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REVISTA DE CRÍTICA LITERARIA LATINOAMERICANA Año XXXVI, Nº 71. Lima-Boston, 1 er semestre de 2010, pp. 127-148 LA LENGUA, LOS BICENTENARIOS Y LA ESTRATEGIA DEL ACOMPAÑAMIENTO José del Valle The Graduate Center-CUNY Resumen Se examina el papel de algunas instituciones oficiales como las Academias de la Lengua y el Instituto Cervantes en el proyecto de una comunidad lingüística hispana que podría ofrecerse, después de doscientos años de Independencia, como garantía de unidad cultural a través del Atlántico. Este artículo señala las carencias de este proyecto de perfiles neocolonialistas en la política de la lengua, así como la sumisión de determinados miembros de las élites académicas y so- ciales hispanoamericanas en estas iniciativas de inspiración metropolitana. También se examina la lógica económica detrás de dichas iniciativas en el mer- cado global. Palabras clave: Real Academia Española (RAE), Academias de la Lengua, Institu- to Cervantes, Asociación de Academias de la Lengua Española (ASALE), Con- greso Internacional de la Lengua Española (CILE), panhispanismo, Jorge Luis Borges, Américo Castro, Gabriel García Márquez. Abstract This paper examines the role of official institutions such as the Academies of the Spanish Language and the Instituto Cervantes in the creation of a Hispanic linguistic community, which is meant to represent a guarantee of cultural unity across the Atlantic after two hundred years of independence. This article high- lights the project’s faults: the neocolonialist aspects of its linguistic policy, and the submission of particular members of the Spanish American academic and social elites in these metropolitan-inspired initiatives. It also examines the eco- nomic logic behind such initiatives in the global market. Key Words: The Royal Spanish Academy (RAE), The Academies of Language, The Instituto Cervantes, The Association of Academies of the Spanish Lan- guage (ASALE), The International Congress of the Spanish Language (CILE), Pan-hispanism, Jorge Luis Borges, Américo Castro, Gabriel García Márquez.

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REVISTA DE CRÍTICA LITERARIA LATINOAMERICANA Año XXXVI, Nº 71. Lima-Boston, 1er semestre de 2010, pp. 127-148

LA LENGUA, LOS BICENTENARIOS Y LA ESTRATEGIA DEL ACOMPAÑAMIENTO

José del Valle

The Graduate Center-CUNY

Resumen Se examina el papel de algunas instituciones oficiales como las Academias de la Lengua y el Instituto Cervantes en el proyecto de una comunidad lingüística hispana que podría ofrecerse, después de doscientos años de Independencia, como garantía de unidad cultural a través del Atlántico. Este artículo señala las carencias de este proyecto de perfiles neocolonialistas en la política de la lengua, así como la sumisión de determinados miembros de las élites académicas y so-ciales hispanoamericanas en estas iniciativas de inspiración metropolitana. También se examina la lógica económica detrás de dichas iniciativas en el mer-cado global. Palabras clave: Real Academia Española (RAE), Academias de la Lengua, Institu-to Cervantes, Asociación de Academias de la Lengua Española (ASALE), Con-greso Internacional de la Lengua Española (CILE), panhispanismo, Jorge Luis Borges, Américo Castro, Gabriel García Márquez.

Abstract This paper examines the role of official institutions such as the Academies of the Spanish Language and the Instituto Cervantes in the creation of a Hispanic linguistic community, which is meant to represent a guarantee of cultural unity across the Atlantic after two hundred years of independence. This article high-lights the project’s faults: the neocolonialist aspects of its linguistic policy, and the submission of particular members of the Spanish American academic and social elites in these metropolitan-inspired initiatives. It also examines the eco-nomic logic behind such initiatives in the global market. Key Words: The Royal Spanish Academy (RAE), The Academies of Language, The Instituto Cervantes, The Association of Academies of the Spanish Lan-guage (ASALE), The International Congress of the Spanish Language (CILE), Pan-hispanism, Jorge Luis Borges, Américo Castro, Gabriel García Márquez.

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El tríptico

Escena 1 Oviedo, España. 9 de noviembre de 2000. La revista española

del corazón ¡HOLA! publica a doble página una foto tomada unos días antes, durante la ceremonia de entrega de los premios Príncipe de Asturias. El centro del retrato lo domina la mayestática figura del Príncipe Felipe. En torno a él posan los galardonados con el prestigioso premio. A su izquierda, se destaca el rostro radiante de Víctor García de la Concha, veterano catedrático de la Universidad de Salamanca y director de la Real Academia Española (RAE) desde 1998. Detrás de ellos, sobre una tarima de varios niveles, los directores de las academias americanas y filipina de la lengua española lucen amplias sonrisas y un inconfundible aire de plenitud. No es para menos: la Corona española acaba de distinguir a la nobleza lingüística, a la Asociación de Academias de la Lengua Española (ASALE), con el Premio Príncipe de Asturias de la Concordia; por su contribución, se nos anuncia, a la armonía y a la coexistencia pacífica entre los pueblos hispánicos1.

Escena 2

Medellín, Colombia. 24 de marzo de 2007. La hermosa y cautivadora ciudad colombiana sirve de marco para la celebración de un acontecimiento que, pese a su apariencia, de entrada, anodina, es motivo en esta ocasión de un sorprendente despliegue mediático: la ASALE se reúne para celebrar el trigésimo congreso desde su concepción en 1951. La junta comienza el 21 y alcanza su cima climática tres días después, en el Teatro Metropolitano, durante lo que se podría calificar como uno de los acontecimientos más publicitados de la historia del idioma: la aprobación oficial de la Nueva Gramática de la Lengua Española. El presidente de Colombia, Álvaro Uribe, y el titular de la Corona española, el Rey Juan Carlos I, presiden la ceremonia. Tras la lectura protocolaria de discursos de bienvenida y agradecimiento, el Rey encara a los académicos –uno de España, uno de Filipinas y veinte de las Américas– y les dirige por turno la siguiente pregunta: “¿Aprobáis la Nueva Gramática?”. Cada uno –ante el distinguido panel de empresarios, políticos y

1 Ver Revista ¡HOLA! número 2935, 9/11/2000, pp. 64-65.

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editores que los acompaña como testigos– responde, al llegar su momento, con un simple pero inequívoco “sí”.

