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Intervenciones con Sarmiento: a propósito de “Historias de jinetes” N adie como Borges para entender que una literatura difiere de otra menos por la forma o la materia de sus textos que por la manera de ser leída: “si me fuera otorgado leer cualquier página actual como la leerán el año dos mil, yo sabría cómo será la literatura del año dos mil”, dice en 1952 (“Nota sobre (hacia) Bernard Shaw” 747). “El decurso del tiempo cambia los libros”, ya había dicho en 1944, en el prólogo a Recuerdos de provincia, la primera vez que interviene directa, ensayísticamente, sobre Sarmiento (121). Y ninguno, precisamente, de los escritores de la tradición nacional como Sarmiento para suscitar en Borges una intuición histórica –dramáticamente histórica– del tiempo: si, “implicado en la trama de nuestra historia”, Sarmiento “ejecuta la proeza de ver históricamente la actualidad, de simplicar e intuir el presente como si fuera ya pasado”, los ensayos de Borges sobre sus textos se traman, cada vez con urgencia y beligerancia sarmientinas, en la inmediata coyuntura histórica. Y con toda evidencia: 1944, en las vísperas del n del nazismo; 1961, después de la caída del primer gobierno peronista (1946-1955); 1974, al retorno de Perón. En las tres ocasiones, Borges devuelve a Sarmiento al “vaivén y al tumulto de las batallas” (“Sarmiento” 69); en las tres ocasiones, que Borges construye cada vez como contextos de la violencia, la escritura de Sarmiento vuelve al escenario contemporáneo como arma de combate. La guerra, o lo que se vive como una guerra, pone a funcionar otra vez la máquina de interpretación sarmientina, y contra el nazismo o contra el peronismo Borges reactualiza la dicotomía civilización-barbarie. Pero si este primer relevamiento permitiría corroborar la impresión de que los pocos textos dedicados a la obra de Sarmiento –a primera vista, apenas dos prólogos, dos notas sobre su autor, un poema para el General Quiroga y otro para Sarmiento, un diálogo de muertos entre caudillos, ningún cuento– Sandra Contreras

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Intervenciones con Sarmiento:a propósito de “Historias de jinetes”

Nadie como Borges para entender que una literatura difiere de otra menos por la forma o la materia de sus textos que por la manera

de ser leída: “si me fuera otorgado leer cualquier página actual como la leerán el año dos mil, yo sabría cómo será la literatura del año dos mil”, dice en 1952 (“Nota sobre (hacia) Bernard Shaw” 747). “El decurso del tiempo cambia los libros”, ya había dicho en 1944, en el prólogo a Recuerdos de provincia, la primera vez que interviene directa, ensayísticamente, sobre Sarmiento (121). Y ninguno, precisamente, de los escritores de la tradición nacional como Sarmiento para suscitar en Borges una intuición histórica –dramáticamente histórica– del tiempo: si, “implicado en la trama de nuestra historia”, Sarmiento “ejecuta la proeza de ver históricamente la actualidad, de simplifi car e intuir el presente como si fuera ya pasado”, los ensayos de Borges sobre sus textos se traman, cada vez con urgencia y beligerancia sarmientinas, en la inmediata coyuntura histórica. Y con toda evidencia: 1944, en las vísperas del fi n del nazismo; 1961, después de la caída del primer gobierno peronista (1946-1955); 1974, al retorno de Perón. En las tres ocasiones, Borges devuelve a Sarmiento al “vaivén y al tumulto de las batallas” (“Sarmiento” 69); en las tres ocasiones, que Borges construye cada vez como contextos de la violencia, la escritura de Sarmiento vuelve al escenario contemporáneo como arma de combate. La guerra, o lo que se vive como una guerra, pone a funcionar otra vez la máquina de interpretación sarmientina, y contra el nazismo o contra el peronismo Borges reactualiza la dicotomía civilización-barbarie. Pero si este primer relevamiento permitiría corroborar la impresión de que los pocos textos dedicados a la obra de Sarmiento –a primera vista, apenas dos prólogos, dos notas sobre su autor, un poema para el General Quiroga y otro para Sarmiento, un diálogo de muertos entre caudillos, ningún cuento–

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muestran que Borges no encontró, quizás, demasiado caudal imaginario para su fi cción pero sí, en cambio, una herramienta potentísima para resolver una de las formas de su intervención ensayística siempre polémica, la intervención política. Es preciso decir también que, aunque elocuente y hasta simple en su evidencia, la operación con Sarmiento entraña un plus que pone a la propia obra de Borges, una vez más, en movimiento. Es cierto que la serie de ensayos en los que se ocupó de deconstruir la hegemónica interpretación nacionalista del Martín Fierro y la recurrencia de una fi cción tramada en la ley del coraje muestran, una y otra vez, que en relación con los dos clásicos de la literatura nacional la primacía estuvo siempre para Borges del lado del poema. Pero no menos cierto, ni menos interesante, es que, inquietante como lo es siempre toda intervención borgeana, la breve –intermitente– intervención con Sarmiento es también un modo de reactualizar una larga polémica con el nacionalismo literario, y hasta la ocasión, a su vez, de hacer variar la propia fi cción tramada en el imaginario del coraje con el que, dice Borges, la pasión argentina –no sólo la suya– se ha identifi cado.

I

Para empezar, en el prólogo a Recuerdos de Provincia que escribe para la edición de Emecé de 1944, Borges muestra claramente cómo una lectura –histórica– cambia la signifi cación o la función –histórica– de un texto. El párrafo es más que elocuente y quisiera citarlo en extensión:

El decurso del tiempo cambia los libros. Recuerdos, releído en 1943 no es ciertamente el libro que yo recorrí hace veinte años. El insípido mundo, en esa fecha, parecía irreversiblemente alejado de toda violencia. Ricardo Güiraldes evocaba con nostalgia (y exageraba épicamente) las durezas de la vida de los troperos; nos alegraba imaginar que en la alta y bélica ciudad de Chicago se ametrallaban los contrabandistas de alcohol; yo perseguía con vana tenacidad, con afán literario, los últimos rastros de los cuchilleros de las orillas. Tan manso, tan irreparablemente pacífi co nos parecía el mundo, que jugábamos con feroces anécdotas y deplorábamos “el tiempo de lobos, tiempo de espadas” (Edda Mayor, I, 37) que habían merecido otras generaciones más venturosas. Recuerdos de Provincia, entonces, era el documento de un pasado irrecuperable y, por lo mismo, grato, ya que nadie soñaba que sus rigores pudieran regresar y alcanzarnos. [...] La peligrosa realidad que describe Sarmiento era, entonces, lejana e inconcebible; ahora es contemporánea. (Corroboran mi aserto los telegramas europeos y asiáticos.) La sola diferencia es que la barbarie, antes impremeditada, instintiva, ahora es aplicada y conciente, y dispone de medios más coercitivos que la lanza montonera de Quiroga o los fi los mellados de la mazorca. (Prólogos 121)

El decurso del tiempo impone, en la lectura, una doble fi guración de la violencia. Si la estetización de la violencia de la década del veinte, en el mundo mítico del coraje o en el mundo épico rural, es recuperada por Borges desde el argumento, que suele repetir, de la función compensatoria del arte (la idea de que la misión de Don Segundo Sombra, del tango, de los versos de Carriego,

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tal vez haya sido la de legarnos la ilusión de un pasado de antiguos rigores, la certidumbre de haber sido valientes), y si esa estetización puede leerse en el marco del clima intelectual de lo que fue, hacia principios de siglo, la inversión de la dicotomía civilización-barbarie (el campo, la barbarie y la violencia primitivas, se vuelven entonces paraísos perdidos), la guerra ahora transforma la nostalgia en inmediatez y vuelve a dar vuelta la dicotomía: la violencia, ahora racional e inmediata, vuelve a signifi car la barbarie tanto más monstruosa y tanto más horrorosa cuanto más alejada esté de la irracionalidad instintiva, cuanto más premeditada y calculada sea en su aplicación. La analogía de índole sarmientina –el horror de la barbarie racionalizada: Rosas, nazismo– es preclara.

En este sentido, es evidente que hay que leer el prólogo a Recuerdos junto con “Anotación al 23 de agosto de 1944”, que Borges publica en Sur cuando la liberación de París, y que es parte de la serie de artículos contra el nazismo que escribió en estos años (“Ensayo de imparcialidad” [1939], “Defi nición del germanófi lo” [1940], “1941”[1941], “Anotación al 23 de agosto de 1944” [1944], “Nota sobre la paz” [1945]). Dice Borges:

Para los europeos y americanos hay un orden –un solo orden– posible: el que antes llevó el nombre de Roma y que ahora es la cultura de Occidente. Ser nazi (jugar a la barbarie enérgica, jugar a ser un viking, un tártaro, un conquistador del siglo xvi, un gaucho, un piel roja) es, a la larga, una imposibilidad mental y moral. El nazismo adolece de irrealidad, como los infi ernos de Erígena. Es inhabitable. (“Anotación” 103)

Como en 1938, a un año de la guerra, Victoria Ocampo encara con Sarmiento una defensa de la inteligencia y de la libertad, esto es, de la civilización occidental contra la amenaza del nazismo (“Con Sarmiento”), Borges en 1944, ante la inminente caída del Eje, recupera los términos de la dicotomía sarmientina contra la barbarie del totalitarismo.

