Historia de Los Incas - Fernando Montesinos

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HISTORIA DE LOS INCAS 1.- Antes de los Incas 2. Los emperadores Incas 3. El campesinado inca 4. Casta y organización de los Incas 5. La Religión Inca 6. Los Incas después de la conquista 7. Renacimiento y decadencia de los Incas Glosario 1.- Antes de los Incas Hubo algunas civilizaciones anteriores a la inca: la civilización de Chavín o la de los Mochicas de Moche (III AC- IX DC), que influenciaron su cultura. Quedan vestigios de la cultura mochica, por ejemplo del armamento: honda, propulsor, rompecabezas de metal, cascos. La cultura mochica se caracterizó por el lujo mobiliario fúnebre encontrado en lasexcavaciones. Construyeron pirámides, estuvieron fuertemente organizados mediante una sabia agricultura y una gigantesca red de canales de agua. Al parecer, el pueblo mochica fue gobernado y administrado por déspotas; existen vasos en que aparece un soberano adornado con joyas frente al cual se encuentra un súbdito con la espalda inclinada por el peso de una carga en señal de humildad, costumbre también existente entre los incas. Según Marx, la abundante irrigación es precursora, o más bien síntoma, de gobiernos despóticos de tipo asiático. Como dijimos, existieron varios pueblos y civilizaciones preincásicas: Chavín, Mochica que terminaría por ser la Chimú 1

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HISTORIA DE LOS INCAS

 

 1.- Antes de los Incas2. Los emperadores Incas

3. El campesinado inca

4. Casta y organización de los Incas

5. La Religión Inca

6. Los Incas después de la conquista

7. Renacimiento y decadencia de los Incas

Glosario

1.- Antes de los Incas

Hubo algunas civilizaciones anteriores a la inca: la civilización de Chavín o la de los Mochicas de Moche (III AC- IX DC), que influenciaron su cultura. Quedan vestigios de la cultura mochica, por ejemplo del armamento: honda, propulsor, rompecabezas de metal, cascos. La cultura mochica se caracterizó por el lujo mobiliario fúnebre encontrado en lasexcavaciones. Construyeron pirámides, estuvieron fuertemente organizados mediante una sabia agricultura y una gigantesca red de canales de agua. Al parecer, el pueblo mochica fue gobernado y administrado por déspotas; existen vasos en que aparece un soberano adornado con joyas frente al cual se encuentra un súbdito con la espalda inclinada por el peso de una carga en señal de humildad, costumbre también existente entre los incas. Según Marx, la abundante irrigación es precursora, o más bien síntoma, de gobiernos despóticos de tipo asiático.

Como dijimos, existieron varios pueblos y civilizaciones preincásicas: Chavín, Mochica que terminaría por ser la Chimú (X-XV DC), Nazca, Tiahuanaco, Huari. Todos fueron gobiernos fuertemente teocráticos, por lo menos a partir de lo que se deduce en el gasto energético y humano que debe haber costado la construcción de tantos santuarios. Conlos Tiahuanaco llega un período expansionista donde el gobierno pasa de ser teocrático a ser militarista.

La ciudad más grande encontrada fue la de los chimúes (descendientes de los mochicas) en el centro del valle del Moche. Existen pruebas de diferencias sociales en su cultura: casas espaciosas de aristócratas y pequeñas casas de trabajadores. Además, los barrios estaban divididos en linajes. Políticamente pertenecían al imperio pero tenían su propia lengua y gobierno (norte de Perú).

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La vida de los chimúes estaba definitivamente ligada a la irrigación y el agua. Los incas los incorporaron a su imperio bajo la amenaza de cortarles las vías de agua. Poseían una producción casi industrial de cerámicas y telas de algodón, ambas características predominantes de la cultura inca. El período Chimú es importante porque corresponde al nacimiento de la civilización Inca (1200 DC).

Los indígenas del Atlántico, los carios del Brasil, los guaraníes del Paraguay ya conocían en la época de la conquista que tras la cordillera vivían los maestros del metal. Eran frecuentes las avanzadas por la cordillera para ir a saquear los pueblos de los incas; robaban metales: escudos, hachas, lanzas. Al parecer no existía el comercio entre ambas regiones, debido seguramente a limitaciones topográficas.

 

Existe una cosmogonía Inca relatada por Montesinos (1642, monje español) que contradice las teorías arqueológicas establecidas a partir de los hallazgos y las dataciones. Según Montesinos, hubo 93 emperadores antes de los Incas, en un período de cerca de 4000 años. Como entre los Mayas y los Aztecas, a cada uno de estos cuatro milenios le correspondía un sol, al término de los cuales se presentaban grandes cataclismos, pestes, terremotos u otros, durante los cuales los objetos antropomorfizados se rebelaban contra sus poseedores; aquel episodio mítico está representado en un fresco de la época Mochica. Otro mito conocido es aquel que relata como cuatro hermanos (entre ellos Manco Cápac, el primer emperador) nacieron y salieron de un lago, una quebrada o una cueva. Eran héroes y dioses, capaces de milagros;fueron civilizadores puesto que a su paso fundaron pueblos. Se ha llegado al consenso de que trece emperadores gobernaron y expandieron el imperio inca. Los incas no tuvieron anales pictográficos (como el de los Aztecas), su sistema de contabilidad lo llevaban por medio de nudos y cordones (Quipu).

2. Los emperadores Incas

Inca significa jefe, y sólo se aplicaba a ellos, no a toda la gente. La palabra “Quechua” también está mal traducida, pues significa tierra de cultivo entre los 1000 y los 3000 m y en ningún caso lo usan para referirse a su lenguaje. El término que ellos utilizan para denominar su lenguaje es runa-simi, o lengua de los hombres.

Yupanqui Pachacuti (1438-1471), tercer emperador inca, fue quien convirtió al pueblo inca en Imperio. Al norte vivían los Quechuas, aliados con quienes compartían la lengua. Había otro pueblo que crecía en poderío y conquistas: los Chancas, una confederación de tribus, quienes habían derrotado a los quechuas mientras gobernaba Viracocha, segundo emperador inca. Pesimista ante el peligro, Viracocha decidió protegerse en una ciudad alta con su hijo Urco, a quien

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había delegado el poder. Mas otro de sus hijos, Yupanqui, juntando algunos nobles logró vencer sorpresivamente a los Chancas, derrotando a su jefe. Viracocha, celoso, quiso matarlo, pero Yupanqui se proclamó Inca con el nuevo nombre de Pachacuti (el transformador). La leyenda cuenta que el ejército que formó Pachacuti fue enviado por el creador que transformó las piedras en guerreros. A Pachacuti solo le faltaba vencer a los collas (o aimaráes); los venció y además sometió a tributo a todas las comunidades indígenas hasta el mar. Además de conquistar y pacificar su territorio, Pachacuti gobernó, legisló y organizó a su gente. Fue el mejor de los soberanos Incas. El templo del Sol, que simbolizaba la riqueza y el poder de los incas fue reconstruido por él. En 1471 entregó el poder a su hijo tras treinta años de gobierno, conquista y construcción; su hijo, Topa (Túpac) Yupanqui anexionó lo que ahora es el Ecuador a su imperio, subyugando a los temibles Cañaris, que luego ayudarían a los españoles. La última campaña de Topa Yupanqui fue la conquista de Chile hasta el Maule. Murió en 1493. Su sucesor fue Huayna Cápac ("joven rico en virtudes"). No tuvo mucho donde expandirse pues se enfrentaba a dos limitaciones casi imposibles: las selvas amazónicas y las araucanas. En cambio, logró conservar la hegemonía del imperio, combatiendo algunas insurrecciones como la de Quito. Logró llegar hasta Colombia, apoderándose de un botín de turquesas tras someter a las tribus de las costas del norte del Ecuador.

 

Huayna Cápac murió en 1527 o 28, coincidiendo con la llegada de Pizarro a Túmbez, extrañado ante la noticia de la llegada de hombres blancos, y se dice que con el presentimiento de que el final del imperio estaba cerca (leyenda de Viracocha). Cuando Francisco Pizarro volvió al Perú, el imperio se debatía en una guerra civil; se había proclamado emperador a Huáscar (hijo primogénito y legítimo del Inca y la colla, nacido y criado en Cuzco), en Cuzco, hijo de Huayna Cápac y medio hermano de Atahualpa (hijo del inca y de una palla (concubina) proveniente de Quitu, llamada Pacha; criado en Quitu, favorito de su padre HuaynaCápac); la lucha se establecía entre los dos bandos, con Atahualpa como rebelde ante la coronación de su medio hermano. Pizarro, luchando en la isla de Puna (Guayaquil) contra los incas del sector, estaba enterado de la guerra civil, y al entrar en Túmbez, también guerreando, Atahualpa derrotaba a Huáscar y se proclamaba emperador de los incas.

En realidad Huáscar había sido capturado por uno de sus generales, Quizquiz, mientras Atahualpa (Atabalica) conquistaba y se asentaba en la llanura de Cajamarca (Caxalmaca). Pizarro había tomado partido, en un principio, por Huáscar, pero ante su derrota quiso acercarse a Atahualpa y presentarle sus respetos. Extrañamente

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siguieron en dirección al sur, por la ruta del litoral, sin enfrentar ningún obstáculo. Llegaron a Cajamarca el 15 de Noviembre de 1532. Ese mismo día, por la tarde, habiéndose establecido en los edificios públicos de la gran plaza central de Cajamarca, Pizarro envió como embajador a su hermano Fernando, y Atahualpa prometió devolverles la visita al día siguiente. Extrañamente, Atahualpa decidió ir por la noche; mandó matar a todos los indios que sintieron temor al ver los caballos; cuando Pizarro se enteró de tal adelanto dividió a su gente en dos grupos y envió a un cura a recibirlo.

A la llegada de Atahualpa, el cura se le acercó y le extendió la Biblia, diciéndole que Dios hablaba por el libro y que debía hacerse todo lo que ordenase en él. Tomando el libro, Atahualpa lo sostuvo a penas unos momentos y lo arrojó al suelo. El padre lo levantó del suelo y regresó donde estaban los barbados españoles. Entonces el propio gobernador se acercó de a caballo con toda su gente, le puso encima una mano a Atahualpa y lo bajó de su trono repleto de oro. Se desencadenó entonces una batalla nocturna donde los españoles capturaron a los jefes y al propio Atahualpa, además de haber matado a numerosos indios. Atahualpa le prometió enormes cantidades de oro a cambio de su liberación. Los españoles esperaron por el oro y la plata y luego lo sentenciaron tan solo a estrangulamiento a cambio de su conversión in extremis, sino habría sido quemado.

La actitud de Atahualpa sigue siendo un enigma; aunque está desechada la hipótesis de que los españoles eran aún considerados dioses, pues habían visto que los caballos eran inofensivos y vulnerables mientras no hubiese jinete en ellos, se cree que Atahualpa decidió adelantar su visita esperando que durante la noche los caballos fuesen inutilizables, y dado su mayor número de tropas, suponía que tendría una fácil victoria en caso de lucha. No se entiende tampoco porqué dejó adentrarse tan fácilmente a los españoles que llegaron a Cajamarca desde Túmbez sin ningún problema. Se piensa que Atahualpa, aunque a sabiendas de que había apoyado a su hermano Huáscar, quería conquistarlo para su favor, y que además sentía gran curiosidad por los barbados hombres blancos.

 

En todo caso, cometió terribles errores; el primero de ellos fue tener contacto con los españoles en Cajamarca y no en el Cuzco, donde lo apoyaría un mayor número de tropas (pero quizás sospecharía de la fidelidad de aquellas, dado que su hermano también tenía seguidores allí); el segundo fue acercarse él mismo hasta donde Pizarro, y no dejar en cambio, que el español se acercase pero con la condición de llegar sin tropas, so amenaza de batalla; el tercero fue creer ingenuamente que lo liberarían al regalarles el oro y la plata, exaltando aún más con tal acto, la codicia de los atrevidos barbones. Las luchas posteriores, mientras Atahualpa estuvo preso, fueron fáciles, aunque sorpresivas para los Incas, puesto que no imaginaban siquiera que los españoles pudiesen recibir refuerzos por tierra. “Pizarro, después de haber hecho ejecutar a Atahualpa, acusado de usurpación, fratricidio, idolatría, poligamia y rebelión, llevó luto y aparentó sentir pesar”. La rigidez de la administración inca quedó manifiesta cuando murió Atahualpa; muchos indígenas presos del miedo se volcaron a favor de los españoles, quienes llegaron al Cuzco con tropas y sirvientes indígenas. La batalla de Cajamarca marca el fin del imperio Inca.

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En menos de un siglo los Incas, con tan solo tres emperadores, habían logrado expandir su imperio desde Colombia hasta Chile, conquistando tierras de las más difíciles: páramos, selvas y desiertos. El historiador se pregunta cual era la finalidad de los incas en su afán imperialista. Según Garcilazo de la Vega, querían imponer su cultura y su Dios a los pueblos conquistados para extender los beneficios de su civilización. Pero según las crónicas de la época, los incas eran tan fieros imperialistas porque no querían perder el ímpetu conquistador de sus tropas: “se emprendieron muchas expediciones sólo por mantener la tropa en ascuas”.

Ciertamente, las conquistas servían para llenar o abastecer las arcas del estado, con las cuales emperadores, incas y familia imperial, podrían recibir de mano de sus artesanos lujosos objetos llenos de brillo o útiles pequeños artefactos. Las conquistas también proporcionaban sirvientes, los yonas, que aunque no eran considerados esclavos en toda la amplitud del término, si se les parecían; proporcionaban también nuevas tropas y obreros para las construcciones, de las cuales los incas eran verdaderos apasionados. Es importante recalcar que los incas no conquistaban siempre por la fuerza: “antes de partir a la guerra, el inca nunca dejó de enviar un embajador a los jefes de la nación o de la tribu a la que se aprestaba a subyugar, para invitarlos “en nombre del sol a reconocer su autoridad, prometiendo tratarlos con honor y colmarlos de regalos””.

