I Concurso de cuentos cortos Palabras al Vuelo · La II Edición del Festival del Cuento Contado de...

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I Concurso de cuentos cortos Palabras al Vuelo

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I Concurso de cuentos cortos Palabras al Vuelo

Cuentos seleccionados

Todos los derechos de los cuentos incluidos en este documento pertenecen a sus autores.Los derechos de las ilustraciones pertenecen a su autor, Iban Barrenetxea.

Lanzarote, 28 de noviembre de 2014

palabrasalvuelo.com www.facebook.com/palabrasvuelo @festivalalvuelo

La II Edición del Festival del Cuento Contado de Lanzarote “Palabras al Vuelo”, convocó en el mes de agosto de 2014 un concurso de cuentos cortos que invitaba a invertir el habitual sentido palabra-ilustración, proponiendo inventar historias a partir de las imágenes del ilus-trador Iban Barrenetxea, narrador visual invitado al Festival y autor de su cartel. Los autores debían escoger cualquiera de sus ilustraciones e inventar un cuento de no más de 400 pala-bras, desligado del texto que la originó.

Un jurado integrado por la filóloga, editora y narradora leonesa Ana Cristina Herreros (Ana Griott), el escritor y editor lanzaroteño Félix Hormiga y el escritor segoviano Ignacio Sanz, fue el encargado de valorar los 86 trabajos literarios que concurrieron a la convocatoria, proce-dentes de los cuatro puntos cardinales de España, y de Filipinas, México, Cuba, Estados Unidos, Uruguay, Ecuador, Argentina, Perú, Puerto Rico, Costa Rica, República Dominicana, Colombia y Chile. En este documento reunimos los 20 cuentos que fueron elegidos por el jurado, junto a las ilustraciones que los inspiraron, señalando la publicación a la que pertene-cen.

GanadorLa espera de Bertolo. Mª Belén Mateos Galán. Zaragoza (España)

FinalistasLección. María Carrillo Rivas. Sevilla (España)El almacenista de sueños. Ana López Aguilar. Cartagena (Murcia, España)El Viento. Ignacio Jené Perea. Laspuña, (Huesca, España)Mi tío. Raquel Cartagena Lagar. Valencia (España)

Seleccionados destacados

La nevera de los Smith. Almudena Calleja Suárez. Sevilla (España)El trío del viento. Oscar Presilla Kröbel. Lanzarote (España)/FilipinasEl libro de don Agapito. Ana Vanesa Pérez Díaz. Tenerife (España)Tres. Romina María González. Turdera (Pcia de Bs. As. Argentina)S/T. Lucía Rodríguez Peña. Lanzarote (España)

Resto de seleccionados

La vieja verdad. María Román Espín. Donostia (España)El banquete de Graciela. Nicolás Andrés Nieto Otálora. Bogotá (Colombia)Hospedaje. Raquel Cartagena Lagar. Valencia (España)¿Por qué no? Paula Lorena Lurman de González. Lanzarote (España)El reto. Myriam de los Milagros Galante. Chaco (Argentina)La Casa. Concha Álvarez García. Sevilla (España)Los colores de las hojas. Florencia Martínez Rojas. Barcelona (España)El álamo de los universos infinitos. Sònia Torreblanca Valverde. Barcelona (España) Echar el alma por la ventana. Alexandra Cárdenas Rodríguez. Chihuahua (México)La delgada fila roja. Mª Belén Mateos Galán. Zaragoza (España)

La espera de Bertolo

Bertolo era un niño siniestro, solitario y creativo. En invierno su ma-yor deseo era jugar con la nieve, que se amontonaba sin que nadie lo impidiese, en el cementerio de su pueblo. Inventaba personajes y los moldeaba con la nevada más reciente, pura y blanca que encon-traba, dotándolos de una vida imaginaria. Abrazaba esos muñecos helados y les susurraba secretos que siempre había guardado para sí. Cuando el sol comenzaba a calentar próximo a la primavera, se le podían ver unas lágrimas recorriendo su tez plomiza y mohína. Era entonces cuando de una manera monótona y rutinaria, comen-zaba a leer los nombres de las lapidas, una a una, tomándose su tiempo en recordar quienes eran.

Las primeras briznas de hierba siempre le provocaban una pequeña sonrisa y corría atolondrado hasta llegar a su rincón preferido. Una losa de mármol nívea, lisa y grabada con minúsculas letras pálidas e insulsas. Y allí se quedaba esperando, sentado paciente y envol-viendo sus piernas en un abrazo interminable.

Cada primer día de verano, se despertaba destemplado, con frío, siempre lo tenía. Frotaba sus manos con energía y levantaba la mi-rada hacia la tétrica puerta de la entrada. Notaba su proximidad, cuando la respiración se aceleraba y el vaho ocupaba todo su espa-cio. Y allí estaba ella, más delgada y consumida que la última vez que la vio. Sus manos se aferraban a un discreto ramo de amapolas y girasoles y sus ojos se mostraban hinchados y dolorosos. Se paró junto a él y acarició la piedra depositando las flores y rezando una letanía que no lograba escuchar con claridad. Bertolo le tendió la mano, ella miró al vacío y exhaló un aliento cálido que abrasó sus pulmones, suspiró y se dio la vuelta. Despacio, como si de un corte-jo se tratase, fue abandonando el cementerio. Bertolo la siguió con la mirada hasta que solo fue una sombra lejana. No entendía por qué su madre le seguía castigando diez años después de su trave-sura en el río.

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Otra vuelta de tuerca. Texto de Henry James e ilustraciones de Iban Barrenetxea.Teide 2011

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Lección

Cuando la lección de música terminó, el profesor guardó el instru-mento con gran delicadeza: Anna se fijó en este detalle desde su asiento al piano. Un gato los vigilaba sin mucho entusiasmo.

-Hemos terminado –dijo el señor Lied. Las clases solían terminar con esta frase, pero esta vez sonaba distinto, y Anna se dio cuenta al instante. Lied cruzó las manos a la espalda.

- Señorita Grey –empezó entonces, con tono grave- Me han conce-dido un puesto en Londres, tal como solicité.

-¡Londres! –una sonrisa admirada se dibujó en su rostro- ¡Eso es maravilloso! –al decir esto un intenso rubor asomó a las mejillas de Lied hasta subirle a las patillas. El rostro, sin embargo, seguía impa-sible.