Pero más allá de esta evidencia interesa observar que, así como en la “Anotación” los partidarios de Hitler, “esos consanguíneos del caos”, son los mismos “a quienes la infi nita repetición de la interesante fórmula soy argentino exime del honor y de la piedad” (“Anotación” 103), el prólogo a Recuerdos es también la ocasión de avanzar en la polémica con el nacionalismo –más específi camente con el nacionalismo cultural de Ricardo Rojas– que había empezado a formular en los años treinta. Si en el artículo “El Martín Fierro”, de 1931, el dispendio de inutilidades de la crítica para con el poema (los elogios condescendientes y groseros, la digresión histórica y fi lológica) se condensan, para Borges, en las páginas de la Historia de la literatura argentina (1917-1922) de Ricardo Rojas,1 también en el prólogo a Recuerdos Borges revierte –si bien

1 “El Martín Fierro“ (publicado en Sur en 1931) formará parte, junto con “El coronel Ascasubi” (también publicado en Sur en 1931), del ensayo “La poesía gauchesca”

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tácitamente, tal vez impensadamente– la interpretación que, particularmente Rojas, había establecido para la fi gura y la literatura de Sarmiento. La tarea de Rojas –dice Diana Sorensen– está marcada por la tensión entre celebrar al hombre como padre de la patria y minar un sistema conceptual que no favorece los mitos nacionales que el propio Rojas promueve. Subvirtiendo conceptualmente la dicotomía civilización-barbarie, condenándola como “sofi sma político”, la vía por la que Rojas le otorga al Facundo un papel fundador en la literatura nacional es entonces la de la “lectura culturalista”, que priva al texto de las conexiones históricas, sociales y políticas que están en su base, y que lo eleva de la historia a la épica, de la biografía a la leyenda (Sorensen 203-09). El Borges de 1944, que no es –o que se separa– del Borges de la década del veinte, vuelve a contextualizar históricamente la dicotomía sarmientina: si bien no se trata aquí, todavía, del uso nacional que hará en 1961 a partir de Facundo, la lectura de Recuerdos empieza por devolver la escritura sarmientina a la inmediatez de la coerción y la violencia que el nacionalismo de Rojas le había negado en la interpretación de la realidad más contemporánea. Por otro lado, si Rojas construye una imagen de Sarmiento a contrapelo del discurso sarmientino y acorde en cambio con su proyecto de fundar una identidad nacional en base al pasado cultural amerindio e hispano (Rojas atribuye a Sarmiento el carácter de gaucho, un temperamento típicamente español y sangre india), Borges revierte cada uno de los puntos que la componen: con una clarividencia única, dice Borges, Sarmiento “sabe que nuestro patrimonio no debe reducirse a los haberes del indio, del gaucho, del español” (123, énfasis mío). Prefi gurando la tesis que él mismo defi nirá en el “El escritor argentino y la tradición”, Sarmiento es aquí para Borges el hombre “sin limitaciones locales”, el primer argentino, precisamente en la medida en que supo ver, mejor y antes que nadie, que como argentinos “podemos aspirar a la plenitud de la cultura occidental”. 2 El prólogo de 1944 a Recuerdos,

publicado por primera vez en forma completa en la edición de Discusión de 1957. Cabe observar que si bien discrepa con la descalifi cación lugoniana de los precursores de Hernández, en “El Martín Fierro“ comparte el desprecio por los consejos de Martín Fierro que Lugones, dice Borges, califi ca defi nitivamente como “lástimas”.2 Historia de Sarmiento (1911) de Lugones constituye la otra interpretación “nacionalista” de Sarmiento. En el prólogo a Recuerdos, si bien no se ocupa directamente de la postulación lugoniana de Sarmiento como “primer escritor argentino digno de ese nombre”, Borges sí se ocupa de valorar la escritura de Sarmiento contra los valores y la escritura de Lugones: allí donde Lugones advierte los defectos de la prosa sarmientina –el fragmentarismo, el tosco engarce, la escasez de metáforas– Borges lee –desde la poética de “La supersticiosa ética del lector” o “Las versiones homéricas”– una efi cacia insuperable e inmortal: “Se puede comparar cualquier episodio con el mismo en las trabadas páginas de Lugones; línea por línea la versión de Lugones es superior; en conjunto es harto más conmovedora y patética la de Sarmiento. Cualquiera puede corregir lo escrito por él; nadie puede igualarlo” (120). Lo mismo dirá en “Sarmiento”, de 1961.

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entonces, defi ne el primer uso político que Borges hace de la escritura de Sarmiento: uso histórico contra los totalitarismos contemporáneos, uso literario contra las exigencias y las limitaciones del nacionalismo cultural.

Esto, antes de 1945. Despúes de 1955, esto es, después de lo que vivió como “la segunda dictadura” y, también, como la consolidación del populismo nacionalista en tanto identidad política y cultural del pueblo, Borges usa a Sarmiento por segunda vez y en un segundo sentido. Dos brevísimas intervenciones en 1961, publicadas una en el diario La Nación y otra en la revista Comentario, reformulan el prólogo a Recuerdos: vuelven a contextualizar la dicotomía sarmientina, sólo que ahora para nacionalizarla, y para devolverla, con Facundo, al campo de lo que entiende y vive como una guerra nacional:

En la niñez el Facundo nos ofrecía el mismo deleitable sabor de fábula que las invenciones de Verne o que las piraterías de Stevenson; la segunda dictadura nos ha enseñado que la violencia y la barbarie no son un paraíso perdido sino un riesgo permanente. Desde mil novecientos cuarenta y tantos somos contemporáneos de Sarmiento y del proceso histórico analizado y anatematizado por él; antes lo éramos también, pero no lo sabíamos. El color temporal y el color local son otros ahora, pero las páginas de Sarmiento nos muestran de un modo irrefutable y terrible su actualidad o eternidad. (“Sarmiento”, La Nación 68)

La reciente dictadura nos ha mostrado que la barbarie denunciada por [Sarmiento] no es, como ingenuamente creíamos, un rasgo pintoresco y pretérito sino un peligro actual. Honrar en 1961 a Sarmiento no es repetir un rito piadoso; es reconocer que estamos empeñados en una misma guerra y que en el vaivén y tumulto de las batallas anda Sarmiento. (“Sarmiento”, Comentario 69)

“La República Argentina está organizada hoy en una máquina de guerra que no puede dejar de obrar” (233) decía Sarmiento en las páginas fi nales del Facundo. Después de la Revolución Libertadora,3 al cabo de lo que vivió y contó en los términos de una guerra civil, e inclusive de una guerra contra su persona, Borges vuelve a esa máquina de guerra que es la fórmula civilización-barbarie para decir que, a mediados del siglo xx (y después de la ingenuidad de la infancia), sigue siendo la mejor máquina de interpretación de la realidad argentina. Y, sin matices, exactamente en sus mismos términos.

Más interesantes que estos comentarios de 1961, sin embargo, son las intervenciones a propósito de los dos clásicos nacionales en la década del setenta. En 1974, a la vuelta de Perón, la máquina Sarmiento vuelve a funcionar. Tanto el párrafo fi nal del prólogo a la edición de Facundo de Emecé, como la posdata que agrega, en 1974, al prólogo que había escrito para Recuerdos en 1944, dicen:

3 Golpe de Estado militar que derroca al gobierno de Juan Domingo Perón en setiembre de 1955.

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Sarmiento sigue formulando la alternativa: civilización o barbarie. Ya se sabe la elección de los argentinos. No diré que el Facundo es el primer libro argentino. Diré que si en lugar de canonizar el Martín Fierro hubiéramos canonizado el Facundo, otra sería nuestra historia y mejor. (124)

Lo mismo, de algún modo, que formula en la posdata que agrega, también en 1974, a los prólogos escritos durante la década del sesenta para distintas ediciones de Martín Fierro:

El Martín Fierro es un libro muy bien escrito y muy mal leído. Hernández lo escribió para mostrar que el Ministerio de la Guerra –uso la nomenclatura de la época– hacía del gaucho un desertor y un traidor; Lugones exaltó a ese desventurado paladín y lo propuso como arquetipo. Ahora padecemos las consecuencias. (93)

Es evidente: peronismo mediante, Borges vuelve –con Sarmiento– a polemizar con el canon literario del nacionalismo cultural. Mejor dicho: peronismo mediante, la polémica con el nacionalismo cultural es ahora la vía por la cual polemizar –y de un modo inmediatamente político– con lo que para Borges es su derivación en la Argentina del presente, el populismo nacionalista.