Incluso los mismos cronistas españoles dan fe de tal procedimiento, relatando como por ejemplo, en el valle de Chincha, sus habitantes fueron regalados en oro y utensilios a cambio nada más que de la aceptación general y reconocimiento del inca como señor y protector; al principio el inca no pedía ni yonas, ni oro, ni mujeres, tan sólo la aceptación y reconocimiento del hijo del sol. Claro que con aquellos que se resistían eran implacables; teniendo un sistema de cuentas decimal, tanto la administración como la jerarquía de las tropas lo usaban; estaban perfectamente organizadas, cada cierto tramo del camino existían almacenes, siempre con comida abundante, vestidos y armas. Eran los almacenes del estado.

Los soldados se agrupaban mediante el arma que portaban: hondas, dardos, bolas (tres bolas de piedra unidas por cordones); el arco y la flecha solo lo utilizaban las tropas de las tierras calientes de la Amazonia. Para la lucha cuerpo a cuerpo usaban espadas de madera con el borde afilado, mazas con cabeza de piedra o metal con puntas, alabardas de bronce y picas. Protegían su cuerpo con cascos, rodelas y túnicas de algodón concentrado; los mismos españoles las consideraron más convenientes que sus armaduras y las usaron para combatir contra ellos.

 

Aunque eran cordiales antes de conquistar, si se les resistían eran muy crueles; las tropas incas, cuando regresaban victoriosas, elevaban sus lanzas mostrando las cabezas derrotadas en sus puntas; algunos cuerpos eran desollados y convertidos en tambores, de manera que “el muerto parecía golpear su propio vientre con varillas colocadas en sus manos, o parecía tocar la flauta”. Con los cráneos hacían copas para beber la chicha o la cerveza de maíz; coleccionaban dientes con los que hacían collares, sumándoles los dientes arrancados por sus antepasados guerreros.

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3.- El campesinado Inca

Los incas formaron un gran imperio que sin embargo siempre estuvo constituido por pequeñas agrupaciones humanas, desde antes de su unificación incluso. Dichas agrupaciones de campesinos eran denominadas ayllus. Los ayllus se agrupaban entorno a markas, terrenos comunes y particulares en donde pastaba el ganado o se cultivaba la tierra. El aylludesignaba principalmente el nombre de familia, eran agrupaciones patrilineales descendientes de un mismo antepasado común, y que generalmente tomaba el nombre de un animal pero también, en ocasiones, el nombre o la forma de un objeto natural, preferentemente el de una piedra a la entrada del pueblo o cerca de una montaña, una cueva o un lago.

Según algunas fuentes históricas, los pequeños pueblos no tenían gobernadores más que en caso de guerra con los vecinos. Pero dada la existencia de divisiones entre los pueblos (y ciudades: Cuzco), los de arriba y los de abajo, hanan-saya y hurin-saya, y de la existencia difundida de los curacas, generalmente hombres ancianos que tomaban decisiones, la primera hipótesis parece poco probable. Los curacas eran depuestos o confirmados por los conquistadores incas. Las markas eran distribuidas o redistribuidas anualmente, según el número de integrantes de cada familia. Existían tierras de barbecho que podían ser destinadas a las nuevas parejas; quien se ausentaba no perdía su marka, pero los demás pobladores tenían derecho a cultivarla; así mismo, las tierras de las viudas o de los enfermos eran cultivadas por el resto de la comarca.

Cada ayllu y cada marka era bastante independiente con respecto al resto y no comerciaban más que algunos pocos artículos. Aunque debían pagar tributos en especie: artesanías, telas, ropas, a los recaudadores imperiales. Las congregaciones urbanas, las ciudades como el Cuzco eran llamadas llactas, frecuentemente rodeadas por ayllus ymarkas cercanas. Por eso se hablaba de las llactapachas y de las runapachas, siendo las primeras, tierras del poblado, siempre en las laderas, en la altura, con su centro de convenciones, terreno para fiestas, y tierra de pastoreo para las llamas comunales; las runapachas eran las tierras de las parcelas individuales, con sus propias dependencias, más extensas que las primeras.

Ninguna otra civilización antigua produjo ni igualó las más de cuarenta especies vegetales que cultivaban o cosechaban los campesinos del imperio Inca. Dicha abundancia es explicable por el número de poblaciones independientes que luego se juntaron, por las varias civilizaciones que precedieron a los Incas y que seleccionaron los vegetales durante centenas de años, y finalmente, por la gran variedad de pisos climáticos tan cercanos unos de otros. La patata, el maíz, la quínua, la calabaza, el tomate, el aguacate, el pimiento, las alubias, la mandioca y el algodón son todos originarios de América del sur. Más impresionante aún es saber las dificultades topológicas que tuvieron que vencer, creando terrazas o sembrando en empinados abismos.

Según Benjamín Carrión los trabajos de cultivo eran cooperativos, “todos... ayudaban a todos en la siembra, la deshierba, la cosecha. El producto en cambio, era individual y pertenecía al usufructuario de la chacra (huasipungo) y su familia”.

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Para lograr obtener buenas cosechas en las tierras altas debieron construir un magnífico sistema de irrigación para hacer llegar el agua a todas partes; sin la ayuda del hierro ni de máquinas sino simplemente formando inmensas cadenas humanas. “Los indios no vacilaban en poner diques a los ríos y en corregir sus cauces y hasta desviarlos si era necesario. Las aguas almacenadas en los depósitos de reserva o en cisternas eran distribuidas por medio de esclusas”. Solo así lograron hacer frente a los a veces prolongados períodos de sequía, dirigiendo el agua frecuentemente desde el pie de los glaciares. Para abonar la tierra conocían y usaban los enormes yacimientos de guano de ave, que repartían a todos los habitantes del imperio, sin distinción ni exclusión. Las aves marinas proveedoras del guano eran protegidas por estrictas leyes, amenazando de muerte a cualquier habitante que diera muerte a cualquiera de las aves o que osase entrar en las islas cuando ovaban. Los incas no conocieron ni la rueda ni el arado, basaban su fuerza cultivadora únicamente en los hombres.

Los habitantes de las altas planicies se sustentaban por la domesticación de la llama y de la alpaca. Eran poblaciones casi enteramente pastorales pero no por ello de las más pobres, pues obtenían todo lo necesario a partir de la lana (sobretodo de la alpaca) y de la carne de sus animales. La llama además les servía como bestia de carga, aunque se rehusa a cargar más de 25 kilos y se niega a avanzar más de 15 kilómetros al día, se compensa por su resistencia a los climas y por su frugalidad alimenticia.

Los indios Incas situaban sus casas entre el valle y la cima de las montañas, frecuentemente en terrenos pedregosos no aptos para el cultivo; así lograban estar cerca tanto de sus cultivos del valle como de los pastizales de las cimas. A menudo reunían sus casas entorno a las del anciano; protegían con cercas el patio, que impedía que las llamas a las que tenían derecho se les escaparan por las noches. En los valles de los Andes centrales, las casas eran rectangulares, construidas a partir de adobe y paja seca o piedras cubiertas con rastrojo. Parece que no tenían muebles al interior, y dormían directamente en el suelo envueltos en lanas de alpaca.

 

La religión Inca estaba estrechamente vinculada a la tierra y por eso el calendario inca (que los ayllus debieron haber seguido) correspondía con precisión al de las estaciones y los trabajos agrícolas. Los puntos críticos de los tiempos agrícolas eran decididos por los amautas (hombre sabio en ciencias del hombre y de la naturaleza). Los campesinos, a través de su religión pagana, reverenciaban sobretodo a la Pacha-Mama (madre tierra), y es poco probable que su origen sea Inca sino que más bien provenga de una tradición más antigua, de alguna de las civilizaciones o tribus que vivieron en los Andes americanos.

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Existe una palabra que los campesinos Incas utilizaban para designar todo objeto, fenómeno o ser vivo anormal: huaca. A los ídolos y los santuarios también se les llamaba huaca; era un nombre genérico. Por eso también se les llama en el Perú de hoy huaqueros a todos los saqueadores de tumbas. Huaca era un niño con seis dedos, o la pequeña piedra del hígado de los animales, cierta montaña, árbol o animal insólito, todo lo que sugiriera la presencia de fuerzas oscuras. También el culto de los antepasados estaba muy difundido, probablemente para mantener la cohesión de cada agrupación; cada uno tenía un kamak, un creador, que había inventado las leyes del grupo y determinado ciertas costumbres y vestidos particulares que lo distinguían de los demás. Así mismo, existía un creador de todos los grupos, Viracocha; decían de él que una vez concluida su obra había enterrado a todos sus antepasados, en una montaña, una piedra, un lago, una cueva o un árbol; y “es por haber salido de aquellos lugares y haberse multiplicado, que los indios hicieron de ellos su huaca, o santuario, en recuerdo del primer hombre de su linaje que allí apareció. El pakarina no es solamente el antepasado mítico, es también el lugar de su epifanía y el sitio en el que fue convertido en piedra.

La roca que representaba al antepasado humano o animal se llamaba marcayok, “que los españoles tradujeron como patrón o defensor de la comunidad”. El marcayok estaba en la huaca, y los campesinos iban hasta allí para hacer sacrificios o para obtener energías revitalizantes que emanaban de tales sitios. El otro objeto de veneración que le sigue en importancia a las huacas de piedra son los restos fósiles de aquellos antepasados, huesos llamados malquis, a veces huesos de todo el cuerpo que decían eran hijos de los huacas. Los conservaban en lugares apartados del campo, en los machay, que eran sus antiguas sepulturas, cubriéndolos con finas telas, los kumbi, o con plumas de diferentes colores.

Los muertos eran depositados en cuevas o en bóvedas sobre torres o precipicios, por lo general en altura. Eran reverenciados y se les ofrecían sacrificios y ofrendas. Cuando los jesuitas los obligaron a enterrarlos y les preguntaban porque no los enterraban, los indígenas respondían: “por piedad y conmiseración con nuestros muertos, a fin de que no los fatigue el peso de montones de tierra”.

 

Todas las familias de los diferentes ayllus poseían amuletos, conocidos como conopas o chancas, o también con el genérico de huacas. Casi siempre se trataba de piedras, a veces coloreadas, a veces labradas hasta obtener diferentes formas; se supone que protegían los rebaños y las cosechas, por lo que se enterraban en los sitios que ellos querían que se proteja, si protegían las casas de la comunidad, disimulados debajo de

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alguna piedra, o se llevaban siempre consigo, para protección contra enfermedades u otros desastres. Así mismo, la Sara-Mama (madre del maíz) era reverenciada con conopas que guardaban en graneros o cerca de las cosechas.

Los conopas que protegían a la comunidad eran desenterrados de tanto en tanto, o sacados de sus escondites; entonces se les ofrecían plegarias, se esparcían polvos de oro o de plata en ellos, se los sumergía en sangre de víctimas, quemaban plantas aromáticas en su honor o se les regaban hojas de coca.

También los montones de piedra de los desfiladeros o de los lugares de descanso eran considerados huacas; se trata de los apachetas. Los caminantes nunca dejaban de agregarle una piedra más al montículo; en señal de homenaje se arrancaban un pelo de las cejas, o un trapo del vestido, o una sandalia, y la arrojaban al montículo. Los indios lo hacían porque tenían la creencia que si no se adoraba la apacheta aquella no los dejaría pasar al regresar, y que además el hacerlo se deshacían de la fatiga y recobraban el aliento.

Las comarcas contaban también con sacerdotes y magos; los primeros eran por lo general ancianos, que ya no eran útiles en el campo pero que sin embargo sabían muchas cosas por su edad; vivían de lo que los campesinos ofrecían a los dioses. Los magos eran cierta clase de hombres bien específica: eran magos aquellos hombres que habían sido alcanzados por un rayo y que habían sobrevivido, pues consideraban que Illapa, el dios del rayo los había favorecido. Ellos dirigían las ceremonias, predecían el futuro y curaban a los enfermos; también eran los encargados de descubrir a los esporádicos ladrones que se atrevían a robar.

Los campesinos incas, además de adorar a dioses tutelares, también creían en los malos espíritus; las hapiñuñu eran mujeres de senos caídos que atraían a los viajeros solitarios para devorarlos; creían en cabezas volantes que se clavaban en la nuca para chuparles la sangre; los anchanchu, seres que se alimentaban de la grasa de quienes sorprendían durante la noche. Así mismo, creían que las almas de los muertos no se iban con facilidad, y que más bien se quedaban extrañando a sus seres queridos, como tratando de llevárselos con ellos.

4.- Casta y organización de los Incas

El emperador, descendiente directo de Inti, el dios Sol, era el Sepa-Inca; tal era su importancia que cuando murió el último emperador inca el imperio quedó muy rápidamente desorganizado. El Sepa-Inca despertó gran interés entre los cronistas españoles por la majestuosidad que siempre lo rodeaba; los últimos en ver al emperador fueron Hernando de Soto y Hernando Pizarro, embajadores de Pizarro en Cajamarca, siendo sus relatos quizás, la fuente más fidedigna sobre el modo en que vivían los "faraones sudamericanos".

