José Manuel Losada: El costumbrismo español y europeo

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EL COSTUMBRISMO ESPAÑOL Y SUS CONEXIONES EUROPEAS Prof. José Manuel Losada Goya Universidad Complutense (Madrid) [email protected] https://twitter.com/jmlosadagoya https://www.facebook.com/josemanuel.losadagoya http://josemanuellosada.es Gracias al costumbrismo literario, España da un decidido paso al frente en la literatura romántica; y gracias a la inusitada innovación de algunas de sus producciones este país se recupera en tan solo unos años del prolongado letargo en que se encontraba debido a causas sociales y una indebida asimilación de la literatura extranjera. Es más: el desarrollo del costumbrismo español es tan inusitado que llega a poner a este país al frente de la literatura romántica en la vertiente periodística; lo cual prueba una vez más la originalidad de sus principales representantes. Por otra parte, su relación con modelos periodísticos del siglo XVIII e incluso de comienzos del siglo XIX, hace posible que España recobre una parte descuidada de sus raíces europeas. Es más, el costumbrismo considerado como fenómeno literario muestra un doble intento genuinamente europeo: preservar modos de vivir que desaparecen en la realidad y anunciar otros que afloran con vitalidad inusitada. Dado el carácter de esta obra, no podemos detenernos en aspectos que se derivan tanto del ensayo teórico como de la investigación científica: el costumbrismo invitaría a profundizar en la teoría de los géneros literarios por cuanto cabe hablar de la tipología de géneros; igualmente serían fructíferos otros estudios sobre la modernidad de artículo costumbrista y su ruptura con la tradición. Respetando la tónica general del presente volumen, conviene proporcionar aquí las bases fundamentales para la confección de una historia comparada de la literatura europea. Costumbrismo y literatura comparada El proyecto del género costumbrista, tanto en el fondo como en la forma es genuinamente romántico y su estudio nos permitirá sin duda penetrar más aún en el género por cuanto se distingue netamente de precedentes cuadros de costumbres. No es fácil establecer un estilo general del costumbrismo debido a su variedad tanto en el marco español como europeo: de hecho el gran comparatista que fue Van Tieghem insiste sobre su importancia en Europa y Estados Unidos pero apenas le dedica más de una página: consciente del problema, reduce la cuestión a relacionar el costumbrismo con el realismo previo al romanticismo. De hecho abordar un análisis del costumbrismo europeo plantea semejante dificultad a la que encontraría un crítico deseoso que acometiera la empresa de describir la tónica general de la prensa europea de los últimos treinta años. Cabe sin embargo realizar una serie de sondas en las principales manifestaciones del género. Éstas son dos: su cristalización como manifestación típica de la literatura española y la literatura de costumbres en Europa. Del estudio de ambos fenómenos se puede deducir una idea del carácter general del costumbrismo europeo en la época romántica. Este trabajo se divide por lo tanto en dos partes: la primera describe el costumbrismo español; la segunda analiza dos grandes hitos del costumbrismo inglés y francés.

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Este artículo contiene una descripción del costumbrismo decimonónico español y sus paralelismos con los costumbrismos europeos, de modo particular el inglés y el francés.

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EL COSTUMBRISMO ESPAÑOL Y SUS CONEXIONES EUROPEAS

Prof. José Manuel Losada Goya Universidad Complutense (Madrid)

[email protected]://twitter.com/jmlosadagoya

https://www.facebook.com/josemanuel.losadagoyahttp://josemanuellosada.es

Gracias al costumbrismo literario, España da un decidido paso al frente en la literatura

romántica; y gracias a la inusitada innovación de algunas de sus producciones este país se recupera en tan solo unos años del prolongado letargo en que se encontraba debido a causas sociales y una indebida asimilación de la literatura extranjera. Es más: el desarrollo del costumbrismo español es tan inusitado que llega a poner a este país al frente de la literatura romántica en la vertiente periodística; lo cual prueba una vez más la originalidad de sus principales representantes. Por otra parte, su relación con modelos periodísticos del siglo XVIII e incluso de comienzos del siglo XIX, hace posible que España recobre una parte descuidada de sus raíces europeas. Es más, el costumbrismo considerado como fenómeno literario muestra un doble intento genuinamente europeo: preservar modos de vivir que desaparecen en la realidad y anunciar otros que afloran con vitalidad inusitada.

Dado el carácter de esta obra, no podemos detenernos en aspectos que se derivan tanto del ensayo teórico como de la investigación científica: el costumbrismo invitaría a profundizar en la teoría de los géneros literarios por cuanto cabe hablar de la tipología de géneros; igualmente serían fructíferos otros estudios sobre la modernidad de artículo costumbrista y su ruptura con la tradición. Respetando la tónica general del presente volumen, conviene proporcionar aquí las bases fundamentales para la confección de una historia comparada de la literatura europea.

Costumbrismo y literatura comparada

El proyecto del género costumbrista, tanto en el fondo como en la forma es genuinamente romántico y su estudio nos permitirá sin duda penetrar más aún en el género por cuanto se distingue netamente de precedentes cuadros de costumbres. No es fácil establecer un estilo general del costumbrismo debido a su variedad tanto en el marco español como europeo: de hecho el gran comparatista que fue Van Tieghem insiste sobre su importancia en Europa y Estados Unidos pero apenas le dedica más de una página: consciente del problema, reduce la cuestión a relacionar el costumbrismo con el realismo previo al romanticismo. De hecho abordar un análisis del costumbrismo europeo plantea semejante dificultad a la que encontraría un crítico deseoso que acometiera la empresa de describir la tónica general de la prensa europea de los últimos treinta años. Cabe sin embargo realizar una serie de sondas en las principales manifestaciones del género. Éstas son dos: su cristalización como manifestación típica de la literatura española y la literatura de costumbres en Europa. Del estudio de ambos fenómenos se puede deducir una idea del carácter general del costumbrismo europeo en la época romántica. Este trabajo se divide por lo tanto en dos partes: la primera describe el costumbrismo español; la segunda analiza dos grandes hitos del costumbrismo inglés y francés.

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Definición del costumbrismo español

Los principales estudiosos del costumbrismo coinciden en sus rasgos generales: breve representación literaria de costumbres, incidentes, instituciones, personajes típicos y modos de vivir habitualmente contemporáneos (Correa Calderón, 1950, I: XI; Ucelay, 1951: 16, Varela, 1969: 7; Quirk, 1992: 64, etc.). Esta vasta definición puede ser enriquecida al centrar la atención tanto en la génesis temporal y el vehículo por excelencia del costumbrismo (prensa periódica desde el siglo XVIII) como en el objeto y el cuadro general donde este género queda enmarcado (descripción de formas de vida colectiva o de acontecimientos sociales contemporáneos que afecten a la colectividad).

Pero no cabe la menor duda de que esta delimitación no es exclusiva del costumbrismo español; en un sentido más restringido, la definición del costumbrismo considerado como producción típicamente española ha suscitado en no pocas ocasiones el recurso a las causas que lo originaron y, más concretamente, a un momento crítico de la historia de este país. Herrero, por ejemplo, define el costumbrismo español como un “movimiento, íntimamente ligado al romanticismo, que domina una parte considerable de la literatura de la primera mitad del siglo XIX (especialmente de la prosa periódica) y cuya boga refleja dos importantes corrientes de la época: la profundización del sentimiento nacionalista y, íntimamente ligada a ella, la conmoción espiritual producida por las guerras napoleónicas y las transformaciones sociales que las siguieron” (1978: 344). Esta concepción del costumbrismo procede de la perspectiva de Montesinos para quien la causa del costumbrismo español no es simplemente literaria: el costumbrismo español describe de una forma muy específica el “hondo cambio sufrido por la nación entre los días del antiguo régimen y el tormentoso período de la primera guerra civil” (1960: 43). Sirven estas pautas para comprender que la definición del costumbrismo no puede limitarse a la del “género literario que describe costumbres sociales”; al menos tal definición no explica debidamente el costumbrismo español y, lo que es peor, nos impide comprender la idiosincrasia de los diferentes autores.

Unos y otros, cada uno a su manera, los costumbristas españoles quieren dejar constancia del cambio absolutamente revolucionario operado en España en general y en cada rincón pintoresco en particular. Se hará una nostálgica rememoración del pasado glorioso, una desdeñosa descripción del presente enojoso o una acalorada profecía del futuro prometedor (condicionada ésta última a una serie de reformas); pero siempre se hace referencia a la sociedad española que de un modo o de otro protagoniza esos tres tiempos de cada hombre en particular y de la nación en general.

En España el costumbrismo floreció en el segundo cuarto del siglo XIX gracias a

muchos escritores entre los cuales no pueden ignorarse tres nombres esenciales: Serafín Estébanez Calderón (1799-1867), Ramón de Mesonero Romanos (1803-1882) y Mariano José de Larra (1809-1837).

Estébanez Calderón firmaba sus artículos costumbristas en la prensa con el seudónimo de “El Solitario en acecho” o simplemente “El Solitario”. Colaboró en el efímero Correo literario y mercantil inagurado por José María de Carnerero en 1828, en las Cartas españolas inauguradas tres años más tarde y en la Revista Española. En 1848 reunió sus trabajos costumbristas en el libro Escenas andaluzas.

El tono de su producción es desenfadado. Estébanez Calderón se desenvuelve con donaire y soltura. Se diría incluso que la larga dedicatoria al lector (más de tres páginas) apenas es una sola frase. No duda en entrometerse de cuando en cuando en el transcurso de su

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narración, por ejemplo cuando describe a los sevillanos: “aquí tose el autor” (1985: 58), sin duda para distorsionar la seriedad de la perspectiva del relato. El ingenio y la erudición de Estébanez Calderón fueron alabados por Mesonero Romanos quien definió las Cartas Españolas como “preciosísimos cuadros de costumbres andaluzas con una gracia y desenfado tales, que pudieran equivocarse con los de un Cervantes o un Quevedo” (Cánovas del Castillo, 1883, I: 128).

Su producción rebosa de color local y castizo, “de españolismo”, como se lee en su célebre “Dedicatoria a quien quisiere”. Por doquier afloran las alusiones a la jerga, a las “materias”, a los “rasgos españoles” y “barrios populares castizos” (1985: 54). Esta vuelta a los orígenes más ancestrales explica el interés por la palabra y sus “bizarrías” por cuanto adquieren una connotación positiva: distinguen a la lengua y a sus hablantes de los extranjeros creando así una comunidad que se autoproteje. De esta búsqueda de las raíces patrias se deslinda la importancia que el pueblo supone a los ojos del autor. Estébanez Calderón afirma que su inspiración procede de asomar su cabeza por su “ventana de trapo viejo”. Enjundia de españolismo es la que ha visto y ésa es la que devuelve: el pueblo castizo “sin mezcla alguna ni encruzamiento de herejía alguna” (1985: 54).

Pero no es toda España la España de Estébanez Calderón; su costumbrismo exige un exclusivismo patente: dejando unas regiones al margen del núcleo medular de la nación, el autor elije otras que a su modo de ver dan cuenta cabal del genio español. Concretamente, Estébanez Calderón considera que en Andalucía y no en otro lugar se encuentra la síntesis de España; y de modo más específico, esta región en unos momentos muy determinados: las ferias y todo lo que las acompaña (baile, cante y toreo). Curiosamente éstos son los que en gran medida han perdurado en el imaginario universal: campo abierto para la literatura comparada y los estudios de imagología.

