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* Ítalo Fuentes Bardelli es Licenciado en Historia, Universidad Católica de Valparaíso. Magíster en Historia, Universidad de Chile. Profesor de Historia Medieval y de Teoría de la Historia de la Universidad de Chile. Director del Departamento de Historia y Geografía de la Universidad Metropolitana de Ciencias de la Educación (UMCE). Director-fundador del conjunto de música y teatro medieval “Calenda Maia”. Contacto: [email protected] Ciudad y Desierto Por Ítalo Fuentes Bardelli.* 2009 Revista Electrónica Historias del Orbis Terrarum Edición y Revisión por la Comisión Editorial de Estudios Clásicos Núm. 01, Santiago http://www.orbisterrarum.cl RESUMEN: Este trabajo trata acerca de la fisonomía simbólica de la Ciudad, reflejado en el concepto de Residencia, esto es, la relación del hombre con los espacios. La ciudad presenta una contradicción, ya que es, al mismo tiempo, un enclave existencial, reflejado en el concepto de Permanencia; y da cuenta también de un sentido itinerante de la vida, reflejado en una Presencia. En esta tensión, hay una zona de ruptura, lo que conlleva al Destierro, la búsqueda de un habitar un mundo carente de símbolos; oponiéndose dicho concepto al de Residencia. Esta tensión es parte del devenir del “ser occidental” de la ciudad, el cual presenta dos fases: la primera, en la cual el mundo es una manifestación de lo sagrado; la segunda, en que hay una oscilación desde un mundo sacro hasta una autonomía, o sea, desde un mundo mítico hasta un mundo histórico. Es precisamente esta oscilación del “ser” de la Ciudad, desde una trascendencia sacra hasta una inmanencia histórica, lo que fija los parámetros simbólicos de nuestro mundo actual.

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* Ítalo Fuentes Bardelli es Licenciado en Historia, Universidad Católica de Valparaíso.

Magíster en Historia, Universidad de Chile. Profesor de Historia Medieval y de Teoría de la

Historia de la Universidad de Chile. Director del Departamento de Historia y Geografía de

la Universidad Metropolitana de Ciencias de la Educación (UMCE). Director-fundador del

conjunto de música y teatro medieval “Calenda Maia”. Contacto: [email protected]

Ciudad y Desierto

Por Ítalo Fuentes Bardelli.*

2009

Revista Electrónica Historias del Orbis Terrarum Edición y Revisión por la Comisión Editorial de Estudios Clásicos Núm. 01, Santiago http://www.orbisterrarum.cl

RESUMEN:

Este trabajo trata acerca de la fisonomía simbólica de la Ciudad, reflejado en el

concepto de Residencia, esto es, la relación del hombre con los espacios. La

ciudad presenta una contradicción, ya que es, al mismo tiempo, un enclave

existencial, reflejado en el concepto de Permanencia; y da cuenta también de un

sentido itinerante de la vida, reflejado en una Presencia. En esta tensión, hay una

zona de ruptura, lo que conlleva al Destierro, la búsqueda de un habitar un

mundo carente de símbolos; oponiéndose dicho concepto al de Residencia. Esta

tensión es parte del devenir del “ser occidental” de la ciudad, el cual presenta

dos fases: la primera, en la cual el mundo es una manifestación de lo sagrado; la

segunda, en que hay una oscilación desde un mundo sacro hasta una autonomía,

o sea, desde un mundo mítico hasta un mundo histórico. Es precisamente esta

oscilación del “ser” de la Ciudad, desde una trascendencia sacra hasta una

inmanencia histórica, lo que fija los parámetros simbólicos de nuestro mundo

actual.

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CIUDAD Y DESIERTO

Por Ítalo Fuentes Bardelli.

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Ciudad y Desierto*

La ciudad emerge en el horizonte de la vida humana como constitutiva de un

modo de ser peculiar. Dicho modo creemos que alcanza plenitud en el concepto de

RESIDENCIA1: la ciudad da cuenta de un residir en el mundo con “solidaridad en el

espacio y continuidad en el tiempo”2 estableciendo una “propiedad esencial” en la

existencia.

Inmersa en la realidad de la condición humana, la CIUDAD-RESIDENCIA

acontece en el tiempo bajo el signo de una contradicción fundamental: por una parte,

aparece como confirmación de una PERMANENCIA. Este concepto, vigente en la

estructura mítica de la humanidad antigua, especialmente oriental – que logra, bajo

ciertas circunstancias, una proyección en Occidente – transfiere un sentido de

centralidad: la ciudad fija en su clausura la consagración de una forma de carácter axial

que se piensa como estática. Por otra parte, la ciudad acontece como vehículo que

posibilita albergue a una PRESENCIA, trazando un sentido de longitudinalidad a la

vida3: la ciudad da cuenta de un transcurso, de una itinerancia que señala la

transitoriedad y provisoriedad del existir.

En tanto que el sentido de lo permanente tiende a establecer sus fronteras de

dominio dentro de un lenguaje espacial, la presencia señala su sentido en la proyección

de un lenguaje temporal.

Permanencia y presencia, espacialidad y temporalidad, conforman dos formas

típicas de significación de la ciudad. Hay momentos en que el lenguaje espacial tiende a

predominar sobre el temporal, prefigurando su anulación – ya sea estableciendo su

inmovilidad en la fijación de un presente eterno o, en nuestra encrucijada actual,

atomizando su transcurso en la clausura de una cotidianeidad4 - y otros, en los cuales el

lenguaje temporal supera el espacial, estableciendo una nueva resolución en la realidad

* La Revista Electrónica Historias del Orbis Terrarum agradece sinceramente al profesor Ítalo Fuentes su

colaboración y su autorización para publicar el presente escrito.

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– integrando el sentido espacial y social, sentido histórico, o eludiéndolos, sentido

utópico.5

Permanencia y presencia, en su calidad de fundamentos de la ciudad, fijan los

extremos de su condición. Ambas establecen la tensión básica que ha quedado

encarnada en el lenguaje simbólico de Occidente. Entre las dos, se extiende una zona

contradictoria bajo el signo de la ruptura, ya sea verificada en el proceso de atomización

de la forma urbana, ya sea desde el punto de vista del individuo, asumida radicalmente

en la elección del DESTIERRO como medida extrema. Ambas señalan la ruta del

desamparo, sendero crítico que se transita en la ausencia de una residencia que acoja el

existir del hombre.

Residencia y destierro nos manifiestan así los rasgos más radicales que perfilan

el ser occidental. La primera establece la afirmación de una voluntad de habitar el

mundo, la ciudad surge así como una construcción y configuración simbólica asumida

en la elección de ese residir. El destierro, en cambio, muestra una condición extrema de

la existencia en donde el hombre asume la tragedia vital en la desnudez de su ser,

iniciando una nueva búsqueda, en el desamparo de un mundo carente de símbolos.

Esta dualidad nos conduce a una vía que queremos proponer: señala la

paradójica situación de lo que constituye, en propiedad, la forma simbólica más propia

del hombre occidental: la historia.

Hay momentos en que esta “forma” se proyecta desde un “dominio construido”6,

constituyendo así la plasmación coherente de un “universo”. Sin embargo, cuando la

ciudad, en cuanto forma simbólica que acoge el pensamiento histórico y no es capaz de

significar esa realidad, sufre un quiebre en su coherencia como “hecho urbano” y

“hecho de conciencia”7, pudiendo conducir a los sectores antagónicos, pero igualmente

periféricos de la historicidad, como son la atomización o inmovilidad de sus estructuras.

Es en esa situación donde surge, desde el plano de la conciencia la posibilidad del

destierro, dominio de lo abandonado, instancia extrema de la existencia histórica.

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Estas primeras líneas ya muestran la vía sobre la cual queremos desplegar

nuestro discurso: el pensamiento simbólico.8

¿Qué referimos en esto? Apuntamos hacia aquella dimensión que posibilita en el

hombre la configuración de un sistema analógico, solidario con su vida, en una

integración tal que permite dar sentido en la realidad a la palabra UNIVERSO9. Sin

embargo, esta integración no está ausente de tensiones. La realidad del símbolo es

esencialmente paradojal: no posee una única posible significación, sino más bien su

naturaleza está desplegada en una pluralidad de sentidos que, simultáneamente, los

contiene. Su eficacia se funda en la persistencia de su duración en el tiempo de los

hombres, quienes, sobre su imagen objetiva – plástica o literaria – descubren, inmersos

en su contingencia, una o algunas de sus posibilidades. El símbolo, al decir de Barthes,

“sugiere sentidos diferentes a un hombre único, que habla siempre la misma lengua

simbólica a través de tiempos múltiples”10

. De allí su ambigüedad y dinámica de

contradicción.

El símbolo surge como integración de opuestos: “la función simbólica hace su

aparición justamente cuando hay tensión de contrarios que la conciencia no puede

resolver por sus propios medios”11

.

El pensamiento simbólico, desde el punto de vista de la relación hombre –

mundo, mediatiza el enfrentamiento con el mundo objetivo. Construido sobre un

despliegue de gestos, trazos, signos, palabras, objetos y habitaciones, transforma el

mundo en lenguaje, posibilitando un reconocimiento en él. En esta posibilidad, la

realidad deja de ser ajena y es incorporada a la esfera de lo propio. Entre hombre y

mundo queda establecido un equilibrio esencial.

Esta convergencia que queda dispuesta en un sistema de formas simbólicas, ha

adoptado distintos significados a lo largo del tiempo. Distingue principalmente dos

aspectos que quedan adheridos a los dos conceptos límite de residencia que enunciamos

más arriba. Diferenciamos, principalmente, una fase primordial, sobre el sentido de una

trascendencia sacral, y una fase, arraigada en Occidente, sobre el sentido de una

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inmanencia histórica que oscila desde un ámbito de encuentro con lo sagrado hasta un

área de autonomía absoluta. En la primera, el mundo acaece bajo el signo de una

“hierofanía mediata”12

: la realidad simbólica revela, prolonga o substituye solidaridad

con la esfera de lo sagrado. En la segunda, los nexos solidarios quedan establecidos

hacia el mundo de lo histórico, en su autonomía.

Desde otra perspectiva, la conciencia simbólica se transforma en el espacio de

síntesis de una comunidad cultural. Allí se aprehende la totalidad de este sistema

permitiendo su resolución y sentido. De este modo, el símbolo aparece como conexión

última de una cultura, piedra clave que sostiene la parábola de este universo peculiar.

Entendido así, el pensamiento simbólico no viene a constituir sólo una provincia de la

conciencia, sino involucra y dota de orientación a la realidad construida por el hombre.

