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Máster en Derechos Fundamentales – Curso 2011/2012 Asignatura: Aspectos subjetivo y objetivo de los derechos fundamentales Materiales para el estudio, Bloque 2 Preparados por: Ignacio Gutiérrez Gutiérrez – Jorge Alguacil González-Aurioles 1 Introducción histórica SUMARIO 1. Panorámica general 2. El aspecto objetivo de los derechos fundamentales en la jurisprudencia alemana a) Sentencia Lüth del Tribunal Constitucional alemán (extracto) b) Comentario de Wolfgang Hoffmann-Riem. 3. El aspecto objetivo de los derechos fundamentales en la jurisprudencia española a) La STC 25/1981 (extracto) b) STC 25/1981 - Comentario 1. Panorámica general Como se ha visto en el apartado anterior, los derechos fundamentales tienden a ser vistos ante todo como derechos subjetivos dotados de una especial fuerza vinculante, la que procede de su consagración constitucional. No resulta extraño que esa perspectiva haya sido considerada “clásica”. A fin de cuentas, bien puede parecer que los derechos fundamentales que ahora nos garantizan las Constituciones normativas son los mismos que, en el constitucionalismo positivista decimonónico, valían como derechos subjetivos frente a la Administración; la novedad sería su actual proyección frente al legislador. Pero lo cierto es que, antes de que a lo largo del siglo XIX se consagrara este principio característico del Estado formal de Derecho, conforme al cual la Administración sólo podía intervenir en la esfera de la libertad y de la propiedad de los ciudadanos, en sus derechos fundamentales, previa autorización legal, las constituciones revolucionarias de finales del siglo XVIII habían consagrado derechos fundamentales a los que se atribuía otro sentido. Era la época originaria en la que el Estado material de Derecho se oponía al régimen feudal, la época en la que resultaba decisivo conformar legalmente las relaciones sociales de acuerdo con los principios objetivos de la libertad y la igualdad de los ciudadanos. Estos derechos fundamentales, pues, no se daban por sobreentendidos en el ámbito del Derecho positivo, dejando abierta a la ley la posibilidad de limitarlos; más bien, la acción del legislador era reclamada justamente para lograr la proyección de dichos derechos sobre el conjunto del ordenamiento jurídico. Como señala Manuel García Pelayo (Derecho constitucional comparado, Madrid: Alianza, 1984, págs. 55 s.), “una vez asentado y asegurado el régimen liberal burgués, tal teoría ya no precisaba --como en los tiempos en que el nuevo régimen pugnaba por afirmarse frente a los poderes históricos— ser un medio de conocimiento al servicio de una transformación (...), sino simplemente un medio de explicación de una realidad cuyo contenido aparecía como indiscutible y definitivamente afirmado. Ahora bien, es claro que toda evidencia en el contenido conduce, en principio, a un resaltamiento de la forma; toda evidencia en lo sustancial, a una doctrina desustancializada”. Del Estado material de Derecho, presidido por los principios objetivos de la libertad y la igualdad, se pasa al Estado formal de Derecho, en el que la libertad y la propiedad han devenido meros derechos subjetivos frente a la Administración, susceptibles de ser limitados por la Ley.

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Máster en Derechos Fundamentales – Curso 2011/2012 Asignatura: Aspectos subjetivo y objetivo de los derechos fundamentales

Materiales para el estudio, Bloque 2 Preparados por: Ignacio Gutiérrez Gutiérrez – Jorge Alguacil González-Aurioles

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Introducción histórica

SUMARIO 1. Panorámica general 2. El aspecto objetivo de los derechos fundamentales en la jurisprudencia alemana

a) Sentencia Lüth del Tribunal Constitucional alemán (extracto) b) Comentario de Wolfgang Hoffmann-Riem.

3. El aspecto objetivo de los derechos fundamentales en la jurisprudencia española a) La STC 25/1981 (extracto) b) STC 25/1981 - Comentario

1. Panorámica general

Como se ha visto en el apartado anterior, los derechos fundamentales tienden a ser vistos ante todo como derechos subjetivos dotados de una especial fuerza vinculante, la que procede de su consagración constitucional. No resulta extraño que esa perspectiva haya sido considerada “clásica”. A fin de cuentas, bien puede parecer que los derechos fundamentales que ahora nos garantizan las Constituciones normativas son los mismos que, en el constitucionalismo positivista decimonónico, valían como derechos subjetivos frente a la Administración; la novedad sería su actual proyección frente al legislador.

Pero lo cierto es que, antes de que a lo largo del siglo XIX se consagrara este principio característico del Estado formal de Derecho, conforme al cual la Administración sólo podía intervenir en la esfera de la libertad y de la propiedad de los ciudadanos, en sus derechos fundamentales, previa autorización legal, las constituciones revolucionarias de finales del siglo XVIII habían consagrado derechos fundamentales a los que se atribuía otro sentido. Era la época originaria en la que el Estado material de Derecho se oponía al régimen feudal, la época en la que resultaba decisivo conformar legalmente las relaciones sociales de acuerdo con los principios objetivos de la libertad y la igualdad de los ciudadanos. Estos derechos fundamentales, pues, no se daban por sobreentendidos en el ámbito del Derecho positivo, dejando abierta a la ley la posibilidad de limitarlos; más bien, la acción del legislador era reclamada justamente para lograr la proyección de dichos derechos sobre el conjunto del ordenamiento jurídico.

Como señala Manuel García Pelayo (Derecho constitucional comparado, Madrid: Alianza, 1984, págs. 55 s.), “una vez asentado y asegurado el régimen liberal burgués, tal teoría ya no precisaba --como en los tiempos en que el nuevo régimen pugnaba por afirmarse frente a los poderes históricos— ser un medio de conocimiento al servicio de una transformación (...), sino simplemente un medio de explicación de una realidad cuyo contenido aparecía como indiscutible y definitivamente afirmado. Ahora bien, es claro que toda evidencia en el contenido conduce, en principio, a un resaltamiento de la forma; toda evidencia en lo sustancial, a una doctrina desustancializada”. Del Estado material de Derecho, presidido por los principios objetivos de la libertad y la igualdad, se pasa al Estado formal de Derecho, en el que la libertad y la propiedad han devenido meros derechos subjetivos frente a la Administración, susceptibles de ser limitados por la Ley.

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Más adelante, cuando la llamada “cuestión social” pone en entredicho las posibilidades de supervivencia del orden liberal decimonónico, en el contexto de una nueva época de cambios sociales, se recupera el contenido objetivo de los derechos fundamentales. Ello se produce inicialmente en el plano de la política constitucional; entretanto, la ciencia jurídica sigue elaborando sus dogmas a partir de un Derecho positivo cuya interpretación se considera inmune a tan novedosos planteamientos. La Constitución de Weimar de 1919 incorpora contenidos normativos característicos del Estado social, pero, en su breve periodo de vigencia (hasta principios de 1933), ni las circunstancias políticas ni la inercia que domina las construcciones jurídicas permitieron que se asentara una concepción dogmática igualmente renovadora. Algo similar cabe decir de la Constitución republicana de 1931.

Cuando algunas constituciones europeas, ya tras la segunda guerra mundial, comienzan a dotarse de instrumentos efectivos de garantía jurisdiccional, como ocurre con la Constitución italiana y la Ley Fundamental de Bonn, el predominio de la perspectiva subjetiva, que protege al individuo de los abusos del poder público, se explica en primer lugar por el natural entronque con la dogmática jurídica anterior, de raigambre positivista; pero, sobre todo, porque en primer plano estaban los abusos de los regímenes totalitarios que, desde el Estado, habían violado sistemáticamente los derechos individuales. Como tales derechos subjetivos se proyectan ahora los derechos fundamentales también frente al legislador.

Pero no pasará mucho tiempo antes de que se cobre conciencia de que los derechos, en esta nueva fase, han pasado a consagrar un orden social que se impone al legislador mismo, y que en esa medida encarnan principios objetivos que el legislador no sólo no puede limitar arbitrariamente, sino que ha de promover de modo activo. El resurgimiento de la dimensión objetiva de los derechos fundamentales se considera la novedad más espectacular del Derecho público alemán posterior a 1945. Los efectos de tal dimensión no sólo afectan a los derechos fundamentales, sino a la entera comprensión de la Constitución como norma suprema del ordenamiento jurídico. Porque esta dimensión objetiva de los derechos implica, en definitiva, el renacimiento del ordenamiento jurídico alemán sobre el espíritu de los derechos fundamentales. Los derechos fundamentales no se limitan a asegurar la libertad de los particulares frente al Estado, sino que son el fundamento del orden jurídico, la base y la sustancia del Derecho, un valor absoluto y universal que vincula no sólo al Estado, sino a toda la comunidad jurídica.

Este nuevo desarrollo, sin embargo, también plantea problemas a la hora de dotar de la consistencia dogmática típica del Derecho, una consistencia orientada por el principio de la seguridad jurídica y que se consolida a partir del procesamiento y la estabilización de las soluciones acreditadas en el pasado, a una tarea esencialmente nueva que, sin embargo, también resulta normativamente impuesta por los derechos fundamentales y jurisdiccionalmente garantizada mediante los mecanismos de tutela de la Constitución. Así se explica que no pocos autores pretendan darse por satisfechos con el viejo componente subjetivo de los derechos fundamentales y rechacen asumir el componente objetivo como parte integrante de la específica normatividad constitucional.

Todo este desarrollo que ha sido expuesto, de modo magistral, por Dieter Grimm, un muy reconocido especialista en historia del Derecho público que además, como magistrado del Tribunal Constitucional alemán (1987-1999), ha acumulado una formidable experiencia en

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el procesamiento de los conflictos sociales con la ayuda de los derechos fundamentales. De él extractamos un texto recogido en una obra que contiene además otros estudios fundamentales de dicho autor, especialmente sobre la conexión histórica entre constitucionalismo y derechos fundamentales.

Dieter Grimm, “¿Retorno a la comprensión liberal de los derechos fundamentales?”, en D. Grimm, Constitucionalismo y derechos fundamentales, Madrid: Trotta, 2006, págs. 155-173, extracto.

El presente texto se reproduce con fines exclusivamente docentes

I. . Sobre la situación

El descubrimiento del principio de proporcionalidad y el despliegue del contenido jurídico objetivo de los derechos fundamentales se han mostrado como las innovaciones de mayores consecuencias en la dogmática de los derechos fundamentales de la posguerra (...) La comprensión jurídico-objetiva abre a los derechos fundamentales un área de aplicación enteramente nueva. De esta interpretación de los derechos fundamentales se derivan, de forma paulatina, su irradiación a las relaciones de derecho privado, la denominada eficacia frente a terceros, los derechos originarios a prestaciones o derechos de participación de los individuos frente al Estado, el deber de protección por parte del Estado de las libertades aseguradas por derechos fundamentales, las garantías procesales de los procesos estatales de decisión de los que puedan derivarse perjuicios para los derechos fundamentales, los principios de organización de las instituciones públicas y privadas en las cuales los derechos fundamentales se hacen valer según el principio de la división de funciones; y aún serían posibles nuevos pasos. Así, los derechos fundamentales, en primer lugar, no se refieren ya unilateralmente al Estado, sino que se vuelven normativos también para el orden social; en segundo lugar, se desvinculan de la función unilateral de protección y sirven, asimismo, como fundamento de los deberes de actuación estatal.

