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José Ignacio Linazasoro, una biografía intelectualTexto: Eduardo Prieto / Fotografía: Félix Fuentes

El estudio de José Ignacio Linazasoro (San Sebastián, 1947) ocupa la sexta planta de un in-mueble burgués en el muy burgués barrio de Salamanca de Madrid, justo encima de la que ahora es su casa y antes fue la de su familia, donde proyectó sus primeras obras. Toda una lección de permanencia: la misma que Linazasoro defiende en su arquitectura. El estudio tiene el aspecto de las oficinas modestas y un tanto caóticas que hasta ahora han sido el hábitat natural de los arquitectos españoles, pero que tal vez están condenadas a desapare-cer. Mesas blancas y repletas de objetos, carpetas y archivadores por doquier, algún tablero de dibujo, muchas maquetas y, en la sala de juntas, una buena biblioteca donde lucen las cubiertas ajadas de las monografías y los lomos consecutivos de las revistas de arquitec-tura. Linazasoro, uno de los pocos arquitectos españoles que construye, piensa y escribe bien, también habla bien: pausada, elegantemente, eligiendo las palabras. Sentado y con los estantes repletos en torno, Linazasoro explica que posee otras dos bibliotecas, la de su casa y una en Ávila donde atesora primeras ediciones, incluso un ejemplar del Vitruvio de Barbaro. Vamos a hablar de arquitectura, pero se anticipa, como excusándose, para decir que lo suyo, en realidad, es la música. Que su talento natural consiste en tocar el piano…

P: ¿Cómo llegaste, entonces, a la arquitectura?

R: Por pura intuición. Siempre digo que los arquitectos tenemos alguna mutación genética que hipertrofia nuestro sentido de la posteridad y nos hace interesarnos por la arquitectura. Aunque lo que se me daba bien en realidad era el piano —que mi madre me enseñó siendo niño—, la arquitectura me interesó muy pronto, como a los doce años. Empecé a acercarme a ella a través de mi pasión por el Románico. Vivía por entonces en San Sebastián e iba mucho a Navarra para visitar todas las iglesias a mano. Me interesaban los espacios sombríos, oscuros, misteriosos, definidos por la materialidad. Después empecé a estudiar arquitectura, y creo que me di cuenta muy pronto de que, de algún modo, yo tenía que ligar la arquitectura moderna con esa arquitectura antigua que tanto me gustaba. En la

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Escuela traté mucho a un profesor, Francisco Íñiguez, que se dedicaba a la restauración de monumentos y tenía gran habilidad con el dibujo: aprendí a dibujar con él, y con él mantuve muchas conversaciones sobre arquitectura medieval. Al final de la carrera dejé Pamplona —que por aquel tiempo era un poco provinciana— y me fui a Barcelona: allí conocí a Moneo. Aunque yo ya estaba en los últimos cursos, y Moneo impartía Elementos de Composición, frecuenté sus clases. Moneo me recomendó La arquitectura de la ciudad, de Rossi, que acababa de ser publicada en español por Gustavo Gili. Y a mí, que en aquel momento era muy contrario al urbanismo —me parecía aburrido—, este libro me interesó muchísimo. Empecé a hacer incluso algún relievo tipológico, a la manera de Rossi, y en mi proyecto fin de carrera hice unas viviendas en el casco histórico de Pamplona donde apliqué este nuevo enfoque, levantando alzados urbanos e intentando incardinar el proyecto en la memoria del lugar. Rossi fue un descubrimiento fundamental.

P: ¿Hasta qué punto estaba ya en el ambiente de principios de los años 1970 la sensibilidad por el pasado?

