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Jalacingo, una fiesta llena de fe y color Ruth Vargas Bigurra* M e encontraba en un viejo callejón de Xalapa. En formato de cine mudo aparecía una pare- ja de mimos tomados de la mano, juntos recorrían cada rincón de esa hermosa ciudad; el mimo conta- ba con sus manos las leyendas de cada calle mien- tras la mima, que sostenía en su mano derecha un globo rojo de gas, lo miraba con unos enormes ojos sorprendidos, estaba soñando. A lo lejos escuché la melodía Canción mixteca, interpretada por Susana Harp. La canción iba en la parte de “que lejos es- toy del cielo donde he nacido…” cuando descubrí que la música venía de un aparato electrónico que vibraba al mismo tiempo que sonaba la melodía, y fue en ese momento cuando los mimos se fueron desvaneciendo poco a poco. Eran las 7:30 a.m., apa- gué la alarma, abrí los ojos y me encontré en la ca- rretera. Durante los veranos estudiaba danza folklóri- ca, en el IRDA, un instituto creado por un grandioso hombre y bailarín, el maestro Luis Casasco. “El pro- fe Casasco”, como muchos lo llamábamos, un hom- bre idealista y visionario que creó la escuela para recuperar las hermosas tradiciones mexicanas, los rituales y las danzas, y para gestionar el folclor de nuestro país formando maestros especializados Como ofrenda y adorno para la fesvi- dad, algunos danzantes veracruzanos lle- gan desde sus lugares de origen, lejanos o cercanos, e incluso otros más de dife- rentes estados, trayendo consigo danzas significavas para ellos. Estudiante de la Licenciatura en Teatro de la Uni- versidad Veracruzana. Esta crónica fue ganadora del primer lugar en el estado de Veracruz del concurso regional “La cultura fesva del sureste mexicano a través de la crónica”, organizado por el Programa de Cooperación e Intercambio Cultural Regional de la zona sur, en el año 2010. Litoral e 16

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Jalacingo, una fiesta llena de fe y color

Ruth Vargas Bigurra*

Me encontraba en un viejo callejón de Xalapa. En formato de cine mudo aparecía una pare-

ja de mimos tomados de la mano, juntos recorrían cada rincón de esa hermosa ciudad; el mimo conta-ba con sus manos las leyendas de cada calle mien-tras la mima, que sostenía en su mano derecha un globo rojo de gas, lo miraba con unos enormes ojos sorprendidos, estaba soñando. A lo lejos escuché la melodía Canción mixteca, interpretada por Susana Harp. La canción iba en la parte de “que lejos es-toy del cielo donde he nacido…” cuando descubrí que la música venía de un aparato electrónico que vibraba al mismo tiempo que sonaba la melodía, y fue en ese momento cuando los mimos se fueron desvaneciendo poco a poco. Eran las 7:30 a.m., apa-gué la alarma, abrí los ojos y me encontré en la ca-rretera.

Durante los veranos estudiaba danza folklóri-ca, en el irda, un instituto creado por un grandioso hombre y bailarín, el maestro Luis Casasco. “El pro-fe Casasco”, como muchos lo llamábamos, un hom-bre idealista y visionario que creó la escuela para recuperar las hermosas tradiciones mexicanas, los rituales y las danzas, y para gestionar el folclor de nuestro país formando maestros especializados

Como ofrenda y adorno para la festivi-dad, algunos danzantes veracruzanos lle-gan desde sus lugares de origen, lejanos o cercanos, e incluso otros más de dife-rentes estados, trayendo consigo danzas significativas para ellos.

Estudiante de la Licenciatura en Teatro de la Uni-versidad Veracruzana. Esta crónica fue ganadora del primer lugar en el estado de Veracruz del concurso regional “La cultura festiva del sureste mexicano a través de la crónica”, organizado por el Programa de Cooperación e Intercambio Cultural Regional de la zona sur, en el año 2010.