La función esencial del símbolo gravita precisamente entre estas dos fronteras,

conciencia y realidad. Desde el punto de vista de la ciudad, creemos que también

cumple esta función: entre la ciudad material y social – “hecho urbano” – y la ciudad

conceptual, “hecho de conciencia” – surge en un delicado equilibrio, la ciudad como

HECHO SIMBÓLICO, espacio de mediación y encuentro, resolución y sentido.

La ciudad, en su polimorfía temporal y espacial, ha constituido un núcleo de

intensidad existencial que ha desplegado y hecho confluir el lenguaje simbólico. Puede

ser considerada en sí misma un macro – símbolo: ella ha señalado la propiedad esencial

del hombre: en su demora espacial y temporal ha establecido un “lugar”13

, ha

deslindado un recinto: la ciudad dimensiona esta demora, abre un calvero en el bosque

del mundo natural.

La ciudad también es símbolo porque, en su pluralidad y diversidad, se ha

constituido en recreación de un universo: la ciudad-paraíso y la ciudad-utopía también

constituyen aspectos de esta realidad.

La intención de nuestro escrito se direcciona a transitar el camino primigenio de

la ciudad – aquella que se gestó al albergue de la humanidad antigua – a fin de

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establecer los modelos, ideas o imágenes que gravitarán en el origen de la ciudad

occidental. Por “origen” entendemos el proceso que se extiende desde la etapa crítica

del mundo antiguo hasta el primer momento de la humanidad medieval, etapa de

conformación de los símbolos fundamentales que estructuran la base de nuestro mundo.

La vía que hemos escogido – las formas simbólicas – la hemos dispuesto situada

por el conjunto de conceptos diádicos propuestos en esta introducción: RESIDENCIA –

DESTIERRO, PERMANENCIA – PRESENCIA, ESPACIALIDAD –

TEMPORALIDAD.

Una intención subyacente al escrito se refiere al problema de la historia como

forma simbólica. Creemos que frente a la inmensa realidad que gestó el mito en la

humanidad antigua, capaz de generar todo un sistema cultural, la historia contrapone un

nuevo sentido que es capaz de transformar la estructura anterior. Aún más, creemos que

precisamente allí radica la fuerza original de Occidente y su peculiaridad con respecto a

otras civilizaciones: Occidente lleva el sello de la historia, su mundo social y cultural

está conformado sobre esta premisa simbólica.

Una última consideración la referimos en torno al problema historia – ciudad.

Generalmente la historia como proceso ha ido ligada al fenómeno urbano, llegando a

confundir urbe con historia. A través del análisis del pueblo hebreo establecemos

precisamente lo contrario: la historia pudo gestarse allí donde la fuerza de lo urbano –

ligado a lo mítico – era débil. En la periferia del mundo civilizado la historia aconteció,

antes que en el lenguaje urbano, en el lenguaje del desierto.

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NOTAS Y CITAS, INTRODUCTORIA

1.- Asumimos el concepto desde la perspectiva que entrega Christian Norberg-

Schulz, Existencia, Espacio y Arquitectura, Blume, 1975, Barcelona (1ª Studio

Vista, Londres) sustentado a su vez sobre el pensamiento de Martín Heidegger

(principalmente su obra fundamental Ser y Tiempo y Bauen, Wohnen, Denken,

Votrage und Aufsatze II, Pfulligen, 1954). Al respecto señala: “...fue el primero

en mantener que “la existencia es espacial”. (...) Sobre esta base desarrolla su

teoría de “residencia” y dice: “La relación del hombre con los lugares y, a través

de ellos, con los espacios, consiste en la residencia. Sólo cuando somos capaces

de residir podemos construir. La residencia es la propiedad esencial de la

existencia.”

2.- Así, Victor d’Ors en O. Friedrich Bollnow, Hombre y Espacio, Labor, 1969,

Barcelona (1ª Kohlhammer, 1963, Stuttgart). Prólogo Recensional, p.18.

3.- Ver Norberg-Schulz, op. Cit., p.33.

4.- El concepto de “cotidianeidad”, como dimensión temporal del hombre

contemporáneo fue trabajado, en comunidad con Guillermo Rivera Ordenes, y

presentado como ponencia acerca del “Ulises” de James Joyce (Semana de

Estudios Greco-Romanos, 1984). Un importante ensayo acerca de este concepto

o constituye la obra de H. Lefebvre, La Vida Cotidiana en el Mundo Moderno,

Alianza, 1980, Madrid (1ª Gallimard, 1968).

5.- El sentido utópico lo entendemos como un concepto opuesto al sentido histórico.

Mientras este último asume la existencia inmersa en las circunstancias de vida –

tiempo y espacio - , la utopía es aespacial – así en su literalidad – y atemporal.

Corresponde a un esfuerzo racional lógico que señala lo posible, sin lugar y sin

futuro, en una imagen literaria abstracta. Tampoco corresponde a una visión

mítica de la realidad. Si bien es cierto que el mito tiende a una superación de la

contingencia temporal – o en un gesto extremo, a su abolición – su

planteamiento está involucrado en un sentido vital. Así, por ejemplo en García-

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Pelayo, “El mito responde a una actitud existencias; la utopía a una actitud

mental”, Mitos y Símbolos Políticos, Taurus, 1964, Madrid.

6.- Nos haremos cargo de las palabras de Le Corbusier para señalar la fuerza de la

obra construida sobre la naturaleza. Por ej. véase Mensaje a los Estudiantes de

Arquitectura, Infinito, 1976, B. Aires, p. 13 y ss.

7.- Ambos conceptos nos parecen suficientemente claros para diferenciar estas dos

dimensiones de la ciudad. Los latinos habrían dicho: URBS y CIVITAS, vale

decir, por una parte la ciudad como hecho físico-topográfico-constructivo-

distributivo, la “ciudad de piedra”; por otra parte, la “ciudad de vida”. Así,

Dupré-Theseider “Podemos hablar de un “sentido de ciudad”. En última

instancia ella es objeto de una consciente adhesión: no solamente se “es” sus

habitantes, sino se “quiere ser” sus ciudadanos, identificándose con ella,

entregarse por su potencia y grandeza”, Problemi nella Cittá nell’ Alto

Medioevo, en “Settimane di Studio di Spoleto” tomo VI. Spoleto 1969, p.22 y

ss.

8.- Aquí establecemos la directriz conceptual del trabajo. Sin duda, la obra de Ernst

Cassirer – que iremos integrando más adelante – constituye para nosotros una

referencia fundamental. Adherimos a su pensamiento en su afirmación de

establecer la esencia de lo humano en lo simbólico.

9.- Véase Cirlot, J.-E. Diccionario de Símbolos, Labor, 3ª ed., 1979, p.16. Más

adelante señala, aclarando el concepto de “universo” simbólico, teniendo en

cuenta la obra de Eliade: si el Todo puede aparecer contenido en un fragmento

significativo, es porque cada fragmento repite el Todo”, p.30.

10.- R. Barthes, Crítica y Verdad, Siglo XXI, 5ª ed., 1981, México. (1ª ed. Franc. Du

Seuil, 1966), p.53.

11.- Cirlot, op.cit. p. 30.

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12.- Concepto importante en la obra de Mircea Eliade. Lo “hiero-fánico” se entiende

como una manifestación de lo sagrado: lo sagrado se muestra a través de vías

indirectas, “mediatas”. El mundo en sí es para el “homus religiosus” una

hierofanía, aquí se establece la diferencia fundamental entre magia y religión. Si

para la primera la manifestación del poder es inmediato a la naturaleza, para la

segunda esta no es más que un reflejo de lo trascendente.

13.- El “lugar” alcanza un especial significado entre los elementos del espacio

existencial. El espacio es convertido en sitio de reunión (Bollnow), lo propio del

lugar es su sentido de congregación (Heidegger, Acerca de la Cuestión del Ser).

Es en su sentido la apropiación de un espacio y la fuerza de cohesión de ese

mismo espacio. “Los lugares son metas o focos donde experimentamos los

acontecimientos más significativos de nuestra existencia, pero también son

puntos de partida desde los cuales nos orientamos y nos apoderamos del

ambiente circundante”, Norberg-Schulz, op.cit. p.p. 22 y 23.

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Capítulo Primero

La Consagración de la Permanencia

Un primer modelo14

de ciudad que vemos surgir en el horizonte de la cultura –

aún no de la historia – lo constituye, en el ámbito de las primeras civilizaciones

orientales, la denominada CIUDAD – HIERÁTICA.15

El modelo, como manifestación

tipo de esta instancia polimórfica que es la ciudad, emerge un particular sustrato de

pensamiento: desde una estructura de lenguaje simbólico que, desde ya, podemos

calificar de mítica.

El mito, como forma simbólica 16

que da cuenta de un modo peculiar de concebir

el mundo, es expresión de una primera unidad de conciencia de la humanidad que

alcanza a conformar una “totalidad”. Un primer elemento que surge como clave en la

configuración de este orden de conciencia es el espacio: “El pensamiento mítico

aprende una estructura perfectamente determinada, concretamente espacial, para llevar a

cabo de acuerdo con ella toda la “orientación del mundo”17

; en efecto, Cassirer

establece en la intuición del espacio la base de la estructura del mundo mítico. Más

adelante agrega: “en la forma espacial que traza el pensamiento mitológico se

manifiesta toda la forma de vida mitológica, pudiendo descifrarse en cierto sentido a

partir de la primera”18

.

La ciudad, como núcleo de condensación de esta forma espacial, puede ser

considerada, en su polivalencia, representación global del mito:19

es ella la que fija la

PERMANENCIA de un modelo arquetípico entre los hombres, orienta el espacio y

actualiza el tiempo primordial20

, cosmogónico; el espacio del “aquí” y ”ahora” siempre:

“el presente, el pasado y el porvenir se funden uno en otro sin que halla una línea neta

de separación”21

.

El esfuerzo por fijar una inmutabilidad en la existencia encuentra su referencia

en el orden cósmico y, al mismo tiempo, su proyección en el orden de la ciudad:

espacio, tiempo, orden sacral, jurídico, social, doméstico, y tiende a su FIJACIÓN22

mediante ritos, codificaciones y determinaciones de propiedad.23

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El origen de este complejo simbólico mítico, que encuentra expresión en la

ciudad, va ligado a la realidad de los “imperios cosmogónicos”24

: la ciudad actualiza la

permanencia del principio fundamental de la existencia e instaura una soberanía

universal – desde la esfera de poder sacralizado – reflejo del concepto de soberanía

celeste. El templo, eje de la ciudad y del imperio, saturación del ser, morada de lo

sagrado, realiza la solidaridad entre ambas esferas, constituyéndose en una “imago

mundi” desde donde se manifiesta el arquetipo primordial25

, lugar de catalización del

“in principio”, del “aquí” y “ahora” siempre.

