Historia critica no 54

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Imagen de portadaAlejandro Afanador, “Huellas en la historia”, 2014Diseñador gráficowww.alejandroafanador.net

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N° 54

Septiembre – diciembre 2014

Revista del Departamento de Historia de la Facultad

de Ciencias Sociales de la Universidad de los Andes

Bogotá, Colombia

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Nº 54, septiembre – diciembre de 2014 Revista del Departamento de Historia de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de los Andes,

Bogotá, Colombia Dirección y teléfono: Cra. 1 N°18 A – 10, Of. G-421, Bogotá, Colombia, tel-fax: +57 (1) 332.45.06 Correo electrónico: [email protected] - Sitio web: http://historiacritica.uniandes.edu.co

Rector de la Universidad de los Andes Pablo Navas Sanz de SantamaríaDecano de la Facultad de Ciencias Sociales Hugo Fazio VengoaDirector del Departamento de Historia Camilo Quintero

Director Ricardo Arias Trujillo, Dr, Universidad de los Andes, Bogotá, Colombia, [email protected] María Cristina Pérez, Dra, Universidad de los Andes, Bogotá, Colombia, [email protected] Asistente editorial Daniel Esteban Bedoya Betancur, Universidad de los Andes, Bogotá, Colombia, [email protected]

Comité editorial Adriana María Alzate Echeverri, Dra, Universidad del Rosario, Bogotá, Colombia, [email protected] Aline Helg, Dra, Université de Genève, Ginebra, Suiza, [email protected]

Michael J. LaRosa, PhD, Rhodes College, Memphis, Estados Unidos, [email protected] Karl Offen, PhD, University of Oklahoma, Norman, Estados Unidos, [email protected] Max S. Hering Torres, Dr phil, Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, Colombia, [email protected] Javier Guerrero Barón, Dr, Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia, Tunja, Colombia, [email protected]

Comité científico Guillermo Bustos, PhD (Universidad Andina Simón Bolívar, Quito, Ecuador), Manolo Garcia Florentino, Dr (Universidade Federal do Rio de Janeiro, Río de Janeiro, Brasil), Martín Kalulambi, PhD (University of Ottawa, Ottawa, Canadá), Giovanni Levi (Universita’di Ca’Foscari, Venecia, Italia), María Emma Mannarelli, PhD (Universidad Nacional Mayor de San Marcos, Lima, Perú), Anthony McFarlane, PhD (University of Warwick, Coventry, Reino Unido), David Robinson, PhD (Syracuse University, Syracuse, Estados Unidos), Mary Roldán, PhD (Hunter College of the City University of New York, Nueva York, Estados Unidos), Hilda Sabato, PhD (Universidad de Buenos Aires, Buenos Aires, Argentina), Gonzalo Sánchez, Dr (Centro de Memoria Histórica, Bogotá, Colombia), Clément Thibaud, Dr (Université de Nantes, Nantes, Francia), Alfredo Riquelme Segovia, Dr (Pontificia Universidad Católica de Chile, Chile).

Editora Facultad de Ciencias Sociales Martha Lux, Dra, Universidad de los Andes, Bogotá, Colombia, [email protected]

Equipo informático Claudia Yaneth Vega, Universidad de los Andes, Bogotá, Colombia, [email protected]

Traducción al inglés Carol O’Flynn, [email protected] Corrección y traducción al portugués Roanita Dalpiaz, [email protected]

Corrección de estilo Español Guillermo Díez, [email protected]és Catherine Mansfield, [email protected]

Diseño y diagramación Leidy Sánchez, [email protected]

Impresión Panamericana Formas e Impresos S. A.Distribución Siglo del Hombre EditoresSuscripciones http://libreria.uniandes.edu.co/

Páginas del número pp. 264Formato 19 x 24.5 cmTiraje 500 ejemplaresPeriodicidad Cuatrimestral

ISSN 0121-1617. Min. Gobierno 2107 de 1987

* Las ideas aquí expuestas son responsabilidad exclusiva de los autores.* El material de esta revista puede ser reproducido sin autorización para uso personal o en el aula de clase, siempre y cuando se mencione la fuente. Para reproducciones con cualquier otro fin es necesario solicitar primero autorización del Comité Editorial de la revista.

Precio: $ 30.000 (Colombia)

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La revista hace parte de los siguientes catálogos,

bases bibliográficas, índices y sistemas de indexación:

Publindex - Índice Nacional de Publicaciones Seriadas Científicas y Tecnológicas Colombianas, (Colciencias, Colombia), desde 1998. Actualmente en categoría A1.

Sociological Abstracts y Worldwide Political Science Abstracts (CSA-ProQuest, Estados Unidos), desde 2000.Ulrich’s Periodicals Directory (CSA-ProQuest, Estados Unidos), desde 2001.PRISMA - Publicaciones y Revistas Sociales y Humanísticas (CSA-ProQuest, Gran Bretaña), desde 2001.Historical Abstracts y America: History &Life (EBSCO Information Services, antes ABC-CLIO, Estados

Unidos), desde 2001.HAPI - Hispanic American Periodical Index (UCLA, Estados Unidos), desde 2002.OCENET (Editorial Oceano, España), desde 2003.LATINDEX - Sistema Regional de Información en Línea para Revistas Científicas de América Latina, el Caribe,

España y Portugal (México), desde 2005.Fuente Académica, Current Abstracts, EP Smartlink Fulltext, TOC Premier, Academica Search Complete,

SocINDEX (EBSCO Information Services, Estados Unidos), desde 2005.Social Sciences Citation Index - Social Scisearch - Arts and Humanities Citation Index - Journal Citation Reports/ Social

Sciences Edition (ISI, Thomson Reuters, antes Thomson Scientific, Estados Unidos), desde 2007.RedALyC - Red de Revistas Científicas de América Latina y El Caribe, España y Portugal (UAEM, México), desde 2007.DOAJ - Directory of Open Access Journal (Lund University Libraries, Suecia), desde 2007.Informe académico y Académica onefile (Thompson Gale, Estados Unidos), desde 2007. CLASE - Citas latinoamericanas en Ciencias Sociales y Humanidades (UNAM, México), desde 2007.DIALNET - Difusión de Alertas en la Red (Universidad de La Rioja, España), desde 2007.CIBERA - Biblioteca Virtual Iberoamericana/España/Portugal (German Institute of Global and Area Studies,

Alemania), desde 2007.SciELO - Scientific Electronic Library Online (Colombia), desde 2007.CREDI - Centro de Recursos Documentales e Informáticos (Organización de Estados Iberoamericanos,

España), desde 2008.HLAS - Handbook of Latin American Studies (Library of Congress, Estados Unidos), desde 2008.LAPTOC - Latin American Periodicals Tables of Contents (University of Pittsburgh, Estados Unidos),

desde 2008.SCOPUS - Database of abstracts and citations for scholarly journal articles (Elsevier, Países Bajos), desde 2008.LatAm -Estudios Latinamericanos (International Information Services, Estados Unidos), desde el 2009.SciELO Citation Index (Thomson Reuters–SciELO), desde 2013.

Portales Web:

http://www.banrepcultural.org/blaavirtual/revistas/rhcritica/indice.htm (Biblioteca Luis Ángel Arango, Colombia), desde 2001.

http://www.cervantesvirtual.com/portales/ (Quórum Portal de Revistas, Universidad de Alcalá, España), desde 2007.

http://biblioteca.clacso.edu.ar/ (Red de Bibliotecas Virtuales de CLACSO, Argentina), desde 2007.http://www.historiadoresonline.com (Historiadores OnLine - HOL, Argentina), desde 2007.

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Los árbitros de este número de la revista fueron:

Óscar Aguilera Ruiz (Universidad Católica del Maule, Chile)

Fabián Almonacid Zapata (Universidad Austral de Chile)

Alicia M. Barabas Reyna (INAH, México)

Pablo Biderbost (Universidad Pontificia Comillas, España)

Viviana Bravo Vargas (UNAM, México)

Hugo Cancino Troncoso (Aalborg Universitet, Dinamarca)

Nadinne Canto Novoa (Universidad de Chile)

Eduardo Cavieres (Pontificia Universidad Católica de Valparaíso, Chile)

Marcelo Cheche Galves (Universidade Estadual do Maranhão, Brasil)

Jorge Conde Calderón (Universidad del Atlántico, Colombia)

José David Cortés Guerrero (Universidad Nacional de Colombia)

Ricardo A. Ernst Montenegro (Universidad de Santiago de Chile)

Louise Noelle Gras (UNAM, México)

Bernardo Guerrero Jiménez (Universidad Arturo Prat, Chile)

Miquel Izard Llorens (Universidad de Barcelona, España)

Hendrik Kraay (University of Calgary, Canadá)

Elvira López Taverne (EHESS, Francia)

Brenda Matossian (CONICET, Argentina)

José Alberto Moreno Chávez (CIESAS, México)

Edgar Nebot García (Escuela Nacional de Antropología e Historia, México)

Xosé M. Núñez Seixas (Ludwig-Maximilians-Universität, Alemania)

Macarena Andrea Orellana (Universidad de Santiago de Chile)

Hernán Otero (CONICET, Argentina)

Tomás Pérez Vejo (Escuela Nacional de Antropología e Historia, México)

João Paulo Pimenta (Universidade de São Paulo, Brasil)

Claudia Prado Berlien (Consejo de Monumentos Nacionales, Chile)

Angeles Sánchez Díez (Universidad Autónoma de Madrid, España)

Olaya Sanfuentes (Pontificia Universidad Católica de Chile)

Ismael Sarmiento Ramírez (Universidad de Oviedo, España)

Alina Silveira (Universidad de Buenos Aires, Argentina)

Henry Tantaleán (Instituto Francés de Estudios Andinos, Perú)

Juan Torrejón Chaves (Universidad de Cádiz, España)

Ângela Maria Vieira Domingues (ICCT, Portugal)

César Yáñez (Universidad de Barcelona)

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Carta a los lectores

Artículos Dossier: Temas diversos desde diferentes geografíasMax S. Hering Torres, Universidad Nacional de ColombiaPresentación del dossier “Temas diversos desde diferentes geografías”

Carmen Bernand, Université Paris Ouest Nanterre, FranciaIdentificaciones: músicas mestizas, músicas populares y contracultura en América (siglos XVI-XIX)

José M. Portillo Valdés, Universidad del País Vasco, EspañaProyección historiográfica de Cádiz. Entre España y México

François Hartog, École des Hautes Études en Sciences Sociales, FranciaEl nombre y los conceptos de historia

Jakob Krameritsch, Universität Wien, AustriaIn memoriam Hipertexto. Sobre el surgimiento y el ocaso de las redes narrativas a lo largo de la historia

Lynn Hunt, University of California - Los Angeles, Estados UnidosModernidad: ¿Son distintos los tiempos modernos?

José Enrique Ruiz-Domènec, Universidad Autónoma de Barcelona, EspañaUn pedazo de la vida: los senderos de un medievalista europeo para el siglo XXI

Espacio estudiantilClaudia Viviana Arroyo Chicaiza, Universidad del Valle, ColombiaSociabilidades en los inicios de la vida republicana. Nueva Granada 1820-1839

Tema abiertoAlfredo Palacios Roa, Pontificia Universidad Católica de Valparaíso, ChileAntecedentes históricos de la “abogacía telúrica” desarrollada en Chile entre los siglos XVI y XIX

Víctor Muñoz Tamayo, Universidad de Chile“Chile es bandera y juventud”. Efebolatría y gremialismo durante la primera etapa de la dictadura de Pinochet (1973-1979)

Una breve conversación con Robert Darnton

ReseñasDaniel Cano, Pontificia Universidad Católica de ChileRappaport, Joanne. The Disappearing Mestizo. Configuring Difference in the Colonial New Kingdom of Granada. Durham/Londres: Duke University Press, 2014.

Patricia Cardona Z., Universidad EAFIT, ColombiaAlzate Piedrahíta, María Victoria, Miguel Ángel Gómez Mendoza y Fernando Romero Loaiza. G. M. Bruño. La edición escolar en Colombia 1900-1930. Bogotá: ECOE, 2012.

Juan Manuel Solari, Universidad Nacional de Quilmes, ArgentinaPolanyi, Karl. Textos escogidos. Estudios introductorios de Jean-Louis Laville, Marguerite Mendell, Kari Polanyi Levitt y José Luis Coraggio. Buenos Aires: CLACSO, 2012.

NotilibrosÍndices cronológico/ alfabético de autores/ temáticoAcerca de la revistaNormas para los autoresPolíticas éticas

Tabla de contenido8-9

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Table of ContentsLetter to Readers

Thematic Articles: Varied Topics from Different GeographiesMax S. Hering Torres, Universidad Nacional de ColombiaPresentation of the Dossier “Varied Topics from Different Geographies”

Carmen Bernand, Université Paris Ouest Nanterre, FranceIdentifications: Mestiza Music, Popular Music and Counterculture in America (16th–19th Centuries)

José M. Portillo Valdés, Universidad del País Vasco, SpainA Historiographic Projection of Cádiz. Between Spain and Mexico

François Hartog, École des Hautes Études en Sciences Sociales, FranceThe Name and the Concepts of History

Jakob Krameritsch, Universität Wien, AustriaIn memoriam Hypertext. On the Rise and Fall of Narrative Networks Throughout History

Lynn Hunt, University of California - Los Angeles, United StatesModernity: Are Modern Times Different?

José Enrique Ruiz-Domènec, Universidad Autónoma de Barcelona, SpainA Piece of Life: the Paths of a European Medievalist for the 21st Century

Student SpaceClaudia Viviana Arroyo Chicaiza, Universidad del Valle, ColombiaSociabilities in the Early Years of the Republic. Nueva Granada 1820-1839

Open ForumAlfredo Palacios Roa, Pontificia Universidad Católica de Valparaíso, ChileHistorical Background of the “Telluric Advocacy” Developed in Chile between the 16th and 19th Centuries

Víctor Muñoz Tamayo, Universidad de Chile"Chile is Flag and Youth.” The Cult of Youth and “Gremialismo” during the First Stage of the Dictatorship of Pinochet (1973-1979)

A Brief Conversation with Robert Darnton

Book ReviewsDaniel Cano, Pontificia Universidad Católica de ChileRappaport, Joanne. The Disappearing Mestizo. Configuring Difference in the Colonial New Kingdom of Granada. Durham/Londres: Duke University Press, 2014.

Patricia Cardona Z., Universidad EAFIT, ColombiaAlzate Piedrahíta, María Victoria, Miguel Ángel Gómez Mendoza y Fernando Romero Loaiza. G. M. Bruño. La edición escolar en Colombia 1900-1930. Bogotá: ECOE, 2012.

Juan Manuel Solari, Universidad Nacional de Quilmes, ArgentinaPolanyi, Karl. Textos escogidos. Estudios introductorios de Jean-Louis Laville, Marguerite Mendell, Kari Polanyi Levitt y José Luis Coraggio. Buenos Aires: CLACSO, 2012.

Book NotesChronological /Alphabetical of Authors/ Thematic IndexAbout the JournalSubmission GuidelinesEthical Policies

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Lista de conteúdosCarta aos leitores

Artigos Dossiê: Vários temas de diferentes geografiasMax S. Hering Torres, Universidad Nacional de ColombiaApresentação do dossiê “Vários temas de diferentes geografias”

Carmen Bernand, Université Paris Ouest Nanterre, FrançaIdentificações: músicas mestiças, músicas populares e contracultura na América (séculos XVI-XIX)

José M. Portillo Valdés, Universidad del País Vasco, EspanhaProjeção historiográfica de Cádis. Entre Espanha e México

François Hartog, École des Hautes Études en Sciences Sociales, FrançaO nome e os conceitos de história

Jakob Krameritsch, Universität Wien, ÁustriaIn memoriam Hipertexto. Sobre o surgimento e a decadência das redes narrativas ao longo da história

Lynn Hunt, University of California - Los Angeles, Estados UnidosModernidade: os tempos modernos são diferentes?

José Enrique Ruiz-Domènec, Universidad Autónoma de Barcelona, EspanhaUm pedaço da vida: as sendas de um medievalista europeu para o século XXI

Espaço EstudantilClaudia Viviana Arroyo Chicaiza, Universidad del Valle, ColômbiaSociabilidades no início da vida republicana. Nova Granada 1820-1839

Tema abertoAlfredo Palacios Roa, Pontificia Universidad Católica de Valparaíso, ChileAntecedentes históricos da “advocacia telúrica” desenvolvida no Chile entre os séculos XVI e XIX

Víctor Muñoz Tamayo, Universidad de Chile“Chile é bandeira e juventude”. Efebolatria e “gremialismo” durante a primeira etapa da ditadura de Pinochet (1973-1979)

Uma breve conversa com Robert Darnton

ResenhasDaniel Cano, Pontificia Universidad Católica de ChileRappaport, Joanne. The Disappearing Mestizo. Configuring Difference in the Colonial New Kingdom of Granada. Durham/Londres: Duke University Press, 2014.

Patricia Cardona Z., Universidad EAFIT, ColômbiaAlzate Piedrahíta, María Victoria, Miguel Ángel Gómez Mendoza y Fernando Romero Loaiza. G. M. Bruño. La edición escolar en Colombia 1900-1930. Bogotá: ECOE, 2012.

Juan Manuel Solari, Universidad Nacional de Quilmes, ArgentinaPolanyi, Karl. Textos escogidos. Estudios introductorios de Jean-Louis Laville, Marguerite Mendell, Kari Polanyi Levitt y José Luis Coraggio. Buenos Aires: CLACSO, 2012.

NotilivrosÍndices cronológico/ alfabético de autores/ temáticoSobre esta RevistaNormas para os autoresPolíticas éticas

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8 Carta a los lectores

Historia Critica No. 54, Bogotá, septiembre – diciembre 2014, 264 pp. issN 0121-1617 pp 8-9

Carta a los lectores

La revista Historia Crítica quiere conmemorar con sus lectores sus veinti-cinco años de fundación con este número de dossier titulado “Temas diversos desde diferentes geografías” que cuenta con la contribución de reconocidos investigadores de las ciencias sociales: François Hartog, Jakob Krameritsch, Carmen Bernand, José Enrique Ruiz-Domènec, José María Portillo y Lynn Hunt. La presentación, a cargo de un miembro de nuestro Comité Editorial, Max S. Hering Torres —de la Universidad Nacional de Colombia, sede Bogotá—, muestra los puntos de encuentro, desencuentro y debate que se pu-blican aquí sobre el tiempo en la disciplina histórica, el papel del hipertexto, la música popular, los estudios sobre la modernidad y el oficio de un historiador en el siglo XXI. También resalta algunos puntos de la entrevista realizada por el profesor Renán Silva, de la Universidad de los Andes, al historiador Robert Darnton, de la Universidad de Harvard, invitado especial al lanzamiento de publicaciones de la Facultad del presente año.

Este dossier está acompañado de dos artículos de la sección Tema abierto. En primer lugar, Alfredo Palacios Roa, a través de un escrito que podría ubicarse en lo que Fernand Braudel llamó la larga duración, analiza el papel de los san-tos o “abogados celestiales” en los sismos acaecidos en Chile entre los siglos XVI y XIX. Se muestra que tras cada terremoto, temblor o “salida del mar” (tsunami) que transformaba el aspecto material de las ciudades, las gentes se acogían a la protección de una divinidad católica, con la creencia de que estos sucesos respondían directamente a sus comportamientos. Esto permi-te, a su vez, destacar el papel de la Iglesia católica en la construcción de un imaginario sobre el pecado y el temor a la condenación eterna (que podían transformarse a través del tiempo), así como subrayar el poder concedido a las imágenes religiosas (santos, mártires, vírgenes y cristos) por los feligreses del margen occidental del Cinturón Circumpacífico.

En segundo lugar, Víctor Muñoz Tamayo, situado también en el contexto chileno, pero en el siglo XX, estudia el protagonismo y culto otorgados a los jóvenes (efebolatría) en la primera etapa de la dictadura de Augusto Pinochet, entre 1973 y 1979. El autor destaca la función dirigente de Jaime Guzmán y las redes que lideró, primero, desde el grupo político denominado “Chicago-greamista”, y luego, desde el partido Unión Demócrata Independiente.

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9Carta a los lectores

Hist. Crit. No. 54, Bogotá, septiembre – diciembre 2014, 264 pp. issN 0121-1617 pp 8-9

Además de mostrar el proyecto de Guzmán y la participación de su grupo en la dirigencia política de este gobierno, dedica algunos espacios a mostrar los rituales elaborados por Pinochet, en los que se incluía de manera simbólica a la juventud dentro su proyecto de modernización y principal fuerza de cam-bio social del país. Precisamente, el autor llama la atención sobre la creación de gremios, en especial de la Secretaria Nacional de la Juventud y del Frente Juvenil de Unidad Nacional, que acogerían esta fuerza juvenil como impulsa-dora de una “nueva política”.

En la sección Espacio estudiantil, Claudia Viviana Arroyo reflexiona sobre los procesos de sociabilidad formal y laica establecidos por la élite de la Nueva Granada, que involucraban de un modo directo a dos grupos en pugna, los plebeyos y los aristócratas, asociados con Francisco de Paula Santander y Simón Bolívar, respectivamente. Se destacan, a través de un estudio cronoló-gico desde 1820 hasta 1839, el marco institucional de algunas asociaciones, la organización de sus estatutos, las luchas alrededor de su creación y los actores que promovieron su desarrollo. Resulta significativa la reflexión efec-tuada sobre el papel de las asociaciones en las elecciones de gobernantes y la destacada participación del pueblo en sociedades laicas, como parte de una estrategia política que buscaba incluir a un conjunto de individuos, a la vez que excluía otro tanto.

En esta oportunidad también queremos invitar a nuestros lectores a consultar en nuestra página web la larga historia contenida en la revis-ta desde 1989, que contará con un nuevo diseño y presentación de sus contenidos. Así como a continuar participando activamente en nuestras convocatorias de Tema abierto y de Dossier, y en las secciones de Reseñas y Ensayos bibliográficos.

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Hist. Crit. No. 54, Bogotá, septiembre – diciembre 2014, 264 pp. issN 0121-1617 pp 13-19

Max S. Hering Torres

Profesor asociado del Departamento de Historia de la Universidad Nacional de Colombia. Magíster Artium en Historia y Minor en Etnología de la Universidad Luiso-Maximiliana de Múnich (Alemania) y Doktor der Philosophie en Historia de la Universidad de Viena (Austria). Miembro del Grupo de Investigación Prácticas Culturales, Imaginarios y Representaciones (Categoría A en Colciencias). Entre sus publicaciones pueden destacarse el libro Rassismus in der Vormoderne (Fráncfort/Nueva York: Campus, 2006); la edición de Cuerpos anómalos (Bogotá: Universidad Nacional de Colombia, 2008); y la coedición, en compañía de María Elena Martínez y David Nirenberg, de Race and Blood in the Iberian World (Berlín/Londres: Lit Verlag, 2012). [email protected].

Presentación del dossier “Temas diversos desde diferentes geografías”

doi: dx.doi.org/10.7440/histcrit54.2014.01

E n 1989, la Universidad de los Andes cumplió 40 años, y el Departamento de Historia había sido creado apenas cuatro años atrás. En ese mismo año, se publicó el primer número de Historia Crítica (HC), bajo la dirección de Daniel

García-Peña. Su director contaba con el respaldo de Abel López, como coordinador acadé-mico, y con un consejo editorial, conformado por Suzy Bermúdez, Luis Eduardo Bosemberg, Isabel Clemente y Jaime Jaramillo Uribe1. El otrora director consignaba en el editorial del primer número el siguiente propósito: “De esta manera Historia Crítica espera poder ha-cer un aporte fresco e innovador a la discusión y debate que sobre la historia se realiza en Colombia”2. Aunque el objetivo era para ese entonces excesivamente cauto, hoy, con los vein-ticinco años de existencia, se puede decir que HC ha aportado mucho más que eso.

Para la época de su fundación, no existían muchas revistas universitarias especiali-zadas en historia; se encontraban el Anuario Colombiano de Historia Social y de la Cultura —Universidad Nacional de Colombia—, fundado en 1963; la Revista Espacio y Tiempo

1 María Cristina Pérez, “Historia Crítica: una revista que crea comunidad académica nacional y latinoamerica-na”, en Encuentro Internacional: El papel de las revistas de historia en la consolidación de la disciplina en Iberoamérica. Bogotá, Universidad Nacional de Colombia, 2013.

2 Daniel García Peña, “Presentación”, Historia Crítica 1 (1989): 3.

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14 Presentación del dossier “Temas diversos desde diferentes geografías”

Historia Critica No. 54, Bogotá, septiembre – diciembre 2014, 264 pp. issN 0121-1617 pp 13-19

—Universidad del Valle—, creada en 1978, y el Boletín de Historia, en 1984, editado hasta 1994, cuando se reemplazó por Memoria y Sociedad —Pontificia Universidad Javeriana—. En virtud de lo señalado, las revistas de esa data, entre ellas también HC, ayudaron indu-dablemente a enriquecer el proceso de la consolidación de la disciplina histórica que se venía dando desde inicios de los años sesenta en la Universidad Nacional de Colombia3. En este contexto, tal vez la mayor contribución de HC fue insistir en la apertura y diversi-dad temática ya emprendida, con seguridad, entre otros trabajos; y también con los once tomos de la Nueva Historia de Colombia, editados en 1989 por Álvaro Tirado Mejía, Jaime Jaramillo Uribe, Jorge Orlando Melo y Jesús Antonio Bejarano. HC hizo énfasis, por lo menos en sus inicios, en historia política, social, y en menor medida, económica, desde perspectivas tanto nacionales como internacionales. Aun así, rápidamente se abrieron otros campos: la historia de las mujeres, de la ciencia, de la religión, del arte, de la historia urbana, de los medios de comunicación, de la historia participativa, de la historia ambien-tal y geográfica, de la justicia y el orden, de la historia material, de la historia digital, del cuerpo y la enfermedad4.

La pluralidad de temas y acercamientos contrastaba con los balances historiográficos publicados al final del milenio, en los cuales se seguía promoviendo la historia social, política y económica, y con seguridad otros, pero en menor medida, y que contrastaban, como la historia de la ciencia5. HC, incluso con su riqueza de contribuciones, se distancia-ba de forma implícita de algunos historiadores y economistas, quienes entre 1997 y 1999

3 Para profundizar la historia de las revistas de historia, véase Anuario Colombiano de Historia Social y de la Cultura 42: 2 (2014) [en prensa], en el cual se publican algunas de las ponencias a raíz de los cincuenta años de su existencia. Además, véase Renán Silva, “Historia Crítica, una aventura intelectual en marcha”, Historia Crítica 25 (2003): 13-32, entre otros trabajos publicados en el mismo número.

4 “Temas varios”, Historia Crítica 4 (1990): 1-200; “Temas varios”, Historia Crítica 8 (1993): 1-97; “Dossier: Manos que no descansan”, Historia Crítica 9 (1993): 1-120; “Dossier: Ciencia y Tecnología”, Historia Crítica 10 (1995): 1-88; “Dossier: Religión, política y sociedad”, Historia Crítica 4 (1996): 1-200; “Temas varios”, Historia Crítica 13 (1997): 1-109; “Temas varios”, Historia Crítica 1 (1989): 1-124; “Dossier: Historias urbanas”, Historia Crítica 18 (1998): 1-136; “Dossier: Historia de los medios de comunicación social y del periodismo en Colombia”, Historia Crítica 28 (2005): 1-72; “Dossier: Un llamado a la inclusión: fuentes y perspectivas para una historia participativa”, Historia Crítica 29 (2005): 1-242; “Dossier: Historia ambiental Latinoamérica”, Historia Crítica 30 (2005): 1-196; “Dossier: Historia y geografía”, Historia Crítica 32 (2006): 1-378; “Dossier: La justicia y el orden social en Hispanoamérica, siglo XVIII y XIX”, Historia Crítica 36 (2008): 1-270; “Dossier: Objetos y mercancías en la historia (I)”, Historia Crítica 38 (2009): 1-238; “Dossier: Objetos y mercancías en la historia (II)”, Historia Crítica 38 (2009): 1-238; “Dossier: Historia digital”, Historia Crítica 39 (2009): 1-238; “Dossier: Cuerpo, enfermedad, salud y medicina en la historia”, Historia Crítica 46 (2012): 1-260.

5 Bernardo Tovar Zambrano, comp., Historia al final del milenio. Ensayos de historia colombiana y latinoamericana, 2 vols. (Bogotá: Universidad Nacional de Colombia, 1994).

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15Max S. Hering Torres

Hist. Crit. No. 54, Bogotá, septiembre – diciembre 2014, 264 pp. issN 0121-1617 pp 13-19

insistían de forma anacrónica en la búsqueda de un núcleo temático y metodológico de la historia (¡en singular!)6. Los veinticinco años son, en este sentido, un buen pretexto para perseverar en la importancia de la diversidad de voces en la historia. Celebrar su corto pero importante recorrido con este dossier cabe como anillo al dedo para rememorar este impulso, que empezó como una apertura temática y en la actualidad se ha transformado en acercamientos interdisciplinarios. A continuación, se realizarán algunas reflexiones sobre los seis trabajos que componen este número celebratorio; me tomo la licencia de comentarlos trastocando su orden de aparición, en búsqueda de algunos enlaces.

En la investigación de Lynn Hunt, “Modernity: Are Modern Times different?”, se problematiza el concepto de la modernidad. La modernidad ha sido tradicionalmente entendida como época de carácter “bisagra”, en la cual se propulsaron la secularización, la cientificidad, el raciocinio, la representatividad política y la autonomía del individuo. A pesar de estas características generales, la autora plantea su falta de homogeneidad y de sincronía a la hora de transformarse en realidad. Por ello, cuestiona las narrativas generalizantes y propende a acercarse a las emociones de los individuos, sin olvidar con ello las prácticas de la cotidianidad. De ahí, rescata la importancia del tabaco, el café y el té. La estimulación la convierte en un elemento clave de la época, e incluso señala cómo los cafés en París se convirtieron en espacios de interacción social y política, lugares que representaban la posibilidad de acercarse a la novedad, buscar el estímulo y soñar en voz alta con la autonomía. ¿Por qué no entender la Revolución Francesa desde los cafés? A diferencia de Michel Foucault, quien encuentra muchas de sus explicaciones en las relaciones de poder, la autora intenta explicar la modernidad mediante los espacios de interacción social y las esferas de acciones individuales y colectivas. Su planteamiento es una invitación a discutir lo grande desde lo pequeño, el tan criticado fragmento, que para la historiografía en Colombia —pero también latinoamericana— y su pasado colonial podría ser fructífera. Gracias a su propuesta, cabría preguntarse: ¿por qué no estudiar la disolución colonial y las formas en las que se intenta europeizar fallidamente territorios como Colombia, mediante las emociones que surgen y se negocian en las chicherías, las galleras y los prostíbulos?

Desde una perspectiva diferente, José M. Portillo Valdés, en “Proyección historiográ-fica de Cádiz. Entre España y México”, propone discutir la modernidad para España y

6 Jesús Antonio Bejarano, “Guía de perplejos: una mirada a la historiografía colombiana”, Anuario Colombiano de Historia Social y de la Cultura 24 (1997): 283-329 y Jorge Orlando Melo, “Medio siglo de historia colombiana: notas para un relato inicial”, Revista de Estudios Sociales 4 (1999): 9-22.

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México desde la Constitución de Cádiz de 1808. Con base en la historiografía sobre el tema, rescata varios puntos que deberían ser debatidos y replanteados en las investigacio-nes que se emprendan actualmente por los historiadores. Según el autor, sin Cádiz no se entiende América, y sin América no se entiende España. Hasta 1820 se encuentran ante la misma historia, la de la disolución del mayor imperio de la Edad Moderna, y frente a un proceso de formación de naciones. Cádiz, en alguna medida, se percibe como la Revolución Francesa à la española. No obstante, lo previo implica superar algunos bloqueos comunicativos que se desprenden de la historiografía tanto ibérica como mexicana, al tratar de resaltar la historia como una experiencia nacional propiciando interconexiones, un proceso ya existente. Por otra parte, acercarse al tema de la modernidad a través de Cádiz, asimismo, implica diluir el bloqueo comunicativo entre historiadores pre- y post- 1808. Sólo así tiene sentido pensar la modernidad desde las experiencias que se gestan en este proceso con “interés comparativo”, de carácter transatlántico, por supuesto, sin olvi-dar el “genocidio”, porque Cádiz, en muchos casos, operó como un “bálsamo curativo” de ese pasado. Superando un análisis netamente del contenido literal de la Constitución, es importante ver los efectos en otras esferas, por ejemplo, según Antonio Annino, a través de la ruralización de la política y la generación de un orden7.

En el siguiente artículo, de nuevo se discuten elementos de la modernidad, esta vez de la época temprana y colonial, como la secularización, la individualización y la apro-piación cultural de la música. Carmen Bernard, en “Identificaciones: músicas mestizas, músicas populares y contracultura en América (siglos XVI-XIX)”, elabora un trabajo entendiendo la música como un producto de triple mestizaje de factores: europeos, afri-canos y americanos. Todo ello desde una perspectiva de larga duración, con énfasis de nuevo en la historia de México, que rescata la identidad generada por la música, en me-dio de temas musicales sobre el amor, la sensualidad, e incluso la transgresión. La música se convierte así en creadora de identidad, no sólo en un ámbito de creatividad artístico, sino también social y político.

En síntesis, mientras que Hunt propicia un acercamiento desde lo pequeño y desde momentos relativamente cortos hacia la estructura política, Portillo rescata la importan-cia de hacerlo de forma transatlántica, y desde arriba hacia abajo. Bernard, sin embargo, desde una perspectiva de larga duración, propone acercarse desde abajo, desde la músi-ca subalterna. Con seguridad, el lector encontrará más matices, pero todo esto invita a

7 Antonio Annino, “Cádiz y la revolución territorial de los pueblos mexicanos, 1812-1821”, en Historia de las elec-ciones en Iberoamérica. Siglo XIX, ed. Antonio Annino (Buenos Aires: FCE, 1995), 177-226.

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pensar el proceso histórico como algo que circula desde las miniaturas a las estructuras, y de las estructuras a las miniaturas, si el tema lo requiere, en ejes temporales prolongados, en momentos bisagra o en micromomentos. Más allá de etiquetas historiográficas, estos tres trabajos demuestran que son las preguntas y los problemas los que implican una me-todología, y no viceversa. Así, lejos de posturas artificiales, queda clara la importancia de la diversidad del método en la historiografía.

En medio de estos diferentes acercamientos sobre la modernidad, se encuentra el artículo autobiográfico “Un pedazo de la vida: los senderos de un medievalista europeo para el siglo XXI”, sobre los diferentes libros del medievalista José Enrique Ruiz-Domènec y las futuras investigaciones que plantea. Con claridad, este escrito se aleja de una versión prag-mática del marxismo y de un conservadurismo positivista, pero, más allá de su prolífera obra, sorprende cuando afirma que en los próximos años el historiador está llamado a definir la ¡situación mundial! Vaya tarea para quienes pretendan asumir dicho rol. ¿Historia politizada? Tal vez no, lean y deduzcan.

Dejando de lado los estudios empírico-históricos y la reseña autobiográfica del pre-sente número, se presentan dos trabajos de carácter teórico: el primero, de François Hartog, y el segundo, de Jakob Krameritsch. Hartog entiende por historia la articulación de tres categorías: pasado, presente y futuro, que los humanos siempre han requerido para ordenar su vida en común. Historia es, en el fondo, aquel nombre que viene de le-jos, escogido para reunir y mantener aunadas las tres dimensiones del pasado, presente y futuro. Hartog diagnóstica y describe como tiranía cuando una de las tres dimensio-nes se impone sobre las otras dos. Manejar esta situación es tarea de los historiadores, pero también evitar que el futuro futurista, ese miedo que reflejan las proyecciones hacia el futuro y que colonizan las miradas al pasado, mine la historia. En este sentido, invi-ta a reflexionar sobre cómo el capitalismo financiero, la revolución de la información, internet, la globalización, el calentamiento global y los desechos nucleares absorben las categorías del pasado y del futuro. Cumplir con este propósito no es fácil, en medio de una sociedad que con la existencia de internet impone el tiempo real, la simultaneidad y lo continuo. Pero, ¿no son los miedos ante la incertidumbre del futuro, las alegrías y los traumas del pasado los que constituyen a los seres con sus preguntas y sus problemas? Negar eso sería buscar sujetos prácticamente neutros, sin espacios de enunciación. ¿Es eso posible y deseable para la historia? Hartog tendrá más argumentos, tal vez incluso una respuesta: lean el sugerente artículo.

Lo que Hartog considera como un problema, el internet y las narrativas de si-multaneidad, Jakob Krameritsch lo transforma en la posibilidad de generar nuevas narrativas como mediaciones del pasado. Por supuesto, son un argumento y una

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entrada diferentes. Aunque el autor rechaza un optimismo sobredimensionado de la hipertextualidad, rescata la posibilidad de encontrar una red en la polifonía argumen-tativa, generando pequeños textos narrativos conectados por múltiples enlaces que le permitan al lector encauzar sus hilos narrativos, en medio de fragmentos que tienen un inicio y un f inal abiertos. Es una forma de democratización del texto, de darle la libertad al cibernauta de construir su propio sendero de lectura. Los hipertextos sin núcleos pueden ayudar a diluir la imagen sobre la historia, como un proceso que reproduce las energías de un motor central generando un movimiento monocausal. De hecho, en este número también se encuentra una corta, tal vez demasiado rápida, conversación con Robert Darnton, quien ve en la digitalización de libros, en sus jus-tas proporciones y considerando los derechos de autor, una forma de democratizar el acceso al saber. Así, entre Darnton y Krameritsch existen dos formas de democratiza-ción del saber: el primero ve en la democratización la opción de construir los propios senderos de la narrativa histórica mediante múltiples enlaces y clics; el segundo, por el contrario, en el simple acceso a la lectura de libros digitalizados, independientemente de su hipertextualidad.

Este último punto es esencial para Colombia, un país con un contraste social y académico marcado. La democratización de la educación a través de becas, tanto en universidades públicas como privadas; el libre acceso a la información en red, e incluso, al nivel intelectual, la democratización de la lectura a través de hipertextos. Con ello, no puedo dejar de volver al inicio de este texto y retomar algunos elementos de las revistas académicas de historia. Su éxito o fracaso ha estado atado a muchos factores, pero sobre todo a las evaluaciones e indexaciones del Índice Nacional de Publicaciones Seriadas Científicas y Tecnológicas Colombianas (Colciencias). HC ha sido especialmente juiciosa atendiendo estos factores, incluso, en tal medida, que hoy goza de la más alta indexación. Pero me pregun-to: si Colciencias tiene un impacto tan estructurante sobre la generación de conocimiento, ¿qué sucede con los espacios de creatividad y agencia desde libros electrónicos o lógicas hipertextuales? Lamentablemente, no serían tenidos en cuenta, relegados al margen de la cientificidad, sin sello editorial o categoría de indexación; su validez es relativa, según la cultura de la burocratización académica en Colombia; en otras palabras, se trata del po-der del index jerarquizante. Estructurar, con seguridad es necesario, pero no en detrimento de la innovación, la creatividad y la democratización. HC, sin duda, ha sido en estos úl-timos veinticinco años un espacio de innovación y de toda clase de impulsos académicos; pero qué bueno sería que desde este logro se siguiera insistiendo en generar conciencia sobre otros espacios y formas de conocimiento que los sistemas de indexación deberían valorar y concientizar.

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Carmen Bernand

Artículo recibido: 28 de noviembre de 2013

Aprobado: 02 de mayo de 2014

Modificado: 20 de junio de 2014

Profesora emérita de la Universidad de París-Ouest-Nanterre (Francia) y miembro del Instituto Universitario de Francia. Antropóloga egresada de la Universidad de Buenos Aires (Argentina) y doctora en Antropología por la Universidad de la Sorbona (Francia). Entre sus publicaciones recientes se encuentran: “Hebreos, romanos, moros e Incas: Garcilaso de la Vega y la arqueología andaluza”, Nuevo Mundo, Mundos Nuevos 11 (2011): s/p. [En línea]; “Contrapuntos entre ficciones y verdades”, Antípoda 15 (2012): 67-84; y los libros Les Indiens face à la construction de l’Etat-nation. Mexique-Argentine, 1810-1917 (París: Atlande, 2013) y Genèse des musiques d’Amérique latine: Passion, subversion et déraison (París: Fayard, 2013). [email protected]

Identificaciones: músicas mestizas, músicas populares y contracultura en América (siglos XVI-XIX) Ï

Ï El artículo amplía varios aspectos del libro de la autora, Genèse des musiques d’Amérique latine (París: Fayard, 2013).

doi: dx.doi.org/10.7440/histcrit54.2014.02

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Identificaciones: músicas mestizas, músicas populares y contracultura en América (siglos XVI-XIX)

Resumen:La música de las Américas, producto de un triple mestizaje europeo, africano y americano, se constituye progresivamente a partir del siglo XVI. Sonidos, movimientos corporales, letras de las canciones, requieren un espectáculo propiciado originariamente por la Iglesia. La posibilidad de transcribir canciones profanas en estrofas “divinas” (y viceversa) favoreció la secularización, la individualización y la apropiación popular de melodías y de letras. Se insiste aquí en la importancia de la identificación producida por esas músicas, mediante las temáticas del amor como sentimiento personal, de la sensualidad y de la transgresión. Se discute, por último, la pertinencia de la autenticidad como criterio normativo.

Palabras clave: música, danzantes, identificación, espectáculos, mestizajes culturales.

Identifications: Mestiza Music, Popular Music and Counterculture in America (16th – 19th Centuries)

Abstract: The music of the Americas, product of a triple mixture of European, African and American elements, is progressively constituted starting in the 16th century. Sounds, body movements, and song lyrics all require a spectacle originally sponsored by the Catholic church. The possibility of transcribing profane songs into “divine” verses (and vice versa) favored secularization, individualization and popular appropriation of melodies and lyrics. Emphasis is placed on the importance of the identification produced by these musical forms, through the themes of love as personal sentiment, of sensuality and transgression. It also deals with the relevance of authenticity as a normative criterion.

Keywords: music, dancers, identification, spectacles, cultural mixtures.

Identificações: músicas mestiças, músicas populares e contracultura na América (séculos XVI-XIX)

Resumo: A música das Américas, produto de uma tripla mestiçagem europeia, africana e americana, constitui-se pro-gressivamente a partir do século XVI. Sons, movimentos corporais, letras das canções, requerem um espe-táculo propiciado originariamente pela Igreja. A possibilidade de transcrever canções profanas em estrofes “divinas” (e vice-versa) favoreceu a secularização, a individualização e a apropriação popular de melodias e de letras. Insiste-se aqui na importância da identificação produzida por essas músicas, mediante as temáticas do amor como sentimento pessoal, da sensualidade e da transgressão. Por último, discute-se a pertinência da autenticidade como critério normativo.

Palavras-chave: música, dançantes, identificação, espetáculos, mestiçagens culturais.

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Identificaciones: músicas mestizas, músicas populares y contracultura en América (siglos XVI-XIX)

Introducción

A pesar de la importancia que tiene la música en todas las sociedades humanas, pocos son los historiadores —fuera del ámbito de los especialis-tas— que se apoyan en ella para profundizar en las relaciones culturales

y sociales. La historiografía, salvo excepciones, no se sirve de los datos proporcionados por la musicología, y, cuando los integra, generalmente es para atribuirles una función ornamental en un mundo dominado por la economía y la política. El desinterés de los académicos por una forma artística técnicamente compleja para un profano, y cuya carga emocional es difícil de reducir al análisis positivista racional, priva la historiografía de una dimensión fundamental. De ahí que los estudios notables de Robert Stevenson sobre la música his-panoamericana y el trabajo actualizado de Maurice Esses tengan aún mucho que revelar a los historiadores y a los antropólogos1.

En estos dos últimos decenios han surgido trabajos importantes sobre esta problemá-tica, e igualmente sobre el mundo virreinal y republicano americano, que merecerían ser difundidos más allá del marco exclusivo de los especialistas. Para el período virreinal, va-rios autores, entre los que cabe destacar a Egberto Bermúdez y a Juan Carlos Estenssoro Fuchs, utilizan la música como vía de acceso para estudiar la sociedad colonial2. Pero en la época contemporánea la bibliografía también es nutrida. Numerosos textos, cuyo balance resulta difícil de hacer aquí, abren nuevas perspectivas sobre las historias de la música en su relación con la formación de la nación, desde el siglo XIX hasta la actualidad. Todos estos estudios enriquecen la historia de la música y contribuyen al desarrollo de la sociolo-gía y de la historia cultural de grupos, clases sociales y pueblos, vinculados con lo musical en un sentido cada vez más amplio.

1 Por ejemplo, Maurice Esses, Dance and Instrumental “diferencias” in Spain during the 17th and Early 18th Centuries, III vols. (Nueva York: Predragon Press, 1992).

2 Egberto Bermúdez, La música en el arte colonial de Colombia (Bogotá: Fundación de Música, 1995); Juan Carlos Estenssoro Fuchs, Del paganismo a la santidad. La incorporación de los indios del Perú al catolicismo, 1532-1750 (Lima: Instituto Francés de Estudios Andinos/Pontificia Universidad Católica del Perú, 2003).

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Más aún si se tiene en cuenta que, de todas las artes expresivas, la música es la más apta para crear formas nuevas a partir de tradiciones diversas, y es precisamente en ese campo donde el mestizaje cultural se manifiesta con mayor evidencia hasta el día de hoy, facilitado por el carácter abstracto de la materia sonora. Todos los grupos sociales pueden subvertir los cánones oficiales y crear algo nuevo. El lenguaje musical expresa el mundo entero, decía Georg Simmel, aunque no reproduzca sus sonidos naturales3. En tanto, infinitas son las po-sibilidades de apropiación y de transformación de las melodías por el juego instrumental y el ritmo. En un trabajo reciente, por ejemplo, dedicado a la gestación de las músicas populares de América, desde el siglo XVI hasta el advenimiento de la reproducción sonora en 1920, se ha enfatizado en la importancia de la música en la formación de la categoría pueblo como emblema de la nación4.

El pueblo es una entidad ambigua y difusa, puesto que, por un lado, es sinónimo de “na-ción” —en el sentido clásico, y no moderno del término— y, por el otro, designa grupos de estatus social bajo. Lo popular en América es de color oscuro. La palabra “castas”, que se generaliza en las ciudades novohispanas y peruanas del siglo XVIII, se aplica indistintamente al populacho, es decir, al vulgo, a la gente menesterosa y ante todo “mezclada”, hispanizada y criolla. Paradójicamente, en esa época en que el vulgo es objeto de críticas reiteradas por parte de las élites, la música “recompuesta” y “arreglada” por los esclavos y libres —descendientes de africanos— se acriolla y se vuelve una marca identitaria de los americanos o criollos en to-dos los virreinatos y ciudades de la América ibérica. De ahí el interés sociológico por la música popular, es decir, una música profana basada en la improvisación, difundida oralmente o no, pero sujeta a transformaciones, variantes, recomposiciones e interpretaciones. Así, pues, en la lenta elaboración del significado político e ideológico de un concepto tan ambiguo como el de pueblo, la música en particular funcionó como un vector de emociones compartidas y un motor de identificaciones múltiples.

Ahora bien, si la recepción de la música popular es colectiva —ya que ésta tiene lugar ante un público, en corrales y plazas, salones de baile y tabernas—, las ejecuciones de los instru-mentistas, de los cantores y de los bailarines requieren de cada uno un virtuosismo capaz de construir “diferencias” a partir de un canon que atraiga al público. Pero toda improvisación implica distinción, comparación y rivalidad. Cada cantor, cada pareja de bailarines, cada guitarrista y cada coplero tienen su estilo. De ahí que en una música que reposa en gran parte

3 Georg Simmel, “Von realismus in der Kunst”, texto de 1908, consultado en la edición francesa: La parure et autres essais, trad. Michel Collomb, Philippe Marty y Florence Vinas (París: Editions de la Maison des Sciences de l’Homme, 1998), 119-131.

4 Carmen Bernand, Genèse des musiques.

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sobre la facultad de inventar y de sorprender, el individuo sobresalga del conjunto. Esto explica también la tendencia del cantor de coplas o de décimas a nombrarse: “a mí me dicen el ne-gro”, “me llaman Gabriel”, nombres diversos que pueden omitirse cuando el “yo” es evidente, como en este guaguancó cubano: “Corre a Belén y diles que toco yo”5. El yo implica un tú, que puede ser el nombre de una mujer amada, como en esta valona mexicana: “Ya viene Goya Barajas, ramilletito de azahar/que cuando sale a pasear, hasta los campos transcienden”6. Se trata entonces de nombres pronunciados en público y en voz alta por aquellos que no tienen apellidos notorios, pero que transcienden por su habilidad en el gesto, por la ingeniosidad de una copla improvisada o, como Goya Barajas, por su belleza. La música popular es en cierto modo la toma de palabra del que no la tiene, la afirmación de un sujeto en una sociedad esta-mental o fuertemente estratificada.

Habitualmente se distinguen las músicas indígenas y africanas de las occidentales por el tipo de transmisión, lo que muestra, en efecto, ciertos grados de estratificación o diferen-ciación: las primeras son “orales”, mientras que las segundas —de origen europeo— están escritas. Pero la oposición no es tan tajante en la realidad. En América, y desde el inicio de la Conquista, se cuenta con la presencia de tres formas de oralidad: la inmediata, la que coexiste con la escritura y la que se crea a partir de un texto escrito, oído, recordado y recompuesto. A estas tres formas que justifican el empleo de un término forjado por los especialistas en histo-ria medieval, la vocalidad7, habría que agregar una cuarta, que no se tratará aquí: la oralidad reproductible y reinterpretada a partir de grabaciones y difusiones radiofónicas. Las improvi-saciones son rítmicas y afectan la melodía y la danza. También conciernen las palabras de las canciones. Estas “diferencias”, como se las llamaba en los siglos XVI y XVII, son la condición misma de la música. En el siglo XVI aparece en España lo que los músicos de jazz norteame-ricanos llaman standards, es decir, una estructura melódica que sirve de base a la improvisación. Se trata de la romanesca, que se confunde con la composición “Guárdame las vacas”, una espe-cie de “best seller” del siglo XVI, difundido en todo el continente y que dio origen a las cuecas sudamericanas y a los joropos.

Por tanto, este artículo tratará principalmente de la gestación colonial y republicana de la música popular en America. Aunque también hará mención, en algunos casos, de la invención de la reproducción sonora, que plantea otro tipo de problemas, para insistir en la larga du-ración de un proceso no sólo artístico sino político y social. El objetivo no es resumir en unas

5 Guaguancó cubano grabado en 1979. Belén es un barrio de La Habana.

6 Álvaro Ochoa Serrano, Mitote, fandango y mariachis (Zamora: Colegio de Michoacán, 1992), 40.

7 Paul Zumthor, La lettre et la voix. De la “littérature” médiévale (París: Seuil, 1987), 63-64.

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cuantas páginas una investigación que trata en gran parte de las conexiones entre esas músicas y su globalización, sino proponer algunas pistas de reflexión que surgen del análisis compara-tivo de una documentación que debe mucho a áreas como la musicología, una disciplina que no se pretende representar aquí.

1. Identidad, identificación e incorporación

El tema de la identidad ha ocupado un lugar considerable en las ciencias sociales de los últimos decenios. Por razones diversas, vinculadas con la emergencia política de gru-pos hasta ahora marginados, los trabajos inspirados en los sub-colonial studies han insistido en la “otredad” o en la “alteridad” cultural, opacada o reprimida por el etnocentrismo (o más bien, el eurocentrismo). Llevada a sus consecuencias extremas, la noción de “otre-dad” desemboca en lo incomunicable de cada cultura, hecho que desmiente la historia, en lo que concierne a la del mundo iberoamericano. En efecto, la música aparece siempre como un puente entre los pueblos, aunque éstos sean muy diferentes. En todos los reinos iberoamericanos, y durante los tres siglos de su existencia, la diversidad y la diferen-cia fueron sistemáticamente exhibidas en las fiestas religiosas. Los desfiles de Incas o de Muiscas, las danzas de Montezumas y de Pallas, las congadas con sus reyes negros, los salvajes con diademas de plumas, los gitanos u otros tipos, confirman la grandeza de un imperio, que era proporcional al número de pueblos que englobaba.

Esto explica la importancia de las fiestas religiosas como el Corpus Christi, celebra-das en espacios públicos, en la elaboración de modelos compartidos que no sólo fueron visuales, sino también sonoros y teatrales; rasgo que implicaba nuevos roles, simulacros, estereotipos, trajes vistosos y costosos, e identificaciones diversas, en un ambiente jocoso y sumamente ruidoso de pandorga, ya que: “[…] fiesta del Corpus requiere sainete de carcajada”8. Se debe precisar que la celebración del Corpus, como las representaciones públicas en plazas y corrales, consta de una serie de figuras como las moxigangas y los matachines, estos últimos de gran difusión en toda América.

Está claro que el universo musical indígena era distinto al español en cuanto a los ins-trumentos, las escalas, los ritmos, los tonos y los contextos de ejecución. A pesar de esto, los conquistadores y los misioneros del siglo XVI percibieron las similitudes y la comparación de

8 La pandorga (pândega en portugués) es el estrépito de castañuelas, tambores, flautas y chirimías: Emilio Cotarelo y Mori, Colección de entremeses, loas, jácaras y mojigangas desde fines del siglo XVI hasta mediados del XVIII (Madrid: Casa Editorial Bailly & Baillière, 1911), CCXCIV.

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las fiestas indígenas con las mojigangas, las farsas o los entremeses de España, lo que facilitó la comprensión de una cultura diferente, como bien lo describe Juan de Castellanos:

“Son muchos los entremeses, juegos, danzas,

al son de sus agrestes caramillos

y sus rústicas cicutas y zampoñas,

cada cual ostentando sus riquezas,

con ornamentos de plumagería

y pieles de diversos animales”9.

Cuando las semejanzas generales no logran eliminar el exotismo, se recurre entonces a una comparación familiar con lo morisco. Así, pues, las zambras, como las folías, son danzas, instrumentos y fiesta ruidosa y alegre. Ya Francisco López de Gómara decía que el areito era “como la zambra de los moros”. A comienzos del siglo XVII los bailes de los esclavos africanos son, para los jesuitas, “zambras”10. Esta danza propia de los “mahometanos” permitió amal-gamar la religión “falsa” con la sensualidad, amalgama que perduró en América, aun cuando el tema de las idolatrías y del paganismo indígena cayera en desuso para ser reemplazado por “torpezas” y “borracheras”. Los negros africanos y sus concepciones relativas al cuerpo y al sexo reemplazaron a los moriscos en el estereotipo. Con una diferencia fundamental: contrariamente a los musulmanes españoles, los esclavos y sus descendientes, mulatos y castas, estuvieron masivamente presentes en las grandes ciudades iberoamericanas, que fueron la cuna de las nuevas músicas mestizas.

Del lado indígena, la sorpresa inicial causada por la irrupción de los conquistadores fue rápidamente superada. En México, por ejemplo, el estruendo de las trompetas espa-ñolas causó verdadera conmoción entre los indígenas. Pero a los pocos años éstos habían aprendido ya a tocar esos instrumentos y otros más, que habían sido introducidos por los conquistadores y por los misioneros. Los franciscanos organizaron en México, en 1539, los primeros Autos Sacramentales en tierra americana. El tema fue la expulsión de Adán y Eva del Paraíso Terrenal, que derivó en un texto traducido en náhuatl. En aquella oca-sión, un coro de ángeles cantó en idioma mexicano “Circumdederunt me” de Cristóbal de Molina, en la versión que Juan del Encina incluyó en su égloga “Plácido y Victoriano”. Otro villancico, también en náhuatl, “¿Para qué comió la primera casada?”, era una

9 Carlos Reyes Posada, El teatro en el Nuevo Reino de Granada (Medellín: Fondo Editorial Universidad EAFIT, 2008), 16.

10 Antonio de Egaña, Monumenta Mexicana, t. VII (Roma: Monumenta Historica Societatis Iesu, 1981 [1500-1602]), 152.

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versión religiosa de la “Mal maridada”, canción profana muy difundida en el siglo XVI. Los decorados —bosques artificiales, salvajes, animales y trajes— fueron creados por los naturales según los cánones prehispánicos. En Tlaxcala, los naturales organizaron, bajo la supervisión de los padres, la Conquista de Jerusalén, después de haber asistido a la “Toma de Rodas”. Todos los papeles fueron representados por los propios Tlaxcaltecas, incluso el de Hernán Cortés. Ésta fue quizás una de las primeras “identificaciones” entre un actor azteca y su personaje.

La capacidad de los mexicanos para reproducir gestos y técnicas españolas causó la admiración general. Motolinia comenta que “andan mirando como monas para contra-hacer todo cuanto en hacer”, insistiendo en el mimetismo de los indígenas11. Ya en 1525 se comentaba que los mexicanos “son tan ingeniosos que no hay cosa que ven que no lo hacen mas políticamente, hasta hacer vigüelas como en españa y tapicerías como en Flandes”12. ¿Se trata realmente de una “copia” conforme al original? Hablar de identifica-ción parece más acertado, cuando se trata de analizar la integración de las clases bajas en la sociedad estamental virreinal —una integración en posición subalterna, claro está— y, posteriormente, en la ciudadanía republicana. La identificación, ya lo decía Sigmund Freud, no es mimetismo, sino un proceso mediante el cual un sujeto asimila un aspecto, una propiedad, un atributo del Otro y transforma parcialmente o totalmente su perso-nalidad con relación a su modelo. La apropiación se basa en una pretendida etiología común, una proximidad con el modelo exterior como si se tratara de uno mismo13. De ahí la importancia en las canciones populares del amor desgraciado y de la marginalidad de los bandidos y otros individuos contrarios a la moral dominante.

La historia de las minorías, afirma Dipesh Chakrabarty, siempre implica procesos de incorporación y de eliminación del antagonismo entre las dos memorias: la de los coloniza-dos y la de los colonizadores14. Este autor se refiere a la incorporación parcial de la memoria subalterna dentro de la historiografía occidental. El pasado de los subalternos se resiste a la historiografía, porque no figura en los archivos ni en la documentación académica, y por

11 Fray Toribio Benavente Motolinia, Historia de los Indios de la Nueva España (México: Porrúa, 1979), 63 [Tratado Primero: Capítulo 15].

12 “Rodrigo de Albornoz: noticias sobre Cristóbal Dolid, Nueva España”, en Archivo General de Indias (AGI), Sevilla-España, Fondo Patronato, 184, R.2, 1525, f.7v.

13 Freud desarrolló el concepto de identificación en varios de sus libros, desde La interpretación de los sueños (1900) hasta Psicología de las masas y análisis del yo (1921). Sobre el tema se puede consultar, además: Jean Laplanche y Jean-Bertrand Pontalis, Diccionario de psicoanálisis (Barcelona: Paidós, 1996).

14 Dipesh Chakrabarty, Provincializing Europe: Postcolonial Thought and Historical Difference (Princeton: Princeton University Press, 2000), 98-99.

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ello nunca llega a adquirir el mismo valor que la historia occidental. Efectivamente, las castas, y a fortiori los esclavos, no tienen historia propia, y cuando se introducen —más bien, cuando son introducidos— en el relato temporal siempre lo hacen por vías indirectas co-mo los procesos criminales, los comentarios desfavorables y prejuiciosos de las élites, o las prohibiciones inquisitoriales. A la dificultad inherente al estatuto inferior de estos grupos se suma el desinterés por las actividades lúdicas como la música, que ya ha sido señalado en la introducción, sobre todo cuando ésta ocupa una posición subalterna frente a las compo-siciones escritas y consideradas como serias.

Los argumentos esgrimidos por Chakrabarty respecto a las culturas subalternas son en parte exactos, aunque en el caso de América los archivos han conservado composiciones po-pulares como los “guineos” o los “tocotines”, que no tienen un autor concreto. De todos modos, la materia sonora y las danzas son efímeras, en esas épocas anteriores a las grabacio-nes y a la fotografía, y difícilmente se pueden reconstruir esos aportes. Las castas no tienen historia porque ni siquiera tienen un nombre distintivo, y lo que las caracteriza es justamente la confusión de sus orígenes. La palabra misma, que en el siglo XVI era equivalente a “linage noble y castizo”, es decir, el que es de buena línea y descendencia, cambia radicalmente de sig-nificación a mediados del siglo XVIII para significar lo imposible de categorizar15. Se pensaba justamente que una característica de los grupos “bajos y viles” en la España del siglo XVI era el hecho de que no podían reivindicar sus orígenes, ni pretender la fama. En ese contexto, que no es el de los fundadores de los subaltern studies, lo que se llama historia se refiere a la genea-logía del linaje nobiliario16.

Pero no hay que olvidar la dimensión sociológica de las castas que se manifiesta plena-mente en la cultura barroca. El arte barroco es expresionista, trabaja sobre las emociones, sobre la dualidad espanto y asombro, y sus efectos psicológicos. En la contemplación de una imagen o en la audición de una música, el público está suspendido, y en esa suspensión to-do descontento se anula o debería anularse17. Si en España el barroco es la reconstitución artificial y alegórica del mundo, en su diversidad extrema contenida en la fe cristiana, en América este estilo cobra otro cariz, porque la diversidad acentuada por el espectáculo es el espejo real de la sociedad. Todos los documentos coloniales aluden al desequilibrio

15 José Luis Hernández, “Análisis psicocrítico del romance de Gerineldo”, en Actas del IX Congreso de la Asociación Internacional de Hispanistas: 18-23 agosto 1986, Berlín, vol. 1, coord. Sebastián Neumeister, (Madrid: Biblioteca Virtual del Instituto Cervantes, 1986), 291-299.

16 Francisco López Estrada, “Dos tratados de los siglos XVI y XVII sobre los mozárabes”, Al-Andalus 16: 2 (1951): 331-332.

17 Juan Antonio Maravall, La cultura del barroco (Barcelona: Ariel, 1983), 437-439.

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demográfico entre los españoles y la gente “de color”. Esa amenaza latente necesita ser conjurada. El exceso, la abundancia excesiva, no es simplemente un estilo decorativo de las iglesias. Está, por el contrario, en la multiplicación de los mestizajes y de las innom-brables castas. Aún más que en España, las apariencias son engañosas, ya que las castas no respetan las ordenanzas relativas a los trajes y muchos son los hombres de piel oscura que son libres e iguales, teóricamente, a los criollos blancos. También hay caciques en-riquecidos, y de hecho, “las cossas no passan por lo que son, sino por lo que parecen”18.

2. Pluralidades

La música popular hispanoamericana es el producto de un triple mestizaje: europeo, americano y africano. Este proceso de fusión comienza con la Conquista, cuando la música andaluza entra en contacto con los cantos indígenas y con los ritmos africanos. Estas tres ma-trices son distintas pero no incompatibles. En estas tradiciones musicales el aspecto ritual está presente, ya que en las tres se trata de un fenómeno complejo que incluye sonidos, gestos, co-reografía y espectáculo, y a su vez los tres grandes grupos de las Américas tienen en común el desarraigo. Tal es el caso de los españoles y de los hombres de origen africano, “desterrados” en ese mundo nuevo, aunque no por las mismas razones. Como también de los indígenas, que son los únicos autóctonos, diezmados por las epidemias, sometidos y marginados en sus con-gregaciones; al mismo tiempo que son pueblos despojados de sus tierras y de sus costumbres, de sus dioses y de sus señores. Es posible que la ruptura de los vínculos tradicionales de estas naciones haya estimulado el interés por la creatividad musical19.

En su significado amplio, que era el que tenía hasta una época reciente no sólo en España o en Portugal sino también en sus prolongamientos imperiales, la música incluye sonidos, gestos, palabras y espectáculo. Es decir, instrumentos, melodías, canciones, danzas y una relación particular entre los ejecutantes y el público, en las calles, plazas, teatros, corrales, iglesias, salones o lugares de circulación. Este pluralismo musical también caracteriza las músicas indígenas, o por lo menos aquellas sobre las cuales se tiene más información, la de los mexicanos y la del Imperio incaico. En el vocabulario náhuatl de Alonso de Molina, de mediados del siglo XVI, no existe un término para significar “música”. Lo más cercano a ese concepto sería “flor y canto”, in xochitl in cuicatl, difrasismo típico de esa lengua que

18 Baltasar Gracián, Oráculo manual y arte de prudencia (Madrid: Cátedra, 1995), 156 [Aforismo 99].

19 Paul Gilroy lo afirma respecto a los afroamericanos de Estados Unidos: Black Atlantic: Modernity and Double Consciousness (Cambridge: Harvard University Press, 1993).

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consiste en asociar dos términos metonímicos o metafóricos para expresar una idea. La “flor y canto”, a la vez sonido, danza y canción, es el origen de la ciudad, como bien lo expresa un cantar recogido en el siglo XVI: “Se estableció el canto/ se fijaron los tambores/ se dice que así principiaban las ciudades: existía en ellas la música”20.

Para los aztecas, la música y la pintura tenían correspondencias cromáticas: el corazón del cantor es un “libro de pinturas”21; y la pintura, en el antiguo México, es escritura. En el Perú incaico, el taqui designaba danzas, cantos y ceremonias asociados al maíz. Este término quizá se aplicó originariamente a la “música” de las élites y se convirtió en un nombre genérico para todas las manifestaciones festivas andinas. Antes de la evangelización las comunidades indígenas tenían sus propios taquis. Los jesuitas enseñaron a los indígenas todos los repertorios regionales, rompiendo así las marcas étnicas distintivas. El Inca Garcilaso nota esas modifica-ciones y recuerda que en los tiempos antiguos existía una correspondencia clara entre el tono y la letra, de tal modo que, con sólo oírlo, ya se sabía que el aire correspondía, ya fuere a una invitación amorosa o a una elegía agrícola: “no podían decir dos canciones diferentes por una tonada”, confusión que se produjo después de la Conquista22.

Respecto a la música africana en la época de la conquista de América, los documentos son escasos y necesitan ser completados por observaciones etnográficas. Todas las fuentes indican la importancia del ritmo y de la síncopa23. Quizás uno de los aspectos más interesantes sea la voz-palabra, que difiere por lo menos entre ciertos pueblos africanos como los Fon y los Gun de Benín. Según los testimonios etnográficos, la voz —cualidad sonora que poseen todos los seres y fenómenos de la naturaleza— puede volverse palabra, comunicando un mensaje im-pregnado de subjetividad —coloratura, textura, elocución, intención—. Esta voz-palabra es también la del narrador. Los instrumentos musicales también la poseen, y esto no es exclusivo de las naciones de Benín. Por eso, éstos pueden decir cosas imposibles de enunciar con el len-guaje humano: expresan lo indecible, como el lenguaje de los tambores, que es el ejemplo más conocido24. El lenguaje corporal de los africanos llamó la atención de los primeros misioneros

20 Miguel León-Portilla, Los antiguos mexicanos a través de sus crónicas y cantares (México: FCE, 2000), 39.

21 Miguel León-Portilla, Los antiguos mexicanos, 179.

22 Inca Garcilaso de la Vega, Comentarios Reales de los Incas (Madrid: Ediciones de Cultura Hispánica, 2002), libro 2: cap. XXVI, 52-53.

23 Según el musicólogo A. M. Jones, el standard pattern o célula rítmica dominante —y, por lo tanto, no única— está formado por dos negras, una corchea, tres negras y una corchea. Citado por Robert Kauffman, “African Rhythm: A Reassessment”, The Society for Ethnomusicology 24: 3 (1980): 393-415.

24 Bienvenu Koudjo, “Parole et musique chez les Fon et Gun du Bénin: pour une nouvelle taxinomie de la parole littéraire”, Journal des Africanistes 58: 2 (1988): 73-97; Pierre Sallée, “Une ethnohistoire de la musique des peuples bantou est-elle possible?”, Journal des Africanistes 69: 2 (1999): 163-168.

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europeos. Las tallas en madera del Congo, pero también las esculturas Yoruba, reproducen esos gestos propios de un estado de trance inducido en los cultos de los orishas y de los voduns, que renacieron en América con la trata de esclavos negros. En las descripciones europeas, la sensualidad de esas danzas constituye un tema recurrente.

Desde el siglo XV, numerosos grupos africanos se establecieron en las grandes ciudades de Lisboa y de Sevilla, y pertenecían a múltiples cofradías religiosas. En las fiestas del santo patro-no, o en otras ocasiones, salían a la calle con sus trajes y sus sones, costumbre que se trasladó a América. La referencia más antigua de la presencia de danzas de negros en Lisboa es de 1451, año en que se celebraron las bodas de la infanta Leonor de Portugal. En esta ocasión el banquete fue amenizado por varios números musicales, siendo el de los “Etíopes” uno de los más destaca-dos25. La visibilidad de los africanos en estas dos grandes ciudades explica que personajes negros —llamados también Guineos— no falten en los entremeses ni en las canciones del siglo XVI. El “Cancionero portugués” de 1515 contiene varias palabras en lengua quimbundu, y Gil Vicente incluye frecuentemente africanos en sus comedias. El “Pranto de Maria Parda”, por ejemplo, de 1522, tiene por protagonista una mulata, que se lamenta por no poder ir a las tabernas de la ciudad26. Por tanto, las composiciones de “negros” tienen un éxito considerable, y los mejores poetas ibéricos contribuyen al desarrollo de este género. De ahí una familiaridad con lo africano, familiaridad recíproca, puesto que muchos de ellos pasaron a América desde la península Ibérica.

Hay, por lo tanto, dos mundos africanos: el cristianizado de la península Ibérica y el africano. Esta dualidad se mantuvo hasta el siglo XIX, puesto que la “naturalización” de los esclavos y de los negros libres en las ciudades coexiste e incluso se nutre de elemen-tos africanos aportados por las ininterrumpidas oleadas de nuevos esclavos procedentes de África. Criollismo y africanización son dos aspectos que se traducen en estilos musicales, a los cuales hay que agregar un tercero: el conocimiento que muchos de estos hombres de color tienen de la notación y de la música de “catedral”. Sus capillas o coros tenían más éxi-to público que los de los indígenas, probablemente por el ritmo alegre y “las insensateces” que decían, como lo sugieren los documentos27. Cuando la música de catedral declinó en el

25 José Ramos Tinhorão, Os negros em Portugal. Uma presença silenciosa (Lisboa: Caminho/Colecção Universitária 1988), 125.

26 José Ramos Tinhorão presenta una larga lista de términos africanos (generalmente en lenguas de la familia bantú) introducidos en Portugal y en Brasil. Os negros em Portugal, 382-392. Por otro lado, las comedias de Gil Vicente pueden fácilmente ser consultadas en ediciones digitalizadas.

27 Robert Stevenson, “La música en la América española colonial”, en Historia de América Latina 4. América Latina colonial: población, sociedad y cultura, ed. Leslie Bethell (Barcelona: Cambridge University Press/Crítica, 1990), 321. Sobre el aporte africano, ver Robert Stevenson, “The Afro-American Musical Legacy to 1800”, The Musical Quarterly 54: 4 (1968): 475-502.

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siglo XVIII, los músicos negros y mulatos, muchos de ellos esclavos que habían aprendido la música “fina” en casa de sus amos, brillaron en los salones de las élites. En realidad, los esclavos y sus descendientes dominan todos los círculos musicales de la sociedad colonial, y también durante el siglo XIX —que incluían a tenores, maestros de música, “capillas” o coros de catedral—, pero también compositores como el peruano José Onofre de la Cadena o el brasileño Cândido Inacio da Silva, discípulo de Nunes García, un músico mulato de gran talento28. ¿Cuántos fueron? Es difícil contestar en ausencia de un estudio cuantitativo, pero lo cierto es que los documentos citan constantemente la actuación de gente de origen africano en lo que podríamos llamar la música seria.