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en todas las tradiciones mexicanas, convirtiéndonos en expertos de és-tas, logrando así hacerlas eternas.

Una de las formas de aprender estas tradiciones era observándo-las, pero sobre todo viviéndolas. Así que este verano fuimos a trabajo de campo a un hermoso pueblo llamado Jalacingo, un municipio del estado de Veracruz. La Fiesta del Pa-dre Jesús era la celebración a la que asistiríamos. Como investigué sobre ella antes de hacer el viaje, sabía que la fiesta era en honor al padre Jesús, que el lugar acostumbraban visitarlo personas de pue-blos vecinos, quienes participaban en la procesión que se realiza el primer día de festejo, agradeciendo los milagros que él les ha concedido.

Como ofrenda y adorno para la festividad, al-gunos danzantes veracruzanos llegan desde sus lugares de origen, lejanos o cercanos, e incluso otros más de diferentes estados, trayendo consigo danzas significativas para ellos. Cada día llegan al pueblo diferentes danzantes de distintos lugares, exhibiendo sus danzas durante la fiesta como sím-bolo de agradecimiento al padre Jesús, por las ben-diciones y milagros concedidos durante el año; yo

iba a asistir al primer día de la celebración, pero incluso con la información antes recabada, no imaginé lo que me esperaba en ese hermoso pueblo.

A las 8:37 a.m. llegamos al lugar, Jalacingo. Esperando

un frío inmenso, como advertían las historias de los que habían asistido anteriormente, bajamos del autobús. Nos encontramos con un bello pue-blo antiguo, con un frio tolerable y un aire puro y fresco. Caminamos, eran casi las 9:00 de la mañana cuando comenzamos a escuchar a la gente del pue-blo hablar alegremente, vimos cómo caminaban apresurados de un lado a otro. A manera de saludo, cada persona con la que cruzábamos miradas hacía un gesto con la cabeza y sonreía, haciéndonos sen-tir bienvenidos, demostrando esa hospitalidad ad-quirida tras años de tradición, años de realizar esta fiesta anual. Pensé que seríamos una gran cantidad de personas ansiosas por saber sobre sus fiestas y que ellos se sentirían invadidos, extraños en su propio territorio; pero fue ahí cuando me di cuen-ta de algo: ellos estaban acostumbrados. Cada año esta fiesta era planeada para dos invitados: uno,

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lo vi, una de las calles alternas a la calle principal estaba cubier-ta por un largo y colorido tapete de un polvo fino de colores. Esa era la bienvenida que la gente de Jalacingo había preparado para los visitantes, tradición que ha-bían impuesto hacía ya algunos años. Llenaban cada una de las calles de la localidad con tapetes de ese polvo, que después descu-briría era aserrín. Se observaba un enorme rectángulo a lo largo de toda la calle, el cual dejaba a los lados sólo un metro de ancho libre para que los transeúntes ca-minaran sin destrozar esa obra de arte y pudieran observar más de cerca cada parte de ésta.

Los diseños del tapete eran exactos, precisos. Un rectángulo, con franjas de color blanco, fius-ha y morado, adornadas con flo-res que parecían haber salido de un juego de naipes, combinadas con los típicos manteles de pa-pel de China que se hacen para el día de muertos en diferentes lo-calidades.

Eran casi las 10:00 a.m. cuan-do llegué a una calle donde es-taban en proce-so de creación de un tapete. Hombres, mu-

jeres y niños movían de arriba abajo un palo de madera, como el de una escoba. Pero este palo en lugar de tener en la parte inferior algo con que retirar el polvo del piso, tenían una cubetita o una lata, como las de leche Nido; es-taba asida al palo con un mecate y llena de ese polvo fino del cual estaban hechos los tapetes, esta vez de color verde. En el fondo de la lata había un pequeño agujero por donde salía el polvo, fue en ese momento cuando supe, des-pués de preguntar a la que mane-jaba el artefacto, que era aserrín. El movimiento de arriba abajo de la lata hacía que el aserrín salie-ra de manera uniforme para así lograr las figuras exactas que te-nían los tapetes.

