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Cuando los dioses se extinguen J. C. Gonzalez

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Cuando los dioses se extinguen

J. C. Gonzalez

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Cuando los dioses se extinguen

Juan C. Gonzalez

Todos los hechos y personajes descritos en esta historia

son productos de la fantasía del autor, por lo que cualquier

parecido con la realidad, tanto en el presente como en el

futuro, es pura coincidencia.

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Cuando los dioses se extinguen

Juan C. Gonzalez

Libro Primero. PRIMERA PARTE

Capítulo 1- La ciudad sagrada. Se acercaban por fin a la puerta oeste. Si conseguían

descender podrían evitar la mayor desdicha. La lluvia casi incesante había sido lo peor. Cuando no se

deshacían sus gotas entre las rachas del viento causaban llagas horribles al golpear en la piel desnuda. Siempre que se auguraba la estampida eléctrica los habitantes de la región corrían en busca de sus refugios y los campos quedaban desolados hasta que mejoraba el tiempo.

No obstante, para los viajeros había concluido la parte más difícil de la jornada y no era tiempo de volver atrás. Nada podría impedirlo ya. Habrían de develar el enigma que según la gente ocultaba la ciudad.

Desde las estribaciones de las colinas se podían distinguir sus edificios y muros; como ofreciendo un saludo al cielo entre los jirones de bruma. En medio del valle, un símbolo del roce eterno entre lo humano y lo celestial.

Aconteció que tras dejar el bosque la única protección contra la inclemencia del tiempo habían sido los mantos de piel curtida que les cubrían hasta las rodillas, y las capuchas con que ocultaban

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sus rostros desde el comienzo mismo de la travesía; aunque aquí las capuchas parecían ser en vano. La gente imbuida en su misterio no tomaba al inicio en cuenta la llegada de los extraños.

Después de la lluvia la atmósfera se había impregnado con olor a excremento y lodo. Algunos muchachos descalzos resbalaban por la cuneta tras una cabra extraviada, al tiempo que los carreteros trataban de abrirse paso gritando entre la muchedumbre, en medio del crujir de ruedas sobre los guijarros.

Las mujeres que formaban parte de la columna vestían trajes multicolores que les cubrían hasta los tobillos. Algunas cargaban un canasto o un niño sobre sus bustos y se esforzaban al unísono por alcanzar el muro. Al llegar a este, los vehículos y rebaños se dispersaban a ambos lados por la explanada.

Cuando los viajeros se acercaron a la puerta ya el sol se había hecho visible a través de algunos parches de nubes grises. Sintieron entonces como si el ambiente tomase nueva vida. Uno de los centinelas que controlaban el paso había dejado su lanza a un lado y recibía de los campesinos el impuesto que les permitiría entrar a la ciudad.

El guía depositó algunas monedas en la bolsa del recaudador y fue este el aviso para sus seguidores. Se arrimaron a la derecha, y lo que aquel había previsto sucedió. El centinela con un gesto grosero les ordenó avanzar. Atravesaron entonces sin vacilación el túnel que los condujo al interior de la ciudad.

Habían dado ya los primeros pasos; pero mucho quedaba por superar. Irki Sama nunca perdonaría al intruso que intentare revelar sus misterios. ¡Otro error les podría costar la vida!

La gente se alejaba por las calles. El anciano se detuvo tratando de abarcarlo todo con la mirada mientras controlaba la rebeldía de su barba inmensa que escapaba de la bufanda. Como si un velo hubiese caído en aquel instante desde sus ojos experimentó algo insólito. Las figuras nítidas y los colores precisos de los objetos se habían diluido en una amalgama de reflejos desapareciendo los contrates para dar la impresión que la luz del universo era absorbida por las paredes.

Tragó en seco y pegó con su vara sobre las piedras. Después aguardó un instante esperando que aquellas le devolviesen el eco; pero no hubo retorno esta vez ni sintió la misma firmeza de antaño. Ahora el pavimento parecía palpitar bajo los pies.

Muchas generaciones de belsevitas habían pisado sus calles; pero la ciudad no envejecía, como si los dioses hubiesen insuflado algo del espíritu sagrado en sus muros. Nuevo brillo era un auspicio de vida eterna y eso era en cierta forma un consuelo.

Los tres que lo secundaban se habían unido a él y pedían una

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explicación. -¡Adelante! Iremos en busca de un lugar seguro. A través de la abertura en la bufanda se pudo ver su sonrisa.

Sus labios resecos y palpitantes parecían reclamar el calor del fuego.

A pesar de lo inclemente que había sido el tiempo, pronto la atmósfera se llenó de canciones y plegarias y algo les hizo presentir que sería un error continuar vagando expuestos a las miradas.

El anciano volvió a golpear la piedra bajo sus pies y luego con un gesto les indicó que aguardasen, encaminándose a los mostradores del otro lado de la vía. Se recostaron contra el muro más cercano, y desde allí lo vieron desaparecer bajo un toldo.

Hasta ellos llegaba el sahumerio y el olor a especias que escapaba por los ventanales y creaba el ambiente propicio para la nostalgia. Imposible no sentir asombro ante la gran ciudad. La vía principal donde se habían detenido ascendía hasta desaparecer por el este y sus torres compactas y colosales parecían golpear la espesura del firmamento.

Llevaban un rato allí, tratando de lucir normales ante la gente, cuando un nativo que pasaba cerca se detuvo. El turbante le cubría hasta las cejas y sus músculos relucían como ébano. Uno de sus ojos estaba cubierto por un parche de tela gruesa. Con el otro quedó observándolos y sintieron de repente punzadas en el estómago como si aquella solitaria mirada se clavase en ellos. Una encarnación del demonio les hubiese causado menor espanto.

Se aproximaba al tiempo que indicaba con un dedo al pájaro que se sostenía prendido sobre sus hombros, quizá para ofrecerlo en trueque.

Debían alejarse del individuo y para ello no hallaron mejor opción que volverle la espalda; pero no habían contado con su terquedad. Oyeron su voz casi incomprensible y le dieron frente. Una sonrisa que parecía más una mueca había aparecido en su rostro.

-¿Qué dijo? -preguntó alguien con voz de mujer. -Quiere saber si estamos buscando al que se hace llamar dios -

dijo otro de los encapuchados en un susurro. El intruso continuaba acercándose, desafiante el gesto esta vez.

Fue entonces que el anciano guía apareciendo a sus espaldas se interpuso entre ellos.

-¿Dónde lo has visto? -¡Oh! ya veo que les interesa -dijo aquél retrocediendo un paso-.

Por unas monedas lo entrego a ustedes. -¡Que el poder de dios nunca caiga sobre tu cabeza, infeliz! -dijo

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el guía. -No te compadezcas de mi, noble anciano. Todos los que llegan

a la ciudad, desde las tierras lejanas, esperan ver a los dioses pasearse por estas calles. ¿No es así? ¡Pero los dioses se han ido ya para siempre!

-¡No lo creas! -dijo el anciano, y reaccionando al instante metió su mano en la bolsa y mostró al intruso lo que en realidad deseaba.

Este trató de atrapar las monedas; pero la mano huesuda resultó más hábil.

-Desean saberlo. ¿verdad? -dijo después de meditar en su fracaso-. Todos dicen que en el gran templo, junto a la puerta oriental.

-¡Muy bien...! Ahora son tuyas -dijo el anciano, y depositó dos piezas de oro en la palma abierta del mendigo, atrayendo luego a sus seguidores con un gesto. Con su astucia había conseguido apartarlo a un lado, pero apenas se retiraban cuando escucháronle decir:

-Oigan esto, extranjeros. ¡Yo soy dios...! ¡Yo soy dios...! Sintieron luego su voz que se apagaba como un lamento entre

el rumor de la multitud. -Ha sido un día de gran agobio -dijo el anciano aspirando con

fuerza el aire de la pesada atmósfera. Se habían alejado del sitio del incidente. La gente no parecía

andar de compras o interesada en algún negocio. Aparecían charlando por doquier reunidos en grupitos bajo los toldos; o simplemente a la intemperie y nada escapaba a sus miradas. Tampoco nuestros viajeros y no lo consiguieron al menos hasta dejar la gran vía.

Tomaron por un callejón solitario donde el ambiente era sofocante.

Se respiraba el fuerte olor del incienso que escapaba por los ventanales de un templo junto a los reflejos de un rito y la plegaria de los creyentes. Algunos mendigos se escabullían como reptando entre las sombras del muro que rodeaba la construcción.

Al llegar a la esquina hallaron que la única salida al frente era una escalinata que culminaba en la cima aplanada de una colina. La rodeaba un muro por cuyo remate sobresalían los techos de algunas torres. Tenían la esperanza que en lo alto aguardase un hogar, con el fuego acogedor que tanto habían anhelado durante las últimas horas de marcha. El anciano iba a recibir el apoyo de sus seguidores para emprender el ascenso, cuando escucharon por vez primera el tropel de la guardia imperial en una de las calles

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bajas. El incidente con el mendigo no había sido en vano. Debían

apresurar la marcha, ya que al menos una veintena se habían hecho testigos del arribo de extranjeros a la ciudad.

-Allá descansaremos un poco -dijo el guía queriendo lucir normal en el momento en que hasta ellos comenzaban a llegar las primeras voces de alerta. Ya junto a la puerta del muro hizo sonar con fuerza la aldaba y un momento después se escuchó el vozarrón de un sirviente y se descorrió la barra. Atravesaron entonces y a prisa por un estrecho portón de bronce.

-¡Sean bienvenidos! -había dicho el hombre que ahora los precedía.

Era de complexión robusta y sus movimientos parecían contrastar con el entorno mientras avanzaba conduciendo a los encapuchados en dirección a una de las torres.

-¡Dime Visala! ¿Podremos ver a tu amo? -preguntó el anciano al llegar junto a la puerta.

-Ha estado aguardando por ustedes con impaciencia -dijo el sirviente.

Entonces empujó con brazos y rodillas y penetraron todos al recinto.

Capítulo 2- Alojamiento por un día. Desperté en un sobresalto. Había dormido viendo raras

imágenes flotando por un cielo en llamas. Observé al anciano en actitud meditativa de pie junto a la ventana acariciando su barba, ahora teñida de luz plateada.

Desde mi lecho podía observar dos lunas que reposaban sobre los techos de la ciudad, una junto a otra. A través de la bruma se distinguían en la distancia hasta más allá de las torres, el horizonte incalculable y las colinas alrededor del valle.

El espacio que encerraban asfixiaba con su vastedad. -Las antiguas profecías hablan de la venida del dios -dijo el

anciano dándome la impresión que conversaba consigo mismo. Philip despertó y se sentó contra la pared. -¿Qué hora es? -dijo restregándose los ojos, y su pregunta me

hizo sonreír. -¡De nada nos vale saber del tiempo! ¿O si? Él se puso en pie y fue hacia la ventana. -El Bala Kun Sama cuenta la historia de la gran batalla que se

libró entre los dioses -dijo el profeta. Philip recostó la cabeza contra los barrotes y quedó

contemplando los astros en el firmamento.

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-Irki Sama quiso liberar al mundo del dominio despótico y dotarlo de un orden propio; pero encontraba siempre la oposición de los otros -continuó-. Un día, estos comenzaron a sentir repentino temor del dios sabio que los contrariaba, y hubo un desafío y una gran batalla. Irki Sama los derrotó y lanzó al abismo, y dejó la ley y su promesa de volver; pero antes llegarían sus enviados. ¿Cómo pueden negar que son ustedes?

A mis oídos su voz resonaba patética entre las paredes de la estancia. Siempre que mencionaba el tema y su mirada se clavaba ansiosa en nuestros rostros me daba cuenta de que quería arrancarnos la confesión. Nuestro destino estaba en una encrucijada y no había otra opción que enfrentar los desafíos de la supervivencia en aquel mundo, para lo que contábamos sólo con nuestra sabiduría y la experiencia de los nuevos amigos.

La brecha al pasado parecía desvanecerse para siempre, llegando a la convicción que no tendría ningún valor contradecir

al sabio. -Se acerca la hora -dijo este tras prolongado suspiro. Se refería a la alineación de los astros. Dentro de pocas horas,

tres de las lunas eclipsarían la estrella de forma sucesiva con dos intervalos de luz difusa. Las tinieblas cubrirían la región después de un sol de mil años.

Cuando salimos a la calle mucho había cambiado en el cielo. Seres semejantes a murciélagos gigantes planeaban sobre los edificios y muros, y a pesar que existía aún la luz; un tono gris oscuro nos envolvía. El sol en medio del firmamento parpadeaba cuando la primera luna lo aproximó por el este.

Allá debajo en las calles la gente se movía hacia un mismo punto, cada vez más de prisa, siguiendo el tañido de una distante campana.

-Hay un gran templo al otro lado de la ciudad; junto a la puerta oriental -dijo el anciano.

-¿El mismo que mencionó aquél mendigo? -preguntó Helena. -Exacto. Allí se reunirá la multitud para contemplar el acto y

nuestro objetivo es llegar antes que termine la aparición ya que después de esta la gente habrá huido buscando amparo contra las tinieblas.

La colina que servía de asentamiento a la mansión del astrónomo solitario donde habíamos descansado tras la última jornada era como por capricho natural el sitio más apropiado de observación. Sus dos torres sobresalían sobre el resto de los edificios con la única excepción de la cúpula del gran templo. Esta la podíamos divisar incluso, desde la parte más baja de la escalinata, semejante a una joya colgante del espacio.

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Desde la colina nos adentramos en una corriente humana que nos condujo hasta la plaza donde más de diez mil belsevitas aguardaban con impaciencia.

Sería la primera vez y también la única, que esta generación tendría la oportunidad de ver aquel suceso que se venía repitiendo cada mil años.

Nos acercamos a la escalinata que fue para nosotros una suerte de cien escalones dobles y tuvimos que presionar contra la multitud, cada vez más compacta, hasta situarnos tras los primeros. Poco después, frente al argénteo globo de Sini Tlan se alzó la silueta de Kalick Yablum. Fue surgiendo del piso de la plazoleta hasta convertirse en una gran mancha humana frente a la luna, mientras una parte del templo desaparecía del espacio entre el dios y el astro.

Gran parte de los fieles cayó de rodillas y multitud de brazos se alzaron a ella, y todo fue como ser testigos de un pedazo lejano de nuestra propia historia, lo que nos hizo estremecer y sentirnos aún más perdidos en la inmensidad del tiempo y el espacio. Fue un momento de letargo y nostalgia que compartíamos con ellos, mientras las aves que preludiaban la temible oscuridad no cesaban de emitir sus graznidos, penetrantes como agujas de hielo en la carne.

Entonces se escuchó una voz saliendo de la figura ahora resplandeciente.

-Pueblo mío, ya estoy de vuelta como prometí; esta vez para pasar revista a mi ejército de fieles y alentar vuestro espíritu en la batalla contra los belyas rebeldes. He venido a rescatarlos del pecado..., del miedo y la esclavitud, y para eso dejaré con vosotros el brazo sabio que los llevará a la victoria. Ellos son mis enviados y los guiarán, y serán fieles como fue escrito. El que no cumpla con el mandato será para siempre alimento de las bestias.

El anciano quería presenciar a su dios de cerca; pero se haría imposible. Se escuchó el rumor de la guardia imperial que desembocaba en la plaza y avanzaba golpeando a un lado con sus escudos cualquier obstáculo.

La gente se mantenía expectante mientras cuatro parejas irrumpían a través de la multitud en dirección a lo alto. Kalick Yablum también permanecía impasible; pero el halo de fuegos que le rodeaba intensificó su fulgor.

Quizás algunos llegaron a imaginar a su dios descender entre cadenas cuando las pisadas de los soldados se acrecentaron. Pero todo fue en un instante. Un rayo brotando del pecho de la figura golpeó a las tropas sobre los últimos escalones, desparramando escudos, lanzas y cuerpos por la escalinata. El fulgor espantó

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también a la pobre gente y al resto de los guardias más allá de la plaza.

-Se cumplen las escrituras -exclamó el profeta, y se puso en pie. Entonces sin permitir que hiciésemos lo mismo, se vino primero

a mi y tiró de la punta de mi turbante, dejándome al descubierto el rostro. Luego hizo lo mismo con Helena y Philip; y así tendió su cayado a nosotros.

La imagen de Kalick Yablum comenzaba a ascender al cielo entre un bramido tormentoso y lleno de fulgores.

Los que no atinaban a correr porque sus piernas y corazones habían enflaquecido de temor, fueron un nuevo obstáculo a nuestro propósito de ascender la escalinata y alcanzar la puerta principal del templo.

La multitud comenzaba ya a dispersarse y algunos se echaban a un lado con el terror en los ojos ante nuestra presencia. Otros se tendían al suelo en un ataque de demencia y se cubrían el rostro dejándose atropellar. Avanzamos junto al anciano hasta llegar a la escalinata donde otro anciano, como una réplica de nuestro guía, extendía una mano a nosotros.

-Adelante -exclamó Narada, tratando de recuperar su aliento. Entonces comenzamos a subir tomando al anciano por debajo

de las axilas y haciendo un esfuerzo para mantenerlo en pie. Se escucharon las órdenes de guerra provenientes del otro lado

de la plaza. Los últimos rezagados de entre los fieles se habían esfumado ya y un completo escuadrón de guardias se acercaba a toda prisa.

Contemplábamos el despliegue cuando el anciano nos trajo de vuelta a la realidad.

-Se ha descubierto y vienen por nosotros. ¡Adelante! Así fue. Cuando llegamos junto a la puerta los primeros

guardias comenzaban el ascenso. El anciano que aguardaba se introdujo él mismo y nos permitió con esto la entrada, tras lo cual, dos forzudos servidores echaron trancas y cerrojos.

Poco después se escucharon golpes desde el exterior; pero... por fortuna, nos alejábamos ya entre las sombras del interior del templo.

Capítulo 3- El templo. Habíamos seguido a nuestros guías a través de un largo

corredor en declive. Lámparas de aceite empotradas en nichos a lo largo de las paredes iluminaban la estancia, al final de la cual se abrió otra puerta al golpe intermitente de su cayado.

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El nuevo recinto era bastante reducido y con las paredes como de mármol blanco en una sola pieza. El piso era diferente, de un azul celeste casi transparente en su superficie con ondas de color intenso en lo más profundo. Para asombro nuestro; cuando la puerta se cerró no quedamos en las tinieblas. La luz emanante desde las ondas transmitieron al lugar su propio matiz, suave y tibio como el atardecer en un mar en calma.

Otros dos ancianos aguardaban en silencio sentados a una mesa al centro sobre la cual reposaba un único objeto. Era un grueso volumen con tapa dura de color rojizo. El más distinguido de ellos se puso en pie. Desde sus hombros caía una túnica de color púrpura ajustada a su cintura con una cinta de plata.

-Se cumplirá la voluntad de dios -dijo-. Hoy es el día que da comienzo a la liberación del pueblo fiel de Irki Sama. Hasta hoy es que se revela el misterio de la creación.

Quedó mirando hacia el techo y así permaneció un instante como tratando de enfocar sus pensamiento en algún objeto allá en la cúpula, y agregó:

-Esta noche se abrirán los cielos y los escogidos conocerán de dios.

Philip estaba ansioso y a punto de estallar en preguntas. Al voltear la mirada hacia nuestro guía, este le indicó con un gesto la importancia de hacer silencio.

-Ustedes, extranjeros, son los enviados de dios; pero desconocen el misterio del Bala Kun Sama. Kalick Yablum es su hijo, y vino como prometió en el principio de los siglos para rescatarnos del pecado y la esclavitud.

El anciano hizo silencio para tomar el libro y lo alzó en sus manos.

-El indicio está por aparecer -dijo Narada. -Es hora que los enviados conozcan las profecías y nos revelen

el misterio -continuó el principal de ellos-. Ustedes han sido los elegidos para revelar la verdad. Todo lo escrito en rojo ha sido un enigma para las generaciones. En estas palabras está el secreto de la creación -dijo haciendo énfasis con un gesto en el libro que sostenía.

Luego lo hizo pasar alrededor de la mesa hasta las manos del profesor.

-¿Qué hacemos aquí? -preguntó. -Esperar -respondió Narada, y agregó-: en el versículo mil diez

está la respuesta. Philip abrió el libro y buscó hasta encontrar la página y el lugar

indicado por el anciano. El principal de ellos volvió a su asiento y esperó.

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-En la hora del yakri ban, se abrirá el laberinto del templo y mis enviados y profetas podrán descender -dijo Philip leyendo con excitación y continuó haciéndolo por un rato mientras nosotros aguardábamos tratando de comprender el sentido de sus palabras.

-¡Muy sencillo! -exclamó al cabo-. Estamos sobre el laberinto. -Y algún mecanismo, tal vez fotoeléctrico, se pondrá en

funcionamiento para abrirnos la entrada. ¿No es así? -Espero que así sea, comandante. Aquello en realidad parecía imposible, dado el perímetro de la

estancia donde nos habíamos refugiado; pero luego observando con atención nos dimos cuenta que el lugar más adecuado para ello debía estar bajo nuestros pies.

Apartamos la mesa a un lado y nos dimos a la tarea de esperar hasta la hora indicada por la profecía.

Pronto nuevas ideas vinieron a relucir. Philip se había tendido sobre el piso y continuaba su lectura con entusiasmo cuando de repente él mismo rompió el adormecido silencio de los tres ancianos.

-¡Escuchen! Parece ser que se trata de un complicado mecanismo astronómico. La noche del yakri ban es aquella en que tres de las lunas se ven a un tiempo en el firmamento, y eso sucede cada mil años del planeta.

-¿Y cuánto es un año? Sabemos que Belsiria se traslada con lentitud, si lo comparamos con la velocidad de la Tierra en su perihelio; aunque debemos tener en cuenta que la órbita de este gigante es algo más chica que la terrestre -dije yo.

-¡Ya...! Cuando tres lunas estén reunidas en algún punto del firmamento, tendremos acceso al laberinto. Esto sólo sucede cada mil años, cualquiera que sea su duración; aunque me parece lo más probable que se trate de un calendario lunar.

-Si tenéis en mente que las cuatro lunas son lo más notable en el firmamento de Belsiria -dijo Helena.

-No es inverosímil entonce que los belsevitas hayan creado su calendario basado en ellas -continuó el profesor-. Estas por lo visto han tenido un papel fundamental en sus concepciones del universo desde los tiempos más remotos.

-Y eso os indica la antigüedad de las construcciones y de este libro -dijo Helena.

-¡Ya...! Deben los belyas tener un calendario lunar muy complicado.

-Así es...; pero muy bien puede tratarse de un calendario solar. Recuerden que los escritores del Bala Kun Sama fue gente de un nivel tecnológico muy elevado, como podemos ver.

-Opino como el profesor. Este parece ser un centro de culto a

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las lunas y de ese culto se deribaría su calendario -dijo Helena. Aquella vana controversia no nos serviría de solución y por eso

sentí placer cuando el anciano Narada nos interrumpió. -Estoy preocupado por lo que puede estar sucediendo fuera -

dijo este-. El gobernador no tiene fe en las revelaciones del Sama; pero si a él o a cualquiera de sus consejeros se le ocurre, a esta hora pueden estar pensando como invadir el templo.

-Falta muy poco para la hora indicada -dijo el principal de los ancianos.

Dos servidores del templo penetraron en aquel instante. Traían algunos manjares y habiendo comido, y a mi pesar; me eché contra la pared y quedé dormido. Pienso que los demás hicieron lo mismo.

Fui despertado por Philip que se mostraba lleno de entusiasmo. Sin lugar a dudas había sacado gran provecho de su vigilia; porque exclamó de inmediato:

-¡He estudiado el enigma de los belyas! -¿Qué has llegado a saber? -Qué es nuestro propio enigma -respondió sonriente-. Les digo

una cosa..., nunca habríamos sospechado que los más grandes secretos de la Tierra y la humanidad se encontrasen aquí.

-¿Dónde decís? -¡Aquí...! Bajo el templo. En este gran planeta. Yo no podía comprender cual era el sentido exacto de sus

palabras. -¿A qué se refiere, profesor? Los ancianos despertaron entonces de su letargo. -Nada más claro -dijo Philip-. Parece ser que la vida racional se

expande por la galaxia. ¿No es fantástico? -¡Así es...! El fenómeno humano; un fenómeno universal. ¿A

eso se refiere? -¡Ya! ¿Se dan cuenta? Somos los primeros en comprobarlo.

¿Se imaginan lo que significa? -¿Queréis decir, que el hombre habita otras zonas del universo? -Exacto. Aquí tenemos a los belyas y al propio Kalick Yablum y

su gente. -¿Vosotros pensáis que Kalick Yablum es nuestra misma

especie? Las imágenes que aparecen en las paredes y esculpidas en las rocas, parecen indicar lo contrario, además de los restos que hallamos en aquella nave.

Esta nueva disertación casi nos hace olvidar la proximidad del momento tan esperado.

En la hora predicha por la escritura, un rayo de luz descendió desde la cúpula de la habitación haciéndose más intenso hasta

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inundar la estancia con su resplandor. Caímos aterrorizados e inertes contra las paredes.

El lugar donde el rayo incidía con mayor densidad comenzó a transformarse en un líquido efervescente; pero sólo por unos segundos. Luego el piso en el centro de la habitación quedó como un cristal transparente, a través del cual se podían ver unos escalones que descendían hasta el fondo de una galería.

Fuimos sacados de aquel hipnotismo por un gran estruendo en el exterior. Era sin duda el enfrentamiento entre los sirvientes del templo y los miembros de la guardia imperial.

-La resistencia que ofrecen no será muy prolongada -dijo nuestro guía Narada.

Philip se lanzó de un salto hacia el círculo de luz y cuando lo vi hundir su cuerpo en el cristal de roca me apresuré tras él. Se oyeron golpes de lanzas y picas contra la puerta, y eso fue lo último que escuché. Helena venía detrás.

Al poner un pie en el primer escalón, sentí que sumergía mi cuerpo en un líquido denso y frío. Aquella sensación no concluyó hasta que hube descendido a la galería. Philip aguardaba allí.

Entonces miré hacia arriba y vi a los ancianos que ya venían. No se podían distinguir detalles en la bóveda resplandeciente y cuando el último de ellos llegó junto a nosotros, el techo se cerró en tinieblas.

Philip me miraba sorprendido ante su propia osadía. -¡Estamos atrapados! -exclamó. Era de suponerse. El gran laberinto no volvería a abrir sus

puertas hasta el día en que las cuatro lunas tuviesen su próxima cita en el firmamento. Por un instante mi pecho se consternó de espanto.

-Aquí está claro como el día -dije tratando de conseguir la atención de mis compañeros.

Habíamos descendido a una sala de paredes altas y rectangulares formada por grandes bloques.

-¡Es maravilloso! -exclamó el principal de los profetas-. He leído el Sama desde que era un muchacho; pero jamás sospeché que algo como esto fuese posible. ¡Es tan inmenso!

-Hemos atravesado la roca -dijo Narada. La entrada al laberinto era algo tan sofisticado que nuestra

tecnología en la Tierra ni podía imaginar aún; y en eso estaba lo más terrible. Debíamos seguir adelante ¿pero a dónde? Habíamos quedado dentro de un cuadro cerrado de sólida piedra blanca en cinco de sus caras. El techo era negro e impenetrable. El Gran Laberinto se convertiría en nuestra tumba.

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Capítulo 4- La misión del profesor Kapec. El reloj sobre la puerta oval marcaba las doce en punto; horario

terrestre. Los dos pilotos de guardia acababan de cumplir su jornada; pero aún se encontraban frente a los comandos. La razón era obvia para todos. A través del vidrio de ribalita que circundaba la proa, se podía disfrutar en aquel momento el espectacular paisaje de miles de cuerpos cósmicos reflejando la luz del sol, haciendo con esto llegar a ellos su ineludible presencia. En realidad, la distancia hasta el principal anillo de asteroides era muy grande. Miles de kilómetros...; pero el sentimiento que despertaba era digno de celebrar. Hoy sería un día diferente.

Cuando se abrió la puerta oval a sus espaldas se pusieron en pie como impulsados por un resorte.

El comandante Boris O’Reilly avanzó el primero. En sus manos llevaba la botella de champaña y vestía el traje

de gala; el cual usaba sólo en ocasiones como aquella. La chaqueta de polivinilo azul con la faja escarlata alrededor de su cintura y la banda roja con las medallas del honor atravesando de forma oblicua su pecho.

Avanzó erguido y a paso doble hacia el fondo de la sala de comando, colocó la botella sobre la mesa en el área de descanso y entonces se volvió de frente a la gran pantalla y a los dos hombres que aguardaban por él, ambos con una estelar sonrisa en los labios.

Jonny y Michael eran los más jóvenes tripulantes y esta vez les había correspondido la gloria del arribo.

Boris llegó junto a ellos y los tres se estrecharon en un abrazo. -¡Felicidades muchachos! Aplausos y gritos de júbilo resonaron junto a la puerta en aquel

instante. El segundo al mando dio entonces un paso al frente y rebasando el marco oval hizo saltar el corcho de otra botella. Helena llegó junto a él con una bandeja de copas.

-Por la gloria del espacio -dijo Brian llenando la primera. Después del abrazo, el comandante había ido de prisa hacia la

proa. Allí permanecía de espalda a los otros cuando el capitán se le acercó.

-¡Comandante..., beba usted! -Si Brian..., en pocas horas estaremos sobre los asteroides -dijo

alzando la voz, y el capitán descubrió lágrimas en sus ojos- ¡Por el éxito de este viaje! -agregó, y bebió la copa.

Ninguno de los siete de la Orión sobrepasaba los cuarenta y cinco; pero la experiencia que habían adquirido en la trayectoria era superior a la de cualquier otra dotación de América. ¡Quince

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viajes a la redonda hasta el planeta Marte! Ya se hablaba de ellos como los veteranos del espacio, y por supuesto. ¿Quién no los conocía a todos y a cada uno?

Hasta los novicios comenzaban su entrenamiento cada curso escuchando los relatos de estos viejos lobos del espacio.

En pocos minutos el brindis se repitió alrededor de la mesa. -¡Por el éxito! -dijo Brian, y agregó en medio de una risotada

mientras comenzaba a servir la última ronda-. Recuerdo el año pasado.

Todos voltearon la mirada hacia el único miembro femenino de la tripulación, y entonces se tornaron serios, mientras ella trataba de sonreír con afectación.

-¡Tome doctora! -dijo Brian pasándole la copa. Ella dudó; tal vez con la intención de rechazarla. -¡Ni modo...! Lo que sucedió ha sido para bien -dijo el capitán

insistiendo-. Ahora podemos beber con mayor libertad y todo gracias a usted.

-Brian, de cualquier modo, no es bueno que recuerdes el incidente -dijo Boris.

-¡Muy bien, muy bien! Olvidado. Un día de estos nos retiramos todos y entonces podremos dedicarnos a los recuerdos. Si es que Helena lo permite para entonces.

La mujer alzó la copa y al tiempo de beber, echó una mirada de reproche al rostro del capitán.

Se escuchó en aquel instante un silbido, se abrió la doble puerta de seguridad y un séptimo personaje penetró a la sala y se detuvo a dos pasos del marco oval. Al momento todos se volvieron a él con curiosidad.

-Adelante profesor -dijo el comandante adelantándose unos pasos.

-¿Qué están celebrando? -dijo el recién llegado restregándose los ojos-. Siempre pensé que en el espacio sólo existía la rutina.

-¡No siempre, profesor. No siempre! Cuando no sucede algo anormal, aquí está el ingenio humana para inventar los motivos. Cualquier razón para estar alegres. ¡Hoy es el aniversario del capitán! ¡Venga profesor! Además del aniversario, diga usted si esto no es digno de celebrar.

Boris dio un giro sobre sí mismo y caminó hacia la gran pantalla. -¿De qué se trata? Durmiendo estuve durante tantas horas que

apenas recuerdo algunos detalles de la partida -dijo el aludido en tono bromista.

Los demás se echaron a reír mientras él se encaminaba tras el comandante.

-Nos aproximamos a órbita y en pocos días estaremos junto a

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Fobos. ¡Venga por acá, profesor! Pienso que esto sea para usted de gran interés.

Mientras Philip observaba con ojos estupefactos hacia la gran pantalla, el comandante se acercó a uno de los computadores de mando, hizo girar la silla y se la ofreció con un gesto.

-Comandante, agradezco su amabilidad en mostrarme las cosas del espacio, que son por otra parte de mi mayor interés...; aunque le diré la verdad. Nunca tuve tiempo para estudiar mucho de astronomía. Ahora dígame ¿cuánto nos tomará llegar hasta el centro espacial?

-Cinco días, profesor. Según los últimos cálculos de la doctora Hung -dijo Boris meneando la cabeza con desgano-; pero si me permite -agregó extendiendo una mano hacia el teclado después de tomar asiento junto al profesor.

Presionó entonces la tecla que trajo de manera casi instantánea la imagen de Marte sobre la pantalla.

Presionó otra y la imagen del planeta se fue haciendo más y más cercana hasta obtener una de alta resolución de la región de Tharsis. Luego apareció la ciudad en un valle casi circular rodeado por su doble cadena de afilados montes.

Los demás miembros de la tripulación se habían vuelto de frente a la gran pantalla.

-¡Es afortunado, profesor! -exclamó el capitán Brian-. No siempre es posible tener una vista tan clara de la ciudad a esta distancia. Todos lo consideran como augurio de una feliz estancia en el planeta rojo.

Philip sonrió incrédulo ante la observación mientras continuaba atento a las imágenes del computador.

-Disculpe capitán -dijo un instante después-. Yo hubiese nunca venido, de no haber sido presionado por las circunstancias.

-¿No le gusta el espacio? -preguntó Boris. -No me gusta apartarme de mi rutina, comandante. Mi trabajo

es muy diferente a esto. En verdad, nada tiene que ver con el espacio interplanetario.

-Podríais disfrutar mucho en Marte -dijo Helena. Philip volteó su rostro y se limitó a mirarla de soslayo. En la gran pantalla se podía distinguir la ciudad e incluso sus

calles rectas y bien delineadas contra un fondo de terreno ocre. Aunque una niebla muy leve comenzaba a expandirse sobre la imagen, por otros cinco minutos continuaron viendo sus detalles.

Philip estaba interesado ante todo en la terminal cósmica y su obsesión por el arribo no dejó de llamar muy pronto la atención de los tripulantes.

-No es un secreto para nadie que el objetivo de mi viaje es

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convencer al doctor Helmuz para que regrese a La Tierra. Nuestro gobierno ha estado enviándole mensajes, casi suplicándole su colaboración; pero hasta el momento no ha querido reaccionar de forma positiva.

-¿Por qué tanto interés profesor?-Sólo puedo hablar por mi mismo, capitán. De manera muy

personal le diré que la colaboración del doctor Helmuz es de vital importancia para continuar las investigaciones en las ruinas indias del Sarasvati.

-¿Dónde está eso?-Al oeste. Frontera entre La India y el antiguo Pakistán. El

doctor Helmuz sigue siendo la autoridad máxima en el asunto. -¿Y...; usted piensa que podrá convencerlo? -preguntó entonces

Boris. -De eso se trata; pero a decir verdad, no estoy muy seguro. El

doctor Helmuz ha sido siempre un hombre muy sensible en lo relativo a su profesión. El hecho de que Los Estados Unidos le haya pedido retirarse de las investigaciones hace cinco años, ha debido afectarlo.

-¿Hasta el punto de emigrar fuera de la Tierra?-¡Ya...! De eso estoy seguro. El doctor estuvo viviendo por un

tiempo en la Luna; pero como todos sabemos, las facilidades de transporte se han hecho casi ilimitadas y no mas establecido allí, comenzó a recibir visitas de cortesía. Ante todo investigadores en nuestro propio campo que de una manera u otra tratan de sacar provecho de sus trabajos. Yo mismo llegué a visitarlo en dos ocasiones y le noté muy decaído. Desilusionado con su existencia. Fue después de mi segunda visita que se retiró a Marte, sin previa comunicación a sus amigos; y ha permanecido allí por varias estaciones colaborando en proyectos de adaptación del planeta. Ahora la NASA me da esta misión... ¡A mi, que detesto viajar por el espacio!

-¡Pero para nosotros en cambio, es una dicha que esté por acá! -dijo Boris.

-¡Ya ve! Lo que fastidio es para algunos, para otros regocijo. Pero a todos gracias por la acogida. Como les cuento; me llamaron al cuartel general sólo para decirme: embárquese en el próximo vuelo de la Orión y traiga al doctor Helmuz consigo. Esto quizá me sirva de excusa; si es que me notan falto de interés por la nueva colonia. Como ven mi objetivo aquí es convencer al doctor y regresarlo a casa. ¡Y a propósito comandante! -dijo indicando a la pantalla del computador-. ¿Dónde está la terminal cósmica?

-Diez kilómetros al norte de la ciudad -dijo Boris-. Pero espereun momento.

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Actuó entonces sobre las teclas y centró la imagen sobre los cinco grados de latitud sur y noventa y cinco de longitud oeste.

Una leve muestra de decepción se dibujó en su rostro y agregó: -Lo siento profesor. No siempre se es afortunado en estas

cosas, ni por mucho tiempo. -No importa -dijo Philip, y bebió de una vez la copa de

champaña -¡Felicidades capitán! Ha sido suficiente por hoy. ¡Muchas gracias! Esperaré hasta el arribo.

La niebla se extendía ahora mucho más densa al norte de la ciudad.

Capítulo 5- Meditaciones. Su obsesión era el doctor Helmuz, o mejor aún; el hombre se

había convertido en la obsesión de la NASA. La agencia había descargado la responsabilidad por entero sobre él. ¡Regresaba con el doctor o tendría problemas!

Bueno, esto último no se había dicho; pero era capaz de imaginarlo.

Ninguna agencia estatal o de las Naciones Unidas había invertido tantos recursos en un proyecto arqueológico como la NASA.

Se podía decir que cada piedra que se movía en Harappa o en Mohenjo Daro era una movida de los Estados Unidos a través de su agencia espacial; y Philip estaba atado a ella. Le fascinaba su trabajo, que además le ofrecía un gran salario y prestigio. Cosas que podía perder si fallaba.

Si la agencia dejaba de invertir, aunque le parecía difícil, se vería relegado como había sucedido con el doctor Helmuz, y entonces tendría que irse a otra parte, y eso no lo deseaba. ¿Dónde podría encontrar una posición con mayores beneficios económicos? En ello había estado el centro de sus preocupaciones en los últimos dos meses. Debía hacer el máximo esfuerzo por llevar al doctor de regreso.

Mientras meditaba en estas cosas se hallaba en su compartimiento tendido sobre la litera. La puerta estaba cerrada y sólo el tintineo casi inaudible de los sensores junto a esta podía perturbar sus meditaciones.

Alzó ambas manos con los dedos entrelazados a manera de prédica.

Mantuvo los brazos en alto hacia el azul celeste del techo hasta que el escalofrío surgió en un punto de su región occipital, y se fue extendiendo de manera radial hasta cubrir el resto de su masa encefálica.

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Lo había logrado una vez más. Quiso entonces bajar los brazos y lo consiguió con extrema

dificultad hasta cubrirse el rostro con las palmas. El escalofrío saltó a sus pies y perdiendo intensidad en su

cerebro comenzó a subir despacio hasta las rodillas, como si estuviese siendo arrastrado por el flujo sanguíneo, incrementando el impulso hasta invadir su estómago y por último alojarse en su pecho. Ahora sentía su cuerpo como un campo magnético; un polo en el cerebro y otro en los pies.

Capítulo 6- La familia del comandante. El comandante Boris avanzó a paso redoblado a través de la

puerta oval y se sentó junto a la copiloto Helena que aguardaba con impaciencia en su puesto de comando.

-¿Qué canal? -El doce comandante -respondió. Boris oprimió una tecla en el computador central y se hizo visible

en la pantalla la imagen de una mujer. Estaba sentada en una silla de ruedas y un paño de lana fina cubría sus piernas mientras las manos descansaban sobre el regazo.

-¡Querido...! ¿Cuándo estarás con nosotros? -¿Cómo están ustedes?- preguntó a su vez. -Muy bien querido; pero esto aquí es aburrido. Tal vez contigo

sería diferente. Te necesitamos y pensamos mucho en ti. -Y Tommy ¿Cómo se está sintiendo? ¿Qué dicen los médicos? -Se ha recuperado bastante. Puede incluso, hacer ejercicios de

gimnasia ligera sin sentir molestias. Pero como siempre. La única solución es el transplante. A pesar de las mejorías temporales su vida se escapa. Es irreversible. Hace algunos días fuimos de visita a un centro de reproducción de algas y le gustó mucho. Allí vimos a un doctor que no es biólogo; pero es arqueólogo. ¡Puedes tú decirme, querido! ¿Qué hace un arqueólogo trabajando con algas...?

Boris se frotó la nuca como era habitual en él. En aquel instante se abrió la puerta oval y el profesor Kapec avanzó unos pasos y se detuvo entonces a una indicación de la copiloto.

-¿Un arqueólogo? ¡La verdad que no lo sé! -dijo Boris sonriendo con amargura hacia la pantalla-. Ahora la gente tiene tantas aficiones.

-¿Aún estás decidido a hacer aquello...? -dijo la mujer, apareciendo una sombra de tristeza en su rostro.

-Por supuesto que sí. Quiero que estés tranquila. Ya vas a ver que todo saldrá bien.

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-Estoy ansiosa por verte y regresar a la Tierra. Me muero de angustia si tengo que permanecer otro mes aquí.

-¡Pero dime una cosa! ¿Piensas que ha dado resultado el viaje para la salud de nuestro hijo?

-Así creo, querido...; así dicen los médicos... -Bueno, eso es ahora lo importante. En cinco días estaremos

juntos y poco después de regreso a casa. Ya verás que cómoda es la Orión. A Tommy le va a gustar esta nave.

-Muy bien querido, espero por ti. -¿Dónde está Tommy en este momento? -Los llevaron a un paseo por la ciudad. ¿Quieres que te llame

otra vez? -Puedes hacerlo. Aunque en cinco días estaremos juntos,

recuerda. Dale la noticia a mi muchacho y salúdalo con un gran beso.

-Tengo miedo que me faltes un día. -Nunca te faltaré mi amor, no pienses así. Sea como fuere,

siempre estaré contigo y tú estarás conmigo. Te lo prometí una vez y nunca... nunca te fallaré.

-Lo quiero mi comandante -dijo la mujer, y su imagen fue palideciendo hasta desaparecer.

Boris quedó por un instante con la mirada fija sobre la pantalla. -¿Y bien...? -dijo Helena sacándolo de su hipnotismo. La copiloto había permanecido tensa mientras escuchaba la

conversación. -Desearía que fuese posible volar a la velocidad de la luz. Llegar

a Marte en menos de un segundo..., y encontrarme con ellos. Capítulo 7- Viejos resentimientos. -No quiero que habléis así..., menos delante de todos -dijo la

doctora Hung enfrentándose cara a cara con el capitán Brian-. Lo que habéis dicho hoy, no me gustó.

Estaban en la sala del gimnasio varias horas después del brindis. El capitán, tendido en el cojinete de la barra de pesas, con los brazos en alto, sostenía doscientas libras por encima de su cabeza. Estaba sudado y con los músculos en tensión.

La doctora Hung, de pie junto a él, vestía un traje de deportista color azul. Había inclinado su cerviz para hablarle despacio al oído.

Brian hizo descender la barra y comenzó a sonreír, mientras relajaba sus músculos. Entonces se puso en pie y avanzó a través de la sala en dirección a los lavatorios. La doctora Hung se quedó observándolo, mordiéndose el labio inferior, hasta que lo vio desaparecer tras la pared.

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Brian se lavó la cara con agua fresca y luego sus brazos y hombros; pero lo hizo de prisa. Tomó entonces una toalla del colgador del panel y salió otra vez al salón, secándose los brazos.

En aquel instante la doctora había emprendido veloz carrera sobre el colchón gimnástico; cayó sobre el trampolín y atrapó la barra a tres metros de altura, comenzando a girar en ella con rapidez.

El capitán la observaba con asombro en el momento en que se soltó, dio dos vueltas en el aire y cayó de pie al otro lado.

Brian aplaudió con entusiasmo y avanzó hacia ella. En vez de esperar por el capitán, fue hacia las barras paralelas,

saltó sobre ellas y se mantuvo firme con ambos brazos. -Está muy bien...; pero hay algo que no comprendo ¿Por qué no

me perdonas? -dijo él mientras caminaba hacia la pared... y tiró la toalla sobre una barra.

Tomó una manilla del estante en la pared y la abrochó a su mano izquierda, e introdujo un dardo en el largo tubo de una pistola deportiva. Entonces ejerció presión sobre la punta del dardo apoyada en la manilla hasta dejar cargado el artefacto. Luego oprimió un botón en el panel a su lado.

A diez metros al final de la línea de tiro, los blancos comenzaron a funcionar moviéndose en círculo hacia la derecha.

Brian hizo el disparo y el dardo se clavó en uno de ellos. -Está muy bien -dijo la doctora Hung; y el capitán avanzó

decidido hacia ella. -Aún no has respondido a mi pregunta -dijo golpeándose la

pierna derecha con la pistola-. ¿Qué te cuesta olvidar lo que sucedió una vez... y nunca volverá a suceder?

-Necesito más tiempo para pensar. Creo que ambos lo necesitamos. Tal vez cuando lleguemos a Marte y regresemos a la Tierra, te pueda decir. ¿Sabéis una cosa?

Dio una vuelta a su cuerpo sobre la barra y se detuvo. Entonces agregó:

-Lo que me molesta de todo esto no es una cuestión de celos, ni la traición en sí...; es la mentira lo que me afecta.

-¡Escucha! -dijo Brian tratando de acallarla. -¡Escucha tú! -dijo ella y se dejó caer al piso-, empezamos como

amigos ¿no fue así...? ¡Y ya podéis ver...! Mentisteis al decir que lo tuyo con tu esposa había terminado para siempre.

-¡Te amo Helena...! -dijo Brian de repente-, creo que mi vida sin ti ya no tendría sentido. Diera hasta la vida porque todo volviese a ser como antes.

-¡No será necesario! No podrá haber más entre nosotros hasta el día en que los sentimientos por tu esposa hayan muerto en ti.

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¡No quiero un hombre con ese lastre! Ella volteó el rostro sorprendida con sus propias palabras,

mordiéndose el labio y entonces sonriendo. -¡Mírame! -dijo él. -¡Muy bien! -dijo ella mirándolo a los ojos y agregó-: ahora os

pido que no habléis de esto delante de los otros. No me gusta. Mucho menos frente a Boris. El está bastante deprimido ya con su problema -concluyó, alejándose hacia la salida del gimnasio.

Capítulo 8- Sin otra opción. -Doctor ¿Qué puede decirme? -preguntó el comandante de la

Orión, mientras permanecía sentado al borde de la cama de reconocimiento, en el departamento de medicina y antropología.

-Comandante..., su presión arterial está divina. Si sigue así, le pronostico una larga vida. ¡Déjeme chequear la sangre un momento!

El médico se alejó hacia su mesa de investigaciones con la jeringa en la mano y dejó caer una gota de sangre al porta del microscopio. Luego se sentó y comenzó a regular el instrumento con lentitud.

-¿Cree usted que pueda yo donar el riñón a mi hijo? -La donación en vida de algunos órganos está permitida por la

ley, comandante. Pero eso le podría traer a usted complicaciones ulteriores con su salud. ¿No se ha puesto a pensar...? En fin, dudo que el comando de la agencia lo permita.

-Es mi hijo..., y tengo derecho. -¡Bueno...! usted sabe comandante, mejor que nadie. Después

que entramos en esto, no nos debemos a nosotros, sino al deber. Yo creo que la agencia no va a querer agregar otro riesgo a su vida.

-¿Usted tiene hijos, doctor Grant? ¿No es así? -Por supuesto que he tenido, comandante. -¿Lo dudaría usted si tuviese que hacerlo? -No podría decirle en este instante -dijo el médico poniéndose

en pie y avanzando sonriente hacia Boris-. Su sangre está perfecta comandante. Sus buenas condiciones de salud son en verdad importantes si es que está decidido a hacerlo.

-Sin dudas que estoy decidido. Es la única forma que nos queda ya para salvar su vida.

-¿A riesgo de su salud o de su propia vida? -Así es. De regreso a Tierra después de este viaje, haré los

trámites necesarios y nos someteremos a la operación. -Admiro su decisión. ¿Le han dicho ya si hay o no, algún

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problema de incompatibilidad entre ambos? -No lo hay, doctor -dijo Boris poniéndose en pie y caminando

hacia la puerta-. Buenos noches doctor Grant. El médico no atinó a responder el saludo. Quedó observando

hacia la puerta por donde desaparecía el comandante. Capítulo 9- Declaraciones íntimas. Había decidido seguir el consejo de los tripulantes. Tal vez

observando hacia el espacio se olvidaba por algunas horas del doctor Helmuz y de su misión. Al llegar a la entrada del comedor se detuvo y observó otra de las raras cosas en aquel lugar. La estancia era un ancho corredor con una línea de ocho mesitas incrustadas por uno de sus lados en la pared, con tres sillas cada una. Sintió el espacio demasiado solitario y vasto.

Movió la cabeza con disgusto. No comprendía la estructura de la nave Orión ni los propósitos

de la misma. Pero en fin, esas cosas no eran de su incumbencia. Avanzó a lo largo de la pared del casco sin apartar la mirada del

exterior, que podía observar a través del vidrio de ribalita. Mirando las cosas desde un punto de vista más optimista, no

era una verdadera fatalidad viajar a Marte en aquella gran nave. Se detuvo en medio de la ventana que se extendía a lo largo de

la pared. El disco del planeta rojo se divisaba al frente. Pegó su rostro al vidrio y trató de imaginarse él mismo, flotando

en aquel negro abismo del espacio, observando su irremisible perdición a través de la ventanilla de una escafandra. Su facultad de autosugestión era tan grande que sintió que comenzaba a faltarle el oxígeno y que la temperatura en el interior del traje comenzaba a descender. Muy pronto estaría muerto y congelado, flotando para siempre en el vacío interplanetario.

Escuchó entonces una voz femenina a sus espaldas. -¿Os sentís bien, profesor? Philip apartó la frente de la ventana. -Si doctora, sólo estaba meditando -dijo volviéndose a ella-;

aunque no me siento muy a gusto. Quisiera cumplir esta misión lo antes posible y regresar a mi trabajo normal.

La copiloto había ido a la mesa más cercana y se había sentado con la cabeza recostada contra la pared.

-¿La mujer en la silla de ruedas...? ¿Quién es? -preguntó Philip. -¡Oh...! Os referís a la esposa del comandante. -¿Tiene ella algún problema? -Quedó inválida...; dicen que para toda la vida. -Se ven muy tristes cuando hablan.

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-En realidad lo es profesor. Fue durante el último terremoto en California. Boris quedó atrapado entre los escombros de la vivienda y ella, tratando de rescatarlo de las llamas, sufrió el accidente que la dejó como la podéis ver ahora.

Philip se volvió otra vez a la ventana y se hizo el silencio, hasta que la doctora Hung agregó:

-¿Y usted profesor...? ¿A qué os dedicáis? -preguntó con cierta indiferencia en el tono.

-Doctora, no me creerá tal vez; pero le diré. Casi toda mi vida he sido arqueólogo. ¡Desde que nací!

-¿No estaréis exagerando? -dijo la doctora Hung, sonriendo esta vez mientras se alisaba los cabellos. Su rostro también lucía fatigado. Se puso en pie y dijo entonces:

-Le traeré un café, profesor. -¡Iré con usted! -No..., no. Esperadme un minuto aquí. ¡Ya regreso! Philip haló otra silla en la misma mesa y se sentó. Un momento

después ella volvía trayendo una bandeja. -Decidme ¿cómo es eso de su profesión? -dijo tomando asiento

frente a él. -Se reduce a cinco palabras básicas. Todo lo que hay qué hacer

es descubrir, preservar, datar, clasificar e interpretar. -Muy bonito; pero no creo que sea tan sencillo. ¿Azúcar? -¡Si gracias...! No lo es en realidad -agregó, meditando un

instante mientras batía el café-. ¡Seguro que no ha leído mi último libro!

-Tiene razón; pero me gustaría... ¿de qué trata? -Las investigaciones de que les hablé hace algunas horas.

¿Recuerda? Las ruinas en la antigua ciudad india de Harappa. -¿Y por qué decís que eres arqueólogo desde muchacho? Su sonrisa alentaba más al profesor en lo que le parecía una

generosa plática. -Mi madre era aficionada y parece que de ella lo heredé. -¿Vuestra madre? -Después que se quedó sola nos fuimos por una temporada a la

India. Le fascinaba tanto el país que decidió ir a vivir allá de manera permanente.

-Entonces, ¿Te criaste entre los elefantes? -No, ella murió sin cumplir su deseo. Dejó un libro sin terminar y

un huérfano de siete años. Crecí con mis abuelos maternos; pero seguí sus aspiraciones. En realidad no me ha ido tan mal, doctora Hung, aunque procurarse fama y dinero para algunas personas requiere mucho sacrificio, como ha sido mi caso.

-Si, ya entiendo... ¿y por eso habéis venido?

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-Muy cerca estás de lo cierto; la cosa es, que si no consigo regresar con el doctor Helmuz, perder puedo mi posición en la agencia y la continuación de los trabajos en India.

-¿Y vuestra esposa que piensa de todo esto? Vuestra familia. -No existen, doctora. -Lo siento... ¿queréis decir que no estáis casado? -Quiero decir, que a nadie tengo de familia. -¿Y podéis ser feliz así? -¡Doctora! Me asombra su sentido del humor. Lo que mejor me

hace sentir, es una vida tranquila, sin complicaciones y por supuesto, sin muchas preocupaciones, de manera que pueda meditar en mi trabajo. Si encontrase una mujer así, tal vez.

-Seguro que la podréis encontrar, profesor Kapec. -Puede llamarme por mi nombre..., es más sencillo. -Os lo prometo. ¡Decidme entonces! ¿Qué lugar es aquel que

tanto os fascina y hasta os inspira a escribir un libro? -¡Ya...! Harappa. Es un sitio maravilloso. Las inscripciones

pictográficas encontradas en las excavaciones al nivel del periodo mesolítico, nos han permitido descifrar la escritura de la civilización más antigua.

-¿Eso fue... más o menos...? -Más de doce mil años. Finales de la última glaciación. -¡Si...! -dijo la copiloto tendiendo sus manos sobre la mesa,

luego tomando las del profesor entre las suyas, agregó: -¡Estáis helado! ¿Y así quiere volver a la soledad de su trabajo,

aunque no sea nada agradable? El capitán Brian asomó en aquel instante por el umbral de

acceso al comedor. Helena alzó la mirada y lo vio detenerse allí. -Parece que ha cambiado ya sus planes, doctor Kapec -dijo este

al tiempo que la copiloto retiraba sus manos de la mesa. -El profesor no se siente bien -dijo Helena-. Parece que es la

falta de costumbre. -Si, ya me doy cuenta. La falta de costumbre -dijo Brian

pasando a lo largo en dirección a la cocina. -Bien doctora Hung, yo me retiro -dijo Philip poniéndose en pie-.

¡Gracias por el café! Capítulo 10- La tripulación. El profesor Philip Kapec era un hombre de estatura elevada,

vigoroso; aunque no atlético. Su resistencia física parecía ser nata; fortalecida por el género de vida a que lo exponía su profesión, en prolongado contacto con la naturaleza.

Aquella era al mismo tiempo su gran pasión y hasta podría decir

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que el contenido único de su existencia. Había dedicado muchos años al estudio y la adquisición de las

habilidades para ejercerla a plenitud, y la profunda fe que tenía en sí mismo lo había llevado a la vanagloriosa idea de que su destino estaba más allá de una vida ordinaria. ¿Cómo? No lo sabía; pero ello parecía estar ligado de alguna forma a su profesión de arqueólogo.

Practicando yoga desde su juventud se había convertido en un místico de esta doctrina. Tan imbuido en ella que llegaba a sentir por momentos efectos notorios sobre su mente y cuerpo.

Después del brindis en la sala de comando aquella tarde, se había retirado al cubículo que le asignaran en el corredor central del primer nivel y habiendo hecho algunos ejercicios sencillos, tomó su manual favorito de arqueología y leyó unas cuatro páginas.

De pronto lo dejó a un lado y se puso a pensar en sí mismo; en su existencia como ser humano. Algo en la lectura trajo a sus recuerdos la amable figura del comandante de la Orión y sus alegres compañeros de viaje.

Según había llegado a conocer, de ellos el que no tenía formada una familia, al menos había hecho de aquella idea un firme propósito.

La doctora Hung, con sus rasgos asiáticos y su cuerpo de gacela, parecía como dispuesta a saltar ante cualquier peligro en acecho. Era en su opinión exótica, inteligente y hábil; pero tambien cauta y fría, de manera que no despertaba en él mas que una emosión pasajera. Además, parecía existir entre ella y el capitán de la nave cierta intimidad escurridiza, sabrá dios en que lugar adquirida. No quería ni pensar en ella; pero existía una paradoja. Aunque no la tuviese frente a sí, regresaba a su mente con apenas cerrar los ojos.

El comandante Boris lucía como sometido a una gran tensión. A pesar de ser el jefe supremo, los miembros de la tripulación lo trataban en ocasiones con algunos mimos; pero siempre con invariable obediencia y respeto, como si fuese un padre, aunque todos eran más o menos de la misma edad, excluyendo al médico.

Después de compararse con cada uno, por primera vez pensó en el aspecto íntimo de su existencia familiar, y un gran vacío, insospechado hasta aquel entonces, se abrió de repente ante él. Tal vez aquello era causado por la desolación del espacio y el cambio súbito que aquel viaje no planificado provocaba en su vida. Al final se sintió solo y triste, como si algo se le escapase y se alejase para siempre; o tal vez lo contrario. Algo venía hacia él y comenzaba a cavar muy hondo en su corazón.

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De repente sintió tristeza y deseos de conversar con alguien. Alguien con quien pudiera compartir y desahogar la carga de su soledad. Esa tarde quedó dormido con el libro abierto sobre su pecho.

“Arqueología en el valle del Sarasvati” Capítulo 11- Estado de emergencia. Boris corrió a su silla frente al computador en la sala de

comando. Los cinco miembros de la tripulación estaban en sus puestos en espera de una orden del comandante. Se abrió entonces la puerta oval y Philip saltó al interior con la exasperación pintada en el rostro.

En la gran pantalla se movía una nave en sentido aproximativo. Fue lo primero que llamó su atención.

-¿Qué sucede, comandante? Boris no respondió. Estaba atento a las imágenes en la gran

pantalla y así permaneció hasta que la voz amplificada del comandante en la nave vecina los paralizó a todos; y luego apareció aquel rostro.

Fue el de un hombre maduro, trigueño; con barba negra y espesa, recortada con gran estilo y terminada en punta dirigida al frente. Su cuerpo robusto parecía hundido en el puesto como presionado por una gran tensión. Por la comisura derecha de sus labios fluía un hilo de sangre.

-Soy el comandante Alexander Owen y esta es Perseo, desde el centro de vuelos ciudad Galileo. Nos encontramos en una situación de emergencia.

Boris cruzó una rápida mirada con su copiloto. -¿Cuál es su situación, comandante Owen? -dijo entonces. -Una avería en uno de los reactores amenaza con expandirse y

ya no hay manera de controlarla. Tenemos varios heridos a bordo y muchos pasajeros aterrorizados. Nuestra única esperanza son ustedes. Alcanzarlos con tiempo suficiente para realizar el trasbordo de personal y abandonar esta nave.

-Comandante, como puede ver, nos hayamos a millón y medio de kilómetros y nuestra nave está reduciendo su impulso. ¿Qué tiempo opina que podrán resistir antes del posible colapso de la avería...? ¿Qué tiempo tenemos para el acoplamiento?

-Cincuenta horas a lo sumo, pienso yo. -Muy bien Owen. Mantenga su curso. -Escuche comandante. No he tenido el gusto de hallarlo frente a

frente; pero he oído decir que ha sido elegido comandante de la Orión por sus grandes cualidades como astronauta y como

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humano. La Orión misma es una nave digna de usted. Sé que si hacen el esfuerzo podrán llegar a nosotros y de esa forma salvar muchas vidas...; muchas.

-Gracias Owen, por su confianza. Traten de mantenerseserenos y en contacto, y haremos todo el esfuerzo necesario. Ahora sólo cuenta el tiempo.

La imagen del comandante Owen se esfumó de la gran pantalla y retornaron las imágenes del telescopio desde el espacio, hacia la nave Perseo, con el disco rojo de Marte como trasfondo.

Boris reflexionó unos segundos y luego volteó su mirada a la derecha, donde Helena continuaba inmersa en complejos cálculos de trayectoria. Una sombra de preocupación había ido cubriendo su rostro con las primeras vistas en la gran pantalla y las palabras del comandante Owen.

Philip se acercó a los comandos. Durante aquellos segundos el profesor había quedado aguardando junto a la puerta oval. Brian se levantó y avanzó también hacia el comandante.

-¡Boris! Lo miro muy preocupado -dijo el capitán-. ¿También ha notado algo extraño?

El comandante se puso en pie y se frotó la nuca con ambas manos como tratando de sacudir algún extraño presentimiento. Luego reaccionó con energía batiendo el espacio con una palmada.

-Sin duda se trata de gente que está en peligro y además, ennuestro curso. ¡Trata de recuperar la comunicación! -ordenó a Helena, y agregó:

-Esa nave Perseo es un crucero de transporte de pasajeros.Una de las más antiguas de las que prestan servicio a Marte. Por eso..., no debería extrañarnos que haya sufrido una avería en sus reactores.

-¿Cuál es el plan? -dijo Brian.-No tengo ningún plan..., por el momento capitán. Vamos a

tratar de acoplar y evacuar a la gente en peligro -se volvió a Philip- no se preocupe profesor. La operación no retrazará mucho nuestro arribo.

-¿Por qué debería preocuparme? Pienso que será el momentomás oportuno para demostrar la vigencia del nuevo pacto.

-Entonces a trabajar -dijo el comandante-. Brian se ocupará deestablecer comunicación con el centro espacial en Marte.

El comandante hizo girar la silla y volvió a su puesto. -¡Helena...! tú continuarás tratando de recuperar la

comunicación con Perseo; mientras yo haré lo posible por rendir un informe de la situación a Tierra.

-Parece que estaré de sobra en la operación -dijo Philip e hizo

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un intento por alejarse hacia la puerta oval. -¡Espere profesor! De ninguna manera. Tome asiento a mi lado.

Usted me podrá ser muy útil como consejero. Esta operación puede parecer sencilla por la cantidad de veces que se ha repetido; pero en realidad no lo es. Se trata de una avería... y no hay mayor peligro en el espacio que un acoplamiento en tales circunstancias.

El colapso de la avería en la nave Perseo en el momento del acercamiento, o peor aún; en el tiempo de acoplamiento y rescate, podría causar serios daños a nuestra propia nave.

-Pero tengo entendido que Orión tiene la capacidad de soportar fuertes impactos.

-Supongo que si, profesor; pero eso sería sólo durante el vuelo libre y con los escudos magnéticos a máxima potencia. ¡A propósito! Parece tener usted bastante información técnica sobre La Orión, a pesar de ser asunto muy restringido.

-¡No lo crea comandante! Sólo poseo información general sobre sus cualidades; pero aunque fuese mucho más no debería extrañarse. Recuerde que yo también trabajo para la NASA desde hace algunos años.

-Desde hace algún tiempo se nos confía mucho más -agregó Boris con un halo de ironía en la voz que dejó a Philip pensativo.

-¿También lo ha notado usted? -dijo entonces tomando asiento. -¡Por supuesto..., profesor! -respondió al tiempo de presionar

una tecla en el tablero de comando. En el juego de pantallas se abrieron con nitidez las imágenes

del centro espacial de Houston, con el acostumbrado personal ajetreando a través de la gran sala de dirección de vuelos.

El rostro optimista del director de la agencia hizo su aparición; enmarcado por un trasfondo de otros rostros, serios o con muestras de estrés; pero llenos todos de curiosidad.

-Hola Boris -saludó el director-. ¿Cómo van las cosas por vuestra casa?

-De repente se han tornado serias. Este es mi informe -dijo el comandante de la Orión sin más preámbulo-. A las dos de la madrugada hora de la Tierra, recibimos comunicación desde la nave Perseo a cinco millones y medio de kilómetros de Marte. La cuestión es la siguiente: su comandante nos informa que han sufrido una avería en uno de los reactores. Estamos ahora en camino de socorrerlos mediante el acoplamiento y trasbordo.

Los rostros se pusieron tensos. -No habíamos recibido noticias de tal suceso. A una seña del director, el personal formando corro tras él

desapareció hacia sus puestos, y el movimiento de alarma cundió

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por todo el centro. -Según nos informó el comandante Owen -continuó Boris-, ellos

han perdido comunicación con su centro en Marte. Algo bastante inexplicable por cierto.

-Escuche comandante -interrumpió la voz del director de la agencia-, estamos tratando de comunicar con el centro espacial Galileo; pero negativo. Su señal no llega a nosotros.

-Aquí tengo a Brian tratando de hacer lo mismo desde hace muchas horas.

-¿Qué tipo de avería le informó el comandante Owen? -Un escape de material radioactivo semifisionado. Lo tenían

aislado en la sala aledaña a los reactores. Owen me informó que podíamos contar con cincuenta horas antes del colapso. Aún nos queda tiempo para el rescate.

-¿Ustedes pueden observar Perseo, comandante? -Así es..., y la nave luce impasible; como si no hubiese una

tragedia ocurriendo a bordo. -Lo más extraño de todo es que se ha perdido la comunicación

con Marte -dijo el director del centro. -¿Piensa usted que haya alguna conexión entre ambos hechos? -Es posible, Boris...; pero siga con su plan. Con mucha mayor

cautela y sin que arriesgue más de lo debido ¿Me comprende? Pasaron varias horas en que no se pudo obtener el contacto con

la nave Perseo. Estaban reunidos todos en la sala de comando cuando de

repente reapareció la imagen del comandante Owen en la gran pantalla. Su rostro sucio y ensangrentado representaba la gran tragedia que estarían soportando en su nave.

-¡Hola comandante! ¿Qué ha sucedido? No fue hasta que dejó de toser que levantó la cabeza y se

aproximó a su puesto de comando. -Todo este tiempo hemos estado luchando por controlar la

avería y restaurar la comunicación con ustedes. La Perseo no podrá sostenernos por mucho más. Esto se ha convertido en un infierno de material radioactivo.

-Muy bien, comandante Owen, nosotros estaremos listos para el acoplamiento en un par de horas.

Philip golpeó a Boris con una pierna por debajo del panel. -¿Qué sucede..., profesor? -susurró el comandante. -¿Dónde está el resto de la tripulación de Perseo? -Pensándolo bien... ¡usted tiene razón! ¿Dónde están? El comandante Boris se puso en pie y se frotó la nuca con

ambas manos. -¡Comandante Owen! ¿Puede decirme dónde está el resto de su

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gente? Contrario a lo que esperaba, el comandante Owen respondió de

inmediato y sin vacilación. -Dos de mis hombres han muerto, por desgracia. Otros tres

siguen en la lucha por contener la avería y los dos restantes tratan de apaciguar la situación entre los pasajeros. Yo solo efectuaré el acoplamiento.

-Muy bien, comandante Owen. Esté listo como le digo y siga las instrucciones de emergencia.

Capítulo 12- El enemigo a bordo. La vista interior de la nave Perseo había desaparecido de la

gran pantalla y en la sala de comando de la Orión sólo se conservó el sonido de la voz quejumbrosa del comandante Owen.

Boris había retornado a su puesto detrás del panel principal, junto al profesor.

En el juego de pantallas apareció otra vez la imagen de la pequeña Perseo en su acercamiento a la rampa número dos de acoplamiento superior de la nave Orión.

Un minuto después se volvió a escuchar la voz del comandante Owen.

-Realizado. Gracias a Dios. -Comandante Owen, desde este momento usted y su tripulación

quedan subordinados a mis órdenes. Ahora comiencen la evacuación. Tenemos diez minutos para ello.

Philip se puso en pie. En aquel instante el capitán Brian, que había salido un rato antes; reaparecía a través de la puerta oval portando en sus manos un fusil recortado. Otro colgaba de su hombro izquierdo.

-Comandante, creo que es hora de tomar ciertas medidas de precaución. Usted profesor... ¿Puede maniobrar con esto? -dijo adelantándose unos pasos hacia Philip y extendiendo con brusquedad hacia él, el fusil que llevaba en sus manos.

-Sus palabras suenan como una ofensa, capitán -dijo Philip. -¡Mejor que así sea...! ¡Tome entonces... ; profesor! Ambos partieron a la carrera a lo largo del ancho corredor

central, atravesando a cada veinte metros las puertas de seguridad que se abrían de forma automática ante ellos. Ya en la séptima sección, tornaron hasta llegar junto a la escalera conducente al tercer nivel.

-Un momento -dijo Brian y se detuvo. Escucharon la voz del comandante anunciando: “Han iniciado la

evacuación.”

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El capitán Brian partió en primer lugar a través del vuelo de escalones de ribalita seguido por Philip, también con el aliento a media pulgada del desmayo y tratando de mantener el fusil en alto.

Al llegar a la plataforma superior tornaron sobre la derecha en dirección a proa; y luego hacia el lugar donde se alojaba el ascensor de la base de acoplamiento.

Se escuchó por segunda vez la voz del comandante a través del corredor; pero esta vez con una nefasta advertencia: “¡Cuidado, vienen hombres armados!”

Sus palabras fueron atropelladas, tratando de decir todo a un tiempo; pero llegaron tarde.

Se había abierto la puerta del ascensor y el comandante Owen salió por delante; pero con un brazo poderoso alrededor del cuello. Cuando el hombre que lo tenía atrapado lo empujó adelante, se dejó ver una pistola presionando contra el costado del infeliz.

-Lo siento -profirió Owen a duras penas cuando la presión se incrementó sobre su garganta. Por su rostro corrían lágrimas y sus ojos estaban vidriosos, con un brillo profundo como de muerte.

Brian y Philip habían sido sorprendidos, en alto los fusiles ; pero lo súbito de todo los condujo a la inacción. Philip quedó aún más sorprendido cuando entre los rostros desconocidos de los delincuentes vio avanzar al doctor Helmuz, conducido en idéntica situación con los brazos atados al frente.

Varios hombres los encañonaron. Entonces un hombre alto y encorvado y con nariz de gancho les salió al encuentro desde el fondo del ascensor. Su pelo caía a cascadas sobre sus hombros como el manojo de plumas sobre el cuello de un buitre.

Philip lo reconoció de inmediato. -Desde este momento la nave me pertenece y todos en ella

estarán bajo mis órdenes -dijo el intruso mientras sus manos se movían al frente con un temblor semejantes al aletéo de las alas de un colibrí-. Depositen sus armas, señores...; y entonces serán hábiles para conocer la segunda regla del juego. ¡Vamos Mack! Adelante con eso -agregó, volteando el rostro hacia el hombre que lo seguía.

Era este un alemán de unos cuarenta y cinco con la cabeza rapada y el tatuaje de una cruz gammada sobre su hombro derecho. Traía consigo una maleta de piel oscura que parecía estar vacía, sosteniéndola con firmeza por su agarradera.

-¡Si doctor! -dijo dando un paso al frente. Convencidos por la amenaza de los delincuentes, y por la

seguridad de que cualquier acción en aquel instante sería un fracaso; Philip y Brian dejaron caer sus armas.

-Comandante Boris. ¿Me escucha? -dijo el intruso elevando su

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voz-, esta nave me pertenece y todos aquí deberán obedecer mis palabras.

Se abrió la puerta oval y el grupo de delincuentes penetró a la

sala de comando precedido por los prisioneros. El comandante Boris estaba en medio de la sala; con los brazos cruzados al frente y rodeado por el resto de los tripulantes.

Varios de los delincuentes avanzaron y se dispersaron mientras otros se hacían cargo de registrarlos a todos.

El hombre con aspecto de águila se introdujo a través del grupo y se puso al frente.

-Espero que no haya resistencia inútil, comandante. Como puede ver, tengo el control de la situación.

-¿A dónde pretende llegar con esto? -Adecuada su pregunta. ¡Muy lejos, comandante...; muy lejos! -Es mejor que desista de su empeño por escapar, doctor Ketrox. -¡Uh...! Me alegra que ya sepa quien soy... y le advierto. He

tomado esta nave con un propósito definido. Nadie me hará volver atrás.

-Le repito, doctor Ketrox. Si va a Tierra con la intención de cometer nuevas fechorías, muy pronto será capturado. Si regresa a Marte, allí también le estarán esperando.

Las palabras del comandante no hicieron más que inspirar su cólera. Desenfundó el puñal que llevaba a la cintura, lo puso frente al rostro de Boris y sonrió.

-No es esa mi intención. La de regresar, quiero decir. Es algo que aún no conoce y difícil de imaginar. ¿No se da cuenta quiénes estamos reunidos en esta nave?

Era cierto. La presencia del doctor Helmuz les había llamado la atención desde el primer instante. Philip había tratado de decir algo; pero la mirada del anciano lo hizo callar.

La inseguridad y la indecisión comenzaban a corroer el cerebro del comandante. Posó entonces su mirada sobre el rostro de su segundo al mando, luego en Philip, y se detuvo al fin en el comandante Owen.

El doctor Ketrox extrajo de su bolsillo un pequeño objeto que situó a la altura de su propio rostro, y dijo entonces:

-Si comandante. El comandante Owen podría explicarle acerca de la situación.

El aludido había permanecido hasta aquel momento con el rostro bajo, como buscando ocultar su presencia..., alzó su mirada hacia el comandante de la Orión; y en sus ojos se reflejó una nube de remordimiento.

-Lo siento... Boris; pero no tuve otra opción -dijo tratando de

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aclarar su voz-. Es posible que ciudad galileo y el destino de todo Marte estén bajo su control.

Las miradas se volvieron a Ketrox, y hacia el objeto que tenía ahora entre sus manos.

Owen seguía hablando entre un mar de tribulaciones. -Los reactores nucleares de la ciudad y los del centro espacial

Galileo, han sido colocados bajo una carga de frecuencia. Esta puede ser activada desde uno de los satélites artificiales del planeta. El doctor Ketrox me ha estado presionando todo este tiempo con hacerlo estallar si no accedemos a sus exigencias. Me temo que está tratando de hacer lo mismo con usted.

Dos de los delincuentes se habían aproximado a los tripulantes y comenzaban a esposarlos con las manos al frente.

-¿Y cuales son esas exigencias, doctor Ketrox? -preguntó Boris,al tiempo que los hombres se acercaban a él.

-Comandante, no se impaciente. Quiero estar seguro de tenerabsoluto control sobre todos.

Cuando Boris fue esposado y puesto a un lado junto al resto de los prisioneros, el doctor Ketrox guardó el puñal en su funda y se frotó las manos con fruición.

-Ahora, ya no hay exigencias, comandante; porque la nave mepertenece... y ustedes harán lo que les diga.

-En cualquier momento puede aparecer una nave al rescate. Notendrá manera de escapar.

-Se equivoca, comandante. Lo he planeado todo muy bien...; yno me tenga por tonto. Aunque he pasado varios años en la cárcel, en un apartado rincón de Marte, me he mantenido informado de todos los avances en el campo de la astronáutica; y sé que la Orión II es el más sofisticado instrumento de la navegación espacial. Así... le advierto que está de más que trate de confundirme. No soy ningún novato, comandante. Sé que la Orión puede alcanzar velocidades próximas a los cien mil, y que está diseñada para soportar un largo viaje interestelar, sin que ninguna otra nave pueda igualarla.

-¿Qué dice? ¿Cómo sabe esas cosas?El doctor Ketrox sonrió, mirando a Boris con fijeza.-Es algo que me gustaría compartir más adelante con ustedes;

si es que se portan bien. Por el momento, voy a permitir que un miembro de su tripulación tome el control de la nave bajo mis órdenes -dijo señalando a Helena- ¡A ella pueden liberarla! -ordenó entonces a sus hombres.

-Doctor Ketrox -dijo Philip- ya adivinar me parece algo de susintenciones, y bien descabellado lo creo si es cierto lo que deduzco de sus palabras.

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Todas las miradas saltaron hacia el profesor. Philip había estado observando a Helmuz por largo rato,

mientras trataba de formar coheción en sus pensamientos. El anciano no había dejado de permanecer en pie, con los ojos abiertos; pero en perfecto sopor como despues de una borrachera.

-¡Llévenla a los comandos! -ordenó el jefe de lo secuestradores. Mientras dos de sus hombres conducían a la mujer a su puesto,

libre ya de las esposas; se volvió hacia Philip con las manos extendidas al frente y el usual movimiento de sus dedos como alas de colibrí.

-Espero que tenga vívida imaginación; porque seguro me será muy útil en la empresa que vamos a acometer. ¿Dígame cuál ha sido su intuición?

Philip recapacitó un instante buscando apoyo en la mirada turbia del anciano arqueólogo.

-¿No se atreve a dar crédito a sus deducciones, profesor? -dijo Ketrox sin aguardar la respuesta, y agregó:

-Pero verá... le voy a mostrar que está en lo cierto. Y diciendo esto les dio la espalda y se dirigió al puesto de

comando. El lugar lo ocupaba ahora la doctora Hung, tercera al mando y

oficial científico de a bordo. Le dijo algo al oído y un segundo más tarde los hábiles dedos de la mujer se movían por el teclado.

El resto de los prisioneros fueron movidos allí. Entonces Helena se detuvo, turbada por la indecisión; sus manos sudadas y temblorosas. Volvió la mirada a su comandante que ahora estaba de pie junto a ella.

-¿Qué te ha ordenado? -preguntó Boris. -Que cierre el lazo magnético en la base de acoplamiento. -Eso significa que la nave Perseo será abandonada. ¡No puede

hacer eso! Allá dentro está el resto de la gente. ¿Hasta dónde ha llegado su perversión moral...?

-Ya están muertos -dijo el comandante Owen. -¿Cómo...? -Si Boris..., ellos los asesinaron hace muchas horas -recalcó. -¡Oh dios...! ¿Cómo ha podido hacer eso? -Boris O’Reilly, recuerde que usted no está más al frente de

esta nave; así que basta de recriminaciones. ¡Copiloto! Cumpla con la orden o de lo contrario tendré que considerarla como inútil y por tanto... deshacerme.

El hombre con aspecto de buitre no tuvo que concluir sus palabras. Los ejemplos de su conducta habían surtido sus efectos también en la doctora Hung. En los monitores del comando central se vio a la nave Perseo separarse con lentitud de su base.

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-Entonces..., ¿Lo de la avería fue un engaño? -dijo Boris. -Muy bien doctora Hung -dijo Ketrox-. Fue una idea muy

ingeniosa eso de la avería ¿verdad? -agregó riendo con malicia. -¡Ya...! muy ingeniosa -dijo Philip-. ¿Y ahora que pretende? -No se desespere profesor...; pero si tiene tanta prisa, puede

preguntarle a su colega el doctor Helmuz. Sé que trabajaron juntos por muchos años y debe haber gran confianza entre ustedes.

El hombre extrajo de su bolsillo el transmisor y tomó asiento junto a Helena. Agregando entonces:

-Habrán muchas sorpresas para todos; pero primero déjenme probar este instrumento.

Oprimió una tecla que abrió una ventana en el tablero de comando e introdujo el sensor en la abertura, luego la volvió a oprimir para cerrar la ventana.

-Ahora señores... ¡Observen a la Perseo! Este programa fue diseñado por un amigo aquí presente.-dijo señalando al alemán de la cabeza rapada y la maleta de cuero.

El rostro del aludido se iluminó de orgullo. En los monitores frente a la copiloto apareció la antena del

radar. -¿Qué sucede? -dijo Boris, revolviéndose inquieto ante el agarre

que hizo presa en él por parte de los delincuentes. Todos las miradas se volvieron a la gran pantalla. La nave

Perseo se alejaba ya, muchos kilómetros a la popa de la Orión. Y entonces un estallido como una supernova iluminó el espacio.

La demostración hizo que el comandante Boris se diese a la tarea de sopesar con calma las circunstancias en el intento de retomar el mando de su propia nave.

-¿Vieron eso...? - dijo el doctor Ketrox satisfecho-. Lo mismo podría ocurrir con los reactores en Marte, si no se someten todos a mis demandas.

El poder que el doctor Ketrox decía poseer, podía haber sido sólo el método de coacción empleado para intimidar a las tripulaciones y así conseguir su objetivo; pero en cualquier caso persistía la duda.

Si aquel poder, basado en una señal electromagnética del transmisor era capaz de hacer estallar los reactores instalados en la ciudad marciana, lo más conveniente sería entonces no arriesgar la existencia misma de todo lo conseguido en el planeta.

-¡Suficiente, doctor Ketrox! De su perversidad nos ha convencido. Pero díganos ahora cuales son sus verdaderas pretensiones -dijo Philip.

El hombre parecía no escuchar. Estaba sumido en la observación de lo que creía su hazaña a través del vidrio de ribalita

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de estribor, y en vez de responder se volvió a la copiloto a su lado para ordenarle:

-Consiga una visión panorámica del sistema Alpha Centauri. Ella se quedó dudando por un momento. -¡Hágalo! Los dedos de la mujer trabajaron entonces sobre el teclado y

apareció en la gran pantalla la imagen solicitada por el fugitivo. Este respiró profundo y se puso en pie.

-¡Allá tienen señores, donde los quiero llevar! La revelación hizo caer a todos bajo un nuevo juego de

circunstancias; excepto al doctor Helmuz. Por primera vez desde su entrada a la nave, el anciano irguió la cabeza por más de un minuto; quizás libre ya de los efectos de algún narcótico.

Philip se volvió a él e intercambiaron una mirada comprensiva. -Señores -dijo Ketrox-, les recomiendo por el bienestar de todos

que se dispongan a emprender la gira más excitante imaginada jamás por la mente humana. ¡Señorita Hung! Usted será la encargada de llevarnos hacia el objetivo y tenga en cuenta que deseo ser amable; ante todo con usted.

Ahora..., dirija la nave hacia esa estrella y mantenga la velocidad crucero hasta que reciba mis nuevas órdenes.

-Un momento..., está a punto de cometer otro error. Un error fatal. Nos está condenando con su demencia y se está condenando usted mismo -dijo Boris saltando adelante; con los brazos en alto en dirección al rostro del delincuente.

Uno de los hombres se interpuso golpeándolo al estómago con la culata del fusil. Esto frenó su impulso y lo hizo caer al suelo de rodillas.

-Me cree tonto comandante. Aquella acción de Boris desencadenó la ira de Ketrox. -¡Ya fui condenado...! -agregó el delincuente. Hizo una señal a sus hombres y entre dos, atraparon a Boris y

lo pusieron en pie. Apenas se podía sostener y estaba a punto de caer, cuando aquellos la emprendieron a golpes. Boris retrocedió y cayó contra la mesa en el área de descanso y luego al suelo.

El resto de la tripulación quedó privada de cualquier iniciativa para impedir la continuación del atropello. Mientras varios delincuentes los encañonaban, los primeros dos arremetieron a patadas contra el comandante, hasta que la voz de Ketrox les ordenó cesar.

Boris yacía sobre el piso, retorciéndose y con el rostro ensangrentado.

-Si sigue en desobediencia, ordenaré ejecutar a uno por uno de su dotación y luego haré estallar los reactores en Marte -agregó

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aquél y señaló con el índice de su mano izquierda hacia el comandante Owen.

Dietrix se adelantó hacia este, lo tomó por el cuello del kimono y lo haló fuera del grupo de prisioneros. Pasando entonces su brazo derecho alrededor del cuello del maltrecho comandante, lo estranguló sin compasión y lo dejó caer al piso.

La escena, planeada y ejecutada con brevedad, los dejó espantados.

-¡Ahora, enciérrenlos a todos! -ordenó Ketrox sin dar tiempo a que se recuperacen del impacto de horror sufrido.

Capítulo 13- Los secretos del Dr. Helmuz. -Y bien doctor -dijo Boris reclamando la atención del anciano. Habían sido confinados todos a un mismo compartimiento en la

parte central del primer nivel. En el exterior quedaban dos de los delincuentes junto a la puerta.

El anciano tragaba en seco. Estaba sentado al borde de otra litera frente a Boris. Philip se colocó a su lado, mientras Brian, tendido en la litera alta sobre el comandante, meditaba.

Los dos tripulantes, Jonny y Michael, se habían sentado contra la pared junto a la puerta.

Boris trató de levantar la cabeza de la almohada; pero el dolor se lo impidió. Entonces se llevó el paño húmedo al labio partido de donde aún manaba alguna sangre.

-Y bien doctor -repitió con impaciencia-, diga algo de una vez. Estamos a punto de estallar y usted sigue ahí como petrificado.

-Comandante -dijo el hombre levantando la cabeza para observar a Philip y sosteniendo la mirada de su colega por un instante-; pensé que usted, siendo el comandante de la Orión y a esta altura de las circunstancias, sabría todo lo concerniente a su propia nave.

-Ahora veo que hay otros que saben mucho más -dijo Boris. -No se sienta discriminado por eso -continuó el anciano-. En

cierta forma, cada uno de los presentes podría pensar que la NASA le ha jugado sucio. Ese fue mi primer reproche cuando hace cinco años fui separado de un trabajo que a mi entender nada tenía que ver con los programas de la agencia. Luego me fui convenciendo de lo contrario.

-¿Qué quiere decir? -En primer lugar..., deseo que se libere usted de cualquier

preocupación acerca de una muerte inmediata. La Orión, estoy seguro, está hecha con todos los requisitos necesarios para lo que el doctor Ketrox se propone de manera ilegal.

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-El doctor Ketrox se podrá proponer cualquier cosa que se leantoje; pero yo, el comandante de la Orión, junto a mi tripulación..., no estamos dispuestos a ejecutar órdenes fuera de las emitidas por el comando central de la NASA. ¡Entendido!

-¿Y qué es lo que ese doctor Ketrox se propone? Es lo primeroque deberíamos saber -dijo Brian.

-Escapar de la justicia -dijo el doctor Helmuz.-¡Muy bien! Ya lo ha conseguido... -afirmó Boris.-Aún no comandante. El doctor Ketrox sabe de sobras que con

una señal emitida desde Marte, el alcaide de la prisión podría hacer estallar sus cuellos. La única manera de liberarse, y el doctor Ketrox está convencido...; es poniendo un enorme espacio interestelar entre ellos y los radares en Marte, capaces de emitir la señal.

-Es algo demente -susurró Brian.-Gran fantasía la suya... y la de ese Ketrox, doctor Helmuz.El anciano bajó la cabeza como desfallecido.-Comandante -agregó entonces-, yo no estoy capacitado para

hacerle comprender a usted de que manera el delincuente se propone conseguir lo suyo.

-No es necesario que se afane en más explicaciones, doctorHelmuz. Mi tripulación y yo; y pienso que usted y el profesor Kapec colaboren con nosotros, haremos todo lo posible por recuperar el mando sin provocar una tragedia. Yo tengo que regresar a Tierra sin dilación.

-Ahora me doy cuenta de algo -dijo Philip poniéndose en pie-.Aquel viejo interés de la agencia por nuestro trabajo, era más que pura especulación científica -agregó entonces encarándose con el doctor Helmuz-. ¿Qué sabe usted que nunca me dijo?

También el anciano se puso en pie, con lentitud, y alegó en un intento por justificar cierto pasado, tal vez no muy digno a sus propios ojos:

-Estuvimos trabajando en un proyecto de largo alcance..., y estanave es el resultado. Ahora, como cosa del destino, estamos navegando en ella. Algo que debió corresponder con exclusividad al comandante Boris y su gente.

