Historia de Las Ideas Estéticas en España-2

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CAPÍTULO QUINTO LA ESTÉTICA ALEMANA DEL SIGLO XIX EN LA HISTORIA DE LAS IDEAS ESTÉTICAS EN ESPAÑA Pedro Cerezo Galán orprende sobremanera la escasa atención dedicada a la Historia de las ideas estéticas en España de parte de la historiografía española, en comparación con otros de sus escri- tos, bien sea por nuestra pereza endémica de acercarnos a una obra tan monumental, compleja y exigente o bien por la etiqueta ideológica de <<tradicionalista castizo» que cuelga sobre su autor y que ha apartado de su obra la mirada prejuiciosa de muchos historiadores de las ideas. Todavía por desgracia pasa por dogma entre nosotros, que ocuparse de Menéndez Pelayo es ser menéndezpelayista -cosa inusual cuando uno se ocupa de otros autores, pues es obvio que se puede ser marxiano sin ser marxista, por poner sólo un ejemplo significativo-, y es evidente que los enfoques de metodología científica arrojan más luz sobre una obra que la apología o la refutación polémica, que con frecuencia rayan respectivamente en el ditirambo o en la diatriba. Desde el punto de vista del conflicto de las ideologías, tan prevalente en nuestra tradición cultural, se han primado los núcleos ideológicamente más relevantes en nuestro autor, ya sea La Ciencia española o la Historia de los heterodoxos españoles, como palestra permanente de confrontación, marginando los ensayos más estrictamente histórico/filosóficos (la Historia de las ideas estéticas en España y Ensayos de crítica filosófica) y salvando aquéllos otros de investi- gación y crítica literaria (Estudios de crítica literaria, Horacio en España, Antología de poetas lí- ticos castellanos, Antología de poetas hispano-americanos, Orígenes de la novela) que por su rigor y originalidad proporcionaron a Menéndez Pelayo un prestigio y reconocimiento universales. Pero con este planteamiento sus estudios filosóficos quedan como en tierra de nadie, margi- nados de antemano por el juicio de Ortega y Gasset de que Menéndez Pelayo no era filósofo ni pensador, y sospechosos, por tanto, de que, por falta de aduana crítica o por exceso de celo, debía de haber en ellos demasiada ganga ideológica. La verdad es que Menéndez Pelayo fue también -obvio es decirlo- un gran historiador de las ideas, y que no se puede ejercer este oficio, con la exigencia y la autoridad con que él lo hizo, sin poner en juego la filosofía y ejercitarse en ella. Con sólo reparar atentamente en la Historia de las ideas estéticas en España puede apreciarse, no ya su densa cultura filosófica, explícita en sus amplísimas y bien ponderadas lecturas, sino el

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CAPÍTULO QUINTO

LA ESTÉTICA ALEMANA DEL SIGLO XIX EN LA

HISTORIA DE LAS IDEAS ESTÉTICAS EN ESPAÑA

Pedro Cerezo Galán

orprende sobremanera la escasa atención dedicada a la Historia de las ideas estéticas en España de parte de la historiografía española, en comparación con otros de sus escri­tos, bien sea por nuestra pereza endémica de acercarnos a una obra tan monumental,

compleja y exigente o bien por la etiqueta ideológica de <<tradicionalista castizo» que cuelga sobre su autor y que ha apartado de su obra la mirada prejuiciosa de muchos historiadores de las ideas. Todavía por desgracia pasa por dogma entre nosotros, que ocuparse de Menéndez Pelayo es ser menéndezpelayista -cosa inusual cuando uno se ocupa de otros autores, pues es obvio que se puede ser marxiano sin ser marxista, por poner sólo un ejemplo significativo-, y es evidente que los enfoques de metodología científica arrojan más luz sobre una obra que la apología o la refutación polémica, que con frecuencia rayan respectivamente en el ditirambo o en la diatriba. Desde el punto de vista del conflicto de las ideologías, tan prevalente en nuestra tradición cultural, se han primado los núcleos ideológicamente más relevantes en nuestro autor, ya sea La Ciencia española o la Historia de los heterodoxos españoles, como palestra permanente de confrontación, marginando los ensayos más estrictamente histórico/filosóficos (la Historia de las ideas estéticas en España y Ensayos de crítica filosófica) y salvando aquéllos otros de investi­gación y crítica literaria (Estudios de crítica literaria, Horacio en España, Antología de poetas lí­ticos castellanos, Antología de poetas hispano-americanos, Orígenes de la novela) que por su rigor y originalidad proporcionaron a Menéndez Pelayo un prestigio y reconocimiento universales. Pero con este planteamiento sus estudios filosóficos quedan como en tierra de nadie, margi­nados de antemano por el juicio de Ortega y Gasset de que Menéndez Pelayo no era filósofo ni pensador, y sospechosos, por tanto, de que, por falta de aduana crítica o por exceso de celo, debía de haber en ellos demasiada ganga ideológica. La verdad es que Menéndez Pelayo fue también -obvio es decirlo- un gran historiador de las ideas, y que no se puede ejercer este oficio, con la exigencia y la autoridad con que él lo hizo, sin poner en juego la filosofía y ejercitarse en ella. Con sólo reparar atentamente en la Historia de las ideas estéticas en España puede apreciarse, no ya su densa cultura filosófica, explícita en sus amplísimas y bien ponderadas lecturas, sino el

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CIV Obras completas de Menéndez Pelayo.

talento filosófico de su autor, su sensibilidad para las cuestiones que trata, su sintonía o distonía según los casos, con el genio de los autores, su asombrosa capacidad hermenéutica y el crisol d' su juicio, que no se limita a comprender sino a valorar y ponderar las diversos temas de que,: ocupa. Aun admitiendo que su talento no sea sistemático sino histórico, se trata de una historia filosófica, que reconstruye cada teoría estética a partir de sus propios supuestos y establece los nexos mternos entre las diversas posiciones, lo que sólo es posible llevar a cabo mediante una razón histórico/hermenéutica de gran alcance, de la que el propio Menéndez Pelayo había dicho:

«Pero no hay cosa más rara en el mundo que este género de comprensión, el cual en cierto altísimo grado viene a constituir una verdadera filosofía, un cierto modo de pensar histórico, que los metafísicos puros desdeñarán cuanto quieran, pero que, a despecho de su aparente fragilidad, no deja de ser la piedra en que suelen romperse y estrellarse los más presuntuosos dogmatismos» (Ensay. Crit. Filos, XLIII, 111 ).

Todo esto exige del hermeneuta, no ya erudición, sino un determinado compromiso filo­sófico y estético a lo largo del proyecto y el uso de ciertos cánones de valoración. Y la verdad es que no sabe uno qué admirar más en esta obra si la vigorosa reconstrucción del sistema cuando se ocupa de estéticas filosóficas o, bien, su fina penetración y valoración de las innovaciones en las estéticas del artista. La Historia de las ideas estéticas constituye un friso monumental de filosofía, desde el platonismo al idealismo alemán, el romanticismo y corrientes posthegelianas, VIStos desde el escorzo de la estética y más particularmente de la estética española, que queda inscrita en este marco universal. Es, además, una historia pensante, no doxográfica, en la que, más allá de la ficha de los temas, «será preciso que cada pensador los vuelva a pensar y encon­trar por sí mismo>> (Ensay. Crit. Fil., XLIII, 112). Y, en efecto, se asiste en ella a un despliegue inmanente de las ideas estéticas en Europa, a partir de sus supuestos filosóficos fundamentales. Su autor se propuso hacer -escribe en la <<Advertencia preliminar>> a la obra-, <<Un capítulo de la historia de la filosofía en nuestra Península>> (I, 10), del único modo que, a su juicio, había que hacerla, articulándola con la universal como parte orgánica de la misma:

«(Puesto que) hemos llevado nuestra piedra al edificio de la ciencia universal, he creído necesario mostrar el estrecho enlace que nuestra cultura estética tiene con las ideas que sobre la misma materia han dominado en cada uno de los períodos de la historia general de la filosofía» (!, 12).

Clarín señaló certeramente, al reseñar esta obra, la «tendencia expansiva, que lleva a verlo todo en cada cosa, a mirar siempre desde un punto de vista unitario, armónicm>(OC, IV, 2003: 1717) Y la contrapone a la tendencia opuesta de signo contractivo: <<Menéndez Pelayo, bien al revés de lo que suelen hacer muchos escritores franceses que ven la historia de todo el mundo en la de Francia, vio con más razón la historia de las ideas estéticas de España en la de todo el mundO>> (Ibídem,1720). Y el resultado fue también, por su alcance y calidad, una historia de la filosofía europea desde el ángulo de la Estética. <<Grandiosa y compleja Enciclopedia de Estética europea>>, la ha llamado Francisco José León Tello (1983:12). <<El libro más universal de Menén·

cv

-precisa Ciriaco Morón Arroyo- ya que el estudio de la estética española se inserta l t asfondo grecolatino y europeo. De hecho, es una verdadera historia intelectual de Europa,

ene rl ente desde la perspectiva estética, que era su campo de investigación>> (2008:145). Sí, naturam . . ' ' ' . tamente la más umversal, y, por lo m1smo, la mas filosofica de sus grandes obras, la de mas

e1er d d · h. · · d ' d E • aliento especulativo y e mayor trascen enCia 1stonca, to av1a no supera a en spana y en

parangón con las grandes historias generales de la materia.

Un giro en su orientación

l. Cuando en 1883-4 afronta Menéndez Pelayo la redacción de su ingente obra Historia de las Ideas Estéticas en España, se encuentra, pese a su juventud, en plena madurez mtelectual para iniciar un nuevo periplo en su vida. El año anterior había hecho la segunda edición de su His­toria de los heterodoxos españoles. Si en esta obra, y en la Ciencia española había mostrado su talento como brillante polemista en un alarde de impresionante erudición y en defensa de la tradición cultural autóctona frente a posiciones modernizadoras (neokantismo, positivismo y krausismo), ahora, en cambio, le atrae una nueva singladura en la serena alta mar de la historia de las ideas, descargando su ánimo de la turbación y crispación del presente. En 1882le escribe a Valera, anunciándole su propósito de escribir la Historia de las ideas estéticas en España, aban­donando «los problemas vivos>> de que se venía ocupando. Éste intenta disuadirle, viendo en ello una evasión del presente hacia lo muerto. <<Desapruebo esa determinación que me dice usted haber tomado de refugiarse en la estética, enojado de la estupidez e ingratitud de los carlistas»­le contesta y lo anima a que persevere en su espíritu de <<sinceridad y valentía de Religión, de Filosofía y de Política» (cit. por Morón Arroyo, 1985: 155). Pero el <<diálogo con los muertos>> puede ser más fecundo y tonificante que con los vivos. De alguna manera, él necesitaba de la historia, no sólo como palestra de combate, sino como una cura de distanciamiento del presente, en busca de aquella «calma y serenidad>> que entrevió en la Antigüedad clásica. Según la fina observación de Pedro Laín, <<Menéndez Pelayo escribió muchas veces la historia -ahí está su visión meliorativa del Renacimiento o su idea optimista de la Antigüedad clásica- desde la no actualidad, desde su voluntad de rehuir la vida política e intelectual circunstante» (1944: 249). Claro está que la memoria histórica lo turba de nuevo cuando en el tomo IV, cap. vii, dedicado a otras estéticas idealistas, tiene que volver sobre temas del pasado, al referirse al Compendio de Estética de Krause, traducido por Giner de los Ríos, y al tratado sobre La belleza y las bellas artes, del jesuita joseph jungmann, que tradujo el tomista Ortí y Lara. Es como si Menéndez Pelayo sintiera retornar toda la crispación que vivió a lo largo de la polémica en la Ciencia española, ata· cado por el doble franco del krausismo modernista y del tomismo más rígido y escolástico. Sus juicios se vuelven de nuevo severos y acerados, rayando en lo despectivo, y recuerdan algunos de los más afilados de la Historia de los heterodoxos. Pero ahora no es tanto la heterodoxia cuando la pseudo-Estética nebulosa y mística, lo que condena tan acremente en ambos autores. <<Todo esto se trae aquí -dice- para que nadie nos venga con la cantinela de que combatimos a Santo Tomás, combatiendo a jungmann. Santo Tomás no tiene que responder para nada de los errores de jungmarm (III, 1344). Ni Hegel o Schelling tienen por qué responder de <<la hueca, aparatosa

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CVI Obras completas de Menéndez Pelayn

y fantasmagórica teosofía de uno de los más medianos discípulos de Schelling, la ciencia verbal e infecunda que decora con el pomposo nombre de racionalismo armónico>> (III, 1329). Como se

ve, en este trance hermenéutico retorna de nuevo la tormenta de otro tiempo. Pero, en general, el tono dominante en la obra es abierto, tolerante y comprensivo.

2. Ciertamente no era nueva su preocupación por la estética, recibida de su maestro Milá y Fontanals, y que estaba a la raíz de su vocación de humanista y crítico literario, pero sí la actitud, objetiva y serena, a la vista de más amplios horizontes. En esta decisión pesaban muchos motivos, dignos de tenerse en cuenta. Como ha señalado André Baron, «la idea de dedicarse exclusiva­mente a indagaciones sobre estética cobraba intensa fuerza seductora tras la aridez y el disgusto final de los Heterodoxos, y el choque con la intransigencia ciega, evidentemente peligrosa, de los neoescolásticos>> (1994:45).En la <<Advertencia preliminar>> se filtra una queja que declara bien su estado de ánimo por las agrias polémicas del pasado. Refiriéndose a sus trabajos, en los que piensa perseverar, dice, «Si no mueren éstos ahogados por el general escarnio o la general indiferencia,

que en nuestro país persiguen a todo trabajo serio, de los que aquí se denigran con el nombre, sin duda infamante, de erudición>>(!, 10). En lo sucesivo, había, pues, que intentar una «historia pensante>>, bien articulada, como marco para otros estudios. Y había que hacerlo, atravesando la

modernidad y ensayando en ella sus mejores dotes hermenéuticas. Era, por otra parte, la ocasión de presentar «positivamente>> otra cara de la modernidad, vista antes en negativo. «Por ende -concluye Baron- al dedicarse a la investigación sobre estética, elegía caminar de espaldas a su orientación en los Heterodoxos>> (Ibídem, 46). Más contundentemente lo había expresado antes Pedro Laín: «Hay como un oculto deseo de compensar las injusticias e inexactitudes de la hirvien­te juventud>> (1944: 323). Y así fue. Esta intensa dedicación a la filosofía en su historia supone un cambio de rumbo y un punto decisivo de inflexión en su propia biografía intelectual, pues a partir de ahora se invierte de signo su valoración de la modernidad en la medida en que se familiariza

con ella. Como señala Laín, «la causa eficiente de su cambio fue su experiencia personal de la cultura moderna>> (1944: 359). La mirada histórica, más serena y reflexiva, templa su polemis­mo de primera hora y corrige paulatinamente su intransigente actitud de rechazo castizo a la modernidad, especialmente la racionalista e ilustrada. Obviamente no se trata de una conver­sión intelectual, pues Menéndez Pelayo permaneció fiel a los supuestos metafísico/religiosos de una filosofía humanista cristiana al estilo de Luis Vives, pero filtrada, no ya sólo por la cultura del Renacimiento, sino por todo el continente de la filosofía moderna. La actitud dominante es ahora abierta y comprensiva, pese a la disparidad de creencias. No pronunciar la condena sobre el signum bestiae ni proceder «in odium auctoris» (III, 1189), error en que había incurrido en la Historia de los heterodoxos españoles, granjeándose amargas críticas, incluso de su compañero universitario Leopoldo Alas, Clarín, que vio en ella el celo de un «inquisidor incendiario>> (cit. por Y. Lissorgues, 2007: 349). Comprender no equivale a justiiícar, pero sí obliga a asimilar todos los hallazgos, que una vez ponderados, como le ocurre en su lectura de Kant, merezcan ser «re­

cibidos e incorporados en todo cuerpo de doctrina estética, digno de este nombre, como lo hizo nuestro Milá y Fontanals en la suya inolvidable>> (III, 1189). Y no debe pasarse por alto que <<a la buena memoria>> de su maestro catalán, dedica el autor su obra, «como recuerdo de los días en que recibió su docta enseñanza>>. Se trata de un testimonio de gratitud y, a la vez, de amarrar el hilo de la continuidad histórica, pues a su maestro Milá y Fontanals debe Menéndez Pelayo

Estudios preliminares CVII

te de su baga¡· e estético y de su sentido de la tarea del historiador (F. Meregalli, 1943: buena par

435-442). ' . b 11 Por Estética entiende Menéndez Pelayo fundamentalmente una «~etaflSlca de lo e O>>

t física estética>> al estilo clásico, pero completada, con una filosofta del arte, pues «en el o «me a , . . 1 1 fondo del hecho (artístico) hay una idea estettca>> (!, 10). «Esta doctrma, aunque e poeta no a

ede y debe razonarla el crítico buscando su raíz y fundamento>> (Idem). Pero vale razone, pu ' , . b b., ínversamente, que la creación artístíca, en cuanto practica creadora, alum ra a su vez

tam ten , . . , d , 't. ·d as «No admitimos pues que se de arte alguno sm oerto genero e leona este tea, nuevas1e. ~ '', . , .... , ,

1' ita 0 implícita>> (Idem). Y de aht que enl!enda la Estettca como una mvestigaoon de ca-::~~ 0 criterios normativos, «a lo menos para mí, q~e tengo todavía la debilidad de creer en la Metafísica>> (Ídem). Pero, a la vez, no olvida, como cnt!Co hterano, que el gema creador traspasa

1 glas. No basta sólo la belleza ontológica, sino también la belleza en la naturaleza Y el arte, are ald 1 f' muy especialmente en éste último como yunque de creatividad. Lo cu a ugar a una « lS!Ca estética>>, todavía en mantillas, y a una <<filosofía del arte>>, tarea esta que no ha olvtdado nunca

la Estética filosófica y cuyos ancestros se remontan a la Poética de Aristóteles. Y es en este co,n­texto preliminar donde Menéndez Pelayo, ateniéndose en lo fundamental a un JUICIO de Mila y Fontanals y del mismo Charles Bénard, alaba la Estética de Hegel, en laque se componen ambos

factores, pues lejos de ser una Estética apriórica, puramente especulattv~, como s~ele pensarse, acoge y reflexiona filosóficamente sobre una amplia expenenoa de la practtca arl!st!Ca.

3. En esta gigantesca empresa histórica adquiere espectal trascendencia y reheve el tomo IV dedicado a las ideas estéticas en Alemania, pues «sólo en Alemania ha alcanzado la filoso­fía del arte un verdadero y orgánico desarrolla>> (III, 1169). La Estética surge en Alemama en medio de la «gran fermentación en los espíritus a fines del siglo XVIII>> (III, 1169) por las obras de Baumgarten, Winckelmann y Lessing; se replantea luego en la kantiana Críti;a del juicio, desde un punto de vista trascendental, de donde va a surgir tanto eltdealtsmo estel!co co~o el romanticismo, en pugna incesante a lo largo del XIX, y se sistematiza en las Leccwnes de Estet1ca de Hegel. Éstos son, a su juicio, los verdaderos monumentos de la Estética teórica del XIX, por encima de Inglaterra, Francia o Italia, en donde, a su juicio, floreció más la Estética aplicada. Se diría que Menéndez Pelayo, tantas veces tildado de casticista, siente ahora la satisfacción de ser el introductor en España de tan ingente y valiosa herencia intelectual. TrabaJando este legado,

se confronta con. el núcleo duro de la modernidad, desde Kant a Hegel y el posthegelianismo. Prácticamente se aventura por terra ignota, que antes había adivinado envuelta por «las nieblas germánicas>> y lo hace con su propio pie, en lectura directa de los grandes clásicos modernos, «fieles a nuestro propósito -dice- de estudiar tan sólo aquellos autores con cuyos esenios hayamos hecho personal conocimiento>> (III, 1191). Esto no implica que se tratara siempre de fuentes alemanas originales, sino a veces a partir de traducciones y recopilaciones francesas en Charles Bénard con quien comparte, además, algunos de sus juicios y valoraciones sobre Hegel, como ha probado F. Meregalli (1943: 464-5). Su propósito es nada menos que levantar la entera topografía del nuevo continente intelectual, no sólo en su linea de cumbres, smo en la articulación de cordilleras y valles, y sus vías fluviales o corrientes. Fundamentalmente es una historia de las grandes figuras, pero hay referencias a los estilos mentales, corrientes dominantes

y diversas escuelas de pensamiento.

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CVIII Obras completas de Menéndez Pelayo

La importancia del descubrimiento del nuevo continente es tal que hace cambiar todo 1 plan constructivo de la obra, que era exponer las ideas estéticas en España, haciéndolas resalt:r en reheve sobre el Imponente friso histórico de la Estética filosófica desde la Antigüedad hast nuestros días. Pero al llegar el siglo XIX, la importancia del marco histórico de trasfondo cobra tal magnitud, con motivo de la Estética en Alemania, Inglaterra y Francia que desborda todo 1: preVIsto Y hace crecer desmesuradamente el conjunto de la obra, a costa de su unidad interna dejándola además por desgracia incompleta. Es como si el autor, cuya mirada estaba acostum:

brada al platonismo, al agustinismo y al humanismo del Renacimiento, se encontrara fascinado por ~n nuev~ paisaje, que hay que explorar ávidamente en su integridad, antes de situar la apor­tacwn especifica española.

Del enfoque general de la obra, dice el autor al comienzo de la «Advertencia preliminan> que ~<no es un hbro de estilo, sino de investigación; y como la materia estaba virgen, todo lo he sacnfi~ado al empeño de dar claridad alas doctrinas que expongo» (1, 9). Esto no excluye, como se vera, un estilo de Cierta entonación dramática que corresponde a la misma dignidad de la h1stona. Pese a «lo largo y árido del trabajo>>, hay un soplo vivificante de la mejor retórica, a ve­ces con brillantes imágenes que animan el conjunto, como cuando habla del enclaustramiento de Kant en <da ciudadela de lo trascendental (III, 1172), o de <<la luz, penetrando en la lóbrega caverna kantiana» (II, 1264) granas a Schelling, o bien, a propósito de Hegel, de los poderosos «amllos de l,a mmensa serpiente>> (III, 1277) dialéctica, que todo lo engulle. Menéndez Pelayo ama los peno dos amphos y sonoros, en los que respira a pleno pulmón el aliento de la lengua española. Con razón pudo escribir Clarín que <<Un libro de historia espiritual, como es este de Menéndez Pelagio, también es obra de arte y de inspiración cuando es concebido y escrito en las regiones de la alta crítica en que vive nuestro eruditO>> (OC, IV, 2003:1718): Y, en efecto, no

faltan en estas páginas espléndidos retratos intelectuales con trazos simples y vigorosos, espe­Cialmente los que hace de Fichte, Goethe y Schiller, conjugando el carácter del filósofo con la idea de su filosofía. Abundan también espléndidas síntesis conceptuales, a menudo más valio­sas que el análisis metódico del contenido. Y alguna rara vez -preciso es consignarlo- algún JlllCIO suman o, casi Siempre a propósito del idealismo, por ejemplo, cuando califica a Fichte de <<Idealista subjetivO>> y su filosofía de <<orgía psicológica, que acaba por resolverse en una apo­teosis de la conCienCia moral» (III, 1262), o bien, dice, «resuelve la Metafísica en una psicología monstruosa>> (III, 1263). En general, me parece atinada la observación de Meregalli de <<Un endente descuido metódico>> (1943: 451) con cierta precipitación, lecturas poco reposadas y mucha espontaneidad, a veces simpatética y entusiasta, y otras, las menos, hosca y hostil en el reparto de sus juicios.

En cuanto al procedimiento expositivo, Menéndez Pelayo combina un método analítico con otro sintético/comprehensivo, que rearticula las partes y fragmentos en la estructura de un todo orgánico. Como buen hermeneuta, no se limita a comprender, sino a ponderar y valorar,

sobre todo allí donde por la extrañeza del terreno o de los supuestos filosóficos, la cuestión se presta al debate. :<De allí en adelante -dice en referencia a la Estética moderna a partir de Kant-la exposJCion tiene que tomar forzosamente carácter más animado y más crítico, y resol­verse, al fin, en Ideas propias. Todo lo demás sería combatir con fantasmas>> (I, 11). Se ha solido, en cambiO, subrayar como defecto de la obra la ausencia de una estética propia. <<Para nosotros,

Estudios preliminares CIX

historiadores del pensamiento del maestro -escribe C. Morón Arroyo- es más lamentable el que no expresara sistemáticamente su concepto de la estética y los criterios desde los cuales valoró las obras literarias y artísticas>> (1985: 160). Pensaba dejar la síntesis de sus propias ideas para el Epílogo de la obra, pues <<el mezclarlas con la exposición de las ajenas, daría a la obra un carácter de polémica impertinente>> (I, 11). Y el Epílogo prometido nunca llegó por quedar ésta truncada. <<Sin embargo -escribe Manuel Olguín- no es difícil suponer a partir de las innumerables opiniones sobre estética esparcidas a través de sus obras lo que esta teoría pudo haber sido, cumpliendo así enteramente su promesa>> (1950: Preface, iii). Así lo cree igualmente F.¡. León Tello, de modo que <<SU posición personal acerca de estos problemas se hace patente a través de sus diversas obras>> (1983:33). En cambio, Franco Meregalli sostiene que Menéndez Pelayo no tuvo una estética sistemática propia, sino, en todo caso, «ideas estéticas>>, «Unidas, más que por una conciencia teórica, por una permanencia de tendencias>> (1943:470). He aquí una quaestio disputata que ha de quedar forzosamente abierta, aunque no deje de tenerla a la vista a

lo largo de este ensayo para aventurar a su término mi propia opinión.

De Kant a Hegel: Restablecer los derechos de la Metafísica

¡Cuál es esta filosofía implícita en la Historia de las ideas estéticas en España? Desde el punto de vista de uua Introducción es oportuno anticipar esta pregunta, aun cuando su respuesta la guardara su autor para el final. A la vista del conjunto, se puede concluir, según precisa Manuel Maceiras, que <<toda la obra está recorrida por una ontología de fondo que, a su vez, justifica jui­cios y actitudes éticas, subyacentes a la crítica y comentarios estéticos» (2008: 7). Sí, pero, ¿cuál? Ciertamente la metafísica sigue siendo para Menéndez Pelayo la almendra de toda filosofía, y cabe sospechar que su rechazo al criticismo de la modernidad, se debía fundamentalmente a

su furia destructiva de la metafísica. En este sentido, Kant se lleva la palma. Lo ve «poseído del vértigo de la demolición>> (1!1, 1174), un vértigo dialéctico, que sólo se detiene ante la Ética.

Pero así y todo, reconoce, como es tópico, que en Kant hay <<dos hombres>> en un mismo filósofo, entre los que tendría que darse algún compromiso bien fundado, a partir de algunos principios a priori. Esta es la magna tarea que emprende Kant en su Crítica del Juicio, <<resolver la antino­mia entre el concepto de naturaleza y el concepto de libertad, que engendran respectivamente la filosofía tearética y la práctica» (III, 1178). Obra, pues, <<admirable», como la califica Menéndez Pelayo, que ha sentado los supuestos tanto del idealismo estético como del romanticismo. Ética y estética, dos grandes herencias kantianas, quedan, pues, a salvo, pese a la renuncia de su base metafísica. La primera se consuma en la metafísica fichteana del idealismo de la libertad. La segunda en la filosofía de la identidad de Schelling. Ahora bien, lo que le estorba a Menéndez Pela yo de la modernidad es el principio de la inmanencia, que conduce a Kant a «encerrarse en la ciudadela de lo trascendental» (III, 1176) vedándose el acceso a la realidad en sí o la esencia/ noúmeno. Pero, al mismo tiempo, no deja de saludar como lo positivo de Kant haber restaurado el orden trascendental, aun cuando sea en la conciencia, linaitando así las pretensiones del em­pirismo y el materialismo. En este sentido, no puede menos de presentar su filosofía como una

verdadera irrupción.

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ex Obras completas de Menéndez Pelayo

Esta hazaña de examinar críticamente a la razón, acrisolándola en sus funciones y usos, convierte a Kant en el origen del trascendentalismo de la filosofía moderna, <<puesto que toda ella, sin excepción alguna, arranca y procede de Kant, ya como derivación, ya como protesta>> (111, 1171). De ahí vino -dice- un idealismo, «mucho más absoluto y radical que cuanto hasta entonces había podido crear ni concebir el pensamiento humano>> (111, 1171). Pero, paradójica­mente, la misma fuerza de las cuestiones planteadas por Kant fue un fermento de nueva filosofía, que transgrediendo su estricta aduana ante el noúmeno, vino a restablecer sobre nueva base los derechos de la metafísica. La línea Kant-Hegel vertebra toda la modernidad. Es la época del idealismo, que se consuma en la Lógica de Hegel. También del romanticismo, como una reacción antiilustrada, en cierto modo suscitada por los planteamientos kantianos en la Crítica del juicio. Pero tanto la Ética como la Estética, según Menéndez Pelayo, exigen una metafísica como base y articulación de las mismas. Y el gran restaurador de la metafisica, tras el criticismo kantia­no, fue Hegel, cuya obra pondera Menéndez Pelayo por su rigor lógico y su orden sistemático. Llama a su filosofía panteísmo o monismo de la Idea en la plenitud del espíritu absoluto, pero ésta totalización metafísica le fascina. Con Hegel, pues, se siente de nuevo en casa, en la casa del pensar metafísico. Se diría que la complacencia con que repasa Menéndez Pelayo el continente del idealismo alemán se debe a la conciencia de que en él se había llevado a cabo, tras de Kant, la recuperación del gran aliento metafísico de la filosofía clásica. Se entiende así que el capítulo más escolar de toda la obra sea, a mi juicio, el que trata de Kant, al que cree preso de sus contra­dicciones internas al tratar de reajustar lo que previamente había separado, y el más logrado y maduro, el que dedica a Hegel, con cierto tono entusiástico, que deja traslucir una profunda sim­patía. Esto no significa que se ahorre las críticas. Es verdad que no admite su punto de partida por su premisa idealista a secas, pero sí el despliegue y envergadura de un sistema total de la razón. La acusación de <<nihilismO>>, que había lanzado jacobi contra la filosofía idealista, la dirige ahora contra Hegel, tomando el término en su valor genuino de pérdida del sentido de la realidad, la fe sana en las cosas y en el mundo exterior, para desvanecerse todo, como un sueño, en la soledad de la conciencia. Hegel, a decir de Menéndez Pelayo, hace un esfuerzo hercúleo por trascender el nihilismo de su punto de partida idealista. Y hasta está dispuesto a dispensarle de su idealismo, a la vista de su visión total de la realidad sustancial en devenir, transmutándose en espíritu.

Al propio Kant, con el que se muestra tan severo por su aduana crítica del noumeno y por su confinamiento en la subjetividad, le reconoce el mérito de ser una experiencia histórica in­eludible, por la que hay pasar necesariamente por la trascendencia de los problemas que suscita. No le gusta su estilo <<árido y secm> (111, 1186), ni su enemiga a la retórica, que Menéndez Pelayo tanto valora como buen humanista, ni su exceso de intelectualismo, ni su falta de buen gusto ar­tístico, pero admira su potencia especulativa y su empeño en poner límites al sensualismo. Llama «admirable>> (111, 1177) a su Crítica de Juicio, una vez que se ha liberado del empirismo humeano, y, aunque lamenta que haya renunciado a la metafísica de lo bello por el análisis interno del gus­to, encerrándose en una fenomenología (III, 1188), admira que su Estética haya puesto los fun­damentos de donde iba a salir tanto el romanticismo como el idealismo. Este ciclo postkantiano, con su pugna intestina entre ambas tendencias, lo viene a cerrar las Lecciones de Estética de He­gel, a su parecer, <<el primero entre los libros clásicos de esta moderna ciencia, y, en concepto de muchos, la obra mejor y más duradera de su autor, por lo mismo que en una parte muy esencial

Estudios preliminares CXI

sindependiente de su sistema y puede campear y vivir sola (III, 1278). No puedo compartir este ~ .

1·0

pues la Fenomenología del Espíritu, o la Lógica y hasta la misma Filosofía del derecho se ¡me , llevan la palma, en mi opinión, pero se comprende que desde el punto de vista estético, que es el ue a él le interesaba, le aparezca esta obra como la culminación de todo el período y la apertura

q nuevos horizontes. De su Estética pondera el método de combinar y hasta conciliar <<el proce­~irniento empírico y el procedimiento racionah (111, 1281), es decir,la reflexión sobrela práctica artística, tan rica y jugosa en Hegel, y la fundamentación racional de la Estética, hasta el punto de

ue, paradójicamente en un metafísico idealista, la metafísica de lo bello cede en importancia, en ~obra, a la filosofía del arte. Por ejemplo, a propósito de la clasificación hegeliana de los diversos estilos (el simbólico, el clásico y el romántico) sostiene Menéndez Pelayo, que lejos de ser, una construcción a priori es un hallazgo histórico concreto, a partir de los mismos hechos artísticos, y en este sentido desliza una aguda observación que lo caracteriza de fino hermeneuta:

«Por más que una ilusión metafísica, muy natural en todo filósofo idealista, hiciese creer a Hegel que con su sistema construía la historia, cuando precisamente era la histo­ria la que construía su sistema, y le daba solidez y condiciones de duración>> (111, 1292).

De Hegel recibe, pues, Menéndez Pelayo el plan general de la Estética como metafísica de lo bello y filosofía del arte, la necesidad de combinar metódicamente la reflexión crítica y la práctica artística, fecundándolas recíprocamente, y la concepción ontológica del arte como descubrimiento simbólico del valor intrínseco de las formas, en cuanto expresiones de la Idea. Si en la metafísica de lo bello Menéndez Pelayo es un platónico, tocado por el ejemplarismo agusti­niano, en la filosofía del arte se encuentra más próximo a intentos sistematizad ores de la práctica artística, como la Poética de Aristóteles o la Estética hegeliana. Cabe, por último, un sentido más amplio y abarcador de la Estética en Menéndez Pelayo como <<teoría general de las humanidades, como temas de conocimiento y como resortes de la formación humana>>, señala Morón Arroyo (1985: 156), pero esto sería epilogal o, al menos, complementario, a su propia estética, que como se ha dicho, nunca recogió en un tratado sistemático. No es extraño que Menéndez Pelayo rei­vindique ahora la gran cultura espiritual alemana, educadora del mundo moderno, frente a <<la ciega, pedantesca y brutal teutomanía que hoy impera ( ... ), que no hay peor ambiente para el genio filosófico que la atmósfera de los cuarteles>> (111, 1228)

Ciñéndonos, por ahora, al tomo IV sobre la Estética alemana del siglo XIX, quisiera presen­tar, no de modo sinóptico, capítulo a capítulo, lo que sería un recorrido tedioso, sino transver­salmente, los conceptos claves y las grandes líneas del pensamiento estético que atraviesan esta inmensa cordillera intelectual de Kant a Hegel.

Entre el clasicismo y el romanticismo

Todo este período está marcado por la confrontación estética entre clasicismo y romanticismo. En el comienzo de la Estética alemana, a fines del XVIII, renace el clasicismo en las obras de Winckelmann, Lessing y Mendelssohn, como un medio de vivificar los ideales racionalistas ilus-

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CXII Obras completas de Menéndez Pelay()

trados con la tradición platónica. No es sólo cuestión de formas, sino de actitudes, sentimientos y estilo. De Kant no se puede decir que fuera clasicista, ni por su estilo, ni por su trascenden­talismo metódico, tan ajeno a una metafísica platónica de la forma y el orden, ni por su pathos dualístico y escindido. Hay en él una búsqueda de la armonía por encima de las antinomias teóricas y las escisiones internas, pero nunca se aquieta de forma satisfactoria. Su inmersión en la subjetividad, tanto la teórica corno la práctica, es, por lo demás, tan profunda y decisiva que desequilibra la ecuación clásica entre el sujeto y el mundo. No obstante, en su análisis trascen­dental de las facultades reverberan subjetivamente rasgos que recuerdan la antigua trascenden­talidad metafísica. Como se ha señalado, la estética antigua y medieval era de base ontológica, pero toda esta herencia, a la que no renuncia Menéndez Pelayo, se pierde en Kant, tras la crítica a la metafísica, reduciendo la estética a una fenomenología del juicio del gusto. No se trata, pues, de lo bello en sí, sino del sentido con que gustamos de lo bello. Kant adopta, por consiguiente, una posición intermedia, advierte Menéndez Pelayo, entre «el empirismo que confunde lo bello con lo agradable y el racionalismo que lo confunde con lo bueno. Uno y otro niegan, en realidad, la belleza» (III, 1187). Esto supone que el juicio de lo bello obedece a un «criteriO>> pero que no es meramente empírico/subjetivo ni científico/objetivo, sino trascendental, esto es, válido para todos, en cuanto fundado en el sensus communis. «Lo bello nos aparece corno la forma final de

un objeto, sín representación de fín, o, en términos más breves, como una finalidad sin fin>> (IIl, 1180). Ha quedado desgajado de un orden metafísico fínalístico, pues «el juicio estético puro­comenta Menéndez Pelayo- está también totalmente libre y vacío de la representación del bien y del concepto de la perfección>> (III, 1181), pero actúa como una propuesta creativa de finalidad, desinteresada y gratuita, gozosa en cuanto pone en libre juego (lusus liber) todas las potencias del alma. Y es en esta frontera donde se separa el clasicismo de la forma/fin objetivo, del romanticis­mo del fin libre que genera lúdica y creadoramente sus formas. En este sentido Kant mantiene la singularidad del juicio del gusto y la especificidad del sentido de lo bello. No obstante, admite cierta analogía entre lo bueno y lo bello, o mejor, lo sublime. Cuando Kant se refiere a los dos

hechos que causan admiración inagotable: el cielo estrellado sobre mi cabeza y la ley moral en mi corazón, está jugando implícitamente con esta analogía. En ambas, el sentimiento de lo bello es superado y anegado por una profundidad interior que adviene de la razón misma. Así resume Menéndez Pelayo el sentimiento kantiano de lo sublime:

<<Tiene su fuente en las ideas de la razón y especialmente en la idea de lo infinito, Lo sublime es puramente subjetivo, No se le puede explicar por un principio de con~ veniencia natural. Trasciende de toda finalidad, y nos da como una visión anticipada de lo infinito. La razón de la belleza natural debe buscarse fuera de nosotros; pero la patria de lo sublime está en del mundo interior. No es lo sublime el mar agitado por la borrasca; lo son las ideas que en nosotros despierta. La idea de lo infinito es la clave y la razón de lo sublime» (lll, 1182).

