel fior, Tu gentil, leggiadra e bella, I I desio di tuíti i cor.

Imperdonable seria, puesto caso que de burgalesas se trata, no hacer en este articulo honorífica mención de la Abadesa y monjas del real monasterio de las Huelgas, que

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no por consagrarse á Dios las religiosas, dejan de pertenecer á su Provincia y á su sexo. Fundóse este célebre convento á fines del siglo xn por la piedad de Alonso VII I , á instancia de la reina Doña Leonor y con el concurso de las .infantas Doña Beren-guela y Doña Urraca, quienes se desprendieron generosamente de una buena parte de su fortuna para dotar con ella la fundación, y tomó su extraño nombre del lugar de su emplazamiento, destinado hasta entóneos, por lo ameno y delicioso y por su proximidad al real palacio, á recreo y solaz de los monarcas, por lo que el pueblo le llamaba «.Las huelgas del rey». La intención de los augustos fundadores fué erigir un monasterio de su exclusiva pertenencia, que sirviéndoles de panteón á ellos y sus sucesores, ofreciera á la par un asilo digno de su nacimiento y elevada jerarquía á las infantas y nobles de Castilla que por vocación espontánea, razón de Estado, amores sin ventura ú otros rigores de la suerte, hubieran de pasar sus dias en la soledad del claustro, consagradas al recogimiento y la oración. Asi es que fuera de las horas del rezo, y aparte de ciertas ceremonias y solemnidades para las que se reúne la comunidad, las monjas, ó como alli se llaman, las señoras, viven en casas separa­das, que forman un barrio dentro de aquel inmenso monasterio, teniendo cada una á su servicio particular una doncella, que también es religiosa, aunque de origen más humilde, y ademas una criada ó doméstica. Pero lo que hace de este célebre convento un ejemplo único en toda la cristiandad, es la jurisdicción privilegiada y excepcional de su ilustre Abadesa. Lo de ménos es el poder de que la invistieron los monarcas, y eso que antes de la abolición de los señoríos por las leyes revolu­cionarias ejercía jurisdicción civil y criminal en más de sesenta poblaciones, por lo cual decia el ilustrisimo Manrique en sus Anales cistercienses, que no habia del rey abajo ninguno que tuviese tantos vasallos en Castilla, siendo tan celosa de su autoridad como invasora de la ajena, pues no contenta con nombrar Jueces, Alcaldes, Escribanos y Alguaciles para los pueblos que la estaban sometidos, puso un Merino que administrara justicia en su nombre en la misma llana de Burgos, y prohibió que penetrasen en este recinto con vara alta los Jueces y Alcaldes de la ciudad, obli­gándoles á abatirla y deponerla á la puerta, en señal de acatamiento. De donde infiero, carísimas lectoras, y no por espíritu cortesano ni por lisonjear vuestro orgullo femenil, sino por la fuerza de la lógica y por amor á la verdad, que no andarla hoy la auto­ridad en España tan cariacontecida y maltrecha si vosotras la ejercierais.

Mas con ser tan exorbitante el poder temporal de la ilustre Abadesa de las Huel­gas, nada significan las excepcionales prerogativas de que la invistieron nuestros monarcas, al lado de la jurisdicción espiritual, verdaderamente anómala ó increíble, con que Clemente I I I , Gregorio I X , Inocencio IV, Pió V y otros Sumos Pontífices la engrandecieron á porfía. Baste decir que esta autoridad espiritual de una mujer, única en el orbe cristiano, que en cierta medida al ménos crea el sacerdocio, al cual no puede ella aspirar, y confiere al sacerdote facultades de que la misma carece y que en caso alguno podría ejercer por si, constituye la desesperación de los sesudos

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canonistas alemanes, que no aciertan á comprender cómo pueda nadie dar lo que no tiene, Y en verdad que esta derogación de un principio tan universal, que pasa en la ciencia por axioma y aun por dogma venerando, es para volver loco á cualquiera de esos flemáticos sabios del Norte, que en su austera formalidad olvidan lo que sabe todo el mundo, esto es, que la mujer se sustrae á todas las reglas, y es un ente ideal y misterioso, cuya naturaleza consiste y cuyo encanto estriba en ser una contra-dicción perpetua é inextricable. A no incurrir en tal olvido, no les sorprenderla tanto el espectáculo de una dama mitrada con autoridad semiepiscopal, exenta de la juris­dicción de los reverendos Arzobispos de Burgos, rigiendo y gobernando, como cualquier prelado, su diócesis nullius, y sólo dependiente de la Sede Pontificia. Sin duda que ninguno que no fuera una mujer podia dar tan solemne mentis á la presuntuosa sabiduría humana. Su posición en la jerarquía eclesiástica es tan alta y privilegiada, que con razón decía el docto D. Martin de los Heros, Intendente que fué de la real casa y patrimonio, que si algún Concilio ecuménico restableciese el matrimonio de los sacerdotes católicos, el Padre Santo no encontraría en toda la cristiandad otra esposa digna de su elevada alcurnia más que la ilustre Abadesa de las Huelgas.