Templo, Ciudad e Imperio, configuran, en mutua dependencia, el espacio y el

tiempo del orden sagrado, despliegan una suerte de “cosmos” sobre la extensión de lo

no designado aún, lo inhabitado, lo desconocido, lo caótico; el espacio del “no – ser”26

,

y al mismo tiempo, a través de demarcaciones y umbrales, acotan la soberanía del ser,

residencia de la verdadera PERMANENCIA.

La ciudad surge así como un “desgarro en el espacio amorfo”27

, como

instauración y garantía de la permanencia de lo sagrado, verdadero ser, sobre la realidad

caótica, no – ser. Su disposición orientada señala su pertenencia a lo celeste, establece

su centro por antonomasia: el templo, como también define el territorio circundable. Su

disposición idealmente cuadrada, revela su condición estable28

frente a la engañosa

mutabilidad de lo ajeno.

Así, la ciudad, “metáfora de unidad”29

y totalidad, garantiza en su amparo, la

participación solidaria de la comunidad de los hombres con lo sagrado a través de la

planificación de la “forma mítica”, en el acto ritual cívico.

Este modelo de ciudad – hierática tiene un amplio espectro de influencia dentro

de la humanidad antigua, desde las “ciudades – centros” de los grandes imperios

cosmológicos hasta las reducidas ciudades – estado de los reinos marginales, pero aún

bajo la influencia de las grandes civilizaciones.

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Estableceremos, a modo de ejemplo típico la situación de la China antigua hacia

los siglos III a.C.30

, donde creemos se dio una gran madurez formal en la concepción

mítico – cósmica de la realidad, a tal punto que nos permite apreciar el universo de

conexiones internas que se estructura en torno a la dimensión simbólica en una situación

global.

El núcleo catalizador queda establecido en torno a la instancia de poder como

centro que otorga un sentido a la existencia, cuyas proyecciones de legitimación y

decisión se afirman en el contexto de una circunstancia de formas simbólicas

preexistentes, provenientes de un sustrato cultural y espiritual remoto, en concordancia

con la perspectiva sagrada del transcurso vital.

En este contexto, el concepto de poder, por sus vinculaciones y elaboraciones,

reside en una problemática más amplia de que podemos integrar dentro de una

concepción de un “orden sagrado” – ya lo entendamos como proveniente del

descubrimiento de una realidad objetiva con un sentido único y total como, de otra

manera entendido, en el profundo anhelo de realizar una existencia integrada en un

devenir armónico del cosmos – manifestado a través de un complejo de formas

simbólicas que, activadas desde la instancia de poder, inauguran, fundan y proyectan

una realidad de civilización.

La perspectiva del fenómeno simbólico nos ofrece, así, la posibilidad de ingresar

al ámbito de lo significativo, a los ejes internos que estructuran toda realidad

CULTURAL, aunque no siempre se hallen en el plano consciente. Desde ella se

reconocen y afirman las premisas fundamentales de la existencia en el mundo que, al

encarnarse en las circunstancias de formas disponibles en él, integra los conceptos

claves que sirven a la instauración del equilibrio entre el mundo interno y la realidad

visible.

En la situación que plantea la China antigua – hacia el período de los TS’IN y

HAN30b

- podemos concebir alrededor de la instancia de poder un complejo sistema

simbólico que garantiza el equilibrio desde el plano metafísico al político. Dentro de

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este gran sistema surge la persona del soberano como núcleo catalizador e irradiador de

la armonía cósmica. En él se encarnan las cualidades y virtudes de las jerarquías

celestiales y de los grandes soberanos míticos, fundadores de la civilización y de las

instituciones en “el origen” de los tiempos. Su investidura es anunciada desde lo alto (lo

celeste) a través de una serie de signos, señales y presagios tanto de la naturaleza como

en la sociedad. Precisamente, por esta cualidad de ser “hijo del cielo”, posee el poder y

el derecho de sacrificio a través del cual lleva a cabo sus acciones: el acto ritual que

hace presente el poder y funda la solidaridad entre las dos esferas (Tao celestial y Tao

real) para llevar a cabo su gran misión política: la re-creación contínua de la soberanía

universal suprema como expresión del sentido único del cosmos (Huang) que se

manifiesta en los ritmos de la naturaleza (Tao). En esto último está contenido el

fundamento metafísico singular del soberano chino: su legitimidad no está avalada tanto

en sus acciones como en la posibilidad de ser testimonio orgánico de este ritmo

universal, de ser el canal perfecto por donde fluyan las armonías celestes hacia el

mundo, de ahí, pues, que la virtud esencial esté dada por una vacuidad perfecta30c

(Wu

Wei) de su persona, llegando incluso al inmovilismo corporal (sentado en su trono cara

al Sur). En esta actitud su símbolo específico es el bonete o corona orlada de perlas que

le otorga el aislamiento necesario a su condición de pontífice.30d

Sin embargo, esta condición de “ser permanentemente” (santo, Shang) debemos

considerarla más bien como parte de sus exigencias. De hecho, el ejercicio de su

soberanía universal contemplaba toda una serie de acciones rituales: palabras, gestos,

vestimentas, colores, sacrificios, lugares, todos realizados dentro de una consonancia

espacio – temporal. Un elemento significativo era el altar rectangular (She), símbolo de

lo terreno, en donde se resumía la ordenación simbólica del espacio.30e

El altar, ya sea

levantado sobre una montaña dominando el espacio o albergado en el interior de un

edificio, señalaba el centro místico desde donde se irradiaba la influencia de los cinco

cielos. Su forma rectangular obedecía a los cuatro orientes, cada uno de los cuales

quedaba definido por una dirección un elemento y un color propios. La continuidad

hacia el plano político queda confirmada en el rito de investidura vasálica: el vasallo

recibía del soberano una mota de tierra del color correspondiente a su sector oriental, a

continuación, estando ya en su territorio consagraba un altar local en la cima más alta y

le otorgaba el color correspondiente al lado que el altar principal proyectaba. Al mismo

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tiempo, este altar local señalaba un hito de dominio concéntrico efectivo del Imperio,

que debía reactualizarse a través de los distintos tipos de sacrificio, ya sea al cielo (sobre

una montaña, cremación), ya sea a la tierra (en los pies de la elevación, inhumación).

La ordenación simbólica del espacio imperial estaba directamente relacionada

con el concepto simbólico del tiempo: después de la separación del cielo y la tierra, el

orden cósmico era regido por la alternancia del Yin (tierra) y el Yang (cielo)30f

que, al

mismo tiempo, eran sucedidas por el ciclo de los cinco elementos que, como ya vimos

tenían una expresión en el espacio, como reflejo de lo celeste. La alternancia del

predominio de los distintivos sectores en el tiempo daba origen a un ritmo cíclico que

tenía su equivalencia en todo orden de cosas, desde la designación del soberano hasta

llegar a los colores de las vestimentas en los distintos ritos que se celebraban, siendo su

eje el concepto de virtud que debía regir en el Imperio. En esto último en donde

podemos encontrar la dimensión ética del poder imperial. El emperador encarna las

virtudes que recibe desde el eje de la eternidad visible en lo celeste y las proyecta hacia

el ámbito del Imperio, desde la soberanía sagrada a la soberanía política. Al mismo

tiempo la virtud es la garantía y el límite del poder: “Bien puede ser que el príncipe,

fuente y reverbero de las virtudes del pueblo, se empañe y, solo por esto, por la pérdida

o el mal uso de su virtud, pierde su poder”.31

Hemos hablado del emperador como “Hijo del Cielo”. Pues bien, precisamente

una de las claves simbólicas para comprender la concepción imperial de la China

antigua radica en el “Cielo”, lo “Celeste”. La gran bóveda, única y homogénea, cubre y

alberga los astros y la tierra, acoge y domina el espacio cósmico, es el gran trasfondo de

la realidad visible, “inviolable y salvo”. Granet32

lo señala como la divinidad superior,

más que los ancestros y el Sol, dios de los juramentos, de los tratados, de las reuniones

interfeudales. Podríamos decir, entonces, es “testimonio”, la divinidad – testigo de los

pactos entre los hombres, la divinidad – testigo de la permanencia sagrada; el gran

espacio celeste testimonio de la Eternidad, “ahora y siempre”, de lo Inmutable, de lo

Permanente. Sin embargo, esta misma calidad de “ser testimonio” le confiere un

carácter de presencia no activa, permanece, acoge, pero está ahí, frente a la tierra. Es

necesario, de esta manera, un punto de contacto que haga eficaz su acción, un eje que

30f

31

32

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conduzca sus ritmos cósmicos, un centro que traduzca su voluntad en las distintas

dimensiones de la existencia terrenal. La Capital Imperial, desde esta perspectiva, no es

solo el centro de poder político, sino que es el “centro” por antonomasia, el “único

centro”, y su expresión formal, ya en los tiempos del emperador Wu, fue el Palacio

Imperial.

El Ming T’ang, como fue nominado el Palacio, fue solemnizado por el

emperador Wu hacia el año 106. Su construcción simbolizaba la imagen del mundo: de

base cuadrada, representaba en primer término la Tierra, dispuesta horizontalmente, y

definida por los cuatro orientes. Desde cada costado surgía un compartimiento en forma

de crucero. Sobre esta base se elevaba una techumbre circular que simbolizaba la

bóveda celeste.

El Palacio, situado bajo el eje místico del mundo, definía el espacio del Imperio,

albergando el núcleo originario del orden desde el cual se fijaba la permanencia sacro –

política, y desde donde se orientaban las fuerzas venidas desde lo alto hacia el horizonte

existencial, de lo sagrado a lo político, de lo eterno al acontecer humano.

La consonancia espacio – temporal, anteriormente aludida, alcanza su mayor

armonía en el desplazamiento que realiza el “hijo del cielo” dentro del mismo palacio,

movimiento que alcanza varias traducciones en la realidad: imitaba el movimiento del

Sol en las provincias del Imperio (Kaltenmark), como también la tradición de la

circulación de los soberanos míticos del Imperio (Granet). Su recorrido cíclico se

cumplía anualmente, dándose a inicio en Primavera desde el Este, continuando en

Verano – Sur, y así sucesivamente. Al final del ciclo, el Emperador se viste de amarillo

y se coloca al centro del Palacio, dando así un centro al año y al espacio.... “gobierna en

nombre del Cielo, el curso del tiempo... anima a toda la naturaleza”33

.

º

La misma solidaridad que vemos entre el pensamiento mítico y la concepción

espacial, la encontramos en el ámbito del lenguaje como fuente literaria. La narración

poética, como cosmogonía o epopeya, se adhiere a la estructura del mito, emerge y se

33

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desplega con él en una sincronía con el sistema total de manera tal que, como ya lo ha

demostrado G. Dumézil en torno al patrimonio indoeuropeo, “no construían invenciones

dramáticas o líricas gratuitas sin relación con la organización social o política, con el

ritual, con la ley o con la costumbre; por el contrario, su papel era el de justificar todo

ello, y expresar en imágenes las grandes ideas que organizan y sostienen el conjunto”.34

El “discurso mitológico”, como vemos, se integra al conjunto de coordenadas

fundamentales que estructuran este “ordo mundi”, comparte su substancialidad, da

cuenta de la coherencia de esta elaboración y constituye, a la manera que vemos en la

obra de Dumézil, su referencia ideológica.

