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José Marfil HE SOBREVIVIDO AL INFIERNO NAZI RECUERDOS Prólogo Después de la batalla del Ebro, los Republicanos Españoles,

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José Marfil

HE SOBREVIVIDO AL INFIERNO NAZI

RECUERDOS

 

 

  

          

Prólogo Después de la batalla del Ebro, los Republicanos Españoles,

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tanto los combatientes como la población civil, atraviesan la frontera francesa pensando encontrar la paz y, por un tiempo, los medios de aliviar su desgracia. La hospitalidad francesa no fue muy generosa y el respiro breve. Muy pronto la guerra volvió. Los hombres internados en los campos de Gurs, Vernet, Argèles o Angulema fueron de nuevo a combatir al frente o por lo menos era lo que pensaban. Le dieron uniformes, pero muy pocas armas para enfrentarse al enemigo nazi. Y fue la segunda derrota de Francia, derrota temporal sin duda, pero para ellos de muy graves consecuencias.

Capturados por el enemigo, tenían que haber sido prisioneros de guerra y tratados como los soldados franceses vencidos (1.800.000) que llegaron a los Offlag* y los Stalag* durante el verano de 1940. Declarados ilícitos por los nazis, fuera de las leyes de guerra, de las convenciones de Ginebra y privados de su nacionalidad, se convirtieron en apátridas portando triángulos azules en el sistema de los campos de concentración. Y todos fueron a Mauthausen, el campo de los irreductibles y considerados para siempre como irrecuperables.

Más allá de lo que habían vivido, mas allá de lo que podían imaginar, les esperaba lo peor. En las canteras de Mauthausen y Gusen, en la construcción de la fortaleza, en las galerías de la mina, vivieron y trabajaron en condiciones que hacían de la supervivencia una hazaña imposible. Eran 7200 en agosto de 1940. Solo 2000 vieron la libertad al abrir las puertas en mayo de 1945. El primero de los 5200 muertos falleció el 26 de agosto de 1940, se llamaba José Marfil Escalona. Ese día sus camaradas pidieron ingenuamente a los SS la autorización para hacer memoria un momento delante de los restos mortales del fallecido como hacían en los campos de batalla. Los SS aceptaron y se rieron sarcásticamente sabiendo que muchos más seguirían sin ceremonia alguna.

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El hijo de José Marfil Escalona, también José Marfil, con 19 años, llegó a Mauthausen a los 6 meses de haber ocurrido este suceso, y ha recogido ese relato del último y excepcional homenaje a su padre.

El ha sobrevivido. ¿Tenacidad del paisano andaluz? ¿Milagro de la juventud? ¿Coincidencias ayudadas por la solidaridad? ¿Quién lo sabe? … Hoy, José desvela sus recuerdos que han sido reunidos a lo largo de los años de combatiente en las trampas mortales de Gusen. Los escribe simple y llanamente como lo ha recordado y recuperado del fondo de su memoria, como saliendo solos, como testimonio de su valor tranquilo y su digna modestia.

Hay que leerlo. A la memoria de los primeros que se levantaron contra el estado totalitario nazi, en la primicia de la segunda guerra mundial, en la vanguardia de las fuerzas de la libertad que derrumbaron el monstruoso proyecto del Reich* de 1000 años.

Diciembre 2002 Pierre Saint-Macary; Mauthausen, matricula 63125, Presidente honorífico de la Amical de Mauthausen-- Francia

Nota al lector

Vosotros no creéis lo que decimos

por que

si fuera verdad

lo que decimos, no estaríamos aquí para decirlo.

Sería necesario explicar lo inexplicable…

…todo aquí es inexplicable*

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¡Sí! Lo que hemos vivido es inexplicable, Incluso a veces irreal, para nosotros, los supervivientes. La noche, las imágenes se vuelven pesadillas, El día, nuestro inconsciente las rechaza. Es por esto por lo que he decidido hablar en el presente, de mi vida de exiliado, de mi vida de apátrida, de mi vida de deportado en los campos nazis. Este presente me ha ayudado a recuperar mi memoria; quizás, a fijarla mejor. Este presente me ha permitido reencontrar la realidad del campo, reencontrar las emociones compartidas, reencontrar el dolor de los golpes, reencontrar el gusto amargo de la rebanada de pan con margarina que no se tuvo el valor de compartir, reencontrar la mirada del camarada que muere a tu lado, el desamparo del que se marcha el día que reencuentra la Libertad. Hablar en el presente, es quizás también, implicarnos mejor en lo que hemos vivido. En lo que he vivido. *Charlotte Delbo, en Auschwitz y después, 1970 Editions de Minuit.

A mi padre…

a la juventud de todos los países,

para que sepa,

para que comprenda,

para que sea vigilante.

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9 de febrero de 1939 ¡Hoy tengo 18 años!

Cruzo la frontera francesa exactamente por Perthus con mis camaradas de lucha, miles de soldados republicanos en desbandada, abandonados por la diplomacia europea. Nuestras armas se apilan al pie de los guardias móviles y de los gendarmes franceses.

No tengo el valor de echar una última mirada hacía España, mi bella España, valerosa pero humillada.

En este sitio para todos nosotros empieza otra vida. La mía se asimila extrañamente a la de mis camaradas de infortunio…con la suerte además…quizás…que va a acompañarme frecuentemente.

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Paso fronterizo por El Perthus el 28.01.1939 a las 9 de la mañana. Fotografía captada por Paul Senn.

Soldados cruzando la frontera. Fotografía Paul Senn.

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¡Y ahora apátrida!

De esa frontera nos dirigen bien escoltados hacía el campo de Argèles, a la playa de Argèles exactamente.

La acogida no es muy calurosa, yo diría incluso hostil. ¡Qué decepción!

A la entrada del pueblo, vigilados por gendarmes y por senegaleses, nos meten en un cercado rodeado por alambradas de espino. Allí estamos frente al mar teniendo por techo único el cielo estrellado, por suelo la fría y húmeda arena del mes de febrero. Hay que organizarse rápidamente. La urgencia impide que pensemos demasiado en lo que acabamos de vivir.

En mi grupo, que está compuesto por varios oficiales, me siento seguro y más bien honrado de estar con ellos. Por ser el más joven soy el primero que tiene que hacer durante todo el día la cola con el fin de obtener abastecimiento. Ya atardeciendo, regreso hacía mi grupo que se encuentra acampando en una choza improvisada hecha de una cubierta de lona recuperada de un camión que no aparcado muy lejos de la entrada del campamento. Me encuentro a todos los oficiales bien instalados, envueltos en sus mantas y completamente indiferentes de verme llegar con mi carga de pan. Enseguida me doy cuenta de que mi saco en mitad de la choza ha sido vaciado de su contenido. No me han dejado ni siquiera un sitio donde poder acostarme. Me invade la tristeza antes que la cólera y después siento repugnancia hacía esos hombres en los que yo había puesto toda mi confianza por ser oficiales. Me precipito hacía el primero que encuentro con mis cosas y después hacía el segundo…así llego a recuperar una sabana y una manta. Todavía bajo el efecto de la cólera los injurio con todas las fuerzas de mi juventud y de mi decepción. Para tapar mi voz se

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ponen a cantar la Internacional. Su actitud me hace daño porque hasta ahora yo me había imaginado que el primer deber de un oficial era de dar ejemplo de honor y disciplina.

Profundamente decepcionado los dejo y para pasar la noche un

poco a cubierto hago un agujero en la arena de la playa y me enrollo en mi manta. Al amanecer el espectáculo no es agradable de ver. Estamos todos allí, en desorden, en el frío, desprovistos de todo, incluso de la higiene más elemental.

Hago el inventario de mis pertenencias, desgraciadamente se hace rápido. Entonces con algunos juncos recogidos en el río Tech que está ahí cerca y con la sábana que he podido recuperar, me habilito una tienda de campaña improvisada. Me junto con un equipo de soldados y juntos decidimos de común acuerdo la manera de turnarnos para asegurar las faenas de abastecimiento. Aunque precario, tengo un techo donde dormir y amigos para el abastecimiento…así me encuentro integrado en el campamento.

Ahora observo durante largos días el lugar en el cual estoy condenado a vivir. Estos miles de hombres se encuentran como despojos humanos buscando desesperadamente cobijarse en algún refugio a la intemperie y sin ninguna instalación para lavarse ni servicios durante un tiempo y después mal habilitados. Una verdadera miseria se presenta delante de mí a lo largo de toda la playa. La orilla se cubre de excrementos y no pone uno pie en el agua sin ensuciarse.

Esta mañana hemos visto llegar camiones cargados de chapa ondulada y de tablas que son distribuidas a cada uno de los grupos. Por fin podemos construir refugios aunque sean todavía muy ligeros y precarios.

Durante el día vienen con frecuencia comerciantes a lo largo de la alambrada y bajo la vigilancia de los senegaleses y la guardia móvil venden a los que tienen algunos francos, chocolate, golosinas, papel de cartas, sellos y pequeñas cosas bien útiles cuando uno no tiene nada…

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A pesar de esta pequeña infraestructura, para mí no es cuestión de quedarme así sin hacer nada. Tengo que moverme…entonces decido ir a ver que es lo que sucede al exterior del campo.

¡Sí estamos en un campo!

Me pongo a observar la situación exacta y los desplazamientos de los centinelas a lo largo de la alambrada.

¡Hoy, está decidido, salgo de aquí!

Espero hasta las cuatro de la mañana y en la oscuridad entre la distancia que separan los dos centinelas atravieso las alambradas reptando. Me alejo boca abajo lo más lejos posible hasta que llego a los primeros arbustos y bordeo una acequia ribeteada por juncos, que me lleva hasta el pueblo de Argèles.

Me acerco a las casas con precaución y a pesar de la hora matinal observo una intensa actividad por la carretera nacional, camiones que van hacía el campamento, otros que vienen de allí y los gendarmes que están por todas partes. Para evitar que me localicen, cojo las calles menos frecuentadas. Paso todo el día dando vueltas de un sitio para otro. ¡En cada cruce se encuentra la policía! No hablo con nadie por miedo a ser denunciado. Esto comienza a durar mucho, ya que tengo el estómago vacío desde las cuatro de la mañana y sin dinero no hay forma de comprar nada. He decido volver al campo de la misma manera que he salido, esperando a la noche.

Al atardecer veo un hombre que se dirige con seguridad derecho hacía mí. Me dice: “¿Es usted refugiado? No tema nada, necesito su ayuda. Mi hermano se encuentra en el campo y pertenece a la quinta brigada, he venido a por él. Le pido que me ayude a encontrarlo y a sacarlo de ahí.” Por supuesto he aceptado intentar el golpe. Nos citamos, pero sin estar seguro de poder respetar la cita, convenimos que él vendrá tres días seguidos al lugar de reencuentro. Pasado este plazo si no acudo

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querrá decir que no he podido hacer nada por él.

Decido volver al campo; pero cómo hay que hacer? Me acerco a la calle principal que va en dirección del campo, después cojo el camino paralelo a la carretera, pero esta vez ando por mitad del campo durante los dos kilómetros que separan el pueblo de la playa. Llegando cerca de la entrada del campamento noto una gran actividad. Los soldados van y vienen. Se ocupan al parecer, de tareas de intendencia. Tienen el mando sobre pequeños grupos de refugiados, a la primera ocasión me fundo en uno de los grupos y entro fácilmente en el campo. Me reúno de nuevo con mis camaradas para recuperar mi ración cotidiana, la necesito de verdad porque estoy hambriento. Después de la comida me instalo para pasar la noche en mi pequeña tienda de campaña improvisada. Pero como estamos en invierno hay que luchar también contra las inclemencias del tiempo. Durante la noche me despierta una lluvia fuerte y los chorros de agua se forman sobre la sábana que me sirve de techo.

Al amanecer arreglo los desperfectos y enseguida me voy a buscar al refugiado que he prometido ayudar a salir del campo. Como estamos agrupados por corporaciones, la marina, la artillería y la infantería, a la que pertenezco, es bastante fácil. Por todas las partes pregunto si se conoce un tal y finalmente encuentro alguien que me lleve hasta él. Le informo sobre la proposición de su hermano. El chaval, muy contento de poder salir de aquí y encontrar su familia, acepta de seguirme a pesar de los problemas que supone esta evasión.

La noche de la salida decidimos compartir la misma tienda de campaña. Como tenemos que dejar el campo antes que amanezca, despierto a mi camarada sobre las cuatro de la mañana. Esta vez somos dos los que nos adentramos a través de los refugios improvisados para acercarnos a las alambradas. Allí es necesario esperar para localizar la posición de los centinelas y cuando el momento es favorable atravesamos las alambradas de espino. Con dos es más fácil, ya que mientras uno aparta la alambrada el otro puede pasar sin engancharse.

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Una vez en el otro lado, nos vemos obligados a arrastrarnos algunos metros porque no hay ningún arbusto para protegernos. Al distanciarnos lo suficiente nos levantamos, dirigiéndonos hacía el camino que conozco bien por haberlo utilizado el día anterior. Lo siguiente es fácil, cuando llegamos al pueblo nos escondemos cerca del lugar previsto para el encuentro… ¡Y por fin amanece!

Pasa una hora antes de que veamos por fin llegar al hermano de mi camarada. El encuentro es fácil de imaginar, los tres nos dejamos llevar por la emoción. Entonces como los dos hermanos están tan felices de encontrarse, yo también me seco una lágrima. Dándome las gracias calurosamente me dejan un poco de dinero deseándome buena suerte. En mi exilio este primer gesto de solidaridad me reconforta. Corro y me compro algunas provisiones… que me como enseguida.

Ahora ya tengo experiencia en regresar al campo. Pero antes de volver al sitio por donde suelo entrar un "spahi" a caballo me descubre. Se lanza hacía mí a galope espada en mano, parece estar listo para cortarme en dos. No obstante cuando llega a mi altura me da un golpe ligero sobre la espalda, más bien un golpecito ya que al mismo tiempo me sonríe. El sonríe. ¡Pero yo todavía estoy temblando! Hay que decir que a nosotros republicanos españoles los que llamamos «moros» de Franco, no nos han dejado un buen recuerdo. ¡Que amalgama!

Me hace señal para que ande delante de él en dirección al campamento. Mientras avanzo, me digo: « ¡Cómo caigas en manos de las autoridades de la policía, te vuelven a llevar directamente a la frontera, seguro! » Son las órdenes que han recibido los gendarmes y no se cansan de repetírnoslo continuamente. «Todo refugiado que sea detenido fuera del campo será inmediatamente entregado a las autoridades franquistas». Es necesario pues evitar eso a toda costa. Con mi spahi siempre a caballo detrás de mí, me acerco del campo. Cuando llegamos delante de la entrada observo un incesante va y ven. Pienso como encontrar una solución para escapar a la sanción que me espera, pero antes que yo decida reaccionar,

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mi guardián me hace señal de irme. En pocos saltos llego a fundirme con un grupo y a la primera ocasión atravieso la puerta del campo.

Como los demás me he habituado a la rutina del campo: faena de cocina, abastecimiento, correo de la Cruz Roja para obtener algunas noticias de mi familia…y esperar a que por fin cambie algo.

Compro el periódico que, bajo vigilancia, se puede conseguir del otro lado de la alambrada. Lo leemos en grupo y cada uno da evidentemente una opinión muy personal de los sucesos.

¡Cueste lo que cueste tengo que romper con esta rutina!

La ocasión se presenta el mes de abril. Aprovecho la oportunidad que me ofrece el ejército francés de enrolarme en la Novena Compañía, que se forma y será incorporada al Vigésimo segundo Regimiento de Ingenieros. Algunos días después dejamos el campo con destino a los Altos Alpes.

¡Y ahora soldado de la Novena Compañía de Ingenieros del Ejército francés, feliz, pero exiliado!

Llegamos a la estación de Embrun. Tenemos que atravesar la ciudad para llegar a nuestro cuartel. Durante el trayecto tengo la impresión que la población tiene miedo de nosotros. La carretera está desierta, los habitantes miran furtivamente por las cortinas. Eso nos duele. Esa actitud hostil es naturalmente la consecuencia de una propaganda diaria. Esas personas no se fían de nosotros.

Con los camaradas que se han alistado nos instalamos en el cuartel. Esta vez de manera correcta. Tenemos mucha necesidad de higiene y además esta estancia nos va a permitir recuperar algo de fuerzas.

Una vez equipados subimos hacía un pequeño pueblo situado a dos mil metros de altitud donde vamos a construir una carretera estratégica y un puente. ¡El paisaje es magnífico!

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José Marfil a la izquierda, con sus colegas españoles en los Alpes.

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Hoy en día se puede leer en ese lugar, grabado en la piedra: “Recuerdo de los españoles”.

Durante la estancia en el cuartel nos enteramos de la declaración de guerra, con lo que ahora nos encontramos en guerra contra la Alemania nazi. El estado mayor nos pregunta si queremos alistarnos voluntariamente mientras que dure la guerra. Toda la compañía se alista, sabemos que vamos a luchar contra el fascismo, ese fascismo que ya conocemos de nuestro país.

Nuestro joven capitán nos deja muy deprisa, trasladado a otra compañía. Antes de salir nos reúne para despedirse, quiere que sepamos que en la escuela militar lo habían preparado y prevenido del tipo de personas que iba a mandar: «No olvide que su labor será difícil porque tiene como misión formar la Novena Compañía que está compuesta por españoles rojos. Sepa que son hombres muy peligrosos. Debo admitir, nos dice entonces, que estaba muy preocupado de tener que mandar por primera vez esta compañía. Pero hoy tengo que deciros que después de haber pasado cuatro meses he aprendido muchas cosas sobre vosotros y estoy muy contento de haberos conocido. Guardaré un buen recuerdo de mi primera misión. ¡A todos vosotros, mis hombres de la novena compañía os digo, gracias por vuestra disciplina, vuestro trabajo y vuestro valor! ¡Os digo Adiós con mucha tristeza!».

Después de estas palabras, estrecha la mano a toda la compañía en formación. Tengo que admitir que este gesto nos ha animado, tales muestras de simpatía son tan raras desde que hemos dejado nuestra España.

Ahora tenemos un nuevo capitán. Es militar de carrera

y su principal caballo de batalla es un sólo principio: La disciplina. A pesar de todo, es correcto con nosotros.

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Algunas semanas después de su llegada debemos marcharnos de

este cuartel situado en las alturas porque el invierno se acerca. Bajamos a las cercanías de Chorges, a orillas del río Durance.

Por fin llego a contactar con mi familia. Me entero que mi padre se encuentra en otra compañía y que mi hermana y mis hermanos han sido trasladados a Caen, en Normandía. En mis cartas pregunto la situación de mi padre y le aconsejo que haga lo necesario para obtener un traslado a mi compañía. Algunas semanas más tarde su petición es atendida. Después de un permiso de un mes que le da la posibilidad de ir a ver a nuestra familia, se reúne conmigo. Le encuentro muy envejecido, esta trágica separación y esta nueva situación familiar que la guerra le ha impuesto lo han debilitado. La moral no es buena.

Intento ayudarle lo mejor que puedo y como estamos los dos reunidos, poco a poco llegamos a habituarnos a nuestra vida militar. Mi

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padre tiene el mando de una sección con el grado de teniente, su grado en España cuando era Inspector de Aduanas en Barcelona.

Estamos en la época que llamamos «la drôle de guerre»*. La calma reina por todos los lados aunque pronto los alemanes van a masacrar Polonia y la presión que ejerce el ejército del Reich* se siente ya en Bélgica.

Es el momento en que nuestra compañía recibe la orden de ir hacía el norte, a la frontera belga. Estamos con el 22 Regimiento de Ingenieros encargados de terminar un Blockhaus*, ya que el lado belga no tiene ninguna defensa fortificada.

Al poco tiempo de instalarnos, los bombarderos del Reich, lanzan bombas sobre nuestra línea de defensa mientras que el ejército de tierra invade Bélgica. Los acontecimientos se precipitan, ahora la única solución para nosotros es replegarnos hacía Dunkerque a lo largo de la frontera belga.

Estamos abandonados a nuestra suerte. Nuestros oficiales nos han dejado allí sin órdenes de ninguna clase.

Tras un día de marcha encontramos una granja grande donde podemos descansar. Durante la noche llegan los alemanes y toman posición a tres kilómetros de nuestro campamento. En este paisaje el terreno es completamente llano y está plantado de campos de lino que se encuentran ya altos en esta época del año.

Nuestra situación frente a esa fuerza es crítica. Nos camuflamos lo mejor que podemos para no llamar la atención y tener así la posibilidad de resistir hasta la noche. Es el único medio que tenemos de escapar, al menos provisionalmente. El día es largo. La artillería tira cañonazos de vez en cuando, los proyectiles caen a nuestro alrededor sin alcanzarnos, por suerte.

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Por fin llega la noche. Entonces con la oscuridad de nuestra parte, decidimos replegarnos. Pero detrás nuestra está el canal que tenemos que atraversar. ¿Cuál es la solución? Seguir el canal hasta la carretera y pasar por el puente que está todavía intacto. Este recorrido nos acerca desgraciadamente a los alemanes. De pronto lanzan un tiro de bengala que ilumina como en pleno día todo alrededor de nosotros y a continuación sigue una ráfaga de tiros que cae sobre nosotros matando e hiriendo a varios de nuestros camaradas.