Lo sublime es así un símbolo de la libertad moral, y en cierto modo, dispone el alma para el reconocimiento de su dignidad como ser racional. De estas consideraciones kantianas va abro­tar el mundo de Schiller en sus Cartas sobre la educación estética del hombre, donde el arte asume

Estudios preliminares CXIII

el papel de la reforma interna del hombre, por el sentido de lo bello y lo sublime, en anticipo de su transformación racional. El idealismo estético es como un preludio del idealismo moral. La libertad es la última raíz de ambos. El impulso o instinto del juego en cuanto reconciliación en síntesis de los dos impulsos fundamentales del hombre, el inteligible de la forma y el sensible de la materia, integrados en una forma viviente (die lebende Gestalt) que es también vida o existen­cia transfigurada, es el símbolo ontológico de la libertad. Es el ideal del <<alma bella>>, integrada y reconciliada, con que responde S chiller a las tensiones y escisiones del kantismo. Menéndez

Pelayo menciona este concepto de pasada, pero lo acuña con agudeza:

«Pero si hubiese algún caso en que el hombre pudiera tener a un tiempo la concien­cia de su libertad y el sentimiento de su existencia, sintiéndose como materia y recono­ciéndose como espíritu, entonces, y sólo entonces, poseería la intuición completa de su Humanidad, y el objeto de esta intuición sería para él un símbolo de la total realización

de su destinO>> (111, 1202).

Una profundización semejante lleva a cabo Schiller con el sentimiento de lo sublime, ya sea

lo sublime teórico o lo sublime práctico, nuevas versiones del sublime matemático y dinámico de Kant respectivamente. Y, sin embargo, la libertad no es anonadada si el hombre <<aniquila como idea la violencia que de hecho sufre,,, bien sea «en la resignación a las cosas necesarias" o bien <<en la sumisión absoluta a los decretos de la providencia>> (III, 1209). A la luz de la categoría de [o sublime, analiza Schiller lo trágico o patético, que no es sin más la exaltación del dolor, sino la reverberación a su través del conflicto moral. <<El fin supremo del arte trágico -dice- es representarnos, por rasgos sensibles, al hombre moral manteniéndose, aun en medio del estado de pasión, independiente de las leyes de la naturaleza>> (III, 1210). En general, Menéndez Pelayo tiende a ver a Kant y S chiller muy próximos en su actitud al estoicismo, y quizá por ello se arries­ga a escribir que «ni Kant ni Fichte eran cristianos,>, cosa un tanto sorprendente, a mi juicio, aun cuando de inmediato se ve obligado a relativizar su afirmación, «a lo menos por un cristianismo positivo y dogmático (lll, 1197). A Kant lo encuentra demasiado estoico, minusvalorando sus raíces pietistas. Y en cuanto a Schiller, dice, <<que se mostró a cada paso más cristiano por el

sentimiento y la imaginación>> (Ídem), como si en ellas viese Menéndez Pelayo el peligro de una

reducción estética del cristianismo. La antítesis a este idealismo ético y estético de la libertad, señala Menéndez Pelayo, es

Goethe, el poeta <<panteísta/naturalista», pagano radical:

«Él vivió siempre en esa intimidad con lo real; interrogó la vida cósmica por me­dio de la investigación, para arrancarla los secretos de la forma y de la luz( ... ) me­tafísico de temperamento, ya que no de secta, aspiró como tantos otros a la deslum­brante, pero generosa quimera de una síntesis del mundo y del espíritu>> (III, 1217).

En Goethe hay varios poetas, precisa Menéndez Pelayo: del primer Goethe arranca tanto

el romanticismo histórico como el romanticismo interno y psicológico, pero a la postre, tras el viaje a Italia y el descubrimiento de la antigüedad, prevaleció el poeta clásico. Un clasicismo de la

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CXIV Obras completas de Menéndez Pelayo

medida en la fuerza, de la proporción y el equilibrio de fondo y forma, de lo interno y lo externo del yo y el mundo, plástico, objetivo, universal: '

«Goethe era capaz de comprenderlo todo en el mundo, menos dos cosas:~éroe y el santo. La idea cristiana le era positivamente antipática( ... ) Acusaba al cristianismo de haber roto lo que él llamaba el equilibrio humano, de haber entristecido la vida y velado con manto fúnebre la naturaleza» (III, 1219).

De ahí que la reacción romántica, que él mismo había suscitado, acabara volviéndose contra éL Juan Pablo Richter critica el neopaganismo de Goethe, como una planta excéntrica, y muestra la diferencia entre lo clásico y lo romántico, a partir del elemento cristiano, cuyo descubrimiento abisal de la libertad del hombre echó a perder la armonía del mundo antiguo. El arte romántico es esencialmente un arte cristiano, fundado en la experiencia de una subjetividad infinita. Así lo ve también Friedrich Schlegel, que lo identifica con la poesía cristiana, «como si no hubiesen entrado en él-le replica Menéndez Pelayo- otros elementos distintos del cristianismo, y aun hostiles a él, por ejemplo, el paganismo septentrional» (III, 1258). Se comprende que cuando más tarde Schopenhauer retoma la cuestión, rechace el arte romántico por su inspiración en el sobrenaturalismo cristiano y, en contrapartida, admire la estética contemplativa del clasicismo. Para él-comenta Menéndez Pelayo-,

«la diferencia entre ambas poesías estaba en que el clasicismo se inspira siempre en los motivos verdaderos, naturales y puramente humanos de las acciones, mientras que el romanticismo prefería motivos artificiales, imaginarios y de convención, como los derivados de lo que él llamaba sacrílegamente el mito cristiano» (111, 1361).

Según Juan Pablo Richter, una de las manifestaciones del romanticismo es el humorismo, que muestra con indulgencia la relatividad de la vida. «En el fondo, el humorismo es cosa muy sena, como que entraña la idea aniquiladora e infinita. Los antiguos amaban demasiado la vida para despreciarla así, En oposición a esa poesía objetiva, plástica y serena, lo cómico romántico es el reino de la subjetividad» (III, 1242). La otra manifestación, desarrollada por Solcher, es la ironía romántica, debida a la inmanencia de la idea infinita en la conciencia finita del individuo, lo que le fuerza a un proceso de incesante negación y trascendimiento de sus propios límites. Como se sabe, fue Hegel quien criticó acerbamente la tensión desgarradora finito e infinito, ca­racterística de la conciencia desgraciada, y el infinito negativo del inacabable tender que Fichte introdujo en la filosofía. En este sentido, subraya Menéndez Pelayo, «Hegel era anti-humorista. Persigue con crítica despiadada el principio de la ironía, fundamental entre los románticos ale­manes y base verdadera del humorismo» (III, 1284).

No obstante, Hegel descubre en su Estética, en fidelidad a la observación de la historia más que a las propias premisas de su sistema, una serie progresiva entre el arte simbólico, el arte clásico y el arte romántico. El primero, fundado en la desproporción de la idea, todavía abstrac­ta e inadecuada, y la forma sensible en que se expresa. En cambio, el arte clásico representa el equilibrio logrado entre la idea adecuada, como <<individualidad espiritual>>, y la forma, como

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'~_;'<realidad sensible y corpórea>> (III, 1292). Pero al cabo, y en virtud de la presión interior del des­

.·· .. · cubrimiento cristiano de la subjetividad,

«el arte de la perfección finita cede ante el arte de la aspiración infinita. Y entonces nace la forma romántica, que, encontrando insuficiente las formas del mundo exterior, rompe la armonía del arte clásico y produce una escisión de fondo y forma, en sentido opuesto al del arte simbólico. El arte romántico es el arte del mundo interior y de la

libre espiritualidad» (11!, 1292).

De los elogios que dedica Hegel al arte clásico puede inferirse su simpatía con él por el prodigio que representa la lograda armonía entre la idea y la forma, <<El arte clásico había sido la representación perfecta del ideal, el reino de la Belleza; nada más bello se ha visto y se verá>> (lll, 1296), dice su comentarista, no ocultando sus propias preferencias por el clasicismo. Pero Hegel es demasiado moderno para quedarse en él, y demasiado antiguo como para consagrar la forma definitiva del arte romántico, aun cuando reconozca su superioridad:

<<Pero hay algo todavía más elevado que la manifestación bella del espiritu bajo la forma sensible; y es la conciencia que el espíritu adquiere de su naturaleza absoluta e infinita, la cual lleva consigo la absoluta negación de todo lo finito y particular>>

(11!, 1296).

Era el paso obligado a la muerte del arte, a la que luego he de referirme. Si a esta altura de la cuestión, queremos situar a Menéndez Pelayo en la controversia clasicismo o romanticismo, la empresa no resulta fácil, a cansa de su propio eclecticismo. Es verdad, sin duda, que «el Menén­dez Pelayo proalemán y filorromántico es tan auténtico como el Don Marcelino horaciano y clasicista» (B. Rodriguez G. y R. Gutiérrez S. 2009: 20). El dilema Horacio o Schiller no es más agudo que el de Platón o Goethe, Aristóteles o HegeL Y obviamente Menéndez Pelayo rehúye tales planteamientos por simplistas. En general, como han mostrado los autores recién citados, maneja un concepto <<muy estrecho, particular y precisO>> de lo romántico, como un pensamiento de la subversión y transgresión del rígido clasicismo intelectualista, y, por el con­trario, muy amplio de lo clásico (2009: 21 y 22) como toda obra de trascendencia educadora universal, con lo que fácilmente se origina el equívoco. Desde luego, él se siente clasicista por su profunda impregnación de la antigüedad grecorromana, y expresa su afinidad con Lessing, Goethe o S chiller, autores estos últimos a los que toma por clásicos y «educadores del mundo modernm> en una cultura universal de la humanidad. Pero, a la vez, le seduce lo romántico, no ya sólo por su inspiración religioso/cristiana, sino por la profundidad del mundo de la subjetividad, que había mostrado HegeL En este punto combate la opinión de Renan, que atribuía a Hegel la superioridad del arte clásico en contra de toda evidencia textual acerca del romanticismo como ápice de la evolución de las artes. Pero, a su vez, Hegel anega especulati­vamente lo romántico en la muerte del arte, tesis en la que no puede seguirle don Marcelino. De ahí que pudiera pensar en una síntesis, a lo clásico, en que la profundidad romántica de la experiencia cristiana del mundo pudiera armonizarse con el mundo de las formas y la bella

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CXVI Obras completas de Menéndez Pelayo

apariencia, algo así como un clasicismo de alma cristiana, al modo cristológico, como en el Renacimiento, o un romanticismo atemperado por la disciplina clasicista, de cara al porvenir, sin apercibirse de que la disparidad de ambos estilos toca en su fondo metafísico la recia con­traposición entre un naturalismo panteísta y un cristianismo idealista intrasubjetivo, entre los

que no cabe mediación.

De las <<ideas estéticas>> al símbolo

Aparte del sentido <<arte simbólico>> en Hegel como la forma artística específica de las culturas orientales, hay otro sentido genérico de lo <<simbólicO>> en cuanto esencia del arte como tal. En un célebre pasaje de la Crítica del Juicio, en el que no ha reparado Menéndez Pelayo lo suficiente,

define Kant la «idea estética» como

~<una representación de la imaginación que provoca a pensar mucho, sin que, sin embargo, pueda serie adecuado pensamiento alguno, es decir, concepto alguno, y que, por Jo tanto ningún lenguaje expresa del todo ni puede hacer comprensible» (C),pr.49).

En cuanto producto de la imaginación creadora, la idea estética es sensible, y está empa­rejada, en su concepción, con algún pensamiento o serie de pensamientos, no reductibles a con­

cepto intelectual o científico. De ahí que se trate de una expresión creadora, que desborda todo lengnaje objetivo, o, si se prefiere, que funda un nuevo nivel de significación o un nuevo lenguaje. En la medida que tal imagen, supera a la experiencia ordinaria y al entendimiento analítico y conceptual, la llama Kant <<idea>>, y la emparenta directamente con la razón, en cuanto facnltad de lo suprasensible. Esta imagen expone, pues, en la intuición, ideas e ideales de la razón, y por ello, <<provoca a pensar mucho>>, esto abre cursos inagotables de pensamiento, <<para vivificar el alma, abriéndole la perspectiva de un campo inmenso de representaciones afines» (Ídem). En este diálogo productivo de la imaginación creadora y la razón, no mediado por la reflexión con­ceptual, acontece la esencia del simbolismo como la capacidad de las imágenes sensibles para representar un mundo nuevo de sentido. El símbolo es, pues, una exposición (hipotiposis) de conceptos puros (esto es, no empíricos) pero no de forma directa, <<sino indirecta o analógica» (pr. 59). En todo símbolo se lleva a cabo un proceso de metaphorein o traslado, pues la imagen

o la intuición, que sirve de base, es traspuesta a un nuevo nivel o ámbito significativo. Según lo

expresa Kant,

«el transporte de la reflexión, sobre un objeto de la intuición, a otro concepto to­

talmente distinto, al cual quizá no pueda jamás corresponder directamente una intui­ción>> (Cj,pr.49).

De ahí que Paul Ricoeur, inspirándose en estos pasajes kantianos, lo llame <<metáfora

viva», por su capacidad de <<innovación de sentidm> (1980: 310), vivificando de este modo, se­gún Kant, las potencias del alma. «De modo que es el símbolo mismo el que impulsa, bajo su

CXVII

forma mítica, hacia la expresión especulativa. El simbo lo mismo es aurora de reflexión» ( 1970:

38). La síntesis o composición entre la imagen y el sentido que ella porta o vehicula consti­

tuye propiamente el vínculo simbólico. En este sentido amplio, todo arte y toda mitología es simbólica, en cuanto las imágenes suscitan ideas o las ideas se encarnan en formas sensibles. Según este planteamiento, el arte ya no puede entenderse como imitación de algo dado, sino como creación de símbolos, en los que reverberan las ideas. De imitar a algo sería, corno piensa Plotino, a los arquetipos originarios. Platón ya definió la belleza como el resplandor sensible deJa idea. Y, por su parte, Schiller la hace consistir <<en el equilibrio más perfecto posible de la realidad y la forma>> (111, 1203). Desde presupuestos análogos, Goethe, entiende la intuición artística como <<Una visión de la idea general en la imagen particular. A esa idea general-( co­menta Menéndez Pelayo )- la llama otras veces lo característico: es siempre el fondo poético del asunto que no ven los ojos vnlgares, sino solamente los del artista, el cual le extrae y le hace

permanente en la forma>> (III, 1222). Sin duda, ha sido Schelling el filósofo, que desde sn idealismo trascendental, tan afín al

platónico, ha penetrado más profundamente en el secreto del símbolo, como concepto puente entre arte y filosofía. Ahora bien, la forma no reposa en sí misma, como tampoco la expresión,

sino en la idea. Como escribe a propósito de Schelling

«Para sentir verdaderamente la forma, es necesario levantarse sobre ella y llegar al concepto de la fuerza positiva que somete la multiplicidad de las partes a la unidad de la idea( ... ). A cada cosa corresponde una idea eterna, que reside en la razón infinita ( ... ).Lo que da a la forma de arte su belleza, no puede ser la forma, sino algo superior a la forma, es decir, la esencia, la mirada, la expresión del espíritu que reside en la na tu­

raleza, La idea es el único principio vivo en las cosas» (111, 1272).

Sólo entonces el arte puede alcanzar lo característico en sentido schellinguiano, afín al

platónico. <<Lo característico no es lo individual; es su idea viva, mediante la cual el artista crea una especie, un tipo eterno, un mundo» (111, 1272). No es extraño que Schelling llegue a hacer del arte un órgano de revelación de lo absoluto. Hegel en este punto es mucho más sobrio. He­_reda el concepto de lo simbólico de Schelling, pero lejos de mantener la ecuación de la forma y la idea, la somete a una tensión dialéctica de la que van a surgir las diferentes formas de arte, a las que ya se ha hecho referencia, desde el arte simbólico, en sentido preciso particular de

primitivo, donde la imagen sobrepuja a la idea indeterminada, al arte romántico, donde se haya invertida esta relación en una simbólica del espíritu, en que la idea, determinada en la . subjetividad, sobrepuja a la forma. En su crítica al sistema de la identidad schellinguiano, Hegel ·se sintió obligado a romper la estrecha vinculación de arte y filosofía, en que había insistido Schelling, poniendo por encima de la potencia de lo simbólico el esfuerzo del concepto conci-píente. Y de ahí que, a partir de sus propios presupuestos, tenga que decretar la muerte histórica del arte, (en su fase definitiva de arte romántico), y con él de todo simbolismo, ya sea artístico o religioso, por obra de la reflexión crítica y negatividad del saber absoluto, que constituye la experiencia definitiva de la manifestación de la Idea, no ya en lo sensible, sino en la vida inma­

nente de la subjetividad infinita.

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CXVIII Obras completas de Menéndez Pelayo

De la imaginación creadora a la poética del genio

En el ya citado parágrafo 49 de la Crítica del Juicio, define Kant la imaginación creadora como la «facultad de exposición de ideas estéticas>>. «La imaginación (como facultad de conocer pro­ductiva) es muy poderosa en la creación, por sí decirlo, de otra naturaleza, sacada de la materia qne la verdadera le da>> (pr. 49), y de este modo, mediante el recurso de los símbolos, «pone así en movimiento la facultad de ideas intelectuales para pensar, en ocasión de una representación>> (Ídem). Ahora bien esta capacidad para poner en relación creadoramente imaginación y razón es lo que Kant llama espíritu:

«Espíritu, en significación estética, se dice del principio vivificante en el alma; pero aquello por medio de lo cual ese principio vivifica el alma,la materia que aplica a ello, es lo que pone las facultades del espíritu con finalidad en movimiento, es decir, en un juego tal que se conserva a sí mismo y fortalece las facultades para éh (Cj, pr. 49).

Y vivificar con espíritu, mediante el juego libre de imaginación y razón, o bien, de símbolo y reflexión, es lo propio del genio (ídem). El genio se caracteriza por su potencia creativa en tanto que es animadora del juego de las facultades, y, por ende, intelectualmente productiva. Menéndez Pelayo no repara en estos pasajes, y de ahí que se le escape el origen kantiano de la teoría del genio, desarrollada luego por el idealismo y el romanticismo. El genio crea libremente porque no está SU·

jeto a reglas, aun cuando de su operar puedan surgir nuevas reglas y cánones. La poética del genio es una de las más grandes contribuciones de la Estética idealista y romántica. Schiller la desarrolla en su tratado De la poesía ingenua y de la poesía de sentimiento, que comenta minuciosamente Menéndez Pelayo. El genio crea de un modo connatural, espontáneo, por potencia innata que lo asimila a la fuerza productora y vivificante de la naturaleza.

Pero una vez roto este vinculo viviente y armónico del hombre con la naturaleza y consigo mismo, la poesía se torna sentimental, porque ha de buscar fuera lo que ya no encuentra dentro como su fuente originaria de inspiración. «Nace el sentimentalismo cuando el sentido moral y el sentido estético comienzan a corromperse» (III, 1213). El arte se hace idealista en la medida en que necesita elevarse a un orden que ya no tiene o en el que ya no se encuentra naturalmente implantado. «Para S chiller, es arte realista el de las primitivas civilizaciones; arte idealista el de las civilizaciones maduras>> (III, 1213). Esta idealización explica las dos direcciones en la poesía sen· timental, la satírica, dirigida contra una realidad que no corresponde a las exigencias del espíritu, y la elegíaca cuando expresa la tristeza por el ideal perdido:

(<El poeta es satírico cuando considera lo real como objeto de aversión y disgusto, cuando pone de manifiesto el contraste entre la realidad y la idea( ... ) Cuando el poeta opone la naturaleza al arte, el ideal a la realidad, de tal modo que la naturaleza y el ideal sean el principal objeto de sus cuadros, resulta la poesía elegíaca, que Schiller subdivide en elegía propiamente dicha, e idilio, según que se lamenta la memoria de un bien per­dido, y se describe una felicidad no alcanzada por el hombre, o bien se representa esta felicidad como cosa real» (lll, 1214).

CXIX

No obstante, señala Menéndez Pelayo, <<uno y otro arte, el ingenuo y el sentimental, están dominados por la idea superior de la Humanidad>> (IJI, 1213) y contribuyen a ella, de diverso modo, en una función educadora. Por su parte, Juan Pablo Richter lo ha expresado en el ideal de una poesía fecunda, en contacto viviente con la naturaleza, de modo que imitarla es ya una forma de creación. Pero ha sido Schelling quien a partir de su sistema trascendental de la identidad, ha llevado más lejos la poética del genio:

<<El carácter fundamental de la obra de arte es un infinito inconsciente que el artista pone allí por impulso instintivo, fuera de su propósito y a veces contra él ( ... ) Por el contrario, las obras que falsamente usurpan el título de producciones de arte, no son más que expresión fiel de la actividad consciente del artista, y sólo hablan a la reflexión, jamás a la intuición, que gusta de perderse en las profundidades de su objeto y no puede encontrar reposo más que en lo infinitO>> (111, 1266).

Este planteamiento tendrá su último acorde en la estética de Eduard von Hartmann, al reco­nocer que el talento <<no produce más que obras medianas y frías, porque le falta el soplo vivífico de lo Inconsciente, la inspiración superior y misteriosa, que tenemos que reconocer como un he­cho, sin intentar explicarla>> (IJI, 1363). A diferencia de Richter, Schelling invierte la primacía de la naturaleza por el principio de la intuición artística creadora. <<De aquí la falsedad del principio .de imitación. Lejos de ser la belleza natural quien impone reglas al arte, son más bien las obras de arte las que nos dan principio, regla, y norma para juzgar de la belleza determinada o accidental de la naturaleza>> (IIl, 1267). De donde también puede concluir Schelling «la absoluta indepen­dencia del arte respecto de todo fin extraño al mismo>> (Idem).

Metafísica, ética y estética

También Hegel mantiene la tesis de la absoluta independencia del arte, pero sin necesidad de forzar la afinidad esencial del arte con la filosofía, intuición artística e intuición intelectual, como hace Schelling en el sistema de la identidad. Hegel, en cambio, establece una distinción relevante entre arte, filosofía y religión. La cuestión tiene una rica y valiosa ascendencia. Para Platón, conforme con su esencialismo, la belleza era la manifestación sensible de la idea, de modo que en el gran arte, el que no es imitación banal de las cosas, se alcanza a ver, como más tarde dirá Plotino, el resplandor de los arquetipos. Además del elemento simbólico, hay, pues, en el arte, un elemento eidética, a modo de reverbero de la luz inteligible, trasunto del estatuto ontológico de las ideas. Kant, sin em­bargo, disocia en el sentido de lo bello, el elemento afectivo del intelectivo, segón Menéndez Pelayo, perdiéndose con ello la relucencia objetiva (veritativa) en el arte. Hegel, por su parte, reeqnilibra los dos factores afectivo e eidética, que obran en el arte, y, a la vez, en cuanto metafísico, restaura la uni­dAd de las propiedades trascendentales -lo verdadero, lo bueno y lo bello-, pero realzando la pri· macia de la verdad sobre la belleza. Mantiene, no obstante, una concepción ontológica del arte como órgano de revelación, insertándolo en la economía de la verdad, pero no en relación imitativa a las cosas concretas, sino reproductiva de los arquetipos. Esto realza sobremanera la dignidad del arte

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CXX Obras completas de Menéndez Pelay0

«La verdad que el arte manifiesta y hace sensible es de especie más alta: es una manera propia de revelar lo divino a la conciencia, de expresar los intereses más pro­fundos de la vida y las más ricas intuiciones del espíritn. El arte no es ni la religión ni la filosofía; pero cumple el mismo fin con diversos medios» (III, 1280).

Es, con todo, muy significativa esta última distinción «El fin del arte -expone Menéndez Pela yo- es, pues, representar lo real como verdadero, esto es, en su conformidad con la Idea que ha llegado a la perfección de la existencia reflexiva» (111, 1286). Sólo que esta representación es simbólica, en el medio de la imaginación o por medio de la imagen, <<amoldando el elemento racional a la forma sensible>> (III, 1291), y, por tanto, en forzosa inadecuación con la Idea en sí misma considerada. De este presupuesto especulativo va a extraer Hegel una conclusión pa­radójica, la muerte del arte, «el más triste y desconsolador vaticinio para el arte: -comenta Menéndez Pelayo- pues le destierra a la región de lo pasado» (III, 1280). En la época de la cultura espiritnal moderna, abierta por el cristianismo, el símbolo no es el medio adecuado para revelar las profundidades del espíritn. Dada, pues, esta inadecuación, y una vez que la filosofía especulativa ha alcanzado a pensar la Idea en sí misma o esta infinita plenitnd del espíritn, el arte pierde el alto rango que tuvo en otras épocas y deja paso a la primacía del saber filosófico. Otro tanto le ocurre a la religión, que anticipaba en el tiempo, profetizándola simbólicamente, la · reconciliación de lo finito con lo infinito, pero una vez que tal alianza se ha cumplido en el mun­do histórico moderno, su función queda sobrepasada y reabsorbida por la filosofía. No obstante, comenta Menéndez Pelayo,

(<el buen sentido hegeliano triunfa aquí, como en otras partes sobre su lógica. Com­prende que al arte moderno le falta fe y le sobra espíritn crítico; pero no puede re­signarse a su total desaparición, y concibe una especie de arte de la humanidad, arte ecléctico, basado en el libre empleo de todo género de ideas y de formas, combinadas entre sí de mil maneras diversas, bajo la inspiración del criterio actual. Es lo que algu­nos llaman ahora modernismo» (III, 1298).

El tono un tanto despectivo con que Menéndez Pelayo se refiere al criterio «actual», que no es <<la actnalidad del espíritu», sino de la vida del hombre en la diversidad de sus manifesta­ciones en la cultura burguesa, deja traslucir que su apuesta personal es por el clasicismo, el arte eterno e imperecedero, corno equilibrio de forma y fondo, de expresión simbólica y contenido sustanciaL No obstante esta diferencia, Menéndez Pelayo plantea, de modo análogo a Hegel, la distinción entre arte, ciencia y moral (cfr. León Tello, 1983: 18ss). El arte se mueve en el orden simbólico de las formas y la ciencia o el saber en el de las intniciones. Se comprende así su ai­rada reacción contra aquellos planteamientos idealistas, corno los de Krause en su Compendio (de Lecciones de Estética) y de jungrnann en su tratado de La belleza y las bellas artes que, par­tiendo ambos de un vago y nebuloso misticismo, conducen a un concepto laxo y equívoco de arte, donde cabe todo, desde el arte de vivir hasta el arte de cumplir con los deberes del propio estado o las bellas artes. «Krause -dice- confunde real y positivamente la religión con el arte, hasta el punto de hacer paralelos, a despecho de la historia, el grado que alcanzan los pueblos

CXXI

el sentido y arte estéticos con el grado de su educación religiosa» (III, 1332). Y otro tanto 'i+JA<¡curre a Jungrnann, al confundir amor y belleza, en contra de la toda la tradición tomista, Cié'íior<¡ue «en santo Tomás lo que define al amor es la complacencia en el bien, y nunca la con­

. ctf"en¡ph!Cliln de la belleza, ya que pulchrum autem respicit vim cognoscitivam» (ll, 1336) Pese a la lfeirencm de sus supuestos filosóficos entre Krause y )ungrnann, Menéndez Pela yo encuentra

::c\_ú:ngnm l'a'""'uowv entre sus respectivos planteamientos:

«El resultado científico es poco más o menos el mismo. Y no se puede negar que en medio de las diferencias que nacen de ser heterodoxo y panteísta el pensamiento de Krause y de ser purísima la ortodoxia de )ungrnann, media una afinidad secreta y estrechísima entre ambos libros, en cuanto uno y otro no son Estética, sino Contra­Estética; no son tratados sobre el arte, sino contra el arte, cuya peculiar esencia y valor propio niegan por diversos caminos; no dan luz ni guía al artista ni al crítico para sus obras y sus juicios, y, en cambio, lo mismo Krause que Jungmann, cada cual por su estilo, propenden a cierto misticismo sentimental, que confunde y borra a cada paso los términos de la moral, de la religión y del arte, sin provecho ni ventaja alguna para el arte, para la religión ni para la morab (III, 1334).

'De Hegel a Kant: la reivindicación de la sensibilidad

Hegel se cierra el gran ciclo de la Estética idealista, al menos en lo que respecta al orden c$ístemático, aun cuando las diversas escuelas hegelianas siguieron desarrollando algunas de sus ';virtualidades y rellenado sus vacíos según distintas y contrapuestas orientaciones. Como advier­

Jé Menéndez Pela yo,

«el pensamiento de Hegel, por lo mismo que era tan vasto y sintético, y por la misma ambigüedad de sus fórmulas podía y debía ser interpretado de muy diversas maneras, desde el teísmo cristiano y espiritualista hasta el ateísmo materialista; desde el cesa­rismo platónico hasta el nihilismo; desde el cesarismo autoritario hasta el radicalismo demagógico» (III, 1311).

Y otro tanto ocurrió en la Estética, entre el espiritualismo de Rosenkranz y el sensualismo ·;,de Feuerbach. Imposible es dar una idea de la variedad y complejidad de las corrientes estéticas,

deudoras de Hegel, que Menéndez Pelayo analiza con prolijidad admirable. Baste con dar un ;,:mapa de las orientaciones fundamentales. En el ala derecha hegeliana, el talento más representa­

tivo es Weisse, quien en su Sistema de la Estética como Ciencia completa los vacíos de Hegel tanto en la metafísica de lo bello como en una visión más comprehensiva de la teoría de las artes. En

,'el centro Rosenkranz, desenvolviendo hasta las últimas consecuencias el pensamiento hegeliano ;,que ve en el arte la manifestación sensible de la Idea en la totalidad de su desarrollo. Éste ha de <'""'orr, por tanto, como uno de sus momentos constitutivos, también las categorías de lo feo y

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CXXII Obras completas de Menéndez

de lo perverso, no como meras negaciones, sino en cuanto estímulos para la producción. idea aparece y se mueve en medio de la agitación y del desorden, en medio de los conflictos la realidad» (III, 1314), y el arte, en consecuencia, tiene que explorar y exponer estos rn<Jmentos.ll no idealizándolos, al modo de Víctor Hugo, sino haciendo «resaltar todo lo significativo» 1315). En la izquierda hegeliana, Feuerbach con su decisiva inclinación hacia un · idealizado por una mística del amor carnal y su rechazo encarnizado de toda la seiitiJnent,,lidad'l de origen cristiano, incluido el romanticismo. Y entre los hegelianos independientes, Y!schedl con aportaciones decisivas en la filosofia del arte a partir de un conocilniento más técnico piL>re-S~ sional que Hegel, lo que le lleva a una defensa igualmente cerrada del arte por el arte.

Más decisivo es con todo el capitulo VIII, dedicado a las estéticas postheglianas, en las se opera una vuelta del idealismo hegeliano hacia el kantismo en su dilnensión más teJnoJnenalis­ta. «El cansancio trajo la reacción, que también empezó por remontarse a Kant, desarrollando pensamiento bajo la fase experimental y realásta» (11!, 1345). Este cambio de perspectiva conct11¡0 ;¡¡¡ a una estética más formalista y realista corno la de Herbar!, consagrada a una morfología de bello; o bien orienta la investigación hacia la Historia de la Estética, como es el caso de LUTIUler­

rnann, Max Schasler o E. Müller o C. Herrnann. Surgen también corrientes sincretistas como de Lotze y Schasler, que aspiran a «concordar el idealismo y el realismo en un sistema annóJnic<JI> (III, 1349). De Lotze, a quien califica corno <<Uno de los pensadores más profundos de que gloriarse Alemania» (11!, 1348), resalta su proyecto de un Ideal-realismus o idealismo realista, lulo que en diversos pasajes hace suyo Menéndez Pelayo para indicar la orientación de su propia estética. «Las ideas estéticas de Lotze son una especie de transacción entre el idealismo hegeliano y el realismo herbartista» (III, 1348). Podía igualmente haberse llamado realismo idealista, pues-to que las categorías estéticas del idealismo están recreadas sobre la nueva base de una rnetafísi•ca realista. Y de Schasler pondera Menéndez Pelayo especialmente su contribución a la historia y a unafenornenología estética. Muy relevante es la consideración que se dedica a la Estética del pe- ·. Slrn!srno de Arthur Schopenhauer y Eduard von Hartmann. La vuelta a Kant y la oposición al sis­tema hegeliano se hace aquí más expresa. De Schopenhauer valora Menéndez Pelayo su original recuperación de la estética del platonismo, pese a haber partido de una metafísica de la Voluntad ciega, antítesis cabal de la Idea hegeliana. Pero en la medida en que esta Voluntad noumeno se expresa y objetiva en multitud de formas, es posible intercalar «entre el mundo de los fenómenos y el mundo de la voluntad una cadena de ideas que en la misma naturaleza morgánica y orgánica se manifiestan corno especies determinadas, propiedades primordiales, formas inmutables, no sujetas a la ley del eterno Werden« (III, 1356). Surge así todo un mundo de ideas o arquetipos, mtermedw entre el noumeno y el fenómeno, susceptible de ser descubierto por una inteligencia que haya aprendido a liberarse de su encadenamiento a la voluntad. Y es la mirada contemplativa y desinteresada del arte la única que puede captar este puro remo de formas:

<<El arte es, por su misma esencia, objetivo y sereno, como precursor del eterno re­poso y de la manumisión final (. .. ) La vida no aparece en el arte smo contemplada y embellecida, y libre de las miserias de la individualádad. El arte concibe y reproduce las ideas eternas, el fondo esencial y permanente de los fenómenos; aisla el objeto de su contemplación, le concierte en representación del todo, detiene la rueda del tiempo

estudios preliminares CXXIII

y corta la cadena de las relaciones. Podemos definir el arte: contemplación de las cosas independientemente del principio de razón» (111, 1357).

Sobre esta nueva base, Schopenhauer recrea ciertas categorías del idealásmo, como el con­cepto de genio, al que caracteriza por <<la más completa objetividad, o sea, la dirección objetiva del espíritu, opuesta a la dirección subjetiva y voluntaria, con la facultad de absorberse totalmen­te en la intuición pura y convertirse en puro sujeto conocedor, en espejo luminoso del mundo» ¡¡¡¡, !357), o la distmción entre lo cómico y lo trágico, o una distinta jerarquía de las artes, cuyo ápice lo ocupa la Música como el arte trágico por excelencia, pues «no es no ya, como las otras artes, iulagen de ideas, sino imagen y objetivación inmediata de la voluntad absoluta; revelación directa del ser, o, lo que es lo mismo, del eterno dolon> (III, 1359).

Este planteamiento abre camino a las corrientes estéticas sobre la música en la obra de ¡;duard Hanslick y Richard Wagner, quien consagra el drama musical corno la síntesis de todas las artes y el arte educador del porvenir. En la dirección metafísica, Eduard von Hartmann, con su teoría de lo Inconsciente, en cuanto sustancia originaria del mundo, radicaliza el pesimismo de Schopenhauer, sobrepuja la dimensión nirvánica o ascética de su obra en una verdadera ac­titud aniquiladora, vincula la belleza con la manifestación de un rayo de lo Inconsciente en las cosas e identifica el placer estético con el sentimiento de «la inteligencia victoriosa que descansa de su trabajo, manifestando de este modo la superioridad que tiene sobre las fuerzas ciegas de !a materia» (III, 1363).

Epilogo

Al cabo de este recorrido por la filosofía posthegeliana se impone a Menéndez Pelayo una con­clusión desalentadora: «Sea cualquiera -dice- el valor de estas tentativas aisladas el ciclo de la metafísica parece por ahora cerrado con Hartmann y su doctrina de lo Inconsciente» (III, 1366),

a la par que constata con amargura que

«el realismo, el pesimismo, el positivismo, el materialismo, el empirismo en todas sus formas, el criticismo y el escepticismo, han contribuido juntos y aislados a difundir en la atmósfera de las Universidades alemanas un marcadísimo desdén hacia la filoso­fía pura» (III, 1366).

Contrasta esta conclusión desilusionada con el rendido elogio que dedica a Hegel, a pesar de sus discrepancias, como si llegado a este punto sintiera cierta nostalgia del hegelianismo:

«La influencia estética de Hegel está en todas partes, hasta en la escuela pesimista, que le injuria y maldice. Todavía no ha aparecido construcción alguna que supere a la suya, ni se ha vuelto a ver en ningún otro teórico aquella dichosa unión del sentimiento artístico y la filosofía( ... ) Ningún estético ha poseído en tan alto grado el don precio­so y rarísimo de admirarlo y comprenderlo todo ( ... ) Conste que Hegel enseña hasta

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CXXIV Obras completas de Menér1de:' p,,¡,

cuando yerra( ... ) Hegel podía entender el ideal como quisiera; pero su libro respira e infunde amor a la belleza inmaculada y espiritual» (III, 1309).