Por supuesto, sería erróneo esperar que los componentes negativos y de intervención de los derechos fundamentales se pudiesen sumar sin problemas. Antes bien, el mandato estatal de defensa de la libertad asegurada mediante los derechos fundamentales no puede cumplirse, por regla general, sino mediante el recorte de otras libertades o de la misma libertad con respecto a otras. Por consiguiente, las exigencias de actuación del Estado que se derivan de los derechos fundamentales elevan el número de las intervenciones en el área protegida por estos y conducen, a juzgar por las apariencias, a un debilitamiento de su fuerza protectora. Mientras que una interpretación exclusivamente negativa de los derechos fundamentales contribuye a estabilizar el statu quo social, su comprensión en términos de intervención genera un impulso transformador. Por eso, (...) el tema sigue siendo objeto de continua discusión. Precisamente, en los tiempos más recientes ha vuelto a aumentar la crítica, que sigue teniendo una base fundamentalmente metodológica. Los críticos hacen responsable a la comprensión jurídico-objetiva de los derechos fundamentales de la elevada discrecionalidad en la interpretación de estos derechos, así como de la consiguiente pérdida de racionalidad de la aplicación jurídica, y ven en ello la causa más importante de usurpación de competencias políticas por los tribunales, en particular por el

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Tribunal Constitucional federal.

Pero entre la vieja y la joven generación de críticos, las diferencias saltan a la vista. La mayoría de las veces, tras (…) la postura tradicional es posible percibir reservas contra la comprensión de la libertad en términos social-estatales que se atribuye a las fundamentaciones jurídico-objetivas. La limitación a la protección negativa de los derechos fundamentales que se reclamaba en nombre de la aplicación racional del derecho tiende a salvaguardar a las clases propietarias burguesas. Este motivo no desempeña papel reconocible alguno en la mayoría de los críticos actuales: al contrario, las metas sociales y estatales de la interpretación amplia de los derechos fundamentales se aceptan de manera generalizada. Sin embargo, (...) se exhorta a apartarse del contenido jurídico-objetivo e intervencionista de los derechos fundamentales y a restringirlos a su función jurídico-subjetiva y negativa. Toda la doctrina desea conservar la protección frente a las intervenciones del Estado en la esfera de la libertad; pero algunos críticos pretenden superar los problemas de la libertad en el moderno Estado de bienestar con la dogmática tradicional de la defensa frente a la intervención. Un artículo de Schlink, que preconiza enérgicamente esta vía, se titula, de manera característica, “La libertad mediante la defensa de la intervención: la reconstrucción de las funciones clásicas de los derechos fundamentales”.

Naturalmente, a efectos de justificar la invitación a utilizar los derechos fundamentales sólo en función negativa, la cuestión de si esto supone o no restablecer su función clásica carece de importancia, pero distinguirla con este sello otorga a esta postura un mayor poder de convicción. Por ello merece la pena preguntarse si en la defensa frente a la intervención se encuentra, de hecho, la función clásica de los derechos fundamentales. Incluso en el caso de que sea así, hay que aceptar que la ampliación de funciones de los derechos fundamentales tiene causas sociales explicables; sólo cuando éstas son conocidas es posible pronunciarse sobre si la ampliación está justificada (...).

II. ¿Es la defensa frente a la intervención la función clásica de los derechos fundamentales?

En la forma moderna de entender el término, los derechos fundamentales son obra de la revolución americana. Los colonos americanos reaccionaron oponiendo estos derechos al característico déficit de los derechos de libertad ingleses, anclados exclusivamente en el plano de la ley ordinaria y que, por tanto, no constituían defensa alguna contra las limitaciones de la libertad decididas en el parlamento. Estos tenían más bien la condición de autolimitaciones del titular de la libertad y no podían dar lugar a infracción jurídica alguna. Los colonos americanos lamentaban la carga impositiva antiigualitaria del parlamento británico, en el que no estaban representados, y la intransigencia de aquél les forzó a romper con la metrópoli apelando al derecho natural y a constituir un poder estatal propio. En este contexto, como consecuencia de las experiencias con el parlamento inglés, los derechos de libertad ingleses vigentes en las colonias fueron elevados al rango constitucional, con escasas modificaciones de contenido, y antepuestos al poder legislativo. Su importancia jurídica se hallaba en que desde hacía mucho tiempo protegían un orden social liberal contra abusos estatales como el que se experimentaba en ese momento, y lo hacían concediendo al afectado un derecho a exigir la omisión judicialmente imponible. De ahí que la historia del surgimiento de los derechos fundamentales en su país de origen

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abogue, de hecho, por la defensa frente a la intervención como función originaria de los derechos fundamentales.

Mas cuando se dirige la mirada a Francia, el país europeo donde se originan los derechos fundamentales, la imagen se modifica. La Revolución francesa se asemeja a la americana en que eliminó el poder estatal hereditario de manera revolucionaria y erigió uno nuevo, asimismo sobre la base de una constitución escrita que definía las condiciones de legitimidad del poder político al tiempo que fundaba y limitaba sus atribuciones. Pero ambas revoluciones se diferencian en el punto de partida y en la meta: mientras las colonias americanas ya disfrutaban en el siglo XVIII de un orden social considerablemente liberal, que sólo de forma muy ocasional era perturbado por la metrópoli, el orden social en Francia no se caracterizaba por la libertad ni por la igualdad sino por deberes y obligaciones, límites estamentales y privilegios. De ahí que la revolución americana se agotara en el cambio del poder político y en la adopción de precauciones frente a su abuso, mientras que para la francesa el cambio del poder político no constituyó sino el medio para la postergada reforma del orden social. La verdadera meta de la Revolución se hallaba en la reorganización de aquél en torno a las máximas de libertad e igualdad. Su realización, por tanto, exigía una renovación radical de los derechos civil, penal, procesal, etc., mientras que nada sabemos de tales grandes reformas tras la revolución americana.

A la vista de esta situación, sorprende que la Asamblea nacional francesa, con considerable mayoría, se decidiese a comenzar su obra reformadora no con la reorganización del derecho común, sino con la elaboración de un catálogo de derechos fundamentales, mientras que el derecho feudal-estamental del Ancien Régime, propio de un Estado-policía, sólo posteriormente sería sustituido por e! liberal-burgués. Esta secuencia revela por sí sola que los derechos fundamentales no pueden concebirse aquí como derechos subjetivos de protección; esta función habría sido contraria a la meta de la Revolución, inmunizando precisamente contra la transformación en sentido liberal al viejo orden jurídico considerado injusto. En tales circunstancias, los derechos fundamentales hicieron más bien las veces de principios supremos conductores del orden social, llamados a dar firmeza y continuidad a la trabajosa y complicada reforma del derecho. Por consiguiente y ante todo, no señalaban límites al Estado sino que se dirigían a él con un mandato de actuación. Los derechos fundamentales eran, por definición, guías para que el legislador llevase a cabo la reforma del derecho ordinario conforme a ellos: pero esto no es otra cosa que la función jurídico-objetiva de tales derechos. Sólo después de haber concluido la transformación del orden social en términos de libertad e igualdad pudieron replegarse en Francia, como desde el principio había ocurrido en América, a su función negativa.

En Alemania, donde a comienzos del siglo XIX surgieron en diversos estados constituciones con catálogos de derechos fundamentales (no conseguidas por la vía revolucionaria, sino otorgadas libremente por los monarcas [...], lo que hizo que quedaran rezagadas con respecto a los derechos fundamentales americanos y franceses en su contenido y alcance), aquellas tropezaron con un orden jurídico que había comenzado su transformación desde los orígenes feudal-estamentales a los liberal-burgueses, aunque sin completarla. En esta situación, a los derechos fundamentales les correspondió un doble papel: por una parte, se extendieron sobre las conquistas alcanzadas para asegurarlas; por otra, prometieron la continuación de las reformas. Puesto que estas últimas se demoraban en el clima restaurador posterior a 1820, la doctrina del derecho público sostenida en el

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Premarzo1, de orientación profundamente liberal, dio prioridad al carácter objetivo y de mandato de los derechos fundamentales sobre su significado negativo y los interpretó como principios objetivos a los cuales debía adaptarse el derecho ordinario. Materializar los derechos fundamentales mediante la legislación de derecho privado, penal, procesal y de policía fue también el tema prioritario de los parlamentos del Premarzo. Sólo en la segunda mitad del siglo, cuando la libertad prometida mediante los derechos fundamentales se asentó ampliamente en el derecho ordinario, comenzó la reducción de éstos a su función negativa, que hoy se hace pasar por clásica.

Ciertamente, este desarrollo estaba previsto en la lógica del liberalismo, de cuya ideología brotaron los derechos fundamentales. Una vez establecidas jurídicamente la libertad y la igualdad, ambas debían producir de forma automática la prosperidad y la justicia mediante el mecanismo del mercado. En tales circunstancias, cualquier intervención estatal en la sociedad que no sirviera a la protección frente a cualquier clase de perturbación, sino que persiguiese ambiciones de gobierno, no podía sino desfigurar el libre juego de las fuerzas y cuestionar el acierto del sistema. Por ello, la función capital de los derechos fundamentales en la sociedad burguesa ya materializada consistió en trazar una línea de separación entre Estado y sociedad. Considerados desde el punto de vista del Estado, eran límites a su actuación; desde el de la sociedad, derechos de protección. En este punto aparece el componente jurídico-objetivo, como estadio de transición a la concepción liberal-burguesa de los derechos fundamentales. Al final, solo el efecto negativo sobreviviría; pero el significado jurídico-objetivo, lejos de desaparecer por ello, permaneció latente. Persistió, por así decirlo, en posición de espera, presto a irrumpir de nuevo cuando hubiera amenaza de desviaciones respecto al objetivo o el automatismo fuera perturbado. Eso hace que sólo en muy escasa medida pueda hablarse de la función negativa de los derechos funda-mentales como de su función clásica.

III. Razones de la expansión de la protección otorgada por los derechos fundamentales

El redescubrimiento del componente jurídico-objetivo de los derechos fundamentales se basa precisamente en el rechazo de las premisas liberales de acuerdo con las cuales la libertad jurídicamente igual, sin la intervención del Estado, conduce automáticamente a la prosperidad y a la justicia. Esta presunción se ha mostrado absolutamente hipotética. La consecuencia es que ya no se puede seguir hablando de la libertad jurídico-fundamental prescindiendo de sus condiciones efectivas: éstas también han de ser tenidas en cuenta con respecto a la cuestión de si debe volverse a la comprensión negativa de los derechos fundamentales. A este respecto, podemos distinguir un estrato antiguo y otro nuevo de problemas:

a) El estrato más antiguo de problemas se caracteriza por la denominada cuestión social.

1 Se alude a la revolución de marzo de 1848, que comienza el día 1 de dicho mes en Baden. Durante la misma se reunió la primera Asamblea Nacional alemana en la Iglesia de San Pablo (Paulskirche) de Frankfurt del Meno; allí se elaboró la Constitución del Reich, aprobada y promulgada el 28 de Marzo de 1849, entre cuyos postulados está el Gobierno liberal y popular, la libertad de prensa, la libertad para el desarrollo del foro público, la extensión del derecho de sufragio, los procedimientos judiciales públicos y la convocatoria de un Parlamento Nacional alemán. Sin embargo, el 23 de julio de 1849 se cierra, de nuevo en Baden, el ciclo revolucionario.