Aunque en este ensayo no lleguemos a establecer un análisis propiamente tal del

discurso en su relación con la ciudad – del “texto literario” con el “texto urbano”, nos

preocuparemos de ir, al menos, presentando sus diversas manifestaciones en los

distintos momentos que tratemos, intentando precisar, en la medida que nos sea posible,

su vinculación.

Es este modelo de ciudad el que hay que tener presente como primer

fundamento tipo para la humanidad antigua. Pese a la distancia que media entre las

distintas civilizaciones y culturas orientales, el modelo conserva su tipicidad incluso

cuando enfrentemos el mundo helénico – mundo de ciudadanos – el elemento simbólico

subyacente sigue el patrón mítico.

El mito, en su sentido semántico de la realidad de esta humanidad primitiva,

extiende su dominio en el horizonte del mundo antiguo y, en una sublimación racional,

alcanza continuidad en la civilización helénica. La ciudad helénica sigue siendo, en su

fundamentación simbólica, una proyección del mundo mítico.35

Con más precisión, la

ciudad, en el modelo mítico que hemos perfilado, alcanza una expresión límite, dentro

de las fronteras del mundo antiguo y en una consideración lógica en la ciudad

mediterránea grecolatina considerada desde el modelo helénico dual – Esparta y Atenas

– como paradigmas extremos en cuyo seno los elementos estables de un modelo

arquetípico, territorialidad fija, proporcionalidad y equilibrio social, clausura urbana,

34

35

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adquieren una nueva orientación en el descubrimiento de la virtualidad de un sentido

político de su humanidad, constituyendo un planteamiento racional, aún dentro de las

fronteras del mito – hasta la metrópoli del Bajo Imperio – Roma, Alejandría, Éfeso,

Antioquia, dentro de las más significativas en cuanto a tamaño y densidad, cuyo

simbolismo político (casi teológico) social y urbano, engarzado en la ideología del

poder absoluto, renovación del modelo oriental.35b

No será propósito de este ensayo transitar nuevamente el estudio de la ciudad

mediterránea cuyo nivel de estudio actual, rebasaría nuestra intención. Aludiremos sí,

más adelante, a su momento crítico involucrado con el fin del mundo antiguo.

Nos centraremos ahora en torno a un proceso decisivo para la imagen de ciudad

occidental y que abre, por así decirlo, una nueva posibilidad en su planteamiento y que

establece, de hecho, una primera “fase crítica” en el concepto mítico de ciudad.

El modelo hierático de ciudad encuentra una primera tensión en el itinerario

espiritual del pueblo hebreo. Debemos entender esta consideración desde la perspectiva

de la formación de occidente como planteamiento de una nueva forma simbólica: es así

como entendemos la distancia cultural que media entre la humanidad primitiva y las

civilizaciones orientales y occidente. Frente a la cultura hegemónica del mito se abrirá

paso, en el transcurso temporal que posibilitará Israel, un nuevo sentido cultural, de

enormes proyecciones para la etapa de formación de Occidente: la sociedad cristiana

medieval.

35b

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NOTAS Y CITAS, PRIMER CAPÍTULO

14.- A. Castellón, La Ciudad en el Renacimiento. Utopía y Realidad, en La Ciudad y

la Historia, Fac. de Filosofía y Letras, U. de B. Aires, 1978, pp. 65-81, aparece

una interesante clasificación “típica” de la ciudad. Se distingue una “ciudad-

ideal”, identificada con un programa direccionado a un futuro posible, pero

especialmente entendido desde una perspectiva urbana; una “ciudad-utopía” que,

desde una perspectiva social propone una sociedad perfecta, esquematizada en

un sistema lógico y una “ciudad-modelo”, tipo emergente de una realidad

histórica que establece un paradigma cultural. Así entendemos, pues, este

concepto de “modelo”: tipo o paradigma que se logra configurar a partir de un

caso real.

15.- Concepto cogido de la obra de P. Sica, La Imagen de la Ciudad, G. Gili, 1977,

Barcelona (1ª ed. 1970, Bari).

16.- Hacemos referencia al concepto central de la obra de Ernst Cassirer, Filosofía de

las Formas Simbólicas, cuyo primer tomo fue publicado en 1923, ciudad de

Hamburgo.

17.- Cassirer, op. cit., tomo II, F.C.E. 1979 México (1ª Darmstadt, 1964), p. 127.

18.- Íbid., p. 135.

19.- En rf. a Kerenyi, ensayo introductivo a la obra de C.G. Jung, Prolegomeni allo

Studio Científico della Mitología, Turín, 1940-41, véase Sica, op. Cit., p. 21.

20.- “Tiempo Primordial” no se refiere a nuestro concepto de “origen” histórico, vale

decir, un pasado relativamente objetivizado, sino más bien a un principio vigente

en un presente eterno, inmutable, que se hace presente en el transcurso temporal,

In principio no es lo mismo, entonces, que “en un comienzo”. Véase

Coomaraswamy, El Tiempo y la Eternidad, Taurus, 1980. Madrid. (1ª 1980,

París).

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21.- Cassirer, op. cit., t. II, p. 129.

22.- En rf. A Gurvitch, Le Vocazione Atualle della Sociología, Bolonia, 1950, véase

Sica, op. cit., p. 21.

23.- En relación a la fijación de la propiedad fundamentada en actos sacarles, en el

momento de fundación de una ciudad, véase Cassirer, op.cit., t II, p. 135 y ss.

24.- Rf. a Voegelin, Order and History, Louisiana, 1956, en Eliade, Mito y Realidad,

Guadarrama, 3ª ed., 1978, Barcelona. (1ª franc. Gallimard, 1963, París), p.56.

25.- M. Eliade, Lo Sagrado y lo Profano, Guadarrama, 3ª ed. 1979. Barcelona (1ª

alem. Hamburgo, 1957).

26.- De ahí el “terror ante la nada” que experimenta el hombre de pensamiento mítico

en la experiencia de un espacio vacío de simbolismo sagrado, véase Íbid., p. 60.

27.- Sica, op. cit., p.15.

28.- La forma cuadrada o cúbica es también símbolo del cosmos, vale decir, del

orden que es estable. Este significado simbólico se mantiene en la tradición

hebrea y cristiana que analizaremos más adelante.

.

29.- Sica, op. cit., p.23.

30.- Nos apoyamos principalmente en el interesante artículo de M. Kaltenmark,

Religión y Política en las Dinastías de los Ts’in y de los Han, en Diógenes nº 34,

Junio. Sudamericana, 1961, B. Aires, pp. 19-47.

30b.- El escrito de Kaltenmark, op. cit., fundamenta su análisis a partir de documentos

escritos del período en cuestión. Esto constituye, desde ya un elemento novedoso

para nosotros ya que, por la carencia de traducciones habíamos dependido del

lenguaje espacial de sus construcciones sagradas y urbanas. Una primera obra

importante a la que acude el estudioso es el SHE-KI, que se ha traducido bajo

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“Memorias Históricas”. Efectivamente, escrita por Sse-ma Ts’ien, autor que se

ubica alrededor del año 100 a.C., integra en un relato histórico y en una

recopilación de tratados: acerca del Calendario, acerca de los sacrificios, el

contenido esencial de la realidad simbólica china, de ese tiempo. Este texto tiene

una traducción al francés, a cargo de Edouard Chavannes, de sus primeros 47

capítulos, París, 1895-1905. 5 tomos. Otro documento importante, al cual acude

Kaltenmark, es el LI-KI (Memoria sobre los Ritos, traducida al francés por S.

Couvreur, Ho kien fou, 1913). Como también el Libro de las Ordenanzas

Municipales, LU-SHE-CH’UEN-TS’IEU, concluido hacia el año 239 a.C.

30c.- Es la doctrina de la “no intervención”. “Por ello, el arte supremo del gobierno no

consiste en dictar leyes, sino en ejercer esta influencia espiritual, infinitamente

más eficaz que toda acción física”. Kaltenmark, op. cit. P. 45.

30d.- Íbidem, p. 45

30e.- Véase, Kaltenmark, p. 37 y ss.

30f.- “...Una característica del pensamiento filosófico y religioso chino es el dualismo

representado sobre todo por la oposición de los dos principios Yin y Yang,

singularizado asimismo por una polaridad de lo sagrado: toda potencia sagrada

es doble, los objetos sagrados, los dioses, van por parejas sexuadas”.

Kaltenmark, op. cit., p. 38.

31.- H. Herrera, El Chou-King y la Concepción del Poder Real, en Clío nº 24, Abril

1953, U. Chile, Stgo, pp. 14-18.

32.- Granet, La Civilisation Chinoise, L’Evolution de l’Humanité, 1948. París, p. 444

y ss.

33.- Íbid., p. 446.

34.- Dumézil, Mito y Epopeya, Seiz Barral, 1977. España (1ª franc. Gallimard, 1968,

París).

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35.- Esto se entiende especialmente desde su perspectiva del tiempo y espacio.

Aunque se reconoce un origen de la “historia” en el pensamiento helénico, esto

se entiende desde un punto de vista del género narrativo. Sin embargo, cuando se

considera la historia como forma simbólica temporal y existencial, ésta no

alcanza a gestarse en las fronteras del mundo helénico.

35b.- Sica, op. cit., véase especialmente los capítulos II, La Ciudad Griega, y II, El

Helenismo y el Imperio.

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Capítulo Segundo

Dialéctica de la Paradoja

El mundo hebreo, en su lenguaje, nos revela un segundo paso en la

consideración humana frente a la ciudad. Sin duda, como todo proceso natural,

mostrándonos en este ulterior paso pervivencias del esquema anterior junto con la

aparición de una nueva posibilidad en la condición del hombre.

La tradición del Antiguo Testamento constituye, lo que podríamos llamar, en

propiedad, un primer “corpus” – unitario, coherente, tramado en el tiempo y encarnado

en una comunidad cultural – del lenguaje simbólico del hombre occidental. Para esta

afirmación nos ubicamos dentro del horizonte del mundo medieval – cristiandad latina –

que es donde creemos ver la primera plasmación de un modelo occidental de existencia.

Si quisiéramos diseñar un perfil de la estructura simbólica del hombre

occidental, desde el punto de vista de su conformación espiritual, la tradición del pueblo

hebreo aparece como primera vertiente en un sentido lógico (sabemos lo difícil que

resulta hablar de “primero” dentro del proceso cultural cronológico).