3. Lo divino y lo profano

La inf luencia de la península Ibérica también fue fundamental en la gestación de las músicas criollas, aparte de las indígenas y las africanas ya descritas. De allí llega-ron al Nuevo Mundo los instrumentos más corrientes, como la vihuela, la guitarra, el violín, el arpa, el órgano, las trompetas y los clarines. Todos ellos fueron adoptados por los indígenas y por los negros esclavos o libres. Los españoles introdujeron también una escala musical más amplia que la pentatónica, típica de las poblaciones aborígenes y africanas, un repertorio melódico y poético oral u escrito (cancioneros, hojas sueltas y partituras), así como la generalización sistemática de la combinación de dos estruc-turas rítmicas ternaria y binaria (3/4 y 6/8). En ese proceso de mestizaje, la Iglesia desempeñó un papel fundamental a través de la enseñanza del arte de tañer los ins-trumentos y de la difusión de las nuevas sonoridades en las celebraciones públicas de f iestas y ceremonias. Este proceso fue facilitado mediante la creación de cofradías, la escenif icación de autos sacramentales y, en definitiva, la invención de una nueva esté-tica que incorporó referencias al pasado indígena (Montezumas, matachines, desf iles de Incas) y africano (bailes congos y de “negritos”).

Por otra parte, no hay que olvidar que el cruce del Atlántico se hizo en los dos sentidos, y que en el trayecto de vuelta, los marineros, los pasajeros, y también partituras o notas, regre-san con canciones, pasos de baile y melodías “americanizados” por las poblaciones negras y mestizas. En la península Ibérica, a su vez, esas novedades son adoptadas y transformadas,

28 José Onofre de la Cadena y Herrera, Cartilla música, 1763. Diálogo cathe-músico, 1772, ed. Juan Carlos Estenssoro Fuchs (Lima: IFEA/Institut Français d’Etudes Andines/Museo de Arte de Lima, 2001); Mario de Andrade, “Cândido Inâcio da Silva e o lundu”, Latin American Music Review 20: 2 (1999): 215-233.

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porque la materia musical nunca es estática, por los músicos de la Corte, por los actores có-micos, por los dramaturgos o por los gitanos, que desempeñan un papel de “deconstrucción” comparable, aunque no semejante al de los negros americanos. Esta pluralidad musical no sólo implica que los sonidos, los cuerpos en movimiento, las palabras del canto y el espectá-culo sean indisociables en las tres tradiciones que se han presentado esquemáticamente. Esto supone también que las fronteras que hoy separan la música como arte, de la música popular y del folklore, no existieron de manera tajante en la época de la formación de los géneros musicales y teatrales. Lo que sí existieron fueron los espacios particulares de ejecución, siendo teóricamente incompatibles (pero no necesariamente en la práctica) la catedral y el corral, la taberna y los tablados.

Debe tenerse en cuenta que la música de los españoles que llega a América es a la vez religiosa y profana. A finales del siglo XV, en España y Portugal, el público que asiste a las ceremonias de la Natividad y de la Pasión se aburre con los cánticos en latín. Juan del Encina fue quizás el primero que renovó estas festividades introduciendo en las iglesias entremeses en romance, divertidos e incluso truculentos, que tienen por protagonistas hombres rústicos. Los temas de estos entremeses religiosos, que se acompañan de cantos, melodías y danzas, son ale-gres y tratan asuntos profanos con palabras crudas. Por ejemplo, para la Natividad, y después de unas folías, se presenta “La Farsa del juego de cañas” de Sánchez de Badajoz, en la cual la Alegoría del Amor se dirige a los pastores en estos términos:

“No me las enseñes mas

que me matarás (estribillo).

Estaba la monja

En su monasterio

Sus teticas blancas

De so el velo negro”29.

Un tono cercano en Juan del Encina, que hace hablar al Amor:“Todo mal y pena quito

de los hielos saco fuego

a los viejos meto en juego

y a los muertos resuscito”30.

29 Emilio Cotarelo y Mori, Colección de entremeses, CCLXXVIII.

30 Emilio Cotarelo y Mori, Juan del Encina y los orígenes del teatro español (Madrid: Imprenta de la Revista Española, 1901). Esta égloga se inspiró en los versos de Rodrigo Cota, “Diálogo entre el Amor y un Viejo”, publicados en 1511 por Hernando del Castillo, Cancionero General (Madrid: Real Academia Española, 1958 [1511]).

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Una misma melodía podía ser cantada de dos maneras muy diferentes, a lo “divino” y a lo “humano” o profano, lo que señaló a comienzos del siglo XVII el Inca Garcilaso. Bastaba cambiar algunas palabras para pasar del amor sublimado a la Virgen María o a Nuestro Señor, a la pasión sensual. Según Dámaso Alonso, en ningún sitio este procedi-miento duró tanto como en España y sus dominios31. Este procedimiento, muy común en esa primera época, fue desarrollado por los jesuitas de Brasil como José de Anchieta, autor de un copioso repertorio de canciones. Lo que no revelan claramente los documentos, pero que se puede intuir fácilmente, es que al compartir una misma melodía, el canto di-vino recordaba necesariamente su faz profana opuesta, erótica o pícara. Un ejemplo entre muchos de “divinización” es la transformación de las coplas del romance de Gaiferos: “Caballeros, si a Francia ides, / por Gaiferos preguntad”, se convierte en “Angeles, si vais al mundo/ por mi Esposa preguntad”32.

Bajo la modalidad profana los romances de Gaiferos gozaron de amplia difusión en América hasta una época reciente. Sin duda, el hecho de que Gaiferos fuera un hijo na-tural, que logra escapar a la venganza de su padrastro, facilitó la identificación de todos los mestizos y bastardos que pulularon en las sociedades virreinal y moderna. Los textos de esas tonadas, coplas y esos villancicos conservados en los archivos y en la tradición popular tienden a emplear un lenguaje alusivo, que permite burlarse de la censura y de los censores33. Este discurso paralelo sobre el sexo y la sociedad constituye una “contra-cultura” que desafía a la misma Inquisición.

4. La lingua franca del amor

Más explícitamente que en las artes plásticas, el mestizaje musical es la expre-sión artística, sensible y creativa de un mundo “globalizado” por un idioma común, el castellano —la excepción brasileña se diluye en formas intermedias que surgen en la

31 Rogerio Budasz, “A presença do cancioneiro ibérico na lírica de José de Anchieta. Um enfoque musicológico”, Latin American Music Review 17: 1 (1996): 42-77.

32 Rogerio Budasz, “A presença do cancioneiro”, 43.

33 Dos ejemplos, entre muchos otros, que ilustran esa dualidad. El primero es una estrofa de zarabanda del Siglo de Oro: “Toma el licor, niña/ del cuello de mi redoma/ que es mejor malvasía/ que jamás se bebió en Roma/.../ Tómalo vida y alma/ no de dejes puesto en calma/ que es el fruto de mi palma/ transparente como goma”, en Daniel Devoto, “La folle sarabande”, Revue de musicologie 46 (1960): 153-154. El segundo es esta marinera tradicional peruana: “Se rompió la jarra de oro/ que costó tanto dinero/ aunque la suelde el platero/ no queda del mismo modo/ Amores y dinero quitan el sueño”. [El “oro”, en el lenguaje popular español del siglo XVII, es el sexo femenino].

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cuenca del Río de la Plata—. Las palabras de las canciones eran comprensibles en to-dos los virreinatos. Aparecen en toda Iberoamérica términos generales como “folías”, “guineos”, “fandangos” o “calendas”, que dan a los distintos reinos y capitanías de los tres continentes de América un aire de familia. Palabras que en el mundo prehispánico tenían un signif icado preciso, como mitote, tocotin, taqui, o areito, se vuelven términos genéricos para definir toda danza de indios transformada por la música occidental. Una canción del siglo XVIII, que es una refundición de coplas anónimas más antiguas, alude a este aspecto “globalizado”. Aunque la letra sea relativamente conocida, con-viene retomarla aquí. Si bien falta la melodía, no se puede excluir que exista en algún archivo musical:

“En Portobelo te amé

en la Veracruz te vi,

fui a Buenos Aires muriendo

y en Lima te dije si.

Si mi quisieras, charupa mía

Yo te arrullara y te chamaría

Si tu me amaras, sería solo

Quien te tocara y bailara el polo

En La Habana, mi vida, cantan asi:

Cacharo faquiel, faro tu puqui,

serano chagua catulenberí”34.

Los puertos mencionados en la canción ocupan un lugar central en el tráfico negrero. El estribillo de la canción, que funciona como una “tonadilla”, está en jerigonza “negra”; la palabra “charupa” es originaria de Perú y designa una frutilla sabrosa y dulce de las tierras tropicales; la ortografía de “chamaría” revela el acento del Río de la Plata, in-fluenciado por el portugués; los arrullos, en el mundo hispanoamericano, son típicos de los africanos de la costa del Pacífico de los actuales territorios de Ecuador y Colombia; “el polo” es el nombre de un baile andaluz transformado en el Caribe (Coro, isla de Margarita), y que será posteriormente retomado y apropiado por los gitanos del sur de España. El tema principal de estas coplas, típico de los repertorios populares, es el amor apasionado (generalmente de un hombre), quizá no correspondido como debiera (como el uso del condicional lo sugiere), un sentimiento más fuerte que las distancias.

34 Emilio Cotarelo y Mori, Colección de entremeses, CCIIIC.

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La canción, como lo muestra el ejemplo anterior, es una narración. Más aún, funciona como una “lingua franca”35. Las penas amorosas del otro son comparables a las mías, y esa experiencia común une dos destinos diferentes. “Si los delfines mueren de amor, ¿qué harán los hombres, que tienen tiernos los corazones?”, dice una endecha de las Canarias36. El tema del corazón herido no es una metáfora propia de esta canción, sino un tópico ibérico que se encuentra en varios cancioneros del siglo XVI y que perdura hasta la época contemporánea. En efecto, la temática del amor apasionado y no correspondido domina. Esta tensión erótica invade también los cantos religiosos a la Virgen; así, “Mis verdaderos amores, Yo con vos tenerlos quiero”, dice Juan del Encina37. Mientras que “Mi ánima queda aquí, Señora en vuestra prisión, partida del corazón, del dolor con que partí”, indica una copla atribuida a un cierto Escobar, que recoge esta imagen de otros poetas cantores38.

El amor como cautiverio aparece a la par en numerosas canciones y atraviesa las épocas. Un sentimiento que ya en el siglo XVI era compartido por señores y por rús-ticos: “Mas vale trocar placer por dolores qu’estar sin amores [...] es vida perdida vivir sin amar”. Estos versos de Juan del Encina afirman el valor supremo del amor y del sufrimiento, y encuentran a través del tiempo un eco en la canción popular latinoameri-cana, como en la mexicana “La llorona”: “el que no sabe de amores no sabe lo que es la vida”; en el tango “Tomo y obligo” de Javier Calamaro, o en el célebre bolero de Miguel Matamoros “Lágrimas negras” (1928), por sólo citar tres composiciones muy conocidas39. Esta exaltación del alma y del cuerpo constituye la esencia misma de todas las canciones, narrativas y series televisivas modernas.

El corazón herido de amor y capturado por una mujer —el caso inverso existe pero es me-nos frecuente— no es una imagen trivial, sino un tema mítico que se impone durablemente en el mundo mestizo americano. Una canción de amor crea o revive un sentimiento que cada ser ha experimentado; de ahí la fuerza identificadora de este tipo de canciones tan corrientes en la historia musical popular. Un sentimiento que toca no al grupo ni a la familia, sino al individuo,

35 “The general acceptance of certain Euro and African genres as constituting a lingua franca of musical expression in a large number of contexts within industrialized societies”: Philip Tagg, “Analysing Popular Music: Theory, Method and Practice”, Popular Music 2 (1982): 37. Sobre este último punto demasiado restrictivo, se volverá más adelante.

36 La identificación del pescador con los peces aparece en muchas canciones caribeñas donde ha sido fuerte la influencia de los estilos canarios. Las endechas son de origen sefardí.

37 Francisco Asenjo Barbieri [transcripción], Cancionero musical español de los siglos XV y XVI (Buenos Aires: Schapire, 1945), n° 300: 158.

38 Francisco Asenjo Barbieri, Cancionero musical español, n° 145: 107.

39 Francisco Asenjo Barbieri, Cancionero musical español, n° 190: 121.

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y en ese sentido su aparición es novedosa, moderna y probablemente desconcertante, puesto que la gran mayoría de esas coplas expresan dolor y una forma cercana a la muerte.

Otros contextos semánticos contribuyen a la constitución de esta idea compartida por millones de individuos a través de la historia. Uno de ellos es la iconografía cristiana del corazón de Jesús y de su cuerpo escarnecido. Otro es el concepto autóctono, indígena o mestizo, que trata de la pér-dida del alma como consecuencia de la transgresión y que caracteriza los síntomas del “susto” o “espanto”. En los dos casos, la “captura” del corazón del amante encuentra un eco significativo en las tradiciones, pero falta un estudio antropológico de este sentimiento y de la manera como cada sociedad dicta las reglas de conducta. Una de las razones es el carácter multifacético y pluridisci-plinario de la problemática, que integra “el amor”, un sentimiento que ha sido ignorado por las ciencias sociales, pero que es ubicuo y fundamental en las sociedades humanas.

Uno de los aspectos más importantes de las nuevas músicas mestizas fue el enfatizar la figura del sujeto. Si bien los primeros romances desarrollan una narración ligada a personajes determinados —Gerinaldo, Gaiferos, Delgadina, Nerón, así como Hernán Cortés, Francisco Girón, Lope de Aguirre u otros individuos cantados por los corridos modernos, derivados de aquéllos—, las canciones populares festivas emplean la primera persona del singular, que es a la vez el sujeto de la acción relatada y el propio ejecutante, que confunde su voz con la del héroe. El dar su nombre y a veces también el apellido no es la sola marca de subjetividad. Así, pues, el que canta y tañe un instrumento no sólo es un sujeto que ejecuta una acción difícil, y que generalmente se sitúa en un contexto de desafío frente a los otros que van a probar a su vez sus capacidades, sino que asume como tal las frases de la canción como si fueran suyas. Un ejemplo interesante es el que da el cronista Guamán Poma de Ayala. En el folio 856, de Nueva Crónica y buen gobierno, puede verse una pareja bailando sobre un suelo enlosado, proba-blemente la vivienda de un español importante, en la cual viven como criados. El hombre, un indígena vestido a la española, tañe una guitarra de cuatro cuerdas y susurra palabras de amor en quechua a su compañera, que esboza con coquetería un paso de baile, acompañando el ritmo con “pitos”40. Guamán ha transcrito las palabras del guitarrista:

“Acaso un destino adverso, acaso una ilusión nos separa, Coya? Tu madre falsa nos ha

separado y ha causado mi muerte; tu padre malo nos ha hundido en la miseria, pensan-

do en tus ojos que ríen desfallezco. La mujer es ‘engaño como el espejo de las aguas’,

pero él quiere llevar a su ‘flor’ en su cabeza, en el fondo de su corazón”41.

40 Guamán Poma de Ayala, Nueva Crónica y buen gobierno, trad. Richard Pietschmann (París: Institut d’ethnologie, 1936), ff.856-857.

41 Guamán Poma de Ayala, Nueva Crónica, XXIV-XXV.

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Quizás se trate de un cante antiguo —un haravi incaico, transformado en una canción de amor y de pérdida, el yaravi peruano— lo que aquí está interpretando el mestizo. Pero en ese instante que ha sido plasmado en la lámina de Guamán Poma, las palabras de la canción se refieren a esa mujer que baila con gracia frente al cantor, y no a otra, una mujer que el hombre se esfuerza en “cautivar” con su melodía y su declaración de amor. Es sin duda una forma de “fascinación”, siguiendo el análisis que hace el antropólogo Alfred Gell sobre las artes plásticas de las sociedades arcaicas42. Para el autor y los lectores, observadores de otra época, lo más fas-cinante de esa escena es su modernidad. La joven pareja está fuera de todo contexto indígena, puesto que no existe ni pueblo ni fiesta ni colectividad, ni, por lo tanto, lazos de parentesco y vínculos tradicionales de dependencia. Tampoco hay un referente religioso. El instrumento, y por lo tanto el sonido que produce, es totalmente nuevo. El castellano se infiltra en la letra de la canción. Guamán, por ejemplo, ve en esta escena una “fiesta de los criollos”, como lo indica en la parte inferior de la ilustración. Pero es una modernidad americana, es decir, híbrida, un producto “de la tierra”, como el calificativo de “criollo” lo indica, cuya temporalidad es el presente, y no el pasado.

Asimismo, la libertad de expresión de los jóvenes mestizos es facilitada por la guitarra, relativamente fácil de tañer, transportable e individual. La presencia en América es quizá tan antigua como la Conquista, pero se conoce que en 1523, treinta guitarras y trece vihuelas llegaron a Santo Domingo y a Puerto Rico, y en México, un fulano Ortiz, vihuelista célebre entre sus compañeros conquistadores, acompaña con su música la expedición de Cortés a las Hibueras (Honduras)43. En 1674, en España, sale a luz el tratado de Gaspar Sanz, Instrucción de música sobre la guitarra española, pero el cuatro ha sido suplantado por una guitarra de cinco cuerdas que se impone y se vuelve el instrumento más popular hasta la actualidad. Estas Instrucciones conciernen el rasgueo y el punteo de las cuerdas. Gaspar Sanz construye dife-rencias partiendo de aires populares, o de géneros que estaban en auge en su época como la zarabanda, la chacona, las jácaras y la marizápalos. El Tratado es publicado en el momento oportuno: la polifonía renacentista está siendo suplantada por el solista. Esa modernidad de Gaspar Sanz es la que se vislumbra en la lámina de Guamán44.

42 Alfred Gell, Art and Agency. An Anthropological Theory (Oxford/Nueva York: Oxford University Press, 1998).

43 Egberto Bermúdez, “Urban Musical Life in the European Colonies: Examples from Spanish America, 1530-1650”, en Music and Musicians in Renaissance Cities and Towns, ed. Fiona Kisby (Cambridge: Cambridge University Press, 2006), 167-179.

44 Juan Carlos Estenssoro Fuchs señala que Guamán, a pesar de su tradicionalismo, acepta que los taquis y las cachuas de los antiguos peruanos vayan acompañados con guitarra, lo cual significa un cambio fundamental, no sólo de sonido sino de ejecución. “Los bailes de los indios y el proyecto colonial”, Andina 10: 2 (1992): 372.

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5. Transgresiones 

Ya lo decía Guamán Poma: la novedad de la música cantada “desviaba” a los indios y los convertía en gente de mal vivir:

“[…] como los yndios e yndias criollos y criollas hechos yanaconas y hechas chinaconas

son muy haraganes y jugadores y ladrones que no hacen otra cosa sino borrachear y

holgar, tañer y cantar, no se acuerdan de Dios [...] anda como rufianes y saltiadores

gitanos de castilla con color de que sea bentura”45.

El vocabulario es duro y las críticas del cronista no perdonan a la pareja, que se deja llevar por la magia de la música. En la época de Guamán Poma, los pícaros y la gente de malas costumbres ocupan un lugar importante en los entremeses y otras formas del teatro “menor”. En las ciudades españolas, el populacho urbano estaba constituido por gente ociosa y marginal, llamados xaques o jaques en la jerga de germanía46. Estas gentes y sus fechorías inspiraron un género musical popular llamado jácara, cuyos personajes son prostitutas, ladrones y rufianes. Las jácaras cantadas y bailadas típicas de las representaciones populares en plazas y corrales debían tratar obligatoriamente de cosas del hampa. Esta representación musical también se encuentra en América y adquiere una importancia considerable. En tanto, el mundo del hampa, real o figurado, fue uno de los grandes temas identificatorios de la música popular. Sin duda, el tema de la marginalidad se enriquece a lo largo de la historia, incluyendo conquistadores “alzados” contra la Corona (como Francisco Hernández Girón, o Lope de Aguirre), revolucionarios, bandidos, cangaceiros, rufianes, malandros, rameras, y narcotraficantes y drogadictos del siglo XXI. La importancia de estos héroes “negati-vos” y la ambigüedad de su comportamiento merecen un estudio detallado.

En España, los negros son personajes recurrentes de las jácaras. Muchas de ellas cuentan hechos reales (fechorías célebres de un determinado sujeto) y se acompañan con castañuelas y guitarras; entretanto, en América se añaden zapateados y percusiones, como en una com-posición de Gaspar Sánz que presenta una gran semejanza con un son llanero venezolano, llamado “El pajarillo”. Este ejemplo ilustra un tipo de transmisión muy particular de textos escritos por un autor, con música y danzas, que se vuelven anónimos y resurgen en situacio-nes comparables. Pero también en la península Ibérica los jaques, que merodeaban por las

45 Guamán Poma de Ayala, Nueva Crónica, f.857.

46 La germanía fue retomada por los escritores de un modo semejante a lo que sucedió con el “lunfardo” de las márgenes de Buenos Aires en el siglo XX. Esto no significa que esos idiomas no existieron, como se ha pretendido. Entre las linguas francas cabe citar la del Mediterráneo y la de São Thomé, puerto negrero africano. Esta diversidad lingüística explica las construcciones en jerga “negra” tan populares en los siglos XVI-XVIII.

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ciudades, iban generalmente acompañados en sus fechorías de negros (generalmente mulatos) y gitanas. Estos dos tipos sociales, creados por los actores de entremeses cantados y por los autores de comedias, son seres de pasiones violentas, que manejan hábilmente la navaja o el cuchillo. Las gitanas, por ejemplo, son ambiguas al considerarse seres timadores y amorales, pero fascinantes por su belleza y por la gracia de sus bailes. En América, el estereotipo de la gitana sensual, zalamera y libre se transfiere a las mulatas, las criollitas de Portobelo o las mulatinhas de Brasil. Los cancioneros del Alto Perú contienen numerosas jácaras de este tipo.

En el género “jacarandino”, la primera persona del singular es de rigor, como puede verse en esta copla curiosa del siglo XVII: “La Chaves soy, una moza/ de matante garabato/ lima sorda de las bolsas/ y estafa de los morlacos”47. La letra está en jerigonza del hampa, muy en boga en el teatro español durante casi dos siglos, y probablemente también en América, como lo sugiere la palabra “morlaco”, que se aplica a los hombres crédulos e idiotas, rasgos que en el teatro menor popular español caracterizan a los indianos —es decir, a los que han ido a las Indias a hacerse ri-cos—. Por vías extrañas, esa palabra pasa al nuevo continente con el significado de dinero de poco valor, como los patacones. A comienzos del siglo XX, los morlacos resurgen en la jerga o lunfardo del Río de la Plata, en un tango famoso de Carlos Gardel, “Mano a mano”, en la frase “los morla-cos del otario” (el dinero estafado a un protector cándido por una mujer de mala vida)48.

La zarabanda y la chacona, danzas de origen europeo pero transformadas por entero en América, donde los mulatos acentúan la cadencia sensual, son también personificaciones de mujeres de vida ligera pero dignas de admiración. Zarabanda habría sido el nombre de una prostituta de Guayacán, casada con Antón Pintado. Guayacán, situado en la Audiencia de Quito, era el nombre de un arbusto utilizado en la composición de decocciones contra las enfermedades venéreas; “pintado” significa “marcado” por ese mal. En esta danza escandalo-sa, las parejas se enfrentan, y la mujer desempeña el papel principal, acompañando sus pasos con castañuelas o con una pandereta. La mímica sexual explícita y las coplas alusivas fueron objeto de prohibiciones reiteradas. La Chacona sigue el mismo destino que su “prima”, la Zarabanda. Ambas danzas son consideradas “amulatadas”: “Chiqui chiqui, morena mía, si es de noche o si es de día, vámonos, vida, a Tampico, antes que lo entienda el mico, que alguien mira a la chacona, que ha de quedar hecho mona”49.

47 Emilio Cotarelo y Mori, Colección de entremeses, CXCII. “El matante garabato” se refiere a la vez a las formas de la Chaves, que “matan”, y a un instrumento de hierro utilizado por la gente del hampa para sus atracos. El apellido Chaves significa “llaves”.

48 Tango de autoría de Celedonio Flores, con música de Carlos Gardel y José Razzano, compuesto en 1920 y grabado en 1923.

49 Maurice Esses, Dance and Instrumental “diferencias” in Spain, 612-613.

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Chacona rima con “vida bona” y hace referencia a una vida que es el paraíso de los hombres, porque el país de la Chacona es probablemente la única utopía inventada por una canción anóni-ma de 1621. Para hablar de las maravillas de esa isla situada en algún lugar del Caribe (o en Jauja del Perú, según otras versiones), la guitarra debe servir “de voz sonora” al cantor. Allí, siguiendo esa idea de lugares legendarios como el país del Preste Juan, el país de la Cíbola y el país de la Cucaña, descritos por cronistas y escritores españoles, todos los deseos de los hombres son satisfechos. Cada chacón dispone de seis jovencitas, cada una con rasgos físicos particulares, que le aportan variedad. En esa isla se bebe y se come hasta la saciedad, y cuando el chacón se siente exhausto por tanto placer, duerme a pierna suelta el tiempo que quiere50.

En América, las chaconas y las zarabandas se mezclaron con otras danzas, también sen-suales y “lascivas”, más marcadas por la presencia africana como los guineos y sus numerosas variantes, zarambeques, paracumbés, gurrumés, tangos, fandangos, chicas y calendas. Esta vena procaz no cede ante los bandos que, en forma reiterativa, prohíben los movimientos “torpes” y escandalosos. En 1626 Thomas Gage afirma haber oído un guineo entonado por el superior del convento de Santo Domingo en Veracruz. La canción, acompañada con la vi-huela por el religioso, estaba destinada a una cierta Amarilis51. Se trataba de una composición de Gaspar Fernandes, por entonces maestro de capilla en Puebla. El estribillo, “sarabanda, tengue que tengue, zumba casu cucumbé”, era una alusión a los negros y mulatos. En todo caso, esas palabras indican la africanización de la zarabanda en este territorio52.

En 1776, igualmente, una época en que los criterios de distinción triunfan entre las élites urbanas, unos esclavos de La Habana son desembarcados en Veracruz e introducen en la Nueva España un nuevo son: el chuchumbé cubano. Un baile de gestos indecen-tes —chuchumbé significa pene—, que, a pesar de las prohibiciones, fueron ejecutados en las iglesias, como sucedió en Jalapa en 1772, durante la misa del gallo53. Criticadas por la Iglesia, estas danzas fueron bailadas no sólo por las castas de color, sino también por los jóvenes de familias “decentes”. Los guineos y su prolífica progenitura de fandangos y

50 Daisy Rípodas Ardanaz, Lo indiano en el teatro menor español de los siglos XVI-XVII (Madrid: Atlas/Biblioteca de Autores Españoles, 1991), 69-70.

51 Thomas Gage, Nueva relación que contiene los viajes de Thomas Gage en la Nueva España (Guatemala: Sociedad de Geografía e Historia de Guatemala/Biblioteca “Goathemala”, 1946), 29.

52 Según un informante de la antropóloga cubana Lidia Cabrera, Zarabanda es el nombre que los Congos de Cuba dan a uno de los orishas, el dios fálico asociado con el hierro: La Forêt et les Dieux. Religions afro-cubaines et médecine sacrée à Cuba (París: Jean Michel Place, 2003), 152-157.

53 Solange Alberro, Les Espagnols dans le Mexique colonial. Histoire d’une acculturation (París: Armand Colin/Cahiers des Annales, 1992), 95; Georges Baudot y María Agueda Méndez, “El Chuchumbé, un son jacarandoso del México virreinal”, Caravelle 48 (1987): 163-171.

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calendas fueron un desafío constante a las convenciones sociales. El lenguaje del cuerpo es subversión, no sólo por el descaro de los gestos, sino porque rebasa los límites asignados a las castas y “contamina” a la juventud de las clases altas. Este proceso, iniciado mucho antes, adquiere una ubicuidad que precede la emergencia de ideas políticas nacionales de los últimos decenios del siglo XVIII.

A modo de conclusión: de la autenticidad en la música 

En este artículo se ha mostrado que la distinción entre varios tipos de música es corriente, pero también que las categorías en las que pueden ser insertados son cambiantes a lo largo del tiempo. Así, pues, en el siglo XVI los compositores más famosos y los maestros de capilla han recurrido a la música polifónica, a los villancicos, a los “guineos” y a las jácaras. Los Autos Sacramentales siempre contenían piezas villanescas. En el siglo XVII, Luis de Góngora y sor Juana Inés de la Cruz utilizan todos los géneros poéticos. El libreto original de la primera ópe-ra producida en América, “La Púrpura de la Rosa”, es de Calderón de la Barca. El compositor Tomás de Torrejón y Velasco, un privado del virrey del Perú, era maestro de capilla en Lima, que retomó el texto calderoniano introduciendo unos romances de Góngora. Después de la Loa que da inicio a la obra, el dúo entre Venus y Adonis comienza con un “Ay de mi!”, típico de la música popular, y entre la cuarta y la quinta escena, el autor coloca una jácara anónima con acompañamiento de guitarra y castañuelas54. Las óperas, ya sean americanas o italianas, como también las tonadillas y las zarzuelas, son a la vez populares y líricas. Pero, además, en Buenos Aires, ciudad de fuerte inmigración italiana desde el siglo XIX, la Traviata inspiró a la Milonguita del tango.

La dificultad de clasificar los géneros musicales criollos según criterios jerárquicos resulta evidente también en el códice Martínez Compañón. Este documento contiene una muestra muy amplia de músicas criollas recogidas en el norte de Perú entre 1778 y 1788 por el obispo de la diócesis de Trujillo (Perú), don Baltasar Jaime Martínez Compañón. Las ilustraciones de bailes y de fiestas están completadas con partituras y un texto (inconcluso). Casi todas las letras de las canciones están en castellano. La Tonada del Congo, por ejemplo, prefigura Sometimes I Feel Like a Motherless Child y recoge el lamento de un africano capturado y separado definitivamente de su madre, tema muy frecuente en las canciones afroamericanas. Pero esa estrofa dramática va seguida de un estribillo pícaro: “el palo de la jeringa, derecho derecho, va a su lugar”. La

54 Esta ópera fue grabada por el conjunto Elyma, bajo la dirección de Gabriel Garrido, en diciembre de 1999, en la iglesia catedral de Cuenca (Ecuador). El CD K617108/2 contiene varios textos sobre esta obra, así como el libreto.

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Tonada el Tupamaro de Caxamarca está compuesta en octosílabos culteranos y no en quechua, como podría pensarse para una temática eminentemente subversiva:

“Cuando la pena en el centro

se encuentra con el sentido

suspiro es aquel sonido

que resulta del encuentro”.

En el códice peruano hay villancicos en castellano quechuizado, canciones profanas que utilizan expresiones como “corazón de piedra”, “ingratitud” “soledad”, típicas de la retórica popular. También se encuentran bailes de parejas que se asemejan a las cuecas, referencias a romances españoles sobre la “reina mora”, el “rey David” y “los doce pares de Francias”. Carlomagno es una figura popular en el nordeste de Brasil, así como en Tucumán, como lo señala el viajero Carrió de la Vandera “Concolorcorvo”55. También hay danzas de señoras incas y de Chimos, “occidentalizadas” por la Iglesia, pero evocado-ras de otra historia que, como la de los Montezumas o de los reyes Congos, construye una nueva memoria56. El corpus peruano recogido en el último tercio del siglo XVIII ilustra la consolidación de una música criolla de múltiples facetas que prefigura la música “latina” del siglo XX. Este proceso aparece en otras partes de América y demuestra que la distri-bución masiva de la música popular dentro de un grupo heterogéneo no es un fenómeno único aparecido con la sociedad industrial y el capitalismo.

Para muchos autores, la música popular descrita, dictada por la moda, dura al máxi-mo tres generaciones. Ésta se opondría a la música tradicional, que tiene larga duración y, como el mito, se declina en múltiples variantes57. ¿Sobre qué se fundan estas afirma-ciones? De hecho, éstas presuponen que la música tradicional es anónima, oral, abierta a toda improvisación, mientras que la música popular es escrita y, por lo tanto, fija, y sus autores deben obedecer a reglas comerciales. Esto hace olvidar que las relaciones entre lo escrito y lo oral han sido constantes, por lo menos desde la época de Juan del Encina. Luis de Góngora ha contribuido con sus villancicos a varias piezas “populares”. Éstas, acaso, ¿serían inauténticas? La música escrita puede reanudar una tradición olvidada o reprimida. En Brasil, las modinhas eran canciones de amor portuguesas, cuando el músico

55 Concolorcorvo (seudónimo de Alonso Carrió de la Vandera), El Lazarillo de ciegos caminantes (Buenos Aires: Emecé, 1997 [1773]).

56 Sin duda, el trabajo más detallado sobre el tema es el de Victoria Bricker, The Indian Christ, the Indian King. The Historical Substrate of Maya Myth and Ritual (Austin: University of Texas Press, 1981).

57 Mercedes Díaz Roig, “Panorama de la lírica popular mexicana”, Caravelle 48 (1987): 27-36.

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Cândido Inácio da Silva, de origen africano, compuso varias de estas piezas en la primera mitad del siglo XIX, colocando una síncopa en el primer tiempo de un compás de dos por cuatro y una séptima nota disminuida que funciona como una “blue note”. Cândido afri-canizó la modinha, introduciendo lo negro, que hasta ese momento había sido desdeñado por las élites, creando así la música brasileña58.

Lo que esto muestra es que la búsqueda de lo propio, de la autenticidad, es contemporánea de la industrialización y de la transformación de la música popular bajo la influencia de las industrias culturales. De ahí que los nombres de géneros musicales hispanoamericanos sean pletóricos, lo cual no significa que todos ellos sean distintos, sino que se presentan como tales. En un libro célebre, Eric Hobsbawm analiza las construcciones modernas de la tradición, que obedecen a la necesidad de insertar artificialmente lo nuevo en una tradición histórica y social que lo haga aceptable59. En el caso de la música criolla popular, la situación es inversa, puesto que, aunque los géneros musicales se presenten como novedosos y en ruptura con los anterio-res, que se consideran pasados de moda y “viejos”, en realidad son una variante moderna de una tradición. ¿Quién dicta las normas, los criterios para determinar la autenticidad? ¿Cuánto tiempo es necesario para que una música determinada se vuelva patrimonio de un grupo o de una nación? De ahí que esas músicas alimenten su propia mitología y que busquen, en la historia reciente, quién fue el primero en darles vida. Los aficionados al tango, a la samba bra-sileña o a la rumba, entre otros estilos, discuten sobre la identidad del primero que inventó el estilo. Lo mismo pasa con el jazz, que muchos autores atribuyen a Buddy Bolden, un hombre del cual no se ha conservado ninguna interpretación.

En todo caso, se puede decir que en la génesis de la música popular latinoamericana, los indígenas, los africanos y sus descendientes desempeñaron un papel crucial, subvir-tiendo sistemáticamente el ritmo de las melodías y danzas españolas y mestizas, y creando formas de expresión cultural criollas, nacionales, internacionales y globalizadas en el siglo XX. Sobre este tema, Paul Gilroy, que ya se ha citado anteriormente, ve en el pueblo originado en el desarraigo de la trata de esclavos, la figura emblemática de la diáspora moderna, cuya existencia social se forja en el movimiento, la interconexión y la mezcla de las referencias culturales. El principio de conexión de los mundos africanos y americanos invalida, según Gilroy, todo intento de etnicización, pero es fundador de la contracultura de la modernidad, que califica de “polifónica”, y que no se deja encerrar en las categorías

58 Mario de Andrade, “Cândido Inâcio da Silva”, 215-233.

59 Eric Hobsbawm, “Introduction: Inventing Traditions”, en The Invention of Tradition, eds. Eric Hobsbawm y Terence Ranger (Cambridge: Cambridge University Press, 1992 [1983]), 1-14. Hobsbawm, justamente, es uno de los historiadores que más se han interesado por la música popular en las sociedades contemporáneas.

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éticas, políticas, estéticas y territoriales de la modernidad. Pertenecer simultáneamente a dos mundos distintos no significa diversidad ni alteridad, sino multiplicidad (multiplicity) de las orientaciones colectivas. El universo cultural de los negros, de los mulatos y de las castas de la época virreinal, que se puede también llamar “polifónico”, corresponde más a ese modelo que a la indagación de raíces africanas perdidas en la maraña del entramado “rizómico” de la cultura virreinal.

Bibliografía

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José M. Portillo Valdés

Artículo recibido: 12 de noviembre 2013

Aprobado: 06 de mayo de 2014

Modificado: 15 de julio de 2014

Profesor de Historia Contemporánea en la Universidad del País Vasco (España). Licenciado y doctor en Geografía e Historia. Ha sido profesor invitado en la Universidad Santiago de Compostela (España), en la Universidad de Nevada (Estados Unidos), en la Universidad de Georgetown (Estados Unidos) y en la Universidad Autónoma de Madrid. Entre sus publicaciones recientes se encuen-tran: “Pueblos y naciones: los sujetos de la independencia”, Historia y Sociedad 23 (2012): 17-35, y “Los rumbos imprevistos de Cádiz”, Anthropos: Huellas del Conocimiento 236 (2012): 97-111. Además, fue coordinador, en compañía de María del Pilar Cagiao Vila, del libro Entre imperio y naciones: Iberoamérica y el Caribe en torno a 1810 (Santiago de Compostela: Universidad Santiago de Compostela, 2012). [email protected]

Proyección historiográfica de Cádiz. Entre España y México Ï

Ï Este texto ha ido evolucionando a lo largo de los últimos años. Una primera versión fue publicada como “El tiempo histórico del primer constitucionalismo en el Atlántico hispano. Balance y perspectivas”, Almanck 4 (2012): 101-112. Otra revisión fue publicada en el libro dirigido por Jaime Olveda, Los rostros de la Constitución de Cádiz (Zapopan: El Colegio de Jalisco, 2013).

doi: dx.doi.org/10.7440/histcrit54.2014.03

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Proyección historiográfica de Cádiz. Entre España y México

Resumen: Este artículo se concibe a la vez como una recapitulación y una proyección historiográfica. Lo primero, porque trata de ilustrar el importante progreso que ha experimentado el conocimiento historiográfico sobre la época de la crisis de la monarquía y el surgimiento del constitucionalismo en el mundo hispano. Lo segundo, porque trata de señalar aquellos asuntos que, a juicio del autor, podrían constituir temas de investigación a partir del conocimiento acumulado en estos años que han estado girando alrededor de la celebración de los bicentenarios.

Palabras clave: México, España, Constitución de Cádiz, historiografía, constitucionalismo.

A Historiographic Projection of Cádiz. Between Spain and Mexico

Abstract: This article is simultaneously conceived as both a historiographic recapitulation and projection. As the former, it attempts to illustrate the important progress that has been achieved in terms of historiographic knowledge regarding the era of the crisis of the monarchy and the rise of constitutionalism in the Hispa-nic world. As the latter, it attempts to point out the questions which the author believes could constitute research topics based on the knowledge accumulated in recent years as a result of revolving around the bicentennial celebrations.

Keywords: Mexico, Spain, Constitution of Cádiz, historiography, constitutionalism.

Projeção historiográfica de Cádis. Entre Espanha e México

Resumo:Este artigo se concebe ao mesmo tempo como uma recapitulação e uma projeção historiográficas. A primeira por se tentar ilustrar o importante progresso que o conhecimento historiográfico vem experimentando sobre a época da crise da monarquia e o surgimento do constitucionalismo no mundo hispânico. A segunda por tentar indicar aqueles assuntos que, do ponto de vista do autor, poderiam constituir temas de pesquisa a partir do conhecimento acumulado nestes anos que têm girado ao redor da celebração dos bicentenários.

Palavras-chave: México, Espanha, Constituição de Cádis, historiografia, constitucionalismo.

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Introducción: los límites de la “historiografía propia”

L uis Villoro y Miguel Artola son dos historiadores coetáneos, nacidos respectivamente en 1922 y 1923, y que publicaron obras de enorme in-f luencia historiográfica en los años cincuenta del pasado siglo. Tanto El

proceso ideológico de la revolución de independencia (1953) como Los orígenes de la España contem-poránea (1959) marcaron ciertamente derroteros historiográficos de varias generaciones. Con un dinamismo cultural e intelectual mucho más avanzado, la academia mexicana de los cincuenta pudo producir obras como las de Villoro, Ernesto de la Torre Villar o Jesús Reyes Heroles, que en aquellas décadas de posguerra ofrecían una ref lexión sobre los orígenes del liberalismo en México. Por el contrario, la academia española de aquella década y la siguiente no estaba para tales f inezas intelectuales. En un paisaje intelectual casi yermo Miguel Artola fue un historiador atípico, que en vez de recrearse en la España imperial pref irió indagar sobre los orígenes de la España contemporánea; época menos presta al relato de las glorias nacionales que entusiasmaban a la of iciali-dad del régimen franquista.

Cabría matizar que Artola fue atípico en su época pero que en absoluto lo fue en el contexto más amplio de la historiografía española precedente. En efecto, no ca-sualmente, desde que en España se empezaron a escribir novelas, y sobre todo novela “nacional”, en los años revolucionarios de f inales de los sesenta del siglo XIX, comenzó también a ref lexionarse más críticamente sobre su historia moderna. Fueron los debates que siguieron a la revolución de 1868 sobre el modo en que España debía constituir-se, los que abrieron un espacio de pensamiento sobre su inserción en la modernidad occidental, que recogió con inusitada intensidad la llamada generación del 981. El alda-bonazo crítico con esa modernidad española de Joaquín Costa en los años del cambio

1 José Álvarez Junco, coord., Las historias de España. Visiones del pasado y construcción de identidad (Madrid: Crítica/Marcial Pons, 2013).

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de siglo, Oligarquía y caciquismo2, es quizá el texto más contundente en este sentido, escrito antes de la guerra civil española de 1936. No es casual que el mismo Costa hubiera dedicado su disertación doctoral en 1874 a una historia de la revolución española, que f inalmente se decidió a titular como Historia crítica de la Revolución Española3. Entre esos años y los que vinieron, la segunda experiencia republicana en España (1931-1939), se desarrolló con cierta solvencia una historia precisamente crítica con la relación entre España y la modernidad, que tuvo siempre un especial interés en la naturaleza de la Revolución Española y en su incardinación dentro del ciclo revolucionario marcado por la Revolución Francesa4.

Para la generación de la posguerra, el tajo intelectual provocado por la dictadura fue determinante5. Es conocida la aversión que el régimen franquista tuvo siempre, y especialmente en las primeras décadas posteriores a la guerra, por todo lo que tuviera el más leve viso de intelectualidad crítica. El desolador ambiente de los años cuarenta y cin-cuenta, magistralmente retratado en la novela de Luis Martín Santos, Tiempo de silencio, es el escenario en el que irrumpió Artola con una tesis doctoral sobre los afrancesados, y, poco después, en 1959, con su obra sobre los orígenes de la contemporaneidad en España. No es tampoco que el texto de Artola sea una auténtica isla historiográfica en un país intelectualmente muy deficiente entonces. Otros historiadores como Jaume Vicens-Vives o José María Jover estaban también, en sus respectivos campos de interés, haciendo una difícil siembra que se cosecharía en los años setenta. A pesar de tales esfuerzos por man-tener un mínimo de pulso intelectual en un ambiente fuertemente hostil, la lectura hoy de los textos de Villoro y Artola deja sin lugar a dudas la modernidad de planteamiento

2 Hay que recordar que el título completo del ensayo de Costa es Oligarquía y caciquismo como la forma actual de gobierno en España: urgencia y modo de cambiarla (1902), que se cita de la siguiente edición: Joaquín Costa, Oligarquía y caciquismo como la forma actual de gobierno en España: urgencia y modo de cambiarla, ed. José Varela (Madrid: Biblioteca Nueva, 1998).

3 Como tal, no la publicó nunca, aunque, como recuerda Alberto Gil Novales en la edición actual de este texto, Historia crítica de la Revolución Española (Madrid: CEPC, 1992), sus materiales fueron ampliamente utilizados en sus trabajos posteriores por el autor. El contexto del debate en que Costa se inserta de lleno puede seguirse además en Pedro Chacón, Historia y nación. Costa y el regeneracionismo en el fin de siglo (Santander: Universidad de Cantabria, 2013).

4 Baste recordar en este sentido que la gran obra de referencia sobre la revolución de Francia para la Europa culta del siglo XIX, la de Jules Michelet, fue traducida al español por Vicente Blasco Ibáñez en los dos años finales del siglo y publicada por la Biblioteca Popular de Valencia. Existe actualmente una joya editorial hecha sobre esa edición e iluminada por el gran dibujante Daniel Urrabieta, también de la generación que empezó a debatir críticamente sobre España: Jules Michelet, Historia de la Revolución Francesa (Vitoria: Ikusager, 2008).

5 Gonzalo Pasamar, Apologia and Criticism. Historians and the History of Spain, 1500-2000 (Berna: Peter Lang, 2010).

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del lado del mexicano y el academicismo del lado del español. Dicho de otro modo: hay más Ortega en el libro de Villoro que en el de Artola.

Lo que es común a estos dos grandes textos es su situación en un contexto fuertemente determinado por una perspectiva nacional de la Historia: es la modernidad de México o la regularidad revolucionaria de España lo que interesa a uno y otro. El horizonte de estas his-toriografías es entonces la experiencia nacional de la historia. De ahí que prácticamente no haya desbordamiento de fronteras en busca siquiera de contraste o, más sorprendentemente, de búsqueda de información historiográfica sobre procesos que —esto les consta a ambos— estaban fuertemente conectados. Artola simplemente ni nombra América en su análisis, y Villoro, quien en el capítulo titulado significativamente “La marcha hacia el origen” menciona obviamente lo acaecido en la Península entre 1808 y 1812, entiende que es algo instrumental para el análisis del surgimiento del México contemporáneo. Es algo muy similar a lo que ocurre con el tratamiento de Reyes Heroles en su genealogía del liberalismo mexicano: Cádiz, más que un momento, es un “momentito”6.

En mi opinión, si algo ha cambiado sustancialmente en estos cincuenta y pico años de historiografía a un lado y otro del Atlántico que llevan corridos desde la publicación de los escritos de Artola, Villoro y Heroles es, precisamente, la ruptura —aún parcial pero sin duda creciente— con el paradigma de lo que se podría llamar la “historiografía propia”. Con ello se quiere decir que sería actualmente un despropósito inaceptable ya en cualquier ámbito académico de España o América un análisis de este período que verdaderamente no fuera, o al menos se presentara, travestido de transnacional. En otras palabras: si Villoro o Artola están pasando definitivamente a ser “clásicos” —es decir, más documento que historiografía—, es precisamente por verse superados sus respectivos paradigmas por esa vía de transnacionalización del debate.

Sin duda, este abandono de la “historiografía propia” —historiografía por sí y para sí— ha propiciado una muy saludable ampliación del escenario en que se mueven los historiadores que se ocupan de este momento. El cambio tiene bastante más fondo que la incorporación de un siempre bienvenido “interés comparativo” entre distintas experiencias: lo relevante es que cada vez existe mayor conciencia de que, al menos hasta la década de los veinte del siglo XIX, se habla de la misma experiencia. Podría darse por establecido cierto consenso en la afirmación de que la historia de los procesos de modernización en el espacio hispano arrancó, en feliz expresión de José Antonio Aguilar, de una experiencia atlántica y no sólo nacional7.

6 Jesús Reyes Heroles, El liberalismo mexicano. Los orígenes (México: UNAM, 1957).

7 José Antonio Aguilar, En pos de la quimera. Reflexiones sobre el experimento constitucional atlántico (México: FCE, 2003).

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1. Nuevas cuestiones: los efectos de la transnacionalización

La perspectiva atlántica o integral de la experiencia de la crisis de la monarquía y del sur-gimiento del constitucionalismo abre, sin embargo, nuevos interrogantes historiográficos que antes, en la era de la “historiografía propia”, o no se planteaban siquiera o se hacían desde preocupaciones y presupuestos bien distantes. El conocimiento que hoy se tiene del significado de 1808 para el conjunto de la monarquía y de los primeros experimentos constitucionales permite abrir tres cuestiones que siguen constituyendo, como se quiere mostrar en este artícu-lo, importantes desafíos historiográficos.

La primera de ellas tiene que ver con el modo en que se debe caracterizar el considera-ble conglomerado territorial que entra en crisis en 1808. No es, obviamente, una cuestión nueva la que se refiere a la condición imperial o sólo monárquica de aquel artefacto político pluricontinental. Puede decirse, de hecho, que acompaña al debate sobre el signi-ficado y el lugar de la monarquía española en Occidente desde el momento mismo de la expansión de esa monarquía en el siglo XVI8. Es bien conocida la polémica que en el siglo XVIII, enjuiciando el sentido de la monarquía española para la civilización occidental, llevó a buena parte de la intelectualidad europea a concluir que nada debía la civilización occidental a España desde el Quijote, y a los enrabietados españoles a vindicar su honor literario. En ese contexto es que se comenzó a abrir camino la idea de que España, en rea-lidad, no había tenido imperio o, al menos, que el suyo había sido tan benigno que no le cuadraba el nombre. Es una línea de argumentación que llega hasta Marcelino Menéndez Pelayo y Ricardo Levene. Entronca esta concepción antiimperial del imperio con el pen-samiento totalitario que describió el pasado de la España en expansión sin solución de continuidad con el presente de los años cuarenta del siglo pasado: el Estado total en la España posterior a la guerra civil estaba cumpliendo un ideal que había arrancado con la concepción católica del imperio. La obra de Francisco Javier Conde es quizá el mejor ejemplo de este punto de llegada de la idea antiimperial del imperio9.

Conde fue admirador y traductor de Carl Schmitt. De él tomó justamente la idea de diferenciar formas de Reich y de imperio. Schmitt escribió su obra más relevante a este

8 Antonello Gerbi, La disputa del Nuevo Mundo (Historia de una polémica, 1750-1900) (México: FCE, 1960), aportó un conocimiento hasta entonces disperso sobre las referencias esenciales de este debate que acompaña a la monarquía desde su expansión peninsular y atlántica. Las diversas leyendas tejidas desde entonces y sus consecuencias historiográficas e intelectuales se analizan en el libro de Bethany Aram, Leyenda negra y leyendas doradas en la conquista de América (Madrid: Marcial Pons, 2008).

9 Francisco Javier Conde, Teoría y sistema de las formas políticas (Madrid: Instituto de Estudios Políticos, 1944).

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respecto, El nomos de la tierra —un análisis sobre la relación de Europa y el mundo desde la cultura jurídica del ius gentium—, con posterioridad a la Segunda Guerra Mundial, es decir, el momento en que la intelectualidad franquista estaba armando un discurso his-toriográfico propio, centrado en la idea de imperio como vocación nacional, y momento en el que no casualmente el régimen apadrinó la presencia de Schmitt en ambientes académicos españoles. En aquella obra Carl Schmitt estableció una diferenciación entre las formas de imperio que conllevaban una distinción jurídico-política radical entre la metrópolis y las colonias, y, por otra parte, las formas de imperio en que había algún modo de comunicación y transferencia constitucional de la primera, la metrópoli, a las segundas, las colonias. Este último tipo de expansionismo era lo que el Carl Schmitt más militantemente nazi encajaba en el modelo Reich, y que tanto gustó al franquismo de los años cuarenta y cincuenta: se trataba de una realización nacional, más que propiamente una dominación imperial10.

Si algo puede tener beneficioso esta forma de ver las cosas no es, obviamente, la contempla-ción nacional del imperio, sino la idea de que haya habido transferencias constitucionales entre la parte dominante y la dominada. Sobre todo que las haya habido en el momento fundacio-nal, porque el dibujo de la relación y encaje de América en el contexto monárquico cambia de manera bastante radical. Se debería, entonces, pensar en los reinos de América, por un lado, como una extensión castellana, una Castilla americana. Carlos Garriga ha elaborado de manera bastante precisa —aunque la cuestión tiene mucho recorrido aún— el modo en que la extensión de las leyes municipales de Castilla consolidó el entramado institucional básico americano11. Pero también se debería, por otra parte, considerar la posibilidad de encontrar lo que Lauren Benton ha denominado “soberanías extrañas”, es decir, formas institucionales de vinculación a la monarquía que —como es el caso, por ejemplo, de los territorios forales— implicaban una incorporación como partes principales y mediante pactos12. Es una táctica de delimitación de los limes imperiales que se utilizó muy habitualmente en zonas indígenas no sometidas o para la integración de poblaciones no católicas —como fue el caso de la isla de San Andrés, hoy Colombia, o del norte de Florida—.

10 Pablo Fernández Albaladejo, “Imperio e identidad: consideraciones historiográficas sobre el momento imperial español”, Sémata. Ciencias Sociais e Humanidades 23 (2011): 131-148.

11 Carlos Garriga, “Patrias criollas, plazas militares: sobre la América de Carlos IV”, en La América de Carlos IV, coord. Eduardo Martiré (Buenos Aires: Instituto de Investigaciones de Historia del Derecho, 2006); y “Orden jurídico y poder político en el Antiguo Régimen”, ISTOR IV: 16 (2004): s/p. [En línea], <http://www.istor.cide.edu/archivos/num_16/dossier1.pdf>.

12 Lauren Benton, A Search for Sovereignty: Law and Geography in European Empires, 1400-1900 (Cambridge: Cambridge University Press, 2010).

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La dificultad historiográfica para enfrentar la caracterización precisa de la monarquía que entra en crisis desde 1808 se vincula a tres problemas que deben solucionarse previamente. El primero es la desconexión más que evidente que hay entre los especialistas pre- y pos-1808. Es un hecho que el diálogo entre especialistas en historia moderna (la llamada “historia colonial” en América) y contemporánea es casi de sordos. Como mucho, los historiadores pos-1808 permiten alguna incursión en las décadas finales del siglo XVIII, pero no más allá. El reflejo académico es evidente en planes de estudio y organización departamental de las universi-dades: se creen historiográficamente acostumbrados a segregar lo colonial de lo nacional o republicano, pero también lo moderno de lo contemporáneo.

En segundo lugar, se acusa la ausencia de un debate historiográfico en profundidad que determine qué era la monarquía española a la altura de ese mismo año. El conocimiento historiográfico sobre la “monarquía católica” se ha incrementado muy notablemente desde los años ochenta hasta hoy. Desde el entramado institucional hasta la fiscalidad, pasando por la dimensión europea o la guerra y la diplomacia, a los especialistas en la historia moderna de la monarquía, a un lado y otro del Atlántico, se les ha facilitado un conocimiento de su funcionamiento que, si no obviamente exhaustivo, sí es más que notable. En la historiografía española autores como Pablo Fernández Albaladejo, Xavier Gil Pujol o Pedro Ruiz Torres —por nombrar sólo tres destacados especialistas que cubren con sus estudios desde el siglo XVI al XVIII— han trazado un mapa más que razonablemente bien dibujado de lo que era aquella monarquía13. Lo mismo puede decirse de la historiografía americana que, sobre todo para el siglo XVIII, viene cubriendo cada vez más aspectos de la dimensión americana de la monarquía hispana14. Por su parte, lo que se sabe ahora de cómo fue la crisis de 1808 casi en cada rincón de la monarquía (el menos trabajado es el extremo asiático de la misma) es incomparablemente más que lo que se sabía hace dos o tres décadas, cuando, por tomar una referencia conocida, Virginia Guedea publicaba su innovador estudio sobre la actividad política de la insurgencia en el contexto de la crisis de la monarquía15.

13 Pablo Fernández Albaladejo, Historia de España. Vol. 4: La crisis de la monarquía (Madrid: Marcial Pons/Crítica, 2009); Xavier Gil-Pujol, “Un rey, una fe, muchas naciones. Patria y nación en la España de los siglos XVI-XVII”, en La monarquía de las naciones. Patria, nación y naturaleza en la Monarquía de España, eds. Antonio Álvarez-Ossorio y Bernardo J. García (Madrid: Fundación Carlos de Amberes, 2004), 39-76; Pedro Ruiz Torres, Historia de España. Vol. 5: Reformismo e Ilustración (Madrid: Marcial Pons/Crítica, 2008).

14 Entre otros autores, es un ensamblaje monárquico-imperial que puede apreciarse en las obras de Óscar Mazín, Iberoamérica: del descubrimiento a la independencia (México: El Colegio de México, 2007); Esteban Sánchez de Tagle, Gobernar juzgando, administrar juzgando (México: INAH, [en prensa]); Iván Escamilla, Los intereses mal entendidos. El Consulado de Comerciantes de México y la monarquía española, 1700-1739 (México: UNAM, 2011).

15 Virginia Guedea, En busca de un gobierno alterno: los Guadalupes de México (México: UNAM, 1992).

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No se ha conseguido, sin embargo, vincular uno y otro conocimiento y discursos histo-riográficos, como si la fuerza de 1808 fuera tal que impidiera esa comunicación. Es cierto que hay historiadores como Tulio Halperin Donghi que vieron hace años clara la necesidad de convertir el relato de la crisis en un análisis de crisis imperiales que, además en su caso, considerara conjuntamente ambas monarquías ibéricas16. Lo que no hay es historias de esa crisis que arranquen de una consideración de la conformación moderna de la monarquía. No es que la historiografía no esté avisada de la necesidad de hacerlo —Mónica Quijada, por ejemplo, advirtió al respecto17—, sino que simplemente no se ha hecho. Debe hacerse aquí mención de un caso realmente extraordinario que sí se propuso como gran proyecto profesional hacer ese recorrido largo entre 1492 y 1830: la historia comparada de los imperios británico y español de John Elliot18.

En tercer lugar, pesa en este bloqueo comunicativo entre el siglo XVI y el XIX una pésima conciencia colonial que afecta por igual, aunque por distintos motivos, tanto a la historiografía española como a la americana. La había y la sigue habiendo, malísima, en la literatura que sigue, si no negando, sí orillando como cosa de menor cuantía la domina-ción misma con toda su larga cola de genocidio y destrucción de culturas. Es una actitud que nunca ha dejado de estar presente en el discurso público español y que, más que pulirse, se exacerbó desde la celebración en 1992 del quinto centenario19. Hay también una mala conciencia liberal al respecto que lleva a muchos colegas, precisamente, a asirse a Cádiz como un bálsamo curativo de ese pasado que la tradición liberal repudia. Es, en parte, lo que explica el “entusiasmo liberal” por Cádiz sobre el que luego se volverá. Ha habido y sigue habiendo también mala conciencia imperial en la historiografía america-na. La hubo, en realidad, como mostraron Rafael Rojas y Antonio Annino para México, desde los comienzos de la historiografía sobre la revolución de independencia que surge sobre la marcha en el mismo momento de los acontecimientos20.

Ahora bien, la equiparación de la independencia con el liberalismo y de la monarquía con el absolutismo, aunque en determinados momentos y lugares pueda ser correcta,

16 Tulio Halperin Donghi, Reforma y disolución de los imperios ibéricos, 1750-1850 (Madrid: Alianza, 1985).

17 Mónica Quijada, “Las dos tradiciones. Soberanía popular e imaginarios compartidos en el mundo hispánico en la época de las grandes revoluciones atlánticas”, en Revolución, independencia y las nuevas naciones de América, ed. Jaime E. Rodríguez O. (Madrid: Mapfre, 2005), 61-86.

18 John Elliot, Imperios del mundo atlántico. España y Gran Bretaña en América (1492-1830) (Madrid: Taurus, 2006).

19 Bartolomé Clavero, Genocidio y justicia. La destrucción de las Indias ayer y hoy (Madrid: Marcial Pons, 2002); Jorge Luis Marzo, La conciencia administrada. El barroco y lo hispano (Buenos Aires: Katz, 2010).

20 Antonio Annino y Rafael Rojas, Independencia: los libros de la patria (México: CIDE/FCE, 2009).

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responde más a una necesidad justificativa que explicativa. Lo que podría llamarse una suerte de “complejo de Asterix” sigue planeando sobre todo en el discurso público, en el sentido de sostener que la independencia significó el final del imperialismo y el triunfo del liberalismo. Ésa, como ha mostrado recientemente José Antonio Aguilar, es precisamente la cuestión que debería someterse a crítica historiográfica más intensamente, la que siem-pre se supuso casi como un silogismo21.

Una segunda cuestión sobre la que la quiebra del modelo de “historiografías propias” puede abrir un interesante debate tiene que ver con el estatuto historiográfico de Cádiz. Se trataría de determinar el lugar de Cádiz (o de las demás experiencias constitucionales de las que Cádiz forma parte) en el momento de la modernidad. Durante mucho tiempo —y aquí la influencia de Artola ha sido determinante en la historiografía española— no se dudó de que Cádiz era la modernidad española. Como antes se dijo, Cádiz pasó a ser literalmente la revolución francesa española22. Es una visión de Cádiz que Artola en realidad toma de una tradición liberal española que siempre entendió que 1812 era el fundamento de su calidad revolucionaria23. Es, además, la versión oficial de Cádiz lo que se sigue hoy en día aprendiendo en las escuelas y constituye el mantra preferido de los dirigentes públicos españoles, sean de derecha o izquierda, cuando de defender la regula-ridad democrática de España se trata.

Hay que interpretar esta actitud dentro de una especie de Weltanschauung occidental que necesita fijar un momento de arranque de la modernidad y de desvinculación de un pasado que es su contrario. En cierto sentido, podría decirse que la nación que no pueda presentar su propio momento de despegue respecto del Antiguo Régimen difícilmente podría tenerse por moderna. De ahí el afán historiográfico por ver Cádiz, en este sentido,

21 José Antonio Aguilar, La geometría y el mito. Un ensayo sobre la libertad y el liberalismo en México, 1821-1970 (México: FCE, 2010).

22 Es una interpretación que queda establecida en la historiografía española por el propio Miguel Artola, en un libro que devino el manual por excelencia en las universidades españolas en los años ochenta y noventa, y que no dejaba resquicio por donde pudieran producirse transferencias de continuidad entre antiguo y moderno: Antiguo Régimen y revolución liberal (Barcelona: Ariel, 1979).

23 Esta afirmación conforma lo que se podría llamar la historiografía whig española, cuyos orígenes deben rastrearse hasta el momento inmediatamente posterior a Cádiz, cuando señalados liberales comenzaron a hacer memoria e historia de lo ocurrido entonces y forjaron términos como el de “revolución española”: José M. Portillo, “Una vez se muere y no más. Quintana y la memoria liberal de la crisis de la monarquía”, en La patria poética. Estudios sobre literatura y política en la obra de Manuel José Quintana, eds. Fernando Durán, Alberto Romero y Marieta Cantos (Madrid: Iberoamericana, 2009), 369-392. Además del liberalismo progresista radical, y aunque marcó también sus diferencias y no dejó de someterla a crítica, también el republicanismo federalista tuvo a Cádiz como uno de sus faros: Francisco Pi i Margall, Las nacionalidades, ed. Ramón Maiz (Madrid: Akal, 2009 [1876]).

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como momento de asunción de una modernidad, y no de cualquier modernidad, sino de la más avanzada. Se trata, en cierto modo, de una consecuencia lógica de la interpreta-ción liberal de Cádiz: la modernidad requiere fecha de nacimiento, y si hay que tener un origen, mejor ése que cualquier otro del siglo XIX. El hilo de esa modernidad española iría, así, con uno que otro sobresalto, desde 1812 hasta 197824.

Tanto en el discurso público como en el académico, no ha estado ausente en el contexto del bicentenario de Cádiz una clara tendencia a extender esta capacidad generadora de modernidad también a todo el ámbito hispanoamericano. Las celebraciones oficiales del bicentenario de la Pepa —como se le conoce comúnmente a la Constitución de Cádiz— han dejado buena muestra de ello en los discursos públicos, y, desde la academia, destacados especialistas han insistido en esa condición de iniciadora de la modernidad que tuvo la Constitución de 1812 en todo el espacio hispanoamericano25. Como antes se apuntó, por la parte peninsular puede detectarse un cierto alivio moral al poder presentar a Cádiz como el bien que finalmente hizo España a América. Se volverá al final de este artículo sobre las implicaciones de esta interpretación en España y América.

La interpretación del estatuto historiográfico de Cádiz, es decir, de lo que ese momen-to significa en el proceso de la modernidad en ambas orillas del Atlántico, tiene bastante que ver con la lectura que se ha hecho históricamente de su mayor o menor capacidad de innovación política y de transformación social. Con los estudios de que se dispone actualmente se tiene ya suficiente material y reflexión hecha como para volver a leer la famosa frase con la que Agustín de Argüelles y José Espiga abrieron la presentación del proyecto de constitución en 1811: “Nada ofrece la Comisión en su proyecto que no se halle consignado del modo más auténtico y solemne en los diferentes cuerpos de la legis-lación española […]”. La interpretación tradicional de esta frase, que Artola contribuyó notablemente a consolidar, fue siempre en el sentido de tratarse de un camuflaje, un ardid para meter de rondón la revolución. Una explicación muy similar a la que se ha solido dar a la cerrada declaración de intolerancia religiosa que contiene el artículo 12: se esta-ría ante una concesión a los sectores más cerrilmente católicos que los constitucionalistas españoles habrían hecho con harto dolor de su corazón liberal26. Ya se ha tenido ocasión

24 Un ejemplo de esta interpretación de Cádiz, en Joaquín Varela, “Reflexiones sobre un bicentenario (1812-2012)”, en La Constitución de Cádiz: historiografía y conmemoración. Homenaje a Francisco Tomás y Valiente, eds. Javier Álvarez Junco y Javier Moreno Luzón (Madrid: CEPC, 2006), 75-84.

25 El caso más destacado es el de Jaime E. Rodríguez O., “Equality! The Sacred Right of Equality. Representation under the Constitution of 1812”, Revista de Indias LXVIII: 242 (2008): 97-122.

26 Se reafirma recientemente en esta interpretación Ignacio Fernández Sarasola, La Constitución de Cádiz. Origen, contenido y proyección internacional (Madrid: CEPC, 2011), 102 y ss.

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de mostrar un total desacuerdo con esta explicación en otros lugares insistiendo en la necesidad de tomar en serio la confesionalidad del texto gaditano27.

Del mismo modo, como vienen proponiendo otros autores —y muy especialmente Marta Lorente y Carlos Garriga—, habría que replantearse el estatuto del texto de 1812 dando cré-dito a aquella frase que abría la explicación del proyecto28. Aunque sólo fuera por el intento que conlleva de hacerlo pasar por cierto (el hecho de la historicidad de su contenido) supo-niendo que así podría ser entendida e interpretada por muchos. En efecto, si se tiene presente lo que se va conociendo de ciertos lugares donde aquellos “cuerpos legales” seguían en vigor, puede comprobarse que ese entendimiento se dio por hecho. Es el caso, como han visto Coro Rubio, José María Ortiz de Orruño y otros colegas, de las provincias vascas y de Navarra. Lo fue también, aunque con variaciones, de la provincia india de Tlaxcala y, en cierto modo, de las provincias que habían perdido su constitución foral a comienzos del siglo XVIII, y que con el texto de Cádiz entendieron ni más ni menos que se producía una suerte de recuperación foral29. Es, en fin, el modo en que un “castellanista” tan connotado como Martínez Marina parece interpretar a Cádiz: como la recuperación foral de la misma Castilla, que puede así extenderse a toda la monarquía30.

Si a ello se añade que desde la misma publicación de la Pepa se produjo una crítica precisamente liberal al texto —que no hará sino ir creciendo hasta desembocar en va-rias reformas sustanciales, empezando por México en 1823 y 1824 y terminando en la propia España en 1836 y 1837—, se puede concluir en la necesidad de matizar cuando menos el entusiasmo liberal por Cádiz que la historiografía ha mostrado en los últi-mos tiempos. Es, además, como ha visto la historiografía americana, una crítica que también llevaron a cabo, y de manera contundente, los liberales de ese lado del mar. Lo relevante es que fuera una censura hecha no tanto (ni principalmente) desde una

27 José M. Portillo, “De la monarquía católica a la nación de los católicos”, Historia y Política 19 (2007): 17-35. Es lo que viene planteando, con más proyección hacia el siglo XIX desde su tesis doctoral, Gregorio Alonso, “Ciudadanía católica: identidad, exclusión y conflicto en la experiencia liberal”, en Extranjeros en el pasado. Nuevos historiadores de la España contemporánea, ed. Fernando Molina (Bilbao: Universidad del País Vasco, 2009), 45-71.

28 Marta Lorente y Carlos Garriga, Cádiz, 1812. La constitución jurisdiccional (Madrid: CEPC, 2008).

29 Coro Rubio, Fueros y constitución. La lucha por el control del poder (País Vasco, 1808-1868) (Bilbao: Universidad del País Vasco, 1997); José M. Ortiz de Orruño, “Del abrazo de Vergara al Concierto Económico”, en Historia de Álava, ed. Antonio Rivera (San Sebastián: Nerea, 2003), 355-410; José M. Portillo, “Identidad política y territorio entre monarquía, imperio y nación: foralidad tlaxcalteca y crisis de la monarquía”, en Entre imperio y naciones. Iberoamérica y el Caribe en torno a 1810, eds. Pilar Cagiao y José M. Portillo (Santiago de Compostela: Universidad de Santiago de Compostela, 2012), 151-169.

30 Es el mensaje de fondo de la monumental obra de Francisco Martínez Marina, Teoría de las Cortes (Oviedo: Junta del Principado, 1996 [1813]).

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perspectiva nacional, sino política, porque muestra que para los mismos contemporá-neos sedicentes liberales la Constitución de 1812 mostraba aristas que no encajaban muy bien con su mismo proyecto31.

No se trata mediante este tipo de advertencias historiográficas de volver de revés la in-terpretación de Cádiz y el primer constitucionalismo hispano en general afirmando que no pertenece a la larga onda del constitucionalismo moderno. Al contrario, según se plantea aquí, se trata más bien de fijar con mayor claridad de qué tipo de constitucionalismo se hace referencia y, sobre todo, de poder advertir mejor acerca de sus límites. En un reciente artículo Carlos Garriga ha utilizado una imagen muy pertinente para significar el sentido en el que debe ir la corrección de este “entusiasmo liberal” de Cádiz. Como una cabeza moderna con cuerpo gótico figura Garriga un modelo cuya aportación más sustancial fue la reconceptuali-zación de las leyes fundamentales como leyes políticas de la nación. La información para dar con esas leyes estaba, sin duda, en la historia, conformando los distintos fueros y leyes de la monarquía una fuente de filosofía política para la determinación de tales leyes fundamentales o políticas. La novedad, sostiene acertadamente Garriga redondeando el argumento expuesto en su día por Tomás y Valiente, estribó en concluir que de todo ello no se debía seguir una vez más la práctica recopilatoria sino la constituyente. Fue una decisión, recuerda el citado autor, ya tomada por la Junta de Legislación en 1809. Fue también el núcleo de un discurso constitucional temprano en América32.

En suma, si se utilizan las categorías elaboradas por Fioravanti para describir el pro-ceso de la modernidad constitucional europea, se diría que Cádiz es una constitución revolucionaria, sí, en el sentido de que tenía realmente intención de cambiar las reglas del juego político de la monarquía, pero fabricada sobre el molde de una constitución histó-rica33. Esto serviría para explicar por qué una constitución podía pensarse para contener y conjurar el peligro del despotismo pero, a la vez, ser jurisdiccional, confesional, y más comunitaria que individualista.

31 Jaime E. Rodríguez O., El nacimiento de Hispanoamérica. Vicente Rocafuerte y el hispanoamericanismo, 1808-1832 (México: FCE, 1980); José A. Aguilar, “Vicente Rocafuerte y la invención de la república hispanoamericana, 1821-1823”, en El republicanismo en Hispanoamérica. Ensayos de historia intelectual y política, coords. José A. Aguilar y Rafael Rojas (México: FCE, 2002), 351-387; Alfredo Ávila, Para la libertad. Los republicanos en tiempos del imperio, 1821-1823 (México: UNAM, 2004).

32 Carlos Antonio Garriga Acosta, “Cabeza moderna, cuerpo gótico. La Constitución y el orden jurídico”, Anuario de Historia del Derecho Español 81 (2011): 99-162. El texto de Francisco Tomás y Valiente que sirve de pista de despegue a Garriga ha sido recientemente editado en forma de libro por Marta Lorente, Génesis de la Constitución de 1812 (Pamplona: Urgoiti, 2011).