R: Comenzaba a estarlo por entonces. Justo al acabar la carrera, el Colegio de Arquitectos Vasco-Navarro creó la Comisión de Cultura y nos llamó a Miguel Garay y a mí para llevarla. Para hacerse una idea de la época, basta recordar que un año después, en 1973, se celebró la célebre Triennale de Milán que certificó el nacimiento de la Tendenza. En el contexto de mi formación previa, el descubrimiento de Rossi y la Tendenza, con sus vinculaciones históricas, me afectó de lleno. Se trataba de una manera contemporánea de conectar con el pasado. Yo no tengo talento como investigador, soy incapaz de enfrentarme al trabajo en los archivos: mi formación es simplemente de connaisseur o de interesado en los temas históricos. Pero, por eso mismo, me interesó Rossi y la posibilidad de mantener vivo el legado de la historia, de hacer de él un material a mano para el proyecto de arquitectura.

P: ¿Se debía esto a una insatisfacción por “lo moderno”?

R: No exactamente. A mí, desde luego, no me gustaban nada las utopías tipo Archigram, con su estética tecnológica. Pero sí me interesaba, y mucho, Alvar Aalto. Lo veía como alguien que sabía relacionarse con el pasado, con la arquitectura popular y la naturaleza. También Asplund y, en general, los nórdicos.

P: ¿Se empezaba ya a hablar de Asplund?

R: Era todavía un bicho raro. Recuerdo que me costó conseguir su monografía. También me hice con los tres volúmenes de la Obra completa de Alvar Aalto, que todavía conservo en el estudio. Por otro lado, me atraía la arquitectura española que se hacía por entonces. Me atraían muchísimo, por ejemplo, Corrales y Molezún. El primer proyecto que hice en la Escuela se basaba en la Casa Huarte. La calqué, de hecho. Me parecía un edificio estupendo, que tenía mucho que ver con otro de los temas que, desde el principio, más me ha interesado en la arquitectura: la materialidad.

P: En parte, eran todavía los años del organicismo en España…

R: Exacto. Notábamos mucho la influencia de Zevi. La revista Arquitectura, del Colegio de Arquitectos de Madrid, era entonces muy buena. También lo era Nueva Forma, a la que estaba suscrito.

P: ¿Fue en verdad mucha la influencia de estas revistas en vuestra generación?

R: Creo que la influencia de estas revistas se circunscribía a Madrid. Yo, por ejemplo, estaba suscrito a Nueva Forma porque tenía amigos en la capital. Pero creo que ni en Pamplona ni en Barcelona llegaban esos ecos. Barcelona, de hecho, iba por libre: tenía su propio modo de hacer arquitectura, más artesana, podríamos decir, como ya señaló en su

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tiempo Moneo en su artículo sobre la “Escuela de Barcelona”. En Barcelona me gustaban, por supuesto, Coderch, y llegué incluso a conocer a Sostres, al que invitamos a las semanas de arquitectura que por aquellos años comenzamos a convocar en San Sebastián.

P: ¿Tu postura en defensa de la historia fue militante?

R: Lo fue, pero de una manera paradójica. Fuimos militantes, pero intentábamos no ser rossianos. No queríamos asumir, sin más, el ambiente intelectual italiano: queríamos extrapolarlo, traducirlo, a nuestro contexto. Esto pasaba por reivindicar lo local. Fue entonces cuando, desde la Comisión de Cultura, encargamos a Carlos Sambricio un libro sobre Silvestre Pérez. Queríamos reivindicar la tradición neoclásica de finales del siglo XVIII y principios del XIX en el País Vasco. Pérez hizo allí obras extraordinarias, como la iglesia de Motrico: un edificio sorprendente por su monumentalidad, que le encargó Cosme Damián Churruca, que entonces alcalde y moriría en Trafalgar. Buscábamos un anclaje local para las ideas de Rossi; intentábamos resucitar una tradición perdida.

P: ¿Ese es el origen intelectual de tu Ikastola en Fuenterrabía?

R: Exactamente. La Ikastola compartía ese espíritu: un edificio público y ligado a una suerte de Ilustración democrática, al igual que la iglesia de Motrico.

P: Fueron también los años en los que publicaste dos ensayos importantes, Permanencias y arquitectura urbana (1978) y El proyecto clásico en arquitectura (1981). ¿Por qué esta hipóstasis de “lo clásico”? ¿Ha evolucionado la idea de lo clásico a lo largo de tu carrera?