-Philip recuperó la calma al instante; pero permaneció mirándoloa los ojos.

Entonces fue el comandante quien elevó su voz, recostándose contra el respaldo.

-Soy un astronauta con basta experiencia, no un novato...; ni unniño de pecho, doctor Helmuz. No pensará que creeré ese cuento de viajar a Alpha Centauri.

-Por eso les digo... -continuó Helmuz- en cierta forma, todos

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fuimos engañados por la NASA. Y usted colega..., se puede sentir orgulloso de que la nave; y el cúmulo de circunstancias que rodean su existencia, sean en buena parte, fruto personal de su trabajo. -agregó tratando de borrar el resentimiento en la mirada del profesor Kapec.

-¡Eh, eh... un momento! -exclamó Boris-. Ya no comprendo de que se habla.

-Muy sencillo, comandante -dijo el anciano. -¡Dígame! ¿Qué relación existe entre ustedes..., un par de

arqueólogos, y los programas de la NASA? -intervino Brian que había estado silencioso, observando al azul celeste del techo.

-Así es. ¿Qué relación existe? -repitió Boris. -Mi colega el doctor Philip Kapec y yo estuvimos juntos por

muchos años en los trabajos de Mohenjo Daro y Harappa; los mayores sitios arqueológicos del valle del Sarasvati. Yo en persona estuve especializándome, por muchos años, en el desciframiento de la escritura antigua. El principal objetivo en los trabajos de excavación de la temporada había sido encontrar nuevos escritos en sellos o piezas de alfarería. Los trabajos avanzaban con lentitud y dentro de la rutina, cuando de pronto una mañana ocurrió lo inesperado.

Hizo silencio por unos segundos para humedecer su garganta. -¿Qué? -preguntó Brian. -El cráneo -dijo Philip tratando de fijar sus recuerdos. -¡El cráneo...! -repitió Boris-. ¿Y eso qué significa? -Aquel fue diferente de los demás y el preludio de grandes

controversias -continuó el doctor Helmuz-. Junto al famoso cráneo apareció el resto del esqueleto de proporciones descomunales.

-¿Fue un cráneo humano? -Lógico comandante..., eso fue lo que pensamos al principio.

Philip y yo nos dimos a la tarea de su estudio junto al antropólogo del grupo... sólo para comprender de inmediato lo inaudito del hallazgo.

Aquel conjunto de huesos datados con el carbono catorce es demasiado joven para pertenecer a un antepasado de la humanidad, y también demasiado extraño para ser un representante típico de la especie humana. Eso nos dejó desconcertados. Entonces decidimos mantener el mayor silencio en busca de nuevos restos. El sitio en definitiva prometía grandes resultados.

Philip viajó a los Estados Unidos y en ese intervalo la noticia se filtró entre los círculos científicos del país llegando a interesar a la NASA. Recibimos entonces la misión de sustraer los huesos del lugar y enviarlos a los Estados Unidos. Hubo que disolver la noticia

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como si se tratase de un rumor sin confirmación y luego como un error. La agencia se encargó del resto.

Nuestro antropólogo indio desapareció y pensamos que Philip salvó su pellejo por encontrarse de viaje. Poco después llegó a nuestro equipo un nuevo colaborador, y continuaron las excavaciones, ahora en un nuevo ambiente, bajo la supervisión de Ketrox.

-¡Ketrox! -Exacto capitán. Este hombre se convertiría poco después en un

traidor a la patria y prófugo de la justicia norteamericana. Una verdadera pesadilla para la seguridad nacional. ¿Saben ustedes en que trabajaba antes de unirse a nuestro grupo?

Sus oyentes estaban tan absortos que eran incapaces de articular palabra.

-En el programa SETI de la agencia -continuó el doctor Helmuz luego de una pausa-; y dentro de este ¿saben en que?

-¡Hable! -dijo Boris haciendo un intento por frotarse la nuca. -En la misión de búsqueda del libro de la sabiduría de los

atlantes. -¿Que quiere decir? -preguntó Brian asomándose desde lo alto. -¡Un momento! -intervino Boris-. ¿Qué fue lo que llevó a la

agencia a tomar tanto interés en las excavaciones? -Esa es la cuestión comandante. Tal vez la intuición de

relacionar la sabiduría secreta de los atlantes, en cuyos trabajos estaba enfrascado el doctor Ketrox, con los resultados del estudio de los restos óseos hallados por nosotros aquella temporada... y a su vez, la especie de tabletas mortuorias situadas junto a los restos. ¿Las recuerda, profesor?

Philip afirmó con un gesto, como si apenas recordase lo sucedido.

-Por supuesto que no, colega -dijo el doctor Helmuz sonriendo-. Las tabletas las encontramos cuando estabas tú de viaje a los Estados Unidos... y las hice desaparecer en cuando pude descifrar su contenido. No por una cuestión personal... sino para mayor seguridad. Ellas fueron la mejor evidencia que permitió luego seguir la pista de los antiguos atlantes..., el misterio de su origen y desaparición, y sus avances tecnológicos. Lo más importante de todo. En una de las tabletas aparece señalada la constelación de Orión como el origen antiguo de los atlantes.

Boris se puso en pie. -Será mejor que descanse -dijo Philip. -¿Descansar...? Trató de frotarse la nuca otra vez, y esto le hizo recordar el

juego de esposas alrededor de sus muñecas.

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-¡Infeliz! -dijo para si. -Algo debemos hacer -sugirió Brian. -Así es; debo recuperar el comando de la Orión. -Un momento comandante -dijo Philip-. Al parecer, los

secuestradores se proponen lanzar la nave hacia la estrella Alfa Centauri.

-Para eso fue diseñada esta nave -afirmó el anciano-. El doctor Ketrox ha debido manosear la idea durante sus años de cautiverio. Es su única posibilidad de escape de la justicia. ¡Vieron esos collares al cuello! Si el alcaide de la prisión en Marte lanza la señal, podrían estallar como maíz al fuego.

-Y nosotros con ellos -agregó Brian. -A pesar de lo serio de la situación, me da ganas de reír, doctor

helmuz -dijo Boris. -Puede parecer muy fantasioso escapar de la justicia humana

huyendo hacia otro mundo, a cuatro y medio años luz de la Tierra; pero sepan..., el doctor Ketrox no es ningún fantasioso. El conoce otros secretos que no han sido revelados ni a mi mismo a través del estudio de las tabletas mortuorias.

Yo pienso en algo vinculado con los libros secretos de la sabiduría de los atlantes en algún lugar de Nepal o el Tibet. Si la NASA ha estado deseando que yo entre otro vez a las investigaciones, es porque han aparecido nuevos indicios acerca de una civilización extraterrestre.

-Entonces, dejémonos llevar -dijo Philip-. Mi misión a Marte consistía en convencerlo a usted, doctor Helmuz; y aquí parece haber terminado. Si el doctor Ketrox llevarnos quiere a las estrellas..., muy bien. ¡Vayamos con él!

-No es posible, profesor... y deje de fantasear. Nunca había oído algo tan insustancial y estúpido como eso -dijo Boris casi fuera de control-. Tenemos que pensar en algo serio. Busquemos la manera de retomar el mando de la Orión, neutralizar a los delincuentes de cualquier manera y retornar la nave a su derrotero.

-Quiero advertirles algo -dijo el doctor Helmuz-. Los anillos al cuello de los delincuentes funcionan con el pulso sanguíneo de la persona que lo lleva puesto. Si la persona muere, el anillo estalla. Sólo colocando el cadáver de inmediato a bajas temperaturas, se podría evitar el estallido. Ellos lo saben.

-Y usted doctor ¿cómo sabe todo eso? -preguntó Brian. -Soy amigo íntimo del alcaide. La única garantía para los

delincuentes es mantener a un grupo de rehenes junto a ellos. Así fue como lograron escapar. Saben que el alcaide no estaría dispuesto a sacrificarnos.

-Si así fuere, ya lo hubiese hecho -dijo Brian.

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Boris se había puesto en pie y permanecía ahora frente a la puerta de salida al corredor central.

-¿Qué piensa hacer, Boris? -preguntó su segundo al mando. -Las fantasías del doctor Helmuz no hacen más que

confundirnos a todos -dijo poniéndose de frente al grupo y de espaldas a la puerta-. Si todo lo que dice fuera cierto ¿por qué la agencia no nos dio a conocer sus planes?

Helmuz suspiró con desgano y se oprimió las sienes. Entonces fue a agregar algo; pero le faltó valor.

-Comandante -dijo Brian-, tengo una idea que puede resultar satisfactoria a todos.

-¿Qué es? -Ustedes podrían escapar en el trasbordador. -¿Qué significa ‘ustedes,’ capitán? -¡Eso! Yo trataría de distraerlos mientras abordan el

trasbordador y escapan. Luego pueden informar al alcaide para que haga estallar los anillos. Perderíamos la Orión; pero salvaríamos al planeta Marte.

El comandante quedó mirando a su segundo con aire de ingenuidad.

-No me convences, Brian. Sé que estás pensando en mi salvación personal...; pero no me convences. No voy a abandonar la nave y a todos ustedes.

El capitán se tiró de la litera y avanzó hacia Boris. -Comandante, yo lo hago. A usted su hijo lo necesita. -Gracias capitán; pero aquí me quedo -dijo Boris dejando caer

sus manos sobre los hombros de su segundo al mando. -¡Es la única forma! -¡Basta Brian! Pensemos mejor en como retomar el mando. Parecía inútil para Brian continuar insistiendo. Conocía muy bien

a su comandante. Sabía que no renunciaría a su deber, así estuviese la vida de su propio hijo en peligro.

En aquel instante se abrió la puerta del compartimiento y Dietrix apareció frente a ellos.

Capítulo 14- Decisiones drásticas. El comandante Boris fue conducido a la sala de comando, cosa

que era de esperar, ya que las personas a bordo más capacitadas para operar la nave eran su propio comandante y la copiloto Helena Hung, quienes habían sido entrenados durante varios años en los sofisticados sistemas energéticos, estructurales y funcionales de la Orión II.

Al entrar a la sala de comando encontró al doctor Ketrox junto al

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compás estelar; cuatro de los delincuentes de centinelas y a la copiloto en el puesto de comando. También Karl estaba allí.

Con los dos guardias que lo habían conducido desde el compartimiento ahora sumaban seis los secuestradores a su alrededor.

-¡Y bien comandante...! espero que haya aceptado los hechos de una manera razonable. Hace dos horas hemos entrado en proceso de aceleración. Cuando alcancemos la segunda velocidad de escape ordenaré que le quiten las esposas. Mientras tanto, deseo analizar con usted y la señorita Hung algunas cuestiones técnicas.

-Sigo insistiendo que esto es una locura. -Vamos comandante. Preste atención al doctor Helmuz -dijo

Ketrox-. Más tarde o más temprano usted tendría que realizar este vuelo...; entonces, que mejor oportunidad que esta, cuando nos encontramos aquí los mejores del mundo. A pesar de desconocer su misión, usted fue entrenado para ella al igual que los otros. Le estoy invitando a colaborar, comandante; además... sabe que no tiene otra opción. ¿O si?

-Así es; pero antes ¿dígame por qué hace esto? -Es tan sencillo... -dijo Ketrox moviendo sus dedos en un

temblor-. He estado durante años persiguiendo las huellas dejadas por seres extraterrestres en nuestro planeta y su influencia en las culturas antiguas.

Los japoneses quisieron primero comprarme el secreto a cambio de mi participación en su programa.

-¿Qué secreto? Ketrox sonrió con malicia. -No se impaciente, comandante. Ya tendrá su propia

oportunidad. Después fueron los alemanes -continuó-; pero por desgracia fui descubierto... y usted sabe el resto de la historia.

-¿Su historia de crímenes y traiciones? -Visto desde un punto de vista...; pero recuerde que todo gran

salto en la historia requiere de ciertos sacrificios, y este es el más grande salto que jamás se ha concebido -dijo avanzando con lentitud hasta situarse en la parte frontal de la nave, junto a la gran vista abierta al espacio a través del vidrio de ribalita.

-¡Mire aquí comandante! Este material fue elaborado en la Luna, con rocas de la Luna en un ambiente de ingravidez -agregó pasando el dorso de su mano izquierda sobre la superficie-. Aquel fue un gran salto. Octubre de 1964. Pero no nos quedamos en la Luna. Luego vino el planeta rojo ¿y cuánto no se ha conseguido...?

-¡Con tanto sacrificio! -dijo Boris-. Ahora está dispuesto a destruirlo todo con su egoísmo.

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-Haré lo necesario para asegurar el próximo salto de la humanidad hacia el infinito.

-Si su pasión por el bien igualara su pasión por las cosas de la ciencia, se daría cuenta que está metido en un error. La tripulación de Perseo no merecía que su dedicación a la ciencia llegara a tal extremo. Además de un traidor a la patria, es un criminal de lesa humanidad.

-¿Patria? Tonterías, comandante... tonterías. Lo que estamos a punto de conseguir está por encima de todo cálculo.

-En realidad ¿quién es usted? -En esta vida, aún no lo sé. -Velocidad de escape rebasada, comandante -se escuchó la voz

de la copiloto. -¡Muy bien! -dijo Ketrox volviendo junto al compás astronómico e

indicando a Boris con un gesto: -¡Acérquese ahora! Ordenaré que le quiten las esposas...; pero

ya deberá concientizar esta misión como propia. Para el bien de todos y de todo lo que dice que ama -concluyó.

La sala de comando tenía forma rectangular, estrechándose en el ápice de la proa donde estaban situados cuatro asientos de pilotaje, dos a cada lado de un pasillo de metro y medio de ancho. Sobre este pasillo, y a casi todo lo ancho de la pared de proa, estaba ubicada la gran pantalla, y a partir de esta la parte esencial de la nave. Su cerebro, su centro de maniobra; de la siguiente forma: entrando por la puerta oval, directo al frente y formados en semicírculo estaban los paneles con su larga serie de monitores conectados a la computadora central, al sistema de sensores, al área energética y al telescopio interferómetro y por supuesto, a los sistemas de defensa, de comunicación interna y al radar.

En medio de este semicírculo, en un panel designado para ello, estaba situado el compás astronómico; el centro inmediato de trabajo y dirección del interferómetro.

Saliendo de la sala de comando y a la derecha de la puerta oval, estaba arreglado el pequeño espacio de receso de la tripulación, decorado con árboles y flores artificiales y una pintura de las cataratas del Niágara en la pared del fondo. Allí estaba también una mesa, un sofá y un estante con libros y revistas.

Situados frente al compás, el comandante Boris y la copiloto junto al doctor Ketrox analizaban los detalles de la trayectoria; cuando se abrió la puerta oval y penetraron a la sala de comando, Philip, el doctor Helmuz y el capitán Brian, seguidos por otros de sus guardianes.

-Adelante señores -dijo Ketrox volviéndose a ellos. Los dos arqueólogos avanzaron con las manos libres y se

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situaron a espaldas del comandante. Boris estaba de pie frente al teclado, con el brazo derecho

apoyado a la altura de su abdomen. Movía el puntero sobre la pantalla horizontal, y cada vez que este alcanzaba cualquier punto en la periferia, una nueva vista se movía hacia el centro; revelando estrellas y conglomerados más distantes al norte del plano de la eclíptica. Los que no podían observar el trabajo del comandante en el compás estelar, podían observar sin embargo, las imágenes resultantes en la gran pantalla.

-Muy pronto entraremos a la zona más densa de los asteroides -dijo la copiloto alzando la voz desde su puesto en los comandos-. Si continuamos en el plano de la eclíptica, tendremos una probabilidad del setenta por ciento de estrellarnos contra cualquiera de ellos. Por otra parte, si salimos del plano demasiado pronto perderemos la oportunidad de utilizar el impulso que Júpiter podría concedernos para rebasar la segunda velocidad de escape, economizando así nuestras reservas de uranio hasta en un diez por ciento.

-Esa decisión la dejaré en sus manos, comandante -dijo Ketrox. -Muy bien..., Helena. Abandonemos la eclíptica. La mujer introdujo nueva información en el programa;

ordenando entonces a la computadora central el cambio de trayectoria.

La diferencia en el gasto de combustible ahora, o después de rebasar la órbita de Plutón sería, según los cálculos, un cinco por ciento. Gasto que continuaba siendo notable; pero inevitable debido a la necesidad de mover la nave fuera del ecuador eclíptico. En dirección a Alfa Centauri.

-Alcanzado -informó la copiloto unos minutos más tarde. -¿Qué velocidad tenemos ahora? -preguntó Ketrox. -Cuarenta y dos km por segundo -dijo Helena. -Muy bien... señores. ¿Qué les parece? ¿Cómo se sienten? -Usted habla con mucha seguridad -dijo Boris-. ¿Piensa que con

una velocidad de cuarenta y dos km llegará algún día al sistema Alfa Centauri?

-No con esa; pero con algo más... -dijo Ketrox riendo. -Son cuatro y medio años luz, doctor. No se haga el ingenuo. Lo

único que conseguirá es ponernos al borde de una catástrofe. -Ni lo estamos comandante, tenga la seguridad que no. Y para

que observe lo generoso que puedo ser con todos, tendremos la oportunidad de despedirnos de la Tierra en un breve mensaje -dijo y se volvió hacia la copiloto para ordenar:

-Restablezca la comunicación con Houston, señorita. Unos minutos después, sobre la gran pantalla apareció la

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imagen nítida del director del centro espacial de vuelos. -¿Qué ha sucedido Boris? -preguntó el hombre, cayendo de

golpe sobre su sillón. Grandes ojeras circundaban su cavidad ocular y agarraba un café con mano temblorosa.

Al ver la imagen satisfecha del doctor Ketrox junto al comandante su aspecto se agravó, exhibiendo la sonrisa forzada de un condenado a muerte después de aceptar su culpa.

-Entonces... lo consiguió, doctor Ketrox -dijo el director-. Debí haberlo imaginado mucho antes. Es usted el más grande canalla he conocido.

-Me gusta ese calificativo señor. ¡Muchas gracias! -dijo Ketrox. -¡Nada pudimos hacer para evitarlo! -dijo Boris. -Lo comprendo comandante. Hace algunas horas restablecimos

la comunicación con Marte y supimos todo lo sucedido. Usted, el comandante Owen y todos los miembros de ambas tripulaciones se han comportado como verdaderos héroes. Los admiramos con orgullo... y los felicito en nombre de la humanidad, por haber tomado las decisiones acertadas en todo momento.

-Entonces. ¿Es cierta la amenaza del doctor Ketrox? -Es cierta, comandante. El canalla podría hacer estallar los

reactores sólo con apretar un botón. -Señor... me atrevo a sugerirle -dijo Boris-. Hagan ustedes

estallar la Orión, a través de los collares que portan los delincuentes.

El doctor Ketrox se había movido junto a la copiloto y entonces extendió una mano por encima del hombro de la mujer y oprimió una tecla. La comunicación quedó cortada de forma instantánea, conservándose la imagen del director del centro espacial de Houston, como helada sobre la gran pantalla.

-No me gustan las despedidas tiernas -dijo mirando a Helena con aspecto furibundo-. Conecte ahora los escudos de la nave a máxima potencia.

-¿Hará eso? ¿Quiere llegar a las estrellas y pretende derrochar combustible, como si anduviésemos una mina de uranio a bordo? -gritó Brian.

-¡No ven ustedes! Cada acción necia de su comandante me impulsa más en mi decisión -dijo Ketrox.

El anciano Helmuz tomó a Brian de un brazo. -Tranquilícese capitán. De nada valdrán sus opiniones -dijo en

un susurro. -Pero el combustible a bordo, apenas será suficiente para volver

a la Tierra -insistió el capitán -. ¡Estaba dispuesto tomar abastecimientos en órbita con Marte!

-Parece que aún no han comprendido. No habrá regreso a la

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Tierra.¡No amiguito! Por supuesto que no -dijo Ketrox avanzando hacia ellos-. La reserva de combustible no es algo que me desalienta en mis propósitos.

Dio entonces un giro sobre sus talones y regresó junto a Helena. Oprimió una tecla en el interlocutor de comando interno y habló a sus hombres.

-Mack... ¿me escuchas...? Mack. -Si señor... -se escuchó al instante del otro lado. -Mack..., ¡traigan la maleta! -Enseguida señor. Se volvió entonces hacia los prisioneros. -No hay nada que me haga más feliz que una aventura a gran

escala -dijo sonriendo y agregó: -Señorita Hung. ¿Están listos los escudos a máxima potencia? -Ejecutado -respondió aquella. -Muy bien, señores, lo siento mucho; pero ahora voy a exigir

otro sacrificio de ustedes. Una ofrenda a la humanidad, por supuesto. Excluyendo al comandante Boris.

-Por qué no sacrifica a uno de sus hombres, o se sacrifica usted...; ¡calaña! -gritó Brian.

-¿Qué nuevo está tramando, doctor? -dijo Boris. Se abrió en aquel instante la puerta oval y entró Mack escoltado

por otros dos. Portaba en sus brazos la maleta de cuero negro. -Aquí está señor. -Colócala allá -dijo Ketrox indicando hacia la mesa en el área de

receso. Luego agregó: -¡Mack...! Nuestros anfitriones quieren que seas tú quien haga

el sacrificio por todos. El delincuente dio de repente un giro sobre sí mismo y volvió su

rostro aterrorizado hacia los prisioneros. Su mirada era turbia..., como perdida en un vacío. Entonces se puso serio y estalló en una carcajada demencial.

-Ya ustedes ven, señores; parece que a Mack no le agrada la idea -dijo Ketrox y con la misma resolución fue hacia la mesa, agarró la maleta y marcó una clave en el panel digital. Luego levantó la cubierta y agregó:

-Aquí está señores. Ahora sólo necesito saber quién de ustedes se ofrece a colocar esta pieza en la proa de la nave.

Se volvió de frente a los prisioneros y alzó entre sus manos un objeto bastante inusual. Una cruz gammada. Hubo un largo silencio seguido por el intercambio de miradas entre ambos bandos.

-Es el momento de mostrar valor y espíritu de sacrificio. ¿Quién se ofrece? -repitió alzando la voz. Extrajo entonces su pistola y fue

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de prisa hacia los comandos y puso el cañón del arma a la cabeza de la doctora Hung- ¡Si uno de los hombres no se ofrece ahora, ella morirá!

El capitán Brian salió del grupo y avanzó hacia él; pero dos de los custodios le salieron al encuentro, atrapándolo por los brazos.

-Yo lo haré. ¡Maldición...! ¡Suéltenme!-Un momento, capitán. No es tan sencillo -advirtió Ketrox-. Esto

no es una simple pieza de oro -dijo mostrando la cruz por encima de su cabeza. Hizo entonces una seña a dos de sus seguidores y estos llevaron a Brian junto a la mesa.

-En la proa de la nave existe un pequeño compartimiento conuna figura semejante en su interior -dijo devolviendo la cruz a su posición dentro de la maleta-. ¡Todo consiste en colocarla así, como aquí!

-Parece que usted llegó más lejos de lo concebible, doctorKetrox -dijo el anciano Helmuz-. ¿De qué se trata? Ya que nos ha envuelto en sus desatinos, debía al menos dar una explicación.

-No sé, doctor Helmuz. No sé. La nave fue diseñada para queesta pieza sea colocada en el lugar que le corresponde; antes de adquirir velocidad crucero.

-¿Lo qué significa...?-Que el único modo es salir a una caminata espacial. Con el

escudo a máxima potencia no existe para el héroe el peligro de los rayos cósmicos, y creo que tenemos aquí muchos héroes. ¿No es así?

-Persiste el riesgo de que sea desintegrado por el campomagnético de la nave -dijo Boris.

-Lo sabe muy bien, comandante. No quiero que me contradigan.El compartimiento de proa sólo da acceso a su interior durante el vuelo, con el campo magnético en funcionamiento.

-¡Yo voy! -dijo Philip saltando al frente-. Considero que es a mi a quien corresponde el riesgo.

-Lo siento mucho, doctor Kapec; pero se equivoca -replicó Brianaún entre los brazos de los delincuentes.

-¡Déjenlo! -ordenó Ketrox-. Tal vez será mejor que salgan los dos. Así, si uno falla, el otro podría tener éxito.

Capítulo 15- Caminata espacial. Philip y el capitán Brian caminaban hacia la esclusa espacial.

Estaba situada esta diez metros adelante de la base de acoplamiento, sobre el tercer nivel de la Orión. Dos de los delincuentes los acompañaban; uno portando la maleta de cuero negro, mientras el otro los seguía a varios metros apuntándolos

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con el fusil. -Esta esclusa es la más cercana a la proa -dijo Brian-. La

caminata consiste en avanzar a través del casco hasta superar los cien metros que nos separan de aquella. No en todo el trayecto encontraremos un punto donde sujetarnos, profesor; pero el mayor peligro consiste en que deberá ser una caminata libre, llevando la reserva de oxígeno con nosotros. La utilización de mangueras podría causar un contacto con el campo magnético, y un accidente de consecuencias fatales.

El polo positivo del campo magnético de la nave estaba en la misma proa y hasta allí debían llegar para colocar la cruz en su nicho, situado a medio metro por debajo de las líneas de fuerza.

Los dos hombres que los escoltaban hasta el lugar con la maleta de la cruz gammada, entregaron esta en manos del profesor y aguardaron en el pasillo hasta que Brian hizo descender el contacto de seguridad, y la puerta del vestíbulo se cerró emitiendo un ligero chasquido eléctrico.

La comunicación con la sala de comando estaba establecida ahora y la voz de Helena se dejó escuchar al momento.

-¿Brian, me escuchas? -¡Te escucho! -¿Todo bien? -¡Todo bien! -Chequear bien la hermeticidad de las escafandras, por favor -

dijo la copiloto, y agregó al instante-. Quiero que te cuides Brian, quiero decirte que te amo.

Las últimas palabras resonaron frías como siempre; sin el más mínimo acento de emoción; pero fueron al menos un mensaje de aliento y esperanza a los oídos del capitán.

-Lo haré -dijo este con la mayor calma que pudo. Entonces ayudó al profesor a vestir su traje.

En el monitor del vestíbulo situado en una de las paredes apareció la imagen del comandante.

-Capitán, coloque la cruz en la bolsa delantera de su traje. -Si comandante. En el puesto de comando se interrumpió la imagen de Brian. -¿Qué sucede? -preguntó Ketrox alarmado. -Muchas veces, cuando echamos a funcionar los escudos, se

producen momentáneas interrupciones a la comunicación en toda la nave -dijo Boris.

-Brian, Brian... ¿me escuchas? -repetía la copiloto. Hubo silencio por un largo rato. -Eh Mack. Ordena a los mismos hombres que chequeen -dijo

Ketrox-. Si esto es una artimaña suya comandante, le prometo que

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se va a arrepentir. -Descuide, doctor. No lo es. En la línea de monitores apareció la imagen de los dos hombres

en traje espacial. Los vieron ascender por unos segundos y otra vez la imagen quedó interrumpida.

-¿Qué diablo está sucediendo? -vociferó Ketrox. -Ya le advertí -dijo Boris-. Es normal que así ocurra con las

comunicaciones en momentos como este. La angustia y la curiosidad se había hecho perceptibles en los

rostros de los astronautas. Transmitida por Mack la orden a los dos hombres, estos

volvieron atrás a toda carrera, ascendieron la escalera y corrieron por el pasillo; pero al llegar frente a la esclusa, se detuvieron exhaustos.

-¿Ahora qué sucede el Enano? -dijo uno de ellos. -Les dije que no se muevan de ahí hasta que yo les ordene -se

escuchó la voz de Mack a través del interlocutor de radio. -Muy bien jefe -dijo el llamado Enano. Un instante después en la sala de comando reaparecían las

imágenes de Brian y el profesor a través de los monitores. Salían en aquel momento al espacio y comenzaban a moverse a lo largo del casco.

En la sala de comando Ketrox respiró con alivio. -¡Sabe comandante! Si vuelve a hacer otra estupidez como esa

que hizo de sugerir al comando de la NASA hacer estallar nuestros collares, le cortaré el cuello no a usted, sino a su copiloto. ¿Me entiende?

Sobre el casco de la nave Brian y el profesor conseguían avanzar apenas unos pasos a cada minuto. Debían mantenerse pegados a la superficie por el peligro fatal que representaba caer en el más leve contacto con el campo magnético de la nave. Incluso, el equipo espacial formaba parte de un obstáculo adicional.

Allí estaba la escala de agarraderas metálicas contra sus pechos. Cada movimiento premeditado constituía un angustioso avance.

La angustia de Helena era tan grande que apenas podía articular palabras. El resto del personal en la sala de comando se mantenía expectante ante los monitores.

-¿Cómo se sienten? -preguntó Boris. -Bien comandante; pero esta caminata nos tomará al menos

dos horas -dijo Philip. -No se desesperen. Dos horas, aún está dentro de lo permisible.

Tomen el tiempo que sea necesario y cuando lleguen a la próxima

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base de acoplamiento deténganse allí a tomar un descanso. A través de la imagen captada por los sensores no se podía

determinar la diferencia entre uno u otro de los hombres; quien era Philip o quien era Brian. Además de que la imagen no era nítida debido a las aberraciones causadas por otros campos, ambos avanzaban tan unidos que se confundían con frecuencia.

Philip levantó un pie separándolo del peldaño; luego lo movió adelante hacia el siguiente, superando con un esfuerzo la presión del campo magnético contra el casco. Entonces alzó una mano y la situó sobre la espalda de su compañero.

-Vamos Brian. El capitán parecía rígido. -Adelante capitán, un paso -dijo Philip casi suplicando. -¿Qué sucede? -preguntó Boris desde la sala de comando. Una imagen desgarradora y un lamento fue toda la respuesta.

En un parpadear de ojos uno de los paseantes había desaparecido.

-Philip..., Brian -gritó Boris. -Ya es tarde -se escuchó la voz del profesor-. El capitán... Diciendo esto sus manos se movieron atrapando el siguiente

peldaño. Una ola de pesar golpeó los rostros de los tripulante en la sala

de comando. Philip debía apresurarse si no quería correr la misma suerte.

Los sistemas de soporte vital podían comenzar a fallar en cualquier momento, debido ante todo a la temperatura tan baja del espacio exterior.

En aquel momento de riesgo, el profesor Kapec fue consciente que para llegar a la proa no necesitaba comprometer sus sentidos. Había aprendido como coordinar sus movimientos por instinto. Sólo tendría que ejecutarlos y olvidar incluso el esfuerzo físico que significaban.

Mano derecha al frente..., entonces atrapar la siguiente agarradera cuidando de que sus miembros, y con ellos todo su cuerpo, mantuviesen la mínima distancia al rígido material del casco en cada paso de avance.

Pie izquierdo, acostado sobre la escala en movimiento de arrastre hacia el próximo escaño; entonces la mano izquierda al frente, con el mismo pesado movimiento.

Mientras sus músculos ejecutaban, su mente voló de retorno a la Tierra y se posó sobre una cálida aldea con olor a especias. La armonía de la imagen se prolongó a todo lo largo de su movimiento por la escala.

Sobre un campo de trigo desplegaban vuelo infinitud de aves, al

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tiempo que el Sol se adormecía sobre las doradas espigas. Su cuerpo se había aligerado como si hubiese sido despojado de su vestimenta pesada.

Llegó junto a la base de acoplamiento indicada por Boris, y se detuvo un momento para observar su pulsera. ¡Santo cielo! Había consumido más tiempo que el exigido por los sistemas de soporte vital.

-¿Correcta es mi lectura Boris? -¡Lo es! -dijo la copiloto Helena-. Ahora... será mejor que no os

detengáis. Habéis consumido una hora de vuestro tiempo. -¡Adelante profesor! -escuchó la voz del comandante. Continuó avanzando y fue entonces que escuchó su propia voz;

una voz interna, o fue tal vez la del comandante ordenándole detenerse.

Aquella parte de su recorrido hacia la proa había acaecido como un hipnotismo.

-Muy bien Philip. ¿Cómo te sientes? -preguntó Boris. -Aún estoy vivo; podré mantenerme no sé hasta cuando. La

presión es grande...; siento que me aplasta. -¡Coloca la cruz! Fue la orden de Ketrox. Boris y la copiloto observaban en uno de los monitores los

dibujos espectrales del campo magnético de la nave. -Escucha Philip. Las líneas de fuerza se curvan justo a

cincuenta centímetros bajo el nicho situado al centro. Debes hacerlo de una vez y regresar.

-Creo que no lo hará -advirtió la copiloto en un susurro, señalando hacia el otro monitor a su izquierda, en el cual aparecía la lectura de los instrumentos de control de los sistemas de soporte vital.

Boris asintió con pesar. -En pocos minutos comenzará a fallar la calefacción -agregó

ella. Philip era ajeno a la verdadera magnitud y gravedad de su

situación. Echó por delante la cabeza y presionó con sus guantes sobre el duro metal, siguiendo la instrucción del comandante, hasta conseguir resbalar un tanto sobre la superficie curva del casco.

Así continuó arrastrándose hacia el centro de la proa, a la distancia de unos nueve metros. Cada metro, sentía el incremento de la presión sobre su pecho y la sangre que comenzaba a agolparse en su cabeza.

-No sé si podré llegar..., comandante. Me siento al estallar -logró proferir.

-¡No Philip, no te detengas! Si logras rebasar los próximos cinco

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metros sentirás una disminución de la presión junto al polo. ¡Adelante!

Logró alcanzar entonces una agarradera. Tiró de ella con ambas manos y descendió medio metro. Alcanzó la próxima y descendió otro tanto; pero cuando quizo continuar..., el cable lo detuvo.

-En mala hora. -¿Qué sucede? -preguntó Boris. -El cable..., no me deja avanzar. -Sáfalo, no tengas miedo. Te desprenderás por unos metros. Philip logró llevar sus manos al cinturón y liberó el seguro.

Resbaló por la proa y pasó sobre el vidrio de ribalita de la ventana de dos metros cuadrados. Todos lo vieron atrapar la agarradera junto al borde inferior del marco y de inmediato sintió un alivio, venido con la descongestión de su cerebro y de su sistema circulatorio al disminuir la presión.

-¡Bravo...! -gritaron de júbilo algunos de los tripulantes. Philip lo estaba logrando. Se volteó entonces sobre su espalda

con un esfuerzo casi supremo, abrió el bolsillo de lona en la parte abdominal del traje y extrajo la cruz gammada.

-¡Qué raro! -dijo Ketrox; pero ninguno prestó atención a su comentario.

Siempre con la cabeza por delante, Philip llegó junto al nicho. Estaba abierto. Extendió la mano al frente e insertó la cruz en su lugar.

En la sala de comando y por toda la nave se prendieron las luces rojas intermitentes anunciando alerta.

El pavor cundió entre todos, dejándolos irresolutos. -¿Qué sucede? -gritó uno de los tripulantes desde su asiento en

la proa. -¡Si...! ¿que sucede? -dijo Helena, sus dedos casi helados sobre

los comandos-. No encuentro que sucede, comandante. Afrodita no responde.

Fue la voz de Ketrox que puso fin a la ola de angustia. -Muy bien, señorita Helena -dijo este-. Es la señal de que la cruz

ha sido llevada a su lugar. ¡Reanude el proceso de aceleración! -Un momento doctor -dijo Boris-. Usted prometió no hacer más

daño al personal, con tal que cooperásemos todos en su objetivo. ¿No fue así?

-¡Oh, por supuesto..., comandante! Ya lo olvidaba. -Entonces, permítanos traer a Philip al interior de la nave. -Muy bien comandante, no tengo ninguna objeción; pero eso sí,

que se haga pronto. Estoy ansioso por saber como funcionará todo esto.

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Ahora le quedaba a Philip la ardua tarea de regresar al interior. Un cansancio horrible lo abatía. Hasta hubiese deseado en aquel instante abandonarse a la muerte; pero una vez más, la voz del comandante Boris sonó apremiante y amigable.

-Vamos Philip. Toma el cable y regresa. No nos abandones. Una vez más se arrastró sobre el vidrio y extendió una mano

hacia el cable. Fue entonces que comenzaron a fallar sus fuerzas mientras sus dedos continuaban tratando de encontrar agarre en el vidrio de ribalita apenas a media pulgada de la argolla. Al otro lado sus amigos lo miraban batallar con tesón.

En la pantalla del monitor la columna de temperatura continuaba descendiendo.

-¡Adelante profesor..., hacedlo! ¡Alzaos sobre vuestras rodillas! -escuchó decir.

Pudo meter un dedo en la argolla y tiró de ella. Luego alcanzó el cable más arriba y continuó tirando hasta colocarlo al nivel de su cintura, y lo enganchó al cinturón de arrastre.

-Estoy listo..., adelante -dijo con mirada mortecina fija sobre el rostro de la copiloto.

El cable comenzó a tirar de él muy despacio. Philip despertó. Había sentido un leve sollozo junto a su rostro y

pudo comprobar que no estaba solo. -Lo siento mucho -dijo; tratando al mismo tiempo de aclarar en

sus pupilas el rostro de la mujer que permanecía de pie junto a él. Ella se limpió las lágrimas y suspiró. -Lo siento mucho -repitió al ver que no cesaba de mirarlo y se le

ocurrió que allí en lo profundo de su pensamiento la mujer lo estaba culpando.

Aún se sentía muy débil, con mareos, dolor en el pecho y centelleo en las pupilas; para comenzar a impartir una larga explicación. Aún no comprendía incluso cuanto tiempo hacía que estaba en cama; pero al menos decidió, siendo breve, decir algo más significativo para ella que una simple disculpa.

-¡Acércate! Tengo algo que decirte -pidió con voz casi imperceptible.

Helena acercó un oído a sus labios y esperó en silencio. -El capitán Brian no está muerto -dijo el profesor, y entonces

cerró los ojos rendidos por la fatiga. Capítulo 16- Salvados o condenados. Cuando despertó, se dio vuelta sobre la litera y observó que aún

continuaba el centelleo de la lucecita roja junto a la puerta; pero Helena no estaba ya junto a él ni en lugar alguno de la habitación.

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Este descubrimiento lo hizo sonreír satisfecho. Entonces comenzó a preocuparse otra vez por el tiempo y echó una ojeada a los dígitos del reloj astronómico en el dintel.

Sacudió la cabeza con aire de incredulidad y se restregó los ojos; y tiró de la sábana a un lado y se puso en pie.

Estaba descalzo. Lo único que cubría su cuerpo era un kimono ligero de seda verde.

Caminó hasta situarse frente a la puerta y entonces alzó la vista. En efecto. No se había equivocado, aunque lo hubiese

preferido. Quedó un rato observando; pero los segundos parecían interminables. Rojos e imparables. Se regresó a la litera y tiró un vistazo sobre el vaso de agua a medio beber y su asombro fue mayor. Más de setenta y dos horas de sueño era mucho dormir para un hombre como él. Le parecía increíble.

-¿Qué está pasando? -dijo acongojado y se pegó una palmada en la frente, tan fuerte que pudo haber lastimado su lóbulo frontal.

Se encaminó al ropero y tomó uno de los quimonos de material ligero, comenzando a vestírselo de prisa. No más de minuto y medio y estaba listo, parado frente a la puerta y presionando con pocas expectativas el botón rojo de seguridad. Para sorpresa suya..., la puerta cedió a la señal.

El corredor estaba desierto a todo lo largo de la sección central, y esto le resultó más preocupante aún. ¿Qué había sucedido allí? ¿Dónde estaba todo el mundo? Por un momento dudó..., y trató de recordar y quiso volver atrás; pero a pesar de eso no lo hizo. Sea lo que fuere tendría que enfrentarse a la realidad. El hastío había comenzado a esparcirse de forma radial por las circunvoluciones de su cerebro con su carga de adrenalina, y fue suficiente. Arrancó decidido.

Si uno de los delincuentes se interponía a su paso lo golpearía, tomaría cualquier arma y continuaría hiriendo a todo aquél que tratara de impedirle llegar hasta la sala de comando. ¿Por qué haría eso? Tal vez lo había decidido ya durante el sueño. No permitiría que gente de tal calaña lo estuviese forzando. Impartiéndole órdenes arbitrarias. Ya no sentía lo mismo. No volvería a ser igual. El enfrentamiento con el miedo había hecho cicatrizar muchas heridas en su corazón. Su paz mental había sido perturbada y para recuperarla, necesitaba enfrentarse ahora a la realidad hostil o perecer de forma definitiva como el ser que fue antes de remontarse a las estrellas. Sentía aún entre sus manos la mano suave y tibia de la doctora Hung. Pero otra vez impactó en su cerebro la misma idea. ¿Dónde estaban todos? El corredor central aparecía desolado. Se detuvo por segunda ocasión y sintió deseos de volver atrás.

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Por fortuna nada le había sucedido hasta el momento. Llegó frente a la puerta oval y oprimió el botón. -Acceso

concedido-. Sintió un gran alivio al asomarse al interior. Allí estaban todos, o al menos las personas que deseaba ver y escuchar.

A diferencia de otras veces, ninguno de los malhechores que servían al canalla hizo el menor intento de salirle al paso; aunque él tampoco hizo por avanzar. Quedó frente a la puerta oval tratando de comprender el interés de todos hacia la gran pantalla. El primero que notó su presencia fue Helmuz, avanzando hacia él..., tendidas las manos al frente en un desborde de júbilo senil.

-¡Venga colega! ¿De qué piensa que se trata? -dijo tomándole de la mano por primera vez en veinte años de amistad, e intentó arrastrarlo al interior de la sala.

Había quedado aturdido por el inesperado mitin y se dejó llevar. -¡El Sol...! Si, eso es -dijo uniéndose al grupo. -Se equivoca, doctor Kapec. Esta vez se equivoca -dijo Ketrox. -Venga Philip, ¡venga por acá! -dijo Boris saliéndole al

encuentro..., conduciéndole entonces hasta su propio sillón en el puesto de comando.

-Sé que aún está débil. ¡Siéntese aquí! Y Philip se sentó sin objetar. Entonces el comandante lo miró y

dijo: -Debe saber que acabamos de entrar en órbita alrededor de

Alpha Centauri A, y que en este momentos nos encontramos a cuarenta y dos unidades astronómicas de la estrella.

-¡Alfa Centauri..., comandante! ¿Bromea usted? -Seguro que no. -Quiere decir. ¿Hemos viajado a Alpha Centauri? -dijo

observando hacia la gran pantalla. -Así es, profesor. La distracción de las miradas se había trasladado desde la

estrella, hacia el hombre que hizo posible aquel milagro con su intrepidez. Los que habían pasado ya por la emoción del primer instante, ahora deseaban saborear ellos mismos la satisfacción de ver el asombro y aquella misma emoción en el rostro del convaleciente.

-Ya que el doctor Ketrox consiguió lo suyo. ¿Cuál será el próximo paso? ¡Eso es lo que me pregunto yo! -dijo Philip.

-Aún no he conseguido lo mío -dijo Ketrox-. Que hayamos llegado hasta el sistema, no significa en modo alguno que la búsqueda ha concluido. ¿No pensarán que he venido a girar aquí para siempre?

-Señores... los planes del doctor son mucho más ambiciosos -

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dijo el anciano Helmuz sosteniendo la mirada de aquél por un instante. Entonces continuó:

-El piensa que en este sistema existe un planeta habitable... o tal vez habitado.

-Tendríamos que darnos a la tarea de explorar todo el espacio -dijo Philip.

Boris se había acercado a la ventada de babor junto a la cabina y echaba un vistazo al exterior. Entonces se volvió y sonrió; pero sus amigos vieron no más que una muestra de amargura en su rostro.

El espacio exterior aparecía resplandeciente de estrellas y cúmulos estelares; pero una estrella de primera magnitud, color naranja, destacaba entre todas.

-Tal vez nos tome un poco más de tiempo que el que tardamos en llegar aquí -dijo Boris, después de observar con atención los rostros-. Aún les tengo algo que contar, nada alentador por cierto. Lo que nos queda de combustible no será suficiente para un viaje de regreso a Tierra, ni incluso para mantenernos explorando por mucho tiempo los alrededores del sistema.

-No se preocupe. Encontraremos el planeta -dijo Ketrox-. Usted mismo con la doctora Hung, deberá organizar la búsqueda y mantenerme informado de cualquier situación anómala. Creo que será innecesario recordarles, además; que cualquier desobediencia a mis órdenes les podría costar muy caro. Ahora iré a descansar. ¡Buena suerte comandante!

El hombre desapareció a través de la puerta oval no sin antes lanzar una seña a Mack. Este permaneció allí junto a otros cinco, con su mirada demente y escrutadora sobre los miembros de la tripulación.

El doctor Ketrox entró a su compartimiento. El que había elegido en el lado izquierdo; al final de la séptima sección del corredor central. Uno de sus corpulentos seguidores venía tras él; el hombre de la cruz gammada en el hombro, el que días antes había estrangulado al comandante Owen.

-Tengo más confianza en ti que en ese imbécil de Mack -dijo al entrar y mientras se encaminaba a su litera.

Allí junto a la cabecera de esta estaba un mueble con algunas copas encima. Abrió una gaveta y extrajo una botella de licor.

-¿Quieres un trago? -dijo a su secuaz mostrándole la botella. -Claro que sí, doctor -dijo el otro. Sirvió dos; con lentitud..., observando cada vez como el licor

rebosaba. -¡Sabes Dietrix! nunca bebo más que esto. Necesito pensar con

claridad; pero este trago me reconforta. ¿Ya encontraron al

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hombre? -No doctor, ordené a los otros que lo busquen por toda la nave.

Puede estar dormido en algún rincón. Ketrox le alcanzó el trago y alzó entonces su propia copa hacia

la lámpara en la pared al frente para observar a contraluz el líquido ambarino.

-Cuando lo encuentren, preséntalo a mi de inmediato. A ese estúpido hay que darle un buen castigo. A propósito..., no quiero comentarios. No podemos permitir que este incidente llegue a oídos de los tripulantes.

Bebió de un solo sorbo y lo saboreó. Una sonrisa cruel apareció en sus labios y se le contagió a Dietrix. Este bebió mientras Ketrox iba hacia la claraboya.

-¡Sabes una cosa! Estamos a punto de conseguir nuestra total libertad -dijo al tiempo que observaba hacia el exterior-. Cuando la tengamos, tú y tu hermano se encargarán de eliminarlos a todos.

Capítulo 17- En busca del capitán Brian. Philip permaneció por dos horas en la sala de comando. Ya se

sentía mucho mejor, rebasando su etapa de convalecencia; pero aún persistía el dolor de cabeza. Helena lo había notado y lo hizo saber de inmediato al comandante.

-Vaya a descansar, profesor -ordenó este. -¡Muy bien..., muy bien! pero pronto, en cuanto me sienta mejor,

vuelvo con ustedes. Por un segundo su mirada cayó firme sobre los ojos de la

doctora Hung y entonces dio media vuelta y se alejó hacia la puerta oval.

-Aún no está nada bien, aunque no lo quiera admitir -dijo la copiloto de manera que los bandidos en la sala la escuchasen.

Philip tenía algo en mente y necesitaba ponerlo en práctica. La miró un segundo y ella pareció comprender. Así tenía que

ser para evitar que el escrutador Mack tuviese alguna sospecha. Philip había notado que ninguno de los delincuentes se cuidaba

de él como antes, tal vez debido a su estado; y ahora tenía que aprovechar esa circunstancia para recorrer la nave.

Cuando llegó junto a su puerta y volteó a ambos lados la cabeza, pudo comprobar que el pasillo continuaba desierto en toda su extensión.

Eso sugería que el doctor Ketrox se sentía más confiado, concediendo cierta libertad a sus prisioneros, en buena parte porque consideraba cumplido su principal objetivo. Todos estaban ya en idéntica situación. Obligados a colaborar con él si aspiraban

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a salir con vida. Philip continuó en sentido contrario a la sala de comando, y por

eso no vio al hombre que desde el corredor lateral lo seguía con la mirada. Era el médico Grant que regresaba a su departamento de trabajo.

Philip avanzó junto a la pared hasta llegar a la séptima sección; pasó frente a la puerta del compartimiento de Ketrox y tornó a la derecha en dirección a las escaleras. En aquel momento comenzó a preocuparse por la existencia del resto de los convictos.

Cinco permanecían de forma permanente en la sala de comando; ahora con aquél que parecía ser el brazo derecho del doctor Ketrox en sus fechorías.

El propio doctor Ketrox junto a su guardaespaldas se había retirado a su compartimiento. ¿Dónde estaban los otros? Fue la incógnita que recorrió su cerebro como un relámpago.

Al llegar junto a las escaleras comenzó a descender con cautela hacia el primer nivel. Allí se encontraba la sala de reactores y los depósitos de combustible nuclear.

Sólo tres personas a bordo tenían acceso a dicho compartimiento: el comandante, Brian, y la copiloto Helena y sin el rastreo digital y pupilar de cualquiera de ellos sería imposible acceder al corazón mismo de la nave. Brian pareció haber elegido bien el lugar para esconderse desde el primer instante.

El tintineo de las luces rojas le advirtió que se aproximaba al área de generación. Le tomó apenas unos segundos llegar allí, frente a una estrecha puerta de ribalita. La empujó y penetró a un estrecho corredor a su izquierda.

Allí el espacio para andar era reducido, ocupado en toda su extensión por los conductos aislantes del líquido radioactivo a dos metros sobre el piso, y por la parte baja a un lado los conductos de agua refrigerada.

Un silencio casi absoluto lo hizo retornar al sentimiento de soledad que tanto lo abrumó en su niñez, y fue entonces que, a través de la puerta medio abierta que había dejado a sus espaldas escuchó un golpe metálico, seco y corto que lo dejó en suspenso. Se volteó con lentitud.

No estaba seguro cual pudo haber sido la causa del ruido, y decidió regresar atrás para comprobar que nadie lo seguía en su caminata incógnita.

De unas pocas zancadas se puso junto a la puerta y asomó la cabeza husmeando a ambos lados del corredor.

Dos de los delincuentes se habían detenido allí; pero a la derecha y a unos cincuenta pasos. Ahora se dio cuenta al mirarlos al rostro a través del hilo de espacio que se concedió a sí mismo,

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de lo tétrico del ambiente en el primer nivel de la Orión. Ambos hombres parecían bañados en sangre y sus armas

reflejaban el frío agudo de la desolación. Por suerte parecían no tener la intención de tomar a la derecha y mucho menos de venir hacia la estrecha puerta de vidrio y ribalita. Avanzaban despacio y dando muestras de indecisión y temor.

Uno de ellos se detuvo y el otro se volteó para conminarlo: -Vamos ¿que pasa? -dijo con aparente mal humor. -Me pregunto por qué el doctor no da la orden de acabar con

ellos de una vez. ¿Qué hay que esperar? Esta gente me pone nervioso.

-Son nuestros prisioneros. ¿De qué te asustas? -Siento como si el diablo nos observara. -Es tu conciencia de bandolero -dijo el otro en medio de una

carcajada-. Escucha Rata, lo que pasa es que la gente lista te asusta demasiado, como a ese estúpido que desapareció. Tal vez se escondió con una botella de licor y se asfixió con su propio miedo. Deja al doctor que decida lo que se le antoje. Piensa que sin él, estamos perdidos. No somos nada.

-Ya lo sé. ¡Pero mira el Enano! ¿Por qué no agarramos por esa puerta? -dijo el larguirucho indicando con el cañón del fusil.

-Porque ahí ya fuimos una vez. ¡Vamos..., sígueme y deja de hacer ruido con tu miedo!

Pasaron frente a la puerta de ribalita y Philip esperó un momento hasta verlos desaparecer a lo largo del corredor, y entonces reemprendió su marcha por el tortuoso pasadizo en dirección a la sala de reactores.

Debía ser mucho más cauteloso ahora, conociendo que los prófugos recorrían la nave.

El corredor bajo los conductos terminó en una puerta semejante a la que había dejado atrás. Philip nunca había estado allí.

La abrió despacio y observó a través del resquicio. Este era el vestíbulo a la sala de los reactores, el acelerador de partículas y los depósitos de uranio y desechos radioactivos.

Todo parecía en calma y a unos pocos pasos debía estar Brian oculto.

Aunque muchas de las luces habían sido apagadas, decidió avanzar hasta la puerta de acceso.

Extrajo entonces el pequeño comunicador dactilar, para hacer llegar a Helena en la sala de comando la señal convenida.

Y la frase -acceso a los reactores- apareció como un destello fugaz en la esquina superior derecha de la pantalla del monitor frente a la copiloto. Fue suficiente para que ella la reconociese.

El comandante Boris estaba de pie frente al compás. La mujer

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le echó una mirada interrogativa. En aquel instante Mack se había puesto en pie y avanzaba a

través de la sala de comando en dirección a la ventana de babor. Pasó junto al comandante lanzándole una mirada suspicaz y

cuando se alejó a sus espaldas; la copiloto vio llegada su oportunidad. Colocó su mano derecha sobre el detector dactilar.

La señal fue recibida en el vestíbulo y apareció como -acceso concedido- en la pequeña pantalla sobre el teclado, a un lado de la puerta. Philip ya estaba allí aguardando con impaciencia.

Ahora debía marcar la clave en el panel de acceso. ¡Deprisa! En cualquier instante podía aparecer uno de los delincuentes

desembocando al vestíbulo desde el corredor lateral. Philip marcó la clave sobre el teclado, a la altura de sus ojos. Un

mal presentimiento había tenido durante su última noche de convalecencia.

Volteó la cabeza hacia el extremo del corredor. Sintió otra vez dolor de cabeza y náuseas. La puerta se fue alzando y se disponía a dar su primer paso al

frente. -¡Quieto profesor! Será mejor que no lo haga -resonó una voz a

sus espaldas. Giró sobre sí mismo, y el corazón le dio un vuelco. Allí estaba la réplica del asesino Dietrix. Su hermano gemelo. En un segundo se sintió ofuscado, perdido, desilusionado con su mala estrella. El hombre lo encañonaba directo al pecho.

-¡Vamos, dispara! -fue la frase demente que se le ocurrió proferir.

-No aún profesor, tal vez el doctor Ketrox desea hablar con usted.

El hombre introdujo la mano al bolsillo de su kimono y extrajo el comunicador; pero Philip se lanzó hacia él golpeándolo al pecho con ambas manos.

Se escuchó un disparo, al tiempo que el hombre se tambaleó casi perdiendo el equilibrio, y el comunicador rodó por el piso.

Philip se alejó de un salto; pero ahora se sintió perdido. Miró a su alrededor y no halló un solo punto de escape. La

puerta por donde había entrado al vestíbulo resultaba demasiado distante como para llegar a ella antes que una bala lo hiriese. La puerta de acceso a los reactores quedó bloqueada por la figura del grandullón, pistola en mano.

El hombre había recuperado la serenidad mientras Philip buscaba con asombro el lugar por donde había penetrado la bala en su cuerpo.

-Tuvo suerte..., profesor. ¡Vamos a ver con esta! -dijo el asesino riendo e hizo otro disparo.

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El proyectil desprendió chispas al golpear a la derecha contra la pared. El hombre se detuvo un segundo para contemplar el arma en su mano, maravillado acerca de... ¿qué había sucedido por segunda vez?

Profirió entonces una maldición y reanudó los disparos. Philip se sintió morir tantas veces como disparos estallaban dentro del vestíbulo, repicando contra las paredes y el piso.

El hombre cesó en su demencia al agotársele los proyectiles, entonces lanzó la pistola a un lado y extrajo el puñal de su funda, dando el primer paso al frente. Un estallido a sus espaldas lo detuvo, lo hizo estremecer y caer de bruces.

Allá estaba Brian al final del vestíbulo, contra la esquina que da acceso al corredor. La aparición del capitán sacó a Philip de su asombro.

-¿Qué sucedió? -preguntó Brian. Recorrió su propia figura de arriba a abajo con mirada incrédula. -¡No comprendo! ¿Parezco muerto? -No profesor..., no lo creo -dijo Brian llegando junto a él-. Al

menos está más vivo que este desgraciado. Ahora vámonos de aquí. Hay hombres recorriendo el primer nivel. ¡Ayúdeme con esto!

Arrastraron el cuerpo al interior de la sala de reactores y Brian tomó el extintor más cercano y descargó su contenido, cubriéndolo de escarcha. Luego recogió la pistola y el comunicador y se lo tiró al lado.

-Así está mejor. ¡Váyase ahora profesor! Yo me encargaré de esto. Será mejor que no noten su ausencia. Nos comunicamos. Prográmelo al... -dudó unos segundos-. La fecha de mi cumpleaños. ¡Ah profesor! Regrese a su compartimiento por donde mismo llegó hasta aquí.

Philip desapareció tras la puerta de vidrio y ribalita, aún con una noción muy imprecisa de lo sucedido. Cinco minutos después llegó frente a su compartimiento y penetró de prisa. Sería un dichoso si ninguno de los hombres de Ketrox, por supuesto además del difunto, hubiese llegado a notar su ausencia.

Se tendió sobre la litera y comenzó a cavilar sobre lo acontecido en la última media hora de su existencia.

Capítulo 18- El planeta perdido. ¿Cuánto tiempo tardarían Ketrox y sus hombres en enterarse de

que el capitán estaba con vida; oculto en algún lugar de la nave? La desaparición de otro de sus hombres muy pronto provocaría

la sospecha y esto podía traer consigo una reacción violenta e impredecible. El doctor Ketrox sería capaz de exterminar a una

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parte de la tripulación antes de lo previsto por él mismo, como lo hizo con la tripulación de Perseo. Por otra parte, pensar en retomar el mando de la nave en aquel momento era casi un suicidio.

-Alpha Centauri es un sistema triple, profesor -afirmó el comandante Boris horas más tarde.

A través de la gran pantalla los astronautas contemplaban con renovado asombro las imágenes captadas por el telescopio; mientras la doctora Hung trataba de obtener información precisa sobre los patrones de traslación de las dos estrellas.

A pesar de que el interferómetro se había mantenido funcionando las veinticuatro horas del día, con dos tripulantes siempre alerta a la aparición de cualquier señal, hasta el momento no se había conseguido nada esperanzador.

La fe comenzaba a decaer entre ellos. Los dos navegantes comenzaron todo con alarmantes muestras de histeria, maldiciendo sin frenos la odisea en que los había involucrado el doctor Ketrox.

La copiloto Helena estaba padeciendo un nerviosismo que a duras penas le permitía fijar la mirada sobre su trabajo en los comandos. La situación aún no se había hecho crítica ni mucho menos; pero todos presenciaban la amenaza del destino incierto.

Tampoco el doctor Helmuz, a pesar de su edad y experiencia, podía escapar de aquel sentimiento de desamparo y perdición.

La Orión II estaba utilizando el influjo gravitatorio de la estrella como medio de freno, y de esta manera habían conseguido reducir el gasto de combustible propio; pero el temor al instante en que no quedase ni un miligramo de uranio les quitaba el sueño y el apetito.

A la distancia de diecisiete unidades astronómicas de Alpha Centauri A, comenzaron a divisar más detalles de lo que podría constituir un verdadero sistema planetario, tal vez aún en formación.

Era una gran nube de gases y polvo cósmico muy brillantes alrededor de la estrella.

-Hemos entrado al sistema por uno de los polos de la eclíptica -dijo el comandante Boris.

-¿Qué quiere eso decir? -preguntó Ketrox. -Quiere decir...; que habrá que invertir un veinticinco por ciento

de las reservas de combustible para entrar al plano. Pienso que allí tendremos más posibilidades de encontrarlo, si es que existe.

-El planeta existe, comandante. Quiero a Alpha Centauri A. -Es la más cercana de las dos estrellas. -Pero quiero que sea registrado cada palmo de espacio en el

sistema. -Descuidad -dijo Helena-. A esta altura de las circunstancias

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cada uno de nosotros sería capaz de hacer casi hasta lo imposible por encontrar ese mundo del que habla. Es la única esperanza que tenemos. ¿No es así?

-Me alegra que lo comprenda, señorita. Ya puede estar segura que lo encontraremos -dijo Ketrox-. Ahora dígame, comandante. ¿Cómo harán para organizar la búsqueda?

-Aún nos encontramos en una posición muy difícil; pero ya que usted lo ha dicho. Tomaremos a Alpha Centauri A como nuestro objetivo. A una menor distancia y en el mismo plano de la eclíptica, los resultados de la observación podrían ser mucho mejores. ¿Quiere saber como lo hacemos?

-¡Diga...! -La nave cuenta con dos telescopios ópticos situados uno hacia

la proa y otro hacia la popa a una distancia exacta de 200 metros uno del otro. Ellos constituyen nuestro interferómetro. Combinando las imágenes de cada uno, cuando enfocados a un mismo punto, obtenemos entonces una vista de alta resolución de los objetos. Para organizar la búsqueda, dividimos el espacio total que deseamos explorar en una red de coordenadas que nos permita elegir el cuadrante deseado y explorarlo a fondo. Pero ya le dije. Cuando alcancemos una órbita, la más circular posible, nuestras posibilidades de éxito serán mucho mayores.

-¡Mire comandante! -dijo Philip señalando a la gran pantalla-. ¿Significará esa luminiscencia la presencia de algún planeta?

-No necesariamente. -Si existe algún planeta sólo podría ser detectado situando la

nave en el mismo plano de la eclíptica -dijo la copiloto-. Lo que quiere decir, un mayor gasto de combustible.

-Doctora Hung ¿Me podría explicar en que consiste ese plano de la eclíptica que tanto mencionan?

-Por supuesto, profesor. ¡Venga hacia acá! La copiloto estaba sentada en su sillón de comando frente a la

gran pantalla. Philip se situó a sus espaldas y ella introdujo alguna información a través del teclado. Al instante en la pantalla del monitor apareció un plano a escala del sistema solar.

-Imaginad aquí nuestro sistema, profesor. ¡Veréis ahora! Actuando sobre los comandos hizo aparecer una esfera

semejante al Sol en el extremo derecho de la pantalla. -Imaginad que esta es Alpha Centauri A y su compañera más

cercana, Alpha Centauri B. Si existe un planeta alrededor de cualquiera de ellas, lo más probable es que se desplace por el espacio en el mismo plano en que lo hacen ambas estrellas alrededor del centro común de traslación. Eso sería lo más normal; según la teoría actual sobre la formación de las estrellas. Es la

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única forma de conservar el momento cinético de todo el sistema. Pero ahora observad lo siguiente.

La copiloto introdujo más información sobre el teclado. Un plano cortó la esfera representando al Sol, y se extendió hasta la esfera representando Alpha Centauri A.

-Para poder observar un planeta en este sistema desde la Tierra, es necesario que se encuentre en el mismo plano de traslación en que se encuentra nuestro planeta. Cosa que al parecer no ocurre así.

-Así es. Y esa ha sido la razón por la cual no se ha descubierto hasta el presente ningún planeta en Alpha Centauri -dijo Boris.

-¡Ya...! ¿Y por eso tendremos que situar la nave...? -Eso es profesor -dijo la doctora Hung-. Tendremos que situar la

nave a lo largo del mismo plano en que se desplazan los dos miembros de Alpha Centauri alrededor una de otra con respecto a la Tierra. Ese plano tiene una inclinación de 79.23 grados. Si existe algún planeta, ahí es donde están las mayores probabilidades de encontrarlo.

-El planeta se dibujaría entonces como una mancha cruzando frente al disco luminoso de la estrella. Como un eclipse -agregó Boris.

-Parece sencillo. -Así es profesor. Lo que no se ha podido conseguir desde

Tierra, podríamos conseguirlo desde la nave, si la logramos situar en el plano de la eclíptica del sistema.

-Entonces que espera, comandante -dijo Ketrox. Cinco horas más tarde habían entrado en órbita alrededor de

Alpha Centauri A. Ahora estaban situados en la región que mostraba ser a todas luces el plano de la eclíptica.

El astro lucía como una estrella de cuarta magnitud. Se localizaron muy pronto gran cantidad de cuerpos opacos y una nube de gas y polvo rotando a su alrededor en forma de un disco alargado de gran excentricidad.

Boris avanzó de prisa hacia la copiloto y el descubrimiento creo excitación entre todos.

-¿De qué se trata? -Parece ser un cinturón de asteroides, comandante. ¡Mirad aquí! Sobre la pantalla del monitor se dibujaban en orden sucesivo

cuerpos opacos de forma irregular. -¿Qué distancia? -Nueve Unidades astronómicas, comandante. Están fuera de la

zona de vida. -Falsa alarma muchachos -dijo Boris alzando su voz.

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Detrás de los comandos estaban Ketrox y dos de sus hombres; Philip y el doctor Helmuz.

-¿Qué es? -preguntó el primero. -Un poco de piedras..., demasiado lejos de la estrella -dijo Boris

volviendo al compás. La búsqueda del planeta se había convertido en una cuestión de

supervivencia. Una obsesión de todos a bordo. El comandante no se separaba ni un minuto de su puesto, el sitio desde el cual se controlaba el trabajo del telescopio.

La doctora Hung, en su puesto de comando, trabajaba con el radar lanzando la señal en dirección a la estrella. Trataba que no escapase de su rastreo ni un palmo de espacio sobre la eclíptica; e incluso, muchas veces extendía su búsqueda varios grados al sur y norte de dicho plano, incrementando así las probabilidades de éxito; pero también su trabajo agotador.

Habían pasado ya varios días desde el hallazgo del cinturón de asteroides y todo parecía ser un afán sin sentido. Era el quinto día de instalados en el sistema y ahora la nave se desplazaba por el perihelio de su órbita.

La copiloto, Boris y los tripulantes estaban agotados y el agotamiento se reflejaba en el nerviosismo causado por la vigilia y el incesante trabajo frente a los comandos, bajo la supervisión de los delincuentes.

Philip entró por la puerta oval con una jarra de café. Se dirigió primero al puesto de la copiloto y llenó la taza junto a ella. Avanzaba entonces hacia el comandante, de pie frente al compás, cuando un chillido de la mujer lo hizo estremecer.

-¿Qué...? -dijo Boris corriendo junto a ella. Casi atropellando al profesor.

Otra vez cundió la excitación por la sala de comando y el doctor Ketrox con Mack entraron en aquel instante por la puerta oval.

-¿Qué hay ahora? -gritó el primero. Nadie le respondió. Boris estaba ensimismado frente a la pantalla del monitor. Otra

vez había sido Helena con el radar la que hizo el descubrimiento de un cuerpo irregular.

-Es pequeño, Boris. Unos cien metros de largo; pero no parece un asteroide.

-Karl. ¿Podrás conseguir los datos con el interferómetro de rayos x? -dijo Boris al tripulante sentado a su derecha.

Pasaron unos segundos de expectación. Todos con la mirada fija en las imágenes.

-Un momento comandante... -dijo al cabo-. ¡Aquí está! El interior de ese objeto es una cavidad.

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-¿Distancia? -2.70 Unidades astronómicas -dijo Helena-. ¿Os parece de

interés? -¿Un asteroide hueco...? Conocemos que existen en nuestro

propio sistema solar. -Pero este es pequeño -dijo Helena-, incluso, más pequeño que

la Orión. ¿Lo sigo con el radar? -No sólo eso. Pásame las coordenadas y la distancia de ese

objeto al compás astronómico. Lo seguiremos con el telescopio. Su órbita tiene el mismo sentido que la nuestra. Cuando esté situado a su máxima distancia de la estrella, nosotros aún estaremos en perihelio, y podremos observar parte de su cara iluminada. Mientras tanto, pónganse todos a trabajar en esto. Quiero toda la información que sea posible obtener.

-Comandante, no estará usted perdiendo el tiempo en ese pedazo de roca -dijo Ketrox.

Seguido por Mack se había situado junto a Boris tras el compás. -Doctor Ketrox, eso lo podremos afirmar en un par de horas,

cuando hayamos obtenido más detalles. Este objeto se encuentra precisamente en la zona de vida de Alpha Centauri A. Más tarde o más temprano tendremos que ingresar a esa zona.

-¡Boris! -llamó la copiloto en aquel instante-. El espectroanálisis da un resultado muy diverso; muy distinto a la composición de un asteroide..., hasta donde nuestro saber alcanza.

-Ya ve, doctor Ketrox. Hay algo curioso en ese objeto. ¡Veamos de que se trata!

En el monitor frente a Boris apareció la tabla del espectroanálisis. Cada banda de colores con el símbolo de su elemento químico característico.

-Aquí tenemos plomo y titanio -dijo señalando con un dedo sobre la pantalla-. Por acá, aluminio y boro, uranio, helio, hidrógeno, plutonio y oxígeno. Estas son las bandas más acentuadas. ¿Qué le parece entonces, doctor Ketrox...? ¡Pero esperen...! hay algunos espectros desconocidos en la banda de absorción.

-¡Imposible que sea un asteroide! -gritó la copiloto. -Entonces... ¿qué piensa que es? -preguntó Ketrox. -Cualquier cosa... ¡sabrá Dios! Hay que esperar unas horas. Tres horas más tarde casi todos reunidos en la sala de

comando observaban con ansiedad hacia la gran pantalla. El telescopio interferómetro en su máxima resolución había sido apuntado al objeto. Pasaron unos minutos de expectativa y luego su porción iluminada fue creciendo en la imagen.

Al principio la superficie apareció con montículos y hondonadas

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provocados por los contrastes de luz y sombras; pero entonces una prominencia con una esfera en la cima se dibujó con nitidez ante los ojos atónitos de los presentes.

-¡Una nave! -se escapó de algunos labios. -¿Qué cree usted, comandante? -dijo Ketrox. -Así es..., una nave. -Diablos, ¿de dónde ha salido eso? -Me atrevería a aseguraos que no de vuestra imaginación,

doctor Ketrox -dijo Helena. El ángulo formado entre el objeto y el borde de la estrella se fue

reduciendo hasta que Alpha Centauri cayó en el campo visual del interferómetro.

-En pocos minutos la perderemos detrás de la estrella -dijo Boris.

-¿Qué sugiere usted, comandante? -Vamos a ella. Parece una nave muerta orbitando sin nadie que

la controle alrededor del sistema. El grupo permanecía frente a la gran pantalla. Observaban

como la nave se diluía en el borde del disco luminoso. Cuando algo más atrajo sus miradas.

Por el borde izquierdo de Alpha Centauri comenzó a penetrar una mancha oscura de forma esférica.

-¡Allá está! -exclamó Ketrox-. ¡Belsiria...! ¡Allá está Belsiria! ¡Es el...! ¿Qué piensa comandante?

Los astronautas, aunque contrarios a la sucia conducta del doctor Ketrox, no dejaban de compartir el mismo arrebato de alegría.

La nitidez y limpieza con que la gran mancha surcó en poco menos de 14 minutos a través del diámetro ecuatorial de Alpha Centauri, los dejó a todos sorprendidos, y si no hubiese sido por la situación real en que se encontraban con respecto a los bandidos, se hubiesen abrazado unos a otros. Tal fue la magnitud del descubrimiento; pero Boris fue el primero que supo guardar compostura, sirviendo como ejemplo a los demás prisioneros.

-Así es canalla..., parece que ahí lo tiene -dijo endureciendo de forma deliberada el tono y acento de sus palabras.

El doctor Ketrox parecía haber ensordecido, riendo mientras retrocedía hacia la puerta oval.

-Está situado en la zona de vida. A uno punto treinta y dos unidades -dijo la copiloto.

Entonces intervino Philip; que por largo rato se había mantenido junto a los otros observando la gran pantalla y el trabajo del comandante.

-Para que seguir esperando en vez de lanzarnos de una vez.

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Acerquémonos al planeta..., es mi opinión. Se escuchó la voz de Helena. La copiloto se había dado la

vuelta sobre su asiento; pero sin llegar a levantarse, informó: -El espectroanálisis nos da una composición de tipo terrestre,

muy probable con una atmósfera de oxígeno. -¡Señorita Helena! -ordenó Ketrox con firmeza, recostado un

hombro contra el marco oval-. Dirija de inmediato la nave hacia el planeta.

Capítulo 19- En órbita. Horas después estaban obteniendo imágenes de calidad de lo

que era un profundo anillo y dos lunas alrededor del planeta; un gigante de tipo terrestre, más de cuatro veces el tamaño de nuestra Tierra.

Boris se mantenía en el interferómetro tomando fotografías muy detalladas de las regiones bañadas por la luz del sol, y en eso estuvo hasta el momento mismo en que la nave entró por primera vez en el cono de sombras proyectado por el planeta. Para aquel instante habían finalizado los cálculos de los parámetros más importantes que aparecían ahora proyectados sobre la gran pantalla. Los datos eran concernientes a la órbita y al propio planeta.

Lo más singular de todo sin lugar a dudas, fue su movimiento de rotación.

Belsiria: la palabra que había escapado de los labios del doctor Ketrox, servía ahora para designar este nuevo mundo, aparecido como bendición ante los ojos estupefactos de nuestros astronautas y sus secuestradores.

La estrella Centauri A había desaparecido eclipsada por el gigante planetario, mientras su compañera la Centauri B, de radio menor y mucho más distante fue surgiendo como un disco naranja por el lado opuesto y a través del plano ecuatorial.

Fue el instante más conmovedor, cuando pudieron observar a simple vista la doble banda de anillos de Belsiria con sus reflejos iridiscentes.

Para mayor asombro, vino a continuación la confirmación de que aquel mundo estaba rotando sobre su eje a la misma velocidad que se trasladaba alrededor de su estrella.

-Sabe comandante -dijo la doctora Hung-. Son pocas las esperanzas de que exista vida en un planeta abrasado por su sol en una de sus caras. Un sol que nunca se oculta. Un mundo sin amaneceres ni ocasos.

-¿Cómo es eso doctora? ¿Podría explicarme que significa? -dijo

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Philip. -Es el descenso de la velocidad de rotación causada por la

acción de las mareas. Es por eso que la Luna mantiene ahora la misma cara hacia la Tierra.

En este caso, la rotación de la estrella tiende a llevar adelante la protuberancia de la marea en Belsiria, de forma tal que aquella pierde su alineación con el planeta. El planeta atrae la protuberancia con su gravedad, y así frena la rotación de la estrella. Es una interacción gravitatoria entre los astros. Así es como nuestro sol ha estado frenando el movimiento de rotación de mercurio desde la época de formación del sistema solar.

-Entonces. Dice usted que es poco probable la existencia de vida en un planeta como este.

-Así pienso yo, profesor. La ley principal de los vientos establece que estos soplan desde una zona de altas presiones en dirección a las zonas de bajas presiones. En la cara iluminada por su sol existirían temperaturas muy elevadas; y por supuesto, una menor presión en su atmósfera. Allí soplarían vientos con fuerza arrolladora y destructiva desde la región de las tinieblas hacia la cara diurna del planeta.

-Eso es suponiendo que exista atmósfera doctora -dijo el comandante.

-Por supuesto. Si es así hasta pienso que sería peligroso tratar de descender a su superficie.

Todos estaban a la expectativa frente a la gran pantalla. Observaban las imágenes captadas por el interferómetro y seguían en el estudio de lo que parecía ser una densa nube de polvo formando anillo alrededor del planeta.

-Es imposible la observación de la superficie si entramos en una órbita ecuatorial -dijo Boris -. El anillo haría difícil el acceso de una sonda, y pienso que nos traerá complicaciones a la hora de un eventual descenso.

-Estoy de acuerdo con usted -dijo Helena-. Sería mejor escoger una órbita polar.

-¡Correcto! -asintió el comandante indicando entonces hacia la gran pantalla. Luego ocupó sus manos en el teclado y con movimientos precisos realizó algunos cálculos que se reflejaron enseguida en la pantalla del monitor que tenía al frente.

Desde el compás astronómico, los resultados fueron enviados a la gran pantalla y todos los presentes pudieron observar un signo en forma de flecha doble que se alargó a lo ancho del anillo luminoso que marcaba sobre la pantalla el espesor de la nube.

-Parecen en realidad dos anillos bastante densos y definidos, suficientes para hacer ardua nuestra tarea -dijo entonces el

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comandante-. La zona ecuatorial de Belsiria es un verdadero peligro. Por otra parte, el gasto de combustible requerido para establecernos en una órbita polar sería demasiado grande, a no ser que lo logremos desde un inicio y utilicemos el freno aéreo -agregó.

El primero de los anillos aparecía en los monitores y en la gran pantalla con un espesor de cinco km. El anillo interior con unos trece; pero a diferencia del primero, estaba formado por pedazos de roca, algunos de los cuales llegaban a alcanzar hasta un kilómetro de longitud.

-Tendremos que lanzarnos por debajo de los anillos -dijo Helena, agregando luego a su cadena de atropellados silogismos:

-¿Qué distancia estimáis que existe entre la superficie sólida del planeta y el primer anillo? Comandante. ¿No correríamos el riesgo de estrellarnos contra una atmósfera demasiado densa?

-Creo que lo que has dicho es nuestra única opción -dijo Boris restregándose la nuca-. Cada gramo de combustible puede ser vital en nuestra situación actual. La tarea es difícil; pero podríamos lograrlo. Contando por supuesto con que el escudo magnético de la nave resista la tensión de ocasionales impactos. Si fuese así, las probabilidades de éxito se incrementarían hasta en un noventa. Por el momento sugiero que tratemos de conocer más acerca de los anillos.

-Y yo ordeno que nos aproximemos de una maldita vez -gritó el doctor Ketrox apretando su mano en un agarre felino sobre el hombro de la copiloto.

-Déjenos trabajar en paz -gritó a su vez Boris desde su puesto frente al compás.

-Le ordeno que comience el acercamiento -repitió Ketrox con la furia brotando por sus ojos.

Parado como estaba detrás de la copiloto, extrajo el puñal y se lo colocó junto a la garganta. Boris trató de acudir a ella; pero otra vez dos de los bandidos le salieron al frente y lo obligaron a recuperar la calma.

-Hágalo como ha sugerido -dijo Ketrox a la copiloto-. Entre en una órbita polar alrededor del planeta. Hágalo ahora mismo o perderá su cuello.

Helena torció su mirada hacia el comandante en busca de una decisión.

-Haga lo que dice -dijo Boris algo más calmado. Los dos hombres lo empujaron a un lado y entonces agregó

volviéndose a su tripulación: -La estrategia a seguir es la siguiente:la primera etapa de freno

aéreo la vamos a iniciar por una de las regiones polares.

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Trataremos entonces de evitar el contacto con las partículas de los anillos lanzándonos por debajo. Esto significa que al llegar a la zona ecuatorial, la altura de la nave deberá ser inferior a los 5 000 km de la superficie; no creo que a esa altura exista algo de atmósfera. ¡Puede usted terminar sus amenazas! -se interrumpió él mismo para volverse a Ketrox-. Mi tripulación necesita serenidad para realizar su trabajo.

-Así es mejor por su propio bien -dijo Ketrox devolviendo elpuñal a su cintura.

Hoy la Orión II está navegando a velocidad crucero de 53 km por segundos rumbo a Belsiria. La tripulación ha ocupado sus puestos a pedido del comandante. El doctor Ketrox no se opuso a la decisión esta vez.

Los anillos alrededor del ecuador planetario lucen con su máximo de brillo. El anillo interno consiste en lo fundamental de pequeñas rocas, hielo y polvo planetario.

Faltan casi dos minutos de vuelo cuando se dispara la alarma de la computadora central, anunciando el inicio de la maniobra. El comandante Boris ha ocupado ya su puesto de comando. A su lado están Helena y Philip, al igual que el resto de la tripulación, atados a sus puestos.

Todos conocían del peligro que significaba romper la inercia de la nave a tal velocidad y con lo último del combustible; con la esperanza quizá en que el campo gravitatorio del planeta fuese lo suficiente potente como para frenar a la nave y situarla en una órbita polar de gran excentricidad. Alcanzado con éxito este punto, tal vez entonces tendrían el regocijo de sentirse a salvos.

-Ahora en maniobra -gritó Boris.Y alcanzados los 42º de latitud norte, echó a funcionar los

motores. Por una décima de segundo el cambio de dirección fue suficiente como para estremecerlo todo y forzarlos contra sus asientos; pero pronto la situación pareció volver a la normalidad y marchar acorde con lo previsto. Llegó entonces lo más terrible.

La nave viajó en picada y se sucedieron los primeros impactos. Resistía con tenacidad a los millones de fragmentos que se estrellaban contra su escudo magnético. No obstante su resistencia, el estremecimiento llegaba siempre hasta los viajeros.

-¡Vamos a estallar! -gritó alguien en la sala de comando. Dos de los fugitivos allí, salieron disparados a través de la

puerta oval que había permanecido abierta a estimación de Ketrox, y entonces a lo largo del corredor central. Fue tan potente el salto que ni sus gritos se escucharon.

-¿Qué sucede? -gritó Helena en medio del estremecimiento y la

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batahola. -Las micropartículas errantes del anillo inferior -dijo Boris. -No estaban en los cálculos, comandante. -Era imprevisible. Pero si el escudo resiste, estaremos a salvo.

¿Qué altitud tenemos? -Nueve mil kilómetros desde la superficie sólida -gritó la

copiloto-. Velocidad 36 km por segundo. El vuelo comienza a estabilizarse, comandante. Estamos entrando en el apogeo; pero me temo que la velocidad es aún demasiado grande para mantenernos. En pocos minutos podríamos escapar de órbita.

-Así es... y sería fatal. -¿Ahora que sucede? -preguntó Ketrox safándose el cinturón y

acercándose a trompicones hasta situarse junto a la mujer. El rostro del renegado estaba pálido y confuso. -¡Mirad! -explicó Helena-. El campo gravitatorio del planeta aún

no compensa con nuestra velocidad orbital. Si las cosas continuaran de esta forma..., en pocos minutos podríamos escapar fuera de su acción.

-Por desgracia, a esta velocidad nuestra órbita se hará tan alargada que no tendremos la posibilidad de regresar al punto de partida -agregó Boris-. Nos alejaríamos para siempre del planeta.

-Es lo que se llama una hipérbola -gritó la copiloto. -Y en este caso ¿qué podríamos hacer? -dijo Ketrox oprimiendo

con fuerza casi desgarradora el respaldo de la silla de comando. -Habrá que utilizar los motores de la nave para la maniobra de

freno; a riesgo de agotar casi por completo nuestra reserva de combustible. No hay otra opción.

-Hágalo entonces -dijo Ketrox, corriendo de vuelta a su asiento. -Si así lo quiere -dijo Boris, y se volvió a la copiloto-. ¿Cuál es la

velocidad orbital? -Alrededor de los 34, comandante. -¿Hay vestigios de atmósfera? -Nada apreciable aún. -Muy bien señores -dijo Boris asintiendo después de meditar un

instante, y a continuación movió sus dedos sobre el teclado. El tintineo de las luces verdes acompañado por su sonido

intermitente se expandió por la sala de comando indicando el inicio de la maniobra. Estaba consciente que haría una acción que podría colocarlos en otra situación sin salida; pero sopesando las circunstancias, la balanza se había inclinado hacia la única probabilidad aceptable de sobrevivir.

A él también le daba escalofrío la idea de vagar sin esperanza por los vacíos del espacio interplanetario, prefiriendo morir, si necesario, en un mundo firme bajo sus plantas sin importar lo

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desconocido o exótico que este fuese. Para el momento en que la resolución terminaba apoderándose

de su cerebro, había ocupado el comando directo de la maniobra. Esto haría factible llevarla a cabo de manera suave y precisa. Se había colocado en el puesto de la computadora central y sustituía las funciones cibernéticas por las propias de un hombre lleno de tribulaciones; pero decidido a triunfar. El era el responsable de todo. Si la nave alcanzaba su apogeo a tan extrema velocidad escaparía del alcance de la fuerza gravitatoria de Belsiria.

Habían conseguido pasar bajo los anillos. Los sensores del casco indicaban ya que el contacto con las partículas disminuía a medida que la trayectoria se alargaba hacia el polo sur; aunque no era aún lo suficiente curva como para mantener la nave paralela a la superficie.

-¡Alerta! -se escuchó la voz del comandante-. Tres. Dos. Uno... fuego.

Un pequeño temblor sacudió la inmensa mole. Dos de los motores de proa habían prendido sus toberas en sentido contrario a la trayectoria, causando una disminución de la velocidad. El radio altímetro a su vez, comenzó a indicar descenso. Un grito de júbilo se escapó casi al unísono de las gargantas. Seiscientos veinticinco km fue la última lectura.

La mirada de Boris se había quedado como congelada sobre la pantalla del monitor. ¡No lo podía creer! Lo habían conseguido. Su mano derecha se aferraba aún a la palanca de encendido de los reactores. Pasaron varios segundos de silencio en la sala de comando. Las miradas fijas sobre la cifra.

-¿Cuál es la velocidad y altura para una órbita circular? -dijo volviendo su rostro sudoroso a la copiloto.

La doctora Hung reaccionó a su lado como impactada por una chispa. Sus ágiles dedos se movieron sobre el teclado a la velocidad de su propio pensamiento. Un segundo más tarde la respuesta aparecía en la pantalla del monitor.

-¡Muy bien! -dijo Boris posando su mirada sobre la cifra. La examinó y comparó con la altura actual de la trayectoria.

-Dudo que a los 600 km la densidad de la atmósfera sea lo suficiente para impedirnos entrar en órbita circular estable -concluyó después de analizar los datos.

-¿Qué piensa hacer? -preguntó Helena. -Lo único posible en estas circunstancias. Utilizar el remanente

de combustible para llevar la nave hasta una órbita circular y situarla allí. De ninguna manera podríamos posarnos sobre la superficie con esta miseria -dijo oprimiendo una tecla y señalando a la pantalla-, suponiendo que tal superficie sólida exista -agregó.

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-Es su decisión, comandante. Además, creo que es lo mejor. -Así es... y no sólo es lo mejor, es también lo único posible. Sin más advertencia que su mirada en rápido vuelo sobre los

rostros de los tripulantes; el comandante Boris llevó adelante su mano, que aún no se había separado de la palanca de ignición. Su movimiento fue leve; pero continuo y estable. El descenso no se hacía sentir en esta ocasión. Analizando los datos del radio altímetro, la computadora lo mostraba en cifras indiscutibles.

En la gran pantalla del interferómetro se sucedían los rasgos más prominentes de la superficie belsevita. La Orión cruzaba sobre un inmenso océano en dirección a la línea de las tinieblas. Poco después todo el paisaje quedó sumido en la noche eterna.

La mano del comandante dejó de ejercer presión sobre la palanca de ignición en el instante mismo en que apareció la cifra 560 en la pantalla del monitor.

-Hemos alcanzado los parámetros de órbita circular -anunció la copiloto.

Un silencio helado dominaba la sala de comando sólo

interrumpido por el rítmico y monótono tic tac de las luces verdes en los instrumentos de navegación. Los cuerpos de los tripulantes lucían fláccidos sobre sus asientos; cada cual en su puesto, semejantes a tesoneros náufragos después de haber pasado la furia de la tormenta. Muchos dormían. Incluso los hombres del doctor Ketrox habían caído en total estado de relajación después de la maniobra.

Dos habían muerto despedidos por la inercia cuando la nave cambió de repente su curso en dirección al planeta. Sus cuerpos habían sido echados al espacio.

Por suerte para los sobrevivientes se alcanzó el objetivo de poner en órbita la nave.

Las luz roja situada sobre los paneles de comando comenzó a indicar de manera intermitente alerta número uno. Esta advertencia quería significar que algo en la parte exterior del casco andaba en problemas.

La primera en abrir los ojos y echar un vistazo a su alrededor fue la copiloto Helena Hung. Luego hizo girar su silla y fijó la mirada sobre la gran pantalla. Las cámaras del interferómetro continuaban funcionando a la perfección y en aquel instante tomaban exquisitas imágenes de la cara iluminada de Belsiria. Ahora navegaban sobre la superficie de un inmenso continente cuya parte oriental se perdía en los límites con las tinieblas.

El paisaje en la pantalla aparecía con un tono gris y rojo intenso, moteado de blanco en áreas dispersas y distribuidas al azar.