Aludía al comienzo a la opinión, tanto de Olguin como de León Tello de que la estética Menéndez Pelayo puede rastrearse a través de su obra. Desde luego, lo que es inequívoca es simpatía, pues en sus retratos de los grandes autores ha proyectado rasgos de sí mismo. · por Friedrich Schlegel, <<Un espíritu a la vez tan científico y tan cristiano>>. Simpatía también el último Goethe, <<el patriarca de la cultura universal>>, en quien reconoce el ideal de tolerancia comprensión, donde él quisiera mirarse. Ambos Goethe y Schlegel, junto con Schiller, uuect:n¡;

dimensiones que su alma eligiría para una posible sin tesis de clasicismo abierto y rmnantic:ism atemperado. Y, sobre todo, simpatía por Hegel, el metafísico de lo absoluto y el teórico de la ca más integral de los tiempos modernos, que de algún modo había intentado esta armc•ni<caciió• Su fascinación por Hegel es tan grande que cuando piensa en una filosofía necesaria del la que él haría suya, la califica como <<hegelianismo cristiano>>. Y con frecuencia se refiere «realismo idealista;~ o un «idealismo realista» como la necesaria síntesis de las dos tendencias han desgarrado la historia de la filosofía. Se comprende así su interés por las propuestas de y Schasler, en las que veía un intento de conciliación de ambas corrientes. Podría entenderse una fórmula ecléctica, y como se sabe, con frecuencia se le cuelga a su obra esta etiqueta, a la Morón Arroyo le ha dado un significado positivo, en cuanto implica rechazo del dogmatismo un «espíritu abierto>> ( 1985: 166· 7). A veces relaciona Menéndez Pelayo eclecticismo con dia y armonismo (Ens. Crit. Fil., XLIII, 23). Como señaló Adolfo Bonilla san Martín en,_,.,,_,,, semblanza de su persona y obra, <<la tendencia sincrética y armónica, que él echaba de ver en especulación filosófica hispana, caracteriza también la suya>> (1914: 156). Y es que el ve¡·dacier~ ecléctico no lo es por defecto de sistema, sino por la conciencia histórica de que ningún se basta para contener la verdad absoluta. Es ecléctico quien relativiza los sistemas y a la vez, que siempre se puede salvar de ellos alguna perspectiva, pues los grandes pensadores, como mismo dijera de Lotze, hacen «converger nuestros pensamientos al centro del mundo» (Ens. Fil., XLIII, 114). Tal rumbo central significaba para Menéndez Pelayo una filosofía del capaz de integrar la antigüedad clásica, el cristianismo y el idealismo moderno.

Si bien se repara, el idealismo, en su sentido objetivo platónico, es interno y connatural obra de Menéndez Pelayo, quien había rastreado sus huellas en su discurso sobre <<Las · · des de la filosofía platónica en España>>. En el mundo de las ideas, como arquetipos normativos, encuentra él la base metafísica de toda gran filosofía. También de una estética de la luz y forma, como reverberaciones del ejemplarismo ontológico. Como resume M. Maceiras, <<la tica de Menéndez Pelayo cabe entenderla como un <<realismo esencialista, crítico dell n<tturalismta, adscribiéndolo a tres graudes tradiciones: clásica, neoplatónica y la postkantiana, sintetiza<!¡¡; en Schillen> (2008: 5). Por la clásica, habría que entender, a mi juicio, el clasicismo en amplio, tomando en cuenta fundamentalmente a Platón y en los temas estéticos a Horado. la neoplatónica hay que incluir una profunda herencia agustiniana, como puente entre mo y cristianismo. Y en la moderna postkantiana, no sólo a Schiller, sino también Fr. Scllie~;el y Goethe y, sobre todo, a Hegel, cuyo sistema es, en buena parte, <<Un platonismo inrnaJJente», edificado sobre la historia viva y dramática del Espíritu. Pero en esta relación no puede

cxxv

ristóte!es,teniendo en cuenta que <<su concepto de idealidad, y con él el de obra estética, debe· ba¡·o el rótulo del aristotelismo más que del platonismo>> (Olguín, 1950: 342). En efecto,

caer . d e ¡ · · ( ·d · · entiende a ésta como una smtesis e 10rma caracter y matena conten1 o emprrl-inseparable conjunción expresa la idea, idealismo y realismo «no son, pues, categorías

>.í~Jatr:ldi"ctonas, sino mutuamente implicativas» (1950: 338). Hegel es, por otra parte, un crítico '• .:''§"t!,¡¡ natura~1sm1o, en nombre de los derechos de la Idea, y nada combatió Menéndez Pelayo en la

.CcJ:i•M:ica con más ahínco que la corriente naturalista, basándose, como advierte F. ). León Tello, ólo en sus convicciones morales y religiosas, sino también en razones de buen gustm> (1983: ~o diría que, sobre todo, en razones estéticas, pues una interpretación exclusiva de la obra

contenido empírico (ya sea fisiológico, psicológico o sociológico) elimina su dimensión •.i.{jeS<lt >U

•·•jln:lpia•me:nte artística en cuanto expresión o manifestación del mundo de la idea. Es, pues, la .. i ÍdeaUida·d iJ:re>:iU<:t!l>le de la formal¡¡ que libera a la obra de arte y al artista de su sometimiento a

código ideológico o religioso (Oiguín, 1950: 334). . . . . . . Por lo demás, el idealismo absoluto no era a sus OJOS mas que una mverswn de la filosofla

. ;¡¡¡!atónica del Bien. Invirtiendo la inversión, es decir, poniendo las cosas sobre la base, no en la .: •• :dlncien•Cla, sino en la realidad en devenir, se tendría un realismo esencialista o esencialismo

;l!ia!i:;ta,nofijo sino flúido y dinámico, una especie de síntesis entre Platón y Aristóteles, pasados el espiritualismo cristiano, o si se prefiere, un evolucionismo de signo espiritualista. Y de esta

: lí!Spiración religiosa vive su estética, como ha señalado Olguín, conforme al modelo cristo lógico unión de lo infinito y lo finito (1950: 340 y 343). Esto fue lo que buscó Menéndez Pelayo en

•j¡¡osoffa sin lograr encontrarlo. Y de esta metafísica, paradójicamente potencial y en vislumbre, ->ifiás «ciencia buscada'' que saber conceptual sistemático, se nutre incoativarnente su estética, .~e por eso no llegó a estar formulada en un tratado, salvo algunos rasgos y destellos, por falta

· -de la base metafísica expresa en que poder sustentarla.

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CAPÍTULO SEXTO

LA TEORÍA LITERARIA ALEMANA DEL SIGLO XIX EN LA

HISTORIA DE LAS IDEAS ESTÉTICAS EN ESPAÑA

M• Ángeles Quesada Novás

n el momento en que Menéndez Pelayo aborda el tema de las teorías literarias ale­manas de fines del siglo XVIII y principios del xrx se estaba produciendo en España una situación muy rica en planteamientos teóricos relacionados con la literatura, que

en la primera mitad del siglo XIX con las polémicas entre clasicismo y romanticis-continúan con el tratamiento de los géneros literarios, el desarrollo de disciplinas como

y la historia literaria, las polémicas el papel de la literatura en el progreso moral de la · o sobre el concepto del <<arte por el arte>>. El krausismo, el krausopositivismo, el he-

¡antsrr<o, el positivismo constituyen las tendencias teóricas más reconocibles en ese momento, el análisis de la crítica inmediata realista y naturalista, y de las ideas de los novelistas

,:,,J]f~tlíst:"' y naturalistas, entre otros aspectos>> (Chicharro 2004: 22). Pretender nominar el concepto de teoría literaria manejado por Menéndez Pelayo en el

,: ~tÍfti!tarrtiertto dado a los capítulos dedicados a la teoría literaria alemana en esta situación se ~~!IStituye en tarea harto dificultosa, puesto que, como así lo confirman los abundantes trabajos

obra de este estudioso ha generado, hablar de metodología o sistemas críticos dentro del de su producción tropieza con el principal escollo de que él no llevó a cabo una expo­

específica de ellos. La dificultad ya citada se incrementa con el hecho de que <<no nos ha legado una teoría crí­

propiamente dicha>> (Aullón 1994: 89), y es más, a pesar de lo ingente de su legado, lo cierto no <<existe, dentro de la obra de Menéndez Pelayo, una exposición suficientemente amplia

'j:Jrg,áni•ca de sus ideas acerca de la literatura en general, ni acerca de la crítica en particular» 1974:15-16). Ello no implica que el autor no las haya expuesto, y con frecuencia, sino que espigadas a lo largo de su obra completa.

En lo que respecta a la Historia de las Ideas Estéticas, según el primitivo plan de la misma, ;;~!llaJltor tenía previsto en los últimos capítulos compilar <<los principios admitidos como ciertos

(Kluge 1959: 6), ya que él-y así lo afirma en la Advertencia preliminar aparecida en worum~en 1- no quería que sus ideas apareciesen <<interrumpiendo el curso de la exposición,

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CXXVIII

en que casi siempre dejaré la palabra a los autores mismos, único medio de que las pr,eoc:un:arie nes individuales no ofusquen la doctrina ajena; sino en el último lugar, que es el que les

ponde, y ordenadas en forma de epílogm> (1, 10). Como es bien sabido, la obra quedó incon<:lus:

y con ello nunca se llegaron a plasmar dichas ideas. A pesar de todo lo dicho -y afortunadamente para nuestra finalidad-, contamos con

documento que contiene algunos interesantes datos acerca de criterios y métodos de

análisis e interpretación de la obra literaria, es decir, lo que él creía que debía ser un de la literatura, de cómo debía un estudioso afrontar su tarea y de qué manera debía el material estudiado y que no dudamos, se constituye en su propio método. Nos referimos Programa de Literatura española que presentó para las oposiciones a cátedra de la Urüv,ersiin· Central de Madrid en 1878, que puede servirnos de guía para entender sus aspiraciones

y metodológicas. El Programa viene precedido por una Introducción en la que el opositor expone cuál

idea acerca de qué deba ser una Historia de la Literatura, qué entiende él que significa el to nacionalidad y su aplicación al estudio de la literatura. A continuación justifica la mcmsiOn de determinadas etapas de la historia en su programa y ya hacia el final, entra en el terreno

la teoría crítica. En este último apartado comienza rechazando las prácticas usuales en su entorno:

el espíritu y criterio de la enseñanza tal como del programa se deduce, procuro alejarme doble escollo de la crítica puramente formalista y de la que llaman transcendental, ora aspire

grandes síntesis históricas, ora a inauditas revelaciones estéticas» (Menéndez Pelayo 1934: Y justifica a continuación el porqué de esa toma de postura: «No es ya lícito convertir la de la literatura en un descarnado índice de autores y de libros juzgados en su parte externa formal( ... ). No es acertado considerar al autor fuera de su época, pero aún es más dañoso su personalidad y convertirle en eco, reflejo o espejo de una civilización>> (Ibídem: 14).

De estas apreciaciones deriva la opción que mejor define su quehacer: «El juicio·-senti" miento de lo bello y la apreciación histórica deben caminar unidos( ... ). De aquí la uece,,m,Lu ae¡

criterio histórico al lado del estético». Pero a estas afirmaciones aún se les puede añadir otras contenidas en las Notas que

geñó al momento para dar respuesta a las objeciones que se le hacían durante la pr·esentaciór del programa. En estas Notas, en las que -según su prologuista M. Artigas- «se repiten y conceptos de la Introducción>> (Ibídem: XII), se encuentra una serie de valiosas afirm:acicmes acerca del quehacer crítico, como por ejemplo, cuando señala los males propios de la aplica,ción exclusiva del método histórico, o cuando ante las objeciones de sus oponentes por la auserKüten el Programa de la llamada alta crítica, él anota: «La tal alta crítica es una sarta de lugares nes», puesto que lo que él cree es que «la crítica no es alta ni baja; la crítica es una, pero cmnpllej~ abraza la crítica externa o bibliográfica, la interna o formal, la transcendental, la histórica:

quiera de estas partes que falte, el estudio será incompleto>>. Unas líneas más abajo vuelve a enumerar las tendencias críticas de su época: bilJli<Jgráh<:a,,

formalista o externa, estética, filosófica, histórica, método analítico; para rematar con una nllW<'

da afirmación que caracteriza su quehacer: «Yo he procurado evitar los inconvenientes de estos sistemas. Tengo principios estéticos: procuro, además, poner la historia literaria dentro

CXXIX

ihü:tor1·a social; pero no traigo un sistema a priori que me empeñe en aplicar a todo, aunque los resistan>>. Un comentario que implica la aceptación de aquella metodología que facilite como es el caso de la del positivismo, del que valora la observación y minuciosidad:

o.ábalnJen:tc hoy la corriente favorece a las ciencias y estudios de observación, y es adversa a las y generalizaciones precipitadas. Si el positivismo representa algo, eso representa>>.

como se puede observar, tiene Menéndez Pelayo una opinión formada de qué es lo que

•··· ...•. ·.·•g¡;¡trecen las diversas tendencias de la crítica de su tiempo y -quizá lo más interesante para r, ;{j[lue:;tra pesquisa-, ha optado por no afiliarse a ninguna de ellas, al menos a priori, lo que no • >ciéíliJSta para que acuda a alguna de ellas en su trabajo. En palabras de Hans )uretschke: «Teóri­

expresado, quería evitar( ... ) la coacción de un sistema, y reunir todos los métodos en

··•0'.\:urso la vieja crítica bibliográfica y la formal del clasicismo del siglo xvm, la estética de los ;;0j&<;hlegel y la filosófica de los hegelianos, la exposición histórica y el método analítico de inves­

.;i?:íig;adclfeS como Grimm, Díez, G. París, y otros>> ()uretschke 2001: 1, 297). Esta postura es la que lleva a diversos estudiosos y comentaristas de la obra menendezpela­

>'<)t•inana --M<ere¡(alli (1943), DámasoAlonso (1956), Real de la Riva (1956), Carbal! o Picaza (1957),

:;l!ncluráin (1959), Kluge (1959), Sánchez Reyes (1962),Zuleta (1974), Morón (1985), Sáinz Rodrí­;,;.;yguez (1989), Navas (1999)- a hablar de un «evidente eclecticismo filosófico y de su manifiesta

·····.•·•·.'.iif'~J!~gmm:i~ a aceptar sistemas rígidos o esquemas mecánicos>> (Zuleta: 1974: 18), o como afirma ,;;•.r-'-''"~ic. «El espíritu armonista de Menéndez Pelayo busca en todos los ámbitos la síntesis de los

•z~lqonceptos y fenómenos opuestos>> (Kluge 1959: 29). Se trata de un eclecticismo que en palabras Ciriaco Morón «tiene sentido positivo: significa espíritu abierto para estudiar y apropiarse

¡:~ururto de bueno se encuentre en la sociedad o en la cultura>> (Morón 1985: 166), y que, además, . ,¡.~u¡>ane: «la búsqueda de un principio más profundo que permita superar los opuestos>>.

Por último, M" Isabel Navas concluye señalando: <<Hay, por tanto en Menéndez Pelayo una

• X)lolrmt:>d de síntesis entre los sistemas teóricos dominantes de la época: el positivismo y el im­<'i¡íre:;iorrisrno, distanciándose al mismo tiempo y por igual de cada uno de ellos. La sumisión po-

····.StnLVISta al dato convive en él con las teorías del genio individual, propias de la crítica biográfica un cierto acientifismo» (Navas 1999a: 38). Pero quizá no debiera extrañarnos esta carencia de sistema cerrado y expuesto teórica­

c.:!nertl< si recordamos las palabras que el polígrafo dedica a Lessing al comienzo de su estudio obra de este autor y que vendrían a corroborar la visión modélica del crítico que él man­

. ·•·""'": <<Lessing es el espíritu de la crítica encarnado y hecho hombre, es decir, todo lo contrario espíritu dogmático y cerrado y todo lo contrario también del espíritu escéptico. Nadie le

:•iimraló en codicia de saber y en firmeza indagatoria y analítica, pero nunca quiso fundar, e hizo c;'men, :;Ist<:ma alguno>> (11, 767).

A esta definición laudatoria, de la que vale la pena subrayar el comentario: «e hizo bien>>, negativa de Lessing a fundar sistema alguno, se podrían añadir las palabras con las que en

preliminar expone su metodología: «Hay, pues, una gran parte de esta obra, caso ''.C<OIUOIO anterior a Kant, en que he seguido el método histórico, único que, por su sabia serenidad

'1'í:otlVi<•ne a cosas ya tan lejanas. De allí en adelante, la exposición tiene que tomar forzosamente

más animado y más crítico, y resolverse, al fin, en ideas propias. Todo lo demás sería '··->~orrtbatir con fantasmas>> (1, 10).

Page 15: Historia de Las Ideas Estéticas en España-2

cxxx

Con respecto al método de trabajo crítico, lo define el estudioso de manera corltnnd<ent<e, las primeras líneas de estas Notas tan breves, pero tan ricas en datos sobre la personalidad estudioso. Habida cuenta de lo enjundioso de este inicio de respuesta pasamos a transcribirlo;

«Distinción entre la crítica histórica y la estética. Aquí tenemos que aplicar las dos. El acto de la apreciación de la belleza es mixto. Encierra un juicio y un senti­miento. No conviene dar demasiado predominio al elemento afectivo ni al discur~ sivo. El crítico ha de tener, si no facultades artísticas, por lo menos análogas a las artísticas; debe penetrar en el génesis de la obra y ponerse, hasta cierto punto, en la situación del autor analizado. Puede faltar al crítico el talento de ejecución, pero en manera alguna, otras condiciones. El juicio ha de ser formal, propio y espontáneo, si

vale la frase. Los elementos de la crítica han de tomarse del estudio del mundo y de las cosas

humanas, de la comparación de los modelos y de una teoría formada ya a priori ya a

posteriori y como efecto de esa comparación. Ha de haber principios en la crítica, so pena de reducir ésta a impresiones subje~

tivas; pero los principios solos no bastan, por su carácter vago y de generalidad. Las

reglas son más bien negativas que positivas. La apreciación estética no es en manera alguna un acto puramente intelectual.

Ejemplo de la insuficiencia del juicio tenemos a algunos críticos del siglo pasado, que no podían admirar la arquitectura gótica a pesar de sentirse atraídos por ella.

El crítico tiene que analizar, describir, clasificar y, finalmente, juzgar>> (Menéndez Pe­layo 1934: XI-XII).

En estos espontáneos párrafos, escritos a vuelaplnma, aparece condensada una serie ideas a las que, no dudamos, se mantuvo fiel en el devenir de su labor. Así su insistencia en carla crítica histórica, <<que él hereda de su maestro Milá y Fontanals» (Aullón 1994: 89), sin perder de vista los inconvenientes de la misma y siempre en estrecha relación con la

estética, de manera <<que evitara excesos en uno u otro sentido» (Zuleta 1974: 31). junto a ello, en un aspecto sobre el cual volverá reiteradamente en sus obras, afirma

crítico debe conocer el proceso de la creación artística, es decir, «que no basta con qne el haga el inventario de hechos, deduzca sus causas y sus leyes y establezca sus relaciones, sino debe penetrar en sus raíces, no sólo como conocedor, síno como artista>> (Zuleta 1974: 28). Y

lo afirma el propio Menéndez Pelayo en el tomo IV de la obra que estudiamos: «Para · sobre arte lo primero que se requiere es haber vivido en íntimidad con el arte; ( ... ) ejercitar

sí propio la fantasía artística, de la cual en cierto grado participa siempre el verdadero

(III, 1334). Ello no implica, como sí lo hace la crítica impresionista, que equipare la actividad

con la creativa, sino que se enfatiza la «necesidad de penetrar en la génesis de la obra,pone1rseen cierta medida en la situación del autor analizadO>> (Castro Flórez 1990: 217). Esta ne•ce,>u•u u•

ejercitar la fantasía artística, de ponerse en situación proviene, sin duda, de su COJlVenci:mrentc

de qne en las obras de los grandes poetas aparecen «constelaciones de ideas que jamás

CXXXI

:¡jes:cutmr sino el qne está iniciado por experiencia propia en los sagrados misterios del arte»

1243). Entrando ya en el terreno de las doctrinas literarias, sostiene la necesidad del conocimien-

las mismas, puesto que el objeto de estudio se ha originado en nn particular ambiente telecmar y filosófico, aun cuando de inmediato señale los peligros de las reglas. Y remata estos

primeros con la enumeración de las fases que contempla cualquier investigación, ex­con tal contundencia que casi no requiere más glosa que la de subrayar esa perífrasis de

Ji¡¡;¡lOl"ieclad con que las presenta y el orden en que aparecen, de manera que queda patente «crítica es el momento preparatorio del juicio; en ella únicamente se tiene que analizar,

:fJ~íescribif y clasifican> Castro Flórez 1990: 217). En suma, es cierto qne Menéndez Pelayo no llegó nunca a expresar <<sistemáticamente

cortce:pto de la estética y los criterios desde los cuales valoró las obras literarias y artísticas>> 1985: 160), pero de lo expresado por él en este temprano programa y de lo colegido por estudiosos que han afrontado esta perspectiva de su quehacer, se puede concluir que,

base de su extensa erudición -que abarca no sólo lo directamente analizado sino tam-aquellos estudios generados por otros sobre los mismos temas- «adopta, en cuanto a las de crítica, un eclecticismo amplio; sn método, sin embargo, puede considerarse como fu­

primer término, del sentido estético y del sentido histórico>> (Carballo Picaza 1957: 212). Con respecto ala presencia en la obra de las teorías literarias y estéticas de su época se pue­

eccmcluir que en ella ~<conviven los sistemas estéticos más característicos del siglo: positivismo :ld<:ali:smo, realismo y romanticismo. Si añadimos el canon clasicista, tendremos el mosaico de ~enrentosque dominaban la escena teórica de la segunda mitad del XIX» (Navas 1999a: 43).

La presencia en la Historia de las Ideas Estéticas de los capítulos en qne trata de la teoría li­

,:¡;~~aria alemana se debe a su afán de dotar a la obra de un fundamento teórico, de una exposición no busca «inculcar doctrina alguna, sino presentar y exponer lealmente la genealogía de

>:·:-tuu•• ellas» (Araquistáin 1933: 194). En la Advertencia Preliminar ya nos índica que al <<crítico y l!íistonao1or literario toca investigar y fijar, estén escritos o no, los cánones qne han presidido el lliteliterario de cada época, deduciéndolos, cuando no pueda de las obras de los preceptistas,

mismas obras de arte, y llevando siempre de frente el estudio de las unas y las otras>> (1, ahí qne considere imprescindible para el estudio de la estética el conocimiento de todas corrientes literarias y filosóficas esenciales en Europa, y que se detenga, y por extenso,

:;~rnteS<!e entrar en el estudio del siglo xrx español, en ofrecer y analizar el panorama de lo genera-fllnor tasletras alemanas, ya que <<desde los últimos años del siglo xvm hasta el momento actual,

en Alemania ha alcanzado la filosofía del arte un verdadero y orgánico desarrollo;( ... ) los

i0~~rda,de:ros monumentos de la ciencia estética durante este siglo, no hay qne buscarlos en inglés francés, ni en otra lengua que no sea la alemana>> (III, 1169). Esta afirmación de la hegemonía estética de Alemania y la dedicación al estudio de las

tlrrienttes filosóficas y literarias alemanas podría sorprender en quien, unos pocos años antes, /"'lí;lbíapronunciado el famoso Bríndis del Retiro o había hablado de la poesía alemana en los

términos: <<¿El gusto alemán? ¡Horror! La misma relación tiene con el nuestro que el o de Angola. Nada de Heine, de Uhland ni de Rückert Todo esto será, y es de positivo, allá en su tierra, pero lejos, muy lejos de aquÍ» (en Navas 1999: 16).

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CXXXII Obras completas de Menéndez

Esta y otras manifestaciones antialemanas, en La ciencia española y en la Historia de Heterodoxos españoles, se deben, según Ciriaco Morón, a tres razones: «el latinismo, el ant¡. protestantismo y el antikrausismo del joven pensador>> (Morón 1983: 109). Pero, las rectifica­ciones de esa actitud -las palinodias explicadas por Dámaso Alonso- no se hacen esperar y el resultado son esos capítulos, de los que Luis Araquistáin, en 1932, decía: <<. .. dudo de que ninguna lengua fuera de la alemana, posea un estudio tan acabado, tan de primera mano, crítico y tan fascinante a la vez» (Araquistáin 1933: 204), y aconsejaba a <dos españoles que quieran aprender filosofía alemana del arte, y no sepan alemán, no tienen mejor texto que los tomos mencionados de la Historia de las Ideas Estéticas» (Ibídem: 209). Medio siglo después, en 1994, Pedro Aullón de Haro, refiriéndose a las partes de esta obra dedicadas al estudio de Europa, afirma que «continúa siendo insustituible en cualquier país, reconózcasele o no» (Au­llón 1994: 129). Y en fechas más cercanas, en 2008, Ciriaco Morón mantiene que la «exposición . de la estética en Alemania, Inglaterra y Francia sigue siendo todavía una mina inagotada de conocimiento y estimulo para quien se interese por el conocimiento serio de las cuestiones

trata» (Morón 2008: 147). Afirma juretschke en su trabajo sobre la relación de Menéndez Pelayo con la cultura eu­

ropea que «este mundo le fue descubierto ( ... ),como a casi todos los españoles de su siglo, a través de un solo libro alemán, el Curso sobre literatura y arte dramáticos de Augusto Guillermo Schlegel, si bien con el complemento que pudo aportar la obra de Mm e. de Stae! sobre Alemania>> (juretscheke 2001: 300) y que ello se debe a la recomendación de su maestro Milá y Fontanals que la consideraba «libro fundamental de conocimiento histórico» (Ibídem: 300). Efectivamente se trata de una obra de la que, en el capítulo dedicado a los Schlegel afirma el autor que «todav[a no ha envejecido el libro en sus partes esenciales» (III, 1252), para añadir que en lo referente estudio del teatro, «pocas veces se le puede tachar de superficial ni de mal informadO>>, a pesar de lo cual le reprocha la excesiva importancia concedida a Calderón en detrimento de otros

dramaturgos españoles. De la importancia que a esta obra otorga el polígrafo dan fe unas palabras que le dedica

en 1881, en el trabajo sobre «Calderón y sus críticos» donde afirma que se trata de un «libro admirable que es hoy todavía una de las piedras angulares de la crítica moderna a pesar de las burlas de Enrique Heine, y a pesar del desdén de muchos que, sin haber escrito otro, no mejor, pero que ni de lejos se le aproxima, le deprimen a cada paso, sin perjuicio de saquearle»

(juretschke 2001: 301). Pero no sólo Augusto está en base de su conocimiento del mundo alemán, también

mano Federico, y de la importancia que a ambos otorga el autor deriva el que le haya dedicado ambos un capítulo completo, bajo el epígrafe: La escuela romántica alemana: Los Sch!egeL

Las obras de los dos hermanos se encuentran en la biblioteca del estudioso, ambas en su versión francesa. De Augusto los tres volúmenes de las CEuvres, escritas en francés y publicadas en Leipzig en 1846, así como el Cours de littérature dramatique, traducido al francés por m,,.,. ;y¡¡¡

Necker de Saussure, aparecido en París en 1865. De Federico cuenta en su biblioteca con los dos tomos de la Histoire de la Littérature ancianne et moderne, en la versión que él señala como «bastante mal traducida al francés» (en nota a pie de página en el capítulo correspondiente)

de 1829.

CXXXIII

Esta presencia de la lengua francesa como aquella en que le llega el conocimiento de lacultu­a]emana se hace presente al revísar los títulos que maneja en el cuerpo del estudio y en las notas

de página, así como en la revísión de los títulos presentes en su biblioteca. Llama la atención el que, aun cuando obras en lengua alemana están presentes en la misma, lo cierto es que aquellas que se refieren al mundo de la teoría literaria, e, incluso, las obras de los escritores estudiados,

" . aparecen preferentemente en francés, salvo cuando estos autores estén traducidos al castellano. Esto no implica la falta en la biblioteca de obras en el idioma original, como los 19 vo­

< 1úmenes de las Siimtliche Werke de Schiller, o los seis de las de Goethe pero lo cierto es que la presencia de la lengua alemana en la bibliografía consultada brilla por su ausencia.

Ello no significa que la bibliografía se reduzca a la frecuente presencia de los germanistas galos, sino al uso de traducciones al francés de obras de procedencia alemana. Esta circunstan­cia, es decir, el circunscribir la bibliografía a aquella que fuese accesible a través de traduccio­nes -al francés preferentemente- corroborada por la presencia de esas obras en la biblioteca particular de Menéndez Pelayo, vendría a justificar la falta de algunos estudios de mayor impor­tancia, de obras más significativas de los autores estudiados, e, incluso, de algunos nombres, hoy

· 'imprescindibles, en el estudio de esa importante época de la literatura alemana. Dejando al margen las fuentes primarias, nos encontrarnos con una bibliografía que po-

.. dría dividirse en dos grupos. Por un lado las obras generalistas, las que estudian la historia de la literatura alemana, bien por períodos, bien en general; por otro, la bibliografía específica por autores. En ambos casos la presentación de dichas fuentes se ofrece, habitualmente, en recomen­daciones de lectura recogidas en notas a pie de página, y aparecen de dos maneras, la primera con especificación de autor, título y año y lugar de publicación algunas; la segunda, se reduce a

la mera cita del apellido del autor. Esta diferencia en la presentación de la bibliografía conduce a la sospecha de que nos

encontramos, en el segundo caso, con frecuencia, ante meras transcripciones de repertorios bi­bliográficos extraídos de otras fuentes, sospecha que se confirma al observar su ausencia en los

ficheros de la biblioteca personal del polígrafo. Sobre la base de los grupos establecidos más arriba pasamos a revísar la bibliografía ma­

nejada en estos capítulos, citando en primer lugar las citadas en nota y, a continuación las apare­cidas en el cuerpo del trabajo, habitualmente con la mera nominación del autor.

Dentro de las que hemos llamadas generalistas citadas, el ejemplo más característico es la Histoire des doctrines littéraires et esthetiques en Allemagne (1883) de E. Grucker que cita el estudioso a pie de página en las dedicadas a la introducción al siglo xvm, cuando aborda el na­

cimiento y desarrollo de las teorías estéticas anteriores a Lessing. junto con esta obra, otra historia que cita, con la mera mención del apellido del autor, a

lo largo de los artículos siguientes, en particular el dedicado a los Schlegel, tras la enumeración de lo que él denomina la «brillante falange romántica» (III, 1259) es la Histoire de la Littérature Allemand de G.A. Heinrich (1870-72).Arnbas obras figuran en su biblioteca, de donde se colige

que fueron consultadas en su momento. En las páginas dedicadas al estudio de S chiller, hace mención, en nota, de algunas «histo­

ria generales de la poesía alemana y de la Estética; en Inglaterra el de Tomás Carlyle (1825), en Francia los de Regnier, Heinrich, Bossert, etc.» [ 1] [p. 1196]. La obra de Carlyle, traducida al cas-

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CXXXIV

tellano en 1893 ,se encuentra en la biblioteca, en cuanto a la bibliografía en francés, en el caso de Hemnch se esta refinendo sm duda a la obra ya citada y en lo referente a Bossert, encontr en la biblioteca cuatro obras suyas. amos

Goethe et Schiller. La Littérature allemande a Weimar. La jeunesse de Schiller. Z:union de Goethe et de Schiller. La vieullesse de Goethe (1882); Goethe, ses precurseurs et ses contemporaines. Klopstock, Lessmg, Herder, Wteland, Lavater. La jeunesse de Goethe (1882) y La Littérature Alle­mande au Moyen Age et les origines de l'epopée germanique (1882).

Estas tres obras aparecen en su décima edición, de donde no es difícil deducir que se trata de un autor consagrado dentro del germanismo galo. Del mismo autor, aunque es una obra que rebasa las fechas en las que estamos traba¡ ando, aparece también en la biblioteca Essais su ¡ Littérature Allemande: Le Roman de la Guerre des Trente Ains. Kant, Goethe, fean-Paul, Er~e~ Curtms, Davcd-Fnednch Strauss, Nietzsche (1905).

En la que, posiblemente, sea la nota bibliográfica más extensa de estos capítulos, la dedicada a Goethe, nta de nuevo el estudioso una serie de nombres relacionados con la historia de la lite­ratura alemana, sin añadir títulos, aunque sí especifica la fecha de edición: Gervinus (1853), Kurt (1853), Menzel (1839), Julián Schmidt (1856), Hillebrand (1850). De todos ellos en la biblioteca personal sólo apareceuna Aesthetica literaria antigua del último citado y dos obras de Georg Gott­fned Gervmus: Hcst01re du dcx-huiteme siecle depuis des Traites de Vienne (1864-72) y la Introduc­tion ál'histoire du dix-huitieme siecle (1876). No aparece, sin embargo la obra más importante de

este h1stonador, Geschcchte der poetischen Nationalliteratur der Deutschen (1835-1842), posterio­mente tttulada Geschcchte der deutschen Dichtung, que sigue apareciendo en algunos repertorios btbhograficos actuales, puesto que Gervinus está considerado como «quien escribirá la primera htstona con 1m portan na de la literatura alemana» (Gnutzmann 1994: 133).

En este último caso nos encontraríamos antes esas «leves excepciones'> a que alude cuan­do en la Advertencia preliminar señala con «satisfacción de bibliófilm>: que quiere añadir «para mayor autondad de esta historia, y es que, con leves excepciones, está compuesta toda sobre libros propios, quiero decir, sobre libros que he recogido y poseo>> (1, 9). Esta afirmación vendría a justificar la presencia mayoritaria de fuentes primarias en los estudios realizados sobre Jos diversos autores, de ahí que las añadamos en las líneas siguientes, si bien de ellas, en la obra, sólo se ofrecen los títulos a medida que las va analizando.

Centrándonos ya en esos autores sobre los que realiza estudios más pormenorizados, ha­bremos de comenzar por G. E. Lesssing, al que dedica la parte final de la Introducción al siglo XVIII. Se trata de un autor cuyos posicionamientos y análisis le parecen muy apropiados y actua­les. Algo muy semeJante a lo que sucede con la crítica alemana actual, puesto que de Lessing se drce que en Alemania «todavía hoy día no se duda de sus méritos extraordinarios en el campo de la crítica literaria, del teatro» (Gnutzmann 1994: 45).

En nota a pie de página señala Menéndez Pelayo los títulos de un par de obras impor­tantes sobre Lessing, una en alemán: de Stahr, Lessing, sein Leben und seine Werke, Berlín, 1856; y otra en francés, de Crousslé: Lessing et le go(;lf Jranrais en Allemagne, 1863; ninguna de las cuales hace presencia en su biblioteca. Tras recomendar las obras anteriores, añade que,

«sobretodo, lo que com~ene leer asiduamente es el Laocoonte y la Dramaturgia» [1 O] [p. 767]. Pues bien, de las dos obras, en su biblioteca aparecen una versión francesa de la Dramaturgie

CXXXV

,¡,lfa.mburg (1869) y tres versiones del Laocoonte, dos en francés y una en castellano, editada

Lima en 1895. En cuanto al análisis de los comentarios de Lessing sobre el teatro español, es posible que

'0'Jacu,dif1;e a la obra de C. Pitollet, Contributions au étude de l'Hispanisme de Lessing, que es en­

'"<:·;;·.· .. cwenrro entre sus libros, aunque no aparece citado en la obra. Para el estudio de las obras teatra­con la versión francesa contenida en el tomo V de Chefs d'a:uvres des Théatres Étran-

·.· .. z ••.•• ,,.get'"' (Th. Allemande), (1829), así como una versión en castellano de Emilia Galotti, publicada

en 1896. El capítulo 11 del volumen dedicado al siglo XIX, dedicado a los <<Estéticos Artistas», co­

can un extenso estudio de quien él considera <<Uno de los poetas más excelsos y simpáti­

; '''·. co:; ae que la Humanidad puede gloriarse>> (111, 1193), Friedrich S chiller. Cita en este análisis las obras más significativas del teatro schilleriano, a las que accedió, sin duda, tanto desde los ocho volúmenes de las CEuvres, en francés, como desde las traducciones al castellano debidas a José

i'''V·<.rt (1881-1886), provenientes posiblemente también de versiones francesas. Cuenta con los tomos de las Obras dramáticas, traducidas por Eduardo de Mier. Aparte de estos conjuntos,

<ap;arecen también en la biblioteca algunas obras sueltas en castellano como El amor y la intriga María Estuardo.

En cuanto al poema La Campana que le arranca el admirativo comentario: <<Toda la poesía

de la vida humana está condensada en aquellos versos de tan metálico son, de ritmo tan prodi­y tan flexible» (III, 1195), accede a él, posiblemente, en la traducción al castellano firmada

Hartzenbusch e Yxart que figura en su biblioteca. Inicia la exposición de los planteamientos schillerianos sobre estética (que él señala como

recogidos en las Siimtliche Werke bajo el epígrafe de Estética, y a los que califica de <<meros frag­mentos>>, de los que cita algunos títulos), para después centrarse en las Cartas sobre la educación estética del hombre, a las que dedicará el grueso de su trabajo. Probablemente accede a estas obras en la versión francesa aparecida en 1880, Esthétique, y en Melanges d'esthétique, de 1873,

ambas de su propiedad. Las Cartas se constituyen en el cuerpo central del estudio sobre S chiller. De ellas comienza

diciendo que en ellas <<domina la inspiración de Kant, mezclada en cierto grado con la de Fichte» (Ill, 1197), algo en que la crítica alemana actual coincide: <<Continúa la línea kantiana, puesto que intenta encontrar definiciones a priori>> (Gnutzmann 1994: 75). Tras el análisis de las 27 cartas se extiende en otros trabajos de Schiller, fundamentahnente los aparecidos en la prensa periódica: La Nueva Talía y La Horas. Se detiene en el tratado De la poesía ingenua y de la poe­sía de sentimiento o sentimental, así como en el discurso <<Teatro considerado como institución moral>> y el prólogo a La Novia de Mesina. Hace, pues, un repaso exhaustivo de la obra teórica de

Schiller, aquella que hoy día sigue siendo estudiada como representativa del clasicismo alemán Y de la que se afirma que ha influido <<en teóricos posteriores como Friedrich Schlegel, Kleist,

]ean Paul y Hegel; e incluso en nuestra época, neomarxistas como Marcuse y Bloch retoman sus

ideas» (Gnutzmann 1994: 81). En lo que se refiere a las obras de consulta relacionadas con Schiller, en nota a pie de página,

cita en primer lugar la obra S chiller als Philosoph (Francfort, 1858), de Kuno Fischer, considerado en la actualidad como precursor de neokantismo. A continuación ofrece un listado de referencias

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CXXXVI Obras completas deMeJléndezPel,tvri

a los <<innumerables estudios biográficos y críticos, entre los cuales baste citar: en 1\JE:matnia,loi de Doring (1822), Carolina von Wolfzogen (1838), Gustavo Schwab (1840), Diezmann Palleske (1858), Scherr (1859), julián Schmidt (1863)» [1} [p. 1196].

