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FRANCISCO FERNÁNDEZ-CARVAJAL

Pasó haciendo el bien

Las virtudes humanas y la imitación de Jesucristo

PALABRA

© Francisco Fernández-Carvajal, 2016

© Ediciones Palabra, S.A., 2016

Paseo de la Castellana, 210 – 28046 MADRID (España)

Telf.: (34) 91 350 77 20 – (34) 91 350 77 39

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Imagen de portada: GIOTTO, Cristo entra en Jerusalén, Capilla degli

Serovegni (Padua)

Diseño de cubierta: Carmen Riaza Molina

Diseño de ePub: Erick Castillo Avila

ISBN: 978-84-9061-377-1

Todos los derechos reservados

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«Jesús es el camino. Él ha dejado sobre este mundo las huellas

limpias de sus pasos, señales indelebles que ni el desgaste de los

años ni la perfidia del enemigo han logrado borrar. Iesus Christus heri

et hodie; ipse et in sæcula. [1] ¡Cuánto me gusta recordarlo!:

Jesucristo, el mismo que fue ayer para los Apóstoles y las gentes que

le buscaban, vive hoy para nosotros, y vivirá por los siglos» [2].

«Jesús no viene a añadir una teoría más a la serie de conocimientos

hasta entonces adquiridos por la humanidad, ni a conquistar una cima

superior a la ya alcanzada, ni a implantar un nuevo ideal o una nueva

escala de valores para lo que ahora sería un momento propicio. De

ninguna manera. Desde la plenitud del cielo, reservada a Dios, Jesús

trae una realidad sagrada; desde el corazón del Padre trae un río de

vida para el mundo sediento» [3].

Ese río de agua viva, de gracia, penetra las realidades humanas y las

eleva: lo natural bueno es vivificado y convertido en camino hacia

Dios. El trabajo, el matrimonio, la alegría, la paciencia, la cordialidad

con los demás, la serenidad, adquieren consistencia y se hacen

camino hacia Dios. Lo humano –sin dejar de ser humano– se

convierte en divino; es deificado.

* * *

[1] Hb 13, 8.

[2] San Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, n. 127.

[3] R. Guardini, El Señor, p. 110.

Prólogo

Pasó haciendo el bien se centra en las virtudes humanas que todo

hombre puede –debe– practicar a imitación del Señor para ser

honrado, justo, optimista, veraz, prudente…, para pasar por la vida

haciendo el bien.

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Este nuevo libro cierra la trilogía sobre Jesucristo que inicié con la

publicación de Vida de Jesús en 1997. Le siguió El Misterio de Jesús

de Nazaret, editado en noviembre de 2013, dedicado a la

personalidad divina de Jesucristo, que se manifiesta ante los hombres

a través de su humanidad.

Jesucristo es Luz del mundo y de los hombres, auténtico Maestro de

la vida para cada uno y para todos: esta es la clave del presente libro.

Con lenguaje sencillo he procurado describir las no pocas virtudes

que todo hombre puede y debe vivir para ser verdaderamente

hombre.

Las virtudes humanas son para el cristiano fundamento de las

sobrenaturales, que, sin aquellas, no se sostienen, no encuentran

arraigo y se desvanecen. Estas virtudes humanas obtienen con la

gracia divina y los dones de Dios un vigor nuevo y creciente.

En la composición de este libro he tenido presentes las enseñanzas

de san Josemaría, a quien traté de cerca durante los años de estudio

en Roma. Es de justicia señalar aquí que el santo predicó con

insistencia la necesidad de las virtudes humanas como apoyo

necesario para llegar a ser verdaderamente cristiano, auténticamente

hombre.

Las primeras páginas del libro se refieren al misterio de la

Encarnación del Hijo de Dios que, como Hombre perfecto, es modelo

de vida para todos. Él nos indicó el camino y nos alienta a seguir sus

huellas [1].

El núcleo de esta obra se dedica al conjunto de las virtudes: cuarenta

y seis capítulos que consideran con detalle las claves de cada virtud,

su conexión con las demás, el modo de practicarlas y hacerlas vida

en las múltiples circunstancias diarias: en la familia, en el trabajo, en

la calle, en todas las situaciones en las que puede hallarse una

persona corriente.

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Cierra el libro el capítulo sobre la caridad, plenitud de todas las

virtudes. Abundan las citas de la Sagrada Escritura: he utilizado

preferentemente el texto de la Biblia de la Universidad de Navarra.

Aparecen textos de muy diversos autores, clásicos y actuales, que

con sus ideas refuerzan argumentos y reflexiones. La redacción de

este libro es un proyecto con que soñaba desde hace años, y en el

que he trabajado sin cesar reuniendo documentación: archivos,

fichas, recortes, artículos, textos muy diversos. He elegido un estilo

llano que puede facilitar la comprensión. Permanece la alusión

constante a la Persona de Jesucristo y a los acontecimientos de su

vida terrena para mostrar que la amistad con Él permite al hombre

encontrar el sentido pleno de su existencia.

Francisco Fernández-Carvajal

Madrid, 24 de enero de 2016

Libro I

CRISTO ES EL MODELO

I. LUZ DEL MUNDO Y DE CADA HOMBRE

San Juan anuncia en el inicio de su Evangelio: el Verbo era la luz

verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo [2].

Dios es el origen del hombre, también su fin y su destino. Y la vida, el

tiempo que cada uno tiene para realizar su propia vocación: no ha

nacido de la sangre, ni de querer de varón, sino de Dios [3]. Este

destino eterno se inicia en el universo para alcanzar los cielos nuevos

y la tierra nueva que sobrevendrán al final, cuando este mundo acabe.

Con este horizonte, cada ser humano tiene ante sí el camino abierto

para llegar a ser él mismo, único entre todos, irrepetible como

persona, libre, inteligente, dotado de intimidad, capaz de dar amor y

de recibirlo.

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Su tendencia a relacionarse le lleva a ser miembro de una humanidad

que ama, sufre, trabaja, progresa, muere. Aunque su nombre se

olvide en la historia, Dios –que le amó primero– no le abandona,

porque es Padre. Todo hombre y mujer sobrevive como espíritu que

es, y sus obras le acompañan [4]. Llegar al Cielo es lo que importa.

Se trata entonces de vivir según Dios, cumpliendo esa ley escrita en

el corazón. Una ley que reclama una actitud de servicio constante al

prójimo, respeto a la naturaleza, amor a Dios sobre todas la cosas. Él

será tu Dios, tú irás por sus caminos, guardarás sus mandatos y

escucharás su voz [5]. Así seréis hijos de vuestro Padre que está en

el cielo, que hace salir el sol sobre malos y buenos [6]. Son las

virtudes esos hábitos de realizar el bien, allí donde vayamos o nos

encontremos, los recursos con que contamos para realizar con éxito

el recorrido, con un equipaje útil y ligero.

II. LA GRANDEZA DEL HOMBRE

Por haber sido creado a imagen de Dios, el hombre no es algo, sino

alguien: por esta razón, antes de la creación del hombre, Dios

completó el universo y la Tierra, como el lugar y la casa donde pudiera

vivir. Aunque perdió su justicia original y primera, el hombre no es un

ser para la muerte, una pasión inútil. Su valor, el valor de cada

persona, es mayor que el precio de todo el universo, que es ilimitado.

El hombre redimido

Frente al pensamiento filosófico que ofrece una visión pobre y

pesimista del hombre, el papa Juan Pablo II, en más de una ocasión,

planteó con energía una pregunta: «Pero, ¿de qué hombre estamos

hablando?, ¿del hombre dominado por la concupiscencia, o del

hombre redimido por Cristo? Porque se trata de esto: de la realidad y

de la maravilla de la redención. ¡Cristo nos ha redimido! Esto significa

que Él nos ha dado la posibilidad de realizar toda la verdad de nuestro

ser» [7]. Este es el hombre del que habla la fe de todos los tiempos:

Dios creó al hombre a su imagen, hombre y mujer los creó. Por eso

ocupa un lugar único en la creación. De todas las criaturas visibles,

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solo el hombre es «capaz de conocer y amar a su Creador». Existe

una distancia casi infinita entre el hombre y cualquier otra criatura. Es

el «único ser en la tierra al que Dios ha amado por sí mismo». Con

independencia de sus méritos personales, de sus cualidades, de su

prestigio, de su belleza…

Para Dios cada ser posee un nombre, y yo existo solamente porque

Él me dio este nombre y me llamó. Cada hombre es una idea

particular de Dios. Lo expresa Eugeni Evtuchenko así: «Cuando un

hombre muere, muere un planeta. Quedan los libros, Quedan las

bibliotecas. Mas, cuando un hombre muere, muere un planeta». Solo

él está llamado a participar, por el conocimiento y el amor, en la Vida

íntima de Dios. Para este fin ha sido creado y esta es la razón

fundamental de su dignidad. Por haber sido hecho a imagen de Dios,

el ser humano tiene la dignidad de ser persona; es alguien, único y

distinto de cualquier otro. Es capaz de conocerse, de poseerse, de

darse libremente por amor y de entrar en comunión con otras

personas. Y es llamado, por la gracia, a una alianza con su Creador

y a ofrecerle una respuesta de fe y de amor que ningún otro ser puede

dar en su lugar. Dios creó todo para el hombre, y el hombre fue creado

para servir y amar a Dios y para ofrecerle toda la creación. Debido a

la comunidad de origen, el género humano forma una familia. Porque

Dios creó de un solo principio todo el linaje humano. Esta ley de

solidaridad humana y de caridad, sin excluir la rica variedad de las

personas, las razas, las culturas y los pueblos, asegura que todos los

hombres son verdaderamente hermanos [8]. La persona humana,

creada a imagen de Dios, es un ser a la vez corporal y espiritual. El

relato bíblico expresa esta realidad con lenguaje simbólico cuando

afirma que Dios formó al hombre con polvo del suelo e insufló en sus

narices aliento de vida y resultó el hombre un ser viviente [9].

Dios ha creado al hombre para trabajar.

La vida terrena de Jesús muestra el inmenso deseo de Dios por

alcanzar la amistad con todo hombre, ganar su corazón, salvarle y

hacerle feliz. Multiplicaos, sed fecundos, generosos. Dominad, dijo

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también: usad los bienes de la naturaleza para vivir de acuerdo con

vuestra necesidad. Esta soberanía no debe ser un dominio arbitrario

y destructor, sino una autoridad sobre el mundo que consiste en usar

los bienes y respetarlos. La aparición del mal en el mundo rompió la

armonía de la creación: el mal no lo trajo Dios, no lo introdujo el

hombre, sino una criatura superior, también creada, que se enfrentó

a Dios. El diablo suscitó la duda, provocó la desobediencia y el

orgullo, y el primer hombre y la primera mujer obraron contra Dios. La

naturaleza del hombre quedó herida desde entonces. «Adán y Eva

pierden inmediatamente la gracia de la santidad original. Tienen

miedo de Dios, de quien han concebido una falsa imagen, la de un

Dios celoso de sus prerrogativas» [10]. El mal trajo, como

consecuencia, el dolor y la muerte; a partir de entonces el ser humano

perdió su estado de felicidad natural y el pecado se interpuso en la

relación del hombre con Dios. Por esta causa son, tantas veces,

difíciles y complejas las relaciones entre los hombres, y convivir es

arduo y costoso, requiere gran esfuerzo y unos hábitos buenos de

comportamiento que puedan hacer habitable nuestra tierra, que

favorezcan el amor en la familia, la cordialidad en el trabajo, la paz, el

deseo de concordia, la serenidad…

Tanto amó Dios al mundo

El amor de Dios a los hombres es muy superior a cualquier idea que

podamos forjarnos: Dios nos ama con amor personal e individual, y

jamás ha dejado de amarnos, de ayudarnos, de protegernos, de

comunicarse con nosotros, ni siquiera en los momentos de mayor

ingratitud por nuestra parte: Yo os hice, y yo os llevé, yo os sostendré

y os salvaré [11]. Nos ha declarado su amor con estas palabras:

¿puede una mujer olvidarse del hijo de sus entrañas? Pues, aunque

ella se olvidara, Yo nunca me olvidaré de ti [12]. Tanto amó Dios al

mundo que entregó a su Hijo único [13], manifestó el Señor a

Nicodemo. Una generosidad sin límites. Al hacerse hombre el Hijo de

Dios, esta dignidad excepcional de la persona ha sido engrandecida

hasta el extremo. No tiene límite. Dios ha vivido –¡vive!– entre

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nosotros. Y, más aún, ha dado su vida por todos, por cada uno: «es

el hombre grande y admirable figura viviente, más precioso a los ojos

de Dios que la creación entera; para él existen el cielo y la tierra y el

mar, y Dios ha dado tanta importancia a su salvación que no ha

perdonado a su Hijo único por él. Dios no ha cesado de hacer todo lo

posible para que llegue hasta Él» [14]. «Con esta libre decisión divina,

la dignidad natural del hombre se ha elevado incomparablemente: y,

si el pecado destruyó ese prodigio, la Redención lo reconstruyó de

modo aún más admirable, llevándonos a participar más

estrechamente de la filiación divina del Verbo» [15]. Reunido con un

grupo de estudiantes en una playa de Valencia, san Josemaría hacía

con ellos oración frente al mar. Y uno de ellos exclamó, lleno de

admiración: «¡Qué grande es el mar!». San Josemaría le respondió:

«Es pequeño, hijo mío, es pequeño». Quería precisar el santo que,

comparado con la naturaleza, siendo bellísima, grandiosa, el hombre

vale más, muchísimo más. Se ha dicho de mil formas que Dios se

ocupa más de un corazón en el que puede volcar su amor, que del

orden natural de todo el universo creado y de todos los imperios del

mundo.

III. IMITACIÓN DE JESUCRISTO

Jesucristo, único modelo

Al llegar la plenitud de los tiempos, el Hijo de Dios se hizo hombre:

ojos humanos le vieron, manos humanas lo palparon [16]. La vida

terrena de Jesús fue breve; sin embargo, en ella encontramos nuestra

forma propia de vivir, es más: cada hombre encuentra en Él su forma

propia de vivir con sus particulares rasgos inconfundibles. En los

Evangelios hallamos la clave para conocerle; no existe mejor fuente:

en ella aparece su rostro, su mirada, el sentido de sus palabras, sus

sentimientos y afectos, su sonrisa, sus silencios… El misterio de

Jesús de Nazaret se desvela poco a poco al contemplarle. Así, Él

puede convertirse en modelo para nuestro vivir, porque hemos nacido

para imitarle. Todos los hombres pueden mirarle para conocer en Él

cuál es su modo de actuar, la forma de tratar a todos con respeto y

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sencillez, con sinceridad y afecto. Jesús enseña a vivir y a convivir.

En su compañía –con su ayuda– todo hombre y toda mujer pueden

pasar por este mundo como Él, haciendo el bien [17]. ¿Eres tú el que

ha de venir, o debemos esperar a otro? [18]: le preguntaron a Jesús

los discípulos de Juan Bautista. Nosotros sabemos que no es

necesario esperar a otro, porque el Hijo de Dios ha venido a este

mundo y se encuentra –ahora– entre nosotros. ¡Le estábamos

esperando! ¡Por fin!

Para un cristiano la vida es un camino por el que va acompañado de

Jesús: una compañía que protege de la soledad, que consuela y

anima, que ilumina los senderos que hemos de recorrer. No os dejaré

huérfanos [19], ha prometido antes de subir al Cielo. Los cristianos,

siguiendo a Cristo, pueden ser imitadores de Dios como hijos

queridos; conformando sus pensamientos, sus palabras y sus

acciones con los sentimientos que tuvo Cristo, y siguiendo sus

ejemplos [20]. «Los actos de Jesús fueron plenamente sinceros, y en

ello estriba justamente su mayor ejemplaridad» [21]. Cualquier virtud

cristiana resulta ser imitación de la virtud de Cristo: la humildad

consiste en cumplir ese aprended de mí que soy manso y humilde

[22]; la caridad es amar como Yo os he amado [23]; nuestro interior

debe responder a los mismos sentimientos de Cristo Jesús [24].

«Jesucristo es el centro del cosmos y de la historia» [25]. Es también

el centro de la pequeña historia de todo hombre. Jesús es el punto de

mira de todas las virtudes humanas, que son vivificadas por la gracia

y adquieren su sentido pleno, y se convierten –sin dejar de ser

humanas– en camino hacia Dios.

Reflejar a Cristo

Dios se refleja en sus santos. La vida de los santos y de los hombres

buenos es también una huella de Dios en esta tierra. Su caminar dejó

la marca de Dios. Unos días antes de su muerte pudimos ver la figura

de un hombre que había sido un buen atleta, lleno de simpatía, una

voz poderosa. Ahora lo encontrábamos en un estado lamentable: su

rostro deformado por la enfermedad y por los medicamentos, su voz

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apenas podía emitir unos sonidos ininteligibles. Sin embargo,

podemos decir que conmovió a la humanidad. Multitudes acudieron a

Roma para ver a Juan Pablo II en sus últimos días y después de su

muerte. Eran gentes muy diversas; algunos se habían gastado los

últimos ahorros en ese viaje, que tenía como objeto despedir a aquel

hombre que tanto había hecho en todas partes. Las televisiones de

todos los lugares llegaron a la ciudad eterna para transmitir este

singular acontecimiento. Una periodista de Televisión Española se

encontraba cerca de la salida de la basílica y emitía un reportaje. Esta

mujer vio a un chico joven, de unos quince años, que salía solo; venía

de pasar ante el féretro colocado en la basílica. Le llamó y le pidió que

se situara unos momentos cerca de la cámara. Le preguntó de dónde

venía y el chico dijo que de Jaén. –¿Has visto Roma? –No, he estado

en la cola. –Y ¿vas a ver Roma? –No, nos vamos ahora enseguida,

me están esperando. –¿Te ha compensado el viaje por esos

segundos? Porque apenas te has detenido –como todos– ante el

cadáver del papa. –Sí –respondió el chaval. La periodista insistía: –

¿Me puedes decir qué le has dicho al papa al pasar cerca de su

cuerpo? El chico titubeó un poco y dijo en voz más baja: –Le he dicho:

¡gracias, muchas gracias! –¿Tú crees que valía la pena? –Por

supuesto. –¿Aunque lo hubieras visto mejor en la televisión? –Sí. –

Con el cansancio que tienes encima y las horas antes de poder entrar

en la capilla, el viaje desde Jaén todo seguido… –Por supuesto –

repitió él.

¿Qué tenía el papa? ¿Por qué era como un imán? No era el papa,

sino Dios, que estaba en él. Dios estaba en él, eso es lo que buscaba

la gente: buscaba a Dios en él, en sus virtudes, en su entrega, en su

amor al Señor, en su identificación con Jesús. San Juan Pablo II

también podía decir como san Pablo: no soy yo, es Cristo que vive en

mí [26]. Y también: mi vivir es Cristo [27]. Para muchos «su vivir» no

es Cristo, sino el dinero, la comida, los aplausos, la bebida, las

alabanzas: ahí están sus intereses y su corazón, su tesoro tan corto,

tan escaso. Los santos, con sus virtudes humanas y sobrenaturales,

transparentan, dan a conocer, reflejan a Cristo. «Sabemos que ha

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salido el sol por los objetos que reflejan sus rayos. Así son también

aquellos en los que habita Cristo. Ellos no son la luz, pero irradian la

luz para que otros lleguen a la luz» [28]. Dios manifiesta de manera

viva ante los hombres su presencia y su rostro [29]. Dicho con otras

palabras: la unión con Jesucristo es algo tan vivo en un buen cristiano,

que se percibe en él, casi tangiblemente, la presencia personal del

Señor.

Mirar a Cristo, mirarse en Cristo

Debemos ser una sola cosa con Él sin dejar de ser nosotros mismos.

Revestirse de Cristo significa ver el mundo y las personas con los ojos

de Jesús, con una mirada comprensiva, generosa, misericordiosa. Es

aprender a oír con los oídos de Jesús, dirigir a los demás palabras de

paz; es trabajar como lo hizo Él, amar con su Corazón. Esto hicieron

los santos. Debemos mirar a Cristo. ¿Qué descubrimos al mirar?: le

vemos tan callado, tan atento, tan misericordioso, tan lleno de

optimismo y de esperanza…

También debemos mirarnos en Cristo. Mirar a Cristo y mirarnos en

Cristo. Al mirarle descubrimos nuestra miseria; vemos que somos tan

cortos, tan poca cosa, tan pobres, tan tibios, nuestra bondad tan

escasa y tan pequeña. Al mirarnos en Él nos encontramos muy lejos

del Modelo. Sin embargo, Él ¡tan cercano! a nuestro corazón…

Nos conocemos a nosotros mismos en Jesucristo, y este

conocimiento no nos lleva a la tristeza ni a la desesperanza, nos

conduce a la paz. Al mirarnos en Él apreciamos el contraste y

entendemos que debemos –podemos– mejorar, tratar de imitarle en

su trato con las gentes, con los más débiles, con los cercanos y

solidariamente con los más lejanos: Cristo se nos hace asequible en

su Humanidad Santísima.

Identificación con Cristo

Seguir al Maestro, imitarle, seguir sus huellas, identificarnos con Él.

Y advertía el papa san Juan Pablo II: «No se trata aquí solamente de

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escuchar una enseñanza y de cumplir un mandamiento, sino de algo

mucho más radical: adherirse a la persona misma de Jesús, compartir

su vida y su destino» [30], algo que requiere de nosotros una profunda

conversión que quizá vamos retrasando. No os salvará una teoría…,

repetía el papa, sino una Persona, Jesucristo. Tened siempre

presente que Él se encarnó y os dio ejemplo para que sigáis sus

pasos [31]. Seguir a Cristo no es una imitación exterior, porque afecta

al hombre en su interioridad más profunda. Lo cambia por dentro. Ser

discípulo de Jesús significa hacerse conforme a Él, que se hizo

servidor de todos. Recordar muchas veces que Él es medida y regla

de nuestra vida. Preguntarnos: ¿cómo actuaría el Señor aquí?

«Ser santo es ser buen cristiano: parecerse a Cristo. –El que más se

parece a Cristo, ese es más cristiano, más de Cristo, más santo» [32].

La vida cristiana es imitación de la del Maestro. San Pablo exhortaba

a los primeros cristianos a imitar al Señor con estas otras palabras:

tened los mismos sentimientos de Cristo Jesús [33] ante los

pecadores, los amigos, ante quienes nos insultan…

No se trata tanto de una imitación externa, sino de permitir que

nuestro ser íntimo se vaya configurando con el de Cristo. Despojaos

del hombre viejo con todas sus obras y vestíos del hombre nuevo [34],

el hombre nuevo de la alegría que nos trajo Él, el hombre nuevo del

sentido positivo, el que nos lleva a superar las dificultades y

convertirlas en gracia, en algo bueno.

Muchas veces indica san Pablo que la nueva existencia es una vida

en Cristo: vivo, pero ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí [35]. Su

existencia estaba animada y vivificada por una alegría profunda que

le venía de estar identificado con el Señor. Para mí, vivir es Cristo

[36]. Él dirige mi vida. Él me lleva: aunque camine por cañadas

oscuras no temerá mi corazón. Tu vara y tu cayado me consuelan.

(…) Has derramado óleo sobre mi cabeza y mi copa rebosa. Solo

bondad y benevolencia me acompañan todos los días de mi vida y –

con tu ayuda puedo decir que– estaré en la casa del Señor por años

sin término [37].

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Dios en los santos

Revestirse de Cristo, vivir en Cristo, significa ver el mundo y las

personas con los ojos del Señor. «Que yo vea con tus ojos, Cristo

mío» [38]: tuve la inmensa suerte de escuchar estas palabras en más

de una ocasión a san Josemaría. Se trata de una mirada

comprensiva, generosa, misericordiosa. Revestirse del Señor es

también aprender de Jesús cómo dirigirnos a los demás con palabras

que dan paz, que elevan, que pueden ser bálsamo y no producen

heridas, que libran a los hombres de la postración del pecado, aunque

para ello sea necesario sacarlos de su falsa paz. Es, a la vez,

aprender a trabajar como lo hizo Él, obedecer como Él, amar con su

Corazón magnánimo… Eso hicieron los santos, que fueron discípulos

muy aventajados. En ellos, en sus gestos, en sus palabras, en su

vida, es el mismo Dios quien, por así decir, se transparenta. Más allá

de la impronta de su personalidad, de la educación familiar, del influjo

del ambiente y de las vicisitudes del tiempo en que ha vivido. La

experiencia de lo divino, que encontramos en los diversos momentos

de su vida, enriquece nuestra fe, la purifica, la eleva [39]. Por eso,

afirmaba el papa san Juan Pablo II, la Iglesia mira con incansable

amor a Cristo, plenamente consciente de que solo en Él está la

respuesta verdadera y definitiva al problema moral; a todo problema

podríamos añadir. Ese es el secreto de los santos, de ahí han sacado

energías siempre nuevas a lo largo de los siglos, ese ha sido su

alimento. Para esto se necesita tener la mirada fija en el Señor Jesús.

Algunos aspectos y sugerencias para hacer vida este deseo:

• Ver a las personas desde «su mejor ángulo».

• Evitar juicios reductivos: ser magnánimos, en juicios y en todo.

• Fomentar la simpatía y el buen humor en toda ocasión.

• Ser luz y no cruz para los demás.

• Saber perdonar con facilidad.

• No guardar agravios.

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IV. ¿QUIÉN ERES TÚ, SEÑOR?

Perfectus Deus, perfectus Homo

Jesucristo, Hijo eterno de Dios Padre, no es solo Dios y, por tanto, la

infinita y suma perfección; es también hombre perfecto, nacido de

María Virgen, y posee en plenitud la perfección humana. «Él es Aquel

a quien el Padre resucitó, exaltó y colocó a su derecha,

constituyéndolo juez de vivos y muertos» [40]. Cristo es una Persona

divina en dos naturalezas. La naturaleza divina no absorbe a la

humana; la naturaleza humana conserva su plena propiedad. Es un

misterio de fe el modo en que ambas naturalezas, la divina y la

humana, se unen en la Persona del Verbo; pero solo a través de sus

actos –hechos y palabras– conocemos con claridad su humanidad y

podemos atisbar la divinidad [41]. «Lo que movía a Jesús en todas

sus circunstancias era la misericordia, con la cual leía el corazón de

los interlocutores y respondía a sus necesidades más reales» [42].

«Contemplamos su naturaleza humana como el modo de ser humano

de la Persona divina, que hace visible su modo de ser divino, unido a

ella sin confusión» [43].

«El Hijo de Dios trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia

de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de

hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de

nosotros, en todo semejante a nosotros, excepto en el pecado» [44].

Lo conmovedor de la encarnación está en que el Hijo, igual a Dios,

cambió su vestidura divina por la ropa de un hombre común: «es

hombre de nuestra estirpe, descendiente de Adán, que se ha

insertado plenamente en nuestra historia, de tal forma que ha tomado

sobre sí, en cuanto nuevo Adán, a la humanidad entera y a su historia.

Lo propio precisamente de la encarnación está en que la Persona

divina renunció desde el principio a toda pretensión de gloria visible.

La Persona divina llevó sobre sí todas las consecuencias, y no solo

de modo aparente, de la vestidura de siervo que había asumido.

Detrás de todo este obrar está el Yo preexistente. Él tuvo –a partir de

una edad– una clara conciencia de su personalidad divina» [45]. Solo

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Jesús mismo podría dar testimonio de cómo se relacionan

íntimamente su ser divino y su ser humano. «Esa estrecha unión que,

en razón de la encarnación, existe entre Cristo y cada uno de los

hombres explica el modo en que es llevada a cabo nuestra redención.

Cristo satisface por nuestros pecados porque entre Él y nosotros no

se da una total alteridad, ya que formamos con Él quasi persona

mystica. Se pone aquí de relieve una misteriosa solidaridad entre los

hombres y, sobre todo, entre Cristo y cada uno de los hombres. El

hacerse solidario de nuestra humanidad para redimirnos es la razón

de la encarnación. »La solidaridad histórica de Jesús con la estirpe

humana nos muestra que en la Redención brilló la Justicia divina y el

respeto a la dignidad personal del hombre, al elegir una economía de

la salvación según la cual la reparación del pecado viniera de la

misma estirpe pecadora, y se enalteció la dignidad del hombre, pues

el Maligno fue vencido por uno de la raza que había sido vencida por

él en el inicio de la historia» [46]. Esta presencia inaudita de Dios

dentro del mundo señala a todos el camino para ser verdaderamente

hombres: «Cristo con su encarnación, con su vida de trabajo en

Nazaret, con su predicación y milagros por tierras de Palestina, con

su muerte en la Cruz, con su resurrección, es el centro de la Creación,

primogénito y Señor de toda criatura» [47]. La fe nos permite conocer

que ser verdaderamente hombres es vivir como Él vivió, identificarnos

con Él, obrar como Él obró. Sería difícil, quizá imposible, concebir las

virtudes del hombre sin mirar al Dios encarnado. Él es el modelo

perfecto que las purifica y perfecciona, y las eleva, mediante la gracia.

Sin Él, más temprano o más tarde nada se sostiene. Quizá podemos

pensar que es insalvable la distancia. Somos ignorantes y frágiles

porque el pecado original dejó al hombre muy debilitado. Sin

embargo, contamos con su ayuda y su presencia: estaré con vosotros

[48]. «Él, que se ha hecho carne y permanece Hombre sin cesar,

llama a todo el mundo a entrar en los brazos abiertos de Dios» [49].

Hemos sido llamados a imitar a Cristo en su vida terrena, a

semejarnos con Él, a ser un reflejo suyo en el mundo. Y esto en la

vida normal de todos los días. Los demás pueden ver a Cristo en

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nosotros, en la práctica de las virtudes que componen el entramado

de la vida terrena. ¡Qué débiles somos sin Él!, ¡qué fuertes con Él!

V. LAS VIRTUDES HUMANAS Y LA GRACIA

«Cuando un alma se esfuerza por cultivar las virtudes humanas, su

corazón está ya muy cerca de Cristo. Y el cristiano percibe que las

virtudes teologales –la fe, la esperanza, la caridad– y todas las otras

que trae consigo la gracia de Dios le impulsan a no descuidar nunca

esas cualidades buenas que comparte con tantos hombres».

San Josemaría Escrivá

Amigos de Dios, n. 91

«La virtud es una disposición habitual y firme para hacer el bien.

Permite a la persona no solo hacer actos buenos, sino dar lo mejor

de sí misma. Con todas sus fuerzas sensibles y espirituales, la

persona virtuosa tiende hacia el bien, lo busca y lo elige a través de

acciones concretas». Catecismo de la Iglesia Católica n. 1803

Jesús, rodeado un día de mucha gente, explicó así qué es el reino de

los Cielos: es como un grano de mostaza que, cuando se siembra en

tierra, es la más pequeña de las semillas; pero una vez sembrado

crece y se hace mayor que todas las hortalizas y echa ramas [50].

Cada hombre, también cada cristiano, es esta semilla que ha

sembrado el Señor. Y la vida es el tiempo de crecer, un crecimiento

interior para alcanzar la plenitud asequible como persona. Pensamos

con frecuencia cómo llegar a ser mejores, cómo ser buenos de

verdad, cómo hacer el bien y ayudar a los demás con acierto. Estos

objetivos forman uno solo: cómo cambiar sin dejar de ser nosotros

mismos. Cada uno somos alguien a quien Dios ha dado la existencia

porque le amó primero. Él no ama a todos en conjunto,

colectivamente, sino a cada uno personalmente. Por eso, vivir

consiste en cumplir, responder a este amor divino que nos precede,

acompaña y espera. Ser buen cristiano consiste en ser como el Señor

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quiere que seamos. Para esto necesitamos las virtudes. Cuando nos

encontramos ante una persona que es solidaria, optimista, alegre,

generosa, buen profesional, buena amiga y buen padre o madre, y

nos preguntamos cuál será el secreto de su atractivo y por qué es

agradable compartir el tiempo con ella, quizá no nos damos cuenta

de algo esencial: es atrayente, es buena, porque posee virtudes

desarrolladas. Las personas con esos hábitos firmes de hacer el bien

son atrayentes, previsibles, se puede confiar en ellas. El bien es

atractivo por sí mismo. El mal produce rechazo, desconfianza. Pero

la virtud, esa disposición estable, no se improvisa, se adquiere si la

persona quiere realmente conseguirlo, si es tozuda en su empeño.

Una persona sin virtudes se asemeja a un barco sin timón: quien no

se ejercita en el dominio de sí mismo, quien no aspira al bien o no se

empeña en ejercer obras buenas, no supera la fuerza de las olas y

del viento. El ambiente y las pasiones la llevan.

Para el hombre, hacerse mejor es un ir pareciéndose más al Señor,

desarrollar paso a paso la semejanza divina que existe en cada uno:

hagamos al hombre a nuestra imagen [51]. «Acordaos de cómo viene

Nuestro Señor al mundo: como todos los hombres. Pasa su infancia

y juventud en una aldea de Palestina, uno más entre sus

conciudadanos. En los años de su vida pública, se repite de continuo

el eco de su existencia corriente transcurrida en Nazaret. Habla del

trabajo, se preocupa de que sus discípulos descansen; va al

encuentro de todos y no rehúye la conversación con nadie; dice

expresamente, a los que le seguían, que no impidan que los niños se

acerquen a Él. Evocando, quizá, los tiempos de su infancia pone la

comparación de los pequeños que juegan en la plaza pública» [52].

Es grande la tarea del hombre. Vivir no es pasar el tiempo en este

mundo realizando cosas, cumpliendo al azar unos objetivos y

alcanzando cualquier fin. «Vivir es enfrentarse con dificultades, sentir

en el corazón alegrías y sinsabores; y en esa fragua el hombre puede

adquirir fortaleza, paciencia, magnanimidad, serenidad» [53]. Los

pensadores clásicos les concedieron gran importancia y las definieron

con mucho acierto. «La virtud es una disposición coherente y

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armoniosa del alma, que hace dignos de elogio a quienes la poseen,

y es por sí misma laudable independientemente de su utilidad; de ella

derivan las intenciones, los pensamientos y las acciones moralmente

valiosas» [54].

Las virtudes y la gracia de Dios

En el entramado que configuran las actitudes y los actos en la

persona virtuosa están presentes la inteligencia y la libertad, las

cualidades personales naturales, las virtudes humanas adquiridas, la

fe, la esperanza y la caridad, la gracia de Dios que no falla, la

providencia divina que siempre acompaña, los dones del Espíritu

Santo. El cristiano actualiza estas capacidades y estos dones y los

hace vida ante Dios y en servicio de los demás. Un cristiano construye

al mismo tiempo la ciudad terrestre y la ciudad de Dios en este mundo,

vive en la tierra y tiene el corazón en el cielo, ama a Dios y ama a los

suyos con el mismo corazón, solía decir san Josemaría. No es un ser

dividido, sino que logra la unidad y la armonía en su realidad personal,

donde todo confluye y de donde brotan sus decisiones y sus actos, la

semilla de mostaza debe crecer porque el reino de Dios ya está en

medio de vosotros [55]. Cuando un cristiano ama a Dios y busca

actuar como Él prefiere y desea, por encima de todo, hacer el bien,

reconoce que sus decisiones son libres y que le configuran con

Jesucristo. Al tiempo, sabe que Dios le proporciona las gracias y la

ayuda que necesita.

Virtudes humanas: cimiento de toda virtud

Las virtudes humanas y la gracia divina forman el sustrato en el que

pueden crecer las virtudes que llamamos teologales: la fe, la

esperanza y la caridad. Esas virtudes que llevan al hombre

directamente a Dios. El desarrollo de la fe en Dios requiere un

substrato de humildad, de confianza, de docilidad, que son en su

origen virtudes humanas. La esperanza se apoya en el optimismo, la

fortaleza, la paciencia, la perseverancia. La caridad se ejerce de

ordinario también a través de virtudes humanas: amabilidad, amistad,

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benevolencia, comprensión, generosidad, justicia, magnanimidad,

sencillez, solidaridad…

La gracia no actúa en el vacío

«No puede la gracia actuar en el vacío, es menester que caiga sobre

este mundo y en él, además, arraigue. No es un aerolito, cuyo

contacto con el suelo resultaría somero y exterior; es una simiente

que se hunde bajo tierra y se convierte en árbol. No es un envoltorio

de la masa, sino su fermento. No es una capa de asfalto, sino una

lluvia potente y mansa, que impregna la tierra, y la empapa, y la

trabaja…

La gracia opera sobre la naturaleza» [56], no prescinde de ella. El

ejercicio de estas tres virtudes purifica y eleva las virtudes humanas:

ayuda a separar la «ganga», como hacen los profesionales de la

mineralogía para obtener el mineral puro. «Dios nos quiere muy

humanos. Que la cabeza toque el cielo, pero que las plantas pisen

bien seguras en la tierra. El precio de vivir en cristiano no es dejar de

ser hombres o abdicar del esfuerzo por adquirir esas virtudes que

algunos tienen, aun sin conocer a Cristo» [57]. La vida corriente de

cada cristiano reclama el ejercicio de estas virtudes. Si no es así, la

vida espiritual se desmorona y deja también de ser cristiana. ¿De qué

serviría rezar todos los días, si en el trabajo se falta a la justicia, si en

familia no se vive la generosidad, si en la amistad falla la lealtad? «Un

hombre sabedor que el mundo –y no solo en el templo– es el lugar de

su encuentro con Cristo, ama ese mundo, procura adquirir una buena

preparación intelectual y profesional, va formando –con plena

libertad– sus propios criterios sobre los problemas del medio en que

se desenvuelve; y toma, en consecuencia, sus propias decisiones,

intenta humildemente captar la voluntad de Dios en esos detalles

pequeños y grandes de la vida» [58]. Una conducta así no se

improvisa: es el resultado de un crecimiento de la semilla; una vida

así es ya el árbol que ha echado ramas tan grandes que los pájaros

del cielo pueden cobijarse y anidar en ellas.

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No se trata de alcanzar estas perfecciones para ser el mejor, el

número uno, y destacar y triunfar. El objetivo es amar a Dios sobre

todas las cosas y a los demás como a uno mismo. Vivir así es rendir

los talentos concedidos para hacer el mundo habitable, para llevar la

felicidad a quienes nos rodean, para servir con eficacia a todos, para

llegar a ser como Dios ha deseado al querer llamarnos a la vida a

cada uno en este mundo, en este tiempo de la historia, en esta familia,

en este lugar y en las circunstancias que nosotros quizá no hemos

elegido.

Virtudes humanas y virtudes sobrenaturales

Hábitos operativos buenos. Así se define desde antiguo la virtud.

Cualquier acción consciente y libre nos cambia por dentro. Estas

acciones nos convierten en mejores personas, o en peores personas.

Las acciones buenas nos preparan para recibir la fe y profundizar en

ella. Sin embargo, las acciones buenas sin la gracia se debilitan y,

difícilmente, se sostienen, como tampoco se tenía de pie el

espantapájaros del Mago de Oz: era muy frágil como nosotros, y

cualquier vientecillo lo derribaba. Sus amigos le ayudaban a

mantenerse erguido pero una y otra vez volvía al suelo. La gracia

purifica, esclarece y eleva las virtudes naturales. Estas virtudes

humanas predisponen al encuentro con Cristo. «Jesús trae una

realidad sagrada: desde el corazón del Padre trae un río de vida para

el mundo sediento» [59]. Ese río de agua viva, de gracia, penetra las

realidades humanas y las eleva: lo natural bueno es vivificado y

convertido en camino hacia Dios. El trabajo, el matrimonio, la alegría,

la paciencia, la cordialidad con los demás, la serenidad, la

comprensión, el respeto, la honradez, adquieren consistencia y se

hacen camino hacia Dios. Lo humano -sin dejar de ser humano– se

convierte en divino. Las realidades terrenas y las cosas nobles de

este mundo tienen un valor divino, sirven para que el hombre se

acerque a Dios y las realidades de este mundo sean santificadas y

den gloria a Dios. El hombre puede encontrar algo divino oculto en lo

humano de todos los días, que se convierte así en un camino hacia

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la madurez humana y sobrenatural: es el árbol grande donde reposan

y se cobijan las aves del cielo. En Jesucristo, Hijo de Dios, la

naturaleza divina y la humana coexisten en plena armonía. Es

perfecto Dios, perfecto Hombre: Él es el punto de mira de todas las

virtudes humanas, que en Él adquieren su plenitud. «No se puede

decir que haya realidades –buenas, nobles y aun indiferentes– que

sean exclusivamente profanas, una vez que el Verbo de Dios ha fijado

su morada entre los hijos de los hombres, ha tenido hambre y sed, ha

trabajado con sus manos, ha conocido la amistad y la obediencia, ha

experimentado el dolor y la muerte» [60]. Las realidades terrenas y

las cosas nobles de este mundo tienen un valor divino, son buenas;

sirven para que el hombre se acerque a Dios. Las virtudes humanas

adquiridas, con la ayuda de Dios, forjan el carácter y facilitan la

práctica del bien, ayudan a guardarse del mal. El hombre virtuoso es

feliz al practicarlas [61]. «Es necesario subir a las montañas para

abrazar en los espacios infinitos la admirable obra de Dios. Es

necesario subir para recoger la invitación a hacer de la propia vida

una continua ascensión hacia las metas sublimes de las virtudes

humanas y cristianas» [62]. Todos los hombres estamos llamados a

vivir así: «es verdaderamente hombre el que se empeña en ser veraz,

leal, sincero, fuerte, templado, generoso, sereno, justo, laborioso,

paciente» [63].

Algunas claves

La homilía que pronunció san Josemaría en el campus de la

Universidad de Navarra ofrece no pocas ideas que son la clave para

vivir como hombres que han adquirido y ejercen esas virtudes

humanas, que son cimiento y sustrato de otras virtudes

sobrenaturales. Lo más material y lo humano se armonizan en unidad

de vida con las gracias y dones que Dios nos ofrece. Así, en todos los

caminos de la tierra, en todas las actividades honradas, los hombres

podemos encontrar a Dios: «Es, en medio de las cosas más

materiales de la tierra, donde debemos santificarnos, sirviendo a Dios

y a todos los hombres».

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«Dios os llama a servirle en y desde las tareas civiles, materiales,

seculares de la vida humana: en un laboratorio, en el quirófano de un

hospital, en el cuartel, en la cátedra universitaria, en la fábrica, en el

taller, en el campo, en el hogar de familia y en todo el inmenso

panorama del trabajo. Dios nos espera cada día. Sabedlo bien: hay

un algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes, que

toca a cada uno de vosotros descubrir».

«No hay otro camino: o sabemos encontrar en nuestra vida cotidiana

al Señor, o no lo encontraremos nunca». «Os aseguro que cuando un

cristiano desempeña con amor lo más intrascendente de las acciones

diarias, aquello rebosa de la trascendencia de Dios». «Realizad las

cosas con perfección, poned amor en las pequeñas actividades de la

jornada, descubrid –insisto– ese algo divino que en los detalles se

encierra» [64].

Libro II

LAS VIRTUDES HUMANAS

1. AFABILIDAD

«¡Cuántas veces las tinieblas de la soledad, que oprimen a un alma,

pueden ser aliviadas por el rayo luminoso de una sonrisa o de una

palabra amable!». San Juan Pablo II Homilía, 11-2-1981

La afabilidad no es una virtud de segundo rango: ser amable puede

cambiar a una persona, transformar el ambiente de un lugar de

trabajo, de una familia. Quizá –si hiciéramos una lista ordenada– no

la pondríamos al nivel de la fortaleza, por ejemplo. Pero, ¿qué sería

de nosotros si los que nos rodean fueran adustos y secos, si se

mostraran indiferentes, ajenos, hoscos y lejanos, o antipáticos? No

pocas veces hemos oído algo parecido a estas palabras: desde que

ha llegado Juan, todo ha cambiado en la oficina, en el taller… Por el

contrario, cualquier obra buena que no va acompañada de amabilidad

pierde gran parte de su valor, de su ser, no solo porque queda

deslucida a los ojos de los otros, sino también porque disminuye su

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eficacia y no alcanzará todo el bien que pretendía. Ser amable

significa también ser accesible, acogedor, agradable, amigable,

atento, benigno, cordial, servicial. Ser afable es ser asequible a la

comunicación [65], tender puentes hacia los demás. Se es amable

desde el fondo de uno mismo, donde se toma la decisión de acogida

al otro y de mostrar que estamos de su parte. Es manifestar algo más

de afecto con las palabras, con un tono cordial, con sencillez y, a

veces, con una sonrisa. Significa actuar con esta sana convicción:

«los hombres hemos nacido para ayudarnos mutuamente y es cosa

contraria a la naturaleza que unos a otros nos ofendamos» [66]. Un

cristiano que procura descubrir al Señor en las personas intenta hacer

más llevadera la vida de aquellos con quienes convive, busca las

palabras y las actitudes que les harán sentir la alegría de existir.

Alambradas con espinos

«Encontré mi habitación fría y destartalada, envuelta en un ambiente

de tristeza que impregnaba todo, cama, armario, mesa y hasta mi

propio ser… Me daba la sensación de que todo, todo, hasta las

paredes y el techo de la habitación, estaba húmedo de melancolía.

Por otro lado, nadie se preocupó de llevar a aquel cuarto la caricia de

un detalle. Todo raspaba, como raspan y arañan las cosas prácticas»

[67]. Esta impresión que causan las cosas materiales sin alma es la

que deja en nuestro corazón un trato desabrido, las palabras dichas

con dureza, la omisión de algo debido. Somos sociables, estamos

hechos para la comunicación, para el encuentro con los demás, y

necesitamos el afecto, la buena acogida, la benevolencia de los otros

dispuesta a hacerse cargo de nuestra fragilidad: «yo, como todos,

necesito ser reconocido» [68]. Todos lo necesitamos, amigo poeta.

La afabilidad encierra un poder enorme: puede romper la soledad de

quien estaba desolado, levanta el ánimo de cualquiera, anima a quien

estaba agotado, alegra siempre el corazón de los demás. Al recibir

una palabra amable, una respuesta acompañada de una sonrisa, una

mirada comprensiva, sabemos que nos encontramos ante una

persona en la que, en principio, se puede confiar plenamente, y esto

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reconforta. En la convivencia diaria se agradece que las personas

cercanas no se rodeen de alambradas de espino, en una actitud

defensiva cuando nos dirigimos a ellos. No seamos nosotros quienes

esparzan las espinas del pesimismo y de lo negativo en los caminos

de los demás.

La amabilidad del Señor

Amable es la misericordia del Señor en el tiempo de la tribulación,

suave, como nube de lluvia [69]. Si miramos a Jesús a lo largo de su

vida y observamos su actitud ante quienes se le acercan,

descubrimos su afabilidad colmada de respeto: a cada uno atiende

como a un hijo del Padre celestial, hecho a su imagen y rescatado del

pecado por Él mismo. Le buscan hombres y mujeres, sanos,

enfermos, niños, mayores, fariseos –algunos con mala intención–,

pescadores y pastores, ricos y mendigos: a todos trató bien. Jesús

sabía mirar en el fondo de los corazones: descubría en ellos su

capacidad de amor y de bien, su parte buena. A ninguno rechazó.

Prescindió por completo de la opinión que se tenía de los publicanos,

y al llegar al pie del árbol donde estaba subido Zaqueo, dijo

sencillamente: baja pronto, porque hoy he de alojarme en tu casa.

Bajó, y se encontró con la mirada penetrante de Jesús. Y fue

suficiente para que en ese instante dijera Zaqueo que iba a entregar

la mitad de sus bienes a los pobres y a pagar con el cuádruple a

quienes había defraudado [70]. En muchas otras ocasiones la

cordialidad amable del Señor penetró en el corazón de hombres y

mujeres, y sus vidas cambiaron para bien. Los niños se daban cuenta

de que Jesús les apreciaba. Esta afabilidad de Jesús aparece

también ante los dos discípulos que le sorprenden con la pregunta:

Maestro, ¿dónde vives? Él les dijo, venid y lo veréis. Fueron y vieron

dónde moraba [71]. Acoge, escucha, responde con una completa

sencillez. A Dios nadie le ha visto jamás [72], y nosotros somos

conscientes de nuestra ignorancia; sin embargo, cuando miramos, a

través de los Evangelios, la vida de Jesús –acciones y palabras,

sentimientos y actitudes– estamos contemplando a Dios mismo: es el

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Hijo, único y eterno, quien manifiesta que Dios es amable, que su

corazón es grande, su ternura hacia nosotros, ilimitada.

Está a favor de la comunicación

Hay personas menos atractivas físicamente de quienes se dice que

son guapas. Existe una belleza que brota del interior, de un corazón

bueno. Se manifiesta en el trato, a través de la mirada, en la sonrisa.

La belleza está en el interior. Esta belleza atrae y, descubierta, es

amada. La simpatía sincera, que brota de un corazón bueno, facilita

la comunicación: quien encuentra una persona así nota que puede

hablar con confianza. Precisamente, afable califica a alguien que es

accesible, aquel con quien se puede mantener una conversación que

enriquece. Esta virtud es clave en la convivencia: todos necesitamos

hablar, y el sentimiento de soledad aparece cuando nos falta el

interlocutor válido, el amigo o la amiga que escucha bien y acoge con

amabilidad. Si consideramos la conversación nocturna entre Jesús y

Nicodemo, nos damos cuenta de la importancia de la afabilidad. Tú

eres maestro en Israel y ¿no sabes estas cosas? [73]. Podemos

adivinar el tono con que Jesús pronunció estas palabras, porque no

parece que ofendiera a Nicodemo. La conversación de esa noche se

prolongó durante horas, y trataron sobre verdades de gran

profundidad. Jesús como Maestro, Nicodemo como buscador de la

Verdad: ¡qué bien se entendieron!

Amabilidad y cortesía

El modo de presentarse, de estar, el trato y la conversación, en

reuniones, fiestas, actos públicos y situaciones parecidas, es lo que

se manifiesta de las personas; y de acuerdo con esas formas de

aparecer y de actuar se tiende a elaborar una opinión sobre los otros.

En estas circunstancias la imagen que demos de nosotros mismos

debe estar de acuerdo con lo que somos: buenas personas, hombres

y mujeres intachables, hijos de Dios. La cortesía consiste en vestir de

acuerdo con la ocasión, manifestarse con sencillez y cordialidad con

todos, sin afectación, con normalidad, amables para escuchar,

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prudentes para intervenir, serviciales, entrañables, discretos, siempre

respetuosos. Un cristiano, en estas ocasiones, puede ser reflejo del

modo de actuar de Jesús, que vivió entre los hombres como uno más

de su tierra y de su tiempo. En Caná acogió la petición de su Madre;

pidió a los sirvientes que llenaran de agua las tinajas y, después del

milagro, no corrió al maestresala para decirle que probara el vino,

acudió a los criados para que lo hiciesen ellos. Actuó con elegante

discreción y humildad. Él es así.

La vida social es ocasión para estrechar lazos con amigos, establecer

relaciones profesionales, vivir la caridad; buena oportunidad para

evitar murmuraciones y dar ejemplo de sobriedad cuando una

mayoría quizá se polariza en torno a la bebida y a la comida. A través

de estas actitudes se manifiesta la elegancia interior de las personas.

Se trasluce una bondad que busca hacer el bien. «Cuando se

descuida el respeto que merecen las ideas y la manera de ser de las

personas con modos toscos o autoritarios, se corrompe la delicadeza

en el trato, convirtiendo la relación en un cúmulo de grotescas

familiaridades. Las familiaridades se originan al irrumpir

indebidamente en la intimidad de otras personas o al airear la propia

sin ningún pudor» [74]. También es una buena muestra de

consideración hacia los demás evitar ruidos innecesarios o un gran

estruendo al cerrar una puerta o con las pisadas; y procurar no hablar,

cantar o reír especialmente cuando otros intentan descansar o

trabajar [75].

Verdadera cortesía

Numerosos libros sobre «saber vivir» y «convivir» se refieren a la

simpatía y la amabilidad como modos de cortesía y buena educación.

Algunos piensan que las buenas maneras nos someten a una especie

de esclavitud cultural, y que los hombres se sirven de ellas para

disimular y para mentir con creciente habilidad. La amabilidad y la

cortesía son virtudes si son sinceras. Cuando no lo son se hacen

perversas en mayor o menor grado: «no hay género de injusticia peor

–escribe Cicerón– que la de quienes, en el preciso momento en que

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están engañando, simulan ser hombres de bien» [76]. Aunque la

cortesía se compone de formas exteriores de actuar en las relaciones

humanas, la elegancia de los actos –la cortesía– se deriva de la virtud

interior y es un signo de bondad.

Los saludos

Los pobres de una ciudad –cuenta una vieja fábula– se apoderaron

de las escobas de los barrenderos para escapar. Cansados de ser

rechazados y expulsados por los ricos de todas partes, decidieron

buscar otro lugar en el que decir «buenos días» significase de verdad

buenos días, un deseo sincero pronunciado amablemente. Es el

deseo expresado de pedir nuevas gracias para un nuevo día. En los

recorridos de montaña, cuando nos encontramos con otros

caminantes, aparece espontáneamente el saludo porque quizá

alguno lleva tiempo sin ver a nadie, o puede que los dos quieran

compartir la naturaleza que descubren en las breves palabras del

saludo, las bellezas que han contemplado, el cansancio de un largo

recorrido. Se trata entonces de un saludo breve, sincero. Al saludo ha

precedido un encuentro, y un encuentro entre personas nunca es

cualquier cosa: dos seres se descubren mutuamente y están juntos

por largo o breve tiempo. La calidad del saludo manifiesta interés,

acogida o rechazo, indiferencia o afecto… Nacidos para vivir entre

personas como seres sociales, sufrimos cuando nuestra presencia

parece que no es grata, no es reconocida o, sencillamente, carece de

interés. Narra san Lucas cómo el Señor resucitado se presentó a sus

discípulos: al atardecer de aquel día, el primero de la semana,

estando los discípulos con las puertas cerradas por miedo a los

judíos, se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: la paz sea con

vosotros [77].

Dar paz. Este es el primer objetivo del saludo. Nuestros saludos

transmiten deseos de paz cuando brotan del interior, y la

proporcionan si nacen del respeto, si son amables, si los acompaña

una mirada que acoge y una sonrisa adecuada, si descubrimos en

esa persona el ser único que Dios ha querido que exista. Siempre

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amables, como Dios hace salir el sol sobre buenos y malos y hace

llover sobre justos y pecadores [78]. Como buenos ciudadanos, es

natural saludar al que se encarga de la portería o conserje que guarda

la vivienda, a los vecinos en el portal o el ascensor, al conductor del

autobús, a las personas que limpian la oficina, al guarda que vigila, a

los compañeros de trabajo. Hay otra categoría de saludo para las

personas queridas: los amigos, los hijos cuando vuelven a casa; entre

marido y mujer, para nuestros padres. Conviene demostrarles con el

saludo que les seguimos queriendo, que, si ocurrió un desencuentro

o conflicto, nosotros ya lo hemos perdonado y dejado atrás, lo hemos

olvidado. «Le gustaba decirse por dentro cuando paseaba y se

tropezaba con un obrero, un jinete o un mendigo: ¡este es un cristiano,

un hijo de Dios!» [79]. Así actuaba Charles, protagonista de la novela

del cardenal Newman: no pronunciaba ninguna palabra; sin embargo,

con su mirada y su corazón saludaba a aquellos hombres con

admiración y respeto.

2. ALEGRÍA

«No se han inventado todavía las palabras para expresar lo que se

siente –en el corazón y en la voluntad– al saberse hijo de Dios».

San Josemaría Escrivá Surco, n. 61

LA ALEGRÍA, ¿ES VIRTUD?

Durante la noche ha llovido con generosidad en Madrid. Por la

mañana han aparecido charcos. Más lejos está la fuente, siempre

abundante, y dentro de no mucho tiempo los charcos desaparecerán.

Su duración está ligada a la porosidad de la tierra, a la intensidad del

sol y del viento… Y se cumplirá como siempre el dicho gitano: sale el

sol, sopla el viento, los charcos se secan, pero la fuente permanece.

También en la vida de cada hombre y de cada mujer se presentan

fuentes y charcos en su camino. Conocemos dos clases de alegría.

Una tiene su origen en las circunstancias que nos rodean y nos

proporciona pequeños y pasajeros gozos: sentirnos con buena salud,

un aumento de sueldo inesperado, ha ganado nuestro equipo

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favorito… Vienen y pasan. Son agradables, pero poco o nada

estables. Son de baja intensidad, pequeñas en relación con la

necesidad que Dios ha puesto en nuestro corazón, y no suelen durar.

Están relacionadas quizá con la diversión, con un poco de placer o

con la ausencia de conflictos y problemas, con la tranquilidad del

momento. Son muy buenas estas alegrías de la vida, pero son

claramente insuficientes. Existe otra alegría menos estridente, pero

más profunda y duradera. Está edificada sobre roca y es capaz de

soportar huracanes y tormentas, nieves y granizo. Esta roca es la

filiación divina, el sentirse con las espaldas bien guardadas por

nuestro Padre Dios. Es aquella que deseaba san Pablo a los gentiles

y judíos conversos a la fe en Cristo, en medio de no pocas

tribulaciones: estad siempre alegres [80], les recomendaba con

insistencia. Es el sentimiento, la realidad profunda de la amistad con

Jesucristo, nuestro Dios y Señor, en cualquier situación en la que nos

encontremos. Aunque vaya por cañadas oscuras, esas situaciones

sin luz, sin sol y sin luna, difíciles: la enfermedad propia o de los hijos,

la dificultad de salir a flote, el cansancio y la aparente monotonía de

los días iguales, el trabajo que supera nuestra capacidad… En esas

circunstancias no temerá mi corazón. Y el salmista revela enseguida

la única razón verdadera: porque Tú vas conmigo. Tu vara y tu cayado

me sosiegan [81]. En Él encuentro la paz en mi corazón, en cualquier

situación. Muéstranos la luz de tu rostro, Señor. Has dado a mi

corazón más alegría que en el tiempo en que abunda el grano y el

mosto. Con tranquilidad, cuando me acuesto, me duermo, porque Tú

solo, Señor, me permites vivir con seguridad [82]. San Josemaría

aconsejaba vivamente esforzarse por no perder nunca esa alegría.

«Estad siempre alegres», decía. Es más, alegres incluso «a la hora

de la muerte. Alegría para vivir y alegría para morir. Con la gracia de

Dios, no tenemos miedo a la vida, ni tenemos miedo a la muerte.

Nuestra alegría tiene un fundamento sobrenatural, que es más fuerte

que la enfermedad y la contradicción. No es una alegría de

cascabeles o de baile popular. Es algo más íntimo. Algo que nos hace

estar serenos, contentos –alegres, con contenido–, aunque a la vez,

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en ocasiones, esté severo y grave el rostro» [83]. Aun así damos

muchos frutos para los demás.

La fuente de la alegría

Buscar a Dios, encontrar a Dios, es buen camino para hallar la alegría

estable y verdadera. Es el camino. El Señor la concede siempre a

quienes procuran vivir cerca de Él. Hemos sido creados para la

alegría que se encuentra en Dios mismo; por eso su ausencia provoca

tantos desequilibrios y amarguras. Todos aspiramos a ella con

energía irresistible, y jamás dejamos de desearla y de buscarla. Y es

Dios la fuente de toda alegría verdadera y perdurable.La alegría es

una conquista diaria frente a la tristeza siempre amenazante, frente a

la adversidad, las dificultades, los problemas, las incertidumbres y

aparentes fracasos. «La alegría del Evangelio llena el corazón y la

vida entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan

salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior,

del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría»

[84]. Él es la fuente inagotable.

Las felices promesas

No estéis tristes porque el gozo del Señor es vuestra fortaleza [85],

manifestaron Esdras y Nehemías al pueblo. Los israelitas habían

regresado de la cautividad y podían vivir de nuevo en la ciudad santa.

Y Esdras, el escriba, les anima a dejar atrás la memoria de las

penalidades que han sufrido y les señala cuál es la fuente de la

alegría, les hace caer en la cuenta de una verdad esencial: el

verdadero gozo procede solo de Dios. El gozo del Señor es eterno.

Desde el comienzo de la revelación, la Sagrada Escritura manifiesta

la alegría de Dios al crear el universo: y vio Dios que lo hecho era

bueno [86]. A través de los profetas, el Señor anuncia a su pueblo

tiempos de alegre prosperidad, cuando se encontraban todavía en

cautiverio: de nuevo tomarás tus panderos y saltarás al corro de los

que bailan alegres. De nuevo plantarás viñas en los montes de

Samaría, y los que las plantan las vendimiarán… Vendrán y gritarán

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de júbilo en lo alto de Sión… Sus almas serán como huertos regados

y nunca desfallecerán [87]. El Señor se alegra de compartir su gozo

con los hombres: el Señor tu Dios está en medio de ti como poderoso

Salvador. Él disfrutará de ti con alegría, te renovará su amor, se

regocijará en ti como en los días de fiesta [88]. Como se alegra el

novio con la novia, se deleitará en ti el Señor [89]. Junto a la iniciativa

de Dios para comunicar su propia alegría a los hombres, está la

alegría del hombre al encontrar y reconocer a Dios: siempre llevo al

Señor ante mis ojos, él camina a mi diestra; así mi corazón se

regocija, se alegra mi alma y mi carne descansa serena [90].

LA ALEGRÍA DE JESUCRISTO Y DE SUS DISCÍPULOS

El buen humor del Señor

La alegría de Jesús aparece en muchos momentos de su vida, y

también su sentido del humor. Esta alegría y buen humor son clave

para entender algunas frases y parábolas de Jesús. Apurados en

medio de la tempestad del lago, ven a Jesús acercarse a ellos

caminando sobre el mar; pero en un momento hace ademán de

alejarse. Este gesto de pasar de largo implica mucha confianza:

¿cómo se iba a marchar sin ayudarles si estaban a punto de

hundirse? ¿Qué sentido tenía que dijera a Pedro que podía caminar

sobre aquellas aguas aún revueltas? ¿Para quién? En otra ocasión el

Señor hace un comentario que tiene un tono de fina ironía; antes de

salir del Cenáculo hacia el huerto de los Olivos. En medio del

ambiente de triste despedida, le dijeron los apóstoles: aquí hay dos

espadas, y el Señor respondió: son suficientes. ¿Suficientes?,

¿bastantes para enfrentarse a la numerosa tropa presente en

Jerusalén, con especial cuidado sobre cualquier conato de revuelta?

[91]. ¿Eran suficientes?

En otra ocasión, el diálogo que el Señor mantiene con la mujer

cananea [92] que pide la curación de su hija contiene el tono de una

pequeña disputa sobre la oportunidad del milagro. Es un diálogo en

el que nuestro Señor saca a relucir su buen humor con una persona

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que podía entender su actitud y su intención: esta mujer comprendió

desde el principio que Jesús podía y quería curar a su hija. Sabía que

había ganado el corazón del Señor. También es posible ver un toque

de humor en la pregunta del Señor, ¿quién me ha tocado?, cuando le

apretuja la muchedumbre que camina hacia la casa de Jairo en

Cafarnaún, y la hemorroísa aún no ha declarado su atrevimiento [93].

Eran calles estrechas; todos querían tocar al menos la orla del

vestido. Y más tarde, Jesús resucitado se presenta por segunda vez

en el Cenáculo y se dirige a Tomás: trae aquí tu dedo y mira mis

manos, alarga tu mano y métela en mi costado [94]. ¿Cómo no ver en

estas palabras de Jesús una chispa de buen humor?

Alegría contagiosa

La alegría de Jesús es serena. Nace del fondo de su ser, de su unión

con el Padre. Es un sentimiento de gozo y de paz que se manifiesta

en su actitud, al hablar, al sonreír, al mirar. Este modo de ser y de

estar se transmite a todas sus acciones, y alcanza a todos los que se

acercan a Él. Estar con Jesús es encontrarse muy cerca de la alegría.

En ocasiones este gozo suyo, intenso y profundo, se manifiesta en

palabras dirigidas a Dios Padre en voz alta: Yo te alabo, Padre, Señor

del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios

y prudentes y las has revelado a los pequeños [95]. Jesús está

contento al ver que las gentes sencillas acogen sus enseñanzas y le

siguen. No puede casi contener la alegría y la convierte en gratitud al

Padre. Jesús quiere que estemos y seamos alegres; y no se conforma

con que disfrutemos de una dicha cualquiera, quiere para nosotros la

mayor posible, la suya, que es sin duda la más grande: os he dicho

estas cosas para que mi gozo esté en vosotros y vuestra alegría sea

completa [96]. No quiere a los suyos con cara de Cuaresma sin

Pascua, como ha dicho el papa Francisco. Jesucristo crea a su

alrededor un clima de alegría. Juan Bautista declara después de

haberle encontrado junto al Jordán: por esto mi gozo es completo [97].

Los discípulos reciben una gran promesa: alegraos porque vuestros

nombres están escritos en los cielos [98]. La predicación de Jesús es

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un mensaje de alegría. La transmite con su presencia, con sus

palabras sencillas, sus milagros, a través de las parábolas, con su

mirada y sus gestos. Comunicaba su alegría por donde pasaba: toda

la gente se alegraba por las maravillas que hacía [99]. Los obreros

del campo, los pescadores, los niños, los jóvenes, los ancianos, los

solteros y los casados, los ricos y los pobres, los asiduos a las

sinagogas los sábados y los que no asistían a estas reuniones del

sábado. Verdaderamente podían decir: nunca nadie ha hablado como

este hombre. Se les olvidaba hasta la necesidad de comer o de volver

a casa…

Y fue aún mayor el gozo de los discípulos al encontrarse con el Señor

resucitado, como le ocurrió a María Magdalena, a los dos que iban a

Emaús, a Tomás. Los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor

[100], ha dejado escrito san Juan al recordar el instante en que Jesús

entró donde estaban ellos. Esta alegría la mantuvieron siempre.

Sucedió entonces lo que les había dicho: vuestra tristeza se

convertirá en gozo [101]. Transmitieron esta alegría a todos los que

se iban bautizando: los primeros cristianos llevaron el sello de la

alegría. «La alegría debe ser la nota característica que acompañe a

la caridad; es una de las peculiaridades del Reino de los cielos, que

es paz y alegría en el Espíritu Santo» [102]. San Pablo aconseja a los

fieles cristianos que vivan siempre alegres. A los cristianos de

Tesalónica les escribe al final de su primera carta: estad siempre

alegres [103]. No perdáis la alegría. Estad siempre, en cualquier

situación, llenos del gozo que supone haber encontrado al Señor. El

gozo, la paz y la alegría son connaturales a la existencia cristiana,

aun en medio de las dificultades, de cualquier dificultad. Al anunciar

el Señor a los Apóstoles que sus padecimientos en la Cruz están

próximos, les consuela y les dice: vosotros, pues, ahora tenéis

tristeza; pero de nuevo os veré, y se alegrará vuestro corazón, y nadie

será capaz de quitaros vuestra alegría [104]. Su gozo entonces será

cumplido [105], pleno, completo. El Señor es especialmente

magnánimo con quienes lo han dejado todo por Él. Les promete una

alegría que será la envidia de todos. Les habla de una tristeza

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inmensa, pero enseguida les aseguró que ese dolor se convertirá en

gozo [106]. Yo también he sido alcanzado por Cristo [107], escribe

san Pablo, con el convencimiento de que esto es lo mejor que le ha

sucedido en la vida. El Señor le buscó directamente y cambió su

animosidad contra los cristianos por una vida apasionante, colmada

de gozos en medio de muchas dificultades y trabajo.

LA ALEGRÍA DE SER CRISTIANO

La alegría de perdonar y ser perdonado

Dios perdona siempre, y Jesús ha manifestado la alegría que siente

cuando nos perdona. Esta alegría aparece de modo admirable en la

parábola del hijo pródigo [108]. Desde el momento en que el padre

desde lejos ve a su hijo, su alegría le lleva a actuar prontamente: corre

hacia él y, a continuación, ordena a los criados que saquen el mejor

vestido, el anillo, las sandalias, el ternero cebado. Comamos y

celebremos la fiesta, les dice. Fue una fiesta grande, con música. Al

padre le invade un grandísimo gozo, y todo le parece poco para

celebrar el regreso de su hijo. Y echó la casa por la ventana, según

el decir popular. Dios es así. El despliegue de su misericordia nos

desborda; sin embargo, no sabemos darnos cuenta y, a veces,

tampoco procuramos imitarle en serio, a pesar de la experiencia de

que perdonar a quien nos ofende es una fuente de enorme alegría,

una de las más grandes. Jesús da testimonio de aquello que había

sido tantas veces manifestado por los profetas: Dios no ha enviado a

su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se

salve por él [109]. Nicodemo sabía que Dios es misericordioso porque

era maestro en Israel y al escuchar a Jesús pudo recordar palabras

muy antiguas de las Escrituras: tú preservaste mi alma de la fosa de

la nada, porque te echaste a la espalda todos mis pecados [110]; tocó

mi boca y dijo: he aquí que esto ha tocado tus labios, se ha retirado

tu culpa, tu pecado está expiado [111]; Natán respondió a David:

también Yahveh perdona tu pecado; no morirás [112]. «Dios no se

cansa nunca de perdonar, somos nosotros los que nos cansamos de

acudir a su misericordia. No hay razón para que alguien piense que

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esta invitación no es para él. Al que arriesga, el Señor no lo defrauda,

y cuando alguien da un pequeño paso hacia Jesús, descubre que Él

ya esperaba su llegada con los brazos abiertos. Este es el momento

–sugería el papa Francisco– para decirle a Jesucristo: “Señor, me he

dejado engañar, de mil maneras escapé de tu amor, pero aquí estoy

otra vez para renovar mi alianza contigo. Te necesito. Rescátame de

nuevo, Señor, acéptame una vez más entre tus brazos redentores”.

¡Nos hace tanto bien volver a Él cuando nos hemos perdido!» [113].

Dios perdona porque ama: se acordó de su alianza en favor de ellos,

se enterneció según su inmenso amor [114]. El perdón es un acto de

amor, por eso es motivo siempre de alegría.

Nuestra alegría se alimenta de nobles y buenas acciones. Una de

las más grandes es perdonar.

Esteban, el primero de los mártires cristianos, muere, lleno de alegría,

rogando a Dios que perdone a sus verdugos: Señor, no les tengas en

cuenta este pecado [115]. Y así, desde esta alegría, entró para

siempre en el gozo del Señor. Esta ausencia de resentimiento que

Esteban manifiesta deja ver que es posible esta enorme libertad

interior que, incluso ante la ofensa y el daño más grave –quitar la

vida–, deja paso al amor y al perdón. Encontramos alegría al perdonar

porque al hacerlo nos parecemos, un poco más, a Dios. El perdón es

beneficioso para las dos partes: quien perdona es feliz porque

concede un don precioso; el que es perdonado se alegra porque es

aceptado de nuevo, y así repara la afrenta. En la persona ofendida

«surge naturalmente una reacción, inspirada en el sentido de la

justicia, que inclina a exigir que el agresor cargue con las

consecuencias de su acción, que pague por el daño cometido. El

perdón entonces implica ir en contra de esa primera reacción

espontánea» [116]. El estado interior del ofensor es también

problemático y enredoso. Puede estar satisfecho de su acción y no

arrepentirse; o por el contrario, quizá estará considerando que obró

mal. Puede que la ofensa no fuera voluntaria, o se hizo por ignorancia,

debilidad o torpeza. El encuentro de Jesús con Zaqueo muestra los

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aspectos gozosos del arrepentimiento: Señor, doy la mitad de mis

bienes a los pobres, y si en algo defraudé a alguien, le devuelvo el

cuádruplo. Jesús le dijo: hoy ha llegado la salvación a esta casa [117].

En Zaqueo la alegría del perdón abre la puerta a la generosidad.

Cuando pedimos perdón a Dios, «Él nos permite levantar la cabeza y

volver a empezar, con una ternura que nunca desilusiona y que

siempre puede devolvernos la alegría» [118], y «nadie queda excluido

de esta alegría reportada por el Señor» [119]. Dios es así: «Aquel que

nos ama siempre con amor ilimitado perdona todo nuestro pecado y

nos empuja con entusiasmo hacia un camino nuevamente seguro y

alegre» [120].

La alegría de ser perdonados en el sacramento de la misericordia

Si pudiéramos observar en su interior la situación de las personas que

esperan delante del confesonario, veríamos a no pocos cargados con

un fardo pesadísimo de faltas y pecados, de tibieza y mediocridad,

que les pesa y agobia y entristece. Después, al salir del confesonario,

los veríamos alegres, contentos, ligeros, libres, porque saben que han

sido salvados: «cada confesonario es el lugar privilegiado y bendito

desde el cual, canceladas las divisiones, nace nuevo e incontaminado

un hombre reconciliado» [121]. Se cumple aquí la promesa de Jesús:

os daré una alegría que nadie os podrá quitar [122]. En una ocasión

preguntaron al beato Álvaro del Portillo qué momentos habían sido

los más felices para él. Y respondió sencillamente así: las veces que

Dios me ha perdonado en el sacramento de la penitencia.

Se cuenta que san Jerónimo mantuvo una conversación íntima con el

Señor. Él le preguntó: «¿Qué me vas a dar?». Jerónimo respondió:

«Señor, toma mi salud, mi fama, mi honor, mis bienes, mis escritos,

mi vida entera». El Señor le respondió: «No es suficiente, Jerónimo».

Desolado le dijo: «Señor, no tengo más, ¿qué podría darte?».

Entonces el Señor le dijo: «dame tus pecados». «¿Para qué quieres

mis pecados?», preguntó Jerónimo. Y Él respondió: «los quiero para

liberarte de ellos». Es tal el amor de Dios a los hombres que desea

que le entreguemos nuestro corazón arrepentido para limpiar

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nuestros pecados. En el confesonario tiene lugar aquello que Jesús

había dicho: venid a Mí los que estáis cansados y agobiados y Yo os

aliviaré [123]. ¡No es poco el alivio!

GRANDES Y PEQUEÑAS ALEGRÍAS

La alegría en el dolor

La alegría espontánea puede ser temperamental, depende de los

estados de ánimo o simplemente del tiempo atmosférico. Pero esta

sería una alegría puramente fisiológica, viene y se va. La que nace

de la fe tiene poder sobre todo el sufrimiento y todo el dolor. Para

estar y ser alegres se requiere tener un corazón bueno. Siempre se

puede encontrar el camino ancho que lleva a la cruz de Jesús:

«quienes se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la

tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre

nace y renace la alegría» [124]. Es un manantial inagotable.