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La copiloto se había erguido sobre su asiento acercando su rostro a la pantalla. Oprimió una tecla e hizo silenciar la señal de alerta. Para ella estaba claro en que podía consistir la cosa y se dio a la tarea de descubrirla por sí misma.

Sus dedos se movieron sobre el teclado ordenando a la computadora un inventario de averías.

-Cero averías. Se escuchó la respuesta de la máquina al instante. -Entonces... ¿Cuál es el problema con tu alerta uno, Afrodita? -Altos niveles de radiación alrededor del casco -respondió la

máquina. -¿Hay peligro inminente? -Negativo. -¿Cómo está funcionando el escudo magnético? -Muy bien, doctora Hung. -Comprendido. No vuelvas a advertirme. Su mano derecha vibró sobre una tecla del tablero de comando

cuyo símbolo distintivo era un círculo encerrando un signo positivo sobre uno negativo, seguido por la sigla Atm. No sólo sus dedos; también sus labios vibraron de emoción al oprimir la tecla. Con aquella acción estaba a punto de descubrir la composición de la atmósfera belsevita a través del complejo sistema de espectrómetros de la nave.

Esperó un minuto escrutando con ansiedad la pantalla. A su lado el comandante Boris comenzaba a despertar de su propio letargo.

-¿Cómo están las cosas? -¡Mirad! -dijo Helena señalando hacia el monitor-, mejor de lo

que pudimos imaginar, comandante. Los primeros datos del espectrómetro de rayos infrarrojos

comenzaban a aparecer allí. Eran bandas de líneas espectrales que se dibujaban con lentitud al principio; luego una larga serie al unísono.

Boris se irguió adoptando una posición más confortable en su sillón de comando. Unos minutos más tarde el resto de la tripulación había entrado en actividad. Comenzaron con el análisis de la radiación en toda la banda del espectro. Aquello los mantendría ocupados durante varias horas.

Mientras tanto, el doctor Ketrox ordenaba a los tres que custodiaban la sala de comando mantener el ojo abierto sobre los prisioneros. Se retiró luego a su compartimiento apretando los puños con fuerza.

Cuando hubo desaparecido por la puerta oval, Boris se volvió de soslayo a la copiloto.

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-Este canalla luce como poseedor de una macabra convicción. -Estáis en lo cierto -dijo ella-. Parece muy seguro de lo que

hace, como si de veras conociese muchos detalles de la existencia de este planeta y nosotros en cambio, ni siquiera conocemos la composición atmosférica de Belsiria.

-A trabajar entonces -dijo Boris. La nave se había convertido en un laboratorio orbital y ofrecía a

la tripulación la facilidad de detectar todo tipo de radiación en las capas más altas de la atmósfera belsevita, o provenientes del espacio interplanetario, e incluso de la parte sólida del planeta sin el riesgo de incurrir en errores exorbitantes.

-Estamos dentro de una zona muy peligrosa -dijo la doctora Hung-. Si Belsiria posee un campo magnético con suficiente poder, es posible que estemos navegando a través de el.

-Así es. Aunque no creo que represente un peligro por el momento. El escudo posee suficiente potencial como para impedir cualquier daño.

El comandante reflexionó entonces unos segundos y agregó: -¡Sabe doctora...! Estoy presintiendo que el canalla de Ketrox se

va a presentar muy pronto con la exigencia de descender a la superficie. Como usted sabe, el combustible que poseemos no bastaría para eso; pero a pesar de todo, él no dejaría de insistir. Sería capaz de obligarnos a un aterrizaje forzoso sobre un área cualquiera del planeta.

-Sería el suicidio. -Así es. Destruir o dañar la Orión sería privarnos a nosotros

mismos de la única posibilidad de regresar a La Tierra. La nave es nuestra única vía de escape, con tal que consigamos el combustible necesario.

-Tarea bien difícil. -Pero es nuestra única esperanza. Por eso no olvide traer el

equipo de prospección necesario a la hora del descenso. -¿Queréis decir, comandante, que estaríamos a punto de

convertirnos en mineros? -Así es. sin levantar sospecha, instruya a la tripulación acerca

de los detalles. Los que queden a bordo dependerán de los que bajen y la salvación de todos estará en el poder de cada uno. Tenga esto en cuenta, doctora Hung: llegado el momento habrá que utilizar el trasbordador espacial para el descenso. Ya estuve haciendo mis cálculos. La mitad del uranio que nos queda lo vamos a consumir en la maniobra. La otra mitad le quedará a la Orión para corregir la órbita cuantas veces sea necesario..., y espero que no sean muchas. Ya sabe. La cuestión de mantener a la Orión en órbita es de vida o muerte.

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Uno de los astronautas atento a su trabajo en el compás astronómico llamó en aquel instante:

-El radio telescopio está captando señales, comandante. -Dime Karl... ¿de dónde proceden? -Una cordillera cercana al límite con las tinieblas. En poco tiempo la nave estaría situada sobre una gran cadena

de montañas que se extendía desde el mismo borde de las tinieblas al este por cerca de 4 000 kilómetros al suroeste.

Boris y la copiloto saltaron de sus asientos. -¿De qué se trata? -¡Mire aquí, comandante! -dijo el piloto indicando hacia el

monitor-. Son señales de gran frecuencia. -¿Esa parte ya está en los mapas? -Todavía no; pero la parte de donde proceden las señales está

casi concluida. -Deja ver. Muéstrame lo que tengas. En un momento toda la tripulación había abandonado sus

quehaceres para prestar atención a las imágenes que al instante aparecían en la gran pantalla.

-¿Estás seguro de haber ubicado el punto de forma correcta? -Si comandante. Aquí están las coordenadas -dijo Karl

presionando una tecla en uno de los tableros anexos al compás. Un punto en la gran pantalla quedó encerrado en un círculo rojo,

y junto a este la siguiente lectura de coordenadas: 47 grados 32 minutos 7 segundos latitud norte y 12 grados 29 minutos 48 segundos longitud este.

-¿Qué podría ser? -dijo la doctora Hung. -¡Bien extraño! -exclamó Boris. Luego se volvió a Karl que

permanecía junto al tablero. -¿Puedes ampliar la imagen? -No comandante, sería inútil. Hay algo como nubes de polvo

que se levantan cada cierto tiempo e impiden ver el paisaje con mayor nitidez .

Boris avanzó unos pasos hacia la gran pantalla seguido luego por la doctora.

-Mire aquí, doctora Hung. Este lugar parece ser una región bastante plana. Algo así como una gran meseta.

-¡Otra vez las señales... comandante! -exclamó Karl-. La misma longitud de onda de las primeras. Es como si alguien desde allá abajo tratara de comunicarse con alguien fuera del planeta.

-¡Así es! Yo también pienso que esas señales son de origen artificial.

-En ese caso ¿no estarán dirigidas a nosotros? Estamos en el espacio, en cierto sentido fuera del planeta -dijo la copiloto

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poniendo énfasis en sus palabras, como si el resto de los viajeros no supiesen la verdadera situación en que se hallaban todos.

-¡Algo se me ocurre, doctora Hung! -exclamó Boris. -¡Si...; diga usted! Estaban frente a la gran pantalla. El comandante posó su mano

sobre el hombro de la copiloto y susurró a su oído: -Sin más dilación, doctora. Ordene que preparen el vehículo

explorador, introdúzcale el programa de coordenadas que ha elaborado para el planeta y hagámoslo descender sobre ese punto -dijo señalando la imagen-; pero que se haga con la mayor discreción posible. ¿Qué tiempo tenemos para situarnos sobre sus coordenadas? -preguntó volviéndose a Karl.

-Menos de dos horas comandante. -Será suficiente, doctora. Pero seamos discretos en la

maniobra. Capítulo 20- Otra vez en busca del capitán. Philip abrió la puerta de su habitación y chequeó con cuidado a

ambos lados del corredor central. Luego salió y avanzó junto a la pared. Hizo el mismo recorrido anterior. Al llegar al primer nivel se dirigió a la derecha buscando el acceso al corredor lateral que lo llevaría a la sala de los reactores, y se detuvo junto a la puerta de vidrio y ribalita. Allí esperó. Miró su pulsera. Cuando esta marcó las 6:30 p.m. abrió y atravesó hacia el otro extremo del vestíbulo.

Esta vez la copiloto actuó con precisión. Al momento que Philip llegó a la entrada, en la pequeña pantalla del tablero apareció la señal de acceso.

-¡Bravo! -exclamó para sí. Marcó entonces el código junto a la puerta y esta comenzó a

subir despacio. En esta ocasión no perdió un segundo. En cuanto le fue posible se escurrió al interior y fue afortunado. Apenas había desaparecido, dos de los delincuentes que avanzaban a lo largo del corredor pasaron frente al vestíbulo.

-Brian..., Brian. Soy yo capitán. ¿Dónde está? La puerta descendió tras él. Philip se detuvo frente al acelerador de partículas. Volteó la

cabeza a ambos lados; pero ni rastro del capitán. Entonces descubrió que la pequeña puerta que conducía a la sala de los reactores estaba abierta y se apresuró hacia ella con un nefasto presentimiento.

-Capitán -voceó por segunda vez; pero no escuchó respuesta. Así tenía que ser.

El capitán no debía sentirse con ánimo ni de abrir la boca.

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Estaba echado sobre un costado de su cuerpo contra la base de uno de los reactores y su rostro estaba ensangrentado.

Philip se agachó junto a él. -¿Qué pasó capitán? Hemos estado llamando. -¿Qué pasa con la nave, profesor? -preguntó aquél a su vez-.

Fui lanzado contra esta base como impelido por un impacto. Creo que me he roto un brazo. No sé cuanto tiempo he estado así. Hasta ahora recupero el conocimiento.

-Estamos en órbita alrededor de un planeta gigantesco, capitán. Ahora, si me permite le ayudo a ponerse en pie y salimos de este lugar.

-¿El resto de la tripulación? -Están bien. ¡Arriba! -El brazo profesor, con cuidado. En la sala de comando la tripulación terminaba los preparativos

para el lanzamiento del aparato. Era una unidad diseñada para el aterrizaje de un módulo explorador que a su vez tenía la capacidad de maniobra independiente por un suelo con declives de hasta 45 grados.

Contaba con tren de rodamiento formado por neumáticos de caucho, tres a cada lado montados sobre un sistema de muelles, resortes y amortiguadores que le permitían gran flexibilidad durante las maniobras.

En su suave descenso sobre la meseta el equipo explorador debería utilizar, además del sistema de amortiguamiento del tren de rodaje en el contacto final con la superficie; su único medio de propulsión en las capas de la atmósfera; consistente en un pequeño motor convencional de nitrógeno líquido. Este se activaba y apagaba automáticamente en caso necesario para corregir la trayectoria hasta las coordenadas del objetivo. A su vez, actuaba como retrocohete en el acercamiento final, a la par con un paracaídas de tres metros de diámetro.

El equipo explorador podía corregir su trayectoria, realizar la operación de descenso y continuar su trabajo independiente gracias al sistema de sensores. Por ejemplo, un pequeño radar láser le permitía descubrir con antelación los detalles del terreno hasta en centímetros de longitud, determinar los pequeños obstáculos y desniveles y seleccionar así el área de aterrizaje. Su fuente de energía era una pequeña batería de plutonio y un panel solar. Su autodefensa; una pistola láser.

Todo estaba listo para la maniobra. Sobre la gran pantalla aparecieron las imágenes recogidas por el interferómetro. La meseta aparecía despejada de polvo en aquel instante y la Orión

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se acercaba directo sobre sus coordenadas. Boris realizó el lanzamiento con la sencilla maniobra de oprimir

un botón en el panel de comando. Se abrió una rampa bajo la popa de la nave y el equipo explorador salió al espacio.

Ninguno de los tripulantes había hecho comentarios al respecto desde el momento mismo en que el comandante Boris decidió realizar la operación. Incluso ni Mack, que aparentaba ser el más perspicaz de los delincuentes se dio cuenta de los preparativos; pero fue en el instante final y en su propio cubículo que el doctor Ketrox observó algo curioso.

Iba a beber un trago como siempre en compañía de su guardaespaldas cuando se acercó a la claraboya a tiempo de vislumbrar el fugaz destello de un objeto al penetrar la atmósfera.

-Sabes Dietrix..., esta gente de la Orión es muy..., pero muy inteligente. No está lejos el momento en que tengamos que deshacernos de todos.

-Si quiere ahora mismo, doctor. -No aún..., pero yo te diré cuando sea preciso. ¿He estado

durante horas pensando en lo que ocurrió con tu hermano y el otro? ¡Desaparecieron de súbito! Pero no aún. A estos los vamos a necesitar para descender... y tal vez para ganar el poder en Belsiria.

Ketrox echó otra ojeada a través de la claraboya. -Termina tu trago y ve a sustituir a Mack por unas horas.

Mañana habrá mucho qué hacer. Dietrix bebió de prisa el medio vaso de whisky y se alejó hacia la

puerta. Mientras tanto, Ketrox permanecía sonriente con la mirada fija en la negra inmensidad del espacio, inmerso en el mundo de sus maquinaciones.

En el instante en que Dietrix abandonó el cubículo, Philip acababa de descender las escaleras y asomaba por la esquina hacia el gran corredor central. Al ver al delincuente se detuvo de súbito y lo dejó alejarse en dirección a la sala de comando, entonces se movió de prisa y habló por el transmisor junto a la puerta de la sección de antropología y medicina.

Dietrix entró a la sala de comando en un momento en que la tripulación estaba ansiosa por conocer los resultados del lanzamiento del explorador. Desde que entró comenzó buscando el rostro alargado de Mack hacia el extremo derecho de la sección. Este estaba adormecido contra el respaldo de su asiento en la área destinada a los recesos.

-¡Era hora! -dijo Mack despertando de su estupor. Los miembros de la tripulación, tan ensimismados estaban en

sus cálculos que hicieron poco caso de la aparición del asesino.

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-El doctor quiere hablar contigo -dijo Dietrix lanzando entonces una mirada a su alrededor-. ¡Yo me quedaré por ti!

-Muy bien..., y mantén los ojos bien abiertos -dijo el otro poniéndose en pie y sitúandose la hoja del puñal sobre la mejilla al pasar junto a Dietrix.

-¡Si...; como tú! -dijo este. Mack desapareció por la puerta oval sin replicar. Por unos

segundos caminó con la cabeza gacha y el puñal aún en su mano. Hubiera deseado hundirlo hasta el puño en el estómago del austríaco; pero en el fondo sentía temor del forzudo asesino.

-Ya llegará mi turno -pensó. Atravesó la tercera sección de seguridad casi sin advertirla y

entonces se detuvo. Una mancha inusual en el piso le hizo volver a la realidad. Se inclinó y luego se agachó junto a ella.

-¡Diablos! -susurró-. Parece sangre. Lanzó una mirada a lo largo del corredor. Luego a su lado. La

mancha estaba muy cerca de la puerta de la sección de medicina. -¿Será de aquí? -dijo en su interior, reflexionando por un

instante. Antes de entrar al cubículo del doctor Ketrox decidió averiguar

de que se trataba. El larguirucho asesino era a todas luces la mano derecha del

doctor Ketrox y el hombre que había elaborado y ejecutado el plan de escape de la prisión marciana. Era demasiado suspicaz y receloso y no dejaría pasar aquella oportunidad de demostrárselo a sí mismo.

Se irguió sobre sus largas piernas, oprimió el botón de entrada y habló a través del comunicador.

-Doctor Grant. Necesito pasar de inmediato. Apenas unos segundos y se abrió la puerta. El doctor estaba al

fondo de la sala. Era un hombre que rondaba los sesenta, de barba gris entrecana y recortada escrupulosamente al igual que su bigote, bajo el cual asomaban unos labios de sonrisa grávida; recia como su profesión de cirujano.

No hizo aparente caso de la llegada del delincuente. Más bien pareció inmutable en su tarea de extraer líquido de un frasco.

Mack avanzó hacia el fondo, pasó a su lado y apartó de un tirón la cortina que protegía el área de operaciones.

Lo que quería descubrir lo descubrió al instante. Allí estaba Philip, sentado al otro lado de la tabla con la mano izquierda chorreando sangre dentro de una bacinilla. Mack lo observó con desilusión, entonces pasó la hoja del puñal por una de sus mejillas y se volteó para desaparecer de la estancia sin decir palabra. La puerta se cerró tras él.

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Philip extrajo el bisturí oculto bajo su muslo derecho. Cuando el doctor Grant se volvió hacia él, quedó más

sorprendido que el mismo Mack. -Parece que ahora tendré que atender dos heridos en vez de

uno. -No tuve otra opción -dijo Philip-. De alguna manera tenía que

justificar mi presencia aquí, y de la forma más convincente. Capítulo 21- Fenómenos inexplicables. En la sala de comando la tripulación continuaba imbuida en la

operación de descenso del explorador. -Esto parece increíble -dijo el comandante Boris casi halándose

los pelos. -Catorce minutos desde el lanzamiento -susurró Helena. -¿Altura? -Setenta y tres km, comandante. A corregido la trayectoria en

tres ocasiones y ahora se encuentra sobre las coordenadas del punto.

-¿Quiere decir, que no hay peligro de perderlo? -No lo creo Boris, está descendiendo sobre el lugar elegido;

pero con asombrosa lentitud y mínimo gasto de combustible. Ambos, el comandante y la copiloto no se habían levantado de

sus asientos desde el lanzamiento del explorador; no se habían dado cuenta del cambio de guardia en la sala de comando y ni siquiera habían bebido agua durante aquel lapso. La naturaleza del nuevo y sorprendente fenómeno los tenía desconcertados.

Nuestros exploradores habían calculado ya que la aceleración de la gravedad en Belsiria era de más de cuatro veces la existente en la Tierra. Entonces ¿cómo era posible que un objeto en caída libre estuviese experimentando desaceleración, cuando debía ser lo contrario? ¿No era aquello contradictorio con la ley de la gravitación universal?

-Veintidós pies por segundo por segundo. Altura sesenta -dijo la copiloto-. La aceleración de la gravedad sigue descendiendo.

-Doctora Hung -dijo Boris casi al oído de la mujer-; sería preferible que el doctor Ketrox y el resto de los canallas no se enteren de estas anomalías. Pueden ser un arma a nuestro favor.

-Pero comandante, va a ser difícil ocultarles el lanzamiento del explorador.

-Así es. No dudo que más tarde o más temprano se enterarán; pero lo que debemos ocultar hasta el último instante, es la anomalía gravitatoria y la ocurrencia de esas señales desde las montañas.

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-Fijaos Boris, ese animal a relevado al tal Mack en su posiciónde espía. El larguirucho es el más astuto; pero al parecer no se ha dado cuenta de la maniobra.

-Mejor que así sea, doctora.Karl, el astronauta cuyo cargo principal era la operación del

compás, se acercó a ellos por detrás y dijo en voz apenas perceptible:

-El explorador acaba de corregir la trayectoria y está a punto detocar la superficie.

-Muy bien, veamos como le va -dijo Boris volviendo su atenciónal monitor de comando. En la pantalla un punto rojo dejó de parpadear y se detuvo sobre la meseta.

-Lo logramos -susurró.

En el comedor de la nave se habían reunido el comandante, la copiloto Helena y el doctor Helmuz. El anciano se acercó a la ventana de vidrio de ribalita cuya transparencia inigualable ofrecía en aquel instante una hermosa visión de la zona ecuatorial del planeta. El comandante y la joven mujer, fatigados y hambrientos después de largas horas de tensión frente a los paneles de comando; habían tomado asiendo en una de las pequeñas mesas situadas contra la pared interior y bebían su primer té caliente de la jornada.

Por primera vez desde el comienzo del incidente, los secuestradores habían levantado la estricta vigilancia mantenida ante todo sobre el comandante Boris y su copiloto.

Aunque recelosos por el cambio de conducta de los delincuentes, sintieron la satisfacción de poder hablar con mayor libertad.

-Pensándolo bien -dijo el viejo arqueólogo mientras continuabaobservando hacia el exterior.

La ventana era estrecha. Poco más que una ranura en el sólido blindaje de la pared; pero recorría a lo largo casi todo el perímetro de la estancia. Era el tipo de acceso visual al espacio más común en toda la nave y era grato que así fuese. Cualquiera podía recrearse mirando al exterior con el único esfuerzo de caminar a lo largo si lo deseaba.

-¿Decía usted? -dijo Boris interrumpiendo la actitud meditativadel anciano, mientras él mismo bebía un sorbo de la infusión.

-He estado pensándolo -recalcó aquel-. Me gustaría descendera la superficie de este planeta. Si se diera la oportunidad, por supuesto. Mi destino parece haber estado ligado a este resultado desde hace muchos años.

-¿Creéis en el destino, doctor? -preguntó Helena mientras se

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ponía en pie, pedía permiso y se encaminaba de prisa hacia el mostrador, al otro extremo de la estancia.

Esta era el área de preparación de los alimentos y lo normal durante travesías anteriores había sido llevar a bordo su personal encargado de los servicios internos, de reparación, sanidad, cocina y una auxiliar de los servicios médicos incluso; pero en esta ocasión ciertos detalles habían fracasado y todos continuaban preguntándose la razón.

En esto estaba pensando la doctora Hung mientras oprimía un botón junto al aparato de micro ondas. Poco después, dos platos humeantes de comida italiana salían de un original diseño de cazuela rotatoria incrustado en la pared.

-¡Estaréis servidos en un minuto! Fue entonces que escuchó a sus espaldas una voz que se le

había hecho ya familiar. -¿No preparó algo para mi?-¡Doctor Kapec! -dijo ella dándose la vuelta.-Ya le he dicho, puede decirme Philip.-Muy bien. No le esperaba. ¿Habéis visto a Brian? Hemos

estado muy nerviosos -concluyó en un susurro. -Lograr llegamos hasta la sala de servicios médicos y el doctor

Grant lo atendió. Soldó la fractura del brazo y la herida en su cabeza. Ahora está mejor.

-¿Y a usted qué le pasó? -dijo la mujer cayendo en cuenta delvendaje alrededor de su mano.

-No se preocupe, no es nada de importancia. Estaba deseosode reunirme a esta hora con ustedes para decirles que Brian ha cambiado de lugar.

-¡Venga profesor! Helena dio la vuelta al frente con la bandeja en manos en

dirección a las mesas. Boris y el doctor Helmuz habían visto aparecer a Philip y lo esperaban con inquietud.

-¿Le preparo lo mismo? -preguntó Helena.-No doctora. Fue sólo una broma.-Coma algo. Así evitaremos mejor cualquier sospecha -dijo

Boris. Philip dudó un instante. -Está bien -dijo al final. Haló entonces una silla y se sentó junto

a ellos. -Ante todo comandante, déjeme decirle que el capitán Brian se

repone de sus lesiones, pero ahora se esconde en el primer nivel, en el sitio de preparación de abordaje del trasbordador.

-¿Cómo se le ocurrió?-Fue su idea. Más seguro estará allí, me dijo, y listo para una

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emergencia. Me dijo también, casi bromeando, que no nos olvidemos de él.

-Sería imposible, profesor. Nadie será olvidado ni relegado. Ya hemos hablado con el resto de la tripulación y nuestra línea de acción es bien clara. Cada cual cuidará la vida de sus compañeros como si fuese la propia. En estas misiones hemos pasado muchos años juntos y si hemos de salir con vida de este error, saldremos unidos. Nuestro objetivo es salvar la nave a toda costa y regresar a Tierra. Toda nuestra acción será en aras de ese objetivo.

-¿Ya no intentará recuperar el mando? -preguntó Philip. -Sería arriesgar demasiado nuestras propias vidas, y además;

poner en peligro la integridad de la nave. He pensado en la manera más inteligente de lograrlo sin necesidad de involucrarnos en una confrontación a bordo.

-¿Cómo haríamos? -preguntó el anciano. -La copiloto llegó con otra bandeja para Philip y bebida ligera

para todos. Entonces se unió a la mesa. -Piensen en esto señores -dijo Boris-. El uranio está casi

agotado. La única manera de echar a andar la nave de regreso a casa es bajar a la superficie de Belsiria y organizar la búsqueda del material radioactivo. Conseguirlo sería el primer triunfo. No importa de que mineral se trate, con tal que sea rico en los isótopos deuterio o tritio. Disculpen señores. ¿Conocen el funcionamiento de un reactor atómico?

-El doctor Helmuz miró a Philip con cara de sorpresa. -He estado repasando sobre el asunto -dijo este. -Me alegro que haya aprovechado ese tiempo, doctor Kapec -

dijo Boris. - De una reserva de plasma se requiere también, tengo

entendido. -No os preocupéis. La reserva de plasma es suficiente. De

uranio nos íbamos a abastecer en Marte...; pero ya saben. -El que tenemos a bordo es apenas suficiente para alimentar el

trasbordador -dijo Boris. -No tengo ni la menor idea como vamos a encontrar uranio en

un planeta desconocido. -Siento mucho decirles que yo tampoco, señores -dijo el

comandante-; pero hay algo de lo que estoy seguro -y agregó luego de un instante de reflexión-: los minerales de uranio se encuentran en betas o filones en las entrañas de la Tierra. Tal vez en esto la geología de Belsiria sea similar a la terrícola. ¿Pueden creer eso?

Philip, la doctora Hung y el anciano arqueólogo quedaron mirándolo con aire de ingenuidad.

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-¿Aún tiene la esperanza de conseguir el regreso a la Tierra? -preguntó Philip.

-Teóricamente es imposible. Al principio pensé que toda esta pesadilla era imposible. Pero ya ven, aquí estamos.

-La naturaleza de las cruz gammada pudiera consistir en antimateria -dijo la doctora-. Una especie de materia con características opuestas a la materia común y corriente de que está hecho el universo conocido por nosotros. No sabemos de donde vino ni quienes fueron sus creadores; pero ahora ya sabemos que es capaz de crear una curvatura del espacio tan intensa frente a la nave, que nos ha permitido viajar hasta Alfa Centauri en cuestión de semanas.

-¿Y podría eso mismo suceder en un viaje de regreso? -Si, profesor; pero es sólo una suposición. Habéis visto ya que

la teoría de la relatividad ha perdido su validez. -Así es. Al parecer hemos viajado a una velocidad muchas

veces superior a la velocidad de la luz. Si las cosas funcionan así, aún tengo la esperanza de regresar a Tierra.

-Pero necesitaremos el combustible para alcanzar la segunda velocidad de escape, y al mismo tiempo, hacer que la cruz funcione frente a la nave; creando esa grandiosa curvatura del espacio -agregó la mujer.

-¡Ya...! Mi especialidad ha sido siempre la arqueología, comandante. Pero de una cosa pueden estar seguros. Cualquier paso que sea por el bien común estoy dispuesto a seguirlo.

-Habéis dicho algo muy importante. ¡Estar unidos! Las pupilas del comandante habían adquirido una profunda

mirada de tristeza que no pasó inadvertida a sus compañeros. Entonces bebió un largo buche.

-Perdone comandante -continuó Helena, llevada por la emoción hasta el borde de su asiendo-. Hay algo que Philip y el doctor Helmuz deberían conocer.

Hubo un minuto de silencio durante el cual Philip trató de centrar su mirada en las estrellas, en el profundo abismo del espacio a través de la ventana. Ella continuó comiendo mientras el anciano inclinaba la barbilla sobre su pecho.

-La Orión tenía que recoger a la esposa e hijos del comandante junto a familiares de otros miembros de la tripulación al llegar a Marte. La Agencia les había ofrecido una estancia y debían regresar a la Tierra con nosotros.

-Así es. En esta ocasión nuestra agenda de vuelo era el transporte de equipo y maquinaria ligera para los proyectos de adaptación en Marte. Luego desembarcar al doctor Kapec y recoger a nuestros familiares de regreso, pero ya ven.

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-Boris tiene una situación desesperante, señores. Su hijo está sufriendo una enfermedad crónica de los riñones y el comandante quiere donar uno de sus órganos para el transplante. Este debería haberse efectuado ya.

-Hallaremos el modo de regresar comandante. Cuente conmigo -dijo Philip atrapado ahora por la misma emoción que los sacudía a todos.

La doctora Hung quedó mirando al comandante con aire de desconsuelo y entonces su pensamiento voló a aquel rincón de la nave donde debería estar Brian oculto. En un segundo se había esfumado en su pecho el último resentimiento que tenía contra él.

Pensando en esto y sin poder evitarlo, una sonrisa asomó a sus labios cuando se retiraba a su cubículo un rato después.

Cuando Boris volvió a la sala de comando halló allí al profesor Philip ojeando un libro en el área de receso, mientras el detestable Mack husmeaba entre los paneles.

-He recibido instrucciones de informarle acerca de la última orden del doctor Ketrox.

-¿Cuál es la orden? -preguntó Boris. -Preparar todo para el descenso. Queremos que el trasbordador

esté listo en unas pocas horas. -Pero aún no hemos concluido... -Ni trate de interferir comandante. El doctor Ketrox sabe lo que

hace y su orden es determinante. En cinco horas. Capítulo 22- Ketrox dispone. El periodo de rotación de Belsiria era tan lento y coincidía de

manera tan absoluta con su periodo de traslación alrededor de la estrella que una mitad de su superficie se mantenía en tinieblas.

La meseta estaba situada cerca de la divisoria de luz y sombras. Habían pasado muchas horas desde el descenso de la sonda

robot. La Orión estaba por completar una nueva vuelta sobre el planeta; pero el equipo aún no respondía.

El comandante Boris se restregó el rostro con ambas manos tratando de ahuyentar la fatiga; luego vino a su mente la existencia de una relación entre el silencio de la sonda y la señal de radio que habían detectado.

-Es extraño que estando todo el equipo en perfecto estado, haya enmudecido por tantas horas -dijo a Philip.

Helena inclinó su rostro hacia el monitor de comando. Como coincidencia, en aquel instante el explorador comenzaba

a enviar señales. -¡Aquí está! -exclamó llena de júbilo.

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El ambiente en la superficie del planeta parecía ser muy semejante al terrícola. Eso teniendo en cuenta que aún estaban lejos del ecuador. La proporción de elementos activos para la vida estaba a favor de gases como hidrógeno, oxígeno, nitrógeno y carbono, cero radioactividad y ninguna presencia de gases tóxicos.

Pocas horas después la señal del robot volvía a desaparecer; pero con la ventaja que en aquel momento se encontraban muy cerca de sus coordenadas sobre la meseta.

El doctor Ketrox se presentó entonces en la sala de comando. Su mirada y su voz, imperativas como siempre. Entró por la puerta oval seguido de los suyos y no se detuvo hasta llegar junto a Boris.

-Comandante, a llegado el momento tan esperado. Quiero que en media hora esté todo listo para el descenso.

-Aún no hemos terminado el estudio de las condiciones físico-químicas del planeta -dijo Boris.

-Ni es necesario que lo terminen... ¿o piensa que estaré esperando hasta que conozcan el último detalle de la superficie? Prepare el descenso como le digo. En el trasbordador iremos solamente yo y algunos de mis hombres, usted, la doctora Hung y el profesor Kapec. El resto permanecerá a bordo de la Orión como una garantía para mi. Aunque pensándolo bien, hay otra garantía de la que me gustaría disponer.

Todos quedaron aguardando en silencio. El doctor Ketrox meditó un instante y entonces llamó a Mack que estaba entretenido en su maniático juego con el puñal, recostado un hombro contra el marco de la puerta oval. Agregó-:

-Desearía tener otra vez conmigo la cruz gammada. -Buena idea, doctor. ¿Pero quién sale a buscarla? -El profesor Philip es experto en ese tipo de trabajos. -Es una locura -saltó la copiloto-. No soportaría ni un segundo

en el exterior. El planeta Belsiria está rodeado por un cinturón magnético, justo en la órbita en que nos encontramos. Estamos navegando a través de un continuo flujo de partículas cargadas y rayos gamma, y si estamos vivos es sólo gracias al escudo magnético y al casco de la nave.

-El doctor Ketrox teme que nos escapemos -dijo Boris. -¿Adónde pensáis que podemos ir? Vos mismo habéis

dispuesto esta situación y sabed, doctor Ketrox, no hay otra solución que descender al planeta.

-Y si yo ordeno la búsqueda de la cruz. ¿Quién puede oponerse a ello?

-Un momento -continuó Helena-. Todos conocemos algo acerca de los principios de relatividad. Hemos viajado aquí a velocidad mayor que la velocidad de la luz. ¿Qué sentido tendría la idea de

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regresar a la Tierra...? Al volver allá encontraríais que han pasado miles de años. Entonces, tampoco tiene sentido que el doctor Ketrox nos crea tan tontos como para pensar en un escape. Es algo por completo absurdo -concluyó.

Sostuvo entonces una mirada compasiva sobre el comandante y agregó en un susurro:

-Perdone Boris. El doctor Ketrox se alejó hacia la ventana frontal y observó por

unos segundos hacia la inmensidad del espacio de espalda a todos. Nadie pudo ver la sonrisa de triunfo que asomó a sus labios.

-¿Sabe algo, doctora Hung? ¡La felicito! -dijo entonces-. Creo que usted tiene razón. Ocupémonos solamente de descender con éxito. ¿Ha elegido el lugar, comandante? ¡Quiero ver...! Y fíjese que aún lo trato atendiendo a su rango.

-Así es; pero no me agrada su hilaridad -dijo Boris, encaminándose hacia el compás astronómico. Oprimió una tecla y sobre la gran pantalla apareció la imagen de la meseta y las cumbres de las montañas a su alrededor, como un caldo de islas en un mar de espumas.

-Que alguien me diga. ¿Qué significa todo lo blanco del paisaje? -Que una gruesa capa de nubes cubre la parte alta de la

atmósfera de Belsiria -le respondió la doctora Hung de inmediato. -¿Qué clase de nubes? -Nubes de agua, por fortuna. Cristales de hielo, para más

exactitud. -¿Cómo podremos aterrizar en un lugar así? No traten de

engañarme, porque...; ¡Mack, ven aquí! Su maniático secuaz se acercó dando trompicones. -¡Dime Mack! -continuó Ketrox señalando hacia la gran pantalla. -Amplíe la imagen -dijo Mack dirigiéndose al comandante y

haciéndole enrojecer de cólera. -No hay una buena visión del área -saltó Helena-. No la ha

habido durante horas. -¿Qué tratan de ocultar? -gritó Mack acercándose a ella y

amenazando con el puñal a la altura de su propio rostro. -¡Muy bien! -dijo Boris. Actuó entonces sobre el teclado y al

instante se hizo mayor la resolución de la imagen de la meseta. Los tripulantes quedaron con la mirada fija en la gran pantalla,

como si algo inoportuno estuviese a punto de ser revelado. Pero aguardaron en silencio; hasta que fue el mismo doctor Ketrox quién exclamó:

-¡Eso que es! El robot explorador había aparecido sobre la meseta y se

observaba con nitidez.

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-No podemos descender a un mundo desconocido sin antes conocer las posibilidades de supervivencia -dijo Boris-. ¿Qué tal si Belsiria fuese un mundo de gases tóxicos; o su suelo estuviese cubierto de pantanos y marismas..., o el aire irrespirable por la cantidad de microorganismos perjudiciales al ser humano...? ¿Se da cuenta?

-¿Y decidió averiguarlo, pensando que la meseta es el mejor lugar?

-¡Así es! -Muy astuto de su parte, comandante...; quiero que el

trasbordador esté listo ya -dijo Ketrox. Capítulo 23- El descenso. Astuto también fue Ketrox a la hora de abordar el trasbordador.

Ordenó a sus hombres una revisión estricta de todo el material que se iba llevando a bordo. Desde los depósitos de alimento hasta el último instrumento de exploración o navegación. Nada debía estar fuera de su conocimiento o poner en riesgo la ejecución de sus planes.

Por otra parte, el propósito del comandante Boris y el resto de la tripulación era firme. Helena y Philip habían podido acercarse al capitán Brian media hora antes de la partida. Este había permanecido oculto en el hangar de despegue después de recibir tratamiento a sus lesiones y allí se despidió del profesor Kapec y de la doctora Hung.

Como fue dispuesto por el jefe de los secuestradores, de los miembros de la tripulación sólo subieron a bordo para el despegue el comandante Boris, Philip y la copiloto.

Estaba claro lo que pretendía el doctor Ketrox con esta decisión: hacer que a bordo de la Orión se mantuviese la preponderancia de su gente, al frente de la cual quedaba Mack, que además; era el único de ellos capaz de realizar maniobras con la nave.

El doctor Ketrox llevaría consigo a Belsiria un equipo de hombres muy bien armados. Esto haría más difícil para nuestros amigos cualquier intento de rebelión.

-¿Listo? -preguntó Boris. Los motores echaron a funcionar y el trasbordador Génesis

abandonó la nave a través de la popa. En pocos segundos dio un giro y descendió desde una altura de 600 km, dejando atrás la nostalgia de la más segura existencia; una seguridad tal vez perdida para siempre. Debajo, entre la frecuente nubosidad de la atmósfera de Belsiria; les aguardaba lo ignoto.

Mientras efectuaban la maniobra de forma manual; en la

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pantalla del radar observaban con atención el lugar elegido para el descenso. Debían ser muy cuidadosos, ya que la superficie de la meseta presentaba innumerables afloramientos rocosos; ineludibles si descubiertos en el instante final.

A unos cincuenta pies de la superficie espesas nubes de polvo rojo se alzaban en forma de remolinos que a interbalos hacían imposible toda visión. Por fortuna, el área de descenso había sido elegida con antelación y este se realizó sin percance.

La próxima tarea sería localizar al explorador y traerlo de regreso.

-No ha podido alejarse mucho -dijo Helena.Repitió entonces la señal a través de los comandos; pero fue

inútil. La sonda robot no respondía. El polvo levantado al descenso se había asentado sobre la

planicie y entonces pudieron apreciar lo más exótico del paisaje. La estrella daba la impresión de cubrir con su círculo de fuego la

mitad del firmamento; pero esto era sólo un efecto óptico. Era lo mismo de radiante que nuestro sol.

El doctor Ketrox se puso en pie y dio algunas órdenes a sus hombres.

-Será mejor que no intentemos salir de la nave -advirtió Boris.-¿Qué sucede... comandante? -preguntó Philip.-Los sensores sónicos no están captando señal alguna.

Observen hacia fuera. El ambiente alrededor del trasbordador parecía estar helado. A

través de los vidrios se apreciaba un mundo totalmente muerto. Estaba formado de rocas dispersas sobre una planicie de color ocre que se perdía en la distancia contra un campo de nubes blancas.

La copiloto chequeó el sistema de sensores externos. -Sucede lo siguiente -dijo entonces-. No hay propagación del

sonido en el exterior. ¡De esto se deduce que no hay aire...! -¿Necesario será usar equipo...?-Así es, profesor ¡Miren esas nubes! Sería mejor esperar a que

se disipen antes de intentar una salida. -¿Quién puede asegurar que exista aire respirable fuera de la

nave? -continuó Philip. -Sucede lo siguiente -dijo la doctora Hung-. En un planeta de la

masa y radio de Belsiria, la densidad de la atmósfera puede decrecer de forma brusca a determinada altura. Pienso que es lo que sucede aquí. Estamos a pocos pasos de la atmósfera superior. Es probable que muchas de las montañas más altas de Belsiria sobresalgan por encima de su atmósfera.

-¡Sería insólito, doctora!

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-¡No... profesor! Si tenéis en cuenta que un poderoso campo gravitatorio atrae los gases más pesados hacia la superficie. Belsiria tendría una atmósfera de poca altura. ¡Aquí mismo lo podemos ver! ¡Miren allá!

La copiloto de repente hizo silencio. El comandante observaba el desolado paisaje a través de la

ventanilla de la cabina y Ketrox y sus hombres alistaban sus equipos como si marchasen a la guerra.

La doctora Hung volvió su mirada al monitor de radio frecuencias.

-¿Qué ocurre? -preguntó Philip. -¡Mirad...! Es una señal muy débil del explorador... y parece

venir del sur. -Pero a ese lado toda visibilidad es impedida por el campo de

nubes -dijo Philip. -¡Así es! Esperaremos a que el robot nos de información.

Quizás para ese instante, el terreno se habrá despejado. -¿Y eso cuándo será? -preguntó Ketrox alzando la voz desde el

compartimiento posterior. -¡Un momento! -dijo la doctora indicando hacia el monitor del

radar-. ¡Mirad Boris! Estas señales son del robot. Está a nuestra derecha. Es posible que haya descendido por un declive del terreno en medio de la nube, y las señales que está emitiendo son de un lenguaje humano.

-Lo que dice no es posible. -¡Le digo que sí... comandante! -¿Puedes descifrarlas? -Son muy débiles -dijo tratando de modelar la frecuencia en el

panel de comando. -Pudiera ser alguna interferencia ambiental. Boris calló de repente y la doctora Hung quedó contemplándolo

en silencio. -Sabéis comandante -dijo al cabo-. El robot está convirtiendo

señales acústicas en ondas de radio. Con esto os quiero decir que la fuente primitiva de este espectro que aparece en la pantalla es de origen sonoro. ¡Mire aquí! Corresponden al espectro característico de la voz humana.

-¿Ahora que sucede? -vociferó Ketrox. -Tenemos al explorador localizado en un declive de la planicie a

trescientos metros al sur -dijo Boris. En la pantalla de la radio antena había aparecido un punto rojo

que indicaba la posición del robot. Trabajaron con ahínco por unos minutos. El objetivo era determinar con la mayor precisión posible los niveles de radiación en el exterior; al tiempo que la doctora

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Hung continuaba tratando de clarificar al máximo las señales. -¿Sabed lo que pienso, comandante? La debilidad de la señal o

su total ausencia, parece debida a cierta interferencia; aunque también puede ser poca carga en las baterías solares. Apenas se hace perceptible. Está bajo un manto de nubes, impedido de recargarse por sí mismo.

-Debemos hacer algo -dijo Boris poniéndose en pie y al momento se abrió paso hacia los compartimentos de popa.

-Espere comandante -dijo el profesor Kapec, y entonces se volteó hacia Helena-. ¿Qué trata de hacer?

-No estoy segura. -Voy con él -dijo abriéndose paso a su vez entre los equipos

situados al centro por los bandidos. Estos permanecían sentados a ambos lados y en silencio.

-¿Adónde va profesor? -dijo Ketrox. Philip no respondió. Saltó por encima de una mochila y penetró

al siguiente compartimiento. -Tráigame un regolito -oyó gritar entre risotadas. Cuando llegó al área de carga, vio al comandante vistiendo el

equipo de caminatas. El mismo LP-4I diseñado para los trabajos exteriores en Marte en condiciones de baja gravedad.

-¿Qué se propone hacer, comandante? -Iré a saber que sucede con el robot. -No pensará dejarme esperando aquí. -¡Vista esto profesor! -dijo Boris indicando otro de los trajes con

su equipo complementario. Diez minutos después bajaban por la rampa lateral. El mar de nubes apenas se disipaba debajo cuando ambos

echaron a andar en dirección al declive, a unos cincuenta metros del sitio donde el trasbordador había descendido.

Era una barrera impenetrable a la mirada, formada en espesor por varios metros de minúsculos cristales de hielo. Se detuvieron por encima del borde de la nube. En aquella posición les parecía posible caminar sobre la blanquecina vastedad hasta alcanzar las cumbres que sobresalían al otro lado, a unos tres kilómetros hacia el sur.

El robot estaba debajo en algún lugar desde donde su señal llegaba muy débil. Decididos como estaban, Philip dio los primeros pasos. El declive no era muy abrupto y pronto llegaron junto a la nube.

-¡Deténgase profesor! No sabemos que hay debajo -gritó Boris; pero Philip, que se había adelantado unos pasos, inició la parte más excitante y peligrosa del descenso.

Escuchó el crujir del hielo al quebrarse y pronto el profesor

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Kapec desapareció de su vista. -No se preocupe, Boris. Todo va bien -escuchó un instante

después a través de la señal de radio-. En mi vida es la primera vez que camino entre las nubes y esto me causa gran placer. El declive es bastante suave.

La doctora Hung daba seguimiento en la pantalla del radar a la señal emitida por el equipo del profesor mientras descendía hacia el otro punto rojo. La sonda robot.

-Seguid Philip..., seguid adelante; pero con cuidado. Aquí tengo conmigo la exploración láser de toda esa superficie. No existe ningún abismo. La inclinación es apenas de veinticinco grados. Existen rocas, eso sí; pero no será difícil. Tuerza ahora a su derecha. Aún le quedan doscientos cincuenta metros.

El profesor avanzaba con lentitud entre la niebla y a pesar de su limitada visión, lo hacía con confianza. No podía imaginar algún peligro en aquel paraje desértico bajo las nubes.

-¡Así está bien! -continuó la doctora-. Ahora vuelva un poquito sobre su izquierda. ¡Escuche esto! A continuación entrará a través de un estrecho desfiladero. Tal vez pueda tocar las paredes con ambas manos; pero ya tenemos la salida. Está apenas a nueve metros en línea recta.

Philip entró al estrecho corredor formado por enormes rocas. La niebla se hacía más ligera a cada paso que descendía, permitiéndole también una visión más nítida del entorno. Estaba llegando a la parte inferior de la nube.

-No se preocupen -gritó con júbilo. -¿Qué sucede? -preguntó Boris. -La niebla está desapareciendo, comandante. -Tened cuidado profesor -escuchó la voz de advertencia de la

copiloto. -¿Qué sucede, doctora? -preguntó Boris que había permanecido

al borde del declive. -Regresad a la nave..., también usted comandante -gritó ella. -¡Dime que sucede! -Las mismas voces. Es la señal del explorador. Es un lenguaje

humano. Capítulo 24- Encuentros en la planicie. -Algo extraño se acerca desde el sur. -¿Puedes ampliar la imagen? Helena se inclinó sobre el teclado y un instante después

apareció en la pantalla del radar una nube oscura. Habían pasado dos horas desde que Philip recibiera la orden

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determinante de esperar entre las rocas del pequeño desfiladero. El vasto manto de nubes de cristal de hielo había desaparecido y desde el borde del declive se divisaba todo el paisaje inferior.

El declive cortaba la planicie en dos secciones. La parte inferior donde ahora se hallaba era tan extensa como la primera y se perdía hacia el sur en la distancia. El punto donde se había posado el trasbordador estaba a unos doscientos metros por encima.

Quedaron observando mientras Boris continuaba ampliando la imagen. Al principio fue semejante a la nube de gas y polvo que acompaña una erupción volcánica. Tal vez el producto de fuertes vientos sobre arenas negras. Esto último menos probable. Frente a la nube comenzaban a destacarse manchas que crecían con rapidez en dirección a la planicie.

-Lo extraño es que no descubrimos desde el espacio ningún indicio de actividad volcánica.

-¡Si comandante; pero mirad esto! -exclamó Helena con un dedo sobre la pantalla del monitor-. Las manchas oscuras frente a la nube parecen aves; tal vez escapando de algún desastre.

Se dejó escuchar otra vez la señal intermitente de la sonda robot.

-¿A saber dónde se hallará ese desmemoriado? -A sólo doscientos metros del profesor -dijo Helena. -Profesor Philip ¿Me escucha? -preguntó Boris. -Si comandante. Le escucho. -Aunque parezca algo insólito quiero hacerle esta sugerencia.

Trate de mirar a su alrededor y busque a alguien por allí cerca. -No le comprendo, Boris. -Hágalo como le digo. -¡Ya! como si estuviésemos en la desaparecida Nueva York.

¡Eso es! Puedo imaginar muy fácil este lugar lleno de gente. -Así es. Así es mejor -dijo Boris sonriendo-. ¡Escucha Philip!

Estamos recibiendo señales del explorador y la doctora Hung insiste en que se trata de seres humanos, o al menos señales de un lenguaje humano.

-Bien..., así lo haré. -Si no vez nada, entonces regresa acá de inmediato. ¡Escucha!

Algo como grandes buitres está volando hacia nosotros desde el sur. Deje al explorador y regrese cuanto antes.

Boris estaba ahora sentado en su sillón de mando del trasbordador. Presionó una tecla y apareció en el computador la cifra de 8 000 metros. Era la distancia promedio a que se encontraban la nube y los extraños seres voladores.

La nube se estaba deshaciendo al tiempo que descendía sobre las laderas de las montañas cercanas mientras las aves

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continuaban su vuelo como espantadas en dirección a la planicie. A través del sensor sónico de la sonda robot podía escucharse una serie de graznidos en el interior del trasbordador.

-Muy extraño comportamiento -dijo Boris.-¿Qué es eso? -preguntó Ketrox quebrando su prolongado

mutismo. -Lo único que puedo asegurarle, es que de nada bueno se trata.En el exterior Philip había optado por escalar la roca

apoyándose en los salientes y oquedades de la misma y a pesar del estorbo que significaba su indumentaria, logró llegar hasta la cúspide.

Desde allí su asombro no fue poco ante la visión que le ofrecía el paisaje enmarcado en un cielo transparente como una inmensa bóveda de cristal, entonces escrutó hacia abajo entre los amontonamientos de rocas cuidando de no resbalar y lo que vio esta vez lo dejó pasmado. Helena tenía razón.

-Regresa Philip -escuchó otra vez la voz de la copiloto y sinresponder comenzó a descender.

-¡Profesor! ¿Podéis escucharme? -Si la escucho. Gracias por su advertencia; pero ya es

demasiado tarde, doctora. Aquí llegan y están enloquecidas -gritó Philip y corrió a refugiarse entre las rocas.

Sobre la planicie y los afloramientos rocosos se posaron casi al unísono unas doce aves.

-Philip, ¿descubriste algo inusual? -preguntó Boris.-Para mi aquí todo es inusual comandante. Por ejemplo, acabo

de ver unas avecillas como de dos metros. También vi al robot y algo que se mueve junto a él. Son personas, aunque no pude precisar los detalles debido a la distancia que nos separa. Las aves parecen muy agresivas.

-Así es. Esperemos que no sea por mucho tiempo.Philip salía al exterior al momento que una de aquellas

emprendía el vuelo y se alejaba elevándose unos cincuenta metros. La seguían con la mirada cuando de repente la vieron caer en línea vertical desde su altura; con el cuello torcido y aleteando entre una nube de polvo.

No salían del asombro cuando otro animal se elevó por los aires y luego se lanzó en picada cerca del explorador. Casi seguro había sido el brillo metálico de la armadura el que atrajo su atención.

Un momento después llegaba hasta oídos de los viajeros un grito humano de angustia, captado y transmitido por el robot.

-¿Qué podríamos hacer, comandante? Presiento algo extrañoen esas voces. Como si alguien hubiese sido agredido -dijo la copiloto.

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-Puedo salir a investigar desde aquí -gritó Philip. -No se mueva de su refugio, profesor. ¡Es una orden! Yo iré por

ti. Las aves se habían revuelto y convertido más agresivas con el

descubrimiento de alguna posible presa. Varias de ellas volaban a grandes círculos escudriñando el terreno. Se pudo escuchar otra vez un lenguaje humano dentro del trasbordador.

No habían pasado cinco minutos desde que el comandante tomara su decisión de salir en busca del profesor, cuando el vehículo todoterreno saltó sobre el pesado polvo del declive.

-Ahora quiero que me responda, profesor -dijo Boris-. ¿Qué le parece insólito en aquellas voces?

-Comandante, ese lenguaje que se escucha... ¡la copiloto tiene razón!

-¿Qué hay con eso? -Ya... algo que no puedo asegurar aún...; pero lo emocionante

está en que ese lenguaje me suena familiar. Pienso que es un dialecto del sánscrito, comandante -escuchó decir a Philip mientras dirigía el vehículo declive abajo.

-¡Sánscrito! ¿El antiguo lenguaje de la India? -¡Ya...! La madre de nuestras lenguas europeas. Desde la ventanilla del módulo de comando la doctora Hung fue

testigo de lo sucedido a continuación. El vehículo todoterreno se había alzado sobre un montículo, e impactó de repente contra algo en medio de la planicie rocosa.

-¡Boris...! ¿qué os ha ocurrido? ¡Responda! -Impacto..., invisible -escuchó la voz quejumbrosa del

comandante. Cuando desapareció la nube de polvo levantada por las esteras,

lo vio abrir la puerta trasera y salir al exterior armado con el lanzallamas y la pechera de ribalita. Dio algunos pasos en dirección a las rocas y cayó de bruces. Philip, que también había presenciado el impacto y lo vio llegar hasta allí, salió de su refugio.

Otra de las aves se elevó sobre la planicie con estrepitoso batir de alas. Sintió el ruido; pero no intentó volverse cuando esta se lanzó en picada. Apenas había llegado junto al comandante. El lanzallamas estaba allí; atrapado bajo su cuerpo. Se agachó junto a él y tomó el arma de un tirón en el instante preciso en que un graznido de la bestia golpeaba sus oídos. No hubo tiempo para más. Se echó al suelo de espaldas e hizo el disparo.

Debía tener al menos cuatro metros del pico hasta la cola. Se elevó convertida en fuego y luego impactó en el espacio, derrumbándose en línea vertical sobre la planicie muy cerca del vehículo averiado. El profesor quedó absorto por un instante.

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Cuando se recuperó, se puso en pie y arrastró a Boris hasta las rocas. La voz de la copiloto no había dejado de reclamar una explicación.

-Estamos bien. Ahora corro en ayuda de esa gente -dijo Philip ysu voz llegó hasta ella mezclada con otras voces distantes.

-Tened cuidado profesor.Philip se alejó a largos saltos en dirección al lugar donde había

visto al explorador. Se había despojado de la escafandra y atravesaba zigzagueando entre las grandes rocas, para cubrir los doscientos metros que lo separaban de aquel. Al cabo, orientado por los graznidos y gritos desembocaba en el sitio. Algunas aves observaban desde los elevados peñascos el desenlace de un duelo. Eran un hombre joven y un buitre. Otros volaban a grandes círculos sobre el área.

El que luchaba contra la bestia trataba de alejarla de la entrada al refugio. Un grupo de rocas de cuyo aglomeramiento escapaban los gritos de una mujer. El arma del combatiente era una espada que blandía a la ofensiva y con desaforada energía. Obligaba a su enemigo más poderoso a retroceder; pero aquello no duraría mucho. Otro monstruo comenzaba a descender.

Ya casi embestía sobre el guerrero cuando Philip llegó a su lado, hincó una rodilla en el polvo e hizo el disparo.

La llamarada alcanzó en pleno vuelo al ave que se cernía en posición de ataque. La otra había sido alcanzada en una pata por la espada del desconocido y al tambalearse sobre su único apoyo recibió otro golpe; esta vez sobre la cabeza. La bestia herida retrocedió y se involucró entre los restos ardientes de su compañera.

El viento esparció muy pronto por la planicie un desagradable olor a carne calcinada; mientras otras bestias se disponían a reanudar su ataque.

Otra salió del círculo y se lanzó en picada. Los dos hombres se voltearon a las alturas impelidos por el

coraje; pero una vez más, ante su asombro, Philip vio al ave detenerse a mitad de vuelo y desplomarse como golpeada por un objeto.

-Soy amigo -dijo en sánscrito; aprovechando la tregua paraenfrentarse al rostro despavorido del joven.

Este lo miró más sorprendido aún, como si recién se hubiese percatado de su presencia y de la oportuna ayuda que les brindaba. Se escuchó entonces la voz de la mujer desde el refugio.

-Nala... ¿qué sucede?Ahora Philip estaba seguro de que podía comprender y ser

comprendido en aquel lenguaje.

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-¿Quién eres? -preguntó el joven tratando de infundirse valor yhaciendo caso omiso de la voz que clamaba por él desde las rocas. Cayó de rodillas a pocos pasos del profesor y hundió la punta de su espada en el polvo. Estaba sofocado, los vestidos rasgados y los hombros y brazos cubiertos de sangre.

Philip parecía no escuchar. Le dio la espalda y fue hacia el explorador.

Allí todo parecía estar en orden. Abrió y levantó la tapa del panel de comando a un lado del tren de rodaje y tomó la caja del pequeño transmisor portátil. Luego desconectó la pistola láser del brazo mecánico del robot e hizo lo mismo.

-Soy amigo -dijo volviéndose al joven. Fue la única frase que sele ocurrió, hasta que vio aparecer el rostro de la mujer a través de la abertura entre las rocas.

Estaba sucia y desgreñada. Su vestido se había desgarrado por el pecho y por un muslo.

El profesor la observó un instante solamente; pero fue suficiente para hacer latir con fuerza su corazón. Sintió de pronto que su vida adquiría un diferente sentido, su cuerpo se hacía más ligero y el desolado paisaje a espaldas de ella capturaba un nuevo y reluciente matiz rosáceo. Ella avanzó y se arrodilló junto a su hermano.

-¿Estás herido?-No... Indradevi, estoy bien. ¿Y Neelakantha?-¡Se muere, hermano mío! ¡Se muere! La bestia destrozó su

espalda. Nala se puso en pie y penetró al refugio. Ella permaneció a la

entrada, ahora con un puñal en su derecha. La otra mano crispada; como lista para desgarrar.

-¿Puedo ver al herido? -preguntó Philip.-No puedo confiar en desconocidos, ni en seres extraños -

respondió. -No quiero hacer ningún daño. Soy extranjero en este mundo.-¿Eres acaso un dios? ¿Quieres decir...?La joven apretó el puño armado. Su rostro estaba pálido y

sudoroso a pesar de la brisa. Philip quedó confundido ante la inesperada y original pregunta y hasta dudó haber comprendido de forma correcta.

-No soy un dios. Sólo quiero ayudarlos.-¿Qué ayuda puede brindar el extranjero? ¿Podrá salvar a mi

gran amigo? -dijo Nala reapareciendo de entre las rocas. Tenía el rostro bañado en lágrimas, rojas por el polvo de la

planicie. Y salió en desafió contra el firmamento. -¡Eso no será lo mejor! -dijo Philip acercándosele.

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Las aves en la planicie se habían reagrupado sobre el montículo más empinado.

Al ver que aquel hombre desconocido para ella tomaba de su cintura un extraño objeto, la joven corrió junto a su hermano.

-Es mejor que se alejen. ¡Es peligroso! -dijo el profesor señalando hacia el refugio, pero los jóvenes no obedecían. Las aves habían roto su formación en círculo sobre la planicie y se lanzaban al ataque.

Philip hizo el primer disparo y uno de los monstruo se estrelló contra las rocas, deshaciéndose en pedazos. Un segundo disparo y el fino rayo atravesó el cuerpo de otra bestia, que ya se cernía sobre ellos. Los hermanos corrían a un lado para evitar ser aplastados por la enorme masa. Otro de los buitres lograba alcanzar el suelo y se les aproximaba aleteando y con el pico abierto. La oportuna intervención del profesor los salvó por segunda vez y el animal se arrastró en el polvo llevado por su propio impulso.

Tampoco Philip se liberó de la embestida directa y enloquesida de otra de las aves que después de haber sido alcanzada por el pecho lo golpeó y lanzó a unos cinco metros de su posición defensiva. Bastante aturdido consiguió incorporarse y poner distancia de por medio al tiempo que buscaba su pistola entre el polvo y el humo pestilente.

Los hermanos habían corrido a refugiarse entre las rocas y la última de las bestias se aproximaba enloquesida con los chillidos de la otra herida y agonizante. Pronto los belyas quedaron acosados en el estrecho desfiladero mientras el animal cubría la entrada y trataba de llegar a ellos.

-¡Ya vas a ver! -masculló Philip y corrió en busca del lanzallamas.

Fueron momentos de duda porque no podía disparar sin correr el riesgo de abrasar a los jóvenes dentro del refugio. Entonces, tomando un fragmento de roca del volumen de su puño lo lanzó contra la cabeza del animal. Su estrategia dio resultado. El proyectil pegó y rebotó y la bestia enfurecida le hizo frente.

Fue el momento oportuno: retrocedió sin darle la espalda y apretó el gatillo.

El buitre no se había detenido en su embestida y como una antorcha venía hacia él. Soltó el lanzallamas y se echó a un lado; lo suficiente para apartarse de la trayectoria del animal que se estrelló en llamas contra las rocas.

Había concluido la parte más reñida de la lucha y los belyas salieron al aire libre. La planicie se había convertido en un campo de restos calcinados.

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-Mi maestro está muy mal -dijo el joven corriendo de regreso alrefugio.

Philip quedó solo frente a la muchacha. -Puedo llevarlos a un lugar seguro. Allí podremos atenderlo y

quizás salvarlo. -¿Cómo podemos confiar en un desconocido? que además

anda con armas tan poderosas -dijo y luego desapareció en pos de su hermano. Un momento después sacaban al anciano herido.

-¡Muy bien! -exclamó Nala-. ¿Y a dónde nos llevará el extranjero?

Aún no parecía estar convencido de su única opción. Dudó por un momento observando al cielo que había comenzado a enrojecer de una manera extraña. Luego se volvió a su hermana interrogándola con la mirada. Philip no comprendía.

-¡Adelante extranjero! Queremos ver ese lugar del que habla -gritó.

-¿Qué sucede?-Se acerca una tormenta -respondió-. No es nada recomendable

permanecer al descubierto sobre las montañas. Si no existe otro lugar, debemos buscar refugio junto a la muralla -agregó.

-¿Qué muralla?No respondió esta vez.Aunque parecía imposible que aquella gente sencilla hubiese

sido la responsable de las señales de radio que los guió hasta allí; debía obedecer al belya, conocedor sin dudas de la naturaleza salvaje de su propio mundo.

LIBRO SEGUNDO

Capítulo 25- Los belyas. Un viento severo había comenzado a azotar la parte baja de la

planicie levantando remolinos de polvo a gran altura, al tiempo que espesas nubes galopaban el firmamento, como enfurecidas con la presencia de intrusos en sus dominios.

Entre los cuatro cargaron pendiente arriba el cuerpo del anciano herido.

Al llegar al límite de la atmósfera las cosas se complicaron. Tendrían que llegar hasta el trasbordador sin aire que respirar a través de los cincuenta metros que los separaban. No era muy difícil tarea para una persona sana; pero tratándose del anciano surgía el problema de exponerlo a la muerte.

Decidieron entonces colocarle una de las escafandras, mientras la otra la pusieron a disposición del joven belya; y corrieron con el

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anciano en brazos. Al llegar a la puerta de acceso, esta estaba lista para la entrada; se cerró tras ellos y estuvieron a salvo. Para Boris y la joven no hubo dificultad, y pronto se reunieron todos dentro de la nave.

Unos minutos más tarde el anciano belya fallecía. Había cesado el viento. Poderosas descargas estallaban sobre

las cumbres y la planicie inferior. Espesas nubes lo habían cubierto todo debajo; pero a la altura de la nave se podían observar las estrellas titilar. Una gran luna ascendió sobre las cumbres del este dando un matiz plateado al horrendo tronar de la tormenta.

El impacto causado por el encuentro entre los jóvenes belyas y los viajeros, fue también electrizante, dando lugar a múltiples controversias. La primera de todas fue una gran duda expuesta por Philip, reunidos ya en el módulo de comando. El arqueólogo comenzó diciendo:

-¿Hemos salido en realidad de la Tierra? El silencio siguió a su pregunta y se prolongó por minutos; pero

cuando parecía que todos habían olvidado ya la insinuación; imbuidos en sus propias meditaciones, la doctora Hung agregó:

-Por supuesto que sí. No tengáis ninguna duda. -¿Y esta gente? -dijo Philip-. Tampoco hay duda que son

humanos, ¿y saben una cosa? Me puedo entender con ellos. -Señores, parecemos más asombrados nosotros con este

encuentro que los propios belyas -dijo el comandante-. Ellos están allá llorando a su muerto, mientras nosotros deliberamos acerca de la realidad de su existencia. ¿No les parece absurdo?

-Puede ser un error. Algo nos ha causado la ilusión de haber viajado por el espacio interestelar; pero estamos en la Tierra. Tal vez en el pasado. Estos jóvenes y el anciano son indios..., y están hablando en sánscrito.

-Profesor...; ¡seguís con lo mismo! Al menos debíais agradecer que nos entendemos.

-¡Por favor Philip, por favor...! -intervino Boris-. No hay otra manera de explicar la existencia de este planeta que a través de un viaje interestelar. No estamos soñando ni es una ilusión. Muy sencillo. Esta no es nuestra Tierra. Que diga algo el doctor Ketrox. Fue él quien nos metió en esto.

Ketrox permanecía junto a sus hombres en la parte final del módulo. Aparentaba estar lejano a la controversia y a los acontecimientos que se venían desarrollando tras el descenso sobre el altiplano. Aquel mutismo ya les comenzaba a parecer sospechoso, cuando el hombre de repente se puso en pie.

-¡Este es Belsiria! El mundo que les prometí hace dos semanas -se limitó a decir.

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Hubo silencio por un momento. -¡Un viaje interestelar de dos semanas! ¡Ridículo! -Así es, profesor. Según los cálculos de la doctora Hung, ese es

el tiempo que ha transcurrido desde que usted colocó la cruz gammada en la proa de la Orión -dijo Boris.

-La cruz, debe estar hecha de algún material capaz de crear una curvatura del tiempo y el espacio frente a la nave, y a través de esa especie de túnel hemos viajado a una velocidad muchas veces superior a la velocidad de la luz -dijo la copiloto.

-Eso está muy bien -continuó el profesor-; ¿pero cómo se explica la existencia de esta gente aquí? Pienso que nuestro viaje ha sido en el tiempo, y estamos ahora en la antigua India.

-Parecéis influenciado por la experiencia, profesor. No dejéis que vuestra profesión os confunda.

Philip agachó la cabeza y se retiró meditando hacia el compartimiento de carga.

Allí permanecían los jóvenes. Lo mismo que dos fierecillas acorraladas; tímidas en su nueva jaula. La sorpresa y el miedo les habían hecho aceptar que los llevaran a la nave. Tal vez en otras circunstancias habrían corrido despavoridos colina abajo prolongando por mucho más el misterio para nuestros viajeros.

Un sentimiento más fuerte que cualquier otro los ataba, y era el cadáver del maestro. Durante horas estuvieron llorándolo sin consuelo como si ninguna otra cosa tuviese importancia a su alrededor. Cuando Philip entró al compartimiento, se pusieron de pie con una mezcla de terror y furia en sus rostros.

El comandante Boris apareció también junto a la puerta. Philip venía dispuesto a averiguar por boca de los propios

jóvenes el misterio de sus vidas, y lo primero fue un saludo que pareció sonar indiferente a sus oídos.

-¿Cuánto durará la tormenta? -preguntó entonces a sugerencia del comandante.

Esta vez la voz del profesor pareció llegar hasta ellos. La muchacha necesitaba decir algo con urgencia para controlar

el temblor de sus labios, y entonces su voz se dejó sentir, melodiosa y suave como la de una diosa.

-Hasta la aparición de Sini Tlan sobre el horizonte. Boris se adelantó hasta la camilla y observó con atención el

cadáver. El rostro del anciano estaba medio oculto por la barba enmarañada, blanca y espesa y Boris sintió súbita curiosidad por la existencia de aquel hombre que parecía haber sido para los jóvenes algo más que un amigo. Le sugirió a Philip la pregunta.

-Desde niños aprendemos su doctrina -dijo la muchacha, agregando luego-. Fue un gran maestro entre los belyas.

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Hizo silencio por un rato y luego agregó perdiendo un poco de su timidez:

-¡Él lo sabía! Nos enseñó que en las montañas no habitan dioses; sino seres como nosotros... venidos de un lugar lejano.

-Entonces... ¿ya no crees que somos dioses? -preguntó Philip. Los dioses deberían ser transparentes y ligeros como la brisa -

dijo el joven. -¿Qué crees que somos entonces? -Aquellos que viajan por el espacio en grandes naves entre las

estrellas. -¿Y cómo lo sabes tú? -El Bala Kun Sama lo dice así -dijo ella. -No, no somos nosotros -explicó Philip después; cuando los

jóvenes hubieron saciado el apetito con lo más apropiado que se les pudo ofrecer-. Vuestro maestro tal vez tuvo razón; pero han de ser otros los seres que habitan en las montañas.

-En la montaña invisible -dijo la muchacha señalando a través del vidrio de ribalita de una claraboya. Entonces se puso en pie y se dirigió hacia allí.

Philip y el comandante seguían sus movimientos con cautela. -¿Qué es la montaña invisible? -preguntó el primero. El joven fue junto a su hermana y ninguno de los dos se

apresuró a responder. En vez de esto, hubo entre ellos un intercambio de gestos y palabras casi imperceptibles.

-Comprendo que no son ustedes; o tal vez mienten -dijo el joven luego de un momento de indecisión, hablándole a los viajeros; y entonces sobreponiéndose a un estado de ánimo que parecía aún deplorable, encaró al profesor diciendo:

-La montaña se puede palpar fría y lisa, impenetrable como el bronce; pero jamás un belya la ha visto.

-Muchos creen que es la morada de los dioses -agregó su hermana.

La tormenta eléctrica se mantuvo por largas horas,

despedazando rocas sobre la planicie. Boris y el resto de los hombres observaban con atención a

través de las claraboyas los últimos estampidos; cuando a sus espaldas se abrió la puerta de acceso al módulo de comando y Helena hizo su entrada. Detrás de la copiloto se adelantó con paso tímido la joven belya. Tanto había cambiado en ella que pareció un milagro su aparición.

-¡Una genuina princesa hindú! -exclamó Philip. -Acércate hermana -dijo Nala-. ¿Puedes contarles lo que vimos

cuando subimos por primera vez a este lugar?

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-Fue asombroso y terrible -dijo ella-. Aquella vez descendió del cielo un gran objeto luminoso y se detuvo sobre la muralla con un estampido. Luego desapareció hacia abajo. Como éramos muy jóvenes corrimos asustados atravesando el desierto de regreso a casa. Todo el camino fuimos temiendo que nos alcanzara la furia de los dioses y nuestro padre nos castigó al enterarse, porque habíamos violado la prohibición del libro sagrado de acercarnos a la montaña. El maestro Neelakantha nos dijo luego que tuvimos un encuentro con seres de otro mundo.

-Algo diferente fue lo que vimos la noche pasada -dijo Nala-. Estábamos allá debajo en el campamento. El maestro se había quedado observando el cielo de las tinieblas y nos llamó para que viésemos un rayo de luz desde Sini Tlan.

Philip observó al comandante de soslayo. Uno de los hombres de Ketrox emitió un aullido y todos

volvieron al exterior sus miradas a través de la ventana de proa. -¡Sini Tlan! -exclamó Indradevi. El disco de una luna, como esculpido en plata fría sobre un

fondo de cielo rojo cenizo, cubrió en menos de un minuto el espacio, ascendiendo sobre las cumbres. Parecía tan cercana y alcanzable con sólo tender una mano al frente. Pecaminosa con sus cráteres y valles; tétrica y misteriosa.

Su aparición fue tan repentina que todos se volvieron luego a la joven.

-¿Tú lo sabías? -dijo Philip. -Nuestro maestro Neelakantha lo enseñó una vez -dijo ella-. Sini

Tlan crece de súbito sobre las tinieblas. Los jóvenes habían resultado muy amigables, inteligentes y

predispuestos a llevar adelante cualquier tarea y lo que más admiraba a todos fue la aptitud que mostraron durante el encuentro con los viajeros. La avanzada tecnología que vieron a bordo no pareció sorprenderlos y se mostraban más bien familiarizados con ella, lo que creó la duda: ¿de dónde habían sacado los belsevitas aquella sabiduría en un mundo que parecía a pesar de todo tan primitivo?

El doctor Ketrox sabía mucho más que ellos; pero se mostraba indiferente ante los sucesos ¿quién podía obligarlo a dar explicaciones? Mientra tanto, sería mucho mejor que Philip continuara descubriendo las mil verdades a través de los propios jóvenes. El lenguaje no era un impedimento.

-Es tan similar al sánscrito de los libros Vedas, que me parece estar en la antigua India -decía el profesor.

Los jóvenes, por otra parte, se mostraban bien dispuestos a hablar de todo. De las cuatro lunas que giraban en la cuarta esfera,

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de la esfera de los vientos, de Sini Tlan o el imperio de los dioses, del mundo de las tinieblas, de la montaña invisible, del gran laberinto, del Bala Kun Sama, de la batalla celestial y de Irki Sama y también de Kalick Yablum y el regreso de los dioses.

El doctor Ketrox hablaba sólo cuando decidía impartir una de sus órdenes. Dispuso luego dejar la nave y viajar con los belyas a Karen Du, la ciudad sagrada.

Los belyas habían dejado su último campamento en el valle antes de ascender al altiplano en compañía del viejo Neelakantha y ahora se habían convertido sin sospecharlo en los nuevos prisioneros del doctor Ketrox y de su banda.

Philip tuvo que explicarle a Nala, sin mucho detalle, lo difícil de la situación, lo que el joven pareció comprender de inmediato.

Capítulo 26- la muralla invisible. Pasó la tormenta; pero no cesaba la angustia. Nuestros amigos

tenían que desafiar la arrogancia cada vez que se dirigían a Ketrox con cualquier razón, haciéndose difícil tomar una decisión en común en lo que pudiera afectar sus vidas. Al final decidió dejar la nave y viajar con los belyas a Karen Du.

El recorrido debía hacerse a pie bajando desde las montañas hasta el límite con el desierto, donde tomarían el primer descanso.

A todos les gustó la idea e incluso, Boris propuso utilizar el vehículo todoterreno en aquella parte del recorrido que lo permitiera.

Una nueva esperanza se había abierto ante ellos y renació el optimismo, retomando la decisión inicial de conseguir el combustible nuclear necesario para el retorno a Tierra.

-La ciudad Karen Du es hermosa -dijo el joven belya con vocación de sabio-; pero más hermosa y divina es Irki Sama.

Aquellas eran palabras de indiscutible aliento. Según la historia que les contaron, la ciudad sagrada fue

edificada por los dioses en la época de la segunda creación. Muy pronto nuestros exploradores pudieron conocer gran parte

de las leyendas de Belsiria; y eso daba más interés a la odisea que estaban a punto de emprender por el país.

Según la religión de los belyas el mundo fue creado por cinco dioses. Al principio fueron las tinieblas, luego la luz, los cielos y el suelo; hasta el momento supremo de crear al hombre y poblar Belsiria; pero en aquella era, los dioses nunca llegaron a un acuerdo.

Después de inagotables desavenencias fue creada una criatura tan horrenda, que los dioses mismos llegaron a aborrecerla.

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Avergonzados de su fracaso, llegaron entonces a un acuerdo. La nueva criatura, además de perfecta a imagen y semejanza

de dioses, debía adorar y obedecer por igual a las cinco deidades. Fue el día de la segunda creación. Pero un dios, el más sabio y

benigno, quizo liberar al hombre del poder despótico, y para ello tuvo que enfrentarse y vencer en gran batalla a los demonios.

Irki Sama dio entonces al hombre su libertad y ordenó el mundo en sus propias leyes, sin la intervención divina sobre los destinos y la vida. También dejó sus normas morales antes de partir; para ser cumplidas por aquellos de buena fe.

Dio al hombre el fuego con que se forjan metales y se hace cocer la arcilla, y los reunió en ciudades y les enseñó a cultivar el suelo y a domesticar las bestias; y a gozarse en los frutos de su propio arte y sabiduría; pero ante todo les demandó obediencia.

Ese era el mito; pero detrás de el se podía adivinar la existencia de una lucha de grandes proporciones.

Al momento de la partida y cuando atravesaban la planicie inferior, un curioso fenómeno les llamó la atención. El terreno aparecía lleno de perforaciones causadas por las descargas de la tormenta. Allí estaban los restos de las grandes aves..., y allá el vehículo explorador.

Por asociación, vino a la memoria el recuerdo de la batalla contra las bestias y la manera en que algunas se desplomaban desde lo alto. Luego el accidente con el vehículo.

Ellos avanzaban junto a los belyas mientras Ketrox y su gente lo hacían dispersos por la planicie.

-¿Qué fue lo que os sucedió, comandante? -preguntó Helena. -Perdí el control...; luego la señal del radar... y me impacté

contra algo desconocido. Supongo que aquí existe un fuerte campo magnético.

El comandante tenía la idea de utilizar el vehículo para descender la planicie y luego recorrer el país hasta donde fuese posible.

Cuando se acercaron a la línea irregular trazada en el suelo por las perforaciones, las agujas de las brújulas enloquecieron.

-Esta fue tal vez la causa del silencio tan prolongado de la sonda -dijo la copiloto.

El comandante Boris fue el primero en tropezar contra algo firme. De dureza inquebrantable; pero invisible a sus ojos. Frente a sí, continuaba viendo el mismo paisaje rocoso y de nubes en lo alto. Palpó con ambas manos tratando de hallarle una explicación al cúmulo de fantasías sensitivas que lo agobiaban. Por un momento quedó hipnotizado con aquella frialdad de mármol; y entonces echó a reír como enloquecido.

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Helena y Philip se detenían junto a él. A Nala lo continuaban viendo alejarse con la cabeza gacha,

describiendo en su marcha un gran círculo en el terreno y deslizando una mano sobre la superficie invisible de la pared.

-Alguien puede estar observando nuestra conducta -dijo Philip-. No dudo que se trate de un observatorio espacial, o un cosmódromo edificado con alta tecnología.

-No dudo que sean ambas cosas, profesor -dijo Boris cesando en sus dementes carcajadas.

Ya los hombres de Ketrox se unían a ellos. -¡Mirad aquél! -dijo Helena-. ¿Hasta dónde llegará esto...? El joven continuaba alejándose; pero poco después comenzó a

acercarse por el lado norte de la planicie hasta reunirse con ellos junto al transportador averiado.

El vehículo había quedado hecho un desastre. Dos descargas lo golpearon, una de ellas en pleno motor dejándolo inútil para siempre. Ahora debían conformarse con el entrenamiento de sus propias piernas y a partir de allí agradecerían siempre a su comandante lo exigente que había sido con el deporte espacial.

Capítulo 27- Mitos y sorpresas. Al principio no fue tan duro. La planicie descendía hacia el sur

hasta un pequeño valle poblado de arbustos. Los dos guías marchaban al frente fijando sus miradas sobre el suelo húmedo y mullido, como siguiendo un rastro.

-¿Qué sucede? -preguntó Boris al darse cuenta del peculiar comportamiento de los belyas.

-Ellos dicen que son los tuarubes -dijo Philip. -¿Tuarubes...? ¿Es alguna bestia? -No, es la criatura de la primera creación..., según la fe de la

gente -explicó Philip. El belya se detuvo y se agachó sobre una pisada en el suelo

húmedo. Todo el grupo lo imitó como advertido por el instinto de que algún peligro rondaba por las cercanías.

-Parece que los tuarubes nos estuvieron siguiendo hasta aquí; pero alguna razón los hizo retroceder -dijo Nala, agregando luego-: las palabras del Bala Kun Sama coinciden con lo que vemos cada día; pero en la misma práctica descubrimos que hay una verdad oculta. Hay elementos profundos que se esconden en el éter e impiden ver la realidad -continuó el joven, en tanto no apartaba su mirada del suelo.

A medida que descendían hacia lo más profundo del valle el paisaje montañoso iba quedando atrás.

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Los dos jóvenes, Boris y Philip y la copiloto marchaban delante en un solo grupo cargando a sus espaldas las mochilas con el grueso de las provisiones; mientras Ketrox y sus hombres los seguían a unos cuantos pasos.

-¿Cómo creen ustedes que llegó a existir este gran mundo? -preguntó el profesor.

-Cuando muchachos creíamos en la doctrina del Sama como nuestro padre -dijo Nala-; pero luego la vida nos hizo cambiar de ideas. Ahora nuestra senda es la búsqueda incesante de los elementos primarios. Nuestra esencia no es el Sama, como repiten los profetas; sino la unión de todos los belyas en nuestro origen común.

-Primero hay que buscar el origen del Sama, que es la presencia de dios en nosotros mismos -dijo la joven Indradevi-. El origen del dios que tenemos dentro..., es lo que buscaba Neelakantha y por eso murió.

Nala se detuvo para observar en la distancia al frente. Dijo entonces:

-Los tuarubes y los belyas no tuvimos el mismo origen; y por eso no creo que debamos nuestra existencia a uno o a muchos dioses. ¿Y ustedes? -preguntó entonces-. ¿Cómo llegaron a este mundo?

-En nuestra nave. Una gran casa que ustedes no conocen. En ella podemos volar veloz por el espacio -explicó Philip.

-Entonces, lo que vimos una vez sobre la muralla fue una gran nave como la vuestra -afirmó Nala.

Estaban siguiendo el curso del río que había surgido desde algún paraje lejano en las tinieblas. Sus aguas estaban sucias y turbulentas y las orillas aparecían cubiertas de guijarros y desechos. Multitud de animales semejantes a moluscos y cangrejos corrían hacia la corriente y se sumergían deprisa, atemorizados ante la inesperada aparición del grupo.

Parecía como si la evolución en Belsiria hubiese andado por causes muy semejantes a los habidos en la Tierra.

-¿Cómo son los tuarubes? -preguntó Philip de repente. -¡Son horribles! -dijo la joven sin vacilar-. Pero son pocos y viven

en la gran selva y en los lugares más remotos del imperio. Algunos sirven al gobierno.

-No son como nosotros ni se parecen tampoco a Kalick Yablum -precisó el joven sabio-. Por eso..., dudo mucho de los dioses y del gran poder y sabiduría que la gente les atribuye. ¿Cómo es que siendo perfectos, crearon cosas tan horribles a las que luego castigan con muerte y desolación?

-¿Quién es Kalick Yablum? -preguntó Philip.

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-Es un belya mentiroso o un extranjero como vosotros -dijo Indradevi, quien tenía siempre una respuesta en espera.

Se habían acercado a un vado y era el momento de tomar a la otra orilla. De no hacerlo así, sería imposible después; cuando el río se hiciese mucho más ancho y profundo, según el decir de los belyas.

El comandante fue el primero en entrar al agua, y esta le llegó hasta el pecho.

Los belyas lo miraban sorprendidos mientras escalaba la orilla opuesta y hacía señas a los otros.

Algunos de los bandidos se echaron al agua en la misma dirección; y cuando iban por en medio de la corriente Nala les pasó saltando por encima.

-¡Que el diablo me lleve! ¡Que clase salto! -dijo el doctor Ketrox con la demostración del joven.

Este había caído junto a Boris y continuó corriendo por algunos metros.

Uno de los bandidos quizo hacer lo mismo y para esto tomó algún impulso y se lanzó de un salto al llegar al borde; pero no avanzó más que hasta mitad del cauce y cayó al agua de cabeza.

-¿Cuántos metros pensáis que hay hasta la otra orilla? -preguntó Helena.

-Unos siete -dijo Philip. La copiloto se tendió sobre la arena. -¿Qué haces? -Quitarme las botas para saltar. Mire profesor..., ¡ahí va la

muchacha! Indradevi había tomado impulso al igual que su hermano y saltó,

llegando al otro lado antes que lo hubiesen hecho los hombres que caminaban por la corriente.

-Ahora es mi turno -dijo la copiloto, y saltó lo mismo que aquellos.

Philip por su parte se metió al agua siguiendo al último de los bandidos, llevando consigo las botas de la doctora Hung.

-Aquí tiene doctora -dijo al llegar junto a ella. -Gracias profesor...; pero creo que seguiré así... descalza. El doctor Ketrox concedió un descanso. Se echó sobre una roca

y quedó contemplando a Indradevi. Los otros miembros del grupo hicieron lo mismo a lo largo de la orilla. Entonces la muchacha entró al agua medio desnuda y gritó a Philip que se alejaba a lo largo del banco de guijarros hacia las grandes rocas más allá de la ribera.

-¡Ten cuidado! Pero el profesor pareció no escucharla.

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-¿Qué quiere Kalick Yablum? -preguntó el doctor Ketrox a la joven.

-Sus seguidores hablan a la gente por el mundo la doctrina de salvación -dijo Indradevi.

-¿Salvarlos de qué? ¿Del pecado? La joven echó a reír. -Su meta es la guerra contra el imperio -dijo salpicando entre la

corriente. Luego se hundió y nadó bajo el agua hasta la otra orilla. Al sacar la cabeza continuó gritando mientras apartaba sus cabellos del rostro:

-Va ganando seguidores por todo el mundo. Muchos afirman que es el mismo dios con figura humana. Otros afirman que su imagen es como un rayo de colores que viene del cielo y se pega junto a una superficie vertical y plana.

-¿Lo has visto tú? -gritó Ketrox. -Aún no; pero espero verlo algún día. Mi padre tendrá que

convencerse de la verdad. El es un hombre de sabio pensamiento; pero está apegado con tanta fuerza a la palabra del Sama, que no puede llegar a su esencia misma. Todo está en la forma de ver las cosas.

-Iremos donde tu padre -afirmó Ketrox. El joven Nala, sentado a varios metros, había comenzado a

escuchar con recelo las palabras de Ketrox, mientras salpicaba con sus pies descalzos en el agua de la corriente.

-Nosotros mismos, como nuestro maestro, creemos que el libro encierra el secreto de la creación y el destino de los belyas; pero debemos investigar para saber si es cierto lo que allí se dice, y de donde procede su verdad. -continuó Indradevi.

Había dejado el agua y subía a la orilla opuesta entre las rocas. -¿No crees que el libro es la palabra de los dioses? -No somos tan fieles como los samanitas; pero tampoco

rebeldes como los virnayas... -dijo ella. Se escuchó entonces a Philip gritar desde las rocas distantes, y

fue un grito de auxilio. Hacia sólo unos minutos que el profesor había desaparecido en

aquella misma dirección a unos cincuenta pies de la orilla. La doctora Hung fue la primera que se puso en pie y corrió, saltando sobre el pedregal con el evidente riesgo de lastimarse un tobillo o herirse más grave en caso de una caída. Varios saltos bastaron para hacerla llegar al lugar, describiendo una pirueta de acrobacia sobre las rocas.

El sitio era un amontonamiento de piedras grises de consistencia porosa y salpicadas de manchas blancas. Lo que vio al llegar allí terminó cortando su aliento. Quedó helada de estupor.

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Philip pedía ayuda casi sofocado bajo una inmensa masa rojiza. El animal era de pequeño cráneo terminado en forma de embudo. Su cuerpo era alargado y prolongado hacia los laterales en algo como dos alas carnosas cubiertas por su parte inferior de diminutas órganos que segregaban una sustancia pegajosa.

Había caído sobre el profesor Kapec y lo tenía atrapado bajo una de sus patas traseras; mientras con las delanteras, más cortas y delgadas pero armadas de fuertes garras, amenazaba su rostro.

-¡Ayuda! -gritaba este. Pero la copiloto no salía de su estupor. Otro monstruo semejante acabó saliendo de su madriguera

entre las rocas. Al llegar el resto del grupo, quedaron también helados por la

duda. Dietrix se acercó unos pasos y apuntó a la cabeza del animal. Nala se interpuso entonces ante el cañón del fusil, fue hasta el animal y lo tomó por el cuello arrastrándolo despacio hasta alejarlo del profesor. Este no más sentirse libre, se puso en pie y corrió en dirección al río, saltando de cabeza al agua.

El incidente no resultó de ningún daño para él; pero en cambio sirvió para desatar las risas de sus compañeros y aliviar así las tensiones dentro del grupo.

-Son inofensivos -dijo Nala mientras Philip tomaba su baño, despojándose de la sustancia viscosa que el animal había derramado sobre su cuerpo.

Indradevi aún reposaba tendida sobre las rocas, riendo con ingenuidad del asco del profesor.

-El drenodonte se alimenta sólo de rocas -dijo Nala. -Si es así..., tal vez me confundió con una. ¿Cómo

puede...alimentarse de piedras? Indradevi estalló en una carcajada. -Para ello se pega por la trompa y absorbe la superficie después

de suavizarla con el líquido que derrama por las ventosas. Philip salió del agua y fue junto a la joven, ahora oculta a las

miradas. La halló tendida a la sombra. Había dejado sus pechos descubiertos en un descuido y cuando él se acercó, aún reía placenteramente.

