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Edición: Asela SuárezDiseño: Sergio Rodríguez CaballeroIlustración de cubierta: Wilmer Pérez GilIlustraciones: Leticia Sánchez ToledoComposición: Abel Sánchez Medina

Primera edición, 2011Segunda edición, 2014

© Manuel Iturralde Vinent, 2011© Sobre la presente edición: Editorial Oriente, 2014

ISBN 978-959-11-0916-3INSTITUTO CUBANO DEL LIBROEDITORIAL ORIENTEJ. Castillo Duany No. 356Santiago de CubaE-mail: [email protected]

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Caminar por los montes vírgenes en busca de lo desconoci-do, de las huellas dejadas por eventos que transcurrieron hacemiles y millones de años, es una de las profesiones másapasionantes, o al menos, así pienso yo, después de más decincuenta años en estos andares. Pero para dedicarle la vidaa esta profesión se necesita una enorme curiosidad, amorpor la naturaleza y disposición para enrolarse en una com-pleja gama de aventuras, no siempre venturosas, a menudo,al filo del peligro.

Mis misiones como geólogo-investigador me han coloca-do en situaciones poco comunes, sobre todo en compara-ción con el ciudadano de las grandes urbes. A veces se tratade eventos ordinarios, nada trascendentales, pero que guar-dan el pintoresco estilo de lo inusual; pero no pocas veceslas situaciones son tensas, peligrosas, en las que la salud, eincluso, la vida, están en riesgo. Pero después de haber so-portado varias situaciones extremas, que he sufrido mientras

Al lector

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están desarrollándose, al paso del tiempo y la distancia,renacen en el recuerdo con un delicioso sabor a absurdo.Afortunadamente somos propensos a reír del peligro, sobretodo, cuando ya ha pasado el susto.

Pienso, honestamente, que hechos como los que aquí ha-bré de relatarles estaban predeterminados ya en 1970, cuan-do decidí estudiar la carrera de Geología. O puede ser quetodo haya tenido su comienzo cuando me regalaron aquellapequeña bicicleta, a cuya grupa recorrí largas distancias hastasitios lejanos, a pesar de mi corta edad. También es posibleque este afán de aventura nació cuando dejé de ser un ado-lescente del barrio, y junto a varios amigos, hoy hermanos,tomamos el camino de la exploración de cavernas en distin-tas regiones de Cuba. Claro, esta eterna búsqueda de aven-turas, que aún me dura y madura pasados los sesenta julios,pudo haber nacido durante alguno de los meses de verano,cuando de niño pasaba las vacaciones en una hermosa casade madera en los terrenos de la Jarcia, allá en Matanzas, ycasi a diario, con mi primo Robertico, salíamos a recorrermonte, cazar tomeguines con un entusiasmo incontrolable,o a llenarnos de piojos con los pichones que agarrábamos decuanto nido se exponía a nuestro paso. Quizás la causantede esta marca de trotamundo que me ha llevado a decenasde países y parajes en cuatro continentes, sea la tempranalectura de las obras de Julio Verne y Emilio Salgari, que conel tiempo me han convertido en personaje de un nuevo viajeal centro de la Tierra. Es posible que haya una causa másancestral, inscrita en el ADN familiar, hereditaria, pues Pe-dro Iturralde Oliva era viajero de comercio, y su padre, miabuelo Pablo Yturralde, vino a dar hasta la isla de Cuba enpleno siglo XVIII, desde un pueblecillo llamado La Edilla, dealgunas decenas de habitantes, situado en medio de la Can-tabria española, a muchos miles de kilómetros del campo-

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santo de Matanzas donde descansan sus restos. Es quizásque, hace un millón de años..., pero bueno, mejor dejar laindagación en la presente era.

Independiente del legado ancestral, cada persona, cuandole llega el momento de tener que seleccionar alguna profe-sión, o algún trabajo, debe estar consciente de que ese actoestá definiendo el sentido de su vida. Los geólogos y geofísi-cos, cuyo trabajo consiste en el estudio de nuestro planeta, laTierra, a menudo estamos muy en contacto con esta última,es decir: embarrados de fango y cargados de piedras. Duran-te semanas, meses y años, alojados en sitios intrincados sinmuchas comodidades, realizamos investigaciones para lalocalización de recursos minerales y combustibles, busca-mos agua potable que permita abastecer alguna población oindustria, estudiamos el terreno donde habrán de construirseedificios, embalses y puentes, o indagamos en el origen de nues-tro país y los organismos que lo habitaron en el pasado. Enestos avatares pasamos largas jornadas rompiendo monte,siguiendo el curso de estrechas cañadas, subiendo empinadascuestas, o tratando de no perdernos en las sabanas despro-vistas de vegetación, asediados por el sol y las garrapatas.Este quehacer, duro, y al mismo tiempo apasionante, hacolmado mi vida de experiencias insospechadas, y me hapermitido apreciar la naturaleza de un modo peculiar. Poreso, sin proponérmelo, me he convertido en un defensor delmedio natural, y en tanto que somos parte de este, he dedica-do una parte de mi tiempo a educar a mi generación a viviren armonía con la naturaleza.

Esto les parecerá mucha pretensión de mi parte, pero locierto es que los científicos de esta época del principio delsiglo XXI, sin proponérnoslo, nos vimos de pronto embarca-dos en el fenómeno del “cambio climático”, y de una u otramanera hemos tenido que aprender los retos que esto significa,

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y tratar de enseñárselos a nuestros conciudadanos para quesepan adaptarse a las nuevas circunstancias que se derivande un incremento de la temperatura global.

Pero para lograr enseñar a los demás, primero hay queaprender, y aprender bien. Personalmente he tendido la suertede poder dedicar parte de mi vida a la investigación de cam-po y laboratorio, a la búsqueda de restos de la vida en elpasado, al estudio del origen del Caribe y la formación deCuba, visitando diversos países de nuestra América inclui-das muchas islas del Caribe; también he podido asistir a con-gresos en casi todos los continentes menos la Antártica yAustralia. No sé si será un problema con la letra A, cuyasnecesarias excepciones son América, Asia y África, pero entodos estos viajes he disfrutado extraordinariamente de mitrabajo, he conocido mucha gente y sitios interesantes, y so-bre todo, he aprendido a apreciar mejor las bellezas demi país.

Por eso, en estas páginas he querido reunir anécdotas quede cierto modo reflejan la vida cotidiana del geólogo de cam-po, es decir, las ocupaciones y preocupaciones de un trota-mundo picapiedras. Aquí les hablaré de mosquitos ydinosaurios, de árboles de piedra y perros jíbaros, de caver-nas y altas montañas, de algunas cosas perdidas y unas po-cas encontradas, de pequeñas tristezas y múltiples alegrías,de sustos infartantes y remansos de paz, del cuidado de lanaturaleza y de las conductas negativas que la afectan conperjuicio para todos. De aprender a vivir en armonía.

En esta segunda edición, he añadido nuevos relatos, es-critos especialmente para ella, en los cuales aparecen losvikingos y el chapapote, y amplío las aventuras hacia otrasislas de Las Antillas, en busca de los origenes del ámbar ymás allá de las fronteras del universo, llevado por un sueño.Espero los disfruten como yo.

Manuel Iturralde
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Manuel Iturralde
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Corría el año 1962 cuando visité por primera vez, junto a otrosveinte aficionados a la exploración de cavernas, la Sierra delos Órganos, lomerío situado en la provincia de Pinar del Río.Ya entrada la tarde de un día de invierno, llegamos al valle dePica Pica, después de caminar varios kilómetros, sudorosos ycargados de mochilas, tremendamente entusiasmados por elpaisaje inigualable y las anécdotas que nos relataban al paso

El Yeti

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los más experimentados del grupo. Manuel —el profesor deGeografía—, Pancho —el aventurero—, Medina —el estu-diante de Medicina—, El Gato —escalador innato— y otrosmiembros del Grupo de Exploraciones Científicas han esta-do visitando desde hace algunos años las cavernas del terri-torio, guiados por Perfecto Hernández, campesino tabaquero,que tenía su bohío en lo profundo del valle de Pica Pica.

Cerca del mediodía llegamos al fondo del valle, donde lasmontañas se abren para formar un enorme anfiteatro, conparedes verticales de roca gris y negra, a las cuales asomanenormes bocas de oscuras cavernas a veces ocultas tras laenmarañada vegetación. Dicha sea la verdad, no tenía ojossuficientes para admirar aquel paisaje, sobre todo, esas cue-vas con estalactitas sobresalientes en sus bocas, que a vecesparecían el cuerpo pendiente de un “ahorcado”, otras, losdientes de una serpiente gigante.

Para mí fue una verdadera sorpresa la sincera alegría conque Perfecto Hernández y su familia nos acogieron, como sihubiésemos sido sus parientes más allegados. Enseguida fueuno de sus hijos a sacar unas yucas, otro a buscar unasmalangas, y la Chefa, esposa de Perfecto, a preparar unostamales, tan sabrosos como nunca los he vuelto a comer enmi vida. Estos campesinos, sencillos y de vida modesta, com-partieron con nosotros todo lo que tenían durante los quincedías que estuvimos allí y en todas las oportunidades de losaños por venir, cuando regresamos a visitarlos sin aviso pre-vio. Me acuerdo que la única cosa sobre la que nos llamaronla atención, fue el andar en pantalones cortos, pues eso seveía mal en aquella época, que hoy parece remota y ances-tral, cuando el respeto y la consideración eran la base funda-mental de las relaciones humanas. Allí nunca volvimos autilizar pantalones cortos.

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Después de las presentaciones y los coloquios de rigor,instalamos nuestro campamento en una casa de secar taba-co, situada a poca distancia del bohío, y nos aprestamos paranuestra primera aventura. Así éramos entonces. Esa mismanoche, aún con el polvo del camino, escalamos la cuesta delmogote que se encuentra al fondo de casa de Perfecto, y vi-sitamos la cueva de Pío Domingo, cuya inmensa boca seabre al valle para dejarnos disfrutar de todo aquel paisajedesde lo alto. Al llegar a su entrada quedamos muy impre-sionados, pues allí cabían todas las cuevas que habíamosexplorado con anterioridad. Seguimos el curso de su espa-ciosa galería principal y llegamos hasta un depósito de aguapotable, fría y cristalina, donde llenamos nuestras cantim-ploras y varios recipientes plásticos. Dicen los campesinosque si tomas de estas aguas siempre regresas a la cueva; to-dos fuimos víctimas de este místico hechizo.

Después de regresar al campamento y comer una abun-dante cena preparada por Chefa, nos reunimos en el bohíode Perfecto Hernández, un hombre excepcional. O comose dice, una inteligencia natural.

Sin ninguna preparación ni compañía, había explorado casitodas las cuevas de esta comarca y conocía todos los cami-nos y trillos de la sierra. Perfecto fue guía, y amigo muy que-rido, de varias generaciones de espeleólogos. Él acompañó aldoctor Antonio Núñez Jiménez durante sus exploraciones, alos miembros del Grupo de Exploraciones Científicas, y ahoraa nosotros, porque su pasión por la naturaleza y su inigualablebondad, le hacían dejarlo todo para guiarnos y protegernosdel peligro. Uno viene a percatarse de eso solo al pasar delos años, pues por entonces no nos dábamos cuenta de quePerfecto dejaba de atender la tierra, que representaba el bien-estar de su familia, para acompañarnos a visitar las cavernasdonde sabía que nos exponíamos al riesgo de extraviarnos,accidentarnos, o perder la vida.

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Sentado en un cómodo taburete, Perfecto fumaba un inmen-so tabaco acabado de enrollar por él mismo. Densas lengüetasde humo brotaban de su boca para dispersarse juguetonasentre las cobijas del techo. Nosotros, los nuevos, lo admirá-bamos como a un ser especial, sin remedo de los hombresque habíamos conocido en nuestro barrio, allá en la ciudadde La Habana.

Con una taza de café en la mano nos señaló para el monteoscuro y habló así:

—Hace poco El Yeti anduvo otra vez rondando la casa. Elmuchacho lo vio y se pegó tremendo susto.

Y señaló con el extremo humeante de su tabaco al hijomás pequeño, sentado en el suelo junto a nosotros. Todosmiramos hacia el muchacho con no poca curiosidad y admi-ración, pues el sentido mágico de aquellas palabras nos dejóderramando curiosidad por todos los poros.

Alguien dijo que El Yeti era muy peligroso, que era unanimal enorme, e hizo silencio.

Entonces, para satisfacer la curiosidad de los novatos, Per-fecto refirió la historia de El Yeti. Según nos relató, con tonoatemperado y claro, desde hacía muchos meses en toda laregión se estaba hablando de un animal muy raro, nunca an-tes visto; y según las versiones que corrían, la bestia tenía eltamaño de un ternero, era fuerte y peluda, de color carmelitaclaro, y con el rabo largo. Algunos dicen haberle observadopararse en dos patas.

Cuentan que un hombre lo encontró en su camino y fueatacado por el animal, que le arrancó un brazo de cuajo. Otrosdicen haberlo visto destrozar un puerco con relativa facili-dad. Lo que parece más verídico es que, en menos de unasemana, el susodicho se comió unas cincuenta gallinas delas que viven en los alrededores de la casa de Perfecto. Perola historia más impresionante es la del hijo menor de nues-

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tro amigo, quien tuvo la desdicha de encontrarse frente afrente con El Yeti.

Una tarde que estaba sentado en la casa, el muchacho notóque los perros comenzaron a gemir y se escondieron bajo lamesa, con el rabo entre las patas. De la cochiquera situada aunos cincuenta metros al fondo del bohío, llegaban los gru-ñidos estrepitosos de la puerca que estaba amarrada al pie deuna palma. Al llegar al sitio, atraído por la algarabía, el mu-chacho sufrió tal susto que regresó a la casa sin habla, ynunca se le ha escuchado pronunciar una palabra de lo quevio aquella tarde de verano. Cuando Chefa le preguntó quéle pasaba, con la cabeza baja y los ojos enrojecidos de terror,se limitó a decir:

—El Yeti, El Yeti —y se abrazó a su madre tembloroso demiedo.

Aquella historia parecía otro de los cuentos de “güijes”tan comunes en nuestros campos, pero había una notablediferencia. Perfecto era un hombre muy serio, y en añadidu-ra, varios miembros del Grupo de Exploraciones Científicasjuraban haber observado El Yeti. Según comentaron, en ciertaocasión la bestia se apareció en el valle, y se encontró con ElGato. Este, ya entrada la noche, estaba merodeando alrede-dor de la casa de secar tabaco, cuando sintió un ruido apenasperceptible en la hierba, y al mirar a su lado, un par de enor-mes ojos brillantes, que parecían flotar en medio de la nada,lo dejaron paralizado. Pero pudo controlarse. Tomando unaprofunda aspiración, como para llenar sus pulmones de co-raje, reculó despaciosamente hasta la casa, y ya allí, sacó desu mochila un revólver de seis balas. Siempre con toda lanecesaria precaución, salió con su cuerpo tenso por el peli-gro, mirando hacia el lugar donde habían estado aquellosojos aterradores, y levantó su arma para descargarlecerteramente las seis balas calibre 38 que cargaba en la

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recámara, justo allí, entre ceja y ceja. Ese era su plan, elabo-rado sin mucha alevosía y con gran acopio de valentía, pero,en el momento cuando su dedo firme y sudoroso iba a apli-car presión sobre el gatillo, una bestia peluda y desconocidase abalanzó súbitamente sobre su flanco, haciéndolo caer alsuelo con todo y armamento, de manera que la pistola cargadafue a parar lejos de su lado. Relatar la historia toma tiempo,pero aquello sucedió en fracciones de segundo. De momentoEl Gato se sintió rodando por el suelo, luchando por quitarsede encima a aquella bestia huesuda. No murió del susto puessu corazón era joven. Cuando logró espabilarse, reconocióque era el flaquísimo y juguetón perro del hijo de Perfecto,que trataba de lamerle el rostro mientras meneaba fuerte-mente su rabo. ¡Vaya perrada! El Gato nunca pudo compren-der, según me contó después, qué hacía aquel can a esas horasde la noche, ni por cuáles razones, seguramente muy perrunas,saltó sobre él cuando intentaba tomar la vida de El Yeti. ¿Es-tarían confabulados? Lo cierto es que cuando pudo recupe-rarse de aquel enorme susto, ya no había ojos brillando en laoscuridad ni alguna bestia por todo aquello. Pancho tambiénme contó que una vez le hizo varios disparos a El Yeti, queresultó ileso, y en su veloz carrera hacia lo alto de las lomasfue rompiendo ramas y bejucos como solo es capaz de ha-cerlo una bestia muy fuerte.

Hubo otra ocasión en que se reunieron casi veinte hom-bres, bien armados, con la firme decisión de hacerle un cer-co a El Yeti y capturarlo. Después de transcurridos variosdías de búsqueda infructuosa, tanto en los valles de la sierracomo en las amplias entradas de algunas cavernas, sintieronun gran alboroto al acercarse a la entrada de un sistema decuevas que se conoce con el nombre de Los Soterráneos. Alparecer, allí estaban algunos de estos animales que escapa-ron, sin dejarse ver, quizás al olfatear la cercanía del hom-

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bre. En aquel inmenso salón situado entre las montañas, pu-dieron encontrar grandes huellas frescas de las patas de ElYeti, tanto de un ejemplar enorme como de algunos cacho-rros, así como abundantes excrementos. Las huellas permi-tieron determinar que las patas del animal adulto eran grandesy provistas de potentes garras, que se enterraban profunda-mente en el fango. El estudio de los excrementos demostróque su alimentación incluía plantas y animales. Alguien, deregreso a La Habana, comparó aquellas pisadas con las deotros mamíferos, y llegó a la aterradora conclusión de que setrataba de un puma. Pero la bestia seguiría sin ser capturadao vista a la luz del día, dejando un lastre de misterio y des-consuelo.

Nunca olvidaré aquellas historias, que desde mi esquina,sentado en el piso del bohío, escuché con la mayor atencióndel mundo, y me dejó soñando con monstruos enormes deafiladas y peligrosas garras. Conocía las apasionantes leyen-das del big foot norteamericano y del abominable hombrede las nieves del Himalaya, pero este era un caso criollo,cercano, casi tangible, que me dieron ganas de salir ahí mis-mo para el monte a buscarle. Pero no fue necesario.

Ya bien entrada la noche nos dirigimos a la casa de secartabaco que tenía Perfecto a poca distancia del bohío, allá enel fondo del valle, la cual se había convertido en nuestrocampamento. Estas casas tienen varios pisos superpuestos,formados por tendederas de hojas de tabaco amarradas a lar-gos palos llamados cujes, que descansan sobre gruesos tra-vesaños situados a lo ancho de la casa, cada 5 o 6 metros.Amarré mi hamaca entre dos de aquellos palos rodeado devarios cujes llenos de olorosas hojas de tabaco. Después,durante mi vida de geólogo he visitado muchas casas de ta-baco en busca de sombra, y ese olor profundo y peculiar dela hoja seca, extremadamente agradable y casi acogedor,

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siempre me trae el recuerdo de aquella noche, mi primeraexperiencia en las montañas de la cordillera de Guaniguanico.La temperatura bajó a cerca de 5 ºC, de modo que antes deacostarme, me arropé con todo lo que tenía en la mochila:varias camisas y un pulóver, dos pantalones, dos pares demedias gruesas, me puse una gorra y me tapé con una gruesafrazada. Pronto quedé profundamente dormido, gracias a latibia comodidad de mi aposento, el aroma de tabaco, el can-sancio, y sobre todo, al extraño silencio que reinaba en todoel valle.

—Guuaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa, guuaaaaaaauuuuuui,uuuuuuuuuuuaaaaaaaaiiiiii —resonó un raro, espeluznantey aterrador alarido, como el llanto desesperado de un niñopequeño, pero que parecía salido de las fauces de un gigan-te, por su potencia.

Aquel aullido-alarido-llanto de niño en plena madrugada,me hizo saltar de la hamaca y trepar al más alto de los pisosde cujes en la casa de tabaco, a unos 6 metros de altura, conlos pelos erizados hasta sus mismas raíces. El eco propio delvalle convirtió aquellos aullidos en una sinfonía macabra y te-nebrosa. Nunca en mi vida he sentido un terror más ancestral.

¡El Yeti!, fue la palabra repetida de boca en boca, entregran algarabía y haces de luces que se desplazaban comofantasmas por todo el oscuro recinto.

Los perros gemían inquietos, sin atreverse a salir de lacasa, y nosotros quedamos sorprendidos, consternados antela expectativa del ataque de la bestia, pero eso fue todo, nose le escuchó más. La noche poco a poco, recuperó su soni-do natural, de estrepitosos y lejanos grillos. Al trepar a loalto de la casa de curar tabaco, dada la celeridad del acto,olvidé llevar la frazada, de modo que el intenso frío no medejó conciliar el sueño en todo el resto de la noche, puespreferí permanecer allá en las acogedoras alturas, cerca del

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techo de la casa de tabaco. ¿Bajar a buscar la frazada? Nisoñarlo. ¿Dormir? Bueno, eso es pedir demasiado. La co-modidad es del todo ajena a lo que se obtiene, acostado so-bre largos cujes de apenas 6 o 7 centímetros de diámetro,situados unos junto a los otros, a corta distancia, y cargadosde hebras de hojas de tabaco seco. Difícil es pretender aco-modar los 200 huesos del esqueleto para que el conjuntoquede en equilibrio, y que la delicada piel de que estamosdotados no se enfrente directamente a las puntas de los afila-dos tallos de las hojas de tabaco.

Al despuntar el día, cuando ya todos se habían levantado,logré desentumir mis huesos y bajar a reunirme con el restodel grupo. Por supuesto que el único tema de excitante con-versación era El Yeti, aquel, que si lo escuché todo, el otro,que si le salió atrás pero no lo vio, el de más allá, que estabatan dormido que no se enteró de nada, y así, hasta el cansan-cio, cada quien con una versión personal de algo que, a finde cuentas, no fue más que un escalofriante alarido nocturno.

En otras ocasiones, de visita en Pica Pica, he tenido laoportunidad de escuchar, en medio de la noche, el estruen-doso estornudo de una vaca, que hace un ruido enorme.También es estrepitosa la caída de una penca de palma o eldesprendimiento de algunas piedras desde lo alto de la sierra,que parece un tropel de caballos. Pero nada parecido a lo deaquella inolvidable madrugada. Se los aseguro.

Para algunas personas El Yeti no entraña misterio alguno,pues consideran que se trata de algunos perros jíbaros degran talla, que la imaginación campesina y la exageraciónde los hechos han conformado en montuna bestia. Sin em-bargo, no se puede descartar la posibilidad de que sea unanimal extraño, pues en Pinar del Río vivió un coleccionistaque tenía un zoológico privado en la Hacienda Cortina, delcual se dice escaparon varias especies traídas de allende losmares.

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Yo no sé si lo que oímos aquella noche fue el ladrido deun perro jíbaro, el aullido de un coyote, o el bramido de al-gún otro animal, pero lo cierto es que nunca he vuelto a es-cuchar algo semejante. Hace más de diez años estuve porúltima vez en la casa del difunto Perfecto, y le pregunté porEl Yeti. Me dijo que no había vuelto a tener noticias de este,que sus gallinas vivían tranquilas en el monte cercano, y quela marrana que tenía amarrada allá bajo la palma no habíasufrido más sustos. Parece que aquel fue el último grito de labestia.

¿Se habrá muerto? Quizás nunca lo lleguemos a saber,pero es posible que sus descendientes, si los tuvo, aún seescondan en alguna oscura caverna de la Sierra de los Órganos,o tengan su madriguera en el monte profundo e intrincadodel lomerío. Lo cierto es que la naturaleza de este animalhasta hoy sigue siendo un misterio. Y nosotros, los que vi-mos su sombra pasar rápidamente cerca del campamento yescuchamos su alarido agudo y aterrador, nunca lo olvi-daremos...

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Durante varios años, cada fin de semana con un grupo deamigos salíamos a explorar cavernas, y en las vacaciones,pasábamos a veces varios días sin salir del interior de unsistema cavernario. En esa época realizamos frecuentes vi-sitas a las cavernas situadas al sur de La Habana, pero lacueva del Túnel se convirtió en una obsesión, pues sus mis-terios, aún no están totalmente esclarecidos. Este asuntoentrañó para nosotros una larga cadena de extraños sucesos,cuya historia, que me preparo a contarles, se aleja de todalógica y cordura, aunque contiene una profunda enseñanza.

Esta espelunca está situada cerca del pueblo La Salud, enmedio de una zona llana, y según pude constatar en una visi-ta el pasado año 2007, está copada por el marabú. Por estacausa resultó dificilísimo localizar la cueva, cuya entradaprincipal está en una depresión del terreno, donde se abreuna dolina profunda, de paredes verticales, como un pozoenorme, a la que se baja sin dificultades gracias a las raíces

El misterioso conde dePozo Redán

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de un viejo jagüey. El marabú impedía ver muy lejos, y elúnico indicio de la presencia de esta depresión, desde queiniciamos las exploraciones allá por los años sesenta, era lafrondosa vegetación que le rodeaba, siempre verde gracias ala humedad que brotaba de la cueva.

Los miembros del Grupo Murciélago, como nos designá-bamos nosotros mismos, visitamos esta cueva por indicaciónde algunos campesinos de la comarca, que nos hablaron deuna enorme caverna a la que se accedía por un túnel. Estollamó nuestra atención, pues resulta bien raro que, teniendo unaentrada natural, bien accesible, alguien haya decidido abrira pico una segunda entrada, toda una obra de ingeniería, con-sistente de un túnel de 150 m de largo, de perfil cuadrado,bien hecho, que conduce directamente hasta la pared lateralde uno de los salones del subterráneo.

Después de haber descendido a la cueva, tanto por el tú-nel como por su entrada natural, pudimos percatarnos de queel túnel fue abierto de acuerdo con un proyecto de ingenie-ría, basado en un conocimiento preciso de la geometría in-terna del subterráneo. De otro modo, si la obra se hubierahecho al azar, es posible que llegase hasta un lugar de difícilacceso, como el techo de un salón, o pasara junto a la caver-na sin interceptarla. Pero este no es el caso, pues el túneltiene una pendiente fija que desemboca en el piso de unamplio salón, y a todo su largo se observan las huellas deja-das por líneas como de ferrocarril, que pudieron servir paracolocar un vagón, eventualmente utilizado para extraer al-gún material pesado o voluminoso. En los alrededores noencontramos restos de alguna construcción o almacén, nin-gún resto de maquinaria o línea férrea que se extendiera des-de el túnel hacia algún lugar fuera del entorno de la cueva.

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En estas circunstancias, la primera pregunta que nos hici-mos fue, cuál sería el material que se pudiera haber extraídode la cueva. Averiguamos que en los terrenos calizos de laregión no se conocen minerales de interés económico, comola fosforita o la dolomía, ni en el interior de la caverna hayhuellas de explotación minera, de modo que la minería quedóeliminada. Otra posibilidad es que hubiesen sacado murcie-laguina (o guano de murciélago), cuya utilidad como abo-no natural es apreciable, y es conocido que se aprovechóampliamente hasta la década de los años sesenta. Pero nor-malmente la extracción de murcielaguina no justifica el gastode construir un túnel, a menos que las reservas sean enor-mes y el valor de las mismas justifique la inversión.

Con aquellas dudas martillando mi cerebro, nos dedica-mos varias semanas a investigar este misterio. Uno de losprimeros trabajos que hicimos fue practicar numerosas ex-cavaciones en diversos lugares de la caverna, tanto en el sa-lón interior como en la depresión que servía de entradaprincipal. Los resultados de esta prospección sobrepasaroncon creces nuestras expectativas. Las calas que hicimos enel interior de la cueva solo mostraron la presencia de algu-nas acumulaciones de guano de murciélago, pero de pocoespesor, de modo que si en el pasado hubo cantidades im-portantes de este material, ya no quedaba rastro de ello.

Pero, cierto día en que abríamos una trinchera en el fondode la depresión de entrada a la cueva, la pequeña pala-picotropezó con un objeto contundente, que melló su filo.Excavando con mucho cuidado entre la tierra roja, pudimosextraer un antiguo clavo de hierro, de aquellos forjados amano, cuya punta estaba torcida, como si hubiera sido cla-vado en algún sitio. Después aparecieron muchos otros, ynos dio la impresión de que pertenecieron a algún baúl ocofre de madera, que el tiempo descompuso por completo,

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dejando apenas los clavos. Nuestro entusiasmo fue tremen-do, pues quizás estábamos ante algún tesoro de abundantespiezas de oro y joyas, como los que normalmente encuen-tran los personajes de las aventuras de Emilio Salgari y JulioVerne. Al profundizar la excavación, encontramos muchosfragmentos de cerámica, incluidos pedazos de platos finosfranceses, lámparas rudimentarias de aceite, cacerolas demetal, y algo que llamó poderosamente nuestra atención, nadamenos que una medalla de plata con la inscripción: “Condede Pozo Redán, 1810”. Pero nada más, nada, nada, nada; niuna pieza de oro o diadema de esmeraldas; quizás, porquenosotros no éramos verdaderos personajes de las aventurasde Emilio Salgari, ni de Julio Verne; así de simple.

Pero para nosotros eso no fue asunto de que preocupar-nos, pues teníamos en la mano la medalla del conde de PozoRedán, y eso, sí que era un importante hallazgo, aunque porella nadie nos diera ni veinte pesos. Venderla nunca nos pasópor la mente, pero al final, Dios sabe adónde fue a dar, puespasada de mano en mano entre nosotros, ahora no sé quiénla tiene. Y lo mas grave, no hay foto ni dibujo de ella. Enotras palabras, desde el punto de vista estrictamente científi-co, la medalla de plata del “Conde de Pozo Redán, 1810” noexiste, a pesar que este año se cumplen doscientos años de...de... pues quizás del nacimiento del conde, o de la fecha desu condificación, o de la acuñación de la medalla. Vaya us-ted a saber.

Estoy convencido de que muchos de los que están leyen-do esta historia estarán pensando en lo mismo que acabo dehacer, conectar con la Internet, entrar en Google, y escribir“Conde de Pozo Redán, 1810”. Ya lo hice, y nada de nada.Traté “Pozo Redán”, y nada de nada. En fin, la verdad esta“allá afuera”, pero no la encuentro.

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Pero volvamos a nuestra historia. Con la medalla en lamano, en aquel entonces nos preguntamos si el conde habíavisitado la cueva en el pasado; si estos materiales serían losrestos del botín de algunos piratas o bandidos, o simplemen-te, si es un basurero de algún campamento mambí. Estasideas, y muchas otras, no menos inteligentes, pasaron pornuestras mentes, en el empeño por encontrar una explica-ción a tan sorprendente hallazgo; pero, cómo verificar estashipótesis. En esta situación, se me ocurrió llevar a cabo unaencuesta entre los campesinos que viven en los alrededoresde la caverna, pero los resultados fueron desalentadores:Nadie sabía una palabra de piratas, bandidos, condes ocampamentos mambises, ni tenían idea alguna del porqué eltúnel. Todo esto me desanimó muchísimo, hasta que una ma-ñana fresca de invierno, cuando caminábamos con destino ala cueva, entramos sin causa ni razón a la casa de Pedro Blan-co, evidentemente convocados por el azar. Qué fuimos abuscar, no lo recuerdo; qué encontramos, una de las mentesmejor dotadas para la imaginería y el relato que he conocidoen mi vida. Cuando Pedro supo que éramos espeleólogos,nos miró con sus ojos brillantes como piedras de amatista,pero cuando entendió que andábamos tras la pista del túnelde la cueva, entonces sí que se alegró. Allí mismo agarró sumachete, se calzó sus recias botas de monte y salió a cami-nar junto a nosotros mientras de su boca brotaban persona-jes y hechos del más alto vuelo. Según Pedro Blanco, allápor los años cuarenta del siglo XX, una compañía norteame-ricana instaló un cercado en los alrededores de la cueva delTúnel. Allí apostaron centinelas día y noche, que no dejabanacercarse a nadie por esos contornos. Ningún campesino fuecontratado, ni contactado, pero se sabe de buena fuente, se-gún Blanco, que al cabo de varios meses habían sacado de la

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cueva un número grande, aunque no precisado, de cajasmetálicas. Terminados estos trabajos se retiraron sin que sehayan tenido otras noticias al respecto.

—¿Qué había en las cajas metálicas? —le pregunté a Pe-dro Blanco, curioso e intrigado.

Este me miró largamente, con el rostro compungido y lamirada perdida en el tiempo, como quien ha guardado unsecreto por muchos años y comprende de pronto que ha lle-gado el momento de revelarlo.

—Mira, muchacho —me dijo con cariño dejando caer sugruesa mano sobre mi hombro—, sobre este asunto son doslas historias que yo he llegado a conocer. Y añadió con vozfirme y cavernosa, como se dice, a sotto voce:

—Lo que te voy a decir casi se va conmigo a la tumba,pero cuando los conocí a ustedes, supe que estaban destina-dos para recibir este secreto tan largamente guardado.

Yo le miré con asombro y desespero. Y él, sin prestarmemucho asunto, siguió así:

—Yo he llegado a saber que el pirata Morgan tuvo ciertavez la intención de atacar La Habana, pero ante la imposibi-lidad de entrar por la costa norte sin ser visto, decidió hacerel asalto desde tierra. Escúchame bien, para que lo compren-das —dijo, como para verificar mi estado de ánimo, y quedósatisfecho con el brillo que vio en mis ojos. Entonces conti-nuó su relato.

”Los piratas eran gente muy fiera, de mucho pelo en pecho,que vendían muy cara sus vidas, por eso Morgan desembar-có por la costa sur, para atacar La Habana desde donde nadielo esperaba; pero tú bien sabes que desde la costa sur hastaLa Habana hay que caminar muchos kilómetros, y el calorde acá no está hecho para hombres de mar, acostumbrados ala brisa. Imagínate —enfatizó Pedro, con el rostro sudadopor la extensa caminata— lo que pasaron aquellos hombresandando por estos montes.

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En ese momento perdí el hilo del relato. En mi mente seproyectaron las imágenes de aquellos recios personajes, do-tados unos de soberbias patas de palo, otros con terriblesmanos de garfio, y todos, todos, ataviados con sus vestimen-tas harapientas y multicolor, como humana horda de extrañospapagayos desplumados, sudados y polvorientos, recorrien-do enardecidos la campiña criolla.

Cuando mis sentidos retomaron las palabras de Pedro, esteya estaba fascinado por su propio relato; en tanto, sin cólerani piedad, descargaba su sable curvo y poderoso sobre losindefensos villanos, cortando cabezas a diestro y siniestro,mientras arrancaba todo tipo de alhajas de los cuellos tron-chados de sus víctimas, o del pecho frondoso de las adora-bles y adineradas damas. Entonces, como que volvió en sí, yme dijo, mirando firmemente a un punto perdido en el cieloazul rotundo:

—Así fueron atacando cuanta aldea o caserío hallaron ensu camino —y añadió—: El botín era enorme, al punto deconvertirse en una verdadera molestia. Por eso, piratas alfin, al llegar a la cueva del Túnel —que por entonces notenía túnel— enterraron el tesoro en su interior y dibujaronun mapa que aparentemente se llevaron con ellos.

Lo que ocurrió después no está claro. Pedro cree que lospiratas extraviaron el mapa del tesoro y no fueron capacesde encontrar el camino para llegar hasta la cueva, de modoque abandonaron todo y se fueron sin haber podido atacarLa Habana. Sin embargo, el pirata Henry John Morgan na-ció en Gales el año 1635, y murió en Port Royal, en 1688,después de haber ganado fama como bucanero al serviciodel gobierno inglés, y según la historia, realizar el saqueo dePuerto Príncipe, actual Camagüey, por lo tanto estos hechosno nos ayudan a desentrañar el misterio de la medalla, puesHenry John murió antes de la fecha que aparece en la pieza

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del conde de Pozo Redán. Aunque de buena lid no sabemossi dicho número es realmente una fecha, toda cifra de cuatrodígitos no necesariamente lo es, y en lo que respecta a PedroBlanco, este opina que se trata de una cifra cabalística, unasuma de claves secretas recogidas entre letras y números,que solo los antiguos sabían manejar. Tampoco se puede ase-gurar que la medalla de referencia perteneciera al tesoro deHenry John Morgan, y no la hubiese perdido allí un cami-nante. De cualquier modo, Henry John no era francés sinoinglés, así que no debieron ser suyos los platos rotos, ni elcofre de madera podrida que contenía el medallón de plata,que ahora que lo repito, no sabría decir cómo llegamos asaber que era de plata, pues hasta donde recuerdo, ningunode nosotros lo sometió al requerido análisis, ni sabíamos unapalabra de metales. Pero no es mi intención complicar lascosas, dejemos el medallón que sea de plata, pues al fin y alcabo, se perdió, y nadie lo puede comprobar, a menos queeventualmente aparezca.

Mientras yo evaluaba mentalmente todo lo que conocíade la mitología y leyenda filibustera, Pedro Blanco me mira-ba en silencio, como esperando que yo bajara de mi ensi-mismamiento. Cuando notó que yo regresaba a la realidad,quizás viendo en mi cara un rastro de congoja o desespera-ción, sin darme tregua, me golpeó con estas palabras:

—Pero eso no es todo, pues yo tengo entendido que enesa cueva el gobierno de la corona española tenía enterradoun inmenso tesoro.

Y añadió sin dejarme tomar aliento:—Ese tesoro lo trajeron de La Habana, por temor a que

fuera robado por los corsarios y piratas, que realizaban fre-cuentes actos de saqueo a la ciudad. Pero cuando vinieron abuscarlo años después, encontraron que el paso hacia el in-terior de la cueva se había obstruido por un derrumbe, de-

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jando el tesoro sepultado para siempre en las tinieblas pro-fundas e inaccesibles del subsuelo.

Oído aquello pedí disculpas a mi interlocutor y me di a lafuga. Ya era tarde y debía regresar a La Habana, pues teníaque presentarme a examen de Historia la mañana siguiente.

Mi mente estaba bloqueada, mis pensamientos retorcidosy alucinados. Todo era tiniebla y luz, por eso aquel lunessuspendí el examen; pues según mi maestro, el pirata PedroBlanco nunca atacó La Habana por tierra, ni dejó sus navesescondidas en una cueva; tampoco el conde de Pozo Redándirigió las obras de apertura del túnel de La Habana en 1810,ni había escondido allí un tesoro consistente en fina vajillafrancesa contenida en resistentes cajas metálicas. A partir deaquel día sorprendí varias veces al maestro mirándome conun extraño brillo en los ojos.

Lo cierto es que las historias de Pedro me dejaron en blan-co. La única verdad que pude corroborar es que en la cuevahubo un derrumbe, de modo que el acceso a los salones prin-cipales, incluyendo el que se comunica con el túnel, conlle-va no pocos riesgos. Pero nosotros pasamos, una y otra vez,y aquí estamos para contarlo. Claro que es más fácil entrar ala cueva por el túnel, pero a nadie se le debe haber ocurridoabrir un túnel para entrar a una cueva. En realidad, en Cubahay muchos miles de cavernas, y que yo sepa, esta es la úni-ca que tiene un túnel de entrada.

Por eso es más probable que haya sido excavado con laintención de extraer guano de murciélago, que en tiempospasados era lo bastante costoso como para justificar la obra,abierta quizás, por mano de obra esclava o mal pagada. Encualquier caso, siempre nos quedará la duda sobre las cajitasmetálicas de los norteamericanos, y fuera de toda broma, delorigen de todos los objetos que encontramos en la entrada natu-ral de la cueva del Túnel. Sin embargo, de toda esta cuestión

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surge una triste moraleja. Aquellos muchachos aficionados ala arqueología, la paleontología y la aventura, a veces, sin ma-las intenciones, destruimos importantes reliquias históricas,como es el caso de la medalla con la inscripción “Conde dePozo Redán, 1810”, los restos del presunto cofre de madera,la cerámica francesa, la lámpara de aceite y demás objetoscuyo paradero es incierto. De esta manera, la ciencia perdióimportantes elementos, y nosotros, nos quedamos con lasdisquisiciones de Pedro Blanco.

Los verdaderos tesoros de la cueva del Túnel, en definiti-va, son las bellas formaciones cristalinas que engalanan sussalones, los hermosos pasadizos adornados de mantos y ca-rámbanos calcáreos completamente translúcidos, así comopequeños manantiales de exquisitas aguas naturales. De lacueva del Túnel, además, se han extraído innumerables res-tos fósiles de los animales que habitaron estas tierras antesde la llegada del hombre, la mayoría de los cuales están hoyextintos para siempre. Por fortuna, estos fósiles fueron en-tregados a especialistas, que los estudiaron y colocaron enmuseos que los conservan hasta hoy, de modo que al menosesas evidencias se han incorporado al conocimiento científi-co y el acervo cultural de nuestra nación.

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Las cuevas de Punta Judas constituyen un verdadero labe-rinto subterráneo, formado por la acción combinada del aguade lluvia y el efecto del agua salada, proveniente del mar.Estas oquedades guardan muchos secretos en su seno, enespecial, de los antiguos pobladores de nuestra isla. Al reali-zar excavaciones en los suelos rojizos que rellenan el pisode los salones, miembros de la Sociedad Espeleológica deCuba encontraron restos de animales que hace algunos mi-les de años vivieron en esta región costera. Allí aparecieronhuesos de lechuzas, jutías y murciélagos, tanto de especiesvivas como extintas.

En la gran mayoría de las cuevas cubanas, no solo en Pun-ta Judas, se localizan colonias de quirópteros vivos, que sealimentan de peces, insectos, polen o frutas. Ellos suman untotal de 28 especies vivas y 7 extintas. Hay murciélagos muy

El vampiro de Punta Judas

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pequeños como el “mariposa”, que tiene un peso de 2 a 3gramos, con una envergadura de 18 a 23 cm (distancia entrelos extremos de las alas). La mayor especie que habita enCuba es el murciélago pescador, con un peso de 54 a 87gramos, y una envergadura de 55 a 71 cm. Aunque habitanen muy diversos lugares, las mayores colonias de murciéla-gos se localizan en las cavernas, donde duermen colgadosdel techo, a veces en embudos pétreos, cual chimeneas cie-gas. Pero el Artibeus jamaicensis y otros congéneres prefierenlos tejados y campanarios, lo que provoca una indeseablecontaminación.

En general, los murciélagos son muy beneficiosos porqueconsumen grandes cantidades de insectos; aunque los quese alimentan de frutas, a veces ocasionan problemas a lascosechas. Peligrosas son las especies que habitan en las ciu-dades, ya que pueden transmitir enfermedades, pero es muydifícil que muerdan a una persona, a menos que se les agarrecon las manos. Por eso, lo mejor es dejarlos donde los en-contramos y no jugar con ellos, pues pueden contagiar larabia si su saliva entra en contacto con una rasgadura dela piel.

Pero en Punta Judas apareció un misterioso ser de leyen-da: el vampiro.

Cuando se habla de vampiros, enseguida nos viene a lamente el recuerdo de las leyendas del conde Drácula y suscorrerías; sin embargo, los verdaderos bebedores de sangreson pequeños quirópteros que no se diferencian de los mur-ciélagos comunes, pero que ciertamente son muy dañinos.Estas fierecillas, a pesar de su reducido tamaño, son muypeligrosas para el hombre, pues transmiten la rabia al mor-der a los animales domésticos.

En la actualidad los vampiros habitan en los campos deMéxico, los países centroamericanos y la América del Sur,

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donde forman populosas colonias que se refugian en caver-nas durante el día, pero que por las noches son un verdaderoazote para los granjeros.

Por suerte, en Cuba y las demás Antillas Mayores, el vam-piro se encuentra solo en estado fósil, pues se extinguió hacepocos miles de años. Sus restos han aparecido, aparte de Pun-ta Judas (cueva del Centenario), en la cueva Lamas de LaHabana y otras localidades del país. Recientemente unoscolegas paleontólogos del Museo Nacional de Historia Na-tural de Cuba, estudiaron los restos conocidos de vampiro yllegaron a la conclusión de que se trata de una especie pro-pia de Cuba. Sin embargo, no se ha logrado saber por quédejó de existir hace pocos miles de años atrás.

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La Sierra del Cristal, macizo montañoso ubicado en la pro-vincia de Holguín, está cortada en dos partes por el río Saguade Tánamo, que corre de sur a norte. Río arriba se encuentraun pequeño caserío llamado Achotal, y un poco más adelantese llega al valle de Santo Domingo. Esta es una zona cafeta-lera por excelencia, donde las plantaciones de cafetos colin-dan con el monte virgen por un lado, y con los caseríos quebordean el río por el otro.

¡Sal Si puedes!

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Teniendo como base de operaciones el caserío Achotal,estuve realizando algunos recorridos geológicos por las ele-vaciones de la margen izquierda del río Sagua de Tánamo,recorridos que un día me llevaron hasta el sitio conocidocomo El Francés. Llegué al lugar después de varias horas decamino y enseguida me sentí cautivado por su belleza.

Numerosos árboles frutales componían un pequeño oasisentre la vegetación propia de los cafetales, y una amplia ca-sona se erguía majestuosa en medio del conjunto, adornadacon las más variadas flores y arbustos en sus jardines. Nopuedo negar que me sentí fascinado por lo acogedor de aquellugar y con gran curiosidad por conocer a sus habitantes.