No podemos dejar que nos maten de esa manera. Decidimos andar lo más lejos posible a ver si encontramos otras unidades para intentar reconstituir una defensa. Al amanecer no hay nada más que silencio y nadie que nos tenga informados de lo que pasa. Sentimos un cansancio extremo. Cerca de la carretera vemos otra granja abandonada. Decidimos pararnos allí para poder descansar un poco. Apenas acabamos de dejar nuestros macutos cuando ráfagas de metralleta se desencadenan sobre nosotros. Los tiros vienen de una valla situada a unos cien metros. La única posibilidad que tenemos es huir. El lino que esperábamos que nos protegiera es segado por las ráfagas de metralletas y a medida que nos alejamos también nos tira la artillería ligera casi a quemarropa. Aquí también perdemos algunos camaradas. Nuestra huida nos lleva a una zona que tiene un gran desconcierto. Unidades completamente desorganizadas llegan de otros sectores. La aviación nos ametralla sin parar. Estamos agotados. Cae la noche, me echo sobre una pila de paja en un depósito agrícola y enseguida me quedo dormido.

Cuando me despierto estoy entre soldados ingleses que dicen de desplazarnos hacía Dunkerque. Estamos en la frontera belga y algunas de sus unidades intentan frenar el avance de las tropas alemanas. He perdido contacto con mi compañía y es con los ingleses que llego a Bray-Dunes para intentar embarcar hacía Inglaterra, siempre bajo los disparos de los cazas alemanes.

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Yo aún no lo sé, pero estamos en los cuatro últimos días de la batalla de Dunkerque.

Desde las dunas de la playa de Bray-Dunes observo el espectáculo de esta inmensa tragedia: Barcos destruidos a lo largo de las playas, el mar lleno de fuel, cadáveres hinchados que el mar devuelve, soldados en espera de un barco y todo esto bajo las pasadas de los cazas, que por oleadas sucesivas nos ametrallan. Comprendo que ya es demasiado tarde para embarcar y decido ir en busca de mi compañía.

La encuentro algunas horas más tarde. Mi primera preocupación es preguntar a los hombres alrededor mía si alguien ha visto a mi padre. Los camaradas me conducen hasta él. ¡Qué feliz al encontrarnos después

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de todas estas peripecias! Pero la compañía ha sufrido muchas pérdidas. Comentamos esto tristemente entre nosotros. Conocemos bien a todos esos desaparecidos.

¡Os vamos a echar de menos camaradas!

Para albergarnos encontramos un depósito de material de ingeniería. A nuestro lado los ingleses instalan una batería de artillería que cubren con una red de camuflaje. Nos piden que tiremos sin parar para frenar el avance alemán. Enseguida se ponen en acción. Algunos hombres de nuestra compañía los ayudan pasándoles los proyectiles. Por mi parte me pongo a preparar un refugio. Cabo una trinchera que cubro con cañas y sacos que lleno de arena llegando a hacerme una buena protección. Esta tarea me ocupa todo el día. Mis camaradas se ríen de mí, pero les aviso que la réplica no tardará en llegar y que más vale estar preparado.

No me he equivocado. Al atardecer escuchamos los primeros cañonazos enemigos. Seguidamente, a cincuenta metros de nosotros escuchamos una terrible explosión y delante nuestra se levanta una inmensa cortina de fuego.

Allí todo el mundo comprende que la próxima vez será para nosotros porque a lo lejos escuchamos el ruido continuo de los tiros. Me instalo en el refugio con mi padre y mis camaradas. Algunos segundos más tarde un diluvio de proyectiles caen sobre nosotros con un ruido ensordecedor. Explosiones, explosiones, explosiones, el fuego, los estampidos, los gritos, los heridos, los muertos…!

Al volver la calma salimos de nuestro refugio. El espectáculo que se nos muestra es desolador. Descubrimos nuestros amigos muertos, despedazados. Evacuamos como podemos a los heridos hacía un hospital de campaña instalado en lo que queda de un edificio grande de ladrillos rojos.

La batería inglesa ha sido completamente demolida. A partir de

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ese momento no nos dejan ni un minuto de réplica, la artillería alemana tira sin parar toda la noche proyectiles sobre toda nuestra zona.

Uno de mis amigos ha contactado con los supervivientes ingleses que activaban la batería, me dice que esta noche se va a ir con ellos y nosotros si queremos también podemos acompañarlos en esta expedición. Parece ser que hay civiles ingleses que se aventuran por la noche en embarcaciones deportivas hasta la costa para recuperarlos. Para esto los soldados tienen que pasar horas sumergidos en el agua hasta el pecho, para evitar que esos barcos se encallen.

Mi padre con la edad que tiene no podrá soportar esa espera en el agua fría. Muy a nuestro pesar decidimos los dos no intentar embarcarnos.

Entonces con un abrazo fraternal nos separamos tristes de nuestros camaradas deseándonos buena suerte y nos decimos adiós...

Al día siguiente nos alcanzan los tiros por todas partes, la aviación, la artillería; es el infierno. Nuestro territorio se limita a unos tres kilómetros de playa. Los pocos cañones que quedan siguen tirando y esto retiene un poco a los alemanes.

Mirando el mar con sus anteojos mi padre me dice: «Quizás tengamos la posibilidad de marcharnos». Ha notado en medio de los barcos destrozados una barca de salvamento que parece estar en buen estado y que se encuentra a la deriva a un centenar de metros de nosotros. Decide ir a por ella con un camarada que conoce bien el mar. De mi trinchera, situada en la parte de la duna opuesta al enemigo, sigo a los dos con los anteojos. Avanzan a pesar de este tiroteo infernal. Cada vez que pasan los cazas alemanes ametrallan todo lo que se mueve. Mi padre y su camarada han encontrado una barca toda agujereada que les va a permitir llegar hasta la otra barca a la deriva siguiendo la corriente. Me doy cuenta que a veces se hacen el muerto para evitar que tiren sobre ellos. Por suerte no son heridos y finalmente llegan a hacerse con la barca. Por fin cae la noche, la artillería disminuye sus tiros, la aviación deja de pasar tan a

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menudo y mi padre y su camarada pueden volver a la playa con marea alta. Enseguida vamos en busca de remos. Necesitamos ocho. También necesitamos algunas provisiones y agua. Tardamos algún tiempo y cuando estamos listos nos encontramos con marea baja. ¡Qué mala suerte! Es imposible deslizar el barco entre los montones de chatarra que están delante nuestra. Es necesario pues, esperar a que la marea suba de nuevo y sobretodo montar guardia cerca del barco. Nuestra única posibilidad de poder salir es que la noche y la marea alta lleguen al mismo tiempo.

Un día más de infierno se prepara y estamos sospechando que tendremos que pasarlo bajo la misma intensidad de tiro ininterrumpido que el día anterior.

Por la mañana reina una calma completa. ¡Qué extraño esta calma!

Eso no dura. Unas horas después vemos dirigirse hacía nosotros una ola de bombarderos que pasan muy altos y tiran bombas sobre el mar. Al mismo tiempo percibimos que una bandera blanca flota sobre las ruinas de algunos edificios de alrededor. Al instante aparece el ejército alemán por todos lados. Parece ser que estaban ya por allí bien escondidos.

Generales llegan en Mercedes descapotables, se paran frente al mar para observar el horizonte y asegurar que los ingleses no den ningún signo de vida. Delante de este espectáculo en ruinas, comprendemos que para nosotros la batalla ha terminado.

Soldados alemanes llegan y enseguida nos rodean y es así como, sin gloria, nos juntamos a la larga fila de soldados vencidos. Con pena observamos al pasar la barca que habíamos preparado el día anterior con tanto esmero.

¡Todo esto para convertirnos en prisioneros de la Wehrmacht*!....

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Entonces comienza nuestra larga marcha hacia Gand.

Estamos en una larga fila de prisioneros que bien escoltados se dirigen al parecer hacía Bélgica. Estoy inquieto por mi padre que tiene dificultad en seguir el ritmo de esta marcha forzada.

Al tercer día de esta marcha agotadora nuestros guardias efectúan un control para censar a todos los que ya no pueden andar más. Es necesario justificar esta imposibilidad: Pies ensangrentados, heridas y otras miserias. Teniendo en cuenta su estado, mi padre tiene el derecho de subir en los camiones que han previsto para los heridos. Me precipito para subir con él, pero no hay nada que hacer ya que los soldados me lo impiden con brutalidad. Según ellos debemos reencontrarnos en Gand. Pero viéndole partir tengo el presentimiento de verlo por última vez. Es mi primer desgarramiento.

Así continuo el camino a pie sin él. Esta larga marcha forzada es cada vez más penosa. Sin embargo estamos muy emocionados por la generosidad de la población belga que a pesar de la prohibición de los alemanes nos entregan a través de los niños alimentos y agua. Gracias a la rapidez y a la agilidad de estos chavales, los soldados no pueden oponerse a que nos hagan sus pequeños regalos. Y es lo mismo por todos los pueblos por los que pasamos.

Los gestos de humanidad de estos niños belgas, no los olvidaré nunca !

Según lo que comentan los soldados alemanes que nos custodian tenemos que hacer cuarenta kilómetros para llegar a Gand. Penosa etapa. Por la tarde ya no podemos más. Numerosos camaradas caen sin fuerzas, los soldados tiran entonces al aire con sus fusiles para impresionarnos y obligarnos a seguir. Los camaradas están tan débiles que agotados se desmayan. Yo también pierdo conocimiento. Me despiertan las voces de los soldados que además disparan al aire. Tengo la impresión de haber dormido mucho tiempo porque he recuperado algunas fuerzas.

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A la mañana siguiente andamos seis o siete kilómetros más para llegar a Gand donde por fin podemos descansar un poco. Nos quedamos durante algunos días en una fábrica grande de textil.

Aquí tengo esperanza de poder encontrar a mi padre pero me entero que ha salido en el convoy anterior. Empiezo a temer por él.

Esta vez salimos en un tren hacía Holanda, pero ¿y después…?

Circulamos algunas horas hasta que nuestro convoy se para en el muelle de un puerto. Allí por primera vez vemos un grupo de jóvenes nazis con el brazalete de la cruz gamada. Están reunidos al lado de una gabarra sobre la pasarela de acceso. A medida que llegamos se precipitan sobre nosotros como brutos y a golpes de bota nos empujan hacia el fondo de la bodega, caemos tres metros más abajo. Naturalmente que se hieren algunos camaradas.

La gabarra sale del puerto con rumbo desconocido. Estamos en una semioscuridad no muy confortable. Para hacer nuestras necesidades subimos al puente bajo la vigilancia de los centinelas. Es así como definimos un poco nuestra dirección ya que cada vez que sube un camarada vuelve y cuenta lo que ha visto.

Después de dos días de navegación la gabarra atraca contra un muelle. Se escuchan ruidos de amarras, gritos de oficiales dando órdenes, algunos minutos después se abren los compartimentos y por fin llega la claridad del día.

¡Nos encontramos en Alemania!

Un tren de mercancías nos espera en frente del puerto. Esta vez son soldados los que están ahí. Después de habernos reabastecido nos encierran en un vagón. Circulamos todo el día. Cada vez que el tren se para en una estación la población nos grita, enseñándonos el puño: «¡Kaputt!*» «¡A muerte!».

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Tomo consciencia, viendo esas deplorables reacciones, de lo que ha tenido que ser la propaganda y el condicionamiento contra nosotros, por lo que ese pueblo ha llegado a manifestarnos tanto odio.

Llegamos a un campo de prisioneros de guerra, situado en una comarca de bosques sobre un terreno de turba. Allí pasamos algunos días deprimidos pero tranquilos. Pero una mañana observamos con inquietud que colocan en un podium en la gran plaza de llamada.

¡Ya está! Nos reúnen en tres grupos, los ingleses, los franceses y nosotros, los españoles, para anunciarnos el acontecimiento que tanto temíamos: la capitulación de Francia.

Para los franceses eso quiere decir el fin de la guerra. Algunos de entre ellos por otra parte incluso se alegran, pensando regresar a sus casas. ¡Craso error!

Para los españoles y los ingleses es la tristeza y la decepción.

Y de nuevo salida hacia un destino desconocido.

Después de dos días de camino llegamos a un campo en Alta Silesia cerca del pueblo de Sagan, Stalag 8.C. Son edificios hechos de ladrillos, no obstante, tienen algo de confort. Esto nos permite asearnos un poco porque estamos en un estado lamentable.

En el Stalag 8.C, en calidad de prisioneros de guerra, estamos bajo la vigilancia del ejército alemán.

Nuestros días se pasan con cumplir la disciplina, hacer un poco de ejercicio, marcha militar… La alimentación es muy escasa. Después de algunos días estamos hambrientos. Para poder soportar este régimen y conservar nuestras fuerzas tenemos que hacer el mínimo esfuerzo posible.

Un día tenemos la visita de una delegación de mandos de alta graduación. Nuestra presencia atrae la curiosidad de estos señores que

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quieren saber quienes somos. El comandante del campo les informa que somos «rojos españoles». El oficial nos mira con curiosidad y desconfianza y deja caer en alemán: «Esos hombres no conocen nada de disciplina militar, son anarquistas».

Tenemos entre nosotros un camarada que entiende esa lengua y que no puede impedir decirle al oficial: «Si Usted permite, vamos a hacerle una demostración de lo que es nuestra disciplina militar». Todos aprobamos esa iniciativa. Entonces volviéndose hacía nosotros nos pide que nos pongamos en formación. Ejecutamos perfectamente en orden impecable todos los ejercicios que nos pide delante de esa delegación pasmada. Puedo decir que a partir de ese día tuvimos derecho a que nos respetasen un poco más.

Algunos días después de nuestra demostración deciden hacernos trabajar por grupos en el exterior del campo. El primer grupo se va a un cuartel del ejército para hacer faenas. Por la noche llegando al campo estos camaradas nos traen fiambreras de sopa que evidentemente compartimos. El problema del hambre gracias a ese gesto está resuelto a medias. Seguidamente otros grupos también saldrán para hacer trabajos diversos.

Después de un tiempo nuestros guardas piden carpinteros.

¡Carpintero! Esa es mí profesión así que me presento enseguida.

Formamos un grupo de doce: seis españoles y seis alsacianos. Nuestro trabajo consiste en construir barracas por piezas sueltas en una gran carpintería de la ciudad de Sagan.

Allí por fin, a mediados de mes, estamos bien alimentados y el trabajo es normal, idéntico al de otros alemanes civiles que están en equipo con nosotros. El único problema es que al anochecer después del trabajo nos llevan al campo y hasta el día siguiente al mediodía no comemos nada más.

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¡Con diecinueve años esto es muy duro!

Por las tardes antes de irnos el patrón viene a vernos y deja sobre la mesa tres cigarrillos para cada uno de nosotros. Una tarde al pasar decidimos decirle que un plato de sopa por la tarde sería bienvenido, ya que en el campo no nos dan nada. Con tono de voz que no permite réplica nos responde un « ¡No!», categórico y seco.

Durante el almuerzo hablamos de esta situación con nuestros camaradas los alsacianos, para ver de que manera podríamos actuar para sacar beneficio de la situación. Finalmente como no están muy motivados los dejamos de lado.

Esta tarde cuando viene el patrón a ofrecernos los tres cigarrillos como de costumbre, nos comenta que al día siguiente tendremos que quedarnos para descargar varios vagones de madera. Normalmente, el sábado después del almuerzo regresamos al campo. He aquí una buena ocasión para negociar nuestra reivindicación. Enseguida consultamos con nuestros camaradas alsacianos para decidir juntos si rechazamos trabajar el sábado por la tarde. Pero nos damos cuenta que el proyecto no les interesa, dado que como alsacianos deben ser liberados para incorporarlos al ejercito alemán…. ¡Pues bueno, mala suerte! Decidimos aún así los seis rechazar el trabajo el sábado por la tarde.

Ese sábado por la mañana salimos a trabajar como de costumbre. Al mediodía después del almuerzo cuando vienen los guardas a buscarnos para descargar los vagones de madera les decimos que nos negaremos trabajar si no nos ofrecen una sopa por la noche. Como los centinelas no pueden regresar al campo únicamente con nosotros seis, nos encierran en una especie de cantina a la espera de que los otros prisioneros terminen la descarga.

Ya tarde por la noche los alsacianos, no muy orgullosos, se juntan con nosotros y se instalan a la mesa habitual. Minutos después llega la mujer que nos trae todos los días el almuerzo y pone encima de la mesa

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todo como lo hace siempre. Enseguida nos damos cuenta que la cantidad prevista es para doce, pero que nuestros platos se han dejado en el armario. La cantinera vuelve para recoger los platos, sorprendida hecha una mirada a nuestra mesa y con un gesto de cólera va a buscar nuestros platos poniéndolos delante de nosotros y nos sirve la sopa que los otros evidentemente no han podido terminar. Su gesto nos complace.

A partir de ese día nos dimos cuenta que no teníamos que fiarnos de los alsacianos y nuestras relaciones han sido tensas. Además no parecían muy afectados de tener que incorporarse al ejército alemán. Como el Tercer Reich* tiene a Europa bajo su yugo de esta manera ellos se encuentran en el lado de los vencedores. Nos cuesta esconder el desprecio hacía ellos.

Una vez terminada la sopa nos llaman para agruparnos y regresamos al campo.

Al día siguiente viene a buscarnos el responsable de los españoles, parece ser que el comandante del campo quiere vernos. Vamos inquietos. Una vez delante de él nos cuadramos. Nos mira sorprendido y empieza a hablarnos en alemán. No entendemos nada de su discurso. El intérprete nos traduce que el comandante respecta a los españoles por la tenacidad con la que han defendido la República española y Francia frente al Reich* y que por esa razón y por el respeto hacía su enemigo no hará un parte de incidencias contra nosotros. Nuestro acto nos habría valido normalmente ser ahorcados. «De ahora en adelante no olvidéis nunca más que estáis en Alemania».

Lo que sigue no nos permitirá olvidarlo.

Pero en fin nos informa que por el momento ha contactado con nuestro patrón y que tendremos la sopa por las noches como hemos reclamado.

Seguimos nuestro trabajo con normalidad y los días pasan ahora

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de manera más soportable. El contacto con los alsacianos se limita a un mínimo de intercambios. Están persuadidos y sin duda tienen razón, de que los alemanes van a ganar la guerra….

En el campo, los domingos, nos permiten organizar obras de teatro, variedades y toda clase de ocios. Incluso practicamos un poco de deporte, esto nos ocupa un poco la cabeza, nosotros que hemos perdido toda esperanza de que los nuestros ganen la guerra.

Un día vemos llegar un grupo de civiles que se instalan en el campo. Por primera vez escuchamos la palabra «GESTAPO*».

Parece ser que han creado una oficina para obtener información sobre los españoles. Algunos días más tarde nos convocan a todos a esa oficina y tenemos que responder a una serie de preguntas. Esto sería según los señores de la GESTAPO una simple formalidad. Según ellos Alemania reserva un sitio especial para nosotros, los españoles. ¿Que es lo que nos espera todavía?

Hacía el final del año cuarenta, una tarde, nos anuncian nuestra salida. Al día siguiente dejamos el campo con dirección a la estación de ferrocarril de Sagan.

En el andén nos espera un tren de mercancías. Dentro del vagón han metido abastecimiento para cuarenta hombres. Ni la duración del viaje, ni el destino nos son comunicados.

Como de costumbre estamos muy bien vigilados. Los soldados cierran las puertas del vagón con un gran ruido metálico y salimos unos minutos más tarde. Una pequeña abertura cerca del techo nos da un poco de aire y claridad. En un rincón han puesto un recipiente que nos debe servir de letrina. Para alejarnos de ese rincón nos apretamos todos lo más junto posible al lado opuesto, ya que rápidamente emite una peste insoportable y se derrama con cada sacudida del tren.

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La peste, la sed, el hambre, el viaje es largo, muy largo…

Por fin el tren se para. Nos parece que es alrededor de medianoche. El silencio es total…es extraño e inquietante…sentimos que el andén de la estación está vacío, que no hay ninguna actividad. Es sin duda el destino de nuestro viaje.

Quizás después de una hora, el silencio es brutalmente interrumpido por un ruido de botas que resuenan sobre el suelo helado y se nos acerca, acompañado por ladridos de perros. Sentimos ahora que el convoy está completamente rodeado. Dentro del vagón la angustia se apodera de todos nosotros.

Súbitamente, una violenta claridad se proyecta sobre el tren. Al mismo tiempo las puertas correderas a cada lado del vagón, se abren con un ruido estrepitoso agudizado sin duda por nuestra ansiedad. Con una brutalidad inmensa, que todavía no habíamos conocido, nos hacen bajar del tren. Estamos medio ciegos a causa de esa luz. Unos segundos después vemos por primera vez a los SS, la famosa guardia especial de Hitler.

Sentimos instantáneamente que algo acababa de cambiar. A golpes de bota y culata de fusil nos hacen formar en filas de cinco. En esta época del año el suelo está helado. Algunos de nuestros camaradas pierden el equilibrio y se caen. Los ponen de pié a patadas. No hay que tardar en formar porque los últimos son los que reciben más golpes y los perros están ahí muy cerca. Estamos bien custodiados, jamás hemos visto tantos hombres para vigilarnos. Los SS son verdaderos animales. Sus fusiles ametralladoras están listos para disparar. Chillan como los perros rabiosos. Nos hacen andar a base de golpes de culata sobre una carretera helada, que sube, que sube….Los faros alumbran todo alrededor de nosotros. Así es como distingo sobre un panel una calavera y algunas palabras en letras góticas, de las que ignoro todavía su contenido. “¡Peligro de muerte para toda persona que pase este límite!”, me dirá un «anciano».