33 Maurizio Fioravanti, Los derechos fundamentales. Apuntes de historia de las constituciones (Madrid: Trotta, 1998).

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2. Cádiz, más allá de Cádiz

El tercer aspecto en que el abandono del paradigma de “historiografía propia” puede dar más juego es el que tiene que ver con la ubicación de Cádiz. Como queda ya indicado, tradicionalmen-te la historiografía española situó Cádiz en España, en el sentido de entender que tenía que ver con un proceso revolucionario propio y, en cierto modo, intransferible. De manera similar, la his-toriografía americana —como ya se ha recordado—, de manera bastante generalizada, entendió que Cádiz era, en todo caso, tangencial a un proceso mucho más auténtico, genuino y “propio” de acceso al constitucionalismo moderno, lo que hacía, a su vez, a Cádiz más Cádiz, más española. En la historiografía española esta imagen comenzó a modularse desde los años ochenta del pasado siglo, con estudios que fueron poniendo de relieve la participación americana en las Cortes que hicieron la Constitución, así como la relevancia de una “cuestión americana” como problema específicamente constitucional para la idea de nación española34. Por otro lado, aunque al ameri-canismo tradicional peninsular nunca le interesó mucho Cádiz —seguramente por no saber muy bien dónde ubicarlo en una historia imperial—, desde esa especialidad se produjeron también en las décadas finales del siglo pasado y la primera del presente importantes aportaciones que contri-buyeron a corregir la comprensión de Cádiz que la “historiografía propia” había fabricado como punto de arranque de la modernidad española35.

Por la parte americana, el interés por Cádiz como cosa propia, es decir, interesante para la comprensión de los orígenes constitucionales, por ejemplo, mexicanos, ha ido ganando intensidad a medida que se ha impulsado, y de manera notable, el interés por los orígenes constitucionales de la nación mexicana a raíz del bicentenario. Desde la década final del pasado siglo es así posible detectar en la producción historiográfica mexicana centrada en la independencia un creciente in-terés por incorporar Cádiz como parte relevante de ese relato. No es tanto que la Constitución de 1812 se haya convertido en objeto específico de atención —son realmente escasas las monografías

34 Joaquín Varela, La Teoría del Estado en los orígenes del constitucionalismo hispánico. Las Cortes de Cádiz (Madrid: Centro de Estudios Constitucionales, 1983) [En la edición reciente de 2011 se titula La teoría del Estado en las Cortes de Cádiz. Orígenes del constitucionalismo hispano]; Marie Rieu-Millán, Los diputados americanos en las Cortes de Cádiz (Madrid: CSIC, 1990); María Teresa Berruezo, La participación americana en las Cortes de Cádiz (1810-1814) (Madrid: CEPC, 1986); Manuel Chust, La cuestión nacional americana en las Cortes de Cádiz (1810-1814) (Valencia: Centro Francisco Tomás y Valiente/Instituto de Historia Social, 1999).

35 A extender entre el americanismo español el interés por Cádiz han contribuido, entre otros, los trabajos de Mónica Quijada, “Sobre ‘nación’, ‘pueblo’, ‘soberanía’ y otros ejes de la modernidad en el mundo hispánico”, en Las nuevas naciones. España y México, 1800-1850, ed. Jaime E. Rodríguez O. (Madrid: Mapfre, 2008), 19-51; Manuel Lucena Giraldo, Naciones de rebeldes (Madrid: Taurus, 2010); o Juan Marchena, “Revolución, representación y elecciones. El impacto de Cádiz en el mundo andino”, Procesos 19 (2003): 237-266.

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dedicadas a la misma en México— sino que, de manera al parecer mucho más fructífera, se ha integrado como un elemento relevante en el relato de la historia de la crisis de la monarquía, la independencia y la conformación de la república mexicana.

El impacto de la obra de François Xavier Guerra —mayor en principio en América que en España— fue, sin duda, el principal iniciador para la explosión historiográfica que se produjo desde finales de los noventa y que tuvo ya a Cádiz como un referente relevante36. También a finales de los ochenta y primeros noventa había aparecido un par de libros llamados a ejercer notable influencia historiográfica en México y luego en España. El de Virginia Guedea, antes mencionado, que llamaba la atención sobre la relevancia del referente gaditano, tanto por las posibilidades que abría para la opción autonomista como por conformar un extremo del debate que tuvieron que atender los insurgentes, y, por otra parte, el ensayo de interpretación general de las independencias americanas de Jaime E. Rodríguez, que hacía de la autonomía un objeto de análisis en parangón con la independencia. Como es bien sabido, Rodríguez re-tomaba, en realidad, un tema que había sido parcialmente desarrollado por su maestra, Nettie Lee Benson, al estudiar la relación entre las autonómicas diputaciones provinciales de Cádiz y los estados libres y soberanos de la federación mexicana37.

Ha sido sobre todo en los últimos doce años que tanto en América como en España esta ruptura con un modelo de “historiografía propia” —habitualmente muy whig y muy de bron-ce— ha producido un cambio significativo en la comprensión de la Constitución de 1812. La aportación más dinámica a este respecto se ha producido desde la historia institucional y cultural del constitucionalismo. Dicho de otro modo, el agotamiento de un estudio del texto gaditano desde la preceptiva textual —normalmente sobre el supuesto de que se estaba le-yendo el “ADN” del constitucionalismo español que sigue vigente hoy— ha dado paso a un interés creciente por la jurisprudencia constitucional. No interesa ya tanto qué decía el texto y cómo se fabricó en los debates de las Cortes, sino cómo funcionó y qué uso se hizo del mismo, con las consecuencias que ello tuvo.

36 Fue sobre todo François-Xavier Guerra, Modernidad e independencias. Ensayos sobre las revoluciones hispánicas (Madrid: Mapfre, 1992), pero también una serie de ensayos que siguieron a esta obra y que ahora se recopilan en François-Xavier Guerra, Figuras de la modernidad. Hispanoamérica, siglos XIX-XX (Bogotá: CEH/Universidad Externado, 2012). No obstante, no debe dejar de señalarse, con Tulio Halperin, que la interpretación general del maestro franco-español, basada en Louis Dumont, arrancó con el análisis de la revolución de 1910 para luego seguir el rastro del individualismo hasta la revolución de independencia: “F. X. Guerra y la historiografía latinoamericanista”, en Conceptualizar lo que se ve. François-Xavier Guerra historiador. Homenaje, eds. Erika Pani y Alicia Salmerón (México: Instituto Mora, 2004), 23-41.

37 Virginia Guedea, En busca de un gobierno alterno; Jaime E. Rodríguez O., The Independence of Spanish America (Cambridge: Cambridge University Press, 1989).

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El salto más audaz en este sentido ha consistido en ver el modelo de Cádiz en sí mismo como un experimento de constitucionalismo jurisdiccional. Como propusieron también Marta Lorente y Carlos Garriga, en un libro bien conocido de la historiografía, ya refe-rido aquí, se trataba de interpretar este primer constitucionalismo como un intento de dotar de coherencia institucional y funcional a una Verfassung, es decir, una constitución material de poderes y cuerpos políticos que gravitaban, como decían en los años fina-les del setecientos no pocos observadores, de manera desordenada y contraproducente. Constitucionalizar la monarquía, más que transformarla de acuerdo con un criterio de división de poderes y de imposición de una Weltanschauung individualista, de derechos ba-sados en el individualismo propietario, significó entonces darle orden en sus potestades y coherencia en el funcionamiento jurisdiccional de sus cuerpos38.

Esta forma de abordar e interpretar Cádiz, y con Cádiz, el primer constitucionalismo hispano que es mucho más que Cádiz, implica asumir que se produjo en el contexto y con las herramientas de una antropología y una jurisprudencia tradicionales. Es éste un argumento que, vinculando una indagación en profundidad sobre la antropología política de la Europa moderna con el estudio del primer constitucionalismo occidental, está desarrollando Bartolomé Clavero39. No se sigue de aquí, debe advertirse, entender que entonces Cádiz y el primer constitucionalismo en general fueron poco más que nada, que las cosas siguieron más o menos como estaban hasta entonces. Al contrario, el primer constitucionalismo en el mundo hispano conllevó cambios muy sustanciales, tanto que, sin ir más lejos, produjo la aparición de varios cuerpos políticos donde hasta entonces había existido una sola mo-narquía. Prácticamente en todos ellos, con menos duración de la experiencia en la España metropolitana, conllevó también la aparición de nuevas formas de gobierno basadas en la representación y un revivial de los poderes territoriales. Lo que no implicó, al menos en esta primera fase a la que pertenece Cádiz, fue una implementación temprana de un sistema liberal basado en la división de poderes, una idea individualista de los derechos y una representación de la propiedad40.

38 Marta Lorente y Carlos Garriga, Cádiz, 1812. Un caso en el que se puede ver perfectamente este alcance de Cádiz es precisamente en el diseño del proceso judicial, ver: María Paz Alonso, Orden procesal y garantías entre el Antiguo Régimen y constitucionalismo gaditano (Madrid: CEPC, 2008).

39 Bartolomé Clavero, “La máscara de Boecio. Antropologías del sujeto entre persona e individuo, teología y derecho”, Quaderni Fiorentini 39 (2010): 7-40; y “Cádiz 1812: antropología e historiografía del individuo como sujeto de la constitución”, Quaderni Fiorentini 42 (2013): 201-279.

40 Una discusión en profundidad de estos supuestos de liberalismo y su casi automática asignación a estos orígenes del constitucionalismo, en Bartolomé Clavero, Happy Constitution. Cultura y lengua constitucionales (Madrid: Trotta, 1997).

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La historiografía mexicana precisamente ha tenido mejor ocasión que su contraparte peninsular para mostrar esa ubicación del primer constitucionalismo en un contexto de antropología política católica y corporativa. No interesándole tanto ni la preceptiva ni la dogmática de Cádiz —por entender tradicionalmente que es cosa no propia de la nación mexicana—, pudo alargar sus tiempos y abarcar una cronología más amplia que lleva desde las reformas borbónicas hasta la consumación de la independencia41. En ese arco cronológico, es más fácil ver esta condición del primer constitucionalismo como punto de llegada, y no sólo como punto de ruptura y salida de un nuevo orden, el liberal. Vistas las cosas como si 1812 no fuera el final de un mundo y el comienzo de otro sino, como se ven desde la Nueva España, como un momento de especial relevancia en un tránsito que va desde las décadas finales del siglo XVIII hasta los años veinte del XIX, de la monarquía en plena transformación imperial a la república independiente, puede apreciarse mejor el ritmo acompasado del primer constitucionalismo con una sociedad basada en una an-tropología tradicional42.

Los estudios que se han hecho recientemente en México sobre un aspecto tan consti-tucional —para la monarquía y para el primer constitucionalismo— como los poderes locales demuestran con creces que la vecindad, la concepción corporativa del munici-pio y la relación entre la república local y las repúblicas domésticas seguían plenamente vigentes. Lo nuevo, lo que trajo el constitucionalismo, y muchas veces entendido más como recuperación que como conquista revolucionaria, fue el gobierno representativo de esos espacios y su relevancia para el gobierno del cuerpo político general —fuera la monarquía o la república— en un momento de incertidumbre, precisamente, en esos niveles generales43.

El interés por Cádiz y el constitucionalismo de los pueblos de indios, por ejemplo, no deriva de una interpretación de ese texto como ruptura revolucionaria, sino como posibilidad de hacer valer su condición de república conformada por una communitas

41 Hace unos años, cuando gran parte de la producción que ahora resulta interesante a Cádiz en México estaba aún por venir, Roberto Breña señalaba justamente las carencias a este respecto y daba justificados motivos para adoptar Cádiz como momento de especial relevancia para la historia política americana: “Un momento clave en la historia política moderna de la América hispana: Cádiz, 1812”, en El nacimiento de las naciones iberoamericanas, coord. Josefina Z. Vázquez (Madrid: Mapfre, 2002), 53-98.

42 Beatriz Rojas, coord., Cuerpo político y pluralidad de derechos. Los privilegios de las corporaciones novohispanas (México: Instituto Mora/CIDE, 2007); Annick Lempérière, Entre Dieu et le Roi, la Republique. México, XVIe-XIXe siècles (París: Le Belles Lettres, 2004).

43 Juan Ortiz Escamilla y José Antonio Serrano, eds., Ayuntamientos y liberalismo gaditano en México (Zamora: El Colegio de Michoacán/Universidad Veracruzana, 2007).

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perfecta de vecinos-ciudadanos con capacidad para gobernarse a sí mismos, lo que se traducía en aspectos tan materiales y necesarios como el control sobre tierras, aguas y cajas de comunidad. Es un acceso al constitucionalismo que, por supuesto, no se agotó con Cádiz, aunque la cultura constitucional plasmada en ese texto, sobre todo en lo relativo a la imaginación de la nación trabada por numerosos cuerpos políticos locales y provinciales, estuvo vigente largo tiempo en la política local44. Por ello, más que el compromiso que venía previsto desde la fábrica metropolitana de Cádiz y que podía tener sentido para la sociedad urbana criolla, en los espacios indígenas lo más relevante fueron la lectura y la jurisprudencia generada sobre la marcha por esas mismas comu-nidades respecto del texto45.

La contemplación de todo el arco cronológico, desde las reformas borbónicas hasta los años treinta, ha permitido, por ejemplo, a Beatriz Rojas reconstruir una historia de los municipios de Zacatecas en la que Cádiz, entendido como primer constitucionalis-mo y no sólo como constitución española, se muestra como un intento de ordenar un universo corporativo conformado por distintos tipos de pueblos y, dentro de ellos, por muy variadas formas de agregación corporativa. Antes que dejar de existir y dar paso al individualismo liberal, la Constitución fue un modo de dar orden a una sociedad de corporaciones46. La revolución municipal habría estado más en una igualdad entre corporaciones —la creación de la categoría de ayuntamiento constitucional anulaba las

44 Moisés Guzmán Pérez, coord., Cabildos, repúblicas y ayuntamientos constitucionales en la independencia de México (Morelia: Universidad Michoacana de San Nicolás Hidalgo, 2009); Bartolomé Clavero, “Multitud de ayuntamientos: ciudadanía indígena entre la Nueva España y México, 1812 y 1824”, en Los indígenas en la independencia y en la Revolución Mexicana, coords. Miguel León-Portilla y Alicia Mayer (México: UNAM/INAH, 2010); Antonio Escobar, “Del gobierno indígena al ayuntamiento constitucional en las huastecas hidalguense y veracruzana, 1780-1853”, Estudios Mexicanos/Mexican Studies 12 (1996): 1-26; Michael T. Ducey, A Nation of Villages. Riot and Rebellion in the Mexican Huasteca, 1750-1850 (Arizona: The University of Arizona Press, 2004).

45 Algunos estudios específicos muestran más claramente esta jurisprudencia constitucional indígena: Claudia Guarisco, Los indios del valle de México y la construcción de una nueva sociabilidad política 1770-1835 (Zinacantepec: El Colegio Mexiquense, 2003); Karen D. Caplan, Indigenous Citizens: Local Liberalism in Early National Oaxaca and Yucatan (Stanford: Stanford University Press, 2010); Silke Hensel, “El significado de los rituales para el orden político: la promulgación de la Constitución de Cádiz en los pueblos de indios de Oaxaca, 1814 y 1820”, en Constitución, poder y representación. Dimensiones simbólicas del cambio político en la época de la independencia mexicana, coord. Silke Hensel (Madrid/Fráncfort del Meno: Iberoamericana/Vervuert, 2011), 157-194; Peter Guardino, El tiempo de la libertad. La cultura política popular en Oaxaca, 1750-1850 (Oaxaca: Universidad Autónoma Benito Juárez, 2009).

46 Beatriz Rojas, El “municipio libre”, una utopía perdida en el pasado. Los pueblos de Zacatecas, 1786-1835 (México: Instituto Mora, 2010). Por parte del autor se exploraron algunos casos de esta lectura india del texto gaditano en: José M. Portillo Valdés, “Jurisprudencia constitucional indígena. Despliegue municipal de Cádiz en Nueva España”, Anuario de Historia del Derecho Español 81 (2011): 181-206.

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jerarquías municipales— que entre los individuos que continuaron habitando los pueblos y las ciudades de acuerdo con patrones corporativos. La conocida aportación de Antonio Annino a este respecto —la idea de una revolución municipal gaditana— debe enten-derse, no como a veces se refiere, en plan de revolución hecha desde los pueblos, sino como una ruralización de la política como efecto de la multiplicación extraordinaria de espacios municipales. El caso de Guanajuato y sus pueblos, que estudió en detalle José Antonio Serrano, de nuevo con la perspectiva cronológica amplia que permite entender mejor Cádiz, muestra perfectamente el alcance de aquel constitucionalismo en los espa-cios de poder local47.

La historiografía mexicana, como es bien sabido, ha dedicado el grueso de su esfuerzo en la última década a replantear el sentido y la interpretación del momento que se tuvo tra-dicionalmente por el año cero de la independencia nacional, 1810. Lo ha hecho, en buena medida, adoptando también una perspectiva amplia, que va desde las reformas finiseculares del setecientos hasta el momento constituyente de 1823 y 1824. No obstante, la cuestión es si esa percepción que se obtiene estudiando el relevante espacio local y regional es trasladable al ámbito de una política en tránsito entre el imperio y la república. En una consideración historiográfica sobre esta cuestión Alfredo Ávila ha dividido la evolución de la producción mexicana en un momento del revisionismo —el que arrancaba con la obra de Villoro tratan-do de matizar el entusiasmo liberal de la historiografía precedente— y otro al que llama la “nueva historia intelectual” de la independencia. En opinión de Ávila, esta fase, que coincide con el acicate que supuso la publicación de las obras de Guerra y Rodríguez, ha aportado sobre todo una aproximación metodológica novedosa al considerar no sólo los hechos y los textos, sino sobre todo los contextos, los escenarios, las circunstancias, y con ellos, también las tradiciones, los tractos intelectuales y las posibilidades abiertas de cambios —incluso en una misma biografía, como fue bien común, por otra parte— de posicionamientos políticos48.

Es ahí donde de nuevo adquiere interés historiográfico un Cádiz más contextualizado, que el que sigue arrojando a buena parte de la historiografía española la visión de Cádiz desde Cádiz

47 Antonio Annino, “Cádiz y la revolución territorial de los pueblos mexicanos, 1812-1821”, en Historia de las elecciones en Iberoamérica. Siglo XIX, ed. Antonio Annino (Buenos Aires: FCE, 1995), 177-226; José Antonio Serrano, Jerarquía territorial y transición política. Guanajuato 1790-1836 (Zamora: El Colegio de Michoacán/Instituto Mora, 2001).

48 Alfredo Ávila, “Interpretaciones recientes en la historia del pensamiento de la emancipación”, en La independencia de México. Temas e interpretaciones recientes, coords. Alfredo Ávila y Virginia Guedea (México: UNAM, 2007), 17-39. Se ha tenido ocasión de explorar estos cambios de identidad en la generación que vivió Cádiz, en José M. Portillo Valdés, “Identidades complejas en el Atlántico hispano. Los hermanos Guridi y Alcocer entre Tlaxcala, España y México”, Historias 76 (2010): 39-88.

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(cuando no desde Madrid) exclusivamente. Aunque Ávila no hace mención de él, es en un libro suyo precisamente donde puede apreciarse bien el fruto de ese tránsito historiográfico al filo del cambio de milenio. En el contexto de una antropología corporativa y católica, de un escenario de crisis inaudita de la monarquía, de tránsito por ello entre formas de monarquía, imperios (español y mexicano) y república, Cádiz tiene el sentido de una de las posibilidades de salida de aquella crisis tratando de dar un orden nuevo a un rompecabezas tradicional que no termina-ba de encajar las piezas descolocadas desde las reformas borbónicas49. Esto último no porque fueran reformas despóticas —que lo fueron, especialmente con los espacios indígenas—, sino precisamente porque no se solidificaron, y ya para comienzos del siglo XIX se habían desvirtua-do cruzándose la crisis de la monarquía con una política imperial totalmente desnortada desde la firma del tratado de Subsidios, la consolidación de Vales Reales y Trafalgar50.

Que la historiografía mexicana ha ido integrando de manera creciente el momento gadita-no entre los relevantes para la explicación de todo el proceso que condujo desde las reformas imperiales a la república independiente, puede comprobarse ojeando los manuales y síntesis que se han ido publicando últimamente51. Hace unos años Roberto Breña mostró cómo desde un punto de vista historiográfico no podía ya sostenerse de ninguna manera un discurso basa-do en lo que antes se llamó “historiografía propia”, es decir, que entendiera que los procesos de tránsito del imperio a las repúblicas fueron nacionales. Lo hacía en un doble sentido, pues la advertencia iba dirigida también a la historiografía europea, afectada especialmente de un autismo alarmante a la altura de finales del milenio pasado52.

No hace falta, a estas alturas, por tanto, insistir en que Cádiz no fue un producto nacional español53. Historiadores como Jaime del Arenal, Marco Antonio Landavazo o

49 Alfredo Ávila, En nombre de la nación. La formación del gobierno representativo en México (México: CIDE/Taurus, 2002).

50 Carlos Marichal, La bancarrota del virreinato. Nueva España y las finanzas del Imperio español, 1780-1810 (México: FCE, 1999).

51 Así, por ejemplo, en Alfredo Ávila, Virginia Guedea y Ana Carolina Ibarra, coords., Diccionario de la independencia de México (México: UNAM, 2010), o en Alfredo Ávila, Juan Ortiz Escamilla y José Antonio Serrano, Actores y escenarios de la independencia. Guerra, pensamiento e instituciones, 1808-1825, coord. Enrique Florescano (México: FCE, 2010).

52 Roberto Breña, El primer liberalismo español y los procesos de emancipación de América, 1808-1824. Una revisión historiográfica del liberalismo hispánico (México: El Colegio de México, 2006). El mismo libro de Breña, con viaje de ida y vuelta, es en sí un trasunto de esa nueva perspectiva que quería asentar: un investigador mexicano que hace su tesis doctoral en España y que publica su resultado en México.

53 Al contrario, Jaime Rodríguez, un autor que ha dedicado tanto esfuerzo a situar Cádiz en el proceso constitutivo de México, ha recopilado su contribución reciente en dos volúmenes a los que ha titulado, tomando la expresión del primer número del primer periódico insurgente, Nosotros somos ahora los verdaderos españoles. La transición de la Nueva España de un reino de la monarquía española a la república federal mexicana, 1808-1824 (México: Instituto Mora/Colegio de Michoacán, 2009), lo que no es poca cosa para ser publicado en México.

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Juan Ortiz Escamilla, por sólo mencionar algunos, en ensayos que tenían como objeto el análisis de distintos aspectos del making del México independiente, dedicaron significativos espacios a la relevancia mexicana de Cádiz54. Más recientemente estas advertencias de la relevancia gaditana como parte de la historia del proceso independentista mexicano han dado frutos del mayor interés en diversos ámbitos historiográficos. Así, el estudio de las relaciones entre las distintas partes del imperio durante su intento de transformación constitucional, asunto sobre el que Rafael Estrada Michel realizó una tesis doctoral inte-grando el momento gaditano en el proceso de conformación territorial e institucional de México en el tránsito entre monarquía y república55. Por su parte, Brian Connaughton ha venido desde hace tiempo llamando la atención sobre la relevancia, no ya para el texto de 1812 sino para los textos del México independiente igualmente, de la antropología política católica sobre la que se armó el primer constitucionalismo56.

Se encuentra, por tanto, en un momento historiográfico en el que puede darse por superado el paradigma de la “historiografía propia”. Puede también afirmarse que el experimento gaditano, en buena medida, se ha transnacionalizado convenientemente. Ubicar correctamente el momento de Cádiz no es, por tanto, ya tarea de una historia de España —hecha por historiadores españoles o americanos—, del mismo modo que la historia del proceso de formación de nuevas naciones no es solamente historia propia de cada uno de los países que finalmente resultaron viables en el Atlántico hispano. Dicho de otro modo: sin Cádiz no se entiende América y sin América no se entiende España. Al menos hasta la década de 1820, no es que se esté ante historias paralelas o historias que se presten bien a la comparación, sino que se está ante la misma historia: la de la disolución del mayor imperio de la Edad Moderna occidental, y ante el complejo proceso de formación de naciones que siguió. Por ello, Cádiz se planteó como el postrer intento de preservar aquel imperio, aunque fuera en forma constitucional y con un nuevo soberano que quiso, sin éxito, serlo la nación española57.

54 Jaime del Arenal, Un modo de ser libres. Independencia y constitución en México, 1816-1822 (Zamora: El Colegio de Michoacán, 2002); Marco Antonio Landavazo, La máscara de Fernando VII. Discurso e imaginario monárquicos en una época de crisis. Nueva España, 1808-1822 (México: El Colegio de México, 2002); Juan Ortiz, Guerra y gobierno. Los pueblos y la independencia de México (Sevilla: Universidad de Sevilla, 1997).

55 Rafael Estrada Michel, Monarquía y nación entre Cádiz y la Nueva España (México: Porrúa, 2006). El itinerario intelectual y formativo recorrido por Breña es también aplicable al caso de Estrada Michel.

56 Sus varias aportaciones en este sentido encuentran ahora una forma articulada en Brian Connaughton, Entre la voz de Dios y el llamado de la patria. Religión, identidad y ciudadanía en México, siglo XIX (México: FCE, 2010).

57 Josep M. Fradera, “Situar la Constitución de 1812 en el contexto de las constituciones imperiales”, en El Mundo Atlántico y la Modernidad Iberoamericana, 1750-1850 (México: GM Editores, 2012), 55-72.

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François Hartog

Artículo recibido: 25 de noviembre de 2013

Aprobado: 26 de enero de 2014

Modificado: 08 de mayo de 2014

Director de la Escuela de Estudios Superiores en Ciencias Sociales (Francia), profesor y conferencista en varias universidades europeas y norteamericanas. Sus intereses de investigación se centran en el problema del tiempo histórico, los “regímenes de historicidad” y las relaciones entre presente, pasado y futuro. Entre sus obras más reconocidas se encuentran Memoria de Ulises. Relatos sobre la frontera en la antigua Grecia (México: FCE, 1999), Regímenes de historicidad. Presentismo y experiencias del tiempo (México: Universidad Iberoamericana, 2007), y el libro, resultado de su tesis doctoral, El espejo de Herodoto. Ensayos sobre la representación del otro (México: FCE, 2003). [email protected]

El nombre y los conceptos de historia Ï

Ï Este artículo es resultado de las investigaciones que se han realizado desde hace varios años de la Escuela de Estudios Superiores en Ciencias Sociales (Francia). Fue traducido del francés al español por Vicente Torres Mariño, doctor en Literatura y Civilización Francesa por la Universidad Sorbona Nueva-París 3 (Francia) y profesor asociado del Departamento de Lenguajes y Estudios Socioculturales de la Universidad de los Andes (Colombia).

doi: http://dx.doi.org/10.7440/histcrit54.2014.04

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El nombre y los conceptos de historia

Resumen:La Historia ha sido una de las palabras de “intersección”, o mejor aún, el concepto cardinal alrededor del cual se ha cristalizado lo creíble, durante los dos últimos siglos. ¿Qué se designa hoy al pronunciar la palabra Historia? ¿De cuál creencia se trata? Es menester, ante todo, desprenderse por completo de una acepción del nombre que, incluso si ya no tiene eficacia alguna en el mundo actual, merodea aún en lo ordinario de la disciplina. Acepción promovida e impuesta por Europa: la del concepto moderno de historia, que al ser responsable del progreso de los pueblos, se engalanaba con una H mayúscula. Cabe preguntarse, entonces, si ese viejo nombre de historia puede volver a tener alguna utilidad para designar una manera nueva de articular esas tres categorías del pasado, presente y futuro, que los humanos siempre han requerido para ordenar su vida en común.

Palabras clave: Historia, régimen de historicidad, tiempo, teoría de la historia.

The Name and the Concepts of History

Abstract:History has been one of the words of “intersection,” or better yet, the cardinal concept around which the credible has crystalized over the past two centuries. What does the word History mean today? What belief does it entail? It is necessary, first of all, to free oneself completely from accepting a meaning for the word which, even if it is no longer effective in the present world, still lurks in the shadows throughout most of the discipline. It is the meaning that has been promoted and imposed by Europe: the modern concept of history, which in being responsible for the progress of the peoples of the world, embellished itself with a capital H. It is thus worthwhile asking whether the old name of history can once again prove somehow useful for designating a new way of articulating the three categories of past, present and future that human beings have always required to organize their common life.

Keywords: History, historicity regime, time, theory of history.

O nome e os conceitos de história

Resumo:A História tem sido uma das palavras de “interseção”, ou melhor ainda, o conceito cardinal ao redor do qual se tem cristalizado o acreditável, durante os dois últimos séculos. O que se designa hoje ao se pronunciar a palavra História? De qual crença se trata? É necessário, acima de tudo, desprender-se por completo de uma acepção do nome que, inclusive se já não tem eficácia alguma no mundo atual, vagueia ainda no ordinário da disciplina. Acepção promovida e imposta pela Europa: a do conceito moderno de história, que ao ser responsável pelo pro-gresso dos povos, ostentava-se com um H maiúsculo. Cabe perguntar-se, então, se esse velho nome de história pode voltar a ter alguma utilidade para designar uma maneira nova de articular essas três categorias do passado, presente e futuro, que os humanos sempre requereram para ordenar sua vida em comum.

Palavras-chave: História, regime de historicidade, tempo, teoria da história.

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El nombre y los conceptos de historia

L a Historia ha sido una de las palabras de “intersección”, o mejor aún, el con-cepto cardinal alrededor del cual se ha cristalizado lo creíble, durante los dos últimos siglos1. El uso de la mayúscula bastaba ya como explicación, mientras

que el de la minúscula sugería otras explicaciones, tales como el establecimiento de leyes, la localización de grandes movimientos de fondo, o el reconocimiento de la parte —más o me-nos grande— de la contingencia en los asuntos humanos. Paul Valéry, en su frecuente crítica a la historia, se deshacía de la primera, la Historia (con mayúscula): “La palabra tiene dos sentidos: cuando se escribe con H mayúscula, se refiere a un mito que se perfila amenazante, como cuando afirmamos: la Historia nos enseña…, la Historia juzgará… Dos banalidades de un mito”. En cuanto a la segunda, con una h minúscula, Valéry deploraba que sólo se tratara de un “conjunto de escrituras”. Esto lo abordó, una y otra vez, en sus Cuadernos, desde su postura crítica o reflexiva. Independientemente de las posiciones del mismo Valéry, los historiadores se establecerán progresivamente en el campo de la historia (con minúscula), hasta convertirla en su “territorio”2. Un territorio limitado y a la vez en expansión, con sus “frentes pioneros” e inmersiones en sus profundidades, en las cuales, bajo diversas apelaciones y formas diferentes, el futuro seguía en el horizonte más o menos activo o imperativo. Durante el siglo XIX y una buena parte del XX, los historiadores no han cesado de negociar con el régimen moderno de historicidad, así como lo hicieron, a su manera, los escritores —y en primer lugar, los novelis-tas—, quienes privilegiaron casi siempre las fisuras y las discordancias de las temporalidades: de Balzac a Sartre, pasando por Tolstoi y Musil.

Existe también aquella otra historia que el escritor Georges Perec llamó, en W ou le sou-venir d’enfance, la Historia con su gran h, la misma que Valéry, a pesar de todos los ejercicios de pensamiento cotidianos, no había podido reconocer ni vislumbrar su advenimiento. “No tengo recuerdos de infancia —escribió Perec—, me privaron de ellos; otra historia, la Grande, la Historia con su gran h, ya había respondido en mi lugar: la guerra, los campos de concentración”3. La historia, con o sin mayúscula, intentaría reponerse de ese

1 François Hartog, Croire en l’histoire (París: Flammarion, 2013).

2 Emmanuel Le Roy Ladurie, Le Territoire de l’historien (París: Gallimard, 1973). Ver Jacques Revel, Un Parcours critique: Douze exercices d’histoire sociale (París: Galaade, 2006), 18-20.

3 Georges Perec, W ou le souvenir d’enfance (París: Gallimard, 1975), 17 [En español: W o el recuerdo de la infancia (Palencia: Menoscuarto, 2014)]. En francés, la letra “h” y la palabra “hacha” tienen la misma pronunciación.

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duro golpe. Hubo la creencia de que esto se lograría, arrojándose al agua, como exhortaba Lucien Febvre, ya desde 1946 —en su inimitable estilo—, en el manifiesto Annales nouvelles. Bajo el riesgo de no entender nada del mundo globalizado del mañana —que es ya el de hoy—, era urgente dirigir la mirada, no hacia atrás, hacia lo que acababa de acaecer, sino hacia adelante de nosotros mismos: “El mundo de ayer ha terminado. Ha terminado para siempre. Sólo podremos —nosotros, los franceses— librarnos de él si comprendemos, más rápidamente y mejor que otros, esta innegable verdad. Hay que abandonar los despojos. Al agua, les digo a ustedes, y naden con firmeza”4. 

Otras capas fueron añadidas al estratificado concepto de historia, se alargó el cuestionario, y se concedió un lugar a las estructuras. Tal fue el caso de El Mediterráneo, de Fernand Braudel, y su noción de la larga duración5. Con esta situación paradójica: por un lado, una historia que ralentizaba —la de los historiadores, receptiva a las dilaciones de la historia—, escrutando en las rupturas que habían permanecido durante largo tiempo invisibles; por el otro, los “Treinta años gloriosos”, o el “Milagro alemán”, época apasionante de un progreso cada vez más ace-lerado y de la competencia entre Oriente y Occidente. Sentidos contrarios en apariencia, estos dos movimientos de poder y alcances disímiles permitían evitar el pasado reciente: la mirada se posaba lejos hacia atrás y en otro lugar, o por el contrario, se concentraba en las tareas ur-gentes del presente, teniendo a la vista el futuro.

Mas con el paso de los años y las generaciones que se sucedían, las fisuras, los res-quebrajamientos y las ausencias remontaron a la superficie y las ilusiones también se disiparon. La extraordinaria autobiografía de George Perec —publicada en 1975—, his-toria de un niño sin recuerdos de infancia, abre plenamente la vía a los “años de la memoria”. La novela Austerlitz (2001), de W. G. Sebald —para quien el tiempo se detiene en 1939—, podría ser un equivalente reciente, pero con un punzante interrogante que ya se formulaba desde entonces: ¿de qué manera, el concepto moderno de historia, bá-sicamente futurista, puede conceder un lugar en su estructura misma a ese tiempo sin ataduras, suspendido, detenido? ¿A ese pasado que se creía pasado y que en realidad no lo era? ¿Olvidado, pero a través de un olvido imposible de olvidar? ¿De qué manera, el “tren de la Historia” se había encaminado hacia el Archipiélago de Gulag (y sus avatares más recientes) y había desembocado en la rampa de Auschwitz?

4 Lucien Febvre, “Face au vent, Manifeste des Annales nouvelles”, en Combats pour l’histoire (París: Armand Colin, 1992), 40 [En español: Combates por la historia (Barcelona: Ariel, 1970)].

5 Fernand Braudel, La Méditerranée et le Monde Méditerranéen a l’époque de Philippe II, 2 vols. (París: Librarie Armand Colin, 1966 [1946]) [En español: El Mediterráneo y el mundo del Mediterráneo en la época de Felipe II, 2 vols. (México: FCE, 1976)].

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Al término de su libro, Zakhor, histoire juive et mémoire juive, publicado en 1982, Yosef Yerushalmi se preguntaba:

“Ignoro si la vasta empresa de la búsqueda histórica contemporánea resulte duradera

para los judíos y no judíos. Un joyero que había fabricado un anillo para el rey Salomón

—cuya virtud era la de hacerle feliz cuando estaba triste, y triste cuando estaba feliz—

talló en él la siguiente inscripción: ‘Esto será breve también’. Vendrá tal vez un tiempo

en el que reine una conciencia nueva, asombrada por todos aquellos que nos sumergi-

mos en la historia. Al menos que este hecho ni siquiera la inmute”6.

¿Ese tiempo está próximo? ¿Ya estamos en él? En el horizonte inmediato no hay nostal-gia, ni espíritu de catástrofe, ni profecía alguna. Lo que, en cambio, no da lugar a dudas es la transformación de las experiencias respecto al tiempo, durante los últimos treinta o cuarenta años. El signo anunciador ha sido el retroceso del futuro, no de cualquier futuro, sino de ese futuro futurista, el del régimen moderno de historicidad que alimenta el motor del tren de la Historia. Poco se tardó entonces en hablar de la “crisis del futuro”, de su clausura, mientras que de manera simultánea, el presente tendía a ocupar un lugar cada vez más amplio.

La transformación de las relaciones, con el tiempo, planteó una configuración inédita: la del presentismo. Como si ese presente del capitalismo financiero, de la revolución de la infor-mación, de la Internet, de la globalización, pero también el de la crisis que surgió en el 2008, absorbiera en sí mismo las categorías (que se habían vuelto casi obsoletas) del pasado y del futuro. Como si, convirtiéndose en su propio horizonte, se mudara en un presente perpetuo. Junto a éste, se situaron en el primer rango de los espacios públicos aquellas palabras, que también son palabras de orden, prácticas que se traducen en políticas: memoria, patrimonio, con-memoración, identidad, entre otras; tantas formas de convocar al pasado en el presente, en las que prima una relación inmediata, apelando a la empatía y a la identificación. Basta, para conven-cerse, con visitar la gran cantidad de monumentos conmemorativos y otros museos de historia inaugurados en estos últimos años. Además, ese presente presentista está rodeado por todo un cortejo de nociones o conceptos, más o menos destemporalizados: modernidad, posmoderno, pero también globalización e incluso crisis. ¿Y qué es, en efecto, una crisis “sistémica” sino una crisis que dura, sin tratarse ya de ese momento decisivo que escrutaba el ojo médico, desde Hipócrates? Con la crisis sistémica se está apresado en una especie de presente permanente: ¿justamente el de la crisis del sistema?

6 Yosef Hayim Yerushalmi, Zakhor, histoire juive et mémoire juive, trad. francesa por Éric Vigne (París: La Découverte, 1984), 119 [En español: Zajor. La historia judía y memoria judía (Barcelona: Anthropos, 2013)].

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¿Esos desplazamientos o esa oscilación son la huella de un fenómeno duradero o transito-rio? Nadie lo sabe en realidad, mientras que todavía cuesta asimilar su ritmo. Según el filósofo Marcel Gauchet, se produjo ahí “un cambio de relación con la historia”:

“[ese cambio] ha asumido la forma de una crisis del porvenir, cuyo síntoma más palpa-

ble ha sido el desvanecimiento de la idea revolucionaria. Con la posibilidad de que se

represente el futuro, entra en crisis, por una parte, la capacidad del pensamiento de la

historia para hacer inteligible la naturaleza de nuestras sociedades, con base en el aná-

lisis de su devenir; por la otra, su capacidad para guiarlas en la acción transformadora

sobre ellas mismas, a título de previsión y proyecto”7.

Este cambio de relación es precisamente lo que el concepto (moderno) de Historia no alcanza o ya no puede asir. Profundamente futurista, ya no es lo suficientemente operatorio para captar el devenir de sociedades que, al intentar absorberse por completo en un presente único, ya no saben de qué manera regular sus relaciones con el futuro; éste es comúnmente percibido, cada vez más, al menos en Europa, bajo el modo de amenaza e incluso de la catás-trofe que ya viene en camino.

Este futuro ya no es concebido como indefinidamente abierto, sino todo lo contrario: co-mo algo cada vez más limitado —o más bien, cerrado—, en particular por la irreversibilidad generada por toda una serie de acciones. Inmediatamente se piensa en el calentamiento glo-bal, en los desechos nucleares, en las modificaciones operadas sobre lo viviente, entre otros. Se descubre, de manera cada vez más acelerada y precisa, que el futuro se extiende cada vez más lejos delante de nosotros, y que lo que hoy se hace o se deja de hacer tiene incidencias en ese futuro tan lejano, que nada representa en la escala de una vida humana. En el otro sen-tido —lo que ha precedido—, se aprende que el pasado venía de lejos, cada vez más lejos (la época de la aparición de los primeros humanoides sigue retrocediendo, mientras que la edad del universo alcanza ya los catorce mil millones de años).

Confrontados con esos cambios radicales de puntos de referencia, se tiene la tentación de decir ¡basta! y exhortar a volver al pasado y recobrar los paraísos perdidos. La industria del ocio se dio cuenta muy rápidamente del partido que podía sacar de las islas paradisiacas y otros territorios vírgenes, en los que el veraneante compra experiencias bien graduadas en desaceleración programada. Estas últimas alimentan amenazas y temores en los que puede injertarse, por lo demás, una nueva forma de “terror” de la historia, evocando —desde otras perspectivas— aquel “terror” que se había convertido en uno de los resortes del pensamiento

7 Marcel Gauchet, La Condition politique (París: Gallimard, 2005), 523.

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de un autor como Mircea Eliade, cuando se unió a la extrema derecha en los años 19408. En lo que concierne al pasado histórico, se tiende a “tratarlo” o “gestionarlo” en determinadas instancias (los tribunales), y a través de acciones específicas (las políticas conmemorativas). Ya sea en presente o por el presente: bajo la autoridad de la memoria.

Con el tiempo como depositario, el concepto de historia ha sido el receptáculo de varios estratos temporales o, para tomar otra imagen, está tejido con varias temporalidades. El es-trato más antiguo es el que se desplaza del pasado hacia el presente y corresponde al antiguo régimen de historicidad. Durante varios siglos, este estrato ha gobernado el extenso registro de la historia magistra vitae, y si el advenimiento de la temporalidad moderna le ha hecho perder su primacía, esto no lo ha hecho desaparecer, ya que el antiguo topos de las lecciones de historia sigue ahí, disponible, susceptible de ser reactivado, hasta el día de hoy. Se trata del registro del ejemplo, de la imitación y del deber/ser. ¿Con qué eficacia y asimiento firme en la realidad se cuenta aún para tal efecto? Se trata evidentemente de una pregunta tanto más acuciante, por cuanto el concepto de historia se había abierto hacia otra temporalidad que había socavado esa antigua y poderosa acepción, a saber, la temporalidad moderna, propia del régimen moderno de historicidad. Ésta se ha convertido en algo así como el combustible del concepto moderno de historia, ese tren que se desliza cada vez más rápido a pesar de las interrupciones, los per-cances y los descarrilamientos. Mientras que el marxismo o la revolución fueron durante largo tiempo “el horizonte insuperable”, como se ha afirmado, la Historia y la historia eran homó-logas. La historia era la ciencia de lo real. Había una tensión, sin duda alguna, hacia el futuro, un futuro que era necesario apresurar al máximo, pero más allá del cual no se podía proyectar o autorizar a pensar. Se abriría luego todo lo opuesto al tiempo apocalíptico: el nuevo cielo y la nueva tierra por fin comunistas. Durante algunas décadas, la URSS fue, para los comunistas del mundo entero, el signo del advenimiento de los tiempos nuevos.

Entre las situaciones históricas y el concepto de historia siempre han existido tensiones: ya sea que el concepto se encuentre en fase con una coyuntura, o esté desfasado respecto a la misma. En fase coyuntural, da el sentimiento a quien lo usa de que asimila correctamente la situación y puede hacer la historia, o, simplemente, hacer historia. Si hay desfase, puede ser porque el concepto otorga una parte muy importante al pasado, o por el contrario, al fu-turo. Quien lo usa quisiera, por ejemplo, volver a un pasado que ya no existe o impeler más rápidamente hacia un futuro que aún no ha llegado, activando algunas de las temporalidades heterogéneas que constituyen el concepto para describir, comprender o hacer ver una situa-ción. Si el desfase es demasiado grande, la toma no será la indicada y el resultado borroso,

8 Mircea Eliade, La terreur de l’histoire (París: Gallimard, 1949).

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como una fotografía movida; el presente es visto con los lentes del pasado y surge el riesgo “de entrar retrocediendo al futuro”, según otra fórmula de Valéry. Con los lentes del porvenir, cuando se decrete la apertura de una nueva era, se corre el riesgo de percibirlo como si ya hubiera advenido. Sigue luego la tentación, más o menos irreprimible, de hacer desaparecer los “vestigios”. El enemigo no es el desfase en sí mismo, sino un desfase excesivo. Entre una realidad y su concepto, o entre lo real y su captación por parte del concepto, existe siempre una brecha, a fortiori cuando se trata de esa realidad heterogénea, propia de toda situación histórica. En esa misma brecha reside la posibilidad de que el concepto se acrisole en la com-prensión de la situación, teniendo una mayor y mejor percepción del presente, en función del pasado y del futuro, es decir —en el caso del concepto moderno de historia—, en función de la luz que el porvenir proyecte sobre el pasado para volverlo inteligible.

Historia es, en el fondo, aquel nombre que viene de lejos, escogido para reunir y man-tener juntas las tres dimensiones del pasado, presente y futuro. Para mostrar e interrogar lo que las une y las separa, a través de todas las combinaciones posibles por parte de quien las usa (individuo, grupo, institución, Estado), con base en su situación presente y para incidir sobre ella, directa o indirectamente (por ejemplo, a través de la escuela o las conmemora-ciones). Promovido por Heródoto, el nombre se arraigó y no ha cesado de ser retomado, corregido, modificado, amplificado, alabado, loado, ironizado, denigrado, impugnado, en-tre otros. Y, sin embargo, siempre ha permanecido ahí: inmediatamente disponible. Hoy, no obstante, Mnêmosunê ha suplantado a Clio, al menos en el espacio público.

Al aunarse la ruptura al futuro, quedó plenamente consumada la escisión entre la retórica y la historia, y esta última podía, al fin, emprender su propio vuelo, como filosofía de la histo-ria, como ciencia, como práctica científica, como saber, es decir, como un género con pleno derecho. Escapaba por fin y definitivamente de la esfera del otium (allí la habían relegado Cicerón y Quintiliano) para ingresar en el negotium, pero en un negotium nuevo, bajo el emble-ma de la ciencia, y ya no bajo la retórica del forum. Desde luego, la erudición había ya librado, tiempo atrás, un largo combate para apartar la historia de las letras; pero la opción de ingresar en la cohorte de los eruditos tenía como precio la reducción de sus ambiciones. Incluso si esa disminución se veía compensada por la seguridad que ahora tenía a su favor, al afianzarse en el terreno firme de las realia y los hechos verificables, la historia podía ya refutar los ataques de los escépticos o de los aliados del pirronismo que instigaban a poner en duda los testimonios de la historia y los dogmas de la religión9.

9 Arnaldo Momigliano, Problèmes d’historiographie ancienne et moderne, trad. francesa por Alain Tachet (París: Galli-mard, 1983), 258-260 [En español: Ensayos de historiografía antigua y moderna (México: FCE, 1993)].

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La tripartición aristotélica del discurso (judiciario, deliberativo y epidíctico) había dejado a la historia, durante largo tiempo, sin un lugar propio. Ésta había intentado negociar su lugar entre Aristóteles y Quintiliano —o incluso Luciano de Samosata—, mientras que la retórica la excluía (por pertenecer al campo del otium) y pretendía gobernarla a la vez. No pertenecía tampoco al discurso deliberativo o judiciario, y, sobre todo, no quería ser asimilada por el epi-díctico, en el que, el espectador sólo se pronuncia en última instancia por el talento del orador. En efecto, cada género tenía para Aristóteles un tiempo que le era propio: el presente para el elogio, el pasado para el judiciario y el futuro para el deliberativo. Como la historia estaba relacionada con esos tres tiempos, podía recorrer parte del camino con cada uno de los tres géneros. Al abandonar la retórica por la poética, la historia se veía confrontada a la poesía (la epopeya y la tragedia), y el criterio discriminante era entonces —según Aristóteles— el de la mimesis, que excluía a la historia. A lo que cabría aún añadir (para completar) la forma en la cual —poco después de Tucídides— la historia perdió la partida frente a la filosofía, como ciencia de la política y como filosofía moral. Y esto, a pesar de los esfuerzos de un Polibio, a la vez ambicioso y algo ingenuo, quien buscaba un nuevo concepto de historia que pudiera ilustrar el mundo nuevo en el que, en apenas medio siglo, vio cómo se extendía la dominación romana. Tomado como rehén en Roma, Polibio escribe una historia para explicar la derrota a los griegos vencidos y la victoria a los romanos vencedores (eso esperaba, al menos).

La evocación de esta retrospectiva, lejana tal vez pero inherente a la historia del nombre, basta para hacer comprender que una erosión o ruptura del concepto moderno de historia puede hacer emerger capas antiguas y hacer resurgir las interrogaciones respecto al lugar, el objeto, el género o el tipo de discurso de la historia. El tren de la Historia no se desliza ya a todo vapor, en una época en que el ritmo de los progresos técnicos nunca había sido tan rá-pido. Detenida en el impulso que hasta entonces la había llevado, impartiendo a la vez a sus especialistas —grandes o pequeños— la “orden de actuar en nombre del futuro”, ha vuelto a ver resurgir la controversia entre la historia y la retórica. Pero ya no una retórica a la buena y antigua forma de Aristóteles, sino otra, fuertemente “poetizada”, semejante a la implementa-da por Hayden White, quien le confiere sin vacilar la mimesis, y hace de ella un discurso (casi) como los otros. La lucha ahora se dirigía contra la ilusión alimentada por la historia positivista de una homología entre las palabras y las cosas o entre los niveles intralingüístico y extralin-güístico10. Es decir, contra el realismo espontáneo de los historiadores.

10 Para Roland Barthes, el discurso histórico “no cree conocer más que un esquema semántico, compuesto por dos términos: el referente y el significante”, eliminando el significado y dejando que aparentemente se enfrenten “lo real y su expresión”. Le bruissement de la langue (París: Seuil, 1984), 165 [En español: El susurro del lenguaje (Barcelo-na: Paidós, 2009)].

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Entre 1980 y 2000, la doble intervención de Paul Ricoeur, largamente madurada, ampliamente documentada y sólidamente argumentada, se inscribe en este contexto. Al poner de relieve, en Tiempo y narración, el muthos, retomado de Aristóteles y concebido co-mo intriga, se proponía probar “el carácter últimamente narrativo de la historia”, pero sin renunciar, por lo tanto, a la “primacía” de sus propósitos referenciales11. Se debe retener como importante lo siguiente: al recordar que la historia es narración o incluso semi-narración, Ricoeur preserva algo de ese movimiento anticipado, conferido a la historia por el futurismo del régimen moderno de historicidad. El relato va adelante y de esta manera hace y da sentido. En la separación entre el horizonte de expectativa y el espacio de experiencia, se teje el tiempo histórico (el del régimen moderno de historicidad) porta-dor del relato histórico y literario. Con la diferencia de que la novela se inclina más, a mi parecer, hacia la exploración de esa otra cara del régimen moderno que es lo simultáneo de lo no-simultáneo.

Por segunda vez, el filósofo va al auxilio de la historia, aunándola a la memoria. En La memoria, la historia, el olvido, Ricoeur pretendía salir del enfrentamiento estéril entre historia y memoria, con su cortejo de seguidores y detractores, rechazando toda subordi-nación de la segunda a la primera. Quería una historia “captada” por la memoria, mas no una memoria rebajada al rango “de objeto de historia”. Sostenía que por su “poder de testimonio” respecto de un pasado que ha tenido lugar, la memoria debía ser con-siderada como la “matriz” de la historia12. De esta postura se desprende su conclusión —que retomaría luego con frecuencia— sobre la imposibilidad de dirimir, “en el plano gnoseológico”, “el antagonismo entre el voto de fidelidad de la memoria y la búsqueda de la verdad en el campo de la historia”. La decisión corresponde al lector, es decir, al ciuda-dano, quien, ya instruido y consciente de su deuda con los predecesores, hará “el balance entre la historia y la memoria”. De ahí que haya necesariamente una “inquietante ex-trañeza” de la historia; y es por lo que Ricoeur puede, recurriendo a Platón, presentarla como ese pharmakon, remedio y veneno a la vez, ya que la “sospecha” de que la historia sea en el fondo “nociva para la memoria” no puede ser “conjurada”. Por su parte, Michel de Certeau reconocía lo que designaba como “la inquietante familiaridad” de la historia. Siendo la ausencia su razón de ser, ella se escribe en lugar de lo que ya no existe. Al igual que Jules Michelet, ella entierra a los muertos para abrirle espacio a la vida, puesto que

11 Paul Ricoeur, Temps et récit, 3 t. (París: Seuil, 1982-1985) [En español: Tiempo y narración, 3 vols. (Madrid: Siglo XXI, 1995-1996)].

12 Paul Ricoeur, La mémoire, l’histoire, l’oubli (París: Éd. Du Seuil, 2000) [En español: La memoria, la historia, el olvido (Buenos Aires: FCE, 2005)].

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“una sociedad se asigna un presente gracias a una escritura histórica”13; un presente no cerrado sobre sí mismo, sino abierto en dirección a un futuro que le provee información y le permite proyectarse.

El modelo de Michelet de la historia, con el historiador como visitante de los muertos, seguía siendo compatible con el régimen moderno de historicidad, ya que lo atravesaba el soplo de la Revolución y era guiado por la marcha del Pueblo. Sin embargo, cuando la muerte se convirtió en una industria, cuando los muertos fueron —lo más minuciosamen-te posible— borrados, cuando el tiempo se detuvo y lentamente se tomó conciencia de un pasado que no pasaba, ¿en qué se convertía la historia, el concepto moderno de Historia, y cómo podía modularse el quehacer de la historia? Ya que, ¿cómo enterrar a esos muertos golpeados, por decirlo así, por una doble ausencia? ¿O de qué manera “abrir espacio a lo viviente”, si se ha cavado una distancia que ha llevado casi a la ruptura entre espacio de experiencia y horizonte de expectativa, o peor aún, si este último ha asumido el rostro de la catástrofe? Incluso, de una doble catástrofe: la que viene, está en camino y se espera; y la que en realidad aconteció y se ha experimentado, todo esto en un mismo presente. Horizonte de expectativa y espacio de experiencia se comunican a través de la figura unificadora de la catástrofe. Las sociedades han requerido tiempo para formular estas pre-guntas en esos términos. Para ello fueron encaminados los esfuerzos, lenta y arduamente, durante la segunda mitad del siglo anterior. Escritores, filósofos, historiadores, políticos, instituciones, han tropezado con estas preguntas, las han afrontado e incluso las han evi-tado (en ocasiones han girado alrededor, como un navío en torno a su ancla, en función del viento y la corriente).

La memoria, la conmemoración, el patrimonio y la identidad, se convirtieron poco a poco en palabras claves a finales del siglo XX, al tiempo que la Historia, la divinidad mayor de Europa, ya desde el siglo XIX asistía al desvanecimiento de su magisterio. De hecho, el deslizamiento de la historia a la memoria, en el curso de 1980, indica un cam-bio de época. Lo mismo sucede con el patrimonio, noción destinada para los tiempos de crisis. Cuando las referencias se derrumban, cuando la aceleración del tiempo acentúa la desorientación, se tiende a preservar los lugares, objetos, gestos, para hacer habitable un presente en el cual ya no nos hallamos. La conmemoración es la reanudación pública del fenómeno memorial, y da lugar a políticas memoriales —en lo que a Europa se refiere—, incluso a “leyes memoriales”. En lo atinente a la identidad, morada organizadora de esas

13 Michel de Certeau, L’Écriture de l’histoire (París: Gallimard, 1975), 119 [En español: La escritura de la historia (Méxi-co: Universidad Iberoamericana, 1993)].

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nociones, es portadora de una doble inquietud: respecto al pasado (¿cuál es, en realidad, el pasado de Francia?); respecto al futuro (¿cuál puede ser nuestro porvenir común?), ¿qué esperanza puede (aún) abrigar Europa? De ahí surgieron, como cuestión de fondo y más allá de las polémicas, las dificultades de la difunta Casa de la historia de Francia, promo-vida por el expresidente Nicolás Sarkozy.

En lo que se denomina el antiguo régimen de historicidad (antes de 1789, para tomar una fecha simbólica), los actores tenían, en efecto, un presente, en el cual vivían e intentaban com-prenderlo y manejarlo14. Pero para orientarse, comenzaban por mirar hacia el pasado, con la idea de que éste era portador de inteligibilidad, de ejemplos, de lecciones. Y la historia era el inventario de esos ejemplos y el relato de esas lecciones. En el régimen futurista, o régimen moderno, sucedía lo contrario: se miraba hacia el futuro, el cual aclaraba el presente y expli-caba el pasado; era necesario encaminarse hacia él lo más rápidamente posible. Y la historia era teleológica: el objetivo indicaba el camino ya recorrido y el que quedaba aún por andar. Todas las historias nacionales modernas fueron concebidas y escritas bajo ese modelo.

La singularidad del régimen presentista radica en el hecho de que f inalmente ya no existe más que el presente. Cada uno lo vive en su cotidianidad personal o profesional. En este régimen, ya no se sabe qué hacer con el pasado, puesto que ya ni siquiera se ve, ni con un futuro que tampoco es visible. Ya no hay más que acontecimientos que se su-ceden o se sobreponen, ante los cuales es necesario “reaccionar” con urgencia, al ritmo incesante de las “Breaking News”. De ahora en adelante, con la existencia de Internet, lo que se impone es el tiempo real, la simultaneidad de todo con todo y lo continuo. Aparece todo en el mismo plano, en un presente tan extendido como la red misma. En esta nueva “condición numérica” es ahora más problemático que nunca articular pasado, presente y futuro; pero surge como una necesidad tanto más acuciante que la narración común parece retroceder (cada uno tiene su memoria, su sitio y su blog, según un incesante efecto de desmultiplicación).

Un primer paso sería desprenderse finalmente de una historia que ya no tiene curso algu-no: la que promovió e impuso Europa y la cual se engalanaba con una H mayúscula; la que pretendía ser el tren del mundo moderno y se consideraba como su tribunal máximo. Cabe preguntarse luego, si la muy antigua palabra historia (con toda su historia) pudiese volver a ser de alguna utilidad para designar una manera nueva de articular esas tres categorías del

14 François Hartog, Régimes d’historicité. Présentisme et Expériences du temps (París: Seuil, 2012 [Edición revisada y am-pliada]). [En español: Regímenes de historicidad. Presentismo y experiencias del tiempo (México: Universidad Iberoame-ricana, 2007)].

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pasado, presente y futuro, que los humanos siempre han requerido para ordenar su vida en común. Pero sin que ninguna de ellas imponga su tiranía sobre las otras dos, en un mundo que dista mucho de ser aquel que fue regulado, durante largo tiempo, por el meridiano de Greenwich. Vería yo ahí, de buen grado, la tarea del historiador de hoy.

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Jakob Krameritsch

Artículo recibido: 22 de noviembre 2013

Aprobado: 18 de febrero de 2014

Modificado: 26 de junio de 2014

Profesor de la Universidad de Viena (Austria) y miembro de la Academia de Bellas Artes de Viena (Austria). Sus intereses investigativos se centran en la teoría y la historia de los medios. En 2012 realizó su año sabático sobre las culturas visuales post-apartheid en Sudáfrica. Entre sus publicaciones más reconocidas se encuentra el libro Geschichte(n) im Netzwerk. Hypertext und dessen Potenziale für die Produktion, Repräsentation und Rezeption der (historischen) Erzählung (Múnich: Waxmann, 2006). [email protected]

In memoriam Hipertexto. Sobre el surgimiento y el ocaso de las redes narrativas a lo largo de la historia Ï

Ï Este artículo es una versión corregida del texto de Jakob Krameritsch “Herausforderung Hypertex”, Zeitenblicke 5: 3 (2006): s/p. [Edición online]: <http://www.zeitenblicke.de/2006/3/Krameritsch/index_html>. Texto tra-ducido del alemán al español por Johanna Isabel Córdoba Chavarro, filósofa de la Universidad de los Andes (Colombia) y especialista en TIC’s de la Universidad Duisburg-Essen (Alemania).

doi: dx.doi.org/10.7440/histcrit54.2014.05

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In memoriam Hipertexto. Sobre el surgimiento y el ocaso de las redes narrativas a lo largo de la historia

Resumen:Especialmente durante la década de los noventa, se predijo para el hipertexto un gran futuro dentro de la escenifi-cación discursiva en el campo de las ciencias humanas y culturales, sobre todo, debido a las nuevas condiciones y posibilidades para la producción y recepción de relatos (teóricos). Sin embargo, entre los historiadores actuales, el hipertexto ha tenido poca acogida: ¿Es el mito y la máquina de los deseos representado por el hipertexto, algo que puede dejarse de lado tranquilamente? O acaso ¿son visibles sus potenciales, los cuales yacen en la experiencia y nos motivan a relanzar experimentos? Reconsideración del hipertexto.

Palabras clave: hipertexto, redes digitales, historia, narración, www.

In memoriam Hypertext. On the Rise and Fall of Narrative Networks Throughout History

Abstract:During the 1990s, it was widely predicted that hypertext would have a great future within the discursive field of the human and cultural sciences, mainly due to the new conditions and possibilities for the production and reception of stories (theoretical), but hypertext has not been well received among current historians. Is the myth and the dream machine represented by hypertext something we can easily set aside? Or are its potentialities, which underlie experience and motivate us to re-launch experiments in fact visible? Reconsi-deration of hypertext.

Keywords: hypertext, digital networks, history, narration, www.

In memoriam Hipertexto. Sobre o surgimento e a decadência das redes narrativas ao longo da história

Resumo:Especialmente durante os noventa, previu-se para o hipertexto um grande futuro dentro da encenação dis-cursiva no campo das ciências humanas e culturais, sobretudo, devido às novas condições e possibilidades para a produção e recepção dos relatos (teóricos). Contudo, entre os historiadores atuais, o hipertexto tem tido pouca acolhida. É o mito e a máquina dos desejos representados pelo hipertexto algo que pode deixar-se de lado tranquilamente? Ou, por acaso, são visíveis seus potenciais, os quais jazem na experiência e motivam-nos a relançar experimentos? Reconsideração do hipertexto.

Palavras-chave: hipertexto, redes digitais, história, narração, www.

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In memoriam Hipertexto. Sobre el surgimiento y el ocaso de las redes narrativas a lo largo de la historia

Introducción: ¡El papel apesta! ¡Conéctate!

E scribimos en 1488, invierno en la Edad Media. Werner Rolevinck, monje y exitoso autor, se alegró al conocer la nueva técnica de la imprenta hecha con tipos móviles, técnica que cada día se propagaba de manera más rápida:

“Gracias a la rapidez con que se usa esta técnica, es un tesoro de sabiduría y conoci-

miento, que todos los hombres anhelan alcanzar por instinto natural. Dicho tesoro

emerge en cierto modo de un escondite profundo y oscuro; y a la vez enriquece e ilumi-

na este mundo, que va por mal camino. La inmensa cantidad de libros que antaño sólo

era accesible para muy pocos estudiosos que vivían en Atenas, París, en otros Estados

letrados o en las bibliotecas eclesiásticas, ahora se extiende por todas partes; gracias a

este arte, los libros llegan a cada tribu y pueblo, a cada nación y lengua; de esta manera,

vemos realmente cómo se cumple cada palabra que aparece en el primer capítulo de

los Proverbios: ‘La sabiduría clama en las calles, Alza su voz en las plazas’”1.

La imprenta y sus productos se convierten en un regalo de Dios, del cual pueden, deben y, de hecho, tienen que participar todos. Alrededor de 500 años más tarde, se ve y escucha —cuando abre la página web de la agencia multimedia inglesa The Void (http://www.thevoid.co.uk)— con qué cuidado y gusto se dobla una hoja de papel tamaño A4, y luego ésta desaparece del escenario en forma de avión: a continuación, aparece la frase lapidaria: “¡El papel apesta! ¡Conéctate!”. Así se le declaraba la guerra de forma multimedial al medio tipográfico, a la galaxia de Gutenberg. “La sabiduría clama en las calles, alza su voz en las plazas”, debe recordarse la cita bíblica de Werner Rolevinck. En la actualidad, quizás los ingeniosos estrategas del marketing sean también tan ver-sados en la Biblia como lo fue Rolevinck. En todo caso, las metáforas alrededor de la

1 Werner Rolevinck, Fasciculus temporum (Estrasburgo: Impreso por Johann Prüss, 1488), página 89b de la traduc-ción de Hans Widmann, ed., Der deutsche Buchhandel in Urkunden und Quellen, vol. 1 (Hamburgo: Ernst Hauswedell & Co., 1965), 18, citado por Michael Giesecke, Der Buchdruck in der frühen Neuzeit. Eine historische Fallstudie über die Durchsetzung neuer Informations- und Kommunikationstechnologien (Fráncfort del Meno: Suhrkamp, 1998), 147 y ss.

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tecnología digital de la información y la comunicación recuerdan aquellos atributos con los cuales se propagó la imprenta: hoy se encuentra el content al abrir Windows y dirigirse a la Information Highway.

Estas voces, pronunciadas con una diferencia de 500 años, tematizan nada más ni nada menos que la invención y la imposición gradual de un nuevo medio, aunque de diferente manera (medial). Se trata de voces de un discurso que acompañan el momento fundacional de un medio. Este discurso, llamado por la ciencia medial “intermedialidad primaria”, es un rito de iniciación en el cual se negocian y se discuten el potencial de inno-vación, las oportunidades y posibilidades, los peligros y los límites de una nueva técnica. El mecanismo de este discurso es estructuralmente igual, isomorfo; esquematizando, se puede afirmar: existen, por un lado, fuerzas que con el ánimo de conservar defienden los antiguos medios para mantenerlos en su posición hegemónica en el sistema de los medios; por otro lado, existen otras fuerzas que pretenden atacarlos para aumentar la aceptación social de un nuevo medio. Si la escenificación discursiva de lo nuevo tiene éxito, se pue-den generar modelos y normas mediales; éstos pueden lograr, en consecuencia, un efecto orientador, motivador y formativo y, por lo tanto, fomentar el uso del nuevo medio —de manera performativa y normativa—. Así las cosas, podría surgir una espiral de necesida-des: una espiral de necesidades que se eleva del simple poder (como posibilidad) sobre un deber a un tener que. Uno no sólo puede servirse del medio, no sólo debe servirse del medio, no; si uno busca una conexión con la sociedad, si uno quiere ser un verdadero miembro de ella, también tiene que hacerlo.

1. No adecuadamente... en papel

En cuanto a su estructura y función, fueron y son también iguales aquellos discursos que proliferaron a más tardar a principios de los años noventa, en los cuales se discutía el potencial del hipertexto para las ciencias humanas y culturales, sobre un medio que ha crecido con el advenimiento de la www y que representa una parte importante de esta nueva tecnología de la información y la comunicación.

Pues bien, ¿qué significa hipertexto? O mejor: ¿qué promete ser? Antes que nada, exi-sten muchas variantes de hipertexto, no sólo un único tipo ideal; al hablar de “hipertexto”, se puede estar refiriéndose a muchas cosas. El hipertexto se caracteriza por una enorme variedad de formas, y difícilmente se deja reducir a un par de rasgos. Según el trasfon-do conceptual del objetivo, de la concepción y de la pretensión que se tenga, varían los papeles y campos de acción de los autores y lectores que formaron parte de dicho hiper-texto. Sin embargo, básicamente, el hipertexto se caracteriza por su naturaleza modular,

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es decir, por su fragmentación en bloques de información, unidos a una estructura en red —por medio de links que se gestionan por computador—. Dichas unidades están cerradas de manera cohesiva, es decir, son comprensibles “en sí mismas”. Los módulos están diseñados para combinarse entre sí de manera “multilineal” y flexible. En oposición a una línea de argumentación, prefigurada por un autor, existen numerosos senderos de lectura que, o bien, son propuestos, o bien, los mismos usuarios pueden buscar y recorrer de manera conjunta2.

Por lo tanto, no se trata de un texto monosecuencial sino de uno multisecuencial, o bien, ni siquiera secuencial. Con razón, se puede objetar que estas características también son atribuibles al libro tradicional (desde la monografía clásica hasta la guía turística y el glosario). Ya el hecho de que los textos escritos estén disponibles como páginas de dos dimensiones y como libro completo de tres dimensiones permite una recepción no lineal, o bien, multilineal. Pasajes aislados pueden ser leídos una y otra vez; en cualquier lugar, un lector se puede devolver o adelantar en el libro, cuando quiera. Aunque el libro pre-senta la información de forma secuencial, los lectores tienen, no obstante, la posibilidad de leer de manera parcial y de manera transversal esta secuencia. En otras palabras, si el texto incluso fue creado aparentemente sobre la linealidad, puede ser interpretado de forma no lineal. De este modo, el énfasis en la no linealidad del hipertexto debe resultar más bien del hecho de que éste es no-lineal desde su concepción, y no da la posibilidad de ser percibido de manera lineal. Por eso, es necesario comprender el hipertexto no sólo en relación con su recepción como medio no-lineal, sino sobre todo en relación con su redacción, concepción y arquitectura.

En este contexto, la lingüista Angelika Storrer establece una diferencia entre la linealidad y la no-linealidad tanto medial como concepcional, o bien, entre grados de secuencialidad3. El libro —a diferencia, por ejemplo, de los rollos de película— no es de ningún modo un medio lineal. Sin embargo, sus cualidades concepcionales hacen énfasis en la decisión de estructuración que tomaron los que produjeron el texto, en contraposición a su cualidad me-dial. Storrer representa la opinión de aquellos que piensan que la diferencia esencial entre el libro y el hipertexto no está en el nivel de la linealidad medial, sino en el nivel de la linealidad

2 Como introducción, puede consultarse: Rainer Kuhlen, Hypertext. Ein Medium zwischen Buch und Wis-sensbank (Berlín: Springer, 1991); y Stefan Iske, Vernetztes Wissen. Hypertext-Strukturen im Internet (Bielefeld: Bertelsmann, 2002).

3 Véase: Angelika Storrer, “Kohärenz in Text und Hypertext”, en Text im digitalen Medium. Linguistische Aspekte von Textdesign, Texttechnologie und Hypertext Engineering, ed. Henning Lobin (Wiesbaden: Verlag für Sozialwissen-schaften/Auflage, 1999), 33-65.

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concepcional; por eso, distingue tres formas básicas de secuencialidad: los monotextos, los multitextos y los textos no secuenciales4.

En general, el libro parece ser el medio óptimo para los monotextos y textos multise-cuenciales. Aunque con el paso del tiempo los textos impresos no secuenciales muestran estructuras de acceso cada vez más ef icientes (el orden alfabético, los glosarios, entre otros), su lectura transversal implica una lectura dispendiosa hacia atrás y hacia ade-lante que deja de lado el ordenamiento establecido en el libro. Ésta fue la opinión, por lo menos, de Theodor Holm Nelson, el día en que creó el concepto de “hipertexto”, en 1965: “Let me introduce the word hypertext to mean a body of written […] material interconnected in such a complex way, that it could not conveniently be presented or represented on paper”5.

El computador (conectado a la red) le parece a Nelson una máquina adecuada para hacer textos no secuenciales, porque un link —¡con un solo clic!— crea enlaces de manera extremadamente cómoda (conveniently). A diferencia de una nota de pie de página, un link no es una simple alusión o referencia a otro texto distante. Un link lleva realmente y sin rodeos a ese texto. Incluso sólo por eso, el hipertexto depende del computador. De esta manera, el hipertexto surge con la pretensión de ser un fichero electrónico no-secuencial, aunque no sólo contenga referencias a materiales, sino que además sean el material y la narración en sí misma los que conformen la no-secuencialidad. Sin embargo, se trata de una narración, o mejor, de una red narrativa en la cual no se puede encontrar ni un co-mienzo definido, ni un final integral. Los lectores de dicha narración se enfrentan a una red policéntrica o a una red sin centro, una red que motiva una selección consciente. Los productores de hipertextos son conscientes de la tarea de trazar ellos mismos senderos a lo largo de la red.