Todos esparcían aserrín mien-tras que un grupo de cuatro hom-bres cargaban una planilla metá-lica con los diseños de las flores y

por supuesto, el padre Jesús; y el otro, nosotros, la gente forastera, de pueblos vecinos, ansiosa por ver las danzas y tradiciones de los demás.

Con una cámara canon en mano que me había prestado una amiga, comencé a caminar por el pueblo para poder captar per-manentemente esa festividad en un cuadro fotográfico. La prime-ra imagen del pueblo que quedó marcada en mi memoria fue una calle larga, de piedra, con casas pequeñas pegadas unas tras otras y cubiertas con pintura desgas-tada de colores. En la primera es-quina encontré un pequeño altar con un santo y una enorme cruz de madera. Me quedé observan-do la imagen. Mientras tomaba una fotografía del altar, escuché los “clics” de las cámaras de las demás personas, sólo que estos estaban dirigidos al lado contra-rio de donde yo tenía enfocado mi lente. Giré la cabeza y entonces

Giré la cabeza y entonces lo vi, una de las calles al-ternas a la calle principal estaba cubierta por un largo y colorido tapete de un polvo fino de colo-res. Esa era la bienvenida que la gente de Jalacingo había preparado para los visitantes, tradición que habían impuesto hacía ya algunos años.

Tapete de la calle principal, podemos ver lo largo que es. A los lados se aprecia el espacio que se deja para

que las personas transiten.

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la acomodaban sobre el fondo fiusha; uno de ellos era Daniel Cueyec, el di-señador de los tapetes de esa calle. Me contó que cada año se hacen di-seños nuevos y que los dueños de las casas de las calles cooperan moneta-riamente, pero sobre todo con traba-jo, para así decorar su calle.

Era ya casi medio día y había visto más de quince tapetes, algunos incluían a los lados, además, adornos con luces, velas o coronas, todos con variados colores vivos y diseños diferentes; y flores de distintos tipos, plasmando un poco de astrología en sus diseños de lunas, es-trellas o planetas. Llevándonos a viajes submarinos a través de figuras como estrellas de mar, delfines, ballenas y focas, o transportándonos a los bosques de Asia con osos pandas caminando entre bambúes. Algunos con aves y otro más recordando las épocas prehispánicas de nuestro país, plasmando con aserrín de color turquesa y café las pirámides de Chichen Itzá. Jalacingo me llevaba a todos estos lugares con sólo caminar por sus calles.

La fiesta al Padre Jesús comenzaría a las 3:00 p.m., así que debían de terminar de montar todos los tapetes lo más pronto posible. A la 1:00 p.m., el sol había salido y, aunque el aire estaba fresco, la cami-nata sobre las calles y la hospitalidad de la gente hacía que no tuviera frío. Conocí al señor Rufino, de 72 años, y a su esposa, quien se sentó en una vieja mecedora de madera, acomodó un sarape en sus piernas, echó la cabeza hacia atrás –apoyándola en el respaldo–, cerró los ojos y dijo: mija, ahora vas a escuchar a Rufino contar todas sus historias. El señor Rufino le sonrió y aunque ella no podía ver esa sonrisa pues sus ojos estaban cerrados, debió sentirla, o conocer perfectamente a su esposo, porque le devolvió la sonrisa de la misma manera. Unién-domeles también sonreí y, tal como dijo su esposa, el señor Rufino comenzó a contarme la historia de Jalacingo y, más específicamente, la historia de la fiesta del Padre Jesús.

Ésta llevaba haciéndose tantos años que era imposible recordar la fecha exacta del inicio de tal tradición. Él sólo podía recordar que desde que era chamaco ya ponía tapetes con su “awue”, y que su “awue” le decía que él había aprendido esta tradición gracias a su abuela, así que saque cuentas, me dijo, esta tradición lleva, por lo menos, más de seis generaciones.