Así, desde el punto de vista del lenguaje simbólico, en su conformación

medieval – primera “forma” de Occidente -, la tradición del mundo hebreo se constituye

en “principio” para esta realidad.

En la base del proceso cultural del pueblo hebreo se manifiesta una tensión

fundamental expresada en dos formas de existencia: por un lado, la vida de pastores,

antemural situado frente al mundo estrictamente nomádico, y por otro, la vida del

agricultor, plataforma del mundo sedentario.

Será entre estos dos umbrales que los israelitas trazarán gran parte de su vida:

existencia seminómada, virtualmente precaria en su sentido frente a la naturaleza como

a su situación frente a las fuerzas hegemónicas de civilizaciones imperiales.

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Es necesario tener en consideración esta circunstancia a fin de comprender la

conformación de su mundo espiritual y cultural, en la vía del lenguaje simbólico que

hemos propuesto.

El lenguaje del pueblo hebreo abre el discurso de nuestra tradición espiritual:

aún no totalmente desvinculado del dominio del mito entrevemos los primeros gestos

del pensamiento histórico.

El tiempo cósmico es llevado a un punto crítico: el drama del paraíso,

fundamento de este tiempo y así, de nuestra misma condición, como seres arrojados en

este mundo, apertura de la existencia, inaugura el tiempo histórico. La historia acontece,

en esencia, en la impronta de un destierro.36

El primer acontecimiento que estructura una primera imagen, ya en el decurso

del tiempo histórico y que revela la “situación” hebrea está dado por la muerte de Abel

en el acto fraticida de Caín.37

Vemos configurarse allí, una primera contradicción básica

en esto que hemos llamado el “signo de la paradoja” y que, entre otras cosas, da cuenta

de esas dos formas de existencia que aludimos más arriba, es decir, esta suerte de

“antítesis histórico – cultural entre pastores nómadas y agricultores sedentarios”38

, pero

que, también, puede ser llevada a un nivel más esencial en lo que, desde un punto de

vista netamente simbólico, Coomaraswamy refiere: la tensión fundamental entre el

tiempo y el espacio.39

Será en la circunstancia de este exilio temporal y bajo la condición delictiva y

errante de Caín que adquirirá una primera imagen el espacio simbólico en la figura de la

ciudad.

La “primera” ciudad surge, así, bajo el signo de Caín y, como fruto de su

dinámica, la civilización.40

En esta primera semántica de la ciudad, emerge una de las constantes esenciales

de la concepción hebrea: un sentimiento anti – urbano que se consolida en el símbolo de

Babilonia.

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Frente a esta ciudad gradualmente irá configurándose la imagen del desierto,

como realidad esencialmente antiestética. Si la ciudad acontece por primera vez con

Caín, el desierto lo es con Abraham en su gesto de ponerse “en camino hacia un país

desconocido”.41

Ciudad y desierto trazan una primera estructura paradójica en el

lenguaje simbólico de los hebreos, referentes forjados y vigentes en el habla de los

hebreos.

El espacio de los primeros patriarcas, y sus tribus autónomas, queda definido por

un lenguaje que manifiesta la frescura del “primer encuentro” con el lugar de la

promesa. Desde la visión de Abraham hasta la contemplación que cierra la vida de

Moisés, el espacio es en sí mismo recorrido, develación y definición de la futura

heredad.42

Así, un primer gesto que vemos en la estructuración simbólica del espacio es

el de determinar su sacralidad.

La ruta de estos primeros patriarcas está jalonada por constantes manifestaciones

de lo sagrado – hierofanías – que van suscitando en ellos consagraciones del espacio

natural, a través de objetos, elevación de altares y celebración de rituales,43

en vistas a

constituir, en propiedad, un espacio sagrado: gestos de pertenencia y legitimidad.

El ámbito natural de estos recorridos está definido por aquellos territorios que

tradicionalmente se han constituido en rutas de pueblos transhumantes. En efecto, esta

primera etapa del pueblo hebreo queda perfilada dentro del sistema de vida de pueblos

pastores, semisedentarios, partícipes en la comunidad de pastos, que transitan en las

franjas que se ubican entre terrenos de cultivo, generalmente bajo la hegemonía de una

ciudad – estado, de una confederación de estas o un imperio, y las vastas extensiones de

los desiertos que muchas veces es necesario cruzar.44

Los primeros lugares de culto, ya

referidos, irán acotando un territorio en aquellas zonas límites de los cultivos, márgenes

de la transhumancia.

Vemos, pues, surgir ya en el horizonte vital de este mundo de pastores, las dos

realidad paradigmáticas que van a tramar su lenguaje espacial: la ciudad y el desierto,

41

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aún como mundos situados “frente” a ellos, “ajenos” desde el punto de vista de su

significado.

La tradición anti – urbana, a pesar de establecer en muchas ocasiones un

contacto natural con algunas ciudades,45

se mantiene viva. La imagen que se estructura

en torno a Sodoma y Gomorra46

o la violencia que vemos de parte de las tribus de Jacob

frente a Siquem47

son suficientes como para suponer lo anterior.

En este primer mundo patriarcal el desierto acontece aún de manera lejana, sin

embargo ya se insinúa su contradictoria imagen: es el lugar de desolación después de la

destrucción (Sodoma y Gomorra)48

, pero también es el lugar de la presencia de lo

sagrado en la errancia de Agar e Isaac en Bersebá49

: Isaac habita y crece en el desierto

de Farán. También en Bersebá es donde Abraham planta un tamarisco cerca de un pozo

como testimonio de juramento.50

También aparece como refugio de los caídos, aquellos

que permanecen al margen de la ley.51

A pesar de sus constantes movimientos y cruce de desiertos, a veces con la

utilización de camellos52

, el pueblo hebreo se define como semisedentario, dentro de

este contexto es importante destacar su costumbre ritual mortuoria; el cadáver se

inhuma y el espacio ocupada pasa a ser propiedad.53

Un segundo momento que abre un nuevo sentido en la visión del pueblo hebreo

se ubica dentro de la etapa propiamente desértica. Desde allí, se constituirá todo un

modelo de existencia que gravitará decisivamente en su presente, como constante

paradigma, no sólo en el futuro de Israel sino también en la conformación de la

cristiandad.

Si, en la presentación anterior, pudimos distinguir como elemento central la

definición sagrada de un territorio, fundamentado en la promesa – a través de las

sucesivas manifestaciones hierofánicas y los actos de consagración espacial de los

patriarcas – esta vez, la sacralizad se con centrará en el “otro mundo” de los pastores;

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aquel espacio que, aunque siempre había estado en su horizonte de paisaje, era

considerado como espacio de lo ajeno: el desierto.

El desierto ya no será aquello “frente a sí” o, a lo más, como aquella extensión

que aparecía como interrupción en la necesaria transhumancia periódica en busca de

mejores pastos, pequeños sectores para cultivar, o como frontera de la tierra en

promisión, sino será un espacio intensamente asumida el cuál surgirá todo un bagaje

simbólico que otorgará una primera estructura global al sentido mesiánico del pueblo

israelita.

La etapa desértica distingue dos aspectos fundamentales ya marcados por ese

sello contradictorio y ambiguo del pueblo hebreo: el primero, constituido por aquella

realidad del desierto como espacio abierto a la movilidad de las tribus nomádicas,

ligadas al ciclo del mundo beduino, que, en la experiencia de un pueblo pastor,

semisedentario, es transformada en un signo de su proyección temporal que señala un

sentido único a su vida, la transhumancia obligada es sublimada al rango de

singularidad excepcional: es la ruta que abre ya no el camino hacia lo desconocido –

como en el caso de Abraham – sino hacia lo ya recorrido pero aún no apropiado.

El segundo aspecto se consolida en torno a la circunstancia sinaítica. La

situación del pueblo y su relación con lo sagrado que, hasta ese momento, había

transitado en un espacio eminentemente móvil, señalando un rasgo de aterritorialidad

con respecto a lo inmediato, adhiere un contraste extraordinariamente dramático en este

momento. Ciertamente, la etapa que se verifica en el ámbito del Sinaí marca el punto

más alto de sacralidad del desierto, sin embargo, no significa solo un “crescendo” sino

más bien implica un cambio cualitativo notable. Es este el momento de la constitución

de un orden sagrado emergente de la condición desértica, con un lenguaje del desierto,

en vistas al futuro que gravita en el sentido temporal de Israel: el itinerario que había

alcanzado un grado de formalidad estable que, como ya veremos, implica una

reanimación de aquellos valores míticos que hasta ese momento permanecían

subyacentes.

Intentaremos definir el perfil de este modelo desértico bipolar: por un lado,

confluye en la constitución de este modelo un aspecto esencialmente dinámico,

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proveniente de aquellos elementos que, en el transcurso de las experiencias vitales de

Israel, fueron constituyendo algo así como una “tradición desértica”.

La experiencia del tiempo de los primeros patriarcas basada en el estilo de v ida

semisedentaria, entreverada de períodos de relativa estabilidad y rupturas de equilibrio,

provenientes de la misma naturaleza o fuerzas culturales,54

obligarán a una búsqueda

constante de nuevas condiciones, llegando al extremo de obligar a adoptar un régimen

nomádico dando apertura a la ruta del desierto. Será, precisamente en estos períodos de

“ruptura” en el curso normal de la transhumancia, en donde el pueblo israelita concebirá

los elementos decisivos para la elaboración de un sentido peculiar del proceso temporal,

hasta ese momento inédito en la experiencia humana.

Esta “tradición desértica” está compuesta, principalmente, por un esquema social

propio de las tribus nomádicas55

, predominantemente abierto, ausente de clases

sociales56

, afirmado en un conjunto de costumbres conservadas en la comunidad de un

lenguaje oral. Su dinámica básica se rige por fusiones y alianzas circunstanciales de

tribus bajo los principios de la hospitalidad y el asilo, en torno a los cuales queda

establecida la condición sagrada del huésped.

Por otro lado confluye, o más bien, impacta sobre esta tradición desértica,

transformándose en el eje mismo de la estructura cultural, el establecimiento de un

modelo sagrado, constituido sobre sucesivos fundamentos: en primer lugar, siguiendo

un orden lógico, el fundamento natural, es decir, el espacio. La carga peculiar que

involucra este momento exige el amparo de un entorno simbólico natural que signifique

ese establecimiento. Acontece alrededor y sobre una montaña, ruptura de la vastedad del

desierto, manifestación de verticalidad orientada desde lo alto, conexión con lo celeste,

morada de lo sagrado; y al mismo tiempo, sólida, inamovible, arraigada en lo terreno,

en medio de lo humano pero, al mismo tiempo, separada y distante57

: la inmensa

sacralizad de la teofanía del Sinaí, intensa, estable y decisiva, queda establecida y salva

en la delimitación y separación de su santidad.58

La manifestación del Sinaí, transforma

el desierto, le descubre su centro, orienta su extensión, lo constituye en cosmos estable,

sin llegar a establecer una fijación territorial.