En las montañas orientales es usual llegar a la casa decualquier campesino, sentarse a charlar y tomar un buen vasode café fuerte. Conocedor de la hospitalidad característica deestos lugares, me encaminé hacia la casona, me detuve a laentrada y... sorpresa: dos mujeres estaban sentadas en la sala,conversando en perfecto francés.

Al verme parado ante la puerta sin decir palabra, la másjoven se dirigió hacia mí, me hizo pasar, y así iniciamos unadeliciosa charla que se extendió varias horas. Sus antepasadosfranceses habían llegado a estas tierras a raíz de la rebeliónque puso fin a la colonización francesa en Haití, se instala-ron en estas montañas y fomentaron una colonia cafetalera.A pesar de vivir en plena sierra, lejos de toda civilización,conservaban su idioma y sus costumbres, y gustaban de re-cordar sus ocasionales visitas a Francia. Realmente no recuerdoen qué momento decidí irme de allí. Solo sé que pasadas lascuatro de la tarde me encontré camino del campamento, muya pesar de mis deseos, tarareando melodías exóticas.

Entre nosotros los geólogos existe la vieja costumbre, noescrita, de no recorrer dos veces el mismo camino, ya que de

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esta manera podemos realizar nuevas observaciones a nues-tro paso. Respetuoso de esta regla, y con el fin de ganar tiempo,pues ya era un poco tarde, decidí tomar por el atajo de lamontaña que me conduciría hasta Achotal, con un ahorro devarios kilómetros. Después de estudiar el mapa y las foto-grafías del lugar tomadas desde avión, elaboré un plan deruta; según este, llegaría al campamento antes de las siete dela noche, hora en que se oculta el sol.

Lleno de ánimo comencé a trepar las lomas situadas alfondo de El Francés. Transcurrida media hora, llegué a loalto de las elevaciones, doscientos metros sobre el fondo delvalle, y tomé un trillo que me conducía hacia la direccióndeseada. Vuelta a la derecha, vuelta a la izquierda, recorríuna extensa meseta ora cubierta por una espesa vegetación,ora por un verde pasto para el ganado. Dada la extremahorizontalidad del terreno, la orientación era muy precaria,y tenía que hacer uso frecuente de la brújula para decidir elcamino que debía tomar cada vez que el trillo se bifurcaba.De tramo en tramo me detenía a observar el terreno y a tomaralgunas muestras para su análisis posterior. Dichos estudiospermitieron determinar que las rocas que constituyen estaselevaciones se originaron en el fondo del mar, hace más detreinta y cinco millones de años, cuando Cuba no presentabaaún la configuración actual.

Después de andar unos tres kilómetros, divisé varias ca-sas a lo lejos, lo que me llenó de alegría, pues según el mapadebían encontrarse algunos bohíos por esos contornos. Esuna felicidad darse cuenta de que en plena región descono-cida uno es capaz de llegar a los lugares que desea con lasimple ayuda de una brújula y mapas. Sintiéndome dueñode la situación, animé el paso, y en pocos minutos estabacharlando con los vecinos del lugar y saboreando una deli-ciosa taza de café acabado de colar.

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Los campesinos me hablaron sobre la crudeza de estosparajes. La meseta donde me encontraba se conoce, segúnaquellos hombres, con el curioso apelativo de Sal Si Puedes.Para decirles la verdad, no pude menos que reírme con ga-nas al escuchar ese nombre. Para mí era una certeza que conla ayuda de mi brújula y el mapa no podía perderme, peropensé que el individuo que la llamó de esa forma probable-mente no contaba con estos objetos, pues de haberlos tenidola hubiera bautizado Sal Si Quieres.

Según me relataron, en los montes vírgenes de Sal Si Pue-des viven numerosos perros jíbaros, los que forman mana-das y salen cada noche en busca de comida, siempre escasapara ellos. Allí, me aseguraron, también habita un majá que“canta como un gallo”.

El estudio de los mapas me indicó que estaba a menos detres kilómetros al norte de Achotal, así que, con toda tran-quilidad, reanudé mi camino cuando eran apenas las seis dela tarde. Según avanzaba por el trillo que penetraba en lamaleza, noté que al cabo de haber recorrido algunas cente-nas de metros, poco a poco me estaba desviando hacia eloeste, donde el mapa me indicaba que se encuentran preci-picios verticales inaccesibles. Tuve que volver sobre mispasos, hasta encontrar un ramal que se dirigía al sur. Este erabastante estrecho, y los arbustos espinosos que lo flanqueabanno pocas veces me arrancaron algunas maldiciones. Apuréel paso lo más que pude, pues el tiempo ya no estaba de miparte. Después de avanzar un largo trecho siguiendo los zigzagque hacía el camino, consulté, ya algo nervioso, la brújula.

En efecto, me dirigía hacia el noroeste, seguía alejándo-me de Achotal. Sin dejar de caminar, comenzaron a pasarpor mi cabeza las historias de los perros jíbaros y del majá-gallo, e intuitivamente, mientras apretaba en mi mano elmartillo de geólogo, mi única arma, buscaba algún árboldonde treparme en caso de apuro. Pero los montes de Sal SiPuedes no son de árboles, sino de bejuco y maleza bien tupidos

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con algún que otro arbusto espinoso. El frío del crepúsculo co-menzó a calar mis huesos entre la humedad del monte y locopioso de mi sudor.

Giré a retaguardia como un soldado y rehíce mi caminotratando de localizar un nuevo ramal que me condujera ha-cia el sur. Probando aquí y allá, tropezando a menudo conlas raíces sobresalientes, mi inquietud crecía por instantes.Por fin, en estado de franca desesperación, descubrí otro tri-llo con la dirección deseada y penetré por él como alma quelleva el diablo.

Es asombrosa la velocidad que puede alcanzarse en plenomonte, solo y sin cronómetro a mano para poder validarla. Agrandes zancadas consumía la distancia, cuando los ladri-dos cercanos de una jauría me detuvieron en seco, todos losnervios en tensión. Los perros jíbaros ladraban cerca de mí yno encontraba ni un arbusto de espinas donde guarecerme.Mi mente trabajaba a toda prisa. Huir monte adentro sería pocomenos que una locura, pues era meterme en la propia guari-da de aquellos salvajes. Mis nervios se crispaban cada vezmás, la sangre me fluía tan rápidamente que sentí una fuertepresión sobre las sienes. Mil ruidos salían de todos los con-fines del monte, cual macabra sinfonía que aclamara a losjíbaros. Busqué algunas piedras, pero apenas pude reunir unosterrones de arcilla. Los ladridos se escuchaban cada vezmás cerca. Entonces decidí defenderme como lo hacen lasfieras del monte. Así con fuerza el martillo y recosté miespalda contra la maleza espinosa; todos los músculos entensión, los dientes me rechinaban como a los cazadores enacoso. Solo que en este caso era yo la posible presa. Hurguéen la penumbra de Sal Si Puedes buscando el brillo de losojos y las garras de los perros.

En el clímax de este instante ocurrió lo inesperado:—¡Calla, “pirro”! —gritó alguien no muy lejos.

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En el primer momento no pude creerlo. Sí, había sido unhombre; estaba salvado. Casi corriendo me dirigí a su en-cuentro. En un recodo del camino, a pocos metros, encontréla choza de un viejo haitiano, quien, bastón en mano, ame-nazaba a su perro: pequeño amasijo de huesos y pelos.

—Venga, niño, “pirro” ladra pero “no jase na”.Y así fue. Con paso saltarín, se acercó hasta mí el peque-

ño animal meneando el rabo, en tanto, para mis adentros, yorememoraba toda su perruna genealogía. ¡Valiente susto mehabía dado el muy perro!

La casa del anciano estaba emplazada en lo más profundodel monte, aislada de todo camino. Era humilde, pero muyordenada. Después de ofrecerme un cómodo taburete, el viejohaitiano manifestó su asombro por mi presencia. Muy rara-mente llegaba hasta allí algún caminante, y mucho menosen plena noche. La conversación fue muy amena y educati-va. La vida de los haitianos en Cuba, antes del triunfo de laRevolución, fue siempre muy dura. Llegaron a nuestra pa-tria en busca de trabajo, huyendo de su propia tierra dondedominaba un régimen de terror y explotación y el hambreconsumía la vida de la gente. Una parte del año trabajabancortando caña en las antiguas provincias orientales y en Ca-magüey, y la otra recogiendo café en Oriente. La remunera-ción que recibían era tan precaria que apenas les servía paracomer y mal vestirse. A menudo trabajaban solo por la co-mida, albergados en cuartones junto a otros coterráneos.Cuando las enfermedades y el trabajo agotador consumíansus energías, se refugiaban en los parajes más recónditos delas montañas, lejos de la vista de los terratenientes.

Yo conocí a un señor allá en Sabaneta, que se quejaba dela poca solidaridad de un haitiano que trabajaba para él, quienun día agarró su jolongo y se marchó para no regresar nuncamás. “¡Vaya! —me decía realmente disgustado—. ¡Si yo has-ta le daba las alitas de los pollos cada vez que mataba algunopara comérmelo!”.

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Habiendo descansado mi fatiga, creí llegado el momentode despedirme a fin de continuar mi camino, pero el ancianono me dejó marchar solo.

Encorvado sobre su rústico bastón, anduvo más de unkilómetro por empinadas cuestas y agudas cañadas, en con-diciones muy limitadas de iluminación. Yo lo seguía en si-lencio, agradeciéndole cada paso que daba por encaminarmehacia la salida de aquel intrincado lugar. Viéndolo avanzarcon mil dificultades, pero con paso seguro, y pensando quedespués él tendría que desandar todo aquel camino, com-prendí la grandeza del corazón de este hombre, condenado amorir lejos de la tierra que lo vio nacer. Varias veces intentédisuadirlo de seguir adelante, pero siempre recibí la mismarespuesta:

—Niño no sale solo deste monte. Viejo ayuda niño en-contrar camino.

Así fue. Cerrada la noche nos detuvimos en lo alto de laslomas que se empinan justo al norte de Achotal. Entonces elviejo haitiano se recostó en su bastón y me dijo:

—Niño se guía por la luce del Chotal. No se pierde. Tengamuy buena noche.

Se me hizo un nudo en la garganta. No supe cómo expre-sarle mi agradecimiento. Comenzaba a balbucear algunaspalabras cuando el anciano movió su bastón.

La noche, suavemente, se tragó su figura...

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A principios del Triásico, hace unos doscientos cincuentamillones de años, surgió un grupo especial de animales terres-tres que durante más de ciento sesenta millones de añosseñorearon en todo el planeta: los dinosaurios. Ellos pobla-ron los bosques, praderas, lagos y pantanos continentales,mientras que sus congéneres más cercanos, los reptiles,dominaban los mares y los aires; aunque hubo cocodrilosenormes, que en tamaño y voracidad emularon con los dino-saurios carnívoros más feroces. Sin embargo, los primeros di-nosaurios lograron diferenciarse de los restantes animales de suépoca y dominar muchos espacios porque evolucionaron

Dinosaurios en Viñales

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hacia el andar bípedo. En otras palabras, caminar y correr endos patas no es un invento humano.

Los dinosaurios eran ovíparos, y como sus antepasadosmás cercanos, los cocodrilos, la mayoría tenían la piel duray escamosa. Pero hubo algunos que, mediante la evolución,desarrollaron el plumaje que hoy ostentan las aves. De acuer-do con sus hábitos alimentarios los había carnívoros, herbí-voros, insectívoros y omnívoros. Se conocen dinosaurios demuy diversas tallas, desde los pequeños como una gallinahasta los gigantes herbívoros, que con sus enormes cuerposhubieran podido asomarse a las ventanas de un edificio dedos y tres plantas. Aunque los primeros fueron bípedos, susdescendientes llegaron a ser tanto bípedos como cuadrúpedos,y algunos podían adoptar ambas posiciones a conveniencia.Para imaginar cuánto alimento consumía diariamente un di-nosaurio herbívoro gigante, como los diplodocos, puedecomparársele con un elefante actual. Este último necesitahasta 365 kilogramos de vegetales frescos y más de 40 ga-lones de agua al día para mantener un peso corporal deunas 12 toneladas. Suponiendo que los dinosaurios teníanun metabolismo comparable al de los elefantes, entonces unode ellos, cuyo peso fuera hasta 7 veces el de un elefanteactual, tendría la necesidad de ingerir al día más de 2 000 kilo-gramos de vegetales y unos 300 galones de agua. Por fortu-na, durante la era Mesozoica, los continentes estaban pobladosde una prolífera vegetación.

Entre los grandes dinosaurios podemos mencionar, por sulongitud, el alosaurio, con 10 metros; el brontosaurio, de 20metros, y el diplodoco que alcanzó los 30 metros de largoentre la cabeza y el extremo de la cola. Sin embargo, elargentinosaurio, con 40 metros de largo y hasta 100 tonela-das de peso, era uno de los mayores.

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A principios de nuestro siglo, el sabio naturalista cubanodon Carlos de la Torre descubrió en los alrededores deViñales, Pinar del Río, los primeros restos de un dinosauriocubano, consistente en un hueso de 45 centímetros de largo.Después no han aparecido otros restos de aquellos animalesen Cuba, de modo que este es un ejemplar valiosísimo, quedesafortunadamente se extravió. Desde entonces hemos he-cho muchas expediciones de búsqueda de restos fósiles dedinosaurios en Pinar del Río, pero sin suerte, pues no se haencontrado ningún hueso que pueda identificarse con certe-za como representativo de aquellos animales. En cambio,han podido colectarse abundantes huesos petrificados de rep-tiles marinos y pterosaurios en distintas localidades ubica-das en la Sierra de los Órganos.

El hueso de dinosaurio encontrado por don Carlos de laTorre le fue entregado a su nieto, Alfredo de la Torre y Ca-llejas, para completar el doctorado en Ciencias Naturales enla Universidad de La Habana. Este estudioso de los anima-les prehistóricos de Cuba publicó su tesis en 1949, dondeidentifica dicho hueso fósil como un fémur o un húmero dediplodoco.

Sin embargo, hace unos años le hice llegar una foto delhueso al doctor Leonardo Salgado, profesor de Paleontologíade la Universidad del Comahue, Argentina, experto endinosaurios, quien después de examinarla me ha sugeridoque aquel fragmento de hueso de 45 centímetros de largoposiblemente correspondió al tarso metatarso de un enormedinosaurio herbívoro del Jurásico. Para que puedan imagi-narse el tamaño de aquel animal, basta saber que el tarsometatarso es uno de esos huesecillos que tenemos en la pal-ma de la mano, entre la muñeca y el comienzo de los dedos.Un animal, con un tarso metatarso de más de 45 centímetrosde largo, tuvo que ser un verdadero gigante.

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Ahora bien, ustedes se preguntarán dónde vivió aquel ani-mal colosal. Pues lo primero que debemos saber es que nopudo habitar nuestra isla, porque hace ciento cincuenta mi-llones de años Cuba y las Antillas no existían. Por entoncesen nuestro planeta había dos continentes enormes, uno si-tuado al sur, llamado Gondwana, y otro norteño, que se hadenominado Laurasia, separados por un canal marino estre-cho y alargado que se extendía desde el océano Pacífico has-ta el océano Índico. Parece ser que el dinosaurio cuyo huesoterminó atrapado en las rocas que forman los mogotes deViñales, encontró la muerte cerca de la costa sur de Laurasia.Desde allí fue arrastrado hasta el mar por las aguas de un ríocrecido, o en la boca de algún depredador. Para poder llegara estas conclusiones, el doctor Alfredo de la Torre estudiólas rocas donde aparecen los restos fósiles y demostró queson de origen marino. Adherido al hueso en cuestión, obser-vó un molusco marino, del grupo de los ammonites, lo quedemuestra que la mano del dinosaurio llegó al fondo del marya desprovista de carne, donde al hueso se le adhirió el men-cionado molusco.

Cuando se habla de dinosaurios, enseguida surge la cues-tión de su “misteriosa” desaparición hace sesenta y cincomillones de años. Lo cierto es que, si bien muchos se extin-guieron, hasta hoy día sobreviven cocodrilos, jicoteas,iguanas, serpientes, mamíferos y aves que habitan las mis-mas regiones que aquellos ocupaban. En contraste, junto conlos dinosaurios desaparecieron muchos otros animales te-rrestres y marinos, gigantes, pequeños y microscópicos, asícomo un gran número de plantas. Basta señalar que en aque-lla época se extinguió el 28 por ciento del total de las fami-lias existentes, lo que representó una verdadera catástrofebiológica a escala planetaria. Este hecho muy pocas vecesse valora en todas sus implicaciones.

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Actualmente se explica aquella extinción por la colisiónde nuestro planeta con un bólido extraterrestre de algo másde un kilómetro de diámetro. El impacto ocurrió en lo que eshoy la península de Yucatán, pero sus efectos se sintieron entodo el globo terrestre como terremotos, incendios de granextensión, producción de abundante polvo, que primeroinhibió la llegada de los rayos del sol a la superficie terrestrey después le siguieron lluvias ácidas y venenosas, entre otroseventos. Así cambiaron en corto plazo las condiciones devida en el planeta, provocando la muerte masiva de numero-sos organismos, el desarrollo de plagas, enfermedades, laescasez de alimento y muchas calamidades ecológicas.

Vinculado al hallazgo de aquellos restos de animales pre-históricos a principios del siglo pasado, hay una interesanteanécdota sobre don Carlos de la Torre. Se cuenta que esteincansable explorador e investigador de la campiña cubana,durante uno de sus primeros viajes a Viñales encontró restosfósiles de ammonites y otros organismos propios del perío-do Jurásico, nunca antes localizados en Cuba. Fue tal su ale-gría que decidió enviar un telegrama a sus colegas de laUniversidad de La Habana y embarcarse de regreso a la ca-pital al día siguiente. Cuál no sería su sorpresa cuando, alarribar a la terminal de trenes procedente de Pinar del Río,lo estaba esperando un misterioso grupo de militares y per-sonas del gobierno que lo rodeó rápidamente y lo llevó, sinmás explicaciones y acompañado de todos sus confiscadosbultos, hasta el cuartel general del Tercio Táctico. Allí lorecibió, en medio de gran revuelo, un espigado coronel, quien,sin mucho preámbulo y con cara de pocos amigos, le alargóuna hoja de telegrama, pidiéndole que explicara con lujo dedetalles los pormenores del caso.

Don Carlos, que no salía de su asombro, tomó en sus ma-nos el manoseado documento y leyó línea tras línea, mientras

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sus ojos se abrían de sorpresa. El documento decía textual-mente: “Numerosos fusiles encontrados cerca Viñales enataúd de la Sierra, embarco urgente con la carga mañanatemprano. Espérenme terminal trenes”. Y lo firmaba don Car-los, es decir, él mismo. Al concluir la lectura, la cara de donCarlos se iluminó con una alegre sonrisa, que no le permitióarticular palabra por largo rato. Entretanto, el grupo tácticose enrojecía de indignación, y el coronel exigía con altiso-nantes argumentos una pronta explicación. Don Carlos, sinpoder contener del todo la risa, pasó al militar un pedazo depapel que extrajo del bolsillo de su chaqueta, donde teníaescrito, de su puño y letra, el texto original de aquel miste-rioso telegrama. En este podía leerse: “Numerosos fósilesencontrados cerca de Viñales en un talud de la Sierra, em-barco urgente con la carga mañana temprano. Espérenmeterminal trenes. Don Carlos”. Evidentemente, el operadorde la oficina de telégrafo, no entendiendo bien la enrevesadacaligrafía de don Carlos, había recreado su propia interpre-tación de los hechos. Nada, que entre fósiles y fusiles y entretalud y ataúd, cualquiera se confunde.

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Apenas salió el sol tiñendo de grises y rosados las nubes delhorizonte, llegamos al litoral arenoso de punta Macurijes,creando, con el golpear de los remos y el avance del bote,suaves ondulaciones en el mar.

Ante nosotros se extendían varios kilómetros de una her-mosa playa de arenas doradas, constituidas por granos decuarzo, finos fragmentos de conchas nacaradas, y solo aquío allá algún caracol grande o un esqueleto de erizo. Tierraadentro, la playa se convertía en una serie de barras arenosaspobladas de cactus, platanitos de costa, tebenques, pequeñas

Los troncosaurios

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palmeras, patabanes y otras plantas costeras. Las gaviotas ypelícanos alteraban a ratos el silencio matutino con sus ex-traños llamados.

Descendimos a la playa y la mayor parte del grupo se in-ternó en la costa con el interés de inspeccionar los depósitosde arena silícea que pudieran ser utilizables por la industriade fabricación de vidrio. Son las costas del sur de la provin-cia de Camagüey las únicas de Cuba donde hay playas conarenas doradas de cuarzo. Sin embargo, solo se explotan parael turismo local playa Florida y Vertientes, ambas situadasen ensenadas areno-fangosas, con peores condiciones natu-rales que los tramos ubicados en salientes y puntas como lasde Potrerillo, Desempeño y Macurijes.

Con suave trote anduve descalzo un largo tramo de la playa,disfrutando la paz que allí reinaba. Al paso recogí conchasde Strombus pugilis (cobo enano), Murex pomus (caracolespinoso) y, en particular, capas de arena conchífera petrifi-cada. Estas últimas muestras tienen especial interés, puesalgunos creen que las arenas necesitan mucho tiempo paraconvertirse en roca, cuando en realidad bastan pocos milesde años para que queden cementadas, como en este caso.

Con el cuerpo tonificado por el ejercicio, me dirigí haciael mar para disfrutar de un refrescante baño. Las aguas lim-pias, transparentes, dejaban al descubierto el fondo limoso,donde reposaban caracoles y erizos regulares. Hojas de man-gle de un color rojo muy vivo se destacaban entre el fondomarino gris verdoso predominante. A pocos metros de míflotaba a la deriva un largo tronco carmelitoso. Chapotean-do agua con brazos y piernas, nadé paralelo a la costa y volvía detenerme para observar el fondo. Vuelto boca arriba des-cansé con los ojos cerrados y la mente repleta de pensamien-

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tos gratos. Disfrutaba de esos raros momentos, cuando unosiente que el tiempo no transcurre, que nada es importante.

Entretanto, la brisa que comenzaba a soplar produjo unligero movimiento de las aguas que fueron acercándome alobjeto flotante. Al abrir los ojos y voltear la cabeza, lo vi a laderiva, a pocos metros de mí, navegando con un suave vai-vén que por momentos dejaba al descubierto las rugosidadesde la corteza, semejantes a las de esos troncos espinosos quese encuentran en los bosques de tierra adentro. “En realidad—pensé—, más parece una penca de palma que un tronco,pero cerca de la costa no he visto ningún palmar. No deja deser raro... ¿Y si se trata de una serpiente marina?”. ¡Puaf,plash, puaf, plash...! A todo brazo me retiré hacia la costa,sin ver el momento de alcanzarla, mientras sentía que detrásde mí se alzaban las fauces de algún descendiente de losictiosaurios o plesiosaurios, deseoso de saciar su hambrunaprehistórica. Cuando mis miembros tocaron las doradas are-nas, entre brincos y chapoteos, me alejé cuanto pude del lu-gar de los hechos. En la playa el silencio matutino apenasera alterado por las gaviotas y los pelícanos. La brisa fresca,casi imperceptible, soplaba lo bastante suave como para po-nerme de punta los pelos de la espalda.

Sintiéndome fuera de peligro, localicé un lugar alto, sobreuna duna arenosa —para poder ver mejor a lo lejos—, y bus-qué afanoso la serpiente marina. Para mi asombro, aquelloseguía allí mismo donde nos encontrábamos unos pocos se-gundos atrás. El tronco, devenido saurio o serpiente marinagracias a mi imaginación enajenada por la calma mañanera,flotaba incólume sin mover un centímetro de su arquitectura.

“¡Qué raro! —me dije—. ¿Estará muerto el dichoso ani-mal?”. Picado por la curiosidad, volví a la playa y me adentré

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un poco en el agua, chapoteando con el fin de llamar su aten-ción, pero el saurio se mantenía como un tronco, haciendocaso omiso de mis actos. De momento, al mirar a la izquier-da, con infausta sorpresa, noté que desde el fondo emergíaotro tronco con patas, cabeza y dientes, que se acercaba pormi flanco sin que yo lo hubiera notado. Pero aquel tronco-saurio sí que se dio tremendo susto, pues la cantidad de aguay arena que desplazaron mis piernas durante el retorno pre-suroso a la playa salvadora, lo hicieron desviar su camino yzambullirse, alejándose de allí hasta perderse entre las aguasoscurecidas por el lodo levantado del fondo.

Esto acabó de colmar mi curiosidad. ¿Qué clase de ani-males serían aquellos? ¿Por qué uno se mantenía despreo-cupado, en tanto el otro había tratado de darme una sorpresa?Decidí ir en busca de ayuda. Corriendo por la playa, lleguéhasta el bote amarrado a una raíz seca en la costa, y me acer-qué, remando con todo vigor, al pesquero ferrocemento Pla-ya Larga que nos había conducido hasta punta Macurijesaquella hermosa mañana. Di unas voces, y cuando el patrónestuvo recostado a la borda, le pregunté:

—Hágame el favor, Víctor, ¿aquí hay serpientes de mar?—Serpientes de mar, no —me respondió risueño—, pero

sí muchos caimanes.En efecto, remando casi sin hacer ruido, logramos acer-

carnos al enorme Crocodilus acutus, de casi cuatro metrosde largo, que al sentir la cercanía del bote y el golpear delremo, dio un fuerte bufido, hizo una cabriola y se hundiópara no dejarse ver más. Más tarde, recorriendo la costa conlos pescadores, encontramos las huellas de los animales en laarena de la playa y el hueco dejado por la hembra en el lododel fondo marino. Allí, según el patrón, hicieron la cópula ydescansaron, hasta que mi trote vino a perturbarlos.

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De regreso al Playa Larga y después de referirle este rela-to a los demás compañeros, se me acercó el patrón con unvaso de ron en la mano.

—¡Tómeselo —me dijo—, para que celebre!En efecto, probablemente acababa de nacer.

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Si bien la Sierra de los Órganos no ha sido pródiga en restosfósiles de dinosaurios, en cambio atesora representantes delos reptiles marinos y voladores que habitaron los mares ycostas del Jurásico caribeño. Los representantes de aquellosanimales consisten en varios cráneos fragmentados, distin-tos tipos de vértebras, un coxal, varios huesos largos, algu-nas costillas y otros pedazos de huesos, todos petrificadosen calizas negras, muy duras, cuya antigüedad se fija en unosciento cincuenta millones de años, es decir, que pertenecenal Jurásico Superior.

Ustedes tal vez se preguntarán, con razón, cómo puedenreconocerse aquellos animales, si apenas tenemos una queotra parte del esqueleto. Bueno, ese no es el único problema;

Primeros pobladoresdel Caribe

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debo manifestarles que, además, los huesos que encontra-mos no pertenecen al mismo animal, ni aparecieron en unmismo sitio. Los restos fósiles de reptiles marinos se en-cuentran en unas formaciones de piedra que los campesinosllaman quesos, porque realmente parecen grandes cuajos dequeso redondo. Pero están hechos, en vez de crema de le-che, de piedra caliza, y para colmo, pesan muchísimo y tie-nen bastante millones de años de antigüedad. Por eso, cadavez que en lo alto de un mogote pinareño, a muchos kilóme-tros del camino, encontramos un resto fósil importante, laprimera reacción es la alegría, el júbilo por el hallazgo. Lasegunda y más duradera es el trabajo de llevarlo a cuestashasta el carro, vadeando cañadas y evitando despeñarse, contodo y queso, por barrancas de muchos metros de alto. Elasunto es que una de esas ruedas de queso puede tener has-ta 50 o 60 centímetros de diámetro y alrededor de 30 centíme-tros de alto, por lo que pesan, tranquilamente, 30 kilogramosy más. De aquí se deduce que cuando he dicho que losgeólogos andamos cargados de piedras, es porque me lo hesentido en las mismísimas costillas.

Hallar restos fósiles de reptiles marinos entraña una por-ción de ciencia y una gran dosis de suerte. El componentecientífico consiste en seleccionar adecuadamente los sitiosde búsqueda, de acuerdo con varios criterios. Por ejemplo,los fósiles a que me refiero solo aparecen en la Sierra de losÓrganos en rocas de origen sedimentario del Jurásico Supe-rior, y tales rocas deben estar poco alteradas, pues de otromodo los fósiles pueden haber sido destruidos por la disolu-ción química o el desgaste físico. ¡Pero estos conocimientosno bastan! A veces en toda una jornada de búsqueda apareceapenas pura piedra estéril, y se regresa al campamento solocon la esperanza de tener más fortuna al día siguiente.

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Algo que a menudo me hacía sentir inútil durante esasexploraciones, era trabajar junto a Juanito Gallardo, el hijode Juan Gallardo. Juan es un hombre que dedicó gran partede su vida a la colecta de fósiles, y trabajó con importantespaleontólogos como don Carlos de la Torre y Huerta y MarioSánchez Roig, a quienes les hacía llegar los ejemplares queél recogía durante sus largas caminatas en solitario por lasierra. Gallardo es el responsable de los más importantesdescubrimientos de restos de animales prehistóricos en Pi-nar del Río. Después entrenó a su hijo Juanito, quien, comoel padre, tiene vista de águila y un olfato asombroso paraestos restos, que dicho sea de paso, no tienen olor. Trabajarcon Juanito es desesperante, uno mira por acá y revisa porallá, levanta y examina cada roca, sin encontrar nada, y si-gue buscando; mientras él ya tiene colectada una extraordi-naria variedad de fósiles. Menos mal, digo yo, porque si pormi suerte fuera, no descubriríamos casi nada. Pienso queesto tiene que estar conectado, oníricamente, con mi pocafortuna como pescador. En más de una ocasión me he pasa-do las horas somnoliento, con un nylon al agua, mirandocómo nadan variedad de sabrosos pargos bajo mis plantas,sentado junto a un alegre sacador de piezas, mientras mianzuelo yace en solitario, incapaz de capturar más que algúnmazo de seibadal o una infeliz chopita que hago regresar almar con sus dolorosas heridas. Pero Juan y Juanito son deuna vieja estirpe de cazadores de bestias prehistóricas, quelo mismo encuentran peces antediluvianos convertidos enpiedras, que ammonites, o restos de reptiles marinos o te-rrestres allá en lo intrincado del monte pinareño. Con la co-laboración de los Gallardo, hemos podido redescubrir lossitios donde trabajaron los paleontólogos cubanos a princi-pios del siglo pasado, y colectar numerosos materiales de granimportancia. Por eso, la paleontóloga Zulma Gasparini, que ha

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participado en el estudio de aquellos animales, le dedicó elGallardosaurio, un pliosaurio, a este insustituible colabora-dor de la ciencia, que con su trabajo ha contribuido a quehayamos podido adquirir los conocimientos actuales acercade los primeros pobladores del Caribe primitivo.

Cuando uno encuentra un hueso de alguno de aquellosanimales antiquísimos, es como si hallara un tesoro. Si en-cuentra varios, el descubrimiento es toda una historia reco-gida en un pedazo de roca. A menudo los paleontólogosencontramos solamente huesos fragmentados o dientes aisla-dos, y con estos elementos será necesario reconocer cuáleseran esos animales en el pasado remoto. Por eso cuando co-mento con un amigo que encontramos una ballena, general-mente me miran entre la duda y el asombro y me preguntan:

—¿Y cómo llegó ese animal hasta el medio de la isla?Entonces explico que se trata de una ballena fósil, que

tiene de unos catorce a dieciséis millones de años —aquí losojos se vuelven esferas, las cejas se tuercen y la boca se abreen señal de incredulidad—, pero que de ella solo aparecióun diente.

—Aaaahhhh —respira profundo el interlocutor, ya total-mente confundido.

Los paleontólogos nos contentamos con un elemento re-presentativo, por sencillo que sea, para reconocer un animalprehistórico. Por ejemplo, conocemos de un mono por unastrágalo, de la ballena o de un tiburón por un diente, de uncocodrilo por una placa dérmica, y de un gusano marino porla huella que dejó al andar por el fango hace cincuenta ycinco millones de años. Así es la paleontología, una investi-gación histórica forense, en la cual se descubre al individuopor las huellas que dejó hace mucho, pero mucho tiempo...

Entre los restos fósiles de reptiles que han podido identi-ficarse en Pinar del Río se cuentan: pliosaurios, cocodrilos

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marinos, plesiosaurios, ictiosaurios, tortugas marinas y pte-rosaurios. Muchos de estos animales se extinguieron hacesesenta y cinco o más millones de años, dejando el espaciovital a los anfibios, reptiles terrestres, aves y mamíferos, al-gunos de los cuales —ballenas, manatíes, vacas marinas,focas y delfines— conquistaron el medio marino y hasta hoypueblan los océanos del mundo junto a los peces y otra plé-yade de nadadores y forrajeros de los fondos.

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En los mares que circundan Cuba se encuentran muchosquelonios, reptiles chatos de modelo lentiforme, que se des-tacan por su gran talla y la hermosura de sus carapachos.

Cuatro son las especies propias de esta región: caguama,carey, tortuga verde y tinglado; de ellas, las dos primerasson las más comunes. Uno de estos animales puede llegar apesar más de 300 kilogramos. No es raro encontrarlos flo-tando a la deriva en las aguas poco profundas de nuestraplataforma insular, o navegando a media agua, quizás enbusca de alimento.

Los quelonios surgieron hace unos ciento sesenta millo-nes de años, y su forma ha evolucionado poco desde entonces.

Hacia el canto del veril

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En Cuba se han encontrado sus carapachos fosilizados enrocas de diversas edades. En Pinar del Río, Juan Gallardodescubrió un carapacho bien conservado en roca caliza ne-gra del Jurásico Superior, de ciento cincuenta millones deaños de antigüedad. Otros caparazones, de catorce a dieci-séis millones de años, del Mioceno Inferior, han aparecidofosilizados en lechos rocosos de La Habana, Matanzas ySancti Spíritus. En aquel entonces habitaban las aguas pocoprofundas que cubrían la mayor parte de lo que es hoy la islade Cuba y su plataforma insular. Estos restos fósiles se ate-soran en las colecciones científicas del Museo Nacional deHistoria Natural de La Habana, donde uno de ellos está ex-puesto al público.

También en los sitios arqueológicos de aborígenes cuba-nos se han encontrado piezas óseas de quelonios marinos,evidencia de que estos reptiles formaron parte de la dieta deaquellos hombres. Los navegantes españoles referían que,al navegar por los fondos poco profundos que rodean a Cuba,constantemente sentían el golpear de las tortugas marinascontra los cascos de las embarcaciones. En aquella épocaeran muy abundantes, y, posiblemente, muy torpes.

Con el desarrollo de la civilización y de las artes de pesca,el hombre se ha convertido en el más cruento perseguidor delos quelonios marinos, de manera que se consideran en peli-gro de extinción. Por eso, para evitar su desaparición, handebido tomarse serias medidas que prohíben su caza y res-tringen la venta de artículos de artesanía confeccionados consus carapachos. Otra iniciativa importante ha sido el desa-rrollo de viveros para mejorar la eficiencia reproductiva delas especies y el cuidado de las playas donde las hembrasvienen a desovar.

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Uno de los primeros viveros establecidos en Cuba lo creóPedro el Negro, en un pequeño cayo del archipiélago de lasDoce Leguas, al sur de Camagüey. Este cayuelo era de muypequeñas dimensiones y, para colmo, la acción erosiva delas olas reducía palmo a palmo su ya exigua superficie. Antela posibilidad de que desapareciera, como ha ocurrido conotros cayuelos del archipiélago Jardines de la Reina, Pedro,con la ayuda de algunos pescadores, construyó una serie depalizadas alrededor del cayo y las rellenó de piedra y arena,creando así, con mucho esfuerzo y pocos recursos, una pro-tección contra la erosión del cayuelo actual. La quietud pri-mitiva de esos parajes, sus inagotables bellezas naturales, lafuria de los elementos y la ausencia de toda huella de civili-zación, acompañaron allí a Pedro y sus amigos durante lar-gas jornadas.

En la actualidad existe un número de playas en Isla de laJuventud, Cayo Largo del Sur, Guanahacabibes, Varadero yotras costas donde se protegen los nidos de las tortugas.

Para atender un vivero de quelonios se requiere gran aco-pio de paciencia, profundo conocimiento de los hábitos deestas especies y, sobre todo, un gran amor por estos anima-les y su medio.

La primera tarea es recorrer las playas solitarias tratandode localizar los sitios de desove y, lo más importante, deter-minar aproximadamente el tiempo que tienen esos huevosde haber sido enterrados. Las hembras de los quelonios deso-van en verano hasta tres veces, y en cada ocasión ponende 100 a 200 huevos que tardarán entre 45 y 60 días enincubarse.

Cuando falta poco para que nazcan los pequeñuelos, se-gún la cuenta de los especialistas, los huevos son trasladados

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con gran cuidado hacia el área del vivero, donde se vuelvena enterrar en la arena en condiciones semejantes a las origi-nales, y el lugar se cubre con una trampa de tela metálica.

Poco tiempo después de romper sus cascarones, las tor-tuguitas, de 2 a 3 centímetros de longitud, comienzan a excavarla arena hasta salir a la superficie y, empujadas por la fuerzade su instinto, tratan de llegar al mar abierto. Es asombrosoel hecho de que estos animales, que por vez primera ven laluz luego de estar enterrados en la arena, toman correcta-mente el camino más cercano que los lleva hacia el mar.

En ese momento, si no se protegieran y se dejasen seguirsu instinto, una gran parte moriría devorada por los cangre-jos, los pájaros o los peces. Pero en los viveros esto no ocurre,pues son trasladadas a estanques de agua salada y protegidasde sus enemigos por una pared de tela metálica.

A medida que van creciendo, las tortugas son llevadas adistintos estanques a fin de mantenerlas separadas por edady tamaño, ya que las mayores pueden dañar a las pequeñas.Periódicamente sus carapachos tienen que ser cepillados,pues el musgo que les crece llega a dificultarles el movi-miento. Así transcurre la vida en el vivero, hasta que elquelonio alcanza un tamaño que le garantice su desarrollofuturo, libre de grandes peligros. Entonces, no sin nostal-gia, decenas de tortugas son dejadas en libertad y se dirigennavegando hacia el canto del veril, en el borde de la plata-forma insular.

Quizás algún día, si te encontraras con una caguama o uncarey nadando en las aguas poco profundas que rodean aCuba, recuerdes que en cierta medida este animal le debe lavida a la labor paciente de un pequeño grupo de hombres.Quizás en ese mismo momento alguno de ellos camina por

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una playa solitaria en busca de los desoves. Quizás se estáponiendo el sol, y el cielo, el mar y la playa se han teñido derojo, y las olas, con su espuma multicolor, se estrellan con-tra una palizada donde unos hombres tararean una vieja can-ción. Acaso un enorme carey se arrastra pesadamente sobrela arena de la playa, acudiendo a la inexorable cita que leimpone su instinto secular...

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Una fresca mañana desembarcó en la playa un pequeño gru-po de hombres. Sus pulmones se llenaron del aire cargadode aromas silvestres. Ataviados con pantalones cortos, seinternaron en el cayo, uno tras otro, siguiendo un estrechotrillo, solo frecuentado por la fauna local. Uno de ellos ex-traía con un martillo fragmentos de roca del suelo, los exa-minaba y anotaba algo en su cuaderno. Su compañero máscercano guardaba dichos fragmentos en pequeños sacos ro-tulados.

Fue entonces cuando aparecieron ellas. Hermosas y ro-bustas hembras. Primero dos o tres, después algo más deuna docena. El grupo de hombres se animó. Pero más tardeeran muchas, cientos. En pocos minutos tenían el cuerpo

Diario de un mosquito

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tapizado de puntos de color negro que les chupabangolosamente la sangre. Todo fue movimiento continuo. Poruna parte las mosquitas y por la otra los hombres, quienesno daban a vasto para azorarlas.

La retirada se convirtió en estampida. Llegaron a la playaen desbandada, seguidos de mosquitosas nubes negras queno les dieron paz hasta levar anclas y poner proa al mar abier-to. Atrás quedaban la naturaleza virgen, el canto de las ga-viotas y el arrullo del mar sobre la arena.

LunesBsss… Una manada de hombres apareció en cayo Sabimos-quital. Bsss… Las hembras dicen que tienen la piel suave,menos uno. Bsss… Los hay con distintos sabores y hastacon sazón a mariscos. Bsss… Las hembras los prefieren alos caballos y puercos salvajes. Bsss… Muchas fueron a re-cibirlos, unas para probarlos, las más por simple curiosi-dad. Bsss… Gran animación por la visita. Bsss… Clotilquitacomunicó con cayo Guajabasquito, para coordinar recibi-miento allá. Bsss…

Al día siguiente se aprestaron a desembarcar en Cayo Gua-jaba. Como precaución vistieron camisas de mangas largas,pantalones, sombreros, medias gruesas, y se empavesaroncaras y manos con repelente. Tocaron la playa por la tarde,cerca de unas colinas situadas al sureste del cayo. El pesca-dor que se desempeñaba como guía tenía un molesto doloren el bajo vientre y se retiró hacia un lugar apartado. El restodel grupo se quedó observando el terreno. Calma chicha.

Al momento el guía llegó corriendo, agitando manos ypiernas, seguido por una animada nube de mosquitos. Seacabó la paz. Entraron a lo profundo del cayo saltando ymanoteando como poseídos, con el cuerpo cubierto de dípteros

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linfófilos que alargaban sus trompas para picarlos, aun a tra-vés de la ropa. De regreso al ferrocemento, todos tenían lapiel colorada y cubierta de ronchas y protuberancias.

MartesBsss… La manada llegó al cayo. Bsss… Se alimentan depiedras que pican con una pata de hierro. Bsss… Se muevena saltos y agitando las alas con torpeza. Bsss… No logranvolar. Bsss… Tienen la piel perfumada. Bsss… Las hembrasestán muy contentas. Bsss…

Esa noche corría una fuerte brisa, así que el patrón decidiófondear cerca de la costa, en la bahía de La Gloria. El nom-bre geográfico era una verdadera sugerencia. El cocinero lesofreció un exquisito enchilado de cobo, que aunado a la ne-grura de la noche, los incitó a un temprano reposo. El vaivénde la embarcación se tornó más suave, como el movimientode un mecedor infantil.

Poco a poco el silencio nocturno fue rasgado aquí o allápor un sonido leve, zumbante, mosquitófono. Primero enuna oreja, después en las dos.

—¡Leven anclas! —gritó el patrón, y en breves minutosel ferrocemento se dirigía a toda máquina lejos de La Gloria,con los camarotes repletos de mosquitos y la tripulación subi-da a los palos. Alguien dijo que cuando el mal es de picar, novalen brisas nocturnas. Mucha sabiduría encierra esa frase.

Entrada la mañana desembarcaron en Laguna de Calaba-zas, localidad de la costa norte de Camagüey. Avanzandopor la planicie costera, casi se dan de bruces con una fiera demal aspecto, baja, hocicuda, que a la vista de aquellos hom-bres emprendió una impetuosa carrera. Dos o tres disparosde fusil la animaron en su estampida, hasta que se la tragó lamaleza. Poco más tarde regresaron a la embarcación cabiz-bajos, con los estómagos contrariados.

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MiércolesBsss… Las hembras pasearon anoche en cascarón. Bsss…Dicen que fue muy romántico. Bsss… La manada de hom-bres llegó con la luz a la tierra grande. Bsss… Uno tieneuna pata de fuego. Bsss… Hembras muy asustadas. Bsss…Ellas no fuman. Bsss… Todos tienen sazón de marisco. Bsss…

De regreso a los cayos, tomaron por el canal de marea quesepara Cayo Sabinal de Cayo Guajaba, y la corriente impul-saba al ferrocemento tanto como su propio motor. Dejaronatrás, cerca de la costa, las tumbas de tres haitianos muertosen un naufragio. Navegaron toda la noche hasta Cayo Ro-mano donde pernoctaron, cerca de Versailles.

Con la salida del sol, incursionaron en el cayo y tomaronel camino que conduce a la granja local. Miríadas de mos-quitos amarillos les picaron todo el cuerpo con increíble fre-nesí, sin respetar ropa ni repelente. Las hembras corasí, queasí se apodan esas rubias, son tan fieras que obligan al gana-do a internarse en el mar cuando se revuelven, y hasta pue-den matar de fiebre a un hombre. Habrá que saber cómo susmachos se las entienden con ellas, pues estos estudios pue-den ser de gran interés paraalgunos hombres.

En la granja almorza-ron arroz con jicotea,tachinos, leche y café, ysobre todo, descansaronla piel que les ardíacomo fuego. Los veci-nos de la granja vivenen casas con dobleprotección contra la pla-ga, pues, según ellos,cuando esta se alborota

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les impiden salir en dos o tres días. Por la tardecita apenas senotaban los mosquitos, así que pudieron completar su traba-jo de recoger muestras de las rocas del cayo y regresar alferrocemento.

JuevesBsss… La manada apareció en Cayo Romanocí. Bsss… Yacasi vuelan. Bsss… Comieron mucha piedra. Bsss… Se lesvio más briosos que nunca. Bsss… Como si estuvieran muycontentos. Bsss… Visitaron el nido de la manada local. Bsss…Se fueron cuando las hembras estaban conversando. Bsss…

Este fue el último día en que aquellos hombres disfrutaronde la naturaleza de los cayos. Por la mañana pusieron proa aNuevitas, tomando por el brazo de mar situado entre la barre-ra coralina y los cayos, donde las aguas no están agitadas yla navegación es más agradable. La vista se recreaba conaquellas bellezas, propias de un verdadero paraíso tropical.¡Qué hermosas playas de cocoteros y uvas caletas! ¡Qué are-nas más finas! ¡Qué aguas tan cálidas y cristalinas! Un pai-saje donde lo inesperado parece aflorar en cada remanso.