Alegrías que parecen pequeñas

Todos aspiramos a la alegría grande, a la felicidad, y debemos

conquistarla. Sin embargo, también en la vida cotidiana suceden

muchas cosas buenas que producen intenso gozo. Es importante

descubrirlas porque los pequeños gozos son la sal de la vida,

alimento de la alegría más honda. No son moneda falsa ni sustitución

de la alegría con mayúsculas. Hay momentos en que se nos cierra el

horizonte, y es preciso descubrir y valorar las alegrías sencillas: en

ocasiones, una preocupación desbordante o una pena grande cierran

por un tiempo la alegría mayor, y mientras las cosas son así conviene

aprovechar las dichas cotidianas, y no solo por animarse; también

para no perderlas. Toda breve alegría o ilusión es buena, aumenta la

esperanza e influye para bien en las relaciones con los demás. Es

también parte del tesoro. Lo deja ver el Señor a través de aquella

breve parábola: una mujer que tiene diez dracmas, si pierde una, para

buscarla enciende la luz y barre toda la casa, busca cuidadosamente

hasta que la encuentra. Y una vez hallada convoca a las amigas y

vecinas y les dice: alegraos conmigo, porque he hallado la dracma

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que había perdido [125]. No era mucho lo encontrado. La dracma es

una moneda de relativo valor, pero esta mujer era pobre, y por eso se

pone tan contenta del hallazgo que necesita contarlo. Jesús se

detiene en describir los detalles porque habría observado algunas

veces un incidente así, o quizá cuenta lo que le había ocurrido

precisamente a su Madre. No es esta la gran alegría de encontrar un

tesoro en un campo, que conduce a un hombre a vender todo lo que

tiene [126], pero es una alegría verdadera, que muestra la cara

amable de la vida. Quien pierde la llave del coche, o la documentación

o el teléfono móvil, es feliz al encontrarlos; llama, incluso, por teléfono

a su mujer para decírselo: «fíjate, estaba en el bolsillo de otra

chaqueta»; y ella: «menos mal, ¡cuánto me alegro!». Así, un día de

sol en invierno, una llamada de teléfono de una persona amiga a

quien echábamos de menos, una palabra, una comida que agrada a

toda la familia, una canción favorita que escuchamos

inesperadamente en la radio, el momento de recoger a nuestro hijo

del colegio y verle contento, una tarea ardua superada felizmente, el

instante de llegar a la cima de un pico alto, una palabra que anima,

una sonrisa sincera. A Dios le agradan nuestras alegrías menores, Él

también sonríe. Ha creado el universo, un espacio inmenso con astros

incontables. Ha creado también esta naturaleza que se nos presenta

en flores diminutas, en insectos mínimos, en arbustos de

innumerables especies. A veces, la alegría comunica su pequeño

secreto en cosas de poco relieve. La alegría de vivir nace de

pequeños sucesos, que son la trama de la vida, cañamazo que

sostiene la existencia entera.

La alegría de hacer favores

Hacer favores –no solo alegran los recibidos– deja un clima de

felicidad en el corazón; algo tan simple como ayudar a pasar la maleta

por el torno del Metro a quien está en ese pequeño apuro, nos deja

contentos. Si el Señor no amara la alegría de los hombres, no habría

dicho a los criados de la boda de Caná: llenad de agua las tinajas

[127]. Lo dijo, conociendo las consecuencias; y el vino fue muy bueno,

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abundante, el mejor. Y la fiesta subió de categoría. Sin duda, Jesús

estuvo contento al ver los resultados de la sugerencia de su Madre.

Nosotros también nos sentimos felices con la alegría de los demás si

tenemos buen corazón. Si amamos de verdad, la alegría de los

demás será más importante que la nuestra. Es más: este es el camino

para ser felices nosotros.

El poder inmenso de una sonrisa

Un grupo de empresarios norteamericanos invitó a la Madre Teresa a

una de sus reuniones importantes, y uno de los asistentes preguntó

al final: «¿qué puedo hacer con mis empleados en momentos de

conflicto o crispación?». Ella contestó con sencillez: «sonría». No dijo

nada más. ¿Qué valor concedía ella a una sonrisa? El potencial de

amabilidad, el poder de persuasión y de distensión que encierra una

sonrisa es capaz de resolver no pocas situaciones difíciles. En estas

circunstancias extremas, una sonrisa introduce un elemento nuevo,

aparentemente ajeno al clima que se respira, y rompe la tensión que

se había formado. Antoine de Saint-Exupéry nos ha dejado este

relato: «Fue durante el curso de un reportaje sobre la guerra civil

española. Había cometido la imprudencia de asistir a escondidas,

alrededor de las tres de la madrugada, a un embarque de material

secreto… Desperté las sospechas de unos milicianos anarquistas…

El cañón de sus carabinas se posó ligeramente contra mi vientre…

Observé que se fijaban no en mi rostro, sino en mi corbata… No sabía

nada sobre ellos, excepto que fusilaban sin grandes objeciones de

conciencia… Se estaba jugando mi piel en una ciega ruleta… Fue

entonces cuando tuvo lugar el milagro, un milagro muy discreto. Me

faltaban los cigarrillos. Como uno de mis carceleros fumaba, le rogué

con un gesto que me encendiera uno, y esbocé una vaga sonrisa. El

hombre se movió, se pasó lentamente la mano por la frente, alzó los

ojos en la dirección, no de mi corbata, sino de mi rostro, y con gran

estupefacción por mi parte esbozó, él también, una sonrisa. Fue como

el despertar del día. Este milagro no desvirtuó el drama, lo deshizo

simplemente como la luz deshace las sombras… Una vez roto el

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hielo, también los otros milicianos se humanizaron. Penetré en la

sonrisa de todos como en un país nuevo y libre» [128]. La sonrisa es

un gesto singular que manifiesta, más que ningún otro quizá, la

multitud de emociones y sentimientos que existen en el interior del

hombre. Sonreír amablemente en las relaciones sociales y

profesionales es muy importante. Cuando hablamos, si aparece una

sonrisa, esas ideas que expresamos se enriquecen con una nota de

humanidad que multiplica su valor, las hace más persuasivas,

eficaces, amables. Una sonrisa sincera siempre cautiva.

Necesitamos caras sonrientes

En la vida familiar la sonrisa tiene un papel primordial, construye el

clima en que las personas se sienten acogidas, permite la

comunicación confiada y serena. A veces se piensa que la casa es

lugar para actuar espontáneamente y desfogar ahí todas las

pesadumbres y desilusiones que afloran y, en ocasiones, nos

invaden. Pensamos que en familia todo está permitido, damos rienda

al mal genio, al mal humor. Pero esto no es justo. Hay personas que

son encantadoras en otros ambientes y en casa, de difícil trato.

Amargan –precisamente– la vida de las personas a las que más

quieren, la de aquellos que les tienen mayor cariño. Desde el respeto

es fácil la sonrisa. Desde el aprecio sincero se sonríe para que el otro

pueda ser él mismo sin obstáculos, sin temor. Porque la sonrisa

abierta es un bien en sí mismo que facilita la comunicación, hace

amables las relaciones, quita tensión en los conflictos, manifiesta

aprecio. «Sonreír es amar» [129]. Cuando a Jesús le traían enfermos

para que los curara, ¿lo podemos imaginar con cara adusta y severa?

¿Le habrían presentado a unos niños para que los bendijera, si Él

fuera hosco y antipático? La alegría del Señor hacía frecuente su

sonrisa, porque él ama a todos. Pedir a las personas que sonrían

sobre todo en su vida de familia no es pedirles demasiado: es

mostrarles que el cariño se expresa muy bien así y que, si quieren

hacer felices a los demás, este es uno de los modos más sencillos.

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Solo se necesita buen corazón, olvidar de momento los propios

problemas y hacerse cercano para ayudar de verdad a los demás.

Con los matices propios de las relaciones profesionales, la sonrisa en

el puesto de trabajo es tan necesaria o más como disponer de los

medios técnicos oportunos.

Las «caras largas» en cualquier circunstancia y lugar ensombrecen

las vidas ajenas, crean obstáculos en las relaciones, favorecen

ambientes en los que la gente no se siente feliz.

Reír y sonreír

Nos dice la Escritura misma que hay un tiempo para reír [130]. El

escritor sagrado sugiere que no es oportuna la risa a destiempo. Reír

es sano, es bueno. Sin embargo, todos sabemos que a veces reír no

es bueno, que es mejor callar, ni siquiera sonreír. Porque los

significados de la risa son innumerables. Aunque en un primer

momento asociemos risa con felicidad y alegría, son tantos sus

significados y valores y tan diferentes como las situaciones que la

provocan. Fácilmente nos damos cuenta, la risa es un arma

arrojadiza, puede herir, entristecer y amargar a alguien. El motivo de

la risa ha de ser noble y el momento, oportuno: sería poco amable

reírse de una persona que se cae y puede haberse hecho daño.

Asimismo, conviene evitar las carcajadas fuertes y destempladas

[131].

La risa sana aparece en el juego, en muchas de sus variantes, y viene

acompañada de sentimientos que, en determinados momentos, nos

pueden inundar por completo.

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La risa no siempre está vinculada con la alegría. Son mucho más

abundantes los textos de la Sagrada Escritura que se refieren a la

malignidad que puede encerrar la risa, que los que tratan de la risa

buena [132].

Jesús se refirió a la risa buena al decir: bienaventurados los que ahora

lloráis porque reiréis [133]: promete el gozo a quienes sufren por

causas buenas, y manifiesta que su dolor será compensado con la

felicidad.

Hay sonrisas que matan

Mordaz, irónica, burlona, cínica, punzante, insolente, necia,

improcedente, despectiva, morbosa… Son tantos los valores y

significados de la sonrisa que los adjetivos que marcan la malignidad

de una sonrisa se pueden multiplicar.

Se ha afirmado que existen tantos modos de sonreír como personas.

Conviene reconocer cuál es el propio modo de sonreír; pero, sobre

todo, es oportuno matizar bien la intención: todos sabemos que la

sonrisa mala hiere. Dañar con la sonrisa está al alcance de todos. La

sonrisa que se elige contiene un mensaje casi siempre muy claro, y

quien recibe el efecto lo reconoce en el acto, sabe cuál es la actitud

de la persona que tiene enfrente, se siente bien o se ve despreciado

y se prepara para defenderse de lo que puede venir después.

No se trata de ir derramando sonrisas bondadosas por todas partes,

sino de hacer el bien, aliviar el dolor y no causarlo, animar y abrir

horizontes, manifestar aprecio y no desprecio.

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Nuestros actos y gestos nacen del interior, proceden del corazón

[134], manifestó Jesús a los fariseos que acusaban a los discípulos

por comer con manos impuras. La sonrisa no es una expresión

inocua, sino la verdad de nuestro corazón.

Ser motivo de alegría para los demás: ser luz y no cruz

Cuando Dios hizo el mundo, la Creación entera fue una fiesta, una

fiesta grande. De modo particular se puso de manifiesto cuando creó

al hombre a imagen y semejanza suya. Salió muy bien de sus manos.

Vio Dios que era muy bueno. Hay un gozo contenido en la expresión

con que concluye este relato: y vio Dios que era muy bueno cuanto

había hecho [135]. Nuestros primeros padres gozaban de cuanto

existía y exultaban en amor, alabanza y gratitud a Dios. No conocían

la tristeza; ni siquiera podían hablar de ella.

Pero llegó el primer pecado, y con él algo perturbador cayó sobre el

corazón del hombre. Fue una verdadera catástrofe para él y para la

Creación. La pesadumbre vino a sustituir a una luminosa alegría, y la

tristeza se infiltró en lo más íntimo de las cosas.

Necesitamos alegría en el seno de la familia, en el trabajo, en las

relaciones con quienes tratamos, aunque sea por poco tiempo, con

motivo de una entrevista, de un viaje, de esos pequeños favores que

hacen más llevadero el tráfico difícil de la gran ciudad o la espera de

un medio de transporte público que tarda en llegar. Debe sucedernos

como a esas fuentes que aún existen en algunos pueblos, donde

acuden por agua las mujeres del lugar. Unas llevan cántaros grandes,

y la fuente los llena; otros son más pequeños, y también vuelven

repletos hasta arriba; otros van sucios, y la fuente los limpia…

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Siempre se cumple que todo cántaro que va a la fuente vuelve lleno.

Y así ha de ocurrir en la vida de un hombre de bien: cualquier persona

que se nos acerque ha de irse con más paz, con alegría. Todo aquel

que nos visite en una enfermedad, o por razón de amistad, de

vecindad, de trabajo… ha de volver más alegre. A la fuente,

normalmente, le llega el agua de otro lugar. El origen de nuestra

alegría está en Dios, y la Virgen lleva a Él.

El trato con Jesús nos ayuda a pasar por encima de las diferencias o

pequeñas antipatías que podrían surgir en algún momento, para

llegar al fondo de las personas que tratamos, con frecuencia

sedientos de una sonrisa, de una palabra amable, de una

contestación cordial, que les endulce un poco esta vida en ocasiones

no fácil.

Cuando el alma está alegre, es estímulo para los demás; la tristeza,

por el contrario, oscurece el ambiente y hace daño. Como la polilla al

vestido y la carcoma a la madera, así la tristeza daña al corazón del

hombre; y daña también a la amistad, a la vida de familia…, a todo.

Predispone al mal. Huyamos de ella cuando asome en la lejanía.

Hogares alegres

La alegría familiar se construye, no surge por sí sola. Y los materiales

de esta construcción son múltiples, como ocurre con todo edificio.

«Al pensar en los hogares cristianos, me gusta imaginarlos luminosos

y alegres, como fue el de la Sagrada Familia… Esa es la gran luz que

ilumina nuestras vidas y que, entre las dificultades y miserias

personales, nos impulsa a proseguir adelante animosos. Cada hogar

cristiano debería ser un remanso de serenidad, en el que, por encima

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de las pequeñas contradicciones diarias, se percibiera un cariño

hondo y sincero, una tranquilidad profunda, fruto de una fe real y

vivida» [136].

Cuando los padres son buenos, el clima que se respira en la casa

permite el crecimiento saludable de los hijos: aprenden sin darse

cuenta un estilo de vida positivo y optimista.

La misión educativa debe realizarse con un talante humilde,

perseverante, alegre y deportivo, que es reflejo del propio esfuerzo

de los padres por mejorar. Los niños se miran en el espejo de sus

padres, de ellos aprenden todo o casi todo en los primeros años. Los

hijos serán alegres si los padres viven con esa alegría profunda que

nace de la fe y que les permite sobrellevar dificultades y sufrimientos

sin perder la paz.

El niño es naturalmente alegre. Si se siente querido, si el cariño de

sus padres es patente, él vive feliz, libre de inseguridades y temores.

No conviene truncar esta alegría, sino procurar que arraigue

haciéndose más profunda, porque la alegría es parte de su salud y

recurso imprescindible para afrontar más tarde el dolor y la

contrariedad.

LA TRISTEZA COMO GRAN ENEMIGO

La tristeza se opone a la alegría y a la felicidad. Aunque en ocasiones

reclama sus derechos, ella es uno de los enemigos del hombre.

El sendero de la tristeza esconde muchas trampas. Conviene

reconocer que no es buen camino. Al fin, este sentimiento aísla,

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empequeñece, nubla la visión de la realidad. Impide las buenas

relaciones con los demás y las hace superficiales, porque al triste no

le interesan de verdad los otros, bastante tiene con lo suyo, dice.

La Sagrada Escritura insiste en la necesidad de rechazar la tristeza:

anímate y alegra tu corazón y echa lejos de ti la congoja, porque a

muchos mató la tristeza; y no hay utilidad en ella [137].

«Señor, las tristezas no se hicieron para las bestias, sino para los

hombres, pero, si los hombres las sienten demasiado, se vuelven

bestias; vuestra merced se reporte, y vuelva en sí, y coja las riendas

de Rocinante, y avive y despierte, y muéstrese como los caballeros

andantes. ¿Qué diablos es esto? ¿Qué decaimiento es este?

¿Estamos aquí o en Francia?» [138]. Estas son las razones de

Sancho; desde su sabiduría increpa a don Quijote, que cabalga

ensimismado porque los encantadores han convertido a Dulcinea en

una aldeana.

La tristeza desmedida es una enfermedad del alma. Santo Tomás

proporciona tres consejos para desechar la tristeza: bañarse, rezar y

hablar con los amigos. La experiencia nos dice que el filósofo tiene

razón. Y el conocimiento nos manifiesta también que la dedicación

plena a una tarea en la que se activan nuestras mejores facultades

es beneficiosa, levanta el ánimo y nos hace florecer. Los artistas

pueden certificar que esto es así.

Hace años, en algunos trenes aparecía este aviso: «Es peligroso

asomarse al exterior». No es conveniente sacar la cabeza por la

ventanilla de un tren. Algo así ocurre con la tristeza: es peligroso

asomarse, no es bueno acunarse en la tristeza, dejar que se apodere

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de nuestro interior, alimentarla. Debemos reaccionar contra la tristeza

utilizando todos los medios posibles, sin dejar uno.

«Siempre que el hombre equivoca su ruta, busca el amor y se detiene

en el placer, busca el placer y se encuentra el vacío. Ahí, en ese

vacío, espera a menudo Dios al hombre. Y le dará su paz y alegría a

condición de que no ame ese vacío y no prefiera anonadarse en la

tristeza. Mientras la tristeza resulte al corazón inhóspita, hay un cable

tendido hasta Dios. Existe, sin embargo, otra tristeza, que es la peor,

la que más víctimas causa, esa tristeza tibia que promete una secreta

dulzura a quien se decida a cultivarla» [139].

Preocupados, pero no tristes

Buena parte de nuestras congojas proceden de pensamientos

negativos y rotundos acerca de nosotros mismos. Conviene saber

que los pensamientos negativos exagerados producen emociones

negativas que amargan la vida propia y la de los demás, conducen a

una tristeza inútil que impide remontar las equivocaciones y comenzar

de nuevo.

Otras veces confundimos la tristeza con la preocupación, o dejamos

que las preocupaciones se conviertan en tristeza. Mal camino, que

requiere discernimiento. Toda situación problemática tiende a

evolucionar, presenta unas posibilidades de acción para enderezar o

cambiar el estado de las cosas: se empieza por donde se puede y,

así, irán apareciendo nuevas perspectivas por donde continuar. «no

hay ningún problema ante el cual no podamos pensar una solución»

[140]. Sin embargo, si se cae en la tristeza, la inteligencia se nubla y

no se ve bien el camino a seguir.

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El dolor no es tristeza

El sufrimiento es connatural a la vida. Todas las personas sufren. El

dolor es compatible con la alegría si esta se apoya en la fe y en la

certeza de la bondad de Dios que conoce todo lo que nos ocurre y lo

comparte.

Si llega la tristeza por motivos graves, conviene acoger y aceptar la

realidad. Es la tristeza natural de quienes tienen corazón y, por lo

tanto, sufren. Pero con la ayuda del Señor la paz de fondo no se

pierde. Sin hundirse en la tristeza podemos convivir con ella hasta

que el tiempo suavice el dolor. La madre de Jesús estaba triste por el

sufrimiento y la muerte de su Hijo; sin embargo, mantenía la

esperanza de su resurrección, y por eso tenía paz.

Hay tristezas que son directamente absurdas

Las que proceden de la vanidad, del orgullo, no tienen fundamento

real. Por estos senderos crecen malas hierbas, enredos virtuales que

nada tienen que ver con la verdad.

Porque la vanidad, el amor propio y el orgullo crean fantasías acerca

de uno mismo y de los demás. Quien se cree mejor que nadie se

equivoca, y esto a pesar de que es bueno pensar bien de nosotros

mismos, reconocer que hacemos bien muchas cosas, que somos muy

valiosos para esto o para aquello, porque esto no es vanidad. El error

empieza con las comparaciones y con los juicios peyorativos sobre

los demás.

Al orgulloso le resulta difícil la gratitud e ignora favores que son

evidentes; por eso no puede alegrarse de tantos bienes recibidos.

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Desde estas actitudes, la tristeza sobreviene cuando consideramos

que los otros no nos valoran, no nos halagan, no reconocen nuestra

excelencia, no se dan cuenta de lo mucho que valemos, de lo mucho

que trabajamos… Porque es muy fácil que la vanidad degenere en

susceptibilidad. Las personas susceptibles, si no cambian, pueden

volverse muy desgraciadas y rencorosas y permanecer eternamente

carcomidas por hechos que no son como ellas los piensan. Un

matrimonio fue invitado a comer en casa de unos amigos. Después

del primer plato, comentó el marido: «¡qué buena estaba la paella!».

Y su mujer le reprochó: «¿qué pasa?, ¿la que yo te pongo en casa no

está buena?». La tristeza que deriva de la susceptibilidad tiene mal

arreglo: a veces es suficiente con cambiar una rueda, pero otras es

necesario cambiar de coche. Demasiado rencor contenido necesita

ser reparado. Demasiado desajuste en el corazón se pone de

manifiesto ante cosas menores que son irrelevantes.

Hay placeres que llevan al vacío

Satisfacen por el momento, son a veces incluso de larga duración;

pero conducen al hastío y a la tristeza. Es así porque los humanos

estamos hechos para fines más grandes, para afrontar retos, superar

dificultades: cuando nos enfangamos en placeres insanos, se cierran

esos horizontes y abren paso a la tristeza y el cansancio de vivir.

Existen placeres saludables en los que hallamos valiosos beneficios

que ayudan a vivir.

De la envidia a la tristeza solo hay un paso

Un camino tortuoso y plagado de espinas es la envidia. Quien se

interna por un sendero así tiene asegurada la infelicidad. La inquina

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por el bien ajeno provoca sentimientos malignos que arrastran al

rencor. El corazón rencoroso nunca está alegre; le invade una tristeza

que a veces se convierte en rabia, otras veces, en autocompasión

malsana y puede conducir a la venganza.

Una triple obligación

Estar alegres y rechazar la tristeza constituye un deber. Primero,

hacia Dios, porque existe y ha querido que existamos, nos ama con

locura y nos ha concedido multitud de bienes y dones, la mayoría

desconocidos para nosotros. También nos ha rodeado de una

naturaleza magnífica de la que disfrutamos. Permanecer en la tristeza

ante estos tesoros recibidos significa ingratitud, incluso desprecio:

guardaos de entristecer al Espíritu Santo de Dios, en el que habéis

sido sellados para el día de la redención [141]. Dios ama nuestra

alegría y no es amigo de las tristezas, por eso el reino de los cielos

es la felicidad sin fin.

Nuestra familia, todos nuestros amigos, las personas con quienes

trabajamos, incluso aquellos con quienes nos cruzamos por la calle,

necesitan nuestra alegría. Dios ama al que da con alegría [142]. Y

cuando los otros se encuentran con nuestra tristeza les hacemos

daño; además, tanto la alegría como la tristeza son contagiosas: ir

con cara larga por la vida es, en cierto modo, una forma de agredir a

las personas y a las cosas que encontramos por el camino; herimos

sobre todo a nuestros seres queridos más débiles. ¿Tenemos

derecho a ser sembradores de tristeza y de inquietud?

Y es un deber con nosotros mismos. La tristeza es un sendero

tortuoso y sombrío. Afirma Tomás de Aquino que debilita nuestra

capacidad de saber y conocer, suprime el uso de la razón, perjudica

al cuerpo en sus funciones vitales. «Tener el espíritu consternado por

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el mal presente es contrario a la razón y, por tanto, incompatible con

la virtud» [143]. La alegría es indispensable para un cristiano.

El cansancio no es tristeza

Un padre de familia acudió al médico para consultarle: «tengo una

tristeza enorme, voy a caer en una depresión». Y añadió: «antes me

alegraba volver a casa, jugar con mis hijos; ahora me irritan, no los

soporto». El médico le conocía bien desde años atrás. Se quedó

mirándole y amablemente le dijo: «Juan, tú no estás triste; estás

cansado, agotado».

Como a veces los síntomas se parecen, nos equivocamos. Conviene

no confundirlo, porque las causas y los remedios son distintos, y un

mal diagnóstico puede ser desastroso.

El médico será quien mejor aconseje, más que un amigo, qué

remedios pueden ponerse para ese cansancio que no es tristeza.

Un pequeño recetario para estar siempre alegres

Servir a los demás lleva a ser humildes y alegres.

Es frecuente que la tristeza provenga de una contrariedad mal

asimilada, no ofrecida a Dios, no olvidada.

Es necesario no despreciar las pequeñas obras de caridad que

podemos hacer cada día. Son muchas. Sabemos que esto parece

una pequeñez, pero produce un gozo inmediato. No espera.

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Otros motivos para estar alegres: «la satisfacción del trabajo bien

realizado, la alegría del deber cumplido, el gozo de la pureza, el

servicio y la colaboración, la alegría exigente del sacrificio» [144].

3. AMISTAD (I)

«La amistad es la mayor necesidad de la vida:

nadie aceptaría esta sin amigos… Todos están

de acuerdo en que los amigos son el único asilo

donde podemos refugiarnos en la miseria

y en los reveses de cualquier género».

Aristóteles

Ética a Nicómaco, libro VIII, cap. 1

Los soldados vuelven, maltrechos, de las trincheras avanzadas del

enemigo. El intento de apoderarse de ese lugar estratégico ha

fracasado y se inicia una retirada que quiere ser ordenada en lo

posible. Ha habido bajas considerables y no pocos heridos. De

pronto, un soldado se da cuenta de algo terrible: su amigo no ha

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vuelto, se ha quedado en las alambradas. Se dirige con premura al

jefe de la sección. Esos minutos son vitales.

—Mi teniente, mi amigo no ha regresado. Sé dónde nos vimos por

última vez y lo perdí de vista más allá de aquella alambrada. Solicito

permiso para ir a buscarlo. Todavía hay claridad suficiente. La noche

se echa encima y entonces no podremos hacer nada.

—Permiso denegado. No quiero que arriesgue su vida por un hombre

que probablemente esté muerto. Mañana veremos qué se puede

hacer.

El soldado hizo caso omiso de la prohibición y salió en busca de su

amigo. Unas horas más tarde volvió al cuartel mortalmente herido.

Transportaba el cadáver de su amigo sobre sus hombros.

El oficial estaba furioso:

—Ya le dije que habría muerto. ¡Ahora he perdido a dos hombres!

Dígame, ¿merecía la pena ir allí, para traer un muerto?

Y el soldado, moribundo, respondió:

—Sí, señor. Cuando lo encontré todavía estaba vivo y pudo decirme:

¡¡estaba seguro de que vendrías!!

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Ese atardecer, muchos aprendieron en el batallón una gran

enseñanza sobre compañerismo y amistad.

Su precio es incalculable

Un amigo es aquel que llega cuando todo el mundo se ha marchado.

Es quien está cerca especialmente en los momentos de necesidad.

Más cercano cuanto mayor es la ayuda que se necesita. El amigo no

abandona al amigo en circunstancias que le comprometen. ¡Cómo se

nota esta presencia del amigo!

La amistad crea fuertes vínculos de confianza y lealtad. Para el

pensamiento clásico, la amistad es la relación humana natural por

excelencia, pues en ella se dan las condiciones para un trato libre y

recíproco: «la amistad en sí no es otra cosa que la consonancia

absoluta de pareceres sobre todas las cosas divinas y humanas,

unida a una benevolencia y aprecio recíprocos; y no creo que,

exceptuando la sabiduría, los dioses hayan hecho al hombre un don

más precioso que este» [145].

La buena comunicación y el tiempo, los afanes compartidos, las

mutuas confidencias, el aprecio creciente, la admiración y respeto por

ambas partes crean poco a poco lazos fuertes que no rompen ni la

distancia ni el silencio ni el tiempo. Siempre está presente la

disposición de acudir para acompañar, ayudar, consolar al amigo. Y

todo sin interés, por pura generosidad que no se detiene ante la

dificultad: «alabamos a los que aman a sus amigos porque el aprecio

que se dispensa a los amigos nos parece uno de los sentimientos

más nobles que podemos abrigar» [146].

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Dichoso el que ha encontrado un amigo verdadero [147], dice la

Escritura. Y en otro lugar: nada vale tanto como el amigo fiel; su precio

es incalculable, el que lo encuentra halla un tesoro [148].

Antoine de Saint-Exupéry escribió en un momento importante de su

vida: «tengo necesidad de tu amistad; tengo sed de un amigo que,

por encima de los litigios de la razón, respete en mí al peregrino…

Puedo entrar en tu casa sin ataviarme con el uniforme, sin someterme

al recitado de ningún Corán, sin renunciar a lo que pertenece a mi

patria interior. A tu lado no tengo que disculparme, no tengo que

defenderme, no tengo que probar, encuentro la paz… Yo veo en ti la

voluntad de aceptarme tal como soy… Amigo, tengo necesidad de ti

como de una cima en la que respirar… Tengo necesidad de ayudarte

a vivir» [149].

La amistad requiere fortaleza, decisión, un espíritu sacrificado,

generosidad, tiempo. Son muchos los modos de la lealtad entre

amigos.

La defensa del otro cuando las circunstancias lo requieran y aunque

signifique para mí la pérdida de algo importante.

Mantener interés siempre por los asuntos del amigo.

Acompañarle en apuros y desgracias.

Responder a sus solicitudes.

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Hablarle con sinceridad sobre las cosas que hace mal y ayudarle a

ser mejor.

Compartir con él preocupaciones, penas, alegrías, fiestas.

Respetar su intimidad y guardar en secreto sus confidencias.

Cumplir las promesas.

La amistad necesita paciencia por ambas partes: con los defectos del

amigo, con sus obsesiones y obstinaciones, unas veces con sus

largos silencios, otras con sus enfados, desaciertos, ofensas si estas

nos alcanzan, sus pequeñeces, en fin.

La envidia está esencialmente reñida con la amistad; también los

celos, causantes de tanta ruina. Porque el bien del amigo no puede

entristecerme. El aprecio de mi amigo hacia otras personas no resta

nada a la confianza que tiene en mí cuando es verdaderamente

amigo.

La amabilidad, la simpatía, el humor, la benevolencia, la flexibilidad,

el buen corazón, la comprensión, la generosidad, la alegría, el perdón,

el cariño, la compasión y más cosas buenas deben estar presentes

en el trato entre amigos, y en esa amistad tan particular y única entre

marido y mujer. Todos estos ingredientes ponen a salvo la amistad

cuando surgen conflictos.

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Debe crecer el número de los amigos

Probablemente no seré amigo del barrendero al que veo algún día

fugazmente mientras recoge las hojas muertas y yo cruzo la calle. Sin

embargo, puedo tratarle con amabilidad y cordialidad y desearle un

buen día. Quizá no volveré a ver a la persona que en la calle me

pregunta por una dirección, pero mi respuesta debe brotar de

situarme en su lugar y ser afable. Si alguien llama por teléfono,

interrumpiendo mi trabajo, para hacer una consulta, podría

responderle con poca cordialidad; no obstante, puedo hacerme cargo

de su situación, y contener mi malestar y ser amable. Y con aquel que

se ha equivocado de teléfono y me llama, cuando en realidad quería

hablar con el frutero de la esquina.

Esta familiaridad y cercanía con quien solicita mi atención sin

conocerme, reconforta, saca de apuros; y si la persona recibe una

buena respuesta –quizá acompañada también de una sonrisa y una

mirada amigable–, agradece, piensa así que no está sola y que la vida

no es tan cruel, y se alegra. Reconoce en esta voz, en este rostro que

seguramente olvidará, la parte buena de la humanidad. Y, quizá,

vuelve a confiar en la vida.

Se puede considerar el compañerismo como una forma menor de

amistad. Es un vínculo y una relación que surge entre personas que

comparten una tarea; les une el trabajo, un proyecto, los estudios. Y

de este objetivo común que les reúne día tras día y del compartir

dificultades y logros surgen lazos de simpatía y afecto que pueden

llevar a la amistad. Nos sentimos también solidarios de alguien que

espera en la misma fila ante la taquilla para adquirir una entrada.

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Es oportuno recordar aquí que el trato dentro de un grupo o de un

equipo debe mantener las características de la amistad: aprecio,

lealtad, servicio, apoyo, interés de unos por otros, espíritu de

cooperación.

Un filósofo francés del siglo XX lo expresaba así: «Es necesario

instalarse en el corazón de los otros, ponerse en su lugar. Es

necesario estar en el prójimo como en casa, hablar a cada uno en su

lenguaje. Sócrates y Juana de Arco se dejaban ver de cerca» [150].

Ver de cerca y no desde la lejanía infinita, propia de quienes no tienen

ningún interés en conocer y tratar.

«En la adversidad se prueban los amigos verdaderos, pues en la

prosperidad todos parecen fieles» [151]. Un antiguo refrán dice con

sabiduría que las buenas fuentes se conocen en los momentos de

sequía, la amistad sincera se manifiesta en la dificultad.

La caridad fortalece y enriquece la amistad, nos vuelve más humanos,

con más capacidad de comprensión, más abiertos a todos. Si Cristo

es el mejor amigo, aprenderemos de Él a fortalecer una relación que

quizá estaba ya deteriorada, a quitar un obstáculo, a superar el

egoísmo y la comodidad de quedarnos en nosotros mismos.

Los amigos verdaderos

La amistad verdadera es desinteresada, pues consiste más en dar

que en recibir; no busca el provecho propio, sino el del amigo; ha de

ser leal y sincera; exige renuncias, rectitud, intercambio de favores,

de servicios nobles y lícitos. El amigo es fuerte y sincero.

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Para que haya verdadera amistad es necesario que exista

correspondencia, es preciso que el afecto y la benevolencia sean

mutuos. La amistad tiende siempre a hacerse más fuerte: no se deja

corromper por la envidia, no se enfría por las sospechas, crece en la

dificultad. Entonces se comparten con naturalidad las alegrías y las

penas.

La amistad es un gran bien humano y, a su vez, ocasión para

desarrollar otras muchas virtudes naturales.

El buen amigo no abandona en las dificultades, no traiciona; nunca

habla mal de su amigo ni permite que, ausente, sea criticado, porque

sale en su defensa. Amistad es sinceridad, confianza, compartir

penas y alegrías, animar, consolar, ayudar.

Alec Guinness, actor inglés importante en su tiempo, converso al

catolicismo, termina sus memorias con estas grandes palabras:

«Dejar amigos atrás debe ser triste y amargo, incluso cuando

sabemos que muchos se nos han adelantado triunfalmente, aunque,

de alguna forma misteriosa, seguimos en contacto con ellos. Si de

algo puedo ufanarme en esta vida es de esto: no creo haber perdido

jamás a un amigo» [152].

Es propio de la amistad dar al amigo lo mejor que se posee. Nuestro

más alto valor, sin comparación posible, es el haber encontrado al

Señor. No tendríamos verdadera amistad si no quisiéramos transmitir

el inmenso don de la fe cristiana. Nuestros amigos deben encontrar

en nosotros apoyo y fortaleza, y un sentido sobrenatural para su vida.

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La seguridad de encontrar comprensión, interés, atención, les moverá

a la confianza, con la seguridad de que se les aprecia, de que se está

dispuesto a ayudarles. Y esto, mientras realizamos nuestras tareas

normales de todos los días, procurando ser ejemplares en la profesión

o en el estudio, estando abiertos al trato y al afecto con todos,

impulsados por la caridad.

La amistad protege de la soledad

La soledad, en cierto modo, es parte de la condición humana y solo

uno mismo puede sostener su existencia. Pero es difícil conducirse a

uno mismo a través de las vicisitudes, no solo en medio de las cosas

que ocurren, sino interiormente también, porque la fragilidad se nota

por dentro, como el dolor, la incertidumbre, la espera.

Muchos hombres se encuentran con una soledad que parece

irremediable. Quizá, han perdido la capacidad de escucha y de

diálogo con Dios. Se encuentran peligrosamente solos y sin norte.

Probablemente, en ninguna época como en la nuestra se ha hablado

tanto de soledad, de «muchedumbres solitarias», llamándose

precisamente a nuestro tiempo la «era de las comunicaciones». Nos

podemos comunicar con celeridad en cualquier parte del mundo con

un gesto mínimo.

El mal terrible de la soledad solo se supera, en primer lugar, con la

compañía de Aquel que nunca abandona y, como complemento,

quizá inseparable y necesario, en la apertura generosa a los demás,

que posibilita la amistad. Un viejo proverbio dice con gran sabiduría

que «quien no tiene amigos solo vive a medias».

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Esto es así porque la persona –cada uno, único en el mundo y para

toda la eternidad– ha sido creada por Dios para cosas grandes y tiene

sobre sí la tarea de llevarlas a cabo. Es más, el hombre está hecho

para la donación de sí mismo, y cuando no se entrega, muere.

Primero se empobrece y luego muere.

Sería formidable que pudiéramos llamar amigos a las personas con

las que trabajamos o estudiamos, con las que convivimos, con

aquellos que nos relacionamos más frecuentemente. Amigos, y no

solo compañeros o colegas o vecinos. Esto significaría que nos

hemos esforzado en las virtudes que fomentan y hacen posible la

amistad.

Dentro de la propia familia la amistad tiene otra categoría con los

hermanos, con los hijos, con los padres. La amistad resiste bien las

diferencias de edades en este entorno íntimo.

La amistad protege de la soledad porque los amigos son los únicos

que pueden entrar en esa esfera personal donde la vida pesa y donde

duelen las cosas que nos ocurren. La comunicación que permite la

amistad abre esa puerta, casi siempre cerrada, y deja pasar a los

amigos al espacio interior donde existimos. Los amigos pueden

entrar: les dejamos entrar. Necesitamos que entren para que rompan

la soledad: esta soledad que es compatible con la atención a los

demás, con nuestro interés por los otros y con las responsabilidades

que hemos adoptado.

El gran Amigo que acompaña y comparte esta aventura de vivir es

Jesucristo. Sin Él la adversidad nos hunde. Y los amigos verdaderos

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son otros buenos compañeros que ayudan a vivir la vida: «nadie

resistiría estar sin amigos».

Cuentan de Alejandro Magno que, estando próximo a morir, sus

parientes más cercanos le repetían insistentemente: «Alejandro,

¿dónde tienes tus tesoros?». «¿Mis tesoros? –respondió Alejandro–.

En el bolsillo de mis amigos». Al final de nuestra vida también

nuestros amigos deberían decir que les dimos a compartir siempre lo

mejor que tuvimos.

Recuperar amistades

Es posible recuperar amigos perdidos, amistades que se rompieron

por alguna causa que, quizá, no era para tanto.

Las personas pueden cambiar, y, además, ¿qué sabemos nosotros

de lo que ocurre en su corazón?

San Bernardo, para recomponer lazos rotos o que están a punto de

romperse, aconseja: «cuando veas algo malo en tu amigo, no quieras

juzgarlo al instante; por el contrario procura excusarle en tu corazón;

excusa la intención, piensa que lo ha hecho por ignorancia, por

sorpresa o por desgracia. Si el error es tan claro que no puedes

disimularlo, piensa que la tentación habrá sido muy fuerte» [153].

Conservar amigos es gran virtud, y mayor aún la de restablecer

amistades que se han debilitado o roto.

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El Señor nos quiere como somos, también con nuestros defectos, y

para cambiarnos cuenta con la gracia y con el tiempo. Ante los

defectos de nuestros amigos no debe faltar nunca la caridad, que

mueve a la comprensión y a la ayuda.

La sencillez permite dejar a un lado los posibles agravios que no eran

intencionados.

3. AMISTAD (II)

Los amigos de Jesús

El Amigo de cada hombre es Jesús de Nazaret, que vivió hace más

de veinte siglos y vive ahora también. Él es el modelo perfecto de

amistad.

Nunca hizo milagro alguno para sí, para resolver una necesidad

propia. Sin embargo, realizó muchos para sacar de apuros, y utilizó

su poder para caminar sobre el agua y acercarse a sus discípulos –

sus amigos– que, en medio de la tempestad, corrían el riesgo de

naufragar. Anduvo sobre el mar porque ellos necesitaban ayuda.

La amistad de Jesús es total, incondicional, nunca falla. Siempre

cumple con lo que afirmó a sus discípulos: nadie tiene amor más

grande que aquel que da la vida por sus amigos [154].

Él está siempre cerca, es «el compañero, el Amigo. Un compañero

que se deja ver solo entre sombras, pero cuya realidad llena toda

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nuestra vida» [155]. Quizá, solo la experiencia permite la certeza de

esta afirmación. Pero Él ofrece a todos su amistad y aguarda a que

libremente se acojan a ella.

Jesús tuvo amigos en todas las clases sociales y en todas las

profesiones: eran de edad y de condición bien diversas. Desde

personas de gran prestigio social, como Nicodemo o José de

Arimatea, hasta mendigos como Bartimeo, que le seguía en el camino

después de su curación. En la mayor parte de las ciudades y aldeas

encontraba gentes que le querían y que se sentían correspondidas

por el Maestro, amigos que no siempre el Evangelio menciona por

sus nombres, pero cuya existencia se deja entrever.

En Betania, las hermanas de Lázaro, con el mensaje confiado y

doloroso a un tiempo que le hacen llegar a Jesús, dejan bien claro el

lazo que unía a aquella familia con el Maestro: Señor, mira, el que

amas está enfermo [156]. Jesús amaba a Marta y María y a Lázaro.

Cuando llegó el Maestro a Betania, Lázaro había muerto. Y, ante la

sorpresa de todos, Jesús comenzó a llorar. Decían entonces los

judíos: mirad cómo le amaba. ¡Jesús llora por un amigo!, no

permanece impasible ante el dolor de quienes más aprecia ni ante la

experiencia del hombre frente a la muerte, la muerte de una persona

particularmente amada. Jesús llora en silencio lágrimas de hombre;

los que estaban allí quedaron asombrados.

A Jesús le gustaba conversar con las personas que acudían a Él o

encontraba en el camino. Aprovechaba esas conversaciones, que en

ocasiones se iniciaban sobre temas intrascendentes, para llegar al

fondo de las almas. Todas las circunstancias fueron buenas para

hacer amigos y llevarles el mensaje divino que había traído a la tierra.

Los caminos eran buenos lugares de encuentro y ocasión para

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nuevos amigos. Jesús buscó y facilitó la amistad a todos aquellos que

encontró por los caminos de Palestina.

Los Apóstoles encontraron en Jesús al mejor amigo que pudieran

desear. Era alguien que les apreciaba de verdad, a quien podían

comunicar sus penas y alegrías, a quien podían preguntar con

confianza.

Jesucristo está siempre disponible y espera con el mismo calor de

bienvenida, aunque por nuestra parte haya a veces olvido y frialdad.

Él ayuda siempre, anima. Los Apóstoles aprendieron de Cristo el

verdadero sentido de la amistad.

Jesucristo es el amigo accesible, acogedor, benevolente,

desinteresado, generoso, sacrificado; fiel, a pesar de infidelidades y

torpezas. No se cansa, espera, consuela, cura las heridas, perdona

siempre, anima. Vive en el lugar más íntimo de nuestro ser, donde

podemos encontrarlo siempre cuando le buscamos. Escucha con

toda atención palabras y silencios: Tú me conoces, sabes cuándo me

siento y me levanto; de lejos sabes ya mis pensamientos; contemplas

todos mis caminos; no está aún en mis labios la palabra y Tú ya la

conoces; por la espalda y de frente me abrazas. Si subo hasta los

cielos, allí te encuentro. Si llego a los límites del universo, estoy aún

contigo [157].

Algo parecido manifestó Dios a David por medio del profeta Natán:

estuve contigo en todas partes por donde anduviste [158].

Los amigos buscan nuevos amigos

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La antigüedad cristiana nos ha dejado testimonios de grandes

amistades entre los primeros hermanos en la fe. Los Hechos de los

Apóstoles nos muestran cómo san Pablo tuvo muchos amigos, a

quienes aprecia y echa de menos cuando están ausentes y se llena

de alegría cuando tiene noticias de ellos.

El trato diario y la amistad con Jesucristo nos enseña a tener una

actitud abierta, comprensiva con los demás, que aumenta la

generosidad, el optimismo, la cordialidad en la convivencia, la

gratitud…, virtudes que facilitan el camino de lo ordinario de cada día.

Así se difundió la fe en los primeros cristianos: a través de los

hermanos, de padres a hijos, de los hijos a los padres, del siervo a su

señor y a la inversa, del amigo al amigo.

A lo largo de los siglos, la amistad ha sido camino por el que muchos

hombres y mujeres se han acercado –algunos se están acercando–

a Dios y han alcanzado el Cielo. El Señor tiene en cuenta con

frecuencia este medio para manifestarse a nuevas personas. Los

primeros que le conocieron fueron a comunicar esta buena nueva a

quienes amaban. Andrés trajo a Pedro, su hermano; Felipe, a su

amigo Natanael; Juan llevó al Señor a su hermano Santiago.

La amistad es una base excepcional para dar a conocer a Cristo,

porque es el medio natural para comunicar sentimientos, compartir

penas y alegrías de quienes están junto a nosotros por razones de

familia, de trabajo, de aficiones.

Amistad con el Ángel Custodio

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Tendemos a considerar como real solamente lo que perciben los

sentidos, pero son muchas las realidades del mundo físico que no

llegamos a percibir: otros colores, sonidos, sin embargo, están

presentes en el mundo.

Existe también un mundo de naturaleza espiritual que tampoco

podemos conocer materialmente. El mundo físico y material es solo

una parte pequeña de la vida real.

Entre estas realidades se encuentran los ángeles, las criaturas más

perfectas de la Creación. Ellos poseen facultades superiores a las

nuestras y contemplan cara a cara a Dios. Son embajadores,

mensajeros y amigos de los hombres; ellos aconsejan, exhortan,

interceden, preservan de un peligro. ¡Cuántas ayudas! ¡Cuántas

sorpresas!

El libro del Éxodo recoge unas palabras del Señor a Moisés, que

pueden ser dirigidas a cada uno de los hijos, nosotros: Yo –dice el

Señor– mandaré un Ángel ante ti para que te defienda en el camino

y te haga llegar al lugar que te he dispuesto [159].

El profeta Eliseo dijo a su sirviente, que estaba asustado al ver a los

enemigos alrededor: nada temas, que quienes están con nosotros

son más que los que están con ellos [160]. De formas y modos muy

diferentes, los santos ángeles intervienen todos los días en nuestra

vida corriente. A sus ángeles ha dado orden para que te guarden en

tus caminos. Te llevarán en sus manos para que no tropiece tu pie en

piedra alguna [161]. Nos sostienen como un preciado tesoro que Dios

les ha encomendado. Son como hermanos mayores. Les debemos

amistad y veneración. Aunque su presencia sea de ordinario menos

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sensible que la de un amigo de la tierra, su eficacia es mayor. Sus

consejos y sugerencias penetran más profundamente que la voz

humana. Su capacidad para oírnos y comprendernos es superior a la

del amigo más fiel; llega más hondo en nuestras intenciones, deseos

y peticiones. El Ángel puede llegar a nuestra imaginación

directamente sin palabra alguna, suscita imágenes, recuerdos,

impresiones, que facilitan el camino.

Como a Elías, nos habla no pocas veces en la intimidad de nuestro

corazón: levántate y come porque te queda todavía mucho camino

[162]. Él, además, une su oración a la nuestra y la presenta a Dios.

Es necesario, sin embargo, que le hablemos, porque no puede

penetrar en nuestro entendimiento como lo hace Dios. Y entonces, él

podrá deducir de nuestro interior más de lo que nosotros mismos

somos capaces. «No podemos tener la pretensión de que los ángeles

nos obedezcan… Pero tenemos la absoluta seguridad de que los

Santos Ángeles nos oyen siempre» [163]. Y de ninguna manera

quedan indiferentes. Nadie nos conoce como él; es un buen amigo,

la mejor ayuda. Su poder es inmenso.

Nos acompañará hasta el final del camino. «Desde su comienzo hasta

la muerte, la vida humana está rodeada de su custodia y de su

intercesión eficaz. Todos tenemos a nuestro lado un ángel protector

y pastor, un guía. Desde esta tierra, el cristiano participa, por la fe, en

la sociedad bienaventurada de los ángeles y de los hombres, unidos

en Dios» [164].

4. AMOR A LA LIBERTAD

«La verdad sobre el hombre y sobre el mundo

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no es plenamente conocida sino a la luz

de la verdad sobre Dios. Y, por eso,

la libertad tiene su fundamento más sólido

en el reconocimiento de Dios como

el único Bien Supremo e ilimitado».

Fernando Ocáriz

Naturaleza, gracia y gloria, p. 110

«La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los

hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros

que encierra la tierra y el mar encubre; por la libertad, así como por la

honra, se puede y debe aventurar la vida, y, por el contrario, el

cautiverio es el mayor mal que puede venir a los hombres» [165].

Cuando redactó esta consideración, Cervantes conocía bien lo que

es estar en prisión. En los cinco años que estuvo encarcelado en

Argel trató de escapar en cuatro ocasiones, y no lo consiguió: «no hay

en la tierra, conforme a mi parecer, contento que se iguale a alcanzar

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la libertad perdida» [166], pudo decir con la voz de una experiencia

vivida.

La libertad es un don divino concedido al hombre, solamente a él. Del

animal no se puede decir que es libre. No se trata solo de una

capacidad de elección entre diversas opciones; este es solamente el

aspecto práctico. La libertad es más honda, es el propio ser de la

persona, que está orientado hacia una finalidad. «Es el señorío de

quien, mediante las virtudes, es dueño de sus propios actos, y no un

esclavo de las tendencias desordenadas, presentes en todo ser

humano» [167].

De la libertad emana este imperativo: sé mejor, ve a más, sé hombre,

vive de acuerdo con lo que eres: hijo de Dios, querido y amado por Él

para hacer el bien, para ser bueno. Este es el núcleo del cristianismo.

Se puede afirmar que «la imagen de Dios en las personas creadas se

halla sobre todo en la libertad» [168].

La libertad humana no es absoluta, las leyes del universo material en

que vivimos establecen unas condiciones: si quiero ir a Toledo, no

puedo ir en las mismas fechas a Cádiz.

A raíz del pecado de origen, la naturaleza humana perdió aptitudes

que le hubieran permitido un vivir más amplio y hondo, con mayor

felicidad y con más poder para hacer el bien. En la vida actual la

libertad es limitada, se encuentra herida. La libertad será plena si

alcanza a Dios en la vida que será eterna. Necesita de la gracia.

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La libertad tiene siempre un fin

«La libertad adquiere su auténtico sentido cuando se ejercita en

servicio de la verdad» [169].

La libertad humana no se justifica por sí misma; requiere un fin, unos

objetivos que le proporcionen sentido: el bien, lo mejor.

Al vivirla de este modo el hombre crece como persona, adquiere

virtudes, ama y sirve a su familia, coopera con los demás a través de

su trabajo, puede construir una sociedad justa.

La libertad cotidiana

Cada jornada abre ante nosotros el abanico de los deberes y

compromisos, de los trabajos, de las conversaciones, del hacer y

deshacer. Las horas del día presentan múltiples opciones y solicitan

decisiones. Este es el campo habitual en el que podemos ser libres o

permanecer coaccionados interiormente por tendencias que no son

rectas: la inclinación a la vanidad y al egoísmo, el peso de la pereza,

la atracción por lo placentero… No somos libres cuando cedemos a

estas presiones. Ser esclavo de uno mismo es una desgracia.

Las horas de una jornada cualquiera presentan continuamente

disyuntivas y conviene elegir bien: llegar o no llegar puntuales al

trabajo, salir del metro a empujones o respetar a quienes tenemos

delante, saludar o no saludar a los conserjes, empezar a trabajar

enseguida o estar de cháchara durante tres cuartos de hora con los

compañeros del despacho, permanecer atentos a los asuntos para

resolverlos bien o interrumpir continuamente la tarea para revolotear

en internet. Y al volver a casa aparecen otras alternativas: atender las

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tareas escolares de los pequeños o ver la televisión, preparar la cena

con la mujer o sentarse a leer, hacer una llamada a un amigo enfermo

o no llamarle…

La realidad reclama constantemente el ejercicio de esta libertad

precisa y concreta; a la vez, surge también ante nosotros una llamada

a la generosidad: nuestra voz interior nos sugiere elegir lo bueno. Y

somos conscientes de nuestro poder.

Es en estos dilemas donde la aventura de la libertad se hace real:

sencillez o vanidad, esfuerzo o pereza, egoísmo o servicio, sonrisa o

desprecio, ayuda o zancadilla, amabilidad o indiferencia, verdad o

mentira…

Todo me es lícito, mas no todo me conviene. Todo me es lícito, mas

no me dejaré dominar por nada [170].

Habéis sido llamados a la libertad; solo que no toméis de esa libertad

pretexto para la carne; antes al contrario, servíos por amor los unos a

los otros [171].

Libertad interior

Existen numerosos obstáculos para ser libres por dentro, y la

experiencia nos dice que tales barreras no son fáciles de conocer y

reconocer para poder destruirlas.

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Sin embargo, la libertad interior es una conquista necesaria a la que

todo hombre aspira, en muchos casos sin saberlo, sin tener la

conciencia clara de este deseo.

Contamos con testimonios de personas que, en las circunstancias

más denigrantes, en ausencia absoluta de libertad material, han

descubierto esa forma honda y plena de ser libres; la han alcanzado,

precisamente, en esas circunstancias y, cuando más tarde han sido

liberadas, declaran que, sin haber pasado por esas penalidades y

haber sufrido la prisión o un secuestro, no habrían descubierto a Dios,

jamás habrían logrado esa libertad honda y con ella la felicidad.

Pero, sin llegar a estas circunstancias extremas y graves, esta libertad

solo se alcanza a través de la madurez; no propiamente con la

madurez que traen los años, sino con la adquisición de un conjunto

de virtudes y de actitudes que hacen a las personas fuertes, sinceras,

humildes, profundas, serenas, realistas…

Viktor Frankl afirma la necesidad de descubrir el sentido de la propia

existencia, esa meta por la que merece la pena vivir. No se trata

solamente de un proyecto particular ni de un objetivo profesional. Es

un proyecto que abarca también la vida de otras personas a las que

se ama y se desea servir, vivir para ellas.

Es una meta definida que ordena todos los ámbitos de la existencia,

señala objetivos, esculpe el carácter, permite avanzar sin prejuicios y

libera de respetos humanos. Establece prioridades, hace intensos los

días, convierte el tiempo en el recurso clave para entregarse a los

demás y amarles más, para hacer de cada tarea un servicio.

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La libertad interior requiere conocimiento propio, dominio de sí,

madurez: disposiciones estables que permiten contemplar la vida

como oportunidad de crecimiento constante. «Mil firmes ataduras se

han roto, respiro liberada, me siento fuerte y miro con ojos brillantes

a mi alrededor. Y ahora que no quiero poseer nada y que soy libre, es

cuando lo poseo todo, ya que mi riqueza interior es infinita» [172].

Es el testimonio de una joven judía, que murió en el campo de

Auschwitz, y expresa muy bien el modo de esta libertad.

Libres ante las decisiones grandes

Con menor frecuencia se ofrecen a nuestra libertad encrucijadas en

las que –según la respuesta– nuestra vida tomará sentido en una

dirección o en otra muy distinta: el matrimonio, el sacerdocio, el

celibato para amar a Dios en exclusiva.

Conviene entonces escuchar la voz de Dios que solicita una decisión

generosa: mira, yo pongo hoy ante ti vida y felicidad, muerte y

desgracia. Si escuchas los mandamientos de Yahveh tu Dios que yo

te prescribo hoy, si amas a Yahveh tu Dios, si sigues sus caminos y

guardas sus mandamientos, preceptos y normas, vivirás y

multiplicarás; Yahveh tu Dios te bendecirá en la tierra a la que vas a

entrar para tomarla en posesión [173]. En esta difícil disyuntiva, que

se presenta quizá una sola vez en la vida, importa mucho conocerse

bien, ser muy sinceros ante Dios y pedirle ayuda para dilucidar con

acierto.

Quien prefiere reservarse la libertad sin ejercerla en la entrega a Dios

o en el matrimonio, corre el riesgo de hacerse esclavo de sí mismo,

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de los demás, de muchas condiciones externas de las que debería

ser dueño por ser hijo de Dios.

No se es más libre cuando se evitan decisiones definitivas o

reduciendo el número de elecciones comprometidas. Ante quienes

prefieren quedarse en suspenso ante disyuntivas como estas, se les

podría decir: entonces, tu libertad ¿para qué?, ¿para nada? La

felicidad que buscamos no se alcanza por la vía del egoísmo, la

indecisión o el temor, porque hemos nacido para amar y nuestro

corazón necesita un gran amor libremente abrazado y sostenido en

el tiempo.

Esta es la libertad que permite a Etty Hillesum declarar: «Te prometo,

Dios mío, que viviré con mis mejores energías en cada lugar en que

me quieras retener» [174].

La libertad de los otros

Tan libres como nosotros mismos son todos los demás.

El reconocimiento de los derechos ajenos nos lleva a moderar

nuestras iniciativas, a actuar con prudencia y liberalidad, a ser

flexibles, a respetar las acciones y las opiniones de todos [175]. Lo

contrario no es libertad ni caridad: el cristiano no se siente indiferente

ante la suerte de los otros hombres, y sabe tratar a todos con respeto;

y cuando este amor decae, existe el peligro de una invasión de su

libertad y de su conciencia [176].

Con frecuencia consideramos que tolerar es suficiente, pero la

tolerancia es un bien corto. Cuando transigimos y soportamos, solo

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hemos recorrido la mitad del camino en la aceptación del otro: lo

oportuno es el reconocimiento de su valor y dignidad. Respetamos la

libertad ajena cuando acogemos a la persona, cuando escuchamos,

comprendemos, aceptamos, compartimos lo que se puede compartir.

La gran tarea de los cristianos se puede describir así: «Estamos

obligados a defender la libertad personal de todos, sabiendo que

Jesucristo es el que nos ha adquirido esa libertad [177]; si no

actuamos así, ¿con qué derecho reclamaremos la nuestra?… Hemos

de sostener el derecho de todos los hombres a vivir, a poseer lo

necesario para llevar una existencia digna, a trabajar y a descansar,

a elegir estado, a formar un hogar, a traer hijos al mundo dentro del

matrimonio y a poder educarlos, a pasar serenamente el tiempo de la

enfermedad o de la vejez, a acceder a la cultura, a asociarse con los

demás ciudadanos para alcanzar fines lícitos, y, en primer término, a

conocer y amar a Dios, porque la conciencia –si es recta– descubrirá

las huellas del Creador en todas las cosas» [178].

Los padres y la libertad de sus hijos

En la educación de los hijos es importante «encontrar el equilibrio

entre libertad y disciplina. Sin reglas de comportamiento y de vida,

aplicadas día a día también en las cosas pequeñas, no se forma el

carácter y no se prepara para afrontar las pruebas que no faltarán en

el futuro» [179].

Es posible establecer esas reglas sin contristar ni agobiar a los hijos.

A veces, se piensa que serán más felices si se les deja actuar como

quieran, pero no es así. Entre otras cosas, unas normas de

comportamiento transmiten seguridad, refuerzan los lazos entre los

padres y los hijos, son fuente de tranquilidad en la casa.

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«Junto con la transmisión de la fe y del amor del Señor, una de las

tareas más grandes de la familia es la de formar personas libres y

responsables. Por ello, los padres han de ir devolviendo a sus hijos la

libertad, de la cual durante algún tiempo son tutores» [180]. Los niños

tienen libertad porque son personas; sin embargo, no saben ni

pueden hacer uso de ella. Son los padres quienes les enseñan;

mientras ellos son pequeños, sus padres son los depositarios de su

libertad y, poco a poco, deben enseñarles a ser libres para que de

mayores la ejerzan por sí mismos.

5. AMOR A LA PATRIA

«Nadie ama a su patria

porque es grande,

sino porque es suya».

Séneca

Epístolas, 66, 26

Existen en la naturaleza del hombre unos lazos que le unen con la

tierra y el lugar. El carácter social de la persona imprime un vínculo

con la patria donde se ha nacido y en la que se han adquirido una

lengua, una historia y muchas tradiciones, una cultura, unas

costumbres. Estos bienes y valores proporcionan una visión del

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mundo que, con las diferencias propias de cada uno, unen entre sí a

los hombres y las mujeres de un mismo país.

«Patria quiere decir tierra de los padres. Nación expresa idea de

nacimiento y, por tanto, de filiación, de descendencia» [181]. De esta

manera, el término patria se relaciona más con la herencia que los

padres dejan a los hijos mientras que nación pone más de relieve la

participación de los herederos en esa herencia recibida.

También Jesús tuvo estos sentimientos hacia el pueblo de Israel, al

que perteneció, y hacia Nazaret, su pueblo, donde había crecido y

trabajado.

La tierra, para los israelitas, ocupó un lugar importante en su fe y en

su esperanza. El exilio no hizo sino avivar el aprecio de los judíos a

su patria, que tanto añoraban: a orillas de los ríos de Babilonia

estábamos sentados y llorábamos, acordándonos de Sión [182]. Era

la tierra prometida por Dios.

Jesús amó a esta patria con todo el corazón. Al final de su vida aquí

en la tierra, ante la vista de Jerusalén desde el monte de los Olivos,

al acercarse y ver la ciudad, lloró por ella: ¡si también tú conocieras

en este día el mensaje de paz! Pero ahora ha quedado oculto a tus

ojos [183]. Jesús amaba aquella ciudad a pesar de los pesares.

A través de los Evangelios podemos conocer cómo Jesús apreciaba

de modo particular las tierras de Galilea. Se sentía allí como en casa,

se identificaba con los modos de ser y de hablar de aquellas gentes,

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conocía muy bien los dichos propios de esta región, sus costumbres

y tradiciones.

En sus parábolas se nota el gusto con que describe los detalles de la

vida cotidiana, los pormenores y circunstancias de la vida familiar y

del trabajo. El Señor amaba su «tierra chica», y durante los años de

vida pública vuelve una y otra vez a esas tierras: en aquellos collados,

en aquellas tranquilas orillas, Jesús conoció, sin duda, la dicha que

se experimenta en la propia tierra y en las costumbres de siempre.

Hoy en España empleamos poco el término patria; quizá porque nos

parece un tanto anticuado o porque tiene connotaciones políticas; sin

embargo, en cada uno de nosotros los vínculos con nuestra tierra y

sus valores son reales, por encima de teorías políticas o modas, etc.

Por esto, la fidelidad a la patria es una gran virtud y el afecto a esa

tierra es algo bueno, muy bueno. Santo Tomás la considera como un

aspecto de la virtud de la piedad, afirma que patria y paternidad tienen

la misma raíz. «La piedad se extiende a la patria en cuanto es en

cierto modo principio de nuestra existencia» [184]. Y para concretar

mejor el contenido de la virtud de la piedad afirma: «en sentido propio,

el concepto de piedad se aplica a las relaciones con los padres

naturales, los consanguíneos y la patria. En sentido amplio, se

extiende también a los amigos personales, a los pueblos amigos y a

todos los hombres de buena voluntad».

En ocasiones puede surgir el nacionalismo, un término que se refiere

más bien a un patriotismo exaltado y, en cierto modo, agresivo,

intolerante. Por el otro extremo aparecen la indiferencia, el desprecio,

la deserción, la deslealtad hacia el propio país.

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Aprecio al propio país

Este vínculo, que es natural y social simultáneamente, reclama unos

actos y un comportamiento propios y adecuados.

Como ciudadanos de un país, estamos ligados a él por las leyes, los

vínculos históricos y los afectivos.

Formamos parte de esa multitud a la que se llama en ocasiones «los

ciudadanos de a pie». Hemos nacido en una ciudad o en un pueblo

y, salvo que nos hayamos marchado pronto de allí, guardamos

recuerdos de los primeros pasos, del primer colegio, de los amigos

de la infancia. Y estos recuerdos, más o menos gratos, imprimen

afectos que perduran: «cada uno de nosotros guarda en la memoria

lugares cuyo recuerdo le hace mucho bien. Quien ha crecido entre los

montes, o quien de niño se sentaba junto al arroyo a beber, o quien

jugaba en una plaza de su barrio, cuando vuelve a esos lugares, se

siente llamado a recuperar su propia identidad» [185].

Con las vueltas de la vida cambiamos de lugar y, si se permanece en

la misma ciudad, echamos raíces en ella, y así, sin ser este lugar la

«patria chica», hace de algún modo sus veces, o la sustituye. Pero

quedan siempre impresas en nuestra forma de ser aquellas

circunstancias primeras, aunque sea imposible reconocer qué huella

nos han dejado. El hecho de volver al pueblo despierta una multitud

de sentimientos que es mezcla de recuerdos y de nostalgias.

Chesterton relata la historia de un hombre que, descontento de su

situación, emprendió un largo viaje para buscar un lugar en el que ser

feliz. Después de años de ir y venir por el mundo, llegó a un paraje

que le agradó muchísimo y decidió quedarse allí. Al poco, descubrió

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que este sitio era –precisamente– su pueblo, el sitio del que había

partido. Este lugar, su patria chica, era el paraíso perdido, del que

también escribió John Milton, siglos atrás.

Es bueno, incluso muy bueno, el afecto a la «patria grande» y a la

«patria chica».

En situaciones normales y en situaciones extremas

El amor a la patria es virtud natural cuando se plasma en actos

concretos. Este afecto suele permanecer implícito o escondido, se

mantiene guardado hasta el momento en que surge una circunstancia

determinada que lo sitúa en primer plano. No solo cuando los equipos

deportivos juegan en una competición importante; también cuando se

está lejos, cuando se establecen comparaciones con las costumbres

de otros países, o se cae en la cuenta del gran valor del arte y la

cultura propios; entonces nos sentimos honrados por ello. Y lo mismo

por los hechos gloriosos de los héroes nacionales.

El amor a la patria tiene un lugar importante en la vida de una persona,

como el amor de los hijos hacia su madre: la «madre patria», se dice

a veces.

Quizá este afecto se hace más vivo y requiere obras más

comprometidas en situaciones extremas: en caso de guerra, el amor

a la patria se debe hacer explícito. Y, aunque la guerra es siempre

algo terrible que debe evitarse, en el caso de ocurrir, la respuesta no

debería ofrecer dudas: se responde a la llamada a filas, se defiende

el territorio, se lucha, se obedece a los superiores, se mantiene uno

en su puesto sin desertar, se evita toda traición.

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«Muchos hombres no han dudado, a lo largo de la historia, en

entregar su vida –en sentido literal– por amor a su patria. Se trata de

una tendencia muy arraigada en personas virtuosas que saben

valorar su propia vida y todo aquello que la ha hecho posible» [186].

Son otras manifestaciones: el cuidado de la naturaleza del propio

país, la admiración por sus pueblos y el carácter de las gentes, el

conocimiento de la historia, la literatura y el arte. La globalización y el

interés por otras culturas no deberían llevar a despreciar o

minusvalorar la propia.

Una visión más alta de la «patria chica»

Existen actitudes contrarias y ajenas al sano amor a la patria: el

«patrioterismo», que conlleva un desprecio hacia otros pueblos; y esa

visión obcecada del propio pueblo que lleva a considerarlo el mejor

de todos, sin ninguna objetividad.

Dos amigos visitaron las cataratas del Niágara; a uno de ellos se le

veía emocionado contemplando aquella grandiosidad. Después de un

silencio prolongado, el otro, sin más, dijo: «pues en mi pueblo hay un

gallo que tiene una pata de palo». Esta enorme tontería es muestra

de una visión tan pueblerina que nada tiene que ver con el amor a la

patria chica [187].

Tradicionalmente se llama «nueva patria» o «patria definitiva» al

Cielo, porque allí no hemos estado nunca y allí nos quedaremos para

siempre. Lo importante es llegar: «nada podrá preocuparnos, si

decidimos anclar el corazón en el deseo de la verdadera Patria: el

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Señor nos conducirá con su gracia, y empujará la barca con buen

viento a tan claras riberas» [188].

6. AUDACIA

«No puedo dejar de acometer todo aquello

que a mí me pareciere que cae bajo

la jurisdicción de mis ejercicios; porque bien

sé lo que es la valentía, que es una virtud

que está puesta entre dos extremos viciosos,

como son la cobardía y la temeridad».

Miguel de Cervantes

El Quijote, II, 17

Es audaz la persona que tiene el ánimo dispuesto para afrontar con

esperanza y optimismo los riesgos que se presentan, con la confianza

de poder vencerlos y superarlos.

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Aunque es un rasgo que está relacionado con el carácter de la

persona, la audacia es una gran virtud si se ejerce con realismo y

sentido común; es decir, después de haber considerado el peligro y

la dificultad, tal como reclama la virtud de la prudencia. Entonces se

puede, y se debe, ser audaz en asuntos de la vida cotidiana: un giro

en el negocio, la compra de una casa más amplia, un cambio de

colegio para los hijos, marchar a trabajar a un nuevo país, etc.

Las personas que tienen este ánimo decidido no se intranquilizan por

asuntos que a otros les estremecen. Las dificultades vienen a ser para

ellos un aliciente, un estímulo que proporciona intensidad y tensión a

la vida; les atraen los retos y lo difícil. Se enfrentan al acontecer sin

miedo. Estas actitudes configuran su modo de vivir y marcan su

trayectoria vital: son inconformistas y se sienten capaces de cambiar

lo que no les gusta o les parece malo. En su entorno pueden ser

incómodos, sobre todo para los perezosos y para quienes desean una

vida más fácil y tranquila y no quieren demasiadas complicaciones.

Hay un porcentaje alto de temperamento en esta forma de afrontar la

vida, que requiere moderación: la primera audacia que debe ejercer

quien es audaz es aceptarse a sí mismo, respetar y atender a la

realidad. La audacia de conocerse bien y admitirse no es poca cosa.

Al enfrentarse con Goliat, David contaba con muy escasas

probabilidades de vencer al gigante. Sin embargo, dominó el temor,

le «plantó cara» con firmeza y, con un arma tan pequeña como una

honda, salió victorioso.

Condiciones para que sea virtud

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Se dan notables diferencias entre la actitud natural de los audaces y

la virtud de la audacia como tal. La audacia temperamental puede

desencadenar consecuencias desfavorables.

La audacia es virtud si va acompañada, entre otras, de estas

disposiciones:

Valentía para soportar el peligro que entraña la vida, sin caer en la

queja o en el resentimiento cuando se producen situaciones

complicadas que entrañan más riesgos.

Aceptación del sufrimiento: sobrellevarlo, sin dejar que nos amilane

ni nos conduzca a la rebeldía estéril.

Disposición a crecerse ante la dificultad y mantener la esperanza de

mejorar precisamente a través de esa situación adversa.

Entender que «la existencia, en toda su imprevisibilidad, no es ningún

caos, sino que está ordenada por la mano de Dios» [189].

Saber que toda dificultad superada sirve para ser más fuerte.

Confianza en Dios: «Él me sostiene, es indestructible, aun cuando

atraviese peligros, incluso la muerte» [190].

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Atreverse a escuchar y obedecer a Dios cuando solicita una decisión

que transformará nuestra existencia por completo, como puede ser la

entrega a Dios plena.

Afrontar los retos diarios

Quizá la consideración de estos aspectos pueda llevar a pensar que

la audacia es virtud para quienes, pocos o muchos, se vean capaces

de afrontar grandes percances; y que al común de los mortales les

basta con soportar resignadamente el acontecer diario.

Es un engaño y puede ser fruto de la mediocridad, la comodidad, la

pereza o la mezquindad.

La vida, en sí, es una batalla diaria que tiene no pocos frentes. No

existe lugar donde esconderse y nadie se libra de entrar en este

combate: «vivir es enfrentarse con dificultades, sentir en el corazón

alegrías y sinsabores; y en esa fragua el hombre puede adquirir

fortaleza, paciencia, magnanimidad, serenidad» [191].

Por el contrario, es poco humano reducirse a mínimos, conformarse

con metas ridículas, no arriesgarse, no emprender. Esta opción,

motivada por el temor y la falta de esperanza, es cobardía, y por estos

derroteros la persona se empequeñece. Se convierte en un

pusilánime, un hombre de ánimo pequeño, asustadizo, apocado.

La vida diaria presenta abundantes retos más o menos importantes

que entrañan incertidumbre y cierto riesgo, reclaman decisión y

valentía: la audacia en estas ocasiones trata de resolverlos, no de

escapar sin afrontarlos.

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Superar el temor

A veces se identifica erróneamente la audacia con «no tener miedo».

«El justo es alabado porque el temor no le aparta del bien, no por la

falta completa de temor» [192]. La persona audaz no ignora la

realidad, por el contrario, es consciente de que el riesgo al que se

expone comporta un alto grado de incertidumbre. Ante lo desconocido

el hombre –normalmente– siente miedo. No consiste, pues, en no

sentir temor, sino en no dejar que el temor paralice o fuerce al mal o

impida realizar el bien. Es audaz y valiente el que hace frente a la

dificultad que le produce temor, no por ambición ni por miedo a ser

tachado de cobarde, sino por amor al bien, es decir, por amor a Dios

[193].

Quien se deja vencer por el miedo quizá tenga que reconocer –tiempo

después– que su vida está discurriendo por un sendero equivocado y

que se encuentra en esta situación: «he conocido cuál era mi camino,

pero no lo he seguido».

La «audacia de Dios»

Al crear seres con inteligencia y libertad, Dios eligió ser audaz. Se

arriesgó más aún al enviar a su Hijo al mundo, que se hizo hombre y

asumió un destino en esta tierra: «Jesús nunca se protegió, sino que

aceptó todo lo que le venía de la voluntad de poder y la falta de

escrúpulos de los hombres» [194].

A lo largo de su existencia terrena el Señor aceptó los

acontecimientos que se presentaban ante Él, fuesen más o menos

gratos; expuso la verdad con claridad, y la envidia de los hombres se

le vino encima. Su valentía y audacia no se manifestaron con aparato

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ni de forma deslumbrante, fluyeron día a día con sencillez: pasó

haciendo el bien [195].

Jesús ha señalado con su actuar que vivir es un riesgo alto. Solo la

audacia y la generosidad permiten al hombre conseguir el remate feliz

de su paso por la tierra.

7. BENEVOLENCIA

«Su misericordia no es una idea abstracta,

sino una realidad con la cual Él revela su amor,

que es como el de un padre o una madre

que se conmueven en lo más profundo

de sus entrañas por el propio hijo. Vale decir

que se trata realmente de un amor “visceral”.

Proviene desde lo más íntimo como un sentimiento

profundo, natural, hecho de ternura y compasión,

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de indulgencia y de perdón».

Francisco

Bula Misericordiae vultus, n. 6

Desde la creación del mundo y del hombre, ya ofreció Dios el primer

testimonio de su amor y de su sabiduría, y en el envío de su Hijo a

este mundo Dios manifestó su benevolencia a toda la humanidad

[196].

Ser benevolentes con otras personas significa ponerse de su parte,

ver lo mejor que tienen los demás. Dios manifiesta su benevolencia

en su relación con los hombres, por su misericordia [197].

