Homenaje a Otto Weininger - Ciudad CCS

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VIERNES 28 DE AGOSTO DE 2020 / NÚMERO 19 os puntos que se atraen no tienen por qué elegir forzosamente la recta. Claro que es el procedimiento más corto. Pero hay quienes prefieren el infinito. Las gentes caen unas en brazos de otras sin detallar la aventura. Cuando mucho, avanzan en zigzag. Pero una vez en la meta co- rrigen la desviación y se acoplan. Tan brusco amor es un choque, y los que así se afrontaron son devueltos al punto de partida por un efecto de culata. Demasiados proyectiles, su camino al revés los incrusta de nuevo, repasando el cañón, en un cartucho sin pólvora. De vez en cuando, una pareja se aparta de esta regla invariable. Su propósito es francamente lineal, y no carece de rectitud. Misteriosamente, optan por el la- berinto. No pueden vivir separados. Esta es su única certeza, y van a perderla buscándose. Cuando uno de ellos comete un error y provoca el encuentro, el otro finge no darse cuenta y pasa sin saludar. De Bestiario (1959) (Con una referencia biológica del barón Jacob von Uexküll) l rayo del sol, la sarna es insoportable. Me quedaré aquí en la sombra, al pie de este muro que amenaza derrumbarse. Como a un buen romántico, la vida se me fue detrás de una perra. La seguí con celo entrañable. A ella, la que tejió labe- rintos que no llevaron a ninguna parte. Ni siquiera al callejón sin salida donde soñaba atraparla. Todavía hoy, con la nariz carcomida, reconstruí uno de esos iti- nerarios absurdos en los que ella iba dejando, aquí y allá, sus perfumadas tarjetas de visita. No he vuelto a verla. Estoy casi ciego por la pitaña. Pero de vez en cuando vienen los malintencionados a decirme que en este o en aquel arrabal anda volcando embelesada los tachos de la basura, pegándose con pe- rros grandes, desproporcionados. Siento entonces la ilusión de una rabia y quiero morder al primero que pase y entregarme a las briga- das sanitarias. O arrojarme en mitad de una calle a cualquier fuerza aplastante. (Algunas noches, por cumplir, ladro a la luna). Y me quedo siempre aquí, roñoso. Con mi lomo de lija. Al pie de este muro cuya frescura socavo lenta- mente. Rascándome, rascándome... El encuentro Homenaje a Otto Weininger D A Juan José Arreola Juan José Arreola

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VIERNES 28 DE AGOSTO DE 2020 / NÚMERO 19

os puntos que se atraen no tienen por qué elegir forzosamente la recta. Claro que es el procedimiento más corto. Pero hay quienes prefieren el infinito.

Las gentes caen unas en brazos de otras sin detallar la aventura. Cuando

mucho, avanzan en zigzag. Pero una vez en la meta co-rrigen la desviación y se acoplan. Tan brusco amor es un choque, y los que así se afrontaron son devueltos al punto de partida por un efecto de culata. Demasiados proyectiles, su camino al revés los incrusta de nuevo, repasando el cañón, en un cartucho sin pólvora.

De vez en cuando, una pareja se aparta de esta regla invariable. Su propósito es francamente lineal, y no carece de rectitud. Misteriosamente, optan por el la-berinto. No pueden vivir separados. Esta es su única certeza, y van a perderla buscándose. Cuando uno de ellos comete un error y provoca el encuentro, el otro finge no darse cuenta y pasa sin saludar.

De Bestiario (1959)

(Con una referencia biológica del barón Jacob von Uexküll)

l rayo del sol, la sarna es insoportable. Me quedaré aquí en la sombra, al pie de este muro que amenaza derrumbarse.

Como a un buen romántico, la vida se me fue detrás de una perra. La seguí con celo entrañable. A ella, la que tejió labe-

rintos que no llevaron a ninguna parte. Ni siquiera al callejón sin salida donde soñaba atraparla. Todavía hoy, con la nariz carcomida, reconstruí uno de esos iti-nerarios absurdos en los que ella iba dejando, aquí y allá, sus perfumadas tarjetas de visita.