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¿Dónde está mi España? ¿Dónde está mi padre? ¿Dónde estoy yo mismo? Por fin llegamos a una explanada y de repente se alzan delante nuestra grandes muros iluminados por una luz muy viva; estos muros, tememos, deben rodear el campo donde ahora vamos a ser encerrados. Esos muros altos y sombríos, el comportamiento de los SS, este marco extraño y hostil, nos da la impresión de que para nosotros es el fin del viaje… Atravesamos una inmensa puerta coronada por un águila imperial, alas desplegadas, símbolo del Tercer Reich.

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¡¡¡MAUTHAUSEN!!! Estamos en el campo de Mauthausen. Aparecemos en una plaza grande, siempre en un perfecto orden, desgraciado aquel que se pase de la raya ya que es aporreado. El comandante del campo observa nuestra llegada desde lo alto de un pedestal. Nos asesta su primer discurso que, menos mal es traducido por un intérprete porque raros son los que entre nosotros comprenden el alemán: «Vosotros que habéis atravesado esa puerta, perded toda esperanza de poder salir de aquí. Vuestra salida se hará por allí… » y con su dedo índice nos enseña el humo que sale por una chimenea. Con ese simple gesto supimos lo que es un horno crematorio… Después de esa siniestra pero explícita acogida nos dirigen al trote hacía una sala grande donde nos afeitan sin el menor cuidado ni remordimiento, la cabeza y las partes íntimas. Tenemos pequeñas heridas por todas las partes. Seguidamente, siempre al trote, pasamos por la ducha. A continuación nos distribuyen al azar un traje rayado sin tener en cuenta, evidentemente, nuestra talla. Finalmente nos reúnen y en filas de cinco -- al parecer aquí es habitual andar en cinco -- nos dirigen hacía unos barracones. Creemos entender que acabamos de ser puestos allí, en cuarentena, aislados de otros barracones por una valla de alambradas. ¿Cuánto tiempo para todas esas operaciones? No se nada, lo único, es que todo se hizo corriendo, gritando y bajo los golpes. Formo parte del bloque 17 Stube* A (Sala A). Entre la sala A y la sala B se encuentra un departamento reservado al jefe del bloque, a los dos jefes de salas y al secretario. Allí también se encuentran los servicios. Nuestros tres jefes son temibles y dotados de un cinismo del que ellos se aprovechan desde el primer contacto con nosotros. Al llegar encontramos en mitad de la sala un montón de colchones de sacos llenos de paja y de mantas que los jefes nos hacen repartir por el suelo en filas de

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cuatro. Inmediatamente ordenan que nos acostemos. Por falta de sitio, algunos camaradas se quedan de pie y los que han conseguido acostarse están pegados los unos a los otros. El jefe se pone a reír « ¡Esperad, yo os voy a hacer sitio!». Diciendo esto, salta con todo su peso, con sus botas, sobre los que han conseguido acostarse. Para evitar de ser pisoteado por esa bestia nos apartamos. Entonces riéndose sarcásticamente llama a un camarada y lo pone en el sitio que sus botas han dejado. Así es como empezamos nuestra primera noche en Mauthausen. Apenas comenzada la noche ya estamos enfrentados a un grave problema. Estamos tan apretados que para ir al servicio pisamos a los camaradas que naturalmente se quejan de nuestro paso. ¿Y a la vuelta, cómo encontrar nuestro sitio? Los que no lo encuentran intentan hacerse uno, esto da lugar a peloteras furiosas y ruidosas que al fin de cuentas... despiertan al jefe del bloque. Despierto, llega súbitamente con los capos y juntos empiezan a golpear y a golpear ciegamente con un empeño que nos deja pasmados. Comprendemos desde nuestra llegada, que nuestra vida va a ser terrible y que vamos a tener que adaptarnos cueste lo que cueste. Entonces decidimos evitar toda discusión entre nosotros; sufriremos en silencio esas noches de pesadilla. Muy temprano al día siguiente, como todos los días que siguen somos despertados de sobresalto por los capos que pegan siempre al azar y gritando: "¡De pié! ¡De pié!”. Aprendemos rápidamente que los colchones y las mantas deben ser enseguida apilados en un rincón y ordenados impecablemente, porque si no el castigo es colectivo. Con el busto desnudo, bajo la vigilancia de los capos, nos tenemos que lavar sin jabón, sin toalla y con un agua que nos congela los huesos. La distribución de una taza de sopa bien caliente nos alivia algo. El jefe del bloque encargado de la distribución da algunas tazas extras a algunos de nuestros camaradas. Un amigo comparte la suya conmigo, es le primer gesto de solidaridad que recibo en este campo.

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¿Cuantos de estos gestos seguirán que me permitirán sobrevivir, cuantos daré yo mismo? La única ventaja de esta cuarentena es que no tenemos que trabajar. Por la mañana tenemos que pasar lista al mismo tiempo que el conjunto del campo, pero nos quedamos delante de nuestro bloque, no vamos a la plaza a pasar lista como los demás detenidos.

Una vez terminada esa formalidad, nos quedamos allí pisando el suelo helado, buscando, lo mejor que podemos, ponernos al abrigo del viento. Con este traje de detenido, hecho de una tela áspera, sufrimos terriblemente el frío y la humedad. Entonces para abrigarnos un poco, intentamos apretarnos los unos con los otros. Momentos de calma que no duran mucho tiempo porque los capos vienen a dispersar nuestro grupo a base de golpes. En las barracas, los colchones y las mantas están llenos de piojos y pasamos una gran parte de nuestro tiempo machucando con las uñas estas bestias que nos invaden cada vez más. La sarna hace su aparición. Como muchos de mis camaradas, yo estoy lleno. En el reconocimiento médico me encuentran granos y así me clasifican de “sarnoso”. Nuestro grupo de sarnosos es aislado en un local aparte donde somos completamente untados con azufre. Menos mal que una vez que esta desagradable operación se termina, podemos de nuevo juntarnos con nuestros camaradas. Estamos felices de encontrarlos porque la amistad es todo lo que nos ha quedado del exterior. Esta mañana, después de pasar lista, todo cambia para nosotros. Nos reúnen en grupos, aquí los llaman “comandos”, para mandarnos a trabajar. El comando al cual pertenezco tiene que salir del campo. Estamos impresionados por la vigilancia de los SS. Bien custodiados tenemos que andar aproximadamente dos kilómetros en formación de cinco, como siempre. Llegamos delante de una cantera de granito. Siempre vociferando

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nos hacen comprender que hay que cargar los vagones de piedra que están allí, alineados los unos detrás de los otros. Trabajamos bajo la vigilancia de los capos que golpean con su Gummi* a todos los que holgazanean, por lo menos es lo que supongo. Entonces para evitar recibir golpes, me someto a este ritmo alocado. Pero rápidamente es mi turno de ser golpeado, concluyo entonces, que estos brutos pegan por pegar. Delante mia un camarada acaba de coger una piedra pequeña. El capo que vigila por todas partes lo obliga al instante a coger una mucho más pesada. Le ayuda a cargarla sobre sus hombros. El desafortunado no puede dar un paso. Entonces la piedra resbala y al caer, los ángulos afilados del granito le corta el pulgar de la mano izquierda. Nosotros esperábamos que lo curasen allí mismo y que regresase al campo. Pero nada, debe continuar su trabajo hasta la vuelta al campo con su único pañuelo como venda. En ese momento es cuando comprendí lo que quiso decir el comandante en su discurso de bienvenida: nuestra exterminación está bien organizada, bien programada…y bien dirigida. Siento que la sarna empeora y que estoy acumulando el cansancio, el hambre y los golpes, empiezo a perder seriamente el ánimo. Tengo la suerte de tener un buen camarada de miserias que me ayuda cada vez que puede: «Para curarte tienes que encontrar un trozo de jabón de Marsella. Todos los días reparte muy bien la espuma sobre la herida y ya veras como es el mejor de los remedios. » ¡Jabón! ¿Pero donde encontrar jabón? Los únicos que poseen este artículo raro son los jefes de bloque y los capos. Entonces me pongo a controlar el momento en el que van al aseo y me fijo en el que tiene la pastilla de jabón más pequeña con el fin de que la pérdida del jabón sea tan insignificante que pueda así evitar que empiecen a golpes con uno y con otro para encontrar su jabón. Vigilando así sus movimientos y gestos, observo que tienen un rincón privilegiado por él pueden vigilarnos mientras nos lavamos y así intervenir si ven que

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no nos lavamos desnudos. Aprovecho uno de esos momentos para quitar un pequeño jaboncito y rápidamente me incorporo con los demás para no perder la distribución de la taza de sopa. Al finalizar la lista de la mañana salimos hacía la cantera. Los días son agotadores. Empezamos a comprender como va a ser nuestra vida aquí y entre nosotros nos repetimos que tenemos que evitar dejarnos ir. Por la noche, con la vuelta al campo, la inquietud se junta con mi fatiga. ¿Cuál va a ser la reacción del capo ante la perdida de la pastilla de jabón? Por ese lado todo va bien, con lo que aprovecharé la primera ocasión para empezar mi «tratamiento», pero no antes de las tres o cuatro de la mañana, para evitar al máximo los malos encuentros. En la oscuridad de la noche voy a poder repartir la espuma de mi preciosa pastilla de jabón sobre mis muslos y tratar de dejarla el mayor tiempo posible sobre las heridas. ¡Ya está, para nosotros la cuarentena ha terminado! Comprendemos que es ahora cuando va empezar la verdadera vida en el campo de Mauthausen. Todos los días tras la lista de la mañana, tanto para nosotros como para los otros detenidos se forman los comandos. Formo parte de un grupo que sale para la cantera. Siempre salimos en formación de cinco para juntarnos con los otros. Es en ese momento cuando por primera vez descubro con estupor centenares de detenidos con siluetas cadavéricas que avanzan como fantasmas con paso cadencioso. ¡Que espectáculo! ¿Cuánto tiempo llevan ahí? ¿Ese será nuestro final? Me hago preguntas y al mismo tiempo sé que conozco las respuestas. Al salir del campo, bordeamos por el lado izquierdo un precipicio. Desembocamos, extrañados e inquietos en una inmensa escalera con peldaños irregulares. Nuestros guardias nos hacen descender

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hasta abajo. Acabamos de tomar por primera vez la tristemente célebre «escalera de la cantera de Mauthausen». Ciento ochenta y seis escalones me dice un «veterano». Estoy demasiado impresionado como para contarlas. Llegados al fondo de la cantera, los capos se acercan hacia nosotros vociferando. Forman pequeños grupos de deportados y distribuyen a cada uno tareas diferentes. Me encuentro en un equipo que elabora adoquines de granito…yo recojo con un rastrillo. Finalmente me doy cuenta de que tengo suerte porque nuestro capo se comporta más bien como un capataz. Claro que de vez en cuando grita y nos amenaza, pero tengo que reconocer que lo hace siempre cuando siente la presencia de los SS que vigilan regularmente todos los puestos para acelerar el ritmo. Cuando están en el sector, los capos, multiplican los actos criminales contra nosotros para obtener de su parte un gesto amigable. Hombres adiestrados como los perros, esperando la caricia que se les da a los perros. ¡Perros! Hoy es un día de suerte para mí, porque después de la llamada del mediodía en la cantera, nuestro grupo de especialistas se beneficia de un plato de sopa suplementaria. Se necesita poco para volver a tener nuevos ánimos, es importante una ración extra de sopa porque ayuda a aguantar el resto del día. Por las noches continúo con regularidad el tratamiento de espuma de jabón. Las heridas de mis muslos están en carne viva. Tengo que hacer esto en mitad de la noche para escapar de la vigilancia de los capos a causa de mi apreciado jabón. Al terminar la lista de la noche he conseguido ir a la otra parte del campo. Me han dicho que se encuentran los camaradas de mi compañía que, como mi padre, pudieron subirse al camión en Bélgica. Naturalmente me reconocen al momento ya que todavía tengo un físico normal, lo que

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no es el caso para ellos. Después de haber pasado seis meses en el campo tengo dificultad en reconocerlos, tan flacos, con esas caras caídas y esos ojos hundidos, inmensos, tristes y resignados que parecen decir «tú también chiquillo…». Uno de ellos me coge por los hombros y suavemente con mucho afecto en la voz me informa de que mi padre a muerto: «Es el primer español que han asesinado en este campo». Mi padre ha muerto y yo no he cumplido veinte años. ¡Tantas luchas, tanto sufrimiento, tantas humillaciones para venir y morir en esta tierra hostil! Es en ese momento cuando me cuentan por primera vez la extraña historia de mi padre. Nunca más en este campo le sucederá a un deportado lo que pasó con mi padre. Mi camarada me cuenta todavía sorprendido él mismo: cuando tu padre murió sus camaradas pidieron al Blockfüehrer* que a su vez solicitó a sus superiores la autorización para presentar los respetos al féretro. Los detenidos alemanes estaban estupefactos y petrificados por la audacia del gesto y paralizados por miedo a las consecuencias. Aún así la autorización fue concedida. El suceso sin equivalente en la historia de Mauthausen se hizo después de pasar la lista de la noche. «Un detenido salió de la formación, se puso frente a nosotros y ordenando con voz potente y segura: « ¡Para los españoles, atentos!» Todos los que estábamos alineados delante de él éramos antiguos combatientes de la guerra de España, oficiales o soldados confundidos en el mismo traje de detenido a rayas. Obedecimos y maniobramos con un orden impecable y con perfecta disciplina militar. El grupo de SS estaban aun en su sitio, esperando irónicamente lo que iba a seguir. « ¡Muetzen ab*!» Gritó el español. Fue la única orden dada en alemán. Frente a los hombres que acababan de descubrirse con un mismo gesto, añadió esta vez en nuestra lengua y con un acento del más puro castellano dijo: «Camaradas hoy acaba de morir

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el primer español en el campo de Mauthausen, os pido a todos por respeto a su memoria un minuto de silencio.»

Mi padre José Marfil Escalona, antes de empezar la guerra de España, cuando era todavía inspector de aduanas en Barcelona.

Primer derportado español muerto en el campo de Mauthausen. Víctima del nazismo. El relato de mi camarada me enternece. Ahora sé que mi padre se fue con dignidad como le hubiera gustado, honrado por los camaradas. Todos me dicen que tengo que aguantar a pesar de mi dolor y a pesar de todo lo que veo alrededor mía. ¡En que estado están y que valor tienen! ¿Voy a poder ser tan digno como ellos y digno de mi padre?

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Ahora, los días en la cantera transcurren monótonos y terribles al mismo tiempo. Sigo en el grupo de los especialistas del rastrillo, al cobijo de los golpes, mientras que todo alrededor de mí ofrece un espectáculo dantesco. La palabra no es demasiado fuerte para hablar de la cantera de Mauthausen. De vez en cuando vemos llegar judíos al campo. Los SS se ensañan especialmente con ellos y los exterminan en pocos días. Muchos de ellos acaban suicidándose tirándose por el precipicio de la cantera o a las alambradas eléctricas. ¿Cuantas veces asistimos a este drama y cuantas veces pensamos hacer lo mismo y con las mismas ganas…? Hace apenas unas semanas que hemos llegado y en nuestra barraca lamentamos ya las primeras víctimas. Diecisiete camaradas han sido abandonados desde la mañana a la noche sobre el suelo cementado de los lavabos y son llevados al crematorio tan sólo una vez pasada la lista de la noche. ¿Nos habituaremos a este espectáculo? ¡Mal día para mí hoy! El jefe del bloque nos anuncia que tenemos que desnudarnos para pasar un control. Así estamos desnudos, en formación y sin saber lo que nos espera. Pasamos uno por uno para ser reconocidos. Al terminar el jefe del bloque y el secretario anotan la matricula de cada uno. Es mi turno, el jefe me mira. Físicamente estoy más o menos bien, pero las heridas de mis muslos llenas de sarna pueden ser fatales para mí. Efectivamente al día siguiente cuando todo el mundo se marcha al trabajo me encuentro con una treintena de desafortunados, son los seleccionados del día anterior, que se tienen que quedar en la barraca. Estamos muy preocupados sin saber porque nos encontramos allí. Nos esperamos lo peor. El jefe de la barraca llega con su secretario y nos lleva al almacén. Allí nos espera una mala sorpresa. Aunque hasta ese momento estábamos bastante mal vestidos, nos cambian nuestra ropa rayada por

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unos harapos aún más viejos. En vez de los zapatos que yo había conseguido conservar me dan unos zuecos de madera. Con este nuevo traje tan ridículo nos hacen andar hasta la puerta principal del campo por la que habíamos entrado tres meses antes. Formados bastante tiempo y bien alineados siempre fila de cinco, sin saber lo que nos espera delante de esa inmensa puerta. Por fin se abre… Vamos por medio de un corredor formado por soldados de los SS. El oficial con su perro da la orden de marcha vociferando. Y así custodiados, con paso cadencioso, salimos del campo de Mauthausen. El suelo está cubierto de nieve, tengo dificultades al andar con esos zuecos que me están demasiado grandes. Con cada paso la madera me roza y me hiere el pié. La nieve se pega a la suela y pierdo el equilibrio. El SS que va a mi lado me pega un golpe con la culata del fusil para que retome la formación. Andar con los pies descalzos es imposible, tengo que aguantar cueste lo que cueste. Las rozaduras que se hacen siempre en el mismo sitio abren una larga herida en cada uno de los pies. Los zuecos se ponen rojos de sangre. El SS los ve, sonríe con aire cínico y grita: « ¡Los! ¡Los!»* Por la noche me entero que he andado así los cuatro kilómetros que separan el campo de Mauthausen del campo de Gusen.

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¡GUSEN! Otro cambio más. ¿Será para mejor o para peor? Aquí no se sabe nunca. Lo que hemos aprendido es, que lo mejor es siempre milagroso. Atravesamos la puerta de algo nuevo y desconocido, aparecemos delante de una plaza grande. Ahí el jefe del bloque, ya sabemos reconocerlo, nos espera y agrupa en una esquina de la plaza. Una sirena se pone a silbar y bajo los chillidos y golpes de los capos, otros deportados llegan al campo en formación de cinco, por la puerta grande. Se acercan agrupados a la esquina de la plaza que les ha tocado donde ya está el jefe del bloque. Cada jefe lleva un brazalete con el número de su grupo. Él nuestro es el 18. Todo el mundo ha llegado, la gran puerta se ha cerrado. Cada jefe de bloque controla su formación y sin sorpresa, como en Mauthausen, si un deportado no está en formación, recibe golpes de porras de caucho. Hemos llegado para la llamada del mediodía. Ese día pasa sin imprevistos ni altercados. Una vez pasada la lista el jefe del campo, un prisionero alemán, da la orden de descubrirnos, lo que debemos hacer todos juntos de un sólo gesto seco, para saludar al comandante del campo que viene para recibir novedades de los oficiales SS, nadie falta a la llamada. El comandante da la orden de cubrirnos, es el jefe del campo que transmite la orden, y siempre con el mismo gesto seco, en un perfecto conjunto nos cubrimos. Terminado el ceremonial, con el jefe del bloque a la cabeza, llegamos a nuestro nuevo domicilio, la barraca 18 de Gusen. Allí tenemos el honor de escuchar un discurso rígido sobre la disciplina interna. Empezamos ha estar habituados. “Obligación de hacer

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la cama de manera impecable, obligación de lavarse a pecho descubierto por la mañana, obligación de esto…. Prohibición de lo otro….” Nos encontramos delante de literas de tres pisos, cojo el catre de arriba, cerca del techo, es la parte menos podrida por lo menos en apariencia. Por fin llega la distribución de la sopa. Todo el mundo se precipita para ser servido. No entiendo esa agitación pero no tardo en comprender por qué. Cuando los últimos no han terminado aún de comerla, la campana suena de nuevo y vuelta al trabajo. El jefe de bloque nos anuncia que esta tarde nos quedaremos en la barraca. Nuestro grupo es dispersado en diferentes barracas, yo quedo en la 18. Aprovecho un momento de tranquilidad para ir a los lavabos, un barracón situado entre otros dos, equipado con un sistema muy precario de gruesas tuberías con grifos cada cincuenta centímetros. Aun estoy cuidando mi sarna y ahora además tengo que ocuparme de mis pies heridos, resultado de la marcha forzada de esta mañana. Me pregunto que haré mañana para andar sin que empeoren mis heridas, sobretodo porque lo que he aprendido esta mañana es que hay que correr para sobrevivir. ¿Que tengo que hacer para mejorar estos zancos? No tengo solución, si no es cambiándolos con el primero que quiera aceptar el deshacerse de sus zapatos. Pero antes tengo que limpiarlos porque con toda la sangre pegada a nadie le apetecería el cambio.

En mitad de mis reflexiones el jefe del bloque nos da la señal de seguirlo e ironía de la disciplina, tenemos que andar en formación de cinco, a pesar de que sólo somos una decena. Nos dirigimos hacía la plaza de llamada al sitio preciso que corresponde al bloque 18 y esperamos la vuelta de los comandos que llegan del exterior para la llamada de la noche. Para mí es el infierno, la sangre brota de nuevo en mis heridas. Tengo que aguantar hasta la noche y encontrar una solución porque si no, no voy lejos. El ánimo lo tengo por los suelos.