«Quiso Dios, con su bondad y sabiduría, revelarse a sí mismo –no

solo algo de sí, sino a sí mismo– y manifestar el misterio de su

voluntad: por Cristo, la Palabra hecha carne, y con el Espíritu Santo,

pueden los hombres llegar hasta el Padre» [198]. La benevolencia de

Dios con los hombres se manifiesta de modo infinito en la encarnación

de su Hijo: «Él ha entrado en el mundo, haciéndose hombre como

nosotros, para llevar a plenitud su plan de amor» [199].

El Señor –sin duda– sorprendió a Pedro con la respuesta a esta

pregunta: ¿cuántas veces he de perdonar a mi hermano si peca

contra mí? La respuesta ya la conocemos: no digo yo hasta siete

veces, sino hasta setenta veces siete [200]. Si el significado de

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benevolencia presenta dudas en ocasiones, las palabras de Jesús

borran las confusiones posibles.

Cuando nosotros ejercemos un poco de misericordia y benevolencia

–a pesar de la diferencia infinita–, nos hacemos también más

semejantes a Dios, aunque sea un poco.

Por eso acudimos a Él en primer lugar; como dice san Agustín, Dios

no es neutral, está claramente de nuestra parte, nos mira con buenos

ojos.

Benevolentes en los juicios

Para un cristiano no tiene cabida el consejo o refrán que dice «piensa

mal y acertarás». Es una mala costumbre que –a pesar de la

experiencia popular– se debe evitar: por justicia y respeto, pensar

bien es el primer paso; el segundo es considerar que siempre nos

faltará información suficiente; el tercero es alcanzar un juicio

benevolente sobre el otro.

En bastantes ocasiones todos hemos padecido a causa de

interpretaciones erróneas, inexactas, por parte de otros; y

seguramente nos hemos sorprendido de que hayan podido llegar a

conclusiones tan erradas sobre nuestras intenciones y nuestros

actos. Existe un margen de error muy grande entre nuestras

apreciaciones y la realidad, entre esta y los verdaderos motivos que

mueven a las personas.

Rigor y benevolencia

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Si sabemos reconocer que –a pesar de las apariencias– todas las

personas son débiles, cometen errores y con facilidad se equivocan,

tendremos más facilidad para tratar con benevolencia a los demás,

con un corazón grande, una mirada buena que exprese un juicio

bueno, positivo, nunca un juicio temerario. Alguien con aspecto de

seguridad es, quizá, una persona enferma o preocupada, y si nos

dejáramos llevar por la primera impresión, juzgando que es una

persona «prepotente», que avasalla, y nuestro trato fuera frío y

distanciado, habríamos cerrado la puerta para que se estableciera

una relación cordial que podría proporcionar un gran bien a los dos.

Una actitud benevolente va unida a la sencillez y a la afabilidad,

favorece las buenas relaciones, facilita la concordia, anima a las

personas a responder con la misma moneda, que es la clemencia.

El exceso de rigor con los demás puede ser causa de un mal mayor.

En toda mala conducta hay atenuantes, circunstancias que, sin

justificar la acción, reducen la culpabilidad de la persona. Considerar

con benevolencia todo acto ajeno ayuda a la justicia y, sin duda, a la

caridad de nuestras actuaciones.

Quienes ejercen la autoridad se encuentran con frecuencia ante la

necesidad de tomar decisiones difíciles ante lo que está mal hecho y,

a veces, a castigar malas acciones. En estos casos, la benevolencia

procura el ejercicio adecuado de la justicia. Sin ella las personas

afectadas pueden quedar heridas, encerradas en una situación difícil

de superar.

La clemencia es la moderación interior aplicada a la capacidad de

castigar; es clemencia la mesura que perdona parte de la pena

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merecida. Sin clemencia se puede llegar a la crueldad, que es la

tendencia a las medidas duras en exceso [201].

Conviene tener presente que se obedece mejor al que manda con

suavidad. Y que la benevolencia es una de las semillas que hacen

prosperar la paz en la familia y en la sociedad.

Conductas opuestas

Se opone a la benevolencia la negativa a conceder el perdón

solicitado. Negarse a perdonar es un acto malo con graves

consecuencias; especialmente para el que no perdona y, ciertamente,

penoso para el que no es perdonado. La barrera que separa al

ofendido del ofensor solo puede derribarse a través de la concordia

entre ambos, y en este acto –por parte del ofendido– son necesarias

la misericordia, la humildad, la benevolencia y, sobre todo, la caridad

y la generosidad.

La reconciliación es imposible si el ofendido cultiva dentro de sí el

odio, el rencor y el propósito de venganza. Estas actitudes, que

pueden tener consecuencias trágicas, transforman la vida de las

personas, porque esta clase de sentimientos tan intensos tienen un

gran poder sobre la libertad de la persona que los padece y no los

controla: son sentimientos que invaden y esclavizan. El impulso a la

venganza no obedece a la razón; es decir, no procede de la reflexión,

sino del orgullo.

Estos sentimientos solo pueden rechazarse con humildad,

benevolencia y misericordia: virtudes que se alcanzan con la razón

práctica junto con la voluntad.

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Cuando se descubre el valor de la misericordia, se comprende la

necesidad de la clemencia y se rechaza el propio orgullo, es más fácil

ejercer benevolencia y perdonar.

La benevolencia de Jesucristo

¿Qué sucedería si Dios no perdonara los pecados? La vida sería un

«horror» de imposible convivencia.

El amor de Dios por los hombres «se ha hecho visible y tangible en

toda la vida de Jesús. Su persona no es otra cosa sino amor. Un amor

que se dona y ofrece gratuitamente. Sus relaciones con las personas

que se le acercan dejan ver algo único e irrepetible. Los signos que

realiza, sobre todo hacia los pecadores, hacia las personas pobres,

excluidas, enfermas y sufrientes, llevan consigo el distintivo de la

misericordia. En Él todo habla de misericordia. Nada en Él está falto

de compasión» [202].

El Señor es generoso en perdonar; ni siquiera hace falta que se lo

pidan, le basta descubrir en el interior de la persona el menor latido

de arrepentimiento. Así ocurre con el paralítico al que sus amigos

descolgaron desde el techo para que le curara: antes de nada el

Señor le perdona. Y lo mismo con la mujer adúltera, con Mateo y

Zaqueo, con san Pedro después de las negaciones: «Jesús de

Nazaret con su palabra, con sus gestos y con toda su persona revela

la misericordia de Dios, que siempre será más grande que cualquier

pecado, y nadie podrá poner un límite al amor de Dios que perdona»

[203].

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8. COMPRENSIÓN

«Más que en “dar”, la caridad está en

“comprender”. —Por eso busca una excusa

para tu prójimo –las hay siempre–,

si tienes el deber de juzgar».

San Josemaría Escrivá

Camino, n. 463

Al desembarcar, vio Jesús el gentío, le dio lástima y curó a los

enfermos. Como se hizo tarde, se acercaron los discípulos a decirle:

estamos en despoblado y es muy tarde, despide a la multitud para

que vayan a las aldeas y que se compren de comer. Jesús les

respondió: no hace falta que vayan [204]. El Señor es así: comprende

la situación de aquellos que se han apresurado a buscarle. Aunque

se lo piden los discípulos, no deja que caminen desfallecidos en

busca de alimentos. Sabe que están cansados, que hay niños entre

ellos, que como son demasiados no habrá comida suficiente en las

aldeas cercanas: dadles vosotros de comer, es su respuesta.

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La virtud de la comprensión nace en un corazón bueno –como el de

Jesús–, generoso, dispuesto a ayudar y servir como lo necesiten los

otros.

El simple hecho de convivir abre la necesidad de comprender y ser

comprendidos. La soledad que deriva de la incomprensión nos resulta

penosa porque la comunicación es naturalmente imprescindible entre

los hombres.

Cuando nos sabemos incomprendidos aparecen un conjunto de

emociones negativas que con facilidad conducen a la tristeza.

Notamos que se han cerrado las posibilidades de entendimiento con

unas personas, y este aislamiento nos reduce a una soledad difícil de

sobrellevar.

Por eso, comprender, ser comprensivos con los demás, es un modo

excelente de ejercer la caridad, de mostrar el cariño, de ayudar

eficazmente a otros. Se puede decir que ser bueno –entre otras

cosas– es ser comprensivo, porque, si uno no lo es, no puede ser

bueno con los demás [205]. La caridad, más que en dar, está en

comprender [206].

El hecho de comunicarse con la confianza de ser comprendidos nos

hace sentirnos bien. Cuando nos sabemos comprendidos entramos

en un estado de alivio, de tranquilidad y de paz.

Disposiciones para comprender

Entender es una cosa, comprender es otra distinta. Comprender con

respeto a los demás no es solo un ejercicio de la inteligencia que

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atiende y razona. Se requieren otros factores que capten el fondo de

la otra persona, su estado y situación: acogida, aceptación, interés

por ella, querer hacerse cargo de lo que le ocurre y necesita.

Cuando estas disposiciones son estables y se actúa así

habitualmente, la persona posee la virtud: es comprensiva.

Atención, escucha, apertura, interés, reflexión son los actos que

requiere la buena comprensión del otro. Y todo ello se puede resumir

en generosidad: un salir de uno mismo para acoger al otro. Cuando

encontramos a alguien así, entendemos que se puede contar con esta

persona si necesitamos ayuda.

Sin embargo, esta comprensión no sería virtud si la persona que

comprende optara por justificar en la otra persona una actitud o una

conducta equivocada por el hecho de haberla entendido bien. En este

caso, tal condescendencia o exceso de tolerancia se convierte en

falta de veracidad y de lealtad.

Comprender para no juzgar

Es interesante reconocer que a través de esta escucha y acogida, por

la que entendemos las razones de otra persona, nos libramos de los

juicios precipitados que con frecuencia concebimos: cuando no se

quiere comprender se juzga negativamente a los otros. Ignoramos su

verdad íntima y llegamos a conclusiones equivocadas. Comprensión

y benevolencia –actitudes que están presentes en la vida de Jesús–

nos ayudan a ser más justos con los demás.

Gran obra de misericordia

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Probablemente, solo nos damos cuenta del alcance de la

comprensión cuando esta llega a nosotros por parte de alguien que

de verdad se hace cargo de lo que nos ocurre. Así podemos entender

cómo es de grande el bien que hacemos cuando comprendemos a

otra persona. Es conveniente ejercer comprensión, porque no

hacerlo, dejar a alguien incomprendido por falta de atención y cariño,

es abandonarle, dejarle solo con su preocupación o inquietud.

Comprender es una gran obra de misericordia y de caridad. Es, en

muchas ocasiones, la fórmula perfecta para aliviar el sufrimiento.

Comprender, buen modo de servir

Cuando nos planteamos en qué consiste el espíritu de servicio,

deducimos fácilmente que se trata de una disponibilidad a realizar

favores materiales: traer el periódico, acercar la jarra del agua, meter

los cacharros en el lavaplatos, ayudar a trasladar un mueble, etc.

También lo es atender y escuchar. Entrar en el ámbito de la

preocupación del otro para compartir lo que le ha ocurrido o lo que

piensa hacer. «Un requisito elemental pero imprescindible para poder

ayudar de manera efectiva a los demás es saber escuchar, ponerse

en la piel del otro, Así, de manera natural brota la empatía» [207].

Comprensivos con las ideas opuestas

Es sencillo admitir a las personas afines con quienes nos

compenetramos; sin embargo, es más difícil llegar a comprender a

los que piensan y opinan de forma contraria. La virtud de la

comprensión reclama este ejercicio de flexibilidad y de respeto: sin

necesidad de admitir esas ideas opuestas a las propias, es posible

acoger a la persona, entender por qué piensa así y cómo llegó a tales

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conclusiones; es posible comprender sus razones aunque no se

compartan sus ideas.

La convivencia pacífica requiere esta actitud abierta; si falla, las

diferencias se pueden convertir en causa de enemistad y de conflicto.

Valen más las personas, las ideas van y vienen. Importan más el

afecto y la cordialidad que los pensamientos. «Aprendí poco a poco a

escuchar y a crear un espacio en el que el otro no solamente es libre

para hablar, sino capaz de tener una visión clara de sí mismo. Y a

comprender; a no aplicar ningún esquema previo, a acoger a la

persona partiendo de ella misma, que siempre es algo único» [208].

Comprender es amar

Si se entiende bien el mensaje de Jesús, se ve con claridad que

comprender es amar. Un amor inteligente y generoso que sale al

encuentro de los demás para compartir alegrías y penas, recuerdos y

proyectos, sentimientos, apuros, inquietudes.

Alegraos con los que se alegran; llorad con los que lloran. Tened un

mismo sentir los unos para con los otros [209]. El consejo de san

Pablo, que viene a ser una traducción directa del mandamiento

nuevo, es una invitación a vivir la fraternidad generosamente: me he

hecho todo para todos para salvar a todos [210].

9. CONFIANZA

Bendito el que pone

su confianza en el Señor,

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pues no defraudará su fe.

Jr 17, 5

Todo hombre necesita apoyos, refugios donde acogerse. Para

perseverar en medio de las pruebas y esperar llegar a la meta, hay

que tener confianza. Pero ¿en quién puede confiar?

Confiar en los demás es virtud necesaria en la vida familiar,

profesional, social. Los padres han de aprender a confiar en los hijos,

los hijos en sus padres, los jefes en sus subalternos, los dueños en

sus empleados, aunque alguna vez engañen o mientan. La confianza

engendra confianza.

El 16 de octubre de 1978, el cardenal Wojtyła aparecía como nuevo

Pontífice ante miles de personas reunidas en la plaza de San Pedro.

«He sentido miedo al recibir esta designación», dijo emocionado.

Enseguida añadió que ponía toda su confianza en la Santísima Madre

de Jesús.

Es natural el miedo ante lo que supera nuestra capacidad; por eso,

buscar un punto de apoyo firme es algo necesario para cada hombre,

para todos los hombres y todas las mujeres.

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¿En quién confiar? En primer lugar, en Dios. Confía en el Señor de

todo corazón y no te apoyes en tu propia inteligencia; reconócele en

todos tus caminos y Él enderezará tus sendas. No seas sabio a tus

propios ojos [211].

La confianza en Dios es el primer acto y el mejor de esta virtud. En Él

encontramos seguridad.

Sin embargo, no es rara la actitud contraria: tener miedo a Dios, no

fiarse, desconfiar.

Los sacrificios de las antiguas religiones buscaban aplacar a los

dioses; les ofrecían los bienes de la tierra con el deseo de conseguir

su favor, de evitar el castigo. Porque aquellos dioses –de los que se

tenía una idea confusa– podían ser crueles y vengativos con los

hombres: era necesario cuidar lo que se decía de ellos.

Pero Dios es bueno y se ha dado a conocer, ha hablado con los

hombres, ha descendido a nuestra tierra: el Hijo de Dios hecho

hombre manifiesta que Dios es misericordioso y compasivo, que su

amor a cada hombre es real y verdadero.

La confianza en Dios comienza por la fe: un acto de la inteligencia

que admite su existencia, un acto de la libertad que dice: creo, confío

en Ti.

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Es necesario conocerle para confiar en Él. En muchos casos es la

ignorancia lo que mantiene la desconfianza, pues solo se cree y se

confía de veras en quien se ama.

Es ejemplar la fe de Abrahán, cuyo padre servía a otros dioses en

Caldea [212]: por la fe, Abrahán, al ser llamado por Dios, obedeció y

salió para el lugar que había de recibir en herencia, y salió sin saber

adónde iba. Por la fe, peregrinó por la Tierra Prometida como en tierra

extraña, habitando en tiendas, lo mismo que Isaac y Jacob,

coherederos de las mismas promesas. Pues esperaba la ciudad

asentada sobre cimientos, cuyo arquitecto y constructor es Dios [213].

Abrahán se fió de Dios.

Los milagros que hacía Jesús requerían la fe como condición. Y en

cierta ocasión argumentó así la confianza que debemos tener en

nuestro Padre Dios: no andéis preocupados por vuestra vida, qué

comeréis, ni por vuestro cuerpo, con qué os vestiréis: porque la vida

vale más que el alimento, y el cuerpo, más que el vestido; fijaos en

los cuervos: ni siembran, ni cosechan; no tienen bodega ni granero, y

Dios los alimenta. ¡Cuánto más valéis vosotros que las aves! Fijaos

en los lirios, cómo ni hilan ni tejen. Pero yo os digo que ni Salomón

en toda su gloria se vistió como uno de ellos. Pues si a la hierba, que

hoy está en el campo y mañana se echa al horno, Dios así la viste,

¡cuánto más a vosotros, hombres de poca fe! [214].

Confiar en las personas

¿En quién podemos confiar? Una pregunta que, quizá, traiga a la

memoria alguna vez deslealtades, decepciones más o menos lejanas.

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Poner la confianza en alguien es un paso decisivo en muchos

asuntos. En algunas ocasiones, un riesgo, un paso aventurado; a

veces, un error. En otras es lo necesario y propio para salir adelante

en las adversidades.

Hay personas de las que estamos seguros. Confiamos en ellas

porque sabemos que van a recibir nuestra palabra y la van a guardar;

comprenderán nuestro problema y nos ayudarán. Son gentes

predecibles, leales, auténticas, fieles, honradas, discretas, sinceras,

veraces. Mantienen un conjunto de virtudes humanas importantes

para convivir.

Estas personas reúnen, además, otros requisitos que se han ido

forjando con el trato y el tiempo: son nuestros amigos o compañeros

de trabajo que han demostrado su adhesión, o hermanos que nos

comprenden fácilmente; es el sacerdote; es la mujer o el marido si

saben ser discretos.

Jesús tenía, quizá, una confianza mayor con tres de sus apóstoles –

Pedro, Santiago y Juan–, y contó con ellos para que le acompañasen

en situaciones especiales: para orar en el monte Tabor; para estar

junto a Él en Getsemaní en la víspera de su Pasión. Así, Jesús nos

deja ver que es muy bueno confiar en los amigos.

Es al final de su vida en la tierra cuando el Señor manifiesta su

intimidad a sus discípulos: os he llamado amigos porque os he dado

a conocer todo lo que he oído a mi Padre [215]. La discreción de

Jesús hasta ese instante manifiesta que la confianza solo debemos

depositarla en quien la merece. Difícilmente se podrá confiar en una

persona que «lo cuenta todo», que es indiscreta, que no sabe guardar

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un secreto o una confidencia. Los amigos en los que se puede confiar

de verdad son auténticos tesoros.

Ser fiables

Una buena virtud que se hace notar entre otras muchas es la de ser

gentes de fiar, ser personas en las que se puede confiar, que inspiran

confianza y responden bien cuando se deposita en ellas. Decir de una

persona que es fiable es un gran elogio.

Y son de fiar las personas a las que se puede acudir cuando estamos

apurados, tenemos problemas, necesitamos ayuda o queremos

desahogarnos. Y estamos seguros de haber acertado cuando

acogen, escuchan, nos dicen la verdad, responden, actúan en favor

nuestro.

Por su parte, los discípulos acudían a Él confiadamente al tratarle y

para preguntar lo que no comprendían.

Una característica de los santos es la confianza en el Señor, pues

sabían que nunca falla: «¿Qué más queremos que tener al lado un

buen amigo que no nos dejará en los trabajos y tribulaciones como

hacen los del mundo?» [216]. «Fiad de su bondad, que nunca falló a

sus amigos» [217].

¿Desconfiar por método?

Es frecuente dar con personas que desconfían desde el principio de

todos y de todo. Puede ser por temor, por inseguridad, por

experiencias negativas que no han sabido superar.

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Pero también desconfían personas que se han vuelto complicadas y

suspicaces. Con una visión poco clara de la realidad interpretan

negativamente lo que ven, lo que se les dice, y así llegan a

conclusiones erradas y pesimistas. La convivencia se vuelve difícil:

no se fían de nadie, todo lo que oyen lo ponen en tela de juicio,

responden con evasivas, no se sabe lo que piensan; si alguien les

hace un favor, creen que es por algún interés escondido; si un

desconocido se dirige a ellas, imaginan que les va a hacer algún

daño. Caminan por las calles y suponen amenazas en todas partes.

Las consecuencias de esta actitud también las sufren los demás: se

muestran hurañas con frecuencia para establecer límites; carecen de

sencillez, porque no se atreven a mostrarse como son; por eso,

tampoco son amables: guardan miedos que les impiden la alegría.

La desconfianza es una forma amargada de vivir. Este modo de

convivir impide la felicidad porque limita la comunicación directa y

sencilla con los demás; no deja disfrutar de las pequeñas alegrías. La

libertad de los desconfiados está plagada de obstáculos.

Confiados y prudentes

La confianza es virtud que requiere reflexión y prudencia, y cuando

se tiene incorporada se ejerce con naturalidad y sin dificultad. Permite

ser libre sobre la base del conocimiento de las personas y de las

circunstancias.

La prudencia permite actuar con oportunidad y con respeto: «la

persona que insiste en tutear a todos, que se confía a cualquiera

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indiscriminadamente o se inmiscuye en asuntos de otros, fácilmente

tropieza con la frialdad de los demás, al percibir síntomas de frivolidad

y superficialidad en ella. La confianza no puede imponerse jamás,

solamente puede inspirarse. Po ello, mantener las distancias respecto

a la propia intimidad no es solamente útil entre compañeros de

trabajo, también es necesaria, en otro grado, para la vida familiar.

Algunas personas abruman con confidencias de índole privada,

tratando de forzar la intimidad» [218].

Quien valora su intimidad y reconoce que toda persona es sagrada,

sabe que lo que guarda en su interior no es para todos, actúa con la

confianza que corresponde en cada situación.

10. EL ARTE DE CONSOLAR

«Cristo se acercó sobre todo al mundo

del sufrimiento humano por el hecho

de haber asumido este sufrimiento

en sí mismo. Durante su actividad

pública probó no solo la fatiga, la carencia

a veces de una casa, la incomprensión

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incluso por parte de los más cercanos;

pero sobre todo fue rodeado cada vez más

cerrado por un círculo de hostilidad

y se hicieron cada vez más palpables

los preparativos para quitarlo

de entre los vivos… El sufrimiento humano

alcanza su cima en la pasión de Cristo».

San Juan Pablo II

Carta apostólica Salvifici doloris,

nn. 16, 18

En el accidente el coche había quedado para el desguace. El perito

lo había calificado de siniestro total: dos palabras muy duras, porque

el vehículo era indispensable para su trabajo y carecía de medios

para comprar otro. Su seguro era el llamado básico, nada.

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El padre de familia estaba sereno, pero serio y preocupado, como era

lógico. Lo reflejaba bien su cara tensa, una expresión que pocas

veces habían visto sus hijos. En esta situación se le acercó su hijo

pequeño y puso su mano sobre la de su padre, la apretó un poco y

dijo con toda naturalidad y convencimiento: «papá, no te preocupes,

¡compraremos otro mejor!». Como es lógico, el niño no sabía nada

del estado de la cuenta bancaria de su padre bajo mínimos, ni de las

facturas sin pagar, etc. Pero aquellas palabras llenas de cariño valían

mucho más que todos los coches del mundo. El padre siempre las

llevó bien guardadas cerca de su corazón: papá, no te preocupes…

También el consuelo puede llegar desde la inocencia y el cariño del

chico más pequeño.

Si el sufrimiento fuera un sonido, el dolor de la humanidad sería un

grito capaz de romper nuestros oídos en este instante. ¡Tanto dolor!

Basta con pensar un poco en los hospitales, en los campos de

refugiados, en las cárceles, en los niños que pasan hambre, en las

familias rotas, en las personas sin hogar. A veces, basta con pensar

en nosotros mismos, con nuestras dificultades, preocupaciones y

dolores.

A este cúmulo de dolor se añaden tantas tribulaciones que todo

hombre y toda mujer padece en una vida diaria llena de aparente

normalidad, quizá ante hechos que no trascienden hacia afuera.

La vida de Jesús es para nosotros la respuesta a ese dolor; le vemos

curar, aliviar, perdonar, servir: pasó haciendo el bien y sanando a

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todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con Él [219].

¡Era Él!

Jesús da respuesta al interrogante sobre el sufrimiento y sobre su

sentido, no solo con la enseñanza de las bienaventuranzas y en otras

ocasiones, sino –sobre todo– con su propio sufrimiento, durante su

vida en la tierra y en su muerte. Jesucristo ha padecido hasta el

extremo los efectos del mal. Un dolor que es el nuestro.

Jesús no ocultó a los hombres la necesidad de tomar la propia cruz,

el propio dolor. Claramente nos enseñó que quien no toma su cruz y

me sigue no puede ser mi discípulo [220]. La redención de Jesucristo

no ha eliminado el dolor del mundo, pero el dolor sí ha cambiado de

signo y de sentido.

Al mirarle, le vemos humilde en Getsemaní, aceptando la ayuda y el

consuelo de un ángel, enviado por el Padre: entonces se le apareció

un ángel del cielo que le confortaba [221]. ¿Puede consolar un ángel

al mismo Dios? Jesús aceptó sin reserva esta ayuda del emisario de

Dios Padre; y nosotros debemos acoger con humildad y sencillez, con

agradecimiento a quien desea llevarnos un poco de alivio. Debemos

dejar que nos ayuden, aceptar el consuelo en la enfermedad, en el

fracaso, en la ruina económica, en la soledad…

Aprender a consolar

Es difícil en ocasiones dar un poco de consuelo. Ante la realidad del

dolor y de las penas de otro nos encontramos muchas veces faltos de

recursos, inseguros y pobres en palabras.

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Este relato ocurría en un hospital de Madrid. Llegaba un poco tarde,

era su segunda noche de voluntario en una clínica de cuidados

paliativos. Allí había pensado él que podría estudiar algo para los

exámenes, además de acompañar a los enfermos. Aquellas horas de

silencio durante la noche parecían propicias. No fue así la primera

vez, pero no le importó. «Su enfermo», agitado, se despertaba con

frecuencia, pero bastaba el calor de su mano y alguna palabra buena

para que volviera la tranquilidad. La primera noche había pasado muy

deprisa, y él se había marchado a casa cansado y contento.

Ahora se disponía a comenzar su segunda experiencia. Al entrar en

la capilla, donde recaló unos instantes, le decía al Señor que

inventara algo para que el enfermo estuviera tranquilo, que no sufriera

esa noche y él pudiera estudiar algo.

En la intimidad de su alma oyó a Jesús que le decía: «ya he hecho

mucho. Te he hecho a ti: tus manos son mis manos. Tus palabras

tranquilizadoras son mis palabras. Soy uno contigo. ¡Vamos!,

llegamos tarde, ¡nos esperan!».

Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de todas

las misericordias y Dios de todo consuelo, que nos consuela en todas

nuestras tribulaciones para que podamos consolar nosotros a todos

los atribulados con el consuelo con que nosotros mismos somos

consolados por Dios [222]. Nos mueve el Señor a poner un poco de

bálsamo en esas heridas.

Dios trae el consuelo a través de la acción misericordiosa de los

cristianos y de las personas buenas. Él está en nosotros, cuando

visitamos a un enfermo en el hospital, cuando nos preocupamos de

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un vecino que está solo, cuando acompañamos a un amigo que se

encuentra ante la quiebra de su negocio… Consolamos manifestando

interés y cariño. A veces, con el silencio.

Es un arte: se requiere acertar con las palabras, el tono, la actitud. Es

preciso saber que se llega a las personas por la inteligencia y por el

corazón; no con palabras huecas ni manidas razones, no con frases

preparadas. Muchas veces la prudencia nos lleva a callar.

Consolamos no pocas veces con nuestra compañía, si sabemos

hacernos cercanos. Se trata también de no humillar: actuar de modo

que la otra persona no se sienta mal por lo que decimos. Quizá no

sea momento de hablar mucho. El silencio también es bálsamo.

Tenemos ante nosotros una gran tarea: aliviar, sostener, reconfortar.

Basta estar atentos para encontrar a ese hombre caído en el camino

de la vida.

Acompañar a los enfermos es un buen modo de vivir esta obra de

misericordia. Junto a los cuidados materiales, esta cercanía puede

facilitar al enfermo la comunicación y así desahogar las penas que

suelen acompañar a la enfermedad o al fracaso. Si está rodeado de

cariño, sus dolores pueden pasar a segundo término, puede descubrir

la «otra alegría» que se encuentra detrás del sufrimiento. No hay

mayor consuelo que saber, estar seguros del verdadero aprecio.

«Abrazad a Cristo en cada uno. Acercaos a Él y descubridle en el

pobre y en el que padece la soledad, en el enfermo y en el afligido,

en el incapacitado, en el anciano, en el marginado, en todos aquellos

que esperan vuestra sonrisa, que necesitan vuestra ayuda, y que

desean vuestra comprensión, vuestra compasión y vuestro amor. Y,

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cuando hayáis conocido y abrazado a Jesús en todos estos, entonces

–y solo entonces– participaréis profundamente de la paz de su

Sagrado Corazón» [223].

Consolar al Señor

Durante su vida en la tierra, Jesús recibió muchos ataques, críticas,

negativas. Cuando el joven rico se fue triste, ¿no se quedó también

triste el Señor? Ante el rechazo de los gerasenos, Jesús sintió lástima

por ellos, porque apreciaron más lo material –el coste no pequeño de

la piara– que los bienes que Él podía darles. Todos los ultrajes de la

Pasión hirieron su corazón tanto o más que el dolor físico de sus

tormentos.

Y se encontró también con innumerables alegrías. Las horas que

pasó con los dos primeros discípulos –Juan y Andrés– a los que

acogió con sencillez: venid y lo veréis [224]. Y durante la conversación

nocturna con Nicodemo, con quien pudo hablar de realidades muy

hondas y sentir a la vez el gozo de la amistad. Al compartir con sus

discípulos tantos incidentes en los viajes y en la predicación; y al ver

el gozo de las personas a quienes había curado milagrosamente…

El corazón del Señor, tan profundamente humano, experimenta los

gozos y las penas, comparte nuestros sinsabores, acompaña

nuestras alegrías y espera una respuesta de amor. Podemos consolar

a Jesús.

Los santos fueron conscientes de la necesidad de reparar y

desagraviar al Señor por las ofensas que recibe cada día.

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Son innumerables las veces que santa Teresa de Jesús habla de

contentar, dar alegrías, complacer, dar gusto al Señor: «amar es

desear contentar a Dios en todo» [225]. «El deseo de contentar a Dios

y la fe hacen posible lo que por la razón natural no lo es» [226]: nos

parece, quizá, que es imposible alcanzar el corazón de Dios, pero, si

le queremos de verdad, podemos proporcionarle la alegría de nuestro

cariño. Y con la respuesta positiva y generosa: «se contenta más a

Dios con la obediencia que con el sacrificio» [227]. Y señala también

la contrapartida: «el amor propio es querer contentarnos más a

nosotros que a Dios» [228].

La felicidad se alcanza al realizar lo que Dios prefiere: «esta casa es

un cielo… para quien se contenta solo de contentar a Dios y no hace

caso de contento suyo» [229].

La santa está segura de que ha elegido lo mejor: «¿qué me importan

a mí los reyes y señores… ni el tenerlos contentos, si, aunque en muy

poco, he de descontentar a Dios por ellos?» [230].

El consuelo de Dios

Muchos pensadores cristianos escribieron y hablaron del consuelo y

del arte de consolar. En unos tiempos de enorme desconsuelo había

divinidades para muchas necesidades, pero no contaban con un dios

cuyo oficio fuera consolar. Por el contrario, el pueblo de Israel conoce

y ha experimentado que Dios es de tal modo consolador que con toda

confianza se le puede pedir: sea tu amor consuelo para mí, según tu

promesa a tu servidor [231]. El pueblo de Dios conocía esta promesa:

como un pastor apacentará su rebaño, recogerá en sus brazos a los

corderillos, los tomará en su seno, él mismo conducirá las ovejas

recién nacidas [232].

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Ningún consuelo terreno o humano puede alcanzar la hondura de

ciertos sufrimientos. Solamente Dios puede entrar en nuestro interior

más profundo, solo Él abraza nuestro ser más íntimo.

La consolación prometida se cumple con la encarnación del Hijo de

Dios. Él hace suyas las palabras del profeta: aun cuando las

montañas se conmuevan y se estremezcan los collados, mi

misericordia no se apartará de ti [233].

No conviene perder de vista estas realidades, sino reconocer que, a

pesar de nuestro afecto y comprensión, nuestro modo de consolar

siempre se quedará corto: debemos invocar la ayuda del Señor y

procurar que aquella persona que sufre acuda a Él y le abra las

puertas de su corazón.

Dijo Jesús a la muchedumbre que le seguía en tierras de Galilea:

bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados [234].

Dios puede hacerlo, es el mejor Consolador. Muchas veces a través

de otras personas que se acercan a quien sufre: son como el Cirineo

que ayuda un poco a llevar la cruz.

Os conviene que yo me vaya, pues si no me voy el Consolador no

vendrá a vosotros; si me voy, os lo enviaré [235]. Cada día se cumple

esta promesa. Aunque quizá los discípulos no comprendieran estas

palabras y llegaran a dudar que fuera oportuno que el Señor se

marchara, a las pocas semanas pudieron comprobar la realidad. El

día de Pentecostés el fuego del Espíritu encendió el corazón de cada

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uno, iluminó su inteligencia y todos entendieron lo que Jesús les había

enseñado.

El Espíritu Santo –presente en el alma del cristiano– nos conduce a

Jesús: solo Dios consuela de verdad, el único que llega hasta el fondo

de nuestras penas y nos levanta: Él sabe la necesidad de consuelo

que sienten los hombres. La fuente a la que acudimos para llenarnos

de consuelo es el Señor en el sagrario. Todo nos debe llevar a Él.

11. DESPRENDIMIENTO (I)

«El hogar en que pasó Jesús

la mayor parte de su existencia

era humildísimo. Allí se ejercitó

en la humildad, en la austeridad,

en la pobreza, virtudes

que resplandecieron en Él

durante toda su vida pública».

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Louis Claude Fillion

Vida de nuestro Señor Jesucristo, p. 201

Pobres en un mundo de ricos

Dios ha puesto en el corazón de cada hombre y de cada mujer el

deseo de ser felices. Un deseo insaciable al que es imposible

renunciar. Quiere ser feliz esta mujer a la que hemos cedido el asiento

en el autobús; el que barre la calle y nos ha saludado por la mañana;

también el peluquero y el pintor… Quisieron ser felices –en su

tiempo– el guerrero valiente en cien combates, el alabardero…

Todos. Buscamos ser felices y nos es imposible prescindir de este

deseo. Pertenece al orden del ser, algo que está inscrito en nuestra

naturaleza de hombres y de mujeres.

El drogadicto busca ser feliz cuando alcance la droga, y presiente ya

el placer cuando la persigue en condiciones extremas. Aunque sabe,

con menor o mayor claridad, que aquello le puede llevar a la muerte.

Conoce bien el deterioro físico y mental que provoca ese efímero

placer; pero su deseo tiene mucha más fuerza, en sí mismo es

imparable.

Sin embargo, el corazón solo puede llenarlo Dios. Nuestro corazón

está hecho para Dios y «no descansará hasta que descanse en Dios»

[236]. Con demasiada frecuencia el hombre olvida que «solo Dios

sacia» [237], solo Él. Quien se abalanza sobre los bienes terrenos, en

vez de apagar esa sed, la aumenta; es como si bebiera agua del mar

para intentar aplacar esa sed.

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El Señor nos invita a purificar nuestro corazón de sus malas

inclinaciones y buscar el amor de Dios por encima de todo. Nos

enseña que la verdadera dicha no reside ni en la riqueza, el bienestar,

la gloria humana, ni en el poder, ni en ninguna obra humana por útil

que sea, ni en la ciencia, en la técnica, en el arte, ni en ninguna

criatura… Sino solo en Dios, fuente de todo bien y de todo amor [238].

La virtud humana del desprendimiento tiene un estrecho parentesco

con la templanza, con la prudencia y el sentido común,

imprescindibles para llegar a la meta.

«El dinero es el becerro de oro de nuestros días. Una cosa es tener

las necesidades materiales cubiertas, deseo legítimo fuertemente

entroncado con el instinto de supervivencia, y otra, dedicar la vida a

amasar fortuna, sin otra finalidad. No es necesario ser muy

observador para descubrir que la fijación por ganar dinero es otra de

las pasiones modernas que funcionan como una adicción tóxica y que

en absoluto sirven para alcanzar la verdadera calidad de vida» [239].

Sobre los que viven atrapados por la codicia, el beato J. H. Newman

escribió: «el dinero es para ellos uno de los ídolos del mundo, también

la honorabilidad, el hecho de ser reconocidos. Es el dios de nuestro

tiempo. A él rinde homenaje instintivo la multitud, la masa de los

hombres. Estos miden la dicha según la fortuna, y, según la fortuna

también, miden la honorabilidad» [240].

Piensan que con la riqueza lo pueden todo. La riqueza y la fama han

llegado a considerarse como bienes en sí mismos, bienes soberanos,

objetos de verdadera veneración. Y no lo son. Con frecuencia estos

bienes materiales los vemos convertidos en males. El corazón del

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hombre necesita mantener hacia ellos una distancia de seguridad si

quiere llegar al final del camino, como ocurre muchas veces con el

tráfico por carretera y por ciudad.

El verdadero valor de la riqueza y de la pobreza

La riqueza puede ser un gran bien o un gran mal. Es un bien si lleva

a Dios, si sirve para hacer el bien. Es un mal si llena el corazón e

impide ver a Dios, conocerlo y amarlo. De hecho, los bienes

materiales en sí mismos no son buenos o malos, son un instrumento

para amar y hacer el bien.

«No eres menos feliz porque te falta que si te sobrara» [241]. Este

breve aforismo –que quizá hay que leer despacio– son palabras que

san Josemaría oyó en el fondo de su alma en unos momentos en que

no disponía de medio alguno para pagar el alquiler del piso en el que

vivía con su familia. «Anoche, al retirarme a casa, recibí una carta

muy cariñosa de un amigo, razonándome la negativa de un préstamo,

que le pedí para cubrir esta necesidad. Volví a la calle para ventilarme

un poco. Desde luego, sin ninguna trepidación interior. Por el

contrario, diciendo con la boca y con el corazón: hágase, cúmplase…

Jesús me cerraba, al parecer, las puertas de los hombres. Por la

noche, hice mi oración, algo adormilado al final. Me acosté muy

tranquilo». Es al día siguiente cuando san Josemaría encuentra unas

palabras de consuelo que le llenan de gozo en medio de la pobreza

que padece. «En la iglesia de los capuchinos de Medinaceli, el Señor

me ha inundado de gracias». Se cumplió lo del salmo: «inebriabuntur

ab ubertate domus tuae: et torrente voluptatis tuae potabis eos [242]

(los embriagarás con la abundancia de tu casa, les darás a beber del

torrente de tus delicias). Lleno de gozo con la voluntad de Dios, siento

que le he dicho con san Pedro: he dejado todas las cosas y te he

seguido. Y mi corazón se dio cuenta del recibiréis el ciento por uno».

Dios no se deja ganar en generosidad, y concede el gozo y la paz al

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pobre que acude a Él. Este salmo continúa así: porque en Ti está la

fuente de la vida, en tu luz vemos la luz [243].

Felicidad no es igual a abundancia, ni la desgracia está en perderlo

todo.

Los bienes pueden llegar a ser un gravísimo obstáculo para la

salvación. Lo dice el Señor: qué difícil es que un rico entre en el reino

de los cielos [244]. Los Apóstoles, al oír a Jesús, quedaron

asombrados. Sin embargo, Dios da las gracias necesarias para que

los bienes adquiridos lleven al Cielo.

Esto sucede cuando estos bienes hayan sido adquiridos con

honradez –más vale poco con justicia, que mucha renta sin equidad

[245]–, sin olvidar que nuestro corazón está hecho para Dios, y no

descansará hasta que descanse en Él; si se emplean para servir a los

demás y hacer el bien.

11. DESPRENDIMIENTO (II)

La codicia agazapada detrás de las falsas necesidades

El vicio contrario a esta virtud del desprendimiento se llama codicia,

al afán de desear más de lo que se tiene, la ambición por conseguir

siempre más y más. La codicia nunca se detiene, nunca muere. Es

querer más aunque ya no se necesite nada. Es imparable en jóvenes

y mayores, en ricos y pobres, en cultos e incultos… ¡en todos!

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Nace de un corazón insatisfecho en el que ha entrado un veneno

destructor, corrosivo. Nace de un vacío interior al que se intenta poner

remedio con bienes materiales. La codicia lleva a una espiral de

avaricia que conduce al robo, al engaño, la malversación, la estafa.

Es el afán por desear más de lo que se tiene, la ambición de querer

más de lo que se ha conseguido: no importa que se tenga, la codicia

no se detiene nunca, siempre quiere más. Es insaciable por

naturaleza, corroe el corazón, ciega el entendimiento y lleva a perder

de vista lo que se necesita para construir una vida equilibrada y feliz.

La persona que se corrompe así pone todo su empeño en lograr otra

casa mejor, unos muebles de lujo, un coche más grande, más joyas,

más prestigio, más poder, más fama, más halagos, más

nombramientos. Y la felicidad se le escapa, está siempre un poco más

allá.

Una mujer decía a su marido: ¿para qué queremos una casa más

grande, un coche nuevo, si cada vez tenemos menos tiempo para

hablar, para estar con nuestros hijos, si ha disminuido el amor entre

nosotros?

Es el engaño tremendo que tantas veces hemos visto. Lo que tendría

que ser un bien ha llegado a ser un mal, un gran mal.

En el fondo es la carencia de bienes verdaderos, a la que se ha

intentado poner remedio con unos bienes de consumo que

acrecientan el deseo de poseer más. Se quiere más, aunque ya no

se necesita nada más.

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Aquel rico epulón de la parábola, que vivía para sus banquetes y nada

más, y despreciaba al pobre, no sabía que así iba derecho a la

perdición.

El poder de la riqueza ha hecho estragos en ricos y pobres; el corazón

queda enfermo y ciego para ver los verdaderos valores. Pero también

ha hecho mucho bien, y son muchos los ricos que están en el cielo.

Al joven rico el dinero le separó del Señor: fue incapaz de dejar sus

riquezas. Le faltó esa chispa de locura –dejar sus bienes– para seguir

a Jesús.

Los amigos ricos del Señor

Ser rico es bueno. Incluso muy bueno. Jesús cultivó la amistad con

amigos ricos, e incluso muy ricos:

La familia de Betania, que con frecuencia acogía al Señor, podía

improvisar una comida para Él y sus discípulos, que se presentaban

en la casa inesperadamente, sin avisar.

Mateo, para celebrar la llamada de Jesús, ofreció un banquete –que

san Lucas califica de muy grande– para sus amigos publicanos y para

los discípulos del Señor.

María, hermana de Lázaro, derramó un frasco de alabastro sobre la

cabeza de Jesús. El perfume valía unos trescientos denarios, un

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dineral, casi el sueldo de un trabajador durante un año. Jesús no se

opuso a este enorme despilfarro. Ni siquiera cuando se hizo mención

de la posibilidad de remediar la necesidad de tantos pobres.

Zaqueo asombró a todos regalando la mitad de sus bienes a los

pobres.

Nicodemo llevó para embalsamar el cuerpo muerto del Señor el

equivalente a treinta y tres kilos de perfumes. Fue enterrado como un

judío muy pudiente.

José de Arimatea proporcionó un sepulcro que solo una persona muy

rica tenía a su disposición: estaba cavado en la roca y situado en un

huerto.

En la vida de Jesús encontramos muchas alabanzas a la verdadera

pobreza. Jesús era pobre y vivía con dignidad y limpieza, vistiendo

una túnica inconsútil, que en aquella época era una prenda que solo

vestían los ricos. Al mismo tiempo, no tiene un lugar fijo donde reclinar

la cabeza. No posee una casa propia en la que recalar en los días de

frío o en el calor del verano. Tiene lo indispensable. Nunca se quejó

de las incomodidades, de los viajes, del hambre ni de la gente.

La riqueza es un bien. No se opone al desprendimiento y, gracias a

la pobreza como virtud, una y otra se hacen compatibles. También el

padre del hijo pródigo, que Jesús pone como ejemplo de paternidad,

era rico: al regreso de su hijo organizó una fiesta por todo lo alto.

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Y en el Antiguo Testamento aparecen no pocos hombres ricos que

fueron muy fieles a Dios:

Abraham era muy rico en ganado, plata y oro [246].

Isaac sembró en aquella tierra, y cosechó aquel año el ciento por uno.

Yahveh le bendecía y el hombre se enriquecía, se iba enriqueciendo

más y más hasta que se hizo riquísimo. Tenía rebaños de ovejas y

vacadas y copiosa servidumbre [247].

Al comenzar su reinado Salomón pidió a Dios que le concediera

sabiduría, y Dios le respondió así: porque has pedido esto y, en vez

de pedir para ti larga vida, riquezas o la muerte de tus enemigos, has

pedido discernimiento para saber juzgar, cumplo tu ruego y te doy un

corazón sabio e inteligente como no lo hubo antes de ti ni lo habrá

después. También te concedo lo que no has pedido, riquezas y gloria,

como no tuvo nadie entre los reyes [248].

Los bienes de la pobreza

Son muchos los que han descubierto la grandeza de vivir cuando se

han visto arruinados o en la carencia de lo más necesario: se les

abren los ojos para contemplar los verdaderos bienes. La pobreza, el

pasar por una crisis económica, nos lleva de la mano a la confianza

en Dios y nos hacemos más humildes, valoramos más el cariño de

los nuestros, agradecemos lo poco que tenemos y, cuando

conseguimos un bien –quizá pequeño–, lo recibimos con una enorme

alegría.

¿Estamos desprendidos de las cosas materiales?

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Unas sugerencias para saber si somos pobres de espíritu:

Si no perdemos la paz cuando nos falta algo que necesitamos: un

coche algo mejor cuando el que tenemos ya no da más de sí.

Si, sobre todo en casa, no elegimos siempre lo mejor: el sillón más

cómodo, la fruta más apetecible.

Si estamos vigilantes para que no se introduzcan costumbres que en

el fondo tienen un sabor pagano.

Si evitamos hacer gastos desproporcionados aunque los paguen

otros: la empresa, la familia, unos amigos…

Si no nos dejamos llevar por el brillo del lujo.

Si consideramos con alguna frecuencia que todo lo que poseemos es

don de Dios, y que no somos dueños de las cosas, sino

administradores. Un administrador no dispone por capricho de los

bienes que administra.

Si examinamos alguna vez si tenemos un corazón de rico, aunque

tengamos pocas cosas o sean de escasa calidad.

Si sabemos dar y prestar nuestros pequeños tesoros: tiempo, libros…

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Si mantenemos una disposición estable de servir a los demás.

Si estamos desprendidos de la salud y del deporte, aunque nos

parezca necesario, imprescindible.

Si al fracasar un buen plan sabemos reaccionar bien y sobrellevarlo

con paz.

Si rechazamos siempre cualquier clase de envidia.

12. DIALOGAR:

UNA VIRTUD PARA CONVIVIR

«El hombre es social porque habla;

el hombre puede progresar, colaborar

y ser ético porque habla. No hay

un animal que hable, solo el hombre».

Leonardo Polo

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Quién es el hombre, p. 154

El hombre tiene, como don de Dios, la palabra. Un lenguaje para vivir

en relación con los demás hombres y con todos los seres, con el

universo: él pone nombre a todo lo que conoce.

Otros factores expresivos –la actitud, los gestos, el énfasis, el tono, la

mirada, la risa, la seriedad, la sonrisa…– que constituyen el lenguaje

no verbal, modifican, acrecientan, desdibujan, transforman el valor y

significado de las palabras dichas: los humanos contamos con

múltiples recursos de comunicación. La palabra es un gran don para

relacionarnos fácilmente con los demás hombres.

Hacer el bien con la palabra requiere el ejercicio de las mejores

facultades que tenemos y de no pocas virtudes, que debemos adquirir

y ejercer.

SABER ESCUCHAR

Aprender de Dios. Escucharle

Dios habla, nos llama, reclama nuestra atención, insiste: Yo soy el

Señor Dios tuyo, escucha mi voz. Escucha, pueblo mío. Ojalá me

escuchase mi pueblo, y caminase Israel por mi camino [249]. Es casi

una súplica que nace de un amor infinito que desea solo nuestra

felicidad.

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Escucha, Israel, el Señor tu Dios es el único Señor. Amarás… Estas

palabras que hoy te doy estarán grabadas en tu corazón… La

expresión shemá –escucha– aparece insistente en boca de Dios.

Llama a la puerta del corazón y dice: escucha mi voz.

Dios habla. Su voz se oye en el corazón unas veces, y otras a través

de las palabras de los demás y de los sucesos mismos que tienen

lugar cerca y lejos de nosotros.

Su voz se distingue entre las otras voces. Sus palabras son llamadas,

peticiones, sugerencias que señalan el sendero del bien, el camino

bueno para encontrar la alegría, incluso en el dolor.

Hay situaciones de confusión en las que preguntamos al Señor: ¿qué

podemos hacer?, ¿qué es lo que importa de verdad entre todo lo que

me pasa? El Señor responde de muchas maneras a través de las

circunstancias, de las oportunidades que se presentan, de las

personas que nos quieren.

La buena y la mala escucha

Oír no es lo mismo que escuchar.

La buena escucha requiere sintonizar, hacerse cargo del estado del

otro, no solo de lo que dice, sino también de qué le pasa y por qué

dice estas cosas y calla otras, cuál es su intención, qué siente, qué

necesita; comprender la entonación, la energía o el desaliento con

que habla. Escuchar bien reclama nuestro ser entero, olvidarse de lo

demás y ser todo para el otro que habla. Solo de esta forma será

posible responder bien y, sobre todo, llegar a un encuentro verdadero

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entre persona y persona. Un padre cuando escucha a su hijo de trece

años es todo para él; no es un tercio para el niño, y dos tercios para

oír las noticias…

No podemos concebir a Jesús distraído y pensando en otras cosas

cuando uno de los discípulos, o alguien que se le acerca, le dice o

pregunta algo. Jesús entra de lleno en el tema que le presentan y

atiende a la persona: así ocurre con Nicodemo, con la samaritana,

con el joven rico, con Bartimeo, el ciego de nacimiento, y con todos.

Cada uno podría contar después que el Señor le atendió con un

interés especial, único. Toda la atención de Jesús estaba por entero

en quien le hablaba.

Escuchar requiere no interrumpir el discurso del que habla. A veces,

conviene preguntar para aclarar un detalle; otras veces, decir algo

para manifestar que se comprende o que se está de acuerdo. Este

silencio atento favorece la escucha.

Cuando nos piden un consejo conviene escuchar bien los detalles

significativos del problema. «No deja de sorprender la rapidez con que

algunas personas suelen responder a cualquier consulta que se les

haga» [250], sobre los temas más variados. Algunas veces habrá que

decir con toda sencillez que no tenemos respuesta para el problema

consultado, que necesitamos un tiempo para reflexionar; conviene ser

honrados y por respeto a la persona no improvisar el consejo, sino

decir sencillamente que queremos pensarlo mejor.

También es necesario saber escuchar en las conversaciones entre

un grupo de personas: no quitarse la palabra, interrumpir, no cambiar

de tema sin más ni más, no dejar terminar al que habla…

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Hay personas que, si no opinan, sienten que no existen: quieren a

toda costa decir lo que se les ocurre y que los demás se enteren de

que saben del asunto; cuentan su versión o su interpretación del tema

aunque sea una ocurrencia inoportuna que «no viene a cuento», y

seguramente sin haber atendido a los demás. Así, no dejan

profundizar en los asuntos, sin aportar algo de interés. En muchas de

estas situaciones está presente la vanidad, la frivolidad, la falta de

tacto, la ausencia de ideas y de reflexión.

Otras personas se escuchan a sí mismas: la vanidad les lleva a

recrearse con las propias palabras. Causan un efecto cómico.

No pocos escuchan buscando la oportunidad de poder hablar de sí

mismos: si alguien empieza a contar lo que le ha pasado, suelen

interrumpirle enseguida con un «pues a mí…». Cuentan que un viejo

escritor se encontró con un amigo al que le habló largamente de sus

trabajos y sus éxitos, que no parecían tener fin. Al cabo de un buen

rato le pidió disculpas con estas palabras: «Perdona, solo he hablado

de mí; por favor, cuéntame algo de tu vida. Por cierto, ¿qué piensas

de mi último libro?».

En las tertulias entre amigos, amigas, matrimonios, ocurren también

muchos disparates. Desde quien cuenta chistes hasta la extenuación

de sus oyentes, hasta el que se toma en serio las más mínimas

afirmaciones, las tergiversa y las discute.

UNAS POCAS CONSIDERACIONES

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SOBRE EL DIÁLOGO

El diálogo como virtud

El justo equilibrio entre saber escuchar y hablar con oportunidad

produce el milagro del diálogo. El diálogo es un milagro de armonía,

de respeto y de sinceridad que posibilita la convivencia pacífica. El

diálogo requiere en primer lugar una actitud silenciosa de escucha.

Las buenas conversaciones nos enriquecen como personas:

«Descubro que mi persona se enriquece por medio de la

conversación. Porque poseer sólidas convicciones es hermoso, pero

más hermoso todavía es poderlas comunicar y verlas compartidas y

apreciadas por otros» [251].

No se entiende por eso conversar en voz muy alta o desde lejos.

Tampoco es compatible con otras actividades, como seguir leyendo

el periódico o estar pendiente de la televisión: quien habla en estas

circunstancias sabe que no le están escuchando.

En la conversación ha de evitarse el uso de expresiones rebuscadas

y cursis; también aquellas que estén de última moda, ambos extremos

denotarían una actitud de superficialidad. La persona educada debe

evitar palabras soeces y vulgares [252].

Estamos hechos para el diálogo. Sin diálogo la persona no sabe cómo

orientarse y se encuentra sola. Es una necesidad vital y humana: el

hombre no es una esfera cerrada, incomunicada.

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Algunas sugerencias que pueden favorecer el diálogo

Ánimo abierto, mostrarse acogedor, cordial, interesado en el tema.

Mantener una actitud respetuosa: el cristiano debe «aprender a

venerar la imagen de Dios que hay en todo hombre» [253].

Facilitar la confianza con la mirada y la actitud: «esa confianza es la

que permite a quien habla abrir las puertas a las profundidades de su

intimidad» [254].

Escuchar con atención, dejar hablar, intervenir cuando es oportuno

sin cortes bruscos.

Evitar expresiones inadecuadas: vulgares o groseras.

Mantener el pensamiento en el tema que se trata y no en el trabajo

que espera al llegar a casa.

Hablar con veracidad.

Decir las cosas con sencillez y claridad.

Evitar a toda costa las discusiones y el tono violento, impositivo,

autoritario, desentonado.

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Hacerse cargo de la situación emocional del otro.

Tener en cuenta que ciertas conversaciones requieren un lugar

tranquilo, apartado.

Una conversación debe terminarse bien; es decir, que ambas partes

se queden contentas de haber hablado, de haber compartido, que se

queden con deseo de reunirse otra vez. Y esto a pesar de que haya

cuestiones en las que no están de acuerdo: las diferencias no separan

si están por medio el afecto, el respeto y la confianza.

Sugerencias de un hijo adolescente a sus padres

Trátame con la misma cordialidad al menos con la que tratas a tus

amigos. Aunque seamos familia, también podemos ser amigos.

No me des órdenes, por favor. Si me pidieras las cosas con otro tono,

mucho mejor.

No me corrijas nunca en público.

No me grites. Nadie tiene por qué enterarse de nuestros problemas.

No mientas delante de mí, ni me pidas que mienta por ti, aunque sea

en cosas pequeñas.

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Cumple las promesas y los pequeños acuerdos entre nosotros.

Admite que, a veces, tú también te equivocas.

No me compares con nadie. Tampoco con mis hermanos, ni con los

vecinos ni con los primos, ni con los hijos de tus amigos.

Cuando hago algo mal, no me pidas que te explique por qué lo hice:

muchas veces ni yo mismo lo sé.

Cuando te cuento un problema, escúchame; por favor, no me digas

que no tienes tiempo para tonterías.

Dime alguna vez un pequeño elogio, algo positivo, que anime de

verdad.

Los diálogos entre los cónyuges

Con frecuencia se tiende a pensar que el amor basta para que a lo

largo del tiempo siga viva la armonía en el matrimonio. Sin el ejercicio

de las virtudes es difícil la relación y el trato entre el marido y la mujer.

El diálogo entre ellos fluye bien cuando se ejerce la caridad por ambas

partes; si se reconocen las diferencias que hay entre hombre y mujer.

Cuando hay faltas de entendimiento entre ambos, las

incomprensiones tienden a acentuarse si no se pone remedio. Ellas

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tienden a hablar más y añadir matices a cada asunto; para los

hombres significa una complicación.

Para la esposa suele constituir una satisfacción compartir con detalle

sus pensamientos y emociones con el marido; en cambio, este,

tendencialmente, se encuentra más cómodo cuando habla de política,

economía, deporte, etc.

Si se desconocen estas tendencias, las conversaciones pueden

concluir en enfados.

Para superar un enfado conviene conocer que la mayoría de los

agravios que se perciben son producto de la susceptibilidad; esta se

puede superar con humildad y pensando bien del otro cónyuge, con

el diálogo sereno y respetuoso.

En las relaciones entre los esposos es fundamental cultivar este

hábito: la presunción de inocencia. Esto facilita hablar sin acritud ni

enfrentamiento, superar problemas, desechar los pensamientos

negativos acerca de las intenciones que mantuvo la otra persona

cuando hizo algo que molestó al otro. Pensar bien y disculpar facilita

la concordia.

Decir bien las cosas. Ser buenos comunicadores

Nos dice el Señor: de la abundancia del corazón habla la boca. El

hombre bueno del buen tesoro saca cosas buenas [255].

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Quien habla desea que su mensaje sea bien recibido. Por esta razón

conviene cuidar el modo; no solo elegir las mejores palabras, sino

atender al tono, al énfasis. Porque la recepción del mensaje depende

de estos matices que manifiestan respeto, aprecio, benevolencia…

No es lo mismo que una madre diga a su hijo adolescente: «¿te has

dado cuenta, hijo? ¡Tienes la habitación hecha una verdadera

pocilga!», a decirle: «he visto que tienes la habitación desordenada,

¿quieres que te ayude a organizar las cosas?». El primer mensaje es

inútil, solo sirve para que el chico se ponga furioso; el segundo quizá

reciba una respuesta negativa, pero el hijo ha sido consciente de la

benevolencia de su madre y, probablemente, ordenará su habitación.

Entre las mil formas de decir, conviene elegir la mejor y no la peor.

EL DIÁLOGO COMO ERROR

Discutir por discutir

Se tienen a veces diálogos improcedentes, inútiles, conflictivos, que

más que unir separan. Y hay personas inclinadas a provocarlos; quien

conversa con ellas se encuentra sin más con una polémica

imprevista, no deseada.

Con estas personas cualquier motivo –idea o palabra– basta para que

comience una discordia que puede acabar en altercado. Son

personas tozudas que se aferran a una posición y no ceden, exigen

del otro que admita su idea, si escuchan, es para corregir lo que le

dicen, siempre rechazan, insisten…

Hay personas que nunca callan

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Existen muchas personas que son como la radio: su voz es un río

constante que no cesa y aturde a los de alrededor. A su lado es

imposible decir algo: no hay pausa ni respiro ni lugar para intervenir.

Desconocen el silencio porque no lo llevan dentro, y pueden destruir

el silencio íntimo de los demás. La Sagrada Escritura nos dice que los

sabios ocultan su saber, la boca del necio anuncia la confusión [256].

Al hablar demasiado se corre también el riesgo de hacer daño: es fácil

derivar a la crítica y la murmuración y la indiscreción: «de callar no te

arrepentirás nunca: de hablar, muchas veces» [257].

En algunos casos, hablar es vicio o, quizá, una enfermedad. Es

palabra ociosa que no aprovecha ni al que habla ni al que la escucha,

procede de un interior vacío o superficial o frívolo. Y conviene

recordar algo que dijo Jesús: de toda palabra ociosa que digan los

hombres darán cuenta el día del juicio [258].

Antiguamente en muchos lugares de la administración pública

colgaba un letrero que decía: «¡Sean breves!». No estaría de más que

un cartel así estuviera también en salas de espera, confesonarios,

salas de debate, etc. «El hombre pierde su fuerza espiritual a través

de esa actividad incansable de la lengua. Es de suma importancia

aprender a moderarse al hablar» [259].

El silencio premeditado

La ausencia de palabras, por ejemplo, encierra muchos significados.

El silencio pertinaz en medio de un grupo supone un peso que influye

negativamente en todos.

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A veces se ignora qué le pasa a esta persona; alguien puede pensar

que quizá le ha ofendido; no se sabe qué idea tiene sobre el tema que

se está tratando; tampoco se sabe si va a estallar con destemplanza;

se desconoce si es oportuno dirigirle la palabra, hacerle una alusión

o preguntarle. Se supone –con razón– que sobre la marcha juzga lo

que oye, y por eso provoca inquietud y molesta.

Con frecuencia significa enfado: esta es la forma de demostrarlo. El

mutismo puede ser también despecho, rencor, envidia, desprecio.

Algunos guardan silencio para parecer más importantes, llamar la

atención, dar la impresión de ser más sabios.

Estas actitudes son no pocas veces una falta de educación y de

caridad; en otros casos, además, de madurez.

También estas segundas intenciones indican falta de nobleza y una

complejidad de carácter que suele provocar sufrimiento en quien

actúa así. El sendero del silencio premeditado es tortuoso, no lleva a

metas que valgan la pena.

LA MALDAD EN LAS PALABRAS

El respeto que merecen las personas reclama de todos decir siempre

la verdad. Jesús señala el parecido que existe entre el diablo y el

hombre mentiroso. Dijo a los fariseos: vuestro padre es el diablo

porque no hay verdad en él; cuando dice la mentira, dice lo que le

sale de dentro, porque es mentiroso y padre de la mentira [260]. Solo

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por esto vale la pena amar la verdad sobre todas las cosas –todo el

que es de la verdad escucha mi voz [261]– y vivir siempre de acuerdo

con ella.

La difamación, la calumnia

El respeto a la buena fama y a la reputación de las personas prohíbe

todo acto y toda palabra que pueda causarles un daño injusto: «cada

uno posee un derecho natural al honor de su nombre, a su reputación

y a su respeto» [262]. Por eso el que, sin razón, manifiesta los

defectos y las faltas de otros a personas que los ignoran ofende a

esas personas y, por lo tanto, a Dios. Es lo que ocurre con la

murmuración y la difamación.

Por desgracia todos conocemos a personas, con personalidades muy

diversas, con gran tendencia a criticar; así nos encontramos, por

ejemplo, la crítica del fracasado, la del irónico, la del envidioso, la del

orgulloso, la del ambicioso, la del sectario, etc. Todas ellas hirientes

y destructivas. Tan solo las críticas recibidas por amigos y gente

honrada pueden ser positivas, constructivas y oportunas, se dice

incluso que la crítica del cristiano es santificante [263].

«Por difamación o maledicencia se entiende la revelación, sin un

motivo moralmente válido, de los defectos o faltas de un sujeto

ausente a personas que los ignoraban» [264].

Son frecuentes las conversaciones sobre otras personas que están

ausentes. Por eso la justicia y la caridad exigen prudencia y

moderación, callar a tiempo, llevar las conversaciones hacia lo

positivo de las personas y no en lo negativo. Tanto el exceso de

curiosidad sobre las vidas ajenas como el afán de decir lo que se sabe

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de ellas constituyen un riesgo de faltar, a veces gravemente, a la

caridad: quien guarda sus labios, guarda su corazón [265].

La caridad y el respeto a la verdad deben ser la orientación sobre lo

que conviene decir y sobre lo que es obligado callar. El bien y la

seguridad del prójimo, el respeto a la vida privada y al bien común,

son razones suficientes para callar lo que no debe ser divulgado. El

deber de evitar el escándalo obliga a una estricta discreción. Nadie

está obligado a revelar una verdad a quien no tiene derecho a

conocerla [266]. Acerca de la discreción, la Sagrada Escritura

proporciona este buen consejo: no corras a contar, con motivo de

alguna riña, lo que han visto tus ojos… No descubras tus secretos a

un extraño [267].

Aún resulta más grave la calumnia: en este caso lo que se ventila

públicamente es falso. Quien mediante palabras contrarias a la

verdad daña la fama de otros y da ocasión a juicios falsos comete una

grave injusticia. Son actos que entrañan una maldad, una intención

perversa que procede del fondo del corazón.

Es muy grande el poder de las palabras, sus efectos son difíciles de

prevenir; por eso es necesario ser reflexivos, discretos y prudentes al

hablar. A veces nos parece que hablar de los demás es indiferente;

sin embargo, no lo es: no podemos predecir qué pensarán los otros

de esas personas de las que descubrimos algo, qué males pueden

derivar de nuestras palabras. Además, el chismoso contamina su

propia alma [268], la mancha.

«Si no se quiere incurrir en el juicio de Dios, nadie puede convertirse

en el juez del propio hermano. Los hombres ciertamente con sus

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juicios se detienen en la superficie, mientras el Padre mira el interior.

¡Cuánto mal hacen las palabras cuando están motivadas por

sentimientos de celos y envidia! Hablar mal del propio hermano en su

ausencia equivale a exponerlo al descrédito, a comprometer su

reputación y a dejarlo a merced del chisme. No juzgar y no condenar

significa, en positivo, saber percibir lo que de bueno hay en cada

persona y no permitir que deba sufrir por nuestro juicio parcial y por

nuestra presunción de saberlo todo» [269].

Como en Babel

Cuando los hombres prescinden de Dios, cuando no entienden su

propio lenguaje, tampoco se entienden entre ellos. La palabra no se

emplea entonces para bendecir; no sirve para proclamar la verdad ni

para unir, sino para separar.

Señalaba el papa san Juan Pablo II que «el drama del hombre de hoy

-como el de todos los tiempos– consiste precisamente en su carácter

babélico» [270]. Como les ocurrió a los constructores de la torre de

Babel, cuando entre los hombres dominan la mentira, la ambición y

otros vicios, aparecen la hostilidad y la dispersión. Entonces es

imposible entenderse.

LA DISCRECIÓN ES UNA GRAN VIRTUD

Los secretos verdaderos son para guardarlos. Este es un deber de

lealtad y de prudencia. Quienes no guardan un secreto son personas

de poco fiar porque traicionan a quienes han confiado en ellos.

Lo que se comunica basado en la confianza entre dos personas viene

a ser en cierto modo sagrado.

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Hay personas siempre deseosas de dar a conocer lo que saben,

incluso, buscan comunicarlo antes que nadie, revelarlo a un grupo

como primicia y adquirir así la imagen de persona enterada.

Correveidile es el calificativo que se les puede aplicar.

El escritor sagrado no vacila en declarar: el hombre discreto encubre

lo que sabe, mas el corazón de los imprudentes descubre su necedad

[271].

Muchos textos de la Escritura señalan la semejanza entre sabiduría,

justicia y discreción.

La discreción es virtud que conlleva una actitud positiva que

ennoblece a la persona. Se reconoce que es respetuosa, leal, se

confía en ella, ofrece seguridad.

La discreción comienza por no indagar en las vidas ajenas.

Lleva a reservar la propia intimidad ante los extraños.

Consiste en no airear asuntos ajenos.

Guardar lo que ha conocido confidencialmente.

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Ser oportunos para hablar: aguardar hasta el momento adecuado

para decir, pensar antes de hablar, escuchar antes de dar una

respuesta.

También consiste en elegir las mejores palabras –las que menos

hieren, las fáciles de entender, las que animan– para decir la verdad.

Sabemos que esto es también delicadeza, respeto y caridad.

Las personas discretas saben que hay un tiempo de callar y un tiempo

de hablar [272].

LAS PALABRAS QUE NOS DECIMOS

A NOSOTROS MISMOS

Nuestro cerebro, que es un trabajador incansable, tiene la costumbre

de decirnos continuamente cosas. Existe en nuestro interior una

especie de desdoble del yo: es como si lleváramos dentro otro

personaje con el que entablamos diálogo.

Este sujeto se dedica, a veces, a decirnos cosas negativas: «siempre

te equivocas», «nadie te quiere», «nunca lo conseguirás»… Todas

estas afirmaciones no son ciertas. Son reproches, augurios y

predicciones que no se cumplirán por lo extremas que son, por lo

absolutas y rotundas. No son verdad ni pueden serlo.

Sin embargo, su poder sobre nosotros mismos es –en algunas

circunstancias– muy destructivo. Llevan al desánimo estéril.

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Conviene rechazar estas ideas negativas que se desencadenan

cuando algo ha salido mal. Frente a su poder contamos con un buen

recurso: la reflexión, esa capacidad de considerar las cosas con

atención y darnos cuenta de si son ciertas o no.

Las palabras que nos decimos a nosotros mismos son arma de doble

filo. Pueden ser negativas, pero también positivas: «no te desanimes,

la próxima vez lo harás mejor», «poco a poco lo conseguirás», «hoy

has trabajado muy bien», «eres estupenda con las matemáticas»…

Estas cosas son verdad.

Es oportuno que nos tratemos bien a nosotros mismos, con buen

humor y una chispa de optimismo, con palabras amables.

Tenemos defectos, nos equivocamos, pero hay defectos que, si no

ofenden a Dios y no hacen daño a los otros, pueden formar parte de

nuestro modo peculiar de ser.

13. ELEGANCIA

«La elegancia es cauce de expresión

de la personalidad y creatividad

de cada uno, en un desafío a la vulgaridad,

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a la monotonía y a la uniformidad».

Ricardo Yepes Stork

La elegancia, algo más que buenas maneras,

Nuestro Tiempo, n. 508, p. 110

La elegancia es un estilo atrayente que a todos nos gustaría tener.

Pero es una cualidad no fácil de alcanzar y, mucho menos, de

mantener. Por eso la elegancia no es común a todos los mortales.

Descubrir la elegancia en una persona despierta admiración.

Se detecta a primera vista y, sin embargo, no es exclusivamente

exterior: cuando solo se manifiesta por fuera y no está bien arraigada

en la persona, la admiración despertada se convierte en decepción.

Resulta difícil de definir porque contiene muchos aspectos y siempre

nos parece algo misteriosa. Al decir que alguien es elegante no

siempre es fácil saber por qué y expresarlo. Es algo sutil, armonioso,

sereno, original, equilibrado.

Para ser auténtica, la elegancia tiene que brotar del interior de la

persona. Cuando no es así, es falsa, aunque impacte a los sentidos

y produzca una impresión agradable: enseguida se descubre que eso

no es genuino, sino más bien oculta un vacío interior que no encaja

ni armoniza.

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Elegancia del Señor

Podemos pensar que, más bien, la elegancia es una cuestión de

estética. Sin duda, tiene que ver con la belleza; y, a la vez, la

elegancia auténtica es resultado de la virtud, expresión de hábitos

cultivados y adquiridos que dan como fruto un estilo que aparece en

todos los actos de la persona.

Jesús recorre los caminos a pie, no monta a caballo, lleva una túnica

de una sola pieza y a la vez viste con sencillez. Él mismo afirma: los

que visten con lujo y viven con regalo están en los palacios de los

reyes [273]. No era su caso. Sin embargo, la elegancia la lleva dentro

y aparece en su modo de estar, de actuar, hablar, mirar, escuchar;

aparece al andar, cuando se sienta a la mesa, en las posturas que

adopta, en todos sus gestos, cuando camina sobre el mar, al curar a

los leprosos, al lavar los pies de sus discípulos; en su conversación

con la mujer samaritana y, más tarde, ante Pilato.

Nos gustan los caballos de pura raza porque su porte es excelente.

En el caso de las personas, la elegancia es otra cosa: expresa belleza

interior, profundidad, sencillez, respeto, serenidad, delicadeza, una

sensibilidad que capta lo esencial. Es un conjunto de virtudes que

puestas en acción hacen a la persona amable y atrayente; cualidades

que favorecen la confianza y la comunicación sincera; virtudes que

contribuyen a crear una convivencia en la que se respira paz.

Cuidar la imagen personal

Es nuestra carta de presentación ante los demás. Y en ocasiones

nuestra presencia exterior habla más claro de nosotros que nuestras

palabras. Se transmiten muchas realidades a través del aspecto de

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una persona y, si deseamos ser admitidos por los otros, es

conveniente cuidar la imagen. Todos queremos ser reconocidos, que

los demás nos traten bien y nos respeten: este deseo se alcanza a

través de una presencia exterior agradable, a través de una elegancia

que no está solo en el vestir, sino en la persona misma: sus

movimientos, posturas, gestos, miradas, tono de voz, risa, forma de

escuchar. A través del lenguaje no verbal transmitimos nuestra

personalidad y conviene que exista una armonía entre nuestro interior

y el aspecto exterior. Es necesario mantener una coherencia entre la

apariencia exterior, el tono y modulación de la voz, los gestos, el

modo de vestir: «anda despacio; habla con reposo, pero no de

manera que parezca que te escuchas a ti mismo, que toda afectación

es mala» [274]. La «primera impresión» cuenta, a veces no se

presenta la segunda; esta primera se asemeja a una fotografía que

los demás guardan.

Cuando se logra este equilibrio, las personas se sienten seguras de

sí mismas, pueden interactuar con los demás con naturalidad, sin

timidez ni temor, se encuentran a gusto en cualquier ambiente, logran

cercanía con cada persona y así pueden ayudar, comprender, animar.

La falta de elegancia. El diapasón

Un filósofo inglés del siglo XVII describe así la elegancia: «es la

gracia, la conveniencia en la mirada, en la voz, en las palabras, en los

movimientos, en los gestos, en toda la actitud que hace que se triunfe

en el mundo y que da tranquilidad, al mismo tiempo que encanta a las

personas con quienes conversamos. Es, por así decirlo, el lenguaje

por el cual se expresan los sentimientos de sociabilidad que nacen y

se desarrollan en el corazón» [275].

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Cuando no se ejercen estas virtudes, la elegancia no se manifiesta

porque no existe y los resultados de esta carencia aparecen antes o

después. El mismo filósofo informa sobre las consecuencias: «Al igual

que las maneras dulces y amables tienen el poder de atraer la

benevolencia de aquellos con los que vivimos, así, por el contrario,

las groseras y rústicas incitan a los demás a odiarnos y

despreciarnos. Por tal motivo, aunque no haya ninguna pena

establecida por las leyes para las costumbres desagradables y

rústicas, observamos sin embargo que la naturaleza misma nos

castiga, privándonos por tal causa del concurso y la benevolencia de

los hombres; y sin duda, así como los pecados más graves nos

acarrean daño, así estos más leves nos traen incomodidad. Por tal

motivo, nadie puede dudar de que, para quien se dispone a vivir, no

en soledad o en un monasterio, sino en las ciudades y entre los

hombres, es una cosa utilísima saber ser en las costumbres y en sus

maneras atractivo y agradable» [276].