No he vuelto a verla. Estoy casi ciego por la pitaña. Pero de vez en cuando vienen los malintencionados a decirme que en este o en aquel arrabal anda volcando embelesada los tachos de la basura, pegándose con pe-rros grandes, desproporcionados.

Siento entonces la ilusión de una rabia y quiero morder al primero que pase y entregarme a las briga-das sanitarias. O arrojarme en mitad de una calle a cualquier fuerza aplastante. (Algunas noches, por cumplir, ladro a la luna).

Y me quedo siempre aquí, roñoso. Con mi lomo de lija. Al pie de este muro cuya frescura socavo lenta-mente. Rascándome, rascándome...

El encuentro

Homenaje a Otto Weininger

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2|Cuentos para leer en la casa VIERNES 28 DE AGOSTO DE 2020

A Luis Yslas Prado

n tardes así, aun la promesa de una fiesta cercana no nos sirve para nada. Lo digo porque ayer cuando me fui al café de los pájaros sabía que el sábado me encontraría con Yoli, que todos es-taríamos reunidos, que podría desha-

cer durante algunas horas ese sabor a tedio viejo que me viene gastando desde hace tanto.

Son tardes en las que a uno le da tristeza saber que se está estrenando un par de zapatos nuevos, que la vieja nos ha dejado un dulce que trajo de la pastelería de la esquina, que daña el recuerdo de nuestro viejo caminando encorvado por el cansancio o tal vez otro recuerdo que también lo daña. Jode ver al mozo con una chaqueta recién llegada de la lavandería, te en-tristece la carrera de una señora elegante para evitar que un automóvil le salpique el charco en el vestido, que un niño tenga que regresar tan tarde después de tanto tiempo en el colegio. Tú ves a la gente en los automóviles y te parece increíble que no detengan los motores, que no se

abracen en la calle, que no inventen

Zapato nuevo, zapato solo

E

Fran

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o M

assi

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una fiesta en vez de seguir sudando tanta irritación in-útil, a ti mismo te duele pensar en qué va a parar el pantalón que te compró tu hermano en tu cumplea-ños. Duele hasta la sonrisa del mozo cuando te deja el café y se esconde detrás de la puerta para darle una as-pirada al cigarro. El tiempo va envejeciendo unas ga-nas horribles de abrazarte a ti mismo, de ser buenos con tus manos, de darles un golpecito amistoso a las rodillas, de rascarte con cariño la cabeza, la pierna, de pintarte un barco en el brazo. No sé. Provoca subir a cualquier piso, tocar a cualquier puerta y decir que han sido premiados con chocolates o flores, que el do-mingo ganarán un premio de juventud eterna. Pero no quedarse sentado dejando que se pudra tanta tris-teza inútil, esa madurez de vida maltratada sin senti-do que te retuerce la garganta.

En tardes así uno debería quedarse en casa y jugar cualquier cosa, no salir a la calle, meterse bajo la cobi-ja y tomarse un cafecito. Fumarse un cigarro. Qué sé yo. Pero uno no debería salir de la casa. Yoli lo sabe. Yo se lo dije el otro día. Pero Yoli no entendía. Me de-cía que los dos estábamos bien. Que por qué esa tris-teza de repente. Que podíamos ir al cine. Que des-

pués teníamos una fiesta. Que por favor no me pu-siera tan viejo y tan grave y tan tonto con la vida.