-¿Por qué te burlas? -Es gracioso. Le advertí que tuviese cuidado. El profesor estaba empapado y se sentó frente a ella. Ocurrió

que la sombra los cubría de las miradas impertinentes del doctor Ketrox y del resto del grupo.

-¿Continuarás riendo? -dijo Philip al ver que ella lo observaba sonriendo al tiempo que se alisaba los cabellos.

-¿Por qué ríes? La joven lo hacía sentirse avergonzado de su torpeza y aquel

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sentimiento por la opinión de una mujer era algo nuevo. -Ahora sé que no eres un dios. ¡Eres humano! -dijo y se puso en

pie. Se cubrió los pechos con el vestido y ante el gran asombro del profesor se le acercó y le dio un beso en los labios; tan fugaz como el mismo soplo de la brisa que la acompañó en su salto al otro lado de la corriente, donde se reunió con su hermano.

-¿Qué ha dicho? -se preguntó el profesor a sí mismo, sin reponerse aún de la doble sorpresa junto al río.

Capítulo 28- El ataque de los tuarubes. El incidente sirvió también de lección para lograr que en

adelante el grupo se mantuviese unido, de manera que hasta los hombres de Ketrox marchaban en un solo grupo.

Después del descanso y a partir de aquel punto el paisaje se fue haciendo agreste. El pequeño valle que acababan de atravesar bajo el altiplano les pareció luego un paraíso comparado con la aridez de la región vecina al sur de las montañas.

La demostración de Helena con su salto hizo que los demás sintiesen la curiosidad de echar a un lado las pesadas botas con suela de plomo e intentasen continuar descalzos, como había hecho ella. Pero no para todos fue satisfactorio el experimento. No más intentarlo y dar unos pasos, volvían a abrochárselas temerosos, mientras Helena reía y saltaba con alegría.

-Este calzado fue hecho para andar en Marte, es lo que pasa -dijo Boris-. Sin el, somos muy livianos; con el, demasiado pesados. Deberíamos usar algo como lo que usan los belyas. El peso exacto.

-Para mí, así está perfecto -dijo Helena pasando en un salto junto a Ketrox.

Todos habían estado alguna vez en la superficie de Marte y realizado su paseo. La gravidez superficial allá es 0.38 de la terrestre. Teniendo eso en cuenta y hallando luego que la misma en el altiplano de Belsiria era semejante a la gravidez marciana, habían decidido utilizar las mismas botas que ahora constituían un estorbo.

Lo lógico habría sido que en la medida que descendían la gravedad hubiese empezado a crecer de manera aplastante; pero era lo contrario. Desde el altiplano hacia el valle decrecía de manera continua y aún no sabían hasta cuando duraría tal situación.

Luego del incidente con el drenodonte Philip se vanagloriaba de su suerte. El animal tenía la masa suficiente como para haberlo aplastado desde la altura a que se le echó encima, o al menos haber roto su cerviz; pero nada de esto había sucedido y el

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profesor estaba más jovial que nunca. El manso caudal ya no era el mismo. En aquella parte formaba

un amplio codo que nuestros viajeros tuvieron que transitar paso a paso sobre un terreno difícil, cubierto de guijarros en ambas riberas a lo ancho de doscientos metros. El sitio era como el antiguo caudal o tal vez el valle por donde el río derramaba en ocasiones sus aguas. Más allá, hasta donde la vista podía alcanzar, se sucedían amontonamientos de rocas de las más variadas formas, tamaños y colores.

Detrás iban dejando la noche. A cada kilómetro que avanzaban hacia el oeste el paisaje se hacía más claro dentro de la tonalidad rosácea que le brindaba la luz del sol; pero cuando se volteaban para observar el trayecto andado, entonces podían divisar el horizonte muy lejano, amplio y negro en toda la extensión a sus espaldas. Era el reino de las tinieblas eternas.

Al frente se dibujaba un extenso farallón con recorrido de norte a sur que era por aquella parte el límite de la visión, aunque todavía se hacía imposible apreciar a simple vista el punto de este hacia donde los encaminaba el curso de la corriente. A fin de lograr esto, Philip subió a una roca y observó con el binocular por un rato; pero sin resultado apreciable.

El río formaba recodos cambiando con mucha frecuencia la dirección de su curso a través de la comarca cubierta de grandes peñas que obstruían la visión más allá de un centenar de metros.

Cuando descendió, parecía más intrigado aún y transmitió este sentimiento a los otros. El joven belya y la muchacha resultaban imperturbables.

Marcharon por otro par de horas que les parecieron interminables hasta que el farallón, que lucía en la distancia como una línea recta frente a los caminantes, fue quedando a ambos lados a manera de embudo, estrechándose sin interrupción hasta convertirse en un desfiladero por donde el río discurría en su salvaje fuga.

Nala se detuvo y se volvió para lanzarles una advertencia. A partir de aquel punto tomaron más cuidado a cada paso al

cruzar por la estrecha senda que les concedía la muralla, casi vertical, y las vertiginosas aguas del otro lado.

-Es preciso salir de aquí lo antes posible -gritó Nala. Avanzaban sin detenerse muchas veces de espalda contra la

roca y el precipicio a pocas pulgadas de la puntera. En ocasiones se ensanchaba la senda; pero entonces aparecían oquedades y cornisas y peñascos que hacían aún más difícil la marcha.

Philip iba detrás de Boris, observando con recelo a su alrededor siempre que la precaución con sus propios pasos se lo permitía.

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Fue el único en observar una silueta que se balanceó por unos segundos al borde del precipicio y que luego se escabulló en lo alto del farallón sobre la orilla opuesta.

-¡Alerta! -susurró acercándose a espaldas del comandante. -¿Qué sucede? -dijo este y se detuvo en firme. Los dos hombres de Ketrox que marchaban a la retaguardia

hicieron lo mismo, al tiempo que Philip señalaba con una mano hacia lo alto.

La alerta cundió rápido sobre la fila y al instante todos se habían detenido en busca de una explicación; incluso Nala e Indradevi que marchaban a una docena de pasos frente al grupo.

Un estruendo partió desde las alturas y al momento sintieron aterrorizados como una nube de roca y polvo se les venía encima.

Alguien gritó en medio del estruendo y luego siguieron gritos de angustia.

Philip empujó a Boris al interior de una oquedad. Los que pudieron moverse a tiempo habían escapado de los impactos; pero dos de los hombres, golpeados o enceguecidos, cayeron al agua y un segundo después desaparecían en medio de la turbulencia. Otro aullaba, aún después de disiparse la avalancha, aplastado el pecho bajo una roca.

Habían tenido tiempo suficiente desde que se anunció el desastre para buscar refugio; pero la sorpresa los llevó a la muerte.

Boris y Philip quedaron medio atrapados en la oquedad con un peñasco cubriendo la salida. El profesor se arrastró a través de una abertura junto al suelo buscando aire, respiró profundo y regresó al interior en busca del comandante. Boris estaba casi inconsciente cuando Philip consiguió llevarlo fuera.

Junto a ellos, el hombre aplastado por la roca expulsó su último quejido. Entonces corrieron adelante, aún enceguecidos, en busca de los belyas. Encontraron a Helena restregándose los ojos en medio de la senda.

-Tome esto doctora -le dijo Philip tendiéndole su cantimplora con agua.

Un poco más allá Nala buscaba a su alrededor gritando el nombre de su hermana; pero la muchacha no respondía.

-Seguramente cayó al agua -dijo Boris con la buena intención de reanimar al joven.

Philip corrió a lo largo de la senda buscando entre los peñascos, y luego mirando sin esperanza a las turbulentas aguas.

Cuando el joven se recuperó totalmente, se puso en pie y se lanzó a correr enloquecido por la orilla. Boris lo siguió hasta que ambos se reunieron con Philip que regresaba a ellos con el rostro abatido

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-¡Hay que seguir buscando! -gritó el desesperado hermano y echó a correr otra vez al frente.

Pronto el cauce se hizo más estrecho, mientras el desfiladero se abría como una gran puerta al desierto de arenas grises.

-Mi única esperanza es que no haya sido arrastrada hasta el sumidero -gritaba el joven.

Unos cien metros adelante el río desaparecía de súbito ante las miradas. La corriente era rápida y las orillas lisas y empinadas, sin ningún saliente donde la muchacha hubiese podido asirse.

Vencieron el último trecho hasta las rocas. -¡No puede ser! -gritó Nala cayendo de rodillas junto al oscuro

precipicio. La tragedia los mantuvo por tres horas recorriendo el

desfiladero. -¡Este derrumbe fue provocado! -afirmó Philip después de

recorrer por tercera vez la orilla hasta el sumidero. -Ya me lo imagino -dijo el belya sin poder ocultar su desgano-.

Han sido seguramente los tuarubes que llegan algunas veces hasta el sur de las montañas.

-Pienso que debemos mantener la alerta -sugirió el comandante.

No hubo otra alternativa que apremiar al belya y al profesor para salir de allí lo antes posible. A Philip se le miraba tan acongojado como al propio Nala; pero el doctor Ketrox ordenó a sus hombres empujarlos por delante groseramente.

Había perdido a varios de los suyos y comenzaba a sentir temor al ver disminuir su fuerza.

-No creo que osen agredirnos directamente -dijo Nala un rato después-. Son pequeños grupos, muy diestros en medir la fuerza propia y la de sus adversarios; pero sólo atacan si se sienten seguros de la victoria. Después de una trampa como esta se retiran de inmediato.

Minutos después proseguían la marcha con gran pesar hasta que se internaron en la zona desértica.

Capítulo 29- La caravana. No fue hasta dos horas más tarde que vieron surgir desde las

arenas la escasa flora de un pequeño oasis. -¡Fue allá donde dejamos el campamento! -dijo el belya. Apuraron el paso con la esperanza de dar alimento y descanso

a sus cuerpos tan poco acostumbrados a aquel esfuerzo. Aunque no pareciese a ellos, habían andado un trayecto

extraordinariamente extenso; pero según la opinión del belya se

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habían tomado mucho más tiempo de lo debido y terminaron abandonando las botas con suela de plomo para continuar descalzos el resto de la jornada.

Fue mucho más divertido y ligero, a pesar que la temperatura y el carácter escabroso de las arenas constituían otra molestia. El belya se mantenía a la delantera de suerte que a duras penas podían seguirlo sin perder de vista.

Ya estaban cerca del oasis cuando lo vieron echarse al suelo tras unos arbustos. Desde allí hacía señas para que lo imitasen.

-¿Y ahora que sucede, Boris? -preguntó Philip. -Vayamos con cuidado -dijo aquel. Un momento después se tendían junto al belya. -Han ocupado el oasis; pero ya conozco de quien se trata -dijo

este. -¿Los conoces? -preguntó el profesor tomando el binocular del

estuche a su cintura. -Son comerciantes con su caravana. No estamos lejos de Karen

Du..., y posiblemente estos van hacia la ciudad, aunque no es usual que las caravanas se dirijan tanto al norte. ¡Me preocupa no ver a mis dos sirvientes con ellos!

Philip tomó el instrumento y luego se lo cedió al joven, indicándole como usarlo. Al principio lo rechazó; pero al comprender su indiscutible ventaja, lo aceptó con agrado.

-Los caravaneros arrastran algunos cuerpos -dijo al instante-. Puedo reconocer al guía. Es un comerciante amigo de mi padre.

-¡Ya...! ¿Qué podemos hacer? El joven belya se puso en pie. -Ir hacia ellos -dijo entonces, y sin agregar palabras avanzó al

frente. Philip y Boris lo siguieron y a una señal de estos, el resto del grupo.

Cuando los comerciantes los descubrieron corrieron a tomar sus armas. Pero el joven belya que avanzaba al frente pronto fue reconocido por el guía; grueso y parsimonioso, el cual con un gesto ordenó a sus hombres retroceder.

-Por Irki Sama. Juraría que eres el hijo de mi gran amigo -exclamó y a continuación agregó en medio de una carcajada-. Sólo el hacedor pone tanta dicha en nuestro camino.

A juzgar por la expresión de su rostro, el joven Nala no sintió mucho gusto en su encuentro con el comerciante, y enfrentándose a este severamente dijo entonces:

-¡Por Sama! Le ruego que me explique que ha sucedido aquí, durki Alem. Veo a mis dos servidores muertos.

-¡Que el sosiego more en tu alma! ¡Hijo de mi hermano! -exclamó aquél con un gesto e indicó a su gente que se dispersara

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a lo lejos entre los arbustos. Luego agregó: -Como puedes ver, al llegar aquí nos encontramos con los

cadáveres. Es algo normal en estos tiempos de violencia; pero nada agradable a la hora de nuestro almuerzo. A propósito..., lo que nunca pude imaginar fue encontrar al hijo de mi gran amigo por estos parajes.

Mientras hablaba, la mirada del durki Alem no descansaba. Volaba sobre los viajeros analizando sus rostros; mientras ellos permanecían en total mutismo.

El doctor Ketrox había llevado la mano a su pistola y la aferraba coléricamente, como si las ansias de matar estuviesen a punto de reventar sus pupilas.

-No haga más difícil nuestra situación -dijo Boris adivinando la posibilidad de un desenlace violento.

Nala se había inclinado en un saludo de cortesía tratando de mitigar su inicial aspereza. Comprendía también de la dura impresión que estaban causando los extranjeros entre el durki Alem y el resto de los comerciantes.

Era lógico que así fuese. El vestuario de los astronautas y el aspecto de sus rostros, además de la serie de objetos que portaban consigo, era más que suficiente para despertar recelos entre los habitantes de Belsiria.

-No cabe duda que estos bárbaros tuarubes se hacen cada día más osados -dijo el joven.

-Parece ser..., hay que andar prestos a cualquier sorpresa por estos parajes -añadió el comerciante-. A propósito..., todo está listo para sentarnos a disfrutar de algún alimento. Es mi deseo que tus amigos sean también mis invitados. Es una verdadera fortuna habernos encontrado.

A una señal de Nala, siguieron al comerciante y a su gente hasta el centro del oasis. Allí los sirvientes habían tendido coloridas mantas sobre la arena y ahora se esmeraban en servir sobre ellas diversidad de manjares.

El hombre se sentó e hizo descansar su vientre voluminoso sobre las piernas. Los astronautas hicieron lo mismo, siguiendo el ejemplo de Nala, convertido ahora en el único a imitar. Por su parte el doctor Ketrox, con Dietrix a sus talones, tras elegir sus alimentos se retiró a una veintena de pasos bajo la sombra de los arbustos.

Como el lugar era amplio y la frondosidad tan densa en algunos puntos pronto una ligera brisa comenzó a golpear los sucios rostros de los viajeros, y sintieron agrado de estar allí, devorando ansiosamente lo que les ofrecían.

Después de haber ingerido con lentitud una exagerada porción de carne seca, el durki Alem se frotó las manos, bebió un gran

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sorbo de su odre y entonces quedó observándolos descaradamente, con mezcla de curiosidad y recelo.

-¿Quiénes son ellos? -preguntó finalmente. El joven quizo esquivar la pregunta y por un momento se

solaceo saboreando una jugosa fruta de las muchas situadas al alcance de su mano sobre un canasto de piel curtida.

-Parecen extranjeros -insistió el durki Alem-. ¿No serán acaso los embajadores de uno de tus mundos -concluyó aquél con una explosiva carcajada.

-¡Has acertado...! son los enviados de Irki Sama -dijo el joven; molesto quizás por la burlesca manera de su anfitrión.

El comerciante calló súbitamente y el líquido del trago subió a su garganta en una contracción. Quedó observándolos por un instante como hipnotizado.

-Los enviados de Irki Sama, ¡eso es! -repitió Nala con un tono que intentó ser convincente; pero que fue un tanto tomado por aquél como amenaza.

Extrañamente para ellos mismos, se estaban convirtiendo en seres extraordinarios ante los ojos de los nativos.

-Necesitaremos ayuda para salir de aquí -continuó Nala tratando de romper el recíproco mutismo que imperó un instante-. Espero que sea amable con ellos. Ante todo con el hombre alto que viste de negro. Tiene un gran poder sobre el resto del grupo. En estos momentos puede estar planeando como deshacerse de todos si no contribuimos a sus propósitos.

-¿Quién es él? -preguntó el durki, al tiempo que una sombra de temor aparecía en su rostro.

-Un terrible asesino escapado de algún lugar de las tinieblas. -Puedo ordenar a mis hombres que lo abatan de inmediato. -¿Ves aquél? El del triángulo rojo en el pecho -dijo Nala

haciendo una clara seña con la mano hacia Philip, que después de comer se había recostado contra un árbol y permanecía adormecido.

El durki lo observó por un momento para luego ronronear con las asperezas de su garganta en un intento por continuar impasible.

-Lo veo. -Es el segundo de todos ellos a quien comprendo, y me ha

dicho que el hombre de negro es muy peligroso, y que debemos obedecerlo o de lo contrario..., podríamos morir.

-Eso lo entiendo hijo de mi hermano; pero... ¿cómo sabes que ellos son los enviados?

-Por el poder que han demostrado ante mis ojos -dijo Nala. -El hombre de negro podría ser entonces, uno de los dioses

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rebeldes -sugirió el comerciante y agregó-: ¿De dónde han salido todos ellos?

-De las montañas. Allá los encontré en su nave. Poseen carros de combate, misiles, lanzas y flechas que lanzan fuego. Pero aún no estoy seguro de sus propósitos ni adonde quieren llegar por estos rumbos. Tal vez sea mejor que los lleve a Karen Du ante mi padre.

Habían terminado la comida y mientras algunos se disponían a aprovechar las horas de descanso tendiéndose bajo la sombra de los arbustos. Philip se puso en pie y fue a caminar por el oasis. Un propósito lo animaba. Había visto como los comerciantes arrastraban los cadáveres de los dos sirvientes de Nala junto al cadáver de un tuarube hacia lo más espeso de los matorrales.

Se alejaba silenciosamente hacia la espesura, cuando uno de los hombres de Ketrox le salió al encuentro.

-¿A dónde va profesor? Era el corpulento Dietrix. El delincuente le colocó una pistola a la

cabeza. -No temas -dijo Philip-. Lo único que hago es tratar de

comprender ciertas cosas que pueden ser muy útiles para la salvación en este mundo inhóspito.

-¿Cómo que... profesor? -Algunos cadáveres bastante extraños ¿me comprendes? -díjole

guiñando un ojo. Philip trataba de ganar su aprobación. Avanzó un paso y con

una señal de cabeza lo invitó a seguirlo. -Puedes acompañarme si deseas. No hay nada que temer por el

momento. -Vaya usted -dijo el hombre y le dio la espalda; alejándose en

sentido opuesto hacia el resto del grupo. Philip desapareció muy pronto entre la vegetación, compuesta

de matorrales bajos y espinosos en las partes arenosas del terreno. En los lugares donde el suelo era más compacto y con una tonalidad más clara, también la vegetación era diferente y casi totalmente integrada por unos árboles de tronco como de medio metro de circunferencia, follaje de hojas largas y anchas semejantes a las del plátano en los países monzónicos del sudeste asiático; aunque con una notable diferencia. Estas poseían una consistencia carnosa de un centímetro de espesor que las hacía comportarse menos flexibles al batir de la cálida brisa del desierto.

Ya en lo más sombreado del lugar, el suelo comenzó a aparecer cubierto de bejucos y enredaderas, una de cuyas especies parecía ascender con agrado por el tronco de algunos árboles, donde echaba flores rosadas y de un aroma penetrante.

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Muy pronto algo diferente llamó la atención del sabio: había estado avanzando lentamente en busca del lugar donde los sirvientes debieron abandonar los cadáveres, cuando se dio cuenta de que el oasis poseía una forma alargada hacia el oriente, mientras su anchura apenas superaba los cincuenta metros.

Estaba meditando en esto cuando algo se movió a su izquierda entre la maleza, y al volver la mirada, descubrió dos de aquellos. El primero fue el del sirviente belya. El otro era un ser extraño, perteneciente a una especie diferente al ser humano.

Unos animalitos semejantes a ratas; pero con sus cuerpos cubiertos de una armadura escamosa, habían comenzado a desgarrar la piel de los despojos, de manera que Philip necesitó patearlos a lo lejos con insistencia para que abandonasen su faena. Luego el profesor se arrodilló junto al cadáver de la criatura y lo estuvo examinando por más de una hora, hasta que llegó a sus oídos el murmullo de los comerciantes.

Los sirvientes recogían los utensilios y las mantas en un estado de excitación formidable, mientras el resto de la gente se apresuraba a las bestias, lista para partir; como si en aquel pedazo de follaje en medio del arenal se hubiese hecho una declaración que implicase una maldición o un desastre. Cuando preguntaron a Nala acerca de los motivos de tanta prisa, simplemente dijo:

-Ustedes son los enviados. ¿No es así? Capítulo 30- La patrulla imperial. La caravana partió de prisa sin más preámbulo que situar a los

astronautas sobre las bestias. Los comerciantes actuaban como enloquecidos. El comandante

Boris y su gente no comprendían los motivos, ni podían imaginar siquiera lo que vendría después. Se dejaban llevar, viendo que de una forma u otra sus destinos estaban atados a las decisiones de los belyas. Lo más conveniente sería conocer y adaptarse a la nueva situación, nuevo mundo y nueva gente. Afirmarse en estas ideas les tomó la primera hora de marcha sobre las bestias.

-Apenas pude echarle un vistazo al tuarube -gritó Philip en tono de protesta.

-¿Qué te pareció? -No presentan rasgos antropomorfos. Más bien... me pareció

semejante a los buitres que vimos sobre la planicie. Sus maxilares son como el pico atrofiado de un ave, y el cuerpo extremadamente liviano comparado con su volumen. Por otra parte, el índice de la cavidad craneana luce muy alto.

-Eso podría ser un indicio de que son seres racionales. ¿No es

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así? -En este caso no creo que exista una relación. Son solamente

suposiciones mías, comandante. Pero según nuestras ideas sobre el asunto, debería ser así. Al menos para los humanos lo es. Presentan además, vestigios de un par de alas a los costados, una especie de atavismo, de donde se puede inferir que evolucionaron a partir de antepasados que se desplazaban en vuelo.

-¡A saber! Dos especies de seres racionales evolutivamente distintos -dijo el comandante con la mirada perdida en la vastedad del arenal.

Marchaba conduciendo una de las bestias con la copiloto Helena tras él, es decir, tras la giba del animal; muy parecido al camello de Bactria. En otro iban Ketrox y uno de sus hombres, mientras Philip conducía un tercero con Dietrix a la zanca. En otras bestias marchaban los demás delincuentes.

El ritmo de estas se hacía algunas veces realmente desenfrenado.

-Esto me gusta menos cada día -dijo Helena. -¿Cada día? -repitió Boris como un eco. -Si, cada día. Nunca olvidaré... y nuestras esperanzas de

regresar son tan ínfimas. La caravana se detuvo y los mercaderes quedaron observando

algo como un espejismo sobre el oriente. Entonces Philip levantó el binocular y lo apuntó en aquella dirección; mientras Nala, que marchaba junto a la vanguardia, regresó hasta ellos.

-El durki Alem teme un encuentro con los virnayas -dijo al acercarse.

Philip tendió el instrumento al joven belya para que comprobase por sí mismo acerca de la mala nueva; pero el joven, después de un minuto de observación, lo bajó exhalando un suspiro, que indicaba sin lugar a dudas un agravamiento de la situación.

-¡Son soldados de la guardia imperial! -dijo lanzando la bestia a la carrera hacia el frente de la caravana.

Un momento después regresaba, con mayor preocupación aún. -El gran durki teme por ustedes. Los soldados guardan recelo

ante cualquier extraño. Están entrenados para eso. Mucho más si de repente ven gente con el rostro pálido y semejante vestimenta.

-¿Qué podemos hacer? -preguntó Philip. Dos sirvientes se acercaron en aquel instante trayendo alguna

ropa y bufandas. -¡Vistan esto! -dijo el joven. Con la mayor prisa cubrieron sus rostros; mientras la caravana

continuaba su marcha lentamente hasta ser interceptada por el grupo de soldados.

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-¡Alto por orden del emperador! -gritó el hombre al frente de la tropa.

El durki Alem se separó de la caravana hasta llegar junto a él. -¿No me reconoce, capitán? Soy el durki de Hassur y aquí está

mi orden de comercio -dijo extendiendo al frente una placa circular de color dorado.

El capitán belya la observó un instante sin darle mayor importancia; como si hubiese sido convencido, simplemente por las palabras del mercader. Entonces enjugó el sudor de su frente y dijo:

-¡Muy bien, durki! Andamos en recorrido ordinario; pero si han visto a los virnayas o mejor aún, a ese que se hace llamar dios, será mejor que lo diga ahora.

-Por suerte no hemos visto a los virnayas, capitán; ni tampoco a Kalick Yablum el dios. Pero en cambio, estamos deseosos por llegar a la gran ciudad con esta valiosa mercadería que podría perderse durante una tormenta.

-El capitán echó una mirada imprecisa sobre la larga fila y luego gritó a sus hombres:

-¡Eh guardia..., en marcha! Arremetieron contra las bestias y unos minutos después habían

desaparecido entre las dunas. El gran mercader se acercó a los viajeros. -Hemos tenido suerte esta vez. Sean o no los enviados de dios,

están en peligro de muerte si al emperador se le antoja. Deben saber que el imperio teme más a Kalick Yablum que a los virnayas rebeldes. A estos el pueblo no los seguirá en la lucha. En cambio..., Kalick Yablum podría tener el apoyo de todos los belyas.

-¿Dónde podemos hallarlo? -dijo Philip. La pregunta pareció impresionarlo. -¿Hallarlo...? -repitió riendo-. ¿De verdad... pretenden hallarlo?

¿Es cierto que lo buscan...? ¡No sé...! Kalick Yablum está en todas partes, menos en el lugar que se espera. Tal vez muy pronto salga a la luz. Cuando lleguemos a la gran ciudad podrán conocer a mi hermano de fe, el profeta Narada de Karen Du, padre de Nala. El sería capaz de guiarlos hasta la presencia del mismo dios; si eso es lo que desean.

Capítulo 31- Un pueblo en el desierto. Después del encuentro con la patrulla imperial, continuaron la

marcha durante varias horas sin más tropiezos, hasta que Nala se unió a los astronautas que ya marchaban adormecidos sobre las bestias.

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-Muy pronto llegaremos al Indi Ya -gritó junto a ellos con la intención de sacarlos de aquel sopor.

El joven tendía una mano al frente indicando un montículo que se alzaba sobre el horizonte, más oscuro que las arenas mismas.

En aquel momento el cielo lucía de un color rosáceo tan claro y transparente que semejaba una bóveda de cristal sobre la extensión del paisaje.

Philip alzó el binocular y lo llevó a la dirección indicada. -¿De qué se trata? -preguntó Boris. -¡Ya...! Un poblado, comandante. Sobre el horizonte. -Entonces, a más de veinte kilómetros -dijo Helena. -¿Cómo así? -Como os digo, profesor. Sobre la superficie de la Tierra el

horizonte aparece aproximadamente a cinco kilómetros, a la altura del ojo humano. Siendo este planeta como ya sabemos, algo más de cuatro veces el diámetro de la Tierra; podríamos concluir que ese poblado se halla a unos veintitres.

-¡Así es! Muy acertada su conclusión, doctora -dijo Boris-; pero recuerde que este es un mundo lleno de sorpresas.

-Por ejemplo -dijo Philip-, observen ese cielo. ¿Qué impresión les da?

-Una sensación de escalofrío cuando miro mucho a lo alto -dijo Helena-, luego un gran vacío; como si mi cuerpo fuere a ser alzado desde el suelo y lanzado hacia un abismo.

-Extraño... ¿verdad? Siento lo mismo yo -dijo Philip. -¡Lo mismo que yo! -agregó Boris-. Creo que todos lo sentimos.

Sería bueno saber la opinión de los belyas. Así concluiríamos si se trata de algo subjetivo, o de la propia naturaleza del planeta.

-Pienso que es el efecto combinado de los campos magnético y gravitatorio -dijo la copiloto. Prosiguió un largo silencio. Cada cual meditaba en su destino.

Las bestias arrastraban sus peludas patas sobre la arena en larga y apretada fila; cuyo frente muchas veces se perdía a lo lejos tras un montículo, a doscientos pies de los astronautas.

El doctor Ketrox aparentaba estar dormido..., o tal vez en su sopor meditaba como nuestros amigos; pero sin expresar sus sentimientos, saludables o maléficos, ante el resto de los hombres. Sus planes parecían ir más allá de cualquier ambición humana y el desierto era el lugar idóneo para invocar ancestrales recuerdos; como si los propósitos de una existencia pasada se le revelaran ahora, claros e ineluctables, después de haber dormido por siglos bajo la fe de lo imposible. Una voz profunda parecía clamar desde su interior.

¡Conquistar..., conquistar!

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Nuestros amigos habían concluido mutuamente no hacer nada para liberarse de su dominio; pero llegado el momento habría que hacerlo, y eso sería, según la opinión del comandante, cuando ellos mismos supiesen qué hacer con sus propias vidas. Por el momento había ordenado a Helena y al profesor, que se mantuviesen alertas y en busca de nuevos detalles que ayudasen a comprender los misterios del mundo que los rodeaba y los maléficos proyectos del doctor Ketrox.

Pocas horas después, la caravana pasaba frente a las primeras viviendas. Fue un verdadero alivio para la vista y el ánimo de todos. La población no era muy numerosa; pero ya gozaba del comercio y la producción. Las casas eran de piedra, casi todas de forma circular y bien dispersas, alineadas a lo largo de calles angostas, con excepción de aquella por donde hicieron su entrada.

Habían contribuido a su prosperidad el hecho de estar situado en la ruta de las caravanas y la cantidad de manantiales brotando desde su suelo.

Un sistema de riego muy bien diseñado permitía llevar el agua desde una faja de terreno perforada por multitud de posos hasta los huertos alrededor del poblado. Esto lo conseguían con un intrincado sistema de cañerías suspendidas sobre el suelo por postes, cuerdas y horquillas.

El trabajo era duro; pero estaba dando sus frutos. Una buena dotación de mujeres y muchachos se turneaban cuando era necesario, extrayendo con cubetas el agua de los posos que vertían luego en estanques, desde los cuales se distribuía a los diferentes puntos de la gran huerta y el poblado.

Cuando los astronautas llamaron la atención de Nala sobre aquel hecho, el les explicó con orgullo.

-Es el Indi Ya que viaja bajo las arenas y alimenta con sus aguas la ruta de las caravanas.

Se detuvieron junto al templo y el durki Alem bajó a platicar con el sacerdote. En aquel momento, muchachos y mujeres desocupadas se acercaron a los viajeros.

El arribo de la caravana fue un verdadero acontecimiento. Muy pronto se esparció la noticia y algunas viviendas que permanecían cerradas abrieron sus puertas, al tiempo que una multitud llena de regocijo se botó a las calles.

Verdadera jauría de chiquillos, varones en su mayoría, jugaban un juego de guerra que consistía en un bando que perseguía a sus enemigos del otro bando hasta alcanzarlos y dominarlos en una amistosa batalla de forcejeos.

El miembro del bando perseguidor que lograra capturar y dominar más enemigos y llevarlos hasta un punto del poblado, que

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para ellos constituía la fortaleza, ganaba entonces el título de caudillo con derecho a exigir impuestos y otras prestaciones del resto de los muchachos, y esto hasta que Sini Tlan se ocultaba tras el horizonte.

Era divertido verlos y así también le pareció a Nala. Aquello sin duda le trajo viejos recuerdos.

-Podemos tomar un descanso -dijo el joven-. Aquí se hace algún comercio y la caravana no partirá hasta la próxima luna. Les propongo salir en busca de alimento y algo de beber.

Cuando esto fue dicho, ya Ketrox y su gente habían echado pie a tierra y apremiaban a todos a punta de pistola. Fue una sorpresa para Nala llegar a conocer hasta qué punto él mismo se había convertido en prisionero del maléfico doctor.

Dietrix tomó al joven belya por un brazo y tiró de él repentinamente y con tanta fuerza que Nala salió despedido desde la grupa y aterrizó sobre el suelo lodoso del camino. El delincuente sin perder tiempo, afincó su planta sobre el pecho palpitante del joven y lo apuntó a la cabeza.

La gente se volvió asustada y confusa hacia el lugar; pero nadie se atrevió a decir palabra.

Dietrix se agachó junto al joven y extrajo la espada de su funda, lanzándola a un lado.

-¡Dígale ahora profesor Kapec, que nos lleve a un lugar de descanso!

Lograron esquivar a la turba de gente ansiosa que obstruía el paso alrededor de la caravana, y siguieron calle abajo a través de la plaza. Un rato después arribaban frente a una gran construcción de piedra en forma circular y techo casi plano.

Aquí parecía dominar la calma, aunque ya los rumores y la excitación recorrían las calles.

Nala se acercó a la puerta y alzó y dejó caer una gran aldaba de bronce. Casi inmediatamente se abrió aquella y un hilo de espacio permitió adivinar el rostro de una mujer joven, y entonces la puerta se abrió totalmente dejando ver su sonrisa.

Un silencio abrumador exhalaba desde cada metro cuadrado del gran salón, donde un grupo de hombres conversaba, o más bien se susurraban frases incomprensibles. El ambiente estaba pesado y cargado de licor. Rostros alargados y oscuros, consumidos por algún pesar, apenas parecieron notar la llegada de los viajeros.

Sendos candeleros marcaban los puntos del cuadrilátero y eran la única fuente de luz. Desde allí se podía llegar a cualquiera de las habitaciones contiguas emparedadas al exterior.

A la bella muchacha le costó trabajo volver su mirada a los extranjeros, prendida como estaba al rostro de Nala desde el

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primer instante. -Me alegra que hayas regresado -dijo saliendo de su embeleso. -¿Qué sucede? -preguntó Nala, posando su mirada sobre los

ojos ahora llorosos de la joven. -Corren extraños rumores por doquier, sobre la venida del dios -

dijo tratando de dar un tono apacible a sus palabras-; pero también se teme por todos..., un nuevo reclutamiento para las minas -concluyó.

-¿Ha pasado alguna caravana? -No desde hace siete lunas; pero estuvo por aquí un virnaya y

luego un sacerdote samanita regando rumores por el pueblo. Eso fue antes de la quinta luna, y ya hoy nos visitó el capitán.

-¡Estoy temiendo por ti, Jnanamurti! -dijo el joven repentinamente-. Debería tomarte por esposa de una vez y sacarte de este lugar, tan expuesto a los desmanes de los soldados.

-Por Sama que no veo llegar el día -dijo ella, ahora con el rostro envuelto en una sombra de dudas-. Pronto podrías estar huyendo como tantos otros. ¡Escucha a mi padre! -exclamó indicando hacia el grupo reunido al fondo.

Un hombre fornido y de gran estatura se había puesto en pie junto a una de las mesas y mostraba sus lomos a los presentes.

-Aquí está la huella del imperio -vociferó iracundo-. ¿Hasta cuándo esperaremos para lanzarnos a la lucha? ¿Cuándo no quede un hombre joven que tome la espada? Si no nos alzamos, pronto moriremos como esclavos en las minas del Lothal, o como fieras perseguidas por el desierto. ¿Hasta cuándo esperaremos por Irki Sama? ¡Unámonos a los virnayas!

Al oír las palabras del malhumorado tabernero, Nala se precipitó al interior en medio de los concurrentes gritando:

-Ya no hay que esperar más, sinki Digambara. ¡Aquí están los enviados del dios!

Nala se volvió hacia la puerta, donde la muchacha había quedado pasmada, observando a la gente frente a ella.

Todos se volvieron con los semblantes distorsionado por muecas de asombro y horror. Algunos se pusieron en pie.

-Por Sama que me sorprende el hijo del gran profeta. ¿Qué palabras dice en mi casa? -profirió el gigante-. ¡Tienes a mi hija ahora por esposa, si en verdad tu boca no miente!

Nala hizo una seña a Philip y este se adelantó al interior. El grupo de hombres retrocedió y hasta el mismo sinki quedó

indeciso. -Entonces... ¿Kalick Yablum no es un farsante? -Es Irki Sama con nosotros -se escuchó murmurar en medio del

grupo.

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La joven que se había retirado junto al umbral y observaba distraídamente hacia la calle, se precipitó al interior.

-¡Por Sama...! ¿Qué está pasando? Se observa gran movimiento frente al templo.

Al escuchar su voz, Nala corrió junto a la puerta. -¡Deténganse! ¿Qué piensan que hacen? -gritó el doctor Ketrox

y con la misma hizo un disparo al techo, esperando con eso contener el ímpetu del joven.

-Doctor, creo que nos meterá en una situación difícil. Será mejor que contenga a sus criminales -advirtió Boris entre la batahola causada por el disparo en medio de la habitación.

-¿Y ahora que sucede...? Ustedes vayan a ver -gritó Ketrox a dos de sus hombres mientras él y Dietrix permanecían amenazadoramente frente a los aldeanos, tratando de controlar con pánico el pánico de aquella gente; pero mientras más lo intentaban, más difícil se hacía la situación.

Entonces Philip tomó su resolución. Avanzó al frente y quitó la bufanda de su rostro.

-¡No teman..., no teman...! -repetía tratando de contenerlos, alzando los brazos al cielo.

Nala acudió en su ayuda acercándose al sinki Digambara y hablándole con firmeza.

-Son los enviados. Es hora de que escuchen todos. ¡No teman...! -dijo alzando su voz.

-¿Los enviados de las tinieblas...? -gritó alguien. -Escucha Digambara -dijo Nala imponiéndose hasta cierto punto

sobre el pánico general-. Los dos hombres y la mujer con el triángulo rojo al pecho son los enviados. ¡Nuestros amigos! A los otros... puedes llamarlos como gustes; pero te advierto. ¡Son muy peligrosos! No hagas lo contrario de lo que dicen o podríamos morir todos. Ahora ayúdame a controlar a la gente y adviérteles del peligro.

-Ahora, doctor. Contrólese usted -dijo Philip volviéndose al criminal-. Deje de amenazarlos de una vez.

En aquel instante irrumpieron en el interior los dos delincuentes. -Estamos rodeados -dijo el primero. -Nala atravesó la estancia y salió a la calle; seguido por el

comandante, Philip y los hombres del doctor Ketrox. No podían imaginar que aquello se debía a su presencia en el

pueblo; ni que la total historia de los belyas estaba a punto de darse un vuelco. No al menos hasta que se vieron rodeados por una multitud entusiasta que se hincó de rodillas sobre la arena. Entonces se escuchó una plegaria que se propagó como una sola voz.

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-¿Qué significa esto? ¿Qué sucede? -preguntó Philip en el lenguaje de los belyas.

-Todos conocen ahora la noticia de vuestra presencia -dijo Nala. -¡Ya...! No veo a la gente de la caravana -dijo al tiempo que

observaba a lo largo de la calle, en dirección a la plaza. El silencio que siguió a la plegaria, heló de angustia la sangre

en el cuerpo de nuestros tres amigos. -Marchémonos de aquí -dijo Nala. Una flecha hendió el espacio entre él y el profesor, y uno de los

hombres que minutos antes bebía con el grupo en la taberna, cayó junto al umbral exhalando un gemido.

La guardia imperial había invadido las cercanías. Los fieles que se inclinaban ante la presencia de los enviados

corrieron despavoridos buscando amparo entre las casas; a tiempo aún para evitar el alcance de otra andanada de flechas que rebotó contra los muros y el techo de la construcción. Los que estaban desde un inicio en la taberna, rodaron al suelo buscando atropelladamente refugio en su interior. Así hicieron Philip, el comandante y los hombres de Ketrox; mientras Nala en último lugar, cerraba la puerta y anunciaba para todos:

-El durki Alem... nos ha traicionado. No debí confiar en él. Se ha hecho rico con el gobierno del imperio. El pueblo ve en ustedes a los enviados del dios..., y estará dispuesto a la lucha.

El sinki Digambara se le acercó blandiendo una espada, al tiempo que pronunciaba una decisión:

-¡Es verdad! Habemos aquí ocho hombres que acataremos su alta voluntad. Afuera nos rodea la tropa del capitán Rudra; pero si nos esforzamos, podremos contar muy pronto con el apoyo de todos en el pueblo.

El gigante quedó fijamente mirando a los ojos del joven Nala. Entonces hizo una seña a Jnanamurti, que se acercó de prisa desde el fondo de la estancia.

-Aquí te entrego a mi tesoro, como te prometí. ¡Protégela si yo falto!

Se escuchó el grito de alarma de otro aldeano que montaba guardia en una de las habitaciones.

-Intentarán echar abajo la puerta -advirtió el sinki y se dirigió a su hija estrechando calurosamente sus manos-. Ve y descubre las armas a los hombres. ¡El momento ha llegado! Ustedes vayan al sótano con ella -ordenó a dos pastores.

Minutos después se escuchó el primer golpe de ariete contra la única puerta de la construcción.

Para sobrevivir aquel mundo de hostilidades, nuestros amigos no tendrían otra opción que enfrentar un imperio.

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Comenzaron a volcar las mesas de madera para utilizarlas como escudos. Aparecieron desde el fondo la joven Jnanamurti y los otros, cargando espadas, arcos y flechas que distribuyeron azarosamente entre los improvisados guerreros.

Las cerraduras y los goznes cedían ante la expectación de los sitiados. La puerta se derrumbó finalmente con gran estruendo; pero en vez de penetrar los guardias, atravesó el umbral otra lluvia de dardos, que se incrustaron contra las mesas y la pared de troncos al fondo. Tras los disparos de arco se precipitó al interior un primer grupo de soldados.

El doctor Ketrox alzó su pistola. Ante el asombro de todos, un proyectil derribó al primero de los atacantes. Sorprendidos; pero a un tiempo llevados adelante por el impulso de su propia embestida, el resto de los agresores llegó contra el improvisado parapeto, e inhábiles para retroceder o saltar sobre este, se vieron de repente expuestos al fuego de los malhechores.

La mayoría feneció al instante en la masacre. Aquellos pocos que a duras penas consiguieron retroceder hasta la puerta, iban heridos y aterrorizados.

-¡Primera lección! -gritó Ketrox; mientras Dietrix saltaba al frente y atrapaba por el cuello a uno de los soldados sobrevivientes, degollándolo de inmediato.

Siguió una helada calma, interrumpida sólo por quejidos. Los belyas espectadores aún no salían de su asombro.

-Queremos armas -gritó Philip-. No nos ha dejado nada para defendernos.

-Abandonemos este lugar doctor Ketrox. Si usted no lo hace, al menos deje que yo lo intente con mi gente -dijo Boris.

-¡Ya...! Es ahora el momento para salir de aquí -dijo Philip. -Así es... ¡pero espera...! -dijo Boris-. Es muy posible que

decidan retirarse después del primer fracaso. -Yo soy quien sigue dando órdenes aquí -dijo Ketrox. Philip se puso en pie y avanzó hacia él desde un extremo del

salón. -Espero que no por mucho, doctor. Un brillo inusual asomaba a sus ojos cuando se precipitó sobre

Ketrox. El comandante le ordenó detenerse; pero no fue suficiente ni el alarido salvaje que escapó de la garganta de Helena. Philip avanzó absolutamente resuelto contra la muerte, presente en esta ocasión en las armas de los fugitivos.

Capítulo 32- La rebelión. Lo que no habían previsto fue la iniciativa del capitán Rudra.

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Después del fallido intento, había ordenado a algunos de sus hombres prender antorchas empapadas de resina y lanzarlas sobre el techo de la construcción. Muy pronto el fuego se apoderó de lo alto y el crujido del barro llegó hasta oídos de los sitiados.

El doctor Ketrox hizo sus disparos a la distancia de unos pocos pasos. El puño tembloroso, la mirada llena de cólera. Ciego de venganza. Pero los proyectiles se fueron a un lado expelidos por una fuerza misteriosa que los llevó a impactar sobre el lado opuesto de la habitación.

-Hay que abandonar este lugar deprisa -gritó Nala, superando con su voz la avidez del fuego y el murmullo angustioso de los aldeanos.

El calor se hacía insoportable y el techo amenazaba con su desplome cuando Philip se adelantó hacia la puerta seguido por el comandante. El profesor había salido nuevamente ileso ante los disparos.

-El comandante y yo salimos delante y ustedes nos siguen -dijo al grupo en medio del salón. Entonces arrebató el arma al fugitivo que estaba a su lado.

-Yo también necesito un arma -dijo Boris mirando a Dietrix y tomó la pistola que mantenía este a su cintura. El fugitivo no hizo ni el menor gesto por impedirlo.

El doctor Ketrox, que había quedado más sorprendido que colérico con el resultado de su acción y con el cambio súbito de las circunstancias; se disponía también a abandonar la estancia.

Debían llegar hasta el muro de piedras que rodeaba la construcción.

Philip atravesó de un salto el umbral por encima de los cadáveres y corrió hacia el cerco sin dejar de disparar. Boris le seguía de cerca entre el continuo silbido de los dardos. Estos describían en el aire insólitas trayectorias hasta impactar con cualquier objeto. Raramente contra el blanco elegido.

Cuando llegaron junto al parapeto y voltearon la mirada, vieron a Nala asomar por la puerta con Jnanamurti asida de la mano. Luego al resto de los hombres, corriendo todos en dirección al muro.

Comenzaron a disparar contra los guardias al otro lado de la calle, consiguiendo por un momento que estos perdieran coraje y se retiraran. Aquella pequeña tregua había sido suficiente para que el resto de la gente llegara junto a ellos. Ya reunidos, tomaron la decisión de alejarse de prisa en cualquier dirección; pero evitando la calle principal, donde los guardias intentaban reorganizarse.

Jnanamurti se volvió en busca de su padre y al no verlo, quizo correr atrás en su auxilio.

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-¡Déjame... déjame...! -gritaba la joven. Nala la tenía atrapada por la cintura, y fue en aquel momento

durante el forcejeó que un dardo rebotó en el muro y lo hirió sobre el hombro, haciéndolo gemir.

-Estate aquí... ¿Prometido...? Yo iré por él. Ya era tarde. Apenas tuvieron tiempo de alzar la mirada para

ver como el techo se venía abajo con gran estruendo, saltando fragmentos de barro y madera por el espacio.

Varios arqueros guarecidos al frente lanzaron sus dardos, mientras otros se aproximaban al galope por ambos extremos de la callejuela.

A pesar de todo, Nala se alejaba en dirección al fuego. -¡Regresa Nala..., regresa! -clamaba ahora Jnanamurti. Dos de los aldeanos cayeron traspasados. No había tiempo que

perder. Nala les gritó entonces tendido en el suelo en medio de la explanada, bajo el humo.

-Síganme..., hacia la otra calle... ¡al templo! Lo que había sido la gran construcción circular, ahora era más

que otra cosa; tierra ardiente. La joven fue la primera en obedecer y de ahí los hombres;

mientras Boris y Philip disparaban a los soldados. Cuando aquellos hubieron desaparecido entre el humo, ellos dos se lanzaron en pos del resto. Saltaron por encima del muro; pero ya no vieron al grupo que los precedía. El callejón estaba desolado.

-Corramos Boris. ¿Dónde se han metido? -No os detengáis ahora -gritó Helena que aguardaba por ellos

agazapada junto a las piedras del muro. Y corrieron los tres calle abajo.

Cuando llegaron a su vez frente al muro que guardaba la parte trasera del templo, una improvisada tropa de hombres y mujeres armados, en su mayoría con instrumentos de labor, los aclamó desde el interior.

Al frente de todos, un sacerdote anciano los saludaba con reverencia.

-¿Cuánto tiempo tenemos? -preguntó el profesor. Se quitó la bufanda; permitiendo ahora que su rostro se revelara

totalmente ante la curiosa mirada del pueblo. -¡Contraatacar..., otra vez! -dijo Nala. El joven mismo hizo que el grupo de combatientes en el interior

del patio se dividiese en dos. Ya tenían a su favor, además de cierta confianza en la victoria inspirada por la presencia de los astronautas, la superioridad del número.

Mientras tanto, Boris buscaba entre la multitud apuñada en el recinto del templo; pero los rostros inconfundibles del doctor Ketrox

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y su gente no se veían por ninguna parte. -El doctor Ketrox. ¿Han visto al doctor Ketrox? Hasta aquel momento nadie se había percatado de su ausencia. Philip volvió a salir por la misma puerta trasera, esta vez

seguido por veinte jóvenes aldeanos. Los guardias estaban saltando ya sobre el muro, cuando fueron sorprendidos por el inesperado número de los rebeldes.

Los campesinos atacaron con la furia acumulada por generaciones de esclavos, y en pocos minutos el enemigo quedó diezmado, escapando unos pocos a través de la callejuela.

El grupo mayor, con el capitán Rudra directamente al frente, había dirigido su ataque por la plaza, y por allí fue Nala quien les salió al encuentro.

Boris quedaba en el interior del templo al cuidado de las mujeres y los niños, pensando todos en una pronta victoria.

Trataba de averiguar, haciéndose entender por señas con el sacerdote samanita, la posibilidad de que nuevas tropas imperiales llegaran al lugar; cuando Jnanamurti, observando desde una ventana al frente gritó alarmada:

-¡Los nuestros comienzan a retroceder! La joven descendía los escalones de la plataforma interior y se

dirigía como enloquecida a la puerta frontal, al momento en que Boris le salió al frente tomándola de los hombros. Con una seña la hizo retroceder junto a los demás refugiados.

Entonces; él mismo abrió la puerta y se lanzó al exterior de un salto.

Un guardia imperial avanzaba ya rebasando la entrada al cerco y Boris alzó contra él la pistola láser. Sintió en ese instante un ruido a sus espaldas y un grito de Jnanamurti.

Se dio la vuelta...; pero ya el capitán Rudra estrellaba una vasija de barro en su cabeza.

Capítulo 33- Un consejo oportuno. Despertó sobre una litera en el rincón más profundo de una

cripta. Había sido colocado allí de manera que la luz apenas palpitante del candelero llegaba a sus ojos tenuemente junto a la olorosa resina de la llama.

-¿Qué sucedió? -preguntó al abrir los ojos. Philip y el joven Nala estaban junto a él. -Perdió el sentido. Media hora ha pasado inconsciente...; pero

no se preocupe, comandante. La situación hemos dominado en el poblado y ahora tendremos algún tiempo para meditar. No obstante, debo confesarle que el capitán Rudra logró escapar

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llevando como trofeo la pistola. -¿Cómo? -Si Boris. Logró escapar con un grupo de sus hombres. Los

aldeanos piensan que hacia una ciudad a la que llaman Hassur. -¿Y la gente en el pueblo? -Están dispuestos a la lucha. Aunque según el comentario, no

podríamos resistir una próxima acometida de las tropas imperiales. -¡Imperiales...! -¡Ya...! Será mejor que nos alejemos de aquí lo antes posible. Boris trató entonces de ponerse en pie; pero un fuerte mareo lo

hizo caer atrás. Cuando volvió en sí encontró que tenía la cabeza embarrada de

un apestoso ungüento y se la habían vendado. Abrió los ojos e hizo un intento por ponerse en pie.

-Tranquilo Boris. Descanse un poco más. -¡Ah...! ¿Con qué me pegó el bárbaro? -Ya no tiene importancia. No es nada grave. ¡Se lo aseguro! -¿Y a dónde iremos entonces? ¿Dígame profesor..., tiene

alguna idea? ¿Se ha sabido del doctor Ketrox y su gente? -Para bien o para mal, ese malvado se ha ido y nadie sabe a

donde, con toda su gente. Fue durante la carrera hacia aquí después del incendio. Nala tiene razón y estoy prestando atención a sus relatos. Hasta donde puedo comprender, él y su familia viven en esa ciudad que llaman Karen Du. Su padre pertenece a una secta religiosa promotora de la idea del salvador. Algo parecido a la antigua idea del Cristo en la Tierra. ¿Ha oído hablar, comandante...?

-Por supuesto. -Esta gente ha estado esperando durante milenios por su

retorno..., y ahora súbitamente aparecemos nosotros. ¿No le parece normal que nos hayan tomado como una especie de mensajero colectivo, y que nos hayan atribuido cierta misión que cumplir?

-¿Normal...? Así es. Muy normal. ¿Y ya tiene idea cuál será esa misión?

-Ni la más mínima; pero no será difícil ir averiguando. Dice el joven que si partimos dentro de una hora, con otra luna estaremos junto a las puertas de la ciudad, y poco después sentados a la mesa con su padre.

-Difícilmente encontraremos mejor opción. Vamos a necesitar de gente que nos ayude a salir de aquí. Entonces, si ellos nos reciben con agasajo, mejor que mejor. Haga el favor, profesor..., también nosotros tenemos grandes problemas.

El comandante iba a disponer algo acerca de los preparativos

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para la partida, cuando se abrió la pequeña puerta de la cripta y penetraron en orden el sacerdote samanita, Jnanamurti y la doctora Hung.

El anciano descendió silenciosamente los escalones con las manos plegadas sobre sí mismas y contra su pecho, en una actitud de meditación constante.

-Será mejor que abandonen este lugar lo antes posible -dijo alzando la mirada hacia Philip-. El camino de la vida está sembrado de sufrimientos; pero ahora está prosperando en el la semilla de liberación.

-¿Qué quiere decir? -preguntó el profesor. -La gente los necesita. El pueblo espera por ustedes. El sacerdote había sido utilizado por el durki Alem para alentar

la rebelión y estaba cumpliendo valientemente con su cometido. Los propósitos del comerciante con su actitud traidora habían

cosechado el resultado opuesto. Intentando alzar al pueblo en contra de los extranjeros, sólo había conseguido consolidar la fe de la gente en la milenaria promesa de su dios; que los inspiraba ahora a continuar la lucha.

-Gracias, Pathya -dijo el joven belya inclinando su rostro ante el sacerdote-. Le agradeceremos siempre la ayuda que nos ofrece como fiel seguidor del Sama. Partiremos lo antes posible. Temo que el durki Alem continuará haciendo daño a su paso.

Nala, que había sido el promotor de la revuelta era también el más comprometido de todos por sus ideas naturalistas y porque estaba en juego su libertad personal; amenazada con la esclavitud.

-¡Punto! En una hora estaremos listos -dijo Philip. Había comprendido justamente la preocupación del joven y el

sacerdote. Luego se volvió a Helena que aguardaba impaciente: -¿Han sabido algo del doctor Ketrox? -¡Como si la tierra lo hubiese devorado, profesor! También los

comerciantes desaparecieron del pueblo. -Dejaremos a que Boris descanse un poco más y dentro de una

hora partiremos -dijo Philip mirando su pulsera. La copiloto no pudo más que sonreír. -Muy bien doctora -dijo aquél en tono de protesta-. ¿Puede

explicarme entonces que pasa con mi reloj? -Recordad, estamos en un planeta cuatro veces y media el

diámetro de La Tierra. La densidad de la sustancia allá y aquí es casi la misma; pero el solo hecho de su talla colosal hace que el campo gravitatorio de Belsiria sea también más de cuatro veces superior al terrícola.

-¿Por lo que el tiempo aquí transcurre más lentamente...? según Einstein.

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-¡Así es, profesor! -dijo Boris poniéndose en pie de un tirón. -¡Hey... hey, un momento...! deberíais descansar, comandante -

dijo Helena. -Esta bueno ya, muchachos, debemos partir -dijo Boris

sacudiendo la cabeza como para ahuyentar su adormecimiento. -¿Cómo dicen que se llama esa ciudad?

-Karen Du -dijo Philip. -Muy bien..., entonces a Karen Du. Capítulo 34- Puerta a otro espacio. Poco después se despedían del sacerdote y de la gente en el

oasis. Con la ayuda de todos se habían conseguido suficientes bestias, en las que partieron a duro galope a través del desierto.

La travesía en sí misma no era tan extenuante como la premura y el empeño que ponían en superar lo antes posible la distancia que los separaba de los bosques de Karen Du. Temían ser sorprendidos por alguna tropa imperial de recorrido; o algo peor, que viniesen ya en persecución.

El paisaje iba cambiando a lo largo del trayecto, siempre en dirección al suroeste. El suelo, que al principio sólo sostenía una vegetación de tipo xerofítica, comenzó a poblarse de árboles; pequeños en su mayoría y retorcidos por el frecuente batir del viento desde las montañas.

-Veo que se asombran por los cambios tan repentinos -dijo Nala que cabalgaba junto a Philip-. Es el mayor deleite para los que amamos la naturaleza -agregó-. Pronto llegaremos a una aldea donde tengo buenos amigos. Allí nos enteraremos de la situación en la ciudad y podrán gozar de un país maravilloso. ¡Karen Du y sus alrededores es lo mejor que tiene este mundo!

Dos brillantes lunas habían aparecido a sus espaldas marcando el comienzo de un nuevo ciclo.

A medida que avanzaban hacia el oeste el color del cielo iba adquiriendo un tono rojo más intenso, creando un fabuloso contraste con la luz argentada de los astros, como si estos navegasen por un lago de fuego.

La vastedad del arenal era interrumpida casi constantemente por islotes de vegetación, organizados de manera que formaban como los eslabones de una cadena, siguiendo una secuencia y una dirección general y predominante hacia el suroeste. Cuando los viajeros se detenían por un momento en uno de los pequeños oasis, casi siempre podían ver el siguiente a simple vista bajo la línea del horizonte. Este hecho, acompañado de observaciones anteriores y de sus propias ideas, pronto llevó a Philip a un

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razonamiento. Al hablar con Nala estuvieron ambos de acuerdo. El Indi Ya, que nacía en las montañas del noreste en el límite de

las tinieblas, o tal vez más al este, iba sembrando una faja de fertilidad a lo largo de su recorrido bajo el desierto. Esta era la cadena de oasis a través de la cual viajaban.

En una de estas paradas bajo la sombra, descubrieron los restos recientes de una frugal comida entre la vegetación.

-Los belyas afirman que se trata de la caravana del durki Alem -dijo Philip llegando junto a sus compañeros, que habían optado por permanecer a distancia sobre sus cabalgaduras.

-¿Y hacia dónde piensan ellos que se dirigen? -preguntó Boris. -Sin lugar a dudas, también a Karen Du. -¿Dónde aprendió el sánscrito con tanta maestría, profesor? -Es también parte de mi especialidad, comandante. Un momento después regresaban Nala y Jnanamurti y

reanudaban la marcha. -No está la cuestión en cómo lo aprendí, comandante. La cosa

es... ¿cómo esta gente ha mantenido su lengua casi invariable desde los tiempos más antiguos a que se remontan las tradiciones védicas? Y lo más asombroso...; en un panorama tan diferente como Belsiria.

-Tendréis preguntas hasta morir de vejez -dijo la copiloto-. Por ejemplo, profesor Kapec -continuó ella después de conseguir que el belya que guiaba la bestia sobre la cual iba a la zanca se aproximase al grupo-. ¿Cómo se enroló en esta aventura? ¿Fue sólo cosa del destino?

-Estoy por creer que no ha habido mucho de casualidad ni del misterioso destino en todo esto -afirmó Boris.

-¡Ya...! Pienso eso. Cuando me despacharon en busca del doctor Helmuz, posiblemente la NASA había hecho su plan; y quien mejor que un especialista como yo, suponiendo que el doctor Helmuz y el doctor Ketrox hubiesen quedado descartados ya dentro de los planes de la agencia. De los cuatro especialistas que trabajamos en Mohenjo Daro por aquel tiempo, el único inmediatamente aprovechable era yo.

-¿Suponiendo... decís? ¿Admite que fue cosa casual que haya sido precisamente el doctor Ketrox el autor del secuestro de dos naves de la agencia?

-Creo únicamente que de alguna manera el delincuente tuvo acceso a la información sobre los planes más recientes, y basándose en eso pudo planear entonces su fechoría. La Orión debió haber hecho escala en Marte, como saben ustedes, no sólo para abastecernos de combustible y provisiones, sino también para tomar consigo la cruz gammada.

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-Conocéis bien al doctor Ketrox. ¿Hasta que punto pensáis que llegan sus conocimientos?

-¿Cómo así? -Si profesor. ¿Cuál es su secreto? -Maaruta..., maaruta -se escuchó gritar en aquel instante a Nala

y Jnanamurti. Habían detenido la bestia donde cabalgaban a la vanguardia, y

ahora hacían señas a los astronautas para que se uniesen a ellos. -¿Qué pensáis que significa aquello? -dijo la doctora Hung

señalando al frente. -¡Viento! Nos están advirtiendo de algún peligro. ¡Mejor,

vayamos a ver de prisa! Al llegar junto a los belyas, vieron a Nala en actitud muy curiosa.

El joven había desnudado su pecho y respiraba profundamente como tratando de capturar con su olfato algo peculiar en la pesada brisa que ahora soplaba desde el oriente.

-¿Pueden sentir ustedes de qué se trata? -preguntó Boris. La respuesta no se hizo esperar y fue dada por el propio belya. -Maaruta. -Dice que se acercan fuertes vientos; que corramos hacia el

oasis. Los belyas echaron a cabalgar mientras no dejaban de gritar la

misma palabra de advertencia. -maaruta, maaruta. -Muy bien, muy bien. ¿Qué será esta vez? ¡Corramos! -ordenó

Boris. Afortunadamente el oasis distaba apenas unos seiscientos

metros. El resto de las bestias, tal vez presintiendo el peligro, fueron impelidas tras la primera en dirección al macizo de vegetación purpurea. Esta conducta de los animales causó tal asombro entre nuestros amigos, que casi termina en un ataque de risa.

Los belyas arribaron los primeros y se lanzaron a la carrera buscando algún refugio entre la vegetación.

Para el instante en que los astronautas llegaban junto a ellos, una niebla cada vez más espesa había comenzado a cubrir el panorama; mientras los gritos de advertencia de los jóvenes no cesaban, instruyéndolos del peligro e invitándolos a protegerse bajo las ramas.

En poco tiempo se había expandido una calma angustiosa. La niebla terminó de cubrirlo todo haciendo imposible distinguir un objeto incluso a cinco pies de distancia. El aire se había humedecido extraordinariamente y adquirido sabor a salitre, fácil de respirar; pero pegajoso y desagradable al contacto con los

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labios y la piel. Las bestias también se habían silenciado. La calma

desgarradora perduró unos minutos más, hasta que el silbido del viento los hizo encogerse de espanto bajo el ramaje de los árboles.

Por encima la atmósfera resplandecía con nitidez y comenzaban a pasar volando a extraordinaria velocidad diferentes objetos arrastrados por el viento. Algunos de estos caían sobre las arenas e incluso sobre el oasis. Nuestros viajeros comprendieron entonces la naturaleza insólita de aquel peligro del que habían sido advertidos a tiempo. No era el viento directamente, sino los objetos que traía consigo desde distantes regiones. Pero por suerte, el impresionante fenómeno duró apenas lo suficiente para apreciar su carácter.

Poco después volvía la calma. El oasis había quedado maltrecho y agotado como si hubiese tenido lugar allí una batalla. Una de las bestias había quedado lastimeramente deshecha bajo el violento aterrizaje de un tronco.

Para reponerse ellos mismos, no bastó un minuto. Luego hubo que poner en pie a los animales y hacerlos salir al terreno despejado.

-¿No volverá a ocurrir? -preguntó Philip. -No por el momento -respondió Nala. Cuatro horas más tarde, al ascender desde unas dunas,

divisaban la región boscosa de Karen Du. -¡Damaram, Damaram! -gritó Nala en esta ocasión, lleno de

regocijo. Era el reencuentro con su lugar nativo. Al llegar al lindero del bosque torcieron paso hacia el norte; pero sin penetrar de manera notable en la espesura, a sugerencia de este, y manteniendo a poca distancia la vista del arenal-. Así tendremos la facilidad de ocultarnos en caso de un encuentro desagradable -explicó. Poco después hallaban un sendero a través del bosque y el belya tomó por el decididamente-. Por aquí llegaremos mucho más pronto a la aldea.

Los árboles que predominaban allí eran vistos ahora por primera vez por nuestros viajeros; siendo así muy normal la curiosidad que despertaba en ellos la floresta. Además de los corpulentos y altos troncos estaba revestida por una enmarañada vegetación de arbustos; pero a pesar de eso, el sendero que serpenteaba sobre el terreno escabroso continuaba siendo perfectamente visible, como si fuese transitado con frecuencia. No llevaban mucho tiempo avanzando por este, cuando el joven Nala se detuvo.

-Sigan cuidadosamente mis pasos... a partir de aquí. -¿Qué sucede? -preguntó Philip. -Muy pronto entraremos a la propiedad de un amigo...; pero

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debo tomar una precaución. -¿Algún peligro, profesor? -preguntó la doctora Hung. -Nos advierte de que sigamos exactamente sus pasos. -Dejaremos aquí las bestias -dijo Nala adelantándose a un lado

entre la espesura. Echó pie al suelo seguido de su amada y ataron el animal a

unos arbustos. Nuestros amigos los seguían de prisa, imitando de manera exacta la conducta de los jóvenes, paso a paso. Ataron las bestias y continuaron tras ellos en una sola fila.

Muy pronto arribaron a lo que fue tal vez un centro de cultos religiosos. Consistía el lugar en un montón de ruinas. Algunos bloques de piedra y varias columnas yacían parcialmente incrustados en el mullido suelo, encubiertos por la vegetación. Eran sin duda la huella dejada por seres inteligentes en pasadas épocas.

Nala apartó unas ramas espinosas y desapareció en la espesura. Un rato después lo vieron reaparecer en lo alto de una roca. Su ropa y sus cabellos batidos por la brisa.

-¡Adelante! -llamó desde allí. Jnanamurti hizo una seña a los viajeros y siguió el mismo

sendero de su amado. En la roca cruda habían sido labrados unos escalones que

conducían hasta su cima. Los escalones eran como de dieciocho pulgadas cada uno y el ancho de la escalera de más de un metro.

-¿Y ahora de qué se trata...? -dijo Helena que marchaba al final de la fila.

Al llegar al tope, sintieron la misma brisa con gusto a salitre que habían sentido durante el arrebato del viento en el oasis.

-¡Adelante! -repitió el joven sabio descendiendo entonces por idénticos escalones al otro lado de la roca.

-Aunque me maten no comprendo. ¿Y usted doctora? -dijo Philip mientras aguardaba por ella.

Helena se había quedado rezagada al pie de la roca contemplando su estructura.

-¡Vamos profesor! De esto hablaremos luego -dijo finalmente, y corrieron tras Boris y los belyas que desaparecían entre una arboleda.

Poco después se dejaban ver las primeras casas, dispersas en un vallecito surcado por arroyuelos; muchas veces ocultas entre árboles frondosos. En el aire se respiraba el ambiente de una lejana primavera y el olor de hierbas aromáticas batidas por el frescor de la brisa. El terreno no era del todo plano. Los arroyuelos formaban rápidos y barrancos a través de los cuales se descubrían multitud de senderos que conducían a lugares más intrincados

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entre pequeños bosques de árboles resinosos. Estos eran parte de la vegetación predominante y parecían pertenecer a una misma especie, no vista antes en ningún lugar. Una extraña sensación había comenzado a invadir el ánimo de nuestros viajeros y la achacaron de inmediato al aire renovado de los bosques y al mismo agotamiento causado por la extensa jornada.

Al parecer no hubo nadie que notase la llegada de gente nueva a la zona. El grupo avanzaba en silencio hasta llegar a un espacio abierto donde pastaban por decenas animalitos de piel roja y cola en forma de abanico. Atravesaron este espacio y luego otro semejante hasta alcanzar el seto que servía de resguardo... ¡a una vivienda!

Nala bajó de un salto y gritó, tratando de asomar la cabeza entre las plantas espinosas:

-¡Eáh...! ¿hay alguien...? ¡eáh! Fue necesario un segundo llamado para que la puerta se

abriese y apareciese entonces la cara alargada y sonriente de un hombre, edad difícil de precisar. Vino hacia el seto y luego de escrutar entre el ramaje, exclamó:

-¡Nala hijo..., que alegría me da verte! Es bueno que hayas regresado de tu largo viaje.

-¿Qué sucede Bharat? ¿Malas noticias? -preguntó el joven, creyendo distinguir en el tono del campesino el presagio de nuevos infortunios.

-Puedes entrar tú y los que llegan contigo. Tomarán un baño y después habrá tiempo para los relatos -dijo, luego de inspeccionarlos con una discreta y rápida mirada.

La vivienda había sido construida en lo que parecía ser una montaña, convertida en un amplio sistema de habitaciones y corredores, y túneles subterráneos adaptados con gran artificio para servir de morada humana. Hubiese sido difícil de describir la forma espacial externa de la estructura vista desde dentro; por eso, trataré de hacer una descripción, lo más precisa posible, comenzando por la entrada.

Esta era una gran abertura en forma de cuadrilátero resguardada por una puerta de bronce en una pared de aproximadamente doce metros de alto. Era imposible determinar la extensión de la pared a los lados, porque la gran roca desaparecía entre la espesa vegetación que la circundaba. Dentro, las divisiones habían sido hechas por el capricho de la naturaleza en la pura piedra. Gruesos tabiques formaban salones y corredores de diferente amplitud; pero magistralmente diseñados para servir a la comodidad y el reposo. Por casi todas partes penetraba el aire y la luz del sol, y también las alimañas salvajes y lo más atrevido de la

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vegetación. Más tarde tendrían la oportunidad de ver muchas viviendas

como aquella. Eran realmente algo muy común en el paisaje de Belsiria y contribuían a fundir en una sola pieza la raza de los belsevitas con la naturaleza salvaje de su mundo. Constituía un verdadero orgullo y un signo de riqueza y de prestigio la posesión de una semejante mansión; aquello que en la opinión de nuestros viajeros no era más que una gran caverna.

La total estructura debió haber sido labrada en una roca expuesta durante milenios a la acción modeladora de la lluvia y el viento. Probablemente las cavidades internas y los orificios que daban al exterior constituyeron alguna vez las partes de material más blando y fáciles de horadar y arrastrar por los agentes naturales. Comoquiera que sea, ofreció descanso y seguridad para nuestros amigos, después de la gran jornada de avatares y tropiezos.

-Aquí están los baños que pueden disfrutar como lo hacen mis mejores amigos -indicó el hombre sin titubear, mostrándoles una especie de alberca natural que ocupaba casi la totalidad de una habitación.

Desde una de las paredes caía un chorro de agua, formando remolinos de vapor sobre la superficie.

-Mucho te lo agradecemos, Bharat; pero solamente deseamos algunos informes sobre la situación en la ciudad, y de inmediato partiremos -dijo Nala-. Desearíamos llegar a la casa de mi padre esta misma luna.

-Eso no está muy bien, muchacho. ¡Por Sama! Las cosas están turbias en la región. ¿No sabes que ha comenzado ya el reclutamiento de jóvenes para las minas?

Aquel recordatorio fue suficiente para que Nala desistiera de su anterior empeño. Más tarde, reunidos durante la cena, volverían a la misma conversación.

Capítulo 35- El profeta. Boris y el profesor reposaban en una especie de patio interior de

la mansión. Otra luna era entonces la que brillaba cerca del sol, reflejándose enteramente sobre el agua de la fuente. Otras dos crecían sobre el horizonte; una al este y otra al oeste.

-¿Cuál es Sini Tlan? -preguntó Philip. -Supongo que aquella. La de grandes manchas como nuestra

Selene -dijo Boris señalando hacia el este del firmamento. Philip se notaba nostálgico. Boris supuso que estaba pensando

en la joven Indradevi y para sacarlo de aquel estado, le comentó

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sobre el futuro regreso a la Tierra. -No dejé allá algún ser tan querido como hizo usted -fue su

respuesta. Boris se disponía a replicarle con nuevas palabras alentadoras

cuando aparecieron Nala y Bharat a través de una de las aberturas en la roca.

-Parece que se avecinan grandes acontecimientos -dijo el joven acercándose al banco tallado en piedra junto a la fuente donde estaban sentados nuestros amigos-. Kalick Yablum pasó por aquí hace dos lunas y estuvo anunciando vuestra llegada diciendo-: ellos son mis enviados.

Al escuchar las palabras del joven, Bharat cayó de rodillas junto a la fuente.

-Gloria al sempiterno dios que me da el honor de teneros en mi casa.

Al día siguiente de llegar a la aldea y después de un sueño que

se prolongó por muchas horas; el campesino Bharat se les ofreció para salir a explorar el ambiente en la ciudad. Teniendo en cuenta todo lo ocurrido hasta el momento, constituía aquella una misión de indiscutible riesgo.

-Es preciso que llegues hasta mi padre y le adviertas del peligro que representa su amistad con el durki Alem. Que esté muy alerta contra una traición. Cuéntale que estamos bien; pero no menciones aún la tragedia que nos ocurrió con mi hermana -le recomendó Nala al momento de la partida.

Después de esta, el tiempo transcurría con monotonía y se agobiaban los espíritus con la espera.

-El durki Alem conoce a mi padre y sabe de su devoción por el Sama. Por eso no dudo que a estas horas haya intentado algo contra él. Tal vez lo ha denunciado al gobernador -dijo el joven-. El propio durki debe haber llevado a Karen Du la noticia de los hechos en Indi Ya; y el gobernador, conocedor de esto... apresuró la leva como medida para mantener la ciudad en calma y evitar así la revuelta en su territorio.

-Creo que por el momento, sólo nos queda esperar -dijo Philip tras larga reflexión.

-Me impacienta estar aquí sin hacer algo sabiendo los peligros que corre mi padre. Además, solamente un conocedor profundo del Bala Kun Sama, puede indicarnos como actuar del modo más correcto.

Según Bharat y el propio Nala, la aldea estaba situada a tres horas de camino a la ciudad. Las noticias podían haberse esparcido como el polvo ante el azote de la tormenta. El acuerdo

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entre ellos había sido llegar hasta Karen Du, y que el profeta Narada les aconsejara lo mejor. Para sorpresa de todos; cuando se disponían a dormir, el jefe de la servidumbre les informó de la buena nueva. Acababa de llegar el amo acompañado por el anciano.

Todos se prepararon para una larga velada. El profeta Narada era elevado de estatura y corpulento. Aún

caminaba erguido. Sus ojos de verde menta con su mirada profunda, denotaban un espíritu de fe y optimismo, que inspiraba de repente vigor a quienes lo conocían. A pesar de su notable dignidad quizo arrodillarse ante Philip y el comandante. Después se abrazó a su hijo y lloró sobre sus hombros.

-¿Cómo supiste todo? -preguntó Nala, también entre lágrimas. -El durki Alem, al que creí mi amigo y hermano de fe, me llegó

con la noticia. No solamente fue la desgracia con tu hermana; me anticipó además tu muerte en el transcurso de una revuelta a manos del capitán Rudra -dijo el anciano sin dejar de sollozar-. Yo estaba demasiado desesperado para prevenir el peligro -continuó-. Hasta que llegó el amigo Bharat con la verdadera historia de lo sucedido.

El anciano estaba fatigado por el sufrimiento; pero inesperadamente lo vieron reponerse de su dolor y desánimo, y fue cuando entró en conversación el tema de la rebelión y la triunfante misión de Kalick Yablum entre el pueblo.

Cuando Nala volvió con sus lamentaciones, el anciano lo interrumpió cariñosamente.

-¡Ya basta, hijo! Lo que el destino nos impone debemos aceptar con denuedo. Ahora habremos de continuar nuestro avance y tú estarías en peligro de caer si entras a la ciudad. Si el amigo Bharat no tiene inconvenientes, podrías permanecer oculto en este lugar -concluyó, lanzando una suspicaz mirada hacia su anfitrión.

-Por supuesto que no hay nada en contra -respondió el aludido desde un rincón en el lugar más oscuro de la habitación-. Ustedes saben que perdí hace años a mi primogénito en las minas. No deseo que esa historia se siga repitiendo entre los jóvenes belyas. Mi casa, mi refugio y mi vida están a disposición del Sama.

-Gracias amigo...; pero prefiero estar en la lucha. -¡Claro que estarás! -dijo el anciano-. Que me prive dios de

apartar a un hijo de la lucha justa; pero eso que deseas será en su tiempo. Ahora deberías permanecer aquí, por la propia causa de tu vida.

-¿Cómo serán las cosas? -preguntó Philip. -Hace dos lunas recibí el aviso desde la ciudad sagrada -dijo el

anciano-. Kalick Yablum está reclamando la reunión de los profetas

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del Nagaev en la noche del yakri ban. -¿Y de los enviados qué dice el libro? -preguntó el profesor otra

vez. Impaciente sin dudas por conocer el destino que les deparaba la profecía belya.

-Todo lo que he sabido por medio de la palabra milenaria, es que un profeta del Nagaev será quien os guíe hasta la ciudad sagrada. ¡Ese profeta soy yo!

El anciano Narada se veía rejuvenecer con lo que él estimaba sería su gloria.

Antes de retirarse a descansar, Boris hizo que preguntasen al joven Nala acerca del yakri ban.

-Es el primer día de la creación -respondió aquél con sencillez, y entonces se fue a disfrutar su segunda noche de himeneo, dejándolos perplejos.

Capítulo 36- Un poco de historia. Cuando Sini Tlan llegó a mitad del firmamento, ya nos habíamos

alejado varias millas en la dirección contraria a Karen Du. Esta se halla muy próxima a las estribaciones de la cordillera, y nosotros avanzábamos hacia el sur por el camino de Benizar. Nos causó gran pesar, después de todo, abandonar la aldea para entrar una vez más al desierto.

Había pasado mucho tiempo desde nuestra llegada a la mansión de Bharat. Pero extrañamente habíamos perdido su noción. Faltaban apenas varias lunas para el yakri ban; cuando tres de ellas eclipsarían al sol consecutivamente, marcando un aniversario más desde el primer día de la creación.

Nala y Jnanamurti, habiendo partido en busca del padre de ella, aún no habían regresado. Estábamos todos angustiados por aquella tardanza, cuando una tarde se presentó otra vez el anciano Narada, anunciándonos que había llegado el momento de la partida hacia la ciudad sagrada.

-No se desalienten con la aridez del suelo en estos lugares -dijo el viejo profeta al notar nuestro fastidio-; Pronto conocerán los bosques cerca de Benizar.

Yo marchaba al frente junto a él. Philip y Helena se habían retrasado voluntariamente unos cien pasos. Con lo que había aprendido de sánscrito en aquel periodo, trataba de entenderme y adquirir nuevos conocimientos. Por ejemplo, se hablaba en la literatura samanita de seres del espacio, y de naves veloces como la brisa. El mito era el centro de las especulaciones filosóficas, y de la vida misma de aquella gente.

Hablaban incansablemente sobre apariciones y dioses y entes

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venidos de lejanas regiones del espacio o de un espacio supuestamente tan cercano como uno mismo. Pero lo más interesante era para nosotros, cuando se hablaba de aquellas naves. ¿Qué tipo de propulsión usaban y hasta dónde podían llegar? Luego llegamos a saber algo de la región donde en tiempos antiguos los miembros de una casta de conquistadores exterminó a los tuarubes obligándolos a trabajar hasta la muerte en minas de combustible para sus naves. ¿Qué tipo de combustible podría ser aquel? Tal vez en eso estaba nuestra salvación y la de mi gente a bordo de la Orión.

En resumidas, lo único que necesitábamos era un poco de uranio para llegar a ellos en el trasbordador y hacer descender la nave en algún lugar de Belsiria, o simplemente abastecerla de combustible y dejarla en órbita indefinidamente, o hasta que la reserva de plasma se agotase.

Hallando el uranio serían muchas las opciones; pero sin el, nuestros amigos en órbita estarían condenados a la más miserable vida y presuntamente a una muerte atroz. Esta era la lucha que nos mantenía unidos y la ciudad sagrada podría ser nuestra salvación.

Era asombrosa la quietud del panorama en aquella región. Tuvimos que caminar una larga jornada antes de llegar a un poblado en ruinas.

-Aquí tomaremos el primer... largo descanso -dijo el anciano-: y luego partiremos cuando Sini Tlan caiga sobre el horizonte.

Aquel aviso lo recibimos con alegría. El sitio era un montón de ruinas. Antiquísimas construcciones de

piedra, dispersas sin ningún orden en un área de varios centenares de pies a la redonda, y por lo que se podía apreciar fácilmente, había sido un lugar próspero y bien poblado en alguna época lejana. Ahora solamente quedaba su recuerdo asfixiándose entre las arenas. Estar allí, oprimía el alma; como si fantasmas de seres de una antigua raza se desplazasen en nuestro mismo espacio. Este sentimiento lo compartíamos todos y nos inquietaba. Deseando conocer entonces la opinión de nuestro guía:

-¿No será mejor continuar? -expresó Philip en un arrebato de nostalgia.

-Es muy peligroso viajar durante la puesta de Sini Tlan, cuando ella va solitaria por el firmamento -respondió el anciano.

Nos habíamos internado hacia el centro del antiguo asentamiento halando a las bestias de la brida, en tanto el guía escogía un lugar protegido de los vientos para alojarlas. Para nosotros tomamos una pequeña estructura en ruinas muy cerca de los animales.

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Allí estaba por todas partes la huella de ocasionales viajeros entre los bloques de piedra, dispuestos a manera de fogón, donde se conservaban todavía los restos del fuego y desperdicios de comida, y excremento de animales. Utilizamos uno de estos improvisados fogones para preparar nuestro alimento del día. Estaba situado dentro de la misma habitación que habíamos elegido para pernoctar.

Nos tendimos sobre las mantas, cada uno en su lugar favorito dentro del recinto y alrededor del fuego.Yo personalmente hubiese querido continuar la marcha sin interrupción, sin importar lo larga que esta fuese. Una sola idea rondaba en mi pensamiento incansablemente, al punto que se había convertido en obsesión; pero era mi idea y mi obsesión y no estaba dispuesto a renunciar a ellas ni con la muerte.

Mucho habíamos hablado ya sobre la imposibilidad de un retorno a la Tierra. La buena doctora Hung trataba de convencerme con complicados cálculos y lo hacía de buena fe. Como ella estaba convencida, sentía pena por mi; me veía sufrir y temía que terminase enloqueciendo. El profesor Kapec de una manera u otra se había convencido ya, e incluso comenzaban a desarrollar planes para el futuro inmediato, al punto que comencé a temer una ruptura de nuestro pequeño grupo. Tal vez mis temores eran parte de la esquizofrenia que finalmente nos devoraría la lucidez a todos si no regresábamos a nuestro mundo. A decir verdad, Belsiria era un lugar no del todo inhóspito. Con ánimo, y una gran dosis de voluntad y coraje podríamos sobrevivir y prosperar, y esa era para mí también la segunda opción.

El viaje hacia Irki Sama se vaticinaba decisivo para nuestra causa. La ciudad que los belsevitas designaban como sagrada, nos prometía nuevas oportunidades de conseguir lo que me proponía. Verdaderamente comenzaba a sentirme solo en aquella empresa del retorno, y no porque mis compañeros de infortunio hubiesen expresado algo contrario.

Era solamente el hecho de que ambos habían sido convencidos por la perspectiva de asentamiento, lo que me provocaba aquel sentimiento de abandono y hasta de celos; esto último hacia mi copiloto, que se había ganado la atención de Philip.

Pero en fin ¿quién era ella? Me consolaba preguntándome. No podía sentir la misma nostalgia que yo sentía por nuestra madre Tierra. Nació y fue criada en Marte. Para ella una nave espacial era el ancho mundo. Sencillamente no tenía la capacidad de juzgar mis acciones. Con esto no quiero decir que Helena fuese una mala persona en ningún sentido. Era excelente amiga, hábil, muy inteligente, meticulosa y amante del perfeccionismo en todo; pero

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estaba saboteando mi proyecto, tal vez inconscientemente. -¡Debo cumplir con la misión de mi vida! -exclamó el anciano de

repente, como concluyendo una declaración interrumpida por sus propias meditaciones.

-Y yo la mía -dije en un susurro. -Estas ruinas son nuestra ruta obligada -continuó-. De

acercarnos a Benizar, corremos el riesgo de ser atrapados. La ciudad debe estar en leva y las tropas imperiales puestas sobre aviso. El tiempo que hemos perdido, deberíamos recuperarlo en terreno más favorable; pero sin arriesgar el triunfo de nuestra misión.

-¿Qué peligro corremos aquí? -pregunté con una leve nota de enojo.

El profeta pareció no darse cuenta de mi inquietud. Acarició su barba y observó a Philip con aire interrogativo.

-¿Qué nos puede amenazar en este lugar? -repitió el profesor. El anciano hizo una reverencia hacia mi y respondió: -Lo mismo que alejó a los tuarubes en los antiguos tiempos.

Este sitio fue construido por ellos y durante muchos años fue la capital de su éxodo. Un castigo más de los dioses perversos que gobernaron el mundo durante la primera creación, se propagó por el desierto. Es la bestia de la bruma que gusta de merodear por estos lugares. Ataca a los humanos alejándose del fuego y de la luz. Los tuarubes no poseían dominio sobre el fuego en aquella época y tuvieron que abandonar los lugares que ahora vemos en ruinas por el desierto.

La historia del viejo profeta sobre la decadencia de los tuarubes nos dejó pensativos.

-Aún es temprano -dijo después de nuestra comida frugal-, y puedo llevarlos a conocer la roca donde se estrelló una nave de los dioses de los tiempos de la guerra celestial, si es que no están muy agotados; digo yo.

Nos pusimos en pie como impelidos por el mismo fuego que crepitaba junto a nosotros.

-¿Qué podrá ser? -pregunté a Philip mientras caminábamos hacia el otro extremo de las ruinas.

El profeta con una fugaz mirada pareció adivinar mis dudas y se apresuró a esclarecer:

-Fue la nave en que viajó Yasdur, el dios de las tinieblas. Se alzaban una serie de montículos muy cerca de las ruinas, y

tuvimos que atravesar entre ellos para llegar a la llanura situada del otro lado. Esta era un área de suelo húmedo y pedregoso cubierto de arbustos y bejucos con espinas. Sini Tlan aún estaba sobre la cuarta mitad del firmamento, cuando logramos superar

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aquella porción del terreno y llegamos al pie de una colina en forma de rampa. Ascendimos no sin cierta dificultad entre los peñascos que cubrían buena parte de la pendiente hasta llegar a lo más alto. Una planicie alargada con un saliente en la roca donde aparecieron los restos de una nave cósmica.

-Desde la antigüedad la gente ha temido este lugar -dijo Narada-. Esto fue lo que quedó del último combate librado entre el bien y el mal.

Cuenta un antiguo sabio tuarube que observó la lucha desde aquí...; que en el firmamento tronaba y caían rayos sobre Belsiria. Más tarde durante la bruma esta nave se estrelló contra la roca y poco tiempo después los tuarubes atemorizados huyeron de aquí. Solamente Terve Bal nos dejó su relato de aquella lucha escrito en nuestra propia lengua; porque la cultura de su raza había desaparecido ya.

Escuchando su historia nos habíamos acercado a lo que quedó de la antigua nave. Digo historia porque lo que estábamos viendo era una verdad palpable.

-¿Y cuál fue el destino de aquél sabio? -preguntó Philip. -Él y su ayudante permanecieron por aquí hasta el fin de sus

días. Ambos perecieron a causa de una rara enfermedad; según él mismo dejó escrito -dijo el profeta.

-¿Cómo fue la enfermedad? La curiosidad del profesor era también insaciable y el anciano

continuó su relato: -En un rollo encontrado hace muchos años bajo el piso de su

vivienda... nos cuenta su propio fin y el de su ayudante -dijo entonces-. Murió primero su ayudante después de largo padecimiento. Había ido perdiendo el color de la piel hasta finalmente quedar diseco. Terve Bal depositó el cadáver en un dolmen construido muy cerca; y junto a este, en una oquedad de la roca, el fruto de sus largos años de meditaciones físicas y cosmogónicas.