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Tras él se halla la experiencia, procedente de la primera mitad del siglo XIX, de que la serie de libertades aseguradas por los derechos fundamentales carece de utilidad para aquellos a quienes les faltan los presupuestos materiales de su uso; este juicio es tan elemental, que ni siquiera el liberalismo pudo obviarlo. El liberalismo de concepción preindustrial podía aún aceptar que, tras la eliminación de los abundantes obstáculos a la actividad procedentes de los límites estamentales, del feudalismo, del sistema gremial y del mercantilismo, el logro de estos medios se consideraba una mera cuestión de talento y diligencia. Quien no hubiera alcanzado los bienes necesarios para el uso de los derechos fundamentales, pese a las posibilidades abiertas, probaba con ello su incapacidad subjetiva; su miseria podía considerársele achacable y, en ese sentido, no injusta. Según la convicción del liberalismo, el principio de libertad igual defendía a todos de la explotación privada y del exceso de poder, excluía el dominio de unos miembros concretos de la sociedad sobre otros y admitía las obligaciones entre ciudadanos sólo cuando fueran voluntariamente aceptadas. De este modo, cualquiera tenía la posibilidad de buscar su propio provecho sin que nadie pudiera ser forzado a negocios desventajosos. Por ello, el acuerdo voluntario —como siempre había sucedido— no dejaba lugar a injusticia alguna.

La hipótesis sobre la que descansaba el modelo social burgués se mostró incorrecta. Poco después de su materialización surgió una masa de indigentes no achacable a fallos individuales sino condicionada por razones estructurales, que no podía superar esa condición mediante su propio esfuerzo. Esa situación no apareció como consecuencia exclusiva de la revolución industrial: simplemente fue acentuada por ella. Lo cual tuvo consecuencias para la realización de la libertad igual prometida por los derechos fundamentales, consecuencias que no se limitaron a que la libertad reconocida a todos por igual fuera relativamente fútil para la parte de la población que carecía de medios de subsistencia: el efecto más drástico fue que dicho sector de la población cayó bajo la dependencia de los económicamente poderosos. En una situación en que no escaseaba la fuerza de trabajo, los indigentes, que sólo disponían de la suya, hubieron de aceptar las condiciones de los acaudalados para sobrevivir. Desde el punto de vista formal, ambos no hicieron sino disponer de su libertad contractual; materialmente, una parte podía dictar las condiciones a voluntad mientras a la otra no le restaba sino elegir entre la conformidad y la ruina. De este modo, en lugar del esperado justo equilibrio de intereses, en la esfera liberada del dominio estatal se establecieron relaciones privadas de dominio, posibilitando la explotación de una parte de la sociedad por la otra.

Estos datos no sólo son válidos para las especiales circunstancias de la incipiente era industrial, sino que pueden generalizarse. Un concepto de libertad igual no puede hacerse efectivo con independencia de las condiciones reales de utilización de la libertad. Los derechos fundamentales entendidos de manera negativa sólo conducen a la meta del justo equilibrio de intereses en condiciones sociales de equilibrio de fuerzas; en situación de desequilibrio material, la libertad formalmente igual se transforma, de facto, en el derecho del más fuerte. De este modo, la limitación del Estado deja de equivaler a la libertad real. El equilibrio de fuerzas que constituye la condición implícita del éxito del modelo liberal es absolutamente incapaz de realizar sus propios ajustes. Al contrario, el sistema permite la acumulación de poder social como consecuencia de la autonomía privada, produciendo así constantes riesgos para la libertad: su condición liberal no se sustenta en sí misma, sino que es precaria. Cuando esto ocurre, vuelve a materializarse el problema de la libertad que el liberalismo había creído posible solucionar formalmente. La conservación de la libertad

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igual dependerá pues, en adelante, de una limitación del poder del Estado, pero además de una inacabable protección de la libertad y de contramedidas de control por parte del Estado. La expresión de todo esto en la dogmática de los derechos fundamentales es la recuperación de la dimensión jurídico-objetiva de los mismos.

Esta consecuencia fue reconocida ya en el siglo XIX, si bien no tuvo efectos entonces; al contrario, la creciente dogmatización de la función negativa de los derechos fundamentales se dio junto con la más profunda escisión de la sociedad en clases. De este modo la defensa contra el Estado, pensada originariamente como medio técnico-jurídico para lograr el objetivo de la libertad individual igual, se elevó a verdadero sentido de los derechos fundamentales. Esto hizo posible justificar uno de los mayores escándalos de la incipiente era industrial, el trabajo infantil, invocando los derechos fundamentales de libertad de propiedad y de contratación, así como la patria potestad, frente a los intentos legales de limitarlos; al mismo tiempo, el carácter protector de los derechos fundamentales permanecía inadvertido en los proyectos legales. Ciertamente, cuanto menos amenazados estaban los intereses de la burguesía por el Estado, más disminuía la valoración burguesa de los derechos fundamentales. Cuando el Cuarto Estado comenzó a reclamar como meta tales derechos para cubrir su déficit de libertad, su contenido de intervención le fue negado por parte de la doctrina iuspublicista: hacia el final del siglo XIX, aquellos habían perdido ya completamente su referencia a la libertad para reducirse a formulaciones casuísticas del principio general de la legalidad de la Administración. No poseían ya en absoluto un significado normativo independiente, distinto del de los principios constitutivos del orden social.

En contra, si los derechos fundamentales se toman en serio como normas materiales jerárquicamente supremas del ordenamiento, una vez aparecida la cuestión social no pueden ya agotarse en mantener a distancia al Estado sino que han de extender su protección a los presupuestos materiales del ejercicio de la libertad y los peligros que amenazan a ésta desde la sociedad misma. Así, su contenido jurídico-objetivo entra nuevamente en juego. Si se tiene en cuenta la necesidad de fundar materialmente la libertad, dicho contenido se concreta en las dimensiones de prestación y de participación; si son los peligros sociales para la libertad los que se tienen en cuenta, en la influencia sobre el derecho privado. En ambos casos el mandato de los derechos fundamentales se dirige en primer lugar al legislador, que ha de distribuir los recursos y llevar a cabo la compensación de intereses allí donde ésta no se ajusta por la autonomía privada. Pero, en segundo lugar, se incluye igualmente aquella aplicación del derecho que tiene que conceder una prestación (deducida necesariamente de los derechos fundamentales) incluso en ausencia de una ley que fundamente la pretensión, del mismo modo que en toda interpretación de! derecho privado que pretenda restringir algún derecho fundamental ha de tenerse en cuenta la importancia de éste. Tras la eficacia (indirecta) frente a terceros no se esconde sino esta irradiación (reconocida entretanto de forma general) de los derechos fundamentales sobre el derecho ordinario que ha de interpretarse conforme a aquellos, que pierde mucho de su potencia una vez aclarada su forma de actuar.

b) El estrato más reciente de problemas puede atribuirse a la creciente complejidad de las estructuras y funciones sociales, tras las cuales se halla una vez más el progreso científico-técnico como fuerza motriz. Dichos problemas poseen diferentes efectos relevantes en el área de los derechos fundamentales. El primero resulta de la ambivalencia del progreso:

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todo aligeramiento de las tareas humanas engendra simultáneamente nuevas fuentes de riesgo y una serie de costes para las libertades aseguradas por los derechos fundamentales, en particular para la vida y la salud. Puesto que un sistema económico que aprovecha comercialmente los resultados de la ciencia y la técnica y se halla a la vez protegido por los derechos fundamentales no dispone de sensores para los costes externos, en tanto éstos no se traduzcan en pérdidas de ganancia, el respeto de los bienes protegidos por los derechos fundamentales amenazados deberá conseguirse coactivamente por medio del Estado. La expresión dogmático-jurídica de esta necesidad en materia de derechos fundamentales es la obligación de proteger por parte del Estado las libertades aseguradas mediante éstos. La obligación de protección en la judicatura alemana se desarrolló precisamente con motivo de un caso en que se suprimió una protección existente desde hacía mucho tiempo, a saber, la prohibición jurídico-penal de abortar. Pero la obligación de protección no tiene su principal caso de aplicación allí donde se restringe una protección preexistente, sino donde las disposiciones protectoras de los derechos fundamentales se hallan frente a nuevos tipos de riesgo, como es el caso del procesamiento automático de datos o de la técnica genética.

Consecuencias adicionales del progreso científico-técnico son la progresiva artificialización de la vida y la reducción, en igual medida, del ámbito de la libertad natural. Se considera natural una libertad de cuya salvaguardia es capaz su titular sin que para ello sean necesarias determinadas prestaciones previas de terceros. En sentido estricto, no existe libertad alguna carente de presupuestos; no obstante, desde un punto de vista pragmático es perfectamente posible distinguir entre libertades cuyo ejercicio depende sólo de la decisión voluntaria del individuo y aquellas que únicamente pueden ser defendidas en el marco de las instituciones, sociales o estatales. A modo de ejemplo, la libertad de opinión pertenece a las primeras y la libertad de medios de comunicación a las ultimas. En los ámbitos crecientes de la “libertad constituida”, la posibilidad de ejercicio de los derechos fundamentales no depende primariamente, como en las libertades naturales, de la limitación del Estado, sino de un desarrollo que promueva la libertad de los correspondientes ámbitos vitales por medio de la actividad estatal. Este es el motivo de la creciente utilización de los derechos fundamentales como principios rectores de las organizaciones e instituciones, es decir, tanto de las organizaciones sociales (empresas, fábricas) como de las públicas (por ejemplo, las instituciones educativas o establecimientos de radiodifusión).

En el plano estatal, tanto los déficits de autogobierno social como la complejidad, impulsada por la ciencia y la técnica, de las estructuras y funciones sociales han conducido a una modificación cuantitativa y cualitativa de sus cometidos. Si el Estado podía, bajo la premisa liberal de la capacidad de autogobierno social, limitarse a preservar de perturbaciones ese orden social precedente o a restablecerlo, al moderno Estado de bienestar le corresponde la tarea de velar activamente por la prosperidad y la justicia. El crecimiento, sin embargo, no ha ido acompañado de una expansión análoga de sus competencias de disposición sobre los ámbitos de las funciones sociales; al contrario, éstas disfrutan de una autonomía asegurada por los derechos fundamentales, lo que repercute sobre el instrumental destinado a la realización de las tareas estatales. Mientras la intervención imperativa en la esfera jurídica del perturbador era característica del Estado-policía liberal, el moderno Estado de bienestar se sirve ante todo de medios indirectos de planificación y control para evitar las crisis y estructurar la sociedad. No obstante, pocos actos de control y planificación exhiben los rasgos convencionales de la intervención en

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defensa de los derechos fundamentales; por ello, tales actos amenazan con escapar a las medidas protectoras concebidas para dicha intervención. Con todo, tales medidas afectan a la esfera de la libertad jurídico-fundamental de forma más eficaz que la intervención particular en la esfera jurídica individual, pues determinan en general las condiciones-marco de la libertad.

