Hegel - Una Lectura Cibernética

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Hegel: una lectura cibernética Espíritu en la Esfera Una de las ideas centrales del gran filósofo alemán Georg Wilhelm Friedrich Hegel es la estrecha conexión existente entre lo “más alto” y lo “más bajo”, entre las ideas universales más elevadas y los objetos más ínfimos y vulgares de nuestra realidad cotidiana. Por ello, tal vez una forma no demasiado superflua de acercarse a su filosofía sea comenzar por una de las manifestaciones aparentemente más anti-intelectuales de la actual cultura de masas: los juegos de ordenador. El videojuego Prey, aparecido en 2006, no supuso quizás una gran innovación en el panorama prácticamente inabarcable de los FPS (“First Person Shooters” o juegos de disparos en primera persona), pero sí un entretenimiento bastante divertido y original. El juego destacaba por la utilización de portales dinámicos (sin costuras, aparentemente aleatorios, con una textura muy cuidada), espacios con complejas configuraciones gravitacionales (en los que los personajes subían por las paredes, caminaban suspendidos de los techos, etc.), y algunos escenarios visualmente deslumbrantes que resaltaban la historia contada por el juego. En Prey nos ponemos en la piel de Tommy, un nativo cherokee que trabaja como mecánico de coches en una reserva de Oklahoma. Al principio del juego, Tommy intenta convencer a su novia Jenny para que se fugue con él. Pero, tras dar una paliza a unos blancos borrachos que acosan a Jenny (la llaman su “Pocahontas” y se refieren lascivamente a su trasero), unos aliens abducen a Tommy, a su novia y a su abuelo Enisi. Pues bien, Tommy descubre

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Hegel como precursor de la cibernética

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Hegel: una lectura cibernética

Espíritu en la Esfera

Una de las ideas centrales del gran filósofo alemán Georg Wilhelm Friedrich Hegel es la estrecha conexión existente entre lo “más alto” y lo “más bajo”, entre las ideas universales más elevadas y los objetos más ínfimos y vulgares de nuestra realidad cotidiana. Por ello, tal vez una forma no demasiado superflua de acercarse a su filosofía sea comenzar por una de las manifestaciones aparentemente más anti-intelectuales de la actual cultura de masas: los juegos de ordenador. El videojuego Prey, aparecido en 2006, no supuso quizás una gran innovación en el panorama prácticamente inabarcable de los FPS (“First Person Shooters” o juegos de disparos en primera persona), pero sí un entretenimiento bastante divertido y original. El juego destacaba por la utilización de portales dinámicos (sin costuras, aparentemente aleatorios, con una textura muy cuidada), espacios con complejas configuraciones gravitacionales (en los que los personajes subían por las paredes, caminaban suspendidos de los techos, etc.), y algunos escenarios visualmente deslumbrantes que resaltaban la historia contada por el juego.

En Prey nos ponemos en la piel de Tommy, un nativo cherokee que trabaja como mecánico de coches en una reserva de Oklahoma. Al principio del juego, Tommy intenta convencer a su novia Jenny para que se fugue con él. Pero, tras dar una paliza a unos blancos borrachos que acosan a Jenny (la llaman su “Pocahontas” y se refieren lascivamente a su trasero), unos aliens abducen a Tommy, a su novia y a su abuelo Enisi. Pues bien, Tommy descubre que está a bordo de una gran esfera de Dyson de tamaño reducido que orbita alrededor de la Tierra, y observa que los aliens retienen a bordo a humanos como alimento y asimismo almacenan diversos objetos (coches, edificios, etc.) con el fin de imitar su fabricación. Pronto es liberado por una persona extraña (que más tarde se revela como uno de “los Ocultos”, humanos que fueron secuestrados de la Tierra hace mucho tiempo) y ve morir a su abuelo antes de partir en busca de Jenny. En los inicios del juego, tras sufrir una experiencia "cercana a la muerte", Tommy es transportado a la Tierra de sus Antepasados y allí su ancestro Enisi le enseña a adquirir su forma espiritual. Él accede a ello a pesar de su reticencia a “las tonterías cherokees”, en palabras del propio Tommy. También comienza a recibir la ayuda de Garra, su espíritu-guía, que adopta la forma de un águila fantasmal. (Sería posible hacer una entrada entera únicamente sobre los estereotipos que aparecen en Prey).

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Fantasma en la Máquina

La espiritualidad de Tommy imprime un interesante giro al videojuego: al asumir la forma de espíritu, es capaz de atravesar campos de fuerza, cruzar puentes invisibles, etc. Pero lo que resulta más interesante, si vemos el videojuego Prey como si fuera un texto, es el modo en que la espiritualidad aparece estrechamente entrelazada con lo material. Absolutamente todo lo que hay en la Esfera es cibernético, es decir, es algún tipo de cyborg (un compuesto de partes orgánicas y dispositivos mecánicos, o un híbrido de tejidos y estructuras vivas y de prótesis y sensores bioeléctricos o computarizados): los monstruosos arácnidos que surgen de aberturas sangrantes semejantes a heridas arracimadas entre mamparos metálicos, los cazadores cibernéticos que saltan desde los portales, las grandes vegetaciones fungosas y los tentáculos que cuelgan balanceándose en tortuosos corredores de acero, etc. Hasta el arsenal entero de Tommy es cibernético, y las armas se retuercen y agitan convulsivamente en sus manos: estructuras centipedales envueltas en bucles energéticos, un fusil con municiones vivas que arañan y se arrastran en el interior de la recámara, etc.