El diapasón es un instrumento que se utiliza en música para dar el

tono a la interpretación del canto o de la orquesta; cuando baja el tono

de los que tocan o cantan, el director lo sube y hace sonar el diapasón

con el tono apropiado: en circunstancias en las que falta cortesía,

respeto y buen trato, es importante hacer algo para «subir el

diapasón».

Si se analiza la cuestión más a fondo, se ven otras dimensiones: la

ausencia de las virtudes que constituyen la elegancia distorsiona la

relación entre las personas e impide la buena comunicación. Y esto

no es una cuestión menor: a todos nos resulta difícil tolerar a las

personas cuyo trato es difícil por falta de simpatía, delicadeza o

moderación.

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Manifestaciones de la elegancia

«Un hombre elegante, una mujer elegante tiene “estilo” propio, sabe

disponer las cosas con distinción, crea a su alrededor un ámbito

cuidadoso y agradable, embellecido por el adorno, pero al mismo

tiempo deja traducir un buen gusto característico a través de lo que

hace» [277].

A través del lenguaje aparece la elegancia de la persona si la tiene.

Se trata de hablar bien, con naturalidad y sencillez porque no está la

elegancia en la afectación, ni en el vocabulario rebuscado o erudito,

sino en la expresión clara de quien dice las cosas con las palabras

oportunas, en buen tono, con amabilidad y respeto. Es elegancia

callar lo que no debe ser dicho, lo que puede herir a otros; y guardar

silencio para escuchar, para dejar hablar a los demás sin interrumpir.

Hay una forma elegante de decir las cosas con naturalidad.

Vestir con elegancia es cuestión de buen gusto. Hay modas que se

oponen a la elegancia y, cuando las personas se dejan influir por ellas

al elegir su ropa, caen fácilmente en la vulgaridad, llevan prendas feas

que les sientan mal y no alcanzan a tener un estilo propio con el que,

dentro de la moda, podría aparecer su personalidad original. La

elegancia se manifiesta en la armonía entre el interior y la presencia

exterior, y es conveniente que se manifieste en la forma de vestir: un

vestido es elegante cuando está en consonancia con la edad, la

personalidad, la constitución física; con la ocasión, cuando es bonito.

La ausencia de pudor –por ejemplo– no es elegante porque significa

una falta de respeto hacia sí mismo, una exhibición de lo íntimo, una

pérdida de dignidad. Todos somos conscientes de que es así, y

cuando nos encontramos ante alguien que no valora su intimidad nos

sentimos mal, llega a ofendernos, notamos que esa exhibición

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procede de intenciones poco limpias, nada buenas. Es posible que

algunas personas actúen así por ignorancia, por una falta de

educación o por frivolidad, y en estos casos se puede encontrar

remedio.

La elegancia está reñida con la suciedad, el desaliño, la brusquedad,

la intemperancia.

En el trato puede llamarse cortesía. Sin embargo, la verdadera

elegancia no entraña formalismo, sino más bien sencillez y

amabilidad.

La elegancia conlleva tratar con deferencia a las personas mayores,

con cariño a los niños, con seriedad amable a los desconocidos, con

respeto a los padres y a los abuelos, con confianza a los amigos, con

prudencia a los enemigos si aparecen, con sencillez a todos.

Es dar preferencia a los otros: en la propia casa, en el trabajo, en la

calle, en el juego, en el deporte, en la iglesia, en el teatro, en el campo

de fútbol, en un concierto y en un museo, en el cine…

Sonreír bien es elegante. Algunas personas no saben hacerlo, pero

se puede aprender. La timidez es un estorbo para sonreír, pero

también existen sonrisas tímidas encantadoras. En ocasiones, la

ausencia de sonrisa indica falta de comprensión o de afecto, de

gratitud suficiente.

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Existe una estrecha conexión entre gratitud y elegancia. Al ser un

reconocimiento de los bienes recibidos, y recibimos muchos, la

ausencia de gratitud es siempre –por lo menos– un desaire y una falta

de educación y de aprecio. Si no se dan las gracias, parece que no

pasa nada, pero esta omisión indica poca elegancia.

14. EJEMPLARIDAD

«La vida se asemeja a un viaje por el mar

de la historia, a menudo oscuro y borrascoso,

un viaje en el que escudriñamos los astros

que nos indican la ruta. Sin embargo,

las verdaderas estrellas de nuestra vida

son las personas que han sabido vivir

rectamente. Ellas son luces de esperanza.

Jesucristo es ciertamente la luz por antonomasia,

el sol que brilla sobre todas las tinieblas

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de la historia. Pero para llegar hasta Él

necesitamos también luces cercanas, personas

que dan luz reflejando la luz de Cristo,

ofreciendo así orientación

para nuestra travesía».

Benedicto XVI

Enc. Spe salvi, n. 49

La gran luz anunciada una y otra vez por los profetas es Jesucristo,

luz verdadera que alumbra a cada hombre que viene a este mundo

[278]. Luz para todos, en cualquier época, en todos los lugares de la

Tierra. Él manifestó sobre sí mismo: Yo soy la luz del mundo, el que

me sigue no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida

[279]. Él es el Hijo eterno que refleja la gloria de Dios Padre.

Brille así vuestra luz ante los hombres, para que vean vuestras obras

y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos [280]. Ante la

muchedumbre que le escuchaba, Jesús hablaba de ser luz y sal.

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Ante la ignorancia y la confusión de muchas personas, un cristiano

tiene la oportunidad y el deber de ser luz, de reflejar en su vida diaria

a Jesucristo y manifestar así que Dios existe, que está cerca, que la

vida es un camino por el que se puede llegar al Cielo.

El cristiano debe ser un punto de luz que sirva de referencia a colegas,

vecinos, parientes, para que puedan descubrir a Dios y vivir para Él.

Con todo, hemos de tener en cuenta que ser luz equivaldrá en no

pocas ocasiones a ser heroicos y, quizá, causa de división entre

familiares y amigos. En muchos momentos y circunstancias no es fácil

ser cristiano. Nadie puede servir a dos señores [281].

Creados a su imagen

Seguir a Jesús es aprender de Él, imitar sus virtudes y hacerse uno

con Él. El cristiano cuenta con el impulso continuo del Espíritu Santo:

si es dócil a sus sugerencias y sus consejos, puede parecerse cada

vez más a Jesús.

Todo hombre tiene como tarea llegar a la perfección de su

humanidad, crecer y mejorar en el tiempo sin poner límite a este

crecimiento. La vida es un tiempo que tiene su inicio en Dios y también

en Dios su otro extremo y final. No tiene sentido que en su breve

existencia tengan lugar la ignorancia, la pereza, la apatía; vivir

dejando sin más que pasen los años.

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La vida de Jesús –trabajo, predicación, oración– fue plena, fue

intensa. El ejemplo del Señor señala una conducta clara: trabajar

bien, amar con obras, ocuparnos constantemente de los demás, tratar

a cada persona con la compasión que tuvo Él con la mujer adúltera,

con el buen ladrón, con todos.

Si somos creados a imagen de Dios, la tarea de la vida es ser

perfectos como nuestro Padre Celestial es perfecto [282]. Tratar de

proyectar un rayo de luz, de ayuda, de bondad; que se pueda decir:

«este lee la vida de Jesucristo» [283].

¿Por qué la ejemplaridad?

Si la vida de un cristiano no refleja la imagen de su Señor, su

existencia se queda pobre, su paso por la tierra, insípido y tibio.

En tiempos difíciles, cuando multitud de hombres y mujeres han

perdido el norte, viven sin referencias y sin principios consistentes,

contemplan a su alrededor injusticias y abusos sin reaccionar ante

ellos, un cristiano tiene el deber de actuar como quien es, hijo de Dios

lleno de bondad y también de fortaleza. También a la hora de ir

contracorriente.

Vendrá un tiempo en que los hombres no podrán sufrir la sana

doctrina, sino que, teniendo una curiosidad extremada de oír

doctrinas, recurrirán a una caterva de doctores propios para satisfacer

sus deseos [284]. Vivimos un tiempo así, y quienes tenemos fe

estamos como en una vitrina de cristal que todos pueden mirar.

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Ser cristiano no es asunto fácil; sin embargo, vivir el cristianismo no

significa vivir en contra de la propia naturaleza. La Ley de Dios señala

la perfección del hombre, indica el sendero por el que las personas

pueden alcanzar la perfección de su ser. Al mismo tiempo, ser

cristiano no es solo cumplir con una doctrina: es también y sobre todo

buscar, encontrar y amar a una persona, Jesús de Nazaret.

Cuando los discípulos del Señor no cumplen estas premisas, si la sal

se vuelve insípida [285], entonces, ¿quién la salará?

Los cristianos manifestamos o nublamos el rostro de Dios ante los

demás. Si no reflejamos a Jesús con el buen ejemplo, ¿cómo brillará

la luz de Dios sobre el mundo?

Escribía así san Pablo a los fieles de Éfeso: os conjuro a que os

portéis de una manera digna de la vocación a la que habéis sido

llamados [286]. Y a los de Roma les recordaba que es necesario obrar

el bien no solo delante de Dios, sino también delante de los hombres

[287].

«Bien predica quien bien vive» [288], sentenció don Quijote en las

bodas de Camacho, cuando se encuentra ante un buen caldero de

sopa.

El ejemplo de los padres

Más que de sus palabras, los hijos aprenden a través de los hechos,

de los comentarios y de las actitudes de sus padres ante los diversos

acontecimientos. Cuando hay un desfase y las palabras que

escuchan o les dirigen sus padres no concuerdan con lo que hacen,

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el resultado es que aprenderán incoherencia, pondrán en entredicho

su autoridad, será más difícil que obedezcan. Si los padres no

adquieren y ejercen virtudes, sus hijos crecerán a la deriva, sin norte,

víctimas de sus caprichos y sometidos a todas las influencias del

ambiente.

Educar requiere atención sobre múltiples aspectos, y entre ellos la

actitud de los padres –no solo su carácter y sus ideas– influye de

forma decisiva. Se requiere una actitud que reúna afecto, virtudes y

valores: cariño, paciencia, flexibilidad, creatividad, respeto, veracidad,

alegría…

En el hogar se afirma la personalidad propia de cada uno, desde la

infancia se forja el carácter y el modo de ser de cada uno. Si

pudiéramos contemplar y comprender este proceso, seguramente

nos sorprenderíamos y nos daríamos cuenta de que no fueron los

sucesos extraordinarios los más influyentes; serían esos otros hechos

menudos y de apariencia intrascendente los más decisivos en la forja

de lo que ahora somos.

15. ESPERANZA

«Tengan siempre en el corazón esta certeza:

Dios camina a su lado, en ningún momento

los abandona. Nunca perdamos la esperanza.

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Jamás la apaguemos en nuestro corazón».

Francisco

Homilía, 24-7-2013

Es la virtud del caminante. Virtud teologal, por una parte, que apunta

directamente al Cielo. Virtud humana que nos permite mirar el mundo,

con sus problemas y sus gentes, con optimismo. Siempre

encontraremos una salida, una puerta que se abre, un camino que no

habíamos visto.

Es también hábito y virtud humana en cuanto que el hombre tiende a

más de forma natural.

Cuando el caminante se dirige a su meta definitiva y eterna, estamos

tratando de la virtud teologal de la fe, que abre camino siempre a la

esperanza. Es la luz que esclarece el sendero.

Para muchos el «ahora» es lo único que el hombre posee, solo existe

el presente. Sin embargo, este enfoque del tiempo humano es parcial.

Actuamos aquí y ahora del mismo modo que ante la pantalla del

ordenador: solo se puede operar donde está el cursor. Pero el hombre

tiene una capacidad mucho mayor. Un índice de esto es precisamente

la esperanza. Además el hombre conoce su pasado: no lo puede

modificar, pero lo conoce.

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Nuestro constante mirar al futuro y la incansable búsqueda, la

presencia de deseos que queremos alcanzar, la capacidad de

planificar para más adelante y de trazarnos metas, son

manifestaciones de que el hombre camina hacia el futuro. Un futuro

que no podemos adelantar hoy y ahora, pero somos capaces de

tender a él. Inmerso en el tiempo, el hombre está proyectado hacia el

futuro, porque lo suyo es crecer: «la esperanza es el armazón del

existir humano en el tiempo» [289].

El presente nos dice que hemos aprendido, amado, sufrido y hemos

llegado hasta aquí; hemos superado adversidades, decepciones,

disgustos: la experiencia nos dice que somos capaces de muchas

metas y pruebas que creíamos inalcanzables o insuperables. Se

cuenta el caso de los trabajadores de una empresa que habían

obtenido muy buenos resultados a pesar de dificultades indecibles;

cuando sus jefes les preguntaron cómo habían podido lograr aquello

que parecía inalcanzable, uno de ellos respondió con sencillez:

«nosotros no sabíamos que era imposible».

Todos tenemos capacidades ocultas que se presentan cuando las

necesitamos. Podemos crecernos ante la dificultad o amilanarnos.

Muchas veces depende de la actitud que adoptan aquellos que están

alrededor.

Cuenta Jesús Urteaga una bella historia, de las que animan:

«No podré olvidar jamás tres palabras de mi padre que cambiaron mi

vida… Tenía entonces diecisiete años, y el resultado de los exámenes

trimestrales fue catastrófico: desilusionado con los resultados de mis

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exámenes, el director había concertado a toda prisa una entrevista

con mi padre.

»Recuerdo muy bien aquella noche fatídica. Cincuenta y tres años

después puedo recordar perfectamente lo que ocurrió. A las ocho de

la noche estábamos en el Seminario. Yo me temía lo peor y así fue.

El rector le dijo a mi padre: “después de todo, Dios llama a sus hijos

por caminos muy distintos, son pocos los llamados a la vida

intelectual, y menos todavía los que alcanzan la vida sacerdotal”; no

lo he dicho todavía: yo quería ser sacerdote.

»Mi padre trató de defenderme por el fracaso de los exámenes, pero

el rector le cortó en seco: “no debe usted afligirse, san José era

carpintero. Dios encontrará trabajo para ese hijo suyo”. Nos

despedimos. No había nada que hacer. Estaba claro que me

expulsaban del colegio.

»Como si fuera ayer, recuerdo aquella noche fría, oscura, húmeda.

Fuimos a casa en silencio, cada uno dando vueltas a sus propios

pensamientos. Los míos eran tristes. Al fin, demostrando indiferencia

como suelen hacer los chicos, dije: “que se queden con su título.

Conseguiré un empleo y te ayudaré en el trabajo, padre”.

»Mi padre puso su mano sobre mi hombro y me dijo estas pocas

palabras, que hoy las escribo por si pueden alentar a otros: sigue

adelante, hijo. Y yo seguí.

»Y a continuación iba la firma del que tenía ya setenta años cumplidos

y que a los diecisiete expulsaron del colegio, porque no valía para

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estudiar para sacerdote. La firma decía: Richard, Cardenal Cushing.

Arzobispo de Boston» [290].

Nuestro poder personal

Crecer en esperanza requiere convicción: la predicación de Jesús en

los pueblos y ciudades de Palestina nacía de una convicción: esa

siembra era necesaria y en el tiempo tendría fruto. Esta confianza

alimentaba el tesón del Señor sobre el cansancio y sobre la hostilidad

de los fariseos.

La esperanza no es compatible con la pasividad, la pereza y la falta

de sacrificio: cuando se desea un futuro mejor es necesaria la acción,

no basta con esperar que las cosas ocurran a causa de factores

externos. No se trata tampoco de aguardar, sino de alcanzar; y junto

al ejercicio de la paciencia -saber esperar– se requiere audacia,

asumir los riesgos, modificar los proyectos, ejercer la fortaleza

necesaria para superar obstáculos que se oponen.

Adquirir el temple de personas acostumbradas a luchar, a enfrentarse

a las dificultades a pesar de que tantos digan que es imposible. En la

montaña, cuando alguien dice «no puedo dar un paso más», es

preciso entender que siempre o casi siempre sí puede. Hay que

pelear cada batalla, pequeña o grande, aunque se nos diga que todo

está perdido.

La esperanza, como virtud humana y teologal, está en conexión con

otras: paciencia, fortaleza, valentía, tenacidad, confianza. «La

esperanza es irrenunciable, pues el futuro, en cuanto depende del

hombre, es mejor que el presente, pero no es seguro: cuando se

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siembra no es seguro que se logrará la cosecha» [291], aunque se

espera que así suceda.

Además de la ayuda de los demás, para alcanzar ese futuro mejor, la

persona necesita descubrir dentro de sí misma el poder que tiene: sin

recursos no se logran metas, y con frecuencia los recursos

personales están ocultos, pero quien se conoce bien puede poner en

marcha sus muchas posibilidades y conducirlas al fin que se propone.

Los grandes hombres han sido siempre hombres de grandes

esperanzas que han luchado hasta el final por alcanzarlas.

La esperanza da fuerzas para arriesgar

El Señor describe en la parábola de los talentos el modo como tres

hombres realizaron el encargo de su amo: los dos primeros trabajaron

y arriesgaron; el tercero tuvo miedo –eso dijo– y escondió el talento

para no perderlo, no se aventuró, no hizo nada y al final lo perdió todo.

La esperanza se activa y crece con la acción, y así se puede alcanzar

más de lo que se esperaba: diez ciudades, cinco ciudades [292].

Cuando la virtud de la esperanza está arraigada en el corazón, el

coraje –un sincero tesón– se añade y se desarrolla, de forma que los

sufrimientos implicados en la búsqueda, sin desaparecer, ayudan: no

solo se alcanza antes o después el deseo buscado, sino que nuestro

ser crece, nos hacemos mejores por dentro: nos gozamos también en

las tribulaciones, sabiendo que la tribulación ejercita la paciencia, la

paciencia sirve a la prueba, y la prueba, a la esperanza. Y la

esperanza no defrauda [293].

El desaliento

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La virtud de la esperanza se corresponde con el anhelo de felicidad

puesto por Dios en el corazón de todo hombre; este anhelo protege

del desaliento, sostiene en todo desfallecimiento, dilata el corazón

[294]. Vivir es una tarea, y nadie está dispensado de buscar la

felicidad. Disponemos de inteligencia, libertad y tiempo: estos tesoros

no son para malgastarlos.

Ante la adversidad, «vela con cuidado, que todo pasa con brevedad,

aunque tu deseo hace lo cierto dudoso, y el tiempo breve, largo. Mira

que, cuanto más peleares, más mostrarás el amor que tienes a tu

Dios» [295].

La esperanza en Dios

«A lo largo de su existencia, el hombre tiene muchas esperanzas,

más grandes o más pequeñas, diferentes según los períodos de su

vida. A veces puede parecer que una de estas esperanzas lo llena

totalmente y que no necesita de ninguna otra. Sin embargo, cuando

estas esperanzas se cumplen, se ve claramente que esto, en

realidad, no lo era todo» [296].

Las esperanzas humanas son limitadas: «está claro que el hombre

necesita una esperanza que vaya más allá. Es evidente que solo

puede contentarse con algo infinito, algo que será siempre más de lo

que nunca podrá alcanzar», precisaba el papa emérito.

Sin la gran esperanza del Cielo, los hombres no encontramos sentido

a la existencia. La perspectiva de nuestra desaparición con la muerte

cierra el horizonte y reduce las esperanzas humanas a una aventura

–casi siempre acompañada de sufrimientos– hacia logros que de por

sí no proporcionan toda la felicidad deseada. «Necesitamos tener

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esperanzas –más grandes o más pequeñas– que día a día nos

mantengan en camino. Pero sin la gran esperanza, que ha de superar

todo lo demás, aquellas no bastan. Esta gran esperanza solo puede

ser Dios, que abraza el universo y que nos puede proponer y dar lo

que nosotros por sí solos no podemos alcanzar» [297].

Nuestra casa en el mundo no es definitiva: «este mundo es camino

para el otro, que es morada sin pesar; mas cumple tener buen tino

para andar esta jornada sin errar» [298]. Lo importante es llegar a

puerto.

Y esta esperanza se puede considerar así: «el mismo Dios que nos

ha destinado al cielo, ha tomado todas las medidas para lograr ese

objetivo. Por eso, más que alimentar esperanzas de la

bienaventuranza eterna, la esperamos como quien aguarda un tren»

[299] y sabe que debe llegar, pero no ha llegado aún.

Ocurre con la esperanza algo similar al que se encuentra con un

billete de lotería premiado pero aún no ha recibido el premio. Tiene

en su mano, de verdad, el resultado de su suerte, pero aún no se ha

materializado ese premio. Podría ser un buen ejemplo de esta virtud

humana y teologal.

¿Cómo llegar allí? Los santos enseñan el camino. «Obra el bien,

revisando tus actitudes ordinarias ante la ocupación de cada instante;

practica la justicia, precisamente en los ámbitos que frecuentas,

aunque te dobles por la fatiga; fomenta la felicidad de los que te

rodean, sirviendo a los otros con alegría en el lugar de tu trabajo, con

esfuerzo por acabarlo con la mayor perfección posible, con tu

comprensión, con tu sonrisa, con tu actitud cristiana. Y todo por Dios,

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con el pensamiento en su gloria, con la mirada alta, anhelando la

Patria definitiva, que solo ese fin merece la pena» [300].

«Dios ha preparado una nueva morada y una nueva tierra en la que

habita la justicia y cuya bienaventuranza llenará y superará todos los

deseos de paz que se levantan en los corazones de los hombres»

[301]. Y Jesús mismo ha dicho: no se turbe vuestro corazón. Creéis

en Dios, creed también en mí; en la casa de mi Padre hay muchas

moradas [302]. Allí hay una para cada uno de nosotros, en el Cielo

tenemos un lugar.

La «brecha de Rolando» es un paso natural a la vertiente francesa de

los Pirineos. El circo de Gavarnie ofrece un espectáculo grandioso:

grandes cascadas de hielo, riscos escarpados sobre profundas

hondonadas. La vertiente española es más llana. La leyenda dice

que, después de la derrota en la batalla de Roncesvalles, Rolando se

encontró huyendo en este paraje infranqueable y, viéndose

acorralado, lanzó su espada «Durandarte» contra la muralla rocosa y

provocó la actual «brecha». Para llegar al Cielo siempre hay un

sendero o una brecha por la que entrar: el ánimo, la audacia y la

esperanza abrirán el paso para alcanzar a Dios.

Lo importante es llegar, y lo lograremos si estamos cerca de Dios y

pasamos por esta vida haciendo el bien que Él quiere y nos pide,

aunque con frecuencia los caminos de su providencia nos son

desconocidos. Debemos tener presentes las palabras que le dirige el

Señor a Pedro: lo que ahora no entiendes, lo entenderás más tarde

[303].

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Y al llegar al final de la existencia terrena, los últimos instantes y los

primeros más allá podrían ser así: «en su interior se abre el arco

entero de su vida con plena nitidez. Y esta libertad por primera vez

alcanzada se convierte en gratitud. Se nota rescatado, protegido, a

salvo, porque su alma se eleva ya, surca el espacio, descubre luz,

abraza la bienaventuranza infinita, contempla a Dios» [304].

Para los cristianos, la gran esperanza del Cielo y las esperanzas más

pequeñas que anhelamos se aúnan en una única tarea y aventura:

alcanzar nuestras metas haciéndonos mejores en el proceso, y llegar

al Cielo, donde Jesús nos podrá decir: «te estaba esperando, me

tenías preocupado».

16. FE: humana y divina

«Con su apertura a la verdad

y a la belleza, con su sentido

del bien moral, con su libertad

y la voz de su conciencia,

con su aspiración al infinito

y a la dicha, el hombre se interroga

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sobre la existencia de Dios».

Compendio del Catecismo

de la Iglesia Católica, n. 27

En ocasiones se insiste demasiado sobre la oscuridad de la fe, como

si creer sin ver ni conocer por completo aquello en lo que se cree

fuese vivir en medio de las tinieblas. Pero no es así; la fe es luz para

la inteligencia y amplía el horizonte del conocimiento, abre la puerta

a la verdad y a una realidad que de otro modo no se puede conocer.

Con la luz de la fe descubrimos el sentido de nuestra vida y el de los

acontecimientos cotidianos sin brillo apenas. Con esta luz el corazón

cobra energía para afrontar lo adverso y lo difícil y crece la esperanza.

Para amar de verdad también necesitamos fe.

Desde el claroscuro de la fe todos podemos afirmar: yo sé de quién

me he fiado [305], sin temor a ser defraudados al poner nuestra

confianza en quien nos ha dicho: no se turbe vuestro corazón, creéis

en Dios, creed también en Mí [306].

La fe en Jesucristo es luz que alumbra la existencia de quienes le

buscan, le encuentran, le siguen y le aman. Luz brillante y cercana

que enciende el corazón e ilumina el horizonte: Luz que ilumina a todo

hombre que viene a este mundo [307], a todos, a cada uno. Es esa

luz divina que informa y purifica nuestra razón natural.

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«Nuestro trato con Dios no es el de un ciego que ansía la luz pero

que gime en las angustias de la oscuridad, sino el de un hijo que se

sabe amado por su Padre» [308].

«La fe nace del encuentro con el Dios vivo, que nos llama y nos revela

su amor; un amor que nos precede y en el que nos podemos apoyar

para estar seguros y construir la vida. Transformados por este amor,

recibimos ojos nuevos, experimentamos que en él hay una gran

promesa de plenitud y se nos abre la mirada al futuro. La fe que

recibimos de Dios como don sobrenatural se presenta como luz en el

sendero, que orienta nuestro camino en el tiempo» [309].

Analogía entre fe humana y fe divina

La fe es, por una parte, virtud teologal que nos lleva a fiarnos

plenamente de Dios y acoger su Verdad. Para creer, el hombre

necesita la gracia y la ayuda divina y, en este sentido, es virtud

sobrenatural.

Sin embargo la fe es también virtud humana que lleva al hombre a

admitir como cierto lo que no es evidente.

En lo humano y en lo sobrenatural, la fe es admitir como cierto lo que

no se ve de modo patente y palpable. Consiste en la adhesión firme

y libre a las verdades y realidades que no se manifiestan

directamente. Diariamente recibimos informaciones sobre hechos

que no hemos contemplado en directo; sin embargo, confiamos en la

fuente y los admitimos con naturalidad.

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«Creer en Dios significa para el hombre adherirse a Dios mismo,

confiando plenamente en Él y dando pleno asentimiento a todas las

verdades por Él reveladas, porque Dios es la Verdad» [310]. La fe es

un don de Dios, pero reclama unas disposiciones naturales para

nacer, crecer y fortalecerse. De modo semejante a la semilla echada

en la tierra que cae, arraiga y crece, la fe necesita aceptación, una

docilidad interior, porque es un acto de la inteligencia del hombre que

asiente libremente a realidades que no se ven.

El hombre es por naturaleza un buscador de la verdad. Vive con el

afán incansable y obstinado de conocer, descubrir, sin conformarse

con medias verdades. La búsqueda de la verdad y del bien exige del

hombre el esfuerzo de su inteligencia y la rectitud de su voluntad.

También precisa del testimonio de otras personas que le enseñen y

ayuden.

Tras las huellas de Dios: una parábola

Los náufragos de la novela de Julio Verne La isla misteriosa se veían

a menudo sorprendidos por el hallazgo de objetos de gran ayuda para

la situación de carencia y desamparo en que se encontraban. ¿Había

alguien más en aquella isla? ¿Quién habría dejado una caja de

herramientas en la playa? ¿Y aquella hoguera?

Ante estos fenómenos inexplicables, como la aparición de unas

huellas inquietantes en la arena de la playa que no correspondían a

ninguno de los náufragos, cada uno de los personajes reacciona de

manera distinta.

«Los espíritus más bastos del grupo se contentan con beneficiarse de

esta colaboración oculta, sin preocuparse de descubrir al autor de

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ella. No así el ingeniero Cyrus Smith: se le ve en un grabado

conmovedor, suspendido, con una linterna en la mano, en el extremo

de una escala de cuerdas, en el fondo de un pozo, vigilando esta agua

negra de la que, en ciertos momentos, le ha parecido oír ruidos y ver

movimientos sospechosos» [311]. Algunos se conforman con

disfrutar estos beneficios sin hacerse más preguntas, sencillamente

viven. Cyrus, sin embargo, el jefe de la expedición, un gran buscador

de la verdad, no renuncia a investigar a fondo este misterio: busca

con humildad y encuentra.

En la vida de cada hombre ocurren hechos que interpretamos como

mala o buena suerte o azar. No nos damos cuenta o no queremos

reconocer que Dios cuida de nosotros como un buen Padre. Está

cerca y deja huellas y señales claras para que le encontremos sin

dificultad, si nuestra mirada se mantiene limpia y abierta.

En el universo y en las realidades que conocemos está impresa la

huella de Dios, la naturaleza y la creación entera nos hablan de Dios:

los cielos cantan la gloria de Dios y el firmamento pregona la obra de

sus manos [312].

La existencia de Dios no es evidente y solo se puede conocer con

certeza si se quiere creer. Ningún argumento puede forzarnos a creer,

porque la fe no se obtiene como resultado de una fundamentación

teórica: el último paso es una decisión libre. Entonces se produce el

milagro de la fe.

Cierto día, dos familias amigas y parientes salieron de excursión. Los

niños estaban en edad de jugar y moverse de modo incansable,

también de preguntarlo todo. Uno de ellos, fijándose en lo que le

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rodeaba, preguntó: «¿para qué sirven esos montoncitos de piedras?

¿Quién los ha colocado?». Su tío respondió, en tono de broma, que

estaban allí de casualidad, los movimientos de tierra desde hacía

millones de años habían dispuesto así las piedras para marcar el

camino inteligente hacia la cima. El niño sabía que aquello no era

cierto, alguien había tenido que hacer aquellas maravillosas marcas

que señalaban de modo claro y explícito el camino hacia la cumbre.

Dios mismo ha dejado suficientes signos que conducen hasta Él con

mucha más claridad que los hitos que llevan a la cima.

El hombre, buscador de la verdad y del bien

Ante la falta de evidencia inmediata aparece la actitud agnóstica de

numerosas personas que se detienen a las puertas de la fe en Dios

porque dudan de su existencia real.

Para descubrir la verdad sobre Dios es necesaria una inteligencia

humilde y sin prejuicios, que no se deje engañar, una gratitud por la

vida y por tantos dones recibidos, una actitud abierta que permita al

pensamiento valorar por sí mismo conocimientos y razones para

creer.

Esta honradez intelectual como punto de partida es virtud, un conjunto

de virtudes humanas sobre las que se puede apoyar la fe teologal: la

aceptación confiada y sincera de la verdad sobre Dios.

Con tal actitud se puede manifestar ante el Señor: «creo que son

verdad todas las cosas que Tú nos has revelado, pero no lo digo por

la evidencia que tengan esas verdades, pues superan la capacidad

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que mi entendimiento tiene de entender» [313], sino porque Tú lo has

revelado, porque confío en Ti, porque Tú quieres que te encuentre.

Actitudes que dificultan la fe

La razón humana puede, con sus fuerzas y su luz naturales, llegar a

un conocimiento verdadero, cierto, de un Dios personal que protege

y gobierna el mundo con su providencia. Sin embargo, existen

muchos obstáculos que impiden a la razón usar con fruto su poder

natural; porque las verdades que se refieren a Dios y a los hombres

sobrepasan de modo absoluto el orden de las cosas sensibles [314].

Cierran las puertas a la verdad quienes no quieren creer, quienes sin

valorar argumentos diversos adoptan la postura de negarlo todo por

sistema; los que solo admiten como real lo físico y rechazan lo

espiritual del hombre. Quienes cierran los ojos a la bondad y a las

obras buenas de tantos hombres y mujeres que dedican su vida al

servicio de los demás.

También una conducta inmoral –centrada en el sexo, obsesionada

por el dinero, dominada por la vanidad– oscurece el camino de

búsqueda, el encuentro con la verdad.

Si se nos presentara un extranjero de lejanas tierras que informara

sobre hechos maravillosos y hablara de avances técnicos nunca

pensados ni soñados en nuestro país, seguramente pondríamos en

duda todo lo que dice. Pero si llegáramos a conocer que esta persona

es un hombre sensato, honrado y serio, sus declaraciones no nos

parecerían descabaladas. Su virtud, su honradez, su ejemplaridad, su

veracidad serían garantía de lo que nos dice. Nos fiaríamos de él. Nos

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fiamos de su palabra que se torna en fuente de conocimiento para

nosotros y conoceríamos otro mundo, hasta ahora ignorado.

La vida de los hombres buenos, el heroísmo de los mártires, la vida

de hombres y de mujeres que pasan por la tierra haciendo el bien son

testimonios que hablan por sí mismos de Dios.

Ciertamente podemos negar la historia universal, a pesar de archivos

y documentos que atestiguan los hechos; podemos rechazar la

historicidad de los Evangelios y poner en duda la validez de los

hallazgos de la ciencia. Pero el orgullo que se obstina en negar a Dios

no es natural; el hombre por naturaleza tiende a afirmar la realidad,

actúa con objetividad, no rechaza por sistema lo que se presenta

como probable y verosímil.

No hay racionalidad suficiente en las teorías del caos o del azar para

explicar el universo; estas «dejan al hombre ante incógnitas que no

puede resolver y que limitan la racionalidad del mundo» [315].

17. FIDELIDAD.

PERSEVERANCIA. LEALTAD

«Cuando el cielo se oscurece por la tormenta,

detrás continúan las estrellas, y no supone

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desgracia alguna que no las divisemos,

sin olvidar, además, que la tierra necesita

del agua de las nubes para dar fruto.

En la vida, los períodos de oscuridad

son tiempos de gracia que hacen germinar

en el alma una fe más segura y más recia».

Beato Álvaro del Portillo

Carta pastoral, 19-3-1992

Esta virtud de la fidelidad –que se identifica a veces con la

perseverancia y la lealtad– comporta una disposición decidida a

mantener lo prometido, a pesar de las dificultades que esa promesa

conlleve y los obstáculos que puedan surgir en el tiempo y en las

circunstancias más diversas.

La fidelidad es virtud humana que requiere raíces hondas; es decir,

una seguridad en las propias convicciones, una decisión firme de

mantener las promesas hechas. Perseverar, resistir, superar

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obstáculos, son acciones difíciles para las que se necesita fortaleza

interior, paciencia, esperanza, una dosis suficiente de fe, de

optimismo y generosidad.

La Sagrada Escritura nos habla con frecuencia de la virtud de la

fidelidad, de la necesidad de mantener las promesas y la palabra

dada, los compromisos libremente aceptados, el empeño y la

perseverancia en acabar una tarea iniciada con entusiasmo y, quizá

después, al presentar mayores obstáculos, llega la tentación de

abandonarla.

Dios pide fidelidad a los hombres, porque Él mismo es fiel. Yahvé es

el Dios de la lealtad [316], rico en amor y fidelidad [317], y su fidelidad

permanece para siempre [318].

Dios cumple sus promesas y mantiene su alianza con el hombre: no

retiraré de él mi amor, en mi lealtad no fallaré. No violaré mi alianza,

no cambiaré lo que sale de mis labios, una vez he jurado por mi

santidad [319].

La fidelidad y la perseverancia requieren también la virtud de la fe: la

íntima y segura convicción de que Dios es fiel a sus promesas: por la

fe, Sara recibió –y era estéril– el vigor para concebir aun fuera de la

edad propicia, porque creyó en la fidelidad de quien se lo prometía

[320]. El hombre está obligado a responder con lealtad a Dios.

Quienes son fieles le son muy gratos [321], y les promete un don

definitivo: sé fiel hasta la muerte y te daré la corona de la vida [322].

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Jesús habla muchas veces de esta virtud: pone ante nuestros ojos el

ejemplo del siervo fiel y prudente, del criado bueno y leal en lo

pequeño, del administrador honrado…

La fidelidad es tan principal en la vida del cristiano que a los discípulos

de Cristo se les llama –precisamente– fieles [323]. San Pablo, que

había dirigido múltiples exhortaciones a aquella generación de

primeros cristianos, cuando siente cercana su muerte entona un canto

a la fidelidad que es un resumen de su propia vida: he combatido el

buen combate, he terminado mi carrera, he guardado la fe. Por lo

demás, ya me está preparada la corona de la justicia que me otorgará

aquel día el Señor, justo juez, y no solo a mí, sino a todos los que

esperan su manifestación [324].

Fidelidad a la vocación

La fidelidad consiste en cumplir lo prometido, conformando de este

modo las palabras con los hechos [325]. Somos fieles si guardamos

intacta la palabra dada, si nos mantenemos firmes, a pesar de los

obstáculos y dificultades, a los compromisos adquiridos. La

perseverancia y la constancia están íntimamente unidas a esta virtud,

y con frecuencia se identifican con ella.

Cuando en alguna ocasión hemos contemplado uno de esos ríos

anchos y caudalosos, nos hemos asombrado ante el fluir del agua

que no cesa.

De modo semejante a estos ríos, la vida de cada hombre y de cada

mujer será fecunda si se persevera. La perseverancia lleva consigo

un esfuerzo continuado. Es un valor básico en la vida. Y la fortaleza

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ayuda a no dejarse llevar por lo fácil y lo cómodo, a cambio de obtener

algo más grande y mejor en el futuro.

El ámbito de la fidelidad es muy amplio: en relación con Dios significa

responder a la vocación durante toda la vida, en el sacerdocio en unos

casos, en el matrimonio, en el celibato apostólico o en la vida

consagrada. Camina en mi presencia con fidelidad, guarda el pacto

que hago contigo, sugiere el Señor en la intimidad del corazón. Dios

concede su compañía y el apoyo que se necesita para ser fieles.

Antoine de Saint-Exupéry manifiesta en una de sus obras la emoción

que siente el piloto –Fabián– que, al sobrevolar de noche aquellos

territorios en tinieblas, descubre inesperadamente la pequeña luz de

una casa solitaria: tras esa luz –que conoce bien– hay un hogar donde

un hombre y una mujer, una familia, permanecen en vela unidos [326].

El piloto, al ver aquella luz en la hondura de la noche, entre aquel mar

de rocas, de pronto se encuentra perfectamente orientado. La

fidelidad no queda oculta, es luz también para otros. Toda fidelidad

es un testimonio que servirá a los demás para reconocer el tesoro de

un amor que perdura.

Nunca queda aislada la fidelidad de un hombre, de una mujer. Son

muchos los que, quizá sin saberlo expresamente, se sostienen en

ella.

Esta virtud adquiere su firmeza por el amor, el amor verdadero. Por

eso, cuando el amor ha pasado ya por el período de mayor

sentimiento, pasión y entusiasmo, lo que queda no es lo menos

importante, sino lo esencial, lo que da sentido a todo: un amor

probado y hondo que ha superado dudas, trances y reconciliaciones.

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«Nada hay pesado para el que ama –exclama san Agustín–. Cuánto

sufre el cazador por el calor del verano, el frío del invierno, las

dificultades de los caminos, las pendientes de los montes… Y con

todo eso, el amor a la caza no solo hace llevaderas todas esas cosas,

sino que también las hace agradables; y tanto es así que, si le

prohíben cazar, entonces sí que para él es una verdadera

contrariedad: le envuelve un cansancio agotador, no puede estar

tranquilo. Mucho es lo que sufre para alcanzar a un jabalí, y ¡nos

parece a nosotros difícil llegar a Dios!» [327]. Ser fieles para

perseverar en el amor.

Una de las grandes alegrías que algunas ocasiones nos concede el

Señor consiste en contemplar a las personas que, con tesón y

constancia, han permanecido firmes en su fe y en su vocación, porque

se han apoyado en Él y han ejercido, a pesar de los pesares, gran

lealtad y coherencia. En su trato aparece una felicidad serena y

profunda.

Perseverancia y libertad

«Es fácil –recordaba el papa san Juan Pablo II– ser coherente por un

día o algunos días. Difícil e importante es ser coherente toda la vida.

Es fácil ser coherente a la hora de la exaltación, difícil serlo en la hora

de la tribulación. Y solo puede llamarse fidelidad una coherencia que

dura toda la vida» [328].

En tiempos en que nos parece que todo se pone en contra de nuestra

decisión de seguir al Señor, y nos sentimos atados a los compromisos

adoptados, si «nos decidimos a contestar al Señor: mi libertad para ti,

nos encontramos liberados de todas las cadenas que nos habían

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atado a cosas sin importancia, a preocupaciones ridículas, a

ambiciones mezquinas. Y la libertad –tesoro incalculable, perla

maravillosa que sería triste arrojar a las bestias– se emplea entera en

aprender a hacer el bien» [329].

Desde esta libertad renovada seremos más capaces de emplear la

vida en pasar haciendo el bien, como dice el apóstol cuando define

en tres palabras la existencia terrena de Jesús.

Fidelidad es lealtad

Una virtud humana que se identifica con la fidelidad es la lealtad,

esencial para toda convivencia.

Sin un clima de lealtad, las relaciones y vínculos entre los hombres

degenerarían a lo sumo en una mera coexistencia, con su cortejo

inseparable de inseguridad y desconfianza. La vida propiamente

social no sería posible si no se diera un clima de confianza mutua, de

honradez, de lealtad. No es infrecuente que en la sociedad, en la

empresa, en los negocios, parezca que se ha perdido esta virtud tan

esencial. La mentira, la manipulación de la verdad, es un arma más

que algunos utilizan como si fuera normal, en los medios de la opinión

pública, en la política, en las empresas… Muchas veces se echa de

menos la honradez para cumplir la palabra dada y los acuerdos

establecidos.

La amistad se funda precisamente en la lealtad y se manifiesta en la

ayuda incondicional. El afecto generoso que se da entre los amigos

está basado en la confianza mutua, que constituye un compromiso de

enorme valor.

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El tesoro de la amistad es esta lealtad: la certeza de que el amigo no

falla y siempre está y estará cercano, disponible, afectuoso.

Los versos del antiguo poema castellano definen con exactitud el

contenido de esta virtud: «con vos iremos todos, Cid, por yermos e

por poblados, ca nunca vos fallesceremos en cuanto seamos bivos e

sanos, conbusco despenderemos las mulas e los cavallos e aun

demás los averes e los paños, siempre vos serviremos commo leales

amigos e vasallos. Lo que dixo Álvar Fáñez todos lo otorgaron; mucho

gradesció mio Cid cuanto allí fue razonado» [330].

La lealtad es virtud esencial, sin ella las relaciones humanas de mayor

valor son imposibles.

En esos momentos urge que los cristianos –luz del mundo y sal de la

tierra– procuremos ser ejemplo de fidelidad y de lealtad a los

compromisos contraídos. San Agustín recordaba a los cristianos de

su tiempo: «el marido debe ser fiel a la mujer, y la mujer al marido, y

ambos a Dios. Los que habéis prometido continencia, cumplid lo

prometido, puesto que no se os exigiría si no lo hubieseis prometido.

Guardaos de hacer trampas en vuestros negocios. Guardaos de la

mentira y del perjurio» [331]. Son palabras que conservan plena

actualidad.

18. FLEXIBILIDAD

«Si estuviéramos contentos de Ti, Señor,

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no podríamos resistir esa necesidad

de danzar que desborda el mundo,

y llegaríamos a adivinar qué cadencia

es la que te gusta llevar siguiendo los pasos

de tu providencia. Para ser buen bailarín

contigo no es preciso saber a dónde

lleva el baile. Hay que seguir, ser alegre,

ser ligero y, sobre todo, no mostrarse rígido.

No pedir explicaciones de los pasos

que te gusta dar. Hay que ser

como una prolongación ágil y viva

de Ti mismo, y recibir de Ti la transmisión

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del ritmo de la orquesta. No hay

por qué querer avanzar a toda costa,

sino aceptar dar la vuelta, ir de lado,

saber detenerse y deslizarse

en vez de caminar».

Madeleine Delbrêl

La danza. Dejarse llevar

Aunque la flexibilidad es una propiedad de la materia, también las

personas podemos ser flexibles o inflexibles, y esto no es algo menor

en la convivencia diaria. Esta cualidad no aparece en la lista clásica

de las virtudes.

Imaginemos que, después del aviso del ángel a José [332] para que

se dirigiera a Egipto, él se hubiera empeñado en permanecer en

Judea, o en volver enseguida a Nazaret. José podría pensar que era

más fácil quedarse allí, entre sus parientes, en su ambiente. Conocía

las Escrituras y sabía que el Mesías pertenecía al pueblo de Israel:

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¿por qué vivir en un país extranjero por un tiempo ignorado? Podía

haber interpuesto sus razones, pero no lo hizo y cambió de planes.

Flexibilidad no es tozudez.

También Jesús conocía la prohibición de realizar ciertos trabajos en

sábado, que era un día sagrado; sin embargo, curaba en la sinagoga

en este día. No aplicaba sin más los mandatos contenidos en la ley.

Sabía qué era lo más importante y escogía lo mejor: pues yo os digo

que lo que aquí hay es más grande que el Templo. Si entendierais

qué significa «prefiero la misericordia al sacrificio», no condenaríais a

los inocentes. Porque el Hijo del hombre es señor del sábado [333].

No condenó a la mujer adúltera, a pesar de las exigencias de la ley:

sin justificar su conducta –vete y no peques más [334]– le libró de la

muerte y del pecado.

El Señor concedió el paraíso al buen ladrón. Condenado a muerte,

sus delitos no serían pequeños; sin embargo, Jesús le perdona

porque ha conocido el fondo de su corazón –algo que nosotros

muchas veces no sabemos hacer–, colmado de arrepentimiento y de

fe en el último momento de su vida.

La letra de la ley y la norma aplicadas con rigor pueden dejar sin

recursos a una persona, pueden contristar inútilmente sin alcanzar el

fin que se pretende.

La flexibilidad como virtud conlleva un ejercicio de la inteligencia que,

ayudada por la prudencia, procura conocer los hechos, distinguir los

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factores que están presentes. Sin esta consideración se pueden

cometer errores y dañar injustamente y, a veces, sin remedio.

El papa san Pío X hizo milagros también en vida; algunos figuran en

las actas de su proceso de canonización. En una ocasión invitó al

Vaticano a un numeroso grupo de gente de su pueblo, del que había

sido párroco tiempo atrás. Les enseñó los jardines, paseó con ellos y,

en esta situación distendida y amable, uno de ellos se atrevió a

preguntarle: «don Beppo, ¿es cierto que usted hace milagros?». San

Pío no se desconcertó ante una pregunta ciertamente inoportuna, y

su respuesta fue sencilla: «bueno, aquí en el Vaticano hay que hacer

un poco de todo».

Las personas buenas son así: hacen de todo, con humildad,

naturalidad y flexibilidad, sin darse importancia están dispuestas para

cualquier tarea o servicio, cosas importantes o favores menudos. San

Pío fue así: promulgó encíclicas importantísimas, predicaba, y

conversaba con la gente de pueblo con la misma sencillez. Sabía

adaptarse bien a la situación y al momento. Y mostrar una fortaleza

muy grande cuando así lo requería la ocasión. Era firme, muy firme,

con los fuertes, y muy comprensivo, lleno de misericordia, con los

débiles.

Barra de hierro en frío

Conocemos a personas con fama de inflexibles, a quienes les resulta

difícil cambiar de actitud y actuar con liberalidad; tienden a ser

autoritarias y a imponer su opinión y modos de resolver; quieren una

organización estricta, y lo variable y accidental les parece caótico;

también es fácil que consideren débiles y blandos a quienes no son

como ellas. No han descubierto la riqueza que encierra lo diferente,

quizá porque no se suelen detener en analizar matices y aspectos

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diversos. Si, además, son perfeccionistas, convivir con ellas puede

ser un tanto difícil.

Las personas inflexibles se perjudican a sí mismas, se rompen ante

la complejidad que contiene la vida, que es variable y no se somete a

esquemas invariables, rígidos y distintos.

No es difícil deducir que detrás de estas conductas se esconde miedo

a equivocarse, temor ante la abundancia de soluciones, ante lo

inesperadas que con frecuencia resultamos las personas. Su deseo

sería ponerle «puertas al campo» para estar más seguros: si la vida

está reglada, no se les irá de las manos.

Pero ni la vida material ni la coexistencia humana se dejan encerrar

con llave. Lo variable, lo imprevisto están presentes en todas las

situaciones; la riqueza de las diferencias y la libertad de las personas

necesitan siempre respeto.

Riesgos

La flexibilidad es virtud que tiende a realizar el bien de ordinario, por

la vía amable, pacífica, conciliadora y coordinada.

Es una gran virtud afín a la prudencia y tiene relación con la

amabilidad, la confianza, la humildad, la mansedumbre, la paciencia,

el respeto, la sencillez y, en determinados casos, con la valentía: es

el valor de dejar la puerta abierta a lo que puede ocurrir cuando se

permite que los otros aporten iniciativas y creatividad.

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Estas personas saben delegar trabajos y tareas porque confían.

En algunos la flexibilidad es un rasgo de su carácter; en otros llega a

ser virtud: son comprensivas, ejercitan la compasión, saben

escuchar, no se imponen; sin gran esfuerzo admiten a los demás tal

como son, no conceden importancia a las cosas que no la tienen. A

su alrededor surgen pocos conflictos.

Sin embargo, estas personas tienen el peligro de dar un giro y

convertirse en personas débiles y dejar paso a comportamientos

inconvenientes, tanto en su trabajo como en la vida familiar.

La autoridad, en determinadas circunstancias, «se les va de las

manos». Su confianza en las personas puede quedar defraudada si

estas no son responsables y relativizan asuntos serios sin

concederles la importancia que tienen.

Flexibles para cambiar cuando es necesario

A veces, nos contraría que nuestros proyectos se trunquen, incluso si

se trata de un plan divertido o ameno como un viaje, una excursión

programada, una cena con amigos o una tarde tranquila en casa. Sin

embargo, con frecuencia nos vemos envueltos por situaciones

inesperadas que echan por tierra los más atractivos proyectos.

Unas veces porque llueve o porque el coche se ha quedado sin

batería, otras porque nos fallan los amigos que se habían

comprometido; a veces porque un hijo se ha puesto enfermo o porque

el marido está de mal humor y no quiere salir, o la tarde libre

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desaparece porque hay un trabajo urgente por terminar… Son

múltiples los imprevistos que pueden impedir nuestros deseos.

No es fácil renunciar a estos proyectos. Sin embargo, es necesario

vivir la realidad sin dejarse llevar por las quejas, que suelen ser

inútiles y enfrían aún más el ambiente.

Ser flexibles en este sentido implica adaptarse sin dramas, no perder

el buen humor, resolver la nueva situación con serenidad, ser amable

con quien produjo el cambio de plan: en estos casos, ser benevolente

con el culpable es gran virtud.

Aprender a equivocarse

Es algo que debería enseñarse enseguida a los niños, porque es

parte de la condición humana: siempre hay un coeficiente de error en

nuestros actos. Romper un jarrón no es una tragedia, por eso se

requiere en los padres un ejercicio de flexibilidad para restar

importancia a este destrozo: más vale un jarrón roto que un niño roto

por haber magnificado la pérdida de ese tesoro familiar que no deja

de ser una cosa.

Exigirse a uno mismo y a los demás la perfección absoluta es el inicio

de grandes amarguras: los niños que son educados para ser

arcángeles se pegan más tarde resbalones que les dejan hundidos

por largo tiempo.

Los perfeccionistas son gente extraordinaria que alcanzan gran

eficacia y prestigio. Sin embargo, son también gente neurótica: viven

tensos y se vuelven cruelmente exigentes con quienes no son como

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ellos; sufren cuando los resultados obtenidos no son tan excelentes y

perfectos como ellos pretenden. Como la imperfección forma parte de

la vida, conviene aceptarla: un afán de perfección imposible puede

romper a una persona. Es preferible equivocarse y aprender a sacar

fuerza de los errores, ser benevolentes con nosotros mismos,

flexibles con nuestros hijos cuando se equivocan.

Docilidad

Es ser capaces de admitir ideas, sugerencias y mandatos que

proceden de otros.

Con frecuencia, se piensa que la docilidad es propia de personas

dependientes, influenciables, faltas de carácter y de decisión. Esta

imagen es falsa. Nuestro conocimiento de la realidad es siempre

limitado; y, acerca de cuestiones por resolver o decisiones que tomar,

la información y el consejo de otras personas ayuda a adquirir una

visión más amplia: aceptar esa opinión distinta de la nuestra no

significa debilidad cuando este cambio es fruto de la reflexión y de

haber sopesado las dos soluciones.

No es la docilidad una aceptación ciega de lo que nos sugieren otros,

sino una forma inteligente de analizar la realidad, de recapacitar sobre

lo más conveniente, de ceder si es oportuno.

Con la docilidad se adquieren numerosos beneficios personales,

facilita la colaboración gustosa para alcanzar objetivos; incrementa

nuestra capacidad de adaptación a las nuevas exigencias y

circunstancias; nos da la madurez para no encerrarnos en nuestros

juicios y opiniones, que se tornan inconmovibles.

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La docilidad mantiene relación con otras virtudes –mansedumbre,

desprendimiento, humildad, justicia, solidaridad–, y desde estas

actitudes la relación entre personas se enriquece, se crean vínculos

de cooperación y de gratitud.

Dejarse llevar por Dios

Otro aspecto de esta virtud: admitir la voluntad de Dios por encima de

la nuestra. Cuando nos aferramos a los propios proyectos y deseos

por encima y a pesar de lo que Dios quiere de nosotros, construimos

una barrera que nos distancia de los demás y en la relación amable y

confiada que manteníamos con el Señor aparece una grieta que nos

aparta –al menos un poco– de Él.

Ser flexibles y dóciles a los deseos de Dios, admitir nuestra vida tal

como Él la permite con todos sus compromisos y circunstancias,

favorece la paz interior y nos hace más libres.

Los versos de una poetisa francesa del siglo pasado expresan bien la

docilidad y la flexibilidad ante la vida, lo que significa obedecer y amar

a Dios y dejarse llevar por Él:

«Señor, haznos vivir nuestra vida

no como un juego de ajedrez

en el que todo se calcula,

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no como un partido en el que todo es difícil,

no como un teorema que nos rompe la cabeza,

sino como una fiesta sin fin

donde se renueva el encuentro contigo,

como un baile,

como una danza en las brazos de tu gracia,

con la música universal del amor» [335].

19. FORTALEZA

«Nos dice la experiencia que,

cuando soportamos pruebas difíciles

por alguien a quien queremos,

no se derrumba el amor, sino que crece.

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Aguas torrenciales (esto es, abundantes

tribulaciones) no pudieron apagar el amor

(Cant 8, 7). Y así los santos, que soportan

por Dios contrariedades, se afianzan

en su amor con ello; es como un artista,

que se encariña más con la obra

que más sudores le cuesta».

Santo Tomás de Aquino

Sobre la caridad, 1. c., p. 212

Virtud cardinal necesaria para vivir y convivir; quicio también de otras

virtudes que sin ella no pueden sostenerse: serenidad, alegría,

optimismo, paciencia y todos los aspectos relacionados con la vida

familiar.

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En Jesucristo la fortaleza está llena de serenidad; nunca hizo alarde

de poder, porque Él es manso y humilde de corazón [336]. Muchos

años antes el profeta describió su actitud diciendo: no gritará, no

alzará su voz en las plazas [337].

Al hacerse hombre el Hijo de Dios asume también las debilidades

humanas que no están relacionadas con el pecado. Sin embargo, la

fortaleza formaba parte de su modo de ser y la ejercía con

naturalidad: ante el cansancio, la sed y las muchas incomodidades;

también ante incomprensiones, críticas, ataques, el Señor actuaba

sin temor, siempre cumplía –aunque le costara– la voluntad de su

Padre. Jamás se le ve en todo su ministerio vacilar, permanecer

indeciso y menos aún volverse atrás. Y, sobre todo, en los

sufrimientos de la Pasión Jesús mostró una gran fortaleza. «Todo su

ser y toda su vida son unidad y firmeza, luz y pura verdad. Producía

tal impresión de sinceridad y firmeza, que sus mismos enemigos no

podían sustraerse a ella. Jesús fue plenamente un carácter heroico,

la encarnación misma del heroísmo» [338].

También lloró, porque es hombre perfecto, y todos sus sentimientos

fueron sinceros. Tuvo una gran pena al conocer la muerte de Lázaro

y experimentó la decepción, el hambre, la sed… y compartió alegrías

con su Madre y con José. Vivió momentos muy gratos con sus

discípulos y con las gentes que se acercaban. Compartió la alegría

de los curados: ciegos, leprosos, tullidos.

«La fortaleza es la virtud cardinal que asegura en las dificultades la

firmeza y la constancia en la búsqueda del bien. Capacita al hombre

para vencer el temor, incluso a la muerte, y hacer frente a las pruebas

y a las persecuciones» [339]. Esta virtud, por tanto, tiene una doble

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función en la vida del hombre: por un lado, asegura y, por otro,

capacita.

La esencia de esta virtud no está tanto en vencer dificultades como

en obrar el bien a pesar de esos inconvenientes, de lo difícil y arduo

que se presentan.

Conscientes de nuestra fragilidad y de los innumerables riesgos,

todos –hombres y mujeres– buscamos seguridades en las que

apoyarnos. Pero el Señor, no pocas veces, desmantela nuestros

sistemas de seguridad para que crezcamos en fortaleza humana de

hombres recios, con temple. A la vez nos impulsa a buscar la fortaleza

en el Señor, pues nuestra fortaleza es prestada [340].

Desde la debilidad ejercitarse en la fortaleza

No somos fuertes por naturaleza, sino débiles. El primer ejercicio que

deberíamos realizar es poner todos los medios, enseguida, para no

dejarnos «hundir» por las dificultades. Cuando los proyectos se

vienen abajo y se cierra y oscurece el horizonte o cuando perdemos

a alguien muy querido y la tristeza intenta invadir lo más profundo de

nuestro ser, en estas ocasiones aparecen dos opciones ante

nosotros: esforzarnos por salir a flote o dejarnos arrastrar por el

desánimo y la desesperanza.

Son muchos los obstáculos que encontramos para alcanzar nuestros

fines. Se oponen, por ejemplo, lo material y lo físico, que para

conducirlo al orden que se pretende es necesario prestar atención

para manejarlo bien. Las relaciones humanas son complicadas y sin

un conocimiento de las personas y de sus circunstancias es imposible

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la buena comunicación. También en nuestro interior encontramos

contradicciones y confusiones.

La experiencia enseña que sin valor y fortaleza es imposible lograr la

felicidad, que siempre está amenazada por los reveses de la vida.

Hay temporadas en las que, cuando se apaga un fuego, aparece otro.

Si falta fortaleza, la vida se hace pequeña. Sin la energía que

proporciona esta virtud las personas se reducen a cumplir con lo

mínimo, se crece poco interiormente y falta valor para conseguir

metas grandes.

Superar la debilidad

Si el primer paso para adquirir esta virtud consiste en luchar

decididamente, no derrumbarse ante el dolor ni quedarse paralizado

por la contrariedad, el segundo consiste en acometer: la fortaleza

requiere siempre un esfuerzo por superar la debilidad, porque el

hombre, por naturaleza, teme el peligro, los disgustos y sufrimientos

que, a veces, paralizan. El hombre debe superar, en cierta manera,

los propios límites, ser fuerte y superarse a sí mismo.

«He nacido para cosas grandes» fue el lema de algunos santos, que

tuvieron que vencer la oposición de quienes le impedían dedicar su

vida a Dios. Toda persona ha nacido para hacer cosas; rehuir la

dificultad recorta sus horizontes y empequeñece.

Es necesaria la fortaleza y el ejercicio del valor, así lo considera el

gran héroe castellano: «en esto de acometer aventuras, señor don

Diego, que antes se ha de perder por carta de más que de menos,

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porque mejor suena en las orejas de los que oyen: el tal caballero es

temerario y atrevido, que no, el tal caballero es tímido y cobarde»

[341].

Para alcanzar tal fortaleza el hombre necesita un motivo importante,

una razón de peso, debe estar sostenido por un gran amor a la verdad

y al bien, a sus amigos, a la familia…

La virtud de la fortaleza camina al mismo paso que la capacidad de

sacrificarse. El Evangelio –afirmaba el papa san Juan Pablo II– va

dirigido a los hombres débiles, pobres, mansos y humildes,

misericordiosos: y al mismo tiempo contiene en sí un llamamiento

constante a la fortaleza. Con frecuencia Jesús repite: no tengáis

miedo [342], y enseña que es necesario saber dar la vida [343] por

una causa justa, por la verdad, por la justicia.

Conocemos situaciones límite en las que aparece la gran capacidad

que encierra el hombre para soportar la adversidad. Viktor Frankl se

refiere a las condiciones extremas de los prisioneros en Auschwitz,

con frecuencia los mantenían desnudos y mojados a la intemperie a

temperaturas bajísimas: estábamos ansiosos por saber –escribe–

qué consecuencias nos traería, y a los pocos días comprobamos que

ni siquiera nos habíamos resfriado.

Dificultades cotidianas

La vida cotidiana exige cierta dosis de energía para llevar a cabo

hasta las tareas más habituales con orden y serenidad, con alegría y

paciencia, con perseverancia, generosidad, justicia, prudencia,

respeto, responsabilidad, tesón.

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Cada día ejercemos esta virtud no pocas veces. En una jornada

cualquiera se presentan situaciones en las que se precisa un buen

acopio de coraje y de paciencia:

Levantarse a la hora prevista, ¡el mundo nos espera!

No enfadarse con los hijos pequeños que discuten con pasión durante

el desayuno quizá por tonterías, poner unas gotas de buen humor.

Resistir un atasco de tráfico sin perder la calma.

No airarse con las múltiples interrupciones, especialmente cuando

estamos sumergidos en un asunto complicado.

Responder con amabilidad y ayudar a quien nos pide un favor.

Cambiar serenamente de tarea por otra más necesaria o urgente pero

menos grata.

Mantener la calma durante una reunión en la que alguien nos lleva

continuamente la contraria.

No retrasar, sin motivo justificado, esa tarea que resulta más difícil o

costosa.

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Cuando es necesario tomar una decisión cuyas consecuencias

pueden ser dolorosas.

No perder el ánimo cuando ya es tarde y aún nos quedan muchas

cosas por terminar.

Son muchas las ocasiones. En estos casos, la fortaleza ayuda

discretamente a no perder la alegría: descubrimos que estas

situaciones son oportunidades para superarnos, entender que tales

circunstancias son pequeños retos ante los que podemos crecernos.

Si no lo hacemos así, nos asaltará pronto el mal humor y es fácil que

después no sepamos ser amables ni sonreír ni hacer un favor.

Sobreproteger a los hijos: un daño por exceso

El exagerado proteccionismo hacia los hijos tiende a no dejarlos

nunca solos ante los inconvenientes. El excesivo proteccionismo crea

en ellos una negativa dependencia de sus padres: son estos quienes

ponen el esfuerzo, mientras que la posición del hijo es de pasividad;

así no adquieren virtudes ni aprenden a ser libres.

Flaco favor se hace a los hijos si se les protege de una manera tan

exagerada que ellos mismos no van desarrollando progresivamente

la fortaleza, seguridad e independencia para ser capaces de

enfrentarse por sí mismos a las situaciones que se vayan

encontrando en la vida.

Ante las tentaciones

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Como la naturaleza humana se transformó para peor después del

pecado original, existe en nuestro interior una dificultad grande para

hacer el bien. No nos atrae el mal directamente; sin embargo, nuestra

inteligencia no discierne con claridad lo mejor, nuestros deseos

tienden hacia el placer, el poder o el dinero, o todos a la vez. El control

de estas tendencias es la fortaleza.

A veces será necesario un gran acopio de fortaleza para:

Ser honrados en los negocios.

Vivir la castidad de acuerdo con el estado propio.

Controlar la ira y los enfados que son síntomas de debilidad.

No dejarse influenciar por estilos y costumbres anticristianas. Este

modo de vivir contrasta con muchos ambientes sociales.

Fortaleza y templanza se necesitan mutuamente, una protege a la

otra.

Fortaleza para ser coherentes

Se precisa fortaleza para vivir de acuerdo con lo que se cree, para

aceptar el riesgo de la incomprensión antes que permitir rupturas

entre lo que se piensa y lo que se vive. Los propios principios no

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deben abandonarse cuando las situaciones cambian. El ejercicio de

la justicia reclama en muchas ocasiones gran fortaleza.

Se trata de una actitud de firmeza, que busca –con naturalidad– hacer

lo que se debe en el trabajo, en las relaciones con los demás, en el

esfuerzo por acercarse más a Dios, sin doblegarse ante las

dificultades.

Ser coherentes es también caminar contracorriente en un mundo que

parece se aleja cada vez más de Dios, y desconoce o relega a un

segundo plano los valores espirituales.

Fortaleza de ánimo

Las emociones, que juegan un gran papel en nuestro mundo

personal, favorecen o destruyen nuestra felicidad. Nuestro mundo

interior puede ser luminoso o ser oscuro: depende del dominio sobre

los pensamientos, las emociones y los sentimientos.

Cuando las personas se dejan dominar por ideas pesimistas y las

emociones negativas, se hacen frágiles en exceso y cualquier suceso

–por poco importante que sea– les afecta en lo más hondo, les

conduce a la tristeza o les lleva a un optimismo sin razón y produce

constantes cambios de humor que influyen en su trabajo, en las

relaciones con los demás, en las decisiones que deben tomar.

Interiormente estables

Quien posee la virtud de la fortaleza mantiene habitualmente un

ánimo estable ante las contrariedades y los sufrimientos y se enfrenta

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a los obstáculos y a las dificultades no por ambición u orgullo, sino

para obtener el bien, teniendo en cuenta sus propias fuerzas y

juzgando adecuadamente el tamaño de los obstáculos. La virtud de

la fortaleza, al darnos un ánimo estable, nos permite mantenernos

serenos para tomar las decisiones más oportunas y prudentes. Nos

hace más libres no solo con respecto a nuestras pasiones y

sentimientos, a los que ordena según la razón y la fe, sino también

ante la influencia del ambiente, que trata de convencernos de que

resistir en el bien no vale la pena.

La Sagrada Escritura proporciona un punto de vista interesante: el

hombre sabio está lleno de fortaleza [344]. La mayoría no somos

fuertes físicamente, sin embargo, es asequible para todos ser fuertes

interiormente, conocerse bien a uno mismo, sacar partido a la

experiencia adquirida, reconocer la importancia real de los

acontecimientos.

Los motivos

Se precisa un buen motivo, una razón importante para poner en

marcha nuestra libertad y deseo de adquirir y practicar la virtud de la

fortaleza. Se necesita un gran amor. El cristiano precisa un gran amor

a Cristo.

Si no se ama, la fortaleza puede volverse áspera, ser altanera,

convertirse en distancia o barrera que aísle de los demás. La clave

de la fortaleza no consiste tanto en vencer dificultades, sino obrar el

bien, cueste lo que cueste.

Motivos para ejercer la fortaleza: el bien de los hijos, la salvaguarda

de la familia, la defensa de los derechos justos, el ejercicio de la

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misericordia hacia todos y más hacia los necesitados, la ayuda y el

apoyo a los amigos, la defensa de los bienes de la empresa, el amor

a la verdad.

Ante la enfermedad

Contamos con el ejemplo admirable de personas conocidas y

cercanas que, ante un diagnóstico grave, han reaccionado con

entereza, sin descomponerse. Han pasado por operaciones de riesgo

y procesos terapéuticos dolorosos, y les hemos visto serenos. Quizá

pensemos que, si esto nos sucediera a nosotros, no podríamos

reaccionar así, quedaríamos muy afectados ante el temor y el dolor.

Joseph Pieper afirma que no se contraponen dolor, enfermedad y

miedo: se puede ser fuerte aunque uno sienta temor. Es normal sentir

miedo.

Se puede ser valiente en estos casos, si antes, y con la ayuda de la

gracia, se ha ejercitado esta virtud:

Dominar la imaginación: la fantasía sin control agranda los males.

Estar serenos, porque es muy importante no amargar a las personas

de alrededor ni aumentar su preocupación.

Buscar sentido al dolor: si sabemos que Jesús padeció

indeciblemente en su Pasión, podemos unir nuestro dolor al suyo y

ofrecerlo por los mismos motivos por los que Él sufrió.

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Crecer interiormente y adquirir un sentido más profundo acerca de lo

que significa vivir y ser hombres y mujeres con temple.

Emplear bien el tiempo de obligado descanso para curarnos.

Adquirir paciencia, avivar la esperanza, ser más abnegados.

Pensar en todos los enfermos del mundo y pedir por ellos a Dios.

Solo con fortaleza se puede afrontar la muerte con serenidad; y esta

serenidad permite elevarse sobre el natural temor a morir. Con

serenidad se puede mirar la eternidad como el destino inexorable de

todos los hombres y admitir que «lo nuestro es pasar» [345], pasar

haciendo el bien, como el Hijo de Dios en este mundo.

Se trata entonces de pensar y sentir como señala el poeta de Castilla:

«y con esta confianza / y con la fe tan entera / que tenéis, / partid con

buena esperanza» [346].

20. GENEROSIDAD

«El cristiano ha de tener un corazón grande,

que reaccione prontamente ante

las necesidades ajenas, extendiendo su radio

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de actuación a esos problemas complejos,

que afectan al conjunto de la sociedad

y que se nos antojan competencia de otros

y no de nosotros mismos».

Javier Echevarría

Itinerarios de vida cristiana, p. 204

La generosidad es virtud de las almas grandes que encuentran su

mejor paga en el mismo dar. El hombre generoso y la mujer generosa

han aprendido bien aquellas palabras del Maestro: es mejor dar que

recibir [347]. Así, es mejor dar. Mucho mejor.

Se puede vivir así: comenzar nuestras tareas cada día dispuestos a

repartir nuestros pequeños y queridos tesoros (el tiempo, la

comprensión, el cariño, la alegría, la limosna…). Siempre hay

ocasiones para dar, cualquier día de nuestra vida. La generosidad

aumenta la propia riqueza y también nuestros talentos. Casi sin

darnos cuenta llenamos el día de mil pequeños detalles convertidos

en favores, de actos buenos que hacen felices a los demás y también

a nosotros.

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Algunas veces las necesidades de los demás tienden a ocupar

nuestro tiempo, nos absorben de tal forma que nos vemos obligados

algunas veces a renunciar a planes propios; se origina entonces una

duda entre dar o no dar. Con sentido común, conviene pensar que no

vivimos para nosotros mismos, sino para Dios y para los demás: eran

tantos los que iban y venían que no les quedaba tiempo ni para comer

[348]. El día parece alargarse en la medida en que damos y nos

damos.

Esta virtud de la generosidad es necesaria para mantener una

amistad a través del tiempo y de la distancia. Aunque los amigos son

uno de los tesoros de la vida, esta relación se torna a veces exigente,

y la lealtad conlleva, en ocasiones, sacrificios: tiempo, atención,

favores, renuncia a lo propio, flexibilidad, benevolencia, comprensión,

paciencia… Solo con generosidad es posible responder con solicitud

a las necesidades que presentan los demás. Nadie tiene mayor amor

que el que da su vida por sus amigos [349].

Aunque el individualismo es la forma de vivir de tantas personas,

todos estamos obligados a ser solidarios: una apertura hacia los

demás, a veces difícil, que exige renuncia a uno mismo, normalmente

en detalles pequeños. No son pocos los egoístas que siempre

encuentran motivos para no prestar un favor a nadie. Cada una de

estas negaciones es un paso hacia la pobreza de corazón. «Todos

van a lo suyo –declaraba aquel egoísta–; todos menos yo, que voy a

lo mío», añadía.

Es posible mantener una actitud afable con quienes nos encontramos

a diario: alguien que en la calle nos pide información, el guarda de

seguridad que solicita la documentación al entrar en un edificio oficial,

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el funcionario de un registro público, el vecino que apenas

conocemos, el empleado de limpieza que barre nuestra calle… Se

trata de ver en cada uno a alguien que Dios ha querido que exista,

que se realice como hombre o mujer. La generosidad no debe

desalentarse: la caridad es paciente, es servicial [350].

Casi siempre es difícil la generosidad con el tiempo disponible, ¡tan

valioso! y a veces tan escaso y ¡tan mal aprovechado por tantos!

¡Tantas horas perdidas! Con frecuencia será difícil recuperarlo, pero

siempre sentiremos la alegría de haber escuchado, ayudado y

favorecido, aliviado y fortalecido a alguien que lo necesitaba. Lo que

se da a otro se multiplica. Siembra con cuidado un grano de trigo y te

dará cien.

Si alguno que posee bienes de la tierra ve a su hermano padecer

necesidad y le cierra su corazón, ¿cómo puede permanecer en él el

amor de Dios? [351]. El encuentro con los necesitados es una llamada

a la puerta de nuestro corazón.

Con la gracia del Señor podremos oír aquellas palabras tan

gratificantes de Jesús: cuantas veces lo hicisteis con uno de ellos,

conmigo lo hicisteis [352]. ¡Qué gran motivo para hacer más «ancho»,

más generoso nuestro corazón!

Jesús, al recomendar la limosna, exige que se haga con desinterés,

sin ostentación: cuidad de no practicar vuestra justicia delante de los

hombres para ser vistos por ellos [353]; prestad sin esperar nada a

cambio [354]; da a todo el que te pida, y al que tome lo tuyo, no se lo

reclames [355].

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Dad y se os dará [356]: esta promesa del Señor se cumple siempre.

También en nuestros días, ¡tan cortos para dar!

Generosos con Dios

Los dones de Dios con cada uno de nosotros, ¿quién podrá

contarlos? Muchos de ellos, conocidos; tantos y tantos, ignorados.

Dios también es magnánimo cuando da.

Imposible corresponder a los bienes de Dios, que no tienen precio ni

nuestra naturaleza nos permite pagar.

Sin embargo, constantemente Dios nos pide generosidad con Él;

quiere todo lo que podemos darle. Jesús no quiere lo que nos sobra,

nos pide el corazón y la vida entera. El Señor no quiere las ramas,

quiere el árbol; no quiere el agua, quiere la fuente. Como dijo san

Juan Pablo II en uno de sus discursos, Dios no quiere de nosotros la

calderilla, lo que nos sobra, que muchas veces es lo que le damos,

«Cristo lo pide todo» [357].

Jesús prometió: el que haya dejado casa, hermanos y hermanas,

madre y padre, hijos o campos por mí y por el Evangelio, recibirá el

ciento por uno y la vida eterna [358].

Si consideramos el don de existir y nacer unido a la promesa de la

felicidad eterna, podemos entender que vivir es el arco entre un origen

en Dios y un destino también con Él: la clave de nuestro vivir está en

recorrer todo ese camino junto a Él.