Cuentan que cuando Pizarro llegó a Cajamarca, Atahualpa estaba muy a gusto en una de las piscinas, rodeado de concubinas y dignatarios. Atahualpa recibió a los españoles tras una tela, sostenida por dos de sus concubinas y a través de la cual él podía ver sin ser visto; al Sepa-Inca no lo veía cualquiera. Sólo cuando Hernando Pizarro dijo que era hermano delapo (jefe de los extranjeros) y tras acercar y hacer cascabelear a su caballo muy cerca de él, es que Atahualpa se dignó a recibirlo. Los indios que

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reaccionaron con miedo ante el caballo fueron mandados a matar esa misma tarde. Entonces Atahualpa bebió chicha en copas de oro con Pizarro, ofreciéndole una copa de plata a Soto. Atahualpa lucía una banda escarlata amarrada en la frente, la maskapaicha. El emperador se distinguía de la nobleza por una especie de tira de tela para el pelo de cuatro colores, el llautu, símbolo de la dignidad imperial que le daba varias vueltas a la cabeza. La nobleza también solía usarlos, sólo que el llautu que usaban era de un mismo y único color: negro.

Cuando al siguiente día Atahualpa quiso presentarse ante Pizarro, viajó en caravana, como siempre que un emperador inca se trasladaba; delante de él varios indígenas limpiaban el camino de incluso cualquier brizna de paja; le seguían tres escuadrones de súbditos cantando y bailando; luego varios hombres con armadura (madera y tela) y coronas de oro y plata, entre ellos el emperador, montado en una litera enchapada en oro y plata y tapizada de plumas de papagayos. Las procesiones de los emperadores se realizaban siempre así, con un ejército de arqueros y alabarderos que rodeaban su litera; corredores se adelantaban anunciando la próxima llegada del Sepa-Inca. Tras la litera del emperador, siempre cubierta de cortinas de piedrecillas que impedían las miradas desde fuera, le seguían dos literas llevando dos caciques y multitud de indígenas, muchos de ellos portando coronas de oro o de plata. La multitud que los esperaba dirigía su rostro y sus manos hacia el sol para luego dirigirla al hijo del sol, prorrumpiendo en alabanzas tales como: “hijo del sol, bueno y amigo de los pobres”, o “muy grande y muy poderoso señor, hijo del sol, jefe único, que toda la tierra te obedezca”.

Durante los diez meses del cautiverio de Atahualpa en Cajamarca los españoles pudieron darse cuenta de la relación del emperador con sus súbditos; incluso estando preso, aquel suscitaba en vasallos y dignatarios un profundo respeto con tintes de temor. “Cada una de las mujeres de su harén le servía por turno cada ocho o diez días”. Sólo sus mujeres tenían acceso constante donde el emperador; los caciques y dignatarios podían acercárseles sólo cuando eran llamados, debiendo entrar descalzos y con un fardo en la espalda.

Cuando el emperador se disponía a comer, le presentaban un sinnúmero de platos servidos con las más variadas preparaciones; el escogía uno de los platos. Todo lo que el Sepa-Inca tocaba se convertía en tabú; ropas, comida, vasijas, todo era recogido por sus concubinas y entregadas a un noble que debía posteriormente quemarlos. Sus vestidos se distinguían nada más que por la suavidad de la tela, hecha a partir de pelos de murciélagos y traída de la región de Túmbez y Puerto Viejo. Su cabeza, como dijimos, se distinguía por estar recubierta con el llautu de colores; en los lóbulos de sus orejas estaban insertados enormes discos de oro; en su pecho colgaba también un disco de oro y en una de sus manos casi siempre sostenía un mazo o una lanza de oro.

 

Otro de los símbolos de la realeza era una llama blanca, de la cual se decía era uno de los primeros animales aparecidos después del diluvio; también llevaba colgantes de oro en las orejas y un manto escarlata sobre el lomo; se le ofrecían 15 llamas en sacrificio una vez al año (en abril); una lanza de madera, la suntur paukur, era otro símbolo de la realeza.

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Se dice que el Inca contaba con más de setecientas concubinas a su servicio; pero además de aquellas, numerosos sirvientes: aguadores, jardineros (chacra-kamayok), custodios de guardarropa, telas, ropas, insignias reales, cocineros, arquitectos, barrenderos, guardianes, proveedores de sal, entre otros. Los puestos de los sirvientes eran muy codiciados entre los indígenas porque además de tener el honor de vivir en palacio y de estar próximos al hijo del sol, eran puestos hereditarios. Toda falta grave cometida por cualquiera de los sirvientes era castigada castigando las aldeas de donde eran originarios.

Debido al principio de pureza de sangre defendido por su cultura, entendido como descendencia del sol, la endogamia se fue estrechando cada vez más con el tiempo, llegando los últimos emperadores a procrear con sus hermanas y debiendo escoger también como esposas principales (coya) a una de ellas, hermana de padre y madre. En un principio el emperador nada más escogía entre sus numerosos hijos al que según su criterio debía portar la maskapaicha (banda imperial escarlata en la frente), pero con el tiempo aparecieron numerosas intrigas en palacio hasta determinarse que el futuro sucesor sólo podría ser hijo de la coya, y probablemente, con el tiempo, que la coya debía ser necesariamente una hermana; aunque según la mitología oficial, la primera emperatriz (Mama-Ocllo-Huaco) ya era hermana de Manco-Cápac. La rivalidad entre hermanos por acceder al trono era tan grande que el colapso del imperio se produjo en buena parte por una pelea entre hermanos, puesto que los nobles que apoyaban a Huáscar prefirieron apoyar a los españoles antes que apoyar a Atahualpa.

 

Los jóvenes nobles y los hijos de los curacas (ancianos jefes de las aldeas) estaba a cargo de los amautas, que en la lengua de los Incas significa hombre de espíritu. Les enseñaban religión, tradición, costumbres, leyes, política, milicia, el uso del quipu (que ayudaba en la historia y la cronología), y consejos para llevar debidamente una familia. Aunque los muchachos también aprendían sus deberes observando y acompañando a sus padres (milicia, administración,...).

A penas el emperador daba alguna señal de debilitamiento por enfermedad, era protegido en su palacio, no permitiendo entrar más que a sus seres más queridos y llevándole noticias únicamente de su agrado. Si el hijo del sol moría, se mantenía en secreto su muerte durante un mes, a fin de que todos los gobernadores de las provincias fuesen notificados y de que hubiese una transición de gobierno pacífica. A pesar de todo, fueron escasas las ocasiones en que la ascensión al trono se produjo sin una confrontación entre hermanos. Los nobles tenían entonces importancia crucial puesto que eran ellos quienes favorecían a uno u otro hijo.

El cadáver de un inca era conservado en el palacio que él mismo había mandado construir; su cuerpo era procesado para lograr cierta durabilidad, embalsamados o secados al sol, previa extirpación de todas sus vísceras. Los ojos eran reemplazados por piezas de oro y las mejillas por corteza de calabaza. Su cuerpo era cubierto con sus mejores vestidos. Los españoles descubrieron con asombro, mucho antes de que se empezaran a apreciar las momias, como los cabellos e incluso las cejas se conservaban en perfecto estado. Celebraban la muerte del emperador ofreciendo en sacrificio a

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varios de sus sirvientes y cortesanas, los primeros emborrachados con chicha previamente a su sacrificio por estrangulamiento. Se sabe que las cortesanas de Atahualpa, haciendo caso omiso de las peticiones españolas, se suicidaron en masa sobre su cuerpo cuando lo vieron muerto. Garcilazo de la Vega pudo ver a cinco incas momificados; lucían sentados a la manera de los indios, con las manos sobre el estómago y con la mirada mirando a tierra; pesaban tan poco que una sóla persona las podía levantar sin esfuerzo. Algunos historiadores afirman que los emperadores eran sepultados en el Templo del Sol, rindiéndoseles homenaje cada cierto tiempo en días festivos; se les llevaba alimento y bebida, y a veces se los trasladaba para que hiciesen visitas, pues creían que los Sepa-Inca iban a visitar a muertos y vivos a sus casas.

 

“El Inca, personaje sagrado y semidivino en vida, se convertía en un dios al morir, en igualdad casi con las más grandes deidades del imperio: el Creador, el Sol, el Rayo y la Luna”. Por eso también, eran dueños de terrenos reales, que la familia de la realeza se encargaba de cultivar. Huáscar tuvo grandes problemas con la familia real cuando decidió expropiar las vastísimas tierras de las momias reales, para poner fin a “la intrusión de los muertos en los dominios de los vivos”.

Todos los descendientes del primer emperador del imperio (panakas, linaje descendiente del Inca), Manco-Cápac, tenían derecho a llevar el título de Incas, y por ende, a participar en asuntos políticos y económicos. Los panakas, cada grupo de descendientes de los incas, cuidaban de su antepasado común momificado, ofreciéndole sacrificios y cuidando de los objetos que lo rodeaban.

Como el linaje real no alcanzaba en número para cubrir las necesidades administrativas del imperio, otorgaron puestos a “incas por privilegio”, a hombres de ayllus cercanos al Cuzco (entre el valle de Vilcanota y Abancay).

Existía un rito de iniciación entre los jóvenes aristócratas, el huarachicoy (huara: taparrabos), efectuados después de la pubertad y realizado en aras de diferenciarlos de la gente común. Consistía en pruebas mágicas y físicas de resistencia, subir una montaña en grupo, precedidos por la llama blanca y la lanza real, ser azotados, entre otros. Previo al rito de iniciación, ancianos guerreros les contaban hazañas y peligros que habían corrido sus antepasados. Subían entonces la montaña donde se encontraba la huaca que debían adorar. El final del rito se celebraba con la entrega de la huaca, la entrega de armas por parte del “tío principal” y un último azote. También entonces se empezaba la perforación de los lóbulos de sus orejas por medio de clavijas de oro cada vez más grandes, para que con el paso del tiempo pudiesen llevar los discos de oro colgantes, signo de distinción de la nobleza y con el cual el emperador manifestaba su superioridad al llevar el mayor disco de oro.

La organización del Imperio estaba asentada en una división territorial muy clara y explícita: “la dividían en tres partes de las cuales la primera era para el sol, la segunda para el rey y la tercera para los del país”. El primer tercio, consagrado al sol y a sus hijos era cultivado para sostener al numeroso clero y a las múltiples fiestas de sacrificio que llevaban a cabo. El segundo tercio, lo utilizaban para solventar los gastos del gobierno y responder ante cualquier emergencia en alguna de las provincias. El

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tercero era el de las tierras del pueblo, repartidas anualmente en lotes según el número de miembros. Tal división de la tierra era realizada también cada vez que se conquistaba alguna provincia.

La gente normal no tenía derecho a enriquecerse, vivía en casas modestas, tenía derecho a un cercado, algunos animales domésticos, ropa y algunos útiles. El imperio Inca no practicó la esclavitud en todo la amplitud del término, pero al final del imperio se sabe que varios campesinos eran arrancados de sus comunidades para trabajar las tierras reales. Existía un sistema de tributos no monetario; puesto que en el imperio no circulaba la moneda (ni siquiera en forma rudimentaria como en México y Colombia), los metales no tenían valor más que para el arte suntuario, y la costumbre y las leyes fomentaban el tributo pagado sobretodo bajo la forma de prestación de servicios, especies de mingas a gran escala a los cuales estaban bastante acostumbrados, aunque también debían ofrecer al emperador, por medio de los recaudadores, telas, utensilios y demases. Como el Imperio no conocía otras civilizaciones, su comercio era escaso y nada más que interno, y al no intercambiar bienes no le interesaban estos sino los brazos y piernas de sus habitantes: al Imperio le interesaba construir y cultivar la tierra, y era aquello lo que pedía a cambio de su protección y orden al pueblo Inca.

Al conquistar una nueva provincia, se enviaban funcionarios del Inca a delimitar los recursos existentes, humanos y territoriales. Entonces era efectuada la división en tres partes iguales, elegidas por el Inca. Ningún bien era confiscado, salvo caso de conquista por la fuerza (las tierras pasaban todas a ser propiedad del Imperio), lo mismo que las costumbres locales fueron casi siempre respetadas. Entonces los habitantes de la provincia, además del cambio en las fronteras de su tierra, debían adaptarse a cultivar las tierras del sol (cuyos frutos eran destinados a cuidar de las momias imperiales) y las tierras del emperador, además de las propias; debían también cultivar las tierras de las viudas y de las familias cuyos padres se encontrasen en campaña o trabajando lejos para el Inca. “El régimen predial en el imperio inca se caracterizó...por la oposición entre las tierras comunales y las del Inca y las del Sol”.

Y quedó claro pues tras la conquista, los ayllus pedían dolidos la devolución de sus tierras. También se concedían tierras a la nobleza de cada Ayllu, que pasaban desde ese momento a ser hereditarias e inalienables. Los productos cosechados de la tierra del emperador eran o enviados al Cuzco o almacenados en los graneros a orillas de los caminos, para uso de tropas o funcionarios, en lugares denominados como tambos. En caso de malas cosechas en la zona, estos almacenes proveían de productos y alimentos de emergencia a la población.

Las minas de plata y oro, al igual que los ríos auríferos eran propiedad del Inca, aunque se sabe que los nobles de cada comarca también las trabajaban, debiendo enviar un tributo obligatorio al Cuzco (“el ombligo del mundo”). La coca era cultivada en los valles cálidos, frecuentemente por hombres castigados por algún delito, pues consideraban que trabajar en tales sitios era malsano. Los indios no tenían derecho a cazar en ninguna parte, sólo podían hacerlo el Inca y sus nobles. Organizaban un ejército que incluía a campesinos y salían de caza (chacu), capturando muchísimos animales de una sóla vez. También los rebaños de llamas y alpacas eran controlados

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por el Inca, limitando la propiedad de animales a un máximo de 10 por jefe de familia. Sólo los rebaños del Sol eran comparables al del emperador. Los curacas (ancianos nobles) tenían un mayor número de animales pero según los favores concedidos al Inca, quien le otorgaba derecho a tener más animales. Claro que también existían rebaños comunales a quienes esquilaban en fechas fijas, siendo repartida la lana a todos por igual.