-Es permanente. Me marcho mañana –comenzó a recoger sus co-sas sin ni siquiera dedicarle una mirada a su alumna. Desde su po-sición, el gato bufó. Entonces Lied alzó los ojos, porque ella murmu-ró, sonriendo:

-Enhorabuena.

-Gracias –repuso él. Antes de abrir la puerta se giró y dijo-Anna.

-¿Sí?

-Lo de aquella noche no puede repetirse.

-Sí.

La señorita Grey comenzó a tocar el piano de inmediato, y, aún así, con gran soltura. La melodía, como ella, era suave y discreta. Lied alzó la voz una vez más, y su tono ya no tenía la frialdad de antes:

-Bonito vestido. ¿Es nuevo?

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-Sí.

La puerta se cerró tras la espalda de Lied. Solo tras mucho rato, Anna dejó de tocar. No se levantó de su asiento, sino que desde allí echó una larga mirada a la calle, a los árboles pelados, desnudos, muertos, que había junto a la casa. Era otoño. Un viento helado hizo estremecerse las pocas y quebradas hojas que aún seguían en sus ramas.

Anna llamó al gato y este obedeció al acto. Inclinándose lentamen-te, lo cogió en brazos y lo posó delicadamente sobre su regazo. No le importaba que el vestido fuese nuevo y se estropease: era ancho, a la última moda, pero ya había cumplido su cometido. El gato se revolvió sobre las rodillas de Anna y quiso subir, pero ella lo empujó suavemente hacia abajo, para que no tocase el incipiente vientre, que el vestido había conseguido ocultar tan bien. Inclinó el rostro hacia el animal y le habló con una sonrisa triste:

-No se lo diremos nunca, ¿verdad? El gato ronroneó, conforme.

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Bombástica Naturalis. Texto e ilustraciones de Iban Barrenetxea.A Buen Paso 2012

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El almacenista de sueños

Un hombre simpático y orondo, almacena en el sótano de su vivien-da durante décadas, sueños, en bolsas transparentes atadas con un lazo. Las guarda por colores en pequeñas celdillas etiquetadas, del mismo color que los sueños, una vez estudiados. Una noche de lu-na menguante, cercada por un piquete perenne de murciélagos in-quietos, presiente que la muerte le ronda. Tal herencia no puede quedar sin recaudo, dicta su conciencia. Desciende las empinadas escaleras que llevan hasta el sótano, en cuyo firme destaca la pe-queña y modesta flor “no me olvides”, guardia y custodia de los sueños del mundo. Entra en la sala donde éstos permanecen atra-pados. Abre las puertas y ventanas que flanquean la estancia. Una a una destapa con sumo cuidado las distintas celdillas, desata cada lazo eterno y sonríe al liberar el contenido de todas las bolsas. Los sueños flotan en el aire. El mundo comienza a soñar.

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Bombástica Naturalis. Texto e ilustraciones de Iban Barrenetxea.A Buen Paso 2012

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El viento

No te protejas si de palabras está escrito el viento, deja que caigan, que te sumerjas en ellas, que las letras empapen tu corazón de enamorado. Que caigan, que descarguen las nubes en lluvia torren-cial de letras, que las tormentas se conviertan en cantos de truenos de sílabas, y los rayos en declaraciones inmediatas de afecto. Deja que el aire, cuando cese el huracán, deje fluir los símbolos, los sig-nos de admiración y que el silencio final sea un canto a la palabra.

El paraguas no te valdrá, haces bien dejando caer el tiempo, no lo podrás atrapar, coge aire, tus pulmones son grandes, gigantes, si-gue alzando la voz y dejando que los pájaros de papel recorran la garganta y explosionen a todo volumen, que todo el mundo se ente-re, las palabras saldrán solas, nadie podrá pararlas, las nubes se re-cargarán de tu aliento.

Los pies, las manos diminutas, en el centro del corazón una flor con fragancia de primavera y vestido de chaqué, tan elegante como un hipopótamo en el centro de la laguna. El sombrero tapa los ojos, no hace falta ver, vale con guardar el equilibrio. El faro alumbrará, des-de lejos los barcos lo verán, en los barcos, los marineros ebrios de alegría, serán altavoces hacia las simas abisales, donde los peces se enterarán, las medusas lo transmitirán y las esponjas exprimirán sus tubos para anunciarlo.

De mar a mar, de océano a océano, los peces subirán por los ríos, por los torrentes, avisarán a las mariposas, a las libélulas, que se lo dirán a las ranas.

Por el cielo irá más rápido, tus pájaros de papel se lo dirán a las gru-llas, estas a las golondrinas y se encargarán, todo el mundo se ente-rará. Se juntarán los pájaros con los mosquitos de los estercoleros, las vacas mugirán, las ovejas balarán, incluso las moscas con sus zumbidos querrán decir algo.

Por fin, la pajarita del chaqué, tanto tiempo guardada, estallará, to-dos los botones uno a uno desaparecerán, no hará falta aparentar

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elegancia, y con el diminuto paraguas, aterrizarás con suavidad en el centro del puerto, donde los marineros te saludarán y te contarán sus viajes por el mundo.

Desde la barandilla del faro nadie lo ve, nadie se quiere perder el espectáculo de participar en el teatro, no hay espectadores, sólo un escenario.

La palabra no se la llevará el viento: será parte del viento.

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Ilustración de Iban Barrenetxea para el cartel del II Festival del Cuento Contado Pala-bras al Vuelo, 2014.

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Mi tío

En todas las familias hay una oveja negra a la que le pasan cosas raras, y que hace que las reuniones sean más... interesantes. En mi caso, el rarito es mi tío Fernando, que va y viene sin ser invitado, que nunca trae nada a las celebraciones y nadie le ha visto jamás servirse de una bandeja. Quizá por eso está tan delgado, y tan pali-ducho. Sólo bebe de su propia copa, que saca de un bolsillo de su abrigo, ese que jamás se quita, y es tan opaca como él mismo. Siempre aparece con su bastón, sus ojos enrojecidos y su pelo en-marañado, que le dan el aspecto de un chiflado.