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El Señor espera –porque nos quiere– que toda nuestra existencia sea

para Él. Pensamientos y amores, trabajo, amistad y descanso,

tiempos felices y etapas de dolor, palabras, silencios, proyectos,

afectos. Ser generosos con Dios consiste en hacer muy nuestro su

mandato: amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu

alma, con todas tus fuerzas; y al prójimo, como a ti mismo [359].

Abel ofrecía a Dios lo mejor de sus rebaños, y no agradaron a Dios

las ofrendas de Caín, a quien le faltó grandeza con su Creador.

Fueron gratos al Señor el joven que puso a disposición aquellos

panes y peces para el milagro, la viuda que entregó las últimas

monedas que llevaba, la mujer que derramó sobre Él aquel perfume

de nardo tan valioso, Nicodemo y José de Arimatea a quienes

agradecemos todos los cristianos de todas las épocas que fueran tan

espléndidos con la sepultura de Jesús, los Magos que acudieron

desde lejos, los pastores que fueron presurosos al portal. Y no lo

fueron los habitantes de Belén que no prestaron sus casas, el joven

rico que no quiso dejar sus riquezas (¡sus pobres riquezas!), los

leprosos que no volvieron para agradecer su curación, los de Gerasa

que rogaron a Jesús que se marchara de sus tierras al comprobar que

se habían quedado sin sus cerdos. ¡Qué oportunidad perdieron!

Generosidad abierta a todos

Son muchas las personas que esperan nuestros dones, aun sin

saberlo: hombres, mujeres, niños, que sufren lejos de nosotros, por

los que podemos rezar. Las almas del Purgatorio, a las que podemos

aliviar con oración y sacrificios.

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También esperan afecto y atención nuestros padres ya mayores;

compañeros de trabajo a quienes les excede lo que tienen por hacer;

amigos que están apurados; vecinos que viven solos…

Y es importante el modo de dar y de hacer favores: debemos dar con

alegría, servir con sencillez, sin humillar y sin reclamar

agradecimiento. Dios ama al que da con alegría [360].

21. GRATITUD

«Pedir e implorar es humano;

pero ser agradecido en los buenos

y en los malos tiempos es tan solo

propio de los mejores, de los realistas,

de los más sanos y sensibles».

Juan Bautista Torelló

Psicología abierta, p. 79

La llave de la felicidad

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Una familia muy pobre tenía además muchos otros problemas. Su

situación era un verdadero desastre. Pero encontraron en el Cielo un

buen aliado, un ángel que les acompañó a ver a la Virgen María. Con

su ayuda estaban seguros de que todo podía resolverse. Y la Madre

de Dios actuó en su favor.

Aquella familia cambió de la noche a la mañana. Los hijos dejaron los

malos hábitos y fueron encontrando trabajo. El cambio llegó incluso a

las costumbres religiosas y así empezaron a ir a misa los domingos.

Comenzaron a colaborar económicamente con instituciones

humanitarias. Sin embargo, no eran felices. Algo no iba bien. Tenían

de todo, pero seguía sin haber felicidad.

Estaba a punto de morir el padre y le visitó de nuevo el ángel. «¿Eres

feliz? ¿Son felices los tuyos?», preguntó el mensajero divino. «No»,

contestó, desolado, el anciano. «Todos estamos bien, mucho mejor

que cuando viniste a vernos la primera vez. Como sabes, hasta nos

hemos vuelto piadosos y damos limosna a los pobres. Pero en esta

casa no hay felicidad. ¿Por qué?». «Te dije –contestó el ángel– que

había un don estrechamente ligado a esa felicidad y sin el cual esta

no puede existir. Pero tú no lo has pedido y yo no te lo he podido dar».

«Un don, ¿qué don?», preguntó inquieto el buen hombre. «¿Qué

puede dar la felicidad si no es el dinero, la salud, la cultura o las

diversiones? ¿La unión entre nosotros? Ahora que todo termina para

mí, dime, ángel, ¿qué me ha faltado por pedirte?».

«Lo único que no me has pedido –repuso el enviado– era

precisamente lo más importante: la virtud de agradecerlo todo. Tienes

muchos bienes, los compartes con los necesitados, por lo tanto has

aprendido a dar. Pero no has aprendido a dar las gracias. Y sin

gratitud es imposible la felicidad, sin ella no se disfruta de los bien

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recibidos. Sin gratitud, no te das cuenta de que todo es un regalo, un

don. Piensas que lo mereces, que la vida o Dios te deben, que están

obligados a concedértelo. Y en lugar de pensar en lo que ya posees,

solo piensas en lo que todavía te falta, por eso no terminas de disfrutar

de lo mucho que tienes. Lo siento. No me has pedido la clave de la

felicidad: saber agradecer, la virtud de la gratitud» [361].

Agradecer es una forma bellísima de relacionarnos con Dios y con los

hombres. Te daré gracias ante las naciones, Señor, contaré tu fama

a mis hermanos [362]: esta es una oración siempre grata al Señor,

porque anticipa de alguna manera la alabanza que le daremos por

siempre en la eternidad. Llamamos precisamente acción de gracias

al sacramento de la Sagrada Eucaristía, por el que adelantamos la

unión con Dios que tendremos en la bienaventuranza eterna. En

relación con los hombres, la gratitud es también una forma de hacer

más grata la convivencia diaria a quienes nos rodean.

En el Evangelio vemos cómo el Señor se lamenta de la ingratitud de

aquellos leprosos que no supieron ser agradecidos: después de

haber sido curados, ya no se acordaron de quien les había devuelto

la salud, y con ella su familia, el trabajo, la vida. Jesús se quedó

esperándolos.

En otra ocasión se duele de la ciudad de Jerusalén, que no percibe la

infinita misericordia de Dios al visitarla [363] ni el don que le hace el

Señor al tratar de acogerla como la gallina reúne a sus polluelos bajo

las alas [364].

Un autor de la antigüedad señala que «la tierra no ha producido peor

planta que la ingratitud» [365].

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En El Quijote se pueden leer estas palabras dirigidas a Sancho:

«Entre los pecados mayores que los hombres cometen, aunque

algunos dicen que es la soberbia, yo digo que es el

desagradecimiento, ateniéndome a lo que suele decirse. Que de los

desagradecidos está lleno el infierno. Este pecado, en cuanto me ha

sido posible, he procurado yo huir desde el instante que tuve uso de

razón. Y si no puedo pagar las buenas obras que me hacen con otras

obras, pongo en su lugar los deseos de hacerlas, y cuando estos no

bastan, las publico, porque quien dice y publica las buenas obras que

recibe, también las recompensa con otras, si pudiera; porque, por la

mayor parte, los que reciben son inferiores a los que dan, y así, es

Dios sobre todos, porque es dador sobre todos, y no pueden

corresponder las dádivas del hombre a las de Dios con igualdad, por

infinita distancia, y esta estrechez y cortedad, en cierto modo» [366].

Agradecer es una forma de expresar la fe, de reconocer a Dios como

fuente de todos los bienes; es una manifestación de esperanza, pues

afirmamos que en Él están todos los bienes; y lleva a la humildad, nos

reconocemos pobres y necesitados.

San Pablo exhortaba encarecidamente a los primeros cristianos a ser

agradecidos: dad gracias a Dios, porque esto es lo que quiere Dios

que hagáis en Jesucristo [367], y considera la ingratitud como una de

las causas del paganismo [368]. Los jóvenes suelen ser poco

agradecidos, porque creen que todo les es debido. Son todavía

demasiado inexpertos y demasiado orgullosos para saber que en este

mundo todo vivir es convivir, que toda existencia necesita el apoyo de

los demás.

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Santo Tomás enseña que la gratitud nace de la caridad. Y cita unos

versículos de la Carta a los Romanos: ninguno tenga deudas con los

demás, a no ser la deuda del amor mutuo. Y, por eso, no habría

inconveniente en considerar que la gratitud engendra la deuda, una

deuda que, muchas veces, permanece siempre [369], a través del

tiempo o de la distancia. Es impagable, ¿cómo podremos saldar la

deuda con nuestros padres o la de aquel amigo que con tanta

paciencia nos condujo a la fe?

Gratitud a Dios

Un día, cuando estemos ya en la presencia de Dios para siempre, con

la ayuda de su gracia comprenderemos con entera claridad que no

solo nuestra existencia se la debemos a Él, sino que toda ella estuvo

llena de tantos cuidados, gracias y beneficios. Nos daremos cuenta

de que solo tuvimos motivos de agradecimiento a Dios y a los demás.

Solo cuando la fe se apaga se dejan de percibir estos bienes y esta

grata obligación. Esencialmente somos deudores. Cada día

deberíamos dar gracias por tener la capacidad de ver, de contemplar

la naturaleza, de caminar, de amar, de leer…

«Dale gracias por todo, porque todo es bueno» [370]. El Señor nos

enseñó a ser agradecidos hasta por los favores más pequeños: ni un

vaso de agua que deis en mi nombre quedará sin su recompensa

[371]. El samaritano que volvió a dar gracias se marchó con un don

todavía mayor, el gran don de la fe y de la amistad del Señor:

levántate y vete, tu fe te ha salvado [372], le dijo Jesús. Los nueve

leprosos desagradecidos se quedaron sin la parte mejor que Jesús

les había reservado y les esperaba.

Virtud humana

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Como virtud humana, la gratitud constituye un eficaz vínculo entre los

hombres y revela con bastante exactitud la calidad interior de la

persona. Es de bien nacido ser agradecidos, dice la sabiduría popular.

Y si falta esta virtud se hace difícil la convivencia humana. Y enseña:

cuando bebas un vaso de agua, acuérdate de la fuente. Todo nos es

dado. La fuente es Dios. De Él sale la vida. Cuando somos

agradecidos con los demás guardamos el recuerdo afectuoso de un

beneficio, aunque sea pequeño, con el deseo de pagarlo de alguna

manera. En muchas ocasiones solo podremos decir gracias o algo

parecido. En la alegría que ponemos en ese gesto va nuestro

agradecimiento. Y todo el día está lleno de pequeños servicios y

dones de quienes están a nuestro lado. Cuesta poco manifestar

nuestra gratitud y es mucho el bien que se realiza: se crea un mejor

ambiente, unas relaciones más cordiales, que facilitan no poco la

convivencia.

La persona agradecida con Dios lo es también con quienes la rodean.

Con más facilidad sabe apreciar esos pequeños favores y

agradecerlos. El que solo está en «sus cosas», ensimismado, es

incapaz de agradecer; piensa que todo le es debido. Toda existencia

es co-existencia, la cual ya es un puro don: «vivir significa pasar de la

nada al ser» [373]. Somos en realidad destellos breves de la gloria de

Dios. Por este motivo decimos en la Misa: «te damos gracias, Señor,

por tu inmensa gloria». Estamos en la tierra tan solo para brillar

misteriosamente junto a la incorruptible belleza de Dios.

Si estamos atentos, apreciaremos en nuestro propio hogar que la

casa esté limpia y en orden, que alguien haya cerrado las ventanas

para que no penetre el frío o el calor, que la ropa esté planchada… Y

si alguna vez una de estas cosas no está como esperábamos,

sabremos disculpar, porque es incontablemente mayor el número de

favores recibidos.

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Y al salir a la calle, el conserje merece nuestro agradecimiento por

guardar la casa, y la farmacéutica, porque nos ha proporcionado las

medicinas, y quienes componen el periódico y han pasado la noche

trabajando, y el conductor del autobús… Toda la convivencia humana

está llena de pequeños servicios mutuos. ¡Cómo cambiaría esta

convivencia, cómo cambiaría el mundo si, además de pagar y de

cobrar lo justo en cada caso, manifestáramos nuestro sincero

agradecimiento! La gratitud en lo humano es propia solo de un

corazón grande.

22. HONRADEZ

«Vuestras mercedes se queden con Dios,

y digan al duque mi señor que,

desnudo nací, desnudo me hallo:

ni pierdo, ni gano; quiero decir

que sin blanca entré en este gobierno

y sin ella salgo, bien al revés

de como suelen salir los gobernadores

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de otras ínsulas».

Miguel de Cervantes

El Quijote, I, 25

Es una virtud que abarca muchos aspectos de la vida, se refiere

también a la honestidad y a la honorabilidad.

Cuando aplicamos a alguien el calificativo de honrado estamos

afirmando que es una persona íntegra, sincera, irreprochable, que

procura ser justa, insobornable, respetuosa con lo ajeno, ecuánime,

leal, ejemplar. Quien reúne este conjunto de virtudes, actitudes y

formas de actuar es admirado por los demás, es bien valorado, tiene

prestigio y todos saben que se puede confiar en él.

Un aspecto fundamental de esta virtud es el que se refiere al respeto

de los bienes ajenos, tal como señala el séptimo mandamiento, que

«prohíbe tomar o retener el bien del prójimo injustamente y perjudicar

de cualquier manera al prójimo en sus bienes. Prescribe la justicia y

la caridad en la gestión de los bienes terrenos y de los frutos del

trabajo» [374].

Es preciso recordar que los bienes de la creación están destinados a

todo el género humano: una persona honrada emplea los recursos

según el deseo de Dios. «El hombre, al servirse de esos bienes, debe

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considerar las cosas externas que posee legítimamente no solo como

suyas, sino también como comunes, en el sentido de que puedan

aprovechar no solo a él, sino también a los demás» [375].

El concepto de honradez, a pesar de su amplitud, señala

comportamientos muy precisos y consiste en:

Respetar la propiedad ajena, también en lo pequeño.

Dar a cada uno lo suyo. No adueñarse de un objeto encontrado como

si este hallazgo fuera un título de propiedad.

Devolver lo prestado. También los libros.

Cuidar los bienes materiales públicos como si fueran propios.

Trabajar bien, con rectitud, ser fieles a la empresa.

Ser fieles también a los compromisos adquiridos. Cumplir las

promesas. También las que parecen pequeñas.

Más allá de leyes y preceptos

Preceptos de diverso rango señalan la obligación de respetar los

bienes de todos:

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El séptimo mandamiento prohíbe la usurpación del bien ajeno contra

la voluntad razonable de su dueño.

Las leyes civiles y penales establecen los principios que protegen la

propiedad privada y los derechos y deberes de todos: tráfico,

impuestos…

Existe el deber, que se apoya en la confianza de quien otorga el

encargo, de gestionar correctamente los bienes, públicos y privados,

y administrarlos con responsabilidad, mejor que si fueran propios.

A veces se falta a la honradez con acciones a las que no se concede

mucha importancia: en algunas personas se ha adormecido la

conciencia y no reconocen que determinadas intenciones, acciones y

conductas atentan contra el bien y los bienes de otros.

Son faltas de honradez en temas poco importantes en apariencia. Son

comportamientos contrarios a esta virtud: divulgar lo que se conoce

confidencialmente, utilizar en beneficio propio bienes que pertenecen

a la empresa o institución en la que se trabaja, ocultar información

que deben conocer los demás, publicar noticias falsas o interpretadas

torcidamente, dirigir negocios que encubren actividades poco lícitas,

no pagar impuestos justos, no respetar la propiedad intelectual y

hacer propio lo que pertenece a otros autores sin citar la fuente,

murmurar, difamar, calumniar, robar.

Cuando en una sociedad se hacen frecuentes estas conductas, el

clima social queda contaminado, se generaliza la desconfianza y

lentamente se adormecen las conciencias ante lo que en sí es malo.

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La virtud brota del interior

La persona honrada, sin embargo, no actúa de forma justa solo por

respeto a la ley ni por temor al castigo: la honradez como virtud va

más allá de los preceptos porque nace del interior del hombre que ha

comprendido el valor y la dignidad de las personas, sabe que existen

unos derechos fundamentales de todos, ha decidido respetarlos y

está dispuesto a vivir la solidaridad, la lealtad y la caridad aunque esto

le exija sacrificios y renuncias.

Existen múltiples modos de actuar contrarios a la justicia, y hay

comportamientos diversos que deshonran a los hombres.

El Señor trazó en la parábola del juez inicuo el modo de pensar y de

actuar del hombre que no respeta principios ni deberes: aunque no

temo a Dios ni respeto a los hombres, ya que esta viuda me molesta,

le haré justicia para que no venga de continuo a importunarme [376].

Y en otra ocasión puso el ejemplo del administrador infiel [377] que

actúa sagazmente malversando los bienes de su amo.

Malversar es destinar bienes materiales a una finalidad distinta a la

que fueron destinados, y emplearlos de forma opuesta o diferente a

los deseos de su propietario o depositario. Quien por su oficio es

administrador de propiedades ajenas está obligado a respetar su

finalidad. Además, «quienes de manera directa o indirecta se han

apoderado de un bien ajeno, están obligados a restituirlo o a devolver

el equivalente en naturaleza o en especie si la cosa ha desaparecido,

así como los frutos y beneficios que su propietario hubiera obtenido

legítimamente de ese bien» [378].

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Cuando se actúa en contra de estas obligaciones se violan derechos

inalienables, causando daños a personas. En los casos de corrupción

de gobernantes o empresarios las injusticias son más graves, incluso

gravísimas.

Otros deberes de carácter económico

Hay obligaciones inexcusables derivadas del derecho a la propiedad:

Es también moralmente ilícita la especulación mediante la cual se

pretende hacer variar artificialmente la valoración de los bienes con

el fin de obtener un beneficio en detrimento ajeno.

Es injusto no pagar a los organismos de la seguridad social las

cotizaciones establecidas por las autoridades legítimas.

Son también ilícitos el fraude fiscal, la falsificación de cheques y

facturas.

Los gastos excesivos y el despilfarro atentan contra la justicia y la

caridad.

La virtud de la honradez modera la tentación de la avaricia, la

inclinación a conseguir riquezas innecesarias; frena el afán de

imponerse sobre los demás y ejercer el poder en provecho propio.

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En su raíz nace de la decisión de hacer el bien, de respetar los

derechos humanos, de elegir en toda ocasión la justicia, de optar por

la caridad en cualquier dilema.

Es vivir en verdad

Esta virtud es incompatible con la mentira, con las medias verdades.

Donde aparece la mentira, el terreno en que se apoyan las relaciones

entre las personas se resquebraja: se ha introducido un elemento

falso e irreal que impide el buen entendimiento, la tarea en común, la

verdadera comunicación; se traiciona la confianza de las personas.

La ambigüedad, el engaño, los subterfugios, la ocultación

malintencionada de información son actos contrarios a la honradez y,

aunque los afectados no tuvieran conocimiento de ello, se ofende al

prójimo y a Dios.

Prometer para cumplir

Si se hace una promesa, es para cumplirla. También en política.

Cuando no se tiene intención de mantener lo prometido, lo oportuno

es callar. Cuando se jura un cargo, se firma un contrato, se establece

un compromiso y es preciso cumplir con él a pesar de las dificultades

que ello implique.

Las promesas deben ser cumplidas, y los contratos, rigurosamente

observados en la medida en que el compromiso adquirido es

moralmente justo [379].

Intenciones rectas y claras

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La libertad de elección permite tomar múltiples decisiones y a través

de ellas conseguir un fin o varios fines: quien es honrado actúa con

rectitud, de forma que sus objetivos sean siempre claros; no guarda

segundas intenciones ocultas ni falsea sus acciones haciendo creer

que le mueve un buen deseo cuando en realidad no es así.

La expresión «rectitud de intención» significa claridad de conducta,

ausencia de disimulo o hipocresía. Es un actuar que responde a la

verdad que nos pide el Señor cuando manifiesta que nuestro sí sea

sí y nuestro no sea no.

Cuando esta virtud ha echado raíces en el corazón del cristiano, no

es difícil actuar de acuerdo con este principio: «la rectitud de intención

está en buscar siempre y en todo la gloria de Dios» [380].

23. HUMILDAD

«Haz gala, Sancho, de la humildad

de tu linaje, y no te desprecies

de decir que vienes de labradores;

porque, viendo que no te corres,

ninguno se pondrá a correrte;

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y préciate más de ser humilde virtuoso

que pecador soberbio».

Miguel de Cervantes

El Quijote, II, 41

Miremos el ejemplo de Jesucristo. Él es el Maestro, y dijo de sí mismo:

aprended de mí, que soy manso y humilde [381].

El humilde reconoce que ha recibido de Dios todo lo que posee, y la

misma capacidad de poseer; y eso le llena de alegría: ¿qué tienes

que no hayas recibido? Y, si lo has recibido, ¿a qué gloriarte como si

no lo hubieras recibido? [382].

Nos transmite la Sagrada Escritura que Moisés era un hombre

humilde, más que hombre alguno sobre la faz de la tierra [383]. No se

desdibuja ni se nubla su grandeza por la humildad, al contrario:

Moisés fue el gran líder de Israel, en Egipto y a través del desierto.

La humildad de Jesús, presente en todos los momentos de su vida,

se pone especialmente de manifiesto en su Pasión: atado, insultado,

golpeado, desnudo, maltratado hasta la muerte.

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Al pensar en la virtud de la humildad deberíamos considerar muchas

veces las palabras de Santa María en casa de su prima Isabel: me

llamarán bienaventurada todas las generaciones, porque ha hecho en

mí cosas grandes el Todopoderoso, cuyo nombre es Santo [384].

¡Cosas grandes!

La persona humilde no niega que haya en su vida frutos, incluso

muchos y buenos frutos; pero a la vez sabe que esas maravillas que

él y los demás pueden apreciar se deben a Dios; procura vaciarse de

sí mismo para colmarse de los tesoros de Dios. Ser conscientes de

que se nos han otorgado tantos dones lleva a dar continuas gracias

al Señor y a sentir un profundo gozo. Estas tres virtudes, humildad,

gratitud y alegría, están íntimamente unidas.

La humildad no está en buscar la humillación por sí misma, en el

desprecio propio, en ser pusilánimes, en tenerse tristemente en nada;

tampoco está en carecer de prestigio, ni de la fortaleza que el humilde

ejercita cuando es necesario. Porque tampoco fueron los frutos de la

Cruz de Jesús su anonadamiento y sufrimiento, sino el amor, la

redención de los hombres, el triunfo sobre la muerte y el pecado.

San Agustín acude al ejemplo del recipiente que ha contenido vinagre

y se va a utilizar para la miel. Es necesario lavarlo bien, dejarlo muy

limpio: humildad es vaciarse de sí mismo para que Dios llene nuestro

ser. Primero están los preparativos: quitar el rastro del vinagre;

después, llenarse con la dulzura de la miel, que es Dios.

El cristiano debe pedir el don de querer purificarse para recibir a Dios

en su alma.

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Un hombre que iba a encalar la pared de un jardín cogió el palustre

para quitar las capas anteriores de cal; le preguntaron por qué se

entretenía en esa tarea: «antes de pintar, hay que rascar», fue su

escueta respuesta. Los preparativos no son la humildad, humildad es

pintar, dejarse llenar por Dios.

Es admitir con realismo el lugar que ocupamos en el mundo, ante Dios

y ante los hombres. Moderar nuestros deseos de fama y

reconocimiento. Descubrir lo bueno que existe en nosotros, hacerlo

rendir y llenarnos de gozo por los done recibidos, por tanto, la

humildad tiene poco que ver con la pusilanimidad, la mediocridad o la

pequeñez.

Miedo a ser humildes

Sin embargo, la mayoría de los hombres no quieren ser humildes. A

otros muchos, que desean y buscan esta virtud, les resulta difícil

alcanzarla. ¿Qué ocurre con la humildad?: deseada por algunos y

rechazada por otros, mal conocida y mal interpretada, buscada y, al

mismo tiempo, poco ejercitada.

Con frecuencia se teme: parece que la humildad nos podría

arrinconar a un lugar invisible en el que nadie se hará cargo de

nosotros. Cuando en la vida corriente se dice de una persona que es

muy humilde, casi parece un desprecio. Bajo esta expresión aparece

la imagen de alguien al que nunca encargarían una tarea importante,

de alguien que es «de condición humilde»; se suele decir: «es un

humilde funcionario»; «no llegará muy lejos», se piensa.

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Y por contraste, las personas visiblemente soberbias no nos gustan y

cuando hacen alarde de sus cualidades nos molestan, provocan

rechazo.

Dibujamos mentalmente a las personas humildes con rasgos de

debilidad, inseguridad y temor; gentes relegadas, vergonzosas, sin

prestigio ni brillo. Pero este dibujo es, más bien, una caricatura: la

humildad de la Virgen no fue así, la del Señor, tampoco, ni la de los

santos. Humildad es el reconocimiento de los dones de Dios en

nosotros y en los demás; es una actitud agradecida y alegre ante el

bien: «en esto consiste toda mi ciencia: en saber que por mí mismo

no soy nada y que todo lo que soy lo debo a Ti y debe ser para Ti»

[385].

¿Qué ocurre con la soberbia?

Diríamos que su raíz es la falsedad. Porque el ser humano, cada

hombre, no es superior a otro. No es fuerte ni poderoso, no es seguro,

no se sostiene por sí mismo, no es dueño. Quien piensa y se siente

con poder sobre su propia existencia se engaña. Quien se compara

con otros para llegar a la conclusión de creer que es mejor es

ignorante. Con frecuencia provoca el ridículo con sus afirmaciones y

sus gestos. En cierta ocasión, el beato Álvaro del Portillo, hablando a

un grupo de estudiantes en Roma sobre la virtud de la humildad,

comentó la dedicatoria de un autor a su libro: «A mí mismo, con la

admiración que siempre me debo». Existen personas que después de

realizar un trabajo necesitan colocar el cartel de su nombre bien

visible: a mí mismo…

El orgullo es una clase de ceguera que impide captar la realidad; por

eso, los actos que derivan de él no son certeros. A la persona

soberbia se le escapa la realidad, la verdad sobre sí misma y sobre

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su entorno; tan convencida de su superioridad y excelencia, no ve el

valor de los demás, desprecia las acciones de otros, no descubre la

grandeza oculta en la sencillez. Y así se pierde lo más importante:

andar en verdad.

Desde el escalón en que se suben, estas personas juzgan

negativamente a los demás, hablan continuamente de sí mismas,

rechazan las opiniones ajenas, procuran la alabanza de los que las

rodean, quieren tener siempre la razón, exigen un trato especial

porque se creen superiores. Y muy fácilmente el orgullo las conduce

al egoísmo. Viven para sí.

Esta forma de obrar –vivir en la soberbia, en el egoísmo– tiene

consecuencias negativas que, quizá, la persona soberbia no sabe

interpretar con acierto; se hace insoportable para los demás, que

evitarán su compañía porque es desagradable. Y entonces tiende a

pensar que los otros son injustos con él; se siente solo y poco querido,

y tiende a cultivar rencores o se hace susceptible.

La soberbia llega a provocar una espiral de infelicidad, una espada

de doble filo que hiere sobre todo al que la maneja. La felicidad está

precisamente en la dirección contraria, en vivir para los demás y

poder decir como el Señor: no he venido a ser servido, sino a servir

[386].

La ausencia de verdad que contienen estas actitudes y sentimientos

vienen a confirmar la sabiduría que encierra este pensamiento: «la

humildad es andar en verdad…, y quien esto no entiende, anda en

mentira» [387].

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Mentir para quedar mejor ante los demás, aparentar, exagerar la

gravedad de un hecho, minusvalorarse para que a uno le digan que

no es para tanto, magnificar los defectos de los nuestros para hacer

ver el mérito que uno tiene en aguantarlos, apropiarse de los éxitos

de otros… La soberbia lo empaña todo.

Las palabras de Jesús

Muy distinta es la enseñanza de Jesús: los reyes de las naciones las

dominan, y los que tienen potestad reciben el nombre de

bienhechores. Pero vosotros no seáis así, sino que el mayor entre

vosotros sea como el menor, y el que manda, como quien sirve [388].

Jesús descubre uno de los grandes secretos de la vida: la felicidad

está en darse a los demás. Servir es reinar.

Vosotros no seáis así. Es decir, no queráis dominar, sino servir.

El que se humilla será ensalzado [389], porque ha conocido y

aceptado su realidad: es pequeño ante Dios, muy pequeño, sabe que

todo lo ha recibido de Él. Ha encontrado y reconocido su verdad, ha

visto que su grandeza consiste en haber recibido de Dios grandes

regalos. Y como beneficio y premio recibirá más, será Dios quien le

reconozca y le conceda nuevos bienes: será ensalzado.

Cualquiera que se humille como este niño será el mayor en el reino

de los cielos [390]: cuando los hombres se revisten de orgullo se

creen autosuficientes, y nadie en realidad lo es, por mucho que

resuelva por sí mismo. El soberbio hace el ridículo con mucha

frecuencia. Quien se reconoce pequeño tiene confianza en Dios y vive

con sencillez.

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Por eso, el Señor levanta del polvo al humilde, alza del muladar al

indigente, para hacerle sentar junto a los nobles y darle en heredad

trono de gloria [391]. Un premio generoso, que pierde el que vive para

sí y no se ocupa de los demás.

El buen amor a uno mismo

«Cada uno se ama a sí mismo más que a cualquier otro, porque tiene

consigo mismo una unidad natural, mientras que con los demás no la

tiene» [392], sino que la unidad con el otro es por la semejanza: todos

tenemos la misma naturaleza.

El amor a nosotros es bueno. Así lo encontramos en la Escritura:

amarás a tu prójimo como a ti mismo [393]. El mandato de Dios tiene

un fundamento muy firme: el amor a nosotros mismos es tan fuerte

que amar a los demás así es amarles mucho.

Con seguridad se puede afirmar que el amor a uno mismo es

necesario, es justo. Dios mismo ha puesto este sentimiento en

nosotros.

Es bueno conocerse bien, aceptarse, reconocer la propia grandeza,

admitir que tenemos defectos y carencias, saber que poseemos

buenas cualidades, inteligencia suficiente, virtudes…

Sin este reconocimiento de la valía personal, las personas pierden la

confianza en sí mismas, se envuelven en miedos infundados y se

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retraen, la inseguridad les impide afrontar retos y emprender tareas

más difíciles. Piensan que no pueden.

Este amor a uno mismo pasa por cuidar la salud, la imagen personal,

la propia fama, la comida y el descanso, vivir amistosamente con

todos, cultivar las aficiones sanas, huir de ocasiones de riesgo,

aprender cosas nuevas. Ninguno de estos hechos es egoísmo ni

soberbia, sino la forma de responder adecuadamente a lo que somos;

es vivir de acuerdo con la dignidad que Dios nos ha concedido.

La verdad sobre nosotros mismos

La humildad verdadera es sencillez, veracidad, comprensión,

amabilidad, confianza, benevolencia, desprendimiento, elegancia,

generosidad, gratitud, mansedumbre, piedad, respeto, solidaridad.

Un conjunto de virtudes que se ejercen sin alarde ni altivez, sino con

la autenticidad de quien se sabe querido por Dios como si fuera un

hijo único. Se trata de vivir entre los hombres como quien sirve,

aunque se cuente con grandes bienes o una alta posición social o

política.

¿Cómo conseguir esta virtud?

Algunas sugerencias:

Desearla de verdad, como quien desea una joya de gran valor.

Pedirla con fe y constancia, porque el que pide recibe, quien busca

halla [394]. Esa alta consideración que nos tenemos como hijos de

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Dios es parte de esa humildad que el Señor concede cuando se le

pide.

Contemplar a Jesucristo: humilde en el Sagrario, en su Pasión, en su

vida entera, tan callado, tan atento, dispuesto siempre al perdón y a

la misericordia.

Darse a los demás sin alarde.

Aceptar las humillaciones.

Ser sinceros.

Servir con sencillez a quienes nos rodean. En pequeños detalles… o

en grandes, si así se presentan.

24. INTERIORIDAD

«Él vive su vida partiendo de un punto

en el que los demás no podemos penetrar;

la vive desde su estar a solas con Dios.

La oración es su vida oculta y es también

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la clave de su vida pública».

Joseph Ratzinger

El camino pascual, p. 89

La diferencia del hombre con el universo es radical: no vive en el

mundo como algo más porque posee un carácter distinto, el hombre

percibe su existencia, conoce su propia realidad, tiene conciencia de

sí, de su ser y de su existir. El oso, el ciervo, el caballo… no tienen

conciencia ni de sí ni de su ser, sencillamente no tienen conciencia.

El hombre reconoce que el mundo que tiene delante se abre como

una oportunidad, sabe que puede utilizar las cosas, servirse de ellas,

transformarlas según su iniciativa. Frente al mundo material,

sometido a las leyes naturales, los hombres disponemos de

autonomía, podemos actuar de modos diversos: el ser humano «está

dotado de unas capacidades según las cuales, aun con quiebras,

puede seguir añadiendo ornato, orden y belleza al universo. El

hombre instaura en el universo una actividad nueva» [395]. Su

presencia en el mundo lo puede cambiar, dignificar, elevar.

La intimidad se encuentra en lo profundo de la persona: esto es real.

Sin embargo, puede alcanzarse mejor o peor. La vida como tarea nos

sitúa ante la oportunidad de crecer, de ahondar, de ser mejores. Una

tarea que se puede llevar a cabo con mayor o menor intensidad y, por

lo tanto, crecer poco o mucho, vivir en la superficie de la existencia o

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alcanzar aquella hondura que permite ser uno mismo, esencialmente

distinto de cualquier otro.

Intimidad de Jesús

Ante el misterio íntimo de Jesús de Nazaret nuestra actitud propia es

el respeto, la adoración y el deseo de alcanzarlo.

El Señor es hombre porque nació de una mujer, Santa María Virgen,

y vivió en Palestina algo más de treinta años. El Hijo eterno de Dios

Padre –segunda Persona divina– se encarnó para la salvación de

todos los hombres.

Aunque forma parte de la historia, Él no se quedó en el pasado; Él

vive hoy, en el sentido pleno de la palabra. Conocemos su nacimiento,

su muerte, su resurrección y los hechos más destacados de su vida.

Y nos preguntamos por su intimidad insondable, por su modo de

pensar y sentir, por sus motivos, su forma personal de estar en el

mundo, por el eco que los hechos provocaron en su interior, por las

emociones que le conmovían, por su relación con Dios Padre, por su

forma de rezar.

Los años de vida en Nazaret se grabaron en su interior de un modo

particular. A través del trabajo intenso y constante, de su relación con

vecinos y extranjeros, al leer y aprender las Escrituras, la intimidad de

Jesús se torna más y más honda.

Detrás de esos hechos –palabras, trabajos, viajes, milagros– late un

corazón humano: libre, generoso, humilde, compasivo, sincero,

fuerte, alegre, leal, prudente, justo, magnánimo…

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A través de su actuar se perciben la bondad y la misericordia, se

manifiesta un corazón que acoge a todo hombre.

Existir frívolamente

La frivolidad consiste, por el contrario, en vivir entretenidos con las

cosas y los acontecimientos que nos rodean, con los fines apetecibles

y los planes que aparecen; tan distraídos con todo ello, que se vive

como si eso fuera todo. Las nuevas tecnologías, con su gran poder

de captación, se apoderan de la atención y del tiempo de no pocos

hasta el punto de llevarles a vivir más en el mundo virtual que en el

real.

No se vive interiormente cuando los objetivos se cifran en planes

inmediatos, sin trascendencia alguna.

Tampoco, si el trabajo –aunque sea intenso– se convierte en única

meta, o se dirige a conseguir puestos más altos, más lucimiento

personal, más dinero. «Cuando el espíritu en ella reside, no hay faena

que no se vuelva noble y santa… Hay una manera de dibujar

caricaturas, de trabajar la madera que revela que en la actividad se

ha puesto amor, cuidado de perfección y armonía, y una pequeña

chispa de fuego personal: eso que los artistas llaman estilo propio, y

que no hay obra ni obrilla humana en que no pueda florecer» [396].

No hay interioridad cuando la propia vanidad se hace el centro de la

vida. Se vive con frivolidad cuando las relaciones interpersonales son

superficiales. Cuando los demás no interesan de verdad, cuando no

se aceptan compromisos o se rompen fácilmente.

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El papa san Juan Pablo II ya denunciaba los peligros de esa falta de

interioridad: «el drama de la cultura actual es la falta de interioridad,

la ausencia de contemplación. Sin interioridad la cultura carece de

entrañas, parece como un cuerpo que no ha encontrado todavía su

alma. ¿De qué es capaz la humanidad sin interioridad?

Lamentablemente, conocemos muy bien la respuesta. Cuando falta

el espíritu contemplativo no se defiende la vida y se degenera todo lo

humano. Sin interioridad el hombre moderno pone en peligro su

misma integridad» [397].

Cada día bebemos, como sin darnos cuenta, grandes dosis de

frivolidad. La sociedad de consumo que nos rodea, nos inunda de

eslóganes y reclamos comerciales. Nos vemos sumergidos en un

entorno materialista donde no hay lugar ni tiempo para Dios.

Esta superficialidad se refleja también en la manera de enfrentarnos

al sufrimiento y al dolor. Mucha gente trata de rechazarlo o ignorarlo,

como si eso fuera posible. Si alguno quiere seguirme, que tome su

cruz [398], son palabras de Jesús que provocan una auténtica

desbandada. Sin embargo, un dolor santificado, ofrecido, puede ser

el medio del que el Señor se sirva para purificar nuestro corazón, y

puede hacernos madurar como personas y forjar una interioridad

profunda.

A través del sufrimiento podemos crecer en esa visión honda de las

situaciones y de las personas; adquirimos madurez y, con ella,

fortaleza, serenidad, compasión y comprensión, misericordia… Con

la aceptación del dolor se adquiere hondura.

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La virtud

La interioridad es virtud porque no existe si no se cultiva con el

esfuerzo que requiere.

Dijo Dios: creced y multiplicaos, dominad la tierra [399]. ¿No está

sintetizada en estos verbos la tarea de los hombres durante su tiempo

en la tierra? Este creced es el mandato que señala el quehacer

prioritario, el negocio que lleva a adquirir la riqueza y el tesoro de

mayor precio para el hombre: ser mejor.

Nuestra libertad nos impulsa desde el fondo del corazón a ir adelante,

en medio de las dificultades. Nos dice y nos repite: «sé mejor, ve a

más, sé auténticamente hombre porque todavía no lo eres» [400].

Todos, con mayor o menor claridad, escuchamos la voz interior que

reclama una decisión para alcanzar esta meta.

«Conócete a ti mismo»

Estas palabras del antiguo oráculo tienen plena vigencia: si no hallas

dentro de ti mismo aquello que buscas, tampoco podrás hallarlo fuera,

viene a decir.

La ausencia de interioridad es epidemia en determinados ambientes:

hay gente que a base de planes insustanciales y juguetes electrónicos

no sabe quién es ni qué le pasa. Algunos jóvenes afirman que no hace

falta estudiar porque todo está en internet. Otros no han pisado el

campo y no conocen la naturaleza porque les dan miedo los bichos.

Muchos no han leído un libro entero. Otros se quedan en blanco

cuando escuchan dos ideas seguidas. Esta carencia de equipaje para

pensar hace a las personas directamente superficiales y mediocres:

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«la mediocridad perniciosa es la que no conoce ninguna nostalgia de

bien y de mejora, la que encuentra en la banalización y el pasteleo su

expresión más característica» [401].

El fondo que somos cada uno es asequible, aunque no hasta el final;

y contamos con el tiempo para alcanzar ese más que somos por

dentro, para ser mejores interior y exteriormente: «has de poner los

ojos en quién eres, procurando conocerte a ti mismo, que es el más

difícil conocimiento que puede imaginarse. Del conocerte saldrá el no

hincharte como la rana, que quiso igualarse con el buey y, al fin,

reventó» [402].

Hay otras virtudes que apoyan esta tarea: constancia, gratitud,

amistad, laboriosidad, responsabilidad, paciencia, veracidad. Aunque

también hay que decir que, siendo bastante superficiales, tampoco se

adquieren y practican estas.

Vivir desde el fondo

No pasar por encima de los acontecimientos, preguntarse por el

sentido, no conformarse con respuestas a medias, interrogarnos

sobre los fines y los motivos. En este sentido se expresaba el poeta:

«esperaré a la noche, si todavía vivo, para discurrir un poco a pie por

la carretera principal que atraviesa nuestro pueblo, envuelto en mi

amada soledad, a fin de reconocer la razón por la que debo morir»

[403].

La libertad no se sostiene sin la intimidad de la persona y sin el

conocimiento. Por eso la interioridad es necesaria para el crecimiento

humano como persona. Se elige bien lo que se conoce bien.

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La intimidad no es un ámbito cerrado; por el contrario, se abre hacia

adentro y, también, hacia afuera porque la persona coexiste con las

demás personas y con el mundo. En la intimidad que somos cada uno

el hombre conoce y, al tiempo, reconoce su libertad. Desde la

intimidad se da a los otros y en la intimidad recibe: la persona es don

–el don mejor– y es capaz de recibir el don de otra persona –el mejor

tesoro recibido–. El dar es dual con el aceptar [404].

Distinta de la intimidad es la interioridad: en la interioridad se cultiva

la intimidad. La intimidad es la persona misma.

En la intimidad descubro quién soy. No una sustancia como las

muchas que componen el universo. Cada uno es la persona

irrepetible que Dios ha querido que exista, porque antes de ser la amó

y después le ha dado el ser. Procedemos de Dios y Él es nuestro fin.

Ignorarlo es vivir perdido como un vagabundo en una noche fría de

invierno.

La vida superficial de muchas personas tiene su raíz en esta

ignorancia sobre las ideas más elementales.

La interioridad se amplía con la adquisición de conocimientos. No se

trata de ser el eterno estudiante, sino de poseer la actitud permanente

de aprender, todos los días aprendemos.

Admiración y asombro

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Desde el respeto y la admiración se abren al mundo y al entorno

ventanas que descubren nuevas tierras y nuevos continentes. Es

admirable seguir vivos hoy, son admirables las personas, los niños,

la belleza de los árboles sea primavera o invierno, es admirable que

broten flores, que un niño aprenda a hablar, que un anciano sonría…

La admiración y el asombro ponen un punto de alegría en nuestro

interior porque significan un reconocimiento de la grandeza de vivir,

de ser hijos de Dios.

Y de la admiración, a la reflexión. No pasar por los acontecimientos

como el aire, que solo roza. Si una persona, ante los hechos que

contempla, no se detiene, no se pregunta nada, no llegará a obtener

una idea propia ni entenderá qué es vivir. Si no piensa y analiza lo

que ocurre, no comprenderá a las personas, no captará el fondo de

las situaciones.

La admiración se perfecciona con la contemplación, una acción y una

actitud que llenan la soledad: quien posee interioridad no huye de la

soledad, sino que frecuentemente la busca y en ella no se siente solo;

entre otras cosas, porque –si cree en Dios– sabe que le acompaña

siempre. Y conoce también que su «soledad» está habitada por las

personas a las que ama y le quieren.

La vida –más allá de lo inmediato– tiene una profundidad

extraordinaria que no es evidente. La observación, la atención, el

pensamiento, la reflexión son armas de la inteligencia que permiten

el acceso a una realidad escondida.

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Conviene ir al fondo de las cosas, prescindir de explicaciones fáciles

y cortas. Conviene leer a escritores sabios; ver cine con calado

humano; comprender a los demás a base de escuchar bien, con

interés, ejerciendo empatía, compasión, deseo de ayudar.

El imperio del hombre es su mundo interior. Por eso, un ser superficial

y vacío no es un imperio, sino un desierto árido, improductivo y seco.

Dios en nuestro interior

Llega la hora, y es esta, en que los verdaderos adoradores adorarán

al Padre en espíritu y en verdad [405]. Esta afirmación de Jesús en el

contexto de su conversación con la mujer samaritana tiene para

nosotros grandes enseñanzas.

Adorar a Dios en espíritu significa buscarle y encontrarle en nuestro

interior.

La larga búsqueda de Agustín de Hipona no acaba en un país lejano:

«el caso es que tú estabas dentro de mí y yo, fuera. Y fuera te andaba

buscando y, como un engendro de fealdad, me abalanzaba sobre la

belleza de tus criaturas. Tú estabas conmigo, pero yo no estaba

contigo. Me tenían prisionero lejos de ti aquellas cosas que, si no

existieran en ti, serían algo inexistente» [406].

Innumerables afanes, acontecimientos y proyectos arrastran nuestra

atención sobre lo externo. Incluso, llegamos a creer que la vida de

relación con Dios se cifra en acciones exteriores. Sin embargo, solo

alcanzamos el núcleo y centro de nuestra vida cuando encontramos

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a Jesucristo en el fondo de nuestro ser, pues Él está en nosotros y

nosotros, en Él.

Este es el lugar sin espacio tan ansiosamente buscado por nuestro

deseo de felicidad. Los hombres necesitamos a Dios: creados a su

imagen, ansiamos el encuentro con quien tiene la felicidad real y

estable, la respuesta a toda incertidumbre, el amor sin el que no

sabemos vivir. «Te he paladeado y me muero de hambre y de sed»

[407]: mientras vivimos, el afán de Dios no cesa.

«Escuchar es algo capital. Sin embargo, nadie nos ha enseñado qué

hacer para prestar atención. Nadie nos ha dicho cómo ejercitarnos en

el arte de la percepción. Todos vivimos encerrados en nuestro

pequeño yo, ignorantes de que existe todo un mundo más allá de

nuestros pensamientos y sentimientos, de nuestras emociones,

necesidades y deseos. Cultivar el silencio es una auténtica

revolución» [408].

Conviene frecuentar el lugar íntimo que somos cada uno; conviene

vivir desde dentro para alcanzar la profundidad que tienen la realidad,

la vida de otras personas, las cosas que ocurren, lo que existe más

allá de lo que percibimos en primera instancia.

La obra de Dios también se realiza en el interior del hombre. Dios está

en nosotros y actúa en nosotros, por este motivo es, en algunos

momentos, necesario alejarse del ruido de la vida cotidiana, de las

tareas que habitualmente nos ocupan, para poder escucharle.

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«Me retiro en silencio para que el Maestro interior, que habla sin ruido

de palabras, pueda ser escuchado. Nos retiramos, pues, no para

hacer algo extraordinario, sino para lograr una actitud que se

mantenga estable durante toda la jornada. Tenemos mucho que

hacer, pero sobre todo tenemos mucho que escuchar, para que no

hagamos y hablemos solo de lo mundano, sino que construyamos

toda nuestra conducta bajo la guía del Espíritu de Dios. Lo más

importante es que guardemos silencio y estemos abiertos a la voz de

Dios. Mantengamos, pues, no solo en este momento, sino durante

todo el día, este silencio del corazón. La necesidad más grande del

mundo, y de cada uno de nosotros, es el silencio atento y abierto ante

Dios. Así también decía santa Teresa de Lisieux: “un alma sin silencio

es como una ciudad sin protección, plagada de ladrones y salvajes”»

[409].

25. JUSTICIA

«Se comprende muy bien la impaciencia,

la angustia, los deseos inquietos de quienes,

con un alma naturalmente cristiana,

no se resignan ante la injusticia personal

y social que puede crear el corazón humano.

Tantos siglos de convivencia entre los hombres

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y, todavía, tanto odio, tanta destrucción,

tanto fanatismo en ojos que no quieren ver

y en corazones que no quieren amar».

San Josemaría Escrivá

Es Cristo que pasa, n. 110

Es una virtud cardinal, soporte de otras muchas virtudes humanas.

A pesar de la dificultad que conlleva la práctica de esta virtud, se

puede tender a la justicia, buscarla, esforzarse por encontrarla,

realizar libremente actos de justicia, quizá pequeños, pero muy gratos

al Señor.

Por boca del profeta Ezequiel dijo el Señor: es justo el hombre que se

conduce según mis preceptos y observa mis leyes; obrando conforme

a la verdad, un hombre así es justo [410].

Proceder siempre según la verdad podría ser una sencilla definición

de justicia, «esa ordenación de la existencia en la que cada hombre

puede obtener participación en el mundo y realizar una obra; entrar,

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con los demás hombres, en relación de amistad, de trabajo, de amor,

de fecundidad, tal como requiera el juicio de su conciencia» [411]. La

justicia es la unión de los hombres de bien en un fin común, que es la

convivencia pacífica [412]; pues sin justicia no es posible la

convivencia de los hombres. Sin esta virtud la vida se convierte en

una selva, regida por la ley del más fuerte.

La Sagrada Escritura identifica en muchas ocasiones justicia, bondad

y santidad, así descubrimos hombres justos, que escucharon a Dios,

respondieron a su llamada y cumplieron su misión a través de

sufrimientos y dificultades: Abel, Abrahán, Isaac, Samuel, Jonatán,

Elías, Zacarías y los demás profetas. Fueron justos Juan Bautista,

Simeón, y José, el esposo de María, de una forma muy particular.

Dios es justo y misericordioso

La justicia de Dios coincide con su misericordia; su bondad y su

sabiduría –que son infinitas– lo permiten. Dios es fiel en su voluntad

de salvar a todos los hombres, y la vida de Jesucristo es expresión

clara y sencilla de esto.

Es conveniente la lectura atenta de algunas páginas del Antiguo

Testamento para alcanzar un conocimiento verdadero y entender

bien cómo se relacionan las dos. La justicia de Dios siempre está

orientada a la salvación del hombre.

El modo como Dios es justo se vislumbra en los preceptos que Él

dicta a los hombres, generalmente por medio de los profetas. No

torcerás el derecho, no harás acepción de personas, no aceptarás

soborno, porque el soborno cierra los ojos de los sabios y corrompe

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las palabras de los justos [413]. Dios señala una conducta libre de

avaricia y de intereses egoístas.

Escucharéis al pequeño lo mismo que al grande, no tendréis miedo al

hombre, pues la sentencia es de Dios. El asunto que os resulte

demasiado difícil me lo remitiréis a mí, y yo lo oiré [414]. Pide reflexión

y oración antes de sentenciar.

El que es justo practica el derecho y la justicia. No oprime a nadie,

devuelve la prenda de una deuda, no comete rapiñas, da su pan al

hambriento y viste al desnudo, no presta con usura ni cobra intereses,

aparta su mano de la injusticia, dicta un juicio honrado entre hombre

y hombre, se conduce según mis preceptos y observa mis normas,

obrando conforme a la verdad. Un hombre así es justo [415]. Este es

el retrato del hombre bueno.

Jesús, justo y misericordioso

Jesús es la justicia y la misericordia en Persona, unidas en completa

armonía.

San Mateo aplica a Jesús estas palabras de Isaías: ved a mi siervo a

quien elegí, al amado en quien mi alma se ha complacido plenamente.

Pondré sobre él mi espíritu, y anunciará la justicia a las naciones. No

peleará con nadie, no gritará, nadie oirá su voz en las plazas. No

quebrará la caña cascada ni apagará la mecha que humea todavía

hasta que haga triunfar la justicia [416].

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¿Por qué no quiebra la caña ni apaga la mecha? Por la gran

esperanza que tiene en el hombre. Por una confianza en nuestra

capacidad de salir adelante con su ayuda de cualquier situación.

Y, sobre todo, porque inunda su Corazón una misericordia infinita,

inmensa, que le lleva a enderezar esta caña tan frágil que somos cada

uno y avivar la débil llama que, con un movimiento suave de su amor,

puede volver a brillar. Jesús no apaga ni quiebra ni rompe ni arranca.

Podemos confiar en este amor incondicional.

La misericordia y la justicia que anuncian los profetas se personifican

en el Señor, alcanzan el grado de lo nunca pensado y se convierten

en amor sin fisuras: ¿acaso puede una mujer olvidarse del fruto de su

vientre, no compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues, aunque ella

se olvidara, yo nunca me olvidaré de ti [417].

Justicia en las relaciones familiares

Nos hemos acostumbrado a ver representaciones de la justicia con

una venda en los ojos, es decir, ciega. Sin embargo, y pese a la

intención de mostrar que lo justo es no dejarse influir por favoritismos,

la justicia necesita una visión aguda, una atención muy precisa sobre

la realidad para actuar como lo requieren los hechos.

A diario surgen bastantes ocasiones en las que se puede ser justo o

injusto. Las circunstancias presentan constantemente disyuntivas

sobre las que conviene reflexionar, hacerse cargo y dar la respuesta

oportuna, la que es justa y respeta a cada persona, la que edifica la

paz y trae consecuencias positivas.

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Es evidente que a quienes no ejercen esta virtud en las circunstancias

y en los asuntos de todos los días les será imposible la justicia en

cuestiones de envergadura con repercusión pública y social.

Es importante, y a la vez difícil, ser justos en el ámbito familiar. La

dificultad está en que constantemente se plantean cuestiones que

reclaman una respuesta inmediata, y la valoración de los hechos y de

las personas implicadas debe hacerse rápidamente. Además,

siempre somos sujetos activos y pasivos en lo que ocurre, y las

consecuencias de nuestra actuación también recaen sobre nosotros

directamente. No podemos aislarnos: el entorno familiar es un todo

del que formamos parte.

Cuando los pequeños se empeñan por un juguete y llaman a su padre

–seguramente llorando o a gritos– no queda otro remedio que entrar

a resolver: lo mejor es preguntar qué ha pasado, cómo empezó todo,

y aclarar el asunto; y para hacer las paces decir a cada niño lo

oportuno para que razone; conceder a cada cual su parte de razón y,

si es posible, resolver con la fórmula «ganar-ganar», es decir, que las

dos partes obtengan un pequeño beneficio que les deje en paz

después de lo ocurrido.

Lo justo es que la madre reconozca que su marido llega cansado del

trabajo, por eso lo oportuno será pedirle con buenas palabras que le

ayude a preparar la cena o bañar a los pequeños. Y que el marido

comprenda que su mujer también está agotada, responda

generosamente y asuma estas tareas.

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Es justo reconocer con benevolencia las buenas calificaciones de la

hija de catorce años, aunque en otras asignaturas traiga un suspenso,

y hablar pacíficamente con ella sobre estos resultados.

También la justicia está en escuchar al adolescente que, después de

días y días de mutismo, ha decidido al fin comunicarse.

Los padres han de procurar que los hijos quieran y respeten a sus

abuelos. Y tanto el marido como la mujer deben atender con cariño

las necesidades de los padres del otro, como si fueran los suyos.

Es muy importante repartir bien el afecto entre los hijos, sin dejarse

llevar de señaladas preferencias a favor de alguno de ellos. No ser

justo en este aspecto puede acarrear malas consecuencias: celos,

envidias y rencores entre ellos que se pueden prolongar mucho en el

tiempo y provocar conflictos cuando sean adultos.

Los ejemplos podrían multiplicarse, porque en familia la vida es muy

intensa, rica, trepidante a veces. Por eso la justicia en las relaciones

familiares es exigente y reclama una actitud diligente.

A los padres corresponde un actuar coherente y una actitud de alerta.

«Ser vigilantes significa saberse ante la mirada de Dios y obrar como

suele hacerse ante sus ojos» [418]: esta es una forma adecuada de

proceder.

Nuestros juicios sobre los demás

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La justicia en la vida cotidiana pasa por «enjuiciar a los demás no

según su aspecto exterior, sino conforme a su disposición de ánimo»

[419]. Quizá no es posible reprimir, en un primer momento, la reacción

que nos lleva a pensar mal de otra persona, de formarnos una idea

negativa por su forma de hablar, de reír o de vestir. Pero la injusticia

comienza cuando el pensamiento se prolonga, concluye y se

transforma en rechazo hacia esa persona; cuando lo manifestamos

en voz alta o lo comunicamos a otros como si fuese verdad.

Pensar bien de los demás, no dejarse llevar de las apariencias,

reconocer nuestra ignorancia acerca de los motivos íntimos de su

actuación, evitar conclusiones radicales, prescindir de aquel refrán

nefasto piensa mal y acertarás.

Estas son las premisas que ayudan a ser justos. Lo contrario forma

una cadena de juicios erróneos en su mayoría y, por lo tanto, injustos.

La maraña de los juicios equivocados, la interpretación precipitada de

las intenciones ajenas, la mirada superficial y crítica, ese rumiar

prolongado de nuestro pensamiento sobre quienes nos rodean

adjudicándoles malas intenciones, nos lleva a la injusticia con toda

facilidad.

Necesitamos un corazón nuevo que sepa mirar a todos con ojos

limpios y libres. Es así como se puede descubrir la verdad de fondo

que existe en cada persona. El Señor miraba así a las personas: se

enterneció de compasión por ellas porque estaban fatigadas y

cansadas como ovejas sin pastor [420].

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Justicia y caridad

Muchas veces se ha dicho que la justicia sin caridad es injusta, y la

afirmación es cierta. Sin embargo, la justicia, en un sentido profundo,

es misericordia, compasión y caridad.

Cada virtud no es un campo cerrado o incomunicado con las demás

virtudes. Todas ellas forman una trama en la que se unen, formando

un todo en la vida de las personas buenas, en las que resplandece la

armonía de las virtudes. Todas las virtudes se relacionan, ninguna es

químicamente pura.

La justicia es una forma de actuar de acuerdo con la verdad: respetar

la realidad de las personas en sus circunstancias. Ejercer hacia todos

misericordia, comprensión, flexibilidad, clemencia y compasión es

precisamente justicia. Solo así se es justo en el sentido verdadero.

Desde este punto de vista se puede entender algo más acerca de la

justicia de Dios y de su misericordia, que bajo ningún concepto son

contradictorias, porque Él conoce todas las cosas y nos quiere.

Solo cuando reconocemos nuestra ignorancia y miramos a los otros

con ojos buenos estamos en condiciones de ser justos.

Justicia con la palabra [421]

Toda persona tiene derecho a conservar su buen nombre y su fama.

En consecuencia es contrario a la justicia hablar mal de alguien, airear

su intimidad, divulgar lo secreto, calumniar. Dios dice a través de la

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Escritura: el buen nombre es preferible a las grandes riquezas; la

buena reputación es más estimable que el oro y la plata [422].

También se es injusto con las palabras al mentir, injuriar, insultar; al

hablar a alguien con crueldad o desprecio: quien habla sin tino, hiere

como espada [423].

Es necesario cultivar interiormente actitudes de veracidad y de

respeto. De esta fuente surgen las buenas palabras, las que hacen

bien a los otros y nunca el mal. Y se adquiere también la decisión de

callar a tiempo –que no es ocultar, sino guardar– lo que no debe

comunicarse ni difundirse: El hombre cauto oculta su ciencia, el

corazón del insensato proclama su necedad [424].

Justicia y veracidad

Si vuestra justicia no es mayor que la de los escribas y fariseos, no

entraréis en el reino de los cielos [425].

El Señor eleva el nivel de la justicia por encima de la que practican

estos representantes de la Ley. Y nos hacemos la pregunta: ¿cuál es

para Jesús la justicia verdadera?

Con esta expresión Jesús señalaba que debe existir una coherencia

entre las palabras y las acciones, en todo hombre ha de darse una

rectitud y honestidad que resplandezcan en todos los aspectos de su

vida, en las palabras y en los hechos.

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La justicia aparece en los actos humanos cuando la persona es veraz

y en ella se mantiene una relación vital entre pensamientos, palabras

y obras. He aquí un israelita en el que no hay doblez ni engaño [426].

Natanael era así, y al verlo, el Señor le dirigió esta alabanza con gozo.

Jesús subrayó esta relación entre justicia y veracidad para señalar el

camino directo que lleva al Cielo, para que no nos perdamos en los

enredos y vericuetos de la mentira y mantengamos un corazón puro

y sencillo como fuente de toda justicia.

Dar lo suyo a cada uno

Cuando se define la justicia como un dar a cada uno lo suyo, surge

de inmediato la pregunta: ¿qué es lo suyo de cada uno, qué es lo mío

y lo tuyo? Y la respuesta no es evidente siempre.

Conviene advertir que el campo de «lo suyo» de los otros es muy

grande. Aunque se trate de alguien muy escaso de bienes, incluso de

alguien muy pobre, «lo suyo» es siempre enorme: ha nacido, está

vivo, es persona, Dios le ama, él ama a otros y también es querido

por ellos, tiene una misión en la vida y un futuro eterno. Lo suyo es

mucho y de gran valor. Lo justo es no arrebatarle nada, respetarlo.

El ámbito de la justicia es la relación entre las personas, la

convivencia humana. En este teatro del mundo los cristianos tenemos

el deber y la oportunidad de vivir la justicia con todos, de buscar el

equilibrio, la armonía y la paz entre las personas. Sin la virtud de la

justicia no hay paz.

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Una mirada sobre el mundo ofrece un horizonte oscuro de injusticia

que se extiende en todas direcciones. El panorama actual es así a

pesar de que tantos hombres son justos. Sin embargo, todos tenemos

la posibilidad de actuar para que en nuestro entorno y campo de

influencia crezca la justicia.

Es justicia el reconocimiento y el respeto de la dignidad de toda

persona: no existen límites en esta igualdad por motivos de raza, de

color, de idioma, de cultura, de nacionalidad, de religión, de pobreza

o riqueza, de inteligencia, de salud, de edad. Lo suyo son estos

rasgos que configuran su modo de ser y de estar en el mundo, y nadie

tiene derecho a ofender, perseguir, maltratar, acosar, reducir a

alguien por ninguna de estas diferencias.

A lo largo de la historia y en la actualidad este derecho al respeto es

transgredido, causando guerras, persecuciones, torturas, crímenes.

Justicia y solidaridad

«La injusticia es fruto del mal, no tiene exclusivamente raíces

externas, tiene su origen en el corazón humano, donde se encuentra

el germen de una misteriosa convivencia con el mal» [427].

Aunque el mal parece invadir el ámbito de las relaciones humanas a

nivel global y existen grandes desigualdades en la distribución de los

bienes entre los hombres, cada uno estamos obligados a subsanar

estas diferencias en la medida de nuestras posibilidades, con

generosidad.

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La solidaridad es, en este sentido, justicia y caridad: cada persona es

clave para que aparezca la justicia en su espacio de influencia, sin

evadirse de los problemas que afectan a la humanidad.

Los cristianos han conocido la llamada de Jesús que, a través del

mandamiento nuevo del amor, ha señalado todo cuanto se refiere a

la justicia [428].

Actuar con justicia en el trabajo

Probablemente es a través del ejercicio de la profesión el modo como

nuestra justicia tiene mayor influencia y alcance. Es en esa trama de

relaciones que se establecen por el trabajo donde surgen más

disyuntivas entre ser justo o injusto, y donde las decisiones y acciones

tienen una repercusión más amplia.

El primer deber de la justicia consiste en trabajar bien: «esa labor que

ocupa nuestras jornadas y energías ha de ser una ofrenda digna para

el Creador» [429], y una tarea que mejore la vida de los hombres.

Son muy numerosos los campos, aspectos y detalles que hacen

justos o injustos los trabajos. Por ejemplo:

La puntualidad y el aprovechamiento de las horas establecidas, sin

dejar que la comodidad, los incidentes, las conversaciones, las

distracciones, resten dedicación a la tarea que corresponde.

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El orden y las prioridades entre actividades a emprender se

relacionan también con la justicia: es más importante terminar un

trabajo que otros esperan y cuya falta les tiene quizá paralizados, que

realizar una tarea más atrayente.

Una actitud que lleve a no delegar asuntos cuando es necesario no

es justa.

Retener el salario de los trabajadores, no pagar las deudas, es una

injusticia.

También lo es ocultar información que otras personas necesitan

conocer.

No pagar los impuestos correspondientes.

Ejercer la autoridad de manera despótica.

Someter a los empleados a condiciones de trabajo que les perjudican.

No preocuparse de las dificultades que padece el resto de los

trabajadores y negarse a prestar ayuda.

Poner zancadillas, impedir logros a los demás.

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Ejercer antipatía y hacer el vacío a quienes son distintos.

En ciertas profesiones, divulgar informaciones que causarán el daño

a determinadas personas.

Faltar al secreto profesional. También con la mujer y los hijos: el

médico, el abogado…

Dedicar la actividad empresarial a negocios fraudulentos.

Crear empresas para fabricar y comercializar productos que dañan la

salud.

Admitir comisiones por actuar a favor de determinadas empresas o

personas.

Evadir capitales a paraísos fiscales en contra de la legislación vigente.

No repartir los beneficios como se ha previsto.

Actuar según favoritismos.

Generar mal ambiente ente los compañeros de trabajo.

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No reconocer los éxitos y logros de los demás.

Criticar, calumniar y difamar.

Sustraer dinero de la empresa.

Son injustos determinados despidos sin causa suficiente.

En síntesis, puede decirse que «la condición para que una actividad

humana marche adelante es la confianza entre las personas» [430].

Por eso las acciones que obstruyen la confianza en los equipos de

trabajo y en cualquier empresa son injustas, porque crean desunión

y rivalidades entre las personas, porque impiden los fines trazados.

26. LABORIOSIDAD. TRABAJO

«El trabajo debe ayudar al hombre

a hacerse mejor, espiritualmente

más maduro, más responsable,

para que pueda realizar su vocación

sobre la tierra, sea en comunidad

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con los demás, y sobre todo

en la comunidad humana fundamental

que es la familia».

San Juan Pablo II

Discurso en Czestochowa, 6-6-1979

El hombre está hecho para trabajar, para caminar, para respirar. El

trabajo puede ser camino hacia Dios; es también la fragua donde se

fabrica esta virtud de la laboriosidad.

El esfuerzo, la dificultad, el espíritu de sacrificio acompañan de

ordinario a la tarea bien hecha. Para trabajar bien, la persona necesita

poner en ejercicio mucho de sí, muchas virtudes humanas, y admitir

la incertidumbre acerca de si alcanzará el final que se pretende,

mantener esta esperanza y practicar la constancia, la paciencia y el

tesón, sostenidos en el tiempo: son estos factores y virtudes

indispensables ante toda tarea que se emprende.

El perezoso, el holgazán, el flojo, el indolente son algo anómalo: el

hombre no está hecho para vivir así, sino para el trabajo, para que

con esfuerzo desarrolle su personalidad, su espíritu creador.

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Trabajo en Nazaret

Conviene recordar a Jesús en su taller, y considerar también la actitud

que mantenía al realizar su trabajo: cómo vencía la dureza de la

madera al serrarla, qué herramientas elegía para cada tarea, su

atención al ensamblar y al preparar una espiga, cómo sobrellevaba el

cansancio, cómo valoraba los pros y los contras para resolver una

duda sobre si era preferible utilizar al caso una barrena o un berbiquí,

sobre si convenía o no mojar una tabla; con qué ilusión admitía un

nuevo encargo, qué orden de prioridades era el suyo. Un nuevo

cliente –estamos seguros– no dejaría el pequeño taller de Jesús sin

recibir unas palabras reconfortantes y positivas, que le estimularan.

El silencio de los evangelistas sobre ese tiempo de la vida de Jesús

no nos deja –si meditamos– en la plena ignorancia: «fueron años

intensos de trabajo y oración, en los que Jesucristo llevó una vida

corriente –como la nuestra, si queremos– divina y humana a la vez»

[431]. San Marcos puntualiza: todo lo hizo bien [432]. En el trabajo es

también nuestro modelo: lo realizó de modo ejemplar.

Antes del pecado apareció el trabajo como un encargo de Dios y, por

lo tanto, vinculado a nuestra naturaleza. En la expresión dominad la

tierra y sometedla [433] se encierra una clave: el hombre necesita el

trabajo para su propia perfección como persona.

Junto a la tendencia a la comodidad, a la pereza, a no terminar lo que

se empieza, existe en los hombres el impulso natural a la acción, al

ejercicio de las capacidades que descubrimos en nosotros mismos.

«El hombre animoso y diligente está dispuesto a todo» [434].

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Sin trabajo la persona se desmorona, se corrompe. Una breve

sentencia de don Quijote lo expresa en pocas palabras: «sepa

Vuestra Señoría que todo el mal de esta doncella –se refiere a

Altisidora– nace de la ociosidad, cuyo remedio es la ocupación

honesta y continua» [435]. Un buen remedio.

La alegría en el trabajo

El universo existe por pura generosidad de Dios, que, sin necesidad

alguna, quiso crearlo.

Un recorrido por la montaña permite descubrir rincones poco

frecuentados donde al pie de una roca –casi escondidas– han crecido

unas bellísimas flores. Son parte de la creación.

Si la suerte nos permite mirar el cielo de noche en la oscuridad del

campo, podremos ver miles de estrellas que cubren y alfombran el

cielo por completo: cuenta, si puedes, las estrellas [436], dijo Dios a

Abrahán.

Estas experiencias llevan fácilmente a pensar que Dios, al crear todas

las cosas, experimentó un gran gozo si hablamos en términos

humanos.

Hay una alegría en trabajar bien; se descubre entonces el gozo ante

lo que está bien acabado. Es el gozo de crear cosas, aunque se trate

de un ladrillo, de una lámpara. Aparece ante nosotros el fruto logrado,

surge –como una recompensa– el gozo de sentirnos colaboradores

de Dios en su obra creadora.

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El mayor gozo en nuestras tareas se encuentra al saber que Dios nos

ve mientras trabajamos. Si estamos convencidos de que Él acompaña

y comparte los múltiples incidentes que conlleva lo que producimos,

podemos incluso sonreírnos ante las dificultades y de las pequeñas

equivocaciones que procuramos rectificar. No hace falta contarle

nada, basta buscarle en el centro del corazón con la certeza de que

está ahí, cercano. Trabajar mano a mano con el Señor viene a ser un

gozo bien grande.

Con esta visión el trabajo se convierte en cooperación con el Creador.

Es más fácil la alegría si uno se dedica al trabajo que le gusta, para

el que se ha preparado, el que ha elegido: esa persona, si es activa y

emprendedora, disfruta con su quehacer.

Cuando no es así –porque son muchas las personas que no pueden

trabajar en lo que quieren y les gusta–, también es posible alcanzar

alegría por diversos motivos. Lo importante es descubrir que todo

trabajo que se realiza y se termina bien puede ser fuente de alegría,

una alegría que, si se comparte con el Señor, se multiplica por el

hecho de saber con certeza que a Él le agrada. Él está contento con

nuestra labor.

La pereza agrieta la obra bien hecha

No rehúyas el trabajo penoso, ni la labor del campo que creó el

Altísimo [437].

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La pereza es el enemigo, abre grietas alarmantes en cualquier trabajo

y causa destrozos en cualquier obra buena: pasé junto a la heredad

del hombre perezoso, y junto a la viña del insensato; y todo eran

cardos y las ortigas la había cubierto, su cerca de piedra estaba

destruida [438]. Todo lo anterior se perdió.

La pereza neutraliza las energías de la persona a través de pequeñas

dejaciones, abandonos, omisiones, descuidos y tareas sin acabar.

Es una pasividad permanente que deja pasar el tiempo de realizar.

Es negligencia, apatía, indolencia y descuido de las cosas a las que

estamos obligados; una repugnancia ante el esfuerzo. El perezoso

elige las ocupaciones según su capricho y casi siempre las deja a

medias, porque cualquier dificultad que surge le lleva a cambiar de

asunto; se inventa excusas, a veces increíbles, para no terminar lo

que comenzó. Es una tendencia a huir de los deberes y de toda tarea

que causa disgusto o reclama sacrificio y esfuerzo. Comienza bien,

pero no acaba: su incapacidad para un trabajo continuo, metódico y

profundo le impide terminar bien.

Hay en el perezoso bastante mezquindad y conformismo: al no ser

capaz de emprender, deja que su imaginación construya castillos en

el aire y así pierde el tiempo. La Sagrada Escritura lo describe de esta

manera: un poco dormitar, un poco adormecerse, un poco mano

sobre mano descansando. Y le sobreviene como correo la miseria,

como ladrón la indigencia [439].

Como vinagre en los dientes y humo en los ojos, así es el perezoso

para quien le encarga algo [440]. Para sus compañeros de trabajo es

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una fuente de malestar: no acaba las tareas, se deja el material en

casa, pierde, quizá, un documento importante, llega tarde…

La pereza es un vicio: madre de muchos otros vicios, se dice; porque

abre la puerta a no pocas tentaciones. El perezoso, a quien le faltan

energía y voluntad, es fácil que caiga en cualquiera de ellas. No es

consciente. Al dejar las cosas siempre para después, seguramente

cuando quiera alcanzar algo, ya no podrá [441], habrá llegado tarde.

Solo la gracia de Dios, la mortificación y el empeño podrán sacarle de

esa actitud, de ese clima tan relacionado con la tristeza, con una

especie de ruina interna. El perezoso, si no se endereza, es un

hombre fracasado, acabado.

El gran valor de la atención

Las personas perezosas se echan atrás ante las dificultades. Y es

bueno reconocer que este comportamiento significa un recorte de lo

que es verdaderamente humano: el trabajo está inscrito en la

naturaleza. El pensamiento clásico lo expresa con esta analogía: el

caballo para correr, las aves para volar, el hombre para pensar y

trabajar. Cuando el hombre no pone en marcha sus facultades,

decrece.

Es lo contrario de la palabra de la Escritura que alaba el esfuerzo: el

labrador aplica su corazón a abrir surcos, y sus vigilias, a cebar

terneras. De igual modo todo obrero o artesano, que trabaja día y

noche; los que graban las efigies de los sellos y su afán se centra en

variar los detalles, ponen todo su corazón en igualar el modelo y

gastan sus vigilias en rematar la obra. También el herrero, sentado

junto al yunque, atento a los trabajos del hierro: el vaho del fuego sus

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carnes derrite, en el calor de la fragua se debate, el ruido del martillo

le ensordece, y en el modelo del objeto tiene fijos sus ojos; pone su

corazón en concluir sus obras, y sus vigilias en adornarlas al detalle.

De igual modo el alfarero, sentado a su tarea y dando a la rueda con

sus pies, preocupado sin cesar por su trabajo [442].

Toda obra maestra requiere esfuerzo y tiempo [443]: limar, corregir,

pulir, mejorar.

Con atención pueden resolverse tareas difíciles. Sin ella, hasta lo más

sencillo se hace mal.

Atención significa empeño en mantenerse fijo sobre determinado

asunto, sin dejar que se desvíe hacia otras cuestiones que, en un

momento determinado, no son del caso.

Lo contrario es un querer y no querer. Un desear y no empeñarse de

verdad. Quien rechaza el esfuerzo de centrarse en su tarea no llegará

a ser un buen profesional.

Como se relaciona con la constancia y la tenacidad, sin ser

propiamente una virtud, la atención contribuye activamente a la

laboriosidad y puede convertirse en actitud virtuosa cuando está

orientada a trabajar bien por amor a Dios y a los demás.

Todos los trabajos son importantes

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Quienes esparcieron sal en las aceras de la ciudad porque se

anunciaba una gran nevada quizá pensaron que estaban realizando

un trabajo menor. Sin embargo, bastantes transeúntes pisaron

seguros, sin accidentes, al día siguiente; la sal evitó no pocas caídas.

Fue una tarea sencilla a pesar del frío; y los resultados, buenos.

Muchos trabajos parecen poco relevantes, pero todos repercuten

sobre otras personas y hacerlos bien es de gran importancia para la

convivencia.