Escena 3

Valparaíso, Chile. 2-5 de marzo de 2010… La escena que nunca fue. De no haber mediado la naturaleza, castigando con sobre-cogedora saña al pueblo de Chile (me refiero al terremoto que asoló el sur del país el 27 de febrero de 2010), la prensa de estas fechas nos habría brindado sin duda un episodio que habría completado el tríptico del idioma que despliego como apertura de este artículo: un tríptico que presenta a los protagonistas de las políticas contem-poráneas del idioma –las llamadas panhispánicas de la ASALE– y que remite al espacio transatlántico sobre el que esas políticas ambicionan proyectarse, dándole así materialidad al menos discursiva a un territorio que carece de entidad política y que refleja la escenificación de un modelo organizativo paradójico donde el consenso –esa máxima democrática que se afirma en el evocador premio de la concordia (Del Valle, “Español total”)– se sustenta en estructuras de legitimidad ya no sólo jerárquicas (condición acaso necesaria de toda colectividad) sino evocadoras de un orden inequívocamente colonial.

Los CILEs y el Instituto Cervantes

Estaba previsto, en efecto, que a principios de marzo de 2010 se

celebrara en Chile el V Congreso Internacional de la Lengua Española (CILE). El primero había tenido lugar en Zacatecas, México, en 1997; el segundo en Valladolid, España, en 2001; el tercero en la ciudad argentina de Rosario, en 2004; y el cuarto en Cartagena de Indias, Colombia, en 2007, pocos días después de que, como veíamos arriba, la ASALE aprobara en Medellín la Nueva Gramática como un esfuerzo conjunto con la RAE. El CILE de Valparaíso habría sido el quinto evento de la serie, destacándose frente a los anteriores por su abierto perfil “americanista” al asumir como lema “América en lengua española” y al proponerse como apertura de las conmemoraciones oficiales del Bicentenario de la Independencia de las repúblicas hispanoamericanas. Aunque la celebración física del congreso se vio truncada, los organizadores decidieron trasladar el evento al espacio virtual ofrecido por la

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página web creada previamente para la diseminación de información sobre el encuentro (www.congresodelalengua.cl). Poco a poco, en este espacio, se han ido colgando las ponencias enviadas (resúmenes en algunos casos) junto con informaciones de diversa índole sobre los preparativos previos de la frustrada celebración y sobre las decisiones tomadas tras su suspensión.

El hecho es que, a través del congreso virtual, se accede a valiosa información sobre la naturaleza de estas reuniones y sobre la imagen que las instituciones organizadoras pretenden proyectar tanto del evento como de sí mismas:

Los Congresos Internacionales de la Lengua Española que, con periodici-dad trienal, se celebran en los países de la comunidad hispanohablante, constituyen foros universales de reflexión sobre la situación, problemas y retos del español. Pretenden avivar la conciencia de corresponsabilidad de gobiernos, instituciones y personas en la promoción y en la unidad de la lengua, entendida como instrumento vertebrador de la comunidad iberoamericana en todos los órdenes, en diálogo con otras lenguas que son vivo patrimonio común de ella (http://www.congresodelalengua.cl/ informacion/default.htm, consultado el 29 de marzo de 2010). Vemos que en estas pocas líneas se anuda un complejo haz de

ideologemas, de lugares comunes que se presentan “naturalizados” en la superficie del discurso y que van constituyendo y revelando la dimensión ideológica del mismo (Angenot; Arnoux). No sólo se re-conocen estos congresos como acciones glotopolíticas enérgicas que aspiran a “avivar la conciencia de gobiernos, instituciones y personas” sino que se describen con el ambicioso sintagma de “foros universales”. Se afirma asimismo, convocando y recontex-tualizando imaginarios constituidos en otros ámbitos históricos, que existe una entidad llamada “comunidad hispanohablante”, que la “unidad de la lengua” es el “instrumento vertebrador de la comuni-dad iberoamericana” y que hay “otras lenguas” que son “patrimonio común” de esta comunidad. Este breve recorrido por la superficie de apenas un fragmento del discurso institucional basta para apre-ciar que los congresos son piezas clave de unas políticas lingüísticas y culturales que, por un lado y como argumentaré en las próximas páginas, están inscritas en las disputas en torno a la reorganización del orden colonial español tras la colonia y, por otro, responden a

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las lógicas impuestas por un sistema económico que se articula en espacios cada vez más globales (Heller; Wright).

La institución que ha servido como eje integrador de los CILEs y que les confiere por tanto unidad diacrónica es el Instituto Cervantes, creado por el gobierno español en 19912. Esta entidad surge bajo la inspiración de proyectos equivalentes tales como la Alliance Française o el British Council, con el objeto de liderar los esfuerzos de promoción internacional de la lengua. Se autodefine en los siguientes términos:

El Instituto Cervantes es la institución pública creada por España en 1991 para la promoción y la enseñanza de la lengua española y para la difusión de la cultura española e hispanoamericana. Se encuentra en Madrid y en Alcalá de Henares, Madrid, España, lugar de nacimiento del escritor Miguel de Cervantes. Los centros del Instituto están situados en cuatro continentes. Objetivos y funciones: Organizar cursos generales y especiales de lengua española, así como de las lenguas cooficiales en España. Expedir en nombre del Ministerio de Educación y Ciencia los Diplomas de Español como Lengua Extranjera (DELE) y organizar los exámenes para su obtención. Actualizar los métodos de enseñanza y la formación del profesorado. Apoyar la labor de los hispanistas. Participar en programas de difusión de la lengua española. Realizar actividades de difusión cultural en colaboración con otros organismos españoles e hispanoamericanos y con entidades de los países anfitriones. Poner a disposición del público bibliotecas provistas de los medios tecnológicos más avanzados (http://www.cervantes.es/sobre_instituto_cervantes/informacion.htm, 29 de marzo de 2010). Como en el caso de las agencias francesa y británica, si bien el

objetivo inmediato y más aparente del instituto español es fomentar el prestigio del idioma y organizar una industria en torno a su enseñanza, el servicio que le presta al gobierno que lo crea y que lo financia trasciende lo meramente lingüístico para extender su relevancia al terreno de la geopolítica. Véase, si no, en el párrafo anterior el guiño a las “lenguas cooficiales en España”, que invita una interpretación desde la complejidad cultural del territorio español y los problemas generados por su inacabada articulación administrativa (Castillo Lluch y Kabatek), y la declaración de hispanoamericanismo, que se expresa como compromiso con la

2 Ver el sitio oficial, www.cervantes.es.

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difusión de la cultura y la colaboración con organismos hispanoamericanos (y que no deja de exhibir una inquietante tensión con la centralidad que los intereses de España tienen en el texto). La actual directora del Instituto Cervantes, Carmen Caffarel, expresaba el valor estratégico de éste de forma transparente:

El Cervantes sirve para abrir puertas a las empresas españolas en el exterior […]. En la medida en que seamos más conocidos en el mundo, nuestro peso como país irá creciendo, la economía se verá beneficiada, y un intan-gible como el español se convertirá en embajador de nuestro país en el mundo (http://www.expansion.com/2008/01/09/entorno/1075788.html, consultado el 30 de marzo de 2010). Su dependencia no del Ministerio de Cultura sino del de

Exteriores es producto precisamente del valor estratégico que para España (y para cualquier país, por supuesto) tiene poder ofrecerle cobertura cultural a su acción económica y política exterior. Si la Alliance Française apareció en el siglo XIX, en plena expansión colonial francesa (Calvet) y el British Council se creó en el siglo XX, en el período de entreguerras, para contrarrestar la propaganda nazi, y se refundó tras la Segunda Guerra Mundial para atender a las necesidades británicas ante la descolonización y la constitución de la Commonwealth (Phillipson), el Instituto Cervantes aparece a finales del siglo XX cuando España despega económicamente y se propone la consolidación de su rol como potencia de segunda (Del Valle, La lengua, ¿patria común?).

Los CILEs no han estado exentos de controversias. Y no me refiero aquí a debates suscitados por discrepancias entre ponentes en el seno del congreso, sino a auténticas polémicas libradas en la esfera pública ante los ojos preocupados de unos organizadores ansiosos siempre por proyectar una imagen de armonía y unidad. Me refiero a la exclusión de la Real Academia Española (RAE) del primer congreso, la provocadora propuesta de reforma ortográfica lanzada por Gabriel García Márquez en Zacatecas, las vacilaciones del gobierno argentino ante el compromiso de auspiciar la fiesta de la lengua, los rumores sobre la exclusión de García Márquez (y subsiguiente amenaza de ausencia de José Saramago), contra-congresos celebrados en defensa de las lenguas originarias. Han sido muchas las batallas libradas por los organizadores; batallas que han servido para visibilizar las aristas del proyecto, sus contradicciones

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internas y las múltiples discursividades que convergen en torno a la utilización simbólica del idioma y a su instrumentalización econó-mica y política. Con todo, el CILE sigue adelante gracias en gran medida a la exitosa red de alianzas tejida por el Instituto Cervantes. Si siempre se contó con la colaboración de instituciones del país anfitrión (la Secretaría de Educación Pública de México en el primer congreso o, por ejemplo, el Consejo Nacional de la Cultura y las Artes de Chile en el último) y con el patrocinio del sector empre-sarial (un patrocinio que se mantendría a lo largo de los años con el apoyo entusiasta de, por ejemplo, Telefónica y empresas asociadas al conglomerado mediático PRISA), a partir del segundo se consolidó la participación de la RAE y, sobre todo, el prota-gonismo de la ASALE, con un rol especial concedido a la academia correspondiente o asociada del país anfitrión.

La proyección americana de las políticas de la lengua diseñadas en España es incuestionable y lo es también su voluntad de insistir en el carácter mancomunado de la acción glotopolítica que se despliega en torno al Cervantes y la RAE. El ya mencionado lema del V CILE no deja lugar a dudas sobre el hecho de que estas instituciones han reconocido (por fin) dónde se ubica no sólo el peso específico del idioma sino la clave para el control de su valor estratégico: “América en lengua española”. Lo que aquí quisiera enfatizar es que no se trata sólo del reconocimiento de un ignorado hecho demolingüístico, de un simple gesto que demuestra un mejor pensar este idioma partido y compartido. Lo que pretendo sugerir es que las presentes políticas del lenguaje se inscriben en un proceso histórico que se desarrolla en una más larga duración y en paralelo, por un lado, a la compleja reconstitución de las relaciones entre España y los países que nacieron del colapso del imperio y, por otro, de las condiciones que sobre el saber lingüístico impone el desarrollo de la economía mundo (Martín Municio).