Al oír aquello miré por instinto mi pulsera astronómica. Lo mismo acababa de hacer Philip y ambos intercambiamos una mirada de alivio, y hasta una jovial sonrisa no captada por el anciano. Habíamos tenido el mismo presentimiento de estar metidos en un campo radioactivo; pero afortunadamente fue falsa nuestra alarma.

Nos dimos a la tarea de explorar el lugar alrededor de la nave. Después ordené a Helena y a nuestro guía permanecer fuera mientras el profesor y yo nos abriamos paso hacia el interior.

Tampoco dentro de la nave hallamos vestigio alguno de radiación. Fue una nave tan moderna como la Orión. Su área de

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comando estaba totalmente destruida; pero se podían distinguir aún los símbolos y caracteres del lenguaje sánscrito usado en su instrumental y en señalizaciones por el ámbito de salas y corredores.

Avanzamos a lo largo de un corredor central y por allí fue que empezamos a encontrar restos óseos dispersos por todas partes. Aunque mi mayor interés era hallar su área de propulsión, tuve que ceder ante la insistencia del profesor Kapec.

Se había detenido frente a una pequeña sala cuya puerta estaba entreabierta y atrancada por ambos extremos; pero lo que vio a través de la brecha pareció haber sido suficiente.

A pesar de la espesa capa de polvo que cubría los objetos, se podían distinguir algunos restos humanoides por el suelo de la habitación. Philip forzaba con sus hombros hacia el interior intentando agrandar la abertura.

-¡Mire esto comandante! ¿Puede ayudarme? -dijo casi suplicando al ver que yo no me decidía a retroceder.

Entonces la puerta cedió un tanto. Empujamos entre los dos hasta que conseguimos entrar.

Lo primero que llamó nuestra atención fueron dos momias. La primera tendida sobre una cama metálica. Varios instrumentos y equipos tal vez destinados a cirugía láser o algo semejante estaban a su alrededor. La otra yacía en el piso de un oscuro cubículo al extremo opuesto de la habitación.

No fue el hallazgo de los restos en sí lo que despertó nuestra curiosidad, sino su estado de conservación. Esto nos permitió apreciar los detalles y proporciones. La momia tendida sobre la cama media tres metros con dos centímetros. Eran los restos de dos verdaderos gigantes, tal vez como los descritos en las leyendas y relatos de la antigüedad.

Después de saciarnos hasta la repulsión estomacal abandonamos la estancia. Continuamos por el corredor hacia lo que creímos debía ser la próxima sección de carga; pero que resultó ser en realidad la primera sección de propulsión o sala de reactores. Los dibujos y la escritura sobre la puerta nos hicieron detener de inmediato.

-¿Cómo tú lo traduces? -pregunté a Philip. -No entrar a este lugar. Aquí está el rayo de la muerte. Los brubexinos debieron dejar aquella inscripción sobre la

puerta como una advertencia de fuerte radiación. Tratamos de detectar alguna señal de escape con nuestros instrumentos; pero no lo conseguimos.

No obstante, nos alejamos de allí a toda prisa hacia el exterior de la nave, donde Helena y el anciano Narada aguardaban con

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impaciencia. El profeta tenía grandes deseos de visitar la cripta donde los

antiguos tuarubes depositaban a sus muertos. Aquella estaba situada en el despeñadero. Un lugar de difícil acceso en el lado más empinado de la roca. Usando las cuerdas que para aquel propósito habíamos llevado con nosotros, una vez más nos lanzamos a la aventura. Descendimos hasta una plataforma natural a veinte pies desde el borde del precipicio.

Los que han seguido con atención la historia, muchas veces se habrán preguntado: ¿por qué tanto empeño en meterse en dificultades, pasar trabajo y hasta arriesgar la vida?

Entonces les digo: existían tres razones fundamentales que nos impulsaban a más y más aventuras, y ellas fueron la angustia, el temor y la curiosidad. En primer lugar la angustia de sobrevivir cada día en constante sobresalto, sin poder prestar a nuestros compañeros de la Orión la ayuda que seguramente esperaban con ansiedad; luego el temor de perdernos para siempre en aquel mundo remoto. Por último, aquella curiosidad inagotable del ser humano. El deseo de conocer que surge con cada estímulo que el mundo proyecta sobre nuestros sentidos; y a decir verdad, en nuestra situación estos fueron muchos, raros, y con una frecuencia aplastante.

La cripta parecía haber sido labrada en la roca, más por el espíritu que por la fuerza de incansables mineros. En una ocasión posterior en aquellos tiempos de exploración alguien de allá nos contó; un belsevita, eso lo recuerdo bien, que en una época de su historia los tuarubes llegaron a convertirse en los seres de las profundidades. El rapsoda que hizo el relato se refería sin duda a que aquella raza de seres, primero sometida a la explotación minera por los conquistadores y luego condenada al exterminio se vio tan agobiada, que terminó buscando refugio en las oquedades del suelo.

Cierto o no aquel relato, la cripta que nos dimos a explorar pudo haber sido su confirmación.

Consistía en un túnel central con múltiples salas laterales pequeñas; pero en ellas no encontramos huella de ningún nicho donde se hubiesen depositado cadáveres, como nos había dicho el anciano. Las salas laterales parecían más bien lugares de habitación familiar. Restos de fogatas y utensilios, armas y vasijas de barro, caracteres de un lenguaje escrito sobre las paredes, e incluso restos de animales y plantas comestibles; pero ni una sola huella de restos orgánicos tuarubes.

Regresábamos a la entrada al borde del despeñadero sin haber satisfecho nuestra curiosidad ni la del viejo profeta, cuando se me

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ocurre iluminar hacia lo alto de una de las paredes. La luz de la linterna penetró en un lugar más profundo y oscuro y esto me sugirió de inmediato la existencia de una cavidad en la roca. Amontonamos de prisa algunas piedras tratando de colocarlas en equilibrio para luego subir por ellas.

A la altura de dos metros sobre la pared del túnel central comenzaba otro túnel. Logré llegar a lo alto y penetré arrastrándome por el estrecho pasadizo.

Apenas había avanzado cuando este se amplió de repente y se convirtió en una gran habitación con el piso a un nivel inferior. Philip me seguía empujando adelante con su curiosidad temeraria, y tuve que descender; cosa que a la verdad yo no estaba muy decidido.

El suelo y las paredes de la habitación estaban secos al igual que el resto del sistema; pero el aire se sentía más viciado y crudo, haciendo algo trabajosa la respiración. Philip se adelantó al interior de la oquedad.

-De aquí hay que salir lo más aprisa posible. ¡No sabemos que es esto! -dije mientras trataba de continuar respirando con las manos a la nariz.

-¡Ya Boris...; sólo un momento! Nuestras linternas nos revelaron un prolongado sistema de

nichos escalonados a lo ancho y alto de las paredes, cavados en la roca misma a manera de tubos; y en cada uno de ellos un cadáver tuarube momificado de manera natural; en los que se podían apreciar los rasgos de la especie.

No fue gran tarea descubrir cuales habían sido afectados por la radiación. No muchos de ellos lo fueron en realidad; pero sí el cadáver junto al cual estaban las dos ánforas de barro con sello de cobre, de las cuales nos había hablado el viejo Narada con énfasis especial. Los restos mortales del inseparable discípulo de Terbe Bal.

Para nuestro disgusto y para la desilusión del profeta poco después; el sello en las ánforas había sido violado y los documentos habían desaparecido.

Casi se hundían dos de las lunas tras las colinas lejanas cuando entramos a nuestro refugio del poblado. El fuego se había extinguido y hubimos de reanimarlo con una buena carga de combustible vegetal recogido a nuestro regreso.

Nos habíamos dado cuenta del verdadero interés del profeta por visitar el lugar. Sin embargo... ¿Qué se habían hecho las ánforas con su contenido?

Ya en la medio derruida construcción que nos sirvió para descansar; nos dijo el anciano que aquella había sido la morada de

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Terbe Bal, y que el piso que ahora aparecía cavado hasta sus cimientos, había servido de escondrijo a los manuscritos que daban cuenta de la vida y obra del sabio. Mucho más antiguos que cualquier documento de origen belya.

Cuando al fin la niebla cubrió el poblado y se hizo tan espesa

que apenas podíamos distinguir nuestras propias palmas; nos tendimos sobre las mantas tratando de alcanzar el sueño. Quizá el profeta se sentía satisfecho. Muy pronto se escucharon sus ronquidos; único sonido que alteró por mucho rato el silencio entre las ruinas.

Pasaron horas interminables; pero a pesar de la fatiga mi sueño era irreconciliable con la turba de pensamientos oscuros que me agobiaban. Miré mi pulsera. Habían pasado seis horas desde la visita al nicho y aún la niebla permanecía tan impenetrable como al principio. Philip se revolvía entre las mantas a cada instante y los ronquidos del profeta contribuían a mi desvelo. No era un capricho. Para colmo ahora comenzaban a escucharse pálidos graznidos en la distancia, como el augurio de fatales sucesos; pero esto último era tal vez el producto de mis nervios.

-¿Qué tal de sueño? -pregunté a Philip. -Ni una gota, comandante. Nunca había tenido una noche tan

difícil -dijo en un susurro. Lo que quedaba de la vivienda de Terbe Bal, eran los anchos

muros que nos hacían sentir inseguros como en una pompa de espuma.

-Tal vez para nuestro primitivo anfitrión el techo hubiera parecido un estorbo -dijo Philip a manera de broma, en alusión a los rudimentos alados de los tuarubes-; ¡pero yo lo necesito! -recalcó.

En aquel momento Helena pareció despertar y nuestra charla quedó interrumpida por un galope de bestias y gritos desmesurados. En pocos minutos la algarabía invadía el poblado.

Extendí el brazo para tocar al anciano cerca de mi; pero este con un susurro me hizo comprender que debíamos hacer silencio. Así permanecimos un rato tratando de comprender. Para nosotros aquello semejaba una legión de demonios en sus fechorías. Para el anciano parecía ser algo muy común y pronto nos explicó.

-Estoy casi seguro que son virnayas, sabrá dios en que apuro. Para ellos no es costumbre hacerse notar en el silencio del descanso. Han ocupado las ruinas y al parecer pasarán las horas de la niebla por aquí.

Así fue; poco después disminuyó el tropel y se reflejó sobre los muros el fuego de una hoguera algo distante hacia el oeste, por el

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camino que viene de Benizar. -Parece cierto que tendremos compañía -dijo Philip. El anciano, después de notar los preparativos de acampada de

aquellos que él supuso virnayas, expresó con tono de preocupación:

-Han encendido el fuego para ahuyentar a las bestias aladas. -¿Y el fuego... será suficiente? -pregunté. -De nada valdrá si no lo pueden mantener todo el tiempo que

dure la niebla. El silencio volvió poco después; pero ya no intentábamos

dormir. Habían pasado dos horas, cuando un grito estentóreo llegó a nuestros oídos. Abrí los ojos sobresaltado. Creo que en aquel instante soñaba y pasaba por una horrible pesadilla. Me puse en pie tratando de ver a mi alrededor.

-¿Oyeron eso? -dijo Philip saltando a mi lado. -¡Silencio! -demandó el anciano-, parece ser el rugido de una

bestia. Se escucharon nuevos gritos y la luz de algunas antorchas

rasgó de manera leve el manto de la niebla. Fue entonces cuando se repitió el poderoso rugido que dominó sobre los gritos de los guerreros.

-¡Es el grayen! -dijo Narada. Oímos una voz de mando y luego varios hombres pasaron

corriendo frente a nosotros con antorchas en alto. Por el oeste otra luna se había alzado sobre la gran roca y

vimos a los hombres volver sobre sus pasos seguidos por la enorme silueta de un monstruo que cubrió por un segundo el disco del astro.

Los valientes virnayas se enfrentaban a la bestia justo frente a nosotros. La lucha era desigual; pero estos no retrocedían. En un rápido giro sobre si mismo, el animal barrió del suelo con su cola a uno de los hombres, haciéndolo saltar de espaldas y luego impactarse contra un muro. El resto de los guerreros retrocedía en el instante en que Philip, sin previo aviso, saltó al exterior.

Creí que todo terminaría para él. Con la frialdad y sencillez de un androide, disparó la pistola

contra las fauces del monstruo que retrocedió, se tambaleó unos pasos y en su caída contra un muro aplastó a otro de los virnayas. Las antorchas esparcieron su resina fosfatada y la niebla se dispersó alrededor de la escena; dejándonos ver entonces con nitidez el verdadero aspecto del desastre.

Para todos había sido inesperada la victoria sobre el lagarto, aunque la admiración de los virnayas muy pronto se convirtió en otra amenaza. Habían rodeado a Philip amagando con sus

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espadas. Salté entonces sobre el muro y caí a la calle a la vista de los guerreros.

Mi súbita aparición no trajo ningún remedio inmediato a la situación. Fue la voz del anciano brotando desde la bruma detrás del muro la que evitó que los filos de dos espadas cayeran sobre mi cabeza. Una parte de los virnayas hicieron círculo a mi alrededor. En aquel momento, otro grupo se acercó precedido por su capitán, y nuevas antorchas trajeron más luz a la escena. El humo resinoso terminó disipando la niebla.

-¿Qué significa su presencia por estos parajes? -preguntó el guerrero. Al acercarse había reconocido al profeta.

Los otros bajaron las armas e hicieron silencio. -Estoy aquí en la misión que dios ha dado a mi vida -dijo el

anciano con firmeza-. No comprendo que sucede con vuestro sino, capitán Visala. Ya se cumplen mil años que vuestro linaje lucha contra el imperio, y aún no han liberado al pueblo de su opresión. Mucha gente ya no está contigo. En cambio..., nosotros hemos esperado con fe en la palabra del Sama y hoy se descubre nuestro destino.

-¿Acaso es cierto lo que se dice? -preguntó aquel. -Y lo que aún no se ha dicho -dijo el anciano alzando los brazos

hacia nosotros-. Se acerca el día de liberación, capitán. Tú y tu gente están aún a tiempo de salvar la vida. ¡Este es mi mensaje! Únanse a la palabra y verán el camino de sus vidas libre de perdición.

-¡Imposible! Yo estoy atado a mi vida de fugitivo -dijo Visala-; pero aún así...; si todo fuese tan cierto como este monstruo que yace derribado aquí..., o como la espesa y estéril niebla del Kuber Yan. Entonces tendríamos motivos para creerlo.

-El grayen ha sido derribado por el poder de dios. De eso no tengan dudas -dijo Narada-. Pronto el imperio será también derribado y reducido a cenizas si es necesario. ¿Acaso no han advertido los virnayas las primeras luces del nuevo reino que se avecina?

-Ciertamente anciano. Se han escuchado en Benizar crecientes rumores de la presencia de Kalick Yablum y los enviados -dijo el capitán-. Los rumores llegaron con un emisario del imperio en la pasada luna y ahora la ciudad está en leva. Será mejor que no se acerquen por aquella zona -agregó alzando una mano-. Las autoridades están recelosas de la gente extraña que llega a la ciudad.

El profeta nos echó una mirada y luego alzando los brazos al cielo confesó:

-Aquí están los enviados de Irma Sama. ¿Quién se atreverá a

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decir que el grayen no fue derribado por el poder de dios. -Es cierto que estas señales están escritas desde la antiguedad

-dijo el capitán sin pensarlo mucho y añadió-: si ha llegado el día señalado mi puño estará con él.

Concluyó hincándose ante nosotros, en lo que fue de repente imitado por sus hombres.

El guerrero de casta noble había sido vencido por la evidencia después de veinte años de batallar. Entonces se puso en pie y elevando brazos al cielo, clamó a las alturas en un acto de confesión donde reconocía lo inútil de su larga lucha.

En aquella hora ganábamos un nuevo aliado. Capítulo 37- Noticias de la Orión. -¿A dónde desean viajar? -preguntaba el caudillo horas

después. Visala Deva. El más temido de su casta, había mantenido en

constante hostigamiento a las tropas del imperio; pero sus repetidos fracasos y nuestra presencia allí, con las apariencias de poder sobrenatural que nos acompañaban, lo llevaron a convertirse muy pronto a la causa samanita.

Esa noche que lo encontramos en las ruinas de Kuber Yan, venían escapando de Benizar luego de otro intento por rescatar al último de sus hermanos de sangre; prisionero en los calabozos de la ciudad. Él también estuvo a punto de caer en poder del enemigo, y sólo gracias a su habilidad y al valor que los impulsaba lograron evadir la encerrona para internarse luego en el desierto bajo el acoso de los buitres.

Se había comenzado a disipar la niebla cuando nos dispusimos a continuar, mientras el caudillo insistía en realizar un nuevo intento por liberar a su hermano.

-Le pido que abandone su idea, Visala Deva, y venga mejor con nosotros a la ciudad sagrada -dijo el anciano-. La ayuda de los virnayas podría ser decisiva. ¡Vamos capitán, decídalo ahora! -concluyó el profeta.

Convencido al rato de lo inútil y riesgoso de su plan, terminó por unirse a nosotros.

Pronto nos vimos viajando en dirección suroeste. Manteniendo la prudencial distancia de la ciudad Benizar.

Todo el día hubimos de soportar la perenne monotonía del paisaje desértico, con pequeños intervalos de descanso en oasis casi despoblados, en los cuales la pobreza del suelo alejaba también la ruta de las caravanas.

Nos contó el profeta que aquellos sitios de verdor habían sido

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en los remotos tiempos el refugio obligado de los tuarubes en su escape hacia el norte; cuando huían de la esclavitud y el exterminio.

Ahora se habían convertido en pequeños campamentos de virnayas y como ruta de tránsito furtivo entre las ciudades del norte y sur del imperio. Raramente las tropas imperiales osaban incursionar por aquella zona; y los propios virnayas, acostumbrados a la vida nómada, realizaban sus recorridos bien alejados de las ciudades.

En uno de aquellos sitios de verdor, hicimos alto para descansar. Este fue el único verdadero poblado que logramos ver en toda la jornada. Un espléndido huerto y un manantial de agua potable eran su mayor riqueza. Las casas eran cabañas de piedra con techos de rama y paja o barro cocido.

Abandonamos con presteza la fatigosa cabalgata y con el deseo de que el descanso fuese el doble de prolongado, nos tendimos junto a una de aquellas viviendas, bajo la estrecha sombra de sus paredes.

Jóvenes hermosas nos atendieron, ofreciéndonos lo mejor que la zona les permitía; ante todo el ritmo y delicadeza de sus movimientos. Aunque maltratadas por los rigores del ambiente y el modo de vida, la belleza en la mayoría de ellas era indescriptible. Algunas veces al pasar junto a nosotros nos tocaban con sus trenzas y esto a Philip lo enloquecía; al punto que comenzaba a recordar en sus comentarios a la desaparecida Indradevi.

-No es difícil medir la latitud con un método muy sencillo -dijo Helena.

Había comenzado a clavar una estaca en el suelo, machacándola con una piedra.

-¿Qué trata de hacer, doctora? -preguntó el profesor. -Conociendo el radio del planeta podéis medir la latitud en

cualquier punto de su superficie por el largo de la sombra que los objetos proyectan. Mientras más larga la sombra, más al norte o al sur del ecuador os encontráis.

-¡Exacto...; es algo divertido! Creo que en la Tierra podemos también hacerlo a la hora del mediodía -dijo Philip.

Tirados sobre las literas y a punto de quedar rendidos de agotamiento, Philip trataba de colocar su mochila a manera de almohada, cuando escuchamos la señal del receptor de radio. Lo había llevado oculto desde el principio junto a la pistola láser cuando los tomó del robot allá en la meseta. La señal se repitió una segunda vez antes que Philip tomara el equipo en sus manos y escucháramos la voz de mi segundo al mando, el capitán Brian desde la Orión. Su voz llegaba confusa y débil hasta nosotros.

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-¡Aquí capitán! Soy el profesor Kapec. ¿Qué sucede? Pasaron unos segundos de interrupción y entonces se escuchó

otra vez la voz de Brian. -Estamos tratando de retomar el mando -dijo este, y la señal se

perdió. -¡Están vivos! -gritó la doctora Hung, atrayendo con ello la

atención de la gente en el poblado. Mientras tanto Philip continuaba batallando con el equipo.

Aquellos segundos fueron una chispa de aliento. Estaba vivo y luchaban. Desde aquel instante permanecíamos alerta, tratando de escuchar cualquier nueva señal que nos informara del destino de nuestros compañeros. Ahora más que nunca teníamos que luchar por ellos.

Nuestra fe estaba afirmada sobre la fe del viejo profeta belsevita. Si esta fallaba, se derrumbaba el edificio de nuestras esperanzas. El corto mensaje del capitán nos impulsó con más bríos hacia la ciudad sagrada y su laberinto fabuloso.

Unas horas después abandonábamos el poblado. Allí la gente era toda virnaya y nos despidieron con una mezcla de regocijo y reverencia.

No había sido difícil para el capitán Visala el convencerlos de lo justo de su actitud y de la forma de lucha que emprendería ahora contra el imperio. Todos sabían ya de las nuevas que se esparcían por la región.

La doctrina del Sama había penetrado tan profundo en los corazones de la gente, que a pesar de algunas divergencias milenarias aún había quienes estaban dispuestos a seguirla.

Al alejarnos del oasis volvió otra vez el hastío de la soledad en el desierto; pero dos horas después llegábamos a otro poblado sobre una colina fortificada. Subimos y penetramos al recinto a través de un muro medio derruido.

-Nos hemos alejado un poco hacia el oeste -dijo Visala-; ¡pero no teman...! Es un lugar seguro y en otra media jornada estaremos entrando a los bosques de Benizar... ¡Sólo que necesitaba llegar a mis hombres!

En aquel instante un grupo de nómadas armados avanzó a nosotros; al tiempo que se abrían las puertas de varias cabañas por donde asomaban los rostros de mujeres y niños.

-Aquel es Avyaya -dijo el caudillo. Un alto y musculoso guerrero se presentó a nosotros seguido

por otros dos, armados con lanzas y espadas. Visala llegó el primero junto a ellos y desmontó con ímpetu.

-Espero buenas noticias, capitán -dijo el nombrado Avyaya. -Una vez más, hemos fracasado. Hay grandes disturbios por

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todo el imperio y la ciudad está en leva. -¡Fracasado otra vez! -Temo que mi hermano será ejecutado sin remedio -dijo el

capitán. El anciano profeta intervino entonces, dando un paso al frente y

acariciando su barba. -No creo que todo esté perdido. -¿Quién es él? -preguntó el guerrero. -Un profeta del Nagaev...; el anciano Narada de Karen Du. Cuando Visala mencionó este nombre; los seres que asomaban

con timidez sus rostros desde las cabañas se fueron dando a la luz; acercándose y formando círculos de curiosos a nuestro alrededor.

-Esto no lo comprendo, capitán. ¿Qué hace un anciano profeta por estos parajes?

-Esa fue también mi pregunta cuando los encontré la pasada luna; pero escucha estas mis palabras, Avyaya. Ha llegado el día de unirnos todos en la lucha. Pronto podrás ver otras señales de la tormenta que se acerca... como hemos visto nosotros. ¡Es el fin de los tiempos del imperio!

Como invocadas por alguna magia en las palabras del guerrero, oscuras nubes que habían estado agrupándose sobre el horizonte, ahora se acercaban arrastradas por el viento trayendo por delante el olor del bosque. Muy pronto, la sola amenaza de lluvia se convirtió en fiesta para los escurridizos habitantes del lugar. Mujeres y niños corrieron a colocar y otros a destapar grandes odres junto a las paredes; mientras nosotros éramos conducidos a la mayor de las construcciones. Una especie de fortín con un gran patio interior y rodeado por alta muralla de piedra.

Capítulo 38- última jornada hacia la ciudad sagrada. El ambiente entre las humildes familias de pastores nómadas

era sencillo y acogedor. Visala Deva continuó su arenga hasta bien entrada la hora del

descanso. Afuera la lluvia no dejaba de azotar con ímpetu sobre los viejos muros del poblado.

Un grupo de guerreros y mujeres, reunidos alrededor de una amplia sala, escuchaban al caudillo y al profeta, mientras el fuego crepitaba en medio de todos. Cráteras y odres tallados en cobre pasaban de mano en mano, de donde algunos probaban un excitante brebaje.

-Por mil años ha luchado nuestro linaje contra Kiris Albrum y las fuerzas oscuras, y nuestra lucha ha sido inútil. Por años hemos

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vivido fugitivos en el desierto, para pasto de los buitres y del grayen..., o hemos sido arrojados al anfiteatro para regocijo de emperadores... o perecido en las minas.

Un murmullo recorrió la estancia confundiéndose con los chasquidos eléctricos de la lluvia sobre los tejados.

Fueron las primeras palabras de Visala Deva. El capitán estaba excitado y presa del convencimiento que comenzó transmitiendo a su pueblo en frases llenas de optimismo.

Un rápido y profundo cambio se había llevado a cabo en sus convicciones. De un fanático en la lucha sin sentido, que exponía a su pueblo a mil miserias y la muerte, había pasado a ser un realista y obediente seguidor de la razón por la que vivían; sin dejar al mismo tiempo de ser valiente.

No hay que luchar por cosas sin sentido. Pareció ser su mensaje a su pueblo, y todos lo escuchaban sorprendidos.

Había dado un recorrido con paso firme alrededor de la gran sala; observándonos y luego, notando cierta confusión en los rostros oscuros de su gente, elevó brazos y mirada al techo exclamando:

-Hace poco he visto un rayo atravesar las fauces de una bestia y caer derribada. ¿Bajo qué poder? Sólo bajo el poder de dios que está con ellos -dijo señalando hacia nosotros-. Son las señales de la palabra revelada. Los virnayas no hemos querido soportar el yugo -agregó. Hizo entonces una pausa. Con la mirada buscaba entre su gente aprobación y aliento-. Por muchos siglos nos hemos alzado contra el imperio; desobedeciendo al Sama y sus profetas..., y hemos sido castigados.

-Debemos hacer como está escrito -exclamó alguien desde un sombrío rincón y fue aprobado por un coro de voces.

-¡Que así sea! Entonces el guerrero Avyaya se alzó entre la multitud. -¿Dejaremos al joven Askarya en poder del enemigo? Un clima de incertidumbre recorrió la sala, seguido de otro

rumor que se centró alrededor del lugar donde reposaba la anciana madre de Visala rodeada por un séquito de mujeres jóvenes. Todas las miradas se habían vuelto hacia ella, esperando tal vez por su llanto o por palabras de angustia. Pero la anciana permaneció inmutable.

-Seguro que no -dijo Visala-. No está en el ánimo de ningún virnaya abandonar al hermano; pero ahora nuestra lucha está con Irki Sama y a partir de este momento él guiará nuestros destinos.

Su anciana madre se puso en pie y ante la curiosa mirada de todos dijo así:

-¡Hijo! Deja que el profeta de Karen Du nos muestre su

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pensamiento. -Ya lo ha hecho, madre. -Pues deja que lo haga una vez más ante todos. Luego de un silencio lleno de expectativa; el anciano profeta se

puso en pie y adelantó sus pasos hacia el centro de la congregación.

-Cuando Sini Tlan se levante sobre el oriente, debemos avanzar sobre la ciudad sagrada. ¡Todo guerrero que se nos una...! y en la tercera hora del yakri ban; después de la señal del cielo, nos alzaremos contra el imperio. ¡El destino de Askarya también está en manos de nuestro dios! -dijo el profeta.

Partimos del poblado al amanecer ante una tropa de cincuenta virnayas, armados y aguerridos; y avanzamos siempre hacia el suroeste en busca de los bosques de Benizar.

Ya poco antes de llegar Sini Tlan al cenit, el paisaje se fue tornando distinto. Sobre el suelo aparecieron los primeros sitios con hierba y arbustos dispersos que servían de refugio a múltiples avecillas de colores oscuros; luego fueron apareciendo árboles bajos y de copas enramadas. El cielo se cubría con nubes ocasionales que avanzaban hacia el oeste.

Las bestias que nos conducían parecían menos diestras en aquel terreno y se sofocaban con mayor frecuencia en la humedad del ambiente.

En el mismo linde del bosque fuimos recibidos por una pareja de hombres armados con arcos y flechas, cubiertos de pieles hasta los hombros. Por debajo de los gorros sobresalían mechones de pelo liso y negro como carbón.

Uno de ellos que nos divisó al principio desde su posición sobre la elevada copa de un árbol, descendió y corrió hacia nosotros. Luego nos guiaron al campamento en lo más sombrío de la floresta.

Fuimos recibidos con júbilo guerrero y muchos de aquellos hombres, al vernos, corrieron en busca de sus armas.

-¿Y aquí qué sucede, Damara? -preguntó el capitán Visala al dirigirse a una esbelta guerrillera que nos salió al encuentro.

Su cintura estaba ajustada con una faja ancha de donde colgaba la espada. Vestía una especie de zamarra que alcanzaba de largo hasta sus rodillas y ceñía en la parte superior su busto. Su cabello negro y exuberante colgaba hasta mitad de la espalda. Su rostro se iluminó cuando se acercó a nosotros.

-¡Has llegado a tiempo, hermano mío! Visala desmontó de un salto y corrió junto a ella, la tomó de la

cintura y besó su frente. -Todo a mi alrededor me hace pensar que alguna otra desgracia

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ha sucedido -dijo el caudillo. La joven por su parte interrogó con mirada ansiosa a los

miembros de nuestro grupo. -Primero quiero saber de nuestro hermano Avyaya, que no lo

veo contigo. El capitán bajó un instante la mirada al suelo. -La incursión a Benizar no tuvo éxito -dijo con aspereza. -¿Entonces...? -Esperamos que aún esté vivo y que muy pronto lo trasladen a

Irki Sama. Pero ahora dime... ¿Qué ha sucedido en tu campamento?

-La aldea fue invadida hace algunas horas por una tropa imperial y fueron capturados cinco de nuestros hombres. Los había mandado en busca de abastecimientos; pero fueron sorprendidos. Las tropas del imperio andan buscando a Kalick Yablum. A él no lo encontraron; pero en cambio, se llevaron a muchos hombres para el trabajo en las minas.

-¿Cómo supiste todo? -Uno de los nuestros logró escapar. Lo siguieron por un tiempo;

pero confundió a los soldados en las veredas del bosque. A través de él supimos algo importante.

La muchacha acomodó la espada firme sobre su cadera y agregó:

-El gobernador de Irki Sama está planeando actos de ejecución para los días posteriores al yakri ban.

Durante el transcurso de estas palabras nos habíamos acercado a los hermanos y escuchábamos en silencio hasta llegar a este punto.

-¿Qué están planeando actos de ejecución? -exclamó el profeta adelantándose hacia ellos-. Eso no es más que un medio para atemorizar al pueblo, y así evitar la rebelión.

La joven Damara observó al anciano por un instante. -¿Es acaso un profeta del Nagaev quién habla frente a mi? -¡Estás en lo cierto! El profeta Narada de Karen Du y los

enviados de dios son los que me acompañan. -¿Dices que a Kalick Yablum lo buscan cerca de estos lugares?

-preguntó el anciano a la joven sin concederle un instante para meditar.

-¡Si...! dicen que estuvo hoy en la aldea de Beimaran..., y cuentan algunos campesinos atemorizados que lo vieron salir de una nube y luego desaparecer de súbito en medio del caserío, proclamando que muy pronto estaría en su ciudad.

-¿Qué piensas hacer, hermana? -Los hombres están deseosos de ir al rescate, y aún estamos a

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tiempo de alcanzar al enemigo. -Sería demasiado riesgo para todos -dijo el anciano. -La vida misma es un riesgo -dijo la guerrera. -Ahora la lucha es diferente, hermana mía. -¿Diferente en qué? -dijo la joven endureciendo su rostro-. Si no

les libramos hoy, pasará con ellos lo mismo que con Avyaya. Ahora se corre, también el rumor, de que un grupo de prisioneros de Benizar serán trasladados a la ciudad sagrada para su ejecución..., y entre ellos pudiera estar nuestro hermano.

-Así las cosas son diferentes -dijo el capitán. Visala parecía ceder ya ante su impulso guerrero. El anciano profeta acarició su barba, como era costumbre en él

en momentos de meditación, y dijo entonces: -Lo más importante de todo es que los enviados y yo podamos

llegar muy pronto a Irki Sama, ante la presencia de dios. Esto debe ser en la noche del yakri ban.

No fue fácil convencer a la joven. Tenía temperamento de mando incluso frente a su hermano. Su osadía y fidelidad a los amigos le hubieran llevado a una incursión con pocas posibilidades de triunfo; pero al final se sometió ante múltiples razones y ante todo con nuestra presencia.

Pasamos el resto del día conociendo cosas del mundo belya. Luego comimos y dormimos bajo el techo de una yurta en un lugar del bosque entre rojos y frondosos árboles. Por primera vez desde nuestra partida de la casa de Bharat nos sentimos seguros.

Con la siguiente luna partimos y la joven Damara con nosotros, sirviendo de escolta y guía a través del bosque hasta muy cerca de la aldea. Allí nos despedimos, y atravesamos el poblado ante la mirada recelosa de varios aldeanos madrugadores que luego corrieron a diseminar la noticia entre sus convecinos.

La zona luego se comenzó a sumir en una densa niebla y aprovechamos la ocasión para alejarnos de allí, haciendo perder nuestro rastro a cualquier posible enemigo.

Todo estaba previsto y acordado para el momento del yakri ban: Las fuerzas nómadas de los virnayas apoyarían la rebelión a todo lo ancho del imperio.

-Ya estamos cerca de la ciudad -dijo el profeta-, y espero que no encontremos dificultades para llegar a la presencia de Kalick Yablum.

A la caída de la luna desmontamos frente a la cabaña de piedras de un labrador. Allí dejamos las bestias y continuamos el recorrido a pie. El terreno cambió de súbito y no volvimos a ver el bosque húmedo y neblinoso.

La cabaña estaba situada en el linde de ambos paisajes.

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Pequeños lagos que servían de desaguadero a multitud de arroyuelos cubrían parte del suelo a su alrededor. Hacia el este, la larga cadena de colinas nos indicó la proximidad de la ciudad sagrada.

El tiempo se tornó de repente tempestuoso y el viento frío del bosque comenzó a golpearnos las espaldas, anunciando una vez más las peligrosas lluvias.

Capítulo 39- El gran laberinto. Kalick Yablum, como lo vimos la primera vez, tenía toda la

apariencia de un ser sobrenatural. Su colosal figura, de pie sobre el pedestal de piedra circular frente al templo; era iluminada como una revelación por las cuatro lunas que a un tiempo, se alzaban sobre puntos equidistantes del horizonte.

La cabeza del dios, con su larga cabellera roja batida por la brisa, y la mitad de su cuerpo; ocuparon el centro del disco de Sini Tlan.

Aquella escena de hondo misticismo, era capaz de conmover el corazón más robusto.

Luego escuchamos su voz como el trueno imperar sobre el silencio de la plaza. El discurso fue breve; luego el rumor de las tropas imperiales tratando de llegar a él; y entonces el descalabro. Los escudos saltaron como batidos por el rayo y los cuerpos de los soldados ardieron dispersos por la escalinata.

Los seguidores del Sama constituyeron en sus inicios una organización secreta, y en los tiempos de este relato mantenían aún ciertos misterios en sus ritos y lugares de reunión.

Al bajar a la bóveda subterránea custodiada por fieles servidores; nos hicimos copartícipes de una intriga milenaria.

Estábamos sobre los cimientos del templo. El sitio más antiguo de la gran ciudad.

Después de introducirnos a través del piso, nos encontramos en una habitación de piedra. Entonces atravesamos la pared oscura y entramos al ignoto mundo creado por aquella civilización.

Lo primero que llamó nuestra atención allí fue una gran esfera terrestre flotando sobre un punto fijo en medio de la estancia. Di unos pasos para acercarme a ella y la esfera comenzó a girar con lentitud. Me acerqué otro paso y la velocidad de su giro aumentó.

La curiosidad me instigaba a continuar. El profesor y la doctora Hung se pusieron a mi lado y los tres avanzamos al unísono mientras los ancianos aguardaban contra la pared.

La esfera continuaba girando y hasta cierta distancia fue visible; pero cuando traté de tocarla su velocidad fue tan vertiginosa que

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desapareció de nuestra visión y tuvimos que retroceder. -¡Esto es pura energía! -dijo la doctora Hung. Su velocidad disminuyó y en ella pudimos ver señalados con

precisión los principales sitios de las antiguas civilizaciones en la Tierra, y también el trazado de los contornos de continentes y océanos.

El mundo representado en la esfera de unos dos metros de diámetro, a pesar de ser identificable como nuestro planeta Tierra, era bastante extraño comparado con lo que conocíamos nosotros. Lo más notable parecía ser la existencia de una enorme masa de tierra ocupando el centro del Atlántico norte; pero mucho más cerca de América del Norte y Las Antillas que de Europa y África.

-¿Con esto os convencéis profesor? -dijo la doctora Hung cuando la porción del Atlántico pasó otra vez frente a nuestras miradas.

-No hay otra conclusión válida que considerar estas tierras, como la vieja Atlántida de la leyenda -admitió Philip-; pero ¿cómo pudo ser borrada de manera tan absoluta?

-Estáis en lo cierto. No quedó otro vestigio de su existencia que la más inexplicable de las leyendas.

-Bueno, inexplicable hasta hoy...; porque pienso que esto no deja dudas -tuve que agregar.

Los ancianos habían ido frente a una de las paredes y trataban de comprender un gran plano situado allí. Era una representación del sistema solar y aparecía tridimensional, de manera que al observarlo se sentía la impresión de estar flotando en el espacio sideral entre los planetas.

-Parece muy preciso -dijo Philip al acercarnos. En la pared opuesta un plano de la Vía Láctea cubría casi toda

su superficie y en el las estrellas titilaban con intensidad variable . Cuatro túneles anchos y bien iluminados partían en direcciones

opuestas desde la gran sala. Pero entonces algo distinto llamó nuestra atención. Había otro plano que parecía consistir en la representación del laberinto.

Mientras nos acercábamos a el los profetas nos seguían con la mirada tratando de comprender el sentido de todo aquello.

-¡Aquí...! Nos encontramos aquí -dijo Philip señalando la superficie vítrea del muro, en el cual aparecía el esbozo iridiscente de pasadizos y salas.

Un trazo sinuoso de pequeñas flechas partía desde el lugar del templo marcado en el plano con un círculo rojo, y se dirigía a través de la ciudad cruzando la muralla bajo la puerta oriental. Se alejaba entonces en la misma dirección hasta un lugar en el valle señalado con un triángulo.

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-Esto significa que existe a partir de aquí, un conducto subterráneo que nos podría llevar bien lejos de la ciudad por el este.

-Parece así -dijo Philip, y entonces se dirigió a los ancianos-: ¿existe alguna construcción notable al este de la ciudad?

-Si. A cuatro horas de andar a pie..., se halla la gran pirámide de los dioses -dijo el principal de ellos.

-¡Cierto! -agregó Narada-, por su lado oeste está una escalinata que asciende hasta las nubes. Desde ella se puede observar en los días claros toda la ciudad.

-Habrá que llegar entonces hasta el final del laberinto -dijo Philip-. ¿Qué pasadizo elegimos?

Allí estaban cuatro y decidimos por el estrecho corredor de unos veinte metros. Una amplísima galería, combinación de biblioteca y museo, hizo palpitar nuestros corazones. Pero la excitación fue aún mayor cuando atravesando entre largas filas de estantes hacia el otro extremo de la galería, descubrimos lo que pareció ser un centro de dirección y comando. Estaba constituido esencialmente por una pizarra de teclados y una antena en forma de cono montada sobre un giróscopo cuya base descansaba en el piso a un lado de la instalación.

Curiosamente, el sistema de símbolos había sido diseñado tomando como base el viejo y sabio lenguaje de los dioses, como se acostumbra a nombrar aún la lengua sánscrita. Así, no fue demasiado difícil para el profesor llegar a comprender el sistema.

Los sillones allí dispuestos habían sido hechos sin duda a la talla de los brubexinos, pero eso no fue un obstáculo. Philip, la doctora Hung y yo tomamos posesión del área.

El profesor estuvo por unos minutos tratando de comprender el significado de los caracteres sobre el teclado.

-Tratemos con esta -dijo finalmente oprimiendo casi al azar con un puño una de las grandes teclas.

En la pantalla apareció nuestra nave sobre la meseta. La imagen viva mostraba el humo disperso producido por los cuerpos de los grandes buitres incinerados. Se abrió la escotilla lateral por donde asomamos el profesor y yo; luego Nala e Indradevi y el resto de los hombres, entonces se oscureció la pantalla por unos segundos y se fue haciendo nítida lentamente una figura de mujer.

Philip se echó bruscamente sobre el respaldo mientras yo observaba hacia atrás, recorriendo la estancia con la mirada por unos segundos. ¡Los ancianos profetas habían desaparecido!

Philip me tomó del brazo y me hizo volver la mirada hacia la pantalla.

Allí aparecía Indradevi, de pie frente a un estante con un libro

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entre sus manos. Sentimos un gemido y el eco de pasos apresurados sobre el

piso de piedra. Habíamos quedado en alerta con todos nuestros sentidos; pero

la excitación fue desbordante y corrimos entre las hileras de estantes, traspasando la cornisa entre dos columnas que virtualmente daban acceso a otra galería.

El profeta Narada yacía tendido sobre el piso, inconsciente, mientras la joven Indradevi enjugaba sus lágrimas sobre los hombros del anciano.

Nos apresuramos junto a ellos, y otro tanto hicieron los demás apareciendo por distintos puntos de la galería.

-Vamos a ponerlo en pie -dije después de reconocer su pulso. -Ha sido la emoción -dijo Philip. Con un poco de paciencia y las caricias de su hija, el anciano

recobró pronto sus sentidos y sonrió satisfecho de verla junto a él. -¡Indradevi, hija...! ¿Qué sucedió contigo? -Yo misma no comprendo ni recuerdo mucho. Caí al río... luego

desperté en este lugar y aún no sé donde estoy. -Estamos en la ciudad sagrada -dijo el anciano-, y este es el

gran laberinto...; ¡pero dime hija! ¿Cómo has logrado sobrevivir tan sola?

-Ha sido mucho tiempo -dijo Philip-. Aquel río al parecer corre bajo tierra hasta la ciudad.

-Hay seres extraños que habitan estos salones -dijo la joven-. Ellos cuidaron de mi, y me han estado dando de comer. He tenido miedo. Verdaderamente mucho miedo, papá. Son horrendos y transparentes.

-Pero han sido buenos contigo. ¿No es así? -¿Segura estás que hay alguien más aquí debajo? -preguntó el

profesor. -Segura. He podido verlos de frente. -¡Dime hija! ¿Se parecen a Kalick Yablum? -De ninguna manera. Son hasta más pequeños que yo. He

caminado por todo el laberinto buscando como escapar. Los veía pasar a través de las paredes y los seguía tratando de comunicarme con ellos; pero siempre terminaba en un lugar sin salida y de repente desaparecían. Cuando no pude más con eso, decidí aprender sus secretos. Pensé que el conocimiento de lo que aquí se encierra me serviría un día para escapar. Hice un plano de sus puertas secretas... -dijo poniéndose una mano sobre la sien-. Ahora sé como ir de un lugar a otro. He aprendido mucho, papá; pero aún no sé como salir del laberinto.

-Por Sama que has aprovechado muy bien el tiempo, hija mía -

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dijo Narada. Después de oír la breve historia de la joven regresamos a la

biblioteca. Mi mayor interés era conocer si existía en algún lugar un poco de combustible nuclear para nuestra nave. Tal vez podríamos encontrar allí, en el sistema de información del laberinto, lo más preciado de todo. La salvación de nuestros compañeros.

Pensando en esto de pronto vino a mi mente algo relacionado con los tuarubes. Lo comuniqué a Philip y a la doctora Hung y una hora más tarde habíamos encontrado entre la información reunida, todo lo necesario acerca de la historia de la más antigua civilización belsevita.

-Los extranjeros están alegres -dijo Indradevi a nuestras espaldas.

Estábamos la doctora Hung y yo sentados a la computadora cuando escuchamos su voz.

-Encontramos este volumen... -dijo Philip golpeando sobre la oscura carátula de un viejo libro.

-Puede juzgar usted mismo, comandante. ¡Tuarube Bal! Era el título que aparecía en la portada escrito en caracteres

sánscritos. -Eres un genio, amigo. -¿Cómo...? -Así es Philip. ¡Lo eres! -Entonces escuche esto, Boris. Halló además Indradevi un

depósito donde se encuentran objetos de la civilización tuarube... y al parecer, allí están las ánforas de barro de la cripta tuarube, en el antiguo poblado del desierto.

-¡Pero entonces...! -Seguros debemos estar, comandante...; pero si así fue; fueron

traídas al laberinto hará muchos miles de años, en tiempos de la guerra celestial. La propia gente de Kalick Yablum las recogió en la tumba de Terve Bal.

-¿Cuántas veces han oído mencionar la palabra Nagaev? -pregunté a mis compañeros.

Quedaron pensativos por un instante. -El profeta Narada la ha pronunciado muchas veces -dijo

Helena. -¡Ya...! Nombrada así es la región sur del imperio. La original

patria de los tuarubes -dijo Philip. -Así es. Muchas veces he oído mencionar las minas de aquella

región. Donde aún hoy llevan a la juventud a realizar trabajos forzados.

-¿Habláis de minas de uranio comandante? -Así es, doctora. Al menos en los tiempos de la vieja colonia

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brubexina. Parece haber sido el único gran centro de explotación minera del imperio, cuando sus naves usaban aún la fisión atómica como medio de propulsión. Tal vez allá podremos encontrar el mineral útil a nuestro propósito.

-¡Sería fantástico! Si ordenáis ahora mismo... -Un poco de calma, doctora. Si hay algo que nos pueda ser útil

lo encontraremos. Más tarde, durante una hora de descanso que nos concedimos

a nosotros mismos después de fatigosa búsqueda, Philip hizo un resumen de lo que había aprendido acerca de la antigua historia del Nagaev; la región que fue el núcleo histórico de la civilización tuarube, posteriormente de la colonia brubexina, y del imperio Kiris Albrum en los tiempos actuales y hasta el presente.

-Los tuarubes -dijo el profesor- fueron los primeros habitantes racionales de este planeta; surgidos de manera natural a través de un proceso evolutivo. Sus antepasados fueron una especie de aves semejantes a las bestias aladas de las tinieblas; pero en un periodo de su evolución posterior se adaptaron a una vida totalmente terrestre, lo que les permitía escapar de sus principales competidores.

-¿Quiénes pensáis que pudieran haber competido con estos seres tan enigmáticos y bien dotados?

Otra aves rapaces que ya dominaban el aire, doctora. Nunca faltan rivales en la lucha por la existencia; pero sin duda triunfaron los tuarubes. Llegaron a desarrollar una civilización con el uso de la escritura, la construcción de poblados y la fabricación de instrumentos. Estaban en el apogeo de su civilización cuando aparecieron desde un lugar muy lejano, seres extraños que volaban en grandes naves. Los brubexinos, antepasados de Kalick Yablum. Estos se establecieron en la gran meseta y en la luna Sini Tlan. Terve Bal dejó también su original historia del asunto.

-En realidad... ¿Qué sucedió con los tuarubes? -preguntó Helena.

-Ellos habitaron originalmente las costas del Nagaev y allí fundaron su principal ciudad. Mucho antes de la llegada de Kalick Yablum, los conquistadores brubexinos habían colonizado aquella región del planeta; esclavizando y exterminando a su población. Muchos tuarubes lograban escapar y comenzaban a vivir como salvajes en los bosques y tierras desérticas del norte. Luego los seres brubexinos construyeron este laberinto y edificaron la ciudad para los hombres.

-¡Para los hombres! ¿Qué insinuáis, profesor? -Que los brubexinos; los dioses del Bala Kun Sama, trajeron de

nuestro planeta a los hombres y mujeres cuyos descendientes hoy

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pueblan Belsiria. ¡Eso es lo que digo, doctora! -Afirmáis entonces que todo lo escrito en el libro sagrado de los

belyas no es más que un mito creado por los brubexinos donde se hacen pasar por dioses.

-Un punto hay aquí digno de aclaración -dijo Philip-. El creador del mito fue Kalick Yablum, un héroe legendario de la raza brubexina que escapó con sus seguidores fieles después del desastre de una guerra fratricida que destruyó su mundo. Me parece a mi que el mito no fue creado con ninguna mala intención. Kalick Yablum luchó aquí en Belsiria contra las fuerzas coloniales y las derrotó; pero algo que aún no comprendo hizo que esta gente decidiese evitar el contacto con los humanos y los tuarubes.

-¿Y las cinco potencias que se mencionan en el libro? -Son los cinco dioses del mito, comandante. En el se relata

como Irki Sama derrota a los dioses del mal. Irki Sama es indudablemente la representación mitológica del personaje legendario de Kalick Yablum.

-Así es ¡Y qué bien lo hizo todo! ¿No les parece? -Y ahora os habéis convertido en sus embajadores -musitó

Helena. -También usted, doctora. Este Kalick Yablum realmente existió -

continuó Philip- y fue todo un dirigente genial y un hombre de bien. -¿Decís un hombre, profesor? -exclamó riendo la doctora Hung. -Un brubexino de bien quise decir. ¡Pero vengan! Aún tengo

algo más que contarles -concluyó. -¿Qué queréis...? ¿De qué se trata esta vez? -¡Venga...! y usted comandante. Será mejor que vayamos a la

sala astronómica -dijo señalando hacia el largo corredor de acceso. Entonces nos condujo directamente frente al plano del sistema solar en el vestíbulo del gran laberinto. Indradevi nos seguía tímidamente a unos cuantos pasos.

-Aquí está la intriga -dijo al llegar, dibujando en el aire un círculo con la mano.

-¿Cuál es el enigma? -le pregunté. -¿Puede usted localizarme la nube de planetoides entre las

órbitas de Marte y Júpiter? -Pues... ¡Claro que sí! -dije atacando directamente el asunto. El plano era una representación a gran escala; pero... ¿cuál no

sería mi sorpresa al encontrar..., ¡nada! en el anillo orbital donde debía estar representada la nube de planetoides.

-Parece que hubo un error que no llegué a notar antes. -Tampoco yo, comandante...; pero está correcto. ¡La nube no

está en el plano... porque no existía en el momento en que este fue diseñado...; pero en cambio, aquí en su lugar se encuentra otro

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planeta. -¿Qué significa? -Que en la época en que fue diseñado el plano y situado en esta

roca, la nube de planetoides entre las órbitas de Marte y Júpiter aún no existía. La nube tuvo su origen en la explosión de este planeta que aparece aquí con el nombre de Brubexton -dijo Philip indicando una esfera en órbita, en volumen algo mayor que la Tierra.

-¿Tú piensas qué eso... tiene alguna relación con el mito de Kalick Yablum?

-Sin dudas, y no salgo de mi asombro. La guerra mítica entre los cinco dioses del Sama, convirtió al planeta Brubexton en el anillo de asteroides que tenemos hoy. Con ella se autodestruyó una civilización tecnológicamente muy avanzada.

-Y muy cercana a la Tierra -dijo Helena. -Ahora aparece tan claro que me resulta casi imposible...; tal

vez esta gente de Brubexton vio crecer al hombre; bajar del árbol y erguirse sobre sus piernas.

-Otra alternativa existe -dijo Philip. Indradevi nos observaba con ojos de espanto, tal vez pensando

que delirábamos. -¿Qué alternativa es esa? Philip quedó meditando unos segundos mientras observaba el

esquema de la galaxia al otro lado de la sala. -Tal vez el hombre no tuvo su origen en la Tierra, o al menos en

la forma en que se plantea por los evolucionistas -concluyó. Capítulo 40- En el laberinto se revela la historia. Después de invertir varias horas de nuestro tiempo en la

búsqueda y ordenamiento de información, nos dimos cuenta de que todo lo que habíamos llegado a conocer allí, a través de las paredes luminiscentes de la habitación, era de importancia clave para nuestro avance y para el cumplimiento de nuestros deseos. Relacionado con esto, la existencia en algún lugar del laberinto de unos sofisticados vehículos de transporte llamados vimanas; los cuales, utilizando la antigravitación como medio de propulsión nos podrían ser de gran utilidad.

-Es el mismo nombre utilizado en los antiguos escritos épicos de la India -dijo el profesor Kapec al tiempo que continuaba leyendo sobre la pared pantalla la información que inesperadamente había caído en nuestra posesión.

Una serie de dibujos, fotos y esquemas aparecía acompañando los artículos sobre vimanas.

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-Nunca había oído algo semejante -dijo Helena. -Es bien sencillo, doctora. Esta materia no pertenece a su

campo; pero recuerde que la historia antigua de la India es mi especialidad.

-¡Uuh, profesor! Nunca lo he olvidado. -En el Mahabharata y el Ramayana se habla de ellos; pero el

verdadero origen de la tradición viene de mucho más lejos, contemporáneo con el imperio Rama en el norte y oeste de la India y gran parte de Pakistán, hará unos quince mil años. ¿Qué les parece?

-¡Quince mil años, decís! -Como lo escucha, doctora. Si conseguimos salir con vida de

este lugar... -¿Si regresamos a la Tierra...? -¡Eso comandante! -¿Qué pensáis que sucederá si conseguimos regresar a Tierra? -La historia de los orígenes de la civilización humana, tendremos

que comenzar a reescribirla doctora Hung. ¿No le parece verdaderamente fascinante?

-Con toda esta interferencia que habéis encontrado..., de seres extraterrestres en nuestros asuntos, pienso que si.

-Volvamos a lo de esas naves, señores -dije interrumpiendo el discurso romántico del profesor-. La tradición acerca de esos vimanas...; llegaría a Belsiria a través de los brubexinos. ¿No es así?

-En la literatura védica se dice de algunos como no hechos por seres humanos -dijo Philip.

-Con lo que queréis decir, que los humanos pudieron haber hecho algunos. ¡No lo puedo creer! -dijo la doctora-. ¿En una época tan lejana como hace quince mil años? Apenas comenzaría la civilización por aquellos tiempos.

-¡Nuestra civilización doctora...! Es otra cuestión histórica que habrá que resolver -dijo Philip.

-Bueno, bueno. Tal vez la joven Indradevi pueda identificar algunas de las fotos o esquemas en la pantalla -sugerí al ver a la muchacha charlando discretamente con su padre a nuestro extremo derecho de la habitación.

Aguijoneados por nuestras miradas ambos vinieron a nosotros. Y así fue. Luego de cierto reconocimiento pudo comprender en que consistía su colaboración y nos explicó con detalles muchas cosas acerca de los vimanas. Terminado esto nos pidió disculpas.

-¿Vienes conmigo? -dijo a Philip. El profesor se puso en pie y desapareció tras ella entre las

hileras de estantes.

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-¿Y entonces..., señorita Hung? -Ellos sabrán comandante -dijo mi copiloto sonriendo. Un minuto después regresaban. Indradevi parecía muy alegre.

El profesor caminaba totalmente distraído. Ella traía en sus manos un volumen cuyos caracteres en la portada apenas pudo pronunciar.

Para mi no pasó inadvertida la manera en que la doctora Hung quedó observándolos por un momento.

-Samara Sutradhara -dijo entonces el profesor-. ¿Saben lo que ha encontrado?

Permanecimos en silencio. -El tratado técnico y de navegación de vimanas. Es un

documento que ha permanecido oculto en algún lugar del Tíbet o la India, tal vez junto a otros documentos antiguos sobre antigravitación y vuelos espaciales. La misión que la NASA le había dado al doctor Ketrox, fue encontrar toda esta información.

-Al parecer, el desgraciado encontraría mucho más de lo esperado -dijo la doctora Hung.

-Así es. Y estuvo a punto de entregarlo a otras potencias. -¿Han oído ustedes de Hitler; el dictador alemán de la Segunda

Guerra Mundial? -preguntó Philip. La doctora y yo asentimos con un ligero temblor. En realidad, yo

apenas había escuchado el nombre alguna que otra vez, y mi ignorancia podía ser fácilmente excusada ante mis compañeros con la simple fórmula, -no es mi especialidad- que ya se había hecho común entre nosotros; pero no fue imprescindible tal excusa.

-Hitler trató de conseguir información sobre esto desde los años treinta del siglo veinte -continuó el profesor-. ¡Imaginan ustedes, señores! ¿Qué hubiese sido del mundo desde aquella época, si la Alemania fascista hubiese llegado a conseguir la avanzada tecnología antigravitatoria de los brubexinos...?

-¿Y así... el traidor de Ketrox quería entregarlo todo...; incluyendo la cruz gammada? -dijo la doctora.

-Por suerte no llegó a suceder...; y para eso estamos aquí. Para que nunca suceda -dije, tal vez con demasiado énfasis, que mi pasión se dejó sentir entre todos; a juzgar por la manera llena de asombro con que nos miraban los belsevitas.

Entonces habló Indradevi; pero de manera tan complicada, que la doctora y yo no alcanzamos a comprender.

-Ella dice que ha visto los vimanas en el laberinto. -¡Entonces que nos lleve a ellos! -sugerí de inmediato. Queríamos aprovechar el tiempo para estudiar al máximo la

riqueza teórica que guardaba el lugar; pero al mismo tiempo

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debíamos hallar la salida. No habíamos tenido más comunicación con la Orión y eso era alarmante. Se aproximaba el momento fatal. Lenta pero inexorablemente se aproximaba. El momento en que la nave perdería altitud y progresivamente acabaría por estrellarse en algún lugar del planeta, cuando sus reactores no tuviesen más combustible para devolverla a su órbita original.

El descenso al laberinto no había sido inútil; ahora teníamos al menos la certeza de que las antiguas minas de uranio del Nagaev podían proporcionarnos el indispensable material de nuestra salvación. Los obstáculos para llegar a el parecían ser insuperables y el tiempo era apremiante con nosotros. Debíamos salir del laberinto lo más pronto posible para viajar en su busca, y nuestro único recurso ahora, parecían ser los vimanas a través del túnel y la gran pirámide.

La muchacha nos llevó hasta una esquina de las paredes en otra de las secciones de la sala del museo. Al principio no estaba segura del punto exacto donde se hallaba la puerta. Fue recorriendo con su mano la pared y palpando por un breve espacio, hasta que su brazo se hundió en la fría sustancia. Su cuerpo atravesó al otro lado; pero su mano permaneció junto a nosotros indicando que la siguiésemos. Entonces atravesamos todos. La doctora Hung, Philip y yo.

Una parte del muro se había convertido en una especie de reflejos iridiscentes. Otra vez sentimos el mismo frío etéreo que nos heló la sangre al atravesar la zona incomplexa a la entrada del laberinto, y entonces pude apreciar un fenómeno singular. ¡Nuestros cuerpos se hacían invisibles al instante de atravesar el muro!

Al otro lado todo aparecía en perfecto orden. Un largo corredor a la derecha, y al frente una estrecha escalinata de piedra. Descendimos precedidos por la muchacha. Al fondo encontramos otro amplio salón dividido en cuatro secciones por dos series de columnas centrales. Una pared del recinto se abría en una sala colateral, mientras que la otra en un túnel de unos treinta pies de diámetro.

Lo primero que llamó nuestra atención fueron los tres vehículos situados en medio de la sala; idénticos a los mostrados en el manual.

Habíamos estado instruyéndonos sobre su manejo, y a pesar de la extraordinaria ingeniería de los brubexinos, muy pronto aprendimos a conducirlos. Eran tres modelos idénticos de color dorado, con un asiento delantero para el piloto. En el asiento trasero podían situarse cómodamente cuatro personas. Los vehículos ingeniosamente artillados, ya puestos en funcionamiento,

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se mantenían a tres pies sobre el nivel del suelo. -¡Vamos a explorar el túnel! -dije a Philip una hora más tarde;

después que hubimos examinado minuciosamente muchas de las armas guardadas en una especie de depósitos magnéticos, como vitrinas incrustados en las paredes.

Indudablemente, en el laberinto había residido por mucho tiempo el estado mayor de la dominación brubexina, y todo aquel cúmulo de conocimiento y poder había estado oculto allí por miles de años.

¿Pero qué había sido de los amos del laberinto? ¿Tendrían algo que ver con ellos las escurridizas siluetas de las cuales contaba la muchacha?

Habíamos llegado a conocer mucho sobre el origen enigmático de aquellos seres; pero su destino aún permanecía oculto bajo el velo de la incertidumbre.

El profesor subió como piloto a uno de los vehículos con Indradevi al asiento trasero. Yo hice lo mismo con la doctora Hung.

Con oprimir una tecla en el tablero de comando, los vimanas se elevaron lentamente y luego con otro accionar salimos hacia la boca del túnel.

-Esto es maravilloso -exclamaba Philip; y a medida que tomaba confianza incrementaba la velocidad.

El túnel aparecía de diámetro regular en toda su extensión e iluminado como el resto del laberinto; pero nos tomó casi diez minutos recorrer las veinte millas hasta la entrada a la base de la pirámide donde Philip hizo detener su máquina, y así hice yo a continuación.

El techo de la construcción era plano visto desde dentro. -¿Dónde puede haber en este lugar una salida al mundo? -dijo

la joven belya con mezcla de temor y duda. Habíamos avanzado hasta el centro de la monumental

estructura, totalmente hueca. Y ella tenía razón: la pirámide en torno a nosotros aparecía

como un recinto cerrado, anchuroso y vacío. -Tu padre dijo que en una cara de la pirámide se halla una

escalinata -dijo el profesor. -Si..., es cierto. Nala y yo subimos una vez a contemplar la

ciudad. Desde allá arriba... -dijo señalando hacia lo alto, y quedó de repente en silencio.

-¡Ya...! ¿Qué sucede? -Ahora recuerdo -dijo tomando al profesor de una mano, y

agregó-: algunos han visto salir un rayo de luz desde Sini Tlan hasta la cara occidental de la pirámide..., y el lugar donde impacta se hace iridiscente como las paredes en el laberinto.

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-¡Eureka... ahí está la salida! -exclamó el profesor. -Pero... ¿Para elevarnos hasta esa altura? -dijo la doctora. -Allá posiblemente -dije señalando al frente. Directamente en línea con el túnel por donde habíamos

penetrado a la base de la pirámide; pero unos veinte metros al frente, nacía una especie de rampa que ascendía suavemente hasta terminar contra la pared a una altura de varios metros.

-¿Qué piensa usted? -Pienso que no hay ningún peligro de caer al vacío. ¿Recuerdan

nuestra llegada a la ciudad? -Por supuesto -dijo Philip. -Muy bien. Entonces recordarás que Irki Sama se encuentra

verdaderamente en el fondo de un valle, mientras que esta pirámide, a veinte millas de la ciudad, está situada a un nivel superior del suelo. ¡Dime ahora! ¿Cuál es el gradiente?

Philip se rascó la cabeza alegremente. -No lo había tomado en cuenta comandante; pero lo sabremos

muy pronto. Capítulo 41- El profesor desaparece. -¿Dónde está Philip? -pregunté a la doctora Hung que estudiaba

con atención los esquemas en el viejo manual de vimanas. -Lo vi salir hace un rato con la muchacha -dijo la doctora

alzando la cabeza por un segundo-. Allá están Indradevi y su padre y los otros ancianos -agregó entonces-. ¿Dónde podría estar el profesor?

-Un momento, doctora -y fui hacia ellos-. Es hora de disponer la salida. ¿Dónde está Philip? -pregunté a la joven. Ella quedó en silencio; pero en su mirada pude comprender que no sabía. Tampoco los ancianos tuvieron una respuesta -. Señorita Hung -dije volviendo junto a mi copiloto-. Es imposible que el profesor haya desaparecido sabiendo que debemos partir en poco tiempo.

-¿No estará en el lugar de las ánforas, comandante? Lo vi la última vez con el libro acerca de los tuarubes bajo el brazo.

Le hice comprender a la joven que necesitábamos encontrar a Philip de inmediato y que posiblemente estaba en la sala de las ánforas. Que me llevara allí, y así lo hizo. Atravesamos una vez más la pared; pero ahora nos dirigimos hacia la derecha a lo largo del corredor.

Unos cincuenta metros delante, Indradevi comenzó a tantear el muro hasta dar con una zona incomplexa, y penetramos a la sala contigua. El lugar había sido destinado a depósito de materiales de todo tipo. Abundaban allí ante todo instrumentos y objetos de la

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civilización tuarube. Muchas ánforas con gruesos rollos de pergamino, lanzas y

cuchillos y hasta un objeto semejante a una rueca manual. Después de todo llamó mi atención la abundancia de una especie de sarcófagos, con las tapas en alto, donde reposaban las momias de ilustres tuarubes u otros seres semejantes, en ocasiones totalmente diferentes; yo diría que atrofiados por el pasar del tiempo.

El libro con los caracteres dorados “Tuarube Bal” estaba allí sobre uno de los sarcófagos junto a la libreta de notas del profesor.

Las paredes a nuestro alrededor aparecían inescrutables como todos los muros del gran laberinto; pero una cosa estaba clara. Philip había estado allí y de allí había atravesado alguna de las paredes hacia una sala contigua. Indradevi y yo nos dimos a la tarea de encontrar el pasaje invisible.

Capítulo 42- Kalick Yablum. Philip acababa de abrir el sarcófago cuando escuchó una voz a

sus espaldas, desconocida para él. Se volvió lentamente, temeroso de lo que pudieran ver sus ojos.

Allá contra la pared estaba un tuarube. Silencioso; observándolo fijamente con sus grandes ojos grises y redondos, como incrustados en la profundidad de la prominente mandíbula superior.

El profesor se recuperó muy pronto del escalofrío que por un momento recorrió su cuerpo y entonces quizo articular palabras; pero la criatura frente a él tomó la iniciativa y sin moverse de su sitio inclinó la cabeza de manera que Philip comprendió su gesto como un saludo y dijo entonces en perfecto sánscrito:

-¿Puede venir conmigo? Philip no dijo nada; pero dio un paso al frente dándole a

comprender que estaba decidido a seguir sus pasos. El tuarube avanzó a través de la habitación y penetró por el muro. Lo que nuestro profesor vio en la habitación contigua fue algo semejante a un lecho mortuorio y la colosal figura de un brubexino tendida allí. A su lado y de pie junto al lecho otro tuarube lo observó atentamente al entrar.

-Kalick Yablum está muriendo -dijo el tuarube que lo introdujo al secreto lugar.

Philip caminó alrededor del lecho hasta situarse a la cabecera. No había dudas. Allí estaba el ser con aspecto de dios. La larga

cabellera rojiza le cubría hasta los hombros, prominentes y colosales.

Sus brazos estaban ocultos bajo la manta que lo cubría desde el

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busto hasta los pies. Así tendido sobre su lecho de muerte, el profesor pudo apreciar que su estatura era como de tres metros. Semejante a la momia encontrada por el comandante y él en la antigua nave brubexina en el desierto de Kuber Yan.

Kalick Yablum comenzó a despertar lentamente.Tal vez el murmullo de voces a su lado lo hizo volver a su entorno por última vez... y volteó la cabeza hacia Philip.

Sus ojos eran rojos como el fuego y a través de su mirada se asomaba la muerte, observando al terrícola fijamente.

Sus palabras fueron al principio un balbuceo incoherente. Estaba demasiado débil para controlar su propia voz y hubo que esperar pacientemente hasta que brotaron las primeras ideas con claridad y firmeza.

-La Tierra está en gran peligro. El imperio Kiris Albrum puede tener ahora la manera de invadir tu planeta y destruir toda señal de civilización sobre su faz.

-¿Cómo podrían hacerlo? -En la región de las tinieblas existe una vieja fortaleza

construida por mis antepasados. En la parte subterránea de la fortaleza está el túnel del tiempo, que los puede llevar a ustedes de regreso a su patria; pero también puede llevar allá destrucción y muerte.

-¿Cómo...? La dinastía que domina hoy en Kiris Albrum podría conocer

como hacerlo. Traten de evitar que lleguen al túnel. Lo siento; pero yo y todo mi pueblo estamos acabados y muy poco podremos hacer para impedirlo. Puedes confiar en los tuarubes. Ellos son un pueblo sufrido y sabio; pero deben hacerlo ya. Aún están a tiempo de evitar que una nueva guerra destruya todo, como sucedió en la Atlántida y el imperio Rama.

-¡Kalick Yablum! ¿Qué ha sucedido con tu pueblo? -dijo Philip. -Hemos degenerado de manera irreversible. Este rostro que vez

en mi, no es mi verdadero rostro -dijo Kalick, y entonces echó una mirada suplicante sobre los tuarubes.

-Ahora dejaré que veas por ti mismo a lo que hemos llegado. Uno de aquellos tomó de una bandeja quiropráctica una jeringa

conectada a un largo cable y la aplicó contra el brazo del gigante moribundo, por encima de la manta, y presionó con su largo índice el disparador.

Después devolvió el implemento a su lugar sobre la bandeja y quedaron observando por un momento la reacción del medicamento. Luego comenzaron tirando delicadamente hacia fuera el rostro de Kalick Yablum.

Jirones de piel se iban despegando, ensangrentados; y mientras

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uno continuaba despellejando el rostro, el otro limpiaba la sangre con pequeñas toallas. Después de esto, sólo quedó el trabajo de retirar las manchas. Entonces comenzó haciéndose ligeramente visible el verdadero rostro de Kalick Yablum. Philip observaba todo con escrupuloso interés.

-¡Oh dios! -no pudo menos que exclamar con lo que vio finalmente.

-No te conduelas de mi desgracia -dijo Kalick dejando escapar las palabras dolorosamente-. Este fue el resultado de un experimento científico que llevó al exterminio de mi pueblo. Hace mucho tiempo alguien comenzó clonando nuestra propia especie con genes humanos y ya vez...; este fue el castigo de los dioses. El cuerpo racional es el alojamiento del espíritu, y dios no quiere que cambiemos lo así dispuesto por él. Nuestros cuerpos son la morada de partículas del espíritu universal.

El rostro que apareció por debajo de la máscara era escasamente visible; pero aún se podía distinguir en el su semejanza con un sinántropo. El medicamento que el tuarube había inoculado fue para eso; para hacer visible la figura de Kalick.

-Ahora somos así; invisibles a la visión humana y a la visión de los tuarubes...; pero una vez no lo fuimos.

Una breve sonrisa apareció en el rostro translúcido del Kalick Sinántropo que tenían frente a ellos.

-Fuimos perfectamente visibles entre nosotros mismos -continuó- y a los ojos de los humanos en los lejanos tiempos en que nuestra raza partió de un lugar de aquella constelación que ustedes allá en la Tierra nombran Orión. Creamos una floreciente civilización en el quinto planeta de vuestro sistema estelar y tuvimos grandes colonias en la Tierra...; y luego aquí en Belsiria. Pero la guerra..., la devastadora guerra lo destruye todo.

-¿Eso fue lo que sucedió con Brubexton? -El egoísmo y el ansia de poder de las especies en la galaxia.

¡Eso fue! -dijo Kalick en medio de una convulsión de su pecho y su garganta.

-Ustedes aún están en los inicios del desarrollo. Hemos tratado de mantener oculto todo el poder que nuestra tecnología hubo de acaudalar por miles de años; pero la ciencia y el poder tienen siempre la tendencia a escapar del control de sus creadores. Si no se hace algo para evitarlo, de una u otra forma llevan a la autodestrucción.

-¿Qué podríamos hacer? -Salir de aquí y llegar al túnel lo antes posible. Los tuarubes...;

les ayudarán. Por un instante pareció acabar. La mirada del gigante

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desapareció bajo sus párpados semitransparentes y sus brazos temblorosos salieron de debajo de la manta. Se llevó las manos al rostro y gotas de sangre como lágrimas se derramaron entre sus dedos.

-Solamente he sido el enviado de mi pueblo, que está pereciendo como yo, allá en Sini Tlan. Salgan del laberinto y lleven con ustedes lo que puedan necesitar... y salven a la humanidad. Es el legado de mi antepasado Kalick Yablum. Los tuarubes son nuestros herederos.

Su mirada se dirigió hacia estos. Uno de ellos tomó un pequeño cofre de la cabecera junto al lecho y lo depositó en la mano que le tendía el gigante.

-Sabíamos que ustedes allá en la Tierra, algún día encontrarían el modo de llegar a Belsiria; pero a partir de hoy lo que ocurra, no estará mas bajo nuestro control.

Del interior del cofre extrajo un objeto de forma cilíndrica como de cuatro pulgadas de largo y una de espesor, y lo extendió hacia Philip.

-¡Toma esto...! Alguien entre los tuarubes te dirá como usarlo. Pero primero deberán...

Algo llegó en aquel instante al órgano auditivo de los pequeños y los hizo volverse a la pared más lejana. Al descubrir la presencia de Indradevi y el comandante a través del muro, la alarma en sus rostros desapareció de manera instantánea.

Philip había introducido la mano con el objeto recibido en uno de sus bolsillos.

Cuando vieron a Philip junto al lecho del moribundo y a los dos tuarubes; se detuvieron como electrizados. Luego se acercaron lentamente para ver como la figura de Kalick Yablum se desvanecía.

-Es el último signo de vida -dijo uno de aquellos. Entonces se acercó y retiró la manta del cuerpo sin vida del último de los brubexinos sobre Belsiria.

-Creo que aquí terminó para siempre la historia y recomienza el mito -dijo Philip.

Capítulo 43- El eclipse. Había llegado el momento de intentar la salida como fue

dispuesto por los enigmáticos amos del laberinto. Las cuatro lunas sobre el firmamento debían iluminar el panorama de la segunda liberación.

Ya estaba todo listo e indicamos a los ancianos ocupar sus puestos sobre los vimanas.

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Faltaban diez minutos apenas para la hora señalada cuando la computadora comenzó el cálculo regresivo. Cada vehículo estaba en contacto con la computadora central del laberinto y esta parecía estarlo de alguna forma con su base lunar de Sini Tlan.

-¿Listo Philip? -Listo. -¿Doctora? -Todo listo. Debíamos hacer de pilotos llevando a los tres ancianos y a la

joven de pasajeros. Se alzaron los vehículos sobre el piso, y cuando la computadora

central envió la señal a nuestros paneles de comando, salimos en dirección al túnel.

Al llegar a la pirámide no nos detuvimos. Iniciamos un rápido ascenso por la rampa, en dirección a estrellarnos contra la pared donde esta culminaba, a una altura de varios metros; todo bajo la dirección del cronómetro. Cerré los ojos por un segundo, temeroso del impacto; pero entonces apareció ante nosotros el plateado disco de Sini Tlan, inmenso y deslumbrante sobre su fondo de cielo rojo. Y volamos por un instante hacia ella, a través de la pared. Como habíamos confiado, el salto no fue nada fabuloso; apenas unos metros y enseguida estábamos sobre la planicie en dirección al este. Entonces miré hacia atrás, di un giro, y me detuve para observar el lugar por donde habíamos atravesado.

-Perfecto fue todo -gritó Philip alzando el escudo de su vehículo. Los ancianos estaban pálidos y con cara de espanto. Entonces

volvimos la mirada al espacio de cielo entre Sini Tlan y la gran pirámide. El rayo de luz había cesado. Era la tercera noche del yakri ban y las cuatro lunas resplandecían alrededor del disco solar.

-¡Miren allá! -exclamó Indradevi. El disco de Sini Tlan se rodeó con una corona de fuego y el

espacio a su alrededor se tornó a continuación brillante como el mismo sol; y comenzó el extraordinario eclipse. Fue la señal.

Estuvimos junto a la pirámide todo el tiempo que demoró en completarse el proceso, luego montamos sobre los vimanas y partimos hacia la ciudad.

Capítulo 44- Batalla por la ciudad. La espesa niebla había comenzado a invadir la planicie.Yo

volaba al frente seguido por Helena y Philip, cuando algunos objetos aparecieron en la pantalla de mi radar a la distancia de dos millas. Hice entonces una señal y nos detuvimos.

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-Daré un rodeo y veré de que se trata. -Tened cuidado, comandante -advirtió Helena. -Ustedes, esperen aquí. Si doy la señal roja es que hay algún

peligro; si la verde, vayan a mi encuentro. Partí otra vez con mis dos profetas a bordo, aproximándome

cautelosamente al lugar, hasta que vimos aparecer a través de la niebla el débil reflejo de una hoguera.

La llama que se produce con las ramas o con la resina de los árboles luminosos de los bosques de Karen Du, era capaz de dispersar la niebla a su alrededor no importa lo densa que esta fuese; por eso no tuve ninguna duda que se trataba de algún grupo de los virnayas que se preparaban para el ataque.

Detuve el vimana y eché pie a tierra. Las siluetas de varias tiendas de pieles, semejantes a las que nos sirvieron de abrigo en los bosques de Benizar; se hicieron visibles alrededor del círculo de luz formado por una hoguera. Ahora estaba seguro que aquella era la gente de la joven Damara y decidí abordarla a mi propio riesgo.

No había hecho más que pensar en esto cuando un hombre se levantó de entre las sombras y se acercó a la hoguera y comenzó a atizar el fuego con una vara. Entonces descubrí la figura esbelta de la joven guerrera. Envié la señal a Philip, me deshice de la vieja bufanda de virnaya y avancé hacia ella con paso firme.

Su voz se escuchaba inconfundible al momento que daba el de pie a la tropa. Estaba ya a unos pocos pasos de la tienda, cuando un hombre saltó y se interpuso entre la mujer y yo.

-¡Alto! -gritó Damara-. ¿No ves de quién se trata? El hombre retrocedió unos pasos y se hincó de rodillas. Un murmullo jubiloso se expandió por el campamento y la joven

se acercó tímidamente arrodillándose también. -No es necesario. Levanta tu rostro -dije al tiempo que la

tomaba de los hombros y la obligaba a ponerse en pie. Los vehículos piloteados por Helena y Philip llegaban en aquel

momento. -Esperamos únicamente vuestras órdenes para atacar la ciudad

-dijo Damara-. Mi hermano está en la avanzada, muy cerca de la puerta oeste.

-Yo creo que mejor será atacar desde varios puntos a la vez; pero primero, debemos llevar a los ancianos a lugar seguro -sugerí entonces.

-La cabaña de Nageshvar no está muy lejos de aquí -dijo el profeta Narada.

En pocos minutos Damara y sus hombres partían dando un rodeo a la ciudad, para situarse sobre el camino del norte. Mientras

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tanto, nosotros volamos con los ancianos a la cabaña del labrador. Media hora después estábamos de regreso y nos habíamos reunido con la numerosa tropa de Visala Deva.

Habían sido advertidos de nuestra llegada por un mensajero de su hermana, y fuimos recibidos con júbilo reprimido.

Yo permanecí en el campamento mientras Philip con Indradevi, y la doctora Hung, volaban en busca de Damara. Me fui a tomar unos minutos de descanso a petición del audaz Visala. Él mismo ordenó a cuatro de sus hombres la importante misión de custodiar el vehículo hasta que llegara la orden de ataque, que en definitiva sería mi decisión.

El ataque se efectuaría según lo acordado, por las puertas norte y occidental, al disiparse la primera niebla. Ya para ese instante, una multitud de combatientes nómadas yacía apostada en pequeños grupos no lejos de la muralla y a todo lo largo del terraplén.

La niebla persistía, aunque menos densa, y me dejaba visualizar mi objetivo a la distancia de ochocientos metros.

-Es la hora -advertí a Visala. Subí de un salto sobre el vimana y después de chequear que

todo estaba en orden, remonté la pendiente que me separaba del terraplén.

Unos segundos después, partí velozmente hacia la puerta de bronce y a los quinientos metros disparé el primer misil. Por la impericia o tal vez por la emoción del instante; el impacto fue contra la atalaya izquierda que se desplomó desde sus cimientos, originando un torbellino de piedra y polvo.

Creí escuchar gritos, y un rumor como el de un trueno en la lejanía.

El error me había hecho perder el control por un lapso lo suficiente de prolongado, como para que la nave se acercase contra la entrada al túnel. Pero allí debía estar aún la puerta de madera y bronce. Entonces, en una reacción tardía, tuve la intención de detener mi vuelo; pero finalmente oprimí el disparador y dos misiles partieron frente a una estela de fuego.

Preocupado por el resultado de los impactos y temiendo estrellarme contra cualquier objeto en mi trayectoria; oprimí con frenesí esta vez el disparador de láser. A solamente cien metros, los primeros disparos habían hecho volar la puerta, parte de la muralla y la torre de la atalaya derecha. Entonces penetré a través del fuego y puse freno; suavemente, hasta detenerme frente a la plaza.

Contrario a mi impresión del primer segundo, todo era un caos. La gente corría desquiciada y se confundían sus gritos con el

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desplome de las paredes y el fragor de esporádicos incendios. Se escuchó entonces el clamor de batalla de los guerreros virnayas que acababan de penetrar la ciudad siguiendo mi rastro y tras una breve lucha con algunos guardias.

Evidentemente yo no era el único destructor. Se continuaban escuchando derrumbes y explosiones por el otro extremo de la ciudad, despertando a mucha gente sumida en el desespero.

No había hecho más que levantar el escudo y sacudirme el polvo cuando Visala Deva se me acercó corriendo.

-¡Sube! -demandé al instante. Por el extremo opuesto de la plaza aparecía un escuadrón del

enemigo. De un salto consiguió encaramarse al momento de poner yo el

vehículo en marcha y nos alejamos fuera del alcance de los disparos de flecha. Entonces bajé y me aseguré de que el capitán estuviese bien ubicado sobre el asiento trasero.

El escuadrón venía avanzando en perfecta formación, con los escudos en alto, al encuentro de los nómadas.

-No creo que Avyaya y sus hombres logren resistir una embestida de la guardia imperial -hice notar al caudillo-; pero... ¡observa esto!

Le indiqué como colocar la correa ceñida contra su cuerpo. Mientras Avyaya trataba de organizar a su gente, los guardias

comenzaban a avanzar al trote. Bajé el escudo y puse el vimana en marcha a través de la plaza.

Los rebeldes nos vieron pasar junto a ellos, contenido el aliento. Un segundo después abrimos surco entre los escudos del enemigo, y el impacto fue demoledor. Saltaron cuerpos por encima del vehículo, mientras otros eran arrastrados a lo lejos. El escuadrón quedó disperso y se lanzaron a la desbandada cuando nos vieron dar un giro alrededor del área. Entonces Visala ordenó a sus hombres:

-Terminen con esto y corramos al palacio del gobernador. Los virnayas cayeron como fieras deseosas de venganza contra

el resto de la tropa. En un minuto habían dispuesto de sus enemigos.

Mucha gente del pueblo se había unido a la lucha y ahora toda la urbe era un gran campo de batalla.

-Allá está mi hermana -dijo Visala reconociéndola entre la multitud de guerreros.

Nos habíamos acercado a palacio. La joven con un grupo de sus hombres trataba de ascender la

escalinata que conducía a la explanada superior de la fortaleza. Aquella constituía la única vía de acceso a la ciudad alta. Los

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guardias imperiales situados allí, guarecidos tras el alto muro, no permitían el avance de los ansiosos guerreros nómadas.

-¡Aquí...; aquí! -gritó la joven cuando vio el vehículo entre la batahola de gente que aún corría por las calles. Entonces vino a nosotros, espada en mano, con el aliento fuera de control y la zamarra enrojecida.

-¿Por qué te arriesgas así? -dijo Visala. -He sabido que a nuestro hermano lo tienen en los calabozos -

dijo ella. El palacio era el máximo reducto del imperio dentro de la

ciudad. -Debemos tomar este lugar lo antes posible -advertí a los

hermanos-. ¿Dónde están Philip y Helena con los vehículos? -Después que destruyeron la puerta norte no los he vuelto a ver

-respondió la joven. Se escuchó un grito de alerta. Una niebla espesa había comenzado a envolver el recinto del

palacio y los jardines y luego descendió lentamente por la escalinata, hasta muy cerca de nuestros pies.

Pronto todo desapareció dentro de una nube, ante la mirada pasmada y temerosa de los samanitas y virnayas. La gente al principio quedó atrapada en un abrazo de la indecisión; pero luego comenzó a retirarse cautelosamente al otro lado de la calle y la pequeña plaza.

-¡Sube al vehículo! -indiqué a Damara. Cuando nos alejábamos del lugar, la niebla que envolvía el

palacio se había unido ya con el cielo en una gruesa columna gris que los rayos del sol eran incapaces de penetrar.

Entonces se escuchó un estampido como potente descarga eléctrica.

Durante quince minutos estuvo la nube sobre la fortaleza. Luego se escuchó otro estampido resplandeciente y se comenzó a disipar.

Había cesado la lucha y el silencio más inquietante dominaba ahora.

-¡Adelante! -dije poniendo en movimiento el vimana y los ánimos de mis aguerridos pasajeros.

Subimos por la escalinata del palacio ante la mirada temerosa de muchos belyas que aún permanecían hincados sobre el pavimento.

Al llegar a la explanada superior hice avanzar el vehículo entre las dos hileras de columnas. Por doquier aparecían tendidos, dispersos por el piso, los cuerpos de soldados imperiales.

-¡Están muertos! -dijo Damara.

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Bajamos del vimana y corrimos al interior. Al llegar a la sala del trono...; más soldados por el piso entre sus

armas dispersas y en el podio, el lugar reservado al gobernador de Irki Sama. ¡El profesor Philip!

Estaba sentado y plácidamente dormido, con la cabeza reclinada al respaldo y las manos sobre las piernas. Todavía más sorprendente fue encontrar a la joven Indradevi sentada a su lado, en el lugar que antiguamente ocupara la emperatriz.

Ambos lucían sobre sus cabezas la corona imperial, con un grabado en oro que repetía el nombre: Kalick Yablum.

-Corramos a los calabozos -dijo Damara llena de ansiedad, y literalmente arrastró a su hermano consigo.

Salieron en busca de Askarya; pero unos minutos después regresaban con la tristeza en sus rostros. El hermano había desaparecido de entre el grupo de prisioneros que comenzaba ya a despertar del letargo.

Philip también había recobrado sus sentidos y dio inmediata orden de liberar a los prisioneros virnayas y encerrar a los soldados del imperio.

El gobernador y su familia habían desaparecido junto a su séquito de consejeros. Todo parecía ser el gran triunfo, y en el ánimo de la gente así se reflejaba...; pero una gran amenaza aún se mantenía pendiente sobre la paz y la libertad recién conquistada en la ciudad sagrada.

El centro administrativo del imperio hacía ya mil años que no residía en esta; y el emperador, tan pronto fuese conocedor de los hechos, enviaría tropas muy numerosas desde Kiris Albrum con el objeto de recuperar la parte de sus dominios envueltos en la rebelión. Algo quedaba por hacer de inmediato.

Ya establecido el nuevo orden en Irki Sama, había que tomar la iniciativa y golpear al enemigo en una ofensiva total.

Capítulo 45- La cólera del comandante. Aquella tarde, nuestros tres amigos reunidos en una de las

habitaciones del antiguo palacio imperial, trataban de coordinar sus pensamientos después de las recientes disposiciones de orden en la ciudad, dadas por ellos mismos. El comandante Boris continuaba siendo fiel a su idea de partir inmediatamente en busca de Nagaev, la ciudad tuarube contentiva de sus esperanzas.

-Es una pérdida de tiempo, comandante -dijo Philip recostado contra el marco de un ventanal, desde el cual se contemplaba la parte baja de la ciudad.

-Es la única posibilidad de conseguir uranio, regresar a la

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meseta, tomar el trasbordador y llevar el combustible a la Orión -replicó Boris.

-Un momento. ¿Creéis que sería tan fácil...? -La doctora Hung tiene razón -interrumpió el profesor-. Sería

como encontrar una aguja en un pajar. ¿Sé da cuenta comandante? Esta es una sociedad altamente organizada en torno a un estado totalitario y despótico. Deberíamos echar abajo toda esa estructura...