Reiteradamente, lo sabemos, Borges se ocupó de refutar lo que consideró una exageración y fundamentalmente un error estético en las lecturas del Martín Fierro: no sólo la profusión de errores críticos que condensa la Historia de Rojas sino sobre todo la interpretación épica que para Borges se cifra particularmente en El payador (la transfi guración del cuchillero de 1870 en héroe nacional y la atribución al poema, y a sus peleas de borracho, del carácter de epopeya fundacional) y con la que polemiza, más concretamente, en los ensayos de los años 50 (“La poesía gauchesca”, “El escritor argentino y la tradición”, y “el Martín Fierro”). Al mismo tiempo, a partir de Evaristo Carriego (1930) y con la poética del coraje, Borges construyó una fi cción con la que desplazar y desmitifi car la tradición “mayor” de la gauchesca (el Martín Fierro de Lugones) desde la lógica popular, y menor, del moreirismo,4 y un modo de rechazar, a su vez, toda esa forma de impostación que es la literatura para el pueblo, esto es, el populismo social, lacrimógeno y sensiblero

4 Por supuesto, también hay que decir que desde la lógica popular del desafío y la retórica de la fama Borges desmitifi ca, a su vez, el propio mito del coraje, y que lo hace en el cuento mismo en que lo inaugura: “Hombre de la esquina rosada” (Historia universal de la infamia, 1935). Si el narrador revela que mató al provocador en un relato oral en primera persona, es porque el duelo no ha tenido testigos –condición indispensable para que la fama del nombre circule en relatos orales– y es por esto que el justiciero, el peleador, a diferencia de los cuchilleros míticos, carece de nombre propio. “Historia de Rosendo Juárez” es el complemento de esta desmitifación del mito en relatos autobiográfi cos (ver Astutt i y Contreras).

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de Boedo (Ludmer 221-227). Ahora, en 1974, cuando el nacionalismo y el populismo han confl uido en el fenómeno del peronismo, cuando entiende que sus efectos estéticos, culturales y políticos insisten en volver a la realidad argentina, Borges introduce una variación en su refutación del canon nacional: desplazar al Martín Fierro de Lugones no con el Juan Moreira de Eduardo Gutiérrez sino con el Facundo, y no con el héroe sino con el texto, con la escritura de Sarmiento.

Sarmiento –dice Borges en 1974– sigue formulando la alternativa: civilización o barbarie. Si para Borges el Facundo debió haber sido y debiera ser nuestro clásico es precisamente porque el presente obliga a reactualizar la pregunta histórica que allí se había formulado. Que esa reactualización implica una apropiación del clásico desde el presente se muestra, claramente, en la transformación que Borges opera aquí sobre la dicotomía: lo que Sarmiento formula en el título como una tensa articulación –civilización y barbarie– Borges lo convierte directamente en alternativa, exclusión de opuestos: civilización o barbarie, Sarmiento o Hernández. Si la poética fi ccional y ensayística de Borges postuló un modo de articular cultura letrada y cultura popular, Borges postula ahora un contra-canon, con el que rechazar –en la coyuntura específi ca de 1974– la tradición nacional y popular: la dicotomía del clásico se vuelve una opción a la que la realidad argentina –dice ahora Borges– todavía no supo responder.

Por supuesto, no hay mayor originalidad de Borges en esto, y bien podría decirse que la opción es nada más que la enunciación borgeana de una dicotomía clásica, y recurrente, en el pensamiento argentino. Lo interesante, en este sentido, no es tanto la reincidencia en esta simplifi cación –tan ajena, por cierto, al movimiento ensayístico borgeano– cuanto la virulencia que la coyuntura de 1974 reanima en Borges: el giro imperceptible aunque violento según el cual el gesto ensayístico modifi ca y hasta rectifi ca las lecturas previas, inmediatamente anteriores, del clásico. En los tres prólogos que publica en los años sesenta Borges insiste en una idea que no había formulado hasta el momento en relación con el Martín Fierro: si bien el propósito evidente de Hernández era el de denunciar al Ministerio de Guerra hubo un momento –el “misterio” de la literatura, dice Borges– en que la voz del personaje impuso al autor y es esa inesperada torsión que la voz de Fierro imprime sobre los propósitos conscientes la que determinó que surja del relato no la víctima quejumbrosa –necesaria a los fi nes políticos de Hernández, pero inverosímiles en un paisano cantor– sino “el duro varón que sabemos prófugo, desertor, cantor, cuchillero y, para algunos paladín” (“José Hernández” 89), también “uno de los hombres más vívidos, brutales y convincentes que la historia de la literatura registra” (“José Hernández” 88). La formulación del argumento interesa no sólo porque es desde el valor asignado a la “dureza” del personaje que Borges, que en 1931 refutaba el complot del

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“mito nacional” recordándonos la individualidad y la historicidad de Fierro, acepta conceder ahora, en 1962, un particular carácter épico al Martín Fierro (dice: si restringimos la defi nición a un género, el Martín Fierro no es épico; pero “si denominamos épico a lo que deja un sabor de destino, de aventura y de valentía, indudablemente lo es”, 94) sino porque es esta preferencia –este “gusto”– por la epicidad entendida en este sentido, y que es la que a los argentinos –y Borges se incluye en ese colectivo– ”nos gusta imaginar”, la que sigue operando, y de un modo fuerte, aún a comienzos de los años setenta. En 1970 Borges compila y prologa una edición que titula El matrero y es allí donde formula por primera vez la opción. Cada país elige su libro clásico, postula Borges, y concluye: “En lo que a nosotros se refi ere, pienso que nuestra historia sería otra, y sería mejor, si hubiéramos elegido, a partir de este siglo, el Facundo y no el Martín Fierro” (“El Matrero” 105). La fórmula es la misma que las enunciadas en las posdatas de 1974, solo que aquí la postulación convive con un argumento que Borges viene reiterando, por lo menos, desde “Nuestro pobre individualismo”, de 1946, la idea de que a los argentinos “nos atrae el rebelde, el individuo, siquiera inculto o criminal, que se opone al Estado”, o que “pelea solo, a poncho y a facón”. Y lo interesante es que esa atracción por el individuo –matrero o peleador– se articula no sólo con la idea no de que una de las virtudes de ese arquetipo es “la de pertenecer al pasado”, razón por la cual –concluye Borges– ”podemos venerarlo sin riesgo” (“El Matrero” 107),5 sino también con el placer que en el mismo Borges sigue produciendo, en 1970, la imaginación y la contemplación de ese arquetipo. Un placer estético que puede y quiere suspender toda interpretación política y moral: “Este libro antológico no es una apología del matrero, ni una acusación del fi scal. Componerlo ha sido un placer; ojalá compartan ese placer quienes vuelvan sus páginas” (“El Matrero” 108). Es evidente que en la coyuntura de 1974 ese placer se repliega y la dicotomía –ahora sí del todo moral, del todo política– ocupa todo el espacio. Si el prólogo a Facundo de 1974 cierra con la misma opción que había formulado por primera vez en el prólogo a El matrero, de 1970, el énfasis y la contundencia que la postulación adquiere ahora se redimensionan cuando se advierte que esa fórmula es la misma que repite, con mínimas variantes, en las posdatas que agrega a los anteriores prólogos a Recuerdos y a Martín Fierro. Que Borges haya decidido dejar estos prólogos para que confronten con las posdatas de 1974 muestra hasta qué punto Borges no desconoce este cambio de nivel –del ámbito de lo imaginario a la inmediatez de la realidad política–, y hasta qué punto le interesa reafi rmarlo.

5 Borges explicita aquí una operación central de las lecturas “letradas” y “nacionalistas” de la literatura gauchesca, desde “El criollismo en la literatura argentina” de Ernesto Quesada, de 1902.

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II

Hasta aquí, las intervenciones explícitas de Borges sobre Sarmiento. Pero hay, todavía, otro texto sobre el que quisiera llamar la atención. En 1955, cuando reedita Evaristo Carriego como uno de los tomos de las Obras Completas que había empezado a publicar Emecé en 1953, Borges incorpora al texto cuatro capítulos: “Historias de jinetes”, “El puñal”, “Prólogo a una edición de las poesías completas de Evaristo Carriego”, e “Historia del tango” que completa con “Dos cartas” en el cierre.