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En segundo lugar, el fundamento social, dispuesto a través de la orientación del

campamento, asentado y en marcha59

, y la distribución de la población proveniente del

censo tribal.60

En tercer lugar, el fundamento legal, constituido en la fijación de un orden

permanente a través de la codificación escrita – sobre piedra -. La escritura se hace

presente en su inmensa realidad sacral distante e inmutable, frente a la intimidad y

plasticidad del lenguaje oral. Estableciendo un orden legal61

que ya prefigura el

elemento de la propiedad estabilizada en la futura heredad.62

Dentro de esto mismo, pero en un grado distinto, la fijación del culto63

confirma

y asegura el carácter total de esta transformación, estableciendo la permanencia de lo

sagrado, en el espacio del templo – tienda, lugar de encuentro estable.

Esta primera forma de santuario sintetiza las dos fuerzas activas de la sociedad

desértica: por un lado el templo – tienda conserva la esencia y vitalidad de Israel: su

transhumancia. El templo es tienda, esencialmente móvil, desmontable e itinerante.64

Por otro lado, alberga la tremenda realidad del momento sagrado del Sinaí: el dios

revelado en el nombre y los principios legales habitan en medio de las tiendas del

pueblo, plantadas en campamento o en camino hacia su futura patria.

El tabernáculo es, en propiedad, un “santuario del desierto”, el “palladium”65

de

Israel en su recorrido, al mismo tiempo, el modelo prototipo de templo.66

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NOTAS Y CITAS, SEGUNDO CAPÍTULO

35.- Debemos entender que la experiencia desértica y nomádica de los hebreos fue

sólo temporal, si bien es cierto que las diversas circunstancias los obligaron a

ello, son distintos a los beduinos.

36.- Gen., III, 23.

37.- Gen., IV.

38.- Ver, Verbum Dei, t. I, Herder, 1956, Barcelona, (1ª Edimburgo, 1953), en rf. a la

obra de Haag, Breve Diccionario de la Biblia, Barcelona, 1946, p.24.

39.- Coomaraswamy, El Tiempo y la Eternidad, op. cit. En el simbolismo bíblico,

Caín corresponde al tiempo y Abel al espacio; p.9.

40.- Gen., IV, 17. La proyección de la figura de la primera ciudad, Enoc, -desde la

cual se crean los signos de la civilización, desde la música a la herrería -, se

consolida en la imagen de Babilonia.

41.- Daniélou, Dios y nosotros, Taurus, 1957, Madrid.

42.- La etapa de “definición” es netamente hierofánica, a través de la mediación del

mundo natural lo sagrado manifiesta el “lugar” de promisión.

43.- Las manifestaciones se establecen en objetos naturales, por ej., piedras – Gen.,

XXVIII – árboles – Gen., XII; XIII; XX; XXI -. A partir de esos se realiza la

acción ritual de los patriarcas: construcción de altares – Gen., XII, 6-7; 8; XIII,

18; XXVIII, 10-22; XXXI, 45; XXXIII, 18-20.

44.- En esta primera etapa, el desierto es visto como interrupción del circuito,

peligroso para hombres y animales. De ahí la importancia que adquiere el

conocimiento y la posesión de pozos. Por ej., Gen., XXVI.

45.- Los patriarcas y sus tribus “aparecen descritos a la vez como típicos

seminómadas que vagan entre las ciudades cananeas de Siquem, Béthel, Hebrón,

Bersheeba (Bersabé) y Gerar (Negev septentrional) estableciendo contacto con

sus habitantes”, Bassin, Los Imperios del Antiguo Oriente, t.II, p. 177. Por ej.,

Gen., XXIV, Abraham conoce a Rebeca en las afueras del Aram Naharaím. Pero

los contactos también son violentos, véase Gen., XXXIV.

46.- Gen., XVIII y XIX.

47.- Gen., XXXIV

48.- Gen., XIX

49.- Gen., XXI, 14-21

50.- Gen., XXI, 27-34

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51.- Gen., XVI, 12. Hay una constancia que se mantiene en toda la historia del

pueblo hebreo. Desde Caín, a Moisés, a David, el desierto es refugio de los sin

ley. Véase De Vaux, Instituciones del Antiguo Testamento, Herder, 1964,

Barcelona, pp. 24 y 42.

52.- Gen., XXXI, 17.

53.- Por ej., Gen., XXIII; XXXV; XLIX, 29-32.

54.- Desde la irrupción hegemónica de grandes imperios sedentarios, como también

reinos locales y tribus nómades en busca de pastos y abrevaderos o con el fin de

saquear.

55.- De Vaux, op. cit. p. 26.

56.- Íbid., p. 109, "Israel en su vida seminómada tuvo la estructura de "familias"

más ricas o más pobres, más nobles o menos, pero no de clases sociales".

57.- Cf. Eliade, Tratado de Historia de las Religiones, 2 tomos. Cristiandad, 1974,

Madrid (1ª franc. Payot 1964), pp. 128 y ss.

58.- Ex., XIX, 12-23.

59.- Num., II y X, 14 y ss.

60.- Num., I,1. Tb. Num., XXVI.

61.- Ex., XX y XXI.

62.- Ex., XXII.

63.- Ex., XX-XXIII.

64.- Ex., XXV-XXVII ; XXXVI-XXXVIII ; XL.

65.- De Vaux, op. cit., p. 394.

66.- Ex., XXV, 40.

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Capítulo Tercero

Jerusalén; Modelo Urbano

El concepto de sociedad desértica, fundamentada en un orden sacralizado aún no

completamente estable, cuya característica central la definimos bajo el concepto de

transitoriedad, alcanzará su etapa plenamente estable en el proceso de sedentarización

de Israel.

A medida que Israel vaya reconociendo la legitimidad de su espacio como

heredad de promisión y vaya fijando su establecimiento en base a un modelo

permanente de residencia, se irá configurando una revitalización de los elementos

míticos, dependientes de un arquetipo, aún vigentes en el horizonte del pueblo hebreo.

Un primer elemento, inédito en la experiencia de Israel, pero constitutivo del

patrimonio mítico está dado por la fijación territorial. Esta, teniendo en vista el proceso

de esta sociedad desértica, sigue el patrón de la sacralización. La consagración y toma

de posesión del territorio exige, desde el punto de vista del contenido de la “nueva

creación”, un grado cero en la semántica del espacio67

: lo anterior debe ser abolido. La

sedentarización a través de la sacralización del suelo, significa la posesión exclusiva del

territorio por una comunidad social.68

Sobre esta primera acción se realiza la definición

de su orientación y extensión69

y la determinación del principio de propiedad.70

En este

último punto, se parte del fundamento de una posesión de origen sacral71

, inicial, “in

principio”, que, en su correspondencia con la santidad que reside en una población, que

da vigencia a dicho patrimonio, reparte en base a suertes72

la asignación de sus

porciones: “el acto de deslinde, el acto capital de “limitación” que crea una propiedad

firme en sentido jurídico – religioso, está ligado siempre al orden espacial

sacramental”73

, fundamento último de su legitimación.

Este proceso de sedentarización implicará una profunda transformación en la

sociedad israelita ya sea desde el punto de vista de su formación y diversidad que

adquirirá su composición, como desde la perspectiva de su estratificación social, la

aparición de una polaridad.

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Sin duda, este proceso se comprende dentro del nuevo horizonte del lenguaje

simbólico de Israel relacionado con su adhesión a la forma urbana.

El proceso significó una paulatina adaptación – o quizás debamos decir

“readaptación”, debido al conocimiento y experiencia de Israel en su pasado

semisedentario – a la nueva condición de vida, adaptación que no estuvo exenta de

conflictos no sólo con la población aborigen74

sino también dentro de la misma sociedad

hebrea. Un nivel pleno de transformación lo vemos en la elección y determinación

sacral de Jerusalén.

La consagración de Jerusalén completa una primera etapa en la adopción de

valores míticos arraigados en el concepto de ciudad – hierática. Esto merece algunas

aclaraciones.

El modelo urbano que adquirió Jerusalén en su disposición no era diferente a las

posibilidades que se había planteado en las ciudades cananeas, partícipes de su contexto

de civilización. Desde su topografía hasta la adquisición de formas constructivas (ya nos

referiremos al esquema del templo), el judaísmo hereda la concepción oriental del

espacio urbano (ciudad – estado).75

La ciudad, de hecho, se elevó sobre un asentamiento anterior, lo que implicó

reconocer la acomodación física del poblado antecesor.76

Desde ya, esto nos sirve para verificar una importante característica del proceso

urbano y su relación con la concepción sagrada del espacio que más atrás referimos: en

la mentalidad de sentido sacro – mítico, todo fundamento debe ser “nuevo”, en la

perspectiva cosmogónica de una “nueva creación”. De ahí la necesidad de disponer de

un espacio de grado semántico “cero”. Sin embargo, la purificación de un lugar, ya sea

por abolición de lo caótico primigenio o por destrucción de un orden viciado,77

difícilmente involucra una ruptura total, aunque la pretende. Lo “total”, distingue muy

bien lo significativo de lo necesario; son los elementos de “identidad sacral” los que

sufren una acción de abolición y no aquellos elementos orgánicos que surgen de las

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necesidades vitales que exigen un lugar, como tampoco, aquellos de “sentido espacial”

que dimensionan y orientan su situación.

El problema que se plantea es, entonces, en un nivel esencialmente trascendente,

manteniendo gran parte del lenguaje espacial y su estructura física de disposición, de tal

manera que, es posible apreciar toda una influencia de la persistente hegemonía cultural

de las civilizaciones sedentarias, de ahí que “las formas simbólicas de los imperios

cosmológicos y de Israel no se excluyen mutuamente”78

, tanto más cuanto la mano de

obra que utilizó generalmente fue, en su mayoría, aborigen.

Fijación territorial sacra, elevación de una ciudad – centro y adhesión a un

modelo de existencia ciudadana, abren el primer panorama de la nueva situación

hebraica no ajena al patrimonio simbólico típicamente oriental. La comprensión de esta

etapa exige ubicarse, entonces, en el lenguaje de la ciudad – hierática que propusimos

en el primer capítulo.

Posesión y construcción plantean un primer aspecto de la base simbólica del

pueblo hebreo, sin duda, desde un punto de vista lógico del proceso. En continuidad con

este tipo de secuencia referimos ahora el esquema de sociedad: el espacio es asumido

por una colectividad humana que se establece, distribuye y relaciona; a la constitución

de este “espacio social” lo denominamos “habitación”.