Pero aun en este estereotipo internacional Estébanez Calderón pone primeramente su empeño en extirpar cuanto de fantástico y consuetudinario se ha achacado a Andalucía para seguidamente concentrarse sin más reparos en las festividades; la razón que él mismo da es que en las ferias “el refinamiento de la civilización no ejerce […] su odiosa y exclusiva tiranía”; al contrario, en ellas “se compendia, cifra y encierra toda la Andalucía, su ser, su vida, su espíritu, su quinta esencia” (“La feria de Mairena”, 1985: 119-121). No es de extrañar que este autor desdeñe la minuciosa descripción moral de individuos y profesiones. Quirk y Céspedes deducen consiguientemente el propósito último del autor: poner de relieve los valores más típicos de la cultura andaluza para delinear la estructura más profunda de esa misma civilización.

Mesonero Romanos, también conocido por su seudónimo “El curioso parlante”, es sin

duda uno de los prosistas más influyentes en el costumbrismo español. Sus primeros escarceos costumbristas remontan a 1822 con la publicación de Mis ratos perdidos o ligero bosquejo de Madrid de 1820 y 1821, donde repasa costumbres de la capital española. Las diferentes concepciones que Mesonero Romanos tiene de Madrid son tres: su visión “física” (Manual de Madrid, 1831), su visión “histórica” (El antiguo Madrid, 1861) y su visión “moral”; sin duda alguna ésta última es la que mayor interés supone para la literatura costumbrista. Dicha literatura ha quedado grabada en sus diferentes “cuadros” de costumbres publicados en las citadas Cartas Españolas y en el Semanario Pintoresco Español que él mismo fundara en 1836. En su gran mayoría todos fueron publicados primeramente en su libro Panorama matritense (1835) y, de modo definitivo, en Escenas matritenses (1842). Dos años antes de morir describía en Memorias de un setentón, natural y vecino de Madrid (1880) su personal invención del costumbrismo: “Propúseme desarrollar mi plan por medio de

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ligeros bosquejos o cuadros de caballete, en que, ayudado de una acción dramática y sencilla, caracteres verosímiles y variados, y diálogo animado y castizo, procurase reunir en lo posible el interés y las condiciones principales de la novela y del drama” (Romero Tobar, in Gullón, 1993, I: 1027). Animado con este deseo, Mesonero recorre Madrid y acomete la tarea de pintar con reposo y modestia “la sociedad privada, tranquila y bonancible, los ridículos comunes, el bosquejo, en fin, del hombre en general” (Cánovas del Castillo, 1883, I: 130).

Se ha criticado el tono moroso y el carácter ambiguo de algunos de sus artículos, pero esta crítica es poco acertada por cuando no comprende que este estilo era un paso obligado en el costumbrismo incipiente; el siguiente lo daría Larra. Hasta Mesonero nadie había pintado Madrid con la precisión y sagacidad de Mesonero. Al igual que París y Londres, la capital española también tiene su retratista. Su modelo principal se encuentra en el teatro clásico español y en la novela picaresca: no en vano Mesonero publicó textos del Siglo de Oro español. Aun con todo y a diferencia de Estébanez Calderón, este retratista de Madrid evita por lo general la ampulosidad de una vertiente barroca. Mesonero no pone especial cuidado en la forma sino en el registro que hace de la capital; más en concreto del cambio que entonces experimentaba por cuanto denotaba una transformación simultánea de la sociedad española. Dejando de lado el aspecto político, Mesonero profundiza por ejemplo en valores tradicionales de la burguesía tales como el ahorro (“La bolsa”, 1983: 360-367). Pero no se limita sólo a esta vertiente costumbrista: Mesonero describe rasgos característicos de la realidad social bastante variada e incluso profundiza en las transformaciones lingüísticas más recientes (“La posada, o España en Madrid” y “El romanticismo y los románticos”, 1986: 171-195 y 84-101; vid. Romero Tobar, in Gullón, 1993, I: 1027).

Larra crea en 1828 El Duende Satírico del Día, una efímera revista donde este paladín

del periodismo español sólo llegó a publicar cinco artículos. En 1832 Larra crea una nueva revista, El Pobrecito Hablador, de la que sólo saca a la luz catorce números. Desde 1835, Larra comienza a escribir en la Revista Española, pero no ya como periodista autónomo sino como asalariado. Aquí fue donde estrenó su seudónimo “Fígaro”. Otros seudónimos utilizados por Larra son “El duende satírico”, “El pobrecito hablador” y “El bachiller Juan Pérez de Munguía”. Bajo estas firmas aparecen más de doscientos artículos de Larra en la Revista Española (1832-1835), El Correo de las Damas, El Observador, Revista Mensajero (1833-1835), El Español, El Mundo y El Redactor General (1835-1836). Las clasificaciones de sus artículos son diversas. Lomba los clasifica en “Artículos de costumbres”, “Artículos políticos” y “Artículos literarios”; Seco prefiere una clasificación más amplia: “Artículos de crítica político-social” y “Artículos de crítica literaria”.

La originalidad de este costumbrista español reside en tres elementos: su uso de la palabra, su aportación crítica y su conciencia de la modernidad del género. Respecto a su dominio del lenguaje, Varela pone de relieve su genio expresivo —su manipulación genial de la palabra— y su empeño suicida de pasar todo por la aduana de su temperamento personal; es decir, su romántico autobiografismo (1962). Sin duda entramos aquí en uno de los aspectos más importantes del costumbrismo crítico español: rebasar lo meramente circunstancial para incidir en la médula permanente. No podrá extrañarnos que su crítica siga siendo asombrosamente actual (Seco, 1969: XLIX). Crítica que nace de su amor a la patria y de su deseo por mejorarla sabiendo perfectamente cuáles son sus puntos débiles. Uno de ellos es la pereza tal y como la describe en tantos artículos y de modo especialmente mordaz en “Vuelva usted mañana” (El Pobrecito Hablador, 14 de enero de 1833). En la rápida conversación que mantienen el articulista y el extranjero (francés en este caso), el primero advierte al segundo de la inercia que domina a toda la sociedad española; una inercia que el extranjero tendrá

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ocasión de comprobar por sí mismo tal y como se deduce de la lectura del artículo: la pereza, la ignorancia, el desorden, la burocracia…, causas todas de la mala marcha de la España narrada por Larra quien afirma de modo categórico: “Aquí tenemos el loco orgullo de no saber nada, de quererlo adivinar todo y no reconocer maestros” (1969: 122). La crítica de Larra está cargada, si no de sarcasmo, sí de una ironía tanto más punzante cuanto más artera y solapada. Son muchos los artículos e incluso las frases con doble sentido; si bien lo que más abunda es el comentario que completa, a modo de latigazo, frases que en un principio parecían inocuas: “En estos días llevo cara de filósofo, es decir, de mal humor” (“Varios caracteres”, 1969: 198). Sale entonces a la calle con la pluma empapada de hiel, con la aspereza irritante del inconformista que llama a las cosas por su nombre y no duda en desvelar el vacío moral que le circunda. Contrariamente a los otros dos grandes costumbristas españoles, Larra se opone al casticismo lingüístico, auténtico iceberg del retraso del que aqueja a España.

Todo esto no va en detrimento de la lectura, antes bien al contrario la hace especialmente amena al tiempo que la espolvorea de descubrimientos inesperados. Esto se comprende al constatar la presencia de procedimientos habituales en este tipo de escritura, como por ejemplo el recurso de las cartas al editor (vid. “Correspondencia de «El Duende»”, 1969: 16-19); o la utilización de un pretexto intimista que le da pie para introducirse e introducir consigo al lector en una reflexión que a primera vista parecía indiferente.

El segundo elemento característico de Larra se desprende de su vertiente crítica. Por ella corren un sinfín de felices ideas indudablemente fecundas aun para el crítico de hoy en día. En este sentido, Larra demuestra que conoce como ningún otro dicha sociedad. Larra es un anatomista que disecciona el cuerpo sin que éste pierda vida, un fotógrafo que sabe captar la imagen en el momento preciso de mayor efecto cromático, un auténtico estudioso de carácter y de caracteres. Larra comprende lo que significa algo tan esencial en la literatura de la época como es la fisiología y la fisionomía. Él mismo lo dice al establecer los requisitos de su profesión: “Es […] necesario que el escritor de costumbres no sólo tenga vista perspicaz y grande uso del mundo, sino que sepa distinguir además cuáles son los verdaderos trazos que bastan a dar la fisonomía; descender a los demás no es retratar una cara, sino asir de un microscopio y querer pintar los poros” (“Panorama matritense. Artículo primero”, 1969: 1014).

Todo conocedor de la literatura francesa del siglo XIX reconocerá estas ideas. De hecho en este mismo artículo hace una lisonjera alusión a Dumas, Chateaubriand, Ducange y Desnoyers. Pero estos nombres no bastan: es preciso seguir en esta línea, Larra lo sabe, y llegar hasta “el genio infatigable” que está a la cabeza de todos los escritores de costumbres: “Balzac ha recorrido el mundo social con planta firme, apartando la maleza que le impedía el paso, arañándose a veces para abrir camino, y ha llegado a su confín, para ver, asomado allí, ¿qué? un abismo insondable, un mar salobre, amargo y sin playas, la realidad, el caos, la nada” (1969: 1015). La mezcla del elogio con el desdén es evidente. No quiere con ello disminuir el valor de Balzac, sino penetrar en el carácter del costumbrismo tal y como debe ser desempeñado en España. Pintar la realidad no es suficiente: es preciso abrir una puerta a la esperanza, presentar soluciones, creer en el futuro. No puede extrañar que seguidamente arremeta contra otros escritores franceses cuya “tendencia espantosa” muestra que no están “animados de buena fe ni son realmente escritores de costumbres”: se trata de Eugene Sue, Alfred de Vigny, George Sand y Paul de Kock.

Estas reflexiones invitan a examinar cuál sea el objeto y la forma del artículo costumbrista español. Larra lo describe detenidamente en “Panorama matritense. Artículo segundo y último”. En estas páginas se extiende en describir las condiciones sin las cuales el

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artículo de costumbres queda reducido a una fácil fotografía infructífera cuando no dañina. Las palabras que siguen explicitan debidamente la simbiosis necesaria entre el contenido moral y la fórmula estética utilizados por el costumbrista. “Es indispensable hermanar la más profunda y filosófica observación con la ligera y aparente superficialidad de estilo, la exactitud con la gracia; es fuerza que el escritor frecuente las clases todas de la sociedad, y sepa distinguir los sentimientos naturales en el hombre comunes a todas ellas, y dónde empieza la línea que la educación establece entre unas y otros; que tenga, además de un instinto de observación certero para ver claro lo que mira a veces oscuro, suma delicadeza para no manchar sus cuadros con aquella parte de las escenas domésticas cuyo velo no debe descorrer jamás la mano indiscreta del moralista, para saber lo que ha de dejar en la parte oscura del lienzo; ha de haber comprendido el espíritu de esta época, en que las aristocracias todas reconocen el nivelador de la educación; por tanto ha de ser picante, sin tocar en demasiado cáustico, porque la acrimonia no corrige, y el tiempo de Juvenal ha pasado para siempre”. Tras dedicar una larga reflexión a la prensa, vuelve a remachar: “El escritor de costumbres necesita economizar mucho por tanto las verdades, y, como todo el que escribe en país libre de trabas para el pensamiento, formarse una censura suya y secreta que dé claro y oscuro a sus obras, y en que el buen gusto proscriba lo que la ley permita” (1969: 1017-1019). Todo esto lo consigue Larra a la perfección pues el lector de hoy en día lo lee con gusto y amenidad, pero también con la conciencia de haber identificado un mal pasajero que debe ser rectificado aunque duela. Por un lado se puede observar su patriotismo y su fe en el progreso a través de la reforma social; por otro sale a relucir algo que a primera vista no se discierne de modo evidente: el costumbrismo español tiene conciencia de la época en la que le ha tocado vivir.