El Inca, al tener también sus propios rebaños, exigía que se tejieran para él las más finas ropas. Todo adulto casado (hatun-runa) tenía obligaciones para con el Inca: obligaciones de trabajo. Por eso cada cierto tiempo, funcionarios del Imperio visitaban las comunidades y reunían a todos los jóvenes en la plaza pública para observar las uniones; no imponían parejas  pero si resolvían casos de litigio cuando una muchacha era requerida por más de un indio, y en tales casos la separación de cada pareja era muy difícil. Los matrimonios se celebraban según las costumbres de cada Ayllu. La regla era la monogamia, tan sólo los funcionarios imperiales y la casta de los incas tenía derecho a la poligamia; aquella era otro de los símbolos de distinción.

El estado Inca tomaba en consideración a la familia y no al individuo, debiendo cada núcleo cumplir con idénticas tareas; de esta manera, una familia numerosa terminaba sus labores más pronto, y era considerada entre los lugareños como una familia rica; por eso también, obligaban a casarse pronto a los muchachos.

Además de cultivar las tierras, cada una de las comunidades debía dar mantenimiento de caminos y sistemas de irrigación, el cuidado de los Tambos (sitios de alojamiento y almacenamiento) y de los rebaños; cada una debía proveer de dos corredores para tomar el relevo del correo cada vez que fuera necesario. Así mismo, todas las niñas de 8 a 10 años de edad eran seleccionadas por funcionarios del Imperio, siendo elegidas las más bellas de entre ellas y llevadas a conventos cerca del Cuzco; allí eran aleccionadas en el tejido por mujeres mayores y cuando comenzaba su pubertad eran nuevamente escogidas; las más bellas eran incorporadas al harén del Inca o designadas para los funcionarios o nobles de la realeza, las demás eran hechas sirvientes, sacerdotizas o reservadas para posteriores sacrificios.

El sistema Inca de tributación era muy “respetuoso” de los bienes de los aldeanos, y exigía de ellos nada más que el trabajo aunque fuese un sencillo engaño; en efecto, cuando los aldeanos trabajaban en construcciones o incluso en el cultivo de las tierras del sol o del Inca eran alimentados con productos de los mismos graneros; lo mismo cuando debían entregar las telas, ropas, sandalias a los recaudadores: eran fabricaciones hechas con materia prima del Inca o del Sol. En el fondo lo que se respetaba escrupulosamente eran los beneficios obtenidos por cada familia de sus propias tierras o rebaños. Los grandes trabajos, las mingas reales, se celebraban con grandes fiestas donde después del trabajo se cantaba, danzaba y bebía.

Al parecer las markas procesaban nada más que las telas, mientras que los artículos y joyas de metal debieron ser obra de especialistas; se sabe que eran pagados por el propio emperador o por los nobles, siendo dispensados de trabajar en las mingas. La norma de conducta exigía que cualquier funcionario imperial se presentase ante el inca con un obsequio, y como seguramente ninguno de dichos funcionarios los hacía, debieron tener cada uno de ellos artesanos particulares.

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Existía una clase de individuos, los yanas, de condición poco clara, parecida a la de los artesanos del imperio. Al parecer se trataba de individuos sustraídos a la comunidad, o entregados por ella misma para pagar la responsabilidad compartida de un delito; a veces eran también delincuentes apresados. El término era bastante ambiguo pues por una parte eran tratados como esclavos, y por otra algunos llegaban a tener privilegios considerables si es que tenían alguna cercanía con algún señor poderoso (podían incluso llegar a tener concubinas o hasta sus propios yanas). Eran casi siempre sirvientes u obreros especializados, separados para siempre de sus markas, y los yanas privilegiados solo una minoría. Se distinguían los yanas artesanos del resto del pueblo por su alto rendimiento; al parecer, cuando un jefe inca se daba cuenta de su eficiencia, lo llevaba hasta el Cuzco para servir al Inca; no sabemos si los indios lo consideraban un honor o una desdicha pero los historiadores afirman que esa era una manera de debilitar permanentemente a las comunidades, extrayendo de ellas a los hombres más eficientes, y probablemente también, más inteligentes de cada ayllu (también sustraían a las niñas más lindas).

A pesar de la vasta red de caminos al interior del Imperio, el comercio fue siempre reducido. Eran los funcionarios quienes controlaban el flujo de mercadería, llevando artículos donde faltaban y retirándolos de donde sobraban. Hemos dicho que los sobrantes de cada comunidad se guardaban en parte en los graneros de las orillas de los caminos y un resto era llevado periódicamente a la ciudad imperial y los templos del Sol. Es evidente que si los campesinos no tenían derecho al enriquecimiento y si no existía moneda corriente, el comercio no rebasaba el nivel del trueque. A pesar de las limitaciones, existían mercados como el de Jauja donde los campesinos del sector podían intercambiar ciertos bienes, se sabe que en muchas partes se cobraba un peaje en bienes incluso a los funcionarios imperiales y se ha dado noticias de unos pocos mercaderes que viajaban incluso más allá de los límites del imperio trayendo por ejemplo plumas y hierbas de la selva oriental.

En todo caso, lo cierto es que la economía inca (junto a la distribución de tecnología: irrigación, abonos, puentes, caminos) siempre produjo excedentes en cada una de las comunidades, sin los cuales no podría explicarse el ímpetu constructor de templos y edificios que tuvieron los incas; excedentes que permitían a cada una de las comunidades vivir sin lujos pero sin nada que les falte (en el momento en que algo les faltaba, había un flujo desde otra provincia o desde los graneros del estado que satisfacían las necesidades; era una virtud no despreciable del imperio: la seguridad de aprovisionamiento alimenticia e incluso textil de cada uno de los ayllus frente a las

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inclemencias climáticas. Por otra parte, tales excedentes también permitían “comprar” con regalos la sumisión de los gobernadores de las provincias.

El sistema administrativo de los incas era muy eficiente; el emperador estaba al tanto de cómo estaba cada una de sus provincias con una o dos semanas de retraso, pero además tenía un sistema de empadronamiento que le permitía saber y disponer de los recursos humanos existentes; el empadronamiento se hacía por medio de los famosos quipus, sistema de cuerdas de colores y nudos que permitían clasificar y contar objetos, animales u hombres de manera eficiente, basando sus cuentas, y su jerarquía, en el sistema decimal y en los colores; existía una clase de funcionario especialmente dedicada a tales tareas, los empadronadores o quipu-kamayoc (aunque sus atribuciones eran variables: “según la ocasión eran generales, ingenieros, receptores de impuestos, policías, legisladores pero sobretodo jueces”). Toda la población masculina entre los 25 y los 40 años de edad era dividida en grupos de 10, 100, 500, 1000 y 10000 individuos, teniendo cada grupo un jefe, y cada jefe un jefe de mayor jerarquía a quien informar; en la cima jerárquica de cada provincia estaba el gobernador, el tukrikuk, quien informaba, se sometía y era designado por el Inca; cada gobernador tenía a su cargo aproximadamente a 40 mil tributarios, más o menos 200 mil personas. Los puestos oficiales crecían en importancia según la cercanía del encargado con el emperador.

El imperio estaba dividido en cuatro regiones (el Tahuantin-suyu): Chinchay-suyu, Cunti-suyu, Colla-suyu y Anti-suyu, cada uno de los cuales estaba gobernado por un apo (jefe), hermano o tío del emperador. La Chinchaysuyu (o Chincha-suyu, Carrión), correspondía a las tierras calientes, a la tierra de los yungas. Mientras que las restantes tres correspondían a las tierras cordilleranas, de sur a norte, hacia oriente: Colla-suyu, Cunti-suyu y Anti-suyu. La Chincha-Suyu, aunque sometida al Inca, no compartía el culto al sol de los hombres de las alturas; el sol era más bien su enemigo, el que calentaba las aguas estancadas y secaba las tierras; los yungas más bien adoraban al mar, y tal perspectiva tal vez explique la buena acogida con que recibieron a los blancos hombres barbudos llegados del mar (Carrión).

Cada región estaba dividida en provincias, gobernadas por los tukrikuk (o tucuricuc, Carrión), también pertenecientes a la casta de los incas, que vivían en la capital de provincia, fundada por el Inca y denominada por lo general con el prefijo Hatun (grande). Luego eran designados los curacas, a cargo de un número variable de ayllus, una de las unidades administrativas del imperio que agrupaba a una centena de hombres (pachaca). Hasta los tukrikuk se requerían familiares del inca, pero del curaca hacia abajo en la jerarquía eran hombres de la propia provincia. Según el útlimo censo inca el imperio llegó a tener 8 millones de seres humanos; los Incas al parecer tenían mucho gusto por la estadística ya que no solamente contaban sino que también clasificaban a su gente.

Una vez al año, por el mes de Mayo, todos los gobernadores provinciales y los curacas de cierto rango debían presentarse donde el emperador; la fecha coincidía con la entrega de tributos, aunque se sabe que al mismo tiempo debían informarle al Inca de su gestión. Cada uno de ellos debía entregarle polvo de oro, plata y piezas de orfebrería en señal de sumisión. Al mismo tiempo el Inca escuchaba las quejas contra

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sus funcionarios y decidía por su suerte. Si habían satisfecho sus deseos, aquellos recibían a cambio, mujeres, tierras y concesiones de la más diversa índole, como el tener derecho a usar un parasol, a trasladarse en hamacas, a designarlos yonas o a tener el privilegio de beber en copas de oro o de plata, cosas que nadie se atrevía a hacer sin el permiso del Inca. Se regocijaba entonces junto a ellos, entregándoles regalos que otros le habían dado, generalmente obsequios con materiales que él mismo sabía que no se encontraban en las respectivas provincias.

Pero también castigaba a los que según él merecían castigo. Los hijos de los curacas destinados a sucederlos eran mantenidos como rehenes y podían pagar las faltas de sus padres, aunque también se les educaba para ser buenos administradores; lo mismo hacían los faraones y los césares con los hijos de los reyes bárbaros. También los gobernadores provinciales tenían embajadores en la ciudad imperial que debían informar de todo cuanto sucediera en sus respectivas regiones. A pesar de la jerarquía tan estrictamente decimal, el emperador enviaba de tanto en tanto a sus tokoyrikok (los que todo veían), integrantes de la casta imperial y encargados de verificar la situación de la región donde eran enviados, haciendo preguntas sobre la conducta de los funcionarios y averiguando sobre los crímenes cometidos en la zona. Si la ocasión lo ameritaba se enviaban jueces especiales a castigar a quienes habían cometido faltas.

Cuando el Inca visitaba las regiones asumía de inmediato todos los poderes, decidiendo trabajos y ordenando castigar las faltas. Los gobernadores provinciales se rodeaban también ellos de consejeros y vigilantes; había por lo tanto jerarquía y cuadros jerárquicos en el imperio Inca, toda una burocracia bien pagada como en todos las monarquías y los imperios.

La justicia se aplicaba según la constitución de cada provincia, pues se cree que no había una constitución de leyes y castigos para todo el imperio, salvo en lo relativo directamente al Inca. Los crímenes mayores: la rebelión o la tentativa de rebelión, la sospecha de embrujamiento del emperador, el robo a las arcas del estado, el negarse a pagar los tributos o el siquiera acercarse a las vírgenes del sol eran juzgados por enviados especiales, y castigados con la muerte precedida de tormentos. Los crímenes y litigios menores estaban a cargo de los jefes de cada localidad, quienes debían resolver pequeñas peleas territoriales o las disputas relacionadas con la distribución de agua; el robo era un delito grave: si alguno se declaraba culpable era apedreado y si reincidía era apedreado hasta la muerte (a menos que hubiese robado por necesidad).

Sin embargo, todo juicio dictaminado o ejecutado debía ser informado a los respectivos jefes jerárquicos, con lo que el Inca llegaba a estar informado hasta de los más pequeños detalles de las provincias más alejadas. Se usaba la tortura para obtener confesiones y en caso fallido se recurría a la adivinación. A quienes eran encontrados culpables se les dejaba caer una gran piedra en la espalda.

La estrategia usada por los incas para evitar actos masivos de rebeldía era la deportación; lo primero que hacían cuando iniciaban la dominación de un área recién conquistada era enviar a familias leales, colonos con atribuciones especiales (mitimas), que durante dos años organizaban la producción y tomaban legalmente algunos recursos del estado; tras aquellos dos años la nueva localidad se volvía independiente quedando plenamente integrada al imperio. Pero si se sospechaba de

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rebeldía incontrolable se realizaban deportaciones masivas de las aldeas a diferentes regiones leales, y los conquistados perdían toda posibilidad de volver a su zona de origen.

La tendencia a considerar el imperio Inca como una brillante y justa civilización ha ido siendo desplazada por aquella que la considera como un cruel sistema despótico, dudando incluso de la eficacia de su administración.

Cuando más se impresionaron los españoles con los Incas, además de la inaudita cantidad de metales preciosos hallados, fue cuando pudieron apreciar la excelente red caminera que se distribuía por todo el imperio, que llegaba hasta el río Maule (Chile central) y que incluso disponía de una ruta por valles, montañas y precipicios desde Ecuador hasta Argentina. Canales de agua a lo largo de las rutas, anchas carreteras (que permitían el avanzar de ocho caballos a lo ancho), rutas secundarias empedradas; se ha estimado en 16000 kilómetros a la red de caminos construida por los incas; lo que los investigadores no han entendido hasta ahora es el "paraqué" de rutas tan anchas, sólidas y uniformes si solamente estaba destinada a peatones y a llamas. Ven en ello la prodigalidad y hasta el desperdicio de la mayor fuerza del imperio: “la fuerza, paciencia y tiempo del Hatun-runa, el campesino andino”.