-Me extraña que piense así... ¡profesor! Pero le advierto. Se hará como yo diga.

Philip volvió su mirada al exterior. -Ya no mas estoy bajo sus órdenes, Boris -dijo tranquilamente. -¡Qué dice! Habla y se comporta ahora como un traidor. Si

continúa así..., pronto no sabremos que diferencia existe entre usted y el doctor Ketrox.

-No es ninguna traición... y esto debería entender -dijo Philip encarándose al comandante-. Aquí la gente esperando ha estado durante miles de años por nuestro arribo. Somos... como se dice... la esperanza y la fe de todos ellos. ¿Los vamos a defraudar?

-¿Está loco? -gritó Boris-. ¿No piensa que allá arriba están, nuestros verdaderos amigos? De nosotros depende la vida de ellos y también el regreso a Tierra.

-No estoy ya bajo sus órdenes, le repito -gritó el profesor. El temperamento del comandante había ido ascendiendo como

el Mercurio. Su cara enrojeció hasta el punto que la doctora Hung temió, que fuese victima de un infarto.

-¡Boris...; Boris! El comandante golpeó con la palma derecha al pecho del

profesor, haciéndolo tambalear. Pero no fue todo; sin dejarlo recuperarse de la sorpresa, lo llevó contra el marco del ventanal y lo empujó hacia el exterior agarrándolo por la chaqueta. Mientras con una mano lo sostenía, con la otra extrajo la pistola láser y se la puso a la garganta. La doctora Hung había enmudecido tras ellos sin atreverse a dar un paso.

-La Orión nos trajo a todos aquí, y la nave está bajo mi comando -dijo Boris inclinándolo más hacia el abismo-. ¡Usted también está bajo mis órdenes, profesor!

-¡Sé que no lo hará! -balbuceó Philip. -¿Por qué piensa que no lo haría? -Porque es un valiente. -Por favor comandante, no lo haga -dijo Helena poniéndole una

mano al hombro. -¡Un valiente...! ¡Un valiente! -dijo Boris halándolo al interior-. Si

es necesario lo haré -concluyó retirándose al extremo opuesto.

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-¡Sabe...! Los belyas me seguirán en la lucha -dijo el profesor atravesando el salón y desapareciendo a través de la puerta.

Capítulo 46- Opiniones contradictorias. Irki Sama había extendido sus cimientos en medio del valle

hacía catorce mil años al menos; a poca distancia de una gran bahía en el mar Bulev. Sus tierras al norte y occidente eran ricas en frutos; pero la pesca y el comercio al sur eran su principal actividad.

Tres rutas comunicaban la ciudad por tierra con otros importantes centros de población: por el norte, el camino entre los bosques húmedos, dirigía hasta Benizar, ciudad mucho más joven y fundada con la expansión de la raza.

Al noroeste se alzaba la montañosa Hassur, rica con la fabricación del bronce y múltiples instrumentos de metal. Por último, entre las ciudades más cercanas al centro religioso; la primitiva Nagaev, la única ciudad tuarube que se conservaba hasta el presente y que fue el centro de su cultura hasta que la esclavitud y el exterminio los dispersó por el imperio.

Nagaev era diferente a las otras. Aún sus viviendas se alzaban en una gran distancia junto al mar y no poseía construcciones monumentales ni grandes edificios. Los brubexinos la llegaron a convertir en un centro minero para la extracción de uranio. A poca distancia de las minas pasaba el camino de Nagaev o como lo llamaron más tarde, -el camino de la muerte- que conduce hasta los confines de Lothal; última región al este habitada por los hombres.

Con la guerra celestial y el fatal destino de Brubexton, había concluido la lucha por el dominio del mineral que al parecer sirvió como combustible a sus naves.

Había sido el hecho de una revolución energética lo que desvirtuó para siempre al uranio como medio de propulsión, dando lugar al cierre en las minas de Belsiria.

Philip terminaba de dar algunas instrucciones a Visala Deva y

este se retiraba, cuando la doctora Hung se le acercó. Estaba parado en lo alto de la escalinata que unas horas antes había parecido inconquistable para los virnayas.

-¡Profesor! -¿Si doctora? -dijo Philip volviéndose a ella. -¿No os parece absurda esta discusión? -Lo que el comandante pretende es muy difícil; por no decir

imposible. ¿Sabe usted cuántos miles de kilómetros de obstáculos

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tendríamos que superar para llegar hasta un lugar en el cual se dice que existen minas de uranio...? ¿Qué haremos después? ¿Ponernos a excavar?

-Si no lo hacemos. -¡Ya...! La Orión se viene abajo; pero mire doctora... de ningún

modo tendríamos tiempo, según sus propios cálculos. -¡Es nuestra única esperanza...! -Nuestra única esperanza está en someter este imperio...

doctora. Si no lo hacemos... -Perderá usted a su amada Indradevi... -¡De eso no se trata! -dijo Philip-. Espero que usted me apoye y

convenza al comandante de lo único razonable. Capítulo 47- Dificultades con el tiempo. Después de los sucesos en Indi Ya, todos habían quedado bajo

la hospitalidad del fiel Bharat; pero Jnanamurti no podía contener la ansiedad debida a la desaparición de su padre. No había dejado de pensar en su posible supervivencia bajo el sótano de la construcción. Allí guardaba el oro que había logrado sustraer de las minas cuando vivió como esclavo en los tiempos de su juventud. Aquel era, después de su propia hija, el mayor tesoro que poseía. Además, fue un recuerdo que mantenía vivo su odio contra el imperio.

Así, finalmente logró convencer a Nala con un extraño presentimiento que la dominaba.

-Por bajar en su busca -pensó Jnanamurti- no tuvo tiempo de abandonar la estancia y quedó atrapado bajo los escombros.

A la siguiente luna la muchacha se levantó temprano y antes que Nala pudiese hacerla razonar de diferente modo, ya estaba lista para partir.

-¡Ya te dije mi amor, lo siento mucho! Es imposible que haya logrado sobrevivir..., ni aún así bajo el sótano. Te imaginas el calor tan grande. ¡No pudo haber soportado!

Aquellos fueron algunos de los razonamientos tratando de convencerla; pero Jnanamurti resultó ser tan digna y fuerte de carácter como su propio padre.

-Tomaremos nuevamente por el sendero del bosque -dijo Nala firmemente de pie frente a su esposa-. En adelante has de prometer obediencia a cada una de mis palabras, pase lo que pase..., y mucha serenidad.

-No comprendo por qué hablas así; pero prometo cumplir lo que demandas de mi.

Poco después se hallaban en camino. Tomaron un par de

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bestias de las que habían dejado en las ruinas y partieron por el desierto. Fueron muchas horas de marcha hasta avistar el poblado y llegaron cuando Sini Tlan estaba muy baja, descendiendo sobre el horizonte.

Una tenue neblina formaba como un velo azul pálido sobre las calles dejando ver con claridad, apenas los techos del poblado. El poblado mismo aparecía en calma y la gente partía hacia sus labores en los huertos y regadíos. Pero hubo algo que los sorprendió desde el instante en que se acercaban a los primeros campos.

El principal cultivo, una planta semejante al trigo, amarilleaba con sus espigas en plena maduración. Lista para la cosecha. Quizá a esto se preparaba la gente alegremente de mañana.

Avanzaban subiendo por la principal de las calles hacia el viejo caserón del sinki Digambara, cuando un grupo de mujeres los alcanzó al atravesar la plaza. La mayoría cargaban sus instrumentos de labor.

-Jnanamurti, hija. ¿visitarás a tu padre...? Seguro se sentirá muy contento -dijo una de las mujeres.

El grupo se les adelantó a lo largo de la calle y ellos pudieron sentir la alegre risa de las muchachas.

-¡Ya está casada....! ¡ya está casada! Fue una sorpresa lo pronto que se unieron.

Escuchó Jnanamurti como un murmullo lejano, que desapareció pronto entre la niebla matinal. Entonces volteó su rostro hacia los muros del templo.

-Deberíamos llegar primero a donde el yarki Pathya. El podría ayudarnos.

Nala meditó un instante y detuvo la bestia. -No trates de comprender lo que verán tus ojos desde este

instante. Acéptalo todo como es. -¿Qué quieres decir? -¡Adelante! -dijo Nala reemprendiendo la marcha-, tal vez

encontremos a tu padre. Poco después se detenían frente al cerco que rodeaba la

construcción. -¡Aquí estamos! -Esta no es mi casa -replicó Jnanamurti. -¿Y cuál ha de ser? -dijo él saltando fuera de la silla y

avanzando decididamente hacia la puerta. Golpeó la aldaba con fuerza y un momento después una mujer asomó a su encuentro con el rostro apoyado al marco.

-¿Mi padre...? ¿Dónde está mi padre? -gritó Jnanamurti. -Aún no ha despertado -dijo la mujer, mirándola extrañada.

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Jnanamurti empujó la puerta y sin dar tiempo a que Nala la contuviese, avanzó al interior del gran salón donde una luna antes los extranjeros y la gente de la aldea habían luchado contra la guardia imperial.

Nala la tomó de los hombros. -Quiero ver a mi padre. ¡Llámalo! -ordenó a la mujer. Esta iba a cumplir, cuando el sinki Digambara apareció desde

una habitación lateral. -Estaba seguro que regresarías -dijo el hombre-. ¿Por qué me

dejaste sin decir nada, hija mía? Nunca pensé que me harían algo así. ¡Han sido muchos meses sin verte!

-Padre, yo... ¿Qué sucede...? -dijo entonces volteándose aturdida hacia su esposo.

-¡Por favor sinki Digambara! -dijo Nala y avanzó unos pasos para situarse frente a la muchacha, sirviéndole en cierta forma de escudo ante la mirada del padre. Entonces agregó-: deseo que me escuche. No es lo que usted piensa. Muy pronto ocurrirán cosas muy importantes para todos, cosas que cambiarán el mundo.

-¿Qué cosas? -Irki Sama, ha enviado a sus mensajeros de liberación -dijo el

joven. El gigante dio una sacudida a su cabeza y llevó una mano al

rostro para cubrir un largo bostezo. -¿Qué dices? -dijo Jnanamurti pasando al frente. -Si mi amor. -¿Pero eso ya sucedió...? -Estoy harto de esperar por ellos, y hasta me molestan los

predicadores de falsedades. Nala..., eres aún joven... ¿No crees que deberíamos unirnos a la lucha de los virnayas? -dijo Digambara sin prestar atención al estupor de su hija.

-Espera, padre. ¿No comprendo que sucede? -dijo Jnanamurti. En aquel instante entraron por la puerta varios aldeanos; se

limitaron a un saludo con las manos y ocuparon una mesa al fondo. -Hoy se llenará el salón muy temprano -dijo el sinki- ¡y hay que

trabajar...! -Espera Digambara. Debes creer lo que te digo. Los enviados

de Irki Sama van a llegar... -gritó Nala. Pero la advertencia del joven fue desoída por el gigante. Este

fue a la mesa junto a los parroquianos, e iniciaron una exaltada conversación, mientras la mujer que les servía colocaba unas jarras.

Se abrió nuevamente la puerta y otros parroquianos penetraron al salón.

Nala había quedado en medio de la escena con Jnanamurti

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tomada de la mano. Indeciso; cuando sonó la aldaba por tercera vez.

Jnanamurti soltó su mano y se apresuró hacia la entrada. Abrió ligeramente, y entonces una sonrisa apareció en su rostro.

-Me alegra que hayas regresado -dijo a Nala que aparecío frente a ella. Mantuvo su mirada firme sobre el rostro del joven, sin darse al principio cuenta siquiera de la presencia del grupo tras él.

-No repitas todo lo que me dijiste ayer -dijo Nala-. Mejor anda...; ve al sótano y toma la bolsa de oro de tu padre y entrégasela antes que tengamos que salir de este lugar bajo las llamas. ¿Me entiendes?

Jnanamurti lo miró sorprendida. Sintió el rumor de las voces de los parroquianos alegando con su padre y la potente voz del sinki tratando de convencerlos a la lucha.

-¡Aquí está la huella del imperio! -dijo el hombre en aquel instante poniéndose de pie.

Jnanamurti retrocedió unos pasos y desapareció al fondo de la estancia.

-¿Hasta cuándo esperaremos por Irki Sama? -dijo el sinki Digambara-. ¡Unámonos a los virnayas!

-Ya no habrá que esperar mucho más. ¡Aquí están los enviados del dios! -dijo Nala precipitándose al interior.

-Por Sama que me sorprende el hijo del gran profeta. ¿Qué palabras dice en mi casa? Tienes a mi hija por esposa si en verdad tu boca no miente. Hija..., Jnanamurti. ¿Dónde estás?

-¡Ya sé que la tendré! -dijo Nala- y te repetiré mis palabras. La muchacha reapareció en la habitación con la bolsa de cuero

en una mano y una espada en la otro. -Aquí está padre. Ponga usted el oro a su cintura. ¡Tome la

espada! -¡Hija...! ¿qué sucede? Nala hizo un ademán hacia Philip y este se adelantó al interior

develando su rostro. El grupo de hombres que se había puesto en pie, retrocedió; y

hasta el mismo sinki quedó indeciso. -¿Entonces... Kalick Yablum no es un farsante? -Vamos padre, deprisa. Hay que escapar de aquí antes que

aparezca la guardia imperial. Vengan conmigo. Tomemos las armas -dijo la joven a dos de los aldeanos.

-¡Vayan con ella! -ordenó el sinki. -¿Qué está pasando? -preguntó Philip adelantándose al interior. -Si no salimos de aquí, caeremos en poder de la guardia -dijo

Nala-. El durki Alem nos ha traicionado. -¿Cómo lo sabes? -volvió a preguntar el profesor.

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-¡Esto ya sucedió una vez! -dijo Nala. -De aquí nadie se mueve -gritó Ketrox entrando con su grupo y

con la misma hundió el cañón de su pistola en el estómago del joven belya.

La indecisión y el desconcierto prendieron pronto en el ánimo de los presentes.

-Así no, doctor -dijo Philip y saltó hacia Ketrox, golpeándolo en el rostro.

El hombre cayó, y desde el suelo disparo contra Philip. -¡Basta ya! -gritó este y pateó la mano de su adversario. El arma

rodó por el suelo. Helena se lanzó de un salto al frente en una pirueta que la hizo

aterrizar casi de pie sobre los hombros de Dietrix. El corpulento hombretón soltó el fusil y cayó de rodillas, momento en que Nala estrelló una banca en su cabeza, haciéndolo caer sin sentido.

Se produjeron otros disparos de los delincuentes. Sin saber contra quien luchar al principio, el sinki Digambara se

dejó arrastrar por su instinto y golpeó al primero de aquellos a su lado y a otro... y a otro, y fue imitado entonces por los demás campesinos.

Ketrox se arrastraba por el suelo bajo las mesas en medio de la batahola. Encontró su pistola e hizo un disparo hiriendo al sinki Digambara. Boris cayó entonces tras el delincuente tomándolo por el cuello y obligándolo a soltar el arma.

-¡Escapemos! -dijo Nala atrapando a Jnanamurti de una mano y corriendo hacia la puerta. Sin pensar en más, los otros corrieron tras él.

El área frente a la taberna estaba rodeada por la gente que se arremolinaba impaciente.

-La guardia imperial -gritó Nala al salir, llevando consigo ahora, ayudado por Jnanamurti, al sinki herido en una pierna.

Con la escapada y el grito de advertencia, el pueblo se dispersó de inmediato.

Boris, Philip y Helena, el primero armado ahora con la pistola láser, cerraban la marcha en pos de los belyas; corriendo por la calle tras la taberna del sinki, en dirección al templo.

El primer grupo de guardias apareció tras ellos; pero habían llegado ya junto al cerco, saltaron sobre este y muy pronto se hallaron al resguardo de los fuertes muros. Aquella seguridad no sería por mucho tiempo. Si las tropas imperiales deseaban entrar, podrían hacerlo echando abajo las puertas.

A los heridos los condujeron de inmediato a los pasadizos ocultos bajo los cimientos y con ellos fue el sinki Digambara.

Otra vez el joven belya tomó la iniciativa. Dividió a los hombres

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en dos grupos y se fue al frente, por donde el capitán Rudra intentaba ya invadir el lugar sagrado.

-Espera aquí Jnanamurti -fueron sus palabras antes de abandonar la estancia del gran salón.

Y la muchacha corrió hacia la plazoleta interior que ofrecía desde lo alto la más completa vista de la plaza.

Fue un enfrentamiento desigual en todos los sentidos. Los aldeanos el doble de numerosos pero peor armados, contra los soldados, fuertemente armados y con largos años de entrenamiento. El valor de los pobladores de Indi Ya fue arrollador al principio; pero luego fueron incapaces de contener el empuje de las espadas y escudos al frente de los cuales avanzaba su capitán iracundo:

-¡Al templo...; decapitar a los extraños! ¡Decapitarlos a todos! Boris subió a lo alto junto a la muchacha e hizo un disparo de

láser a través de una de las ventanas. Uno de los guardias en la plaza cayó abatido, traspasada la coraza. Aquella riesgosa iniciativa del comandante no podría continuar siendo efectiva bajo el peligro de herir a los propios hombres del poblado, enfrascados en una lucha cuerpo a cuerpo.

Boris decidió salir al frente; a pesar de la intuición que había tenido el joven belya. En fin de cuentas, estaba convencido de que nadie podía conocer el futuro; y dio dos pasos afuera seguido por la joven.

Ya Philip y su grupo tenían vencidos a los guardias al otro lado y acudieron a tiempo como refuerzo y para recoger el cuerpo inconsciente del comandante.

Habían derrotado a las tropas imperiales en el poblado, pero así de rápida como fue la victoria, así mismo deberían abandonar el lugar. Los belyas los guiaron hasta la zona de los bosque de Karen Du y finalmente hasta la mansión de Bharat. El extraño comportamiento de Nala y sus predicciones; unido a las alucinaciones sufridas durante el paso por las ruinas en las cercanías de la aldea, hicieron que la doctora Hung y el profesor comenzaran a ver al joven con cierto recelo; aunque, en definitiva no había nada concreto para juzgarlo negativamente.

Capítulo 48- Indi Ya en peligro. Mientras nuestros amigos y sus guías se alejaban, en el oasis

irrumpían los soldados. -Registren el poblado y tráiganlos a todos -vociferó el capitán

Rudra. Con la presencia de los soldados, las mujeres y los muchachos

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habían corrido a encerrarse; pero luego fueron llevados como rebaño hasta la pequeña plaza frente al templo.

-¿Dónde están los hombres jóvenes? ¿Dónde están los rebeldes y los extranjeros? -inquirió el capitán. Todos se mantuvieron en silencio como resignados a cualquier destino.

La luna estaba por ocultarse tras los montes de Hassur cuando varios soldados, encaramados sobre algunos de los más corpulentos árboles de la plaza, habían instalado ya las cuerdas que servirían para el suplicio.

-¡Hoy no pueden responder al capitán de Hassur! -gritó este y se lanzó de un salto desde la grupa.

El sacerdote samanita adivinando sus intenciones le salió al encuentro.

-Por favor capitán, esta pobre gente no es culpable de nada. Los rebeldes se marcharon desde la última luna sin anunciar su rumbo.

El capitán hizo no prestar atención a las palabras del sacerdote. Metió la mano en una especie de alforja a un lado de la silla de montar y sacó de allí la pistola láser. Sosteniendo el arma a la altura de sus ojos farfulló; casi ahogándose en una carcajada demente.

-¡Veremos a ver si he mejorado mi puntería! Entonces dirigió el arma al pecho del sacerdote; pero al

momento de hacer el disparo, desviola levemente hacia la derecha, de suerte que el rayo apenas rozó el antebrazo del samanita. El capitán hizo el disparo intencionalmente contra el grupo de pobladores a unos cincuenta metros al otro lado de la plaza. El rayo atravesó el pecho de un anciano que cayó al suelo en medio de los alaridos de horror de la gente.

-¡Mi padre desgraciado! ¡Has matado a mi padre! -gritó una mujer saliendo del grupo.

Un soldado quizo detenerla; pero el movimiento de la mano de la mujer desde algún lugar bajo su vestido fue tan veloz, y se proyectó con tal fuerza, que el hombre cayó al suelo fulminado, incluso antes de haber desenvainado la espada. La mujer corrió como enloquecida, manando furia por sus ojos y con el puñal en alto hacia el capitán Rudra.

-¡Maldito asesino! -gritó un segundo antes de que una flecha atravesara su espalda...; y cayó de bruces sobre las piedras que formaban el pavimento.

-¡Hoy desaparecerá este pueblo de ingratos y traidores -exclamó el capitán poniendo un pie sobre la espalda de la mujer-. ¡Eh, ustedes! -gritó entonces a dos soldados-, preparen unas antorchas. Muy pronto se sabrá en el desierto, que aquí hubo un

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pueblo que se alzó contra el imperio. -¡Capitán! no creo que sea interés del emperador destruir este

poblado -dijo el sacerdote imponiéndose a su propio temor-. ¿Dónde abrevarán las bestias y los hombres y conseguirán reposo en la ruta de las caravanas? ¿De dónde se abastecerán las campañas contra los tuarubes del norte cuando se hacen hostiles? Recuerde que este asentamiento, fue el mismo emperador quien lo fundó.

El capitán detuvo el movimiento de su brazo armado y quedó indeciso.

-¡Uuh Pathya...! que bueno saber que después de todo cuidas de los intereses del imperio.

En aquel momento un soldado se les acercó trayendo en sus manos una prenda de vestir masculina, chamuscada por el fuego y con manchas de sangre.

-¿Y eso qué es? -La encontramos en el sótano del templo, capitán. -¡Dígame, yarki Pathya! ¿A estado en algún incendio? -preguntó

el capitán luego de observar la pieza mostrada en alto por el soldado. Su rostro había palidecido un tanto y el tono de su voz se tornó más agresivo. Entonces agregó sin esperar una respuesta del anciano:

-Pronto lo estará si no me dice a dónde huyeron los rebeldes con Jnanamurti y su padre y ese iluso joven de Karen Du.

El sacerdote alzó su voz otra vez insistiendo en el perdón: -Hasta podemos dar una parte mayor de nuestros productos

como impuestos. -¿Dónde está Jnanamurti, la hija del sinki? -dijo Rudra sin

escucharlo. -Pienso que a estas horas en Karen Du -respondió el anciano. -No lo creo -dijo el capitán volviendo el arma hacia el grupo-.

Por Sama que me estás mintiendo, yarki Pathya. La sangre que yo veo aquí es fresca. ¿Dónde está el sinki Digambara?

-Posiblemente en camino a la ciudad -dijo el anciano intentando rectificar sus palabras-. Podemos llegar a un arreglo en oro -agregó, notando la indecisión del capitán en hacer cumplir su amenaza.

El capitán comprendía que devastar el poblado por su propia iniciativa podía ser su ruina como jefe de las tropas en Hassur. Tenía que recuperar su prestigio ya puesto en duda con el fracaso anterior; pero también debía ser cauteloso.

-¡Vengan acá! -ordenó a dos soldados-. Vayan a la taberna del sinki y préndanle fuego.

El yarki Pathya, conociendo las reacciones del capitán, frotó

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suavemente su brazo herido. Estaba casi seguro que de esta forma salvaría a su pueblo. Alzó entonces su manto y desató del cinturón la pesada bolsa de cuero que le entregara el sinki un poco antes, en la habitación oculta bajo el templo.

-Al menos, no todo estaba perdido -pensó. Capítulo 49- En el bosque. La partida de rebeldes dirigidos por Nala instaló el campamento

a la orilla de un arroyo en la espesura del bosque. No fue por azar que llegaron allí. Nala conocía bien los

alrededores de Karen Du. Aquella había sido la zona de sus expediciones de caza en los tiempos cuando aún era un muchacho; cuando podía vagar libre y feliz conociendo la naturaleza de su mundo. Primero en compañía de sus amigos, más tarde, cuando las meditaciones filosóficas comenzaron a ocupar su mente, en compañía de su inolvidable amigo y maestro Neelakantha.

Se estableció con su improvisada tropa en el hogar de las meditaciones; la caverna nombrada así por el viejo sabio. Cuando llegaron, ya Sini Tlan estaba sobre el horizonte y el bosque sumido en roja penumbra. El silencio era roto solamente por melodías y graznidos y el murmullo del suave arroyo.

La caverna era amplia, suficiente como para alojar tropas el doble de numerosas. Su única entrada podía ser obstruida fácilmente con algunos troncos, ramas y rocas, evitando así la molestia de los animales grandes del bosque. A esa tarea se dedicaron finalmente antes que las lunas ascendiesen totalmente dando inicio a las horas del descanso.

Al día siguiente Nala escogió un hombre y salieron ambos a través de las veredas ocultas en la espesura; buscando según él, el camino que los llevaría más pronto a la aldea.

Bharat y los enviados lo esperaban seguramente con impaciencia.

Caminaban por un atajo cuando escucharon galope de bestias por el camino de Karen Du.

-Tratemos de reconocer a esos que se acercan con tanta prisa -dijo Nala, y corrieron entre la maleza en dirección al bordo del camino.

Cuando llegaron, el grupo de jinetes había desaparecido. Sólo el polvo flotaba en el aire.

-Es posible que sean tropas del imperio -dijo su acompañante. -Es posible...; aunque en estos tiempos todos andan

desesperados; como nosotros mismos. Necesitamos llegar a la

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aldea antes del mediodía. -¡De verdad te digo! -dijo el otro-. He andado por este bosque

varias veces y nunca he encontrado la aldea de que hablas. -¡Esto es muy grande amigo! -dijo Nala riendo-. Aún te falta

mucho por conocer. Se ponían de pie para salir de la cuneta cuando el relincho de

una bestia entre los arbustos del recodo los paralizó. -¡Al suelo! -dijo Nala. El animal, uno viejo y cansado perteneciente a los de la especie

semejante al camello de Bactria, avanzaba lentamente con su jinete a cuesta. El jinete, al cual Nala reconoció casi instintivamente como uno de los campesinos de Indi Ya, venía echado sobre el cuello del animal; sostenido más por la opuesta gravedad de Belsiria que por su propio esfuerzo.

-Hay que detenerlo -dijo el campesino. -¡Espera. Pudiera ser una trampa! -dijo Nala-. Dejemos que

pase a lo largo, entonces sabremos si lo siguen. El animal con su paso moribundo, casi agota la paciencia de los

dos rebeldes tendidos entre la maleza, hasta que logró alejarse lo suficiente en dirección a la ciudad. Pero entonces se desplomó con su carga.

-¡Vamos ahora! -dijo Nala, y salió el primero y corrió en dirección al bulto en medio del camino-. ¡Saquémoslo de aquí!

La pobre bestia había terminado sus días; pero el jinete aún conseguía resollar con dificultad. Lo llevaron a lugar oculto entre la maleza, le dieron un trago de licor y lo sentaron contra una roca.

-¿Qué haces aquí, tan lejos de Indi Ya? -preguntó Nala. Con gran esfuerzo respondió aquel: -Las tropas llegaron al poblado... mataron a alguna gente y

quisieron destruirlo todo. Mataron a mi mujer... y salí en busca de venganza.

-¿Viste a esos jinetes? -Si...; es la misma tropa del capitán Rudra. Ese desgraciado

asesino. Estuve a punto de dispararle..; pero ya ni fuerzas tengo para sostener un arma.

-¿El capitán Rudra... y pasó hacia Karen Du? ¡Algo se me ocurre! -dijo Nala pensativamente. Entonces dirigiéndose al campesino:

-¿Podrás esperar aquí? Regresaremos por ti al final de esta misma luna; pero no estarás de balde. Te situaremos oculto junto al camino y observarás... todo movimiento de las tropas del imperio, para que nos digas a nuestro regreso.

Llevaron al hombre a su puesto de vigía. Tendieron la misma manta que traía consigo y pusieron a su lado una vasija con agua y

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un trozo de carne seca envuelto en hojas y algunas frutas; todo oculto entre la maleza.

Capítulo 50- La aldea desconocida. Durante todo el recorrido el aldeano no había dejado de insistir

en la imposibilidad de encontrar una aldea por aquellos parajes, que a su entender eran habitados solamente por árboles y fieras. Cuando Nala se dirigió al suroeste alejándose del camino a Karen Du, y luego de repente retrocedió hacia el norte siguiendo el curso de un arroyuelo, su sorpresa fue mayor.

-No comprendo que tratamos de hacer -dijo en medio de su nerviosismo.

Habían llegado a un grupo de grandes árboles que parcialmente crecían en medio de un pedregal, y por aquel sitio desaparecía el arroyuelo.

-¡Sígueme! -respondió Nala, y se metió al agua avanzando corriente arriba. Poco después llegaban frente al seto que rodeaba la mansión, y Bharat salía a recibirlos con desbordante regocijo y mucha intriga. Los condujo luego al gran salón, desde donde se pueden observar las lunas en su paso por el cenit.

-Ya pensábamos en tu muerte..., desde tu partida en busca de Digambara. ¿Cómo está tu esposa?

-Jnanamurti está bien, y también su padre. Pero dime tu, Bharat. ¿Qué ha sucedido? ¿Dónde están los enviados?

-Tanto tiempo has estado ausente...; tantas cosas han cambiado. Ellos tuvieron que partir con tu padre..., en camino a la ciudad sagrada.

-¿Cuánto tiempo hace? -Muchas lunas. -¿Cuántas, amigo? -Quinientas -dijo Bharat-. Estamos muy cercanos ya a las

noches del yakri ban. Nala quedó pensativo. Alzó su mirada al cielo en busca de Sini

Tlan, a través de los grandes orificios de la roca en el techo. -¡Muy bien! -asintió finalmente-. Ahora quiero decirte...; hemos

estado viviendo en el bosque, en la caverna de las meditaciones..., y tenemos que regresar allá, de prisa.

-No tan de prisa, joven Nala. Tengo una sorpresa para ti -dijo mientras daba órdenes a uno de los sirvientes. Unos minutos después, dos jóvenes aparecían en lo alto en uno de los balcones de roca.

-¡Que bueno verlos! -dijo Nala alzando los brazos, mientras ellos permanecían sonriéndole en silencio-. ¿Cómo llegaron hasta aquí?

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-preguntó asombrado. -Casualmente vimos al amigo Bharat husmear por el mercado;

esperando tal vez por alguien, se nos ocurrió pensar -respondió el que parecía más joven agregando-: luego lo vimos salir en compañía de tu anciano padre por la puerta del sur. Esto nos sugirió que algo inusual estaba ocurriendo; y como no te despediste al partir en tu última expedición a la montaña...; y se escuchaban además tantos rumores acerca de Kalick Yablum. Nos habíamos enterado también de la revuelta por el Indi Ya...; así que decidimos escapar antes que la leva a las minas nos atrapara, y tuvimos suerte. Alcanzamos a Bharat y a tu padre por el camino que conduce aquí.

-¡Pero bueno! ¿Qué hacen allá encima? -dijo Nala-. ¿No bajarán para que les de un abrazo?

En unos cuantos saltos habían descendido los escalones. -¿Cómo están las cosas por la ciudad? -preguntó Nala después

del fraternal saludo. -Se escuchan rumores y comentarios..., ya sabes. Pero las

autoridades tratan de confundir a la gente. En realidad, nadie sabe de cierto que está ocurriendo -dijo el mayor al que nombraron Nageshvar.

-La realidad es que la rebelión ha comenzado -dijo Nala-. En el primer encuentro derrotamos a las tropas. Ahora nada nos detendrá, saben. El maestro Neelakantha murió; pero él nos enseñó como hacer la lucha.

-Si, también supimos que tu hermana desapareció -continuó el joven de la ciudad.

Nala bajó la cabeza con pesar; y entonces, como tratando de remover toda pasividad de su espíritu, golpeó con su puño la cruz de la espada.

-Amigos, la lucha nos espera. Hay hombres aguardando por nosotros en los bosques de Karen Du. Tal vez ustedes nos ayuden a cargar con algún armamento que el amigo Bharat nos ha ofrecido.

-Para eso y para la lucha misma hemos venido -dijo el otro de los jóvenes.

-¡Muy bien...! Llevaremos con nosotros todo lo que podamos. ¡Pero tú ven conmigo, amigo! Necesito hablarte -dijo dirigiéndose a Bharat.

Fueron hacia la sala contigua mientras el campesino y los dos jóvenes de la ciudad seguían a los sirvientes por un largo y oscuro corredor de roca.

Cuando quedaron solos: -Supongo lo que me quieres decir.

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-Si amigo, además de las armas que disparan dardos y de nuestras propias espadas, ha llegado el momento de usar el arma secreta del maestro Neelakantha. Ya sabes Bharat, es algo muy peligroso que nadie deberá conocer jamás como crearla. Si he decidido usarla es sólo para conseguir un orden justo en el mundo y solamente para eso. Habrá que evitar que un día caiga en poder de mentes torpes o malvadas. Pon un poco de ellas en un saco que yo las llevaré conmigo. ¡Y a propósito! ¿Sabrán ellos como llegar aquí?

Bharat le puso una mano en el hombro y negó con la cabeza. Dijo entonces:

-No te preocupes. ¡Sé que mi casa es nuestro último refugio! Poco después partían por los senderos del bosque. Al llegar al

recodo en el camino de Karen Du hallaron al campesino vigía, ya recuperado del hambre y la fatiga que lo agobiaran; pero medio muerto de dolor y angustia.

-¿Ha pasado alguna tropa? -le preguntó Nala. -Solamente dos patrullas; pero no la gente de Rudra. -Pienso que el capitán Rudra va a demorar, y su paso será

lento. -¿Crees que anda a la caza de jóvenes? -preguntó Nageshvar. -Sin dudas; pero haremos lo siguiente. ¡Tú quédate conmigo!

Las armas todas se quedarán aquí. Ustedes dos llevarán al amigo herido hasta la caverna. Al llegar allá, pónganse al frente de los que estén dispuestos a la lucha y regresen a este punto a toda prisa. Levanten a todos los hombres aunque estén durmiendo. Los estaré esperando antes del plateado nacimiento de Sini Tlan.

Capítulo 51- Los secretos de Nala. El pesado saco, que a pesar de eso Nala no había permitido

que otros lo tocasen durante la media jornada hasta el recodo en el camino de Karen Du; ahora sería abierto con gran cuidado ante la curiosa mirada de su compañero. No obstante haber compartido desde niños muchas aventuras y azares de la vida, Nageshvar veía siempre en Nala a un joven diferente.

Diferente a los demás tanto como consigo mismo. Un día serio y silencioso; al siguiente alegre y amigo de las bromas. Luego impulsivo y hasta colérico; pero siempre rodeado por un halo de misterio y de poder.

Parecía que en su cabeza albergaba ideas inasequibles a la comprensión del resto de los humanos. Algunas veces hablaba de cosas tan ínfimas como el tiempo y el espacio; de como volar a una estrella o de seres del más allá, diferentes de los dioses.

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Ahora, ante su mirada ansiosa, procedía a abrir el saco. -Lo que vas a ver debe ser un secreto eterno entre nosotros. Es

la única promesa que te pido. -Prometido -dijo Nageshvar, tan serio como él. Y el saco fue abierto. Su contenido eran solamente pedazos de

tallo, de la misma planta que se usa diariamente para edificar los techos. La mismo que, según se dice, usan los marinos en el mar Bulev para construir sus balsas.

La seriedad de aquel secreto para Nageshvar pareció ridícula; y hasta tuvo ganas de reír; pero se contuvo finalmente.

-¡Dime qué es! -¿Te parece estúpido verdad...? pero debes tener mucho

cuidado. No lo golpees ni lo dejes caer. Son algo parecido al rayo de la ira de los dioses. Colocaremos algunos de estos a lo largo del camino. ¡Ven conmigo!

Cuando la tropa de rebeldes llegó al lugar, aún no se había disipado en el cielo el intenso tono rosáceo que precede al nacimiento de Sini Tlan. Todo estaba en silencio. Nala y Nageshvar habían concluido su estratégico plan de ataque y ahora yacían ocultos tras grandes rocas a la orilla del camino junto al recodo; medio dormitando, medio en vela.

Se escuchó entonces un intenso silbido semejante al batir del devorador de rocas; pero mucho más intermitente, y esto le hizo conocer que su gente estaba allí.

Nala saltó sobre sus piernas y apartó a un lado las ramas que le impedían ver hacia la espesura del bosque, de donde ahora partía aquel sonido.

El fuego a su lado, prendido desde hacia varias horas apenas palpitaba entre unas ascuas que se apresuró a reavivar con pequeñas astillas de kalkuprés; el árbol de luz, una de cuyas especies disipa la niebla.

-Levántate Nageshvar. Nuestra gente ha llegado. Nala salió de su escondite al encuentro del grupo en un

pequeño claro hacia el interior de la floresta. Solamente el joven de la ciudad y el campesino que lo acompañó a la aldea salieron a su encuentro desde la espesura.

-¿Cuánta gente vino con ustedes? -Veinticinco, Nala. Sólo los heridos y las dos mujeres quedaron

en la caverna -dijo el campesino. -¡Está bien! Ahora de prisa, que me sigan todos. El hombre ondeó su brazo y al momento el resto del grupo se

hizo presente. Fueron distribuidos a lo largo del camino a ambos lados, hasta llegar al recodo. La mayoría armados de arcos y espadas.

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Los pobladores de Indi Ya conocían bien los movimientos de Rudra y su tropa, ya que los soldados y hasta el propio capitán acostumbraban a visitar la taberna, y allí en sus comentarios revelaban a los oídos atentos de los campesinos los movimientos de la tropa.

Ya se ponían impacientes cuando uno de los hombres apostados en la avanzada, llegó corriendo con la noticia:

-Se aproximan tropas del imperio. Un rato después apareció la columna como de quince hombres,

maniatados a la espalda y escoltados por más de cuarenta soldados; la mitad de ellos sobre bestias. Avanzaban lentamente por la pendiente.

-Era fácil de imaginar -dijo Nala en comentario con el campesino y el joven de la ciudad-. Pretenden llevar a ese grupo de hombres a las minas; pero esta vez no se saldrán con la suya. Cuando los soldados que marchan al frente lleguen a nosotros, comenzaremos el ataque.

-¿Nosotros tres solamente? -preguntó el joven. -¡Ya verás como lo hacemos! Ustedes cúbranme con disparos

de arco si es necesario. Dos minutos después, toda la columna quedó dentro del área

cubierta por los rebeldes, y Nala prendió las mechas de los tubos de tallo que previamente habían tendido a los lados del camino. Las mechas eran largas trenzas como de dieciocho pies, elaboradas con fina fibra del árbol de fuego. La llama en la fibra devoró con rapidez la mecha hasta llegar a los tubos; precisamente después que los primeros hombres pasaban junto a ellas.

Estos vieron tal vez algo extraño, se sintió el olor del azufre o escucharon crujir una rama. Hubo un movimiento de retroceso en la vanguardia... y gritos de alarma; pero al momento varias explosiones casi simultaneas sembraban el caos en medio de la columna. Soldados y prisioneros corrían a diestra y siniestra en total desconcierto. Entonces los dardos lanzados por los rebeldes desde ambos lados del camino terminaron de cundir de pánico a la tropa.

Casi de inmediato los prisioneros todos se dieron cuenta de que aquel era un ataque de los rebeldes a favor de ellos mismos, y sin tener un plan previo algunos optaron por echarse al suelo para cubrirse de las flechas que surgían de todo punto entre la maleza del bosque. Otros optaron por correr precisamente hacia la espesura, y esto último fue lo más apropiado.

Como venían atados con cadenas en grupos de tres, la mayoría de los grupos llegó a la espesura y pronto los soldados se vieron casi sin amparo en medio del camino. Fue entonces que los

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rebeldes se lanzaron al combate directo a punta de espada. En medio de la columna unas quince bestias obstruían el paso

entre los combatientes y entre ellas apareció el capitán Rudra blandiendo la pistola láser. Hizo varios disparos, hiriendo entre otros a sus propios hombres y bestias, al tiempo que trataba de salir a un lado del camino.

En aquel instante Nala vio el rostro del durki Alem alejarse en pos del capitán. Retrocedían a todo galope hacia Karen Du. La victoria se definía cierta para Nala y sus hombres, cuando el joven caudillo se lanzó tras ellos.

Al llegar a la encrucijada seguido por el comerciante de Hassur; el capitán no pudo tomar el camino de la ciudad. Inesperadamente varios hombres armados le salieron al encuentro. Al frente de ellos el campesino Bharat, que reconoció inmediatamente a Rudra.

-¡Alto ustedes! -gritó. Ambas bestias con sus jinetes fugitivos se arremolinaban ahora

en medio del camino. Los hombres que venían con Bharat desenvainaron espadas;

pero el capitán, haciendo caso omiso de la advertencia, alzó la pistola e hizo un disparo contra el grupo. En aquel momento Nala se acercaba a todo galope y el capitán se volvió sobre su grupa y disparó contra él, haciéndolo caer con todo y bestia.

-Dejen el camino libre o los termino como aves de carroña -gritó el capitán enardecido.

Nala se puso en pie... y fue seguido con mirada cautelosa en cada uno de sus movimientos.

-¡Entrégate capitán! -dijo el joven recogiendo su espada-. Ya no queda mucho tiempo a la tiranía de Kiris Albrum.

-No viste acaso la señal del cielo anunciando el fin -agregó Bharat tratando de ser persuasivo.

-¡Apártense! -gritó otra vez el capitán amenazando con la pistola, y enseguida lanzó la bestia contra el grupo que impedía su paso; pero una daga, lanzada por el comerciante de Hassur, golpeó traidoramente su espalda.

La bestia que montaba se encabritó y el capitán cayó agonizante. El durki Alen no perdió un segundo. Descendió lo más aprisa que le permitía su dilatado estómago y arrebatando la pistola que el capitán aún mantenía aferrada en su mano, la dirigió contra el grupo.

-Quietos todos, que nada a cambiado -dijo al tiempo que desataba del cinturón de su víctima la bolsa con el oro que este había obtenido como pago por perdonar a Indi Ya.

-¡Ve con ellos...! y con mucho cuidado -demandó entonces de Nala.

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Hecho esto; subió a la bestia, dispuesto a partir con su doble trofeo.

-Ahora dejen libre el camino -dijo apuntando a Nala con el mortífero artefacto.

-De aquí no saldrás, traidor -gritó este avanzando decididamente.

El durki Alen estaba a punto de cumplir su amenaza, en el momento que algo llamó la atención de todos a la orilla derecha del camino entre la vegetación.

El durki desvió el arma en busca del sitio desde donde había partido un crujir de ramas, justo al instante en que una flecha hendía el espacio atravesando luego su garganta.

El avaro y traidor comerciante de Hassur cayó sobre el cuello de la bestia y rodó junto a su propia víctima. El capitán terminó también expirando.

Para sorpresa de los rebeldes, el sinki Digambara saltó al camino.

LIBRO TERCERO Capítulo 52- La amenaza del imperio. El imperio había sido derrotado en la vieja capital; pero de un

momento a otro poderosas fuerzas podrían caer sobre la región de Irki Sama y aplastar la rebelión y destruir la ciudad. Después de la visita al laberinto habían conocido del peligro que pendía sobre la base misma de la civilización belsevita.

El imperio Kiris Albrum podía estar preparando en aquel instante su revancha.

Tras la discusión entre Philip y el comandante se había decidido, más por balance de las circunstancias que por acuerdo humano, que la única alternativa para consolidar el triunfo sería abrirse paso hacia el Lothal en el menor tiempo posible.

Indradevi, con el apoyo de las huestes virnayas, quedó al frente del gobierno de la ciudad; mientras nuestros amigos partían abandonando Irki Sama por el camino del este.

El anciano Narada en el asiento trasero del vehículo conducido por el comandante, continuaba siendo el guía a través de las regiones más desoladas del imperio.

Al partir, la niebla era baja y espesa y cubría la distancia a través de los campos de cultivo y las numerosas aldeas. Les parecía volar sobre las páginas desgastadas de un viejo cuento de hadas.

La región entre Irki Sama y Nagaev era la más poblada del imperio, irrigada por numerosos arroyos, afluentes del Hidra y del

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Indi Ya. Subiendo por el camino de Hassur, como habían acordado

hacer a sugerencia del anciano, pronto se dieron cuenta que el espíritu de Kalick Yablum precedía sus pasos también por aquella zona.

Llegaron a la aldea de Hidra Ma, en una larga faja de terreno donde el camino va serpenteando a lo largo de la ribera izquierda. El río formaba un extenso valle que se ensanchaba hacia el sur hasta las costas del mar Bulev. Pero la aldea estaba en el extremo norte del valle, en el lugar donde el Hidra formaba una cuña al dividirse en dos. Al de la izquierda, los habitantes lo nombraban Hidra Ya; al de la derecha, Hidrasta.

Era un poblado erigido alrededor de una colina y la gente que atendía con afán los campos corrió a presenciar la llegada tan esperada de los enviados de dios. Ellos continuaron como un disparo a través de la aldea. Ascendieron hasta la colina donde todo el pueblo comenzó a seguirlos con la esperanza de escuchar noticias sobre el nuevo reino que se avecinaba.

Philip pudo hablar unos minutos ante el éxtasis de los creyentes mientras Sini Tlan descendía a sus espaldas. Aquel momento era pleno amanecer para los pobladores. Aunque el sol estaba allí eternamente, casi en el cenit, el movimiento de las lunas era lo que marcaba el comienzo y fin de los días, con sus acentuados cambios de colores. Se escuchó un ruido por el oeste.

Las miradas se volvieron al otro extremo, por encima de la aldea hacia el camino de Hassur que se perdía zigzagueante entre las colinas. Enseguida nuestros viajeros descubrieron el motivo de la inquietud entre la gente.

Una columna de la guardia imperial se acercaba a paso redoblado.

-¿Qué hacemos? -preguntaron a Philip, que de hecho se había convertido ya en el máximo líder de la rebelión.

Él observó un momento a través del binocular. -¡No sé! ¿De dónde habrán salido? -dijo entonces-. Pero no

dudo que estén planeando algo malo contra el pueblo. -Son tropas venidas desde Kiris Albrum -dijo el anciano. Philip se dirigió entonces a la multitud de aldeanos que se hacía

a cada instante más presa de la inquietud...; y con algunos gestos de manos les pidió calma.

Desde la colina se dominaba el panorama de los campos de cultivo en una vasta extensión sobre el horizonte, y pronto vieron aparecer tras la columna de infantería, una larga columna de tropa montada que avanzaba al trote.

-Me siento responsable por esta gente que yace allá debajo -dijo

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Philip-. ¿Qué me aconsejan? -¡Que se cumpla lo que está escrito! -dijo el profeta sin titubear. Philip montó decidido sobre el vimana; y mientras los otros lo

observaban, hizo que el cañón de láser apuntase a la tropa. Cuando el colimador en la pantalla entró en posición cero,

oprimió el disparador y la energía liberada impactó en forma de una bola de fuego entre la vanguardia de la infantería.

En un segundo la tropa se dispersó, dejando muchas bajas sobre el camino. Los sobrevivientes corrían por los campos cercanos, muchos abandonando sus armas. La tropa montada que casi les daba alcance se detuvo entonces y retrocedió hasta desaparecer tras una ondulación del terreno.

-Esperemos que esta vez reaccionen sensatamente -dijo el profesor.

-No creo que la sensatez asista a alguien por esta zona, profesor..., y menos ahora que temen el dominio del imperio se venga abajo -dijo Boris con ironía.

Los fieles que habían observado aquel milagro volvieron sus rostros al otro extremo del panorama que tenían debajo, más allá de la aldea. A través de los rojizos campos se aproximaba otro grupo de jinetes.

Philip hizo girar su vimana repentinamente, situando el cañón en dirección a la inesperada tropa; pero ya era difícil hacer un disparo sin arrasar con las casas o con la multitud que se aglomeraba frente a ellos.

-¿Qué hacemos? -gritó otro vez. Boris saltó sobre su vehículo disponiéndolo para la marcha. La gente del pueblo, viendo la reacción de aquellos en quienes

debía confiar, fue muy pronto agobiada por el temor y echó a correr, dispersándose atropelladamente por la pendiente. Cada cual trataba de encontrar refugio o proteger algún interés. La tropa que avanzaba se detuvo al llegar a las primeras callejuelas, observando la extraña escena que se producía en lo alto.

Boris tomó el binocular y escrutó cuidadosamente a los recién llegados.

-¡Alto Philip! Se trata en realidad de Nala y Jnanamurti al frente de los rebeldes.

Un rato después se dieron cuenta del apuro en que andaban metidos sus amigos. Eso fue cuando vieron aparecer la tropa imperial por el mismo lado de Benizar. Venían aplastando los sembradíos y haciendo sonar el bronce. Venían indudablemente tras ellos. Nala y su grupo continuaban indecisos, quizá pensando que la gente de la colina era el enemigo.

-¡Adelante Boris! Hay que acudir a ellos.

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Y bajaron cuidadosamente los tres vimanas entre la dispersa multitud. Cuando llegaron al campo, ya los perseguidores habían invadido la aldea.

Nala hizo varios disparos sin precisión con la pistola de rayos tratando de detenerlos, al tiempo que retrocedía con su gente. Lo único que consiguió fue prender fuego en algunas viviendas.

Boris pasó junto a él gritando: -¡Salta! Y el joven se echó de cabeza en el asiento trasero junto a su

padre. Por un momento quedó con las piernas fuera, mientras Boris continuaba acelerando la máquina. Los rebeldes se habían retirado al otro extremo de la aldea guiados por Digambara.

-¿Y ahora? -preguntó Nala en medio de la confusión. -Trata de no caer -dijo Boris buscando precisión para sus

disparos. Entraron por una calle ancha, recta y en declive, con muchas

lajas que servían a manera de pavimento. Al momento se dieron cuenta que Philip iba junto a ellos contra la tropa que se adelantaba al galope. Los aldeanos espantados se encerraban en sus cabañas, como si aquello bastase para librarlos de la furia del encuentro, y en parte habían acertado.

Boris hizo un único disparo que golpeó fuerte, estallando la bola de fuego entre el numeroso grupo de hombres y bestias. Luego pasaron por encima sin detenerse y dieron la vuelta sobre los cultivos. Al ellos alejarse los guardias se reagruparon y comenzaron a invadir e incendiar viviendas.

-Vayamos contra los de Hassur -gritaba Philip-. Tal vez sea esa la tropa del capitán Rudra.

-No es posible -dijo Nala, blandiendo en alto la pistola láser-. El capitán Rudra murió en manos del durki Alem.

-Volvamos atrás... y libremos a esa pobre gente -dijo entonces el profesor.

Y se lanzaron de regreso calle arriba al encuentro del enemigo. Los guardias envalentonados daban muerte a los aldeanos a filo

de espada. Era una locura en aquel instante disparar con el láser de los vimanas. Detuvieron las máquinas y echaron pie a tierra dejando al anciano allí.

-¡Dame la pistola! -dijo Boris tendiendo su mano a Nala, y avanzando luego resueltamente al combate seguido por Philip, Helena y el joven belya. En aquel momento se les unía el pequeño grupo de rebeldes con el sinki Digambara.

Los campesinos se defendían y sucumbían tratando de proteger a sus familias de la masacre. Algunas casas se consumían entre las llamas. Boris fue quien primero irrumpió en la escena con

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disparos certeros y a corta distancia, y tras él Nala y Digambara y el resto de los hombres. El humo agregaba más confusión y angustia a los gritos de los heridos y al chocar del acero. Los soldados emprendieron pronto veloz retirada, y una choza se derrumbó envuelta en fuego. Detrás de las llamas se escuchó un grito:

-¡Atrás, atrás! Y un guardia apareció entre la humareda con Jnanamurti

atrapada por el cuello. Nuestros amigos quedaron paralizados, y se detuvo la

persecución que apenas iniciaban contra el enemigo. Philip avanzó unos pasos hacia el oficial. -¡No le hagas daño! Déjala libre y te dejaremos ir con tu gente. -No me atraparán -gritó el hombre enloquecido. -Acepta la oportunidad que te ofrezco. Si le haces daño, nunca

lo lograrías. -Escaparé con ella -dijo el hombre y comenzó a retroceder

arrastrando a la joven consigo, con la espada en alto en su diestra. Muy cerca de los escombros, una mujer herida había

conseguido ponerse en pie; una mano en el vientre ensangrentado y en la otra una vara humeante. Apareció tras el oficial. Este se dio cuenta al escuchar un quejido y se volteó de repente a ella, dejando a Jnanamurti en el suelo; pero su acción resultó tardía. La mujer moribunda, clavó la vara ardiente en el estómago de su asesino y consumó su venganza. El grito estentóreo del soldado y la liberación de la joven hizo que al instante todos se lanzaran hacia el lugar y Nala alzó su espada contra el oficial; pero su golpe se contuvo al ver como este caía de rodillas, y luego de bruces, retorcido de dolor.

Capítulo 53- Una decisión de Brian. Control, control. ¡No más sorpresas! Los tendré bajo mi control. Mientras los acontecimientos de la rebelión se desarrollaban

furiosamente en territorio del imperio; a bordo de la Orión el resto de los tripulantes con el capitán Brian al frente intentaban recuperar el mando de la nave.

Había sido afortunado el capitán en su elección, aún cuando no fue fácil para él mantenerse parcialmente aislado por varios meses en el hangar. Su primer contacto había sido con Karl a través del transmisor de radio, tres días después del descenso del trasbordador.

-Tengo un plan -le dijo al piloto. -¿Qué podemos hacer, capitán?

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-Continuar eliminándolos uno a uno. ¿Cuántos tú crees que son?

-Doce con Mack. -¡Muy bien! La base de mi plan es la siguiente -dijo Brian-.

Utilizaré sensores para tenerlos localizados constantemente a través de la señal de sus collares. Ya localizados buscaremos la forma de neutralizarlos; pero para eso necesitaré de ustedes.

-No siempre será posible mantener contacto por radio, capitán. Mack permanece hora tras hora junto a los controles; y sabe usted..., parece ser un buen piloto.

-Ya buscaremos la forma de eliminarlo el primero. ¡Pero dime Karl! ¿Has recibido señal de Boris?

-No capitán. Al parecer no han tenido la oportunidad de hacerlo, y es mejor que así sea; al menos por el momento. Aquí en la sala de comando el tal Mack apenas se separa de los instrumentos y descubriría que los nuestros poseen un transmisor...; pero ya se tendrá que agotar un día. Le diré algo más, capitán. Ketrox se ha comunicado varias veces con su gente y por lo que hemos podido saber, el descenso fue todo un éxito. Han encontrado gente allá debajo.

Brian había estado durante la conversación sentado en el suelo y recostado contra la puerta de un armario de escafandras y trajes espaciales. Desde allí podía ver con antelación cualquier movimiento en el vestíbulo del hangar y esconderse a tiempo. A diez pasos de él estaba la escotilla al primer nivel; la única vía de escape segura en caso de emergencia.

-¡Gente allá debajo! ¿Qué quieres decir? -Humanos capitán. -La verdad que no comprendo; pero lo importante es que ellos

están bien. Ahora me retiro. Tengo cosas qué hacer. Siempre que tengas la oportunidad me llamas.

-Le ruego que se cuide -dijo Karl desde la sala de comando e interrumpió la señal.

Capítulo 54- A la ofensiva. Brian ascendió por la escalera en la escotilla al primer nivel. Era

bien difícil moverse por la nave sin ser descubierto, y era imposible saber porqué lugar se movía o en qué lugar se encontraba cada uno de los doce delincuentes.

Habían pasado meses desde que el trasbordador espacial Génesis descendió a Belsiria y ya la impaciencia lo agobiaba; tanto por su suerte y la de sus compañeros a bordo de la Orión, como por la suerte de Boris, Philip y la copiloto Hung. Verdad es que un

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plan había venido madurando en su mente varias semanas atrás; pero era difícil coordinar cada paso a seguir por si solo, o dependiendo de la ayuda escasa que le podían brindar los otros miembros de la tripulación.

Mack ahora al frente de los facinerosos había organizado un riguroso control a bordo; sin comprender que ellos mismos se encontraban en el paso más difícil del plan diseñado por el malvado Ketrox. La astronave se acercaba cada día más y más a su propio fin.

Brian necesitaba llegar hasta el taller de instrumentación. El camino más seguro sería en dirección a la sala de reactores, y hacia allí se encaminaba ahora.

Al llegar al pasillo principal se detuvo, antes de incorporarse a el; asomó su rostro y observó cuidadosamente a ambos lados. Luces verdes lanzaban en aquel instante señales intermitentes a lo largo de sus dos paredes. Estaba sombrío y silencioso; pero no debía confiar. Sabía perfectamente acerca de las salas y corredores que daban acceso a este, y aquel conocimiento era como una advertencia de los peligros latentes a lo largo de los veinte metros que debería salvar.

Tomó aliento por unos segundos y entonces se lanzó a la carrera confiando en su propia suerte, y le fue bien esta vez. Logró alcanzar el próximo corredor que va directo a la sala de reactores. Allí estaba la pequeña puerta de vidrio y ribalita. Ahora sólo necesitaba saltar sobre los pocos metros que lo separaban de ella.

Hasta aquel momento no había visto a nadie. Nada se movía; pero allá a su izquierda a otros sesenta metros estaba el corredor central del primer nivel.

Después que él mismo había conseguido eliminar a dos, aquel corredor era transitado frecuentemente por patrullas de hombres armados. Quizá ahora que una parte de ellos había descendido con el doctor Ketrox, el pasillo se hallaba menos vigilado. Pero debía ser cauteloso. Una aparición inesperada podría echar a perder todos sus planes.

Mientras estaba pensando en que se diera tal posibilidad a lo largo del corredor central, dos hombres armados se acercaban en la dirección opuesta. Brian corrió hacia la puerta sin saber del peligro.

Sin pérdida de tiempo atrapó la manivela. Le dio un giro brusco a la derecha y empujó.

-¿Cómo puede ser...? ¡Maldición! Estaba atrancada. Brian no sabía que en pocos segundos

quedaría expuesto a la vista de los hombres que se acercaban a la confluencia de ambos pasillos.

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Golpeó con un hombro y afortunadamente la puerta cedió al empuje. Cayó al suelo de bruces y a continuación sintió ruido de pasos que se acercaban a la carrera. Sin perder un segundo penetró al corredor lateral, sacó la linterna e iluminó su trayecto a lo largo, cerrando luego la puerta. Encontró la entrada al extractor de aire. Se echó al suelo y penetró a través de la estrecha escotilla.

Comenzó a gatear a lo largo del túnel. No era la primera vez que hacía este recorrido y sabía bien a donde lo conducían aquellos vericuetos entre los pisos y las paredes de la Orión. En cinco minutos llegó al final.

La escotilla de entrada estaba cerrada. Presionó suavemente y esta cedió al empuje. Profunda oscuridad imperaba en el taller de instrumentación. Allí se sentiría a gusto. Como ingeniero de a bordo aquel era su puesto de trabajo.

Chequeó con la luz de la linterna hacia el interior. Al parecer todo estaba en orden. Suspiró profundo y penetró arrastrándose y cerró, sin olvidar colocar el seguro. Todo lo que necesitaba en su plan de combate debía estar allí.

Se sentó a su mesa de trabajo y de una palmada prendió las luces del taller.

Estantes, mesas, instrumentos, estaban en su lugar. Lo único que parecía no estar en orden aquel instante era su brazo izquierdo. Se había vuelto a lastimar con el ejercicio a lo largo del túnel; pero no emitió un solo quejido. Su destino era sufrirlo en silencio. Se dedicó mas bien a pensar en Helena por unos minutos. Extrajo una píldora de un pequeño frasco y la tragó en seco.

-Ahora a trabajar -se dijo, y enseguida se puso en pie. Lo primero fue tomar posesión nuevamente de su computadora

personal. Para esto oprimió los dígitos de la clave electrónica en la puerta

de la caja de seguridad situada contra la pared izquierda. Era su rincón de intimidad. Abrió la puerta con lentitud. Allí estaba a la vista la maleta conteniendo su mas preciado instrumento de trabajo. Antes de tomarla fue a un estuche de donde extrajo un disco y agradeció a Dios en lo mas íntimo de su ser porque los delincuentes no habían intentado penetrar por la fuerza a su taller.

Entonces tomó la maleta y la puso sobre su mesa de trabajo. Levantó la tapa. Al instante la máquina comenzó a funcionar y Brian colocó el disco en el conductor de lectura. Se recostó a su asiento para disfrutar por otros segundos de las imágenes, las cuales no estaba seguro de volver a ver.

Primero sus padres, un año antes del terremoto de San Francisco. Fue la navidad más feliz de su vida. Después sus hijos

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María y Johann y su ex... a lo largo de la playa. Aquel cálido lugar en la Tierra que tanto disfrutaran.

Vinieron luego las imágenes del espacio. Los muchachos nunca habían estado en Marte y era lógico que lo disfrutaban; pero Rebeca aparecía amargada durante toda la película. Se le ocurrió pensar que su estado de ánimo se debía a que estaba extrañando a su novio. Para Brian pensar en eso le resultaba aún doloroso.

El capitán oprimió una tecla e hizo correr las imágenes. Apareció en la pantalla aquella corta estancia en L4 donde se reencontró con Helena, y que hizo que su vida comenzase a cambiar desde aquel instante. Detuvo el disco y puso fin a sus recuerdos.

El taller de instrumentación sería ahora su base de operaciones. Alzó la pequeña antena y comenzó tratando de conseguir la

frecuencia. Los collares magnéticos que los delincuentes traían consigo desde la prisión en Marte habían sido diseñados para emitir una señal de radio de larga longitud de onda. En cualquier lugar que estuviesen ocultos, podrían ser detectados y ubicados a través de aquella señal. Era para ellos mortalmente imposible separar el artefacto de sus cuellos. Esa había sido una de las razones principales del plan de escape al espacio interestelar; pero ahora él los haría caer en la trampa. Al menos esa era su esperanza.

El doctor Ketrox y sus hombres sabían que en cualquier lugar de la Tierra o Marte en que trataren de ocultarse corrían siempre el riesgo de ser localizados desde el espacio por los satélites artificiales. De aquí les vendría la idea de conseguir total libertad interponiendo espacio entre sus cuellos y los sistemas de rastreo. Secuestrando la Orión y huyendo del sistema. Lo habían conseguido y ahora le tocaba a él; capitán Brian, poner a los peligrosos delincuentes nuevamente bajo control.

Capítulo 55- Gobernador y primer visir. Mientras eso trataba de hacer; en un profundo calabozo de la

fortaleza imperial de Kiris Albrum, algo muy distinto estaba sucediendo.

Un rugido mezcla de humano y salvaje rompió el silencio. Luego un gruñido seguido de un tropel de golpes y el ruido de alguna vasija rota contra la sonora piedra del piso.

Entonces un chirrido seco y recio de metal y un rayo de luz penetraron hasta el fondo de la estancia. Una sombra encorvada descendió los escalones y al momento, desde ambos lados del pasadizo acudieron dos guardias con antorchas de kalkuprés

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iluminando los pasos del primer visir del imperio. Su rostro era indescriptible a la temblorosa y débil luz de las antorchas; pero su figura era perfectamente reconocible como perteneciente a un ser humano.

El visir no se detuvo frente al oscuro hoyo de sombras lleno de gruñidos y lenguaje incoherente, sino que prosiguió a lo largo del pasadizo hasta la celda iluminada con dos antorchas al frente.

Al detenerse allí y observar su presencia, un hombre saltó desde el fondo de la celda como incrustándose en los barrotes de bronce, el desespero en su rostro. El visir no se acercó a la reja. Permaneció al otro extremo junto a la pared, cubierto su propio rostro por una capucha negra.

-¿Su señoría ha conseguido algo más benigno para este fiel servidor del reino? -dijo suplicante el encarcelado; con las manos aferradas a los barrotes.

-Su majestad no estima fiel al que deja arruinar sus intereses y escapa de su deber -dijo la sombra-; pero querías un juicio y lo tendrás.

-¡Oh gracias su señoría! Muchas gracias. Recuerde. Aún puedo ser muy útil al gobierno.

-Cuando Sini Tlan esté en el cenit, lo tendrás; pero no te hagas muchas ilusiones,

gobernador -dijo el visir. Entonces dio media vuelta y escapó a lo lejos entre las

sombras. Al llegar junto a los escalones se detuvo y escrutó por un

instante hacia el profundo agujero. -Cuando llegue la hora, traedme también a uno de estos -dijo al

guardia. Capítulo 56- Por el control de la Orión. El capitán Brian lo había conseguido y saltaba de alegría con su

éxito. Comenzó a contar cada vez que sonaba un clic con cada punto rojo que aparecía en la pantalla. Uno... dos... tres...

Frente a él tenía el plano estructural de la Orión. Necesitaba sólo ampliar la imagen centrándola en cualquier lugar o moverla arriba o abajo, a derecha o izquierda para obtener los diferentes puntos en planos de mayor escala. Un momento después habían entrado todos, menos uno. Entonces se dio cuenta que Mack no poseía el collar; era el único que no lo poseía.

Brian suspiró con alivio. Tenía bajo su control a la mayoría de los delincuentes.

En aquel momento dos se hallaban en la sala de comando, uno

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aparentemente echado en su litera en el área de reposo, otro de guardia se movía lentamente a lo largo del corredor central del segundo nivel. Dos patrullaban el primer nivel y se movían en aquel instante en dirección a la sala de reactores. Otros dos patrullaban el tercer nivel. Dos se hallaban en el comedor y uno en el departamento de medicina y antropología, tal vez en consulta con el doctor.

Muy bien. Sólo el malvado Mack estaba fuera de su control. Brian pasó más de cuatro horas estudiando la conducta

ambulatoria de los delincuentes. Aquello fue muy útil porque a través de los movimientos de los once puntos pudo llegar a conocer la más probable ubicación de Mack a cada instante, así como la de varios otros.

El forzudo que se decía especialista en artes marciales pasaba muchas horas de su tiempo libre en el gimnasio; el bebedor trataba de ocultarse en los lugares más solitarios, mientras dos de ellos rondaban incansablemente por el comedor. A partir de estos datos Brian llegó pronto a elaborar un diagrama de conducta más detallado. Era como un juego, y comenzó diferenciando cada punto con un color diferente. Luego un trazado de movimientos a través de la nave utilizando líneas discontinuas y finalmente un archivo de cada uno incluyendo horario de actividades.

Vino entonces una nueva idea a su mente. Si cada uno de sus amigos; incluyendo por supuesto al médico y al doctor Helmuz, portara voluntariamente un pequeño transmisor, entonces el trabajo sería mucho más perfecto. Así podría contar con la colaboración de ellos en los momentos más decisivos.

Por el momento debía comenzar con algo. Seguir su propio plan. Lo había elaborado en su mente a grandes rasgos y ya era tiempo de ponerlo en ejecución, cualesquiera que fuesen las consecuencias de su conducta guiada por la desesperación. El momento era apremiante.

Buscó en las gavetas y encontró entre los diferentes tipos de sensores, el más idóneo a sus propósitos. Uno muy pequeño y fácil de instalar, detector de rayos infrarrojos. Entonces fue a la nevera y extrajo algunas de las cápsulas explosivas de peróxido orgánico de sencillo diseño.

El peróxido en forma sólida venía recubierto por una cavidad aislante de nitrógeno líquido.

Enroscó la cápsula al sensor y lo colocó en su bolsillo. Hizo lo mismo con otros dos. Seguidamente ajustó las correas del computador portátil a su cuello y su cintura, de manera que pudiera moverse con relativa soltura; e incluso correr si fuese requerido por las circunstancias.

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Estaba listo. Entonces chequeó en la pantalla. No había nadie en el pasillo exterior a la puerta del taller, ni

tampoco en áreas cercanas del primer nivel. Salió y se movió ligero a lo largo. Su objetivo estaba confirmado. En pocos minutos pasó junto a la sala de reactores esquivando la presencia de los dos hombres custodiando los alrededores. La técnica ahora a su disposición se había convertido en el juego del gato y el ratón; lo único que no se podía prever quién sería el cazador y quién la pieza.

Avanzó por el corredor central del primer nivel cuando pudo comprobar que estaba libre, y ascendió la escalera. Allí se detuvo un instante.

No había nadie en los cubículos de reposo; pero el punto número cinco recorría lentamente el pasillo como hacía de manera frecuente. Brian esperó bajo la escalera hasta que vio pasar al hombre junto a él y luego desaparecer por el corredor lateral en dirección al comedor.

Corrió entonces a lo largo del corredor central como si fuese hacia la sala de comando; oprimió los dígitos de acceso a uno de los cubículos y penetró. El primer paso estaba dado. No podía perder tiempo.

Sacó una de las cápsulas de su bolsillo y la colocó en la pared del fondo por encima de la litera, de aquella manera los sensores daban de frente a la puerta. La activó, comprobó que estaba libre el pasillo y abandonó el cubículo.

Al llegar a la séptima sección se detuvo y comprobó que ninguno de los puntos se movía en dirección al corredor central. Extrajo una segunda cápsula y la colocó en la pared junto al marco de la puerta de la sección.

Luego se encaminó de prisa a la escalera y descendió al primer nivel, no sin antes colocar la tercera cápsula y el sensor en el corredor que conduce a la sala de reactores. Ya de regreso en su taller, tomó el transmisor de radio y comenzó tratando de conectar con Karl en la sala de comando.

Su inquietud se disparó como una reacción en cadena al no obtener contacto en los dos primeros intentos. ¿Qué si uno de sus propios compañeros salía al comedor en aquel instante y era el primero en pasar frente al sensor?

Brian comenzó a culparse a sí mismo de irresponsable. Y como si la desdicha fuese poca, e n la sala de comando uno de los pilotos se puso en pie, se

acercó al delincuente plantado junto a la puerta oval y pidió permiso para salir. El más rígido sistema de vigilancia impuesto por Mack, obligó al hombre a vociferar a través del pequeño transmisor

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enganchado a su chaqueta. -¡Eh Francisco...! regresa a tu puesto. ¿Qué tanto comes? Ya

hay uno de estos que quiere salir. -Que aguante ahí, caramba... -fue la airada respuesta del otro.

Se puso en pie y salió lentamente del comedor. Brian iba a lanzarse de regreso a desconectar los dispositivos,

suceda lo que suceda, cuando un fuerte impacto hizo cambiar las cosas. Fue llevado violentamente hacia atrás con su silla y pegó de espaldas contra la pared.

-¡Maldición, puede ser lo que me temía! Se puso en pie y comenzó a chequear los puntos en el

programa de radio detección. -¡Oh dios! -dijo pegándose una palmada en la frente. Los puntos estaban todos casi en la misma posición. El rostro

de Brian se contrajo en una mueca angustiosa. Había segado la vida a uno de su gente.

Sonó la señal de su transmisor de radio. -Si Karl, no me digas... ¡Ya sé lo que sucedió! -¿Si capitán...? Un meteoro nos golpeó bajo la proa. ¿Qué debo

hacer? -¿Eso fue? Brian volvió su mirada a la pantalla. Los once puntos se movían

enloquecidos por la nave. Desde el comedor dos corrían hacia el corredor central, probablemente en dirección a la sala de comando.

-¡Escucha Karl! Evita que alguien de los nuestros salga en este momento de la sala de control. Hay una carga explosiva en la séptima sección ¿me escuchas?

-Si capitán. Pero Antonio salió un rato antes del impacto. -¿A dónde? maldición... Brian miró a la posición de los puntos. -Escucha Karl. Se va ha producir la explosión. Tres hombres entraban corriendo al corredor central en aquel

instante. También se abrió la puerta de la sala de medicina y antropología en la sección seis y salieron al corredor Antonio y el doctor Grant. Antonio arrastraba hacia fuera al anciano que manaba sangre del cuello.

-Karl... sella la sección siete cuando te ordene -dijo Brian a través de la radio.

-Si capitán. Los tres bandidos traspusieron el marco de la sección. -¡Ahora! -gritó Brian. Antonio se volvió extrañado por la maniobra al sentir que la

puerta de seguridad de la sección se cerraba tras el doctor y él; y al momento se produjo la explosión, casi sobre su rostro. La

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estructura sellada de ribalita resistió las llamas y la presión de los gases; pero la sorpresa los hizo caer a ambos al piso.

-¡Puedes abrirla ahora Karl! -ordenó el capitán Brian desde su taller.

Un instante después otros bandidos arribaban a la sección y ponían fin a las llamas sobre los cuerpos de sus compinches utilizando los extintores.

-Karl, hay otras dos cargas; una en el cubículo veintidós y la otra en el corredor antes de llegar al vestíbulo de los reactores. ¿Entendido?

-Si capitán; pero hay algo peor. Nos vamos a pique con todo y nave. Ese impacto de meteoro es el preludio de algo desastroso. Estamos descendiendo sobre el anillo interno del planeta.

-¿Cuánto más podremos mantener la órbita? -Aproximadamente otra vuelta al planeta...; después no veo que

podríamos hacer, capitán. Estamos perdidos. -No hasta que hayamos muerto. Si nos libramos de esta calaña

podremos actuar por nuestra propia cuenta. No olvides que el comandante nos dio la orden de preservar la nave hasta el último instante. Esa es nuestra parte del deber.

-¿Dónde está usted ahora? -En mi taller. -Aquí están capitán. Me retiro. Capítulo 57- Descubierto. -¿Qué ha sucedido? -gritó Mack atravesando la sala de

comando en dirección al panel central. Otros dos lo escoltaban. -Usted lo sabe. Estamos perdiendo altura. Si milagrosamente

lográramos traspasar el anillo interno, de todas formas iremos a estrellarnos en algún lugar sobre la superficie.

-¿Cuánto nos queda? -Otra vuelta a partir de aquí. El doctor Ketrox los ha engañado

también a ustedes -dijo Karl. -¡Cállate! -gritó Mack-. Dame la silla de comando. Karl se puso en pie y se alejó hacia el giróscopo. Entonces se

volteó y dijo: -Será en vano que trate de comunicar en estos momentos con

el doctor Ketrox. Hace ya más de media hora que entramos a la cara nocturna de Belsiria.

-Maldición. ¿Dónde está el otro piloto? Antonio entró en aquel instante por la puerta oval. -El médico Grant ha muerto -anunció. -¡Maldición! que en paz descanse. De nada nos ha servido -dijo

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Mack poniéndose en pie de golpe-. ¡Ocupa tu puesto! -dijo a Antonio. Se encaminó entonces a la puerta oval y habló a uno de los hombres que custodiaban allí-. Ve y trae contigo al doctor Helmuz...; aunque sea arrastrado por el cuello. Cuando estén todos aquí no dejen salir a nadie. Al que lo intente... dispárenle. ¿Entendido?

Mack abandonó la sala golpeándose el rostro con la hoja de su cuchillo y seguido por aquellos tres. Al llegar a la sección seis se detuvo impresionado por el desastre. También entre sus pies estaba el reguero de sangre fresca derramada por el médico desde su cuello herido y el cadáver estaba allí junto a la pared. Algo golpeó el excitado cerebro del criminal como un martillazo en un clavo.

La sangre fresca le hizo recordar las manchas descubiertas por él mismo algunos meses atrás en aquel lugar.

-¿Cómo no lo pensé antes...? Maldición de gente inteligente. -¿Qué pasa jefe? -Cállate tú y vete a sacar al maldito viejo de su guarida. Ustedes

dos vengan conmigo. Al pasar junto al resto de los hombres que trataban de hacer

algo con los cadáveres y grandes bolsas ordenó: -Mantengan esos cadáveres bien fríos y sáquenlos fuera antes

que estallemos con todo y nave. ¡Vamos, vamos...; fuera con eso! Atravesando la séptima sección tornaron a la derecha y luego

por la escalera hacia el tercer nivel. Al llegar allí, se dirigieron a paso redoblado hacia el ascensor de la base de acoplamiento, por donde habían salido Brian y el profesor Kapec a colocar la cruz en la proa de la Orión.

-Tengo una sospecha -dijo Mack a los dos hombres que lo seguían.

Al llegar junto al vestíbulo, tiró hacia arriba el conmutador de cierre electromagnético y la puerta comenzó a ascender lentamente.

-¡Alerta! -advirtió a los hombres y él mismo extrajo su pistola. -Diga jefe. ¿De qué se trata? -preguntó uno. -¿Recuerdas cuando salieron a colocar la cruz? Creo que tú

venías con ellos. -Así fue, jefe. -Muy bien...; el profesor Kapec regresó... ¿Y el otro qué se

hizo? -Se desintegró en el espacio -dijo el nombrado Enano riendo. -Eso es una estupidez... -dijo Mack-. El capitán Brian nunca

llegó a salir de la nave. Entonces dio un paso al frente hacia el interior del vestíbulo.

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La habitación estaba destinada a la preparación de las caminatas espaciales.

Todo el equipo necesario estaba allí. Mangueras, escafandras, vehículos autopropulsados. Con una rápida mirada Mack contó los trajes restantes.

-Maldición, siete son más que suficientes en una nave como esta -dijo-. Revisen cada uno y díganme a cuales les falta oxígeno. ¡Tú el Enano...! toma luego uno de estos y llévalo a mi cubículo.

Capítulo 58- El sabio consejero. Tengo que vivir por ellos; aunque alguno se moleste. Aquel día el concejo de visires fue convocado más temprano

que de ordinario. El emperador había tenido un sueño, y según se decía, quería saber el posible significado de las visiones que en el se le presentaron.

El anciano Karuna Bal Tami suspiró profundamente. A través de la ventana de su habitación, en la más elevada de las torres de palacio, podía contemplar al majestuoso Indi Ya arrastrarse apaciblemente por el valle hasta desaparecer entre las colinas del sur. Hasta allí podía observarlo nítidamente porque su habitación estaba montada sobre el lado sur de la torre.

Lo que había más allá de las colinas no podía verlo; pero el sabía que del otro lado estaba el anchuroso mar. El lo sabía mejor que nadie.

Karuna alzó una vez más el anteojo y lo prolongó hasta su máximo alcance. Entonces lo dirigió hacia uno de los muelles del otro lado del río.

Era temprano aún; pero había comenzado ya el movimiento de los esclavos cargando vigas y mercaderías, los carpinteros aserrando y calafateando y los capitanes y capataces ordenando los trabajos de carga y descarga de los buques. Unos diez buques de guerra estaban atados a los muelles.

El viejo consejero tuarube se volvió al fondo de su estancia. Dejó el anteojo sobre su gran mesa. Allí estaba el nuevo mapa del imperio con las modificaciones de los últimos tiempos. Esto lo preocupaba en gran manera, ante todo por la suerte de su propia gente. La población tuarube estaba cada día más dispersa en las zonas civilizadas del imperio.

Buscó en el mapa el lugar donde el Hidra Ma se dividía en sus dos grandes afluentes. Allí encontró la pequeña población de cinco mil habitantes de la colina.

-¿Y dicen que este lugar fue tomado por los rebeldes? -pensó el consejero.

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Ese había sido el último mensaje llegado desde el oeste después de la desastrosa derrota de las tropas imperiales en Irki Sama.

Karuna se rascó el cuello con la larga uña de su dedo del medio. Era la única que conservaba así tras las pequeñas mutaciones sufridas por sus brazos en los últimos años. Después de todo se sintió feliz; no tanto por las mutaciones mismas, sino por las victorias de los rebeldes. Si aquello continuaba, seguramente sucederían muchos cambios en la manera de gobernar Belsiria. Eso era al menos una esperanza para su propio raza; la más agobiada de todas.

Todos comentaban maravillados de la manera tan rápida como los líderes de la rebelión se movían de una región a otra instando a los belyas a la lucha, y como obtenían victoria tras victoria.

-Eso está muy bien -pensó. Pero había algo que lo preocupaba ante todo.

El imperio Kiris Albrum aún no empleaba todo su poder contra los rebeldes.

El anciano se echó sobre su tibio diván e hizo sonar la campanilla. Un minuto más tarde entró por la puerta su sirvienta belya. La muchacha era preciosa. Karuna había terminado admitiéndolo seriamente.

Después que le retiraron a su vieja sirvienta tuarube se sintió muy disgustado. Era verdad que algún día tendría que irse de su lado, porque a la pobre ya no le quedaba más que mutar que su oscuro pico encorvado; pero jamás la olvidaría. Había sido para él la más condescendiente de las criaturas sobre la faz de Belsiria.

-¿Qué desea el señor? -dijo la muchacha al entrar. -Sólo mi bebida de raíces, por favor. Ella dio la vuelta para retirarse después de una ligera inclinación

de cabeza. -¡Ah Kali, dime una cosa! ¿Sabes si a la reunión de hoy ha sido

convocado todo el concejo? -Si señor, todo el concejo -dijo la muchacha-. ¿Desea algo más

señor? -No... Kali. Traedme mi bebida. -Es verdaderamente simpática...; y muy respetuosa ante todo -

pensó Karuna, y rompió a reír cuando la sirvienta abandonó la habitación.

-Las mujeres belyas son hermosas -dijo en un susurro, apenas abriendo el pico para introducir algunas semillas de tikol-. ¿Será verdad que existe mucha gente como los belyas en aquel lejano mundo que llaman Terra?

Llegar a sentir amor por todos los seres y con el amor llegar a

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sentir profundamente la belleza de sus cuerpos, era una cualidad muy normal entre los tuarubes.

Karuna Bal Tami reflexionó largamente. Su oficio de consejero imperial le concedía tiempo suficiente para reflexionar y poner en práctica muchas de sus ideas; como aquellas en el campo de la gobernación.

Había escrito ya un tratado sobre el tema, el cual mantenía oculto por temor a las represalias del emperador y sus visires. No era el temor por su propia vida, sino el que sentía por afectar el bien común de la federación tuarube. Más bien, el concejo secreto de la federación le había ordenado no exponer sus ideas.

Karuna era el único tuarube miembro del concejo imperial. A través de él la federación obtenía indirecta y a la vez, secreta participación en el gobierno del imperio. Eran ciento cincuenta años de su vida dedicados al oficio de consejero. Había estado en el gobierno de cinco emperadores y aspiraba a continuar en su puesto si el interés de la gente humilde de ambas razas lo exigía.

El no sentía ningún tipo de discriminación por los belyas, como muchas veces los belyas sentían por los tuarubes aún hoy, después de doce mil años de convivencia.

En definitiva, los tuarubes eran los más antiguos de los habitantes de aquel vasto territorio de Nagaev, incluso más antiguos que los brubexinos; pero la historia es la historia. ¿Qué provecho tendría discutir cuestiones de prioridad, si lo que estaba a la orden era la convivencia pacífica de ambas razas? Ahí estaba el punto candente en el silogismo político del pensamiento tuarube, compartido cada vez más por muchos y muchos belyas.

Se abrió otra vez la puerta y la agradable figura de la muchacha hizo su aparición.

-Aquí está su infusión señor. Ella colocó como siempre la alargada vasija de porcelana con

finas decoraciones en el piso, entre los pies de Karuna; luego introdujo el sorbedor por el cuello de la vasija y lo dejó deslizarse al fondo. Muy pronto la habitación se fue llenando con el extraño aroma de raíces frescas.

-Dicen que es muy caro el tikol -comentó la muchacha. -Lo es -dijo Karuna. Observó entonces que la muchacha había quedado de pie

frente a él, medio tímida; pero al mismo tiempo ansiosa por decir algo. Una actitud que no era la acostumbrada en ella.

-Decidme Kali. ¿Qué edad tenéis? -Diecinueve, señor. -¿Y de dónde venís? -Un pueblo muy cerca del viejo Nagaev, señor.

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-¿Junto al camino? -Si señor. No muy lejos del mar Bulev. Nací viendo los buques y

gente de todo el imperio viajar arriba y abajo por el empolvado. Una vez quise ser marinero y mi padre me pegó porque decía que el mar era para hombres. Pero siempre me gustaría viajar y viajar -dijo Kali sonriendo.

-¿Fuiste a la escuela? -Hay una sola escuela en el viejo Nagaev, señor; y no todos

pueden ir allí señor. La duda paralizó el movimiento de sus manos que terminaron

cubriendo su bello rostro. -¿Es verdad qué los enviados de dios han llegado al mundo...; y

que todo cambiará muy pronto? -Nunca sabemos hasta que punto cambiarán las cosas; pero

habrá cambios, porque el movimiento es eterno. ¿Piensas que mis brazos han sido siempre así?

-No, no siempre -dijo la sirvienta-, los tuarubes cambian toda la vida y cuando dejan de cambiar mueren.

-Si -dijo el viejo visir mirando alegremente a sus dos brazos-. Yo cambiaré toda mi vida y cuando deje de cambiar moriré. Entonces. ¿Qué es el movimiento?

La muchacha quedó pensativa por un instante...; miró a su alrededor; extendió ambos brazos a los lados de su cuerpo y comenzó a danzar, meneando sus prominentes caderas.

Karuna no pudo más que reír. -Muy bien, muy bien... ¿Qué es el movimiento? Ella se detuvo. -No sé señor. -El movimiento es todo cambio y transformación de la materia,

de todo lo que nos rodea; y en su esencia es eterno como el mundo mismo. Podemos decir que es el modo de existencia de la materia. No existe en ninguna parte materia sin movimiento.

-Si es así, supongo que no. -¿Qué es la llama de la vela? -dijo el visir tomando el primer

sorbo de tikol. -¡Fuego! -respondió la sirvienta segura de haber acertado. -No está mal. ¿Pero qué es el fuego en sí mismo? -Oh señor, el fuego quema, devora la materia, se arrastra por

los campos, nos da calor, endurece el barro y la porcelana de las jarras y algunas veces cae del cielo.

-Me has dicho los efectos buenos y malos que produce el fuego. ¿Pero cuál es su esencia?

-Señor...; lo siento... -El fuego es... lo que hablamos al principio. El fuego es

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movimiento. Una de las formas de movimiento de la materia. Como el vapor oloroso que sale de esta jarra de tikol. Si tú observas cuidadosamente el mundo a tu alrededor te darás cuenta de que hay muchas formas diferentes de movimiento. Recuerda que el movimiento es todo cambio o transformación de las cosas.

-Sus brazos han cambiado señor. ¿Eso es también movimiento? -Me gusta que comiences preguntando. ¡Claro que si! Lo que

pasa con mis brazos es una forma especial de movimiento de la materia que forma mi cuerpo. Como tú debes saber, no toda la materia es la misma. No es lo mismo una piedra junto al camino de Nagaev que este mi cuerpo -dijo el visir palmeando su pecho-. Mi cuerpo tiene cualidades y posee cosas que la piedra no tiene. Mi cuerpo se alimenta y respira y se traslada de un sitio a otro con energía propia. Todos los seres que hacemos estas cosas somos de una materia organizada de forma diferente a como lo está la piedra, o el agua del mar, o la montaña. Somos seres vivos. Y la vida es otra forma de movimiento de la materia.

-Entonces el fuego y nuestras vidas son formas de movimiento. -Estás en lo cierto. Pero también, cuando yo me levanto del

diván y voy a mi ventana es movimiento. A este lo podemos llamar mecánico.

Karuna se puso en pie. Tomó el anteojo inventado por él, y miró hacia el otro lado del río. Le interesaba en aquel momento más que todo los muelles. De allí partían los buques hacia el mar Bulev y también las tropas hacia el interior del país. En aquel momento precisamente los buques de guerra estaban siendo abordados. Dos largas filas de soldados se extendían a lo largo del río, relumbrantes sus armas.

-¿Qué le preocupa señor? -dijo la muchacha a sus espaldas. -La gente como tú... -¿Por qué señor? Yo soy belya. -¡Dime Kali! ¿Imaginas qué sentirías si me lanzo desde esta

altura? -Lo sentiría mucho señor. Aunque más lo sentiría usted. Pero no

veo la razón para hacerlo. Seguramente se destrozará. Karuna Bal Tami se volvió sonriente hacia su sirvienta y dijo: -No temas. He estado estudiando por muchos años como

hacerlo. Entonces dejó a un lado el anteojo sobre el profundo marco de

la ventana y se sentó al diván con el cuello de la vasija de tikol entre sus piernas. Ella lo siguió con la mirada.