El panhispanismo

Como todo poder ex imperial, España ha intentado desde la

caída del imperio mantener, si no un claro ascendente, sí al menos un estatus de interlocutor privilegiado con sus antiguas colonias (Pike; Rama; Sepúlveda). El problema ha sido que, a lo largo de las dos centurias transcurridas desde el inicio de aquellas indepen-

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dencias, la capacidad del país para llevar a cabo políticas eficaces hacia América Latina ha sido prácticamente nula. Por un lado, las frecuentes proclamaciones de unidad cultural procedentes de España solían venir envueltas en una retórica de fuertes tintes coloniales y eran recibidas de este lado del Atlántico, como cabría esperar, con un espectro de respuestas que abarca desde la más pura indignación hasta la más exquisita sátira. Recordemos, por ejemplo, a Borges en su famosa respuesta, incluida en Otras inquisiciones, a las preocupaciones de Américo Castro: “No he observado jamás que los españoles hablaran mejor que nosotros. (Hablan en voz más alta, eso sí, con el aplomo de quienes ignoran la duda)” (ver Borges 31-35). Por el otro, las circunstancias del desarrollo económico, político y cultural de una España que encontraba dificultades incluso para articularse a sí misma como país (piénsese en la emergencia de los regionalismos y nacionalismos catalán, gallego y vasco) limitaban enormemente su capacidad para comprometer los recursos necesarios para una misión que aspiraba a proyectarla internacionalmente. Pero avanzado ya el siglo XX, en la década de los 80 y a lo largo de los 90, las condiciones del país cambiaron drásticamente tras la consolidación de la democracia, el ingreso en la OTAN y la Unión Europea, el crecimiento económico y la expansión internacional de compañías de capital predominante-mente español. No debe sorprender que, en la formulación de la política exterior española, en un escenario internacional multipolar –caracterizado por las luchas de poder e influencia entre Estados Unidos, la Unión Europea, China, Rusia y otras potencias emer-gentes– el desarrollo de una relación privilegiada con las antiguas colonias y la construcción de una comunidad panhispánica económica y políticamente operativa se convirtieran en objetivos prioritarios.

El análisis de las relaciones pasadas, presentes y futuras entre España y los países de la América hispanohablante (ámbito de rela-ción en el cual no hay que olvidar la inclusión de Estados Unidos –las agencias culturales españolas ciertamente no lo olvidan–) pasa necesariamente por la revisión de los fundamentos y objetivos de lo que se ha dado en llamar movimiento panhispanista. Este proyecto se basaba en la convicción de que la cultura española, encarnada en la lengua, persistía como vínculo inalienable entre las naciones hispa-nohablantes incluso tras la independencia de los territorios america-

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nos. A lo largo de su historia, el panhispanismo ha perseguido el fortalecimiento de esa unidad y la construcción de una armónica comunidad en el espacio geográfico y simbólico vaciado por la caída del imperio. Isidro Sepúlveda, principalísimo estudioso del movi-miento, lo ha definido de este modo:

[l]a interpretación de la continuidad hispana en América como base para la construcción –e incluso como evidencia de su existencia– de un ascendente español sobre las sociedades del continente; ascendente susceptible de ser instrumentalizado para fundamentar una política exterior de prestigio que recuperara el valor internacional de la España de comienzos del siglo XX (22). La anhelada unidad lingüística y cultural hispanoamericana sería

por tanto un valor estratégico para España al facilitarle sus opera-ciones en América y al contribuir a la elevación de su prestigio internacional. De ahí que al estudiar el movimiento se hable del hispanoamericanismo como conjunto de iniciativas y programas orientados a la construcción de un estado especial y superior de las relaciones hispanoamericanas, “buscando al mismo tiempo su po-tenciación con la promoción de unos elementos operativos con fi-nes variados, desde políticos a culturales, religiosos, militares o económicos” (93).

Por supuesto, las vertientes derecha e izquierda del movimiento no deben ser confundidas, en tanto que en cada caso el abrazo de la unidad cultural panhispánica se pone al servicio de proyectos de so-ciedad considerablemente distintos. Pero tampoco hay que ignorar la base ideológica común sobre la que se concibe la relación entre España y la América hispanohablante desde las ramas tanto conser-vadoras como progresistas del hispanoamericanismo. Y esta base ideológica común no nos debe sorprender, pues el mantenimiento de una relación privilegiada con las antiguas colonias no sólo ha si-do una prioridad estratégica para España al margen del color del gobierno de turno, sino también un elemento central del naciona-lismo español (de derechas o de izquierdas):

uno de los componentes básicos del nacionalismo español y de la política exterior española a lo largo del siglo XX: la creencia en y la utilización de la continuidad cultural española en América, tratada de materializar en una comunidad transnacional que unía a la antigua metrópoli con las repúblicas

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nacidas en los territorios y, sobre todo, en el seno de las sociedades de su antiguo imperio. La creación de esa comunidad resulta de especial relevan-cia para explicar tanto la conformación de una identidad transatlántica –materializando un imaginario de afirmación nacionalista–, como la elabo-ración y ejecución de la política exterior española, para la que su proyección hacia América y su capacidad de influencia supone un elemento de extraor-dinario valor (Sepúlveda 12). El panhispanismo comenzó ya a manifestarse a mediados del si-

glo XIX y se expresó en principio a través de publicaciones tales como La Ilustración Ibérica, La Ilustración Española y Americana o La Revista Española de Ambos Mundos. Esta última, por ejemplo, definía su misión en su primer número de 1853 en los siguientes términos:

Destinada a España y América, pondremos particular esmero en estrechar sus relaciones. La Providencia no une a los pueblos con los lazos de un mismo origen, religión, costumbres e idioma para que se miren con desvío y se vuelvan las espaldas así en la próspera como en la adversa fortuna. Felizmente han desaparecido las causas que nos llevaron a la arena del combate, y hoy el pueblo americano y el ibero no son, ni deben ser, más que miembros de una misma familia; la gran familia española, que Dios arrojó del otro lado del océano para que, con la sangre de sus venas, con su valor e inteligencia, conquistase a la civilización un nuevo mundo (en Fogelquist 13-14). El discurso de la conquista se presenta aquí como eje articulador

de la “gran familia española”, y “origen, religión, costumbres e idioma” se perfilan como elementos constitutivos del ethos panhis-pánico. Así se formulaban, ya en 1853, las ideas troncales del panhispanismo inicial: la identidad entre España y sus ex colonias y la lectura de la conquista como misión civilizadora.