Como reacción, se observa una constante expansión de la reserva de ley. Sin embargo, cada vez resulta más evidente que ésta sólo produce de forma limitada el deseado efecto de orientación democrática de la Administración, de previsibilidad y control, característico del Estado de derecho. Donde la intervención actúa de manera concreta, bipolar y retrospectiva, la moderna actividad estatal despliega un efecto extensivo, poliédrico y prospectivo. Tales cualidades hacen que, a diferencia de la protección contra riesgos causados por el Estado, dicha actividad sólo sea aún parcialmente previsible y, por tanto, no regulable de modo definitivo en términos de hechos y consecuencias jurídicas. Por eso predomina aquí un tipo normativo diferente del que es propio de la Administración protectora frente a la intervención. Las normas que establecen objetivos ocupan el lugar de los programas condicionales clásicos; por otra parte, la norma ha de dejar abiertos tanto la vía de aproximación al fin como los medios requeridos para ello. En consecuencia, la Administración se controla en gran parte a sí misma. El resultado de su actividad ya no se anticipa, por lo general, en un programa normativo, sino que se establece mediante procesos administrativos de decisión. Cuando esto ocurre, las leyes dejan un déficit de protección material de los derechos fundamentales que sólo es posible compensar procedimentalizando la protección de aquellos y trasladando ésta al procedimiento administrativo de decisión. De ello resulta la extensión de la protección otorgada por los derechos fundamentales a todo procedimiento administrativo cuyo resultado pueda conducir a perjuicios para aquellos.

La expansión de la validez de los derechos fundamentales en términos jurídico-objetivos no se explica como un imperialismo de la disciplina jurídico-constitucional ni como una moda pasajera: todo incremento de la importancia de los derechos fundamentales se cons-tituye, más bien, como reacción al cambio de las condiciones de realización de la libertad individual y, por tanto, no se debe a la casualidad sino a la necesidad. El contenido jurídico-objetivo se muestra como el elemento propiamente dinámico del orden jurídico, que cuida de su acomodación al cambio de las circunstancias. Sin el incremento de validez de los derechos fundamentales en clave jurídico-objetiva, se abriría un vacío entre la amenaza actual a la libertad y la protección jurídica de ésta que reduciría considerablemente el alcance de los derechos fundamentales. En este contexto, las nuevas funciones de tales derechos encuentran su respaldo dogmático en el deber de protección. Aunque este último aparezca, en la sucesión de despliegues históricos, junto a otras plasmaciones del contenido jurídico-objetivo de los derechos fundamentales, desde el punto de vista sistemático se revela como el concepto central de aquellos. Todos los otros componentes jurídico-objetivos de los derechos fundamentales no representan sino acuñaciones particulares del deber de protección, el cual obliga primariamente al legislador sin que necesariamente haya de corresponderle una habilitación subjetiva. El legislador cumple con el deber de protección, en función de la situación de amenaza, mediante el derecho material, es decir, derecho regulativo o derecho prestacional, o mediante el derecho procedimental, esto es, derecho organizativo o procesal. No obstante, en casos extremos el deber jurídico-objetivo de actuación del legislador puede condensarse en

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pretensiones jurídico-subjetivas, que se cumplen de manera directa a través de la Administración y los tribunales de justicia.

2. El aspecto objetivo de los derechos fundamentales en la jurisprudencia alemana a) Sentencia Lüth del Tribunal Constitucional alemán (extracto) A continuación reproduciremos también algunos párrafos de la Sentencia del Tribunal Constitucional alemán sobre el caso Lüth, que se considera pionera en el reconocimiento jurisprudencial de ese aspecto objetivo de los derechos fundamentales. La sentencia, en efecto, no se limita a plantear un conflicto específico entre la libertad de expresión y el derecho al honor; antes bien, ello presupone la eficacia de los derechos fundamentales en el Derecho privado y, de esto modo, una teoría fundamental sobre los derechos fundamentales para la cual éstos afectan no sólo a la relación entre el Estado y los particulares, sino también a las relaciones recíprocas entre éstos.

BVerfGE 7, 198* (caso Lüth) Extracto tomado de la traducción que ofrecen J. García Torres y A. Jiménez Blanco, Derechos fundamentales y relaciones entre particulares, Madrid: Civitas, 1986, págs. 26 ss.

Sin duda los derechos fundamentales tienen por objeto, en primer lugar, asegurar la esfera de libertad de los particulares frente a intervenciones del poder público; son derechos de defensa del ciudadano frente al Estado. Ello se deriva tanto del desarrollo histórico-espiritual de la idea de los derechos fundamentales, como de los hechos históricos que han llevado a la recepción de los derechos fundamentales en las Constituciones de los Estados. Y tal sentido es el que tienen también los derechos fundamentales de la Ley Fundamental, que con su ubicación preferente quieren afirmar la primaria del hombre y de su dignidad frente al poder del Estado. A ello responde que el legislador haya arbitrado el remedio especial de defensa de estos derechos, el recurso de amparo, sólo contra actos del poder público.

No obstante, es igualmente cierto que la Ley Fundamental, que no quiere ser neutral frente a los valores, en su título referente a los derechos fundamentales también ha instituido un orden objetivo de valores y ha expresado un fortalecimiento principial de los derechos fundamentales. Este sistema de valores, que tiene su centro en el libre desarrollo de la personalidad humana y su dignidad en el interior de la comunidad social, debe regir como decisión constitucional básica en todos los ámbitos del derecho; de él reciben directrices e impulso la legislación, la administración y la jurisdicción. De esa forma influye evidentemente también sobre el derecho civil; ninguna disposición jurídico-civil debe estar en contradicción con él y todas ellas deben interpretarse conforme a su espíritu.

* Las sentencias del Tribunal Constitucional alemán (Entscheidungen des Bundesverfassungsgerichts, BVerfGE) se citan indicando en primer lugar el tomo de la recopilación oficial en el que han sido recogidas y, tras una coma, la página en la que comienza la correspondiente sentencia. Si se alude a una página determinada, se añade a continuación, de ordinario entre paréntesis; por ejemplo, BVerfGE 7, 198 (205 ss.).

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El contenido de los derechos fundamentales como normas objetivas se desarrolla en derecho privado por medio de las disposiciones que directamente rigen este ámbito jurídico. Mientras que el nuevo derecho debe estar en armonía con el sistema de valores de los derechos fundamentales, el derecho preconstitucional subsistente debe ordenarse a ese sistema de valores, del que recibe un específico contenido jurídico-constitucional que en todo caso determina su interpretación. Una contienda entre particulares sobre los derechos y deberes derivados de tales normas de derecho civil influidas por los derechos fundamentales sigue siendo material y procesalmente una contienda juridíco-civil: se in-terpreta y aplica Derecho civil, aun cuando su interpretación ha de seguir al Derecho público, a la Constitución.

La influencia de los derechos fundamentales, como criterios valorativos, se realiza sobre todo mediante aquellas disposiciones del Derecho privado que contienen derecho imperativo y por tanto forman parte del orden público en sentido amplio, es decir, mediante los principios que, por razones del interés general, han de ser vinculantes para la modelación de las relaciones jurídicas entre los particulares y por ende están sustraídos a la autonomía de la voluntad. Tales disposiciones, por su finalidad, están emparentadas con el Derecho público, del que son un complemento, y en especial con el Derecho constitucional. Para la realización de esa influencia a la jurisprudencia se le ofrecen sobre todo las “cláusulas generales” que, como la del § 826 BGB** , remiten para el juicio de la conducta humana a medidas metaciviles e incluso metajurídicas. A la hora de decidir lo que estos mandatos sociales exigen en el caso concreto ha de partirse, en primer lugar, de la totalidad de las representaciones de valor que el pueblo ha alcanzado en un determinado momento de su desarrollo cultural y fijado en su Constitución. Por eso se han calificado con razón las cláusulas generales como los “puntos de irrupción” de los derechos fundaméntales en el Derecho civil (Dürig).

Por mandato constitucional el juez ha de examinar si las disposiciones de Derecho civil que él debe aplicar materialmente están influidas por los derechos fundamentales en la forma expuesta, y, en su labor de interpretación y aplicación, ha de tener en cuenta tales modificaciones del Derecho privado. Tal es el sentido de que también el juez civil esté vinculado a los derechos fundamentales (art. 3.1 de la Ley Fundamental). Si no observa esa medida y basa su sentencia en el olvido de la influencia de la Constitución sobre las normas civiles, no sólo actúa contra el Derecho constitucional al desconocer el contenido de las normas sobre derechos fundamentales en cuanto normas objetivas, sino que, en cuanto titular del poder publico, viola mediante su sentencia el derecho fundamental a cuyo respeto también por el poder judicial tiene el particular un derecho jurídico-constitucional. Contra dicha sentencia, y sin perjuicio de las posteriores instancias en la vía judicial civil, puede recurrirse al Tribunal Constitucional Federal en amparo.

El Tribunal Constitucional debe examinar si el Tribunal civil ha juzgado con acierto el alcance y el efecto de los derechos fundamentales en el ámbito del Derecho civil. Pero de ahí se deriva al tiempo el límite de su labor revisora: no es asunto del Tribunal Constitucional examinar en su integridad las sentencias del juez civil; sólo debe examinar el llamado “efecto de irradiación” de los derechos fundamentales sobre el Derecho civil y hacer valer aquí también el contenido de valor de la norma constitucional. El sentido del

** Reproducido igualmente por los autores del libro en el que nos estamos apoyando: “El que dolosamente causa daño a otro de manera contraria a las buenas costumbres está obligado a repararlo”.

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instituto del amparo constitucional es que todos los actos del poder legislativo, ejecutivo y judicial deban ser examinados según la medida de los derechos fundamentales (§ 90 de la Ley del Tribunal Constitucional). De la misma forma que el Tribunal Constitucional Federal no puede actuar como instancia de revisión o de “superrevisión” sobre los Tribunales civiles, tampoco puede prescindir del examen de tales sentencias y desentenderse de eventuales desconocimientos de las normas y medidas de los derechos fundamentales.

2. El aspecto objetivo de los derechos fundamentales en la jurisprudencia alemana b) Comentario de Wolfgang Hoffmann-Riem. Sin duda merece la pena acompañar la sentencia de un comentario especialmente autorizado: el de Wolfgang Hoffmann-Riem, sucesor de Dieter Grimm en el Tribunal Constitucional alemán y reconocido experto en materia de libertad de comunicación (como hemos dicho, la sentencia plantea un conflicto en materia de libertad de expresión). El comentario de Hoffmann-Riem va precedido de una exposición histórica que también reproducimos; aunque sustancialmente recoge los mismos desarrollos que ya ha expuesto Dieter Grimm, su formulación podría resultar no menos sugerente. Pero también ofrece el contexto fáctico que resulta imprescindible para comprender cualesquiera proclamaciones jurisprudenciales; porque éstas no pueden ser percibidas como puras declaraciones doctrinales más o menos afortunadas, sino como puntos de partida para la resolución vinculante de un problema específico.

Wolfgang Hoffmann-Riem, “La dimensión jurídico-objetiva de la libertad de información y comunicación”, REDC 77, págs. 111 ss., extracto.