ViernesBsss… Bsss… La manada de hombres se alejó hacia el aguagrande en su cascarón… Las hembras están desconsola-das. Bsss… Bsss… ¡Qué difícil les será acostumbrarse denuevo a la sangre de caballos, toros y cerdos! Bsss… Bsss…Son tan huraños. Bsss… Bsss… ¡Qué breve es la felicidad!Bsss… Bsss… Bsss…

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Corría el invierno de 1973, cuando realizaba estudios geoló-gicos en la parte meridional de la Sierra del Cristal, cerca dela antigua Comandancia del Segundo Frente. Cada día, du-rante casi dos meses, recorría a pie los trillos de la montaña,las cañadas, los hermosos valles.

Si bien nuestro trabajo consiste en estudiar las rocas, eldiario contacto con los campesinos constituye una fuente deanécdotas e historias que nos enseñan de la vida, creencias ycostumbres de nuestros campos. Sería interminable tratarde referir las numerosas narraciones que tuve la fortuna de

El altar de la virgen

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escucharle contar a los vecinos de aquella región, pero hayuna en particular, que por su interés quisiera reseñar.

Conocí de este asunto gracias a un viejo arriero, quien,con sus mulas en caravana, condujo mis muestras y equipajedesde el caserío Achotal hasta el valle de Santo Domingo.Este recorrido se hace siguiendo el curso del río Sagua deTánamo aguas arriba, para después pasar la loma El Portóny descender por su ladera norte hacia el valle del río SantoDomingo. El camino es de unos siete kilómetros, pero a pasode arria se necesitan casi tres horas para recorrerlo.

Tres horas en que el viejo arriero no dejó de hablar ni unminuto, relatándome las más increíbles historias con la se-riedad de un árbol. Inmutable, me indicó que en las lomas deSal Si Puedes vivía un majá que “canta como un gallo: enor-me animal que corre tan rápido que nadie ha podido verlo”.Me habló de una cotorra que “invita a café a cuanto cami-nante pasa frente al bohío”. Me refirió que “el río había cre-cido durante el ciclón Flora de tal manera que se llevó variascasas con todo y la gente dentro, a las que no les sucedióotro percance que tener que mudarse con cobija y todo hastasu lugar de origen”.

Siguiendo el paso de los mulos, pasamos por el lugar don-de el río Majimiana intercepta al Sagua de Tánamo, cuando,señalando con su gruesa y arrugada mano, me dijo:

—Allí, en ese río, a dos leguas de aquí, hace muchos añoshabía un altar con una virgen enorme. Nadie sabe lo quepasó, pero un día la virgen desapareció sin dejar huellas yquedó allí el altar.

Dicho esto, continuó con sus interminables relatos sobrelas cuevas de dos pisos, la mina de oro de Luque y el mun-do colorado. Sin embargo, yo no lo escuchaba ya. ¿Seríacierto lo de la virgen? ¿Sería posible que en un lugar tanalejado como este hubiera existido un monasterio o algunaiglesia? La posibilidad era interesantísima y, aunque no soyarqueólogo, me propuse visitar aquel paraje al día siguiente.

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El resto del viaje lo pasé planeando lo que debía hacer siencontraba las ruinas y tratando de intercalarle algunas pre-guntas al arriero, pero este no hacía caso de mis palabras.Hablaba sin cesar, pausadamente, sin mirarme. Quizás no leimportaba si yo lo atendía o no. Tantos años andando por loscaminos de las montañas tal vez le habían enseñado el len-guaje de los árboles y los animales. Quizás él no hablabapara mí, sino para sus mulos.

El resto del día estuve bastante ocupado organizando lascosas en mi nuevo campamento, una casa de almacenar cafédurante la cosecha. Ya entrada la tarde fui a visitar a misnuevos vecinos, la familia Luque, y entre un tema y otro leshablé de la virgen del río. Ellos no conocían nada al respec-to. La noche se me hizo extremadamente larga. No sé cuán-tas veces desperté buscando el reloj, que siempre me traía lamala noticia de que faltaba mucho para la mañana.

Muy temprano, con el cuerpo entumecido y a bostezo vivo,emprendí el camino casi a ciegas, porque una espesa neblinarellenaba el fondo del valle. Tenía que caminar despacio, decierto modo haciendo tiempo para que el sol levantara laneblina y no seguir tropezando con los obstáculos del camino.

Al llegar al río Majimiana, ya la mañana estaba totalmen-te despejada. Mi excitación crecía por momentos. Tomé lamargen izquierda del río, aguas arriba, pues era la única tran-sitable. La margen derecha coincidía con un farallón verti-cal, labrado por el río en rocas calizas blancas, divididas enlajas horizontales de treinta a cuarenta centímetros de espe-sor promedio, que se destacaban en paralela secuencia. Lamargen izquierda era llana y arenosa, con una escasa vege-tación que me facilitaba el paso. Más corría que caminabaen tanto trataba de descubrir algo que pareciera un altar omonasterio. Vuelta a la derecha, vuelta a la izquierda, el caucese empeñaba en impedirme ver muy lejos, y a pesar de ladistancia recorrida, no aparecía nada. Comencé a dudar de

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las palabras del arriero. ¿Sería esta otra historia como la delmajá o de la cotorra?

Al salir de una curva del río, el cauce se ampliaba y lasladeras se suavizaban un poco. La izquierda estaba cubiertade árboles y la derecha sembrada de grandes trozos de cali-za. En medio del cauce, como desafiando la fuerza de lasaguas, se alzaba majestuoso el solitario altar de la fugitivavirgen. Lo encontré cuando ya no lo esperaba: era increíble-mente cierto.

En realidad es un objeto maravilloso. Una inmensa lajade piedra blanca, gruesa y muy pulida, yacía horizontal, atra-vesada en el cauce del río. Bajo ella rugían las aguas que nollegaban a cubrirla. Del otro lado del cauce, en la margenderecha, se alzaba vertical otra gran laja de contorno trian-gular no tan gruesa, también muy pulida, que se encontrabaen completa perpendicularidad con la primera. Entre ambasno existía casi espacio, como si hubieran sido colocadas contodo cuidado. El conjunto, en justicia, era comparable a unaltar, por su majestuosidad, por su estructura.

Durante largo tiempo estuve recorriendo ambas márgenesdel río buscando indicios, incluso subí varios cientos demetros aguas arriba a fin de obtener una clara visión del con-junto. Buscaba al milagrero que construyó tan curiosa obra,y lo encontré allí, en el paisaje.

La hipótesis más directa es suponer que el altar constituyeuna obra de la naturaleza. Como la margen derecha del ríoes bastante vertical y está constituida por rocas calizas enforma de lajas gruesas paralelas, es posible que, ocasional-mente, alguna de estas lajas se desprendiese y deslizara la-dera abajo hasta llegar al cauce del río, de tal modo que quedóatravesada en el curso de las aguas. Este proceso se ha repe-tido muchísimas veces a través de varios cientos y miles deaños, pero lo más común es que dichas lajas se fracturen enmuchos pedazos, que son arrastrados por el río crecido oquedan atrapados en el talud.

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Después que la primera laja quedara atrapada en el cauce,en otra ocasión, otra laja cayó y se insertó verticalmente jun-to a la anterior. Esto es posible por la velocidad que puedenalcanzar los pedazos rocosos al descender ladera abajo. Conel tiempo, las aguas del río pulieron ambas lajas hasta darlesu aspecto actual.

Según esta hipótesis, la naturaleza conjugó las leyes físi-cas y geológicas para entregarnos una hermosa obra. Sinembargo, no se puede descartar que en un pasado remotoalgunos humanos hayan aprovechado la existencia de la grue-sa laja atravesada en el río, y colocaran la otra para crear unsitio de culto. Esta es una posibilidad que no puede ni afir-marse ni negarse, pues no hay evidencias. Quizás cimarro-nes o haitianos fueron los hacedores de este altar, pero meacerco más a creer que fueron las fuerzas naturales.

Hace pocos años pude, felizmente, regresar hasta el sitiodel Altar de la Virgen. Allí estaba en toda su majestuosidad,a pesar de huracanes y terremotos, a pesar del andar de loscampesinos que lo usan de puente. En esta ocasión le tomévarias fotos, cosa que me fue imposible durante mi primeravisita, pues al llegar al lugar encontré que a mi cámara se lehabía terminado el rollo y era el último que me quedaba.

El Altar de la Virgen es una maravilla de nuestra naturale-za que debería protegerse como monumento local.

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IHabía una vez, hace muchos años, un pequeño arroyo queserpenteaba por la planicie camagüeyana. Brotadas de losmanantiales en las lomas, sus aguas se hundían entre palma-res y montes hasta alcanzar la costa pantanosa y desaguar enlos Jardines de la Reina. Allí, en sus riberas, pululaban loscocodrilos, las iguanas, las jicoteas. En los árboles, junto altocororo y la cotorra, andaban las jutías y los camaleones.El aire fresco estaba colmado del canto de los pájaros y losmil rumores del bosque salvaje. Un día transcurría tras otrocon el pulso apacible de la manigua libre de la presencia hu-mana.

Pero una tarde de otoño, la hechicera de los montes cabal-gó sobre aquellas tierras. A su paso, las nubes grises taparonel sol, y una rara calma se apoderó del ambiente. Los almiquíes

Un bosque encantado

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y las jutías se refugiaron en sus madrigueras, los pájaros seacurrucaron bajo las ramas frondosas y otros escaparon enbusca de la luz. Del sur soplaron las primeras ráfagas quesacudieron la arboleda, arrancando flores, hojas y frutos. Losárboles quedaron desnudos, los animales huyeron en des-bandada. En pocas horas el cielo se desplomó sobre la tierra,aplastando toda esperanza. Las palmas se inclinaban a unlado y otro y, despeinadas, se partían en pedazos tratando depegarse a la tierra anegada. El modesto arroyo se trasmutóen río, luego en mar de fango cargado de cuerpos de anima-les muertos y ramas, donde bogaban insectos marineros. Losárboles, temerosos de la noche, levantaron sus raíces tratan-do de escapar, pero se enredaron con las palmas caídas en uncomplicado amasijo de vegetación. Todo el valle se cubrióde arena y fango hasta las colinas. Se llenó de muerte aque-lla vida.

Así pasaron las noches, hasta que un día brilló de nuevoel sol y un pájaro pasó por el cielo azul. Con el tiemporetoñaron las semillas y del suelo baldío regresó el bosque, ylos animales, alegres con su casa nueva, se asentaron en lasfrescas riberas del pequeño arroyo cantarino.

—Óigame, compay, así como se lo voy diciendo. Cogí elhacha, y cuando le solté el brazo a aquel tronco..., óigame,echó más chispas que un tizón, como si tuviera fuego den-tro. ¡Pero eso no es na! El cabo del hacha se partió y la muydesgraciá me brincó parriba, que si no me aparto..., bueno,pues que no le hago el cuento.

IIEn la vertiente sur de la llanura camagüeyana se destacan lasalturas de la Sierra de Najasa, de la cual brotan una serie dearroyos que vierten sus aguas en el río Sevilla. En las orillas

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de estos arroyos se encuentra, entre otros, el yacimiento demaderas petrificadas del Chorrillo.

Pude visitar dos veces esta zona allá por los años 80, en lasegunda ocasión con la valiosa compañía del campesino Joa-quín Rodríguez Mayo, buen conocedor del terreno y granentusiasta de la botánica. Juntos recorrimos los mismos sen-deros que hace casi un siglo condujeron al padre escolapioPío Galtéz hasta el bosque de piedra. Este señor publicó elprimer estudio de esos restos fósiles, donde identificó cin-cuenta y seis especies vegetales, entre ellas: guano prieto,palma cana, palma corojo, palma real, guásima, majagua ycaoba. Pío Galtéz llegó a la conclusión de que las maderaspetrificadas pertenecen a especies que aún en la actualidadviven en la región. Años después, el también escolapio Mo-desto Galofré volvió a examinar las maderas fosilizadas,colectadas e investigadas por Pío Galtéz, y llegó a la conclu-sión de que las identificaciones existentes no eran totalmentecorrectas, pero de todos modos las plantas se correspondíancon representantes del bosque moderno. Esto quiere decirque no son muy antiguas, cuanto más algunos cientos o mi-les de años. En los días cuando los padres escolapios visita-ron la finca La Estrella, los troncos de los árboles de piedrase erguían mirando al cielo, emulando con sus congéneresdel bosque. Hoy yacen derribados por el piso y fraccionadosen pedazos, muchos enterrados bajo el suelo fértil que ali-menta la vegetación actual. Pero las fracturas que se obser-van en los troncos de piedra no son astilladas e irregularescomo ocurre si un tronco vivo es partido con fuerza. Estonos dice que se fraccionaron ya después de petrificados.

Sin embargo, la cuestión que más ha preocupado a la cien-cia, en relación con las maderas fósiles, ha sido su origen.

La primera idea fue suponer que estos árboles eran delCretácico, y como databan de muchos millones de años atrás,

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en aquel pasado remoto se habían convertido en piedra. Peroeste punto de vista contradice las conclusiones de Pío Galtézy Modesto Galofré, quienes afirmaron que se tratan de espe-cies modernas, opinión compartida por Joaquín RodríguezMayo.

Buscando una respuesta a aquella interrogante, hicimosobservaciones en toda la zona y notamos que los troncosfosilizados están siempre en el valle cerca de los cauces delos arroyos, y que tanto en las depresiones del terreno comoen las colinas cercanas, hay depósitos de arenas y gravas,otrora depositadas por algún río crecido durante alguna tem-pestad, cuya antigüedad no supera algunos miles de años.En ninguna excavación encontramos restos de semillas, nihojas, ni de las ramas finas propias de la copas de los árboles.

Sobre la base de estas observaciones elaboré la hipótesisde que los árboles del antiguo bosque fueron cubiertos porarena y fango cuando se encontraban en vida, mientras quesus ramas, hojas y frutos fueron arrancados por el viento y lalluvia, que los trasladó lejos de este lugar.

La ciencia conoce muchos ejemplos en otras partes delmundo, donde hay restos vegetales que se convierten en piedraal quedar cubiertos por sedimentos antes de pudrirse. Lostroncos, inmersos en el fango humedecido durante varioscientos de años, sufren un proceso de fosilización denomi-nado sustitución molécula a molécula. De esta manera, cadamolécula orgánica se descompone y cede su lugar a una mo-lécula de silicio (SiO2). La molécula mineral ocupa el mismoespacio y toma la forma exacta de la molécula orgánica, demodo que los rasgos más finos de las células vegetales y latextura de la madera quedan como reproducidos en roca. Así,en el transcurso de unos pocos miles de años, la madera ve-getal se transforma en madera petrificada.

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Hace pocos meses tuve la suerte de volver a visitar la re-gión de Najasa, donde unos colegas de la Empresa GeomineraCamagüey habían encontrado otros yacimientos de maderaspetrificadas a lo largo del valle del antiguo arroyo. Estudiosgeofísicos practicados en la zona demuestran que en la pro-fundidad hay un cauce enterrado, que en el pasado serpen-teaba por la vieja arboleda, hoy visible gracias a la tecnología.Estos trabajos permitieron precisar la hipótesis que tenía so-bre el origen de este bosque de piedra.

Allí supe la triste noticia de la muerte del estimado Joa-quín Rodríguez Mayo, sabio natural que dejó un legado deanécdotas, un jardín botánico, y una familia que guarda sumemoria para futuras generaciones.

III—Óigame, compay, como mismitico se lo estoy diciendo.Allá en el Chorrillo las piedras crecen. Sí, crecen y crecencomo árboles. Se lo digo yo, que lo he visto con estos ojosque se los va a tragar la tierra...

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La ley de la complicación es tan vieja y general como la leyde la gravedad. Ambas actúan sobre el hombre y el mundoque lo rodea, lo mismo de día que de noche, quiérase o no,incluso, aunque no nos demos cuenta. Una de las manifesta-ciones más cotidianas de esta ley —me refiero a la de lacomplicación— es tener que esperar largas horas para entraren la casa, por haber olvidado la llave. A esta ley puedenañadírsele gran variedad de ejemplos tomados del quehacer

El regresoo la ley de la complicación

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cotidiano: pues cuando creemos que ya todo está resuelto,aparece el diablo para poner un detalle.

La ley de la complicación, en su universalidad, se aplicaasimismo al mundo animal. ¿No les parece absurdo que lospobres pájaros tengan que viajar miles de kilómetros, soloporque cambie el clima? ¿No sería más cómodo que el cli-ma se mantuviese estático? ¿Cuántas horas-pájaro de vuelose ahorrarían? Esta ley también actúa sobre el mundo inani-mado. Si inspeccionamos un mapamundi, encontraremosnumerosos ríos que tienen que dar tremendos rodeos antesde llegar al mar, solo porque a lo largo de la costa se alza unsistema montañoso. ¿No sería menos complicado que lasmontañas estuvieran allá donde nacen las corrientes fluvia-les, y nunca atravesadas en su camino? Pero la ley es la ley,y la complicación, complicación, y no ganamos nada conlamentarnos. Traigo a colación estas elucubraciones filosó-ficas por querer narrarles lo que me ocurrió hace unos añosatrás, cuando trabajaba en un lugar recóndito e intrincado dela Sierra del Cristal, allá donde el jején dio las tres voces. Sino fuera por la ley de la complicación, tendría que admitirque aquello fue un extraño sueño, resultado de una sesiónetílica.

Antes de continuar con el relato, quisiera pedir excusas alos habitantes de aquel lugar “recóndito e intrincado” de lasserranías orientales. Les confieso que se me escapó la frase,casi por costumbre. Tienen el derecho de decir que ustedesviven cerca de donde viven, para nada en un lugar recóndi-to, y en todo caso, el que habita en las intrincadas calles deLa Habana, soy yo. Al fin y al cabo esto es relativo. Yo mis-mo siempre me molesto cuando visito algún alejado lugar,como París, Granada o El Cairo, y se me acerca algún luga-reño para informarme que está muy alegre de conocer a al-

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guien que viene de una pequeña isla allá en el lejano Caribe.Como si el Caribe estuviera en otro planeta verdaderamenterecóndito y Cuba fuera uno de los satélites habitados deJúpiter.

Pero bueno...Volvamos al asunto que nos ocupa. Todo comenzó una

tarde, con la llegada del correo que depositó en mis manosun escueto y económico telegrama, donde se me comunica-ba que debía presentarme en Santiago de Cuba dentro decuarenta y ocho horas, con todos mis materiales. Y añadía:“Echepre torsprsste”. ¡Qué alegría! Regresaba al asfalto. Mimisión en las recónditas serranías... ejem, perdón, en las em-pinadas serranías nororientales había concluido.

A la mañana siguiente organicé mi equipaje y, después dealmorzar, me apresté a conseguir una cabalgadura para ir arecoger una caja con muestras de rocas que tenía en CampoLargo, a ocho kilómetros de Calabazas del Segundo Frente,pueblecito donde por entonces me encontraba.

Jacinto tenía el caballo enfermo; Juan José no estaba; aPerfecto le daba miedo que la yegua, que era demasiado brio-sa, me tumbara; Hermenegildo no tenía bestia, si no conmucho gusto; Arnaldo había prestado su burro, y en fin decuentas, la alegría natural con que comencé la búsqueda setornó en inquietud y cansancio. Me encontraba abatido, cuan-do pasó frente a mí Juan José en su hermosa mula. Explicar-le mi problema y montarme en la mula fue una sola cosa.¡Al fin podía irme para Campo Largo!

No había avanzado mucho, cuando escuché los gritos deJuan José que me decía:

—Rubio, monta bien, que me eeesnucas la mula.De momento no entendí lo que quería decir, pero detuve

el animal.

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A mi lado se reunieron varios vecinos con sus caras son-rientes.

—¿Qué pasa, Juan José? —le pregunté, aún sin compren-der nada.

—Pues na, compay, que usté está montao en el cuello delanimal, y se lo va a quebrar.

En efecto, cuando miré hacia atrás, había como diez cuar-tas desde donde yo estaba hasta la cola y, en cambio, teníalas orejas bien a mano. Por más que traté de quedarme fijoen el lugar debido, según echaba a andar la mula, allá iba yoa parar directamente al cuello. En definitiva, después de va-rios intentos, divertidos para todos los presentes menos paramí, quedamos convencidos de que no había nacido paramontar mula al pelo, muy a mi pesar.

Pero no todo son desgracias. Del grupo reunido alrededorsurgió un campesino que me dijo:

—Mire, compay, yo le voy a prestar mi bestia. No es unalazán, pero camina. Con él usté llega a Campo Largo.

Dicho esto, nos dirigimos hacia el patio de su casa, dondepastaba un hermoso ejemplar criollo de color castaño, deunas diez cuartas, con una pata torcida. Viéndolo bien, suaspecto no era como para entusiasmar a nadie, pero a caba-llo prestado...

Después de ensillado el animal, monté de la manera másmarcial que se me ocurrió, tratando de evitar la hilaridad delos presentes, y cual experto jinete grité: “Arre, caballo”,pero este no se dio por aludido. Aparentemente era sordo decañón. De nuevo tomé las riendas con suavidad y grité:“Aaarreee, caballo”, en tanto le enterraba con fuerza los ta-cones de mis botas en la barriga, y de nuevo el bruto meignoró, bajando la cabeza como para comer un poco de hier-ba. Sin quererlo, volví a convertirme en el centro de un deli-cioso grupo de risueños campesinos, gracias a la profunda

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sordera del dichoso caballo. Esto era el colmo de la malasuerte.

A instancias del dueño de la bestia fui hasta un cafetal yrecogí varias ramas de cafeto, con las cuales volví a cabal-gar. Esta vez al grito de: “Aaaarrrrreeeeeee, caballo”, le acom-pañaron fuertes ramazos por la grupa, lo que logró que elanimal avanzara unos pocos metros y se detuviera. Nuevosramazos y nuevos pasos, y así hasta que la rama quedó des-truida, y mi brazo bastante cansado. De más está decir hastadónde llegó mi indignación.

Pero lo último que se pierde es la paciencia. Me bajé deljamelgo, cogí un pedazo de soga gruesa que estaba tirada enel suelo, le hice varios nudos bien junticos, y monté aquelmamífero con no muy buenas intenciones. En esta ocasiónel animal logró comprenderme, pues al primer sogazo porsalva sea la parte, más voló que corrió por el terraplén queconduce a Campo Largo. Todo era alegría y satisfacción den-tro de mí, al fin la inteligencia se había impuesto a la fuerzabruta.

El brioso corcel avanzaba con su fuerte trote, quizás a causade la pata torcida, dejando atrás, metro a metro, extensoscafetales frondosamente sombreados. Brinca que te brincasobre su grupa, me deleitaba admirando el precioso paisajede la sierra, en tanto hacía mil esfuerzos por no salir des-prendido del lomo de aquel tremulante corcel.

Los árboles frondosos, con el follaje de un fuerte verdor,se alzaban hacia el cielo como si supieran que su papel eraproteger del sol a los arbustos de café, rechonchos y carga-dos de granos rojos y amarillos. Habíamos avanzado un par dekilómetros cuando un fuerte aguacero, acompañado de ra-yos y truenos, vino a refrescarme el cuerpo. Es imposibleimaginar lo insoportable que resulta tratar de mantenersesobre un caballo trotón, a todo galope, bajo una fortísima

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lluvia. En aquellos momentos vinieron a mi mente gratosrecuerdos de la noche en que llegué por vez primera a Cala-bazas, bajo una lluvia de iguales proporciones. Pero no voya contar los detalles, porque aquella vez fue todo muy com-plicado y terminé tropezando de frente con un grueso troncode árbol, que debido a la oscuridad y la ventisca, apareciósúbitamente atravesado en mi camino.

Nuevos truenos y el corcovear de la cabalgadura me ex-trajeron de aquellos recuerdos. Tenía la necesidad de gua-recerme, pues el agua arreciaba, y el animal, por algunarazón, trataba de morderme las piernas. Así fue que diviséuna casona a la izquierda del camino, en apariencia solita-ria, y hacia ella conduje el trote del cuadrúpedo. Llegamosal lugar, y ambos, caballo y jinete, nos resguardamos alegre-mente bajo el portal. No había acabado de dar un profundosuspiro, cuando salió de la casona un grupo de muchachos,quienes a gritos se quejaban de que yo hubiera metido alcaballo dentro de la escuela. No tuve más remedio que sa-carlo, y después, un tanto apenado, irme yo también.

Por fortuna la lluvia comenzó a menguar y pude seguir micamino sin más tropiezos hasta llegar a un río cercano aCampo Largo, el cual, como era de esperar después de talaguacero, estaba crecido. Ya me disponía a proferir algunasmaldiciones, cuando divisé, al otro lado, un grupo de bull-dozer de la brigada que construía la carretera entre Guantá-namo y Sagua de Tánamo. Durante unas semanas yo habíacompartido el campamento con ellos en Palmarito, así quepude reconocer al indio, Cuba, Come Come y otros viejosamigos, quienes me ayudaron a superar la enfurecida co-rriente. Amarrados de sendas sogas tiradas desde ambos ladosdel río, caballo y jinete cruzamos aquellas aguas turbulentas.

Me despedí de estos compañeros en cuanto cesó por com-pleto la lluvia, y sin más dificultades —aunque parezca ex-

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traño—, llegué a Campo Largo. Sí, largo había sido el supli-cio para llegar a este campo, pero allí estaba, con mis gratoslejanos recuerdos y los no tan gratos recuerdos cercanos. Estefue mi primer campamento en la región, el cual pertenecía ala brigada que construía una secundaria básica rural enSabaneta, con el tiempo devenido en el Centro Universitariode la Montaña. Con ellos compartí casa y comida, y las pe-queñas alegrías cotidianas.

Meses atrás llegué a Campo Largo una noche oscura, des-pués de un largo viaje desde Santiago de Cuba. Allí me dejaroncon mochila y mapas, martillo y brújula, hambre y cansan-cio. Dormí como era menester, y al despertar aquella maña-na soleada y hermosa en la campiña cubana, me di cuenta deque estaba totalmente perdido. No tenía la menor idea delsitio donde me encontraba, y para un geólogo esto es funes-to, pues mi tarea era llevar al mapa los tipos de rocas pro-pios de la región. Cómo podría yo indicar en el mapa quérocas había en cada lugar, si no tenía ni la más remota ideadel lugar. Lo cierto es que estuve dos días buscando mi ubi-cación, para lo que me fue imprescindible entrevistar a unoscuantos campesinos y subir una montaña cercana desde dondepude divisar todo el valle y situar el campamento en el mapa.

Pero volvamos a los asuntos de aquella jornada pluviosa.Eran más de las cuatro de la tarde, cuando me alejé del cam-pamento de Campo Largo. Aunque al peso de mi cuerpo añadíel de una enorme caja de piedras colocada sobre mis pier-nas, mi querido bruto se comportó a las mil maravillas. Nohice más que montar sobre su lomo y arrancó a paso ligerohacia Calabazas, a pesar de su pata torcida. Era evidente queél también deseaba regresar a sus predios, pues no tuve ne-cesidad de hacer uso de la soga anudada. Cruzamos el río,de nuevo con la ayuda de mis amigos, y marchamos por elcamino ya conocido con la seguridad de que no encontraríamos

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nuevas dificultades. El cielo se había abierto en un azul ro-tundo y una fresca brisa perfumaba la caída de la tarde.

Trotando y trotando, llegamos a un lugar donde el caminose estrecha hasta convertirse en trillo, de modo que mi fielalazán se detuvo y, para mi asombro, se puso a pastar tran-quilamente. Dicha sea la verdad, a aquellas horas yo no es-taba para esperar por merienditas caballunas, así que hicecantar a “la nudosa”, y gracias a mi insistencia, la bestia sepuso en movimiento, no sin antes tratar de morderme laspiernas y retroceder tercamente. Ante nosotros había un pe-queño charco, pero ¿acaso era de preocuparse que el muypenco se enfangara las patas?

Sin embargo, el animal resultó ser un visionario, pues elpequeño charco era en realidad un profundo agujero y, alprimer paso, caímos los tres hasta el nivel de mi cintura enun inenarrable fanguizal. El pobre hizo mil gestiones parasalir del agujero, en tanto yo hacía las mías para no caermede su grupa ni soltar la caja llena de piedras. El chapoteo fuede altura, al punto que, cuando logramos salir del lodazal,estábamos caballo, caja y jinete pintados a brocha gorda conel más grosero fango que pueda imaginarse. En resumen, seme había estropeado la única ropa limpia que tenía, con lacual pensaba vestirme al día siguiente para el viaje de regre-so a Santiago de Cuba.

Cuando hice mi entrada triunfal en Calabazas, casi a lasseis de la tarde, la risotada no se hizo esperar, y tuve quereferir varias veces la historia a los felices vecinos que pre-senciaron mi llegada. Esa noche lavé la ropa e hice una fo-gata para tratar de secarla. Casi a las diez, completamenteexhausto, pude al fin reposar de un día tan azaroso. La no-che negrísima, con tantas estrellas como solo pueden con-tarse en los montes alejados de toda civilización, cubrió mihamaca, y los ojos se me cerraron de sueño.

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Al llamado de los gallos, mientras el sol esperaba paraasomarse en lo alto de las montañas, abrí los ojos en la pe-numbra matinal, y noté que se divisaban numerosísimas es-trellas aún pendientes de contar desde la noche anterior. Mesentía optimista. Las penas pasadas valían poco en compa-ración con el entusiasmo del regreso a casa. Esa misma tar-de estaría disfrutando del calor hogareño. Los suspiros mebrotaban del pecho cuando me senté a comer una flauta depan en el apeadero de la guarandinga —transporte típico delas montañas orientales que dispone de una escalera parasubir por atrás. Eran las cinco de la mañana, y después fue-ron las seis, las siete, las ocho, las nueve, las diez, las once,y nada. No pasaba ni un solo vehículo hacia Mayarí Arriba,ni llegaba el transporte serrano. Por aquel camino era usualque transitaran muchos carros desde temprano, pero habíallovido el día anterior y, por lo visto, no había gente coninterés en despeñarse por un barranco y hacerse mil peda-zos. La verdad es que esos caminos de montaña son muypeligrosos después de un fuerte aguacero, pues se tapizan delodo resbaloso como grasa. A esta altura, mi paciencia, o loque quedaba de ella, estaba totalmente agotada. Ya no halla-ba qué hacer. Había contado las hojas de los árboles, loscharcos del camino, cantado mi repertorio melódico, perotodo era inútil; no lograba tranquilizarme. Estoy seguro deque Job* en esta situación, hubiera blasfemado y ahora sequemaría satisfecho en el infierno.

Casi a la una de la tarde, el runrún de un motor hizo rena-cer mis esperanzas. Por fin venía algún transporte. En efecto,un enorme camión ruso ZIL, del Ejército Juvenil del Traba-jo, se acercó por el camino y se detuvo frente a mí. Fue tal

* Job: Personaje de la Biblia hebraica que sufrió, uno tras otro, incontables males amano del demonio, los que fueron permitidos por Dios para probar su fe y virtud. Porantonomasia, hombre de mucha paciencia.

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mi alegría que primero monté y después pregunté si podíallevarme a Mayarí. El chofer me respondió que con muchogusto. Se bajó del camión, abrió la capota y se puso a hurgaren el motor. Nada, que estaba medio descompuesto. Mi suerteno me abandonaba.

A todas estas, hacía mucho que había devorado la flautade pan, y por no perder la posibilidad de tomar algún trans-porte, no me había alejado del apeadero ni consumido otroalimento. En ese momento vino a mi mente la imagen deaquella vez en que, con una hambruna comparable, habíallegado a la casa de un campesino, no muy lejos de allí, ycomido masas de puerco y malanga hasta la saciedad. ¡Cuántono daría por tener lo que aquel día había dejado sobre lamesa! A veces uno comprende el valor de lo que tiene, justocuando le falta. Este era mi caso.

Relamía mentalmente una costillita, cuando el ruido delmotor me sacó de la ensoñación. Nos movíamos, las penashabían terminado, comería algo en Mayarí Arriba. El camiónechó a andar y empezó a escalar la montaña que flanquea aCalabazas por el oeste. Desde allá arriba el caserío tenía unaspecto original. Se observaban más de cien casas coloca-das en cualquier orden, como si hubieran caído rodando desdela loma.

Al llegar a la cima, el chofer realizó el cambio de veloci-dad requerido, el vehículo aumentó su aceleración, el motorse apagó, y el camión se detuvo. De nuevo el hambre, y denuevo el chofer tratando de poner en funcionamiento elmotor. Otra vez en movimiento, otra vez la añoranza delplato fuerte en Mayarí Arriba, otra vez el paisaje de los bos-ques tupidos sobre los cafetales.

En resumidas cuentas, no sabría decir cuántas veces sedetuvo aquel dichoso motor, a despecho de mi ecuanimidad,

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hasta que por fin llegamos a un lugar situado a dos kilóme-tros del pueblo, donde el camión rendía viaje.

—¡Gracias, compañero! —le dije al chofer—. ¡Muchísi-mas gracias!

Ya pueden imaginar mi alegría, estaba a solo dos kilóme-tros de Mayarí Arriba, con dos cajas llenas de piedras y unaenorme maleta, y eran apenas las siete de la noche. Todomarchaba según la ley de la complicación, y lo mejor detodo: ninguno de los que montaron al camión durante susmúltiples paradas por el camino seguía para Mayarí Arriba,si se descuentan las dos cajas, la maleta y yo. Pero el ingeniosiempre acude en apoyo del desvalido. Cogí una caja y lamaleta y las cargué unos diez metros hacia adelante. Volvíatrás y traje la otra caja que coloqué junto a la primera. Re-petí esta operación varios cientos de veces, de manera querecorrí más de seis kilómetros en este insólito ejercicio, mien-tras avanzaba apenas uno en dirección a Mayarí Arriba, midestino final.

Cuando me acercaba al pueblo, el método había variadoun poco, gracias a la experiencia adquirida. Para ese entoncesme sentaba sobre una caja y adelantaba la otra empujándolacon los pies, en tanto adelantaba la maleta con las manos.Después me ponía de pie y empujaba hacia adelante la cajaque me servía de asiento. De nuevo me sentaba sobre ella, yrecomenzaba el ciclo en mi pequeño tren sin locomotora.Me sentía como un gusano de seda que encorva su cuerpo alcaminar, haciendo su avance mucho más lento que si pusie-ra todas las patas en función del desplazamiento.

Los primeros vecinos que me vieron en esos trajines posi-blemente se sintieron turbados, pues se detenían, me mira-ban con fijeza y se retiraban con premura. Sin embargo, pocodespués comprendieron mi situación y colaboraron con eltraslado de las cajas, la maleta, y lo que de mí quedaba.

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Por el camino, un jeep que venía de Mayarí Arriba se de-tuvo cerca de nosotros. El chofer hizo señas y acudió uno delos campesinos que me acompañaba. Intercambiaron unaspalabras y el vehículo siguió su camino.

—¿Qué quería? —preguntó un curioso.—Na, saber si por aquí se va pa Calabazas. Viene de San-

tiago a recoger a un ingeniero.Caí al suelo como un globo que se desinfla, balbuceando

una rara letanía:—Echpre trsprsste, echupre trprsste, espere trsprsste, es-

pere transporte, echupre transporte...

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Allá por el año 1959, cuando comencé a explorar las cuevasdel Bosque de La Habana, mi peso corporal no alcanzabalas 120 libras, de modo que podía escalar con facilidad porparedes casi verticales, y descender ágilmente a los más di-fíciles abismos. Recuerdo que para visitar el Salón de lasNieves, de la cueva de Bellamar, tuve que arrastrarme por loque llamamos un “tubo”, en el argot espeleológico, una galería

¿Qué rayosestoy haciendo aquí?

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larga y estrecha, donde apenas pude acomodar el esqueleto.Baste decirles que en aquel intento se me desgarró toda laropa y me gané la gran refriega de mi madre, pues yo no ibapreparado para esta exploración. De la misma categoría dedificultad es un “laminador”, una galería limitada por doslajas, muy unidas, donde uno tiene que aplanarse para poderfranquearla. Cuarenta años después, y con 100 libras más depeso, mis habilidades son casi las mismas (¡ejem!), aunquecon el volumen duplicado, a veces se me presentan algunaslimitaciones.

En aquellos primeros años visitaba las cuevas por purodeporte y afición, pero ahora la exploración de cavernas for-ma parte de mi trabajo profesional, pues ellas constituyenventanas abiertas al interior de las montañas, donde se pue-den estudiar las rocas, las aguas subterráneas, algunos mine-rales, y encontrar fósiles de animales prehistóricos. Con esteúltimo objetivo visitamos, con unos colegas, a mediado delos noventa, la sierra de Colombo, en la Isla de la Juventud, conla esperanza de encontrar restos de mamíferos extinguidos.

La primera cueva que visitamos está en lo más alto de lamontaña, a la que se asciende por empinados trillos que dejansin resuello. Desde lo alto se apreciaba el hermoso paisajede la isla, sus extensas llanuras, las elevaciones marmóreas,las costas arenosas, los manglares, y el mar azul-verdosoque la rodea. A esta altura la brisa refresca el cuerpo comouna bendición, y la boca de la cueva se convierte en la espe-ranza de realizar algún hallazgo interesante, que permita acla-rar los misterios que aún subsisten, referentes a los animalesque poblaron ese territorio en el pasado remoto.

El acceso al interior de la serranía, al subsuelo, se realizapor un agujero vertical, como un pozo, de unos quince me-tros de profundidad, al que se debe descender bajando poruna pared vertical. En este caso lo más conveniente es una

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escala de aluminio y acero. Estas escalas son ligeras ymanuables, pero hay que saber usarlas, o de lo contrario,uno se ve envuelto en una maraña de cables y peldaños, y nologra ni descender ni ascender por ella. Claro que yo estabapreparado para esta eventualidad, pues me había entrenadoen las cuevas de la llanura sur de la provincia de la Habana,donde en muchos casos se desciende por aberturas natura-les, sin paredes, ya que están situadas en el techo de ampliossalones. Por eso me presté a realizar este descenso sin mu-cha preocupación, cuando, apenas bajados unos diez me-tros, me percaté de que el extremo inferior de la escala nollegaba a tocar el fondo del pozo, o dicho en otras palabras,ya la bajada no era el paseo que había previsto. Pero unoestá acostumbrado a todo tipo de sorpresas, y a que las ta-reas aparentemente fáciles terminen por convertirse en verda-deros quebraderos de cabeza. Es la ley de la complicación.

Sin embargo, no hay mal que no tenga solución, y subirno era una opción, sino el ridículo. Ante una situación así, ya usted, lector, le ocurre que se queda colgado en medio deun precipicio, agarrado firmemente a una escala ligera y ma-nuable hecha de cables de acero y peldaños de aluminio, loprimero que tiene que hacer es buscarse un lugar en la pareddonde pueda sostenerse. Es decir, un saliente, un entrante, oalguna otra sinuosidad capaz de servir de asidero para man-tener el cuerpo pegado a la pared rocosa por algunos minu-tos. Dicho así parece sencillo, pero no se debe perder devista que en las cuevas, la visión es escasa, dada la oscuri-dad, y las paredes son usualmente resbalosas; pero —siem-pre hay un pero—, a veces se encuentran raíces de árbolescomo el jagüey, que son excelentes agarres en estas circuns-tancias. Claro, he dicho “a veces”, y por supuesto, la cuevade marras es una de esas excepciones que, dicho de manerasencilla y directa, son simplemente resbalosas y no tienenraíces de jagüeyes u otras plantas arborescentes.

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Para salir de este atolladero uno tiene que contar con ayu-da exterior, es decir, y no se malentienda, con alguien que sehaya quedado a la salida de la caverna, con una soga larga, ycon la fuerza suficiente para sostener 240 libras a plomo,aunque sea apenas unos 10 o 15 minutos; mientras otro, quetambién se quedó afuera, y ya son dos los que componen laayuda exterior, desamarre la otra soga que mantiene atada laligera y conveniente escala de cables de acero y peldaños dealuminio, a una roca o árbol robusto, y la haga descenderunos diez metros más, hasta que la otra punta de la escalatoque fondo, y volver a amarrarla firmemente a una roca oárbol robusto. Estoy seguro de que alguno de ustedes habrápensado que lo mejor hubiera sido llevar una escala máslarga, y tiene razón, o simplemente, desde el mismo princi-pio, haber medido con una soga la profundidad del pozo, ytiene razón, y así les puedo dar la razón en otras veinte pre-visiones que debimos haber tomado. Pero recuerden que es-toy colgado de una pared a 10 metros de profundidad, elsudor me corre por los ojos, me duelen los brazos, y estoypesando ya más de 240 libras, en lo que ustedes hacen todasesas elucubraciones.

Aquel día, a las 11 de la mañana, con hambre, sudoroso,cansado y pesado, no me pregunten cómo, me así fuerte-mente a unos rebordes de la pared rocosa, y esperé casi diezminutos, en absoluto silencio, hasta que mis colegas en lasuperficie zafaron la soga que sostenía la escala de cables deacero y peldaños de aluminio, la bajaron hasta que su otrapunta tocó el fondo, y la volvieron a amarrar fuertemente alrobusto árbol que se erguía cerca de la boca de la caverna.

—¡Hey, ya puede bajar! —me gritaron, y con absoluta ytotal precaución, me despegué de mi azaroso asidero en lapared de marmórea piedra, para, restablecida la posición nor-mal en la escala de cables de acero y peldaños de aluminio,

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continuar bajando hasta alcanzar el fondo del pozo. Llegadoallí, les dije: —¡Ya! Y me tumbé al suelo a repasar los minu-tos recién transcurridos. Los otros dejaron de lado la historiade la ligera y conveniente escala de cables de acero y pelda-ños de aluminio, y simplemente, se deslizaron por la sogalarga que me había servido de seguridad durante el descen-so. Ah, ese detalle lo había olvidado, uno nunca se debe dis-poner a descender a las oscuras profundidades de un pozo/caverna sin estar atado a una soga que sostiene un colegadesde arriba, llamada “de seguridad”, la cual, en caso de quela persona sufra algún golpe, malestar, o desmayo, evita lacaída, pues lo sostiene colgando como un muñeco hasta quepueda ser rescatado. Pero confieso que no me gustó la op-ción de jugar al muñeco colgado durante diez o quince minutos.

La operación de descenso resultó relativamente fácil, demodo que, en pocos minutos, llegaron uno tras otro, y pudi-mos reunirnos al pie del pozo a continuar nuestro trabajo.Desde este sitio la única opción era avanzar por una galeríahorizontal, estrecha, húmeda y fangosa, que se hunde en laoscuridad hacia el interior de la montaña. Por este “tubo”entramos casi 20 metros, a gachas, uno tras el otro, comotren espeleológico, hasta que encontramos una pequeña ram-pa ascendente que se cerraba en una fina grieta, por dondebrotaba una sutil corriente de agua que formaba una pocetade fango colorado y pegajoso. Hasta allí llegaba la cueva.En la superficie del fango colorado y pegajoso, sobresalíanunas protuberancias amarillentas, que resultaron ser huesos.Huesos, ese sí fue un hallazgo, la exploración había sido unéxito. Estábamos alegres y dispuestos a seguir adelante. Yanadie se acordaba de que era tarde en la tarde, que teníamoslos estómagos vacíos, el cuerpo enfangado, que el sudor noscorría por los ojos, que nos dolían los brazos. Había fósilesque extraer, y lo demás, dejó de ser importante.

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Para un paleontólogo es toda una fiesta encontrar restosfósiles. De ahí que, después de acomodarnos frente a lapoceta, sacamos todo el instrumental de excavación, consis-tente de una regla centimétrica, punzones, pequeñas palas,bolsas de plástico, libretas de anotaciones, plumas de tintaindeleble, cámara fotográfica, lámpara de piso, y así, conextrema precaución, comenzamos a extraer las piezas óseas,una a una, hicimos un croquis del lugar en que se encontra-ban, para después poder reconstruir su disposición original,pues parecía tratarse de un esqueleto completo.