Ninguno de estos autores ni sus obras -de las que no ofrece título- aparecen en la blioteca, salvo una traducción al castellano de La vida de S chiller de Carlyle por lo que estamo.~.: posiblemente, ante un repertorio quizá suficientemente conocido en la época como para no cesitar dar la referencia completa.

Algo muy semejante ocurre con el listado que ofrece de biografías y estudios sobre aparecido en la más extensa nota a pie de página de este capítulo, la que contiene mayor número de referencias bibliográficas. Ello se debe, sin duda, a que Goethe había sido y seguía siendo uno de los autores más estudiados en esa época, de ahí que se sienta obligado Menéndez Pida! a confesar que <<parece imposible decir cosa nueva acerca del gran poeta, y es superfluo repetir lo ya dicho. El que quiera enterarse, tiene a su disposición una biblioteca entera» [9} [p. 1220}. Tras citar algunas de las historias de la literatura -de las que ya hemos hablado más arriba- pasa a citar los nombres, empezando por lo de aquellos autores de trabajos biográficos: a"IAI"i""""

{1847-54), Schaefer {1851), Düntzer (1854-1868), y los muy anteriores de Doring (1828-33) y de Falk (1832)».

A continuación el listado hace referencia a una serie de trabajos sobre Goethe y su obra: · <<Guillermo Humboldt sobre Hermann y Dorotea, las Lecciones de Rosenkranz sobre Goethe (1847), el libro de Kestner sobre Werther (1855), el de K.). Scherr sobre el Fausto (1881), y otros infinitos trabajos sobre el mismo poema, de los cuales hay una bibliografía especial hecha por · Peter (1867), además de otra general de todas las obras escritas por Goethe o sobre Goethe, pu­blicada por Luis de Lancizolle en 1857. En Inglaterra, debe recomendarse sobre todo la obra de Lewes, tan nutrida y copiosa (The life and Works of Goethe, 1855)>>.

Hasta aquí listado de aquellas obras que no están presentes en su biblioteca, como se ob­servará, se omiten los títulos, sólo aparece en uno, mientras en otros se les alude de manera aproximada. A partir de aquí, el listado añade, además del nombre (a veces completo, con algún error), y, en algunos casos con señalización del número de la edición (también con algún error con respecto al ejemplar depositado en su biblioteca, puesto que casi todos los citados a conti­nuación forman parte de ella). Fiel a lo estudiado hasta ahora nos encontramos con obras en francés, de ahí que él inicie el listado con un: <<En Francia ... », lo que no implica que todos los autores sean franceses.

La obra reputada por él como la mejor es el <<precioso libro de Ernesto Lichtemberg (Étu­de sur les poésies lyriques de Goethe, 1882)». En esta indicación cornete un error con el nombre propio, pues en el libro que figura en su biblioteca aparece el nombre de Henry. A continuación cita recomendándolo Philosophie de Goethe, de E. Caro, 1880, y comete otro error, puesto que la edición es la 10' y no la 2" corno él señala.

Este mismo error en la edición se repite en las dos obras de Bossert que cita: Goethe et ses precurseurs et ses contemporaines, Goethe et Schiller, ambas en su 10" edición en 1882; y lo mismo sucede con Goethe et ses deux chefs d'oeuvre classiques de Paul Stapfer. El listado conti­núa con A. Mézieres y su W. Goethe, les a:uvres expliquées par sa vie, del que no especifica año de edición.

CXXXVII

La curiosa alusión al <<comentario perpetuo a la Correspondencia entre Goethe y S chiller, de Saint-René Taillander se refiere al estudio introductorio que acompaña la edición

dicha correspondencia traducida al francés por Mme. la Baronne de Carlowitz. También -···on'n citados autores de trabajos varios, bien en forma de artículos recogidos en volumen: lon.té~:ut, <<sobre Werther, Wilhelm Meister y Dante comparado con Goethe, en su libro Types

•Utt.lra;ires et Jantasies esthétiques, 1882». <<Algunos preciosos artículos de Sainte-Beuve, espar­.g;,,;¡¡;¡d.os en los tomos 11 al XI de las Causeries de Lundi, y en su prefacio a las Conversaciones de

, G,aetlte con Eckermann» ; por, último, dentro de este grupo de estudios, Henri Blaze de Buri el <<Essai sur Goethe et le second Faust, que precede a su traducción de los dos Faustos

Dentro de este listado figuran dos obras no presentes en su biblioteca: <<el estudio de Emes­sobre las obras científicas, y).). Weiss sobre Hermann y Dorotea (1856).

Como se puede observar, a la hora de hacer recomendaciones a los lectores acude a obras

;.;g, c;ommltadacS, posiblemente las que le parecieron más apropiadas, puesto que en su biblioteca

ap:rre<:e alguna otra no citada en esta nota. A johann Wolfgang van Goethe dedica Menéndez Pelayo un estudio menos extenso que a

\ Schil.ler,quizá ello se deba a que considere, dada la índole de la obra que está escribiendo, que es interesante, puesto que <<Goethe no ha dejado disertaciones propiamente estéticas como

de Schillen> (111, 1220). Ello no le impide, dado que lo considera <<el gran poeta panteísta y realista, el poeta del empirismo intelectual; poeta objetivo por excelencia» (111, 1216) hacer un ;ec<Jffiidopor la obra goethiana, en el que incluye obras de la índole del Viaje a Italia, las Conver­

de Goethe. 1822-1832, de Eckermann, y las Memoires de Goethe. Obras que aparecen en

biblioteca en versión francesa y/o castellana. Al igual que con la obra de S chiller, también cuenta su biblioteca con los seis volúmenes de

Samtliche Werke, pero, quizá, su acceso al teatro goethiano fuese a través de los dos volúmenes del Theatre, en traducción de Gautier hijo, y los dos de la traducción castellana de Fanny Garrido de 1893. La novela -la citada en el estudio- se hace presente mediante los volúmenes de Las pasiones del joven Verter (1836) y Las afinidades electivas, en traducción de Luis jiménez de 1901. En cuanto a la poesía, Arminio y Dorotea. Jfigenia. Elegie romane. Idilli, en traducción al italiano

de Andrea Maffei. En el análisis de parte de la obra de Goethe -en el que se echa en falta la presencia de

buena parte de la poesía y del Fausto (obra de la que figuran hasta cinco versiones en la biblio­teca)- se podría condensar en el elogio que cierra el estudio y que suena a generalización, a un lugar común a la crítica de la época: <<Tal hombre no pertenece a la raza germánica, sino a la humanidad entera, y sólo aquel nombre de literatura universal que él inventó, es adecuado para mostrar el género de influencia, en virtud del cual debemos llamarle ciudadano del mundo» (111, 1228).

El resto del capítulo gira en torno a dos figuras -Herder y jean Paul Richter-, a las que, igual que ha hecho con S chiller y Goethe dedica una extensión distinta, sin duda en función del

interés que le suscita. De Herder cuenta en su biblioteca, en castellano, con el Espíritu de la poesía hebráica, del

que señala está <<anticuado hoy en lo tocante a la erudición exegética<< (III, 1229). También está

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CXXXVIII Obras completas de Me~éndez. Pela-yo

presente Ideas sobre la historia de la Humanidad, en traducción de E. Quimet Y Stimmen der Volker in Liedern, no así el estudio de joret, Herder et la renaissance littéraire en Allemagne a que se refiere a pie de página. Lo cierto es que pasa en su análisis casi de puntillas sobre la figura de Herder, del que subraya sus relaciones con la que él llama <<escuela del sentimientO>>, de la que . afirma que la <<Estética les debió poco, puesto que, si algo escribieron de ella, fue sólo bajo el · aspecto ético» (III, 1230). Olvida con ello el estudioso lo que la crítica actual alemana subraya y es que con Herder «surge en el Sturm und Drang un crítico con un sistema literario coherenten

(Gnutzmann 1994: 58). Cierra este capítulo 2 con el estudio sobre jean Paul Richter, <<Una de las naturalezas poé­

ticas más fecundas y brillantes, y en cierto modo más simpáticas, de nuestro siglo» (II!, 1231). De la obra de jean Paul cuenta en su biblioteca con Titan (1878), pero él hace especial mención a la Introducción a la Estética, de la que subraya, en nota, la traducción francesa de 1862 Poé­tique ou Introduction a l 'Esthetique que también figura en la biblioteca; así como la obra de estudio que recomienda Étude sur la vie et les reuvres de fean Paul Fréderic Richter (1886) de

). Firmery. La Introducción debió causarle grata impresión, puesto que se extiende en el análisis, a

pesar de sus protestas de que abrevió mucho y sólo se centró en los primeros capítulos. Su visión de jean Paul se concreta en el siguiente comentario, en el que encontramos el elogio a formas y . maneras de afrontar el estudio que le eran dilectas: <<Libro original y aislado, [tiene ]la ventaja de haber nacido de una inspiración de artista,( ... ) tan lejana de toda jerigonza de escuela y por el saludable eclecticismo de que hizo alarde, fue poderoso dique contra el desbordamiento de la

estética trasncendentah (III, 1243). De jean Paul, considerado por la crítica actual alemana como un escritor <<difícil de cata­

logar como Holderlin y Kleisb> (Gnutzmann 1994: 115) se estiman hoy en día, al igual que lo estimó Menéndez Pelayo, sobre todo los <<capítulos dedicados al ingenio, lo cómico y el humor>> (Ibídem: 117), que lo convierten en el <<pionero de la teoría del humor, ampliada posteriormen­te por F. Th. Visscher», en lo que coincide con algunos comentarios menendezpeladianos: <<fue ( ... ) dignísimo predecesor y maestro de los Rosenkranz, los Visscher, los Max Schlaser. .. » (III, 1243).

Termina este capítulo con un breve comentario sobre los que él denomina <<Estéticos Hombres de Ciencia. Guillermo y Alejandro Humboldt». Cita a pie de página como obra de referencia La Philosophie Individualiste. Étude sur Guillaume d'Humboldt de Chamelle Lacour, París, 1864, cuya presencia en la biblioteca corrobora su uso. En cuanto a las obras que cita de ambos hermanos, sólo consta en su poder Cosmos (1844) de Alejandro, si bien aparecen otras

no citadas. El capítulo III está dedicado íntegramente al estudio de quienes, según Hans juretschke

le habían abierto las puertas del mundo cultural alemán, los Schlegel, si bien precedido de un análisis del término romanticismo y su significado que remata con la enumeración de los que él considera románticos alemanes. En dicha enumeración se puede observar la presencia de fuen­tes francesas (o de traducciones al francés, puesto que él alude a la obra de G.A. Heinrich, de que ya hemos hablado), sobre todo en la forma de nominar a algún autor: Achin d' Arnim, en vez del

Achin van Arnim alemán.

CXXXIX

Con respecto a esta enumeración cabe señalar que Menéndez Pelayo incluye en ella a au­ue la crítica actual alemana sitúa en dos de las tres etapas en que actualmente se divide

q alemán; Frühromantik (grupo de jena), etapa o grupo de Heilderberg y Spdt-

A August Wilhelm Schlegel se le considera en los estudios teóricos alemanes actuales como e aplica a la práctica la teoría expuesta por su hermano Friedrich, a la vez que se señala

q~n su época era <<el más conocido en el extranjero por su labor de difusión de las ideas ro-

~i;JI!IáJ~t¡c:as» (Gnutzmann 1994: 101), expuestas en las que Menéndez Pelayo cita como Lecciones literatura dramática. La presencia de esta y otras obras de los Schlegel, en francés ya ha sido

'~*? iCODlentadla más arriba, baste señalar aquí que, en nota a pie de página, pone especial énfasis en ;

1'.¡recc>me:nd:ar la versión de las reuvres, publicada en Leipzig en 1846 por Eduardo Bocking, así

;:-1_,100010

Jla rtou~e1ade la traducción, primero al francés y después al castellano de las Lecciones sobre . ,., ms:tui>uY teoría de la Bellas Artes que figura en su biblioteca con el título Teoría e historia de

En las notas a pie de página de este capítulo encontramos, además de esa noticia varia

¡~¡s,l::~;:,::~d~i,'versas ediciones de las obras de los Schlegel-lo que indica un conocimiento amplio -; un breve listado de referencias a estudios sobre ellos. Como ya ha sucedido con otros

¡¡¡¡ut<Jre:>, volverrws a encontrar la mera enumeración de nombres: Dussault, Geoffroy, que no nos 1J!~:roiten a fuentes concretas y la cita de obras de estudio presentadas con los requisitos precep­

de una ficha bibliográfica, así: «Dos artículos de Guizot, en la colección de Misceláneas de literaria, que lleva el titulo de Le Temps passé. .. par M. et Mad. Guizot, tomo!, páginas 136

148.Philaréte Chasles, artículo sobre Eurípides y Racine en sus Études sur l' antiquité (1847),

1;,¡,;;;,>.uu. 2;45 a 266. Enrique Heine (Del' Allemagne, tomo IV, pp. 263 a 267). Patín (Études sur les tragi­Grecs, tomo IV, páginas 70 a 115). Deschanel (Le romantisme del classiques, tomo II, páginas

a 122)» (II!, 1251). La concreción de estas fichas, con la indicación precisa de la numeración de las páginas

]:1,\';]>í<>hb de una lectura directa, si bien al cotejar estos títulos con los fondos de su biblioteca se

':>--lltlSierv:a la ausencia de la obra de Patin y de la de Chasles, aunque de este último aparece Études sur l'Alle~na);neancianne et moderne (1854), que no cita en ningún momento. Lo mismo sucede

-ron la obra de Paul Stapfer que cita más adelante Moliere el Shakespeare. Revisadas, pues las fuentes a que acude y que recomienda para el estudio dedicado a la

:,_,cumJra alemana, se puede colegir que la bibliografía citada era, además de, posiblemente, la más

(fi:eCl!entadapor los germanistas, aquella que le resultó más accesible, en función del idioma. Por lado se hace notar, que así como acudió a obras generalistas y a algunos ensayos, lo cierto

"es que, a la hora de acercarse a los autores, prefirió acudir a las fuentes primarias, para desde sus propias conclusiones. Con ello no hace más que mantener una metodología en la

cree firmemente, la de dejar hablar a los autores y fiarse de su propia intuición y experiencia

Por otro lado, es posible que el escaso conocimiento de la lengua alemana le haya impedido acceso a obras alemanas, cercanas cronológicamente, pero que posiblemente no estuvieran

'i~~'~;;:~::::~:a otras lenguas, como pudieran ser las obras de Laube, Freytag, Otto Ludwig, Visscher, {. aunque haya otros estudiosos -cuyas obras no figuran en su biblioteca-, que sí

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CXL Obras completas de Me~éndez Pelayo

aparecen citados como julián Schmidt y, sobre todo Wilhelm Dilthey, considerado por la crítica actual como una figura importante para el desarrollo de los estudios críticos en Alemania.

En cuanto a la actualidad de las fuentes y de los supuestos teóricos emitidos por el es. tudioso y su incidencia en la crítica actual germana, no se nos puede olvidar el profundo y espléndido desarrollo que, a lo largo del siglo xx, han sufrido los estudios literarios en lengua alemana y la multiplicidad de métodos y teorías que ha generado. Desde la estilística idealista de comienzos de siglo, con figuras tan señeras como Karl Vossler y sus discípulos Spitzer y Hatzfeld (maestros a su vez de la escuela de los Dámaso Alonso, Rafael Lapesa, Bousoño, Lázaro Carreter) a la Empirische Literaturwissenschaft, de los años noventa, pasando por la Theorie des Erzdhlens de Franz K. Stanzel, la Teoría de la Recepción de jauss, la escuela hermenéutica de Gadamer, la Fenomenología de Ingarden y tantos otros importantes estudiosos como Lukács, Adorno, Benjamín.

Esta abundancia de perspectivas y sus posicionamientos rupturistas con respecto de las metodologías anteriores confirman la sospecha de que estas páginas, fundamentalmente expo. sitivas, no han dejado huella perceptible. Ello no impide que, al igual que en su momento seña­laron Araquistáin, )uretschke y Morón no dejemos de advertir que, en conjunto, estos capítulos tienen el interés histórico de situarnos ante uno de los primeros acercamientos en España a los inicios de la teoría literaria alemana.

En relación con España, hasta donde nos alcanza, los únicos trabajos que abordan este apartado de la Historia de las Ideas Estéticas son dos artículos de Hans juretschke: «Menéndez Pe layo y la cultura europea moderna» y <<Menéndez Pelayo y el RomanticismO>>. Aparecidos am­bos de 1956, año de la conmemoración del centenario del polígrafo, durante el que se publicaron numerosos trabajos referidos a él y a su obra

Habrá que esperar para volver a encontrar un estudio sobre este tema a los Encuentros so­bre «Menéndez Pelayo en su centenario: Historia de las Ideas Estéticas» celebrado en Santander en 2008, en el que Borja Rodríguez y Raquel Gutiérrez presentaron su ponencia <<Imágenes del Romanticismo literario alemán en la Historia de las Ideas Estéticas», y al artículo de los mismos autores: «Menéndez Pelayo y el Romanticismo alemán», aparecido en Insula en 2009.

Los artículos citados centran su atención fundamentalmente sobre el concepto de roman­ticismo expuesto en esta obra. En el caso de )uretschke para hacer hincapié en la influencia schlegeliana en el quehacer crítico de estudiado. Así afirma que <<de Alemania obtuvo Menéndez Pelayo historiador el sistema con el cual trató de concebir el mundo histórico. Fue éste la visión del romanticismo de los hermanos Schlegel ante todo, aunque desarrollada y modificada por la filosofía y la sistemática de Hegeh ()uretschke 2001: 300).

Por su parte Rodríguez y Gutiérrez profundizan en la visión del concepto planteada por el polígrafo, a la vez que enfatizan el interés por la cultura alemana que persiste en el estudioso hasta sus últimos días, y señalau que el trabajo sobre Alemauia en la Historia de las Ideas Estéti­cas <<fue la puerta de entrada de esa cultura, esa filosofía y esa literatura en España» (Rodríguez, Gutierrez 2009: 24).

Son varias las razones que podrían esgrimirse para justificar la ausencia de una huella perceptible de influencia en la historiografía y en la crítica literarias españolas sobre literatnra alemana. Desde luego la primera sería el que este tema en particular no fue abordado por sus

CXLI

dis•cípt.tlos más cercanos, Menéndez Pida! y Bonilla San Martín, a lo que se podría añadir, la ausenc:ia de interés, por parte del germanismo hispano, por la exposición teórica menendezpela-

0, dicho con otras palabras, por la utilización de estos capítulos «alemanes» como fuente estudio de la época en ellos estudiada.

Donde quizá se pudiese rastrear una cierta influencia de los planteamientos menendez­

··c<~Y pt!laJTÍaJlOS sobre literatura alemana sería en los manuales de Historia de la Literatura Alemana por españoles. Pero lo cierto es que este tipo de obra es escasa, al menos hasta los años

noventa del siglo pasado, puesto que se ha tendido más a la traducción de obras alemanas que a

:.c.xi¡(;Yfu r•roclucc:ión propia. De todas formas, y en años cercanos a la aparición de la Historia, contamos con dos

ejemp•!OS en los que quizá, al menos metodológicamente, se pudiera hablar de influencia del Y\',':'¡na<~stt·o, si bien no aparece explicitado. El primero es una anónima Literatura alemana, apa­

.Y<YV;',' r«·'u' en Madrid (La España Editorial), formando parte de una serie de publicaciones sobre Fdiversat literaturas nacionales. La fecha de aparición es dudosa, Víctor Barrero Zapata señala

,,,,,. t·~"' fue «editada probablemente una vez en 1901>> (Barrero Zapata 2008: 177). Se caracteriza c<Y>z•es'ta obra por organizar las épocas de la literatura siguiendo el criterio de Schlegel y ahí es

·:;.•c;:,,lon<de, si se acepta la afirmación de juretschke acerca de la impronta schlegeliana perceptible • ,.,.e ·- el sistema menendezpelayiano, se podría percibir una influencia sobre el anónimo escritor

manual. La otra obra la constituye la sección dedicada a la Literatura Alemana contenida en Lec­de Literatura. Resumen de Historia literaria del catedrático de los Reales Estudios de San

/'(0•> l:sid:ro de Madrid Francisco Navarro Ledesma. Su fecha de publicación es 1902, pero fue reecli­en numerosas ocasiones, puesto que fue usada como manual obligatorio. En ella sólo se

.. w:w•-•u unas veinte páginas a la literatura alemana, pero constituye <<el primer intento de poner .'f';(' en n~lac:ión el curso histórico de la literatura alemana con el de la literatura en lengua vernácula».

!78). Los planteamientos de Navarro Ledesma recuerdan bastante los de Menéndez así su rechazo a Gottsched y su admiración a Lessing; cita a los mismos autores que

C;,, apm·w~n en la Historia; fiel a la admiración que se mantiene en España con respecto a la figura ''!''ele F!eirte se refiere a él como «el mayor genio que haya producido Alemania después de Goethe»

Barrero Zapata 2008: 178) y, por último, añade a los escritores de finales del siglo XIX, entre ' ><fS !os que menciona con especial interés a Gerhard Hauptmann.

A partir de estas obras, lo que se encuentra son traducciones al castellano de obras ori-c:'\,;;;'•gír~al<" alemanas, como la Literatura alemana, de 1920, de Enrique Reine, sobre el ensayo del

Yi Jtnismo de 1833, o la Historia de la literatura alemana de Max Koch de 1906, traducida al cas­,;;;;~;Jellan<o en 1927. Hemos de esperar hasta los años noventa del siglo pasado para encontrar

manmtles sobre Historia de la Literatura Alemana escritos en castellano y por españoles, o, en '' ... colaboración con españoles, así la Historia de la Literatura alemana de Hans Gerd Roetzer y

·•••·'""m" Siguán, aparecida en dos volúmenes entre 1990 y 1992; La literatura alemana a través sus textos de Luis A. Acosta de 1997; o la Literatura alemana: épocas y movimientos desde orígenes hasta nuestros días, de Isabel Hernández y Manuel Maldonado, de 2003, pero en

. ningttno de ellos se rastrea la presencia del influjo de estos capítulos de la Historia de la Ideas Estéticas.

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CXLII Obras completas de Menéndez

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CAPÍTULO SÉPTIMO

LA ESTÉTICA INGLESA DEL SIGLO XIX EN LA

HISTORIA DE LAS IDEAS ESTÉTICAS EN ESPAÑA

Dámaso López García

esde que Marcelino Menéndez Pelayo escribió su Historia de las ideas estéticas (1883-1891), es tanto lo que la erudición ha aportado, es tanto lo que los estudiosos han distinguido y analizado en la literatura inglesa, en sus siglos xvm y XIX, que

ifo1rzo;so preguntarse si se está hablando de las mismas cosas cuando se utilizan los mismos . Es obligado preguntarse si el lector de hoy puede afirmar, con alguna confianza, que

viendo el mismo panorama literario que alcanzó a contemplar Marcelino Menéndez Pelayo.

f'Mí.res·pm"ta a estas dos preguntas es negativa, porque todo ha cambiado, desde la comprensión objeto de estudio y las mismas formas de estudio hasta el propio objeto de estudio. No puede

por ejemplo, que desde que se acuñó el concepto de Romanticismo este se ha definido a definir en incontables ocasiones y que ni siquiera en el siglo XXI, casi doscientos años de su momento de vigencia, hay un consenso en cuanto a los límites del Romanticismo,

:tl;)D!Olé,gicm o espaciales, ni en cuanto a sus fundamentos teóricos o de escuela, a su influencia

No solo en lo relativo a su suelo teórico las polémicas han vuelto irreconocible el Roman­respecto de su definición en el pasado, sino también, muy especialmente, en lo que se

a sus integrantes. Los románticos han sido unos u otros, según las épocas. Robert Southey será nn autor leído, respetado y considerado, pero su gloria como representante mayor

Romamti1cismc inglés, ya en los días de Marcelino Menéndez Pelayo, como este reconoce, la un aura modesta. Los poetas lakistas son William Wordsworth, Robert Southey y S. T.

;oh~ríclge. Los lakistas casi parecen representar para Menéndez Pelayo, de forma exclusiva, el

'manticisJno. en lo tocante al género de la poesía, pero en tiempos posteriores, segunda mitad siglo xx, por ejemplo, ellakismo es apenas una referencia secundaria en las historias anec­

del Romanticismo británico. Por otra parte, no figura en esta primera nómina de poetas nárrt"icos el nombre de William Blake, luminaria mayor del Romanticismo inglés, autor de

cuesta imaginar qué habría pensado el crítico montañés. No ha de extrañar mucho esta pues tampoco conocían muy bien a Blake los ingleses en los años en que escribía su

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CXLVI Obras completas de Mepéndez Pelayo,

Historia de las ideas estéticas don Marcelino. Para el crítico de Santander, los poetas románticos son William Wordsworth, cuya obra no le gusta mucho, y lord Byron, cuya obra le gusta muchí­simo, pero a quien no considera, acaso con acierto, propiamente romántico. También cree que el gran poeta romántico fue Walter Scott, aunque lo fuera en prosa las más de las veces. «Mayor poeta que todos estos fue Walter Scott (1771-1832), y tal que, en su tiempo nadie,fuera de Byron, ·

pudo disputarle la primacía» (III, 1389).

«La novela en sus manos no es ni tesis científica ni sermón moral, sino narración poética, escrita unas veces (y con más concentración y energía) en verso, como vemos en La Dama del Lago, en Marmion, en Rokeby o en El Lord de las Islas; escrita otras veces (con mayor lujo y riqueza de detalles familiares y arqueológicos) en prosa, como

en Ivanhoe, Waverley, Quentin Durward, Kenilworth, Peveril of the Peak y otras innu­

merables.» (Jll, 1389).

Menciona Menéndez Pelayo, como gran novedad, en las últimas páginas de su estudio sobre el Romanticismo británico, el nombre de Percy Bysshe Shelley, a quien se conoce poco en

Inglaterra, a quien se conocía menos aún fuera de su propio país, aunque en los momentos en que se redacta la Historia su fama se había extendido prodigiosamente, y a quien dedica el crítico montañés varias páginas, quizá no tanto para convencer a sus lectores, sino para convencerse a sí mismo de que este «grande y extrañísimo poeta» (III, 1396) merece la atención que le dedi­

can los estuiliosos. Los demás autores son novelistas o no alcanzan el interés poético de otros escritores. Ejemplo de esto último es Robert Southey, quien, sin embargo, le parece al crítico santanderino más estimable que S. T. Coleridge. Opinión que suscribirán pocas personas en

tiempos posteriores. Los heterodoxos gustos y preferencias de Marcelino Menéndez Pelayo, en materia de

teratura inglesa, así expuestos, casi parecen conspirar contra sus propias ideas. En uno de estudios más madrugadores de literahrra comparada, española e inglesa, el de José de Armas, el Romanticismo británico apenas ocupa lugar, aunque alguna atención se le concede. Pero para este estudioso cubano, amigo de Menéndez Pelayo, el nombre de Shelley no es una novedad, sino

«el gran poeta Shelley» (Armas 1910: 153). Sabe el lector que la Historia de las ideas estéticas en España fue una obra que no se ronch>-·

yó y cuyo contenido se reformó durante el curso de su redacción. Iba a ser el estudio nna historia

de las ideas estéticas en España, pero semejante historia sólo podía escribirse sin perder de la historia de la literatura europea. Era necesario hacer un mayor acopio de información. comparaciones entre iliferentes tradiciones eran necesarias. Había que levantar el mapa de relaciones literarias transfronterizas. En algún momento, el afán comparatista del autor lo llevó a cruzar las fronteras de su país y lo llevó a visitar la estética de Alemania, «aquel viaje prodigioso a través de la estética alemana>> (Alonso 1975: 11), y lo llevó a visitar, asimismo, el Romanticismo francés, «la exploración gustosísima y llena de minuciosos hallazgos del romanticismo francés>> (Alonso 1975: 11). Es curioso, sin embargo, que de la exploración que llevó a don M<!rc<elinO por tierras de Gran Bretaña, sin embargo, es poco o nada lo que se ha escrito. Poco o nada ha escrito si se considera el generoso espacio que dedica Menéndez Pelayo a las letras inglesas

CXLVII

historia. De las casi cuarenta fichas de reseñas de la Historia que se reseñan en la Biblia­de estudios sobre Menéndez Pelayo ninguna tiene como asunto principal de su análisis el

'i}¡¡¡ro:mticismc inglés (Labandeira 1995: 192-195). En cualquier caso, es cuando el crítico llega XIX cuando la obra embarranca. «La extensión de los estudios de la Europa del siglo XIX

le permitieron contmuar con su plan de la estética española, y la Historia quedó truncada»

.. '.i:'c's·::•í.t,"An 2008: 147). En el historiador montañés, el examen histórico está al servicio del juicio. No hay estética

valores, aunque el ttempo no haya respetado ni la investigación histórica ni los juicios de

.>"•i%iicval<Jres pues estos, necesanamente, han mudado. El Romanticismo, siguiendo en esto las ideas ·.:•i•¡le s:ch.leg·el era para Marcelino Menéndez Pelayo tanto una categoría estética como un concepto

, t?'llli:tói'ico con bien definidos límites temporales.

«Fundamentalmente, veía en el romanticismo una emancipación literaria de reglas convencionales, es decir, un elemento formal. El término predilecto que le aplica es el de revolución. En cuanto al fondo, distingue entre el romanticismo histórico o legen­dario y el fisiológico, íntimo o interno.» (Juretschke 1956: 14).

Han de causar sorpresa las opiniones de don Marcelino, no tanto porque se esté en des­con ellas, sino por el marco teórico en el que podrían inscribirse. Puede decirse de

\fonisw·orth, como dice don Marcelino, que era «gran poeta>> (III, 1387), pero parece algo des­¡sicler<!do matizar esta afirmación añadiendo que lo hacen de menos su «sensiblería y el alar­de candor» (III, 1386) y el espíritu «moralizador y sentenciosO>> (III, 1386). Tampoco parece

lterler<JSO decir de Coleridge que poseía un ingenio «desigual y calenturientO>> (III, 1387) o que • .it%•~fquthey" pKante y nuevo «cuando no degenera en exotismo afectadO>> (III, 1388). Dicho sea de ' :t1%1;¡~c>,Se calificaba como calenturiento el ingenio de quien había dicho que la poesía, incluidas las

:¿;tildas rrreno' convencionales, «tenía una lógica propia, tan severa como la de la ciencia>> ( Colerid-1983: 9). En cuanto a la segunda generación de poetas románticos, los juicios de Menéndez

también dejan nn ancho espacio para el desacuerdo o para la curiosidad sorprendida,

los casos. Lord Byron, por ejemplo, hace preguntarse a don Marcelino: «¿quién ha de ne-que Byron es uno de los tres o cuatro grandes poetas de nuestro siglo y uno de los primeros

humanidad?>> (III, 1394). Esta pregunta a la que responderán de forma negativa no pocos no sería tan inoportuna si no viniera acompañada, además, unas páginas más adelante,

calificación de John Keats como uno de los <<dioses menores>> (III, 1400) del Romanticismo . Si en el caso de lord Byron sigue Marcelino Menéndez Pelayo demasiado de cerca la crí­

francesa, en el caso de John Keats sigue, también demasiado de cerca, la crítica inglesa. Son,

. juicios que tienen su justificable contexto en su época. Su lectura de Shelley, por poner eJemplo, ofrece un comentario extenso sobre un autor cuyo nombre era <<rara vez menciona­fuera de Inglaterra antes de estos últimos años>> (III, 1396). En el siglo xxi Shelley ocupa un

central en el canon poético británico del Romanticismo. Pero el problema para el lector del XXI, a fin de cuentas, no lo es tanto las opiniones cuanto el propio vocabulario mediante el

· expresa sus juicios. Sus herramientas teóricas son buenas, pero son limitadas. fuera de su campo de interés las ciencias sociales, las propiedades del discurso, la consti-

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CXLVIII

lución del objeto literario, el propio objeto literario y sus mudables relaciones con los ideológico y material. En fin, que muestra lo que él mismo imputa al Dr. jobnson, un

crítico («Un temperamento mal equilibrado>>, «excéntrico>>) que bebe en las mismas fuentes sabiduría retórica y académica de la Antigüedad clásica.

T. S. Eliot no solo opinaba que la crítica moderna comenzaba con Coleridge, también mó que la obra de johnson Lives of the Poets representaba una escuela de la que fue su autor último representante (Eliot 1979: 104). Pero que representara esa escuela no lo convierte en caricatura a la que lo traduce Menéndez Pelayo. Sin duda, las limitaciones de johnson muchas y variadas, pero fue un exponente heterodoxo de los principios de la crítica ne,octísic «)ohnson, aunque se mantuvo fiel a los principios de la tradición de la crítica neoclásica los terpretó de forma constante, con un espíritu respecto del cual es difícil evitar usar un que él habría detestado: liberah> (Wellek 1, 1970: 104). En las páginas de Marcelino Menén,de Pelayo sobre las letras inglesas de los siglos xvm y xrx no se percibe con nitidez la dll,ereriCi entre la crítica ilustrada y la crítica romántica, las diferencias entre la critica de johnson y la

Coleridge. Quizá en lo relativo a algunos aspectos, las interpretaciones de Marcelino Menéndez

layo las explican criterios que, posteriormente, se han revisado hasta casi volver imecono,:ibl< los principios en los que se habían asentado originalmente. Por ejemplo, Horace Walpole pudo ser, en sns cartas y opúsculos, un «ingenio más francés que británico>> (III, 1383), pero propio Menéndez Pelayo lo señala en nota como uno de los «precursores de la novela hisltóricO: en Gran Bretaña. Ciertamente, en lo relativo a la correspondencia de Walpole sigue teniendo ti do la afirmación del crítico montañés, pero alguno de los opúsculos de aquel, Essay on Gardening, por poner un solo ejemplo, es cualquier cosa menos francés. Lo que no pudo Menéndez Pelayo es que Horace Walpole no fue solo precursor de la novela histórica, sino fue creador de algo no menos interesante, fue el primer narrador que escribió una nu·ve101 gcmc1 Sencillamente, en aquellos momentos, la categoría histórica de la «novela gótica>> no exiiStÍ:<: n>

porque no se conociera, porque no hubiera novelas góticas, sino porque no se había definido adecuada precisión el subgénero.

Tal vez Menéndez Pelayo, como ya se ha señalado, en el análisis al que somete el ticismo inglés, pero, en general, a toda la literatura inglesa, moderna y contemporánea, se llevar por los críticos franceses. En las notas mediante las que el crítico deja constancia de referencias en el capítulo que dedica al Romanticismo inglés abundan los nombres Carlos de Rémusat (Histoire de la philosophie en Angleterre), E. Scherer (Études sur la contemporaine), Hipólito Taine (Histoire de la littérature anglaise), ). Darmesteter (Essais de rature anglaise). Las monografías, los estudios concretos de cada autor en cuya obra se Menéndez Pelayo, sin embargo, suelen ser obra de autores o de críticos ingleses. En caso, el edificio teórico sobre el que Marcelino Menéndez Pelayo apoya su andamiaje discurSt1

se ha levantado con ladrillos de manufactura francesa (apenas menciona estudios atem~""' italianos). Este es un grave inconveniente, pues, acaso, como el propio historiador rec:onoc<~,<

afán de claridad francés no sea el más adecuado para juzgar sobre las obras literarias de ción británica. La raza, el medio y el momento eran los elementos determinantes de la literaria para H. Taine. No eran tan diferentes para Menéndez Pelayo. Sin embargo, los

CXLIX

de lo inglés o lo francés son categorías de clasificación que apenas existen en tiempos

en relación con la historia literaria. No era así en tiempos de Marcelino Menéndez cuando se creía que había un espíritu nacional que se reflejaba en las creaciones Iitera­

Herder y Schlegel se hallan en el origen de esta doctrina que de tanta aceptación ha . Averiguada cuál pudiera ser la esencia de ese carácter nacional, la creación del juicio ya podía seguir unas pautas objetivas y seguras: es bueno todo aquello mediante lo que

ese espíritu previamente definido, mientras que no lo será lo que se aparte de esa

¡cri¡Jció>nideal de lo inglés. rasgos generales del espíritu literario británico, ese espíritu que transciende límites

los señala Marcelino Menéndez Pelayo al comienzo de su estudio sobre la tradición de Inglaterra. Como no podía ser de otro modo, la literatura inglesa expresa la extraña de «pasión y espíritu positivo, de sensibilidad reconcentrada, de fantasía ardiente y de profundo de la realidad" (III, 1375) que, según Menéndez Pelayo, caracteriza al pueblo

imaginación y el empirismo son el cañamazo en el que se bordan la poesía o la novela delicados hilos de la creación literaria británica, pero se trata de una imaginación que no

<<las grandes epopeyas metafísicas de la India antigua y de la Alemania moderna" (111,

ni es un empirismo qne pueda confundirse con «la superficial explicación positivista" complace al <>espíritu francés» (III, 1375). Ahora bien, si de la lectura de las opiniones de

Pelayo el lector extrae una idea aproximada de lo qne no es el espíritu literario inglés, el estudio de esas mismas opiniones no es tan sencillo saber cómo es ese espíritu. Dos parece subrayar Menéndez Pelayo: la imaginación y el espíritu práctico. Esa imagi-

que no aspira a la creación de las grandes epopeyas, es una <<riquísima imaginación de (III, 1375), es decir, es algo que casi no parece imaginación, mieutras que el sentido

del pueblo concluye en una filosofía que formula leyes inductivas, sólo tras acopiar un caudal de hechos y observaciones, pero es una filosofía que carece de <<elevación metafísi-

(111, 1375). Con semejantes ideas como fundamento, no es extraño que Marcelino Menéndez a falta de mejores descripciones, se apresure a señalar el parentesco que hay entre la lite­

inglesa y la española. No se acomoda bien el genio inglés a la perfección formal que piden ,;¡tr>eceptivas clásicas o las neoclásicas. Como los españoles, los ingleses saben librarse de la ti-

de las reglas cuando se aplican estas sin cierto sentido de la discriminación, pues <<el genio

rebelde como el nuestro a la disciplina académica, tomó de la antigüedad más bien los vivos que la regla muerta» (III, 1378). Tal vez estas ideas en torno a lo específico de la

literaria inglesa sean fruto de un prejuicio muy ligado a la época. Marcelino Menéndez consideraba, como heredero del Romanticismo que era, que las reglas, los preceptos y las

podían ahogar el espíritu creativo, alejaban de la vida al creador y a su obra. Un ex­formalización separa la literatura de la vida. Sobre este fuodamento, puede afirmar que que en el espíritu de los pueblos (concepto, el del espíritu de los pueblos, que, por cierto,

su origen precisamente en el Romanticismo) que se eleva sobre preceptos y escuelas litera­decir verdad, estas o parecidas ideas había vertido don Marcelino cuando quiso describir

inglesa del siglo xvm, en la que halla las características del pueblo por debajo de preceptos, como si hubiera algo irreductible a las normas y que expresara algo más

algo que dejaban intacto las escuelas de pensamiento y las modas literarias.

