Juan XXIII - 200 Anecdotas - Constantino Benito-Plaza

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S abi dur í a, en ten di mi en to,con sejo, f or tal eza, ci en ci a,pi edad, temor de Di os…

Que l a con sabi da l i sta de l os si etedon es del Espí r i tu S an to quedai n compl eta si n el don de l aal egr í a y el don del humor quedal umi n osamen te paten te en esta como“ v i da” de Juan X X I I I .

Dosci en tas dosi s super v i tami n adas deox í gen o par a segui r per egr i n an do.

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Constantino Benito-Plaza

Juan XXIII - 200anécdotas

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Constantino Benito-Plaza, 2000

Editor digital: jandeporaePub base r1.0

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No sufro ni del hígado ni de losnervios, gracias a Dios.

Por eso me encanta la compañía yme hace feliz verme rodeado de

gente.

JUAN XXIII

Que las muchas tristezas muchopecado son.

JUAN RUIZ, arcipreste de Hita

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Carta a Juan XXIII

Querido papa Juan:Como no me gustan los prólogos,

he estado pensando un buen rato cómopresentar estas gavillas de anécdotastuyas, que he estado preparandodurante algunos años y que hanacabado por hacerme un «forofo» tuyoy un defensor a ultranza de tu manerade hacer evangelio cada día, cadainstante. Al final, mira por dónde, nadade prólogos fríos, sino que se me haocurrido escribirte esta carta cálida,como tú querías que fuese todo: cálido,

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cordial, con el alma dentroY, bien, ¿cómo empezar? Se me

atropellan las ideas y las anécdotas detu vida, que he derramado a raudalesen estas páginas. Si una es hermosa, laotra lo es más. Todas te retratan talcual eras y al natural porque eras lanaturalidad en persona, laespontaneidad viva, la originalidaddespierta, la alegría contagiosa. Y através de tu alegría hecha anécdota tefuiste metiendo en el bolsillo aortodoxos y protestantes, a blancos ynegros, amarillos y cobrizos. Has sidoel hombre más amado de la historiadespués de Jesús, claro. Pero Jesús ha

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sido el más odiado también, pordesgracia, quizás por su mensaje deamor y desinterés. Y a ti, por elcontrario, no creo que nadie te odie.¿Por qué te iban a odiar si fuiste buenocon todo el mundo? Lo dijiste tú mismoy bellamente a un periodista: «Se hahablado de mí como papa político,como papa docto, como papadiplomático y no sé cuántas cosas más.El papa es sólo el buen pastor —bonuspastor— y su misión es sólo difundir labondad». En esto empleaste tu vida, en«tapar agujeros», como tú decías congracia, y en difundir la bondad

Y empezaste por saber reírte de ti

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mismo, afianzado como estabas en unahondísima humildad, y reírte de tusgrandes orejas y de tu nariz ganchuday de tu exuberante gordura generosa,que te hacía más bondadoso si cabetodavía, y llegaste incluso a decirle aDios —como confesabas a aquelfamoso y apuesto obispo Fulton Sheende la televisión americana— losiguiente: «¿Por qué, si sabías deantemano que iba a ser papa, no mehiciste un poco más fotogénico para latelevisión?»

Cosas así se te ocurrían: geniales,inolvidables y evangélicas. Tu río debondad lo arrastraba y anegaba todo.

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Pero que nadie se quede en lasuperficialidad de tu chispa ni en laagudeza de tus ocurrencias. Eso erasolamente la corteza, el hontanarandaba dentro borbolleante y sonoro yno era otro que el evangelio llevado ala vida. Cada anécdota tuya era unapágina del evangelio puesto al día, a lamedida del siglo XX, en el que vivías.Alguien llamó a tus anécdotas«encíclicas menores» porque resumenel evangelio, como digo, y nos dan aconocer mejor la hondura de tuespiritualidad

El valor divino de lo humano. Aquelinolvidable libro de Jesús Urteaga me

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ha venido a la mente al sonreír tusanécdotas, tan humanas ellas, tanancladas en lo cotidiano pero, almismo tiempo, tan divinas, tan de Dios.Porque no se puede separar a Dios detus anécdotas, que son tu vida intensade trato con Él. Eran tus anécdotas lasenda del candor y la limpieza del almapara llevarnos livianamente a la luztotal, que era ÉL con mayúsculas. Eratu estilo de evangelización ypredicación, un estilo que entendíanlos niños y los sabios, los presos ypresidentes de naciones. Eran, tusanécdotas, «el valor divino de lohumano»

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Pero ¿por qué eras tan alegre,querido papa Juan?, ¿por qué llevabasla vida como si no sufrieras nada yocultabas las cruces con las sonrisas?Lo decías tú muy claramente: «No meduele el hígado ni padezco de losnervios». Y en otra ocasión, a unosperegrinos: «Rezad por mí, porqueespero vivir muchos años todavía.¡Amo la vida!». O aquellas palabrastuyas que quiero traer textualmenteporque resumen tu quehacerevangelizador: «Algunos dicen que elpapa es demasiado optimista. Pero¿Qué voy a hacer si veo todas las cosascon el corazón?». Ahí residía tu

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secreto, en eso consistían tusconquistas: en verlo todo con amorosaamistad, con el corazón a flor de lapalabra

Querido papa Juan, no quierocansarte. Sólo decirte, por si no losabías, que todos, hasta los seres másraros y un tanto estrafalarios de latierra, te entendieron; por ejemplo,Pier Paolo Passolini, que supongosabrás ya, a estas alturas, de quién setrata. Me enterneció la dedicatoria quepuso a una de sus mejores películas,que te dedicó, él, tan estrambótico ypolémico y genial. Escribió esto sólo:«A la alegre, familiar y querida

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memoria de Juan XXIII». Tresadjetivos como tres soles, tres dianascerteras en el centro del corazón. Porcierto, no escribió «Al papa JuanXXIII» sino sencillamente «JuanXXIII», como un amigo, como un buenpastor de tirios y troyanos

Esto último viene a cuento paradecirte que te van a beatificar enseptiembre. Y ¿sabes qué pienso? Quenadie te va a llamar «Beato» JuanXXIII. ¡Qué mal suena! Y ni siquiera:papa Juan XXIII, sino Juan XXIII asecas o papa Juan. Que con un simpleacento en la segunda «a» te haceamigo de todos, que es lo que tú

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queríasY ahora y aquí sí que le doy la

razón a Manolo, mi cura amigo y mipárroco a la vez, en tu líneabienhumorada, a quien, al comunicarleyo tu próxima beatificación, le saliódel alma la protesta: ¡Que no lo hagansanto, que lo van a estropear!

Le doy la razón a Manolo, el cura.Tú eres santo desde siempre, como lamadre Teresa de Calcuta, por ejemplo,y nadie te lo va a poner delante de tunombre de pila que tanto te gustaba:Juan. Porque tú sufrías, papa Juan, contantos honores como te correspondían,te caían gordas las vestiduras papales

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—«me han vestido como un sátrapapersa»—, las largas y aburridasceremonias, la silla gestatoria, que temareaba de verdad, los aplausos en labasílica, que prohibiste… Todo estoestá en tus anécdotas

Y te gustaba hablar con loscampesinos, con los niños, con losempleados de tu «palacio» al quellamabas, por cierto, jaula dorada, conlos presos y con los ancianos de losasilos

Querido Juan XXIII, soy un pesado,pero es porque te quiero, así, comoeras, como reías, como sonreías, comohablabas con los más sencillos, porque

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escribiste: «No importa lo que digan opiensen de mí. Quiero ser fiel con mipropósito a toda costa: quiero serbueno siempre con todos». ¿Para quémás? Ser bueno y lo demás venía porañadidura

Gracias por ser lo que has sido: elamigo de todos, querido y alegre papaJuan

¿Un abrazo? Sí, quiero terminarcon un gran abrazo para ti, de corazón,como tú se lo diste sin protocolos y decorazón a aquella primera damaamericana que te vino a visitar un día,Jacqueline Kennedy

Y que sigas sembrando la paz y la

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sonrisa aquí, en la tierra, como en elcielo, en donde estás, suponemos quecontando alguna de tus anécdotas a losángeles alborotados

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1. El robo de una calabaza

Siendo de pocos años, Angelo robóuna enorme calabaza en el campo. Alllegar a casa con ella, sin apenas poder,se encontró con su tío Severo. Hay undiálogo entre los dos, reconviniéndolesu tío y tratando de convencerle de queha cometido una mala acción.

—¿Qué tengo que hacer, entonces?,—preguntó el niño lloroso.

—Devolverla, Angelo, devolverla.Angelo, compungido, la llevó al

sitio de donde la había arrancado.El dueño, al verlo, no se enfadó con

él, sino que alabó a su tío por aquella

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lección de honradez, diciéndole al niño:—Tu tío es un hombre honrado y te

ha enseñado a respetar lo que no es tuyo.Este fue, según él, uno de sus

pecados de niño. Ya de mayor, se enteróde que también san Agustín, dejovenzuelo, robaba peras que no eransuyas.

2. Un atracón de higos pasos

La madre llevó a casa una cestita dehigos pasos para la merienda de loshijos. Los escondió bajo la cama grande.Aprovechando que su madre había

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madrugado para ir a misa, Angelo selevantó con sigilo y buscó por todaspartes hasta dar con los higos. Y empezóa comer: uno, dos, tres… hasta darse unatracón de ellos.

Al echarlos de menos su madre, lollamó para pedirle explicaciones, perose excusó una y otra vez, diciendo que élno había sido. Poco tiempo después,unos fuertes retortijones de tripa lollevaron otra vez a su madre paraquejarse.

—¿De qué te duele, hijo?, —lepreguntó ella—. ¿No será de los muchoshigos que te has comido?

—Perdón, mamá, es de lo higos, me

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comí demasiados.Esta fue la lección, sin aspavientos,

de aquella mujer campesina y sabia.

3. Un kilo de paja y un kilode hierro

Empezó a ir a la escuela a los seisaños con el párroco de su pueblo, donRebuzzini. Ya en la escuela pública,llegó un día el inspector y se puso ahacer algunas preguntas a los alumnos.Una de las más difíciles, porque nadie laacertaba, fue la siguiente:

—¿Qué pesa más, un kilo de paja o

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un kilo de hierro?La mayoría de los niños contestaban

que el kilo de hierro, otrossencillamente que no lo sabían. Selevantó Angelo, el niño gordito deBrusico, y contestó con aplomo:

—Igual, pesan lo mismo. Lo quepasa es que hay que echar más paja.

El inspector lo felicitó por suacierto. Más tarde el maestro se hizotambién su amigo, pero los compañeros,por envidia, le pegaron. Sólo ledefendió uno: su amigo Battistel.

4. Malas notas

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Tiene ya algunos años y no acabande encontrar colegio para él, debido a supobreza. Se ve campesino en las tierrasque acaban de comprar sus padres: «LaColombera».

Al fin, don Boris, párroco deCervico, encuentra una solución: elcolegio de Celana, famoso por surigidez, a cinco kilómetros de su casa.

Mal lo pasó en Celana con su aire decampesino y alejado de la familia.

Al final de curso es uno de lospeores alumnos en cuanto a notas.Suspende en casi todo: italiano, latín,geografía, aritmética… «Este cuatrodebería ser un tres», anota en el margen

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el profesor de aritmética. La mejor notaes de religión, siete. Pero, claro, es quelos demás han sacado ochos y nueves.Un desastre, pues, como estudiante porsu falta de preparación, no por falta deinterés.

5. Yo no soy un chivato

En el colegio de Celana lo pasó muymal por su atraso en los estudios y lascorrespondientes malas notas. Paracolmo de males le sucedió un percanceque le costó la expulsión.

La disciplina era quizás excesiva.

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Entre otras cosas, estaba prohibidometer en el colegio comida y toda clasede bebidas. Un día le llama el director asu despacho junto con otros cincocompañeros. En el centro de la mesa,una cesta repleta de fruta.

—¿Quién la ha traído?, —tronó eldirector.

Angelo confesó que él, con el dinerode un amigo, y que había sido engañado.El director, enojado, exigió el nombredel amigo, pero Angelo estabaconvencido de que no debía decirlo.

Le costó la expulsión y fue enviado asu casa con una carta cerrada. Por elcamino, lleno de rabia como estaba

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abrió la carta y leyó: «Es desobediente ymal estudiante»:

Protestó contra lo primero y serebeló contra lo segundo.

Creyendo que todo era unainjusticia, porque se considerabainocente, lleno de coraje rompió lacarta.

Al llegar lo contó todo a su padre.No hacía más que repetirle:

—Papá, me han expulsado por noser un chivato.

El padre y don Rebuzzini, elpárroco, lo animaron.

—No te apures, hijo, irás alseminario en octubre, —le anunció su

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padre.Angelo había vivido la primera

injusticia de su vida.

6. Una palabra, un bofetón

Traía mala fama como estudiantecuando ingresó en el seminario deBérgamo. Lo contará él mismo, enVenecia, siendo ya patriarca y cardenal.Se le atragantó sobre todo el latín. Nopodía con él y, claro, sin latín, no podíapensar en hacer carrera. Contaba enVenecia en una cena:

«Cuando me convencí de que sin el

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latín era totalmente imposible llegar asacerdote, me resigné. Y empecé aaburrirme con él».

Detallaba luego los trabajos de losprofesores para tratar de metérselo en lacabeza a todo trance. Contaba con graciay sonriendo:

«Fue un trabajo penoso sobre todopara ellos. Conmigo sólo había unmétodo: Una palabra mal, ¡un bofetón!Una palabra mal, ¡un bofetón!».

Así aprendió latín el futuro papa, abofetones y pescozones, siguiendo elviejo dicho de que «la letra con sangreentra».

Al día siguiente de la cena, corría

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por toda Venecia la anécdota del latín:«una palabra mal, ¡un bofetón!».

7. Los consejos de Manzú

Su primer sermón, el día de laInmaculada, había sido un fracaso total.Dos años después, triunfaría comopredicador en Bérgamo. Fue así.

Se trataba de predicar en la fiesta desan Francisco de Asís. El sacristán,llamado Manzú, que era amigo suyo, leprometió que le ayudaría y para ello sesentaría en los peldaños del púlpito conel fin de animarle. Y así lo hizo una vez

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que el joven Roncalli se encaramó,nervioso, en lo alto del púlpito.

Empezó bien el sermón, pero poco apoco los nervios le iban traicionandopor las atentas miradas de los fieles. Elsacristán, viendo el peligro que corríasu amigo, le tiró con disimulo delroquete. Don Angelo, con disimulotambién, miró a su sacristán comopreguntándole con los ojos qué quería.El sacristán se limitó a susurrarle convoz muy baja:

—Ánimo, don Angelo, que va ustedde maravilla.

Con sólo esas palabras elpredicador se animó y poco después

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bajó del púlpito rebosante de felicidad.—Gracias, Manzú, me has salvado

del naufragio, —le dijo apenas bajó.Luego le dio al buen sacristán un

abrazo como pago a su estupendoservicio.

8. Fracaso de un sermón

Le costaba predicar en los primerosaños de sacerdote. Se ponía muynervioso. He aquí lo que le sucedió conel sermón del día de la Inmaculada, enRoma ya, tras haberse ordenadosacerdote en agosto.

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Lo contaría siendo ya patriarca deVenecia y riéndose del percance.

Escribió el sermón de marras, se loaprendió de memoria y se lo recitócomo ensayo a su director espiritual,quien lo animó.

Escribe en su Diario: «Al díasiguiente de haberlo ensayado —laInmaculada— fue un fracaso total. Metraicionó la memoria. Confundí elAntiguo Testamento con el Nuevo,mezclé a san Alfonso de Ligorio con sanBernardo, y acabé por hacerme un lío.En una palabra, que fue un desastre».

Bajó del púlpito como un zombi ycomo pudo. Como un náufrago que no

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había podido agarrarse a ninguna tabla.Su director espiritual, en esta

ocasión, al verlo hundido, lo animabaasí:

—No se asuste, don Roncalli, insistasin miedo, que un día u otro triunfará.

Tenían que pasar dos años más.

9. Él no lo veía tan claro, elsacristán sí

Llevaba poco tiempo de sacerdote,quizá sólo un año. Le mandaron quepredicase en la misa el día de laAsunción de la Virgen a los cielos.

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Tenía que exponer el misterioteológicamente, primero, y explicarlomás sencillamente a los fieles, después.

Dudaba, tenía verdadero pánico altema y le resultaba difícil adaptarlo a unpúblico sencillo. Ya en la sacristía,nervioso, paseaba de un lado para otro.Notando el sacristán su apuro, loanimaba de este modo:

—No se preocupe, don Angelo, porla explicación. ¡Si es una cosa tansencilla! ¡Yo lo veo claro como el agua!

Él le contestó entre nervioso ysonriente:

—Dios te bendiga. Yo, con toda miteología, no acabo de verlo tan claro.

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Y salió a predicar su sermón conmás tranquilidad al pensar que unsencillo sacristán veía el misterio de laAsunción más claro que la mismísimaluz del sol.

10. Las botas de don Angelo

Además de estupendo secretario delobispo de Bérgamo, monseñor Radini-Tedeschi, era al mismo tiempo profesordel seminario y aprovechaba los ratoslibres como historiador.

Eran famosas sus enormes botas, queno se quitaba nunca, cuando iba a dar

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clase al seminario. Un alumno deaquellos tiempos lo recuerda así:«Nunca se quitó sus botas de campesino.Aunque se hubiese propuesto llegar aclase silenciosamente y sin seradvertido por sus alumnos, no lo hubieraconseguido nunca por el ruido queproducían aquellas enormes botas».

«Me parece que aún le veo llegar aclase a toda prisa, frecuentemente conretraso y con la respiración fatigosa porsubir las escaleras corriendo».

Ventajas de ser joven.

11. Un capellán con bigote

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Primera guerra mundial (1914-1918). Habiendo hecho ya el serviciomilitar siendo seminarista, esmovilizado como sargento al estallar laguerra. Por su generosa actuación en SanAmbrosio de Milán es ascendido ateniente. Finalmente es trasladado aTurín al hospital de Porta Nuova ynombrado primer capellán.

Descollaba «el capellán», como lellamaban sencillamente todos. Bigotudo,dinámico, de franca sonrisa.

Atendía a todos, a todos brindabauna palabra de aliento. Se sentaba juntoa la cama de los heridos, siempre conuna palabra de esperanza para hacerlos

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sonreír.Organizó servicios de correos para

los soldados enfermos. Considerabavital para ellos recibir noticias de susfamilias, soliendo decir esta frase:

—Una carta que llega de la familiasurte a veces más efecto que dossemanas de tratamiento médico.

«Era, con mucho —dice unsuboficial— el hombre más popular delhospital».

12. No a una entrevista

Se encontraba en Turín, como

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capellán en el hospital de Porta Nuova.Una tarde vio entrar en el patio delcuartel a un famoso personaje, granpoeta y político. Era nada menos queGabriel D’Annunzio, causante de haberentrado Italia en guerra.

Iba todo orgulloso, con sus botasbrillantes, con sus medallas ycondecoraciones, apuesto y llamativo,en medio de los prohombres del EstadoMayor de Italia.

¡Qué ocasión se le presentaba alfamoso capellán para al menossaludarlo!

A alguien se le ocurrió preparar unaentrevista entre el popular capellán y el

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célebre escritor y político. Más de uno,de no ser Roncalli, la hubiese deseado.

Pero Roncalli era diferente y no leafectaban las vanidades terrenas. Poreso dicen que se excusó con tactodiplomático —nunca dice no, por serlo— con esta inteligente escapatoria:

—Decid a su Excelencia, el señorD’Annunzio, que no tengo tiempo. ¡Quetodavía tengo que ver a los prisionerosdel hospital!

Así se libró de una entrevista difícily comprometida con uno de loshacedores de la presente desgracia.

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13. Una bandera sin nadie

Era el 19 de junio de 1919. Élejercía el apostolado en Bérgamo yhabía fundado la «Casa del estudiante»para jóvenes venidos a la ciudad desdefuera. Pasaba la procesión del Corpusfrente a la «Casa del estudiante». Él lacontemplaba con unos cuantos de susmuchachos recostados contra la pared.Pasó el cortejo acompañando alSantísimo. Como coronándolo, unabandera blanca y juvenil pero sin nadiedetrás de ella, acompañándola. Preguntóqué bandera era aquella y lerespondieron que era la de la Juventud

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católica.A él le entró una gran pena de verla

sin nadie. Y corrió a la iglesia de SantaMaría a decirle a Cristo que aceptara suofrecimiento: su entrega a los jóvenes deBérgamo en cuerpo y alma.

Al año siguiente, el día del Corpus,los cuarenta jóvenes de don Roncallicaminaban fervorosos detrás de labandera blanca.

14. Un espejo con muchamiga

Apenas licenciado como capellán

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castrense es destinado a Bérgamo, suciudad, en donde desarrolla un enormeapostolado entre los jóvenes. Su sueñodorado fue la fundación de la «Casa delestudiante».

Un periodista, visitando el viejopalacio convertido en residencia, al verun enorme espejo en la pared, en elrellano de una amplia escalera en elprimer piso, preguntó a un antiguoalumno que le servía de guía:

—Y ese espejo ¿qué finalidad tiene?—Lo mandó poner el mismo don

Angelo en este lugar. Le molestabaenormemente que alguno de nosotrosllevase el pelo desordenado y sin

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peinar.—Y, claro, supongo que eso no

podía soportarlo, —añadió elperiodista.

—Efectivamente. Solía decir que elorden y el respeto de sí mismo son laclave del éxito de una persona. Perosiga escuchando toda la historia. Debajodel gigantesco espejo que él mismomandó colocar, hizo escribir congrandes letras la frase latina «Nosce teipsum» (Conócete a ti mismo). Toda unalección, ¿no cree?

Comentó el periodista: «El jovensacerdote Roncalli sabía educar».

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15. Con capa de monseñor

En abril de 1921, después de habersido secretario hasta su muerte delextraordinario obispo de Bérgamo,monseñor Radini-Tedeschi, a quientanto admiraba, fue nombrado preladodoméstico de su santidad, con privilegiode llevar sotana y capa morada demonseñor.

Antes de partir para Roma,nombrado director de Propaganda Fide,un organismo destinado a la expansión ycuidado de las misiones, fue despedidoen su pueblo, Sotto il Monte, vestido demonseñor, con su flamante capa morada.

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Algunos de sus paisanos campesinospreguntaban a su madre:

—Pero, Marianna, ¿qué hace tu hijovestido de obispo?

Ella se encogía de hombros, sinentender nada, y respondía:

—¡Y yo qué sé! Son cosas de curas.