Pero este elemento no puede combinarse sino con un tercero: la conciencia de la modernidad de su empresa. Más que ningún otro, este escritor es especialmente consciente tanto de la novedad de la literatura que está llevando a cabo como de sus condicionamientos para llevar a buen puerto precisamente aquello que la sociedad española está pidiendo al escritor de costumbres. Este aspecto es esencial para la comprensión del costumbrismo europeo dentro del ámbito romántico. Limitando el estudio al campo de la literatura europea posterior a la edad media, no sería difícil descubrir cuadros de costumbres populares. Pero aquí se hace patente una característica esencial del costumbrismo: su carácter “absolutamente nuevo” (Cánovas del Castillo, 1883, I: 128). Sin duda alguna Larra ha sido quien mejor ha explicado dónde radica la novedad de este “género (…) enteramente moderno” (“Panorama matritense. Artículo primero”, 1969: 1011) y en qué difiere de precedentes representaciones de la vida social (social life and customs).

Es algo que sale a relucir de modo particular en “Panorama matritense. Artículo primero”. En este artículo Larra realiza una aguda una descripción de cuantos autores moralistas que “habían estudiado ya al hombre y la sociedad de su tiempo”: salen así a relucir, entre otros, los nombres de Teofrasto, Aristófanes, Esopo, La Rochefoucauld, La Fontaine, Montesquieu, Cadalso, Samaniego, Fielding… Y por supuesto los grandes dramaturgos del Siglo de Oro (Calderón, Lope de Vega, Tirso…) y los “escritores excelentes de costumbres” que tuvo España: Cervantes, Quevedo, Alemán, Vélez de Guevara… Pero no era suficiente porque cuantos han sido citados “habían considerado al hombre en general tal cual le da la Naturaleza; pintores, habían retratado el mar, con su bonanza y sus tormentas, cual en todas las zonas se ve, peron no le habían pintado tal cual esta o aquella marina le ofrecen y le modifican. Escritores cosmopolitas, filósofos universales, habían escrito para la humanidad, no para una clase determinada de hombres” (“Artículo primero”, 1969: 1011-1012).

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Convergencias/divergencias de los costumbristas españoles

A pesar de los puntos comunes existentes entre estos tres escritores, queda de manifiesto que cada uno conserva su propia idiosincrasia. Los rasgos más notables del estilo de Estébanez Calderón (el casticismo, la imitación de la prosa del Siglo de Oro, la verbosidad ampulosa) no entran en la expresión de Mesonero Romanos. También es preciso reseñar con Quirk que para Estébanez Calderón lo pura y netamente español es lo andaluz en su vertiente festiva. También en este punto se distancia de Mesonero Romanos y Larra pues éstos dos últimos abundan en la representación de tipos ordinarios cumpliendo sus faenas cotidianas. Por otro lado, Estébanez Calderón dirige su enfoque especialmente hacia la clase baja ya que piensa que ésta conserva mejor que ninguna otra la esencia espiritual de la cultura andaluza; muy distintos en este aspecto son Mesonero Romanos y Larra, quienes describen y escriben sobre todo para la clase media de la sociedad española.

Sin embargo tanto Estébanez Calderón como Mesonero Romanos retratan nostálgicamente la sociedad española; punto en el que difieren sensiblemente de Larra. Les une su intención de preservar en el arte lo que desaparece en la realidad (Quirk, 1992: 67). Este aspecto, íntimamente ligado al romanticismo donde aflora el cuadro de costumbres, conduce a los autores de Escenas andaluzas y Escenas matritenses a introducirse donde muy pocos escritores se habían adentrado hasta entonces. Esta nostalgia romántica busca por todos los medios que lo indígena perdure “sin mezcla ni encruzamiento de herejía alguna extranjera” (Estébanez Calderón, “Dedicatoria”, 1985: 54). Si acaso lo indígena está condenado a desaparecer, el espíritu romántico procura que al menos quede “consignado […] a la manera que el diestro escultor imprime en cera (o sea en yeso) la mascarilla del cadáver que va a desaparecer de la superficie de la tierra para ocultarse en su interior” (Mesonero Romanos, “Al amor de la lumbre, o El brasero”, 1983: 503-508). Es un tradicionalismo y un indigenismo propio del romanticismo; algo que posteriormente volverá a ser reelaborado en la reviviscencia ficticia de Valle-Inclán. Quizás haya que añadir que este tradicionalismo que aboga por la perdurabilidad de las costumbres arraigadas se opone a la infuencia francesa: casos de galofobia no faltaban por entonces. Otro tanto se refleja en el artítulo de 1833 firmado por Mesonero Romanos y titulado “El extranjero en su patria” (1983: 137-142); estas reflexiones encontrarán eco cuatro años más tarde en “La literatura”, otro artículo del mismo autor. Estamos aquí frente a un romanticismo (romanticismo tradicional, si se prefiere) que se traduce en la ambivalencia que lleva al autor a desear la modernización de España y a apenarse por la desaparición de tipos y costumbres propios a su país.

Larra es bien distinto en este aspecto pues intenta desenmascarar y destruir a toda costa lo que él denomina la hipocresía de la sociedad. El tono de Larra es acerbo, y su sátira mordaz (Quirk, 1992: 69; vid. el testimonio del mismo Mesonero Romanos, in Cánovas del Castillo, 1883, I: 130). No nos ha de extrañar que autores como Lorenzo-Rivero hayan trazado un agudo paralelismo entre la crítica del gran pintor Goya y los artículos de Larra (1986: 63-74). Al igual que en los Caprichos del primero, Larra recurre a la caricatura y a lo grotesco para criticar la hipocresía: es lo que ocurre, por ejemplo, en “El mundo todo es máscaras. Todo el año es carnaval” (1969: 126-138), donde el escritor costumbrista describe males idénticos a los dibujados en “Máscaras crueles” y pintados en “El entierro de la sardina”. En este aspecto, quizás por su deslizamiento hacia la caricatura, tanto Larra como Goya se anticipan a la pintura y literatura impresionistas: buena muestra de ello es la relación existente entre la obra de ambos artistas y los esperpentos de Valle-Inclán. De igual manera, también Larra se anticipa a Galdós en cuanto al género utilizado y su concepción del progreso. Aquí también es preciso incluir a Unamuno, quien abunda sobremanera en la crítica

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de la generalización de la parálisis nacional. Todo lo cual demuestra una vez más que el romanticismo hispánico conduce al modernismo hispánico. Otro tanto ocurría en Mesonero Romanos cuando su nostalgia le llevaba a preservar en el arte el indigenismo que desaparecía: algo que Valle-Inclán llevó a la perfección a principios del siglo XX.

Orígenes del costumbrismo español

a) Inglaterra No está de más abordar someramente algo sobre lo que tantos críticos han abundado

desde diversos ángulos: cuáles sean los predecesores del costumbrismo español. Es evidente que el artículo costumbrista nació en España de manera autónoma y de la mano de la prensa periódica; sin embargo es preciso poner de manifiesto el débito que los escritores españoles contrajeron con los extranjeros. La crítica ha abundado en la aportación francesa; aunque ésta sea cierta, a menudo se ha minusvalorado (cuando no ignorado) que la influencia inglesa fue anterior y netamente distinta. A este respecto, cabe elogiar el meritorio trabajo de Marún por desterrar los tópicos en los que a menudo cae un comparatismo aguado al estudiar de modo superficial las relaciones bilaterales.

El análisis de costumbres que aparece en los artículos españoles se relaciona con el correspondiente estudio de la sociedad llevado a cabo en Inglaterra. Éste último precedió en el tiempo la influencia francesa pues se remonta, entre otros, a dos periódicos ingleses:The Tatler y The Spectator. Abordó campos distintos, pues la pintura inglesa suponía una honda preocupación moral y social inexistente en la pintura francesa. Cabe pues remontar hasta Richard Steele (1672-1729) quien fundó The Tatler (1709-1711) y del que sería editor bajo el seudónimo de Isaac Bickerstaff. En este periódico publicaron sus artículos tanto él como su amigo Joseph Addison (1672-1719). Dos años más tarde ambos fundaron The Spectator (1711-1712 y revitalizado durante 1714) y The Guardian, tan efímero que apenas duró ocho meses del año 1713. De estos autores, especialmente de Addison, cabe resaltar su prosa familiar y urbana, también llamada “middle style”. José Clavijo y Fajardo (1726-1806) figura entre los grandes admiradores de Addison y Steele; de hecho Ríos Ríos Carratalá afirma que a imitación de estos autores ingleses fundó y dirigió desde 1762 el periódico El Pensador (in Gullón, 1993, I: 351). En esta publicación combatió las costumbres sociales de la época.

La importancia de estos autores ingleses es tal que incluso paladines del costumbrismo francés (Mercier y Jouy sobre todo) no dudaron en declararse continuadores de The Tatler y The Spectator. A pesar de cuanto han dicho algunos críticos (Le Gentil y Hendrix de modo particular), los costumbristas españoles han contraído un débito notable con los escritores ingleses del siglo XVIII: el mismo Mesonero Romanos, aunque se inspira directamente en Jouy, tenía en su biblioteca una traducción francesa de The Spectator del año 1854 (Marún: 1983: 76); es más: dos citas de Addison sirven de epígrafe para sendos artículos del autor (“Costumbres literarias. III. La librería” y “Antes, ahora y después. I”, 1983: 286 y 379).

El caso de Larra merece especial atención. Larra debe a los escritores ingleses más de cuanto se cree. Frente a quienes, con razón, se resisten a admitir que Larra sea un imitador de escritores franceses de segundo orden, Marún declara con firmeza: “quizás el problema resida en que Larra toma de Jouy lo que éste heredó de Addison y Steele” (1983: 65). El mismo Larra llama la atención sobre los “escritores filosóficos que no consideraron ya al hombre en general […] sino al hombre en combinación”. Entre ellos alaba la “admirable profundidad y perspicacia [de] Addison en El espectador [sic]” al que “nadie logró superar”; más tarde, continúa Larra, Francia siguió “las huellas de Inglaterra” (“Panorama matritense. Artículo

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primero”, 1969: 1013). Al igual que Addison, Larra también expone la preceptiva de los artículos de costumbres. Otras reminiscencias de los ensayistas ingleses las encontramos en el comentario de las dificultades con las que tropieza todo escritor del género en cuestión, en la elección de algunos caracteres (muchos de los pedantes de Larra ya aparecían en The Spectator y The Tatler), en la identificación de los principales males de que se aqueja España, en la crítica de costumbres perniciosas (de igual manera que Addison hablaba de la “itch of writing” y Steele de las “displeasing familiarities”, la charlatanería y la excesiva confianza aparecen criticadas respectivamente en “Los amigos” y “Don Timoteo o el literato”, in 1969: 209-215 y 734-741), y en los remedios que propone para reformar el país (piénsese por ejemplo en sus reflexiones sobre la educación de la juventud en “El casarse pronto y mal” y “El ministerio de Mendizábal”, 1969: 83-94 y 574-577).

b) Francia Aun con todo, la presencia francesa en el costumbrismo español es incuestionable. Se

ha hablado de Mercier; sin duda porque este escritor es hoy en día mucho más estimado que otro relegado al olvido: Jouy. Es evidente que este escritor, dotado de gran facilidad para la pluma, ejerció una influencia notoria en el costumbrismo español. El modelo de Jouy ha sido puesto en entredicho por críticos e historiadores como José Fernández Montesinos y Antonio Cánovas del Castillo quienes minimizaban una declaración del autor. Se ha de reseñar, en efecto, que el mismo Estébanez Calderón había confesado que “la lectura de los artículos de Jouy le sugirió la idea de introducir tal género en la literatura española de su época” (Cánovas del Castillo, 1883, I: 142). Sin embargo esta afirmación conduciría a mal puerto si no la solapáramos a otras del mismo autor en las que reivindicaba para los antiguos españoles la invención del género. Las investigaciones de Le Gentil, Hendrix, Berkowitz, Montgomery y Correa Calderón, abundan en este mismo sentido y muestran de manera inapelable la influencia que Mercier y Jouy ejercieron en el citado Correo literario y mercantil; otro tanto cabe decir de las Cartas españolas. De donde se desprende que “el papel principal de Jouy en el costumbrismo de Estébanez es el de estímulo, no el de pauta” (Quirk, 1992: 66). Otro tanto ocurre con Mesonero Romanos y Larra, quienes consideraron a “L’Hermite de la Chaussée d’Antin”, seudónimo de Jouy, un insuperable modelo en el género. No en vano el mismo Larra lo cita en varios de sus artículos (vid. por ejemplo “¿Quién es el público y dónde se le encuentra?” y “Panorama matritense. Artículo primero”, 1969: 31 y 1014).