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CL Obras completas de Menéndez

«(Caracteriza lo inglés) el espíritu analítico, la tendencia a la observación menuda, lógica y moral, la penuria de substancia metafísica y aun la desconfianza respecto de ella:

cunstancias todas que en algo deben atribuirse a la filosofía que por entonces reinaba "'LuJcop;¡, pero que también dependen, en parte no menor, de condiciones nativas de la raza, puesto vemos reaparecer en los grandes psicólogos y pensadores lógicos de nuestros tiempos, y aun

los estéticos medio idealistas como Rusltin» (III, 1413). La «penuria de substancia metafísica» se da la mano, por encima de las épocas y

tiempos, con la escasez del pensamiento crítico en lengua inglesa. La elaboración de un curso estético sólidamente fundamentado en la filosofía, en cualquier filosofía, también es

deficiencia de la tradición británica: la cosecha estética es casi nula en Inglaterra antes del siglo xvm, así entre los filósofos como entre los literatos>> (III, 1381). Acaso no se hallaba tan desca­minado el crítico montañés. En 1884, en Londres, cuando Menéndez Pelayo ya había comen­zado a publicar algún tomo de la Historia de las ideas estéticas, e! novelista anglo-americano Henry james publicó un ensayo que llevaba por nombre The Art of Fiction, El arte de la Su opinión respecto de la elaboración teórica de la novela por parte de la crítica inglesa

no sería muy diferente de la de don Marcelino:

«Hasta hace poco tiempo podría haberse imaginado que la novela inglesa no era lo que los franceses llaman discutable. No parecía tener una teoría, ni convicción ni conciencia de sí misma; de ser la expresión de una fe artística, resultado de la elección y la comparación.» (James 1992: 35).

Henry james se quejaba del escaso interés de los ingleses por hacer explícita la teoría de

la novela sobre la que se elevaron las obras de Dickens o Thackeray. Sin embargo, nadie rnscmta que las obras de estos dos autores constituían una referencia inevitable en el arte de la ficción

novelística ochocentista. Al hablar de la debilidad de la tradición estética y quizá de la debilidad de la tra<liciém

teórica inglesa, Marcelino Menéndez Pelayo hace una afirmación sorprendente: <<Por una sin- · gularidad muy digna de observación, en Inglaterra, donde la práctica artística fue, con excepciones, romántica aun en los mismos clásicos, la teoría nunca o rarísima vez aspiró a independiente o revolucionaria» (111, 1380). Es cierto, la tradición literaria inglesa, que en manifiestos, como los que señala el propio Menéndez Pelayo, el de sir Philip Sidney y el B. Shelley, carece de la actividad normativa o reguladora de otras lenguas, lafrane<esa., la al<,mana, la italiana y aun la española. No quiere decir esto, por ejemplo, que el Romanticismo britán,ico

haya estado ayuno de preceptivas y de investigación sobre la obra literaria. Marcelino M<,nénd<!Z Pelayo menciona algunas de estas. Menciona el prólogo a las Baladas líricas de Wordsworth menciona la Defensa de la poesía, de Shelley, Pero hay más. Por ejemplo, dentro de las de crítica, no menciona la Biographia Literaria, de cuyo autor, S. T Coleridge, T S. Eliot 104) decía que descendía toda la crítica literaria del presente: «La crítica literaria de hoy decirse que desciende en linea directa de Coleridge». Este hecho puede establecer la relev;mc11a

histórica del crítico Coleridge, pero no disminuye el interés de las opiniones de Menéndez layo. Tampoco menciona don Marcelino el breve ensayo de Thomas Love Peacock, «Las

CLI

de la poesía», en el que se plantea, de forma harto original, la historia y antropología de

,cn,.cJ.ónpoética. Lo interesante de este ensayo, además de las propias ideas que encierra, es el de que fuera la causa inmediata de que Shelley escribiera su Defensa de la poesía, a la que

montañés dedica un espacio generoso en su estudiO. En este caso, es menos comprensi­Menéndez Pelayo no lo mencionara. Tampoco menciona algunos de los ingenios críticos

ás 110

t,abJ,es del Romanticismo británico, como Thomas de Quincey o Williaru Hazlitt Y, en fin, roenos disculpa, tampoco menciona el importante ensayo de john Stuart Mili, «¿Qué es la

. Con la agravante de que a este autor sí lo conocía el crítico españoL Las ausencias ha­

casi imposible tomar muy en serio las manifestaciones de Menéndez Pelayo sobre la teoría Romanticismo británico. Sin duda, deja de mencionar el crítico santanderino muchas

obras, mayores y menores, pero acaso el tiempo ha organizado el pasado desde el punto que proponen otras miradas y otros intereses. Baste lo mencionado para establecer que el momento en el que se escribe la Historia de las ideas estéticas la historia literaria no

ido mucho más allá de donde llegó don Marcelino. Sin embargo, más adelante, cuando Marcelino Menéndez Pelayo describa el Romanticismo un fenómeno concluido, visto desde la perspectiva de la Época Victoriana, resume sus

volviendo a insistir en el anti-intelectualismo de la tradición británica:

<<De este modo se cumplió la revolución literaria en Inglaterra, más con poemas que con teorías, muy al contrario de lo que sucedía en Alemania, donde la teoría precedió y acompañó siempre a la producción artística. Imposible hallar en Inglaterra esa or­denada lógica, y, por decirlo así, rítmica sucesión de ideas que va de Winckelmann a Lessing, de Lessing a Kant, de Kant a Schiller y Goethe por una parte, y por otra a Kant, Fichte, Schelling, Hegel, Schopenbauer y Herbart Las distintas aptitudes nacionales se reflejan fielmente en el arte como en la filosofía: y así el poético individualismo inglés, que nunca había sido completamente ahogado por la influencia doctrinal y clásica, ni por el espíritu analítico y reflexivo, y que no tenía, por tanto, grandes obstáculos que vencer, ni grandes barreras que derribar, triunfó sin lucha y sin programa, reformó o transformó totalmente el arte, sin necesidad de largas discusiones, sin aparato agresivo. Revolución a la inglesa, mucho más fecunda y duradera que las que se basan en siste­mas y concepciones abstractas del hombre y de la vida» (JJI, 1401).

La insistencia en el carácter nacional de la literatura se hace formalmente relevante cuando lela Jilter:llura se pasa al pueblo mismo. La revolución romántica es en Inglaterra una revolución '"'"~UJJla, práctica, orientada a la modificación profunda de las condiciones generales de vida; :tede OIDOiter:>e a la revolución romántica francesa) que protagonizó una revolución expresa de

ideas, con bruscos cambios normativos) con derramamiento de sangre. Casi parece la tesis desarrolla en forma de ficción Charles Dickens en Historia de dos ciudades. Pero, además,

Menéndez Pelayo en algo sobre lo que luego disertará más ampliamente: el anti-intelec­

del pensamiento británico. Acaso de los períodos de la historia literaria inglesa que examina Menéndez Pelayo sea

XVIII el que recibe un tratamiento más severo. Es el propio siglo, en su conjunto, lo que

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CLII

impacienta a Menéndez Pelayo. Es la estrechez del siglo que, sorprendentemente, se '''"u•uaJrá

en cierto modo entre los románticos, pero en ellos no se considerará un defecto.

«Pero la poesía propiamente dicha continuaba, como en toda Europa, sujeta al im­perio de la convención y a las cadenas de la Retórica. Fuera de la elegía de Gray y de una o dos odas suyas; fuera del Viajero y La aldea abandonada de Goldsmith ( compo­siciones muy de segundo orden, a las cuales sólo hace parecer mayores el silencio y la soledad en que aparecieron), ¡qué ha quedado de toda la poesía posterior a Pope? Sólo por curiosidad de historia literaria se recorren hoy los poemas descriptivos de Thomp­son, los poemas filosóficos de Young, Akenside y Beattie, y sólo como débil preludio de romanticismo ofrece alguna curiosidad el Ossian contrahecho de Macpherson. Del teatro no hay que hablar, porque se reduce a un solo nombre, el de Sheridan, y a una

sola pieza, La escuela de la maledicencia.» (III, 1382).

El siglo xvm separó al creador inglés del genio de su propio pueblo. Es poco generoso hacer aprecio de toda una época en la que brillan los nombres de Dryden y Pope, Gray y mith, los de Thompson, Young, Akenside y Beattie, a los que pueden agregarse los de jonnso!h Gay y Swift, por ejemplo, por no mencionar algún heterodoxo de verdad, como John Willmn+·'

entre las obras de los cuales, por cierto, el Ossian, contrahechura de Macpherson, no de:;m<erec:e: en interés poético. Como el propio Menéndez Pelayo había reconocido anteriormente:

«Ossián, falsificación de la antigua poesía escocesa hecha por Mac-Pherson, que mostró en ella, no sólo verdadera habilidad y talento poético, sino conocimiento pro­

fundo de las necesidades de su época, hambrienta de poesía en toda Europa, y mayor­mente de poesía que presentase algún carácter nacional, mucho más si iba acompaña­do, como en aquélla, de nieblas y ventisqueros, de abetos solitarios y de arpas mecidas por el viento; melancólicas visiones del Septentrión, que por primera vez surcaban el cielo del Mediodía. La poesía, aun falsificada, todavía lograba el poder de desembargar los espíritus atrofiados porlaEnciclopedia.» (II, 742).

Tampoco es generoso que el teatro posterior a Pope se reduzca a La escuela de la cencia de Sheridan o que no se mencione, algo antes, la comedia de la restauración o La del mendigo, de Gay, fruto característico del siglo xvm, cuya ausencia podría disculparse pm:qw,,.

después de todo, no es posterior a Pope, aunque sí lo sean las bailad operas posteriores en que aquella se continuó; más difícil de aceptar es que no se mencione, por ejemplo, She to Conquer, de Goldsmith, que sí es posterior a Pope y, además, para hipotético contento de Marcelino, alguna relación tiene con la comedia de Lope La dama boba.

Sería injusto señalar las deficiencias de las valoraciones de la Historia de las ideas est.!tic<1S solo por fundarse en datos incompletos o, peor aún, porque no coincidan con las del pn$eiite.; Bien pudiera ocurrir que en el curso del tiempo sean las ideas del presente las que dejen estimarse y el juicio de la Historia lo rehabiliten futuros estudiosos. No parece muy pnJbable,;

Tampoco un juicio que tenga en cuenta las condiciones de partida en las que se exprese

CLIII

,_.,,;.oral estudioso del siglo XXI la tranquilidad en lo relativo a la penetración o éxito de los de don Marcelino. Tómese, por ejemplo, la valoración que se hace en la Historia de la obra

literaria de Samuel Johnson:

«Fue en realidad la crítica de johnson más bien el desahogo de un temperamento mal equilibrado y de una genialidad excéntrica, que la aplicación de ningún código ni de preceptiva alguna. Hábil y minucioso para lo pequeño, carecía del sentido de las grandes cosas, y no entendió nunca ni a Shakespeare ni a Milton, aunque los admirase mucho. Era un gramático, un gladiador literario, feroz y virulento, sin más norte que la autoridad unas veces, y otras la paradoja.» (III, 1383).

El juicio sobre Samuel Johnson parece demasiado cercano a los valores del Romanticismo el pos-rornaJilic:isrno .. Quizá siga aquí don Marcelino demasiado estrechamente la opinión de

Taine, para quien el filólogo inglés era un «personaje excéntrico (Taine s.a., 4: 118), un grotescO>> (Taine s.a., 4: 120) que ejercía como «dictador. literario>> (Taine s.a., 4: 118). No

afortunado el crítico montañés en su valoración del Samuel Johnson, pero, teniendo en que el libro del autor francés, la Historia de la literatura inglesa, es una influencia muy

en todas las páginas que dedica Menéndez Pelayo a la literatura en lengua inglesa, la icripci.ón de Menéndez Pelayo tiene la sabrosa virtud de decir algo más expresivo que nuevo:

ratm ¡;"''"'""u, un gladiador literario, feroz y virulento, sin más norte que la autoridad unas y otras la paradoja». Para entender algo mejor las opiniones sobre johnson sería deseable

lasae,;ae perspectivas diferentes.

Quizá donde mejor se aprecia la reacción anti-romántica del fin de siglo, en la que, en par­inscribe algún aspecto de la crítica de Menéndez Pelayo, es en la descripción negativa de la

de Wordsworth que, ciertamente, sigue en este caso, como en otros varios, muy de cerca {)piniones de Hipólito Taine:

<<El sentimiento le salva y le redime cuando no es un sentimiento falso; pero nadie ha llevado el prosaísmo sistemático, no ya de dicción, sino de asunto, a mayores desva­ríos y excesos. No fue solamente el poeta de los rústicos y de los niños, empeñándose en imitar hasta su torpe balbuceo, sino el poeta de los estúpidos, de los idiotas, de los estropeados y de los mendigos. Y todo esto lo hizo con gran elevación moral, pero en una especie de prosa rimada, que a la larga llega a ser intolerable por la estéril notación de menudencias sin valor característico alguno.» (111, 1387).

El juicio de Menéndez Pelayo se aparta en este punto considerablemente de las opiniones cnnc<Js posteriores. Quizá la poesía de Wordsworth, más que otras, ha estado sometida a

valoraciones según la época. Es curioso que Menéndez Pelayo subraye cuanto de rele-hay en la poesía de Wordsworth en relación con la naturaleza, pues «ha podido decirse qne

poeta ha expresado más profundamente que él el comercio del alma con la naturaleza 'lnn~Urlica•tio mentis et rerum ), el diálogo del espíritu humano con el espíritu de las cosas»

Sin embargo, un crítico que es capaz de identificar el <<cristiano realismo» (III, 1385)

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CLIV

de las descripciones familiares y paisajísticas de la poesía de Cowper, no reconoce la verdaderamente revolucionaria y verdaderamente cristiana de prestar atención a rústicos ños, estúpidos, idiotas, estropeados y mendigos, propia del «realismo evangélico» que ' Wordsworth. No se trata de «desvaríos y excesos», sino de atender a un mensaje religioso además, coincide con nna de las preocupaciones centrales de toda clase de pensador socia[ los siglos XIX y xx: el problema de la exclusión social. Si el lector levanta la mirada del autorv 1

dirige al contexto, aquí son todavía más evidentes las deficiencias de estos juicios, pues la tancia de la figura de Wordsworth es determinante en la evolución de las letras inglesas. estas opiniones y valoraciones traen su pequeña sorpresa en las páginas de Menéndez Pero el juicio de Menéndez Pelayo sobre Samuel )ohnson, antes mencionado, <<no entendió ca ni a Shakespeare ni a Milton, aunque los admirase mucho», ¡no podría aplicársele al don Marcelino en relación con Wordsworth, a quien, además, no parece admirar nada?

No merece menos atención el juicio de Menéndez Pelayo sobre lord Byron. Un juicio también encierra su sorpresa. Si a regañadientes llega a conceder el crítico montañés que, unos críticos, William Wordsworth podría contarse «entre los cuatro o cinco grandes ingleses de nuestro siglo» (III, 1385), respecto de lord Byron su convicción adquiere un grado de certidumbre: «Descartada la parte de retórica, y descartado el papel de réprobo Byron voluntariamente se calumniaba, ¡quién ha de negar que Byron es uno de los tres o grandes poetas de nuestro siglo y uno de los primeros de la humanidad?>> (III, 1394). La rencia que separa a ambos es grande, es la distancia que se interpone entre el cuarto o el poeta inglés del siglo XIX y el tercero o cuarto poeta de ese mismo siglo, quien es, precisainei1te uno de los primeros poetas de la humanidad. ¡De qué modo justifica Marcelino Menéndez layo esta preferencia? Como muchos autores posteriores, el crítico santanderino dirige su ción a la persona y al personaje. La persona y el personaje, a su vez, se hallan i"ndisolul>leineJotJ unidos a la poesía de lord Byron, pero, especialmente, se hallan unidos a algunos de los mayores: Childe Harold's Pilgrimage y Don Juan. La personalidad o el personaje literario de Byron se han considerado tradicionalmente parte integrante de su poesía. Esa coJrrsideJración ha cambiado con el tiempo. Incluso, puede decirse que se ha reconocido desde un punto de diferente. Véase, por ejemplo, la apreciación de Bertrand Russell sobre este mismo aspecto

poeta británico:

«Cuando consideramos los hombres, no como artistas o descubridores, ni como

simpáticos o antipáticos para nuestro gusto, sino como fuerzas, corno causas de cambio en la estructura sociaL en los juicios de valor o en la actitud intelectual, encontramos que el curso de los acontecimientos en los tiempos recientes ha exigido mucho reajuste en nuestras apreciaciones, haciendo que muchos hombres sean menos importantes de lo que habían parecido y otros mucho más. Entre aquellos cuya importancia es mayor de lo que parecía, Byron merece un alto lugar. En el continente, tal opinión no parecerá sorprendente, pero en el mnndo de habla inglesa puede considerarse extraña. Fue en el continente donde Byron tuvo influencia y no es en Inglaterra donde ha de buscarse su progenie intelectuaL Para muchos de nosotros, sus versos parecen con frecuencia pobres y su sentimiento a menudo chillón, más en el extranjero, su manera de sentir y

su actitud ante la vida se transmitieron y se desarrollaron hasta tener tal difusión que fueron factores de los grandes acontecimientos.» (Russell1971 1: 369).

CLV

Es muy consciente Menéndez Pelayo, por otra parte, de que la poesía de lord Byron sólo algún reparo puede llamarse romántica. Así lo atestiguan no solo la admiración por la obra

que salpica las cartas y diarios de Byron o el poco aprecio que muestra el poeta hacia de algunos de los mejor conocidos representantes del Romanticismo o su preferencia

1 muy neoclásico heroic couplet, sino el hecho de que no integre en su obra algunos de los i.m,•ntoos que tradicionalmente se han considerado rasgos que formalmente se identifican con

Después de todo, acaso Marcelino Menéndez Pelayo sucumbe a la pasión continental por Jlyron, especialmente virulenta en Francia y algo más sosegada en España y en Alemania.

!i~!l!tracta de nna pasión que los críticos ingleses suelen calificar de inmotivada e incomprensible. Shelley representa para Menéndez Pelayo algo nuevo, algo que añade apresuradamente

en los últimos tiempos la reputación del poeta ha ganado terreno tanto en Inglaterra fuera de ella. Las opiniones del historiador español son sinceras, pero tienen una pizca de

de la oportunidad que las hace parecer tal vez poco originales. Es curioso, sin embargo, que el siglo XIX, la Época Victoriana, en lo relativo a las ideas

se haga representar por las luminarias de la crítica inglesa de ese siglo: Macaulay, Rus­Carlyle, Herbert Spencer o Mateo Arnold (Matthew Arnold). El Romanticismo lo expuso Marcelino a través de sus autores, de los poetas, pero el siglo XIX victoriano lo representó · los críticos y no mediante los poetas. No se mencionan las poéticas de Tennyson, de

rllrowning, de los Rosetti, de Hopkins ni de tantos otros. Al hablar del Romanticismo, Menén­elayo se había quejado de las deficiencias de la teoría literaria del pueblo inglés. Se había

sobre todo, a analizar la creación de los autores. La Época Victoriana, que, sin duda, !i>'nreno' original desde el punto de vista teórico que el Romanticismo y que tiene una más que

<;~¡¡,¡ter•esante producción tanto novelística como poética, se representa en la Historia de las ideas , 5['k"$•téticas a través de sus críticos. Los críticos victorianos acaso no sean tan originales como los )¡'~~máJrrti<:os, porque el mundo sobre el que legislan no trae grandes rupturas con el pasado ni

la forma de revoluciones formales. Todo lo contrario. Marcelino Menéndez Pelayo menciona a los creadores agrupados precipitadamente en el

párrafo que dedica a la cultura victoriana: «Tennyson y Longfellow, Elizabeth y Roberto lrOI\'nin,g, Gabriel Rosetti y Wittier, Cullent Bryant y Swinburne» (111, 1425). A los que hay que

dos nombres de Dickens y Thackeray, ya consagrados por la gloria>> y «los nombres de .. <;,:~m•••u, de Jorge Eliot, de Carlota Bronte y otros innumerables; y la crítica literaria, que está en

, '<'?~nos de espíritus tan cultos, elegantes e ingeniosos como Mateo Arnold» (Ibídem). En épocas cercanas al siglo XXI, acaso puedan sorprender en esa lista los nombres de Bryant o Wit­como puede sorprender la ausencia de Arthur Clough o Coventry Patmore; como podría

la ausencia de Elizabeth Gaskell o la de Trollope en el terreno de la narrativa; como ~r¡pteJnde que no se mencionen Walter Pater y William Morris entre las aportaciones a las ideas

Pero no es sobre las deficiencias sobre lo que debe ejercerse el juicio, sino sobre las ;?~~pt•rtaciones positivas. Hay que dar por descontado que la cercanía, sin duda, hará que parez-

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CLVI

can descomunalmente grandes quienes acaso no tengan una estatura que pase de ~o-.cca. lector de finales del siglo xx se sorprenderá del espacio que se dedica en el repaso que hace Marcelino del siglo XIX británico a Dugald Stewart, discípulo de Thomas Reid, y a

quienes se recuerda poco en el siglo xxL .. Dejando a un lado a estos autores, poco o nada relevantes en el debate estetiCo

lista, Marcelino Menéndez Pelayo dedica tiempo y esfuerzo analítico a cuatro escritores le parece que representan lo mejor de la aportación británica al estudio crítico de las estéticas durante el siglo XIX. Se trata de Macaulay, Carlyle, Ruskiu y Spencer. Son, sm cuatro cumbres del pensamiento victoriano. Tan interesante como señalar hacia las cumbre: el mencionar el contexto social de la divulgación de las ideas científicas y culturales v1cron'"

Marcelino Menéndez Pelayo subraya el papel relevante de las revistas de la época. El siglo es, entre otras cosas, el siglo de las publicaciones científicas periódicas. Una parte Importa

de la cultura y de la ciencia victorianas se hacen públicas, se refinan y se aceptan o se a través de las revistas. El estudio de la importancia de estas publicaciones por parte del montañés es impecable. Después de señalar los ilustres antecedentes del siglo A,. w, mcm:n•

Pelayo menciona la Edinburgh Review, la que dirigieron originalmente Fra~cis Jeffrey, Smith y Henry Brougham, la que resumió a lo largo del siglo XIX en sus pagmas lo espíritu crítico británico. Las alabanzas de Menéndez Pelayo, incluso en sus ex:age:rac:imies, á la medida de lo que representó esta revista en su momento.

¡Queda algo fuera? ¡Deja sin evaluar algo verdaderamente importante Marcelino

néndez Pelayo? Quizá falte la perspectiva de conjunto. Por ejemplo, en el debate de las estéticas, el discípulo de Thomas Reid, Dugald Stewart, que no es kan llano, como afirma Marcelino (Kant era un autor a quien Dugad Stewart decía no entender), representa las

del incipiente sensualismo escocés. Más interesante, sin embargo, par~ conocer las jidades de la estética victoriana, habría sido seguir las ideas que provienen del seiiSUalisi

escocés y desembocan en el utilitarismo de Bentham y james Mrll y que concluyen en Stuart Mili. El debate sobre el puritanismo, el utilitarismo (como síntoma de un siglo temen te científico y, por lo tanto, práctico) y la estética habría sido muy interesante. Lo sido, incluso, si el autor hubiera dirigido la mirada un poco más allá, hacia los autores tanos que ensancharon la base, la popular, sobre todo, de la expresión estética (John john Bunyan), sin dejar de desconfiar del arte. Al igual que habría sido más que Im,ere:>rn

vincular la novela histórica con la estética de Ruskin y con el pre-rafaelismo. De ah1 al dentismo y a la estética del fin de siglo solo hay un paso. Son conjeturas que puede cada lector por su cuenta, pero lo que hay en el texto de Marcelino Menéndez Pelayo es

diferente de lo que puede hallar el lector en cualquier manual de historia literana o y con ello hay que interpretar la cartografía de la estética inglesa que le,"antó el crítico tañés. Menéndez Pelayo no estaba excesivamente interesado en la VISIOn de con¡unto,

la cercanía le impedía enfocar con precisión hacia los fenómenos, prefirió que el . adivinara o se intuyera a través de la descripción de un número de victorianos err:ine:nte:

el campo de la estética. Los valles y la penillanura pueden darse por bien conocidos. Menéndez Pelayo se dedica a describir minuciosamente solo las cumbres: Macaulay, Ruskin, Spencer. La atención del lector la solicitan de forma exclusiva estos cuatro

CLVII

muy sensato, a la luz de la varia fortuna de cada autor, valorar la selección. Habrían ser otros los autores, pero los que hay son suficientemente interesantes por sí mismos, dos excepciones ya señaladas (Dugald Stewart y Gran! Allen) y con una tercera que

presentarse como discutible. M;acaulay, para Menéndez Pelayo, constituye <mna de las lecturas más amenas, variadas,

deleitosas de este siglo>> (III, 1408). Por supuesto, no merece la pena exponer el funda-de los elogiosos juicios críticos que Menéndez Pelayo hace llover sobre el crítico e his­

inglés. Dos informaciones complementarias pueden permitir conocer la importancia de Macaulay en el contexto de las letras británicas. La primera proviene de Sainstbury,

""'"'''"o de Menéndez Pelayo, quien opina que decir de una persona que no es un Creso decir, ni mucho menos, que esa misma persona sea pobre de solemnidad, pues se

que se diga en detrimento de él, «Macaulay fue un crítico de su tiempo, un buen crítico mucho tiempo, acaso fue un gran crítico in potentia» (Saintsbury 1971: 494). La se­

apreciación más moderna, la de Wellek, es algo más precisa: «La enorme reputación

'-"'"''"' como crítico ha descendido más bruscamente que la de cualquier otro de los victorianos importantes>> (Wellek 3 1970: 125). Entre ambas opiniones, la de Lytton

pudiera representar la reacción de los post-victorianos menos complacientes: «Una estructura de mente, un estilo metálico, una tendencia irrefrenable hacia lo obvio y lo

una complacencia de clase media victoriana>> (Strachey 1995: 155). podría ser el juicio de Menéndez Pelayo sobre Carlyle? Este autor representa casi a Macaulay. Si este representaba ese «genio vivo, agudo y brillante, que con poca

supone patrimonio exclusivo de los pueblos meridionales» (Ill, 1408), aquel, Carlyle, ¡calípl:icc y nebuloso, historiador iluminado y fantasmagórico, moralista puritano, meta­

>an>teísta>> (III, 1411). Parece como si los juicios de Menéndez Pelayo hubieran caminado opuesto al de los críticos, pues, Saintsbury se pregunta: <<¡De qué otro autor nos

runos rne¡m que de Carlyle?» (Saintsbury 1975: 496). Pero el juicio del tiempo no es siem­dato fiable, pues pocas veces se mantiene idéntico a sí mismo.

hacerse un análisis detallado del punto de vista de Marcelino Menéndez Pelayo uno de los autores. Por ejemplo, se valora de forma suficiente y generosa a Ruskin,

dista de ser la personalidad intelectual que Menéndez Pelayo creía que era. es lo que echa de menos el lector moderno en las opiniones de Menéndez Pelayo

letras inglesas de la Ilustración el Romanticismo y la Época Victoriana? Tal vez algo al crítico y que habría rimado muy especialmente con su espíritu: las letras inglesas

~stimonic elocuente de la dificultad de la expresión artística en un medio hostil que no la virtud ni el sentido de la forma artística. Que el arte inglés concluya en el arte de fin de siglo, en la fórmula de ~<el arte por el arte>> no deja de ofrecer una curiosa

con los propios gustos de don Marcelino, para quien la forma artística puede y con independencia de su filiación ideológica o doctrinal y, en alguna medida, con

respecto del sentido moraL resumen, ¡qué es lo que condiciona el discurso de Menéndez Pelayo sobre las letras Acaso hay una falta de perspectiva que no tiene en cuenta las formaciones ideológi­

y discursivas de la sociedad victoriana. El siglo xvm se expresó en suelo inglés

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CLVIII

a través de una fe, a veces acrítica, en el progreso de la humanidad. En el siglo XIX esa complementa o se contradice mediante las escuelas que explican el evolucionismo. primer momento, tanto el evolucionismo como, en general, los principios científicos y la de progreso se entretejieron con las fértiles ideas sociales del siglo XIX, desde el propio m o hasta los incontables proyectos de reforma social y proyección utópica que tanto a los creadores victorianos. ¡Cuál es el lugar del arte en todo estos procesos? Las Pr•ovecci. medievalizantes tan frecuentadas por los románticos ilustraban una sociedad integrada, que el rey, el noble, el clérigo, el burgués, el campesino y el artesano se hallaban en inmediata. Esa ansiedad es el anverso, la buena cara de la moneda victoriana, pues el la otra cara de la moneda victoriana, es el de una sociedad fragmentada y rigurosament vidida en clases (convertida en científica la división del trabajo); una sociedad que no el horizonte de igualdad cristiana ni el de la igualdad prometida por las ciencias sociales. inevitable que el arte se convirtiera pronto en un debate en el que se mezclaran los valores ticos con los valores de una sociedad firmemente dividida en clases. Este es otro de los determinantes de la fortuna del arte en la Inglaterra del siglo XIX. Las ideas estéticas XIX victoriano reflejan estos y muchos otros debates. El florecimiento del estilo "'Lluueci<Jn neogótico y las artes decorativas inspiradas en un pasado convenientemente estilizado testimonio elocuente de estos hechos. Así como el florecimiento de las artes de•:orati·~as., 01

a la postre, alguna utilidad poseen. Sin embargo, el arte en general y la poesía, en ~·rncut: la poesía que no está firmemente arraigada en el pasado, necesita defensas o ¡m:tíhcac:ioni Si Menéndez Pelayo se hubiera dejado guiar por la sociedad en lugar de haber tomado guía de sus escritos el espíritu inconcreto del pueblo es casi seguro que su estudio de las inglesas habría ganado en profundidad e interés. Pero el crítico no pudo adelantase a su po y, ciertamente, su esfuerzo de comprensión se recompensa con hallazgos e intuiciones todavia en el siglo XXI pueden disfrutarse y, ¡por qué no?, celebrarse.

La sociedad victoriana coloca en situación precaria el esfuerzo artístico. Este en su conjunto, le parece sospechoso, no encaja en el paradigma social de las ciencias ni un justificación religiosa que lo disculpe. Estos dos obstáculos hicieron que la sociedad riana eligiera un arte poco sospechoso, realista, nada dispuesto a aventurarse en empresas elaboración formal. «El espíritu de la época, positivista, pragmático, junto con el énfasis se ponía en que el arte apelara de forma inmediata al espectador común, a través de arraigados en las experiencias de la vida cotidiana, condujeron al realismo (aunque el no apareció en el vocabulario crítico hasta mediados de la Época Victoriana» (Altick 274). El arte de la Época Victoriana se asocia a una forma de realismo a veces poco im•nirad Pero debe tenerse en cuenta que en el propio seno del utilitarismo se desarrolló un miento opuesto a los principios victorianos de la virtud burguesa. El ensayo de john Mili ( 1833) sobre la poesía ofrece una defensa de la psicología del lector y del artista y ofrece, por otra parte, un campo de desarrollo para la poesía acaso excesivamente sin embargo, no puede dejar de leerse como un manifiesto más de una actividad, la amenazada por inconcretos peligros: <<Pero la poesía, que es la descripción de las enwcíon< humanas más profundas y secretas, interesa únicamente a quienes les recuerda lo que sentido, o les despierta la imaginación para evocar lo que podrían sentir, o lo que

CLIX

sentido sí sus circunstancias externas hubieran sido diferentes» (Mili 2002: 39). Las de la estética, la ética, los compromisos con la fe o con las necesidades prácticas de

británica del siglo XIX se entrevén con mucha dificultad a través de los escritos de Menéndez Pelayo, pero pueden intuirse en lo que se dice de cada autor y se hacen en los juicios sobre los méritos o deméritos de cada uno de los autores y cada una de que analiza el autor montañés.

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CAPÍTULO OCTAVO

LA ESTÉTICA FRANCESA DEL SIGLO XIX EN LA

HISTORIA DE LAS IDEAS ESTÉTICAS EN ESPAÑA

Yvan Lissorgues

n 1920, o sea veintinueve años después de la publicación por Menéndez Pelayo del úl­timo de los cinco tomos de Historia de las ideas estéticas en España, sale a luz en París un libro de Théodore Mustoxidi, titulado Histoire de l'esthétique franraise, 1700-1900,

:uy'~ p1róltJgo-, AndJ"é Lalande, Profesor en La Sorbona, escribe lo siguiente: «No existía aún en ¡c¡a, e>~.uutu general sobre este tema. La literatura que en este libro se explica era una selva car1ret<"as y sin mapa, sólo entrecortada por algunos claros y algunas sendas» (Mustoxidi,

Si Francia, por creerse el centro cultural del mundo, como decían con razón Menéndez Clarín y otros muchos, no se hubiera encerrado en sí misma, despreciando lo de fuera, tenido la oportunidad de enterarse ya por los años de 1889-1890 de un estudio general

y pormenorizado de las ideas estéticas germinadas y florecidas en su propio suelo. Si V de la Historia de las ideas estéticas de Menéndez pelayo, y particularmente la primera

rum""" <<El siglo xrx en Francia», hubiera salvado el obstáculo de los Pirineos, realmente tanc¡ue>tble en la dirección sur-norte, París hubiera tenido un muy documentado y ameno

'~"''' LL>H ~<sendas)>, amplios <<claros>> y anchas carreteras, de la intrincada selva de las teorías, cepciones e ideas estéticas desde principios del siglo xrx hasta 1889, colmando así ese vacio

por el Profesor Lalande. Las ciento sesenta páginas que don Marcelino dedica a esta «literatura», como la llama La­

Ie,c>Irecen el panorama, casi completo de los filósofos, pensadores e intelectuales, de distintas e ideologías, que en Francia se han planteado el problema de lo bello y han intentado desde varias posiciones filosóficas, las delicadas cuestiones estéticas. En los nueve capí-

que recortan lo que es lícito ver como discreto relato de esta Historia de las ideas estéticas, cita unos sesenta nombres, destacados algunos por su intrínseca importancia y por la

~u•uuoo o menos sostenida que a cada uno dedica Menéndez Pelayo: Maine de Biran ( 1766-Larnennais (1782-1854), Víctor Cousin, (1762-1867), Théodore jouffroy (1796-1842), Fé­

.ava1sscm (1813-190), jules Lachelier (1832-1918), Alfred Fouillée (1838-1912), jean-Marie (1854-1888), Pierre Proudhon (1809-1865), Hippolyte Taine (1828-1895), otros muchos,

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CLXII Obras completas de Menéndez Pela,.¡

menos famosos pero qne interesan a don Marcelino por tal o cual motivo y cuya lista cornpl1eta resultaría aburrida, entre los cuales pueden citarse: el Padre André, Destutt-Tracy (1754-Pierre Cabanis (1757-1808), Pierre Laromiguiere (1756-1837), M. Ep. Viguier, Rodolphe (1799-1846), Adolphe Pictet (1799-1875), Charles Léveque (1818-1900), Paul Voituron 1891), Antelme-Edouard Chaignet (1819-1901), Antaine de Tonnellé (1831-1858), Víctor Laprade (1812-1883), Eugene Véron (1825-1889), Alfred Michiels (1813-1892), Gabriel (1852-1921), etc. Entre los demás autores citados, estéticos muy ocasionales algunos, no habían pasado desapercibidos ya al final del siglo XIX pues sus nombres ni siquiera los M. Ferraz en su libro Histoire de la philosophie en France au xrx e siecle varias veces citado Menéndez Pelayo (Ferraz, 1887) ni aparecen en la famosa Histoire de la philosophie de Bréhier (Bréhier, 1964). Y es más; unos veinte escritores que han publicado algo sobre y a quienes alude Menéndez Pelayo, han caído al parecer en el olvido treinta años después, que no aparecen citados en la Histoire de Mustoxidi; es el caso de Millm, Hochne, de Charles Bernard, Montubert, etc. y etc.; es el caso también de M. Viguier, de Antaine de de Martha a quienes don Marcelino dedica respectivamente, 1 página (III, 1432), 3 páginas

1481-1483), y 2 a Constantin Martha (III, 1488-1489). Dos cosas pueden inferirse de las observaciones de superficie que preceden: la

es que Francia, ignorando el enorme trabajo de Menéndez Pelayo, perdió una buena uc,e>JuJo'

conocerse a sí misma en la faceta de los estudios estéticos, y la segunda caractenza el mismo de Menéndez Pelayo; él no se limita a leer y analizar la producción de las eminencias esas materias, sino que va a buscar la más oculta contribución (y algunas veces para

segón su criterio, un «criterio fuerte>>, segón Clarín). . . Así pues, si bien escribe la historia de las ideas estéticas de figuras emmentes del srglo

francés, no desdeña tampoco dar vida a la intrahistoria de estas mismas ideas. Segón esa atención a los pensadores solitarios se debe a la convicción de que lo mejor de Francia buscarse fuera de los senderos trillados: «Siempre he creído que lo mejor y más robusto samiento especulativo de la nación vecina debe buscarse fuera de los senderos trillados y de escuelas ruidosas, en aquellos pensadores casi solitarios que se llaman Maine de Biran, Dumoulin, Ravaisson, Renouvier, Fouillée, Cournot ( ... ) Uno de estos pensadores es, sin Lamennais de la segunda época>> (III, 1449). A veces este recorrido intrahistórico es muy tuoso (sin que tal vez el mismo Menéndez Pelayo se entere) Sólo evocaremos brevemente ejemplos. Las concepciones, minuciosamente analizadas por don Marcelino, de Léon (III, 1521), de Louis Philbert (Ibid.) y de Alfred Michiels (III, 1522) sobre lo cómico y la risa, se escalonan de 1862 a 1886, anteceden y preparan la profunda y célebre obra de Bergson rire, publicada en 1900. Ahora bien, sin la escrutadora mirada del polígrafo español, Philbert y Michiels hubieran desaparecido entre los bastidores de la historia. Igual nh<PrV"l~ podría hacerse y semejante conclusión podría sacarse por lo que se refiere al papel que en el juega el sentimiento de simpatía, sugerido ya por jouffroy en 1875, profundizado por los de 1884 por Sully-Prudhomme (sobre quien don Marcelino pasa muy de pnsa sm dediCarle atención que merece, [Jll, 1525], que es la base de la concepción del genio de Séailles des:arrou da por los mismos años y que florece (fuera ya del campo de estudio de Menéndez Pelayo) en brillantes y decisivos trabajos de Bergson sobre la intuición. Es evidente que este segundo

CLXIII

es distinto del anterior por ser jouffroy, Sully-Prudhomme y Séailles, si no figuras eminentes donúnio de la estética, sí personalidades conocidas. ¡Sesenta autores nombrados y casi otras tantas obras citadas en el segmento relativamente

de las ideas estéticas en Francia durante el siglo XIX! El conjunto representa un trabajo

0f¡lt<Cmne11tal asombroso, pero no debe sorprender porqne con don Marcelino siempre es así (bas­:::Y;;'í>ta>eW<U una mirada a las 94 páginas del <<In dice general>> de los cinco tomos de la Historia de

lfi;i<ide.1sestéticas en España).Además, como escribe Clarín en 1892, «Tiene, como decía Valera, facilidad y felicidad para descubrir monumentos: es sagaz y es afortunado en

!Silltanea, <-¡ucno es de ratones cuando los eruditos no son topos11 (Alas, 1892). Es efectivamente e inteligente erudito siempre en busca de conocimientos del uno al otro confín del

y del espacio y cualquiera sean las condicciones. Según el testimonio de su condiscípu­:Íi!lceO]pül<jo Alas, Marcelino lee siempre y en todas partes; no le arredra el frío ni el ruido de

de Cuatro Naciones, donde lo encuentra durante su viaje a Madrid de 1886, cuando císamente escribe la historia de las ideas estéticas ¡Cómo puede leer tanto, se pregunta don

. «Lee mientras come, sí, pero esto no basta. Tiene que leer mientras duerme. Sí, lee duerme, así como tantos y tantos lectores, y algunos críticos, duermen mientras leen>'

1886, 30). Broma aparte, la afirmación de Clarín es hiperbólica sólo en la forma, pues el del estudio de las ideas estéticas en Francia (o sea de la décima parte de los cinco tomos

"'''"''"de las ideas estéticas en España) mide con asombro la realidad de una inmensa eru­aunque la palabra erudición sea casi inadecuada; lo de que se trata es de conocimiento.