16. Yo lo aprendí en elejército

Era ya arzobispo de Areópolis ydelegado apostólico en Turquía. Elpresidente Ataturk, creador de laTurquía moderna, quería hacer una

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nación poderosa a base de energía yrenovación. En el aspecto religioso, deuna nación islámica la transformó en unEstado aconfesional. Ni escuelascatólicas, ni conferencias, niproselitismo religioso. En cuando a lavestimenta, nada de sotanas ni dehábitos ni tocas ni ningún signo externode religiosidad.

Se formó un auténtico caos entre elclero y las monjas, protestaban y algunashasta lloraban, impotentes ante la ordenpresidencial.

El delegado apostólico no seapuraba por nada. Es más, hasta a vecesse reía del ridículo de algunos con su

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traje nuevo. ¡Y no digamos las monjas!El delegado los reunió a todos,

tratando de convencerles de que loimportante era el interior y no lafachada, y de que el hábito no hace almonje, etc. Luego, para dar ejemplo elprimero, mandó que le compraran cuatrotrajes para él y uno para cada uno de susayudantes.

Vestidos de aquella guisa, entrebromas y veras, surgió el problema entrelos hombres: no sabían hacerse el nudode la corbata.

El buen arzobispo, riendo, comenzóa hacérselo a cada uno mientras repetíaalborozado y divertido:

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—Chicos, yo aprendí a hacer estenudo en el ejército.

Y se reía de buen grado al mismotiempo que los animaba a todos conalguna palmadita en el flamante traje.

17. ¿Y qué le digo yo alpapa?

Estalló la segunda guerra mundialresidiendo como delegado apostólico enEstambul. Hacía cuanto podía paraayudar y aliviar a todos, pero enespecial a los judíos, perseguidos ymuertos a miles. Para ello le servía de

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mucho la amistad que mantenía con elembajador alemán nazi Von Papen.

Un día éste fue a visitar al arzobispoRoncalli para hacerle una extraña ypeliaguda proposición: interceder con suprestigio, ante el papa Pío XII, a fin deque apoyara a las tropas de Hitler. Lasrazones que daba Von Papen era queluchaban contra el comunismo, enemigoasimismo de la Iglesia.

La respuesta de Roncalli fue tajantey dura a pesar de la amistad con elembajador. Preguntó al poderoso VonPapen:

—¿Y qué le diré yo al papa cuandome pregunte por los horrores que están

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cometiendo ustedes con miles de pobresjudíos?

Von Papen no contestó nada. Suamistad con el arzobispo no impidió queéste empleara toda su artillería dejandoa un lado su fina diplomacia.

18. Especialista en nudos decorbata

Monseñor Dell’Acqua era su jovensecretario en aquellos años de laDelegación en Turquía. El gobiernoturco, como ya sabemos, había impuestoque sacerdotes y religiosos vistieran de

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seglar. Monseñor Dell’Acqua no sedecidía a quitarse la sotana por miedo ahacer el ridículo. No pudiendo más, seacercó un día a monseñor Roncalli paradecirle.

—Monseñor, antes de ponerme depaisano prefiero irme a Italia, si ustedme da permiso, claro.

Roncalli reaccionó rápidamente ymás bien serio:

—¡Ni lo sueñe! Si usted seavergüenza de hacer el ridículo siendotan joven, ¿qué tendría que hacer yo conesta respetable barriga que Dios me hadado? No se preocupe, hoy mismo llamoal sastre y nos corta a los dos

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magníficos trajes.Y así lo hizo al día siguiente. Pero

enseguida le surgió al joven sacerdote elproblema de la corbata.

—¿Qué le sucede ahora?—Mire —contestó el secretario—,

llevo un buen rato tratando de hacer elnudo de la corbata, y nada.

—Démela, monseñor, ya verá lobien que me sale a mí.

Y en un periquete, con gran maestría,le compuso un flamante y grueso nudo alo Windsor sin una arruga siquiera en lacorbata. Sin duda era un especialista ennudos.

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19. Por pesar demasiado

Monseñor Dell’Acqua cuenta otraanécdota de aquellos años.

Una noche se despertó el secretariopor un tremendo ruido que procedía dela habitación del delegado apostólico.Se levantó todo asustado y llamó a lapuerta, nervioso y temiendo lo peor. Alentrar vio al delegado en el suelo, caídode la cama, sin poder rebullir nilevantarse por el revoltijo de ropa quele envolvía.

—¿Qué le ha sucedido, monseñor?Le contestó esbozando una sonrisa:—Lo que a usted no le sucederá

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porque está delgado. Peso demasiado,está visto. Se ha roto la cama con elpeso y me he caído de ella. Pero no sepreocupe. Vaya a dormir, que trataré depasar la noche en la butaca.

Por la mañana, muy tempranodespertó al secretario con las palabrasde siempre:

—Bendigamos al Señor, monseñor.Y añadió luego con sorna y

sonriente:—¿Qué, hacemos el nudo a la

corbata?

20. Una ocasión sonada

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Siendo delegado apostólico, primeroen Turquía, luego en Grecia, tuvo queresolver grandes y graves dificultades.Quizá fue en Turquía donde más sufrió.

Kemal Ataturk con sustransformaciones creó incontablesproblemas. Pero el arzobispo Roncallinunca se arredró, al revés, demostrabasu contagiosa alegría ante esoshuracanes.

Un problema, también deconnotaciones religiosas, fue laexpulsión de Turquía de las minoríasétnicas: un millón de griegos devueltos asu tierra y un millón de turcos, quevivían en Grecia, regresados a Turquía.

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Pero Roncalli no se arrugaba ante eloscuro e inquietante panorama. Sinamilanarse por nada, salió un día a lacalle con su secretario, y frotándose lasmanos, como quien disfruta con algo,exclamó contento:

—Monseñor, a ver cómosolucionamos esto. ¡Esta va a ser unaocasión sonada!

Con la confianza puesta en Dios y ensí mismo, así reaccionó frente algigantesco galimatías, causado por eltodopoderoso general.

21. El jefe de policía en el

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bolsillo

Nunca se asustó por los problemas.Los resolvía con rapidez y, a veces,únicamente empleando su simpatía yespontaneidad.

Apenas llegado a Turquía le sucediólo siguiente. Su equipaje quedó retenidoen la aduana más tiempo de lo debido.No se apuró por ello. Ni corto niperezoso acudió con su secretarioDell’Acqua a la jefatura de policía aexponer el percance. Le recibe elmismísimo jefe de policía, quien le pideexcusas por el retraso. Enseguidaaprovecha la buena voluntad policial

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para obtener un permiso de residenciasin tener que acudir periódicamente a laventanilla.

Su secretario no salía de suasombro, abriendo unos ojos comoplatos. Al fin le preguntó:

—Pero ¿cómo se las ha arreglado,monseñor, para conseguir algo tandifícil?

—Muy fácilmente, —respondió él—. El jefe de policía tiene familia en unpueblo de Grecia, que yo conozco muybien. Eso ha sido todo, ¿qué le parece?

Así, con esa enorme sencillez, unpoco de picardía y una viva cordialidad,se metió al jefe de la policía de

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Constantinopla en el bolsillo.

22. Un valí difícil de pelar

El mismo día de su llegada aTurquía visita al valí de Constantinopla,especie de gobernador de la ciudad.Tras hacerle su presentación, le ofrecesus servicios con humildad.

La acogida es enormemente fría ydistante. Pero el delegado apostólico,como siempre, no se apura demasiadoconfiando en su habilidad.

Al cabo de una hora de charla con élderrochando bondad y gracia, acaban

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sentados en la terraza que mira alBósforo tomando tranquilamente unataza de la bebida nacional, el «raki», alque le ha invitado el valí.

Los dos personajes son muy distintosen lo físico y en lo religioso. Monseñores bajito y un tanto rechoncho, el valí, encambio, es gigantesco y tirando a flaco.En cuanto a lo religioso, el valí esfanático musulmán.

Al despedirse, el valí desea aldelegado suerte en su empresa, peroañade con cierto sarcasmo y astutasonrisa:

—Pero sepa, monseñor, que connosotros tendrá que luchar mucho, pues

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somos musulmanes de corazón.Monseñor Roncalli se limitó a

sonreírle mientras le daba la mano y ledecía:

—Ya lo sé, ya lo sé, excelencia,pero con otros más difíciles de pelar mehe tenido que ver.

Y volvió a sonreírle.Así era el flamante delegado del

papa. Bastaban unas horas de amablecharla con él para llevar a su campo almás acérrimo y antipático personaje quecon él diera.

23. Un persa de cerca de su

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pueblo

Un día, yendo a Ankara, le acaecióque recorriendo las calles se le acercaun vendedor de tapices, disfrazado depersa. Como abundaban muchos persasvendiendo falsos tapices no acababa decreerse el delegado Roncalli lasmaravillas que pregonaba.

Protesta enérgica del vendedor.Pondera la calidad y finura del tapizcompuesto, dice, por sus cincohermanas, expertas tejedoras. Pararematar su discurso de expertocharlatán, pone al mismísimo profetaMahoma como testigo de cuanto afirma.

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El arzobispo Roncalli sigue calladodejándole hablar. Llegado un momento,el delegado, con un golpe de efecto,corta al vendedor diciéndole:

—Pero, chico, ¿no eres tú de Leffe?Leffe es un pueblecito cercano al

suyo, Sotto il Monte.Al falso persa se le heló la sangre en

las venas. Se quedó sin palabra.Monseñor Roncalli prosiguió:

—Apenas empezaste a hablar calé tuhabla y tu acento. ¿Verdad que eresbergamasco? En cuanto a Leffe, tupueblo, está demasiado cerca del míopara no conocerlo.

El buen hombre, disfrazado de

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vendedor de alfombras persas, noresollaba. Le pidió al delegado conhumildad que, por favor, no lodescubriese. Así se lo prometió eldelegado, con una sonrisa. Y cumplió supalabra hasta que un día, ya papa, locontó a un grupo de peregrinos de Leffeque fueron a ver a su paisano, el papabergamasco.

24. Ese demonio de cura

De Turquía le destinaron a Grecia,también de delegado apostólico, en1935. También aquí se le opusieron

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desde los comienzos los poderespúblicos: el rey Jorge y muyespecialmente su primer ministroMetaxas.

Llevado de su fobia a los católicos,dictó una ley contra el proselitismoreligioso pensando en los súbditos delpapa. Roncalli, claro, era uno de ellos.

Pero el delegado del papa se lasingenió para conseguir de Metaxasconcesión tras concesión suavizando,entre otras, la ley del proselitismo ylogrando suprimir la censura de laspublicaciones. Consiguió tantasexenciones y beneficios del primerministro que un día Metaxas, tras la

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última concesión al arzobispo Roncalli,exclamó medio en serio medio enbroma:

—Ese demonio de cura me ha vueltoa liar y ha conseguido que firme no séqué papel…

Esta fue la actuación de monseñorRoncalli en estos países del cercanoOriente, en situación muy complicadaentonces, consiguiendo casi todo lo quese proponía con su gracia, su bondad ysu exquisita mano izquierda dediplomático.

25. De pantalón caqui a

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sotana de monseñor

Se disponía a marchar de Grecia, endonde la miseria y el hambre, tras laguerra, eran impresionantes. En esto,recibe un telegrama en Estambul de lasecretaría de Estado del Vaticano, en elque se le comunica su nombramiento denuncio en París.

No acertaba a imaginárselo: de unarzobispo, por montañas y maloscaminos, haciendo autoestop, durmiendomal y vestido con un pantalón caquiarrugado, pasar a los elegantes salonesde Francia. No paraba de repetirse:«pero ¿a quién se le había ocurrido

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esto?»A Roma con precipitación, porque

se le pide urgencia en el traslado. Pero,antes, se desahoga por el nuevo destino.Se le contesta que es el mismísimo PíoXII quien decidió el nombramiento. Yano tiene, pues, escapatoria. Ha de partircon urgencia a París, donde le espera elgeneral De Gaulle, como presidente deFrancia.

Se ve raro con una sotana que hanencontrado y que no es suya, pues hacíaaños que no la vestía. Dice a un amigo,casi con tristeza:

—Basta echarme un vistazo paracomprobar que soy el menos indicado

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para ejercer el apostolado en lascomidas de sociedad que me esperan.

Luego se mira con la sotana ajustaday al verse tan grueso comenta:

—Ya no quepo ni siquiera en lasotana.

Así es como pasó de ser un delegadoapostólico pobre y misionero en camposcomplicados, a ocupar el primer puesto,como decano, en la elegancia de ladiplomacia francesa.

26. Por fin, un cura rural

Es el 30 de diciembre de 1944,

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recién terminada la segunda guerramundial. Llega al aeropuerto de Orlydesangelado, agotado, maltrecho, conuna sotana estrecha y mal ajustadaporque no es suya. Llega desgarbado ytorpe en el andar y en los ademanes.Parece un campesino por sus modales.

Los franceses lo comparan enseguida con el elegante y aristocráticonuncio anterior, monseñor ValerioValeri. Tiene un aspecto bonachón ysencillo por demás, comentan entre sí.Alguien del séquito oficial que ha salidoa recibirle murmura al verle bajar delavión:

—¡Vaya!, por una vez, el Vaticano

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nos manda un cura rural.Así, con esa impresión de cura rural

y poco afinado, entró en París el que,con el tiempo, será el brillante nunciodel papa en la exquisita Francia.

27. Una pequeña alusión ala Providencia

Al poco de llegar a París, el cuerpodiplomático iba a ser recibido por elgeneral De Gaulle.

Pensando en la posible tardanza delnuncio, habían encargado el discurso alembajador de la URSS, señor

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Bogomolov, segundo en antigüedad.Al enterarse, el flamante nuncio

marchó a visitar al embajador. No loesperaba. Roncalli se excusó y leexpuso el motivo de su visita: tener él eldiscurso, como le correspondía.

Rogó al embajador que le leyera eldiscurso que tenía preparado. Alterminar la lectura, exclamó todoentusiasmado:

—¡Dios mío, está perfecto! No tengonada que añadirle, señor embajador.Bueno, sí, quizá una pequeña alusión ala Providencia, que me lo ha preparado.

Y siguió sonriente y más tranquilo:—¿Le importaría, señor embajador,

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que lo leyera yo en su lugar por ser eldecano y por la mayor edad?

A lo que gentilmente accedió elseñor Bogomolov.

28. Veinticuatro obispostraidores

Al poco tiempo de su llegada aParís, se le planteó un problemagravísimo: veinticuatro obisposcatólicos habían sido expedientadoscomo traidores a Francia durante laResistencia. Eran tachados decolaboracionistas con los nazis y amigos

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leales del mariscal Petain y de sugobierno de Vichy. La acusación eragrave, pero con escasas pruebas.

El presidente de Francia es Bidault.Como al nuncio Roncalli le parecíanpocos los informes de culpabilidad delos obispos, pide a la Resistencia conserenidad los gruesos dossieres y untiempo suficiente para hacer por sucuenta un detallado estudio de losmismos.

Seis meses de duro trabajo aconciencia por parte del nuncio. Al cabode los mismos pide audiencia a Bidaulty, poco a poco, con finísima habilidad,va descartando ante el presidente

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nombres y nombres de obisposcondenados. Al final, sólo expedientan atres de ellos.

—Los demás —decía con gracia—,los coloco debajo del solideo yrespondo de ellos.

Con su terquedad campesina, suexquisito tacto diplomático y su bondadcon todos, lo había conseguido. No envano los franceses le llamarán con eltiempo «el conciliador».

29. El fino oído de unnuncio

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En Francia se hizo bien prontofamoso su fino oído de diplomático.Según él comentaba, no le servía dearma sino que era una cualidad natural ypropia de su oficio.

Después de una recepción se acercóa uno de los invitados, con el que nohabía cruzado ni una sola palabra, parapreguntarle a quemarropa:

—De modo que desea usted ir averme a la nunciatura, ¿no es así?

—Y ¿cómo lo ha sabido suexcelencia? —preguntó el aludidoasombrado—. Así es, en efecto, deseo ira su residencia. Pero su excelencia sehallaba en un extremo del salón

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hablando con un círculo compacto depersonas… ¿Cómo se ha podido enterarde mi deseo?

Él respondió con naturalidad y conmedia sonrisa un tanto pícara:

—No, no hablaba con nadie delcírculo, ni siquiera prestaba atención alo que me decían porque erancumplidos, como siempre. Estaba, encambio, atento a lo que usted estabacomentando en el otro extremo delsalón.

Vamos, que tenía siempre el oídoalerta.

Su lema era el siguiente: «Entendermejor, olvidar mucho, corregir poco». Y

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siempre con la salida ocurrente y justa ysu pizca de dulzura para no molestar anadie.

30. Una historia y unapólogo

En una recepción solemne, con altospersonajes del «todo París», un oradorcriticó duramente la postura delVaticano en cierto asunto.

Entonces él, sin inmutarse y con granserenidad, le contestó exponiendo porextenso la historia de la Veneciamedieval, que venía más o menos a

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cuento. Acabó la intervención narrandoun apólogo relativo a la cortesía. Mástarde comentaría con uno de losasistentes:

—Alguien tenía que haber parasacar las espinas.

Fue el sencillo comentario a unaposible controversia y quizás a unadesagradable polémica.

31. Caminar con los dos pies

Estando de nuncio en Francia noparaba de conocer gentes, cuantas másmejor, o de visitar parroquias

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considerándolas como propias, como desu familia. No despreciaba a nadie decuantos se encontraba. Todos eran susamigos, algo suyo. «Cada parroquia,decía, es mi álbum familiar».

En su familia adoptiva, ahora todaFrancia, cabían todos, sin excepciones:desde el genial y homosexual JeanCocteau hasta el célebre fabulista galoLa Fontaine. De La Fontaine, de quiensabía cantidad de fábulas, solía decir elnuncio Roncalli:

—No es que La Fontaine seademasiado católico. A mi entender, sumoral es hasta discutible, si se quiere,pero, bueno, enseña a caminar con los

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dos pies en el suelo, y esto esinteresante.

32. El plato del Señor

Corrió por todo París el siguientesuceso protagonizado por el nuncio.

Había invitado a cenar en lanunciatura a varios personajesimportantes. Aturdido por tantoscompromisos sociales, se habíaolvidado por completo de la invitacióncuando llegó el día. Ni cocinera ni cenaaparecían por casa cuando empezaron allegar los comensales: un rector de

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universidad, un empresario, algúnobispo…

Cayó en la cuenta el nuncio delcompromiso de la cena y, avergonzado,pidió humildemente excusas a losinvitados, pero rápidamente reaccionócon entusiasmo ante el asombro detodos, diciéndoles:

—Les tengo que confesar —empezó— que me he olvidado por completo dela invitación. La cocinera ha marchado,no hay nadie que prepare la cena.Tendremos que prepararla nosotros,pues. Dicho esto, si les parece, que cadacual prepare lo que sepa buenamenteechando mano de lo que haya en la

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cocina…Al principio se quedaron los

invitados atónitos y en silencio, despuésrompieron a reír, divertidos.

—Y su excelencia, ¿qué preparará?—preguntó uno.

—Yo ya lo tengo pensado; un platode «polenta» italiana que aprendí de mimadre. En Sotto il Monte lo llaman «elplato del Señor» porque no falta enninguna casa por pobre que sea. Lesgustará, ya verán. Ah, y otra cosa, diré atodo el mundo que jamás he visto ni veréa personajes tan importantes comoustedes comiendo mi «polenta» vestidosde esmoquin.

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Todos rieron de muy buena gana ycomenzaron la tarea de la cena. Al díasiguiente el París elegante y socialcontaba entre risas de simpatía lafamosa cena de la «polenta» en laresidencia del señor nuncio.

33. La hora de los burros

El nuncio Roncalli se hizo prontoamigo del presidente de la asambleanacional francesa, Edouard Herriot, deideas anticlericales y ácratas. Como eragran amigo, sostenía con él discusionesde todo tipo, sin enfadarse ninguno de

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los dos y siempre en tono jovial ydistendido. Cuando la polémica odiscusión llegaba un poco lejos, elnuncio Roncalli desviaba el asunto conmaestría con una de sus geniales salidasdiciendo:

—Amigo Herriot, no lo tome ustedmuy en serio porque a última hora losdos pertenecemos al mismo partido: elde los gordos.

Así, riendo y sonriendo, pasabanlargos ratos los dos amigos, decontrapuesta ideología, terminandoHerriot el diálogo con esta cariñosafrase en elogio de su amigo el nuncio:

—Bien sabían en Roma a quién

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mandaban a Francia. Usted, excelencia,entiende perfectamente a los franceses.

Pero el nuncio no se quedabacallado ante este elogio tan halagüeño,sino que le contestaba con gracia:

—Otros tenían que haber venido aParís y no yo, pero cuando los caballosse niegan a caminar es la hora de quetroten los burros.

34. Damas y escotes

De nuncio en París tenía que asistir,casi por obligación, a un sin fin deacontecimientos sociales, aunque a

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veces no le agradasen demasiado. Aestos encuentros de sociedad solíanacudir personajes de todos los colores eideologías y damas remilgadas queaprovechaban la ocasión para exhibirsus encantos y vanidades. El nuncio nose escandalizaba por ello, estaba curadode espanto.

Un día le preguntaron pícaramentepara ver su reacción o su salida:

—¿Le molesta a su excelencia, señornuncio, que vayan las señoras a lascomidas de protocolo excesivamenteescotadas como van algunas?

Y él, con tranquilidad y sinruborizarse siquiera, contestó:

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—Le diré que me traen un poco sincuidado porque ni siquiera las miro, y esmás, he comprobado que los señoresque asisten tampoco las miran, porqueme miran a mí, al señor nuncio, a verqué cara pongo cuando van llegandotales señoras.

Quienes le rodeaban se miraron ysonrieron entre sí asombrados de la finaagudeza y diplomacia con que se habíaescapado su excelencia por la tangente.

35. Nueve a la mesa delnuncio

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Siendo nuncio en París, quizá sesentía abobado por tantas recepciones ybanquetes oficiales a los que tenía queasistir como decano del cuerpodiplomático.

Su carácter sencillo, sin embargo,cuando más disfrutaba era en contactocon la gente más humilde, del pueblollano. Sólo así tenían explicaciónaquellas extrañas invitaciones a su mesaen la sede de la nunciatura.

Siguiendo este sentir, cada vez queun obrero caía por su «casa» porcualquier motivo de avería casera, leinvitaba con naturalidad a tomar un vinocon él.