Costumbrismo en Inglaterra

De cuanto precede, y de modo especial de la referencia a los precedentes del costumbrismo español, se desprende que la literatura de costumbres no es privativa de España. Al igual que en este país, cabe hablar de escritores que acometieron la empresa de describir y analizar la sociedad de su tiempo. En este sentido cabe hablar tanto de manifestaciones individuales como colectivas. Las primeras se acogieron al increíble desarrollo de la prensa periódica mientras que las segundas se reunieron en compilaciones. Si aquéllas proceden de un “costumbrismo desorganizado” o “autónomo”, éstas son el resultado de un “costumbrismo organizado”. No es difícil vislumbrar en unas y otras paralelismos con el costumbrismo español: Estébanez Calderón, Mesonero Romanos y Larra trabajaban para la prensa periódica y, al margen de la forma que posteriormente adoptaran sus artículos, trabajaban de modo autónomo; algo semejante ocurrió con grandes costumbristas europeos. De igual modo, no es difícil encontrar en diversos países europeos el fenómeno de grandes compilaciones que coordinaban de manera organizada el trabajo de numerosos autores con el

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fin de retratar de la manera más exhaustiva posible la sociedad de la época. Tal es el caso de varios países de Europa, especialmente de Inglaterra y Francia.

Existe en Inglaterra un primer costumbrismo autónomo que encontró sus mejores plumas en Leigh Hunt (1784-1859), Douglas William Jerrold (1803-1857), William Makepeace Thakeray (1811-1863).

Hunt fundó con su hermano The Examiner (1808); más tarde dirigió The Indicator (1819-1821) y llegó a organizar la creación de The Liberal (1822) con Shelley y Byron en Italia, si bien la prematura muerte del primero y la partida a Grecia del segundo hicieron que este periódico sólo viese la luz en cuatro ocasiones.

Jerrold se dedicó más aún a la tarea periodística. En 1841 se integró a la dirección del semanario Punch, donde firmaba sus artículos con el curioso seudónimo de “Q”. Desde 1852 hasta su muerte fue el editor del Lloyd’s Weekly Newspaper.

Thackeray es conocido sobre todo por su producción novelística (Vanity Fair, 1847-8, sigue siendo considerada como una obra maestra). Fue corresponsal en París del periódico National Standard, que quebraría en 1834, y de The Constitutional. Desde 1842 contribuyó notablemente en la prensa inglesa mediante sus reseñas, bocetos cómicos, parodias y sátiras publicadas principalmente en Fraser’s Magazine y Punch. Más tarde, entre 1860 y 1862 fue editor de The Cornhill Magazine, una revista literaria mensual que aún perdura.

La aportación de Thackeray al costumbrismo incluye además The Book of Snobs, originally published as a series of sketches in Punch in 1845 and subsequently in one volume by Smith, Elder & Co., London. Como se deduce de la vida e inquietudes del autor, Thackeray era uno de los autores más indicados para realizar esta anatomía semanal de la sociedad y la vida institucional del mundo británico. Tras aportar una serie de notas generales sobre los snobs y su influencia en la sociedad, Thackeray pasa a describirlos allí donde se desenvuelven; baste dar una pequeña muestra de algunos títulos de estos artículos: “On Some Military Snobs”, “On Clerical Snobs and Snobbishness”, “Snobs and Marriage”, “Club Snobs”… Son pocos los “relative and positive Snobs”, cuyas huellas no persiga el autor para ofrecer un acabado boceto del “hermoso estudio” del snobismo (Snobbish).

También cabe incluir las conferencias (lectures) que Thackeray pronunciara en sus estancias en Estados Unidos pues también abundaron en este tipo de literatura costumbrista: The English Humourists of the Eighteenth Century (1851) y The Four Georges (1855). A pesar de que en este último libro no aborda un objeto de estudio contemporáneo, conviene recordar el subtítulo por cuanto nos pone sobre la línea del costumbrismo inglés: “Sketches of Manners, Morals, Court and Town Life”. Dejando de lado los “grave historical treatises” y estudios “about politics” he emphasizes that his object is “to sketch the manners and life of the old world; to amuse for a few hours with talk about the old society; and, with the result of many a day’s and night’s pleasant reading, to try and wile (sic, pero inexistente en inglés del siglo XX) away a few winter evenings for my hearers” (cit. in Harden, 1985: 127). En otro orden de cosas y uniendo los cabos de cuanto venimos viendo, cabe desvelar una estrecha relación en el costumbrismo europeo tal y como lo estamos estudiando. En efecto, no deja de ser significativo que Addison y Steele, maestros del costumbrismo español, ocuparan un lugar de primer orden en The English Humourists of the Eighteenth Century.

Heads of the People Pero el estudioso del costumbrismo europeo puede sentirse más atraído por una

curiosa compilación minuciosamente organizada y estructurada que recibió el nombre de Heads of the People (dos volúmenes fechados en 1840-1). Desde el punto de vista de la literatura comparada, esta publicación se muestras especialmente importante por cuanto

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encontró un eco rápido y eficaz en otros países. Es éste un costumbrismo menos espontáneo y mucho más estructurado, hasta el punto de que se puede decir que realiza un auténtico barrido por todas y cada una de las capas de la sociedad. Conviene resaltar que en este caso, más que de costumbres, conviene hablar de tipos sociales o, como indica el prologuista, de “trade, calling or profession”.

Los autores de estos volúmenes son muy diversos. Abundan los anónimos (que firman “A Bachelor of Arts”, “A Knight of the Road”…), los seudónimos que la crítica ha ido desvelando (“Michael Angelo Titmarsh” no es sino Thackeray) y los autores de poco renombre que sólo aportan una o dos contribuciones; junto a ellos aparecen los grandes maestros del género en esos años: Leigh Hunt (tres artículos), William Thackeray (dos artículos además del mencionado), Douglas William Jerrold (1803-1857, miembro del equipo directivo de Punch, firma nada menos que diecinueve artículos), Samuel Laman Blanchard (1804-1845, colaborador de Monthly Mag y deThe Examiner, entre otros, seis artículos), William Howitt (1792-1879, cinco artículos), Edward Howard (1792?-1841, autor de Rattlin the reefer, tres artículos). Esta obra capital del costumbrismo inglés centra su atención en la descripción de tipos sociales, desde la costurera y el apoticario hasta el artista y el soldado: un total de ochenta y tres tipos desfilan ante nuestros ojos. Una multiplicidad de caracteres aparece así representada en estos bocetos misceláneos y polifacéticos que procuran ser “Popular Portraits” de la sociedad inglesa de la época (prefacio al segundo volumen).

Costumbrismo en Francia

Aun cuando conserve su estilo propio, el costumbrismo francés corre por semejantes derroteros hasta los aquí enunciados. Conoció una abundante producción costumbrista, en un primer momento de modo primordialmente individual y autónomo y posteriormente de forma más organizada y corporativa.

En sus Tableaux de Paris Sébastien Mercier (1740-1814) evoca “cet amas bizarre de coutumes folles ou raisonnables” y todo tipo de pasiones particulares a la vida de la gran metrópoli. Con su reflexión, este escritor que anuncia las fisiologías de Balzac intenta desentrañar cuál sea la filosofía social de cada uno de los mundos particulares como puedan ser, por ejemplo, los diferentes oficios (Van Tieghem, 1968, II: 2602).

Con motivo de su aportación al costumbrismo español, arriba se ha hecho alusión a Victor-Joseph-Étienne de Jouy (1764-1846), oficial del ejército, político y finalmente periodista desde 1799; aquí conviene ofrecer un somero resumen de su aportación al costumbrismo francés. Al margen de sus obras de ficción se encuentran sus variadísimas reflexiones sobre todo tipo de temas y asuntos sociales. Publicadas primeramente en periódicos, luego vieron la luz en forma de diversos volúmenes: L’Hermite de la Chaussée d’Antin (1812-1814), L’Hermite en province (1813-1818), L’Hermite de la Guyane (1816), con las que ganó numerosos adeptos y una autoridad poco común (Van Tieghem, 1968, II: 2050).

El primer tomo de L’Hermite de la Chaussée d’Antin contiene un breve pero no menos interesante “Avant-propos”. En él se habla de la fama de los articulistas, del uso generalizado de los seudónimos o “monogrammes”, de la “oferta” o idea de publicar en forma libro todos los artículos aparecidos en la Gazette de France, de quienes le han precedido en su empresa: l’abbé Prévost, Steele, Johnson, Addisson… Jouy toma a este último autor como modelo y pretexto para su propia obra: “Addison a peint les mœurs et les usages de Londres, au commencement du dix-huitième siècle; j’essaie de donner une idée de celles de Paris, au commencement du dix-neuvième” (I, 1812: 9). Acto seguido acomete la

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tarea de describir un sinfín de detalles y personajes del la vida parisina: el padrino, los hipócritas o “tartufes”, los nobles, los burgueses e incluso, cosa inaudita hasta ahora, la vida de los criados (vid. “Mœurs de l’antichambre”; I, 1812: 229-241). El mismo Jouy dice en qué radica una de sus innovaciones: frente a la vasta pintura del mundo que buscaban sus predecesores (l’abbé Prévost y Marivaux entre otros), él acomete especialmente la empresa de contar algo más cercano a la realidad, lo que él ve: sus figuras están como modeladas sobre la misma naturaleza viva (“Révolutions des modes”, IV, 1813: 248). La casi totalidad de los artículos aparecen con un epígrafe extraído de un autor antiguo (Horacio, Virgilio, Ovidio…) o moderno (La Bruyère, Montesquieu, Voltaire…) al cual viene a unirse la gran cantidad de citas de muy diversos autores franceses y extranjeros que sirven como punto de referencia para apoyar tal o cual reflexión del autor.