4 En los textos monosecuenciales el autor plantea un camino de lectura temáticamente continuo. Estos tex-tos están diseñados para una lectura completa de principio a fin, de acuerdo con el sendero trazado por el autor. Los segmentos del texto no se pueden reestructurar o intercambiar sin que se corra el riesgo de entorpecer la comprensión. Los textos multisecuenciales no están diseñados para una lectura de principio a fin. Hay diversos caminos de lectura, de los cuales los lectores eligen aquellos que se ajustan más a sus conocimientos previos y a su necesidad actual de información. Estos textos se orientan entonces a tratar un tema específico de una manera que permite que se los lea por secciones para diferentes propósitos. Los textos no secuenciales se pueden leer en el orden deseado sin que se perjudique la comprensión. El acceso al texto se puede elegir libremente, y a partir de éste se puede seguir una ruta de lectura según el propio interés. Para esto, las partes del texto están relacionadas entre sí, generalmente a través de referencias. De esta manera, los lectores pueden moverse a través del tema “en todas las direcciones”. Angelika Storrer, “Kohärenz in Text”, 33-65.

5 Theodor Holm Nelson, “A File Structure for the Complex, the Changing and the Indeterminate”, en Association for Computing Machinery: Proceedings of the 20th National Conference (Nueva York: Lewis Winner, 1965), 96.

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Los hipertextos abiertos tienen además “finales abiertos”, es decir, siempre se pueden inclu-ir nuevos contenidos, nuevos nodos en la red. De este modo, los hipertextos administrados por computador ya no se definen de manera general como producto terminado, sino con base en su proceso de formación. Los lectores se transforman en autores, la separación entre el proceso de es-cribir y el proceso de leer, entre el autor y el lector, se diluye, el campo de acción de los destinatarios se expande. Así, el autor (writer) y el lector (reader) pueden fusionarse en el autor-lector, el wreader6. De los producer y los consumer se forman los prosumer (producconsumidores). La separación entre el emisor y el receptor, entre el escribir y el leer, empieza a tambalear con esto. Éstas son, al parecer, las condiciones ideales para que se den “procesos colectivos e interconectados de escritura”7, y para que se cree la conexión entre hilos narrativos individuales: en el escenario de los medios, el hiper-texto no sólo compitió por la medalla de oro para el medio discursivo perfecto, sino que también se presentó como el mejor escenario medial para historias vinculadas entre sí e historias que se crean como fruto de un trabajo en equipo, con independencia de un lugar y un tiempo. En resumen, el encadenamiento de documentos y los actores involucrados en el proceso de su creación han estado en el centro del potencial del hipertexto (para la historia como disciplina).

2. … la Tierra prometida

De la mano con el hipertexto han surgido promesas o, por lo menos, diversas esperanzas. En honor del “advenimiento del hipertexto”8 se celebró una fiesta discursiva en la cual se embriagaron tanto las ciencias humanas como las ciencias culturales. En general, la llegada de este medio fue recibida en los años noventa de manera eufórica; se pronosticó como una “revolution in human thought”9 o como la llegada de la “land promised (or threatened) by post-modern theory”10. El hipertexto iba a ser —así se consideró— una técnica humana, natu-ral, que permitiría finalmente escribir y leer como uno piensa, es decir, de manera asociativa11.

6 George Landow, “What’s a Critic to Do? Critical Theory in the Age of Hypertext,” en Hyper/Text/Theory, ed. George Landow (Londres/Baltimore: The Johns Hopkins University Press, 1994), 14.

7 Christiane Heibach, Literatur im elektronischen Raum (Fráncfort del Meno: Suhrkamp, 2003).

8 Stuart Moulthrop, “In the Zones. Hypertext and Politics of Interpretation”, Writing on the Edge 1: 1 (1989): 18-27.

9 George Landow, Hypertext 2.0. Being a Revised, Amplified Edition of Hypertext: The Convergence of Contemporary Critical Theory and Technology (Londres/Baltimore: The Johns Hopkins University Press, 1994), 2.

10 Jay David Bolter, Writing Space. Computers, Hypertext, and the Remediation of Print (Mawhah/Nueva Jersey: Routledge, 2001), 204.

11 Robert Coover, “Goldene Zeitalter. Vergangenheit und Zukunft des literarischen Wortes in den digitalen Me-dien”, Text + Kritik. Digitale Literatur 152 (2001): 25; Rainer Kuhlen, Informationsethik. Umgang mit Wissen und Infor-mation in elektronischen Räumen (Constanza: UVK Verlagsgesellschaft, 2004), 133.

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Parecía que se iba a superar el dominio de la linealidad, que llevaba a un pensamiento uni-dimensional12. Se vería a los lectores recorriendo redes. Éstos no recogerían simplemente información de manera unidimensional y pasiva sobre una secuencia prescrita, sino que con-vertirían de forma activa los bloques de contenido en nuevos edificios; parecía que las tiranías y la asimetría en la relación autor-lector iban a devenir en una democracia libre. Parecía que los campos de acción ampliados para fijar identidades y sujetos nuevos estaban al alcance con la digitalización. En consecuencia, por ejemplo, el aprendizaje exploratorio y abierto, en lugar de la enseñanza frontal instructiva, iba a encontrar en este medio su correlato. En resumen, parecía que la escenificación discursiva, la intermedialidad primaria, iba a llegar a su punto culmen, parecía que uno tendría ahora que preparar y negociar los contenidos de manera hipertextual; de lo contrario, uno pasaría por alto los signos del tiempo. Las expectativas de prosperidad —en parte muy ingenuas— se hicieron sentir: al hipertexto se le sobrecargó, por así decir, con esperanzas y deseos.

Al aplicar parámetros de la investigación realizada en las últimas décadas sobre los medios, es evidente que no pueden dejar de influir la narración (teórica), en cuanto co-razón de la actividad investigativa en el ámbito de la historia. Junto con una variedad de factores interrelacionados que determinan la topografía de intereses de cualquier ciencia (socioeconómica, política, cultural o institucional), el setting medial se ha acercado cada vez más al campo visual de la ciencia, debido a que todo lo que se puede decir, reconocer o saber del mundo, es dicho, reconocido y sabido con ayuda de algún medio13. En la di-versidad de la investigación relacionada con los medios surgió un común denominador: la convicción según la cual los medios no se pueden entender como canales neutrales, como si únicamente transmitieran información, sino, más bien, como tecnologías que trans-forman el conocimiento en diversos niveles. Los medios no sólo transmiten, despliegan toda una eficacia influenciando las modalidades de percibir, comunicar y pensar. De este modo, a los medios no sólo se les atribuye una fuerza transmisora de sentido, sino también productora de sentido14.

12 Norbert Bolz, Am Ende der Gutenberg Galaxis. Die neuen Kommunikationsverhältnisse (Múnich: Wilhelm Fink, 1995).

13 “Con esta tesis, la teoría de la relatividad de la lengua, teoría que se remonta a Humboldt [...] adoptó una forma nueva y más radical: se convirtió en teoría de la relatividad de los medios. Ya no pensamos en la lengua, sino en los medios con los cuales nos comunicamos y nos movemos en nuestro mundo. Por eso, las revoluciones media-les son revoluciones de sentido; éstas re-modelan la realidad y crean un mundo nuevo”. Aleida Assmann y Jan Assmann, “Schrift-Kognition-Evolution”, en Eric A. Havelock, Schriftlichkeit. Das griechische Alphabet als kulturelle Revolution (Weinheim: Wiley/VCH, 1990), 2 y ss.

14 Consultar: Sybille Krämer, “Das Medium als Spur und als Apparat”, en Medien, Computer, Realität. Wirklichkeits-vorstellungen und Neue Medien (Fráncfort del Meno: Suhrkamp/Auflage, 1998), 83 y ss.

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La influencia de los medios a la hora de moldear y presentar la ciencia, se convirtió en una premisa que ha tomado cada vez más fuerza. Su razón se halla en las experiencias “de cerca”, cuando los “nuevos medios” lograban imponerse gradualmente15. Ésta es la teoría, cuya plau-sibilidad y, sobre todo, cualidad heurística han sido demostradas en repetidas ocasiones en las investigaciones sobre las repercusiones de los medios en la cultura y la sociedad. Sin embargo, sobre esto también se pueden encontrar signos “a pequeña escala”: ¿si nos enfocamos en el campo del hipertexto, nos enfocamos, por lo tanto, en una parte y en una tecnología clave de la www y de la historia como disciplina? Para responder esta pregunta es aconsejable confron-tar las esperanzas del discurso hipertextual de las últimas décadas con la realidad empírica del hipertexto del siglo XXI.

3. Grandes relatos mediales, pequeña experiencia hipertextual

Al recordar la definición mencionada de hipertexto durante un viaje en la www, después de una larga búsqueda, uno se encuentra sólo con pocos ejemplos prácticos guiados por los principios hipertextuales. Las páginas web relacionadas con las ciencias humanas y culturales reproducen, justamente, el medio de representación y referencia tradicional, es decir, el libro. Sin embargo, estos textos electrónicos rara vez son hipertextos. Los relatos organizados de manera hipertextual se pueden encontrar, sobre todo, en el campo de los experimentos litera-rios16; la historia como disciplina ha permanecido, en gran parte, reacia a crear hipertexto en la práctica. Así las cosas, reconsideramos las esperanzas asociadas a éste17.

Frente a este hallazgo surgen algunas preguntas: ¿tiene el hipertexto el mismo destino que el televisor de McLuhan, en el cual proyectó el encuentro solidario de la humanidad en un pueblo global? ¿Sirve el hipertexto —como lo dijo recientemente Peter Sloterdijk— sólo como otra “extensión de la zona de confort”, en la que triunfan los estímulos rápidos de información sobre los intereses y en la que se surfea de manera superficial —como

15 A diferencia de lo que ocurre con las herramientas, o bien, con las máquinas que se utilizan para incrementar el rendimiento del trabajo, los medios de comunicación son instrumentos, en la medida en que con ellos se pueden producir mundos artificiales que abren nuevas experiencias y maneras de actuar, las cuales serían inaccesibles sin éstos. “No es el aumento del rendimiento, sino la producción de mundos el sentido productivo de la tecno-logía de los medios”. Sybille Krämer, “Das Medium”, 85.

16 Pueden consultarse, por ejemplo, las páginas web Assoziations-Blaster, <www.assoziations-blaster.de>; o Snowfield, <www.art-bag.org/snowfields>.

17 Sobre esto, remitirse a la literatura básica: Peter Haber, Digital Past. Geschichtswissenschaft im digitalen Zeitalter (Múnich: Oldenbourg Wissenschaftsverlag, 2011). Ver también el blog de “los historiadores fallecidos demasiado pronto”, el cual Peter Haber ha administrado en conjunción con Jan Hodel: <http://weblog.histnet.ch>.

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ocurre con el zapping por los canales de televisión—, en lugar de ser la ocasión para bucear en las profundidades del conocimiento? ¿Está sujeto el hipertexto a una economía de la atención? ¿Falta la paciencia necesaria para que la información se disemine de manera productiva en las redes a través del hipertexto? ¿O comparte el hipertexto lo que alguna vez se pensó sobre el fichero, al cual, a principios del siglo XX, se le atribuyó la facultad de reemplazar al libro como medio de representación?18 En resumen: ¿es el hipertexto sólo un mito y una máquina de deseos o un medio de innovación, con nuevas formas de producción, representación y recepción de conocimiento?

Dos características esenciales de los discursos inaugurales de los medios, de la “intermedia-lidad primaria”, se hacen evidentes en este punto. En primer lugar, los discursos mediales iniciales se basan en material poco empírico; por lo tanto —como lo subraya Rainer Leschke—, son, por fuerza, “sociológicamente ingenuos” y, sin embargo, “ideológicamen-te activos”19. Ahora bien, esto no significa que no tengan ningún valor; hacer un trabajo crítico de los discursos mediales puede servir, por lo menos, para delimitar espacios de posibilidad de desarrollos mediales futuros: “La manera como se verá en el futuro el mundo en que vivimos depende (no sólo, pero siempre también) de qué imagen tengamos nosotros sobre el futuro”20. Lo que rige para el mundo, se aplica igualmente a los medios, y justamente por eso, la producción de visiones y utopías mediales tiene su valor, sin ex-cluir las “self-fulfilling-prophecies”.

En la reducción medial determinista, en segundo lugar, en estos discursos a veces se tiende a atribuirle omnipotencia al medio. En los grandes relatos sobre los medios, éstos se convierten en el centro y motor de la historia; todo lo demás es su efecto. Sin embargo, los medios no determinan ni el campo de acción ni los roles de los individuos de manera definitiva. Éstos, por supuesto, no surgen de la nada, ni tampoco se impo-nen a los seres humanos indefensos; inf luyen, sin duda, en su percepción, comunicación y pensamiento, incluso de modo más determinante cuando son un “punto ciego” de la percepción crítica. En todo caso, las formas en que los individuos usan y utilizan un medio condicionan y def inen el medio de comunicación. Hartmut Winkler propuso comprender la relación entre las técnicas de los medios y las técnicas de la cultura en doble vía, según un modelo circular:

18 Markus Krajewski, Zettelwirtschaft. Die Geburt der Kartei aus dem Geiste der Bibliothek (Berlín: Kulturverlag Kad-mos, 2002).

19 Rainer Leschke, Einführung in die Medientheorie (Múnich: W. Fink/UTB, 2003).

20 Elisabeth Nemeth, “Einleitung”, en Wien und der Wiener Kreis. Orte einer unvollendeten Moderne. Ein Begleitbuch (Viena: Facultas, 2003), 15.

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“La técnica es el resultado de prácticas que se materializan en ella misma; las prácticas

(¡algunas, no todas las prácticas!) se transforman en técnica: ésta sería la primera fase

del ciclo. Y lo contrario también es válido de manera simultánea: la técnica misma es,

por su parte, el punto de partida para todas las prácticas posteriores, en la medida en

que define el espacio en que éstas tienen lugar. Ésta es la segunda fase del ciclo. Se trata

entonces de la inscripción de las prácticas en la técnica y de la reescritura de la técnica

en las prácticas”21.

Lo anterior también vale para el hipertexto. No es suficiente sentarse tranquilamente y esperar a que la dinámica propia de los discursos normativos o una magia medial lleven a una distribución masiva y a un uso creativo del hipertexto (en el campo de la historia como disciplina). De hecho, la intermedialidad primaria de la imprenta muestra justamente que las esperanzas proyectadas sobre este medio se convirtieron en normas e ideales que tuvieron un efecto de atracción, lo cual fomentó de forma poco estimable el uso del medio tipográfico. El valor, o bien, la función de la intermedialidad primaria, yacen entonces también en la producción de ideales que, no obstante, deben caer en terreno fértil para que puedan hacerse realidad —en el caso de la imprenta, este terreno estuvo conformado por múltiples elemen-tos: la técnica que se perfecciona rápidamente, el surgimiento del capitalismo temprano, la creación de mercados de consumo, la dinámica de la Reforma, el aumento de las tasas de alfabetismo, entre otros—.

La simple escenificación discursiva no es suficiente para que un medio pueda imponerse. Las utopías mediales no se pueden mantener, si de manera constante ellas mismas se desacreditan en el mundo empírico. Una técnica que no se utiliza, una técnica que no puede consolidarse, tam-poco puede producir efectos sociales, culturales o científicos. Una técnica debe desarrollarse en un primer paso de manera funcional y ser útil para una masa crítica; dicha técnica depende de “tecno-estructuras”, es decir, de una infraestructura que hace que su uso sea fácil y rentable. La famosa explicación que dio Gernot Böhm sobre el carro se puede usar aquí plenamente: así, pues, un carro sólo es eficiente en consonancia con la red vial, la red de estaciones gasolina, las estacio-nes de servicio, el sistema de seguros y las leyes de tránsito. Por fuera de estas estructuras, el carro perece rápidamente como un pez en tierra seca. De manera similar, los medios requieren también sistemas de conexión, tienen que poder contar con fuertes “aliados”, que anuncian la necesidad de un determinado medio nuevo y lo integran de manera activa en su sistema de información y

21 Hartmut Winkler, “Die prekäre Rolle der Technik. Technikzentrierte versus ‘anthropologische’ Mediengeschichtss-chreibung”, IT-News, Nachrichten und Hintergründe, <http://www.heise.de/tp/r4/artikel/2/2228/1.html>.

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comunicación. Así se hace cada vez más necesario dominar aquellas técnicas culturales que tienen como objetivo, por un lado, obtener información del medio, y por otro lado, introducirse en él. Sólo entonces aquel conocimiento de preferencia del medio, según sea la situación de comunica-ción, cobra una importancia central o incluso hegemónica sobre otras formas de conocimiento. Es entonces cuando ha nacido un medio clave.

Nada de esto se cumple para el hipertexto en el ámbito de la historia como disciplina. Para las ciencias (históricas), el libro es todavía el medio central de referencia y de representación. Para hablar con las palabras del monje citado al comienzo, la palabra impresa se queda en el papel de la voz de la sabiduría. El hipertexto es en todo caso un ejercicio libre, no una obli-gación. El hipertexto —a diferencia de las redes sociales, de Open Access y de las tecnologías de máquinas de búsqueda semántica— no tiene, por consiguiente, efectos significativos en la actividad científica22. Las razones son variadas. A continuación, se nombrarán sólo algunas: existen barreras técnicas que impiden que los científicos produzcan hipertexto a gran escala o que negocien su saber de manera hipertextual. Los “costos” de esto parecen ser demasiado altos, el estímulo, demasiado pequeño. El hipertexto —quiere ofrecer relatos coherentes en forma de redes y no convertirse en un punto de descarga textual— no es fácil ni barato, en contra de todos los prejuicios que se tengan al respecto23.

El inicio de los procesos hipertextuales que van más allá de la simple duplicación de un texto y que buscan aprovechar las ventajas específicas de los medios, no sólo requiere mucho tiempo y energía, sino también una competencia medial, o mejor, una creatividad medial, un poco de conocimiento técnico —y, a veces, buen temple—. Las experiencias de los producto-res y directores de hipertextos han sido a menudo un testimonio de esto. Aunque se formen las tecno-estructuras de Böhm, a éstas se las percibe poco: Function does not mean action. Los sistemas de conexión y estimulación son sólo marginales: los autores, o bien, iniciadores del hipertexto disfrutan comparativamente poco del “reparto social de premios” dentro de una scientific community. En ese sentido, es significativo que Hans Ulrich Gumbrecht haya moldeado su hipertexto sobre el año 1926 en forma de libro —él se vio obligado a hacerlo así, probable-mente—24. Con una edición en Suhrkamp no sólo se puede producir más y de manera más fácil que con un hipertexto (abierto) en la www, sino que transmitir la obra a través de canales tradicionales también se ajusta más a la actividad científica.

22 Michael Nentwich y René König, Cyberscience 2.0. Research in the Age of Digital Social Networks (Fráncfort del Meno: Campus, 2012).

23 Jacob Krameritsch, Geschichte(n) im Netzwerk. Hypertext und dessen Potenziale für die Produktion, Repräsentation und Rezeption der (historischen) Erzählung (Múnich: Waxmann, 2006).

24 Hans-Ulrich Gumbrecht, 1926. Ein Jahr am Rand der Zeit (Fráncfort del Meno: Suhrkamp, 2001).

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¿Debe, por consiguiente, la historia como disciplina archivar el hipertexto como medio de producción y representación de sus relatos y discursos? Sí, eso parece. Pero antes de que suceda, se deben recordar, por lo menos una vez más, los potenciales que se han descubierto en los pocos métodos experimentales hipertextuales serios y hechos dentro del campo de la historia como ciencia. Se trata de potenciales que están lejos de las promesas de prosperidad mencionadas, y que, a pesar de ello, no se pueden reducir al campo de la didáctica de la his-toria y de los medios. Como ejemplo de un proyecto de hipertexto, se tiene el del siglo XVI, www.pastperfect.at.

4. Multiperspectividad transitable: la historia como red

El hipertexto no sólo ha actuado con fuerza en el campo de la “escenificación discursiva”; unos pocos proyectos han tratado de mostrar que los ideales asociados con él —como, por ejemplo, el de la cooperación libre y abierta— se pueden hacer realidad a mayor escala, tan-to técnica como socialmente. A comienzos del año 2000, el pequeño proyecto de hipertexto sobre el siglo XVI, www.pastperfect.at, se centró en los potenciales del hipertexto para la recepción del relato histórico. El objetivo de este proyecto consistió en contar desde múltiples perspectivas, y para un amplio público, la historia europea de la Modernidad Temprana. Con más de seiscientas contribuciones, elaboradas por alrededor de sesenta autores, se formó el acervo de contenidos con base en un modelo hipertextual. A través de esta red, ya no se crea una vía de argumentación prefigurada por un autor; lectores e indagadores están llamados, más bien, a moverse de una unidad de información cohesivamente cerrada a otro de los nodos conectados, respectivamente; dependiendo de la asociación que se haga y el interés que se tenga, se pueden establecer estructuras de coherencia, “hilos conductores” entre las unidades de información. Se necesitan lectores perseverantes que se abran paso a través de la red de manera selectiva, que sepan crear argumentos, así como relacionar las “unidades de informa-ción” para crear sus historias y relatos propios, coherentes y armónicos.

Las experiencias con estudiantes de colegio y de universidad que utilizaron pastperfect.at en clase muestran sus posibles frutos. Los usuarios cuentan historias diferentes al final de un viaje de lectura por pastperfect.at, incluso habiendo comenzado con el mismo texto. Lo an-terior se explica porque dichas historias se construyen de forma diferente, por haber tomado múltiples caminos por la página web, produciendo distintas relaciones temporales, espaciales, personales, conceptuales así como causal-temáticas. En la medida en que se toman distintos caminos narrativos y se crean relaciones disímiles entre las unidades de información, surge también una multiplicidad de perspectivas sobre el pasado. El significado y sentido de la coe-xistencia de diferentes accesos científicos e “individuales” al pasado se hicieron comprensibles y

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visibles a través de las historias que surgieron en el viaje por pastperfect.at y que tenían sentido en sí mismas. La diferencia ya no se vio, en consecuencia, como “molesta”, “incomprensible”, o como expresión de falta de rigor científico —¡sólo un resultado puede ser correcto!—, sino como un enfoque científico-cultural productivo, que hace posible conocimientos más enrique-cedores que cualquier esquematismo monocausal. La confrontación de los diferentes caminos recorridos a través de pastperfect.at permite familiarizarse de manera más lúdica con el carác-ter fundamentalmente discursivo y procesual de la ciencia de la historia25.

El hipertexto que aprecia las posibilidades estéticas y didácticas de la escenificación en interfaz puede recrear la red en la polifonía argumentativa —y justamente ahora que vuelve a aparecer bajo el nombre de “mapping”—. Al mapping se lo sobrecarga rápidamente con las mismas espe-ranzas de prosperidad con las que se sobrecargó al hipertexto26. Este exceso discursivo no hace falta; al principio los pequeños beneficios son suficientes. El mapping tampoco sustituirá a los medios establecidos, pero ofrece dispositivos conceptuales y mediales atractivos. Así como se hizo para el hipertexto, también se quiere crear un espacio colectivo en expansión para los “proyectos de map-ping”, en el cual éstos se puedan propagar y conectar27. Al igual que para el hipertexto, para los proyectos de mapping es algo muy importante mantener la receptividad de la multiperspectividad emergente, hacerla “transitable”. En cuanto campo de experiencia de la “diversidad de perspecti-vas y la heterogeneidad”28, las respectivas topografías de intereses de los autores deben abordarse de manera colectiva. Algunos hipertextos lograron lo que el mapping logra también con frecuencia con una intención didáctica, a saber, imaginarse la realidad (pasada) más bien como una red tejida de forma gruesa, y no como una secuencia puramente cronológica de eventos “importantes” que se dirigen hacia el presente y el futuro. Los hipertextos sin centro pueden romper la imagen de que la historia tiene un motor central que la mueve, y de que se la puede desglosar hacia abajo en una narración. El hipertexto deja un espacio para ambivalencias, no insta a ningún final, a ninguna conclusión —deja lugar para historias futuras—. El reconocimiento inicial de la diferencia y la am-bivalencia lleva a que se pueda descubrir una multiplicidad de verdades, verdades/historias que tienen validez las unas con las otras y las unas al lado de las otras. Desde esta perspectiva, con el hipertexto, así como ahora con el mapping, se puede crear una sublevación en pequeño contra las estructuras de los “grandes relatos”.

25 Jacob Krameritsch y Wolfgang Schmale, “Didaktische Potenziale des Schreibens und Lesens von Hypertext”, en eLearning an der Universität Wien. Forschung-Entwicklung-Einführung (Múnich: Waxmann, 2006), 284-304.

26 Ver, por ejemplo, Nina Möntmann y Yilmaz Dziewior, eds., Mapping a City (Hamburgo: Hatje Cantz Pub, 2005).

27 Por ejemplo: Model House-Mapping Transcultural Modernisms, <www.transculturalmodernism.org>.

28 Susanne Gudowius, “And the winner is… Der Mediendidaktische Hochschulpreis”, en E-Austria-Guide. E-Government, E-Learning, E-Health, E-Business, ed. Achim Zechner (Viena: Linde, 2005), 89-101.

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Generar una dependencia entre la sublevación y el hipertexto o el mapping equivaldría a luchar contra un enemigo imaginario. Las premisas epistemológicas mencionadas ya se con-solidaron, hace mucho tiempo, en el mundo académico. También se pueden recorrer caminos perspectivistas en forma de libro monosecuencial. Pero, justamente para la instrucción escolar (superior), en la intersección entre la didáctica de la historia y la didáctica de los medios, se dan muchas posibilidades de aplicaciones prácticas29. El hipertexto/mapping le ofrece, finalmente, a un equipo de autores múltiples posibilidades técnicas que les ayudan en su crecimiento en todas las direcciones a grandes “clústeres de coherencia” y los hacen “transitables”30. Las estructuras narrativas, es decir, las construcciones teóricas, pueden encontrarse de nuevo en la arquitectura del hipertexto, la cual es una parte importante de su contenido31. El hipertexto insta al equipo de producción a ponerse de acuerdo sobre las abstracciones y concepciones, fomenta la comunicación, debido a que lleva en sí mismo la promesa de poder reproducir también desde sí mismo asociaciones prolíficas. Lo peor que puede pasar, es fortalecer por medio del diálogo el discurso frente a frente: entre todos los modelos y métodos didáctico-mediales cincelados finamente, la comunicación face-to-face sigue conservando su peso decisivo.

Bibliografía

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29 Wolfgang Schmale, ed., E-Learning Geschichte (Viena: Böhlau, 2007).

30 Wolfgang Schmale, “Kulturtransfer und der Hypertext der Geschichte”, en Ent-grenzte Räume. Kulturelle Transfers um 1900 und in der Gegenwart, eds. Helga Mitterbauer y Katharina Scherke (Viena: Passagen, 2004), 224.

31 Jakob Krameritsch, “Die fünf Typen des historischen Erzählens–im Zeitalter digitaler Medien”, Zeithistorische Forschungen/Studies in Contemporary History 6: 3 (2009): s/p. [Edición online], <http://www.zeithistorische-forschungen.de/16126041-Krameritsch-3-2009>.

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Lynn Hunt

Artículo recibido: 11 de diciembre de 2013

Aprobado: 28 de marzo de 2014

Modificado: 19 de junio de 2014

Profesora de Historia Moderna de Europa en la Universidad de California en Los Ángeles (UCLA). Es doctora en Historia por la Universidad de Standford (Estados Unidos). Sus intereses académicos giran en torno a la revolución francesa, la historia del género y la historia cultural. Entre sus publicacio-nes recientes se encuentran: con Jaques Revel, “Historia: pasado, presente y futuro”, Pasajes 41 (2013): 70-95; y el libro La invención de los derechos humanos (Barcelona: Tusquets, 2010). [email protected]

Modernity: Are Modern Times Different? Ï

Ï Esta investigación contó con la financiación de la catedra Eugen Webwer en Historia Moderna Europea de la Universidad de California en Los Ángeles (UCLA).

doi: dx.doi.org/10.7440/histcrit54.2014.06

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Modernidad: ¿Son distintos los tiempos modernos?

Resumen:En años recientes, la “modernidad” ha sido objeto de considerable debate entre los historiadores. Este artículo evalúa algunos de esos debates y argumenta que la modernidad es un concepto problemático porque implica una completa ruptura con los modos de vida “tradicionales”. El artículo realiza un estudio de términos clave apoyado en Ngrams de Google, que indican que los términos “modernidad,” “tiempos modernos” y “tradicional” —en inglés y otros idiomas— tienen una historia propia. Un breve análisis de la transición desde la auto-orientación al equilibrio hacia la auto-orientación a la estimulación demuestra que la modernidad no es necesaria para el análisis histórico.

Palabras clave: modernidad, tiempos modernos, tradicional, historia del yo.

Modernity: Are Modern Times Different?

Abstract: “Modernity” has recently been the subject of considerable discussion among historians. This article reviews some of the debates and argues that modernity is a problematic concept because it implies a complete rupture with “traditional” ways of life. Studies of key terms are undertaken with the aid of Google Ngrams. These show that “modernity,” “modern times,” and “traditional” —in English and other languages— have a history of their own. A brief analysis of the shift from a self oriented toward equilibrium to a self oriented toward stimulation demonstrates that modernity is not necessary to historical analysis.

Keywords: modernity, modern times, traditional, history of the self.

Modernidade: Os Tempos Modernos são Diferentes?

Resumo:Recentemente a “modernidade” tem sido objeto de discussão substancial entre os historiadores. Este artigo analisa alguns desses debates e argumenta que modernidade é um conceito problemático porque implica uma ruptura completa com as formas “tradicionais” de vida. Estudos de termos-chave realizados com a ajuda da ferramenta linguística Google Ngrams mostram que os termos “modernidade”, “tempos modernos” e “tradicional”, —tanto em inglês quanto em outras línguas—, têm uma história própria. Uma breve análise da mudança de um tipo eu voltado ao equilíbrio para um outro voltado à estimulação demonstra que a modernidade não é imprescindível para uma análise histórica.

Palavras-chave: modernidade, tempos modernos, tradicionais, história do eu.

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Modernity: Are Modern Times Different?

“M odernity” as a concept has close links to the development of his-tory as a university discipline in the Western world. In recent years, scholars have drawn attention to the ways in which the narrative

of modernity has distorted historical writing, especially of the places outside of Europe. As South Asian historian Dipesh Chakrabarty famously maintained, “There is a peculiar way in which all these other histories tend to become variations on a master narrative that could be called ‘the history of Europe.’”1 Europe sets the template of modernity; all other places are compared to it and almost always found lacking, that is, behind in terms of historical development. Sebastian Conrad has shown how post-World War II Japanese historians fol-lowed the European model of periodization: “The concepts and terminology of historical understanding —development, progress, and modernity— owed their explanatory sub-stance to the European experience.”2 In short, the western concept of modernity has come to define the discipline of history for everyone in the world.

The problems created by the concept of modernity are not limited to the non-West. As Frederick Cooper, a historian of Africa, argues, the notion of modernity tends to flatten time and therefore discourage analysis of the conflicts within presumably modern socie-ties in the last two hundred years while simultaneously ignoring much of what went on before, in Europe and elsewhere in the world. It confuses certain processes of undeniable significance (urbanization, for example, or secularization) with a particular time period, not to mention a particular place, the West. Modernity also tends to proliferate even among its critics with alternative modernities, colonial modernity, Japanese modernity, Indian modernity, etc. Cooper sums up the result: “The concept of modernity, multiplied, therefore runs the gamut, from a singular narrative of capitalism, the nation-state, and individualism —with multiple effects and responses— to a word for everything that has happened in the last five hundred years.”3

1 Dipesh Chakrabarty, “Postcoloniality and the Artifice of History: Who Speaks for ‘Indian’ Pasts?,” Representa-tions 37 (1992): 1.

2 Sebastian Conrad, “What Time Is Japan? Problems of Comparative (Intercultural) Historiography,” History and Theory 38: 1 (1999): 67–83.

3 Frederick Cooper, Colonialism in Question: Theory, Knowledge, History (Berkeley: University of California Press, 2005), 127.

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Yet, for all his criticisms, Cooper stops short of jettisoning the concept altogether. “My purpose,” he maintains, “has not been to purge the word modernity and certainly not to cast aside the issues that concern those who use the word.”4 Similarly, in the book that develops his critique of Eurocentrism, Provincializing Europe, Chakrabarty repeatedly uses the term, whether as global modernity, colonial modernity, Indian modernity, or political modernity.5 He contests European domination of the concept but not its use in general. In a more recent considera-tion of “The Muddle of Modernity,” he insists that “Historians have to take responsibility for the normative freight that the word ‘modernity’ ... has carried globally,” but nowhere does he suggest that they dispense with it.6 Writing history without modernity as a concept turns out to be nearly impossible. In one of my own books, I used the term in a title, The Invention of Pornography: Obscenity and the Origins of Modernity, so I can hardly claim to have solved this rid-dle myself.7 Moreover, I have worked all my scholarly life on the French Revolution precisely because I considered it a foundational event for modern times. Is there any way to sort through this “muddle,” as Chakrabarty calls it?

We can start by developing a history of the term itself, an endeavor that can only be sketched out here in a preliminary way. Although modernity can be traced as far back as 1635 in English according to the Oxford English Dictionary, the digital resource Eighteenth Century Collections Online yields only two references, and only one in English for the entire eighteenth century. The novelist Honoré de Balzac used the French term modernité a few times in the first half of the nineteenth century, but in the 1870s Littré’s famous Dictionnaire de la langue française could still refer to it as a neologism.8

A series of Google Ngrams can bring greater specificity to this question. Figure 1 seems to show that “modernity” as a term really only takes off in English after 1960 and even after 1980. But appearances can be deceiving especially when it comes to the visual representation of big data. If we ask about modernity in English between 1800 and 1900 (Figure 2) we see a distinct take off between 1890 and 1900, and if we query about 1890-1960 (Figure 3), we get

4 Frederick Cooper, Colonialism in Question, 149.

5 See: Dipesh Chakrabarty, Provincializing Europe: Postcolonial Thought and Historical Difference (Princeton: Princeton University Press, 2009).

6 Dipesh Chakrabarty, “The Muddle of Modernity,” The American Historical Review 116: 3 (2011): 674.

7 Lynn Hunt, ed. The Invention of Pornography: Obscenity and the Origins of Modernity (New York: Zone Book, 1993).

8 None of the previous dictionaries available at ARTFL, an online data resource for French literature, include modernité. See: “Dictionnaires d’autrefois: Émile Littré. Dictionnaire de la langue française (1872-77),” The ARTFL Project, <http://artflsrv02.uchicago.edu/cgi-bin/dicos/pubdico1look.pl?strippedhw=modernitE>, paragraph “Modernité.”

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a more nuanced picture of the twentieth century, one of continuing increase in the use of the term between 1890 and the 1930s, then stagnation and even decline until the mid-1950s (for reasons that may be obvious or may not be — is this due to the shock of World War II?), and then a huge increase thereafter, perhaps because of the influence of modernization theory. A Google Ngram of “modernity”, “Marxism”, and “modernization” (Figure 4) suggests that the concept of modernity received a boost from the two most important social theories of mo-dernity, Marxism and modernization theory, but then took on a life of its own after the 1980s, rising even more quickly while they began to decline.

Figure 1. Google Ngram Viewer of “modernity,” 1800-2008

Figure 2. Google Ngram Viewer of “modernity,” 1800-1900

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Figure 3. Google Ngram Viewer of “modernity,” 1890-1960

Figure 4. Google Ngram Viewer of “modernity,” “Marxism,” and “modernization,” 1930-2000

The key point is that “modernity” as a term only became prominent in English toward the end of the nineteenth century and during the twentieth century. A similar case can be made for French, German, and Spanish, though here any doubts about using Google Books would only be magnified because of the much smaller database. Still, the overview of the French situation, for example, shows a vast increase after the 1960s, while a more nuanced view of 1850-1950 indicates that in French the turning point comes earlier, in the 1880s and even the 1870s, which seems credible given the modernizing policies undertaken by the Third Republic. In German Modernität gains at the expense of Neue Zeit, but both pale in the face of Neuzeit, which takes off in the 1840s and increases greatly in usage from the 1980s onward.

modernity

1890 19201900 19301910 1940 19601950

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A Google Ngram cannot explain why “modernity” first emerges toward the end of the nineteenth century or why it leaps up in usage from the 1980s onward. Is it related to European imperialism at the end of the nineteenth century? Toward the end of the nineteenth century Europeans and North Americans, too, saw the great impact on other peoples of their ways of thinking about modern life, while at home their governments were developing programs of mass education to accompany the development of mass culture in transport and media. At the same time, the emergence of the term toward the end of the nineteenth century may also reflect the sense that many in modern nations, such as France, had not yet become modern; in France, for example, peasants in periph-eral regions had to be taught and even forced to learn French as the national language. The subtitle of Eugen Weber’s influential book on this process is “The Modernization of Rural France.”9

To get at the process —or at least the timing— of the European and North American understanding of their own ways of life as distinctively modern, I have chosen to trace the expression “modern times.” In English “modern times” is used increasingly toward the end of the 1700s and actually reaches a high point in the middle of the nineteenth century (Figure 5). “Modernity” then begins to overtake it.

9 Eugen Weber, Peasants into Frenchmen: The Modernization of Rural France, 1870-1914 (Stanford: Stanford University Press, 1976).

Figure 5. Google Ngram Viewer of “modern times” and “modernity,” 1700-2008

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The practice of history is fundamentally affected by this sense of the difference of modern times. The academic discipline of history took shape in Western Europe at the very moment when Europeans and their American acolytes were beginning to think of themselves as modern, that is, as living in times that were fundamentally different from previous times. Previous times were now increasingly associated with “traditional” or pre-modern practices and attitudes (Figure 6). “Modern history” became a more and more frequent point of reference in the eighteenth century (Figure 7).

Source: Eighteenth Century Collections Online <http://gdc.gale.com/products/eighteenth-century-collections-online>.

Figure 6. Google Ngram Viewer of “traditional,” 1700-1900

Figure 7. Number of references to “modern history”

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The alliance between history and modern times has proved highly problematic over the course of time, creating a pull toward teleology, presentism, and even a certain indifference to the more distant past. History is seen as leading ineluctably toward modernity’s triumph over tradition, and what precedes modern times is often seen as largely unchanging and therefore ultimately of less interest.

The problems with this modern time schema are not limited to its imperialist past or present, that is, its effects on non-Western peoples. Reinhart Kollselleck and François Hartog have shown that it distorts the European understandings of Europe’s history, too.10 At the end of the eighteenth century, in no small measure as a result of the Enlightenment and the French Revolution, it became possible and then increasingly common to view modern times as a rupture from the past. In German this notion of a break in time was expressed by neue Zeit, a term that appears in the early 1800s, and then by the reference a few decades later to Neuzeit, or the modern age. In this new conception of time, according to Koselleck, the past no longer illuminates the present by providing exemplars for present behavior. The present takes its meaning instead from the future toward which it is ineluctably headed.

Ironically, however, as Peter Fritzsche argues, this shift at first gave history writing a much larger role than ever before. Because the past turned opaque, it required more serious scholarship. It also appealed to more and more people. The French Revolution had brought the people on to the stage of politics, and historians therefore had to pay attention to them in their writing. The genres of historical writing proliferated, with the historical novel being one of the striking examples. Thus the idea of the modern as a break from the past helped bring into being both the academic discipline of history and the popularity of history writing. By reconfiguring the past, the very positing of modern times opened up a new role for history.11

The development in tandem of modern times and history writing eventually ran into a cul de sac, especially once modernity came onto the scene. Having once energized history writing (around 1800 and for a few decades thereafter) the complicity with the idea of modern times as rupture proved enervating over the long run. The past lost its opaqueness and became increasingly subservient to the obsessive search for new understandings, new

10 Reinhart Koselleck, Futures Past: On the Semantics of Historical Time, trans. Keith Tribe (New York: Columbia University Press, 1985). François Hartog, Régimes d’historicité: Présentisme et expériences du temps (Paris: Seuil, 2003). On the differences between the two, see Gérard Lenclud, “Traversées dans le temps,” Annales. Histoire, Sciences Sociales 61 (2006): 1053-1084.

11 Peter Fritzsche, Stranded in the Present: Modern Time and the Melancholy of History (Cambridge: Harvard University Press, 2004).

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interpretations, and supposedly new histories.12 Over time, this translated into diminish-ing attention to “pre-modern” history as increasing emphasis was laid on the direct and even immediate sources of the present.

In the nineteenth and even much of the twentieth century, the vast majority of history students studied ancient and medieval history, but now most undergraduates and even many graduate students —at least in the United States— prefer to study the nineteenth and twen-tieth century. The same holds true for the writing of history. Students —and scholars— are more likely to know the most recent historical writings and to be almost entirely ignorant of the work of historians before 1950 and especially before 1900. With an increasing focus on the present and a growing disregard for previous historical writing, the historical discipline has become, it seems, less and less oriented toward the past. It has become presentist along with Western culture itself.13

Is the use of modernity inescapable? As with many things in life, the answer is yes and no. Since Indian, Japanese and other non-Western historians and literary critics readily use the term modernity and bend it to their own purposes, it hardly seems appropriate for a Western historian to announce it as off-limits. At the same time, the teleological ele-ments of the concept need to be rooted out. The history of the world should not be seen as marching ineluctably toward modernity through a homogenizing process of moderni-zation or globalization.

Recent work by Andrew Shryock, Daniel Smail and their colleagues on deep history offers a way of cutting modernity down to size without entirely dismissing it. They argue that all of human history “is punctuated by momentous leaps in population, energy flow, efficiency, levels of political organisation, and degrees of connectivity.”14 The leap from communities numbering in the tens of people to thousands of people may be just as significant, for example, as one from millions to hundreds of millions and might well require even more complex and meaningful modifications in human interactions.

Therefore, they argue, we need more appropriate metaphors than those implied by modernity: take off, for example, or the one they discuss in detail, the J-curve, where all before is flat and largely immobile compared to what comes after the breakthrough. Figure 2 and even Figure 1 are examples of the J-curve. Smail and colleagues advocate replacing

12 I have participated in this myself with the use of “inventing,” “invention,” or “new” in book titles: Lynn Hunt, ed., The New Cultural History (Berkeley: University of California Press, 1989).

13 Lynn Hunt, Measuring Time, Making History (Budapest: Central European University Press, 2008).

14 Andrew Shryock and Daniel Lord Smail, Deep History: The Architecture of Past and Present (Berkeley: University of California Press, 2011), 247.

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the current historical metaphors of breakthrough, e.g. “the birth of the modern,” with those of webs, trees, spirals, scalar integration and fractals (a fractal is a repeating pattern at ever smaller or larger scales).15

The point of using such metaphors is to insist that the smaller scales (that is, events, struc-tures, and patterns of human interaction developed in the far distant past) are not erased by the emergence of larger ones. As scales —for example of political organization— increase, they add new levels of behavior with new social actors and larger contexts but they do not efface the smaller ones of families, clans, cities, or for that matter, nation-states, as some have feared with the extension of globalization. Modernity is not the benchmark of human devel-opment; it is only one step along a road whose outcome is far from certain.

Historians are probably not going to embrace fractals or scalar integration as meta-phors for historical development, but trees, webs, and spirals do have an appeal because they enable us to think outside of the confines of straight lines, arrows of time moving directly to modernity. Many different branches grew out of past events, some of which were stunted while others flourished, but no one knew which would be which when they first emerged. When writing history, hindsight seems omniscient whereas life as we live it seems rather murky and inchoate. The directions of the future are unknown and largely unpredictable, so we should only use modernity with second and third thoughts about what such usage may suppose.

To insist on the uncertainty of the future does not mean that time is directionless or that “modern times” do not differ from previous times. But the difference from previ-ous times is not categorical, as modern vs. traditional or the use of modernity implies. The definition of “modernity” is almost always ideological if not downright tautological. According to the Oxford English Dictionary, for example, modernity is “an intellectual tendency or social perspective characterized by departure from or repudiation of tradi-tional ideas, doctrines, and cultural values in favour of contemporary or radical values and beliefs (chiefly those of scientific rationalism and liberalism).”16 Everything then de-pends on how traditional and radical are defined and how the temporal break between the two is determined. But traditional can hardly be considered monolithic and unchanging,

15 To get a good sense of a fractal, it is necessary to go online to see, for example, a Koch snowflake. Fractal geometry is now used more and more in environmental and urban studies and is not just of interest to mathematicians. See, for example, Marie-Laurence de Keersmaecker, Pierre Frankhauser, and Isabelle Thomas, “Using Fractal Dimensions for Characterizing Intra-urban Diversity: The Example of Brussels,” Geographical Analysis 35: 4 (2003): 310–328.

16 “Modernity”, Oxford English Dictionary, <www.oed.com/view/Entry/120626?redirectedFrom=modernity#eid>.

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and the break from it is rarely sudden. If modernity is defined by the rise of secularism, the use of science and reason as standards of truth, the development of representative government, and a growing emphasis on individual autonomy, then modernity does not appear all at once in the same way everywhere. It is still very much contested. It is “mod-ern” only in the sense that it is recent.

It is possible to determine, for example, how one kind of emotional, social, cultural or political regime replaced another in the eighteenth century without casting the change as one of the traditional or pre-modern giving way to the modern. Changes do take place but they are not necessarily best understood in relationship to a master narrative of modernity. Moreover, insofar as they have been inscribed in a narrative of European modernity, that narrative has all too often overlooked the crucial component of global interactions. A brief look at the transition from an embodied self oriented toward equilib-rium in bodily fluids and emotions to an embodied self looking for increased stimulation will have to serve as an example.

The evidence for this shift can be found in many places but has not been brought to-gether in one place because scholars have directed their attention elsewhere, to broader social trends rather than to the experiences and emotions of individuals. The shift from a self oriented toward equilibrium to one inclined toward stimulation is not a conscious evolution explicated by physicians, philosophers, or politicians. Evidence for it must be sought in a combination of direct and indirect sources from personal letters and com-mentaries on new products and practices to paintings and engravings of ordinary people. Here only the tiniest bit of the terrain can be turned over in the hope of showing, none-theless, that this change in the experience of the self had momentous economic, social, and political consequences.17

Tobacco, coffee, and tea were essential ingredients in the transformation (that I do not want to label modernization). Like tobacco, coffee and tea were first prized for their medicinal uses. As their consumption spread from the upper to the lower classes in the late seventeenth and eighteenth centuries in Western Europe, they took on meanings more related to their pleasurable qualities. In 1675 the French aristocrat Marie de Sévigné compared her favorite perfume to tobacco: “it is a folly like tobacco; when you get used to it, you cannot live without it.” In her letters she also constantly commented on coffee, recounting her efforts to give it up

17 The problem of evidence for this kind of analysis has been very usefully discussed in Jeremy Trevelyan Burman, “History from Within? Contextualizing the New Neurohistory and Seeking Its Methods,” History of Psychology 15: 1 (2012): 84–99.

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but always coming back to it in the end. A century later, in the 1780s, French writer Louis-Sebastien Mercier noted that “coffee drinking has become a habit, and one so deep-rooted that the working classes will start the day on nothing else.”18

These once exotic products served as relay points connecting newly felt individual desires with social patterns that arose in response. Ordinary people discovered a taste for tobacco, coffee and tea, a taste now linked to stimulation and pleasure rather than to cures for ailments. But once upper class people saw the lower classes indulging in what had once been more elite activities, they began to insist on their social distinction in new ways. In the eighteenth century, snuff came into fashion so that the upper classes could separate themselves from the pipe-smoking lower classes and Native Americans. Prosperous people patronized coffee houses while workers in cities like Paris took their coffee with milk and sugar from female street vendors. Tea, on the other hand, was associated primarily with women and with domestic consumption, though in England male workers also guzzled it.19

The desiring, deciding, stimulus-seeking self developed in tandem with an increasing social awareness. Coffee drinking, for example, promoted both individual choice and new forms of socializing. Some chose their coffee house based on their politics —the Cocoa Tree for Tories and St. James for Whigs in London— and still others went to the coffee house that carried the papers they wanted to read. As new social practices spread, the op-portunities for individual choices multiplied.

After imports of tea began to increase in the early seventeenth century, the beverage stimulated a cascading series of consumption demands, especially in the Anglophone world, where drinking tea took root in the middle and upper classes as a domestic activity. Tea from China brought in its wake Chinese porcelain teapots, dishes to hold the teapots, spoon boats, not to mention cups and saucers. The changes that followed from tea drink-ing in the Anglophone world were astounding when considered over the long term. Under the influence of tea, all meals gradually became important domestic activities. Eating became both more social and more individual. Rather than gulping down one’s food in a hurry off a knife or fork or fingers, people now sat down at table and ate off individual

18 Marie de Rabutin-Chantal, Marquise de Sévigné, Correspondance, vol. II: 1675-1680, ed. Roger Duchêne (Paris: Gallimard, 1974), 133. Louis-Sébastien Mercier, Panorama of Paris: Selections from Le Tableau de Paris, ed. Jeremy D. Popkin (University Park: The Penn State Press, 1999), 97. Colin B. Bailey et al., The Age of Watteau, Chardin, and Fragonard: Masterpieces of French Genre Painting (New Haven: Yale University Press, 2003).

19 Jason Hughes, Learning to Smoke: Tobacco Use in the West (Chicago: University of Chicago Press, 2003), 73-77.

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plates. Women no longer stood to serve but joined other members of the household at the table. Eating or drinking tea together signaled civilization and refinement, as did the equal partaking of women in these activities.20

New print forms such as newspapers, magazines, and novels benefited —if they did not in fact grow out of— the taste for tea and coffee, and their readership included women, too. In 1711 the new daily, The Spectator, opined, “I shall be ambitious to have it said of me, that I have brought Philosophy out of Closets and Libraries, Schools and Colleges, to dwell in Clubs and Assemblies, at Tea-tables and in Coffee-houses.” The editor Joseph Addison hoped specifically to “recommend these my Speculations to all well-regulated Families, that set apart an Hour in every Morning for Tea and Bread and Butter; and would earnestly advise them for their Good to order this Paper to be punctually served up, and to be looked upon as a Part of the Tea Equipage.” The new dailies were being sold as accessories to the newly popular beverage.21

Consumption democratized in the eighteenth century and in turn promoted the democ-ratization of politics. A study of probate inventories for Annapolis, Maryland shows that tea tables first appeared in estates of the wealthy in the 1720s and then made their way into the belongings of the middle classes in the 1740s and the poor thereafter. Cups and saucers fol-lowed a similar trajectory. The popularity of tea in the American colonies made it a singularly effective rallying point for resistance to British authority.22

The democratization of politics did not follow because ordinary people now had access to more items for consumption. It followed because ordinary people learned through consum-ing that their choices mattered, even if many of them were making the same choices. People took tobacco, coffee, and tea for many reasons, but high on the list was stimulation. Workers in particular consumed immense quantities of coffee and tea. Mercier remarked on Parisian workers claiming that if they had coffee for breakfast they could keep going all day even if they ate nothing else. In England heavily sweetened tea often took the place of a meal for working people. Sugar consumption in England went from four to eighteen pounds a person over the course of the eighteenth century.23

20 G. J. Barker-Benfield, The Culture of Sensibility: Sex and Society in Eighteenth-Century Britain (Chicago: University of Chicago Press, 1996), 159.

21 The Spectator No. 10, London, March 12, 1711, s/p. [Digital version], <http://www.gutenberg.org/files/12030/12030-h/12030-h/SV1/Spectator1.html#section10>.

22 Paul A. Shackel, Personal Discipline and Material Culture: An Archaeology of Annapolis, Maryland, 1695-1870 (Knoxville: University of Tennessee Press, 1993).

23 Louis-Sébastien Mercier, Panorama of Paris, 97; Beatrice Hohenegger, Liquid Jade: The Story of Tea from East to West (New York: Macmillan, 2006).

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The democratization of politics followed from the mutually reinforcing expansion of selves and societies in the eighteenth century. If the stimulus-seeking self gradually edged out the self oriented toward equilibrium, it did only in fits and starts. Marie de Sévigné once again provides a telling example because she lived on the cusp of the change. She tried to navigate between coffee’s effects on the body’s equilibrium and the recurring desire —hers, her daugh-ters, and her friends— for coffee. In November 1679 she insisted to her daughter that coffee heats and agitates the blood and was therefore bad for her beloved daughter’s fragile health (very much the equilibrium model). Yet in April 1694 she wrote to her daughter that coffee “will console me for everything [she was preparing for a purge]” and “bring me closer to you.” The two versions of the self were in tension with each other for Sévigné and for many others.24

Coffee houses provided a different kind of self-society interaction and, because they were public spaces, they became synonymous with a newly demanding public, whose impact then spread across Western Europe. They carried the pamphlets, satirical broadsheets, and news-papers of the moment. Coffee houses so evidently set the temperature of political discussion that governments across Europe sent their undercover agents to report on what was being said in them. King Charles II of Britain tried to suppress them in 1675, and his advisors wanted to limit the circulation of news as well, without success. In the early eighteenth century, the police reported to King Louis XIV of France that while popular cabarets posed no threat, “in cafés, politics is discussed by malcontents who speak wrongly of affairs of state.” Louis’ successors had even more to fear from cafés. The leading figures of the eighteenth-century Enlightenment such as Voltaire, Rousseau and Diderot met friends, discussed philosophy, and played chess in their favorite cafés. On July 12, 1789 the young journalist Camille Desmoulins jumped onto a café table in the Palais Royal in Paris and exhorted his listeners to take up arms to defend freedom. In this way, it might be said that coffee led eventually to revolution.25

It only did so, however, through a series of intermediate steps. Tobacco, coffee, and tea only became widely available in the eighteenth century. Coffee consumption, for ex-ample, increased 200-fold in Europe between 1700 and 1800, largely thanks to the spread of coffee cultivation, first to the Dutch colonies of Java and Surinam and then to French colonies in the Caribbean.26 Why did people develop a taste for these products? Increasing

24 Marquise de Sévigné, Correspondance, vol. II: 729; and Marie de Rabutin-Chantal, Marquise de Sévigné, Correspondance, vol. III: 1680-1696, ed. Roger Duchêne (Paris: Gallimard, 1978), 1036.

25 W. Scott Haine, The World of the Paris Café: Sociability among the French Working Class, 1789-1914 (Baltimore: Johns Hopkins University Press, 1998), 7.

26 On coffee consumption, see E. M. Jacobs, Merchant in Asia: The Trade of the Dutch East India Company during the Eighteenth Century (Leiden: CNWS Publications, 2006).

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European contacts with the New World, the Middle East, and Asia certainly played their part, yet new consumption patterns did not follow inevitably. Prices had to go down be-cause of increased supply, but supply would not have increased if consumers had not developed a taste for the new products. They did so because people increasingly opted for stimulation, novelty, individual choice, and meeting together in spaces outside the market, the church, and the family. Tastes changed as the experience of the self changed, and as tastes and selves changed, social prospects changed too. It may be impossible to say just which came first, new selves or new social outlooks, but both had to occur. People learned to make new kinds of choices, while at the same time the texture of society became more varied, affording more arenas for individual choices.

In short, the domain of the self and the domain of society expanded together. Unlike Michael Foucault, who locates the source of all productive energy in power, usually as ex-pressed in institutions and their practices, I find it in the spaces in which each individual mind engages with other minds and in the process that creates the collective, inter-subjective domain of practices and understandings known as society. As the domains of the self and society expanded, so too did the prospect of new expectations and behaviors such as drinking coffee, sitting in coffee houses, and grumbling about the ruler’s politics. Revolution grew out of the interaction between increasingly autonomous, deciding, stimulus-seeking selves and an increasingly autonomous, demanding society.27

Emotional energy is not fixed, like some kind of universal constant. It has increased dramatically in the Western world over the last few centuries as the domain of the self and the domain of society have expanded together, mutually reinforcing each other even at points of tension and conflict. Democratic or representative politics are one important consequence of this growth of energy, and at the same time, a booster for its continuing increase. Democracy only became imaginable when large numbers of individuals could make claims to their rights and when societies could claims rights against their monarchi-cal and aristocratic rulers, that is, when selves and societies extended the range of their claims in tandem.

This brief account might seem a variant on the modernization narrative, one that sim-ply gives more attention to the effects of global economic interchange on experiences of the self. But nothing is gained by associating it with the label “modernity.” The shift from one experience or regime of the self to another does not happen all at once or evenly. The

27 A particularly helpful book on this area is Alfred Schutz, The Phenomenology of the Social World, trans. George Walsh and Frederick Lehnert (Evanston: Northwestern University Press, 1967).

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equilibrium-seeking self is not inherently traditional or the stimulus-seeking one inher-ently modern; one just comes before the other, and nothing precludes a later reversal. If we think twice about using the labels “modern” and “modernity,” we can still tell the his-tories we want to tell, and by not taking the shortcuts offered by dichotomous categories such as “traditional” and “modern,” we might even tell them better.

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José Enrique Ruiz-Domènec

Artículo recibido: 06 de noviembre de 2013

Aprobado: 05 de mayo de 2014

Modificado: 02 de julio de 2014

Catedrático de Historia Medieval de la Universidad Autónoma de Barcelona (España), especialista en Edad Media, cultura europea y herencia mediterránea. Miembro de la Real Academia de Buenas Letras de Barcelona y de la Real Aca-demia de Doctores de Cataluña. Ha sido profesor visitante en la Universidad de Génova (Italia) y en la la Escuela de Estudios Superiores en Ciencias Sociales (Francia). Entre sus obras más reconocidas se encuentran El Mediterráneo: histo-ria y cultura (Barcelona: Península, 2004), El Gran Capitán (Barcelona: Península, 2007) y su reciente libro Escuchar el pasado. Ocho siglos de música europea (Barcelona: RBA Libros, 2012). [email protected]

Un pedazo de la vida: los senderos de un medievalista europeo para el siglo XXI

doi: dx.doi.org/10.7440/histcrit54.2014.07

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Un pedazo de la vida: los senderos de un medievalista europeo para el siglo XXI

Resumen:Este artículo es un análisis de la experiencia de un medievalista europeo a lo largo de cuarenta años de docencia, investigación y gestión cultural en clave biográfica, pero también un boceto de un futuro tratado de teoría y metodología de la historia necesaria en el siglo XXI. También es una reflexión de las ideas políticas y culturales que en Francia, Italia y Alemania han transformado el sentido de la historia y que el autor ha tratado de introducir en España, su país natal y donde ejerce la mayor parte de su docencia, ante el recelo de una sociedad académica educada en una versión pragmática del marxismo o en un conservadurismo positivista.

Palabras clave: Experiencias de historiador, teoría y metodología de la historia, Edad Media, historia cultural, biografía, era global.

A Piece of Life: the Paths of a European Medievalist for the 21st century

Abstract:This article is an analysis of the experience of a European medievalist over a period of forty years of teaching, research, and cultural management in biographical code, but also an outline of a future trea-tise on the theory and methodology of history needed in the 21st century. It is also a reflection on the political and cultural ideas that have transformed the meaning of history in France, Italy and Germany. The author has tried to introduce these same ideas into Spain, his native country, where he has done most of his teaching, despite the mistrust of an academic society educated in a pragmatic version of Marxism or in a positivistic form of conservatism.

Keyword: Experiences of a historian, theory and methodology of history, Middle Ages, cultural history, biography, global era.

Um pedaço da vida: as sendas de um medievalista europeu para o século XXI

Resumo:Este artigo é uma análise da experiência de um medievalista europeu ao longo de quarenta anos de docência, pesquisa e gestão cultural do ponto de vista biográfico, mas também um esboço de um futuro tratado de teoria e metodologia da história necessária no século XXI. Também é uma reflexão das ideias políticas e culturais que na França, Itália e Alemanha têm transformado o sentido da história e que o autor tentado introduzir na Espanha, seu país natal e onde exerce a maior parte de sua docência, ante o receio de uma sociedade acadêmica educada numa versão pragmática do marxismo ou num conser-vadorismo positivista.

Palavras-chave: Experiências de historiador, teoria e metodologia da história, Idade Média, história cultural, biografia, era global.

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Un pedazo de la vida: los senderos de un medievalista europeo para el siglo XXI

E n esta primavera de 2014, cuando reflexiono sobre lo que tengo la inten-ción de hacer en los próximos años, percibo en retrospectiva como un pedazo de la vida los senderos recorridos desde que, en el otoño de 1969,

me orienté al estudio de la historia, en particular de la historia medieval. Han sido cua-renta y cinco años de trabajo donde la experiencia y la vivencia de una época irrepetible perfilaron la manera de entender un oficio, en el que, como le dijera Marc Bloch a su hijo Étienne en una carta del 5 de septiembre de 1939, “uno no puede aburrirse, porque por profesión se interesa en el espectáculo del mundo”1.

Recuerdo el instante en que tomé la decisión. El azar me había conducido a la ciudad de Barcelona, en concreto a la recién fundada Universidad Autónoma, donde me ofrecie-ron —y acepté— un puesto docente. Muy pronto, me percaté del riesgo de un paso así. En pocas semanas descubrí el pacto fáustico que firmé con un mal sitio para hacer historia, incluso para vivir. Lo hice, es verdad, con la condición de que podría proponer mis pro-pias ideas sobre lo que debía ser un programa de enseñanza y de apoyarme en los autores apropiados para ello. En ese universo conceptual no se incluían los valores dominantes en la universidad que me había contratado, en donde se apostó por un materialismo histórico de baja intensidad forjado en la lucha política. Desde el primer momento, me mantuve distante respecto a ese canon y defendí mi propio programa. Quería ser un ob-servador cosmopolita y no el teórico de una agenda de carácter nacionalista. Al cabo de un primer curso, sin embargo, se cansaron de aquel paso continuo de citas de autores y de elencos bibliográficos con los que el mandarín del momento no estaba familiarizado; particularmente llamativa fue la reprimenda por aconsejar a los alumnos los trabajos de Hans Blumenberg. No se quería aceptar que Die Legitimität der Neuzeit, publicado en 1966, era un libro clave en la lectura del mundo moderno2. Una reacción parecida tuvo mi pro-puesta de utilizar a Reinhart Koselleck o Hayden White como referentes en el campo de

1 François Bédarida y Denis Peschanski, “Marc Bloch à Étienne Bloch. Lettres de la ‘drôle de guerre’”, Cahiers de l’Institut d’histoire du temps présent 19 (1991): 10.

2 Hans Blumenberg, Die Legitimität der Neuzeit (Fráncfort del Meno: Suhrkamp, 1966) [En español: Hans Blumenberg, La legitimación de la Edad Moderna (Valencia: Pre-Textos, 2008)].

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la metodología3. Indicios evidentes de que mi camino debía conseguir una emancipación personal si aspiraba a superar los miasmas de ese mal sitio, llegando a la conclusión de que la vida intelectual estaba en otra parte.

Este sentimiento es habitual entre los historiadores de mi generación. No hace mucho leí el libro After 1945 de Hans Ulrich Gumbrecht y me quedé sorprendido de las coincidencias con respecto a la formación con la que comenzamos a hacer historia (él también nació en 1948)4. En los años setenta, nos interesamos por la hermenéutica y la teoría de la recepción. ¡Qué distinto era aquel mundo del de ahora! Era importante la elección de un lugar capaz de enseñarme a reaccionar ante las líneas de fuerza que contraían mi mundo vital. Me sugirieron Constanza (Alemania), donde Arno Borst proponía una lectura de los textos medievales que cristalizó años después en su magnífico libro Lebensformen im Mittelalter5; y aunque recibí una invitación para ir allí opté sin embargo por París. Esta decisión significaba en esos años intro-ducirse en el centro de una profunda transformación en las formas de hacer historia sostenida por un constante debate sobre los temas y los métodos de investigación.

El contacto con el ambiente de París entre 1973 y 1989 fue esencial en mi formación. El primer hallazgo fue entender que lejos de mi venal universidad se trabajaba bien, con efica-cia. Así que devoré los libros que en mi departamento se ignoraban demasiado a menudo. Quise aprender de ellos, aun a riesgo de renunciar a una cómoda carrera universitaria que me habría conducido a repetir ideas erradas o simplemente obsoletas. Por tanto, asumí que la “nueva” forma de faire l’histoire resultaba provechosa cuando se hacía bien. La aceptación de sus te-mas y métodos (fomentada por Georges Duby, que me acogió en su seminario del Collège de France) orientó mi investigación. Encontré la suficiente motivación como para adentrarme en el estudio de la familia y el parentesco, de la sexualidad, de la memoria de la aristocracia europea del siglo XII, del mundo de la caballería y del papel de las mujeres en la sociedad cortesana. Fueron investigaciones que apostaron por los modos de renovación propios del París de los años setenta y ochenta, investigaciones basadas en una excelente y abundante bibliografía que aparecía puntualmente año tras año confiriendo a sus autores el privilegio

3 Puede consultarse: Reinhart Koselleck, Vergangene Zukunft. Zur Semantik geschichtlicher Zeiten (Fráncfort del Meno: Suhrkamp, 1979) [En español: Futuro pasado. Para una semántica de los tiempos históricos (Barcelona: Paidós, 1993)]. Hayden White, Metahistory. The Historical Imagination in Nineteenth-Century Europe (Baltimore: The Johns Hopkins University Press, 1973) [En español: Metahistoria. La imaginación histórica en la Europa del siglo XIX (México: FCE, 1992)]; Hayden White, Tropics of Discourse. Essays in Cultural Criticism (Baltimore: The Johns Hopkins University Press, 1978) [En español: El contenido de la forma. Narrativa, discurso y representación histórica (Barcelona: Paidós, 1992)].

4 Hans Ulrich Gumbrecht, After 1945. Latency as Origin of the Present (Stanford: Stanford University Press, 2013).

5 Arno Borst, Lebensformen in Mittelalter (Fráncfort del Meno: Propyläen, 1973).

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de la celebridad. Su importancia moraba en la capacidad de expresar la vulnerabilidad de la especie humana, así como su fuerza, de construir una mirada sobre el pasado llena de rigor sin necesidad de recurrir al positivismo. Mis propios libros de esos años respondieron a esa manera de hacer historia.

Durante muchos años había mantenido silencio, sobrecargado de trabajo y de clases; ciertamente escribí artículos sobre historia social y económica, expresando con sordina mis ideas acerca de la metodología por emplear. Pero en el curso 1979-1980 me arriesgué por fin a dar el salto a escribir un libro con una teoría propia. El resultado fue la publica-ción de un seminario dedicado a la sexualidad del siglo XII con el título El juego del amor como re-presentación del mundo en Andrés el Capellán6. Fue un gesto arriesgado: el libro fue reci-bido con hostilidad en mi universidad al tiempo que obtuvo un honroso reconocimiento en el Choix des Annales de enero-febrero de 1981, allí se escribió de él: “Le texte d’un bri-llant sèminaire, un commentaire de pointe sur une oeuvre célèbre du Moyen Age”7. Le siguió poco después un libro sobre la aristocracia del siglo XII, La memoria de los feudales8, publicado en 1984, donde me propuse demostrar, siguiendo la fenomenología de Eugen Fink, la idea de que el “yo” de la aristocracia feudal del siglo XII era algo más profundo que el advertido por el psicoanálisis9. Propuse allí una lectura de carácter antropológico sobre el efecto de una realidad familiar en la construcción de imágenes mentales como el camino más adecuado para pensar la sociedad feudal del siglo XII.

Resulta algo más que irónico que concibiera ese texto en un ambiente donde los feu-dales eran poco más que agentes de la represión campesina; aun así ofrecí un análisis “neutro” de su papel en la historia europea. Como historiador interesado en el sistema de valores del pasado, reivindiqué su mundo vital sin prejuicios acerca de su comportamien-to y temperamento; situar a los condes de Anjou o los señores de Amboise en el interior de una narración histórica alejada de los artificios de la naturaleza humana surgidos en la Ilustración. Pienso en este momento en el esfuerzo de Wace, uno de los cronistas que optaron por ser historiadores de la corte Plantagenet. En Wace trabajando con ahínco, devorando la tradición céltica, pero también la clásica, escribiendo versos que alumbra-ron uno de los mitos más perennes de la cultura europea, el mito del rey Arturo y los

6 José Enrique Ruiz-Domènec, El juego del amor como re-presentación del mundo en Andrés el Capellán (Barcelona: Universidad Autónoma de Barcelona, 1980).

7 “Choix des Annales”, Annales. Économies, Sociétés, Civilisations 36: 1 (1981): 4.

8 José Enrique Ruiz-Domènec, La memoria de los feudales (Barcelona: Argot, 1984).

9 Eugen Fink, Studien zur Phänomenologie (1030-1939) (La Haya: Martinus Nijhoff, 1966).

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nobles caballeros de la Tabla Redonda10. Sobre la originalidad de mi libro no tuvo duda Luigi Mascilli-Migliorini, que ayudó a publicar la versión italiana en una excelente colec-ción de la editorial Guida de Nápoles. A menudo me comenta el interés que despertó en él este libro y la necesidad de reeditarlo.

La perspectiva abierta por la memoria de los feudales me llevó a proponer una interpre-tación del roman courtois. El objetivo era encontrar la autenticidad de una forma de vida ante un mundo inauténtico, el de las cruzadas. La caballería o la imagen cortesana del mundo responde al reto de comprender a Chrétien de Troyes11; cuyas novelas describen las costumbres de la aristocracia feudal tras experimentar el abismo en el que se abatió la sociedad europea en el último tercio del siglo XII y proponer una nueva ética política. Lo hizo con el recurso al juego para definir la aventura como una hechura vital. Chrétien llevó a cabo una lectura universal sobre la búsqueda del hombre en la vida, porque no se amilanó ante los problemas de una época donde la Iglesia se concibió a sí misma como una plaza asediada. Se había educado en el ambiente de la corte de Champagne, en contacto con la condesa María, hija de Leonor de Aquitania y Luis VII, rey de Francia; una experiencia que contribuyó a convertirlo en uno de los principales escritores sobre el resurgimiento de la teoría de los tres órdenes y la creación del Estado dinástico. En la edad adulta, lejos de la Champagne, en la corte de Felipe de Flandes, ideó el cuento del Grial, que vinculó a la experiencia de un joven inexperto, Perceval. Todo ese universo aparece descrito de forma minuciosa en más de seiscientas páginas en mi libro; ése quizás fue el motivo por el que le interesó tanto a Arno Borst cuando presentó un informe sobre la caballería en su libro Barbaren, Ketzer und Artisten12, en donde analizó trece aportaciones sobre el tema, una de las cuales era precisamente este libro13.

Aun así, después de todo esto, todavía quedaba algo por decir, y el papel de las mujeres en el proyecto de la cultura cortés fue lo que llamó mi atención. En la década de 1980, escribir so-bre las mujeres era tanto como adentrarse en una “otra Edad Media”, en la que lo maravilloso constituía el armazón del imaginario social. En mi libro La mujer que mira planteé la idea de que la aventura de los caballeros andantes constituye la creación de un nuevo sistema de valores en relación con el “segundo sexo”; un sistema de valores que fija posibilidades futuras, esperanzas de realización personal, experiencias y lenguajes14. Un mundo compartido con mujeres no

10 Wace, Le Roman de Brut, ed. Ivor Arnold (París: Société des Anciens Textes Français, 1940).

11 José Enrique Ruiz-Domènec, La caballería o la imagen cortesana del mundo (Génova: Istituto di Medievistica, 1984).

12 Arno Borst, Barbaren, Ketzer und Artisten (Múnich: Piper, 1988), 312-333.

13 Arno Borst, Barbaren, Ketzer und Artisten, 628-629.

14 José Enrique Ruiz-Domènec, La mujer que mira (Crónicas de la cultura cortés) (Barcelona: Biblioteca Filológica/Quaderns Crema, 1986).

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es el mismo mundo de las mesnadas feudales. En esos dos mundos diferenciados (el feudal y el caballeresco) no se piensa igual, no se desea igual, no se sociabiliza igual. Al leer una serie de testimonios literarios sobre las mujeres y comprobar su efecto en determinados círculos sociales no tuve más remedio que rechazar la idea de una Edad Media mâle, dominada por la Iglesia, y al tiempo subrayar el carácter moralmente distinto de la cultura cortés. Obviamente, sus críticos argumentaban que eran simples fantasías masculinas hacia las mujeres, literatura ajena a la realidad social. El debate sobre el valor de estos testimonios se convirtió en polémi-cas por el recurso a la teoría del género en este tipo de estudios. Dejemos a un lado ahora la postura de unos y de otros; en retrospectiva, lo que me parece más interesante es preguntarse por qué tuvo tanto éxito esta literatura y por qué se convirtió en tema de una corriente artística que definió intencionadamente un estilo, el estilo cortés.