R: Tal vez, al principio, mi idea del clasicismo era más lingüística, más literal. Pero pronto descubrí otras tradiciones más sutiles, como la de la modernidad clasicista, sobre todo la de Tessenow. El otro día me decía un profesor suizo que está preparando una exposición sobre Tessenow que la única referencia de la época a este maestro alemán es la ilustración de la Escuela de Klotzsche que incluí en El proyecto clásico. Y creo que es verdad. En este contexto, la Ikastola de Fuenterrabía tiene que ver con lo neoclásico, pero también con Tessenow. Y, en el fondo, tiene que ver más con Tessenow que con Rossi. En realidad, Rossi, cuando construía, hacía cosas diferentes, era más autobiográfico, y esto es lo que siempre me ha separado de él. A mí me interesaba el Rossi intelectual, el Rossi de la tipología, pero no el que caía en los estilemas clasicistas.

P: Junto a “clásico”, la otra palabra clave en los comienzos de tu carrera, y tal vez en toda ella, es “permanencia”. ¿Cuál es su sentido?

R: Permanencias y arquitectura urbana, que escribí mientras construía la Ikastola, es para mí un libro muy importante. Pero el círculo no se cierra aquí. Cuando trabajaba en Permanencias, Julio Caro Baroja nos invitó a Garay y a mí a hacer unos levantamientos para un libro que luego se tituló La casa navarra, es decir, un libro de arquitectura popular. Recorrimos muchas zonas de Navarra, y me encontré con un mundo donde la construcción y la materialidad eran muy importantes. Ahí se produjo un salto, un principio de evolución en mi idea de la permanencia. La Ikastola pertenece todavía a un clasicismo lingüístico, conceptual. De hecho, creo que la Ikastola no es un edificio muy representativo de mi carrera, como sí lo son las Viviendas en Mendigorría, por ejemplo, que considero el inicio de una nueva manera de entender la continuidad de la historia —la permanencia— desde la construcción, la materia y la tipología. Su esquema, en rigor, está relacionado con las casas patio que me había encontrado al estudiar la arquitectura tradicional.

P: Esta afinidad por lo material y lo constructivo, ¿te separaba de la Tendenza?

R. En Permanencias, y en los edificios que comencé a construir por entonces, hay dos cosas que me separan de la Tendenza. Por un lado, la idea de la materialidad y, por el otro, la idea de la no-continuidad tipológica. La Tendenza siempre defendió la continuidad en los

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tipos, pero yo, al trabajar en los cascos históricos, me encuentro con que, en realidad, lo que se da no es una permanencia de tipos, sino de sistemas constructivos.

P: ¿Renegabas del esencialismo tipológico?

Sí, porque la realidad demostraba que la historia podía modificar los tipos: se podía pasar, como ocurrió en Navarra, de la casa gótica entre medianeras a la casa patio barroca surgida de combinar varios lotes distintos. La historia modificaba la forma urbana, pero los sistemas constructivos —la materia a mano— tendían a permanecer. De hecho, ya Serlio, en su tratado, da cuenta del problema, cuando explica cómo transformar las casas antiguas en casas modernas; y Alberti, en su Palacio Ruccellai, hace un poco lo mismo: da continuidad en la fachada a lo que antes había sido unos lotes separados. Es decir, que para mí los sistemas constructivos pasaron a ser lo importante, como se pone de manifiesto en algunos proyectos como el Ayuntamiento de Segura, donde cambio el tipo pero procuro enlazar con la materialidad y la construcción. Algo que también está presente en proyectos más tardíos, como las Escuelas Pías, donde cambio el acceso y trabajo, una vez más, con la materialidad.

P: Tu sensibilidad por la historia, ¿en qué medida tiene que ver también con Venturi?