Es divertido, para nosotros, los jóvenes de la familia, observarle sin disimulo, rodearle y hacerle muchas preguntas. Desde su pose esti-rada y misteriosa, jamás es capaz de contestar a lo que se le diga, pero siempre tiene una historia relacionada, antigua y misteriosa, que aprovecha para relatarnos con su voz suave, que nunca alza, arrastrando las palabras.

Suele tocar un violín, sacándole a la madera unas melodías maravi-llosas, y nos habla de la vez que se enamoró de una estatua, volup-tuosa y eterna; y cuando enerva las cuerdas hasta las notas más altas, me mira fijamente y me anima a aprender a tocar. Dice, y no sé cómo sabe que es mi sueño, que iremos de gira por todo el mundo, tío y sobrino, y que triunfaremos. Es como si pudiera leerme la mente. Y concluye que luego volverá a su casa de la Avenida de la Colina, con sus mascotas, un gato tuerto y un cuervo negro. Pero creo que me toma el pelo, porque allí solo está el cementerio, donde tenemos el panteón familiar.

Me gustaría que viniera a casa unos días, pero cuando le dije a mi padre, que es el cuñado de mi tío, si podíamos invitarle, me miró ho-rrorizado, y mi madre le dio unas sales aromáticas, sonriendo, dán-dole palmaditas de ánimo en la espalda y recordándole que no fuera exagerado, que mi tío no es tan malo.

Lo mejor de mi tío Fernando, en definitiva, es que es mi familia, y aunque nunca se sabe cuándo aparecerá, no tenemos más que

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montar una reunión con todos, y nos visitará, con su media sonrisa, su nariz afilada, y su ironía sutil.

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Criatures d’ultratomba. Antología y prólogo de David Mateo. Traductor: Josep Lluís Navarro. Ilustraciones de Iban Barrenetxea.Tándem 2011

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La nevera de los Smith

El Señor Harold quedó boquiabierto al escuchar la noticia. Dejó en una esquina de la habitación el violín con el que practicaba una nueva sinfonía y se sentó enfrente de su amigo, que abandonó la lectura del periódico para mirarle fijamente.

- ¡Atónito me has dejado, amigo! – exclamó. ¡Un oso en la nevera!

Era sin duda la noticia principal del día. Todos los diarios se hacían eco. Un oso polar había llegado a la ciudad a bordo de un iceberg, se había colado en el jardín de la casa de los Smith y había conse-guido llegar hasta su nevera.

¡Y todavía no ha salido de ella!

-¡Fascinante, mi querido amigo! – seguía exclamando–. Ojalá me hubiera pasado a mí. ¿Te imaginas? Ahora habría una cola de gente en la puerta de mi elegante casa para poder ver al animal. ¡Podría hacerme millonario!

El oso instalado en la nevera de los Smith pronto terminó con todos los alimentos que se conservaban en el interior de su nueva cueva. La familia tuvo que salir a comprar leche y verduras. Este inoportuno acontecimiento les había dejado sin provisiones.

Decidieron esperar a que el oso saliera de la nevera, no querían im-portunarlo ni mucho menos, enfadarlo. Habían oído en algún sitio lo peligrosos que eran los osos polares enfadados. Aunque nunca an-tes habían visto a ninguno.

Colocaron una silla delante de la puerta y toda la familia hizo turnos para vigilarla. Esperaban que un día el oso abriera la puerta y no querían perderse ese momento, querían aprovecharlo para volver a guardar provisiones en su interior. Mientras tanto iban al mercado a hacer la compra diaria de productos frescos. A los pocos días com-prendieron que el oso les había traído más trastornos que benefi-cios. ¡Ir al mercado todos los días era un fastidio!.

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Pasaron varias semanas y el oso no salió. Llegó la Navidad y la fa-milia Smith no pudo celebrarla como antes ya que no tenían manera de conservar los alimentos. Se conformaron con comer carne sin verduras y patatas sin mantequilla.

Y así pasaron un duro invierno sin poder utilizar la nevera. Conocían lo peligroso que era enfadar a un oso polar porque lo habían escu-chado en alguna parte. Pero nunca nadie les dijo nada acerca de la hibernación de los animales plantígrados.

-¡Una historia fascinante, mi querido amigo! –. Y ambos continuaron con sus violines y sus periódicos.

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La liga de los pelirrojos. Texto de A. Conan Doyle e ilustraciones de Iban Barrenetxea.Anaya 2013

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El tr ío del viento

Clarinete, Trompa y Fagot llevan juntos toda su vida, al menos es lo que recuerdan en su memoria del viento. Desde que eran niños compartían viajes y conciertos con otros instrumentos y con las personas que les cuidaban y mimaban. Con aquellos amigos ruido-sos de la percusión, con sus inseparables teclados y con los delica-dos instrumentos de cuerda, a quienes cada dos por tres depen-diendo de su ritmo había que recomponer sus venas. Ellos eran los protagonistas de una gran orquesta, el trío del viento y aquellos lo-cos humanos.

Un mal día acabaron abandonados en un lúgubre local, nunca su-pieron por qué ni se lo preguntaban, pero les extrañaba aquel extra-ño mundo donde iban desapareciendo las cosas bellas y crecían el egoísmo, un falso bienestar y la maldad. Tuvieron la suerte de caer en manos de un viejo músico, una adorable persona que se preocu-paba de ellos, seguía puliendo su cuerpo con cariño y limpiaba las impurezas y el polvo que se acumulaba en el interior de sus venas. Y de vez en cuando los soplaba, eso era lo que más gustaba a este trío, aquel viejo les hizo revivir y gozar de aquella magnifica sensa-ción de jugar y compenetrarse con el viento.

Y tras una temporada en aquel orfanato musical fueron adoptados por otro trío de locos humanos, los tres a la vez. Sintieron pena de que otros de sus amigos siguieran allí dentro, pero al menos esta-rían bien cuidados por el viejo, más pronto que tarde vendría alguien a recogerlos y darles una nueva vida.