También G. Touchard-Lafosse (1780-1847) publicó, además de numerosas novelas históricas e historias militares, valiosos estudios de París. Pero no cabe la menor duda de que la palma de una vertiente del costumbrismo “a la francesa” pertenece por derecho propio a Honoré de Balzac (1799-1850). Su anatomía parisina había tenido un precedente en el citado Mercier y será continuada por Janin; dado el carácter de este estudio, nos detendremos aquí en algo que atrajo la atención de los grandes costumbristas españoles: la fisilogía.

Tras la Physiologie du goût de Brillat-Savarin (1825) y la Physiologie des passions ou nouvelle doctrine des sentiments moraux del barón Alibert (1825). El nombre de fisiología, aplicado metafóricamente a cualquier análisis de afectos, sensaciones, conductas, etc. hizo furor en la primera parte del siglo XIX. Es evidente que este neologismo entraba con buen pie dado que, como el mismo Balzac indica, la abundancia de términos técnicos es una de las tendencias del lenguaje de la moda, y la moda entra dentro de las costumbres de un país. Aun cuando la ausencia de rigor científico sea manifiesta (las ciencias naturales no proceden, como las matemáticas, por axiomas, teoremas y corolarios), es evidente que las apariencias fisiológicas favorecen la fascinación de una seudociencia al tiempo que permiten cierto charlatanismo pedantesco. De lo que no cabe la menor duda es de que esta invención literaria tuvo un éxito sin precedentes. Por limitarnos sólo a Balzac, es interesante enumerar algunos de los métodos de estudio utilizados: “fisiologías” (Physiologie du mariage, 1829), “estudios” (Étude de femme, 1830), “tratados” (Traité de la vie élégante, 1830), “teoría” (Théorie de la démarche, 1833), “monografía” (Monographie du rentier, 1840), a los cuales se pueden añadir “anatomías” (Anatomie des corps enseignants) y “patologías” (Pathologie de la vie sociale) que nunca llegó a escribir. Por otro lado, estudios, teorías, tratados y fisiologías afloran por doquier en numerosas novelas del escritor.

En su clarividente ensayo, Montesinos da una idea cabal de lo que este autor buscaba tras estos análisis de costumbres: “En el fondo de toda esta considerable obra de Balzac hay como una pugna entre la concepción de la Comedia humana, historia natural y social, y la intuición de que la novela científica es una incongruencia”. En definitiva, al menos en esta época donde el positivismo entabla una encarnizada lucha con el romanticismo (el Cours de philosophie positive de Auguste Comte es precisamente de 1830), el resultado es una “parodia de un riguroso método científico” (Montesinos, 1960: 98). Este rigorismo habrá de esperar varias décadas, Claude Bernard y Zola especialmente proceda a poner en práctica las teorías de la herencia biológica.

Aun con todo, conviene hacer un pequeño inciso sobre una cuestión de genología. El juicio de Montesinos es certero, pero sólo si se considera desde el punto de vista del costumbrismo español desempeñado por Mesonero Romanos o Larra. La cuestión que subyace es el carácter eminentemente ficcional de este costumbrismo francés. De ahí que el crítico deba en cada caso precisar cuál sea el costumbrismo que está estudiando. El “artículo

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de costumbres” típico del costumbrismo español, nunca podrá ser confundido ni con la novela de costumbres de Balzac (piénsese en sus célebres Scènes de sus Études de mœurs) o de Eugène Sue (Arthur, Mathilde…), ni con la novela histórica de éste último (Lautréamont, Jean Cavalier…), ni con su roman-feuilleton (Les Mystères de Paris, Le Juif errant…), ni con la comedia de costumbres de Eugène Scribe (Le Mariage de raison, Le Mariage d’argent…), ni con la historiografía o simple registro literario de hechos históricos contemporáneos.

Les Français peints par eux-mêmes Por fin cabe hablar del arriba citado Jules-Gabriel Janin (1804-1874). Este escritor

interesa por diversos motivos. Además de numerosos cuentos y producciones folletinescas, supo ser profundo en su obra crítica y costumbrista. Periodista en Le Figaro, La Quotidienne y Le Messager, Janin fue desde 1836 la firma indiscutible del célebre Journal des débats. Pero sobre todo Janin, en compañía del editor, fue uno de los grandes inspiradores y promotores de la enciclopédica compilación francesa centrada en la vida social: Les Français peints par eux-mêmes (cinco volúmenes publicados en 1840-2). El paralelo es evidente con el “costumbrismo organizado” de Heads of the People.

En estos cinco tomos pasa ante los ojos del lector toda una pléyade de tipos que cubren todas las capas de la sociedad. Son breves retazos donde los diversísimos autores (entre ellos siete mujeres) describen hasta ciento setenta tipos distintos de personajes de la sociedad. Algunos tomos incluyen interesantísimas introducciones, como por ejemplo la del tomo quinto donde el autor ofrece un estudio científico de ochenta páginas sobre la población francesa. Dada la amplitud de la empresa, bien puede Janin denominar esta enciclopedia un auténtico “registro” donde se transcriben todos y cada uno de los matices de “las costumbres de cada día” (I: IV). Un número muy elevado de grabados de cada uno de los tipos representados hace de esta enciclopedia una obra especialmente atractiva.

No está de menos hacer hincapié en el carácter cambiante de la producción; o efímero, si se prefiere, para hacer coincidir la etimología con el objetivo de la empresa. Una empresa que tiene en Molière y La Bruyère dos de sus modelos inconfundibles; el primero por su realismo en la transposición de vicios y pasiones, el segundo por su interés en la pintura de la movilidad de los caracteres. Aunque estos dos modelos, al igual que Homero y Teofrasto o Plauto y Terencio, nos sirven para redescubrir simultáneamente el lado serio y desenfadado del pueblo y de la corte.

Los españoles pintados por sí mismos Como era de esperar en esta época de la literatura española, también España vio la

publicación de una obra semejante a la precedente. Más concretamente en los años 1843 y 1844 aparecieron sendos volúmenes que llevaban por título Los españoles pintados por sí mismos. La introducción, cargada de desengaño, habla del objetivo de esta obra: incluir “entes físicos y morales” de la “diabólica escala graduada” que ofrece la sociedad”. Alude a las compilaciones realizadas en Inglaterra, Francia y Bélgica y de la necesidad de reunir a una serie de escritores que dén cuenta de los diferentes “tipos” y “fisiologías”. Los colaboradores de esta compilación son por lo general escritores muy señalados: el duque de Rivas (1791-1865, quien arrancando del neoclasicismo escribe en 1835 Don Álvaro o la fuerza del sino, drama emblemático del romanticismo español), Antonio Gil de Zárate (1793-1861, dramaturgo que tras una época neoclásica irrumpe con marcadas obras románticas), Manuel Bretón de los Herreros (1796-1873, dramaturgo, ensayista y costumbrista de gran renombre), Juan Eugenio Hartzenbusch (1806-1880, célebre por su drama romántico Los amantes de

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Teruel de 1837), Francisco Navarro Villoslada (1818-1895, paladín del periodismo integrista y de la novela histórica) y, entre otros más, Ramón de Navarrete (1822-1889, prolijo dramaturgo y costumbrista).

En un momento determinado, el prologuista confiesa la dificultad de la empresa; es entonces cuando afloran dos de las características esenciales del costumbrismo español arriba mencionadas: la difícil coyuntura social debido a las recientes “revoluciones y trastornos políticos” y el “espíritu de extranjerismo” reinante. La situación social importa pues hace referencia a una España conmocionada; la presencia del elemento foráneo conlleva cierto tinte de xenofobia. Así escribe el autor de la introducción: “este espíritu de extranjerismo que hace años nos avasalla, y que nos hace abandonar desde el vestido hasta el carácter puro español, por el carácter de otras naciones, a la s cuales pagamos el tributo más oneroso: el de la primitiva nacionalidad” (1843: VII). Esta defensa de lo indígena recuerda la tendencia romántica de Estébanez Calderón y Mesonero Romanos por recuperar sobre el papel lo que está desapareciendo en la realidad. De hecho “El solitario” firma el artículo titulado “La Celestina” y “El curioso parlante” firma otros dos artículos: “La patrona de huéspedes” y “el pretendiente”. Siguiendo esta línea, no está de más enumerar algunos títulos que recalcan lo pintoresco español: “El torero”, “La castañera”, “El ama del cura”, “La gitana”… No les faltaba razón pues de hecho algunos de estos tipos sociales ya son inexistentes en la actualidad. En España ya sólo se pueden contemplar en dibujos, grabados, antiguas fotografías y, por supuesto, en esta compilación: “El indiano” (privativo de la historia española por aquellas fechas), “El aguador”, “El choricero” (éstos dos últimos firmados por “Abenámar”, seudónimo elocuente para el caso), “El demanda o santero”, “La santurrona” (tipos íntimamente ligados al estereotipo religioso de España), “La maja” (inmortalizada por Goya), “El bandolero”, “El guerrillero” (tipos éstos surgidos con motivo de la guerra napoleónica y paradigma por lo tanto de las conmociones señaladas), etc.

Carácter del costumbrismo inglés y francés

Los costumbristas ponen especial interés en defender su idiosincrasia. Para lo cual no dudan en recalcar sus divergencias respecto a los historiadores y moralistas. Su objetivo se acerca más al del antropólogo y sociólogo puesto que estudian los diferentes tipos de hombres y profesiones sociales. Este análisis costumbrista procede mediante una metódica subdivisión del tipo elegido en cada caso.

Hay algo que caracteriza de modo especial el costumbrismo de las diferentes compilaciones que vieron la luz en Inglaterra, Francia y España entre los años 1840 y 1844: su preocupación por identificarse. Esta identificación pasa por la diferenciación de otros oficios ya existentes: los historiógrafos y moralistas. En efecto, ninguna compilación costumbrista tenía como objetivo hacer historia o moral, ni siquiera perseguía lograr una conjunción de ambas. “Nous ne sommes pas chargés de faire l’histoire des moralistes”, afirma Janin en la introducción de Les Français peints par eux-mêmes. En otro momento se extiende en el alcance de estas palabras: “Les historiens, oubliant l’espèce humaine, se sont amusés à raconter des sièges, des batailles, des villes prises et renversées […]; ils ont dit comment se battaient les hommes et non pas comment ils vivaient; ils ont décrit avec le plus grand soin leurs armures, sans s’inquiéter de leur manteau de chaque jour; ils se sont occupés des lois, non pas des mœurs”. También aborda este tema cuando expone su deseo de penetrar en lo más recóndito de la sociedad; prueba patente de que los costumbristas no tienen una finalidad cronística ni moralizante: “Nous voulons seulement rechercher de quelle façon il

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faut nous y prendre pour laisser quelque peu, après nous, de cette chose qu’on appelle la vie privée d’un peuple” (I: IV).

Un ejemplo significativo aparece en el artículo de Balzac cuando define el secreto de “La femme comme il faut”, ésa misma que en sus paseos utiliza y vela a un tiempo las formas más hermosas: “fleur de beauté si bien cachée, si bien montrée!”. Su objetivo no es poco ambicioso: lograr detectar cuál sea la diferencia entre “les femmes comme il faut” de “la femme comme il faut”: quizás por la dificultad de la tarea el escritor costumbrista intenta perseguir a su presa, retratarla en los paseos, el teatro y en el baile; dirá la hasta qué punto le compete tener talento y gusto; precisará los momentos del día en los que “la femme comme il faut” debe o no presentarse en sociedad; indicará cómo ha de ser su conversación vana y su discurso neocristiano; en fin, antes de proceder a un minucioso catálogo de su genealogía y fisiología, el escritor costumbrista no cederá a la tentación de trazar una definición total del personaje tipo: “Elle est entre l’hypocrisie anglaise, et la gracieuse franchise du dix-huitième siècle” (Les Français peints par eux-mêmes, I: 25-32). Compete al lector dirimir si el autor ha conseguido dar una cumplida imagen de esta coqueta parisina; y sea cual sea el resultado, al autor no se le podrá echar en cara que no ha osado tal empresa.