Ahora bien, si las razas cibernéticas abundan en los videojuegos y en la ciencia-ficción hasta ser casi un cliché, Prey hace más interesante el concepto al relacionarlo con la dimensión espiritual. La filósofa feminista Donna Haraway propone una interesante concepción del cyborg a la luz del concepto de “espíritu”. En su influyente libro Simians, Cyborgs and Women: The Reinvention of Nature (‘Simios, Cyborgs y Mujeres: La Reinvención de la Naturaleza’, 1991), Haraway escribe: “Las máquinas pre-cibernéticas aún estaban habitadas por espíritus; siempre estaba presente el espectro del fantasma en la máquina. Este dualismo estructuró el diálogo entre el materialismo y el idealismo que fue establecido por la progenie dialéctica llamada ‘espíritu’ o ‘historia’, según la preferencia”. Haraway señala que las máquinas del siglo XX, en los albores de la era cibernética, han vuelto completamente ambigua la diferencia entre lo natural y lo artificial, entre lo auto-creado y lo que es creado externamente. En palabras de Haraway, “nuestras máquinas están inquietantemente vivas, y nosotros estamos terroríficamente inertes”.

Las máquinas cibernéticas –desde la inteligencia artificial y las máquinas de retroacción capaces de autorregularse, hasta los chips de silicio con cultivos de células cerebrales de ratones o los microsensores implantados bajo la piel– no sólo derriban la tradicional concepción dualista cartesiana, según la cual la realidad está conformada por dos sustancias absolutamente distintas, opuestas e inconmensurables (materia física y espíritu), sino que barren la separación entre el mundo natural viviente y los mecanismos artificiales creados por el hombre. Gilbert Ryle acuñó la expresión “fantasma en la máquina” para referirse a la visión dualista procedente de Descartes, para quien la mente o el espíritu es una suerte de realidad espectral paralela al mundo físico y sin posibilidad material de interacción con éste. Frente a esta corriente histórica dualista, el materialismo mecanicista surgido en el siglo XVIII sostuvo que el espíritu era reductible a las leyes mecánicas de la materia física. Ambas corrientes parecieron encastillarse en sus respectivas plazas fuertes y hacerse impermeables, hasta que Hegel produjo una deslumbrante visión alternativa. Gracias a esta visión, se abrió una nueva posibilidad de concebir la estrechísima conexión existente entre el espíritu y la materia, entre lo vivo y lo inerte, entre lo orgánico y lo inorgánico, entre lo natural y lo mecánico, o entre el fantasma y la máquina –en última instancia, la profunda semejanza entre el organismo vivo y la máquina, fundamento de la disciplina científica de la cibernética, y entre el ser humano y la máquina, base de la visión high-

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tech del cuerpo cyborg o de la criatura tecno-humana concebida como un sistema cibernético de comunicación.

Espíritu en el Hueso

Sigamos con Prey: aunque, tras su llegada a la Tierra de los Antepasados, Tommy acepta a regañadientes sus raíces cherokees, el aumento gradual de la espiritualidad llega a adquirir otro significado muy distinto. Al principio la Tierra de los Antepasados parece un no-lugar, una especie de cielo donde Tommy va a recibir entrenamiento y consejo de su abuelo recientemente fallecido. Esta naturaleza de no-lugar es reforzada por el hecho de que, cuando Tommy muere en el juego, en lugar de reiniciar desde la última partida guardada (como manda la tradición de los FPS) entra en el Reino de la Muerte, donde debe disparar con un arco y unas flechas contra los espíritus deshonrados de los muertos, con el fin de recuperar su salud y volver así a la vida.

Pero pronto los espíritus caídos entran en el mundo material, poseyendo a los niños capturados y atacando a continuación a Tommy. En uno de los momentos de mayor tensión del juego, cuando Tommy está a punto de recibir su entrenamiento final, los “Oscuros” (aliens) invaden la Tierra de los Antepasados y comienzan a destruir lo que hasta ese momento parecía un mundo inmaterial posterior a la vida. Así, el espíritu en sentido religioso se convierte cada vez más en el espíritu en sentido revolucionario o hegeliano. Respecto a esta reducción del espacio existente entre lo material y lo espiritual, podemos traer a colación una cita de Hegel muy apreciada por Žižek: “El espíritu es un hueso”, de la Fenomenología del Espíritu. Pueden hallarse ecos de la fórmula de Hegel en el manga cyberpunk Ghost in the Shell, dirigido por Mamoru Oshii, cuyo título (que puede traducirse como “Fantasma/Espíritu en el Caparazón”) recuerda al alemán “Geist im der Schädel” (“Espíritu en la Calavera”).

Žižek interpreta el significado de la enigmática frase de Hegel –“el espíritu es un hueso”– no como una expresión de materialismo fisicalista vulgar, sino como el paso de la representación a la presencia. El hueso, en particular la calavera, es la objetivación de una falta o ausencia, a saber, la ausencia de sustancialidad del sujeto (Žižek, El Sublime Objeto de la Ideología, 1992). La fórmula de Hegel es un “juicio infinito”, es decir, una proposición que reúne dos términos aparentemente incompatibles e irreconciliables, gracias a lo cual se produce paradójicamente una verdad especulativa. En “el espíritu es un hueso”, esa misma discordancia insoportable coincide con la subjetividad misma; de hecho, la frase es el único modo de hacer presente y “palpable” la negatividad autorreferencial que caracteriza a la subjetividad del espíritu, la ausencia y el vacío constitutivos de ésta. El hueso, la calavera, es así un objeto que mediante su presencia llena el vacío o la imposibilidad de la representación significante del sujeto. La calavera, como objeto inerte, nos remite al espíritu que una vez la animó: el hueso es, por así decir, la objetivación o positivización de un negativo (del espíritu, que no es sino pura negatividad); como tal, es el único modo de lograr aprehender el espíritu, haciéndolo presente frente a la imposibilidad de su representación.