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¡Por fin! ¡Por fin! Todos los detenidos están en su sitio, los oficiales cuentan los bloques. El jefe del campo, estamos ya habituados, nos ordena quitarnos la gorra para saludar al comandante, novedades de los oficiales, cuentas y recuentas, hasta la cifra exacta de lo que esperan. El comandante está por fin satisfecho y emite el saludo hitleriano, el jefe del campo nos ordena cubrirnos y cada grupo vuelve a su barraca. Más ando, más sufro. El jefe ordena romper filas y por fin podemos irnos. Agotado por este día me echo sobre mi catre… pero no por mucho tiempo porque pronto comienza la distribución de un café malísimo hecho de bellotas tostadas. Está bien caliente, por lo menos eso. Para lo sólido nos dan un pan para tres y una rebanada fina de salchicha, demasiado fina para mis diecinueve años hambrientos.

Como soy nuevo, dos camaradas me llevan con ellos. Compartir el pan es siempre muy difícil porque cada uno tiene la impresión de que la parte del otro es más grande. Decidimos juntos hacer esa delicada operación tirando al azar, así un camarada se vuelve de espaldas y le preguntamos: ¿Para quién es?... ¡Nos han reducido ya a algo mezquino! En breves momentos se termina la comida y seguimos literalmente hambrientos. Por mi parte, debo resolver muy rápidamente el problema de los zuecos. ¿Quién va a querer hacer el cambio? Finalmente encuentro a alguien que quiere mis zuecos y me da su par de zapatos más suaves. Claro que están en un estado deplorable, pero da igual, lo principal para mí es evitar el rozamiento sobre la herida y así poder correr para sobrevivir. Para el resto ya veremos. Durante los pocos momentos que nos dejan tranquilos, conozco a otros camaradas: los «veteranos». Son los que me han dado algunos detalles sobre la vida en el campo y algunos consejos indispensables para

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poder sobrevivir en este universo a menudo incomprensible, algunas veces aberrantes, más siempre terrible. La campana del campo suena, la luz de la barraca se apaga, a partir de ahora nadie debe encontrarse fuera de su sitio. Estoy muerto de cansancio después de esta jornada tan larga ocupado a calcular lo que será nuestra vida en este nuevo campo. Por fin, agotado, me quedo dormido. El despertar es infernal. Un equipo de capos pega sobre las camas y sobre todo lo que se mueve, haciendo un ruido horrible. ¡Los! ¡Los! Hay que correr inmediatamente a los lavabos, torso desnudo para lavarse. De vuelta a la barraca, el capo controla que estemos mojados. ¡Sádico! No tenemos toalla, es nuestra camisa la que la sustituye y se congela. Una vez vestidos distribuyen el café: beber rápidamente, enjuagar la taza, guardarla sobre la pletina, allanar el colchón podrido lleno de polvo, plegar bien la manta, todo esto en un tiempo récord. Si el jefe de la barraca no está satisfecho del resultado de todas estas operaciones o simplemente si está de mal humor, el castigo colectivo nos cae encima. Al sonar la campana salimos en fila hacía la plaza de pasar lista donde todo el campo se reúne. Los SS nos esperan para el control. Hoy todo se ejecuta normalmente. La lista ha terminado, el jefe del campo vocifera, porque aquí no se ordena. ¡Se vocifera¡ «Formación de comandos de trabajo!» Todo el mundo se precipita en todas las direcciones y yo no entiendo nada de ese pánico, no sé dónde ir, estoy perdido. Un capo me empuja hacía su grupo que parece ser tiene problemas de completarlo. Tengo la impresión muy clara de que nadie quiere irse con él. Una vez todos los grupos completados, la puerta principal del campo se abre. El comandante del campo exige desde su puesto de observación que

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todo vaya sobre ruedas. Los capos pasan delante de él, anuncian el nombre de su comando y el número de hombres que lo componen. El comando al cual pertenezco va hacía la cantera de Kastenhofen. Durante el trayecto el capo me hace salir de la fila al mismo tiempo que otro camarada. Nos enseña un montón de arena y dos palas: comprendemos que tenemos que quitar esa pila de en medio de la carretera. Mi camarada dice: « ¡Sabes, aquí tienes que ser espabilado se mira por todas las partes…no hay capo…no se hace nada!» Le respondo que para nosotros no es lo mismo ya que el capo va a venir a buscarnos y que verá que no hemos hecho nada. «Te digo…», repite mi camarada…atención, ahí me pregunto si el pobre tiene bien toda su cabeza. A pesar de todo, con la ayuda del cansancio, lo escucho. Miramos por todas las partes y sin darnos prisa quitamos la arena de la calzada. Bien pensado, creo que tenemos que acelerar el movimiento para que cuando venga el capo el trabajo esté terminado. Pero ya es tarde, nos ha visto. Furioso, nos enseña la pila de arena sobre la carretera, que no ha disminuido mucho y como un loco se precipita hacía nosotros y empieza a aporrearnos. Bajo esta lluvia de golpes seguimos paleando la arena. Después nos lleva a la cantera donde trabajamos como forzados hasta el medio día. Me prometo no escuchar a nadie, ni siquiera a mi cansancio, me fiaré sólo de mi sana intuición. Al mediodía todos los comandos tienen que volver al campo para pasar lista, siempre bien alineados y volver a la barraca para la distribución de la sopa. Procuro estar siempre a buena distancia, quiero decir ni demasiado cerca, ni demasiado lejos, para llegar en el momento que sirven bien: evitar sobretodo ser el primero de la cacerola porque sólo te dan agua. Es sobre la mitad o al final de la distribución cuando la sopa es más espesa. El único problema es que todos tenemos el mismo objetivo y todo debe hacerse lo más rápido posible evitando recibir golpes de matraca. Esta vez he tenido buena suerte, al llegar al final de la cacerola

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me han dado sopa un poco espesa. ¡Tengo tanta hambre! Un hambre que nunca disminuye y que me obsesiona. No tenemos apenas tiempo de comer cuando la campana suena de nuevo y tenemos que precipitarnos hacía nuestro comando. Pruebo de evitar el comando de la mañana y suerte, llego a integrarme en otro. Este trabajo consiste en llenar los vagones de piedras. Los capos son más agresivos y nos golpean al azar para hacerse ver bien por los SS que andan por los parajes: esta tarde me las he buscado bastante bien, no me han golpeado. Por fin volvemos al campo para la lista y regresamos a nuestras barracas. Me duele todo el cuerpo, los golpes de la mañana me han desmoralizado. Si esto se repite a menudo, creo que no podré resistir mucho tiempo. Como mi ración de pan con el café y aprovecho un poco la tranquilidad para ir al lavabo a cuidar las heridas con mi jabón de Marsella y probar de hacer algo con mis pies afectados. A pesar de todo, con estos nuevos zapatos, aunque están como están, evito los roces. Es muy importante, porque en este infierno, lo repito, hay siempre que correr para sobrevivir. Correr para llegar entre los primeros al comando menos malo, correr para lavarse, correr para la distribución del café, correr para evitar ser golpeado, correr, siempre correr. Las semanas pasan a este ritmo. Empiezo a conocer todos los comandos. Las heridas de mis pies se han curado y las heridas de mis muslos ya no son más que un mal recuerdo. Por la noche en la barraca nos contamos las incidencias del día y nos motivamos mutuamente porque cada día es una dolorosa aventura para cada uno de nosotros…pero también es un día ganado. Esta tarde cuando volvemos al campo después del trabajo, el comandante nos espera para la lista. Está rodeado de oficiales. Eso nos

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parece extraño, porque habitualmente sólo llega hacía el final de la lista, justo antes de las novedades… Tenemos el presentimiento que hay algo que se prepara y hemos aprendido que aquí no hay nada bueno que esperar. Hemos presentido bien, al final de la lista el jefe del campo lanza: « ¡El comandante va a hacer una selección!». ¡Selección! Esta palabra se va a convertir para todos los deportados y todos los campos en sinónimo de muerte. Rodeado de su grupo de oficiales, el comandante empieza su selección, barraca por barraca. Se para delante de cada detenido, lo mira, si lo señala con el dedo el secretario de la barraca anota su número. Claro que estamos inquietos, aterrorizados a medida que se acerca nuestro turno, porque comprendemos que si el secretario anota nuestra matrícula, es la muerte. Le toca a nuestra barraca: el comandante examina la primera fila, varios camaradas son seleccionados…yo estoy en la tercera fila…el comandante se para delante de mí, me revisa de la cabeza a los pies y hace signo al secretario de anotarme…no encuentro palabras para describir la angustia que se apodera de mí en este momento, pero antes que el secretario me inscribiera en su cartilla, el jefe de la barraca se dirige al comandante cuadrándose: «Es un joven que aun puede trabajar», y me ordena correr algunos metros delante de él para que pruebe que estoy en buena forma. Con aire indiferentemente, el comandante no insiste. Estoy agotado por el esfuerzo que acabo de realizar y la tensión que acabo de pasar, pero en silencio, mi mirada expresa al jefe de la barraca, las miles de gracias y mi gratitud. Hemos comprendido ahora que la selección se hace cada vez que se necesita sitio para los recién llegados. Y siempre es el mismo drama: apiñan a los seleccionados en una barraca rodeada de alambradas que se

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encuentra cerca del crematorio. Su ración de comida es reducida a la mitad y así es como todos los días algunos camaradas mueren de hambre y así hasta el último. Esa barraca reemplaza a la cámara fría ya que el depósito del crematorio está siempre lleno de cadáveres y los hornos no siguen el ritmo de tantos muertos como hay. A menudo vienen camiones a buscar a estos pobres cuerpos para echarlos en las fosas comunes que los SS han ordenado cavar alrededor del campo. Después de cada selección el secretario reúne a los desgraciados para conducirlos al lugar maldito sin que nadie pueda decir o hacer algo por ellos. Y cada vez vemos ir amigos hacía la muerte. La muerte, la muerte, la muerte, de la forma que sea es la palabra maestra aquí: ¡La muerte! Hoy he escapado de lo peor, entonces mis camaradas me aconsejan encontrar un medio de cambiar la chaqueta y el pantalón. Aquí es muy importante la buena apariencia, porque los capos se obstinan sobre los más débiles y sobre los que tienen el peor aspecto. Un camarada me explica que dando la ración se puede obtener una buena chaqueta, no tengo opción de elegir si quiero salir de aquí. A pesar del hambre que me atormenta permanentemente, doy mi valiosa ración y así estoy más presentable. Por las noches tenemos a veces un poco de respiro, se puede incluso circular entre los bloques y conocer nuevos camaradas. Esta noche he visto a un detenido acercarse y con la mirada llena de tristeza decirme: « ¡Marfil tú también!». Es por su voz que lo he reconocido a este amigo de la Novena Compañía, con el que yo había tomado el hábito de salir el domingo en los tiempos del ejército. Físicamente no se puede reconocer, pertenece a la primera expedición del mes de julio y ocho meses de campo han hecho de él un despojo humano. El pobre me cuenta las peripecias que lo han traído aquí. Me describe los detalles, el fin trágico de nuestra

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compañía, todo esto me da un bajón, sobretodo porque hemos comprendido que nuestra estancia aquí se anuncia sombria. Por otra parte: ¿Se puede hablar aquí del futuro? El toque de queda suena y volviendo cada uno a su barraca prometemos reencontrarnos cada vez que sea posible en el mismo sitio. En la organización del campo cada barraca tiene su propio grupo que se ocupa de la limpieza y a su cabeza hay un responsable encargado también de la distribución de la sopa del almuerzo. Al finalizar cada distribución queda un fondo de cacerola que este reparte según sus preferencias. Como imagino tener suerte, yo también me posiciono para obtener un poco de fondo. Él distribuye a derecha y a izquierda y una vez la cacerola terminada me mira con tono guasón y me dice: “Ves, se ha terminado”. Me digo que quizás mañana será mi turno…. Pero todos los días pasa lo mismo y desesperado constato que no estoy entre sus elegidos y abandono. Sin embargo un día es el jefe del bloque el que hace la distribución. Les pide a los jóvenes que se acerquen para repartir el fondo. Me precipito con mi fiambrera y me la llena de una sopa espesa, rebañada del fondo de la cacerola, ¡lo mejor! Que pena que no sea siempre él el que haga la distribución. Siento que la debilidad se apodera de mí: el hambre, el cansancio, la falta de sueño, los golpes, ¿quién podrá resistir mucho tiempo este régimen? Como empiezo a conocer ciertos mecanismos del campo, cada mediodía, después del almuerzo voy debajo de la ventana de los jefes para ver si uno de ellos me quiere dar los restos de su plato…a veces lo hacen…a veces, pero no lo suficiente para satisfacer mis veinte años que siempre están hambrientos. ¡Dios mío el hambre que tengo! Por las noches antes de dormir palpo mis costillas descarnadas, y cada vez un pánico terrible me invade: ¿y si no pudiera resistir como tantos de mis camaradas que se han marchado ya?

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He terminado por integrarme en un comando que parece ser uno de los menos malos. El capo es un detenido como nosotros, un checo. Ahí el trabajo consiste en construir una carretera alrededor del campo con canalizaciones y acondicionamientos. Como todo el mundo sabe, por la mañana después de pasar lista, hay que ser rápido para estar entre los primeros y no encontrarse fuera de la fila, sin que los capos de otros comandos a base de golpes te empujen hacia su grupo. Una mañana desgraciadamente, es lo que me pasa y me encuentro con el capo del comando Sota-Sillo. Es el más temido por todos, conocido por su brutalidad: Lo llamamos “El Tigre”. Hoy he podido constatar a mi costa que se merece su apodo; el día ha sido un verdadero infierno. El trabajo consistía hoy en hacer los cimientos de una trituradora que muele el granito, escarbar un agujero enorme y con un camarada transportar la tierra sobre una carreta de madera. Durante este tiempo otros camaradas llenaban la carreta, el fango se pegaba a las palas. Bajábamos, ellos llenaban la carreta, subíamos, lo descargábamos, todo esto muy rápido con ese barro pegado y que sobre pesaba la carreta y así este carrusel durante todo el día. Y además, ya sólo faltaba eso, los SS armados de porras acababan de llegar. Después de observarnos han formado una avenida. Hemos tenido que pasar por medio, bajo los golpes, sin protegernos con los brazos, a causa de ese puñetero carro. ¡Lo que hemos recibido mi camarada y yo a cada pasada! Por fin, agotados de cansancio, cubiertos de sangre, hemos visto a estos verdugos alejarse, que, como habitualmente contentos de ellos comentan sus hazañas. ¿Se han parado a causa del espectáculo que ofrecíamos o simplemente por cansancio? ¡Que jornada! Volvemos por fin al campo estoy extenuado, me duele todo el cuerpo, el golpe que he recibido sobre el ojo izquierdo me duele terriblemente. La lista ha terminado sólo tengo ganas de ir a acostarme.

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Al día siguiente como todas las mañanas, la campana del campo toca diana. Mi ojo me hace sufrir, no veo más nada. Mi camarada me dice que está todo blanco. Eso me da un bajón de ánimo. Mis amigos se dan cuenta y prueban reconfortarme dándome diferentes consejos para salvar el ojo. En esta vida infernal alguna que otra palabra gentil de unos u otros es indispensable. Sin el apoyo de los camaradas es seguro que abandonaríamos esta lucha permanente para poder sobrevivir. Con la experiencia de ayer en el bolsillo, me las arreglo para no caer otra vez en ese terrible comando. Mi ojo está mejorando, pero todavía veo borroso. ¡Que incapacidad en este infierno! Por la noche, después de pasar lista me encuentro con mi camarada de la Novena Compañía que me anuncia feliz que hace parte de los carpinteros del campo y que todas las tardes recibe una fiambrera suplementaria de sopa. “Mañana, me dice, vienes a buscarme y la compartiremos”. Estoy contento por él porque necesita recuperar muchas fuerzas. Al día siguiente, según lo convenido, voy a su encuentro. Veo de lejos que me espera con su fiambrera de sopa…pero el hambre es terrible y mientras me espera coge una cuchara de sopa, después otra y otra… sólo pude aprovechar las últimas cucharas. Esto dura así algunas semanas. Veo bien para él que desde que está en la carpintería todo ha cambiado a mejor evidentemente. Para mí también todo ha cambiado gracias a su amistad. Para añadir a nuestras desdichas, los SS utilizan también las inclemencias del tiempo contra nosotros. En esta Europa central tenemos que aguantar durante días y días una lluvia incesante que a menudo está acompañada de un viento glacial. Son días interminables. Estamos sólo vestidos con nuestro traje a rayas que retiene el agua. Estamos calados hasta los huesos y es imposible protegernos del frío y de los golpes. En cuanto a los SS y los capos, salen

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tan sólo de los refugios bien protegidos por sus grandes impermeables para distribuir los golpes de matraca. Por las tardes ponemos nuestras ropas encima de los colchones podridos de nuestras camas, pero el calor de nuestros cuerpos no sirve para secar la ropa y por la mañana tenemos que entrar en nuestros harapos pesados de humedad. Este olor de humedad se propaga por toda la barraca, todos los camaradas están mojados y si añadimos a esto el olor soso y agrio que emiten los moribundos y los muertos…vivimos una atmósfera totalmente irrespirable…. Y eso dura días y días. Estamos en un estado lamentable. Nos damos, cuenta por el número de muertos, que cada bloque tiene la obligación de presentar al pasar lista, de los estragos que causan en nuestras filas luchar contra las inclemencias del tiempo. Aferrarse a la amistad es todo lo que nos queda aquí, así todas las tardes después de pasar lista, cada vez que puedo voy a ver mi amigo. Esto depende evidentemente del humor del jefe del bloque, ya que, a su gusto, si no hacemos bien nuestra cama nos gratifica con media hora de ejercicios. A veces es mi amigo el que tiene la misma clase de problemas. Entonces, con suerte, nos vemos sólo de vez en cuando. Esta tarde es posible. Pero yendo a su encuentro lo percibo de lejos sin su fiambrera habitual. Al acercarme adivino en su mirada una inmensa tristeza casi con desesperación. Me anuncia que lo han echado de la carpintería. Estoy indignado de no poder hacer nada por él. “Ahora estamos los dos en el mismo barco” me dice él y añade: “Creo que debería inscribirme en el comando Asturias”. Le aviso que es muy arriesgado: “No te das cuenta que ese capo es un criminal, su comando es el peor que hay”. “Lo sé, pero te acuerdas que era mi mejor amigo, hemos hecho la guerra de España juntos en la misma unidad, los dos tenemos el mismo nombre y apellido aunque no seamos parientes. No creo que sea capaz de hacerme mal.”

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Efectivamente ese Asturias era parte de nuestra Compañía y lo habíamos vivido como alguien muy amable. En esa época nos enseñaba a menudo la foto de su mujer y de sus hijos que estaban entonces en Francia. Un día que le dieron permiso, todos nosotros colaboramos para darle un poco de dinero. Con lágrimas en los ojos nos dio las gracias por nuestro gesto. Mi amigo tenía razón no podía haber olvidado esa amistad. Confiando en ese recuerdo decide inscribirse en el comando de Asturias. Un poco inquieto voy a verle tres días más tarde. Habitualmente se encuentra cerca de nuestro punto de encuentro cerca del bloque. Como no le veo le pregunto a un camarada que me lleva junto a él. Está irreconocible. Ese capo desgraciado “su mejor amigo” ha decidido pura y simplemente eliminarlo. Mi camarada me cuenta que se presentó a él con los brazos abiertos, confiando como con un antiguo amigo, con la esperanza de encontrar en su equipo un poco de protección en este infierno. Como respuesta, ese tipo repugnante lo previene sarcásticamente: “No cuentes conmigo, he decidido suprimir todos los testigos de mi pasado. Los alemanes van a ganar la guerra, tengo que hacerles ver que estoy con ellos: es la única forma de salir de aquí vivo, es la única manera de poder algún día ver a mi mujer y a mis hijos.” Mi amigo desesperado al límite de su capacidad me dice, acurrucado en su colchón de paja: “Ves en que estado estoy, mañana ya no resistiré más, va a acabar conmigo, tengo que despedirme de ti, para mí se ha terminado. Si llegas a salir de este infierno, el mundo entero tiene que saber las atrocidades cometidas por los nazis…y por sus vasallos.” Escribo estas líneas pensando en él, es por él por el que hago este esfuerzo. Mi vida va ahora muy rápidamente hacía el final, pero si un día queda una sola imagen en mi memoria, será la de su sonrisa y su fiambrera tendida hacía mi hambre.

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Fin del año 1941. Época sombria para nosotros. Los alemanes siguen victoriosos y maestros de Europa.

Pensamos que es el fin, hemos perdido toda esperanza. Los SS nos dicen a menudo: « ¡Alles kaputt* Krematorium!». Sin embargo, ahora los domingos nos dejan tranquilos. Nos reunimos entre camaradas y compartimos las miserias. No tenemos noticias del exterior, perdemos cada vez más camaradas, estamos completamente desmoralizados. Algunos entre nosotros, los que están peores, nos dicen que ya no pueden aguantar mucho más tiempo, las fuerzas para luchar les están abandonando, a veces incluso piensan en el suicidio. ¿Que decir frente a este desamparo? Entre nosotros pensamos que los que ponen así fin a sus sufrimientos tienen mucha voluntad. No lo sé. Lo que sé, es que estamos sufriendo toda esta miseria para terminar quizás dentro de poco tiempo. Menos mal que en las circunstancias más desesperantes siempre se encuentra un camarada menos abatido que los otros y que cambia las conversaciones lúgubres contándonos chistes. A veces logra hacernos reír: « ¡Levantemos el ánimo amigos, hoy es domingo!» Y ya está la moral un poco más alta. Es difícil ayudar físicamente porque todos estamos en el mismo barco, pero moralmente nos mantenemos, esto es muy importante. « ¡Gracias camarada!» Por las noches antes de acostarnos nos damos mutuamente ánimo: «Ves, hoy hemos ganado una batalla, quizás mañana ganemos otra.” En este momento tengo un poco de suerte. Cuando el jefe del bloque distribuye la sopa, de vez en cuando, tengo una fiambrera suplementaria y a veces hasta dos por semana. Como todos aquí, estoy esquelético, pero ese suplemento aún así me da un poco más de fuerza para correr hasta mi comando…donde sé que todo el mundo quisiera ir.