“Historia de jinetes” es el texto que me interesa. La poca, casi inexistente, relación entre el mundo imaginario del cuchillero o del guapo de arrabal porteño (que es el mundo del Carriego) con el mundo imaginario del jinete arroja una primera extrañeza. De hecho, el único cuento en el que el atributo del hombre que manda es el caballo –”el colorado”– y no el puñal, es El muerto, un relato que comienza, justamente, con la postulación de “que un hombre del suburbio de Buenos Aires, que un triste compadrito sin más virtud que la infatuación del coraje, se interne en los desiertos ecuestres de la frontera del Brasil y llegue a capitán de contrabandistas parece de antemano imposible” (“El muerto” 524). El comienzo del cuento está aludiendo a lo increíble de la aventura de Otálora y a su carrera de ascensos, lo sé; con todo, no deja de ser interesante la anotación de esta suerte de extrañeza, de incongruencia, entre el mundo del compadrito de arrabal y el mundo “ecuestre” en tanto parece reafi rmar la comprobación, que podemos hacer fácilmente, de que, salvo Billy the Kid en New Mexico, no hay cuchilleros jinetes en las orillas de Borges. Si esto es así, ¿qué sentido podría tener, entonces, la incorporación de “Historias de jinetes” en Evaristo Carriego?

El texto empieza por recorrer una serie de historias de jinetes en su encuentro con la ciudad. Si bien la primera es la del domador de Paso de los Toros que, acompañando a su patrón a la ciudad de Buenos Aires, no salió nunca de la fonda en que se alojó, la serie refi ere fundamentalmente a historias de masas de jinetes y esas historias provienen de la tradición nacional y de la tradición oral de la casa de Borges (el levantamiento de Aparicio Saravia en la campaña del Uruguay, los montoneros de López Jordán en Entre Ríos), pero también de la historia oriental, esto es, del orientalismo, de la tradición europea (Burton sobre los beduinos, Grousset sobre los mongoles liderados por Gengis Khan). Historias orales y escritas, contadas desde la perspectiva letrada (la voz familiar, la del historiador nacional, la del orientalista europeo, unos y otros militares o escritores), todas dicen más o menos lo mismo: las masas de jinetes, nómadas, no encaran la guerra con un plan sino como un juego de hombría y ostentación, queman y matan no por sadismo sino por desconcierto, por no saber obrar de otro modo, y, fi nalmente, no saben qué hacer frente a la ciudad o con la gran ciudad que conquistan. Si la historia del

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domador que no entra a Buenos Aires pone el acento en el temor del jinete ante la ciudad, el párrafo fi nal más bien rubrica la idea de que en cada una de las historias el jinete es “una tempestad que se pierde”, que “destruye y funda con violento fragor dilatados reinos” pero que “sus destrucciones y fundaciones son ilusorias”, que “su obra es efímera como él”. La paráfrasis del Facundo, y no de una zona secundaria del texto sino de uno de sus argumentos centrales, si no el central, parece evidente:

La misma lucha de civilización y barbarie de la ciudad y el desierto existe hoy en África; los mismos personajes personajes, el mismo espíritu, la misma estrategia indisciplinada, entre la horda y la montonera. Masas inmensas de jinetes que vagan por el desierto, ofreciendo el combate a las fuerzas disciplinadas de las ciudades, si se sienten superiores en fuerza, disipándose como las nubes de cosacos, en todas direcciones, si el combate es igual siquiera, para reunirse de nuevo, caer de improviso sobre los que duermen, arrebatarles los caballos, matar los rezagados y las partidas avanzadas; presentes siempre, intangibles por su falta de cohesión, débiles en el combate, pero fuertes e invencibles en una larga campaña, en que al fi n, la fuerza organizada, el ejército, sucumbe diezmado por los encuentros parciales, las sorpresas, la fatiga, la extenuación. (Facundo 67)

Igual que Atila cuando se apodera de Roma, que Tamerlán cuando recorre las llanuras asiáticas, “Facundo –dice Sarmiento– se apodera de su país; las tradiciones de gobierno desaparecen, las formas se degradan, las leyes son un juguete en manos torpes; y en medio de esta destrucción efectuada por las pisadas de los caballos, nada se sustituye, nada se establece” (Facundo 96).

Por supuesto, Sarmiento no sólo cita (como Borges) sino que traduce a los orientalistas europeos; o traduce su interpretación de la barbarie argentina al esquema conceptual del orientalismo europeo, como quiera verse. Lo interesante aquí es que, puesto a seleccionar fragmentos escritos sobre historias de jinetes frente a la ciudad, Borges elija directamente las versiones europeas y no la versión nacional, escrita, de Sarmiento; que de la tradición nacional, elija solo las historias oídas. E intuimos –quizás porque la extensa cita de los dos párrafos de L’Empire des Steppes convoca, muy elocuentemente, el Facundo–que no se trata de simple preferencia por la versión orientalista “de primera mano”, tampoco de simple olvido, sino de estrategia compositiva, de una, tal vez deliberada, omisión.

Si atendemos a su articulación en la serie que inaugura el domador de la fonda, quizás haya que decir que con estas historias Borges quiere acentuar no tanto el peligro que comporta el bárbaro cuanto, por el contrario, el temor del jinete ante la ciudad, y apuntar, por consiguiente, a ese proceso por el cual los mogoles “terminaron envejeciendo en las ciudades que habían anhelado destruir” y por el que “sin duda acabaron por estimar, en jardines simétricos, las despreciables y pacífi cas artes de la prosodia y de la cerámica” (153). Es decir, el proceso según el cual –anota Borges en el cierre de la serie– la “civilización fi nalmente se salvó” (153). Si esto es así, es cierto que el Facundo

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no podría aportarle el ángulo de visión más adecuado. Históricamente, el Facundo está situado en la etapa previa: en el momento que Sarmiento fi gura, dándole efi cacia imperecedera a la imagen, como el momento –mítico, dice Hayden White (“The forms of wildness”)– en que las hordas bárbaras se congregan amenazantes a las puertas de la ciudad (“Desde este momento nada quedaba que hacer para los tímidos, sino taparse los oídos y cerrar los ojos. Los demás vuelan a las armas por todas partes y el tropel de los caballos hace retemblar la pampa, y el cañón enseña su negra boca a la entrada de las ciudades” 139). También en el preciso momento en que el Monstruo ha tomado Buenos Aires y en el que, a diferencia de los caudillos irracionales e instintivos, sabe muy bien qué hacer con la ciudad, cómo dominarla, cómo destruir su vital “espíritu” de civilización. En 1845 éste es para Sarmiento el presente de la Argentina, y lo cierto es que, aunque el sentido que guía su escritura sea el de “combatir para volver a las ciudades su vida propia”, el Facundo está situado en el punto más álgido de un proceso histórico regresivo como es para Sarmiento el de la barbarización de las ciudades argentinas, en el nudo del drama desencadenado por las montoneras que, aunque “débiles en el combate” por “su falta de cohesión”, terminan por ser “invencibles en una larga campaña” en la que “al fi n, la fuerza organizada, el ejército, sucumbe diezmado por los encuentros parciales, las sorpresas, la fatiga, la extenuación” (67 subrayados míos).6 Tratándose de jinetes frente a las ciudades argentinas, Borges, en cambio, los adelanta en la historia: un domador solitario que ahora es peón de estancia; un levantamiento de 1903, cuando la Historia parece enseñar que, al revés, aunque todavía amenazantes, no hay ya nada que temer de los bárbaros frente a la ciudad; las últimas montoneras de 1870, extenuadas ya, a punto de extinción.

Ahora bien, sea olvido, sea razón compositiva, lo más interesante de “Historias de jinetes” está, creo, no tanto en esta omisión o paráfrasis no

6 Dice Sarmiento, y sin dudas éste es el objeto central del libro: “Esta es la historia de las ciudades argentinas. Todas ellas tienen que reivindicar glorias, civilización y notabilidades pasadas. Ahora el nivel barbarizador pesa sobre todas ellas. La barbarie del interior ha llegado a penetrar las calles de Buenos Aires. Desde 1810 a 1840, las provincias que encerraban en sus ciudades tanta civilización fueron demasiado bárbaras, empero, para destruir con su impulso, la obra colosal de la revolución de la Independencia. Ahora que nada les queda de lo que en hombres, luces e instituciones tenían, ¿qué va a ser de ellas? La ignorancia y la pobreza, que es la consecuencia, están como las aves mortecinas, esperando que las ciudades del interior den la última boqueada, para devorar su presa, para hacerlas campo, estancia. Buenos Aires puede volver a ser lo que fue, porque la civilización europea es tan fuerte allí que a despecho de las brutalidades del gobierno, se ha de sostener. Pero en las provincias, ¿en qué se apoyará? Dos siglos no bastarán para volverlas al camino que han abandonado, desde que la generación presente educa a sus hijos en la barbarie que a ella ha alcanzado. Pregúntasenos ahora, ¿por qué combatimos? Combatimos para volver a las ciudades, su vida propia“ (72).