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Otra vez era un soldado italiano, denombre José, a quien invitaba a comercon él todos los primeros sábados demes (¿lo haría en honor de la Virgen, dequien era tan devoto, pues ya se sabeque los sábados están a ellaconsagrados?), pero no sólo se tratabadel viejo soldado sino que ibaacompañado de su mujer y de sus ¡siete!hijos.

¿A qué sabrían aquellas frugalescomidas con gentes de gustos nadaexigentes al pensar en los exquisitosbanquetes de la diplomacia en lossuntuosos restaurantes?

Siempre tratando de no desviarse de

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sus raíces campesinas y sanas.

36. La manzana de Eva

Asistía, como nuncio en París, a unode esos banquetes con todo lujo deceremonias y protocolos. Le tocó a sulado en la comida una encopetadaseñora escandalosamente escotada. Elvecino del lado opuesto le preguntó condisimulo y esbozando una sonrisapicaruela:

—¿Qué opina de ella, excelencia?El nuncio, sin enrojecer lo más

mínimo, como si hablase en abstracto de

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alguien lejano, le contestó rápidamente ysin vacilar:

—Estoy esperando a los postres aver qué sucede…

—No entiendo, señor nuncio, lo quequiere decir —replicó el comensal.

—Sí —siguió el nuncio con unapizca de malicia—, espero el final paraver si nos sirven de postre algunamanzana y esta buena señora, como lesucedió a Eva al comerla en el paraíso,se da cuenta de que está desnuda.

Corrió la anécdota por París y todosse hacían lenguas de la sutileza yrapidez mental del que creían alprincipio que era un «cura rural».

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37. Me quedo con los viejos,excelencia

Sabida es su gran amistad conHerriot. Al presidente de la asambleanacional francesa le gustaba bromearcon el nuncio Roncalli y ponerle encordiales aprietos.

Un día discutían los dos amigossobre quiénes eran mejores, si losjóvenes o los viejos.

—¿Qué opina su excelencia?,¿quiénes le parecen mejor? —preguntaba Herriot.

Sin dudar un instante le contestó elnuncio:

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—Mire, presidente, a las personasles sucede lo que al vino: algunos, segúnvan envejeciendo, se convierten envinagre; pero otros, los mejores, con elpaso del tiempo mejoran más y setransforman en vino de solera.Decididamente, me quedo con los viejosque se transforman en buen vino,excelencia.

38. Bajar del cielo, subir alcielo

En cierta ocasión, siendo nuncio enParís, lo llevaron a un campamento

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militar a bendecir unas instalaciones.Luego le presentaron a un grupo deparacaidistas a quienes les habló unrato, terminando con estas ingeniosaspalabras:

—No quisiera, muchachos, queolvidarais esto: que a fuerza de bajardel cielo, os olvidarais de subir a él.

39. Prefiero que me engañen

París. Un día va por la calle conalgunos acompañantes. Un jovenmendigo, en la acera, le pide unalimosna. Él se para y le entrega con toda

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naturalidad veinte francos. Y sigue sucamino. (Hay que decir que era unacantidad bastante generosa). Uno de losacompañantes le corrige diciéndole:

—Excelencia, creo que el mendigole ha engañado. Es joven y puedetrabajar todavía.

—Tiene que vivir y, además, estácasado —le responde él.

(Hay que explicar igualmente que elmendigo estaba acompañado por unamujer).

—No —sigue insistiendo elacompañante—, esa mujer con la que vano es su mujer.

—De acuerdo, de acuerdo, puede

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ser lo que dice usted, pero aún así, él yella tienen que vivir. Y le digo más:prefiero que me engañen nueve antes queno socorrer a uno solo que de verdad lonecesite.

Calla, al fin, el acompañanteadmirado por la largueza y generosidadcon que vivía el evangelio el señornuncio.

40. Con los suyos

Disfrutaba poniéndose en contacto yhablando con la gente sencilla de lospueblos que recorría. Siendo nuncio

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visitaba un día la ciudad de Amiens, endonde las autoridades le recibieron contoda clase de honores.

Aprovechando un descuido de éstas,se alejó un poco del grupo de genteimportante y se acercó a unoscampesinos del pueblo que curioseabanel acto.

Al llegar a ellos les dijo conespontaneidad y son riéndoles:

—Vosotros parecéis gente delcampo, ¿no es verdad?

Contestaron que sí más con lacabeza que con palabras. Él añadióenseguida:

—Yo también procedo del campo,

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como vosotros.Y se puso a comentar con ellos

curiosidades de la vida campestre, comosi no fuera el nuncio de Francia mientrasle esperaba la gente importante,admirada.

41. Primero, el AntiguoTestamento

La ocurrencia justa y a tiempo, elchiste oportuno a veces, le hacían salirsiempre airoso de situacionesembarazosas o complicadas.

Le sucedió en París, en una

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recepción de las muchas a las que teníaque asistir por su cargo, repleta de altospersonajes y diplomáticos encopetados.

Había estado conversando largotiempo con el jefe de los rabinos deParís mientras llegaba la hora de lacomida. Cuando ésta llegó, fueronavanzando hacia el comedor charlando yaquí vino la dificultad y saltó la chispaingeniosa. Ambos se pararon ante lapuerta de entrada, como mandaba laexquisita cortesía entre ellos,cediéndose mutuamente el paso.

—Adelante, excelencia —invitó elrabino al nuncio, para que pasase.

—No, no, de ninguna manera lo

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haré. El Antiguo Testamento va antesque el Nuevo —respondió con gracia elnuncio.

Pasó el rabino el primero connaturalidad quedándose admirado de lafinura diplomática de aquel nuncio deaspecto burdo, pero de una inteligenciachispeante.

42. Caricias y pellizcos

Su bondad y su inteligenciaencontraban salida para todo. Solíadecir a menudo: «Más vale una cariciaque un pellizco, trátese de quien se

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trate».Era aquello tan antiguo y sabido, y

tan cierto por otra parte, de que másmoscas se cazan con una gota de mielque con un barril de vinagre. Siempre enél triunfó la dulzura y el buen trato. Asícosechó cientos, miles de amigos en elmundo hasta llegar a decir conrotundidad José Luis Martín Descalzo:

«Nunca, nunca hubo en la historia unhombre más universalmente amado».

Emocionante verdad. Indiscutiblepresencia del hombre esencialmentebueno.

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43. De cómo un día intrigó auna dama

No le gustaba polemizar en lasconversaciones sino hablar gozosamentey siempre procurando no herir a nadie.Sus mismas ocurrencias no molestabanporque estaban cargadas de ingenioalegre y de visible cordialidad.

Le sucedió un día, siendo nuncio,que se encontró con una encopetadadama parisina, conocida de él, que lesoltó de sopetón apenas lo vio:

—Ya no se le ve a usted apenas,monseñor.

—Es verdad —le respondió con

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rapidez—, y es que tengo demasiadomiedo a ponerla a usted en uncompromiso.

La dama sonrió forzadamente ymarchó intrigada preguntándose quépodrían significar aquellas palabras.

Y así, con aquella salida entrepicara, sibilina e inteligente, seescabulló limpiamente dejando a ladama discurriendo su interpretación.

44. Una buena mesa parasus enemigos

Se hacía todo para sus amigos y los

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tenía de todos los colores: socialistas,como su gran amigo Herriot, comunistas,como Thorez, el jefe del partidocomunista francés, radicales,anticlericales… Solía decir:

—Yo prefiero encontrarme con misadversarios en torno a una buena mesaantes de tratar de taparles la boca con unmontón de notas diplomáticas o deprotesta.

De este modo inteligente, se hizoamigo del alma de dos grandespersonajes de la política francesa:Auriol, anticlerical, socialista, queluego le impondrá el birretecardenalicio como presidente de

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Francia, y Herriot, igualmentediscrepante de él con su ideología ácratapero íntimo amigo suyo hasta la muerte.

Un día bromeaban así Herriot y él:—Monseñor, vuestro francés es una

birria. No hay nada más que oírle:¡parece un italiano!

—Y vuestro francés con acentomeridional, no digamos. Es horrible.

Y reían los dos de buena gana conesas bromas referidas a la lengua quehablaban.

45. Se toca la paz

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Además de sus amigos de todas lastendencias políticas y religiosas,también acudían a la nunciaturapersonajes católicos como el ancianoSchuman, a quien admiraba muchísimoel nuncio Roncalli.

Un día, al ser entrevistado por unperiodista, Schuman señaló a Roncallimientras decía: «El nuncio Roncalli esel único hombre en París junto al cual sepuede tocar físicamente la paz».

Esta sensación de hombrebondadoso y pacífico es la que producíaen París el nuncio Roncalli.Efectivamente, como señala elevangelio, los pacíficos poseerán la

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tierra y los corazones. Roncalli era unejemplo viviente.

46. Comer como unpajarillo

Uno de los que mejor le conocían enParís era su cocinero y el de cuantaspersonas invitaba a su mesa, que no eranpocas. Se llamaba Roger. Con el tiempollegó a ser un importante cocinero en unrestaurante de moda en París.

Al ser elegido papa el antiguonuncio, Roger fue entrevistado por habersido su experto cocinero. Y él respondió

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de este modo:—Recuerdo perfectamente cómo era

el nuncio. Era gordo y rechoncho comoun cura, pero comía como un pajarillo, osea, poquísimo. No era, pues, la comidalo que le engordaba. Yo creo que debíande ser los libros.

47. El Vaticano se hace deizquierdas

En una de aquellas numerosas cenasy recepciones diplomáticas a las quetenía que asistir, le tocó sentarsejustamente a la izquierda del embajador

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soviético. El embajador, entresorprendido y divertido, exclamó a vozen grito ante los comensales.

—Pero ¿qué es lo que sucede? ElVaticano, por lo visto, se hace deizquierdas.

El nuncio, imperturbable, lerespondió con estupendo humor:

—Me han colocado en este lugar y asu lado para que les lleve a todos haciala derecha, o sea, al camino recto.

Comentaron la buena ocurrencia delnuncio Roncalli, que no se arredrabaante ninguna situación, a veces conmanifiesta intención, como sucedióahora.

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48. La guapa embajadora

En otra de las muchas recepciones alas que tenía que asistir en París, sepresentó la señora del embajadoramericano con un elegante traje denoche pero de riguroso escote.

Con mucha gentileza y encantadorasonrisa iba recibiendo a los invitados.La mayoría de ellos no hacía sino mirarde reojo al nuncio Roncalli para espiarla expresión de su cara ante la guapa ydestapada embajadora.

Dándose cuenta él de que lo mirabande soslayo, muy tranquilamente y en vozalta, exclamó con toda intención:

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—Pero, bueno, ¿qué es lo quesucede? Todos me miran a mí y sepierden de mirar a la señoraembajadora, siendo tan guapa como es.

Todos rieron la salida del inteligentenuncio y se acabó en un santiamén ladesagradable tensión del amplio escote.

49. Un consejo sobre labuena educación

Se celebraba con gran boato elsegundo milenio de la ciudad de París.A la celebración asistía, entrenumerosos personajes de la alta

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sociedad, un hermano del general DeGaulle: Pierre.

Viendo al nuncio Roncalli entre losasistentes no se le ocurrió otra cosa quedecir:

—Está visto que el partido gaullistaes un partido católico porque de otromodo no estaría al señor nuncio entrenosotros.

Ante tamaña majadería del señor DeGaulle, monseñor Roncalli, que andabaentonces mirando la exposición delibros que había en la sala, tomó uno deellos y se lo entregó al señor De Gaullecon estas palabras:

—Señor De Gaulle, tome este libro,

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trata de la buena educación. Es de unautor italiano, bergamasco, por cierto,como yo. Se llamaba Gasparino deBarsizza.

Con este gesto finísimo le dio alengreído personaje una saludable ysabrosa lección de educación y cortesía.

50. El noviciado de unosprisioneros

Visitaba un día siendo nuncio uncampo de prisioneros alemanes en laciudad de Chartres. Descubrió allí quealgunos centenares de jóvenes

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prisioneros querían hacerse sacerdotes,pero le contaron que no podíancostearse los estudios.

Él, emocionado por aquellabendición de vocaciones, contestó conrapidez:

—Hay que remediar esto como sea.A Europa le hacen falta más que nuncaestos futuros sacerdotes.

Su sueldo de diplomático no dabapara mucho y las necesidades de losprisioneros alemanes, por quienes sepreocupaba, aumentaban de día en día.No sabía cómo sacarlos adelante peroprosiguió diciendo:

—No sé cómo lo haré, pero estos

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muchachos serán estupendos sacerdotesmañana pues han vivido una horribleguerra y ahora hacen el noviciado en uncampo de concentración francés. No sécómo lo haré, pero…

Y siguió pensando, preocupado. Dosaños después, por pascua deResurrección, ordenaba de sacerdotes aun grupo de aquellos muchachosprisioneros.

Siendo ya patriarca de Venecia, elgobierno alemán le condecoró por elapostolado entre sus prisioneros deguerra con la gran cruz del servicioconfederado.

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51. El mismo partido queThorez

Maurice Thorez era el fundador yjefe del partido comunista francés. Eraexageradamente gordo. Cayó en unbanquete oficial justamente al lado delnuncio Roncalli. Como no se achicabaante nadie, empezó la conversacióndiciéndole:

—Aunque le pese, señor Thorez,usted y yo pertenecemos al mismopartido.

No acertaba Thorez a ver ningúnparecido entre su partido comunista y unrepresentante del Vaticano, enemigos

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tradicionales más bien silenciosos. Poreso se apresuró a preguntarle:

—Usted dirá, señor nuncio, quépartido es ése pues no veo relaciónninguna entre los dos.

—Sí, sí, al mismo partido. Veráusted: al de los gordos.

A partir de ese encuentro surgió unaamistad bastante intensa entre ambos. Esmás, Thorez contaba a sus amistades laanécdota del partido hasta presumiendode su relación con el nuncio. ¡Tanta erasu fama!

Tanto repetía la anécdota y con tantadelectación que uno de sus íntimos seatrevió a decirle un día:

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—Sí, sí, camarada Thorez, esoresulta hasta simpático, pero veo quetendremos que estudiar latín para lacelebración del próximo congreso delpartido.

52. Cerca del patrón, no

Le repugnaban los honores y loscargos de prestigio. Desde que fueordenado sacerdote no tuvo otrapretensión ni otro sueño que ser unhumilde párroco rural, cosa que nuncaconsiguió.

Impulsado por esta vocación

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campesina de libertad de movimientos,le gustaba viajar, conocer parroquias ysantuarios, visitar nuevas diócesis,contrastar ideas, en una palabra, aquí yallá. Le repelían las alfombras de lacuria y los salones elegantes que, porotra parte, sabía soportar con dignidad,naturalidad y hasta elegancia intelectual.

Aunque curtido en el ambienteparisino como nuncio brillante yadmirado, cuando fue nombradocardenal, al final de su mandato enFrancia, declaró a sus amigos el miedoque sentía de que le dieran un alto cargoen la curia vaticana. Y se lo dijo conesta sinceras palabras:

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—¡Soy demasiado inquieto paravivir cerca del patrón!

El «patrón», no cabía la menor duda,era el papa reinante, cargo al quellegaría sin quererlo ni soñarlo.

53. No me avergüenzo devosotros

Lo han hecho cardenal el último añode su estancia en París. Entre losmuchos personajes que desean asistir ala ceremonia de la entrega de la birretacardenalicia están los embajadores deTurquía y de Grecia, antiguos campos de

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su apostolado.También llegan sus cuatro hermanos

de Sotto il Monte. Los ha convencidopor carta pues se resistían a entrar enParís. Les dice que no se preocupen dela vestimenta, que Julio, su sastre, irá acomprarles los trajes que precisen. Yuna frase conmovedora: «Ellos no debenavergonzarse de su hermano, como yotampoco me he avergonzado de ellos».

Les invita a una cena con su grupode amigos italianos. Algo les tiene quepasar pues no acaban de bajar y estánesperándolos. Al fin sube él a lahabitación y los encuentra ante el espejotratando de ponerse las corbatas. Se

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desahogan con él:—Mira, Angelo, no acertamos a

ponernos la corbata. En las fiestas delpueblo nos la ponen nuestras mujeres.¿Qué hacemos?

—Nada, ya veréis.Y las va cogiendo una a una —

¡cuatro!— hasta resplandecer sobre suslimpias camisas recién estrenadas. Ysigue comentándoles:

—Está visto que sin vuestrasmujeres no servís para mucho. Pero noos preocupéis que yo mismo en Turquíatuve que hacer el nudo a más de unmonseñor, porque tampoco sabían. ¡Ytenían estudios! Yo lo aprendí en la mili.

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Ea, bajemos, no os preocupéis, que osestán esperando.

Se excusó ante los comensales consimpatía. Y así, entre sonrisa y un pocode vergüenza en sus hermanos, terminóla aventura de las corbatas.

54. Los libreros del Sena

En su etapa de nuncio en París eraasiduo cliente de las librerías de viejode las orillas del Sena. Llegó a ser muyquerido por los libreros. Un día seinteresó el nuncio, como excelentehistoriador que era, por un manuscrito

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del siglo XV valiosísimo para susestudios históricos. Además estehimnario procedía del convento de santaGrata, en la diócesis de Bérgamo.

Pidió precio a los libreros. Pedíanuna cantidad muy elevada. Por tratarsede su amigo el nuncio se lo rebajaban a85 000 francos. Se marchó sin prometernada.

En esto le hicieron cardenal. Alenterarse los libreros de que semarchaba de París decidieronregalárselo. Pero ¿y el dinero? Lobuscaron como pudieron. Dieron con unitaliano riquísimo, dueño de los cochesde carrera Talbot. Le expusieron el

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asunto.Monsieur Lago compró el

manuscrito y lo mandó llevar a lanunciatura en nombre de los libreros delSena.

55. El abrazo del alcalde y elcardenal

Cuenta el presidente de FranciaAuriol, gran amigo suyo a pesar de ideasdiferentes y contrapuestas que, alenterarse de que tenía que ser él quien leimpusiera la birreta cardenalicia, elnuncio le pidió un favor: que pudiera

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venir a París, a la ceremonia, el alcaldede Sotto il Monte, su pueblo natal.

Como es natural, el presidente se loconcedió. Y continúa contando Auriol:«Aquel día vi en los salones del Elíseoa un viejo campesino, digno yendomingado, conmovido hasta laslágrimas».

Monseñor Roncalli, flamantecardenal, tras la ceremonia, salió alencuentro del «podesta», como sellamaba en Italia a los alcaldes, y ambosse fundieron en un fuerte abrazoemocionado.

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56. Amigo de toda la vida

Uno de sus amigos de la escuela eraahora, siendo él patriarca de Venecia, elherrero de Sotto il Monte. Juan Bautista,que ése era su nombre de pila pero aquien todos llamaban Battistel, habíasido, cuando niño, quien habíadefendido a Angelo Roncalli más de unavez de los crueles compañeros.

Battistel era torpe para los estudios,pero en cambio gozaba de una fuerzaenorme y de unos puños siempredispuestos a usarlos. Hoy ya herrerocompetente, cuando iba el patriarca devacaciones a Sotto il Monte, en los

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veranos, una de las primeras visitas erapara su buen amigo de la infancia.Mandaba parar el coche ante la herrería,abría la portezuela, y todo un señorcardenal y patriarca le gritaba concariño:

—Eh, Battistel, ¿cómo te va?Así de esta manera noble y natural,

concebía monseñor Roncalli la amistad:sin aminorarse ni desgastarse con losaños por importante que se fuese.

57. Paciencia con los gordos

Al palacio de Venecia, siendo

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patriarca, podían llamar cuantosquisieran, religiosos o laicos, genteimportante o del pueblo llano.

Un día llamó y entró en la antesalapara esperar su turno un venecianotirando a gordinflón. Pasaba el tiempo yno le llamaban para hablar con elpatriarca. El gordinflón iba perdiendo lapaciencia.

Tras mucho esperar y pasear,nervioso, apareció el mismísimocardenal para explicarle que susecretario no le había avisado de supresencia, que le perdonase.

Sonrió el buen veneciano ante tantahumildad. Luego el patriarca se acercó

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un poco más a él y, dándole unosgolpecitos en la espalda, lo animó así:

—Hijo mío, también el Señor tendráque tener paciencia con nosotros, losgordos.

Y el buen gordinflón volvió asonreír totalmente desarmado ante tantabondad.

58. Un semanariodemasiado soso

Mantuvo durante toda su vida ungran sentido del humor, a veces congotas de ironía y otras con alguna dosis

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de reproche, como en esta ocasión.Siendo él patriarca de Venecia,

existía en la ciudad un semanariocatólico que pecaba de demasiado serioy de escasa gracia expositiva, con laconsiguiente poca atracción del públicoa quien iba dirigido.

El patriarca sufría cada vez que leechaba un vistazo. Un día no pudoaguantar más tanta sosería, buscó aldirector, no pudo reprimirse, y le lanzó,medio enfadado, la siguiente fraseirónica:

—¡Menuda sal echáis vosotros alsemanario!

Y se quedó tan campante y el

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director humillado sin saber quéresponderle o qué cara poner.

59. Los capuchinos y lastarlette

Septiembre de 1956. Festival decine de Venecia en el Lido, la Veneciadeslumbrante.

Un periodista de un diario de Milán,Juan Carlos Fusco, no tenía materia parael periódico del día siguiente. Derepente encontró tema jugoso ycomentario pintiparado. Tiró una fotocargada de interés para el público ligero

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y frívolo: media docena de jóvenesestudiantes capuchinos, en el Lido,frente a una «starlette». Se enfurecieronlos frailes al ver la foto y leer elcomentario de la misma, y acudieron alpatriarca a fin de que tomara cartas en elasunto contra el periodista y elperiódico.

El patriarca, examinando la foto, selimitó a contestar:

—Ciertamente el comentario delseñor Fusco no es de buen gusto. Pero¿qué quieren estos jóvenes capuchinosde la foto? Si se meten en el Lidodurante festival les pueden suceder estascosas.

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Invitó a cenar al señor Fusco. Y ledijo:

—¿De modo que usted es elperiodista famoso que se entretienemetiéndose con los frailes?, ¿no sabeque los frailes son muy susceptibles? Detodas maneras, su pícaro comentario apie de foto servirá para que en adelantelos capuchinos aprendan a transitar porparajes más recoletos.

60. La vergüenza de unpatriarca

Estando en Venecia solía hablar a

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menudo con los sacerdotes. Lo hacíasiempre recogido, cuenta su secretariomonseñor Capovilla, con los ojos bajosy la voz muy queda y sosegada como sise sintiera avergonzado ante ellos.