¿Por qué el padre Jesús?, le dije decidida. Él, sonriendo y con un

Los diseños del tapete eran exactos, precisos. Un rectángulo, con franjas de color blanco, fiusha y morado, adornadas con flores que parecían haber salido de un juego de naipes, combinadas con los típicos manteles de papel de China que se hacen para el día de muertos en diferentes localidades.

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brillo en los ojos que dejaba ver la alegría que le causaba el contar la historia de su pueblo, me dijo: hace mucho tiempo, cuando no había co-ches ni camiones y sólo ha-bía caballos, cuerdas y madera para transportar cosas de un lugar a otro, la imagen que viste en la iglesia, la que representa al padre Jesús, había sido hecha para ser el santo de otro pueblo, no de Jala-cingo. Así que había que transportarlo del pueblo donde habían hecho la imagen hasta la iglesia en la que estaría. Pero como los viajes en ese tiempo lle-vaban días, los viajantes dormían en los pueblitos que se iban encontrando en el camino. Uno de esos pueblos fue Jalacingo. Aquí llegó el padre Jesús de pasada y no sé qué vio en este pueblo, pero aquí decidió quedarse. Al otro día de su arribo se vino una tormenta horrible, llovía a cántaros, así que no pudieron continuar el viaje. Pasó así una semana, los viajantes creían que nunca se quitaría la lluvia y comenzaron a creer que tendrían que dejar aquí la imagen del padre Jesús. Hasta que, al otro día, salió el sol. Comenzaron el camino, pero algo suce-dió que los hizo regresar a Jalacingo. Descansaron un día más; a la mañana siguiente continuarían el viaje. Amaneció, pero al intentar cargar la imagen, ésta se puso tan pesada que incluso con cinco per-sonas fue imposible cargarla. Durmieron otra vez aquí; al otro día junto a la estatua del padre Jesús apareció una nota escrita por él mismo que decía que quería permanecer aquí, en Jalacingo. Así que

como no podían ir en contra de sus deseos, el pa-dre Jesús se quedó aquí en el pueblo y desde ese momento cada milagro que se le pide, si es mereci-do, lo cumple. Vienen de muchos lugares a pedirle cosas y es por eso que en el día de su fiesta arriban tantas personas de tantos pueblos vecinos a darle las gracias por haberles cumplido el milagro que le pidieron.

Me despedí del señor Rufino y de su esposa, eran ya las 3:00 de la tarde cuando llegué a la iglesia, que era enorme y amarilla, colorida como el resto del pueblo. Habían acomodado un gran escenario y puesto un sonido magnífico para que todos los pre-sentes escucháramos la misa desde donde estuvié-ramos, a un lado del escenario había una gran pared de metal con la imagen del padre Jesús. Decidí aco-modarme en el parque y escuchar desde ahí la misa. El padre había comenzado a hablar, invitando a las personas a que dieran sus testimonios arriba del escenario. Había gente diversa, de diferentes regio-nes, uno podía darse cuenta por su acento, por el idioma, pero sobre todo por su vestimenta. La ma-yoría de las personas que estaban ahí eran danzan-tes, traían las danzas desde sus lugares de origen y en representación de su pueblo, para agradecer al padre Jesús lo que había hecho por ellos.

Soy aficionada a las burbujas de jabón, así que compré unas para divertirme en lo que empezaba la procesión. Mientras soplaba fuerte para que se formara una gran bomba de jabón y volara por todo el parque, sentí que una mirada fuerte y juguetona recaía sobre de mí, giré la cabeza y vi a un pequeño niño con un sombrero azul, como de soldado, con adornos verdes y rojos, con plumas blancas en la parte superior. Reconocí ese gorro, era de la danza de Los Negritos.