La fórmula de Hegel revela asimismo el cordón umbilical y la estrecha relación existente entre lo Universal (el Espíritu) y la singularidad individual y accidental (la materia física particular), la conjunción paradójica pero indisoluble entre “lo más alto” y “lo más bajo”. Así pues, la aparente dualidad entre el fantasma y la máquina, o entre el

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pensamiento y la estúpida masa carnosa del cerebro, no es una simple dualidad sino, en términos de Žižek, un resultado de la “visión de paralaje”. La paralaje puede definirse como el desplazamiento aparente de un objeto causado por el desplazamiento en la posición del observador. El fenómeno es muy conocido y utilizado en la astronomía, donde se habla de la paralaje lunar, solar, estelar, etc., pero es un hecho muy sencillo y cotidiano: si acercamos un dedo a los ojos y lo miramos primero con un ojo y luego con el otro, sin mover ni la cabeza ni el dedo, veremos que la posición del dedo cambia con respecto al fondo.

Según Žižek, la diferencia entre el espíritu y la materia, o entre la mente y el cerebro, es una diferencia de paralaje: el mismo objeto parece cambiar cuando el sujeto lo observa desde diferentes posiciones o perspectivas. Ahora bien, Žižek añade una vuelta de tuerca kantiana: cuando el sujeto cambia de posición, no sólo cambia la posición aparente del objeto sino que el propio objeto cambia. Así pues, cuando el sujeto observa su propia mente en primera persona, lo que encuentra son pensamientos, imágenes, sentimientos, etc. de carácter subjetivo; cuando observa su mente en tercera persona, por medio de tomografías computarizadas o abriendo directamente el cráneo con un escalpelo, lo que encuentra es un “trozo de carne” y de tejidos neurales. Pues bien, la mente subjetiva y la mente biológica son la misma mente observada desde posiciones distintas, pero el punto central reside en que el cambio de perspectiva del observador modifica realmente la naturaleza del propio objeto observado (como en el famoso principio de incertidumbre de Heisenberg en la física cuántica). Por ello podemos decir que la mente subjetiva y la mente/cerebro son la misma y única cosa, y a la vez distintas. Más aún, Žižek señala que aquí tenemos una auténtica “brecha de paralaje”, una incompatibilidad fundamental que resulta irreductible a una u otra de las dos perspectivas de la paralaje, en el sentido de las contradicciones o “antinomias” kantianas: es decir, dicha incompatibilidad es imposible de superar mediante una síntesis dialéctica. De este modo, lo Real no es ninguna de las perspectivas concretas –la mental/subjetiva o la biológica– sino la misma brecha insuperable existente entre ambas y el propio desplazamiento alternativo entre una y otra, lo que no es sino “la no-coincidencia de lo Uno consigo mismo”, la fisura o “diferencia mínima ontológica” inserta en el núcleo mismo del Ser y de los entes.

Espíritu en el Mundo

En este punto no estaría de más comentar algunas cosas sobre la palabra alemana “Geist”. El término puede traducirse, según el contexto, bien como “espíritu” bien como “mente”. En el primer sentido puede tener connotaciones religiosas (aunque no sea así en Hegel); en el segundo sentido, es la palabra utilizada habitualmente para describir el ámbito mental o intelectual de nuestro ser, como distinto del físico. Puesto que el término alemán tiene ambos significados, Hegel puede utilizarlo de una manera tal que parece sugerir una suerte de Mente global colectiva que sería una fuerza activa a través de la historia, y de la que todas las mentes individuales formarían parte. Ciertamente, Hegel ve el estudio de la historia como un modo de llegar a conocer la naturaleza del Espíritu, y considera al Estado racional –el Estado-Nación liberal moderno surgido de las revoluciones burguesas– como el “Geist objetivizado”. Ya que no existe una traducción ideal, se utiliza habitualmente el término “Espíritu” para dar cuenta de lo que Hegel denomina “Geist”.

Sin embargo, Hegel no está asumiendo una postura espiritualista clásica o tradicional, ni mucho menos. Hegel no afirma que sólo exista la realidad espiritual, ni que toda realidad se reduzca en último término a lo espiritual. Como es sabido, el Espíritu no es para Hegel una entidad especial y separada del mundo, una especie de supra-entidad que se encuentre por encima de todas las otras, sino que es inmanente al mundo. “Lo

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espiritual es la esencia, lo que existe en sí mismo”, escribe Hegel. Por lo tanto, el Espíritu no es una entidad sino una forma de ser de las entidades; y esta forma de ser no está establecida de una vez para siempre, sino que se halla en un continuo proceso dialéctico de destrucción y reconstrucción que se manifiesta y despliega en la historia. En consecuencia, el Espíritu no es algo opuesto o distinto de la realidad óntica o mundana, sino que consiste en el proceso mismo de desarrollo de la propia realidad objetiva. Se trata de un proceso abierto y sin una finalidad o dirección establecidas; por ello, al encontrarse en un estado de perpetuo devenir, destruyéndose y recreándose en un proceso sin fin, sin poseer entidad alguna ni forma estable, el Espíritu es pura negatividad.