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declarada de Sarmiento sino en el hecho de que cuando, en la segunda parte, arma la serie de jinetes de la literatura nacional, Borges omite, ahora sí y notoriamente, toda mención del Facundo. Omisión obvia, ostentosa diría, de ese texto que, por primera vez y de un modo obsesivo, supo poner en escena a las masas de jinetes y a las pisadas de los caballos (“Un cheval! Vite un cheval!... Mon royaume pour un cheval!”, “quiero galopar sobre un campo sembrado de cadáveres”, rezan dos epígrafes), y que compuso a sus dos personajes principales, precisamente, como jinetes feroces: Facundo, que todo lo espera de sus cargas de caballería y que en su carrera a la muerte pide a gritos “¡Caballos! ¡Caballos” (195); y Rosas, “el primer jinete de la República Argentina” (210), “el potro salvaje de la Pampa” (210), el “más de a caballo” (160). Si la serie literaria es la de las historias nacionales de jinetes, mejor dicho: de jinetes frente a la ciudad (ésta es la razón que organizó la serie histórica previa), es evidente que en la literatura argentina la del Facundo es la primera, su fundación.7 Pero en la serie de Borges no están ni Rosas ni Facundo; la componen, en cambio, Fierro y Cruz en el cruce de la frontera, el gaucho de El payador que se pierde en la última tarde al tranco de su caballo, Don Segundo Sombra desapareciendo en la pampa somnolienta. Una serie de jinetes solitarios (no en masa), y una serie de jinetes vencidos: jinete que se aleja y se pierde, con una sugestión de derrota, el jinete de nuestras letras, el gaucho, es, dice Borges, el que pierde al fi n.

¿En qué sentido interviene esta serie de jinetes literarios en las otras series con las que Borges lee y rearma la tradición literaria nacional? ¿Qué dice, qué valor tiene, esta reconfi guración?

Una primera comprobación, que anoté recién: los de Borges son jinetes solitarios. Y una primera conjetura: el recorte estaría articulándose aquí con una idea que, si bien pudo adelantar en 1930 en una nota a pie del Carriego como una observación sobre los “guapos antiguos” (“nunca peleaban en montón, siempre con arma blanca, solos” 129), hacia 1946, con “Nuestro pobre individualismo”, adquiere carácter de interpretación de una estructura

7 Borges, tan agudo siempre en la intuición de los comienzos y los cierres de las series, desde luego lo sabe, aunque en nota a pie le atribuya ese lugar precursor a “las versiones jocosas del diálogo del jinete con la ciudad” en las que, dice, abundaron los gauchescos. Aunque también queda la posibilidad de recordar que para Borges el Facundo fue prioritariamente la mejor historia argentina (véase el prólogo de 1974), y de pensar entonces que nunca lo leyó como literatura o como proveedor de símbolos e imágenes literarias. El prólogo de 1968 a Martín Fierro, sin embargo, podría desmentir o al menos complicar esta impresión (“Después del Facundo de Sarmiento o con el Facundo –dice Borges–, el Martín Fierro es la obra capital de la literatura argentina“ 96), y en cualquier caso sigue siendo más interesante, más potente para la lectura, el recorte de jinetes que, en efecto, hace Borges en la serie.

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de sentimiento muy arraigada en “el argentino”. Postulada como hipótesis con la que explicar la preferencia del argentino por la fi gura del gaucho en desmedro del copioso pasado militar (la conjetura dice que el argentino es un individuo y no un ciudadano, que no se identifi ca con el Estado y sí en cambio con el valor cuando éste no está al servicio de una causa y es puro), la idea insiste, con mínimas variaciones, a lo largo de los años: se repite textualmente en el apartado “Un misterio parcial” que integra la “Historia del tango” agregada en 1955 a la reedición del Carriego, y se reformula en la reseña de El sueño de los héroes de Adolfo Bioy Casares, también de 1955, y hasta en el prólogo a El matrero de 1970, como la identifi cación del argentino con el “mito del peleador”, con el hombre solo y valiente que, en la llanura o en el arrabal, matrero o compadre, “se juega la vida con el cuchillo”.

Entre paréntesis: que los dos fragmentos de la fi cción borgeana que desde “Historias de jinetes” pueden ser leídos como variaciones del encuentro del jinete con la ciudad fi ccionalicen, a su vez, dos modos del individualismo, podría colaborar en la conjetura. De un lado, la historia de Droctulft (“Historia del guerrero y la cautiva”), el bárbaro sin plan organizado que es pura violencia sin dirección (no sabe adónde lo llevan las guerras ni para qué pelea), y que se separa de la masa: se hace individuo, no tanto cuando abraza la civilización en un sentido amplio sino más precisamente –y esto me interesa por su entonación y hasta grafía sarmientinas– cuando ve la Ciudad, cuando se le revela su forma y capta su secreta razón.8 Del otro, la historia de Cruz que en la fi cción de Borges (“Biografía de Tadeo Isidoro Cruz”) es hijo de uno de los montoneros que marchaban –en masas de jinetes seguramente– para unirse a las fuerzas de López y que, como un símbolo de su vida de “barbarie monótona”, “no vio jamás una ciudad”: mientras los troperos con los que viaja entran a Buenos Aires “para vaciar el cinto”, Cruz se queda en la fonda del vecindario de los corrales, y esto porque, mucho antes de la lúcida noche fundamental en la que el sargento Cruz “comprendió su íntimo destino de lobo”, el tropero Cruz “comprendió (más allá de las palabras y aun del entendimiento) que nada tenía que ver con él la ciudad” (561). La historia de Cruz sería el exacto reverso de la de Droctulft no sólo porque, como una versión de la primera historia de jinetes que Borges recoge de la tradición oral, el montonero devenido tropero le teme a la ciudad, sino porque el individualismo “argentino” que la cierra es el del rebelde contra el Estado que en 1974 puede arrojar, para Borges, consecuencias lamentables, pero que en 1944 es el que defi ne la noche mítica del libro insigne.

8 Una vez más, la historia de bárbaros asolando la ciudad lo remite a Borges a la historia de los jinetes mogoles primero y luego a la historia oral de su casa, la de su abuela, y no a las montoneras de la década del veinte en la Argentina decimonónica.

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Pero volvamos a “Historias de jinetes”. Hay aquí una interesante variación sobre la fórmula del individualismo. Dice Borges: “los argentinos (por obra del gaucho de Hernández o por gravitación de nuestro pasado) nos identifi camos –Borges vuelve a incluirse en el colectivo– con el jinete, que es el que pierde al fi n”. No sólo cambia el objeto de la identifi cación para adecuar la fórmula (ni gaucho ni compadre ni matrero sino jinete) sino que ese jinete es, ante todo, un individuo vencido. En principio, la operación parece ser la siguiente: así como el mundo descrito por Sarmiento en Recuerdos de provincia pudo funcionar para Borges, en la década del veinte, como el mundo estetizado de la barbarie, así la serie de jinetes que Borges construye en 1954 omite a los jinetes feroces del Facundo y elige a aquellos aptos para convertirse en el documento nostálgico “de un pasado irrecuperable y, por lo mismo, grato”. Pero más aún: Martín Fierro, el payador, Don Segundo, son precisamente los jinetes que el nacionalismo literario “civilizó” y canonizó. La pregunta, naturalmente, se impone: si, como se sabe, la desaparición y la muerte del gaucho en la realidad constituyeron, desde fi nes del siglo xix, la condición material indispensable para su transfi guración estética en imagen literaria y, por lo tanto, para su apropiación letrada en el canon nacional,9 ¿habrá que decir entonces que Borges opera, aquí, con el nacionalismo cultural una estetización del gaucho contra los valores contenidos en la dicotomía de Sarmiento? ¿Habrá que decir por esto que Borges adhiere aquí a la solución estética, gratamente nostálgica, de ese nacionalismo con el que, por otra parte y al mismo tiempo, está polemizando tan frontalmente? Creo que no, si es que tenemos en cuenta la coyuntura histórica en la que se inscribe el texto, y si tenemos en cuenta también las intervenciones ensayísticas y las fi cciones de coraje que publica en estos años, digamos: 1951-1955, y que quisiera pensar aquí como su contexto.

“Historias de jinetes”, decía, se incluyó en la reedición del Carriego de 1955 y había sido publicado por primera vez en 1954 en la revista Comentario. En 1952 Borges publica en La Nación “El desafío”, un texto que luego cerrará el capítulo “Historia del tango”, y entiendo que podría notarse que, si se leyeran todos los cuentos de coraje atendiendo a la fecha en que transcurre la historia, es en este texto de 1952 que está la génesis del mito borgeano. Borges refi ere aquí que la historia de Juan Muraña –de la que ya se había ocupado en 1930, para cerrar el capítulo “Las misas herejes” del Carriego, y que volverá en El informe de Brodie en un cuento– es la primera versión oral que oyó del relato legendario que prueba el culto del coraje, que en esa primera versión que escuchó convergen todos los cuentos de coraje que andan por las orillas de Norte, y también que es a partir de ella que compuso sus primeros

9 “El criollismo en la literatura argentina” (1902) de Ernesto Quesada y El payador (1916) de Lugones constituyen las referencias ejemplares.