Yoli tiene razón. Además, es una mujer joven y es bonita y tiene un cuerpo que te invita a la vida

cuando la ves ahí a tu lado, y cuando se des-nuda casi te pones a llorar y te dices que no es verdad, y no puedes creer que ella, tan

bonita, esté desnuda. Que sea tan joven. Pero es que a pesar de todo, Yoli, entién-deme, de golpe te pones a recordar por ejemplo la vez que tu vieja se puso a coser-

te el cuello de una camisa para que fueras elegante a la fiesta. Te pones a recordar la sole-dad de aquel profesor de música. Te pones a recordar y te juro que hasta sientes lástima por la caja de fósforos que botaste en la playa y se quedó sola en la orilla esperando que el mar la arrastrara adentro. Es estúpido, lo sé. Yoli tiene razón, pero entonces, ¿por qué

tendrá uno que comprar unos zapatos, verlos brillantes y nuevos, y pensar en el momento en que tu vieja entró en la zapa-

tería y preguntó si tenían zapatos de punta chata? Qué sé yo, no sé, Yoli tiene la razón, to-

da la razón del mundo, qué vaina.Ella decía:

–Pero no lo veas así, por favor, Juan.Claro que tenías razón. Yoli, lo sé. Le dije

que no sólo los zapatos, que casi todo.–Pero tiene que haber zapatos –dijo

ella.–Supongo –dije.–No seas tan tonto, Juan, por favor,

piensa que tendremos una fiesta. A ti te encanta.

–No puedo dejar de pensar en los zapatos nuevos, Yoli.

–¿Por qué no te los quitas? –me dijo.

–No debí decirle a la vieja que los comprara –dije yo.

Yo decía tonterías y ella tra-taba de animarme y yo se-

guía siendo un per-fecto idiota tris-

te que no po-día alegrar-

se y ser feliz con una muchacha joven y bonita y que merecía ser feliz lo más pronto posible. Pero no po-día. Y tampoco eran los zapatos.

–¿Entonces qué? –preguntó ella.Yo no lo sabía. Claro que eran los zapatos pero era

algo más que los zapatos.–Dios mío –dijo ella–. Justo hoy tienes que ponerte

así…Dejamos el café y caminamos. Íbamos uno al lado

del otro y yo trataba de olvidarme de mí. Trataba de sacarme esa estúpida sensación de cosa triste que me parecía la vida, y no podía. No pude, mejor dicho, no pude hacerlo. Uno no debería salir en días así, de ver-dad, uno debería quedarse en cama, dormir un poco, no sé, cualquier cosa pero no salir y menos con Yoli, que cuando salíamos de casa de los Fernández me pi-dió que por favor la besara, que por favor dejara de mirarla como si estuviera muerta. Yo la besaba, me gustaban sus besos, es verdad, incluso me provocó amarla en el auto, llevarla a alguna colina y amarla, pero podía más esa cosa de vida inservible, de tristeza madura, de juego ridículo que significaba vivir, com-prarse unos zapatos nuevos. Le pedí que miráramos la ciudad, que se me pasaría todo, que me contara qué había soñado en esos días.

–No sé, no me acuerdo –me dijo.–Trata de acordarte –dije.–No puedo, pero ¿por qué tiene que ser de sueños?

¿Por qué no hablamos de ti, de lo que te está pasando?Nos fuimos a una colina, cerca de El Hatillo. Yo me

bajé del auto, cogí los zapatos y los arrojé cerro abajo. Se veía la ciudad y sentí frío en los pies. Se veían las lu-ces de la ciudad. Con la altura el aire era más frío que en la ciudad abajo. Volví al auto y ella se rió.

–Tonto, eran lindos –me dijo.Pensé en la vieja y se me amargó algo espeso que no

me dejaba tragar. Ella me había dejado los zapatos al lado de la cama. Al despertarme los vi, estaban sepa-rados, se veían solos y demasiado nuevos, como si al-gún huésped elegante hubiera pasado la noche en ca-sa y los hubiera olvidado junto a mi cama.