Sus nuevos músicos también habían sufrido lo suyo, fueron ningu-neados al desaparecer sus grandes orquestas, era difícil para ellos volver a empezar, pero nunca se rindieron, había que empezar de nuevo, aunque fuera en la calle por unas pocas monedas, lo impor-tante era sentirse libres y vivos, disfrutar con lo que realmente les llenaba de satisfacción, lo que les hacía respirar hondo y les ponía la piel de gallina. Tan sólo necesitaban tres medias naranjas, las que les hicieran respirar de nuevo. Y cuando el viejo del orfanato musical

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se dio cuenta de aquello no dudó un instante en juntarles con Clari-nete, Trompa y Fagot.

Y desde aquel día nunca se han separado estos seis amigos, tres parejas perfectas que viven del viento, del respeto mutuo y del ver-dadero amor.

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El cuento del carpintero. Texto e ilustraciones de Iban Barrenetxea.A Buen Paso 2011

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El l ibro de Don Agapito

Don Agapito era un hombre singular, vivía solo y se ocupaba de las tareas del hogar. No hablaba mucho y se pasaba horas y horas ojeando un libro enorme.

Su llegada al pueblo hace unos cinco años generó muchas habladu-rías, el anciano solitario acompañado del gran libro podría ser un científico realizando alguna investigación, o un escritor extranjero en busca de inspiración, quizás un filósofo, o simplemente un loco ob-sesionado con un libro.

El misterio nunca se resolvió, con el paso del tiempo los vecinos se acostumbraron a la presencia del hombre enigmático, era una per-sona pacífica que no molestaba a nadie.

Un día, mientras Don Agapito hacía lo de costumbre, ojear su libro bajo la sombra de un árbol, recibió un fuerte balonazo y el libro cayó de sus manos, eran Tim y sus amigos que jugaban al fútbol en la plazoleta. Los niños se acercaron a buscar el balón, Tim que era el mayor se disculpó y recogió el libro, nunca había visto uno con tan-tas hojas, era grande y pesado. Los demás niños continuaron el juego, pero Tim se quedó sentado junto al anciano y le preguntó:

-  ¿Por qué siempre está leyendo este libro?

-  Porque tiene historias que me gustan- respondió Don Agapito.

El muchacho le pidió que le leyera alguna, al abuelo se le iluminó la mirada, esbozó una hermosa sonrisa y comenzó la historia. A partir de entonces, cada día a las seis de la tarde, Don Agapito y su libro tenían una cita con los niños. Había historias para todos los gustos y oídos, historias de príncipes y princesas, de hadas y de duendes, de piratas y de sirenas, de humanos que se convertían en animales y de animales que hablaban como humanos. Los niños nunca ha-bían vivido tantas aventuras en aquel pueblo perdido en la Sierra. Tim, que era el mayor, se dio cuenta de que todo eso que contaba el anciano no estaba escrito en aquel libro. A veces ni siquiera pa-

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saba las páginas, otras veces tenía el libro al revés. No importaba que Don Agapito no supiera leer, nadie contaba las historias como él.

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Marcapáginas creado por Iban Barrenetxea para Huygens Editorial reinterpretan-do el cuadro Hotel Room de Edward Hopper, 2010.

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Tres

Embriagada por la magia y la desesperación, Amparo Morales se contactó, en secreto, con Alfredo Castañeda. Pidió una cita para que le tomara una imagen con el daguerrotipo y aquel 21 de agosto se hizo presente en el lugar convenido.

Estaba nerviosa, pero la necesidad de documentar ese momento, la trascendía. Sentía que era la última oportunidad que tenía para cambiar su destino. Tocó a la puerta y el hombre de piernas largas la recibió con respeto. Le explicó el procedimiento y preguntó qué tipo de fotografía deseaba.

Ambos se sonrojaron: ella mientras pronunciaba las palabras y él, al oírlas. Sin embargo, luego de esa incómoda situación, Castañeda, demostrando su gran profesionalismo, le pidió que se ubicara, de pie, delante del enorme ventanal blanco que contrastaba con el pe-sado dosel de terciopelo rojizo, al tiempo que ajustaba el equipo sobre el otro extremo de la sala.

Amparo fue quitándose lentamente su ropaje y lo acomodó sobre el gran sillón de estilo donde descansaba Berlioz, el cautivador gato gris, testigo de confesiones.

Con su alma al desnudo, atrapada en una curvilínea figura, volvió a su ubicación. Frente a la cámara llevó su mano derecha hacia su pecho y miró fijo hacia adelante.

La suerte estaba echada y los tres corazones palpitando a diferente ritmo dentro de la sala anticipaban el desenlace.

Castañeda hizo un gesto con su mano indicando que había culmi-nado y la mujer tomo su vestimenta, cubrió su cuerpo, se sentó jun-to al felino, lo acarició y esperó que el hombre terminara el proceso.

Luego de haber llevado las placas al cuarto de revelado, Alfredo se acercó a la mujer, le expresó que las fotografías estarían listas en tres días. Ella agradeció la gentileza, se puso de pie, tomó su bolsa, extrajo dos monedas y pagó el servicio. La acompañó hasta la puer-ta y se despidieron.

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Tras una tediosa espera, Amparo volvió al estudio. Castañeda le en-tregó dos sobres y le devolvió una de las monedas porque, por un error de revelado, una de las imágenes se había arruinado. A pesar de ello, a la mujer pareció no importarle; las tomó en sus manos, se fue del lugar y caminó hacia al correo.

En la oficina postal escribió un mensaje diferente en cada imagen y las envió a dos destinatarios distintos.

“Pretenderán obligarme a que te entregue mi cuerpo, pero mi alma, jamás”.

“Para vos, mi esencia”.