En este proceso, las mentes individuales carecen de importancia real y son simples peones en una dinámica impulsada por su propia lógica inexorable. La mente individual es para Hegel menos real, menos racional, menos verdadera, más primitiva y abstracta que el Espíritu universal en su devenir histórico; la mente individual es un estadio primigenio en la evolución del Espíritu, una versión mutilada de éste reducida al nivel de la singularidad física individual, del recinto del cráneo, por lo que se encuentra llena de prejuicios, pasiones irracionales e impulsos ciegos que coartan su libertad y la someten al yugo de la necesidad. (Aquí, una vez más, la fórmula “el Espíritu es un hueso” señalaría la conexión entre lo Universal Real y lo Singular Imaginario: la mente subjetiva sería la osificación del Espíritu en su forma individual imaginaria.) Desde luego, las mentes individuales no pueden aspirar a conocer cuáles son las “tendencias históricas” presentes en su época, ni mucho menos predecir cuál será la dirección que adopten los acontecimientos en el futuro: tan sólo pueden determinar esta dirección una vez que tales eventos se hayan producido (de ahí la famosa frase de Hegel: “la lechuza de Minerva sólo levanta el vuelo en el crepúsculo”). Los seres humanos no pueden conocer jamás el sentido del devenir histórico, salvo retrospectivamente. Por lo tanto, la concepción de Hegel rechaza de forma incondicional cualquier tipo de mesianismo político y toda clase de postura que crea formar parte del “progreso” como tendencia, dirección o finalidad ineludible de la historia humana.

Historia y Tradición

De manera repetida y entusiasta, Hegel enfatizó a lo largo de su obra que el Espíritu no está más allá ni por encima del mundo, que no es un Dios que contemple el mundo desde la distancia, sino que se desarrolla a través de los diferentes estadios que el mundo atraviesa a lo largo de su historia. Esto indica que los cambios mundanos en la aplicación de las ideas son cambios en la Idea misma: si los seres humanos, como peones o instrumentos individuales del Espíritu en su inexorable devenir –aun cuando sean instrumentos importantísimos como lo fue Napoleón, a quien Hegel saludó como “el alma del mundo a caballo” en Jena en 1804–, luchan por conseguir un nuevo modo de organizar la sociedad, no lo hacen sobre el trasfondo de una Idea inmutable de “sociedad” (o de “justicia”, “libertad”, “derecho”, etc.), sino que están lidiando con la Idea misma, moldeándola y transformándola. Un cambio real en el mundo es asimismo una profunda ruptura en el reino de la Idea, de manera que se hace imposible volver a pensar en el concepto de la misma forma que antes. Asimismo, el fracaso repetido en la realización práctica de una Idea implica necesariamente el fracaso de la Idea misma.

El papel del Espíritu en el devenir de la historia se complica con el papel de la tradición, tal como Haraway apunta. ¿Cuál sería la diferencia entre la historia y la tradición? En principio parece ser una diferencia formal de presencia, basada en una elección formal. Dicho de otro modo, podríamos decir que la tradición es la historia

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imbuida del poder de su propia presencia: su valor se debe a su propia presentación como tradición, mientras que la fuerza de la historia no tiene necesariamente este impacto. La tradición puede tener perfectamente en cuenta todo el peso de la historia, presentando este peso en toda su magnitud. Igual que el Estado representa (re-cuenta) la situación o los hechos básicos de la actualidad ordenándolos en grupos o categorías, de acuerdo con la teoría de Badiou, podríamos decir que la tradición re-presenta la presentación de la historia.

¿La tradición es la historia que exige ser repetida mediante la presentación tautológica de su propia presencia? Eso parece. Ahora bien, ¿qué podemos decir entonces de la pura negatividad del Espíritu, en relación/contraste con el espíritu de la tradición? ¿Es la tradición el “hueso” de la historia, la positivización del negativo, la objetivación del vulgar cráneo vacío de la historia? No debemos cometer este error de interpretación. La re-presentación tautológica en que consiste la tradición muestra el fracaso radical de ésta: la tautología significa en última instancia que obedecemos a la tradición porque ésta nos es impuesta, es decir, por el simple hecho de que es implantada sobre nosotros a la fuerza. La relación entre historia y tradición es exactamente la opuesta a la expresada en la fórmula “el espíritu es un hueso”, de acuerdo con Žižek. La positivización de un negativo a través de la oposición “espíritu/hueso” (en la que el “espíritu” es el negativo y el “hueso” el positivo) es opuesta a la duplicación o el doble positivo de la tautología (la historia duplicada como tradición) que expone la negatividad de la imposición de la tradición. En este sentido, Hegel se muestra aún más radical que Marx.

Espíritu del Vacío

En las Conferencias de 1805-1806, en el momento de plena madurez y apogeo de su pensamiento, Hegel expresó así la negatividad y el carácter oscuro del ser humano:

“El hombre es esta noche, esta Nada vacía, que contiene todo en su indivisa simplicidad: una riqueza de infinitas representaciones, de imágenes, ninguna de las cuales llega precisamente a su espíritu, o (más bien) no están en él como realmente presentes. Es la noche, la interioridad o intimidad de la Naturaleza lo que existe aquí: el Yo personal puro. En torno a las representaciones fantasmagóricas está la noche: entonces surge bruscamente, aquí, una cabeza ensangrentada; allá, una aparición blanca; y ambas, bruscamente también, desaparecen. Ésa es la noche que se advierte al mirar a un hombre en los ojos: se hunden entonces las miradas en una noche que se vuelve terrible; es la noche del mundo que se presenta ante nosotros”.