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Soy aficionada a las burbujas de jabón, así que compré unas para divertirme en lo que empe-zaba la procesión. Mientras so-plaba fuerte para que se formara una gran bomba de jabón y vola-ra por todo el parque, sentí que una mirada fuerte y juguetona recaía sobre de mí, giré la cabe-za y vi a un pequeño niño con un sombrero azul, como de soldado, con adornos verdes y rojos, con plumas blancas en la parte supe-rior. Reconocí ese gorro, era de la danza de Los Negritos. Saludé al niño y me dijo que se llamaba Juan, había venido con los de su pueblo a darle gracias al padre Jesús. Él y su mamá me contaron que este año, después de la tradi-cional misa y de algunos testimo-nios de gente del pueblo y alrede-dores, iniciarían las danzas que daban comienzo a la celebración, las cuales eran representadas por visitantes que las ejecutaban por

voluntad propia o por invitación del sacerdote del pueblo. Dos de las danzas que este año partici-paron en el primer día de la ce-lebración de la fiesta fueron: la danza de Los Negritos y la danza de Los Santiagos

Eran casi las 4:15 p.m. cuando me acerqué a la plaza de la igle-sia, las danzas iban a comenzar, vi correr a Juan con cuatro ni-ños detrás de él, casi de su mis-ma edad, 10 años. Todos con el mismo vestuario de Juan y otros seis adultos con la típica másca-

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Danza de Los Santiagos. A la derecha, un pilato, y a la izquierda, un caín. Al fondo se aprecia la colorida iglesia de Jalacingo, así como a los lugareños y a los visitan-

tes de otros pueblos admirando la danza en honor al padre Jesús.

En el bando de los españo-les están representados los pilatos, quienes aparecen con un vestuario constitui-do por un pantalón negro, una careta, dos pañuelos, un saco negro y una coro-na hecha de plumas de ga-llo negras combinadas con otras de colores, y un lujo en el centro, ya sea éste un espejo o una virgen.

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ra rosácea, de gesto neutro, que se luce al mover la cabeza de un lado a otro durante la danza. Saludé a Juan mientras corría, le grité, ¡suerte!, y corrí tras él. Comenzó la danza, la gente se acomodó alrede-dor, todos aplaudían y movían la cabeza siguiendo el ritmo de la música. Mientras Juan bailaba, escu-ché a lo lejos el sonido de algo filoso que rasgaba el piso, tras de mí, en la calle que separaba al parque de la iglesia, venían bailando una gran cantidad de danzantes vestidos de rojo. Dos de ellos con som-breros de paja y tiras de colores, traían machetes y los golpeaban en el piso, era el sonido que había oído, y la señal de que se acercaba una pelea. Era la danza de Los Santiagos.

Todos rodearon a los nuevos danzantes y la dan-za comenzó. Desde San Andrés Xiutetelco, Puebla, visitaba al padre Jesús un grupo de danzantes que

traían como ofrenda la danza de Los Santiagos. Una danza basada en la pelea entre indígenas y españoles. Al terminar la danza, me acerqué y fue

ahí donde conocí a Adriana, de 13 años, alta para su edad y con un largo cabello lacio acomodado en una coleta. Parecía ser la líder del grupo, cuidaba a todos los niños, incluso a los de más edad que ella. Ejecutaba la danza con una enor-me sonrisa, sin perder la concentración y con la capacidad de una mujer peque-ña para hacer varias cosas a la vez. Al mismo tiempo que bailaba, dirigía al más pequeño del grupo, Pepe, de 5 años de edad, quien por primera vez bailaba

la danza frente a espectadores ajenos a su comu-nidad. Pero, ¿cuál era el cuento que bailan, de qué trataba su danza?, Juan Nau, de 10 años, comenzó a contarme que en la danza, el grupo de danzantes se divide en dos bandos: los indígenas y los españoles. El objetivo de los indígenas es quitarle a los pilatos (españoles) sus coronas, para así ganar la pelea; y el objetivo de los pilatos es, quitarles a los caínes (del grupo de los indígenas) sus sombreros junto con la bandera custodiada por uno de ellos, el cho-coyote. Cada grupo tiene su rey, quien es, según me dijo Adriana, “el más importante”. En el bando de los españoles los pilatos aparecen con un vestua-rio constituido por un pantalón negro, una careta, dos pañuelos, un saco negro y una corona hecha de plumas de gallo negras combinadas con otras de colores, y un lujo en el centro, ya sea éste un espejo