Y ahora no extrañareis, carísimas lectoras, que educadas mis paisanas en esta escuela y estimuladas por el ejemplo, pequen algo de altivas, y sean tan celosas de su autoridad doméstica y tan astutas para adquirirla y conservarla, como lo es la Abadesa de las Huelgas para mantener incólumes sus fueros contra las pretensiones del Arzobispo de Burgos, su rival, con quien vive en incesante y perdurable lucha. Bien que en esto de la astucia y el valor femeniles la Historia de Burgos ofrece frecuentes é insignes enseñanzas.

Mecíase Castilla en la cuna, sin que á la sazón sus Condes osaran empuñar el cetro y ceñirse la corona, cuando el ínclito Fernán González, rey sin el nombre, y vencedor de la morisma, fué hecho prisionero aleve y traidoramente por el monarca de Navarra Garci-Sanchez, con quien acababa de ajustar las paces después de derrotarle en campo abierto y franca lid. No era fácil que el noble Conde castellano sospechase tan negra perfidia, y por esto fué á Navarra, no al frente de sus valerosas huestes y vistiendo la armadura del guerrero, sino acompañado de unos cuantos de su corte que realzasen el brillo de las fiestas, y luciendo nupciales galas. Conocida en Castilla la traición de Garci-Sanchez, juntáronse los bravos soldados castellanos y emprendieron la marcha hácia Navarra, jurando morir ántes que tornar á sus hogares sin haber rescatado al ilustre prisionero que tantas veces les había conducido á la victoria. Mas por fortuna, la astucia y el valor de Doña Sancha hallaron medio de burlar la vigilancia de los carceleros, y el Conde recobró su libertad, sin necesidad de que los soldados derramaran su sangre generosa. No hay pluma que pueda describir el entusiasmo que excitó en Castilla la presencia del Conde y su libertadora, en quien el pueblo vió, con razón, una heroína. En esta escuela empezaron educándose mis paisanas, y no extrañareis, por ende, que inspirándose en tan noble ejemplo y en

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otros parecidos, de que no hago mérito por no abusar de vuestra paciencia, ó por ser tan conocidos como los amores del Cid y de Jimena, que han prestado abundante y sabroso pasto á nuestros romances populares, sean enamoradas, astutas y valerosas, no á la manera de las espartanas, á quienes Licurgo despojó de las virtudes de su sexo para infundirlas el rudo valor de los combates, sino al modo de Doña Sancha, en las aventuras de amor y en los trances supremos á que está expuesta la mujer cristiana como esposa y como madre.

No faltará quizas algún malicioso que me pregunte si conservan estas cualidades las burgalesas de nuestros dias, ó si, envueltas en la corriente del siglo, las han per­dido, juntamente con la fe cristiana, escudo verdadero de la virtud de la mujer, y fiel custodio en los pasados tiempos de la pureza de las costumbres familiares. Siento, en verdad, que tal problema se plantee, por ser de difícil solución, y porque me coloca en situación embarazosa y desagradable. Mas ya que por el epígrafe mismo de la obra estoy obligado á decir, no lo que fueron, sino lo que son hoy mis paisanas, confesaré con entera ingenuidad que por falta de recientes y tal vez añejas experiencias, no las conozco lo bastante para retratarlas. Temo, si, que no tengan la fe ardiente de sus madres y sus abuelas; temo que sean más astutas y ménos apasionadas que Jimena y Doña Sancha, y áun por lo que hace á este último particular, recuerdo que en mis años juveniles, cuando yo me entretenía en martirizar á Bellini y Donizetti, destrozando sus más bellas melodías, siempre que una dama burgalesa, de aquéllas á quienes yo miraba con cierta predilección, me invitaba á cantar, solía escoger intencionadamente cierta romanza que tiene esta letrilla:

Vedi nella camelia, bella ma senza odor Di te la vera imagine, bella ma senza cor.

Y por cierto que esta opinión mia, formada muy á mi costa, está de acuerdo con la de un insigne húrgales, contemporáneo de Moratin y gran admirador de Tibulo, á quien, si no igualó en inspiración, aventajó en aventuras amorosas, que acusaba á las hijas de Castilla la Vieja de esquivas, juguetonas y crueles, en su canQion A / amor preso, la cual me atrevo á copiar aquí, por estar inédita:

Del Arlanzon las niñas, Con redes y con mallas Los huéspedes del bosque Perseguían tiranas.

Miéntras al mirlo incauto Silenciosas aguardan, Un dios que sin ser ave Tiene ligeras alas,

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BURGOS.

Temible á los mancebos, Temible á las muchachas, Vagaroso volando Da en las redes malvadas.

Huir en vano intenta; En vano llora y clama, O cariñoso ruega, Ó irritado amenaza.

Las duras cazadoras Rien de sus palabras, Y, vigilantes Argos, • Al prisionero guardan.

Guardan al prisionero, Y mi adorada ingrata. Si antes ha sido esquiva, Es ahora inhumana.

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Las burgalesas de hoy sienten, sin duda, menos y calculan más que las burga­lesas de otro tiempo; pero esto no es culpa suya, sino achaque del siglo; y de todas suertes, no hay que olvidar que los hombres las calumniamos, cuando no tenemos la fortuna de agradarlas.

Plombiéres 10 de Setiembre de 1872.

y V U N U E L y^LONSO ^ViARTINEZ.

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