Historia del siglo xx

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Capítulo V CONTRA EL ENEMIGO COMÚN Mañana, para los jóvenes, estallarán como bombas los poetas, los paseos por el lago, las semanas de perfecta armonía. Mañana, los paseos en bicicleta por las afueras en las tardes de verano. Pero hoy, la lucha... W. H. AUDEN, «Spain», 1937 Querida madre: De las personas que conozco tú serás la que más lo sentirás y por ello te dedico mis últimos pensamientos. No acuses a nadie de mi muerte, pues fui yo quien elegí mi destino. No sé qué decirte, pues aunque tengo las ideas claras, no encuentro las palabras justas. Ocupé mi lugar en el ejército de liberación y muero cuando ya comienza a brillar la luz de la vic- toria... Voy a ser fusilado dentro de muy poco con otros veintitrés compañeros. Cuando termine la guerra tienes que reclamar el derecho a una pensión. Te permitirán conservar todo cuanto tenía en la cárcel. Sólo me he quedado la camiseta de papá porque no quiero que el frío me haga tiritar... Una vez más, adiós. ¡Valor! Tu hijo. Spartaco SPARTACO FONTANOT, trabajador del metal, de veintidós años de edad, miembro del grupo de la Resistencia francesa Misak Manouchian, 1944 (Lettere, p. 306) CONTRA EL ENEMIGO COMÚN 149 I Las encuestas de opinión pública nacieron en Norteamérica en los años treinta, pues fue George Gallup quien, en 1936, comenzó a aplicar a la política los «muestreos» de los investigadores del mercado. Entre los primeros resultados obtenidos mediante esta nueva técnica hay uno que habría sorprendido a todos los presidentes de los Estados Unidos anteriores a Franklin D. Roosevelt y que sin duda sorprenderá a todos los lectores que hayan alcanzado la edad adulta después de la segunda guerra mundial. Cuando en enero de 1939 se preguntó a los norteamericanos quién querrían que fuera el vencedor, si estallaba un enfrentamiento entre Alemania y la Unión Soviética, el 83 por 100 afirmó que prefería la victoria soviética, frente al 17 por 100 que mostró sus preferencias por Alemania (Miller, 1989, pp. 283-284). En un siglo dominado por el enfrentamiento entre el comunismo anticapitalista de la revolución de octubre, representado por la URSS, y el capitalismo anticomunista cuyo defensor y mejor exponente era Estados Unidos, esa declaración de simpatía, o al menos de preferencia, hacia el centro neurálgico de la revolución mundial frente a un país fuertemente anticomunista, con una economía de corte claramente capitalista, es una anomalía, tanto más cuanto que todo el mundo reconocía que en ese momento la tiranía estalinista impuesta en la URSS estaba en su peor momento. Esa situación histórica era excepcional y fue relativamente efímera. Se prolongó, a lo sumo, desde 1933 (año en que Estados Unidos reconoció oficialmente a la URSS) hasta 1947 (en que los dos bandos ideológicos se convirtieron en enemigos en la «guerra fría») o, por mor de una mayor precisión, desde 1935 hasta 1945. En otras palabras, estuvo condicionada por el ascenso y la caída de la Alemania de Hitler (1933-1945) (véase el capítulo IV), frente a la cual Estados Unidos y la URSS hicieron causa común porque la consideraban un peligro más grave del que cada uno veía en el otro país. Las razones por las que actuaron así hay que buscarlas más allá de las relaciones internacionales convencionales o de la política de fuerza, y eso es lo que hace tan significativa la extraña alianza de estados y movimientos que lucharon y triunfaron en la segunda guerra mundial. El factor que impulsó la unión contra Alemania fue que no se trataba de una nación-estado descontenta de su situación, sino de un país en el que la ideología determinaba su política y sus ambiciones. En resumen, que era una potencia fascista. Si se ignoraba ese extremo, conservaban su vigencia los principios habituales de la Realpolitik y la actitud que se adoptaba frente a Alemania —de oposición, conciliación, contrapeso o enfrentamiento— dependía de los intereses de cada país y de la situación general. De hecho, en algún momento entre 1933 y 1941 todos los restantes protagonistas de la escena internacional adoptaron una u otra de esas posturas frente a Alemania. Londres y París trataron de contentar a Berlín (ofreciéndole concesiones a expensas de otros países), Moscú sustituyó la oposición por una interesada neutralidad a cambio de

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Capítulo V CONTRA EL ENEMIGO COMÚN

Mañana, para los jóvenes, estallarán como bombas los poetas, los paseos por el lago, las semanas de perfecta armonía.