–¿Qué te pasa, Juan, por qué estás llorando?Qué diablos, es todo tan estúpido, tan insignifican-

te, tener que llorar por recordar los zapatos… Me gri-tó, porque bajé entre los árboles, no se veía bien, lo peor eran las espinas. Yoli arriba me gritaba, me pe-día que subiera, que dejara la locura. Me resbalé de una raíz y me fui rodando hasta que un tronco de un árbol pequeño me aguantó, golpeándome la espalda. Los zapatos no aparecían por ninguna parte. Me ha-bía roto el pantalón de mi cumpleaños y los gritos de Yoli arriba; era tan desesperadamente insignificante y estúpido todo. Dios mío, era tan ridículamente in-necesario todo eso…

Uno estaba a mi lado, la luz de la noche clara brilla-ba en la punta. Lo guardé en el bolsillo del pantalón y continué buscando el otro. Pero se hizo tarde. Yoli de-bía volver a su casa, habíamos perdido la noche com-pleta en esa tontería.

–Hasta perdimos la fiesta –dijo Yoli.Me sentía incapaz de hablarle, de besarla y de pe-

dirle que me perdonara. Al volver a casa, dejé las lla-ves del auto del viejo sobre la nevera, y me metí en la cama, pasé la noche mirando el zapato, estaba solísi-mo. Pensaba en mamá, en Yoli, en mi hermano, en el zapato perdido, en el pantalón roto, en la fiesta. No debería haber noches así, de verdad. Sin poder dor-mir, mirando un zapato solo.

De Florencio y los pajaritos de Angelina, su mujer (2005)

que un niño tenga que regresar tan tarde después de tanto tiempo en el colegio. Tú ves a la gente en los automóviles y te parece increíble que no detengan los motores, que no se

abracen en la calle, que no inventen

Yo se lo dije el otro día. Pero Yoli no entendía. Me de-cía que los dos estábamos bien. Que por qué esa tris-teza de repente. Que podíamos ir al cine. Que des-

pués teníamos una fiesta. Que por favor no me pu-siera tan viejo y tan grave y tan tonto con la vida.

Yoli tiene razón. Además, es una mujer joven y es bonita y tiene un cuerpo que te invita a la vida

cuando la ves ahí a tu lado, y cuando se des-nuda casi te pones a llorar y te dices que no es verdad, y no puedes creer que ella, tan

bonita, esté desnuda. Que sea tan joven. Pero es que a pesar de todo, Yoli, entién-deme, de golpe te pones a recordar por ejemplo la vez que tu vieja se puso a coser-

te el cuello de una camisa para que fueras elegante a la fiesta. Te pones a recordar la sole-dad de aquel profesor de música. Te pones a recordar y te juro que hasta sientes lástima por la caja de fósforos que botaste en la playa y se quedó sola en la orilla esperando que el mar la arrastrara adentro. Es estúpido, lo sé. Yoli tiene razón, pero entonces, ¿por qué

tendrá uno que comprar unos zapatos, verlos brillantes y nuevos, y pensar en el momento en que tu vieja entró en la zapa-

tería y preguntó si tenían zapatos de punta chata? Qué sé yo, no sé, Yoli tiene la razón, to-

da la razón del mundo, qué vaina.Ella decía:

–Pero no lo veas así, por favor, Juan.Claro que tenías razón. Yoli, lo sé. Le dije

que no sólo los zapatos, que casi todo.–Pero tiene que haber zapatos –dijo

ella.–Supongo –dije.–No seas tan tonto, Juan, por favor,

piensa que tendremos una fiesta. A ti te encanta.

–No puedo dejar de pensar en los zapatos nuevos, Yoli.

–¿Por qué no te los quitas? –me dijo.

–No debí decirle a la vieja que los comprara –dije yo.

Yo decía tonterías y ella tra-taba de animarme y yo se-

guía siendo un per-fecto idiota tris-

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VIERNES 28 DE AGOSTO DE 2020 Cuentos para leer en la casa|3w w w . c i u d a d c c s . i n f o

n secreto, a pie, el muchacho viajó hasta Tierra Firme. Vivía en una isla de aproximadamente 20 kilómetros cuadrados, con forma de bota, como Italia. Entre la Isla y Tierra Firme ha-bía un puente flotante de tres kilóme-

tros de largo. Sus papás le habían prohibido viajar a Tierra Firme; Tierra Firme era sinónimo de “vida fá-cil y vagabunda”, mientras la vida en la Isla era disci-plinada, rigurosa y ceñida a la voluntad de Dios. Sus padres habían roto comunicación con sus parientes en Tierra Firme quienes, en cambio, compadecían a los isleños por incultos, supersticiosos y pobres.