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cuentos de cuchilleros (“Leyenda policial”, “Hombre de la esquina rosada”) y Los orilleros con Bioy Casares (1955). Pero refi ere también que en 1952, el año en que escribe “El desafío”, recoge una versión harto superior, y sucede que esa historia está situada, en ese “gran relato” del coraje que puede componerse a partir de los cuentos leídos en su conjunto, en una fecha que para Borges corresponde el nacimiento mismo del mito en las orillas: mil ochocientos setenta y tantos.10 Borges convierte la historia del Manco Wenceslao –por lo demás, la última versión oral que escuchó hasta el momento– en el mito mismo: el relato siempre igual a sí mismo (a diferencia del resto de los cuentos de coraje, sobre todo los de El informe de Brodie, en los que el narrador advierte sobre las inevitables variaciones, Borges dice aquí que, siendo perfecta y cabal, contará la historia “como [s]e la contaron”, “sin adiciones de metáforas ni de paisajes” 166); el relato que Borges eleva a la condición de gesta y hasta de epopeya;11 y el relato que está antes de todo otro relato. Al mismo tiempo, al año siguiente, Borges publica en Sur dos cuentos cruciales en su “saga” del coraje: “El fi n” y “El Sur”. Con uno, sabemos, pone fi n al Martín Fierro devolviendo La vuelta a la ética del desafío de La ida.12 Con el otro pone fi n a las historias

10 Seguramente porque sabe, como el comisario retirado José Olave de “El encuentro”, que “antes de los Podestá y de Gutiérrez [digamos: mediados de la década del ochenta] casi no hubo duelos criollos”, Borges sitúa los duelos de cuchilleros entre los años noventa y la primera década del siglo. Juan Muraña es el cuchillero más mentado de Palermo hacia el noventaitantos y, a partir de los “rasgos circunstanciales” que Borges maneja con verdadera maestría “realista”, puede deducirse que entre esos años transcurre la noche rarísima de Francisco Real y Rosendo Juárez, el duelo siempre postergado de Juan Almada y Juan Almanza que resuelve el imprevisto encuentro de Duncan y Maneco de 1910. Cuando la historia está situada más atrás, como parece suceder con la de “La intrusa” (el menor de los Nilsen murió hacia mil ochocientos noventa y tantos) es porque refi ere a índole de los “orilleros antiguos” o porque el enfrentamiento, como el de los dos gauchos de “El otro duelo” en 1871, no se resuelve según las leyes del desafío criollo. 1874 es el año de la muerte de Moreira y Borges escribe, tardíamente, en 1975, un cuento para esa noche: “La noche de los dones”; mil ochocientos setenta y tantos, en su imprecisión, alude entonces a los años anteriores o inmediatamente posteriores a la muerte de Moreira y sin dudas, en la imposibilidad de verifi carla, resulta más apta para situar el nacimiento del mito.11 Cuando conjetura que el hecho de que el provocador resulta siempre derrotado puede deberse, en estos relatos de desafíos, a “la oscura y trágica convicción de que el hombre es siempre artífi ce de su propia desdicha, como el Ulises del canto XXVI”, Borges realiza una doble operación: por un lado, como Lugones, remite la ética del relato a la epopeya griega –si bien lo hace, como una posibilidad, como una última conjetura–; por otro, y en el mismo movimiento, diverge de la pretensión lugoniana de que el Martín Fierro –y por extensión, de que el relato en cuestión– sea para nosotros (léase: para los escritores argentinos) como los poemas homéricos para los griegos, una epopeya fundacional.12 Ver Ludmer 227-236. En “Sobre algunas fi cciones de violencia en la obra de J. L. Borges: bandidaje, melancolía, ley”, Juan Pablo Dabove postula, en una relectura interesantísima de los “relatos de coraje”, a la melancolía como rasgo central de los bandidos borgeanos:

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de Borges en las que rige la “religión” de “estar dispuesto a matar y a morir” (según la defi ne en “El desafío”), y no porque sea la última que escriba (por supuesto faltan todavía los cuentos de El informe de Brodie, e inclusive “La noche de los dones” de El libro de arena) sino porque, cronológicamente, es el cuento situado más cerca del presente, al punto que se toca con la historia personal y literaria de Borges (Aira diría: con su propio mito personal): 1939, el año de su accidente (que el prólogo de 1956 a la edición de Ficciones sugiere que es el fi ccionalizado en “El Sur”, que ahora se agrega al libro), y el año en que –cuenta Borges– empieza con “Pierre Menard” a escribir su fi cción. No hay cuentos de coraje cuya anécdota esté situada más allá de 1939. Y no hace falta decir que la implicación “nostálgica y literaria” de Dahlmann en el duelo es la forma precisa (“romántica” sería otra forma de defi nirla) para cerrar, en la fi cción de Borges, el ciclo.

Entre 1952 y 1953, entonces, Borges publica los relatos de la génesis y del fi n entre los que se despliega el mito del coraje.13 La reedición del Carriego en 1955 incluyendo, además de “El desafío”, “El puñal” (un texto publicado en Marcha el año anterior, en el que se vuelve eterna el arma del desafío y con ella al duelo mismo) y el nuevo prólogo donde consta la célebre pregunta que postula la invención mítica de Palermo (“¿Cómo fue aquel Palermo o cómo hubiera sido hermoso que fuera?”) rubrican la operación fi ccional. Es un momento, podríamos decir, de intensa elaboración mítica. Lo notable es que Borges realiza ese fuerte trabajo con el mito del coraje, con sus formas primordiales, simultáneamente con la decidida –y decisiva, sin dudas, para la literatura argentina de la segunda mitad del siglo xx– confrontación con el nacionalismo cultural y literario. Y desde luego, todo el interés está en esta divergencia. También en 1955, Borges publica en Sur “El escritor argentino y

una melancolía que no se confunde ni con el tono del lamento de la gauchesca (Ludmer) ni con la nostalgia por la violencia que aquejaría al letrado (Sarlo, Pauls, Balderston), ni con la fruición épica por la violencia que Borges aprecia en sus fi cciones favoritas. Dabove defi ne la melancolía como “la huella de la distancia imperceptible pero infi nita entra ley oral que defi ne la identidad pública del cultor del coraje y el cuerpo que oscuramente vive y muere bajo el peso de esa ley” (174). Desde este concepto, Dabove propone releer los relatos borgeano a los que tendemos a atribuir, inmediatamente, una opción “festiva” por el desafío y en los que esa opción se entiende, generalmente, como emancipatoria.13 Por supuesto, podría decirse que “La noche de los dones” –que es el relato de un testigo de la noche de abril de 1974 en la que el héroe es muerto y en la que empieza a sobrevivir en el mito– es el cuento de la génesis del mito del coraje. Pero como no se trata aquí del relato de los desafíos y los duelos –no están ni la voz ni el cuerpo de Moreira en la pelea a facón– entiendo que el cuento adscribe menos al corpus de los relatos legendarios que prueban “la religión del coraje” que al corpus de los relatos, entre fascinados y melancólicos, de los testigos. Cuando digo que en “El desafío” está la génesis del mito borgeano es porque se trata para Borges de un desafío con todas las de la ley –fórmulas, armas y hombres en acto– y que es además primordial, cabal y perfecto.

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la tradición”, una conferencia que había pronunciado en el Colegio Libre de Estudios Superiores en 1951 y en la que, lo sabemos, polemiza de un modo abierto –e irrefutable, todavía hoy, para nosotros– con los postulados y los fundamentos no sólo de Lugones y de Rojas en su lectura de la gauchesca sino de la posición nacionalista que, en términos más amplios, exige representación de “argentinidad”, de color local, a la literatura nacional. La reiterada publicación de la versión taquigráfi ca de la conferencia entre 1953 y 1957 (en 1953 en Cursos y conferencias, en 1954 en El Diario de Bolivia, en 1955 en Sur, en 1957 en la reedición de Discusión en las Obras Completas, y otra vez en 1971 en Sur) evidencia un singular interés de Borges por la intervención y ese interés se funda, en gran medida sin dudas, en el hecho de que polemizar con el nacionalismo literario en esta coyuntura es también un modo, indirecto tal vez pero no por eso menos insidioso, de polemizar con el populismo nacionalista de los años cuarenta y cincuenta, con sus efectos estéticos y sus consecuencias políticas.