El presente texto se reproduce con fines exclusivamente docentes

1. La idea de libertad a) (...) La lucha por un orden en libertad resultó relativamente fácil a las colonias americanas. Vivían en un continente en el que el poder estatal estaba aún en construcción y donde no existía una larga tradición de sometimiento a señores feudales, a dinastías monárquicas o a la Iglesia católica. En Norteamérica se desarrollaba una sociedad a partir de personas que habían partido hacia un continente extraño para librarse de las constricciones sociales, de la escasez económica, en parte también de la opresión política que dominaba sus países de origen. Continuaba habiendo señores, en este caso los ingleses: su dominio colonial debía ser suprimido. Mas vivían muy lejos, en Inglaterra, de modo que finalmente no pudieron oponerse a las aspiraciones de libertad de sus colonias. Por el contrario, los europeos lograron su libertad en duras confrontaciones con sus dominadores. La revolución francesa continúa siendo un célebre modelo: la libertad debía conquistarse en un país que conocía una tradición muy duradera de ordenación monárquica y estamental. Su transformación en un nuevo orden de libertad para todos necesitó ligarse a la lucha por una modificación completa las relaciones sociales (...) Para lograr un nuevo

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orden fue preciso quebrar las posiciones de poder de los príncipes y de las Iglesias, suspender la clasificación de la población en diversos estamentos, y todo ello transcurrió en paralelo con transformaciones sociales, tecnológicas y económicas inconmensurables. La combinación de libertad e igualdad presuponía ante todo que la sociedad fuera transformada completamente. Por ello los derechos de libertad fueron también medios para la transformación de la Sociedad, e igualmente para la transformación de las relaciones entre Estado y Sociedad. Los esfuerzos revolucionarios condujeron a una nueva estructura social y a una nueva ordenación de las relaciones entre los ámbitos respectivos del Estado y de la libertad social. b) La idea de libertad desarrollada en la época de la Ilustración, el siglo XVIII, suponía que la libertad se realizaría con la ayuda del Derecho. Por ello, junto a la libertad moderna estaba también, desde los orígenes, la idea del Estado de Derecho. La libertad no debía tomar la forma de la anarquía, sino que había de ser incorporada en estructuras jurídicas; resultaría asegurada con la ayuda de la ley. Mientras que la ley era anteriormente una ordenación jurídica establecida por el monarca, en adelante su fuerza de obligar debía proceder del Parlamento. El Parlamento, a cuya elección no estaban aún en absoluto llamados todos los grupos de población, se convertía especialmente en instrumento de la emergente burguesía, que a causa del desarrollo económico y político era cada vez más importante; ahora procuraba establecer límites al poder estatal con la ayuda de las leyes adoptadas por el Parlamento. La ley parlamentaria devino así instrumento de delimitación del poder del Estado y, al mismo tiempo, medio de ordenación de las relaciones sociales. Como la burguesía resultaba determinante en el Parlamento, pudo concurrir a la definición de los límites impuestos al Estado, e igualmente establecer reglas que debían regir el tráfico privado dentro del ámbito de la libertad social. De acuerdo con su idea fundamental, existían pues dos ámbitos separados: de un lado, la Sociedad como esfera de la libertad; de otro, el ejercicio del poder del Estado. El Estado era necesario para procurar una ordenación suficiente de las conductas humanas, además de asumir tradicionales tareas estatales como la defensa exterior. El orden de la libertad no debía ciertamente ser anarquía o caos. Por otra parte, se trataba de limitar el Estado antes absoluto, impidiendo así que los gobernantes cedieran a la tentación del poder. A la idea de la libertad estaba ligado el convencimiento de que el ámbito de la libertad necesitaba configuración jurídica. Es cierto que los filósofos y teóricos que habían desarrollado el concepto partían de que existía una libertad preestatal, por tanto no dependiente del Estado; la idea del Derecho natural era determinante en este extremo. Pero igualmente sabían que cualquiera que puede perseguir sus propios intereses individuales amenaza con recortar los intereses de los demás. El uso de la libertad de unos conduce fácilmente a minorar la libertad de otros. Si la libertad debía valer para todos, había de tratarse de una libertad ordenada, en la cual alcanzaran su legítimo reconocimiento los distintos intereses. La ley tenía por ello dos tareas. Junto a la tarea de limitar el poder del monarca, de su gobierno y su administración, aparecía la tarea de hacer compatible entre sí la libertad de los diferentes individuos. Por ello, los derechos de libertad eran también un programa para una nueva ordenación de la Sociedad, que aún debía ser desarrollado. Las leyes eran

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concebidas también como instrumentos para realizar tal programa, para concretar de qué modo cabía hacer posible la libertad de todos. Había que lograr un equilibrio entre el poder del Estado como fuerza ordenadora y la libertad de la Sociedad, pero también un equilibrio en el ejercicio de la libertad por parte de los diversos miembros de la Sociedad. Las libertades de los ciudadanos debían ser ensambladas de modo que todos alcanzaran tanta libertad como fuera posible. Expresado de otro modo: los derechos de libertad constituyeron desde un principio, en su desarrollo histórico, una tarea para el legislador; la de establecer un orden en libertad. Si tal conclusión puede ser traducida a nuestra terminología actual, cabría decir que no sólo conferían derechos subjetivos a sus titulares, sino que incorporaban al mismo tiempo una tarea jurídico-objetiva para la configuración de las relaciones humanas mediante el Derecho. 2. La tarea jurídico-objetiva de los derechos fundamentales a) Si el legislador cumple esta tarea, y las condiciones de vida en libertad quedan estructuras a través del Derecho, todos los afectados resultan beneficiarios de él: los ciudadanos, como sujetos de Derecho, pueden utilizar para sí el Derecho establecido. Si existe tutela judicial, lo que en los inicios del desarrollo no resultaba en absoluto evidente, el individuo podrá reclamar sus derechos e imponerlos ante los jueces. Los derechos de libertad son así derechos subjetivos de los ciudadanos y de las ciudadanas (primeramente eran privilegiados sólo los hombres, hoy es evidente que los derechos corresponden también a las mujeres). En esa función, los derechos de libertad son derechos individuales, que permiten imponer lo que la ley, como ordenación, establece. A ello se añade la segunda dimensión de los derechos de libertad, la ordenación de Estado y Sociedad de acuerdo con el principio de la mayor libertad social posible. En ello consiste la ya aludida dimensión jurídico-objetiva de los derechos de libertad. Quien hoy habla de derechos de libertad no piensa en primer lugar en esta función, sino en la jurídico-subjetiva. (...) Concentrar la atención en los derechos subjetivos no debería hacernos olvidar, sin embargo, que en la formulación inicial de la idea de libertad no estaba el derecho subjetivo, sino el programa para la realización de la libertad; esto es, la dimensión jurídico-objetiva. Que hoy la dejemos en buena medida al margen de nuestra atención, y podamos concentrarnos en el derecho subjetivo, es una prueba de que el programa jurídico-objetivo se ha completado en buena medida, pues el legislador ha realizado la tarea de crear una ordenación en libertad. Como resultado de esa ordenación surgen derechos subjetivos, y, en consecuencia, el fundamento jurídico-objetivo parece no ser ya tan importante. Si el orden de libertad está establecido y los particulares tienen derechos subjetivos, entonces es suficiente con reclamarlos para la realización jurídica de la libertad. b) Si vuelvo la mirada hacia Alemania, resulta claro en qué medida el camino hasta la situación actual ha resultado largo y costoso. Es cierto que en Alemania, ya a comienzos del siglo XVIII, la Revolución francesa fue acogida en parte con entusiasmo; pero resultó rápidamente sofocada por la reacción de los príncipes (...) Los derechos de libertad, que no fueron arrancados por los ciudadanos en los distintos Estados alemanes como derechos

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constitucionales, pudieron ser garantizados por los príncipes, pero sólo en forma de normas establecidas desde el Estado (...) En cuanto establecían un orden en libertad, las leyes no eran a su vez reflejo de una libertad política ya lograda, sino simple medio de realización de aspectos parciales de la libertad. (...) La Ley Fundamental contiene un catálogo de derechos (...). Queda igualmente asegurado que todos los derechos de libertad están garantizados por tribunales independientes. Los derechos de libertad son configurados como derechos subjetivos, capaces de imponerse con la ayuda del ordenamiento jurídico. Pero es preciso insistir de nuevo en que las normas de derechos fundamentales pueden igualmente ser comprendidas como tarea para la creación de un orden en libertad; por más que este contenido esté suspendido también en la actual comprensión de los derechos fundamentales en Alemania. Porque sigue siendo válido lo referido sobre el pasado desarrollo histórico: la tarea jurídico-objetiva pasa a un segundo plano cuando ha sido conformada mediante una ordenación normativa en libertad -- entonces aparece en primer plano su conservación mediante los derechos subjetivos. Nada cabe oponer a quien se dé por satisfecho con esto entretanto las relaciones políticas, sociales, tecnológicas, económicas y culturales permanezcan inalteradas. Pero, si se modifican estas relaciones, puede cobrar importancia una nueva pregunta: ¿No será acaso necesario acordar el desarrollo jurídico a la modificación de las circunstancias, a fin de lograr el objetivo originario de una ordenación en libertad? Si se modifica la realidad y permanecen las normas jurídicas, surge el riesgo de que éstas se vayan haciendo ineficaces con relación a la nueva realidad. Si el orden jurídico no debe quedarse en simple fachada, sino llevar al aseguramiento de la libertad real, puede ser imprescindible acomodar las normas a las relaciones que se han transformado. Entonces cobra de nuevo importancia el programa contenido en los derechos fundamentales para la realización de un orden en libertad, en particular como tarea y medida para la transformación del Derecho. Y hoy vivimos un tiempo así, de relaciones en transformación.

3. Nuevas estructuras jurídicas para el aseguramiento de la libertad y la igualdad en las nuevas circunstancias (...) Hoy se observa principalmente una creciente internacionalización y globalización de muchas condiciones de vida, dirigida por abigarradas transformaciones en la tecnología, actualmente por ejemplo en la transición hacia una sociedad de la información. Los cambios radicales de las circunstancias plantean la pregunta de si la idea ilustrada de libertad puede hoy seguir siendo realizada con los mismos medios que fueron ideados por los filósofos del siglo XVIII o puestos en vigor por los Parlamentos de los siglos XIX y XX. Las gigantescas transformaciones económicas, tecnológicas, sociales, políticas y culturales, ¿no habrán de ser ocasión para hallar nueva respuesta a la pregunta sobre cómo debe ser hoy protegida la libertad, si es que se quieren seguir realizando los objetivos, de tan larga trayectoria histórica, de la libertad y la igualdad? La vinculación de las ideas de libertad e igualdad continúa siendo importante, pero también lo es la cuestión de si resulta adecuado seguir mirando preferentemente hacia el Estado como la amenaza para la libertad, quizá perdiendo así de vista los peligros que proceden de quienes disponen de

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poder social. Por mi parte, creo que la configuración jurídica de la libertad no sólo se ha transformado continuamente en el pasado, sino que también debe continuar transformándose para asegurar que la libertad y la igualdad determinen en la medida de lo posible, también en adelante, la vida de todos los ciudadanos y ciudadanas. No resulta suficiente con insertar derechos de libertad en los textos legales. Es importante que esos derechos sean configurados de modo que puedan influir en nuestra vida cotidiana, posibilitando así la libertad real (...) Si se reconoce que el aseguramiento de la idea de libertad en la medida de lo posible impone la configuración de las relaciones jurídicas, entonces importa tomar en consideración de nuevo el aspecto jurídico-objetivo de los derechos fundamentales (...).