La “negatividad” es un concepto central en el sistema hegeliano, pues explica el devenir de cada objeto en su contrario, y la resolución de ambos en una nueva figura que será negada a su vez; al final del proceso, la esencia del Absoluto se revela como pura negatividad, es decir, como la ausencia o negación de cualquier determinación, como el Vacío y la Nada abisales. En el sentido expresado por Badiou, el espíritu es distinto de la historia y de la tradición: el espíritu es la negatividad pura del vacío o “la noche del mundo”, en términos hegelianos. El alma humana individual, como expresión ciega y mutilada del Absoluto, comparte esta misma negatividad y oscuridad insondables. Para Hegel, los ojos son la manifestación externa del alma: por ello resulta tan perturbador mirar fijamente a los ojos a nuestros semejantes –o a nuestros propios ojos reflejados en un espejo–, porque lo que vemos no es un rico universo de cálidas y exuberantes experiencias humanas sino, antes al contrario, la “noche del

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mundo” hegeliana, un abismo de oscuridad y un vacío de No-Ser. Los ojos son la expresión del alma, y lo que expresan es que no hay ningún alma a la cual expresar.

La subjetividad humana es pura negatividad porque ella, que es la representación de la vida, tiene que fundarse necesariamente en la evidencia de la muerte; la subjetividad humana, que es básicamente deseo de un objeto elusivo e inalcanzable, sólo puede hallar su afirmación fuera de sí misma, en otra conciencia que la reconozca como tal. Al depender de otra conciencia para poder afirmarse como existente, esa otra conciencia se convierte en el Amo, según la dialéctica del amo y el esclavo magistralmente descrita por Hegel. El mismo proceso tiene lugar en la descripción de Lacan del amor como una mano que se extiende hacia la fruta en llamas: actuamos hacia un objeto, el objeto actúa en reciprocidad, y la relación que se establece entre nosotros enmascara la negatividad y el vacío de nuestro ser; esta relación es el espíritu mismo en funcionamiento. Alexandre Kojéve escribió en su Introducción a la Lectura de Hegel: “La filosofía dialéctica o antropológica de Hegel es en última instancia una filosofía de la muerte (o lo que es lo mismo, del ateísmo)”. Robert C. Solomon, en su libro In the Spirit of Hegel  [‘En el Espíritu de Hegel’, 1985], ha destacado que el universo de Hegel es en última instancia un universo sin Dios y eventualmente sin alma, al menos en el sentido en que estos conceptos han sido entendidos en las diversas tradiciones religiosas y espiritualistas: tal sería el sentido de la expresión “Gólgota del Espíritu Absoluto”, empleada por Hegel en La Fenomenología del Espíritu. La concepción de la subjetividad defendida por el psicoanálisis, y especialmente por Lacan, debe mucho a Hegel.

Dada la negatividad pura del espíritu, la carne y lo sintético pueden muy bien fusionarse, pero el espíritu se erige en el núcleo radical del ser de la subjetividad (del $ o sujeto barrado, escindido, no-idéntico a sí mismo), diferenciable tanto del vulgar ser-ahí (material) de lo biológico como de las partes puramente mecánicas pero, al mismo tiempo, informando la cibernética en el sentido de que la noción misma de creatividad e innovación científica y tecnológica es impulsada por el espíritu, cuyo deseo es llegar a afirmar su propia existencia mediante el conocimiento y el dominio de la realidad material.

El pasaje hegeliano de lo orgánico a lo cibernético: Reflexión Postulativa, Externa y Determinada

El pasaje de lo orgánico a lo cibernético podría ser visto en el sentido de la duplicación hegeliana de la reflexión, entendida como el conocimiento de la profundidad o esencia de las cosas mismas y de las relaciones existentes entre las cosas. Ahora bien, para Hegel el movimiento de la reflexión aparece como una actividad del conocimiento humano, pero “esta marcha es igualmente la del Ser mismo que se interioriza por su naturaleza y se convierte en esencia mediante ese ir dentro de sí mismo” (Lógica). La reflexión, por tanto, tiene un significado ontológico y objetivo, a la vez que personal y subjetivo: no es un movimiento reducido al ámbito exclusivo del sujeto y el conocimiento individual, sino que se produce en el ámbito mismo del Ser. Veamos brevemente la Teoría de la Reflexión desarrollada por Hegel en La Fenomenología del Espíritu, que describe tres estadios o fases en la marcha o desarrollo del conocimiento y del Ser. Para ello nos apoyaremos en la interpretación ofrecida por Slavoj Žižek en El sublime objeto de la ideología.

Así como el Evangelio de San Juan dice que “en el principio era el Verbo”, en la filosofía de Hegel “en el principio era la Nada”, la pura forma vacía de todo contenido y de toda sustancialidad. Y el desarrollo del Ser y del conocimiento se concibe como el desarrollo y la evolución progresiva de la Nada, en cuyo seno se van produciendo una

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serie de escisiones o autofisuras y de determinaciones, que dan lugar sucesivamente a las tres categorías básicas de la realidad: la objetividad (o fenómeno), la subjetividad (o yo) y la esencia (o sustancia) –las cuales no están separadas sino, antes bien, estrechamente entretejidas e interrelacionadas, de tal manera que ninguna de ellas puede existir sin las otras.