Un momento clave en la historia de este movimiento fue la creación en 1885 de la Unión Iberoamericana, que enseguida se convertiría en su principal órgano de expresión. Según sus Estatutos, la Unión se proponía “estrechar las relaciones de afecto sociales, económicas, artísticas y políticas de España, Portugal y las Naciones americanas, procurando que exista la más cordial inteligencia entre estos pueblos hermanos” (citado en Martín Mon-talvo et al. 163). Para ello se trataba de promover, por ejemplo, “la extensión e intensificación de la enseñanza, el intercambio de las ideas científicas y de los métodos educativos, y la firma de tratados

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de propiedad literaria” (Martín Montalvo et al. 164). Con todo, los objetivos económicos ocuparon siempre un lugar privilegiado en el ideario de esta organización (declarada en España, por cierto, de “fomento y utilidad pública” en 1890): “Desde sus comienzos, la Unión Iberoamericana determinó cuatro puntos de interés, encabezados por el fomento de los lazos comerciales, bajo la idea de que Iberoamérica era el ‘mercado natural’ de España” (Martín Montalvo et al. 163, el énfasis es nuestro).

Claro está que las exigencias tanto políticas como discursivas de cada momento histórico han forzado la modulación de los términos en que se plantea la hermandad panhispánica. Como acabamos de ver, hubo un tiempo en que se afirmaba sin pudor la absoluta iden-tidad de los pueblos hispanohablantes a ambos lados del Atlántico. Al respecto, baste volver a la cita de La Revista Española de Ambos Mundos : “… y hoy el pueblo americano y el ibero no son, ni deben ser, más que miembros de una misma familia; la gran familia española, que Dios arrojó del otro lado del océano…”. De esta manera, se negaba incluso la impronta dejada por las culturas indí-genas y africanas en el desarrollo moderno tanto de América como de la propia España. El escritor español Juan Valera (1824-1905), por ejemplo, escribía a finales del siglo XIX:

La unidad de civilización y de lengua, y en gran parte de raza también, per-siste en España y en esas Repúblicas de América, a pesar de su emanci-pación e independencia de la metrópoli […]. Lo que yo sostengo es que ni el salvajismo de las tribus indígenas en general, ni la semicultura o semibar-barie de peruanos, aztecas y chibchas, añadió nada a esa civilización que ahí llevamos y que ustedes mantienen y quizá mejoran y magnifican (313, 365). En el panhispanismo de principios del siglo XXI, afirmaciones

tales han quedado casi excluidas de las discusiones públicas de la materia. El “casi” se debe a que, por ejemplo, aún en el pasado re-ciente un director de la RAE, Manuel Alvar, afirmaba:

México sabía mejor que nadie el valor de tener una lengua que unifique y que libere de la miseria y del atraso a las comunidades indígenas […]. Salvar al indio, redimir al indio, incorporación del indio, como entonces gritaban, no es otra cosa que desindianizar al indio. Incorporarlo a la idea de un estado moderno, para su utilización en unas empresas de solidaridad na-cional y para que reciba los beneficios de esa misma sociedad […]. El camino hacia la libertad transita por la hispanización (17-18).

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Este lenguaje es, sin embargo, minoritario hoy en día (el lengua-je, insisto, quién sabe cuán vigente puede seguir el pensamiento que articula). La España de fines del siglo XX afinó su discurso sobre Latinoamérica y se enfrentó una vez más al pendiente proyecto histórico de definir la relación con sus ex colonias. Las cumbres iberoamericanas, iniciadas en Guadalajara, México, en julio de 1991, se convirtieron así en valiosos vehículos para la articulación institucional de una comunidad transatlántica en la cual España debía presentarse como igual: “Debe quedar claro que el objetivo no es construir el equivalente a la francofonía o a la Common-wealth, en las cuales la antigua metrópolis juega un papel hegemónico. En el caso de España, la relación no es paternalista sino fraternal” (diplomático español citado en Sanhueza Carvajal 166). Así, gobiernos españoles –de tendencias políticas diversas– y líderes del mundo empresarial comenzaron a movilizar estratégica-mente instituciones culturales y lingüísticas (de entre las cuales se destacan el Instituto Cervantes y la RAE) con la esperanza de que, a través de su contribución al desarrollo de un fraternal imaginario panhispánico, hicieran posible que el tránsito de agentes econó-micos mediante la comunidad panhispánica fuera percibido no como la versión contemporánea de una vieja relación colonial sino como “legítimo” y “natural”. En su ponencia en el CILE de Valladolid, el economista español Ramón Casilda Béjar expresaba las múltiples facetas del proceso:

Un siglo después del repliegue definitivo de España al perder Cuba, se vuelve a un continente que de ninguna manera a nadie nos es ajeno: Iberoamérica. Ahora con otras ideas, perspectivas e ilusiones que nos con-fieren las nuevas armas: las empresas españolas, que se han expandido con los nuevos vientos de la globalización […]. La transferencia de la propiedad de empresas importantes de manos nacionales a manos extranjeras puede verse como un hecho que socava la soberanía nacional y que es equiparable a una “recolonización” […]. [A]dviértase que la extraordinaria posición al-canzada [por España] en este continente, ha sido posible gracias a nuestro extraordinario aliado: el idioma, causa y efecto de nuestra afinidad cultural, psicológica y afectiva. Estas palabras son apenas una expresión concreta de un discurso

más amplio que se ha ido produciendo desde las múltiples agencias e instituciones que participan en las diversas integraciones ibéricas y

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latinoamericanas (Del Valle, “La RAE”). Cierto es, sin embargo, que Casilda Béjar exponía el proyecto, sus problemas y sus posibles soluciones con insólita candidez, mostrando (reivindicando, incluso) las ramificaciones incuestionablemente económicas de las políticas de la lengua que se han emprendido con particular energía institu-cional y apoyo empresarial desde inicios de los 90. No sólo se con-cibe el idioma como producto de compra y venta (el español como lengua extranjera, por ejemplo, o los materiales didácticos que lo acompañan) y como instrumento que facilita las transacciones económicas reduciendo los costos, sino que se piensa como criterio definitorio de un deseado mercado panhispánico y como privilegia-do objeto de afectos en torno a los cuales construir una subjetividad dócil y leal a ese espacio de intercambio y a los productos y produc-tores con él identificados. Ante este desafío pocas agencias mejor situadas para enfrentarlo que las Academias de la Lengua.