                                 

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Alicia en el país de las maravillas. Texto de Lewis Carroll e ilustraciones de Iban Ba-rrenetxea.Anaya 2011      

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Sin título

El viento zumbaba en la única hélice del avión que soñaba pilotar. Era un Caudron C-630, un modelo francés de la Segunda Guerra Mundial. Antes de subirse al aparato, nada hacía intuir que fueran a surgir problemas. Abrigado con una gruesa cazadora que parecía llevar una oveja entera cosida en su interior, caminaba satisfecho por acertar con la ropa una vez más, anticipándose a la posibilidad de acabar entre pingüinos. Bajo el brazo, el motivo de su viaje: una caja con una botella de vino y unas naranjas. Su ayudante lo espe-raba ya sentado en la cabina. Antes de subir, reproducía el mismo ritual: se atusaba el pelo debajo del gorro, comprobaba que las ga-fas estaban en su sitio y agarraba la escalerilla como quien tensa las riendas de un pura raza. El espacio dentro del avión era angosto, olía a cuero y lata y su tacto era arenoso. Unas comprobaciones previas eran suficientes para pulsar un botón negro redondo y de tamaño desproporcionado para lo pequeño que era todo allí dentro. El rugido de un león ponía en marcha los motores, todo hasta la lí-nea del horizonte empezaba a vibrar, la hélice comenzaba a girar y una densa humareda se colaba en aquel sueño que empezaba de nuevo a despegar. A un suave movimiento de timón, aquello corría por la pista y tomaba altura. Viento, viento y más viento. En cuestión de segundos, volaban; en cuestión de minutos, no. Tres luces rojas advertían lo que era obvio: una vez más, iban a estrellarse. Fundido a negro. Desierto del Sáhara. Su avión empotrado en una duna y él, ileso, escribiendo un mensaje de socorro en el lomo de la nave so-bre una de las ruedas desprendidas mientras su compañero huía despavorido. Mil veces lo soñaba, mil veces intentaba corregir la trayectoria y mil veces se estrellaba. Nunca llegó a probar aquel vino con ella, ni a declararle su amor, ni a entregarle las naranjas que de niños disparaban como balas de un cañón. Volar para salvar la dis-tancia que los separó, volar para conquistarla, soñar para no tener pesadillas.

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Por el color del trigo. Texto de Toño Malpica e ilustraciones de Iban Barrenetxea.Fondo de Cultura Económica 2012

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La vieja verdad

Esta es la historia de un hombre que buscaba a la verdad, le habían contado que era una bella joven y que si uno la encontraba no podía evitar enamorarse. Empujado por su espíritu aventurero, dedicó su vida y su fortuna a viajar por el mundo buscándola. En cada pueblo, en cada ciudad, él preguntaba: “¿Está aquí la verdad?”

Siempre obtenía respuestas similares: “no, por aquí no ha pasado”, “nosotros no la conocemos”, “aquí no está”. Nadie le decía por donde seguir buscando. Después de muchos años llegó a una ciu-dad muy lejana, allí un anciano le dijo:

-“Estuvo viviendo aquí. Yo mismo viajé desde muy lejos para verla. Lamentablemente cuando llegué ya había partido hacia el lejano y peligroso camino de las nieves eternas”.

El hombre se preguntó si valdría la pena adentrarse en semejante aventura para conocer la verdad. Después de todo había vivido tan-to tiempo sin ella que podría descansar de su búsqueda y nadie que no fuera él, notaría la diferencia.

Por otro lado, le habían asegurado que la verdad era tan hermosa, que no quería morirse sin haberla visto aunque fuese una vez…Después de meditarlo mucho, se dio cuenta que no podría seguir viviendo en paz si después de todo lo andado abandonaba la lucha sólo por comodidad o cobardía.

Compró lo que necesitaba para tan largo viaje y emprendió la mar-cha. Viajó durante semanas y meses por lugares inhóspitos, peligro-sos y desérticos. Una mañana al parar el viento descubrió en el ho-rizonte una primitiva cabaña de troncos de cuya chimenea salía una pequeñísima columna de humo. Apenas entrar, vio sentada junto al fuego tiritando una mujer muy vieja y arrugada de facciones toscas y piel reseca. Extendía sus temblorosas manos hacia lo que queda-ba del fuego que pronto se apagaría.

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- “¿Sabría decirme donde puedo encontrar a la verdad?” -le pregun-tó a la viejecita.

- “La verdad soy yo. ¿Has venido a conocerme?”

El hombre sintió la terrible decepción de saber que la verdad no era joven ni atractiva, mucho menos bella y seductora. La frustración que se siente cuando lo que se encuentra no es lo que se espera.

– “No… sí… gracias. Debo volver. ¿Puedo hacer algo por usted?”

- “Sí, hay algo que puedes hacer” -contestó la verdad- “Dile a todo el mundo que me has encontrado y que soy joven y hermosa”.

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Brujarella. Texto e ilustraciones de Iban Barrenetxea.Thule 2014

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El banquete de Graciela

Graciela buscaba a Migueluno el gato que se esfumó porque temía ser devorado por ella que ya se había tragado a Ramona la gallina dictadora y a Nicoletto el puerco literato. Esta señora sí que era hambrienta, no controlaba las ansias de engullirse todo a su paso, y ya casi ni cabía dentro de la casa. Migueluno era intrépido y escu-chaba a Schubert como nota mental cada vez que se iba a dormir, es decir, unas 11 veces al día. Antonio el zorro, salió despavorido muy similar a un balazo; ya nadie quería deshacerse dentro de una barriga jugosa y grasosa que además almacenaba candados y gri-llos. Graciela era muy tragona. El Doctor Alexandrio también guar-daba temor, aunque era de pocas carnes y más huesos pero con todo y eso, optó, por fugarse montándose encima de Braulio el puerco bailarín y a ellos se les sumó Laura la gallina demente. Todos se estaban yendo con el viento menos Micaela su réplica a escala quien también contribuía a la causa de la descomunal comensal. Pobre Migueluno, era quien más corría peligro porque a Graciela le gustaban melómanos, decía que los que escuchaban música selec-ta adobaban a través de sus oídos hasta las entrañas con notas magistrales que lograban enternecer las carnes y dejarlas jugosas, a punto. Migueluno había decidido no ir lejos porque era obvio que lo buscarían más allá y entonces se postró en el techo, muy cerca de las ramas para poder escapar en caso de ser detectado y miró al firmamento en busca de alguna respuesta divina para no ser traga-do.

De repente cuando Graciela refunfuñaba a causa de la desbandada de fugitivos, una hoja desprendida de un algarrobo que flotaba en medio del aire a una velocidad considerable, se coló entre sus dien-tes y traspasó su garganta, yendo directamente a la sórdida cueva gástrica. De inmediato, ella cerró su boca y se desplomó, Migueluno sintió el temblor en el techo y brincó a las ramas, bajó ágilmente por ellas y se asomó con sumo cuidado por la ventana, allí Graciela se revolcaba porque se ahogaba, entonces en un acto heroico el felino se embutió por su boca e inspeccionó hasta la barriga, encontró la hoja y la sustrajo oportunamente, ella volvió en si y le juró someter-

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se a una dieta de seres vivientes, Migueluno rugió como un tigre y todos regresaron a sus puntos de partida.