Y eso es lo que confesó una vez asus íntimos precisamente:

—¡Si supieran la vergüenza quesiento al tener que hablar a missacerdotes!

Y no porque careciera de facilidadde palabra, sino por su enorme humildadal considerarse un hermano más entreellos.

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61. Yo soy un bonachón,pero…

Por los años cincuenta, Venecia sevio invadida por el «boom» turístico,arropado por el festival de cine, labienal de arte, las diversiones en elLido, el casino… Todo ello hizo que laciudad de las góndolas fuera invadidapor la frivolidad y por novedosaslibertades.

El patriarca Roncalli se muestraduro y valiente ante este vendaval deesnobismo más o menos escandaloso.

Se le oía decir con cierta frecuencia:—Yo soy un bonachón, no hace falta

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que envaine la espada, porque nunca lahe desenvainado. Ahora bien, cuandohay que decir o corregir algo, lo digo ylo corrijo, porque soy obispo y tengoque dar cuenta a Dios de mi ministerio.

62. Un obispoextremadamente vanidoso

Corren por Venecia, siendopatriarca, las anécdotas y dichos agudosque poco a poco conocen losvenecianos, y así los va conquistando.Pero él disfruta con esto, que es lo suyo—que es lo de Dios— entre broma y

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broma.Su obispo auxiliar tiene un

temperamento severo y es vanidoso enextremo. Para colmo de su vanidad, sellama nada menos que Augusto, ¡nombrede emperador romano! Y un añadidorimbombante: Gianfranceschi.

Cuentan que el patriarca en ciertaocasión dijo de él con humor, sinintención de herirle:

—Si nuestro monseñorGianfranceschi hubiera asistido conDios a la creación del mundo, a buenseguro que habría pretendido ayudar almismísimo Dios en esa tarea.

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63. A nosotros nos basta conpoco

Siendo ya patriarca de Venecia seenteró un día por su secretario de que elpresidente Auriol, su amigo de los añosde nuncio en Francia, pasaría porVenecia y estaría allí dos días.

Decidió ir a visitarlo al hotel dondese hospedaba. Al salir del ascensor elpresidente, y distinguir al patriarcaRoncalli en el hall, le tendió los brazoscon afecto.

Luego el cardenal lo llevó a supalacio y le mostró las dependencias. Loque más le gustó al presidente Auriol fue

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una modesta habitación, conservadaintacta. Había sido la de san Pío X,cuando fue patriarca de Venecia.

El comentario de monseñor Roncallial enseñársela fue:

—¡También él era hijo de gentepobre, como yo! A nosotros nos bastacon poco.

Conmovido Auriol, le cogió delbrazo con enorme afecto, sin decir nada.

64. La marsellesa para uncardenal

Otro día, en Venecia, le visitó el

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cardenal Feltin arzobispo de París. Leenseñó la catedral con todo lujo dedetalles y con jugosas explicaciones. Alsalir de la catedral a la plaza de sanMarcos vieron cómo tocaba la bandamunicipal.

Al patriarca Roncalli no se leocurrió otra cosa más original ysimpática que pedir al director, consonrisa cómplice, que tocase una piezaen honor de su amigo, el cardenal deParís.

—¿En cuál piensa? —preguntó eldirector complaciente.

—Yo le pediría el himno nacionalfrancés, o sea, «La marsellesa», si es tan

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amable.Así resonó en la famosa plaza de san

Marcos «La marsellesa», el himnorevolucionario, en honor de un cardenala petición de otro cardenal.

65. Demasiada consagración

Monseñor Roncalli era un fervorosodevoto de Lourdes, llegando a realizarhasta diez viajes al santuario.

Ya había dejado de ser nuncio enFrancia y ahora era patriarca enVenecia. Se había terminado la basílicasubterránea del santuario de Lourdes y

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era necesario consagrarla. Pío XIIescogió para el acto al cardenal deMarsella. Pero el clero y el pueblofrancés reclamaron al patriarcaRoncalli, tan ligado a la gruta deMassabielle. Al fin el papa cedió y lesenvió el cardenal.

El acto de la consagración fuelarguísimo. Tres vueltas a la basílica encoche descubierto. A continuación,preces y preces, oraciones y másoraciones, todo en latín, siempreacompañado del obispo de Tarbes-Lourdes, monseñor Théas.

Cansado quizá por tanto ceremonial,el cardenal Roncalli se volvió

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ligeramente al obispo para decirle envoz baja:

—Bueno, señor obispo, vamos asuponer que ya está consagrada labasílica. Lo que cuenta aquí es la buenavoluntad de esa multitud que nos rodea,¿no lo cree usted así?

Y de esta manera ingeniosa y sinceratambién, terminó la larga y pesadaconsagración de la famosa cripta,cuajada de liturgias y solemnidades. Aél le gustaba más la sencillez que todoeste boato.

66. De cómo un patriarca

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hizo de monaguillo

Un sobrino suyo sacerdote, párrocoen un pueblo cercano a Rávena, un día,de paso por Venecia, ayudó la misa a sutío el patriarca.

Una vez terminada ésta, pidió elpatriarca a su sobrino ayudarle la suyaen vista de que el monaguillo no llegaba.El sobrino, apurado, insistía en que nohacía falta, que ya se las arreglaría. Perosu tío seguía insistiendo a su vez, y cerróla conversación con estas palabrasdichas con energía:

—Mira, no insistas. Lo siento, peroestoy absolutamente decidido a ayudar

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tu misa. Y sólo por esta sencilla razón:quiero ver de cerca si sabes decir bienla misa.

Y hete aquí cómo, con esta ocurrentesalida bienhumorada, todo uneminentísimo cardenal y patriarca hizode acólito en la misa de su sobrino,joven sacerdote.

67. Médicos, no

Su salud era de hierro a pesar de sussetenta y tantos años, cuando erapatriarca de Venecia. Su médico era elprofesor Paolo Vecchierrutti, quien

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venía a visitarlo a su palacio o bien ibaél a su consulta. El médico le repetía amenudo que le funcionaba a las milmaravillas el corazón, el sistemanervioso y el circulatorio. Esto animabaal dinámico patriarca a no concederreposo a su persona.

Cierto día fue el cardenal a laconsulta de su médico. Se pusieron ahablar de todo un poco, sobre todo él,que no cesaba de contar historias yanécdotas suyas.

Cuando pasado un buen rato, elmédico habló de tomarle la tensión, y lehizo algunas preguntas de tipo médico,el patriarca se levantó de pronto

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dejando la charla y dio unos pasos parairse mientras le decía a su médico:

—Eso ya lo veremos en otromomento. Todo marcha bien, por ahora.Hasta luego, señor profesor.

Y se fue tan campante con unasonrisa pícara en los labios. El médicomovió la cabeza benévolamente comopensando: no hay quien pueda con él.

68. Una centenaria muycaprichosa

En su continuo contacto con elpueblo y la gente sencilla, sobre todo en

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Venecia, se enteró que una anciana iba acelebrar en aquellos días sucumpleaños, ¡más de cien años!Enseguida pensó en ponerse en contactocon ella exponiéndole su deseo deacompañarla en tal día.

Le escribió una carta en la que lepedía le comunicara la fecha exacta delacontecimiento. La anciana sí lecontestó, muy honrada de hacerlo, peroponiéndole unas condiciones que a otrole hubieran desanimado. Claro quequería su visita, pero tenía que ser,decía la vieja en su carta, vestido decardenal y todo resplandeciente depúrpura como en las grandes

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solemnidades.El patriarca aceptó el reto y se

presentó tal como ella había pedido:vestido con sus mejores galas. Y no seconformó con este capricho de laviejísima señora sino que le celebrótambién una misa en su propiahabitación.

Ni que decir tiene que la anciana erafeliz como un niño y batía palmas dejúbilo. La cosa no era para menos. Todoun cardenal accediendo a los caprichosde una de sus humildes ovejuelas.

69. Los leones llevan pelo y

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los cocodrilos, piel

Los turistas seguían manando enVenecia de entre las aguas de loscanales. Cada vez había más y, porconsiguiente, más libertades sobre todoen el vestir y más problemas para elpatriarca.

A tanto había llegado el desmadre,sobre todo en los días del festival decine, que el patriarca —todo bondad,por otra parte— tuvo que escribir unapastoral con cierta dureza, en 1958, casien vísperas del cónclave en que seríaelegido papa. En dicha pastoral atacabaestos desmanes de frivolidad vestuaria,

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pero lo hacía con infinita gracia ysuavidad y exquisito ingenio. He aquí unpárrafo de la misma:

«Yo no os pido, señores turistas, quetraigáis a Venecia zamarras o vestidosde lana en este tiempo caluroso. Peropodéis vestiros con esa seda americana,tan fresca y tan agradable, que es unverdadero refrigerio y, además, barata.Italia, por otra parte, no es el ecuador eincluso en el ecuador los leones ¿nollevan pelo y los cocodrilos, piel».

Así, con este garbo y esta claridad,iba tocando los puntos débiles de lamoralidad pública.

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70. Un par de semanas,demasiado largo

1958. Llegó la fecha del cónclave.Pío XII acababa de morir. Entre susecretario, don Loris Capovilla, y élprepararon el escaso equipaje, puesesperaban que el cónclave fuera breve.

Dejó muchos asuntos pendientespara cuando volviera. No pudo menosde recordar, cuando partían en el«vaporetto» para tomar el tren de Roma,al patriarca Sarto, que había marchadoal cónclave y no regresó porque loeligieron papa, Pío X. «¿Y si…?» sepreguntaba algo inquieto y en silencio,

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pero enseguida se respondía a sí mismo:«Pero no, no puede ser».

Cientos de venecianos, en laestación, le deseaban buena suerte en elcónclave. Él les contestaba sonriendo:

—La mejor suerte que podría tenersería volver a Venecia, con vosotros,dentro de un par de semanas.

En esto, pitó el tren para marchar.Volvió su pensamiento a martillearle:«¿Y si…? Pero no, no, de ningunamanera».

Volvió a rechazar el «mal»pensamiento. Pero esta vez el patriarcaRoncalli, tan intuitivo, tan certerosiempre, no resultó profeta.

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71. Como un paquete bienatado

Fue elegido papa el 28 de octubre de1958, faltándole un mes escaso paracumplir los 77 años.

El primer problema que se lesplanteó, apenas elegido, fue su gordura.Sabido es que, antes de dar la primerabendición al mundo entero —«urbi etorbi»— se disponen a preparar unasotana blanca más o menos ajustada alcuerpo del nuevo papa. Costó muchoencontrar y arreglar una para susanchuras. Por aquí le faltaba, por allá lesobraba, y apenas podía mover los

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brazos para dar la bendición.Al retirarse del balcón su primer

comentario fue:—Ya lo veis. Éstas son las cadenas

del pontificado —dijo señalándose laajustadísima sotana blanca.

Años después, recordando aquellosmomentos solemnes iniciales, selamentaba todavía de las apreturas de lasotana y decía, no sin cierta gracia:

—Me sentía como un paqueteacabado de hacer y bien atado, a puntode ser entregado a su destinatario.

72. Fanfani se queda sin

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palabras

Amintore Fanfani, presidente delconsejo de ministros de Italia, iba apronunciar un discurso en el congresosobre La Unión Europea.

Cuando oyeron por radio la noticiade la elección de Juan XXIII, dejó eldiscurso para otra ocasión. Losdiputados marcharon precipitadamente ala plaza a recibir la primera bendicióndel papa.

Un diputado socialista, riendo, y alver lo que había sucedido con eldiscurso de Fanfani, comentó ante suscompañeros:

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—Yo no sé si este papa será un granpapa, pero por de pronto empieza con ungolpe espectacular: le ha quitado lapalabra al mismísimo presidenteFanfani.

73. Con la ropa de siempre

Apenas fue elegido papa, el sastrepontificio se dio prisa a tomarlemedidas de ropas apropiadas a su alto ynuevo cargo.

Él le contestó que esperara. Con lasmismas, llamó a su secretario, donLoris, y le mandó a la «Domus Mariae»,

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casa de la Acción Católica en donde sehabían hospedado antes del cónclave,para reclamar sus viejas prendaspersonales pues no quería novedades enel vestir.

Así lo hizo el bueno de don Loris,llevándoselas, y él se sintió felicísimopor haber cumplido su encargo.

74. Nada de rodilla nisandalia

El mismo día de su elección, una vezproclamado papa, tenía lugar el llamado«homenaje». Consistía éste en pasar ante

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él todos los cardenales y hacer ademánde besarle la rodilla y luego la sandaliaal hasta hacía poco su compañero en elcardenalato.

El papa Roncalli no lo pensó dosveces. Veía en este gesto de siglos comoun rasgo de humillación para los otros yno quería consentirlo.

Así, pues, después de ese primerinstante de su pontificado sólo consintiócomo «homenaje» el gesto escueto ysencillo de dar a besar a los cardenalessu anillo del pescador.

Empezó a ser un paparevolucionario, en el buen sentido de lapalabra, desde los mínimos detalles y

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desde sus primeros pasos.

75. ¡Y eso que era detransición!

El periodista Antonio Montero, hoyarzobispo de Badajoz, cuenta lasiguiente anécdota:

El 28 de octubre de 1958 fue el díade la elección del papa Roncalli.Esperan la «fumata» blanca un célebreprofesor de historia eclesiástica y sujoven alumno. Entre los dos sedesarrolla el siguiente diálogo:

Alumno: ¿Tendremos un papa de

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transición?Profesor: ¿Cuánto cree usted que

durará un papa de transición?Alumno: Entre cuatro o cinco años,

creo.Profesor: Pues, en ese tiempo, mi

querido alumno, se puede hacermuchísimo en el gobierno de la Iglesia.Muchos papas de pontificado breve hanmarcado época en la historia de laIglesia.

Y acertó con creces el beneméritoprofesor: Juan XXIII ha marcado una delas más altas cumbres en la historia dela Iglesia en sólo cinco años depontificado.

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76. ¿No se hundirá esto?

Sabido es el grueso volumencorporal del papa Roncalli, que lo hacíamás cercano a la gente y hasta másbondadoso por aquello de «omnispinguis, bonus» (todos los gordos sonbuenos). Nunca se avergonzó de sugordura ni escondió sus manías.Tampoco lo haría siendo papa, sino quemás bien se reía de sí mismo con finosentido del humor.

Y así sucedió el primer día que tuvoque subirse a la silla gestatoria que, porcierto, no le gustaba nada porque heríasu humilde campechanía.

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El día primero que la usó, al versesentado en ella y con todo el peso de sucuerpo, preguntó con gracia al jefe delos portadores:

—Pero ¿no se hundirá esto con tantopeso?

El jefe le tranquilizó con buenaspalabras y él le pagó con una generosasonrisa de confianza.

77. Demasiado gordo parapapa

Caminaba por las calles de Roma,todavía cardenal Roncalli, en animada

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conversación con un amigo, en vísperasdel cónclave que elegiría el nuevo papa.

Aunque iba hablando con elcompañero con entusiasmo, no se leescapó el comentario que, a su paso,hizo una mujer del pueblo a una vecinasuya. Fue éste, señalando al gruesocardenal Roncalli:

—¡Dios mío, qué gordo si sale éstepapa!

Él, primero se sonrió de la frasecita,luego se volvió inmediatamente a lamujer para contestarle así:

—No se extrañe de eso, señora, queel cónclave no es ningún concurso debelleza.

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Y, mira por donde, la buena mujertuvo que «tragarse» al bueno del«gordo», que justamente salió elegidopapa.

78. No llores, que me hanelegido a mí

Apenas fue elegido papa,acompañado de su secretario, don LorisCapovilla, se retiró a la capilla sixtinapara revestirse de las vestiduras papalesy salir a saludar a la multitud de laplaza. Don Loris no podía contener laslágrimas llevado por la emoción. Se

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hallaba tan inconsolable que el propiopapa tuvo que decirle:

—Don Loris, en vez de llorar,ayúdame a revestirme. Además, despuésde todo, a quien han elegido papa es amí y no a ti.

El bueno de don Loris se secó laslágrimas como pudo, un pocoavergonzado de la entereza del nuevopastor de la Iglesia.

79. El primer día del papa

A las pocas horas de cerrado elcónclave, le preguntó su secretario, don

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Loris Capovilla, por dónde había queempezar, qué era lo más urgente parahacer.

Juan XXIII, muy tranquilo, lerespondió:

—Por ahora, don Loris, lo primero,cojamos los dos el breviario y recemosvísperas y completas, después yaveremos.

Avanzada la noche volvió apreguntarle el secretario cuál había sidosu más fuerte impresión en aquel día tanrico en acontecimientos, en quiénpensaba en medio de tantassolemnidades.

Le respondió el papa

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melancólicamente:—Pensaba en mi casita de Sotto il

Monte, pensaba en mi papá y en mimamá.

El secretario quedó impresionadopor aquella humildad y paz de espíritu, ypor el cariño tierno, usando losdiminutivos para sus padres y su casa, nimás ni menos que como un niño aturdidoo desamparado, siendo ya, como papa,el nuevo sucesor de Pedro.

80. La otra Venecia: canalesy agua

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Una de las primeras cosas que hizoapenas ascendió al pontificado fueescoger un buen equipo decolaboradores. Mantuvo cerca de él aalgunos del gobierno anterior, como alcardenal Canali, que, por cierto, habíasido quien le había proclamado papaante el mundo.

A otros, sin embargo, les escogióentre los ayudantes y colaboradores quehabía tenido siendo delegado apostólicoen Estambul y que ya conocía muy bien.Entre estos últimos se encontrabanDell’Acqua y Ryan.

Jugando con los apellidos de dos deellos —Canali y Dell’Acqua—, contestó

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con gracia a un periodista que lepreguntaba si echaba de menos a suquerida Venecia.

Él contestó rápidamente:—No, de ninguna manera me

acuerdo de ella, porque me parece nohaber salido de Venecia con tantos«Canali» y con «Dell’Acqua» aquí, enel Vaticano.

81. Guapo no lo parecemucho

La tarde de la elección salió porprimera vez en televisión como papa.

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Quizá por las prisas y urgencia delmomento no salió del todo favorecido enella. Pero las buenas mujeres del pueblocaptaron rápidamente su carácterbondadoso y cordial porque decíanalgunas de ellas:

—Guapo no lo parece mucho, perola cara de bueno que tiene no se la quitanadie.

Cuando el papa Juan se enteró deeste comentario, le gustó la primeraimpresión que había causado en la gente,porque se parecía a la frase quepronunció una mujer cuando eligieron aPío X, a quien tanto quería y trataba deimitar en todo. Dijo entonces la buena

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mujer sobre el papa Sarta y santo:—Será lo que sea, pero por lo

menos es guapo.Se reía el papa Juan, porque aquí era

al revés: no era guapo, pero parecíabueno.

82. El papa del güisqui

Reunido el cónclave para laelección del nuevo papa que sustituyeraa Pío XII, tardaba en aparecer la famosa«fumata» blanca anunciadora. El humoaparecía pertinazmente grisáceo, niblanco ni negro, desesperando a

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innumerables periodistas y a lacristiandad, toda nerviosa. Por Romacundió la noticia del humo gris yempezaron a hablar de «el papa delgüisqui» y a pedir en los bares yrestaurantes güisqui de la marca «Blackand White» (negro y blanco), como elcolor del humo de la capilla sixtina.

Salió elegido, al fin, el papa Juan.Pronto alborotó y sorprendió a Romacon sus frecuentes salidas del Vaticano,rompiendo moldes y tradicionesmultiseculares. Le caían bien a la genteestas salidas apostólicas a la cárcel, alos hospitales, a visitar amigos …

Ahora la gente de Roma comenzó a

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cambiar de marca de güisqui cuandopedían esta bebida en los restaurantes.Ahora pedían, con gracia y su pizca desimpatía, güisqui de la marca «JohnnieWalker» (Juanito el andarín), en honordel papa andariego recién elegido.

Cuando al papa Juan le contaron lasimpática historia, dicen que sonrióbenévolamente porque quizás lehalagaba aquella cercanía cálida con elpueblo romano al que había empezado aquerer.

83. Una copita con loscarpinteros

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Desde el mismo momento de serelegido papa, comenzó a interesarse porlas cosas de su nuevo territorio,empezando por las más humildes ymenos aparatosas.

Unos días antes de la coronación, ypocos como papa todavía, hizo unavisita a la carpintería del Vaticano.

Después de examinarla y haceralgunas preguntas ocurrentes a unosempleados, exclamó de pronto y sinnadie esperarlo:

—Parece que este trabajo de lamadera seca la garganta, ¿verdad?

Y sin más llamó a uno de susayudantes y le encargó unas jarras de

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vino para los trabajadores. Llegaron lasjarras y mientras bebían el vino él,divertido y alegre, también tomó unacopita con ellos.

Insólito detalle en un papa. Gestoinsignificante, pero muy humano.

84. Todavía no he aprendidoel oficio

Era la primera semana de suelección como papa. Uno de susayudantes le preguntó algo conmanifiesto interés y con la intención deobedecerle con prontitud.

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Él, con total tranquilidad, le contestócon rapidez:

—Mire, por favor, pregúnteme esocualquier otro día, porque yo todavía nohe aprendido el oficio.

Dejó un tanto decepcionado alsolícito servidor, pero así era el nuevopapa que tenía delante: natural yespontáneo.

85. ¿A quién llamarán«beatísimo padre»?

Sabido es que, cuando una personase dirige al papa, tiene que emplear

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antes de hablarle la fórmula: «beatísimopadre».

Los primeros días de papa estaba tanajeno a su nuevo cargo que, al oír estaexpresión, antes de preguntarle algo,miraba a todas partes para distinguir aquién se estaba dirigiendo el que laempleaba, sin caer en la cuenta que eraél mismo.

86. Sólo dos veces de rodillas

Está establecido que al llegar unapersona ante el papa o al despedirse,doble la rodilla ante él.

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A Juan XXIII le costaba muchoseguir esta norma, pero podía pasar sisucedía una vez en la vida o alguna queotra vez. Pero el problema comenzódesde el primer día de su pontificadoentre sus ayudantes y servidores aquienes veía varias veces al día.

Le resultaba violento hasta lasaciedad y hasta ridículo verlos a suspies a cada momento y doblar la rodillahasta para traerle un papel.

En seguida cortó por lo sano dandouna orden a toda la plantilla delVaticano, que fue ésta: sólo searrodillarían ante él dos veces al día; alsaludarle o verle por primera vez por la

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mañana y al despedirse por la noche.Así quitó de en medio aquella norma

que vigía desde siglos y que a él leresultaba tan ostentosa y hastahumillante.