Pero además, como suele suceder con Borges, la polémica transcurre en varios frentes y según distintas direcciones a la vez. Por un lado, no sólo reincide en su refutación de esa “imaginaria necesidad de que Martín Fierro fuera épico” y que “pretendió comprimir la historia secular […] en el caso individual de un cuchillero de 1870” (El Martín Fierro 559) sino que es en este lapso que Borges redefi ne, y con insistencia, una oblicua discusión con un “propósito mítico” que alguna vez, en 1926, fue para Borges equivalente al suyo propio

(ver “La pampa y el suburbio son dioses”) y que ahora es objetable en más de un sentido. Como ya lo observó Beatriz Sarlo, la defensa “impecable” que hace Borges de Don Segundo Sombra en “El escritor argentino y la tradición” es un modo de demostrarles a los nacionalistas que ese texto, exhibido por ellos como realización de lo argentino, es en realidad una escritura de cruce cultural. Hay –dice Sarlo– demasiados caballos en Don Segundo, demasiado evidente criollismo, como para que, desde los valores esgrimidos en el ensayo, Borges pueda considerar seriamente “su pretensión de texto nacional” (Borges 65-73). Pero a esta observación podría agregarse, creo, que lo que centralmente determina la reticencia de Borges en relación con la novela no es tanto el problema de la abundancia de color local cuanto el argumento que en el fi nal del ensayo postula el “error de suponer que las intenciones y los proyectos [los propósitos de ejecución literaria] importan mucho”, la idea de que sólo en el abandono “al sueño voluntario que se llama la creación artística” el escritor puede dar, sin buscarlo, con “lo argentino” y también con la mejor literatura. Lo prueba, entiendo, la nota “Sobre Don Segundo Sombra” que publica en Sur al año siguiente, en 1952: Borges vuelve a elogiar aquí la novela, esta vez distanciándola inclusive de los “cultivadores de la nostalgia criolla”, y hasta subrayando la virtud de Güiraldes para “merecer y cifrar [el] hondo pasado” de la mitología literaria del gaucho, pero una comparación

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fi nal –que, por lo demás, Borges ya había adelantado, si bien de un modo más directo, en 1935– habilita la aclaración de que “tanto las cumbres como las caídas de Huckleberry Finn [sus bromas chabacanas y débiles] superan las posibilidades del arte consciente de Güiraldes”.14 Y no habría que olvidar que en 1955 Borges vuelve a confrontar la novela con otra historia de aprendizaje, ahora nacional, tramada en la relación entre maestro y discípulo, y sobre la que escribe, esta vez indudablemente, con auténtica admiración: El sueño de los héroes. El objeto de la reseña es postular que la novela de Bioy Casares, de 1954, es la última versión del mito secular del peleador solo (“El Sur”, de Borges, es de 1953) y, más importante aún, que Bioy, en 1954, salva el mito allí donde nos hace descubrir, con abrumadora efi cacia, que Valerga, el mentor y maestro, es abominable pero también valiente. Don Segundo Sombra vuelve a quedar desfavorecida no sólo porque “las presuntas hombradas” de Don Segundo, que enseña al protagonista su lección de coraje y soledad, “quedan en un irrecuperable pasado” –y Borges valora de la novela de Bioy sobre todo su capacidad para reactualizar el mito en el presente– sino también, una vez más, por el evidente propósito mítico de Güiraldes. Una y otra vez entonces, la reticencia de Borges en relación con Don Segundo Sombra parece obedecer, más que a la abundancia de caballos, al propósito deliberado de Güiraldes de mitifi car el gaucho. Resulta claro, en este sentido, que en la nota de 1952 importa, más que el renovado elogio, la idea de que la novela cierra la serie de la literatura gauchesca no con un personaje que puede equipararse con

14 Léase “Una vindicación de Mark Twain”: “Si no me engaño, las novelas son buenas […] en razón inversa de los propósitos intelectuales o sentimentales que lo dirigen. En Kim, la ‘política’ es evidente […]. A Ricardo Güiraldes le adivinamos un propósito partidario: demostrar que el ofi cio de tropero en la campaña pareja de Buenos Aires […] tiene mucho de heroico. Mark Twain, en cambio, es divinamente imparcial. Huckleberry Finn no quiere otra cosa que copiar unos hombres y su destino” (16-17). Lo que objeta Borges, claramente, es el propósito deliberado, “partidario”, de Güiraldes y su consecución, la intención realizada. La observación me interesa porque la novela de Mark Twain también es punto de confrontación en la lectura que en esos años, en 1931, Borges hace de Martín Fierro (ver “El Martín Fierro“), pero sobre todo porque este argumento que ya formula en los años 30, y que será central en “El escritor argentino y la tradición” de 1951, sigue funcionando con fuerza justamente cuando Borges incorpora un nuevo argumento para validar el Martín Fierro. Como lo anoté más arriba, en los prólogos de 1960 al poema Borges insiste en que la realización estética del Martín Fierro está en el desvío de la intención del autor, allí donde –para enunciarlo desde la conferencia de 1951– el “abandono al sueño dirigido que es la creación artística” hace que la voz de Fierro se imponga a los propósitos partidarios de Hernández. También el Facundo, en el prólogo de 1974, será validado por las imágenes que no pueden explicarse con la enumeración de los propósitos conscientes de Sarmiento. En la lectura de Don Segundo, en cambio, ni siquiera su condición de novela de aprendizaje, de formación de un carácter –condición que Borges, confrontándolo con Huckleberry Finn, añoraba en Martín Fierro: “Queríamos saber cómo se llegaba a ser Martín Fierro”– alcanzan para atenuar en la novela de Güiraldes la condición de libro “tan claro”, “sin una vacilación” (“Adolfo Bioy Casares: El sueño de los héroes“ 285).

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Martín Fierro, Paulino Lucero o Santos Vega, sino con un “fantasma” que es su “tardío arquetipo”, con una “idea platónica” que funciona como el “gaucho genérico” de El payador de Lugones, generalidad y platonismo para Borges siempre tan poco convincentes, tan poco interesantes, para la fi cción.15

15 No habría que olvidar que en 1952 Borges incluye en Otras inquisiciones “De las alegorías a las novelas”, que había publicado en 1949, y que ese ensayo, que termina proponiendo a Don Segundo como ejemplo del modo en que “los individuos propuestos por los novelistas aspirar a genéricos”, empieza declarando que “para todos nosotros, la alegoría es un error estético” y transcurre argumentando que el arte alegórico que “alguna vez pareció encantador”, ahora resulta “intolerable”, y hasta “estúpido y frívolo”. Si bien en el ejemplo fi nal Don Segundo queda del lado de las “novelas” y no estrictamente de las “alegorías” la aspiración a “idea general”, a “especie”, que Borges le atribuye a su personaje es sufi cientemente fuerte como para no terminar de dejar la novela, por completo, del lado del nominalismo, de los “individuos”, que es, para el Borges de 1952, la natural y extendida preferencia de hoy. Por otro lado, a partir del propósito “partidario” de Güiraldes que denuncia en “Una vindicación de Mark Twain” de 1935 (“demostrar que el ofi cio de tropero en la campaña pareja de Buenos Aires […] tiene mucho de heroico”) pero también en la confrontación que ensaya en “Sobre The Purple Land“, de 1949, ahora con la novela de Hudson (el “afán de magnifi car las tareas más inocentes” que, dice, malea la novela), no habría que descartar la idea de que a su vez, quizás, el ofi cio de tropero no le resulta a Borges lo sufi cientemente apto para la leyenda. Si, como anotábamos, el único cuento en que el atributo del caudillo es el caballo y no el puñal es aquel en que un triste compadrito termina siendo contrabandista en los desiertos ecuestres de Brasil, vale la pena anotar también que para contar ese pasaje Borges escribe en “El muerto” una historia de tropero, mejor: de aprendiz de tropero. Benjamín Otálora acepta la propuesta de Acevedo Bandeira de ir al Norte con los demás a traer una tropa y con esa aceptación “empieza para Otálora una vida distinta, una vida de vastos amaneceres y de jornadas que tienen el olor del caballo”, y en esa vida que “es nueva para él, y a veces atroz”, antes de un año “se hace gaucho“. Sigo citando: “Aprende a jinetear, a entropillar la hacienda, a carnear, a manejar el lazo que sujeta y las boleadoras que tumban, a resistir el sueño, las tormentas, las heladas y el sol, a arrear con el silbido y el grito” (546). Cuando se da cuenta de que “ser tropero es ser un sirviente”, Otálora se propone “ascender a contrabandista” y allí, cuando pasa al delito, comienza el duelo secreto con su “maestro”. Las alusiones al mundo y a los propios términos de la novela de Güiraldes, a las que se suman “la hacienda guampuda y menesterosa” de la estancia El Suspiro (esa es la hacienda de los campos de Don Segundo) y el “forastero agauchado” que los demás empiezan a ver en Otálora (“agauchado” es un término central de la novela), permiten conjeturar que “El muerto” es una variación, o una respuesta, de Borges a la historia ejemplar –platónica– de Don Segundo Sombra. Borges recorrió las distintas versiones de la relación entre maestro y discípulo del coraje y creo que no puede negarse su inclinación por las historias que la desmitifi can: está, primordial, en el origen, la amistad de Nicolás Paredes que decididamente busca Evaristo Carriego, pero también están, en el despligue del mito, la adicción del discípulo “indigno” por el héroe Francisco Ferrari y su deleznable traición, y la historia de Gauna y Valerga en la que el “sueño de los héroes” termina revelando un mentor abominable pero también valiente que mata a su discípulo en un duelo a cuchillo. Bien podría decirse, creo, que en la disputa entre los troperos compadritos y delincuentes que son Otálora y Bandeira Borges cifra otra variación: la refutación –o el revés a un tiempo indigno y melancólico para decirlo con Dabove– de la historia ejemplar, de la nostalgia tan clara –tan poco inquietante: tan poco apta para el mito que hoy nos puede interesar– de Don Segundo Sombra.