En el otoño-invierno de 1986-1987 se produjo un brusco cambio en la historia de Europa que sin duda afectó mi manera de investigar el pasado. Por de pronto, la publicación de La mujer que mira me costó perder una cátedra en la universidad. En España las osadías se pagaban (y se siguen pagando) caras. Cuando Duby tuvo conocimiento de lo ocurrido me invitó a París para consolarme en la vieja tradición de Boecio con una frase memorable: “siempre quedará el libro como la huella de la herida”. Pero tanto él como yo sabíamos que el daño estaba he-cho; no sólo a mí como historiador, sino a la causa de la nueva historia en España, algo que hubiera sido necesario para afrontar lo que el mundo iba a contemplar estupefacto en los años siguientes: la caída del Muro de Berlín y el derrumbe del Imperio soviético. Hechos claves entre 1989-1993, trufados por guerras culturales en las universidades de Europa y América, y que en España supusieron un giro hacia el abismo que se revelaría en 2004. Ese momento vital afectó de lleno mi estado de ánimo. En el mal sitio donde trabajaba comenzaron a ocurrir cosas extrañas. Triunfó al fin la venalidad tanto tiempo amagada. Durante esos años me puse a la búsqueda de un alumbramiento de la conciencia propia y el conocimiento de mí mismo, introspección y, en última instancia, recuperación.

El interés por abandonar la especialización en boga entonces, por encontrar una línea de trabajo a la altura de las circunstancias, me llevó a profundizar en una intuición de la que aún me faltaba reunir los materiales para darle forma. Trate de situar en su realidad histórica los relatos de caballería. Hablar abiertamente sobre la yuxtaposición de estampas e imágenes con las que la cultura europea se ha pensado a sí misma sin necesidad de recurrir al concepto de mimesis como hizo Erich Auerbach15; abrir todas las posibilidades de estimular el valor de la

15 Erich Auerbach, Mimesis: Dargestellte Wirklichkeit in der Abendländischen Literatur (Berna: Francke Verlag, 1942) [En español: Mimesis. La representación de la realidad en la literatura occidental (México: FCE, 1950)].

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narración en la construcción de un orden mental. El resultado fue mi libro de 1993 La novela o el espíritu de la caballería16. En él actué como un historiador de la cultura y no como un crítico literario. Me desagradaba la idea de no contextualizar las novelas que se solían leer o comen-tar, no porque esa tarea no tuviese valor —que lo tiene—sino porque le faltaría el análisis de su motivación. Lo que me esforcé por conseguir en este libro fue una manera de desmontar las categorías de la clásica periodización; de reafirmar, pero sin excesos, otras líneas de in-vestigación que me llevaron a seguir el argumento del espíritu de la caballería desde el siglo XII hasta el siglo XX. Puedo decir con el corazón que tras este libro cambió para siempre mi concepción del oficio de historiador.

Me dispuse a hacerlo. La aceptación del nuevo desafío añadió algunos matices a mi oficio. Entretanto busqué las maneras de realizar una narrativa del pasado sin caer en la jerga abierta a un público amplio y a la vez rigurosa; una narrativa capaz de abordar los temas de la nueva historia con elocuencia. Por ello me interesé en situar el papel de las mujeres en la historia co-mo efecto de un despertar de la conciencia, reflexioné acerca del mundo vital del Mediterráneo, profundicé en el hecho biográfico con un libro sobre el Gran Capitán que con todo no es una biografía militar aunque el protagonista sea un soldado, y, por esos senderos, el reto de pensar el sentido de un territorio como España o la unidad cultural de Europa. En todos esos traba-jos que aparecieron en forma de voluminosos libros incorporé a la escritura de la historia la cultura y las artes en toda su extensión, incluida la música, tantas veces ausente de los libros de historia; también el cine o las novelas de evasión. Todo eso hizo de mis trabajos, como ha dicho más de un crítico, algo diferente y distintivo; un sello de marca.

Sin embargo, es verdad que mi conversión en un historiador de la cultura vino acompaña-da de una reflexión historiográfica sobre las corrientes que podían marcar el siglo XXI. Una tarea que afronté en mi libro Rostros de la historia, donde planteé la necesidad de reflexionar so-bre los grandes autores que han marcado las grandes metas, metodológicas o interpretativas17. Era osado elegir veintiún historiadores como testigos de un futuro que se aproximaba a toda prisa en la década de los noventa. Éste es el bagaje; ahora en lo que estoy y quiero hacer en los próximos años. Sobre este punto una observación inicial: hacer historia en el siglo XXI es aspirar a la creación de una disciplina narrativa, comprometida con la sociedad. Es lo que he tratado de hacer en los tres últimos libros, que considero un punto de inflexión en mi trabajo, lo que conduce de mi pasado a mi futuro. Una decisión totalmente personal, que entiendo como la respuesta a la pregunta: ¿qué hacer con el saber acumulado?

16 José Enrique Ruiz-Domènec, La novela o el espíritu de la caballería (Barcelona: Mondadori, 1993).

17 José Enrique Ruiz-Domènec, Rostros de la historia. Veintiún historiadores para el siglo XXI (Barcelona: Península, 2000).

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Los aspectos de mi libro Europa. Las claves de su historia18 que exploran de una manera pro-funda la historia como disciplina narrativa son los que permiten que en la edición francesa se titule Le Grand Roman de notre histoire19. Ciertamente dediqué tiempo y esfuerzo a pensar en el planteamiento del libro: una historia de Europa que respondiera a los retos del siglo XXI como creo que hizo Pirenne con la suya en 1919 para responder a los retos de una Europa dañada por la Gran Guerra20. Se me podría decir que Pirenne la escribió en cautiverio; y es verdad como también lo es que existen otros cautiverios que no son siempre la privación de libertad; también están los que te privan de realizar la vida como merece vivirse: cautiverios del alma secuestrada por una ambiente de miseria espiritual y de opresión. Ése fue sin duda el ambiente de mi trabajo mientras escribí el libro sobre Europa.

Lo que me esforcé en demostrar en este libro es la necesidad que aún tenemos de propo-ner un relato completo de una realidad cultural que se gestó en una geografía concreta; de refirmar con pruebas el espíritu de una civilización construida entre guerras y pasiones; de ocuparme de aspectos escasamente visibles para el ojo común que sin embargo constituyen los fundamentos del actual proyecto de unión política, que se cristaliza precisamente en la Unión Europea; de utilizar testimonios distintos a los habituales para demostrar que existe Europa, a pesar de los que se muestran escépticos de ello.

El paso siguiente lo di en mi libro Escuchar el pasado. Ocho siglos de música europea21. Yo pensaba que, como viejo aficionado a la música clásica, era difícil explicar la historia a través de ella, hasta que leí un libro de Vernon Lee, en realidad Violet Paget, y entonces ese gran aconteci-miento de la vida cultural europea que es su música adquirió un peso y un sentido nuevo para mí. Pero ¿qué significa escuchar el pasado? Mi propuesta es la siguiente: situar la creación musical como el lenguaje que sintetiza la visión del mundo de una época determinada. La alta creatividad en el ámbito cultural le añade varios matices a esta propuesta. Primer matiz: escuchar el pasado es un sentimiento de grandeza convertido en algo hermoso y renovador, y —en su punto extremo— sublimador de la existencia. Es una alquimia de los sentidos y las emociones. Con Monteverdi, Purcell, Haendel, Bach, Mozart, Beethoven o Schönberg, cuan-do la orquesta interpreta sus obras, vemos un ejemplo perfecto de viajar al pasado a través de esa música que se escucha. No sabemos el motivo, pero lo sentimos dentro del alma. Mi tarea fue orientar a los lectores en esa dirección.

18 José Enrique Ruiz-Domènec, Europa. Las claves de su historia (Barcelona: RBA Libros, 2010).

19 José Enrique Ruiz-Domènec, Le Grand Roman de notre histoire (París: Saint-Simon, 2013).

20 Henri Pirenne, Histoire de l’Europe (París: Alcan, 1931 [1919]).

21 José Enrique Ruiz-Domènec, Escuchar el pasado. Ocho siglos de música europea (Barcelona: RBA Libros, 2012).

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Otro matiz: escuchar el pasado es seguir la historia en consonancia con un universo sono-ro, ir a donde él te lleva y no olvidarlo como la expresión más acabada del espíritu humano. Cuando la joven Dido se pregunta en la ópera de Purcell por el sentido de una decisión de mujer, vemos un ejemplo perfecto de lo que significa escuchar el pasado; esa pregunta de la protagonista es la misma que se hizo la reina Mary, mientras tenía que optar entre su padre o su marido como reyes de Inglaterra en medio de la Revolución Gloriosa de 1688. Un último matiz: escuchar el pasado tiene sus raíces en un gusto estético. El valor de la belleza sazona el mundo vital europeo, lo cubre de una necesidad que atraviesa sus fronteras geográficas; hoy vemos interpretar esa música a jóvenes de culturas lejanas, con precisión y admiración.

Esta conclusión me ha llevado a plantear el propio esqueleto de la historia, su cronología. La cuestión es encontrar el entramado que evite la conversión de la historia en un análisis retros-pectivo de la situación actual, unas ciencias sociales para una época de cambio e incertidumbre. Con esta idea afronté mi último libro, La trama del pasado22. El hecho de que en este libro me propuse destacar diecisiete momentos decisivos que revelan el valor del entramado que forjó las sociedades desde la Grecia clásica hasta la Guerra Fría constituye un intencionado y sentido homenaje a una célebre obra de Stefan Zweig, donde buscó catorce momentos estelares para encon-trar un motivo para seguir viviendo23. Y es que en mi caso tenía el objetivo de definir el principal propósito de la historia, que es interpretar el pasado. Al hacerlo me enfrenté a esa acumulación lenta, particular y excepcional de hábitos y circunstancias que definen el mundo vital de millones de individuos complejos a lo largo de los siglos en varios continentes, lenguas y religiones.

Lo que marca la diferencia de mi interpretación con la de Zweig, me parece, es lo si-guiente: yo busco la trama de una historia que tiene lugar a ritmo acelerado en lo que califico de momentos decisivos, entre quince y treinta años, no la revelación de un acontecimiento singular. Al ser un libro de historia, me preocupo por la plausibilidad del relato, por encajar hechos concretos, reales, sin distorsiones, con la absoluta convicción de que la estrategia del historiador del siglo XXI para reposicionar su actualmente diluida función social consiste en desarrollar las habilidades de argumentación y comunicación escrita. Un libro de historia que suena a falso y está mal escrito es sin duda un mal libro de historia.

Así son las cosas para mí en la primavera de 2014, cuando redacto este escrito de mi si-tuación actual ante el oficio de historiador. Los objetivos en los próximos años tienen un gran valor. Gran parte de la emoción que siento al escribir historia está en la respuesta que se pueda

22 José Enrique Ruiz-Domènec, La trama del pasado: diecisiete momentos que cambiaron la historia del mundo (Barcelona: Libros de Vanguardia, 2014).

23 Stefan Zweig, Momentos estelares de la humanidad: catorce miniaturas históricas (Barcelona: El Acantilado, 2012 [1927]).

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dar a las circunstancias que nos toca vivir continuamente. La conciencia de estar viviendo unos Fractured Times, como los calificó Eric Hobsbawm, es el punto de partida que considero para pasar de donde estaba a donde quiero llegar24.

Hace unos meses me topé con una posición ejemplar. La dejé aparcada mientras ter-minaba mi último libro, ahora vuelvo sobre ella para obtener ese punto de complicidad generacional que siempre he intentado darme cuando afronto una nueva etapa. Es el atrac-tivo ensayo de David Rieff Against Remembrance, revelador y valiente25. En él se habla de “la ignorancia indiferente de muchos ciudadanos respecto al pasado”. Lo cual significa que el fer rouge de la memoria basada en la identificación y la proximidad psicológica busca sustituir la precisión y la hondura política del análisis histórico. De momento los nuevos combates por la historia son la única vía para paliar el esfuerzo del poder, para hacer que cada época reconstruya el pasado deformándolo de acuerdo con sus objetivos. Dentro de unos años, cuando acabe otro de los libros que tengo previsto hacer, se percibirá la situación actual co-mo una encrucijada. ¡Qué distinto va a ser el oficio dentro de unos años! Creo que muchos historiadores piensan lo mismo; por citar a uno solo: es lo que vislumbro tras las reflexiones de François Hartog en Croire en l´Histoire26.

Para mí, posturas como ésta son esenciales de cara al futuro. Como antes, no creo que en los años venideros recele de las influencias de otros historiadores. Quiero aprender de ellos, aun a riesgo de que sus puntos de vista inunden el mío. Nunca abandonaré la sensación de formar parte de una república de las letras. El término modelo está cuestionado, pero la ver-dad es que para afrontar una investigación hay que tener un modelo. Pienso en las Memoirs of My Life de Edward Gibbon, en especial cuando escribió: “El amanecer de un espíritu filosófico ilumina los comentarios generales sobre el estudio de la historia y del hombre”27; y si la frase resulta demasiado dieciochesca para el gusto actual, preguntémonos cómo tenemos que ha-cerlo para darles primacía a los hechos, no a las interpretaciones.

Sin embargo, el futuro parece asentarse cada vez más en una sociedad del espectácu-lo, donde todo el pasado se convierte en una representación, naturalmente travestida de multiculturalidad. Su objetivo es que el historiador sea un especialista en detalles, incapaz de tener un relato propio sobre el pasado. Porque, ¿cómo vamos a ofrecer una visión de la

24 Consultar: Eric Hobsbawm, Fractured Times: Culture and Society in the Twentieth Century (Londres: Little Brown Books Group, 2013).

25 David Rieff, Against Remembrance (Victoria: Melbourne University Press, 2011).

26 François Hartog, Croire en l’Histoire (París: Flammarion, 2013).

27 Edward Gibbon, Memoirs of My Life, ed. Georges Alfred Bonnard (Londres: T. Nelson & Sons, 1966 [1794]) [En español: Memorias de mi vida (Barcelona: Alba, 2003)].

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historia en el siglo XXI, mientras se promociona desde las instituciones la necesidad de in-vestigar aspectos cada vez más restrictivos? Según esta manera de ver las cosas, la soberanía de la ficción es crucial y debe protegerse a toda costa, aun cuando obligue a contratar a documentalistas para ilustrar tal aspecto o tal otro.

Cuando pienso en nuestra época dominada por la ficción de las novelas históricas o de las películas de época, llegó a la conclusión de que creer en la historia es un acto de lealtad con el pasado. La defensa de la facticidad de los hechos es una responsabilidad moral. Por desgracia, la pérdida de la fe en la verdad de la historia es uno de los efectos que hoy soportamos, debido al relativismo radical que invade el estudio de la sociedad. La revisión del pasado a favor de una causa política es la tierra baldía donde muere el sueño del oficio del historiador y se impone la cruda realidad de una época a la que no le interesa saber lo que ocurrió en el pasado, en qué orden y con qué resultado. De modo que mi compromiso con la historia para los próximos años lo sostendré sobre tres territorios a los que dedicaré mis investigaciones venideras.

El primer territorio me parece todavía hoy capital para definir el oficio de historiador en el siglo XXI: ¿cómo enseñar a la sociedad surgida de la revolución digital las lecciones de la histo-ria? Una vez, hace mucho tiempo, con Hegel, Ranke y Burckhardt, las lecciones de la historia eran universales. Parecían indiscutibles la secuencia de los hechos y su legado; había incluso guerras justas y un horizonte de progreso basado en los ideales de las tres grandes revolucio-nes del mundo moderno: la inglesa de 1688, la americana de 1776 y la francesa de 1789. Eso conducía a fijar ciertas analogías del pasado con el presente: se educaba a los ciudadanos en una verdad de obligado cumplimiento. En los últimos años, sin embargo, hemos comprobado que la historia, demasiadas veces, toma una dirección distinta de la que indican sus lecciones: no obedece al sistema que ha sido creado para orientarla. Eso exige un replanteamiento de ciertas evidencias que quizás no lo sean. Ése es el primer territorio al que quiero dedicar mi atención en los próximos años. Profundizaré en algunos temas que no han sido afrontados mediante la conversión de la historia en una disciplina narrativa sólida; por ejemplo, trataré de encontrar una respuesta a la pregunta ¿qué sabemos realmente del amor cortés, aparte de que es, como he dicho en diversas ocasiones, el más literario de los amores? ¿Qué relaciones tiene con una teoría de la sexualidad? Cuando regrese a este tema, deberé volver a Michel Foucault, a su polémico legado.

Al analizar las prácticas de los placeres, Foucault se enfrentó al difícil reto del último ter-cio del siglo XX: cuanto mayor es el alcance de la sexualidad en el mundo, más extenso es el desconocimiento de las emociones que la canalizan. A partir de esta idea es necesario insistir en las relaciones entre el mundo de los sentimientos y las acciones políticas. Para hacerlo no hay otro camino que promover una lectura densa de la literatura y, a través de ella, captar el significado del amor cortés en la construcción de un imaginario social; al mismo tiempo que

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analizar los hechos que lo certifican y los valores que lo sostienen. Según esta manera de in-vestigar una emoción en la historia, la soberanía de lo individual es crucial y debe destacarse a toda costa, aun cuando signifique precisar cuándo los individuos en masse se comportan de acuerdo con una pauta y cuándo no lo hacen. El hecho social se realiza en un mundo com-plicado, bajo el peso de numerosas influencias, para decir que sólo se realiza conforme a una pauta, realización personal, deseo inconsciente, conflicto de clases. He llegado a la conclusión de que para afrontar con garantías este tema debo presentar y analizar todas las pruebas; no elegir unas en detrimento de otras.

Eso me lleva al segundo territorio de la historia al que quiero dedicarme en los próximos años; tiene que ver con el efecto de la experiencia del historiador ante la invitación de hacer una historia mundial a la altura de los desafíos del siglo XXI. Esto debo tenerlo en cuenta al formular mi propia “gran idea organizativa” del ritmo de los acontecimientos, porque la his-toria trata, al fin y al cabo, de hechos que se encadenan unos con otros, y de generar efectos que presuntamente tienen que ver con el modo de relacionarse esos hechos. Pero la delgada línea que separa la trama de la historia de la intriga política es muy fácil de cruzar, y el precio de hacerlo, con el tiempo, acaba pagándose con un descrédito del oficio de historiador. ¿Por qué se llega a una situación imposible de resolver? Yo vivo en un país que ha recorrido en los últimos años un camino que no conduce a ninguna parte, y la sociedad se recrea constante-mente en el deseo de seguirlo hasta sus últimas consecuencias. Se reclama la presencia de los historiadores en el debate, pero no se reclama su autoridad: ¡ése es el síntoma del espíritu de los tiempos! Con todo, este tipo de preguntas pueden abordarse si cambiamos la escala de lo local que nos proponía la antropología interpretativa de la década de 1970 por una escala mundial. Pienso en Marc Bloch como referente cuando se dispuso a escribir La extraña derrota, una obra de insuperable rigor donde explica cómo Francia había llegado a junio de 194028.

Escribir sobre sucesos que están sucediendo pondrá a prueba entonces el oficio del histo-riador. Demostrará a la sociedad que sigue siendo necesario y que no puede suplantarse por un sistema dado o por una mecánica repetición de teorías de otro tiempo. Hacer esta historia exige atender la experiencia vital, en la línea trazada ya desde antiguo por Tucídides, Polibio, Maquiavelo o Gibbon. En consecuencia, me he propuesto asumir mi propia experiencia per-sonal como punto de partida de una investigación sobre un proceso histórico coetáneo, sin olvidar que por razones de oficio el análisis, por ejemplo, del actual conflicto entre Rusia y Ucrania tiene que hacerse como si se tratase de un estudio sobre la Guerra de los Cien Años que enfrentó a Francia e Inglaterra en el siglo XIV.

28 Marc Bloch, La extraña derrota (Barcelona: Crítica, 2002).

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Lo que quiero decir es que la mirada del historiador exige desmontar las categorías de lo que Krzysztof Pomian llama l’ordre du temps29; reafirmar, sin énfasis teórico, otras líneas divisio-narias entre pasado, presente y futuro; ocuparse de lo inmediato sin que suponga someterse a la mera descripción; utilizar la metodología de la investigación histórica para demostrar el curso de acontecimientos que están en proceso, pero sin que parezca que se está tratando de enmendar la plana a los analistas del presente. Se trata de cambiar el prisma, conseguir que los lectores aprendan a apreciar los hechos que suceden a su alrededor desde el bagaje que permite la cultura histórica. De esta manera, espero contribuir a pensar el mundo actual como parte de una única trama de la historia, si bien dentro de una subtrama diferente y complicada que es preciso desvelar.

Y el tercer territorio que me propongo afrontar en los próximos años es continuar ana-lizando las investigaciones de otros historiadores, lo que el establishment académico califica de historiografía. No concibo el oficio de forma aislada; necesito atender a todos los miembros de esta compleja república de letras que forman los historiadores profesionales. Tengo mi escritorio lleno de sus últimos libros. Los leo para precisar cierto punto, para profundizar en una nota concreta, para fomentar el rigor cuando me pongo demasiado melancólico al saber que vivo en una provincia extrema donde se fomenta desde el poder una historia de mala ca-lidad; pero también recurro a ellos para tomar aire cuando me siento intelectualmente opaco. La lectura crítica de los otros la concibo en términos de dieta equilibrada; hay momentos en los que devoro los pesos pesados, libros voluminosos, ricos en grasas, es decir, en materiales producidos por una sólida investigación; en otros acudo a trabajos ricos en fibra, de tono reflexivo, propuestas de lectura. Por tanto, me intereso por igual en la sustancia y en el estilo. Por fortuna, hay excelentes libros en todas las direcciones. Basta con leerlos; lo que no suele suceder en determinados ambientes que afirman que leer lo que se escribe no es sano; que las influencias de los otros corrompen la voz propia y que, además, la lectura de la historiografía internacional genera una sensación de agobio.

Por el contrario, estoy cada vez más convencido de que el estudio de los otros resulta clave en la construcción de una propia y personal mirada. Lo diré recurriendo a un recuerdo de mi adolescencia. Debía tener 14 años cuando leí por primera vez La educación de Henry Adams de Henry Adams y en mi mente creé un vínculo con él, vínculo basado en las afinidades electivas de las que hablaba Goethe, que hoy suena en muchos ambientes como arcaico30. Adams no era precisamente de mi clase social, ni de formación católica: era un aristócrata de Boston,

29 Krzysztof Pomian, L’ordre du temps (París: Gallimard, 1984).

30 Henry Adams, La educación de Henry Adams (Barcelona: Alba, 2001).

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cuya familia había dado presidentes de Estados Unidos. Pero en la descripción de su itinerario encontré las razones para cultivar mi conocimiento de la historia en la Edad Media. Pues ese libro me llevó a otro suyo, Mont-Saint-Michel and Chartres, y a la para mí insólita decisión de que un hombre como él se ofreciese para dar clases sobre la Edad Media en Harvard31. Porque Adams se plantea la vida como un aprendizaje para entender lo más alejado de uno mismo; realizó un ritual de paso desde el paisaje de su memoria personal hasta el espíritu de una época sintetizado en la catedral de Chartres, y lo hizo como un esfuerzo personal, sin recurrir a las ventajas que en su caso le daba su privilegiada posición social.

Yo me enfundé de esa ambición, consciente de la dificultad que un chico de clase media, de barrio, un poco alejado del mundo literario, se creara su propio mundo con los libros de su biblioteca, que, por lo demás, debería construirse, ya que nunca la heredaría. Aprendí a perder el miedo a las influencias; al contrario, me abrí a ellas con entusiasmo. Quise apren-der de lo que leía, aun a riesgo de que sus ideas y teorías inundaran las mías; este itinerario me ha resultado muy útil y por eso deseo trabajarlo de forma profesional como uno de mis objetivos; enseñar esta tarea se me antoja crucial en el futuro. Más en mi caso, que me siento como uno de esos náufragos del siglo XVIII en una isla desierta que mete una carta en una botella con la ilusión de que llegue a algún lugar y así puedan rescatarlo. Pienso a menudo en Adams cuando me preocupo por mi necesidad de seguir perfilando el oficio de historia-dor, y releo una y otra vez su magnífico colofón.

El mundo, en general, queda siempre tan rezagado respecto a una inteligencia activa que se convierte en una suave almohada de inercia sobre la que reposar, como lo fue para Henry Adams; pero la educación tendría que intentar reducir los obstáculos, disminuir la fricción, fortalecer la energía, y debería enseñar a la inteligencia a reaccionar, no al azar sino por elección, ante las líneas de fuerza que contraen el mundo. Lo que se sabe de jo-ven es de poca importancia; sabe lo suficiente quien sabe cómo aprender. A lo largo de la historia humana, el desperdicio de inteligencia ha sido abrumador, y, como esta narración trata de mostrar, la sociedad ha conspirado para promoverlo. Sin duda, el maestro es el peor criminal, pero el mundo sigue detrás de él y aparta al estudiante de su trayectoria. La moraleja es palmaria: sólo los más enérgicos, los más aptos y favorecidos han vencido la fricción o la viscosidad de la inercia, pero se han visto obligados a malgastar tres cuartas partes de su energía en hacerlo.

Estas palabras me conducen una y otra vez a trabajar con ahínco para conocer lo que dicen los otros, a devorar sus libros, a asumir sus ideas cuando las creo buenas y a

31 Henry Adams, Mont-Saint-Michel and Chartres (Princeton: Princeton University Press, 1913).

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rechazarlas cuando las percibo torpes o simplemente mal construidas, a apreciar el es-fuerzo de todos aquellos que entienden que la buena historia tiene que estar bien escrita, a sentir orgullo por formar parte de una círculo que permite este tipo de individuos y compartir con ellos reuniones o las páginas de algún libro colectivo.

***Para terminar. Ser un historiador de mi generación tiene la gran ventaja de pertenecer a

una época en la que se decidió que el profesor universitario fuese un intelectual y, por tanto, adquiriese un compromiso moral con la sociedad. Sólo hay un camino en la vida y éste es el mío, forjado en mis circunstancias. Seguiré perfilándolo en las líneas antes señaladas, con-vencido de que aún hay mucho que aprender y que decir. Según creo, en los próximos años el historiador está llamado a definir la situación mundial, y me preparo para ello adaptando el oficio a las nuevas condiciones de vida, una actitud que casi puedo afirmarlo comparto, por extraño que sea, con otros individuos como yo interesados en que la historia siga siendo el fundamento de la formación de los ciudadanos.

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Artículo recibido: 01 de abril de 2013

Aprobado: 08 de julio de 2013

Modificado: 29 de julio de 2013

Sociabilidades en los inicios de la vida republicana. Nueva Granada 1820-1839 Ï

doi: dx.doi.org/10.7440/histcrit54.2014.08

Claudia Viviana Arroyo Chicaiza

Licenciada en Historia y profesional en Estudios Políticos y Resolución de Conflictos por la Universidad del Valle (Colombia). Sus intereses investigativos se han centrado en la sociabilidad, la política y la vida republicana en la Nueva Granada durante el siglo XIX. [email protected]

Ï Este artículo está basado en la tesis “Sociabilidad en los inicios de la vida republicana (Nueva Granada, 1820-1839)”, investigación elaborada para obtener el título de Licenciada en Historia en la Universidad del Valle (Colombia).

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Sociabilidades en los inicios de la vida republicana. Nueva Granada 1820-1839

Resumen:En este artículo se analiza el proceso que entre 1820 y 1839 permitió el ingreso del pueblo a la denominada sociabilidad formal y laica en la Nueva Granada. Se muestra que este ingreso al universo asociativo laico res-pondió principalmente a las pugnas políticas entre la élite gobernante, o entre un conjunto de personas que tenían la posibilidad de serlo. Con este propósito, se estudió una gran variedad de documentos producidos por las asociaciones de la época —por ejemplo, estatutos, reglamentos, listado de socios, entre otros—, como también información presente en la prensa periódica neogranadina y en diversos archivos consultados.

Palabras clave: asociación, élite cultural, artesanos, agricultores, elecciones.

Sociabilities in the Early Years of the Republic. Nueva Granada 1820-1839

Abstract:This article analyzes the process underway between 1820 and 1839 that permitted the entry of the people into what was denominated formal and secular sociability in Nueva Granada. It shows that this entry into the secular associative universe responded mainly to political bickering among the governing elite or among a group of persons who had the possibility of being part of it. For this purpose a great variety of documents produced by the associations of the era were studied — e.g., statutes, regulations, membership lists, etc., as well as information found in the Neogranadino press of that time and various other sources consulted.

Keywords: Association, cultural elite, artisans, farmers, elections.

Sociabilidades no início da vida republicana. Nova Granada 1820-1839

Resumo:Neste artigo, analisa-se o processo que, entre 1820 e 1839, permitiu o ingresso do povo na denominada sociabilidade formal e laica na Nova Granada. Mostra-se que esse ingresso no universo associativo laico respondeu principalmente às pugnas políticas entre a elite governante ou entre um conjunto de pessoas que tinham a possibilidade de ser isso. Com esse propósito, estudou-se uma grande variedade de documentos produzidos pelas associações da época —por exemplo, estatutos, regulamentos, lista de sócios entre outros—, como também informação presente na imprensa jornalística neogranadina e em diversos arquivos consultados.

Palavras-chave: associação, elite cultural, artesãos, agricultores, eleições.

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Sociabilidades en los inicios de la vida republicana. Nueva Granada 1820-1839

Introducción

E n la década de 1820 y hasta 1838, el universo de la sociabilidad formal y laica1 neogranadina tuvo como protagonista exclusiva a la élite. Se trató de un hecho deliberado, públicamente aceptado y fundado en el temor

que la élite sentía frente a una virtual dictadura del populacho, pues se consideraba que podía ser inducida si se daba espacio al pueblo en los ejercicios asociativos, así fuera como un simple receptor de mensajes. Esto reflejaba que en el conjunto de la élite gobernante —o con perfil para serlo— existía la desconfianza de que algunos de sus conciudadanos pu-dieran usar las distintas formas laicas de sociabilidad formal para ganarse el respaldo de sectores populares, con el objetivo de usarlos como fuerza violenta para concretizar pre-tensiones políticas personales, egoístas y ambiciosas. Situación que cambió drásticamente desde 1838, cuando, a propósito de las pugnas entre la élite, y a partir de la creación de la Sociedad Católica y del establecimiento de la Sociedad Democrático-Republicana de Artesanos y Labradores Progresistas de la Provincia de Bogotá, el pueblo ingresó bajo tutela política a la vida asociativa laica, proceso que se analizará aquí.

El artículo está organizado en cuatro partes. En la primera se presenta un panorama ge-neral de la vida política a inicios de la República, resaltando que en aquellos años existían dos bandos políticos en pugna por el poder. En la segunda se aborda el marco normativo que regía a las asociaciones laicas entre 1820-1839 y los cambios que éste tuvo durante esos años, enfati-zando el carácter elitista y las funciones políticas de esas formas de sociabilidad. En la tercera se analizan la creación y las funciones de las Sociedades Católicas de 1838, señalando que

1 Los conceptos de sociabilidad, asociaciones y sociedades, que en este artículo significarán lo mismo, es decir, relaciones sociales voluntarias de particulares que se establecieron y regularon mediante expresiones explícitas que prolongaron su existencia en el tiempo —como por ejemplo, mediante la formulación de unos objetivos de sociabilidad específicos, la elección de un cuadro directivo, el establecimiento de estatutos y reglamentos, la fijación de reuniones periódicas, entre otras—, están formulados de acuerdo con los desarrollos teóricos de Max Weber, Economía y sociedad. Esbozo de sociología comprensiva I (México: FCE, 1964); Maurice Agulhon, El círculo burgués. La sociabilidad en Francia, 1810-1848 (Buenos Aires: Siglo XXI, 2009); y François-Xavier Guerra, Modernidad e independencias. Ensayos sobre las revoluciones hispánicas (México: FCE, 2000).

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éstas fueron las primeras formas de sociabilidad formal (pero dogmática), que incursionaron públicamente en las pugnas eleccionarias y que apelaron al recurso de la religión para hacerlo. En la cuarta se analizan las Sociedades Democrático-Republicanas de Artesanos y Labradores Progresistas, creadas entre 1838-1839, resaltando que estas asociaciones fueron las formas de sociabilidad que propiciaron el ingreso del pueblo, bajo tutela política, en el universo asociati-vo laico en los inicios de la vida republicana. Por último, se presentan algunas reflexiones sobre la importancia que tuvo la vida asociativa laica para la pervivencia del sistema republicano en los años que siguieron a la Independencia.

1. Bandos en pugna a inicios de la vida republicana

Entre 1820 y 1839 el conflicto de intereses particulares y desavenencias personales, des-plegado en un espacio en que la hidra de relaciones sociales se encontraba en reacomodo, se tradujo en debates públicos en la prensa periódica, en los órganos de representación política recién constituidos, en algunas traiciones homicidas y hasta en los despliegues armados. Lo curioso de todo esto es que esas rivalidades expresadas en bandos en pugna en busca de unos intereses determinados, se presentan como un abanico de muy poca variedad. Pues si bien existían numerosas facciones regionales y locales, la escena política del período estuvo domi-nada básicamente por dos bandos —el de Francisco de Paula Santander y el de Simón Bolívar o, como también fueron llamados respectivamente, el plebeyo y el aristócrata—, aunque inter-namente cada uno se integrara por un número no reducido de grupos.

En la historiografía contemporánea dedicada al análisis de las disputas entre la élite polí-tica de las primeras décadas republicanas hay consenso, precisamente, en afirmar que existía un acicate para las divisiones y, según se está planteando en este artículo, para las alianzas. Esto se debía al deseo de algunos grupos de mantener una posición privilegiada en la nueva estructura de poder y, por tanto, la mayor cantidad de influjo sobre la sociedad. De este modo, los alineamientos se fundaron, principalmente, en el origen social y regional de los miembros de la élite que participaban de los roles gubernamentales2.

Es así como para Marco Palacios y Frank Safford, la naturaleza de la división partidista era el origen social de los miembros de la élite, es decir, la existencia de “un sentimiento de diferenciación entre un establecimiento reconocido e individuos socialmente emergentes”3.

2 Remitirse a David Bushnell, El régimen de Santander en la Gran Colombia (Bogotá: El Áncora, 1985); Frank Safford y Marco Palacios, Colombia: país fragmentado, sociedad dividida: su historia (Bogotá: Norma, 2002).

3 Frank Safford y Marco Palacios, Colombia: país fragmentado, 311.

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Interpretación que también fue compartida en su momento por David Bushnell4 y presenta-da por Víctor Manuel Uribe-Urán, para quien los bandos enfrentados en el campo político de inicios de la vida republicana estuvieron constituidos por abogados y, en general, por hombres oriundos de regiones de carácter aristocrático o plebeyo. Para Uribe-Urán, los plebeyos (o santanderistas) eran individuos de las provincias que habían ingresado a la élite política gracias a las luchas independentistas; y los aristócratas eran individuos que, por lo general, provenían de regiones identificadas como centros de poder durante la Colonia y de familias con tradición en la política5.

Por demás, las distintas facciones que constituyeron los dos bandos encontraron en Bolívar y Santander una buena vía de expresión de sus discordancias, pero también una oportunidad de alianza. Esto se debió, según David Bushnell, a que Santander y Bolívar, quienes compar-tieron durante casi toda la década de 1820 el gobierno neogranadino, tenían personalidades diferentes y, por lo mismo, formas disímiles de percibir y afrontar los asuntos políticos. El primero sería un liberal doctrinario y el segundo un liberal pragmático. En tanto, Bolívar estaría más dispuesto a posponer el cambio con tal de que sus sueños de unión no se esfuma-ran; mientras que Santander estaría más presto a la aplicación de los preceptos liberales para modernizar paulatina pero progresivamente la sociedad, y, por demás, sería un fiel apegado al formalismo legal y a los derechos civiles.

De acuerdo con esto, entre ambos existía el desacuerdo manifiesto sobre la prontitud con que debían introducirse innovaciones de tipo liberal en la sociedad. Por consiguiente, y aunque todos constituyeran una misma élite oligárquica tanto en su composición como en su ideolo-gía6, era razonable que la mayor parte —aunque se reconoce que hubo excepciones— de los miembros de la Iglesia, de los terratenientes y de los militares no provinciales e interesados en mantener el statu quo simpatizaran con el Libertador y se adhirieran a él. Y que, por el contrario, la mayoría de quienes creían fervientemente en el liberalismo de la época, sumado a su carácter provincial y a su reciente inicio en la carrera de ascenso político y social, vieran en Santander el pilar de la renovación, más acorde con sus ideas e intereses, y lo siguieran.

En suma, para este período histórico la coexistencia de intereses particulares entre la élite política conllevaba rivalidades o divisiones en su seno, pero también apoyos personales, tradu-cidos en redes de relaciones sociales sustentadas en intereses compartidos y limitados, cualidad

4 David Bushnell, “Santanderismo y bolivarismo: dos matices en pugna”, Desarrollo Económico 8: 30/31 (1968): 243-261.

5 Víctor Manuel Uribe-Urán, Abogados, partidos políticos y Estado en Nueva Granada: 1790-1850 (Pittsburgh: Universidad de Pittsburgh, 1992).

6 David Bushnell, “Santanderismo y bolivarismo”, 246.

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que posibilitaba cierta cohesión social y, por tanto, la unión del territorio. Como además había cabida para el consenso y para el disenso, pues al no ser muchas las posiciones encontradas, los acuerdos eran posibles. En este sentido, los bandos pudieron tener fuertes desacuerdos y culminar las diferencias en la arena bélica, aunque al salir triunfante una de las partes del conflicto, el precario Estado-nación en proceso de consolidación pudo subsistir, aun cuando se disolvió la Gran Colombia.

Ahora bien, de este fenómeno político no escapó el universo asociativo laico. Durante ciertas coyunturas, la élite política participó indistintamente en las mismas asociaciones, y en otras ocasiones las sociabilidades formales y laicas que se establecieron fueron el reflejo de la existencia de dos grupos políticos contrarios y enfrentados. Esto fue así, aunque en apariencia la mayoría de esas asociaciones sólo fueran presentadas al público como lugares para fomentar la ilustración y para la realización de obras de beneficio común.

2. Marco normativo del universo asociativo

“Un buen gobierno supone toda la libertad y garantías al espíritu de asociación para cuan-to sea bueno y útil”7. Esta afirmación, contenida en La Miscelánea, un periódico capitalino de 1826, sintetiza en buena medida la situación legal de las asociaciones neogranadinas durante la temprana República. La presunción y el hábito —a falta de un marco legal explícitamente formulado por el Estado para reglamentar la fundación y existencia de las asociaciones— hi-cieron las veces de ley. La presión y el rechazo público, y, en último término, el autoritarismo político fueron los mecanismos sociales y oficiales de coerción que decidieron su existencia. Ahora bien, la opinión pública estaba influida ampliamente por el pensamiento liberal, pro-gresista y contractualista europeo8, como para asentir la idea de restricción o reglamentación legal asociativa, ya que esto se consideraba una intromisión política en las libertades de los ciudadanos. Pero esta imagen no estuvo desprovista de precauciones, ya que se trataba de una época en que la salvaguarda de la independencia aún era una prioridad en la agenda política; además de que existía el ejemplo histórico de los clubes revolucionarios franceses.

Esto quedó expresado en 1822, cuando Vicente Azuero discutió sobre el tema pública-mente en el periódico bogotano La Indicación, en ocasión de la duda que le habían expresado algunos ciudadanos venezolanos por medio de una carta, sobre la pertinencia de admitir o

7 “Sociedades Secretas”, La Miscelánea, Bogotá, 2 de abril, 1826, 29.

8 Ver, por ejemplo, “Formación de la Institución Social y Literaria de Bogotá”, Bogotá, 29 de octubre, 1829, en Biblioteca Nacional de Colombia (BNC), Bogotá-Colombia, Fondo Pineda 29, pieza 12 [Microforma VFDU1-354].

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no la creación de “sociedades patrióticas” ante la ausencia de una ley que las regulara. Según Azuero —redactor de ese periódico y quien, según Bushnell, “reflejaba en términos gene-rales los puntos de vista de la administración y era realmente un miembro de la ‘rosca’ de Santander”9—, esas asociaciones eran muy útiles para el Estado, sólo en las siguientes condi-ciones: primero, cuando eran establecidas por miembros del Gobierno o del cuerpo legislativo; segundo, cuando tenían reglas internas fijas; y, tercero, cuando promovían la instrucción y/o la beneficencia pública. Estas asociaciones, por el contrario, no podían permitirse cuando se crearan totalmente independientes del Gobierno y de la ley, y cuando aparecieran en medio del pueblo como un nuevo poder10.

En un número posterior, esta vez titulado Sociedades populares, el mismo Azuero ratificó que “es para nosotros fuera de toda duda que en lo posible [las asociaciones] deben contraerse a ciertos y determinados objetos y estar sujetas a reglas que prevengan sus abusos”11, reglas que debían ser fijadas por sus fundadores y ser de conocimiento público. Al mismo tiempo, reiteró las reglas principales que debían ser observadas por cualquier forma de sociabilidad laica, como eran: mantenerse alejadas del pueblo y estar desprovistas del más mínimo propósito político. En este sentido, Azuero también escribió sobre lo pernicioso que resultaría para la estabilidad política del país admitir la creación de Sociedades populares, es decir, cualquier asocia-ción laica que tuviera entre sus concurrentes y receptores de discursos (independientemente de su contenido) al pueblo. Pues consideraba que, sin excepción, las que así lo hiciesen eran o terminaban convirtiéndose en clubes perniciosos para la estabilidad de las instituciones. Clubes “[…] que al fin conducen al despotismo del populacho, el más intolerable de todos”12. Curiosamente, al referirse al pueblo, o populacho, el redactor citó exclusiva y directamente a los “artesanos”, “jornaleros” y “hasta mujeres”.

En suma, para Azuero no existía ley que autorizara o prohibiera la creación de asociacio-nes, pero eso no significó que el universo de la sociabilidad formal y laica estuviera dotado de una total libertad de acción. Así, por ejemplo, se cuestionó a través de la prensa periódica a la masonería13 y a la Sociedad Bíblica de Colombia. Lo que obligó a los miembros de esas asociaciones a actuar con precaución o a desistir de la práctica asociativa, como sucedió,

9 David Bushnell, El régimen de Santander, 49.

10 Vicente Azuero, “Sociedades patrióticas”, La Indicación, Bogotá, 30 de noviembre, 1822, 19.

11 Vicente Azuero, “Sociedades populares”, La Indicación, Bogotá, 28 de diciembre, 1822, 23.

12 Vicente Azuero, “Sociedades populares”, 23.

13 Sobre la masonería puede consultarse: Américo Carnicelli, La masonería en la Independencia de América (1810-1830) (Bogotá: Secretos de la Historia, 1970); Américo Carnicelli, Historia de la masonería colombiana (Bogotá: Cooperativa Nacional de Artes Gráficas, 1975).

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según José Manuel Groot, con la Sociedad Bíblica14. A pesar de esto, hubo una asociación que tuvo menos suerte: la Sociedad Filológica de Bogotá, acusada de la conspiración septembrina, cuyos miembros fueron ejecutados, condenados al exilio o recluidos en algún rincón del terri-torio neogranadino. Precisamente, fue a partir de lo sucedido con esta asociación que Simón Bolívar creó un decreto de afectación directa y provisional sobre el universo asociativo laico.

El Libertador, haciendo uso de las facultades extraordinarias, es decir, mientras el país estaba en una especie de estado de sitio —dada la división del campo político entre los bandos de Bolívar y de Santander, y entre las distintas unidades territoriales que conformaban la Gran Colombia—, proscribió cualquier tipo de sociabilidad secreta. Esta disposición, que en principio pudo interpretarse como destinada a la Sociedad Filológica y contra la forma asociativa masó-nica (que no se trató en esta oportunidad, pero que en el momento era fácilmente identificable con el bando de Santander), terminó afectando el espíritu asociativo de aquellos años, ya que los dos primeros artículos del decreto daban cabida a múltiples interpretaciones y abusos por parte de las autoridades públicas.

Con estos nuevos decretos, cualquier reunión de individuos podía ser tomada como so-ciedad secreta, al prohibirse “en Colombia todas las sociedades o confraternidades secretas, sea cual fuere la denominación de cada una” y “los gobernadores de las provincias, por sí, y por medio de los jefes de policía de los cantones, disolverán e impedirán las reuniones de las sociedades secretas, averiguando cuidadosamente si existen algunas en sus respectivas provincias”15. Ante esa situación, quienes eran reconocidos como enemigos del Gobierno y que aún permanecían en territorio neogranadino no se arriesgarían a levantar cualquier tipo de sospecha, real o imaginaria, de parte del opositor.

Únicamente los simpatizantes profesos de Bolívar se sintieron con la tranquilidad de gozar de la vida asociativa. Así, pues, durante el tiempo que duró la dictadura bolivariana —y la dictadura urdanetista que le siguió—, sólo se tiene noticia de la existencia de dos asociaciones, una de ellas fue la Sociedad Didascálica, promovida por el mismo Simón Bolívar, y la otra fue la Institución Social y Literaria de Bogotá, creada por quienes tenían cargos políticos durante esos años. Se sabe que en 1830, cuando ya no debió estar vigente el decreto de Bolívar, al menos no expresamente, algunos individuos intentaron restablecer la Sociedad Filológica, pero sólo pudieron mantenerla en sesión por aproximadamente un mes, ya que en esos años aún era fuerte la pugna entre estos bandos políticos.

14 José Manuel Groot, Historia eclesiástica y civil de la Nueva Granada, vol. 3 (Caracas: Cooperativa de Artes Gráficas, 1941), 350; Gilberto Loaiza Cano, “Una historia de la vida pública (Colombia, siglo XIX)” (Tesis de doctorado en Historia, Universidad París III, 2006).

15 República de Colombia, Codificación Nacional de todas las leyes de Colombia, t. III (Bogotá: Imprenta Nacional, 1925), 437.

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Por lo tanto, posterior a los hechos septembrinos y temiendo la radicalización de las aso-ciaciones, que ahora se veían imbuidas del sentimiento partidista o faccionario, tanto en la Constitución de 1830 como en la de 1832, se introdujo un artículo que podía ser utilizado por el Gobierno en situación de necesidad:

“Todos los colombianos tienen la libertad de reclamar sus derechos ante los depositarios

de la autoridad pública, con la moderación y respeto debidos; y todos pueden repre-

sentar por escrito al Congreso o al Poder Ejecutivo cuanto consideren conveniente al

bien general de la nación; pero ningún individuo o asociación particular podrá hacer

peticiones a las autoridades en nombre del pueblo, ni menos abrogarse la calificación de

pueblo. Los que contravinieren a esta disposición serán perseguidos, presos y juzgados

conforme a las leyes”16.

En modo alguno ese artículo constitucional prohibió o reglamentó el mundo de la sociabilidad formal, pero sí brindó un instrumento legal a las autoridades políticas para enfrentar posibles pretensiones subversivas que se expresaran a través de formas asocia-tivas. De esa manera, se intentó contener los potenciales anhelos de cualquiera de los bandos o facciones por tomarse el poder en contravía de los preceptos constitucionales. Por demás, era una expresión de la preocupación de los representantes políticos de que grupos de individuos (asociaciones particulares) pudieran, en nombre del pueblo, y al modo francés, presentar abierta resistencia al Gobierno.

Ahora bien, conforme pasaban los años, y el fantasma de la revancha española se esfu-maba del horizonte, todas esas normas formales e informales sobre el universo asociativo se fueron volviendo cada vez más laxas. El primer cambio significativo correspondió al campo de los objetivos asociativos, en tanto la instrumentalidad política de las asociacio-nes (no necesariamente contraria al establecimiento) emergió tempranamente, tales como La Institución Social y Literaria, La Sociedad de Liberales Sostenedores del Gobierno y de las Instituciones y La Sociedad de Amigos de la Ilustración de Marinilla. Pero di-cha instrumentalidad política o politización del universo asociativo fue limitada, ya que siguió siendo problemática para el establecimiento de asociaciones que buscaban apoyo electoral, debido a que en la época lo más ortodoxo era que los individuos interesados en ser elegidos para un cargo político hicieran campaña a través de terceros y desde la prensa periódica, o que en las proximidades de las jornadas electorales se reunieran en

16 Manuel Antonio Pombo y José Joaquín Guerra, Constituciones de Colombia (Bogotá: Biblioteca Popular de Cultura Colombiana, 1951), 224.

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la informalidad para capitalizar la amistad o el afecto de sus allegados de manera muy discreta17. No obstante, ello no significó que no se establecieran asociaciones para cumplir dicha función social; claro que se hizo; ésta fue incluso una función de algunas de las aso-ciaciones, sólo que las que fueron creadas para cumplir fines proselitistas se presentaron a la opinión pública bajo un pretexto distinto.

Esto se daba porque al crear una asociación se podía apelar a la necesidad de trabajar por la instrucción de los socios y por la prosperidad de la localidad donde se establecía, y, en esta medida, dichas necesidades se convertían en objetivos asociativos18, aunque en realidad el trasfondo del asunto era el deseo de crear o ampliar la base de apoyo electoral para poder acceder a un puesto político de representación. Como ejemplo de esto se puede presentar el caso de la Sociedad Profectiva de Málaga, la cual cambio drásticamente con la creación de la Sociedad Católica y de la Sociedad Democrática a partir de 1838, debido a la importancia que esas asociaciones tuvieron entre sus conciudadanos.

17 “Elecciones futuras”, La Bandera Nacional, Bogotá, 6 de mayo, 1838, 29; “Reuniones eleccionarias de la oposición”, La Bandera Nacional, 3 de junio, 1838, 33.

18 Francisco Urdaneta, “Sociedad de Amigos del País”, El Eco de Antioquia, Medellín, 5 de mayo, 1822, 1-3, en Archivo General de la Nación (AGN), Sección República, Fondo Archivo Restrepo XI, caja 77; Francisco de Paula Benítez, “Sociedad de Amigos del País”, El Eco de Antioquia, Medellín, 12 de mayo, 1822, 6-7; “Sociedades subalternas de Amigos del país”, El Amigo del País, Santa Marta, 15 de octubre, 1835, 2; “Sociedad Patriótica de Chiriguaná”, El Amigo del País, Santa Marta, 15 de diciembre, 1835, 1-2; “Señores de la Sociedad de los Amigos de la Ilustración”, Marinilla, 5 de enero de 1839, en BNC, Pineda 466, pieza 150; “Acta de instalación”, El Miércoles, Cartagena, 19 de septiembre, 1832, 1-2; “Sociedad de Minas Colombianas”, El Constitucional, Bogotá, 10 de marzo, 1825, 28; “Reglamento de la Sociedad Bíblica de Colombia”, El Constitucional, Bogotá, 23 de junio, 1825; Sociedad Filantrópica de Bogotá, “Reglamento provisorio de la Sociedad Filantrópica de Bogotá”, Bogotá, 1825, en BNC, Fondo Ancizar 29, pieza 5; “Sociedades de Agricultura”, El Constitucional Antioqueño, Medellín, 27 de mayo, 1832, en AGN, República, Archivo Restrepo XI, caja 77; “Formación de la Institución Social y Literaria de Bogotá”, Bogotá, 29 de octubre de 1829, en BNC, Pineda 29 [Microforma]; Sociedad Profectiva de Málaga, “Sociedad profectiva instalada en Málaga en 4 de Agosto de 1836: reglamento acordado por la misma para su rejimen interior”, en BNC, Pineda 297, Sala 1A, 4927; Sociedad de Amigos del País, “Estatutos de la Sociedad de Amigos del País establecida en Popayán el 17 de noviembre de 1833 y adoptados por la misma sociedad”, en BNC, Pineda 942, pieza 1; “Estatutos de la Sociedad de Educación Elemental Primaria de Popayán”, Popayán, 1° de septiembre de 1833, en BNC, Sala 2A, 7397, pieza 19; Sociedad Filotécnica de Bogotá, “Reglamento para la Sociedad Filotécnica”, Bogotá, 24 de julio de 1835, en BNC, Pineda 669, pieza 8; “Estatutos de la Sociedad de Educación Primaria de Bogotá” y “Reglamento”, Bogotá, 1834, en BNC, Pineda 772, pieza 1; “Reglamento para la Sociedad Filológica”, Bogotá, en BNC, Fondo Quijano 570, pieza 16; “Reglamento a que se someten de su libre y espontánea voluntad los miembros de la Sociedad de artistas y amigos francos”, Cartagena, 31 de julio de 1838, en BNC, Sala 2A, 11223, pieza 9; “Sociedad Didascálica”, El Eco del Tequendama, Bogotá, octubre-diciembre, 1829; Rodrigo Llano Isaza, Las Sociedades Económicas de Amigos del País “Seap”: 240 años de fecunda historia política y social (Medellín: Teoría del Color, 2006); Gilberto Loaiza Cano, “Una historia de la vida pública”, 112-185.

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Un segundo cambio, el que causó mayor resistencia pero que al fin se aceptó, fue el de la apertura del universo asociativo al pueblo o al menos a un sector del mismo. Justamente, cuando fue creada la primera asociación que no sólo tuvo fines proselitistas (hasta los tuéta-nos), públicamente conocidos en 1838, sino que además estuvo dirigida a un sector del pueblo: a los artesanos y agricultores. Se está haciendo referencia a la Sociedad de Artesanos y Labradores Progresistas de la Provincia de Bogotá, que tuvo filiales en varias zonas. Ésta fue la primera forma de sociabilidad que incluyó en el cuadro directivo a individuos distintos a la élite y que fue promovida por el bando santanderista o plebeyo, en el que se encontraba Vicente Azuero, el mismo individuo que años atrás había argumentado lo nocivo que podría resultar la incursión del “populacho” en el universo asociativo y que había hecho alusión directa y despectiva a los “artesanos” y “jornaleros”.

3. Sociedades católicas en 1838: ultracatolicismo en búsqueda de prosélitos políticos

Las Sociedades Católicas, creadas en 1838, fueron las primeras formas de sociabilidad formal que incursionaron públicamente en las pugnas eleccionarias y que apelaron al re-curso de la religión para hacerlo. En los tres primeros meses de este año19, el señor Ignacio Morales fundó la Sociedad Católica de Bogotá, con el objetivo de trabajar para que el pueblo pusiera exclusivamente “sus ojos para representantes en el Congreso en personas Católicas, Apostólicas, Romanas; hombres honrados, de instrucción, y de buena conducta para que las leyes no sean el vehículo de la infección y de la maldad”20. La Sociedad Católica se presentó entonces como la agrupación que tenía el propósito de luchar contra la “im-piedad”, la “falsa filosofía”, “la corrupción más espantosa”, “las blasfemias más horrorosas y las proposiciones más alarmantes”, las “chocarrerías” y los “principios exagerados que minan los fundamentos del dogma”21.

Se trataba claramente de un discurso que tenía como punto de ataque a los liberales san-tanderistas, aquellos que de forma acérrima habían defendido el proceso de laicización de la sociedad neogranadina, tanto durante la vicepresidencia como en la presidencia del general Santander. Pero también a aquellos que habían propuesto y sacado avante la ley del patronato;

19 “Sociedad Católica”, El Investigador Católico, Bogotá, 15 de marzo, 1838, 1.

20 Sociedad Católica de Bogotá, “Invitación que hace la Sociedad Católica de Bogotá a los fieles de América”, Bogotá, 10 de mayo de 1838, en BNC, Quijano 348, pieza 1 [Microforma VFDU1-469].

21 Sociedad Católica de Bogotá, “Sociedad Católica al Sr. Cura”, Bogotá, 1838, en BNC, Quijano 348, pieza 2 [Microforma VFDU1-469].

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aquellos que habían propuesto la supresión de los conventos menores, para obtener recursos con que financiar la educación pública; aquellos que, en fin, habían peleado contra los sec-tores más retardatarios de la sociedad al promover y aprobar el plan educativo de 1826 y la enseñanza mediante los textos de autores como Jeremías Bentham22.

Ignacio Morales, el fundador de esta forma asociativa, era conocido en su época como un fanático católico y un ferviente realista23, pero no le faltaron aliados para su empresa. Así, a su lado estuvo Cayetano Baluffi, delegado apostólico de la Santa Sede ante el Gobierno, que había llegado a la capital el 18 de marzo de 1837, después de que el pontífice reconociera, el 16 de octubre de 1835, la soberanía de la República de la Nueva Granada tras la disolución de la Gran Colombia24; como también “un segmento aristocrático de la élite que gobernaba en ese momento”25; y, por supuesto, algunos miembros del clero26.

De cualquier modo, Morales y los demás miembros de la Sociedad Católica establecida en Bogotá trabajaron para que su proyecto tuviera trascendencia nacional. La asociación capita-lina que crearon no fue la única de su tipo; el obispo Jiménez de Enciso fundó, el 19 de agosto de 1838, una sucursal en Popayán, su ciudad episcopal, y además promovió el establecimiento de otras en Cali, Buga, Quibdó, Pasto y La Plata27. Establecimientos que respondían a la in-vitación que el Consejo Directivo de la asociación de Bogotá extendió a través de circular28 a los párrocos (se desconoce a cuantos) para que procedieran a la creación de filiales, ya que de esta manera tenían mayor oportunidad de que candidatos afines a sus ideas fueran elegidos.

Con todo, y aunque fueran capitalizadas para buscar fines políticos, el carácter de es-tas asociaciones fue dogmático. Un ejemplo fehaciente lo constituye el caso de la Sociedad Católica establecida en Pasto, que fue creada el 8 de septiembre de 1838, en el marco de las fiestas públicas del día de la Virgen de las Mercedes29. Esto era una novedad y una sorpresa para la época, pero no una agradable, al menos no para el segmento ilustrado de la sociedad

22 Meri Clark, “Conflictos entre el Estado y las élites locales sobre la educación colombiana durante las décadas de 1820 y 1830”, Historia Crítica 34 (2007): 33-61; David Bushnell, El régimen de Santander.

23 José Restrepo Posada, “La Sociedad Católica de Bogotá -1838”, Boletín de Historia y Antigüedades 43: 499/500 (1956): 310-321.

24 Alfonso María Pinilla Cote, Del Vaticano a la Nueva Granada; la internunciatura de monseñor Cayetano Baluffi en Bogotá, 1837-1842 (Bogotá: Biblioteca de la Presidencia de la República, 1988), 71-245.

25 Víctor Manuel Uribe-Urán, “Sociabilidad política popular, abogados, guerra y bandidismo en Nueva Granada, 1830-1850: respuestas subalternas y reacciones elitistas”, Historia y Sociedad 9 (2003): 94.

26 Sociedad Católica de Bogotá, “Invitación que hace la Sociedad Católica”.

27 Alfonso María Pinilla Cote, Del Vaticano a la Nueva Granada, 213-214.

28 Sociedad Católica de Bogotá, “Sociedad Católica al Sr. Cura”.

29 “Sociedad Católica”, 1.

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neogranadina, y sobre todo para el bando santanderista, que tanto había propugnado para mantener a la Iglesia fuera de la jurisdicción civil. Por ello, aunque cautelosa, la reacción del Gobierno no se hizo esperar. Según Alfonso María Pinilla Cote, cuando se creó la Sociedad Católica, miembros del poder público buscaron la manera de cerrarla.

Así que, después de que el obispo Jiménez de Enciso estableció la sucursal de Popayán, “en nombre de don Ignacio Morales, jefe ostensible de la de Bogotá, con lo cual [se] ahorraba dificultades”30, el presidente Márquez consultó —por medio del Ministro del Interior, general Pedro Alcántara Herrán— al Consejo de Estado si: “1° ¿puede un obispo, con la autoridad de tal, erigir sociedades católicas en la Nueva Granada? 2° ¿qué providencias podrían dictarse en el presente caso, y otros que ocurran como éste?”31. A lo que el Consejo de Estado, según el mismo Pinilla Cote, no habría visto dificultad, razón por la que decidió no hacer nada para impedir su sostenimiento. Claro que, según Víctor Manuel Uribe-Urán:

“La sociedad pronto se convirtió en una molestia para sus compañeros aristócratas a cargo

del gobierno debido a que capturó parte de los votos que estaban destinados a apoyar

candidatos gubernamentales, y más importante aún porque su postura fanática —que se

ganó la animadversión de incluso el arzobispo local— añadió demasiado fuego a las mo-

tivaciones religiosas (cierre de conventos menores por parte del gobierno) que fueron la

chispa que prendió la guerra civil de finales de la década de 1830. Sin embargo, más tarde,

cuando el gobierno mismo apeló a instrumentos religiosos para consolidar su dominio, sus

relaciones mutuas mejorarían”32.

No existía entonces marco legal que reglamentase el universo asociativo, y las conven-ciones sociales que antaño eran fuertemente restrictivas sobre éste se habían vuelto laxas, lo suficiente como para que se fundara la Sociedad Católica y para que el Consejo de Estado no creara medida restrictiva sobre ella. Sin embargo, la respuesta social para contrarrestar la iniciativa de Morales y del obispo de Popayán y, en fin, del segmento aristocrático que la sustentaba surgió del bando santanderista, quien creó la Sociedad Democrático-Republicana de Artesanos y Labradores Progresistas de la Provincia de Bogotá y demás filiales. Debido a que “los esfuerzos movilizadores de La Católica parecen haber atraído artesanos locales que respaldaron sus peticiones de que se reformara el sistema educativo”33.

30 Alfonso María Pinilla Cote, Del Vaticano a la Nueva Granada, 216.

31 Alfonso María Pinilla Cote, Del Vaticano a la Nueva Granada, 214.

32 Víctor Manuel Uribe-Urán, Abogados, partidos políticos, 291.

33 Víctor Manuel Uribe-Urán, “Sociabilidad política popular”, 96.

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4. Votantes bajo tutela política: ingreso del pueblo a las asociaciones laicas en 1838-1839

El 17 de junio de 1838 fue creada la Sociedad Democrático-Republicana de Artesanos y Labradores Progresistas de la Provincia de Bogotá. Su promotor fue el joven santanderista Lorenzo María Lleras, quien enseguida fue respaldado por sus compañeros de causa, entre los que se encontraban Diego Fernando Gómez, Francisco de Paula López Aldana, Vicente Azuero, Ezequiel Rojas y Juan Nepomuceno Azuero. Este grupo estableció esta asociación para oponerse a la Sociedad Católica y defender-se de ella, así como para trabajar en ganar prosélitos para las próximas jornadas. Esta última razón era la más fuerte, ya que necesitaban ampliar la base de apoyo social, que incluía ganar respaldo electoral para volver a tener control sobre los principales pues-tos de representación nacional, en los que ahora se encontraban miembros del bando opositor —los llamados aristócratas por Uribe-Urán—, sumada a que la iniciativa de la Sociedad Católica había surgido de un sector de estos últimos. Por tales razones y propósitos, los plebeyos presentaron ante el público los siguientes objetivos de la socia-bilidad que habían establecido:

“1º Difundir entre sus miembros y entre los artesanos y labradores en general, los co-

nocimientos útiles de todo género, y especialmente los políticos y morales, a fin de que

puedan desempeñar y cumplir con inteligencia y celo los derechos y deberes de ciuda-

danos de esta república.

2º Ponerse al corriente del estado de los negocios nacionales, leyendo y comentando

semanalmente los periódicos y demás papeles públicos que los ventilen; e instruirse de-

bidamente de la conducta de los funcionarios, estadistas y hombres prominentes de los

diversos partidos, a fin de proceder, en las épocas eleccionarias, con pleno conocimiento

de los talentos, opiniones y servicios de los candidatos que se presenten.

3º Establecer y sostener un periódico semanal titulado ‘El Labrador i Artesano’, que

sirva de vehículo para uniformar la opinión de las clases, cuyos nombre llevará, en todas

aquellas cuestiones de vital interés para la república. En dicho periódico se sostendrá la

Constitución de 1832 […] se inculcará constantemente el amor a la libertad e igualdad

que reconoce la constitución; se defenderán los verdaderos intereses de las clases traba-

jadoras; y se dará, en fin, publicidad a cuanto tienda al progreso intelectual, político,

moral y material de los pueblos”34.

34 “Estatutos”, El Labrador i Artesano, Bogotá, 6 de septiembre, 1838, 1.

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La fundación de la Sociedad Democrática contempló como grupo receptor a los artesanos —quienes estaban consagrados a ocupaciones mecánicas y poseían taller propio y abierto al público35— y a los labradores —aquellos pequeños propietarios de tierras dedicadas al cultivo independiente36—. Los motivos de esta elección fueron básicamente dos: primero, la Sociedad Católica se acercó a los artesanos y recibió respuesta de algunos de éstos; además de que los curas, quienes también fueron promotores de esa asociación, tenían influjo sobre el pueblo, y los artesanos y labradores eran parte de éste. Segundo, según los preceptos constitucionales vigentes, tanto artesanos como labradores tenían derecho a ejercer el sufragio, al menos en las elecciones primarias, y, por tanto, estaban en capacidad de apoyar las ideas de Morales o de cualquier otra persona.

Detrás de esas razones estaba la convicción, firmemente arraigada en los liberales san-tanderistas, de que el pueblo, dada su escasa o nula ilustración, era sobremanera susceptible a la manipulación y al fanatismo. Por lo que se debía cuidar que no creyeran y apoyaran las ideas propugnadas por los aristócratas, sobre todo por los fundadores de la Sociedad Católica. De ahí que ésa fuera la principal motivación reconocida por dichos hombres para adelantar la empresa de sociabilidad que ahora estaban dirigiendo. En los estatutos, justamente, de la asociación afirmaron que habían creado la Sociedad Democrático-Republicana de Artesanos y Labradores Progresistas de la Provincia de Bogotá: “Deseosos de difundir entre las dos clases de la nación, que más necesitan y con más urgencia reclaman los cuidados de la parte ilustrada de ella, aquéllos conocimientos absolutamente indispensables para practicar, cual co-rresponde, el sistema de gobierno popular, representativo, alternativo i electivo, que el pueblo libre de la Nueva Granada ha establecido y jurado”37.

De acuerdo con esos objetivos, se fijaron las cualidades que debía tener todo aspirante a ser miembro de la asociación: “1º Haber ejercido, u ejercer actualmente algún oficio, o pro-fesión mecánica, inclusas las tres artes liberales —pintura, escultura y arquitectura— , o estar consagrado a la agricultura de cualquiera manera que sea. Esta condición no comprende a los que ya son miembros de la Sociedad. 2º Tener buena conducta moral, i principios liberales de progreso”38. Cualidades que respondían a los propósitos de sus fundadores y que, en esta medida, constituían un filtro de participación de la relación social. Nótese, sin embargo, que

35 David Lee Sowell, Artesanos y política en Bogotá 1832-1919 (Bogotá: Círculo de Lectura Alternativa, 2006), 35.

36 Zamira Díaz de Zuluaga, Sociedad y economía en el Valle del Cauca. Guerra y economía en las haciendas, Popayán 1780-1830, t. II (Bogotá: Biblioteca Banco Popular, 1983), 91.

37 “Estatutos”, 1.

38 “Estatutos”, 1.

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la condición referente al oficio o profesión del aspirante no sólo habilitaba para participar en la asociación a artesanos y labradores, sino también a otros sectores del pueblo, por demás, sin derecho de participación electoral —por ejemplo, agregados, aparceros39, pero también jornaleros, los que trabajaban en los talleres de los artesanos40—, ya que de todos modos cons-tituían un punto de apoyo de la Sociedad Católica, hacían parte de la población total, y su presencia daría la impresión de que la asociación tenía un mayor respaldo social.

Por otro lado, dicha condición no incluía a quienes habían establecido la sociedad o a quie-nes ya pertenecían a ella cuando crearon sus estatutos y reglamento interno, pues sus promotores no eran ni artesanos ni labradores, eran parte de la élite cultural y política. Eran hombres que tenían profesiones intelectuales y que se habían dado a la tarea de instruir, no sin interés, al pueblo o al menos a los sectores del mismo económicamente libres y activos. Sobre esto último, vale decir que los liberales santanderistas, para dotar de legitimidad a la referida asociación, de-signaron como presidente de ella a Isidro José Orjuela, un artesano. En este sentido, Uribe-Urán afirmó: “a pesar de su nombre, y de que un herrero sirvió como su presidente, pocos artesanos parecen realmente haber tenido mayor injerencia en el manejo de la sociedad. Más bien se trató de un club político al servicio de los abogados provinciales, como el mismo Lleras”41.

Ciertamente, la estructura organizativa de la asociación es un reflejo del papel secundario que los artesanos y labradores cumplieron en ella. Ésta tenía un cuadro directivo, llamado la Comisión de la Mesa, que estaba conformado por un presidente, un vicepresidente, sie-te designados, dos secretarios y un tesorero. Entretanto, el trabajo estaba dividido en cinco comisiones: constitución y leyes; moral y religión; matemáticas; agricultura, artes y oficios; y fisiología, higiene privada y pública, las cuales estuvieron precedidas por miembros de la élite instruida y próceres de la Independencia. Tales fueron los casos de Vicente Azuero, Francisco Soto, Florentino González, Ezequiel Rojas, Leopoldo Borda, Isidro Rojas, José María Mantilla, Rafael Mendoza, por citar algunos42. Estos individuos monopolizaban el discurso en las distintas reuniones de la asociación, ya que éstas básicamente se reducían a instruir a los artesanos y labradores a través de lecciones, cual si fueran estudiantes, y la asociación, una escuela republicana para adultos. Se trataba de eso claramente: de una escuela en la que se pretendía graduar individuos capaces de cumplir con los derechos y deberes de los ciudada-

39 José Escorcia, Sociedad y economía en el Valle del Cauca. Desarrollo político, social y económico, 1800-1854, t. III (Bogotá: Biblioteca Banco Popular, 1983), 37.

40 David Lee Sowell, Artesanos y política en Bogotá, 37-38.

41 Víctor Manuel Uribe-Urán, “Sociabilidad política popular”, 96-97.

42 “Reglamento interior”, El Labrador i Artesano, 23 de septiembre, 1838, 2; y 30 de septiembre, 1838, 3.

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nos, y que pudieran proceder a elegir a sus representantes políticos fundados en información suficiente. Lo que significaba, a su vez, que apoyaran con sus votos a aquellos que, reunidos en la Sociedad Democrática, eran sus maestros y tutelares.

En este orden de ideas, no se trataba solamente de presentar resistencia a los anatemas de la Sociedad Católica, ni de la mera defensa de las ideas laicas y republicanas que ello conllevaba, sino de una más de las luchas de los plebeyos contra los aristocráticos; al menos así lo habían tomado aquéllos. Se buscaba convencer al electorado, y a la mayor cantidad de hombres posibles —por medio de las sesiones de la asociación, pero también de El Labrador i Artesano, periódico oficial de ésta—, de que los liberales plebeyos y su idea de un Estado creyente, pero laico, eran la mejor opción para el país. En últimas, que eran ellos los que debían gobernar. Además de que plantearon el problema en términos de lucha inter-estamentos, entiéndase socioeconómica.