Quien conozca la cordillera de los Andes comprenderá que no era fácil ingeniárselas para atravesar empinadas quebradas o torrentosos ríos, sobretodo si en muchas zonas no existen ni existían árboles y si los Incas no conocían el arco; fabricaban puentes de cabuya de pajonal que tejían las mujeres y que cada comunidad debía cuidar y reparar constantemente. Así mismo, cada 15 o 20 kilómetros de camino (o por cada jornada de camino) existía un Tambo capaz de cobijar a gobernadores o incluso al mismísimo Inca. Cuando los conquistadores se dieron cuenta de la utilidad de tales albergues hicieron una muy completa lista que identificaba a cada uno de ellos.

Otro punto crucial a la hora de juzgar la administración Inca es su servicio de correo, por medio de los chasqui (corredor), que cada comunidad se encargaba de escoger: partía el chasqui con el correo y con un cuerno avisaba de su llegada al siguiente de la comunidad más próxima de modo que tuviera tiempo de prepararse. El sistema era tan eficaz que el emperador podía enterarse de las noticias traídas de Quito (a 5000 Km de Cuzco) en a penas cinco días.

Pero los investigadores modernos tienen quizás razón en quitar a la civilización Inca la aureola de socialismo, sobretodo cuando se considera que los excedentes de producción no estaban destinados al conjunto de la población sino tan sólo a una casta privilegiada; “el colectivismo agrario no existía más que a nivel de los ayllus” y la ayuda a viudas y enfermos jamás estuvo a cargo del Estado sino que era una responsabilidad de cada comunidad. El autor enfatiza que el casi perfecto sistema administrativo tiene también ejemplos fuera del nuevo mundo, en África por ejemplo, y que cualquier civilización sin escritura podría alcanzarlo con el tiempo.

Propone que la civilización Inca obtuvo tanta fama de justicia probablemente por las condiciones posteriores a las que sometieron los conquistadores a la población indígena. Pero aunque critique que el sistema de seguridad social, que a mi me parece

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la virtud más brillante del imperio, como sostenida por cada comunidad y no por el estado, se olvida que el imperio actuaba con igual celeridad a la hora de ayudar a comunidades enteras que enfrentaban el peligro de malas cosechas o de climas en extremo adversos. En ese sentido el Imperio Inca resalta como una de pocas civilizaciones que no han dejado, por ningún motivo, morir de hambre a ningún integrante de su territorio.

Para finalizar con el capítulo, vamos a mencionar algunos aspectos de la arquitectura inca. Lo que llama la atención es el diseño cuadricular de las ciudades incas; tuvieron un modelo de urbanismo bastante parecido al español, sobretodo al de Andalucía: callecitas estrechas cruzándose siempre en ángulo recto, casas de un piso a lo más conformando espacios rectangulares delimitados por murallas, grandes plazas... Aunque lo cierto es que las ciudades incas no eran más que “un conglomerado de villorrios y burgos dispersos entorno a los templos y residencias reales”. Por tales motivos es que no se han encontrado rastros de las cabañas del personal subalterno, que con seguridad deben haber sido de adobe.

Todas las construcciones incas han tenido una forma bastante simple, como si fueran construcciones a gran escala de las mismas casuchas del campesinado: cuatro paredes, un techo en punta, una puerta y algunos nichos interiores, incluso las construcciones más sagradas tenían el mismo diseño. Pero la simplicidad de la forma contrasta en cambio con la habilidad única de los incas para disponer a la perfección las piedras que conformaban sus templos y palacios, es decir, lo que las construcciones incas pierden en simpleza lo ganan con los detalles de sus acabados que hasta nuestros días aún sorprenden, sobretodo por el tamaño de los enormes ladrillos de piedra que en las mejores construcciones encajan a la perfección unos con otros, dando a los muros una apariencia lisa. Los materiales provenían por lo general de canteras próximas a los sitios de construcción; utilizaban instrumentos de cobre o bronce para pulir los bloques, que además eran posteriormente sometidos a desgaste por fricción con arenilla húmeda.

La principal característica de su arquitectura es la forma trapezoidal de las puertas, ventanas y nichos, así como la limitación en altura de todas sus construcciones. Los edificios eran en su mayoría todos de un solo piso, salvo los de Machu Pichu que alcanzaban los dos pisos y la excepción de tres pisos del templo de Viracocha. Pocos españoles lograron apreciar el Cuzco con todo su esplendor, puesto que fue asolado por terremotos o por incendios; los mismos indígenas se encargaron de destruirlo todo cuando comprendieron que estaban derrotados. Pero a partir de unos pocos relatos se pueden extraer observaciones interesantes; según Pedro Sánchez de Hoz, el Cuzco era una ciudad inmensa que ni en ocho días podría recorrerla toda, no vivía gente pobre, y las construcciones eran todas magníficas, aunque los caciques no las habitaban en forma permanente; aunque habían también casas de adobe, estaban todas muy bien ordenadas; las calles todas pavimentadas y con acequias, aunque demasiado estrechas pues podía andar a lo ancho nada más que un caballo; parte de la ciudad está en la montaña y la otra en la planicie; hay una gran plaza con cuatro grandes mansiones donde viven los incas, pintadas y con piedra labrada. “La ciudad estaba rematada por la fortaleza de Sacsahuaman”, que al parecer no tenía nada que envidiarle a las pirámides de Egipto. Los bloques eran gigantescos, algunos con más

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de cuatro metros de altura, y todos ajustados con sus vecinos a la perfección; era una ciudadela fortificada que contenía en su interior cisternas, palacetes y arsenales llenos de armas.

5.- La Religión Inca

El Dios Sol, Inti, fue desde los principios el Dios más reverenciado, a quien se ofrecía el mayor número de tributos, mujeres y de sacrificios, que como ahora sabemos, iban a parar a la casta de los sacerdotes. Incluso los emperadores le rendían tributo tras conquistar nuevas tierras. En toda región conquistada se levantaba algún altar en su nombre; frecuentemente la adoración a Inti y al Sepa-Inca eran confundidas.

La religión Inca respetaba las creencias y costumbres de cada comarca, pero también exigía que se le rindiese homenaje al Inti, Dios principal, y que se entregaran los debidos tributos. La imposición del Inti iba de la mano con las conquistas territoriales. El más famoso de sus templos era el Coricancha, en Cuzco, que brillaba sobretodo por todo el oro con que estaba adornado, aunque su construcción estructural no presentase demasiada refinación: el plano era idéntico al que presentaban las construcciones de las casas familiares. En su jardín se realizaba la fiesta de la siembra, cuando el emperador sembraba simbólicamente espigas doradas de maíz, que pasaron a formar parte del inventario del rescate de Atahualpa, y que dio origen a algunas leyendas que afirmaban que todo en el jardín era de oro: árboles, hierbas, flores e insectos.

Existía sin embargo otro Dios mayor, Viracocha (que significa “mar de aceite”), el Creador, cuyo culto fue introducido por el emperador Pachacuti tras soñar con él antes de la batalla de la conquista de los Chancas. Pachacuti instauró su culto e incluso desplazó a Inti como Dios supremo, adquiriendo Viracocha una importancia súbita tras la ascensión de Pachacuti, quien era su protegido; el emperador hizo que se le ofrecieran tributos y se le rindiese culto, e hizo construir una estatua del tamaño de un niño de diez años con el dedo índice extendido, como quien ordena.

Algunos historiadores han afirmado que la existencia del Dios creador se remonta a la civilización Tiahuanaco, pero según el autor es la representación de un mismo Dios que se ha venerado en toda América, desde Alaska hasta la Tierra del Fuego: el Dios creador y héroe civilizador. El gran Dios crea todas las cosas, instaura leyes, enseña a los hombres, y luego se retira no sin anunciar su retorno; tal es la constante.

Viracocha hizo primero el cielo y la tierra, además de una humanidad que vivía en las tinieblas; castigó a esta última por alguna falta (no especificada) y la convirtió en figuras de piedra. Luego salió del lago Titicaca donde reposaba, y creo Tiahuanaco, creando en la piedras gente con jefes para gobernarlas, mujeres embarazadas y niños, ordenándoles que se establecieran en lugares que el mismo había señalado. Abandonando su función creadora, se hizo civilizador, dispuso leyes y enseñó las artes. Finalmente, cuando todo marchaba bien, recorrió los Andes con un misterioso compañero, el “Engañador” de las mitologías indígenas, timador y estúpido que se opone al héroe civilizador (se cuenta que Viracocha, antes de crear todas las cosas, tuvo un hijo muy malo llamado Taguapica, que siempre contradecía a su padre, destruyendo lo construido y secando sus fuentes). Después de varias andanzas que

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explicaron muchas cosas naturales, Viracocha extendió su manto sobre el océano, se posó en él y desapareció en el horizonte buscando el sol poniente.

 

Según textos escritos por misioneros e indígenas que plasmaron los cantos al Creador, Viracocha era el creador del Sol y de los otros dioses, de los hombres y del alimento. Quizás uno de los textos más representativos es aquel que logró escribir el indígena Yamqui Pachacuti en el siglo XVII:

“A Viracocha, poder de todo lo que existe, sea masculino o femenino. / Santo, Señor, Creador de la luz naciente, / ¿Quién eres? ¿Dónde estás? /  ¿no podría verte yo? En el mundo de arriba, en el mundo de abajo, / ¿en qué lado del mundo se encuentra tu poderoso trono? / ¿en el océano celeste o en los mares terrestres, en dónde habitas? Pachamachac, Creador del hombre. / Señor, tus servidores con los ojos manchados desean verte... / El sol, la luna, el día, la noche, el verano, el invierno, no son libres. / Reciben tus órdenes, reciben tus instrucciones. / Vienen hacia quien ya es ponderado... / ¿a dónde y a quienes has enviado el brillante cetro? / Con boca jubilosa, con lengua jubilosa, de día y de noche tu llamarás. / Gozoso, tú cantarás con voz de ruiseñor. / Y tal vez para nuestro regocijo, para nuestra buena fortuna, en no importa qué rincón del mundo, el Creador del hombre, el señor todo poderoso te escuchará... / Verdadero en lo alto, verdadero en lo bajo, Señor, modelador del hombre, poder de todo lo que existe, único creador del hombre, diez veces yo te adoro con mis ojos manchados. / Qué esplendor!.../ Vosotros, ríos, cascadas, vosotras aves / dadme vuestra fuerza y cuanto podáis, ayudadme a clamar con vuestras gargantas, con vuestros deseos, y nosotros, recordando todo, alegrándonos / seremos dichosos. Y así, llenos, partiremos”. La prohibición de los cultos del Sol y de Viracocha echaron al olvido muchos rastros de música genuinamente incáica, y lo que hoy se conoce como tal no son más que creaciones musicales posteriores.

Después de Inti y Viracocha, le seguía en importancia y veneración Inti Illapa, el Trueno, el dios del rayo, del granizo y de la lluvia. Recorría los cielos y estaba representado por la Osa Mayor, sentado a veces en las orillas de un río (la Vía Láctea) donde recogía el agua para derramarla luego sobre la tierra. También se le veneraba y erigían monumentos, sobretodo en las cimas de las montañas, con especial atención durante los períodos de sequía; era acarreado sentado, como se lo hacía con el Inca, en un palanquín con incrustaciones de oro.

La luna era adorada como hermana y esposa del sol, representada también con un disco pero de plata. Los astros nocturnos eran reverenciados por la creencia de dioses que aseguraban la prosperidad de los rebaños; así, la constelación de Lira era el dios de las Llamas, la de escorpión representaba un felino y las Pléyades era la madre. Además de los tres dioses principales también se rendía culto, como ya fue mencionado, a innumerables huacas que eran consideradas sagradas; aquellas podían ser tanto grutas, montañas, lagos y piedras como templos, tumbas o pilares. Por lo general, todo lugar donde había pasado o reposado un Inca era declarado huaca, por el mismo, o por la gente de las comunidades. “La huaca, fuera lo que fuese, era un objeto sagrado. Tenía una fuerza sobrenatural con la que era conveniente conciliarse”. Por eso se creía de algunas huacas, grutas por lo general, que eran el origen del granizo o

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de los temblores de tierra; por eso se le ofrecían holocaustos o telas preciosas. Habían cerca de quinientas huacas en las proximidades del Cuzco.

Los incas solían no desprenderse nunca de ciertas figurillas de piedra que representaban algún Dios; se trata de las conopas, “hermanas de los incas”. Pachacuti llevaba una de Illapa.

 

Los meses de los incas seguían a la Luna por lo que tenían dificultades para hacerlos concordar con el calendario solar, decisivo a la hora de las siembras. Por eso Pachacuti mandó construir en Cuzco cuatro torres que según la época del año, anunciarían el momento adecuado para la siembra.

Numerosas fiestas alegraban la vida de los incas, por lo general duraban algunos días en cada mes y hasta semanas para las fiestas más importantes, como para el término de grandes trabajos o para la celebración del Dios Inti; ésta última coincidía con la veneración al Inca, el Inti de la tierra, durante el solsticio de Invierno austral, en Junio, que los indígenas andinos llamaban Raymi. Durante el festejo el Inca se hacía acompañar por sus familiares y esperaba al sol con los pies desnudos; cuando aparecían los primeros rayos todos se postraban; luego el Inca se levantaba con los brazos extendidos y le arrojaba besos; llenaban dos copas con licor de maíz y ofrecía una de ellas (la derecha) al sol; todos saltaban de júbilo cuando el Inca derramaba la copa en señal de que Inti la había aceptado.

Otra gran fiesta era la de septiembre, llamada Sitowa, en que el pueblo se purificaba y expulsaba todos los males; cuatro grupos de cien guerreros completamente armados empezaban a correr hacia los cuatro puntos cardinales en señal de persecución; varias leguas más allá plantaban sus lanzas y con ello quedaba establecido que los males no pasarían de ese lugar. El pueblo también imitaba tal rito cazando males imaginarios en el aire. Los guerreros luego se bañaban ellos y a sus armas en los ríos para limpiarse de todo mal. Los habitantes de la ciudad perseguían con las antorchas a los males de la noche, sobrevivientes de los que habían escapado a las lanzas del día. Todos festejaban con cantos y bailes y terminaban la fiesta con un baño en el río, expulsando a viva voz a todos los males y pidiéndole a los Dioses un buen año.