87. Venid a verme confrecuencia

Rompiendo de nuevo con añejascostumbres, pues no podía un pontíficeejercer acciones pastorales antes de sucoronación oficial, llegaron un día lostécnicos de Radio vaticana para grabarel discurso que pronunciaría el 4 de

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noviembre, día de la solemnecoronación.

Nada más llegar, entablóconversación con ellos preguntándolesafablemente por sus condicioneslaborales, por las horas que trabajaban yotros detalles nimios, pero que lesllegaban muy hondo por tratarse delpapa.

Después de bendecirlos concordialidad, añadió con sencillez:

—Venid a verme con frecuencia.Luego se corrigió, sonriente, para

decirles:—Bueno, más bien seré yo quien iré

a veros.

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88. En la silla no, en latierra

Era el día solemne de la coronación.Temiendo que se rompiera con su peso,ingresaba en la basílica de san Pedro,repleta de fieles, sentado en la sillagestatoria a la que odiaba especialmentepor su sincera humildad.

Mientras le iban conduciendo hastael altar, divisó a sus cuatro hermanos enun lugar de honor, endomingados ydevotos. Al pasar frente a ellos les hizouna leve inclinación de cabeza.

Más tarde, ya acabado todo y a solascon ellos, les confesaba:

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—La primera vez que subí a la sillagestatoria pensaba en nuestro padre.

No fallaba nunca. Llevaba la niñez aflor de piel y resultaba enternecedorcuando se refería a su familia.

89. En hombros de su padre

Hay un hecho de su infancia que sele tuvo que quedar muy grabado en elalma pues lo recordaba en ocasionessolemnísimas de su vida posterior, comole sucede ahora en la coronación.

El día de la coronación habló dosveces: el discurso solemne en la

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basílica de san Pedro y a unarepresentación de venecianos ybergamascos en el aula de lasbendiciones. En esta última ocasiónempezó contando que, siendo niño depocos años, acudió a una fiesta de laAcción Católica en Ponte San Pietro dela mano de su padre y éste le subió a susespaldas para que viese mejor elespectáculo.

De nuevo vuelve a su memoria unrecuerdo de infancia como habíasucedido el día de su elección. Al verseencaramado en la silla gestatoria nopensó sino en los hombros de su padre yél subido en ellos, ni más ni menos que

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como ahora, pero con más calor dehogar entonces.

Terminaba la narración de esteepisodio diciendo:

—El secreto de todo está en dejarsellevar por el Señor.

Hasta aquí las palabras de susecretario, don Loris Capovilla, que esquien cuenta la anécdota.

90. Un dedo en la boca

Era el día solemne de la coronación.Se preparó con profunda oración paraaquel momento, como siempre solía

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para las grandes ocasiones.Entraba en la basílica de san Pedro,

sobre la silla gestatoria, profundamenterecogido y con los ojos bajos,posiblemente rezando o, como explicaráluego, recordando cuando su padre lollevó en sus hombros, de niño.

De pronto, sonaron los aplausosenfervorizados como una tromba o untrueno de alegría. ¡Cuánto hubieradisfrutado otro personaje que no fueraél! Él, sin embargo, llevó uno de susdedos a la boca muy significativamente,imponiendo silencio. Todos se callaron.Se apagaron los aplausos. Y así, ensilencio y con enorme sencillez, en un

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clima de meditación y oración, fueentrando lentamente en la basílica.Como a él le gustaba todo: sinsolemnidad.

91. ¿«Nos» o «yo»? Mejor«yo»

Sólo había pasado un día desde lasolemne coronación cuando viene avisitarle un grupo de periodistas. Losrecibe en la Sala clementina. Está comoavergonzado en el trono pontificio, perofeliz y sonriente.

Primeramente les saluda con la mano

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y luego les habla durante veinte minutosen un excelente francés, improvisando eldiscurso.

Como es natural, se equivoca a cadapaso y, en lugar del solemne «nos», alreferirse a su persona, suelta unespontáneo «yo» que hace sonreír a losperiodistas.

El papa también se sonríe por lascontinuas equivocaciones y, al fin,decide dejar a un lado el ostentoso«nos» y emplear el humilde «yo» comoun mortal cualquiera.

92. Madrugones, no

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Lo que más le costó al ser elegidopapa fue el no poder ir a menudo a supueblo, Sotto il Monte, en donde seencontraba tan a gusto con su familia.Ahora, de papa, se despedía parasiempre de este sencillo placer.

También, con la nueva dignidad,tuvo que acomodar a ella sus costumbresy su horario habitual. Antes, se solíaacostar temprano porque tenía lacostumbre, que le gustaría continuar, delevantarse luego a las dos de la nochepara trabajar a gusto y sin nadie al lado.

Al ser elegido papa, al enterarse suscolaboradores de su modo de trabajar alo largo de una vida tan larga,

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decidieron hacer lo mismo que él:acostarse pronto, como él, y levantarse alas dos para atenderle en cuantonecesitase.

Al enterarse de lo que pensabanhacer, les dijo:

—Pero ¿cómo?, ¿levantarse ustedesa las dos para ayudarme? ¡Siprecisamente lo hago yo así porque megusta trabajar a esas horas y estarcompletamente solo! Nada de eso,madrugones para ustedes, no.

Siguió él con su vieja costumbre yevitó a sus colaboradores el molestomadrugón.

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93. ¡Qué bello oficio el dejardinero!

Desde los primeros días depontificado quiere ser amable con todossus servidores y subordinados. ElEstado vaticano es reducido, puescomprende solamente unos milhabitantes sin contar los niños. Le gustahablar con quien se encuentra yenseguida quedan prendados de subondad y campechanía.

Al segundo día de su elección, sinconocer ninguna norma aún, sale apasear por los jardines sin tomarninguna precaución, con naturalidad. A

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los pocos pasos, por uno de lossenderos, se encuentra con unosjardineros que rápidamente se hincan derodillas ante él. Tras mandarloslevantar, los saluda cordialmente y leshabla de este modo, según cuentaLorenzo Pietri:

—Seguid, seguid con vuestrotrabajo. ¡Qué oficio tan bonitodesempeñáis, hijos míos!

94. Demasiados aplausos

Al día siguiente de su coronaciónfueron a verle a Roma miles de

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venecianos, pues no en vano había sidosu patriarca algo más de cinco años.

Los recibe en audiencia y, además,les habla en dialecto veneciano, comohacía tantas veces siendo patriarca.

Cada dos por tres le aplauden conentusiasmo, tanto que llega un momentoen el que les dice:

—Si seguís aplaudiendo así, laaudiencia no acabará nunca. ¡Por favor,no me interrumpáis, os lo ruego!

Se dio cuenta del error delpronombre usado y se corrigióenseguida sonriéndoles.

—Quiero decir que no nosinterrumpáis.

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95. Un credo como remedio

Apenas llegó a papa se propusosimplificar los suntuosos ceremonialespontificios, pero suavemente y coninteligencia.

Era costumbre de siglos, cuandoentraba el papa en la basílica de sanPedro, que el coro prorrumpiera enaclamaciones.

Él implantó la norma de que en lugarde las aclamaciones se cantara el«Credo» por todos los que llenaban elrecinto. Así, a fuerza de cantar el credouna y otra vez, se arrinconaron lasaclamaciones grandiosas y

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encomiásticas para su persona.De este modo desterró algo, sin duda

hermoso, cambiándolo por un credosolemne cantado con entusiasmo por unpueblo enardecido que se sentía así máscatólico.

96. Aprendiendo a hacer depapa

Recién elegido papa, él, tan activo einquieto, se aburría: el Vaticano, la sillagestatoria, la guardia y hasta Gusso, elpobre chófer, llamado a cada instantepara ir a un sitio o a otro. Toda esa

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monotonía era insufrible para suardorosa vitalidad. A veces selamentaba con los más íntimos diciendo:

—Me han encerrado aquí (como siel Vaticano fuera una cárcel).

Otras veces se comparaba con unnovicio por su inexperiencia en el cargoy por su encerramiento. Así lo expuso alos visitantes de la primera audienciaque concedió. Les dijo:

—Soy un novicio todavía y estoyaprendiendo a hacer de papa.

Notemos, en primer lugar, el verbousado por él, que no dijo «aprender aser papa» sino «a hacer de papa», comosi fuera un juego o un papel de teatro,

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algo, pues, transitorio para él.Y de verdad que le costó sangre

acostumbrarse a aquella vidadisciplinada y plagada de protocolos ynormas. Él, tan libre y vitalista.

97. Pero ¡si el papa soy yo!

Cuenta su secretario, don LorisCapovilla, lo siguiente. El 4 denoviembre de 1959 (al año de suelección) le hicieron los franceses unhomenaje. La radiotelevisión francesa leregaló una grabación con fragmentos desus discursos.

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En la grabación que le regalaron seencuentra este episodio narrado por loscomentaristas y que dice textualmente:

«En las primeras semanas depontificado —cuenta el narrador—, alpresentársele los graves problemas delgobierno espiritual del mundo, el papase dio cuenta del peso formidable quehabía caído sobre sus hombros.

A veces, se despertaba de improvisodurante la noche y lo primero que se levenía a la mente era una preocupación.Hablaré de ello al papa, se decía a símismo. Pero, tras un momento desorpresa, al despertarse por completo ala realidad, exclamaba: «Mais, le pape

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c’est moi» (pero si el papa soy yo).«Bueno, añadía, entonces hablaré deello con el buen Dios».

98. Un poco más fotogénico

Al principio de su pontificado, sobretodo, nubes de fotógrafos acudían a élsolicitándole que posara un momentoante ellos. No le gustaba demasiadoacceder a sus deseos.

Acababa de posar para uno de ellos,cuando le anunciaron una importantevisita: la del obispo de la televisiónnorteamericana, monseñor Fulton Sheen.

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Tras los saludos de rigor se desahogócon el obispo de esta manera.

—Mire, monseñor, acabo de posarpara un fotógrafo que me lo pidió porfavor. Y se me ocurre pensar losiguiente, a ver qué le parece a usted: SiDios ya sabía desde hace setenta y sieteaños que yo iba a ser papa, ¿no pudohaberme hecho un poco más fotogénico?,¿qué le parece a usted?

Se echó a reír de muy buena gana elobispo, tan televisivo y fotogénico él, alcomprobar el sentido del humor delnuevo y flamante papa.

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99. Doble sueldo

Nunca, que se sepa, tuvo complejode su gordura, que llevaba como si talcosa. Pero, recién hecho papa,comprendió desde el primer momentoque resultaba demasiado grueso si secomparaba con la estilizada y esbeltafigura de su antecesor Pío XII.

¿Qué hizo entonces? Un buen díallamo a quienes le transportaban en lasilla gestatoria, llamados en latín«sediarii» y les comunicó lo siguiente.

—He comprobado, al hacerme papa,que mí peso es el doble que el de mipredecesor Pío XII, de santa memoria.

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Es justo, pues, que no cobréis lo mismopor llevarme. Os doblaré, pues, elsueldo.

Y así lo hizo a los pocos días, lesdobló el sueldo con la consiguientealegría de los buenos portadores.

100. Eres el papa, pero no teveo

Navidad. Es su primera Navidadcomo papa. Después de la misa delgallo, sin consultar a nadie, una vez másllama a su chófer Gusso y le ruega lolleve al hospital del Niño Jesús para

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niños enfermos.Como no ha avisado a nadie del

hospital, las monjas se arremolinan,azoradas y nerviosas, sin saber quéhacer o cómo recibir nada menos que alpapa.

Los niños enfermos acogidos alhospital le gritaban alborozados:

—Papa Juan, ven.Uno de los niños, llamado Carmelo

Lemma, al pasar a su lado lo toca,tembloroso, mientras le dice.

—Tú eres el papa, ¿verdad?, perono te veo.

Está ciego. El papa, ante loinesperado y dramático del caso, no

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puede superar la emoción y llorasilenciosamente. Luego acaricia su caracon enorme delicadeza y cariño.

A aquel niño, Carmelo Lemma,nunca se le olvidó aquella tierna cariciadel papa.

101. Solideo por solideo

Existía una costumbre que habíapuesto de moda, sobre todo Pío XII, enlas audiencias generales. Era lasiguiente. Al terminarse la audiencia,algunos fieles, sobre todo mujeres, leentregaban al papa un solideo blanco

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para que él se lo cambiara por el suyo yllevarse un recuerdo a casa. A veces seintercambiaban hasta decenas desolideos.

Al papa Juan no le gustaba estacostumbre. Quizá le venía de antiguo laaversión, pues una vez, en Lourdes,siendo cardenal legado pontificio,regaló el suyo a unos empleados, al irsey como agradecimiento, y acabó en unmuseo el solideo para ser contempladopor el público.

La costumbre del solideo reapareciócuando visitaba el hospital del NiñoJesús la tarde de Navidad al poco de suelección como papa. Se le acercó la

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madre de un niño enfermo y le entregóun solideo blanco esperando se locambiase por el suyo. El papa le dio lasgracias y se lo guardó en el bolsillopero sin retornarle el suyo. Luego, contoda la amabilidad que pudo, lecontestó:

—Mire, señora, no me gusta estacostumbre del solideo porque favorecela superstición. Y, además, tampocoquiero que trabaje para mí solo toda unafábrica de solideos.

Con seriedad y buen humor fuedesterrando aquella costumbre desolideo por solideo.

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102. Un papa en la cárcel

Era la primera Navidad como papa,no llevando ni dos meses completos. Elpapa Roncalli tenía intuiciones genialesque no comentaba con nadie, temiendoque le pusieran «pegas» u obstáculos.De pronto se le ocurrió ir a ver a lospresos en la propia cárcel.

Al día siguiente de Navidad de1958, fiesta de san Esteban, manifestódeseo de visitar a los presos de lacárcel romana de «Regina Coeli». Larazón que dio fue escueta y simple:también soy obispo de esos presos.

Al entrar en el patio de la cárcel

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sonó un aplauso estruendoso, lanzadopor los reclusos que se encontrabanuniformados y perfectamente alineados.Un preso le dirigió unas palabras desaludo a las que contestó él emocionado.

—Bien, aquí estoy entre vosotros.Al fin he venido y me habéis visto. Hefijado mis ojos en los vuestros. Hepuesto mi corazón justamente al lado delvuestro.

Un detenido por asesinato se leacercó luego y le preguntó:

—Las palabras que usted hapronunciado, ¿sirven también para mí,que soy un gran pecador?

El papa le cogió las manos, se las

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apretó y le susurró unas palabras aloído.

Luego siguió hablando con unahumanidad conmovedora. Les dijo:

—¿Quién no ha tenido que ver algo,alguna vez, con la justicia? Por ejemplo,un primo mío estuvo un mes en la cárcelpor haber ido a cazar sin licencia. ¡Unfurtivo, ya veis!

Los presos, embobados, leescuchaban sin pestañear. No queríanque se marchara nunca.

103. Celdas que no se abren

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Al visitar la cárcel romana en laNavidad de 1958, hizo un recorrido poralgunos ámbitos de la cárcel: la capilla,el patio, los corredores…

Pasando por alguno de éstos observócómo ciertas celdas permanecíancerradas, con un guardia en la puerta.Preguntó a uno de los jefes que leacompañaban.

—Santidad, tenga en cuenta que enesas celdas se encuentran los presos máspeligros, asesinos la mayoría, y claro…

Sin dejarle terminar la fraseexclamó:

—Y eso ¿qué importa? Tambiénellos son hijos de Dios. ¡Ábranles las

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puertas también, hijos míos!Así lo hicieron los funcionarios y

los presos más temibles tambiénpudieron ver la humanidad de su rostro.

Algunos presos lloraban. Uno de losguardias comentó:

—Este hombre es maravilloso.Quizás él lograra hacer desaparecer elcrimen de la tierra.

Otro, por no ser menos, añadió:—Esta visita ha hecho más bien que

una encíclica.

104. El preso que lo pintóun día

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Con motivo de su visita a la cárcelde Roma un preso le pintó como pudo enun papel.

Al pasar cerca de donde él seencontraba, se lo alargó tembloroso yemocionado. El papa, sin embargo, noentendió el gesto del preso ni quépretendía, le sonrió y siguió adelante sinrecoger el dibujo.

Al enterarse al día siguiente por losperiódicos del disgusto del preso, envióexpresamente a su secretario a la cárcela pedirle excusas y a recoger el dibujorealizado con tanta ilusión por elrecluso, agradeciéndoselo efusivamenteen nombre del papa.

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105. ¡Eh, que soy yo!

Hacía poco que había sido elegidopapa. Un día regresaba de san Juan deLetrán en donde había inaugurado elcurso del seminario. De repente, pidió asu chófer, el buen Gusso, que le llevaraa casa del director de la Academia,monseñor Passolini, que se encontrabaenfermo en cama.

El enfermo, al verlo entrar, creyóestar soñando: ¡El papa en su casa! Y sequedó sin palabras, de puro asombro.

El papa se acercó pausadamente alenfermo exclamando como paradespertarlo:

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—¡Eh, que soy yo!Y tendió los brazos al viejo amigo

con toda la naturalidad del mundo.Luego se pusieron a hablar de susrecuerdos.

106. Escriba solamente: elpapa ha dicho

Al poco tiempo de ser elegido papallamó al director de L’OsservatoreRomano, que no era otro que el condeGiuseppe della Torre. Hacía doce añosque no pisaba el conde la biblioteca delpapa. Se sentía, pues, emocionado con

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el gesto del nuevo papa. El papa Juan seofreció a colaborar con él en todo lorelativo a la prensa vaticana. Le rogóque lo tuviese al tanto de cuanto leinteresase.

Antes de despedirse, le dio elsiguiente consejo, que resultaba casi unmandato. Le dijo, muy serio, que cuandotuviese que escribir algo sobre el papa,sobre él, evitase expresiones solemnescomo «hemos decidido» o «hemosescuchado de sus augustos labios» o «SuSantidad se ha dignado», cosas así conmucho énfasis y autoridad.

—Escriba sencillamente: «el papaha dicho» o «el papa ha hecho». Sólo

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eso, basta.Ni que decir tiene que a partir de

aquel instante quedaron desterradas lasexcesivas palabras cuando se refería alpapa.

107. Espero no darle muchotrabajo

Le gusta encontrarse con la gente desu entorno, tomar contacto humano consus servidores por humildes que sean.

Un día pide que le presenten alcomandante de la guardia suiza, RobertNunlist, a quien tenía mucho interés en

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conocer. Después de conversar un largorato con él afablemente, le bendice yañade:

—Espero, señor comandante, nodarle a usted demasiado trabajo.

Frase, acompañada de una sonrisa,que conquistó el corazón del jefe de laguardia suiza.

108. Como un seminaristacastigado

Una de las cosas que menos podíasoportar, recién elegido papa, era eltener que estar solo en las comidas. Así

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lo determinaba y exigía el protocolopontificio.

Él se lamentaba diciendo a susíntimos:

—Parezco, en el comedor, unseminarista castigado.

Otras veces, más serio, argumentabaasí:

—He leído el evangelio con grandetención y no he encontrado porninguna parte escrito o insinuado que elpapa tenga que comer solo. Además, aJesús, como todos sabemos, le gustabacomer en compañía, luego…

Su razonamiento era perfecto. Poreso nunca comía solo: o se hacía leer

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algo durante la comida o invitaba a laspersonas más insospechadas, a vecesmuy humildes. Todo, menos comer soloo en silencio «como un seminaristacastigado».

109. Es mejor que se muera

El 25 de diciembre fue a visitar elhospital del Niño Jesús para niñosenfermos. El 26 fue a la cárcel romana«Regina Coeli».

Visita polémica ésta: se oponenalgunos de los cardenales. Otros lereplican que las cárceles no están

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hechas precisamente para verlas unpapa.

Al final, como siempre, se salió conla suya diciendo tajantemente:

—¡Pero si yo también soy el pastor yel padre de esas almas extraviadas!

Todos se callaron ante tan poderosoargumento. Fue entonces cuando selamentó ante alguno con esta frase, quemás tarde repetirá en el concilio a unosobispos:

—Si el papa no puede hacer depapa, es mejor que se muera.

110. Igual que un sátrapa

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persa

Habiendo vivido toda su vida comoun prodigio de naturalidad y sencillez(se conserva una fotografía encantadora,cardenal ya, en la que se le ve vestidosencillamente de calle, sosteniendo uncigarrillo en la mano derecha), no seacostumbraba a lo exótico ni en elvestido ni en los modales.

Porque desde joven repudiaba lomajestuoso y solemne, no le gustabatampoco ir vestido de papa, con tantaampulosidad, majestad y pompa.

Le caían igualmente mal laslarguísimas ceremonias oficiales,

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cargadas de anotaciones y normasprotocolarias, así como las complicadasvestimentas que tenía que llevar enellas.

Cuando tenía ocasión de lamentarsede ello, lo hacía, compungido,exclamando:

—¡Si es que voy vestido igual que sifuera un sátrapa persa!

¡Él, tan campesino en el fondo, tanlibre y espontáneo como un traviesopajarillo de su tierra!

111. Una lista deindulgencias… incompleta

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En una de las primeras audienciasque concedió como papa, unos fieles lepresentaron algunos rosarios con el finde que se los bendijese.

Uno de ellos le preguntó:—Santidad, ¿nos concederá, cuando

lo recemos, todas las indulgencias?El papa le respondió con una media

sonrisa:—Sí, claro, todas. Os las concedo

todas.Luego se detuvo un instante como

para pensar y añadió:—Bueno, quiero decir, todas las que

puedo conceder, que aún no sé cuálesson. Todavía no me ha dado tiempo de

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aprenderme la lista de todas. Noolvidéis que me encuentro desentrenadoen esto de ser papa.

Se sonrió ampliamente, ahora sí, yse los bendijo con toda naturalidad.

112. De «contadini» a«conti»

A los pocos días de haber sidoelegido papa, se le ocurrió a un altomiembro de la curia romana sugerirle aJuan XXIII:

—¿Por qué no concede su santidadun título nobiliario a sus hermanos?

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(Campesinos [«contadini»] de todala vida, seguían cultivando la tierra conla mayor sencillez aun con su hermanoen el solio pontificio).

Ante esta propuesta, por otra partenatural y tradicional, el papa,disimulando su estupor preguntó:

—¿Y qué título les daríamos,monseñor?

—No sé, —siguió el de la idea—, elde condes o marqueses…

El papa se echó a reír y añadió:—¿Se imagina, monseñor, a unos

campesinos vestidos de frac y llenos decondecoraciones? Además, ya están muycerca de la nobleza que pedís: ya son

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casi condes («conti», en italiano) puesson «contadini».