Así, pues, Francisco Soto, uno de los líderes más visibles del santanderismo, en ocasión de agradecer el nombramiento como miembro instructor de la asociación, dirigió una carta a los promotores de la sociedad desde Subachoque, el 5 de agosto de 1838, en la que expresó que era de suma importancia “extender los conocimientos útiles a la masa de nuestros compatrio-tas; porque he reconocido más de cerca cuanta es la ignorancia absoluta que domina sobre las verdades más importantes en moral y nuestra constitución”43. Soto planteaba además que la aristocracia, en la que el espíritu de empresa había despertado, ni tenía ni conocía los medios para crear riqueza, razón por la que guiaba sus acciones por la inmoralidad. Es decir, que los aristocráticos, gobernados por el fuerte deseo de enriquecerse a toda prisa y de cualquier modo, despojaban a los demás de lo que por derecho les pertenecía. Lo que era posible, según planteó, dada la ignorancia del pueblo en materia de moral y Constitución. Entonces aseguró:

“A nosotros nos toca hoy igualmente descubrir estas verdades, hacer cautos a nuestros com-

patriotas respecto de aquéllos, que con la piel de ovejas llevan entrañas de tigre o la condición

de los salteadores; e inspirarles amor hacia la patria, y no a las personas de nuestro afecto. Es

menester que a los labradores y artesanos les hagamos sentir, con los ejemplos de nuestra pro-

pia historia, que entre tanto no participen ellos del interés público, siempre tendremos una

sociedad leónica, en la cual ciertas personas lo serán y tendrán todo, y la gran masa no será

más que el inocente rebaño que se esquilma en beneficio de los pocos; y que ahora es todavía

tiempo de aplicar el remedio, pues que si se deja consumar la obra que se comenzará y se

continúa con tanto empeño, entonces no habrá más recurso que el de sufrir pacientemente,

y esperar la medicina del acaso”44.

43 “Primera”, El Labrador i Artesano, Bogotá, 30 de septiembre, 1838, 3.

44 “Primera”, 3.

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Por ello terminó su escrito diciendo: “yo de mi parte ofrezco, que haré lo que esté en mi capacidad para que se salve a lo menos el principio sacrosanto de que la Nueva Granada no es ni será nunca el patrimonio de ninguna familia ni persona, y de que los funcionarios públicos son responsables a ella por su conducta oficial”45. Estaba en juego claramente ganar la simpatía de labradores y artesanos y de propiciar su adhesión a la causa plebeya, debido a que ellos apoyaban mayoritariamente a los aristócratas en época de elecciones. Lo que Soto atribuía a la falta de racionalidad con que actuaban los artesa-nos y labradores, quienes se dejaban guiar por las emociones, por el afecto, en menoscabo del beneficio propio y del interés público. Entonces, para los plebeyos o santanderistas, a los artesanos y labradores había que ilustrarlos, mostrarles la verdad, para que dejaran de ser el inocente rebaño alimento del lobo.

Con el mismo sentido, Vicente Lombana escribió el 20 de julio desde Guagua a los se-cretarios de la asociación: “los arranques democráticos de su carácter no le permiten dejar escapar la grande honra que le cabe en ser llamado a la participación de una empresa, que se encamina a dar fomento intelectual a la clase más laboriosa, más útil y más moderada de la sociedad, relegada a la oscuridad y al olvido por el orgullo aristocrático”46. En suma, el común denominador era la idea de que los labradores y artesanos, debido a su poca educación, reque-rían la tutela e instrucción que los líderes plebeyos estaban en capacidad de brindarles, para que no se dejaran engañar ni utilizar por los hombres del bando aristocrático, que tendrían unos objetivos de grupo divorciados de los intereses y necesidades del pueblo, al contrario de ellos, que, según planteaban, hacían parte del mismo.

Tal era la necesidad de ampliar la base de apoyo social que Santander, cuando fue notifi-cado, por medio de correspondencia, que había sido propuesto para que hiciera parte de la asociación como miembro honorario —una de las posiciones más distinguidas—, expresó: “con sumo aprecio he recibido la carta de UU, del 13 en que me comunican que la Sociedad Democrático-Republicana de artesanos y labradores progresistas de la provincia de Bogotá, me ha nombrado por unánime acuerdo miembro honorario, mientras que yo declaro mi voluntad de ser miembro nato, como que soy agricultor en dicha provincia”47. Santander no era un agricultor de profesión, era parte de la élite y, aún más, una de las principales figuras políticas del país. Él mismo lo reconoció en otro apartado de la carta aludida, en la que, por demás, coincidió con gran parte de las ideas de sus compañeros.

45 “Primera”, 3.

46 “Segunda”, El Labrador i Artesano, Bogotá, 30 de septiembre, 1838, 3.

47 “Contestación”, El Labrador i Artesano, Bogotá, 7 de octubre, 1838, 4.

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Finalmente, Santander llamó la atención a sus amigos sobre la pertinencia o no de hacer parte de la asociación, y ello permite reforzar la idea de que la popularidad y el apoyo social que tenía el general y exvicepresidente —dadas sus ideas y postura sobre determinadas mate-rias, como la educativa— no eran los mejores. Situación que se extendía a sus amigos y más cercanos aliados políticos. Pero por supuesto que la respuesta de sus pupilos fue de total aco-gida para que hiciera parte de la asociación, ya que el círculo no estaba completo sin él. Pero además de Santander, otros personajes que también hicieron parte de esta asociación fueron los generales José María Obando y José Hilario López. Claro que, al igual que aquél, estos dos hombres se mantuvieron como miembros honorarios o como miembros natos, y toda la activi-dad directiva y administrativa estuvo a cargo de Lorenzo María Lleras, Florentino González, junto a los experimentados Francisco Soto y Vicente Azuero.

De cualquier modo, como apoyo de esta asociación y del periódico oficial de la misma —El Labrador i Artesano—, estos individuos hicieron uso de La Bandera Nacional, periódico ca-pitalino dirigido por el mismo Lleras, en el que publicaron un listado de los artesanos y de algunos labradores de la capital que tenían el derecho de participar en las elecciones prima-rias, y que resulta de gran interés, pues estuvo acompañado de una especie de queja contra el clientelismo electoral presuntamente promovido por el propio presidente de la República, José Ignacio de Márquez48.

Por otra parte, así como la Sociedad Católica había actuado para crear una base de apoyo electoral al nivel nacional, la Sociedad de Artesanos y Labradores Progresistas de la Provincia de Bogotá también acogió como deber “promover el establecimiento de otras Sociedades del mismo género en las demás provincias de la república”, procurando que entre todas existiera una estrecha correspondencia49. Para tal fin estaban los miembros corresponsales, quienes residían en ciudades distintas a la capital y tenían la tarea de promover en ellas la creación de más de estas asociaciones. Así, entre agosto de 1838 y los primeros meses de 1839 fueron establecidas filiales en Cartagena, Villa de Leiva, Tunja, Gachetá, San José de Cúcuta, Soatá, Villa de la Mesa, Santa Rosa de Viterbo, Popayán, Puente Nacional y, posiblemente, Santa Marta, esta última a cargo de Miguel García Munive50. No obstante, para el propósito fijado,

48 “Lista de honrados artesanos y labradores que pueden ser electores” y “El Argos y la Vicepresidencia de la República”, La Bandera Nacional, Bogotá, 3 de junio, 1838, 33.

49 “Estatutos”, 4.

50 “República de la Nueva Granada”, El Labrador i Artesano, Bogotá, 2 de diciembre, 1838, 12; “Sociedad”, El Labrador i Artesano, Bogotá, 23 de diciembre, 1838, 15; “Instalación de la Sociedad Democrática de la Provincia de Tunja”, El Labrador i Artesano, Bogotá, 30 de diciembre, 1838, 16; “Próxima instalación”, El Labrador i Artesano, Bogotá, 6 de enero, 1839, 17; “Instalación de la Sociedad Democrática en Soatá”, El Labrador i Artesano, Bogotá, 3 de febrero, 1839, 21; “Instalación de la Sociedad en Santa Rosa de Viterbo”, El Labrador i Artesano, Bogotá, 24 de febrero, 1839, 23.

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no fueron muy numerosas las asociaciones establecidas, y además se concentraron mayormen-te en Tunja, una de las provincias natales de los plebeyos, lo que era sintomático de la no muy amplia red de relaciones sociales que este bando tenía.

Ahora bien, como los plebeyos habían tomado de blanco de oposición a todo el bando aristocrático y no sólo a los promotores de la Sociedad Católica, la respuesta de éstos no se hizo esperar: “El recientemente nombrado ministro de guerra, general aristócrata Tomás C. Mosquera, y algunos de sus jóvenes seguidores de ideas conservadoras […] lanzaron un perió-dico [El Amigo del Pueblo] que presentaba a los líderes provinciales como políticos oportunistas, cuyo desempleo o falta de éxito en la carrera burocrática era su único verdadero motivo de su repentino interés en las masas”51. Lo que tenía algo de verdad, aunque los denunciantes estaban haciendo prácticamente lo mismo. El nombre de dicha publicación —que de forma muy irónica tenía como epígrafe “la Nueva Granada no es ni será nunca el patrimonio de nin-guna familia ni persona”, una de las frases enunciadas por Francisco Soto y que correspondía a un artículo de la Constitución— se debía precisamente a que, de forma similar a como lo habían hecho los plebeyos, los aristócratas declararon no pertenecer a “otro partido que al del pueblo”, cuya “voluntad” era, según decían, la de ellos mismos. Por lo que su divisa “siempre” sería “la salud del pueblo”.

Claro que con el nombre de ese periódico estaban indicando que no eran el pueblo y que no hacían parte del mismo, pero que se congraciaban con él, ya que “muchas pruebas de jui-cio y de patriotismo ha dado ya el pueblo, para que ni un solo instante dudásemos de su amor a las instituciones, de su adhesión a los magistrados, que él mismo ha escogido, y de la severa desconfianza con que mira a los que intentan engañarlo”52. Palabras lisonjeras que tenían como propósito la persuasión del pueblo, algo que los aristocráticos ya estaban logrando, pues eran ellos quienes controlaban los cargos políticos por representación más importantes del país en ese momento. En tal medida, así como había sucedido en las elecciones presidenciales de 1836, en las jornadas electorales de 1838 —que habían sido el acicate más inmediato para el rompimiento de las convenciones sociales, que prevalecían en el país sobre prácticas de so-ciabilidad formal y laica— los aristócratas salieron triunfantes frente a los plebeyos.

El proceso electoral fue el siguiente: el 8 de julio de 1838 fueron efectuadas las elecciones primarias, o parroquiales, que, conforme a mandatos constitucionales, debían deliberar cada dos años para votar por el elector o los electores que correspondían a cada distrito parroquial. Posterior a estos primeros comicios, el 1 de agosto se reunieron las Asambleas Electorales,

51 Víctor Manuel Uribe-Urán, “Sociabilidad política popular”, 97.

52 “Introducción”, El Amigo del Pueblo, Bogotá, 9 de septiembre, 1838, 1.

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compuestas por todos los electores nombrados por cada uno de los distritos parroquiales de cada cantón, con el propósito de elegir a los senadores y representantes que debían renovar la mitad de las Cámaras del Congreso. Estas mismas asambleas se reunieron nuevamente el 8 de agosto para elegir al vicepresidente de la República.

De esos comicios, como ya se adelantó, salieron triunfantes los aristócratas. Sin embargo, no eran aquellos pertenecientes a la Sociedad Católica, quienes al igual que los plebeyos o san-tanderistas fueron derrotados, debido a la falta de apoyo electoral que tuvieron53: “El partido que sostenía a los candidatos llamados Ministeriales triunfó por una grande mayoría. El señor Domingo Caicedo obtuvo 680 votos para vicepresidente, y 290 el candidato de la oposición, doctor Vicente Azuero […] Respecto de los senadores y representantes hubo la misma mayo-ría contra los partidos liberal y católico”54. Derrota que sin lugar a dudas fue muy lesiva para los santanderistas, debido a que ahora el monopolio de la representación nacional por parte de sus detractores era prácticamente un hecho.

Las Sociedades Democrático-Republicanas de Artesanos y Labradores Progresistas no pro-dujeron los resultados esperados; la función para la que fueron creadas —ampliar la base de apoyo social del bando plebeyo, lo que debía traducirse en un amplio respaldo electoral— no llegó a realizarse de manera óptima. La élite política que, tras las guerras independentistas, había ganado el derecho de participación en el gobierno del país (los plebeyos, citando nuevamente a Uribe-Urán) no contaba con el influjo social de sus contrarios (los aristócratas), que, por demás, habían tenido ocasión de tejer amplias redes sociales de apoyo desde la Colonia o al menos here-darlas de sus familias. Sumado al hecho que los santanderistas conservaban una imagen negativa frente a sus conciudadanos, dada su corta pero intensa historia de choques con la Iglesia, lo que sin duda se tradujo en un respaldo electoral insuficiente. Y además, las acciones de la Sociedad Católica debieron minar aún más el exiguo respaldo social con que contaban los plebeyos.

El hecho es que, aunque esta forma de sociabilidad no fue suficiente para que los ple-beyos o santanderistas ganaran la voluntad del pueblo soberano, fue a través de esta forma asociativa que por primera vez se introdujo la participación directa del pueblo en el uni-verso de la sociabilidad formal y laica, y además con fines proselitistas. Fue ésta la primera asociación laica que, además, sin ambages se dirigió al pueblo —artesanos y labradores— como partícipe de la política, como votante, y que le abrió la puerta para que fuera parte no sólo de la membresía, sino del cuadro directivo.

53 Carlos Restrepo Canal, Historia extensa de Colombia, vol. VIII, t. I: (1831-1840) (Bogotá: Lerner, 1971), 502; Víctor Manuel Uribe-Urán, “Sociabilidad política popular”, 119.

54 José Manuel Restrepo, Historia de la Nueva Granada, t. I (Bogotá: Cromos, 1952), 139-140.

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Reflexiones finales

A partir del estudio del universo asociativo laico de Nueva Granada entre 1820 y 1839 se constata que, aunque en esos años tenía lugar un fuerte conflicto por el poder político, existía el grado suficiente de cohesión social y acuerdo entre los distintos grupos que conformaban la élite gobernante, o con perfil para serlo, de continuar y profundizar el proceso de consolidación de las distintas secciones del territorio en un único Estado-nación. La dinámica de la vida asociativa de la temprana República permite observar que en esos años las élites locales y regionales no actuaban dispersas y en estado de au-tarquía absoluta, como fruto de la reciente independencia político-administrativa que habían logrado frente a la Corona española, la tradición colonial, la fragmentación del territorio o el frío raciocinio individual, sino que actuaban de manera concertada, como lo demandaba el nuevo sistema político del país; un sistema presidencial que para poder ser mantenido requería la unión y el concierto de las distintas territorialidades en que se asentaba la sociedad sobre la que gobernaba.

Se revela, entonces, que en ausencia de partidos políticos, poco a poco las élites fueron buscando instrumentos —como las asociaciones laicas— para atraer prosélitos y emprender proyectos políticos compartidos, a través de una lógica colaborativa y de trabajo colectivo que trascendía la comarca de procedencia o de residencia, y que pretendía abarcar los distintos niveles territoriales, lo que en últimas ayuda a entender cómo el inmaduro Estado-nación perduró en medio de los difíciles años de la posindependencia.

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Artículo recibido: 05 de marzo de 2013

Aprobado: 02 de julio de 2013

Modificado: 22 de julio de 2013

Antecedentes históricos de la “abogacía telúrica” desarrollada en Chile entre los siglos XVI y XIX Ï

doi: dx.doi.org/10.7440/histcrit54.2014.09

Ï El presente artículo forma parte de una investigación financiada por la Beca Presidente de la República de Chile y se enmarca en una investigación de mayor envergadura, destinada a analizar las características y consecuencias materiales, psicosociales y religiosas de los terremotos que han sacudido a Chile desde el siglo XVI al XIX.

Alfredo Palacios

Roa

Profesor de la Pontif icia Universidad Católica de Valparaíso (Chile). Licen-ciado en Educación por la Universidad Católica Raúl Silva Henríquez (Chi-le) y por el Ministerio de Educación de España, y magíster en Historia de Chile por la Universidad de Chile. Doctor y máster en Historia de América por la Universidad de Sevilla (España). Entre sus publicaciones recientes se encuentran: “Del sueño de una machi a una pesadilla nacional: los terremo-tos de mayo de 1960”, en Historia de la Iglesia en Chile, una sociedad en cambio, ed. Marcial Sánchez Gaete (Santiago: Universitaria, 2013), y Sismicidad his-tórica de la ciudad de Concepción desde su fundación en 1550 hasta su traslado en 1751 (Santiago: Sernageomin, 2012). [email protected]

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Antecedentes históricos de la “abogacía telúrica” desarrollada en Chile entre los siglos XVI y XIX

Resumen:Los seísmos que remecieron al territorio chileno entre los siglos XVI y XIX —unidos a la ausencia de explica-ciones racionales sobre las causas que los originaban— llevaron a los pobladores del Reino de Chile, al igual que a muchos habitantes de las ciudades fundadas en el margen occidental del Cinturón Circumpacífico, a interpretarlos como castigos enviados por Dios a consecuencia de sus faltas y pecados terrenales. En consecuencia, algunos grupos debieron recurrir a los designados “abogados celestiales”, especialistas en materias telúricas, para intentar sobreponerse a las situaciones coyunturales generadas después de cada movimiento de la Tierra.

Palabras clave: Chile, desastres, sismos, milagros, imágenes de culto, comportamiento religioso.

Historical Background of the “Telluric Advocacy” Developed in Chile between the 16th and 19th Centuries

Abstract:The earthquakes that struck Chile between the 16th and 19th centuries — together with the lack of rational explanations of their causes — led the settlers of the Kingdom of Chile, as well as many inhabitants of the cities founded on the western margin of the Circumpacific Belt, to interpret them as punishments sent by God as a result of their worldly faults and sins. Consequently, some groups had to resort to the designated “celestial lawyers,” specialists in telluric matters, to try to overcome the conjunctural situations generated by every earthquake.

Keywords: Chile, disasters, earthquakes, miracles, cult images, religious behavior.

Antecedentes históricos da “advocacia telúrica” desenvolvida no Chile entre os séculos XVI e XIX

Resumo:Os terremotos que impactaram o território chileno entre os séculos XVI e XIX —unidos à ausência de explica-ções racionais sobre as causas que os originava— levaram a população do Reino do Chile, assim como muitos habitantes das cidades fundadas na margem ocidental da Faixa Circumpacífica, a interpretá-los como casti-gos enviados por Deus devido a suas faltas e pecados terrenais. Em consequência, alguns grupos recorreram aos designados “advogados celestiais”, especialistas em matérias telúricas, para tentarem sobrepor-se às situações conjunturais geradas depois de cada movimento da Terra.

Palavras-chave: Chile, desastres, terremotos, milagres, imagens de culto, comportamento religioso.

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Antecedentes históricos de la “abogacía telúrica” desarrollada en Chile entre los siglos XVI y XIX

Introducción

P ara indagar acerca de los antecedentes históricos que permiten identificar a vírgenes, santas y santos que ayudaron a los chilenos a sortear positivamente las situaciones coyunturales generadas con posterioridad a cada movimiento

sísmico de alta graduación —suerte de ejercicio profesional que se ha denominado “aboga-cía telúrica”1—, necesariamente el historiador tendrá que interesarse en toda una “caótica” realidad que acompañó desde un primer momento a las fundaciones españolas, en las que los habitantes, además de convivir a diario con la rebeldía de los mapuches, tuvieron que sopor-tar un gran número de temblores, terremotos, “salidas del mar” —conocidas en la actualidad como tsunamis— y otros sucesos provocados por diversos procesos naturales. De esta manera, el estudio del “acontecer infausto”2 o el análisis de un fenómeno de larga duración como es la ocurrencia de diversos movimientos telúricos de distinta graduación en Chile permitirá entender cómo estos procesos coyunturales afectaron las conductas de la población en cuanto a su reacción frente al propio desastre.

A este respecto, si se entiende que sólo las vivencias extremas son las que ingresan de forma rápida y efectiva en el imaginario de una persona, se puede plantear que los efectos físicos y las consecuencias psicológicas de un terremoto que modifica un mundo perfectamente armado y equilibrado, un mundo que se desmorona en un breve lapso de tiempo, producen un caos

1 Según el primer Diccionario de la lengua castellana confeccionado por la Real Academia Española —también conocido como Diccionario de autoridades—, la abogacía es definida como la acción y el efecto de abogar, es decir, interceder y/o hablar en favor de alguien. Del mismo modo, y según este mismo catálogo, el término abogado “se toma por intercesor y patrono, y en este sentido llamamos abogados a las vírgenes santísimas y a los santos porque interceden con Dios, consiguen y alcanzan lo que necesitamos, y les pedimos”. Así, pues, para este artículo la abogacía será entendida como el conjunto de prácticas que buscan interceder en favor de una persona en particular y/o defender los bienes e intereses de una comunidad determinada en una situación de conflicto. Real Academia Española, Diccionario de la lengua castellana, en que se explica el verdadero sentido de las voces, su naturaleza y calidad, vol. I (Madrid: Imprenta de Francisco del Hierro, 1726), 14; José Martínez, Abogacía y abogados (Barcelona: Casa Editorial S. A., 1993), 1.

2 Rolando Mellafe, “El acontecer infausto en el carácter chileno, una proposición de historia de las mentalidades”, Atenea 442 (1980): 127.

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que difícilmente el ser humano puede llegar a concebir y comprender. De ahí que entre los siglos XVI y XIX resultara difícil entender por qué si Dios —tomando como principal refe-rente el Dios católico— había puesto cada cosa en su lugar, un movimiento inesperado de la Tierra podía desorganizar lo creado, originando un completo y absoluto caos. De hecho, un inesperado movimiento era concebido como una experiencia única y a la vez extrema, espe-cialmente para los hombres de esta época, poseedores de una fuerte mentalidad religiosa y mística. La manifestación de este riesgo natural y sus negativos efectos sobre la población y sus construcciones significaba volver a “la noche del caos original” con la catástrofe que un terremo-to provocaba, es decir, implicaba volver inesperadamente sobre el pasado, pensando que este retorno imprevisto y violento conlleva necesariamente una vuelta o un giro del destino sobre lo pensado, planificado y construido por el hombre3.

Así, en este artículo se muestra que hubo momentos en que la frecuencia de “desastres” en Chile sobrepasaba lo esperado por sus habitantes, generando la búsqueda constante de abogados celestiales que ayudaran a aminorar las penas terrenales de cada movimiento. Por ejemplo, Benjamín Vicuña Mackenna expresó en 1877 que “la segunda mitad del siglo XVIII fue solo una procesión de calamitosas secas, seguida de otras tantas procesiones a santos pero ingratos e implacables abogados”4. Resulta evidente entonces la creencia colectiva de que sólo se podía sobrevivir a las fuerzas de la naturaleza en un territorio tan dinámico geológicamente hablando, si se recurría a la ayuda de interlocutores entendidos en materias “sobrenaturales”, que pudieran ayudar a aminorar el grado de impacto de un desastre y, de paso, contribuyesen a garantizar el éxito a la hora de afrontar la catástrofe.

1. La necesidad de contar con abogados celestiales

Las procesiones rogativas se convirtieron en uno de los primeros rituales que efectuaron los habitantes del Reino de Chile, cuando ocurrieron desastres causados por los procesos natura-les. Al menos, así quedó registrado por algunos cronistas luego del primer movimiento que se registró y que devastó a la ciudad de Concepción el día 8 de febrero de 1570:

“Nos parecía que esta ciudad y república debe ser purificada con penitencia, limosna i

oraciones, que es el modo con que la divina escritura y la santa madre Iglesia nos enseña

a aplacar i prevenir el rostro rigoroso del Señor, cuya infinita clemencia se deja solicitar

3 Etimológicamente, la palabra catástrofe viene del griego katastrophō (torsión) y katastrephō (retornar), por lo que su concepto enuncia un desastre de magnitudes considerables, sobre todo cuando se traduce en pérdidas humanas y materiales. Joan Corominas, Breve diccionario etimológico de la lengua castellana (Madrid: Gredos, 1961), 136.

4 Benjamín Vicuña Mackenna, Ensayo histórico sobre el clima de Chile (Valparaíso: Imprenta del Mercurio, 1877), 49.

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de nuestros miserables obsequios y servicios, y solo pretende que se le expela la maldad,

porque en nosotros halle disposición para reconciliarnos en su gracia y amor […] por lo

cual, entiendo de cuanta eficacia y virtud sea la oración de los justos e intercesión de los

santos para negociar con Dios […]”5.

El mensaje contenido en este documento era el de “aplacar la ira de Dios” mediante el sacrificio y la penitencia de los miembros de su sociedad, por lo que al parecer a nadie sor-prendió el acto de algunos de sus habitantes, cuando entre las lágrimas y los lamentos algunos desnudaron sus espaldas y comenzaron a azotar sus carnes salpicando a los demás asistentes con su sangre, ya que, según indicaba el jesuita Diego de Rosales, “el castigo que los afligía y el temor de sus conciencias, que les acusaba, eran tan grandes que parecía un día de juicio”6. Se debe entender que aquellos rituales religiosos, que se realizaban con la intención de aminorar el impacto causado por el desastre, eran una de las formas en que las poblaciones del siglo XVI reaccionaban frente a unos procesos desconocidos y cuya inesperada ocurrencia, aún a mediados del siglo XVIII, era asociada a la idea del día del Juicio Final7.

A pesar de las innumerables penitencias y ostensibles muestras de arrepentimiento colectivo surgidas luego de la coyuntura de febrero de 1570, la Tierra continuó estreme-ciéndose durante cinco meses más8. Por ello, las autoridades de la región decidieron tomar una medida cautelar, para intentar frenar aquellos remezones que traían en vilo a la po-blación penquista. Así, en julio de ese mismo año se convocó a un cabildo abierto con el fin de elegir a un abogado protector para aplacar las prolongadas réplicas del terremoto. El acta capitular, junto con la explicitación del procedimiento realizado en aquella reu-nión, hacía eco de la elección de la Virgen María, en su advocación de la Natividad, como protectora de aquel conjunto urbano ante esta dilatada amenaza. En este documento se expresa lo siguiente:

“Acordamos, con parecer de personas doctas y religiosas, hacer un público y solemne voto por

nosotros, y en nombre de la ciudad, y de todas y cualquiera persona que en ella de aquí adelante

hubiere y residiere perpetuamente; y tomar por intercesor al santo que por suerte le cupiera la

defensa y protección de la ciudad que al presente nos aflige; y habiendo echado las dichas suertes

5 Vicente Carvallo y Goyeneche, Descripción histórico-jeográfica del Reino de Chile, vol. I (Santiago: Imprenta de la Librería del Mercurio, 1875), 173.

6 Diego de Rosales, Historia general del Reino de Chile, t. II (Valparaíso: Imprenta del Mercurio, 1877), 184.

7 George Merwin, Three Years in Chile (Nueva York: Foster and Company Follett, 1863), 57.

8 “Historia de Chile escrita por D. Pedro de Córdoba y Figueroa”, en Biblioteca de la Real Academia de la Historia de España (BRAHE), Madrid-España, Fondo Mata Linares, t. 26, f.222.

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por obviar la contención y diferentes pareceres, sin superstición ni engaño, y habiendo primero

invocado la gracia del Espíritu Santo, cayó la suerte, en el dia de la Natividad de la Virgen Sa-

cratísima, madre de Dios, señora y abogada nuestra, por cuya intercesión siempre esta ciudad

ha sido y esperamos firmemente que será defendida, y la ira de Dios finalmente mitigada […]”9.

Tras rubricarse aquel acuerdo, los vecinos de Concepción prontamente certificaron el cese de las oscilaciones de la Tierra, por lo que, además de declarar a perpetuidad como días festivos el Miércoles de Ceniza —día en que ocurrió el terremoto—, el jueves siguiente, y decidir levantar una ermita en el lugar donde se habían refugiado, prometieron realizar cada año una procesión descalza hasta ese sitio y celebrar una misa10. Esta elección y singular promesa reflejaría las espe-ranzas que tenía la población con respecto a la actuación conciliadora e intercesora de los santos y de la Virgen frente a Dios. Pero era evidente que no siempre estos seres celestiales podían detener los “castigos” enviados por la divinidad; de ahí la importancia que adquirieron algunas advocacio-nes con respecto a otras al ser capaces de sortear los daños provocados por determinados seísmos.

Esto se daba además porque las órdenes religiosas trataron de influir de manera decisiva en las designaciones de “abogados protectores”, presionando a los cabildos municipales con el fin de proponer las imágenes que custodiaban en sus templos conventuales, y así, conseguir una financia-ción adicional para el mantenimiento del culto religioso y el sostenimiento de los clérigos regulares. La comunidad que organizaba la procesión del “intermediario” escogido recibía del ayuntamiento y de la misma comunidad un porcentaje importante, cuando no la totalidad, de los recursos necesa-rios para su celebración (cera, música, adornos del templo, entre otros). Lo que conlleva concluir que los dos terremotos acaecidos en 1575 —informados el 17 de marzo en Santiago y el 16 de diciembre en Valdivia— no sólo influyeron en la realización de plegarias y procesiones para suplicar “a Nuestro Señor alce de sobre nosotros su indignación”11, sino que también motivaron a los cabildos eclesiástico y secular de Santiago a escoger un interlocutor que pudiera mediar entre Dios y la población, para sosegar los enojos divinos en tiempos de terremotos. Para cumplir este último cometido, se realizó el siguiente procedimiento:

“[…] sus señorías y mercedes dijeron que mandaban y mandaron echar los nombres de

todos los santos y santas que hay en el calendario y en esta ciudad no se guardan, en una

ollita de plata, y por mano de Diego de Cinca, niño, que metió la mano en dicha ollita

9 Vicente Carvallo y Goyeneche, Descripción histórico-jeográfica, 174.

10 “Historia de Chile escrita por D. Pedro de Córdoba y Figueroa”, f.222v.

11 “Informe de Rodrigo de Quiroga al rey”, Santiago, 2 de febrero de 1576, en Archivo General de Indias (AGI), Sevilla-España, Sección Gobierno, Fondo Audiencia de Chile, leg. 18, R5, no. 25, 4.

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de plata, sacó el nombre del bienaventurado San Saturnino. Y visto por el dicho señor

Gobernador y señores de Cabildo eclesiástico y seglar de esta dicha ciudad, el nombre que

el dicho Diego de Cinca, sacó de la dicha olla de plata, dijeron que le tomaban y tomaron

por abogado […] y desde hoy en adelante le piden y suplican humildemente al bienaventu-

rado San Saturnino sea intercesor para con N.S. Jesucristo que por su divina gracia haya

misericordia con los pecadores y no permita haya terremoto ni temblores de tierra en esta

ciudad ni en sus términos […]”12.

Esta última elección, fechada el 18 de febrero de 157613, junto con el establecimiento del 29 de noviembre como el día de la adoración de san Saturnino14 y mandarla a guardar “so pena de exco-munión mayor”15, dio como resultado que en 1577 se construyera una ermita bajo el patrocinio del mártir romano en los extramuros de la capital16 y que el ayuntamiento estableciese un gravamen para rentar a un capellán con el objetivo de poder ofrecer una misa diaria en aquel reciento17.

2. El rol especializado de san Saturnino y del “Señor de Mayo”

Tras varias décadas de una relativa calma sísmica, las escenas de solemnes rogativas, súpli-cas y oraciones se vieron multiplicadas en todos los rincones de Santiago, luego del considerado “mayor terremoto que se ha visto en toda la América”18, el ocurrido el 13 de mayo de 1647.

12 José Toribio Medina, Cosas de la colonia: apuntes para la crónica del siglo XVIII en Chile (Santiago: Imprenta Ercilla, 1889), 335. Énfasis del autor.

13 José Toribio Medina, Cosas de la colonia, 335.

14 San Saturnino “el viejo” fue un mártir romano del siglo IV. Su leyenda dice que imperando Diocleciano y Maximiano fue atormentado con una larga prisión; más tarde, en el año 303, y luego de convertir a la fe de Cristo a numerosos gentiles que venían hacia él, fue puesto en el potro “estirado con nervios y azotado con varillas y con escorpiones”, y luego fue degollado. Su cuerpo fue recogido por un varón rico, poderoso y muy devoto, el cual lo sepultó en una heredad suya el día 29 de noviembre, día de su conmemoración. Más detalles de su vida y muerte en: Pedro de Ribadeneira, Flos Sanctorum, ó libro de las vidas de los Santos (Madrid: Casa de Luis Sánchez, 1616), 820-821.

15 José Toribio Medina, Cosas de la colonia, 335.

16 La antigua capilla de San Saturnino, “patrono jurado y votado” de la ciudad, se levantó originalmente en la ladera norte del cerro Huelén. Posteriormente, y tras ser arrasada por la gran avenida del río Mapocho de 1609, fue reconstruida en 1613 en la falda puesta del cerro de Santa Lucía; es decir, en el costado sur poniente (en la actualidad se encuentran las grandes escalinatas de acceso por la Alameda). Al respecto, el historiador Tomás Thayer Ojeda afirmó que esta ermita estaba “cerca de las casas de Alonso del castillo, en la plaza o ejido de la ciudad”, y que la nueva construcción fue realizada “al pie del mismo cerro, en el sitio que hoy ocupa la plaza de Vicuña Mackenna”. Santiago durante el siglo XVI (Santiago: Imprenta Cervantes, 1905), 46-47.

17 Crescente Errázuriz, Los oríjenes de la Iglesia chilena, 1540-1603 (Santiago: Imprenta del Correo, 1873), 381.

18 “Carta de Pedro Gómez de Pardo al rey”, Santiago, 22 de mayo de 1647, en AGI, Gobierno, Audiencia de Chile, leg. 27, s/f.

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Esta recordada catástrofe —que, según la interpretación de la mayoría de los sobrevivientes, descrita por Bernardo de Torres, se generó por los innumerables pecados del Reino19— es útil para demostrar nuevamente la importancia que tenían las procesiones y rogativas para los habitantes de este territorio, que buscaban conseguir la absolución de Dios y, así, detener los continuos movimientos. Ciertamente, y como respuesta a la nueva coyuntura, los pobladores organizaron espontáneamente dos procesiones que recorrieron las arruinadas calles del centro de la ciudad y confluyeron en la Plaza Mayor. El obispo de aquel entonces, fray Gaspar de Villarroel, describió este momento con las siguientes palabras:

“Trajeron los Padres de San Francisco la imagen de nuestra Señora del Socorro20, que ha

hecho en esta ciudad muchos milagros. Viniéronse azotando dos religiosos, y de ellos un lego

[…] Movió mucho al pueblo este espectáculo; y aunque creció el arrepentimiento, no pudo

decrecer el susto, porque temblaba la tierra a cada rato; y aunque no temíamos que cayera,

temíamos que nos tragara, porque se abrieron en la plaza muchas grietas […]”21.

Por su parte, los padres agustinos animaron una segunda procesión con un devotísimo crucifijo —el Cristo de la Agonía—, que se había salvado incólume de la ruina de su templo, aunque su corona de espinas se había desplazado hacia su cuello. Este singular y prodigioso suceso conmovió enormemente a los santiaguinos; por eso, el mismo padre Villarroel expresó que, “conmovido el pueblo con su antigua devoción, y este reciente milagro le trajimos en procesión a la plaza, viniendo descalzos el obispo, y los religiosos, con grandes clamores, con muchas lágrimas, y universales gemidos”22. Para explicar el milagro obrado en esta venerada imagen —que dividió las opiniones de la población entre aquellos que creían que se trataba de un claro indicio de que “las ofensas del cristiano ingrato ya no le clavan sólo, sino que también

19 Bernardo de Torres, Cronica de la provincia peruana del Orden de los Ermitaños de S. Agustin (Lima: Imprenta de Julián Santos de Saldaña, 1657), 532.

20 La figura de la Virgen del Socorro —anónima imagen de bulto de 27 centímetros— fue traída al país por Pedro de Valdivia “en el arzón de su silla” y fue considerada protectora de la conquista de Chile. Esta pequeña efigie, que actualmente se reverencia en el altar Mayor de la iglesia de San Francisco, fue elegida en 1645 por el cabildo como “patrona y abogada de los buenos sucesos de las armas de los reales ejércitos que Su Majestad tiene contra los enemigos de la santa fe católica”; por eso, por ser una de las advocaciones más queridas por los santiaguinos, fue invocada durante esta catástrofe. Más detalles de esta advocación y su contribución en esta crisis en: “Cabildo de 28 de abril de 1645. Sobre la festividad de la Santísima Virgen”, en Colección de Historiadores de Chile y Documentos Relativos a la Historia Nacional (CHCDRHN), Actas del Cabildo de Santiago, t. XIII (Santiago: Imprenta Elzeviriana, 1906), 31. Énfasis del autor.

21 Gaspar de Villarroel, Gobierno eclesiastico pacifico y union de los dos cuchillos pontificio y regio, vol. II (Madrid: Domingo García Morras, 1657), 661.

22 Gaspar de Villarroel, Gobierno eclesiástico, 650.

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le ahogan”, y aquellos que la consideraban la llave maestra de la misericordia divina obrada en esta catástrofe23—, se presenta una de las cartas que el padre agustino Víctor Maturana incluyó en su documentada historia sobre su orden en Chile. Aquel escrito, dirigido por Juan de Toro Mazote al asistente general en Lima y fechado el 29 de octubre de 1648, expresaba lo siguiente:

“En nuestra Iglesia todo se asoló, menos un Crucifijo, de estatura de dos varas [1,6 m], que

milagrosamente para amparo y defensa de tantos miserables, quedó pendiente de un clavo,

en una débil pared que cubría un arco, donde estaba el Cristo. Hallámosle la cabeza levan-

tada al cielo y la corona de espinas en el cuello: cosa que no pudo suceder si no es milagro-

samente, por venir a la cabeza apretada y después no ser posible sacarla, sino es haciéndola

pedazos, a cuya causa para memoria la tiene en la garganta”24.

En este mismo contexto, el jesuita chileno Miguel de Olivares señaló: “aunque después se intentó pasarla [la corona] a su lugar, no se pudo; y en esa forma persevera hoy”25. De esta ma-nera, la leyenda de la milagrosa imagen del Cristo de la Agonía fue, en palabras del historiador Jaime Valenzuela, cargándose con una energía especial que sirvió para que la afectada comu-nidad pudiese encontrar —desde un punto de vista que puede denominarse psicosocial— una respuesta concreta de la acción divina en aquella tragedia. Así, la veneración de esta imagen fue rápidamente asociada al evento catastrófico vivido por esta comunidad de feligreses y a la emergencia de prácticas votivas subsecuentes26. En efecto, el crucifijo de los agustinos no sólo se convirtió en el referente simbólico de aquella catástrofe, sino que en la misma noche del te-rremoto —momento en el que recibió el nombre de “el Señor de Mayo”27— los acongojados santiaguinos lo incorporaron en su santoral como uno de sus principales intercesores, con la promesa de realizar todos los 13 de mayo una solemne procesión28.

23 Francisco Solano, Relaciones geográficas del Reino de Chile: 1756 (Santiago: Universidad Internacional SEK, 1995), 131.

24 Víctor Maturana, Historia de los Agustinos en Chile (Santiago: Imprenta de Valparaíso de Federico T. Lathrop, 1904), 561.

25 Miguel de Olivares, Historia militar, civil y sagrada de Chile (Santiago: Imprenta del Ferrocarril, 1864), 297.

26 Jaime Valenzuela, “El terremoto de 1647: experiencia apocalíptica y representaciones religiosas en Santiago colonial”, en Historias urbanas. Homenaje a Armando de Ramón, ed. Jaime Valenzuela (Santiago: Universidad Católica de Chile, 2007), 52-53. Por su parte, el historiador Mauricio Onetto también analizó esta imagen —según sus palabras— “náufraga de la historia”, con base en nuevos documentos, en su artículo titulado “Entre aporías espaciales y sentidos náufragos: el terremoto de 1647 como catalizador de percepciones y asimilaciones históricas”, Nuevo Mundo, Mundos Nuevos 7 (2007): s/p. [Edición digital], <http://nuevomundo.revues.org/7442>.

27 Benjamín Vicuña Mackenna, Los Lisperguer y la Quintrala (Valparaíso: Imprenta del Mercurio, 1877), 75.

28 Oreste Plath, Folklore religioso chileno (Santiago: Impresos Platur, 1966), 109.

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La conmemoración anual de esta catástrofe vino a reforzar además en la memoria colec-tiva el temor y la situación de abandono en la que se encontraba la comunidad frente a un Dios a su juicio punitivo. Por este motivo, y para saciar “la sed de oración” y “el hambre de penitencia” —nociones utilizadas por Miguel Luis Amunátegui para referirse a las innumera-bles angustias en las que quedó sumido el pueblo santiaguino luego del referido terremoto—, desde su primer aniversario se celebró con toda la solemnidad y el ceremonial exigidos. A este respecto, en vísperas del 13 de mayo de 1648, y buscando “pedir misericordia a Dios, Nuestro Señor y nos libre de terremotos como el pasado sucedió”29, los cabildantes, además de acordar de “forma oficial” la realización anual de este acto expiatorio, convinieron:

“[…] que en la procesión que se ha de hacer mañana trece de este presente mes y año, que sale

de el convento de el señor San Agustín […] vayan todos los señores de este Cabildo con velas

de a dos libras cada uno, y con sus maceros, como sale en la Veracruz, y que saque el guión de

la imagen de Nuestro Señor Jesucristo […] Y asimismo que en la catedral de esta ciudad de

este año y los demás, donde el Cabildo pareciere en forma de Cabildo a la misa mayor, para

mayor ejemplo de los fieles, comulguen en dicho día todos los señores regidores, en memoria de

las misericordias que su Divina Majestad hizo con todos, librándolos del terremoto y temblores

donde tantos perecieron, y se continúe esta acción en hacimiento de gracias”30.

Por otra parte, luego de que en las actas capitulares apareciese registrado en el mes de abril de 1648 el voto a la Inmaculada Concepción como “patrona y abogada de los temblores por el terremoto”31, con la intención de reforzar entonces el rol “especializado” del Señor de Mayo, el papel de san Saturnino contra este fenómeno de la naturaleza comenzó a quedar relegado por la devoción demostrada hacia el prodigioso crucifijo de los agustinos. A pesar de que el te-rremoto de 1647 dejó prácticamente “entera” su ermita —y esto haya sido interpretado como un milagro en su condición de santo protector contra los temblores32—, y oficialmente siguiese siendo considerado como el segundo patrono oficial de la capital luego del apóstol Santiago33,

29 “Cabildo de 8 de mayo de 1648. Sobre la procesión de Jesús María”, en CHCDRHN, Actas del Cabildo de Santiago, t. XIII, 288.

30 “Cabildo de 12 de mayo de 1648. Sobre la procesión de Jesús María”, en CHCDRHN, Actas del Cabildo de Santiago, t. XIII, 289-290.

31 “Cabildo de 7 de abril de 1648. Sobre la capilla de el señor San Antonio”, en CHCDRHN, Actas del Cabildo de Santiago, t. XIII, 285.

32 Gaspar de Villarroel, Gobierno eclesiastico, 650.

33 Bernardo Carrasco y Saavedra, Synodo diocesana: con la carta pastoral convocatoria para ella y otra en orden a la paga de los diezmos (Lima: Imprenta de Joseph de Contreras, 1691), 71.

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su ineficacia ante la ocurrencia de dos seísmos antes de finalizar el siglo XVII (1657 y 1690) hizo que su advocación perdiera credibilidad entre una población ferviente y “pecadora” que, según algunos clérigos, realizó poca o ninguna reforma de las costumbres34.

Sobre este último aspecto, y luego de conocerse en Santiago la noticia del terremoto y el avance del mar que el 15 marzo de 1657 destruyó la ciudad de Concepción y las poblaciones costeras cercanas, los miembros del cabildo metropolitano no tardaron en organizar un nove-nario y una “Procesión de Sangre” para pedir que la misericordia divina fuese bondadosa con los vecinos de las villas afectas, en especial con los penquistas, que veían la ruina por segunda vez35. Del mismo modo, los consejeros determinaron realizar una solemne procesión: “llevan-do el santo Cristo de el Convento de el señor San Agustín, de la puerta de la iglesia Catedral a la iglesia de el convento de el señor de San Agustín para aplacar a Dios y a su divina justicia”36. Como se puede apreciar, en ningún momento se solicitó la intercesión de san Saturnino pa-ra intentar frenar la “ira divina”. ¿Por qué ocurría esta falta de devoción al investido santo protector de la ciudad? Una posible respuesta puede proporcionarla fray Francisco Xavier Ramírez, para quien era necesario contar con un santo más beligerante a la hora de interce-der ante Dios por las faltas de los hombres. Aquel religioso lo dejó planteado así:

“Con un golpe de vista y de consideración se nos presenta aquí toda la naturaleza con

las señales que lleva consigo la ira de Dios ofendida por los pecados de los hombres.

Escrito está, que peleara por el Señor contra los insensatos el orbe de las tierras; pero la

vana filosofía no quiere reconocer en semejantes ocasiones el dedo de Dios, y siempre

atribuye las calamidades públicas, o particulares a las casualidades, o a efectos naturales

sin relación con la Divina Providencia”37.

Siguiendo la interpretación de este franciscano, se podrá entender además por qué ca-da nuevo aviso de la “cólera celestial” se convertía en un aliciente para que los habitantes de Chile buscaran refugiarse bajo el amparo de algún santo protector. Al respecto, y para explicar la fuerza, devoción y difusión que adquirió la advocación del Cristo de la Agonía, se deben analizar algunas de las opiniones dejadas por el padre Diego de Rosales —contemporáneo del temblor acaecido en mayo de 1647 y testigo presencial de lo ocurrido

34 Francisco Xavier Ramírez, Coronicón sacro-imperial de Chile (Santiago: Imprenta Universitaria, 1994), 191.

35 “Cabildo de 17 de marzo de 1657. Novenario”, en CHCDRHN, Actas del Cabildo de Santiago, t. XV (Santiago: Imprenta Elzeviriana, 1908), 262.

36 “Cabildo de 20 de marzo de 1657. Procesión”, en CHCDRHN, Actas del Cabildo de Santiago, t. XV, 263.

37 Francisco Xavier Ramírez, Coronicón, 191.

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en marzo de 1657—. Este ignaciano, además de recalcar que las rogativas resultaban ser el único paliativo que tenía la población para librarse de los movimientos de la Tierra38, escri-bió hacia 1666 que toda la capital tiene una gran devoción y amor a este Santo Cristo de cuerpo entero. Por ello, en memoria del terremoto de 1647, los religiosos del convento de San Agustín lograron alcanzar “un jubileo plenísimo para que los que visitaren su iglesia y hicieren ora-ción delante de aquel Santo Cristo, a quien sacan todos los años en procesión a la misma hora del temblor [diez de la noche]”39.

En este favorable marco devocional, los agustinos decidieron en marzo de 1672 darle un carácter más oficial, y hasta cierto punto político, a su reconocida y concurrida procesión del Señor de Mayo. Sobre este punto, y conforme a la intención formulada por el obispo Gaspar de Villarroel, tras instituir la cofradía de Jesús, María y San Nicolás de la Penitencia40 , con una devota procesión de sangre en memoria de ese catastrófico evento, la Orden de San Agustín determinó en dicho año:

“[…] siendo, como se deja entender grata a Dios, Nuestro Señor, la memoria de este día por

las penitencias y actos devotos y religiosos de los fieles, y que, en ellos, tendrá parte principal

este convento que cuida la devota imagen del santo crucifico, y asisten muchos al sermón,

procesión y celebridad, y a las confesiones y comuniones que se frecuentan en su iglesia este

día, parece de grande retribución de las obligaciones en que estamos al Rey, Nuestro Señor,

y a sus gloriosos progenitores ofrecer los merecimientos de este día de su celebración y sacri-

ficios por la salud de Su Majestad, y por la perpetuidad de la sucesión en la corona y señorío

de estos reinos, haciéndole patrón de esta memoria […]”41.

En consecuencia, la abogacía ejercida por el Señor de Mayo se hizo más fuerte y ganó más fieles luego de que la “Divina Justicia” volviese a dar el domingo 9 de julio de 169042 un nuevo aviso a los habitantes de Santiago para que despertasen de su letargo y transformasen sus costumbres, ya que el temblor ocurrido a la una de tarde de ese día, además de sembrar el pánico entre la población, provocó cuantiosos estragos en la capilla de san Saturnino. Según el reconocimiento experto efectuado por el cabildo el día 15 del mismo mes, “se haya hoy muy maltratada, con notable riesgo de caerse, y para que no se pierdan las maderas, acordaron

38 Diego de Rosales, Historia general del Reino de Chile, t. I (Valparaíso: Imprenta del Mercurio, 1877), 208.

39 Diego de Rosales, Historia general del Reino de Chile, t. III (Valparaíso: Imprenta del Mercurio, 1878), 368-369.

40 Gaspar de Villarroel, Gobierno eclesiastico, 650.

41 Miguel Luis Amunátegui, El terremoto del 13 de mayo de 1647 (Santiago: Imprenta Cervantes, 1882), 447.

42 Bernardo Carrasco y Saavedra, Synodo diocesana, 78.

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dichos señores que se vaya a reconocer, siendo necesario desbaratarse, se traiga el santo en pro-cesión a la Catedral desta ciudad, donde se cantará una misa y se quede allí en depósito en ínterin que se levanta la dicha capilla”43.

El descrédito en que cayó nuevamente la figura de san Saturnino como abogado protector contra este repetido e infausto fenómeno de la naturaleza condujo a que durante la histórica sequía que afectó al Reino en 1717, el prelado capitalino José Francisco Romero donase una reli-quia del mártir latino al cabildo —un dedo del pie presuntamente encontrado en una acequia de la cuidad y que se guardaba en una cajita de plata44—, para darle una mayor presencia al culto de su imagen mediante su exhibición pública. Sin embargo, el milagroso dedo del glorioso santo no contribuyó en nada a generar las deseadas lluvias, por lo que en marzo del año siguiente, y presionados por la falta del vital elemento y el desaire manifiesto de aquel santo, los miembros del cabildo decidieron realizar una novena en honor de Nuestra Señora del Socorro para ver si ella, como en muchas otras ocasiones, lograba subsanar la ausencia de lluvias45.

Dentro de este mismo marco devocional, la popularidad y veneración de este patrón ele-gido contra los temblores disminuyeron aún más luego del temblor ocurrido el 24 de mayo de 172246, ya que a los dos días de haberse registrado aquel seísmo, el concejo municipal, en con-junto con el gobernador del Reino, don Gabriel Cano y Aponte, convino, a fin de evitar que se siguieran repitiendo los remezones de la Tierra que tanto habían atemorizado a la población, que se hicieran una novena y una procesión de rogación al Señor de Mayo, al cual se le había instituido como abogado de los temblores ante la completa “ineficacia” del santo romano47. El escrito capitular suscrito el 26 de mayo de ese mismo año así lo sancionó:

“se acordó que en reverencia del Señor Crucificado, abogado de los temblores, se hiciese una

procesión de rogación sacando a Su Majestad Divina que se halla colocado en la iglesia de

San Agustín y que se haga una novena comenzando el primer día de los propios de la ciudad

por tener prevenido el reverendo padre prior del dicho convento que la devoción del pueblo

hará lo demás y que se haya de comenzar el día de mañana y que se pongan carteles en las

calles públicas convidando al pueblo”48.

43 “Cabildo de 15 de julio de 1690. Perjuicios de un temblor”, en CHCDRHN, Actas del Cabildo de Santiago, t. XXII (Santiago: Imprenta Elzeviriana, 1913), 327.

44 Isabel Cruz de Amenábar, La fiesta: metamorfosis de lo cotidiano (Santiago: Universidad Católica de Chile, 1995), 179.

45 Benjamín Vicuña Mackenna, Ensayo histórico, 54.

46 Ramón Briseño, Fastos de la América en jeneral y de Chile en particular (Santiago: Imprenta Gutenberg, 1900), 140.

47 Armando de Ramón, Santiago de Chile (1541-1991) (Santiago: Sudamericana, 2000), 84.

48 “Cabildo de 26 de mayo de 1722”, en CHCDRHN, Actas del Cabildo de Santiago, t. XXVII (Santiago: Imprenta Elzeviriana, 1948), 370. Énfasis del autor.

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Posteriormente, tras el “Gran Terremoto” del 8 de julio de 173049 y después de verificarse el ruinoso estado en que quedo la capilla de san Saturnino, los cabildantes debatieron sobre la adecuación o la demolición de aquella ermita. Finalmente, el 22 de agosto de ese mismo año de-cidieron “que se reedifique dicha capilla por ser patrón y abogado de los temblores y que su costo se saque del ramo de la balanza”50. Esto conlleva concluir que, si bien la figura de san Saturnino siguió siendo reconocida como el patrón y abogado oficial por las autoridades frente a los mo-vimientos telúricos, su mística se desvaneció entre la población a la hora de ser invocado para frenar la “ira” de la naturaleza, y así quedó comprobado en las actas capitulares y en el recuerdo general de la población santiaguina que cada 13 de mayo —aunque sin las penitencias de sangre que usualmente se ejecutaron— se volcaba a las calles a conmemorar la sagrada memoria de ese “suceso raro y misericordioso”51, como lo describió oportunamente el escribano de la ciudad.

3. Nuevos terremotos, nuevas procesiones y nuevos “intercesores celestiales”

Prosiguiendo con la identificación de vírgenes, santas y santos que ayudaron a los chilenos duran-te determinadas crisis sísmicas, se encuentran numerosas muestras de arrepentimiento público tras el megaseísmo del 8 julio de 1730, y que fue descrito también como “uno de los más terribles estreme-cimientos de tierra que se han experimentado en América”52. En la ciudad de Santiago, por ejemplo, se realizaron numerosas procesiones y rogativas para conseguir detener el apremio divino. Según la relación del obispo Alonso del Pozo y Silva, a lo largo de esa funesta jornada y de las siguientes:

“sacrificándose todos los sacerdotes a la tarea del confesonario, no solo de día, sino mucha parte

de la noche y en muchas de estas se sacaba en procesión almacenes de la Santísima Virgen,

cantándole a coros su santísimo rosario por toda la ciudad, siendo muchas las noches que todas

enteras se gastaron en estas alabanzas por ser muchos los gremios, que con emulación santa de-

seaban aplacar la justa indignación divina, mediante el favor y piedad de la Santísima Virgen”53.

49 Este megaseísmo causó destrozos desde La Serena hasta Valdivia; incluso, algunos reportes indican que se sintió hasta en la provincia argentina de Córdoba. Alfredo Palacios, “El gran terremoto de 1730: la experiencia santiaguina frente a la catástrofe”, Temas Americanistas 22 (2009): 6.

50 “Cabildo de 22 de agosto de 1730”, en CHCDRHN, Actas del Cabildo de Santiago, t. XXIX (Santiago: Imprenta Elzeviriana, 1982), 76.

51 “Cabildo de 8 de mayo de 1647”, en CHCDRHN, Actas del Cabildo de Santiago, t. XIII, 188.

52 Vicente Carvallo y Goyeneche, Descripción histórico-jeográfica, 174.

53 “Carta de Alonso del Pozo y Silva, al rey”, Santiago, 20 de febrero de 1730, en Historia física y política de Chile. Documentos sobre la historia, la estadística y la geografía de Chile, vol. II, ed. Claudio Gay (Santiago Imprenta del Museo de Historia Natural, 1852), 483-484.

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Por su parte, en la ciudad de Concepción —donde esta catástrofe se vio aumentada por el desarrollo de un tsunami— hubo multitudinarios actos de contrición, al punto que, según reveló el prelado penquista Francisco Antonio de Escandón, “han sido grandes las demostraciones de públicas penitencias: y tengo por cierto que no ha quedado en esta ciudad persona que no haya hecho una verdadera confesión, y muchas de muchos años, porque solo en el último día de la Novena, a la cuenta que he podido hacer, comulga-ron más de cinco mil personas; y con divina gracia se va continuando el fruto en todo el obispado”54. Con todo, las numerosas penitencias que ejercitaron los habitantes de Santiago y Concepción con motivo del cataclismo de 1730 resultaron al parecer ineficaces ante el “enfado divino”. Por demás, haciendo caso omiso de esta dura advertencia, volvie-ron a pecar, o por lo menos así lo entendió un vecino de la capital, que en el año cuarenta del siglo XVIII escribió: “Sin hacer el menor caso de su justicia tremenda, por aquel gran terremoto de setecientos y treinta: por esta calamidad aqueste Reino debiera pedir con continuo llanto que revoque el de cuarenta; pues según revelación que se prueba muy autentica, ha de ser en todo el orbe ¿y qué será de esta tierra? Se aumentarán cada día, excediendo las miserias; continuándose castigos de la Majestad Suprema”55.

Esta última impresión no estuvo para nada alejada de la realidad, ya que la ocurren-cia de un nuevo proceso geológico combinado (terremoto y tsunami), el 25 de mayo de 1751, en la costa de Concepción obligó a los sobrevivientes a implorar la misericordia divina mediante una serie de rituales religiosos. El testimonio de algunos jesuitas resi-dentes en la zona afectada muestra que las “voces, ayes y clamores” de los penquistas se encauzaron en numerosas confesiones, novenas y rosarios, que concluyeron en una concurrida procesión de penitencia56. Ciertamente, y cuando las réplicas disminuyeron, se realizó una nueva procesión con la imagen de la Virgen para “contener la justa indig-nación divina”, tal como lo refiere el siguiente testimonio: “Para implorar, pues, el favor divino en este aprieto, se trajo en procesión desde una casa, donde estaba depositada, la siempre favorecedora Madre Nuestra, y Señora de las Nieves […] Colocóse en la Capilla, que tenía la Compañía, desde donde pocos días después la ciudad, en persona

54 “Carta de Francisco de Escandón al rey”, Concepción, 20 de agosto de 1730, en AGI, Gobierno, Audiencia de Chile, leg. 146, f.6.

55 “Descripción de las grandezas de Chile”, en Biblioteca Nacional de España (BNE), Madrid-España, Fondo Varios de Lima, ms. 17667, f.160v.

56 Anónimo, “Relación de lo que sucedió en la ciudad de la Concepción de Chile con el temblor e invasión del mar, el día 25 de mayo de 1751”, en Cartas edificantes, y curiosas, escritas de las missiones estrangeras, t. XV, ed. Diego Davin (Madrid: Imprenta de la Viuda de Manuel Fernández y del Supremo Consejo de la Inquisición, 1756), 419.

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de su muy Ilustre Cabildo, fue en procesión devota al lugar de la ermita, y allí renovó el voto, años ha hecho, a Nuestra Señora del Milagro, de acudir a la solemnidad, que en cada un año se le celebra […]”57.

Sin duda, y de acuerdo con los casos aquí analizados, era complicado para los habitantes del suelo chileno permanecer ajenos a los mensajes providencialistas tantas veces repetidos por los religiosos luego de la manifestación de la naturaleza58. Por este motivo, y ya en los inicios del siglo XIX, se continuaba insistiendo en la relación causa-efecto entre los pecados del pue-blo y la alta frecuencia de los desastres causados por procesos naturales como consecuencia de los castigos divinos. Lo anterior quedó impreso en una de las primeras publicaciones periódi-cas auspiciadas por el Gobierno, luego de unas pequeñas manifestaciones sísmicas ocurridas entre los días 11 y 13 de diciembre de 1815 en Santiago: “¡Nuestro país, que es más fecundo de delitos debe temer con razón no estar exento de estos terribles azotes con la ira del cielo castiga de cuando en cuando por los pecados de los pueblos!”59.

A este respecto, se puede plantear que tanto las familias conservadoras como la Iglesia católica intentaban mantener vigentes estas creencias, aunque con algunas modificaciones con respecto a los siglos anteriores. Esto respondía, tal vez, a una manera de continuar con el control social mediante los miedos colectivos generados tras los aún “incomprendidos” movi-mientos de la Tierra. En este sentido, el viajero británico Alexander Caldcleugh, al conocer in situ las diversas impresiones que dejaban los seísmos en la población chilena, escribió: “quizás también los temblores espantosos, que de tiempo en tiempo desolaban el país, convirtiendo en un momento ciudades enteras en campos de sufrimiento i de oración, hayan tenido a los ha-bitantes siempre sumisos a la iglesia, por la cual se creían protegidos en toda circunstancia”60.

57 Anónimo, “Relación de lo que sucedió”, 420.

58 No sólo el Reino de Chile fue objeto de las catástrofes naturales; se encuentran respuestas similares en otros territorios. A modo de ejemplo, uno de los casos más citados es el de san Emigdio, obispo de Ascoli (Italia). Su veneración comenzó en 1703, cuando una secuencia de fuertes temblores afectó durante tres meses a la región de Marcas, en el centro de este territorio. Estos seísmos destruyeron todas las villas de aquella comarca, con la excepción de Ascoli. La salvación de aquella urbe fue atribuida a la milagrosa intercesión de san Emigdio, y desde entonces fue reconocido como un intermediario entre Dios y los hombres. En la península Ibérica su figura alcanzó gran notoriedad luego del terremoto de Lisboa de 1755, y en América su mediación ya aparece requerida en México en febrero de 1784, luego de una serie de sismos que sacudieron a la ciudad de Guanajuato y causaron daños de diversa cuantía. Remitirse a: Tomás Sebastián y Latre, Oración panegírico-moral al glorioso obispo de Ascoli, y mártir, S. Emigdio, patrón especialísimo contra los terremotos (Zaragoza: Imprenta de Joseph Fort, 1756). “Guanajuato”, La Gazeta de México, México, 25 de febrero, 1784, 27; Manuel Monzón, Espiritual novenario al glorioso Obispo de Ascoli y mártir San Emigdio (Palma: Imprenta Real, 1835).

59 Viva el Rey. Gazeta del Gobierno de Chile, Santiago, 21 de diciembre, 1815, 53.

60 Alexander Caldcleugh, Viajes por Sud-America durante los años 1819, 20 i 21 (Santiago: Imprenta Universitaria, 1914), 67.

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La impresión de este ilustre visitante se hizo nuevamente patente después del terremoto que, el 19 de noviembre de 1822, asoló a la zona central de Chile. Sobre este hecho, una vecina de la capital, María Juana de Eyzaguirre, dejó constancia de las ceremonias religiosas que se realizaron en Santiago para intentar calmar el atribulado ánimo de los habitantes, y también para dar gracias a la divinidad por los escasos daños materiales que se produjeron:

“La gente está muy atemorizada; se están haciendo rogativas de la Merced; salió Nuestra

Señora del trono […] han llevado a Nuestra Señora al Tajamar a una casa; sale el rosario

y después hay sermón; el Padre Silva es; concurre mucha gente; también hay misión en la

Dominica, en San Diego; en todas partes es afuera de las iglesias; en la plazuela de las Mon-

jitas Recoletas también hay misión; […] por las calles quedan rezando la viacrucis los Padres

Franciscanos y de la Merced; a todos concurre mucha clase de gente de toda clase […]”61.

En el citado documento aparece un elemento por destacar, y es que en estas rogativas “con-curre mucha gente de toda clase”, como lo apunta la señora Eyzaguirre. En tanto, las procesiones que se organizaron en Santiago, luego del denominado “temblor grande” de 182262, dejaron a la vista algunas de las modificaciones sociales que experimentaron estos pasos durante el siglo XIX. Se destacaron, entre estos cambios, la inclusión de mujeres jóvenes pertenecientes a las familias más acomodadas del vecindario, y que se unieron al pueblo llano en estos actos expiato-rios. Al menos así lo constató la inglesa María Graham tras su paso por la zona:

“Desde el 19 las jóvenes de Santiago, vestidas de blanco, descalzas, con la cabeza des-

cubierta, sueltos los cabellos y con crucifijos negros, han recorrido las calles cantando

himnos y letanías, en procesión y precedidas por las órdenes religiosas. Al principio

las iglesias pasaban atestadas de gente y las campanas doblaban sin cesar, hasta que

el gobierno, en vista de que las torres de varias iglesias amenazaban derrumbarse, las

mandó cerrar por temor de que cayeran sobre la gente, que ahora práctica sus actos

de devoción en las calles”63.

Este último testimonio deja en claro que el Gobierno no dudo en cerrar las iglesias ape-lando a motivos de seguridad pública. Pero esta prudente medida no fue suficiente para un pueblo angustiado y exaltado por las prédicas religiosas, que acusaban a los depositarios del

61 “Carta de María Juana de Eyzaguirre a su hermano José Alejo de Eyzaguirre en Mendoza”, Santiago, 28 de noviembre de 1822, en Archivo epistolar de la familia Eyzaguirre: 1747-1854, ed. Jaime Eyzaguirre (Buenos Aires: Compañía Impresora Argentina, 1960), 397-398.

62 Miguel Luis Amunátegui, La dictadura de O’Higgins (Santiago: Imprenta de Julio Belin, 1853), 431.

63 María Graham, Diario de su residencia en Chile (1822) y de su viaje al Brasil (1823) (Madrid: América, 1918), 379.

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poder de “haber excitado por su perversidad la cólera del cielo, provocando de este modo el famoso terremoto”64, principalmente por la implantación de reformas políticas y civiles que contrariaban el antiguo régimen social y teocrático de la Colonia. De esta manera, el general O´Higgins, bajo la presión del fanatismo, dispuso al día siguiente del terremoto que se sus-pendieran las actividades lúdicas de carácter público hasta nuevo aviso: “Toda la diversión pública —decía el decreto— debe cesar mientras duran los movimientos de la tierra que han hecho grandes estragos, i en los pueblos de los partidos mayores que en esta capital. Es justo, que todos los habitantes no tengan un embarazo que les distraiga de el objeto de elevar sus súplicas para aplacar la ira divina”65.

La mayoría del pueblo, consciente de que esta medida era mínima atendiendo al impacto que causó la catástrofe de 1822, comenzó a buscar formas espirituales más extremas para con-jurar la “ira de Dios”, especialmente dentro de aquellas ciudades y villas que resultaron más devastadas por aquel movimiento. En Quillota, por ejemplo, se organizó una rogativa similar a las descritas durante el siglo anterior, en las que algunas personas se golpeaban el pecho con piedras y otras se postraban en la tierra en señal de humildad y arrepentimiento; al mismo tiempo que hubo pobladores que tejieron “coronas de espinas, las ponías sobre sus cabezas y las oprimían hasta que la sangre les corría por el rostro”66. Por otra parte, y en recuerdo de los estragos ocasionados por los terremotos que se sucedieron en el territorio chileno, se cuenta con evidencias poco significativas que ilustren la actuación de algún abogado protector duran-te estas situaciones coyunturales.

Del mismo modo, es probable que el estudio y la divulgación de las causas “científicas” que explicaban el origen de los movimientos telúricos hayan tenido una repercusión en la in-terpretación que los chilenos les otorgaban a estos riesgos naturales y en el impacto directo del número de manifestaciones religiosas que buscaban conjurar el poder destructor de la natura-leza: “No negaré a ningún filósofo —escribía un reconocido sacerdote capitalino en la década de 1830— que los temblores de tierra sean efectos naturales producidos por la inflamación de materias minerales y alteración de los demás elementos; pero al mismo tiempo puede ser también que Dios se valga de estos fieles ejecutores de su voluntad santísima para castigar los pecados de los pueblos”67.

64 César Famin, Historia de Chile (Barcelona: Imprenta del Guardia Nacional, 1839), 78.

65 “Suspensión de diversiones públicas”, Santiago, 20 de noviembre de 1822, en Boletín de las Leyes y Decretos del Gobierno, 1821-1822 (Santiago: Imprenta Nacional, 1901), 452.

66 María Graham, Diario de su residencia, 385.

67 José Javier Guzmán, El chileno instruido en la historia topográfica, civil y política de su país, vol. II (Santiago: Imprenta Araucana, 1836), 764.

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En consecuencia, tras el paroxismo que devastó el sur de Chile en mayo de 1835, hasta el momento tan sólo se encuentra una referencia que alude a este suceso: el testimonio de un naturalista italiano que describe cómo los angustiados habitantes de la capital comenzaron a arrodillarse en masa y a darse fuertes golpes en el pecho gritando en voz alta: “Señor, ten pie-dad de nosotros”68. De igual modo, y si se comprende que la sociedad chilena tras su proceso emancipador comenzó a asistir a un proceso de transformación de sus valores espirituales, no resulta extraño que las manifestaciones religiosas surgidas tras cada movimiento telúrico comenzaran a diluirse. En efecto, luego del terremoto que en noviembre de 1837 sacudió a la provincia de Valdivia, sólo se hallan referencias impresas a estas prácticas en la obra folclórica de Francisco Javier Cavada, publicada en 1914. A continuación se transcriben algunos de los versos rescatados y redactados por este académico:

“La gente toda turbada/ En el puerto de San Carlos/ En el palacio y en las playas/ Se han

reunido las gentes/ Para encomendar sus almas/ Todos puestos de rodillas/ Ante la imagen

sagrada/ De Jesús sacramentado. /Allí se han postrado en tierra/ Que los alientos le faltan/

Los padres de la oración/ Recién venidos de Italia/ Y llorosos en el templo/ Y del altar en

sus aras/ Celebrando el sacrificio/ De la misa sacrosanta”69.

Un caso distinto a lo que sucedió en el centro y sur de Chile, con motivo de los terre-motos de 1835 y 1837, se vivió en Arica e Iquique (por entonces provincias peruanas), con ocasión del terremoto de 1868, ya que en esta época las propias autoridades locales continuaron insistiendo en que dicho seísmo era “el azote que la Providencia Divina ha mandado”70. Por tal motivo, y como ocurrió en la mayoría de las comunidades afectadas por este megaterremoto, se celebraron misas en lugares abiertos para evitar mayores per-juicios71, y el vicario general de la arquidiócesis de Arequipa dispuso la realización de una misión religiosa “en beneficio espiritual de los fieles”72, exhortándolos al arrepentimiento de sus pecados y a la realización de penitencias públicas.

68 Gaetano Osculati, “Note di un viaggio di Gaetano Osculati nell’America Meridionale, negli anni 1834-35-36”, Il Politecnico VII: 40 (1844): 512.

69 Francisco Cavada, Chiloé y los chilotes (Santiago: Imprenta Universitaria, 1914), 253.

70 “Sesión extraordinaria del ayuntamiento de Arequipa, 17 de agosto de 1868”, en Los terremotos en Arequipa: 1582-1868. Documentos de los archivos de Arequipa y de Sevilla, ed. Víctor Barriga (Arequipa: Imprenta La Colmena, 1951), 341.

71 “Carta del subprefecto de Castilla al prefecto de Arequipa”, Aplao, 14 de agosto de 1868, en Los terremotos en Arequipa, 344.

72 “Carta de Pedro de la Flor, vicario general de la Arquidiócesis al prefecto de Departamento de Arequipa”, Arequipa, 15 de agosto de 1868, en Los terremotos en Arequipa, 346.

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Conclusiones

Los chilenos, lejos de aceptar su realidad (la que no lograron comprender en su total di-mensión o simplemente quisieron aceptar), intentaron buscar respuestas milagrosas que les permitiesen guardar esperanzas y les brindasen la posibilidad de, en ciertas ocasiones, negar su compleja realidad. Dentro de este contexto, se deben estudiar las numerosas rogativas y procesiones generadas con posterioridad a la ocurrencia de los distintos movimientos sísmicos registrados entre los siglos XVI y XIX, ya que la consiguiente búsqueda de intermediadores y abogados celestiales no hacía más que reafirmar y perpetuar la popular creencia de que los temblores y terremotos eran producidos porque Dios, irritado con las maldades y pecados de hombres y mujeres, movía su “índice” (que siempre lo tiene señalando hacia arriba) advirtién-doles que su estancia en esta tierra estaba condicionada por patrocinio y amparo.

En este sentido, frente al constante movimiento del suelo chileno, se puede plantear que la gran mayoría de los terremotos y “temblores menores” que se registraron entre los siglos XVI y XIX, siempre fueron mirados y entendidos como efectos propios de la “cólera celestial”. Por lo tanto, se hizo completamente necesario, para minimizar los funestos efectos que estos procesos naturales generaban, instituir una serie de procesiones que, acompañadas de un sinnúmero de confesiones, intentaban frenar el desenlace de la tragedia. Con todo, la religión católica, a través de las devo-ciones, las rogativas y los abogados celestiales, llenó un importante vacío en la sociedad chilena en cuanto a la interpretación del origen de los procesos naturales; ya que, por una parte, el mensaje de la Iglesia era que el desastre era la consecuencia lógica de los pecados cometidos, o bien, una advertencia para orientar un cambio de actitud en los fieles, aunque al mismo tiempo promovía la realización de procesiones y penitencias como una manera de volver a la normalidad habitual.