Ya sé, ya sé, ustedes se estarán preguntando cómo nosacomodamos cuatro personas en aquella galería horizontal,estrecha, húmeda y fangosa, hundida en la oscuridad del in-terior de la montaña. Pues de ningún modo, nos quedamossolamente dos, y los otros, regresaron reculando. Para ex-traer los huesos, los dos que nos quedamos, dígase clara-mente, en el interior de la galería, debimos acostarnos en elpiso frío, fangoso y pegajoso, uno junto al otro, y proceder arealizar nuestra tarea. La excitación era creciente, pues loshuesos revelaban que se trataba, sin dudas, de un mamíferogrande y robusto, dado el tamaño del esqueleto, pero no separecía a ninguno de los animales extintos de Cuba. ¿Seríauna especie nueva? Pronto encontramos el cráneo y su man-díbula inferior, y allí mismo se aguó la fiesta. La duda quedódisipada, mala suerte nos acompañaba, no se trataba de unfósil, sino de un vil marrano, de la especie europea traídapor los españoles. Toda nuestra alegría terminó de súbito,así son las contradicciones de la vida. Si hubiésemos encon-trado un puerco asado, a la sombra de una arboleda, todosería alegría; pero ese esqueleto de cerdo europeo, enterradoen el fango colorado y pegajoso del interior de aquella ca-verna, era muy mala noticia. Era, realmente sea dicho, lapeor noticia para un paleontólogo, que de repente se percataque era más tarde en la tarde, que tiene el estómago vacío, el

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cuerpo enfangado, que el sudor le corre por los ojos, que leduelen los brazos, y que está acostado en el interior de unagalería oscura, estrecha como un tubo, sobre el piso frío,fangoso y pegajoso, junto al otro paleontólogo que maldecíaen ingles, con todo el equipamiento necesario, disperso yenlodado, frente a aquel inútil hallazgo. No digo más, antetales circunstancias, recogimos todo expeditamente, sinmuchos comentarios innecesarios e inoportunos, y reculamoscuidadosamente, hacia el fondo del pozo por donde había-mos entrado al estrecho tubo fangoso, húmedo y oscuro.

Sin embargo, no dejó de llamarnos la atención un miste-rio: ¿cómo llegó ese cerdo doméstico y europeo hasta aquellugar remoto y cavernario? No hay razón ni seña para pensarque haya sido traído por alguien, ni hay otro modo de llegaral lugar sino andando por medios propios. Esa es una cues-tión sobre la cual deberíamos meditar posteriormente, puesahora, la tarea prioritaria era salir de la cueva.

Ahora bien, si el descenso fue relativamente fácil, pueshacia abajo todos los santos ayudan, la salida fue todo unpoema. El mejor modo de ascender por una pared vertical,oscura, húmeda y resbalosa, de 15 metros de alto, es, sin lu-gar a dudas, una ligera y conveniente escala de cable de ace-ro y peldaños de aluminio, pero esa que habíamos tenidoantes, era muy corta para el caso, y además, estaba afuera dela cueva, donde fue dejada en vista de su inutilidad. La otraopción es disponer de un sistema de alzada llamado “prusic”,que requiere de una serie de aditamentos mecánicos de loscuales no disponíamos en ese momento. Ante tales circuns-tancias, quedaba una sola opción, la peor de todas, la másinsegura y agotadora, la más peligrosa y engorrosa, es decir,ascender a mano limpia por la soga. Y cuando digo “a manolimpia”, no dejo de notar el contrasentido de dicha expresión,ante una cuarteta de hombres embarrados de fango de pie acabeza. Yo, que en el pasado, hace unas 140 libras menos,

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me había visto en estas circunstancias, opté por la variantearañífera, que consiste en proceder a una “caminata” verti-cal, es decir, como si el piso, en vez de horizontal, fuera unapared, siguiendo el ejemplo de las arañas y muchos insectos.A este efecto, puse el pie izquierdo en la pared, me agarréfuertemente a la línea, es decir, a la soga, y me impulsé haciaarriba, como hacen los escaladores de superficies verticalescuando no tienen clavos de anclaje ni botas con pinchos,sino, como yo, muchas ganas de subir. El principal problemafueron las 240 libras, y mis brazos, que no están acostum-brados a izar tal peso. Aquella subida fue extremadamentedolorosa, tenía que enrollar la soga en un brazo para no res-balar, levantar el pie, enrollar la soga al otro brazo, levantarel otro pie, y así sucesivamente, hasta que caí sobre el pisofresco y tibio de la superficie del terreno, con las fibras mus-culares de los bíceps retorcidas y estiradas, la piel de losbrazos desgarrada, y el corazón latiendo de alegría. Al des-pertar de aquella noche febril, los brazos engorilados y elterrible dolor en los músculos, no me permitieron pensar quehabía sufrido una pesadilla. Ni imaginar que estaba porenrolarme en otra, pues había más cuevas por explorar.

Esa mañana ascendimos de nuevo a lo alto de la sierra deColombo, siempre siguiendo un sinuoso trillo de vacas, oavanzando sobre algunas pendientes cubiertas de piedrassueltas, que se escurren entre manos y pies cuando intentasescalarlas. Llegado a lo alto de la elevación, la boca de lacueva me causó muy mala impresión, pues más bien parecíauna mueca, aunque se trataba de una grieta estrecha, hori-zontal y plana, que los espeleólogos llamamos “laminador”,por donde se avanza completamente chato, es decir, medioaplastado contra las lajas, tanto por encima como por debajo.

Este laminador presenta una pendiente empinada, quedesciende algunos metros, y llega al borde de un abismo decasi 10 metros de profundidad. Sí, la misma historia de ayer, un

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hueco profundo, una pared vertical, y para más, una granacumulación de bloques rocosos, de puro mármol, en el fon-do del abismo. No llevábamos la escala, no pregunten porcuál razón, de modo que la bajada tenía que ser a mano lim-pia, utilizando la soga. En este caso, no hay eufemismo, puesteníamos las manos, comparativamente, bastante limpias. Poreso, cuando mis botas tocaron el fondo del abismo, piedrasobre piedra, y pude observar el siniestro paisaje alrededor,donde sobresalían enormes bloques desprendidos del techo,algunos muy recientemente, mis recuerdos viajaron hacia elpasado, cuando en 1960 habíamos tenido un grave acciden-te, en una cueva semejante, con salones sembrados de enor-mes bloques. Y sin proponérmelo, como alarido ancestralsalió de mi boca un grito de horror:

—¿Madre mía, pero qué estoy haciendo aquí?Mis compañeros de exploración me miraron extrañados,

pero ninguno hizo el menor caso. Cada cual siguió en losuyo, mientras avanzábamos por entre los enormes bloquesdesprendidos del techo, y por debajo de ese mismo techo,dotado de suficiente piedra, casi suelta, lista para caer encaso que llegase la oportunidad, conocida por “ley de la gra-vedad universal”. En estas circunstancias, usted, lector, pen-sará con toda lógica que esta experiencia me debió servirpara el futuro, para no enrolarme más en expediciones peli-grosas, a lugares extremos, donde la vida o la muerte sonopciones que están parcialmente en manos del azar; pero seequivoca, uno nunca aprende. De manera que, en muchasotras ocasiones, he gritado para mis adentros aquella frase,sin respuesta alguna, hasta el día de hoy.

Después de avanzar un largo tramo entre los estrechos es-pacios que dejan las piedras caídas, llegamos a un túnel-cobertizo, formado por dos enormes bloques, recostados unocontra el otro, donde nos encontramos, hueso sobre hueso,muy bien conservado, el esqueleto casi completo de un monoafricano. Todo parecía indicar que, aquel simio, había llegado

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vivo hasta este lugar, lejos de la entrada de la caverna, en unsitio totalmente desprovisto de luz, donde, por azar, se sen-tía una intensa humedad, de manera que se hubiera podidocalmar la sed pasando la lengua sobre la piedra fría. Primatescomo este se introdujeron, hace unos años, en un cayuelosituado frente a las costas de la Isla de la Juventud, y se sabeque algunos de ellos nadaron hasta “tierra firme”. Nuestromono muerto, es evidente que llegó a la sierra de Colomboen busca de comida, y por alguna causa se internó en lo pro-fundo de la cueva, pasando achatadamente por el laminador,descendiendo como un mono hasta el fondo del abismo, paraterminar sus días en absoluta soledad, lamiendo las paredeshúmedas del cobertizo marmóreo, quizás vencido por el ham-bre y la enfermedad. Volviendo al destino del cerdo europeodel día anterior, quizás su final no fue muy distinto; rara,hasta siniestra coincidencia, que debe tener su causa en lanaturaleza de esos animales.

No es necesario que les explique cómo salí de aquella cue-va, pues ni yo mismo quiero recordarlo. En consecuencia,los días subsiguientes estuve con los brazos adoloridos ygorilescamente engarrotados. ¿Una venganza del mono? Esposible. Pero esta experiencia me convenció de que debíabajar algunas libras, pues el lastre que facilitaba todos losdescensos, se volvía un enorme obstáculo en dirección con-traria. Pero el hallazgo de los restos mortales de un cerdoeuropeo, y de un mono africano, en sendas cavernas, pro-fundas, oscuras y lejanas, en lo alto de la sierra de Colombo,en la aislada Isla de la Juventud, a miles de millas de suscontinentes originales, fuera de su hábitat natural, tuvo unsignificado importante para nuestros estudios de los anima-les prehistóricos cubanos, ya extintos, cuyos restos en algu-nas ocasiones han aparecido en las cavernas de otras

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comarcas, también lejos de la entrada, en oscuras galeríasdonde el retorno a la luz está totalmente comprometido.

El caso es que en algunas cavernas de Pinar del Río, y deotras comarcas de Cuba, en el interior de salones oscuros yprofundos, se han encontrado esqueletos completos de pere-zosos y roedores, totalmente articulados, que descansan so-bre la superficie del suelo, indicación de que estos animalesmurieron dentro de la cueva, adonde llegaron por sus pro-pios medios.

Los hallazgos en las cuevas de la Isla de la Juventud vi-nieron a reforzar nuestra tesis, de que algunos animales, comolas ballenas o los elefantes, como parte de un comportamientocongénito, ante la inminencia de la muerte, van en busca deun refugio donde descansar lejos de posibles predadores. Ennuestro caso, los perezosos del pasado, como el puerco y elmono contemporáneos, pudieron entrar en una cueva ante lainminencia de la muerte, en busca de un remanso final.

Hasta hoy no he logrado reducir mi peso, y en más de unaocasión, embutido en el fango, en medio de una escalada, oalimentando mosquitos en un monte intrincado, siempre seme escapa la inevitable pregunta:

¿Qué rayos estoy haciendo aquí?

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Cuando en el siglo XVI tenía lugar la llamada colonizaciónde Cuba, que en realidad fue una españolización, el padreBartolomé de Las Casas escribió que era posible transitar deun extremo a otro de la isla siempre bajo la sombra de losárboles. No en balde el Almirante había pronunciado aque-lla famosa frase: “Esta es la tierra más hermosa que ojoshumanos vieron”.

Muchos siglos después, alrededor de 1910, la doctora SaraIsalgué, eminente geógrafa cubana, tuvo la ocasión de haceruno de sus primeros viajes entre Santiago de Cuba y La Ha-bana. Entonces, según ella, los caminos eran de tierra, y se

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necesitaban largas jornadas para atravesar el trecho que se-para ambas ciudades. Por todas partes predominaba el bos-que tropical donde multitud de aves e insectos, de las másvariadas formas y colores, pululaban libremente. Solo se en-contraban diseminados pequeños caseríos y plantaciones decaña de azúcar u otros cultivos.

Hoy la situación ha cambiado por completo. Si recorre-mos en avión el trayecto entre La Habana y Santiago de Cuba,observaremos desde la ventanilla las extensas áreas cultiva-das de caña de azúcar, arroz, hortalizas, henequén y pastos;apreciaremos los terrenos ocupados por ciudades, pueblos,caseríos y bohíos aislados que se disponen por doquier, einfinidad de caminos de muy diversa categoría que comuni-can toda la superficie admirada. La civilización se ha adueña-do de nuestro paisaje de tal manera que la obra del hombreestá borrando las huellas de aquella vegetación exuberanteque otrora cubriera estas tierras.

Los restos del bosque tropical apenas se encuentran pre-servados aquí o allá, en las regiones más agrestes y alejadasde los centros urbanos. Sin embargo, aún allí son trabajadospor el carbonero, quien les abre cayos en el interior.

En algunas localidades esta situación ha creado modifica-ciones en el clima, que se ha tornado más seco y caluroso enel verano y más frío en el invierno, al perder la tierra suprotección vegetal. Los animales que antes poblaban exten-sas superficies, hoy están limitados a pequeñas áreas, inclu-so, algunos se hallan en proceso de extinción. El equilibrioentre el ambiente natural y las modificaciones introducidaspor el hombre, está en un punto crítico. Ha llegado la horade proteger a la naturaleza y, paradójicamente, proteger alhombre del propio hombre.

El Estado cubano aprobó una ley sobre la protección delambiente, la flora y la fauna, documento de gran importancia,

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pues regula la acción del hombre sobre el medio natural.Con la misma intención, el doctor Antonio Núñez Jiménezsentó las bases hacia el desarrollo de una cultura de la natu-raleza, que pretende educar al hombre en el cuidado y con-servación de su gran hogar, la biosfera terrestre, y de nuestropequeño hogar, el archipiélago cubano.

En su obra Dialéctica de la naturaleza, al referirse al pa-pel del hombre en la transformación del medio para su apro-vechamiento, Federico Engels expone un ejemplo relativo anuestro país:

A los plantadores españoles de café en Cuba que pega-ron fuego a los bosques de las laderas de sus comarcasy a quienes las cenizas sirvieron de magnífico abonopara una generación de cafetos altamente rentables, lestenía sin cuidado el que, andando el tiempo, los agua-ceros tropicales arrastrasen el mantillo de la tierra, aho-ra falto de toda protección, dejando la roca pelada. […]Lo mismo frente a la naturaleza que frente a la socie-dad, solo interesa de un modo predominante, en el régi-men de producción actual, el efecto inmediato y el mástangible [...]*

Es muy probable que Engels, al escribir estas líneas, notuviera a su disposición los datos referentes a la gran catástro-fe ocurrida en el valle del Cauto en 1617, cuando cuantiosaslluvias provocaron la erosión de ingentes volúmenes de se-dimentos de las laderas montañosas, los que, al ser deposi-tados en la desembocadura del río, formaron una barrerafangosa que interrumpió la comunicación hacia el mar. Deesta manera Bayamo dejó de ser un puerto fluvio-marino.

* Federico Engels: Dialéctica de la naturaleza, Editorial Grijalbo, México, 1961,p. 154.

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Aquella catástrofe fue precisamente ocasionada por la des-aparición de los bosques a que él hacía referencia en su obra.

Sin embargo, a pesar de la existencia de las leyes y detodos los mensajes educativos que se transmiten al respecto,todavía hoy se quema caña y se desmonta a golpe de fuego,aún se siembra sin tomar medidas antierosivas, o se introduceel arado profundo promoviendo la erosión. A veces, y nopocas, se abandonan campos previamente sembrados, don-de el marabú encuentra camino abierto para su desarrollo.Por eso no bastan las leyes ni los reglamentos; solo una claraconciencia y el desarrollo de una ética avalada por una pro-funda cultura de la naturaleza, salvarán al país de esos nue-vos depredadores.

Con el impulso que ha tomado el campismo entre la ju-ventud cubana, la tarea de todo joven es velar por la conser-vación de nuestras bellezas naturales para que su disfrutesea herencia de las futuras generaciones. ¿Por qué matar unpájaro innecesariamente? ¿Por qué romper una estalactitade una caverna y privar a otros de esa belleza? ¿Por quédestruir un árbol o ensuciar una fuente?

Junto con el desarrollo de las actividades del campismo,algunos jóvenes pueden crear clubes de naturalistas que sedediquen a realizar exploraciones y estudios de los paisajes,las rocas, la flora y la fauna.

Un mundo sorprendente encuentra el observador acucio-so en nuestros campos, al estudiar la conducta de ciertosinsectos o de algunas aves, o cómo se comporta determinadaespecie animal o vegetal a distintas horas del día o épocasdel año, las formas del relieve y sus múltiples variaciones, lasdiferencias entre la vegetación que crece en los llanos o enlas laderas y en las cimas de las elevaciones. Con el auxiliode cámaras fotográficas pueden hacerse observaciones de loscambios que tienen lugar en el paisaje con el transcurso de

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las estaciones y así participar en distintos concursos de foto-grafía de la naturaleza.

Algunas obras publicadas hace pocos años, pueden ser muyútiles para el joven naturalista aficionado. Entre ellas men-cionaré Mamíferos de Cuba, Mariposas cubanas, Aventurasen el mundo de las tinieblas, Cuba con la mochila al hom-bro, Cuba: la naturaleza y el hombre, Geología de Cubapara todos, y los textos de botánica, zoología, geografía ygeología.

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Hay un pájaro de pico grande y origen africano llamado ma-rabou, y más de medio millón de sitios de Internet dondeaparece esta palabra con distintos contenidos. Sin embargo,quisiera reflexionar aquí sobre el marabú en tanto arbusto, entanto que especie introducida, en tanto plaga...

Para algunos el marabú [Dichrostachys cinerea (Linneus)]desempeña un papel valioso en nuestros campos, pues con-trola la erosión allí donde el fuego (provocado o natural), elpastoreo extensivo, la agricultura incorrecta y los procesosde erosión incontrolada dejan un terreno sin protección ve-getal. En tales casos preferiría la variante de que se realizaran,

Marabú, ...marabú? ...Marabú!

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de manera adecuada, dichas tareas y poder prescindir así dela “ayuda” del marabú. Para otros este arbusto es una plaga,pues invade los terrenos desforestados y se implanta, de talmodo, que es en extremo difícil extirparlo de manera defini-tiva. Yo me uno al pensamiento de estos últimos, quizás por-que tengo diversas experiencias marabusianas.

Recuerdo que allá por los años 70, cuando estábamos tra-bajando un grupo de búlgaros y cubanos en la confeccióndel mapa geológico de Cuba central, ubicados por los alre-dedores de Rodas y Perseverancia, cada día tenía que cami-nar, y sobre todo arrastrarme entre espinas, por ampliasextensiones de marabú, tratando de encontrar algún aflora-miento de roca para documentarlo. Las espinas de marabúno perdonan ni la suela ni el duro tacón de la bota, y puedenpenetrar hasta la planta del pie para hacerte sufrir durante lalarga caminata. En otra ocasión me perdí durante varias ho-ras en un bosque de marabú con ejemplares de hasta 8 me-tros de altura, allá por el sur de Céspedes, en Camagüey. Nosé si fue peor esta o la vez en que se nos poncharon las cua-tro gomas del jeep en un monte situado cerca de Punta de laSierra. Lo cierto es que nunca pude imaginarme la enormeextensión que ha llegado a ocupar el marabú en Cuba y en laIsla de la Juventud en la actualidad.

Durante algunos meses de los años recién pasados, tuve lasuerte de participar de una serie de reconocimientos aéreoscon los colegas de la Televisora Mundo Latino. Es indes-criptible y doloroso apreciar la manera en que el marabú seha dispersado por todos los ambientes insulares, desde loscayos y las costas, las llanuras y los valles, hasta las altasmontañas. Tanto en zonas abandonadas por la agricultura yla ganadería, como en algunos bosques establecidos, el ma-rabú penetra trecho a trecho, avanza a los lados de los trillosy caminos, retoña bajo la vegetación natural hasta competir

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con ella. Me impactó sobre todo ver algunos antiguos cam-pos de cítricos de la Isla de la Juventud y algunas áreas otro-ra cañeras en territorios de Cuba central, remplazadas por elmarabú. Ya este arbusto dejó de ser una planta invasora paraconvertirse en parte integrante de la vegetación de nuestroterritorio. Posiblemente, y no deseo exagerar, ya el marabúocupa el primer lugar entre las especies con mayor número deejemplares vivos en el país. Y sigue aumentando...

He conversado con distintas personas sobre este proble-ma del marabú. Algunos me contaban que antes, para trasla-dar el ganado de un territorio a otro, este se ponía encuarentena, tanto en el lugar de origen como en el de desti-no, y se quemaba el estiércol para destruir las semillas demarabú. Otros me han referido que en algunas fincas la apa-rición de una planta de esta especie era suficiente para quese movilizaran los campesinos hasta hacer desaparecer to-dos sus rastros. Con la diversidad de vehículos que hoy an-dan por nuestros campos, y la necesidad del traslado urgentede animales debido a la proximidad de un ciclón, la tarea seha vuelto muy compleja. He visto semillas de marabú en lasruedas de carros rodando en La Habana y otras ciudades. Ladispersión dejó de ser mediada por el estómago de las bes-tias para abarcar infinidad de medios prácticamente incon-trolables, incluidos nuestros propios calzados.

En fecha tan temprana como 1915, cuando nuestro archi-piélago conservaba aún vastas extensiones de bosques y ma-torrales vírgenes, el sabio cubano Juan Tomás Roig y Mesa,en la Circular número 50 de la Estación ExperimentalAgronómica, llamó la atención “de los agricultores y del paísen general hacia el grave peligro de que está amenazada laagricultura cubana por la alarmante propagación del marabúo aroma”. ¡Ciento noventa años después del aviso urgente

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del doctor Roig, aún está presente y en pleno esplendor, esteenemigo silencioso!

Ante tales circunstancias uno se pregunta qué puede ha-cerse. La documentación que he consultado dice que el con-trol del marabú es muy complejo, pues ni el fuego, la sequíao el arado detienen la germinación y propagación del arbus-to. En unas pocas semanas, después de las primeras lluviasque sucedieron a una larga sequía entre 2004 y 2005, lo hevisto reverdecer en miles de tiernos retoños allá donde lafalta de lluvia y los fuegos naturales dejaron los terrenossecos y desprovistos de toda vegetación.

Si esta cuestión no se enfrenta decididamente, dentro dealgunos años la idílica imagen del guajiro cubano junto a lacarreta guiada por una yunta de bueyes desaparecerá, paraser sustituida por la nueva visión del campesino tratando deevitar ser taladrado por una espina de marabú en medio deun extenso bosque decorado con la hermosa flor del Dichros-tachys cinerea.

Afortunadamente el pasado 2008 se inició una campañanacional para controlar esta plaga. El éxito dependerá de quese mantenga por muchos años.

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Cuando nos acostumbramos a la realidad cotidiana, llega asuceder que lo más espectacular deja de llamarnos la aten-ción, simplemente porque no lo notamos. No en balde unseñor muy mayor —como dirán de mí ahora algunos jóve-nes— al notar cómo miraba muy atento lo que hacía, seviró hacia mí y me dijo entre semisonriente y sarcástico:

—Mirar no significa ver. ¡Para ver hay que saber!Mucho le agradezco aquella lección, pues esa máxima me

ha acompañado desde entonces y la he transmitido a mis

Reinvindicación de un mono

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colegas y alumnos, pues solo el estudio y el conocimientohonesto arrojarán luz de verdad sobre nuestro camino y nospermitirán ver allí donde otros son ciegos.

Este asunto de la percepción del mundo que nos rodeapasa también por el ejercicio de la curiosidad. La diferenciaentre un científico y otra persona cualquiera es que el cientí-fico es un curioso nato, curioso y cuestionador. Por ejemplo,¿se ha cuestionado usted la ausencia de altas montañas en ellitoral habanero, o la presencia de pantanos en la penínsulade Zapata? ¿No le parece cuestionable la existencia de ele-vados picos en la región del Turquino, justo al norte de laprofunda fosa de Bartlett? ¿Por qué esto es así y no de otramanera? ¿Acaso no pudiera cambiar en el futuro? Esas sonpreguntas que siempre debemos hacernos y no aceptar lascosas en su aspecto estático y factual, pues detrás de cadaelemento del paisaje, de cada acto, hay una historia previa,una consecuencia y un porqué.

Vivimos en un país tropical, donde otrora dominaba unadensa foresta con enormes árboles cargados de lianas. Losrestos de esta vegetación aún se encuentran en algunas co-marcas, y es probable que muchos de los lectores, en más deuna ocasión, se hayan sentado a reposar bajo un árbol fron-doso. Y yo les pregunto: ¿Han visto algún mono? ¿No les hallamado la atención la ausencia de estos animales en nues-tros bosques? Seguro que no, pues al ser una realidad coti-diana, nos hemos acostumbrado a ella. Sin embargo, aunqueparezca paradójico, es un hecho bastante extraño la ausen-cia de monos en Cuba. Lo normal sería preguntarnos: ¿Dón-de están nuestros monos? ¿Por qué no tenemos primates?

En América del Sur hay monos, también en América Cen-tral y en otro lugar tan cercano a Cuba como lo es Yucatán.Fíjense si uno está acostumbrado al paisaje desprovisto desimios, que un día, cuando visitaba las ruinas mayas, me

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interné en el bosque yucateco y anduve un poco fuera de lossenderos turísticos. Había un ambiente acogedor, y me sentíhonrado de poder compartir el mismo espacio donde antañopululaban los miembros de esa civilización que tanto admi-ro. Me recosté contra una enorme piedra junto al camino, ymientras trataba de imaginarme aquellos senderos hace doso tres mil años atrás, justo a mis espaldas se escuchó unalarido profundo que me hizo brincar como grillo de male-za. Era, como diría mi mamá en una ocasión semejante, unpuñetero mono aullador. ¡Vaya susto que me dio el aullido!Después que me recompuse, pude disfrutar de las moneríasdel selecto grupo de Alouatta que se trasladaban de un árbola otro con primatélica destreza.

Pero volviendo al asunto cubano, debo manifestarles queel intríngulis de la cuestión sobre estas reflexiones acerca denuestra falta de monos se basa, sobre todo, en lo que lescomentaba más arriba, en el conocimiento y la curiosidad.Este tema de los primates es un interesante ejemplo de ello.

El 29 de enero de 1888, en una sesión ordinaria de la So-ciedad Antropológica de la Isla de Cuba, el doctor BenjamínCéspedes dio lectura a una breve comunicación donde dabaa conocer el hallazgo de un cráneo humano precolombinoen Banao, Sancti Spíritus. Movido por este anuncio, el doc-tor Luis Montané, catedrático de Antropología de la Univer-sidad de La Habana, decidió realizar nuevas investigacionesen aquella localidad, y en el interior de la cueva Boca delPurial encontró huesos humanos y de jutía, semillas de co-rojo y dieciséis dientes de mono. Constituyó este el primerhallazgo de primates en las Antillas.

Los dientes fueron enviados por el doctor Montané adiversos investigadores en Argentina, Norteamérica, Fran-cia, Ecuador e Inglaterra, quienes los identificaron como per-tenecientes a un Ateles, el mono araña americano. Sobre esta

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base, algunos científicos llegaron al inesperado convenci-miento de que dicho mono era un inmigrante forzado, enotras palabras, que no era cubano. Estos científicos pensa-ban que el animal había sido traído por los aborígenesarahuacos desde Suramérica y, al morir, quedó enterrado enaquella cueva. A consecuencia de esto, durante la mayor partede nuestro siglo aquel animal quedó olvidado y no se le in-cluía en los listados de la fauna cubana prehistórica. Es de-cir, el solitario mono no hizo quórum.

En 1983 dos importantes paleontólogos cubanos ya des-aparecidos físicamente, Oscar Arredondo y Luis S. Varo-na, volvieron a examinar los restos del Ateles cubano, ysorprendidos por algunas inusuales características de susdientes, consideraron la posibilidad de que aquel monito ara-ña podía haber nacido y vivido en Cuba. Lo cierto es que losarqueólogos han notado que los aborígenes cubanos utiliza-ban objetos de cerámica con cabezas de mono dibujadas amanera de adorno, incluso, en una estalactita de la cuevaCiclón en Matanzas hay pintada una figura que se dice re-presenta un mono araña. Asimismo, reportan el hallazgo deotros restos de mono en La Chorrera, en La Habana, y enLaguna Limones, en Maisí. Por tanto, no es imposible supo-ner que todos estos restos perteneciesen a una especie cuba-na, es decir, a un mono isleño.

Como las interrogantes sobre el origen de estos primatesno quedaron bien esclarecidas, un investigador de origencanadiense muy interesado en estos animales, practicó unanálisis de edad absoluta a un diente del Ateles de Boca delPurial. Tenía curiosidad por saber cuándo había vivido aquelsimio, y el resultado fue contundente. El susodicho monoaraña dejó de existir hace unos doscientos años atrás, es de-cir, en plena etapa colonial. Los aborígenes ni lo trajeron ni

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lo conocieron, fue un ejemplar introducido por algún súbdi-to de los reyes de España.

La verdad es que los monos ejercen fascinación sobre al-gunas personas. Creo que cada uno de nosotros cuando niñofue llevado alguna vez a ver los monos del zoológico, excu-sa que usamos los mayores para volver a visitar a nuestrosparientes más cercanos del reino animal.

Recuerdo que en una casona del Vedado, en la intersec-ción de las calles 10 y 13, tenían un mono injustamente en-jaulado en el portal. Tampoco puedo olvidar aquel mono queescapó del Zoológico de La Habana, allá por el año 1956, yanduvo por los árboles de la avenida 26, en mi vecindario,hasta que lo capturaron en medio de un gran alboroto. Perodejemos el tema de los monos del presente y volvamos a lacuestión paleontológica, que no la hemos terminado.

El hecho es que en casi todas las islas de las Antillas Ma-yores, menos en Puerto Rico, se han encontrado restos fósi-les de primates prehistóricos. Estos restos han aparecido encavernas de Jamaica, República Dominicana y en la Sierrade los Órganos de Cuba. Todos pertenecen, según las inves-tigaciones más recientes, a una misma rama de monossuramericanos que habitó estas tierras en el pasado remoto.Los restos encontrados en las cuevas se han fechado en al-gunos miles de años, por lo que se encontraban en las Anti-llas, sin duda, antes de la llegada del hombre aborigen. Perola historia no queda aquí. En el afán por encontrar restos deprimates mucho más antiguos, realizamos junto con varioscolegas una serie de expediciones de búsqueda de restos fó-siles de estos animales en Puerto Rico, República Domini-cana, Haití, Jamaica y Cuba.

Las excavaciones en Jamaica las realizamos en una lo-calidad cercana a la costa norte, denominada Seven Rivers (SieteRíos), que, dicho sea de paso, se trata de una exageración,

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pues el lugar no es más que un arroyo lodoso de poco cau-dal, de aguas muy frías, con limitadas exposiciones rocosas,tanto en el cauce como en sus laderas, de modo que el trabajose realizó con la mitad del cuerpo húmedo, y la otra mitad,ensopado. Allí en Siete Ríos, unos colegas nuestros habíanencontrado, años antes, partes del esqueleto de un mamíferonorteamericano emparentado con los tapires, y los restosfósiles de una vaca marina muy primitiva, antepasado de losmanatíes actuales, que podía andar lo mismo por el fondodel mar que en la costa. Aquellos cuadrúpedos ocuparon esastierras hace cincuenta y cinco millones de años, cuando elsustrato de la futura Jamaica todavía era parte de una penín-sula del continente Norteamericano.

A nosotros nos interesaba encontrar restos de otros ani-males, especialmente albergábamos la esperanza de recupe-rar algún fósil de mono, pero aunque apareció un hueso concierta semejanza a uno de primates, después de estudiarlodetalladamente se aclaró que no lo era. ¡Así es la vida delpaleontólogo!

No quisiera desviarme mucho del tema que estoy relatan-do, el de los monos prehistóricos, pero me resulta irresisti-ble perder la oportunidad de contarles una anécdota de estaexpedición. El caso es que nos habíamos acomodado en unhotel no muy lejano de Siete Ríos, en los suburbios deMontego Bay, donde llegábamos cada tarde totalmente en-fangados y apestosos, después de una larga jornada de exca-vación en medio de aquel lodazal mal llamado arroyo. Undía me resultó extraño notar ciertas caras risueñas a nuestropaso, pero no le presté demasiada atención al hecho. La si-tuación se repitió en varias ocasiones, hasta que quiso lacasualidad que en compañía de Toño —Antonio Alcover,paleontólogo mallorquín y buen amigo—, una tarde cuandonos recreábamos en la piscina del hotel, degustando el sa-

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broso ron jamaicano, coincidiéramos con algunos de los ale-gres. Resultó que los risueños eran un grupo de extranjerospertenecientes a una congregación religiosa muy ortodoxa,que visitaba la isla para ofrecer su apoyo a ciertas comuni-dades de bajos ingresos. Uno de ellos se me acercó con cu-riosidad y preguntó a qué nos dedicábamos, aunque estoyseguro de que fue una excusa para conversar, pues ellos yadebían haberlo averiguado. Cuando le dije que buscábamosrestos fósiles de animales prehistóricos, puso toda su aten-ción, para romper en una risotada contagiosa, al precisarleque esos animales se habían extinguido hace unos cincuentay cinco millones de años atrás. Las lágrimas le brotaban delos ojos entre una y otra sonora carcajada, mientras Toño yyo nos uníamos a la alegría general con nuestro etílico entu-siasmo. Ellos se reían de nosotros porque creíamos, contra-rio a su interpretación de la Biblia, que la vida se remonta amuchos millones de años atrás; mientras nosotros nos reíamosde ellos, precisamente por la misma causa. En mi vida mehe visto involucrado en semejante pandemonio de contra-dictorias alegrías. Todo por culpa de un mono ausente y unpar de bestias cuadrúpedas que se extinguieron antes de lafecha debida, de acuerdo con los cálculos kelvinianos —lordKelvin calculó la edad de la Tierra en poco más de seis milaños, tomando como base el proceso de la creación según serelata en la Biblia.

Durante otra de nuestras tantas expediciones, uno de loshallazgos más importantes, en cuanto a primates prehistóricosse refiere, lo realizamos durante una excavación paleontoló-gica en el canal de la presa Zaza, en Sancti Spíritus. Embe-bido en las arenas arcillosas de catorce a dieciséis millonesde años de antigüedad, apareció un pequeño astrágalo, quedespués de haber sido estudiado con gran minuciosidad, re-sultó pertenecer a una nueva especie de primates extinguidos

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que denominamos Paralouatta marianae. Este mono, de há-bitos mayormente terrestres, pobló, en un pasado remoto, loque hoy son las montañas de Guamuhaya, cuando estas ele-vaciones constituían una isla en medio de la paleogeografíaantillana. Por eso puede afirmarse que en las tierras antilla-nas hubo primates de origen suramericano ya hace dieciséismillones de años atrás, cuyos descendientes se extinguieronpara siempre hace unos pocos miles de años.

Llama la atención, sin embargo, que los españoles no men-cionan la presencia de primates en sus crónicas de Cuba ode ninguna otra isla de las Antillas Mayores. Entonces sur-gió la tremenda interrogante: ¿Qué pasó con aquellosprimates? ¿Por qué desaparecieron? ¿No les parece que lonormal sería que nuestros bosques estuvieran poblados demonos, igual que antaño?

Pero ellos no han sido los únicos desaparecidos para siem-pre. Es sabido que muchos animales que habitaban estas islasse extinguieron en los últimos diez mil años. Por ejemplo,casi el 50 por ciento de las especies de vertebrados cuyosfósiles se han encontrado en depósitos cavernarios, solo seconocen por sus restos. Lo cual quiere decir que la desapari-ción de una parte importante de la fauna autóctona de Cuba,incluidos los monos, forma parte de un proceso natural, vin-culado a los cambios del clima y de la geografía, que hanvenido teniendo lugar desde el comienzo del Holoceno.

Aquellos monos, por lo visto, no pudieron resistir dichoscambios y poco a poco fueron desapareciendo. El aborigende Cuba pudo haber sido testigo de este proceso, pero ladestrucción de su cultura a manos del conquistador nos haprivado de sus testimonios directos. La pictografía de la cuevaCiclón es, junto a los adornos simiescos de la cerámica abo-rigen, el mensaje que ellos nos legaron. Pero no estamosseguros de que este arte rupestre represente a monos propios

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de Cuba. Como los aborígenes procedían de los bosques delAmazonas y del Orinoco, donde convivieron con distintosprimates, es posible que sus dibujos y obras de alfarería re-flejen una tradición cultural procedente de sus ancestralestierras suramericanas.

Cualquier día, reposando bajo la sombra de algún árbolfrondoso, prueba a cerrar los ojos y deja volar tu imagina-ción. Hace algunos miles de años, un árbol como este pudohaber sido refugio de una manada de monos, los que con suschillidos llenaban el aire, saltando juguetones de ramaen rama.

¡Verdad que es una lástima que se hayan extinguido!

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Aquella tarde el sol estaba particularmente picante, y sobrela cuesta pedregosa de la colina se sentía una fuerte reverbe-ración que castigaba al caminante. Empapado de sudor, elhombre descendía la molesta pendiente con paso lento, es-cudriñando cada piedra antes de poner su bota sobre ella. Aratos se agachaba y tomaba algunos guijarros entre sus ma-nos, los examinaba con detenimiento y los arrojaba allí mis-mo. Así, con toda calma y parsimonia, quizás a veces con elrostro entristecido, el hombre alcanzó el pie de la colina.

De una funda de cuero extrajo varios mapas en colores ylos colocó sobre una enorme piedra que utilizó a modo deescritorio. Dibujó varios trazos rojos y modificó la colora-ción del mapa en algunos puntos. Comparó el terreno que

Tremendo hallazgo

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tenía ante sí con su representación en el mapa, marcó algu-nas cruces en un sendero que ascendía al lomerío que le que-daba al frente y, poniéndose de pie, ordenó los materiales enla funda colocada en bandolera. Tenía el rostro encendidopor el sol y la camisa marcada por sucesivos depósitos desales sudorales.

A paso atemperado, continuó avanzando por el llano has-ta alcanzar el sendero que le interesaba. Según caminaba, lapendiente se hacía más abrupta, descendía un tanto y volvíaa inclinarse, exigiendo renovado esfuerzo del hombre, quien,sin otra ocupación que observar el terreno, continuaba sumarcha perseverante. No muy lejos, del otro lado de las lo-mas, otro hombre, cargado con una pesada mochila, avanzabarezagado, pero a paso más ligero, al encuentro del caminan-te. Aquí o allá se detenía, examinaba los árboles frondosos,lanzaba alguna piedra, y seguía su camino con la miradapuesta en el horizonte.

—Qué difícil es tumbar un mango de una pedrada —pensó.Mientras tanto, ajeno al cansancio y al calor, sin prestar

atención a las gotas de sudor que le corrían por el rostro,nuestro hombre seguía mirando fijamente el sendero, cadapiedra, cada guijarro. De momento se detuvo con un gestode asombro en el rostro, se pasó la mano nerviosa por la caraapartando el sudor, y se lanzó sobre unas piedras que sobre-salían a un costado del camino. Jadeando, nervioso, limpiócon su pañuelo el polvo que cubría la superficie dura e hi-riente de la roca. Su cara reflejó una amplia sonrisa que casiparecía una mueca y, empinándose sobre los codos, llenó deaire sus pulmones y gritó con todas sus fuerzas:

—¡Orooo..., Oorooo..., Oooroo...!De las casas cercanas y otras no tanto, algunos vecinos

asomaron primero las cabezas, y después acudieron apresu-rados al lugar. Un grupo de muchachos salió de la escuelaacompañado de sus maestros. De todas partes acudían los

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curiosos, entusiasmados ante los alaridos de aquel hombreen pleno frenesí, que tirado en el suelo, polvoriento y sudo-roso, sacaba fuerzas del agotamiento para seguir gritando:

—¡Ooooro..., Oooroo..., Oorooo...!En pocos minutos se reunieron varias docenas de vecinos

alrededor del hombre que protegía con su pecho la piedradel camino, tratando de mantener apartado aquel crecientenúmero de personas. Los muchachos se arrastraban querien-do ver algo, o coger alguna piedra de oro, pero la defensa delhombre se los impedía. Aquello no lo tocaría nadie.

—¡Ooooroooo... —gritaba—, Orooooo...! —cada vez conmayor energía y desesperación.

Entre los que corrían hacia el tumulto estaba el caminantede la mochila, quien, empujando aquí, apartando allá, logróllegar junto al hombre y le dijo:

—¡Doctor, doctor, diga qué le pasa, qué le ha sucedido!El doctor alzó su mirada jubilosa hacia el recién llegado y

le gritó:—¡Oro..., al fin lo encontré! Mira, mira, un Megalopigus

penetratus, y está completo.Jesús González Oro miró asombrado el pequeño fósil de

erizo marino que sobresalía entre las rocas. Miró al doctor,miró al gentío en plena algarabía a su alrededor, y con gestograve sentenció:

—¡Ño! ¡Tremendo hallazgo!

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Los que gustan de la lectura tienen que haber encontrado, enverso o en prosa, frecuentes referencias al lenguaje de lanaturaleza. Recordarán “el arroyo que murmura”, o “la pal-ma de verde guano/ que al son del viento se mece/ y quesuspirar parece”; incluso, habrán escuchado hablar del“ronroneo sordo de la tierra” que muchos sienten antes delos terremotos, allá por las regiones orientales de Cuba. Comoestas, hay muchas alusiones al lenguaje del viento, de las aguas

El lenguaje de la naturaleza

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y de las piedras, que reflejan el diálogo secular de la natura-leza.

El hombre de campo, acostumbrado a interactuar largashoras con el ambiente natural, llega a dominar el lenguaje dela naturaleza. Reconoce en las tonalidades de las aguascantarinas de un arroyo, si hubo lluvia en la montaña, y escapaz de escuchar el murmullo de las ramas de los árbolesque indican un cambio de tiempo. Los sonidos de la natura-leza salvaje son como una sinfonía, compuesta por los ele-mentos que el oído avezado llega a disfrutar tanto como lamás bella música. Sonidos llenos de mensajes que algunospueden descifrar.

¿Quién no ha disfrutado el arrullo de las olas sobre la pla-ya alguna noche de verano, o las piruetas sonoras del vientoen los palmares de nuestros campos? ¿No han pensado queestos sonidos pueden ser estudiados, clasificados, archiva-dos y, luego, combinados de mil maneras?

Una persona con conocimientos musicales probablemen-te distinga notas o acordes en el lenguaje del viento o de lasaguas. Y si lograra esto, después podría combinarlos de talmanera que obtuviera determinadas melodías. Ahora existeuna amplia tendencia hacia la búsqueda de nuevassonoridades electrónicas, ¿por qué no explorar también lasviejas sonoridades naturales como en Marea baja o DeepJungle, composiciones musicales que imitan o combinansonidos naturales y melodía instrumental con gran acierto?

La realización de estas ideas es una tarea que puede empren-der cualquiera. Además de ciertas dotes para la música, bastanalgunos equipos portátiles de grabación y, sobre todo, entu-siasmo, imaginación, persistencia y amor a la naturaleza.

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A comienzos de 1988 asistí a una conferencia, donde un jo-ven estudioso presentó interesantes evidencias sobre la pre-sunta visita de extraterrestres a nuestro planeta, e incluso anuestro país. Yo me alegré mucho con la noticia, porque unpaís en desarrollo necesita completar su acervo cultural conestos elementos del acontecer moderno: los OVNI.

Este asunto ha ganado tanta popularidad que hoy muchí-simas personas aseguran haber tenido un “contacto cercano”.En el año 1996, un Objeto-Volante-No-Identificado descendiócerca de Calimete, provincia de Matanzas. Y hace poco uncampesino reportó haber presenciado el descenso de un ex-traño objeto en la provincia de Ciego de Ávila. Sobre este

Extraterrestres

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último caso quisiera comentarles. Resulta que al lugar deldescenso acudieron algunas personas dotadas de radiómetroy magnetómetro, y concluyeron que no había evidencias deradioactividad ni cuerpos metálicos enterrados en el suelo,ni huella alguna de combustible, por lo que era muy dudosoque hubiese tenido lugar el aterrizaje de un OVNI. Entoncesun periódico local publicó una caricatura donde se ridiculi-zó un tanto al campesino. Yo soy de la opinión de que esabúsqueda de evidencias estuvo mal orientada. Se presupusoque el objeto despedía radioactividad, lo cual no es necesa-rio, pues no sabemos qué tipo de energía utilizarían estosartefactos voladores. Tampoco se conoce la posible compo-sición de estos artefactos, si existen, de ahí que no hay nin-guna razón para pensar que son metálicos. Yo realmente creoque no se pueden investigar estos posibles eventos de aterri-zaje “óvnico”, pensando que se trata de un equipo semejan-te a los que ha fabricado la tecnología humana. Si fuese así,es bien difícil que hayan podido viajar miles o millones demillones de años luz hasta acá. Creo que estos casos hay queinvestigarlos con la mente no prejuiciada, y buscando cual-quier evidencia, sin criterios preconcebidos.

Yo quiero confesar abiertamente que soy un aficionado alas historias de visitantes intergalácticos, que no me pierdoun documental, conversación o discusión sana sobre el tema,y que muy a menudo miro al cielo en busca de mi propiocontacto cercano. Además, como soy geólogo, sueño conencontrar, contenido en las rocas, fragmentos de algún vehícu-lo espacial que haya chocado con la Tierra, o los restos fósi-les de un extraterrestre; pero hasta hoy no he tenido suerte, apesar de haber realizado excavaciones en muchas localida-des de nuestro planeta azul. Claro, estas excavaciones esta-ban destinadas a buscar fósiles, rocas o minerales, pero lacasualidad es la causalidad, y hasta ahora nada.

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Un caso que llamó mucho mi atención fue cuando la prensadivulgó la noticia de que un avión de Cubana de Aviaciónhabía observado un OVNI en los cielos orientales de Cuba,el mismo día que un avión de Aeroflot divisaba en los cielosde la antigua URSS, quizás el mismo objeto luminoso noidentificado. Este fue “el día del socialismo” en el plan detrabajo de los extraterrestres. Quizás se deba recoger la fe-cha para conmemorar, en su debido momento, el encuentroentre los proletarios de distintos planetas.

Pero volvamos a nuestro asunto. En muchos lugares delmundo se han encontrado estatuillas, bajorrelieves y dibujosrealizados por culturas primitivas, que representan figurashumanoides, cuyas cabezas están orladas por rayos lumi-nosos. Sus cuerpos se han ilustrado tanto espigados comorechonchos, con repliegues que parecen propios de trajesespaciales. Otras ilustraciones prehistóricas muestran seres conescafandras y un objeto largo que le sobresale entre las pier-nas. Hay quien interpreta dicha protuberancia como un falo-grafía, pero otros consideran que se trata de un reactor paravuelo autónomo, como el que se estrenó durante la olimpia-da de Los Ángeles.