Ingenioso juego de palabras y airosasalida.

113. Capitán y sargento

La gendarmería pontificia es uncuerpo de gente sencilla de Roma alservicio del papa. No tiene laimportancia y solera de la guardia noblesuiza.

Un día se cuadra ante el papa unoficial de la gendarmería con su vistosouniforme. El papa se para y le pregunta

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con naturalidad:—¿Y usted quién es?—Soy el capitán de la gendarmería,

para servir a su santidad.Y el papa, zumbón y sonriente, le

responde:—Pues yo sólo llegué a sargento

Roncalli en la primera guerra mundial.Sargento y capitán.

114. Obispo de Roma

El papa Juan estaba convencido deuna cosa: que no podía estar prisioneroen el Vaticano, como sus antecesores.

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Visitaba cárceles, orfanatos,parroquias de Roma… Algún monseñorde la curia le indicó que no eraconveniente ni era costumbre que unpapa saliese tanto del Vaticano.

A lo que le contestó muy serio estavez:

—¡Cómo! ¿Es que acaso no soytambién el obispo de Roma? ¡Sólofaltaría que el obispo no pudiese visitarsu diócesis cuando quisiese!

Argumento sencillo, elemental ycontundente.

115. Prometo no

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escandalizar a nadie

El papa solía pasear por los jardinesvaticanos como era costumbre ytradición. Cuando lo hacía, tambiénsegún una antigua norma, despejaban devisitantes y turistas el balcón central dela cúpula de san Pedro, el más alto ydesde donde se divisaban los hermososjardines del Estado pontificio.

El papa Juan, a los pocos días de suelección, observó la ausencia de genteen el referido balcón, siempre atestadode turistas.

Un día llamó al responsable y lepreguntó sin más:

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—¿Qué sucede? ¿Por qué no va lagente a mirar desde el balcón de arriba?

—Es para que no vean a su santidaden los jardines paseando, explicó.

El papa esta vez casi se enfada conla explicación.

Añadió:—Pero, bueno, ¿es que estoy

haciendo algo malo cuando paseo?Desde hoy prometo no escandalizar anadie, pero no cierren el balcón, porfavor.

Ordenó que no prohibiesen la subidaal balcón central durante sus paseos.Prefería incluso que le vieran en eljardín como para estar más cerca de la

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gente. De esta sencilla manera quitó otrade las costumbres ancestrales delpequeño Estado pontificio.

116. ¿Por qué mebuscabais?

No podía ni quería quedarse quietoentre las murallas del Vaticano como unpajarillo en jaula de oro. Necesitaba lalibertad. Era activo y sociable pornaturaleza. Sus escapadas comenzaron ahacerse famosas: solo, sin escolta, sinavisar ni consultar a nadie, tan sólo alconductor de su coche, el bueno de

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Gusso.Una de las salidas más sonadas fue

la de cierta tarde.Corrió la noticia por el Vaticano y

por la ciudad de Roma: ¡El papa hadesaparecido! Se avisó al ayuntamientode Roma y hasta a la policía. Nadiedaba con él ni sabía nada al respecto.

Finalmente lo encontraron en unasilo para sacerdotes ancianos de Roma.Allí se encontraba charlandoanimadamente con ellos, cómodamentesentado en una mecedora, como si talcosa, como si no tuviese que atender anadie más que a aquellos colegas deministerio tan necesitados de una visita

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así.Al ver la sorpresa de quienes le

encontraron los miró comopreguntándoles lo que el niño Jesús asus padres entre los doctores: ¿por quéme buscabais? Tengo que ocuparme delas cosas de mi ministerio.

117. Un desastre entelevisión

Su profunda humildad y sinceridadle llevan hasta reírse de sí mismo.

En Venecia, siendo patriarca ycardenal, se le ha visto en tiempos de

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elecciones con la papeleta, entrando enuna cabina para votar como cualquierotro ciudadano.

Al ser elegido papa cuentan que undía, viéndose en el espejo, se reía de sufigura y decía:

—¡Dios mío, este hombre que soyyo, con estas orejas tan grandes y estanariz tan ganchuda, va a salir hecho unadefesio cuando salga por televisión!

118. Como un papa

Era humano, sencillo, sincero, sindoblez ni doble intención en sus

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palabras a no ser que fuera comoevasión mental o salida ocurrente. Era lanaturalidad en persona, y se veía en losdetalles más nimios: llevaba vino a loscarpinteros si se acercaba a lacarpintería, preguntaba cómo funcionaba«aquello» si visitaba la emisoravaticana o sacaba el pañuelo y sesonaba tranquilamente la nariz —dicenquienes lo presenciaron— comocualquier hijo de vecino que tuviesenecesidad de ello.

Como era así de «natural» yespontáneo, una mañana, reciénlevantado, a los pocos días de serelegido papa, le preguntó don Loris, su

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eficiente secretario:—¿Qué tal ha dormido su santidad

esta noche?Él, sin pestañear, con toda

sinceridad le contestó muy feliz.—Estupendamente, don Loris, como

un papa, hijo, como un papa.

119. ¡Amo la vida!

Al ser elegido papa, tras las luchasprimeras por su aislamiento y soledad,pronto empezó a sentirse como siempre,o sea, padre de todos y como élanhelaba ser: «párroco rural» del mundo

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entero. Con todos hablaba, por todo seinteresaba, y con quienes más gozabaera con la gente sencilla, especialmentesi era campesina.

Por eso se desahogaba así con unoshumildes campesinos venidos a visitarleun buen día:

—Rezad por el papa, porque,dejádmelo decir, espero vivir muchotiempo. ¡Amo la vida!

Y se lo decía precisamente aaquellos sencillos labriegos. ¡Qué granfe tenía en la gente y qué hermoso actode fe en cuanto existía, en la Vida!

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120. Un vestido de primeracomunión

Los detalles del papa Juan llegabana las cosas más nimias y elementales. Undía le escribe una niña de Segoviacontándole que va a hacer la primeracomunión y no tiene vestido blanco,porque son muchos hermanos y su padreno tiene dinero para comprárselo.

La carta llega al Vaticano. A lospocos días la niña segoviana recibió unacarta en nombre del papa en la que se lecomunicaba que se comprara el vestidoque desease, que lo pagaba con muchogusto el papa y, además, añadía, el papa

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costearía el viaje a Roma del padre y dela niña a fin de que conocieran enpersona al vicario de Cristo.

Cuando fueron a Roma el padre y laniña, el buen papa Juan se volcó encariño con la pequeña, que rebosaba defelicidad.

121. Gajes del oficio

Pequeña anécdota con cierto tintemelancólico. Dijérase que sus ansiasvitales de libertad, de vivir y dealegrarse, estaban como aprisionadaspor la dureza de su cargo, como si

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envidiase la libertad de los trotamundos,los payasos.

En cierta ocasión concedió unaaudiencia a los integrantes de un famosocirco. Al despedirse de ellos, consonrisa apagada, lo hizo con estaspalabras:

—Volved a verme cuando queráis,porque desgraciadamente yo estaré aquísiempre.

En ese «desgraciadamente» oculta eltormento de no poder moverselibremente. Se lamentaba de los «gajesdel oficio».

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122. Yo sólo me llamoAngelo

En cierta ocasión le presentaron a unniño en una audiencia. Acariciándole lacabeza con ternura le preguntó:

—¿Cómo te llamas, niño?—Me llamo Arcangelo, contestó

vergonzoso.El papa, maravillado del nombre,

sonriéndole para darle confianza,añadió:

—¡Oh, que bello nombre! Mira, yosólo me llamo Angelo, de modo que mehas ganado.

Sonrió divertido el niño, mientras el

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papa le cogía la mano con ternura.

123. Consejo a unoscapuchinos

Veraneaba en Castelgandolfo. Enuna de sus salidas en coche se cruzaroncon dos capuchinos que iban andando.Mandó parar el vehículo y les preguntóque hacia donde se dirigían.

—Santidad, vamos a predicar.—Bien, bien, seguid predicando,

que a vosotros todavía se os hace caso.

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124. Conviene hablar de losniños

Seguían en la curia romana sinentender algunos de sus «gestos», tantocon la gente sencilla como con los altospersonajes.

Una de las visitas más polémicaspor la audacia que suponía en él, fue ladel director de «Izvestia», Adjubei,yerno del presidente de la URSS,Kruschev, y de su esposa Rada.

Los recibió como a un matrimoniomás, con toda naturalidad.

Muchos se escandalizaron. Esto lehizo sufrir.

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Un día se desahogó con el cardenalMarty, arzobispo de París:

—Mire, yo sé que muchos se hansorprendido por esta visita del yerno deKruschev y algunos quedaron afligidos.Yo me pregunto: ¿por qué? Tengo querecibir a todos los que llaman a mipuerta. Los recibí y hablamos de losniños, de sus hijos. Conviene siemprehablar de los niños, ¿sabe? Yo veía quela señora Adjubei lloraba. Le regalé unrosario.

Clara y elemental explicación.Naturalidad y sinceridad.

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125. El primer día se hizo laluz

En su obsesión por la unidad detodos los cristianos, hay que enmarcaresa anécdota del yerno de Kruschev,Adjubei, cuando le concedió laaudiencia que solicitaba.

Primero recibió a la hija deKruschev, preguntándole, aunque ya lossabía, los nombres de sus hijos, porque«los nombres de los hijos suenan de unamanera especial en labios de susmadres».

Luego recibió a su marido, el cualtras los saludos protocolarios le

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preguntó:—Santidad, ¿cuál es el camino que

han de seguir nuestros mundosseparados para encontrarse, conocerse yal fin amarse?

Juan XXIII le contestó serenamente:—Usted como periodista conoce la

Biblia y sabe que Dios creó el mundo enseis días. El primero de ellos dijo:«Hágase la luz». Y la luz se hizo.Estamos todavía en el primer día, señorAdjubei, dejemos que Dios haga elresto.

126. Desentumeciendo las

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piernas

Le aburría la soledad y el estarsequieto. Se le podía encontrarinesperadamente en el lugar másinsospechado. Un joven repartidor deleche contó que una mañana deprimavera, bien temprano, lo habíaencontrado haciendo molinetes con subastón en uno de los puentes del Tíber.

Volvía un día de Castelgandolfo, ensu viejo coche «Hispano» de lostiempos de Pío XI, porque su «Cadillac»se había estropeado.

De pronto, mandó al chófer queparase un momento.

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Ante la mirada sorprendida del buenconductor, Gusso, el papa le explicó:

—Es que quiero desentumecer unpoco las piernas.

Y sin más bajó del coche y se puso apasear por el arcén con toda naturalidad.Tras un rato de paseo, se sentótranquilamente en el ribazo de la cunetacorrespondiendo con la mano y unasonrisa a los automovilistas que loreconocían y lo saludaban.

¡Un papa sentado en el ribazo de lacarretera! Así era de sencillo el buenpapa Juan.

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127. San José no llegó amonseñor

Un día de san José predicaba a loscardenales en la misa. Se le fue el santoal cielo y empezó a hablarles de lo quemás le conmovía y preocupaba enaquellos momentos: la convocatoria deun concilio.

De pronto cayó en la cuenta, ya alfinal, de que no había hecho ningunareferencia a san José en el día de sufiesta. Ni corto ni perezoso lo arregló enun santiamén con una de susgenialidades. Les dijo:

—Hoy es san José y no he dicho

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nada de él. ¿Qué os diría yo de este gransanto? Fijaos sólo en una cosa: fue tanhumilde que ni siquiera lo hicieronmonseñor.

128. Ni nervios ni dolor dehígado

En una como rueda de prensa unperiodista se aventuró a preguntarle poraquella serenidad, imperturbabilidad,aquella alegría, en fin, que emanaba desu persona.

Le respondió con toda sencillez:—No sufro ni del hígado ni de los

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nervios, gracias a Dios. Por eso meencanta la compañía y me hace felizverme rodeado de gente.

Otro periodista, animado por larespuesta, le interrogó sobre el secretopara ser un buen diplomático como élhabía sido, sobre todo en Francia.

La respuesta fue:—Para ser un buen diplomático no

hay sino dos soluciones: ser mudo comoun topo o locuaz hasta el punto de quelas conversaciones no tengan yaimportancia. Y yo, como buen italianoque soy, prefiero el segundo sistema.

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129. Un rosario por losciegos

Su espontaneidad brota de la bondadde su corazón, que se conmueve por losmenores detalles.

El 26 de agosto de 1961 asisten a laaudiencia general un grupo deexploradores ciegos venidos de París.

Se conmueve cuando se lospresentan y, sin que nadie se lo pida, lespromete rezar por ellos desde esemismo día la tercera parte del rosariodiariamente (lo reza completo cada día,con los quince misterios), hasta que…otros vengan a pedirle que la rece por

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ellos, añade.

130. No soy nada más que elpapa

Conocía muy bien sus limitacionescomo papa. Nada de ser eltodopoderoso y excelso personaje encuyas manos residía todo y todo lopodía conceder.

Cierto día se le presentó una personatratando de conseguir de él un favor detal calibre que dudaba poder hacerlo.Con mucha diplomacia y esbozando unaligera sonrisa le contestó con jovialidad

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pero sin herirle:—No olvide que yo no soy más que

el papa.Dándole a entender que su poder era

limitado y que había cosas tambiénimposibles para el papa.

131. La caricia del papa

Sentía debilidad por los niños. Enuna ocasión se despedía así de los fielesque le escuchaban en la plaza de sanPedro:

—Cuando volváis a vuestroshogares, abrazad a vuestros hijos en mi

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nombre. Decidles de mi parte que es lacaricia del papa.

132. Un vaso de vino con losreclutas

Cansado quizás del necesario tratocon altas personalidades y de tanto lujoy protocolo, buscaba a veces el calornatural y espontáneo de la buena gentedel pueblo y de los más humildes.

Se lo decía un día al ex-presidenteinternacional de la JOC, MaioneRomeo:

—Esta mañana he recibido a los

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cardenales y a los diplomáticos. Peroesta tarde he pedido a los nuevosreclutas de la guardia suiza que vengan abeber un vaso de vino conmigo, paraconocernos y tratarnos un poco. De estemodo pasaré un rato con hombrescorrientes, que no tienen otro título queel de seres humanos e hijos de Dios.

133. Ni complicar nisimplificar

Era famosa la rapidez y lucidezmental con que resolvía con pocaspalabras a veces preguntas de difícil

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respuesta. Tenía una solución optimistay vitalista para todo, sin agobiarse nilamentarse por cuestiones y problemas aveces graves. Una gran serenidad deespíritu.

Alguien, un día, impresionado poresa lúcida rapidez en las contestaciones,le preguntó en dónde residía su secreto.

Rápidamente, como siempre, loresumió en esta corta y enjundiosarespuesta, que es una especie deoración:

—Doy gracias a Dios por lo que meayuda a no complicar las cosas simplesy a no simplificar las complicadas.

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134. El último de la clase

Habían transcurrido algo más de dosaños desde su elección al pontificado,cuando recibió, en noviembre de 1960,al presidente de los Estados Unidos,Eisenhower.

La audiencia tuvo un carácterprotocolario inicialmente: discursos deambos, intercambio de regalos. Peroenseguida saltó la originalidad del papaJuan. Su discurso había sido en francés,que hablaba perfectamente, pero conunas palabras en inglés al comienzo y alfinal. Le felicito el presidente por ello:

—Su santidad habla muy bien el

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inglés.El papa Juan se limitó a responderle

con espontaneidad:—Asisto a clases nocturnas de

inglés, señor presidente, pero, a pesarde mi interés y esfuerzo, me cuestaaprenderlo. Creo que soy el último de laclase.

135. Yo soy José, vuestrohermano

El 17 de octubre de 1960 recibió enaudiencia a cerca de doscientosdelegados del movimiento «United

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Jewis Appeal» de Estados Unidos.El encuentro fue conmovedor. Les

abrió los brazos ampliamente, comoqueriéndolos abrazar a todos, ydiciéndole lo que José, el hijo de Jacob,dijo a sus hermanos al reencontrarlos enEgipto siendo él ya un alto personaje dela corte:

—Yo soy José, vuestro hermano.Con este saludo entrañable y breve

quería eliminar las posibles barrerasideológicas que le distanciaban delmovimiento visitante.

136. Enrique, no des este

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vino a nadie

En sus paseos por los jardines delVaticano, se encontró un día con uno delos empleados de la bodega, que teníapor misión ordenar las botellas por suantigüedad. Al ver al papa no tuvo otraocurrencia que invitarle con mediovasito de un vino escogido con cuidado.

El papa Juan, que procedía defamilia viñadora y conocía bien elpercal, hizo un ceremonial previo muylentamente, antes de catarlo: lo miró altrasluz para admirar su transparencia,olió el aroma, apretó la copa parapercibir su tibieza y, finalmente, probó

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un sorbo del vasito que le ofreció elempleado. Nada más probarlo hizo esteencendido elogio del vino ofrecido:

—Mira, Enrique, no des este vino aningún sacerdote que se acerque poraquí. ¿Sabes por qué? Porque losmonseñores se lo llevarían para susmisas y alguno estaría dispuesto acelebrar cuatro o cinco misas cada día.

137. ¿Cuántos hijos tieneusted?

Un día recibió al personal queadministraba el patrimonio vaticano.

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Habló con ellos, tratando deconocerlos un poco más, haciéndolespreguntas de todo tipo sin olvidar losproblemas económicos.

Le presentaron a uno de ellos, padrede familia numerosa.

—Veamos, veamos, ¿cuántos hijostiene usted?

—Catorce, santo padre, catorce ytodos sanos y hermosos.

—¡Catorce! —repitió el papasoñando—. ¡Y todos con buena salud!

—Todos, santidad, todos, gracias aDios.

El papa se acercó más a él, le miró alos ojos con honda ternura y exclamó

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jubiloso:—¡Bravo, bravo catorce veces! Ha

batido usted el récord, pues les haganado a los mismísimos apóstoles deJesús que sólo fueron doce.

Quizá pasó por su mente su tambiénnumerosa familia de Sotto il Monte, a laque tanto adoraba.

138. Dejadlos tranquilos yen paz

Esta vez saldrá en defensa de losniños y de la gente joven. VisitabaSubiaco, la cueva en donde vivió un

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tiempo san Benito, patriarca deoccidente, antes de asentarse enMontecassino.

El gentío lo desbordaba todo. Losmonjes no podían con la muchedumbre ylo que más les dolía era la invasión dechiquillos que se encaramaban en lariquísima y artística sillería del coro,para contemplar mejor al papa.

Él, observándoles bien, parecíadisfrutar con el espectáculo de los niñoscuriosos e inquietos.

Hasta que no pudo más y, entre felizy autoritario, como Jesús al encararsecon la gente, dijo a los monjes quetrataban de poner orden:

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—Dejadlos tranquilos y en pazdonde están. Seguro que su concienciaestá todavía pura y limpia.

139. ¿Habéis comido ya?

El papa Urbano III, en 1623, habíadispuesto que el papa comiese solo.Disposición que se cumplió hasta lostiempos de Pío XII.

Juan XXIII, sin embargo, como yasabemos, se aburría comiendo solo ysiempre invitaba a comer con él, puesdecía que era incapaz de aguantaraquella soledad y estar «como un

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seminarista castigado».Dos electricistas arreglaban unos

cables, justamente debajo de la ventanadel papa. Los dos hombres temíanmolestarle con sus martillazos. Seacercaba la hora de la comida.

En esto, apareció en la ventana lafigura del papa y temieron lo peor, queles riñese por el ruido. Pero, ante susorpresa, sucedió todo lo contrario.

—¿Habéis comido ya?—No, santidad.—Pues entonces, esperad un

momento.Avisó inmediatamente para que

pusiesen dos cubiertos más, porque tenía

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invitados. Y para evitar dificultades conlos guardias les invitó a que entrasenpor la ventana abierta.

Llegada la hora comieron los tres.Al terminar les dijo:

—No salgáis por la puerta, pues losguardias os marearían a preguntas. Yocreo que es mejor que salgáis por dondehabéis entrado.

140. Quiero ser bueno

Su secretario, don Loris Capovilla,que dio varias conferencias sobre JuanXXIII después de su muerte, contó el 17

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de enero de 1959 en Venecia que elpapa Roncalli repetía muy a menudo ysobre todo en ocasiones difíciles estaspalabras:

—No me importa lo que piensen ydigan de mí, que yo llegue tarde o nollegue. Debo ser fiel a mi propósito atoda costa: quiero ser bueno, siempre ycon todos.

141. ¡El papa duerme muybien!

Uno de sus mayores encantos era lanaturalidad con que hablaba y el hacer

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las cosas más elementales sinaspavientos y como cualquier humano:limpiarse la nariz ante el cuerpodiplomático o titubear, anciano comoera, al subir una empinada escalera.

En una audiencia a campesinos sesentía feliz entre ellos y les confesaba:

—Os digo un secreto: si el buenDios no me hubiese hecho papa, mehubiera gustado ser campesino comovosotros.

La gente sencilla de unaperegrinación se quedaba asombradacuando les contaba con la mayornaturalidad:

—No creáis que el papa pasa las

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noches insomne y sin dormir. No, no, ¡elpapa duerme muy bien!

¡Cómo no iba a conquistar loscorazones de la gente sencilla con estahumanidad!

142. Dios mío, ¡quétormenta!

En noviembre de 1959, al año de serpapa, recibía en audiencia a un grupo demujeres de Acción Católica. Lo primeroque les contó, antes del habitualdiscurso, fue la tormenta de la nocheanterior con estas palabras:

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—¿Habéis oído la tormenta de lanoche pasada? Dio mío, ¡qué tormenta!,¡qué espantosos truenos y relámpagos!

La tormenta, según contaban losperiódicos de ese día, había sido fuerade serie: árboles derribados, cornisasdesprendidas, sirenas de los bomberosdurante toda la noche…

Y proseguía:—Creedme, queridas hijas, también

el papa ha sentido miedo esta noche.Salté de la cama y me puse a rezar laletanía de los santos hasta que se me fuepasando el miedo. Luego, ya repuesto,me he vuelto a dormir, y no conpesadillas sino hasta con sueños

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agradables.Resultaba entonces realmente

inimaginable que un papa contara contanta llaneza y verismo una noche detormenta.

143. Quiero ser papa comousted

No pasaba ante la multitud demanera hierática y solemne, con aires depapa. Hablaba con unos y otros conencantadora naturalidad.