4. La libertad de comunicación (...) 4.1 La sentencia del caso Lüth Una de las más importantes y célebres resoluciones del Tribunal Constitucional alemán es la del caso Lüth, en los años cincuenta. Erich Lüth era el portavoz de prensa del Senado de Hamburgo, el Gobierno del Land; un ciudadano políticamente comprometido, que como judío había padecido bajo el régimen nacionalsocialista. En aquellos años observaba cómo antiguos nazis, que justo tras la guerra parecían haberse esfumado, volvían a cobrar relieve público cada vez en mayor medida. Entre ellos estaba un director de cine, Veith Harlan, que había rodado una película antisemita (Jud Süss), y que ahora producía de nuevo un film, con un título políticamente inofensivo: La amada inmortal. Lüth consideró un escándalo que un antiguo director de cine nazi volviera a la profesión, quizá trasladando la misma ideología que antes, incluso en películas sin aparente significado político, e impulsó públicamente el boicot de la película. Tal llamada al boicot se consideraba, de acuerdo con el Derecho civil alemán, contraria a las buenas costumbres, y por tanto antijurídica. El director, la productora y la empresa distribuidora acudieron a los tribunales, y el juez civil se orientó por el Código Civil, que regula las relaciones entre los particulares, para declarar el boicot contrario a Derecho, como era habitual entonces. Los derechos fundamentales no fueron utilizados en tal resolución; resultaban, de acuerdo con la concepción tradicional, derechos del ciudadano frente al Estado, no influían en las relaciones entre particulares. Por ejemplo, me cabe apelar a los derechos fundamentales si el Estado me prohíbe expresar una opinión o reunirme con otros, o si me obliga a prestar el servicio militar contra mi conciencia. Por el contrario, las relaciones entre los particulares no quedan vinculadas, por ejemplo, por el principio de igualdad: el vendedor de verduras no está obligado por los derechos fundamentales a tratar a todos igual. Por ello los particulares tienen permitidas muchas conductas que al Estado le resultan prohibidas. La llamada al boicot de Lüth conduce a la pregunta de si los derechos fundamentales pueden adquirir significado cuando el Estado, a través de sus jueces, ha de intervenir en un conflicto entre los ciudadanos. ¿Sólo es decisivo entonces que se trate de un conflicto entre particulares, o también es significativo que el Estado intervenga en su resolución? El Tribunal Constitucional se planteó la cuestión e impuso que los jueces, ante conflictos

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entre particulares, también hayan de prestar atención al orden de valores de la Ley Fundamental. Lüth apelaba a la libertad de pensamiento. También el director de cine se remitía a sus derechos fundamentales, a su derecho rodar películas y a producir obras de arte, a ganar dinero con ello. Se trataba, pues, de un conflicto entre particulares igualmente titulares de derechos fundamentales. El Código Civil alemán no prevé que el derecho fundamental a la libertad de pensamiento pueda ser utilizado para perjudicar a alguien en sus negocios; al contrario: la antijuridicidad de una llamada al boicot presupone que éste no está protegido a causa de su contenido ideológico. No resultaba por ello realmente objetable que los jueces civiles obligaran a Lüth a abandonar el boicot. De acuerdo con la concepción tradicional, de nada servía a Lüth apelar a sus buenas intenciones, diciendo por ejemplo que actuaba en interés del desarrollo político alemán y que deseaba asegurar que nunca más hubiera nacionalsocialismo en Alemania, que actuaba en favor de la democracia y de un régimen de libertad para todos. El Tribunal Constitucional llegó a la pregunta decisiva de si estos motivos y circunstancias podían resultar importantes para resolver si un boicot es contrario a las buenas costumbres y por tanto antijurídico. Si bien se trataba de un conflicto entre particulares, el Tribunal Constitucional recurrió a los derechos fundamentales, y en concreto a su contenido jurídico-objetivo. Esa tarea jurídico-objetiva, como programa para que el legislador estructure las relaciones sociales en libertad, se proyecta sobre todas las ramas del ordenamiento jurídico, incluso sobre el Derecho civil. Influye así el contenido jurídico-objetivo sobre las relaciones entre particulares. Ahora bien, los derechos fundamentales no rigen en las relaciones entre los particulares de modo directo. Representan un orden de valores fundamental, que ha de ser atendido en cualquier supuesto en el que hayan de ser valoradas conductas, también por tanto en el ordenamiento jurídico-privado. La pregunta de si un boicot es contrario a las buenas costumbres presupone valorar una conducta como contraria a las buenas costumbres. Mas lo que sean las buenas costumbres en un ordenamiento jurídico no puede ser decidido al margen de los presupuestos de valor de los derechos fundamentales. El Tribunal Constitucional impuso que el orden de valores de los derechos fundamentales haya de ser tenido en cuenta siempre que el ordenamiento jurídico utilice conceptos valorativos. La decisión de valor en favor de la libertad contenida en la Constitución, aquí en favor de la libertad de pensamiento, debe por ello ser tomada en consideración. El Tribunal Constitucional consideró que Lüth se ocupaba de asuntos de interés público; no actuaba en beneficio propio, en especial no estaba movido por un propósito lucrativo: Lüth no llamaba al boicot porque fuera un competidor del director Veith Harlam o de la firma distribuidora, o porque quisiera promover la distribución de un film propio. Para él se trataba solamente de hacer un llamamiento a la conciencia pública, de que la atención pública se fijara en una amenaza para la libertad. Esos motivos fueron aceptados por el Tribunal, que decidió que el conflicto jurídico entre los particulares había de ser resuelto con el recurso a la ordenación jurídico-objetiva de los derechos fundamentales. Ello no significa que la libertad de pensamiento ahora se sobreponga a cualquier otra perspectiva; mas el derecho fundamental a la libertad de pensamiento ha de ser tenido en

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cuenta ante un conflicto con otros derechos fundamentales, como la libertad artística y cinematográfica o la libertad de iniciativa económica. Las libertades fundamentales han de ser ponderadas entre sí, y ha de buscarse una vía de equilibrio adecuado que ofrezca a los diferentes derechos de libertad la máxima efectividad posible. La jurisprudencia fundada sobre esta resolución, progresivamente desarrollada en nuevas sentencias, se conoce bajo el concepto de eficacia frente a terceros de los derechos fundamentales (Drittwirkung der Grundrechte). Con ello se pretende expresar que no se trata de la orientación de los derechos fundamentales frente al Estado, sino de una eficacia frente a los particulares, considerados sólo como terceros. Los ciudadanos en sus relaciones recíprocas no están ligados directamente a los derechos dirigidos frente al Estado, mas deben actuar en ellas, dado el caso, con atención al contenido de valor de los derechos fundamentales.

3. El aspecto objetivo de los derechos fundamentales en la jurisprudencia española a) La STC 25/1981 (extracto) Es pertinente extractar también la primera sentencia del Tribunal Constitucional español que alude al aspecto objetivo de los derechos fundamentales: la STC 25/1981, pronunciada en el recurso de inconstitucionalidad promovido por el Parlamento Vasco contra la Ley Orgánica 11/1980, de 1 de diciembre, sobre la suspensión de los derechos fundamentales en investigaciones que afecten a la actuación de bandas armadas o elementos terroristas. En este caso no cabe hablar de un desarrollo o una evolución: cuando el Tribunal Constitucional español se pone en marcha, en 1980, ya hace mucho tiempo que las doctrinas sobre el aspecto objetivo de los derechos fundamentales se consideran consolidadas en Alemania, el país de referencia para la dogmática española en la materia, y por eso nuestro Tribunal puede pronunciarse en ese sentido en una de sus primeras resoluciones. El contenido de la sentencia, sin embargo, sí merecerá algún comentario adicional. Con independencia de que buena parte del presente curso se ocupe en adelante del desarrollo detallado de las implicaciones del aspecto objetivo de los derechos fundamentales, lo cierto es que su reconocimiento en esta sentencia, citado con frecuencia fuera de contexto, apunta en una dirección, como veremos, en principio insospechada.

STC 25/1981, extracto http://www.boe.es/aeboe/consultas/bases_datos/doc.php?coleccion=tc&id=SENTENCIA-1981-0025

II. Fundamentos jurídicos

(...) 2. La primera cuestión a esclarecer en el presente recurso es, pues, la legitimación del Parlamento Vasco para interponerlo (...).

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3. La precisión que en el apartado 2 del art. 32 se hace de la legitimación de los órganos superiores de las Comunidades Autónomas para interponer el recurso de inconstitucionalidad contra disposiciones o actos con fuerza de Ley del Estado que puedan afectar a su propio ámbito de autonomía, es una concreción que deriva lógicamente de la integración del art. 162.1 a) de la Constitución con otras normas de la misma, relativas al régimen de las autonomías y a su respectivo alcance, especialmente los arts. 2, 97, 137, 138, 149.3 y 155.

Este Tribunal, en su Sentencia de 2 de febrero de 1981, tuvo ya ocasión de indicar que la autonomía reconocida, entre otros entes, a las Comunidades Autónomas por el art. 137 de la Constitución, se configura como un poder limitado, que no es soberanía. La autonomía se reconoce a los territoriales enumerados en aquel artículo para la «gestión de sus propios intereses», lo cual exige que se dote a cada Ente de «todas las competencias propias y exclusivas que sean necesarias para satisfacer el interés respectivo». En el caso de las Comunidades Autónomas, que, como recuerda la mencionada Sentencia, gozan de una autonomía cualitativamente superior a la administrativa que corresponde a los entes locales, ya que se añaden potestades legislativas y gubernamentales que la configuran como autonomía de naturaleza política, cualquiera que sea el ámbito autonómico, éste queda fijado por el Estatuto, en el que se articulan las competencias asumidas por la Comunidad Autónoma dentro del marco establecido en la Constitución (art. 147.1); de tal suerte que la competencia sobre las materias que no se hayan asumido por los Estatutos de Autonomía corresponderá al Estado, cuyas normas prevalecerán, en caso de conflictos, sobre las de las Comunidades Autónomas en todo lo que no esté atribuido a la exclusiva competencia de éstas (art. 149.3).

En la misma línea, el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones, que lleva como corolario la solidaridad entre todas ellas, se da sobre la base de la unidad nacional (art. 2). Dicha autonomía queda vinculada, para cada una de las entidades territoriales, como ya se ha señalado, a la gestión de sus respectivos intereses (art. 137); principio éste que figura significativamente a la cabeza de los «principios generales» que informan la organización territorial del Estado, que en los capítulos siguientes se regula en los niveles de la Administración local y de las Comunidades Autónomas. Aunque las Comunidades Autónomas no son ni pueden ser ajenas al interés general del Estado, la defensa específica de éste es atribuida por la Constitución al Gobierno (arts. 97, 155), llamado asimismo prioritariamente a velar por la efectiva realización del principio de solidaridad (art. 138), junto a las Cortes Generales (art. 158.2). Sin dejar, como es obvio, de participar en la vida general del Estado, cuyo ordenamiento jurídico reconoce y ampara sus Estatutos como parte integrante de su ordenamiento jurídico (art. 147.1 ), las Comunidades Autónomas, como corporaciones públicas de base territorial y de naturaleza política, tienen como esfera y límite de su actividad en cuanto tales los intereses que les son propios, mientras que la tutela de los intereses públicos generales compete por definición a los órganos estatales.