Preparaban una pasta de maíz (sanko) con la que frotaban sus cuerpos y las entradas y alacenas de sus casas, “con la esperanza de expulsar enfermedades y debilidades". Estatuas, templos, fetiches y momias recibían la misma “profilaxis”. Durante la ceremonia acostumbraban sacrificar llamas blancas que dejaban desangrar para posteriormente mezclar su sangre al sanko. Todos, sacerdotes, mujeres, enfermos y niños comían al menos un pedazo de sanko santificado.

El sacerdocio incaico estaba estructurado en base a una jerarquía muy parecida a la real y administrativa; también tenía un gran jefe, el Viraoma, el gran sacerdote del Sol, generalmente tío o hermano del Sepa-Inca. Los sacerdotes que lo ayudaban en sus labores eran todos miembros de la nobleza. Cumplían diversas funciones, y al parecer eran llamados según aquellas: médicos, adivinos, confesores o inmoladores.

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Los curacas de las provincias enviaban hombres escogidos para formar parte del sacerdocio, así como también mujeres de las más lindas, enviadas para una selección que quizás las conduciría hasta donde el Inca. Se trata de las aclla-cuna, mujeres escogidas, las famosas vírgenes del sol. Su destino era variable; si no eran escogidas para formar parte de las concubinas del Inca, o destinadas como regalo al harem de algún noble, eran sacrificadas en el altar de los dioses o destinadas al convento, donde pasarían su vida preparando chicha para las ceremonias, o alimentos especiales, o hilando tejidos muy apreciados, los kumbi, de lana de vicuña. Cada convento de las aclla-cuna tenía como responsable a una mujer que era considerada como esposa de Inti. El convento de Cuzco constaba con más de mil quinientas mujeres.

Todos los incas, incluida la casta real, eran en muy supersticiosos, tanto era así que las artes adivinatorias eran un recurso judicial cuando no se obtenían las confesiones que aclarasen los casos. “Si la lluvia se hacía esperar, si una helada maltrataba una cosecha, si el emperador estaba enfermo, todos estos eran signos de que se hacía indispensable una confesión y una expiación para restablecer el equilibrio de la naturaleza”. Algunos sacerdotes invocaban a los espíritus para encontrar algún objeto perdido, para ver el porvenir o para encontrar algún culpable viendo el pasado. La más impactante de aquellas consultas era el llamado a los muertos por medio de un brasero; antes, se sacrificaban llamas blancas, objetos de oro o plata o incluso niños. Las consultas realizadas por medio del fuego eran hechas sobretodo para desenmascarar a los traidores. A veces era toda una comunidad que debía ser confesada.

Cuando se trataba de pequeñas adivinaciones a particulares leían “la marcha de las arañas, la disposición de las hojas de coca o el correr de la saliva por sus dedos”, o también recurrían a tiradas de maíz interpretando las cosas según si salían pares o impares; pero cuando se trataba de leer la suerte del imperio recurrían a las vísceras animales, soplando por ejemplo por la tráquea e inflando los pulmones, de manera a poder leer sobre las venas.

Los rebaños y los campos del Inca bastaban con creces para satisfacer las necesidades de los sacrificios, mientras que los particulares que requiriesen reconciliarse debían echar mano a sus propios rebaños. “El sol pedía llamas blancas, Viracocha las pedía pardas e Illapa, animales bicolores”. La sangre de dichos animales era recogida en vasijas conteniendo harina, que posteriormente se arrojaba al viento, hacia los cuatro puntos cardinales.

Antiguos historiadores como Garcilazo de la Vega, trataron de no darle demasiado énfasis a los sacrificios humanos; pero aunque se sabe no gozaban de los sacrificios como los Aztecas, si recurrían frecuentemente a víctimas humanas, que por cierto eran parte del tributo de cada comunidad: frecuentemente niños y mujeres. Los sacrificios humanos se realizaban sobretodo ante grandes acontecimientos como los terremotos, el advenimiento de un nuevo Inca o un eclipse de Sol o de Luna. Los niños a sacrificar debían ser perfectos, cualquier mancha en la piel los descalificaba; se los alimentaba bien antes del sacrificio, y se los vestía espléndidamente. Se los embriagaba con chicha momentos antes y luego eran enterrados vivos. En raras ocasiones se les extraía el corazón (a la manera azteca), y se dibujaba con sangre una

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línea de oreja a oreja sobre el ídolo venerado. También algunas jovencitas eran sacrificadas; se las vestía con lujo y se las preparaba para el sacrificio diciéndoles que cumplían con un deber sagrado; se las embriagaba con chicha y luego las estrangulaban o degollaban.

 

El templo de Coricancha tenía un fuego perpetuo donde se quemaban alimentos, maderas aromáticas y plantas en honor de los dioses, sobretodo cestas con hojas de coca, muy apreciadas por la población por sus propiedades místicas y porque su ingesta era exclusiva del inca y de su familia. Inmensas cantidades de telas eran también consumidas por el fuego sagrado, además de miniaturas en madera ataviadas con finas telas de vicuña. Se enterraban figurillas de oro y de plata en los santuarios, y se ofrecían a los dioses conchas llamadas mullu. Las libaciones de los templos se hacían con chicha rociada con los dedos o derramada en tazas frente a los ídolos. El mismo inca llenaba con chicha una piedra hueca recubierta de oro.

6.- Los Incas después de la conquista

Tras la muerte de Atahualpa en Cajamarca los indígenas andinos se mantuvieron incomprensiblemente dóciles. Hubo que esperar el atrincheramiento de Manco Cápac para que la historia presenciase la primera revuelta inca. En un principio Manco había sido un importante aliado de Pizarro en la captura de Atahualpa, su medio hermano, luchando en su contra al sumarse al bando de los españoles; fue entonces nombrado emperador de los Incas ante la venia de Pizarro.

Entre 1533 y 1536 asumió tibiamente sus funciones aunque ningún miembro de la nobleza indígena profiriese el respeto que antaño tenían por el soberano. Manco, hijo de Huayna Cápac se vio envuelto en las riñas entre Pizarro y Almagro, y se le acusó de sublevar a los indios. Fue entonces apresado, primero en su palacio y luego en Sacsahuamán. Fue humillado por los guardias, quienes lo escupían y orinaban, y quienes además habían violado a sus mujeres en su presencia. Lleno de odio, planeó su fuga prometiendo oro, con bastante éxito puesto que logró refugiarse en el valle del Yucay.

Allí alzó a los indios, en su mayoría campesinos, y reunió un ejército que fuentes españolas aseguran era de cuarenta mil hombres. Se dirigió al Cuzco con todos ellos, a enfrentar a doscientos españoles; ya los habían visto sobre las laderas de las montañas aproximándose, pero Manco, fiel a las costumbres guerreras de su pueblo, esperó por la luna llena para iniciar el ataque. No dudaron en quemar todas las casas de Cuzco cazando a los españoles, a quienes trataron de acorralar en la plaza central.

Desesperados, los españoles, que contaban con caballos y arcabuces, lograron apoderarse de la fortaleza de Sacsahuamán. Allí se atrincheraron y resistieron los embates indígenas. Manco Cápac, que ya sabía que los caballos eran la principal fortaleza de los españoles, se había preparado de antemano armando con boleadoras a sus guerreros; los indígenas llegaron a capturar algunos caballos, y se dice que Manco montó uno de ellos lanza en mano. Pero quizás fue la táctica usada por el Inca rebelde la que causó su derrota; en vez de darles la estocada final a los españoles, sitió la fortaleza.

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Lo insólito es que poco a poco los indígenas, que eran más campesinos que guerreros, se fueron retirando a sus campos de origen pues llegaba el tiempo de la siembra y no querían quedar sin cosecha. Entonces Manco cambió de esquema y se refugió en Ollantaytambo, de donde fue desalojado poco tiempo después. Se alojó un poco más y se estableció en Vitcos, antigua fortaleza militar en un lugar de difícil acceso. Fue la capital de la disidencia Inca por más de cuarenta años. El reducto estaba tan escondido que no fue descubierto hasta 1908, cuando un senador norteamericano (Bingham) emprendió su búsqueda, encontrando a su paso las ruinas de MachuPichu.

Manco Capac hostigó a los españoles durante cuarenta años; restauró la soberanía del Inca, aunque con menos fastuosidad. Desde su reducto estaba enterado del acontecer de los españoles en Cuzco, pues enviaba constantemente fieles espías a investigar o incluso a adquirir armamento, probablemente intercambiado con comerciantes; destruía las cosechas de los propios indios del Cuzco con la esperanza de matar a los españoles de hambre; interceptaba los correos rompiendo los lazos de comunicación de la gente de Pizarro  con Lima; Pizarro tuvo entonces que fundar Ayacucho, entre las dos ciudades, para no perder la comunicación.

 

Pero la prolongada rebeldía de Manco Cápac y unos pocos nobles resignados a vivir sin tantos placeres fue infructuosa. Durante esos tiempos, Pizarristas y Almagristas seguían en sus batallas de poder; huyendo en dirección a Victos algunos de los hombres de Almagro, quien había asesinado a Francisco Pizarro, se encontraron con hombres de Manco, quienes en seguida los condujeron donde el emperador rebelde; Manco los acogió muy bien al saber que eran partidarios de Almagro, planeando desde ya su venganza contra la familia de Pizarro. Los españoles lo encontraron desprevenido y le dieron muerte, aunque ninguno de ellos logró salir con vida de la fortaleza.

Los nobles incas coronaron entonces a su hijo Sayri-Túpac como emperador, de diez años de edad; los españoles trataron por todos los medios de conquistarlo haciéndole ofrecimientos; cuando alcanzó la mayoría de edad accedió; fue recibido por el virrey y la nobleza inca que permanecía en Cuzco, resignada con la presencia de los españoles, y se le permitió vivir en cualquiera de los dos palacios asignados. Fue muerto en 1560, en el valle de Yucay, se supone que envenenado.

Entonces otro hijo de Manco, Titu-Cusi, siendo sacerdote del sol se hizo proclamar Sepa-Inca, cuando en realidad le correspondía tal puesto a su hermano menor Túpac-Amaru, quien fuera recluido en el convento de las vírgenes del sol. Titu-Cusi ofreció menor resistencia que su padre; sus guerreros no se dedicaron más que a robar en las haciendas aledañas y se dice que sus conversaciones con los españoles transcurrieron siempre con sus pedidos de acceder a los mismos derechos que su hermano. No residió en el Cuzco sino en la misma Victos, y a medida que las conversaciones con los españoles se multiplicaban accedió a que un par de españoles entraran en su territorio.

Los recibió amenazante, desafiando a los españoles que subieran a pelear; pero finalmente resultó una tendencia ambigua de su parte, pues al parecer deseaba la paz

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en su territorio; a tal punto que se hizo bautizar y aceptó a dos agustinos en su territorio. Poco tiempo después cayó enfermo y le pidieron a uno de los dos curitas que como eran enviados de Dios que lo curasen. El cura accedió pero falló, por lo que recibió torturas y le dieron muerte. No quedaba más que el hermano de Titu-Cusi, ya fallecido, para ascender al trono: Túpac-Amaru, quien fue mandado a buscar de donde las vírgenes del Sol. Como los españoles ya sabían como llegar a Victos fue prontamente capturado y decapitado en la plaza de Cuzco. Fue el último emperador inca.

La conquista española se afianzó desde entonces con pasos crueles; entre 1561 y 1794 la población indígena de Perú y Bolivia se redujo de 1.500.000 hombres a poco más de 600.000 y aunque no se le puede echar la culpa únicamente a las matanzas o a la esclavitud de las minas y curtiembres, pues la mayoría murió por las enfermedades introducidas por el contacto entre continentes, los españoles fueron sin duda muy crueles. Los relatos que nos llegan no solamente provienen de nobles defensores de los indígenas como Bartolomé de las Casas sino también de numerosos testimonios de colonos e incluso de soldados. La corona española exigió la evangelización de los indios pero también estableció leyes en su defensa, que sin embargo no fueron obedecidas.

La viruela, o incluso simples gripes fueron letales para la población nativa que no tenía la sangre inmunizada. Las guerras civiles entre los propios españoles y la lucha contra Manco Cápac también ocasionaron grandes bajas, así como el colapso agrícola  que siguió a la conquista, haciendo perecer de hambre a gran cantidad de indios. Se estima que en los treinta años posteriores a la conquista más de la mitad de las familias del imperio murieron.

 

El dominio de los españoles se estableció por el sistema de encomiendas, en el que a un hombre que se había distinguido para la corona española se le asignaba una porción de territorio americano con algunos villorios que cuidar y administrar, teniendo derecho a exigirles tributo, o en caso de falta de aquellos, utilizar la prestación de servicios de los indios bajo su dominio. Para evitar los abusos, la corona envió también corregidores, encargados de supervigilar la administración de las encomiendas.

A la larga fue peor; los indígenas, además de pagar tributos a los encomenderos, debieron también tributar para los corregidores, y con el tiempo también, a los sacerdotes. Los indios peruanos no murieron en guerras pues su rebeldía fue escasa y poco duradera, murieron como dijimos, principalmente por enfermedades pero también por explotación excesiva. Los trabajos en las minas de plata de Potosí o de mercurio en Huancavelica extenuaron hasta la muerte a numerosos indígenas; se estima que más de un séptimo de la población de Perú trabajó en aquellas dos minas.