Este acercamiento del costumbrismo francés e inglés no supone necesariamente un rechazo generalizado por la historia, sino por la historiografía exclusivista. Incluyendo las costumbres y los tipos, el lenguaje y la moda, estos escritores saben que ellos también están haciendo historia: lo que un día será la historia. Si acaso este costumbrismo tiene algo que ver con la historia y la moral, ese algo es la pintura que ofrece del momento: “to give the moral colour to the period”, precisa acertadamente Hunt (“Suckling and Ben Jonson”, 1943: 245).

En cierto sentido, el costumbrismo mantiene ciertos rasgos comunes con la antropología social. Es lo que se deduce de tantos artículos de Hunt en sus visitas a un parque zoológico: “Is it just in human beings to make prisons of this kind?”, en sus estudios sobre genealogía: “Bodily and mental characteristics inherited”, o en tantos otros donde se entretiene en curiosas reflexiones sobre el amor, la comida o la belleza (1943: 81-85). Así, con mentalidad de “estudiosos de la naturaleza humana”, los “projectors” de Heads of the People saben que su esfuerzo no sólo resulta útil para el “anticuario de la sociedad” (esto es, para el historiógrafo del que se habla en la correspondiente obra francesa), sino que “the mere idling reader become at once amused and instructed” (1840, I: III). Este carácter lúdico no supone en modo alguno un desdén hacia las partes elevadas de la mente humana: los volúmenes de esta obra están caracterizados por un “straightforward, uncompromising, and, it is hoped, humanising spirit” (1840, I: IV). Esta esperanza acredita dicho compendio para que sea, tal y como se encarga de recordar el prefacio del primer volumen, sabio, discreto y virtuoso de modo que su decencia no perjudique a nadie. Es algo que se encargará de recordar el prefacio del segundo volumen un año más tarde: “The one desire of all parties concerned in it has been, that there should be no lack of generous sentiment, good-humoured endeavour, and cheerful appreciation of the socialities and charities of life, in their attempts to delineate its characters”.

Les Français peints par eux-mêmes contiene una característica esencial del espíritu de la nación que retrata: la tendencia a la división que permite discernir y determinar con claridad el objeto de estudio. Un ejemplo harto elocuente es el artículo de Charles Nodier (1780-1844): “A considérer l’amateur de livres comme une espèce qui se subdivise en nombreuses variétés, le premier rang de cette ingénieuse et capricieuse famille est dû au bibliophile”. Tras hablar del bibliófilo, aborda a continuación la “famille” del “bibliophobe”; además, cada una de estas familias tiene sus especies y subespecies: “bouquiniste”,

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“bibliomane”, etc., que dan debida cuenta de la disección operada por el autor (“L’amateur de livres”, 1993: 91-110).

Otro tanto acomete P.-F. Tissot, quien firma la introducción del segundo volumen de Les Français peints par eux-mêmes. En estas páginas, centradas en “La jeunesse depuis cinquante ans”, él mismo confiesa que la juventud ha sido para él “un objet d’études”, que la ha observado desde dentro. Y así prosigue su descripción: desde la educación hasta su porte externo pasando por todos los empleos que debe aceptar todo joven parisino. Lógicamente, dado el período de estudio, el autor traza un rápido cuadro de graves acontecimientos: los años tranquilos antes de la Revolución de 1789, los sucesivos hitos políticos, las campañas de Napoleón, su caída y cuanto Béranger hizo en los espíritus de la juventud para conservar el mito… En fin, el autor se define una vez más como “peintre de mœurs” puesto que no hace sino remitirse a “l’observation même de ce qui se passe sous [ses] yeux” (II: XVIII).

Es evidente que algunas de estas características no encuentran un correlato perfecto en el costumbrismo español: el carácter discreto y desentendido de Heads of the People y de Les Français peints par eux-mêmes no aparece en la producción de las principales figuras del costumbrismo español. En efecto, la especificidad de éste último supone un motivo didáctico-moralizador y un romanticismo incuestionable en su vertiente nostálgica o renovadora. Dicho carácter implica, en el caso de Larra, el compromiso personal de decir lo que cree que debe decir aun sabiendo que esto puede herir susceptibilidades.

Cabe discernir cierto punto de encuentro al abordar el interés por lo habitualmente velado: “naturalmente curioso”, el escritor costumbrista quiere “saberlo todo” y “meter[se] en rincones excusados por escuchar caprichos ajenos”, decía Larra (“El café”, 1969: 3). Sin embargo este ligero acercamiento no es más que superficial. No es lo mismo ver y saber que decir sin discrimiación alguna: Larra mismo condenaba en “Panorama matritense” el nefando error de decirlo todo sin reparar en la delicadeza que exige callar cuanto exige la moral y la buena educación.

Temática del costumbrismo inglés y francés

Dado el propósito enciclopédico de estas compilaciones, la variedad de profesiones y tipos abordados es ingente. Entre ellos cabe ofrecer aquí una selección de los principales objetos de estudio: los salones (veladas, reuniones literarias y exposiciones), las innovaciones sociales (con las consiguientes alusiones a la modernidad), la moda (importante de modo especial por su carácter atractivo, efímero y proteico), el argot (una variante de la moda entre ciertas capas sociales) y la literatura (el escritor y sus miserias, el aprendiz de poeta, el vilipendiado periodista)

En L’Hermite de la Chaussée d’Antin abundan las reflexiones sobre la vida social y de modo especial sobre algunos salones; Jouy pasa revista tanto a los prejuicios e infundadas reputaciones como a la elevación del espíritu que dispensa la educación y urbanidad de estos lugares de encuentro (“Lectures et succès de salons”, III, 1813: 39 y 41). Interesa reseñar que varios artículos —más concretamente las cuatro “promenades” que figuran bajo el título de “Le salon de 1812” (III, 1813: 306-353)— son una serie de digresiones artísticas que toman como punto de partida diferentes exposiciones parisinas. Sin duda se trata de una herencia de Diderot y que encontrará fervientes seguidores en los célebres “Salons” de Baudelaire.

A propósito de esta costumbre típicamente francesa (baste recordar los diversos salones descritos por Proust), Bertaut comenta las veladas que la aristocracia francesa organizaba en el segundo cuarto del siglo XIX (1947: 98-102). Entre las descripciones de varios salones figura el de Mme Ancelot, sin duda alguna uno de los más prestigiosos en París

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por aquellas fechas. Allí se daban cita numerosos nobles, miembros de la Academia (su marido mismo acabaría formando parte de esta institución) y hombres de letras como Stendhal. Precisamente uno de los artículos de Les Français peints par eux-mêmes está firmado por Mme Ancelot. Como cabía prever, su artículo titulado “Une femme à la mode” describe pensamientos y conversaciones que la autora conocía a la perfección. En este artículo, Mme Ancelot procura reflejar fielmente las “inquietudes” e “infinitas reflexiones” de la comtesse Emma de Marcilly, una mujer que se preocupa de “conserver la faveur de la mode” y “son empire”, de rendir tributo, en definitiva, a “cet insatiable désir de briller” (I: 57-64). Por aquellos mismos años escribía Hunt un interesante artículo sobre una fiesta a la que tuvo la oportunidad de asistir (“A Novel Party”, 1943: 86-98).

Huelga recordar que en Inglaterra el mismo Hunt es uno de los escritores costumbristas más versados en algunas de las principales mujeres inglesas, muchas de ellas famosas por sus salones (vid. sus artículos: “Female Sovereigns of England”, “Specimens of British Poetesses”, “Duchess of St. Albans, and Marriages from the Stage” y “Lady Mary Wortley Montagu”). A diferencia de lo que ocurre en Francia e Inglaterra, por lo general los salones y la clase alta no ocupan lugar alguno en el costumbrismo español (habría que exceptuar algún artículo, como “El Prado” de Mesonero Romanos).

Además de los salones, las innovaciones sociales y científicas también tienen cabida en el costumbrismo europeo. Retratándolas, la literatura toma una conciencia aún mayor de su propia modernidad. En su artículo titulado “The Inside of an Omnibus”, Leigh Hunt desarrolla una original introspección de las figuras de los diversos pasajeros al atardecer cando vuelven a sus casas después del trabajo. Incluso el lector inglés de hoy en día vería reflejados en este artículo modos de proceder muy similares a los actuales: los trabajadores apresurados en llegar al “paraíso” del hogar, el joven que ha salido a cenar fuera de casa, la señora que no encuentra un sitio donde sentarse, la reacción de la gente cuando comienza a llover de modo torrencial, etc. (1943: 38-40).

El hecho de comenzar su artículo hablando de la “Elevation of society by this species of vehicle”, da una idea cabal de la conciencia de estar describiendo algo altamente actual: frente a la época en que sólo unos pocos gozaban de un vehículo, exclama en pro del progreso que “by the invention of the omnibus, all the world keeps its coach!” (1943: 30). Es un canto al perfeccionamiento de los tiempos modernos y de cuanto ellos ofrecen al pintor de costumbres. El tema elegido ofrecía sin duda elementos más que suficientes para el estudio de diferentes tipos sociales. De hecho, el mismo Leigh Hunt dedica otro artículo íntimamente relacionado con éste al describir al “Omnibus conductor” como un “careless-dressing, subordinate, predominant, miscellaneous, newly-invented personage” (Heads of the People, I: 193).

Copiando las palabras de Janin, podemos decir que “si le théâtre est à peu près le même, les acteurs de la scène ont changé”. Lo cual supone de modo implícito la precariedad o, dicho con más precisión, el carácter transitorio de la literatura costumbrista. La conclusión es inmediata: “la nécessité de refaire de temps à autre ces mêmes tableaux dont le coloris s’en va si vite, aquarelles brillantes qui n’auront jamais l’éternité d’un tableau à l’huile”. Pero no se piense que esto es un defecto del género costumbrista; es, sencillamente, la vertiente finita de la condición humana: “véritablement, pour les scènes changeantes qu’elles représentent, c’est tant mieux” (Les Français peints par eux-mêmes, I: VII). Basta con echar una mirada a nuestro alrededor y comprenderemos que asistimos sin apenas percatarnos a una continua remodelación de nuestras mismas costumbres. Hunt lo hace al comienzo de uno de sus artículos sobre moral social: “It is curious to see the opinion entertained in every successive

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age respecting the unimproveability or unalterableness of its prevailing theory of morals, compared with their actual fluctuation” (“Suckling and Ben Jonson”, 1943: 245).

Este carácter moderno, o, mejor aún, esta conciencia del carácter moderno que se basa en lo pasajero, forma parte indispensable de la poética costumbrista. La mejor prueba de ello es que apenas poco tiempo después Europa incluía entre sus tipos insustituibles el dandi (cabe reseñar que no faltan libros que designan a Larra como el dandi por antonomasia de su tiempo) y que Baudelaire, tras las recurrencias de Chateaubriand y Balzac, procuraba definir la modernidad dentro de su artículo sobre “Le peintre de la vie moderne”.