La RAE y la viabilidad del panhispanismo

Tal como cabría esperar en el caso de una institución de esta

naturaleza, la RAE ha recibido tanto críticas como alabanzas desde su creación en 1713. Aunque vamos conociendo cada vez más su desarrollo (y hay que destacar aquí la excelentísima crónica –oficial, claro está– de la vida de la corporación escrita por Alonso Zamora Vicente), sabemos aún muy poco de la historia de su imagen social. Con todo, parece seguro afirmar que el estatus de la RAE en el continente americano ha sido siempre, cuando menos, frágil. Si bien es cierto que era aceptada por sectores de la clase letrada latinoame-ricana como el líder legítimo en cuestiones de corrección lingüística y reconocida por las instituciones del Estado español como el árbitro legítimo de la norma, también lo es que ha sido acusada con frecuencia de abrazar una aproximación profundamente casticista, elitista y conservadora al idioma. Fue por esto que la relación con América Latina resultó ser un incordio permanente. En 1870, en un esfuerzo por incorporar a las antiguas colonias al dispositivo institucional de defensa del idioma, se decidió formalizar las relaciones existentes con la clase letrada apoyando el estableci-miento de academias correspondientes a lo largo y ancho del continente. Muchos se sumaron felices a la nueva aventura, pero otros no. El estadista e intelectual argentino Juan María Gutiérrez

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(1809-1878), por ejemplo, afirmaba en la carta con la que respondía a su nombramiento como correspondiente:

Creo señor peligroso para un sudamericano la aceptación de un título dis-pensado por la Academia Española. Esa aceptación liga y ata con el vínculo poderoso de la gratitud, e impone urbanidad, si no entero sometimiento, a las opiniones reinantes en aquel cuerpo (72). Ante la preocupación expresada previamente por la RAE de que

el español se bastardeara en América, Gutiérrez replicaba: El idioma tiene íntima relación con las ideas y no puede abastardarse en país alguno donde la inteligencia está en actividad y no halla rémora el pro-greso. Se transformará, sí, y en esto no hará más que ceder a la corriente formada por la sucesión de los años, que son revolucionarios e irresistibles (72). La resistencia al esfuerzo español por construir una red de cola-

boradores americanos en la gestión del idioma –el temor a que este gesto solidario respondiera en realidad a pulsiones hegemónicas– no era exclusiva del argentino (aunque es la Argentina país donde la emancipación lingüística se ha discutido siempre con particular in-tensidad y vehemencia). El escritor peruano Manuel González Pra-da (1848-1918) se expresaba en 1888 con palabras en las que reso-naba el sentir expresado años antes por Gutiérrez:

Cunde hasta el servilismo internacional: las agrupaciones literarias y científi-cas tienden a convertirse en academias correspondientes de las reales aca-demias españolas. Literatos, abogados y médicos vuelven los ojos a España en la actitud vergonzante de mendigar un título académico (citado en Rama 134). El caso es que, sorteando dificultades de toda índole, las acade-

mias correspondientes fueron cuajando hasta que, en el año 1951, su historia dio un giro trascendental. El primer congreso de Acade-mias de la Lengua española tuvo lugar en México y en él se esceni-ficó la versión lingüística del clásico drama de la relación entre Es-paña y sus antiguas colonias. En 1950, por iniciativa del presidente de México, Miguel Alemán, la Academia de este país, correspon-diente de la Española, convocaba un congreso que, costeado por los mexicanos, habría de reunir en su capital a todas las academias de la

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lengua. Una delegación mexicana visitó la RAE en octubre de 1950 y cursó la invitación oficial a los españoles, que aceptaron gustosos y dejaron el congreso fijado para finales de abril. El temario fue ela-borado por la Mexicana y aprobado por la Española y el antepro-yecto de reglamento estableció que la presidencia le correspondería al director de la RAE (o a su representante). Sin embargo, la armo-nía que auguraban los primeros contactos no duró. Pocas semanas antes de la gran reunión, la RAE le comunicó a los organizadores que, por indicaciones de “la Superioridad”, se veía ahora obligada a declinar la invitación. Semanas después se sabría que el gobierno español había exigido al mexicano la renuncia a su reconocimiento de la república española en el exilio y, ante su negativa, las autorida-des franquistas le habían “indicado” a los académicos que no asistie-ran al congreso. La polémica estaba servida. Así describía el ambien-te, por ejemplo, José León Pagano, representante en México de la Academia Argentina de Letras:

A poco de haber descendido en México del avión –después de treinta horas de vuelo– entré de súbito en una atmósfera enardecida, a causa de la no concurrencia de España al Congreso de la Lengua […]. Es menester haber estado en México por aquellos días para justipreciar el resentimiento de la Nación azteca, motivado por la ausencia de la Real Academia Española (249). La indignación que captó Pagano en el ambiente de la capital fue

expresada ya dentro del Congreso con gran elocuencia por el escri-tor mexicano Martín Luis Guzmán (1887-1976). La ausencia de la RAE, afirmaba, era, en primer lugar, un insulto a México y al resto de naciones hispanohablantes; segundo, una violación flagrante de los estatutos que, desde 1870, habían regulado la relación entre las academias; y, tercero, un acto irresponsable que hacía peligrar la misión académica de proteger la naturaleza y unidad del idioma. Si no se remediaba la situación creada por la Española, preguntaba “¿qué porvenir espera a la colaboración indispensable para que nuestros pueblos eviten lo que ya apunta en el horizonte: la desinte-gración del lenguaje castellano?” (1377). Nos arriesgamos, conti-nuaba, “a que hoy por España y México, y mañana por cualesquiera otros dos, la unidad colaborante y práctica, no la de los saludos y las sonrisas protocolarias, sea imposible; a que se convierta en crónico el ‘peligrosísimo truncamiento’” (1380).