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A veces pasa que en la lista de la noche falta un deportado. Entonces empieza un gran alboroto entre los SS. La guardia del perímetro exterior queda en su sitio mientras que los pastores alemanes rebuscan todo. Nosotros, que estamos en la plaza donde pasan lista tenemos que esperar en formación largas e interminables horas mientras que encuentran al desafortunado. Hoy, sobre media noche los SS han llegado victoriosos con el evadido... pobre títere desarticulado. Se han paseado delante de nosotros con una arrogancia satisfecha: « ¡El ahorcamiento será para mañana, después de la lista de la tarde!» Nos ha anunciado el jefe del campo. Para nosotros, el día ha sido más largo de lo habitual. El jefe del bloque tiene que estar también cansado, porque la distribución del pan ha sido rápida, pero mañana empezamos de nuevo… Los meses pasan monótonos y terribles a la vez. Estoy siempre en el mismo comando, con, de vez en cuando, esa apreciada fiambrera de sopa suplementaria. Llego a mantener una pequeña forma, pero veo, alrededor de mí, los camaradas que desaparecen. Algunos siguen con la idea del suicidio. Claro que todo esto me da vueltas en la cabeza, porque hasta de noche la pesadilla continúa. Esta mañana, el secretario del bloque ha venido con una lista de nombres. Yo figuro en la lista y aquí «estar en la lista», no quiere decir nada bueno. Según el secretario, es para reagrupar a los más jóvenes del campo en el bloque 6, casi no hemos podido recoger nuestras pocas cosas, el cambio ha sido rápido. Inquietos esperamos lo peor. Finalmente se trataba de reagrupar a los jóvenes en el mismo bloque. Esta vez hemos tenido miedo injustificado. La inquietud ha pasado, me doy cuenta que para mí este cambio es una verdadera catástrofe. ¡Adiós a mi fiambrera suplementaria! Hay que hacer arreglos por todo, este bloque está lleno de pulgas. La noche es imposible de dormir, porque el calor de nuestros cuerpos atrae a estas malvadas bestias que salen de todas las partes y nos devoran. Tenemos el cuerpo todo rojo de picaduras. Nos rascamos hasta hacernos sangre. ¡Ya

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sólo nos faltaba eso! Para calmarnos, intentamos ir hasta los lavabos del exterior del bloque, pero cuando los capos se dan cuenta nos llevan a golpes de porra hasta nuestro catre. Vivimos un verdadero calvario, se vuelve imposible dormir para recuperar un poco de nuestros días agotadores. Y sin embargo por la mañana tenemos que afrontar este infierno. Ya está; ¡Yo también empiezo a perder el ánimo! Desde hace ya un mes tengo sólo la ración del campo para sostenerme y mis fuerzas disminuyen día a día. Un camarada me dice un día: «Mañana te vienes conmigo a mi comando. Cavamos surcos para enterrar patatas y los cubrimos con paja para evitar las heladas. Cuando se presenta la ocasión, nos comemos algunas…crudas naturalmente. Con remordimiento pero sin dudar dejo mi comando donde estaba relativamente tranquilo, el hambre puede más que todo. En ese nuevo comando el capo grita constantemente como un furioso. Mi camarada me previene que a veces le da por pegar al azar y todavía más cuando ve a los SS que se pasean regularmente por los parajes. Menos mal que mirando para que no nos pillen, evidentemente, tenemos la compensación de poder comer esas famosas patatas crudas, que han hecho que deje un comando mucho más tranquilo. Estamos en invierno y con esas patatas crudas tenemos el estómago helado… ¡Pero, comemos! Para la vuelta metemos algunas en las piernas de nuestros pantalones. Es una operación arriesgada, porque los SS cada vez que atravesamos la puerta del campo cogen al azar de cada lado de la fila un camarada para cachearlo. Si encuentran algo, el castigo viene de contado: veinticinco golpes de porra que tiene que contar uno mismo, golpe por golpe…en alemán. Lo peor es que si te equivocas, en esa lengua que no es la nuestra, estos cabrones nos obligan a empezar a contar mientras que ellos empiezan de nuevo a pegar. Muy pocos resisten este doble régimen. En el estado en que estamos cuando pasa esto a menudo al final llega la muerte.

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A pesar de todo, algunas patatas se escapan al cacheo y por las noches añadidas a la ración de pan y a la especie de café caliente que nos distribuyen es un verdadero festín, para mí y para algunos amigos alrededor. Pero sabemos, que aquí para lo que es agradable, los días se siguen pero no se parecen: la nieve, el frío, los golpes de porra y sobretodo los controles más severos nos han obligado por un tiempo a parar nuestro pequeño pasaje clandestino, es demasiado arriesgado. Y vuelve esta hambre extrema e insostenible que se apodera de nosotros. Por fin hemos podido hoy reemprender nuestro pequeño tejemaneje. Pero aquí nada bueno dura mucho tiempo. Un SS nos localiza comiendo nuestras patatas. Como un loco arremete contra nosotros, elige a cuatro, yo hago parte del lote, llama al capo y le ordena asestarnos cinco golpes de porra. Este obediente y servil, se apresura a ejecutar la orden, pero el SS, furioso le quita la porra de las manos y coge un pico diciéndole: « ¡Tu porra es demasiado pequeña, yo voy a enseñarte como hay que hacer!” Siempre como un loco, asesta cinco golpes con el mango del pico sobre las nalgas del primer camarada. Yo, me vuelvo loco y me pregunto si voy a poder soportar este nuevo suplicio… Me toca a mí… Esta fiera, me asesta cinco golpes de mango con todas sus fuerzas y su cólera... No es posible que esté tan duro, que duela tanto… La poca carne que me queda sobre las nalgas se abre… El bruto ha parado y se va de nuevo indiferente, sereno y satisfecho. El capo sin tener en cuenta nuestro estado, nos empuja hacía los demás del grupo y hasta la tarde continuamos trabajando. ¡Que duro es! ¡Que largo se hace!

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Me duele tanto que tengo la impresión que mis nalgas han doblado su volumen, y cuando nos reúnen por fin, siempre en filas de cinco, para volver al campo, el sitio que ocupo me parece demasiado estrecho, tanto que el más mínimo contacto con los otros me es doloroso. Después de este episodio tan penoso decido volver a mi antiguo comando, no puedo correr el riesgo de recibir más golpes. En este comando tengo más hambre, es verdad, pero estamos divididos en pequeños grupos y el checo nos deja bastante tranquilos. En nuestro grupo un camarada está encargado de vigilar las idas y venidas de los SS. Eso nos permite reducir el ritmo cuando no están en los alrededores. Es muy importante para mí, porque en el estado que me encuentro es la única manera de aguantar hasta que mi herida se cure completamente. Es cierto que sólo me queda la estricta ración del campo y mis veinte años se acomodan mal con ella. Mi herida dura así algunas semanas, pero felizmente no cojo ninguna infección. Por la noche en mi cama, con un gesto que ya me es familiar, tanteo mis costillas y la misma pregunta punzante vuelve: « ¿Podré aguantar? ¡Sí aguantaré, aguantaré, tengo que aguantar!” Sí, yo aguanto, en gran parte porque tengo suerte. El nuevo camarada que duerme a mi lado me explica que habla alemán, lo que quiere decir que tendrá un puesto interesante: “Empiezo mañana, avisaré al jefe del bloque para que todos los días te dé para el almuerzo mi porción de sopa. Dónde voy a trabajar me alimentan y tú necesitas recuperar». No me lo creo. ¡Eso es suerte! El ánimo sube de nuevo. Al día siguiente me dan una fiambrera más; la de mi camarada. ¡Esperemos que esto dure! Pasan varias semanas, todavía tengo la doble ración y claro que he recobrado fuerzas. Estoy en el mismo comando, pero allí no ha cambiado nada, hay que correr siempre para estar entre los primeros y la

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más mínima cosa puede contrariar esta costumbre. La prueba; el jefe de bloque nos ha retenido esta mañana unos minutos, lo que nos ha retrasado para integrarnos en los comandos y así me encuentro entre los últimos en llegar. Los capos que cuentan las filas cortan justo delante de mí: « ¡Completo!» Me dirijo hacía otros grupos pero el famoso «Tigre» que es tan temido, llega a por mí. No quiero caer de nuevo en sus garras. Para escapar de él quiero irme hacía mi comando, pero, al comprender mi intención, este me coge y me da un puñetazo en mitad de la mandíbula. ¡Bestia! Cuando me despierto estoy en la fila de mi comando, sujetado por dos de mis camaradas. Me cuentan que el capo checo ha intervenido para protegerme. Sí, sí, sí. ¡Tengo suerte! Tengo que repetírmelo para guardar la moral. Recupero un poco el sentido. El capo da el orden de marcha. Estoy al lado de él, en la primera fila de la columna. Mientras andamos me dice: «A partir de ahora tu sitio es en la primera fila, así no te arriesgas en quedarte fuera del grupo». Ese día al cobijo de los golpes ha permitido de me recupere algo. Claro que pudiera darle las gracias, pero en este universo, eso son cosas que no se hacen. Trabajo en un sitio sobre elevado desde donde se ve el campo y la plaza de pasar lista. Un día, la puerta principal se abre para dejar entrar un grupo de un centenar de hombres. A base de gritos y Gummi* los reúnen en la plaza. Algunos minutos más tarde, un grupo de oficiales SS llegan arrogantes girando alrededor de estos hombres buscando… por todos los medios humillarlos. Algunos de estos desafortunados, visiblemente agotados no obedecen bastante rápidamente las órdenes. Para hacerlos mover más rápido, los SS les dan golpes de culata del revolver en plena cara. Esos cabrones de SS chillan como los locos y aporrean a esos pobres tipos. Esto dura así una buena medía hora. De nuestro promontorio

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sufrimos con ellos. Una vez tranquilos, los SS los reúnen de nuevo para dirigirlos hacia un bloque. Una decena de entre ellos se quedan ahí por el suelo, por no haber obedecido bastante rápido a estos cabrones. Más tarde nos enteramos que son comisarios del ejército ruso, los exterminarán a todos. Los supervivientes están por el momento en un bloque separado de los otros por alambradas. Nosotros nunca tendremos contacto con ellos. Terminaremos por enterarnos que las tropas alemanas han atacado la Unión Soviética. Los SS nos lo confirman con un aire de triunfadores: “¡Alles kaputt*! Vais a morir todos. ” En nuestras filas reina la depresión porque no podemos olvidar el discurso que nos asestó el comandante en gesto de acogida al campo: “Vosotros que acabáis de atravesar esta puerta…”, mostrando con el dedo el humo que salía por la chimenea del crematorio. Para añadir a mi depresión, el camarada que desde algún tiempo me daba su ración de sopa me avisa que se debe ir del bloque; adiós a la ración suplementaria. No le muestro mi angustia y le doy las gracias fraternalmente por lo que ha hecho por mí en ayudarme. Gracias a él he podido recuperar fuerzas, doble ración durante dos meses, es tan importante eso aquí. Por el momento sigo en mi comando que me permite de evitar muchos malos encuentros con los SS y así conservar mis fuerzas el mayor tiempo posible…hasta que un nuevo hecho se presente, empiezo a contar con mi suerte. Los convoys* con prisioneros soviéticos son cada vez más frecuentes. Los SS los acosan como perros rabiosos sin ninguna piedad para exterminarlos más rápido. La porra, el hambre, los trabajos en la cantera y el transporte de piedras se hacen rápidamente con sus últimas

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fuerzas. Los SS se ocupan de ellos con tanto ensañamiento que ya no tienen tiempo ni de ocuparse de nosotros ni de acosarnos. El futuro es muy sombrio y aún así en este infierno el tiempo pasa. Me pregunto cada vez más si vale la pena luchar un día y otro día, para finalmente caer, como esos desafortunados prisioneros soviéticos, bajo los golpes de los SS. Y después las inclemencias del tiempo, el frío, el termómetro que baja a veces a menos quince, el suelo helado durante meses, la humedad que se filtra en los tejidos y que no te deja. Eso es el clima. Nada es suave en este país, Austria. A pesar de todo existe esa suerte que se impone sobre mí… y a veces a pesar de mí. Hoy nuestro secretario del bloque a pedido voluntarios para ir al castillo de Hartheim. Para convencernos nos cuenta que es una clase de sanatorio un sitio donde no trabajaremos, donde vamos a recuperar fuerzas. Eso nos parece demasiado bello, sin embargo, todo el mundo se precipita para inscribirse. Yo también he querido inscribirme como voluntario como mis camaradas. Una larga cola se ha formado y el secretario a inscrito las matrículas en su cuaderno. Por fin me encuentro delante de él. ¿Que es lo que me pasa? Rechaza mi inscripción tratándome de todos los nombres. Estoy desesperado. ¿Por qué ese rechazo? ¡Tengo tanta necesidad de reposo yo también! Hasta nuestra liberación no comprendí. Entonces me enteré que el castillo de Hartheim era en realidad un centro de eutanasia para los minusválidos físicos, mentales y también para los deportados resistentes. Centenares de camaradas murieron en condiciones horrorosas, no hubo ningún superviviente. He aquí la suerte, simplemente un capo que rechaza inscribirme en la lista de los muertos. A partir de ese día todos los meses salía un convoy de “voluntarios” para el castillo de Hartheim.

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Acaba de llegar por primera vez un convoy de belgas. De inmediato intentamos establecer contacto con ellos. Por primera vez desde nuestra llegada al campo vamos a tener noticias del exterior. Los belgas no son aislados como los rusos, podemos tener contacto con ellos y hablarles. Estos camaradas llegados “del otro mundo” nos traen información que nos da ánimo. En la actualidad los alemanes tienen que hacer frente a la resistencia que crece entre las poblaciones ocupadas y que se amplía a pesar de la terrible represión de la cual son sometidos. “Queridos camaradas, nos dicen los belgas, hay que aguantar, porque en Francia luchan duro.” Habíamos perdido la esperanza de escuchar un día tales noticias. Después de los belgas, el primer convoy que llega desde Francia al campo nos confirma estas buenas noticias. Como con los belgas, el contacto se puede establecer fácilmente. Ahora sabemos que no estamos solos para enfrentarnos a los nazis. Pero estamos tristes por saber que estos camaradas que han caído en sus garras van a sufrir la misma suerte que nosotros y que juntos vamos hacia el mismo fin. Y por tanto, lo que ellos nos dicen sobre los acontecimientos nos da nuevo coraje, nueva esperanza, un ápice de moral. Cada vez que es posible vamos a verles para saber más y que nos repitan una vez más estas buenas noticias como si no llegáramos a creerlas. Por primera vez con la llegada de los belgas y los franceses, hemos encontrado en este campo de desgracia, camaradas de una misma lucha, en quienes tenemos confianza y con quienes compartimos las mismas esperanzas. Hay que saber que en Gusen todos los puestos claves están en mano de los polacos, porque la mayor parte de ellos hablan alemán. Desgraciadamente no nos aprecian mucho, quizás a causa de la religión. Nos lo hacen saber cada vez que tienen ocasión. Esto complica nuestra situación. Es muy duro y es necesario cueste lo que cueste que luchemos

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para que uno de nuestros camaradas llegue a obtener un puesto. Hay ya algunos que trabajan en la cocina del campo, otros en la enfermería, otros son peluqueros o ejercen alguna que otra profesión en el interior del campo. Es la única manera que tenemos de ayudar a los amigos, una fiambrera de sopa, un trozo de pan, dos días al abrigo de la enfermería y muchas veces una vida empieza de nuevo. Por el momento estoy un poco tranquilo y siempre en el mismo comando. Con una o dos fiambreras de suplemento a la semana, guardo un poco la fuerza física…pero nunca estamos a cubierto de un acceso de locura de los SS que ahora lo sabemos, tienen derecho de vida o muerte sobre nosotros, la prueba: se pasean con frecuencia entre nosotros con sus perros. Los adiestradores entrenan a sus bestias con uno de nosotros, al azar. Al orden el perro se tira sobre uno de nosotros, en principio el que está más cerca, lo agarra por la chaqueta y espera la segunda orden. Si desgraciadamente esta orden llega, la bestia muerde, y muerde aún más. El pobre camarada, herido bestialmente, se salva raramente a las heridas por falta de cuidados. Una vez “el ejercicio terminado” los SS rondan alrededor nuestra y comentan las proezas de sus perros. Hoy la victima soy yo. El SS lanza el perro que salta sobre mí y se agarra a mi chaqueta. La bestia inmóvil espera las ordenes del dueño. El SS se acerca tranquilamente hacía mí, tengo pánico y lo miro sabiendo que mi destino depende de él. Con la arrogancia del que sabe que tiene todo poder sobre su víctima, con la sonrisa en los labios, ordena a su perro soltarme. Me quedo algunos segundos inmóvil, sin atreverme a moverme. Una vez más he escapado a lo peor. Un creyente diría que es un milagro, para mí, lo repito, es suerte, mi suerte. ¡Meses y meses aún en este infierno! Estamos de nuevo en invierno. El frío nos paraliza y el viento glacial atraviesa nuestra vestimenta pesada a causa de la humedad. Para calentarnos un poco, cada vez que es posible, nos frotamos mutuamente la espalda.

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Durante el frío, un convoy de un centenar de judíos ha llegado. Como es habitual, nosotros lo sabemos ahora, estos desgraciados van a ser exterminados. Los SS se sirven de este frío siberiano para llevarlos a su fin. Los judíos están separados de nosotros por un cinturón de alambradas. En esta noche glacial por menos de diez o quince grados bajo cero, ya ni lo sabemos, pues hacen salir estos cabrones de SS los judíos del bloque todo desnudos. Se acurrucan los unos contra los otros para aprovechar un poco su calor corporal. Los desafortunados que se encuentran al exterior del círculo luchan por entrar, pero el frío los paraliza y caen muertos. El grupo se desplaza por la presión dejando por el suelo los más frágiles. El grupo se reduce, se reduce trágicamente…hasta no existir más. Nunca nos habituaremos a estas imágenes. Pero los SS, ellos, aún una vez más han logrado su innoble trabajo.

¿Cómo hemos podido sobrevivir a este invierno?

Estamos al final de la primavera y el comandante a tenido una nueva idea para acosarnos. Con el pretexto de aportarnos un poco de higiene, todas las tardes después de la lista nos manda a la ducha, que esta cerca del crematorio. Estamos al aire libre sobre una plataforma de cemento, bordeada de una banda de cincuenta centímetros que retiene el agua. Ahí cada sesenta centímetros un pomo de ducha proyecta un chorro de agua fría a alta presión sobre nosotros. Llamamos a esto el suplicio del agua. Los SS equipados con botas de caucho e impermeables se aseguran que estemos bien debajo de los chorros, ya que cada uno de nosotros para evitarlo intenta ponerse entre dos salidas mientras la presión es fuerte.

Esto dura y se eterniza según la buena voluntad y el humor de los SS. Cuando todo termina el espectáculo es desolador. Varios camaradas, los más débiles claro, yacen allí en los cuarenta centímetros de agua. El ahogamiento acaba el triste trabajo de los SS.

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El comandante del campo está muy contento de su idea, así, de vez en cuando con ocasión de la lista nos recuerda que una buena higiene “es excelente para la salud”. ¡Cínico!

Ahora nos duchamos todos los días. Todo el campo tiene que pasar por eso, cada uno su turno, bloque por bloque, los primeros después de la lista de la tarde, los últimos, sobre medía noche. Hemos vivido este suplicio varias semanas, el tiempo simplemente de hacer sitio a los nuevos convoyes que llegan ahora de toda Europa.

¡Sí, el comandante está muy orgulloso de su nuevo hallazgo! Nos elimina con su conciencia tranquila...¡La higiene!

Estamos en la primavera del año 42. Es increíble de haber sobrevivido en este universo de locura. No paro de repetírmelo: “Tienes mucha suerte de estar todavía con vida”. Esta suerte a pesar de todo lo que he vivido no se aleja de mí.

Gracias al comando del checo que nos permite ciertas astucias para evitar los malos golpes y gracias a la fiambrera suplementaria una o dos veces por semana, me mantengo cueste lo que cueste. Tengo la sensación de estar protegido por el jefe del bloque porque, aunque él muestra una perfecta indiferencia a mi entender, ya me ha salvado dos veces la vida. Con el checo pasa lo mismo me ha salvado de las garras del capo de la cantera de Gusen y tengo también la impresión de estar bajo su protección en este comando. Empiezo a encontrar la moral sobre todo desde que nos hemos enterado que varios países de Europa luchan contra los nazis. Para nosotros es la esperanza que renace, a pesar de los discursos odiosos de los SS que nos prometen regularmente exterminarnos a todos.

El tiempo pasa con sus múltiples episodios negros, sus pequeñas esperanzas y sus parcelas de suerte. Como esta mañana que, el jefe de sala es remplazado por un checo y desde su llegada pasa la revista de todos sus

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detenidos. Se para delante de mí, parece reconocerme y me interpela: “¡Eisenbahn!”, “Ferrocarril.” Se acuerda de mí. Efectivamente he trabajado con él en un comando donde poníamos vías para los vagones que transportaban tierra que seguidamente repartíamos por el campo. Nos ocupábamos juntos del mantenimiento. Estoy sorprendido por la marca de simpatía que me manifiesta es tan excepcional en este lugar.