La conquista también rompió con el orden social del imperio. El virrey Francisco de Toledo reordenó la distribución humana del territorio; muchos ayllus desaparecieron y otros poco crecieron en tamaño; con ello desapareció la cohesión existente entre los ayllus: “quedaron olvidados los dioses tutelares y los antepasados, abolidos los títulos

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de propiedad, y privadas de su potestad las antiguas autoridades indígenas”, quedando la gran mayoría de los indígenas agrupados en “aglomeraciones artificiales”.

Los españoles se aprovecharon también de algunas costumbres incaicas como aquella de lamita, servicio personal que los runas debían al inca. Los mitayos nunca imaginaron que los nuevos señores no respetarían como antaño las reglas de de trabajo y retribución. “Cuando les llegaba el turno de subir a la mina, permanecían en ella cinco días y cinco noches seguidas agrupados en equipos de tres hombres, dos de los cuales comían y dormían mientras el otro excavaba y transportaba el mineral...de cada hombre se exigía que entregara veinticinco sacos de cincuenta kilogramos de mineral en doce horas...como no podían satisfacer estas cuotas, pagaban por su cuenta a algunos ayudantes con merma de sus magros salarios...la compra de bujías incumbía a los obreros...en su mayor parte, los indios, inevitablemente endeudados, se convertían de hecho en esclavos y quedaban atados a la mina”.

La mita de la mina no fue la única prestación; en poco tiempo nació también la mita de las curtiembres, que ofreció peores condiciones de trabajo que las minas, a tal punto que muchos preferían trabajar en las minas; las curtiembres recibían “delincuentes” como mano de obra, y también niños, para no tener que pagarles el salario completo; trabajaban más horas que las reglamentarias, estaban mal alimentados y permanentemente aterrorizados por los guardias de los obrajes. El servicio de correo también fue degenerado; los habitantes de los caminos estaban obligados a dar alojamiento y comida a los españoles, quienes no hacían más que “ultrajarlos” durante su estadía.

 

Evidentemente, cuando Pizarro conquistó los territorios andinos tuvo también la misión de evangelizar a los indios. En una primera instancia todo parecía indicar que los indios estaban completamente conversos al cristianismo; como la idea de un Dios todopoderoso no les resultaba para nada extraña, la nobleza inca se sometió dócilmente, se dejó bautizar y asistió a las misas. Pero a principios del s. XVII los españoles se fueron dando cuenta que sobretodo el pueblo continuaba siendo igual de pagano, que seguía practicando sus danzas y cantos (taquis), que adoraba con cierto disimulo a las huacas y que Inti seguía siendo su verdadero Dios.

La iglesia, que no tardó mucho en asentarse en los Andes, combatió entonces enérgicamente todo intento de idolatría, frecuentemente con la crueldad que la caracterizaba desde ya hacía un tiempo en España. Envió visitadores con notarios y ayudantes a muchas comunidades con el fin de abolir la idolatría, conseguir confesiones y castigar por medio de sus jueces eclesiásticos a todos los herejes. Las “visitas” se prolongaron hasta entrado el s. XVIII sin conseguir a su pesar resultados exitosos; bajaron los brazos derrotados al darse cuenta que los indios seguían venerando a sus propios ídolos, aunque a hurtadillas.

Se sabe que la iglesia católica fue igual de cruel que los corregidores, y que dio numerosas muestras de racismo; a pesar de la ordenanza romana, nunca aceptó un cura indio en sus iglesias, ni a todo aquel que tuviera sangre indígena recorriendo su

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cuerpo. Sin dar instrucción religiosa a los indios, si les exigió per contra, su prestación de servicios. Los pecados eran expiados con un numero fijo de azotes: 300 por bailar o cantar “a la manera antigua”, 50 por concubinato, 24 por eludir la confesión o la misa.

Finalmente, el historiador señala que el saldo no fue completamente negativo; mal que mal, hubo intercambio cultural: vegetales europeos conocieron suelos americanos y viceversa, se introdujo la moneda como bien universal de intercambio y surgieron diversos oficios que en Europa eran hace mucho tiempo conocidos: talleres de orfebrería, de muebles, de vidrio o de telas al estilo Europeo acogieron a numerosos runas.

7.- Renacimiento y decadencia de los Incas

Los españoles mantuvieron los mismos límites entre las provincias (huamani), y las fronteras del imperio Inca se mantuvieron intactas bajo el nombre de Perú, hasta que una dinastía francesa ocupó el virreinato en 1717, con concepciones administrativas más abstractas como para que la integridad territorial del Perú fuese modificada; en tal año el Ecuador fue anexado a Colombia.

Los conquistadores españoles no solamente mantuvieron las fronteras incas y el sistema de prestaciones sino que también respetaron a la nobleza indígena, que mantuvo muchos de sus privilegios hasta entrado el s. XVIII. Tener sangre de Inca era tan ventajoso como tener relaciones de parentesco con la monarquía española; incluso la descendencia de los curacas mantuvo muchos de sus privilegios; los gobernadores provinciales del inca mantuvieron también sus puestos.

De tal modo que el pueblo indígena padeció las exigencias de aún más opresores: los encomenderos, la iglesia y los antiguos nobles incas. Aunque la iglesia al parecer no hizo más que reemplazar la exigencia de tributos que antaño tuvieran los sacerdotes del Sol.

Así como entre los incas hubo rebeldes, también hubo colaboradores; una buena parte de la nobleza no se resistió ante el poderío español y más bien, se transformó en colaboradora, adquiriendo muy pronto costumbres hispanas, aprendiendo su idioma e imitando todas sus fanfarronerías de clase. El más famoso de los colaboradores fue Paullu-Inca, quien a pesar de haber sido abofeteado por Pizarro, fue nombrado, gracias a su empecinado servilismo, comendador; se le permitió además vivir en uno de los palacios de Cuzco, el Colampata.

Los jesuitas se encargaron de educar a la niñez aristocrática inca y así, en pocos años, se podían encontrar indígenas que hablaban latín y español, que se vestían a la usanza hispana y algunos también, que llegaban a escribir con cierta refinación. En muy poco tiempo, las nuevas generaciones incas ya despreciaban las supersticiones paganas del “bajo pueblo” y habíanse convertido plenamente al catolicismo.

A pesar de que para el s. XVII los indígenas estaban plenamente asimilados a las costumbres católico hispanas, hubo un cambio en parte de la nobleza indígena, pues de pronto aparecieron actitudes contestatarias ante la humillación a la que se veía sometida diariamente la población de su raza; hubo una reconsideración y posterior defensa entre los nobles Incas de todo lo que tuviera relación con su cultura, quizás

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exaltados por ese orgullo que nace cuando algo se aleja en el tiempo, enalteciendo sólo lo bueno o inventando con frecuencia mitos y leyendas favorecidos por el olvido.

Las aristócratas incas se hicieron retratos vestidas con atuendos de la realeza inca, diversos jarrones (queru) fueron pintados con motivos de su cultura, y aparecieron así mismo, narraciones que exaltaban su pasado, aunque muchas de ellas fueron copias de dramas románticos hispanos adaptados a la América indígena (el drama de Ollantay, por ejemplo), usando la misma métrica poética que la de la usanza española. También algunos eclesiásticos españoles bien instruidos hicieron diversas traducciones a la lengua “quechua” de clásicos occidentales y sobretodo hispanos.

 

Fue en aquella época de resurgimiento “nacionalista indígena”, de recuperación cultural, que se presentaron las primeras revueltas e insurrecciones, algunas de ellas nada más que espontáneas pero otras más bien planeadas de antemano, sobretodo por curacas de quienes el pueblo indio probablemente pensó en un principio que eran unos traidores. Algunas protestas eran moderadas, se exigían reformas legales en el trato y el derecho del pueblo indígena; otras pocas eran más ambiciosas, soñaban con la restauración total del imperio Inca.

La primera revuelta ocurrió en 1737; fue violentamente reprimida por los españoles. Al año siguiente hubo otra revuelta conducida por un mestizo que se proclamaba descendiente de la realeza inca y que instaba al pueblo a restaurar el imperio. Un par de decenios más tarde, un tal Santos, educado por jesuitas, se proclamó Inca entre dos tribus de la selva peruana (que antaño no habían estado sujetas al Tahuantin-suyu), cambiando su nombre por el de Atahualpa. Santos Atahualpa jamás pudo ser atrapado pues cada vez que los españoles lo intentaban, el rebelde se escondía en la selva.

La revuelta más contundente que enfrentaron los españoles desde la rebeldía de Manco Cápac fue la provocada por el líder indígena Túpac-Amaru II (José Gabriel Condorcanqui), casi a finales del siglo XVIII, otro indígena instruido por eclesiásticos hispanos, de ascendencia noble, rico y con buenas relaciones con los colonialistas. Ningún motivo personal parece haber encendido la chispa de su odio. Lo cierto es que tenía contacto con los abusos cometidos contra el pueblo indígena; la rebelión se declaró cuando el rebelde mandó colgar a un corregidor español famoso por sus abusos. A pesar de contar con un ejército de sesenta mil hombres y de haber ganado las primeras batallas, lo capturaron; no tenía experiencia militar ni estrategia para su combate, lo torturaron y lo hicieron descuartizar en la plaza de Cuzco. Los indios no se rindieron y la leyenda del segundo Túpac-Amaru se difundió hasta Bolivia, donde Julián Apasa, rebelde de humilde condición, logró poner sitio a La Paz; pero no supo alcanzar la victoria, ni él ni su sucesor Andrés Túpac-Amaru, quien trató de destruir La Paz desviando un torrente de agua.

Desde entonces los españoles cambiaron su actitud para con la nobleza inca: la sangre noble fue sometida a la aprobación del rey de España, “los títulos y las funciones de los caciques fueron abolidos, se prohibió el uso de las antiguas vestimentas y el de la banda imperial o maskapaicha”, los retratos de ancianos incas muy venerados fueron confiscados, el uso de los caracoles marinos (canciones lúgubres) así como el luto

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(vestimenta negra) que numerosos indígenas llevaban quedó prohibido; el agregar Inca después de la firma fue reprimido. Todos los descendientes de los incas fueron perseguidos y muchos de ellos, eliminados. Se alentó a los curas a enseñar con severidad el español a indios y mestizos con la finalidad de homogeneizar el territorio, eliminando las diferencias culturales.

 

La última revuelta indígena, en 1815, llevada a cabo por los caciques sobrevivientes tampoco alcanzó la victoria, e históricamente fue fatal para el pueblo indígena pues tras dicha última revuelta quedaron eliminados los últimos indígenas con cierta educación que podrían haber representado a su pueblo en las diferentes proclamaciones de independencia que surgieron muy poco tiempo después.

“La aristocracia criolla estuvo tan pronta a tomar el poder como para defender sus viejos privilegios...Comprendía bien lo que era liberarse del “yugo español”, pero se oponía a todo cambio en la condición de las masas indígenas”. El régimen colonial aunque había explotado a los indios al menos había respetado su derecho a las tierras coloniales. Tras las independencias y el nacimiento de los grandes latifundios, los criollos no respetaron su derecho histórico a ser dueños de sus propias tierras comunales.

Según Metraux, “a pesar de los grandes principios de libertad, igualdad y fraternidad en los que se inspiraron las nuevas constituciones de los países andinos, la suerte de los indios, lejos de mejorar, se empeoró a lo largo del s. XIX”. Aunque Bolívar decretó varias leyes a favor de los indígenas, algunas de ellas favoreciendo la repartición de tierras comunales, en la práctica ocurrió todo lo contrario; los blancos, aprovechándose de las leyes inflexibles, hacían firmar los traspasos de tierras a los indígenas iletrados (todos); por eso se afirma un poco antes que la última revuelta de los caciques fue fatal para el pueblo indígena, que se quedó sin posibles defensores instruidos.

Entonces los indios, desposeídos de sus tierras, se convirtieron en huasipungos de los terratenientes, muchos de los cuales “llevaban alegre vida en París”.

El huasipungo estaba ligado al patrón por un contrato tácito mediante el cual el indio debe entregar su trabajo y el de su familia a cambio del permiso de construir una choza y de arar tierras áridas para su provecho, pero quedando muy en claro que la tierra sigue siendo propiedad del patrón; aunque los “acuerdos” variaban según la zona, el trato era: cuatro días de trabajo a la semana para el dueño de la tierra, además de trabajos suplementarios como servicio doméstico u otros, y el resto de la semana para el trabajo del indio. Cuando el indígena prestaba sus servicios en la casa, ni siquiera lo alimentaban; se ve el contraste con las mingas de antaño en que además de ser bien tratados, después de todo trabajo llegaba la fiesta.

El transporte de los productos de la hacienda (de propiedad del patrón) también debía ser pagado o conseguido por los indios, so pena de llevarlos en sus propias espaldas. Ni siquiera cuando aparecieron los camiones los terratenientes se apiadaron de ellos; los indígenas debían pagar comisiones de transporte. Además de tales condiciones, debían obsequiar regalos a los patrones (generalmente combustible),

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pagar tributo a la iglesia y al Estado; si el campo que cultivaba ofrecía buenas cosechas, se lo expropiaban, si sus pocos animales habían crecido bien, se les obligaba a venderlos a bajo precio.

“Tales son, en breve resumen, algunas de las formas de opresión que han hecho de los descendientes de los Incas esos seres desconfiados, encerrados en sí mismos, desesperadamente humildes, que encontramos en el país andino. Su dignidad ha sido quebrantada, pero no su energía”.

 

Métraux finaliza con una descripción de la realidad indígena del siglo XX y con una firme esperanza de que los indígenas americanos están prontos a recuperar las tierras que les fueron robadas; anticipa revoluciones a lo largo de los Andes, que restaurarán el antiguo imperio Inca. Es curioso que un historiador proponga una revancha indígena en lugar de una plena integración donde se vean aparecer indígenas científicos, políticos, filósofos y comerciantes; creo que no toma en cuenta los millones de mestizos y blancos que conformamos la tan joven América del Sur.