En la Isla había colonias de gatos salvajes, feroces por naturaleza cuando se sentían acorralados, pero inesperadamente hermosos. Una de las colonias es-taba compuesta por gatos atigrados, color naranja, con seis dedos en los pies; otra era de gatos negros como la noche y ojos leoninos; otra de gatos de pelo largo y blanco, y ojos verdes y brillosos; y otra, la más grande, gatos como el carey, con franjas platea-das y negras en el lomo, casi color piedra y ojos dora-dos, que vivían entre las rocas repartidas junto al puente. A los niños de la Isla se les tenía prohibido acercarse a los gatos salvajes o alimentarlos; era pe-ligroso para cualquiera que los quisiera consentir y, mucho más, atraparlos y llevárselos a casa. Inclu-so los gatitos más pequeños eran conocidos por morder y arañar con furia. Sin embargo, en su ca-mino hacia Tierra Firme, mientras se acercaba al puente colgante, el muchacho no pudo resistir la tentación de lanzarles pedacitos de comida a los gatos de las rocas que lo veían desde lejos con ojos desafiantes (gatito, gatito...). ¡Qué criaturas más hermosas! Un día, de atrevido, logró coger a uno de los gatos de entre las rocas, muy delgado, las costi-llas marcadas y las orejas puntiagudas y atentas. Por un momento sostuvo esa vida temblorosa en sus de-dos, como si hubiera sacado su propio corazón de entre su pecho. No obstante, el gato entró en pánico y comenzó a arañar y a luchar contra su mano y le clavó sus filudos dientes en la piel, justo en la base del pulgar. Él lo soltó con un pequeño grito, “¡Mier-da!”, y limpió la sangre con su pantalón y siguió ca-minando por el puente.

En Tierra Firme la vio a ella: una niña que imagi-naba de su edad, quizás menor, caminando con otros niños. El viento costero se cubrió de niebla, húmeda y penetrante. Gotas de frío se le habían formado en sus pestañas como lágrimas. El pelo largo de la chica se mecía con el viento. Esa cara perfecta le arrebató su timidez y su vergüenza. Ahora era atrevido: su experiencia con el gato de las rocas no lo había desalentado sino que lo había estimulado. Era un chico que pretendía ser un hombre en Tierra Firme, donde se sentía mayor y seguro de sí. Acá nadie conocía su nombre, o el apellido de su familia. Caminó junto a la niña y la fue alejando de los otros niños. Quiso saber su nombre. Mariana. Cogió su pequeña mano, al principio ella se resistió pero él la agarró más fuer-te. Le besó los labios, suavemente pero con pasión. Ella no se alejó. Él la volvió a besar, esta vez con mucha más fuerza. Ella se hizo a un lado, como queriendo escapar. Pero él no la soltó. La apretó con violencia y la besó con tanta fuerza que sintió la marca de sus dientes contra los suyos. Parecía que ella lo estuviera besando de vuelta aunque con menos firmeza. Ella se zafó: le jaló la mano y, mientras reía, le mordió la carne fresca de su dedo

Zapato nuevo, zapato solo Beso salvaje

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es pulgar. Sorprendido, él sólo vio cómo la sangre bro-taba. La herida era pequeña pero ¡había tanta san-gre! Sus pantalones estaban manchados. Sus botas, salpicadas. Se alejó y la niña corrió de vuelta con los otros niños. Todos ellos jugaban y corrían, ahora los veía, mientras ellos se reían y se burlaban con voz aguda por la playa iluminada con los restos de la tormenta. Ninguno volteó a mirar.