-Sabes..., me gustaría participar en un gobierno de decisiones justas. Crear justicia y prosperidad para todos y un sistema de instrucción que abarque la totalidad del imperio.

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-Tal vez las cosas están cambiando señor -dijo la muchacha. Capítulo 59- El juicio. Una sesión ordinaria del concejo de visires era siempre

celebrada en la sala del trono. Hoy fueron convocados todos para asistir en el anfiteatro de palacio. De aquí; dedujo el visir Karuna. Algo trágico estaba siendo preparado por el emperador y su cohorte.

Aguzó su mirada a lo lejos y pudo ver sobre el lugar del podio los once mantos de púrpura que al igual que el suyo debían vestir los visires en cada sesión.

Solamente faltaba él por ascender la escalinata de más alto rango junto al emperador. Hoy había decidido llevar a su sirvienta consigo.

La muchacha había ganado pronto su simpatía, tal vez por su sencillez y franqueza. El viejo visir sentía gusto de tenerla a su lado y ella a su vez lució totalmente normal cuando lo agarró del brazo y lo ayudó a ascender los anchos escalones.

-Escucha Kali, te sentarás junto a mi y no debes sentir temor...; me refiero a la presencia de los visires y del emperador y su familia. ¿Me escucháis?

-Si señor. ¿Teme qué algo diferente suceda? -Siempre suceden cosas en momentos como este. La presencia del público había cubierto ya hasta la última grada.

Karuna alzó su mirada para observar el rostro de la muchacha. Hubiera querido adivinar los más recónditos temores de la joven en esta su primera permanencia en el anfiteatro. Pero no; ella parecía segura de sí misma hasta el momento. Miles de miradas se habían vuelto hacia ellos, y un notable silencio se extendió súbitamente.

A pesar que la presencia tuarube entre el público era casi imperceptible, aquel silencio denotaba respeto por el viejo visir, que además de prominente consejero era un gran sabio experimental.

Entraron en silencio arrastrando sus pequeños pasos. Se situaron a la derecha del trono dorado; y comenzó la sesión con un estrepitoso toque de trompetas.

Allí, detrás de la familia del emperador estaba sentada, con poco aire de dignidad, la esposa y las dos hijas del gobernador de Irki Sama.

El silencio del público fue aún más profundo. Todos los rostros se volvieron hacia el corredor de la derecha por donde esperaban ver aparecer al reo. Entonces se abrió la gran puerta de bronce y el gobernador de la ciudad sagrada hizo su aparición. Avanzó por el mismo largo corredor bajo el podio; por donde avanzaban los reos

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hasta situarse frente al trono y al tribunal de los doce. Dos guardias, uno a cada lado lo custodiaban; pero él parecía

muy confiado. Incluso, comenzó levantando las manos en saludo al público y esto fue bastante para romper el anterior silencio.

Alaridos y gritos de repudio llegaron hasta el cielo espantando a lo lejos el círculo de buitres que rondaba la plateada bóveda del cenit donde Sini Tlan brillaba muy cerca del sol en aquel instante con tenacidad infinita.

El gobernador se arrodilló y extendió sus manos entrelazadas hacia el trono primero, en señal de clemencia; y luego al gran disco de Sini Tlan.

-¿Qué hace? -preguntó Kali. -Está suplicando el favor de los dioses -dijo Karuna. -¿Lo podrán oír? -Los viejos dioses del mal se fueron para siempre el día de ser

derrotados por Irki Sama. Él mismo lo sabe mejor que nadie. -¿Y Sini Tlan señor? -No estará con él, muchacha. Eso no tendréis que dudarlo. El emperador se puso en pie, echando cólera por sus ojos. -Basta ya traidor. ¡Basta de súplicas! -entonces se volvió al

primer visir del concejo a su lado, cuya capucha, roja en esta ocasión, le cubría el rostro.

-Thara, que comience el juicio. El primer visir se levantó de su silla. -Ya han oído ustedes -dijo volviéndose de frente al concejo-. El

pueblo todo reclama su fin. Se le acusa de traidor y de cobarde. ¿Hay alguien qué pueda alegar prueba a su favor?

-Mi padre es inocente -gritó la menor de las jóvenes poniéndose en pie y corriendo hacia el derrotado gobernador.

-¡Muerte! -retumbó al unísono entre el público. La cólera de la gente parecía no poder detenerse con nada y la

muchacha gesticulaba en vano alzando sus brazos, ora al público, ora al concejo. Parecía ser la única defensora del tirano. Pero entonces Karuna Bal Tami se puso en pie.

El silencio se hizo súbitamente entre la gente enardecida. -Debemos aprender a administrarnos la justicia. Tiene el

derecho de hablar a favor de su padre -dijo Karuna. -Mi padre es inocente de todo lo acaecido en Irki Sama. Ni el

más diestro general del imperio hubiese podido detener el ataque de aquellos enloquecidos virnayas y de los carros de guerra que los precedían. Muy pocos aquí conocen realmente lo sucedido. ¡Son los dioses! Los dioses han regresado a Belsiria...; disparando rayos contra la gente.

-Cállate muchacha -gritó el primer visir alzando su larga y

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encorvada figura, y agregó-: El gobernador Rukmapura sabía; o al menos sospechaba que

se estaba preparando una rebelión e hizo muy poco para impedirla. Ese fue su primer error condenable a muerte.

-Eran simples rumores, su majestad -dijo el gobernador inclinándose hacia el trono.

El primer visir hizo con su brazo una seña hacia el público de su derecha.

-Yo tengo aquí un testigo, su majestad, que podrá decir si eran simples rumores. ¡Déjenlo pasar!

En las gradas hubo un movimiento y una oscura y desgarbada figura comenzó a descender entre la gente. El hombre vestía rico traje con incrustaciones en oro y esmeralda. Por el turbante y toda su engalanada apariencia cualquiera lo hubiese tomado como el más distinguido comerciante del imperio.

-¿Quién es? -preguntó el emperador. -Un fiel servidor, majestad. A quien debemos todo crédito. -Pues que pase y diga lo que tenga que decir de la verdad. El hombre se detuvo al frente. En su rostro asomó muy pronto

una sonrisa sarcástica que le era casi imposible ocultar. Su único ojo chispeaba como si un gran rencor estuviese brotando de su alma.

-Hace quince lunas fue un día que comenzó lluvioso, majestad...; visires.

El hombre del ojo emparchado hizo una profunda reverencia y continuó-: me encontraba yo con mi caravana junto a la puerta oeste, dispuesto a salir en larga travesía, cuando reconocí entre la mucha gente que hacía su entrada a la ciudad, al anciano profeta Narada de Karen Du. Venía en compañía de otros tres que vestían capucha negra como él. Como el tiempo era lluvioso, nadie hubiese sospechado; pero yo los abordé, pensando en extranjeros que necesitaban alguna ayuda...; y reconocí al profeta.

-Di algo acerca de los otros -demandó el primer visir. -Eran pálidos como dioses, majestad. Mucha gente pudo verlo.

Andaban en busca de Kalick Yablum...; y desaparecieron como ascuas en el fuego.

-A la siguiente luna -interrumpió el primer visir- estos hombres desaparecieron misteriosamente en el interior del templo, majestad. Poco después, durante el yakri ban aparecen nuevamente sobre veloces carros voladores destruyendo la ciudad, seguidos por la turba de virnayas. El único culpable de todo ha sido el gobernador Rukmapura, por no haber sabido combatir a los rebeldes en su territorio. Hoy alega en su defensa que eran dioses. ¿Quién creerá tal tontería?

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-¿Y los carros de combate? ¿Y los rayos de fuego que usted mismo ha dicho? -dijo la hija del gobernador.

-¡Cállate! -gritó el visir. -Muerte..., muerte -gritaba desde las gradas la multitud

enardecida. -Majestad, Tengo algo más que mostrarles como prueba ante el

pueblo de que no hay tales dioses. El visir dio su nueva orden y todos siguieron con sorda

expectación la apertura de la puerta de bronce desde donde avanzaban los reos.

-Ahora veréis algo sorprendente -dijo Karuna a su sirvienta. -¿Qué señor? -Aguardad un momento. Parece ser que la única forma en que

Rukmapura salvaría su vida, es si demuestra y convence al tribunal de que los guías de la rebelión son los enviados de Irki Sama o el mismísimo dios.

Por la gran puerta salió esta vez un hombre descalzo y andrajoso, de rostro totalmente barbado. El color de la barba apenas se podía distinguir como un rojo acentuado debido a la mugre que lo cubría. Traía las muñecas atadas al frente y los guardias lo tuvieron qué hacer avanzar a rastras.

Lo depositaron frente al concejo y luego lo hicieron poner en pie. Uno de los guardias lo tomó entonces por la barba. -¿Eres enviado de Irki Sama? El hombre miró con sus perdidos ojillos a la concurrencia. -¿Dime, así fueron los dioses qué tú vistes junto a la puerta

oeste de la ciudad? -dijo el primer visir dirigiéndose al hombre del ojo emparchado.

-Si señoría, así mismos; pero un poco más aseados. Todos los que escucharon la declaración cayeron en un

prolongado ataque de risa. -Majestad, pido la pena de muerte para el gobernador de Irki

Sama -dijo entonces el primer visir. -¡Muerte..., muerte al traidor! ¡Muerte al tirano! -gritaba la

multitud desde las gradas. El emperador se volvió a la emperatriz a su lado izquierdo. -No comprendo como se las ingenió Rukmapura para fallarle al

pueblo y fallarme a mi, ambas cosas a un tiempo. -Los miembros del concejo que estén de acuerdo con la

sentencia... -dijo Thara el primer visir. El concejo votó unánime a favor de la sentencia, y el largo brazo

de Karuna Bal Tami sobresalió por encima de todos. Entonces el emperador se puso en pie. -Reafirmo la sentencia...; pero debo atender una gracia de mi

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esposa la emperatriz. Ella me pide que este falso comerciante sea también ejecutado por traidor, junto al mugriento enviado de dios, ambos entre las garras del grayen. Será nuestra diversión de hoy.

Capítulo 60- La condena. Para Karuna y su joven sirvienta belya no fue un sueño lo que

tuvo el emperador aquel día; fue una horrible pesadilla convertida en realidad que nunca olvidarían. Era cierto, el gobernador Rukmapura había sido condenado a pagar sus crímenes; pero la sentencia no venía por los crímenes cometidos contra el pueblo, sino por no haberlos cometido con la eficacia requerida por su rango de tirano en la región de Irki Sama. El resultado final era el mismo, aunque no era la calidad de justicia a la que aspiraba el sabio.

El general Gusala, sobrino del primer visir había sido ya designado para ocupar el cargo de gobernador en la ciudad sagrada. Pero primero debía reconquistarla.

Los guardias arrebataron al gobernador de entre los brazos de su hija. Fue descendido a la arena y sus manos atadas a la espalda a cincuenta pasos frente al trono. Gran parte de la concurrencia se puso en pie para presenciar mejor el espectáculo. A la muchacha tuvieron que retirarla a pura fuerza del anfiteatro y así hicieron con la madre y la otra hermana.

Mientras esto sucedía, aún frente al trono y al concejo de los doce, el falso comerciante se echó al suelo pidiendo misericordia a gritos. Dos guardias trataban de arrebatarlo del lugar y hacerlo descender.

El gobernador fue puesto de rodillas junto al tacón. Sus ojos fueron vendados y las manos atadas a la espalda. Entonces el verdugo apareció a través de la puerta de bronce y avanzó por el corredor bajo, hasta llegar frente al trono; donde se inclinó en reverencia. Su rostro estaba cubierto con una capucha negra. Desenvainó la espada ancha y curva y la presentó en alto.

Los gritos del comerciante mendigo no cesaban y contribuían a la mayor excitación del público fanático. La condena al tacón era el tipo de muerte reservada por costumbre a la gente distinguida y a todos los dignatarios del imperio.

Cuando el verdugo llegó junto al condenado y alzó la espada, fue como si los gritos de la multitud se hubiesen helado en la pesada atmósfera del anfiteatro.

Y la espada cayó pesadamente cercenando el cuello del gobernador. La cabeza rodó por la canal de cobre y cayó en la tina.

Gritos de júbilo resonaron alrededor. Había concluido la parte

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más breve de la función. El tacón y el cuerpo fueron retirados de inmediato; y luego la tina con la cabeza. Entonces el del ojo emparchado, viendo su horrible hora llegar, de un tirón se desprendió de los guardias y huyó por la arena buscando la forma de saltar la cerca de bronce en el lugar frente al trono y el concejo; pero fue atrapado por los guardias, echado al suelo de bruces y ahorquillado con el tridente al cuello.

Mientras este permanecía en tal condición, los guardias se retiraban hacia la puerta del corredor y formaban fila frente al podio.

Aquellas escenas eran también parte común de un buen espectáculo y los gritos de júbilo volvieron a escucharse a través de las gradas. Las trompetas y tambores resonaron.

El hombre barbado y escuálido al que habían calificado de mugriento enviado de los dioses, permanecía en silencio y estupor. No había tratado de resistirse ni aquella parecía ser su intención. Tal vez no comprendía cabalmente la naturaleza del suplicio que tendría que soportar. Era la condena para la gente de inferior rango morir entre las fauces del grayen; pero también existía una tradición a seguir y un reglamento de la diversión.

Debían ser más de dos los condenados. Se les dejaba un arma en la arena y se les liberaba. Si alguno alcanzaba a sobrevivir, caso que nunca se había dado según las más antiguas memorias, podía entonces ser perdonado por gracia del emperador o cualquier miembro del concejo.

Un último toque de trompeta indicó al guardia que debería retirarse. Este tiró a un lado el tridente y corrió hacia la puerta frente al podio.

Las miradas se volvieron a la puerta de las fieras. Un potente rugido anunció la aparición del grayen. Se escucharon gritos de terror...; y gritos de júbilo entre el público.

La bestia hizo estremecer la cabeza y escrutó a su alrededor; pero entonces divisó a los dos hombres indefensos y corrió despavorida hacia ellos; sus pisadas retumbando como trueno.

El mendigo no hizo caso del tridente. Continuaba corriendo alrededor de la cerca, buscando la oportunidad de saltar y escalar. Por su parte el hombre barbado, que al principio pensó defenderse activamente, siguió los pasos del otro.

El anfiteatro tenía forma oval y corrió por en medio de la arena lo mejor que pudo sin soltar la espada corta que poseía. La bestia lo había elegido como primera presa. La diversión entre el público subía hacia su máximo nivel de brutalidad. La multitud gritaba como jauría; mezcla de terror y de holgorio. El hombre se desvió a la derecha, se detuvo, y se volteó para enfrentar al grayen. Este

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inesperadamente se detuvo y comenzó avanzando lentamente. La respiración de la multitud se contuvo. El barbado le lanzó la espada, corrió hacia la cerca y de un salto

alcanzó la barra de bronce horizontal más alta, tensó sus músculos y comenzó a ascender; pero no fue suficiente la distancia para evitar el zarpazo del grayen. El hombre cayó hacia atrás, de espalda sobre la arena.

Los aullidos comenzaban a anunciar el final del acto, y parte del público mismo vitoreaba su propia calamidad.

El grayen atrapó a la presa indefensa por las caderas y la alzó entre sus fauces. Tras el aullido de agonía se escuchó un chasquido; y luego una explosión como de veinte truenos se expandió a la redonda.

Reventaron las gradas más cercanas y una llamarada de fuego se propagó entre la multitud. La gente por aquel lado corría como antorchas y el resto del público gritaba en verdadero terror tratando de escapar del anfiteatro.

El terror cundió también entre el podio. El emperador, seguido de su familia y el séquito de visires se levantó y abandonó el sitio atropelladamente.

Todos temieron y comprendieron de súbito que algo mayor podía estar por venir.

A pesar del pánico, la joven sirvienta Kali no se apartó ni un instante de su pequeño amo. Esperó por él, tomándolo del brazo y cuando la mayoría del gobierno se había retirado a lugar seguro, ellos dos solitarios se condujeron lentamente por los pasadizos internos hasta el alojamiento en lo más alto de la torre.

Capítulo 61- En la torre. -¡Ven aquí! -dijo el anciano después que se repusieron del

temor y la sorpresa y de todo lo acontecido. Comenzó a subir por la estrecha escalera en la parte más

sombría al fondo de su habitación. Kali avanzaba detrás iluminando los pasos de su amo con una antorcha que alzaba por encima de su cabeza.

Karuna Bal Tami empujó hacia arriba una lámina de bronce y la luz del sol llegó hasta ellos.

-Ven conmigo -insistió Karuna al ver la indecisión de la joven. Y salieron sobre el techo de la torre. La muchacha quedó

impresionada. Nunca había estado tan alto, sintiéndose libre al mismo tiempo. Podría tocar las nubes desde allí; pero claro, en aquel momento el cielo estaba despejado. Sini Tlan estaba en la tercera parte del firmemente y otras dos lunas aparecían sobre la

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lejanía; una se ocultaba por el mar Bulev; la otra nacía sobre las montañas del este. El tono plateado del cielo se intensificaba a cada instante.

-Quiero mostrarte cosas... -dijo Karuna. -¿Por qué lo hace, señor? -Porque me inspiras confianza y simpatía y porque te noto

ansiosa por saber del mundo. En medio del techo un lienzo tejido con gruesa fibra cubría un

objeto de forma alargada, tal vez unos nueve pies. Al otro extremo junto al cerco que los separaba del abismo, una mesa baja tenía encima otro objeto alargado, también cubierto por un pedazo de lienzo.

-Comenzaremos por aquello -dijo Karuna yendo hacia este último, y levantó el lienzo que lo cubría.

Lo que la muchacha vio le pareció verdaderamente extraño. Varios pedazos de tallo de diferente grosor cada uno, habían sido embocados unos con otros de manera que formaban un tubo alargado; cuya finalidad le fue insospechable al principio. Pero luego recordó.

Algo semejante sostenía su amo algunas veces para observar a lo lejos hacia el muelle.

-¿Te gustaría ver Sini Tlan mucho más cerca? -le escuchó decir entonces- ¡Ven aquí junto a la mesa! ¡Dobla tus rodillas...; cruza tus piernas!

La muchacha obedeció. Entonces el anciano tuarube alargó más aún el alcance de los tubos.

Cuando ella puso su ojo izquierdo en el agujero del instrumento, un pánico horrible hizo contraer sus facciones y volteó a un lado la cabeza.

-¡No temas! es la misma Sini Tlan. La morada de los dioses -dijo el visir.

-¡Pero se ven cosas terribles! -Deberás aprender a leer y estudiarás el Bala Kun Sama. Es un

libro muy profundo lleno de cosas interesantes y sagradas. Es el legado de los dioses. Entonces comprenderás que Sini Tlan es realmente hermosa.

Kali volvió a colocar su ojo junto al instrumento. -¿Es una ciudad? -preguntó la muchacha. -Es la ciudad templo. -¿Podríamos viajar allá? -Tal vez algún día... -dijo Karuna inclinándose hacia el borde del

precipicio-. Primero deberás aprender a volar. -¿Cómo los tuarubes? -Como algunos tuarubes -corrigió el anciano-. Yo no puedo

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volar; pero conozco como hacerlo si uso algunos artefactos que he creado.

-Señor ¿quiere decir que yo también podría volar...? ¿usted me enseñaría?

-Nunca lo he hecho; pero sé que podremos hacerlo. Quiero estar seguro que no tendrás miedo si llegare el momento. Por eso te he traído aquí. Lo que hoy sucedió me dice que cosas más terribles están por suceder, quizá muy pronto. No te apartarás de mi. ¿Me lo prometéis?

-Nunca lo dejaré señor. Se lo prometo. Kali caminó junto al muro. El abismo allá debajo parecía

insondable. La gran escalinata con sus cuatro filas de arbolitos descendía hasta la misma orilla del río y los botes atados a los tacones apenas parecían manchas sobre las aguas oscuras.

-Lanzarse desde allí. ¿Sería aquello lo que pretendía su amo? -pensó Kali.

-No tengas miedo -dijo el anciano adivinando su pensamiento-. Te diré algo más. Si lanzamos un objeto desde cualquier altura, al principio se moverá muy veloz; pero cada segundo su velocidad irá disminuyendo hasta llegar a un valor fijo cerca del suelo.

Tu amo es un viejo tuarube que ha pasado la vida estudiando la naturaleza. El fenómeno de repulsión, como lo he llamado, parece ser algo que gobierna el universo; lo he visto y comprobado más de mil veces. Sé que si nos lanzamos desde esta altura, no necesariamente nos estrellamos si conseguimos algo que nos mantenga a flote y nos haga avanzar. ¿Confías en mi?

Kali lo miró angustiosamente de arriba abajo. -Tal vez pueda usted, señor. Muchos tuarubes siempre lo han

hecho. Pero; ¿por qué habríamos de lanzarnos? Eso no lo comprendo.

Sonó en aquel instante la campanilla en el fondo de su habitación y el viejo tuarube volvió a un lado la cabeza dirigiendo su órgano auditivo hacia la abertura de la escalera, por donde habían subido al techo.

Capítulo 62- Reunión del concejo. Los sanguinarios y trágicos accidentes habían obligado a

convocar otra reunión del concejo aquel mismo día. Aún no recuperados de la impresión causada por la potente

explosión que destruyó parte del anfiteatro; los visires y el emperador se reunirían esta vez en el interior de palacio.

Karuna se cuidó muy bien de llegar entre los primeros. No debía dar motivo a la ira del emperador Chandra tan fácil de estallar en

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un momento como aquel. E hizo muy bien. Tres de los visires aguardaban ya junto al trono, y un momento

después continuó llegando el resto. Esta era una reunión privada a la que tenía acceso solamente la emperatriz y Chandramauli, el heredero del trono.

El guardia anunció la entrada de la pareja real y el príncipe. -Quiero aclarar de inmediato los hechos para tomar una

decisión -dijo el emperador apenas hubo tomado asiento-. ¿Quién de mis sabios visires comienza explicando lo ocurrido?

Hubo un momento de silencio. Por su tono, todos comprendieron que la cólera sanguinaria de Chandra estaba a punto de brotar. ¿Quién se lanzaba el primero con un argumento agradable?

Agradable no significaba precisamente razonable. El emperador deseaba sencillamente que le dijeran como poner fin a una serie de situaciones que le causaban gran inestabilidad emocional. Para los más cercanos al trono no pasó inadvertido que su labio inferior temblaba ligeramente.

Si el silencio se hubiese prolongado habrían sido imprevisibles las consecuencias.

El príncipe avanzó unos pasos y se detuvo con un pie sobre el primer escalón, la mano en la empuñadura de su espada y una sonrisa recia bajo su fino bigote. Los visires se volvieron a él con la esperanza de que rompiera la helada inquietud que los agobiaba. Verdaderamente ninguno sabía decir que había sucedido aquella tarde en el anfiteatro.

-Hace poco visité a los demás prisioneros -dijo el príncipe- y todos tienen un collar al cuello; y estoy casi seguro que la explosión vino del collar.

-¡Del collar...! Susurraron casi unánimemente varios de los consejeros.

-Así como les digo -dijo el príncipe. -Entonces ¿será verdad lo que dice aquél mugroso? El que

parece ser el jefe -dijo el emperador y dirigió su atención al primer visir.

Este trató vanamente de erguir su encorvada figura y avanzó unos pasos descubriendo su rostro.

-¡Eso es majestad! Se asusta cada vez que intentamos tocar uno de esos collares que traen al cuello. Menciona algo así como que son prisioneros del collar. He colocado espías a escuchar sus palabras entre las sombras; pero ellos hablan un lenguaje desconocido.

-¿Quiénes son realmente? ¿De dónde han salido? -dijo la emperatriz.

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Un profundo silencio envolvió por un momento el entorno. Se miraron entre sí. Nadie podía responder aquel par de preguntas al parecer tan sencillas. Los ojillos del emperador, como dos brazas de carbón, se posaron entonces sobre el más pequeño de sus consejeros.

-¿Qué dice el Bala Kun Sama? Karuna no dudó en responder. -Majestad, todo esto ha traído mucha confusión. El libro sagrado

habla del regreso de dios; pero antes llegarían sus enviados. Yo no sé si estos hombres son sus enviados. Cada uno de ustedes podrá juzgar por sí mismo.

-Un poder muy grande está ligado a ellos. Nuestras tropas están siendo derrotadas por todas las regiones -dijo el emperador-. ¿Qué poder es ese que poseen?

-No son dioses ni enviados de dioses majestad. Son únicamente unos mugrientos y mejor haríamos en decapitarlos... -dijo uno de los visires.

-¿Y hacer estallar sus collares? -replicó el emperador. -Existen cuatro elementos de los que está hecha toda creación -

dijo Karuna-. Esos cuatro elementos son, agua, aire, roca, y fuego. Si los pudiésemos mezclar adecuadamente nuestro poder sería infinito. Tal vez esos mugrientos, poseen tal conocimiento.

-Tu viejo sabio tiene razón, padre -dijo el príncipe-. Los prisioneros podrían servirnos para defendernos contra el pueblo y contra aquellos que representan un verdadero peligro para el imperio.

-Te refieres a los que andan por el país en carros de combate voladores.

-¡Eso digo! Tratemos de conseguir la cooperación de los prisioneros ahora.

-Veamos que opina el primer visir. Thara tragó por primera vez en seco. El dignatario comenzaba a

sentir que los asuntos de gobierno repentinamente escapaban de su control.

-Opino como el visir Avyaya. Deberíamos ejecutar a los prisioneros de inmediato. Antes que sea demasiado tarde.

-Mejor... -dijo Karuna. Pero se le atragantó la frase cuando la mirada del primer visir se posó sobre su semblante.

-Adelante, Karuna -ordenó el emperador-, di lo que tengas que decir.

-Primero... deberíamos escuchar a los extraños prisioneros y saber por ellos mismos quienes son y de donde vienen.

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Capítulo 63- Acampada en el Hidra Ma. Philip había decidido pasar la noche a la intemperie. Aquello le

recordaba los tiempos de trabajo en su profesión de arqueólogo. Por supuesto, la permanencia en las cercanías del Hidra Ma, no

fue verdaderamente a cielo abierto. Los virnayas de la guarnición que quedó en la aldea vinieron muy temprano a instalar sus yurtas; y trajeron además con ellos algunos alimentos y buenas noticias.

Philip y Boris habían llegado al acuerdo de colocar los vimanas en el interior de una de aquellas tiendas, para mayor seguridad de todos y de los mismos vehículos.

Las lunas habían aparecido frías más que otras veces y los hombres que llegaron rato después acompañando a Nala, hicieron dos grandes fogatas en medio del campamento. En vez de echarse a descansar como debía ser a aquella hora; Boris y Philip, el viejo profeta y su hijo y la copiloto Hung, se sentaron frente a la tienda y comenzaron a charlar acerca de los planes para el futuro.

Poco después una fina niebla comenzó a cubrirlo todo hasta la altura del pecho. Mirando por encima, les daba la impresión de estar otra vez sobre las montañas.

Lo que debía haber sido un campamento militar, muy pronto se convertiría en alegre acampada. Comenzaban a llegar algunos campesinos de los alrededores. Primero con el deseo de acercarse a los extranjeros y ver sus rostros; hicieron luego sonar sus instrumentos y comenzaron a danzar junto a las hogueras.

-Esta gente se merece un buen gobierno -dijo Philip. -Como todos en Belsiria -agregó el anciano profeta. Una mujer se les acercó y les ofreció algo de beber en una

especie de vasija de porcelana transparente. -¡Bebamos! -sugirió el joven belya-. Lo que nos ofrece es algo

tuarube muy agradable al paladar y al espíritu. Fue aceptado el ofrecimiento, y al momento varias mujeres

llegaban trayendo el mismo tipo de recipiente con largas y finas cañas para sorber el líquido humeante aún.

-¡Es delicioso! -exclamó Boris. -De Nagaev hacia el este, las costumbres tienen el sabor

primitivo de los tuarubes -dijo Nala. -¿De qué se hace? -preguntó Philip. -Con la raíz de una planta que solamente crece en los límites

con las tinieblas. Los tuarubes lo llaman el elixir de la salud, el amor y la paz interna -dijo el profeta.

-Dicen que los tuarubes viven como mil años. ¿Será por esto? -dijo la copiloto Hung sorbiendo una gran porción.

-Tienen no sólo una larga vida -explicó Philip-. Tienen también la poderosa capacidad de mutar sus cuerpos varias veces durante

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la vida adulta. Eso lo estuve leyendo en el laberinto, y entonces lo relacioné con mis primeras impresiones sobre esta especie. Llegué a la conclusión de que aún podríamos encontrar tuarubes voladores.

-¡Hey... hey! -dijo Boris. ¿No les parece extraño como pudieron llegar aquellos hasta la cúspide del desfiladero.

-Debéis pensar esto -replicó Helena-, si existiese alguno; cualquier belya lo habría visto.

-¡Ya! Pero... no olviden que son pacíficos y temerosos. Ocultos pueden estar por cualquier lugar en este vasto planeta. Con sus capacidades fabulosas de adaptación capaces serían de conquistar toda la galaxia.

-¡Imaginaos! -agregó la doctora Hung-. Mil años de existencia individual y capacidad para convertirse casi en cualquier cosa. ¿No sería un tuarube lo que le cayó encima al profesor desde la roca?

Todos rieron por largo rato y ninguno llegó a ver el muchacho que levantó las pieles a un lado de la yurta y se introdujo al interior.

-¡Ya...! Si sigues pensando así, terminarás pateando un tuarube creyendo que es una piedra -dijo Philip. Lo dijo en inglés temiendo sinceramente que por allí hubiese alguno capaz de ofenderse con el chiste.

La luna, la música y el tikol les habían traído buen humor durante aquellas horas; cuando de repente un chasquido seguido de una descarga los hizo saltar o rodar por el suelo.

La tienda de pieles se desprendió de su base envuelta en polvo y voló a lo lejos, y todos vieron con asombro como uno de los vimanas se elevaba hacia el cielo.

No fue por mucho tiempo. El muchacho como de quince años cabalgaba en la proa y gritaba aterrorizado. Y entonces se vino en dirección al suelo en medio del campamento. La gente se apartaba a lo lejos despavorida mientras una mujer aullaba en medio de la explanada. Creyeron al vehículo destruido y a su improvisado piloto muerto; pero en vez de la tragedia, quedó flotando sobre la niebla.

Philip y Boris acudieron en auxilio del muchacho y lo cargaron fuera del aparato, a un costado del cual se mantenía aferrado... y cuando lo depositaron al suelo, corrió como presa de los demonios, desapareciendo al instante en dirección a la aldea.

El incidente con el vimana causó el fin de la fiesta y muy pronto los campesinos se retiraron a sus lugares de reposo. Boris se retiró también al interior de la yurta mientras Helena y Philip permanecían aún escuchando el distante rumor de la gente.

-¡Fue una lástima! -dijo Helena-. Con ellos se fue nuestra poca alegría.

-Nuestra culpa fue. Los vimanas son máquinas muy poderosas.

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Por suerte, parece que no hubo ningún daño -dijo Philip. -A descansar entonces -agregó la copiloto echando una última

mirada hacia el firmamento. -¡Un momento, doctora! -dijo Philip poniéndole una mano al

hombro. -¿Qué sucede? -En el laberinto... entre las cosas que Kalick Yablum reveló ante

mi..., hay algo que no les he dicho. -¿Qué queréis decir? -dijo ella con asombro. -No parece ser la Orión nuestra última esperanza de regresar a

Tierra. Capítulo 64- Los plagiadores se desesperan. Los dos delincuentes se acercaron a sus espaldas, lo tomaron

de los brazos y tiraron con tanta fuerza hacia atrás que el piloto Karl salió expelido por encima del respaldo y cayó al piso. Los otros tripulantes y el doctor Helmuz se volvieron con asombro al sentir la inesperada violencia.

Mack estaba plantado allá en el umbral de la sala de comando. Antes que Karl hubiese tenido tiempo de comprender lo que

sucedía; los dos hombres lo habían atrapado por las hombreras de su chaqueta hasta ponerlo de pie.

Mack se adelantó hasta él y súbitamente pegó en su estómago; mientras los otros lo sostenían.

-¿Dónde está el capitán Brian? -El capitán está muerto. -¡Ponle las esposas! -ordenó Mack a uno de aquellos. Un momento después lo empujaban hasta el área de descanso

y lo hacían sentar junto al doctor Helmuz. -¡Maldición! Este no volverá a tocar los comandos -dijo el

criminal enfurecido. Su advertencia llegó incluso a los dos hombres que custodiaban

la sala de comando. Recibieron la orden de no dejarlo acercar, no dejar a los prisioneros salir de la sala y no descuidarse ellos mismos ni un segundo, porque en eso les iba la vida.

La explosión y muerte de los tres bandidos había creado un precedente adverso para el resto de los secuestradores. Brian; en cualquier lugar de la nave que estuviese oculto, se había convertido en una amenaza. Ahora podría darse el lujo de intentar eliminarlos a todos, siempre y cuando se asegurase de que los demás se desharían de los cadáveres. Los criminales habían caído en su propia trampa.

-Nos tiene en sus manos ¡maldición! Debemos encontrarlo y

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eliminarlo a toda costa, de lo contrario él acabará con nosotros -gritó Mack al salir al corredor central. Pero al pasar frente a su propio cubículo:

-¡Mire jefe! -dijo el nombrado Enano señalando hacia la puerta. Allí estaba colocado un papel con la siguiente nota:

“Atención: pueden refrigerar cadáveres en primer nivel, corredor central, sala veintisiete”

Mack extrajo su pistola de la cintura. -¿Piensa que se saldrá con la suya, capitán Brian...? ¡Ya vamos

a ver! Capítulo 65- Como continuar la lucha. Por largas horas el capitán había permanecido indeciso y

atemorizado en su taller. -¿Cómo actuar a continuación, Brian? ¿Cómo actuar? -se

preguntaba a sí mismo. Fue aquella la interrogante que comenzó golpeando su cerebro

hasta causarle fuertes latidos y punzadas en las sienes. Había algo que siempre temió; y era el enfrentamiento a puños con un enemigo, más aún si el enemigo aparentaba ser más hábil o fuerte que él. Aquel solo pensamiento lo había paralizado y lo hacía inclinarse a buscar soluciones en la otra vertiente de una eficaz defensa. Su inteligencia. Debería combatirlos con inteligencia.

Aún tenía unas horas para pensar; pero el dolor en el brazo le restaba capacidad y lucidez a sus facultades; y además, era tan complicada la situación que apenas podía abarcar todas las variantes a su favor.

Extrajo el frasco de las píldoras y tragó una con su propia saliva. Recostó la cabeza y trató de pensar.

El enemigo sabía ya de su existencia. Seguramente en aquel momento lo buscaban con tenacidad por cada rincón de la nave. Era normal. Aquella era la conducta típica del cazador cuando se siente a punto de echarle mano a su presa. ¿Qué hace la presa? Escapar. Alejarse de la presencia del cazador. Muy bien; pero él, capitán Brian, haría diferente. Esperaría oculto y en acecho hasta el momento oportuno. Había además una circunstancia a su favor que Mack y sus hombres desconocían.

Recobró el frasco y tomó otra píldora, entonces recordó la inyección que el doctor Grant le había administrado para el dolor. Con una de aquellas se hubiese sentido mucho mejor.

Fugaz como un relámpago en las tinieblas, una idea ondeó por su mente.

¿Y si tomaba de aquella anestesia y de algún modo lograba

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suministrarla a los delincuentes...? La idea fue lo mejor que se le podía ocurrir en aquel momento.

Era mucho más viable que continuar arrastrando cadáveres por la nave hasta un lugar de refrigeración. ¿Pero cómo hacerlo?

Conectado con aquel pensamiento, le vino a la memoria uno de sus entretenimiento favoritos a bordo.

Capítulo 66- Se acerca el enemigo. Se le podía llamar la región entre ríos y la aldea Hidra Ma era un

punto fundamental de acceso al interior del país y a las ciudades de Irki Sama y Hassur. Por aquella razón Nala debía permanecer allí, al frente de una tropa de seis mil virnayas unidos a la lucha. El resto de las acciones estaban todavía por decidir; pero era lo más probable que en algún momento esas mismas tropas comenzaran avanzando sobre Kiris Albrum. La inconquistable.

El cielo comenzaba a teñirse con su notable color rosáceo cuando Boris, Helena y Philip salieron de la yurta. El fuego de las hogueras se había extinguido y la niebla había despejado los campos. A todo lo ancho de la llanura los campesinos atendían los cultivos en un día de calma. Nada parecía capaz de perturbar el lejano rumor de sus cantos; e incluso podría decirse que aquellos llegaban de más allá de la ribera derecha del Hidra Ya.

-¿Qué será de nuestra gente a bordo, Boris? Anoche he tenido un sueño horrible -dijo Helena mirando detenidamente al firmamento-. ¡Se les agota el tiempo! -agregó.

El comandante había ido junto a lo que quedó de la hoguera y yacía de rodillas tratando de reavivar el fuego. Mientras tanto, Philip hacía esfuerzos por sacar su vimana de la yurta.

-Con respecto a la Orión...; aún son pocas nuestras opciones -dijo Boris-. Todo el esfuerzo que hemos hecho por llegar a Nagaev y conseguir el mineral de uranio ahora parece inútil. De nada nos serviría ya. La Orión se precipita en cualquier momento. Estamos atrapados en este planeta... y la tripulación a punto de perecer. Es una situación sin salida.

Se puso en pie y lanzó a un lado la rama que le servía de atizador. Un virnaya lo vio y corrió en su ayuda.

-Si pudiésemos localizar el túnel del tiempo... aún tendríamos una oportunidad -dijo la copiloto.

-¡Sigue usted con eso doctora...! ¿No será un engaño del profesor Kapec para conseguir sus propios fines...? Además ¿cómo lo haríamos? -dijo Boris moviendo la cabeza con pesadumbre.

-¡Desde la Orión!

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-¿Tendríamos tiempo para eso? Recuerda además. Ellos no pueden actuar.

-Si Brian o Karl pudiesen utilizar el espectrómetro de rayos infrarrojos, tal vez consigan localizar el túnel en la región de tinieblas.

-¿Y ellos? -También he estado pensando en eso -dijo Helena, agregando a

continuación-: ¿y si se lanzaren al espacio en caída libre, abandonándolo todo?

-¿Crees que lo lograrían? -No podría asegurarlo -dijo la copiloto alejándose unos pasos de

la yurta y acercándose a él. Philip había sacado el vimana y ahora lo chequeaba en busca de posibles daños-. Pero hay algo... Boris -agregó, fijando esta vez la mirada en el horizonte-. Las posibilidades de salir con vida son mayores que si intentasen un aterrizaje forzoso de la nave.

-Aún así. Mientras estén en manos de los bandidos no podrán adoptar ninguna decisión propia. Ahora bien, suponiendo que lograran tomar el mando. Podrían utilizar...

La conversación fue interrumpida por los gritos de la guarnición virnaya del campamento. Todos se habían vuelto en dirección a la aldea. Por el polvoriento camino se acercaba una bestia al galope. Debido a la distancia que aún los separaba, las frases del jinete llegaban hasta ellos con incoherencia.

-Algún mensaje nos envía Nala -dijo Philip uniéndose a sus compañeros.

Pocos minutos después llegaba el virnaya. Echó pie al suelo de un salto y dijo entonces:

-Desde la aldea se avistan algunos barcos de guerra subiendo por el Hidra Ya.

Capítulo 67- Debate frente al trono. Se abrió la puerta de la sala del trono y el guardia dio dos pasos

al frente, inclinó la cabeza e hizo una señal con la mano. -Que pasen a los prisioneros -ordenó el emperador. Los cinco hombres avanzaron paso a paso, sin nadie que

intentara atropellarlos o hacerlos mover de prisa. El primero fue Ketrox y también el mejor que se podía reconocer de todos. En los demás habían crecido sucias y enmarañadas barbas que los hacían parecer pálidos ermitaños.

Cargaban una gruesa cadena de bronce atada por un pulso a la muñeca izquierda; pero cada uno ocupaba posición invertida a ambos lados, sujetos a unos cinco pies uno del otro. Ketrox

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ocupaba un extremo de la cadena. Los hicieron detener al pie del primer escalón y los guardias se

situaron junto a ellos. Los visires y el príncipe habían subido y ahora permanecían de

pie a ambos lados del trono. -Me interesa saber quienes son y de donde vienen -dijo

Chandra sin más preámbulo-; pero primero diré algo y lo digo a ti, que pareces ser el único que comprende nuestra lengua. He gobernado por muchos años este vasto imperio, que es herencia de mis antepasados y lo estoy haciendo con mano de bronce. Sin compasión a mis enemigos. A los traidores y farsantes los damos de alimento al grayen. Dime ahora. ¿Son ustedes dioses?

Primero la amenaza y luego la disparatada pregunta, parecieron no sorprender ni alterar en lo más mínimo al inescrupuloso Ketrox. Levantó por primera vez su rostro para mirar fijamente al emperador.

-No somos dioses -se limitó a decir-, ya lo he dicho mil veces. -Y entonces... ¿Qué es ese gran poder en el collar? -preguntó el

primer visir. -No es nuestro poder. Estamos prisioneros al collar. Uno de los visires a la derecha se acercó al emperador y

susurró algo a su oído. -Escapamos de un mundo muy lejano semejante a este... -

continuó el doctor Ketrox-. Aquellos hombres que tratan de destruir tu imperio, también tratan de atraparnos.

El emperador acarició por un instante su barbilla. -¿Dices que los hombres de los carros voladores tratan de

destruir mi imperio? -¡Eso digo! -¿Piensas que lo conseguirán? -preguntó Chandra riendo. -Seguramente... en poco tiempo. -¿Estarían ustedes dispuestos a combatirlos para mi? -Si majestad -dijo el doctor Ketrox haciendo una reverencia y un

movimiento de mano semejante al que vio hacer al guardia-; pero necesitaremos estar libres y todas nuestras armas sean devueltas.

Esta vez fue el primer visir quien se acercó al emperador. -Hay que destruir a estos farsantes, majestad. -Muy bien -dijo Chandra poniéndose en pie. Se dirigió entonces

a los otros miembros del concejo y agregó-: algunos de ustedes estiman que los extranjeros son una amenaza, otros estiman que podrán ayudarnos a combatir la rebelión. Haré unas preguntas más y después quiero vuestro voto.

-¡Majestad! -dijo Thara el primer visir-. Antes que el concejo tome una decisión, quiero preguntar a este extranjero ¿cómo

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combatirán a nuestro enemigo común; los hombres de los carros voladores?

-Desde nuestra nave en el cielo -dijo Ketrox al instante. Un murmullo recorrió la sala. El visir que una vez susurró algo a oídos del emperador asumió

la palabra. -Majestad, los extranjeros declaran ser prisioneros del collar.

¿Quién puso el collar a sus cuellos? ¿Qué es esa nave que dicen poseer en el cielo?

-¿Cómo garantizamos que después de estar libres no nos destruirán a nosotros? -dijo el príncipe Chandramauli.

-Estos pueden ser los dioses del mal a los que una vez Irki Sama lanzó al abismo en la guerra celestial y los dejó allí prisioneros -concluyó el anterior visir.

Capítulo 68- Brian al acecho. El alivio del dolor trajo lucidez a sus pensamientos y con la

lucidez vinieron nuevas ideas. Renacieron también sus esperanzas.

Después de inyectarse él mismo una dosis de anestesia local en el brazo, tomó el gran frasco de óxido nitroso y comenzó a cargar cada una de las jeringas del paquete, cuidando siempre de no exagerar en la dosis. Pensó que una pequeña cantidad sería suficiente.

Aunque realmente desconocía los efectos de aquella sustancia. Sabía que era un anestésico y que podría poner bajo control a cualquiera de los bandidos con sólo administrársela en el flujo sanguíneo; pero nada más.

Lo importante en aquel instante era no provocar la muerte de uno de ellos y como consecuencia desencadenar una explosión, cuyos daños serían siempre incalculables.

Introdujo la primera jeringa cuidadosamente en el tubo de la pistola de dardos y se fue de caza. No estaba completamente seguro si su nueva idea funcionaría con eficacia; pero era por el momento la única solución.

Salió de la sala de medicina; pero en vez de hacerlo esta vez por el corredor central del segundo nivel; lo hizo a través de la esclusa al fondo, en el piso de la estancia. Descendió a lo largo de la estrecha escalera de ribalita llevando consigo colgado al cuello el computador con el programa de detección. Bajó al oscuro corredor de la sala de reactores y entonces echó una ojeada a los puntos en la pantalla. Ya eran solamente ocho. Los bandidos habían sido asombrosamente eficientes en echar los cadáveres al

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espacio. Salió a través de la estrecha puerta al corredor central y de

regreso a la misma dejó caer aisladas gotas de sangre sobre el piso. Se introdujo al oscuro corredor y allí dejó caer otras gotas frente al conducto extractor de su propio taller. Pensó que aquello le serviría como una pista a los delincuentes.

Entonces descolgó la computadora y se arrastró bajo los tubos, desapareciendo en la oscuridad.

Capítulo 69- La última esperanza. En la sala de comando, segundo nivel de la Orión, el piloto Karl

soportaba angustiosamente su separación definitiva del puesto. Ya no tendría acceso a cualquier comunicación con el capitán ni tampoco a la mucho más remota esperanza de conocer acerca del comandante Boris, el profesor Philip y la copiloto Helena.

-¿Estarán a salvo? -preguntó al doctor Helmuz, sentado a su lado en el sofá.

-Ya le digo Karl. Según aparece en los antiguos documentos, es un planeta perfectamente habitable.

-Ya, ya...; eso lo entiendo doctor; pero nuestras esperanzas de un reencuentro con los otros están casi perdidas. Realmente, estos imbéciles no saben qué hacer ni con sus propias vidas... y nos han condenado a todos a morir.

-Aún tenemos la esperanza del capitán Brian. Usted mismo ha dicho de su habilidad dentro de la nave.

-En cualquier caso doctor..., en pocas horas la Orión se viene abajo. Nos estrellaremos contra una porción sólida del planeta y estallará la nave, o tal vez caigamos en uno de esos turbios mares y nos hundamos para siempre... aún más angustioso.

-Entonces nuestro destino será el mismo de la Atlántida -dijo el doctor Helmuz.

-Y ahora...; así atados, mucho menos podemos hacer. Pasos apresurados y voces desde el corredor central llegaron

hasta ellos a través de la puerta abierta. Capítulo 70- Caídos en la trampa. El delincuente llamado Bob el sucio gustaba de beber el brandy

que a hurtadillas sustraía de la despensa del comedor; y los corredores de la Orión lo invitaban a beber.

Eran sitios prolongadamente solitarios. Eso lo inducía a pensar que aquella condenada nave había sido diseñada para albergar al menos unas quinientas almas entre tripulantes y pasajeros.

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Después de conocerse la permanencia a bordo del espíritu del capitán Brian, se sentían aún más desolados y tenebrosos. Desde que fueran eliminados los tres, no podían continuar andando en parejas si querían abarcar a un tiempo el mayor espacio posible de aquel vasto campo de batalla, todavía no del todo explorado por ellos.

Bob se detuvo y bebió un largo trago. Miró la botellita contra la luz amarilla a la derecha y comprobó que la había dejado casi vacía. Pero el trago, el arma que llevaba consigo y el conocimiento de que su compañero el Enano se movía a unos cincuenta metros en el corredor lateral, le infundían cierto valor.

Antes de tomar a la derecha, se aseguró de que tenía una bala en el directo de la recámara de su fusil. Avanzó lentamente.

-¡Anjá! Allá estaba el Enano y le hizo una seña. Pero entonces...;

aquellas manchas de sangre en el piso. Bob se detuvo. Que bueno que el Enano venía hacia él.

-¡Mira esto! El otro se agachó junto a las primeras gotas; pero el reguero

continuaba hasta la misma puerta del corredor lateral. -Vamos Bob. Lo tenemos. -dijo el Enano poniéndose en pie. Se abrió lentamente la puerta de ribalita y apareció un haz de

luz y el cañón de un fusil. Luego el rostro temeroso de Bob. El delincuente caminó despacio siguiendo el rastro de sangre, y

entonces se detuvo frente a la ventana del extractor. -¿Ahora qué...? ¿Por qué te detienes? -dijo el Enano en un

susurro. -Aquí termina. ¿Por qué no llamas a Mack? -respondió Bob con

otro susurro. -No seas cobarde. Ese conducto nos llevará a su escondite.

Mejor lo atrapamos nosotros. ¡Síguelo! -Llama al jefe. Sé lo que te digo -insistió Bob mientras se

echaba al piso introduciéndose a través de la esclusa. -Bien..., bien... ya lo llamo -dijo el otro mientras su compañero

desaparecía a lo largo del conducto. Tomó el comunicador en el instante mismo en que algo lo golpeó a la espalda. Se volvió asustado y dolorido; pero el sombrío corredor de tubos y lucecitas rojas intermitentes comenzó a mecerse ante su mirada...; y todo terminó nublado. El Enano cayó al piso.

El capitán Brian pateó a un lado la ametralladora lanzándola bajo los gruesos tubos.

El radio comunicador había quedado prendido entre la mano derecha del delincuente y se escuchó la voz de Mack demandando una respuesta.

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Capítulo 71- El profesor Kapec prisionero. El control sobre las regiones de Nagaev y el valle del Hidra era

la mejor garantía para una total victoria de la rebelión. Así, Philip subió sobre el vimana y desapareció en un instante

detrás de las ondulaciones del terreno en dirección a la aldea; pero no pasó por ella. Cuando vio a su derecha la elevada colina con el conjunto de casas colgando como un racimo de sus laderas; torció levemente el rumbo sobre la izquierda y luego cruzó el camino de Hassur y avanzó hacia el este, buscando la orilla derecha del río.

El Hidra Ya lucía inmenso como un mar en calma. Desde la ribera interna apenas se divisaba una estrecha faja del paisaje del otro lado, medio sumido entre la bruma.

Podía hacer dos cosas. Quedarse como centinela de este lado, o dar un recorrido a lo largo del río en dirección a la capital del imperio, tratando de descubrir cualquier movimiento de la flota.

Ascendió sobre un montículo a escasos cien metros de la orilla. Entonces levantó el escudo de la cabina y escrutó el paisaje a todo lo largo de la corriente hasta el máximo alcance del instrumento. El caudal parecía casi inmóvil desde cualquier punto de referencia; pero así y todo debía ser inmensa la masa de agua que transportaba hacia el mar Bulev. Muchos islotes aparecían dispersos a lo largo y ancho, como hogueras sobre las oscuras aguas. Además de esto, sólo el vuelo de algunas aves marinas disturbaba la inmensa quietud; y aquella quietud le causaba una extraña sensación de inseguridad. La ribera, el vuelo de las aves, el cielo inmenso y la maduración de las espigas en el valle le hicieron recordar el Ganga Ma. Un profundo dolor lo golpeó en el pecho y luego en las pupilas, haciéndole derramar abundantes lágrimas.

Metió la mano en el estuche del panel bajo los comandos y extrajo el pequeño objeto de forma cilíndrica y color dorado del cual no se separaba ya jamás. Bajó la vista observándolo por un momento entre la palma de su mano. Ahora comprendió dolorosamente que su alma se desgarraba en medio de la indecisión de dos mundos.

Decidió avanzar a lo largo del río y alejarse. El panorama allí le hacía sentir como víctima de una terrible enfermedad del corazón. Se desplazó hacia la orilla y la enfiló a todo lo largo sin dejar de observar hacia el interior entre la vegetación de los islotes. Al principio parecía la ribera de una playa desolada por los vientos de una tormenta; luego el paisaje se fue tornando un poco árido e inmensas rocas surgían inesperadamente y formaban altos

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acantilados y escollos a su paso. Por aquella parte hubiera sido difícil un desembarco.

Pensando así se internó hacia el valle; buscando la manera de sobrepasar la parte más escabrosa de la orilla. Recorrió un centenar de kilómetros sin ver vestigios del enemigo. Solamente algunas balsas de pescadores se hacían distinguibles de vez en cuando entre la bruma. Finalmente, aburrido de aquel navegar infructuoso decidió regresar. “Tal vez por la otra orilla.” pensó.

Entonces decidió cruzar el vado junto al camino de Hassur. Dio un amplio giro y aceleró; experimentando una vez más las

fabulosas cualidades de aquella máquina de energía inagotable. Esquivaba hasta los más pequeños obstáculos a su frente; a una altura de cuatro pies del terreno.

Devorando la distancia a tan prodigiosa velocidad, sintió como que la nostalgia desgarradora se adormecía otra vez en lo profundo de su alma. Entonces, al remontar una ondulación del suelo tuvo nuevamente ante sí la vasta orilla y allá, en medio del río, la flota del enemigo.

Había aparecido fantasmagórica, cruzando a remo batiente los rojizos jirones de la bruma...; pero aquello no fue todo. Aminorando su marcha pudo descubrir lo más inquietante.

Hacia el interior del valle el terreno se había convertido en sangriento campo de batalla. Estampido de explosiones; incendios, y multitud de máquinas voladoras que surcaban el espacio.

¡Máquinas voladoras! Philip se detuvo totalmente, y sacudió su cabeza. Entonces

tomó el binocular y observó hacia el lugar donde ambos grupos de contendientes acababan de chocar.

No, no estaba soñando... aquello que le pareció al principio algún género de máquinas voladoras, eran en realidad seres voladores con algo de aspecto humanoide; volando con sus propias alas y lanzando dardos desde su altura.

Los virnayas comandados por Nala y Digambara se enfrentaban a las tropas imperiales apoyados por aquellos seres, que eran sin lugar a duda, tuarubes.

Sería peligroso inmiscuirse en la lucha con el vimana; pero debía decidir algo muy pronto. El resto de la flota se acercaba, seguro con tropas de refuerzo del enemigo.

Philip aceleró lentamente y comenzó a moverse en un gran círculo alrededor de los combatientes. Los virnayas lo vieron y eso les redobló el coraje. Entonces se alejó sobre un montículo y apuntó el cañón de láser hacia la ribera y la flota que se aproximaba.

Hizo un disparo; pero no pudo apreciar su efecto sobre las

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naves. Estas habían comenzado a dispersarse a lo largo del río. La niebla sobre las aguas le impedían una perfecta visión y la

flota trataba ahora de abarcar un más amplio frente para el desembarco. Su general había escogido el momento más adecuado para el ataque.

Philip se lanzó desde su posición directamente hacia el centro del frente de desembarco. Aceleró el vimana, dispuso el láser y comenzó a lanzar un pulso tras otro indiscriminadamente. Sobre las aguas comenzaron a elevarse llamas al cielo. Aún a doscientos metros de la orilla continuó sus disparos. Había hecho sin duda blanco sobre algunas de las naves.

Su plan era dar un amplio giro en el instante supremo, alejarse y regresar con una nueva carga; pero inesperadamente a unos sesenta metros, un amplio obstáculo se alzó desde las arenas. Había caído en una trampa.

Un cerco de troncos se impuso ante su vuelo, y el vimana impactó a mitad de su altura; y fue tan fuerte el impacto que tres de los troncos se destrozaron y el cerco fue arrancado de su base arrastrando a varios soldados por el aire con el mismo ímpetu de una explosión. El vimana perdió el control, se elevó unos pocos metros y luego se deslizó sobre la arena para impactar contra una roca.

Philip se golpeó en la frente y casi inconscientemente abrió el escudo. Un grupo de soldados cayó sobre él y lo sacaron de la máquina alzándolo entre sus brazos como trofeo de guerra y en señal de triunfo. Había caído en poder del enemigo.

Capítulo 72- Tuarubes al rescate. Despertó a la sensación de balanceo en su cuerpo. Abrió los

ojos y se vio tendido a bordo de una embarcación. Sus manos y piernas estaban atadas con grilletes y cadenas a sendas argollas en la cubierta.

Philip se irguió y pudo sentarse, entonces vio por encima de la borda que navegaban entre la niebla, surcando un canal entre varias islas. Otras embarcaciones los precedían y aún otras venían a la zaga, todas en apretada formación. Las dos hileras de remeros batían las aguas en silencio, mientras el capitán recorría la cubierta de un extremo a otro.

Un rato después salieron del canal y la niebla comenzó a disiparse. Ahora navegaban más cerca de la orilla izquierda del Hidra Ya, la cual se divisaba con claridad. “¿Cuánto tiempo llevo en esta situación?” pensó.

Intentó entonces ponerse en pie; pero el largo de las cadenas

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se lo impedía, y enseguida un grito de alarma en la cubierta lo hizo desistir:

-¡Tuarubes! Fue lo único que pudo comprender. Varios seres voladores se habían hecho visibles apareciendo

desde algún lugar del espacio. Pasaron a unos cincuenta metros por encima de las naves y arrojaron sus flechas.

Al momento, sobre la cubierta se congregó el grueso de los soldados armando un cerco de escudos en medio. Uno de ellos prendió fuego al brasero y cargaron sus ballestas. El silencio se hizo sofocante por unos minutos al calor de las llamas.

Los remeros reforzaban su empuje. Philip tragaba en seco. Seguramente los tuarubes venían en su

rescate. Notó entonces que la fila de naves surcaba hacia el centro del río donde la niebla aún se conservaba espesa y la vegetación, cuyos tallos parecían tener la consistencia del vidrio, con espinas a lo largo, las podía proteger contra el ataque aéreo.

No pasó mucho tiempo cuando se escuchó otra vez un leve silbido, y varios tuarubes reaparecieron como a unos sesenta metros de altura por la banda de estribor. Uno de ellos casi justamente encima de la nave donde Philip iba prisionero. Comenzaron realizando una extraña maniobra consistente en dar giros alrededor.

A una voz de mando que partió desde la nave guía, los soldados lanzaron una primera andanada. Prendían fuego a las puntas de las flechas que primero embarraban en una sustancia viscosa, entonces apuntaban horizontalmente sobre la superficie del río. Las flechas se alzaban hacia el cielo describiendo una trayectoria en forma de parábola.

Sólo un tuarube fue impactado y su cuerpo vino cayendo lentamente hasta hundirse en las aguas.

Entonces vino la réplica desde lo alto, y lo que Philip vio lo hizo olvidarse por un momento de su situación, despertando su curiosidad. Los guerreros voladores apuntaban hacia abajo y en dirección contraria al blanco. Sus dardos comenzaban a describir un círculo a medida que iban descendiendo en forma de espiral. Pero a su vez sus flechas aminoraban la velocidad en proporción con la altura. Aquel extraordinario duelo no podía durar mucho tiempo.

Dar en el blanco requería tanta habilidad para un tirador en Belsiria, como para un muchacho de primer nivel resolver las ecuaciones de Lorenz; pero la ventaja estaba en otros aspectos a favor de los soldados, y esta consistía en el número y la protección de sus escudos.

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Pronto los tuarubes fueron diezmados y los sobrevivientes se retiraron tan súbitamente como habían llegado.

Con el fracaso del ataque Philip sintió que se nublaban sus esperanzas; tal vez para siempre.

LIBRO CUARTO Capítulo 73- Breve encuentro. Sini Tlan con su luz plateada se mecía sobre las aguas,

golpeada y batida por los remos de la pequeña embarcación. A bordo una joven belya y un viejo tuarube contemplaban atentamente la superficie, como queriendo penetrar con sus miradas las profundidades del Hidra Ya.

Un rato más de tenaz y silencioso batir de remos los condujo cerca de una pequeña playa de pescadores casi en medio del río. Entonces el remero dejó de batir los remos y la balsa se detuvo.

Karuna Bal Tami y la joven se miraron a los ojos firmemente. -No tengas miedo -susurró el anciano. El agua se estremeció a un costado de la embarcación y un

cuerpo oscuro mostró parte de su forma, apenas distinguible sobre la superficie. La muchacha sorprendida retrocedió sobre su banca hacia el centro.

El rostro de un ser extraño con cabeza achatada, emergió totalmente y se agarró a los maderos con sus manos, largas y terminadas en siete dedos, también largos y poseedores de una membrana interdigital. Ahora, a la luz más diáfana de las lunas se pudo ver el verdadero color amarillo barro de todo su cuerpo, incluyendo sus pupilas.

-¿Están solos los tres? -pronunció el ser, y su voz sonó cavernosa a los refinados oídos de Kali.

Capítulo 74- Los planes del Dr. Ketrox. -Eso será suficiente -dijo el doctor Ketrox. -Hagámoslo entonces -reafirmó Dietrix. Los cinco bandidos estaban reunidos en torno a una mesa baja. La habitación no era ya el mismo hoyo oscuro y húmedo en que

los habían confinado prácticamente desde que los trajeron prisioneros a la capital del imperio. Hacía poco que habían recobrado parcialmente la libertad y reían llenos de regocijo; pero con cordura, ante el anuncio del doctor Ketrox.

Sus aspectos también habían cambiado notablemente; renovados con una buena afeitada, cambio de vestuario y abundante alimentación.

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-Mañana, cuando recuperemos las armas y el resto del equipo, será diferente historia.

-¡Dígame jefe! ¿Podremos tener todas las mujeres que se nos antojen? -preguntó uno de aquellos.

-Claro que sí; pero eso vendrá después. ¡Ahora... ni lo pienses! Recuerden esto. No solamente tomaré el poder en este gran imperio. También cobraremos nuestra deuda con la Tierra.

-No comprendo -dijo Dietrix-. ¿Cómo podremos volver allá? -Eso... déjalo de mi cuenta. Ya lo sabrán en el momento

oportuno -dijo el doctor, otorgando a sus ojos un brillo malicioso-. ¿Qué serían ustedes sin mi...? Pero no se preocupen. Algún día volveremos a la Tierra en nuestra revancha -concluyó.

Capítulo 75- Arrivo a la capital. El sol se había apaciguado con la aparición de algunas nubes

en el cobrizo firmamento; color que, según la creencia de los belyas, precedía la estampida de los vientos del oeste, desde las zonas áridas hacia el límite con las tinieblas.

-¡Remeeeeros. Redoble! -gritó el capitán belya desde la proa. La larga y achatada embarcación giró algunos grados a estribor

y enfiló su curso por el remanso de la orilla izquierda. Philip se había quedado dormido, y al tiempo que se escuchó la

orden del capitán un balde de agua cayó sobre su rostro. Una onda de coraje subió repentinamente hasta su corazón,

endureciéndolo como una roca. Con un brusco movimiento se sentó arrastrando sus cadenas sobre la cubierta.

La estampa que apareció ante su mirada fue algo bien distinto de lo visto anteriormente. El resto de las naves que sobrevivieron a los combates ya no se encontraban atrás ni delante. El río anchuroso se había convertido en un canal de unos doce metros y frente a ellos se levantaban imponentes las torres de una fortaleza.

-Kiris Albrum -fue la composición semántica que primero acudió a su mente.

Capítulo 76- Brian al mando. Un estremecimiento recorrió la nave toda, sacudida ahora por

cientos de micro impactos. Los objetos que no estaban fijos a alguna base o a las paredes, salían disparados en cualquier dirección, al azar, hiriendo y destrozando a su paso.

Las alarmas se habían disparado automáticamente, anunciando a cualquier sobreviviente el conteo regresivo de sus vidas.

El efecto de freno aéreo de la alta atmósfera belsevita y la

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presión del viento solar, habían hecho que la Orión se precipitara ineludiblemente hacia su fin. Estaban entrando a la cara diurna del planeta.

El capitán Brian, desesperado por la impotencia, había echado a correr por el corredor de la sala de reactores en dirección a las escaleras. Aún llevaba consigo el computador portátil colgado al cuello, con el programa de detección radial. Ahora se jugaba la última carta en aquel juego de cacería que ya le resultaba intolerable. Su inaplazable objetivo era alcanzar la sala de comando. Tal vez algo podía lograrse aún. Sabía que por lo menos otros seis delincuentes estaban activos en algún lugar; pero también sabía que el tiempo de todos se acortaba de manera impredecible.

La Orión descendía lentamente a través del anillo interno y su escudo magnético era menos efectivo a cada instante. Suponiendo que lograse rebasar el campo de partículas, al final de este su declinación sería mucho más aguda y sin retardo.

Agotado el combustible nuclear que la sostenía en órbita; la única y remota posibilidad de supervivencia era un aterrizaje forzoso.

Con esta idea el capitán trató de apresurar su marcha a través del constante vaivén y estremecimiento del piso bajo sus pies. Al llegar al final del corredor fue lanzado contra la pared opuesta y entonces escuchó disparos.

Desde el suelo volvió su mirada hacia el otro extremo a lo largo del corredor y vio a los hombres que se acercaban. El dolor en el brazo antes lesionado lo castigaba de nuevo.

Se puso en pie y corrió zigzagueando de una pared a otra, golpeándose ora en la cabeza, ora en los hombros; pero sin dejar de avanzar.

Los tres hombres que lo seguían estaban en una situación parecida, aunque no dejaban de disparar sin control. Los proyectiles rebotaban en todas direcciones a su alrededor. Tenía que salir de la línea de tiro. Entonces un rayo de esperanza, o de perdición, iluminó su mente.

Ya estaba a unos pocos metros del lugar donde colocara la carga y el detector infrarrojo; exactamente a dos metros de la esquina del corredor central. Trató de controlar su marcha antes de llegar allí y entonces se echó al suelo y se arrastró desesperadamente hacia el final del corredor, tratando de pasar por debajo del alcance del detector.

Los disparos llegaron muy cerca esta vez; pero Brian logró alcanzar la esquina y se puso en pie, sólo para ser lanzado nuevamente al frente como golpeado por un fuerte viento que lo

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hizo perder el sentido. Había sido la onda expansiva de la explosión.

Cuando abrió los ojos, estaba en brazos de los tres pilotos. Karl había dispuesto de uno de los tres hombres que ya era cadáver, enfriándolo al máximo con el extintor. Luego cerró todas las puertas de seguridad del corredor central, aislando la sala de comando y la sección de proa del resto de la nave. Eran dueños de la situación; al menos por el momento.

-Karl...; saquen a esos y luego todos a ocupar sus puestos -ordenó el capitán Brian-. Intentaremos enderezar este meteoro aunque sea un par de grados en el instante final -dijo refiriéndose a la nave.

Estaba enfrentando jocosamente la gravedad de la situación. Parecía que en aquel instante de máximo riesgo el capitán había recuperado todo su optimismo, amenazado por tantos días de angustia que le precedieron.

Afortunadamente habían disminuido los impactos de micropartículas y el curso de la nave comenzaba a estabilizarse; aunque sin dejar de descender lentamente en su órbita.

Los tres pilotos y el doctor Helmuz ocuparon sillones de seguridad, y así hizo también el capitán, preparándose para el aterrizaje forzoso. Entonces abrió por primera vez el canal de comunicación con el radio transmisor del profesor Philip.

Como ustedes recordarán habiendo seguido atentamente este relato; el radio transmisor que consiguieron hacer descender con la sonda robot, había sido recuperado más tarde por Philip, durante el primer encuentro con los belyas en la planicie.

Ahora bien, el contacto por radio habría sido imprudente, de haberse establecido inmediatamente después del descenso; primero porque los delincuentes podrían haber descubierto la existencia del equipo en manos del comandante y más tarde, y en segundo lugar, porque habrían detectado desde la nave la señal lanzada desde la superficie; y así localizado desde órbita la posición de Boris, el profesor Philip y la copiloto.

-¡Eh muchachos, funciona! El equipo que ellos poseen funciona -gritó Brian-. ¡Vamos Karl de prisa... localiza el origen de la señal!

Capítulo 77- Ordenes que cumplir. Mientras a bordo de la nave nuestros amigos trataban de

establecer la comunicación con la superficie. En el mismo sitio donde tenían el campamento antes de los últimos combates, el comandante Boris y la copiloto Helena padecían ahora los síntomas de una doble angustia. Philip había desaparecido

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después de caer en poder del enemigo. Hacía unos minutos habían despedido al joven Nala que vino

con el informe de lo último acontecido. Se disponían a entrar a la yurta que les servía de refugio contra la pertinaz neblina, cuando escucharon la señal del transmisor, situado en uno de los vimanas.

Como impelidos por un resorte ambos saltaron hacia la máquina.

El comandante abrió el canal y se escuchó la voz de Brian. Un relámpago de gozo iluminó de repente su rostro.

-Brian... capitán. ¿Qué sucede? -Aquí estamos comandante. Finalmente conseguimos retomar el

mando...; y veo que están muy lejos del lugar de la meseta donde descendió el trasbordador.

-Así es...; pero dígame capitán. ¿Cómo está la situación a bordo?

-La Orión se está yendo a pique. Apenas unas horas y se acabó.

-Escucha Brian...; hay algo más seguro que un aterrizaje forzoso.

Hubo unos segundos de silencio como si ambos interlocutores tuviesen a su disposición todo el tiempo del mundo.

-¿Qué es? -preguntó Brian finalmente. -Lanzarse al espacio con los trajes autopropulsados. Hubo otro instante de silencio. -Comandante...; perdone. ¿Usted habla en serio? -Por supuesto capitán. Aquí está conmigo la doctora Hung para

asegurarlo. Escucha. A varias decenas de metros de la superficie la fuerza de gravedad de este planeta tiende a convertirse en su contraria. Algo que no consigue totalmente; pero en cambio, la aceleración de la gravedad disminuye con la altura en vez de aumentar, algo así como un tercio de la terrestre. Sé que esto no puede sonar nada lógico para nosotros; pero estamos seguros que es así. Confía en mi. Eso ya lo observamos al lanzar la sonda robot y lo estamos viendo en ejemplos cada día.

-Pero comandante... -Otra cosa capitán...; cuando lo hagan traten de caer en un área

alrededor de nuestras coordenadas. Este planeta está lleno de sorpresas..., y algo más capitán, tal vez no pueda observar muy bien este lugar por la espesa niebla que impera la mayor parte del tiempo.

Al sur de este punto existen dos grandes ciudades y más al sur está un gigantesco océano tal vez el doble del Pacífico terrestre. Traten de no caer allí por favor.

-Karl no ha tenido tiempo...

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-Escucha. Una de estas ciudades. La que tienes al oeste es la capital de un imperio. El profesor Philip ha caído prisionero de un emperador bárbaro y despótico y posiblemente a estas horas lo hayan llevado a aquella ciudad. Traten ustedes de no caer en poder de los soldados bárbaros. Bárbaros al estilo del viejo imperio de Roma ¿Entendido?

-Entendido comandante. Escuche usted. Algo se me ocurre. Si somos enemigos..., y estamos en guerra ¿por qué no lanzamos un ataque láser desde la nave a los puntos más estratégicos de ese imperio?

-¿Crees que aún podemos hacerlo? -Podemos intentarlo...; al menos. Aunque sólo sea para

intimidarlos. -Hay algo importante que no debo olvidar comunicarte. -¿De qué se trata? -Busca en los archivos del espectrómetro de rayos infrarrojos, si

en la región nocturna del planeta existe algo semejante a una gran fortaleza o base militar..., tal vez en parte oculta bajo el suelo en algún lugar. Es algo de extraordinaria importancia para nosotros, capitán.

-No comprendo. -Es una larga historia. Hablarás ahora un minuto con la doctora

Hung. Suerte capitán. -Brian querido. -se escuchó la voz de la copiloto. -¡Helena! -No me digas nada. Debes hacer como dice el comandante. No

pierdan tiempo en otra cosa. Busca el archivo infrarrojo de la zona oscura y corran a la esclusa a vestir los trajes. Ahora Brian. ¡Suerte querido!

En los oídos del capitán y de Karl quedó solamente el moribundo repiquetear de los instrumentos de control.

-¿Escuchaste eso? -preguntó Brian desenganchándose los audífonos.

-Asombroso y temerario -dijo Karl. Capítulo 78- Liberados. Los seis guardias que marchaban detrás, con las ballestas listas

para cualquier emergencia, no podían distinguir en la suave penumbra del corredor, el intercambio de miradas grotescas entre los cinco delincuentes. El quinto de ellos, el doctor Ketrox, seguía al capitán de la guardia de palacio casi pisándole los talones.

Torcieron a la derecha por otro corredor de idéntico aspecto, y entonces el capitán se detuvo.

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-Aquí han estado vuestras armas en lugar seguro, por temor a otros accidentes -dijo aquel.

Introdujo una gran llave en la cerradura y abrió la reja de bronce.

Capítulo 79- Ketrox impone su voluntad. El concejo había sido convocado nuevamente, por séptima vez

en menos de doce lunas y el emperador y su familia habían sido los primeros en acudir, contrario a la costumbre milenaria. Parecían ser tantas las preocupaciones, que hasta las tradiciones y reglas se pervertían a diario.

Había llegado también el primer visir, con el rostro más lánguido de todos.

El fracaso y muerte de su sobrino en los combates del Hidra Ma en manos de los rebeldes lo tenía así afectado.

-Majestad -dijo acercándose a oídos del emperador-. La captura de aquél a quien llaman el primero de los enviados de dios, viene a remediar en parte nuestros otros fracasos. Con la captura y muerte de toda esta gente extraña que ha aparecido por el imperio, estoy seguro que acabaremos con la rebelión.

-¿Piensas eso? -Seguro estoy, majestad. Por eso le suplico humildemente que

reconsidere la decisión de dar libertad y entregar las armas a aquellos otros que fueron hasta la pasada luna mis huéspedes en los calabozos.

-Vuestra inutilidad verdad que me afecta grandemente. Vuestro sobrino el general fue un rotundo fracaso. ¿Con quién puedo contar para poner fin a esta situación?

-No con esos extraños majestad. Están conectados con extraños poderes...; se lo ruego.

En aquel instante un guardia anunció lo más esperado del momento. La entrada del capitán sobreviviente que condujo el resto de la flota de regreso a la ciudad.

Con él comenzó a acudir el resto de los visires; formando semicírculo alrededor del trono.

No había pasado más de un minuto cuando la puerta se abrió de vuelta y el mismo guardia anunció entonces lo inesperado; y a continuación un estampido lo derribó al piso frente al umbral. Ante la pasmada actitud de los allí presentes, el doctor Ketrox cruzó el marco del recinto y avanzó en dirección al trono seguido por sus secuaces.

Hubo un instante de duda y entonces los cuatro guardias de la sala salieron al frente; pero una avalancha de plomo y fuego les

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salió al encuentro disponiendo de ellos de inmediato. Otros dos guardias atravesaban al unísono el umbral; pero no

más. Sus escudos y corazas no resistieron el impacto de los proyectiles y rodaron por el piso con estrépito.

Dietrix sopló con regocijo el tubo de su fusil. Para aquel instante ya Ketrox había subido los escaños hasta la

altura del trono. Capítulo 80- Dudas del emperador. El ruido y la alarma y el pánico que estos hechos causaron

corrieron por las habitaciones de la fortaleza llegando hasta los más apartados recintos de su estructura.

-¿De qué se trata? -preguntó Kali a su viejo amo. Estaban en la habitación de la torre. Ante la noticia de los

sucesos y temiendo continuas represalias; el consejero tuarube decidió regresarse a su habitación después de haberse puesto en camino a la reunión del concejo.

Karuna Bal Tami se recostó a su diván con notables síntomas de desfallecimiento en su rostro.

-Necesito un tikol, si es posible -dijo a la muchacha. Hasta ellos continuaban llegando, como de una remota

distancia, gritos de alarma y de terror, pasos apresurados y entrechocar de armas.

Kali desapareció ligera como una pluma a través de la puerta de doble hoja del recinto y unos minutos después regresaba con la larga vasija humeante.

Mientras tanto, en la sala del trono los hechos se desarrollaban precipitadamente.

Cinco de los visires, el emperador y la emperatriz, el príncipe heredero y el capitán, quedaban rehenes de los malhechores.

El vestíbulo de la sala del trono fue casi de inmediato ocupado por los soldados.

-Mejor será que ordene retirar los guardias -dijo Ketrox. Se había situado junto al emperador haciendo que los demás

rehenes fueran apartados a un lado. -De ninguna manera podrán escapar de palacio -dijo Thara el

primer visir. -De ninguna manera... -replicó Ketrox-. No es eso lo que

pretendo. De hecho, no deseo más violencia entre nosotros, ni quiero convertirme en enemigo del imperio.

-¡Entonces...! -dijo el emperador- ¿Qué pretende? -Concluir el pacto que iniciamos días atrás. Le ayudo a sofocar

la rebelión y su majestad, en retribución a nuestros servicios, nos

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ayuda a tomar venganza contra nuestros propios enemigos. -¿Qué enemigos? -Ya le dije majestad. Somos fugitivos de un mundo muy lejano

al que llamamos Tierra. Un lugar de donde vinieron aquí vuestros propios antepasados. Un lugar rico y hermoso que podríamos conquistar para crear un imperio que abarque más allá de los límites del tiempo y el espacio.

Ketrox hizo una pausa mientras el resto de los presentes, incluyendo sus propios hombres, quedaban atónitos mirando ora al emperador, ora al propio desalmado que los comandaba.

-No comprendo a que se refiere -dijo el emperador con una leve muestra de asombro.

-Trata de confundirlo, majestad -dijo Thara. El emperador Chandra recorrió con la mirada el escenario frente

a sí. Varios soldados habían sido fulminados y yacían a lo largo de la senda hasta llegar a la puerta. Los extranjeros permanecían alerta con sus poderosas armas, dominando con su presencia el ambiente de incertidumbre en la sala.

Chandra recapacitó unos segundos y dijo: -¿Qué otra cosa pedirás además de la venganza contra

vuestros enemigos? -El puesto del primer visir y el mando de las fuerzas del nuevo

imperio -dijo Ketrox. -¡Uff...! No parece mucho -dijo el emperador. Su labio inferior había comenzado a temblar sin control.

Entonces agregó: -¿Cómo acabaremos con los rebeldes? -Eso déjelo a mis hombres y a mi, majestad. Entonces se volvió a Dietrix y agrego: -Dame el transmisor. Capítulo 81- Preparando el descenso. El capitán Brian había ordenado a sus hombres y les había dado

la tarea de investigar los registros del espectrómetro de rayos infrarrojos en busca de cualquier indicio de una fortaleza o algo semejante en la parte nocturna de Belsiria. No podía comprender que sentido tenía la orden del comandante Boris; pero como siempre y en aquellas circunstancias se limitó a obedecer. Mientras los tres pilotos se dedicaban a la extraña tarea, él se levantó de su silla en los comandos y se dirigió a los comandos asociados del interferómetro.

El equipo estaba en perfecto orden. Chequeó entonces el funcionamiento del giróscopo y dirigió el

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telescopio a la superficie del planeta para comenzar el rastreo de coordenadas. Ya tenía la ubicación exacta del comandante, obtenida a través de las coordenadas del radio transmisor; pero debía ser lo que Boris le advirtió. No se divisaba ningún detalle del terreno. Una espesa capa de niebla lo cubría todo y la reflexión de la luz solar sobre esa capa hacía imposible toda visión.

Movió el rastreo un poco más al noroeste, casi en la misma dirección orbital de la Orión. La niebla se hacía mucho menos densa y más dispersa en aquella otra zona.

Al instante escuchó la voz de Karl. -Capitán, hay un punto caliente a poca distancia del límite de las

tinieblas. -Estudia todo acerca de él. Tamaño, forma, profundidad,

alrededores y contornos, otras radiaciones...; todo. -dijo Brian. -Creo que no tendremos mucho tiempo, capitán. La nave

aumenta su declinación a cada instante. -Que los otros vayan a la esclusa número dos con el doctor

Helmuz, vistan los trajes y carguen todo el equipo dispuesto. Después, harás tú lo mismo cuando termines de obtener la información acerca de ese punto como lo ordenó el comandante. Yo me reuniré con ustedes. Guarda la información aquí y llévalo contigo -dijo Brian señalando su computador portátil sobre el panel. Pero si no llego...

-Ya oyeron muchachos...; doctor Helmuz. ¡Deprisa...! a la esclusa número dos -dijo Karl-. No se preocupe capitán. ¡Estoy seguro que llegará!

Como si estuviesen esperando la orden con ansiedad, los dos pilotos desconectaron sus cinturones y los del doctor Helmuz, y partieron apresuradamente a través de la puerta oval. En la sala de comando quedaron solos Karl y el capitán. El primero atento a la pantalla del registrador de imágenes del espectrómetro de rayos infrarrojos. El segundo, trabajando con las imágenes del telescopio interferómetro.

Una señal de alerta intermitente procedente del receptor de la antena de radio señales en el comando central, los hizo saltar al instante. Brian corrió junto al piloto.

-Debe ser el comandante -gritó. Tomó asiento y colocó los audífonos a sus oídos. Ambos fueron sorprendidos al escuchar la voz autoritaria del

doctor Ketrox. -¡Vamos Mack...! sé que estás en buena posición sobre

nosotros. Quiero que acabes con toda la región al sur. En especial con una aldea alrededor de una colina en la divergencia del gran río. Luego ve hacia el oeste. Hay una gran ciudad en un valle

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profundo, la reconocerás también por una gran pirámide... ¿Mack, me escuchas?

-Se equivoca doctor Ketrox. Mack no está más para dar órdenes aquí. Lo siento por usted; pero creo que necesitará actualizarse sobre lo último acontecido por acá.

-¿Mack...? -No doctor. Le habla el capitán Brian de la Orión II. -¡Aaah capitán...! ¿Está usted vivo? ¿Qué hace en los

comandos? -Ya le digo. Soy el capitán de esta nave, por si lo había

olvidado...; y le agradezco mucho que me haya facilitado sus coordenadas.

Brian presionó una tecla perteneciente a los comandos del interferómetro y apareció en la gran pantalla la ciudad de Kiris Albrum, con sus grandes puentes, torres y canales.

-¡Karl! -dijo Brian. -Si capitán. -Trata ahora mismo de comunicar con el comandante. Para

usted doctor Ketrox..., tengo una sorpresa. La rabia había hecho cambiar los colores en el rostro de Ketrox. Capítulo 82- El profesor Kapec condenado. -Aquí está el comandante Boris -advirtió Karl minutos después. -Gracias a Dios. -Capitán... ¿Qué sucede? ¿Aún a bordo? -Sucede comandante... que tengo aquella ciudad... una gran

flota de naves sube en estos momentos el río por uno de los canales.

-¿Y me pides permiso para disparar...? -Si comandante. -Dispare a discreción. Recuerde que el profesor Philip se

encuentra allá en algún lugar. ¿Qué tiempo les queda? Un prolongado silencio siguió a la pregunta del comandante, e

instantes después cayó la comunicación. -¿Ahora qué sucede? -preguntó Helena. Aún estaban junto a los vimanas frente a las tiendas del

campamento. La escolta de virnayas muy cerca de ellos, esperando nuevas órdenes.

-Se arriesgan demasiado. Pienso que el capitán no me quizo responder y la Orión está a punto de colapsar.

-¿Contra qué quieren disparar? -Otra gran flota se acerca río arriba. Hay que avisar a Nala de

inmediato. Después de los pasados combates y de tantas

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pérdidas, aún no están preparados para nuevos enfrentamientos. Pero esta vez actuaremos diferente.

-¿Qué piensa hacer, comandante? -Movernos hacia Kiris Albrum. -¡Maldición! -gritó el doctor Ketrox. Sus propios hombres lo miraron sin atreverse a proferir

palabras. Un estampido que hizo vibrar las paredes, fue la señal notoria

de que algo grave comenzaba a suceder en el exterior. Ketrox corrió hacia la línea de arcos que como agujeros

profundos en las paredes servían de ventanales en el gran salón. Desde allí se podía contemplar la ribera derecha del Hidra Ma.

-¿Qué es? -preguntó Dietrix viniendo a sus espaldas. La Orión está disparando contra la ciudad. -¿Cómo es posible...? ¿Mack se ha vuelto loco? -No sé... que ha pasado con Mack. La Orión está ahora en

poder de su tripulación -dijo Ketrox. Una nube se rasgó en lo alto sobre la línea del horizonte hacia

el norte, y un rayo partió desde aquel lugar con horrible estruendo, golpeando la vanguardia de la flota sobre el río.

Las calles en la ciudad se habían convertido en un hervidero de gente aterrorizada.

Ketrox volvió junto al trono donde el emperador y la emperatriz permanecían pasmados.

-Majestad, debemos ordenar a la flota que se retire. -¿Qué está sucediendo? Nuestros enemigos disparan desde el cielo. Desde la gran nave. Las palabras de Ketrox fueron interrumpidas por una nueva

estampida que hizo estremecer hasta los cimientos de la fortaleza. -¿Hay algo que podamos hacer? -preguntó Chandra. -El prisionero majestad -dijo uno de los visires-, tal vez eso sea

lo que busca el enemigo. Lo presentamos como prenda de paz o lo arrojamos al grayen.

-¿De qué prisionero están hablando? -dijo Ketrox. -El principal de los enviados es nuestro prisionero -explicó el

visir. -Un momento -dijo Ketrox extendiendo una mano hacia Dietrix. Tomó el transmisor de radio y comenzó lanzando la señal que

como un disparo golpeó los oídos del capitán Brian. -Me escucha capitán. Si no dejan de disparar, el profesor Philip

Kapec será hombre muerto.

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Capítulo 83- Un enviado del pueblo tuarube. El cielo había enrojecido con las llamas de cuantiosos incendios

a lo largo de ambas riberas. Dentro de los muros de la gran ciudad, aunque con menor frecuencia, los disparos habían pulverizado y lanzado al espacio la estructura de algunos edificios.

Lejos de la batahola y el terror, sobre la ribera derecha del Hidra Ma un objeto extraño entró planeando desde la línea de los bosques hacia las oscuras aguas. Algunos campesinos que corrían aterrorizados por la orilla lo vieron pasar casi a la altura de los grandes árboles y luego desaparecer a lo lejos sobre el río.

Karuna Bal Tami se movía inquieto por su habitación. A cada

momento que se acercaba al gran hoyo que servía de ventanal, lanzaba una fugaz mirada hacia el norte. En una de aquellas rondas se detuvo y tomó su anteojo y escrutó el horizonte.

Era ya pleno día. Las lunas habían desaparecido del firmamento y una claridad rosácea comenzaba a acentuarse y a difundirse por la bóveda del firmamento. Los muelles estaban desolados. Ni un alma aparecía a aquella hora por las riberas del Hidra. Sólo de los restos de algunos buques de la diezmada flota se elevaban tenues vapores al espacio.

Si hubiese podido ver en aquel momento la ciudad; un panorama muy diferente habría sido aquel. La gente corría o caminaba de prisa por sus empedradas calles, aparentemente sin rumbo fijo. Se había dado la orden de impedir la salida a través de sus puertas y el pueblo de Kiris Albrum sufría en aquel momento una ola de terror.

Sin conocer exactamente lo que sucedía, muchos comenzaban a augurar el inicio de otra guerra celestial.

Pensando en estas cosas el viejo visir no sintió cuando Kali entró en la habitación con sus cortos y tímidos pasitos.

-Señor... ¿Qué piensa hacer...? Tengo miedo. -¿Sabes algo? -respondió Karuna sin separar su mirada del

horizonte. La muchacha permaneció en silencio a sus espaldas y el visir

aprovechó para agregar: -Uno de aquellos extranjeros que guían al pueblo belya en su

lucha por la libertad, es prisionero en esta fortaleza. Deberíamos hacer algo por él.

Karuna fue hacia su mesa de trabajo sobre la cual aún estaba desplegado el nuevo mapa del imperio.

-¿Qué buscaba su amo con tanto empeño sobre el lejano horizonte? -se preguntaba la muchacha.