Si se observan con cuidado las pictografías de la cueva deAmbrosio, situada en la península de Hicacos, se destacauna figura humanoide, con una orla radiante alrededor de lacabeza y en el eje vertical del cuerpo, sobresaliente entre laspiernas, una protuberancia breve y roma. En la cueva deGarcía Robiou, situada cerca de Catalina de Güines, hay otrodibujo humanoide, sin la orla radiante, pero con “tubo pro-pulsor” entre las piernas. Otras figuras con posibles trajesespaciales se reconocen en idolillos, adornos de barro y pie-dras talladas por los taínos de Cuba oriental. Sin embargo, lapresencia de la protuberancia entre las piernas de las figurashumanoides, según A. Núñez Jiménez, puede reflejar un

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adorno que utilizaron los aborígenes para parecerse a los ani-males. Basta recordar que a los oídos de Cristóbal Colónllegaron noticias de que en el interior de nuestra isla vivían“hombres con rabo”. Aunque esta observación puede serobjeto de disímiles interpretaciones.

De igual modo, los repliegues en brazos y piernas de lasfigurillas taínas, que se interpretan como trajes espaciales,pueden simplemente representar los adornos que usaban losnativos durante las ceremonias rituales.

Los buscadores de “contactos” en ocasiones llegan a ex-tremos insospechados, pues he oído afirmar que en el de-sierto de Nevada se encontró la huella de una suela dentadasobre un trilobites aplastado, es decir, que algún extraterres-tre anduvo caminando por el fondo del mar hace unos “tres-cientos millones de años”. La huella, si realmente es de unasuela, no deja de ser interesante, pero preferiría ver el calza-do que la hizo.

Yo no niego la posibilidad de que exista vida inteligenteen otros planetas, más o menos distantes, ni que estos sereshayan estado visitándonos desde hace miles o millones deaños. Al mismo tiempo, soy cauteloso ante tanta evidenciaindirecta y ninguna comunicación real y verificable; pero loque más me afecta es la tendencia a representar a los extrate-rrestres como seres humanoides, aunque deformes. No hayninguna buena razón para suponer que los extraterrestres seanseres de aspecto humano, ni siquiera para considerar que subase bioquímica sea comparable a la nuestra.

Es cierto que los “ladrillos” de las construcciones orgáni-cas terrestres se encuentran en el cosmos (las moléculas decarbono) y posiblemente cayeron a la Tierra desde el espacio;pero, aun en ese caso, aquí estuvieron sometidas a una seriede factores físicos y químicos que no tienen por qué estarpresentes en otros planetas. Aún más importante, la evolu-

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ción de la vida en la Tierra ha seguido un camino único, norepetible, pues en su curso ocurrieron muchísimos eventoscasuales. Es muy difícil que la evolución de la vida en cual-quier otro planeta haya podido dar lugar a seres inteligentessemejantes a los humanos, que hemos desarrollado una éti-ca que refleja nuestra singular historia. Este hecho negaríalas mismas bases del conocimiento científico actual sobre elorigen de la vida terrestre y su evolución.

Se conocen formas de vida terrestre que en su metabolismoexpelen ácidos fortísimos, o que son capaces de cristalizar ypermanecer inanimados varios meses, hasta tanto existan lascondiciones para su reacción vital. Lo más probable es queen algún planeta, de otro sistema solar o galaxia distante, lavida haya transcurrido por caminos evolutivos diferentes alos terrestres, y la vida inteligente no se parezca a la huma-na. Estos intelectos cósmicos pudieran ser ameboides si elplaneta en que surgieron está envuelto en una cubierta líqui-da o gaseosa, pudieran ser criaturas reptantes si su planetatiene una atmósfera poco densa, o una gravedad muy débil,donde los saltos pudieran proyectarlos al espacio. Y así, po-demos imaginar muchísimas bioconstrucciones posibles, nonecesariamente humanoides. Basta saber que el hombre, yantes los dinosaurios, han sido de los pocos seres bípedos entoda la historia de la vida terrestre. Por qué los extraterrestrestendrían que adoptar una simetría bilateral, con solo dos piespara la locomoción, apenas dos manos para la interacción, ycontentarse con un par de ojos, un par de orejas, y un par defosas nasales, que conducen a un par de pulmones, mientrasque una sola boca comunica con un solo estómago y un solotracto digestivo. ¿Por qué? Por qué los extraterrestres noadoptaron el sistema de las amebas que no tienen simetríabinaria, o el de los equinodermos con su simetría penta-gonal. O como los octópodos que disponen de una colección

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de convenientes brazos. No hay ninguna buena razón paraque “ellos” se parezcan a “nosotros”. Simplemente, porqueno somos el centro del universo, y no podemos pretenderque si existe algo bueno y útil, tiene necesariamente queparecer humano. ¿Acaso somos tan perfectos?

Algunos proponen que los extraterrestres se han “disfra-zado de humanos”, para poder presentarse ante nosotros sinasustarnos; pero entonces yo me pregunto, por qué estosextraterrestres se empeñan en hacer contacto con personasaisladas, y no establecen una comunicación normal, directay mutuamente útil, con la humanidad. Quizás habría que serextraterrestre para responder esta pregunta. O es que “ellos”están interesados en nosotros, solo como objeto de estudio,como los hombres estudiamos a las hormigas o a las abejas.Triste opción, si resultara cierta. Y se alinea con aquellosque no desean el contacto con mentes extraterrestres, portemor de que pretendan esclavizarnos, o utilizarnos comobestias de laboratorio. Estas posibilidades son reales, perono hacen falta mentes extraterrestres para ello, pues la histo-ria conoce no pocos casos de esta práctica.

Es sabido que por algunos años existe un programa inter-nacional con las siglas SETI, que pretende captar señalesenviadas por extraterrestres, al tiempo que envía señales conla esperanza de que “ellos” puedan captarlas y responder-nos. Es obvio que los promotores, y aquellos que apoyaneste programa, se basan en aceptar, a priori, que debe existirvida inteligente en otros confines del Universo. Yo estoy deacuerdo con ellos. ¿Por qué no? Sin embargo, hay quienespreguntan ¿por qué sí? Y lo cierto es que hasta hoy, no exis-ten pruebas irrefutables de la vida en otros planetas, muy apesar de todos aquellos que juran y perjuran haber visto, to-cado, o conversado con alienígenas, e incluso, viajado ensus naves lentiformes. Y ellos nos dicen, por qué los cientí-

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ficos no creen en nosotros, por qué no aceptan la verdadcomo es. Acaso porque estamos confabulados en una cons-piración internacional, o incluso interplanetaria. No, no esel caso. La ciencia tiene su propio código de control, y esteobliga que un dato pueda ser verificado, y si se trata de unaexperiencia, que esta se pueda repetir sistemáticamente, ypor personas distintas. Otro asunto es la fe, que es una verdadpersonal o colectiva, pero que no requiere ser demostrada.Por eso, aunque haya personas que hacen un relato porme-norizado de sus experiencias extraterrestres, estos relatos noson admitidos por la ciencia, hasta que puedan ser compro-bados por observadores independientes y certificados. O sepuedan presentar pruebas irrefutables de los mismos. Tome-mos como ejemplo las estructuras probablemente de origenbacteriano que fueron encontradas en un meteorito derivadodel planeta Marte, y publicadas en una revista de ciencia.Este reporte provocó un amplio debate entre los científicos,y nuevos estudios del material, en distintos laboratorios, pu-sieron en duda el origen biótico de aquellas formas, que ac-tualmente no se aceptan como evidencia segura.

Pero al mismo tiempo, la ciencia está desarrollando unconjunto de programas de búsqueda de vida en el cosmos,que incluyen la localización de planetas semejantes al nues-tro, sobre todo donde haya agua y atmósfera, en la suposi-ción de que la vida ha de tener más posibilidades de existiren condiciones semejantes a aquellas donde surgió y se de-sarrolló en la Tierra. Otro proyecto incluye el estudio de losorganismos extremófilos en nuestro propio planeta, es decir,aquellos capaces de vivir en los hielos perennes, en aguashipercalientes, o en soluciones químicas normalmente ve-nenosas para la mayoría de los organismos. La idea consiste enconocer bien el ambiente en que habitan esos extremófilos,a fin de buscar, no tanto los propios organismos, sino, como

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un primer paso, la presencia de dichos ambientes en otroscuerpos celestes. Hasta ahora, las sondas enviadas a Martehan descubierto agua, o vestigios de la existencia de agua enel pasado, pero ninguna forma de vida. El mejor prospec-to para la posible existencia de vida, parece ser el satéliteEuropa de Júpiter, y ya está en marcha un costosísimo pro-yecto para enviar una sonda exploratoria.

La ciencia trabaja en busca de la verdad, y si hay vidaextraterrestre, algún día aparecerán las pruebas irrefutables.Hasta tanto, el tema es sobremanera excitante, y pienso quenunca habremos de agotarlo. Quién, pregunto yo, alguna tardede verano, no ha deseado ver descender a su lado una naveinterplanetaria, e ir a parar, rodeado de gentecilla azul-ver-dosa, a la galaxia más distante posible. ¡Puf!

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El valle de Santo Domingo recibe su nombre por un río quelo atraviesa a todo lo largo, aunque nadie sabe a ciencia cier-ta por qué lo llamaron así. Obviando este detalle, si usteddesea localizarlo, puede tomar en sus manos un mapamundiy trazar el meridiano situado a los 75° 20’ 23” al oeste deGreenwich, y el paralelo 20° 25’ 02” al norte del ecuador.Allí donde se cortan estas dos curvas, se encontraba el vallehace, exactamente, ocho años antes de haber escrito esta re-flexión. Después no he vuelto a saber de él.

Nuestro vallecito tiene una característica muy peculiar:está rodeado de montañas por todos lados, y más allá de las

El valle de Santo Domingo

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crestas de esas montañas, hay otros valles no menos intere-santes. Al norte encontramos el valle de Guásimas, en el queno hay ni uno solo de estos árboles; al sur, el valle del Achotal,donde se dice que hace muchos años vivió un haitiano, quiensembró un achote que él denominó chotal; al oeste, en losmapas se dibuja el valle de Cintra, allí vive un perro grandey melenudo que le encanta correr tras los forasteros; y porfin, al este, hay un valle largo y estrecho, parecido a un taba-co si se observa en el mapa, que se conoce como el valle deIsabelita, aunque lo cierto es que la susodicha —quienquie-ra que fuera— nunca llegó a vivir allá.

Después que uno se ha pasado algún tiempo en la zona,descubre que su clima está colmado de paradojas. Duranteel invierno, las posibilidades de que haya frío de noche sonde un ciento por ciento, en tanto que las noches de verano noson menos gélidas. De día hace calor, sobre todo cuando secamina mucho, y esto lo afirman todos los caminantes eninvierno y en verano. En cuanto a las lluvias la cuestión esmuy distinta, pues llueve cada día independientemente delporcentaje de probabilidades que le haya sido asignado porMeteorología. Si en alguna ocasión lo sorprende a usted latarde sobre la loma situada al norte del valle, pueden ocurrirledos cosas: que se forme una lluvia en el valle de Guásimas yavance hacia el sur hasta mojarlo, o que cambie la direcciónel viento y lo moje el agua que se formó en el valle delAchotal. Sin embargo, lo más recomendable es llevar unimpermeable para no depender de los caprichos del viento,pues en aquella loma no hay donde guarecerse, y se los digopor experiencia.

Se sabe que hace unos cien millones de años el valle deSanto Domingo no existía, ni las lomas que lo rodean. Todoaquello era el fondo del mar donde, cierto día, comenzaron aaparecer volcanes submarinos. Uno tras otro, los volcanes

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fueron creciendo de tamaño hasta elevarse como islas. Enaquella época no había fábricas ni camiones que llenaran laatmósfera de hollín, pero los volcanes arrojaban tanta ceni-za como podían, tratando de suplir semejante deficiencia.

Pasados algunos millones de años, todos los volcanes seextinguieron y la región se levantó, arrojando las aguas delmar lejos de aquellos parajes. En aquel paisaje enfangado ymaloliente, después de desecarse, nacieron árboles y llega-ron los insectos. Sin embargo, volvió el mar de regreso alcabo de algunos millones de años, arrasándolo todo, y aque-llas tierras se cubrieron otra vez de aguas profundas. Conse-cuentemente todos los árboles se pudrieron, y se ahogaronlos insectos y alimañas que no sabían nadar.

Allí, en aquel fondo marino, surgieron de nuevo los vol-canes para ensuciar las aguas y la atmósfera con su ceniza, ypara hacer temblar la tierra durante las erupciones. Aquellasaguas se poblaron de algas, peces, moluscos, microorganis-mos y otros animales que, según sus preferencias, fueronacomodándose a vivir donde pudieron. Así transcurrieronlargos millones de años, durante los cuales los seres marinosevolucionaron y lograron adaptarse mejor a su ancestral exis-tencia. Entre los beneficios logrados a partir de aquel tiem-po, se encuentran la extinción definitiva de los volcanes haceunos cuarenta y cinco o cuarenta millones de años, y la dis-minución del número y frecuencia de los terremotos. Pero,como dice el poeta, no hay mar que dure cien años. Toda laregión volvió a emerger y volvió a sumergirse, y volvió alevantarse, y volvió a sepultarse bajo las aguas marinas. Yasí, mar que vienes, mar que te vas, transcurrieron más mi-llones de años, hasta que el mar se fue para no volver más.Esto se logró unos veinte millones de años atrás.

Desde entonces tenemos isla de Cuba en la región orien-tal, y vienen creciendo montañas al mismo tiempo que se

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desgastan otras por la erosión, la cual se empeña en abrirvalles y labrar llanuras. En la Sierra del Cristal esto es parti-cularmente notable, pues allí, de esta manera, se formaronun buen número de valles, donde crecieron los bosques tro-picales, pulularon los insectos y vivieron animales que hoyno conocemos, al menos en persona.

Tras la llegada de los bosques, los insectos y los animales,desembarcaron los aborígenes suramericanos, hace de unosseis mil a ocho mil años. Primero llegaron los guanahata-beyes, que fueron desplazados hacia occidente por los si-boneyes, quienes fueron expulsados hacia occidente por lossubtaínos, y estos, a su vez, fueron desalojados hacia occi-dente por los taínos, hasta que vinieron los caribes a moles-tarlos a todos.

Transcurrió así la vida prehistórica de nuestros aboríge-nes, quienes se alimentaban de frutas, peces y animales ma-rinos y terrestres. Hay que reconocer que se trataba de gentecon excelente apetito, pues hemos encontrado en basurerosaborígenes abundantes acumulaciones de muelas humanastotalmente desgastadas de tanto mascar cuanto les caía en laboca.

Por lo general se cree que los aborígenes eran pueblos depoca cultura, pero en realidad tenían muy buenos modales,se mantenían limpios y sus caseríos estaban en buen orden.De acuerdo con los cronistas de Indias, la mayoría vivían encasas colectivas y compartían sus pertenencias.

Un día fresco de octubre, se acercaron tres grandes ca-noas a la costa norte de Cuba oriental, a unos setenta kiló-metros al norte del valle de Santo Domingo.

Con aquel acto, modesto pero trascendental, comenzabala historia de Cuba. El pasado geológico quedaba atrás, laprehistoria era superada. Ahora reinarían el látigo y la codi-cia. Los españoles, recibidos como dioses, se comportaron

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como demonios, hasta provocar la extinción de la culturaaborigen.

Pasó el tiempo y pasaron cosas peores, pero no hay malque dure cien años, ni lucha que no lo extirpe. Y así, aquelvalle vio pasar al mambí y al guerrillero, vio llegar un hospi-tal, una carretera y muchas cosas más.

Hace unos años, pocos, para ser más preciso, conversabacon un ingeniero geofísico amigo mío. Hablando de diver-sos temas, no sé por qué causa le pregunté:

—Ven acá, ¿y de dónde tú eres?—¿Yo?, bueno, pues de un vallecito allá metido en medio

de la Sierra del Cristal...

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Hay personas que tienen fe ciega en el destino. Piensan queal nacer somos atrapados por una garra férrea e intangibleque nos conduce aquí o allá, según sus designios y, por logeneral, en contra de los nuestros. La historia que debo re-ferirles tiene mucho que ver con este asunto, y estoy segu-ro que los hará meditar sobre el intríngulis de esta creencia.

Hace varios meses estuve de visita en un pueblecito de laprovincia Mayabeque, en la casa de un entrañable amigo,quien, dicho sea de paso, siempre tiene alguna anécdota quecontar. Mientras saboreaba un delicioso vino casero, fui todooído a una historia muy impresionante...

Resulta que cerca del pueblo vivía un anciano a quien to-dos conocían por el mote de Tareco, pues se pasaba el tiem-po tirado en una esquina del bar o de la bodega. Tareco eraun hombre muy supersticioso y, a tono con sus creencias, se

La mordida del tiburón

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pasó la vida obedeciendo fielmente cada capricho de su des-tino. Sin embargo, todo parece indicar que, aquella tardeagotadora de junio, a Tareco se le quedó la cachimba sintierra, y se propuso contrariar su destino.

Lo cierto es que despertó de su cotidiana siesta con unaagitación desacostumbrada, cogió la vieja hacha que guar-daba bajo su camastro y la emprendió contra la majagua quecrecía junto a su choza. Según pudo saberse después, habíasoñado que el árbol caía partido por un rayo y lo aplastabacon casa y todo. Tareco se resistió a morir de una forma tanchata, y después de luchar a brazo cansado contra su desti-no, logró tronchar el mal augurio que tenía deparado.

Dicen que Tareco murió satisfecho, con una amplia sonri-sa en el rostro. Murió de gangrena, a consecuencia de unhachazo que le mutiló una pierna. Pero su esfuerzo no fue envano. Logró tumbar el árbol del lado contrario a su choza, laque se fue desbaratando por sí sola, aplastada por el tiempoy el olvido.

Estoy seguro de que el lector se habrá quedado sorprendidocon esta historia y, posiblemente, también un tanto incrédulo,pues así mismo me sentía yo cuando terminé de escucharla.Pero mi amigo, al ver una rara sonrisa dibujada en mi rostro,me tomó de la mano invitándome a visitar el lugar de loshechos, es decir, el tocón de la majagua que tumbó Tareco.

Hacia allá nos dirigíamos, cuando una inusitada algarabíase apoderó del vecindario. Traían a toda prisa a un mucha-cho que había sido mordido por un tiburón no muy lejos delpueblo. Anonadado por la novedad, y con la historia de Ta-reco aún en la mente, pensé que aquel suceso tenía que seruna cruel venganza del destino, pues de otra forma no seexplicaba cómo aquel joven se había dejado morder por unescualo a quince kilómetros de la costa, tierra adentro. Se-gún los primeros rumores pude suponer que se trataba de la

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mordida de un Carcharodon megalodon, que se encuentramuerto desde hace unos veinte millones de años atrás.

Sin esperar por más detalles, nos dirigimos a toda prisahacia la biblioteca del pueblo donde, a pesar de la “ayuda”que nos prestó la especialista, logramos encontrar los viejosescritos de Luis Agassiz, paleontólogo suizo que en el si-glo XIX estudió algunos fósiles de Cuba.

En las páginas amarillentas de aquella obra, leímos que elCarcharodon megalodon es un antepasado de los carcharo-dones actuales, los que se conocen por los apelativos de ti-burones asesinos y devoradores de hombres. A juzgar por eltamaño de un diente del megalodón, estos peces eran muchomás grandes que los modernos, mayores que el tiburón san-griento de la conocida obra cinematográfica de Steven Spiel-berg. Algunos científicos han calculado que un escualo deaquellos podía contener en su boca abierta hasta veinte hom-bres de pie, pero eso es una tremenda exageración, apenasacomodaría tres o cuatro.

El Carcharodon megalodon era un tiburón cosmopolita,que para trasladarse del mar Caribe al océano Pacífico pre-fería pasar por un antiguo canal de aguas profundas situadoen el lugar que hoy ocupan La Habana y Matanzas, treinta adiez millones de años atrás. Tuvo que ser un depredador te-mible por su gran voracidad y, sobre todo, por la potencia desu magnífica mandíbula dotada de una batería de tres hilerasde afilados y aserrados dientes. Cerca del pueblo donde nosencontrábamos, se habían descubierto restos de este animal,tanto en canteras como en suelos rojos originados por la des-composición de las rocas calizas subyacentes. Estos consis-tían en enormes dientes, pues los tiburones son de esqueletocartilaginoso y de ellos se conservan, y raramente, apenasalgunos dientes aislados.

Manuel Iturralde
Cross-Out
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Armados de este bagaje teórico y llenos de preocupacio-nes, fuimos hacia el hospital, después hasta el policlínico, ypor fin al parque central, sitio donde recogimos informacio-nes más detalladas sobre los sucesos de aquella tarde.

Por lo visto, todo comenzó cuando el muchacho de marrasse encontraba explorando el lomerío situado al norte delpueblo, más allá del tocón de Tareco. En un monte intrinca-do, donde la tierra virgen no había sido antes hollada por elcurioso zapato de algún humano, descubrió una extraña hen-didura entre las rocas. Auxiliándose de la luz de un fósforo,descendió por una empinada cuesta hacia lo profundo de lacaverna. Una emanación fría y húmeda que brotaba, de nose supo dónde, le erizó la piel, según se afirma. Avanzó unospasos más y se encontró ante un depósito de agua que, a laluz insuficiente de otro fósforo, parecía interminable. Metiósus botas en el agua fría, que le subió más allá de las rodi-llas, y con paso inseguro y resbaladizo trató de hurgar con sumirada ingenua en el antro ignoto. En ese momento se escu-chó un borbollar, y un vaho recargado de humedades soplóhasta apagar la cerilla. Una descarga como de un rayo leestremeció todo el cuerpo, robusto como una majagua y, ol-vidando toda precaución, trató de huir a toda pierna. Perofue en vano. ¡Allí mismo lo mordió el tiburón!

Su cuerpo desfallecido, húmedo de fango y sangre coagu-lada, fue recogido entre la hierba por dos caminantes que,sin detenerse en averiguaciones, lo condujeron al pueblo.Después de algunas horas de impaciente espera, pudo saber-se el meollo del asunto.

Resultó que en el techo de la caverna sobresalía un afila-do diente de Carcharodon megalodon, y con este tropezó elmuchacho al tratar de ponerse súbitamente de pie, recibien-do un fuerte desgarrón del cuero cabelludo, sin contar otraslesiones no menos contusas en el resto del cuerpo como

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consecuencia de la caída. Así, veinte millones de años des-pués de muerto, el viejo tiburón cobraba una nueva pieza.

Estos animales son, realmente, predadores insaciables.Por fin, de regreso a casa, me di cuenta de que por culpa

del tiburón me quedé sin conocer el tocón de Tareco. Por lovisto así lo quiso mi destino...

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A mediados del año 1976 visité, junto a varios compañeros,la provincia de Camagüey. Nuestro objetivo era tratar de lo-calizar, al sureste de esta región, las huellas de la actividadde volcanes, extintos desde hace unos cuarenta y cinco mi-llones de años.

Para realizar nuestro trabajo, un buen día tomamos lacarretera que conduce hasta el central Amancio Rodríguez.De tramo en tramo nos deteníamos a observar las rocas queaparecen en los cortes realizados para la construcción de lacarretera, y pude notar que en todos los casos Luperón, nues-tro chofer, se bajaba junto con nosotros y se dedicaba a exami-nar detenidamente los arbustos. Esto no dejó de llamarnos la

Un escultor original

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atención, pero el necesario respeto nos impidió satisfacer lacuriosidad.

En varias localidades a lo largo de la carretera, encontra-mos un terreno formado por tobas blancas y verdes, muysemejantes a las que aparecen en la parte norte de la SierraMaestra. Después de haber estudiado las muestras en el la-boratorio, resultó que, en efecto, correspondían con losproductos de la erupción de antiguos volcanes situados en al-gún lugar al sur de la costa meridional de Camagüey. Nues-tro trabajo fue coronado con el éxito.

En tanto colectábamos algunas muestras a pocos kilóme-tros del central Amancio Rodríguez, el chofer se nos acercócon una amplia sonrisa en la boca. Llevaba en sus manos untrozo de palo que había extraído de entre unos arbustos. Alllegar junto a nosotros, nos mostró aquello diciendo:

—¡Miren, parece un perro!Todos dirigimos la vista hacia el supuesto animal y su

dueño, algo extrañados. ¿Nos estaba tomando el pelo?Ante nuestro silencio, el chofer insistió en su idea, mos-

trándonos los detalles de su hallazgo:—Fíjense bien —nos dijo—. Esta es la cabeza, estas son

las patas, y esta ramita es la cola. ¿No les parece?Mirándolo con buenos ojos, había que admitir que aque-

llo en realidad parecía un perro u otro animal por el estilo.Por fin descubrimos lo que Luperón escrutaba entre los ar-bustos. Buscaba raíces y ramas con apariencia de animales uotras figuras.

A Luperón la afición por recolectar raíces semejantes aseres vivos le surgió en 1975, cuando los fines de semanaacompañaba a un grupo de arqueólogos que realizaban in-vestigaciones en Sierra de Cubitas. En tanto ellos desarro-llaban su trabajo, él recorría los montes en busca de raícescon figuras curiosas.

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Cada vez que Luperón tiene que salir al campo por moti-vos de su trabajo, colecta raíces de arbustos, principalmentede guao. En Sierra de Cubitas recorre las áreas donde traba-jan los leñadores y carboneros, y haciendo uso de una fértilimaginación, vislumbra en las ramas y raíces formas que elobservador común no logra descubrir. Después las raspa yretoca con un cuchillo, y las pule frotándolas con otra made-ra dura, ya sea cedro o caoba. La obra terminada, que puedeser de una o varias piezas, la cubre con una capa de barniz,para así obtener un excelente brillo.

En la curiosa colección de Arvelio Luperón encontramosun perro, un gallo, un pingüino y otras aves exóticas, repti-les prehistóricos, una bailarina y varias figuras más, formandotodo un zoomundo maravilloso que una imaginación singu-lar ha hecho brotar de las raíces y ramas del bosque.

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Los estudios realizados en nuestro planeta han permitido de-terminar la antigüedad de las rocas que alcanzan la superficieterrestre. Las hay formadas hace unos cuatro mil quinientosmillones de años, y así, sucesivamente más jóvenes, hastallegar a aquellas que están formándose hoy día, aún sin tiempopara ponerse viejas. Esto obliga a los geólogos a trabajarcon cifras enormes al tratar los problemas de la edad de lasrocas y los procesos naturales.

Imagínense ustedes una conversación entre dos especia-listas que tratan de llegar a un acuerdo respecto a la antigüe-dad de cierto fósil.

Grave enfermedad

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—Doctor Pérez —diría uno de ellos, mientras se acariciala amplia superficie lisa de su cráneo—, yo creo que estapieza tiene de doscientos cuarenta y dos a trescientos cua-renta y cuatro millones de años.

—No, no, no, no, de ninguna manera —afirmaría el otro,dándose un tirón en la luenga barba—, profesor García. Es-tos huesos se han encontrado en otros países en lechos dedoscientos cuarenta y tres a doscientos cuarenta y cuatromillones de años, este es un hecho bien conocido.

La discusión precedente entre eruditos colegas tendría queprolongarse de manera inevitable durante varias horas, porel solo hecho de tener que retorcer la lengua con intermina-bles cifras a manera de insólito jeroglífico. Para resolver estaagotadora cuestión, los geólogos optaron por utilizar unamedida de tiempo desprovista de cifras, la cual, comosubproducto, permitía eliminar de la carrera varias asignatu-ras de matemáticas superiores. La solución es ingeniosa ysencilla, un verdadero logro del intelecto humano. Gracias asu extrema simplicidad, los geólogos han logrado ir compli-cándola paso a paso hasta alcanzar el nivel actual. Hoy díados especialistas pueden discutir con frases lacónicas el pro-blema de la antigüedad de un fósil, y absolutamente nadielos entendería.

Imagínense la conversación anterior otra vez, ahora apro-vechando el nuevo lenguaje erudito que hemos alcanzadodesarrollar:

—Doctor Pérez —diría uno de ellos, mientras se acariciala amplia superficie lisa de su cráneo—, yo creo que estapieza es del Maastrichtiense.

—No, no, no, no, de ninguna manera —afirmaría el otro,dándose un tirón en la luenga barba—, profesor García. Es-tos huesos se han encontrado en otros países en lechos delDaniense, este es un hecho bien conocido.

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Así las cosas, yo pensaba ofrecerles una minuciosa expli-cación de cómo se resolvió este asunto, pero me parece quesería abusar de la paciencia de aquellos que están leyendoeste tema con un interés fisiológico, es decir, atentos a lacuestión clínica que su título sugiere. Sin embargo, piensotambién que con este proceder pudiera enfermar la curiosi-dad de algún que otro aficionado a la geología. Si usted seencuentra entre estos últimos, consulte a su médico.

Hablando de enfermedades, permítanme relatar los suce-sos ocurridos allá por los años 60, cuando me encontraba enmisión de trabajo en la provincia de Holguín. Por aquelentonces se estaba estudiando el territorio situado en los al-rededores de Banes, con la finalidad de localizar aguas sub-terráneas para el abastecimiento de la población y para eluso de la agricultura. Mi trabajo consistía en determinar laantigüedad de las rocas mediante los fósiles que estas con-tienen y así conocer mejor las relaciones entre los distintoshorizontes acuíferos. Para ello tomábamos muestras de ro-cas que tuvieran vestigios de fauna fósil, las que después seestudiarían en el laboratorio de La Habana.

Muchas veces, al examinar los preparados de las mues-tras con la ayuda de microscopios, resultaba que la faunafósil estaba en mal estado de conservación y no se podíaidentificar. En otros casos, la fauna fósil estaba en perfectoestado y sí era factible establecer la antigüedad de la rocaque la contenía. Para hacerlo, nos basamos en el conocimientode que la vida ha ido evolucionando con el transcurso deltiempo, y en el hecho de que los animales de cada épocageológica son distintos a los de las épocas restantes. Por ejem-plo, la fauna que vivió en el Oligoceno —hace de treinta ysiete a treinta y tres millones de años— es distinta a la quepobló el planeta durante el Mioceno —entre veinticinco ycinco millones de años atrás.

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Durante uno de mis viajes al territorio holguinero tuvi-mos que albergarnos cerca de la costa, en Guardalavaca, unade las más hermosas playas del litoral provinciano. Graciasa esta feliz circunstancia, cada tarde disfrutábamos de undescanso merecido —así al menos pensábamos nosotros—después de recorrer los montes vecinos en busca de rocasque presentasen restos fósiles.

Aquella tarde llegamos bastante cansados, no solo a cau-sa de la larga caminata y de la carga de piedras que nos tur-nábamos de lomo a lomo, sino principalmente por laagotadora discusión que sostuvimos sobre la antigüedad deunas calizas. Mi colega insistía en que aquellas rocas teníanmás de cuarenta y cinco millones de años —que eran delEoceno—, en tanto yo me mantenía firme en que eran mu-cho más jóvenes, con unos veintidós a diecinueve millonesde años —es decir, del Mioceno. Nuestra disputa no se solu-cionaría hasta recibir los resultados que esperábamos dellaboratorio. Le pedí a mi colega en el laboratorio de La Ha-bana que procesara urgentemente las muestras. Desde en-tonces pasaron varios días de trabajo y nuevas interrogantes.

Una tarde cualquiera de aquellos días el mar estaba exqui-sito, permitía deleitarse nadando lejos de la costa, dejandoque el cuerpo flotara llevado por la suave corriente marina.Así estaba en pleno disfrute, cuando escuché fuertes gritosen la playa. Alguien me llamaba dando brincos y agitandolos brazos con un trapo blanco en la mano. De un salto meincorporé, pero como no daba fondo, solo logré hundirmemientas tragaba enormes buches de agua. “¡¿Tiburón?!”,pensé, al tiempo que tosía y arrojaba agua por boca, nariz yoídos. Sin detenerme en averiguaciones, fui en busca de aque-lla mano amiga lo más pronto que pude.

A la costa llegué desfallecido. Apenas podía sostenermeen pie a consecuencia del temblor de mis músculos, someti-dos a una fuerte tensión.

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—¿Qué fue? ¿Dónde está? —pregunté al hombre del tra-po que, en realidad, tenía en sus manos un trozo de papel.

El funcionario me miró con cara compungida, como bus-cando la mejor manera de darme una noticia desagradable.Tosió, se aclaró la voz como pudo, y dijo con sincero acentode velorio:

—Técnico, le tengo una mala noticia. Tiene una novedaden la familia... Parece que la enferma está grave. Ya le sepa-ré el pasaje en avión de regreso a La Habana.

Dicho esto, extendió su mano portadora de la funesta mi-siva, un télex breve y contundente que rezaba así: “Faunamala, posible Mioceno”.

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El mundo en que vivimos es un arcoiris de infinitas tonali-dades. Cada amanecer, cada crepúsculo, constituyen un re-galo maravilloso para nuestros ojos. Recuerdo siempre lastardes en la cayería de los Jardines de la Reina, allí el reflejode los rayos del sol en la aguas poco profundas y en los man-glares crea un paisaje de inigualable colorido.

Uno de los parajes donde el color de las flores es tan va-riado que parece como si la naturaleza pintara inmensosmurales, son las montañas de San Miguel y San Andrés, nolejos de Los Ángeles, en California. Allí, unas pequeñas flo-recitas llamadas poppies de California, crecen en cantidadesenormes, muy cerca unas de las otras, con gradaciones devioleta, amarillo, naranja y azul, y decoran las faldas de lasmontañas con matices inigualables. Paisajes tan vistosos comoestos los he disfrutado viajando en invierno por las monta-ñas mexicanas de Guerrero y Michoacán.

No menos hermosos son los amaneceres en la Sierra Maes-tra, cuando el sol se filtra entre la vegetación, de manera que

Los colores de nuestro mundo

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el contorno de las elevaciones queda dibujado por un haloluminoso.

Hay ocasiones en que la neblina densa que cubre las mon-tañas de la sierra, en la madrugada o al atardecer, desciendepor las cañadas como riadas de humo que penetran en losvalles y los rellenan de vapor de agua. Los hermosos con-trastes de colores que se conforman de este modo puedenapreciarse también en la Sierra de los Órganos y en la Sierradel Cristal. A veces esa densa neblina cubre las ciudades yapenas se ven los destellos de las luces más intensas. Cuan-do esta neblina es vapor de agua todo marcha bien, pero si setrata de aire contaminado, como sucede en la ciudad de ElCairo, entonces las noticias son muy malas.

Multicolores parecen las aguas de los ríos, que se pintan conel reflejo de las piedras y de la vegetación del fondo, comomulticolores se aprecian las gotas de lluvia o de rocío cuan-do refractan la luz solar. Igual de maravillosos son los jue-gos cromáticos que se observan en las costas y los maresalrededor de Cuba, sobre todo si se tiene la oportunidad deadmirarlos viajando en un avión a baja altura. Desde pocoscientos de metros se destacan las tonalidades del fondo ma-rino, las formaciones coralinas de tintes carmelitas, los ban-cos de arena blanca, los verdes de las aguas poco profundas, yel azul oscuro de los agujeros azules y el mar profundo.

Hay ocasiones en que la naturaleza se comporta de modocaprichoso. En la falda meridional de la Sierra de Cubitas,cierta vez pude observar un curioso arcoiris, semejante a unamedia rueda de colores recostada contra las lomas.

Los cambios climáticos debidos a las estaciones tambiénocasionan impresionantes variaciones en la coloración de lavegetación. Con las nevadas, la ciudad, el bosque y los ani-males tienen otra fisonomía. Los tejados se cubren de blan-co, provocando un gran contraste con su rojo natural. Las

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ventanas y balcones parecen cestas de algodón, y las calles,ríos de leche.

Siempre recuerdo con agrado mi primera impresión de uninvierno extratropical. Fue una noche de octubre en Moscú.Caía una fina llovizna y, al trasluz de los faroles pequeños,puntos brillantes revoloteaban inquietos en el aire. Eran losprimeros copos de aguanieve de ese año. Por la mañana, laventana de la habitación amaneció envejecida de blanco.Tomé un poco de nieve en mi mano, la probé y me dije:“¡Idéntica a la escarcha del congelador!”.

Tuve la suerte de que la ventana de mi cuarto diera a lacalle por donde circulaban los tranvías eléctricos; así, du-rante el resto del invierno, me complacía observando comoestos aparatos generaban a su paso multitud de rotundas chis-pas de brillosos destellos y variada intensidad. Al reflejarseen el manto de fina nieve que volaba frente al cristal, aquelchisporroteo pintaba figuras inimaginables que me gustabaadmirar durante las largas horas de placer vespertino.

Cierta vez, en la ciudad de Dushanbe, tuve la suerte decontemplar una nevada temprana, que cubrió con una finacapa de nieve los sauces llorones. Las inmensas flores dediversos colores acunaban entre sus pétalos grumos de blan-ca nieve en indescriptible contraste y armonía.

En Nueva York, donde circulan innumerables vehículosde combustión interna, tuve una experiencia algo distinta,pues debido al exceso de polvo negro que flota en el aire,después de una fuerte nevada, a las pocas horas, toda la su-perficie de la nieve se oscurece por efecto de una fina lámi-na de hollín que se deposita sobre ella.

Los primeros fríos varían los colores de la vegetación.Cuando se derrite la nieve, las hojas de los árboles, de losarbustos y hasta de la hierba se han teñido de rojo, verdirrojoy amarillo: ha llegado el otoño. Las hojas comienzan a

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abandonar sus ataduras, vuelan y se arremolinan en las ca-lles, en los parques, navegan en el lomo de los ríos. Las flo-res se despiden de los enamorados, dejando sus semillas enel suelo para renacer al llegar la primavera. Día tras día, ne-vada tras nevada, desaparece el follaje para quedar el troncodesnudo, secos los arbustos, muerta la hierba. El paisaje setorna más sobrio, pero entre la vegetación declinante se des-taca orgulloso el robusto abeto, capaz de soportar, inaltera-ble, el rigor invernal. Esto le vale el derecho a ser engalanadoy presidir los festejos de fin de año. Sin embargo, al comen-zar la primavera, cada árbol y arbusto florece casi en su to-talidad de la noche a la mañana, de modo que cada día esun espectáculo único, pues se llena el paisaje de nuevoscolores.

En Cuba se manifiestan estos cambios con menor fuerza,pues predomina el verde de nuestros campos durante todo elaño. No obstante, el observador acucioso notará cierta ten-dencia al rojo y al amarillo entre septiembre y diciembre, ycómo algunos árboles, en la temporada invernal, al perdersus hojas ponen al descubierto los grises y carmelitas de sustroncos. Yo he notado que en las áreas más secas de Cuba, odonde el suelo es pobre en nutrientes, crecen pequeñísimasflores con un espectro de formas y un colorido asombrosos,sobre todo en los meses de invierno. Para admirarlas hayque observar atentamente el suelo cuando se recorren lasfaldas meridionales de las montañas del sur de Cuba, o cuan-do se transita por los pasajes donde dominan las rocasserpentinitas. También en los bosques pluviosos hay minia-turas semejantes, pero, para mi gusto, las más sobresalientesestán en los sitios antes mencionados.

Las gimnospermas son más conservadoras en Cuba queen las regiones más frías, de manera que nos dan sus florespoco a poco, una a una, para que podamos apreciar cómo

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cada botón evoluciona hasta el día de presentarse con todassus galas.

Uno de los más impresionantes contrastes cromáticos de-terminado por el clima, se descubre al escalar la Sierra delPurial, la Sierra Maestra o las montañas del Escambray, avan-zando desde el sur. Por doquier nos rodea un paisaje árido,donde el terreno rocoso crea curiosas tonalidades en las fal-das montañosas. Al llegar al firme, sin embargo, encontra-mos la exuberante vegetación de la vertiente norte, de unverde profundo gracias a la existencia de bosques pluviosos.

El estudio de los colores de nuestro mundo es un asuntode gran importancia científica y económica. Los tintes delterreno nos permiten identificar los distintos tipos de rocas yla posible presencia de yacimientos minerales. Uno de lospaisajes más peculiares que he observado está ubicado enArgentina, lo pude apreciar durante una visita al desierto deNeuquén. Allí las rocas tienen tonalidades muy definidas,desde el negro oscuro, pasando por los grises y cremas, has-ta los naranjas y amarillos y el rojo vivo. Estos forman fajasparalelas con colores distintos que se despliegan en grandescurvaturas sobre las laderas de las elevaciones, o atravesan-do el fondo de los valles. Gracias a ello pueden cartografiarselos contornos de dichas rocas sin necesidad de recorrer todosesos parajes, pues se destacan muy bien en las fotos satelitalesen colores.

En Cuba y otras regiones tropicales, los suelos potentes yla vegetación cubren el terreno de tal manera que los mati-ces naturales de las rocas quedan ocultos bajo los árboles.Aunque una coloración anormal apreciada en la vegetación,sirve de base a los geobotánicos y agrónomos para descubrirla presencia de elementos químicos de interés económico enel subsuelo o de enfermedades en las plantaciones.

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La existencia de plagas puede detectarse con la ayuda defotos aéreas y cósmicas, pues las enfermedades alteran elcolorido de las plantaciones. Por el color de las aguas puedejuzgarse su grado de contaminación o apreciar la profundi-dad de los depósitos.

Mucho pudiera hablarse con respecto a los colores de nues-tro mundo, tanto en el aspecto científico como en el estéti-co, pero lo mejor será que cada uno de ustedes lo aprecie porsí mismo. Mochila al hombro, les auguro maravillosas imá-genes en los montes intrincados, en las costas y montañas e,incluso, en las oscuras profundidades de las cavernas a laluz de los faroles.

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El trillo es largo y estrecho, casi un túnel entre la enmaraña-da vegetación de la montaña. El día no está muy avanzado yla penumbra se rompe solo aquí y allá por finos rayos de sol.Un hombre camina con paso lento, como buscando un ras-tro perdido. Se inclina y golpea la roca de la montaña con supequeño martillo. La observa detenidamente. Garrapatea unasnotas en un pequeño cuaderno y guarda el fragmento de rocaen un saquito que coloca en su mochila. Continúa su cami-no, tras la huella perdida de una historia que se cuenta enmillones de años por su antigüedad.

—Buenos días.—Buen día, compay.—Hágame el favor, compañero.El campesino se acercó hasta el hombre que, con brújula

y mapa en mano, aprovechó para sentarse en una piedra jun-to al camino.

—Mire, yo quiero seguir el trillo que bordea el río hastaJagüeyón. De allí pasar al otro lado hasta El Deseo andando

Tras la huella

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por el firme, para entonces llegar a Palmarito. ¿Está buenoeste camino?

—Pero, compay, ¿pa qué dar tanta vuelta, si por aquí de-recho llega a Palmarito y son muchas leguas menos...?

—Sí, pero yo necesito ir por allá. Es que soy geólogo,busco minerales... usted sabe.

—Ah, así que anda buscando minerales... Pues por allápierde el tiempo. Nada más hay breña y cascajo. Donde cre-ce el mineral es en lo de Luque. Allí, hace muchos años,vinieron y se llevaron unas piedras. Yo creo que era oro.

—Sí, sí..., pero yo necesito ir por allá. Aunque le agradez-co la información. Quizás mañana haga un recorrido poraquella zona.

—Bueno, como quiera. Siga por ese trillo, que es el quebordea el río, y al llegar a la fuentecita, coja pa la derecha. Sino se desvía, va derecho pal Jagüeyón, y allí le puen infor-mar el camino pal Deseo.

—Gracias, muchas gracias. Posiblemente mañana vaya alo de Luque, adiós.

—Vaya bien, compay, y que encuentre una mina de oro.Cuando el sol comienza a esconderse tras las montañas,

regresa el geólogo de su recorrido. Él y sus compañeros ana-lizarán y discutirán los resultados de las observaciones decada uno, e intercambiarán rocas entre comentarios y miradasbajo la lupa. Luego planearán el trabajo del día siguiente.

Día tras día van recopilando datos sobre las rocas que exis-ten en la región, sus estructuras y manifestaciones minera-les, así, hasta recorrer toda el área que les ha sido asignada.Meses después expondrán ante el Consejo Científico Técni-co los resultados y recomendaciones.

Con el tiempo, en la vieja manigua surgirán caminos yciudades, se abrirán minas e industrias. El hombre extraeráel fruto milenario de la tierra y lo aprovechará para su pro-

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pio bienestar. De las minas saldrá la materia prima para cons-truir casas y fábricas, equipos y naves cósmicas, se extrae-rán combustibles y piedras preciosas. Entonces, la pacientelabor de muchos meses y años habrá sido exitosa.

El geólogo es el explorador cotidiano de los tesoros de lanaturaleza. A diario, con el despuntar del sol, escala monta-ñas, recorre los valles y los llanos, remonta ríos y arroyoscon las botas empapadas de agua, o baja a las profundidadesde las cavernas. Su misión es investigar cada palmo de tie-rra, reconocer los fondos marinos. Cual detective investigalas huellas dejadas por el tiempo y los procesos naturales,para reconstruir la historia de la Tierra y descubrir las for-maciones rocosas que sean de valor a la humanidad.