Entre la multitud que se apiñabapara verle había un niño de aspecto

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inocente. Se acercó a él y, después deacariciarle levemente el rostro, lepreguntó:

—¿Cómo te llamas, hijo?—Igual que usted, Juan.—Y ¿qué te gustaría ser de mayor?—A ser posible, papa, como usted.Al oír estas palabras se quedó un

tanto triste y pensativo. Luego añadió:—Piénsalo mucho, hijo. El ser papa

es una vida de sacrificio.Y se separó del muchacho con cierta

melancolía, al igual que Jesús del jovenrico del evangelio.

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144. Haga usted lo mismo, yya verá

Recibía en las audiencias a grancantidad de obispos. La mayoríacargados de años pues no existía aún lajubilación a los 75 años, como ahora.

Los obispos, agobiados por sustrabajos, se desahogaban con el papacontándole sus problemas y dificultades,su cansancio en el cargo. Él trataba deanimarlos a seguir en la lucha hasta elfinal, o sea, hasta la muerte.

A uno de ellos, después de oírlecontar sus penas y decaimientos, lerespondió:

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—Mire, hermano, sé muy bien lo queusted padece porque yo, muchas veces,he sentido lo mismo que usted: un grancansancio. Cuando esto me sucede,busco refugio en la oración y quedoconsolado. Mire, una vez, mientrasrezaba, descorazonado, me pareció oíruna voz que me animaba diciéndome:«Angelo, no te tomes la vida tan enserio». Hice caso a la voz y, a partir deentonces, me llené de tranquilidad ysosiego. Haga usted lo mismo, y ya verá.

145. Demasiadas cuartillas

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Un día recibió en audiencia a undiplomático árabe, que había preparadoun buen rimero de cuartillas, todas ellasdedicadas a agradecer al papa suinmensa labor en Oriente medio siendodelegado apostólico en Bulgaria,Turquía y Atenas.

El papa Juan, al ver sacar aldiplomático las cuartillas dispuesto aleerlas, le sonrió y muy afablemente ledijo:

—Mire, excelencia, ¿no le parecemejor que enviemos las cuartillas asecretaría para poderlas leer allí másdespacio?, ¿sabe por qué se lo digo?Porque entre su discurso y el mío de

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contestación, no nos va a quedar tiempopara hablar de las cosas que nosinteresan más que los discursos.

Al inteligente diplomático le parecióbuena la idea, entregó sus cuartillas alayudante del papa y se pusieron a hablarlos dos de corazón a corazón.

146. Con los gordos todos semeten

En cierta ocasión recibió enaudiencia a la banda de la guardiapalatina, encargada de su custodia.

Fueron pasando ante él los músicos

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con sus vistosos uniformes y con susbrillantes instrumentos. A él le llamó laatención el timbalero, o sea, el quetocaba el timbal, quizá porque eranotablemente gordo.

Tras los honores rituales, se puso ahablar con ellos, preguntándoles sobrelas más variadas cuestiones: hijos,familia, sueldo, oficio… Por todo. Alacercarse al timbalero, le dijo con unasonrisa cómplice:

—A usted ya se ve que le va biencon el instrumento. De tanto tocar eltimbal se le ha ensanchado el cuerpo.Pero no se apure por eso, que connosotros, los gordos, todo el mundo se

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mete.Lejos de apurarse por aquella frase

sobre los gordos, el timbalero se animóa responderle:

—Santidad, yo creo que el ser gordohace simpático.

—Eso creo yo también, ratificó elpapa Roncalli.

147. La niña que emocionóal papa

Viene de Estados Unidos. Tieneocho años y está desahuciada, enfermade leucemia. Va vestida de blanco,

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como el día de su primera comunión. Lequedan pocos meses de vida y haquerido ver al papa antes de morir.

Llegada ante él, se incorpora en lasilla de ruedas y se pone de pie condificultad, muy débilmente. El papa alverla en ese estado, se emociona.

Le pregunta su nombre. Se llamaKatherine Hudson.

El papa le habla de otra Catalina queél conoció mucho y le hizo de madredurante un tiempo, pero que ya habíamuerto.

Le regala un rosario, una medallagrande y hermosa y una foto suya.

Terminada la audiencia, él se acerca

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de nuevo, le acaricia el rostro y le diceenternecido:

—Katherine, reza por mí.

148. Unas gachas malcocidas

Un día fueron a visitarleseminaristas de medio centenar depaíses. Comieron juntos. El papa noolvidó pasar a agradecer a los cocinerosla buena comida que habían preparado.

Y les contó sus escarceos con lacocina, no muy brillantes por cierto.

—Mi madre me encargó una vez que

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vigilase las gachas, que estabancociéndose. Tenía que retirarlas cuandococieran lo suficiente. Pero ¿qué hice?Apenas vi aparecer la primera burbujalas retiré inmediatamente. Total, queaquel día la comida fue un desastre.Desde entonces mi madre me encargabalo imprescindible.

149. Usted figúrese que nosoy el papa, vamos

Cuando monseñor Roncalli fueelegido papa, a su ayudante de cámarade tantos años, Guido Gusso, le costaba

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mucho figurárselo en tan alto puesto.Apenas lo veía, se echaba de

rodillas a sus pies para decirle lo quefuese. Además, como era ya mayor, lecostaba levantarse.

El papa veía todo esto, recordabasus raíces campesinas y no considerabaaquello ni justo ni humano en un antiguoy fidelísimo servidor. Por eso, apenascaía en tierra el bueno de Guido, seapresuraba a decirle sonriente:

—Levántate, hombre.Pero el viejo ayuda de cámara se

olvidaba y volvía a las andadas, sinhacerle caso. No podía contenerse y ledecía al papa:

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—Perdóneme, pero una fuerza muygrande me lleva a hacerlo.

El papa se puso serio un día y leamenazó así:

—Mire, Guido, si continúaportándose así, cayendo de rodillas encuanto me ve, le tendré que despedir ybuscar a otro. Usted figúrese queestamos todavía en Venecia, que no soypapa, vamos.

150. Un secretario gordo yun obispo delgado

En una ocasión recibió en audiencia

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a un obispo bastante enclenque ydelgaducho, que contrastaba con susecretario rollizo y más bien tirando agordo.

Dentro del clima de cordialidad queél sabía crear magistralmente, se fijó enel físico de ambos visitantes y no pudocontener la ocurrencia. Siempresonriente y divertido esta vez, les dijo:

—Usted, monseñor, conviene queengorde un poquito más.

Luego, dirigiéndose al secretario,añadió:

—Y usted, en cambio, señorsecretario, conviene que disminuyatambién un poquito.

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151. Carta al cielo

Es Navidad. Un niño italiano depocos años, Esteban Paolucci, deCesena, escribe una carta con lasiguiente dirección: «Al Niño Jesús, enel cielo». Tampoco se olvida de meteralgo de dinero en ella para que secompre un juguete.

Los carteros al leer el destinatariodeciden enviársela al papa Juan.

Desde el Vaticano, cuando llega, lecontestan al niño así:

—Tu hermosa carta al Niño Jesús noha llegado al cielo, porque estádemasiado lejos, como tú sabes, pero sí

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ha llegado al papa, su vicario en latierra. El papa Juan ha leído tu carta y teenvía su bendición especial, para quecrezcas bueno y aplicado.

152. Merendando con unostapiceros

Un día, cuando regresaba de unaaudiencia, encontró a unos tapiceros quetrabajaban en su habitación. Después desaludarlos cordialmente los invitó amerendar con él.

De ninguna manera quisieronhacerlo. No se atrevían, por más que él

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insistiera. Finalmente, tras muchoinsistirles, consiguió que aceptasentomar la merienda en una habitacióncontigua a la suya.

Solía decir que estas invitaciones alprimero que se encontrase eran laexpresión práctica del «amaos los unosa los otros».

153. No me he enteradomucho, pero no importa

Entre las numerosas audienciasconcedidas a toda clase de organismos,una de ellas fue a la EURATON

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(Organización europea para el usopacífico de la energía atómica).

Uno de los altos jefes de dichoorganismo explicó al papadetenidamente y con lenguaje técnico losfines de dicha organización y sufinalidad pacífica.

El papa le escuchaba con enormeatención y naturalidad. La sorpresa fueal terminar sus explicaciones el altoejecutivo pues, en las palabras decontestación a su exhaustiva exposición,el papa se expresó de esta maneratotalmente sincera:

—Gracias por sus palabras, aunque,si he de ser sincero, no he entendido

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apenas nada. Tampoco anoche entendílas aclaraciones que me dio misecretario sobre el tema. Pero esoimporta poco. Me basta saber que seishombres de bien se pueden sentar a unamesa para interesarse por la paz. Paraellos va mi bendición.

154. De oficio: taparagujeros

Le encantaba, siendo papa, como lehabía sucedido en cargos anteriores,«compartir responsabilidades» orepartir cargas y cargos. Se lo decía a un

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diplomático:—Aquí todo lo que tengo que hacer

es decidir y casi tampoco porque en lamayoría de los casos ya viene decidido.

A otro embajador le explicaba estomismo con más humor y expresividad:

—Dicen que he realizado muchascosas, pero en realidad he hecho muypoco. Me he limitado simplemente apreguntar quién era el responsable de talasunto y cuando se me decía que elpuesto se encontraba vacante, lo hellenado. Me he limitado, pues, en mioficio a tapar agujeros.

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155. Una bendición por elaire, no

Regresaba un día al Vaticano con susecretario después de haber visitado unasilo de ancianos y de haberlesobsequiado con pequeños regalos. Alpasar por delante de una casa, elsecretario, señalándosela, le dijo:

—Santidad, en esta casa vive elprofesor Lolli, redactor deL’Osservatore Romano. Tiene a sumujer muy enferma. ¿No podría enviarleuna bendición?

El papa le contestó inmediatamente:—Es difícil mandar una bendición

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por el aire, don Loris. ¿No es mejorllevársela personalmente?

A los pocos minutos, sin avisar,como tantas veces hacía, estabanllamando a la puerta del redactor parallevarle la bendición en persona.

156. Hermano leoncito

Las audiencias a gentes de todos loscolores eran frecuentes y algunas másque pintorescas.

En cierta ocasión le visitó un circoambulante compuesto por unasdoscientas cincuenta personas entre

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caballistas, payasos, acróbatas,domadores… Como cosa curiosa lepresentaron un cachorro de león,llamado «Dolly», que el papa acaricióaunque sin mucho convencimiento.Luego le habló, como si de una personase tratase, diciéndole que tenía queportarse bien, añadiendo con excelentehumor:

—Aunque yo sólo estabaacostumbrado al pacífico león de sanMarcos.

Se refería, claro, al león de Veneciaque figuraba en su escudo papal.

Los dueños del circo, en vista delinterés despertado por él, quisieron

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regalárselo. Pero los ayudantes del papaagradecieron su intención.Afortunadamente.

157. El francés, así, así

Además del italiano nativo, hablababien el francés, conocía el búlgaro, elturco, el griego moderno y algo el ruso.Al cardenal Spellman de Nueva York leprometió aprender el inglés «aunquefuese en el paraíso».

En una audiencia a peregrinosfranceses, les dijo al final que el francéslo hablaba «Comme ci, comme ça». O

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sea, así, así. Esta rebaja de susconocimientos del francés hizo reír auno de ellos que lo había escuchado yque afirmó:

—El santo padre es la única personade Italia que admite que habla mal elfrancés. Y no es cierto que lo hable mal.Su francés es perfecto.

158. La superiora delEspíritu santo

Cierto da visitó un hospitalregentado por religiosas, denominadonada menos que «Archihospital del

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Espíritu santo».Al llegar, la superiora, toda azorada

y muy emocionada, besóatropelladamente su anillo doblando larodilla y toda nerviosa sólo acertó apresentarse con estas palabras:

—Santidad, soy la superiora delEspíritu santo.

Con una sonrisa ante tan originalpresentación y para templar sus visiblesnervios, le respondió entre zumbón yafectuoso:

—¡Qué suerte tiene, hermana! Yosólo he podido llegar a ser vicario deCristo.

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159. La risa de un papa y deun presidente

En 1959 le visitó el presidente deEstados Unidos, Eisenhower. Durantelos días que duró la visita aparecieronen una revista los dos personajesriéndose de muy buena gana. Pero nadieaveriguaba el porqué de aquella risacontagiosa. La gente intrigada escribía alos periódicos preguntándolo.

Al fin se supo. Se disponía el papa aleer su discurso en inglés, que constabade seiscientas palabras, y muypreparado. Antes de empezar a leerlo sevolvió el papa a Eisenhower

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comentándole algo en italiano. La fraseque le dijo fue ésta: «Ora ne senti unabella». El intérprete del presidente, queera el coronel Vernon Walter, tradujo lafrase a su aire, un poco libremente así:«Esto va a ser bueno».

Cuando el papa y el presidenteoyeron la traducción, rompieron a reírcomo si tal cosa y así estuvieron un buenrato, riendo sanamente.

Así era de ocurrente y espontáneoJuan XXIII, incluso en los momentosmás solemnes.

160. El sargento Roncalli, a

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sus órdenes

Fueron a visitarle un día un buengrupo de obispos italianos. El papa pasórevista a todos ellos a fin de quepudieran besarle el anillo del pescador,que así se llama el anillo del papa.

Al llegar al obispo ArrigoPintonello, capellán en activo delejército italiano, y que lucía las estrellasde general, el papa Juan se cuadró anteél, lo saludó militarmente mientras sepresentaba así:

—Señor, el sargento Roncalli, a susórdenes.

Monseñor Arrigo Pintonello,

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desconcertado, no sabía qué cara ponerante aquel gesto del papa entre humildey gracioso.

161. El ministro que nodormía

Se encontró un día con un personajea quien habían nombrado ministro hacíapoco tiempo. Comenzó a lamentarse conel papa de que no pegaba ojo desde quele habían nombrado para aquel cargo. Lepreguntó al papa qué le aconsejaba parapoder conciliar al menos el sueño. Él lecontestó:

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—Mire, señor ministro, voy a darleun consejo, que a mí me sirvió demucho. Me ocurría lo mismo que a ustedlas primeras noches cuando me eligieronpapa. No podía conciliar el sueño, porlos nervios, quizás. Hasta que un ángel,creo yo, me dijo una noche: «Juan, no telo tomes tan en serio». Mano de santo,señor ministro, porque a partir deaquella noche volví a dormir comosiempre: a pierna suelta.

162. De cómo hacer amigoscon una taza de té

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Una de las cosas que más legustaban era convivir y hablar conquienes trabajaban en el Vaticano,acortando distancias ancestrales.

Cierto día, concedió audiencia a laantiquísima guardia suiza, tan vistosa ensu uniforme.

Terminada la audiencia, se sirvióuna taza de té a cuantos habían asistido aella, incluido al pontífice.

Le dijo:—Todos los días nos vemos, pero

nunca tenemos ocasión de hablarnos,vosotros por disciplina a vuestros jefes,yo por el protocolo que me exigen. Yaes hora, pues, de que empecemos a

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conocernos mejor.

163. Santidad, yo soybaptista

Entre las numerosas audienciasconcedidas a personajes importantes yno tanto, recibió un día a un senadornorteamericano.

El senador se presentó diciéndole:—Santidad, yo soy baptista.A lo que el papa contestó con su

sonrisa de siempre:—Y yo soy Juan. De modo que ya

estamos completos.

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Juan Bautista, el precursor delSeñor.

164. Entre los jóvenesrebeldes

Centro de reeducación de menoresde Roma. El papa decide visitarlo,como hiciera con la cárcel, ennoviembre de 1962.

Cuando lo anunció el director aaquellos jóvenes rebeldes y marginados,no acababan de creérselo. ¡El papa connosotros!, repetían una y otra vez.Algunos hasta llegaron a confesar y

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comulgar para recibirlo en óptimascondiciones. Otros, por no decir lamayoría, se lanzaron a limpiar y adornarel centro con emoción y entusiasmo.

Llegó el papa entre aplausos de losjóvenes apiñados en torno a él. El másduro de entre ellos le leyó el discurso debienvenida. Lo que más le impresionóde sus palabras fue: «Ya sabéis, santopadre, cuánta necesidad tenemos deafecto». El papa se conmovió con estaspalabras e hizo gesto de abrazarlos atodos con su brazos.

Al contestar a las palabras debienvenida, dijo:

—Hijitos, no es menester pensar en

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el pasado. Dios lo sabe todo y todoqueda en manos de su misericordia.Pensad en el presente. El pasado ya noexiste.

165. Escapar de la jauladorada

Un día contaba a un grupo decardenales con toda llaneza, y sin perderla sonrisa, lo mal que lo pasó losprimeros meses de papa. Se lo decíaasí:

—Ya estaba señalado todo lo quetenía que hacer: pasear solo, comer solo

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como un seminarista castigado, sinpoder salir de los jardines vaticanos y,si lo hacía, todo el mundo lo tomabacomo una revolución. Ahora ya heconseguido que lo vean con naturalidad.

Por eso cuando el rector del ColegioEspañol de Roma le fue a comunicar quelas obras del nuevo colegio estaban apunto de terminarse y que esperaba quefuera a inaugurarlo personalmente,contestó:

—Estupendo, señor rector, claro queiré. Así tendré ocasión de poderescaparme un ratito de esta jaula dorada.

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166. Un hamletiano quellegó a papa

Cuentan de Juan XXIII que, aldespedir a un grupo de milaneses que lehabían visitado, les dio saludos para sucardenal, Juan Bautista Montini, yañadió:

—¿Qué hace vuestro hamletianocardenal? Ahora, cuando os vayáis,decidle de mi parte que no dude nivacile tanto, que deje de ser un pocoHamlet.

Quién le diría que poco tiempodespués, a su muerte, aquel cardenalhamletiano de Milán, Juan Bautista

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Montini, sería su sucesor y proseguiríacon firmeza y valentía el concilio que éldejó iniciado.

167. ¡Hay tanto que haceren la tierra!

Cuando lanzaron el primer cohete ala luna con el subsiguiente alunizaje enella, publicaron los periódicos la noticiacon gran realce y espectacularestitulares sensacionalistas.

Él se limitó a comentarlo con susíntimos moviendo lentamente la cabezamientras exclamaba varias veces:

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—¡Hay tanto que hacer en la tierra,hijitos! ¡hay tanto que hacer!

168. En esta gran finca de laIglesia

Cuenta José Luis Martín Descalzo enUn periodista en el concilio:

Se enteró el papa de que un amigosuyo sacerdote había sido destinado a lacuria y no le gustaba el nuevo destino.Rápidamente cogió la pluma y le trazóun programa espiritual a seguir: lavoluntad de Dios.

—En esta gran finca en la que

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trabajamos, la Iglesia católica, unaocupación vale lo mismo que la otra,con tal que se trabaje bajo la mirada delAmo y que se haga todo con exactitud.

»Y esto mismo es lo que le pasa aeste amigo que te escribe. Mi vidahubiera podido ser como la tuya: la deun sacerdote. Y he aquí, en cambio, loque me toca hacer. Tengo una dignidadque no merezco y una potestad de ordenque no puedo ejercer ni siquiera como elmás simple sacerdote. Rarísimas vecestengo la oportunidad de pronunciar unaplática espiritual, nunca puedo confesar,y me paso el día ocupado ante lamáquina de escribir y manteniendo

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fastidiosas conversacionesdiplomáticas.

»Pero con todo vivo en paz: porqueel éxito final es de quien haceverdaderamente y con gran corazón lavoluntad del Señor y toma todo por lasbuenas y obedece de buen humor».

169. Lo abriremos en elsesenta y dos

La preparación del concilio durótres largos años, pues empezó al añosiguiente de su elección, 1959. El papaJuan estaba entusiasmado con la idea.

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Estudios, encuestas, consultas y, sobretodo, oración, mucha oración por suéxito en toda la cristiandad. Todo leparecía poco al papa para llevarlo afeliz término.

Su secretario de Estado, el cardenalTardini, asombrado de la imponentepreparación y de los temas a tratar, leespetó un día:

—Santidad, con todo ese bagaje deasuntos a tratar, yo creo que el conciliono se podrá inaugurar en 1963, comopensábamos.

El papa Juan, muy tranquilo yconfiando siempre en Dios más que enlos humanos, le contestó con serenidad:

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—Bien, eminencia, si no se puedeabrir en 1963, lo abriremos antes, en1962.

Se calló el cardenal Tardini anteaquella falta de lógica del papa, porquepensaba que de aquel hombre se podíaesperar cualquier genialidad.

Y así fue: se abrió el 11 de octubrede 1962.

170. Ni él tiene ochenta añosni yo tampoco

En 1961, durante la preparación delconcilio, murió el cardenal Tardini.

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Urgía la elección de sucesor para cargotan importante. Se barajaron variosnombres. Al final, el papa se fijó en elcardenal Amleto Giovanni Cicognani,delegado apostólico en Estado Unidosdurante largos años. Algunos de la curiapusieron pegas a la propuesta del papa:su avanzada edad, el cansancio trastantos años de actividad… Al enterarseel papa Juan salió en defensa delcardenal con estas palabras:

—¿Qué es eso de fuerzas gastadas yde avanzada edad del cardenalCicognani? Cicognani es más joven queyo. Cuando él nació yo ya iba a laescuela. Trae la experiencia de Estados

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Unidos donde se rejuvenecen laspersonas. Y, en fin, ni él ni yo hemosllegado todavía a los ochenta (Cicognanitenía 78 años).

Y el hermano del cardenal GaetanoCicognani, antiguo nuncio en España,fue secretario de Estado. Falleció a laedad de 90 años.

171. ¡Aria fresca!

Al ocurrírsele la idea del concilio yconvocarlo posteriormente, llovieron lascríticas de muchos personajes, incluidoseminentes cardenales de la curia

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romana. Muchos objetaban su edadavanzada, otros su audacia al atreversecon un concilio de tal envergadura ycomplicación.

Él les razonaba y razonaba sin lograrconvencer a aquellos «profetas decalamidades», como motejaba a esospesimistas.

Cansado de razonamientos inútiles,un día, rodeado de estos profetas decalamidades, se bajó de su trono,decidido, y rápidamente se dirigió a unaventana abriéndola de par en par condecisión y coraje, mientras exclamaentre jubiloso e indignado:

—Esta es mi respuesta respecto del

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concilio: «¡Aria fresca!» (aire frescopara la Iglesia).

Y bocanada de aire fresco en la vidade la Iglesia fue el Vaticano II.

172. Y si espero a losnoventa…

A los tres años de anunciar elconcilio y convocarlo, el concilio yaestaba allí, ante el júbilo de muchos y elescándalo de aquella audacia ante nopocos.

El papa casi ni se esperaba quehubiera llegado tan pronto. Sin duda

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había sido una inspiración celestial.Para explicar un poco cuáles eran susmetas respecto a él, el papa se locomentaba así a un obispo español:

—Mire, nosotros vamos a empezar aprepararlo, ya veremos quién loinaugura y, sobre todo, ya veremos quiénlo termina.