R: Venturi nos impactó. Yo encontré en él una parte de aquello que estaba buscando: esa especie de relación viva entre lo antiguo y lo moderno. Me fascinó cómo mezclaba, por ejemplo, a Alvar Aalto con una casa rural en la Toscana. Me fascinó esa capacidad de análisis sobre los problemas de la arquitectura y cómo podían resolverse acudiendo sin prejuicios a la historia. Me fascinó Complexity and Contradiction, pero lo hizo menos Learning from Las Vegas, porque entraba en el pop, una corriente que nunca me ha interesado. De hecho, los proyectos de Venturi me parecen decepcionantes en comparación con sus libros. Siempre he visto a Venturi más como un crítico que como un arquitecto.

P: En este sentido, tu “clasicismo” es muy distinto al suyo…

R: Mi idea del clasicismo comencé a trabajarla en El proyecto clásico, donde lo concibo como lo intemporal, como aquello que se mantiene, que perdura, pero más en el sentido literario del término que en el formal. De hecho, el libro contiene alguna reflexión crítica sobre otros libros sobre el tema que se publicaron por aquellos años, como el de John Summerson, y en él evito incluso el término “lenguaje clásico”. Debo reconocer que, por entonces, estaba aún influido por ciertos lenguajes clasicistas, pero esto no quita para que mi idea de lo clásico fuera más general: el clasicismo como equilibrio, continuidad y, en el fondo, también como identidad de la arquitectura, que es el tema que luego volví a abordar, desde otros parámetros, en el último de mis ensayos, La memoria del orden.

P: El tema de La memoria del orden es la esencia de la arquitectura, de aquello que la distingue de las demás artes, de la autonomía de la disciplina. Tal vez la importancia de lo disciplinar sea el legado verdadero de aquellos años, más que los aciertos formales y lingüísticos que pudieran darse…

R: Es cierto. En La memoria del orden se explora este asunto, pero lo abordo con herramientas nuevas, que no sólo son disciplinares, por decirlo así, sino que están ligadas a la estética. En este sentido, un libro que me influyó mucho fue La construcción lógica de la arquitectura, de Giorgio Grassi, cuyos escritos, traducidos al español, prologué en una edición de los años 1970. Grassi es más arquitecto que Rossi, en el sentido de que es menos poético, pero en el fondo ya en ese libro descubre ese mundo de lo francés ligado a los grandes temas de la estética: las querelles, los estudios de Briseux, las tipologías… Estoy marcado, además, por mi formación francófona, de manera que los debates estéticos que son tan típicos de la cultura francesa me resultan cercanos. Esto me ha permitido leer de primera mano libros como L´art de bâtir de Le Muet, cuya edición original fotocopié, o los de Claude Perrault en el contexto de las querelles del siglo XVII. Todo eso fue a finales de la década de 1970, un periodo muy fructífero para mí.

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Principios y modas

P: La noción de permanencia que tú aplicas a la arquitectura, es también aplicable a tu propia obra. Eres quizá uno de los arquitectos más fieles a unos principios dados, y, por lo tanto, más ajeno a las modas –y desde mediados de los años 1970, ha habido en verdad muchas–. ¿Ha tenido esto consecuencias?

R: Lo ves como un mérito, pero tal vez se trate de una falta de inteligencia por mi parte —o de la simple cabezonería— esta fidelidad de la que hablas. Yo creo que, en el fondo, lo que ocurre es que soy más sensible para algunas cosas y mucho menos para otras. En el estudio, mis colaboradores suelen reprocharme que me gustan pocas cosas. A lo mejor ese es el problema, o la ventaja. Mompou, el gran músico español, decía que él no podía escuchar música de Beethoven porque eso le distraía, le abría demasiados campos. A mí me pasa algo parecido: no es que no pueda ver edificios de Zaha Hadid, es que, simplemente, no me gustan.

P: Creo que tienes razón. Cuando uno va conociendo gente interesante, que pinta, proyecta o, en general, crea, se da cuenta de que, en el fondo, la clave de su talento está en el universo de gustos personales que ha sido capaz de forjarse. Un universo que depende, en último término, de algo tan sencillo como descubrir qué es lo que prefiere y afirmarse en ello. De acotar una sensibilidad.