La vida del geólogo está colmada de aventuras. Su trabajolo pone en contacto directo con la naturaleza y con el hom-bre. Hoy aquí, mañana allá, recorre los más intrincados ca-minos a pie, a caballo, en jeep; se deleita con las más sabrosasfrutas; conoce las leyendas y mitos de nuestros campos; es-cucha historias y pasajes de nuestras luchas libertadoras;aprende a amar intensamente la Patria.

Allá, en las más alejadas montañas, donde apenas existencaminos de acceso y antes solo reinaba el hambre y la mise-ria, será testigo directo de la obra de la Revolución, cristali-zada en magníficas escuelas y hospitales. Recuerdo lugarescomo Calabazas, donde estuvo durante un tiempo la Coman-dancia del Segundo Frente. Allí la aviación del tirano sem-bró la muerte más de una vez; allí no había sino algunosbohíos miserables. Hoy la realidad es otra. Una carretera laune con Mayarí Arriba, Guantánamo y Sagua de Tánamo.Cuenta con un moderno hospital y varias escuelas. Los hijosde los campesinos se educan saludables y llegan a dominarlas más complejas disciplinas.

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Cierta vez, conversando con un viejo haitiano, quien dejoven supo lo que es el hambre y la miseria, me decía:

—Yo tiene un hijo que estudia en la Universidá de lo San-tiago, y otro que fue pa lo Unión Soviético.

Existen muchas especialidades dentro de la Geología, ta-les como la Paleontología, la Petrografía, la Tectónica, la deYacimientos Minerales, la Hidrogeología y la IngenieríaGeológica. Recientemente se le han unido la Teledetección,el Modelaje, el Análisis Numérico de los Procesos Geológi-cos y muchas otras técnicas extremadamente sofisticadas.

Los paleontólogos tienen un trabajo muy interesante, puesse dedican a estudiar los restos fosilizados de los organis-mos que vivieron en el pasado remoto. Mediante el estudiode las especies fósiles, ellos determinan la antigüedad de lasrocas sedimentarias, y dónde y cómo se formaron. En Cubase conocen fósiles que datan de más de ciento cincuentamillones de años atrás. Tanto de inmensos reptiles marinosdel Jurásico como microscópicos, como los discoastéridos onannocónidos.

Los petrólogos se dedican a determinar el origen y com-posición mineral de las rocas, valiéndose de modernas téc-nicas desarrolladas por los químicos y físicos, como son losanálisis de microsonda, difractométricos, de espectroscopíade masa, entre otros. Sin embargo, la simple determinaciónde las propiedades ópticas observables al microscopio, siguesiendo un método cotidiano para identificar rocas y minera-les. Aquí los amantes de la pintura abstracta encontrarán unagama increíble de texturas, colores y formas, al observar lasrocas bajo el microscopio petrográfico de luz polarizada.

Los geólogos, cuya misión es determinar la estructura delos cuerpos rocosos en el subsuelo y reconstruir los proce-

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sos que originaron dicha arquitectura, son los estructuralis-tas y tectonistas. Su trabajo es de gran importancia práctica,pues ayuda a seleccionar las áreas que pudieran contenerminerales metálicos y combustibles naturales. Modernamenteha surgido a partir de la Geotectónica, la Nueva TectónicaGlobal, que estudia las grandes estructuras terrestres y suevolución. Del trabajo de los geotectonistas se han desarro-llado las teorías de la deriva de los continentes y la expansiónde los fondos oceánicos. Según algunos de estos investiga-dores, hace muchos millones de años las zonas que hoyconstituyen las raíces de las montañas y llanuras cubanas,surgieron en los fondos marinos del Caribe y del océano Pa-cífico, así como en los continentes cercanos.

Valiéndose del trabajo de los paleontólogos, petrógrafos,tectonistas y otros especialistas, los geólogos en yacimien-tos minerales, hidrogeólogos e ingenieros geólogos llevan acabo investigaciones encaminadas al aprovechamiento prác-tico de las formaciones geológicas naturales. Ellos se auxi-lian de la perforación de pozos y realizan análisis especialesde las rocas en función de sus objetivos.

—¿Qué, compay, encontró el mineral?—Bueno, eso no es fácil. Hay que mandar las muestras al

laboratorio, hacer otros estudios...—Pues mire, antes eso no era así. Mi abuelo encontró unas

piedras con mineral por aquí, hizo el denuncio, compró unoshierros y a excavar. Después les vendía la cromita a unos ame-ricanos, y a comenzar de nuevo.

—Sí, pero esos yacimientos a flor de tierra ya no existen.Ahora buscamos los que no se ven, los que yacen profundosen el subsuelo.

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—Pues busque un palo e guayaba y camine derecho conél. Donde se le mueva hacia abajo, ahí mismitico está elmineral.

—Ah, ¿usted es zahorí?—No, yo soy de Lombillo.

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Durante mis años de trabajo en el Instituto Nacional de Re-cursos Hidráulicos, en varias ocasiones tuve que participaren la búsqueda de agua potable para abastecer poblados, ciu-dades e industrias, y para la agricultura y ganadería. Siem-pre era un desafío tratar de localizar agua subterránea enalgún lugar cercano a donde se necesitaba o construir em-balses y canales que captaran las aguas de los ríos y las lle-varan hasta el lugar necesario. En estos años, también seestán construyendo largos sistemas de túneles y canales parallevar las aguas de donde son más abundantes, hasta dondeson mas escasas, debido a las condiciones geográficas y

Yo quiero agua potable

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climáticas de cada territorio. Este proceder trata de evitar loque ocurrió en años pasados, cuando ciudades como Holguíny Camagüey, por mencionar solo dos, tuvieron que ser abas-tecidas mediante trenes-cisternas, pues las fuentes localesse agotaron debido a un prolongado período de sequía. Es-tos períodos secos pueden durar varios años, y han venidoocurriendo durante muchas décadas, de modo que las tem-poradas de lluvias “normales” son seguidas por otras deescasas lluvias. Tomar medidas de este tipo es imprescindi-ble, sobre todo cuando los pronósticos de las consecuen-cias del cambio climático, incluyen la posible ocurrencia demás frecuentes y prolongados períodos de sequía.

El valle de Guantánamo, donde está enclavada la populosaciudad del mismo nombre, es bastante seco y sus suelos sa-lobres, de modo que hay una gran escasez de agua potable.Por eso, abastecer de agua a esta ciudad fue un problemaque encararon los ingenieros y geólogos hace muchos años,y su solución requirió de gran ingenio, y un conocimientocabal de la geografía local.

El acueducto de la ciudad se construyó en 1904, y es unaobra muy bien pensada, que trae las aguas desde la boca dela cueva del Campanario, situada en la meseta del Guaso,a 300 m de altura, hasta el valle, a pocos metros de alturasobre el nivel del mar. Para captar este caudal se construyóuna pequeño muro o “delantal” en la boca de la cueva, conla finalidad de levantar el nivel de las aguas a 2 m de altura,y así formar un estanque de agua fresca, que sobrepasa laaltura de la tubería de hierro, de alrededor de 1 m de diáme-tro. Esta tubería conduce las aguas hasta el valle, donde seconstruyó una pequeña hidroeléctrica. Sin embargo, para lle-gar desde la cueva hasta el valle, la conductora tiene querecorrer un camino muy accidentado, con varias subidas ybajadas, aunque siempre por debajo de los 300 metros. Es

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evidente que en los lugares donde la tubería desciende, alpaso de una cañada, las aguas generan enormes presioneshidrostáticas, que ponen en tensión las paredes del conduc-to. Estas sobrecargas, que eventualmente podrían hacer re-ventar la tubería, fueron compensadas colocando válvulasde descompresión, a manera de chimeneas verticales, conuna tapa que evita la contaminación, pero deja salir el aire.De esta manera, las sobrecargas hidrostáticas son liberadaspor dichas chimeneas, que elevan la columna de agua hastaque se relaja la presión excedente.

Nosotros medimos el caudal que afluye a la represa de lacueva del Campanario durante una época de sequía, despuésde varios años de escasas lluvias, y pudimos apreciar que lacaverna constituye una fuente segura de abastecimiento a lapoblación, pues en esas condiciones de estío, aún manteníaun importante caudal. Esto se debe a que la meseta del Gua-so está formada por rocas calizas muy fracturadas y porosas,donde hay un gran número de cavidades subterráneas. Si bienen el valle de Guantánamo prácticamente no llueve, todo locontrario sucede al norte, allá en el Alto de la Tagua y luga-res cercanos, donde caen intensas precipitaciones casi todoel año. Estas aguas son captadas por ríos y arroyos que lasdescargan en la meseta del Guaso, la cual, a manera de gi-gantesca esponja, las absorbe y conserva en el subsuelo porun largo período de tiempo. Una parte de estas aguas surgede manantiales que alimentan los ríos que corren por el vallede Guantánamo; entre ellos se cuenta el resolladero de lacueva del Campanario, por cuya boca brota un caudal enor-me que desagua al valle. Para llegar hasta este punto, lasaguas han recorrido más de 9 km bajo la montaña, y handebido descender más de 400 m desde el sumidero del ríoGuaso, donde se filtran al subsuelo. Acueductos semejantes,

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pero diseñados y construidos por el ingenio de los campesi-nos, se encuentran en plena Sierra del Cristal, en el norte deCuba oriental.

En dicha región existen colinas aisladas, constituidas porrocas calizas cavernosas, que son capaces de captar y alma-cenar agua subterránea. Pero lo curioso de estas elevacio-nes, es que desde la mitad hacia abajo, están compuestas derocas impermeables, por cuyo interior las aguas práctica-mente no circulan. Por eso, cuando llueve sobre estas lo-mas, las aguas se infiltran en las calizas, y al llegar a lasrocas impermeables, estas aguas fluyen al exterior desdenumerosos manantiales, y descienden por estrechas cañadassituadas en las laderas. Estos manantiales se mantienen acti-vos mucho tiempo después que ha cesado de llover, prime-ro, porque las calizas se comportan como una esponja quealmacena el agua, y segundo, porque en las cavernas delinterior de la montaña ocurre la condensación del agua con-tenida en el aire, lo que aumenta las reservas del líquido.Gracias a este peculiar funcionamiento de los “sombreros”calizos de estas lomas, los campesinos pueden disponer deagua corriente casi todo el año. Para lograrlo, construyenpequeñas represas en los manantiales, y utilizando tallos debambú, como si fueran tuberías, llevan el agua hasta sus pro-pias casas.

Este ejemplo tiene una importante enseñanza, y es que a ni-vel individual, cada familia debe ser responsable de garantizarsu agua potable, independiente de las soluciones que proveeel Estado. Por ejemplo, ahorrar agua ayuda a que alcancepara todos y no haya que incrementar su extracción, pues lamayoría de las fuentes de abasto están cerca de su límite.Evitar la contaminación de las aguas, es una necesidad detodos, porque las aguas contaminadas no se pueden consu-mir ni utilizar en la industria. Aquellas familias que tengan

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la posibilidad de hacerlo, deberían construir medios paracaptar el agua de lluvia, sobre todo los que habitan comuni-dades en la periferia de las ciudades y en el campo. Las aguasde lluvia se pueden utilizar regularmente para reducir la can-tidad que se extrae de los pozos, y la que pueda obtenersedel acueducto. Usualmente no nos percatamos de ello, perola acción individual es muy importante, pues muchos “po-cos”, hacen un gran todo, y tenemos que darnos cuenta deque cada día somos más habitantes en nuestra isla, en tantoque los recursos, no son infinitos.

Por eso, cada día será más difícil llevar agua potable acada rincón y persona de esta larga y complicada geografíade nuestro archipiélago. Mientras con todo derecho, cada unode nosotros dirá: —¡Yo quiero agua potable!

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El malecón habanero es fuente de muchas vivencias para losvecinos de la ciudad. De lo que allí acontece podemos apren-der mucho, tanto de las actitudes de algunas personas, comode lo que ocurre en las aguas que bañan el litoral.

Los fines de semana, a menudo me voy a caminar por elmalecón con las primeras luces, ya he asumido esto comomi cuota semanal de ejercicio y recreación espiritual. Haydías que el mar está picado y uno recibe el spray de las olas,

Sardinas en el malecón

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por mucho que trate de evitarlo. Otros días, como el sába-do 30 de agosto de 2005, el mar parecía un plato, y apenasfinos rizos alteraban la superficie del agua.

En ocasiones semejantes prefiero caminar por el muro,pues de ese modo, a la simple caminata se le añade el ejerci-cio adicional de subir y bajar los separadores colocados detramo en tramo, y desde esa altura tengo una excelente vistade la costa.

Perdónenme la digresión, pero el asunto es que durante lapasada Convención sobre Medio Ambiente y Desarrollo ce-lebrada en junio, asistí a una conferencia magistral acercade la Salud y el Medio Ambiente, en extremo interesante yque viene bien al caso. Según el ponente, para lograr buenasalud basta con hacer 30 minutos diarios de ejercicio mode-rado. En cambio, resaltó que los ejercicios de alto nivel deexigencia no son precisamente sinónimo de salud y largavida. A mí me agradó muchísimo la idea, pues me sentíaculpable de vagancia y condenado a morir sin salud, ya quenunca me han gustado las sesiones de body building de gimna-sio. Ahora sé que puedo morir saludable, pues muy a menu-do camino más de 30 minutos, y muchos fines de semanaexcedo esa cifra, aunque con moderación. Pero volvamos altema que les quería mencionar.

Resulta que estando el mar como un plato veo una partedel agua que parecía estar hirviendo; presentaba unas riza-duras más compactas y saltarinas, semejantes a cuando al-canza su estado de ebullición. Lo más simpático fue que esazona de “hervidura” se movía hacia el este frente al male-cón, de modo que me puse a seguirla hasta que se acercó a lacosta donde entronca la calle Paseo. Curioso, le preguntépor ese fenómeno a un pescador que ocupaba a diario esaposición desde la madrugada hasta la salida del sol, quien

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con un hilo de voz (tiene practicada una traqueostomía) medijo a sotto voce:

—¡Son sardinas!Entonces me fijé mejor y, efectivamente, logré reconocer

un cardumen de miles de pequeñas sardinas, de unos 15a 20 centímetros de largo, nadando a saltos a ras de agua.Era impresionante ver que el cardumen se dividía a ratos endos o tres ramas, como si algunas quisieran escapar, pararotar enseguida e incorporarse al centro, reintegradas en unsolo grupo. No sé cuál será la verdadera causa de este com-portamiento, pero me recordó las carreras de bicicleta dondelos punteros se rotan con el resto del equipo para aliviar el es-fuerzo de romper camino. Al poco rato el cardumen se alejólo suficiente hasta que lo perdí de vista, moviéndose ágil-mente en dirección al mar abierto. “Buena suerte, sardinas”,dije para mis adentros.

Esta pudiera haber sido otra agradable caminata de fin desemana, si no me hubiese llamado la atención la injustifica-ble presencia de desperdicios, tanto en el mar como sobre laroca costera, en el muro y en el paseo del malecón. Los queconocen el lugar saben que allí hay unas piscinas abiertas amano en la dura roca caliza, donde varias generaciones dehabaneros refrescaron sus veranos resguardados de los peli-gros del mar abierto. Pero muchas de estas piscinas estabanrepletas de objetos flotantes de diversa índole. Ese basureroofende, pues habla de un grado inadmisible de desidia y to-lerancia. Desidia de los que van a pescar, a pasar un rato enla noche, o simplemente transitan por el malecón y dejantras sí latas, botellas, plásticos, restos de comida, escamas ypedazos de pescado, entre otras múltiples cosas. Los queactúan así no piensan que después puede venir alguien a sen-tarse en el muro, quizás hasta algún familiar suyo, y ha deencontrarse con los desperdicios y el mal olor.

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A estos objetos se añadían numerosos pedazos depoliespuma blanca dispersos a lo largo de casi 500 metrosde costa, que aparecían sobre la roca, llenando las piscinas yen el mar abierto. A menudo esta inmundicia viene del ríoAlmendares, que desemboca muy cerca, donde algunas per-sonas vierten todo tipo de desechos como si se tratara de unconveniente basurero. El vertimiento de semejante varie-dad de materiales contaminantes, en ocasiones tiene lugara la vista de algún representante de la ley, quien da la impre-sión de no tener conciencia de que esas son contravencionesde las cuales también debería ocuparse. Yo he tenido la opor-tunidad de pasar en barco a más de un kilómetro frente a lacosta de La Habana, y ver los amasijos de vegetación y des-perdicios flotantes expulsados por el río, navegando maradentro. Sin embargo, esa basura no se va del país, por logeneral la corriente de deriva la lleva de regreso a la costa,para recalar en las playas del este de La Habana.

Lo más impresionante es que casi a diario se transmitendiversos mensajes para el bien público, que hacen referen-cia a estas actitudes negativas de los ciudadanos, pero alparecer no son suficientes. Esto me recuerda un concepto dela teoría de la comunicación, según el cual es un error pen-sar que un mensaje ha sido escuchado y asimilado, solo porhaberse transmitido de algún modo. El problema no se pue-de reducir a decir las cosas, el asunto está en crear una ética,que se logra a través de un plan de educación bien concerta-do, al que debe añadirse una dosis de control legal. La leycubana califica y sanciona tales acciones socialmente nega-tivas, pero hay que hacerla cumplir de cualquier manera.

Parece ser que tampoco basta organizar las jornadasanuales de Limpiemos el Mar, que contribuyen a la des-contaminación del litoral, pues aunque estas desarrollanuna conciencia en los participantes, no llegan al resto de laciudadanía que se mantiene al margen.

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Uno de los problemas principales es que, a pesar de todoel esfuerzo educativo que se ha llevado a cabo en estos años,no se ha logrado crear valores estables en toda la población,no se ha desarrollado una ética de comportamiento ambien-tal. Las personas creen que su acción individual no causaproblemas, que botar un recipiente o un pedazo depoliespuma al mar no afecta tanto, pues cuentan con quehabrá alguien o algo que se ocupe de resolverlo. Es el erró-neo concepto del “eso no es asunto mío”.

Los que así actúan no se dan cuenta de que somos millo-nes de personas en Cuba y muchos miles de millones en elplaneta, y una acción individual repetida por millones depersonas sí hace la diferencia, y sí es asunto de todos. Aveces nos justificamos con que “no han puesto un basure-ro”, es decir, “no es culpa mía botar la basura, la culpa es delque no puso donde botarla”. De nada vale mirar hacia loslados para evitar ser visto, lo importante es mirarse haciadentro y no hacer lo incorrecto.

Con esas actitudes deleznables nunca tendremos el paísni el mundo mejor con que soñamos.

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Más a menudo de lo que quisiera, por la mañana me despier-ta el ruido de un chorro de agua cayendo desde el tanque deun edificio cercano. Me asomo a la ventana, veo los árbolesque han soportado tres desgarradoras talas; tras ellos, otrochorro más. Abro la puerta del balcón, de un tanque coloca-do en el pasillo de otro edificio el agua fluye a borbotones.

Un monstruo de dos cabezas

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El paisaje se completa en la calle, con las aguas venidas des-de muchos kilómetros al sur de la ciudad, que corren crista-linas (o ya coloreadas) sobre el negro pavimento, en extrañocontraste con la flota de plásticos y papeles que navegansobre ella con rumbo conocido; van de un modo u otro atupir las alcantarillas.

Ese paisaje doloroso me acoge cada día de cada año, y pormuchos años ya, con breves etapas de interrupción parcial.¡Pensar que la mayoría de estos problemas se resuelven conun flotante y un poco de conciencia!

Yo tuve la suerte de trabajar varios años en el InstitutoNacional de Recursos Hidráulicos, y asumir, para mi propiobien, aquel reclamo de la conciencia hidráulica que preñólos tiempos sencillos y gloriosos de Faustino Pérez al frentede dicha institución. Hoy me duele ver cómo esa agua, con-seguida gracias al esfuerzo de geólogos, topógrafos, perfo-radores, ingenieros civiles, constructores y operadores de lasfuentes de abasto, se dilapida después de haber recorridomuchísimos kilómetros desde el cielo hasta el manto freáticoo los embalses, bombeada desde allí a los acueductos, depu-rada luego en las plantas de tratamiento, y distribuida, porfin, a la ciudad sedienta y al hombre necesitado, que abre elgrifo de su casa y la ve fluir con facilidad, cuando este actoes, en sí mismo, una oda al trabajo, a la inteligencia y alquehacer cotidiano de muchos. Deberíamos besar esa aguaque llega humildemente a nuestras casas.

Sin embargo, es obvio que muchas personas no tienen estanecesaria conciencia y son causantes de la sequía provoca-da, aquella que el desamor desata. Este no es un texto delamentaciones, trataré, con estas reflexiones, de ofrecer al-gunas experiencias, con la esperanza de que cuando ustedabra su grifo, haga buen uso de ese bien, por el que muchos

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en el mundo claman y hasta se enrolan en cruentas batallas.El agua es más importante que el petróleo, es tan vital comoel alimento; sin ella, no hay vida.

Primera cabeza del monstruoCuba ha estado sometida a etapas de sequía en distintas oca-siones durante los pasados siglos, y ya sufrió un evento ex-tremo de este tipo entre los años 2003 y 2005. Lasafectaciones más evidentes han sido el calentamiento delclima local por la falta de lluvias y la baja humedad ambien-tal, seguida por la escasez de agua para el abasto a la pobla-ción, para la agricultura y el uso industrial. La escasez deagua limita la producción agrícola y ganadera, reduce el ver-dor de los bosques naturales y prepara el escenario paraque ocurra la destrucción de propiedades y áreas naturalespor el fuego espontáneo o provocado.

Esas son las consecuencias evidentes, las más visibles.Pero hay otras no tan obvias, aunque no por eso menos noci-vas a corto y a largo plazo. Sobre estas consecuencias qui-siera enfatizar y proponer alguna manera de aliviarlas. El“tiempo muerto” forzado por la sequía debería aprovechar-se de manera productiva.

La hora de las plagas. Hay plagas y plagas, y no todas sondel reino animal. La sequía puede contribuir a propagar lasque afectan la agricultura y los bosques. Al desaparecer lacubierta vegetal durante la sequía, principalmente en lasáreas cultivadas o abandonadas por la agricultura, algunasplantas invasoras encuentran su momento propicio, sobretodo las que soportan mejor las condiciones extremas. Enépocas de sequía se dispersan las semillas de marabú, y alllegar las primeras aguas, aparecen estos arbustos en sus nue-vas parcelas. Asimismo, las sequías prolongadas ponen en

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crisis las plantas de régimen húmedo, y así solo las resisten-tes a la sequía se esparcen hasta ocupar nuevos territorios,que antes pertenecían al bosque húmedo. Este es un paso,sutil pero seguro, hacia la desertificación. Creo que debe pen-sarse en la siembra de plantas de reproducción rápida y quesoporten la sequía sin convertirse en plagas, para protegerasí los suelos de los invasores y de la erosión.

En años pasados, sobrevolando el país de costa a costa y abaja altura, tuve la oportunidad de observar los campos secosy los parcialmente en candela. La escena es triste. Sin em-bargo, en algunas montañas de roca caliza, como en la Sie-rra de Cubitas y en la Sierra de los Órganos, donde tampocohabía llovido por meses y el agua subterránea está a granprofundidad, el bosque se mantenía verde y saludable. Allíhay plantas resistentes a la sequía y capaces de buscar elagua en las entrañas de la tierra, como el jagüey. Quizás se-ría conveniente estudiar esta vegetación para aprender deella, aunque pienso que los botánicos poseen conocimientosde las diversas plantas cubanas resistentes, y no sea necesa-rio traerlas de otros confines, con las inesperadas e indesea-bles consecuencias que entraña la introducción de especiesexóticas.

La fiesta de la erosión. Es normal que nos alegremos conla llegada de las lluvias después de un largo período desequía. Sin embargo, las lluvias encuentran un suelo seco,cuarteado y desprovisto de vegetación, que es susceptible ala erosión y la consecuente pérdida de ingentes volúmenesde suelo fértil en un corto tiempo. Estos procesos estaránpresentes hasta que la hierba se recupere y proteja los terre-nos. Entonces, ¿qué hacer para prevenir el lavado de los sue-los después de la sequía?

La erosión que sucede a la sequía es evitable hasta ciertopunto. Hay diversas experiencias, y una de ellas consiste en

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aprovechar el tiempo durante el cual no puede labrarse latierra para construir barreras físicas antierosivas. Debenrellenarse las cárcavas con rocas, construir canteros, sembrarplantas resistentes a la sequía que sirvan de barreras vivas yde protección en las áreas de fuerte declive y en las laderas delas colinas. También es conveniente dragar los embalses delas presas para recuperar el suelo rico en humus que estáacumulado en dichos lagos artificiales y guardarlos comoreserva para utilizarlos en el mejoramiento de los suelosempobrecidos. Estos pueden almacenarse en canteras aban-donadas, lo que propiciaría un uso más adecuado de dichascicatrices dejadas por la minería, y allí desarrollar viveros.Tal vez parezca inadecuado almacenar suelos, pero lo ciertoes que la producción industrial de estos es una práctica co-mún en muchos países y una necesidad de nuestros tiem-pos. Extraer los suelos húmicos acumulados en los embalsespuede contribuir a mejorar nuestra agricultura con produc-tos naturales, pero siempre han de estudiarse sus propieda-des antes de aplicarlos.

La protección de las aguas subterráneas. Durante las eta-pas de sequía prolongada se produce una explotación másintensa de las aguas subterráneas. A menudo se abren pozossin un estudio previo de las situaciones concretas de losacuíferos. Afortunadamente en Cuba hay extensos territo-rios de roca caliza donde se acumulan grandes volúmenesde agua subterránea, pero el nivel de esas aguas se encuentradeprimido durante la sequía, lo cual facilita la intrusión sali-na. En estas etapas hay que controlar rigurosamente la ex-plotación de los acuíferos costeros (cuencas abiertas), puesla salinización de las aguas subterráneas por el avance de lascuñas salinas (agua del mar) puede traer resultados funestosde larga duración. También el riego con aguas salinizadas,

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aun en pequeñas proporciones, puede tener consecuenciasindeseables para los suelos y la ganadería.

No menos negativos pueden ser los efectos de la sequíaen los acuíferos desarrollados en rocas agrietadas (nocalcáreas). En dichos medios, las aguas pueden tener un altogrado de contaminación química natural. Esto se debe a quelas rocas presentan en su composición elementos químicosque en épocas de sequía alcanzan altas concentraciones enlas aguas, pues el flujo acuoso está muy limitado y la inte-racción agua-roca es más intensa. A menudo estas aguas soninvestigadas para determinar su potabilidad de acuerdo soloa su contenido de elementos bióticos (nitritos, etc.). Sinembargo, en estos casos hay que determinar también la com-posición química de las aguas antes de declararlas potables.El consumo prolongado de aguas saturadas de ciertos ele-mentos químicos —presentes en el medio natural— puedeser negativo para la salud. Dichas aguas habría que usarlassolo en actividades paralelas (lavar, limpiar, etc.), y minimi-zar el consumo humano o animal, y para el regadío.

La preparación para la sequía. Por fortuna en Cuba exis-ten numerosos embalses que acumulan grandes volúmenesde agua, lo que reduce los efectos tempranos de la sequía.Sin embargo, la experiencia de los años pasados ha demos-trado que muchos embalses pueden llegar a secarse y losrecursos de agua embalsada agotarse. Por eso es adecuado,como ha estado haciéndose en cierta medida, seguir con lasinvestigaciones para la búsqueda de soluciones alternativas,es decir, de recursos de agua que normalmente no son ex-plotados. Ellos pudieran estar presentes en la profundidadde los macizos cársticos en zonas montañosas, tales como laSierra de los Órganos, la Sierra del Rosario, las alturas delnorte de las Villas, la Sierra de Cubitas y la Sierra de Gibara.

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En estos lugares hay recursos de aguas subterráneas profun-das que están pendientes de ser evaluadas y pueden encon-trarse almacenadas entre unos 50 y 100 metros bajo el niveldel pie de montaña, en sistemas de cavernas profundas quese originaron hace alrededor de veinticinco mil años, cuan-do el nivel del mar descendió hasta 120 metros con respectoal nivel actual. Este evento debió generar una erosión pro-funda y la formación de cavernas, cuyas bocas hoy no estánvisibles.

Segunda cabeza del monstruoUno de los problemas más difíciles por resolver para en-frentar la sequía, es crear una actitud positiva en la pobla-ción, desarrollar una verdadera conciencia hidráulica, útiltanto para los tiempos de crisis, como en los períodos debonanza climática. Es necesario admitir que hay mensajespara el bien público en los medios de comunicación masiva,en concursos infantiles y programas comunitarios donde seeduca al respecto, pero es obvio que sus efectos no son todolo esperado, pues el énfasis se hace en el ahorro de agua. Enla práctica, las personas siguen manteniendo actitudes des-de negativas hasta francamente negligentes. Por eso los proce-sos educativos deben ampliarse y profundizarse en la luchacontra la contaminación de los recursos de agua potable. Estasmedidas deben estar acompañadas por la disponibilidadde algunos recursos que permitan al ciudadano —y a lascomunidades— resolver los distintos tipos de salideros yvertimientos de aguas negras y desperdicios sólidos conta-minantes.

En la situación actual, y ante las perspectivas futuras envista de los cambios globales naturales y provocados por laactividad humana, sobre todo de algunos países altamente

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consumidores y contaminadores, es de esperar que se pre-senten nuevos períodos de sequía extrema. Por eso hay queestar preparados para enfrentar el futuro e ir valorando alter-nativas y buscando soluciones a largo plazo. El primer pasoen este sentido es que usted se haga dueño de estas ideas ylas convierta en un modo de comportamiento cotidiano.

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En las zonas montañosas existe la posibilidad de que ocurranderrumbes y deslizamientos a consecuencia de la alteraciónde las rocas (intemperismo), que las fragmenta, les abre grie-tas y les crea superficies de debilidad, a través de las cuales,después de abundantes lluvias, ciclones o terremotos, puedenocurrir desprendimientos de bloques. En realidad no es unabuena noticia la posibilidad de que una piedra enorme caigasobre su casa o sobre su centro de trabajo.

Los derrumbes tipifican la caída de uno o varios fragmen-tos de roca, que por lo general se desprenden de lo alto delas paredes verticales de las montañas. En casos extremos

Vaya pedrada

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pueden generar avalanchas, cuando se desprenden multitudde fragmentos rocosos que a su vez arrastran otros en sucamino. Los derrumbes son más comunes cuando las mon-tañas están compuestas por rocas duras y agrietadas, comocalizas, granitos, rocas volcánicas y mármoles. Los bloquesde roca candidatos a derrumbarse, a menudo se observan enlo alto de las laderas abruptas de las elevaciones, un pocodespegados del resto de la montaña. En estas condiciones sucaída es solo cuestión de tiempo.

Hace ya algunos años estaba buscando fósiles a lo largodel cauce de un río seco que atraviesa las colinas costerasque se alzan entre Imías y San Antonio del Sur. La acciónerosiva del río había labrado un cauce profundo, delimitadopor paredes verticales. Casi a todo lo largo del cauce, al piede la pared podían observarse inmensos bloques de roca des-prendidos desde lo alto, que descansaban apilados unos con-tra otros o enredados entre la enmarañada vegetación. Anteeste escenario me dije que era un verdadero peligro vivir,incluso caminar junto a esos farallones de piedra, pues encualquier momento podía desprenderse otro bloque.

Pero el hombre es osado, y pronto me tropecé con unacasa bastante bien cobijada, situada justo al pie de la paredrocosa, donde no podía observarse ningún bloque despren-dido. Pensé que esta era una familia afortunada, pues habíalogrado colocar su casa justo donde no caen bloques de pie-dra. Animado por estos pensamientos, me dirigí a la puertade la casa y llamé.

—¡Eh, compañero! ¿Hay alguien ahí?No tuve que esperar mucho tiempo. No sin trabajo, la puer-

ta se abrió rechinante y asomó la cabeza un joven campesi-no, aparentemente el dueño de la casa.

—Buenas, ¿como está usted? —le dije, y añadí—: Pasabapor aquí y me llamó la atención su casa tan bien hecha. Pare-

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ce que usted escogió el lugar ideal para colocarla, pues aquíno hay bloques de piedra desprendidos de la pared.

El hombre me miró entre asombrado y receloso. Trató deabrir un poco más la puerta y sacó parte de su cuerpo.

—Óigame —me dijo ya algo molesto—, ¿usted se estáburlando de mí?

La verdad es que me dejó sin palabras.—Bueno, mire —balbuceaba, mientras el hombre trataba

de salir por el estrecho espacio que le permitía la puerta se-micerrada.

Tanto dio hasta que salió por completo y me dijo:—¿Qué habla usted de bloques o pedradas? Fíjese que

casi no puedo abrir la puerta.A lo que añadió:—Hace una semana estábamos durmiendo en el cuarto

del fondo, cuando me despertó un ruido enorme y la casaparecía que se nos caía encima. La mujer por poco se memuere del susto. Cuando nos levantamos, encontramos esapiedra enorme metida en la sala, y otra más chiquita en lacocina, que menos mal y entraron de noche.

Me asomé a la puerta entreabierta y encontré un enorme blo-que del tamaño de la casa que ocupaba todo el espacio disponi-ble y descansaba sobre los pedazos de mesa, sillas y pared.

Mirando al pobre hombre, que no acababa de recuperarse delsusto, la puerta semicerrada, la piedra en medio de la casa, y losdestrozos por todas partes, me salió del alma decirle:

—Óigame compay, tremenda pedrada.

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Cuando se realizan trabajos de campo, a veces es necesarioacampar en el monte, lejos de la civilización, y gracias aesto, se tiene la oportunidad de apreciar los millones de es-trellas que pueblan el cielo durante las frías noches despeja-das. Es natural que en esas ocasiones la gente se reúna paraintercambiar relatos de pasadas aventuras, pero a veces seagotan los temas y se adueñan del momento los sonidos delbosque, como aquella vez en medio de las montañaspinareñas, cuando ya cerca de las once, Leonardo, mientrasse pasaba la mano por el abdomen, casi suspiró:

Gambusinos

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—¡Ahhh, qué bien me vendría, con el hambre que tengo,comerme un par de gambusinos!

Gabriel, que estaba sentado frente a él, lo miró largamen-te y asintiendo con la cabeza, añadió:

—Ya lo creo, me acuerdo los que asamos durante la expe-dición a la Sierra de Mesa. ¡Estaban riquísimos!

Comprendo que algunos lectores se preguntarán de quéanimal se trata. Pues a Yanisloide, comilón por naturaleza,le asaltó la misma duda, así que inmediatamente preguntó:

—¿Y dónde se pueden conseguir unos “zambiguinos”?—Ahhhfff —resopló Leonardo, como quien no le otorga

mucha importancia al asunto, para especificar con voz cal-mada—. Gambusinos, se llaman gambusinos —y mirando aYanisloide fijamente le contestó—: Yo vi unos cuantos bas-tante gorditos ahí en el río, cuando bajaba de la loma.

—Pues ahora mismo vamos a agarrarlos —dijo Yanisloide,poniéndose de pie, mientras le daba una mano a Leonardopara que se levantara y lo siguiera.

Con todo el entusiasmo propio del momento, salieron ha-cia el río seguidos por la mayoría del grupo, mientras sur-gían los comentarios por el camino sobre lo difícil que resultacapturar a un gambusino, pues cuando alguien se les acerca,se esconden debajo de las piedras y las plantas de agua. Peroesa perspectiva no hizo sino levantar el ánimo de Yanisloide,quien se preciaba de su constitución atlética y capacidad atoda prueba de enfrentar los más complejos problemas.

De más está decir que el arroyo, a esa hora de la noche,tenía las aguas más que frías, congeladas. Pero Yanisloideno lo pensó dos veces, se metió en el río con ropa y todo,dispuesto a capturar algunos “garburrinos” de esos, apoya-do por la luz de varias linternas. ¡Algunos ya se imaginabansaboreando el asado de gambusino al carbón!

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¡Y allí mismo empezó el frenesí!—Mira, allí hay uno —gritó Gabriel mientras iluminaba

con su farol una orilla lejana hacia donde se dirigió expeditoYanisloide que inspeccionaba y removía el fondo en buscade aquellos deliciosos animalillos.

—Corre, corre, que se movió para allá —le avisó exalta-do Leonardo, alumbrando otro sitio y después otro, de modoque aquello parecía una verdadera cacería.

El actor principal era Yanisloide en el río, que en su brin-ca pa´ca y salta pa´llá jadeaba:

—Lo tenía en la mano y se me fue.Corría hacia otro y otro lado sin parar, alentado por los

gritos entusiastas de sus compañeros, mientras chapoteabaagua, nadaba y revolvía fango, capturaba aquí y perdía allá,vaya a saber qué, hasta alcanzar el más completo agotamiento.

—Caballeros, ya no puedo más —gritó, en tanto salíachorreando agua fangosa y helada, aterido hasta los huesosy más hambriento que un perro callejero, para pasar a justi-ficarse—: Oigan qué bicho más escurridizo, cada vez que loagarraba, con la misma se me escapaba, pa´mí que tiene elcuerpo medio baboso.

En vista del fracaso, todos se fueron a dormir esa noche yno se habló más de los escurridizos animalillos.

Al siguiente día se movieron a otro campamento, alto enla sierra, así que la búsqueda de gambusinos quedó suspen-dida para otra oportunidad, aunque no dejó de ser objeto deconversación hasta el final de aquella expedición.

La caza del gambusino no solo transcurrió en aquella oca-sión, sino que se ha repetido varias veces hasta hoy. Desgra-ciadamente el “raro animal” no ha podido ser capturado, apesar de que se ha buscado por distintas personas en las fríasaguas de los ríos de las montañas de Guamuhaya, la Sierra

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Maestra, e incluso, entre los fangos pegajosos de la Ciénagade Zapata; siempre durante acampadas nocturnas, que hantenido como factor común, la presencia de Leonardo, Gabrielo alguno de sus colegas, cuya hambruna repentina se ha con-vertido en la causa desencadenadora de estos raros sucesos.

Y usted, ¿ha probado alguna vez un delicioso gambusino?

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El algarrobo dominicano, denominado científicamente Hymenaeacourbaril, es un pariente vivo del Hymenaea protera, yaextinto, pero ninguno de los dos —vivo o extinto— tienenada que ver con el algarrobo que habita en los campos deCuba o Puerto Rico. Parece que algunos hijos del azar, pordesmanes del destino, le llamaron algarrobo, indiferentemen-te, a ciertos árboles frondosos que habitan en las distintastierras del Caribe, solo para añadir un grado de confusiónmás a la intrínseca algarabía natural que nos caracteriza.

Ámbar y copal,pero aquí no hay…

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Pero no quiero desviarme de un propósito más urgente,que es relatarles mis experiencias vinculadas al ámbar y elcopal, que me llevaron en varias ocasiones a las islas dePuerto Rico, La Española, Jamaica, pasando por Costa Rica,Polonia y retornando a Cuba. En realidad, al principio deesta acometida exploratoria, no tenía ningún interés en elámbar, ni idea de que existiese algo llamado copal, porquemi objetivo era la localización de restos fósiles de mamífe-ros prehistóricos. Por eso, me veo obligado a decirles que elcopal, al cual me he de referir más adelante reiteradamente,es una frágil sustancia amarillo parda, que se forma al endu-recerse la resina que brota del árbol Hymenaea courbaril, dela familia de las leguminosas. Así, por su aspecto, se parecea la pez rubia que utilizan los lanzadores de béisbol entreotros, por causas que no son de nuestra incumbencia. Porcierto, que el copal también es una denominación aplicada adistintas cosas no relacionadas entre sí, como suele ocurrircada vez con mayor frecuencia, después de aquella famosareunión celebrada algunos milenios atrás, en la sede de laOrganización de las Nociones Urdidas en el edificio BabelTower de la Corporación H. P. Babel International, localiza-do en el africano Triángulo de Afar. Como el azar siempre selas arregla para hacernos la vida más azarosa, al final termi-né esta aventura más preocupado por el ámbar y el copal,que por el asunto paleontológico que me condujo hacia esoscaminos.

En efecto, todo comenzó unos años atrás, en la década delos noventa, cuando en compañía de mi colega RossMacPhee, estudioso de los vertebrados isleños ya extintos,visitamos algunas regiones muy intrincadas de la RepúblicaDominicana, donde existen importantes minas de ámbar.Nosotros andábamos tras la pista de un enorme cuadrúpedodel tamaño de una vaca, posiblemente un gran perezoso ya

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desaparecido, cuyos huesos fosilizados habían sido encon-trados en el cauce de un río que atraviesa la Sierra de Agua,contenidos en unas capas de arena y arcilla del Mioceno,con una antigüedad entre dieciséis y veinte millones de años.

Para nosotros este era un sitio muy perspectivo, pues nosinteresaba encontrar otros fósiles de vertebrados terrestres,tales como monos, perezosos (me refiero a los ancestros delanimal “tres dedos” que hoy vive en los árboles de Centro ySudamérica), jutías, aves; en fin, representantes de la anti-gua megafauna de esta isla. Por eso fuimos allí, a la Sierrade Agua, a meternos en un río fangoso una tarde calurosa deverano, para excavar en las arcillas y arenas que conformanlas paredes del cauce, de donde se nos había dicho que seextrajo el esqueleto del “gran perezoso”. Después de exami-

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nar con todo detalle los depósitos arcillosos y arenosos, en-contramos también capas de hojarasca petrificada, que sedenomina lignito. Buen indicio, pues esas plantas, terrestreso costeras, pueden significar la existencia de animales terres-tres. Sin embargo, después de algunas horas de búsqueda,apenas aparecieron algunas costillas de Metaxitherium, queen buen cristiano significa dugón, vertebrado marino empa-rentado con los manatíes, que habita la desembocadura delos ríos y las aguas poco profundas que rodean las tierrascaribeñas. Esto no era lo que buscábamos, pero nos hizosospechar que la osamenta de un gran cuadrúpedo, antes re-cuperada en este mismo lugar, era probablemente de unsirénido como el dugón, y no de un gran perezoso.

Los dugones son muy parecidos a los manatíes, en el sen-tido de que ambos son como un pedazo de tubo grueso, ma-cizo, con la cabeza embutida en el cuerpo, carichatos, denadar lento a media agua, dotados de pulmones y patas“aletadas”, cuyos antepasados eran animales terrestres queun día aciago se enamoraron tanto del mar, que lograron re-torcer la evolución tratando de convertirse en peces, hastacasi lograrlo, pero en una versión mamífera, fea y gorda.Los sirénidos (dugones y manatíes) se alimentan de las plan-tas subacuáticas que crecen en los bajos fondos tropicales(nosotros los humanos les llamamos yerba de manatí). Se-gún se ha estudiado, hasta hace de unos tres a cinco millonesde años, en el mar Caribe habitaban sobre todo los dugones,pero estos fueron sustituidos por los manatíes, porque losdugones prefirieron irse a comer yerbas exóticas en el océa-no Índico, donde pacen actualmente.

Aquella fue una tarde desesperada, ya que no encontra-mos lo que esperábamos, y de contra, nos costó mucho tra-bajo encontrar el lugar donde nos encontrábamos. El caso esque para llegar a la Sierra de Agua vinimos desde el oeste,

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por la dirección de Bayaguana, siguiendo un camino de tierray fango, que conducía al noreste, después al norte, despuésal oeste, continuaba al suroeste y tornaba al noroeste paraenfilar justo hacia el norte bruto. Según el mapa topográfi-co, al norte nos iba quedando la Sierra de Agua, al este uncerro sin nombre, y un tanto más allá, al sureste, una plani-cie donde estaba impreso el sustantivo “Comatillo” junto aun par de casas. Entre tanto torna y dale, y como el caminono nos conducía a donde queríamos, sino a donde él mismoiba, nos detuvimos junto a un campesino que arreglaba unacerca, justo a nuestra derecha. Ahí mismo le pedí al chofer,que no era otro que Ross MacPhee, que detuviera el vehícu-lo, y mapa en mano bajé a conversar con el susodicho, esdecir, con el componedor de linderos.

—Buenos días —le dije, aunque ya el sol estaba bien altoy sin esperar la respuesta a mi saludo le pregunté—. ¿Mehace usted el favor y me dice dónde queda la Sierra de Agua?

—Buenas tardes, claro, cómo no —me contestó, blandien-do un machetín oxidado y puntiagudo.

—Mire, esas lomas que quedan por allá, esa es la Sierrade Agua.

Desenrollé el mapa que llevaba conmigo, busqué el textoSierra de Agua que se sobreponía a las líneas color naranjaque indican la altura sobre el nivel del mar, y orienté el mapade modo que ese lomerío quedara hacia allí donde apuntabael machetín extendido.

—Anjá, dije con alegría sin quitar los ojos del mapa, eindicando con mi propio brazo le señalé—: Entonces esa esloma sin nombre.

—¡No! —fue su respuesta, a boca llena y sin titubear, yante mi atónito silencio añadió—: La loma sin nombre que-da para allá —y señaló en línea recta hacia el sur, cruzandosu machetín sobre el brazo mío.

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¡Hummm!, rezongué, e hice rotar el mapa de manera quela loma sin nombre quedara hacia donde me indicaba elmachetín de mi interlocutor. Ahhh, volví a rezongar paramis adentros, pues ahora la Sierra de Agua estaría situadahacia el sur.