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Guzmán disputaba la noción de que la unidad lingüística sólo podía ser protegida por medio del modelo jerárquico existente, en el cual las academias filipina y americanas eran tratadas como meras subsidiarias. Mantenía, de hecho, lo opuesto: la verdadera unidad sólo se podría alcanzar por medio de un acuerdo digno entre iguales que no le impusiera a nadie juramento humillante alguno, residuo en todo caso de relaciones feudales y vínculos coloniales:

[L]a unidad que quiere defenderse no existe, y en cambio sí tiene ya un principio de existencia la que se debiera propugnar, la que sin duda nacería de un concierto digno entre iguales, entre pares, no en virtud de un pleito homenaje, juramento humillante desde que al acabar el feudalismo acabaron también los señores, y desde que al acabar en América y en las Filipinas el imperio de España dejamos de ser colonia (1383). Guzmán mantenía que, con sus acciones, la RAE había expuesto

la debilidad del sistema y, lo que es más importante aun, había renunciado a las credenciales que le podrían permitir actuar como líder cultural del mundo hispanohablante. El discurso fue seguido de una intensa y por momentos airada discusión que dejó, al final, dos mociones sobre la mesa: mientras que unos se decantaban por el total rechazo de la propuesta de Guzmán, otros aceptaban el que fuera enviada a una comisión especial sometida a nuevo debate. La representación de la Academia Filipina se abstuvo, cuatro delega-ciones –Guatemala, Panamá, Paraguay y Uruguay– votaron a favor de continuar la discusión en comisión especial y una mayoría de trece votó por la “inhibición”, es decir, por que el congreso ni siquiera sometiera a debate la propuesta de Guzmán (Comisión Permanente, 380-383).

Tras la celebración de este congreso y en vista de la polémica –que, aunque había preservado intacta la hegemonía institucional española, también había dejado al descubierto su flanco débil– se creó un nuevo clima de opinión que persuadió a los académicos españoles de la necesidad de ocuparse del tema americano, no sólo promoviendo una más cercana colaboración con los académicos de este lado del Atlántico, sino también avanzando hacia una formula-ción geográficamente más amplia de la norma. Pero las condiciones materiales e ideológicas que hicieron posible que la RAE se reinventara a sí misma no cristalizaron, como se apuntó arriba, hasta finales del siglo XX. En consonancia con los intereses de los

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gobiernos y los sectores empresariales españoles, la RAE se desembarazó de la imagen castiza, elitista y conservadora que la había acompañado a lo largo de su historia y abrazó una nueva identidad abierta, popular y, sobre todo, panhispánica.

La RAE es, por supuesto, junto con el Instituto Cervantes, el otro pilar central de las políticas contemporáneas de promoción del español. Mientras que éste asume como objetivo la difusión interna-cional del idioma y su articulación como producto de mercado, aquélla se impone la gestión del régimen de normatividad y la defensa de la unidad de la lengua (acciones que no son en absoluto ajenas al desarrollo de una visión económica del idioma). El corpus de textos producido con este fin durante la última década bajo la dirección de Víctor García de la Concha es notable e incluye la nueva edición de la Ortografía (1999), la vigésima segunda edición del Diccionario (2001), nuevos proyectos lexicográficos tales como el Diccionario Panhispánico de Dudas (2005) y la ya mencionada Nueva Gramática de la Lengua Española (2009). Pero merece la pena destacar los senderos por los que ha discurrido la acción académica en su esfuerzo por superar la imagen tradicional de la RAE como institu-ción purista e iberocéntrica. En primer lugar, desde principios de los 90, se ha abrazado la diversidad –la idea del español como complejo dialectal, como lengua policéntrica– como garantía de la unidad lingüística. La vieja institución, cuya misión original era limpiar, fijar y dar esplendor a la lengua, ha redefinido sus objetivos en los siguientes términos:

Las funciones atribuidas tradicionalmente a las Academias de la Lengua consistían en la elaboración, difusión y actualización de los tres grandes códigos normativos en los que se concentra la esencia y el funcionamiento de cualquier lengua y que aseguran su unidad: la Ortografía, el Diccionario y la Gramática. Hasta hace algunos años, el modo de alcanzar esos objetivos se planteaba desde el deseo de mantener una lengua “pura”, basada en los hábitos lingüísticos de una parte reducida de sus hablantes, una lengua no contaminada por los extranjerismos ni alterada por el resultado de la propia evolución interna. En nuestros días, las Academias, en una orientación más adecuada y también más realista, se han fijado como tarea común la de garantizar el mantenimiento de la unidad básica del idioma, que es, en defi-nitiva, lo que permite hablar de la comunidad hispanohablante, haciendo compatible la unidad del idioma con el reconocimiento de sus variedades internas (ASALE 2).

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Además de anclar su concepción de la norma en la ideología de la diversidad, en una segunda línea de trabajo, y en abierta apuesta por su “panhispanización”, la RAE ha arropado todas sus acciones con la ASALE (cuyo presidente es, por imperativo estatutario, el director de la RAE). Se ampara así en un espacio discursivo panhis-pánico que se dice consensuado y en el cual todas las naciones hispanohablantes convergen en términos de supuesta igualdad. Ya en el año 2000, el director de la RAE afirmaba el compromiso de colaboración interacadémica y, en un curioso y revelador giro retórico, la vocación transatlántica de la monarquía española: “Desde diciembre de 1998, la RAE no hace nada sin consultar con las restantes academias, tal y como me encargó el rey Juan Carlos cuando fui elegido director” (Víctor García de la Concha citado en EL PAÍS, 6 de junio de 2000).