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Bombástica Naturalis. Texto e ilustraciones de Iban Barrenetxea.A Buen Paso 2012

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Hospedaje

Aquel día, de un frío intenso, y cansado por la larga caminata, llegué a un claro en el bosque, donde se alzaba una bella casa de piedra gris, majestuosa y, por suerte para mi cuerpo exhausto, lucía con-fortable y acogedora.

Me extrañó encontrar la puerta abierta, el fuego encendido y unas bandejas con carne, pan y frutas en la mesa. Pero, por más que llamé, nadie respondió. Así que dejé mi mochila, mis zapatos y mi ropa a secar junto a la chimenea, y, sirviéndome en un plato una ge-nerosa ración de la comida allí dispuesta, me senté en un sillón para comer, mientras esperaba que el hacendoso anfitrión apareciera.

El cansancio y el sueño me vencieron, y me quedé dormido.

Soñé con una mujer encantadora, de largos cabellos, y sonrisa te-nue, toda ella blanca, etérea, amable, que me hablaba, que me acu-naba y me animaba, y al despertar, me descubrí enamorado del ob-jeto de mis sueños. Recorrí henchido de melancolía toda la casa, y seguí sin encontrar ser viviente alguno, aunque alguien me había arropado mientras dormía, y había recogido la mesa y planchado mi ropa.

Cuando el sol estaba en lo alto, concluí que era hora de continuar con mi camino, ya disipada la nostalgia y el enamoramiento de la de cabellos castaños y hermosos, y, cuando salí al valle, miré hacia atrás, deseando guardar en mi memoria tan buena noche.

Fue entonces cuando vi a la mujer de mis sueños, saliendo por una ventana y entrando en otra, como una espiral de niebla, como seda suave y sinuosa, y sentí ganas de volver a la casa.

Corrí hacia la entrada, pero la puerta, y todas las ventanas bajas, estaban cerradas, y entendí, que mi refugio lo sería para otro esa noche.

Me marché, dándole las gracias al viento. Ella, asomándose de nue-vo, agitó su mano de largos dedos, despidiéndose de mí

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Blancanieves. Texto de los hermanos Grim, traducción de Isabel Hernández e ilustraciones de Iban Barre-netxea.A Buen Paso 2012

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¿Por qué no?

Ella estaba muy cansada de su rutina. Él ni reparaba en ella ya. Los años que no habían vivido juntos habían desgastado hasta el col-chón de una plaza que descansaba intacto en el piso de soltera que nunca llegó a estrenar.

Seguía a las revistas que le hablaban de moda y por tanto pensar en la moda, sus uñas, su pelo, su bijouterie, sus zapatos de marcado tacón, su ropa y hasta el mismísimo perfume estaban al tanto de la última colección más chic del mercado. Pero él seguía absorto en sus viajes y ella en su rutina. Coincidían por momentos. Y por mo-mentos reían y se besaban y se divertían. Y por momentos también se quedaban solos haciéndose incluso compañía. Los unía un mun-do. Los separaba un abismo.

Por pensar qué hacer para revertir la situación ya ni pensaba la po-bre, que a nadie quería contarle que su vida era tan cómoda como cómica y patética.

Sólo recuerda que desde aquella mañana todo cambió. Se había prometido no despertar siendo la misma ni haciendo lo mismo. No se encontró ni en el espejo. Corrió hacia la charca más cercana y se zambulló como en sus mejores recuerdos de niñez en las playas marplatenses. Encontró allí mismo la chaqueta de una rana y se la colocó sin siquiera pedirle permiso. Y le quitó la galera a un cisne muy elegante que se había perdido de otro cuento y yacía descon-certado muy próximo a ella como queriendo llorar sin perder la ele-gancia. A un anciano muy anciano que esperaba el final sentado en un banco, le arrebató sin esfuerzo alguno el reloj que devoraba su tiempo y así fue como lo devolvió a la vida consiguiendo ella un ac-cesorio de esos que tanto adoraba. El anciano desapareció bailando de la historia y olvidó su bastón en su alocada huida. Ahora es de ella. No lo necesita, pero le sirve de apoyo y ella necesitará un apo-yo en su nueva vida.

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Ya seca, salió a caminar sin espejos ni prisas. Él... como siempre... nunca reparó en su ausencia. Ella... como nunca, a empezar otra vez de cero en otro cuerpo, en otra historia, en otro lugar....

Alicia en el país de las maravillas. Texto de los Lewis Carroll e ilustraciones de Iban Barrenetxea.Anaya 2011

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El reto

Vaya coraje y osadía la del coronel Petelsky. El combate del día ha-bía finalizado pero los destellos de la pólvora todavía impregnaban nuestros cuerpos. Aridez. De espíritu y de naturaleza. Árboles rese-cos y retorcidos como nuestro interior. Pertenecíamos a la compañía de Brigada F, entrenados especialmente para el frente con cañones y fusiles. El enemigo siempre fue superior, en armas; no en temple. Pero las armas atemorizan y debilitan todo arrojo ahuyentando a cualquier lobo ávido de su presa a la que intenta atrapar. Teníamos los días contados en el frente, por el poderío que sorprende y repri-me la valentía indómita de los rebeldes. Las noches y los días suce-dían al borde de la supervivencia y nuestro cielo siempre era gris. Estábamos cercados por púas que al menor movimiento desgarra-ban lo externo y lo profundo. Nuestros uniformes se confundían con el paisaje excepto por el vaho de lo humano. Los otros los que abandonaron esta guerra eran parte de los deshechos, de la nada que se agrandaba a cada instante. Y entonces él, el coronel Pe-telsky en un arrojo de locura, única capacidad viable en los límites del existir; calzó sus botas de cuero europeo metiendo en ellas su pantalón, ajustó su cinturón, señal que no habría obstáculo que lo detuviera para conseguir su objetivo. Cubrió su cabeza rapada con el casco donde las águilas de bronce intentaron en vano un vuelo. Montó en su tanque como si fuera un simple corcel obediente y ac-cionando el motor la cadena se puso en marcha. Avanzó. Así osó retar al adversario, con su espada –signo de su escalafón- y su pis-tola cargada con una sola bala. Y marchó sobre el fango de la desa-zón pisoteando todo escaso signo de vida que podría haber existi-do. El enemigo puso su ojo ciego y grandioso al mismo tiempo so-bre el coronel que arremetía expeliendo valor. Todo se convirtió en silencio.