Sin duda una de las cosas más cambiantes en la vida social es la moda; de ahí que Jouy no dude en dedicarle un extenso artículo (“Révolution des modes”, IV, 1813: 247-283). Aquí establece una relación de las principales modas a medida que los reinados y los siglos se han ido sucediendo: trajes, pelucas, barbas, perfumes, coches, muebles… Al llegar a su momento contemporáneo, el autor procede a describir con mayor minuciosidad aún estos diferentes aspectos de la moda… ¡poniendo especial énfasis en la carestía que supone estar siempre de moda!

Aquí conviene hacer una breve alusión a la moda francesa, y más en concreto a la revista que así se titulara: La Mode. Fundada por Émile de Girardin en colaboración con Latour-Mezeray en 1829, conoció un éxito tal que en breve eclipsó a todas las demás. En ella colaboraron las más preciadas plumas del momento: Charles Nodier, Jules Janin, Eugène Sue, George Sand, Honoré de Balzac, Castil-Blaze… De igual modo que todos los periódicos hasta aquí nombrados, no podían faltar las ilustraciones, pero en este caso el elemento costumbrista adquirió un protagonismo hasta entonces desconocido. Los grabados de modas firmados por Mme Delessert fueron apreciados; sin embargo la necesidad de innovación exigió que fueran sustituidos por las celebérrimas litografías de Gavarni. Pero no concluía aquí el atractivo de La Mode: cada número proporcionaba numerosos ecos de las multiformes actividades del “petit monde” así como reseñas de fiestas, veladas, descripciones de castillos y salones, etc. (Bertaut, 1947: 240-242 y Fortassier, 1988: 43-62).

Una moda un tanto particular pero que no podía faltar en la literatura costumbrista es el argot. Apenas dos décadas más tarde Victor Hugo haría un profundo análisis en celebérrimos pasajes de Les Misérables. De hecho, el exiliado de Guernesey no estaba haciendo sino su cuadro de costumbres al describir el argot del pueblo parisino. El argot y todo tipo de jergas populares aparecen en Heads of the People, Les Français peints par eux-mêmes y Los españoles pintados por sí mismos.

Y junto con el argot, la pronunciación de la calle; otra manifestación de vitalidad y movilidad. El intento de imitar gráficamente la lengua utilizada efectivamente y su oposición a la lengua académica forma un capítulo importante del costumbrismo sobre el que falta mucho por decir. Leigh Hunt acomete esta tarea en Heads of the People cuando procura transcribir las frases como las oye y no como se deberían oír: “Now, MA’AM, if you please;—my cattle ’s a waiting;—bless’d if somme on us do n’t catch cold this here shiny night”. Y más adelante, cuando el cobrador del ómnibus anuncia las paradas, leemos “Why-chapool!” en lugar de “Whitechapel” (“The conductor”, I: 194). Sebastián Herrero acomete idéntica empresa en su artículo “La gitana” de Los españoles pintados por sí mismos (1843: 289-299). Leído hoy en día, este intento de transcripción fónica da una idea del intento sincero de los costumbristas por dejar una huella de la sociedad del momento.

Dado el estilo que informa la compilación francesa, no extraña la exclusión de transcripciones fónicas y vocablos del pueblo. No faltan en la correspondiente obra francesa los extranjerismos; encontramos muchos, como por ejemplo el anglicismo “fashionable” que

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P.-F. Tissot utiliza para hablar de “La jeunesse depuis cinquante ans” (Les Français peints par eux-mêmes, II: XVIII).

No obstante el costumbrismo tiene sus reglas y de una forma o de otra debe dar debida cuenta de cuanto existe en la calle. Es lo que hace Moreau-Christophe en un extenso artículo donde describe nada menos que hasta doce subtipos de personajes detenidos por la policía: “le réclusionnaire”, “le forçat”, “le récidiviste”, “le condamné à mort”, “le détenu pour dettes”, “le détenu militaire”, “les jeunes détenus”, “les enfants de la correction paternelle”, “les femmes”, “les jeunes détenues au-dessous de seize ans”, “les filles publiques”: es una prueba manifiesta de hasta qué punto la pintura de tipos hacía un verdadero barrido entre las diferentes clases de la sociedad. Precisamente en este artículo es donde el autor procede a referir algunos vocablos de argot. Lo hace en un primer momento al hablar de las características generales de los detenidos; lo cual le da pie para proceder a una enumeración de los “grades” de esta “maçonnerie du crime”, desde la edad media —“cagoux, orphelins, rifodés, mallards, marcandiers, malingreux, callots”, etc.— hasta el presente —“escarpes, sableurs, suageurs, grinchisseurs”, etc. (IV: 3).

Tras la pormenorizada relación que hace de los criminales en Francia, así como de la vida interna de las prisiones, se da cuenta de que este cuadro quedaría incompleto si no pasara a describir algo que une a todos los criminales: la lengua, el punto crucial donde confluyen todos los detenidos. Moreau-Christophe dedica entonces al argot un lugar especial en el apartado titulado “Sort des détenus. - Vie en prison”. Aquí explica la relación íntima existente entre los diferentes detenidos: “Ce qui lie les prisonniers entre eux, c’est, indépendamment de la communauté d’intérêt, la communauté de leur langage. Le langage est l’un des plus puissants éléments d’association unitaire. Parler la même langue, ce n’est pas seulement se servir des mêmes mots, produire les mêmes sons, c’est percevoir les choses sous un point de vue commun, c’est se mouvoir dans un même ordre d’intérêts et d’idées. Voilà pourquoi, chez toutes les nations civilisées, les malfaiteurs, formant une famille à part, se sont créé un langage à part. Du moment, en effet, qu’ils se constituent en société rivale, en nation étrangère au milieu de la nation, il leur faut une langue spéciale pour articuler, en paroles connues d’eux seuls, leurs projets et leurs actes, et formuler, inintelligiblement pour tous autres que pour eux, les principes constitutifs de leur association. Cette langue a reçu, dans le vocabulaire français des gens de crime, le nom d’arguche ou de jar, et plus communément celui d’argot” (IV: 83). No está de más llamar la atención sobre la semejanza existente entre esta descripción del argot y la que Víctor Hugo hace en Les Misérables (vid. IV, VII, II; IV, VII, I-III y IV, XII, II): incluso ambos utilizan las mismas fuentes (p. ej. Eugène Vidocq). Moreau-Christophe no ha dudado en penetrar hasta las partes más recónditas de la sociedad: ha llegado hasta donde ningún otro género literario hubiera osado aventurarse. Hugo lo consideró indispensable para salvar de la injusticia y devolver la dignidad humana al proscrito y a la prostituta. Les Français peints par eux-mêmes se convierte en un auténtico cuadro de costumbres que salva del olvido y hace pervivir en el papel una forma de vida social.

Un tipo que atrae la atención de gran parte de los escritores costumbristas es precisamente el escritor, y más precisamente los problemas que encuentra el escritor nóvel. Jouy había descrito las exiguas ganancias de miserable escritor que redactaba para ganarse el pan de cada día (“L’écrivain public”, IV, 1814: 74-88). El caso del escritor merece especial atención en la producción del costumbrismo español. Larra lo hacía en sus artículos. Mesonero Romanos es sin duda uno de cuantos mejor se han hecho eco de la penosa situación española. En España, dice dice Mesonero Romanos, “no puede haber literatos” puesto que son plantas exóticas, aves de paso, espíritus sin forma ni color, llamas que en vano

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se consumen y astros desprendidos del cielo. Los hubo en los siglos XVI y XVII; pero tan sólo unos pocos (Quevedo, Mendoza y Saavedra) supieron reunir las cualidades del político y palaciego a las de escritores. Los más (Cervantes, Lope de Vega, Calderón y Moreto, entre tantos otros) hubieron de mendigar para no morir. En este aspecto Mesonero Romanos no tienta su ropa: critica “la prostitución de las letras bajo el falso oropel de los honores cortesanos”. Quienes se adhieren al sistema español reciben los halagos de la fortuna, mientras que los “escritores concienzudos” y coherentes consigo mismos comprueban una vez más que “la multitud, que sólo juzga por resultados, se acostumbra a ver la literatura como un medio, no como un fin” (“La literatura”, 1986: 37-40).

En el costumbrismo francés también el escritor encuentra un lugar predilecto. Albéric Second lo hace en Les Français peints par eux-mêmes, donde describe a placer el progreso del “Débutant littéraire”: un joven cualquiera que fascinado por la fama y el dinero de los autores bien cotizados (como por ejemplo Scribe), no duda en abandonar sus estudios y ofrece sus artículos a los principales periódicos parisinos: la Revue des Deux-Mondes, la Revue de Paris, Le Siècle, Le Courrier Français, Le National y La Presse. La historia de este joven escritor acaba entre las aguas del desengaño y la mediocridad, situación que remacha la crítica acerba que Albert Second ha hecho a lo largo de su artículo contra todo cuanto rodea el mundo de la edición.

Semejante desilusión ocurre en el análisis del poeta, oficio y tipo que pertenece a “une classe assez nombreuse ayant une physionomie et des allures particulières, et appréciable sans loupe à l’œil de l’observation” (“Le poète”, Les Français peints par eux-mêmes, II: 81). De acuerdo con el sentir romántico, E. de la Bédollierre, autor de este artículo, está convencido de que los auténticos poetas sólo existieron en el pasado y que en la actualidad sólo se puede hablar de “métromanes susceptibles de rimer” (II: 81). Los poetas de hoy en día son vanidosos por definición, descuidados en los asuntos materiales, incompatibles con una familia normal… Y para demostrar acabadamente cuanto anuncia, el articulista decide pasar revista a los diferentes tipos de poetas que ofrece la república de las letras: “Élégiaques”, “Sacrés”, “Classiques”, “Auteurs de poésies légères”, “Nébuleux”, “Intimes”, “Auteurs de romances” y “Chansonniers”. Todos sin excepción son puros artesanos de versos pero no del progreso que necesita la nación (II: 96).

Un largo artículo firmado por Jules Janin aborda de modo definitivo y exhaustivo el tipo del periodista: “Le journaliste”. Como cabía esperar, el autor sale en defensa del oficio que tanto él como muchos otros de sus colegas profesan. Interesa también este artículo para saber hasta qué punto arreciaban las críticas contra esta profesión tan calumniada como desconocida (III: I). Una vez más observamos que, de acuerdo con el espíritu que informa todas las producciones costumbristas francesas, Janin realiza primeramente un recorrido histórico mediante continuas referencias históricas que apoyan la veracidad de sus aserciones. Remontándose hasta los romanos (Celius especialmente), prosigue por las páginas “periodísticas” del Nuevo Testamento (Actos de los Apóstoles), tras lo cual salta hasta el período de los reyes franceses donde hace una serie de calas: el Journal d’un bourgeois de Paris, la Chronique scandaleuse du roi Louis XI de Jean de Troyes, el “journal de Louis de Savoie” y el de “l’Estoile” que cubre los reinados de Henri III y Henri IV, la satire Ménippée, donde se encuentra el mejor “article de journal qui ait jamais été écrit dans aucun siècle et dans aucune langue” puesto que preparó el advenimiento de Henri IV… Sigue un elogio del Mercure de France (1631-1633), de la Gazette de France (1631-1792), del Journal des Savants (1665-1792), del Journal de Trévoux, de Le Mercure galant… y de tantos otros. Tras este recorrido de treinta densas páginas, Jules Janin recomienza su apología del periodismo asentada ahora en la demostración de que no se trata de una profesión reciente sino que goza

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de la tradición de los siglos. Contrariamente a lo que ocurre con otros oficios, el del periodista, afirma Janin, está abierto a todo el mundo; el mismo periodista abre continuamente su puerta a todos. Pero no concluyen aquí las excelencias de este trabajo: el periodista es eminentemente un hombre trabajador, erudito, defensor de los derechos y deberes de todos; en una palabra: un defensor de la libertad (III: XXXII). El autor no desconoce las diversas críticas que se hacen al periodista, tipo social a menudo vilipendiado como hombre venal y mentiroso; pero esto no es, afirma Janin, sino un mal menor de la profesión. Lo que abunda, en suma, es gente honrada, trabajadora, fiel y desinteresada de ahí que el articulista pida lo que él mismo está haciendo: “S’il y a une profession qui réclame quelque indulgence pour ses jeunes adeptes, à coup sûr, c’est le journal” (III: XXXVII).