En función de ello, es coherente que la legitimación para la interpretación del recurso de inconstitucionalidad frente a cualquier clase de leyes o disposiciones con valor de ley corresponda sólo a aquellos órganos o fracciones de órganos que por su naturaleza tienen encomendada la tutela de los intereses públicos generales (art. 32.1) y que la legitimación conferida a los órganos de las Comunidades Autónomas, de acción objetivamente ceñida al ámbito derivado de las facultades correspondientes a sus intereses peculiares, esté reservada a las normas que las afecten (art. 32.2).

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La respuesta a la cuestión que en este recurso se nos plantea acerca de la legitimación del Parlamento Vasco para recurrir contra la Ley 11/1980 exige, en consecuencia, analizar las posibles conexiones existentes entre dicha Ley y el ámbito de autonomía propio de la Comunidad Autónoma del País Vasco.

4. De las razones alegadas para fundar la legitimación por el recurrente, la primera, según la cual «la suspensión de derechos que se establece afecta fundamentalmente a ciudadanos residentes en la Comunidad Autónoma por ser el País Vasco uno de los principales focos de atención de la Ley», no puede considerarse admisible por cuanto viene a confundir, como señala el Abogado del Estado, la «afectación al propio ámbito de autonomía» con el hecho de que la Ley tenga vigencia en el País Vasco de igual manera que la tiene en el resto del territorio nacional. La Ley no se refiere a ninguna parte del territorio en concreto, sino que su ámbito se extiende a todo el del Estado, lo cual está en consonancia con el hecho de que las actuaciones que contempla, aún en el supuesto de que estuvieran más presentes en una parte del territorio nacional, alcanzan en sus efectos al de todo el Estado y afectan a la estabilidad del conjunto del ordenamiento constitucional. El concepto de «propio ámbito de autonomía» no puede reducirse a un criterio meramente cuantitativo. Tal planteamiento llevaría a reservar o privilegiar la legitimación para impugnar una ley general del Estado a las Comunidades Autónomas en cuyo ámbito territorial fuera presumible una mayor incidencia de la misma; lo cual conduciría a consecuencias inadmisibles.

Por otra parte, es preciso distinguir lo que motiva una ley, es decir, la circunstancia concreta que mueve al legislador a establecerla, y la validez general y objetiva que, una vez promulgada, adquiere con respecto a dicha circunstancia.

5. La segunda razón en la que se produce el desacuerdo de los comparecidos en orden a la legitimación de la Comunidad Autónoma hace referencia a la interpretación del alcance del art. 9, apartado 2 a) y c) del Estatuto de Autonomía para el País Vasco, en cuya virtud los poderes públicos vascos, «en el ámbito de su competencia», «velarán y garantizarán el adecuado ejercicio de los derechos y deberes fundamentales de los ciudadanos» y «adoptarán aquellas medidas dirigidas a promover las condiciones y a remover los obstáculos para que la libertad y la igualdad del individuo y de los grupos en que se integra sean efectivas y reales».

Esta disposición, que figura en el Título Preliminar del Estatuto y no en el Título I, que es el consagrado a las competencias del País Vasco, reproduce esencialmente (y en parte, literalmente) lo establecido en el art. 9.2 de la Constitución y se sitúa en un contexto general de Estado de Derecho plasmado en el art. 9.1 de la misma, por virtud del cual «los ciudadanos y los poderes públicos están sujetos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico», y en el 53.1, que señala que los derechos y libertades reconocidos en el Capítulo II del Título I «vinculan a todos los poderes públicos».

El art. 9 del Estatuto de Autonomía para el País Vasco no contiene, pues, una norma atributiva de competencia, es decir, una norma que habilite a los poderes públicos vascos para actuar en una determinada materia en la que carecerían de atribuciones de no existir aquélla. Antes bien, lo que hace este precepto es concretar con respecto a los poderes públicos vascos unas obligaciones impuestas por la Constitución a todos los poderes públicos y que éstos, sin excepción, deben cumplir en el ámbito de sus competencias respectivas. En otras palabras, el art. 9 del Estatuto de Autonomía no atribuye una específica competencia a los poderes

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públicos vascos, sino que se limita a subrayar una obligación que deben observar todos los poderes públicos, centrales y autonómicos, en el ejercicio de las atribuciones que a cada uno de ellos reconoce el ordenamiento jurídico. No podría ser de otra manera, si se tiene en cuenta que con arreglo a la Constitución «la regulación de las condiciones básicas que garanticen la igualdad de todos los españoles en el ejercicio de los derechos y en el cumplimiento de los deberes constitucionales» es materia de la exclusiva competencia del Estado (artículo 149.1.1°), y que «todos los españoles tienen los mismos derechos y obligaciones en cualquier parte del territorio del Estado» (art. 139.1).

Que esto es así lo demuestra el propio art. 9 del Estatuto de Autonomía para el País Vasco, que, al aludir a los deberes reseñados de los poderes públicos vascos, precisa que éstos se desarrollarán «en el ámbito de su competencia». Se pone con ello de relieve que el precepto no puede ser entendido autónomamente como una norma habilitante de competencia, sino que debe ser puesto en relación con los restantes preceptos del Estatuto que determinan las correspondientes competencias.

Por estas razones, lo dispuesto por el art. 9 del Estatuto de Autonomía no permite sostener que el recurrente está investido de legitimación en el presente caso.

En la línea de las anteriores consideraciones, es preciso tener en cuenta que la Constitución reserva a las Cortes Generales todo cuanto se refiere al desarrollo de los derechos fundamentales y de las libertades públicas, que constituyen el fundamento mismo del orden político-jurídico del Estado en su conjunto, como les reserva también su posible suspensión, sobre la base del art. 55.2, aplicación del cual es la Ley Orgánica 11/1980 recurrida.

Ello resulta lógicamente del doble carácter que tienen los derechos fundamentales. En primer lugar, los derechos fundamentales son derechos subjetivos, derechos de los individuos no sólo en cuanto derechos de los ciudadanos en sentido estricto, sino en cuanto garantizan un status jurídico o la libertad en un ámbito de la existencia. Pero al propio tiempo, son elementos esenciales de un ordenamiento objetivo de la comunidad nacional, en cuanto ésta se configura como marco de una convivencia humana justa y pacífica, plasmada históricamente en el Estado de Derecho y, más tarde, en el Estado social de Derecho o el Estado social y democrático de Derecho, según la fórmula de nuestra Constitución (art. 1.1).

Esta doble naturaleza de los derechos fundamentales, desarrollada por la doctrina, se recoge en el art. 10.1 de la Constitución, a tenor del cual «la dignidad de la persona, los derechos inviolables que le son inherentes, el libre desarrollo de la personalidad, el respeto a la ley y a los derechos de los demás son fundamentos del orden político y de la paz social». Se encuentran afirmaciones parecidas en el derecho comparado, y, en el plano internacional, la misma idea se expresa en la Declaración universal de derechos humanos (preámbulo, párrafo primero) y en el Convenio europeo para la protección de los derechos humanos y de las libertades fundamentales del Consejo de Europa (preámbulo, párrafo cuarto).

En el segundo aspecto, en cuanto elemento fundamental de un ordenamiento objetivo, los derechos fundamentales dan sus contenidos básicos a dicho ordenamiento, en nuestro caso al del Estado social y democrático de Derecho, y atañen al conjunto estatal. En esta función, los derechos fundamentales no están afectados por la estructura federal, regional o autonómica del Estado. Puede decirse que los derechos fundamentales, por cuanto fundan un status

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jurídico-constitucional unitario para todos los españoles y son decisivos en igual medida para la configuración del orden democrático en el Estado central y en las Comunidades Autónomas, son elemento unificador, tanto más cuanto el cometido de asegurar esta unificación, según el art. 155 de la Constitución, compete al Estado. Los derechos fundamentales son así un patrimonio común de los ciudadanos individual y colectivamente, constitutivos del ordenamiento jurídico cuya vigencia a todos atañe por igual. Establecen por así decirlo una vinculación directa entre los individuos y el Estado y actúan como fundamento de la unidad política sin mediación alguna.

También la eventual limitación o suspensión de derechos fundamentales tiene una dimensión nacional. Esta limitación o suspensión de derechos fundamentales en una democracia, sólo se justifica en aras de la defensa de los propios derechos fundamentales cuando determinadas acciones, por una parte, limitan o impiden de hecho su ejercicio en cuanto derechos subjetivos para la mayoría de los ciudadanos, y, por otra, ponen en peligro el ordenamiento objetivo de la comunidad nacional, es decir, el Estado democrático. Se trata, como es sabido, de uno de los más complejos problemas de los ordenamientos jurídicos democráticos. Las constituciones y las legislaciones de los países democráticos han tenido que enfrentarse con él, así como convenios internacionales, en particular el ya mencionado Convenio europeo relativo a la protección de los derechos humanos y las libertades fundamentales (arts. 8.2, 9.2 y otros). La Constitución Española de 1978 lo hace, en su art. 55.2, a tenor del cual «una ley orgánica podrá determinar la forma y los casos en los que, de forma individual y con la necesaria intervención judicial y el adecuado control parlamentario, los derechos reconocidos en los arts. 17.2 y 18.2 y 3, pueden ser suspendidos para personas determinadas, en relación con las investigaciones correspondientes a la actuación de bandas armadas o elementos terroristas», añadiendo que «la utilización injustificada o abusiva de las facultades reconocidas en dicha Ley Orgánica producirá responsabilidad penal, como violación de los derechos y libertades reconocidos por las leyes». Tratándose, como se ve, de una ley orgánica de carácter facultativo y no preceptivo, y con independencia de cual sea su contenido normativo, el juicio acerca de su conveniencia o necesidad corresponde a las Cortes Generales.

Por tanto, la Ley Orgánica 11/1980, por su contenido y ámbito nacionales, no afecta específicamente a la autonomía de las Comunidades Autónomas en cuanto tales, y consecuentemente su posible inconstitucionalidad sólo podría ser planteada directamente por los legitimados por el art. 32.1 de la LOTC.

Voto particular formulado por los Magistrados señores Latorre, Díez de Velasco, Tomás y Valiente y Fernández Viagas

2. El art. 162.1 a), de la C.E., establece que están legitimados para interponer el recurso de inconstitucionalidad «los órganos colegiados ejecutivos de las Comunidades Autónomas y en su caso -esto es, cuando existan- las Asambleas de las mismas», que de este modo participan en la defensa del más alto interés general: la primacía de la Constitución.

En conexión con el 162.1 a) de la C.E., el art. 32.2 de la LOTC, especifica que los órganos colegiados ejecutivos y las Asambleas de las Comunidades Autónomas están legitimados para interponer recurso de inconstitucionalidad contra Leyes del Estado siempre que éstas «puedan afectar a su propio ámbito de autonomía», precepto que significa que la Ley en cuestión será

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impugnable por una Comunidad Autónoma siempre que potencialmente concierna (es decir, no sólo cuando afecte -art. 63.1 de la LOTC-, sino cuando «pueda afectar») a su ámbito de autonomía, expresión ésta más amplia que la suma o serie de competencias asignadas en el correspondiente Estatuto y en la Constitución a la Comunidad, pues abarca también la defensa de sus intereses políticos específicos. Con tal de que se dé este punto de conexión exigido por el 32.2 de la LOTC las Comunidades Autónomas podrán impugnar una Ley del Estado y al hacerlo estarán actuando, no en defensa de una competencia suya presuntamente vulnerada, lo que constituye la esfera propia del conflicto positivo de competencia (art. 60 y sigs. de la LOTC), sino en defensa del orden constitucional.