La reflexión postulativa es la actividad por medio de la cual, a partir de la tersa superficie de la Nada, emerge la distinción entre la esencia y la apariencia. La esencia, que en palabras de Hegel no es sino la propia Nada (es decir, el Ser) “interiorizada” y “vuelta hacia sí misma”, postula o construye la apariencia. Se trata de una reflexión que va más allá de la realidad objetiva, positiva e inmediata (fenoménica), y que postula a ésta como “mera apariencia”; ahora bien, para ello necesita de la realidad objetiva o el mundo de los objetos reales como algo ya dado, como la base sobre la cual desempeñar su actividad. Por ello, la reflexión postulativa presupone o construye retroactivamente el mundo positivo de los objetos ya dados como el punto de partida de su actividad de mediación negativa, consistente en postular al mundo positivo como “mera apariencia” o “fenómeno”. Hay que entender muy bien lo que Hegel dice en este punto: la esencia crea la apariencia como una realidad previa a la propia esencia, que la antecede y la hace posible; es decir, la apariencia, aunque construida o postulada por la esencia, lo es con efecto retroactivo, de tal manera que una vez creada existe con anterioridad a la esencia (aquí Hegel parece anticiparse a los modernos relatos de ciencia-ficción que hablan de viajes en el tiempo para cambiar el pasado). Por lo tanto, podemos decir que, ontológicamente, la apariencia es lo primero que surge en el seno de la Nada; y su función sería la de servir como una suerte de “máscara” de la Nada, una máscara que ocultaría únicamente el hecho de que no hay nada que ocultar. De inmediato, en el seno de la apariencia surge un hueco o una hendidura, en virtud de la cual la apariencia se distingue de sí misma bajo la forma de “esencia”: la esencia no sería sino la apariencia que se observa a sí misma “desde fuera”, por así decir, contemplándose como “mera apariencia”.

En definitiva, la esencia no sería algo distinto de la apariencia, sino la brecha misma existente dentro de la apariencia y que se debe a la incompletitud de ésta –una incompletitud que es una característica constitutiva del Ser y de los entes, los cuales nunca son ni pueden ser plenamente idénticos a sí mismos (este rasgo es lo que se denomina “diferencia mínima ontológica”) y, en consecuencia, se presentan siempre como inacabados, fallidos y en un constante proceso de cambio o devenir desde estados previos de incompletitud hasta estados posteriores de incompletitud más complejos, aunque no por ello constituyan propiamente una suerte de “progreso” ni tampoco obedezcan a finalidad alguna. Parafraseando a Mao, podríamos decir que el Ser (o, lo que es lo mismo, la Nada), “avanza de derrota en derrota hasta la victoria final”, siendo la victoria final equivalente a la Gran Derrota definitiva, lo que Hegel denomina “Conocimiento Absoluto”, el cual, según Žižek, no es sino un nombre para el reconocimiento de una cierta pérdida radical: la pérdida de la posibilidad de lograr cualquier tipo de conocimiento totalizador de lo real.

En términos hegelianos, podemos decir que la esencia presupone o construye retroactivamente a la apariencia, y al mismo tiempo la apariencia postula o construye a la esencia, en un bucle cerrado dentro del cual la dicotomía esencia/apariencia se constituye como un par de elementos tan inseparables como las dos caras de la misma moneda. La esencia sería en este punto la apariencia qua apariencia misma, y se identificaría con el proceso reflexivo en virtud del cual la objetividad positiva o fenoménica se desdobla en dos: por un lado, la objetividad fenoménica pura y dura y, por otro lado, la objetividad en cuanto apariencia (es decir, en cuanto máscara, velo o fachada que supuestamente oculta algo que hay detrás, un algo que no es sino la Nada).

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En segundo lugar, la reflexión externa es la actividad mediante la cual la esencia se presupone a sí misma en forma de una entidad que existe en sí, como sustancia, independientemente del proceso mismo de reflexión en virtud del cual se establece la diferencia o fisura que separa a la esencia de la apariencia. La “sustancia” es la esencia en cuanto ésta se refleja a sí misma en el mundo de la apariencia, en la objetividad fenoménica. Y el “sujeto” es la sustancia en cuanto ésta se escinde y se experimenta a sí misma como un ente ajeno, positivamente dado en el mundo fenoménico. En palabras de Žižek: “Podríamos decir, paradójicamente, que ‘sujeto’ es precisamente la sustancia en la medida en que está dividida y tiene una vivencia de sí misma como sustancia (es decir, como un entre ajeno, dado, externo y positivo que existe en sí mismo)”. El “sujeto” es el nombre de esta brecha o fisura interna de la sustancia en virtud de la cual la sustancia se desdobla y cobra experiencia de sí misma: es decir, el sujeto es el nombre para este lugar vacío desde el que la sustancia se percibe a sí misma como algo ajeno, externo y perteneciente al mundo positivo de los objetos. Este proceso de desdoblamiento recibe el nombre de reflexión externa porque hace referencia a la presuposición de la sustancia como algo “externo”, fenoménico, objetivo.