Cuentan también que una personaimportante quiso disuadirle de la ideade un concilio, diciéndole:

—Pero ¿cómo se atreve su santidada convocar un concilio a sus ochentaaños?

Y cuentan también que Juan XXIII lecontestó:

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—Tiene usted razón, sí, pero… siespero a los noventa, ¿quién me dice queestaré bien entonces?

173. Nando, los dos hemoshecho carrera

Con enorme audacia, otra vez, unosdías antes del concilio hace un viaje aLoreto y a Asís. Al llegar el tren a laestación de Loreto, un viejecilloendomingado se acerca algo temblorosoa la portezuela del vagón donde venía elpapa.

Es el jefe de estación de Loreto. Se

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llama Fernando Provesi, antiguocompañero del papa de joven,trabajando ambos en Roma, en«Propaganda fide». El viejecillo,mientras se acerca, se pregunta: ¿Seacordará de mí?

El papa, mientras, desciende delvagón y se detiene. Mira al jefe deestación y exclama lleno de alegría:

—Pero, Nando, veo que los doshemos hecho carrera.

Baja el papa el último peldaño ypone su mano con cariño en la cabezadel amigo, que se queda con ganas dedecirle: «Sí, pero su santidad un pocomás…».

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174. Cara de niño cansado

Después de visitar la casa de laVirgen en Loreto, se dirigió por la tardea Asís, a orar en la basílica del«Poverello». Las monjas clarisas, conautorización papal, salen de la clausurapara verlo. Lo cuenta Martín Descalzo:

Entró en la basílica el oleaje deguardias, cardenales y público. Lasmonjas clarisas, en puntillas, no logranverlo entre tanto gentío. «¿Lo habéisvisto, lo habéis visto?», se preguntaban.Ni una sola lo había conseguido.

Volvió la ola… Sólo una jovencita,pálida se hizo la valiente. Se adelantó,

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logró verlo un segundo, sólo un segundo.Cuando se hizo la paz en la basílica

se reunió jadeante con sus hermanas.—Lo he visto, lo he visto —gritaba.—¿Cómo era? —preguntan todas a

la vez.—Todo de oro —respondía. Tiene

cara de chiquillo, de niño cansado.—¿Cansado? —preguntaban

angustiadas las otras.—Sí, es muy viejecito —contestaba.Pero ¡qué gran invento había

realizado en la Iglesia aquel viejecitocon cara de chiquillo cansado!

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175. Rezaré para que veascosas hermosas

Al viajar a Loreto y Asís, en laestación del Trastevere, le espera unanube de periodistas. Uno le pide en vozalta:

—Por favor, santidad, una bendiciónpara estos periodistas.

Él, siempre complaciente, contesta:—No hace falta que me lo pidáis.

Yo siempre rezo por los periodistas.Conservad bien esos blocs de notas.Veréis lo que os gustará revisarloscuando tengáis ochenta años. Os auguromuchos años de vida.

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Dirigiéndose a uno de ellos lepregunta:

—¿Y tú, qué oficio tienes?—Soy cronista, santidad. Cuento lo

que veo.—Rezaré para que siempre veas

cosas hermosas. Pero vosotros limitaosa ser lo que sois: historiadores. Lo maloes cuando os metéis a profetas.

176. Con diez minutos querece

El concilio estaba a punto decomenzar. Faltaban 24 horas para el 11

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de octubre de 1962.Amaneció un día completamente

invernal, con una lluvia torrencial yaparatosa. Todos temían que el aguadesluciera la solemne e insólita aperturaconciliar.

Martín Descalzo cazó al vuelo elsiguiente comentario:

—Si sigue así el tiempo, mañana lalluvia estropeará el cortejo.

Una mujer del pueblo romano, queoyó la queja, le contestó con rapidez:

—¡Bah, esto lo arregla Juan XXIIIcon diez minutos que rece!

No sabemos si rezó, que bien pudohacerlo; lo cierto es que la lluvia

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desapareció como por ensalmo y el solpugnaba por aparecer hasta conseguir undulce y agradable día de otoño romano.

177. Usted podría ser unbuen periodista

El día 13 de octubre, con dos díasde concilio, concedió una audiencia alos periodistas. Tuvo lugar en la capillasixtina.

Al terminar, bajó del trono y se pusoa charlar afablemente con los de lasprimeras filas.

—Santidad, rece por los periodistas.

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—Ya lo hago. Aplico por vosotrossiempre el quinto misterio gozoso delrosario.

—¿Por qué precisamente ése?—Porque también vosotros sois

niños que enseñáis a los doctores.—Usted —dice uno olvidándose del

tratamiento—, podría ser un buenperiodista.

—De muchacho ya comencé aescribir algo, pero luego…

178. Una bendición en elaire

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Entre los personajes del conciliomás mimados por todos se encontrabanlos observadores no católicos, venidosde varias Iglesias separadas: ortodoxos,protestantes… Se miraban con lupatodos sus gestos.

El 13 de octubre por la tarde fueronrecibidos en audiencia. Sentados encírculo, el papa entre ellos, sin nada detrono, en una sencilla butaca sobre unaleve tarima.

Al final, se levantó el papa de subutaca para darles la bendición. Yalevantada la mano para hacerlo, leasaltó una duda: ¿y si aquella bendiciónmolestaba a alguno de ellos?

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Se quedó, pues, con la mano en elaire y el gesto de bendición iniciado.Los observadores se dieron cuenta de laduda del papa y con la cabeza afirmaronque querían la bendición.

Sólo entonces, visiblemente contentoy cordial, siguió con el gesto iniciado,bendiciéndoles varias veces con enormecariño. Algunos la recibieronarrodillados. Todos inclinaron la cabezahumildemente.

179. Como frailes rezandoen el coro

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Sobre todo al principio el conciliocaminaba despacio, avanzaba pocodebido a tantas reuniones, comisiones,etc. Era una imponente máquina clericalque costaba empujar y armonizar.

Algunos padres conciliares sequejaban de esta lentitud. El papa, queseguía las sesiones por un circuitocerrado de televisión, se enteró de lascríticas y contestó así un día:

—Es natural, ningún padre ha estadoantes en un concilio ecuménico. Todosson, todos somos novicios.

Días después volvía sobre lo mismocon estas palabras:

—Os quejáis de que no avanza el

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concilio. ¿Acaso pensabais que eran losobispos como frailes rezando el oficiodivino en el coro?

180. Un huevo de pascua

Le visitó cierto día el obispoanglicano de Mervyn Stockwood,convocado por el papa en su afán deavanzar en la unidad de la Iglesia.

Quedó entusiasmado de la audienciacon el papa, el cual le obsequió comodetalle con un enorme huevo de pascua.

Salió con él feliz el buen obispomientras iba diciendo a quien se

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encontraba con él:—Con un papa así, no sería difícil

lograr la unidad de todos los cristianos.

181. Las maletas delconcilio

Al comienzo el concilio avanzabamuy lentamente. Se enteró el papa de lasquejas por la lentitud y en un discurso aquince mil peregrinos se lo explicó así:

—Seguramente estaréis un pocodesconcertados al ver que el concilioavanza muy lentamente. No os pongáisnerviosos. Cuando se va a hacer un

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largo viaje se tarda mucho en hacer lasmaletas. Además «chi va piano, va sanoe va lontano» (quien va despacio, vasano y llega lejos).

Lejos, muy lejos llegó el concilioconvocado por el papa Juan.

182. Decálogo de JuanXXIII (1)

Conocido es el célebre decálogo delpapa Juan. Bueno es recordarlo y…mejor practicarlo.

I. Sólo por hoy trataré de vivir

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exclusivamente este día, sin quererresolver de una sola vez el problema demi vida.

II. Sólo por hoy pondré el máximocuidado de mi aspecto: cortés en mismodales, no criticaré a nadie y nopretenderé mejorar o disciplinar anadie, salvo a mí mismo.

III. Sólo por hoy me adaptaré a lascircunstancias, sin pretender que lascircunstancias se adapten todas a misdeseos.

IV. Sólo por hoy dedicaré diezminutos de mi tiempo a una buena

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lectura; recordando que como elalimento es necesario para la vida delcuerpo, así la buena lectura es necesariapara la vida del alma.

V. Sólo por hoy haré una buenaacción sin decírselo a nadie.

183. Decálogo de JuanXXIII (2)

VI. Sólo por hoy haré por lo menosuna cosa que no deseo hacer; y si mesintiera ofendido procuraré que nadie losepa.

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VII. Sólo por hoy seré feliz, en lacerteza de que he sido creado para lafelicidad, no sólo en este mundo, sinotambién en el otro.

VIII. Sólo por hoy haré un programadetallado. Quizá no lo cumplirécabalmente, pero lo redactaré. Y meguardaré de dos calamidades: la prisa yla indecisión.

IX. Sólo por hoy creeré firmemente—aunque las circunstancias demuestrenlo contrario— que la buena providenciade Dios se ocupa de mí como si nadieexistiera en el mundo.

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X. Sólo por hoy no tendré temores:De manera particular no tendré miedo degozar de lo que es bello y de creer en labondad.

Puedo hacer el bien durante un día.Lo que me desalentaría sería pensar entener que hacerlo durante toda mi vida.

184. En la tilma de JuanDiego

Un día contaba a un grupo deperegrinos que él quería mucho a laVirgen. Que le tenía mucha devoción a

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la Virgen mexicana de Guadalupe. Queno la conocía hasta que un día vio suimagen con el indio Juan Diego, de pie,ante ella. Preguntó el porqué y le habíancontado la historia de la aparición de laVirgen en la tilma del indiecito. Le gustótanto la historia que desde entoncesdataba su devoción a la Virgen deGuadalupe.

También les contó que, paseandopor los jardines, vio una estatua de estaVirgen medio arrumbada y estropeada.La mandó limpiar y arreglar.Terminados los trabajos había quedadopreciosa. Y termino diciéndoles:

—Tenéis que ir un día a verla,

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veréis como os gusta.Mientras, aquel día, los padres

conciliares debatían grandes temas deteología. Él «veía con los ojos delcorazón».

185. El Espíritu santo, máslisto que todos

Contaba un obispo francés que, alfinal de la primera sesión del concilio,un día habló con Juan XXIII sobre eldiscurso de apertura y le decía el papa.

—La verdad es que en el discursode apertura que dirigí a los obispos al

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empezar el concilio, yo no había vistotantas cosas como luego, estudiándolo,encontraban los obispos. Sin embargo,ahora, cuando lo releo, también yo lasencuentro.

Y remataba su confidencia con estaconfesión de fe profunda:

—Se ve que el Espíritu santo es máslisto que todos nosotros.

186. SimplementeJacqueline

En el año 1963, en pleno concilio,concedió una audiencia especial a

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Jacqueline Kennedy. Dudaba qué idiomausar, si el inglés o el francés.

Los pocos párrafos que había usadoen inglés cuando recibió al presidenteEisenhower, tras unas leccionesintensivas con monseñor Ryan y elcardenal Cicognani, no le habían dejadomuy satisfecho de su inglés. Se decidióahora, pues, por el francés, quedominaba a la perfección.

Pero quedaba el problema deltratamiento que había que dar a laprimera dama de Estados Unidos.¿Señora Kennedy, querida señoraKennedy, querida señora…?

Cuando llegó el día de la audiencia

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y estuvo ante ella, cortó por lo sano consu característica espontaneidad. Dejó aun lado todas las fórmulas, se levantó, letendió los brazos y la saludósencillamente: ¡Jacqueline!

¿Cosas de Juan XXIII? De aquelhombre todo corazón.

187. Una fuente en la plaza

No quiso presidir las sesiones delconcilio para dejar más libres a losobispos. Les decía a los obispos deCanadá:

—¿Os habríais sentido libres

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estando yo allí?, ¿habríais aplaudido alpresidente cuando cortó la palabra alcardenal Ottaviani?, ¿no habríais estadomirándome a mí a ver qué cara ponía?

Los padres conciliares ahondaban enel misterio de la Iglesia, trataban deofrecer una exposición amplia,profunda, rigurosa y luminosa.

A distancia les iluminaba. En unaaudiencia a gente sencilla dijo:

—¿Qué es la Iglesia? La Iglesia escomo una fuente en la plaza del pueblo,para que todo el mundo que lo deseeencuentre agua fresca.

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188. Basta ya, santo padre

El papa está convaleciente de lagrave enfermedad que le llevará a latumba. Va a rezar el «Angelus» ante diezmil fieles reunidos en la plaza de sanPedro. Antes, el concilio ha suspendidolas sesiones para que puedan acudirtambién los padres conciliares.

Al aparecer en la ventana les hablaasí:

—Estoy convaleciente, pero el gozode vuestra presencia es un elemento defelicidad, de fuerza y de recuperadovigor.

Los médicos le habían ordenado que

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sólo rezara el «Angelus» y dijese cuatropalabras. Pero él, felicísimo, habla yhabla… Luego se puso a rezar unaoración a la Virgen en latín. Fueentonces cuando se oyó dentro la vozclara y tajante de un médico: «Basta,santo padre».

El papa se detuvo un instante,cortado, y preguntó qué sucedía. Luegotranquilamente continuó hablando unosminutos más.

189. Todavía no es el«réquiem»

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Mayo de 1963. El papa Juan lleva encama varios días con horribles dolores yhemorragias internas. A pesar de todo,se levanta con un esfuerzo sobrehumanopara recibir al cardenal Wyszynski.

Otra de sus obsesiones es viajar aMontecassino.

Pero el cáncer avanza inflexible.Como el final se acerca, le

administran la unción de los enfermos.Todos lloran a su alrededor. Fueentonces cuando el papa dice:

—¡Ea, ánimo, que esto no es todavíael «requiem»!

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190. La oración de un ateo

Las semanas que pasó enfermo demuerte, las gentes de toda la humanidad,sin distinción de colores ni dereligiones, pedían por la salud del papaJuan, ofrecían sus vidas por él yenviaban telegramas al Vaticanoespontáneos y conmovedores.

Una persona, que se confesaba atea,en este trance doloroso del papa, envióal Vaticano este telegrama:

—En lo que puede rezar un ateo,rezo a Dios por la salud de su santidad.

Con razón asegura Martín Descalzoque Juan XXIII ha sido el hombre más

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amado de la tierra.

191. Morir pobre como nací

Siempre tuvo a gala el habersedesposado con la Hermana Pobreza,como el «Poverello» de Asís, de quienera tan devoto.

A su hermano Saverio le habíaescrito una larga carta, como jefe de lafamilia Roncalli, el 3 de diciembre de1961. Terminaba así, refiriéndose a lapobreza:

—Éste es y será uno de los máshermosos títulos de gloria del papa Juan

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y de la familia Roncalli. A mi muertepodrá hacerse de mí el mismo elogioque tanto honró a san Pío X: «Nacidopobre, murió pobre».

Siguiendo esta línea de amor a lapobreza, al morir sólo contaba con 200000 liras (unas 20 000 pesetas). Leparecieron muchas y dijo a su fielsecretario, don Loris Capovilla:

—Devuélvalas, don Loris, quieromorir pobre como nací.

192. Un frío terrible

1 de enero de 1963, solemnidad de

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Santa María, Madre de Dios. Ya estáenfermo. Sopla la tramontana en Romacon un frío glacial. En la plaza, comotodos los domingos al mediodía,aguardan su bendición miles depersonas.

No puede con su alma pero tampocoquiere decepcionarlos. Los médicos ledisuaden de que se asome a la ventana.Pero no cede. Colocan tras él unamampara a fin de contener el airehelado. Sale, por fin, tras larga porfía.Da sólo una rápida bendición, sinpalabras. Pero aconseja así a los fieles:

—Y ahora, marchaos a casa. Haceun frío terrible. Y poneos las ropas más

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pesadas y gruesas si queréis que nosveamos el próximo domingo.

193. El regalo de una pluma

Le quedan pocas semanas y él losabe y así se lo comenta a uno de losmédicos, el profesor Gasbarrini:

«Tengo las maletas preparadas.Estoy preparadísimo para partir».

A otro médico, que no se aparta niun instante de su cabecera, el profesorMazzori, le dice, un día, agradecido:

—Querido profesor, deseabaagradecerle sus desvelos por mí, pero

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no sé cómo. No tengo nada, solamenteesta pluma estilográfica. Quédese conella. Está casi nueva, ¿sabe? No la heusado nunca.

Y se la entrega con sonrisa apagada.

194. Hasta estoy seguro deque sí, vaya

Se encontraba en el lecho de muerte.Alguien, para animar su espíritu, lerecordó su gran obra: el concilio.

Rápidamente le cortó diciendo:—¿El concilio? Bien sabe Dios que

a esta gran inspiración entregué mi

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pequeña alma con toda sencillez. Pero¿lo veré terminado? Si no me lo concedeDios, veré su terminación desde elcielo. La divina misericordia tendrá abien acogerme en él…, espero.

Dijo esto último con ciertamelancolía o tristeza. Pero enseguidareaccionó, sonrió a los presentes yañadió:

—Hasta estoy seguro de que sí,vaya.

195. Una profecía que secumple

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Juan Bautista Montini, papa PabloVI, que ya de cardenal «impresionaba»al papa Juan, va a seguir el ejemplo deJuan XXIII viajando lejos: Jerusalén,Bombay, la ONU…

Este viaje a Estados Unidos, serecordaba después, había sidoprofetizado tres años antes por el papaJuan.

El 4 de octubre de 1962, en vísperasdel concilio, el papa Roncalli fue en trena Loreto y a Asís.

A su regreso, un periodistanorteamericano le preguntó:

—Santo padre, ¿visitará alguna veznuestra América?

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Juan XXIII le contestó con firmeza:—Oh, yo soy demasiado viejo para

eso, pero no se preocupe: lo hará misucesor.

196. Juan XXIII y lasmisiones

Dice Martín Descalzo que hay dosconstantes en casi todos los discursos deJuan XXIII: la idea del cielo y lossantos. En la mayor parte de ellos hablade sus amigos los santos. Él lo era en lomás profundo. Muchos sólo se quedancon el papa bonachón y gracioso. Es una

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falsa y superficial imagen, que quizás lacreara en su humildad, para disimular susantidad.

El cardenal Suenens, de Bélgica,explica magistralmente cómo era:

—Asombrosamente natural ysobrenatural al mismo tiempo, vivía conlos dos pies sobre la tierra pero almismo tiempo con los dos pies en elmundo sobrenatural, en la intimidad delos ángeles y los santos.

El obispo japonés Nagae confesabaa un periodista durante el concilio:

—Pediré a Dios que mande a laIglesia muchos santos… Los santosimpresionan siempre. Piense usted en

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Juan XXIII: ha hecho más fruto en elJapón que mil misioneros en toda suvida de predicadores.

197. Humo hasta de lasmitras

En la segunda sesión del concilio, yafallecido Juan XXIII, se discutió si sepodía fumar o no en el aula conciliar.Hubo opiniones para todos los gustos.Se terminó por permitirlo sólo en lasgrandes sacristías, no en los pequeñosrecintos anexos destinados a bares, paraevitar que la atmósfera se volviera

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irrespirable.Decían que la colocación de los

pequeños bares inicialmente fueocurrencia de Juan XXIII para que losobispos pudiesen echar un cigarrillo.

También contaban que alguien pusoalgún reparo por la sacralidad del lugar.Pero el papa insistió con estehumanísimo argumento:

—Sí, sí, hay que ponerlos. Porque sino, terminaremos viendo salir humo delas mitras.

198. Me nombró obispo

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Durante la cuarta sesión delconcilio, surgió la idea de promover labeatificación de Juan XXIII. Un centenarde cardenales y obispos se lopropusieron a Pablo VI.

Se hablaba también de unabeatificación sin necesidad de milagros,por aclamación en el aula conciliar,como se hacía antiguamente, «voxpopuli, vox Dei».

Se abandonó la idea para evitar todoposible matiz polémico, que pudieseempañar la gran figura del papa Juan.

Pero en una reunión entre obispos yperiodistas surgió el tema. Casi todoslos obispos allí reunidos estaban a favor

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de la beatificación por aclamaciónconciliar. De pronto, un obispo dijo:«Pues si lo hacen a votos, yo diré queno».

Asombro general. Pregunta unperiodista:

—¿Le hizo algo malo Juan XXIII?—Ya lo creo que me hizo algo que

no le perdonaré nunca.Ante los ojos estupefactos, explicó

el obispo a los intrigados, recalcandolas palabras:

—Me nombró obispo. Y… no se loperdono.

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199. ¿Qué es eso de loscarismas?

Durante la segunda sesión delconcilio, ya muerto Juan XXIII, en unareunión se hablaba sobre los carismasen la Iglesia, esos dones que, en formade virtudes o cualidades de todo tipo,recibe una persona en favor de losdemás. Incluso como magnetismo osimpatía que hace que la persona que losposee arrastre a los demás por susinceridad y fuerza.

Un periodista no acababa deentenderlo y preguntó a uno de losobispos:

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—Pero ¿se puede saber de una vez,señor obispo, qué es eso de loscarismas?

Tampoco acertaba el obispo aexplicárselo nítidamente al periodista,hasta que, después de muchos rodeosexplicativos, se le ocurrió la siguienterespuesta con la que dio en la diana:

—Mire, carisma es lo que tenía JuanXXIII.

—Gracias, señor obispo, ahora lo heentendido perfectamente.

200. Una flor en la tumba deJuan XXIII

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Cuenta el tantas veces mentado JoséLuis Martín Descalzo en su deliciosa yprofunda obra Un periodista en elconcilio, que cuando llegaron losobispos para la segunda sesión delconcilio, bajaban a las grutas vaticanasmuchos de ellos a arrodillarse y rezarante la tumba de Juan XXIII. Un día seescondió en un rincón para observar.Vio cómo varios obispos llorabanrecordando su enorme bondad. Tambiénobservó cómo un obispo muy anciano,mirando a derecha e izquierda para noser visto, separó unos pétalos de unarosa que reposaba sobre su tumba y losguardó con infinito cuidado y cariño en

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su breviario.

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Aquí termina esta gavilla deanécdotas de Juan XIII, papa alegre ygenial, humilde y generoso, queconquistó el mundo con su sonrisa y suhumanidad.

Que sean como otras tantasflorecillas sobre su tumba. No hepretendido otra cosa al recogerlas.

A ti te toca, lector, coger esasflorecillas, como hiciera aquel ancianoobispo. Iluminarán tu corazón, teharán más feliz y más bueno.

C. B.-P.

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