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Artículo recibido: 07 de marzo de 2013

Aprobado: 30 de agosto de 2013

Modificado: 09 de septiembre de 2013

“Chile es bandera y juventud”. Efebolatría y gremialismo durante la primera etapa de la dictadura de Pinochet (1973-1979) Ï

doi: dx.doi.org/10.7440/histcrit54.2014.10

Ï El presente trabajo se enmarca en el proyecto posdoctoral número 3110075 del Fondo Nacional de Desarrollo Científico y Tecnológico de Chile FONDECYT: “Imaginarios generacionales, culturas políticas y cambios en las prácticas militantes. Un estudio de subjetividad política en la militancia PS y UDI”, Departamento de Sociología, Universidad de Chile.

Víctor Muñoz

Tamayo

Historiador, investigador y docente de la Universidad de Chile. Maestro en Ciencias Sociales de la Universidad ARCIS (Chile), licenciado en Historia por la Universidad de Chile y doctor en Estudios Latinoamericanos de la UNAM (México). Investigador del “Proyecto Anillo en Ciencias Sociales: transformacio-nes socioeconómicas, sociopolíticas y socioculturales de las y los jóvenes en el Chi-le contemporáneo”, financiado por CONICYT. Entre sus publicaciones recientes se encuentran: Generaciones. Juventud universitaria e izquierdas políticas en Chile y México (Santiago: LOM, 2011); y “Juventud y política en Chile. Hacia un enfoque gene-racional”, Última Década 35 (2011): 113-141. [email protected]

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“Chile es bandera y juventud”. Efebolatría y gremialismo durante la primera etapa de la dictadura de Pinochet (1973-1979)

Resumen:Este artículo aborda la relación entre dos aspectos de la historia política chilena durante los inicios de la dictadura de Augusto Pinochet. Por un lado, los contenidos simbólicos proyectados por el régimen, que destacaban a la juventud como metáfora del nuevo orden —culto a lo joven: “efebolatría”—, y, por otro, la articulación que en aquel contexto tuvo una red política de jóvenes que logró posicionarse al más alto nivel del Gobierno, los denominados “gremialistas”. Así, desde una investigación que recurre a documentación y testimonios orales, se concluye que tal relación fue fundamental en la producción del sustento político y doctrinario de la propia dictadura.

Palabras clave: Chile, participación política, dictadura, juventud, ideología, doctrina política.

“Chile is Flag and Youth.” The Cult of Youth and “Gremialismo” during the First Stage of the Dictatorship of Pinochet (1973-1979)

Abstract:This article deals with the relation between two aspects of the political history of Chile during the early years of the dictatorship of Augusto Pinochet. On the one hand, the symbolic contents projected by the regime, which highlighted youth as a metaphor of the new order —a cult of youth: “efebolatría”—, and, on the other hand, the articulation in said context of a political network of youths who managed to position themselves in the highest level of government, the so-called “gremialistas”. Thus, a study based on documents and oral testimony led to the conclusion that said relationship was fundamental in producing the political and doctrinal support for the dictatorship itself.

Keywords: Chile, political participation, dictatorship, youth, ideology, political doctrine.

“Chile é bandeira e juventude”. Efebolatria e “gremialismo” durante a primeira etapa da ditadura de Pinochet (1973-1979)

Resumo:Este artigo aborda a relação entre dois aspectos da história política chilena durante o início da ditadora de Augusto Pinochet. Por um lado, os conteúdos simbólicos projetados pelo regime, que destacavam a juventude como metáfora da nova ordem —culto ao jovem: “efebolatria”—, e, por outro, a articulação que naquele con-texto teve uma rede política de jovens que conseguiu se posicionar no mais alto nível do Governo, os deno-minados “gremialistas”. Assim, a partir de uma pesquisa que recorre à documentação e depoimentos orais, conclui-se que essa relação foi fundamental na produção do sustento político e doutrinário da própria ditadura.

Palavras-chave: Chile, participação política, ditadura, juventude, ideologia, doutrina política.

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“Chile es bandera y juventud”. Efebolatría y gremialismo durante la primera etapa de la dictadura de Pinochet (1973-1979)

Introducción

“Chile eres tú, Chile es bandera y juventud”.

“Jóvenes: deseo que la juventud chilena día a día

vaya formando un solo bloque monolítico […]

Ustedes tienen que ser un solo bloque.

Pensando en cinco letras:

CHILE, Chile. Eso es lo único que tiene valor”1

T ras el golpe militar que la llevó al poder el 11 de septiembre de 1973, la dicta-dura chilena sostuvo un discurso que planteaba que, luego del derrocamiento del gobierno izquierdista de Salvador Allende, los principales protagonistas del

acontecer nacional serían aquellos jóvenes que se formaban en nuevas condiciones de “unidad nacional” y ajenos a las lógicas políticas de confrontación (es decir, lo que el régimen llamó “la po-litiquería”) que habrían causado la crisis2. En esa línea, Augusto Pinochet, jefe de la Junta Militar, dijo en 1975: “Cuando hay políticos que salen a la palestra… a ellos les digo: Ustedes se acabaron señores; Ustedes no son el futuro de Chile. Si quieren saber dónde están los futuros gobernantes de Chile, miren a la juventud… la juventud no está contaminada como lo han estado los políticos”3.

1 La primera nota corresponde al Himno del régimen de Pinochet difundido en los años setenta, mientras que la segunda alude a las palabras de Augusto Pinochet que anunciaban la instauración del Día Nacional de la Juventud en 1975: “Juventud”, Boletín SNJ, Santiago, primera quincena de julio, 1975, s/p.

2 Como se verá en el desarrollo del artículo, los sujetos tratados aquí pugnan por definir de determinado modo la política, sus ámbitos y sus límites. En ese sentido, se entenderá por “política” una conflictiva e inacabada lucha por la construcción del orden deseado, que tiene entre sus objetivos la propia definición de la política y su relación con la sociedad. Al respecto, consultar: Norbert Lechner, “La conflictiva e inacabada construcción del orden deseado”, en Obras escogidas de Norbert Lechner, eds. Paulina Gutiérrez y Tomás Moulián (Santiago: LOM, 2006), 137-333.

3 Augusto Pinochet, “Juventud”, s/p.

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Por su parte, los líderes oficialistas de las llamadas “organizaciones de la juventud” que promovió el régimen fueron entusiastas pregoneros de este mensaje. Por ejemplo, Javier Leturia, presi-dente del Frente Juvenil de Unidad Nacional, dijo ese mismo año: “Nos dirigimos a los políticos chilenos del pasado, para decirles justamente eso: que pertenecen al pasado… deben entender que su misión ya terminó, y que la juventud está ahora construyendo el futuro que legítimamente le pertenece”4. Se trataba de imágenes ideológicas que enaltecían lo juvenil como metáfora de una determinada apuesta sociopolítica, en la línea de otras experiencias históricas que en el siglo XX habían recurrido al “culto a lo joven” para expresar una síntesis simbólica de sus pretensiones renovadoras, como fue el caso paradigmático del fascismo italiano5. Mediante una determinada construcción ideológica de la juventud6, se ilustraba la imagen del país que se deseaba construir.

En este caso, se buscaba que los jóvenes se asimilaran a una patria llena de vitalidad, sueños y posibilidades; a una sociedad unida y “sana” —metáfora médica recurrente: el país estaba enfermo del “cáncer marxista” y el golpe de Estado permitiría que sanara—, sin “la contaminación” de la política, que desvirtuaría la sociedad dividiéndola y llenándola de odio7. Este discurso acompañó la creación de la institución gubernamental Secretaría Nacional de la Juventud (SNJ) y de la or-ganización cívica Frente Juvenil de Unidad Nacional (FJUN), organismos que dieron lugar a la producción de todo un arsenal simbólico que contenía desde himnos hasta actos públicos centra-dos en la juventud, todo orientado a presentar la imagen de un gobierno que miraba el futuro con un “espíritu joven”, liberado de las prácticas “viejas” de la política que habrían “destruido al país”.

Con este escenario ideológico incursionó en el Gobierno una élite política emergente que nacía de la conexión entre dos identidades no excluyentes: por un lado, la de los miembros y exmiembros del movimiento universitario autodenominado “gremialista”, con origen en la

4 Javier Leturia, “Discurso del Día de la Juventud”, Boletín SNJ, Santiago, primera quincena de agosto, 1975, s/p.

5 Laura Malvano, “El mito de la juventud a través de la imagen: el fascismo italiano”, en Historia de los jóvenes, t. 2, dirs. Giovanni Levi y Jean Claude Schimitt (Madrid: Taurus, 1996), 313-346.

6 Se entenderá la juventud como una categoría heterogénea, plural —“juventudes”— e histórica, que ilustra dimensiones sociales, biológicas y vitales que permanecen interrelacionadas y en tensión respecto a la definición de una edad señalada como intermedia entre una niñez y una adultez (también definidas según esos aspectos). Dentro de ese campo, las representaciones simbólicas de juventud son parte activa de su constante construcción en sociedad. Consultar: Mario Margulis y Marcelo Urresti, “La juventud es más que una palabra”, en La juventud es más que una palabra. Ensayos sobre cultura y juventud, ed. Mario Margulis (Buenos Aires: Biblos, 1996), 13-30.

7 Esta representación aparece en el texto propagandístico del régimen Chile ayer y hoy: “Ayer los estudiantes no estudiaban, eran vagos portadores de banderas y gritos de politiqueros que los azuzaban [...] Hoy los estudiantes estudian [...] Hoy Chile, bajo el mando austero de las fuerzas armadas, sin otro compromiso que la reconstrucción del país y el regreso a una vida ciudadana normal, está encaminando sus pasos hacia la reconciliación, hacia la paz y la unidad nacional, abstrayéndose totalmente de la actividad política que tanto daño le hiciera a nuestra patria”. Ver: Chile ayer y hoy (Santiago: Editorial Gabriela Mistral, 1975).

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Universidad Católica (UC) durante la década de los sesenta, y liderados por el joven abogado Jaime Guzmán8; y, por otro, la de los cuadros técnicos jóvenes formados profesionalmente en los principios económicos neoliberales de la Escuela de Chicago (los “Chicago Boys”), también con origen en la UC —que desde la década de los cincuenta tenía convenio con la Universidad de Chicago, para que estudiantes desarrollaran posgrados en ella—, y que se concentrarían en el equipo económico de la Oficina de Planificación Nacional (ODEPLAN), instancia desde donde se diseñaron las reformas estructurales de corte neoliberal.

Así, este artículo se centra en cómo las proyecciones ideológicas cargadas de efebola-tría fueron la escenografía simbólica que acompañó la presencia en el Gobierno de la red “Chicago-gremialista” dirigida por Jaime Guzmán. Para ello, se tratarán fundamentalmente dos aspectos: caracterizar a la red política liderada por Guzmán —red que en 1983 derivará en el movimiento, y luego partido de derecha, Unión Demócrata Independiente (UDI)— y describir su rol en dos instancias que fueron activas en movilizar apoyos al régimen y en apelar a “la juventud” como símbolo de un nuevo Chile: la SNJ y el FJUN.

1. “Organizar la juventud”. Guzmán, los gremialistas y el proyecto

“Personalmente estoy trabajando full-time con el gobierno, manteniendo aparte

únicamente mis clases en la Universidad. Colaboro en una comisión destinada a redactar

una nueva constitución, y también en la organización de la propaganda y de la juventud,

en la Secretaría General de Gobierno”9.

A mediados de la década de 1960, agrupaciones de universitarios identificados con la iz-quierda y el centro político impulsaban reformas universitarias que juzgaban necesarias para proyectar una transformación de carácter estructural en el país, potenciar un desarrollo eco-nómico independiente y establecer una profunda democratización social. Hubo entonces una identidad organizada de estudiantes que rechazó tal intencionalidad, acusándola de politizar indebidamente la actividad universitaria. Esta postura se llamó a sí misma “gremialista”, y

8 Jaime Guzmán es considerado el político e intelectual más influyente en la dictadura militar, sobre todo durante su etapa inicial, que concluye con la instauración de la Constitución de 1980, de la que se le considera el principal redactor. En 1983 creó un movimiento que buscó defender las transformaciones políticas y económicas de la dictadura, que luego se transformaría en partido político: la Unión Demócrata Independiente (UDI). En 1991, a un año de establecida la democracia, durante el gobierno de Patricio Aylwin, Guzmán, siendo senador de la UDI, fue asesinado por una fracción del grupo armado de izquierda “Frente Patriótico Manuel Rodríguez”.

9 Jaime Guzmán Errázuriz, Escritos personales (Santiago: Fundación Jaime Guzmán, 2008), 91.

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basaba su rechazo contra la “politización de la organización estudiantil” en que esta última, como gremio, constituiría un cuerpo social intermedio entre el hombre y el Estado; por lo que su finalidad en sociedad estaría estrictamente acotada a la realidad que lo unía como particu-laridad social —en el caso de la universidad, la búsqueda del conocimiento y la verdad—, y no podía pretender actuar en la disputa por la conducción del Estado (ámbito de la política). Este movimiento apareció primero en la Escuela de Derecho de la UC, donde ganó la con-ducción del centro de alumnos a fines de 1965. Desde ahí, se opuso a la reforma universitaria y al movimiento que la impulsaba, encabezando una corriente que conquistó la Federación Estudiantil de la Universidad Católica (FEUC) en 1968.

En 1970, el triunfo de la izquierda en las elecciones presidenciales con Salvador Allende, y el fracaso de la derecha en su intento por recobrar el gobierno con la candidatura del ex-presidente Jorge Alessandri (mandato 1958-1964), confirmaron un sentimiento de desazón en los jóvenes del movimiento gremialista que habían sido activos en la campaña del candi-dato derechista. Desazón tanto con la institucionalidad política que permitió el triunfo de la izquierda como con la derecha histórica que se había adaptado a tal institucionalidad. A sus ojos, un viejo sistema político y una vieja derecha habían permitido, primero, la redefinición constitucional del derecho de propiedad que posibilitó la reforma agraria durante el gobierno demócrata cristiano de Eduardo Frei Montalva (1964-1970), y segundo, el acceso al gobier-no en 1970 de un presidente marxista apoyado por una coalición de izquierda —la Unidad Popular (UP)—, lo que acentuaría aún más la presión sobre la propiedad privada en la pers-pectiva de materializar la “vía chilena al socialismo”.

Fue así como, a lo largo de los gobiernos de Frei Montalva y Allende, los gremialistas apostaron a despolitizar la sociedad, por cuanto percibían que la política y sus antagonismos por la construcción de orden estaban produciendo un daño profundo al cuestionar valores que se juzgaban esenciales a lo humano, tales como la propiedad, la familia, las libertades económicas. A su juicio, tal política estaba desbordando su ámbito específico, al punto que todas las manifestaciones humanas se volvían tema de su incumbencia, desde lo cotidiano y privado hasta lo general y esencial, en un esquema cada vez más centralizado en el Estado y, por tanto, cada vez más totalitario10. Por ello, los gremialistas repetían una y otra vez que su movimiento no era político y que luchaban por erradicar la política de la actividad gremial. Posteriormente, sin embargo, y ya durante el gobierno de Allende, su activismo y propuesta pasaron a la ofensiva, para generar un nuevo orden que garantizara aquellos valores que se juzgaban de origen natural y espiritual.

10 Jaime Guzmán Errázuriz, Escritos personales, 51.

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Como parte de ese proceso, el gremialismo desarrolló una activa oposición a Allende, actuar que seguía calificando como apolítico, pues, a su juicio, sería expresión pura de un movimiento ciudadano que defendía las libertades y el orden mínimo necesario para que los propios cuerpos intermedios pudiesen desarrollar las funciones que les eran naturales. Es ése el momento en que los documentos de FEUC, junto con la exigencia de la renuncia de Allende, plantearon la necesidad de una nueva institucionalidad post-UP, pues, a su en-tender, el orden político de la Constitución de 1925 había demostrado ser ineficiente para conservar la libertad social, económica y política11. Se incubaba entonces el germen de un proyecto de nueva derecha: una derecha conservadora, es decir, que fuese capaz de man-tener un principio de autoridad respetuoso de las jerarquías y de la propiedad, al mismo tiempo que una derecha revolucionaria, en cuanto transformadora del orden político demo-crático liberal y del modelo de desarrollo basado, desde la década del 1930, en un Estado desarrollista, industrializador y de inspiración keynesiana.

Esta nueva derecha se constituirá generacionalmente desde la socialización del mencio-nado diagnóstico de crisis del sistema político, compartiendo una misma decepción frente a la derecha partidista, a la que juzga como pusilánime e impotente12. Desde este lugar es que vieron el golpe militar de 1973 como una oportunidad. Y no se equivocaron al respecto. Efectivamente, fue el 11 de septiembre una oportunidad para influir en un anhelado pro-yecto de “nueva institucionalidad”. A un mes de esa fecha, el 15 de octubre de 1973, Jaime Guzmán escribió la carta a su madre citada al inicio de este punto, en donde relataba cómo fue convocado a una comisión para el estudio de una “nueva constitución”, a encargarse de la propaganda (asesorando a la Secretaría General de Gobierno) y a organizar a los jóvenes. Desde aquel momento, cuando Guzmán tenía tan sólo 27 años, se convierte en el principal redactor de todos los documentos fundacionales de la Junta Militar, desde la Declaración de Principios hasta los discursos de Pinochet13. Sobre la Declaración de Principios, ésta presenta

11 Federación de Estudiantes de la Universidad Católica de Chile y la Federación de Estudiantes de la Universidad Católica de Valparaíso. “Hacia una nueva institucionalidad a través de la renuncia de Allende”, Santiago, 29 de agosto de 1973, en Archivo Fundación Jaime Guzmán (AFJG), Santiago-Chile, Sección FEUC, Fondo Jaime Guzmán, s/f.

12 Verónica Valdivia, Nacionales y Gremialistas. El parto de la nueva derecha política chilena, 1964, 1973 (Santiago: LOM, 2008); Verónica Valdivia, “Lecciones de una revolución: Jaime Guzmán y los Gremialistas, 1973-1980”, en Su revolución contra nuestra revolución, vol. I, eds. Verónica Valdivia, Julio Pinto y Rolando Álvarez (Santiago: LOM, 2006), 49-100.

13 Así lo sostiene Renato Cristi en: El pensamiento político de Jaime Guzmán. Autoridad y libertad (Santiago: LOM, 2000). Para Belén Moncada, si bien el texto de la Declaración de Principios fue encargado al Departamento de Asuntos Públicos de la Presidencia y a asesores políticos del Gobierno, tal trabajo fue sobre la base de lo redactado por Guzmán. Jaime Guzmán. El político de 1964 a 1980. Una democracia contrarevolucionaria (Santiago: UST/RIL, 2006).

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los fundamentos doctrinarios que los gremialistas venían promoviendo, y que Guzmán siste-matiza para la ocasión. El historiador Gonzalo Rojas, exactivista gremialista, exfundador de la UDI y en la actualidad destacado militante de ese partido, recuerda: “Diciembre del 73 en una salita de reuniones, en [Calle] Suecia, ahí, Jaime Guzmán nos junta a 5 o 6 personas y dice: los militares quieren que hagamos una declaración de principios. Vamos a hacerla”14.

En términos generales, la citada declaración, junto con definir al Gobierno como “autori-tario, impersonal y justo”, de “inspiración portaliana”15, establece las bases de la concepción de “Hombre”, “Estado” y “Sociedad”, que fundamentarán su acción. En esto, se plantea que el Estado tiene como fin el bien común de permitir “a todos y cada uno de los chilenos alcanzar su realización”. No obstante, tal tarea no es exclusiva del Estado, pues hay un principio de subsidia-riedad que supone que “ninguna sociedad superior puede arrogarse el campo que respecto de su propio fin específico pueden satisfacer las entidades menores”16. Lo anterior implica que el hombre (ser sustancial) y la familia, en cuanto entidades “menores” anteriores al Estado, no pueden ser reemplazados en sus campos de acción y fines específicos por entidades mayores y superiores —no sustanciales, sino “accidentales de relación”— como son los cuerpos intermedios (gremios) y la entidad superior a estos últimos: el Estado —fundamentación que sirve para velar porque el Estado y su ámbito de acción, la política, no se introduzcan en el ámbito de los cuerpos intermedios—.

En esta línea, se plantea el carácter subsidiario del Estado dentro de lo que se define como una concepción “cristiana occidental” del hombre y la sociedad. De acuerdo con ello, los derechos naturales anteriores a tal Estado, y que derivan de la espiritualidad humana (con su origen en “el propio Creador”)17, no pueden ser alterados por éste, como habría ocurrido con el Derecho de Propiedad antes del golpe militar. Junto con esta imposibilidad de alterar los derechos naturales, se establece que el Estado no debe intervenir en la práctica concreta de ellos por parte de la sociedad y sus individuos, es decir, sólo debe asumir las funciones que los particulares y los cuerpos intermedios, por su naturaleza, no puedan abordar. De tal modo, el principio de subsidiariedad aplicado a la economía implicaría que el Estado debe resguardar el derecho de propiedad individual, permitiendo y garantizando la libre iniciativa y competencia, evitando asumir un rol de propietario. Desde esta base doctrinaria se propone favorecer un desarrollo económico acelerado con un efectivo progreso social, facilitando las

14 Entrevista a Gonzalo Rojas Sánchez, Santiago, 19 de abril de 2011.

15 Un referente histórico al que apeló el Gobierno fue la figura de Diego Portales, político conservador del siglo XIX que promovió el autoritarismo característico del orden regido por la Constitución de 1833.

16 Junta de Gobierno, Declaración de Principios del Gobierno de Chile (Santiago: Editorial Gabriela Mistral, 1974), 7.

17 Junta de Gobierno, Declaración de Principios, 5.

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inversiones nacionales y extranjeras, y reorientando la producción en función de sus ventajas comparativas en el mercado exterior —lo que se presenta como cuestionamiento de la vieja política de industrialización por sustitución de importaciones, aspecto que quedará más claro en el desarrollo del régimen y sus reformas cada vez más decididamente neoliberales—.

Como modo de salvaguardar la libertad y los derechos anteriores al Estado, se sostiene que se deben poner límites al pluralismo, lo que implica prohibir, por ejemplo, la expresión política marxista. De este modo, se va explicitando el fundamento refundacional del régimen, manifestándose que éste no será un paréntesis tras el cual el poder se entregaría a los “mismos políticos” que tuvieron responsabilidad en “la virtual destrucción del país”, sino que surgi-rá una “nueva institucionalidad”, en donde “nuevas generaciones de chilenos” se formarán en una escuela de “sanos hábitos cívicos”18. En el esbozo de la “nueva institucionalidad” se vuelven nítidas las ideas fuertes que había levantado el gremialismo de la FEUC durante el go-bierno de la UP. En tal sentido, se plantea que el nuevo orden debe distinguir el poder político del poder social, generando una descentralización funcional en que quedará “expresamente prohibida toda intervención partidista, directa o indirecta en la generación y actividad de las directivas gremiales”. Por último, un aspecto importante de la Declaración de Principios es que deja trazado el carácter de las movilizaciones de apoyo social al régimen, ámbito en el que serán particularmente activos los gremialistas. Aquí se plantea que el Gobierno asumirá la labor de promover un movimiento “cívico-militar” y de “unidad nacional”, que proyecte las transformaciones del régimen y colabore con materializar el objetivo nacional fijado en la Declaración de Principios: “Hacer de Chile una gran nación”.

En concordancia con esta orientación, los gremialistas habían tenido el cuidado de mantener y fortalecer sus ámbitos sociales de influencia, aprovechando en su beneficio la intervención de los espacios sectoriales por parte de la dictadura. Fue así que, mientras la ma-yoría de las organizaciones estudiantiles fueron prohibidas, como ocurrió con la Federación de Estudiantes de la Universidad de Chile (FECH), la FEUC, en cambio, sí fue autorizada y permaneció con una conducción gremialista que año a año se ratificaba. Esto último, no mediante elecciones, sino por medio de un sistema de designaciones: la rectoría delegada por la dictadura designaba a los presidentes de centros de alumnos, y éstos, a su vez, proponían una directiva FEUC que era confirmada por el rector. Entonces, teniendo libres posibilidades de reunión y expresión, sin competencia política y con relaciones estrechas con las autorida-des universitarias (pues, además, el gremialismo académico ocupó puestos de dirección), el movimiento gremial tuvo en FEUC un espacio base de sus influencias en el ámbito nacional.

18 Junta de Gobierno, Declaración de Principios, 15.

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Paralelamente, y como parte de la tarea encargada de “organizar a la juventud”, Guzmán y su círculo cercano trabajaron directamente con la Dirección de Organizaciones Civiles de la recién creada Secretaría General de Gobierno. En este marco, fueron en-comendadas a los gremialistas la organización y dirección de una de las secretarías dependientes de tales organismos: la SNJ. En este momento la organización gremialista se estructura desde FEUC, el gremialismo académico, el gremialismo universitario, que se hace cargo de los centros de alumnos de la directiva designada en otras universida-des —como en la Universidad de Chile, donde crean el Consejo Superior Estudiantil, y luego, la semidesignada Federación de Centros de Estudiantes de la Universidad de Chile (FECECH)—, y las redes que se crean con el Gobierno, especialmente desde la SNJ, que permiten el vínculo, a su vez, con sectores vecinales y estudiantiles. En 1975 se suman como enclaves de activismo y formación, el FJUN y el Instituto de Estudios y Capacitación Diego Portales. En 1979 aparece el grupo Nueva Democracia, nace la revista Realidad y, ya por entonces, se empiezan a multiplicar las alcaldías designadas con cuadros del gremialismo.

Todas esas instancias, desde la segunda mitad de los setenta, se interconectan y dan lugar a una red de identidad, a un “nosotros” de una cultura política en estado germinal y que tiene su eje en un proyecto al que convoca su líder y principal articulador: Jaime Guzmán. Se habla tanto de “nuestro proyecto” como del “proyecto de Jaime”; tanto de las “cosas nuestras” como de “las cosas de Jaime”, un “nosotros” con eje en aquel que tiene indiscutido protagonismo en reunir, planificar y orientar, promoviendo redes e identidades en función de los objetivos compartidos que él promueve. Así lo recuerdan Gonzalo Rojas e Ignacio Astete, este último excoordinador del FJUN, fundador de la UDI y actual miembro del Tribunal Supremo de ese partido:

“Al nacer la Secretaría de la Juventud, el Frente Juvenil de Unidad Nacional, más adelante la

revista Realidad, Nueva Democracia… esa idea inicial que uno tenía de que había varias especies

que configuraban un género llamado ‘las cosas nuestras’ se confirmaba [...] Se van configu-

rando estas pequeñas redes de instituciones que uno sigue llamando ‘el proyecto de Jaime’,

‘las cosas nuestras’, ‘la gente nuestra’”19.

“Jaime [...] siempre hablaba con uno acá, después hablaba con otro allá, y eso lo hacía articular

muy bien las lealtades [...] Jaime me llama, me empieza a buscar y rápidamente me dice que

tenemos que organizarnos, que armar el proyecto, aglutinar en torno a algo más, y no sólo en

torno a las organizaciones estudiantiles, porque la gente entra, sale, se va de la Universidad y tiene

19 Entrevista a Gonzalo Rojas Sánchez, Santiago, 19 de abril de 2011.

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que quedar algo más. Entonces ahí formamos nosotros una cosa que se llamó el Frente Juvenil

de Unidad Nacional [...] Yo te diría que eso era una decisión que la tomaba Jaime con dos o tres

personas más… Claramente las decisiones importantes las tomaba Jaime”20.

A medida que se despliegan los mencionados espacios de conducción gremialista, se establecen coordinaciones entre cada uno de ellos mediante reuniones periódicas con los prin-cipales liderazgos. En tales encuentros se realizan actividades de formación doctrinaria y se planifica un trabajo en conjunto apuntando en una doble dirección: influir en el Gobierno y movilizar apoyos sociales en su favor. Lo anterior, sumado a las responsabilidades asignadas por Guzmán a su círculo más cercano, va produciendo una organización con jerarquías no formalizadas pero sí asumidas dentro de la identidad política en proceso de organización. Junto con las reuniones periódicas se generan encuentros del tipo tertulia, en donde se com-parten impresiones y se producen y reproducen lealtades y compromisos.

Guzmán será quien tome las principales decisiones en relación con qué espacios sociales e institucionales generar y vincular, así como en torno a qué cuadros comprometer y contactar pa-ra producir una corriente de funcionarios influyentes en el Gobierno. Sabiendo que su principal base orgánica estaba en estudiantes y profesionales jóvenes, Guzmán se toma particularmente en serio la tarea asignada de “organizar la juventud”. Nunca pierde la cercanía con el gremialismo estudiantil, se encarga personalmente de formar dirigentes y orienta, en el sentido de aprovechar la plataforma de la SNJ para llegar a otros jóvenes no universitarios. Mientras tanto, facilita la llegada de profesionales jóvenes gremialistas al Gobierno, apoyado en el discurso cargado de efebolatría que exaltaba a los jóvenes técnicos socializados en el rechazo a la “vieja política”.

No fue extraño, entonces, que los gremialistas vinculados al régimen se identificaran a sí mismos como “la gente joven” que el Gobierno convocaba. Así lo recuerda Juan Antonio Coloma, exsecretario general del FJUN, expresidente de FEUC, consejero de Estado durante la dictadura, fundador de la UDI en 1983 y, tras el retorno de la democracia, diputado, sena-dor y presidente del partido entre 2008 y 2012:

“En esa época, era una identidad política, éramos la gente joven [...] Había mucha más

confianza en la gente joven [...] no solamente los ministros de Hacienda o Trabajo tenían

menos de 30 años [...] no solamente el gran inspirador de la Constitución que fue Jaime

Guzmán que tenía menos de 30 años, sino que además quienes teníamos 20 años o 21 años

asumíamos roles. A mí me tocó el Consejo de Estado”21.

20 Entrevista a Ignacio Astete, Santiago, 2 de noviembre de 2011.

21 Entrevista a Juan Antonio Coloma, Valparaíso, 14 de diciembre de 2011.

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Uno de los espacios de gobierno en que fue particularmente notoria la llegada de cuadros jóvenes del gremialismo, fue el equipo económico. Entonces, la revista Qué Pasa, cercana a la identidad gremialista, sugirió que en Chile se estaría instalando una “lolocracia”, pues se es-taría llenando de “lolos” (jóvenes) la gestión económica22. Qué Pasa se refería a la Oficina de Planificación Nacional, órgano cuya labor, de manera paradójica, fue organizar la desplani-ficación estatal de la economía23, preparando las reformas estructurales de corte neoliberal. Paralelamente, ODEPLAN fue la cara social del régimen al desarrollar una política de diagnóstico y ayuda focalizada en la extrema pobreza, que debía ser implementada por mu-nicipios con nuevas atribuciones. También cumpliría un papel importante en la formación de recursos humanos para la administración del gobierno mediante becas en el extranjero y programas de capacitación gestionados por el instituto de economía de la UC, controlan-do con ello un verdadero semillero de reclutamiento de funcionarios. ODEPLAN estuvo a cargo de los Chicago Boys más jóvenes, es decir, aquellos que antes de cursar sus posgrados fueron alumnos de los primeros “Chicago” que hacia fines de los sesenta ya estaban instala-dos como profesores de la UC24.

Mientras que estos últimos habían egresado de la UC y realizado sus posgrados por con-venio con la universidad norteamericana a mediados de la década de los cincuenta, esta “segunda generación” de economistas neoliberales formados en Chicago se socializó como alumna de la UC en la década de los sesenta, conectándose con el gremialismo estudiantil de modo activo. Tras el golpe de Estado, esta segunda generación mantuvo su cercanía con la red política que coordinaba Guzmán y fue activa en el involucramiento colectivo con el régimen mediante la fusión, en una sola propuesta, de los proyectos de nueva institucionalidad política (obsesión original de Guzmán y su círculo cercano) y nuevo modelo económico (obsesión de los Chicago), dando lugar a lo que fue integralmente la apuesta de refundación nacional de los gremialistas. Pero para que ello sucediera, fue necesario un lugar determinado de involu-cramiento participativo en las políticas del régimen, y ese lugar fue ODEPLAN, en donde el articulador encargado de reunir a los Chicago-gremialistas, sumarlos al Gobierno y facilitar su capacitación en Chile y el extranjero, fue un economista de la UC con posgrado en Chicago, expresidente del centro de alumnos de economía en la UC y exsecretario general de la FEUC gremialista: Miguel Kast, quien asumió como subdirector de ODEPLAN entre 1973 y 1978, para luego ser el director del organismo con cargo de ministro, entre 1978 y 1980.

22 “La influencia de la patrulla juvenil”, Qué Pasa, Santiago, 9 de diciembre, 1976, 34-39.

23 Manuel Gárate Chateau, La revolución capitalista de Chile (1973-2003) (Santiago: Universidad Alberto Hurtado, 2012).

24 Entre estos “primeros Chicago” estaban, por ejemplo, Sergio de Castro y Ernesto Fontaine.

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Esta convergencia de gremialistas con “chicagos” fue un proceso complejo que requirió una tarea cohesionadora desde la política, ya que, independientemente del origen gremialista común que facilitaba la unidad de criterios, ocurría que la obsesión por el cambio institucio-nal, elemento central en los perfiles más “políticos” —círculo cercano de Guzmán y sus redes en el FJUN, la SNJ y los referentes estudiantiles—, no necesariamente tenía el mismo peso en la percepción de los cuadros “técnicos” de ODEPLAN, cuya preocupación prioritaria era la transformación económica. Respecto a esa diferencia de énfasis, los gremialistas debieron hacer esfuerzos por unificar los criterios dentro de la identidad política emergente, producien-do espacios concretos donde la cohesión tuviese un sostén doctrinario integral. En definitiva, debieron producir una cultura militante cuyo relato recalcara que no había transformación económica sin transformación política, y viceversa. Al respecto, el siguiente testimonio de Ignacio Astete es particularmente ilustrativo:

“Los Chicago Boys, eran gremialistas, pero gremialistas que habían salido fuera del país a

estudiar a Chicago y que volvían, ya no como gremialistas, sino que eran Chicago… No-

sotros hablábamos de ellos como los Chicago, y ellos hablaban de nosotros como los ‘po-

líticos’, había dos almas adentro. [...] Pero Jaime se da cuenta de esto, de que los Chicago

no son disciplinados con nosotros. Y [...] para nosotros era muy importante aparecer muy

monolíticos. [...] Miguel (Kast) [...] en algún minuto, planteó que a él le daba lo mismo lo

que pasaba en política. [Dijo]: ‘Si a mí me dejan hacer las transformaciones (económicas)

yo voy a seguir pa’ delante’, y esto a nosotros nos generó pánico. Pero, Jaime se da cuenta,

y entonces [...] constituimos una Mesa de trabajo sistemático, conversábamos una vez a

la semana, para intercambiar opiniones, pero en definitiva para limar las asperezas e ir

construyendo una suerte de consenso y en pos de que lo más importante era que nos man-

tuviésemos unidos. Y eso se logró”25.

Es decir, de acuerdo con el testimonio de Astete, fueron las reuniones, los documentos por difundir y discutir, el establecimiento de confianzas y alianzas con personajes claves —todo ello como parte de una estrategia con miras a obtener poder, en cuanto influencia en la conducción de la dictadura—, los que facilitaron la cohesión gremialista-Chicago en un accionar y proyecto coherentes26. La insistencia en estas prácticas por parte de los cuadros gremialistas más “políticos” fue lo que permitió que se consolidaran una sola visión integral

25 Entrevista a Ignacio Astete, Santiago, 2 de noviembre de 2011.

26 Hunneus diría al respecto: “La cohesión, en consecuencia, proviene principalmente de la política y, en menor medida, de la economía”. Carlos Hunneus, “Tecnócratas y políticos en un régimen autoritario. Los ‘ODEPLAN Boys’ y los ‘Gremialistas’ en el Chile de Pinochet”, Ciencia Política XIX: 2 (1998): 125-158.

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de transformación y una red que, sin ser un partido político formal, se organizaba para ha-cer política y actuar prácticamente como partido único del régimen27, no sólo por el hecho de la represión a las fuerzas políticas opositoras, sino porque, en la práctica, el gremialismo fue el principal grupo de poder que apoyaba al Gobierno, con hegemonía indiscutida en el oficialismo entre 1979 y 1980.

2. La SNJ y el FJUN

La creación de la Secretaría General de Gobierno y su Dirección de Organizaciones Civiles, en 1973, implicó la inmediata conformación de tres secretarías preocupadas de pro-mover un vínculo con organizaciones sociales: la Secretaría Nacional de la Mujer, la Secretaría Nacional de los Gremios y la Secretaría Nacional de la Juventud (SNJ). A fines de octubre, la SNJ se articuló con el abogado gremialista Sergio Gutiérrez como director, anunciándose que su carácter sería el de una institución financiada por el Estado, con labores descentralizadas en una red de centros coordinadores de juventud en todas las comunas, y que trabajaría de cerca con las “organizaciones naturales de la juventud”, como serían “las agrupaciones parroquia-les, deportivas, culturales y sociales”28. Para Gutiérrez, la SNJ sería el organismo encargado de canalizar la “auténtica expresión de las inquietudes de los jóvenes” (adjetivación muy gremia-lista: lo “auténtico”, lo “verdadero”), y su “papel activo en la vida nacional”29.

Los activistas juveniles, convocados por la Secretaría, en cuanto “dirigentes”, eran quie-nes se vinculaban con las sedes territoriales de la institución, o participaban en los centros de alumnos designados de colegios y universidades. El discurso que se promovía desde la SNJ era de despolitización de los cuerpos intermedios, al mismo tiempo que de unidad na-cional en torno al proyecto refundacional del Gobierno. Se argumentaba que los partidos políticos habían dividido al país de modo desastroso, ante lo cual cabía reforzar los lazos que cohesionaban a la nación, labor en la que la juventud estaba destinada a ser vanguardia al desarrollarse de modo sano en el nuevo Chile de la unidad, teniendo a Pinochet como guía y al régimen como referente. Así se lo hizo saber al dictador quien fuera secretario nacional de la Juventud en 1975, Jorge Fernández: “La juventud siente en usted a un guía, que le da fortaleza en el presente y confianza en el futuro [...] Puede usted tener la plena certeza que la juventud

27 Carlos Hunneus, El régimen de Pinochet (Santiago: Sudamericana, 2000).

28 Entrevista a Sergio Gutiérrez en: “Promoverá Secretaría nacional activa participación de los jóvenes”, El Mercurio, Santiago, 30 de octubre, 1973, 1.

29 “Promoverá Secretaría nacional”, 1.

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chilena ha relegado a los partidos políticos que nos dividieron hasta el 11 de septiembre, a un definitivo recuerdo del pasado, y tiene puesta su fe en el Nuevo Régimen que nace, y que le ha devuelto el horizonte”30.

Entre las iniciativas de la SNJ hubo actividades recreativas, artístico-culturales, deporti-vas, de solidaridad social, de formación de dirigentes y de capacitación laboral. En lo que respecta a las actividades recreacionales y artístico-culturales, la SNJ desarrolló iniciativas como bicicletadas, campeonatos deportivos, torneos de atletismo, paseos y concursos artísticos por ramas. Dos de las actividades más difundidas de los primeros años fueron las fiestas de la primavera, con sus candidaturas de reinas y los festivales Primavera: Una Canción. Años más tarde, la Secretaría justificaría tales actividades como la necesidad de devolver a los jóvenes los “valores típicos de la juventud chilena”, luego de que durante la UP se hubiesen cambiado la “alegría y la espontaneidad” juvenil por las “rencillas, el odio y el rencor” de las pugnas ideo-lógicas. Es decir, se fundamentaban tales actividades en la misión general de la entidad, que era “procurar la unidad de la juventud chilena”31; de ahí que se buscara conectar la creación artística con valores patrióticos centrados en el recuerdo de gestas militares.

Fueron también constantes las actividades de solidaridad social como la recolección, por munici-pios, de ropa y alimentos para los más pobres, iniciativas que se intensificaban en los inviernos para asistir a los damnificados en temporales. Se planteaba que “solidaridad” debía ser “organización” y “cohesión”, pues era la “unidad nacional” lo que estaba en juego: unidad ante las dificultades económicas producto del “desastre de la UP”; unidad ante la soledad del Chile libre en un mun-do atrapado entre la violencia comunista y el “silencio cómplice” de algunos países democráticos (“Chile en la gran cruzada de rectificación moral que ha emprendido está solo y por eso fingen no entendernos”32); unidad ante la “campaña internacional contra nuestra patria”, esa que denunciaba violaciones a los derechos humanos; unidad como superación de los odios de clase mediante el “apo-yo de los más fuertes a los más débiles y desposeídos”33; unidad en el apoyo activo al Gobierno que habría dejado atrás el Chile de los conflictos políticos y hecho posible el “Chile unido”.

Otra línea de trabajo de la SNJ era la formación y capacitación. En ella, junto con las capacitaciones laborales (gasfitería, sastrería, peluquería y jardinería) e iniciativas de talle-res de orientación vocacional, hubo una intensa labor de formación de liderazgos para los

30 “Discurso de Jorge Fernández Parra Secretario Nacional de la Juventud”, Boletín SNJ, Santiago, noviembre, 1975, s/p.

31 Secretaría Nacional de la Juventud, “Misión general de la Secretaría Nacional de la Juventud”, en Recuento 1973-1983 (Santiago: s/e., 1983).

32 “Editorial”, Boletín SNJ, Santiago, segunda quincena de junio, 1975, s/p.

33 “Editorial”, Boletín SNJ, Santiago, segunda quincena de junio 1975, s/p.

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propios dirigentes de la SNJ que desarrollaban su actividad desde los centros comunales (principalmente jóvenes vinculados a centros de alumnos y juntas vecinales de directiva designada). Esto era algo que los dirigentes gremialistas de la SNJ venían percibiendo como una necesidad: introducir la doctrina, formar cuadros de apoyo al Gobierno, y construir un movimiento que velara por la proyección del ideario refundacional del régimen. En esta línea, se otorgaba capacitación en técnicas de manejo grupal y en aquellos contenidos doc-trinarios que promovían el régimen y, de modo particular, el gremialismo. Entre las actividades de este carácter estaban los campamentos, que si bien en un inicio incluyeron activi-dades de ayuda social (reforestación, construcción de escuelas, entre otros), luego fueron íntegramente destinados a la formación de liderazgos.

Como un modo de dar constancia a la formación doctrinaria, la Secretaría creó en 1975 el Instituto de Estudios y Capacitación Diego Portales, que organizó cursos en todo Chile y difundió documentos en torno a cuatro líneas de trabajo: a) “conceptos fundamentales”, que se describía como el conjunto de “valores y principios cristianos”, b) “Chile dentro del marco glo-bal”, con la que se buscaba promover la idea de un país vanguardista en la lucha por la libertad y contra el marxismo, c) “pensamiento que anima la acción de este gobierno”, que ahondaba en los principios de la nueva institucionalidad y d) “herramientas de acción contingente”, que abar-caba desde el funcionamiento de la SNJ hasta la política económica del régimen34. En palabras de su primer director, Edmundo Crespo, el Instituto tenía como fin “entregar una formación y capacitación doctrinaria con el objetivo de ir creando las bases de un pensamiento unitario, de ir creando una identidad de criterios que inspire la acción futura de la juventud”35.

De tal modo, se era explícito en el objetivo de conseguir una homogeneidad de pensa-miento en los jóvenes, tal como lo planteó el propio Pinochet al pedir a la juventud conformar “un solo bloque monolítico” (ver epígrafe de este artículo), cuestión que Crespo vinculaba con la necesidad de movilizar esa homogeneidad en apoyo al régimen: “que de Arica a Punta Arenas los jóvenes tengan una visión similar de los distintos tópicos que hemos anali-zado, lo que nos permitirá ser la base de constitución de un gran movimiento juvenil, sostén de la gestión del gobierno que preside el general Augusto Pinochet”36. La puesta en escena de ese apoyo joven fue una prioridad para la SNJ, de modo que el organismo fue activo convocante de cada acto de masas celebrado en esos años, como las conmemoraciones del “día de la juventud” y los aniversarios del golpe militar.

34 “En marcha instituto de estudios”, Boletín SNJ, Santiago, mayo, 1975, s/p.

35 “En marcha instituto de estudios”, s/p.

36 “En marcha instituto de estudios”, s/p.

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Si bien la SNJ desarrollaba labores de formación, organización juvenil y moviliza-ción de masas pro dictatorial, había claridad en la red política gremialista respecto a que el formato de órgano de gobierno no era suficientemente útil para la formación de un movimiento autónomo y con proyecciones políticas que defendiera el proyecto so-cial, económico e institucional del régimen, más allá del tiempo que estuviera Pinochet como cabeza del poder ejecutivo. Ello implicaba la necesidad de contar, por un lado, con élites preparadas para gobernar, y por el otro, con referentes sociopolíticos organi-zados que apoyaran a la dictadura y su herencia. Ello explica en parte la voluntad de la red política gremialista de impulsar en 1975 el FJUN. No obstante, en su momento el FJUN rechazó cualquier carácter de grupo o partido político, definiéndose, en cam-bio, como el lugar natural de organización de una juventud con sensibilidad patriótica y deseosa de paz y unidad nacional, por lo que se presenta al Frente en los siguientes términos: es “un movimiento para servir a Chile y apoyar a su gobierno, pero no es un movimiento de gobierno”, y sus tareas fundamentales serían: “defender a Chile de una agresión internacional que pone en peligro la liberación alcanzada el 11 de septiembre” y “proyectar el 11 de septiembre en la historia de Chile”37. En este último sentido, la organización asumía como propia la apuesta gremialista de crear una institucionalidad, que materializara una “nueva democracia” y un nuevo y armónico modelo de desarro-llo “económico, social y espiritual”.

El FJUN tenía en su base a núcleos de entre 10 y 20 jóvenes, cada cual con su coor-dinador, e insertos en estructuras comunales, provinciales y regionales que respondían como entidad superior a un Consejo Nacional de 18 personas. Había además núcleos universitarios, de profesionales jóvenes, de estudiantes secundarios y comunales. Para in-corporarse a ellos, se debía primero ser simpatizante, y luego, previa recomendación de un militante activo —tanto los documentos como los dirigentes hablan explícitamente de “militancia” en el FJUN—, y la aprobación del Consejo, se accedía a firmar los co-rrespondientes registros. En 1976, el Consejo Nacional estaba integrado, entre otros, por Jaime Guzmán, Miguel Kast (entonces subdirector de ODEPLAN) y Manfredo Mayol (gerente general de Televisión Nacional); todos eran de sexo masculino, aunque el Frente era mixto. Para llegar a ser dirigente del FJUN se debía ser designado por las jerarquías superiores, lo que entonces era descrito y argumentado por Javier Leturia, primer coordi-nador de la organización, en los siguientes términos: “No queremos que esto se convierta

37 “Frente Juvenil de Unidad Nacional”, Santiago, 10 de julio de 1976, en Biblioteca Nacional de Chile (BNCH), Santiago-Chile, Sala Gabriela Mistral, Sección Chilena, 11 (88-23), 24.

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en un movimiento de asamblea, donde muchas veces se elige a los menos idóneos. Se se-lecciona al más capaz, al que sirve y quiere trabajar. El consejo baraja los nombres y todo el proceso podría compararse con la elección del Papa”38.

El militante hacía un juramento de compromiso con los ideales del FJUN, el que se realizaba en actos solemnes y de masas que contaban con la presencia de Pinochet, como los celebrados en 1976 y 1977, con una asistencia de entre setecientos y mil personas, se-gún cifras difundidas por la prensa39. Ante los símbolos de la bandera y la cruz, los jóvenes hacían la siguiente promesa:

“Ante Dios y nuestra bandera, y en presencia del señor presidente de la república formu-

lamos nuestro compromiso de jóvenes chilenos con nuestro futuro y la patria. Prometemos

servir los ideales humanistas, nacionalistas y cristianos. Prometemos ser fieles a los principios

que inspiraron el 11 de septiembre [...] Prometemos entregar nuestro esfuerzo para unir a

todos los chilenos, y para que jamás vuelva a reinar el odio en nuestra tierra”40.

Es el gremialismo el que asume la dirección del FJUN, lo promueve desde la SNJ y lo ins-taura como una dirección orgánica de activismo y formación en torno a las ideas y propuestas de Jaime Guzmán y su red política, proyectándose en él la cohesión y continuidad orgánica que hasta entonces venía generando tal red. De algún modo, el FJUN se estructuraba como uno de los primeros ensayos orgánicos de características partidistas afín al gremialismo, aun-que ello se hacía desde el apoyo al receso político, y planteando que el respaldo al Gobierno no se realizaba con afán de alcanzar el poder político compitiendo por él al modo de un partido, sino sólo como reconocimiento de la legitimidad gubernamental ante “los ataques del exte-rior”, y como compromiso con las transformaciones “patrióticas” de carácter refundacional que ejecutaría el régimen. Es decir, el FJUN era enfático en declarar que no buscaba pugnar políticamente con “otros”, sino sumarse al destino de grandeza nacional que tenía Chile: “El frente juvenil no excluye a nadie. Se autoexcluyen de él aquellos jóvenes que persistan en pre-ferir el concepto marxista de la lucha de clases, frente a la noción integradora de la Unidad Nacional, o que por cualquier causa se sustraigan voluntariamente de la defensa de Chile y de su régimen ante la conjura extranjera”41.

38 “Frente juvenil. Un respaldo cívico al gobierno”, Qué Pasa, Santiago, 9 de septiembre, 1976, 6-8.

39 “Promesas en el Campamento Juvenil”, Qué Pasa, Santiago, 4 de marzo, 1976 ; “Ampollas en las manos, Chile en el corazón”, Boletín SNJ, Santiago, febrero, 1977, s/p.

40 “Ampollas en las manos”, s/p.

41 “Frente Juvenil de Unidad Nacional”, 24.

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Si bien hay compromiso con determinado proyecto de construcción de sociedad, en el discurso se pone acento en el carácter de “unidad nacional” de tal proyecto, con lo que la política, en cuanto campo en pugna (que en la propaganda gubernamental se presentaba como “lo que divide al país”), pierde lugar al lado de la patria y el “nacionalismo” que “unen a los chilenos”42. Pero hay una aclaración importante de hacer: el apoliticismo expuesto acá no tenía que ver con sustraerse de actuar en la realidad pública, sino con incidir en ella en un nivel tan fundamental que iría “más allá del problema político” de conducir un Estado, y actuaría directamente en salvaguardar un vínculo “sano” entre el Estado, la sociedad y el hombre; aspectos anclados en una realidad esencial (el hombre, la naturaleza, la nación, lo cristiano occidental) sobre la que no cabían las oposiciones propias de la política. Al respecto, Guzmán declaró: “nos hemos planteado un ideal mucho más allá del problema del poder político. Estamos luchando por algo esencial, raíz de una sociedad libre, que es la defensa de la autonomía de los cuerpos intermedios, no postulada en forma ciega y dogmática, sino fundada en una doctrina del hombre y de la sociedad […]”43.

De ahí que el Gobierno gestiona que el lanzamiento del FJUN coincida con la celebración del recién instaurado “Día Nacional de la Juventud”, el 10 de julio, efeméride de la muerte de 77 soldados chilenos, entre ellos, el subteniente de 17 años Luis Cruz Martínez, en la batalla conocida como “de La Concepción”, durante la Guerra del Pacífico, en 1882. Todo esto, acompañado de una efebolatría discursiva que, como se ha visto, el propio Pinochet se encarga de transmitir y el FJUN de replicar, en el sentido de señalar que la juventud tiene una pureza patriótica no contaminada por la política del pasado, lo que la sitúa como vanguardia del porvenir. En ese primer acto del “Día de la Juventud”, en 1975, se organizó una ceremonia nocturna que se repitió en los años siguientes, y que consistía en que una multitud acompaña-ra a 77 jóvenes escogidos por destacarse en diversas áreas, quienes, en representación de los 77 caídos en la batalla de La Concepción, portaban antorchas mientras subían hasta la cumbre del cerro Chacarillas, en Santiago.

Allí, Pinochet los saludaba y pronunciaba un discurso en que destacaba la importancia de la juventud para la patria. Fue ése el momento en que se lanzó el nuevo movimiento que debía cumplir un rol de conducción y “vanguardia juvenil”, como lo señaló una editorial del boletín de la SNJ: “miles de jóvenes le dieron vida al Frente Juvenil de Unidad Nacional [...] Ellos de-ben ser la vanguardia juvenil [...] A ellos corresponde la gran tarea de conducir a la juventud

42 En esto, sin embargo, hay un especial cuidado en deslindarse de aquel nacionalismo estatista con tintes corporativistas y presente en los grupos que los gremialistas llamaban: “los duros”.

43 “Jaime Guzmán habla del Frente Juvenil”, Qué Pasa, Santiago, 9 de septiembre, 1976, 9.

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chilena”44. Sobre la ceremonia de Chacarillas, no pocos han visto en ella notables similitudes con los actos del fascismo italiano y el nazismo alemán. Es probable que ello se deba, en parte, a que su diseño fue propuesto por alguien que vivió de cerca la experiencia del fascismo y que, tras ella, continuó reivindicando su nexo existencial y estético con aquel movimiento político y cultural: el arquitecto Vittorio Di Girólamo, descendiente de una familia italiana partidaria de Mussolini que emigró a Chile en 1948 tras el fin de la guerra45. Para Di Girólamo, la actividad era una “liturgia”, pues cumplía con ser un acto que hacía de cada participante un protago-nista, escenificando un compromiso trascendente por parte de los jóvenes46.

Desde ese año en adelante, el FJUN fue la entidad convocante de cada celebración del 10 de julio en el cerro Chacarillas. Fue tal la imbricación entre las actividades del FJUN y los intereses del Gobierno, que durante la ceremonia de 1977 Pinochet pronunció el recor-dado discurso en que se establecía por primera vez con cierto detalle una inicial propuesta de itinerario hacia la nueva institucionalidad. En aquel ascenso a Chacarillas, los gremialistas sintieron que lo que transmitía Pinochet era un triunfo de sus propuestas. Esto no era para menos, pues era el proyecto de Guzmán el que se transmitía por medio de un discurso que, según el consenso de investigadores y analistas de este tema, el propio Jaime Guzmán redactó.

El año siguiente estuvo marcado por la condena emitida por la Asamblea General de las Naciones Unidas a la “continua e inadmisible violación a los derechos humanos” en Chile. Tras este evento, ocurrido el 5 de diciembre de 1977, se intensificó el discurso oficialista que hablaba de una necesaria unidad nacional ante un mundo hostil. El FJUN fue entonces activo convocante a votar Sí en la “consulta” plebiscitaria que el régimen desarrolló el 4 de enero de 1978, con el fin de enfrentar tal presión internacional. El texto del voto entregado en aque-lla oportunidad indicaba: “Frente a la agresión internacional desatada en contra de nuestra patria respaldo al presidente Pinochet en su defensa de la dignidad de Chile y reafirmo la legitimidad del gobierno de la República para encabezar soberanamente el proceso de insti-tucionalidad del país”. Sobre la opción Sí había una bandera chilena y sobre la opción No una bandera negra. La votación no tuvo ningún tipo de control de transparencia, y el resultado fue un abrumador apoyo del 75% a la opción Sí, noticia que la prensa resaltó como un triunfo de la unidad nacional ante los ataques del mundo47.

44 “Editorial”, Boletín SNJ, Santiago, agosto, 1975, s/p.

45 Vittorio Di Girólamo, Hijo de la loba. Mis recuerdos del fascismo (Santiago: Litografía Marinetti, 1990).

46 Ver la entrevista a Vittorio Di Girólamo en: “La patria que ellos soñaron será nuestra obra”, Boletín SNJ, Santiago, 1 de agosto, 1975, s/p.

47 “Chile ganó por paliza a las Naciones Unidas”, La Tercera, Santiago, 5 de enero, 1978, 1.

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A mediados de ese año, los actos de conmemoración del Día de la Juventud fueron mar-cados por referencias patrióticas como las que emitió el entonces secretario general del FJUN, Juan Antonio Coloma —presidente de FEUC en 1977—, quien dijo en su discurso: “a seme-janza de los héroes que hoy recordamos, Chile afronta en estos días una lucha desigual. Pero de esa misma conciencia surge nuestra confianza que, igual que en el pasado, volveremos a salir siempre victoriosos, y así como el 11 de septiembre derrotamos al comunismo internacio-nal, hoy venceremos la agresión foránea”48. Al mismo tiempo, Coloma recordaba que a partir del acto del año anterior, Chacarillas ya no sólo se asociaría a la conmemoración del Día de la Juventud, sino también al trazado institucional que el Gobierno había presentado en 1977, construyendo una relación entre juventud, refundación y unidad nacional.

En el mismo contexto conmemorativo, pero al día siguiente, en la ciudad de La Serena, el coordinador del FJUN, Ignacio Astete, declaró que ante los ataques del exterior había que fortalecer un movimiento cívico de carácter “pinochetista”:

“[...] frente a la realidad de que todo lo que hemos esbozado tiene como sustento in-

transable a S.E el Presidente de la República y ante la evidencia de que él constituya

el blanco central al cual apuntan nuestros adversarios, nos declaramos hoy pública y

explícitamente pinochetistas y llamamos a todos los chilenos a estrechar filas en torno

a una movilización cívica que convierta al pinochetismo en la fuerza arrolladora que

consolidará la nueva institucionalidad democrática”49.

De algún modo, los gremialistas consideraban que tenían que unir fuerzas tras Pinochet en un momento en que el régimen recibía condenas del exterior y las Fuerzas Armadas pre-sentaban tensiones, que desencadenarían a fines de julio de 1978 la salida del general Gustavo Leigh de la Junta de Gobierno, quien ostentaba tal cargo por ser comandante en jefe de la Fuerza Aérea. En la actualidad, Astete recuerda: “El general Leigh empezó a hacer declara-ciones, y nosotros veíamos cómo aquí se podía empezar a dividir la cosa. Entonces, nosotros tomamos la decisión fundamental de darle un espaldarazo a Pinochet, en tanto cabeza del Gobierno”50. Tal “espaldarazo” se creía necesario porque, no obstante las dificultades vividas, era el momento en que se materializaba buena parte de lo que los gremialistas habían promo-vido: la idea de una nueva institucionalidad autoritaria con pluralismo limitado y el cambio

48 “Juan Antonio Coloma: Queremos seguir afianzando una sociedad libre para Chile”, El Mercurio, Santiago, 9 de julio, 1978, 16.

49 “Juventud reafirma la defensa territorial y de recursos chilenos”, El Mercurio, Santiago, 11 de julio, 1978, 1.

50 Entrevista a Ignacio Astete, Santiago, 2 de noviembre de 2011.

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del modelo de desarrollo vigente hasta 1973 por uno de Estado subsidiario respecto al libre mercado. El triunfo del proyecto propio, pensaban los gremialistas, estaba contenido en las apuestas que había hecho Pinochet, y sólo sería posible concretar y consolidar tales apuestas si las Fuerzas Armadas permanecían ordenadas tras el dictador.

En definitiva, el apoyo activo y militante al régimen, sus fundamentos —la declaración de principios como piso intransable de la futura democracia— y su proyección económica e institucional, según las apuestas gremialistas, eran los principales objetivos del FJUN. Ello se hacía desde un activismo estudiantil y barrial que apelaba a una imbricación cultural con lo militar. Esto último se manifestaba en una particular devoción por los símbolos, los personajes y las efemérides castrenses, así como por los valores militares de la reciedumbre ante el trabajo duro y firmeza ante los “enemigos de la patria” (el marxismo). De ahí que en los campamentos juveniles pusieran acento en que la voluntad y el espíritu permitían afrontar las incomodida-des, el trabajo físico agotador, e incluso la comida de mal sabor, voluntad que se juramentaba ante la bandera y la cruz en una ceremonia sumamente similar a las efectuadas por el Ejército.

De tal modo, no caben dudas de que el FJUN, desde su fundación en 1975 hasta sus últimas actividades en las celebraciones del Día de la Juventud de 1982, fue un espacio de militancia al servicio de la red política de identidad gremialista, una militancia que en aquel momento despreció la política como espacio de pugna entre antagonismos y se presentó como activismo despolitizado de una juventud unida (“como bloque monolítico”) tras la defensa de los principios del régimen, de la nueva institucionalidad autoritaria (que quedó expresada en la Constitución de 198051), del nuevo modelo de desarrollo y del líder que encabezaba tales transformaciones: Pinochet. Fue, en este último sentido, un movimiento pinochetista, aunque declaraba su lealtad fundamental con los principios redactados por Guzmán, más que con una persona en particular. Fue un movimiento político, al tiempo que un movimiento contra la política, paradoja que se debe entender en cuanto el principal motor de las inquietudes del gremialismo era el generar bases incuestionables de las relaciones entre el Estado, el mercado y la sociedad, determinando, con ello, los límites de la polí-tica. Más precisamente, fue un movimiento contra una política de libres antagonismos disputando la construcción de orden, y a favor de una política restringida, separada de lo social y sujeta a una autoridad fuerte destinada a conservar las reformas estructurales que la dictadura materializaba.

51 La Constitución fue promulgada en 1980 por medio de un plebiscito que la oposición criticó por falta de garantías democráticas y transparencia. Ésta contenía los fundamentos que Guzmán y los gremialistas venían promoviendo, como el Estado subsidiario, el pluralismo limitado, el presidencialismo fuerte y los enclaves de poder con origen no democrático —la existencia de senadores designados que fueran exmiembros de las Fuerzas Armadas y la Corte Suprema, entre otras instancias—. Posteriormente, la Constitución de 1980, que sigue rigiendo en Chile, fue sometida a varias reformas, que alteraron algunos de sus aspectos más cuestionados como los senadores designados y el pluralismo limitado. En la actualidad, su legitimidad sigue siendo un tema en discusión.

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Entretanto, la SNJ y el FJUN fueron insumos para la organización de un movimiento polí-tico que, tras el fin de la dictadura, actuó en la defensa de las transformaciones realizadas por ella. Se trataba del movimiento político que en los setenta surgió del gremialismo y que hacia 1983 conformó una estructura formal: la UDI, institución orgánica que, como se ha dicho, se transformó en partido político y hoy constituye el conglomerado con mayor representación parlamentaria de la derecha chilena.

Conclusiones

En este artículo se sostiene que para el estudio de la militancia UDI-gremialista resulta vital la comprensión del contexto cultural en que se gestó la socialización política de la ge-neración fundadora de ese partido, pues el protagonismo concreto con que emerge aquella élite juvenil es en gran parte explicable en el marco de aquella atmósfera simbólica con que el régimen quiso representar a “lo joven”: el “bloque monolítico” antimarxista de respaldo al Gobierno, el sostén vital, renovador y patriótico de la refundación nacional. Desde esa perspectiva, se buscó ilustrar ese aspecto fundamental para el estudio de la generación UDI formada por Guzmán, la misma que luego le dio continuidad al proyecto político conducien-do al partido tras la muerte de su líder.

Por todo lo anterior, recordar y estudiar aquellos discursos, actos y juramentos de estilo militar de la segunda mitad de los setenta permiten entender la trayectoria de esa generación política que aún hoy detenta la conducción de la UDI, mostrándonos el momento fundante de una cultura militante que, si bien ha experimentado cambios, no ha dejado de apelar a buena parte de los tópicos que articularon su origen dictatorial: patriotismo, unidad nacional, des-politización, protección de los “fundamentos de la sociedad libre”, que consideran arraigados en el modelo económico y la Constitución de 1980. En definitiva, este texto pretende aportar a la comprensión del Chile presente a partir del conocimiento histórico de una generación de militantes de derecha que fue protagonista de la instalación de aquel modelo económico e institucionalidad política que en gran medida permanecen vigentes.

Una generación que asumió, construyó y aprovechó una atmósfera ideológica en la que se le señaló como símbolo de una juventud renovadora, sana, que valoraba el autoritarismo como paz, esa paz como unidad y esa unidad como patriotismo. Una generación que in-vocando esos atributos conferidos por la propaganda pinochetista conoció tempranamente el poder, y en una dimensión tan radical, que se atribuyó la capacidad de deslindar el te-rreno de una “nueva política”, ello sin necesidad de disputar apoyos ni votos con aquellas otredades en receso o definitivamente prohibidas de lo que llamaban la “vieja política”. Era, sin duda, un gran poder, suficiente para montar la pregonada refundación nacional.

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El contexto descrito explica en buena parte las estrategias simbólicas de legitimación de ese poder, el modo en que se redefine “la juventud” en función de un proyecto, y cómo median-te ello se relata un futuro, ese que no podía sino ser el de una “gran nación”, siempre joven, siempre unida. Eso era lo que se transmitía por cadena nacional cada mes de julio, cuando esta élite emergente marchaba portando antorchas y cantando que el Chile por construir sería a su imagen y semejanza: “bandera y juventud”.

Bibliografía

Fuentes primarias

Archivos:

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Qué Pasa. Santiago, 1976.

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Entrevistas:

Entrevista a Astete, Ignacio. Santiago, 2 de noviembre de 2011.

Entrevista a Coloma, Juan Antonio. Valparaíso, 14 de diciembre de 2011.

Entrevista a Rojas Sánchez, Gonzalo. Santiago, 19 de abril del 2011.

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Interview: A Brief Conversation with Robert Darntondoi: dx.doi.org/10.7440/histcrit54.2014.11

Renán SilvaProfesor del Departamento de Historia de la Universidad de los An-des (Colombia). Doctor en Historia por la Universidad de París I, Panthéon-Sorbonne (Francia). [email protected]

Attempting to introduce such an outstanding and visible figure as Robert Darnton —current director of the Harvard University Library, long-time professor in the History Department at Princeton University, a great connoisseur of Diderot’s Encyclopédie Archives and of the prolongations of its history in the National Archives of France, and, finally, an informed and equanimous polemicist who has long written in the New York Review of Books— to an audience of historians or a cultivated academic public is a pointless endeavor.

Robert Darnton is well known as a great historian and a notable writer, a reputation he has merited throughout his career, from The Business of Enlightenment [1987], his astonishing book on the Enlightenment as the great business that marked the beginning of the mod-ern publishing industry, to his recent Poetry and the Police [2010], where the author explores communication networks in 18th-century Paris, and which has already been translated into Spanish. His writing career includes two masterful syntheses on cultural history and the his-tory of books: The Kiss of Lamourette [1990 in English and 2010 in Spanish] and The Case for Books [2009 in English and 2010 in Spanish]. Darnton is always an impeccable writer who treats language with dignity, makes no concessions to university jargon, and remains loyal to the idea that thinking means neither to speak nor think awkwardly. Nor does it imply re-nouncing one’s sense of humor and the repeated use of irony, but rather affirming one’s self in the idea of communicating, teaching, and learning.

As a historian of culture, books, and communication, Robert Darnton stands out for his knowledge of and fidelity to the basic rules of the historian’s trade, his deep understanding of archives, on the basis of which he constructs his research problems, and for his attention to the present and to what we can glimpse of the future in it. All of these qualities enable his studies on books and the circulation of information in the 18th century to immediately

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connect the reader with the current world of Google, the Internet, virtual universes, “infor-mation highways,” the future fate of libraries and, above all, what he calls “research libraries” —something which all university libraries are, or should be.

In anticipation of Robert Darnton’s visit to Los Andes University next November, Historia Crítica has taken advantage of this opportunity to ask the renowned historian some significant questions in the fields of cultural history, the history of books, and his own historical studies.

Renán Silva [RS]: Professor Darnton, will 18th-century French society continue to be, in its cul-tural and political dimensions, your field of observation in the coming years?

Having spent so much of my life in the eighteenth century, I feel happy and at home there. People often ask me whether I actually would have preferred to live in 18th-century France, the supreme era, according to Talleyrand, of “la douceur de vivre.” My answer is a qualified yes. If you, as a learned Professor in Bogotá, possessed the secret of magical rea-lism and could wave a wand over me, I would gladly be transported to Paris in the year 1750. However, I would insist on two conditions: place me well above the working class and the peasantry; and no toothache, please. I run across toothaches and other afflictions whenever I immerse myself in the archives. They remind me that the human condition was painful in the past, far more so than after the invention of aspirin, antibiotics, and other marvels of modern science. I know from long study that people often went hungry in early modern Europe. 250 of every 1,000 babies died before their first birthday. After the bubonic plague ceased to decimate the population in 1721, small pox took over, then cholera, then… to list the misery inflicted on humanity would turn our conversation into a lament. So I would answer that I love the wit, the naughtiness, the joie de vivre that I encounter in documents from the eighteenth century, but I have no illusions about the harshness of life for most human beings in most eras of the past.

RS: Is there any exemplary, “typical,” or particularly significant element in that period of French cultu-ral history which you have been exploring for so many years? Have you ever been tempted to delve into that same period in the history of the United States?

In my most recent book, Censors at Work: How States Shaped Literature, I wandered far outside 18th-century France and spent most of my time in 19th-century British India and 20th-century Communist East Germany. French history is particularly inviting, because the archives are so rich and the historiography is so fascinating. But the issues that have

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intrigued me —publishing and the book trade, the circulation of ideas, the development of public opinion, the sociology of literature, collective attitudes or “mentalities”— exist in other times and places, including the United States. I’m sure you have a lot to say about them in Colombia.

RS: In that small jewel of historical analysis and irony entitled “Seven Bad Reasons Not to Study Manuscripts” [Harvard Library Bulletin, 1993-1994] you suggest an opposition between libraries and archives, and offer a sharp critique of works of history that limit themselves to secondary sources and of the corresponding theoretical inflation, recalling the way in which new, well-employed documentation enriches our knowledge of the past. Is such a critique still as timeless as it was twenty years ago? Does historical analysis, in the United States at least, return to the old classic canons that recommend us to visit archives and work with primary sources?

I am delighted to learn that you have read “Seven Bad Reasons Not to Study Manuscripts,” an essay that I feared had been forgotten. I think its main point is still valid: history flourishes when historians dig deep into original sources, and it degenerates when they merely rework material that they found in secondary sources. History needs to be constantly replenished by new material extracted from the archives. By exposure to manuscript sources, historians maximize the possibility of discoveries, and they usually find them when they were not looking for them. Much of my work has resulted from co-ming across documents that opened up one subject while I was studying another. Archives are endless —the Archives Nationales de France contain hundreds of thousands of boxes that no one has ever opened— and they are endlessly rich. The advent of the Internet does not mean that archival research is outdated but rather that it can be supplemented by new methods and sources. Digitization can bring manuscripts within the range of researchers who cannot jump on a plane to Paris or Berlin or Calcutta. Technology also opens up new possibilities: data mining, word searches, the pursuit of material through hyperlinks, the use of multimedia. The new information age is making old information accessible, but it is not making archives obsolescent.

RS: Let us go for a moment to The Case for Books. Past, Present and Future which in Spanish has a subtitle that I like very much: Futuro, Presente y Pasado. In a climate of apocalyptic interpretations regar-ding the future of books and horror stories about the control of society by those who control information, your serene voice has tried to introduce some order into the debate and to avoid unnuanced analyses, but without neglecting to warn us of the possible dangers on the horizon. Professor Darnton, after your texts on The Case for Books, what do you foresee as the evolution of the “new Alexandria” built by Google?

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In 2004, Google set out to digitize all the books in the world. It aimed to create a search service so that users could enter an item in an electronic window and then find where that item occurred in a book. Snippets or small selections of text would then ap-pear on their computer screens along with references to the book. It was a great idea. But Google’s digitizing soon carried it into the domain of books covered by copyright. It was sued by the rights holders, and after three years of secret negotiations, the parties agreed on a “settlement.” The settlement transformed Google’s search service into a commer-cial library. Research libraries that had originally provided the books, free of charge, to Google were now being asked to buy back access to their own books, in digitized form, by purchasing subscriptions to Google’s data base. The price of the subscriptions could escalate as disastrously as the price for academic periodicals. Along with other heads of libraries, I protested against Google Book Search, as the project was called. I thought it represented a monopoly of a new kind, a monopoly of access to knowledge stored in electronic data bases. Fortunately, a federal court, which had to approve the settlement, declared it a violation of the Sherman anti-trust act. Therefore, Google Book Search is dead. We are now replacing it with a slightly similar project, the Digital Public Library of America or DPLA. The DPLA will make digitized collections in research libraries available to everyone, free of charge, at one click on a computer. But it will not include copyrighted books —unless, as I hope, copyright laws can be modified so as to leave room for non-commercial purposes. Modern technology makes it possible to democratize access to knowledge, but we must guard against the ever-present danger that commercial interests will take over the modes of electronic communication.