La mañana siguiente me trae dos rebanadas de pan con margarina. No puedo creerme que algo así me pudiera ocurrir. Tengo que reconocer que mis veinte años tienen tanta hambre que por una vez y una vez solamente, devoro, sólo, con deleite, este precioso regalo a escondida de mis camaradas. Me prometo a mí mismo que esto no pasará más, pero esta vez…

Al mediodía me da una fiambrera de sopa en suplemento, que esta vez comparto. Una vez más la suerte me sonríe.

Me integra en su comando y me voy con un grupo de quince camaradas de los cuales él es el capo. Arreglamos un camino que atraviesa un bosque a unos tres kilómetros del campo. Para llegar tenemos que atravesar un pequeño pueblo. Andamos vigilados por siete SS que manda un oficial, acompañado por un pastor alemán, un verdadero perro guardián, listo para mordernos a la más mínima señal de su dueño. Finalmente todo pasa sin muchos problemas, los guardias de ponen a nuestro alrededor y el capo nos manda vociferando porque tiene que justificar su puesto. Nosotros dóciles y con resignación rellenamos los agujeros de la calzada con chinos. De vez en cuando vemos a civiles que van a su trabajo. Es sin duda a causa de eso que el comportamiento de los SS es menos agresivo. Estamos sorprendidos de la indiferencia de los civiles hacía nosotros, diríamos que ni nos ven…

Una vez finalizado el día, volvemos al campamento. Después de la lista, el checo que encarna mi nueva suerte, me hace señal de seguirlo a la cocina donde un bidón de sopa destinado a nuestro comando espera.

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Todas las tardes será así durante un cierto tiempo. Para intentar de olvidar la rebanada de pan que me comí a solas, aprovecho esta temporada de suerte para ayudar a algunos camaradas, son mis vecinos de cama, porque mis vecinos de antiguas fechas los he perdido todos, exterminados desde el primer año. Lazos de amistad se han creado con los nuevos camaradas con los que todas las noches nos encontramos en la misma esquina del bloque. El poco tiempo que nos dejan tranquilos hemos tomado la costumbre de comentar la situación exterior, de lo que sabemos o lo que creemos saber para intentar subirles un poco la moral a los más frágiles…esto funciona sobretodo las noches que tenemos un suplemento de comida.

Esta situación dura algunos meses. He recuperado muchas fuerzas y he podido ayudar a algunos camaradas de mi entorno. Soy feliz cada vez que les puedo llevar un poco de comida. Es desgraciadamente nuestra principal preocupación, una lucha constante por la existencia, resistir lo más posible siempre con la esperanza de que algo mejor va a llegar, que la situación exterior cambie…

La solidaridad es posible cada vez que uno de nosotros tiene la suerte de obtener un puesto de mejor rango. A partir de ahí, las pocas ventajas que se puedan aprovechar benefician con más frecuencia a sus camaradas o a los más cercanos.

Los SS se han embravecido con una violencia peor que la que hemos conocido hasta ahora, con el convoy de deportados checos que acaba de llegar. Nos enteramos que están aquí a causa de un atentado cometido por la resistencia contra Heydrich, el brazo derecho de Hitler. Durante algunas semanas los SS se ensañan contra ellos con toda la violencia de la que son capaces. Todos los checos que estaban en el campo y que como mi capo tenían hasta ahora puestos importantes, se encuentran en una compañía disciplinaria, mandada por los SS, transportando piedras en sus espaldas.

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Otros convoyes de checos llegan al campo en pequeños grupos. Para ellos tampoco hay piedad, el régimen más duro se aplica con rigor y desgraciadamente mueren muy rápido.

Mi comando se ha disuelto y claro ya no tengo más ayuda de mi camarada. Ahora por la mañana mi único recurso es correr mientras mis fuerzas me lo permiten, para evitar comandos más terribles.

Una vez terminada la sanción contra los capos checos, algunos han recuperado sus puestos. Desdichadamente mi camarada checo que me ayudaba todos los días con una fiambrera de sopa y que a veces añadía una rebanada de pan, ha sido cambiado de bloque, está en otro comando. Menos mal que puedo integrarme en el comando del capo que me salvó de la cantera.

Estamos en octubre del 42 y según las informaciones que corren por aquí y por allá, el ejército alemán comienza a sufrir algunos reversos. Nos enteramos incluso un poco más tarde que los soviéticos han parado la ofensiva del 3er.Reich*. Habría combates terribles en el frente ruso. Tenemos la clara impresión de que la guerra esta tomando otro camino. Los SS nos lo hacen pagar con crisis de rabia cada vez más frecuentes.

Ayer noche el comandante del campo nos anuncia: “¡Hoy desinfección general!”.

Naturalmente puso su nueva idea inmediatamente en práctica. Esta mañana al alba, nos han reunido desnudos en la plaza de pasar lista. Durante el tiempo que estábamos plantados allí, después de haber taponado puertas y ventanas, han desinfectado los bloques con un gas muy «muy eficaz» dicen ellos.

Nos enteramos a nuestra vuelta que ese gas, el «Zyklon-B*» sirvió para exterminar con horribles sufrimientos a miles y millones de hombres, mujeres, niños y viejos, la gran mayoría judíos.

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Ahora estamos todavía fuera, de pie, desnudos, helados,

paralizados por el frío. Para no morir procuramos encontrar un poco de calor juntándonos los unos con los otros. Horrible espectáculo, todos esos hombres buscando cobijarse del frío intentando entrar al centro del grupo de gente tan compacto. Este grupo que, desplazándose por la presión, deja por el suelo a los más débiles, inanimados. Esto durará toda la mañana.

Me acuerdo entonces de haber visto esa misma escena algunos meses antes con los judíos. Tengo miedo que, como los desdichados que murieron entonces, quedemos todos nosotros también.

Pero al principio de la tarde, un grupo de capos llegan con un

carro lleno de abrigos. Todo el mundo se precipita para intentar coger uno, pero los capos, armados de sus inevitables porras, pegan como usualmente a todos los que intentan acercarse. Yo me digo, que necesito obtener a toda costa uno de esos gabanes, porque si no, desnudo con este frío, corro el riesgo de no terminar el día. Rápidamente me doy cuenta de la forma en que distribuyen la ropa y me precipito lo más rápido que me permiten mis fuerzas, evitando a los capos y sus porras. Consigo arrebatar un gabán y sin esperar mi resto, me introduzco y me fundo con la masa de los detenidos…los capos no me persiguen. Una vez la distribución terminada, vuelve la calma. En mitad de los privilegiados, cobijado del frío en mi gabán, paso desapercibido y una vez más puedo decir que he tenido suerte, porque esta nueva lucha por la supervivencia a durado hasta media noche.

«Desinfección general» dice el comandante…el resultado es que nosotros, otra vez, hemos perdido varios camaradas.

Ahora entramos de verdad en un nuevo invierno. Es la estación más terrible para nosotros. El trabajo agotador, los golpes permanentes, el hambre que nos atormenta no es suficiente, se tiene que añadir también el frío glacial. Nuestras ropas tan finas quedan perpetuamente húmedas. A pesar de todo tenemos que resistir, resistir, resistir ¡a toda costa!

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Porque aquí hasta el clima se alía con los SS.

Una mañana el jefe del bloque me reclama en su tono seco habitual: « ¡Tú te quedas aquí! ». Paralizado por la angustia espero sin moverme.

Vuelve y me ordena que le siga hasta la plaza de pasar lista. Es la hora en que se forman los comandos de trabajo para salir. Mi jefe de bloque se dirige y yo detrás de él, hacía el comando con el que sueño integrarme desde hace ya mucho tiempo: la carpintería. Mi angustia desaparece al comprender que ha sido el jefe de bloque que me había salvado la vida el día de la selección, quien ha intervenido en mi favor, viendo que mi ficha llevaba la mención “Carpintero”.

Ahora es necesario que con otros camaradas demuestre mi saber hacer. Para mí es una prueba fácil porque soy verdaderamente carpintero. En fin de cuenta, dos carpinteros son aceptados…y yo soy uno de ellos. Creo que sueño, no es posible, me voy a despertar…

A partir de ese día todo cambia para mí. Así me encuentro al cobijo en un taller ejerciendo mi verdadera profesión.

El taller está bien organizado. Nuestro grupo se compone de alemanes detenidos, polacos y tres españoles. Por el momento tengo que ayudar a un alemán, ya que he sido aceptado en el grupo como asistente. Desde el primer día esto es el paraíso comparado al infierno que vengo de vivir en el campo durante tantos meses.

Pero en este universo, algo bueno, no lo es totalmente para siempre. Estamos en mitad del invierno y por la ventana del taller, que domina una buena parte del campo y sus alrededores, veo el terrible

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espectáculo de todos esos desafortunados que continúan resbalándose en la nieve, acosados todo el día por los golpes de la porra de los capos.

Son mis camaradas que están ahí y la suerte que tengo de estar en este taller, a cobijo de la intemperie, me da un sentimiento extraño cercano a la culpabilidad. ¿Por qué no puedo compartir esa suerte?

Inmediatamente me doy cuenta que el alemán que manda en mí tiene unos conocimientos mediocres de la profesión de carpintero. Así que aprecia mi ayuda, puesto que al ser él responsable, el merito de los resultados le vienen a él.

Después de haber pasado algunos días en la carpintería el jefe del bloque y su secretario me avisan que estoy destinado al bloque 9, con el grupo de la carpintería. Mientras que me marcho, constato sin demasiado comprender, la más completa indiferencia por parte del jefe del bloque. Aquí nada es como fuera.

El bloque 9, como la carpintería, presenta algunas ventajas. Lo mismo que el taller, está compuesto en gran parte por camaradas cualificados, pero que no lo son de verdad. Los que como yo son verdaderos profesionales los podemos proteger un poco. Hago nuevos contactos. El trabajo no es muy cansado y el capo es nuestro cómplice porque nos pide con frecuencia trabajos clandestinos. Un camarada vigila permanentemente la posible intrusión de los SS con el fin de disimular inmediatamente el trabajo, ya que si lo descubriesen nos costaría la vida a todos.

El taller está dividido en dos compartimentos: la sala de maquinas y la de montaje. Tenemos un segundo capo, un alemán. Se comporta bien con nosotros. Es con él que dejamos los camaradas que hay que proteger. Somos nosotros los que hacemos andar para ellos la máquina más complicada, con el fin de que ellos puedan guardar sus puestos y eso lo podemos hacer sólo gracias a su complicidad.

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Somos un equipo bien unido.

El comandante del campo ha decidido que la lista del mediodía se

pase en el taller. Así comemos allí mismo, lo que nos permite poder descansar quince minutos. Quince pequeños minutos de descanso en este mundo, es muy importante.

Todas estas cosas añadidas las unas a las otras, representan para mí una suerte muy grande. Me doy cuenta entonces que es más fácil adaptarse a las cosas buenas que a las malas.

Una primavera más, vamos a pasar lejos de todo y de todos.

Ahora no paran de llegar nuevos convoys* al campo. ¡No parece posible que deporten tanta gente! Pero, ¿cuando va a pararse esto?

Los nuevos que llegan nos informan sobre la evolución de la guerra, los alemanes, parece ser que están perdiendo en muchos frentes. ¡Eso sí estas noticias dan de nuevo ánimo!

Además, si observo bien lo que pasa fuera del taller, me doy cuenta que los comandos que se forman hace algún tiempo efectúan trabajos diferentes de antes. Unos perforan un túnel debajo de la colina cerca del campo, otros construyen naves grandes. Se dice que con los fracasos del ejército alemán, la situación de la guerra evoluciona y nosotros vemos que el campo está cambiando sus actividades, ahora produce material de guerra.

Entre estos nuevos trabajos el del «comando del túnel» es el más terrible. Todos los que están integrados no tienen ninguna posibilidad de salir, si no es sobre la camilla de los muertos, porque la lista del grupo fue establecida sólo por una vez y muchos de nuestros camaradas perecen. Ese terreno es muy arcilloso y de vez en cuando enormes bloques se sueltan.

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Al desplomarse se transforman en arena y el equipo que se encuentra a la cabeza es frecuentemente sepultado. Al avanzar el trabajo en el túnel encontramos los cuerpos de los desafortunados. Entonces en una camilla llevada por dos camaradas lo conducen al crematorio…y eso pasa desgraciadamente muy a menudo.

Lo único que no ha cambiado aquí es la comida. Para sobrevivir y resistir es necesario siempre y a toda costa procurarse un suplemento. Menos mal que desde algún tiempo la solidaridad se organiza en el campo. Después de pasar la lista de la tarde, el contacto entre nosotros es más fácil que antes. Ahora tenemos camaradas que tienen un puesto interesante y arriesgando sus vidas obtienen algunos alimentos que por la tarde se pueden distribuir y compartir.

Empiezo a conocer toda la maquinaria del campo. Nuestro capo principal se ha marchado porque los SS le han dado otras responsabilidades. Nos queda el segundo y eso una suerte porque es el mejor: «Voy a pasar a capo principal, me dice, en ese momento te nombraré titular, porque he notado que conoces bien tu profesión».

Efectivamente una mañana después de la lista, ya que como habitualmente me junto con mi grupo, nuestro nuevo capo con su nuevo galón principal, se pone a la cabeza del comando de la carpintería. Andamos como siempre en filas de cinco hasta el taller. Llegados a la puerta sube las cuatro escaleras y nos tiene un discurso sobre la disciplina que tenemos que seguir bajo su mando. Añade al mismo tiempo que él nombra a Jo….Jo ¡soy yo!. Nunca hubiera imaginado que un capo pueda en este universo mantener una promesa hecha unos días antes. Me asigna mi lugar de trabajo. El banco y las herramientas son todas nuevas, no llego a creerlo.

Era demasiado bonito, esto no podía durar mucho tiempo tanta suerte. El civil responsable del trabajo como de costumbre da su vuelta, supervisa el programa, mira los trabajos que se están haciendo. Llegando

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delante de mí mira sorprendido sin comprender lo que yo hago allí a mi edad. Llama secamente al capo que acude de inmediato. El civil le pide explicaciones sobre el puesto que me ha asignado. No convencido por su respuesta decide hacerme ejecutar un trabajo profesional para verificar si el capo no me tiene enchufado. Me enseña un plano de construcción que necesita puertas y ventanas de carpintería. Me mira con una sonrisa irónica, persuadido que vista mi juventud, seré incapaz de realizar este trabajo.

Es imperativo que gane el desafío que acaba de proponerme, si no, pierdo mi puesto y eso sería mi ruina y quizás también la del capo que me lo ha confiado.

Me pongo enseguida a estudiar el plano. Tengo suerte que este realizado según las normas internacionales. Empiezo por preparar la lista de madera que necesito. Pero el civil que después de dos días observa mi trabajo me hace comprender con ironía que él duda si toda la madera que yo he cortado, es verdaderamente necesaria. Dirigiéndose al capo le dice que no tiene confianza en mí, que todo eso es un despilfarro e incluso quizás hasta: ¡Sabotaje!

El capo que sigue de cerca mi trabajo le explica que mi método

consiste en cortar de una sola vez toda la madera necesaria para el conjunto de la obra y sólo después ensamblaré las piezas. Para tranquilizarlo le propone hacerme montar inmediatamente una ventana y presentársela completamente terminada. Refunfuñando el civil acepta verlo… Antes de que pierda la paciencia debo enseñarle lo que sé hacer. Entonces sin perder tiempo me pongo a trabajar sin levantar la cabeza ni un minuto.

A su próxima visita de control, estaré listo para enseñarle de lo que soy capaz y quizás de esta manera salvar mi piel.

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No tarda. Apenas han pasado dos días y vuelve. Tengo la clara impresión que el objetivo principal de la visita es controlarme. Cuando entra en el taller, la primera pregunta al capo es: « ¿Entonces esta ventana está terminada? ». Con el ceño fruncido examina mi trabajo por todas partes y me doy cuenta que está sorprendido del resultado a causa de mi juventud. Entonces, esta vez, dirigiéndose directamente a mí, pero sin hacer comentario, da el visto bueno a mi nombramiento.

La angustia que me atormentaba durante estos días, cae de golpe. Me siento vacío pero salvado.

El problema que queda por resolver es encontrar el medio de sobrevivir a esta hambre que atenaza las tripas, ya que aunque estamos aquí al abrigo de la intemperie y eso es un inmenso privilegio, nosotros no recibimos a pesar de todo más que la ración del campo. ¡Tengo hambre, tengo hambre! Me golpea la cabeza. ¡Tengo hambre!

He conocido a un detenido que trabaja en la sala de máquinas y me ayuda cada vez que puede. Me tiene al corriente de las astucias que permiten obtener algunos suplementos.

Ayer tarde antes de que se apagara la luz, un camarada me ha pedido que si yo estuviese de acuerdo para ir a buscar patatas con mi caja de herramientas, que es bastante grande como para esconderlas. Naturalmente que he aceptado y esta mañana salgo con un aire lo más natural posible. Con mi sierra de carpintero en la mano, doy la impresión de ir a reparar alguna cosa, frente a los SS que rondan todo el tiempo por estos parajes.

El depósito de patatas se encuentra en el otro extremo de la zona de trabajo. Atravieso por primera vez todo un territorio infrecuente para mí con la obsesión de hacerme reclamar por un SS que estaría intrigado de verme por allí. Los camaradas me han avisado que llegado este caso sólo yo sería responsable. ¡Un sólo castigado es suficiente!

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Se trata de correr este riesgo o morir de hambre. He elegido.

El depósito de patatas está situado en un refugio circular cubierto

de paja para evitar que se hielen. El camarada responsable ha sido prevenido de mi llegada, debe hacerme una señal antes de que yo entre en el depósito, ya que la mayor parte del tiempo los SS se encuentran por allí o en los alrededores.

Ahí estoy la primera vez cerca del depósito. El camarada se acerca hacía mí para enseñarme el sitio donde esperar la señal. Frente al depósito hay siempre vagones con grava y arena que son producidos por una moledora que se encuentra en las proximidades de lo que llamamos Sota-Silo. Es allí donde voy a esconderme a esperar la señal de mi camarada. ¡Listo, la vía está libre! Enseguida me precipito y una vez en el interior, en la oscuridad, a tientas, deprisa y corriendo, lleno mi caja con las patatas sin quitar ojo al rectángulo claro de la puerta y la llegada del camarada que debe darme la señal para salir. Una vez fuera tengo que asumir mis responsabilidades. Cada vez que cruzo un SS, hago un esfuerzo para que no pueda adivinar el excesivo peso de mi caja. Esperemos que ella y yo demos la apariencia de normal.

Todo ha pasado sin pegas y estoy muy orgulloso de traer mi botín a mis camaradas, sobretodo porque en la carpintería podemos cocer las patatas en las marmitas de agua caliente que permanentemente mantienen al pegamento líquido. Un camarada se ocupa de esconder nuestro botín en sitio seguro, su trabajo consiste en vigilar la caldera alimentada por la viruta de madera en la habitación donde seca la madera. También cocina para el capo que a cambio cierra los ojos sobre nuestro dispositivo. Otro camarada está al acecho. De contado que señala la llegada de los SS, cubrimos la marmita con algunos trozos de madera sin estropear la cocción. ¡¡¡Patatas cocidas!!!

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Acabo de conocer a un detenido que protege a un austriaco, antiguo seminarista y profesor de historia, que está detenido por sus escritos anti-nazis. El comandante del campo ha dado a este hombre de cultura la responsabilidad de inventariar los objetos que han traído de unas excavaciones de un viejo castillo de los alrededores. Su oficina se encuentra en el cuartel de los SS. Tiene la posibilidad de hablar con los deportados que llegan de Viena. Mi camarada me informa del trabajo formidable que hace este hombre desde los primeros días de llegada al campo. Anota cotidianamente todas las atrocidades que pasan delante de sus ojos, persuadido de que una vez que la guerra termine, los SS van a borrar todas las huellas de sus crímenes cometidos aquí. Entonces cada vez que él puede, confía una hoja a un colega de confianza, su cómplice.

Esta noche mi camarada con mucha precaución me ha enseñado una carta de su mujer, que se encuentra actualmente en Suiza con sus hijos y algunas fotos de su familia. Un verdadero tesoro en este infierno que ha podido obtener gracias al contacto que el profesor tiene con el exterior. El profesor habla muy bien el francés. Este es el motivo por el que está unido a mi camarada, antiguo comandante de marina, él también muy culto y hablando bien el francés. Cada vez que es posible se encuentran después de la lista de la tarde y el profesor lo informa sobre la situación en el exterior. Es muy importante para nuestra moral, nos informa de esta manera que los alemanes ahora se encuentran acorralados en todos los frentes. En fin estos “súper hombres” sufren a su vuelta, la otra cara de la moneda, la aviación de los aliados empieza a bombardear el territorio del 3er.Reich*. Mi amigo me enseña incluso un periódico que dice que una ciudad ha sido destruida. Al mismo tiempo en este artículo, su propaganda denuncia, las acciones que ellos dicen criminales de los aliados.

Todo el país es ahora susceptible, en todo momento, de sufrir los bombardeos de los nuestros.

Estas noticias son excelentes para la moral. Pero ¿cuanto tiempo tendremos que seguir luchando por nuestra supervivencia?