Volvió corriendo al puente flotante con miedo de que se lo hubiera tragado la tormenta. Pero ahí esta-ba: golpeado por los vientos costeros, lucía pequeño y desgastado. Era finales de otoño. No recordaba la estación en la que todo comenzó (¿había sido en ve-rano?, ¿en primavera?). El mar se levantó con furia batiendo sus olas. La Isla era casi invisible detrás del velo de niebla. En las olas vio las caras de sus viejos familiares. Hombres con barba gris, mujeres de ce-ño fruncido. Se le fue el aliento mientras cruzaba el agitado puente. Una vez en la costa no le prestó atención a la colonia de gatos que lo esperaban con maullidos

burlones y miradas traidoras entre las rocas. La heri-da en el pulgar le dolía y lo avergonzaba: las marcas evidentes de unos dientes filudos clavados en su piel. Con el paso de los días la herida palideció. Co-gió un cuchillo de pesca, cauterizado bajo la flama ardiente, y abrió la herida y dejó que volviera a fluir la sangre tibia. Envolvió el pulgar con una venda. Luego explicó que la herida había sido hecha con un anzuelo o un clavo oxidado. Volvió a su vida de antes y ésta muy pronto lo envolvió como las olas que su-ben por la playa y se estrellan contra las grandes ro-cas. Habría de llegar el día en el que se removiera el vendaje y viera la pequeña cicatriz puntuda en su piel, nunca del todo sanada. En secreto, besaría la ci-catriz en un desvanecer de emoción y, con el tiem-po, dejaría de recordar por qué.

agitado puente. Una vez en la costa no le prestó atención a la colonia de gatos que lo esperaban con maullidos

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DIRECTORA MERCEDES CHACÍN COORDINADORA TERESA OVALLES MÁRQUEZ ASESORA EDITORIAL LAURA ANTILLANO ASESOR EDITORIAL LUIS ALVIS C. ILUSTRACIONES MAIGUALIDA ESPINOZA C. DISEÑO GRÁFICO FREDDY LA ROSA

4|Cuentos para leer en la casa VIERNES 31 DE JULIO DE 2020

e aprendido a nadar en seco. Resulta más ventajoso que hacerlo en el agua. No hay el temor a hundirse pues uno ya está en el fondo, y por la misma razón se está ahogado de antemano. También se evita que tengan que pescarnos a la luz

de un farol o en la claridad deslumbrante de un her-moso día. Por último, la ausencia de agua evitará que nos hinchemos.

No voy a negar que nadar en seco tiene algo de agó-nico. A primera vista se pensaría en los estertores de la muerte. Sin embargo, eso tiene de distinto con ella: que al par que se agoniza uno está bien vivo, bien aler-ta, escuchando la música que entra por la ventana y mirando el gusano que se arrastra por el suelo.

Al principio mis amigos censuraron esta decisión. Se hurtaban a mis miradas y sollozaban en los rincones. Felizmente, ya pasó la crisis. Ahora saben que me siento cómodo nadando en seco. De vez en cuando hundo mis manos en las losas de mármol y les entrego un pececito que atrapo en las profundidades submarinas.

De cuentos fríos (1956)

l hombre se acuesta temprano. No pue-de conciliar el sueño. Da vueltas, como es lógico, en la cama. Se enreda entre las sábanas. Enciende un cigarrillo. Lee un poco. Vuelve a apagar la luz. Pero no puede dormir. A las tres de la mañana se

levanta. Despierta al amigo de al lado y le confía que no puede dormir. Le pide consejo. El amigo le aconse-ja que haga un pequeño paseo a fin de cansarse un po-co. Que enseguida tome una taza de tilo y que apague la luz. Hace todo esto pero no logra dormir. Se vuelve a levantar. Esta vez acude al médico. Como siempre su-cede, el médico habla mucho pero el hombre no se duerme. A las seis de la mañana carga un revólver y se levanta la tapa de los sesos. El hombre está muerto pe-ro no ha podido quedarse dormido. El insomnio es una cosa muy persistente.

Natación

En el insomnio

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