3. Cuando el art. 137 de la Constitución reconoce a las Comunidades autonomía para «la gestión de sus respectivos intereses» comprende los intereses jurídico-administrativos (competencias en sentido estricto) y los intereses políticos consagrados en la Constitución y en sus respectivos Estatutos: iniciativa legislativa (art. 87.2 de la C.E.); reforma constitucional (166); representación directa en el Senado (art. 69.5); planificación de la actividad económica (art. 131.2). En todos estos casos no se restringe la defensa de sus intereses peculiares, sino que actúan en colaboración con otros órganos constitucionales del Estado, promoviendo los intereses generales. Cualquier norma que pudiera incidir en este ámbito determina la legitimación para interponer el recurso de inconstitucionalidad (...).

4. (...) En consecuencia, estimamos que la Ley impugnada puede afectar al ámbito de autonomía del País Vasco y que, por tanto, el Parlamento de dicha Comunidad Autónoma está legitimado para interponer el recurso de inconstitucionalidad y que este Tribunal debió entrar a conocer en el fondo del asunto planteado.

3. El aspecto objetivo de los derechos fundamentales en la jurisprudencia española b) STC 25/1981 - Comentario El conflicto jurídico se centra, como hemos visto, en la legitimación del Parlamento Vasco para recurrir, y conviene deja constancia desde este momento de que la doctrina sentada al respecto en esta temprana sentencia, que vincula tal legitimación con el alcance de las competencias de la correspondiente Comunidad Autónoma, ha sido modificada más tarde por el propio Tribunal, permitiendo que el recurso se plantee aún cuando la norma en cuestión afecte sólo remotamente a los intereses propios de la Comunidad Autónoma (cfr. por ejemplo las SSTC 199/1987 y 28/1991). Esta nueva posición se apoya, en primer lugar, en que las Comunidades Autónomas, en cuanto singularísimas entidades de Derecho público, deben considerarse legitimadas para defender el interés general; y, en segundo término, en que en la interpretación de las normas que regulan el recurso de inconstitucionalidad ha de prevalecer el interés objetivo en depurar el ordenamiento jurídico de normas inconstitucionales, sin que ello pueda hacerse depender de una eventual titularidad competencial del sujeto recurrente. En cualquier caso, llama la atención que sea precisamente en este contexto donde proclama el Tribunal Constitucional por primera vez el doble carácter de los derechos fundamentales. La cita del FJ 5 es reiteradísima en la jurisprudencia posterior y en la doctrina. Recuperémosla de nuevo, y veremos que se corresponde, grosso modo, con las declaraciones doctrinales y jurisprudenciales que hemos visto en Alemania:

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“En primer lugar, los derechos fundamentales son derechos subjetivos, derechos de los individuos no sólo en cuanto derechos de los ciudadanos en sentido estricto, sino en cuanto garantizan un status jurídico o la libertad en un ámbito de la existencia. Pero al propio tiempo, son elementos esenciales de un ordenamiento objetivo de la comunidad nacional, en cuanto ésta se configura como marco de una convivencia humana justa y pacífica, plasmada históricamente en el Estado de Derecho y, más tarde, en el Estado social de Derecho o el Estado social y democrático de Derecho, según la fórmula de nuestra Constitución (art. 1.1). Esta doble naturaleza de los derechos fundamentales, desarrollada por la doctrina, se recoge en el art. 10.1 de la Constitución, a tenor del cual «la dignidad de la persona, los derechos inviolables que le son inherentes, el libre desarrollo de la personalidad, el respeto a la ley y a los derechos de los demás son fundamentos del orden político y de la paz social». Se encuentran afirmaciones parecidas en el derecho comparado, y, en el plano internacional, la misma idea se expresa en la Declaración universal de derechos humanos (preámbulo, párrafo primero) y en el Convenio europeo para la protección de los derechos humanos y de las libertades fundamentales del Consejo de Europa (preámbulo, párrafo cuarto). En el segundo aspecto, en cuanto elemento fundamental de un ordenamiento objetivo, los derechos fundamentales dan sus contenidos básicos a dicho ordenamiento, en nuestro caso al del Estado social y democrático de Derecho”.

Conviene observar, sin embargo, que no estamos aquí ante una proyección objetiva de los derechos fundamentales orientada a reforzar la normatividad de su reconocimiento constitucional. La fórmula del contenido objetivo de los derechos fundamentales sirve en este caso, más bien, para consolidar las competencias del Estado central, que se entienden reforzadas mediante tal invocación, incluso cuando lo que está en duda es si el ejercicio de tales competencias puede haber infringido los concretos derechos reconocidos en la Constitución. El aspecto objetivo de los derechos, en definitiva, sirve como defensa del Derecho objetivo frente a la potencia crítica de los derechos mismos. Así, el Tribunal Constitucional atribuye al aspecto objetivo de los derechos fundamentales una función de unificación o integración referida a la comunidad nacional, cuya unidad política debe ser garantizada por el Estado, en su caso, mediante el recurso al art. 155 CE. También la STC 107/1984, en materia de extranjería, afirmará que la dignidad de la persona, “conforme al art. 10.1 de nuestra Constitución, constituye fundamento del orden político español”, precisión esta última que el precepto constitucional en absoluto recoge. Sólo diez años después de esta última resolución, y tras haber perfilado mejor el orden competencial, se permite la STC 194/1994 matizar la vinculación de los derechos fundamentales con el orden político español:

“Los derechos fundamentales, en cuanto proyecciones de núcleos esenciales de la dignidad de la persona (art. 10.1 C.E.), se erigen en los fundamentos del propio Estado democrático de Derecho (art. 1 C.E.) que no pueden ser menoscabados en ningún punto del territorio nacional, asignándole al Estado la Constitución la función de regular las condiciones básicas que garanticen la igualdad en su ejercicio (SSTC 37/1981 ó 76/1983, entre otras). Pero esta función, que no se discute, no puede ser entendida de tal manera que vacíe de contenido las competencias que las Comunidades Autónomas asuman al amparo del art. 149 C.E. y de sus propios

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Estatutos de Autonomía, que han de ser respetadas en sus propios términos. De esta forma, la función que al Estado encomienda el art. 149.1.1 C.E. ha de desarrollarse sin desconocer el régimen competencial diseñado en el resto del precepto y en los Estatutos de Autonomía, y sin que el Estado pueda asumir funciones que, más que garantizar condiciones básicas de igualdad de derechos, ampararían la infracción del orden constitucional de competencias”.

Consecuentemente, el aspecto objetivo de los derechos fundamentales cambia su posición argumental cuando, en ese mismo año, se pone en cuestión el castellano como instrumento de socialización en la enseñanza: la idea de patrimonio cultural, que objetiva los derechos de libertad del ámbito de la creación artística y científica, recibe un entendimiento plural:

“Resulta difícil admitir que este principio y los derechos inviolables que son inherentes a la persona puedan ser vulnerados si los estudiantes reciben la enseñanza, a partir de un cierto nivel, en la lengua cooficial en una Comunidad Autónoma que es distinta del castellano (...) Mal se comprende que el conocimiento y el uso de una de las lenguas españolas pueda atentar a la dignidad de la persona en el ámbito de la educación cuando la Constitución reconoce que la realidad plurilingüe de España es una riqueza y constituye un patrimonio cultural digno de especial respeto y protección (art. 3.3 C.E.)” (STC 337/1994).

La desvinculación entre la proyección objetiva de los dereschos fundamentales y el orden político nacional se completa ya cuando, proyectando aquélla hacia el exterior, la STC 91/2000 sostiene que “la Constitución Española de 1978, al proclamar que el fundamento «del orden político y de la paz social» reside, en primer término, en «la dignidad de la persona» y en «los derechos inviolables que le son inherentes» (art. 10.1), expresa una pretensión de legitimidad y, al propio tiempo, un criterio de validez que, por su propia naturaleza, resultan universalmente aplicables”. Con todo ello se ponen de manifiesto algunos de los riesgos inherentes al procesamiento de los derechos fundamentales en términos objetivos. Si, como ocurre en la STC 25/1981, se anteponen ciertas construcciones ideológicas del orden social a la garantía de la libertad individual, en este caso entendiendo que es el Estado central el único baluarte de la libertad, los derechos fundamentales pierden su sentido originario y se degradan a mero argumento al servicio de los mencionados prejuicios. El Tribunal, en efecto, instrumentaliza el sentido objetivo de los derechos fundamentales al servicio del reforzamiento de poder del Estado central frente a las Comunidades Autónomas, aunque ello le lleve a perjudicar la garantía objetiva de la Constitución y de los derechos fundamentales que ésta consagra. Porque, a la postre, se inadmite un recurso que le hubiera permitido valorar la posible inconstitucionalidad de la una ley por infracción de los derechos fundamentales. Para evitarlo, es común subrayar que la dimensión objetiva de los derechos fundamentales debe entenderse al servicio de una mayor protección de los mismos en cuanto derechos subjetivos; esto es, teniendo siempre como referencia el reforzamiento de su eficacia normativa y descartando cualquier objetivación que deje en un plano subordinado la libertad individual. Y, en segundo lugar, se considera que la dimensión objetiva de los derechos fundamentales se debe construir no desde reflexiones abstractas, sino ante todo a partir de las propias disposiciones constitucionales que, como el postulado del Estado

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social, el mandato del art. 9.2 CE o los principios rectores contenidos en el Capítulo III del Título I de la Constitución, dan pie a una proyección supraindividual de la libertad y de la igualdad. En cualquier caso, merece la pena concluir este comentario señalando que son muchas otras las sentencias en las que se ponen de manifiesto derivaciones del aspecto objetivo de los derechos fundamentales. Algunas de ellas las comentaremos con detalle en apartados sucesivos; pero desde este momento es procedente citar, por ejemplo, las siguientes: STC 42/1982: “La idea del Estado social de Derecho (artículo 1.1) y el mandato genérico del artículo 9.2 exigen seguramente una organización del derecho a la asistencia de Letrado que no haga descansar la garantía material de su ejercicio por los desposeídos en un munus honorificum de los profesionales de la abogacía, sino en una actuación directa de los poderes públicos” (FJ 2). STC 18/1984: “En un Estado social de Derecho como el que consagra el artículo 1 de la Constitución no puede sostenerse con carácter general que el titular de tales derechos no lo sea en la vida social (…) La sujeción de los poder públicos a la Constitución (artículo 9.1 CE) se traduce en un deber positivo de dar efectividad a tales derechos en cuanto a su vigencia en la vida social, deber que afecta al legislativo, al ejecutivo y a los Jueces y Tribunales, en el ámbito de sus funciones respectivas” (FJ 6). STC 53/1985: “Los derechos fundamentales incluyen no solamente derechos subjetivos de defensa de los individuos frente al Estado, y garantías institucionales, sino también deberes positivos por parte de éste” (FJ 4).