Menéndez Pelayo -sigue escribiendo Clarín-lo primero no es la erudición, con ser ésta en él más todavía el buen gusto, el criterio fuerte y seguro y más amplio cada día,

§Siempre más de lo que piensan muchos (27). Volveremos ulteriormente sobre las apreciaciones acerca del «buen gusto>> del «criterio fuerte>>, de la amplitud de miras ...

Se plantea el problema de las fuentes de tantos conocimientos, al cual podría encami­otra afirmación de Clarín: «Menéndez lee todo, absolutamente todo lo que dice haber

(29), si no estuviera claro para el lector que Menéndez Pelayo ha leído y asimilado las >:'il!l!r:a<de que habla. ¿Dónde en Madrid encuentra esas obras, publicadas algunas en París pocos

antes? Por ejemplo, confiesa en nota a pie de página [7] [III, 1500] que, en el momento corrige las pruebas, sólo tiene conocimiento de la obra todavía no impresa El Arte desde

de vista sociológica que dejó al morir (el31 de marzo de 1888), a los treinticuatro años, ~an-M¡meGuyau, gracias al libro de Alfred Fouillée La Mora/e, l'Art et la Religion (1889), que

de recibir. Además de informarnos que en 1889 gran parte del tomo V ya está redactada, revela que Menéndez Pelayo está al acecho de los libros que se publican en París para

cuanto antes pedirlos. Efectivamente muchas obras citadas eran propiedad suya, pues ahora en la Biblioteca Menéndez Pelayo de Santander, como, por ejemplo, la del Abate Ga­(citada en la nota [2] [III, 1480]), de jules Simon [1] [III, 1430], cuatro obras de Chaignet

de la citada en nota 4 de la página 1470, y otras que no viene al caso evocar aquí. Sí, en ~bio, pc>demc>s preguntarnos cómo se enteró de la existencia de ciertos libros probablemente ~lfid,enc:iaLes como el de M. Ep. Viguier, Fragments et correspondances, que figura en la Biblio­

Menéndez Pelayo [ 4] [III, 1432] o como las Mémoires de l'Institut National (Sciences mo­[2] [III, 1430], que no está en dicha Biblioteca. Es lícito pensar que las obras que no pudo

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CLXIV

o no quiso comprar, las leyó donde estaban en Madrid, es decir principalmente en el en la Biblioteca Nacional. Efectivamente la Biblioteca del Ateneo tiene las primeras cu<L!C>ne.•

las obras de Voituron, Lévéque, Ravaisson, Fouillée, Guyau, Véron, Dumont, Michiels, Bernard Pérez, de Proudhon sólo figura Los Evangelios (obra que suscitó el interés de cuando redactaba El Evangelio abreviado, Tolstoi, 1885), y por supuesto todas las obras de Por su parte la Biblioteca Nacional, en cuanto a obras francesa de estética, depara todas Cousin (veintiséis y algunas traducidas al español), la de jouffroy, la de Pictet, la de Lévéque original publicada en 1861 y su traducción al español de 1878) y también ahí están la parte (unos sesenta volúmenes) de las varias ediciones de las obras de Sainte-Beuve, autor a menudo citado por el autor en el tomo V de la Historia de las ideas estéticas ... Sea lo que Menéndez Pelayo ha leído, como afima Clarin y como tendremos ocasión de mostrar, todas obras cuidadosamente referenciadas en notas a pie de página. Y son, efectivamente, más sesenta, y algunas tan incidentes que sorprende verlas en manos del autor, como, por el tomo XXIX de Séances et Travaux de l'Académie des Sciences Morales et Politiques, en el Barthélémy Saint-Hilaire hace «resaltar los méritos de la obra de Lévéque» (III, 1469). evoca una obra que no ha leído, confiesa en nota «No la conocemos» [8] [III, 1488]. de estas notas referenciales son ya cifra y compendio de la personalidad moral de JVH,nenc Pelayo. Por ejemplo, la nota 7, página 1435, dedicada a al texto de Cousin que está cotmet1ta11d pone de manifiesto la honradez intelectual de quien revela escrupulosamente todas sus el rigor de la lectura de las obras estudiadas y una particular atención al lector, invitado a longar y profundizar el trabajo si lo des a.

Antes de abordar el estudio del texto de Menéndez Pelayo, que es lo que realmente se ofrece una cuestión que no se puede pasar por alto, pues es de gran importancia herm<,nét tica. En las primeras líneas del capítulo I, afirma don Marcelino que en Francia (como en los países europeos, salvo en Alemania), el romanticismo se desarrolló desligado de los de los teóricos de la estética y de los filósofos y que fue exclusivamente obra de los poetas. Es hecho probado: las teorías y los grandes sistemas estéticos son obras de pensadores, de fas, incluso en Alemania, pues aliado los grandes poetas, S chiller, Goethe, Juan Pablo que reflexionado sobre cuestiones estéticas, se alzan los monumentos de los Kant, Hegel, Scltleg,el, Scheling, etc. Es un hecho y hay que aceptarlo como tal. Por lo que a Francia se refiere, hay, un lado, la teoría de un Lévéque, las concepciones de Cousin, el sistema de Taine, y por el «ideas estéticaS>>,más o menos explicitadas o simplemente implícitas, de los poetas rmnántü:osc simbolistas (aunque el simbolismo sea ya una concepción metafísico-estética coherente) y novelistas románticos, idealistas y realistas (estos últimos olvidados por Menéndez Pelayo, sólo alude, como de pasada, a Balzac, a Flaubert, a Zola). Es un hecho algo sorprendente. pesan las concepciones de Cousin y hasta las teorías de Taine frente a la obra (y desde luego la tética implícita) de un Balzac o ante el monumento poético (y correlativamente estético) por Victor Rugo? Abierto, pues, está el problema de las relaciones entre los teóricos de lo los artistas, entre las teorías estética y las obras artísticas. ¡Influyen dichas teorías en la cn,.ct.óC artística?, ¿Son construcciones a posteriori, resultado de ese« libar en la miel>> como tonio Machado?, o ¡Son tan sólo interesantes especulaciones filosoficas y/o metafísicas en a lo Bello? Es un delicado problema que merece reflexión ... , aunque surja aquí como w¡;w»w

CLXV

que se pueda ir más lejos. El c~metido en esta introduccción es seguir~ Menéndez Pelayo el hecho de la <<autonom¡a¡¡ de los artJStas con respecto a las leonas estéticas; lo cual

considerar aisladamente, «para mayor claridad de nuestro relato -escribe-, lo que del arte y de la belleza los filósofos, y lo que pensaron y praticaron los artistas" (III, aquí, las dos partes del tomo V, la segunda titulada «El romanticismo,.

Varios reparos deben hacerse a propósito del panorama que ofrece Menéndez Pelayo de estéticas en Francia en el siglo xrx. Primero hay que matizar esa rotunda división

teóricos y artistas, pues entre los primeros hay poetas, como Pierre Laromiguiere (1756-lean-J.vwm Guyau, Gabriel Séailles, Pierre de Laprade, poetas menores es verdad, o como

v-P'rmlhc1mtne, ante todo poeta y como tal reconocido (pero no estudiado de veras por don ni como teórico, como se ha dicho); sería interesante ver si hay relación entre las teóricas de estos poetas y su «práctica" de la poesía. También se ha aludido ya a la

ausencia de la estética realista, dominante en toda Europa y que da sus mejores frutos tanto en Francia como en España, durante la segunda mitad del siglo. Sobre este

la Historia de las ideas estéticas debe completarse con otros escritos de Menéndez Pelayo, los reunidos en Estudios y Discursos de Crítica Histórica y Literatura (1941). Véase tam-

Maceiras Fafián (2008, 8-19). Sorprende en un estudio de las ideas estéticas en Francia la ausencia de Baudelaire, cuyas reflexiones estéticas, de cierta resonancia en su época, han

reunirse en 1964 en un libro titualdo I:Art romantique (Baudelaire, 1964); Baudelaire, Clarín dedica, en 1887, una de sus mejores «Lecturas" (Alas, Leopoldo, 1887).Ni una

aparece el nombre de Auguste Comte, cuyo sistema filosófico, aunque da poco espacio a cEstética, condiciona en gran parte una orientación realista, tal vez discutida, pero bien real.

se sabe que el positivismo no es, para don Marcelino, forma predilecta de pensar, ¡Valga .0'•.íÍleutfernismc irónico! Reparos aparte, el tomo V de la Historia de las ideas estéticas es el único ; 'JiSiutdío decimonónico, a la vez sintético y pormenorizado, sobre las ideas y teorías estéticas 't!tJgerttes en Francia y es triste ver que aún en 1920 ni siquiera se han enterado de su existencia

doctor Mustoxidi y el Profesor de la Sorbona André Lalande. Y eso que, este tomo V es de

:..;.,,}~ctura ... agradable. Hay que confesarlo, esas obras de teorías estéticas, no son siempre de amena lectura. Si

recorre con mucho interés la obra de Taine o la de Guyau, pongamos por casos, los libros Cousin, de Lévéque o de Topffer, por ejempo, no serán nunca libros de cabecera. ¡Cómo es consigue Menéndez Pelayo mantener siempre viva la atención del lector, superando el peso enorme carga erudita y la aridez de ciertos conceptos? Recordemos la intuitiva y certera

(>'j>afirma,ciém de ClarL'l, según la cual «vale en él más 1 que la erudición 1 el buen gusto, el criterio .fuerte .. ·"· Don Marcelino, para hablar de lo que sabe, y parece que al respecto lo sabe todo, no

· •Ita elegido el estilo del ensayo sino el del relato; un relato discreto, por decirlo así, cuya pauta es Un tiempo cronológico, nunca rotulado pero que sostiene implícitamente la salida a escena de 'las personalidades que encarnan las distintas y a veces encontradas teorías o ideas estéticas. En ·la exposición de Menéndez Pelayo, las ideas se dan siempre en relación con quien las produce, )'la manera, digamos el arte, de don Marcelino, es establecer una como lógica humana entre las concepciones filosóficas, metafísicas e ideológicas de una persona y sus ideas estéticas. Esta

· personalización de las ideas o teorías abstractas es una de las claves vivificadoras del «relato,,

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CLXVI Obras completas de Menéndez

que al humanizar el conjunto, ameniza la lectura. Esta claro que el autor escribe para

conocimientos acerca de la estética y alzar el nivel cultural del público lector español, pero texto mantiene la altura mtelectual impuesta por el objeto y no baja nunca a los ae1,ra.d>o compromisos de la vulgarización.

La soltura del estilo, la flexibilidad de la frase, las discretas llamadas al lector para testigo de sus afirmaciones y, en cielo modo, asociarlo, en el texto mismo (<<La revolución raria que conocemos con el nombre un poco estrecho de romanticismo ... », !bid.) y en las (siempre abiertas por <<Vid»)., a la investigación para que él, ellector,la prosiga, todo · a facilitar la sana implicación de quien se asoma, desde fuera, a esta historia de las ideas

ticas. Más eficiente aún, probablemente, para captar la atención del lector y hasta para cómplice, es el tono que se hace a veces conversacional, con inflexiones argumentativas, <<Consta que>>, <<Ni era fácil>>, <<Era imposible que>> (111, 1430, o sea primeras páginas), con frecuente de un humor sarcástico («Libro 1 el de Léveque 1 por andar en manos de jóvenes sadera o de verecundas institutrices>>, 111, 1466) o benévolo (<<El amanerado style jleuri, en suelen deleitarse los clérigos franceses>>, [2] [lll, 1479]) etc. En cuanto a la ironía, es un

que don Marcelino sabe esgrimir como nadie (sólo tal vez le supera Clarín) y podrían mlllliJOti, carse los ejemplos; basta uno: <<Destutt-Tracy que pulverizó a Kant, comenzando por que no le conocía más que en el compendio de Kinker; tras lo cual probó triunfalmente que hay razón pura, ni por consiguiente crítica de ella y que 'todos los conocimientos puros

nada'» (III, 1430); y otro, tomado al final de la primera parte del tomo V: Para Eugene ""vn.e1

motor y el criterio del arte es la energía, y comenta Menéndez Pelayo: «Por esta regla, c,ourt>eti de quien no puede negarse que expresaba con energía y franqueza su carácter ( ... ) resultará artista muy superior a Leonardo de Vinci>> (lll, 1520).

Lo que más que todo caracteriza la escritura de Menéndez Pela yo es una especie de mica afectiva siempre en acción. Puede extrañar que se hable aquí de afectividad. Diremos es una afectividad que nace de una comunión en simpatía intelectual, cabe insistir, i"nte:lec:tu¡J,

con quienes están empeñados en un auténtico esfuerzo para construir una teoría estética cohe· rente y profunda; o a la inversa, es una afectividad de rechazo, una reacción de antipatía un Sistema superficial e inauténtico que deja transparentar pura vanidad o afición a la nrnbcm­

bancia. No puede negarse tampoco una predisposición a la simpatía por los filósofos fr>nce·<r< que manifiestan una inclinacón metafísica en la que él mismo se reconoce, como buen catóhco; pero no basta, como veremos. En cambio, está claro que los materialistas y los positivistas fuera de sus capacidades comprensivas aunque sabe reconocer y alabar su talento cuando al caso. Estos sentimientos encontrados afloran en el texto en las formas adjetivales que colore:an juicios orientados en uno u otro sentido: Cousin, a pesar de ciertas cualidades, es un «mediano filósofo, un filósofo de ocasión>> (111, 1434), Laromigiere tiene <mn sentido moral generoso y simpáticO>> (111, 1430), la doctrina de Léveque es «tibiamente cristiana y tibiamente racionalista ( ... ) tan rica de artificios de lenguaje, cuanto pobre de sustancia metafísica>> (III, 1466), Taine es «el grande escritor>>, «el prosista de más nervio y más espléndida brillantez de color que actual­mente posee la lengua francesa>>, [lll, 1509]), el «grosero naturalismo>> de Courbet, antecede «el realismo literario de Zola y sus secuaces>> (III, 1503), etc., etc. Cada paso que da don Marcelino

por la selva de las ideas estéticas generadas por pensadores franceses (y es de suponer que siem-

CLXVII

así está orientado por un juicio a veces formwado como tal, pero muy a menudo sugerido

por la adjetivación. La manera de dar cuenta del contenido de una teoría o de una orientación estética es taro­

significativa del grado de interés que en él suscita y desde luego del sentimiento que le ins­LEJltlt:naase bien, Menéndez Pelayo, por lo que se refiere al campo elegido, no oculta nada, lo

Es de notar, por ejemplo, que dedica más páginas al revolucionario Proudhon, tan de él filosófica e ideógicamente, que al metafísico Ravaisson, cuya metafísica es próxima

suya y si olvida a Baudelaire, si sólo alude a Swly-Prudhomme, es lícito suponer que «no ,. 0onc>ce>> bien (Dejemos de lado la «cuestión palpitante>> de la estética realista y naturalista).

escribe don Marcelino, en general, tiene a mano los libros de que habla. De ellos a veces

trozos entrecomillados más o menos largos y nada hay que decir; el autor francés habla y conapilador copia: objetividad absoluta, por lo menos en cuanto a las frases citadas. Ocurre

a menudo que, después de bien dominar la obra leída, elige resumir parte de ella, pero

¡¡iéndc>lo desde tan cerca que no siempre es fácil determinar quién habla, si el autor francés o \l[eJiéndez Pelayo que encuentra así una forma de indirecto libre, en el que el él de quien escri­

superpone al él de quien escribió. Son momentos de coincidencia intelectual en simpatía, que todo pasa como si Menéndez Pelayo hiciera suyo el pensamiento del autor francés. Sin

""'""''· s1 el autor de la Historia de las ideas estéticas se deja llevar por el pensamiento del pen-francés (jouffroy es un excelente ejemplo), no abandona su posición dominante y, cuando

¡eJJ<U~c~ oportuno) hace comentarios y emite apreciaciones; pero se comenta y se enjuicia desde '<:c>"'"'~v, por decirlo así. Véase, por ejemplo las páginas (lll, 1432-1433), en las que Menéndez

expone la concepción de jouffroy. Ahora bien, no todos los estéticos estucliados acceden a tan privilegiado tratamiento. Al-

550t~~:un•os tal vez los más, se estudian desde fuera porque, probablemente, don Marcelino no se :;,;,,:sí<,nte lo suficientemente atraído como para acercarse hasta percibir el calor de las palabras.

I>:;<¡f .. jl¡¡r ejem.plo hace un elogioso retrato intelectual de Cousin, describe con rigor sus fluctuaciones ;;l2~!os>5fica; y sus teorías estéticas, pero desde fuera, no entra en sus palabras, de las cuales sólo

mr>e<tro en algunas citas. Es evidente, a pesar de los elogios, que no está en simpatía con el

. '·''c1rgzmtmdm de la filosofía oficial francesa de aquella época. En cambio, unas cuantas páginas i<iidespm,s, a jouffroy, discípulo de Cousin, se le estudia desde dentro a partir, claro está, de

perfecto conocimiento y de una superior asimilación. El humilde, profundo y auténtico

>••·•fouffnly abre la puerta de la simpatía sobre una forma de estética espiritual y hasta propicia despegue de la propia reflexión del autor de la Historia de las ideas estéticas, reflexión que en

; .. ;;;_;cierto modo supera la concepción del estético francés. Para que se entienda mejor sin ir hasta

r.elf011do del problema planteado, y siempre tomando como ejemplo a jouffroy, está claro que lo está leyendo don Marcelino suscita en él reflexión superadora, claramente anunciada en las

•• -Prilmeras palabras de la corta cita siguiente: «Si bien se mira, lo que nos encanta más en las obras ;_;•.:-:.-'iJrealistztsno es lo que tienen de accidental( ... ) sino lo que tienen de eternas ... >> (lll, 1466). (La

es nuestra). Simpatía y agradecimiento o vicesersa; de todas formas, por debajo o por

:.;'·encima del comercio de las ideas, hay un lazo perceptible, postivo o negativo, de naturaleza afee­:;: \íva. Lea el lector las páginas dedicadas a Cousin y a jouffroy y se dará cuenta de la diferencia

· entre la frialdad de una rigurosa exposición y el calor de un enriquecedor diálogo en simpatía.

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CLXVIII

Al mismo análisis y a conclusiones parecidas podrían llevar lecturas de otros estudios de sobre estética de filósofos franceses. Otro ejemplo, sólo aludido, de lectura comparada, ofrecerlo el trabajo dedicado a Guyau, con el cual coincide Menéndez Pelayo hasta ciero «a pesar de ciertos efluvios materialistas» (III, 1495) y la impecable presentación aeJ ststerrta J,¡ admirable y admirado Taine, con cuyo positivismo muy recortado en su primera ep<oca, Ot:scn'n'' en cambio, cuando el autor de Filosofía del arte habla de <<arte superior a la ciencia>>, de y de «cualidades ocultas>>, se nota en el texto de don Marcelino cierta vibración de simpatía

1511). Si Menéndez Pelayo puede ser tildado de erudito por sus irnnensurables cm1oc:imientos.

no lo parece cuando escribe, por el «buen gustO>> eso sí, pero sobre todo por su total¡· mp-liGtción

humana en la escritura. Sabernos, y bien sabe él también por muy poco cartesiano, que el bre no es sólo inteligencia, sino un complejo de infinitas virtualidades en el que palpita La:nrro¡,;n

el sentimiento. Pero es también, corno nota Clarín en 1886, un hombre de «criterio fuerte y seguro y

amplio cada día>>. Se ha sugerido en lo que precede que Menéndez Pelayo se sitúa siempre en posición

nante al objeto que presenta y explica; lo cual puede justificarse por la conciencia de dominar

materia estudiada, es decir, en nuestro caso las ideas estética en Francia en el siglo xrx. Es explicación, pero no suficiente. Porque si el erudito domina la materia estudiada, el pensador domina al erudito, o mejor transforma en pensamiento los elementos proporcionados por erudición. La cuestión es saber cómo; cuestión insolnble si se plantea así globalernente, como

se tratara de explicar el genio (y, dicho sea de paso, se acerca al problema del genio Menén1det Pelayo siguiendo a Guyau y a Séailles. Lo que finalmente querernos decir es que la poiÜCÍ<Ín dominante nace de convicciones metafísicas, filosóficas (ideológicas) y estéticas bien compren·

didas y bien arraigadas, que generan «criterios fuertes y seguros>>. Hnelga repetir que fue don Marcelino «Católico a rnarchamartillo», según sus

palabras, y que sigue proclamándose católico y «mientras él lo diga -escribe Clarín-que creer que lo es>> (Alas, 1892). Hay que creer que lo es, efectivamente, pues por lo que a su Historia de las ideas estéticas no define el catolicismo un «criterio~) anunciado, ni s1qutera muy visible. Es humanamente normal que las íntimas creencias orienten la manera de ciar los hechos, más aún cuando se trata de manifestaciones de naturaleza filosófica, varias y distintas, por ser las filososfías, aun las más abstractas, expresión de convicciones una estética realmente coherente, por fragmentaria qne sea, implica siempre una filosofía

procede de ella. El hecho es que en ningún momento suspende Menéndez Pelayo su para explicar sus propias concepciones estéticas, ni siquiera sus jnicios directos o im]Jlícitos dimanan de criterios dogmáticos que serían fácilmente indentificables. Sus criterios de tan profundas e intimas convicciones que no alteran sustancialmente su lectura de los

ternas, teorías o ideas estéticas de los pensadores franceses, por eso, sin duda, esos aunque firmes son amplios, cada vez más amplios, corno dice Clarín, es decir comprensivos

cada ve más comprensivos. ¿Quiere decir Clarín que el espíritu que anima a Menéndez cuando escribe La historia de las ideas estéticas es dintinto, más abierto, que el que pnesicltn

a la redacción de la Historia de los heterodoxos? Basta plantear la pregunta para sugerir

CLXIX

sPttes1:a. Sea lo que fuera, confor.rne se avanza en la lectura del trabajo de don Marcelino tra.slucen poco a poco los lineamientos de su propia concepción estética, tributaria elle

de su orientación filosófica, y al terminar el recorrido debe de ser posible tener idea

lati¡va:mente clara de un pensamiento estético bien definido que le permite otorgarse una dominante respecto a las concepciones de los pensadores franceses estudiados, lo

no le impide comprenderlas sustancialmente. Lo que primero atrae la atención son las numerosas alusiones a lo que se llamaba entonces

«espíritu francés>> (corno se hablaba del «espíritu inglés>> o del «espíritu alemán>>) y que, a de los primeros años del siglo xx, se denomina, según un concepto fraguadao por la so­

moderna, «mentalidad>>. Aunque Menéndez Pelayo no sea un adepto del determinismo

dológ;ico de Taine, en la práctica, ha hecho suyo hasta cierto punto, corno casi todos los in te-de la época, «estas formas generales de pensamiento y sentimiento ( ... ) determinadas

tres fuerzas primordiales: la raza, el medio, el momentO>> (III, 1509). Lo que pasa es que ese francés» lo condiciona todo, incluso la expresión de las ideas estéticas. Se caracteriza

!lldlantentalrn<,nte por cierto sentimiento nacional de superioridad que tiende a valorar lo fran­y en cierto modo en despreciar lo de fuera. Es muy explícita de tal mentalidad la rotunda

irrrtación formulada en 1920, por Mustoxidi, en nombre de una pretendida estética científica, la cual «la ciencia objetiva es, ante todo, obra del genio francés». Esta posición signifi­

está claramente censurada en el prefacio al libro del mismo Mustoxidi por el Profesor esta concepción estrechamente nacional, dice, «construyó una muralla de China entre

estética francesa y la estética alemana» (Mustoxidi, 1920, p. e. juicio que hubiera celebrado !fetléndez Pelayo con fuertes aplausos). Perspicaz obervador del desarrollo de las ideas estéticas n trancta, don Marcelino lamenta que varios filósofos, particularmete los adeptos de la llamada

Ideológica, Destutt-Tracy, Cabanis, Garat, Volney, etc. se empeñen en despreciar «cuanto moranl>>, particulamente a Kant y a los teóricos de la estética alemana (111, 1430). Sólo a partir

1818, aparecen bajo la pluma de Cousin «eleganteS>> vulgarizaciones de ciertos conceptos «dio el funesto ejemplo de permanecer indiferente y extraño al ordenado y cien­

desarrollo de la Estética alemana>> (111, 1436). En ese conjunto, )ouffroy es una dichosa >XC€:pción pues en él «predomina el criterio de Kant>>, asimila y supera a Burke. Y, el colmo, para

Marcelino, es que las verdaderas traducciones de los monumentos de la Estética alemana, re d.esonr1en en Francia en fechas muy tardías, de 1846 a 1862. Hasta se ufana el crítico francés

de que el libro de estética de Cousin <<nada debe a Alemania ni a Escocia; es un libro francés>}. «¡Se necesita -exclama sarcástico Menéndez Pelayo- impertinencia y

para ponerse a escribir de Estética en 1860 haciendo alarde de no enterarse de lo que penS<tdo alemanes y escoceses! En cambio, el poco conocido Tonnellé, muy alabado por don

uu:unu, por conocer bien las literaturas alemanas e ingleses, se salva de caer en el «estrecho que suele inspirar la educación puramente francesa>> (III, 1481).

También se caracteriza el espíritu francés por un «empeño desordenado de hacer efceta>>, cual, según él, no escapa el mismo Taine y que, cuando se trata de espíritus superficiales,

brillantes, corno Cousin (y aunque haya en éste cierta inclinación metafísica), añade

materias serias una inoportuna nota espectacular. El mejor representante del oficial es­francés es Charles Lévéque, cuyo libro sobre lo bello ha sido premiada por la Academia

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CLXX Obras completas de Menéndez Pelayo.

de Ciencias Morales y Políticas, lo cual es altamente sigificativo. No pnede sorprender qne sea Lévéque objeto de sarcasmo por Menéndez Pelayo, <<si de intento se hubiera escrito para probar la inferioridad de la Estética francesa, y poner de manifiesto sus vicios incurables, difícilmente habría podido conseguir mejor su efecto» (!II, 1466). Después de exponer con frialdad, rigor y sin regatear críticas a los representantes de la Escuela Ecléctica, escribe a modo de conclusión: <<Así nacieron esas estéticas tan deleitables como inútiles, que van desde Cousin hasta Lévéque, y que hablando con rigor, pertenecen a la categoría de los libros de entretenimientos» (Ill, 1436). Confiesa que si se ha tomado la pena de notar las inconsecuencias y las contradicciones de la tan endeble Estética de Cousin, es porque fue ésta texto oficial en España. Lamenta que la obra de Lévéque, a la que califica de <<grande artífice de bombonera y chucherías elegantes>> se haya traducido al español <<con las obras de Krause y de )ungmann, para completar la ruina Y la de­solación de nuestra cultura estética» (III, 1469). Colocar en la misma linea a Krause Y a Lévéque muestra que don Marcelino no ha superado del todo la inquina contra los heterodoxos y que ha desoído a su amigo Leopoldo Alas que en carta privada le dijo que en cuanto a filósofo del derecho se equivocaba <<al negarle 1 a Krause 1 toda influencia actual>> (Alas, Adolfo, 1943, 45-46). Cuando Menéndez Pelayo argumenta su crítica, como en el caso de Cousin, Lévéque y otros, convence y compartimos sus juicios, pero mucho menos cuando generaliza sin base justificativa; por ejemplo cuando escribe: <<Con la patriotera habilidad que los franceses ponen para escribir de un modo agradable y hacerse leer donde quieren, aunque nada enseñen ( ... )y entonces resul­ta una estética impresionista, pintoresca o itineraria» (III, 1519). En cambio, le seguimos cuando insiste en la indiferencia de Francia por las demás culturas, cuando, por ejemplo, lamenta que el poeta católico de Laprade (1812-1883) olvide a España y a Italia, pues <<estos olvidos y estas cegueras son muy de la crítica francesa» (III, 1488). Con su singular humor Clarin, una vez más, enaltece la superioridad de la posición de Menéndez Pela yo con respecto a la actitud de Francia: <<Menéndez Pelayo, bien al revés de lo que suelen hacer muchos escritores franceses, que ven la historia de todo el mundo en la de Francia, vio con más razón la historia de las ideas estéticas en

España en la de todo el mundo» (Alas, 1892). Por dentro del panorama, recortado por los nueve capítulos que encierran los estudios,

más o menos extensos, dedicados a numerosos autores, corren las captadas orientaciones ge­nerales que siguen las teoría y la ideas estéticas en Francia y ante las cuales se posiciona Me­

néndez Pelayo. El hilo sinuoso de estas grandes orientaciones (positivistas, metafísicas, cristianas, ... ) que

va y viene de un pensador a otro y forma una especie de metarelato, por decirlo así, se corta con la ínsolíta irrupción de Proudhon (1809-1865) y su idealismo revolucionario. Un capítulo entero (doce páginas) le dedica Menéndez y Pelayo, que antes de analizar su concepción estética, importante para la historia del arte, se demora en exponer, según su punto de vista, la ideología y la práctica revolucionaria del <<socialista utópico» de Bruselas. Colorea con juicios Y adjeti· vos («dogmatismo absurdo}>, <<Charlatanería>>, «sofismas,>, «energúmenO>>, «éxito escandaloso de un día», etc.), significativos de la repulsa que le inspira tal concepción socio-histórica Y que demuestra conocer perfectamente. Sin embargo, se equivoca cuando afirma que ya está olvi­dado Proudhon, que nadie lo lee y que en España solo Pi y Margall «<o interpreta libremente» (III, 1502). No viene al caso entrar aquí en controversia; basta decir que, a pesar de sus contra·

Estudios preliminares CLXXI

dicciones y de algunas posiciones tildadas de chifladuras por algunos, Proudhon tuvo notable influencia en el fértil pensamiento utópico del siglo XIX. Sus ideas sociales y su lectura de los Evangelio influyeron en Tolstoi (que fue a visitarle en Bruselas) y algunas de sus ideas germi­naron en Carlos Marx. De todas formas si es interesante (como revulsivo) el punto de vista de Menéndez Pelayo sobre el Proudhon revolucionario, más lo es su análisis de una concepción del arte, insólita en aquella época, pero que en el futuro tendrá práctica aplicación. Digamos prime­ro que varias de las ideas de Proudhon sobre el arte las repercute Tolstoi en su ensayo ¿Qué es el arte! (Tolstoi, 1897). Menéndez Pelayo estudia con escrupulosa atención esta concepción de un <<arte subordinado», es decir <<ajustado a las reglas del ideal» (dicho entre paréntesis, no es la primera vez que el arte se ajusta a tal cual ideal; este aspecto merecería un estudio retrospec­tivo). Nos da que pensar la siguiente cita de Proudhon: <<El arte es una representación idealista de la naturaleza y de nosotros mismos, encaminada a la perfección físcia y moral de nuestra especie» (III, 1506) ... ¡El arte como medio para la <<construcción» <<del hombre nuevo», adecua­do a la sociedad futura! Cuando leemos bajo la pluma de Menéndez Pelayo el exacto resumen del pensamiento del autor de Del principio del Arte y de sus destinación social: <<Nunca entendió Proudbon el arte y la filosofía sino como esclavos misérrimos ( ... ) de su energía reivindicativa de los derechos del proletariado» (III, 1505-1506),pensamos en una forma de realismo compro­metido que encontró su total expresión en el llamado realismo socialista. Gracias a Proudhon, da forma Menéndez Pelayo a una concepción activa del arte al servicio de la causa del pueblo y de un ideal proyectado en futuro, concepción que ya asomaba al final del siglo XIX, incluso en .España. La estética de Prouhon, si así puede llamarse, merecía, pues, que se cortara el hilo del relato y se invirtiera la cronología.

Por lo que hace al movimiento positivista, considerado como movimiento, ya se ha dicho que Menéndez Pelayo casi lo pasa por alto. Sólo al final, bajo el epígraphe <<Ensayos de estética positivista», se limita a aludir a los que elaboran una llamada <<crítica científica, es decir, positi­vista o materialista, hablando mucho de selección natural, de la herencia y de la correlación de las fuerzas» (III, 1520) y como ejemplo sólo encuentra a Eugene Véron, que por muy positivista que sea, no es el más visible representante de dicha estética, y además, al hablar de él pone la clave de la ironía, reveladora de antipatía. No puede tolerar que Véron se ría <<neciamente de lo que él llama las reveries de los metafísicos y la ontología quimérica» (lb id.).

Sin embargo, es muy de subrayar que cuando en un autor positivista o con inclinación al positivismo, se mezclan el saber, la autenticidad intelectual y el talento, don Marcelino le presta la atención que a sus ojos merece. Por ejemplo, Taine y Guyau. Un capítulo entero, cator­ce páginas, le dedica al primero y diez al segundo. Aunque es manifiesto que no comparte las concepciones <<mecánico-naturalistas» del autor de la Historia de la literatura inglesa (1864), cuyo talento admira, analiza con gran rigor toda sus obra, hasta detectar el punto flaco de su estética <<puramente histórica» en la que <<no cabe el arte ni la filosofía» (III, 1510) y sobre todo sabe captar a partir de una lectura directa y personal la evolución de su pensamiento. Taine, en su Filosofía del arte (1882), quiere presentar su estética como antítesis total de la estética idealista y eso que llega a hablar de <<esencia» y de <<cualidades ocultas» (Ibid.), a proclamar que <<el Arte es superior a la Ciencia» (III, 15ll) y que para el artista <<el priroer talento es la simpatía>> (III, 1515). Concluye Menéndez Pelayo que a estas alturas de su evolución Taine es

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CLXXII Obras completas de Menéndez

<<un idealista hegeliano disfrazado de emprírico>> y esta contradicción es para don Marcelino motivo de simpatía, aunque lamenta que el gran pensador francés, para quien el Arte llega a verse como superador del medio y del tiempo por la 1rniversalidad a que tiende, no se plantee el problema de la incógnita del genio.