Conviene ver las cosas tal como son: no es que un individuo anónimo

echara la sal; sino que una persona como yo, con una historia y un

presente, con el peso de su vida y sus preocupaciones, trabajó para

mí; cumplió con el encargo de su empresa en esa jornada de trabajo

y lo hizo bien.

«Las tareas profesionales son testimonio de la dignidad de la criatura

humana; vínculo de unión con los demás; fuente de recursos; medio

de contribuir a la mejora de la sociedad en la que vivimos y de

fomentar el progreso de la humanidad entera.

»Para un cristiano estas perspectivas se alargan y se amplían aún

más, porque el trabajo –asumido por Cristo como realidad redimida y

redentora– se convierte en medio y camino de santificación» [444].

Santidad: palabra grande, que quizá lleva pensar en algo

extraterrestre. Es, sin embargo, el término que nombra la meta a la

que Dios nos llama. La meta de todo cristiano y de todo hombre –

aunque lo ignore– es la santidad: vida compartida con Jesucristo, vida

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orientada a hacer el bien, vida de fe y esperanza en medio de los

acontecimientos y de las vicisitudes de la historia. El trabajo bien

realizado es un factor esencial de la santidad para los hombres y

mujeres corrientes.

La grandeza no está en la categoría de las tareas, como es natural,

sino en las personas: «Ante Dios ninguna ocupación es por sí misma

grande o pequeña. Todo adquiere el valor del Amor con que se

realiza» [445].

¿Qué sería de nosotros si alguien, unas personas bien cualificadas,

no se ocuparan de nuestro bienestar? No podríamos ni dormir, ni salir

a la calle en buen estado; llegaríamos a casa y no encontraríamos

qué comer, con qué vestirnos mañana dignamente…

Entre la multitud de profesiones, el cuidado del hogar y de las

personas es la más importante, la prioritaria y más necesaria.

Una visión simplista y poco humana en el fondo ha minusvalorado el

trabajo que se realiza en una casa. Es, sin embargo, una tarea que

requiere el ejercicio de las mejores cualidades de la persona, la

puesta en práctica de casi todas las virtudes: caridad, paciencia,

benevolencia, humildad, generosidad, magnanimidad, elegancia,

prudencia, respeto, optimismo, fortaleza, responsabilidad… Todas al

servicio de la felicidad de los demás.

Cualquier trabajo es testimonio de la dignidad del hombre; por eso no

tiene sentido hacer valoraciones negativas sobre quienes desarrollan

empleos que se consideran de poco prestigio. El Señor fue artesano,

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y en una aldea como Nazaret ese oficio –además de fabricar mesas

o armarios– implicaba arreglar cualquier desperfecto.

El buen trabajo compartido

Los artistas trabajan en solitario, por regla general. Precisamente, el

proceso creativo necesita silencio y soledad. Pero casi todos los

trabajos se realizan en grupo, en equipo, conectadas y orientadas

todas las personas a producir, gestionar, enseñar… La comunicación

es importante en el trabajo en equipo.

Cada persona debe sentirse integrada en el conjunto; además de

adaptarse a la tarea a realizar, todos deben conocerse entre sí,

aceptarse y respetarse mutuamente, ser flexibles, ser leales con los

demás, ayudarse ante lo difícil y costoso. El ejercicio de estas virtudes

es difícil porque las relaciones personales son siempre muy

complejas; sin embargo, cuando faltan estas actitudes el clima de

trabajo se enrarece, decae la motivación, decrece la productividad.

Trabajar en grupo requiere responsabilidad individual: cada

trabajador debe llevar a cabo su tarea y desempeñar su función.

Cuando alguien no cumple, el trabajo del resto se retrasa, alguien

carga con más tarea, surgen enfados y reproches.

Muchos buenos profesionales –en el sentido de ser muy capaces–

desarrollan un individualismo con el que antes o después destruyen

la cohesión entre los demás. Cuando aparece la competitividad

movida por la ambición, el deseo de protagonismo y el afán de

imponerse sobre los otros, se rompen las buenas relaciones entre

todos, se crean divisiones. Ser solidario en el trabajo significa

renunciar a intereses personales en pro del buen trabajo de todos.

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Esto es así porque «la condición para que una actividad humana

marche adelante es la confianza entre las personas» [446].

Ante situaciones complejas, en las que no se pueden ver con claridad

todos los aspectos, conviene analizar las propias intenciones para

actuar con rectitud, y nunca utilizar «armas prohibidas» [447], sino

buscar –bajo la mirada de Dios– cuál puede ser la solución más

adecuada. Contar con la ayuda de Dios para decidir nos libera de

egoísmos y ambiciones, y es garantía de que se desea lo mejor para

los demás: cuando necesitamos luz para actuar bien, el Señor nunca

nos deja a oscuras.

27. MADUREZ (I)

«Solo manteniendo los valores morales

puede desarrollarse el humanismo verdadero,

la dignidad humana, la libertad auténtica».

San Juan Pablo II

Discurso a polacos, 18-6-1984

Plenitud humana

La palabra madurez resuena en nosotros como plenitud. No es

exactamente una virtud, pero lleva consigo un conjunto de cualidades,

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de actitudes positivas y de virtudes alcanzadas a través de una

conducta recta; virtudes adquiridas con esfuerzo a través del tiempo.

En cada hábito bueno, en cada virtud, están enlazadas las demás. No

existe una virtud aislada: una persona no puede ser prudente si no es

fuerte, no podrá permanecer alegre si no es generosa, sin serenidad

no puede ser paciente, no podrá dialogar si no es respetuosa, si no

es prudente no llegará a ser justa…

Jesucristo, hombre perfecto, es modelo de plenitud para nosotros.

Una plenitud a la que todo hombre está llamado y a la que tiende

desde lo más hondo de su ser. Plenitud de la que el hombre puede

poseer una gran nostalgia y una gran sed en las circunstancias más

variadas.

La madurez indica también armonía y equilibrio, logrado en el intento

diario por superar las dificultades y ayudar a los demás.

Se pueden trazar los rasgos de una personalidad madura, diferente

en cada uno: diferencias de carácter, estado, entorno y de acuerdo

con la historia de cada persona.

No es necesario alcanzar una edad avanzada para tener madurez.

Es posible definir los rasgos de una conducta y de una personalidad

madura:

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1. Las personas, los acontecimientos, las cosas son como son.

Aceptar la realidad.

La objetividad lleva consigo el conocimiento justo de la realidad, tanto

de la propia como de la exterior. Significa una mirada que reconoce

las cosas como son y las acepta con respeto, captando sus aspectos

y advirtiendo el modo más oportuno para actuar con acierto. Saber

distinguir en cada situación lo que está al alcance de la propia acción,

de lo que no se puede ni quizá se debe cambiar por el momento.

2. Objetividad.

En relación a la realidad interior: aceptar que uno mismo, como

persona irrepetible, tiene sus propias virtudes y defectos, habilidades

y limitaciones. Nadie es solo portador de virtudes ni solo defectos. No

se deben infravalorar las limitaciones, ni dar excesivo peso a las

buenas cualidades. Todo con mesura, sin estridencias.

La idea que uno tiene de sí mismo influye en gran medida en la

percepción de lo exterior; la interpretación que formulamos de las

personas, circunstancias y situaciones está en consonancia con

nuestra actitud, edad, estado y condición.

Objetividad, pues, es aceptar la realidad de las cosas, admitir que la

vida cambia y que muchas veces es difícil adaptar nuestro interior a

esos cambios, asumir las limitaciones: quizá, no somos tan

inteligentes como pensábamos, y hemos perdido agudeza visual,

nuestros movimientos son más lentos, oímos peor, nos cansamos

antes… Los años pesan y dejan su huella. Pero es madurez también

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saber que somos hijos de Dios y que tenemos toda la ayuda de la

gracia para ser santos.

3. Aceptar lo distinto y diferente.

Una persona en su madurez no emite juicios tajantes y radicales, más

propios quizá de personas más jóvenes, para las que todo es blanco

o negro, sin aspectos intermedios: no saben que la vida está llena de

matices.

Las personas somos distintas y tenemos opiniones diferentes, y

reconocerlo es necesario para el trato: saber que aquel es así y

respetarlo. Es conveniente conceder y facilitar a cada uno lo que se

adecua a sus gustos: que aprecia el buen vino, que prefiere el huevo

frito a la tortilla. Aunque nosotros preferimos lo contrario.

Convivir pacíficamente, conformes con modos que nos gustaría que

fuesen distintos; no «venirse abajo» porque no tengamos las mismas

posibilidades de éxito que tienen, a veces, amigos o hermanos, o

nosotros mismos hace quince años.

4. Autonomía.

Capacidad de decidir por uno mismo. Es autónomo el que no se deja

llevar por el «qué dirán», sino que tiene claro lo que debe hacer y

procura llevarlo a cabo, con independencia de la opinión de quienes

le rodean. Resuelve los asuntos que le conciernen, pide consejo si lo

necesita y solicita ayuda con sencillez para lo que no puede hacer

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solo: no inquieta constantemente pero pide favores para alcanzar lo

que no puede por sí mismo. Acepta que necesita ayuda sin sentirse

humillado por eso.

Una razonable autonomía lleva a no estar siempre preguntando,

como los niños, qué hacer y cómo hacer. Es conjugar el ser humildes

y admitir que se presentan muchas cosas que no sabemos hacer, con

el decidir y resolver por nosotros mismos lo justo y oportuno. Y eso

es distinto de la pereza de pedir que nos hagan trabajos y gestiones

que podemos hacer nosotros mismos con un poco de buena voluntad.

Esto es una sana autonomía.

La madurez de una persona está cimentada en una profunda

humildad.

5. Responsabilidad.

Cuentan que tras el incendio de la fábrica de material deportivo que

pertenecía a una gran compañía, durante la reunión de emergencia,

muchos de los directivos opinaban que debían presentarse en el

siniestro para resolver la situación. Pero el presidente les aconsejó de

otra forma: «no hagáis nada, ellos saben qué deben hacer». Al año

siguiente el director de la fábrica –ya reconstruida– estaba al frente

de toda la compañía.

Responsabilidad es comprometerse del todo en resolver, implicarse

con la posibilidad de equivocarse. Comprometerse, dar respuesta

adecuada a lo acordado: deberes, obligaciones, compromisos,

promesas, «echarse sobre los hombros», pechar con lo que

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corresponde. Todo lo contrario de no querer para mí lo más molesto,

lo menos brillante, lo poco atrayente a los demás.

6. Trabajar con eficacia.

Es otro rasgo de la madurez que se consigue con la experiencia, y

que concede una visión amplia y profunda de las tareas que se tienen

entre manos. Con la madurez se está más dispuesto a asumir

responsabilidades, a invertir sin reservas el tiempo que precisa cada

tarea; ya no se trabaja por el éxito, sino por metas que valen más la

pena.

Algunas características del trabajo responsable:

Orden de prioridades, que lleva a distinguir lo urgente de lo

importante, lo apetecible de lo necesario.

Dedicación. No pasar de modo desordeno de una tarea a otra sin

terminar bien ninguna.

Intensidad: poner pleno interés en estudiar y resolver los asuntos sin

perder el tiempo.

Visión de conjunto: permite tener presentes los fines, los objetivos a

corto y medio plazo; conocer el ámbito y el ambiente en que se

desarrolla y del que depende el propio trabajo.

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Una buena comunicación con el resto del equipo en el que se trabaja

y una buena relación con los compañeros.

Disposición de ayuda a los demás.

Paciencia y tenacidad ante las cuestiones y los trabajos difíciles de

llevar a término. No rendirse fácilmente

Superar estados de ánimo que puedan influir negativamente en la

tarea que se realiza.

Mantener la serenidad en los momentos difíciles por los que pasa

toda persona.

7. Advertir lo importante, reflexionar, relativizar.

Dar la importancia que corresponde a los problemas, conflictos e

imprevistos, sin exagerar ni minimizar los asuntos.

Cada situación tiene una importancia real que conviene advertir y

valorar para actuar en consecuencia. Conceder la importancia real

que tienen los acontecimientos.

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No dejarse llevar por la sorpresa o la perplejidad, actuar con

serenidad. Las personas con madurez saben distinguir entre lo

importante y lo urgente, lo accidental y lo esencial, el todo y la parte.

Y con un poco de sentido del humor, la madurez sabe encontrar –en

ocasiones– la parte menos seria y severa de las cosas. Reír no es

despectivo ni burlesco; es un alterar las coordenadas sin que esta

alteración destruya lo esencial. No siempre se puede y se debe reír,

pero sí descubrir ese aspecto más amable, menos trágico, y poner un

punto de buen humor en una situación complicada: casi siempre es

posible

El verdadero sentido del humor no lastima, no humilla, al contrario: es

consuelo, una forma de quitarle hierro a una situación. En las

relaciones interpersonales el sentido del humor hace más grato y

amable el trato, sirve de bálsamo que alivia las tensiones o, por lo

menos, las hace más suaves, más llevaderas. Quien tiene sentido del

humor no hace tragedia de algo circunstancial.

8. Ideas propias, flexibilidad de pensamiento y liberalidad.

Una persona en la madurez ha adquirido una visión más certera; sabe

juzgar y discernir lo más adecuado entre la alternativa que se le

plantea como fruto de lo que observa, razona y escucha a los otros.

Tener ideas y experiencia es un factor importante para hallar mejores

soluciones si se aceptan las propuestas de los demás, si se reconoce

su libertad de pensar y de sentir de modo diverso al propio o, incluso,

de manera contraria.

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Se trata de mantener las ideas propias sin caer en la cerrazón de no

ceder, de no apreciar opiniones de otros.

La flexibilidad es otra manifestación de madurez. Significa mente

abierta al cambio, si este supone una mejora para la persona o

personas que nos rodean; el hombre flexible está más dispuesto a

escuchar que a oír. Se da cuenta de que hay mucho que se puede

mejorar. Por eso adopta una actitud constructiva cuando se le

presentan problemas: aprovecha lo positivo y procura sacar partido

de lo negativo. Está dispuesto a poner a prueba sus ideas, no se

molesta ni se torna agresivo si sus sugerencias no se ponen en

práctica. Acepta que puede equivocarse. No absolutiza.

Ser flexible implica un respeto y una valoración positiva de las

personas, mirar a todos sin prejuicios, acoger sus ideas si es

oportuno, ceder la propia opinión; admitir todo lo bueno, aunque uno

mismo no lo haya pensado hasta ese momento, sin sentirse

derrotado, sino contento porque ha aparecido una solución mejor.

La verdadera madurez es juventud, frescura en la inteligencia y en el

corazón.

Consideramos que una persona madura, una vida lograda, es un

triunfo sobre muchos acontecimientos adversos, sobre muchos

dolores y decepciones, sobre la memoria de seres muy queridos que

se fueron; y muchas penas superadas.

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La persona de edad que ha logrado una personalidad madura tiene

el rostro sereno de quien ha amado de verdad, ha culminado muchos

trabajos, ha mantenido su familia con gran esfuerzo, ha alcanzado

gozos inesperados, innumerables alegrías, cuenta con amigos leales,

sabe que Dios ha sido compañero de todos sus pasos en todas partes

por donde anduvo.

27. MADUREZ (II)

«Entiendo muy bien aquella exclamación

que san Pablo escribe a los de Corinto:

tempus breve est!, ¡qué breve es la duración

de nuestro paso por la tierra! Estas palabras,

para un cristiano coherente, suenan

en lo más íntimo de su corazón

como un reproche ante su falta de generosidad

y como una invitación constante a ser leal.

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Verdaderamente es corto nuestro tiempo

para amar, para dar, para desagraviar».

San Josemaría Escrivá

Amigos de Dios, n. 39

Aprender a envejecer

Es una asignatura difícil. Esta plenitud no llega solo con el transcurso

lineal del tiempo. En esta etapa, la vida es muy distinta, y para

adaptarse es necesario, en primer lugar, reconocerlo. Quizá, ser

humilde para reconocerlo. Asignatura que, por otra parte, no se puede

elegir, y en la que tampoco se dan aprobados generales.

Envejecer es un arte, y por eso requiere aprendizaje. En ello se pone

a prueba toda la vida.

La riqueza del ser humano vive en su alma. La vejez invita a mirar

dentro de nosotros y descubrir allí el tesoro de la experiencia, de los

recuerdos y de tantos conocimientos adquiridos.

Dormir mal, notar un extremo cansancio sin estar precisamente

enfermo; padecer un centenar de malestares hasta el presente

desconocidos y, ahora, intensamente sentidos, sin saber qué nos

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pasa ni a qué se deben. Además, estos males nos pueden parecer

una injusticia, mientras que los demás los ven naturales.

Quizá sea un poco exagerado, pero físicamente las cosas pueden ser

así y es conveniente admitir esta realidad para que no crezca una

rebeldía contra la vida, la naturaleza o contra todos.

Como consecuencia de esos estados, en el plano emocional

aparecen otras consecuencias: surgen inseguridades y temores;

quizá también el afán de acumular cosas por si acaso son útiles en

algún momento, como si de esta forma se pudieran evitar males y

carencias inverosímiles. Se presenta la idea de haber aprovechado

bien la vida, la amargura por lo que se ha hecho mal. La alternativa

es, sin duda, la confianza en Dios rico en misericordia, el sencillo

arrepentimiento de faltas y pecados y mirar adelante, donde nos

espera un Padre Bueno; este es el camino hacia la paz.

Saber envejecer consiste en elaborar una estrategia que permita

distinguir lo posible de lo imposible, combinar la abnegación con la

esperanza, los proyectos con las acciones realmente asequibles. Y

saber que puede llegar el momento en que ninguna de estas cosas

se podrá llevar a cabo porque puede que fallen la inteligencia y el

razonamiento. Entonces la perspectiva es dejarse ayudar, llevar,

conducir. Cuando eras más joven, tú mismo te ceñías e ibas a donde

querías; pero cuando hayas envejecido, extenderás tus manos y otro

te llevará a donde tú no quieras ir [448]: la sabiduría de Jesús nos da

la pauta para amoldarnos a la realidad.

Convivir pacíficamente con tan abundantes molestias requiere la

madurez que proporcionan las virtudes que se han hecho vida propia;

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sin ellas, los últimos años de la vida se hacen más penosos de lo que

son. En la vejez solo podemos aceptarnos si edificamos nuestra vida

–lo que aún reste– sobre cimientos sólidos, es decir, si la edificamos

en Dios, Él nos da luces para realizarlo.

Un conjunto de consejos prácticos nos podría ayudar a enfocar bien

estas circunstancias:

Cuidar nuestra imagen exterior día a día. Que al vernos se alegren el

espejo y los ojos de los demás.

No conviene encerrarse en casa ni en la habitación. Es muy bueno

salir a la calle y al campo de paseo.

Hacer ejercicio físico, si se puede.

Evitar actitudes y gestos de viejo derrumbado: la cabeza gacha, la

espalda encorvada, arrastrar los pies. Unas veces es evitable, otras,

no. Hacer lo que se pueda, pero esforzarse.

No hablar de la edad para quejarse de los achaques.

Cultivar el optimismo sobre todas las cosas.

Tratar de ser útil a uno mismo y a los demás.

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Trabajar con las manos y con la mente.

Mantener vivas y cordiales las relaciones humanas.

No pensar que todo tiempo pasado fue mejor. No pocas veces fue

peor.

Son sugerencias que salen al paso de las tendencias más comunes

y de las inseguridades y temores que surgen con la edad avanzada.

Son las virtudes adquiridas y practicadas lo que permite que esta

última etapa de vida en la tierra sea lo más serena y pacífica posible,

a pesar de ser probablemente la más difícil de todas.

La madurez no es el anuncio de un final total. La madurez es una

cima desde la que se puede contemplar un paisaje incomparable.

Desde aquel lugar, quizá un tanto estrecho, podremos decir: ¡Valía la

pena!

Contemplar. Dar gracias. No dejarse llevar por el afán de disfrutar de

las cosas un poco más todavía, porque esto se acaba; moderar el

deseo de apurar lo que queda de vida; frenar la inquietud por llenar

de bienes materiales un tiempo que pasa cada vez más deprisa.

Asomarnos a la eternidad con paz, aunque este hecho cause un poco

de vértigo.

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La esperanza del Cielo

Tenemos un lugar en el Cielo, una casa, una morada: nos espera una

felicidad plena, no una tumba fría. En la otra orilla nos aguarda

nuestro Padre Dios, que nos dará un abrazo enorme. ¡Por fin!, nos

dirá.

Seguiremos siendo nosotros mismos, la misma persona. No la mitad,

estaremos enteros: alma y cuerpo con una vida nueva y una eternidad

por delante para gozar de todos los bienes.

Nos conviene considerar las realidades que, aunque se encuentran

en la otra dimensión de la existencia, son asequibles a la razón y a la

fe:

La persona creada por Dios es eterna.

Estamos hechos para el Cielo.

No tenemos aquí ciudad permanente, sino que vamos en busca de la

venidera [449].

El Cielo es la meta de nuestra senda terrena.

El que cree en Mí, aunque haya muerto, vivirá [450].

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Voy a preparar un lugar para vosotros. Y cuando hubiere ido y os haya

preparado un lugar, vendré otra vez y os llevaré conmigo, para que

donde Yo estoy estéis también vosotros [451].

Lo eterno no está en relación con la vida biológica; no es una

continuación indefinida de lo terreno, sino la plenitud de nuestro ser

como personas junto a Dios [452].

28. MAGNANIMIDAD

«La sobreabundancia es el signo peculiar

de Dios en la creación. El hombre solo

es justo cuando se olvida de sus pretensiones,

cuando es generoso con Dios y con los demás,

porque Cristo es el infinito derroche de Dios».

Joseph Ratzinger

Introducción al cristianismo, p. 218

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Jesucristo, infinito derroche de amor de Dios con los hombres, fue

siempre magnánimo en todas sus obras, pero de manera infinita en

la Cruz, donde culmina la Redención. Se entregó por todos, por cada

uno. Nuestra vida está inundada por ese torrente de agua viva, la

gracia, que nos alcanzó con su muerte y su resurrección.

Necesitamos de la ayuda del Señor –que siempre es copiosa– en las

tentaciones; para acudir a esa fuente de misericordia, que es la

Confesión, para recomenzar en nuestra lucha interior: entonces

Nuestro Padre Dios prepara el gran banquete porque hemos vuelto.

Él no está dispuesto a perdernos. Donde abundó el pecado

sobreabundó la gracia [453], escribió san Pablo. El santo conocía bien

en su vida personal esta generosidad del Señor. ¡Tantas gracias,

tantos requerimientos! ¡Tantas luces!

Magnanimidad en las dos pescas milagrosas [454]; en la última,

después de la Resurrección, contaron aquella enorme redada y

fueron ¡ciento cincuenta y tres peces de los grandes! El peso casi dio

al traste con las barcas y sus ocupantes. Fue un milagro que no se

rompiera la red.

Magnanimidad en aquella abundancia de vino de excelente calidad

en la boda de Caná de Galilea [455]. Se le fue la mano… ¡Era su

primer milagro! ¡Se lo había pedido su Madre! ¡Estaban presentes sus

primeros discípulos y muchos amigos que también habían sido

invitados!

En la Cruz, Jesús cumplía lo que había enseñado: Padre, perdónales,

ruega. Y enseguida, la disculpa: porque no saben lo que hacen [456].

Esta grandeza de alma la pide siempre Jesús a los suyos.

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Más allá de lo esperado

Grandeza de alma, disposición del ánimo para acometer grandes

obras por Dios y por los hombres, grandeza para mirar a quienes nos

rodean con una mirada benevolente, amplia, llena de esperanza, a

pesar de errores reiterados, conscientes de su valía y de los tesoros

que encierra ese hijo, ese amigo, aunque en aquellos momentos esta

capacidad esté oculta y haga su aparición, por el contrario, lo

negativo, lo feo, lo sin sentido. Esta virtud es esencial para la

convivencia; es la que permite remontar situaciones difíciles. Se ha

dicho que uno es, o llega a ser, aquello que los demás piensan que

es, o lo que tiene capacidad de ser. Por el contrario, el ánimo

estrecho, la visión negativa hacia los demás, el juicio pequeño,

raquítico y pobretón, impide volar alto.

Esa capacidad de apreciar mejora el alma propia y la hace

especialmente apta para comprender, facilita las confidencias y

permite alentar a las personas a ser mejores. Ese aprecio tiene la

virtud de acortar distancias y de facilitar la sinceridad, tan necesaria

en la dirección espiritual y en la vida misma.

Cuando las personas se sienten comprendidas y estimadas, se

crecen en sus mismas posibilidades y llegan a metas que parecían

inalcanzables. Es una ayuda no pequeña.

Engrandece al hombre

La magnanimidad nos hace capaces de perdonarlo todo de todos y

de restaurar un estado en el que parecía perdida la capacidad de

entendimiento, donde era difícil poner buena cara y seguir adelante.

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El pusilánime maltrata y fastidia a los demás con su pequeñez y

cortedad de miras.

Aristóteles elaboró un estudio preciso de esta virtud humana tan

relacionada con la fortaleza. Nos dejó un penetrante retrato del

magnánimo, a quien describe con sencillez: «es un hombre reflexivo

y sagaz, puesto que es capaz de ver lo que le conviene en cada

ocasión y de hacer grandes gastos con la mesura necesaria» [457].

Esta virtud consiste en la disposición del ánimo hacia las cosas

grandes, y santo Tomás [458], siguiendo a Aristóteles, la llama ornato

de todas las virtudes, porque otorga a todas ellas, incluso a las más

pequeñas, un toque de brillantez y de belleza. Lo pequeño se hace

grande en un corazón magnánimo.

El magnánimo se plantea ideales altos y se amilana rara vez ante los

obstáculos. No se deja intimidar por los respetos humanos ni por un

ambiente adverso, y tiene en muy poco las murmuraciones y las

habladurías. Le importa mucho más la verdad que las opiniones, con

frecuencia parciales y falsas. Los santos han sido siempre personas

con alma grande al proyectar y realizar las empresas que han llevado

a cabo por el bien de los demás, y al juzgar y tratar a cada uno como

a hijos de Dios, capaces de grandes ideales. Por el contrario, los

pusilánimes, pusillus animus, son almas cortas y estrechas, con

ánimo encogido.

Esta virtud de ninguna manera se opone a la humildad, pues el

magnánimo sabe bien que su grandeza viene de Dios y a Dios la

ordena. Por Él y por los demás es capaz de emplear grandes sumas

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de dinero en obras buenas con corazón alegre; recibe los bienes

materiales para hacer el bien. El orgullo, por el contrario, «nace de un

alma vulgar y de un espíritu poco noble; en cambio la humildad se

encuentra en un corazón generoso y magnánimo» [459], afirma un

Padre de la Iglesia. Y en otro lugar afirma este santo: «no hay

humildad que no vaya a la par con la magnanimidad; no hay orgullo

que no provenga de la pusilanimidad» [460]. El alma humilde se vacía

de sí misma, y se llena de la grandeza de Dios.

El Señor nos invita a ser magnánimos, a tener un corazón grande,

como el suyo. Nos habla de bendecir a quienes nos maldigan, orar

por quienes nos injurian…, realizar el bien sin esperar nada a cambio,

ser compasivos como Dios es compasivo, perdonar a todos, ser

generosos sin cálculo ni medida. Promete el Señor a los magnánimos:

dad y se os dará; os verterán una buena medida, apretada, colmada,

rebosante. Y nos advierte: con la misma medida que midáis seréis

medidos [461].

«Magnanimidad: ánimo grande, alma amplia en la que caben muchos,

la fuerza que nos dispone a salir de nosotros mismos para emprender

obras valiosas, en beneficio de todos.

»No anida la estrechez en el magnánimo; no media la cicatería, ni el

cálculo egoísta, ni la trapisonda interesada. El magnánimo dedica sin

reservas sus fuerzas a lo que vale la pena; por eso es capaz de

entregarse él mismo. No se conforma con dar: se da. Y logra entender

entonces la mayor muestra de magnanimidad: darse a Dios» [462].

Proponerse cosas grandes para el bien de los hombres, o para

remediar las necesidades de muchas personas, o para dar gloria a

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Dios, puede llevar en ocasiones al gasto de fuertes sumas de dinero

y a poner los bienes materiales al servicio de grandes empresas [463].

Y la persona magnánima sabe hacerlo sin asustarse; valorando con

la virtud de la prudencia todas las circunstancias, pero sin tener el

ánimo encogido. Las grandes catedrales son un ejemplo de

magnanimidad en tiempos en los que existían muchos menos medios

humanos y económicos que ahora, pero en los que la fe era quizá

más viva. Desde los primeros tiempos, la Iglesia procuró con especial

interés que los objetos sagrados sirvieran al esplendor del culto con

dignidad y belleza [464], y ha recibido donaciones generosas y

limosnas para las cosas de Dios y para aliviar a los hermanos más

necesitados, promoviendo obras de enseñanza, de cultura, de

asistencia material y sanitaria. Esta virtud ensancha el corazón y lo

hace más joven y valeroso.

Lo contrario es ser pusilánimes

Santa Teresa insistía en que «conviene mucho no apocar los deseos,

pues Su Majestad es amigo de almas animosas» que se plantean

metas grandes, como han hecho los santos, los cuales no habrían

llegado a tan alto estado si no hubieran tomado la firme determinación

de dirigirse hacia allí -contando siempre con la ayuda de Dios–. Y se

lamentaba de esas almas buenas que, incluso con una vida de

oración, en vez de volar hacia Dios se quedan a veces pegadas a

tierra como sapos, o se contentan con cazar lagartijas [465].

«No dejéis que se os encoja el alma y el ánimo, que se podrán perder

muchos bienes… No dejéis arrinconar vuestra alma, que en lugar de

procurar santidad, sacará otras muchas más imperfecciones» [466].

La pusilanimidad, que impide el progreso en el trato con Dios,

consiste en la incapacidad para concebir o desear cosas grandes, y

queda presa en un espíritu raquítico y ramplón. También se

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manifiesta en una visión pobre de los demás y de lo que pueden llegar

a ser, con el auxilio divino.

El hombre mezquino tiene horizontes estrechos, vive resignado a la

comodidad de «ir tirando». Y mientras no supere ese defecto, nunca

se atreverá a comprometerse: todo le resulta demasiado grande.

Pusilánime es aquel que se cierra a la grandeza, que sí es capaz de

alcanzar. Santo Tomás señala diversas causas de este vicio; una de

ellas es la cobardía, un temor a fracasar en empresas de las que

falsamente piensa que superan la propia capacidad.

Pedir con largueza

Pedir cosas grandes, incluso imposibles. ¡Cuántas sorpresas!

Dijo el Señor a Bartimeo, ¿qué quieres que te haga? [467]. ¿Qué

puedo hacer por ti? Imaginemos que el ciego, ciego de nacimiento y

sin haber visto jamás, hubiera pedido al Señor una manta nueva,

¿unas monedas, un denario?

A veces, ese es el horizonte de nuestras peticiones. No es infrecuente

que nos quedemos muy cortos en la petición, en las pequeñas

necesidades diarias: aprobar un examen, encontrar unas llaves… Un

horizonte pequeño, de gente pequeña.

Pedir cosas grandes: el cielo, la contrición, nuestra conversión… Y al

ángel de la guarda, ¿le hemos pedido favores importantes? Quizá le

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tenemos infravalorado en sus posibilidades y casi como a un chico de

hacer recados.

Dar con generosidad. Magnificencia

«El magnífico, a pesar de situarse en un extremo –en el sentido de

que realiza la obra más grande posible–, tiende a ese objeto de forma

moderada y según un orden justo, buscando un fin que justifica la

realización de esa gran obra. Por tanto, a pesar de que la

magnificencia implique cierto exceso, no quiere esto decir que

sobrepase el límite fijado por la recta razón. Los gastos que realiza el

magnífico poseen una grandeza que guarda al mismo tiempo el

debido orden, porque responden a la condición y a las circunstancias

de la persona que los lleva a cabo, y son proporcionales al fin por el

cual se hacen» [468]. Tomás de Aquino insiste en relacionar esta

virtud con la virtud de la fortaleza, apoyado en el hecho de que quien

emprende obras grandes requiere valentía y audacia. Ante lo que vale

la pena, el alma con amplitud de miras aporta de lo propio sin

reservas: dinero, esfuerzo, tiempo. Sabe y entiende bien las palabras

del Señor: el que da mucho, más recibirá.

Se opone a esta virtud la falsa grandeza, que ambiciona con sus

obras honores y alabanzas, el gusto por la adulación, la jactancia.

Dedicarse generosamente y con sacrificio a una labor, quizá poco

común en ese ambiente, y mendigar parabienes, es vanagloria, signo

evidente de que en aquella obra noble se han introducido la vanidad

y el egoísmo.

También santo Tomás incluye como materia propia de esta virtud los

bienes destinados al culto, como pueden ser los vasos sagrados o

custodias, que, por la trascendencia de los actos que con ellos se

realizan, exigen materiales nobles y dignos. Los buenos cristianos se

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han desprendido muchas veces de aquello que consideraban de

mayor valor, para honrar a la Virgen y a Jesús en la Eucaristía.

Magnificencia hace referencia al que tiene el alma grande para dar,

para donar grandes bienes a favor de los «tiempos y de los demás»,

obras en beneficio de la sociedad. Ser rico es un gran bien si la

riqueza se emplea en cubrir las necesidades de otros. La

magnanimidad es la virtud de las cosas grandes a favor de los demás.

De modo especial están llamados a ser magnánimos o «magníficos»

los ricos que adquieren sus bienes de forma lícita, «hacer el bien con

los bienes». Por el contrario, los vicios opuestos a esta virtud son la

avaricia, la vulgaridad y la mezquindad.

29. MANSEDUMBRE

«A tu paso debes dejar el buen aroma

de Cristo: tu sonrisa habitual, tu calma

serena, tu buen humor y tu alegría, tu caridad

y tu comprensión. Debes asemejarte a Jesús,

que pasó haciendo el bien [469]. Quienes no conocen

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la mansedumbre de Cristo dejan tras de sí

una polvareda de descontento, una estela

de animosidad y de dolorosas amarguras,

una secuela de heridas sin cicatrizar; un coro

de lamentos y una cantidad de corazones

cerrados, por un tiempo más o menos largo,

a la acción de la gracia y a la confianza

en la bondad de los hombres».

Salvador Canals

Ascética meditada, p. 73

A la mayoría de los hombres les resulta difícil admitir que los mansos

llegarán a poseer la tierra [470] o cualquier otro bien más o menos

grande. Tanto la historia como el presente parecen indicar más bien

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lo contrario: que la violencia es lo adecuado para apoderarse del

mundo, de la tierra, para dominar a los hombres.

La mansedumbre como virtud se apoya en la virtud de la paciencia,

en la serenidad, brota de la paz interior; tiene que ver con la fortaleza

y con la piedad, también con la compasión. Significa, en cierto

sentido, señorío: una elevación sobre las contradicciones para no

quedar atrapados en ellas, para no reaccionar violentamente frente a

lo que se nos opone, nos molesta o lo que nos parece injusto o

absurdo.

Decir de alguien que es manso parece peyorativo; no es palabra

atrayente, sino al revés: mentalmente unimos su significado con

debilidad e impotencia; pensamos que se trata de personas sin

capacidad de decisión ni de reacción, pobres gentes dispuestas a

dejarse avasallar. Conviene reconstruir este significado y añadirle el

vigor que le es propio.

La mansedumbre requiere inteligencia, fortaleza, prudencia y dominio

de sí. Nace de la certeza de saber que es el mejor modo de solucionar

los conflictos y las situaciones difíciles. Y surge del respeto hacia los

otros, que no deben ser tratados con violencia. La mansedumbre

responde a una convicción: poco o nada se consigue «por las malas»

y todos rechazamos lo que se nos impone por la fuerza. Sin embargo,

a través de la amabilidad y la dulzura las personas nos llegan al

corazón; cuando nos sugieren o nos dicen las cosas así, aunque no

nos guste lo que oímos, empezamos a considerarlo y luego, quizá, a

admitirlo.

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Hay un fondo de piedad y de compasión en la mansedumbre. Se trata

de un comprender, de querer ayudar, y de un querer perdonar; de

pasar por alto las circunstancias molestas que no es necesario

considerar ni reaccionar con energía ante ellas. Hacia los demás es

una compasión activa, no un sentimiento de conmiseración: la

mansedumbre se ejerce para hacer el bien, superando la tentación

de la violencia y de la ira que todos llevamos dentro en mayor o menor

grado.

Hay cierto heroísmo en las personas que responden a la violencia con

bondad, que devuelven bien por mal, no odian, no mantienen

rencores ocultos y saben perdonar. El Señor nos dijo: aprended de

Mí [471]. «La mansedumbre es particularmente meritoria cuando se

manifiesta con aquellos que nos hacen sufrir porque entonces es

sobrenatural, sin mezcla de sensiblería vana; procede de Dios y por

eso llega al corazón de quien –contra toda justicia– estaba irritado

con nosotros» [472].

La mansedumbre de Jesús

El profeta Isaías lo había predicho ocho siglos antes: he aquí mi siervo

a quien elegí; mi amado en quien mi alma se ha complacido. Pondré

mi Espíritu sobre Él y anunciará la justicia a las naciones. No

disputará ni gritará. Nadie oirá su voz en las plazas. No quebrará la

caña cascada, ni apagará la mecha que humea todavía, hasta que

haga triunfar la justicia [473].

Misteriosas palabras, pronunciadas en la lejanía del tiempo, que se

hicieron realidad en la Persona de Jesucristo durante su vida en la

tierra. Todos los actos del Señor manifiestan la mansedumbre de su

corazón, una misericordia abierta a todos sin discriminación, una

disponibilidad generosa para el perdón. Jesús se manifiesta humilde,

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manso, pacífico: aprended de Mí, que soy manso [474]. Podía decir

que le imitásemos porque Él era así, y quería decirlo porque, siendo

mansos y humildes, encontraremos paz en nuestras almas.

Sin embargo, la mansedumbre de Jesús no fue solo dulzura.

Expulsó del Templo a los comerciantes que traficaban en los atrios

porque profanaban el lugar santo.

Las palabras pero yo os digo [475], con las que amplió y completó el

mandamiento de los profetas, también están llenas de energía y

firmeza.

Muchos peregrinos de la Pascua sintieron que sus esperanzas

mesiánicas se cumplían cuando entró Jesús en Jerusalén. Mateo, al

describir la llegada a la Ciudad Santa, recuerda la profecía: decid a la

hija de Sión: mira a tu rey, que viene a ti humilde, montado en un

asno, en un pollino… Romperá los arcos de los guerreros, anunciará

la paz a las gentes y dominará desde un mar a otro, y desde el río

hasta los confines de la tierra [476]. «Se anuncia un rey pobre, un rey

que no gobierna con poder político y militar. Su naturaleza más íntima

es la humildad, la mansedumbre ante Dios y ante los hombres» [477].

Es aclamado como rey y, sin embargo, llega montado en un asno, la

cabalgadura de los pobres. El poder de Dios no es violento; por eso

Jesús dijo a la muchedumbre: bienaventurados los mansos, porque

ellos poseerán la tierra. Y dichosos los que trabajan por la paz, porque

ellos serán llamados hijos de Dios [478].

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En todos los instantes de la Pasión –maltratado e injuriado, golpeado

y azotado, clavado– Jesús responde con el silencio y la

mansedumbre hasta decir: Padre, perdónales, porque no saben lo

que hacen [479]. Así expresa la grandeza de su rango, del que se

despojó para subir a la Cruz [480].

Huimos por instinto de los violentos

Hay temperamentos que desarrollan una energía patente para hacer

las cosas que han previsto; reaccionan con ímpetu, actúan con

pasión, vienen a ser como viento huracanado. Si las conocemos, ya

sabemos lo que va a ocurrir en determinadas situaciones. Se les teme

y, en consecuencia, nos defendemos de ellas. Acabada la tormenta

procuramos olvidar lo que sucedió, lo que dijeron, y comprobamos

que su enfado fue estéril, que nadie atenderá sus propuestas tan

enérgicas. Su actuación fue prácticamente inútil. Señala la sabiduría

popular que «más se caza con una gota de miel que con un barril de

vinagre». La mansedumbre que está llena de energía oculta sale

siempre vencedora.

El hombre agresivo quiere siempre dominar, es el opuesto del hombre

pacífico: aunque este se vea atacado, conserva la calma que brota

de un corazón lleno de bondad [481].

Se huye de los violentos porque nos perturban demasiado: sus

palabras nos hieren, nos arrebatan la paz, nos incitan a responderles

también con ira. La tormenta levantada con su violencia tarda, a veces

demasiado, en calmarse; deja a los de alrededor estremecidos,

doloridos, como ocurre en la naturaleza instantes después de una

gran tempestad.

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Sus explosiones de ira pueden aparecer por cualquier pormenor: por

una palabra que les parece inadecuada, porque no encuentran un

bolígrafo, porque toman una dirección equivocada, porque la comida

está insípida… Les falta control para sobrellevar las pequeñas

incomodidades de la vida.

Conocemos, quizá, a personas susceptibles que se enfadan porque

imaginan segundas y malas intenciones en lo que dicen los demás.

Otros guardan rencores por largo tiempo y, de repente, se presentan

con una violencia que nadie se esperaba y por algo que consideraban

ya pasado. A veces, esta explosión surge en momentos festivos.

Quizá, este es el origen de la expresión «tengamos la fiesta en paz».

El ejercicio de la mansedumbre

«La mansedumbre impide que el hombre se indigne» [482]. Brota del

interior, de un corazón bueno, clemente, sereno, misericordioso. Si

han adquirido esta virtud, hasta las personas más apasionadas son

capaces de dominarse, aunque resulte difícil controlar esa ira natural

que surge ante el mal, la injusticia, ante la violencia que puedan

ejercer otros.

La mansedumbre es una actitud posible si hay respeto, cuando se

considera que la paz es un bien que está por encima de otros muchos,

cuando se sabe captar el estado de ánimo y el modo de ser de los

demás y se procura tener en cuenta sus circunstancias. Cuando se

tiene el convencimiento de que la violencia es inútil.

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«La paz de nuestro corazón depende de nosotros mismos. Evitar los

efectos ridículos de la ira debe estar en nosotros y no supeditarlo a la

manera de ser de los demás. Superar la cólera no ha de depender de

la perfección ajena, sino de nuestra virtud» [483].

Solo con serenidad y amabilidad pueden afrontarse situaciones

conflictivas: «serenos, aunque solo fuese para poder actuar con

inteligencia: quien conserva la calma está en condiciones de pensar,

de estudiar los pros y los contras, de juzgar juiciosamente los

resultados de las acciones previstas. Y después, sosegadamente,

interviene con decisión» [484].

Su clave y su fuente es la caridad, por encima de toda otra razón:

cuando se ama, se encuentra el modo sereno y amable de actuar y

de decir. Se logra dominar en buena parte, al menos, el mal genio, la

impaciencia, el fastidio, la decepción, la respuesta violenta al mal

recibido.

No es virtud de los débiles, sino al contrario: además de inteligencia

se requiere mucha fortaleza, porque es más fácil dejarse llevar por la

ira que controlarla.

La ausencia de paz interior empeora el carácter de las personas y les

lleva a comportamientos que, sobre todo, les perjudican a ellas

mismas: «como el hidalgo de la Mancha, ven gigantes donde no hay

más que molinos de viento; se convierten en personas

malhumoradas, agrias, de celo amargo, de modales bruscos, que no

encuentran nunca nada bueno, que todo lo ven negro, que tienen

miedo a la legítima libertad de los hombres, que no saben sonreír»

[485]. El cristiano, por el contrario, sabe encontrar lo positivo en cada

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situación, sabe poner una gota de buen humor; y, así, trae paz, hace

la vida menos árida para los demás.

Algunas sugerencias:

Optar siempre por lo que une y construye.

Tratar a las personas con clemencia y comprensión.

Entender que la violencia es inútil, siempre o casi siempre.

Recibir con buena cara los consejos y los reproches.

Evitar la amargura y la dureza en toda circunstancia.

Amar a los enemigos. Pedir ayuda para comenzar, al menos, por el

perdón de la injuria o el de la ofensa.

Decir las cosas con amabilidad, con buenos modos aunque nos

hayan tratado mal, con brusquedad, con intemperancia o con falta de

educación.

Estar dispuestos a amar por encima de la dificultad.

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Sufrir con paciencia las contrariedades y los errores de los demás.

Debemos tener en cuenta que, en ocasiones, la mansedumbre puede

llevarnos a ser heroicos. Muchas veces el actuar con mansedumbre,

con paz y serenidad no es nada fácil.

30. MISERICORDIA

«La misericordia de Dios nos muestra

su responsabilidad por cada uno

de nosotros. Él se siente responsable,

desea nuestro bien y quiere vernos felices,

colmados de alegría y serenos. Sobre

esta misma longitud de onda –continúa

el Santo Padre– se ha de orientar el amor

misericordioso de los cristianos. Como

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ama el Padre celestial, así han de amar

los hijos. Como Él es misericordioso,

así estamos nosotros llamados a ser

misericordiosos los unos con los otros».

Francisco

Bula Misericordiae vultus, n. 9

La misericordia es imprescindible para convivir. Está íntimamente

unida a la caridad. El Señor nos da este consejo y este mandato: sed

misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso [486]. Pone

como ejemplo y modelo al mismo Dios.

Durante su vida terrena, Jesucristo derrochó misericordia con todos,

no solo con pobres y enfermos: al ver la multitud, tuvo misericordia de

ellos, porque estaban fatigados y abatidos, como ovejas que no tienen

pastor [487].

Según san Agustín, «la misericordia es la compasión que

experimenta nuestro corazón ante la miseria de otro, y nos impulsa a

socorrerle, si podemos» [488].

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Ser misericordioso no consiste en una disposición pasajera ni en

notar un sentimiento fugaz ante el dolor o la penuria de otro. Es, por

encima de esto, una forma de vivir entre los demás, reconociéndoles

como prójimos: personas que necesitan ser acogidas y

comprendidas, que siempre desean ser tratadas con afecto y

aceptadas tal como son.

Misericordia significa tener un corazón compasivo al ver la miseria de

otro [489].

Dios quiere que la misericordia sea el motor de nuestros actos, de los

sentimientos y de la actitud con que nos relacionemos con todos: os

daré corazón nuevo, y pondré un espíritu nuevo dentro de vosotros;

os quitaré el corazón de piedra, y os daré un corazón de carne [490].

La misericordia de Dios

En tu ira no te olvides de tu misericordia, Señor [491], escribe uno de

los profetas menores.

El Dios bueno y justo manifiesta su cólera ante el mal y las iniquidades

de los hombres. Sin embargo, junto a la ira de Dios también aparece

siempre su misericordia: «el amor divino no abandonó a los hombres

al destino que ellos mismos habían escogido: destino de separación

del verdadero e infinito Bien; destino de miseria y de condenación.

Por el contrario, después del pecado, el señor sale nuevamente al

encuentro del hombre: el juicio que Dios hace del primer pecado va

inmediatamente seguido de la promesa de redención» [492].

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«Si recorréis las Escrituras Santas, descubriréis constantemente la

presencia de la misericordia de Dios: llena la tierra, se extiende a

todos sus hijos; nos rodea, nos antecede, se multiplica para

ayudarnos, y continuamente ha sido confirmada. Dios, al ocuparse de

nosotros como Padre amoroso, nos considera en su misericordia: una

misericordia suave, hermosa como nube de lluvia» [493].

Eligió a Israel y le desveló sus misterios, comunicó a los profetas sus

leyes y desplegó sus cuidados sobre todo el pueblo. Israel, fiel e infiel

a lo largo de siglos, experimentó la cólera de Dios y su misericordia.

He visto la opresión de mi pueblo en Egipto, he oído sus quejas contra

los opresores, me he fijado en sus sufrimientos [494]. Y les protegió

para liberarles de la esclavitud.

Consciente de sus errores y pecados, el salmista invoca el perdón de

Dios confiando en su piedad: misericordia, Dios mío, por tu bondad,

por tu inmensa compasión borra mi culpa; lava del todo mi delito,

limpia mi pecado… Devuélveme la alegría de tu salvación [495].

El Señor responde favorablemente a quien le busca con sincero

corazón: si me llamas, yo te responderé; si gritas pidiendo ayuda, yo

te diré: aquí estoy [496].

Otro salmo confirma su compasión y clemencia ilimitadas: como se

levanta el cielo sobre la tierra, se levanta su bondad sobre sus fieles;

como dista el oriente del ocaso, así aleja de nosotros nuestros delitos.

Como un padre siente ternura por sus hijos, siente el Señor ternura

por sus fieles [497].

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Con la venida de Jesús a la tierra, la misericordia de Dios se hace

entrañable, cercana, colmada de ternura. Todos los instantes de la

vida de Jesús manifiestan esta realidad: el Hijo ha venido a salvar a

todos los hombres. Todos sus actos traducen la misericordia divina.

Al comienzo de su predicación declara su misión: el Espíritu del Señor

está sobre mí porque me ha ungido. Me ha enviado para evangelizar

a los pobres, para predicar a los cautivos la redención, devolver la

vista a los ciegos, para dar libertad a los oprimidos y promulgar un

año de gracia del Señor [498]. Fue en Nazaret donde manifestó el

contenido de su misión.

Se acercaron a Él unos discípulos de Juan –encarcelado por orden

de Herodes– para preguntar: ¿eres tú el que ha de venir, o debemos

esperar a otro? En aquel momento curó a muchos de sus

enfermedades y dolencias y malos espíritus, y dio vista a muchos

ciegos. Y les respondió: id y contad a Juan lo que habéis visto y oído

[499]. Jesús reveló su misericordia con obras, antes de expresarla

con palabras.

El Señor conocía el fondo de los corazones y sabía cuáles eran los

sufrimientos de cada uno, y no pasó nunca indiferente: «Jesús, sobre

todo con su estilo de vida y con sus acciones, ha demostrado cómo

en el mundo en que vivimos está presente el amor, el amor operante,

el amor que se dirige al hombre y abraza todo lo que forma parte de

su humanidad» [500]. Consciente del dolor, no permite que el mal

permanezca. La compasión de Jesús es siempre activa, diligente,

siempre llega a tiempo.

La aldea de Naín [501] fue testigo de uno de sus grandes milagros.

En esta ocasión nadie solicitó su intervención. A la entrada del pueblo

encontró Jesús un pequeño grupo de personas que iba a enterrar a

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un joven. Era el hijo único de una viuda, y al contemplar el dolor de

esa madre se le estremeció el corazón: «conoce que le rodea una

multitud, que permanecerá pasmada ante el milagro e irá pregonando

el suceso por toda la comarca. Pero el Señor no actúa artificialmente,

para realizar un gesto: se siente sencillamente afectado por el

sufrimiento de aquella mujer, y no puede dejar de consolarla. Se

acercó a ella y le dijo: no llores» [502].

«Con la mirada fija en Jesús y en su rostro misericordioso podemos

percibir el amor de la Santísima Trinidad. La misión que Jesús ha

recibido del Padre ha sido la de revelar el misterio del amor divino en

plenitud. Este amor se ha hecho ahora visible y tangible en toda la

vida de Jesús. Su persona no es otra cosa sino amor. Un amor que

se dona gratuitamente. Sus relaciones con las personas que se le

acercan dejan ver algo único e irrepetible. Los signos que realiza,

sobre todo hacia los pecadores, hacia las personas pobres, excluidas,

enfermas y sufrientes llevan consigo el distintivo de la misericordia.

En Él todo habla de misericordia. Nada en Él es falto de compasión»

[503].

La misericordia de Dios es nuestra posibilidad de salvarnos, su

perdón es recurso ante nuestros errores y pecados. ¿Qué sería de

todos nosotros si Dios no fuese misericordioso?

La misericordia ante el mal

Es una tentación frecuente reaccionar ante el mal explícito con cierta

violencia y culpar a su autor sin apenas reflexión, sin considerar

posibles atenuantes. Hay gente buena que piensa que esto es lo

justo: no se paran a pensar que existen circunstancias ignoradas y

multitud de factores que, sin restar maldad a las acciones, merecen

atención antes de concluir en un juicio feroz y en un castigo.

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Si deseamos ser buenos hijos de Dios, debemos perdonar siempre:

ante el mal recibido, la decisión buena es la misericordia, porque la

del Señor «siempre será más grande que cualquier pecado y nadie

podrá poner un límite al amor de Dios que perdona» [504].

San Pablo se dirige a los cristianos de Colosas con estas palabras:

como amados de Dios, revestíos de entrañas de misericordia [505].

Don Quijote aconseja a Sancho: «cuando pudiere y debiere tener

lugar la equidad, no cargues todo el rigor de la ley al delincuente, que

no es mejor la fama del juez riguroso que la del compasivo. Si acaso

doblares la vara de la justicia, no sea con el peso de la dádiva, sino

con el de la misericordia; y en todo cuanto fuere de tu parte, sin hacer

agravio a la contraria, muéstrate piadoso y clemente, porque, aunque

los atributos de Dios todos son iguales, más resplandece y campea a

nuestro ver el de la misericordia que el de la justicia» [506].

Se trata de mirar a todos como aquello que son, hijos de Dios,

hombres y mujeres que Él ha querido crear y que les quiere. Son

personas a las que Jesús ha salido a buscar, porque estaban

perdidas entre las mil complejidades de la vida.

El ejercicio de la compasión

La realidad y la experiencia nos dicen que la humanidad, los hombres,

no somos misericordiosos de modo natural. Existe en nuestro interior

una inclinación a protegernos ante el sufrimiento propio y ajeno. De

manera espontánea evitamos el dolor y huimos de las complicaciones

que suelen acompañarlo. «La verdadera compasión es siempre un

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sufrimiento; el hombre compasivo se involucra en la situación del que

sufre» [507]. Conscientes del riesgo de padecer por el dolor de los

otros, buscamos quizá refugio en la indiferencia y tendemos a pasar

de largo. Esto hicieron el sacerdote y el levita que aparecen en la

parábola de Jesús: vieron al hombre vapuleado y herido a la orilla del

camino de Jericó, pero no se detuvieron; sin embargo, el samaritano

que llegó después tuvo la fortaleza y la bondad que requería la

situación, se hizo cargo del herido y lo llevó a lugar seguro. Este

hombre fue misericordioso y compasivo en sentido pleno: vio, se

enterneció y actuó para sacar al otro de su dolor y abandono [508]. El

samaritano «no se pregunta hasta dónde llega su obligación ni

tampoco cuáles son los méritos necesarios para alcanzar la vida

eterna. Ocurre algo muy diferente: se le rompe el corazón… En virtud

del rayo de compasión que le llegó al alma, él mismo se convirtió en

prójimo, por encima de toda consideración de peligro» [509].

Conviene enderezar esa tendencia torcida a huir del dolor ajeno por

ser demasiado egoísta: el Señor no actuó así. Y, por nuestra parte,

es mejor asumir los problemas que sobrevienen cuando nos

preocupamos por ayudar al prójimo.

Bienaventurados los misericordiosos porque ellos alcanzarán

misericordia [510]: al pronunciar esta bienaventuranza, no es que

Jesús pusiera una condición para recibirla, simplemente afirma que

quienes ejercen misericordia la alcanzarán para ellos mismos. Y la

experiencia dice que es cierto: quienes tienen buen corazón reciben

la gratitud y el afecto de los demás, y sus imperfecciones se ven con

indulgencia.

Todos merecen compasión, son dignos de ella y la necesitan. En la

vida de cada hombre existen penalidades porque la condición

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humana es débil, nuestra vida, precaria y las necesidades materiales

e inmateriales son muy abundantes. Todos necesitamos una mirada

nueva para –más allá de lo evidente– advertir en el interior de los

demás su íntima fragilidad. Necesitamos un corazón nuevo con la

energía y valentía suficientes para decidirnos a ser «próximos», gente

dispuesta a ayudar, acompañar, consolar, servir. También quienes

aparentemente no necesitan nada son personas necesitadas de

nuestra misericordia: interiormente padecen el peso de la vida,

incomodidades, temores más o menos fundados, incertidumbres,

dolor, soledad.

«Quizá alguno podría pensar que –sobre todo en los países más

avanzados– los progresos en la asistencia social, sanitaria, laboral,

etc., harían innecesarias, o hasta superfluas, las tradicionales obras

de misericordia: ¡y no es así! Incluso en las naciones más

desarrolladas, muchas personas se desenvuelven en el umbral de la

pobreza, carecen de los servicios más elementales o sufren la

soledad o el abandono, aunque dispongan de medios materiales»

[511].

El ejercicio de la misericordia conlleva acciones poco llamativas, tan

pequeñas que casi no se ven o no se consideran.

Son obras de misericordia: dar limosna, proporcionar alimentos a

quienes no tienen medios, acoger a los viajeros; cuidar, acompañar,

visitar a los enfermos y moribundos; consolar a quienes están tristes

o solos, atender a los ancianos, cuidar bien a los niños, velar y

enterrar a los muertos; corregir con amabilidad los errores de los

demás; perdonar; enseñar a quien no sabe; dar consejos útiles y

oportunos; sobrellevar pacientemente los defectos de los demás y las

incomodidades que nos producen; rezar por todos, vivos y difuntos…

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La vida diaria ofrece numerosas oportunidades de actuar así; de

todas ellas podríamos librarnos si quisiéramos, porque la mayoría de

personas no manifiesta explícitamente sus apuros y necesidades. Sin

embargo, el mandamiento primero dice claramente: amarás a tu

prójimo como a ti mismo [512]. Este deber se encuentra ante nosotros

siempre, nunca está cancelado ni suprimido. La Iglesia anima a

practicar estas acciones a los cristianos de todos los tiempos.

Cuando acompañamos a un enfermo, es Jesucristo en nosotros quien

está con él, quien sonríe, le distrae y le anima. Ocurre lo mismo

cuando ayudamos a alguien que está cansado.

En la tristeza, en la enfermedad, en el luto, en la persecución el

hombre tiene necesidad de consuelo. Y es Dios el mejor consuelo: en

el fondo, el único. Pero todos estamos llamados a hacer lo que

podamos con las personas que están apenadas y sufren. Consolar es

siempre una acción delicada que requiere respeto, oportunidad y, en

ocasiones, la forma de actuar no serán las palabras, sino la

comprensión, la cercanía, la compañía y las actitudes que manifiesten

que se comparte el dolor y que se está dispuesto a aliviarlo.

No fueron muchas las palabras que dirigió Jesús a María y a Marta

por la muerte de su hermano Lázaro [513]. Siempre que procuramos

consolar con humildad y sencillez llevamos el consuelo del Señor a

esa persona.

31. MODESTIA Y PUDOR

«La castidad significa la integración

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lograda de la sexualidad en la persona,

y por ello en la unidad interior del hombre

en su ser corporal y espiritual».

Catecismo de la Iglesia Católica

n. 2337

El respeto que tiene una persona hacia sí misma se manifiesta en

distintas actitudes. Una de ellas es el pudor: la inclinación a mantener

latente lo que no debe ser mostrado, a callar lo que no debe ser dicho;

el cuidado para no mostrar lo íntimo ante extraños.

«El pudor incluye no solo la interioridad espiritual y psíquica, sino

también el cuerpo, pues él y cuanto a él se refiere forma parte de

nuestra intimidad. Y se extiende también a la casa, y al lenguaje

manifestativo, pues ambos son ámbitos de expresión de lo íntimo»

[514]. Es virtud cuando el pudor se orienta al bien, a lo que es mejor

para uno mismo y para los demás.

Aparece en la persona que tiene conciencia de su valor y dignidad.

Es sentimiento natural y, aunque significa reserva, es una actitud

positiva porque nace del respeto hacia uno mismo.

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Violar la intimidad, forzar a manifestarla, exponer a una persona a la

vergüenza pública, desposeerla de lo íntimo es una de las ofensas

más graves. Estas acciones constituyen una invasión y un despojo,

hieren a la persona en lo más hondo.

Habló con prudencia de sí mismo

Al leer los Evangelios observamos que Jesús es parco para hablar de

sí mismo. Revela aquello que considera oportuno sin que ello le quite

sencillez y naturalidad. El Señor se manifiesta más con los Doce, con

los que tiene confianza, y es generoso con todos: no se oculta, sin

embargo, se muestra con prudencia, sin afectación.

La ausencia de pudor

Sentimos apuro y perplejidad cuando alguien manifiesta fuera de

lugar su intimidad; al conocer algo que no nos corresponde saber o al

encontrarnos espectadores de lo que no debería manifestarse; surge

entonces una reacción espontánea: un no querer estar allí, no haber

visto ni haber oído. En personas con pocos escrúpulos, las reacciones

pueden ser otras. Hay un sentido común –es pudor natural– que juzga

y valora lo íntimo propio y de los demás, que reconoce enseguida lo

que es inoportuno en una situación.

Mantener este sentimiento y actuar en consecuencia guarda a salvo

la dignidad que todas las personas tenemos: es respeto hacia uno

mismo y hacia los demás; algo así como una lealtad hacia nosotros y

lo que somos.

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La falta de pudor rebaja, desdice, resta elegancia, manifiesta

imprudencia, expone no pocas veces al ridículo.

Vestir con elegancia y pudor

Por ser el cuerpo parte de la intimidad, el pudor se muestra como

resistencia a la desnudez, por eso lo defendemos ante los extraños.

El vestido protege al cuerpo no solo contra la intemperie, sino también

contra las miradas que pudieran reducir a la persona a objeto de

deseo. La vida privada de cada uno está protegida por el vestido: es

tan necesario o más que la casa, el pan, el agua. Entre las obras de

misericordia aparece la de «vestir al desnudo», porque constituye una

necesidad primaria.

Y el vestido tiene un significado social, manifiesta el estilo y la

personalidad de cada uno y se adapta –debe adaptarse– a las

circunstancias, porque es distinta la ropa de fiesta de la de trabajo, de

campo o de monte.

Este saber estar a tono con la situación se aprende generalmente en

familia y se cultiva a lo largo de la vida según los gustos y formas de

vida que se adquieren.

Existe una sutil relación entre pudor y elegancia que no todas las

personas descubren, pero es así: la ausencia de pudor barre la

elegancia, y aunque el cuerpo sea joven y bello, el hecho de exhibirlo

conlleva una desvergüenza patente que es incompatible con el estar

a tono, con la elegancia [515].

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La moda marca estilos de vestir y es natural adaptarse a ellos;

siempre con la iniciativa propia de cada persona. Somos libres para –

dentro de la moda– elegir lo que nos gusta y es adecuado. Hay

prendas que una persona con un poco de sensibilidad, más si es

cristiana, no llevará: aunque estén de moda, aunque «todo el mundo»

vista así.

Aunque esta palabra –modestia– esté actualmente cargada de

connotaciones negativas, su verdadero significado tiene que ver más

con el respeto y la bondad, sobre todo si va acompañada de

elegancia, naturalidad y sencillez.

Cuando una persona combina elegancia y pudor en la forma de ser,

estar, hablar y vestir, su aspecto es atrayente, y los demás le aprecian

y admiran, valoran sus otras cualidades, le respetan.

Y ocurre lo contrario cuando falta pudor: lo indecente es incluso

ofensivo. Quien no siente necesidad de ser pudoroso carece de

intimidad, y así vive en la superficie y para la superficie [516].

Castidad y pudor [517]

El sexto y noveno mandamientos señalan el valor de la castidad: «el

pudor protege el misterio de las personas y de su amor. Invita a la

paciencia y a la moderación en la relación amorosa; exige que se

cumplan las condiciones del don y del compromiso definitivo del

hombre y de la mujer entre sí. El pudor es modestia; inspira la elección

del vestido. Mantiene silencio o reserva donde se adivina el riesgo de

una curiosidad malsana; se convierte en discreción» [518].

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Estos valores y virtudes son poco apreciados actualmente y

permanecen ausentes en la vida de muchas personas. La repercusión

de este hecho en la vida social es evidente.

Cuando se deja de vivir esta virtud, las personas se hacen

superficiales y sensuales. Resulta entonces fácil caer en costumbres

que dañan la dignidad propia de un cristiano y de un hombre de bien.

Dignidad y libertad

La castidad y la pureza de corazón, que tienen múltiples

manifestaciones, son necesarias para alcanzar la verdadera libertad.

La sensualidad que busca por encima de todo el placer, la ausencia

de autodominio sobre las pasiones esclaviza a las personas y les

impide conocer la grandeza de vida humana y la propia grandeza.

«A los limpios de corazón se les promete que verán a Dios cara a

cara. Y ya desde ahora esta pureza nos concede ver según Dios,

recibir al otro como prójimo; nos permite considerar el cuerpo

humano, el nuestro y el del prójimo, como un templo del Espíritu

Santo, una manifestación de la belleza divina» [519].

32. OBEDIENCIA

«Jesús es la síntesis viviente

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y personal de la perfecta libertad

en la obediencia total a la voluntad de Dios».

Juan Pablo II

Enc. Veritatis splendor, n. 87

Dios desea nuestra obediencia, quiere necesitar nuestra

colaboración, nuestra adhesión en la fe.

Toda la vida de Jesús está impregnada por la virtud de la obediencia.

Las primeras palabras que conocemos del Señor tuvieron lugar en el

Templo de Jerusalén cuando Él tenía doce años. La respuesta a sus

padres al encontrarle –¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que

debo estar en las cosas de mi Padre? [520]– señala así la fuente de

la que surgen todos su actos.

Y sus últimas palabras, antes de morir en la cruz, son también una

adhesión total a la voluntad de su Padre Dios: consumatum est [521].

Todo lo que querías que hiciera eso hice, tu obra está acabada:

Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu [522]. En la cruz, Jesús

se abandonó al Dios que parecía abandonarle.

Después de la conversación con la samaritana, los discípulos, que

habían vuelto de comprar alimentos, le dijeron: Maestro come, Jesús

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les respondió: mi alimento –es decir, lo que me da fuerzas– es hacer

la voluntad de mi Padre [523]. Yo hago siempre lo que le agrada a Él.

Non sibi placuit [524], no buscó aquello que más le agradaba, lo más

tranquilo, lo más cómodo. Siempre tuvo presente la voluntad de su

Padre Dios.

Buscar lo que Dios quiere

A diferencia del Señor –obediente hasta la muerte y muerte de cruz

[525]–, la obediencia de los hombres ofrece muchas deficiencias.

Todos los días nos encontramos en la disyuntiva de tomar decisiones:

realizar o no un viaje, una compra, una visita. Una vez decidido, quizá,

rogamos a Dios por el éxito de esa decisión nuestra. Sin embargo,

podríamos actuar mejor: preguntar primero a Dios si Él quiere que

hagamos ese viaje, esa visita, ese gasto, y luego hacer ese gasto,

realizar o no ese viaje. Insistimos una y otra vez en la petición para

que salga adelante aquello, que con frecuencia en el fondo no es otra

cosa que mi capricho, mi vanidad, mi voluntad. ¿Pensamos antes qué

quiere Dios de mí en aquel asunto quizá pequeño que acabo de

decidir?

Esta virtud nos llevará a preguntar primero qué espera el Señor que

hagamos, y después decir: Dios mío, hágase tu voluntad. Esto puede

ayudar para las pequeñas cosas de cada día y para los grandes

asuntos: puede ser sobre la llamada de Dios en asuntos decisivos,

por ejemplo, si me caso o no me caso; y sobre cuestiones menos

importantes, dónde nos gustaría pasar las vacaciones con la familia

y resolverla con la pregunta: ¿dónde prefiere el Señor que vaya de

vacaciones, dados los inconvenientes que voy a encontrar? No son

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decisiones exclusivamente mías, sino, de una forma más o menos

explícita, también de Dios. La diferencia es muy grande.

Brillan los astros en su puesto de guardia llenos de alegría, los llama

él y dicen: ¡Aquí estamos!, y brillan alegres para su Hacedor [526]: el

orden y la armonía del universo creado –que en silencio obedece a

las leyes impuestas por Dios Creador– muestran la necesidad de

admitir la ley, de aceptar que existen poderes que están por encima

de nosotros. La naturaleza se rige por leyes, pero en el hombre la

aceptación de la ley debe ser inteligente y libre.

El valor de la obediencia

La palabra hebrea significa también escuchar a Dios atentamente,

prestarle atención. La palabra latina obediencia significa lo mismo; y

desobedecer tiene como significado estar distraídos, escuchar mal

esa voz que se oye exteriormente a veces, y en la intimidad de la

conciencia en otras ocasiones. Como dice Jesús, escuchan la palabra

pero no la ponen en práctica [527], no obedecen. Obediencia es el

deseo de conocer la voluntad de Dios sobre nuestra vida.

Dijo el Señor a Abrahán: te bendeciré con toda clase de bendiciones,

todos los pueblos serán bendecidos, teniendo en cuenta tu

descendencia porque me has obedecido [528]. Y el apóstol Pedro dirá

que Dios concede el Espíritu Santo a los que le obedecen [529].

Quienes practican esta virtud tienen luz.

La obediencia nace del reconocimiento de una autoridad justa que es

superior a nosotros. De esta aceptación libre surge un bien más alto

del que nosotros habíamos conocido y descubierto. Por eso la

obediencia no rebaja a la persona, sino que la introduce en la

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corriente de las relaciones entre los hombres, relaciones que permiten

unidad, armonía, cooperación, justicia, y conducen al bien común.

Sin obediencia a las leyes, la vida social no funciona, las relaciones

familiares se hacen conflictivas, en las empresas surgen más

conflictos.

Obediencia y rebeldía

Ya en el inicio de la historia aparece la rebeldía como fuente de todas

las desgracias.

La rebeldía es un modo de oponerse a la realidad; una realidad que

puede ser justa o injusta, pero con la que no se está de acuerdo y se

rechaza. Es entonces cuando conviene que intervengan la razón y la

libertad para discernir cuál es la opción más acertada.

Rebeldía no es desobediencia siempre; es, no pocas veces,

obediencia a una causa mayor que exige reivindicación y pide que

nos opongamos a lo establecido.

La objeción de conciencia se plantea como una postura que surge

ante una norma o ley que se considera inapropiada o injusta. En estos

casos la ley no obliga en conciencia, a pesar de su valor normativo.

Acerca de la autoridad

La relación entre las personas y la vida social requieren un orden

creado por los propios hombres que la forman: la autoridad existe

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para establecer el equilibrio y la armonía de las relaciones entre

todos, y se puede considerar que forma parte de la naturaleza de las

relaciones entre las personas. De la autoridad emanan órdenes y

leyes que obligan en mayor o menor medida y de su cumplimiento o

rechazo derivan importantes consecuencias.

Existe en nosotros una fuerte tendencia a oponernos a lo obligatorio

y con frecuencia consideramos que lo impuesto nos resta libertad.

Aceptamos ciertas normas, asumimos determinadas órdenes porque

no hay otro remedio.

Las leyes justas y necesarias obligan moralmente porque su

incumplimiento y desobediencia pueden dañar a los demás,

desestabilizar el orden social, quebrantar la paz, causar injusticias,

producir desastres.

La aceptación de la autoridad se ejerce unas veces sin esfuerzo y en

otras ocasiones, con gran dificultad, depende de muchos factores. En

la medida en que nos identificamos con el fin que persigue la norma

y con los principios que la inspiran, la adhesión a la ley ofrece menos

dificultad.

Por obediencia a la ley se deben pagar los impuestos

correspondientes, admitir las decisiones de quien dirige el trabajo,

respetar las reglas de tráfico, aceptar lo que se establece en la

comunidad de vecinos, cumplir las cláusulas de un contrato… El

cumplimiento de estos mandatos es necesario para que la

convivencia fluya con orden y armonía. La virtud de la obediencia ante

la autoridad justa requiere la práctica del sentido común y de otras

virtudes: respeto, docilidad, humildad, honradez, paciencia…

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A quienes dirigen y mandan les corresponde ejercer su autoridad de

forma pacífica, amable, flexible, razonable, y saberse responsables

de lo que piden a los que tienen a su cargo. No basta con mandar, es

necesario cuidar de las personas, buscar lo mejor para ellas y pedirles

lo que pueden dar y llevar a cabo, no abrumar con encargos y tareas

que exigen sacrificios que no están en condiciones de realizar.

Obediencia y amor

La obediencia a los padres es de carácter más profundo porque su

autoridad es de origen. Es un deber natural al que se añade el

respeto, el afecto, la gratitud, la correspondencia. «El cuarto

mandamiento se dirige expresamente a los hijos en sus relaciones

con sus padres, porque esta relación es la más universal. Se refiere

también a las relaciones de parentesco con los miembros del grupo

familiar. Exige que se dé honor, afecto y reconocimiento a los abuelos

y antepasados» [530].

En el ámbito familiar la obediencia y el amor están estrechamente

unidos: quien ama, obedece con gusto, no solo por no contristar al

que ordena, sino sobre todo por servir, ayudar, agradar al padre, a la

madre, al marido o a la mujer. Quien actúa así se siente feliz al cumplir

y puede advertir que el amor favorece el ejercicio de la libertad,

también cuando cumple con el deber.

El cuarto mandamiento trata también de «los deberes de los alumnos

respecto a los maestros, de los empleados respecto a los patronos,

de los subordinados respecto a sus jefes, de los ciudadanos respecto

a su patria, a los que la administran o la gobiernan. Este mandamiento

implica y sobrentiende los deberes de los padres, tutores, maestros,

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jefes, magistrados, gobernantes, de todos los que ejercen una

autoridad sobre otros o sobre una comunidad de personas» [531].

Aparece en este contexto la solidaridad: ese aspecto del amor hacia

todos, también a los desconocidos. La solidaridad –en la que se

funden amor, respeto y acción que busca el bien de los otros– puede

motivar la obediencia a la norma: se aceptan la ley o el mandato por

un bien mayor que afecta a muchos, con quien nos sentimos unidos,

porque todo hombre es hijo de Dios.

«Al hablar de obediencia nos acecha el peligro de interpretarla como

un mero acatamiento exterior» [532]; con frecuencia consideramos la

autoridad como una carga, un sometimiento obligatorio, pero

conviene reflexionar sobre su necesidad y sus efectos positivos, no

solo por contraste con la anarquía, sino más bien por sus beneficios.

En la medida en que nos identificamos con el significado y finalidad

de los preceptos se amplía nuestra libertad al obedecer, ya no es

sometimiento, sino elección personal, aunque la norma o la orden no

la hayamos creado nosotros mismos. Las obligaciones y los deberes

justos, aunque emanan de las relaciones entre los hombres, son

mandato de Dios que nos pide vivir en armonía con los demás. Por

esta razón, cumplirlos es fuente de gozo y de beneficio.

Los mandamientos de la ley de Dios piden obediencia. Pero no basta

solo cumplirlos cabalmente, sino hacerlo por amor. Jesús dijo: si me

amáis, guardad mis mandamientos [533]. Queda reseñado así el

estrecho vínculo entre obediencia y amor: «quien ama a Dios ha

aprendido que su yugo, efectivamente, es suave y su carga, liviana.