Sólo quiero resaltar una realidad que analizó el historiador: el runa-simi (el "quechua") está más difundido hoy en día de lo que jamás lo estuvo durante el Imperio; todos los demás dialectos excepto el aimará desaparecieron por completo. El runa-simi se habla a través de gran parte de la cordillera Andina, estimándose que más de siete millones de hombres lo practican, incluso entre pueblos que jamás estuvieron sujetos al imperio. Tal difusión del “quechua” es debida a los curas que antaño evangelizaron a los pueblos indígenas de los Andes utilizando el dialecto del imperio.

Explica que la cultura católica (fiestas y costumbres) fueron adoptadas por los indios pero aceptándolas como otro lenguaje para la representación de sus dioses; a Inti, invocado con el título de Inti-huayna-Cápac (Sol, joven jefe) lo identifican con Jesucristo; a Santiago, santo guerrero y protector de los humildes se lo venera en la mayoría de las capillas, por humilde que sean, identificándolo con Apu-illampu, señor de los relámpagos; la Pacha-Mama sigue siendo la guardiana de las cosechas y de los rebaños; siguen haciendo ofrendas, aunque con menor difusión que antaño, a las huacas modernas. Finalmente, señala que los indígenas jamás han tenido un afán productivista, que cuando hay demasiada población no producen más sino que reducen su consumo; es una cuestión de moralidad indígena, pues muchos de ellos piensan que cuando la comida, las cosechas y los rebaños sobran, los dioses se enojan, pudiendo castigarlos.

Glosario

Huayna-Cápac. Penúltimo emperador inca, padre de Huáscar, su primogénito nacido en Cuzco de su Coya, y de Atahualpa, su preferido, nacido en Quitu de la princesa Pacha, hija a su vez del rey de los caras (o quitus) Cacha. Vivió los últimos 30 años de su vida en Quito. Su palla (concubina) Pacha quiso que el Inca abandonase los caminos de conquista y de guerra y que más bien transmitiera a su pueblo (quitus, cayambes, caranguis) los saberes de Cuzco. Lo retiene en Quito, quiere asegurarle un futuro

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dinástico a su hijo Atahualpa, quien poco a poco se convierte en el predilecto de Huayna-Cápac, al estar mucho tiempo con él y con los amautas imperiales.

Atahualpa demuestra mucho interés en las actividades de su padre, aprende rápido, con ingenio y gallardía. Huayna-Cápac no conquistó a los quitus del por la guerra sino por una alianza matrimonial, siendo el primer inca en portar el shyri (esmeralda) junto al llautu. Conocía a su primogénito Huáscar y estaba convencido de que no tenía capacidad para gobernar y dirigir el imperio. Huayna-Cápac era hijo de Túpac-Yupangui, y había nacido en Tumipamba, mientras su padre combatía a los cañaris. Su amorío con Pacha despertaba celos y quejas, se pensaba en el pueblo que estaba embrujado, y existía el rumor de que el llautu pasaría a Atahualpa. Al morir decidió dividir el imperio devolviendo la autonomía a los Quitus, nombrando a Atahualpa como jefe del reino y a Huáscar como Inca imperial.

 Inti-Raymi. Ceremonia anual de la pascua del sol (equinoccio) en que se esperaba su augurio para el futuro. Duraba tres días y estaba prohibido encender fogatas en ningún lugar público ni casa, lo mismo que tener relaciones carnales con las mujeres. A veces se ordenaba también el ayuno (tan solo mascar algunos granos de maíz y de coca). En la madrugada del cuarto día se congregaba a todos, con sus mejores vestidos, a esperar el sol y beber la chicha sagrada. Antes del amanecer, el Inca, con la noche en vela, subía el monte en espiral sobre su litera. Cuando alcanzaba la cima y ponía un pie en tierra, todos, incluidos sus hijos, se arrodillaban; cuando el mismo sol salía, se doblegaban aún más, el único en pie era el Inca.

Al salir el sol empezaban a sonar las flautas y los tambores. El emperador, con su mejor indumentaria (vestido de lana de vicuña entretejida con hilos de oro, brazos atiborrados de pulseras doradas, cuello firme sosteniendo pesados collares y discos, el llautu amarrando su trenza, y la diadema de oro sosteniendo las plumas coloradas del ave Corenque, que muere al entregar sus plumas) recibe del Vilac-Umu dos vasos de oro con chicha. La sostenida por su mano derecha es ofrecida al sol, y luego derramada en un ánfora vacía conectada con el templo del sol, que recibiría la chicha por vía subterránea. La copa de la izquierda es sorbida por él y ofrecida a la alta cúpula.

Terminado el saludo, el ofrecimiento y las libaciones, el Inca junto al Vilac-Umu y los príncipes imperiales se dirigían al templo del sol, donde depositaban los vasos de oro usados en las libaciones, delante del gran disco solar. Salían nuevamente hacia la plaza en lo alto de la montaña para hacer los sacrificios de los animales e interrogar al sol acerca del futuro.

En la piedra de los sacrificios se extraían los órganos de oveja (pulmón y corazón) solo de hembras estériles (pues las fecundas eran consideradas eslabones de una cadena): “la verdadera voz del sol está al final”. “Si los pulmones saltan palpitantes y las venillas y canales que conducen el aire hasta ellos están hinchados, el augurio es feliz. Es triste el augurio si la bestia sacrificada, violentando a quienes la sujetan, se pone en pie (o libera sus patas) durante el sacrificio”. Malo también cuando al extraer pulmones o corazón, se hallan rotos. Luego el Inca, el Vilac-Umu, los amautas y los quipu-cámayoc se reunían en el consejo para interpretar el augurio del sol en base a los sacrificios y las anotaciones del imperio. El Vilac-Umu, siempre con un peso encima, se dirigía

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humildemente al Inca, y con voz triste y monótona (fuere buen o mal augurio) ofrecía verbalmente el resultado interpretativo. El último Inti-Raymi se celebró en tierra de los quitus, y trajo mal augurio.

Huáscar. Nacido en medio de la riqueza imperial, siempre rodeado de mujeres y de mucha cultura, hijo de una “cópula incestuosa” tradicional en la familia imperial. Cómodo vivir mientras su padre generaba y conquistaba. Joven mimado a quienes todos trataban de agradar. Vivía en un Cuzco en “decadencia”, con el inca siempre fuera de casa.

Leyenda Inca. Los primeros hijos del Sol, Manco-Cápac y Mamma-Ocllo emergieron del sur, de las frías aguas del Titicaca “y buscaron con el clavo de oro la tierra que debía ser cabeza del imperio”.

Leyenda de Quitumbe. Su pueblo empieza tras el diluvio. Para ellos el Guayamay (golondrina) era el portador de la primavera, de la paz, de la fecundidad, significando también lo mismo que evangelista o transmisor de las buenas nuevas.

Conflicto de sucesión. Por tradición, todos los emperadores incas debían haber nacido y sido criados en el Cuzco, el “ombligo del mundo”.

Sacerdotes. Se los distinguía por un disco dorado colgando en el pecho que representaba al Sol. Vilac-Umu, sacerdote supremo, antes también, gobernante del imperio.

Ayllu-Cámayoc. Gobernantes de los ayllus; usaban una indumentaria cada vez más parecida a la del Inca según iban ascendiendo en su rango. Los de más alto cargo tienen grandes orejas y cargan un llautu, solo que de color negro. Así mismo, tienen derecho a rebajarse el pelo mediante “navajas de pedernal”, derecho exclusivo de unos pocos hombres.

Los viajes del Inca. Los portadores de la litera imperial usan largos ponchos blancos. Cuando el Inca sube, los indios que lo rodean caen de rodillas al suelo, “como tallos de maíz abatidos por la tempestad”. Mientras la litera avanza, un centenar de jóvenes súbditos recogen “ramas, piedras y hasta hojas” del camino, al tiempo que “alfombran de flores” la ruta por donde pasará el Inca. A los limpiadores del camino y a las flores arrojadas, le siguen los niños danzantes, adornados con plumas multicolores, brazaletes y ajorcas de oro, al ritmo de una música melancólica, dando pequeños y frecuentes saltitos. A una orden del Inca, se alejan un poco y luego vuelven, danzan durante todo el día, hasta llegar al tambo. La litera imperial es rodeada por sinches, apus y parientes. Le sigue otra litera, la del Vilac-Umu, rodeada por amautas y sacerdotes. Detrás de las literas avanza parte del pueblo cuando hay procesión, o los soldados cuando es un viaje. Se dice que los emperadores incas emprendían viajes cada cuarenta lunas.

La leyenda de Viracocha.   Yáhuar-Huácac (“llanto de sangre”) fue el cuarto emperador inca, hombre pacífico que siempre prefirió conquistar por la persuasión y el amor antes que por la guerra; las generaciones posteriores lo consideraron como cobarde. En su tiempo se extendió el Colla-suyu, por medio de su hermano el sinche Apu-

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Mayta-Cápac, jefe del ejército. Tuvo problemas con su hijo primogénito, Pacha-Cuti-Yupangui, pues era desobediente.

El futuro heredero fue enviado lejos por su padre, con la intención de rehabilitarlo con tareas campesinas y con la amenaza de que si no cambiaba su comportamiento en 24 lunas, quedaría desheredado. El príncipe pastor de rebaños solares volvió a Cuzco sin previo aviso, trayendo consigo una misteriosa noticia: recostado se le había aparecido un hombre blanco con largas túnicas y con barba de más de un palmo: se presentó como Viracocha-Inca, traía un animal desconocido amarrado por el cuello; dijo que también él era un hijo del sol, descendiente de Manco-Cápac y Mamma-Ocllo. Advirtióle que en el Chincha-Suyu se preparaba una insurrección y que él debía combatirla para defender el Cuzco, asegurándole que él siempre estaría allí para ayudarlo. Luego desapareció tan repentinamente como había llegado.

Su padre Yáhuar-Huácac decidió consultar a los sacerdotes, quienes estaban en contra de su pacifismo; le aconsejaron no despreciara las palabras del aparecido hombre blanco. El tal Viracocha cobró mucha fama cuando se cumplió su advertencia, sobretodo cuando el Cuzco logró doblegar el levantamiento. Por eso, cuando llegaron los españoles, blancos y barbones, los incas pensaron que venían en su ayuda para salvar el imperio; los del norte pensaban que venían a ayudar a Atahualpa para evitar que el gobierno del imperio quedase en manos de un cobarde, los del sur, que venían para apoyar a Huáscar, en defensa del Cuzco.

 

Pacha-Cuti-Inga-Yupangui. Alias Viracocha-Inca, tras contar su relato de la aparición del fantasma de barbas, debió volver a su castigo de pastor. Algunas lunas después, los chasquis llegaron con la noticia de insurrección en el Chincha-Suyu, y que ya iban en marcha hacia el Cuzco para una gran batalla. Eran cuarenta mil hombres (chancas, uamarcas, villcas, uchusuyas, hancohuayos), bajo el mando de Hanco-Huallo, jefe de los chancas. Jamás se había rebelado ninguna provincia inca, y Yáhuar-Huácac resolvió alejarse de Cuzco, exiliándose en Muyna. El Cuzco se despobló y quedó indefenso.

Cuando Pacha-Cuti lo supo, asumió la defensa, empezando por transmitir mediante los chasquis, la noticia de su decisión. Viajó a Muyna a arengar a su padre y desde allí hacia el Cuzco, seguido animosamente por los jefes militares y religiosos de su padre. Una vez en el Cuzco (Hanan, Hurin, Cuzco, alto y bajo Cuzco), “milagrosamente” empezó a llegar ayuda y voluntarios de todas partes: quechuas, aymaraes, cutapampos, y más. Los chinchanos, una vez cerca, fueron avisados dos veces por enviados de Viracocha, proponiendo la paz y el fin del conflicto (tradición de Manco-Cápac). Fue rechazado y se dio inicio a la guerra civil más sangrienta de la historia Inca.

Los chinchanos no podían sumar refuerzos, mientras que Pacha-Cuti veía engrosar sus filas todos los días, animado además por el recuerdo de las palabras de Vira-Cocha. La noticia de Vira-Cocha y de los refuerzos se propagó a todas partes, animando a los defensores y apabullando cada vez más a los agresores. Se decía que era Viracocha quien hacía brotar soldados de las piedras y de los árboles. Pacha-Cuti, vencedor, fue conocido desde entonces como Viracocha.

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Fiel a las enseñanzas de Manco-Cápac, Viracocha avanzó hacia tierras chinchanas ayudando heridos rivales; llegó a los Ayllus y en tono paternal le echó la culpa a los curacas de la zona, afirmó que no tenía resentimiento para con su pueblo ni quería vengarse, escuchó sus quejas y averiguó los motivos de su levantamiento, ordenando que los nuevos jefes sean los propios jefes naturales del suyu, pero dejando un apu imperial recorriendo el territorio, y disponiendo a algunos de sus amautas para que enseñaran el amor, la sabiduría, las técnicas de trabajo, la arquitectura; finalmente, concedió el honor de que sus jefes pudiesen agrandar sus orejas y llevar discos de oro en ellas.

Regresó donde su padre con humildad y salió de allí accediendo a los honores máximos: cambió su orla amarilla de príncipe por la orla roja de los emperadores. Se convertía en el nuevo jefe Inca, con su padre aún vivo. Se convirtió en el héroe salvador del Cuzco, y el pueblo llegó a considerarlo como el mismo Sol, siendo junto a Manco-Cápac, el inca más venerado en toda la historia. Viracocha aseguró haber vuelto a recibir un mensaje del hombre de barbas, quien afirmó que mientras reinara la paz, no daría muestras externas del poder del sol, pero que si un día el Cuzco estuviese en peligro, el se presentaría nuevamente para salvar a su pueblo.

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