El ingreso a la tierra de posesión actualiza en el pueblo hebreo la influencia del

pensamiento cosmogónico oriental.79

El proceso de sedentarización, ligado a la

concepción sagrada del territorio, significará un agudo viraje, experimentándose un

fortalecimiento de las estructuras de relación míticas, siempre subyacentes en la realidad

de una cultura: la sedentarización, como proceso social, produjo una profunda

transformación. Las comunidades de pastores, ya unificadas por el común sentido de un

devenir, fundamentado en la conciencia de ser “nación santa”, verifican un nuevo ritmo

de vida que conduce a una tensión y crisis de los antiguos vínculos del desierto80

: el

sentido de comunidad, establecido en la solidaridad de la tribu, da lugar al sentido de

sociedad, afirmado, en su expresión más básica, en los vínculos del clan81

, pero abierto

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a una complejidad de relaciones que tienden en una primera etapa a una mayor

diversidad, pero que llegados a un punto, tienden a estabilizarse, el espacio del cultivo

adquiere una identidad con la calidad de existencia humana, en la tradición israelita “la

Adama es la tierra cultivada, la tierra de los hombres”.82

A esta nueva valoración, la

imagen del desierto lentamente irá variando: se convertirá en el espacio ajeno a los

hombres, a su tierra de ser espacio de la PRESENCIA, la sucederá un radical cambio: es

el espacio de terrible AUSENCIA.83

Las relaciones tienden a fijarse en esquemas permanentes tanto en su

estratificación como en su distribución espacial, consolidándose en una tendencia a la

clausura de los grupos sociales, pudiéndose llegar, en algunos casos, a la misma

fragmentación del espacio urbano; estudios de trazas de algunas ciudades de este

período verifican un proceso de polarización.84

La comunidad de tiendas y pastos,

ligada a la dinámica nómade, da lugar a la posesión territorial inmueble que, si en su

origen muestra una apertura y espontaneidad – distribución “por suertes”85

– pronto

adquiere la forma de la propiedad fija ligada a un grupo social que tiende a la

conservación.

Esta ordenación de la sociedad hebrea, dependiente del esquema hierático,

alcanza su plena vigencia en la etapa de “perpetración”86

del tiempo y el espacio.

El trayecto y el transcurso desértico si bien había sido impactado decisivamente

por un modelo sagrado, transformando la realidad de la comunidad hebrea desde el

punto de vista religioso, no había modificado esencialmente su estructura vital, sino más

bien la había orientado.87

La situación en el espacio de posesión exigió, como hemos

visto, un cambio de ese tipo:88

la “duración” y la “extensión” han sido intervenidas,

transcurso y trayecto tienden a una estabilidad. A través de esta “transgresión” en el

mundo de lo móvil, el espacio es constituido en “sitio”, el tiempo – duración – en

“eternidad”, sobre los cuales ya puede ser fundada una “instalación”. No basta con

consagrar un espacio – delimitación y legitimidad – no basta con fijarlo en posesión y

habitarlo, es necesario hacer de él un “recinto”: ello implica una acción más eficaz que

las anteriores, se debe hacer residir el poder de lo sagrado en su máxima manifestación.

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Esto provoca la “ruptura”89

necesaria en la existencia mutable: el impacto decisivo de

este poder sobre la vida de una sociedad adquiere significado en el concepto de

“perpetración”.

El acto de “perpetración” se constituye en la etapa más alta de sacralización de

una existencia, en el caso hebreo, el desierto había experimentado un grado distinto

establecido en la “presencia” de lo sacro, itinerante y transitorio, ahora adquiere la

forma de “poder”, centralizado y permanente, en la figura de una “ciudad santa”.

Estableceremos tres unidades conceptuales: la “ciudad centro”, la “ciudad capital”, la

“ciudad templo”; a fin de verificar el proceso.

La base natural de Jerusalén descansa sobre el amplio “espacio salvo” de la

tierra de promisión separada del mundo circundante por su ubicación en altura. La

“santidad” del lugar lo es desde el origen mismo y se mantiene; así lo declara un texto

rabínico proveniente de la tradición: “La Palestina, por ser el país más elevado – puesto

que estaba cerca de la cima de la montaña cósmica –, no fue sumergida por el diluvio”90

, Jerusalén se eleva sobre ese fundamento simbólico del territorio, ella misma ha sido

fundada en la cima de la montaña.91

Desde esa posición establece la convergencia del lugar: la “perpetración”

convierte a la “extensión” en espacio centralizado, no sólo en el sentido horizontal, sino

también vertical.92

Aún en el dominio de la naturaleza carente de construcciones, la roca

– omphalos – situada en lo alto establece la conexión de lo celeste con lo abismal:

Jerusalén se eleva sobre ese contenido cosmológico del lugar, de ahí que herede la

calidad de ser “punto central del mundo”.93

Por otra parte, Jerusalén es el lugar de un acontecimiento fundamental en tiempo

de los patriarcas, es la Salem o Urusalim en donde se produjo el encuentro de Abraham

con Melquisedec.94

El vínculo sagrado proviene también de su historia.

La Jerusalén cósmica y la Jerusalén de la tradición se sitúan en la base de la

ciudad – capital, fundamento simbólico del modelo político – sagrado, emergente de la

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concepción teocrática del Estado:95

Israel constituye en la totalidad e su pueblo una

“comunidad religiosa”, partícipe de una santidad común, cuya estructura de autoridad y

poder sostiene por la vía del carisma.96

La afirmación de este “orden”, consolidado a

través de un instrumento urbano, revela a través de las acciones a un David, la búsqueda

de un “gobierno de carácter permanente”97

, destinado a asegurar la solidaridad y

cohesión de una confederación de tribus,98

ya en plena transformación hacia la

estructura de los clanes,99

a fin de consolidar de manera plena el vínculo con lo sagrado.

No ausente de complicaciones estuvo el propósito,100

sin embargo, aparte de los

fundamentos cosmológicos y tradicionales de Jerusalén, desde el punto de vista

netamente político también su situación ofrecía favorables circunstancias: Jerusalén era

un territorio no involucrado en la disputa interna de la confederación hebrea; contenía la

posibilidad de lo nuevo: en el proceso de incorporación, aún no entraba en el horizonte

de pertenencia.101

Aún si estaba bajo el dominio de una ocupación anterior, dentro del

lenguaje simbólico israelita podía ser considerado un “espacio libre”, que era necesario

conquistar, en él se veía la confluencia del destino del pueblo: el proyecto y el

transcurso hallaban su punto pleno. La ciudad es considerada como centro no sólo en la

extensión sino también en el tiempo. El tránsito a través del desierto, la posesión de

Canaán y la permanencia establecida en el vínculo sagrado de la institución de una

ciudad – capital, en “ventaja de todo Israel”.102

Sin embargo, la ciudad de fundamento sagrado no se constituye en cuanto tal sin

el templo, recinto que señala su totalidad: sobre las distintas significaciones que pueden

combinarse, el templo entrega el sentido final. Sin templo, la ciudad carece de sentido.

Situado en el vértice mismo del espacio terreno, en medio de la altura sagrada

del territorio de la ciudad, su estructura reconoce la lógica103

del pensamiento paleo –

oriental, esencialmente cosmológica. Este primer fundamento que consideraremos en la

forma simbólica del templo, establece la posibilidad de reconocer en él una figura de la

estructura del universo. El templo, en esta consideración, se constituye en una IMAGO

MUNDI.104

Este fundamento sobreviene de la influencia cultural de los p7ueblos

sedentarios de Canaán105

como de la emergencia contemporánea de valores míticos en

la conciencia de los israelitas, provocada por su nueva situación de vida. Así, el

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patrimonio cosmológico lo podemos entender en su doble dimensión de herencia y

adhesión.

El templo instalado en la altura sagrada, adquiere forma cuadrangular – estable e

inmutable106

– a imagen del universo terreno, armónicamente dispuesto en referencia a

la orientalización primordial solar, a su vez, repite en sus partes la concepción hebraica

del cosmos triádico: la “cella” corresponde al cielo, el “aula” a la tierra y el atrio al

mar.107

Así, el templo, en identidad al mundo, permite su santificación “porque lo

representa y al mismo tiempo lo contiene”.108

Por otra parte, el templo también es una IMAGO CAELI.109

Este segundo

fundamento queda establecido en la posibilidad eficaz de ser “imagen santificada” de un

arquetipo celeste. También integrada al patrimonio de herencia oriental, el simbolismo

triádico alcanza aquí su pleno dominio. El templo es concebido como “reproducción

terrestre de un modelo trascendente”110

, a imagen del tabernáculo. El mismo David ha

tenido la visión del modelo y lo entrega a Salomón para su construcción.111

La planta reconstruida del templo de Salomón112

concibe un espacio sagrado

triádico. Su recinto cubierto, estrictamente reservado a la presencia sacra, se dispone de

tres salas que simbolizan el tránsito necesario para llegar al punto de mayor sacralizad,

“sancta sanctorum”. El recinto cubierto, concebido como espacio social, señala el

“typo”113

que debe respetarse en la esfera de lo humano.

El tercer fundamento se arraiga en los elementos originales del pueblo hebreo,

concebidos en su etapa de “ruptura” desértica, relacionados con la proyección de un

sentido temporal a la vida, único y decisivo.

El paradigma desértico alcanza vigencia en el momento de establecer el espacio

y el rito central en Jerusalén.

El templo aparece, en este caso, como una IMAGO TEMPORIS: el recinto

condensa los elementos esenciales establecidos en la estancia sinaítica y al mismo

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tiempo los actualiza. A pesar de la estructura estable del templo, dependiente de los dos

fundamentos anteriores, su objeto más precioso, garantía de la presencia sacra, el arca,

sigue conservando los anillos y las barras: su ubicación no es más que provisoria.114

El

modelo del templo – tienda, el tabernáculo, sigue presente al momento de levantar la

edificación,115

de plantar sus cimientos, de establecer la residencia de aquel que “habita

bajo la tienda”: SCHEKINAH.116

El modelo oriental de templo es entendido como

morada inmanente117

y estable118

de lo sagrado, la fuerza conceptual de esta última

palabra – SCHEKINAH – manifiesta el sentido transitorio de la residencia. Más que un

habitar es un INHABITAR119

, el residir es PRESENCIA, no PERMANENCIA.

El templo, en su triple fundamento, IMAGO MUNDI, IMAGO CAELI, IMAGO

TEMPORIS, establece la centralidad de Jerusalén y de su reino en la búsqueda de un

sentido pleno de existencia: cielo, territorio e historia tienden hacia su resolución.