—Ok —dije ya resignado, pero esta vez sin extender lamano por si acaso. Y añadí—: ¡Entonces ese camino haciadelante me lleva hasta Comatillo!

—No, no, no, señor, el camino a Comatillo es por acá —yapuntó en la dirección por donde habíamos llegado, hacia elsuroeste, blandiendo el machetín que ya vibrabagraciosamente entre sus manos.

Entre tanto, mi colega al timón nos miraba atónito, sinentender una palabra, pues no sabe español. Tenía que estarasombrado, digo yo, de que me hubiese extendido en tanprolongada charla, con cruces de machetín por medio, cuan-do la tarde podía traernos un buen aguacero, como toda bue-na tarde de verano, y nosotros íbamos nada menos que haciala Sierra de Agua.

En ese instante capté, alto y claro, el locuaz mensaje queme enviaba el azar. Regresé a la camioneta mientras me ale-jaba amablemente sin dar la espalda, pero sin pausa, de aquelmachetín blandido por el mismísimo Belcebú, y segúncerraba la puerta, le grité a Ross desesperado:

—Let’s get out of here, before we are sucked in by theComatillo Triangle!

Esa frase, traducida al castellano, significa: Larguémonoslo más pronto posible y sin pestañar de este maldito lugarantes que quedemos atrapados para siempre y sin esperanzaen los profundos, tortuosos y complejos “jergo-glíficos” delTriángulo de Comatillo.

Para ustedes quedará más que claro que mi colega, queseguramente seguía sin entender, ahora a pesar de mi inglés

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fluido, sin hacer preguntas dio la vuelta de inmediato y ace-leró como quien está consciente de que un grave peligro nosacechaba. Transcurrida menos de una hora, después de ha-ber avanzado algunos kilómetros y tomar un desvío a la de-recha, que habíamos descartado antes por parecer pocofrecuentado, llegamos directamente ante la enmarañada ve-getación que compone el bosque de galería del río Comate,que drena la Sierra de Agua, donde aquel perezoso gigante,antes que llegáramos a él, ya se nos había convertido en unasirena, definitivamente a causa del maleficioso Triángulo de“ustedes saben qué”. ¡Solo recordar ese nombre ya me ponelos pelos de punta!

Después de aquel día aciago continuamos visitando nu-merosas áreas mineras de ámbar, en la inteligencia de quedonde hay arenas, arcillas y lignitos del Mioceno, hubo tierrasen el pasado remoto, y donde hubo tierras en el pasado re-moto, debió y seguro lo hubo, vegetación, y donde hubo ve-getación es de esperar que haya habido arañas, mariposasy gusanos, y donde hubo alimañas como esas y muchas más,es muy probable que pulularan ciertos vertebrados, no solopájaros, murciélagos y peces, sino también: monos, perezo-sos, jutías y muchos otros jíbaros. Y siguiendo con nuestrainteligente deducción, donde hubo mamíferos vertebrados,en ocasiones aparecen sus huesos acumulados en los depó-sitos que, con el transcurso de los millones de años, ya sehabrán convertido en fósiles. ¡Y eso era lo que queríamosencontrar! Así de simple.

Las minas de la Colonia San Rafael, situadas en la Cordi-llera Oriental, no estaban activas cuando las visitamos, peroquedaban los pozos abiertos a pico, pala y machetín recorta-do, de donde alguna vez se extrajo ámbar y mucha arcilla ylignito. Nosotros examinamos esas pilas de escombros deja-das por los mineros, recorrimos los cauces de los ríos y los

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cortes en los caminos, tratando de encontrar huesos de ani-males prehistóricos. Nuestra suerte no fue más allá de unoshuesos y placas de jicoteas y cocodrilos, que si bien no sonmarinos, son acuáticos, pero nada verdaderamente terrestre.Monos y perezosos burlaban nuestra suerte.

Más al norte de la Colonia San Rafael, se encuentra lazona minera de Yanigua, en las márgenes del río del mismonombre, enclavada en las lomas no muy altas que circundanEl Valle, donde florecen plantaciones de palmas para ex-traer aceite, yuca, caña de azúcar y otros productos para elconsumo humano. En Yanigua, las minas de ámbar se mante-nían en actividad y gracias a ello, durante uno de los re-corridos que hice por mi cuenta, ya metido en el asunto deeste mineral, tuve la suerte de conocer a un minero, sencilloy educado, que apenas sabía leer y escribir, pero cuya inteli-gencia lo convirtieron en el mayor experto con quien hayaintercambiado sobre el origen del ámbar: Sergio el sabio.Este señor, de piel madurada por el sol y la humedad, deandar pausado y hablar sereno, con el “cantao” propio de loshombres de campo, cierta vez me dijo que él había encon-trado unos huesos enormes en una de sus excavaciones mi-neras, pero los había sepultado de nuevo, pues como buencristiano, no le pareció correcto desenterrar a ese “ser” queDios había puesto en el subsuelo.

Cuando dibujó con una rama partida, sobre el polvo delsuelo, las dimensiones y aspecto de aquellos huesos, alarga-dos y aplanados como costillas, con unas vértebras mayoresque sus puños, pensé que debió ser un animal del tamaño deuna ballena. Esa vez, y en sucesivas ocasiones cuando visitésu casa y las minas, le traté de convencer de que posible-mente los huesos eran de una ballena u otro gigante prehis-tórico por el estilo, cuyo enterramiento no tenía nada quever con la ira de Dios —sobre todo porque no creo que Dios

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sea iracundo— y que era importante recuperar estos fósilespor el bien de la ciencia. Pero fue inútil, siempre tenía algu-na manera de dejarme con la esperanza, pero sin los huesos.

Estaba por caer esa tarde, que nos encontró tumbados bajoun algarrobo después de una jornada de trabajo: él, en loprofundo del pozo de la mina buscando ámbar, yo, arriba,examinando los materiales extraídos del subsuelo. Por suer-te no había mucho calor, pues una fresca brisa movía la copade los árboles en aquel vallecito alejado de la ciudad y lascarreteras, al que habíamos llegado por la mañana caminan-do desde la ciudad de El Valle. Para provocarlo, le conté quealgunos especialistas afirmaban que los algarrobos segrega-ban su resina cuando el viento les rompía una rama paraprotegerse de los insectos, o cuando los carpinteros y esca-rabajos les perforaban la corteza. Que incluso algunas per-sonas con las que había conversado en Santo Domingoexplicaban la acumulación de grandes tortas de resina, al piede los árboles, como resultado de incendios forestales.

Sergio el sabio me miró con cara de “eso no es posible”, yme ofreció la mejor explicación que haya recibido sobre eltema. Según sus observaciones durante muchos años visi-tando los bosques con algarrobos, estos casi no segregan re-sina cuando se les parten las ramas, pero son capaces deproducir importantes volúmenes después que son alcanza-dos por un rayo. Me dijo que si se levanta la corteza de unalgarrobo, debajo se pueden encontrar colonias de hormi-gas, escarabajos, termitas y otros insectos, con frecuenciaatrapados por los derrames de resina que fluyen entre el troncoy la corteza. De esta manera, los organismos son capturadospor la resina tanto debajo de la corteza de los árboles comoen la superficie del tronco y las ramas, y en el suelo, cuandoel goteo o los derrames corren por el árbol después del im-

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pacto de una descarga eléctrica. Tuve la oportunidad de visi-tar esta misma región tras el paso del huracán George quedestruyera los bosques y arrancara las ramas de muchos al-garrobos. En ningún caso había brotes de resina en las su-perficies fracturadas, pero bajo la corteza de estos mismosárboles, pude observar cómo corría la resina llevando ani-malillos disecados por el efecto del veneno contenido en estasustancia. Allí pude apreciar un ejemplo vivo de lo ocurridomillones de años atrás, en los bosques del Mioceno, cuandolos árboles de Hymenaea protera segregaron la resina quedespués se convirtió en ámbar. Otra observación de Sergioel sabio fue aun más impresionante:

—Si el fuego hubiera causado la producción de resina,entonces el ámbar debería contener mucha ceniza.

Claro, tenía toda la razón, definitivamente los fuegos fo-restales no habían tenido nada que ver con la formación delámbar, pues en este no se encuentra ni una brizna de ceniza.

La última vez que me encontré con Sergio el sabio, teníaun brazo incapacitado, debido a que se cercenó varios ten-dones con el machete recortado que utilizaba para excavaren las paredes de las minas. Estaba contento, pues tenía unpar de aprendices a los cuales les estaba enseñando los se-cretos de la minería del ámbar. Su pequeña casa de madera,sencilla y limpia, pero sin muchas comodidades, era el refle-jo de una vida dedicada a perforar las entrañas de la tierra yextraer una riqueza mineral, que en el mercado internacio-nal puede venderse, una sola pieza, hasta en veinte y treintamil dólares, si contiene una garrapata antediluviana, una la-gartija prehistórica o un sapito miocénico. Quizás por susmanos pasaron muchos de estos tesoros, contenidos en lostrozos de ámbar sin pulir que vendió por libra a los compra-dores locales, a cambio de algunos dólares. Por desgracia,su sabiduría no llegó al extremo de conocer los secretos que

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encierra el ámbar, el mundo prehistórico cuya diversidadquedó muy bien preservada, durante millones de años, enesos cofres de color amarillo-ambarino que atesoró la tierradominicana hasta hoy.

Puedo imaginarme que ya el lector se habrá dado cuentacómo, sin proponérmelo, habiendo empezado por buscarhuesos fosilizados entre las arenas y arcillas con lignito delTriángulo de Comatillo, terminé por ser capturado por laresina del algarrobo, no como otra alimaña momificada ensu interior, sino atraído por los misterios de su origen, pre-guntas que durante varios años de trabajo tuve la oportuni-dad de tratar de contestar y compartir las respuestas con miscolegas. Pero conocer el origen del ámbar, aunque ha decomenzarse por el proceso de formación de la resina del algarro-bo, es muchísimo más complejo, pues esa resina será copalen el transcurso de algunas semanas, si se mantiene enterra-da en la hojarasca del sotobosque, y después han de ocurriruna cadena de acontecimientos para que algún día, cami-nando junto a la costa, podamos recoger un pedacito de ám-bar flotando a media agua en la desembocadura de un río oarrojado por el oleaje sobre la playa. Esas piedras brillantesfueron precisamente las que debieron llamar la atención dealgún hijo curioso de las tribus taínas que poblaron la costanorte de la isla, cuando atraído por su color, por qué no,recogió y llevó un trozo de ámbar al caney para regalarlo asu pareja.

Después que visité las minas de Yanigua y Colonia SanRafael en la Cordillera Oriental, y sobre todo, aquellas de laCordillera Septentrional ricas en restos fósiles, no pude me-nos que molestarme. Díganme si no tengo razón. Las mis-mas rocas, de la misma antigüedad y composición, lastenemos en Cuba. En Las Tunas hay arenas, arcillas y lignitodel mismísimo Mioceno, así como en muchos otras regio-

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nes de la isla, pero hasta ahora no apareció ni una pizca deámbar. En el valle de Guantánamo se encuentran rocas muysemejantes a las de la Cordillera Septentrional, y ámbar, niun poquitico así. Yo no quisiera ser supersticioso, pero esediablo machetero de Comatillo no se me quita de la menteen momentos como este. Lo peor del caso, es que en rocassimilares a las de Yanigua y Colonia San Rafael se encontrócopal en Haití y ámbar, aunque poco, en Puerto Rico. Poreso, cuando supe de esos hallazgos, agarré mi mochila y mefui con martillo, cincel, brújula y mapas a explorar esas is-las. La búsqueda de huesos de animales prehistóricos y ám-bar (ya no me contentaba con uno u otro) en ambas islas,fueron aventuras llenas de sorpresas, aunque muchas perso-nas llegan a creerse que en el siglo XXI ya no ocurre nada deinterés en las montañas y valles alejados de las ciudades, sino está vinculado con asuntos policiacos o novelescos.

En Puerto Rico, con la ayuda de un cubano-puertorrique-ño, estuvimos visitando decenas de cortes en las carreterasde la costa norte, donde se encuentran las susodichas capas dearena, arcilla y lignito del Mioceno, casi idénticas a lasde Yanigua y Colonia San Rafael. Gracias a la topografía dela isla, colmada de montañas cortadas por valles profundos,y al enorme afán de construcción de carreteras que caracte-riza a los criollos, se pueden recorrer decenas de kilómetrospasando por todas las laderas de las montañas, donde porfortuna, entre la vegetación generalmente frondosa, apare-cen cortes que exponen las rocas que nos interesan, digo,espero que como yo, a estas alturas ustedes también esténinteresados en estas rocas. Pues el caso es que manejar porlas sinuosas carreteras de montaña de Puerto Rico, flanquea-das por profundos barrancos, no es nada sencillo. Primero,porque son estrechas y segundo, debido a que por ellas cir-culan muchos vehículos a impresionante velocidad. Ahora

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bien, si en esas condiciones, usted detiene su auto bloquean-do una senda, y se pone a excavar a la vera del camino, ense-guida se convierte en objeto de atención. De hecho, en objetode toda la atención. Pero esa es la vida del geólogo, quetiene su aliciente, ya sea en un hallazgo importante para laciencia, o al caer la tarde, en un restaurante, con el disfrutede un buen manjar acompañado por unas cervezas frías.

Durante dos o tres viajes a esa isla, estuve recorriendodichos caminos con distintos amigos. Existía la premisa quemi colega, Ross MacPhee, había encontrado huesos de dugón,cocodrilo y tortuga, en un corte del camino allá por el no-roeste; y otro colega, años atrás, había extraído pequeñísi-mos pedacitos de ámbar de un corte en Bayamón, al oeste deSan Juan, junto con inusuales dientes de peces. Mis recorri-dos y excavaciones incluyeron la caracterización de las ro-cas y la colecta de diversos invertebrados y muestras paradeterminar los microfósiles, con la intención de precisar laantigüedad de estos depósitos. En cuanto a vertebrados, nadanuevo, de manera que ya me iba de capricho encontrar elámbar. Con esta intención me dirigí a Bayamón y para misorpresa, estaban construyendo un complejo de tiendas tipomall, así que había numerosas excavaciones en un área muyextensa. ¡Todo lo que pudiera necesitar un paleontólogo paraobtener algún fruto!

Parqueamos el carro en las afueras del área cercada, y cuan-do nos dirigíamos hacia la excavación más cercana, fuimosinterceptados por un guardia de seguridad salido de no sesabe dónde. ¿Eeehh?, ¿a qué?, ¿a buscar qué?, ni soñarlo,que se me van ahora mismo, nos dijo cortésmente. Y así,con toda firmeza y sencillez, fuimos ipso facto expulsadosdel lugar por aquel convincente señor armado con un fusilde asalto. El meollo de este asunto es bastante obvio, si enun proyecto constructivo aparecen restos arqueológicos, por

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ley hay que detener los trabajos hasta que el sitio sea exami-nado y los expertos determinen si se pueden soterrar, o siserá necesario extraer dichas reliquias, lo que pudiera tardarmuchos años y conducir a la quiebra a la compañía cons-tructora. Y un jefe de obra, ante la alternativa de que aparez-ca un dugón del Mioceno, un taíno del Holoceno, un perezosoantediluviano u otro animal prehistórico, tiene bien definidasu orientación a los guardias de seguridad: Dígale un rotun-do no al que se aparezca por aquí con la mínima pinta decientífico. Y esos fuimos nosotros.

Pero era mucho lo que se podía perder, si allí realmentehabía bastante ámbar u otro fósil importante, de manera queesa misma noche, ataviados de ropa gris que parecía un uni-forme y cubiertas nuestras cabezas con respectivas gorras,nos personamos en el lugar, linterna de tres pilas en mano,con la lupa y el martillo escondidos junto a unos pequeñossacos de hule en los bolsillos, y explicamos que teníamos elmandato de inspeccionar el estado de las luminarias, a nom-bre de la compañía de electricidad. Por suerte no había gentetrabajando y los guardias de seguridad nocturnos nos presta-ron poca atención. Así recorrimos toda el área, a la luz de laslinternas y los escasos faroles, para encontrar numerosos res-tos de invertebrados marinos, dientes de tiburones, pero niun puñetero hueso de mamífero y mucho menos, algún pe-dazo de ámbar, dificilísimo de distinguir en esas condicio-nes de limitada luz. Como previo a esta incursión nocturnaya habíamos comido, solo nos quedó el consuelo, ya entradala noche, de tomar algunas cervezas en un excelente bar frenteal océano Atlántico y esperar mejor suerte en el futuro. Yaalguien lo había dicho: ¡El crimen no paga!

Como para darme envidia en este aspecto, un colega isle-ño, Jorge Vélez, años después, tuvo la fortuna de desenterrar,en las cercanías de San Sebastián, unos treinta kilómetros al

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oeste de Bayamón, un pedacito de ámbar del tamaño de ungrano de arroz. Pero ámbar es ámbar, aunque sea apenas unapartícula, diría su descubridor.

Algunos meses más tarde, de nuevo con Ross MacPheevolvimos tras los restos de animales prehistóricos, en un lu-gar situado al sur de la isla, donde encontramos una secciónenorme en la carretera, cortada en rocas arenosas marinas yterrestres, de unos treinta y tres a treinta y cuatro millones deaños de antigüedad. En ese lugar, después de algunos díasde trabajo, descubrimos huesos de dugones, cocodrilos, tor-tugas, y muy especialmente, de un pequeño perezoso de ori-gen sudamericano, ya aplatanado en la primitiva tierrapuertorriqueña. Hasta ahora, este es el perezoso más viejoque haya sido encontrado en nuestras grandes islas anti-llanas.

Pero la inquietud de conocer mejor los secretos del ámbary el copal, me llevó hasta el extremo occidental de La Espa-ñola, es decir, hasta Haití, en compañía de Reinaldo Rojas yStefan Díaz, como quienes se embarcan en un verdadero“pasaje a lo desconocido”. En esta región se habían reporta-do pedacitos de copal y un interesante esqueleto de un pezdel Mioceno. Con esa base, y mucha esperanza, reservamospasajes en el avión Habana-Santiago de Cuba y Santiago deCuba-Port-au-Prince, y nos presentamos aquella mañana connuestros bultos en el aeropuerto. Se dice de un tirón, pero elasunto fue mucho más complejo. Todo comenzó en el con-trol de equipaje de La Habana, donde nos presentamos conuna caja de madera llena de martillos, palas, picos, cinceles,alambres, clavos, sacos de plástico y de tela, mapas y, ensíntesis, un verdadero tesoro para los oficiales de aduana.

Y claro, allí mismo nos llamaron para que explicáramosesta rara colección de herramientas, que quizás por vez pri-mera en la vida, un trío de cubanos llevaba para Haití u otro

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lugar, con la justificación de buscar animales prehistóricos.No quiero cansarles con los detalles, pero al fin logramosabordar el avión y aterrizamos, no sin algún susto, en San-tiago de Cuba. Pero el susto no fue por la caja, no, para nada,fue por el aterrizaje azaroso que nos arrojó en tierra santia-guera con el corazón en la boca. El viento en contra, dijo lagente.

La sorpresa no acabó así, había que cambiar de avión, demodo que hubo que revisar el equipaje a su entrada a Cuba,y de nuevo colocarlo en el vuelo a Port-au-Prince. ¿Se loexplico?, mejor no. “Importar” aquel cargamento de instru-mentos inusuales traídos desde La Habana fue objeto denumerosos cuestionamientos y consultas, pero volverlo ameter en otro avión, esta vez hacia Haití, aquello sí que re-quería de toda la paciencia del mundo, por parte nuestra.Para capear este conflicto, nos turnamos en la atención a losoficiales aduaneros, un poco Rojas, otro tanto Stefan, mu-cho menos yo, de nuevo Rojas, y así, hasta que de algúnmodo, nos vimos finalmente desembarcando o mejor dicho,desavionando en Port-au-Prince, donde para colmo, a nadiele interesó nuestra caja, lo cual, de veras, no dejó de moles-tarme, pues aquellos fierros ya formaban parte de nuestroequipo, sentimentalmente hablando.

Para nosotros, aquella exploración geólogo-paleontológicaen Haití, era todo un desafío, pues apenas había unos pocosmédicos cubanos por allá, y las historias que escuchamos enCuba eran contradictorias. Que si no se puede ni debe comernada en la calle, que no hay carreteras, que no hay agua, queno hay teléfono ni electricidad..., bueno, y así sucesivamen-te. Pero yo prefiero ver para creer, pues cada persona generasus propias experiencias que mucho dependen de su manerade enfrentar la vida, de modo que no me dejé impresionar ynos aprestamos a encarar los asuntos. Ciertamente durante

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nuestro recorrido de quince días por todo el país, nunca usamosel teléfono ni el correo electrónico, que en definitiva, tam-poco era muy común en Cuba a mediado de los 90. Comi-mos en restaurantes o consumimos alimentos enlatados, conexcepción de tres ocasiones en que fuimos invitados pormédicos cubanos. Solo tomamos agua embotellada, y aun-que nos dejamos picar por centenares de Aedes aegypti, nonos enfermamos ni de catarro. Sobre las carreteras, es ciertoque solamente había una entre Port-au-Prince y Cap Haitienal noreste, y otra entre Port-au-Prince y Jacmel, al sureste.Lo demás era generalmente camino real y vecinal, con pro-fundos camellones labrados en el fango, por los cuales solopodían transitar camiones y camionetas, como el que logra-mos rentar, con chofer y todo, por la “módica” cifra de 150dólares americanos diarios. Pero valió la pena, pues Moisésfue más que un chofer, fue un traductor de spanglish a creoley el gestor de una amplia gama de asuntos, es decir, un “todoincluido”, personificado en un señor simpático y poco con-versador, aunque para el caso, no entendíamos la mitad delo que decía. Nunca supimos qué comía ni dónde dormía,pero todas las mañanas estaba listo bien temprano para lafaena del día. Y cuando digo bien temprano, me refiero alas 5 a.m., con las primeras luces.

Pero en eso de no saber qué se come, nosotros no queda-mos desatendidos. Una tarde llegamos a un aislado parajeen la carretera hacia Cap Haitien, donde rodeado por altasvallas, se debía encontrar un hotel, en el que planeábamospernoctar un par de días. Nuestro amigo Moisés golpeó fuer-temente la gran puerta de hierro hasta que alguien gimió algodentro, se hablaron, y la pesada puerta se abrió para dejar-nos entrar en un excelente hotel de 4 a 5 estrellas, sin hués-pedes. Había dos empleados, cuyo oficio era, simple yllanamente, ocuparse de todo. Conectaron el agua, conecta-

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ron la luz, nos llevaron a las habitaciones, encendieron losacondicionadores de aire, y cuando bajamos al restaurantedespués de asearnos, estaban listos para servirnos. Pero nohabía menú.

En estas condiciones, y sin nuestro traductor cuyowhereabouts nocturno quedó como un misterio más paranosotros, traté de hacerme entender en mi francés de primeraño de curso introductorio, unos meses de tongue to tonguecon una amiga y dos visitas a París:

—Que`s que il à manger! —más o menos dije yo, a lo queel señor en su papel de capitán me recitó una lista de alimen-tos, supongo yo. Lo que me capturó la imaginación fue unproducto que sonó como “luam bi”, por su raro parecido con“large beaf”, el cual ordenamos esperando que nos trajeranrespectivos cortes de carne roja bien cocinada. Después deesperar unos largos minutos tomando agua que habíamostraído con nosotros, apareció el mismo señor pero en su pa-pel de camarero, balanceando una bandeja de donde descar-gó sendos platos hondos que contenían unas piezas alargadasy torcidas en espiral, de unos 10 centímetros de largo pormenos de 1 centímetro de diámetro, inmersas en abundantesalsa roja. ¿Que´s que ce? Ni sé. Pero con el hambre queteníamos, empezamos a engullir aquello, que más bien pa-recían tiras de cámara de bicicleta entomatadas. Para añadi-dura, costó carísimo, pero lo comimos todo después demasticar largamente cada trozo de “eso”. Aquella noche dor-mimos como obispos, y solo muchos años después, duranteuna conversación con mi amigo Salvador Brouwer en SantoDomingo, logré descubrir cuál había sido nuestro manjarnocturno. Simple y llanamente, tiras de carne de coboenchiladas, o Strombus gigas al tomate, el molusco que ha-bita nuestras plataformas y cuya supervivencia está amena-zada por la extracción excesiva, debido a la belleza de sus

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conchas y el buen sabor de su carne gomosa. En picadillodiz que se consume mejor, pues se sufre menos durante lamasticación, pero recuerden que es carne prohibida, inclusoen su versión triturada.

Pero volvamos al aeropuerto. Luego de pasar los contro-les de inmigración, salimos a la calle donde conseguimos untaxi que nos llevó directo al hotel de la ciudad, que servía dehospedaje a los médicos cubanos recién llegados. Despuésde acomodarnos y quitarnos el polvo del camino, en estecaso no es una “frase manida” como diría algún crítico dearte, la tarea principal era conseguir rentar un todoterrenocon su chofer, lo cual nos tomó poco tiempo, dadas las cir-cunstancias. Gracias a esta rápida y eficiente gestión, el díasiguiente partimos hacia Hinche, la así llamada capital delvudú haitiano, situada en el mismísimo corazón de la Plani-cie Central.

El camino hacia el norte ascendía a las montañas queflanquean el amplio valle donde yace Port-au-Prince, pasan-do por terrenos desprovistos de vegetación y algunas pobla-ciones como Miriabalis y Thomonde para, largas horasdespués, llegar al destino, una hermosa casa rodeada de va-llas muy altas, que servía de albergue a varios médicos cu-banos.

Hinche es una ciudad localizada en un extenso valle rega-do por el río Guayamouco, rodeado de terreno ondulado,con la mayoría de las calles sin pavimentar, que a cada ladopresentan un canal recubierto de piedras por donde correntodas las aguas de desperdicio, desde la lluvia hasta las queemite cada casa o negocio, que por cierto no vi ninguno, ano ser algunas tiendas, el correo que estaba cerrado por huel-ga, el edificio del gobierno y las iglesias. Estas últimas, lasmejores construcciones de todo el país en cada caserío, pue-blo o ciudad. Los verdaderos negocios están alineados a lo

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largo de las calles principales adoquinadas y en algunas pla-zas; estos consisten de una mujer-madre sentada en el suelo,rodeada de varios niños-hijos de distintas edades, cada unacon un espacio para la oferta de naranjas, o de mangos, o deplátanos, otra de latas de leche condensada, otra de galletasartesanales de arcilla para el dolor de estómago y algunasyerbas medicinales, otra de objetos de artesanía, y se repitensucesivamente las mismas ofertas. Sin embargo, lo que másme llamó la atención, es la venta de candados de todos lostamaños y formas imaginables, en cantidades honestamenteincomprensibles.

Aquella tarde-noche, de regreso de ese primer reconoci-miento y adquisición de productos enlatados en la ciudad,sostuvimos un largo intercambio con los médicos, conver-saciones que se extendieron hasta la madrugada, en la calu-rosa oscuridad del portalón, apenas alterada por las llamasde un par de velas, mientras los mosquitos saciaban su san-guinario apetito. Entre las numerosas preguntas que inter-cambiamos, no pude menos que inquirir sobre los candados,habiendo notado en el portón que comunica con la calle, nomenos de 15 sólidos yales. Es como si esa puerta estuvierapespunteada por tres bordes, a excepción del que presentalas recias bisagras que le permiten girar. La respuesta noscondujo por una impresionante y larga historia, muy vincu-lada a las creencias del vudú local, que algún día se las refe-riré. Por ahora, baste saber que con los candados, las casasquedan aseguradas por las noches contra la entrada furtivade intrusos, algo bien bizarro en un país donde el hurto pue-de ser fuertemente castigado, incluso con la muerte.

Las primeras luces de la siguiente mañana nos alcanzaronavanzando en dirección sur hacia Thomonde, donde encon-tramos largas extensiones de rocas bien expuestas, que con-tenían abundantes dientes de raya y tiburón, junto con

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numerosas conchas de moluscos, exoesqueletos de erizos ycangrejos, corales y otros animales y plantas que, hace deunos dieciséis a veinte millones de años, habitaron lechos mari-nos poco profundos. En un pequeño barranco fangoso so-bresalían rocas amarillentas a blancuzcas, como las arenasde un río, pero extremadamente duras, entre las cuales mellamaron la atención unas esferas oscuras, que al golpearlasse desbarataron. Aquello sí que estaba raro, así que me acos-té sobre el lodo cremoso del suelo, para ver de cerca estasesferas, y con una brocha aparté la pátina de mazamorra quelas cubría. Mientras estaba mirando aquellas esferas con elauxilio de la lupa, de alegría me puse de pie para gritar:¡Copal, es copal! ¡Encontré copal!

La verdad es que no era para tanto, pero tenía tremendasganas de gritar y este hallazgo me ofreció la oportunidad.Claro que tenía ganas de gritar, quién no, cuando estás obs-tinado por el sofocante calor, por el resplandor del sol quecocina la piel a fuego lento, el fango que te empapa hasta laropa interior, sin dejar de mencionar las guasasas y algúnque otro mosquito trasnochado.

Sin embargo, no deja de ser importante el hallazgo de re-sina fósil de Hymenaea protera aquí en Haití, aunque sea enestado de copal, sin valor para la minería, pues se vuelvepolvo fácilmente. En todos los lugares que inspeccionamosposteriormente, apareció solo el miserable copal. Y claro queuno se pregunta, como lo hacen los niños cuando alcanzanla edad de la peseta: ¿Y por qué?

Para satisfacer esta inevitable y pesetosa duda, quisieraexplicarles el mecanismo mediante el cual se forma el ám-bar a partir de la resina del algarrobo. En primer lugar, debe-mos tomar nota de que, en presencia de oxígeno, la resina sedestruye, de ahí la importancia de que sea cubierta por hoja-rasca y lodo, poco después de caer al suelo. Sí, claro que no

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hay nadie que se esté ocupando de eso, a no ser madre natura,gracias a las lluvias que acarrean lodo cuesta abajo, relle-nando las partes bajas del terreno con sucesivas capas su-perpuestas de arcilla, arena, hojarasca y, entre estosdesperdicios del bosque, pedazos de resina recién segregadapor los árboles, a punto de convertirse en copal o desapare-cer. Ser o no ser, diría el poeta. Ya acumulada de esta forma,las sucesivas capas van aumentando el volumen y peso deldepósito, de manera que el terreno empieza a hundirse en elsubsuelo, hasta alcanzar varios kilómetros de profundidad,donde las altas presiones y el calor producen las transforma-ciones que generan el mineral resistente, duro y bueno parapulir que es el ámbar, y convierten la hojarasca en turba ydespués en lignito. Por eso, si no hay lignito, raramente ha-brá ámbar, pues se requieren más de una decena de millonesde años para “hornear” lentamente los depósitos.

Por eso, si la resina permanece como copal, es que nollegó a la profundidad adecuada, como pudiera haber ocurri-do en Cuba y Puerto Rico, donde la escasez o ausencia deámbar se puede deber a que no existieron las condicionespara evitar que la resina permaneciese varias semanas encontacto con el oxígeno del aire que la destruye, o a que nose horneó suficientemente.

Al segundo día de estancia en Hinche, enrumbamos haciael noroeste, hasta llegar a un afluente del río Guayamouco,muy cerca de Maissade, donde nos detuvimos para explorar.Este valle es el único lugar de Haití que conserva una copio-sa vegetación, gracias a la humedad del aire y los fértilessuelos. Pero algunas personas siguen cortando los árbolesde un modo bastante raro, pues le cercenan las ramas, y de-jan morir hasta podrirse los gruesos troncos, con mayoresrecursos de madera que son desaprovechados. Alguien pu-diera decir, pan para hoy, hambre para mañana, pero sería

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redundante en un territorio donde la deforestación es alar-mante y mantenida a un ritmo deslumbrante. Cuando se circulapor los caminos, es frecuente ver pasar camiones cargadosde ramas de árboles, raramente de carbón, en dirección aPort-au-Prince.

Después de haber inspeccionado cuidadosamente el terre-no a lo largo de ambas márgenes del río, tuvimos una gratasorpresa. En un banco de arenas petrificadas de edad Mioceno(dieciséis a veinte millones de años de antigüedad), junto alcauce, pudimos observar que sobresalían varias placas deuna tortuga grande, como un carey adulto. Allí mismo crea-mos las condiciones para extraerla, empezando por eliminartoda mazamorra, descarnar la roca que cubría el carapacho,hasta que estuvo expuesto, después de algunas horas de tra-bajo. Entonces numeramos todas las piezas y fotografiamosel conjunto, para que fuera más fácil reconstruir este rompe-cabezas, una vez separados y conservados los componentesenvueltos en algodón y colocados en sacos de plástico. Alcomenzar la tarea estábamos solos, pero al cabo de algunosminutos, fueron llegando cada vez más y más personas, has-ta que nos convertimos en el centro de un nutrido grupo dealegres espectadores que se encimaban para no perder deta-lle de lo que hacíamos. Esto complicó nuestro trabajo, peronosotros éramos los intrusos, así que los dejamos estar, has-ta que llegada la tarde nos retiramos y dejamos atrás a aque-llos entusiastas de la paleontología.

Y así fue, al día siguiente volvimos al mismo lugar, a esode las siete de la mañana, y para nuestra sorpresa, el sitiohabía sido alterado por nuevas excavaciones, y uno de lospresentes trataba de vendernos una pieza de carapacho, quede algún modo se nos había quedado o que perteneció a otratortuga. Explorando río abajo transcurrió una parte de la ma-ñana, hasta que pasado el medio día, Stefan y Moisés se que-

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daron en la camioneta, mientras Rojas y yo caminábamosrío arriba para inspeccionar los cortes de roca que estabanbien expuestos a ambos lados del cauce. Entre las arcillas yarenas grises había numerosas conchas de moluscos costeros,así como capas de hojarasca. Muy interesante eran las raícesfosilizadas de mangles y otros árboles de los pantanosancestrales. Entre la arcilla lavada por el río, sobresalían ra-ras figuras dendríticas compuestas por masas de cristales decalcita y otros minerales de carbonato, que evidentementeocupaban el espacio dejado por la fibra vegetal de las raíces,raicillas y parte baja de los troncos ya inexistentes. En algu-nas capas arcillosas se destacaban las esferas de copal, perono apareció lignito, es decir, la hojarasca nunca llegó a con-vertirse en piedra. Alguien diría: —¡Hummm, esta yerbaquedó mal horneada!

Entretenidos con estas observaciones nos fuimos alejan-do río arriba, hasta que pasada más de una hora, notamosuna gran algarabía a nuestras espaldas. Se trataba de dece-nas de personas que nos seguían caminando a lo largo delrío y sus laderas, mientras reían y voceaban vaya a saberqué. La situación se tornó un poco incómoda, pues si esta-ban hablando de nosotros, no teníamos modo de saber elasunto.

Cuando avanzábamos, el grupo avanzaba. Si nos parába-mos a observar las rocas o tomar muestras, el grupo se dete-nía y mantenía una distancia de unos treinta o cuarentametros. Así transcurrió la siguiente hora, nosotros tratandode concentrarnos en lo que estábamos haciendo, el crecientegrupo de hombres y mujeres siguiéndonos en medio de unaexaltada algarabía. Ya eran cerca de las tres de aquella sofo-cante tarde, y en esa época del año, a las cinco se hacía caside noche. Había pues que regresar, pero cómo. ¿Caminandosimplemente entre aquella masa humana? No parecía una

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buena idea. Desviarnos y buscar un trillo que nos sacara delcauce del río y nos condujera directo a la camioneta, ni soñarlo,nosotros no conocíamos el terreno. Mientras caminábamos, siem-pre hacia adelante, con el agua hasta la mitad de las piernas,le pedí a Rojas que me prestara atención. El plan era que yocontaría hasta tres, y en ese momento, saldríamos corriendoen dirección a la muchedumbre, salpicando toda el agua quenos fuera posible al avanzar por el cauce. Este me miró conlos ojos muy abiertos, como tratando de asimilar el extrañosignificado de aquellas palabras, o pensando quizás que mehabía vuelto completamente loco, pero no dijo nada. Se tra-taba de una idea descabellada, pero los grandes problemasrequieren soluciones creativas e irreverentes. Después deavanzar unos metros sin cambio aparente, siempre seguidospor la delirante algarabía, empecé a contar: uno... camina-mos unos pasos, dos... caminamos unos pasos, tres... a reta-guardia y con la misma, a correr hacia la nube humana contodas nuestras energías. Tal parece que el mismísimo diabloavanzaba con nosotros lanzando torrentes de fuego, puesaquella gente se desperdigó despavorida, escapando a todapierna hacia las más disímiles direcciones, sin mirar atrás,entre gritos y alaridos, centrifugados quizás por las ansiasde salvar su alma. Nosotros no podíamos correr por muchotiempo, pues el agua retardaba nuestros pasos, de modo quedespués de avanzar unos 30 o 40 metros, redujimos la velo-cidad hasta alcanzar una marcha forzada pero marcial, siem-pre chapoteando agua a diestra y siniestra. Poco a poco elcentrífugo grupo se reorganizó, pues quizás compelidos porla atracción de la gravedad, habiendo ya alcanzado el máxi-mo posible de expansión, volvieron a contraerse hasta que senos colocaron detrás, a la distancia establecida, como si nadahubiese ocurrido. Nosotros seguíamos nuestra marcha, mar-ciales y con la mirada puesta en el horizonte, cada vez más

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agotados pero impolutos (creo que este adjetivo no juegaaquí, pero suena bien), hasta que logramos llegar a la camio-neta, donde nos montamos de un sólido portazo. Dentro de laaparente seguridad del vehículo, tratamos de recuperar elresuello, en tanto las otras personas se concentraban alrede-dor del cuerpo metálico que nos contenía. Por todas partes sepodían ver los rostros de nuestros seguidores, que nos obser-vaban cual si fuésemos piezas de museo.

Moisés salió del carro y les dirigió una exaltada arenga,que nosotros no entendimos, y aparentemente ellos tampo-co, pues no se manifestó cambio alguno en la actitud de aque-lla multitud. En vista del fracaso, Moisés retornó al vehículomolesto, arrancó el motor ruidosamente, y empujando a laspersonas que se resistían a dejarnos libre el paso, condujo através de la algarabía, alejándonos de aquel pandemonio,poseídos de la más completa desilusión. Realmente a veceses difícil comprender la naturaleza humana.

Si me preguntan qué pasó, cuáles eran las motivacionesde aquellos hombres y mujeres, les debo responder sincera-mente que no tengo la menor idea. Nosotros no maltratamosa nadie, a algunos le dimos pequeños obsequios, nos mantu-vimos tranquilos y respetuosos, saludando a todo el que pa-saba por nuestro lado. Me faltó comentar, para no exacerbarel dramatismo, que la mayoría de los hombres estaban ar-mados con un filoso machetín terminado en aguda punta.Dicha la verdad, los haitianos que me ha tocado conocer sonbuenas personas, generalmente corteses y educados. Al cabode los años, vivo con una enorme duda, cómo fue que se meocurrió correr hacia aquel grupo desordenado de personasque enarbolaban afiladas armas blancas en tanto voceabanvaya a saber qué consignas en creole. No lo sé, quizás fuiinspirado por el diablo de Comatillo. Quizás por mi ángelguardián... Quizás fue apenas un razonable rasgo de locura.

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Quizás, quizás, quizás, como dice la canción... Pero sépanlobien, no éramos dos suicidas buscando una muerte prematura,sino apenas dos paleontólogos, con las mochilas cargadasde interesantísimas historias petrificadas, que nos propusi-mos proteger para que un día, durante una crecida, no se lasllevara la corriente del río y se perdieran para siempre.

Haití se ha convertido en un recuerdo inolvidable. Trans-curridos algunos años de esta visita, tuve la oportunidad devolver a ocuparme de ese país, debido al terrible terremotodel 2010. Fue en enero del 2011, un año después del dolorosoevento, cuando nos reunimos en Santo Domingo un grupode especialistas durante tres días, a valorar las destruccio-nes, sus causas y consecuencias, y sobre todo, la manera deevitar que se repita otro desastre de aquella magnitud. Unatarde, mientras recordaba mis contactos con el pueblohaitiano, sentado en el lobby del hotel Hispaniola, me vino ala mente un señor que temprano en las mañanas, en Hinche,pasaba frente a la casa, voceando en un tono muy agudo:“¡Erekebere quere quen! ¡Erekebere quere quen! ¡Erekeberequere quen!”, mientras avanzaba en dirección al centro conuna caja al costado, sostenida por un cordón grueso coloca-do en bandolera. Ojalá aún tenga la salud y la fuerza paracontinuar con su tarea, una de las esencias del folclor coti-diano.

Pero estábamos hablando de ámbar hace unos párrafosatrás y no quisiera que se quedaran con el recuerdo del ám-bar dominicano como lo pintan en la película Jurassic Park.La realidad es que, en República Dominicana, este mineraltiene una antigüedad de dieciséis a veinte millones de años,en tanto que los dinosaurios se extinguieron al final delCretácico, unos cuarenta y cinco millones de años antes. Poreso, ningún mosquito conservado en esa resina fosilizada

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pudo haber picado a uno de aquellos animales, pero las pelícu-las manejan la ficción, y en este caso, es válido. Otro ejem-plo de “licencia artística” es la saga de la Era del Hielo, quehe disfrutado repetidamente, aunque no deja de molestarmeel hecho de que los dinosaurios no convivieron con el hom-bre, ni con el perezoso, ni con el mamut como se muestra enestas películas. Yo estoy preocupado de que algunos niñosde hoy, que han visto esta saga, en el futuro vivirán conven-cidos de que un teratatarabuelo suyo quizás cabalgó sobre ellomo de un Triceratops, mientras lanzaba sus rayos lásercontra un Standartenfürer y otros hijos de Hitler, durantealguna cruenta batalla de la Segunda Guerra Mundial.

El ámbar dominicano es un verdadero cofre de tesoros.Sobre todo las piezas que se han extraído de las minas situa-das en la Cordillera Septentrional, repletas de representan-tes del bosque que pobló la isla en el Mioceno, de dieciséis aveinte millones de años atrás. Los animalillos y plantas con-tenidos en el ámbar conservan sus colores originales, susmás delicadas estructuras no han sufrido grado alguno dedescomposición, y lo más llamativo, se les encuentra en lamisma posición y actitud que tenían en el segundo desu muerte y captura por la resina. Incluso, se ha podido ex-traer ADN de especies de plantas y animales ya extinguidas,gotas de agua fresca y burbujas de aire de aquella época. Asíha sido posible recrear las características de un bosque yadesaparecido.

Yo tuve la suerte de conocer a muchos mineros y vende-dores de este mineral, y aprecio en particular a Jorge Cari-dad y su esposa, que comenzaron como sencillos artesanos,y ahora dirigen una fundación que ayuda a los jóvenes ofre-ciéndoles cursos de artesanía para encaminarlos en la vida,y son dueños del hermosísimo museo Mundo de Ámbar

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donde conservan y exponen las más increíbles piezas de estemineral.

En las grandes tortas de ámbar, de 40 a 50 centímetros dediámetro, hay verdaderas “holografías” del pasado, lo mis-mo que en las piezas menores. Se disfruta, por ejemplo, alver una hilera de hormigas cargando hojas recortadas, unaavispa picando a una araña, unos gusanillos tratando de es-capar del interior de una mosca, insectos copulando, así comovariedad de libélulas, grillos, milpiés, ciempiés, saltamon-tes, mariposas, escorpiones, mantis, avispas, cucarachas,termitas, escarabajos, mosquitos, garrapatas, chinches, ca-racoles, en fin, incontables representaciones de aquel mun-do ya desaparecido. Algunas piezas de ámbar contienen hojas,flores, frutos, pedacitos de ramas, fragmentos de corteza,

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polen, hongos; otras han conservado, con sus colores origi-nales, ranitas, lagartijas, plumas, pelos y huesecillos de ma-mífero. Esto nos enseña que el bosque del Mioceno era muyparecido al actual, pues lo poblaban, genéricamente hablan-do, los mismos animales y plantas, aunque de distintas espe-cies porque algunas se han extinguido.

En estos bosques del pasado también hubo otros animalesya totalmente desaparecidos, cuyos huesos se han encontra-do en las arenas y arcillas marinas y terrestres de que hemosestado hablando en esta historia. Por eso, tenemos las prue-bas de que en aquel pasado hubo monos, perezosos, peque-ños mamíferos insectívoros y especies de jutías y almiquíesdistintas a las de hoy, junto con aves gigantes y tortugas tipogalápagos. Restos de animales como estos no han aparecidoaún en el ámbar, pero las garrapatas y los pelos nos refierena ellos.

No quiero terminar este relato sobre el ámbar y el copal,sin aclarar una parte del título que reza: ...pero aquí no hay.Sí, efectivamente, aquí, en nuestra tierra, no hay. Pero nohay es tiempo presente, quiere decir, que no se ha encontrado.En Cuba hay rocas arenosas y arcillosas con lignito, tantodel Mioceno como del Cretácico, las primeras generalmenteaparecen en el subsuelo de las llanuras, lejos de la vista delcurioso. Las del Cretácico en las montañas de Mayarí-Bara-coa. Quién quita que allí, en algún potrero, o en el cañón dealgún río de montaña, esté el ámbar esperándonos. No, nodebemos darnos por vencidos, el futuro puede guardarnossorpresas...

