Isabel II

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EL PAÍS, miércoles 31 de octubre de 2007 35 LA CUARTA PÁGINA OPINIÓN L a consolidación de la democracia en España ha sido posible por la retirada del espacio activo de la po- lítica de dos instituciones, la Monarquía y el Ejército. Otra institución, la Iglesia católica, se resiste denodadamente a ello. Su negativa a considerar que la religiosi- dad, en sus diversas expresiones, debe ser un asunto estrictamente privado, si- gue siendo militante. La resistencia eclesiástica a soltar to- dos aquellos resortes (e ingresos) del Es- tado que puedan favorecerla siempre ha requerido aliados e instrumentos políti- cos. Entre ellos, la Monarquía ha ocupa- do un lugar privilegiado. Las cosas co- menzaron a complicarse en toda Euro- pa, y en España, cuando la Monarquía dejó de ser absoluta y pasó a ser constitu- cional. Aun entonces, contra viento y marea, la Iglesia siguió considerando que los re- yes “eran suyos” y que su obligación —desde una concepción del poder monár- quico ligada a lo divino y no a la voluntad nacional— era defenderla contra la secu- larización del Estado y de la sociedad. La posibilidad de un monarca ajeno a las luchas de partido, incluidas las suscita- das por la llamada “cuestión religiosa”, tiene precisamente ese límite: la cuestión religiosa. Algo que llega hasta hoy con las implicaciones netamente partidistas del rechazo a la asignatura de Educación pa- ra la Ciudadanía. En ese tema, como en cualquier otro considerado sensible para sus intereses, la lógica de funcionamien- to de una Monarquía democrática es con- traria a la lógica de la Iglesia. Quizás convenga volver la mirada ha- cia los orígenes, hacia la ruptura liberal con el absolutismo durante el siglo XIX, para entender el hálito decimonónico de episodios actuales que involucran a la Iglesia y a la Corona. Aquella ruptura im- plicó el reacomodo forzado de la Iglesia a una nueva situación política y a un nuevo tipo de Monarquía cuyos supuestos bási- cos no compartía en absoluto. Isabel II, como no se cansaron de repetir los mis- mos liberales, subió al trono porque con- tó con el apoyo del liberalismo y lo hizo como reina constitucional, legitimada por la voluntad nacional y no por la he- rencia o la voluntad divina. Durante la guerra civil carlista, la Iglesia estuvo (co- mo siempre) en los dos bandos. Por si acaso. Sin embargo, no hay duda de que el corazón y los intereses (las armas y los rezos) de la mayoría del clero estuvieron con don Carlos. El liberalismo era sin du- da pecado y la nueva reina, ilegítima, ade- más de interesada, porque había acepta- do el poder de los impíos liberales. Sin embargo, las cosas estaban como estaban y a ellas había que acomodarse, al menos de momento. En ese reacomo- do, el control del alma deshilvanada de la hija de Fernando VII era fundamental. Como lo era el Partido Moderado donde convivían liberales conservadores con carlistas reciclados, como ahora convive el liberalismo conservador y el franquis- mo sociológico en el principal partido de la derecha. Juan Donoso Cortés —quien participó en la primera redacción de lo que luego sería la condena papal del libe- ralismo en el Syllabus— fue muy explícito en una carta al duque de Riánsares, pa- drastro de Isabel II. Hoy se agradece su desparpajo: “Los progresistas no necesi- tan del Monarca para ser fuertes porque se apoyan en las turbas. Los moderados no necesitan de las turbas para ser fuer- tes porque se apoyan en el trono: pero ¿dónde estará su fuerza cuando no se apoyen ni en el trono ni en las turbas? Usted dirá que es triste soltar a la presa”. Como una presa, en el doble sentido cinegético y carcelario del término, fue concebida desde entonces la primera rei- na constitucional de España. La Iglesia comprendió y perdonó sus flaquezas hu- manas y rezó por ella cuando su imagen fue arrastrada por el lodo de la pornogra- fía política de la época. A cambio, el Con- cordato de 1851 —pariente lejano de los acuerdos actuales— devolvió al clero par- te sustancial de sus riquezas, de su in- fluencia política y de su capacidad de con- trol sobre la educación y las conciencias de la ciudadanía. El entonces arzobispo de Toledo y la Monja de las Llagas