El perfil panhispánico de las actuales políticas de la lengua y el nuevo protagonismo de la ASALE en su implementación se dejaron sentir una vez más en los preparativos del congreso de Valparaíso. El lema seleccionado –ya se ha dicho– hace patente la atención a América. Pero más significativa aun resulta la vinculación que se estableció entre el congreso y un aspecto tan central para el desarrollo de una memoria colectiva (ya sea nacional, hispanoame-ricana, latinoamericana o panhispánica) como las conmemoraciones de los Bicentenarios. No es cuestión menor que los organizadores del V CILE optaran por presentarlo como el inicio de estas conme-moraciones. No es cuestión menor, desde luego, para la diplomacia pública española que ya en 1992 sintió las dificultades que entraña construir una memoria compartida sobre un pasado que incluye las violencias de la conquista y las injusticias de la colonización (Nuestra América). Si el potencial del Quinto Centenario para la diplomacia española chocó contra una maraña de disputas en torno a descubrimientos, encuentros y encubrimientos (¿Quinto Centenario … de qué?) cuánto más no chocaría el recuerdo del des-encuentro que supu-sieron las independencias (Noya). Ante lo posiblemente paradójico de la presencia de España en las celebraciones, ante el potencial de las mismas para resucitar discursos antiespañoles del pasado que perjudicaran ambiciones presentes y futuras, ante la necesidad sentida de estar y así tratar de moderar el relato histórico que surgiera de estos eventos, la diplomacia española abrazó la cautelosa estrategia del acompañamiento (Bastenier; Martínez). Por Real Decreto

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(595/2007), el 5 de mayo de 2007 se creó la Comisión Nacional para la Conmemoración de los Bicentenarios de la Independencia de las Repúblicas Iberoamericanas, que habría de presidir el ex presidente del gobierno Felipe González. En la introducción de las disposiciones generales, el decreto afirma:

Esa es la realidad de nuestro presente. Esa es la vocación de nuestro futuro. Y es precisamente la decisión largamente madurada de caminar juntos la que nos permite celebrar como propios los acontecimientos que cada país celebrará como suyos. De esa manera, el presente y el futuro de la Comuni-dad Iberoamericana será mejor conocido en el continente europeo. La España actual, democrática y avanzada, se dispone pues a contribuir a esa conmemoración, a sumarse a las celebraciones que las Repúblicas Ibero-americanas decidan y a aprovechar esta ocasión para profundizar en una relación que, más allá de su carácter prioritario en la política exterior de nuestro país, consideramos constitutiva del corazón mismo de nuestra personalidad (Boletín Oficial del Estado 113, 11 de mayo de 2007, p. 20314). El decreto reconoce la base pragmática del interés español por la

América hispanohablante, pero afirma también su origen en realida-des más primordiales. Particularmente reveladora de este deseo re-sulta la doble metáfora activada por el término “corazón”, que loca-liza la relación transatlántica en el universo de los afectos y a la vez la identifica como “núcleo” de la identidad española. Las Repúblicas Iberoamericanas decidirán cómo y qué celebrar y España –una Es-paña ahora democrática y avanzada– se limitará a sumarse a los fastos.

El CILE de Valparaíso, a inicios de 2010, se presentaba por tan-to como espacio ideal donde iniciar la escenificación del acompa-ñamiento. En torno al culto a la lengua, se reunirían una vez más filólogos y escritores, políticos y empresarios, artistas y periodistas de ambos lados del Atlántico. Invitados por el Gobierno de Chile a un acto conjuntamente organizado por agencias e instituciones es-pañolas y americanas, acudirían de nuevo a celebrar la armonía pan-hispánica y, en esta ocasión, a inaugurar la conmemoración de unos hechos pasados cuya relevancia presente aún está por decidirse.

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A modo de conclusión: dos interrogaciones Este es el contexto –al menos uno de los contextos– en que, a

nuestro juicio, cobran pleno sentido los Congresos Internacionales de la Lengua Española. Están inscritos desde su nacimiento en una política de construcción comunitaria, en un esfuerzo por aprovechar el idioma como valor económico (como producto de mercado y como elemento articulador de un mercado) y como instrumento (comunicativo) al servicio de la conformación de una conciencia identitaria panhispánica. Igual que la francofonía, la lusofonía o la Commonwealth, la comunidad hispanohablante –anclada en una len-gua que arriba llamábamos partida y compartida, que une y separa a la vez– se presenta ante nosotros como objeto central de políticas cuya relevancia trasciende las pulsiones identitarias. Como construc-ción discursiva que es, la comunidad hispanohablante se convierte en un sintagma resbaladizo, en objeto de disputas que revelan el de-seo de controlar su historia, su presente y su futuro; se convierte en un imaginario espacio que se amolda, no sin tensiones, a necesida-des que se ubican en contextos nacionales, transatlánticos, hemisfé-ricos y globales. En esa misma coyuntura se vieron atrapados los discursos en torno al Quinto Centenario; en esta misma coyuntura de movilización de imaginarios colectivos ante los retos de la globa-lización se sitúan ahora las acciones políticas y discursividades que gestionan la instrumentalización de los Bicentenarios.

Ante la dimensión del proyecto glotopolítico desarrollado en las últimas dos décadas, ante los modelos elegidos para su implementa-ción, cabe preguntarse si servirá esta comunidad panhispánica –tal como se la articula– como alternativa viable frente al modelo cultu-ral anglosajón dominante o si será apenas un competidor y/o socio que, usando la amenaza del dominio inglés como coartada, acabe por promover los mismos modelos con los mismos objetivos; si se constituirá como opción auténticamente transatlántica y democrati-zadora o si por el contrario reproducirá en su constitución –con la complicidad de un sector de la intelectualidad y la clase política lati-noamericana– las jerarquías heredadas del pasado colonial que se escenifican de manera tan palmaria en actos como los relatados al inicio de este ensayo. Acaso las palabras y las cosas sobre las que se arme el gran debate sobre el Bicentenario nos animen a aventurar respuestas.

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