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Que los fragmentos de El payador y de Don Segundo que Borges cita en la nota de 1952 sobre la novela de Güiraldes, y con los que la coloca en serie con el ensayo de Lugones, sean los mismos que recorta en “Historias de jinetes” para componer la serie de los jinetes que fi nalmente pierden y con los que los argentinos nos identifi camos, prueba, una vez más, la imposibilidad de detener las postulaciones borgeanas en su sentido primero o evidente, y la necesidad de devolverlas al movimiento del ensayo, esto es: de leerlas en el juego polémico del que participan, juego que puede reactualizar los argumentos –inclusive un mismo argumento– en direcciones divergentes según la coyuntura y el contexto en los que se enuncien. En este sentido, podría decirse: si en la nota sobre Don Segundo las citas funcionan para componer la serie de gauchos genéricos del pasado que para Borges no abren, en 1952, posibilidades interesantes para la reformulación del mito en la literatura del presente, al mismo tiempo funcionan, para componer una serie de jinetes vencidos e intervenir, también en la coyuntura de los años 50 pero desde otro lugar, en la guerra política de interpretaciones de la dicotomía civilización y barbarie. Si, como decía Sarlo, la defensa que hace Borges de Don Segundo en “El escritor argentino y la tradición” es, en 1951, antes que un elogio, una argucia argumentativa en su polémica con el nacionalismo cultural y literario, del mismo aunque de diverso modo construir en 1954 una serie de jinetes “canónicos” omitiendo a los jinetes del Facundo, es apropiarse de una fi gura emblemática del nacionalismo cultural y literario –la fi gura del jinete solitario y vencido– para enfrentarse políticamente con Sarmiento –no con los protagonistas pero sí con el argumento del Facundo– contra el nacionalismo popular del presente. El cierre del texto es notable. Después de la serie de jinetes vencidos, el último párrafo vuelve a la imagen de los jinetes bárbaros que, “bajo Atila, azote de Dios”, destruyen “con violento fragor dilatados reinos”, y apuesta también a lo efímero de esa destrucción contra la perduración de las obras –de la cultura, de las ciudades– de los pueblos agrícolas. Dice la última frase: “Capelle observa, a este propósito, que los griegos, los romanos y los germanos eran pueblos agrícolas”. Borges omite a lo largo de “Historias de jinetes” toda referencia al Facundo; que el párrafo fi nal, que termina dándole al texto la estructura de una demostración, ponga en juego sus célebres dicotomías –ciudad/campaña, pero también pueblos agrícolas/masas pastoras– es, tal vez, la más estricta invocación a Sarmiento en su presente coyuntura histórica: argumentar, si no con el análisis que en 1845 se detiene a observar con horror las ciudades barbarizadas, sí con la utopía que confía en el futuro, y a la larga inevitable, triunfo de la civilización. La fi gura patética y vencida del gaucho sobre su caballo, que Borges recorta aquí en la serie literaria nacional, complementa las historias referidas en la primera parte histórica del texto: en cada una de ellas, dice Borges, si el jinete es el que pierde al fi n, la ciudad, la civilización, fi nalmente se salvó. Con esta tesis histórica cierra el ensayo. En la inmediatez del peronismo, un modo de decir,

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cifrada y solapadamente con Sarmiento, que tarde o temprano la civilización vence por fi n a la barbarie.

Un breve paréntesis, antes de terminar. “El Sur” es el viaje al espacio mítico, en el que el hombre de la biblioteca sucumbe, o se entrega, a la identifi cación nostálgica con la aventura. Pero también podría leerse, creo, en este contexto, como una variación sobre el encuentro del campo y la ciudad. Sarmiento intuyó –imaginando, sin saberlo, el cuento de Echeverría– las consecuencias del pasaje del hombre de la ciudad a la campaña: “El hombre de la campaña, lejos de aspirar a asemejarse al de la ciudad, rechaza con desdén su lujo y sus modales corteses, y el vestido del ciudadano, el frac, la capa, la silla, ningún signo europeo puede presentarse impunemente en la campaña. Todo lo que hay de civilizado en la ciudad, está bloqueado allí, proscripto afuera, y el que osara mostrarse con levita, por ejemplo, y montado en silla inglesa, atraería sobre sí las burlas y las agresiones brutales de los campesinos” (29-30). Tal como lo imagina Sarmiento y, si se piensa bien, como el joven de El matadero, casi podría decirse que es Dahlmann el que, sin saberlo, osa mostrarse no con levita pero sí con un libro, y el que, impensadamente, desafía a la campaña con su sola presencia, con su visibilidad.16 En “El Evangelio según Marcos” (El informe de Brodie) el joven culto de la ciudad queda a merced de unos troperos inmigrantes sajones que a lo largo de los años se han ido barbarizando en el campo argentino (curiosamente: como el linaje de los Nielsen de “La intrusa”, también de El informe de Brodie), y que, si bien habían olvidado el inglés y habían perdido el hábito de la escritura y hasta del habla, ponen en marcha un criterio salvaje de interpretación textual –una lectura sin mediación culta, sin distancia fi ccional– y lo ejercen, literalmente, sobre quien les traduce la Biblia escrita en su lengua natal. Publicada en 1970, la historia de Espinosa está situada cronológicamente en 1928 y es, en este sentido, inmediatamente anterior a la de Dalhmann, que cierra –según el criterio que adelanté más arriba– el ciclo del coraje. No deja de ser interesante que estos relatos, que podrían ser leídos como variaciones “fi nales” sobre la discordia entre las dos pasiones borgeanas –la biblioteca de libros ingleses y los destinos vernáculos–, cuenten la historia del hombre de la ciudad que en su viaje al campo es, al revés, el que pierde al fi n. 17

16 Situada y escrita en 1947, “La fi esta del monstruo” es, como ya se ha dicho, la reescritura borgeana más evidente de El matadero de Esteban Echeverría.17 La predilección de Borges por estos cuentos (de cada uno de ellos dice, de algún modo, que es el mejor: “El Sur, que es acaso mi mejor cuento”; “la historia de El Evangelio según Marcos, la mejor de la serie”) habla, una vez más, de esa atracción por las historias en las que el hombre, desafi ando al otro (y los modos de ese desafío son varios y diversos) es artífi ce de su propio destino.

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La inversión política de esta hipótesis fi ccional hace de “Historias de jinetes” uno de los momentos, tal vez, más reactivos de Borges, ideológicamente más reactivos. Al mismo tiempo, y seguramente por lo aislado de su gesto, es un texto que casi no ha sido leído. En el prólogo a El informe de Brodie, de 1970, Borges dice, claramente: “No he disimulado nunca mis opiniones [políticas], ni siquiera en los años arduos, pero no he permitido que interfi eran en mi obra literaria, salvo cuando me urgió la exaltación de la Guerra de los Seis Días. El ejercicio de las letras es misterioso” (1021). Creo que la lectura de la singular operación de “Historias de jinetes” contra el fondo del intenso y complejo trabajo de Borges, en estos años, con el relato de coraje y con la tradición nacional –trabajo mítico y antipopulista a un tiempo– sería una vía que, sin detener al ensayo en la reacción, nos deja percibir lo inquietante de un gesto que, si bien no cambia del todo el sentido del texto en el que se inserta (“El puñal” y “El desafío”, que lo acompañan, reafi rman el mito en el Carriego), es lo sufi cientemente potente como para abrirlo a un intervalo desde el que intervenir políticamente en la coyuntura y desde el que, a la vez, retener para el ensayo y la fi cción un estado de continuo movimiento y auténtica interpelación.

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