-Presiento que algo grandioso se acerca desde el norte -dijo el

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visir como adivinando sus pensamientos. -¿Podría yo observar con el instrumento? -pensó Kali, esta vez

dando unos pasos hacia la ventana. -Puedes observar con el instrumento -dijo Karuna. La muchacha retrocedió confundida. ¿Fue ella quién lo dijo o

fue su amo? -Puedes hacerlo -insistió Karuna- y dime si ves algo que se

acerca. Ella tomó el instrumento, lo colocó sobre su ojo derecho y lo

dirigió a lo lejos. Que maravilloso verlo todo tan cercano. De repente su vista se

oscureció y retrocedió espantada. No sólo su vista; también la luz del sol fue bloqueada por un

gran objeto que abarcó toda la abertura de la ventana. Karuna permaneció por un instante contemplando la figura,

pasivamente y sin darle mayor importancia al miedo que se reflejaba en el rostro de la muchacha.

El extraño ser recogió completamente sus alas y se dejó caer al piso de la habitación. De pronto sus rasgos se hicieron más precisos.

Karuna y él se miraron fijamente a los ojos; entonces el visitante se dirigió al diván y se echó contra el respaldo cruzando el par de alas sobre su regazo.

La muchacha no salía aún de su asombro cuando su amo le dijo:

-Kali por favor, traed un tikol y una aguja fina para nuestro amigo.

Ella muy a su gusto desapareció de inmediato. Minutos después cuando regresó vio a su amo charlando con el

visitante. Su repentino temor y su sorpresa habían desaparecido también, dando lugar a un gran interés por la conversación entre los dos tuarubes. Conversación que en buena parte consistía en un intercambio de señales telepáticas. Las palabras, además, eran expresadas en el antiguo lenguaje tuarube; totalmente incomprensibles para ella.

Las piernas del tuarube volador eran largas y con fibras musculares resaltando notablemente sobre la piel. La base de sus pies era redondeada, desde las cuales apenas sobresalían seis protuberancias terminadas en garras falconiformes.

La sirvienta se acercó y colocó la vasija de tikol entre las piernas del visitante.

-Aquí está la aguja, señor. -Muy bien -asintió Karuna-. ¡Veamos ahora! El visitante colocó su brazo derecho sobre el diván,

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desplegando el ala. Esta consistía en una membrana plisada sobre si misma a manera de fuelle. Cuando el tuarube llevaba sus manos de la altura de los hombros y en adelante, las alas quedaban desplegadas y las membranas totalmente lisas; dispuestas para el planeamiento.

La muchacha pudo ver un agujero perforando la membrana. -Fue herido por una flecha -dijo su amo-. Tuvo suerte de que

esta vez la flecha no estaba incendiada -agregó al tiempo que comenzaba la ardua tarea de unir los bordes desgarrados de la abertura, realizando finas y delicadas puntadas.

Capítulo 84- Al espacio. El capitán Brian abandonó el puesto de comando y corrió a

través de la puerta oval y entonces a lo largo del corredor central. El tiempo de vida de la Orión estaba contado. Por un segundo pensó en Karl. ¿Habría podido llegar hasta la esclusa a reunirse con sus compañeros?

De cualquier modo no había tiempo para más. Corrió en dirección a las escaleras y al llegar frente a ellas, saltó sobre el segundo peldaño. Una mano fría lo atrapó por el cuello del chaleco y frenó su impulso de ascenso, tirando de él hacia atrás. Cayó de espaldas contra la pared y al momento vio frente a sí a uno de los delincuentes. El pelón que disfrutaba haciendo ejercicios en el gimnasio. No había salido aún de su aturdimiento cuando el tipo se le echó encima y de un tirón lo hizo poner en pie. Brian fue atrapado por el pánico y sus piernas se debilitaron. Las imágenes del asesinato del comandante Owen en la sala de comando meses antes, se reavivaron en su memoria. Algo similar estaba a punto de sucederle a él, y no contaba más que con su propio esfuerzo para quitarse de encima la manaza que atrapaba su cuello.

-¡Deje ver capitán! Quiero ver su lengua afuera de una vez -dijo el criminal.

Brian golpeó con su derecha, con la esperanza de aliviar la presión de aquella especie de tenaza en su cuello; pero el golpe corto y seco apenas podría haber repercutido en los músculos abdominales de su contrincante. Este inesperadamente cayó hacia atrás. Brian se vio también impelido hacia el techo y cayó de bruces en medio del corredor.

La Orión había sufrido otro impacto, de una dimensión no vista antes. Trataría de escapar esta vez. Iba a ponerse en pie cuando sintió un golpe sobre sus espaldas y enseguida quedó sofocado. El hombre se le había arrodillado encima y trataba de partir su cuello tirándole con furia de los cabellos. Brian pegó un gritó y con la

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misma consiguió sacar su brazo derecho de debajo de su propio cuerpo y tiró un puñetazo atrás. Su cabeza cayó y golpeó el piso con la frente. El último esfuerzo surtió efecto. La jeringa se había clavado en un costado del delincuente, dejándolo rendido bajo los efectos de la anestesia y liberando a Brian de una vez.

Se produjo otro estremecimiento; pero esto no lo detuvo. Alcanzó la escalera y corrió sin vacilar.

Su corazón palpitaba y casi para de latir de la alegría que sintió cuando vio a sus compañeros. Allí estaban los cuatro. Todos vestían ya el traje espacial autopropulsado. Listos para saltar.

Sin decir una palabra vistió el suyo y dio la señal de entrar a la esclusa. Aquello le tomó apenas dos minutos.

Un momento más tarde salían al espacio y la puerta de la esclusa se cerraba, aislándolos para siempre del confortable ambiente interior. La nave los arrastraba hacia el fondo de un profundo abismo. Entonces el capitán dio sus instrucciones:

-Todos a una vez -gritó a través del sistema de comunicación radial-. Cuando cuente tres, quiero que cada uno eche a funcionar su equipo. ¡Todos en dirección a la popa! ¿me escuchan? -Casi al unísono recibía respuesta afirmativa de sus compañeros. Entonces agregó-: mantenernos unidos. ¡Comenzando!

Y a la cuenta de tres, las toberas anexas a los tanques de combustible despidieron su llamarada de nitrógeno propulsora. Bastó un segundo para que los cinco cuerpos se separaran del casco de la nave y otro segundo para que la Orión desapareciese de sus miradas, como una estrella fugaz en el profundo abismo del espacio.

Ahora quedaban totalmente aislados, precipitándose hacia un destino incierto; pero de todos modos mucho mejor que el que los ataba a la nave hogar.

El capitán trataba de controlar su caída. Necesitaba alcanzar a sus compañeros. Vencer la corta distancia de por medio y formar una cadena. Oprimió el botón y activó la máquina, y el impulso dado en la dirección y con la intensidad precisa lo llevó junto a uno de los pilotos.

-¿Eres tú Karl? -Soy Jonny, capitán -respondió el piloto. -Muy bien Jonny. Ata el cable -dijo tendiéndole la pequeña

argolla con una mano mientras con la otra trataba de mantenerse asido a un hombro de su compañero.

-¡Ya está! -dijo el piloto después de enganchar la argolla a su cinturón.

-Ahora podemos soltarnos -dijo Brian. Y ambos se separaron hasta la corta distancia que les permitía

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el cable. -Karl, Michael...; doctor Helmuz. ¿Me escuchan? Vengan todos

a nosotros. Formaremos una cadena. -No puedo verlo a usted capitán -se escuchó la voz del anciano. Se encontraba al parecer en dificultades para hacer maniobrar

el equipo a su voluntad. También recibió respuesta de Michael. -Escuche doctor. Yo lo puedo ver a usted -dijo Brian-.

Sencillamente trate de encontrarnos, denos el frente y oprima el botón levemente.

Los otros dos se le unían en aquel instante y pasaban las argollas por sus cinturones formando una cadena de cuatro. El doctor Helmuz permanecía en peligro alejándose lentamente del grupo.

-Debemos ir a su encuentro -ordenó el capitán-, ¡Preparados! Y otra vez la tobera de su equipo se incendió, lanzándolos hacia

la lejana figura del doctor Helmuz. Un instante después se enredaban con él. Lo ataron al grupo

formando círculo. Para aquel momento la superficie del planeta había comenzado a adquirir nitidez.

Michael, Jonny y el doctor Helmuz. La única voz que aún no escuchaba era la de Karl.

-Atención muchachos -dijo Brian-, tratemos de mantener la cabeza hacia el cielo al momento del acercamiento con la superficie, cualquiera que esta sea. Cuando yo de la orden..., opriman levemente el botón y abran el paracaídas. ¡Y que dios nos ayude...! Karl, no te puedo escuchar -agregó entonces-: ¿estás bien?

Por primera vez después del lanzamiento se escuchó la voz procedente de aquella escafandra que debía ser la del piloto Karl.

-Se equivoca ¡maldición! -fue la inconfundible frase que se escuchó.

Como un relámpago el capitán vio el arma en manos del delincuente y una llamarada de disparos. Todo lo que consiguió hacer para evitar los impactos fue oprimir el botón de propulsión al momento que el cuerpo del piloto Michael se desintegraba alcanzado por algún proyectil. El círculo quedó roto y Brian salió disparado arrastrando tras sí a Jonny, al doctor y al propio Mack al final de la cadena.

-Córtelo doctor. ¡Sáfelo de su cinturón! -gritó el capitán. Esta vez el doctor Helmuz acertó. Presionó el resorte de la

argolla y Mack quedó separado del grupo mientras hacía algunos disparos. Brian reaccionó de igual forma. Debía contrarrestar la inercia y para eso sacó su pistola y la descargo al vacío frente a sí.

No hubo tiempo para explicaciones. Un nuevo fenómeno se

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agregaba a las sorpresas ya recibidas. Comenzaban a sentir una leve; pero creciente sensación de

presión bajo sus cuerpos. Brian consultó su pulsera. La velocidad de caída libre estaba descendiendo. ¿Sería aquello

lo que habían tratado de explicarle el comandante y la doctora Hung?

Capítulo 85- En el anfiteatro. Se escucharon dos golpes a la puerta y la muchacha belya

corrió a abrir de inmediato. El guardia asomó su cabeza y dio dos pasos al frente casi atropellándola.

-Señor, lo solicitan en el anfiteatro -dijo dirigiéndose al visir tuarube.

Minutos después, el viejo sabio acompañado por su sirvienta ascendía las gradas hacia el podio.

Esta vez no estaba la emperatriz. También estaban ausentes varios de los visires incluyendo a Thara; pero en cambio allí estaban aquellos extranjeros que prácticamente usurpaban el poder y que habían convertido a los monarcas y al concejo en muñecos de sus extraños designios.

Por primera vez Karuna pudo ver el rostro del nuevo prisionero. Y un detalle muy importante; viéndolo de cerca pudo comprobar que no llevaba al igual que los otros aquel collar atado al cuello.

Uno de los bandidos estaba junto al emperador montando guardia con el fusil en alto.

-¿Quién hubiese dicho que nos volveríamos a ver en una ocasión como esta, profesor? -dijo Ketrox.

A Philip lo tenían con las manos atadas a la espalda y dos guardias lo custodiaban en la plataforma bajo el trono.

-Aún no comprendo que pretende. -Digamos que poder...; pretendo conquistar todo el universo

alcanzable por nuestras futuras naves. Usted es una persona sumamente inteligente, profesor Philip. Lo he traído aquí para que públicamente se una a nuestra causa.

-¿Qué causa? No veo ninguna causa digna de seguir. -Aquella que le digo. Crear un imperio galáctico. Prácticamente

usted y yo somos los únicos que comprendemos la magnitud y alcance de nuestro conocimiento...; y nuestro conocimiento es poder, profesor. Ha tenido usted la dicha de bajar al gran laberinto y sabe de primera mano lo que el túnel del tiempo realmente significa.

-¿Cómo sabe...? -El libro de la sabiduría secreta de los atlantes. Ayúdeme a

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encontrar el túnel... y compartiremos el poder. Le repito. Si se une a mi, toda esta gente será fácilmente convencida de nuestro real poder.

-Quiero decirle algo definitivo, doctor Ketrox. ¡Detesto su rostro! Estoy aburrido de ver su miserable rostro frente a mi.

-También yo..., voy a decirle algo definitivo, profesor. Se está conmigo o contra mi. Ya que no me será útil, esta es mi despedida de duelo para usted. Y que conste que traté de unirlo a nuestra causa, para que no se arrepienta muy pronto. Estos aborígenes tienen una forma muy divertida de presenciar la muerte de sus semejantes.

-Dispare su arma...; doctor Ketrox, o écheme a la bestia de una vez.

-¡Llévenlo! -ordenó Ketrox. Tomaron a Philip y lo hicieron descender al centro de la arena

de la diversión. El público esta vez no era ni una quinta parte de lo que fue en el

anterior espectáculo durante la ejecución del gobernador de Irki Sama. Una parte del escenario aún dejaba ver las huellas de la destrucción y el terror. Pero a pesar de eso, los pocos atrevidos que se habían reunido esta vez, aclamaron con júbilo el descenso del reo. Philip comprendió entonces tristemente, que no todos sentían el mismo temor y respeto por los enviados de dios que hasta aquel instante había sentido la mayoría.

El doctor Ketrox pretendía un doble objetivo con la ejecución. Primero, quitarse un enemigo mortal de encima y en segundo lugar demostrar que no se trataba de tales enviados de dios. Con la salida de la bestia su suerte estaba echada.

Los guardias corrieron a lo lejos y traspasaron los límites de la reja de bronce dejándolo solo.

Esta vez el público permaneció en silencio. Philip observó junto a sus pies el tridente, abandonado allí por

uno de los guardias. Primero pensó correr; pero luego comprendió lo inútil de aquella

decisión. Sería imposible saltar por encima de la cerca. Entonces resolvió enfrentar la embestida del lagarto y recogió el tridente. Un rugido ensordecedor estremeció la atmósfera y a continuación los pasos del animal, que saltó despavorido hacia la arena.

Primero irguió su cuello; largo y encorvado. Luego azotó el viento con la cola y echó a correr hacia su víctima. Sus fauces sedientas de carne fresca.

La distancia se reducía angustiosamente y Philip se sintió casi aplastado. ¡Nada más le quedaba por hacer! Lanzó el tridente y cerró los ojos.

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Capítulo 86- Los sobrevivientes. Descubrieron con sorpresa que sus cuerpos descendían ahora

con mayor lentitud a través de algo semejante a una sustancia elástica que reducía a cada segundo la aceleración de la gravedad.

Apenas a cien metros de la superficie se abrieron los pequeños paracaídas y los tres hombres terminaron posándose sobre un suelo pedregoso. Sin más contratiempo. Lo habían conseguido.

Sus rostros estaban bañados en lágrimas en el interior de las escafandras, como un torrente largamente contenido.

-¡Vamos muchachos, no perdamos tiempo! -dijo Brian-. Pueden quitarse las escafandras. Recuerden. La atmósfera que nos rodea es perfectamente respirable.

-¿Qué es esto, capitán? ¿Dónde nos encontramos? -dijo Jonny. Había sido el primero en echar una mirada precisa a su alrededor.

-¿A qué te refieres? -dijo Brian terminando de descubrir su cabeza y a continuación lo que vieron sus ojos lo hizo palidecer. Dio un giro sobre sí mismo lentamente, recorriendo con la mirada todo el paisaje. Así hicieron Jonny y el doctor Helmuz.

-¡Oh dios...! ¿Qué es esto? -dijo finalmente; tratando de encontrar el cielo sobre ellos.

El doctor Helmuz cayó al suelo desmayado. Habían descendido al fondo de una profunda falla. Tan larga

que se perdía en la distancia hasta donde la vista podía alcanzar. Capítulo 87- El rescate. Philip retrocedió y cayó al suelo de espaldas. El aliento y el

rugido de la bestia habían golpeado sobre su mismo rostro; y cuando abrió los ojos, quedó pasmado de sorpresa y de terror. Aquella se retorcía casi sobre él y por el cielo volaba una multitud de tuarubes. No había tiempo para pensar.

Se arrastró sobre la arena y cuando se hubo alejado unos metros se puso en pie y echó a correr en dirección a la reja de bronce frente al podio. Experimentó nuevamente una angustiosa necesidad de sobrevivir.

Sintió que un grupo de arqueros tuarubes volaban sobre su cabeza. Sintió también a la bestia venir tras él... y entonces saltó con todas sus energías contra la reja. Comprendió instintivamente que el salto no había sido suficiente para superar la altura de doce metros; pero antes de comenzar a caer, se vio suspendido por el aire. Superó la altura de la cerca y continuó elevándose por encima de las gradas y del alto muro externo que rodeaba el anfiteatro.

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Entonces se vio sobre las oscuras aguas de un canal. Había sido tomado por los tuarubes y un grupo como de seis lo

suspendían por el espacio, tomando y tomando altura en dirección a las torres de palacio.

Karuna Bal Tami había volteado su rostro hacia la muchacha para no presenciar la escena que estaba a punto de desatarse. Fue entonces que una gran algarabía, ejecutada en su propia lengua lo sacó de su parálisis. Se escucharon nuevamente aquellos secos estampidos tan difíciles de olvidar y el rugido del grayen.

Docenas de tuarubes volaban sobre el anfiteatro disparando sus dardos, mientras los guardias imperiales replicaban al ataque desde todas las posiciones alrededor de la reja de bronce.

Pero otro ruido, mucho más potente que el de la bestia herida, seguido por una continuada serie de otros estampidos, pareció rajar el firmamento en mil pedazos. El público se lanzaba ahora despavorido desde las gradas en todas direcciones sin saber de cierto a donde escapar.

Capítulo 88- Acaban las esperanzas. Los dos vimanas, piloteados por Boris y la doctora Hung se

desplazaban a exorbitante velocidad sobre la fértil planicie del valle del Hidra Ma.

A pesar de la rebelión que abarcaba con sus desmanes una gran parte del imperio, los campesinos de aquel valle no se detenían en sus labores, como sucedía por otros lugares.

Cada vez que los dos vehículos se acercaban al alcance de la vista de los pobladores, anunciando su paso con aquel silbido burbujeante, todos se volvían tratando de visualizar el fenómeno de velocidad; pero buscaban a las pequeñas naves a la zaga del sonido, cuando estas habían verdaderamente abandonado ya el campo visual de los espectadores. Luego corrían a sus hogares o a sus vecinos del campo para discutir arduamente las sorpresas que les deparaba el futuro.

En una de aquellas pasadas muy cerca de una pequeña aldea, los dos astronautas hicieron detener sus máquinas ante el extraño escenario por el que atravesaban. Los campesinos corrían fuera de sus casas y los que pastoreaban o atendían los campos se lanzaban despavoridos en busca de sus hogares y familias.

Boris miró hacia el horizonte tras él a través de la cobertura transparente de la cabina y lo visto fue suficiente como para hacerlo saltar fuera del vehículo y echarse dolorosamente al suelo. Razón tenían los campesinos de su espanto. Las nubes se

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cuarteaban como vidrio y comenzaban a desprenderse del cielo enormes bloques de hielo sembrando los campos con su avalancha de gélidos estampidos. Todo el valle retumbaba como sacudido por el danzar de diez mil gigantes y segundos después, la enorme mole de la Orión surcó las alturas.

-Consumado el hecho -dijo Helena colocando su mano sobre el hombro del comandante que yacía de rodillas junto al vimana.

-¡La Orión se ha perdido! -dijo Boris-. Aquel objeto que el profesor recibió en el laberinto parecía ser, según él, nuestra última posibilidad... y también se ha perdido

-¡Vamos comandante! Deberíais aceptar definitivamente la realidad. El profesor Kapec ha tenido toda la razón. Nuestro destino es permanecer aquí... luchar y morir en este planeta. Levantaos. Debemos encontrar a Brian y a los demás si es que han logrado sobrevivir al desastre. Luchar aquí en Belsiria, comandante. ¡No hay otra opción!

Capítulo 89- Escape desde la torre. Kali se había detenido forzando a su amo a hacer lo mismo y

sus miradas fueron a converger hacia un mismo punto. Presentían que la mayor desgracia venía desde el norte. Se escuchó un crujido y la mole alargada de la nave Orión apareció en el cielo.

Varios mantos púrpuras se desplazaron atropelladamente a su alrededor y entonces el viejo sabio comprendió que era el momento de ponerse a resguardo en algún lugar. Tomó la mano de su sirvienta y la estrechó con firmeza:

-¡Vamos Kali! Retrocedieron a lo largo del corredor en dirección a la puerta de

escape. El emperador acababa de traspasarla desapareciendo con su nueva escolta de extranjeros en la penumbra del túnel; pero aún los guardias la mantenían abierta en espera del viejo visir y de los pocos guardias que continuaban luchando contra los tuarubes.

Karuna y Kali se desplazaban de prisa por el umbrío corredor cuando ambos perdieron el equilibrio y rodaron por el piso.

-¿Qué es? -dijo la muchacha al tiempo que ayudaba a su amo a ponerse en pie.

-Lo mismo que en los viejos relatos de la guerra celestial -dijo Karuna.

Varios guardias venían corriendo; pero ninguno hizo el intento de detenerse. Miraron al visir y a la muchacha con ojos de espanto y saltaron junto a ellos; desapareciendo entre las sombras.

-Vamos ya, muchacha -dijo Karuna poniéndose en pie-. Corramos a la torre. ¡Hay que escapar!

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-¿Escapar de qué? -pensaba la muchacha. No comprendía; pero ahora la ansiedad del viejo tuarube

devoraba la distancia más aprisa que sus propios pasos, y ella lo seguía.

Al llegar junto al cajón del ascensor y antes de dar un paso al interior, Kali echó una mirada a través de la pequeña ventana que da hacia la orilla del canal. Aunque era pleno día, le pareció todo más rosáceo que de costumbre. Algo allá fuera le infundió un pánico repentino.

-No te detengas -oyó la voz de su amo en tono de advertencia y a continuación sintió que la halaban al interior del cajón.

No supo como; pero de pronto estaban ascendiendo con velocidad impetuosa entre las paredes de la torre.

Cuando llegaron al final, aún sin dejarse de las manos, saltaron al exterior sobre el corto pasillo que los condujo de inmediato a la puerta de la habitación principal.

Los dos guardias custodios de la torre no estaban junto a la puerta ni en ninguna otra de las habitaciones destinadas al visir tuarube.

-No temas -dijo Karuna empujando la puerta de su habitación. Allí estaba aquél extranjero parado junto a la mesa de trabajo de

su amo. Tres tuarubes lo acompañaban. Philip se volvió lentamente y lo primero que encontraron sus

ojos, fueron los ojos ardientes de la muchacha belya. -No hay mucho tiempo -dijo Karuna, tomando de un rincón su

bolsa de viajero. Entonces se apresuró a través de la estrecha escalera de piedra que conduce al techo de la torre.

-¿Qué hago yo, señor? -preguntó la muchacha viendo a su amo tomar aquella decisión repentina.

-Vendrás conmigo -respondió Karuna desde lo alto. Ya los tres tuarubes voladores lo habían seguido hasta el tope

de la escalera y levantaban la puerta al exterior. La muchacha permaneció indecisa por un instante mirándolos desaparecer.

-¡Escapemos! -dijo Philip y la tomó de una mano. El paisaje hacia el sur de la ciudad se había convertido en una

inmensa pira. Tal vez centenas de hectáreas crepitaban ante el flujo abrazador de las llamas, tiñendo de rojo escarlata el firmamento.

En pocos minutos los tres jóvenes tuarubes y Philip habían soltado el gran lienzo que cubría el misterioso objeto sobre el techo de la torre. Ahora se reveló ante Kali el secreto de su amo.

El artefacto no fue del todo desconocido para ella. Muchos semejantes servían como medio de empuje en los altos mástiles de las naves que surcaban el Hidra. Los podía ver diariamente a lo

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largo de los muelles. ¿Pero qué pensaba hacer su amo con aquello en la azotea de la torre? Instintivamente comprendió que estaba relacionado con el escape.

La única abertura del globo con una pequeña válvula en su extremo inferior fue conectada a la parte terminal de una vasija en forma de jarra de tikol. Su amo había vertido primero un líquido efervescente en el interior de la vasija y luego dejó caer suavemente a su interior dos puñadas de virutas de un metal brillante como la plata.

Fue así el sorprendente efecto: el lienzo comenzó a hincharse y a crecer rápidamente, adquiriendo muy pronto la forma alargada y gruesa de un tronco de árbol dentro de un enmalle de cuerdas; y a medida que se hinchaba, comenzaba a elevarse por encima del techo, hasta que hubo que amarrar las cuerdas a las argollas del muro para evitar que escapase. Entonces, entre todos, ataron por su parte inferior la barquilla en forma de bote de remos.

Estaba listo, según pensó Kali. Todo consistía en subir a la barquilla y volar. Pero no sería tan sencillo. A aquella hora el viento soplaba con fuerza tan extrema que sería capaz de arrastrar el globo con barquilla y tripulantes hacia una perdición segura en el frío del alto espacio.

-No podremos volar nosotros solos -dijo Karuna a los tuarubes-. Necesitaremos de ustedes.

Kali se había acercado temerosa al muro de la azotea. Contemplaba la gran escalinata que desciende hasta el río, cuando vio correr a un grupo de guardias escaleras arriba.

-Probablemente los guardias vienen hacia acá -gritó. -A la barca -dijo Karuna. En un momento uno de los tuarubes, el visir y la muchacha

ocuparon sus puestos, mientras Philip soltaba las amarras. El artefacto se elevó unos metros arrastrando consigo la

barquilla hacia el precipicio. Hubiese seguido elevándose a no ser por los dos tuarubes que remontando el vuelo desde la azotea entraron a ella.

Al instante esta comenzó a descender. Algunos guardias la vieron y dieron la voz de alarma.

Una andanada de flechas partió desde la escalinata y desde las torres más bajas de palacio; pero el globo y la barquilla, arrastrados por la brisa, se alejaban rumbo al sureste a poca altura sobre las aguas del río.

Capítulo 90- Perdidos en la falla. Habían andado ya más de seis millas cuando decidieron tomar

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un descanso. El capitán Brian y sus dos acompañantes se sentían en una situación tan desesperada como la que habían terminado de pasar en la Orión.

La mayor dificultad consistía en cargar con todo el equipo. Fue así que se safaron de las mochilas y los instrumentos y mientras el capitán tomaba el transmisor de radio e intentaba por tercera vez entablar comunicación con el comandante; Jonny y el doctor se acercaban a explorar una estrecha grieta en la pared de rocas.

-Venga a ver, capitán -gritaba Jonny un momento después. Apenas unos metros al interior y habían llegado hasta el fondo

de la oquedad. Aquel sitio constituía un buen lugar para el descanso y se

echaron al suelo. Entró Brian entonces. Jonny había colocado un cartucho luminario entre unas piedras

y le había prendido fuego, amortiguando las sombras en el interior de la gruta, haciéndola a un tiempo más confortable.

-Dígame capitán -dijo-. ¿Piensa usted que encontremos una salida de esta trinchera?

-A decir verdad no lo creo. Debemos pensar en algo. La señal de radio no logra salir de aquí. Por el momento acampemos. Comamos y descansemos un poco. Es necesario que el doctor se recupere al máximo. ¡No sabemos que nos espera!

-Por mi no se preocupe capitán, aún puedo andar. -¡Si me preocupo doctor Helmuz! De esta debemos salir los tres.

Échese ahí contra esa pared..., y descanse. Jonny y yo traeremos las cosas dentro.

Minutos más tarde todo estaba listo para el descanso. Estuvieron comiendo y elaborando planes hasta quedar rendidos.

Cuando el capitán abrió los ojos, la gruta estaba en tinieblas como al principio; pero la luz rosácea del sol en el exterior indicaba el amanecer.

-Jonny...; doctor. ¡Ya amanece! -¿Ya salió el sol capitán? -dijo el primero riendo burlescamente. -Del sol no me hagas cuento...; pero las lunas... ya se ocultaron

y tengo un hambre horrible. ¡Prende la linterna! -¿Podemos prender otro cartucho, capitán? Este lugar está frío. -Busca en mi mochila -dijo Brian saliendo al exterior. No había pasado un minuto cuando Jonny se asomó a la salida

de la gruta. -Venga capitán. Creo que el doctor ha muerto. Efectivamente. Como mismo había quedado dormido, así

apaciblemente escapó su alma del cuerpo. -Un momento capitán, ya prendo el cartucho. Jonny se volteó hacia el centro de la gruta donde estuvo la

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pasada lumbre; pero cual no sería su sorpresa al hallar nada en aquel sitio. Las tres piedras que había colocado la noche anterior para poner el cartucho al centro habían desaparecido del suelo.

-Ha muerto -dijo Brian después de examinar el cuerpo del doctor Helmuz recostado aún contra la roca.

-¡Extraño! -No es verdaderamente extraño. El doctor Helmuz no se sentía

ya muy bien. Al parecer ha sido un infarto. -¡No...; me refiero a esto! -dijo Jonny-. ¿Dónde están las piedras

que coloqué anoche...? El suelo aún está tibio; pero esto es lo único que queda -agregó recogiendo del suelo una puñada de polvo blanquecino que luego esparció a su lado.

-¿Se han consumido? -Al parecer. -Trata de repetirlo entonces -dijo el capitán. Jonny tomó una piedra semejante y la puso en el mismo sitio...,

y acercó la llama del encendedor. Al cabo de unos segundos, la parte que recibía directamente el calor comenzaba a enrojecer.

-¡Funciona capitán! -Eso es. Un rato más tarde la roca ardía lentamente como carbón de

piedra; pero con una llama azul muy diferente, esparciendo una luz tenue a su alrededor.

El importante hallazgo les había hecho olvidar por unos segundos la gran pérdida que significaba para todos la muerte del doctor Helmuz.

-Incansable viajero...; eminente sabio. Su vida estuvo llena de fracasos personales y victorias que terminarían abriendo un nuevo rumbo en la historia humana-

Algo semejante hubiese sido el epitafio que el profesor Philip habría colocado en la tumba de su viejo amigo.

Una hora después dejaban la gruta; dejando también allí los trajes espaciales y parte del equipo, para realizar una caminata de exploración. Pronto la falla comenzó a ensancharse; pero sus esperanzas de encontrar un lugar de acceso a la superficie se desvanecían a cada instante.

-¿Cuántos kilómetros habrá hasta allá arriba? -preguntó Jonny deteniéndose para beber.

El capitán se detuvo a su vez y colocando las manos a manera de visera escrutó el empinado farallón que se levantaba a unos setenta metros a la derecha.

-No menos de cuatro -dijo-. Desde lo alto el paisaje parecía una gran planicie. ¿Visitaste alguna vez la gran falla marciana?

-No capitán.

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-Esta en que estamos se podría extender por miles de kilómetros y no encontraríamos nunca como alcanzar a la superficie.

-¿Y qué buscamos entonces? -¡Vamos Jonny! -dijo Brian reanudando la marcha-. No sé

exactamente que buscamos; pero aún tengo la esperanza de que podamos utilizar el transmisor de radio. Las anomalías magnéticas y gravitatorias causadas por ciertos minerales de la corteza no están distribuidas uniformemente.

El próximo intento de lanzar la señal de radio lo realizaron después de otras nueve millas.

El cielo en lo alto comenzaba a tornarse color de plata; lo que les anunció la caída de la “noche” y el tiempo de conseguir un descanso. Colectaron entonces de aquellas piedras y formaron un pequeño montículo a la intemperie alrededor del cual se tendieron, se cubrieron con las mantas y quedaron dormidos al calor de la lumbre.

En su subconsciente, el capitán comenzó a sentir un murmullo de voces y risas infantiles danzando alrededor del fuego. Abrió los ojos; pero las imágenes persistían en su alegre danza. Un repentino temor lo dejó paralizado. No entendía si los pequeños diablos danzantes eran un sueño o eran la realidad; hasta que escuchó claramente su nombre.

-Brian. Y los pequeños seres se dispersaron a la carrera. Jonny también se había puesto en pie apuntando con el fusil en

todas direcciones. -No..., no dispares -gritó el capitán. Los seres habían desaparecido ocultándose tras las rocas o a lo

lejos. -¿Vio eso capitán? -Seguro que si... ¿dónde está mi fusil? -Se lo han llevado. ¿Vamos tras ellos? -No Jonny, espera. ¡Mira allá! Una pequeña luz cruzó por el firmamento sobre sus cabezas

como una estrella fugaz, y se alejó para caer hacia lo profundo del precipicio.

-Creo que lo mejor será continuar -dijo el capitán. Los pequeños seres habían desaparecido. Decididos como estaban por la angustia de lo que parecía su

irremediable perdición en aquella tumba natural, se lanzaron casi a la carrera tras la última luz de sus esperanzas. El fugaz destello.

Habían andado aproximadamente dos millas cuando el cielo comenzó a teñirse de rosa. Aquel era el anuncio del amanecer en

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Belsiria. Ya se habían retirado unos trescientos metros hacia el centro de

la falla donde el terreno aparecía más transitable, cuando Jonny se detuvo en firme.

-¡Mire allá capitán! -dijo señalando hacia la derecha. Toda la pared de roca hasta donde la vista podía alcanzar a lo

alto y ancho se hallaba salpicada de pequeños puntos luminosos, que a pesar de la distancia pudieron reconocer como hogueras, naciendo desde la base misma de la pared.

-Dios..., ¿qué es esto? No puedo creer que seres inteligentes habiten este lugar. Hay una sola cosa que podemos hacer. Sea lo que sea ese fenómeno debemos averiguarlo. ¡Adelante!

Minutos después atravesaban un campo de piedras que formaban montículos como de dos metros de altura, y entonces se dirigieron resueltamente a la gruta más cercana de donde salía un fino haz luminoso.

-Sabremos de que se trata de una sola vez -susurró Brian. Avanzó unos pasos y se detuvo junto a la roca de la entrada. -Adelante -dijo una voz desde el interior. Brian se retiró unos pasos. La sorpresa de escuchar un llamado

en su propia lengua lo dejó atónito. -¿Qué sucede capitán? -¡Dame el fusil! -dijo tendiendo la mano sin mirar atrás. Brian saltó con el arma en posición de ataque al interior de la

gruta. Al fondo de la estancia algunas piedras ardían y junto al fuego,

tras una mesa formada con una gran laja de piedra, un ser extraño lo observaba fijamente. La emoción del momento pasó muy pronto. El capitán observó a su alrededor y pudo ver que estaba solo frente al monstruo. Entonces bajó el fusil lentamente y en aquel mismo instante escuchó la voz del comandante Boris preguntar:

-¿De qué se trata? Al momento la voz del profesor Philip le respondió: -Aquí está la intriga. -Bueno. ¿Cuál es el enigma? -se escuchó otra vez la voz de

Boris. -¿Puede usted localizarme la nube de planetoides entre las

órbitas de Marte y Júpiter? -preguntó Philip. -Pues ¡claro que si! -respondió la voz del comandante. Jonny se asomó a la entrada. -Capitán..., ¿Qué sucede? -dijo avanzando al interior. Otros cuatro o cinco tuarubes irrumpieron en la gruta tras él. La

sorpresa y la rapidez con que aquellos actuaron fue de provecho para los astronautas. Cualquier intento de resistencia los habría

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llevado a la muerte. Los desarmaron y los hicieron sentar sobre unas sillas de

piedra. -¿Y ahora qué, capitán? -No sé -dijo Brian encogiéndose de hombros. Capítulo 91- Entre los tuarubes. Había amanecido plenamente, a juzgar por el color rosáceo de

la luz que penetraba desde el exterior; cuando los hicieron salir de la gruta.

Ahora un grupo de guerreros tuarubes trabajaba afanosamente colocando una gran laja de forma alargada sobre otras rocas que le servían de sostén. Los tres guardias que los conducían los dejaron allí y les dieron la espalda con indiferencia.

-Las voces del comandante y del profesor Philip me hacen pensar que esta gente ha tenido algún contacto con ellos; de lo contrario no se explica que hayan conseguido esa grabación.

-¿En qué grado de civilización los podríamos colocar, capitán? ¡Mire allá como se esfuerzan!

-Tal vez de su nivel de civilización depende que salgamos de aquí.

-O que no salgamos -dijo Jonny- ¿No será...? Un pensamiento pasó en aquel instante por su mente que lo

dejó tembloroso. Otros guardias se acercaban y pasaron frente a ellos llevando a

uno de los suyos con los brazos al frente fuertemente atados. Una capucha como de lienzo le cubría el rostro. Conducían al reo a la misma gruta donde estuvieron los astronautas y desaparecieron en su interior.

Un prolongado aleteo proveniente de las alturas acompañado de silbidos, les indicó que algo poco común estaba ocurriendo.

-¡Mire capitán... a lo alto! Desde los múltiples agujeros en la pared del precipicio

comenzaban a salir seres semejante a aquellos; planeaban por un momento y luego descendían suavemente al fondo, entonces recogían sus alas membranosas a los costados y continuaban caminando con gran naturalidad y gráciles movimientos.

Poco después, el terreno frente a la gruta se había poblado tal vez con cientos de aquellos seres.

-¿Qué está pasando capitán...? Ya no me siento bien. -¿Qué tienes? -Ganas de vomitar -dijo Jonny. -Aguanta. No tengas miedo. Mejor haríamos en acercarnos y

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tratar de ver que sucede. Brian no dijo más. Desde la gruta salían los guardias con el reo.

Lo condujeron esta vez directamente al lugar donde los otros habían colocado la losa y lo forzaron a tenderse sobre ella mientras chillaba y trataba inútilmente de mover sus brazos o batir las alas. Entonces sus ejecutores pasaron cadenas de bronce alrededor de la losa y de su cuerpo.

-¡Capitán! ¿Estaría usted... dispuesto a correr? -Sería inútil. Mejor tratemos de hallar una razón para tal castigo.

Seguramente nosotros no hemos cometido una infracción que merezca algo semejante.

En aquel momento un guerrero se acercó con una antorcha al sitio de la ejecución, y prendió fuego bajo la losa.

-Maldición de monstruos -gritó Jonny. Otros dos guerreros venían ahora hacia ellos precipitadamente. -¡Ya le decía capitán! ¡Nos toca a nosotros! -Tranquilo Jonny, tranquilo. -¡Aún no quiero morir! A pesar de su temor, uno de los tuarubes se les acercó y cortó

la cuerda que ataba las manos del capitán, mientras el otro le devolvía la mochila y el fusil.

-Venga conmigo -dijo entonces dirigiéndose a Brian en inglés. Un agudo silbido vino desde las alturas y una nave comenzó

descendiendo a unos cien metros de la congregación. El capitán seguía al guerrero al tiempo que Jonny era sostenido

por otros tres cuando trataba de correr tras el primero. -Tranquilo Jonny. ¡No te pasará nada! -gritó Brian alejándose

hacia la nave. Capítulo 92- Atrapados en la roca. Azotados por la furia del viento, el globo y la barca con sus

tripulantes habían terminado encallando contra una elevada roca. Después del viento, había venido una espantosa calma que trajo consigo un espeso manto de niebla y largas horas de ceguedad y silencio.

Más tarde una ligera brisa comenzó a arrastrar la niebla en dirección sureste, y fue entonces que los viajeros pudieron apreciar la gravedad de su situación.

La barca había penetrado a través de una grieta, y allí había quedado atrapada, mientras el globo continuaba tirando de ella golpeado por la furia del viento; pero sin conseguir sacar la barca de su trampa.

Lo que se podía apreciar desde la ranura apenas dejaba

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conseguir una pobre idea del paraje donde se hallaban. Los dos tuarubes voladores que los habían acompañado hasta allí, abandonaron la barca y subieron hasta la cúspide de la roca. Momentos después volvían con la noticia. Frente a ellos en dirección noreste se extendía el mar Bulev.

Aquella roca donde la barca quedó atrapada, pudo muy bien haber sido la salvación de los viajeros. En cierta forma.

-Yo he navegado por esos mares -dijo Karuna, agregando luego-: les puedo asegurar que no es nada fácil sobrevivir a sus peligros. Mejor tratemos de abandonar la barca.

-Será lo mejor -dijo Philip-. ¡Venga conmigo! -indicó luego al visir.

Con la ayuda de los dos tuarubes consiguieron sacar al anciano. La abertura era lo suficientemente estrecha como para descender por ella, no sin gran esfuerzo, apoyando la espalda contra una de sus paredes mientras los pies y las rodillas ejercían presión contra la pared opuesta. Claro está, el anciano tuarube no hubiese sido capaz de hacer aquel ejercicio basado en sus propias fuerzas.

Hubo que irlo llevando lentamente entre todos, sin que faltara por supuesto la fiel colaboración de su sirvienta belya.

A unos treinta pies estaba el fondo de la ranura; y cuando finalmente lo consiguieron, cayeron al suelo extenuados. La barca quedó colgando en lo alto.

-¿Dónde estamos exactamente? -preguntó Philip. El visir extrajo con dificultad el mapa de su vieja bolsa de

viajero. Lo desplegó sobre el piso y señaló a Philip un punto al este del Hidra Ma.

-Habrá que bajar de aquí y caminar larga distancia hacia los lugares poblados del Nagaev al oeste. Hacia el norte y a lo largo de las riberas del Hidra no me atrevería volver. Lo más aconsejable será que continuemos al sur. En las costas del mar Bulev abundan poblados de pescadores. Allí podríamos refugiarnos con seguridad. Espero que aquellos humanos no tomen control definitivo del gobierno.

-El tiempo es lo que cuenta para mi -dijo Philip-. Ketrox y su gente, con el poder en sus manos, son el mayor peligro para todos. Tal vez usted conozca algo del secreto del túnel del tiempo.

-Es una vieja leyenda..., contenida en parte en los libros del Sama -dijo Karuna-. Un viejo punto situado en el país de las tinieblas.

-¿Sabrías cómo llegar allí? Karuna sonrió con dificultad. -Deberíais pensar primero como descender desde esta roca. Y efectivamente, estaban atrapados casi en el tope de la

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elevada aguja. Su base parecía rebasar apenas unos quince metros la anchura de su cima, y toda la colosal mole de piedra se sostenía erecta gracias a algún enigmático fenómeno de equilibrio.

Philip se asomó al abismo. Ahora se dio cuenta de la real situación. La sensación de vértigo lo hizo voltearse al interior.

Uno de los tuarubes habiendo salido de exploración, entraba de vuelta por la estrecha ranura. Su rostro mostraba un pálido color de arcilla húmeda y cuando consiguió el aliento logró decir en frases balbucientes:

-Hay... algunas familias de...; buitres en el valle. Karuna habló en su propia lengua a los tuarubes y un momento

después uno de ellos se lanzó al abismo y reemprendió el vuelo. Lo vieron desaparecer hacia el norte, entre las extrañas formaciones montañosas del valle.

Philip hizo un esfuerzo y volvió a mirar hacia abajo. El río se divisaba en la distancia apenas como un hilo de color amarillo brillante entre la rojiza vegetación que lo circundaba.

El tuarube volador hinchó sus narices y respiró profundamente, arrastrándose hacia el otro lado de la roca.

-¿Qué hace...? -preguntó Philip. -Podríamos estar junto a un nido -dijo Karuna. El tuarube volvió en retroceso junto a ellos y dijo tranquilamente: -Señor... hay un huevo. Capítulo 93- Contacto. El piloto era un joven tuarube, otros dos estaban detrás

fuertemente armados y a Brian le indicaron ocupar uno de los asientos intermedios.

La nave se elevó entonces verticalmente y salió disparada a lo largo de la falla. Viajaron sobre su borde superior por varios cientos de kilómetros en dirección noroeste. Fue allí la ocasión en que el capitán pudo apreciar la vastedad de aquella cicatriz del planeta. Su pulsera astronómica había comenzado a funcionar y así debía ser con el radio transmisor.

Tomó el equipo de la mochila e hizo un nuevo intento por conectar con su comandante. Pasaron segundos de angustia.

Habían salido ya de la ruta marcada por el abrupto trazo de la falla y navegaban ahora un poco más al oeste. El suelo allá debajo adquiría diferentes tonos oscuros; nada semejante a lo que había podido ver con el interferómetro desde la Orión.

Brian continuaba ocupado con el equipo de transmisión cuando escuchó una voz desde la cabina que aparentemente se dirigía a él.

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-Déjame tratarlo a mi. Brian se detuvo en sus movimientos y quedó perplejo. Los largos y huesudos dedos del piloto se movieron con

destreza sobre los comandos. En la pantalla apareció al instante la imagen del comandante Boris.

El piloto hizo una señal a Brian para que pasase a la sección delantera.

-Puede hablar -dijo entonces en chapurreado inglés. -¡Comandante! -dijo Brian. -Si Brian... Te escucho. ¿Dónde estás? -En una pequeña nave sobrevolando el planeta..., con unos

extraños seres voladores. El comandante sonrió y dijo entonces: -Muy bien, no te preocupes...; son nuestros amigos. -Y usted, ¿dónde está? -También volando; pero a baja altura en dirección a la capital del

imperio. No hemos sabido nada más de Philip. Helena y yo vamos en su busca.

Un ligero estremecimiento de la nave le hizo saber a Brian que estaban descendiendo.

Con un dedo el piloto le señalaba hacia la pantalla de la izquierda.

Capítulo 94- Ingeniosa artimaña del profesor. -Tenemos que salir de aquí -dijo Karuna. Habían estado esperando impacientemente, tirados sobre el

piso. Puestas sus esperanzas en que el tuarube hubiese rebasado la enorme distancia y conseguido finalmente ayuda. Pero ya había pasado mucho tiempo desde su partida. Tal vez no había logrado incluso salir del valle, bajo la acechanza constante de los buitres.

-¿Cómo podremos hacer, señor...? -Usaremos las cuerdas para descender de la roca. Las cuerdas

que atan el globo -dijo Philip que había permanecido pensativo por largo rato.

Un fuerte ruido les hizo volver la cabeza a lo alto; y a continuación un bulto se desprendió de la barca y cayó en medio del grupo.

La muchacha dio un grito. -Un cadáver -dijo el guerrero tuarube-. ¡Nos han echado un

cadáver! -Eso significa, que el huevo está a punto de romper -dijo el visir. La barca comenzaba a estremecerse y el globo estalló con un

fuerte chasquido. El guerrero tuarube se arrastró hasta el borde de

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la roca y se lanzó al vacío planeando por un instante; pero al momento regresó.

-¡El buitre! -gritó. La barca se balanceo otro instante estremecida por el viento, y

se desprendió sobre ellos. Apenas tuvieron tiempo de pasar al otro lado junto al nido cuando aquella cayó al piso.

-Rompamos esto antes que salga la bestia -dijo Karuna indicando hacia el enorme huevo.

El guerrero tuarube desenfundó la daga y la hundió hasta su empuñadura.

Un chorro de líquido amarillento saltó contra su rostro. El pichón terminó de romper la cáscara y se abrió camino al exterior en desenfrenadas convulsiones.

A los chillidos de su cría moribunda, el buitre regresaba al nido..., y nuestros amigos se lanzaron a tropel a través de la grieta que comunicaba ambas caras de la roca.

-Ya conozco a estas bestias -dijo Philip, y pidió la daga al guerrero.

Echaron el cadáver a un lado. Era una mujer belya horriblemente mutilada. Entonces Philip comenzó a halar los pedazos de cuerda que ataban la barca al globo y logró en uno de sus extremos formar un lazo.

-Prepárense a volar -advirtió a Karuna y a la joven, un rato después.

La bestia enfurecida planeaba alrededor de la roca y clamaba venganza con sus chillidos.

Como había previsto el profesor, en uno de aquellos giros se decidió a meter la cabeza furtivamente.

-¡Ataca ahora! -dijo Karuna al guerrero. -¡Espera! -gritó Philip. La bestia retrocedió fuera de la abertura; pero un instante

después volvió a la carga. Esta vez con una táctica diferente. Introdujo la enorme pata golpeando el interior en todas direcciones. El guerrero trató de herirla, y al echarse atrás, una de las garras se incrustó en su hombro, lo levantó y lo lanzó de frente contra la roca. Entonces el buitre se retiró.

El tuarube, gracias a su juventud y fortaleza pudo sostenerse de pie contra la pared; pero sangraba abundantemente de su hombro izquierdo.

-¿Qué haremos? -preguntó Karuna. -Retírense al fondo -dijo Philip. Al momento la pata de la bestia penetró por la grieta. Philip sin

pérdida de tiempo desplegó el lazo y lo pasó a través de esta hasta más arriba de los dedos...; y el lazo se cerró.

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-Vamos ahora. ¡Agárrense a la barca! -dijo el profesor. Como náufragos cuya única esperanza era el bote maltrecho

que los llevaría a cualquier playa desierta, atraparon el andamiaje de cuerdas y maderos al momento que el buitre tiraba hacia fuera.

-¡Vamos! -dijo el anciano tratando de arrastrar consigo al guerrero herido.

-Vayan ustedes -dijo este retrocediendo. Y la barca con su carga salió al vacío. El buitre batía con fuerza sus alas tratando de sostenerse; pero

finalmente se alejó planeando sobre el valle. Karuna y la joven habían quedado en el interior de la barca bajo

los asientos, mientras Philip se sostenía al borde; pero cuando aquella se desprendió de la roca y se volteó, el profesor quedó colgando de una cuerda.

Y se elevaron. La bestia estaba renuente a dejarse vencer y batía el aire con fuerza tratando de tomar nueva altura. Pocos minutos después comenzaba a planear y a descender...; y Philip golpeó el suelo con sus piernas. Hubiese podido soltarse de la cuerda y así librarse de ser arrastrado entre la vegetación de finas cañas que cubría parte del valle. Pero hacer esto significaba aliviar el peso que el buitre sostenía y permitirle remontar el vuelo.

Como prueba de su decisión se enrolló la cuerda entre las piernas y un brazo. Colgando cabeza abajo fue llevado a rastras sobre las cañas... y de pronto sobre el suelo.

El buitre hizo su aterrizaje. El guerrero tuarube se había unido a ellos contribuyendo con su peso y obligando a la bestia a descender.

Entonces la muchacha y el anciano salieron de la barca y corrieron hacia el único posible refugio a su alrededor. Un pequeño bosque de árboles secos y retorcidos y cañas que crecían agrupadas en plantones. Mientras la bestia cortaba a picotadas la cuerda que la mantenía atada a la barca, Philip se puso en pie y corrió en ayuda del tuarube.

El guerrero estaba desangrándose, tirado al suelo entre las cañas. Al llegar junto a él, vio a la bestia alzarse contra ellos. Crujía la vegetación rompiéndose bajo sus poderosas patas y la estampida se acercaba cuando estalló frente a ellos una ráfaga de disparos...; y todo quedó en silencio al instante.

Philip alzó entonces la cabeza y vio al capitán Brian venir hacia ellos.

-Dichoso de verte -dijo Philip poniéndose en pie. -A usted también, profesor -gritó el capitán.

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Capítulo 95- En la gruta. La nave piloteada por el tuarube había descendido sobre la

zona despejada en medio del poblado. El profesor Philip bajó después que el piloto y tras ellos, el resto de los tripulantes; Brian, Karuna y la joven Kali.

-¿Dice que hay un rebelde tuarube, dispuesto a apoyar las decisiones del emperador belya? -preguntó Philip mientras se dirigían de prisa a la gruta principal.

-Así mismo -dijo Karuna-. La federación tuarube lo ha sentenciado como traidor; pero aún tiene mucha gente de su parte. Se ha convertido en un peligroso bandido.

Atravesaban entre la multitud de los pobladores que los recibían con alegría. Llegaron frente a la gruta y penetraron directamente. Allí dentro, tras la mesa de piedra, estaba el viejo juez del poblado. En medio de la estancia permanecía de pie un robusto guerrero tuarube.

El juez se puso en pie lentamente y ambos se inclinaron en un saludo reverente ante los recién llegados.

-Señor visir... es maravilloso que usted pueda estar entre nosotros en momentos tan difíciles como estos -dijo el juez-. Los extranjeros son también bienvenidos. Tomen asiento aquí junto al fuego, por favor. Me complace presentarles a nuestro nuevo general Yardu Bal -concluyó.

El guerrero se inclinó nuevamente. Tenemos noticias muy alarmantes para todos -dijo Karuna-.

Ciertos extranjeros han ocupado el poder en Kiris Albrum. El emperador se ha convertido prácticamente en su prisionero. Pero ahí no está el mayor peligro...

-¡Mi mundo está siendo amenazado! -lo interrumpió Philip-. Necesitamos advertir a nuestra gente del peligro..., y la única manera de conseguirlo es llegando hasta un lugar en la región de las tinieblas... conocido como el túnel del tiempo. Es un antiguo sitio...

-¡Ya lo sabemos! -dijo el juez- pero hay una dificultad. Nadie sabe exactamente donde está situado. Incluso ni los últimos brubexinos guardaron memorias de aquel lugar. Sus propios antepasados trataron de ocultar todo vestigio de su existencia.

-Pero el lugar... debe aún existir... -dijo Philip-. Los brubexinos viajaban por la galaxia a través de estos túneles. Si Ketrox consigue llegar hasta allí; tendrá todo el poder en sus manos. El poder para dominar y destruir. ¿Me comprenden? Tanto los tuarubes, como los belsevitas y los terrícolas seriamos esclavizados. Ketrox es el genio del mal y hay que detenerlo antes que sea demasiado tarde. Nuestras esperanzas de encontrar el

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túnel están en algo que el capitán ha conseguido... -concluyó señalando a Brian.

Todos quedaron esperando por un momento lo que este tendría que decir; pero Brian permaneció en silencio.

-Está bien -continuó Philip-. Hay que capturar a uno de los seguidores de Ketrox. Este hombre es casi tan peligroso como su maestro y tiene en su poder la clave para llegar al túnel. Hay que capturarlo antes que se reúnan...; y de esta manera ganar tiempo para nuestros propios planes.

Karuna Bal Tami desplegó el mapa sobre la mesa. -Puede estar huyendo sobre esta zona -dijo señalando con un

dedo al norte del valle del Hidra. -Nuestras naves podrán buscarlo por ahí -intervino entonces el

general Yardu. Capítulo 96- Un peligroso enemigo. Mack recostó la cabeza contra la roca y dejó caer un poco de

agua sobre su rostro, luego bebió un buche y volvió a colocar la botella en la mochila. Quedó adormecido por unos minutos hasta que un lejano silbido lo hizo despertar en sobresalto. Sin llegarse a levantar tendió el pequeño binocular sobre la distancia de la planicie y exploró un instante. Extrañamente, el silbido lo había sentido primero al frente; pero al momento lo sintió a sus espaldas y mucho más estridente.

Se puso en pie y paseó su mirada por el horizonte sur. Entre los espejismos vaporosos resultaba difícil distinguir con precisión cualquier figura a más de unos tres kilómetros; pero un punto móvil atrajo su atención como a esa misma distancia.

Quedó observando detenidamente hasta que el punto se detuvo. Entonces volvió junto a su equipo.

Colocó a su espalda los tanques de autopropulsión, ajustó las correas firmemente a su cuerpo y se alejó de las rocas que le habían servido de abrigo por largas horas.

Un momento después salía disparado alcanzando una altura de cincuenta pies en dirección al norte.

Capítulo 97- El reencuentro. -Imposible descender con el vimana -dijo el comandante Boris

mientras observaba al fondo de la falla. Habían andado él y la doctora Hung a través de unos

doscientos pies por el borde del precipicio. El lugar era pedregoso, formado por rocas grises y negras de naturaleza magmática,

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cubierto en los lugares más bajos por arena fina de tipo eólico. El resto del paisaje dejaba sin ninguna duda, adivinar aquel

origen del terrero. Enormes rocas labradas por el viento, mostraban las más ocurrentes y extravagantes figuras, como si un artista imperecedero las hubiese esculpido sobre el paisaje.

-Allá adelante parece un poco más suave la pendiente -dijo la copiloto tomando a la delantera.

-Venga doctora; no se aleje mucho. No creo que sea posible de ninguna modo. Nos dijeron de esperar por esta zona y de un momento a otro pueden aparecer.

-Como usted diga comandante -dijo la mujer retrocediendo-. Regresemos a los vimanas. Lo más importante es que el profesor está con vida.

-Y también Brian... ¿no es así? -dijo Boris riendo. Caminaron a lo largo del precipicio hacia el punto inicial de la

gran falla. Allí los pliegues del terreno habían quedado formando una hondonada. Descendieron y luego comenzaron a remontar la ligera cuesta cubierta de cantos de limonita y feldespato.

Cuando sus ojos estuvieron al nivel del terreno colindante, el comandante se echó al suelo de bruces en vez de continuar.

-¿Qué sucede? -dijo la copiloto imitándolo. -Alguien está tratando de tomar uno de los vimanas -dijo Boris

extrayendo la pistola láser de su cintura. Entonces se puso en pie y corrió en dirección a las máquinas. Mack hizo varios disparos al verlos venir y estos repicaron

azarosamente en todas direcciones sobre el pedregal. Seguidamente, el bandido saltó sobre el vimana, y puesta la máquina en funcionamiento se alejó en dirección suroeste.

-Maldición, lo seguimos -gritó Boris y corrió hacia la otra máquina. Pero una fuerte explosión los obligó a echarse al suelo.

El comandante designado de la Orión interestelar pareció por primera vez, verdaderamente fuera de control. Hizo varios disparos en dirección al punto que estaba por desaparecer en la distancia. Se golpeaba la frente de forma salvaje como intentando diluir su encéfalo.

-¡Basta comandante! ¡Compórtese! -tuvo que gritar la copiloto. Hasta ella misma se sorprendió con su osadía. Pero la demanda

tuvo efecto inmediato. Boris dejó de gesticular y golpearse a sí mismo como un demente.

-No hay nada que suceda como debe ser. -No perdáis la fe comandante. Estamos a punto de reunirnos

con nuestra gente. ¡Con los que quedan! -¡Has visto! Ese fue Mack. El bandido logró descender con vida

y nos ha dejado sin los vimanas.

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La doctora Hung se sentó sobre una roca y dejó caer su cabeza entre las manos, los codos afincados sobre las piernas. Así estuvo por un instante mientras el comandante Boris, que le había dado la espalda, contemplaba el cielo sobre la vasta extensión del precipicio junto a ellos.

-Ya vendrán por nosotros...; los tuarubes -dijo la doctora sin levantar la cabeza. Después de una pausa se puso en pie y acercándose a espaldas del comandante agregó-: reunidos reorganizaremos la lucha contra el imperio.

Capítulo 98- Resolviendo el acertijo. En los rostros de todos se podía notar sin dificultad la alegría

que les otorgaba el reencuentro. Una de las naves de los tuarubes había traído al comandante y a la copiloto.

-Pensé que nunca más volvería a verte. Había dicho la doctora a la entrada de la gruta y a continuación

casi arrastró a Brian al interior. Estaban allí el comandante y Philip, Jonny y los principales de

los tuarubes. -Espero que la alegría del reencuentro no nos haga posponer

cosas más importantes -comentó el profesor Kapec. -¡Usted dirá! -dijo Boris, notándose en su tono que aún no había

superado hasta la última gota su resentimiento con el profesor. -¡Si supiera comandante! En realidad no tengo mucho que decir;

y de veras que lo siento. Quizá fue un error que cometí al no seguir sus órdenes como debía haber sido. Por seguir mis propios designios oculté de usted y de la doctora Hung un objeto y la información que recibí de Kalick Yablum en el laberinto. Ese objeto y esa información, es al parecer lo único que nos hubiese podido llevar de regreso a casa.

-Ya conozco los pormenores profesor. ¿Ahora dígame, qué piensa hacer?

-Decidan ustedes, y yo seguiré lo que diga la mayoría -dijo Philip.

-Entonces, ¿no habrán más órdenes de mi parte, ni tampoco insubordinaciones?

-Parece que finalmente alcanzamos la democracia -dijo Brian riendo, y los demás hicieron lo mismo por un momento, como si hubiesen olvidado para siempre las desventuras pasadas y la cadena de circunstancias que los habían llevado a reunirse nuevamente, en aquella gruta.

-¡Así es! -dijo Boris. Parece que lo que deseó al principio se cumplirá profesor. No hay modo de volver.

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-Ahora que están reunidos, les diré que el juez tiene algo para ustedes -interrumpió Karuna Bal Tami que había seguido curiosamente la conversación entre los terrícolas; pero de cuyas palabras había comprendido apenas el significado supremo.

Todos volvieron sus miradas al rostro del anciano y después al juez que permanecía de pie al fondo de la estancia recostado contra la roca. Otro tuarube se acercó y echó algunas rocas pequeñas sobre el fuego avivando con esto la llama.

-Mi deber está en que se cumpla la voluntad de Kalick Yablum aún después de muerto.

-¿Qué quiere decir? -preguntó Philip. -Un grupo de nuestros guerreros encontró esto en el vimana,

después de vuestra captura -agregó el juez, y colocó el pequeño objeto sobre la mesa.

-¡Habéis recuperado el cilindro! -gritó Helena. -¿Quiere decir... qué aún existe la esperanza de volver? -dijo

Boris. -Eso deberían hacer cuanto antes -dijo entonces Karuna-. En el

palacio de Kiris Albrum todavía se conserva un objeto como este desde los tiempos antiguos, y su existencia está envuelta en una leyenda de extraños viajes, del que muchas veces los viajeros no regresaban.

-¡Es una especie de llave capaz de activar el túnel! -agregó el profesor.

El mapa del imperio, obra del sabio consejero, resultó ser una

obra extraordinariamente precisa teniendo en cuenta los recursos cartográficos a su disposición, casi nulos.

Lo habían desplegado sobre la gran losa de piedra que constituía la mesa de justicia; y a su alrededor los líderes principales del poblado, junto a Karuna Bal Tami y nuestros amigos, trataban con el esfuerzo de sus inteligencias combinadas, determinar lo más exactamente posible la ubicación del túnel del tiempo en la región de las tinieblas.

-Tengo la intuición de que la figura del triángulo, que tanto aparece por doquier, está directamente relacionada con lo más importante para los brubexinos -dijo Helena.

-Es un símbolo constante en todas sus manifestaciones -agregó Boris.

-¡Y entonces! ¿Qué pudo haber sido lo más importante para una raza de exploradores y conquistadores de la galaxia? -dijo Philip.

Todos quedaron meditando un instante. -El modo de viajar. -¡Es eso comandante! El modo de viajar. Para muchos pueblos

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antiguos en la Tierra, egipcios y babilonios los primeros, fue el triángulo una figura central en sus cotidianos quehaceres. ¿Qué tal si la construcción de los primeros monumentos brubexinos en este planeta estuvo regida por la idea del triángulo en la vida de su civilización?

-Muy sugerente la idea -dijo Helena. -En el Bala Kun Sama según la leyenda, los primeros

monumentos en Belsiria, parecen haber sido la gran pirámide ligada al laberinto, la muralla invisible y el túnel del tiempo -continuó el profesor.

-Los tres vértices del triángulo ¿no es así? -Exactamente comandante -dijo aquél y agregó indicando sobre

el mapa-: supongamos ahora que se trata de un triángulo uno de cuyos ángulos mide noventa grados. Aquí tenemos uno de los lados del triángulo cuyos puntos finales se hallan en la muralla invisible y en la gran pirámide. ¡Doctora Hung, ahora le toca a usted! ¿Se podría determinar la longitud de las otras caras, teniendo la longitud de esta?

-Habrá una dificultad profesor. No sabemos si el lado que tenemos es uno de los catetos o es la hipotenusa.

-Existen solamente dos opciones, doctora. Descartemos una. ¿Tienen una pluma?

-Aquí está -dijo Brian. Philip dibujó una línea sobre el mapa desde la muralla invisible

hasta la gran pirámide. -¡Un momento profesor! -intervino la doctora Hung reclamando

la pluma-. Si deseáis trazar un triángulo sobre la superficie del planeta, necesitaréis que uno de sus lados coincida con una línea de meridiano y otro de sus lados con una línea de paralelo. ¡Mire! Me parece que aquí casi lo ha conseguido. La línea de norte a sur que une la muralla invisible con la gran pirámide sigue casi exactamente un meridiano.

-¿Podría venir el casi, de un error en el mapa de Karuna? -pregunto Philip.

-Posiblemente -continuó la doctora Hung-. Trazaré ahora la otra línea... que va desde...; ¡sólo nos quedan dos opciones! La siguiente línea debe ir a lo largo de un paralelo y debe ser aquí, de la gran pirámide hacia el este... y si es como opina el profesor. Si se trata de un triángulo rectángulo. La hipotenusa, o su lado más largo, es la que va de la pirámide hasta el túnel del tiempo... ¡aquí! La mayor dificultad consiste en que estamos trazando sobre una superficie plana; y como sabemos, el planeta es una esfera casi perfecta. En el terreno son distintas las cosas.

-¡Profesor!

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-Si capitán. -Hay algo que puedo recordar con cierta precisión -dijo Brian-.

El punto candente en la zona de tinieblas, no está muy alejado de la zona diurna del planeta.

-¿Cuánto estima usted? -Unas siete millas. -Si me permiten una sugerencia -dijo la doctora-. Conociendo

aproximadamente la región de ubicación del túnel, podemos tratar de calcular la ubicación más probable dentro de varias.

-¿Calcular...? Eso lo dejaríamos a usted, doctora -dijo Philip. -Por supuesto. Estoy dispuesta a intentarlo; pero necesito

algunos datos. -¿Cómo lo hará? -preguntó Boris. -Pensando en la gran importancia que al parecer tuvo la idea del

triángulo en la civilización brubexina, y suponiendo cierta la formación de un triángulo recto entre los tres puntos más importantes para ellos. Entonces utilizaré el teorema de Pitágoras para calcular la ubicación del tercer punto. Aún tengo en mi memoria la distancia existente entre Belsiria y Sini Tlan. Ahora viene el problema. Necesito convertir aquellos doscientos veintisiete mil kilómetros en la unidad de medida utilizada por los brubexinos para crear su triángulo.

-¿Alguien sabe...? Usted profesor Philip..., que tanto ha leído el libro de los belyas -dijo el comandante.

-Ar kesís -dijo Philip-. Es la más comúnmente utilizada y la única que recuerdo ahora.

Se volvió entonces a Karuna e hizo la pregunta aclaratoria en sánscrito.

-Bat-ar-kesís, nemo-ar-kesís, tag-ar-kesís y yaj-ar-kesís, son las fracciones superiores de medida -dijo Karuna.

Philip tradujo inmediatamente. -Y bien doctora -agregó-. ¿Ya podemos comenzar? -Primero necesito saber la distancia entre la gran pirámide y la

muralla. Conociendo uno de los lados del triángulo, podremos conocer sus medidas. ¿Podríamos confiar para eso en el mapa del visir? Ya sabemos la dirección siguiendo el paralelo de la pirámide. Solamente nos faltaría la distancia hacia el este en la región de tinieblas.

-Entonces la dejamos con Pitágoras doctora Hung -dijo Boris. Capítulo 99- En busca del túnel. Un poderoso viento había terminado de soplar y aún se

conservaban en la baja atmósfera remolinos de polvo y todo tipo

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de objetos que habían sido arrastrados a lo alto. Las dos naves partieron desde su base de operaciones en la

falla. En una de ellas iban nuestros amigos. El objetivo, dar con el sitio de ubicación del túnel del tiempo. El tiempo era apremiante.

Volaban a baja altura sobre escabrosos paisajes, manteniendo una línea recta en dirección noreste. Atentos a los instrumentos de la nave, el comandante y la doctora Hung viajaban junto al piloto tuarube, mientras Philip, el capitán Brian y Jonny lo hacían en las posiciones traseras junto a un grupo de diez guerreros tuarubes.

Habían elegido con certeza el momento de entrar a la región de tinieblas, que en aquel momento no fue tal cosa. Tres de las lunas, precedidas por Sini Tlan, bañaban con luz de plata la parte eternamente nocturna del planeta. Era tan firme y familiar la luz de aquellos astros que el paisaje allá en lo bajo se divisaba con pasmosa nitidez.

-Doctora..., si sus cálculos son verdaderamente positivos, pronto estaremos sobre el área -dijo Boris.

La barrera de luz había sido bruscamente traspasada. Desde la cara diurna, bañada por los diferentes tonos del rojo, tibios y acogedores, la nave penetró a la luz suave y fría de un mundo muy diferente. El espacio era profundo; sin una sola nube salpicando con cualquier otro tono su soberbia vastedad. Sólo las tres lunas en aquel instante hacían la diferencia.

El contraste era más pronunciado aún, cuando se miraba hacia abajo.

-¡Veo algo! -dijo Boris. Sus ojos habían estado atentos a la pantalla del instrumento

que habían rescatado desde la Orión al momento de abandonarla definitivamente. Era un espectrómetro de rayos infrarrojos portátil. Brian había perdido su computadora con toda la información, ahora en manos de Mack; pero en cambio, tuvo la precaución de tomar consigo aquel instrumento tan útil para viajar en las tinieblas.

-Disminuya la velocidad -dijo Philip al piloto. -¡Estamos a dos mil pies! -exclamó Boris-. ¡Acércate Brian...y

mira esto! ¿Se parece en algo a lo que vieron ustedes desde la Orión?

El capitán se puso en pie y corrió atropelladamente al frente. En la pantalla una formación de un rojo intenso, en forma de cuadrilátero, ocupaba al menos un área de dos kilómetros. Dos largos brazos partían del centro de una de sus caras en dirección este.

-¡Ahí está! -dijo Boris-. No puede ser otra cosa. Y con esta exclamación cinco corazones comenzaron a palpitar

precipitadamente.

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Las miradas de los astronautas habían quedado como pegadas a la pantalla del espectrómetro.

Capítulo 100- El regreso. El piloto tuarube habló algunas frases en su chapurreado

lenguaje sánscrito. -Quiere saber que haremos ahora -dijo Philip. -Que descienda lentamente sobre el centro de la zona roja -dijo

Boris. -Muy bien. Philip transmitió las instrucciones al piloto. Un par de minutos después estaban a escasos cinco metros de

un terreno plano, cubierto de algo parecido a restos vegetativos. -¡Muchachos! Estamos sobre nuestro punto de regreso a casa -

dijo el comandante. Algo diferente se reflejó en su rostro que hizo que sus cuatro

compañeros de viaje se quedaran a un tiempo pasmados, observándolo cuando se volteó hacia ellos para ordenarles:

-Prepárense para descender...; siguiéndose cuidadosamente las instrucciones.

Siguió a continuación el chirrido provocado por el ajuste de correas, el rastrilleó de armas y el chequeo de lámparas infrarrojas y linternas.

El piloto oprimió un comando y el puente de desembarco fue echado sobre la mullida superficie del suelo. El comandante y el capitán abrieron la marcha. Sus pies se hundieron hasta el tobillo en una superficie esponjosa.

-No se detengan -ordenó Boris. Y la señal fue transmitida al instante por Philip al grupo de

guerreros tuarubes. -¿A dónde vamos comandante? -preguntó Helena. -No se detenga doctora. Bajo nuestros pies está la solución.

¿Ven la mole oscura allá delante? -¡Ya...! Seguro que la vemos. -Pienso que es parte de la construcción que está aquí -dijo

señalando al suelo. Philip quedó en la retaguardia marchando a lo largo de la senda

trillada por la fila de veinte guerreros, cuando recibió la señal de detenerse. Entonces abandonó la retaguardia y corrió al frente a reunirse con el comandante y los otros.

-¿Qué sucede? -Deténgase profesor. Mire ahí -dijo Boris señalando al frente

mientras enfocaba la lámpara al fondo de un oscuro precipicio.

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Hasta el mismo borde estaba cubierto de aquella especie de musgo que parecía extenderse por toda la planicie. Al otro lado se divisaba ahora más claramente la oscura silueta de una torre. El precipicio aparentaba tener forma cuadrada; pero la luz de las lunas declinando ahora por extremos opuestos del firmamento, no permitía descubrir más allá de unos pocos metros hacia lo profundo.

-Daremos un rodeo por la derecha. Que todos sigan exactamente mis pasos.

El comandante se alejó unos metros al frente, dejando correr entonces la cuerda que lo ataba por la cintura.

-Cuidado Boris, pueden haber otros precipicios. -Descuida Brian. ¡Adelante todos! Minutos más tarde habían llegado al borde de un barranco.

Enfocando varias lámparas a un tiempo les permitió apreciar del otro lado. El terreno transitado hasta ahora había cambiado por uno cubierto de vegetación cerrada. Una selva de formaciones semejantes a juncos, helechos gigantes y árboles robustos y retorcidos.

Antes que alguien pudiera advertirlo, Boris había saltado desde el borde de la falla.

-Adelante -dijo desde el fondo. Un momento después todos se habían reunido en la parte baja. -¿Qué le parece esto, Boris? -dijo Brian. -¿Qué te puedo decir? Todo yace bajo esta espesa capa

vegetal; pero parece tratarse de una construcción subterránea. Quiero llegar hasta la torre.

Un silbido rasgó el espacio sobre la selva. -Alerta -se escuchó a lo largo de la fila de guerreros en una

mezcla de diferentes lenguajes; pero todos con un mismo propósito.

Los tuarubes se echaron al suelo dirigiendo sus armas al firmamento.

Un aleteó poderoso como la estampida del viento contra una casa de naipes, sacudió la atmósfera sobre ellos, y entonces una silueta oscura con cuello de serpiente eclipsó por un segundo la imagen de Sini Tlan y cayó sobre uno de los guerreros.

Un alarido hizo estremecer hasta la médula de los huesos y la serpiente alada remontó su vuelo con la víctima entre las garras. Un sentimiento de indefensión recorrió inmediatamente entre ellos.

Allá estaban las naves que los trajeron a las tinieblas y aunque sus luces se habían apagado, el conocimiento de su existencia a varios cientos de pasos les hizo sentir la imperiosa necesidad de correr a ellas en busca de refugio; pero el hombre blanco y

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barbado, el enviado de los dioses, les hizo conocer su voluntad. -¡Que nadie retroceda! -Y Philip hizo repetir la orden entre los tuarubes. Boris echó a correr entonces sobre el mismo borde de la

pendiente hasta sobrepasar el precipicio a su izquierda. Los guerreros, impulsados más por el miedo a un nuevo ataque de la bestia que por la búsqueda de un objetivo al frente, corrieron tras él y sus compañeros.

-A la torre -repetía Boris una y otra vez. Y corrió en línea recta hacia ella; pero algo los detuvo a unos

cincuenta metros. Sobre el mullido suelo se abría un foso en medio de la distancia que los separaba de la torre.

-Vengan todos -dijo el comandante-. Parece no haber otra solución que descender al abismo.

-¿Eso pensáis? Una luz iluminó levemente los contornos del precipicio que

habían dejado a sus espaldas. Los tuarubes comenzaron a inquietarse nuevamente. -Philip. Necesitaremos que algunos tuarubes lleguen hasta la

torre, que aten esta cuerda en algún lugar. Son sólo unos doce metros. Creo que todos podremos llegar hasta ella.

-¿Colgados a la cuerda? Tengo fobia del vacío -dijo la doctora Hung.

-Varios tuarubes podrían explorar el fondo del precipicio -sugirió el capitán.

-Muy bien profesor, dígales así. Unos minutos después, la luz de las antorchas iluminaba hasta

el fondo. -No habrá necesidad, comandante -dijo Jonny que se acercaba

sonriendo-. Me alegro por la doctora y también por mi. -¿Qué sucede? -preguntó Brian. -Hay varias escalas a lo largo de esta pared. El primer grupo de tuarubes había llegado ya hasta el mismo

fondo de la oquedad y comenzaban a tomar posesión del área. Pronto la luz de cuantiosas antorchas mostró a nuestros viajeros la realidad.

Habían descendido todos hasta el fondo del abismo. La torre que salía por encima de la superficie no era más que el

mástil superior de una gran nave cósmica. Otras torres de menor altura continuaban a lo largo del precipicio, que no era más que el hangar o puerto de atraque de la nave.

Un tuarube descendió planeando desde la superficie, su rostro estaba lleno de extrañas convulsiones causadas por un repentino temor. Se posó en el fondo y fue directamente en busca de Philip.

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-¿Qué ocurre profesor? -preguntó Boris un momento después. -La luz en el otro hangar. El doctor Ketrox llegó aquí primero

que nosotros, y todo parece indicar que está ensayando con las antiguas naves brubexinas.

-¿Eso quiere decir...? -Que tendremos que encontrar el túnel de inmediato, capitán -

dijo Boris, agregando entonces-: profesor..., reúnalos. El apoyo de los tuarubes podría ser muy necesario.

-Nos habremos equivocado de hangar, comandante -dijo Helena.

-Debe haber un modo de llegar al otro sin salir a la superficie. ¿No creen ustedes? ¡Vamos todos! -ordenó entonces.

A todo lo largo de la pared había grandes puertas de metal. Todas rotundamente clausuradas por la voluntad de los últimos pobladores del lugar, o por el paso de los milenios.

Desplazándose con destreza en dirección al ápice de la nave, quince minutos después llegaron a la pared terminal que formaba ángulo recto con la pared a lo largo. La proa de la nave, tal vez su sección de mando, estaba incrustada a manera de acoplamiento con la pared frontal.

La angustia comenzaba a dominarlos. Brian pasó el primero por debajo del acoplamiento y encontró

una de las puertas del otro lado medio abierta. -¡Aquí comandante! Se apresuraron a su llamado y empujando hacia el interior

lograron finalmente una abertura. La luz de antorchas y linternas, pronto disipó las tinieblas

imperantes en los anchos salones y corredores, muchos de ellos repletos de diferentes tipos de embalajes con caracteres sánscritos en ellos. Se desplazaron entonces por una especie de corredor central que los condujo directamente a una abertura y a través de esta a un túnel de varios metros de longitud.

-Que algunos guerreros se queden a lo largo del corredor -ordenó el comandante.

Avanzó seguido por el resto hacia el final del túnel y entonces todo se iluminó a su alrededor con una luz clara, manando directamente de las paredes de la estancia.

Boris oprimió una gran tecla junto a la puerta y esta se abrió al momento, dejándoles ver el interior de un salón.

-¡Después de milenios esto continúa funcionando! -dijo Philip. -Aún no estamos seguros, profesor -dijo Boris avanzando

resueltamente-. No sabemos con certeza la razón de por qué los brubexinos abandonaron este lugar.

Parecía un puesto de comando, muy semejante al que habían

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hallado en el laberinto. Una meseta de piedra, casi toda su superficie ocupada por un complejo sistema de grandes teclas, cubría la estancia a todo lo largo de una de sus paredes. Las teclas, cada una como del tamaño de un puño humano estaban cubiertas por una gruesa capa de polvo.

-Creedme, sería mejor sentarnos para analizar la forma en que esto debería funcionar -dijo Helena.

Se había acercado temerariamente al complejo sistema de teclados mientras sus compañeros se detenían a varios pasos.

-Venga profesor -dijo extendiendo una mano hacia Philip-. Este sistema. ¿Qué querrá decir?

Philip avanzó y sopló varias veces sobre el lugar, ahuyentando parte del polvo que cubría las teclas y que hacia indistinguibles los caracteres en ellas.

-Parecen las instrucciones, dadas en diferentes lenguajes -dijo el profesor, y oprimió una de ellas; presionando con toda la fuerza de su puño.

Sobre el sistema apareció una pared pantalla que no estaba antes allí, y sobre ella un conjunto de caracteres en lengua sánscrita.

-¿Puede leer, profesor? ¿Comprende lo que dice? -preguntó Helena con insistencia.

-No es tan complicado señores -dijo Philip un instante después-. Tres puntos hay en la galaxia que pueden ser visitados a través de este lugar. Dos de ellos están en la Tierra.

A la derecha de la pantalla al final de la escritura habían aparecido cuatro símbolos alineados verticalmente. Dos de ellos consistían de una cruz gammada encerrada en un círculo, que venían a aseverar el significado de la lectura.

Algunos gritos de alerta de los tuarubes fueron la señal de que algo estaba sucediendo fuera.

-¡Hay que darse prisa! -gritó el comandante-. Es muy posible que el doctor Ketrox haya llegado también a este lugar.

-Dos de estos sitios están en la Tierra -repitió Philip-; pero el tercero... ¿saben dónde está? O mejor dicho ¿Saben dónde estuvo?

-Por supuesto que no -dijo Boris. -En Brubexton. -Pero Brubexton ya no existe -dijo Helena. Mientras esto sucedía, el capitán Brian se había retirado unos

pasos hacia la derecha, husmeando sobre la otra parte de los comandos.

-¡Miren aquí! -dijo llamando la atención de sus compañeros. -¿Qué es? -dijo Boris llegando de un salto junto a él.

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Brian sopló sobre el polvo acumulado en cuatro piezas semiesféricas sobre el panel. Los mismos símbolos en la pared pantalla aparecían allí sobre cada una de estas.

-Vamos profesor, hágalo de prisa -dijo Boris. -Los símbolos con la cruz gammada representan dos diferentes

sitios en la Tierra. -¿Algo así como dos diferentes destinaciones espaciales? -Exactamente, comandante -dijo Philip. -Al caso viene a ser lo mismo. Tenemos que escapar de aquí. Un tuarube irrumpió a través de la puerta. Su vestimenta estaba

desgarrada y de la región del tórax le manaba con abundancia un líquido verde amarillo.

-La guardia imperial nos ataca. Debemos retirarnos. Una de nuestras naves ha sido destruida y la otra aguarda por nosotros al final del túnel.

-Tenemos que escapar y para el caso es lo mismo un lugar que otro -repitió el comandante y presionó con su derecha una de las teclas con el símbolo de la cruz gammada.

Nada sucedió. Entonces apoyó ambas manos sobre la pieza y presionó,

descargando todo el peso de su cuerpo sobre ella. En el instante mismo en que la pieza se hundía levemente bajo la presión, un fino rayo de luz dorada partió de un agujero del panel situado bajo la tecla.

Nuestros amigos retrocedieron preocupados; pero al instante Philip se adelantó blandiendo triunfalmente el pequeño objeto que le entregara Kalick Yablum en el laberinto.

Lo introdujo en el agujero y retrocedió junto a los demás. -¿Qué habéis hecho, profesor? -dijo Helena. Antes de que Philip se hubiese decidido a contestar, una

corriente de aire comenzó a batir levemente desde la pared a la izquierda de los comandos. La pared misma comenzó adquiriendo una tonalidad oscura con reflejos iridiscentes.

-¡Eso es...! -gritó Brian. -¡Vamos! -dijo la copiloto y corrió hacia la pared. -Vamos profesor -dijo Boris poniendo sus manos sobre los

hombros de Philip. -Vayan ustedes.Yo los cubriré -dijo este-. Aún tengo cosas qué

hacer en Belsiria. -No nos deje ahora, profesor -dijo Brian ya junto a la pared con

Helena y Jonny a su lado. Philip tendió la mano al comandante y se estrecharon en un

abrazo. -¡Tenga mucho cuidado, profesor...!

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-Estaré bien comandante. ¡Buena suerte a ustedes también! -dijo Philip-. Ahora váyanse. ¡Yo me ocuparé de esto!

Boris quedó observando por un instante al rostro del profesor. -Venid comandante -gritó Helena. -¿Piensas que funcionará? -preguntó Brian a la copiloto. Ella lo besó fugazmente en la mejilla. -Veréis que si. Un momento después, estaban los cuatro tomados de las

manos frente a la pared de reflejos iridiscentes. -Saltemos ahora -dijo el comandante. Y desaparecieron en el túnel. FIN.

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Indice

PROLOGO DEL AUTOR

LIBRO PRIMERO.

Capítulo 001-La ciudad sagrada.

Capítulo 002-Alojamiento por un día.

Capítulo 003-El templo.

Capítulo 004-La misión del profesor.

Capítulo 005-Meditaciones.

Capítulo 006-La familia del comandante.

Capítulo 007-Viejos resentimientos.

Capítulo 008-Sin otra opción.

Capítulo 009-Declaraciones íntimas.

Capítulo 010-La tripulación.

Capítulo 011-Estado de emergencia.

Capítulo 012-El enemigo a bordo.

Capítulo 013-Los secretos del Dr. Helmuz.

Capítulo 014-Decisiones drásticas.

Capítulo 015-Caminata espacial.

Capítulo 016-Salvados o condenados.

Capítulo 017-En busca del capitán Brian.

Capítulo 018-El planeta perdido.

Capítulo 019-En órbita.

Capítulo 020-Otra vez en busca del capitán.

Capítulo 021-Fenómenos inexplicables.

Capítulo 022-Ketrox dispone.

Capítulo 023-El descenso.

Capítulo 024-Encuentros en la planicie.

LIBRO SEGUNDO.

Capítulo 025-Los belyas.

Capítulo 026-La muralla invisible.

Capítulo 027-Mitos y sorpresas.

Capítulo 028-El ataque de los tuarubes.

Capítulo 029-La caravana.

Capítulo 030-Patrulla imperial.

Capítulo 031-Un pueblo en el desierto.

Capítulo 032-La rebelión.

Capítulo 033-Un consejo oportuno.

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Capítulo 034-Puerta a otro espacio.

Capítulo 035-El profeta.

Capítulo 036-Un poco de historia.

Capítulo 037-Los virnayas.

Capítulo 038-Noticias desde la Orión.

Capítulo 039-Ultima jornada.

Capítulo 040-El gran laberinto.

Capítulo 041-Se revela la historia.

Capítulo 042-El profesor desaparece.

Capítulo 043-Kalick Yablum.

Capítulo 044-El gran laberinto.

Capítulo 045-Batalla por la ciudad.

Capítulo 046-La cólera del comandante.

Capítulo 047-Opiniones contradictorias.

Capítulo 048-Dificultades con el tiempo.

Capítulo 049-Indi Ya en peligro.

Capítulo 050-En el bosque.

Capítulo 051-Los secretos de Nala.

LIBRO TERCERO.

Capítulo 052-La amenaza del imperio.

Capítulo 053-Una decisión de Brian.

Capítulo 054-A la ofensiva.

Capítulo 055-Gobernador y primer visir.

Capítulo 056-Por el control de la Orión.

Capítulo 057-Descubierto.

Capítulo 058-El sabio consejero.

Capítulo 059-El juicio.

Capítulo 060-La condena.

Capítulo 061-En la torre.

Capítulo 062-Reunión del concejo.

Capítulo 063-Acampada en el Hidra Ma

Capítulo 064-Los plagiadores se desesperan.

Capítulo 065-Como continuar la lucha.

Capítulo 066-Se acerca el enemigo.

Capítulo 067-Debate frente al trono.

Capítulo 068-Brian al acecho.

Capítulo 069-La última esperanza.

Capítulo 070-Caídos en la trampa.

Capítulo 071-El profesor Kapec prisionero.

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Capítulo 072-Tuarubes al rescate.

LIBRO CUARTO.

Capítulo 073-Breve encuentro.

Capítulo 074-Los planes del Dr. Ketrox.

Capítulo 075-Arribo a la capital.

Capítulo 076-Brian al mando.

Capítulo 077-Ordenes que cumplir.

Capítulo 078-Liberados.

Capítulo 079-Ketrox impone su voluntad.

Capítulo 080-Dudas del emperador.

Capítulo 081-Preparando el descenso.

Capítulo 082-El profesor Kapec condenado.

Capítulo 083-Un enviado del pueblo tuarube.

Capítulo 084-Al espacio.

Capítulo 085-En el anfiteatro.

Capítulo 086-Los sobrevivientes.

Capítulo 087-El rescate.

Capítulo 088-Acaban las esperanzas.

Capítulo 089-Escape desde la torre.

Capítulo 090-Perdidos en la falla.

Capítulo 091-Entre los tuarubes.

Capítulo 092-Atrapados en la roca.

Capítulo 093-Contacto.

Capítulo 094-Ingeniosa artimaña del profesor.

Capítulo 095-En la gruta.

Capítulo 096-Un peligroso enemigo.

Capítulo 097-El reencuentro.

Capítulo 098-Resolviendo el acertijo.

Capítulo 099-En busca del túnel.

Capítulo 100-El regreso.