Igual proceso evolutivo nota en la obra total de Guyau, discípulo de Alfred Fouillée, y su­perior al maestro, según Menéndez Pelayo, pues éste aunque atento al elemento psicológico en la estética, rechaza toda dimensión transcendental. Guyau, «poeta distinguidO>> y <<estético inte­ligente», defiende el carácter serio del arte y se opone a la teoría de S chiller y Spencer del arte como juego, y, aunque hay en su concepción algo sensualista, algunos resabios materialistas, Menéndez Pelayo confiesa que coincide con las «cosas profundas y verdaderas» de su Estética y encuentra fundada la crítica a la escuela kantiana por haber intelectualizado la belleza, prescin­diendo del elemento sensible (III, 1495). El arte para Guyau (y para don Marcelino) <<no puede aislarse de la vida», «es como el sueño del ideal humano, fijado en la piedra dura o en la tela, sin poder levantarse y andan>, «todo lo real y vivo puede en ciertas condiciones, llegar a lo bello». Capta Menéndez Pelayo, seguramente con satisfacción, que este poeta filósofo (mejor diremos metafísico) supera al declarado pensador evolucionista y darwinista cuando afirma que «jamás las interpretaciones de la ciencia nos darán el sentido íntimo de las cosas que nos dan las inter­pretaciones de la poesía~>, que «el Arte es creación y saber no es crean>, que <<el genio instintivo es necesario, en la ciencia, como en el arte ( ... ) El genio presiente la verdad antes de tener de ella cabal conocimiento». Aunque prescinde Guyau de la dimensión ontólogica, su poética mirada abierta a un futuro del Arte (y desde luego, según su concepción, de la vida) indefinido y tal vez infinito, es también motivo de simpatía de parte de don Marcelino.

Si el positivismo no impide que los pensadores y estéticos auténticos, con talento y altura de miras entren en el campo de la atención simpática del autor de la Historia de las ideas esté­ticas, el catolicismo no es una tarjeta suficiente para granjear su simpatía. El Lamennais de la primera época, el del Ensayo sobre la indiferencia (1817-1823), libro muy alabado por los neos españoles pero calificado por Menéndez Pelayo de «demagogia filosófica» (III, 1450) y producto del «error filosófico» de su «tradicionalismo llevado a sus últimas consecuencias» (Ibid.), vale mucho menos, es de suponer, para don Marcelino, que su segunda obra, Palabras de un creyente (1834), expresión de «ensueños humanitarios», esa otra «demagogia», traducida por Larra y de gran impacto entre los espiritualistas liberales españoles. Parte de la última obra de Lamennais, Bosquejo de una filosofía (1841-1846), es una apasionada reflexión sobre una estética que di­mana de un ontologismo panteísta (considerado por Zeferino González, según don Marcelino, «como el menos reñido con la verdad cristiana»), que hace que el Arte esté relacionado con todo y sea producto de la luz divina en el artista y reflejo de esta misma luz en la obra. Aliado de esta valoración, menudean las crítica bajo la pluma de Menéndez Pelayo: le reprocha sobretodo su intolerancia, «que era el fondo mismo del espíritu de Lamennais», su gusto por lo grande, lo solemne y su poca capacidad para sentir las bellezas más modestas, etc.

Está claro, don Marcelino condena el «error tradicionalista», que según explicita «con· siste en negar las fuerzas naturales de la razón y suponer derivados todos los conocimientos de una tradición o revelación primitiva, transmitida por Dios juntamente con la palabra» (Ill, 1431), y desde luego censura a los tradicionalistas franceses como de Bonald, el Lamennais

CLXXIII

primera época; pero es discutible su intento de salvar de dicho «error>> a )osé de Maistre (Véase Bréhier, 1964, 515-516). Ahora bien, las ideas estéticas de los pensadores cris­estudiados en el capítulo V, el abate Gaborit, el Padre Félix, Alfredo Tonnellé, Víctor de

,¡ 010raae,a los cuales hay que añadir a Paul Voituron, tienen como base más o menos confesada, mismo creacionismo, que así debe llamarse la creencia en la ideas innatas (fundamento

.·_¡¡unD:tende la metafísica cartesiana). Pues bien, no se le ocurre a Menéndez Pelayo volver sobre «errror tradicionalista» patente en unos pensadores católicos que estudia con simpatía,

Tonnellé y sobretodo de Laprade, que por lo demás merecen el minucioso y riguroso es­:·!!t·dio qu1e!es dedica. De paso, es interesante sacar del estudio de estos pensadores católicos, dos consideraciones puestas de realce por Menéndez Pelayo y que son de cierto alcance en el desa­

de la estético en el siglo XIX. Al abate Gaborit, se debe el primer intento de «legitimación representación de lo feo» [2] [III, 1479]. En cuanto al Padre Félix, es de los primeros que voz de alarma contra el llamado realismo o naturalismo francés.ldea que da libre paso a

repentina oleada de antipatía: ><El jesuita Padre Félix anunciaba hace veinte años todas las :r~.;j~gnomirüas y degradaciones de que luego hemos sido testigos» (111, 1481).

Afirma también Menéndez Pelayo que los ><elocuentes apologistas católicos» (los de Bo­• ,.,., ·--- y de Maistre, es de suponer) han contribuido a desacreditar la filosofía del siglo xvm y

restaurar el sentido espiritualista. Puede ser. Pero ¡De qué sentido espiritualista se trata? de observar, en efecto, que, incluso según el estudio de Menéndez Pelayo, la metafísica de ginebrinos Topffer y Pictet (capítulo lll), la de Bordas Dumoulin y Ravaisson, como la del

'j;()egtmdo Lamennais y de Maine de Biran, se construyen por esfuerzo individual propio, fuera ,. <1< cualquier aparato dogmático. Y se nota que Menéndez Pela yo se siente a gusto en estos sis­

o mejor dicho entre estas ideas estético-metafísicas más o menos «independientes» y no -H.•:.disimtu!a su vibrante admiración y su simpatía por Maine de Biran y por Ravaisson y Bordas

•. < ; ..... Dtlm>oulin, aquél es el «Único metafísico de verdad que produjo Francia en la primera mitad del siglo XIX» (111, 1431 ), y los otros dos, los <<metafísicos de más fuerza que ha dado Francia» (lll, 1492). Para Ravaisson, la metafísica brota de las entrañas de la psicología: «Dios sirve para

_ e:nte1"d'" el alma, y el alma para entender la naturaleza» (Ibid.) y la estética tiende a acercarse a la belleza, principalmente a la más divina, la que contiene el secreto del mundo. Bien mirado, la concepción metafísica del Dios interior, del Deus est in no bis, base y fuente de idées estéticas, de estos pensadores franceses, riñe con la dogmática ortodoxia de « los elocuentes apologistas católicos».

Así pues, parece que Menéndez Pelayo, después de conceder benevolente atención a los pensadores católicos, que más o menos siguen el dogma, tiende a coincidir con los que fundan su estética a la vez en una metafísica libremente pensada, aunque, para la mayoría, de raíz cris­tiana, y una psicología que en la percepción y la contemplación de lo bello junta la inteligencia Y el sentimiento, sentimiento que es muy otra cosa que la sensación condillaciana, condenada por materialista y reductora (111, 1430). Para él es gran paso adelante cuando la estética toma en cuenta el sentimiento (estética del placer, de lo agradable ... ; intuición; etc.). Por eso está en estrecha simpatía con )ouffroy, por ser uno de los primeros en analizar el sentimiento de lo bello; lo bello que causa «placer y dolor: placer de lo bello, dolor de lo inefable, de las cosas invisibles» (lll, 1442). Es curioso y significativo ver que censura la concepción de Voiturón (metafísico de

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CLXXN Obras completas de Menéndez Pelayo

las ideas innatas) por demasiado transcendental y por olvidar el sentimiento, y que critica a Fouillée por limitar el hecho estético a una psicología abierta a todas las potencialidades, incluso

la de lo inefable infinito, pero sin concederle ningún valor de transcendenCia. En filigrana, se dibuja, pues, la fundamental concepción estética de Menéndez Pelayo, la

que asegura en certidumbres su posición dominante en el <<relato» que hace de las ideas estéticas en Francia y de la que proceden los «criterios firmes>> que guían sus comentanos y ¡ustlfican sus juicios. Fundamentalmente, y para simplificar, los dos ejemplos anteriormente _evocados, el de Voituron y el de Fouillée, revelan que su concepción estética resulta de un eqmlibno, de una armonía, entre una dimensión metafísica o más precisamente ontológica, absolutamente nece­saria y una psicología abierta tanto a la inteligencia como al sentimiento y más generalmente a todas las potencialidades humanas. De otro modo dicen lo mismo las acertadas palabras de Manuel Maceiras Fafián: las concepciones ontológicas de Menéndez Pelayo «preceden Y regulan sus convicciones estéticas),, pero «no oculta su adhesión a estéticas que se sustentan en lo que llamaré realismo esencialistas. Podría también calificarse de realismo vitalista>>, según el cual <<la realidad no puede ser circunscrita o reducida a sus figurativas y aparentes formas físicas. Las cosas, los seres, están animados por una vida interior, una esencia vital que es fuente de poten-cialidades sugerentes y provocativaS>> (Maceiras Fafián, 2008, 8-9). .

Es éste, en efecto, el núcleo de una concepción, en torno al cual se ordenan todas las Ideas

estéticas derivadas, generales o particulares, las que surjen al enfrentarse don Marcelino con las ideas 0 las teorías de los pensadores, filósofos y poetas que han reflexionado o teorizado sobre estética, y que a veces se enuncian como juicios personales: «Si lo miramos bien, lo que nos en­canta ... >> (III, 1446) o <<Para nosotros el fenómeno estético no se explica sólo por la inteligencia ni por la sensibilidad sola, ni mucho menos por la voluntad, sino por el concurso de todas estas facultades>> (Ill, 1471). Pero muy a menudo las apreciaciones rezuman más o menos discreta­mente de los mismos comentarios: <<Pictet está a punto de entrever la conciliación del idealismo y del realismo, de aquel idealismo realista o realismo ideal, perseguido desp~és por Lotze Y Max Schaslen> (III, 1462). Finalmente, y por encima de todo, el pensamiento ( estetico) de don Maree­lino Menéndez Pelayo aflora a cada paso de un diálogo intelectual entablado con los pensadores franceses en estética, diálogo de infinita variedad y riqueza, envuelto siempre en una dialectica afectiva de antipatía o simpatía de infinitos matices, y que restituye el casi completo panorama

de las ideas estéticas en Francia en el siglo XIX.

Referencias bibliográficas

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CAPÍTULO NOVENO

EL ROMANTICISMO FRANCÉS EN LA

HISTORIA DE LAS IDEAS ESTÉTICAS EN ESPAÑA

Jean Franc;:ois Botrel

rosiguiendo en su «larguísimo}> examen introductorio encaminado a «discernir los numerosos elementos de importación extranjera» en la producción filosófica y ar­tística española del siglo XIX, después de considerar <<lo que pensaron del arte y de la filósofos» en Francia, dedica Menéndez Pelayo las siguientes páginas (unas 200 pági­

·>'>'"nas¡ a «lo que pensaron y practicaron los artistas>> (III, 1429) o sea los verdaderos artífices de la • re1rolt1ciiin literaria conocida por el nombre de romanticismo, «no solamente en sus teorías sino

la aplicación que lograron dentro de las distintas formas del arte» (III, 1529). No cabe duda, sin embargo, de que, de paso, tiene el innovador y utilitario propósito de po­disposición un tratado o una guía <<didáctica>> de la literatura francesa de que, por lo visto,

carece España: el tomo V dedicado al romanticismo francés (publicado a finales de 1891, como tomo independiente) es la primera parte de una verdadera historia de la literatura francesa casi

sus orígenes que Menéndez Pelayo tenía pensado prolongar con el equivalente examen de lo relativo a las corrientes posteriores al romanticismo francés, que en la novela se inician

con Balzac, en la crítica con Sainte-Beuve y en la lírica con los pequeños grupos posteriores a y Th. Gautien> (Ibid.).

Al disociar físicamente las prácticas artísticas de las teorías y al tratarlas con toda exten­sión (tantas páginas dedica a la mera literatura romántica francesa como a todos los teóricos y literatos del siglo XIX alemán, por ejemplo), representa el tomo dedicado al romanticismo fran­cés un caso un poco singular en la Historia de las ideas estéticas.

El trabajo sobre las fuentes

lo afirma Menéndez Pelayo en su Advertencia preliminar (III, 1530), <<esta Historia no es nna compilación ni nn resumen; es mi trabajo propio sobre las fuentes>>, y para entender el sistema

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CLXXVIII Obras completas de Menéndez

de producción de su texto y el duradero alcance de su obra, es preciso fijarse precisamente dichas fuentes y las características del trabajo sobre ellas llevado a acabo. en··

Si bien, como veremos, no deja Menéndez Pelayo de referirse a autores y críticos de países: como el dan~s Brandes (Die romantische Schule in Frankreich, publicado en 1883), el escoces Flmt, el bntamco Mateo Arnold e incluso el propio Valera, las fuentes manejadas y leí­das son en su mmensa mayoría francesas y escritas en francés. A pesar de lo que, con tal vez fingtda y excestva humildad, pretende Menéndez Pelayo (<<no sabe leer un libro extranjero sino traduoendolo mentalmente>>, d!Ce (Ibtd), no solo lee perfectamente el francés (antiguo, clásico y contemporáneo), no solo lo transcribe y traduce con total y rigurosa corrección, sino que ¡0 enttende y stente desde dentro, con todos sus matices, como lo prueban sns glosas y comentarios a las obras efectiva.mente leídas -incluso cuando del ritmo de los versos de Víctor Hugo se trata como en La Cacerta del Burgrave donde <<suenan como una sen e de estornudos>> (III, 1686)- 0 su traducción de extractos del Prefacio de Paul-Louis Courier a su propia traducción de Hero­doto (III, 1630).

Como recordaba Clarín (Alas, 2005: 692), Menéndez Pelayo tiene además <<Una memoria prodigiosa y un arte singularísimo para leer muchísimo y con provecho» y si bien <<ningún na­cido puede hacer alarde, no ya de leer, ni siquiera de tener noticia de las infinitas obras que se publican, antiguas y nuevas», el que este alardee de haber leído todos los autores (no dice todas las obras) de que habla -<<y algunos más» (lll, 1530)- no solo tiene una total verosimilitud sino que se puede comprobar: como se lo dice Clarín, <<bien se ve que usted lo lee todo» (Alas, 1943: 67), con un conocimiento directo de los autores y de los textos.

Llama mucho la atención, por ejemplo, que de la casi totalidad de los autores y las citados o aprovechados conserve la Biblioteca Menéndez Pelayo unas ediciones de la primera mitad del siglo XIX o más contemporáneas de la Historia ... , cuando de obras de crítica se trata: ahí están las CEuvres completes (y también póstiunas) de Mad. la Baronne de ~L<tet-mllsnern, las de Vigny, de Mérimée en las ediciones de Calmann-Lévy (1865-1883), de Augustin Thierry, todas las obras de Théophile Gautier analizadas en la Historia ... , inclusive su Histoire de l'art dramatique en France (1858-1859) y su Histoire du Romantisme, por supuesto, casi todas de Víctor Hugo en ediciones posteriores a 1875. De Ronsard posee efectivamente sus choisies (1873) por Becq de Fouquieres así como obras de Béranger, Paul-Louis Courier, etc. excepción de las de Chateaubriand y de algunas de Víctor Hugo, no son traducciones españolas. No falta una edición de Les Bretons (París, H. Fournier et Cie) y Marie (Bruxelles, 1840) del --­romántico bretón Augusto Brizeux olvidado por Lanson en su Histoire de la littérature franraise · · de 1895 pero entrañablemente valorado por Menéndez Pelayo.

Son lecturas también de la crítica francesa histórica o más contemporánea: de Pierre Louis Ginguené ( «Guinguené», escribe Menéndez Pelayo y se lo reprocha Emilio Teza), de los pre·hispanistas franceses Philarete Chasles o Puibusque, de los críticos teóricos Hennequin, · Guyau (Problemes d'esthétique contemporaine), Krantz (Essai sur l'esthétique de Descartes), de los historiadores de la literatura francesa como Pellissier, Merlet, Scherer o Faguet, de las colee· ciones de artículos de Montegut o Caro, de la monografías de Lemaítre, Taine, Spoelberch de . Lovenjoul, de Carlos de Pomairols, Boissonade sobre Corneille, La Fontaine, Gautier, Lamartine · y la Critique littéraire sous le I Empire (1863) respectivamente, y también la biografía de A.

CLXXIX

firmada por su hijo Paul de Musset, hasta Víctor Hugo en América. Traducciones de americanos coleccionados por )osé Antonio Soffis y )osé Rivas Groot, Bogotá, y por Sainte-Beuve, «consultado( ... ) a cada paso en sus innumerables volúmenes», el gran

a quien debe Menéndez Pelayo <<buena parte de (su) educación literaria» (Ibid.). Hasta

1 memorras de M. du Camp o los últimos libritos publicados en la colección <<Les grands écri­

sobre Gautier o Mad. de Stael los ha tenido a la vista. La presencia en la biblioteca personal de Menéndez Pelayo de dichas obras no es obvia­

total garantía de que las haya leído todas (pueden no llevar ninguna huella de lectura), de muchas de estas y también de otras no conservadas como las de Senancour, Bailan che,

1Ramc,nd o el Dictionnaire raisonné et de l'architecture franraise de Viollet -le-Duc, consta por la

¡re¡:isi<\n de las citas -o de los comentarios- que de una lectura directa se trata. De ahí que, como para Sainte-Beuve que <<no cayó ni una vez sola con haber escrito más de

volúmenes en la tentación de hablar de cosas que no entendía ni personalmente había (IJI, 1652), se pueda suponer que si no se refiere a una obra -a veces ni siquiera por el

la fecha- y con mayores motivos si no la comenta es que no la ha leído o también que le ha gustado, caso de las novelas de Stendhal, por ejemplo, cuando de su obra crítica se ve está perfectamente enterado.

Lo primero son, pues, las lecturas de los textos, lecturas de juventud como las de Andrés :nét:tie:t oAJJre<io de Musset (aunque de este en su biblioteca se conservan ediciones de Lemerre

años 1876-1880), o lecturas recientes como la de Toute la lyre (Toda la lira), obra inédita Hugo publicada en 1888. Pero tampoco se puede descartar que Menéndez Pelayo se fíe

de críticos de confianza como, tal vez, para desarrollar un discurso sobre los colores del

Delacroix. Porque Menéndez Pelayo cuida de «iluminar y robustecer (su) juicio con el parecer ajenm>,

-eso sí- un cuidadoso trabajo crítico destinado a calificar y valorar la fuente. De Ville­por ejemplo que es un <<liberal templado, doctrinario en política, católico

y nada filósofo» (III, 1648) y que su Cuadro de la literatura del siglo XVIII cuyos defectos rcíe:rtam<:nt< no son leves» (III, 1649), aunque también tiene su <<encanto», que el trabajo del

Spoelberch de Lovenjoul sobre Gautier es un «modelo de paciencia y exactitud biblio­(III, 1716), que la narración por Gautier de las primeras representaciones de Hernani

«animadísima y pintoresca» y recomendará tal o cual estudio de Mérimée que <<merece par­

atención>'. Como escrupuloso erudito, Menéndez Pelayo suele mencionar o citar sus fuentes, por lo

a pie de página, y describirlas con mucha precisión en la referencia bibliográfica (con el el año de publicación, lamentando que franceses tengan la <<mala costumbre de los frau­de publicar obras sin indicación de año y remitiendo, casi siempre, a la página exacta. En final de cada «artículo» hace para cada autor un como balance bibliográfico crítico en el

incluye las obras manejadas, pero también, las susceptibles de ampliar el horizonte crítico lector, por más que él no comparta las opciones del libro mencionado, cuando no sugiere

de trabajo. Se puede observar una pertinaz preocupación por la exhaustividad y la lti!Ilali:<ación de la información, que se manifiesta muy especialmente en las notas como cuan­

allibro sobre Hugo publicado el mismo año que el tomo V, en 1891, por el <<maligno y bien

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CLXXX

informado escritor legitimista>> Edmond Biré se refiere. Como puntualiza Menéndez Pelayo «el que empieza una obra no es más que el discípulo del que la acaba>> (III, 1531) y El · en Francia da la sensación de que Menéndez Pelayo lo está escribiendo y mejorando hasta último momento, con auto-comentarios como «escrito ya este artículo llega a mis manos ... )~ (III, 1591), etc.

Sobre la manera que tiene Menéndez Pelayo de aprovechar o tratar sus fuentes, a falta de documentos sobre la génesis del volumen (solo se conserva parte del manuscrito del capítulo 1! con huellas de composición, además de una lista de <<Libros útiles para la historia de la estética,) y de un estudio más sistemático sobre el trabajo intelectual del erudito, solo se pueden aducir algunas «observaciones>} y deducciones.

En algún caso, como es la incorporación a su texto de citas traducidas, se puede ver cómo lo hace sobre la marcha, con el original a la vista del que extrae las frases pertinentes que va tra­duciendo, en tiempo real, como lo que cita de Silvestre de Tracy a propósito de la elocuencia de la memoria de Villemain, sin llegar a la traducción literal, pero señalando con puntos suspensivos la discontinuidad como en su traducción de P. L. Courier.

El resultado de este ordenado trabajo de lectura e interpretación puede ser -es lo más fre­cuente- una expresión sintética de una impresión informada pero basada en la memoria sobre la mayor parte de las obras tenidas en cuenta, un como resumen compendio crítico de la obra, sobre todo cuando de textos teóricos o de crítica se trata, llegando a rebatir opiniones y a señalar desperfectos desde sus propios conocimientos, y, también, el análisis sistemático y extenso de determinada obra con, a veces, unas extensas citas en francés o traducidas como el <<magnífico ditirambo» de Taine a propósito de Musset (111, 1706).

Estos son los requisitos efectivamente reunidos como se puede comprobar para un trabajo erudito y original, basado en indagación propia y de libre organización ya que, comenta Menén­dez Pelayo, «como apenas somos leídos, libres somos para dar a nuestras ideas el desarrollo y el rumbo que tengamos por conveniente» (III, 1530), desde una concepción personal de lo que es la literatura y su historia.

Concepción y arquitectura de una historia de la literatura

Para Menéndez Pelayo,la historia de la literatura ha de ser erudita o sea fundarse en unos conoci­mientos exactos, positivos, imprescindibles para asentar y guiar los juicios, vincular las ideas y las impresiones particulares y representar sintéticamente la marcha y las transformaciones de una literatura indisociable de otras expresiones artísticas con las que mantiene correspondencias.

Esta literatura tiene por base unas intuiciones individuales y no es objeto de saber: es ejer­cicio, gusto, práctica, instrumento de cultura interior. De ahí que a la hora de poner el romanti· cisma en perspectiva, recuerde Menéndez Pelayo que esta revolución literaria fue llevada a cabo no por los críticos sino por los poetas; no por los teóricos ni por los filósofos, sino por hombres extraños a toda cultura metafísica, y que sus manifestaciones se perciben y han de estudiarse en la pintura, la arquitectura, la música, las artes decorativas, la declamación, etc. Porque Menéndez Pelayo que como escribe Clarín (Alas, 2005: 693) «por las letras ha ido a las artes, a la historia, a

CLXXXI

dil•osolia>: y, en las artes, «ha demostrado competencia práctica (de crítica práctica, por supues­Y un respeto casi religioso a la habilidad especial de cada tecnicismo, respeto que no suelen

los estéticos de afición, procedentes de la filosofía o procedentes de la literatura», Menéndez tiene una visión amplia y abarcadora del romanticismo que no deja fuera ningún <<caro­

del arte literariO>> ni siquiera la prosa filosófica y oratoria en que el <<grande innovador y el inniinl!>co por excelencia fue Lamennais» (III, 1729) y contempla algunas consecuencias del

1m

1mtJCJSmo en las demás artes a las que dedica su último capítulo. Con esta ambiciosa visión histórica global queda planteado, por supuesto, el problema de

¡~~~~liS ¡:elacicmes del arte con su entorno, su medio y de su absoluta o relativa autonomía. <<Es cierto, ,¡,::~:>~scribe Menéndez Pelayo (III, 1625), que el arte, en su manifestación histórica, no se concibe ais­~ z,~k!ado del medio social, ni independiente de los demás órdenes de la vida; pero en lo más profundo ;

2:;){!e s•rr e~;enCJa, en•w más sustantivo, en lo que le hace y constituye obra bella, el arte cumple las le­

interno desarrollo y se emancipa en gran parte de las transitorias combinaciones , ;;;ci;:j¡olltic:1s Sus relaciones con el estado social y con el espíritu dominante, son reales muy reales, . >·;,p•ero también muy complejas y muy difíciles de reducir a fórmula breve y expedita».

Desde luego le niega Menéndez Pelayo a Víctor Hugo que el romanticismo sea en el arte "f::ru1[o así como el liberalismo en política ya que <<los fenómenos estéticos tiene su elaboración :\:'..:il·rop•la y en gran parte independiente del orden político», y aunque de «revolución romántica»

¿f; .• J¡abla reiteradamente, toda su Historia ... está encaminada a probar que no se puede reducir a .'.f 1;1llta r•eacciém antitética contra el siglo XVIII, que de una ruptura no se trata sino más bien de una

,·,·····~~ i!Volluc'ión cuyos principio y antecedentes hay que buscar en los muy remotos siglos xn y XIII, sin . .,,_ a•ue se dé una solución de continuidad, pues, ya que <<nunca se dan en la historia reacciones ni ./'·• ,1a1rrtitesis tan bruscas. Toda edad está ligada por íntimos vínculos con las edades pasadas y, sobre

:';;.(>lodcJ,ccJr la que inmediatamente precede». De ahí un especial interés por disociar el romanticis­'" ''"del <<Volcán revolucionario» (IJI, 1567) -la Revolución francesa de 1789- y también de la

Re~roluciór liberal de 1830. Por una parte, reconoce que «la conmoción producida en los espíritus por un aconteci-

······. ·-·'·-·· tan sin igual en los anales del mundo tenía que determinar a la larga una exaltación de fantasía poética, de donde germinase un arte nuevo, acomodado a las condiciones de la so­

renovada» (III, 1578) y que «indirectamente( ... ) la revolución política tenía que acelerar momento de la emancipación literaria». Sin llegar a ningún determinismo, se puede observar

'•' ''me• «PI suelo trabajado por hondas convulsiones y la atmósfera cargada de vientos de tempestad, :•.;, ''""suelo y atmósfera más propicios que el tibio calor de las escuelas y los salones, para que el .• .• , e>;rro indómito rompa las cadenas de la imitación y ose lanzarse al descubrimiento de nuevos

(111, 1579). Menéndez Pelayo habla incluso de la «electricidad poética» que fueron acurnulanclc la Revolución y ellmperio y «la fuerza que no pudo gastarse en el campo de la

r.acc:iórt, se dilató formidable e invasora por el campo del arte» (III, 1580). Pero, a pesar de dichas concesiones, para él, <<el romanticismo es una revolución artística que

·······'"""''"sus propios orígenes y su propio desarrollo, independientes de la revolución política, que en algún caso pudo favorecerla, pero que en otros, mauifiestamente la contrarió: el romanticismo francés, mucho más fue un salto atrás que no se detuvo sino en la Edad Media, un movimiento de reacción contra el siglo xvm y el espíritu revolucionario, que no una derivación ni secuela de

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CLXXXII Obras completas de Menéndez

él( ... )». La Revolución propiamente dicha, en cuya literatura, según Menéndez Pelayo se encontrar <da más exagerada expresión del espíritu clásico francés» (III, 1579), poco pues, en las letras, y, ya que en punto a historia de la literatura no valen simplificaciones, dez Pelayo se va a dedicar a «desembrollan> el complejo romanticismo francés.

Lo va a seguir «paso a paso en sus múltiples manifestaciones» (III, 1626), organizando materia tratada cronológica y seguidamente, sin «dispersión de la doctrina», con la unidad un plan consonante con su visión del romanticismo y de la historia de la literatura. La va a ser la de un relato entre tratado didáctico y ensayo que le permite referirse primero manera muy extensa- a los precursores (capítulo 1, 56 páginas) y después a los iniciadores

11, 32 páginas), para llegar tras un capítulo dedicado a lo que califica de «periodo de transi<:iórt y de lucha» (29 páginas), al clímax del «romanticismo triunfante» (48 páginas) y proseguir examen de su evolución (22 páginas), antes de cerrar su exposición con un breve capítulo de páginas dedicado al romanticismo en las demás artes.

Los seis capítulos de que consta el tomo (los capítulos 1, primera y segunda parte, y publicaron previamente como «artículos» en La España Moderna en 1890-91) se dedican a

sucesivos precursores, iniciadores y cultivadores del romanticismo y quedan estructurados base de unas como mini-monografías de variable extensión (desde un párrafo de unas

lineas hasta más de una página), cronológicamente ordenadas y dedicadas a los autores y a obras depositarias y reveladoras de la individualidad, más que a los géneros o a determina<los; periodos literarios.

La historia del romanticismo es de hecho una verdadera historia de la literatura francesa desde sus orígenes, porque, para <<desembrollar la evolución literaria iniciada en 1802 por Cha­teaubriand y Mad. de Stae!, (que) triunfó ruidosamente con Víctor Rugo en 1830» (III, 1

primero va a ir buscando y glosando aquellos «elementos análogos al romanticismo que existían en Francia antes de la RevoluciÓn>> (III, 1578).

Empieza por la Edad Media, los siglos xn y XIII, «periodo en que más se aparta el arte de la cultura clásica y más directamente influido aparece por el espíritu cristiano y por el espíritu caballeresco» en que le tocó a una Francia donde parece de buen tono desdeñar y hablar mal de tan rica y gloriosa tradición, crear <da literatura y el arte románticos por excelencia» (III, 1240). Prosigue con el Renacimiento, centrándose con el joven Sainte-Beuve del Tableau historique et critique de la Poésie Franraise en Ronsard y la Pléyade, «anticipado modelo de la generación literaria de 1830» por «el hervor de la juventud, la audacia de la lengua y de la versificación, la riqueza de vocabulario, las tentativas de nuevos metros, la vena lírica copiosa, aunque turbia, y hasta el romanticismo práctico de su vida» (III, 1533).

Progresivamente, bajo la pluma de Menéndez Pelayo la calidad de «romántico» se viene

asociando con la capacidad de los creadores para innovar. De ahí que se puedan buscar los verdaderos gérmenes del romanticismo francés en plena eflorescencia clásica (III, 1537): en la literatura «indisciplinada>> de Corneille, en el propio Racine y en Moliere, pero también en Ro­trou, Saint-Simon, La Fontaine y Fénelon -tan distinto de Bossuet- que se movieron fuera de la literatura oficial. En los «clásicos>> franceses busca Menéndez Pela yo indicios o manifesta­ciones anti-clásicas de transgresión, libertad y modernidad «revolucionaria» contra el modelo dominante, el de Boileau (analizado en las páginas 1534-1535) y de Malherbe. Racine que en los

CLXXXlll

franceses de literatura suele presentarse como un modelo de artista clásico es para él, modernísimo, creador de dos géneros casi románticos, el drama sentimental y psico­

la tragedia lírica, mixta de tragedia y ópera» (III, 1558); Moliere, con su Don Juan, entra «en las más cálidas regiones del arte romántico, en la comedia con personaJeS de otro (Jil, 1562).A los modernos en su cuestión con los antiguos, les corresponde haber con­

la primera piedra del edificio de la tradición y la autoridad, afirmando una hbertad mo-vs la disciplina académica. Hasta Las Provinciales de Pascal pertenecen a un genero nuevo

Menéndez Pelayo cómo el «falso y estrepitoso innovador>> Nepomucemo Lememer h blar hasta a los animales y a los seres inanimados, a una foca, a una ballena y a la Diosa

las S~fides», ofreciendo a quien se haya acordado de él, unos «chispazos de talento, unidos a inquietud y desasosiego de espíritu que columbra vagamente un mundo nuevo y qmere

a él con esfuerzos violentos e irregulares» (III, 1583). En el siglo xvn, son «verdaderos

MUJrrec:tos literarios y muchos de ellos insurrectos sociales, rebelados contra toda ley de parsi-y decoro» (III, 1540), los Saint-Amant, Cyrano de Bergerac, Teófilo de Viau o Scaron que

!'laríÍfe,struron su deseo de emancipación y transgresión con respecto a lo que ha vemdo a regir

la literatura (incluso la historia de la literatura): la disciplina clásica. En ese panorámico pero erudito repaso a la literatura francesa desde sus orígenes, va mar­

de rechazo, como hilo conductor la reticencia de Menéndez Pelayo haCia un claSICismo del genio francés, con una valoración sistemática de cuanto se opone a la ley dominante,

no le guste mucho las expresiones resultantes. Este el caso de las páginas dedicadas a los

<5~i1il!!>OW del siglo xvm: Diderot, del que se puede decir que queda rescatado por Menéndez Pelayo, Jacobo Rousseau, <<primer escritor romántico en acción» y «primer enfermo de lo que luego

1830 se llamó el mal del siglo» (III, 1569), quien aporta unos elementos novísimos como la </;'!'t~ntem1p!<tci'c in de la naturaleza asociada a todas las emociones humanas, el redescubrimiento del

; ··~~=::~~-~ ·i;d;~e la pasión, el inicio de la protesta espiritualista y semi-cristiana, las anatemas contra la artificial, y la invasión de la democracia en el arte y en la vida.

De los dos grandes innovadores literarios que, en mayor o menor grado, contribuyeron a la

···········s,~trartsfc,rm.ación crítica» (III, 1590), tratados en el capítulo 11, Madame de Stael es para Menéndez ..); Jl<~lal'O, la grau iniciadora del romanticismo aunque solo tuviera el presentimiento de la emoción (,,,artfsltica(y no la emoción misma) (III, 1593) y nunca entendió el arte por el arte: «su acción no fue

,.)O.poéttca, fue oratoria» (III, 1604); «no emancipó la técnica, pero sí el espíritu literario» (Ibídem) Y no llegó a tierra de promisión alcanzó a verla, fundamentalmente por su tratado De la littéra­

(1800) que pertenece más bien a la filosofía de la historia que a la precepttva hterana» (III, ' :¡;(')593).A este tratado le dedica Menéndez Pelayo más de diez páginas en las que rebate el concepto

perfe<:tib,iJi'c lad -«el progreso universal de las luces por el simple efecto de la sucesión de los o;.0 !ientpos» de una escritora de «petulante ligereza» (III, 1596) en materia de literatura moderna-,

; expone su mayor gloria, la de haber abierto las puertas de Francia a la «literatura del mundo». Y cita la conocida página de De l'Allemagne en que Mad. de Stael suelta por primera vez la palabra

·:~~_,·,::~:romanticismo y no solo no disimula sus simpatías románticas sino que abre una nueva era. ·····_·•·· Mucho menos espacio dedica al otro iniciador, Chateaubriand, «pobrísimo de ideas, cuan­;'<to opulento de formas y colores», pero de un romanticismo totalmente francés en sus orígenes Y

.. de mucha influencia y autor de la primera poética romántica (Poética del Cristiantsmo) a la que

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CLXXXIV Obras completas de Menéndez

dedica Menéndez Pelayo las páginas (111, 1609-1612) para llegar a la tajante conclusión de el libro «ha caducada>> ...

Más prolijo, al fin y al cabo, se muestra Menéndez Pelayo en el tratamiento de la que acompañó a Chateaubriand, la de Fontanes su «consejero predilecto y censor de detalles., la de joubert que le <<daba alas>> (Ill, 1614), Simonde (Sismonde, escribe Menéndez Pelayo) Sismondi por su De la literatura del Mediodía de Europa (1813), pero también Schlegel por Comparación entre las dos Fedras, Benjamín Constan!, Claudia Fauriel, Senancour, ua,,.ucn,. Nodier y muchos «wertherianos estrafalarios». No falta Bonald con su conocida fórmula: literatura es la expresión de la sociedad», no comentada en la Historia ...

A una primera pero rápida y ligera sistematización del romanticismo francés coJnpara,fc con los demás y plasmado de manera genérica, le dedica Menéndez Pelayo el principio del pítulo Ill, para en seguida fijarse nuevamente en algunos autores representativos de ese de lucha: Béranger «falso poeta populan>, «de inmensa y hoy decaída popularidad», P.-L. quien con la democratización del lenguaje «hizo en la lengua de la prosa revolución no que la que los románticos iban a hacer en el dialecto de la poesía» (111, 1629) y Stendhal tico materialista» (III, 1633) (como Mérimée), primer crítico (empírico) en salvar los mnt1re1; aet horizonte literario propiamente dicho y que pudo tratar con igual competencia de música, pintura y de poesía. De su definición del romanticismo como «el arte de presentar a los aquellas obras literarias que en el estado actual de sus costumbres y de sus creencias r---·-~ ,~.v­porcionarles la mayor suma de placer posible», concede Menéndez Pelayo que la idea no de originalidad y aun de cierta verdad relativa.

El capítulo dedicado al «romanticismo triunfante» -el más extenso- se centra vamente en tres autores: Lamartine, Vigny, «el poeta admirado» (Baron, 1984: 981) y sot•re todrl Víctor Hugo sobre el que se volverá más adelante.