No pesa la ley cuando se ha convertido en argumento del amor, en

vehículo de los afectos. Tan ligera resulta que, lejos de ser un peso,

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es un impulso: tiene el peso exacto que para el ave tienen las plumas

de sus alas» [534].

El Señor expresa así su adhesión a la voluntad de Dios Padre: Yo

amo al Padre y hago lo que Él me ha mandado [535]. Solo por amor

se obedece de verdad; y de esta forma es posible cumplir el consejo

de san Pablo: que cada uno trate de agradar a su prójimo para el bien

y la edificación de todos; porque tampoco Cristo buscó su propia

complacencia –non sibi placuit– [536], sino que vivió y murió para

cumplir la voluntad del Padre.

33. OPTIMISMO

«Los pesimistas, como el hidalgo

de La Mancha, ven gigantes

donde no hay más que molinos

de viento; se convierten en personas

malhumoradas, agrias, de celo amargo,

de modales bruscos, que no encuentran

nunca nada bueno, que todo lo ven negro,

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que tienen miedo a la legítima libertad

de los hombres, que no saben sonreír».

San Josemaría Escrivá

Carta 16-VII-1933,

citado por S. Canals, en Ascética meditada, p. 63

Es una virtud humana soporte de la caridad en muchas ocasiones, y

necesaria para formar un hogar y para convivir. El optimismo lleva

siempre una buena dosis de sentido positivo de la vida; ayuda a los

demás a «ir adelante».

Cada día, un cristiano, un hombre bueno, intenta sobrellevar las

dificultades que de por sí trae la vida sin pretender cargarlas sobre

los hombros de los demás, quizá demasiado débiles para tanto peso.

Si de verdad quiere a los suyos, procura no ser derrotista, busca lo

positivo, el lado bueno de la vida, de las personas, de las cosas y de

los acontecimientos.

El que aprende a vivir con un sentido positivo de la vida, a caminar

por la acera soleada, tendrá amigos. En el fondo, todo el mundo

querría tener un alma alegre y llena de este espíritu positivo; esta

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cualidad es tan apreciada como un vaso de agua en el desierto. El

hombre, la mujer que sabe ver lo bueno de los demás tiene un claro

espíritu ganador. Del pesimista huyen todos. Su premio es la soledad.

El pesimista todo lo ve oscuro, malo, negativo…; y con esta actitud,

producto no pocas veces de la soberbia, puede originar mucho daño

en la vida familiar, en el trabajo, con los amigos, que poco a poco se

irán separando de él. Como ya lo indicó el propio santo Tomás, es

imposible o muy difícil estar cerca de una persona que todo lo ve

oscuro, sin remedio.

El pesimismo puede surgir como consecuencia de un fracaso que no

hemos asimilado bien, que no hemos incorporado a nuestra vida, no

lo hemos aceptado y ofrecido a Dios.

El optimismo cristiano es consecuencia de la fe y de la esperanza, no

tanto de las circunstancias favorables, de estar sanos, de que las

cosas hayan salido bien.

Remedios contra el pesimismo y la falta de esperanza

El primer remedio y principal es vivir con mayor hondura la filiación

divina: saber, ser conscientes y sentirnos hijos de Dios, y acudir a

nuestro Padre Dios con confianza. Ante errores y defectos que se

repiten, ante retrocesos quizá solo aparentes, oiremos las palabras

del Señor: te basta mi gracia [537], comienza de nuevo. Los santos

viven alegres gracias a esta confianza: «escucho en el fondo de mi

corazón que Él me repite despacio: meus es tu!; sabía –y sé– cómo

eres, ¡adelante!» [538]. Así podremos decir de verdad: Omnia possum

in eo qui me confortat! [539], todo lo puedo en aquel que me conforta.

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Si hemos nacido para la alegría, si Dios es nuestro Padre, si lo

tenemos tan cerca, si nos espera el Cielo y no una tumba fría al final

del camino, ¿por qué estar en el fondo de ese pozo oscuro de la

tristeza que impregna el alma y la ensombrece?

La sabiduría popular enseña: quien deja a Dios fuera de sus cuentas

no sabe contar. Se ha dejado un sumando vital fuera de los cálculos.

«Todo va mal», dicen los pesimistas. A la hora de la realidad no

cuentan con el Señor, tan cercano. O se dirigen a Dios como a una

especie de secretario particular o un talismán para que les libre, al

menor coste posible, de aquel embrollo en el que se han metido, o de

aquel capricho del que se han prendado.

Junto a la oración constante y humilde, hemos de poner las acciones

oportunas y los medios de que disponemos y añadir los medios

divinos: «en las empresas de apostolado está bien –es un deber– que

consideres tus medios terrenos (2 + 2 = 4), pero no olvides ¡nunca!

que has de contar, por fortuna, con otro sumando: Dios + 2 + 2…»

[540]. La confianza en Dios, que todo lo puede, no es un manto que

cubre la pereza o nuestro capricho. Pero a los que le buscan con

sincero corazón, Dios no les falla: «sube en tu jumento, Sancho el

bueno, y vente detrás de mí; que Dios, que es proveedor de todas las

cosas, no nos ha de faltar, y más andando tan en su servicio como

andamos, pues no falta a los mosquitos del aire, ni a los gusanos de

la tierra, ni a los renacuajos del agua; y es tan piadoso que hace salir

su sol sobre los buenos y los malos, y llueve sobre los injustos y

justos» [541].

El optimismo del cristiano no se apoya en la ausencia de dificultades

y de problemas, que surgen donde menos esperábamos, o de quien

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menos imaginábamos, sino de aquella promesa del Señor: Yo estaré

con vosotros siempre [542].

Aunque vaya por cañadas oscuras –esas situaciones sin luz, sin sol

y sin luna, difíciles (la enfermedad propia o de los hijos, las dificultad

de salir a flote, el cansancio y la aparente monotonía de los días

iguales, el trabajo que supera nuestra capacidad), en esas

circunstancias– no temerá mi corazón. Y el salmista da enseguida la

única razón verdadera: porque Tú vas conmigo. Tu vara y tu cayado

me sosiegan [543]. En Él encontramos la paz del corazón en cualquier

instante.

Y Él tiene una mirada que llega más lejos que la nuestra, es

infinitamente sabia. ¡Cómo hemos de dar gracias porque el Señor no

nos concedió aquello y aquella otra petición de algo que nos parecía

tan imprescindible!; con el tiempo entendemos que fue mejor no

conseguirlo y que, si lo hubiéramos logrado, cuántos problemas

habrían surgido en consecuencia.

No estamos solos

El segundo remedio: tener en cuenta la ayuda de los demás, No

estamos solos. Muchos nos aprecian y valoran y, si nos dejamos

ayudar, encontraremos un firme apoyo para alcanzar nuestros

proyectos y salir de esos estados de ánimo pesimistas. Un optimismo

así no es dulzón ni perezoso.

De una forma u otra estamos ligados a todos aquellos a quienes

amamos. Son muchos, también, de quienes recibimos.

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Nuestra existencia se compenetra con la de los demás y se identifica

según sea más o menos lo que se recibe y lo que se dona. Este

intercambio, esta compenetración de vida es el gran secreto del

encanto que tienen todas las relaciones humanas. Son una fuente de

alegría: no estamos solos.

En el fondo de todo, dependemos más de lo que pensamos de las

personas que cada día encontramos en casa, en la calle, en el

trabajo. No estamos aislados y nuestros actos y actitudes causan en

todos un efecto bueno o negativo. La Escritura enseña que el

hermano ayudado por su hermano es fuerte como una ciudad

amurallada [544], invencible. A través de la realidad invisible de la

«comunión de los santos» recibimos continuamente bienes y

podemos proporcionarlos a otros.

Esta certeza alimenta y robustece nuestro optimismo cuando

sufrimos o pasamos por dificultades.

Falsos optimismos

Hay quien entiende por optimismo confiar en que todo saldrá bien,

todo se solucionará a pesar de las objetivas y evidentes realidades

que hacen suponer la imposibilidad de lo que desean o intentan. Esto

no es optimismo, es quimera y, sobre todo, puede ser pereza o

superficialidad.

Quienes han cursado estudios recuerdan bien a aquellos estudiantes

que se sentían optimistas frente a un examen, porque de las cien

lecciones del programa se sabían una docena.

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El optimismo desproporcionado tiene la vertiente falsa y perniciosa de

creer que las cosas se pueden solucionar casi solas, y llevan a los

que lo padecen a no poner esfuerzo en conseguir metas. El optimismo

exagerado puede ser sinónimo de pereza encubierta. O lo que es

peor, confiar que las cosas se solucionarán o alcanzarán sin el

esfuerzo debido [545].

Aprender a ser optimista

Todos contamos con capacidad para adquirir una visión positiva

sobre la realidad. Quien se descubre pesimista tiene ante sí dos

opciones: seguir amargándose la vida o dar un cambio que le permita

ver el bien, la belleza, las múltiples perspectivas que ofrecen los días.

Sin embargo, es difícil alcanzar esta nueva visión sin la ayuda de

otras personas: el pesimista es un ser acongojado al que le parece

que todo va mal y seguirá mal, sin remedio. Por esto, una tarea

importante es ayudar a «nuestros amigos pesimistas» a descubrir esa

otra cara de la vida que consiste en ver lo mucho bueno que existe, a

confiar en las personas, a tener esperanza, a ser activos ante aquello

que va mal. Un pesimista necesita un apoyo firme y cercano que le

abra una ventana por la que se vea todo lo bueno que existe en cada

situación, en toda persona.

34. ORDEN

«Entonces las voces de los Ainur,

como de arpas y laúdes, pífanos

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y trompetas, violas y órganos,

y como de coros incontables que cantan

con palabras, empezaron a convertir

el tema de Ilúvatar en una gran música,

y se elevó un sonido de innumerables

melodías alternadas, entretejidas

en una armonía que iba más allá del oído

hasta las profundidades y las alturas».

J. r. r. Tolkien

El Silmarillion, cap. I

En el principio creó Dios los cielos y la tierra. La tierra era caos y

confusión y oscuridad por encima del abismo, y el espíritu de Dios

aleteaba por encima de las aguas. Dijo Dios: «haya luz», y hubo luz

[546].

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El Génesis describe la creación del universo y de la primera pareja

humana. Dios hace surgir en la tierra la humedad que la fecundará, y

planta en ella el huerto de Edén; con el polvo de la tierra modela el

cuerpo del hombre, crea también una mujer. Todo lo que existe surge

de la acción de Dios y su obra es perfecta: el hombre puede vivir

dichoso con una compañera que es otro él.

Es un relato simbólico que manifiesta la acción de Dios en el inicio,

acción inteligente sobre el universo y el hombre, que procede de

acuerdo con un plan y orden previstos: con la sabiduría fundó Yahvé

la tierra, consolidó los cielos con inteligencia; con su ciencia se

abrieron los océanos y las nubes destilan el rocío [547].

El hombre, hecho a imagen de Dios, debe trabajar para dominar la

tierra y someterla y, gracias a este trabajo, puede subsistir y realizar

proyectos; su actividad requiere también un orden si quiere alcanzar

los fines que desea.

Por esto, ser ordenado y vivir con orden es una virtud que consiste en

respetar la naturaleza de las cosas, los tiempos y las personas. Todo

tiene su tiempo.

Pensamientos y afectos

El primer orden, el prioritario, es interior. Nuestra intimidad, formada

por pensamientos, afectos, emociones, proyectos, deseos,

recuerdos, sentimientos, requiere una armonía que no surge de modo

espontáneo, sino que se va construyendo poco a poco. La madurez

consiste precisamente en ese gobierno y dominio de lo que somos

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por dentro. Cuando no es así, sobrevienen, no pocas veces, la

ansiedad y la inquietud descontroladas.

El orden en el pensamiento permite centrar la atención sobre lo

importante: el trabajo que hoy –ahora– debemos realizar. Con este

orden es posible distinguir las prioridades y considerar las

circunstancias, rechazar las distracciones, discernir lo que es urgente

y ordenar las tareas, distribuir el tiempo con realismo. Lo contrario

conduce a la precipitación, a la improvisación y a la ineficacia.

También nuestros amores y afectos reclaman una escala organizada

que responda a la naturaleza de los compromisos.

No es justo descuidar la atención y cariño hacia los padres, ni olvidar

las necesidades de los amigos. Es primordial manifestar nuestro

afecto al marido o a la mujer: considerar sus preocupaciones,

escuchar sus inquietudes, hacernos cargo de su cansancio, velar por

su descanso. Y conceder a cada hijo la ternura y la atención que

reclama.

Cuando se anteponen otros intereses, cuando por deslumbre o

capricho se tiene un mejor trato con otras personas y se recorta la

dedicación a quienes están unidos a nosotros por vínculos de mayor

categoría, se provoca un daño grande.

Un corazón inestable –desordenado– puede ser fuente de

infidelidades, deslealtades e injusticias de mayor o menor relieve.

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El orden de las cosas

Un consejo práctico que puede parecer pequeño, pero que es de gran

interés para no perder el tiempo: tener un lugar para cada cosa y

procurar mantenerlo; esta es la forma de encontrar lo que se busca

cuando se necesita, de disponer de los medios y trabajar bien y hacer

rendir el tiempo.

El desorden aparece cuando se pierde de vista que el espacio y el

tiempo son reales, cuando vivimos ignorantes de que es necesario

someterse a ellos. Todo lo material requiere un lugar adecuado: si

dejamos en cualquier parte lo que se usa para trabajar, si no hay lugar

para cada cosa, y si lo hay no importa, todo se deja caer donde resulta

más cómodo y fácil.

Hay personas que viven con este desbarajuste y justifican su

costumbre diciendo que no necesitan orden, que da lo mismo un sitio

que otro para las cosas, y consideran que los demás son unos

fanáticos de la organización.

Sin embargo, los beneficios del orden superan a los males del caos.

El respeto por las cosas reclama una atención sobre ellas y un uso

adecuado.

Algunas personas utilizan el coche como un trastero en el que van

cayendo cosas conforme dejan de usarse por un tiempo; luego no se

acuerdan de lo que hay allí; cuando quieren llevar un pasajero, la

persona no encuentra dónde sentarse; quizá se disculpan, pero no

ven la necesidad de llevar todo aquello a su lugar.

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Quien no sabe dónde deja sus cosas no las encuentra, o tarda mucho

en dar con ellas.

Por el contrario, los fanáticos del orden hacen la vida difícil a los

demás. La virtud está en ese justo medio, que es flexibilidad y sentido

común.

El orden de las cosas es fuente de paz, medio de eficacia, respeto

por la armonía, síntoma de equilibrio interior.

La gestión del tiempo

Conviene reconocer los procesos y saber el tiempo que ocupan las

tareas que realizamos o están por emprender. ¿De dónde podemos

lograr sacar más tiempo? Sin duda, del orden.

Algunas personas programan su agenda con tanto por hacer que es

imposible cumplir con todo, y al final del día se desaniman porque –

quizá– no se ha hecho lo importante. Se creen que el tiempo es

elástico, que las distancias no existen y llegan tarde a sus citas: esta

falta de realismo es desorden. Además, este descontrol sobre el

tiempo no es bueno para la salud.

Todas las cosas tienen su tiempo, hay tiempo de plantar, y tiempo de

arrancar lo plantado. Tiempo de derribar, y tiempo de edificar…

Tiempo de rasgar, y tiempo de coser. Tiempo de callar, y tiempo de

hablar… [548].

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Es conveniente establecer una jerarquía de valores que estructure la

dedicación a obligaciones y deberes. Una distribución correcta de

nuestras obligaciones podría ser así: primero Dios, después nuestra

familia, el trabajo, la amistad, los demás, el descanso. Combinar bien

todos los aspectos es virtud, es orden.

Otro aspecto del orden consiste en dedicar atención a los asuntos

propios en el tiempo adecuado y en el lugar que corresponde. No

conviene entrar en casa después de una jornada de trabajo con todos

los problemas y preocupaciones en la primera línea de nuestros

pensamientos ni con el estado de ánimo falto de alegría por las cosas

que han salido mal. Quien vuelve a su hogar cargado con el peso de

las mil cosas difíciles y complicadas ocurridas, no está para nadie ni

tiene ánimo para escuchar a los otros; más bien, tiende a quejarse y

enfadarse por cualquier nimiedad. Así, el buen momento de estar

juntos se convierte en mal rato para todos.

En cierta ocasión un amigo invitó a otro a cenar a su casa. Tras un

largo paseo llegaban a cenar a la hora convenida. El amigo invitado

observó que el dueño de la casa se acercaba a un árbol del jardín y

pasaba los dedos suavemente por las hojas. Cuando le preguntó por

qué hacía esto, le contestó que aquel era su árbol de los problemas

y que antes de entrar en casa siempre dejaba sus problemas allí,

nunca entraba con ellos. Y sucedía que al día siguiente, cuando los

recogía para llevárselos al lugar adecuado, ¡a veces encontraba

menos! Gracias a este orden y sentido común, su familia se libraba

de un peso enorme.

Agradamos a Dios cuando damos prioridad a las necesidades de los

demás, cuando utilizamos las cosas para lo que son, cuando

pacientemente nos adaptamos al ritmo del tiempo: San Josemaría

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estaba convencido de la necesidad del orden. «Cuando tengas orden

se multiplicará tu tiempo, y, por tanto, podrás dar más gloria a Dios,

trabajando más en su servicio» [549].

El Señor trabajó silenciosamente en Nazaret desde su adolescencia

hasta cumplir treinta años. Durante tres años –con obras y palabras–

anunció el Reino de Dios. Actuó de acuerdo con esta prioridad: yo

hago siempre lo que a Él le agrada [550].

La complejidad del mundo humano requiere inteligencia para llegar a

una distribución razonable que permita llevar la acción hasta un fin

previsto. En este contexto, el orden se hace necesario, no solo para

conservar las cosas materiales, también para actuar con eficacia.

Así, el orden se convierte en un medio necesario que evite el caos y

la arbitrariedad.

Algunas claves para un orden personal

Con la prudencia y el realismo oportunos en cada caso, conviene

mantener unas normas que aseguren –en la medida posible– el buen

hacer, el acierto en nuestras actuaciones, por ejemplo:

Valorar, más que ningún otro, el éxito en casa, con los nuestros, a

través del derroche de nuestro afecto desinteresado.

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Buscar siempre y en toda ocasión la ayuda del Señor: bajo su mirada

se ordenan mejor los trabajos y se acierta en la valoración de los

acontecimientos.

No comprometerse nunca con lo malo, lo feo, lo poco elegante.

Al tomar una decisión, tener presentes a las otras personas que están

implicadas en el asunto.

Escuchar a las dos partes enfrentadas antes de pronunciarse a favor

o en contra.

Pedir consejo ante situaciones complejas.

De ordinario, no dar consejos si no nos lo piden.

Defender a los ausentes.

Planificar el día en el comienzo de la jornada o el día anterior.

Optar siempre por lo positivo.

No perder jamás el buen humor, tampoco en los momentos

trascendentes.

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Aplicar el sentido común.

Escuchar el doble de lo que se habla.

Facilitar el éxito de los subordinados.

Estar atentos a lo que tenemos entre manos.

Gastar menos de lo que ganamos.

Olvidar los agravios lo antes posible.

Mantener a salvo nuestros principios, no cambiarlos al ritmo de las

modas, no comportarse como las veletas al soplo de cualquier viento;

defenderlos frente a incendios, terremotos y robos…

Lo más importante

En el fondo, la virtud del orden estriba en darse cuenta de por qué

estoy en el mundo: si Dios me ha dado la existencia y la meta es llegar

al Cielo, el arco de mi vida es el camino que debo seguir sin

distraerme ni desviarme. Se trata de vivir en armonía y de acuerdo

con lo que soy; emplear mis talentos y recursos para servir y amar:

voy corriendo hacia la meta para alcanzar el premio reservado por

Cristo Jesús [551].

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«El Señor nos ha regalado la vida, los sentidos, las potencias, gracias

sin cuento: y no tenemos derecho a olvidar que somos un obrero,

entre tantos, en esta hacienda, en la que Él nos ha colocado, para

colaborar en la tarea de llevar el alimento a los demás. Este es

nuestro sitio: dentro de estos límites; aquí hemos de gastarnos

diariamente con Él, ayudándole en su labor redentora» [552].

35. PACIENCIA (I)

«La paciencia derrama sus frutos

con profusión por todas partes:

modera la ira, frena la lengua, dirige

nuestro pensar, conserva la paz,

endereza la conducta, doblega la rebeldía

de la pasión, reprime el tono de orgullo,

apaga el fuego de los enconos, contiene

la prepotencia de los ricos, alivia

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la necesidad de los pobres, hace fuerte

en la adversidad, pacíficos ante las injusticias

y afrentas, levanta en alto nuestra esperanza».

San Cipriano

Tratado sobre la paciencia, n. 20

La virtud de la paciencia –la actitud paciente– es necesaria para

sobrellevar las dificultades en las diversas facetas de la vida.

Esta virtud se pone de manifiesto sobre todo ante lo difícil y costoso,

y especialmente ante la adversidad que se prolonga en el tiempo: una

enfermedad, el carácter difícil de personas con las que convivimos, el

trato con otros en el trabajo, la incomprensión por parte de amigos…

Cicerón se refería a la paciencia como a una constante firmeza en el

bien cuando se presenta arduo y difícil [553] para conseguirlo. Y san

Agustín habla de la paciencia como aquella virtud «que nos hace

soportar los males con buen ánimo» [554], sin perder la serenidad, de

modo que no nos acarreen una tristeza y un pesar desmedido.

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La paciencia, pues, consiste en no rendirse ante el mal, sea cual sea,

en no darse por vencido, en no capitular, en el recomenzar una y otra

vez. Por eso, está muy relacionada con la fortaleza. Paciencia

significa mantener firmeza y esperanza ante aquello que debemos

hacer en medio de dificultades y obstáculos. El paciente sabe resistir

y esperar el tiempo oportuno para actuar. Por eso se lee en el libro de

los Proverbios que mejor es el varón paciente que el fuerte, y aquel

que se domina en su ánimo, mejor que el conquistador de ciudades

[555].

La paciencia es activa; y, en cierto sentido, consiste en adaptarse al

tiempo, a los ritmos de la naturaleza, en aguantar los embates del

enemigo –interno o externo–, en no caer en una tentación que se

prolonga más de lo esperado.

Paciente no es quien de modo irreflexivo y pasivo acepta todo tipo de

mal: no es el que huye del mal, sino el que no se deja llevar por él a

un estado desordenado de tristeza [556]. No es una actitud pasiva ni

conformista, requiere una energía que procede de nuestra libertad

que sabe elegir y resistir.

Cuando Jesús habla con sus discípulos sobre la caída de la ciudad

de Jerusalén y predice los acontecimientos que sobrevendrán, añade:

por vuestra paciencia salvaréis vuestras almas [557]. En este

contexto Jesús se refiere probablemente a una paciencia que

consiste en fortaleza, en asumir el sufrimiento serenamente con una

confianza plena en Dios. Porque la paciencia requiere un motivo

suficiente y una energía interior, una esperanza firme que la

mantenga mientras se prolonga esa situación adversa.

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Se trata de «sufrir bien», de padecer dignamente cuando la

adversidad se prolonga. Y esto es posible con ayuda de la fe, de la

esperanza y de la oración.

La paciencia de Dios

Al crear el universo y el hombre, Dios quiso contar con el tiempo.

Quiso que el mundo llegara a la perfección después de que hubieran

transcurrido períodos de tiempo inmensamente largos.

La impaciencia del hombre estropea las cosas no pocas veces.

Romano Guardini guarda una experiencia de su niñez llena de

sabiduría: «Recibimos de nuestra madre como regalo una maceta con

plantas de flores. Cuando las flores estaban a punto de abrirse, no

tuvimos la paciencia de esperar a que se abriesen del todo.

Queríamos acelerar el proceso apretando los botones con los dedos

y arrancándoles los pétalos. Pero aparecieron manchas oscuras en

los botones que los marchitaron y las futuras flores murieron» [558].

No podemos romper los procesos naturales. Dios cuenta con el

tiempo, está más allá de él pero «goza viendo cómo las cosas tienen

su propio ritmo y su propio lugar. Tiene la paciencia creadora que le

permite desarrollar el sentido de las cosas hasta su perfección

completa» [559].

Las grandes obras se han hecho en la espera paciente, sin prisa, en

un recomenzar una y otra vez que nada tiene que ver con la pereza

ni con el cansancio inoportuno.

Ante el dolor y las adversidades

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Si consideramos el significado que los autores antiguos concedieron

a la palabra paciencia –resistir y sobrellevar con serenidad el

sufrimiento y las dificultades–, nos damos cuenta de que esta virtud

es clave para vivir bien.

No se puede esquivar el dolor: sobreviene; tampoco las dificultades:

aparecen solas. Nadie se libra, y la rebeldía ante los hechos amplía y

multiplica los pesares. Cuando se emprende la búsqueda del sentido

del dolor, el ser humano se cuestiona su misma existencia y trata de

aclarar el alcance y el significado de su propia libertad. «¿Puedo

rechazar el dolor? ¿Puedo, acaso, fijar una distancia con el dolor,

eliminarlo? El dolor le imprime a la vida su sentido efímero» [560].

La tarea primordial de cada hombre y mujer es sostener su propia

existencia. Es decir: llevar adelante su vida, conducirla y enderezarla,

responder con bondad ante los acontecimientos, amar y darse a los

demás, buscar y encontrar a Dios, remontar los obstáculos,

sobrellevar la enfermedad, hallar felicidad en situaciones

inesperadas, trabajar contra viento y marea, vencer la tristeza por el

dolor y la muerte de las personas queridas, afrontar la propia muerte.

No somos viajeros solitarios. Sin embargo, hay tramos de este camino

en el que ningún humano puede acompañar. Es Dios, el «caminante

misterioso», quien no nos deja ni un instante: estuve contigo en todas

partes por las que anduviste [561], le dijo a David, y lo repite así a

cada uno.

Cuando nos atrapa el sufrimiento

No alcanzamos a descifrar el dolor con el pensamiento, y esta falta

de luz sobre algo que es ya sufrimiento, en mayor o menor medida lo

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aumenta. «Es propio del hombre la extrañeza ante el acontecimiento

doloroso, el no poderse acostumbrar a él» [562]. Por eso, ante el dolor

lo que más se desea es su desaparición.

Cuando el sufrimiento se prolonga, la persona se ve obligada a sacar

de sí todos sus recursos personales, incluso aquellos que ignoraba

tener: el dolor nos pone a prueba, como quien dice, ante nosotros

mismos, es un reto insoslayable que no queda más remedio que

afrontar.

Existen muchos modos de responder ante el dolor. Y en esta

respuesta nos jugamos mucho: podemos crecer, adquirir compasión

hacia todos, madurar, hacernos mejores. Pero también podemos

empequeñecernos por la amargura, el rencor, la rebeldía inútil, la

tristeza… «El dolor no es algo accidental, ocurre en una zona humana

muy honda» [563].

En esta situación, el ejercicio de la paciencia es clave.

No sufrimos solos

No sufrimos ante un Dios indiferente y lejano: yo estaré con vosotros

todos los días [564]. También en los días de dolor, de soledad, de

fracaso; es entonces, en el dolor, donde su proximidad se hace

mayor, la unión más íntima, su amor más activo.

Para el cristiano el dolor y la muerte no son tragedia:

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Sabe que la bondad de Dios se hace presente especialmente en

medio del sufrimiento.

Está seguro de que, a través de los «males» visibles, Dios concede

bienes mayores que quizá aún no se ven.

Sabe que Jesucristo abrazó el sufrimiento como medio para salvarle

y puede unir el dolor que padece al suyo. Jesucristo quiso el dolor

como medio de salvación.

Confía en que la fortaleza de Dios le servirá de apoyo siempre y en

todo lugar.

Puede reconocer al Señor más cercano que nunca.

Mantiene la esperanza a pesar del sufrimiento, y en él alcanzará

mayor bondad, más compasión y comprensión hacia el prójimo.

En el sufrimiento, mira a Dios Hijo en la Cruz y comienza a entender

que el dolor no es absurdo, pues tiene un sentido. Vislumbra un

sendero que le lleva directamente hasta el corazón de Dios.

El dolor nos conduce al interior de nosotros mismos, purifica nuestros

deseos, nos lleva a la profundidad de nuestro ser, nos arranca de la

superficialidad, nos despierta para la verdad.

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En el mundo tendréis tribulación, pero no temáis: Yo he vencido al

mundo [565], nos ha dicho Jesús, para que no nos dejemos arrastrar

por una tendencia negativa que es tristeza, pasividad o rebeldía

cuando el sufrimiento invade nuestra vida. Es muy provechoso saber

que la paciencia modera la tristeza.

Ninguna de estas convicciones, ninguna de estas actitudes se obtiene

sin la gracia. Al recibir este don de Dios, el hombre y la mujer

cristianos crecen a través de las contradicciones, responden ante

ellas con valor, alcanzan una libertad que de otro modo no se

consigue.

Comenzar y recomenzar: ser pacientes

Otro aspecto del ejercicio de esta virtud es comenzar y recomenzar.

Muy pocas cosas difíciles se consiguen al primer empeño, la

experiencia nos lo dice.

Las obras maestras, que admiramos por su belleza y armonía, no se

alcanzaron al primer intento del artista. Este es un ejemplo: la Virgen

del Prado de Rafael –que se encuentra en el Museo de Historia del

Arte de Viena– es bella y atractiva; los personajes están

admirablemente dibujados, y la expresión de la Virgen mirando a los

dos niños es inolvidable. Pero, si observamos los apuntes de Rafael

para este cuadro, vemos que hizo varios borradores para conseguir

el acertado equilibrio de las figuras, la exacta relación entre ellas, que

debía producir el más armonioso conjunto.

En el primer apunte pensó en dejar al Niño volviéndose para mirar a

su Madre, e intentó diversas posturas para la cabeza de ella. Después

decidió volver al Niño hacia atrás y que no la mirara; luego cambió la

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postura del Niño, haciendo que mirara fuera del cuadro… Hay varias

páginas de su cuaderno de apuntes con otras variaciones. En el

cuadro terminado todo se encuentra en el lugar exacto que le

corresponde. El artista ha luchado de este modo para conseguir el

equilibrio justo, esa armonía que hace más hermosa la hermosura de

la Virgen [566].

Igual ocurre de ordinario con las obras literarias y las de los grandes

maestros de la música y de la arquitectura. Y con trabajos que

parecen menos importantes: nada bien hecho surge a la primera.

«Las obras grandes surgen solamente de la soledad, del descanso,

del saber esperar y del dejar madurar» [567].

Paciencia con uno mismo

Seríamos más felices si comprendiéramos un poco mejor nuestra

intimidad; si admitiéramos nuestros propios errores sin maltratarnos

por dentro.

Tenemos, por lo general, buen cuidado en ocultarlos ante los demás,

pero somos muy capaces de pensar mal sobre nosotros mismos.

Bastaría una reflexión más paciente sobre los hechos para no verlo

todo tan negro. La precipitación en los juicios sobre nosotros mismos

cuando algo sale mal o nos equivocamos suele acabar en la versión

más negativa sobre nuestra persona y en hacernos creer que todo se

hunde o que no valemos para nada. Pero las cosas no son así de

desastrosas: basta con pensarlas dos veces para llegar a mejores

conclusiones.

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«Tened paciencia con todo el mundo, pero de modo principal con vos

misma: quiero decir que no perdáis la tranquilidad por causa de

vuestras imperfecciones y que siempre tengáis ánimo para

levantaros» [568]. Es la sugerencia de un santo en una de sus cartas.

Quizá recordamos un muñeco de madera que se llamaba tentempié:

tenía oculta en la base una bola de plomo que actuaba de forma que

–colocado en cualquier postura–, al soltarlo, aunque cayera de

cabeza siempre daba la vuelta y se quedaba de pie.

Concedernos tiempo

Cuando algún proyecto importante tarda en salir adelante, podemos

caer en la conclusión de que no conseguiremos nunca ponerlo en

marcha, pensar que lo hemos planteado mal porque somos torpes e

ineptos.

Sin embargo, si hemos empleado buenos recursos, no tiene sentido

este pesimismo. Muchas veces sin fundamento, porque no hay datos

nuevos, concluimos que las cosas saldrán mal porque tardan. Así

cultivamos un estado negativo basado en pensamientos poco

fundados. El pesimismo y la paciencia son poco compatibles por

naturaleza.

Uno mismo puede crearse muchos conflictos porque no adquiere una

virtud, no aprende todavía a ser amable o discreto, no consigue

dominar el mal genio. Y estos resultados requieren tiempo, esfuerzo,

perseverancia. No debemos hacer un drama si tardamos en

conseguirlas.

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No hay razón para constituirnos en enemigos de nosotros mismos.

Sobre todo porque Dios está de nuestra parte: Él ve nuestros apuros,

los comparte y acompaña los procesos en que nos encontramos.

Si Él cuenta con el tiempo desde el primer día de la creación, ¿vamos

a prescindir nosotros del calendario?

Es cierto que solo Dios es Señor de la historia y del tiempo; pero, en

cierta medida, también nosotros podemos ser señores de nuestro

tiempo y de nuestra vida: no lo lograríamos nunca con la precipitación

ni la impaciencia, sino con la serenidad que proporciona la paciencia,

con la paz que nos concede la esperanza.

35. PACIENCIA (II)

«Las ocasiones de contrariedad

jamás nos faltarán mientras

estemos en contacto con los hombres.

Las hace inevitables el constante roce

con ellos. Que no sean estas contrariedades

motivo para evitar su compañía».

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Casiano

Instituciones, 9, 7.

La parábola de la cizaña muestra un claro ejemplo de paciencia y

buen sentido: al descubrir la mala hierba, los criados preguntan al

dueño del campo: ¿quieres que vayamos y la arranquemos? Y

reciben una sabia respuesta: dejad que crezcan juntas hasta la siega

[569]. El Señor sabe esperar, no se cansa nunca de nosotros, conoce

los tiempos y aguarda hasta que nuestra libertad se endereza hacia

al bien.

A diario se presentan numerosas situaciones en las que el buen trato

con los demás requiere un ejercicio activo de esta virtud, a veces de

modo heroico. Pensemos en algunas madres de familia.

Paciencia para escuchar

Entre las habilidades y virtudes que requiere la buena escucha de lo

que oímos está la paciencia. La experiencia nos dice que sin la espera

serena para dejar hablar a los otros es imposible entenderse y, sin

embargo, escuchar no siempre es fácil: interrumpimos a quien habla,

perdemos un poco la paz si prolonga el discurso, nos distraemos

pensando en otras cosas o dejamos sin más a cualquiera con la

«palabra en la boca». Sabemos que escuchar es necesario,

importante en las relaciones humanas, imprescindible para

comunicarnos; pero demasiadas veces nos vence la impaciencia. En

ocasiones no se da importancia a la mala educación de quien corta la

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palabra. Podemos llegar incluso a ser crueles con alguien que tarda

más en expresarse.

La paciencia para escuchar se puede adquirir si se quiere. Son

numerosos los motivos que hacen importante este objetivo: permite

el conocimiento de las personas, hace posible la buena

comunicación, ayuda a transmitir el afecto, elimina malas

interpretaciones, nos permite ponernos en el lugar de los otros y

comprenderles, favorece el compañerismo, crea vínculos de amistad,

nos enriquece con el conocimiento de las ideas de otras personas,

proporcionamos alegría a quienes nos hablan. Sin escuchar a los

demás, vamos por la vida como flechas que no aciertan en la diana.

Es una forma de respeto hacia la otra persona. «Escuchar es una

actividad tan natural y humana que no parece exagerado afirmar que

lo llena todo. Es tanta la necesidad de ella que tampoco constituiría

un error definir a la persona en función de ella» [570].

Vale la pena preguntarse qué sentimos cuando no nos escuchan,

cuando nos dejan de escuchar en medio de una conversación, qué

sería de nosotros si Dios no nos escuchase.

Esta paciencia brota de algo más hondo, que es la bondad, el respeto,

la lealtad con quien tenemos delante y nos habla.

Toda persona es algo grande, misterioso; sus palabras abren la

puerta de ese misterio y manifiestan sus pensamientos, afectos,

alegrías, problemas, sufrimientos…

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Acoger y escuchar serenamente lo que dicen los demás es quererles

bien.

Pacientes ante las dificultades de cada día

En cada instante se manifiesta nuestra fragilidad. Cualquier pormenor

que nos molesta se convierte con frecuencia en una mini-tragedia que

nos entristece o enfada; soportamos mal hasta las molestias más

pequeñas, sin darnos cuenta de que estas reacciones son ridículas y

que guardan una desproporción enorme con los sufrimientos que

padecen tantos seres humanos en todas las partes del mundo, cerca

y lejos.

Al saber que nuestra naturaleza está dañada por el pecado de origen,

nos conviene adquirir recursos que fortalezcan nuestro interior y, así,

llegar a ser personas más cabales, más fuertes para estar por encima

de aquellos disgustos que parecen grandes y luego no son para tanto.

La paciencia preserva al cristiano del peligro de quedar roto por la

tristeza y por las dificultades que no somos capaces de superar.

Pacientes en la prisa

Ante la posibilidad de llegar tarde a una cita importante, la espera de

un autobús que se retrasa puede causarnos un desasosiego grande;

si llega completo y no admite viajeros, hay que esperar al siguiente

en medio de una fila de personas solidarias en la impaciencia y en los

denuestos contra el transporte público, el ayuntamiento, el alcalde,

etc. Quizá es un buen momento para empezar a caminar a pie para

ganar tiempo, para rezar el Rosario, para hacer un amigo nuevo en la

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fila de los impacientes. Y, ante todo, mantenernos serenos porque el

mundo no se hunde por este desajuste.

La precipitación lleva al desorden: la prisa no justifica que alguien

abandone la habitación dejando tras de sí un caos de cosas. Es cierto

que usamos tantas cosas que con frecuencia terminamos hartos de

ellas, y nos entran ganas de tirarlas contra el suelo o por la ventana.

Pero si ejercemos un poco de paciencia y de calma, podemos llevar

todo a su sitio en breve tiempo.

Es necesaria la paciencia cuando, llenos de prisa, alguien a quien no

esperábamos nos detiene para preguntar o decir algo; no es de recibo

deshacernos de él con malas palabras ni gestos. Existen distintas

formas de ser amables: comunicarle nuestra situación, decir que le

llamaremos por teléfono, pedir disculpas y dejar para mañana su

consulta… Y muchas veces no ocurrirá nada por dedicar unos

minutos a esta persona y escucharla. Es cuestión de que

interiormente nos obliguemos a ser respetuosos y amables. En este

caso la paciencia es caridad.

Cambio de planes

Necesitamos paciencia para encajar con cierta deportividad un

cambio de planes a última hora, por mucha ilusión que nos hiciera

salir con una persona, ver una buena película, quedarnos

tranquilamente en casa. No tiene sentido que por esta causa

entremos en un enfado mayúsculo y que, quizá, lleguemos a fastidiar

a quienes no tienen que ver con lo que nos pasa. Es posible

recomponer nuestros planes y dirigirlos hacia otras actividades, si no

perdemos la calma.

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Paciencia con las personas más cercanas

Junto a ellas es fácil perder la paciencia. Son, sin embargo, quienes

más nos aprecian y quieren. Son los que más necesitan que seamos

con ellos pacientes, serenos, amables.

Hemos de contar con los defectos de las personas que tratamos, que

muchas veces se esfuerzan de verdad por superarlos. Paciencia con

su mal humor, con suspicacias, quejas y manías, sobre todo cuando

se repiten con frecuencia.

Sabemos por experiencia que la convivencia se estropea por la

impaciencia. Tener paciencia con quienes nos rodean quiere decir

darles tiempo: tiempo para hablar, tiempo para aprender, para

cambiar, para crecer. Hemos de tener en cuenta que de vez en

cuando nos encontraremos con personas valiosas, pero lentas.

Otras veces nos empeñamos en juzgarles por lo que a nuestro juicio

debieran ser o deberían hacer, y no por lo que en realidad son. Nunca

debemos exigir a los hombres lo que ellos no pueden dar, aunque sí

hemos de ayudarles a superarse, a aspirar hacia lo más alto. Para

esto es necesaria una paciencia generosa.

Quizá, lo más difícil es ser pacientes en nuestra propia casa y con los

asuntos que afectan directamente a los nuestros. Sin embargo, el

buen clima familiar se pierde cuando no controlamos la impaciencia.

Algunas sugerencias:

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No desesperarnos cuando no recibimos aún la respuesta a unos

resultados: la nota de un examen, un informe del médico, una

entrevista de trabajo, una lista de admitidos, etc.

No enfadarnos si al llegar a casa no está preparada la comida ni

puesta la mesa.

Enseñar a los hijos pequeños a hacer las cosas sin enfadarnos

porque quizá son un poco torpes.

Arreglar con calma desperfectos de la casa sin irritarnos con nadie si

echamos en falta algunas herramientas.

Escuchar las razones y explicaciones de los hijos adolescentes

cuando nos las dan.

Aceptar con benevolencia la impuntualidad de los demás.

Saber esperar a que los hijos adolescentes maduren y se les pase la

«edad del pavo».

Asumir sin aspavientos los desperfectos y roturas de los

electrodomésticos, que, por otra parte, no son eternos.

Tomarse las equivocaciones de los demás con sentido del humor.

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Apartar definitivamente las expresiones violentas.

Con los hijos pequeños y con los grandes

Hay niños pequeños que son muy llorones y pueden pasarse horas

llorando sin parar y sin cansarse. Es difícil en este caso mantener la

serenidad porque son muchos los factores que nos desasosiegan: oír

su llanto, no poder dormir, no conseguir terminar lo que habíamos

comenzado, no saber qué le pasa, si estará enfermo, si se va a

ahogar… Si dejamos que nos ganen el nerviosismo y la

desesperación, lo vamos a pasar peor, podemos cometer una

tontería. Podemos hallar un poco de paz si consideramos que todo

pasa, que al fin se va a dormir o callará: es cuestión de esperar

pacientemente ese momento, porque llega.

Probablemente es más difícil sufrir los gritos de aquellos algo

mayores cuando juegan dentro de casa. Pero, ¿quién no recuerda el

gozo infantil de los juegos entre hermanos, no siempre sin peleas al

final? Será necesaria una porción de paciencia para no estropearles

la fiesta.

Pacientes al conducir

¿Quién puede resistir un atasco en el tráfico sin ponerse nervioso?

Quizá son pocos, aunque todos saben que esto ocurre casi todos los

días. Necesitaremos algún recurso para paliar los efectos de estos

retrasos.

Paciencia también con los conductores más lentos, para hacer un

adelantamiento en el momento oportuno, para no traspasar el límite

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de velocidad aunque no haya radares, para admitir que un viaje dura

lo que dura y que es peligroso correr más de la cuenta, para no

desesperarse cuando hay niebla ni cuando llueve y se ve mal la

calzada. Paciencia para dejar cruzar a los peatones en los pasos que

no tienen semáforo. Y para dejar actuar al que conduce para que

decida como quiera el trayecto, sin llenarle de órdenes y consejos

abrumadores.

Con quienes interrumpen lo que llevamos a cabo

Hay ocasiones en que deseamos concentrarnos en un trabajo y no

queremos que nadie nos moleste. Pero es seguro que alguien lo hará.

Esta persona que llama o entra sin llamar no debe recibir un grito ni

ser despachada con violencia.

La virtud y el buen hacer consisten en atender a esa persona y

enterarse de lo que quiere. Porque no se trata de decirle de mala

forma que se lo solucione otro, cuando, en realidad, soy yo quien se

ocupa de este asunto. Se puede frenar el enfado por la interrupción,

y existe el modo amable de decir que estamos muy ocupados ahora.

Para terminar bien un trabajo

Siempre se puede dar por terminado un trabajo sin acabarlo. Por

pereza, por cansancio, porque estamos un poco hartos.

Es una mala decisión, aunque la tentación sea muy fuerte. Existe el

deber –costoso muchas veces– de hacer las cosas bien.

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Nos ayudará acordarnos de Jesús: cuando anochecía, todos los que

tenían enfermos con diversas dolencias se los llevaban [571].

¿Podemos pensar que el Señor a esas horas no estaba agotado?

Ante los trabajos largos y costosos, el deseo de acabar puede

llevarnos a terminarlos de cualquier forma. Sin embargo, con

paciencia y poco a poco, podemos superar la precipitación y dejarlo

bien terminado.

Algunas manifestaciones de impaciencia

La impaciencia es rica en manifestaciones, tanto externas como

internas.

Con frecuencia aflora en forma de queja, porque la persona se siente

víctima de las circunstancias, no encuentra solución inmediata y se

lamenta de ello. Pero quejarse sirve de poco: la energía se gasta en

lamentarse, cuando habría que ejercerla para tomar decisiones.

Y con mayor frecuencia aún degenera en la ira: una acumulación de

contrariedades llevadas con impaciencia produce irritación, y por falta

de control de uno mismo puede acabar en violencia, enfado,

agresividad, gritos, palabras ofensivas o groseras… La ira es –en

algunas personas– compañera de la impaciencia.

En ocasiones, una contrariedad mal aceptada produce un descontrol

que afecta a todos o casi todos los aspectos de la vida de una

persona. Así, un problema familiar lleva a algunas personas a

enfadarse con facilidad en su trabajo, a irritarse por cualquier

inconveniente pequeño. Cuando sufrimos por algo de mayor entidad

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no conviene que ese estado impregne a los demás: la paciencia nos

ayuda a tener dominio sobre nosotros mismos para responder bien

ante las obligaciones y en el trato con los otros.

Contamos con el ejemplo de Jesús: siempre sereno, compasivo,

paciente, amable.

Pacientes para llegar a ser santos

Nos ayuda pensar que cada uno estamos en el mundo sin haberlo

elegido. Dios creador, origen de nuestra vida y de nuestro fin, creó al

hombre para la inmortalidad, lo hizo a su imagen y semejanza [572].

Ser persona semejante a Dios indica la finalidad de nuestra

existencia.

El camino de la santidad es largo de recorrer, ocupa la vida entera y

requiere una disposición activa, porque son grandes las dificultades

para alcanzar la bondad de corazón en todos nuestros actos y para

hacer siempre el bien.

El Evangelio nos muestra a Jesús paciente con los defectos de sus

discípulos, con su falta de entendimiento, con sus retrocesos y

errores. Vemos que Él cuenta con el tiempo.

No se impacienta por la falta de amor: perdona siempre, no da a nadie

por perdido, confía en la capacidad de todos para arrepentirnos y

volver a la amistad con Él: san Mateo –citando la Sagrada Escritura–

escribió de Él: no quebrará la caña cascada, no apagará la mecha

que humea todavía [573].

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El Señor sabe cómo somos, cuenta con nuestra debilidad, con

nuestros defectos y fallos. También conoce nuestras buenas

cualidades y la capacidad que tenemos de rectificar. Respeta la

libertad y espera que la empleemos para hacer el bien. Desea al

mismo tiempo que no nos conformemos con poco, que no digamos

de pronto «¡ya vale!» y nos abandonemos a la mediocridad.

El autor del Eclesiástico escribe así: hijo mío, si te das al servicio de

Dios, prepara tu ánimo a la tentación. Ten recto corazón y soporta

con paciencia y no te impacientes en el tiempo del infortunio… Pues

el oro se prueba en el fuego, y los hombres gratos a Dios, en el crisol

de las tribulaciones [574].

36. PIEDAD

«El modo concreto en que los hijos

han de ayudar a los padres necesitados

es modelo de la relación del hombre

con todo aquel que necesite su ayuda».

José Ángel Senovilla

La virtud de la piedad en la Summa

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Theologiae de santo Tomás de Aquino, n. 3

Es una virtud vinculada estrechamente con la misericordia. Comporta

una actitud profunda nacida en un corazón bueno que atiende y

acoge, entiende y comprende la situación del otro y se pone a su favor

para prestarle ayuda: «es la ley fundamental que habita en el corazón

de cada persona cuando mira con ojos sinceros al hermano» [575].

Así es Dios con cada uno de los hombres de cada época de la historia,

de todos los tiempos. En la antigüedad clásica hubo hombres

excelentes que pudieron darse cuenta de esta verdad: «Platón

destaca en la República esta certeza: la divinidad es buena de modo

absoluto y libre de toda mácula; ella no puede ser la causa del mal en

el mundo, como se pensaba. La divinidad de ningún modo es la fuente

de la que emanan todas las desdichas de nuestra vida» [576].

Repetimos con frecuencia: Señor, ten piedad, y Él la tiene porque nos

ama. Afirma santo Tomás que en Dios la misericordia no es signo de

debilidad, es una cualidad de su omnipotencia. Tampoco en nosotros

los hombres el ejercicio de la piedad significa flaqueza o blandura; es

sobre todo fortaleza necesaria para hacer el bien, para tener

compasión del prójimo. «La misericordia se muestra como la fuerza

que todo lo vence» [577].

La piedad y misericordia del Hijo de Dios

Jesucristo hace visible y palpable la misericordia de Dios Padre a

través de sus obras, en todos los instantes de su vida: «Él mismo la

encarna y personifica; Él es, en cierto sentido, la misericordia» [578].

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La atrevida pregunta sobre cómo es Dios encuentra la respuesta en

Jesús: su pensar y sus sentimientos, sus actos y palabras «nos

permiten verlo especialmente cercano al hombre, sobre todo cuando

sufre, cuando está amenazado en el núcleo de su existencia y de su

dignidad» [579].

A través de la piedad y la misericordia del Señor todos conocemos

hasta qué punto Él se ha hecho solidario con la suerte de cada

hombre, de sus hijos.

Al perdonar las culpas, cuando cura milagrosamente a los enfermos

y al animar a la conversión, Jesús derrama generosamente la piedad

y la compasión que alberga en su humano corazón y en su intimidad

divina: aunque se retiren los montes, no se apartará de ti mi amor, ni

mi alianza de paz vacilará [580].

Jesús no humilla a quien recibe su compasión, al contrario, trata a

todos y cada uno con el mayor respeto y sencillez. Al acoger este don

de Dios la persona se siente renacida y renovada, enaltecida. El

Señor se hace de tal forma amable y cercano, que solo un orgulloso

podría sentirse ofendido. Él se aproxima a cada uno de nosotros y

nos ofrece su piedad y su amor: mira que estoy a tu puerta y llamo; si

alguno escucha mi voz y abre la puerta, yo cenaré con él, y él conmigo

[581]. ¿Qué más puede ofrecer? Su amistad lo es todo.

También en la Madre de Jesús encontramos una fuente inagotable

de piedad hacia los hombres. Solo de un corazón colmado de

compasión podían brotar aquellas sencillas palabras: no tienen vino

[582]. ¿Era tan importante esta carencia, tan fatal el percance de

quedarse sin vino? A pesar de no ser una desgracia total, Ella

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considera que sí es importante; por eso, apela a la compasión de su

Hijo y le prepara el terreno para librar del apuro a unos novios tan

jóvenes y tan poco previsores que se quedaron cortos con el vino.

Con todos

«Dondequiera que haya cristianos, cualquiera debería poder

encontrar un oasis de misericordia» [583]. El trato, la amistad, la

compañía de un hombre de bien ha de ser reconfortante, optimista y,

por supuesto, alegre. Un verdadero refugio para los viajeros que han

recorrido áridas regiones e inhóspitos lugares.

Seguir el ejemplo de Jesús significa ser compasivos, no

puntualmente, sino siempre, cosa que sería imposible sin haber

adoptado la decisión de actuar así: todos necesitan ser mirados y

tratados con piedad.

Una actitud así es exigente y no fácil. Porque se da en nosotros una

inclinación fuerte a juzgar, a buscar en toda situación un «culpable»,

un error o equivocación. Por eso, un primer obstáculo que salvar

consiste en no juzgar, sino acoger y tratar de comprender con ánimo

siempre de ayudar. No aguardar a que aparezca alguien para lanzarle

el dardo de una palabra áspera, tal como se hacía en los antiguos

castillos desde las aspilleras.

También se oponen otras tendencias: huimos del dolor propio y ajeno,

no queremos entrar en más complicaciones de las que ya tenemos,

sabemos que la piedad y la compasión conllevan un sufrimiento que

no deseamos. Surge entonces una reacción de autodefensa que

empuja a alejarse de quien puede llevarnos a ese territorio difícil de

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sobrellevar, que consiste en hacerse cargo de la persona que nos

necesita.

Estas reacciones se vencen solo con generosidad. Es necesaria una

fuerza interior que nos lleve a la superación del egoísmo y a dejar

paso al corazón para que se vuelque en la ayuda del otro: «tenemos

que aprender de nuevo, desde lo más íntimo, la valentía de la bondad;

solo lo conseguiremos si nosotros mismos nos hacemos buenos

interiormente, si somos prójimos desde dentro» [584].

Si se parte de esta actitud –que en definitiva es una conversión–,

sucede un cambio necesario: ya no somos jueces, somos el hermano

o el amigo que se compenetra con el hermano y amigo que necesita

consuelo y apoyo: «no juzgar y no condenar significa, en positivo,

saber percibir lo que de bueno hay en cada persona y no permitir que

deba sufrir por nuestro juicio» [585] o por nuestra indiferencia.

Nadie puede decir: ¿soy acaso el guardián de mi hermano? [586],

porque todos somos cuidadores de los demás.

Somos miembros los unos de los otros [587], afirma san Pablo; no

podemos desentendernos de los demás como si fuéramos el verso

suelto que no rima con nadie. Los lazos que existen entre todos los

hombres son reales, aunque no aparezcan explícitamente.

Un deber de solidaridad nos pide escuchar la voz del amigo enfermo

que espera nuestra visita en el hospital; la presencia de un ciego que

necesita ayuda para orientarse en una calle; el silencio de los que se

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encuentran en campos de refugiados a los que podemos apoyar con

un donativo, aunque no sea grande.

Somos guardianes y cuidadores de nuestros hermanos los hombres

y debemos mantener un corazón piadoso y generoso, abierto hacia

todos ellos.

De los hijos hacia sus padres

En el venerar y cuidar a los padres se expresa la valoración que

hacemos de nuestra propia vida, puesto que ellos son su origen. La

piedad y gratitud hacia los padres es natural y al practicarla actuamos

de acuerdo con lo que somos; por esto, al seguir libre y

conscientemente –virtuosamente– lo que es propio de la naturaleza

humana, el hombre se siente feliz y realizado en su papel, se ve a sí

mismo como mejor hombre: comprueba que no ha defraudado la

expectativa que los demás y él mismo esperaba ver cumplida, porque

la condición natural del hombre es ser hijo. Nuestra gratitud hacia

ellos nunca será suficiente.

Quien teme al Señor honra a los padres y les sirve como a sus

señores porque le dieron el ser. Honra a tu padre con obras y con

palabras y con toda paciencia, para que venga sobre ti su bendición,

la cual te acompañará hasta el fin [588].

Es difícil que un hijo pueda pagar a sus padres el equivalente a lo que

ha recibido, de suerte que siempre es deudor. De ordinario no es

posible; sin embargo, en casos extraordinarios se puede llegar a ese

tanto: cuando se les salva de un riesgo cierto de muerte, o cuando se

les conduce a la fe que habían perdido o nunca habían hallado [589].

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No podemos pagar la deuda contraída con nuestros padres, pero sí

está en nuestras manos el tener la voluntad de honrarles con el

corazón [590].

Dios premia con una vida larga, que quiere decir plena, a los hijos que

acompañan y cuidan de sus padres también en su ancianidad.

Nuestra piedad con Dios

A la piedad de Dios debe corresponder otra piedad, es decir, nuestra

adhesión filial, que se traducirá en obediencia fiel y en culto amante.

Y ahora, Israel, ¿qué te pide tu Dios, sino que temas a Yahveh tu

Dios, que sigas todos sus caminos, que le ames, que sirvas a Yahveh

tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma, que guardes los

mandamientos de Yahveh y sus preceptos que yo te prescribo hoy

para que seas feliz? [591].

El reconocimiento de la divinidad ha despertado en todas las

religiones la adoración y los diversos modos de culto. Nuestro Padre

Dios, que se manifestó al pueblo de Israel, dijo por medio del profeta:

porque yo quiero amor, no sacrificio, conocimiento de Dios más que

holocaustos [592].

Y Jesús, durante la conversación con la samaritana, precisó: llega la

hora –y estamos en ella– en que los adoradores verdaderos adorarán

al Padre en espíritu y en verdad, porque así quiere el Padre que sean

los que le adoren. Dios es espíritu, y los que adoran, deben adorar en

espíritu y verdad [593].

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El verdadero culto a Dios nace del interior del hombre, de su corazón.

La virtud de la piedad con Dios consiste en oración y en un vivir de

acuerdo con su ley, una ley que es acorde con la naturaleza del

hombre.

Piedad y actos de culto

La Iglesia, guiada por la fe, ha buscado honrar a Dios con los mejores

materiales para el culto: cálices y patenas de oro, porque en ellos

reposan el Cuerpo y la Sangre de Jesús después de la consagración

del pan y del vino. Las custodias donde se expone la hostia

consagrada para la adoración contienen piedras preciosas, y las más

valiosas –diamantes, rubíes, esmeraldas, perlas– se colocan más

cerca de donde estará Jesús Sacramentado. Todo lo que rodea a

Dios resulta poco y pobre para los corazones que le aman mucho y

quieren amarle más.

Al participar en la santa Misa y en la celebración de los Sacramentos,

al rezar solos en una iglesia y ante el Sagrario donde permanece

Jesús en la Eucaristía, nuestro modo de estar requiere reverencia y

piedad. Adoramos interiormente desde el fondo de nuestro ser, pero

también con nuestro cuerpo debemos expresar adoración: con una

actitud serena, con genuflexiones pausadas, con silencio, con

atención, con voz moderada en las oraciones vocales. Se puede

hablar de una cortesía con Dios que no es formalismo, sino respeto,

veneración, amor y fe.

La piedad ha inspirado la arquitectura de las catedrales, los retablos

e imágenes. El deseo de alabar a Dios y de ofrecerle lo mejor ha sido

motivo de inspiración de la música más admirable: «la calidad de la

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música depende de la pureza y de la grandeza del encuentro con lo

divino, con la experiencia del amor» [594].

La piedad hacia Dios, que es la virtud de la religión hecha vida, tiene

todas las características del amor, por eso busca el modo mejor de

actuar ante Él, siempre misterioso y cercano.

La Misa del domingo

La participación de la familia en la Misa de los domingos es buena

oportunidad para educar a los niños en la piedad y el trato con Dios.

Mientras son pequeños no entienden ni se enteran; más bien se

aburren y dan la lata. Es conveniente que sus padres estén al tanto

de la edad en que pueden comprender. Se cuenta de un niño romano

llamado Alejandro que, después de recibir la primera Comunión,

preguntó a sus padres para qué ir a Misa. El padre respondió: sirve

para encontrar a Jesús. Quienes no acuden a Misa no saben que falta

algo en su vida: les falta el Señor.

La Eucaristía es el centro del domingo. Si los padres viven de acuerdo

con esta verdad, están construyendo la fe presente y futura de los

hijos. No es lo mismo organizar el día en torno a la hora de Misa que

dejar de asistir a ella porque se pretende realizar, por ejemplo, un

viaje. No es lo mismo dejar de asistir a Misa por un leve catarro que

enseñar a los hijos que la Misa es tan importante que no importa ir un

poco acatarrado. Ese día quizá nos diga el Señor que le cuidemos

bien; y el enfermo estará más contento por haber visto a Jesús.

«Puede resultar incómodo tener que programar en el domingo

también la Misa. Pero, si tomáis este compromiso, constataréis más

tarde que es esto lo que da sentido al tiempo libre. Para que de la

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Misa emane la alegría que necesitamos, debemos comprenderla,

debemos aprender a amarla» [595].

Más que a través de las palabras, los hijos aprenden de la actitud que

manifiestan sus padres. Aun así, conviene –con palabras adaptadas

a su edad– explicarles qué es la Misa, lo que ahí ocurre, lo que

significa la liturgia que lo expresa. Y lo contento que se pone el Señor

cuando nos ve allí reunidos cerca de Él.

Es evidente que la fe en familia comienza por la palabra escuchada,

pero crece y se hace grande a través del testimonio convincente de

los padres, si la hacen vida. Niños y adolescentes comprenden poco

a poco que «el domingo cristiano es un auténtico hacer fiesta, un día

de Dios dado al hombre para su pleno crecimiento humano y

espiritual» [596].

Bendecir la mesa, poner el Belén

Todo alimento es don de Dios. Cuando nos sentamos a comer,

debemos recordarlo. Por eso, la bendición de la mesa y el

agradecimiento al terminar es un sencillo acto de piedad que ayuda a

todos –especialmente a los hijos pequeños– a tener presente a Dios

y su generosidad con nosotros. Son pequeñas costumbres que

ayudan a manifestar que aquel es un hogar cristiano.

Un detalle de piedad con Jesús Niño: colocar el Nacimiento durante

la Navidad. No es solo un elemento decorativo, sino un modo de tener

presente que lo importante de la fiesta es el nacimiento del Hijo de

Dios que se hace Niño; una llamada a recordar que Él es el centro de

nuestras vidas y que la alegría de la Navidad consiste en celebrar

este acontecimiento.

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37. PRUDENCIA

«La prudencia dispone la razón

a discernir, en cada circunstancia,

nuestro verdadero bien y a elegir

los medios adecuados para realizarlo.

Es guía de las demás virtudes,

indicándoles su regla y medida».

Compendio del Catecismo

de la Iglesia Católica

n. 380

A través de los Evangelios descubrimos la prudencia de Jesús.

Reveló su divinidad a las personas en quienes podía confiar, evitó

presentarse en Jerusalén cuando podían prenderle sus enemigos,

realizó los milagros que quiso en favor de los que tenían fe; siempre

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eligió las palabras oportunas para responder a la hipocresía de los

fariseos…

La prudencia es virtud humana y la virtud cardinal quizá más

importante. Es el faro que ilumina el camino. Nos lleva a acertar

cuando nos encontramos en una encrucijada; da luz para encontrar

la voluntad del Señor en las diversas circunstancias, en las muchas

opciones que la vida presenta. Es luz.

Las virtudes teologales –fe, esperanza, caridad– iluminan el ejercicio

de la prudencia. A su vez, la prudencia señala el mejor modo de

practicar esas virtudes [597].

Cuando nos encontramos con distintas posibilidades a seguir, la

prudencia señala la mejor y, a veces, la única.

San Isidoro en sus Etimologías considera que la prudencia «las ve

venir», procul videre.

Como virtud es más asequible a las personas acostumbradas a

observar la realidad, a las que atienden a las circunstancias y las

tienen en cuenta, saben comprender mejor la forma de ser de las

personas, reflexionan antes de actuar, miden sus palabras y eligen

las que mejor expresan aquello que quieren decir, deciden en el

momento oportuno, advierten las previsibles consecuencias de sus

decisiones, piden consejo si lo necesitan, asumen los riesgos de su

actuación, procuran tener varias posibilidades, aspiran y buscan –por

encima de todo– hacer el bien.

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Reconocer la propia ignorancia

La prudencia nos avisa sobre nuestra ignorancia y nos dice que toda

la realidad es amplia y compleja, las personas son libres –y, hasta

cierto punto, impredecibles– y el futuro no se puede controlar

totalmente.

La clave para ser prudentes es conocer, reflexionar: un hombre sin

conocimientos es un mundo a oscuras.

Son la precipitación, la presunción y la inconsciencia tendencias que

dificultan ser prudentes. «El sabio todo lo sopesa, aunque ahonda

especialmente donde hay profundidad y dificultades y donde cree que

a veces hay más de lo que piensa» [598]. Por esta razón, el rey

Salomón eligió el don de la sabiduría y lo pidió a Dios: por eso pedí y

se me concedió la prudencia; supliqué y me vino el espíritu de

Sabiduría [599].

El Señor reprochó a los fariseos que se dejaran engañar acerca de lo

más importante: ¡hipócritas! Sabéis explorar el aspecto de la tierra y

del cielo, ¿cómo no exploráis, pues, este tiempo? ¿Por qué no juzgáis

por vosotros mismos lo que es justo? [600].

Y san Pablo escribió a los cristianos de Roma para animarles al

ejercicio de la prudencia: no os acomodéis al mundo presente, antes

bien, transformaos mediante la renovación de vuestra mente, de

forma que podáis distinguir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo

agradable, lo perfecto [601].

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La prudencia apunta siempre al bien, busca lo mejor, elige lo que –

según como se presenten las circunstancias– puede ser más grato al

Señor.

Atender al presente

Somos prudentes cuando vivimos con realismo el momento presente.

Con facilidad la imaginación nos impulsa a hacer conjeturas sobre el

futuro; con frecuencia dedicamos excesivo tiempo a crear hipótesis

inverosímiles que nos arrancan del presente y nos llevan a pensar en

lo que no existe y probablemente no existirá. Por estos derroteros se

desvanece nuestra consciencia sobre lo actual. Y en otros momentos

damos vueltas al pasado, dejando que nos invada el pesar por errores

antes cometidos: también por estos caminos perdemos la noción del

presente.

La experiencia sirve, el futuro se hará realidad, pero solo en el ahora

podemos actuar: atender al presente, conocer la situación, hacerse

cargo de las circunstancias, tener en cuenta a los demás, resolver los

problemas de hoy, advertir la voluntad de Dios y hacerla nuestra aquí

y ahora. Todo ello es fuente de paz y seguridad para la acción:

prudencia.

Puede parecer –desde una mirada superficial– que es imposible tener

en cuenta tantos aspectos antes de actuar. Sin embargo, la

inteligencia humana es muy capaz de ello.

Sin embargo, cuando los fines son egoístas, cuando se actúa por

vanidad, envidia, codicia, y lo que se persigue constituye alguna clase

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de pecado, este conjunto de actitudes y actos no podrán ser

considerados como prudencia. En este caso se trata de astucia,

perversidad. Todas las habilidades personales se hacen virtud a partir

de las intenciones rectas, honradas, sanas, santas.

Atención a las consecuencias

Aunque el futuro no es predecible, en cierta medida podemos atisbar,

e incluso saber, qué ocurrirá al tomar una decisión y ponerla en

marcha. Esta reflexión sobre los efectos probables ilumina y hace

caer en la cuenta de detalles interesantes que mejoran la forma de

proceder.

Existe una cualidad de la inteligencia, la sutileza, y las personas

prudentes la practican. Saben que la realidad no es abarcable y

analizan bien los posibles efectos de sus actos.

Sin estas previsiones, nuestras acciones pueden causar graves

daños. La persona prudente pondera los pros y los contras que

conlleva una elección y procura anticiparse a las dificultades que

pueden surgir más adelante.

Valentía para decidir

El peligro de equivocarse siempre acecha, toda acción conlleva

riesgos. Y la prudencia lleva consigo la aceptación del desacierto. En

este ejercicio está presente la virtud de la fortaleza, practicada con

serenidad.

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El general Kutuzoff, al frente del ejército ruso ante la invasión de las

tropas francesas, logró la derrota de Napoleón al retirarse sin

presentar batalla para evitar que su propio ejército sufriera grandes

bajas: el tiempo y el invierno ruso lograron que el ejército invasor se

derrumbara. Su decisión, tomada contra las presiones de los oficiales

de su Estado Mayor, que le acusaron de cobarde, salvó a Rusia [602].

Hay decisiones que requieren gran audacia.

La valentía para decidir significa asumir los riesgos de las decisiones,

aceptar lo que otros pensarán, dirán, criticarán.

La imprudencia de ser pasivos. Negligencia

La tentación de no actuar acecha cuando lo que conviene llevar a

cabo tiene dificultades y peligros. Pero no hacer nada es también una

decisión o una postura que conlleva riesgo. También las omisiones

causan efectos malignos y traen complicaciones.

La ausencia de energía para decidir y actuar es cobardía y otras

veces es pereza, debilidad, apatía, negligencia, mezquindad. Estos

defectos no cuadran en un cristiano. El Señor actuó siempre con

valentía y prudencia.

Pedir consejo

Cuando existen dudas positivas, cuando falta información o claridad

en los datos para enjuiciar situaciones, acudir a alguien que merece

confianza es prudencia. No es debilidad y falta de talento apoyarse

en la visión de otra persona, sino honradez y rectitud, sincero deseo

de acertar sobre lo que es justo y bueno. Reconocer que no somos

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buenos consejeros para nosotros mismos puede salvarnos de

cometer errores: esto es humildad.

Escuchar serenamente, comparar esas ideas con las propias y

obtener una conclusión. No se trata de traspasar el problema al otro

ni de cargarle con la responsabilidad de las consecuencias: yo soy el

sujeto y el problema sigue siendo mío; la petición de consejo no me

priva de libertad ni de responsabilidad, la decisión es mía, las

consecuencias las asumo yo.

Cuando en la montaña el excursionista se ve perdido, aprovecha

cualquier encuentro fortuito para preguntar.

El momento oportuno

También el tiempo cuenta, y las decisiones no se pueden dilatar

indefinidamente. Hay un tiempo para pensar y otro tiempo para decidir

y actuar. Por otra parte, la precipitación y la impaciencia constituyen

también un riesgo.

Solo con cuidado se advierte cuál es el mejor instante de intervenir y

de actuar, tanto para hablar como para callar. A veces se requiere

paciencia, en otras ocasiones se trata de aprovechar la oportunidad

que aparece inesperadamente.

Cuando se desea y persigue un buen fin se agudizan nuestras

facultades, y en este sentido aconseja el Apóstol: hermanos, todo

cuanto hay de verdadero, de noble, de justo, de puro, de amable, de

honorable, todo cuanto sea virtud y cosa digna de elogio, todo eso

tenedlo en cuenta [603].

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La actitud serena permite considerar las circunstancias, acudir a la

experiencia personal, hacerse cargo del riesgo. Si se pierde la

serenidad, disminuye la capacidad de razonar, y así es imposible

actuar con prudencia.

Un corazón limpio

Un corazón generoso y libre tiene gran capacidad para distinguir lo

mejor y elegir el bien. Cuando alguien está dominado por el egoísmo,

la vanidad o la ambición no hay prudencia, a pesar de que se actúe

con la precaución propia de esta virtud. Sin bondad no hay prudencia.

Necesitamos la ayuda de Dios y de sus dones para vivir con una

mirada limpia y pedirle con sencillez: crea en mí, Dios mío, un corazón

puro, y renueva en mi interior un espíritu firme [604]. Necesitamos

esta bondad para encontrar en cada situación el camino que lleva a

Dios.

Muéstrame, Señor, tus caminos, enséñame tus sendas [605].

Enséñame, Señor, tu camino para que ande en tu fidelidad. Haz que

mi corazón sea sencillo [606].

Muéstrame el camino que debo seguir, porque a Ti levanto mi alma

[607].

38. REALISMO

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«Si alguien va o no en serio, es algo

que no se ve en las grandes decisiones,

sino en las tareas pequeñas de cada día.

Ir en serio, afrontar la realidad

con pensamientos grandes, quiere decir

informar con ese mismo espíritu

la propia vida cotidiana en las mil

pequeñas ocasiones que se presentan

todos los días».

Romano Guardini

Cartas sobre la formación

de sí mismo, p. 50

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Con frecuencia encontramos personas que viven más en el mundo

de la imaginación y de los sueños que en la realidad. Con cierta

sorpresa comprobamos que ese mundo irreal que construyen con el

deseo y el pensamiento les ocupa mucho más que las cosas

normales de la gente que les rodea. Solemos decir que son distraídos,

que viven en las nubes o que están en su mundo, ensimismados,

metidos en sí mismos y con todas las puertas de comunicación

bloqueadas. Su desinterés por la realidad les aleja de los asuntos que

ocupan a los demás. Se convierten en islas, gente aislada sin

conexión con la realidad.

Naturalmente, existen muchos grados de evasión, y algunos casos

pueden ser patológicos. Pero, sin llegar a serlo, estas actitudes no

pueden llamarse positivas y tienen, además, consecuencias

desfavorables para ellos mismos y para quienes les rodean.

Al considerar la actuación de Jesucristo durante su vida terrena

resulta llamativo su realismo: trabajaba bien e intensamente, atendía

amablemente a las personas, conocía al detalle los pormenores de la

vida cotidiana, observaba la naturaleza, se daba cuenta de las

necesidades de quienes le rodeaban; en el breve tiempo de su vida

pública varias veces recorrió Palestina de norte a sur para anunciar

el Reino de Dios en Jerusalén, en ciudades y en pequeñas aldeas.

Es Dios y, sin embargo, se adapta dócilmente a las exigencias de la

vida humana, sin esquivar inconvenientes y obstáculos. No es un

visionario.

También Santa María, la Madre de Jesús, actuaba así. Después del

mensaje del arcángel, una vez que conoce la situación de su prima

Isabel, no se queda paralizada o abstraída en la consideración de lo

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sucedido. Por el contrario, se puso en camino y con presteza se fue

a la montaña, a una ciudad de Judea, y entró en casa de Zacarías y

saludó a Isabel [608]. Acude al encuentro de una mujer embarazada

y mayor, porque advierte –a través de las palabras del ángel– que

necesita ayuda y compañía.

Estar atentos

La vida es exigente con todos nosotros y son muchas las cuestiones

que requieren atención, respuesta, trabajo, decisiones, servicio,

cuidado. No es oportuno evadirse como si las personas y los asuntos

no tuvieran que ver con nosotros.

No hemos nacido para permanecer de brazos cruzados. La vida es

tarea. Todos, hombres y mujeres, estamos llamados a la acción, no

cabe estar y dejar que pase el tiempo como el aire sobre nosotros:

«Hemos de amar el mundo, el trabajo, las realidades humanas. Cada

situación humana es irrepetible, fruto de una vocación única que se

debe vivir con intensidad, realizando en ella el espíritu de Cristo. Así,

viviendo cristianamente entre nuestros iguales, de una manera

ordinaria pero coherente con nuestra fe, seremos Cristo presente

entre los hombres» [609].

Atender a la realidad: esta es la actitud que permite responder a las

necesidades de los demás y amarles de verdad, trabajar con eficacia,

responder a las cuestiones que se nos ponen delante, encontrar a

Dios en las cosas pequeñas de cada día y cada hora.

El exceso de imaginación

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Importa mucho distinguir lo real de lo imaginado, y no hacer hipótesis

sobre lo que no se puede saber.