La consideración del templo nos hace retornar al sentido paradójico de la

existencia del pueblo hebreo. Convergen en él los dos lenguajes que fundan su

contradicción: por una parte el lenguaje del desierto, primera manifestación de un

pensamiento histórico, establecido en un tiempo transitorio ligado a un concepto

teológico de lo sagrado. Por la otra, el lenguaje de la ciudad – hierática, expresión del

pensamiento mítico, establecido en la eternidad, ligado a un concepto cosmológico de lo

sagrado. Esta yuxtaposición de significaciones provoca en la interpretación de su

verdadero sentido disensiones en algunos estudiosos.120

El templo recoge y refleja las profundas tensiones del alma hebrea, situada entre

dos vías esenciales de la humanidad, cuya vinculación no se produce sin conflictos:

cosmos e historia.121

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NOTAS Y CITAS, CAPÍTULO TERCERO

67.- Véase por ej. Num., XXXIII, 50-54 y Tb. Jos., VI (destrucc. Jericó).

68.- Lefebvre, La Vida Cotidiana…, p. 187.

69.- Num., XXXIV.

70.- Num., XXIII; Deut., XIX, 14; Jos., XIII-XXI.

71.- Jos., XXII, 19; Sal., LXXXV, 2.

“…el acto de deslinde, el acto capital de “limitación” que crea una propiedad

firme en sentido jurídico-religioso, está ligado siempre al orden espacial

sacramental” (…) “Pues sólo la tierra que está cercada por límites fijos, por

líneas matemáticas e invariables, limitada y asignada, vale como posesión

privada”, Cassirer, Filosofía de las Formas Simbólicas, en referencia a la obra de

Nissen, Orietation, Studien zur Geschichte der Religion, Berlín, 1906, pp. 137 y

ss. Del mismo modo ver De Vaux, Instituciones Ant. Test., capítulo referido a la

propiedad inmueble y el concepto de la Tierra Santa como “posesión de Yahvé”.

Ricciotti, Hist. De Israel, t.I, 1966. Miracle también refiere la sacralizad como

principio de posesión en relación a los castigos del pueblo “porque David había

osado hacer el censo de su reino, como si la nación fuera propiedad suya, con

arreglo a la concepción común en oriente, y no propiedad de Yahvé”, p. 300.

72.- Num., XXVI, 19; XXXIII, 54; Deut., III, 12; Jos., XIII, 6; XVI, 1 ; Jue., I, 3.

73.- Cassirer, op. cit., p. 136.

74.- Ver Ricciotti, op. cit., p. 125 y ss.

75.- 2 Sam., V, 9.

Esta concepción se da tanto a nivel de sentido cósmico de las ciudades

orientales, como en el aspecto de necesidad constructiva, en técnicas y

materiales, a través de la mano de obra. Véase Ricciotti, pp. 306 y ss.

76.- Jerusalén, como núcleo urbano, es muy anterior al establecimiento del pueblo

hebreo. Aparece nombrada por primera vez en Gen., XIV, 18. Podemos

establecer un primer asentamiento urbano en el lugar hacia comienzos del

segundo milenio (h. 1800) en la forma de un recinto amurallado de

aproximadamente cuatro hectáreas, véase A.E.J. Norris, Historia de la Forma

Urbana, Gustavo Gili, 1984, p. 23.

El arribo de población israelita podemos fijarlo hacia el siglo XIII a.C. Al

parecer las dimensiones de las primeras ciudadelas no difieren mucho de los

anteriores basamentos: “las ciudades antiguas de población israelita que nos han

descubierto las excavaciones, eran relativamente pequeñas, de una extensión rara

vez superior a cuatro o cinco hectáreas, estaban amuralladas y fortificadas,

aunque menos sólidamente que las de los cananeos, y tenían calles regulares

delimitadas por casas de tamaño modesto”, véase E. Power, La Arqueología y la

Biblia, en Verbum Dei, t. I, pp. 265 y ss. En cuanto a su población, la

demografía que las ciudades bíblicas presentan es de reducido número: desde

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aldeas de 3.000 a 5.000 habitantes, hasta conglomerados urbanos como Samarra

y Jerusalén entre 25.000 y 30.000 en sus mejores tiempos. En tiempos de

Nabucodonosor (597), Jerusalén tiene tan sólo 10.000. Véase, De Vaux, op. cit.,

p. 106.

77.- Num., XXXIII, 50-56; Deut., XIII; Véase Tb. Verbum Dei, 209a.

78.- M. Eliade, Mito y Realidad, p. 56 en referencia a la obra de Eric Voegelin, Order

and History.

79.- Cf. De Vaux, op.cit., p. 430.

80.- Su persistencia se establece en las festividades. Véase Tb. Maertens, Fiesta en

honor a Yahvé, Cristiandad, 1964, Madrid (1ª franc. Desdée de Brower, 1961).

81.- El clan se entiende como una unidad territorial, a tal punto poderosa, que

transforma el nombre de la estirpe al nombre toponímico. La tribu extiende su

dominio en el tiempo, podemos considerarla como un “grupo autónomo de

familias que se consideran descendientes de un mismo antepasado”, De Vaux, p.

26, de ahí el apelativo de “hijos de…”.

82.- Van der Leeuw, Fenomenología de la Religión, F.C.E., México, (1ª Payot, 1948,

París) p. 385.

83.- Así en S. Atanasio de Alejandría, Vida de San Antonio, parte introductoria a

cargo de monjes de la isla Liquiña, Publ. Espec. Cuad. Monásticos, 1975,

Argent.

84.- “Hacia el siglo X en Tirsá las casas tienen las mismas dimensiones e

instalaciones. Hacia el siglo VIII, en el mismo emplazamiento las casas ricas

constituyen un barrio aparte de los pobres” en De Vaux, op. cit., p. 115.

85.- Deut., III, 12 y Jos., 13.

86.- Para Van der Leeuw, op. cit., la “perpetración” es lo que garantiza que poder

sagrado y vida se toquen. Es entendido como una “incisión” que se hace en el

tiempo o en el espacio.

87.- En el sentido de su “nuevo tiempo”, como también de su orientación como

nación en el campamento, presagiando lo por venir.

88.- Los conceptos que se establecen a continuación tienen como referente la obra de

Van der Leeuw, op. cit.

89.- El concepto de “ruptura” es una de las claves de la mentalidad sagrada según M.

Eliade. Esto adquiere importancia en el ámbito del espacio, donde surge la

antítesis entre el espacio sagrado y el profano.

90.- Eliade, Mito del Eterno Retorno, Alianza, 2ª ed., 1979, Madrid (1ª franc.

Gallimard, 1951), p. 22.

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91.- Importante descripción de la ubicación de Jerusalén está integrada en la obra de

Ricciotti, op. cit., pp. 88 y ss.

92.- La montaña y la roca sagrada también son hitos entre el mundo celestial y el

infernal.

93.- Van der Leeuw, p. 386.

94.- Gen., XIV, 18-20; Salmo CIX.

Este encuentro ha sido visto en una profunda significación por la Iglesia. J.

Daniélou, Los Santos del Antiguo Testamento, Lohlé, B. Aires (1ª franc.) Dice

de él: “Melquisedec es salcedote de esta primera religión de la humanidad

(cósmica), que no se limita a Israel, sino que abarca a todos los pueblos. No

ofrece él sacrificios en el Templo de Jerusalén, sino que el mundo entero es el

Templo de donde se eleva el incienso de la oración”, p. 86.

Ver Tb. Bouyer, Le Rite et l’Home, Du Cerf, 1962, París, p. 225 y Ricciotti, op.

cit., p. 125.

95.- El concepto de “nación santa” establece la diferencia esencial de Israel con el

resto de los pueblos cananeos, ver De Vaux, op. cit., p. 139.

96.- García-Pelayo, El Reino de Dios como Arquetipo Político, Rev. de Occidente,

1959, Madrid, pp. 6 y ss.

97.- Íbid.

98.- Así es entendida la organización israelita emergente desde la experiencia

desértica.

99.- Ver nota 81.

100.- Uno de los mayores problemas estuvo constituido por la persistencia del culto de

los santuarios tradicionales – del tiempo de los primeros patriarcas – albergado

en las tradiciones populares.

101.- De Vaux, op. cit., p. 406 y ss.

102.- Íbid. P. 38.

103.- M. Eliade, El Mito del Eterno Retorno, p. 62.

104.- Este fundamento cósmico del templo adquiere distintas interpretaciones en los

distintos estudiosos del tema, problema que abordaremos en una nota posterior.

Digamos, por ahora, aunque Israel propone una perspectiva teológica e histórica

en su sentido religioso, a ese simbolismo teológico le subyace el cosmológico.

Véase Hani, Le Symbolisme du Temple Chrétien, La Colombre, 1962, París, pp.

17 y ss., y Tb. Eliade, por ej. En Lo Sagrado y lo Profano, pp. 42 y ss., donde

hay una interesante relación de la obra de Flavio Josefo, Antigüedades Judías.,

III, 7,7.

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105.- Por ej. en el uso de mano de obra: “Los israelitas, constreñidos a prestaciones

personales, suministraron el grueso de la mano de obra, 1Re., v, 20-30, pero los

obreros especializados, leñadores en el Líbano, marineros para el transporte

marítimo, carpinteros y albañiles en Jerusalén eran fenicios, 1Re., V, 20-32. Fue

también un fenicio, aunque nacido de madre israelita, el que en el valle del

Jordán moldeó las dos columnas y los objetos de bronce…” en De Vaux, op. cit.,

p. 411. Así también en Ricciotti, op. cit., “En la construcción de la nueva capital,

los israelitas, que no eran muy expertos en arquitectura, se sirvieron en gran

parte de artesanos y de material fenicio, enviados por Hiram, rey de Tiro”, p.

296.

106.- Rf. Al simbolismo de la “cuadratura del círculo”, ver Hani, op. cit., pp. 28 y ss.

107.- Rcicciotti, op. cit., p. 317.

108.- Eliade, Lo Sagrado y lo Profano, p. 56.

109.- Ex. XXV, 9-40 y Sab. IX, 8.

110.- Eliade, op. cit.

111.- I Cron., XXVIII, 19.

112.- Ricciotti, op. cit., ver esquema p. 311.

113.- García-Pelayo, El Reino de Dios… p. 50.

114.- Bouyer, op. cit., p. 223.

115.- Sab. IX, 8; De Vaux, p. 431.

116.- Bouyer, op. cit., p. 221.

117.- Congar, El Misterio del Templo, Estela, 1964, Barcelona (1ª franc. Du Cerf,

1954, París), p. 29.

118.- La palabra para designar el templo es YEKHUN que significa “es estable”,

Ricciotti, p. 312.

119.- Congar, op. cit., p. 33.

120.- El problema radica fundamentalmente en establecer la verdadera gravitación de

los conceptos cosmológicos en las formas culturales y espirituales del pueblo

hebreo. Existiendo posiciones desde su apreciación como decisiva, hasta los que

la desechan rotundamente, pasando por aquellos que ven una superación que las

integra.

121.- Este conflicto del alma hebrea lo establece muy bien Thierry Maertens, op. cit.,

precisamente en el ámbito de los ritos y las fiestas agrícolas y pastoriles.