En el capítulo V («Continúa la evolución romántica») se contemplan «nuevas m<mrtest:a' dones líricas>> con la ruptura -una <<hifurcacióm> dice Gautier- en dos sentidos de la de la escuela: Gautier se lleva a los artistas puros mientras que Víctor Hugo se convierte poeta social y Alfredo de Musset conserva el culto de las almas apasionadas. Para MenéntdeZ Pelayo, se conoce que impactado por «el soplo de la pasión abrasadora» (Ill, 1709) de este «esencialmente romántico por la pasióm>, «cuatro versos de Musset, incorrectos si se pero salidos del alma, valen más que todos los prodigios de industria y habilidad todos los portentos descriptivos que nos ha dejado Th. Gautien> (Ill, 1712). Rota la unidad la escuela, la poesía lírica -vuelve Menéndez Pelayo a un análisis por género- se em:ue>olr~ emancipada para siempre en la inmensa variedad de sus manifestaciones, mientras tiene meras consecuencias la tentativa romántica en el teatro, conoce un singular y admirable rrollo la novela con Dumas y la «turba de vándalos que en pos de él inundó el folletín», pero bre todo jorge Sand adivinadora del genio lírico de Mauricio Guérin y cuyo «arte ap:asi<Jna.do~ (111, 1721) puede «considerarse como la expresión más completo del idealismo romántico la novela» (III, 1719) y Próspero Mérimée «romántico sui generis, escritor único, cuya pnnnpat: característica exterior es el exotismo» (III, 1722). A Balzac «romántico hasta la médula de huesos en sus procedimientos y en su estilo» tenía previsto estudiarlo en la segunda naneu<e di cada al realismo. Concluye este último repaso a los géneros literarios del romanticismo con

CLXXXV

«artística y pintoresca», otra gran conquista del romanticismo, fundamentalmente con Thierry, Barante, y Michelet, cuya especie de «fantasía adivinatoria tan grande y tan observable Historia general de Francia le merece sinceros elogios (III, 1726), aunque

.tim"ación censura sus «feroces preocupaciones de sectario>' y la ~~intemperancia de sus

El último capítulo VI, muy original en la época y aun después por sus planteamientos no tan acabado como los demás, ejemplifica la visión integradora que tiene Menéndez

del romanticismo, ya sugerida en su estudio de los Salones de Diderot quien con el mate­pictórico, la sensación intensa y brutal de la mancha de color, la orgía fisiológica de los

1 «r•ega!O a los franceses un nuevo sentido» (III, 1570). Se fija, pues, en otras manifestaciones como las artes del dibujo, la pintura, la escultura y la arquitectura y «arqueología artís­olvidar las «industrias artísticas''· Establece unas innovadoras «correspondencias>> a por ejemplo, de la literatura pictórica de Gautier, adaptación de un arte a otro: «esta del cuadro por el libro es una revolución cuyos orígenes están en la escuela románti­

.,_,,cntJeMenéndez Pelayo (111, 1712). No falta alguna alusión (en nota) a la música de Berlioz o Rossini (con motivo del ensayo que Stendballe dedicara), o a la declamación.

UnicaJnente queda fuera el estudio del postromanticismo que lógicamente coincidiría con estudio del realismo ...

Este es, muy resumido -quien quiera tener más informaciones, habrá de consultar la tesis Baron (1984), muy especialmente las páginas 981-1002-, el curso de la historia del

narrticisrrw francés -de su literatura sobre todo- según Menéndez Pelayo.

rornauttic.ismto francés según Menéndez Pelayo

«nombre un poco estrecho» y de una palabra «harto vaga» -idea ya expresada en 1883 (Romero Tobar, 1994, 30, 85)- y del mismo movimiento romántico, resultado, al fin y de una evolución más que una revolución, no llega Menéndez Pelayo a dar ninguna

definitiva. Su relación históricamente construida con el fenómeno estudiado se presenta como prag­

pero desde un dogma, el del anticlasicismo históricamente comprobable -como en Es­(Romero Tobar, 1994, 101)- y una concepción abarcadora de todas las formas artísticas los romanticismos europeos (aunque del italiano y del español no haya llegado a tratar

tn:Hilirtente) que le permite expresar cierta especificidad del romanticismo francés. En su praxis de investigador preocupado por dejar sentadas algunas líneas características

tanta influencia iba a tener en España, a pesar de haber dedicado la primera parte a la de la estética y de querer fijarse en los prácticos en la segunda, sigue otorgando Menén-

Pelayo a las expresiones teóricas o críticas -las «ideas literariast>- casi tanta importancia a las expresiones efectivas. De ahí, por ejemplo, que a pesar de las nutridas páginas dedicadas en el tomo III a lo que

pertsar·on del arte y de la belleza los filósofos franceses del siglo xvm - Voltaire o Diderot, por 'ernPJc>- vuelva a insistir interesarse al menos por Diderot. Asombra hoy el lugar ocupado

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CLXXXVI

en la Historia por unos críticos como Lemercier, el cardenal Maury, Lacretelle, Suard,

La Harpe, )osé María Chénier, Ginguené, Geoffroy, Boissonade, etc., durante el Imperio. producción de Mad. de Stael o Chateaubriand, ya se ha visto como se privilegiaban los teóricos. Se muestra mucho más interesado por el Stendhal crítico que por el novelista y numerosas páginas a sus en cierta medida colegas en el oficio Guizot y Villemain. Sólo lamente se fija en lo que resultó ser el factor amplificador del romanticismo en Francia: e]

del periodismo, con las periódicas expresiones de Sainte-Beuve, por ejemplo.

. Pero de manera un tanto paradójica, su visión del romanticismo francés es más bien 1mpres10nista de un romanticismo empírico, como práctica de unos escritores «movidos un vago instinto hacia lo nuevo y lo desconocido, o por una reminiscencia no menos edades literarias anteriores a la disciplina clásica>> (III, 1429) y ensamblaje de reivindicaci<m, (la libertad de las formas literarias, por ejemplo), unas características (el corazón como infalible, la exaltación de la sensibilidad y de las pasiones, las delicias del sentimiento)

logros (la democratización del lenguaje corno primera conquista sobre la retórica). Lo cierto es que Menéndez Pelayo no quiere compartir la visión en cierta medida"""''·····

da por V Hugo del romanticismo corno revolución asociada directa o indirectamente con revoluciones -la de 1789 y la del liberalismo-, de ahí la afirmación no explicitada de que literatura nacida después del Cristianismo es, queriéndolo o sin quererlo, sabiéndolo o sin lo, literatura romántica» (111, 1549), la insistencia en el mérito de los pocos franceses que, Viollet-le-Duc (III, 1737) se preocuparon por recuperar una Edad Media tan ocultada y/o conocida a pesar de ofrecer las verdaderas bases del romanticismo, ya que el arte romántico

ser <<el arte de la Edad media en aquello en que más se aparta de la cultura clásica y más lamente influido aparece por el espíritu cristiano y el espíritu caballerescO>> (1!1, 1533); de también, su preocupación por quitar hierro al alcance social del compromiso romántico, al reprocha el que <<se salga de la esfera estética y enturbie, en alguna medida, la pureza del (Baron, 1984, 981).

La verdadera originalidad del romanticismo francés, según el muy cosmopolita y Menéndez Pelayo, tal vez se haya de buscar en las «protestas ardientes>>, la <<enc:unLÍZftda.lu.cha» debidas a la existencia de una <<literatura oficial organizada para la resistencia>> (Ibid.) con herbe como «primer dictador clásicO>> (1!1, 1540), por ejemplo, y un espíritu clásico y rortooion-'

una <<psicología rectílinea y abstracta>> y un escaso cosmopolitismo literario, por una parte; otra parte, en la existencia de dos tendencias antinómicas que hubo en su seno: un arte cristiano y caballeresco, grandemente simpático a los partidarios del antiguo régimen en una priimera fase con «raras desviaciones>> y luego <<por el predominio del elemento personal y anárq¡ui<:O»i un romanticismo <<atraído por el liberalismo y aun por el radicalismo político>>, lo que hoy denomina el romanticismo social; dos tendencias a las que incluso pudiera añadirse una ( ... )<<la tendencia realista de Diderot, que luego en manos de Balzac iba a desarrollarse con bríO>> (111, 1626).

Puesto a escoger Menéndez Pelayo -no llega a hacerlo-, siente y adivina el lector más bien se quedaría con el anticlasicismo y el elemento más personal de la poesía lírica, damentalmente, y el canon menéndezpelayano del romanticismo queda muy influenciado esta preferencia.

CLJOCXVII

Como era costumbre en al época, Menéndez Pelayo actúa como autoridad, repartiendo discriminando entre autores de nota por más que personalmente les disguste, corno y autores «menores» o «secundarios» como B. de Saint-Pierre, Beaurnarchais, Restif, el

Delille o Nepomuceno Lemercier, Senancour, Ballanche, Nodier (del que apenas remarca

ibl!Oiu.1•¡, Barbier, etc., con una específica jerarquía interna. En efecto si bien no se puede prescindir de lo que escribieron románticos no sensibles Madame de Stael, Chateaubriand o Stendhal, y se impone la figura del patriarca Hugo, se

una clara preferencia personal por Lamartine, Vigny y Musset. En cambio puede extrañar

ue Jv!er1éndez Pelayo preste más atención al abate Delille que a Bernardin de Saint-Pierre y a

novela Pablo y Virginia, por ejemplo. No duda, por otra parte, en observar o diagnosticar el desapego por ciertos autores como

Chateaubriand o S cribe, <<popularísimo entonces, hoy olvidado>> (III, 1654), o, al con­

rrio, ob,ser·var su reactualización (la de Diderot, por ejemplo), e incluso vaticinar su duradera :encm, 1mai que le pese, corno Stendhal, porque como lúcidamente observa, <<el libro sin ideas

que definitivamente muere» (IIII, 1640). Con respecto al canon que deja sentado Gustave Lanson en su Histoire de la littérature

cuatro años después, se puede observar, por ejemplo, que si coincide en que <<Lamarti­Víctor Hugo y Musset son universalmente considerados como los poetas mayores del

o ro,mántioco>> (III, 1710), Menéndez Pelayo le concede cierta relevancia a la literatura <<perifé­

como la de Brizeux <<primer poeta regional y folklórico, imitador de la poesía idílica de los em:mes>> (Ibid.), Hersart de la Villemarqué «cuyas compilaciones y reconstrucciones son acaso

poéticas» escribe atinadamente Menéndez Pelayo, en la misma página, el lionés Bailan che literatura provenzal, y mucho más protagonismo coyuntural o histórico les concede res­

íectivament< a Béranger y Pablo Luis Courier, por ejemplo. En cambio parece no saber de la

íhabilitaciór de las pasiones por Mrne. du Deffand y Melle. de Lespinasse o de la afirmación la acción como expresión natural de la vida y digrudad del hombre orientadas hacia acciones

a la sociedad en Vauvenargues, por ejemplo. Comparado con lo que posteriormente sucedió, quitando las reticencias la manía que Me­

Pelayo le tiene a Víctor Hugo que para el canon literario republicano es en Francia <<into­y alguna variación en el elenco de autores menores, apenas se notan diferencias, menos,

está, en la manera de enfocar su historia de la literatura. Porque la verdadera originalidad de El romanticismo en Francia está en el peculiar punto

del erudito y crítico Menéndez Pelayo que se puede desglosar bajo varias y complemen­

facetas.

distintas facetas de un punto de vista

ic,,l(~tpuntc de vista de Menéndez Pelayo es el de un extranjero, <<incompetente( ... ), como, en grado :\·:_1l)n,ym o menor, lo es siempre el de un extranjero>>, asegura él, pero más bien -es fundamen­

<<distante>> (Botrel, 1998), como mutatis mutandis ya podía ser en la época la de un his­;:0\¡#lmista inglés tratándose de España, o sea: la de un científico no francés, que le permite ver de

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CLXXXVIII Obras completas de Menéndez

otra manera, con <<espontaneidad y franqueza>> en los juicios y por tanto disentir de las glorias recibidas (con el riesgo de iconoclasia cuando de Hugo se trata) y hasta mostrarse o demoledor hacia una crítica francesa poco enterada de la materia española.

Porque el punto de vista -muy asumido- de Menéndez Pelayo es el de un <<español corregible» que «nunca ha acertado a pensar más que en castellanO>>, afirma (lll, 1530) y para unos lectores españoles con los que comparte implícitamente una patria, una ·

y unas maneras de ver y sentir propias de la raza, para abrirles <<el camino para discernir nuestra producción filosófica y artística de este siglo los numerosos elementos de Jm.porta,cíc extranjera y la parte de originalidad que, sin embargo, tiene>> (III, 1529). Al referirse a la ducción literaria y artística de unos autores franceses de los que suele hispanizar el los títulos de las obras, eso sí, no cabe duda de que implícitamente -también lo hace de explícita, como veremos- se inscribe en una perspectiva comparatista y sobre todo tiva, refiriéndose a <<nuestra tradición», <<nuestra raza>t, <muestro genio nacional» (III, «nuestras sierras>> vs. los franceses y Francia. Muy interesantes son, al respecto, sus corLSiae¡;

ciones sobre unos presuntos rasgos <<raciales>> de los autores bretones y del Franco Co•ndadcJ QU

<<son de los que con más facilidad comprendemos y gustamos los españoles, al paso que el literario francés puro, el francés clásico, llámese Racine o Voltaire, generalmente se nos (III, 1622).

Más anecdóticos, pero también más numerosos y sistemáticos -y no menos significat· vos-, son las observaciones y comentarios de Menéndez Pelayo al endémico de,;conoc:imient de la lengua, literatura e historia españolas por parte de los críticos franceses de su epc"e<L, C<lillil

mada por Rosario Álvarez Rubio (2007), pero también a la influencia de España y de o u •. un•cur

en la literatura francesa que tal vez se hayan de leer pensando en lo qne escribe André (2001: 183) sobre las relaciones de Menéndez Pelayo y la cultura francesa que <<le impacta

tal punto que no se la puede disociar de su personalidad, cuando él piensa que es impn:scindihl< hacer lo que sea para de ella librar a España».

Valga como ejemplo la crítica que hace al Curso sobre la Edad Media de Villemain y más que inútil, perjudicial por los innumerables errores que contiene», entre otros una ción equivocada de <<Meció Mio Cid los ombros y engrameó la tiesta» por <<Mon Cid coJ1dudsai les hommes et levait la téte» (11!, 1650), o el que llame constantemente Doña Gómez a la llaneda. Incluso la Histoire comparée des Littératures espagnole et franraise del pn,-m.spallllst Puibusque es para Menéndez Pelayo <<obra curiosa pero llena de errores de hecho, y no de juicios extravagantes» (III, 1542), si bien sobre la literatura española que «(en el siglo daba la ley en Francia mucho más que la italiana y que la clásica» ha expuesto luego interesante! consideraciones del <<muy docto hispanista Morel-Fatio» (Ibid.).

A esta literatura, más positivamente y con cierta ufanía patriota, atribuye Menéndez

una responsabilidad histórica por la <<ráfaga de libertad» y el respaldo que supuso en la contra el orden clásico: <<transplantar en cuerpo y alma a París la España poética del siglo con toda su audacia de concepción y su fuego de ejecución brillante, tormentosa y ap,lS!cma<lU era ir de frente contra el buen sentido, la precisión lógica, el instinto de orden y disciplina inseparables del genio francés» (III, 1543). Detalla por supuesto lo que debe Corneille al español, y al citar una ingeniosa frase de uno de los Schlegel: <<Corneille era un español

CLXXX!X

owilictaa en Ruán», «ingeniosa frase que tiene su tanto de verdad}>, se auto-reconviene con no está bien que el amor patrio nos lleve a exageran> (Ill, 1549). En el propio Don Juan

donde El Burlador de Sevilla pierde de su trágica grandeza observa con satisfacción

imposible tocar al tipo creado por el glorioso fraile de la Merced sin que algo del fuego que le anima pasase a la obra del imitador>> (III, 1561).

Así queda explicitada o recordada la importancia de la influencia de la comedia española, también denunciada la manera que tuvieron de corromper y estropear los modelos espa­e italianos <<en la literatura de fanfarrones, de espadachines, de bebedores y aventureros, en

Artagnanes literarios» del siglo XVII (III, 1540). Otra vez asoma la idea de que las distintas razas tienen peculiares maneras de sentir y es­A <<la perfección clásica que consiste en buscar la verdad ideal depurada de todo acciden-

1546), opone Menéndez Pelayo la exuberante libertad de las formas métricas españolas para llegar a preguntarse: <<¿Qué no hubiera hecho Chénier si hubiese nacido español

-"~-·~'." (III, 1576). En cuanto a los escritores del romanticismo francés propiamente dicho, le consta a Me­

Pelayo (a propósito de El Cid de Andalucía de Pedro Lebrun) que los innovadores (en el

<<buscaban ya por instinto la sombra de la bandera española>> (III, 1654) y, al resaltar la de una temática española de dudoso cuño en Hugo, Dumas o Musset cuyos <<dispara-

sus Cuentos de España e Italia resultan <<cómicos», observa cómo el Capitaine Fracasse <<Se enlaza en cierto modo con nuestra tradición novelesca del siglo XVII y tiene en

liaje er¡tnte,tido de Agustín de Rojas sus más escondidas raíces» (Ill, 1713), alaba las poesías en Emaux et Camées así como su Viaje a España <<que entre nosotros por una preocu-

absurda suele citarse como modelo de disparates sólo comparable con el de Alejandro cuando ofrece <mna geografía física de la Península vista, con visión absorta, desintere­

y esplendente» (Ibid.). Una manera de recordar -implícitamente- que en literatura las influencias también

~dE'n ~;errec:íp1:ocas.Porque, por más que el tomo V se centre en la literatura francesa, el punto de Menéndez Pelayo, no tan frecuente y desde luego poco cultivado en Francia en la

es el de un cosmopolita literario, preocupado por ilustrar efectivas influencias unilatera­recíprocas en las distintas literaturas así como el carácter europeo de un romanticismo con

políticos muy variopintos: reaccionarios, conservadores, cristiano y no solo liberal como romanticismo en Francia. Después de la Historia de las ideas estéticas será efectivamen-

difícil prescindir de las influencias extranjeras en el estudio del romanticismo español

Tobar, 1994, 32). El tomo dedicado a Francia lo escribe Menéndez Pelayo tras haber dedicado el IV a Ale­

::.:"-··- e Inglaterra, y tenía previsto tratar de Italia, y ya se ha visto que en sus fuentes entrabas­, 'f'la:nt•crítica no francesa, fundamentalmente alemana e inglesa (lo que escribió el crítico escocés

Flint sobre Guizot, por ejemplo). Sus grandes conocimientos de las literaturas europeas epJre-c:ornp:lratis,ta -Menéndez Pelayo es claramente un <<sabio europeO>>- le permiten es­

:t:¡ll.\l[¡,cer curiosas comparaciones como la entre Béranger y Giusti <<el gran poeta toscano» (III, observar que La Religiosa de Diderot contiene <<alguna cosa que mereció ser purificada arte inmaculado de Manzoni en el episodio de la religiosa de Monza» (III, 1571), apuntar

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'!

cxc

posibles presencias de Byron, Manzoni y Leopardi en Chateaubriand o de Byron, ~nak<espeare,

Scott o de la poesía idílica de los alemanes en Hugo. De ahí que alabe como algo exc:ev<:io"'"1

cosmopolitismo de una Madame de Stad y censure la «incomunicación de Hugo con el

artístico exterior a su patria» (III, 1682). Al escribir su Historia, se pretende Menéndez Pelayo «libre, en cuanto h( a) podido,

preocupanones de patna o escuela» (III, 1530), pero su punto de vista es también el de un tor católico, <<como otros tantos que andan por esos mundos, que no tienen nada de re;1cc:tom rios ni oscurantistas», decía Clarín (Alas, 2005: 692), pero muy católico.

De ahí, por ejemplo, que para Menéndez Pelayo sea una «lástima que a su conocimiento corazón humano( ... ) no hubiese agregado Moliere en esta ocasión la sinceridad deJa <:onvic,dl religiosa que nunca tuvo» (III, 1562), que prefiera Nodier <<creyente sincero>> a Cbtat<eaubriar

que <<tuvo sin duda, la imaginación católica, pero de la imaginación no parece que pasó (III, 1605), o que no le pueda gustar Stendhal <<Uno de los pensadores más · les y ateos y una de las almas más secas que han existido>> (III, 1632). Este sentir persona]

legítimo, conlleva una dimensión moral aplicada a la literatura a la que da Menéndez una trascendencia cara al canon, teniéndolo como criterio, como dimensión deseable y nnprescmdrble de la literatura, vinculando arte y moral: para él <<Un episodio como el de (de Chateaubriand) es la quinta esencia de los tósigos morales más homicidas» (III, 1605) secta de los stendhalianos si desaparece en ello ganarán mucho el arte y la moral» (III, Sólo fuertes y expresadas reticencias le pueden merecer al partidario del romanticismo de inspiración medieval, la dimensión social que caracteriza el último romanticismo francés izquierdas>>, anunciador del realismo.

Más de cajón (en la época) parecen, al fin y al cabo, sus culturales y masculinos ·

hacia la «energía>> del pensamiento de Madame de Sta el, «pensamiento que, por ser al fin samiento de mujer, necesitaba siempre ajeno estimulo que despertase sus fuerzas latentes» 1592) o hacia sus errores «disculpables aunque no viniesen de pluma femenina>> (III, censura de las «extrañas y absurdas reivindicaciones de los derechos del amor y de la

dencia>> de jorge Sand (III, 1719). Otra característica de la Historia es el sesgo temporal y anacrónico que, con finalidad

dáctica pero también como afirmación estética e ideológica, a menudo introduce M<,néJJd

Pelayo: para él la literatura es un continuum y contempla los representantes de una definitivamente superada y cerrada con la muerte de Hugo en 1885 como un lector testigo ya lecturas anteriores y escribe su Historia desde la actualidad del realismo/naturalismo de 1880-1890, que le permite incluso referirse, a propósito de Mérimée, a «la literatura rusa tan

moda en Francia>> (III, 1722). De ahí que para dar a entender lo que pasó en el siglo xvn francés con los ingenios de

y espada, sugiera por ejemplo a su lector que fue «algo parecido al que en nuestro siglo plebe romántica de dramaturgos y novelistas de folletín>> (III, 1540). Pero lo que más le · esto es Zola y su obra: para dar a entender a su lectores lo que puede ser la literatura den--"''"" Bretonne, escribe, por ejemplo, que «Si se quisiera hacer de intento y con mala fe una parodia realismo y del naturalismo moderno, de los Rougon-Macquart, por ejemplo, no habría más

reproducir cualquiera de las obras de Restif>> (III, 1577). Lo mismo pasa con Stendhal quien

CXCI

escritor brutal y cínico, se asemeja a los naturalistas por la predilección con que busca, estu­

v r<'Dr<'seJota toda fealdad moral; y también porque en poesía profesa como ellos el mecanismo .delterrnina·; ;m o más groseros, porque excluye del alma humana todo afecto limpio y generoso>>

0 con jorge Sand cuando observa que los aldeanos pintados por la buena castellana de «no blasfeman ni se revuelcan en la inmundicia como los de La terre>> (III, 1720). Imagina

de los que se niegan a confesar que se entretienen con las «extravagantes y diverti­

'""'' fálml<LS>: de Dumas, bostezan con «los llamados ahora documentos humanos>> (III, 1718). y es que el erudito y hoy clásico Menéndez Pelayo es también un crítico práctico (cf. Mar­

Cachero, 1956) que reivindica el derecho a expresar una <<impresión personal y directa>> y de antemano la «espontaneidad y franqueza de sus juicios>> (Ill, 1530) como calificar Las

de Rousseau de «extraño y repugnante libro>> que todavía hoy nos interesa y atrae

revelación de un caso patológico>> (111, 1569) pero que de «fatigosísima» lectura y afirmar en la vida de Rousseau muestra cierto sello de mal tono literario y social, de cinismo

y pedantesco, de domesticidad y abatimiento lacayuno>> (Ibid.). O tratar La Religiosa de «libelo repugnante contra las órdenes monásticas>> (III, 1571) y r:amour de Michelet

iindecente aberración senil( ... ) que solo se explica por la grosería de sus hábitos y educación (III, 1727). Se ha visto que la misma franqueza y dureza se da bajo su pluma a propósi­y veremos también caracteriza su juicios de Hugo. La iconoclasia de Menéndez Pelayo

ser para un lector francés de hoy fuente de un placer inconfesable. A la efectiva sensación de «espontaneidad y franqueza>> contribuye la constante presencia relato del narrador en primera persona, que no duda en entablar relaciones directas y ex­

con su lector por una preocupación como pedagógica y aún más el «hermoso desenfado, lad,~rrumente castizo>> de la escritura del pensador-artista, como le escribe Clarín a Menéndez

(Alas, 1943: 43). Una escritura dinámica, alerta, sensible cuando cabe, pero muy a menudo acerada, incisi­

observa que «la erudición (de Villemain), además de ser de segunda o tercera mano,

i¡lt<t pr·ehist<íri<:a>> (Ill, 1650), ingeniosa, como cuando se refiere a la «momias de la literatura ilrrtpelrio>> (III, 1582), con el sentido de la fórmula, como esta: «Mucho más tiempo costó a 'frane<:seo derribar la monarquía de Boileau que la de Luis XVI» (Ill, 1578). Su estilo, a veces,

puede ser familiar lo que le permite escribir que «Villemain está en el siglo xvm como casa>> (III, 1649), y se nota la casi ausencia de clichés, y una manera de caracterizar a las o los autores con pocas pero fortísimas palabras, como lo hace con Restif (Réstif, escribe)

«escritor enteramente bárbaro>>, «especie de salvaje, monomaníaco de lubricidad, como un Rousseau sin talento, sin imaginación, sin elocuencia, sin cultura y sin estilo"

1577), con un tono muy parecido al del mejor Clarín. No vale aquí hacer ningñn florilegio: lo más razonable y recomendable es que cada lector

· llevar de la mano de Menéndez Pelayo y lo disfrute a su manera. Leyendo, por ejemplo, por ser muy representativo de la manera menéndezpelayana de con­

Y escribir su historia, el extenso (bastante más que el sobre Schiller) y fundamental estu­-en muchos aspectos ensayo- que, en el capítulo IV sobre el romanticismo

dedica a Víctor Hugo: en él que se condensan la visión de Menéndez Pelayo y sus tradicc:iones.

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CXC!I Obras cornpletas dt! Meni·nd1ez Pe¡.,;

Se trata, a partir de exhaustivas lecturas de la obra de Hugo y de la crítica (hasta 1891) bidamente calificada, por supuesto, de un repaso entre genérico y diacrónico a toda la tro1ye,:tor del autor: primero las cuatro maneras del poeta lírico desde el romanticismo académico Los Castigos (1853), cuarta y definitiva manera poética.

Si bien no deja de contemplar las <<ideas literarias» de Hugo (con una larga cita de Contemplaciones, un examen del prefacio de 1826 y del a Cromwell) y de reseñar las cinco · vaciones técnicas>> (III, 1676) que se le debe, la crítica de Menéndez Pelayo se fija sobre todo el carácter retórico de la poesía hugoliana.

Para Menéndez Pelayo, «el romanticismo francés, en lo mucho que tuvo de mc>vunierlt, retórico, está completo en sus obras y tiene en ellas su evangelio>>: Hugo, el <<revolucionario excelencia del verso francés y de la lengua poética>> (III, 1672), es ante todo un «e]:tra,orclin<<tii artífice de versOS>> (III, 1676) que peca por su «adoración al procedimiento por elpnrmdinüerl!o (III, 1671). De ahí que muchos de sus versos puedan «admirarse con entera mclepentien1cia dest asuntos» (Ibid.) y, si bien Menéndez Pelayo le reconoce cierta «tristeza romántica>> en otoño y Los cantos del crepúsculo, cansa su «imaginación retórica» y «el ánimo apetece la languidez de Lamartine o la intimidad penetrante y sincera de Alfredo de Musset>> (III, 1676).

«Un millón de versos líricos nacidos de inspiración legítima y espontánea y no de y retórica, ni se han hecho en el mundo ni pueden hacerse» afirma Menéndez Pelayo (III, «la cantidad ha ahogado a Víctor Hugo>> (de «cataratas de poesía>>, se trata), aunque siempre será verdad que cuando no se le muestra rebelde aquel caballo divino ( ... ), poeta francés llega a donde ha llegado él sobre la espalda de tan generoso brutm> (Ibid.).

Como poeta, pues, Hugo «hasta el último día fue un gran maestro de la forma (Ibid.) pero, concluye Menéndez Pelayo, «en poesía lírica nada vale más que la expresión brante y verdadera de un alma humana que se nos entrega del todo con la generosa cortfirutz¡ de la juventud y sin las astucias del procedimiento literario>> (III, 1705) y «en Hugo u u'"'""'"' sentimiento predominante» (III, 1678).

En cuanto al poeta dramático del que analiza detenidamente el prólogo a Cromwell, teatro está muerto, muerto sin remisión>> (III, 1691), debido a su deficiencia: «aun la""""''! extraordinaria riqueza de su fantasía y de su dicción poética ahogan y oprimen como ve¡~et21ció: parásita, el acento de la pasión que debiera resonar limpio, conciso y vibrante>> (III, 1692). El faltan las pasiones reales; son «monstruosas y sofisticas>> (Ibid.), por ende, prefiere Menértd< Pelayo los melodramas de Dumas.

De la obra del novelista o más bien del <<poeta épico admirable>>, observa que en Señora de París (III, 1699) «la parte humana( ... ) ha envejecido mucho» y casi no presta a Los Miserables ...

La última faceta de Hugo estudiada, la de «poeta cícliCO>> en La Leyenda de los siglos 1701-1703), le merece a Menéndez Pelayo, eso sí, unas verdaderas páginas de antología con brío observa que lo que hay de admirable no son las «vaciedades altisonantes>>, no los gares comunes de una metafísica infantil>>, «son las gotas de sangres que caen sobre la del parricida rey Kanuto; las torres y murallas que levantan inútilmente los hijos de ~"'" 1,-­

libertarle del ojo vengador que ve siempre delante de sí; el canto de las esfinges, que ante el déspota Zin-Zizimi el imperio nivelador de la muerte>> hasta «los ecos de la bocina

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.noesvall•e< ( ... ) que no habían vuelto a resonar en ninguna lira francesa desde el siglo XV>>

1702). A la hora de sentar su propio canon, no cabe duda de que Menéndez Pelayo preferiría

con el Víctor Hugo de antes de Los Castigos: «0 si Víctor Hugo ( ... )hubiera sabido man-corno en el prólogo de las Voces Interiores anunciaba, inquebrantable, austero y benévolo, al tumulto, indulgente a veces, imparcial siempre, respetuoso del pueblo y despreciador

:¡:uuv'""' sin conceder nada a las cóleras ruines ni a las mezquinas vanidades, ni al espíritu de el espíritu defacción>> (III, 1689) ...

Para Menéndez Pelayo, Hugo no puede dejar de ser emblemático del romanticismo triun­como jefe de escuela, pero no deja de señalar que muchos logros se le atribuyen o que se

Ll!txl•-atrib1oyó se pueden encontrar en autores anteriores, como Chénier para sus versos, Cha­.UDJ"lartu para la prosa y Pablo Luis Courier para la democratización del lenguaje, y no falta, r sutpuesto,un examen de su presunta «erudición española», en el cual, valiéndose de lo escrito r JVlOr•et-Jra<Jv y Biré rebate con no poca sorna las ínfulas «españolistas>> de Hugo para concluir embargo que así y todo, «las influencias españolas ( ... )pesan y representan más en su obra ningún otro género de influencias extrañas» (111, 1681), dejando para después el momento

«de cómo ha sido juzgado Víctor Hugo en España>>. En cuanto a las «simpatías políticas, ideas religiosas (y) convicciones sociales» del in­

de la «poesía social>>, a su «vida de perpetuo motín y lucha» (III, 1670), tan distinta de de educación humana» de Goefhe, por ejemplo, su propensión a la disertación moral,

expresión elocuentísima de conceptos generales y de lugares comunes, a la divagación superficial, creyéndose cándidamente «antorcha de la humanidad>>, dan pie para una

:);,.'~lí$1<\n semi-irónica del «apóstol», «con no sé qué de visos y reflejos de mártir, de profeta, de :;f¡~~yelladtJr, de mistagogo>> (II!, 1690), cuando «no pasaba de ser eco sonoro y elocuente de los

pensaba en torno suym> (III, 1678). Desde luego, Víctor Hugo en quien se puede encontrar una «piedad inmensa>>, «pocas ve­

.'i•iziiesfu:e poeta de la fe, aun de la fe espiritualista e indecisa; pero fue muchísimas veces poeta de la por este lado poeta cristiano, y hay odas suyas que pueden pasar por buenas acciones

';;'.~t¡ue quizá haya desarmado algo el rigor de la divina justicia>>, arriesga Menéndez Pelayo en un per:sonaly extraño juicio final (III, 1679). De un muy cuestionado pero imponente Víctor Hugo, con el que Menéndez Pelayo se ha

.:;,¡futediido al filo de cincuenta páginas, sólo le queda reconocer que «SU grandeza está fuera de liti­todo es inmenso en él, hasta los defectos y las infracciones de las leyes del gusto>> (III, 1670).

:•:•'lJt.SU Advertencia preliminar, se refería Menéndez Pelayo a la «labor oscura y austera>> de «los nos dedicamos a tareas de erudición o de ciencia}' que supone «perpetuo monó­

(lll, 1530). Bueno es recordar que si la labor de Menéndez Pelayo se inscribe en una corriente de in­

> :!'0!~rés por la literatura francesa, escaseaban en España, en la época, los estudios científicos sobre

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esta: lo que escribiera Alcalá Galiana sobre las literaturas europeas del siglo xvm, la de Eusebio Blasco sobre la literatura francesa del XIX en 1886, los Modelos literarios de la cía contemporánea de Mario Méndez Bejarano (Sevilla, 1887) no pueden compararse

ambicioso intento de producir una historia científica original y personal al mismo """"'" aquilatar lo que supuso en el panorama académico español de la época habría que con el Resumen de historia de la Literatura francesa de Fernando Arauja o la ,Litt'fatura publicada por la España Editorial, con el tomo dedicado al romanticismo por Luuu• rarao zán en 1910 en su Literatura francesa o más tardíamente con la Historia de la lilt'falcurn de Juan del Álamo (en 1944).

Según André Baron (1984: 904), el capítulo de las Ideas estéticas que trata de Francia según confesión de Menéndez Pelayo a Juan L. Estelrich (Revuelta Sañudo, 1986, XII: 197) más ameno de la obra, y el que más me satisface como obra de arte>>, llamó la atención en

y en otros países mucho más de lo imaginaba el autor. Ahí están las muy elogiosas reaccione a propósito de los «claros, profundos y razonados>> (Revuelta Sañudo, 1986, XI: 103)

capítulos publicados en La España Moderna, de Miguel Mir, Casimiro del Collado (desde co ), Ernest Mérimée (desde Francia), José Franquesa Gomis (Revuelta Sañudo, 1986, XI: y de Calixto Oyuela quien califica el juicio sobre Musset de <<deliciosO>> y sobre Hugo de villa>>: <<Un estudio verdaderamente asombroso en todo sentido. Nunca llegó usted más saber, en educación y penetración de criterio, en brío, vigor y plenitud de estilo que no olvida su sencillez familiar y encantadora», escribe (Revuelta Sañudo, 1986, XI: 553). reserva sobre el anticlasicismo de Menéndez Pelayo manifestó, en cambio, Morel-Fatio 128), quien le asegura además que <<de Rousseau cada francés ilustrado lee las co11{e;:iones»,: plica indirecta a la afirmación del capítulo 1, 2".

En cuanto a Clarín quien, el14 de enero de 1891, había destacado <<lo único que es condiscípulo) en semejantes honduras», para pronosticar: «usted que al hablar de los del siglo xvm ha sabido levantarse por encima de tantas vulgaridades, sabrá hacer lo · el siglo XIX» (Alas, 1943: 47), escribirá el29 de febrero de 1892 (Alas, 2005: 305) que el dedicado exclusivamente al romanticismo en Francia <<es de los que mejor demuestran que lento crítico llegando a ciertas alturas, a cierta grandeza de corazón, de idealidad y de cor1ciené toma esplendores de genio», sin llegar a publicar, por lo visto, la prometida revista, y OlS:lmH'ru

de su valoración de Toda la lira, obra a que dedica cuatro <<lecturas» en 1893 (Alas, 2005).

Conclusión

Cuatro años antes de que Gustave Lauson estableciera, eu 1895, una doxa y un duradero escolar para la historia de la literatura en Francia, Menéndez Pelayo ofrece a sus cotmpatr:iota

a los hispanófonos una personal pero rigurosa visión histórica de la literatura vecina, afectada ya por la galo fobia de marras (Barón, 1984), más sensible, menos preocupada teligencia y la capacidad de análisis y de elaboración de ideas abstractas y más por las · y los símbolos sensibles, una forma de pensamiento fuertemente sugestiva, desde el mundo experiencia. Con uua visión dinámica (no supeditada a los géneros aunque ninguno queda

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«dogmática»: como un Curso anticlásico de literatura francesa, que, según sugiere 162), no pudo Menéndez Pelayo resistirse a escribir.

la calidad de la información, por el «prurito» de originalidad -la originalidad de los de vista de un lector sensible e incisivo sobre una literatura ajena y, en alguna medida, tam­

«n>ni>·- y de su expresión por el crítico práctico -el estilo es su válvula de escape- sigue vigencia lo escrito sobre el romanticismo fraucés. Pero también por lo que revela tal vez

1 Meni'ndez Pelayo secreto: la impronta de un confliCto entre el erudito reconoCldo y el poeta ,, frttstrado de no poder ser un poeta de la <<turbulenta y apasionada generación romántica» y

""'n umaépoca tan positiva, la de una <<generación fría, positiva, avezada a la severidad y pre­métodos científicos, y que parece separada por un mundo eutero de aquella luminosa

ilusiones y desvaríos juveniles que fue el mundo de Alfredo de Musset» (III, 1706). .Rirornatzticisnw en Francia es, pues, bastante más que un documento históricamente mar­

su peculiar concepción católica y moral de la literatura y hoy posiblemente superado nuevos trabajos de crítica científica, llevados a cabo desde otros planteamtentos: me­

por el placer de lo dicho y de lo iutuido -cosa que tal vez le hubiera sorprendido y, por cierto, merecería traducirse al francés para dar una satisfacción póstuma a Me­

.~ n'-'""'" quieu lamentaba, con razón que <dos libros españoles no (tuvteran) eco alguno en

(lll, 1594): como le escribía Ernest Mérimée, el13 de febrero de 1892 (Revuelta Sañudo,

'Al'~"''l> <<mucho enseñaría su libro a los mismísimos franceses,>.

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