Inconvenientes del tratamiento psicológico (4 de julio de 2013)

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Quiero referirme, en esta ocasión, a los momentos en que, dentro de un tratamiento psicológico, el paciente intenta mover de su sitio al profesional que lo escucha (y que también le habla). No es un empeño poco frecuente; y mucho menos poco exitoso. Hace un par de meses, por ejemplo, me contaban de un colega al que su labor clínica le resultaba particularmente complicadapor un motivo muy especial: era muy guapo. Según me explicaron, este psicólogo padecía, invariablemente, el acoso de todas sus pacientes femeninas. Suena cómico, pero me comentaban que él vivía esta situación con mucha angustia. Un buen día, dispuesto a hacer algo con la situación que le acontecía, tomó una decisión que pondría fin a toda esa calamidad: optó por transformar radicalmente su aspecto. Dejó de usar la formal vestimenta que acostumbraba, comenzó a adornarse con un peinado más desenfadado y hasta dejó de afeitarse. No lo conozco físicamente como para juzgar los posibles alcances de su atractivo; pero quiero concentrarme en su situación, en su angustia y en la solución que encontró. De entrada, al pensar un poco en esto, no pude menos que recordar a Fromm (1991) cuando, refiriéndose a la transferencia, dentro de su Grandeza y limitaciones del pensamiento de Freud, dice: “Ningún analista puede ser lo suficientemente estúpido o carente de atractivo como para no producir este efecto en una persona, por otro lado inteligente, que no se tomaría la molestia de fijarse en él si no fuese su analista. La situación analítica promueve, pues, este tipo de inconvenientes. El psicólogo en cuestión seguramente no tiene muy claro este punto y esa es una franca irresponsabilidad suya. No obstante, lo realmente delicado, es que el suyo no es un caso aislado. En otra ocasión, a un compañero de trabajo le sucedió algo similar. Tenía una paciente y todo parecía marchar bien, hasta que, un día, después de una sesión, ella le envió un mensaje que decía: “me gustaría seguir platicando contigo, pero ahora como amigos”. Él optó por cortar el tratamiento desde ese momento. Los psicólogos no hacemos prohibiciones ni otorgamos satisfacciones a nuestros pacientes. Sería injusto cobrarles por eso. Pero estas complicaciones, inherentes a todo tratamiento (no sólo psicológico) serían mejor entendidas si el profesional pusiera más atención a sus propios conflictos, ya que éstos entran en juego, invariablemente, en cada sesión psicológica. El cocinero afila sus cuchillos, el conductor aceita su vehículo y el cirujano esteriliza sus instrumentos. La ética y eficacia de cada labor impone estas precauciones. ¿Qué habrá entonces de espeluznante en el psiquismo del ser humano como para que, en ocasiones, el psicólogo sea el único que no trabaja en su mente? Hasta el próximo jueves. Psic. Juan José Ricárdez.

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Quiero referirme, en esta ocasión, a los momentos en que, dentro de un tratamiento psicológico,

el paciente intenta mover de su sitio al profesional que lo escucha (y que también le habla). No es

un empeño poco frecuente; y mucho menos poco exitoso. Hace un par de meses, por ejemplo, me

contaban de un colega al que su labor clínica le resultaba particularmente complicadapor un

motivo muy especial: era muy guapo. Según me explicaron, este psicólogo padecía,

invariablemente, el acoso de todas sus pacientes femeninas. Suena cómico, pero me comentaban

que él vivía esta situación con mucha angustia. Un buen día, dispuesto a hacer algo con la

situación que le acontecía, tomó una decisión que pondría fin a toda esa calamidad: optó por

transformar radicalmente su aspecto. Dejó de usar la formal vestimenta que acostumbraba,

comenzó a adornarse con un peinado más desenfadado y hasta dejó de afeitarse.

No lo conozco físicamente como para juzgar los posibles alcances de su atractivo; pero quiero

concentrarme en su situación, en su angustia y en la solución que encontró. De entrada, al pensar

un poco en esto, no pude menos que recordar a Fromm (1991) cuando, refiriéndose a la

transferencia, dentro de su Grandeza y limitaciones del pensamiento de Freud, dice: “Ningún

analista puede ser lo suficientemente estúpido o carente de atractivo como para no producir este

efecto en una persona, por otro lado inteligente, que no se tomaría la molestia de fijarse en él si

no fuese su analista”. La situación analítica promueve, pues, este tipo de inconvenientes.

El psicólogo en cuestión seguramente no tiene muy claro este punto y esa es una franca

irresponsabilidad suya. No obstante, lo realmente delicado, es que el suyo no es un caso aislado.

En otra ocasión, a un compañero de trabajo le sucedió algo similar. Tenía una paciente y todo

parecía marchar bien, hasta que, un día, después de una sesión, ella le envió un mensaje que

decía: “me gustaría seguir platicando contigo, pero ahora como amigos”. Él optó por cortar el

tratamiento desde ese momento. Los psicólogos no hacemos prohibiciones ni otorgamos

satisfacciones a nuestros pacientes. Sería injusto cobrarles por eso. Pero estas complicaciones,

inherentes a todo tratamiento (no sólo psicológico) serían mejor entendidas si el profesional

pusiera más atención a sus propios conflictos, ya que éstos entran en juego, invariablemente, en

cada sesión psicológica.

El cocinero afila sus cuchillos, el conductor aceita su vehículo y el cirujano esteriliza sus

instrumentos. La ética y eficacia de cada labor impone estas precauciones. ¿Qué habrá entonces

de espeluznante en el psiquismo del ser humano como para que, en ocasiones, el psicólogo sea el

único que no trabaja en su mente?

Hasta el próximo jueves.

Psic. Juan José Ricárdez.