Nota para la presente ediciónAñado esta aclaración ante el reclamo urgente de los traba-jadores de la editorial, donde han ocurrido algunos casos de“pánico profundo” en las personas que han tenido la necesidad

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o curiosidad de leer esta historia. Me pide la editora queexplique lo de los yales, pues es totalmente injusto dejar alos lectores y lectoras con tamaña incertidumbre, que porañadidura puede causar ataques depresivos. Bien, pues así sea.

Me relataron que por las noches, y se los cuento sin añadirpunto ni coma, sobre todo cuando hay luna nueva, o lo quees lo mismo, cuando no hay luz de luna, algunos seguidoresde una misteriosa secta vudú salen a recorrer los caminos alas doce de la noche, cuando la más absoluta oscuridad pe-netra en lo profundo de la Planicie Central. A esa hora nohay velas ni luces encendidas, pues hasta los animales duer-men con los ojos bien cerrados. Y en esa negritud nocturnal,si para desgracia de las personas hay una puerta o ventanaabierta, los seguidores de la secta entran sigilosamente enlas viviendas, tomando a los habitantes desprevenidos, y sintitubeos ni miramientos, con la más absoluta sangre fría, losconvierten en vacas.

Por eso, asegurar bien las puertas y ventanas es una nece-sidad perentoria, un asunto de vida o vaca, sobre todo, paralos pobladores de la Planicie Central, especialmente en Hin-che, donde radica, como ya les había adelantado, la capitaldel vudú.

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Después de maldormir aquella noche en un hotel de la ciu-dad de Cárdenas, gracias a la perniciosa actitud de una amal-gama de sanguinarios mosquitos, temprano nos dirigimoshacia nuestro destino, bajo una lluvia fina e impertinenteque se unió a la densa neblina para permitirnos avanzar muylentamente por la carretera rumbo al sureste. Por ambos la-dos se desdibujaban los campos de tierra roja sembrados decaña, yuca, malanga y distintas verduras, que se fueron defi-niendo poco a poco, según se levantaba el día y el sol desparra-maba su luz por el paisaje.

Chapapote, vikingosy yunta de bueyes

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Sin embargo, nuestro vehículo, un 4x4, donde apenas ca-bíamos tres con los bultos que llevábamos, era del modelo“patea de lado” o Sidekick, capaz de alcanzar casi doscien-tos kilómetros por hora, pero los coches de caballos, bicicle-tas y camiones nos dejaban avanzar apenas a la velocidad deun pedaleo. Así llegamos al poblado Máximo Gómez, don-de las casas de estilo mezclado criollo-español-nazarí le otor-gan un sabor a historia. Al cruzar la línea del ferrocarril,doblamos al noreste rumbo a Martí, a una buena velocidadde crucero pues la carretera estaba más despejada y avanza-mos hacia la Sierra de Bibanasí, una cresta de roca caliza deapenas 100 metros de altura, que se extiende de este a oesteen esa porción de la isla. Esta elevación está horadada pornumerosas cavernas, una de las cuales sirvió de túnel por elque pasa una línea de ferrocarril ya abandonada; cavernacon varios pisos superpuestos que en su momento explora-mos con éxito, pues localizamos restos fósiles de animalesprehistóricos.

Luego de atravesar la Sierra de Bibanasí por un extremo,tomamos un par de amplias curvas de la carretera y entra-mos al poblado de Martí, desarrollado a la par de un centralazucarero. Lo primero que hicimos en el pueblo fue dirigir-nos al museo municipal, a fin de requerir información sobreuna antigua mina de asfalto que había en la zona, cuyo para-dero exacto no conocíamos. Para sorpresa nuestra, en estelugar se preserva una canoa aborigen original, a la cual lefaltaba uno de los extremos porque la madera se había qui-zás descompuesto (pues fue extraída hace unos años de en-tre los lodos fangosos de la ciénaga de Majagüillar), o quizásse trataba de los restos de un naufragio. Aquella embarca-ción pudiera haber pertenecido a los primitivos pobladoresde esta localidad, aunque es también posible que haya sido

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abandonada a causa de alguna calamidad, pues los taínos semovían bastante a lo largo de las costas del archipiélago deLas Antillas. Prueba de ello son los resultados de las investi-gaciones geológicas y mineralógicas realizadas recientementepor un grupo de colegas españoles, alemanes, norteamerica-nos y cubanos, quienes encontraron pruebas de que hubocomercio, o al menos, intercambio de bienes, entre los pue-blos originarios del Caribe y Yucatán, pues en distintas islascaribeñas y de las Bahamas se han descubierto objetos ela-borados a base de jade, tanto hachas petaloides como idolillosy adornos.

Yo he tenido la oportunidad de apreciar finas mascarillas,adornos y objetos rituales elaborados en jade, y no dejade asombrarme la habilidad de aquellos artesanos primiti-vos, capaces de extraer, fracturar y pulir hasta lograr el bri-llo más delicado para crear piezas de extrema complejidad,porque el jade es un mineral durísimo, en extremo resistenteal golpe y dificilísimo de pulir. Sobre todo cuando no sedispone de otra herramienta que pedazos y polvo de la pro-pia roca.

Hace unos años atrás se pensaba que los objetos de jadedesenterrados de sitios arqueológicos en las Bahamas, Puer-to Rico y las Antillas Menores habían sido traídos desdeGuatemala por los navegantes primitivos, pues no se cono-cía la presencia de jade en nuestras islas. Pero después quese encontró jade en Sierra del Convento (Guantánamo) yPuerto Plata (República Dominicana), aquella idea se vol-vió a evaluar. Según mi amigo Antonio García Casco, profe-sor de la Universidad de Granada, los objetos de jadeencontrados en Las Antillas también pudieron haber sidoconfeccionados con el mineral de Cuba o República Domi-nicana. En dos palabras, que las hachas petaloides de jadepresentes en los residuarios arqueológicos taínos de Cuba

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oriental pudieran representar una industria local. Incluso losartefactos descubiertos en las otras islas es posible que seantanto de origen local (Cuba y República Dominicana), comotraídos “de afuera” (Guatemala). Pero sin dudas, aquelloslocalizados en las Bahamas, Puerto Rico y las Antillas Me-nores son, definitivamente, productos del tráfico internacionalde minerales preciosos, asunto que perdura en la actualidad.

Este tipo de intercambio pudiera tener, incluso, magnitudtransoceánica. A mí no me extrañaría que un instrumento depiedra, que se localice en el futuro en algún yacimiento ar-queológico de culturas aborígenes, tuviera grabada una ca-beza de dragón y con signos alienígenos: “Producto deEscandinavia”. No, no es exageración, yo tuve un amigo quejuraba haber visto un barco vikingo, parecido a un catamarán,sepultado en las arenas de una playa de la provincia deMayabeque. Desgraciadamente, los involucrados en esteasunto se han llevado el secreto de la localización del barcoa sus respectivas tumbas, pero nos dejaron un fechado porcarbono catorce de la madera del velero, indicando que an-tecedía a la llegada del Almirante de la Mar Océana a estascostas. ¡Vaya misterio que nos legaron!

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A media mañana dejamos atrás la canoa, perdón, quisedecir el museo, y seguimos las indicaciones recibidas con elobjetivo de encontrar la vieja mina de asfalto. Tomamos unterraplén al oeste rumbo a Sabanilla de la Palma, que se in-terna en un pequeño vallecito denominado San Felipe, es-culpido por la erosión en roca serpentinita y calizas, limitadoal sur por la Sierra de Bibanasí y al norte por colinas bajaslabradas en rocas calizas del Cretácico y Eoceno. Avanza-mos unos cinco kilómetros hasta llegar a un camino de tierracon rumbo noroeste, rodeado de cercas con alambre de púas,que en su mismísimo comienzo ya tenía lo que iba a sercaracterístico de toda la ruta, un profundo agujero con aguasfangosas. Al timón, mi colega Ross MacPhee, estudioso delos mamíferos prehistóricos, embragó doble fuerza y doblediferencial, e hizo rugir el potente motor, de modo queel 4x4 arremetió felizmente contra los fangos que se nosanteponían, desplazándose como pez en el lodo rumbo a lodesconocido.

Yo iba de navegante, con un mapa del valle, tratando delocalizar unas excavaciones situadas a tres o cuatro kilóme-tros de distancia, donde esperaba encontrar el pozo Hamel,es decir, las “minas de chapapote”, como se nombran vul-garmente estos yacimientos de asfalto. El camino manteníala fisionomía de su inicio, un poco de suelo rocoso más omenos sólido, seguido por depresiones llenas de agua fan-gosa, donde nuestro “patea de lado” se lucía, avanzando sindificultades. Así recorrimos unos cuatrocientos o quinientosmetros chapoteando fango hasta que enfrentamos una ligerasubida seguida por un descenso más pronunciado, de modoque el 4x4 metió cabeza en lo que quería parecerse a unalaguna, hasta que no pudo avanzar más, atrapado por el vis-coso fango. Acelera pa´lante, acelera pa´trás, las gomasexcavaron profundos surcos, de manera que el todo-terreno

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quedó completamente empotrado en los densos lodos deaquel infierno y el motor empezó a recalentarse y emitir abun-dante humo.

—¡Stop, paraaaaaa! —rogamos al iracundo piloto, cuyasinterjecciones prefiero no traducir, pues no quería aceptarque se hubiese encajado sin esperanza, en aquel mugrosofanguero, piloteando un potente todo-terreno, 4x4, modeloSidekick, de fabricación japonesa, completamente nuevo.

En estas circunstancias, me miró con los ojos enrojeci-dos, y como su expresión me causó gracia, sonreí, provo-cando otras interjecciones mientras trataba inútilmente deponer en marcha el motor.

—So what!Creo que me dijo, en tanto yo, con toda la calma del mun-

do, como corresponde comportarse en momentos de crisis,miré al derredor —no sé si suena mejor decir que inspeccio-né el entorno— hasta llegar a la conclusión de que no podía-mos ni intentar abrir las puertas, pues el agua lodosa llenaríael Sidekick hasta la altura de los asientos, y mirándole fija-mente a los ojos le dije:

—We are totally screwed, but do not worry. I take care.You just relax —y añadí socarrón, haciendo uso de un dichodel bajo fondo neoyorkino—: ¡No go no place, man!

Dejé a mi colega aferrado al timón, como si este fuera subalsa de salvación en medio del naufragio, y me preparé parasaltar por la ventana en busca de ayuda. No había otra solu-ción que encontrar un potente tractor o una siempre-eficien-te yunta de bueyes, si es que había tales animales por losalrededores. Como desde Martí hasta donde estábamos sem-brados no vi señales esperanzadoras, la única posibilidadera avanzar hacia lo desconocido, hacia delante, donde en elmapa se dibujaban algunas casas. Aunque del dicho al he-cho, el tramo no es estrecho, pues salir por la ventana del

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compacto 4x4 era toda una tarea. Pero tuve éxito aplicandointuitivamente algunas técnicas circenses aprendidas miran-do a los payasos hacer piruetas, y mediante un salto desde laangosta ventana, logré escaparme, cayendo estrepitosamen-te de bruces sobre el pegajoso fango mezclado con aceite.

Ya se lo pueden imaginar, cuando pude levantarme y sa-car el lodo de mis ojos, estaba, por el frente, con un estam-pado de color rojo-fango, y por la espalda, tricolor, o sea:pantalón azul, camisa verde y cabeza castaña. Mi acto,a pesar de no ser ensayado, provocó que mis colegas rierancon gusto, mientras yo me incorporaba y echaba a andar enbusca de la ayuda necesaria. Ya con el sol en su apogeo,apenas podía avanzar, aunque no a causa del calor intenso,sino porque las botas se encajaban en el lodo y aumentabande peso cuando lograba sacarlas cargadas de gruesas balsasde fango apisonado. Pero sin dejarme amilanar por estas cir-cunstancias negativas, llegué hasta una casa situada a la veradel camino, si a aquello se le podía llamar “camino”, y meentrevisté con un señor mayor, quien después de oír mi his-toria, con su alegre rostro revelador quizás de la satisfacciónde poder ayudarme, me indicó que siguiera avanzando, puesa un par de leguas vivía Epifanio, dueño de una yunta debueyes. Aleluya, recé, poniendo los ojos en blanco; y dándo-le las gracias al señor, seguí mi camino, mientras me sentíaobservado por aquel hombre de rostro sonriente. ¡Definiti-vamente, la gente de campo disfruta de una vida feliz!

Para suerte de todos, Epifanio y su yunta estaban disponi-bles, así que, habiéndole explicado la penosa situación enque nos encontrábamos, lejos de nuestras residencias y nues-tros familiares, con el único medio de transporte y esperan-za de regreso a la civilización empotrado en una lagunafangosa en medio del potrero, amarró las bestias a los recios

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aperos de dura madera y salimos, a paso de buey todo-fan-go,* en auxilio de mis colegas y del mío propio. Como elcamino era largo, o mejor decir, lento, aproveché para con-versar con aquel campesino, nacido y criado en el valle.

—¿La mina de chapapote?, sí, claro, el pozo Hamel, allítrabajaban dos hombres hasta que cerraron las operacionesallá por el 60. Creo que uno de ellos ya murió, pero Panchitotodavía anda por ahí —y mirando al espacio celestial comopara cerciorarse de que el mundo es grande, añadió—: Creoque vive en un bohío muy cerca del pozo.

Cuando llegamos a donde estaba enterrado el carro,Epifanio se detuvo, y con su santa paciencia, me dijo conalegría:

—Vaya, qué suerte, se detuvieron en el lugar exacto —eindicó hacia la izquierda y nos dijo—: Cruzando esa cerca,dentro del bosquecito se la van a encontrar; fíjese, allí se veel extremo superior de la torre.

Tremenda suerte que tuvimos sin duda, pues si no noshubiésemos atascado, con seguridad habría costado muchotrabajo encontrar el sitio, que estaba enmascarado por com-pleto en una densa foresta de enormes arbustos de marabú,donde solo aquí y allá sobresalía el penacho de alguna pal-ma cana.

Mientras Epifanio y yo conversábamos, yunta en mano,parados frente al naufragio, mirando a derecha e izquierda,casi tres horas después de mi partida, mis colegas permane-cían ocupando sus puestos en el tórrido interior del Sidekick.Ross, desesperado, me hacía señas con ambas manos, enexpresión de ansiedad, como preguntando por qué causa yoseguía conversando amablemente con aquel señor, en vez

* Al decir todo-fango no me refiero a que la yunta estuviese enfangada, sino contrapo-nerlo al todo-terreno, nuestro Sidekick.

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de sacarlos de su miseria. Así es la vida, en situaciones comoesta pueden surgir los más completos malentendidos. Yo,ocupándome de lo esencial, es decir, de localizar la mina deasfalto, y ellos, creyendo que me estaba regodeando en labelleza del paisaje, en vez de rescatarlos. First things first,diría un anglosajón.

Pero nada es sencillo y aquí venía muy a tono la clásicapregunta: ¿Quién le pone el cascabel al gato? O expresadoen otras palabras: ¿Quién se mete en el espeso fanguero yamarra al vehículo la gruesa y peluda soga que trajo Epifanioatada a la yunta, de manera que los bueyes se puedan ponera trabajar? ¿Quién?

Hay momentos en que no se puede mirar a los lados.¿Quién?, preguntas, ¿quién?, y no puede ser ningún otro,tenía que ser yo mismo, pues el colmo hubiera sido permitirque el viejo Epifanio se atascara junto con el carro en elprofundo fanguero. Para resolverlo, entré alegremente enaquel potaje, enterrándome hasta el pecho, a ver si podíaencontrar, a ciegas y “fangas”, un sitio donde atar la gruesa ypeluda soga, a la par que luchaba por no dejar las botas en-cajadas en lo profundo de aquella trampa, para después demucho tanteo, terminar con un completo fracaso. No pudeencontrar dónde amarrar el sogón peludo de Epifanio. En-tonces me percaté de que, por detrás, el carro no estaba tanhundido, y a lo mejor la defensa o algún gancho estaba mása mano. El problema era convencer a los bueyes para quepasaran por el estrecho espacio que quedaba entre el carro yla cerca, sin plantar una pata sobre el techo del hundido,asunto que coloqué en las sabias manos de Epifanio. Dichoy hecho, aquellas bestias vadearon majestuosamente juntoal “patea de lado”, sin patearlo ni mirarlo siquiera, con elorgullo propio de su ancestral raza de caminantes, en tantouna vez ya posesionadas, se prepararon para tirar del sogón.

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De nuevo el que suscribe se volvía a hundir en la miseria,perdón, quise decir en el fango, pero ahora, inteligentemen-te, sin las botas que apenas pude rescatar del lodo pegajosoen el intento anterior, hasta que logré, empujando la sogacon toda mi fuerza, engancharla en no sé qué protuberanciaallá debajo de la defensa del 4x4.

A esas alturas, ya con una coloración homogeneizada, tantopor delante como por detrás y a ambos lados, ostentandoabigarradas tonalidades lodo-rojizas, me coloqué lo más le-jos posible del binomio carro-yunta, pues al comenzar losbueyes a mover el vehículo —¡ÁaaaaaaaaaaandeleColoraaaaaaao! ¡Teeeeeeeeesia Coroneeeeeel!— noté que sepuso en marcha el motor del todo-terreno, para así, con ellibre movimiento de las cuatro ruedas, crear un eficiente sis-tema de riego por aspersión, que no dejó marabú, bestia nipajarito volando sin recibir un completo baño de lodo. Eracomo si se estuviera vengando del ecosistema. Serían nece-sarios muchos intensos aguaceros para limpiar el fanguicidioy restablecer el medio ambiente original.

De un firme tirón los bueyes extrajeron el vehículo y lodejaron, groseramente pintado de lodo rojizo-marrón en fon-do blanco, a unos veinte metros del fatídico lagunato, y asípude disfrutar, con satisfacción y orgullo, el ver como salie-ron del 4x4 sus ocupantes con una agilidad inigualable, quie-nes pudieron respirar aire fresco de nuevo.

Yo no sé ustedes, pero a estas alturas ya estoy agotado yhambriento, igual que aquel aciago día, pues, ya desenterra-do el todo-terreno y rescatados los náufragos, fue posiblevolver a razonar normalmente, porque eran casi las dos de latarde. Lo primero que hicimos, como se imaginarán, fue bus-car en las mochilas agua y comida, a fin de saciar las másprimitivas necesidades del metabolismo humano. MientrasEpifanio y sus bueyes se alejaban, con su andar orondo y el

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orgullo por el deber cumplido, nosotros, ya alimentados yrecuperados, nos disponíamos a cruzar la alambrada paraavanzar guiándonos por el extremo sobresaliente de la torre.Caminando entre las irreverentes espinas de marabú, llega-mos finalmente hasta el descampado donde estaban los ve-tustos escombros del deshabilitado pozo Hamel: un pedazode historia en medio del olvido. ¡Dios aprieta, pero no mata!,pensé, mientras inspeccionaba aquel entorno, que por largosaños constituyó la fuente de supervivencia de los “minerosdel asfalto”, cuya historia les voy a relatar más adelante.

En realidad nosotros estábamos tras esta mina de asfalto,no en busca del precioso mineral energético, sino por la po-sibilidad de encontrar restos fósiles de animales prehistóri-cos. Sí, no es un contrasentido. El caso es que yo tuve lasuerte de visitar un famoso sitio paleontológico en Los Án-geles, California, conocido como Rancho La Brea, dondeaparece una enorme acumulación de huesos de mamut,felinos diente de sable, perezosos, lobos, aves gigantes ymuchos otros representantes de una fauna ya extinta, con-servados en brea, es decir, en asfalto. Desde entonces soña-ba con la posibilidad de localizar un sitio semejante en Cuba.

Al llegar al pozo Hamel, después de curiosear un pocoentre los equipos abandonados, empezamos a inspeccionarel entorno ya con nuestros intereses en mente, y pronto apa-reció una capa de asfalto endurecido que se extendía haciael norte por las partes más bajas del relieve, como si el pozose hubiera desbordado y vertido el material por todo aquelespacio. Al mirar con mayor detalle, descubrimos unas figu-ras porosas blanquecinas que se destacaban entre la masanegra, nada menos que “huesos”, pero: ¿realmente había-mos encontrado nuestro “Rancho La Brea”? No podíamosestar seguros, pues había que comprobar si eran restos deanimales prehistóricos, o simples huesos de perros, vacas y puercos.

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Les confieso que estábamos preocupados, porque en distin-tos lugares donde el asfalto estaba húmedo, se podían apre-ciar pequeñas aves y otras alimañas recién atrapadas porla brea.

Y ahí mismo surgió un nuevo problema. Al tratar de ex-traer estos huesos la tarea no resultó nada fácil, pues la brease había endurecido como asfalto de pavimento, y hubo queaplicarle mandarria y cincel, con sumo cuidado, para no des-truir los huesos. Pasadas algunas horas, encimados sobreaquel “pavimento natural”, martillando aquí, raspando allá,terminamos por extraer la mano de un perezoso, posible-mente un Megalocnus, y varias placas dérmicas de cocodri-lo. Ahora sí podíamos gritar “Eureka”, pues aquel erarealmente un depósito de animales prehistóricos.

Cuando el sol se ocultaba tras las copas de los frondososárboles de marabú, decidimos concluir nuestra exitosa aven-tura. A esta altura presentábamos un penoso aspecto, mezclade manchas de fango y pegotes de brea, la que al brotar pordistintas grietas en el pavimento, se nos había adherido a lasbotas, los pantalones, las camisas, los pelos, los brazos, lascaras, las mochilas, los pomos de agua, las mandarrias, loscinceles, en fin, sobre todas las partes expuestas. Éramos unverdadero desastre de personas, pero nos íbamos alegres yeufóricos, dejando atrás todas las penurias de aquel irrepeti-ble día de otoño. Habíamos descubierto las Breas de SanFelipe, un pequeño pero honorable equivalente criollo delfamoso Rancho La Brea de California.

A partir de aquel hallazgo, entre 1997 y 2002, muchasveces volvimos por el mismísimo camino, ya sin la necesi-dad de recurrir a Epifanio con su yunta, y exploramos otrasáreas en los alrededores, donde encontramos manantialesactivos de brea, con algún perro o pájaro atrapado, aunquesin restos fósiles. En el entorno del pozo Hamel exploramos

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en detalle dos pavimentos naturales de asfalto, donde apare-cieron miles de fragmentos de árboles y semillas, insectos,escarabajos, crustáceos, moluscos, cocodrilos, tortugas, ser-pientes, perezosos, jutías, almiquíes, y distintos tipos de aves,incluyendo especies acuáticas, rapaces y carroñeras. Llega-mos a la conclusión de que estos pavimentos asfálticos noeran derrames a partir del pozo Hamel, pues este había sidoabierto mucho después de que los animales y plantas embe-bidos en el asfalto ya estaban extintos. Las investigacionestambién nos permitieron esclarecer el origen y antigüedadde esos pavimentos naturales.

Según nuestros estudios, hace más de once mil años co-menzó a brotar brea por manantiales en la superficie del valle,derivada de los hidrocarburos que yacen a gran profundi-dad. De esta manera, se formaron verdaderas lagunas de as-falto, de más de un metro de espesor y amplia distribuciónen las partes bajas del valle. Durante los períodos pluviosos,estas depresiones se cubrían por una lámina de agua pota-ble, que servía de fuente de este líquido y medio de vida alos animales del entorno. Allí nadaban las jicoteas y los co-codrilos, y en los llanos y bosques colindantes, pastaban ocazaban diversos animales terrestres, que con frecuencia seacercaban a la laguna para aliviar su sed.

Pero el peligro les acechaba, pues al apoyar sus patas enel fondo, se hundían en la brea y quedaban atrapados. Mien-tras más luchaban por escapar más se atoraban, comosuccionados por aquella masa viscosa, que funcionaba demanera semejante a las arenas movedizas. Entonces, los ani-males atrapados se convertían en alimento potencial paralos carnívoros cazadores y carroñeros, que acudían a comer-los, pero ellos también quedaban pegados a la brea duranteel proceso. Imaginen cómo caerían en la trampa uno trasotro los predadores, participando en un siniestro delirio

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alimentario que les costaba la vida, cuando ellos mismos seconvertían en comida para nuevos recién llegados a la fies-ta. Esto explica una característica muy peculiar de las “tram-pas de brea”, y es que en ellas se encuentran los restosmortales de gran cantidad de animales carnívoros, en com-paración con los herbívoros, lo que no es representativo delos ecosistemas naturales, donde predominan los herbívorossobre los carnívoros, pues de otro modo, no se mantendríael equilibrio trófico** en la naturaleza.

Tomando como base el modo de vida de los distintos or-ganismos succionados por la brea, pudimos determinar queen el pasado remoto, antes de la llegada de los aborígenes, elfondo del valle estaba a menor altura con respecto al niveldel mar. En épocas de verano, las lluvias y huracanes arras-traban sedimentos y rellenaban la laguna con agua cargadade grava, huesos y trozos de vegetación acarreados desde lallanura, e incluso desde la costa, otrora más cercana, puesaparecen en las breas conchas de moluscos de agua salobre,junto con animales y plantas propias de las zonas costeras.Las lagunas eran pobladas por insectos y escarabajos acuáti-

** Perdonen por introducir este tecnicismo, pero hacía mucho tiempo que no lo utiliza-ba. Su significado se encuentra en los libros especializados de biología y ecología.Quizás aparezca en Wikipedia o Ecured.

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cos, así como anfibios, tortugas y cocodrilos. Sus aguas ser-vían para calmar la sed y refrescar a los reptiles, mamíferosy aves. Un paraíso de armonía donde se desarrollaba el dra-ma cotidiano de la lucha por la supervivencia, ajenos a queen la profundidad de las oscuras aguas, acechaba una pastaviscosa de color negro profundo y brillante, que en una pelí-cula de terror le llamarían: “La Brea Asesina”, capaz de atra-par y consumir todos los organismos que osasen hacercontacto con “ella”.

Todo este asunto del asfalto, en Cuba comenzó desde lasprimeras incursiones de Colón a “Las Indias”, cuando suscarabelas entraron en la amplia bahía de Cárdenas, colin-dante con la ciénaga de Majagüillar, buscando la paz de susaguas mansas. Allí encontraron manantiales de brea, graciasa los cuales pudieron calafatear (impermeabilizar) sus em-barcaciones; y a partir de entonces, los hidrocarburos (asfal-to, petróleo, nafta y gas metano) se han incorporado demanera creciente en la base misma de la sociedad. Con eldesarrollo de la revolución industrial, y sobre todo, durantelas guerras, la producción de brea en Cuba tuvo un gran mer-cado como combustible e impermeabilizante, pero paralela-mente sirvió, mezclada con arena, para preparar asfalto ymejorar los viales. Sin embargo, con la reducción de la pro-ducción de brea, el asfalto se empezó a fabricar utilizandolos hidrocarburos más pesados obtenidos durante el refina-miento del petróleo crudo.

La historia de los mineros de asfalto del pozo Hamel esdigna de conocerse, por eso quiero relatárselas antes de con-cluir estos párrafos. En San Felipe se descubrieron brotes debrea desde las grietas de las rocas, de modo que, después deuna minuciosa investigación llevada a cabo por el geólogoRoy Dickerson para la Atlantic Oil Company, allá por losaños 30 del siglo pasado, se abrió el pozo de explotacióndenominado Hamel. Este pozo tiene más de 1 metro de

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diámetro, por unos 10 metros de profundidad, reforzado cercade su boca donde se construyó un brocal. Sobre la boca delpozo se colocó una sólida torre de 3 o 4 metros de altura,con un cabrestante que permitía alzar la pequeña plataformapara subir y bajar un tanque de 55 galones y un minero. Enla cercanía se colocó un contenedor tubular de varios cien-tos de galones de capacidad, donde se acumulaba el asfaltoextraído del pozo hasta que un carro-pipa venía a recogerlo.

Lo asombroso era el método completamente artesanal deextraer la brea. Según me relató Panchito, Luis el negro ba-jaba al pozo hasta la profundidad donde se había abierto unagalería horizontal, justo a la altura de la veta principal por lacual brotaba la brea. Llegado allí, entraba por esa galería,apenas de su alto, hasta alcanzar la veta. Pero la brea es ex-tremadamente viscosa, de manera que no fluye sino muy len-tamente. Imagínense que se estuviese tratando de extraermelcocha desde una grieta en la pared. Así, para llevar lamasa de brea “melcochuda” hacia el tanque colocado en laplataforma, tenía que ir jalando y amasando aquella cosaplástica y viscosa “a mano limpia”, como si fuera una grue-sa serpiente anaconda, para guiarla hasta que fluyera dentrodel tanque y llenarlo, sin que se “desconectara” de la veta.

Este proceso podía tomar muchas horas. Entonces, cuan-do el tanque estaba lleno, Luis cortaba la masa de brea conun machete, y la empujaba hacia la veta para que no se des-parramara dentro del pozo. Al grito de Luis, Panchito eleva-ba la plataforma con el tanque, y mediante un mecanismorudimentario pero eficiente, vertía el contenido en el conte-nedor, para lo cual a menudo había que aplicar calor, de modoque la brea fluyera mejor. Este ciclo extractivo recomenzabacuando Panchito volvía a bajar el tanque de 55 galones y sucolega y amigo atrapaba la cabeza de la anaconda asfáltica yvolvía a conducirla hacia la boca del tanque.

Al final del día, con los últimos resplandores del sol, Luisy Panchito abandonaban el pozo embadurnados de brea has-

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ta los ojos. Entonces debían lavarse antes de ir a sus bohíosy reunirse con su familia. Para asearse, frotaban su cuerpodesnudo con un trapo mojado con petróleo líquido o luzbri-llante, y después, se lavaban con jabón amarillo. Me cuestaimaginar el estado en que estos hombres tendrían la piel y lodifícil que sería lograr dormir con el cuerpo adolorido y lapiel irritada por la acción de los hidrocarburos y el jabónrico en potasa. Así vivieron muchos años, ganando un sala-rio que apenas les permitía alimentar y mantener la familia.Cuando la explotación del pozo Hamel dejó de ser rentable,la operación de esta “mina” fue clausurada. Panchito, para-do junto a las ruinas, rememoró, con la voz cortada por laemoción y los ojos derramando gruesas lágrimas, los deta-lles del día en que les comunicaron esa decisión. A mí medejó profundamente impresionado la actitud de este reciohombre, debilitado por los años, cuya vida había transcurri-do atada a aquel duro trabajo, que mató a su colega Luis,pero le permitió sostener honestamente a su familia. Aque-llas lágrimas representaban el honor de un hombre de trabajo,el amor y la nostalgia por un oficio difícil y mal remunera-do, del cual se sentía orgulloso. En aquel momento no pudemenos que estrechar su mano y darle un abrazo sincero.

Aquella tarde que conversamos extensamente junto al pozoHamel, me retiré orgulloso de haber conocido a Panchito:un hombre de bien. No sé si aún existen aquellas ruinas,pero ojalá se conserven para que el futuro no olvide el pasa-do, pues si se perdieran, con ellas se esfumaría el recuerdode Luis y Panchito, y de un oficio que el tiempo, la tecnolo-gía y el desarrollo ya han dejado en la prehistoria.

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Los que han leído algunos de mis relatos sobre experienciasdisfrutadas y padecidas durante largos años andando porcaminos fangosos, atravesando los cielos en pájaros de alu-minio o helicópteros, navegando las cristalinas aguas del marCaribe, o incursionando en ríos, montañas y oscuras caver-nas, se pueden hacer la rara idea de que la vida de un geólogoes una aventura terrestre.

Viaje extragalácticoal pasado remoto

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Eso me ha decidido a escribir este relato, para demostrarque uno es, en definitiva, un hijo de vecino, y como tal, sucotidianeidad incluye ir al mercado, reparar las diarias rotu-ras que ocurren en nuestros habitáculos, llenar modelos ymás modelos para obtener algún servicio y hasta navegar, omejor dicho, naufragar por la Internet, como afirma un ami-go mío.

Esta historia que me propongo relatarles, me ocurrió, sien-do un adulto menor, diríase que un “vententón”, cuando vi-vía con mi familia en el apartamento de la calle 8 en elVedado. Se trata de un suceso que venía experimentandopersistentemente, al caer la noche, ya durante varias sema-nas. Pero todo empezó probablemente algunos años atrás,cuando me desperté de madrugada, quizás debido al traque-teo que producían los huesos desnudos de varios esqueletossentados y conversando afablemente en el marco de la ven-tana del cuarto, que en ese tiempo, se abría sin enrejadoshacia la quietud del Cementerio de Colón. Déjenme aclarar-le que en esa época vivíamos en otro apartamento de la calleZapata entre 8 y 10, situado en el segundo piso del edificio,de modo que la vista del camposanto era perfecta.

Por eso, cuando años después me sentí caer en un profun-do precipicio, no resultó nada alarmante, de modo que trasvarios intentos, logré resistir la caída libre y allá fue todo miser en aceleración potenciada hacia el vacío absoluto. Elcuerpo se estremecía y vibraba intensamente, tanto que metransformé en un chorro de partículas, después en un rayo defotones que viajaban a la velocidad de la luz por un espacioexótico y multidimensional. No sé si algún lector ha sopor-tado esa extraña experiencia, cuando sin perder la concien-cia, uno se siente desmaterializado y capaz de alcanzar, enpocos instantes, lejanas galaxias más allá de la Vía Láctea,desde donde es captada su luz —mensajera de su historia—

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solo gracias al telescopio Hubbel y otros clones. Pues así es,créanmelo o no, yo estuve “allá afuera”.

El hecho es que pasadas breves fracciones de segundo oquizás muchos miles o millones de años, qué sé yo puesperdí la noción del espacio-tiempo, se realizó una síntesisrepentina y me encontré, con cuerpo y todo, bajo la sombrade un frondoso árbol localizado en medio de un bosque.Gracias a la magia de la luz que se filtraba entre las copas delos árboles, descubrí un paisaje de indescriptibles tonalida-des que engalanaban el escenario donde cantaban, con untrino sinfónico, innumerables aves de variadísimas formas ycolores. Me sentí pleno de alegría y bienestar, y para disfru-tar del aquel ambiente acogedor, estuve caminando un buenrato hasta llegar a un claro en el que crecía una yerba muyalta, donde me sumergí apenas asomando la cabeza.

En medio de aquel herbazal había lo que se puede deno-minar un refugio o guarida, consistente en un agujeroexcavado en el suelo, lo suficientemente espacioso para aco-modar mi cuerpo, al cual descendí como “bestia a su cubil”.Ya dentro, tapé la entrada con una “puerta” confeccionadacon ramas de arbustos y enredaderas, y me quedé profunda-mente dormido. Ya lo creo que me merecía un descanso des-pués de una travesía tan larga e inesperada.

Cuando unos finos rayos de luz iluminaron mi rostro, co-mencé a despabilarme, extendiendo mis fornidos brazos paraalisarme el abundante pelamen que me protegía del sol y lasespinas. Una exasperante picazón acabó de sacarme por com-pleto de mi letargo matutino, y con las uñas me hurgué en elpellejo hasta extraer algunos nefastos bicharracos que se hin-chaban de sangre mal habida, pues al menos yo no les habíaautorizado ese alimento.

Usando las patas empujé la cubierta de la guarida haciafuera y salí de un brinco que me colocó en la superficie del

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terreno, aplastando parte del herbazal con algunos movimien-tos simiescos y oscilatorios. Acabé de oxigenarme el cuerpoy eché a andar con la mirada fija en las afiladas hojas degrama, mientras capturaba algunos saltamontes y lagartijas,que más que calmarme el hambre, abrieron mi apetito. Enestas circunstancias me desplacé saltando y trotando sobremis cuatro miembros hacia los primeros arbustos que rodea-ban el claro, donde me llené el estómago de sabrosos frutosy brotes tiernos. ¡Arrrghuumfff!, lancé un rugibramalarido*de satisfacción y fui en busca de mis otros coterráneos. Yono sé si la palabra “coterráneo” es adecuada en este contex-to, pero no quiero desviarme del asunto con disquisicionesfilosóficas.

—¡Arrrghuumfff! ¡Arrrghuumfff! ¡Arrrghuumfff!Así me recibieron alegremente en un grupo de fornidos

energúmenos al cual llegué entre avances y rotaciones, ma-notazos y empujones, y la desagradable muestra de feroci-dad con dentelladas ostentosas de aquel flaco mal comidoque me ponía la sangre caliente nada más de olerlo. Pero nohubo tiempo para mucho, no más trataba de acercarme a lapelicolorada cuando se escuchó “el llamado de la selva”,que venía, por variar, desde el lejano llano breñoso. No ha-bía tiempo para razonar, mi sagaz cerebro preparadogenéticamente para estos avatares, reaccionó con una erizadade pelos seguido de un grotesco y cavernoso: ¡Arrrghuumfff-ghuumfffghuumfff! Con la misma me sacudí la cabeza sal-picando de baba a todo el que estaba en mi entorno cercano,y dando fuertes patadas en el suelo con los cuatro miembros,

* Un rugibramalarido no es, sino la combinación fónica que se obtiene de un rugido, unbramido y un grito simultáneos, cuando se emiten estrepitosamente desde un mismogarguero. ¡Arrrghuumfff! es una expresión coloquial, mientras que¡Arrrghuumfffghuumfffghuumfff! puede adoptar distintos significados según losdecibeles, los gestos del rostro y la expresión corporal en general.

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me lancé a un trotar sostenido hacia donde nuestros explora-dores nos reclamaban, recogiendo al paso el armamento per-sonal necesario dispuesto para esta eventualidad.

Esta situación se presentó debido a que antes que despun-taran las primeras luces del día, unos miembros de la mana-da habían salido hacia “el camino de las bestias hocicudas”para comprobar si ya venían avanzado, en busca de agua yarbustos frescos, hacia el lagunato cercano. Aquel llamadoindicaba que en efecto, por ahí se acercaba la mejor oportu-nidad de conseguir carne fresca, huesos, pezuñas, dientes,pieles, pellejos y bostas. En pocos minutos llegamos a todotrote, sudando como animales, hasta el lugar donde debía-mos preparar las emboscadas, un campo de grandes peñas-cos por el cual los cuadrúpedos (fuente de recursos naturalespara nuestra manada) tenían obligatoriamente que pasar enfila, pues entre peñasco y peñasco no cabía más de uno, dossi eran flacos o pequeños. A empujones, garnatones y rugi-bramalaridos nos dispersamos por parejas, para agazapar-nos, cuidando de no ser vistos, entre los peñascos, uno acada lado de los pasos obligatorios.

Alcanzada esta posición, escarbamos ligeramente un pe-queño agujero en el borde del pasadizo de las bestias hoci-cudas, que sirviera para apoyar el extremo romo de lasresistentes y alargadas varas confeccionadas aprovechandounos resistentes y alargados troncos extraídos del bosque.Estas varas se acostaban en el suelo, con su extremo afiladoy endurecido al fuego, apuntando hacia el frente por dondedeberían entrar los gigantes, peludos y pesados hocicudos,de modo que, al levantarlas apuntando a sus pechos, por supropia fuerza se las clavaran en el corazón para lograr asícontrolarlas. Cada uno de nosotros debería esconderse hastaque algún animal irrumpiera a todo galope entre los peñascos.

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En ese momento se escuchó una gran algarabía, generadapor los nuestros del otro lado del grupo de los salvajeshocicudos, que tenía la intención de asustarles y lanzarles enestampida contra el campo de peñascos. Nosotros, inquie-tos, engrifados y exaltados, pero en acecho, como corres-ponde a todo buen cazador, esperamos la llegada de losrecursos naturales. Allí estábamos, por pareja, esperando elinstante que uno de aquellos monstruos se colara por nues-tro paso entre los pedruscos, cuando le sería imposible dete-nerse, dado el impulso y la estrechez del camino. El momentono se hizo esperar mucho, ante nuestro paso entre peñascosse presentó una enorme, fornida, peluda y pesada bestia,desaforada y aterrada por el ruido y la persecución. Prepara-dos, del lado que nos correspondió, apoyando con fuerza lavara contra el piso, apuntábamos los respectivos extremospuntiagudos hacia el pecho de la presa. Esta era una tareaque se debía cumplir con mucha destreza, pues cuando elenergúmeno siente el profundo pinchazo, ahí mismo empie-za a lanzar patadas, bufidos y trompazos en todas direccio-nes. En fracciones de segundo nos embriagó de asco el alientojadeante que emitían las fauces de nuestro contendiente, peroteníamos que sostener la vara hasta que se enterrase lo másprofundo posible, esperando sentir el músculo vibrante delcorazón herido a punto de reventar. Solo entonces, cuandola sangre y la saliva nos salpicaron, pudimos alejarnos delpaso del animal herido, dispuesto a destripar a sus oponentes.

Yo brinqué con toda la fuerza de mis patas y quedé fueradel alcance de aquella máquina de muerte, pero mi compa-ñero no tuvo la misma suerte. De alguna manera fue golpea-do y pisoteado a la salida del paso, de modo que su cuerpoinerte quedó sobre el piso pedregoso. Al alejarse de nosotrosentre bramidos y bufidos aquel salvaje se dirigía hacia elgrupo de retaguardia, donde a su caída, sería descuerado,

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deshuesado, despezuñado, desdentado, destripado y descar-nado, entre otras cosas más. Yo me quedé a la vera del paso,observando aquel cuerpo desfallecido, el cual no respondíaa mis rugibramalaridos. Me acerqué sigilosamente, le levantéel brazo, y al soltarlo cayó por su propio peso. Lo agité, lobamboleé y en un extremo de desesperación me erguí en laspatas traseras con un ¡Arrrghuumfffghuumfffghuumfff! quellamó la atención de todos los situados en las cercanías, dedonde acudieron entre curiosos y azorados. Era el encuentrocon la muerte, incomprensible y certera.

Lo cargamos hasta el claro del bosque, allí lo deposita-mos cuidadosamente en su cubil, después de doblar susmiembros sobre sí mismo y colocar en el agujero algunaspiedras, frutas y ramas verdes. Con tierra y ramas rellena-mos el sitio y le cubrimos la entrada para que no se lo co-mieran los carroñeros. Solo entonces nos retiramos hacia lahoguera, entre estridentes ¡Arrrghuumfffghuumfffghuumfff!¡Arrrghuumfffghuumfffghuumfff! ¡Arrrghuumfffghuumfffghuumfff!,que terminaron por despertarme.

Con mucho trabajo abrí los ojos, pues los párpados, comodicen los poetas y los exagerados, me pesaban una tonelada,y la luz de la potente lámpara me forzó a cerrarlos de nuevo.En mi ensueño escuché la voz de unos seres verdes:

—Ponle más morfina, se nos está despertando muy pronto.Transcurridos unos segundos sentí como la nave, habien-

do encendido los potentes motores, me empujaba contra elsostenedor que nos protegía de las sacudidas de inicio delvuelo, mientras se elevaba hacia el espacio casi en trayecto-ria vertical hasta desviarse siguiendo una amplia curva quepronto nos liberó de la presión del despegue y la atracciónde la gravedad dejó de aplastar nuestros cuerpos. Apreté elbotón del equipo que sintetiza y abastece con gel salobre elinterior de la nave, bueno para mi metabolismo, al tiempo

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que me arrimé uno de mis sensores cutáneos al captador deimágenes que holografió en mi cerebro todo el espacio cir-cundante.

Ya estábamos en camino hacia un cometa que pasaría enórbita cercana, al cual nuestras cápsulas viajeras deberíanadherirse, para así, como polizontes, emprender un prolon-gado viaje hacia una nebulosa lejana. Nuestro destino eraimpactar allí contra un cuerpo cósmico, el que según asegu-raban los miltíficos,** tenía los recursos necesarios parahospedar aquella inoculación. Ya alcanzado el destino, elpropósito era desatar los mecanismos de la evolución, a finde dar lugar a un organismo nuevo, capaz de conquistar aquelplaneta lejano.

En breves instantes fui perdiendo toda sensibilidad y merendí en un profundo letargo procariótico...***

¿O no?

** Un miltífico es un precavido que, en vez de valer por dos, vale por mil.*** Procariota. Célula primitiva que contiene cadenas de RNA.

Manuel Iturralde
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mediante el cual pude disfrutar de una holografía de
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Al lector/ 5El Yeti/ 9El misterioso conde de Pozo Redán/ 19El vampiro de Punta Judas/ 29¡Sal Si Puedes!/ 32Dinosaurios en Viñales/ 39Los troncosaurios/ 45Primeros pobladores del Caribe/ 50Hacia el canto del veril/ 55Diario de un mosquito/ 60El altar de la virgen/ 65Un bosque encantado/ 70El regreso o la ley de la complicación/ 75¿Qué rayos estoy haciendo aquí?/ 87Club de naturalistas/ 98Marabú, ...marabú? ...Marabú!/ 103Reivindicación de un mono/ 107Tremendo hallazgo/ 116El lenguaje de la naturaleza/ 119Extraterrestres/ 121El valle de Santo Domingo/ 129

Índice

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La mordida del tiburón/ 134Un escultor original/ 139Grave enfermedad/ 142Los colores de nuestro mundo/ 147Tras la huella.../ 153Yo quiero agua potable/ 159Sardinas en el malecón/ 164Un monstruo de dos cabezas/ 169Vaya pedrada/ 177Gambusinos/ 180Ámbar y copal, pero aquí no hay.../ 184Chapapote, vikingos y yunta de bueyes/ 215Viaje extragaláctico al pasado remoto/ 232