R: Es verdad. Creo que he sido fiel a mis gustos, a mis preferencias, incluso antes de empezar mi carrera, con mi amor por el Románico. Por ejemplo, cuando hice la Iglesia de Valdemaqueda, afloraron todas esas cosas. Yo voy mucho a una iglesia muy especial pero remota, San Baudelio de Berlanga, tan misteriosa como potente, y que creo que gustaba mucho también a Sáenz de Oíza. Y cerca está el Castillo de Gormaz. Para mí, estas referencias que uno incorpora a su memoria vital y que dependen, en último término, del gusto, son fundamentales a la hora de proyectar.

P: ¿Has tenido también “epifanías” con arquitectos modernos?

R: Con Sigurd Lewerentz. No fui a los países nórdicos hasta los años 1990, a pesar de que me gusta ver las cosas con mis propios ojos. Me entusiasmaron los Juzgados de Gotemburgo, de Asplund, pero los encontré un poco como de otro momento: algo me decía que aquello pertenecía a los años 1940. Sin embargo, cuando vi cosas de Lewerentz, me inquietaron. Su mundo me pareció más contemporáneo, más contradictorio, más paradójico, más vivo. Un mundo que, por otro lado, enlazaba con aquellas preferencias mías por lo oscuro, lo misterioso y lo material del Románico. Sufrí un shock: se produjo un contacto entre lo atemporal y lo estrictamente contemporáneo, ese contacto que, en el fondo, creo que es la clave también de mi obra.

Monumentalidad “non finita”

P: Un tema que está implícito a tus primeros libros y obras y que, a mi juicio, ha sido siempre importante en tu carrera es el de la monumentalidad. Los monumentos fueron una de las bestias negras de la modernidad y, por tanto, uno de los temas que la posmodernidad intentó recuperar. ¿Cómo debe entenderse el monumento hoy?

R: Mis edificios son monumentales en un sentido moderado. La monumentalidad tiene que ver, para mí, con la idea de la permanencia y de la imagen de lo público. En este sentido, hay una diferencia entre la casa y el monumento, y en eso no soy muy palladiano. Tessenow entiende bien el problema cuando diseña el pórtico moderamente clásico de la fachada de su Festspielhaus de Hellerau, cuya monumentalidad es comedida, muy abstracta, moderna.

P: Una monumentalidad en “tono menor”, que huye de la retórica…

R: Exacto. Ese es el tono monumental que me interesa, muy distinto al del eclecticismo del siglo XIX. Para mí, la monumentalidad contemporánea debe ser serena y cívica; debe trabajar con la

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escala y la abstracción más que con el lenguaje. En este sentido, me gusta mucho cuando Loos dice que un edificio debe parecerse al que está al lado…

P: Es decir, la monumentalidad ligada al decoro urbano que es precisamente uno de los temas fundamentales de dos de tus obras más logradas: la Biblioteca de la UNED y las Escuelas Pías.

R: En la Biblioteca hay una reflexión sobre la ciudad, precisamente porque la Ciudad Universitaria de Madrid es la no-ciudad. Me parecía necesario construir un hito urbano en ese lugar, una especie de torre albarrana casi en el límite de Madrid. Lo escaso de la parcela, y la superficie muy grande que había que acomodar, me llevaron a levantar ese volumen a la manera de una torre de ladrillo con una planta centrada. En la Biblioteca, estoy saliendo de un lenguaje digamos que historicista, y que está ligado también a la reconstrucción de la iglesia de Medina de Rioseco, y me encuentro en un periodo intermedio entre una modernidad más clara, con un lenguaje más esencial, y todavía una pervivencia de lo clásico. El esquema de la planta es muy clásico —un círculo dentro de un cuadrado—, pero es verdad que tanto en el lenguaje como en la materialidad tiendo mucho más a la abstracción. Y esta esencialidad, de raíz a un tiempo clásica y moderna, dota al edificio de monumentalidad.

P: ¿Y en las Escuelas Pías?