Paralelismos en el costumbrismo europeo

Llama la atención el paralelismo que se puede establecer entre las tres compilaciones inglesa, francesa y española. La lectura de las presentaciones (del Preface inglés, de la Introduction francesa y de la Introducción española) no puede sino evocar la idea de la connivencia de intenciones. Es lo que se deduce de las primeras palabras con las que comienza el prefacio de esta obra: “English faces, and records of English character, make up the present volume”. Aquí aparece el “régistre” al que hará alusión “l’éditeur reconnaissant” de los cinco volúmenes franceses o la intención “de dar razón” de los volúmenes españoles.

De igual manera, también se ha de reseñar el modo de presentación de los diversos tipos. El prologuista inglés manifestaba su voluntad de preservar la impresión del tiempo presente, “to record its virtues, its follies, its moral contradictions, and its crying wrongs” (1840: III). A este propósito, no está de más recordar que el introductor francés hablaba de otra forma de impresión, el daguerrotipo, para describir de modo certero cuanto habían realizado los diversos autores de los volúmenes franceses.

Dentro del campo de la recepción, el prefacio inglés no deja lugar a dudas cuando describe el buen recibimiento de la compilación. Aunque no proporciona todos los datos de la cuestión, es evidente que los escritores franceses tenían conciencia de lo que se escribía al otro lado del canal de la Mancha: “Nor was it in England only that the purpose of the work was thus happily acknowledged. It has not only been translated into French, but has formed the model of a national work for the essayists and wits of Paris. The «Heads of the People,» of the numerous family of John Bull, are to be seen gazing from the windows of French shopkeepers” (1840, I: IV). Si prestamos toda confianza a este prefacio escrito en octubre de 1840, hemos de deducir que el compilador de Les Français peints par eux-mêmes (cuyo primer volumen también apareció en 1840) estaba en contacto directo con el editor de Heads of the People. En cuanto a Los españoles pintados por sí mismos, la referencia a las compilaciones es evidente pues el prologuista afirma que tiene en sus manos “ingleses, franceses y belgas pintados por sí mismos” (1843: VI).

Así abordada la literatura de costumbres, el lector comprende mejor la correlación existente entre algunos tipos descritos en estas obras. Tanto la inglesa como la francesa dedican artículos a los escritores o a la moda; incluso algunos oficios, como por ejemplo el del boticario, el soldado o el cartero, están presentes en las obras de ambos lados del Canal de la Mancha. Incluso en el tratamiento que en ocasiones reciben se puede percibir la similitud. Se puede comentar, por ejemplo, algún rasgo de los artículos dedicados a este último tipo social: “The Postman” o “Le Facteur de la poste aux lettres” (firmados respectivamente por Douglas Jerrold y J. Hilpert). El cartero es descrito en ambos casos con cierto sesgo de acritud. Por lo que se deduce de estas descripciones, el cartero en el segundo cuarto del siglo

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XIX era estigmatizado por su avidez crematística; algo de lo que los correspondientes articulistas quieren preservar al lector. Quizás no esté de más llamar la atención que en este caso, como en tantos otros de Les Français peints par eux-mêmes, el autor procede a un balance histórico que no aparece por lo general en Heads of the People. Puede objetarse que con ello se desdicen de cuanto habían anunciado. Razón no falta a esta reserva; sin embargo estos recorridos históricos, son por lo general objeto exclusivo de las diversas introducciones eruditas de cada volumen. Además, si acaso un artículo hace referencias históricas, sólo lo hace de manera anecdótica sin olvidar que el centro de interés es solamente tal o cual tipo social.

El caso español es diferente en este sentido por cuanto ha quedado señalado más arriba. Ciertamente algunos tipos sociales de la compilación francesa encuentran su correlato en la española: “El escritor público”, “El aprendiz de literato”, “El poeta” o “El presidiario”. Sin embargo el objetivo de Los españoles pintados por sí mismos no es hacer un barrido sistemático de todos los tipos sociales. Abundan por el contrario los “tipos” y “fisiologías” más primigenios, aquéllos que sólo se encuentran en España: los que las conmociones sociales de la modernidad han reducido a tipos en vías de extinción.

Sí cabe no obstante trazar una línea común que relaciona a todos los tipos retratados: todos están estigmatizados por el paso inexorable del tiempo. El costumbrismo español, en su intento por plasmar una realidad pasada y perecedera, realiza un esbozo de algo que fue pero que está dejando de ser (indigenismo en Mesonero Romanos, Estébanez Calderón y Bretón de los Herreros) o que debería de desaparecer (crítica de males congénitos a España en Larra). Por su lado, el costumbrismo inglés y francés, en su ímpetu por registrar una realidad contemporánea y efímera, ejecuta el boceto de algo que es pero que en breve dejará de ser (pintura de salones, modas y argot tal cual lo hacen Hunt, Howitt, Jerrold, Prendergast y Thackeray entre los ingleses y Janin, Nodier, Tissot, Moreau-Christophe, Second y Balzac entre los franceses).

Costumbrismo y novela (ensayo, cuento)

El costumbrismo ocupa también un lugar considerable en la literatura del siglo XIX por su colaboración en la organización del género novelístico moderno. Conviene decir “colaboración en la organización” y no formación por cuanto así queda obviado uno de los mayores tópicos de la crítica literaria tradicional. El lugar común de atribuir la primacía a tal o cual autor es una constante en la crítica literaria; no han faltado quienes han obrado de igual manera con el costumbrismo. La precisión indispensable en este caso es que el costumbrismo ha “colaborado” por su aportación a la novela realista; cuanto exceda de este límite corre el riesgo de caer en una extrapolación imprecisa.

Lo cual no va en detrimento alguno del costumbrismo. Si éste no ha hecho más es porque su interés no es el desarrollo de la acción sino la pintura de un pequeño cuadro colorista. Los autores no suelen conceder un especial interés a la trama argumental, sin duda alguna porque si así lo hicieran su relato perdería en descripción lo que ganaría en acción. Lo cual abre al crítico un interesante campo de estudio tanto sobre las inferencias narrativas en los discursos costumbristas como sobre las modificaciones diegéticas de la historia. Esto se puede observar en artículos de unos y otros. El lector sigue con interés la descripción de los personajes y percibe la florida disposición de los elementos; incluso él mismo comienza a originar la trama pues no le falta ningún dato: todos están sobre el tapete. Sin embargo pronto se percata de que el autor da un giro brusco y sigue por otros derroteros que no pueden menos que producir desconcierto. Pero esta primera frustración precede immediatamente al cuadro

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expuesto que ya se dibuja en la mente del lector: sabiamente conducido por el autor, ha penetrado en un mundo que de otra forma no aparecía en la literatura convencional. Así no tarda en cerciorarse de que el objetivo es ambicioso: romper con la tradición a través de un manejo insólito del lenguaje y del discurso.

También en este sentido comprendemos que el costumbrismo, por su intención renovadora respecto al pasado inmediato, forma parte integrante del romanticismo literario. Véase, por ejemplo, “Pulpete y Balbeja” de Estébanez Calderón (1ª publicación en las Cartas Españolas, I, p. 3, del 27 de abril de 1831) o tantos otros artículos aquí reseñados: “La femme comme il faut”, “Le débutant littéraire” en Les Français peints par eux-mêmes. Porque no es la trama lo que interesa; ahondar en ella tergiversaría el objetivo del escritor. Éste no quiere entrar en la ficción; prefiere sacrificarla para aumentar en la objetividad de su cuadro de tipos y costumbres.

Aquí precisamente radica gran parte del éxito de la publicación de Heads of the People. Procurando en todo momento mantener un alto “degree of fidelity with which this object has been accomplished”, los autores han querido en todo momento “to concentrate in individual peculiarity the characteristics of a class”. Aun con todo, sólo aquéllos que se han adherido de manera rígida y servil a las líneas generales del modelo original no se han convertido en “retratos” literarios; de donde se deduce que el género costumbrista, sin ser ficción en el sentido tradicional de la expresión, tiene carta de ciudadanía dentro del extenso abanico de la literatura.

Periodismo

Estas reflexiones nos invitan a dejar de lado el ámbito novelesco para adentrarnos en el ámbito periodístico. Sin excluirse, ambos se solapan; conjunción que no puede sino subrayar su independencia. Se habrá notado que todos los escritores aquí reseñados coaboraron asiduamente en la prensa. Incluso muchos de ellos fundaron aislada o corporativamente periódicos y revistas. Tal es el caso de Estébanez Calderón, Larra y Mesonero Romanos en España; Hunt, Jerrold y Thackeray en Inglaterra.

El estilo periodístico acerca entre sí a los diferentes escritores costumbristas europeos: sin hacer uso de pedanterías ni circunlocuciones, traban inmediatamente una relación con el lector, se dirigen a él, lo interpelan y lo ponen en contacto con cosas que le son conocidas. Con ello consiguen no sólo evitar cierto rechazo connatural a la lectura sino además suscitar un vivo interés: Mesonero Romanos y Nodier, entre tantos otros, son dos buenos ejemplos de este estilo natural y llano (vid. “La literatura”, 1986: 37-40 o “L’amateur de livres”, 1993: 91-110). Todos estos escritores costumbristas, sin excepción, sintieron una especial debilidad por la prensa escrita. De una forma u otra, todos elogiaron el papel que estaba desempeñando por entoces. Es lo que se deduce del artículo de Hunt titulado “Fiction and Matter of Fact” donde compara alegóricamente a la prensa, “Printing by Steam”, con una enorme y ruidosa sacudida que echa por tierra todas las tiranías precedentes. Junto al progreso de la ciencia se encuentra la maravilla del alma unificadora cuya voluntad queda magníficamente expresada en la prensa (1943: 28-30).

Conclusión

La lectura de las obras costumbristas europeas invita no a una redefinición de la novela, sino a un acercamiento a la misma y a un redescubrimiento de otros géneros que años más tarde adquieren un desarrollo incuestionable: piénsese en el ensayo o el cuento. No sin

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razón Ucelay se arriesga a afirmar que el cuadro de costumbres representa en su fondo y en su forma una fusión feliz del ensayo y del cuento (1951: 16).

Simultáneamente, la insistencia de los costumbristas por evitar toda confusión con la historia y la moral proporciona luces nuevas para comprender mejor otros tratados históricos y morales de su época. Su interés por reproducir cuadros de tipos y costumbres sociales permite captar en toda su hondura la capacitad pictural de la literatura. En este sentido, el crítico debe sopesar cuál sea el auténtico equilibrio entre la coyuntura social, política, económica así como la importancia creciente del pueblo y de la prensa como vehículo predilecto del costumbrismo.

Finalmente, la conjunción de todos los elementos que intervienen en el costumbrismo europeo del siglo XIX se presenta, entre otras, como una vía indispensable para la interpretación de los inicios de la modernidad en la época romántica.

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