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El cuento del carpintero. Texto e ilustraciones de Iban Barrenetxea.A Buen Paso 2011

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La casa

Cada vez que pasaba cerca de aquella casa construida en un cami-no poco transitado cerca del pueblo, sentía un escalofrío recorrer mi espalda. En invierno se asemejaba a la boca de una vieja bruja a la que le faltara un par de dientes, sus ventanas siempre estaban ce-rradas, nadie vivía en ella o, al menos, eso creía hasta el día en el que una luz iluminó la ventana de la planta alta. Quién fuera, había llegado cobijado por las sombras, lo que añadía mucho más miste-rio al asunto. Siempre me gustaron las novelas de aventuras, así que aquel acontecimiento inusual en Town Arrow supuso algo dife-rente a la cotidianidad que hasta ese instante suponía mi vida. Mi interés se acrecentó la mañana en la que vi a una chica tras el cris-tal, su rostro pálido, sus ojos negros y su sonrisa fueron más que suficientes para detenerme. Pregunté en el pueblo si alguien sabía quién era la familia que ahora vivía en la casa Andrews, pero nadie supo decírmelo. Mi curiosidad se acrecentaba de igual forma que mis ganas por volver a ver a la muchacha. Me obsesionaba no sa-ber quién era. Una noche decidí poner fin a mi sufrimiento y llamé a su puerta. El silencio era sepulcral, tan solo interrumpido por el ru-mor de las hojas mecidas por un viento furioso. Golpeé dos veces la puerta sin obtener una respuesta. Estaba dispuesto a asaltar la ca-sa, pero no fue necesario. La puerta se abrió. Entré con miedo, na-die parecía habitar la casa desde hacía mucho tiempo. Las telarañas caían en cascada desde el techo hasta el suelo. Una espesa capa de polvo cubría los muebles. Mi corazón empezó a latir deprisa al imaginar fantasmas y almas en pena. El mundo parecía que había desaparecido. Me adentré hasta el salón y allí estaba la joven que había visto, parecía esperarme.

–Tú ocuparás mi lugar –dijo con una enorme sonrisa–. Al fin soy li-bre.

No entendí sus palabras. Ella corrió hacia la salida, quise detenerla, pero algo me impidió hacerlo. Tarde un par de días en comprender que aquella casa estaba maldita, no podía dejarla si alguien no ocu-paba mi lugar. Grité hasta perder la voz, lloré hasta quedarme sin fuerzas, pero nada me haría abandonar esa horrible casa, hasta que

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alguien pase por el camino poco transitado, pero ahora la luz está apagada.

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El viajero sobre la tierra. Texto de Julien Green, portada de Iban Barrenetxea. Automática

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Los colores de las hojas

El gran Seth se sentó sobre su viejo banco de madera. Lo oyó crujir hasta que terminó de acomodarse. Aquel asiento añejo, otrora firme y resistente, se encontraba algo desvencijado. Lo observó con ter-nura por unos instantes; luego, le dio unas palmaditas. Era el único objeto que conservaba de sus padres. Aunque no le quedaba mu-cho por delante, aún le brindaba apoyo.

Seth le había encontrado un buen lugar, frente a una ventanita. Ésta escondía, detrás de una suave y fina cortina, un gran álamo rebo-sante de hojas tersas que ondulaban encima de un tronco flaco y blancuzco. Siempre que se sentaba sobre el banco, pasaba largas horas absorto con la mirada perdida entre las ramas.

Sin embargo, ese día su interés estaba puesto en otras hojas. En sus manos sostenía un libro grueso donde la tinta negra bailaba so-bre el papel. Hace años, cuando Magda empezó a escribirlo, sus hojas blancas y brillantes eran el lugar perfecto para atesorar sus días juntos. De a poco fue poblando el libro con relatos sobre luga-res que conocieron, aromas y sabores que descubrieron, atardece-res que contemplaron, algunos en el mar, otros en la montaña y mu-chos de ellos, simplemente, desde aquella pequeña ventana, senta-dos sobre el viejo banco donde cabían dos. Con cada ocaso, ob-servaban cómo las hojas verdes y plata del álamo se teñían de ama-rillo, luego de anaranjado y carmesí, hasta oscurecer con la noche y desaparecer con el invierno.

Ahora que Magda ya no estaba, las hojas manchadas y ajadas del libro devolvían a Seth frescura y dulzura. Ya ninguna más sería escri-ta.

Esa tarde, Seth tomó una hoja del álamo para marcar el libro.

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Marcapáginas creado por Iban Barrenetxea para Huygens Editorial reinterpretan-do el cuadro Hotel Room de Edward Hopper, 2010.

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El álamo de los universos infinitos

Era una tarde de domingo. Los niños estaban aburridos en casa y no paraban de pedirle a su madre salir fuera, al jardín. La Sra. X miró por la ventana y vio que el cielo estaba gris, se giró hacia sus hijos y sentenció: “Se acercan lluvias suaves”.

Los niños no hicieron caso de la advertencia de su madre y le implo-raron, insistentemente, salir al jardín a jugar. Tras una mueca de re-signación, la Sra. X asintió con la cabeza y en el rostro de los chiqui-llos se dibujó una gran sonrisa.

Ya fuera, se dirigieron hacia el álamo más grande del jardín que también era el más alejado de la casa. Mientras se acercaban, la Sra. X y los niños se sorprendieron del paisaje que brindaba el ála-mo: era otoño, todas sus hojas tenían un color anaranjado y había un grupo de aves bajo su sombra. La presencia de la madre y los chiquillos espantó a los pájaros, que se alzaron y emprendieron el vuelo. Su marcha sincronizada generó un fascinante espectáculo en el cielo.

La Sra. X se sentó a los pies del árbol mientras los niños intentaban subirse a las ramas más bajas. La mujer, miró el cielo gris y con semblante serio les dijo: “Se acercan lluvias suaves”. Nadie contes-tó.