R: Las Escuelas Pías y los proyectos posteriores, incluso Valdemaqueda, pertenecen al momento de La memoria del orden, mientras que la Biblioteca tiene que ver aún con El proyecto clásico en arquitectura. En las Escuelas hay otra manera de ver la monumentalidad, que entra en relación con las ruinas. Desde el principio, las ruinas de las Escuelas me parecieron magníficas. En ese momento, ya había visto las obras de Lewerentz y había estado en Palestina, y me pareció más interesante habitar las ruinas que reconstruirlas. Las Escuelas Pías han sido una obra muy importante porque me han permitido reflexionar sobre la monumentalidad, el non finito y la modernidad. Cuando hice la Biblioteca de la UNED aún creía en la posibilidad de lograr un edificio completo, en el sentido clásico del término; a partir de las Escuelas Pías, opté por la belleza de la imperfección: empecé a entender la arquitectura contemporánea como una arquitectura del non finito, a la que le falta la decoración, la articulación retórica... En las Escuelas Pías, la idea de la relación entre lo viejo y lo nuevo es distinta a la de, por ejemplo, un Grassi: para Grassi el edificio antiguo completa el non finito del moderno; para mí, es lo moderno lo que completa lo antiguo. Este es un viraje importante en mi trayectoria, que está presente en otras obras posteriores donde la presencia de la historia y la presencia urbana determinan el edificio, como en Clermont-Ferrand o en Mauriac, que he tenido oportunidad de proyectar, entre otras, con mi socio Ricardo Sánchez.

Obras internacionales

P: ¿Cuál crees que es la clave de tu éxito reciente fuera de España, sobre todo en Francia? ¿Ha cambiado esto tu forma de trabajar?

R: Por afinidad cultural, me siento muy cercano a Francia. Conozco sus ciudades, sus paisajes y su arquitectura, hasta el punto de tener una buena biblioteca de clásicos en francés, de Perrault a Guadet. En los años 1980, apareció una publicación muy interesante sobre los entornos de las catedrales —un tema, por otro lado, muy francés—, donde se proponía la rehabilitación de esos espacios culturales. Justo diez años después, me presenté al concurso de la plaza de la Catedral de Reims. Lo gané y, aunque se paró, pude proponer algo distinto a lo que se estilaba por entonces en Francia, que era la rehabilitación como reconstrucción. Mi proyecto era moderno —un proyecto de superposición—, y tuve que esperar otros diez años para llevarlo a término, después de modificar ligeramente el enfoque. Después, ganamos Troyes y otros más en Estrasburgo, Clermont-Ferrand y Mauriac. Estos tres últimos proyectos también fueron realizados con Ricardo Sánchez. En Francia los proyectos son mucho más escalonados, y el arquitecto, desde el principio, debe dialogar con la empresa constructora, lo

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José Ignacio Linazasoro. Nacido en San Sebastián en 1947, estudió en las escuelas de Arquitectura de Pamplona y de Barcelona, donde se licencia en 1972 y obtiene el doctorado en 1980. Entre los años 1974 y 1979 colabora con Miguel Garay en diversos proyectos conjuntos, aunque también hará trabajos por libre. En 1977 empieza su carrera docente como profesor encargado de Proyectos de la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de San Sebastián. Entre 1983 y 1988 ejercerá su cargo de catedrático de Proyectos en la E.T.S.A. de Valladolid. Actualmente ostenta esta misma cátedra en la Escuela Arquitectura de Madrid. Desde 2011 está asociado con el arquitecto Ricardo Sánchez. Además, es académico Correspondiente de Arquitectura de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando desde 1987 e invitado a las Escuelas de Milán, Venecia, Cesena, Lausana Polytechnical Central London y Pamplona y a impartir numerosas conferencias en otras escuelas nacionales y extranjeras. Ganador de distintos premios, entre los más recientes cabe destacar: Premio Iberfad de la Opinión, 1996; Premio COAM de Conservación y Restauración, 2001; Premio de Arquitectura de Castilla y León, 2002; Premio International Brick Award, 2006; Premio Piranesi a la Trayectoria, 2014; Premio Luis Moreno Mansilla, 2015; Premio COAM +10, 2017; entre otros.