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Ahora, es regular, una vez a la semana me ocupo del

abastecimiento de patatas. Esto funciona muy bien durante un cierto tiempo hasta que un día me doy cuenta desde el camino hacia el almacén que la guardia de los SS a sido reforzada. Los oficiales controlan las idas y venidas de cada deportado y cada uno es naturalmente sospechoso. Estoy comprometido y no puedo dar marcha atrás sin levantar sospechas. Continúo pues mi camino con paso decidido, aire normal, con el fin de que los SS que cruzo, me vean pasar con mi caja de herramientas sin ocuparse de mí. Me dirijo con seguridad, al menos en apariencia, hacia el depósito de patatas donde encuentro algunos camaradas que también vienen a abastecerse. Los vagones que están allí nos siguen protegiendo el tiempo de esperar la señal. Otros camaradas llegan. Ahora somos cinco y la señal no llega. Empezamos a temer lo peor, cuando vemos de lejos llegar un oficial SS que se dirige derecho hacía nosotros. Muy rápido escondo mi caja de herramientas porque en este sitio ¿cómo justificar su presencia? Estamos en el límite del territorio del campo, las alambradas y el mirador están muy cerca apenas a unos cuarenta metros. Viendo los SS acercarse cada vez más, me alejo lentamente del grupo.

¡Estoy seguro que se han dado cuenta de este tejemaneje!

¡Me digo y los otros sin duda también, que esta vez nos han cogido!

El oficial interpela al primer camarada. Como un autómata, temblando de miedo el desafortunado se descubre ante él. El SS anota su número de matricula en su cartilla y después de tratarlo de todos los nombres, lo muele a golpes antes de soltarlo.

Tengo que evitar cueste lo que cueste caer en sus garras. Mientras hace sufrir la misma suerte a un segundo camarada, yo intento alejarme, siempre lo más discretamente posible y me voy acercando poco a poco a un grupo de unos veinte deportados que trabajan en las vías del tren. De

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reojo vigilo al oficial. Acaba de preguntar al cuarto camarada cuando me introduzco en el grupo. Pero desde que termina de molerlo a palos comienza a buscar a su alrededor el último a maltratar. Yo había esperado que no hubiese contado cuantos éramos, pero me he equivocado; esos hombres son verdaderos diablos. Mira alrededor de los vagones, quiere a toda costa su quinto. El pánico se apodera de mí cuando lo veo venir hacia el grupo donde me he refugiado. Al llegar cerca de nosotros el capo hace su recuento en un cuadro impecable y le anuncia el número de hombres que dirige. El oficial le solicita reunir el grupo y contarlos. Una vez terminada la operación, con un resplandor cínico en sus ojos, pregunta al capo que le indique el que no hace parte del “lote”. El capo me arranca brutalmente de la fila y me empuja delante del SS.

Es mi turno, me cuadro delante del que tiene sobre mí, lo sé, derecho de vida o de muerte.

Me mira extrañamente, quizás sorprendido por mi audacia.

Espero crispado esperando lo peor, pero en posición firme irreprochable.

Veo entonces cambiar su cara de expresión y vaya a saber por qué, este hombre que viene de moler a palos a cuatro de mis camaradas, me dice casi sarcásticamente: « ¡Eres un pequeño astuto tú, venga, lárgate!» Y me da una gran patada en las nalgas que yo llego casi prácticamente a esquivar de lo rápido que me voy.

Me doy cuenta de la suerte que acabo de tener otra vez.

Por si fuera poco, contrariamente a mis camaradas, el SS no ha tomado mi número de matrícula, con lo que no tengo nada que temer para el futuro.

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Vuelvo directamente al taller porque claro, no es el momento de recuperar la caja de herramientas, por lo menos en estos momentos. Me pongo de acuerdo con mis amigos, para que durante algún tiempo espacie un poco mis salidas.

De vuelta al campo para la lista de la tarde, después de mi desaventura en el silo, veo al lado de la puerta principal de entrada el aparato de tortura que sirve para los castigos. Es ahí encima donde nuestros torturadores traban las piernas y los brazos de los deportados castigados con el trasero puesto para atrás. Es ahí donde ellos les asestan veinticinco golpes de porra…o más. Sabemos que la víctima tiene que contar en alemán, los golpes que recibe sin equivocarse ni una sola vez, si no, estos cabrones empiezan todo de nuevo.

Muy pocos llegan a sobrevivir a una doble paliza y si lo superan, la vida terrible del campo y la infección de las heridas hacen el resto.

Este es pues el siniestro espectáculo que los SS nos reservan esta tarde después de la lista y de que yo pudiera haber sido victima también, si por desgracia el oficial hubiera notado mi matricula.

A pesar de este miedo que no me deja desde mi desaventura, he retomado mi pequeño tráfico de patatas y siempre, si me pillan, con la misma consigna de silencio.

Afortunadamente no tengo que demostrar mi coraje porque sé que nadie puede estar seguro de su comportamiento frente a la tortura y yo, no más que los otros.

Por el momento mis camaradas y yo tenemos tanta hambre que

prefiero tomar riesgos para obtener esas pocas patatas.

En el taller tenemos otra clase de actividad clandestina, la realización de muebles destinados a los civiles del exterior. Con la

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complicidad de los civiles disponemos de un sitio en el depósito de madera fuera del taller, donde podemos poner a salvo el trabajo terminado. Durante la noche cuando la guardia se concentra alrededor del campo, los alrededores quedan libres para los ribereños. El taller se encuentra cerca de la carretera. Esto facilita el paso de los camiones que entregan la madera. En el sitio donde la carretera atraviesa la línea de alambradas, hay una puerta que los SS abren después de la lista de la noche. Es por ahí por donde los civiles de los alrededores pueden circular.

Entonces, el capo con la complicidad del civil me ha ordenado hacer algunos muebles. Por supuesto tengo que hacer ese trabajo fuera de la vista de los SS quienes de vez en cuando hacen una visita a la carpintería. En estos casos hay que esconder rápidamente el trabajo porque siempre están listos para encuestas y castigar a la más mínima sospecha. Un camarada tiene que vigilar permanentemente sus eventuales incursiones. Un día aparece por sorpresa el comandante en jefe, ingeniero de los trabajos, acompañado por algunos oficiales en el taller. Yo vengo de terminar un mueble que se encuentra ahí, llamando la atención. Junto a mí hay un montón de cuñas entrecruzadas que están apiladas sobre una altura de dos metros para secarse. Mientras que el capo se precipita para recibir a los oficiales, yo provoco con un gesto voluntariamente torpe, la caída de estas cuñas. Al caerse cubren casi por completo el mueble. El estrépito de la caída crea confusión, entonces el capo enfureciéndose me ordena poner inmediatamente todo en orden y dirigiéndose a la visita los invita a controlar los trabajos actuales. Aliviado, los veo dirigirse al otro lado del almacén. Estoy completamente vacío, pero los camaradas han apreciado mi reacción rápida que ha evitado la catástrofe general. A su vuelta, el capo me da un abrazo para felicitarme. El camarada que está encargado de hacer guardia no comprende por qué no los ha visto llegar. Ellos nos tienen acostumbrados a verlos llegar por la carretera y esta vez han venido

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bordeando el taller. Mira al capo y se ve en sus ojos que le pide su indulgencia. Este simplemente nos dice que de ahora en adelante tenemos que gastar cuidado y redoblar la vigilancia.

Cajita de madera efectuada por José en el taller de carpintería de Gusen ¡Que bella visión hemos tenido hoy en el cielo! Un número increíble de bombarderos aliados han sobrevolado el campo en dirección de Linz. Algunos minutos después escuchamos el ruido de las bombas que caían sobre la ciudad. Después de la primera ola han llegado más. Nunca había visto tantos bombarderos al mismo tiempo. El desfile ha comenzado por la mañana para terminar hacia las 16 horas. La DCA alemana que esta instalada en los alrededores ha abatido desgraciadamente a siete. Hemos observado con angustia los trozos de los aparatos dispersarse por el cielo y a los hombres de cada tripulación bajar con sus paracaídas.

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La carpintería está situada sobre una altura que domina el campo y sus alrededores, es así como hemos podido ver con impotencia como uno de estos hombres caía sobre el cuartel de los SS. Varios guardias y oficiales esperaban con la metralleta en la mano. El desgraciado ha levantado los brazos nada más llegar al suelo, pero enseguida los SS han disparado sobre él como si fuera un títere desarticulado. Lo hemos visto derrumbarse en mitad de esos salvajes desbordados de alegría. Claro que ya conocemos la manera de hacer de los SS. El crimen es para ellos moneda corriente, pero para nosotros, se trata de un aliado que acaban de abatir bajo nuestros ojos, es por eso que montamos en cólera. Al mismo tiempo viendo esos bombarderos, comprendemos que la guerra realmente ha cambiado, cosa que hace tan sólo unos meses no nos hubiéramos atrevido pensar. Esta tarde, al llegar al campo después del trabajo, se percibe claramente el nerviosismo de los SS. El comandante como de costumbre nos ve desfilar pero, con agrado nos damos cuenta que ha perdido un poco de su arrogancia. Por primera vez los aliados han podido bombardear esa parte de Austria. Esto los pone nerviosos y nos entusiasmamos, aunque recibimos más palos de lo habitual. Una vez terminada la lista, el comandante procede personalmente a seleccionar un comando que mañana deberá restablecer la línea de ferrocarril bombardeada en el apartadero de Linz. Mala suerte, me han designado a mí también. El secretario anota mi número y una vez llegados al bloque avisa a los seleccionados que serán llamados a las tres de la mañana. De mi bloque somos unos veinte que formamos parte de ese comando. A la hora de reunión, en la plaza de la lista, nos encontramos dos grupos de un centenar de deportados preparados para coger un tren que nos va a llevar al lugar de los bombardeos. Desde la salida del campo hasta el sitio de embarque andamos en un corredor de SS y de pastores alemanes. Nos hacen subir al tren compuesto únicamente por vagones de mercancías, que cierran inmediatamente desde el exterior y salimos hacía Linz a 22 kilómetros de aquí.

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Cuando el convoy se para, la puerta del vagón se abre sobre un puente metálico. Estamos encima del Danubio. Chillando, los oficiales SS y los capos nos hacen bajar como siempre a golpes de porra. Reunidos una vez más en filas de cinco, avanzamos. Una vez fuera del puente distingo a lo lejos soldados, que formados, nos esperan con su arma en mano. Una vez que llego cerca de ellos veo que son soldados muy jóvenes, entre quince y diecisiete años, que llevan el uniforme de SS y que teniendo en cuenta su juventud, les cuesta trabajo llevar correctamente su fusil. Nos miran como si fuésemos hombres muy peligrosos… ¡En nuestro estado! Es evidente que han sido avisados de la importancia de su misión. Están ahí para reforzar los guardias que nos conducen hasta la línea que tenemos que restablecer a unos dos kilómetros de distancia. Avanzamos hacía el apartadero a través de las ruinas dejadas por los bombardeos. El destrozo es de verdad considerable: vagones despedazados, vías torcidas, enormes hoyos formados por las bombas de gran calibre. Es allí donde tenemos que limpiar y crear espacio para restablecer la línea principal. Los capos siguen las órdenes de los SS, forman varios grupos y enseguida los guardias nos rodean. Como siempre delante de los oficiales los capos nos acosan a golpes de porra, tenemos que trabajar rápidamente. Para los SS este trabajo es muy importante ya que la línea tiene que restablecerse lo más rápido posible. Para todos nosotros es el infierno y además: ¡Desde las tres de la mañana no tenemos nada en el estómago! Por fin, al mediodía nos traen una sopa, una ración miserable que tragamos todos en pocos segundos, mientras que nuevos SS remplazan la guardia que se va a comer al cuartel de la localidad. Durante la tarde, la sirena de alarma anuncia la inminencia de un nuevo bombardeo. Todos, civiles, prisioneros de guerra y STO corren hacía los refugios, mientras que nosotros quedamos allí mismo. Los SS a golpes de matraca nos obligan a introducirnos en los agujeros que dejaron las bombas y ellos se meten en los que están alrededor nuestra con la

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metralleta en posición de tiro. Escuchamos el ruido de los aviones que nos sobrevuelan, pero por su altitud, esperamos que esto no sea para nosotros… Esta alerta ha durado aproximadamente media hora, lo que nos ha permitido, a pesar de la tensión, descansar. Al mismo tiempo hemos tenido suerte de no haber estado en pleno objetivo de los aliados. El trabajo empieza de nuevo, los SS gritan por no perder la costumbre y los capos pegan a brazos partidos…para no perder la costumbre. “¡Los, los, schnell*!”. Por la tarde nos reúnen. Estamos extenuados, pero es necesario andar hasta el puente que atraviesa el Danubio para coger el tren que nos devuelve al campo. Llegamos hacia las diez de la noche, todo el mundo duerme en el bloque. Nos han guardado nuestra ración de pan y de café. Mis camaradas y yo estamos desmoralizados, sólo tenemos cuatro horas para descansar antes de volver a tener mañana el mismo infierno y quizás con el premio de un bombardeo, que aunque no esté destinado para nosotros, arriesgamos a que nos alcance. Termino mi ración y exhausto, me voy al momento por fin a acostarme. El secretario del bloque me previene que, mañana, tengo que quedarme en el campo. ” ¡Tú tienes que trabajar en la carpintería!” No tengo ni siquiera el ánimo de saborear mi suerte, aliviado, me desvanezco sobre mi catre y me quedo dormido tan profundamente que ni me entero de la salida de mis camaradas que van hacía un nuevo día terrible Regreso pues al taller y allí me informan que como estoy en la lista de carpinteros titulados, el mismo comandante-ingeniero ha reclamado mi vuelta.

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¡Que suerte tengo en este infierno de ser carpintero, un verdadero carpintero! De vez en cuando me confían tareas bastante arriesgadas, las hago siempre con miedo de ser descubierto. Ser descubierto, todos sabemos lo que eso comporta… Mi amigo, el protegido por el profesor austriaco, me enseña un periódico que anuncia en primera página, el desembarco de los aliados en Francia. Hay hasta una foto del bombardeo de Caen. ¡Imagínense la inmensa esperanza que eso representa para todos los que estamos aquí! ¡Francia se libera! Pero aquí, una alegría, lo sé ahora, nunca es completa. Mi familia se encuentra en Caen. ¿Cómo irán? ¿El bombardeo les habrá afectado? Estoy muy inquieto…y ¡tan lejos de ellos! Así nos mantenemos regularmente al corriente de la situación gracias al profesor. Mi amigo me habla también de sus actividades, sin divulgarlas a los otros camaradas. Sería demasiado arriesgado para nuestro amigo austriaco. Los días y las semanas pasan, los acontecimientos exteriores evolucionan al parecer a nuestro favor. El ánimo es bueno, pero hay que seguir luchando para sobrevivir, sobretodo ahora que tenemos la esperanza en una victoria próxima. ¿Pero cuando? Mis trabajos clandestinos en la carpintería me permiten obtener algo de alimento diferente a la sopa del campo. A veces los jefes de bloque me encargan un armario, estanterías o algunas pequeñas reparaciones. Todo esto se puede hacer gracias a la complicidad de algunos camaradas que introducen el material al interior del campo.

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Nosotros sabemos que todos los jefes de bloque tienen una reserva importante de pan y margarina, además se aprovechan de la mortalidad muy importante de los detenidos. Sabemos que las raciones se acumulan en sus armarios. En cuanto a ellos, saben que nos morimos de hambre y con esas provisiones nos pagan el trabajo clandestino. Esos trozos de pan, esa taza de mermelada o de sopa que nos dan todas las noches después de la lista nos ayudan a mantenernos y como el hambre hace tiempo que se ha convertido en nuestra principal obsesión, por la noche cuando compartimos esos suplementos, pensamos aún en nuestros camaradas desparecidos a quien estaban destinadas estas raciones. Como tengo aún la famosa caja de herramientas, el capo me pide ir a buscar carne fresca que viene del exterior. Ha sido depositada en un escondite preciso donde me espera un camarada. Lleno mi caja como estaba previsto. En el camino de vuelta veo de lejos un SS y me acuerdo enseguida del desafortunado encuentro, el día que fui a buscar mis patatas. Para evitarlo cambio discretamente de recorrido, rodeo el taller y entro por la ventana de la sala de maquinas. Los camaradas que han seguido el altercado cogen la caja y la esconden muy rápido en sitio seguro… Una vez que pasa el peligro recupero mi caja, cojo de camino unos trozos de carne para los amigos y llevo el resto al capo que a su vuelta me gratifica también con algunos trozos. Los camaradas me esperan para hacer hervir el regalo inesperado. ¡Que fiesta para todos nosotros! No paro de repetirme que tengo la profesión más bonita del mundo porque me protege muy a menudo de la muerte. Esta tarde cuando volvemos al campo después del trabajo sentimos un nerviosismo creciente entre los SS, lo comprendemos y nos alegramos, teniendo en cuenta la tendencia de las noticias que recibimos. Una vez que termina la lista de la tarde, volvemos como de habitud a nuestros bloques. Allí el jefe y el secretario proceden a una nueva selección, pero esta vez sin la intervención de los SS. Con rapidez

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eligen los más débiles entre nuestros camaradas. Es sin duda de la misma forma en todos los bloques del campo. Una vez terminada la selección, encierran a todos estos desgraciados en un bloque pues estos cabrones, con antelación, han sellado las ventanas para hacerlas herméticas y envían seguidamente el “Zyklon-B”, gas de triste memoria, bloqueando las puertas. Nuestros pobres camaradas previendo la terrible muerte que les esperaba se hacinan delante de las ventanas, pero los SS y los capos están ahí para vigilar todas las salidas. Tenemos la impresión de que esta barraca va a explotar, los alaridos son tan horribles que el enloquecimiento de estos desgraciados es perceptible desde el exterior. Es insostenible, sin embargo, nosotros, sus camaradas, estamos allí, impotentes, paralizados por el horror. Pensando en un levantamiento en el campo, los centinelas de los miradores dirigen sus potentes faros sobre la barraca. ¿Después de cuanto tiempo ha vuelto el silencio? De lo que estoy seguro es que el equipo de limpieza ha trabajado el resto la noche. En ese instante, estoy convencido de que esa pesadilla me perseguirá toda la vida. Sin embargo, una vez que llega el día, nuestros verdugos reemprenden su actividad como si no hubiera pasado nada. Pero para todos nosotros esta noche queda gravada para siempre en nuestras memorias. ¡Exterminación! ¡Exterminación! Llegando al taller, nos damos cuenta que falta un camarada, un carpintero muy bueno y muy buen camarada. Nuestro capo nos informa que ha sido salvajemente asesinado en ese maldito barracón la noche pasada. El jefe del bloque lo seleccionó a causa de una herida, una especie de úlcera, que tenía en su pecho y que no se curaba. Todos nosotros aquí

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lo sabíamos porque lo veíamos cuidarse todos los días en el taller. Por desgracia, la selección se hace desnudo y las heridas de nuestro camarada lo han conducido directamente a la peor de las muertes. Todos nosotros somos conscientes que para nosotros la salvación está aquí, en la carpintería, porque en el campo nos puede pasar de todo y siempre lo peor. ¡Que terrible noticia! Acabamos de enterarnos que han metido al profesor austriaco en la celda de castigo, en el gran edificio de granito que se eleva cerca de la puerta de entrada. Según mi amigo, después de algún tiempo, el profesor se asombraba de no tener mas contacto con el exterior. Estamos todos muy inquietos por él, sabiendo que es lo que le espera en ese edificio. Mi amigo tampoco está tranquilo porqué además tiene miedo que lleguen hasta él a causa de la correspondencia que ha recibido de Suiza y de las informaciones que han llegado desde el exterior y que nos ha comunicado de vez en cuando gracias al profesor. A nuestra liberación nos enteramos que la GESTAPO había detenido a algunas personas que estaban en contacto con el profesor y que, bajo tortura, lo habían denunciado. En cuanto al profesor, ha sido torturado y matado por eso, pero no ha dicho ni una sola palabra. Nadie ha sido acosado. Este antiguo seminarista austriaco merece todo nuestro respeto por el trabajo efectuado desde su llegada a Gusen y por la ayuda considerable que ha aportado a numerosos camaradas y en fin por su magnifica actitud ante la muerte. Después de la desaparición de este hombre admirable, las únicas noticias que llegan del exterior nos vienen de los convoys* que en la actualidad llegan de toda Europa. Uno de esos transportes llega del campo de Mauthausen con un grupo de camaradas que habíamos conocidos allí. Nos piden que protejamos a uno de ellos que es comunista. Mi camarada que también

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está en el partido se las arregla para introducirlo en la carpintería, donde podemos ayudarlo, por lo menos para la comida. Por la noche en el bloque hago amistad con el nuevo. Cada vez que es posible, le llevo una fiambrera de sopa y un trozo de pan. Yo siempre he sido simpatizante comunista pero nunca he estado afiliado al partido. Los dos hablamos mucho. Debate muy bien y se propone darme clases sobre lo que es ser un “buen comunista”. Claro que lo escucho, pero cada vez que quiero decir algo lo exaspero, ya que no comprende que se pueda contradecir su teoría. Siempre me ha gustado dialogar y obedecer ciegamente no está en mi carácter, así que tengo la impresión de ser reclutado. Soy franco y sincero y creo que por el diálogo y la comprensión se llegan a acuerdos sin tenerse rencor. Mi camarada me informa que el líder ha propuesto que me reemplacen en la carpintería por un camarada del partido. Sin embargo, para mí, gracias al título de carpintero cualificado, no pueden hacer nada en ese sentido. Para mí es muy duro sufrir sus comportamientos contra mi consideración y ser condenado a causa de mi libertad de expresión. Sin mi profesión esto me podría haber costado muy caro. A partir de ese día, me comporto de manera diferente y guardo mí distancia con él. En Francia ha tenido lugar el desembarco, pero nosotros todavía estamos aquí. A pesar de nuestra situación sentimos que las cosas están cambiando rápidamente en el exterior y el civil que está en la carpintería nos lo hace comprender de manera indirecta. Empezamos a soñar con libertad. Para mantener este sueño los aviones de caza soviéticos nos sobrevuelan cada vez más a menudo.