fueron especialmen- te activos en impedir cualquier posible acomodo de Isabel II a una situación de gobierno progresista. Con los progresis- tas venían tímidas propuestas de toleran- cia religiosa que había que cortar de raíz recordándole a la reina, con humanidad pero con severidad, que sus pecados pri- vados y políticos tan sólo podrían ser pur- gados si se convertía en el más firme y visible bastión de la Iglesia católica. Con Isabel II comenzó el doble juego y la doble moral que arrastró a todos los monarcas decimonónicos (y no tan deci- monónicos) al conflicto partidista en el cual la posición de la Iglesia desempeñó un papel decisivo. Salustiano de Olózaga popularizó la expresión “obstáculos tradi- cionales” para señalar el origen de las dificultades de consolidación del libera- lismo pluralista en España. Apuntaba di- rectamente al entorno reaccionario y cle- rical de Palacio que acabó costándole el trono, en 1868, a esa primera reina consti- tucional. Ha pasado mucho tiempo desde en- tonces. No hay comparación posible; en- tre otras cosas porque Isabel II (por educación y por afición) colaboró acti- vamente con quienes buscaron conver- tirla en un desastre personal y político. Queda, sin embargo, la incomodidad de un recuerdo, de un hálito titubeante pero persistente, que parece filtrarse a través de los siglos. La presencia de Juan Carlos I contribuye mucho a des- pejar el ambiente. Para los demócratas, su legitimidad reside precisamente en su firme invisibilidad política en las le- gítimas luchas entre partidos, incluidas aquellas referidas a (o que toman como pretexto) la “cuestión religiosa”. El Rey tan sólo se hizo visible cuando ayudó a pilotar la transición a la democracia y cuando se opuso a quienes quisieron acabar violentamente con ella. Todos los esfuerzos por hacerle bajar a la are- na política, en temas sin duda canden- tes pero no letales como aquel, han sido vanos. Pero, hete aquí, tras 32 años de demo- cracia, que desde la emisora de la Iglesia se pide insistentemente la abdicación del primer monarca democrático de la histo- ria de España. Su locutor más popular y rentable denigra personalmente al Rey y afirma que “no cumple con sus obligacio- nes”. Es decir, que no se implica en la defensa de lo que considera “obligado” una emisora cuya línea editorial se ajus- ta en todo (según su página web) a la doctrina de la Iglesia. Escándalos lánguidos aquí y allá. Desta- cados dignatarios eclesiásticos se apresu- ran a “lamentar” esas declaraciones y anuncian que rezan (mucho) por el Rey, por su familia y por la Monarquía. Algu- nos demócratas impíos nos asustamos re- cordando (un pecado como cualquier otro) que esos rezos han sonado demasia- do a menudo, en la historia de nuestros reyes y en la nuestra, a sometimiento sim- bólico y a advertencia. Nos tememos que en la apropiación de la Monarquía todo vale: los rezos y Jiménez Losantos. Si Juan Carlos I no se implica, hay que implicarlo. Alguien filtra que una destacada diri- gente del Partido Popular sugiere al Rey un “trato humano” para ese acosado lo- cutor cuya libertad y expresividad po- drían peligrar. Se filtra que el Rey se pregunta quién es, en realidad, el maltra- tado y se filtra que espera algo más que oraciones. Como penúltima vuelta de tuerca no está mal. Cualquier “reacomo- do” mediático de dicho locutor será inter- pretado como una intervención del mo- narca, como un atentado contra la liber- tad de expresión por parte del garante de la libertad de todos. Chapeau, que di- ría Voltaire. A su pesar, la Corona ya es visible en la arena política de la España democrática del siglo XXI y a lo lejos se oye el ruido de los rezos habituales. Isabel Burdiel es catedrática de Historia Con- temporánea en la Universidad de Valencia. Cuando los obispos rezan por el Rey Desde Isabel II a Juan Carlos I, la Iglesia sigue considerando que la Monarquía, incluso la constitucional, es suya. Piensa que el poder monárquico es de origen divino y no expresión de la voluntad nacional Por ISABEL BURDIEL eulogia merlé La lógica de funcionamiento de una Monarquía democrática es contraria a la de la Iglesia A su pesar, la Corona vuelve a ser visible en la arena política y a lo lejos suenan los rezos habituales