Eduardo Prieto. Arquitecto y licenciado en Filosofía, además de DEA en Estética y Teoría de las Artes y Premio Extraordinario de Doctorado de la Universidad Politécnica de Madrid. Es autor, entre otros libros, de Historia medioambiental de la arquitectura, La ley del reloj: arquitectura, máquinas y cultura moderna, La vida de la materia y La arquitectura de la ciudad global: redes, no-lugares, naturaleza. Ejerce como profesor de Historia de la Arquitectura en la Universidad Politécnica de Madrid, y ha sido visiting scholar en la Graduate School of Design de la Universidad de Harvard. Compagina su labor docente e investigadora con la de crítico de arquitectura en publicaciones como Arquitectura

Viva, El Mundo y Revista de Libros.

cual es bueno. Además, nunca se hacen las adjudicaciones a la baja. El sistema es lento, muy pesado y burocrático, pero, al final, se acaba respetando más a los arquitectos.

P: En unas declaraciones recientes, Norman Foster comparaba el modelo garantista, lento, de los países occidentales, con el rápido y pragmático de las potencias emergentes, y apostaba por el segundo. ¿Qué opinión tienes de los ritmos de la arquitectura hoy?

R: No conozco bien los contextos de aceleración máxima que mencionas, pero lo que sí puedo decir es que España peca, en cierto sentido, de parálisis. No se trata tanto de que los procesos sean lentos, por burocráticos, sino de que, en un momento dado, hecho incluso un proyecto básico, el proceso puede pararse y quedarse en estado latente durante muchos años, hasta que vuelve a haber dinero y entonces se le exige al arquitecto que redacte un proyecto de ejecución en pocos meses. Esto me ha pasado, por ejemplo, en el Campus universitario de la UVA, en Segovia. La discontinuidad es muy dañina.

P: ¿Has trabajado en contextos diferentes al europeo?

R: Pocas veces, pero he tenido la oportunidad de trabajar en Latinoamérica, Paraguay en particular, donde he construido la Embajada de España. Admiro mucho la arquitectura latinoamericana de hoy, por su manera de trabajar el contexto e interpretar la modernidad. Me resultan especialmente atractivos los “clásicos” de la modernidad brasileña, como Vilanova Artigas y, sobre todo, Mendes da Rocha. Hasta el punto de que incluso he incorporado esas influencias en mi obra: por ejemplo, las grandes vigas de canto y las escaleras de doble encofrado que he utilizado en algunos de mis edificios. En la Embajada en Asunción recurrí a tradiciones un tanto contradictorias: por un lado, la tradición vernácula —la celosía, la teja que allí llaman “española”, el ladrillo que luego han usado arquitectos paraguayos como Solano Benítez—; y por el otro, Mario Ridolfi, un moderno vernáculo. De este modo, atendiendo a tradiciones distintas en lo geográfico pero afines en lo arquitectónico, resolví el edificio. Se trata de una manera de trabajar muy común entre los arquitectos latinoamericanos, que no se ciñen estrictamente a lo vernáculo, sino que lo reinterpretan. Creo que es una buena lección.

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Nueva ala de arte contemporáneo para el MALI, Lima, Perú, 2016

Remodelación de la Plaza de los Amantes, Teruel, España, 2014

Biblioteca de la UNED (Universidad Nacional de Educación a Distancia), Madrid, España,1994

Entorno de la basílica de Notre-Dame-du-Port, Francia, 2018

Ikastola de Hondarribia, Guipúzcoa, España, 1978

Centro Cultural Escuelas Pías de Lavapiés, Madrid, España, 2004

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Consejo del Departamento y Centro de Congresos, Troyes, Francia, 2014

Extensión de la Iglesia de San Lorenzo en Valdemaqueda, Madrid, España, 2001Construcción de la embajada de España, Asunción, Paraguay, 2000

Plaza y Ordenación del entorno de la Catedral, Reims, Francia, 2008

Campus Universitario de la UVA Fase II, Segovia, España, 2019

Reconstrucción de la Iglesia de Santa Cruz en Medina del Rioseco, Valladolid, España, 1988Viviendas en Mendigorría, Navarra, España, 1981

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