Mañana, los paseos en bicicleta por las afueras en las tardes de verano. Pero hoy, la lucha...

W. H. AUDEN, «Spain», 1937

Querida madre:

De las personas que conozco tú serás la que más lo sentirás y por ello te dedico mis últimos pensamientos. No acuses a nadie de mi muerte, pues fui yo quien elegí mi destino.

No sé qué decirte, pues aunque tengo las ideas claras, no encuentro las palabras justas. Ocupé mi lugar en el ejército de liberación y muero cuando ya comienza a brillar la luz de la vic-toria... Voy a ser fusilado dentro de muy poco con otros veintitrés compañeros.

Cuando termine la guerra tienes que reclamar el derecho a una pensión. Te permitirán conservar todo cuanto tenía en la cárcel. Sólo me he quedado la camiseta de papá porque no quiero que el frío me haga tiritar...

Una vez más, adiós. ¡Valor!

Tu hijo.

Spartaco SPARTACO FONTANOT, trabajador del metal,

de veintidós años de edad, miembro del grupo de la Resistencia francesa Misak Manouchian, 1944

(Lettere, p. 306)

CONTRA EL ENEMIGO COMÚN 149

I

Las encuestas de opinión pública nacieron en Norteamérica en los años treinta, pues fue George Gallup quien, en 1936, comenzó a aplicar a la política los «muestreos» de los investigadores del mercado. Entre los primeros resultados obtenidos mediante esta nueva técnica hay uno que habría sorprendido a todos los presidentes de los Estados Unidos anteriores a Franklin D. Roosevelt y que sin duda sorprenderá a todos los lectores que hayan alcanzado la edad adulta después de la segunda guerra mundial. Cuando en enero de 1939 se preguntó a los norteamericanos quién querrían que fuera el vencedor, si estallaba un enfrentamiento entre Alemania y la Unión Soviética, el 83 por 100 afirmó que prefería la victoria soviética, frente al 17 por 100 que mostró sus preferencias por Alemania (Miller, 1989, pp. 283-284). En un siglo dominado por el enfrentamiento entre el comunismo anticapitalista de la revolución de octubre, representado por la URSS, y el capitalismo anticomunista cuyo defensor y mejor exponente era Estados Unidos, esa declaración de simpatía, o al menos de preferencia, hacia el centro neurálgico de la revolución mundial frente a un país fuertemente anticomunista, con una economía de corte claramente capitalista, es una anomalía, tanto más cuanto que todo el mundo reconocía que en ese momento la tiranía estalinista impuesta en la URSS estaba en su peor momento.

Esa situación histórica era excepcional y fue relativamente efímera. Se prolongó, a lo sumo, desde 1933 (año en que Estados Unidos reconoció oficialmente a la URSS) hasta 1947 (en que los dos bandos ideológicos se convirtieron en enemigos en la «guerra fría») o, por mor de una mayor precisión, desde 1935 hasta 1945. En otras palabras, estuvo condicionada por el ascenso y la caída de la Alemania de Hitler (1933-1945) (véase el capítulo IV), frente a la cual Estados Unidos y la URSS hicieron causa común porque la consideraban un peligro más grave del que cada uno veía en el otro país.

Las razones por las que actuaron así hay que buscarlas más allá de las relaciones internacionales convencionales o de la política de fuerza, y eso es lo que hace tan significativa la extraña alianza de estados y movimientos que lucharon y triunfaron en la segunda guerra mundial. El factor que impulsó la unión contra Alemania fue que no se trataba de una nación-estado descontenta de su situación, sino de un país en el que la ideología determinaba su política y sus ambiciones. En resumen, que era una potencia fascista. Si se ignoraba ese extremo, conservaban su vigencia los principios habituales de la Realpolitik y la actitud que se adoptaba frente a Alemania —de oposición, conciliación, contrapeso o enfrentamiento— dependía de los intereses de cada país y de la situación general. De hecho, en algún momento entre 1933 y 1941 todos los restantes protagonistas de la escena internacional adoptaron una u otra de esas posturas frente a Alemania. Londres y París trataron de contentar a Berlín (ofreciéndole concesiones a expensas de otros países), Moscú sustituyó la oposición por una interesada neutralidad a cambio de