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Con cada alerta, los SS, nos obligan a ir al túnel que sirve de fábrica del material de guerra. Como refugio no hay nada mejor. Pero hacernos entrar a todos allí dentro necesita tiempo y esto pasa siempre en medio de voces y bajo los golpes. Durante la última alerta sintiendo a los SS cada vez más nerviosos, mi camarada, comandante de marina y amigo del profesor austriaco asesinado, me dice acercándose al túnel “vamos a intentar entrar los últimos…tengo la impresión que nos están preparando una sorpresa desagradable.” Mientras más nos acercamos, mejor vemos que las entradas principales del túnel están completamente obstruidas con cemento y que han dejado tan sólo una pequeña abertura de dos metros cerrada con una puerta metálica de barrotes gruesos. “Ves, si hubieran decidido exterminarnos con gas y entramos los últimos, estando delante de la puerta con barrotes, estarán obligados a matarnos con una ráfaga de metralleta…esa muerte será una mejor.” Con esta siniestra perspectiva nos rezagamos para ser de los últimos en entrar en el túnel, pero tenemos a los SS y sus perros sobre nuestros talones vociferando. “¡Los, schnell*!” ¡Que momentos de angustia! A través de los barrotes no perdemos de vista a los SS. El menor de sus gestos nos aparece sospechoso. Hay un silencio total durante algunos minutos. Los SS nos impresionan como siempre, quizás están esperando órdenes para exterminarnos allí, en este agujero. El silencio se prolonga angustiosamente. No es posible haber resistido hasta este momento para acabar acorralado como las ratas a tan poco tiempo de la victoria de los nuestros. Porque nosotros sentimos muy bien que la victoria se acerca. ¡Está llegando! ¡Fin de la alerta! Los SS se acercan a nosotros…abren la puerta y nos dan la orden de salir. Nuestros corazones estallan de alegría, pero ni siquiera podemos manifestarlo.

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Los camaradas que habían entrado los primeros en el túnel han estado más de dos horas apretados los unos contra los otros. Al menos un centenar de ellos han perecido asfixiados. Gracias a la idea de mi amigo, para nosotros dos ha durado tan sólo unos minutos, pero tan largos, tan largos. Todos nuestros verdugos están cada vez más nerviosos. Hoy el pánico se ha extendido por todo el campo. Estamos convencidos de que todo está listo para exterminarnos. Así, después de la lista de la noche hacemos circular la consigna de bloque en bloque: “Si los SS nos ordenan ir al túnel, tenemos que sublevarnos todos juntos." Pero no pasa nada… Nos enteramos que han hecho una reunión para decidir sobre nuestro exterminio total. ¡No debe quedar rastro nuestro! También nos enteramos que algunos entre ellos han retrocedido ante esa decisión extrema, esperando sin duda que su actitud les sea reconocida más tarde en su favor. Cuanto más pasan los días, más sentimos que todo está cambiando, quizás que por fin el final de esta sucia guerra está próximo. Los SS han perdido su arrogancia habitual. ¿Eso son los hombres superiores? El miedo empieza a quitársenos y aparece el desprecio. Esto nos hace más fuertes, nos sentimos más humanos, ya que este miedo perpetuo es envilecedor.

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¡Sí algo ha cambiado! ¡Se percibe en el aire! Acabamos de despertarnos. Que tranquilidad. Un silencio total nos rodea, no hay gritos de capos, nada, absolutamente nada. Con prudencia y sin problemas salgo del bloque y no creo lo que ven mis ojos; en vez de los SS veo varios hombres de una cierta edad que llevan uniformes de policías. Parece ser que los SS los han movilizado para proteger su retirada. Con mis camaradas, nos damos cuenta que estos hombres están trastornados por el espectáculo que les ofrecemos. Yéndose del campo los SS han dejado tras ellos algunos de los capos que han tenido el comportamiento menos agresivo a nuestra vista y se han llevado con ellos a los más terribles…quiere decir a mucha gente. A pesar del deseo de venganza que llevamos dentro desde nuestra llegada aquí, sabemos bien que no es sobre esos hombres, aunque ellos nos

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hayan guardado, sobre los que debemos ejercer justicia. Antes de entrar aquí éramos hombres responsables y lo somos todavía. ¡No! No han conseguido deshumanizarnos completamente y nuestro comportamiento de hoy lo prueba. Este extraño día avanza…y por la tarde por fin, por fin, por fin: ¡Un carro de combate americano atraviesa la puerta principal! ¡Que imagen! Es casi irreal. Un inmenso grito de alegría se alza sobre este infierno, un grito cuya intensidad no se puede imaginar, una cosa que nunca se ha escuchado. ¡El grito de la vida reencontrada! ¡El grito de la libertad! Hoy una vez más en este lugar maldecido nuestra alegría no puede ser perfecta. En los ojos inmensos y huecos de los moribundos, nuestros camaradas de sufrimiento, leemos impotentes: “¡Es demasiado tarde camaradas, para nosotros ha terminado!”. ¡Estas miradas son insostenibles! No es posible que un día podamos olvidarlas, nos hacen demasiado mal. Sin embargo nuestra alegría es inmensa. ¡¡¡Los americanos han llegado!!! Por supuesto, algunos detenidos que no llegamos a controlar se embravecen contra algunos capos y eso se comprende. Al contrarío algunos capos que han tenido un comportamiento más humano participan con nosotros en la alegría de la liberación. Los americanos nos advierten que ellos solo están en patrulla de reconocimiento y que el grueso de la tropa se encuentra a una veintena de kilómetros de allí. También nos previenen que tenemos que estar alerta

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porque los SS están dispersos por la región. “Tenéis que organizaros para poder resistir cuatro o cinco días sin ayuda, hasta la llegada de nuestras fuerzas.” Los americanos han reunido a todos los guardas alemanes que depositan sin problemas las armas a sus pies…y nosotros vemos a esos hombres alejarse sobre la carretera, bien escoltados. Siento que nuestra pesadilla se aleja con ellos. Esa imagen nos dice que estamos libres. ¡LIBRES! El campo ha cambiado ahora de atmósfera. Algunos toman los fusiles. Es necesario organizarse para asegurarse el abastecimiento. A pesar de la alegría de nuestra nueva libertad, vemos con certeza que la situación es espantosa. Todos esos hombres famélicos, los cadáveres que se amontonan por todas las partes… En medio de todos esos desbarajustes, de todas esas alegrías mezcladas a todas esas penas, pienso de golpe en mi camarada tuberculoso que hemos protegido llevándole a la enfermería con la complicidad del responsable. Durante las selecciones hemos podido sustraerlo a los SS. En medio de todos estos acontecimientos no tengo noticias de él, reconozco que incluso lo he olvidado. Me precipito a la enfermería donde reina un desorden indescriptible. Mi amigo viene penosamente a mi encuentro, muy contento de verme. Hay mucha esperanza en sus ojos de enfermo. “Ves, Jo, no puedo correr, pero si me ayudas a ir a Mauthausen, estoy convencido que allí en el campo podré beneficiarme del equipamiento y del cuidado de los médicos”. Me digo que aquí en Gusen, es el infierno, tengo que hacer algo por él, que este hombre no ha sobrevivido hasta ahora para que yo lo abandone tan cerca de la meta. Cuento con otro

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camarada, que también he sostenido en momentos difíciles, para que me ayude, pero con toda esta agitación no lo encuentro por ninguna parte. Sé que no será fácil, pero voy a sacar a mi amigo de allí. ¿Pero como? No lo sé, pero ya se me ocurrirá algo… Otros tres camaradas, compañeros de miseria en el mismo estado físico que él, han comprendido que voy a hacer algo para ayudarlos y se quieren unir a nosotros. Me encuentro delante de un caso de conciencia, no los puedo abandonar aquí, ahora que acabamos de ser liberados y que quizás tenga suerte de salvarlos, pero tres son muchos… Parto para Mauthausen a la cabeza de un grupo de enfermos. Transformado en enfermero conduzco mi pequeño grupo, lentamente, con pequeños pasos, a cinco kilómetros de aquí, hasta el campo central. Es un camino largo y penoso para ellos. Nos tenemos que parar muy a menudo para que recuperen un poco. ¡Están tan débiles! Por la noche muy tarde, llegamos finalmente a Mauthausen. Les pido que me esperen el tiempo necesario de encontrar un responsable que pueda ocuparse de nosotros. El campo parece estar bien organizado. Pero como en Gusen, los cadáveres se hacinan por todas partes. Tengo que dirigirme al comité que se ha constituido para solicitar ayuda. Me doy cuenta que los camaradas encargados de la organización están desbordados. Somos libres, pero seguimos estando en mitad del infierno que los nazis habían organizado para nosotros. Uno de los camaradas responsables me aconseja. ”Llévate a tus enfermos al campo ruso, allí encontraras sitio”. Sigo su consejo, pero al llegar allí encuentro tan sólo unas barracas deterioradas, muchos muertos amontonados y literas vacías. Estoy obligado a arreglármelas sólo. En el camino que me lleva de vuelta veo en el exterior del campo dos barracas que están frente a la puerta del garaje de los SS. La puerta está coronada por un enorme águila, emblema del “Gran Imperio”…. Y ahí bajo mis

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ojos, se aplasta al suelo, arrancado de su zócalo por un tanque americano. ¡Qué símbolo para nosotros y yo plantado allí, casi atontado, acabo de asistir a ese desmoronamiento! Esa visión me da un entusiasmo desbordante. Entro con mucho valor en unas de las barracas que se hunde bajo el desorden, pero ahora sé que todo es posible. El sitio me parece ideal para instalar a mis amigos al cobijo. Este barracón ha servido de oficina de arquitectura y su relativo confort me llena de alegría. Instalo mis enfermos en la sala grande con cuatro camas en mantas y sabanas que acabo de encontrar. ¡Que lujo! Me esfuerzo en poner un poco de orden, después arreglo la habitación que está al lado. La noche está ya bien avanzada. Que hay que decir sobre este día de LIBERACIÓN? Para mí ha sido una mezcla de alborozo, de emoción, de profunda tristeza, de cansancio y de un gran orgullo que siento, por haber podido salvar a mis camaradas. Ahora muerto de cansancio me desplomo sobre lo que no había conocido desde hace mucho tiempo: Una verdadera cama. Me despierto por la mañana en una calma increíble, parece que estoy soñando. Después de esta bocanada de felicidad que acaba de invadirme, de desbordarme, mi primera preocupación es la de encontrar rápidamente un poco de alimentos y hacer algunos cuidados a los enfermos. Llego a encontrar un médico que me aconseja de llevarlos todas las tardes. Les pondrá una inyección de calcio para reanimarlos un poco. Esperando la vuelta del ejército americano un comité compuesto por detenidos de varias nacionalidades asegura la organización del campo.

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Algunos de nuestros camaradas han tomado las armas e intentan encontrar y capturar un grupo de SS que está escondido en el bosque de los alrededores. Pero antes de desvanecerse en la naturaleza los SS han herido y matado a varios de los nuestros. Uno de esos heridos es el amigo con el que yo contaba para que me ayudase a ocuparme de “mis enfermos”. El desafortunado ha recibido una bala explosiva en el muslo y menos mal que ha sido acogido en un convento de monjas que le han dispensado los primeros cuidados. Durante los cuatro días que pasamos esperando la vuelta de nuestros libertadores, al interior del campo, mi prioridad es de abastecer de alimentos a mis camaradas y los conduzco a sus inyecciones diarias. Mientras más me doy cuenta que los voy a salvar, más los llamo mis enfermos. El comité internacional por su lado, organiza lo mejor posible la distribución de una ración cotidiana para cada uno de nosotros y el cuidado de los heridos. A pesar de todo vemos a muchos de nuestros camaradas extinguirse. Nadie puede hacer nada por ellos, son moribundos que han podido vivir tan sólo unas cuantas horas en libertad. Me entra rabia en el corazón. ¡Tanto sufrimiento para esto…! Por fin llega un gran número de americanos y toman el mando de la organización del campo. Empiezan por confiscar las armas de nuestros camaradas y prohíben toda salida del campo, exceptuado a los que tienen responsabilidades y sólo si llevan una autorización escrita. El hecho de ocupar una barraca en el exterior del campo me acarrea problemas y debo negociar con un oficial la autorización permanente para entrar y salir del campo. Menos mal que aprueba mi demanda y me nombra responsable de la barraca. Este hombre piensa como yo, que este lugar es más idóneo para mis enfermos que los barracones del interior del campo. Me hace entrar en su oficina y me

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entrega un salvoconducto, firmado por el comandante con el que puedo circular libremente. Los americanos empiezan a organizar la repatriación dando evidentemente la prioridad a los enfermos. La salida de los deportados de todas las nacionalidades se efectuará algunas semanas más tarde. En lo que llamo ahora “mi habitación”, descubro un paquete pequeño de una veintena de fotos que testifican algunas atrocidades cometidas aquí por nuestros verdugos, es horrible encontrar todo eso sobre papel…pero en ese momento yo no me doy cuenta del impacto que pueden tener esas imágenes, porque durante cuatro largos e interminables años yo mismo he vivido ese infierno… Los americanos ahora vienen a vernos por las noches a la barraca. Hacen patatas fritas en nuestra cocina que está bien equipada. Algunos de ellos son latino-americanos y para nosotros los españoles, es agradable tener un verdadero intercambio en nuestro idioma. Evidentemente me hacen preguntas sobre lo que ha pasado en el campo. La mejor respuesta que les puedo dar para describir este infierno es enseñarles las fotos que he descubierto en la habitación. Estos hombres que sin embargo están habituados a combatir en el frente y a los horrores de esta guerra desde que han desembarcado en Normandía, se quedan sin voz alguna, ante las fotos que les enseño. Las miran incrédulos sin poder imaginarse que lo que ven hubiera podido ser posible. Todos quieren quedarse con una foto firmada por el testigo que está delante de ellos. Las doy y firmo. Por eso hoy en día de las veinte fotos que he descubierto me queda una sola que representa la puerta del muro de granito que conduce al mirador.

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Todavía hoy la llevo conmigo y nunca me desprendo de ella. Las otras tienen que encontrarse en algún sitio en América, sin duda olvidadas en el fondo de algún cajón… ¿quien lo sabe…? Al tener conciencia de los horrores cometidos aquí, los americanos deciden hacer un desfile por el interior del campo compuesto por los civiles alemanes que viven en las cercanías para enfrentarlos a una realidad que han compartido desde hace cuatro años ignorándolo o queriendo ignorar. Todos afirman que no sabían nada de lo que pasaba allí…a pesar de que nos han visto con regularidad, en los comandos, en filas de cinco. Momentos penosos, en el terreno de fútbol de los SS los americanos hacen una fosa con máquinas excavadoras. La última visión que tenemos de los camaradas que se “han marchado” es los centenares de cadáveres sepultados en esa fosa. No tendrán los mismos honores que le dieron un día a mi padre, José Marfil, el primer español muerto en el campo de Mauthausen. Ahora parece que todo ha vuelto a la “normalidad” en el campo. El orden ha vuelto y estamos sorprendidos que todo alrededor nuestra, la naturaleza, la primavera, existen todavía. La habíamos olvidado o éramos incapaces de verlas. A pesar de lo que acabamos de vivir, respiramos de nuevo la vida. Mis camaradas, mis enfermos, que están muy débiles son repatriados. La separación es muy penosa, acabamos de vivir juntos tantos cambios radicales. Despidiéndonos, nos damos cuenta que todavía tenemos la capacidad de llorar. ¡Seguimos siendo humanos! Mi papel de enfermero ha terminado con sus salidas. Estoy desamparado.

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Voy a descansar un poco, porque después de nuestra liberación la supervivencia de mis camaradas ha ocupado la mayor parte de mis días. Ahora que no tengo obligaciones con nadie, me siento de nuevo impaciente y tengo prisa por irme de este lugar. Me iré dos semanas más tarde con uno de los últimos transportes…

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El 7 de mayo de 1945

Tengo 24 años.

Cruzo la frontera francesa.

En 1939 era un desgarro,

Hoy, es una liberación.

Y después, Es la llegada a París. Es la acogida calurosa de la población que me emociona. Es el hotel Lutecia donde voy a residir algunos días. Es la primera vez después de mucho tiempo, el primer contacto con los míos. Voy a volver a verlos…¡¡¡POR FIN!!!

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Mis agradecimientos

a todos los camaradas que

en al campo de Mauthausen

han tenido el gesto, la solidaridad

y

la palabra cálida,

que hacen que haya vuelto

para dejar este testimonio.

Pequeño léxico

Esta historia utiliza algunas expresiones coloquiales del lenguaje del campo de concentración, expresiones utilizadas dentro del campo.

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ALLES KAPUTT: ¡Os vamos a romper, quiere decir; vais a morir todos! BLOCK: Barracón, barraca que alojaba a los detenidos. Las barracas eran construcciones, en casi todos los campos, basados en el mismo modelo y con las mismas medidas (50 m. x 7 m.), divididas en dos habitaciones A y B, situadas a una y otra parte de la entrada. BLOCKFÜHRER: Jefe de bloque. CAPO, KAPO: Contracción de “Kamaraden Polizei”. Detenido responsable de un grupo de trabajo o responsable de un servicio al interior del campo. Seleccionado, sobre todo en los primeros años, por parte de los presos comunes. Se les reconocía por el triángulo verde que llevaban. COMMANDO, KOMMANDO: Destacamento de deportados destinados a una tarea, trabajo o servicio en el interior del campo. Comando exterior: Campo anexo dependiente del campo principal, éste se podía subdividir también en varios pequeños comandos. CONVOY: Del inglés; transporte en grupo DRÔLE DE GUERRE: del francés, “graciosa guerra” , guerra sin acción militar; termino que designa el periodo antes que los alemanes agrediesen Europa occidental.

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GESTAPO: Geheime Staatspolizei; Policía secreta del estado. GRUPOS DE TRABAJO, ARBEITSKOMMANDO: Los grupos de trabajo se formaban en la plaza de, “APPEL”, “llamada”, pasar lista en la mayoría de los campos. GUMMI: Porra de caucho que portaban los SS y los capos haciendo un uso muy frecuente de ellas. ¡LOS, SCHNELL¡: ¡Venga, rápido! Expresión repetida miles de veces en una jornada. MUETZEN AB: Del alemán; ¡Quitesén las gorras! OFFLAG: Campo de oficiales prisioneros de guerra PLACE D’APPEL, APPELPLATZ o LAGERPLATZ: Plaza de llamada. En esta plaza, dos o tres veces al día se pasaba lista y se contaban los detenidos. Ejercicio siempre acompañado de golpes, podía durar varias horas, esté como esté, el tiempo. Miles de detenidos encontraban la muerte en estas plazas. REICH: Imperio SCHLAGE: “¡Pega!” Castigo por los golpes. STALAG: Campo de militares prisioneros de guerra

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STUBE: Salón, habitación. WEHRMACHT: Ejército alemán

ZYKLON B: Violento insecticida. Al comienzo empleado por la Wehrmacht para la desinfección de los efectos y material militar. Será a partir del verano de 1941 empleado en Ausschwitz para eliminar a los prisioneros soviéticos. Esta experiencia se extenderá a los otros campos y será causa, en el programa de la “solución final del problema judío”, de la exterminación masiva de deportados judíos. José Marfil nació en Málaga, en el año 1921. Hijo, con otros siete hermanos y hermanas, de un Inspector de Aduanas y su madre ama de casa. Tiene 16 años cuando se declara la Guerra Civil. Su temperamento fogoso y reflexivo a la vez y su odio a la injusticia, no dejan ningún lugar a la duda. Él debe luchar contra el fascismo. Será entonces, como para muchos de sus camaradas, el entusiasmo de las primeras victorias sobre las tropas franquistas... y después tan rápido la decepción y el dolor de la derrota y el exilio. Es con este exilio con el que comienza este testimonio, este largo periplo en una Europa en guerra contra el nazismo. Es en primer lugar la llegada a Francia, en los campos de internamiento, donde se mueren de hambre, de

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frío y de enfermedad. Su alistamiento en la armada francesa lo enfrentan pronto, sobre las playas del Norte y de la frontera belga a los primeros combates de la “divertida guerra”. La derrota le conduce a los campos de prisioneros, primera etapa antes de los campos de concentración de Mauthausen – Gusen, campo poblado en su gran mayoría por los españoles, campo donde morirá su padre. Nos encontraremos a lo largo de este relato la extraña mezcla de un joven de temperamento latino que rechaza el internamiento, atemperado por el cumplimiento de la disciplina, erigida en virtud. Espabilado y solitario, la suerte y muchas ganas de vivir, le guardaran en vida, en este infierno y lo llevarán a preguntarse cómo lo han hecho sus camaradas supervivientes de los campos nazis: por qué yo? José Marfil vive hoy en Francia, donde ha fijado su exilio. Nos deja este relato, uno de los testimonios incontestables, esencial hoy, para las jóvenes generaciones que construyen su identidad sobre un pasado que alumbre su futuro.

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Escultura de madera efectuada por José Marfil. La piedra viene de la cantera de Mauthausen.

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