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La tradición de estas fiestas indicaba que se llevaba al pa-dre Jesús al CERESO y él liberaba a alguno de los presos que estaban ahí, dependiendo de si lo merecía o no. Se elegía a los tres que hubieran tenido mejor conducta en el año y se les abrían las puertas para que salieran a la entrada del CERESO. Ahí se les llevaba la imagen del padre Jesús y ellos oraban frente a él pidiéndole ser liberados.

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o una virgen. En los pies, aunque parecen usar unas botas, Rodrigo afirma que “no son botas, eh, son botines con unos tubos encima; pero parecen botas, es para engañar a la gente”. Sobre el rostro llevan unas máscaras rosas y debajo de ellas se colocan unas pañoletas con vaselina, para proteger el rostro del danzante contra los golpes que recibirá durante la pelea. A lo largo de ésta, los caínes incluso golpean su cara o le arrebatan la máscara para ganar la corona, lle-vársela al rey y ganar la pelea. Como herramienta de lucha portan un palo, con el cual golpean y se defienden del machete que tienen los caínes.

En el grupo de los indígenas encontramos a tres personajes importantes: los porteros, que son como los soldados y los que danzan; el chocoyote, que es el cuidador de la bandera, el símbolo más importante durante la danza y la pelea, y los caí-nes, que son los que llevan un machete para pelear y defenderse de los pilatos, quienes usan un palo como herramienta de guerra. La función de los caí-nes, como vimos antes, es pelear contra los pilatos y conseguir las coronas y las pañoletas que ellos llevan sobre la cabeza.

Cada vez que la danza es representada, podría decirse que se realiza un tipo de “danza-improvi-sación”, ya que en cada ocasión termina de diferen-te manera. No siempre gana el mismo y no siem-pre sucede de la misma forma. Tradicionalmente, la danza lleva veinte pilatos, veinte caínes, veinte porteros, dos reyes y un chocoyote, y está com-puesta por dos sones: La guerra y La matanza, que

son ejecutados con sólo tres pasos: el cruzado, el caminado y el “pie chueco”, como jugando le lla-man. La música, por su parte, sólo la interpretan con dos instrumentos: la flauta y el tambor. Todas las personas de Jalacingo y quienes visitábamos el pueblo aplaudimos la danza, vivimos la pelea con los danzantes, sentimos el suspenso de no conocer al ganador, o de ver cómo un caín lograba arrastrar por el atrio, frente a la catedral, a un pilato, para así lograr ser los vencedores en esa presentación. Pero, sobre todo, sentimos en el ambiente la ofrenda al padre Jesús, el amor hacia la danza de los niños y los adultos que ejecutaban los pasos, el gusto por conservar sus costumbres y el agradecimiento por cada bendición obtenida en el año, como ellos sa-ben hacerlo, bailando.

La danzas habían terminado y la celebración al padre Jesús había empezado, eran las 5:30 p.m. y el siguiente paso antes de la procesión era ir al CE-

RESO. Sí, la tradición de estas fiestas indicaba que se llevaba al padre Jesús al CERESO y él liberaba a alguno de los presos que estaban ahí, dependiendo de si lo merecía o no. Parados bajo una leve lluvia, afuera del CERESO, una señora con su hija me con-taron que esta tradición consistía en elegir a tres

El padre Jesús entrando al CERESO para cum-plir la tradición anual de liberar a un preso. Al fondo observamos a la gente, que espera esta parte de la celebración con gran entu-

siasmo y fe.