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EL PAÍS, miércoles 31 de octubre de 2007 35

LA CUARTA PÁGINA OPINIÓN

L a consolidación de la democraciaen España ha sido posible por laretirada del espacio activo de la po-

lítica de dos instituciones, la Monarquíay el Ejército. Otra institución, la Iglesiacatólica, se resiste denodadamente a ello.Su negativa a considerar que la religiosi-dad, en sus diversas expresiones, debeser un asunto estrictamente privado, si-gue siendo militante.

La resistencia eclesiástica a soltar to-dos aquellos resortes (e ingresos) del Es-tado que puedan favorecerla siempre harequerido aliados e instrumentos políti-cos. Entre ellos, la Monarquía ha ocupa-do un lugar privilegiado. Las cosas co-menzaron a complicarse en toda Euro-pa, y en España, cuando la Monarquíadejó de ser absoluta y pasó a ser constitu-cional.

Aun entonces, contra viento y marea,la Iglesia siguió considerando que los re-yes “eran suyos” y que su obligación—desde una concepción del poder monár-quico ligada a lo divino y no a la voluntadnacional— era defenderla contra la secu-larización del Estado y de la sociedad. Laposibilidad de un monarca ajeno a lasluchas de partido, incluidas las suscita-das por la llamada “cuestión religiosa”,tiene precisamente ese límite: la cuestiónreligiosa. Algo que llega hasta hoy con lasimplicaciones netamente partidistas delrechazo a la asignatura de Educación pa-ra la Ciudadanía. En ese tema, como encualquier otro considerado sensible parasus intereses, la lógica de funcionamien-to de una Monarquía democrática es con-traria a la lógica de la Iglesia.

Quizás convenga volver la mirada ha-cia los orígenes, hacia la ruptura liberalcon el absolutismo durante el siglo XIX,para entender el hálito decimonónico deepisodios actuales que involucran a laIglesia y a la Corona. Aquella ruptura im-plicó el reacomodo forzado de la Iglesia auna nueva situación política y a un nuevotipo de Monarquía cuyos supuestos bási-cos no compartía en absoluto. Isabel II,como no se cansaron de repetir los mis-mos liberales, subió al trono porque con-tó con el apoyo del liberalismo y lo hizocomo reina constitucional, legitimadapor la voluntad nacional y no por la he-rencia o la voluntad divina. Durante laguerra civil carlista, la Iglesia estuvo (co-mo siempre) en los dos bandos. Por siacaso. Sin embargo, no hay duda de queel corazón y los intereses (las armas y losrezos) de la mayoría del clero estuvieroncon don Carlos. El liberalismo era sin du-da pecado y la nueva reina, ilegítima, ade-más de interesada, porque había acepta-do el poder de los impíos liberales.

Sin embargo, las cosas estaban comoestaban y a ellas había que acomodarse,al menos de momento. En ese reacomo-do, el control del alma deshilvanada de lahija de Fernando VII era fundamental.Como lo era el Partido Moderado dondeconvivían liberales conservadores concarlistas reciclados, como ahora conviveel liberalismo conservador y el franquis-mo sociológico en el principal partido dela derecha. Juan Donoso Cortés —quienparticipó en la primera redacción de loque luego sería la condena papal del libe-ralismo en el Syllabus— fue muy explícitoen una carta al duque de Riánsares, pa-drastro de Isabel II. Hoy se agradece sudesparpajo: “Los progresistas no necesi-tan del Monarca para ser fuertes porquese apoyan en las turbas. Los moderadosno necesitan de las turbas para ser fuer-

tes porque se apoyan en el trono: pero¿dónde estará su fuerza cuando no seapoyen ni en el trono ni en las turbas?Usted dirá que es triste soltar a la presa”.

Como una presa, en el doble sentidocinegético y carcelario del término, fueconcebida desde entonces la primera rei-

na constitucional de España. La Iglesiacomprendió y perdonó sus flaquezas hu-manas y rezó por ella cuando su imagenfue arrastrada por el lodo de la pornogra-fía política de la época. A cambio, el Con-cordato de 1851 —pariente lejano de losacuerdos actuales— devolvió al clero par-

te sustancial de sus riquezas, de su in-fluencia política y de su capacidad de con-trol sobre la educación y las concienciasde la ciudadanía.