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Rappaport, Joanne. The Disappearing Mestizo. Configuring Difference in the Colonial New Kingdom of Granada. Durham/Londres: Duke University Press, 2014, 352 pp. doi: dx.doi.org/10.7440/histcrit54.2014.12

Daniel CanoHistoriador y magíster en Historia por la Pontificia Universidad Católica de Chile y candidato a doctor en Historia por Georgetown University (Estados Unidos). [email protected]

Una de las grandes diferencias entre las academias norteamericana y latinoamericana dedicadas al estudio de la historia colonial de las Américas, es el análisis de la producción y reproducción de categorías sociorraciales. En el hemisferio norte la tendencia ha estado marcada por observar la construcción de estas categorías desde un prisma cargado por la aplicación/imposición de modelos interpretativos contemporáneos, donde la pregunta sobre la raza es fundamental. La contraparte latinoamericana, por el contrario, ha enfati-zado su análisis desde una perspectiva de clase con matices, donde predominan la historia social, en algunos casos, y la visión culturalista, en otros. Cuando no lo ha hecho, es por-que ha reproducido superficialmente los métodos de análisis anglosajones centrados en categorías actuales sobre raza, encontrando en los sistemas de castas coloniales evidencia suficiente para concluir mecanismos de identificación sociológica funcionales a presu-puestos teóricos contemporáneos. The Disappearing Mestizo es una obra que logra superar esta dicotomía epistemológica, penetrando en un espacio intermedio poco explorado y, por lo mismo, considerablemente revelador.

En su investigación, Joanne Rappaport logra desafiar los supuestos teóricos tanto del Norte como del Sur, incorporando críticamente teoría antropológica sobre documentos históricos referidos a sujetos coloniales periféricos del Nuevo Reino de Granada. Mediante un método etnohistórico explora las redes de relaciones sociales de veintiún individuos de los siglos XVI y XVII. La autora fue más allá de la pregunta sobre quién era calificado o se autodetermi-naba como mestizo, buscando responder los interrogantes sobre qué es un mestizo, cuándo se origina un mestizo y cómo un individuo que experimenta dicha marca identitaria resolvía dejarla, para ocupar un conjunto de atribuciones sociorraciales pertinentes a un sujeto distin-to. El resultado fue la composición y el análisis de un corpus documental único de personajes,

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cuyas vidas develaron mecanismos de identificación sociorracial en constante adaptación en función de los diferentes contextos en los que operaron como marcadores de identidad. Como resultado, se muestra como argumento central que la categoría mestizo fue una categoría que, a medida que aumentó en términos demográficos, desapareció como identificador identitario eficaz en términos sociológicos. Dicha contradicción revela la precariedad de este concepto, así como la complejidad de la realidad colonial en su ordenamiento social, legal y simbólico.

En el primer capítulo, se explora entonces la función social del mestizo, entendida como una categoría sociorracial contextual y transitoria, la cual no sólo se define por marcadores fenotípicos sino también por identificadores religiosos y de clase. En este sentido, Rappaport decide utilizar el término calidad (p. 7) como sistema social clasificatorio, para analizar las formas en que los suje-tos históricos que estudia consiguieron transitar de una categoría a otra sin dejar de pertenecer a ambas. A partir de este concepto, esta antropóloga logra decodificar los múltiples dispositivos de camuflaje identitario que sus sujetos de estudio practicaron, consiguiendo explicar aquellos me-canismos que en el lenguaje contemporáneo serían calificados simplemente como racial passing. Asimismo, concluye que la “calidad”, más allá de constituir una etiqueta sociorracial situacional, fue un tipo de performance social cuya naturaleza estaba definida por el cambio constante.

En el capítulo dos, a través del estudio de cuatro “etnografías fragmentarias” (p. 87), se explica la ausencia del grupo mestizo, cuando es entendido como concepto sociológico inmerso en la actualidad. Por el contrario, se muestra que su volatilidad conceptual lo convirtió en una categoría social estrictamente situacional. De ahí que la metodología de investigación empleada aquí resulte innovadora y provocativa, aunque, dada la naturale-za del estilo narrativo utilizado para contar la historia de estos personajes, en ocasiones se elaboran párrafos demasiado extensos y cargados de detalles biográficos, que podrían haber sido estructurados de manera distinta con el fin de facilitar al lector la mejor com-prensión de los múltiples procesos descritos.

En el capítulo tres, la autora se hace cargo de responder la pregunta sobre género pero desde un ángulo que podría considerarse poco ortodoxo, es decir, a través del estudio etnohis-tórico de la masculinidad mestiza. En esta sección, se propone la categoría mestiza como un significante vacío, por cuanto el mestizo podía representar y ser representado como indio, es-pañol, cristiano o moro, sin dejar por eso de serlo. Aplicando lo que la antropóloga denomina ethnographic imagination, se logra recrear también escenarios etnográficos en los cuales las tex-turas de las relaciones sociales de sus actores se revelaban con mayor profundidad. Esto con el objetivo de superar la ya agotada interpretación de la fluidez identitaria, que cumplió una función clave durante el giro cultural experimentado por las humanidades y ciencias sociales en el último tercio del siglo XX. Este paso, adicional en el alcance teórico-metodológico de esta obra, constituye una de sus principales contribuciones.

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El capítulo cuatro se concentra en las historias de don Alonso de Silva y don Diego de Torres, dos caciques mestizos, urbanos, letrados y cristianos; sujetos biculturales que con facilidad lo-graron representar y ser representados con elementos de hispanidad e indianidad. A su vez, los documentos históricos trabajados develaron que ambos individuos buscaron estratégicamente legitimación social, a través del reconocimiento de sus antepasados precoloniales ligados a la nobleza Muisca. El hecho de que ambos personajes fueron a la vez mestizos, cosmopolitas, bi-lingües y alfabetos generó una serie de tensiones dentro de las comunidades de Tunja y Santafé. La preocupación que estos individuos presentaron a los grupos españoles circulaba en torno a la incapacidad de fijar en el mapa social a este nuevo tipo de liderazgos, nacidos de la mezcla entre indios nobles y conquistadores españoles, cristianos-mestizos e indígenas-idólatras.

El capítulo quinto, desde una mirada ampliamente crítica, analiza las clásicas aproxi-maciones epistemológicas respecto a la construcción de identidad por medio de elementos fisionómicos, teniendo en cuenta el color de piel como factor central de estudio. En tal senti-do, Rappaport intenta superar la categoría de “pigmentocracia” por considerarla limitada a la hora de explicar la construcción de identificadores físicos mutables y, por ende, interpre-tables situacionalmente. Practicando técnicas etnográficas de “descripción densa” (p. 172) sobre documentos históricos coloniales, se demuestra que las prácticas clasificatorias basadas en marcadores físicos fueron mucho más complejas de lo que sistemas de castas o modelos de ordenamiento pigmentocráticos lograron construir. Por lo mismo, categorías como español, indio o mestizo escaparon a la definición puramente fenotípica, dada su naturaleza contex-tual y dinámica como elementos de identificación y autorrepresentación sociorracial.

Finalmente, esta investigación concluye con un análisis crítico sobre la categoría casta, reem-plazándola por la de calidad. En esta sustitución, la autora demuestra la rigidez que el sistema de casta imponía sobre las identidades de los sujetos coloniales que comprenden su estudio; al mismo tiempo demuestra cómo el concepto de calidad ofrece mayores alternativas de interpretación, al considerar factores espaciales y temporales que afectaban la constitución de las representaciones y autorrepresentaciones que los sujetos coloniales construían transitoriamente a lo largo de sus vidas. En estos procesos se superponían no sólo factores fenotípicos y de clase, sino también lega-les, simbólicos, biológicos y de género. De ese modo, la calidad termina estableciendo un sistema performático de representaciones y autorrepresentaciones dentro de las sociedades coloniales his-panoamericanas. Como resultado de esto, Rappaport consigue desafiar con argumentos histórico/antropológicos las relaciones mecánicas entre casta y raza, así como los modelos interpretativos anclados en definiciones estáticas —y en algunos casos anacrónicas— respecto a la construcción de las identidades de los sujetos coloniales en Hispanoamérica.

Al final del libro, la autora incluye un valioso apéndice con breves biografías de los per-sonajes estudiados, separados por capítulos, así como un glosario con los términos coloniales

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de la época. Este último contribuye a la comprensión de los escenarios etnográficos que se recrean en su narración, haciendo más evidente su interpretación, sobre todo para lectores neófitos en el idioma español y la historia latinoamericana. Por último, las fuentes consultadas varían desde el Archivo General de la Compañía de Jesús (Roma), pasando por el Archivo General de Indias (Sevilla), el Archivo Histórico Nacional (Madrid) hasta el Archivo General de la Nación (Bogotá). Con base en este corpus documental extenso y de naturaleza transna-cional, Rappaport fue capaz de tejer entramados etnográficos de actores históricos coloniales periféricos. En el proceso logró desafiar además sistemas de clasificación identitarios contem-poráneos penetrando en los espacios intermedios, en aquellos silencios que la historia muchas veces intenta aprehender infructuosamente. El resultado fue este libro de gran riqueza analíti-ca que propone nuevas miradas respecto al tema de la identidad en su dimensión amplia, a la vez que abre preguntas específicas que seguramente antropólogos e historiadores dedicados al estudio del pasado colonial hispanoamericano se deleitarán en intentar responder.

Alzate Piedrahíta, María Victoria, Miguel Ángel Gómez Mendoza y Fernando Romero Loaiza. G. M. Bruño. La edición escolar en Colombia 1900-1930. Bogotá: ECOE, 2012, 220 pp. doi: dx.doi.org/10.7440/histcrit54.2014.13

Patricia Cardona Z.

Profesora asociada al Departamento de Humanidades de la Universidad EAFIT (Colombia). Doctora en Historia por la Universidad de los Andes (Colombia). Miembro del Grupo de Investigación Estudios Culturales (Categoría B en Colciencias). [email protected]

Los libros escolares en Colombia se han convertido en los últimos años en un terre-no fértil de producción académica. Abordados desde diversos enfoques y metodologías, así como en un espectro temporal amplio, su estudio empieza a visibilizar procesos que generalmente pasan desapercibidos por los historiadores. Estudiar los libros de texto per-mite confrontar “verdades historiográficas” que a menudo son sometidas a la crítica a partir de un análisis minucioso de estas producciones, que facilitan ver el detalle y el

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funcionamiento de elementos sociales y culturales concretos. Éste es el caso del período político conocido en Colombia como la Regeneración, caracterizado como ultraconserva-dor y retardatario de la modernidad, aspectos que son claramente cuestionables cuando se analizan los libros de textos utilizados, la política editorial y la circulación de libros, que pueden ser a partir de los inventarios escolares, las colecciones privadas y los catálogos de librerías, bibliotecas y editoriales, al igual que en la legislación sobre propiedad intelectual y el registro de la misma en las oficinas del gobierno.

Tradicionalmente se vieron los libros de texto como producciones académicas me-nores, que, en la mayoría de los casos, fueron consideradas vectores ideológicos con rudimentarios contenidos académicos y disciplinares, responsables, en gran medida, del adoctrinamiento político de las juventudes, como también de la inculcación de modelos educativos, políticos y culturales tradicionales y hasta caducos. Esta mirada, aunque inte-resante e innovadora en un principio, ha terminado por reducir los análisis de los libros de texto a una condición puramente ideológica, que, en ocasiones, ni siquiera tiene relación alguna con las condiciones de su producción y de su uso. Esta perspectiva, a su vez, ha redundado en una visión reduccionista de los libros escolares, pues se consideran deposi-tarios de unos poderes que deliberadamente modelan el pensamiento, las acciones y las decisiones políticas de los sujetos, quienes inermes se someten al control que condensan sus páginas. No obstante, el estudio cuidadoso de esos libros tiende a contradecir muchos de los lugares comunes que se generalizan en la historiografía colombiana.

En este sentido, el libro que se reseña, G. M. Bruño. La edición escolar en Colombia 1900-1930, del grupo de investigación en Educación y Pedagogía de la Universidad Tecnológica de Pereira, uno de los de mayor trayectoria en el país en el estudio de los libros escolares, consigue debatir algunos de los asuntos más álgidos sobre el presunto carácter retardatario de los libros en cuanto a la formación científica de la Regeneración en Colombia. Evidentemente, el hecho de que el Concordato firmado con la Santa Sede en 1887 favoreciera la llegada de comuni-dades religiosas al país y el control cultural por parte de la Iglesia católica debe ser tomado con cortapisas y estudiado cuidadosamente para no caer en falsas “verdades”, que en realidad poca relación tienen con lo que efectivamente pudo pasar.

La tesis central del texto sostiene que, en contravía de la historiografía tradicional, existió un catolicismo ilustrado en el que los Hermanos Cristianos desempeñaron un papel protagónico, gracias a la enseñanza científica a través de los libros de escolares producidos por los Hermanos Lasallistas, bajo la rúbrica de G.M Bruño. El hermano cris-tiano G. M Bruño (1834-1916) había sido uno de los más emblemáticos miembros de esta comunidad, reputado por su gran conocimiento de las matemáticas y, especialmente, por su inclinación a enseñarlas de modo didáctico y comprensible; para lograrlo dedicó

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gran parte de sus esfuerzos a escribir textos destinados a sus cursos, que posteriormente fueron usados en todos los colegios de la comunidad. También fue director general de los Hermanos Cristianos, y quien debió enfrentar el proceso de secularización que en Francia sometió a estas comunidades religiosas al control del Estado.

Los autores, para demostrar su tesis, recurren a la bibliometría y a la descripción de los principales textos de formación científica que llegaron de la mano de los Hermanos Cristianos a los colegios, que crearon y regentaron en el país en un período comprendido entre 1900 y 1930. Esta investigación resulta especialmente enriquecedora, pues, mien-tras que la mayor parte de los eruditos en libros escolares (manualística, como se le ha llamado) se centran en el estudio de un texto, que se analiza, por lo general, al margen de un conjunto mayor y de condiciones de producción, circulación y uso, este trabajo procura rescatar la importancia de un conjunto de textos que tuvieron como función la incorporación de los elementos fundamentales del saber racional y la formación científica entre las jóvenes generaciones del país. Más allá de destacar el papel de los libros de ma-temática, biología, física o aritmética, los investigadores procuraron desentrañar todo el sistema de producción, es decir, el complejo circuito que da vida a un libro y que pasa por su escritura, su edición, su impresión y su circulación.

Así, pues, gracias a la pesquisa de archivos franceses, españoles, canadienses y colom-bianos, los investigadores pudieron reconstruir la intrincada red de producción de textos que logró articular la comunidad de los Hermanos Cristianos, una multinacional que iba de Francia a España, de España a Latinoamérica, y que organizaba su producción en torno a las denominadas “procuradurías”, que cumplían la función de sello editorial, allí donde los Hermanos se veían abocados a contratar con editoriales la impresión de los textos para sus colegios. Se trató entonces de una verdadera multinacional con una efectiva dinámica de dis-tribución de los textos, en primera instancia hechos en París y, posteriormente, adoptados o hechos de manera específica para las necesidades educativas de cada uno de los países en los que tenían presencia. Señalan entonces los autores que Bruño no era una editorial en estricto sentido, sino más bien una empresa que dependía de la estructura organizacional de la comu-nidad de los Hermanos.

La importancia del hermano G. M. Bruño es notable en este texto, no sólo por sus dotes intelectuales y su gran capacidad para verter en textos aparentemente sencillos las más com-plejas elaboraciones matemáticas, sino también por su influencia en la formación científica impartida en los colegios de los Hermanos Cristianos; puesto que, gracias a su abundante y constante producción, organizó en dicha comunidad un sistema de edición de los libros que habrían de circular en todos sus centros de enseñanza. Nada hay que decir en contra de G. M Bruño, cuya importancia está todavía por ser justipreciada en los países hasta donde llegaron

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los Hermanos Cristianos; sin embargo, en este aspecto el libro de María Victoria Alzate y el grupo de investigadores que dirige es apologético y carente de una documentación que per-mita ir más allá de la visión que ha construido la propia Comunidad.

Asimismo, el volumen de información que soporta esta investigación no logra verterse de manera eficiente en el escrito, la bibliometría termina siendo subutilizada, en la medida en que queda reducida a tablas que poca explicación brindan sobre la distribución, la circulación y el uso; de igual manera, poca importancia da a las subsecuentes ediciones, que deberían ser más que una cifra; la comprobación de un sistema de distribución que, seguramente, influyó en la apropiación de la ciencia y la transformación cultural de sectores muy importantes de la sociedad. Y es que no puede ignorarse el papel central que tuvieron los libros de texto en la cir-culación de saberes y lenguajes “modernos”, su papel de mediadores entre el saber producido en el seno de la ciencia y su impartición en las aulas de clase, en donde se formaban alumnos no sólo para la producción y la técnica, sino también para la ciencia.

Lastimosamente, esta investigación, cuidadosa en cuanto a documentación, se queda corta en algunos análisis, probablemente por una razón metodológica, y es que las defi-niciones y elaboraciones conceptuales se hacen desde afuera o, explicado de manera más clara, se hacen por fuera de los contextos de uso y apropiación. En consecuencia, no se reconstruye el papel real del texto escolar en su contexto de circulación, sino bajo la mi-rada que de ellos han hecho posteriormente los estudiosos; con lo cual este estudio queda sometido a una suerte de lugar común en relación con una definición como la de libro escolar, texto escolar o manual, además de las diversas tipologías de textos didácticos ad-vertidos por la retórica, la misma que estipulaba espacios, usos y propósitos de cualquier discurso enunciado, fuera este oral o escrito, para doctos o para el vulgo.

Pese a las anotaciones señaladas, se quiere destacar la importancia de investigaciones de este tipo en la historiografía colombiana, la exploración sobre los libros que están en la base de la “memoria colectiva”, no sólo por su contenido político, sino porque ellos sentaron las bases para la formación de la ciencia y la tecnología en el país. Se quiere lla-mar entonces la atención sobre la novedad que proporciona este trabajo, en la medida en que ahonda en un sistema de producción y circulación de libros producidos en el seno de una comunidad religiosa, pero no por ello retardatarios ni en contravía de la formación moderna; incluso, como lo señalan los autores, fueron abanderados en la “conducción de grupos científicos y en la creación de una tradición científica nacional”, gracias a la divul-gación del saber disciplinar en la educación a través de las ediciones de Bruño y la Editorial Bruño. Trabajos de este tipo ayudan a desembrollar piezas confusas del pasado, haciendo de la aparente simpleza de un texto escolar, un objeto de investigación que abre inmensos horizontes para explicar lo que somos, comprendiendo lo que fuimos.

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Polanyi, Karl. Textos escogidos. Estudios introductorios de Jean-Louis Laville, Marguerite Mendell, Kari Polanyi Levitt y José Luis Coraggio. Buenos Aires: CLACSO, 2012, 352 pp. DOI: dx.doi.org/10.7440/histcrit54.2014.14

Juan Manuel

Solari

Licenciado en Comercio Internacional por la Universidad Nacional de Quilmes (UNQ) (Argentina). Becario-Investigador del Centro de Estudios de la Argentina Rural (CEAR-UNQ). [email protected]

Este libro es una selección de ensayos, inéditos hasta ahora en lengua española, del re-conocido historiador económico Karl Polanyi. Esta renovada preocupación por la literatura polanyiana, en palabras de Jean-Louis Laville, quien introduce esta compilación en compañía de Marguerite Mendell, Kari Polanyi Levitt y José Luis Coraggio, se fundamenta principal-mente en su enfoque institucionalista de la economía1. A ésta la define como resultado de las instituciones de la sociedad, teniendo como objetivo satisfacer las necesidades humanas y suponiendo la interacción entre el hombre y la naturaleza. Su posición, que el propio autor llama “significado sustantivo”, se aleja entonces del “significado formal” propio de las teorías económicas ortodoxas que restan importancia al papel de la historia social en la conformación del sistema económico (pp. 87-112).

Polanyi, habiendo estudiado la economía de la antigua Grecia de Aristóteles (pp. 114-142) y la antropología de las tribus de Nueva Guinea de Thurnwald y Malinowski2, se distancia de lo que consideraba un orden “etapista” desarrollado por los economistas liberales y por los marxistas (pp. 151-153). De ahí que considere que la economía se encuentra unificada por una serie de formas de integración, identificadas como “intercambio”, “redistribución” y “re-ciprocidad”. No se trataría de etapas sucesivas o lineales, ya que no representan una secuencia temporal, y es posible que coexistan estando unas subordinadas a las otras. Sin embargo, como bien señala Coraggio, la perspectiva institucionalista de Polanyi no es capaz de sustituir el concepto marxista de modos de producción, debido a que sus reflexiones sobre la tecnología

1 Jean-Louis Laville, “Actualidad de Karl Polanyi”, en Textos escogidos, 13-20.

2 Karl Polanyi, La gran transformación (Buenos Aires: FCE, 2011), 94.

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no cubren por completo la cuestión de las instituciones generales de la sociedad3. Incluso, una lectura más fina de sus conceptos permitiría inferir que concibe a la máquina como un determinante exógeno del origen de la sociedad de mercado (pp. 310-316). Al mismo tiempo, los principios de integración que enumera tampoco ilustran la complejidad de una sociedad contemporánea, ya que, al estar referidos concretamente a la circulación/redistribución, casi no tiene en cuenta a la producción misma (pp. 293-307).

Polanyi está convencido de que organizar la economía con base en el mercado autorre-gulado es tanto una noción utópica como una tendencia autodestructiva, y, tal como señala Coraggio, se anticipa a los efectos que actualmente se observan en el capitalismo globalizado4. En la época en que desarrolla sus trabajos el autor, al iniciarse el siglo XX, estas secuelas atraviesan el liberalismo y derivan en diversas respuestas políticas, procurando reintegrar socialmente a la economía. Por eso, quizá el concepto más famoso de Polanyi sea el de “en-castramiento” de las dimensiones económica y democrática, sumado al carácter móvil, que define como un “doble movimiento”. Así es como este autor postula una tensión entre las ten-dencias al “desencastramiento” de ambas esferas, impulsado por el mercado autorregulador, y la tendencia inversa al “reencastramiento”, por parte de las fuerzas sociales. Sin embargo, a pesar de las fuertes críticas que realiza a la lógica autorreguladora, Polanyi tampoco acepta la economía centralizadora de la entonces URSS. En cuanto su argumento no está sustentado en la supuesta ineficacia, sino en el atentado que supone contra la libertad y la responsabili-dad de los individuos. Por lo tanto, su teoría económica socialista intenta alejarse del mercado autorregulado y del socialismo centralizado5.

De todas maneras, el autor festeja la ruptura de Iósif Vissariónovich Stalin con la revolución mundial para dedicarse al socialismo en un solo país, proponiendo una coe-xistencia pacífica entre los anglo-americanos y los soviéticos (pp. 273-282). No obstante, como bien señalan Mendell y Polanyi Levitt, esto subestima el carácter globalizante que tiene el capitalismo como equivalente de la democracia6. Según Polanyi, la clave de la superación de la sociedad industrial está en introducir el principio democrático en la esfera económica, mediante la gradual abolición de la propiedad privada de los medios de producción. Esta “solución socialista”, tal como la define, se contrasta con la “solución fascista”, que implica la abolición de la democracia y la preservación del capitalismo.

3 José Luis Coraggio, “Karl Polanyi y la otra economía en América Latina”, en Textos escogidos, 47-78.

4 José Luis Coraggio, “Karl Polanyi”, 47-78.

5 Karl Polanyi, La gran transformación, 297.

6 Marguerite Mendell y Kari Polanyi Levitt, “Karl Polanyi: su vida y época”, en Textos escogidos, 21-46.

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Así se distancia de las concepciones marxistas (pp. 231-234), desarrolladas principal-mente por Vladimir Lenin7 y Rosa Luxemburgo8 —aunque presentes también en Karl Marx9—, que plantean la democracia liberal como una superestructura ideal para el capitalismo moderno.

De acuerdo con la hipótesis planificada por Polanyi, con el desarrollo de la sociedad capitalista, la irrupción de los partidos socialistas en el parlamentarismo inclina la ba-lanza ante la tendencia autodestructiva del mercado autorregulado. No es de extrañar este posicionamiento si se tienen en cuenta, como señalan también Mendell y Polanyi Levitt, el acercamiento que el autor tiene a la teoría económica de Keynes y su fascinación por el intervencionismo estatal del New Deal norteamericano10. En tal sentido, el rol que ocu-pan las masas obreras se vuelve central en el impulso hacia la “solución socialista” que postula Polanyi. Por lo que reivindica la celebración a la “gente común” de Jean-Jacques Rousseau (pp. 317-326), encargada de llevar de manera irresistible a toda la humanidad hacia una nueva era (pp. 261-270), tal como postula el socialismo utópico de Robert Owen. A su vez, esta concepción lo acerca a la sociedad sin clases que busca el marxismo, pero, influenciado por el cristianismo, también critica la supuesta limitación de que esta teoría adolece al no guiar a la humanidad llegada esa instancia.

En su intento de construir una teoría positiva de la economía socialista, Polanyi tiene un nuevo acercamiento a la teoría de Marx; sin embargo, este contacto es conflictivo y es-tá muy vinculado al desarrollo de su madurez intelectual. Inicialmente, este autor rechaza al marxismo por el supuesto determinismo de la teoría materialista, seguramente influido por las lecturas estalinistas de su época que plantean el comunismo por etapas11. Aunque, al interiorizar los Manuscritos económico-filosóficos de 1844, puede encontrar una suerte de re-flejo en el desarrollo del fetichismo de la mercancía, la cosificación y la alienación con sus propias ideas sobre la dislocación social y el “autoextrañamiento” de la clase trabajadora (pp. 251-260). Como bien deducen Mendell y Polanyi Levit, el aborrecimiento que com-parten Polanyi y Marx por el capitalismo tiene orígenes distintos: mientras que la teoría

7 Vladimir Lenin, El Estado y la revolución (Buenos Aires: Prometeo Libros, 2008), 13.

8 Rosa Luxemburgo, “Affaire Dreyfus et cas Millerand”, Cahiers de la Quinzaine 11 (1899): s/p. [Edición digital], <http://www.marxists.org/francais/luxembur/works/1899/rl189900a.htm>.

9 Karl Marx, El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado (s/e.: Biblioteca Virtual Espartaco, 2000), [Edición digital], <http://www.marxists.org/espanol/m-e/1880s/origen/el_origen_de_la_familia.pdf>.

10 Marguerite Mendell y Kari Polanyi Levitt, “Karl Polanyi”, 21-46.

11 Rolando Astarita, Economía política de la dependencia y el subdesarrollo. Tipo de cambio y renta agraria en la Argentina (Bernal: Universidad Nacional de Quilmes, 2010), 23.

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marxista se preocupa por el carácter explotador del sistema, Polanyi está más interesado en la deshumanización de los obreros. A su vez, abandona la teoría económica marxista (pp. 261-270), rechazando la teoría del valor-trabajo y todo su desarrollo. Así, termina recurriendo a la teoría subjetiva del valor, de la escuela neoclásica, o a la teoría cartalista de creación exógena del dinero que populariza Keynes.

En conclusión, y en concordancia con lo sugerido por Coraggio, esta colección de manuscritos de Karl Polanyi constituye una importante contribución al desarrollo de una crítica a la teoría ortodoxa; sus postulados, a pesar de las limitaciones ya tratadas aquí, aportan al debate sobre qué economía se desea. Si estos pensamientos se contrastan con la teoría marxista y otros autores heterodoxos, se puede plantear un debate realmente enriquecedor que aporte a la construcción de una alternativa superadora del sistema ca-pitalista y su nefasta realidad.

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NotilibrosEn su larga vida, la institución matrimonial no ha permanecido inmutable. ¿Qué inf luencia tuvieron en su conformación la Iglesia y la sociedad feudal? En esta obra ya clásica, el gran historiador francés Georges Duby demuestra una vez más que la historia no sólo se escribe desde los sucesos relevantes y espectaculares como las guerras, las conquistas o los descubrimientos, sino también desde el estudio de lo cotidiano. El caballero, la mujer y el cura aborda la conformación del sistema matrimonial del Occidente cristiano y cómo la unión conyugal se convierte en ref lejo del equilibrio de poderes de la sociedad feudal: la relación entre señores y vasallos reproducida en la relación marido-mujer y el papel ordenador, en lo moral y en lo jurídico, de la Iglesia. Pero la unión conyugal controlada por el clero no logra imponerse más que tras una larga lucha entre los señores feudales y la Iglesia que culmina en el siglo XII.

Cuando en 1520, durante la expedición de Fernando de Magallanes a las islas Molucas, se nombró a Tierra del Fuego, la designación no correspondía a ningún territorio delimitado. El nombre de ese sitio inexplorado denominaba una región imaginada. Sin embargo, en ese momento se iniciaba su apropiación simbólica y la creación de una identidad que sólo será inteligible varios siglos más tarde. ¿Es posible hablar de un lugar llamado fin del mundo? ¿Dónde se ubica y con respecto a qué otro sitio? Para responder estas cuestiones, Guillermo Giucci se interna en un complejo entramado de voces que, si bien son ajenas a ese espacio ubicado en el confín austral de América, lo idean y lo construyen. De este modo, Tierra del Fuego reconstruye y analiza un viaje incesante de cinco siglos, a través de cartas y crónicas de exploradores; de tratados y ensayos de viajeros, filósofos y científicos; de mapas, fotografías y filmes.

El propósito general de esta obra fue registrar en la memoria documental y bibliográfica de Colombia un conjunto de piezas o diplomas representativos del discurso médico de finales del siglo XVIII y comienzos del XIX. Aunque su sola descripción constituye un ejercicio muy valioso dado su poco conocimiento en la historiografía nacional, por la importancia de las nociones contenidas en estos registros y considerando la trascendencia para el decurso de la medicina del momento en el cual fueron producidos, se impuso la necesidad de agudizar el análisis. No hay que olvidar que, específicamente en la segunda mitad del siglo XVIII, la medicina comenzó a rebasar el discurso de años anteriores, es decir, las demandas del enfermo, para ocuparse de la salud pública y de conocimientos particulares del saber médico. 

Duby, Georges.

El caballero, la mujer y el cura. El matrimonio en la Francia

feudal.

Madrid: Taurus, 2013, 336 pp.

isbn: 978-843-060-207-0

Giucci, Guillermo.

La Tierra del Fuego: la creación

del fin del mundo.

Buenos Aires: FCE, 2014, 350 pp.

isbn: 978-987-719-015-1

Restrepo Zea, Estela, Ona Vileikis y Andrés Escobar,

editores.

Biblioteca médica neogranadina

1755-1833, tomos I y II.

Bogotá: Universidad Nacional de Colombia, 2013, 842 pp.

isbn: 978-958-761-609-5 (tomo I); 978-958-761-610-1 (tomo II)

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240 Notilibros

Historia Critica No. 54, Bogotá, septiembre - diciembre 2014, 264 pp. issN 0121-1617 pp 239-241

Entre 1810 y 1825, América Latina se vio convulsionada por una ola revolucionaria que hizo colapsar al imperio español en la región. España y la Independencia de Colombia, 1810-1825 presenta un estudio de este proceso en una de las colonias españolas: el virreinato de la Nueva Granada, la actual República de Colombia. Para efectos de esta investigación, Rebecca Earle, especialista en historia hispanoamericana, utilizó una gran cantidad de documentos españoles nunca antes explorados con el fin de ofrecer una nueva visión de la lucha de Colombia para independizarse de España y sugiere que los realistas españoles maquinaron su propia derrota sin darse cuenta de ello. Así, el libro presenta una explicación revisionista de por qué y cómo España perdió esta colonia.

Dario Gamboni realiza, en este examen integral de la iconoclasia moderna, una nueva evaluación de los motivos y circunstancias que hay detrás de los ataques deliberados —tanto por instituciones como por individuos— contra edif icios públicos, iglesias, esculturas, pinturas y otras obras de arte en los dos últimos siglos. La destrucción del arte, que abarca un ámbito internacional e incluye casos ciertamente cómicos y otros muy inquietantes, es, en def initiva, un ilustrativo ensayo sobre las def iniciones, en perpetuo cambio y conf licto, del propio arte. Geográf ica y cronológicamente, este estudio se centra en el mundo occidental después de la II Guerra Mundial. Pero aspira a indagar la historicidad y especif icidad de la situación en la cual nos encontramos nosotros mismos, para lo cual aborda también el siglo XIX y los comienzos del XX así como (si bien de forma mucho menos extensa) otras partes del mundo.

Los cambios en las políticas del gobierno de México desde 1990 hacia los más de 30 millones de mexicanos y mexicano-americanos residentes en Estados Unidos, destacan la importancia de la diáspora mexicana para ambos países dado su tamaño, su poder económico y su creciente participación política transnacional. Este estudio describe cómo las políticas del gobierno mexicano relacionadas con la emigración desde 1848 han estado determinadas por cambios en la relación bilateral México-Estados Unidos y cómo la dinámica de esta relación ha inf luido de manera determinante en las estrategias mexicanas para relacionarse con la población migrante en Estados Unidos. Este análisis histórico y desde un enfoque de relaciones internacionales, permite evaluar los objetivos implícitos y explícitos del reciente activismo del gobierno respecto a la protección de los derechos de los migrantes y la vinculación con la diáspora.

Earle, Rebecca.

España y la independencia de Colombia, 1810-1825.

Bogotá: Uniandes, 2014, 252 pp.

isbn: 978-958-695-986-5

Gamboni, Dario.

La destrucción del arte. Iconoclasia y vandalismo desde la

Revolución Francesa.

Madrid: Cátedra, 2014, 464 pp.

isbn: 978-84-376-3232-2

Délano, Alexandra.

México y su diáspora en Estados Unidos. Las políticas de

emigración desde 1848.

Traducido por Mario A. Zamudio Vega. México: El Colegio de

México, 2014, 425 pp.

isbn: 978-607-462-562-2

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241Notilibros

El desarrollo de la mayor crisis del capitalismo desde los tiempos de la Gran Depresión ha despertado un renovado interés por la obra del gran pensador de la izquierda, interés sustentado en la necesidad de comprender las razones estructurales de la explosiva desigualdad global que padecemos. Durante cuarenta años, Davis Harvey ha impartido cursos y  conferencias sobre El Capital, hasta el punto de convertirse en uno de los más acreditados conocedores de la obra de Karl Marx. Sobre esta base, este libro pretende servir de guía introductoria y acercar la obra y el pensamiento de Marx a un público más amplio, acompañando a los primeros lectores de El Capital por los vericuetos de un texto fascinante y, a menudo, desconocido.

Fruto de un feliz y extraño encuentro entre Zygmunt Bauman, uno de los más importantes pensadores contemporáneos, y Gustavo Dessal, reputado psicoanalista a ambos lados del Atlántico, nace este ensayo escrito a cuatro manos. El retorno del péndulo se presenta como un diálogo en la intersección entre la sociología y el psicoanálisis tomando como punto de partida la figura de Sigmund Freud. Una conversación, a través del intercambio de textos y correos electrónicos, que va más allá de explorar las similitudes entre las dos citadas ramas del saber y que es un ejemplo de lo productivo que puede ser el diálogo entre disciplinas para analizar y entender una realidad que es poliédrica. Un libro, en fin, que sigue de algún modo el titubeante ritmo de un debate y que invita a reflexionar de manera incesante sobre la sociedad en la que vivimos.

Asistimos a un momento de censura histórica; uno de esos largos períodos —como fueron el último tercio del siglo XIX, o el período comprendido entre el crack de 1929 y el fin de la Segunda Guerra Mundial— en los cuales la crisis y la transformación capitalistas se entrelazan con cambios parejos en los movimientos sociales y políticos. Tiempos de rupturas y esperanzas, aún cuando resulte difícil discernir qué perdurará de lo nuevo y qué será lo que fenezca de lo viejo. Hegemonías aborda estas grandes transformaciones con una intención bien definida: pensar históricamente nuestro propio presente y futuro. Apoyado en las reflexiones y los análisis madurados a la luz de estas mutaciones, Xavier Domènech Sampere analiza los viejos y nuevos movimientos de resistencia —alumbrando en especial el fenómeno del 15M y su estela—, y radiografía con brillantez la crisis de hegemonía en la que estamos inmersos. 

Harvey, David.

Guía de El Capital de Marx. Libro

primero.

Madrid: Akal, 2014, 336 pp.

isbn: 978-84-460-3941-9

Bauman, Zygmunt y Gustavo

Dessal.

El retorno del péndulo. Sobre psicoanálisis y el futuro del

mundo líquido.

Buenos Aires: FCE, 2014, 162 pp.

isbn: 978-987-719-011-3

Domènech Sampere, Xavier.

Hegemonías. Crisis, movimientos de resistencia y procesos políticos

(2010-2013).

Madrid: Akal, 2014, 320 pp.

isbn: 978-84-460-3961-7

Hist. Crit. No. 54, Bogotá, septiembre - diciembre 2014, 264 pp. ISSN 0121-1617 pp 239-241

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242 Índices cronológico/alfabético de autores/temático

Historia Critica No. 54, Bogotá, septiembre - diciembre 2014, 264 pp. issN 0121-1617 pp 242-245

Índices cronológico/alfabético de autores/temático

No. 52: enero-abril de 2014

Dossier: El patronato de la Iglesia americana: de la Monarquía a los Estados nacionalesEnríquez, Lucrecia Raquel y Rodolfo Aguirre. Presentación del dossier “El patronato de la Iglesia americana: de la Monarquía a los Estados nacionales”, 13-20.

Enríquez, Lucrecia Raquel. ¿Reserva pontificia o atributo soberano? La concepción del patronato en disputa. Chile y la Santa Sede (1810-1841), 21-45.

Ríos Zúñiga, Rosalina. El ejercicio del patronato y la problemática eclesiástica en Zacatecas durante la Primera República Federal (1824-1834), 47-71.

Martínez, Ignacio. Circulación de noticias e ideas ultramontanas en el Río de la Plata tras la instalación de la primera nunciatura en la América ibérica (1830-1842), 73-97.

Cortés Guerrero, José David. Las discusiones sobre el patronato en Colombia en el siglo XIX, 99-122.

Kingman Garcés, Eduardo y Ana María Goetschel. El presidente Gabriel García Moreno, el Concordato y la administración de poblaciones en el Ecuador de la segunda mitad del siglo XIX, 123-149.

Espacio estudiantilHernández Méndez, Sebastián. El patronato en la erección de la diócesis de Montevideo: el caso del Cabildo Eclesiástico y el Seminario Conciliar, 153-175.

Tema abiertoQuiroga Zuluaga, Marcela. El proceso de reducciones entre los pueblos muiscas de Santafé durante los siglos XVI y XVII, 179-203.

Chicangana-Bayona, Yobenj Aucardo y Juan Camilo Rojas Gómez. El príncipe del arte nacional: Gregorio Vásquez de Arce y Ceballos interpretado por el siglo XIX, 205-230.

Castro C., Luis. La conformación de la frontera chileno-boliviana y los campesinos aymarás durante la chilenización (Tarapacá, 1895-1929), 231-251.

No. 53: mayo-agosto de 2014

Tema abiertoValenzuela Márquez, Jaime. Indios urbanos: inmigraciones, alteridad y ladinización en Santiago de Chile (siglos XVI-XVII), 13-34.

Índice cronológico

Page 246: Historia critica no 54

243Índices cronológico/alfabético de autores/temático

Hist. Crit. No. 54, Bogotá, septiembre - diciembre 2014, 264 pp. issN 0121-1617 pp 242-245

Fradkin, Raúl O. La revolución, los comandantes y el gobierno de los pueblos rurales. Buenos Aires, 1810-1822, 35-59.

Reza, Germán A. de la. El Congreso anfictiónico en la ciudad de México a la luz de un documento inédito (1826-1828), 61-81.

Galarza, Antonio. “Un nuevo puerto para Buenos Aires”. La boca del río Salado como alternativa a los bloqueos portuarios en el Río de la Plata (1830-1850), 83-107.

Carrizo, Gabriel. La educación corporal salesiana en la Gobernación Militar de Comodoro Rivadavia, 1944-1955, 109-128.

Purcell, Fernando. Connecting Realities: Peace Corps Volunteers in South America and the Global War on Poverty during the 1960s, 129-154.

Nieto Ortiz, Pablo Andrés. El reformismo doctrinario en el Ejército colombiano: una nueva aproximación para enfrentar la violencia, 1960-1965, 155-176.

Cavaco, Suzana. Oportunidades e constrangimentos: imprensa portuguesa nos últimos anos do regime autoritário (1968-1974), 177-198.

Espacio estudiantilRodríguez, Nelson Eduardo. La teoría sobre la naturaleza del hombre y la sociedad en el pensamiento de Robert Owen como base del socialismo británico (1813-1816), 201-223.

No. 54: septiembre-diciembre de 2014

Dossier. Temas diversos desde diferentes geografíasHering Torres, Max S. Presentación del dossier “Temas diversos desde diferentes geografías”, 13-19.

Bernand, Carmen. Identificaciones: músicas mestizas, músicas populares y contracultura en América (siglos XVI-XIX), 21-48.

Portillo, José María. Proyección historiográfica de Cádiz. Entre España y México, 49-74.

Hartog, François. El nombre y los conceptos de historia, 75-87.

Krameritsch, Jacob. In memoriam Hipertexto. Sobre el surgimiento y el ocaso de las redes narrativas a lo largo de la historia, 89-105.

Hunt, Lynn. Modernity: Are Modern Times Different?, 107-124.

Ruiz-Domènec, José Enrique. Un pedazo de la vida: los senderos de un medievalista europeo para el siglo XXI, 125-141.

Espacio estudiantilArroyo, Claudia Viviana. Sociabilidades en los inicios de la vida republicana, Nueva Granada 1820-1839, 145-168.

Tema abiertoPalacios, Jacob Alfredo. Antecedentes históricos de la “Abogacía Telúrica” desarrollada en Chile entre los siglos XVI y XIX, 171-193.Muñoz Tamayo, Víctor. “Chile es bandera y juventud”. Efebolatría y gremialismo durante la primera etapa de la dictadura de Pinochet (1973-1979), 195-219.

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244 Índices cronológico/alfabético de autores/temático

Historia Critica No. 54, Bogotá, septiembre - diciembre 2014, 264 pp. issN 0121-1617 pp 242-245

Chilenización (Castro, No. 52)Ciudad (Valenzuela Márquez, No. 53)Ciudad de México (Reza, No. 53)Clero (Martínez, No. 52)Colombia (Cortés Guerrero, No. 52)Comercio (Galarza, No. 53)Comportamiento religioso (Palacios Roa, No. 54)Concordato (Kingman y Goetschel, No. 52)Congreso anfictiónico (Reza, No. 53)Constitución de Cádiz (Portillo Valdés, No. 54)Constitucionalismo (Portillo Valdés, No. 54)Control de la comunicación (Cavaco, No. 53)Control social (Kingman y Goetschel, No. 52)Cuerpos de Paz (Purcell, No. 53)Cunas (Rodríguez, No. 53)Danzantes (Bernand, No. 54)Darién (Rodríguez, No. 53)Desarrollo comunitario (Purcell, No. 53)Desastres (Palacios Roa, No. 54)Dictadura (Muñoz Tamayo, No. 54)Diócesis (Hernández Méndez, No. 52)Discurso corporal (Carrizo, No. 53)Doctrina política (Muñoz Tamayo, No. 54)Ecuador (Kingman y Goetschel, No. 52)Edad Media (Ruiz-Domènec, No. 54)Ejército (Nieto Ortiz, No. 53)Elecciones (Arroyo, No. 54)Élite cultural (Arroyo, No. 54)Era global (Ruiz-Domènec, No. 54)España (Portillo Valdés, No. 54)Espectáculos (Bernand, No. 54)Expedición militar (Rodríguez, No. 53)Experiencias de historiador (Ruiz-Domènec, No. 54)Federalismo (Ríos Zúñiga, No. 52)Frontera chileno-boliviana (Castro, No. 52)Global (Purcell, No. 53)Gobernabilidad (Fradkin, No. 53)Gobierno local (Fradkin, No. 53)Gregorio Vásquez de Arce y Ceballos (Chicangana-

Bayona y Rojas, No. 52)Guerra Fría (Purcell, No. 53)Guerra revolucionaria (Nieto Ortiz, No. 53)Hipertexto (Krameritsch, No. 54)Historia (Hartog, No. 54; Krameritsch, No. 54; Hunt,

No. 54)Historia colonial (Quiroga Zuluaga, No. 52)Historia cultural (Ruiz-Domènec, No. 54)Historiografía (Portillo Valdés, No. 54)Identidad (Valenzuela Márquez, No. 53)Identificación (Bernand, No. 54)

Índice alfabético de autores

Índice temático

Acceso a la información (Cavaco, No. 53)Agricultores (Arroyo, No. 54)Amerindios (Valenzuela Márquez, No. 53)Argentina (Martínez, No. 52; Galarza, No. 53;

Carrizo, No. 53) Artesanos (Arroyo, No. 54)Asociación (Arroyo, No. 54)Autonomía militar (Nieto Ortiz, No. 53)Aymarás (Castro, No. 52)Biografía (Ruiz-Domènec, No. 54)Bloqueo (Galarza, No. 53)Buenos Aires (Fradkin, No. 53; Galarza, No. 53)Chile (Enríquez, No. 52; Palacios Roa, No. 54;

Muñoz Tamayo, No. 54)

Aguirre, Rodolfo (No. 52)Arroyo, Claudia Viviana (No. 54)Bernand, Carmen (No. 54)Carrizo, Gabriel (No. 53)Castro C., Luis (No. 52)Cavaco, Suzana (No. 53)Chicangana-Bayona, Yobenj Aucardo (No. 52)Cortés Guerrero, José David (No. 52)Enríquez, Lucrecia Raquel (No. 52)Fradkin, Raúl O. (No. 53)Galarza, Antonio (No. 53)Goetschel, Ana María (No. 52)Hartog, François (No. 54)Hering Torres, Max S. (No. 54)Hernández Méndez, Sebastián (No. 52)Hunt, Lynn (No. 54)Kingman Garcés, Eduardo (No. 52)Krameritsch, Jacob (No. 54)Martínez, Ignacio (No. 52)Muñoz Tamayo, Víctor (No. 54)Nieto Ortiz, Pablo Andrés (No. 53)Palacios Roa, Jacob Alfredo (No. 54)Portillo Valdés, José María (No. 54)Purcell, Fernando (No. 53)Quiroga Zuluaga, Marcela (No. 52)Reza, Germán A. de la (No. 53)Ríos Zúñiga, Rosalina (No. 52)Rodríguez, Nelson Eduardo (No. 53)Rojas Gómez, Juan Camilo (No. 52)Ruiz-Domènec, José Enrique (No. 54)Valenzuela Márquez, Jaime (No. 53)

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245Índices cronológico/alfabético de autores/temático

Hist. Crit. No. 54, Bogotá, septiembre - diciembre 2014, 264 pp. issN 0121-1617 pp 242-245

Ideología (Muñoz Tamayo, No. 54)Imágenes de culto (Palacios Roa, No. 54)Juventud (Muñoz Tamayo, No. 54) Liderazgo político (Fradkin, No. 53)Masculinidad (Carrizo, No. 53)Medio rural (Fradkin, No. 53)Mestizajes culturales (Bernand, No. 54)México (Ríos Zúñiga, No. 52; Reza, No. 53; Portillo

Valdés, No. 54)Migración (Valenzuela Márquez, No. 53)Milagros (Palacios Roa, No. 54)Mito (Chicangana-Bayona y Rojas, No. 52)Modernidad (Hunt, No. 54)Modernidad católica (Kingman y Goetschel, No. 52)Montevideo (Hernández Méndez, No. 52)Multiculturalismo (Valenzuela Márquez, No. 53)Mundo atlántico (Rodríguez, No. 53)Música (Bernand, No. 54)Nación (Chicangana-Bayona y Rojas, No. 52)Narración (Krameritsch, No. 54)Nueva Granada (Quiroga Zuluaga, No. 52)Participación política (Muñoz Tamayo, No. 54)Patagonia central (Carrizo, No. 53)Patronato (Enríquez, No. 52; Ríos Zúñiga, No. 52; Cortés

Guerrero, No. 52; Hernández Méndez, No. 52)Patronato republicano (Enríquez, No. 52; Cortés

Guerrero, No. 52)Periódicos (Cavaco, No. 53)Pintura (Chicangana-Bayona y Rojas, No. 52)Pobreza (Purcell, No. 53)Portugal (Cavaco, No. 53)Provincia de Santafé (Quiroga Zuluaga, No. 52)Pueblos de indios (Quiroga Zuluaga, No. 52)

Puerto (Galarza, No. 53)Recursos productivos (Castro, No. 52)Redes digitales (Krameritsch, No. 54)Reducciones (Quiroga Zuluaga, No. 52)Reformas militares (Rodríguez, No. 53)Régimen de historicidad (Hartog, No. 54)Relación Iglesia-educación (Carrizo, No. 53)Relación Iglesia-Estado (Ríos Zúñiga, No. 52; Martínez,

No. 52; Cortés Guerrero, No. 52; Hernández Méndez, No. 52)

Santa Sede (Enríquez, No. 52; Martínez, No. 52)Santiago de Chile (Valenzuela Márquez, No. 53)Siglo XIX (Ríos Zúñiga, No. 52; Martínez, No. 52; Cortés

Guerrero, No. 52; Hernández Méndez, No. 52; Chicangana-Bayona y Rojas, No. 52; Castro, No. 52; Reza, No. 53; Galarza, No. 53)

Siglo XX (Castro, No. 52)Simón Bolívar (Reza, No. 53)Sismos (Palacios Roa, No. 54)Soberanía (Enríquez, No. 52; Kingman y Goetschel,

No. 52)Subordinación política (Nieto Ortiz, No. 53)Sudamérica (Purcell, No. 53)Teoría de la historia (Hartog, No. 54; Ruiz-Domènec,

No. 54)Tiempo (Hartog, No. 54; Hunt, No. 54)Tiempos modernos (Hunt, No. 54)Tradición (Chicangana-Bayona y Rojas, No. 52;

Hunt, No. 54)Ultramontismo (Martínez, No. 52)Violencia (Nieto Ortiz, No. 53)Web (Krameritsch, No. 54)Zacatecas (Ríos Zúñiga, No. 52)

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246 Acerca de la Revista

Historia Critica No. 54, Bogotá, septiembre - diciembre 2014, 264 pp. ISSN 0121-1617 pp 246

Historia Crítica es la revista del Departamento

de Historia de la Universidad de los Andes

(Bogotá, Colombia). Cumple con sus lectores

desde su creación en 1989.

La revista Historia Crítica tiene como objetivo

publicar artículos inéditos de autores nacionales

y extranjeros, que presenten resultados de

investigación histórica o balances historiográficos,

así como reflexiones académicas relacionadas con

los estudios históricos. La calidad de los artículos

se asegura mediante un proceso de evaluación

interno y externo, el cual es realizado por pares

académicos nacionales e internacionales.

La revista cuenta con la siguiente estructura: un

director, un editor, un asistente editorial, un comité

editorial y un comité científico, que garantizan

la calidad y pertinencia de los contenidos de la

revista. Los miembros de los comités son evaluados

anualmente en función de sus publicaciones en otras

revistas nacionales e internacionales.

Historia Crítica contribuye al desarrollo de la

disciplina histórica en un país que necesita fortalecer

el estudio de la Historia y el de todas las Ciencias

Sociales para la mejor comprensión de su entorno

social, político, económico y cultural. En este sentido,

se ha afianzado como un punto de encuentro para

la comunidad académica nacional e internacional,

logrando el fortalecimiento de la investigación.

El público de la revista Historia Crítica está

compuesto por estudiantes de pregrado y postgrado

y por profesionales nacionales y extranjeros, como

insumo para sus estudios y sus investigaciones

en Historia y en Ciencias Sociales, así como por

personas interesadas en los estudios históricos.

Palabras clave: historia, ciencias sociales,

investigación, historiografía.

Las secciones de la revista son las

siguientes:

La Carta a los lectores o Presentación del

Dossier informa sobre el contenido del número y

la pertinencia del tema que se está tratando.

La sección de Artículos divulga resultados

de investigación y balances historiográficos. Esta

sección se divide en tres partes:

• El Dossier reúne artículos que giran alrededor

de una temática específica, convocada

previamente por el Equipo Editorial.

• En Tema abierto se incluyen artículos sobre

variados intereses historiográficos, distintos a

los que reúne el dossier.

• El Espacio estudiantil publica artículos

escritos por estudiantes de pregrado o maestría

adscritos a diversas universidades. Si el tema del

artículo corresponde con el del dossier, se ubica

como último artículo del mismo; si no es el caso,

se ubica al final del Tema abierto.

Las Reseñas y los Ensayos bibliográficos

ponen en perspectiva publicaciones historiográficas

recientes.

Los Notilibros ofrecen una breve

descripción de publicaciones recientes de interés

para el historiador.

Adicionalmente, la revista puede evaluar la

pertinencia de incluir traducciones de artículos

publicados en el extranjero en idiomas distintos a

español, inglés o portugués, así como transcripciones

de fuentes de archivo con introducción explicativa.

Todos los contenidos de la Revista son de

libre acceso y se pueden descargar en formato

pdf, html y en versión e-book en nuestra página

web: http://historiacritica.uniandes.edu.co

Acerca de la revista

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Hist. Crit. No. 54, Bogotá, septiembre - diciembre 2014, 264 pp. issN 0121-1617 pp 247-249

Tipo de artículos, fechas y modalidad de recepción • Historia Crítica publica artículos inéditos que presenten

resultados de investigación histórica, innovaciones teóricas sobre debates en interpretación histórica o balances historiográficos completos.

• Se publican textos en español, inglés y portugués, pero se acepta recibir la versión inicial de los textos en otros idiomas (francés e italiano). En caso de ser aprobado, el autor se encargará de entregar la versión definitiva traducida al español, ya que Historia Crítica no ofrece ayuda para este efecto.

• Las fechas de recepción de artículos de Tema abierto y para los Dossiers se informan en las respectivas convocatorias.

• Los artículos deben ser remitidos por medio del enlace previsto para este efecto en el sitio web de la revista http://historiacritica.uniandes.edu.co o enviados al correo electrónico [email protected]

• Los demás textos (reseñas, ensayos bibliográficos, entrevistas, etc.) deben ser enviados al correo electrónico [email protected]

• Los artículos enviados a Historia Crítica para ser evaluados no pueden estar simultáneamente en proceso de evaluación en otra publicación.

Evaluación de los artículos y proceso editorial A la recepción de un artículo, el Equipo Editorial evalúa si cumple con los requisitos básicos exigidos por la revista, así como su pertinencia para figurar en una publicación de carácter histórico. Posteriormente, toda contribución es sometida a la evaluación de dos árbitros anónimos y al concepto del Equipo Editorial. El resultado de las evaluaciones será comunicado al autor en un período inferior a seis meses a partir de la recepción del artículo. Las observaciones de los evaluadores, así como las del Equipo Editorial, deberán ser tomadas en cuenta por el autor, quien hará los ajustes solicitados. Estas modificaciones y correcciones al manuscrito deberán ser realizadas por el autor en el plazo que le será indicado por el editor de la revista (aprox. 15 días). Luego de recibir el artículo modificado, se le informará al autor acerca de su aprobación.

El Equipo Editorial se reserva la última palabra sobre la publicación de los artículos y el número en el cual se publicarán. Esa fecha se cumplirá siempre y cuando el autor haga llegar toda la documentación que le es solicitada en el plazo indicado. La revista se reserva el derecho de hacer correcciones menores de estilo. Durante el proceso de edición, los autores podrán ser consultados por los editores para resolver las inquietudes existentes. Tanto en el proceso de evaluación como en el proceso de edición, el correo electrónico constituye el medio de comunicación privilegiado con los autores. Procedimiento con las reseñas y los ensayos bibliográficos Historia Crítica procede de dos formas para conseguir reseñas. Por un lado, los autores pueden remitir sus reseñas al correo electrónico de la revista. Lo mismo se aplica a los ensayos bibliográficos. Por otro lado, la revista recibe libros a su dirección postal (Cra 1a N° 18 A-10, of G-421, Bogotá, Colombia) previo aviso por correo electrónico, ojala indicando nombres de posibles reseñadores. En este caso, la revista buscará conseguir una reseña del libro remitido. Las reseñas deben ser críticas y versar sobre libros pertinentes para la disciplina histórica que hayan sido publicados en los cinco últimos años. Los ensayos bibliográficos deben discutir críticamente una, dos o más obras. Las reseñas y los ensayos bibliográficos son sometidos a revisión y, de ser aprobados, a eventuales modificaciones. Indicaciones para los autores de textos aceptados para publicación (artículos, reseñas, ensayos bibliográficos y entrevistas) • Los autores recibirán dos ejemplares del número en

el que participaron. • Los autores de los textos aceptados autorizan,

mediante la firma del ‘Documento de autorización de uso de derechos de propiedad intelectual’, la utilización de los derechos patrimoniales de autor (reproducción, comunicación pública, transformación y distribución) a la Universidad de los Andes Departamento de Historia, para incluir el texto en la Revista Historia

Normas para los autoresversión agosto de 2014

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Historia Critica No. 54, Bogotá, septiembre - diciembre 2014, 264 pp. issN 0121-1617 pp 239-241

Normas para los autores

Crítica (versión impresa y versión electrónica). En este mismo documento los autores confirman que el texto es de su autoría y que en el mismo se respetan los derechos de propiedad intelectual de terceros.

• En caso de que un artículo quisiera incluirse posteriormente en otra publicación, deberán señalarse claramente los datos de la publicación original en Historia Crítica, previa autorización solicitada al Equipo Editorial de la revista.

Presentación general de los artículos Los artículos no deben tener más de once mil palabras (18-22 páginas) con resumen, notas de pie de página y bibliografía, respetando las siguientes especificaciones: • Letra Times New Roman tamaño 12, a espacio

sencillo, con márgenes de 3 cm, paginado y en papel tamaño carta.

• Las notas irán a pie de página, en letra Times New Roman tamaño 10 y a espacio sencillo.

• La bibliografía, los cuadros, gráficas, ilustraciones, fotografías y mapas se cuentan dentro de las 18-22 páginas.

• En la primera página, debe figurar un resumen en español de máximo 100 palabras. El resumen debe ser analítico (presentar los objetivos del artículo, su contenido y sus resultados).

• Luego del resumen, se debe adjuntar un listado de tres a seis palabras clave, que se eligen preferiblemente en el Thesaurus de la Unesco (http://databases.unesco.org/thessp/) o, en su defecto, en otro thesaurus reconocido cuyo nombre informará a la revista.

• El resumen, las palabras clave y el título deben presentarse también en inglés.

• El nombre del autor no debe figurar en el artículo. • Los datos del autor deben entregarse en un

documento adjunto e incluir nombre, dirección, teléfono, dirección electrónica, títulos académicos, afiliación institucional, cargos actuales, estudios en curso y publicaciones en libros y revistas.

• En esta hoja, también es necesario indicar de qué investigaciones resultado el artículo y cómo se financió.

Presentación general de las reseñas y de los ensayos bibliográficos Las reseñas y los ensayos bibliográficos deben presentarse a espacio sencillo, en letra Times New Roman tamaño 12, con márgenes de 3 cm y en papel tamaño carta. Las

obras citadas en el texto deberán ser referenciadas a pie de página. Las reseñas deben constar de máximo tres páginas y los ensayos bibliográficos tendrán entre 8 y 12 páginas.

Reglas de edición • Las subdivisiones en el cuerpo del texto (capítulos,

subcapítulos, etc.) deben ir numeradas en números arábigos, excepto la introducción y la conclusión que no se numeran.

• Los términos en latín y las palabras extranjeras deberán figurar en letra itálica.

• La primera vez que se use una abreviatura, ésta deberá ir entre paréntesis después de la fórmula completa; las siguientes veces se usará únicamente la abreviatura.

• Las citas textuales que sobrepasen cuatro renglones deben colocarse en formato de cita larga, entre comillas, a espacio sencillo, tamaño de letra 11 y márgenes reducidos.

• Debe haber un espacio entre cada uno de los párrafos; estos irán sin sangrado.

• Los cuadros, gráficas, ilustraciones, fotografías y mapas deben aparecer referenciados y explicados en el texto. Deben estar, así mismo, titulados, numerados secuencialmente y acompañados por sus respectivos pies de imagen y fuente(s). Se ubican enseguida del párrafo donde se anuncian. Las imágenes se entregarán en formato digital (jpg o tiff 300 y 240 dpi). Es responsabilidad del autor conseguir y entregar a la revista el permiso para la publicación de las imágenes que lo requieran.

• Las notas de pie de página deberán aparecer en números arábigos.

• Al final del artículo deberá ubicarse la bibliografía, escrita en letra Times New Roman tamaño 11, a espacio sencillo y con sangría francesa. Se organizará en fuentes primarias y secundarias, presentando en las primeras las siguientes partes: archivo, publicaciones periódicas, libros. En la bibliografía deben presentarse en orden alfabético las referencias completas de todas las obras utilizadas en el artículo, sin incluir títulos que no estén referenciados en los pies de página.

Referencias Historia Crítica utiliza una adaptación del Chicago Manual of Style, ensu edición número 15, versión Humanities Style. A continuación se utilizaran dos abreviaturas que permiten ver las diferencias entre la forma de citar en las notas a pie de página (N) y en la bibliografía (B):

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249Normas para los autores

Hist. Crit. No. 54, Bogotá, septiembre - diciembre 2014, 264 pp. issN 0121-1617 pp 247-249

Libro: De un solo autor: N Nombre Apellido(s), Título completo (Ciudad: Editorial, año), 45. B Apellido(s), Nombre. Título completo. Ciudad: Editorial, año. Dos autores: N Nombre Apellido(s) y Nombre Apellido(s), Título completo (Ciudad: Editorial, año), 45-90. B Apellido(s), Nombre, y Nombre Apellido(s). Título completo. Ciudad: Editorial, año. Cuatro o más autores: N Nombre Apellido(s) et al., Título completo (Ciudad: Editorial, año), 45-90. B Apellido(s), Nombre, Nombre Apellido(s), Nombre Apellido(s) y Nombre Apellido(s). Título completo. Ciudad: Editorial, año. Artículo en libro: N Nombre Apellido(s), “Título artículo”, en Título completo, eds. Nombre Apellido(s) y Nombre Apellido(s) (Ciudad: Editorial, año), 45-50. B Apellido(s), Nombre. “Título artículo”. En Título completo, editado por Nombre Apellido(s) y Nombre Apellido(s). Ciudad: Editorial, año, 45-90.

Artículo en revista: N Nombre Apellido(s), “Título artículo”, Título revista Vol: No (año): 45. B Apellido(s), Nombre. “Título artículo”. Título revista Vol: No (año): 45-90.

Artículo de prensa: N Nombre Apellido(s), “Título artículo”, Título periódico, Ciudad, día y mes, año, 45. B Título periódico. Ciudad, año.

Tesis: N Nombre Apellido(s), “Título tesis” (Tesis pregrado/Maestría/Doctorado en, Universidad, año), 45-50, 90. B Apellido(s), Nombre. “Título tesis”. Tesis pregrado Maestría/Doctorado en, Universidad, año). Fuentes de archivo: N Autor, “Título del documento”, lugar y fecha (si aplica), en Siglas del archivo, Sección, Fondo, vol./leg./t., f. o ff. La primera vez se cita el nombre completo del archivo y la abreviatura entre paréntesis, en seguida ciudad y país. B Nombre completo del archivo (sigla), Ciudad- País. Sección(es), Fondo(s). Entrevistas: N Entrevista a Nombre Apellido(s), Ciudad, fecha completa. B Entrevista a Apellido (s), Nombre. Ciudad, fecha completa.

Publicaciones en internet: N Nombre Apellido(s) y Nombre Apellido(s), eds., Título completo (Ciudad: Editorial, año), <http:// press-pubsuchicago.edu/founders>. B Apellido(s), Nombre, y Nombre Apellido(s), eds. Título completo. Ciudad: Editorial, año. <http:// press-pubsuchicago.edu/founders>. Nota: Luego de la primera citación se procede así: Nombre Apellido, dos o tres palabras del título, 45-90. No se utiliza Ibid., ibidem, cfr. ni op. cit.

Consulte las “Normas para los autores” en español, inglés y portugués en http://historiacritica.uniandes.edu.co

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Historia Critica No. 54, Bogotá, septiembre - diciembre 2014, 264 pp. ISSN 0121-1617 pp 250-251

Publicación y autoría:La revista Historia Crítica hace parte del Departamento de Historia de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de los Andes, encargada del soporte financiero de la publicación. Se encuentra ubicada en el Edificio Franco, Of. GB-421. La dirección electrónica de la revista es http://historiacritica.uniandes.edu.co y su correo [email protected] El teléfono de contacto es el 3394949, extensiones 3716 y 5526.

Cuenta con la siguiente estructura: un director, un editor, un asistente editorial, un comité editorial y un comité científico que garantizan la calidad y pertinencia de los contenidos de la revista. Los miembros de los comités son evaluados anualmente en función de su reconocimiento en el área y de su producción académica, visible en otras revistas nacionales e internacionales.

Los artículos presentados a la revista deben ser originales e inéditos y éstos no deben estar simultáneamente en proceso de evaluación ni tener compromisos editoriales con ninguna otra publicación. Si el manuscrito es aceptado, los editores esperan que su aparición anteceda a cualquier otra publicación total o parcial del artículo. Si el autor de un artículo quisiera incluirlo posteriormente en otra publicación, la revista donde se publique deberá señalar claramente los datos de la publicación original, previa autorización solicitada al editor de la revista.

Asimismo, cuando la revista tiene interés en publicar un artículo que ya ha sido previamente publicado se compromete a pedir la autorización correspondiente a la editorial que realizó la primera publicación.

Responsabilidades del Autor:Los autores deben remitir sus artículos a través del enlace habilitado en la página web de la revista o enviarlo al siguiente correo electrónico: [email protected] en las fechas establecidas por la revista para la recepción de los artículos. La revista tiene normas de acceso público para los autores en español, inglés y portugués, que contienen las pautas para la presentación de los artículos y reseñas, así como las reglas de edición. Se puede consultar en: http://historiacritica.uniandes.edu.co/page.php?c=Normas+para+los+autores y en la versión impresa de la revista.

Si bien los equipos editoriales aprueban los artículos con base en criterios de calidad, rigurosidad investigativa y teniendo en cuenta la evaluación realizada por pares, los autores son los responsables de las ideas allí expresadas, así como de la idoneidad ética del artículo.

Los autores tienen que hacer explícito que el texto es de su autoría y que en el mismo se respetan los derechos de propiedad intelectual de terceros. Si se utiliza material que no sea de propiedad de los autores, es responsabilidad de los mismos asegurarse de tener las autorizaciones para el uso, reproducción y publicación de cuadros, gráficas, mapas, diagramas, fotografías, entre otros.

También aceptan someter sus textos a las evaluaciones de pares externos y se comprometen a tener en cuenta las observaciones de los evaluadores, así como las del Equipo Editorial, para la realización de los ajustes solicitados. Estas modificaciones y correcciones al manuscrito deberán ser realizadas por el autor en el plazo que le sea indicado por el editor de la revista. Luego que la revista reciba el artículo modificado, se le informará al autor acerca de su completa aprobación.

Cuando los textos sometidos a consideración de la revista no sean aceptados para publicación, el editor enviará una notificación escrita al autor explicándole los motivos por los cuales su texto no será publicado en la revista. Durante el proceso de edición, los autores podrán ser consultados por los editores para resolver las inquietudes existentes. Tanto en el proceso de evaluación como en el proceso de edición, el correo electrónico constituye el medio de comunicación privilegiado con los autores.

El Equipo Editorial se reserva la última palabra sobre la publicación de los artículos y el número en el cual se publicarán. Esa fecha se cumplirá siempre y cuando el autor haga llegar toda la documentación que le es solicitada en el plazo indicado. La revista se reserva el derecho de hacer correcciones menores de estilo.

Políticas éticas

Políticas éticas

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Hist. Crit. No. 54, Bogotá, septiembre - diciembre 2014, 264 pp. ISSN 0121-1617 pp 250-251

Los autores de los textos aceptados autorizan, mediante la firma del “Documento de autorización de uso de derechos de propiedad intelectual”, la utilización de los derechos patrimoniales de autor (reproducción, comunicación pública, transformación y distribución) a la Universidad de los Andes, para incluir el texto en la revista (versión impresa y versión electrónica). En este mismo documento los autores confirman que el texto es de su autoría y se respetan los derechos de propiedad intelectual de terceros.

Revisión por pares/responsabilidad de los evaluadores:A la recepción de un artículo, el Equipo Editorial evalúa si cumple con los requisitos básicos exigidos por la revista. El Equipo establece el primer filtro, teniendo en cuenta formato, calidad y pertinencia, y después de esta primera revisión, se definen los artículos que iniciarán el proceso de arbitraje. Los textos son, en esta instancia, sometidos a la evaluación de pares académicos anónimos y al concepto del Equipo Editorial. El resultado será comunicado al autor en un período de hasta seis meses a partir de la recepción del artículo. Cuando el proceso de evaluación exceda este plazo, el editor deberá informar al autor dicha situación.

Todos los artículos que pasen el primer filtro de revisión serán sometidos a un proceso de arbitraje a cargo de evaluadores pares, quienes podrán formular sugerencias al autor, señalando referencias significativas que no hayan sido incluidas en el trabajo. Estos lectores son, en su mayoría, externos a la institución y en su elección se busca que no tengan conflictos de interés con las temáticas sobre las que deben conceptuar. Ante cualquier duda se procederá a un remplazo del evaluador.

La revista cuenta con un formato que contiene preguntas con criterios cuidadosamente definidos, que el evaluador debe responder sobre el artículo objeto de evaluación. A su vez, tiene la responsabilidad de aceptar, rechazar o aprobar con modificaciones el artículo arbitrado. Durante la evaluación, tanto los nombres de los autores como de los evaluadores serán mantenidos en completo anonimato.

Responsabilidades editoriales: El Equipo Editorial de la revista, con la participación de los comités editorial y científico, es responsable de definir las políticas editoriales para que la revista cumpla con los estándares que permiten su posicionamiento como una reconocida publicación académica. La revisión continua de estos parámetros asegura que la revista mejore y llene las expectativas de la comunidad académica.

Así como se publican normas editoriales, que la revista espera sean cumplidas en su totalidad, también deberá publicar correcciones, aclaraciones, rectificaciones y dar justificaciones cuando la situación lo amerite.

El Equipo es responsable, previa evaluación, de la escogencia de los mejores artículos para ser publicados. Esta selección estará siempre basada en la calidad y relevancia del artículo, en su originalidad y contribuciones al conocimiento social. En este mismo sentido, cuando un artículo es rechazado la justificación que se le da al autor deberá orientarse hacia estos aspectos.

El editor es responsable del proceso de todos los artículos que se postulan a la revista, y debe desarrollar mecanismos de confidencialidad mientras dura el proceso de evaluación por pares hasta su publicación o rechazo. Cuando la revista recibe quejas de cualquier tipo, el Equipo debe responder prontamente de acuerdo a las normas establecidas por la publicación, y en caso de que el reclamo lo amerite, debe asegurarse de que se lleve a cabo la adecuada investigación tendiente a la resolución del problema.

Cuando se reconozca falta de exactitud en un contenido publicado, se consultará al Equipo Editorial, y se harán las correcciones y/o aclaraciones en la página web de la revista. Tan pronto un número de la revista salga publicado el editor tiene la responsabilidad de su difusión y distribución a los colaboradores, evaluadores y a las entidades con las que se hayan establecido acuerdos de intercambio, así como a los repositorios y sistemas de indexación nacionales e internacionales. Igualmente, el editor se ocupará del envío de la revista a los suscriptores activos.

Políticas éticas

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