La reflexión determinada pone en relación los dos momentos o estadios anteriores –la esencia como movimiento de negatividad autorreferencial (que da lugar a la distinción esencia/apariencia), y la esencia como entidad sustancial-positiva distinta de la reflexión (que da lugar a la distinción objeto/sujeto). En la primera reflexión –la postulativa– la esencia es simplemente lo opuesto a la apariencia: la esencia es la negatividad absoluta que, a través de la postulación de la inmediatez positiva o fenoménica, la presupone como “mera apariencia”. En la segunda reflexión –la externa– la esencia se refleja o duplica a sí misma en la forma de su propia presuposición, es decir, como una sustancia positiva, dada e inmediata en el mundo de la apariencia. Pues bien, la reflexión determinada establece que esta reflexión o duplicación de la esencia en el mundo fenoménico –es decir, la sustancia– no es una mera apariencia, no es un objeto o un ente externo y ajeno a la esencia sino, antes bien, la imagen o el reflejo invertido y enajenado de la esencia. Es decir, la sustancia ya no forma parte de la objetividad fenoménica, ya no es una realidad positiva dada sino que es la esencia misma travestida bajo la forma de su otredad, de su “Otro especular”. Este Otro especular no es ya simplemente una presuposición postulada por la esencia, como en las reflexiones postulativa y externa, es decir, no es un fenómeno u objeto externo sino que se trata de una esencia que se presupone como postulada en sí misma, como auto-existente desde siempre, como “la Nada o el Ser interiorizado y vuelto hacia sí mismo”. Con esto el círculo de la reflexión se completa y volvemos al primer estadio, el de la reflexión postulativa, si bien desde una perspectiva renovada y transfigurada.

Pues bien, podríamos decir que lo biológico funciona como la reflexión postulativa, que da lugar a la apariencia, al mundo positivo dado de los fenómenos físico-naturales. Lo artificial-sintético funciona como la reflexión externa, que da lugar a la aparición del sujeto como lugar vacío de la esencia desdoblada; a su vez, el sujeto crea la tecnología como una duplicación mejorada de sí mismo y de sus propias capacidades, pero dicha tecnología se enajena del sujeto y parece formar parte del mundo positivo como un objeto dado, inmediato y externo, alienado del trabajo de su creador. La reflexión determinada tiene lugar cuando las dos fases anteriores reflexionan (metafóricamente) una sobre la otra en la forma de lo cibernético. Partiendo de la primera forma de reflexión (postulativa), el sujeto se reconoce a sí mismo como opuesto pero a la vez estrechamente relacionado con el producto de la segunda reflexión (externa): el sujeto es lo opuesto de la máquina, pero se halla profundamente interrelacionado con la máquina porque él mismo la ha postulado o creado. Ambas

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reflexiones, al aplicarse una sobre otra, crean algo –la reflexión determinada– que enmascara o encubre la negatividad del ser, el hecho de que el Ser y la Nada son lo mismo. La reflexión determinada no sólo establece que la máquina no es simplemente un objeto más del mundo físico: la máquina es la imagen o el reflejo invertido-enajenado del propio sujeto humano, su “Otro especular”. La máquina ya no es sólo una sustancia externa o el resultado de una concreta capacidad humana para la innovación técnica. Más allá de eso, la máquina es la esencia misma del sujeto humano, una esencia que ahora se presupone como postulada, como ya dada y auto-existente desde siempre, incluso desde antes de que se inventasen las máquinas. Nótese que esta esencia maquinal del ser humano comienza a existir desde siempre sólo retroactivamente: de hecho, comienza a existir como tal sólo a partir de la era cibernética, en la que se postula la unión efectiva entre el sujeto humano y la máquina –es decir, el cyborg. En este sentido cabe entender también la tesis de Marx de que el hombre constituye su propia esencia a través de su trabajo, del proceso de producción y de sus resultados.

Lo anterior queda bien reflejado en una escena de la película Robocop (1987) de Paul Verhoeven, en la que la agente de policía Anne Lewis reconoce en el súper-cyborg a su antiguo compañero Murphy por la forma en que aquél manipula su arma. En este punto Anne lleva a cabo el pasaje hegeliano desde la reflexión externa a la reflexión determinada, viendo en Robocop no a un objeto enajenado del trabajo humano, no a un simple robot, sino a la esencia misma de su compañero Murphy. Dicha esencia se presupone ya como postulada en sí misma desde el momento en que la reflexión determinada tiene lugar. Es decir, Anne no sólo reconoce a su antiguo compañero Murphy en Robocop, sino que, sobre todo, reconoce que el antiguo Murphy ya era Robocop incluso antes de convertirse en un cyborg. La esencia misma de Murphy es la de ser Robocop y siempre lo ha sido, aunque sólo retroactivamente desde el momento en que Anne realiza el acto de reconocimiento de las señas de identidad de Murphy en el propio Robocop, una identidad que deja de ser una presuposición (un mero rasgo externo o accidental) para convertirse en una esencia que se presupone como ya dada, como ya existente desde siempre en el propio Murphy. Asimismo, gracias al reconocimiento de su esencia por parte de Anne, Robocop logra encontrar un anclaje sólido para la afirmación de su propia subjetividad, superando su estado de enajenación maquinal y volviendo a ser el agente –y sujeto– Murphy.

Slavoj Žižek escribe en su artículo ‘Quiero mi ‘Chaqueta Mental Philips’: “El problema real no es el modo en que las máquinas pueden imitar –si es que pueden– el comportamiento humano, sino cómo la ‘identidad’ de la mente humana puede incorporar a las máquinas”. También afirma que Hegel hubiera recibido con aprobación los nuevos desarrollos tecnocientíficos, en especial la investigación desarrollada en el ámbito de la biogenética y de la cibernética, rechazando las objeciones tradicionales en contra de éstas y dando la bienvenida a la unión entre la mente humana y la computadora, como último eslabón en el desarrollo conducente a la reflexión determinada biotecnológica. Y es que, en efecto, el futuro ya no es la sustitución de la mente humana por la computadora, sino la unidad de ambas.