Silencio. Vacío. Así es como se sentía la Sra. X. Su mente la trans-portaba al pasado... ¿Había hecho lo correcto abandonando sus sueños de juventud por una vida cómoda? ¿Qué habría sido de ella si hubiera elegido otro camino?

En la rama más alta, ajena a los pensamientos de su madre, estaba Layla en su universo de ensoñación. Deseaba ser Alicia y viajar al país de las maravillas. Su imaginación revoloteaba sin cesar en un mundo lleno de fantasía.

El pequeño Nicolás, se encontraba en la rama más baja con su capa

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y antifaz. Quería ser un superhéroe y fantaseaba con la idea de sal-var a la humanidad de múltiples villanos.

Y así pasó el tiempo, cada uno en su propio universo aislado de la realidad. Las gotas empezaron a caer pero ni la madre ni los niños se inmutaron. Y continuó transcurriendo el tiempo hasta que la Sra. X levantó la vista al cielo y susurró: “Ya os dije que se acercaban llu-vias suaves”. Nadie contestó.

Y los tres continuaron refugiados en el álamo de los universos infini-tos.

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Bombástica Naturalis. Texto e ilustraciones de Iban Barrenetxea.A Buen Paso 2012

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Echar el alma por la ventana

Eran las tres de la tarde cuando abrí la puerta de la jaula. Acababa de preparar el café. El cielo estaba del color de las hojas secas y la habitación olía a calabaza. Ella, sentada frente al piano parecía aje-na al andar de las manecillas del reloj. El tiempo no existía.

Algo pequeño y azul salió volando por la ventana. Ambos sabíamos que no era un ave, porque al pasar pudimos ver que su cuerpo es-taba hecho de palabras, palabras color celeste, aglutinadas sin es-pacio entre ellas, como una masa ilegible y ligera que apresuraba su vuelo para nunca regresar.

Cuando era pequeño aprendí que las palabras tenían colores pro-pios, y que las personas, a fuerza de repetirlas se iban pareciendo a ellas. Había quienes eran rojos como sus furiosos improperios; per-sonas negras que sólo hablaban de las tragedias propias y las aje-nas; mujeres de un rosa plástico y chillón como sus pensamientos; los artistas y los niños pequeños eran una explosión de arcoíris mul-ticolor; científicos tan blancos como la verdad que se empeñaban en buscar y poetas verdes por la vida que nacía de sus palabras.

Al crecer hice de la soledad mi única compañía. Pensaba que la música y mis libros eran todo lo que necesitaba para pasar mis días, hasta que por culpa del azar o del destino (que suelen ser la misma cosa) la conocí. ¿Cómo no distinguirla entre la multitud, si su color era algo que yo no había visto nunca? Sus palabras eran el reflejo de un alma transparente, no aprisionaba nada, todo en ella era co-mo el suave fluir de un río, las melodías que plasmaba en el aire eran tan armónicas como su sonrisa. Supongo que me enamoré, y supongo también que ella, inexplicablemente, se enamoró de mí.

Al principio sólo podía comunicarme con ella por medio de mis no-tas. Estaba tan acostumbrado a los monólogos que no sabía cómo hacer de la vida un diálogo. Me había hecho de un repertorio de fra-ses azules y melancólicas que no me servían para expresar el sen-timiento de felicidad que me invadía al estar cerca de ella.

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Por esa razón, a las tres en punto de la tarde, tomé la decisión de abrirle las puertas a lo que me aprisionaba, y hacer espacio de esa manera a un nuevo lenguaje para dos voces.

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Bombástica Naturalis. Texto e ilustraciones de Iban Barrenetxea.A Buen Paso 2012

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La delgada fi la roja

Nadie sabía por qué en la calle Bermejo nº 32, había siempre una retahíla de personajes de lo más dispar. Podías encontrar un capitán con pipa humeante, desprovisto de cualquier navío y lejos de la mar. Un caminante sin camino que cada día encontraba el mismo portal. Un joven botones que sin maletas, se escapaba del hotel siempre a las tres, o individuos gordos, delgados, con barba e imberbes. Todos esperaban de manera paciente a que la fila se moviera y pudieran acceder a las escaleras cuyo destino era un misterio para toda la vecindad.Joseba, era un joven de alma inquieta y espíritu fisgón. Contemplaba cada mañana la misma escena desde la discreta ventana de su habitación. Envidiaba aquella fila de individuos correctos y moderados, conversando de los temas más variados y disparatados. Les oía hablar del tiempo, que últimamente estaba bastante revuelto a pesar de ser esas fechas. De las noticias, que se acuñaban en la imprenta cada noche para que salieran antes de que el sol bostezara siquiera, O de viajes a extrañas tierras, en artilugios inimaginables, Entonces se dio cuenta que sus cabellos, sus barbas (quien las tuviera) eran pelirrojas, su tez sembrada de rojizas pecas y que todos eran caballeros, caballeros pelirrojos.Decidido cruzó la calle y se infiltró entre aquellas personas, tratando de seguir sus chácharas. Pasaron unas dos horas cuando accedió al patio, una más cuando subió el primer peldaño y unas tres hasta que se vio delante de una puerta color nogal, con un letrero que decía: “ Madame Giulitte creadora de deseos”. Su corazón comenzó a bombear tan fuerte, que se tapó con ambas manos el pecho para amortiguar el sonido de sus latidos. El chirrido de la puerta le invitó a entrar. En una mesa, una señora de amplias dimensiones lo observaba. Antes de poder pronunciar palabra alguna, ella se levantó, se acercó y le susurró:

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-Tus cabellos son dorados, tu piel blanquecina y tu timidez no es propia de quien me visita, quizás tu deseo sea no ser tú.

Notó cómo sus mejillas se prendían de pequeñas manchas rojizas y la pelusilla de sus brazos adquiría el mismo color, un fuerte olor a incienso lo mareó. Al despertar se encontró otra vez en la fila, acarició su nuevo pelo pelirrojo y sonrió agradecido al saber que esta vez si tenía un deseo por lo que esperar.

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La liga de los pelirrojos. Texto de A. Conan Doyle e ilustraciones de Iban Barrenetxea.Anaya 2013

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