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de los presos que hubieran tenido mejor conducta en el año, a los cuales se les abrían las puertas y salían a la entrada del CE-

RESO. Ahí se les llevaba la imagen del padre Jesús y

ellos oraban frente a él pidiéndole ser liberados. Después, regresaban a sus celdas, como lo marcaba la tradición. Pero, ¿dónde está el milagro?, dije yo, ¿cómo sabemos a cuál de los tres pesos es al que eligió el padre Jesús si la imagen no puede hablar ni indicar quién es el pecador perdonado? Entonces, con una sonrisa la señora me respondió: se man-dan los papeles de los tres presos a la capital y se intenta hacer los trámites de liberación, si se logra que al final del día, antes de que den las 12:00 p.m., se firmen todos los papeles de liberación de uno de ellos, significa que el padre Jesús quiso que quedara libre; si no se logra antes de la media noche, los pre-sos regresan a la cárcel y siguen con su condena.

Todo esto sonaba irreal e impresionante, fue en-tonces cuando escuché un murmullo entre la gen-te, ¡ya viene el padre Jesús! A lo lejos vi cómo cuatro hombres venían cargando la estatuilla, la imagen del padre Jesús, hacia el CERESO. Dejamos libre el paso y se abrieron las puertas. Salieron los tres pre-sos, dos de ellos ya ancianos. Fue algo muy emo-tivo. Estos, al no haber tenido comunicación con su familia o con el pueblo por tanto tiempo, consi-deraban ya un milagro la oportunidad de salir por cinco minutos al exterior, aunque no fueran libera-

dos al final del día. Los presos oraron y se hincaron ante el padre Jesús, después entraron, regresaron a su celda y tras de ellos se cerraron las puertas otra vez. Los papeles habían sido mandados a México y no quedaba más que esperar hasta las 12:00 de la noche para saber quién de los tres sería liberado.

Fue ahí, a las 6:00 p.m., cuando comenzó la pro-cesión con el padre Jesús por delante. Todos los del pueblo, junto con los visitantes detrás, comenza-ron a caminar sobre los coloridos tapetes de ase-rrín, a recorrer el pueblo con cánticos, oraciones y exclamaciones de amor y agradecimiento, hasta llegar de nuevo, casi a las 7:40 p.m., a la iglesia, para colocar al padre Jesús de regreso en su lugar, donde estaría otro año protegido bajo un cristal.

Afuera comenzó a llover, justo en el momento en que la gente de Jalacingo salía con escobas y bolsas de basura para limpiar los restos de la celebración. El último milagro del día del padre Jesús: mandar la lluvia para poder limpiar más fácilmente todos los restos de los tapetes de colores. A las 8:30 p.m. el pueblo estaba limpio, y los visitantes y lugareños recorrían todo el lugar. El frío prometido había lle-gado, la neblina caía, aunque la oscuridad todavía no se adueñaba del lugar. Antes de despedirme de Jalacingo decidí dar una última vuelta. Conocí el mercado, colorido como Jalacingo mismo y lleno de artesanías, sobre todo sarapes y huipiles hechos a mano. Aficionada a este tipo de artesanías, com-pré lo que pude, fotografié, sonreí y, antes de par-tir a las 9:30 pm, recibí, ahora como despedida, esa sonrisa combinada con el movimiento de cabeza de los habitantes del pueblo, que me decían adiós, te esperamos de vuelta.

Conocí el mercado, colo-rido como Jalacingo mis-mo y lleno de artesanías, sobre todo sarapes y huipiles hechos a mano. Aficionada a este tipo de artesanías, compré lo que pude, fotografié, sonreí y, antes de partir, recibí, ahora como despedida, esa sonrisa combinada con el movimiento de ca-beza de los habitantes del pueblo, que me decían adiós, te esperamos de vuelta.