Transhumanismo: el hombre-máquina

Raymond Kurzweil, autor de The Age of Spiritual Machines (‘La Era de las Máquinas Espirituales’, 1999) y Near Singularity (‘La Singularidad Está Cerca’, 2003), ha acuñado el término “transhumanismo” para referirse a la capacidad de trascender y superar la condición humana actual a través del desarrollo tecnocientífico: los avances en el control y la intervención sobre la circuitería cerebral, la robótica, la inteligencia artificial, la nanotecnología, etcétera, permitirán modificar ad libitum el cuerpo y la

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mente del ser humano, dejando en un segundo plano la evolución biológica. Según Kurzweil, los humanos serán capaces de diseñarse a sí mismos y de escoger el tipo de organismo que deseen ser: un cyborg (híbrido de materia viva y de dispositivos electromecánicos), un siliborg (organismo creado con silicio a partir de un ADN sintético) o un simborg (organismo puramente virtual que vive en una red interconectada). Frente a quienes señalan que no dispondremos de la tecnología necesaria para llevar a cabo estas transformaciones (al menos en un futuro inmediato), Kurzweil se muestra optimista y recuerda la ley de Moore: el número de transistores de un chip se duplica aproximadamente cada 18 meses; asimismo, en poco más de una década se han logrado decodificar los 13.000 millones de letras que constituyen el genoma humano. El crecimiento tecnológico exponencial, unido al abaratamiento de los costes, también se aplicaría a la exploración del cerebro y a la inteligencia artificial. Ello dará lugar a una singularidad, a un momento de eclosión tecnológica y un punto de inflexión que supondrá un cambio radical y sin retorno en la evolución humana, en virtud del cual la especie humana será superada y sustituida por una nueva especie transhumana (y sobrehumana).

Aunque las profecías de Kurzweil tienen mucho de ciencia-ficción, lo cierto es que una serie de avances tecnológicos parecen darles la razón parcialmente: así, en el año 2002 Sanjiv Talwar implantó electrodos en células cerebrales de ratas y controló a éstas por medio de señales de radio, de forma parecida a como se maneja un juguete electrónico por control remoto (desde luego, no habría mayores problemas tecnológicos a la hora de implantar el mismo sistema en seres humanos). En 2002 Kevin Warwick conectó su sistema nervioso a una red informática, convirtiéndose así en el primer ser humano capaz de recibir directamente en su cerebro estímulos externos, sin la mediación de los sentidos, y también pudo controlar los movimientos de un brazo robot. En 2003, en el Centro de Neuroingeniería de la Universidad de Duke, se hicieron implantes cerebrales en monos que permitieron a éstos controlar con su solo pensamiento un brazo robot. Tras perder su brazo izquierdo en 2006, Amanda Kitts acudió al Centro de Medicina Biónica de Chicago, donde los nervios de su muñón amputado le fueron reinervados y se le implantó un brazo artificial que podía controlar voluntariamente.

De modo esperanzador, se ha conseguido transmitir directamente estímulos simples al cerebro de seres humanos ciegos. Asimismo, la empresa alemana AG trabaja en un microchip con 1500 electrodos sensibles a la luz que se coloca bajo la retina y permite recuperar la visión parcial o total. Otros avances decisivos incluyen: chips cerebrales que captan impulsos nerviosos de pacientes con lesiones medulares y los transmiten a prótesis y equipos robóticos que permiten que estos pacientes recuperen la movilidad; hipocampos artificiales que reproducen la estructura del tejido neural mediante matrices de electrodos; interfaces de interacción cerebro-máquina que permiten el control cerebral de programas informáticos; estimuladores cerebrales profundos que bloquean eléctricamente los núcleos neuronales que provocan temblores en los enfermos de párkinson; implantes cocleares que captan el sonido y lo transforman en señales eléctricas transmitidas a través del nervio auditivo, permitiendo así recuperar la audición; lentillas biosensoras con sensores de comunicación inalámbricos y monitores, que son capaces de proporcionar al usuario información de realidad aumentada (AR), etcétera.

En definitiva, la era del tránsito hegeliano a la reflexión determinada biotecnológica nos ofrece un panorama de asombrosas e imprevisibles consecuencias, tanto en el ámbito científico-tecnológico como en los ámbitos ético y metafísico. Sin embargo, al mismo tiempo la manipulación biogenética incontrolada de los seres humanos proyecta la sombra posible de un futuro inquietante y distópico: una vez más, los progresos tecnológicos desembocan en consecuencias complejas y contradictorias. Francis

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Fukuyama, en su libro Our Posthuman Future: Consequences of the Biotechnology Revolution (‘Nuestro Futuro Posthumano: Consecuencias de la Revolución Biotecnológica’, 2003), señala que la idea de que los humanos pueden intervenir sobre su propio desarrollo evolutivo y alterar su biología es “la idea más peligrosa del mundo”. Fukuyama piensa que la modificación artificial de la naturaleza humana, a través de la manipulación biogenética, traerá consigo terribles desigualdades y abusos: como en Un Mundo Feliz de Huxley, quienes no tengan acceso a los avances propiciados por las mejoras eugenésicas se convertirán en una casta inferior de individuos, predestinados desde antes de nacer a ocupar un puesto de subordinación respecto a la casta superior de individuos genéticamente mejorados. Por otra parte, si la evolución tecnológica se impone a la biológica, y si la propia identidad del individuo es un resultado de una manipulación biogenética, habría que redefinir radicalmente lo que se entiende por ser humano y el concepto mismo del “yo” y de la identidad personal.