El entonces arzobispo de Toledo y laMonja de las Llagas fueron especialmen-te activos en impedir cualquier posibleacomodo de Isabel II a una situación degobierno progresista. Con los progresis-tas venían tímidas propuestas de toleran-cia religiosa que había que cortar de raízrecordándole a la reina, con humanidadpero con severidad, que sus pecados pri-vados y políticos tan sólo podrían ser pur-gados si se convertía en el más firme yvisible bastión de la Iglesia católica.

Con Isabel II comenzó el doble juego yla doble moral que arrastró a todos los

monarcas decimonónicos (y no tan deci-monónicos) al conflicto partidista en elcual la posición de la Iglesia desempeñóun papel decisivo. Salustiano de Olózagapopularizó la expresión “obstáculos tradi-cionales” para señalar el origen de lasdificultades de consolidación del libera-lismo pluralista en España. Apuntaba di-rectamente al entorno reaccionario y cle-rical de Palacio que acabó costándole eltrono, en 1868, a esa primera reina consti-tucional.

Ha pasado mucho tiempo desde en-tonces. No hay comparación posible; en-tre otras cosas porque Isabel II (poreducación y por afición) colaboró acti-vamente con quienes buscaron conver-tirla en un desastre personal y político.Queda, sin embargo, la incomodidad deun recuerdo, de un hálito titubeantepero persistente, que parece filtrarse através de los siglos. La presencia deJuan Carlos I contribuye mucho a des-pejar el ambiente. Para los demócratas,su legitimidad reside precisamente ensu firme invisibilidad política en las le-gítimas luchas entre partidos, incluidasaquellas referidas a (o que toman comopretexto) la “cuestión religiosa”. El Reytan sólo se hizo visible cuando ayudó apilotar la transición a la democracia ycuando se opuso a quienes quisieronacabar violentamente con ella. Todoslos esfuerzos por hacerle bajar a la are-na política, en temas sin duda canden-tes pero no letales como aquel, han sidovanos.

Pero, hete aquí, tras 32 años de demo-cracia, que desde la emisora de la Iglesiase pide insistentemente la abdicación delprimer monarca democrático de la histo-ria de España. Su locutor más popular yrentable denigra personalmente al Rey yafirma que “no cumple con sus obligacio-nes”. Es decir, que no se implica en ladefensa de lo que considera “obligado”una emisora cuya línea editorial se ajus-ta en todo (según su página web) a ladoctrina de la Iglesia.

Escándalos lánguidos aquí y allá. Desta-cados dignatarios eclesiásticos se apresu-ran a “lamentar” esas declaraciones yanuncian que rezan (mucho) por el Rey,por su familia y por la Monarquía. Algu-nos demócratas impíos nos asustamos re-cordando (un pecado como cualquierotro) que esos rezos han sonado demasia-do a menudo, en la historia de nuestrosreyes y en la nuestra, a sometimiento sim-bólico y a advertencia. Nos tememos queen la apropiación de la Monarquía todovale: los rezos y Jiménez Losantos. Si JuanCarlos I no se implica, hay que implicarlo.

Alguien filtra que una destacada diri-gente del Partido Popular sugiere al Reyun “trato humano” para ese acosado lo-cutor cuya libertad y expresividad po-drían peligrar. Se filtra que el Rey sepregunta quién es, en realidad, el maltra-tado y se filtra que espera algo más queoraciones. Como penúltima vuelta detuerca no está mal. Cualquier “reacomo-do” mediático de dicho locutor será inter-pretado como una intervención del mo-narca, como un atentado contra la liber-tad de expresión por parte del garantede la libertad de todos. Chapeau, que di-ría Voltaire. A su pesar, la Corona ya esvisible en la arena política de la Españademocrática del siglo XXI y a lo lejos seoye el ruido de los rezos habituales.

Isabel Burdiel es catedrática de Historia Con-temporánea en la Universidad de Valencia.

Cuando los obispos rezan por el ReyDesde Isabel II a Juan Carlos I, la Iglesia sigue considerando que la Monarquía, incluso la constitucional, essuya. Piensa que el poder monárquico es de origen divino y no expresión de la voluntad nacionalPor ISABEL BURDIEL

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La lógica defuncionamiento de unaMonarquía democrática escontraria a la de la Iglesia

A su pesar, la Coronavuelve a ser visible en laarena política y a lo lejossuenan los rezos habituales