Se cuenta de un hombre que quiso colgar un cuadro en la pared de

su casa, pero no tenía martillo. «El vecino tiene uno», pensó, y decidió

ir a pedírselo prestado. Pero le asaltó una duda: «¿y si no quiere

prestármelo? Ahora recuerdo que ayer no me saludó en el portal;

quizá iba distraído y con prisa, pero puede ser que la prisa fuera un

pretexto y, en realidad, tiene algo contra mí, ¿qué puede ser?, yo no

le he hecho nada: algo se le habrá metido en la cabeza. Si alguien

me pidiera prestado un martillo, yo se lo dejaría con mucho gusto; él

puede hacerlo también, ¿cómo se va a negar a hacer un favor tan

sencillo?». Así va cavilando este hombre, y continúa pensando: «tipos

como este le amargan a uno la vida, y quizá se va a creer que yo

dependo de él y solo porque tiene un martillo y yo no. Esto ya sería el

colmo». A continuación, nuestro hombre sale de su casa, llama con

furia al timbre del vecino, se abre la puerta y, antes de que el otro

pueda decir buenos días, él exclama: «¡quédese usted con su

martillo, imbécil!».

Realismo cristiano

Se trata de vivir con los pies en la tierra, conscientes de nuestro

alrededor, comprometidos con nuestros deberes y objetivos,

responsables, con el sentido práctico suficiente para resolver

situaciones complicadas, pendientes de lo que pasa, informados de

lo que ocurre más lejos, atentos a la situación de los demás, sensatos,

conscientes de que la realidad es inmensa e inabarcable y que

alcanza también a lo invisible, que también existe; prudentes para

decidir, audaces para resolver.

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Sin estas actitudes, que conforman esta virtud, las personas se

vuelven ineficaces, las circunstancias les zarandean, a los demás les

desesperan su pasividad e indecisión y terminan pensando: «este es

un inútil». La abulia se ha apoderado de ellos.

¿En qué consiste ese realismo sano? Contiene muchos aspectos

relacionados con las virtudes adquiridas y ejercitadas en todos los

ámbitos de la vida:

Puntualidad: con frecuencia equivale a una visión clara del tiempo que

duran las tareas, lo que tardamos en llegar a un sitio, un respeto hacia

los demás que nos esperan.

Responsabilidad: hacia los deberes, compromisos y obligaciones, sin

excusas ni evasiones.

Eficacia: conocer todos los aspectos implícitos en los trabajos que se

realizan para poder resolverlos y dejarlos bien terminados.

Sinceridad: reconocer interiormente la verdad sobre uno mismo,

admitirla tal como es. Afrontar las consecuencias que pueda acarrear

la verdad.

Observación: una vista atenta a la realidad que permite actuaciones

acertadas. Ojo con mantener la mente lejos de la realidad.

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Cuidado: brota del interés hacia las personas, y del deseo y la

necesidad de tratar bien las cosas que se usan.

Experiencia: saber aplicar lo aprendido a las nuevas situaciones.

Moderación: porque se sabe ya que los excesos causan daños y no

sirven para solucionar problemas.

Visión amplia: que permite distinguir lo pequeño de lo grande, tener

en cuenta todos los factores, advertir lo importante, respetar las

actuaciones de los demás.

Aceptación: saber asumir las situaciones tal como son: si un enorme

pedrusco se ha deslizado por la ladera del monte y obstruye el camino

e impide el paso, puede pensarse que lo mejor es rodearlo por la

izquierda; y otro puede asegurar que por la derecha. Lo que no se

puede ignorar es el pedrusco.

Un realismo equilibrado lleva a dejar un asunto y pasar sin dilación a

otros, y mantener las actitudes que corresponden en cada lugar,

porque en el propio hogar la actitud no puede ser la misma que

cuando estamos en el trabajo: si al llegar a casa aplicamos esa misma

exigencia al ver que los hijos pequeños no están haciendo todavía los

deberes, les abrumaremos con un rigor que no corresponde.

Tampoco en las diversiones o en el deporte debemos aplicar criterios

ajenos a esa situación distendida. Ser realista es adaptarse a las

circunstancias, actuar de acuerdo con lo que está pasando.

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Realismo es aceptar sin excesivo alboroto que se ha estropeado el

congelador y es necesario sacar todos los alimentos, improvisar

nuevos menús antes de que se estropee todo lo congelado. Admitir

sin detenerse en lamentos que el coche se ha quedado sin batería y

debemos ir al trabajo en transporte público. Hacerse cargo y tener en

cuenta que uno de los hijos es menos inteligente que el otro y

admitirlo, para no reñirle demasiado si sus notas son más bajas. Es

no detenerse en conjeturas en torno a lo que no sabemos,

imaginando causas y efectos inverosímiles. Y así en múltiples

cuestiones que, aunque parezcan menores, no lo son.

Lo invisible también es real

No es oportuno confundir el realismo con el sentido materialista de la

vida, con una visión exclusivamente práctica; tampoco se identifica

con la eficacia inmediata y la capacidad resolutiva.

La persona realista sabe que lo material y lo inmediato no es todo y

que cada persona lleva en sí un mundo invisible. La presencia de Dios

en el universo, en el mundo y en las personas es real.

Un cristiano sabe y reconoce que Dios está presente, cuida de la

naturaleza que ha creado y especialmente de todo hombre que viene

a este mundo. Cree que la paternidad de Dios actúa sobre cada hijo

con un amor infinito que se plasma en atención, escucha, protección,

afecto, interés, solicitud.

Sin esta fe y este reconocimiento la vida se vuelve muy plana,

exclusivamente horizontal; y no es este el modo humano de vivir. La

dimensión trascendente forma parte de la realidad, y corresponde al

hombre darse cuenta de que es así para vivir plenamente y de forma

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coherente con lo que es: persona creada a imagen de Dios –hijo de

Dios– destinado a una vida que va más allá de la existencia terrena.

El verdadero realismo es material y espiritual al mismo tiempo. No

somos solo un cuerpo animado y puesto en marcha, vivo para hacer

y resolver. Hemos nacido libres para amar y ser amados, para hacer

el bien, para conseguir una sociedad más humana y más justa, para

ayudar a que todos los hombres se salven, para servir a todos.

Si esta es la misión del cristiano, no procede vivir de ensoñaciones ni

trazarse metas imaginarias, engañarse a sí mismo, evadirse de la

propia responsabilidad.

«Que tu vida no sea una vida estéril. –Sé útil. –Deja poso. –Ilumina,

con la luminaria de tu fe y de tu amor. Borra, con tu vida de apóstol,

la señal viscosa y sucia que dejaron los sembradores impuros del

odio. –Y enciende todos los caminos de la tierra con el fuego de Cristo

que llevas en el corazón» [610].

39. RESPETO

«Si comprendiéramos hasta qué punto

cada criatura humana representa

un tesoro precioso para Dios, entenderíamos

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que todo mal infligido al hombre

ofende a Dios, Padre de infinito amor».

Javier Echevarría

Itinerarios de vida cristiana, p. 94

Respetar a las personas

En el amplio abanico de las cosas buenas, necesarias e importantes

para convivir destaca el respeto debido a las personas, a las

instituciones, a las cosas. Ser respetuosos conlleva el ejercicio de

numerosas virtudes humanas y sobrenaturales que hacen referencia

a mayores y a pequeños.

Un día, caminaban por la calle un padre y su hijo en dirección al

colegio. El padre se había prestado a acompañarle. El niño –de cinco

años– no cesaba de hablar, contaba cosas, una detrás de otra sin

interrupción ni pausa. Su padre, pensando en otras cosas, serio,

cavilaba seguramente sobre los problemas que debía resolver en

cuanto llegara a su trabajo, no le escuchaba y probablemente ni le

oía. De pronto, el niño se detuvo, le tiró de la chaqueta y dijo: «Papá,

hazme caso, aunque sea un poquito». El padre se detuvo también, se

inclinó hacia él y le abrazó, y le pidió disculpas. También los niños

merecen el respeto de ser escuchados. Llegaron muy contentos a la

puerta del colegio.

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«La imagen divina está presente en todo hombre. Resplandece en la

comunión de las personas a semejanza de la unidad de las personas

divinas entre sí» [611].

El respeto nace del reconocimiento del bien que encierra todo ser,

esta bondad proviene de su Creador. Es la actitud que surge del

descubrimiento de su valor y conduce a tratar a las personas y a las

cosas con la consideración que merecen: «hay en la persona humana

suficientes cualidades y energías y una bondad fundamental, porque

es imagen de su Creador» [612].

Son innumerables los aspectos del respeto entre las personas: su

vida e integridad física, su modo de ser, su intimidad, sus creencias y

opiniones, su modo de hacer y de actuar, su libertad, su espacio

propio… Y de acuerdo con las relaciones, los vínculos y compromisos

que se hayan establecido, existe el respeto a los padres, a los hijos,

a los amigos, al marido, a la esposa, a los enfermos, a la autoridad

correspondiente, a los compañeros de trabajo, a cualquier ser

humano que pasa por la calle, a las personas de otra raza, de otra

nacionalidad, a los ancianos, a los enemigos, a los que nos han hecho

daño, a los muertos, a los que nos ayudan, a la policía, al personal de

limpieza, al señor de la tienda, a los profesores, a los inválidos, al

pobre que pide limosna en la esquina, a todos los niños…

Respeto es escuchar a quien nos habla, acoger a quien nos visita,

saludar al que nos saluda, guardar el secreto que nos cuentan, callar

a tiempo en ocasiones, esperar sin atosigar, obedecer a quien

corresponde, llegar con puntualidad, mirar con discreción, responder

con amabilidad, dejar hacer…

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Y desde otro punto de vista: no indagar en la vida ajena ni curiosear,

no preguntar lo que no se debe, no interrumpir conversaciones, no

insultar, no juzgar sin conocimiento y necesidad, no criticar ni

calumniar, no mentir, no importunar, no clasificar a las personas, no

invadir el trabajo de otros, no reprochar por tonterías y otras cosas de

«poca monta»…

Es una falta seria de respeto sacar a la luz pública lo que debía

permanecer en el ámbito de lo privado, como fotografiar y publicar la

foto de un niño que reza o de una mujer que llora. Se destruye así el

derecho que toda persona tiene a su vida privada, a que sus

sentimientos permanezcan en la esfera de su intimidad. Y si una

persona aireara lo que pertenece al ámbito de su propia intimidad,

mostraría que no se respeta a sí misma.

En el trato social es una señal de respeto hablar con un tono de voz

moderado. Nunca se debe llamar a gritos a alguien, sino para

advertirle de un peligro inminente. De modo especial en la vida

familiar conviene evitar ruidos estridentes y otros menores que

distraigan a los demás. Quien debe madrugar no tiene derecho a

organizar un estrépito con portazos, o abrir grifos sin consideración

alguna, poner la radio a un volumen excesivo, o mover cacharros en

la cocina… Pueden parecer cuestiones menores, pero, si se actúa

por respeto y cariño hacia los demás, son virtud.

El respeto garantiza que nuestras relaciones con los demás no se

deterioren: las amistades se rompen a veces por esta causa que

puede parecer irrelevante pero no lo es; y cuando se deterioran las

relaciones entre los cónyuges es muchas veces por la falta de respeto

entre ellos.

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El trato respetuoso de Jesús

Los evangelistas han descrito la actitud respetuosa de Jesús en

muchas ocasiones. Entre ellas, cuando los fariseos y los escribas le

dicen al Señor: Maestro, a esta mujer se le ha sorprendido en el acto

mismo de adulterio. En la ley Moisés nos ordenó apedrear a tales

mujeres. ¿Tú qué dices? Ante Él se encuentra también esta mujer;

Jesús la ve avergonzada, se hace cargo de su temor y no le pregunta

nada. Tampoco responde a los fariseos, y escribe algo en el suelo;

pero ellos insisten en preguntarle. Aquel de vosotros que esté sin

pecado arroje la piedra el primero, les dice, y continúa escribiendo. Al

oír estas palabras se fueron marchando uno tras otro, comenzando

por los más ancianos, y se quedó él solo con la mujer, que estaba

delante. Jesús se incorporó y le dijo: Mujer, ¿dónde están, ninguno te

ha condenado? Ella le contestó: Ninguno, Señor. Jesús le dijo:

Tampoco yo te condeno. Vete y no peques más [613]. Y se fue la

mujer llena de alegría.

El Señor reconoce la desolación y la vergüenza que ella padece.

Lleva la situación hacia la realidad que está en el fondo: también los

hombres que acusan han cometido pecado, pero el Señor tampoco lo

denuncia abiertamente, procura que lleguen a reconocerlo ellos

mismos. Y trata a la mujer amablemente. Conoce y comprende. No le

acusa, ni recrimina, ni avergüenza, ni condena. Le perdona y le ofrece

la oportunidad de arrepentirse y comenzar una vida nueva y ser libre.

Miraba a todos con respeto.

Si buscamos la fuente y el secreto del respeto, encontramos que

respetar es apreciar, valorar, admirar.

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Desde la fe se descubre otro motivo para ser respetuosos: «no hay

criatura ni baja ni pequeña que no represente la bondad de Dios»

[614].

¿Por qué respetar al hombre?

Creó Dios al hombre a imagen suya; a imagen suya le creó, hombre

y mujer los creó [615]. Con total claridad el texto manifiesta el origen

y resalta el parecido: a imagen suya. No como las montañas ni las

estrellas, sino como Dios, somos sus hijos. Esta es la fuente de la que

brota el respeto como un derecho y como un deber.

Y les dijo: dominad a los peces del mar y a las aves del cielo, y a

todos los animales que se mueven sobre la tierra [616]. Dios mismo

testifica la primacía y superioridad del hombre.

«¿Quién es el hombre? Esta pregunta se plantea a cada generación

y a cada hombre en particular; pues, a diferencia de los animales, la

vida no nos ha sido dada sin más trazada hasta el final. Lo que es el

ser humano representa también para cada uno de nosotros una tarea,

una llamada a nuestra libertad. Cada uno debe interrogarse de nuevo

por el ser humano, decidir quién o qué quiere ser él como hombre.

Cada uno de nosotros en su vida, lo quiera o no, debe responder a la

pregunta qué es el ser humano» [617].

Cada hombre es conocido y amado por Dios; en esto precisamente

consiste la profunda y gran unidad de la humanidad, en que todos

nosotros, cada hombre, cumple un proyecto de Dios que brota de la

idea misma de la Creación. Dotada de un alma espiritual e inmortal,

la persona humana es la «única criatura en la tierra a la que Dios ha

amado por sí misma» [618]. Desde su concepción está destinada a la

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bienaventuranza eterna. Por eso dice la Sagrada Escritura: quien

maltrata al hombre, maltrata la propiedad de Dios [619]. Cualquier

hombre, por pobre o muy acaudalado que sea, por enfermo o

achacoso, por inútil o importante que pueda parecer, nacido o no

nacido, enfermo incurable o rebosante de energía vital, cualquier

hombre lleva en sí el aliento de Dios, es imagen suya. Cada persona

ha sido creada para cosas grandes. «La persona humana está

ordenada a Dios y llamada, con alma y cuerpo, a la bienaventuranza

eterna» [620].

Especial cuidado y delicadeza merecen las personas que se

encuentran en lo que algunos llaman «estado vegetativo», que

carecen de las expresiones más fundamentales de vida. En ningún

momento podemos olvidar que son personas con la misma dignidad

humana fundamental que los demás [621], pero que requieren un

trato y una consideración especial. No podemos olvidar que en esa

cama, en esa silla, hay un hijo de Dios, con toda la realidad y fuerza

que contienen estas palabras. ¡Este es un hijo de Dios! El Señor lo

mira como hijo suyo y quizá su Padre Dios le llame dentro de poco,

pero es el mismo que Dios creó, es el mismo al que Dios dará un gran

abrazo al llegar al Cielo.

La mirada

La palabra respeto está directamente relacionada con mirar: en latín

respicere es volver a mirar, hacerlo con atención, y respectus significa

cuidado, consideración, respeto.

La mirada de Jesucristo siempre es amable, buena. Una mirada clara

sobre cada ser. Una mirada de aprecio por todo hombre y toda mujer.

Y la nuestra puede ser así, mirar con los ojos de Jesús bueno y a la

vez exigente.

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Por la calidad de la mirada se puede conocer a las personas.

Miramos con atención a quien hablamos si la conversación es

importante para ambos. Retiramos la mirada ante un desconocido

que nos cruzamos en la calle o está sentado enfrente en el autobús

porque ese observar puede molestar, puede ser interpretado como

curiosidad, como un querer entrar en el territorio personal del otro, o

como un reclamo a establecer una relación que no se desea.

Entramos en conexión con la mirada y elegimos cómo mirar en

situaciones comprometidas.

Son innumerables los significados de la mirada: aprecio, cariño,

ternura, compasión, afirmación, negación, decisión, confusión,

interrogación, odio, indiferencia, furia, deseo, miedo… Nuestra

disposición hacia los otros se refleja en la forma de mirarles, y el

respeto, como derecho y como virtud, nos dice que nuestros ojos

deben ser prudentes, sinceros, buenos.

Mirar bien requiere el respeto a la intimidad ajena. Es acoger a quien

acude a nosotros, mostrar confianza y disposición amable; es

negarse a una propuesta deshonesta; es implicarse en ayudar,

mostrar comprensión. Mirar bien es retirar la mirada a tiempo ante

imágenes obscenas o en situaciones en las que los implicados no

deseen ser vistos. Respetar es no dejarse llevar de una curiosidad

impertinente.

La mirada clara y abierta nace de un corazón bueno. Un corazón que

no juzga precipitadamente y busca siempre lo positivo. «Amar

también se puede con los ojos» [622].

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La mirada de Jesús es intrínsecamente amable. «Él mira con amor a

todo hombre. El evangelio lo confirma a cada paso. Se puede decir

que en esa mirada amorosa está contenida, como en resumen, toda

la Buena Nueva» [623].

Juicios precipitados y temerarios

Hay personas que emiten juicios con toda rapidez. Si están viendo la

televisión, no encuentran impedimento en pronunciar en voz alta ante

quienes están a su lado que esa persona que aparece en pantalla es

un malvado o un ladrón. A veces, estos juicios son aún más duros y

no contienen ninguna presunción de inocencia. No hay piedad, no hay

reconocimiento de la propia ignorancia sobre aspectos desconocidos

de la vida de esas personas. Falta respeto. Olvidan aquella pregunta:

¿quién eres tú para juzgar al siervo ajeno? [624].

Si los ojos se vuelven ciegos a la profundidad, se ignora la verdad y

es difícil la compasión, se pierde esa mirada que permite descubrir el

fondo de las personas y apreciar su valor. Jesús dijo con claridad: no

juzguéis por las apariencias, sino juzgad con juicio justo [625].

La mirada que se parece a la de Jesús busca y encuentra lo bueno,

no piensa mal, no condena: «vivir y pensar en función de Él significa

valorar al hombre no por su utilidad, sino mirarlo con los ojos de Dios,

que nos ha creado, con los ojos de Jesucristo, que nos ama a cada

uno de nosotros y por nosotros ha padecido» [626].

En las relaciones profesionales

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«La mayoría de los hombres tienen cosas preciosas y otras sin valor:

lo poco valioso está a la vista; pero lo bueno reposa oculto, a mayor

hondura» [627], que es preciso descubrir. Cuando se reconoce esta

realidad, se transforman las relaciones entre las personas. A partir de

esta convicción nadie es ya un número, una ficha. Y todo hombre y

mujer que está ante nosotros es un ser único que merece admiración,

reconocimiento; es alguien por descubrir y admirar.

En las relaciones profesionales se ignora con frecuencia o se olvida

esa realidad. Y convertimos a estas personas, con quienes

compartimos muchas horas cada día, casi en objetos: están ahí,

hablamos con ellas, forman parte de nuestro mundo, pero no nos

damos cuenta de su realidad personal. A veces las consideramos

más como competidores, fastidiosos y molestos. Construimos un

cliché de lo que creemos que son y los mantenemos así, con un cartel

invariable, como una imagen fija, prefabricada.

Aquel hombre o aquella mujer cuya mesa dista escasos metros de la

mía, es alguien, es un yo que vive, padece, tiene familia, alienta

ilusiones, afronta dificultades. Forma parte, además, de mi equipo de

trabajo, estamos involucrados en una tarea común.

Si yo soy áspero con esta persona, le amargo el día, aumento su

malestar y quizá la alejo de Dios. Si no le presto ayuda, la dejo

abandonada en medio de las dificultades. Si la ignoro, la ofendo. Si

quiero destacar y brillar sobre ella con mis logros y no le facilito

informaciones que necesita, ahogo su trabajo.

Ayudar, apoyar y compartir son las acciones que cuadran en este

contexto y que se materializan en hacer favores, quizá pequeños,

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facilitar la tarea, echar una mano, sacar de apuros, acompañar

cordialmente, restar importancia a los errores, buscar juntos las

soluciones. Conviene crear entre el equipo de trabajo un clima de

confianza, cordialidad y buen humor en el que cada uno pueda sacar

a flote su mejor yo y todos trabajen con alegría en la medida de lo

posible.

Cuando el respeto está presente en las oficinas, en los despachos,

en las salas de profesores, en las redacciones, en los talleres, en los

quirófanos, en las fábricas, en los laboratorios, etc., es posible esta

armonía en la que afloran los valores ocultos, la riqueza que todos

llevamos dentro.

El respeto es factor de unidad y de cohesión en los grupos humanos,

produce confianza, crea serenidad, permite un trabajo eficaz, facilita

un ambiente favorable a la buena marcha de los proyectos, permite

relaciones de amistad. En definitiva, es la clave del éxito en las

empresas y de los trabajadores en ellas.

Proteger la naturaleza y respetarla

Los hombres hemos recibido de Dios la misión de gobernar la

creación, proteger la vida: fecundar, multiplicar, llenar la tierra [628],

cuidar, porque «cada criatura es objeto de la ternura del Padre, que

le da un lugar en el mundo» [629]. La naturaleza es el gran bien que

permite al hombre –porque es corporal y espiritual– vivir como ser

inteligente y libre, con unas necesidades materiales propias de su

modo de existir.

Poner nombre a todos los seres es signo de un poder que no le hace

propietario, pero sí muestra un dominio y permite un uso siempre

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respetuoso de todos los bienes naturales. A través de la creación

descubrimos que existe Dios: por la grandeza y hermosura de las

criaturas es contemplado por analogía el Creador [630]. También el

salmista expresa su emoción ante el misterio: los cielos cuentan la

gloria del Señor, el firmamento pregona la obra de sus manos. El día

vierte al otro su palabra, la noche a la otra transmite la noticia. No son

palabras, y no son lenguaje cuya voz no se entienda: su sonido llega

a la tierra entera [631].

Los hombres buenos de todos los tiempos han reclamado el cuidado

y el respeto al medio ambiente; lo reivindican frente a la explotación

que causa daños irreparables, ante la industrialización salvaje, la

contaminación atmosférica; y reaccionan ante el peligro de extinción

de diversas especies y la desertización de espacios vegetales. Es

fundamental promover el respeto y uso responsable de los bienes

naturales, que están al servicio de esta generación y de las futuras:

«somos nosotros los primeros interesados en dejar un planeta

habitable para la humanidad que nos sucederá» [632].

El cuidado de la naturaleza es obra de todos. Si vivimos en ciudades,

con frecuencia entramos en contacto con ella: mares, montañas,

bosques, campos, ríos… Si en estos espacios naturales

reconocemos su origen divino y admiramos su belleza, no será difícil

evitar su deterioro.

Jesús admiró la belleza de los lirios del campo [633]. Y después de

dar de comer a todos dijo a sus discípulos: recoged los trozos que

han sobrado para que nada se pierda [634]. Quiso el Señor que aquel

lugar quedara limpio.

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La convivencia social exige muchos aspectos del respeto que a todos

nos conviene. La ciudad es de muchos, las calles deben estar limpias

para que transitar por ellas sea algo agradable que alegre la vista.

Buena educación en la casa de Dios

Respetar a Dios, presente en Jesús, que permanece en los

tabernáculos de las iglesias, requiere una actitud de adoración y de

confianza, que brota del interior y se manifiesta a través de nuestro

cuerpo.

Al entrar en una iglesia nos dirigimos, antes de nada, al lugar donde

se encuentra Jesús Sacramentado. Debería ser una reacción

instintiva adquirida con el tiempo.

Nuestro andar en el templo debe ser reposado, de manera que el

ruido de los pasos no distraiga a los que están en la iglesia. Y

conviene que los niños no echen a correr por el pasillo y entre los

bancos; para eso es importante explicarles el porqué.

Ante el Sagrario se debe hacer una genuflexión con la rodilla derecha

hasta el suelo y el cuerpo recto. Si no se puede –por cualquier razón–

hacer este movimiento completo, se sustituye por una leve

inclinación. Y acompañar siempre este gesto con una palabra de fe y

de afecto hacia el Señor.

Nuestras posturas deben tener una dignidad acorde con la presencia

de Dios.

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Ayuda mucho el silencio, por respeto a Dios y para facilitar que los

demás recen sin distracciones.

Santiguarse bien recuerda a Jesús en la Cruz. Por eso hemos de

trazar la cruz completa, sin precipitación.

No es buena costumbre mirar hacia atrás, porque delante de nosotros

está el Señor.

Al acercarnos a comulgar caminamos hacia el Señor que sale al

encuentro, y es un breve tiempo para actualizar nuestro deseo de

recibirle.

Cuando la fe es profunda y está viva, si la sensibilidad hacia Jesús es

grande, estas manifestaciones aparecen con naturalidad, sin

esfuerzo ninguno. Forman parte de un trato en el que se unen

confianza y veneración.

40. RESPONSABILIDAD

«Jesucristo llevaba en sí mismo

el gran deber –la misión que Dios Padre

le había entregado– impreso en todo

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su ser divino y humano. En todo

lo que hacía o enseñaba se manifestaba

de nuevo y hasta el fondo el gran corazón

del Padre; pero se manifestaba con todas

las características profundamente humanas

que Él había recibido de su Madre».

Karol Wojtyła

Signo de contradicción, p. 89

Un amplio conjunto de virtudes respalda el ejercicio de la

responsabilidad. Está estrechamente vinculada a la libertad y a otras

virtudes: fidelidad, lealtad, constancia, perseverancia, laboriosidad,

amistad, amor a la patria, autenticidad, ejemplaridad, fortaleza, orden,

generosidad, honradez, justicia, obediencia, solidaridad, respeto,

veracidad. Responsabilidad es la relación de estas virtudes, ejercidas

en el momento oportuno, sin perder de vista que contamos siempre

con la ayuda de Dios.

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He terminado la obra que Tú me encomendaste [635]: así oró Jesús

ante el Padre en la última noche antes de salir hacia el huerto de los

Olivos. Y pocas horas después, antes de morir, nos dejó estas

palabras: todo está cumplido [636]. Cada instante de su vida refleja

una respuesta libre y obediente a la voluntad de Dios Padre.

Sin huir de la realidad

Aunque esta virtud exige mucho de cada uno y conlleva una atención

sostenida sobre gran diversidad de deberes, la respuesta adecuada

a los muchos asuntos produce el gozo de saberse útil, reconocido por

los demás, inmerso en la corriente de otras vidas que reciben los

resultados de nuestro buen hacer. Y este gozo lleva consigo la paz y

la alegría de servir y de amar con obras y, por lo tanto, la felicidad de

otros.

Por el contrario, la irresponsabilidad desbarata la existencia, la

desordena y la entorpece.

La frivolidad también impide la respuesta adecuada. Esta actitud

superficial conlleva una visión muy plana de las personas, los deberes

y el entorno. Las personas frívolas –con tan escaso equipaje

personal– no calan en la realidad, viven entretenidas en cuestiones

de poca o ninguna importancia y sus acciones se quedan cortas,

apenas piensan y resuelven a medias. Carecen de la capacidad de

sacrificio que exige el cumplimiento de todo deber. La falta de

interioridad les impide conocerse y conocer a las personas y

responder al gran compromiso de ayudar y servir: mirad, el que

siembra escasamente, cosechará también con escasez [637].

Dar buenos frutos

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Si Dios pide a sus criaturas que lleven fruto, les proporciona también

el medio de hacerlo. También quiere que el hombre reconozca las

obras de Dios. La vida es corta y el tiempo es el tesoro que permite

trabajar y amar. La responsabilidad nos pide una vida intensa y llena:

«la duración de una vida es corta. Pero, ¡cuánto puede realizarse en

este pequeño espacio, por amor de Dios!» [638].

No conviene olvidar el mensaje que encierra la parábola de los

talentos: el generoso premio que el Señor concede a quienes los

hacen rendir y las consecuencias que recaen sobre el que entierra su

talento.

En todo instante debemos rechazar la pereza y el egoísmo y

aprovechar las circunstancias para ser mejores, trabajar, servir y

amar: estos cuatro verbos señalan la tarea principal. Es cierto que

existen innumerables responsabilidades grandes y pequeñas, pero

ninguna de ellas debe distraer de la vocación y misión recibidas de

Dios: nadie ha nacido por azar, casualidad o error: con amor eterno

te he amado, por eso te he atraído con misericordia [639], nos dice el

Señor a cada uno.

Esta es la propuesta que san Pablo hizo a los gálatas: no nos

cansemos de obrar el bien; que a su tiempo nos vendrá la cosecha si

no desfallecemos. Así que, mientras tengamos oportunidad, hagamos

el bien a todos [640].

Tanto por hacer

Son múltiples las derivaciones de la responsabilidad personal y es

imposible enumerarlas. Se pueden señalar sugerencias sobre

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algunos campos de actuación que proporcionan una idea de su

alcance.

Somos responsables de nuestra familia y de las personas queridas y

cercanas. Con respecto a ellas estamos obligados a una fidelidad a

los compromisos establecidos; a ser leales, a actuar con sinceridad y

veracidad, a acompañar y apoyar cuando lo necesitan, cuando están

enfermos. A ser afectuosos y amables, a dedicarles tiempo y buen

trato.

Responsables en nuestra profesión: trabajar intensamente, llevar a

cabo las funciones que nos corresponden; respetar la autoridad,

convivir pacíficamente con los compañeros y facilitar su trabajo, evitar

conflictos; ser honrados y mantener una actitud de servicio.

Como ciudadanos nos corresponde cumplir las leyes, votar en

elecciones, respetar la propiedad ajena, pagar los impuestos,

procurar una convivencia pacífica, respetar el orden en lugares

públicos.

Como ciudadanos del mundo nos corresponde ser solidarios, velar

por la justicia, atender a los necesitados, preocuparnos activamente

por los pobres, rezar por los afectados de catástrofes y guerras.

Como hijos de Dios en su Iglesia: amar a Dios sobre todas las cosas,

vivir de acuerdo con la ética cristiana, frecuentar los Sacramentos,

participar en la Eucaristía dominical, ayudar económicamente a la

parroquia según nuestras posibilidades, enseñar a los hijos las

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verdades de fe, procurar –con total respeto de su libertad– que

nuestros amigos busquen y encuentren a Dios.

La responsabilidad se aprende y debe crecer con la edad. Es

necesario enseñarla a los niños desde pequeños, no solo con

pequeños encargos y deberes, sino, sobre todo, a través del ejemplo

y ayudándoles a razonar para conocer el porqué de lo que deben

hacer.

Vivimos para Dios y para hacer el bien a todos. Para esto contamos

con la fuerza y luz de Dios obtenida en la oración, con el apoyo de las

personas de nuestro entorno que viven con rectitud. Así podremos

actuar de una manera digna del Señor, agradándole en todo,

fructificando en toda obra buena y creciendo en el conocimiento de

Dios; confortados con toda fortaleza por el poder de su gloria, para

toda constancia en el sufrimiento y paciencia; dando con alegría

gracias al Padre que os ha hecho aptos para participar en la herencia

de los santos en la luz [641].

«Sin soñar ni añorar mundos utópicos, sin atribuirse primicias y

privilegios, el cristiano sabe que la espera de esa tierra nueva

prometida en el Apocalipsis no debe debilitar, sino más bien avivar la

preocupación de cultivar esta tierra» [642].

41. SENCILLEZ

«Vestía al uso normal de la época,

tomaba los alimentos corrientes,

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se comportaba según las costumbres

del lugar, raza y época a que pertenecía.

Imponía las manos, sonreía, lloraba,

discutía, se cansaba, sentía sueño

y fatiga, hambre y sed, angustia y alegría.

Y la unión, la fusión entre lo divino

y lo humano era tan total, tan perfecta,

que todas sus acciones eran, a la vez,

divinas y humanas. Era Dios,

y gustaba llamarse Hijo del Hombre».

Federico Suárez

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El sacerdote y su ministerio, p. 131

La sencillez en el modo de ser y de actuar es buen camino hacia los

demás. Con ella se hace más fácil la convivencia, allana muchos

obstáculos que podrían impedir el trato con los hijos, con los amigos,

con la esposa, con el marido, con los compañeros de trabajo.

Es virtud que apenas llama la atención: no caemos en la cuenta de la

sencillez de alguien con quien nos relacionamos desde hace tiempo

quizá, pero disfrutamos de su compañía, aunque no diríamos que «es

una persona sencilla». Sin embargo, cuando convivimos con alguien

que manifiesta ser todo lo contrario, las cosas más simples y

corrientes se convierten en dificultades para el buen entendimiento.

La sencillez nos conquista fácilmente. Es el arma secreta del humilde.

He aquí un verdadero israelita en el que no hay doblez ni engaño

[643], dijo Jesús nada más ver a Natanael. Es un gran elogio: el Señor

tuvo buena vista para descubrir esta cualidad en el nuevo discípulo.

Es un hombre sencillo.

Otros términos ayudan a perfilar su significado: autenticidad,

naturalidad, transparencia, veracidad, coherencia. Y otras con

significado opuesto: afectación, hipocresía, jactancia, pedantería,

complejidad, altivez, arrogancia, enredo, engaño, doblez,

desconfianza. Cada una de ellas se refiere a un aspecto de lo que no

es verdadero.

La experiencia muestra que la sencillez se relaciona con la humildad:

en las personas que son sencillas se da una aceptación amable de la

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realidad, viven conformes con ella, han comprendido que es más

positivo actuar de acuerdo con el ser de las cosas, tratan a los demás

desde la confianza sin tapujos; son claros, no se disfrazan ni se

esconden, son como son. Esta naturalidad libera de prejuicios, nace

de una seguridad íntima, proporciona paz interior y desde ahí se

transmite serenidad a otros.

Desde la sencillez se vislumbran con claridad los verdaderos bienes;

puede elegirse lo bueno con más facilidad.

Valor y ventajas de la sencillez

Desde su propia sencillez, Jesús pudo decir: sed sencillos [644].

Tan cerca de la normalidad se encuentra la sencillez que Aristóteles

en su Ética la describe así: «esta sabia disposición no ha recibido

nombre particular. El hombre sencillo se muestra siempre del mismo

modo con los que conoce que con los desconocidos, con quienes ve

habitualmente o raras veces; lo cual no impide que guarde con cada

uno las formas convenientes, porque no debe tratarse con el mismo

tono a los amigos que a los extraños… El hombre de este carácter

será en la sociedad todo lo que debe ser. Todo lo hace simplemente

porque él es así» [645]. El filósofo no le pone un nombre, argumenta

que aquello que nosotros llamamos sencillez es el punto medio –el

punto óptimo– entre dos extremos: la jactancia y la vergüenza en el

actuar.

Las personas sencillas miran a los demás con buenos ojos y no

abrigan en su interior menosprecios y rencores. Sobre Tomás de

Aquino se ha escrito: «su carácter curiosamente sencillo, su lúcido

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pero laborioso intelecto, no podían resumirse mejor que diciendo que

no sabía cómo se desprecia» [646].

Estimamos especialmente a las personas sencillas porque

apreciamos que hay en ellas coherencia, unidad entre lo que son y lo

que dicen y hacen. Descubrimos una nobleza que despierta confianza

porque vemos que no engañan y que sus intenciones conectan

directamente con sus actos y sus palabras.

«Esta sabia disposición se parece mucho a la amistad» [647]: viene

a ser una forma de relación amistosa y cordial con el mundo y con los

hombres. Procede de un estar en paz con la realidad tal como es y

con las personas tal como son. Esta virtud implica una madurez que

lleva a actuar llanamente, sin oscuros subterfugios, para hacer el

bien; las personas sencillas no disimulan, no engañan, son partidarias

de decir sí y de decir no amablemente, reconocen su ignorancia

cuando no saben, no son exageradas ni extravagantes, hablan como

piensan, llaman a las cosas por su nombre.

Es una virtud que requiere inteligencia y libertad, rectitud en la

voluntad.

La naturalidad es atractiva y hace fácil la amistad: todos admiramos

a las personas sencillas y nobles. En su interior hay una bondad que

se transparenta en la actitud, en la mirada y los gestos. Jesús lo dice

con claridad: la lámpara del cuerpo es el ojo; por tanto, si tu ojo es

sencillo, todo tu cuerpo estará iluminado [648]. «Nuestra vida se va

haciendo cada vez más sencilla, a medida que va siendo más llena

de Dios» [649].

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Ante la enorme complejidad de las relaciones humanas, las personas

sencillas vienen a ser un oasis donde se puede reposar y beber agua

fresca y clara. La cordialidad de su trato crea confianza y hace natural

la comunicación. La normalidad con la que afrontan los asuntos

facilita los buenos resultados. Con su naturalidad transmiten paz,

porque están en paz con la vida y con Dios.

Existe una relación entre respeto y sencillez porque estos dos valores

comunican con la verdad: el respeto implica un reconocimiento del

valor de las personas y las cosas; la sencillez entra en una relación

directa con la realidad tal como es.

«La persona ostentosa carece del encanto propio de la verdadera

categoría, porque ansía ser el centro de atención y no valora la

elegancia de hacer y desaparecer» [650].

Sencillez es autenticidad, por eso es apreciada y, sin embargo, no

siempre admirada, porque la verdadera sencillez es discreta: vosotros

sois la sal de la tierra [651]. Estas palabras de Jesús se pueden

aplicar a los sencillos porque en su justa medida la sal no se nota.

El disimulo es contrario a la sencillez

Como las monedas, la sencillez tiene su revés. Es un revés oscuro y

casi siempre poco claro.

Son numerosos los motivos que mueven a las personas a actuar

solapadamente, con disimulo, con muchos y diversos disfraces,

aunque muchas veces sus embrollos no nazcan de la maldad. Aun

así, conviene alejarse de estas conductas porque no son justas e

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impiden el buen desarrollo personal. El temor, la inseguridad, la

vergüenza, la desconfianza inclinan a algunas personas a adoptar

actitudes poco claras. No se atreven a mostrarse tal como son, no

llegan a decir lo que piensan sobre asuntos de los que deben opinar

y disimulan su temor como pueden. En ocasiones se rodean de

artificios que les impiden la comunicación abierta y clara con los otros.

Esta falta de naturalidad les aísla de los demás, y por esos derroteros

lo pasan mal. San Agustín señala lo ridículo que resultaría que todos

nos pusiéramos de puntillas para parecer más altos, y poder decir:

¡qué altos somos!

Movidas por otros intereses, algunas personas eligen conductas

opuestas a la realidad y a la verdad. A veces, estas formas de actuar

se hacen permanentes y las personas se convierten en hipócritas,

afectadas, arrogantes, astutas, pedantes, gentes que causan

complicaciones, enredos y equívocos a su alrededor.

Los hipócritas

La hipocresía, como es lógico, está mal vista y, sin embargo, bastante

extendida. Los hipócritas se revisten de bondad, de buenas

intenciones y palabras, y durante un tiempo permanecen ignorados

como tales. Más tarde procuran hacerse necesarios e importantes

para imponerse sobre los otros, y estos los toleran como pueden y

procuran alejarse de su campo.

Los recursos de la hipocresía son muy numerosos y todos ellos

cargados de malicia. Viene a ser una enfermedad del espíritu que

crea alrededor un clima confuso de engaños y disimulos.

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Los fariseos, que se hacían pasar por buenos defensores de la Ley

de Moisés, actuaron contra el Señor con toda malicia. Jesús les dijo:

¡ay de vosotros, escribas y fariseos, semejantes a sepulcros

blanqueados, hermosos por fuera y que por dentro están llenos de

huesos de muertos y de inmundicia! Así también vosotros por fuera

parecéis justos a los hombres, pero por dentro estáis llenos de

hipocresía y de iniquidad [652].

No parece que estas denuncias les hicieran cambiar, porque Jesús

insistió en llamarles: insensatos y ciegos, guías ciegos, serpientes,

raza de víboras. La hipocresía que se afinca en el corazón humano lo

endurece como una piedra.

El egoísmo

También teje enredos para lograr sus objetivos. El egoísmo es

laberíntico, y para orientarse en un laberinto se requieren más

recursos que en un camino normal. Es complicado el trato con alguien

movido por intereses ocultos, que mueve los hilos a su favor con todo

tipo de artificios. Antes o después la persona egoísta –aunque se

disfrace– queda al descubierto, y los demás tienden a separarse de

ella.

Afectados, jactanciosos, arrogantes, pedantes

Calificativos que describen gráficamente conductas dobles con

distintos matices que se refieren al disimulo, a la exageración de las

propias cualidades, al aparecer ante los demás como superiores, al

hablar con una aparente sabiduría que no tienen. Esta actitud del que

habla o se ocupa exageradamente de sí mismo es lo que se conoce

como egotismo.

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En realidad este tipo de personas son rechazadas pero la vanidad

suele impedirles captar el ridículo y el desprecio que provocan.

Con frecuencia la barrera que construyen ante los demás impide que

tengan buenos amigos.

Astutos, suspicaces, mentirosos, son otras actitudes que proceden de

la doblez y el engaño.

La suspicacia nace en mentes complejas que piensan que los otros

guardan malas intenciones; reciben lo que hacen y dicen los demás

como ofensas o artimañas para causarles mal a ellos. Así, sufren sin

causa y corren el riesgo de convertirse en rencorosos: se amargan

sin motivo y se sienten desgraciados; pueden llegar a culpar a los

otros de lo que nunca han dicho ni pensado.

La astucia presenta muchas formas –todas engañosas– para

conseguir fines no declarados ni evidentes. No se detiene ante la

injusticia ni la mentira y emplea cualquier medio, no considera los

daños, se vale de los demás sin respeto ni afecto, utiliza a los demás,

inventa y engaña para conseguir sus objetivos.

Dos familias vivían en un chalet adosado y compartían

amigablemente el jardín, común a las dos viviendas. Una de las

familias tenía un perro y la otra, un loro. Los dos animales se llevaban

muy mal: el loro le decía cosas horribles al perro, y el perro se la tenía

jurada al loro.

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Una tarde de sábado la familia dueña del loro salió de casa para asistir

a la boda de un amigo. A media tarde, la señora dueña del perro vio

por la ventana de la cocina que este llevaba en la boca algo sucio,

lleno de tierra y barro: sus terribles temores se cumplían, lo que tenía

en la boca era el maldito loro destrozado. Inquietísima, intentó una

solución: cogió el loro y lo lavó, lo puso decente y presentable, lo

acomodó en su jaula y lo dejó allí como si estuviera dormido. Por otra

parte, también a los loros –pensaba– les llega su hora; estaba

convencida de que había llegado el fin del maldito loro y el perro había

sido «el ejecutor».

Al día siguiente, esperaba preocupada la llegada de la familia vecina.

Estuvo atenta para verlos llegar. Por la tarde, oyó grandes gritos y

comprendió que habían descubierto al loro muerto. Se acercó

amigablemente a sus vecinos y mirando al loro quieto como nunca

había estado con las plumas brillantes y limpias, dijo: «no sé por qué

gritáis tanto, también los loros tienen un ciclo vital, y está claro que a

este le había llegado la hora». «no gritamos por eso –respondió la

vecina–, lo que nos asusta y nos parece incomprensible es cómo está

ahora ahí, en la jaula, porque el loro se murió hace varios días y los

niños lo enterraron en el jardín».

Todo habría sido más fácil si hubiera contado sencillamente la verdad.

La mentira forma siempre un laberinto del que casi nunca se sale

airoso.

«Todo lo enmarañado, lo complicado, las vueltas y revueltas en torno

a uno mismo, construyen un muro que impide con frecuencia oír la

voz de Dios» [653].

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Elogio de la sencillez

Al regresar los setenta y dos discípulos de predicar por los pueblos

cercanos, Jesús les recibió con gran alegría. Ese gozo le llevó a

dirigirse a Dios Padre con estas palabras: te doy gracias, Padre,

Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los

sabios y a los entendidos, y las has revelado a la gente sencilla [654].

Les habían escuchado pescadores, mendigos, recaudadores de

impuestos, pastores, labradores, artesanos, caminantes,

peregrinos… Y habían acogido sus palabras y creído. Y Jesús se

alegró de que fueran ellos –gente sencilla– los que habían recibido la

fe. No los poderosos e importantes que se creían superiores.

Su secreto

Desde su buen corazón, los sencillos han adquirido un conocimiento

de la complejidad de la vida y buscan la forma de simplificar

dificultades.

Saben que son hijos de Dios, cuentan con recursos nuevos y buenos

para ser sencillos, porque confían en Él.

Con una actitud abierta hacia los demás, buscan inteligentemente una

comunicación directa y cordial, descubren en las situaciones el modo

de solucionar problemas, emplean recursos normales, se hacen

entender por todos, llaman a las cosas por su nombre, van a lo

esencial y simplifican lo que aparece confuso, perdonan con facilidad,

huyen de lo sofisticado y rimbombante, se ven como uno más; todo

lo suyo está a disposición de los demás.

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Estas personas poseen un marcado encanto: probablemente algo de

su infancia sigue vivo en ellas. Son discretos, sinceros, auténticos,

leales, veraces, generosos, honrados, respetuosos, serviciales,

asequibles, amables, receptivos, previsibles, ¡normales!

A los sencillos se les pueden aplicar las palabras de la Escritura que

describen la verdadera sabiduría: en ella hay un espíritu inteligente,

santo, único, multiforme, sutil, ágil, perspicaz, sin mancha, diáfano,

inalterable, amante del bien, agudo, libre, bienhechor, amigo de los

hombres [655].

Por otra parte las personas sencillas no exageran, no se dan

importancia, no aparentan, no llaman la atención, no exhiben sus

buenas cualidades, no agrandan los problemas, no se sienten

superiores, no piensan mal de los demás, no se dejan ganar por

temores absurdos, no son envidiosos ni suspicaces, no rechazan

tareas pequeñas que otros llamarían de «segunda categoría», no se

entrometen ni indagan en vidas ajenas, no se dejan llevar de

prejuicios, no engañan. No mienten.

42. SERENIDAD

«Es preciso que el ánimo esté libre

de toda perturbación, tanto de la ambición

y el temor, como de la tristeza y de la alegría

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inmoderada y de la cólera, para gozar

de la serena tranquilidad que trae consigo

la constancia y el sentimiento

de nuestra dignidad».

Cicerón

De officiis, I, 69

Un ánimo sereno es necesario para afrontar las adversidades con

paz, es garantía de acertar en la solución de un asunto difícil y de

resolverlo con eficacia y justicia.

Jesús, ante la muchedumbre, no pierde la calma cuando le apretujan

[656]; y tampoco al comprobar que no pueden oírle si no se aleja un

poco de la multitud y, en este caso, utiliza la barca de Pedro [657]. Se

mantiene con paz al encontrarse al atardecer con los numerosos

enfermos que le traen, que quieren ser curados [658]; también

permanece tranquilo cuando apenas tienen tiempo, Él y sus

discípulos, para comer [659].

Ante las acusaciones y argumentos de los fariseos, Jesús responde

con firmeza, pero no pierde la calma.

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Durante los días anteriores a la Pascua y ante la inminencia de la

muerte, el Señor continúa hora tras hora realizando aquello que

considera que debe cumplir: acude al Templo y predica allí, al

atardecer se retira a Betania y descansa en casa de sus amigos.

El Señor nunca actuó como un profeta agitado e inquieto, sino como

quien conoce la paz y el reposo interior. En el fondo de su alma

reinaban siempre una gran paz y una gran alegría, y esto era lo que

transmitía a los demás.

Inteligencia y fortaleza

La serenidad está estrechamente vinculada con la fortaleza y la

paciencia, la confianza, la madurez y la mansedumbre, el realismo, la

prudencia; este cúmulo de virtudes permite responder serenamente,

con calma, y facilita la reflexión antes de actuar.

«Serenos, aunque solo fuese para poder actuar con inteligencia:

quien conserva la calma está en condiciones de pensar, de estudiar

los pros y los contras, de examinar juiciosamente los resultados de

las acciones previstas. Y después, sosegadamente, interviene con

decisión» [660].

La precipitación y el nerviosismo impiden razonar bien. Y, no pocas

veces, se pronuncian palabras inadecuadas, se actúa de tal modo

que los resultados son ineficaces o dañinos. Es muy fácil que desde

ese estado se falte al respeto y a la caridad hacia los demás.

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Un respuesta serena ante lo que llega, ante una desgracia, ante lo

inesperado, es fortaleza, una entereza que permite llevar la atención

hacia lo que conviene hacer en esa situación. La serenidad es

especialmente necesaria al jefe, al maestro, al militar, al sacerdote, a

los padres, de un modo particular en el trato con el hijo más difícil.

El nerviosismo surge en muchas personas ante las circunstancias

cotidianas: mucho más trabajo del que cabe en un día, asuntos

urgentes que surgen de improviso, una llamada del colegio para

comunicar que un hijo se ha roto un brazo, una reunión que se prevé

complicada, alguien que solicita ayuda cuando apenas se tiene

tiempo para escuchar… Todas estas situaciones reclaman calma

para resolverlas con acierto. Cuando se cae en el nerviosismo se

sufre más y se resuelven mal los asuntos. Además, en ese estado no

es fácil acudir a Dios para pedirle la ayuda que necesitamos; esa

agitación no nos deja pensar en Él.

Algunas personas han hecho de la precipitación su forma de actuar y

de vivir: se las ve siempre con prisa y sus movimientos son rápidos y

nerviosos, no están quietas; si tienen que aguardar un autobús les

come la impaciencia; en la sala de espera de un médico o un notario

se desesperan si hay un retraso; si les hablan, escuchan poco o nada;

mantienen una especie de ansiedad por lo siguiente que han de

hacer… Cuando van de viaje, si se equivocan de camino, organizan

una tragedia.

De esta forma, el presente se les va de las manos.

«¡Galopar, galopar!… ¡Hacer, hacer!… Fiebre, locura de moverse…

Maravillosos edificios materiales…

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»Espiritualmente: tablas de cajón, percalinas, cartones repintados…

¡galopar!, ¡hacer! —Y mucha gente corriendo: ir y venir.

»Es que trabajan con vistas al momento de ahora: “están” siempre

“en presente”. —Tú… has de ver las cosas con ojos de eternidad,

“teniendo en presente” el final y el pasado…

»Quietud. —Paz. —Vida intensa dentro de ti. Sin galopar, sin la locura

de cambiar de sitio, desde el lugar que en la vida te corresponde,

como una poderosa máquina de electricidad espiritual, ¡a cuántos

darás luz y energía!…, sin perder tu vigor y tu luz» [661].

Ventajas de la serenidad

Serenidad significa dominio de uno mismo, control de un estado

interior que impulsa a la precipitación, a dar una respuesta rápida,

más o menos impensada y, a veces, violenta.

Una persona reflexiva y serena ofrece seguridad a los demás:

quienes le conocen saben que se puede contar con ella para solicitar

un consejo, resolver un problema, encontrar una solución o, al menos,

un poco de luz.

El entramado que existe entre las virtudes permite reconocer que

serenidad es también fortaleza, paciencia, valentía, confianza,

esperanza. Y en su ejercicio aparecen estas otras: afabilidad,

benevolencia, diálogo y flexibilidad, justicia, mansedumbre,

prudencia, respeto… Porque, ¿acaso se pueden mantener estas

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actitudes –tan necesarias en las relaciones humanas– sin esta paz y

esta serenidad interior?

Compartir las dificultades con el Señor

Es conocida la petición que Tomás Moro, hombre de buen humor,

dirigía al Señor:

Dame, Señor,

serenidad para sobrellevar las cosas

que no puedo cambiar;

valentía para cambiar las que sí puedo cambiar;

y sabiduría para saber distinguir unas de otras.

No estamos solos. En situaciones extremas, en el peor de los

peligros, tampoco estamos solos. Esta certeza en la cercanía de Dios

es otra de las claves para responder serenamente ante la realidad

adversa.

El cuidado por parte de Dios no falla nunca:

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«Encomendadlo a Dios, Sancho –dijo Don Quijote–, que todo se hará

bien, y quizá mejor de lo que vos pensáis; que no se mueve la hoja

en el árbol sin la voluntad de Dios» [662].

Porque Jesús cuenta con las dificultades que padecemos: os he dicho

estas cosas para que tengáis paz en mí. En el mundo tendréis

tribulación, pero confiad, yo he vencido al mundo [663].

La dificultad no debe apartarnos de esta virtud, que templa el ánimo

y lo fortalece.

Después de la resurrección, al presentarse en el Cenáculo, Jesús

saludó a los apóstoles: la paz sea con vosotros [664]. Esto nos dice a

cada uno de nosotros siempre que estamos apurados.

Existe una debilidad de fondo en la falta de serenidad. Puede ser

índice de que la persona no haya alcanzado la hondura suficiente y

no se conozca bien, no haya descubierto que posee mayores

recursos de los que percibe. Y, sobre todo, que Dios vive en su interior

y que su misericordia le acompaña siempre, sobre todo cuando

necesita más ayuda.

Conviene reconocer esta realidad íntima, aceptarla, desde esta

aceptación es posible descubrir que podemos controlar la inquietud y

tener más paz interior, proporcionar esa paz a los demás o, al menos,

no arrebatarla a quienes están tranquilos. El modo de afrontar una

contrariedad es desde la calma y la reflexión, desde la confianza en

que podemos resolverla, desde la certeza de que Dios nos

acompaña, está cerca, nos apoya.

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La serenidad es una gran virtud que se afianza desde la convicción

de que somos hijos muy queridos de Dios: nada nos sucede sin su

consentimiento y su ayuda.

43. SOLIDARIDAD

«No basta el deseo de querer trabajar

por el bien común; el camino para

que ese deseo sea eficaz es ser hombres

y mujeres capaces de conseguir una buena

preparación, y capaces de dar a los demás

el fruto de esa plenitud que han alcanzado».

San Josemaría Escrivá

Conversaciones, n. 73

Los amigos del paralítico de Cafarnaún fueron solidarios con el amigo

que yacía en la camilla, compartieron con él su fe y su amistad con

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Jesús, su dolor y su enfermedad. También los pastores de Belén

ofrecieron sus sencillos productos –queso, leche y, quizá, algo de

abrigo– al Niño. Los Magos llevaron los mejores tesoros de Oriente.

La solidaridad es una virtud moral y social que requiere cultivo y

práctica: significa vivir de acuerdo con el principio fundamental que

nos recuerda que «todos somos responsables de todos»; es decir,

cada uno está ligado a todos los hombres. No debe confundirse esta

virtud con un vago sentimiento de malestar y pena ante las desgracias

del prójimo; debe ser un auténtico compromiso por ayudar a los

demás, una prestación real, contable.

Esta actitud se pone de manifiesto de modo especial ante catástrofes

naturales, epidemias que se expanden con rapidez por amplias

regiones… En estos casos se tiende la mano a las víctimas con

generosidad.

Esta fue una de las grandes enseñanzas de san Juan Pablo II. Repitió

de modo incansable que la verdadera riqueza de un pueblo no se

mide por el número de submarinos, tanques o aviones, sino por su

preocupación por los más necesitados, por compartir con ellos lo que

se posee; afirmaba que la solidaridad es un compromiso firme y

perseverante por procurar el bien común.

La solidaridad se opone al egoísmo y está cimentada en la caridad,

siempre atenta a las necesidades de los demás. La solidaridad es

vencedora eficaz de las estructuras de pecado y crea una cultura

nueva contra la desmedida avidez y la carrera hacia un lujo

desorbitado. Forjaremos así una verdadera cultura de la solidaridad a

fin de conseguir un mundo más justo y más humano [665]. No

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podemos olvidar que los bienes de la Creación están destinados a

todos los hombres.

«Solo con la caridad, iluminada por la luz de la razón y de la fe, es

posible conseguir objetivos de desarrollo con un carácter más

humano y humanizador. El compartir los bienes y recursos, de lo que

proviene el auténtico desarrollo, no se asegura solo con el progreso

técnico y con meras relaciones de conveniencia, sino con la fuerza

del amor que vence al mal con el bien y abre la conciencia del ser

humano a relaciones recíprocas de libertad y de responsabilidad»

[666].

No es solo una intención, sino la actitud decidida de buscar soluciones

y de actuar. «Hoy creyentes y no creyentes estamos de acuerdo en

que la tierra es esencialmente una herencia común, cuyos frutos

deben beneficiar a todos. Para los creyentes, esto se convierte en una

cuestión de fidelidad al Creador, porque Dios creó el mundo para

todos. Por consiguiente, todo proyecto ecológico debe incorporar una

perspectiva social que tenga en cuenta los derechos fundamentales

de los más postergados» [667].

Es una virtud humana y cristiana, y la fe ayuda a purificarla y elevarla.

A la luz de la fe la solidaridad se convierte en una virtud de

dimensiones cristianas y conduce a dar de modo gratuito, a respetar,

a perdonar: así viene a ser caridad sobrenatural. El prójimo no es solo

un ser humano con derechos e igualdad fundamentales, sino imagen

viva de Dios Padre en medio del mundo. Y debe ser amado como le

ama el Señor.

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Los cristianos conocemos, además, un cauce de solidaridad de gran

eficacia: la Comunión de los santos. A través de la oración y las

buenas obras, presentadas a Dios en intercesión de los que sufren,

realizamos un servicio y una ayuda que, por los canales misteriosos

de la gracia, alcanza el corazón y la vida de aquellos que padecen

tribulaciones.

Colaborar voluntariamente

Ser solidarios a menor escala es también importante. Ignorar la

pobreza que existe escondida en las grandes ciudades es

anticristiano.

En nuestra época percibimos el enorme auge del voluntariado: es la

manifestación de la generosidad de unas personas que son

conscientes de las situaciones de pobreza en barrios de las propias

ciudades en que viven.

Se dan múltiples iniciativas en las que se puede colaborar y realizar

un voluntariado que puede integrarse en la vida cotidiana, basta con

dedicar tiempo en ayudar a otros: dar clase a niños de familias

desfavorecidas, donar alimentos, acompañar a personas enfermas,

cuidar a los ancianos que están solos… Existen muchas instituciones

en las que se puede cooperar así.

Otro modo de ser solidarios consiste en prestar servicios

amablemente a los que viven cerca: parientes, vecinos, personas con

las que coincidimos de vez en cuando a través de las relaciones

humanas y sociales. Este servicio se puede llevar a cabo cada día en

la vida de familia, en el trabajo, en la calle.

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Esta virtud se aprende desde la infancia. Es importante enseñar a los

hijos a compartir, primero con los hermanos. La tendencia de los

niños suele ser más bien la contraria. «¡Es mío!», suelen decir

incontables veces ante las cosas más diversas. El aprendizaje de la

generosidad y de la solidaridad es posible si los padres les hacen

comprender con su ejemplo que es bueno ser generosos.

Un cuento de Navidad

«Lloviznaba. Mi hermana y yo corríamos ansiosas por llegar a casa y

jugar con los regalos que nos habían dejado a nosotras y a nuestra

hermana pequeña, que todavía era un bebé. Al otro lado de la calle

había una gasolinera, donde paraba el autobús de línea. La

gasolinera estaba cerrada en Navidad, pero una familia esperaba de

pie junto a la puerta. Estaban apiñados bajo una marquesina en un

desesperado intento, claramente ineficaz, por permanecer secos.

Cuando llegamos a casa, apenas pudimos disfrutar de nuestros

regalos, ya que salimos hacia casa de nuestros abuelos para celebrar

la cena de Navidad. Íbamos en el coche por la autopista y aquella

familia seguía allí, de pie junto a la puerta de la gasolinera cerrada.

Mi padre conducía muy despacio. Cuanto más nos acercábamos al

cruce en el que había que girar, más lento iba el coche. De repente,

mi padre hizo un giro en U en medio de la carretera y dijo: ¡no puedo

soportarlo! Esa gente está en la gasolinera con esta lluvia. ¡Tienen

niños! ¡Es Navidad!

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Se detuvo en la gasolinera, y pude ver que eran cinco personas: los

padres y tres hijos, dos niñas y un niño pequeño. Mi padre bajó el

cristal de su ventanilla. ¡Feliz Navidad!, dijo.

Mi hermana y yo nos quedamos mirando a los niños y ellos nos

miraron a nosotras.

—¿Están esperando el autobús? –preguntó mi padre.

El hombre dijo que sí. Iban a Birmingham, donde tenía un hermano y

la posibilidad de encontrar trabajo.

—Muy bien, pero ese autobús no pasa hasta dentro de varias horas

y en esta parada van a acabar empapados. Winborn queda a apenas

tres kilómetros de aquí. Allí hay una parada con paredes y techo y

bancos para sentarse –le dijo mi padre–. ¿Por qué no suben al coche

y les acerco?

Él pareció pensarlo durante unos instantes y después hizo señas a su

familia. Subieron al coche. No llevaban equipaje, solo lo puesto. Una

vez que estaban todos dentro del coche, mi padre se volvió hacia el

asiento trasero y preguntó a los niños si Santa Claus ya había dado

con ellos. Tres caritas tristes le miraron en silencio a modo de

respuesta.

—Claro, ya me parecía a mí… –dijo mi padre, guiñándole un ojo a mi

madre–, porque, cuando he visto a Santa Claus esta mañana, me ha

dicho que le estaba costando mucho encontraros y me ha preguntado

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si podía dejar vuestros juguetes en mi casa. Ahora vamos a ir a

buscarlos antes de llevaros a la parada del autobús.

Las caritas de los tres niños se iluminaron de inmediato y empezaron

a dar saltos en el asiento de atrás, parloteando y riendo.

Cuando bajamos en nuestra casa, los tres niños entraron corriendo

por la puerta principal y fueron directamente a los juguetes que

estaban debajo del árbol de Navidad. Una de las niñas vio la muñeca

de mi hermana y enseguida la estrechó contra su pecho. Recuerdo

que el niño pequeño se aferró a una pelota y que la otra niña cogió

uno de mis juguetes. Todo esto sucedió hace mucho tiempo, pero

recuerdo esas imágenes con viveza.

Aquella fue la Navidad en la que mi hermana y yo descubrimos el

gozo de hacer felices a los demás» [668].

El Señor debió de sonreír aquella mañana. Recordaría que un día Él

mismo dijo que hay más felicidad en dar que en recibir. Y así lo hemos

comprobado tantas veces.

44. TEMPLANZA

«A los bienes de la razón

y de la convivencia no se les deben

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oponer bienes como la aprobación

de la muchedumbre, el poder, la riqueza

o los placeres. Todas estas cosas terminan

por dominarnos y desviarnos. Otra vez

te lo digo: elige lo mejor y consérvalo».

Marco Aurelio

Meditaciones, libro III, n. 5

Virtud que nos permite disfrutar de los bienes con libertad, sin permitir

que nos dominen ni esclavicen.

Todo hombre y mujer se reconocen frágiles ante los elementos, les

resulta imprescindible poseer bienes con los que resolver la

existencia. Tomás de Aquino afirma que es necesario un mínimo de

bienestar para practicar la virtud. También es natural que, como seres

vivos, sensibles e inteligentes, deseemos lo agradable, busquemos lo

grato y placentero.

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Templanza es equilibrio en esta inclinación a lo agradable. Consiste

en una armonía interior que permite a la persona elegir bien: modera

estas inclinaciones para que no nos perjudiquemos, para que el afán

de tener más no nos esclavice y los placeres no nos dominen.

La templanza permite que nuestra vida no pierda el Norte que señala

siempre a Dios. Si los placeres, los vicios, la avaricia de dinero

acaparan la vida de las personas, estas pierden de vista el fin para el

que han nacido, que es amar, amar a Dios sobre todas las cosas y a

los demás por Dios, hacer el bien, alcanzar el Cielo, ser felices.

Y es difícil el equilibrio y la armonía: heridos por el pecado de origen,

estas inclinaciones pueden llegar a ser muy fuertes. Si son

arrastradas por ellas, las personas renuncian a su grandeza y a su

dignidad; se empequeñecen atraídas por unas metas que, una vez

alcanzadas, no proporcionan la felicidad que se buscaba, se quedan

presos de las cosas y de los placeres. Así, el hombre se encuentra

ciego ante el horizonte y no camina, no crece, no alcanza el fin al que

Dios le llama.

La templanza es el escudo que protege de la ambición desmedida,

de la avaricia, la codicia, la gula, la ira, la envidia, la lujuria, el excesivo

lujo, vicios, apegos desordenados que llevan siempre a la tristeza, a

la incapacidad para tener otros valores.

A veces, algunas actividades, costumbres, aficiones que son en sí

buenas se convierten en indispensables y les dedicamos excesiva

atención y tiempo; de alguna forma, nos atan o nos impiden

dedicarnos a deberes importantes. La templanza es esa protección y

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amparo que nos permite mantener el equilibrio necesario para ayudar

a los demás y ser felices.

Afán por el dinero: la codicia

Después de la negativa del joven rico a dejar sus bienes, Jesús dijo a

sus discípulos qué difícilmente entrará un rico en el reino de los cielos

[669]. Ellos se sorprenden; quizá, también nosotros.

El mal siempre comienza cuando aparece la codicia, el amor

desmedido al dinero, cuando se desea tener siempre más, de un

modo imparable para fines propios, para lujos, placeres y caprichos.

El afán de poseer muchos graneros y darse a la buena vida pervierte

el corazón del hombre. El lugar que debía ocupar Dios lo llena ahora

el dinero, los bienes materiales que se han convertido en males. Es

una especie de epidemia que afecta a todos: a grandes y pequeños,

a hombres y a mujeres, al que ya tiene y al que carece de todo.

La codicia es una semilla que crece y lo invade todo. Arraiga en el

alma. Echa fuertes raíces difíciles luego de arrancar. El amor a las

riquezas se parece al agua salada; cuanto más se bebe, más sed da.

El afán desmedido por poseer más nunca tiene fin, nunca se satisface

y lleva a la infelicidad. Se intenta llenar con bienes materiales un vacío

interior, y eso es imposible. Nuestro corazón está hecho para Dios y

solo Él puede llenarlo.

Son abundantes las noticias sobre personas corruptas que evaden

grandes capitales a paraísos fiscales, defraudan a la hacienda

pública, invierten el dinero de los clientes en beneficio propio

exclusivamente, participan en negocios delictivos… Siempre

podemos ayudar a los demás para que comprendan cuáles son los

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verdaderos bienes y cuánta es la importancia de no idolatrar el dinero;

recordarles que «no bajan con el rico al sepulcro sus riquezas» [670].

El buen uso de la riqueza

Con gran facilidad, la abundancia de bienes hace olvidar que la vida

es camino. El poeta castellano lo dice así: «este mundo bueno fue /

si bien usásemos dél / como debemos, / porque, según nuestra fe, /

es para ganar aquel / que atendemos» [671].

Esta visión clara sobre el sentido de la vida humana, de la vida de

cada uno, abre la generosidad de muchas personas: cientos de

proyectos sociales nacen y se desarrollan financiados gracias a esta

solidaridad. Hospitales, colegios, centros de formación profesional,

universidades, nuevas iglesias, centros de formación para

sacerdotes, asociaciones sin ánimo de lucro, centros de acogida para

personas con escasos recursos, comedores gratuitos: son

innumerables las iniciativas en las que los ricos pueden ayudar.

«Quienes se dedican a la empresa, naturalmente han de buscar

obtener ganancias económicas razonables, como justa retribución de

sus esfuerzos y del servicio que prestan a la sociedad. Pero han de

evitar la tentación de buscar el dinero, el poder o el éxito profesional

por encima de todo. (…) El dinero –como el poder o el prestigio– es

solo un instrumento; no debe convertirse en fin. Solo Dios, la

búsqueda de su gloria, constituye el fin –el único Fin, con mayúscula−

digno del hombre. Por eso, y no sería bueno silenciarlo, el mismo

Jesús que alaba el uso noble de las riquezas, reprocha la actitud de

un hombre necio que, al recibir unos beneficios imponentes, no

piensa ni en los demás, ni en su alma» [672].

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«Lo superfluo de los ricos es lo necesario de los pobres. Se poseen

cosas ajenas cuando se poseen cosas superfluas» [673]. Las grandes

diferencias sociales y económicas que existen están reclamando la

generosidad de los que más tienen. Solo así puede ir desapareciendo

la injusticia. Cerrar los ojos ante la miseria que padecen tantas

familias, ante el hambre de miles de niños, ante las carencias que

sufren personas cercanas y lejanas, es una injusticia tan grande que

no se puede medir.

La dificultad para entrar en el Reino de los Cielos, a la que se refiere

Jesús, solo disminuye y se resuelve a través de la solidaridad hacia

los pobres [674].

Comer y beber razonablemente

Os doy todas las hierbas de semilla que hay sobre la tierra y los

árboles que producen fruto de simiente para que os sirvan de alimento

[675]. Sencillamente señaló Dios la necesidad de alimento para todos

los seres vivos, hombres y animales.

«Jesús no es indiferente al hambre de los hombres, a sus

necesidades materiales, pero las sitúa en el contexto adecuado y les

concede la prioridad debida» [676].

Comemos para vivir, y no al revés. Sin embargo, la historia y el

presente ofrecen espectáculos y acontecimientos que parecen

desmentir esta afirmación tan natural. Porque se puede idolatrar la

comida, se puede llegar al sibaritismo extremo y se puede comer y

beber hasta la saciedad, sin decir basta, a pesar de los perjuicios

sobre la salud.

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La gula rebaja al hombre: obnubilado por el comer pierde dignidad y

grandeza, y esto ofende también a Dios, que nos creó para cosas

grandes, buenas, maravillosas. Es irracional consumir, por instinto,

por avidez o placer, cantidades desproporcionadas. Esta ausencia de

dominio degrada a las personas.

En 1938, cuando san Josemaría residía en Burgos, comía algunos

días en un restaurante llamado Venancia. Una de las veces, en la

mesa de al lado estaban comiendo unos señores de forma tan poco

delicada que le llamó la atención. «La gula es un vicio feo. –¿No te

da un poquito de risa y otro poquito de asco ver a esos señores

graves, sentados a la mesa, serios, con aire de rito, metiendo grasas

en el tubo digestivo, como si aquello fuera un fin?» [677].

No debemos magnificar la comida, como les ha ocurrido a algunas

personas: comer no es un fin, sino medio para estar sanos y fuertes.

La valoración excesiva del comer indica pobreza de valores.

Enaltecer la comida -como ocurre en no pocos ambientes– demuestra

que un materialismo egoísta se ha apoderado de las personas y ya

no se ve que existen valores y bienes mucho más nobles.

Este es un consejo lleno de sabiduría: «come poco y cena más poco,

que la salud de todo el cuerpo se fragua en la oficina del estómago.

Sé templado en el beber, considerando que el vino demasiado ni

guarda secreto ni cumple palabra» [678].

La Sagrada Escritura habla del vino que alegra el corazón del hombre

[679], y sabemos que es cierto. Sin embargo, con el exceso en la

bebida el hombre actúa contra sí mismo, no solo porque daña la

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salud, sino por los efectos de la embriaguez: embota los sentidos,

impide la relación con los demás, provoca violencia, envilece y, si se

convierte en vicio, impide trabajar y preocuparse por los demás. Al fin,

la persona no puede pasar sin la bebida y esta dependencia le

provoca un fuerte desprecio de sí mismo.

Un cristiano encuentra múltiples motivos para ser sobrio y razonable.

Este es el consejo de san Pablo: como en pleno día, procedamos con

decoro: nada de comilonas y borracheras; nada de lujurias y

desenfrenos; nada de rivalidades y envidias. Revestíos más bien del

Señor Jesucristo y no os preocupéis de la carne para satisfacer sus

concupiscencias [680].

¿Comilón y bebedor?

Con una actitud muy poco noble, algunos fariseos calificaron a Jesús

de comilón y bebedor, además de amigo de publicanos y pecadores.

A Él no le importó que le llamaran así. Para Él la comida fue natural,

necesaria, y en muchos casos una ocasión para celebrar, compartir,

ganar nuevos amigos, atraer a alguno al buen camino.

El Señor se deja invitar por Lázaro y sus hermanas [681]; por Simón

el fariseo [682]; se sienta a la mesa de los publicanos amigos de

Mateo [683]; le dice a Zaqueo que desea comer en su casa [684] y,

en este momento, gracias a esa iniciativa, a ese gesto inesperado de

cordialidad, este hombre –publicano y rico– se convierte. Jesús sabe

que comer juntos es más que alimentarse, que este hecho une a las

personas, crea lazos de confianza y de amistad, agrupa

fraternalmente a los hombres. Así, Él da vida y colma de valor a

muchas declaraciones que aparecían en los libros sagrados, que Él

conocía bien. En la Biblia la comida más sencilla es ya un gran gesto

humano, una muestra de hospitalidad, un testimonio de gratitud, señal

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de regocijo que Dios mismo sugiere al hombre para que se alegre y

sea feliz: anda, come con alegría tu pan y bebe de buen grado tu vino,

que Dios está ya contento con tus obras [685].

Por otra parte, en varias ocasiones señala Jesús que la comida no es

lo más importante: no solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra

que sale de la boca de Dios [686]; mi alimento es hacer la voluntad

del que me ha enviado y acabar su obra [687]. Siempre: Dios es lo

primero.

San Juan nos muestra cómo Jesús se preocupa del descanso de sus

discípulos después de una noche de pesca sin éxito. Cuando

desembarcan en la playa y se encuentran con Él, Jesús ya tiene

preparado «un desayuno» reparador: ha encendido fuego para asar

unos peces y calentar pan [688]. Y en el resplandor de este amanecer

–el Señor de nuevo con ellos– nace en sus corazones una alegría

perfecta, animada por una comida inesperada cuando estaban

agotados y desfallecidos.

Jesucristo, nuestro Señor y modelo para todo, nos muestra el valor

íntimo y entrañable del comer juntos.

Comprar por capricho

«Conténtate con lo que basta para pasar la vida sobria y

templadamente» [689]. Un consejo para los cristianos de todos los

tiempos y para todos, válido muy especialmente para nuestra

sociedad de consumo.

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Es fácil dejarse fascinar por multitud de productos que se anuncian;

mercados y escaparates ofrecen y presentan como necesarios

caprichos en los que muchos cifran su felicidad.

Si los padres se dejan llevar de caprichos y compran lo que no

necesitan, los hijos los imitarán hasta convertirse en adictos

compradores de todo lo que les gusta, y poco a poco se harán

incapaces de toda renuncia, del menor sacrificio. Serán niños que se

quejan por todo y no valoran lo bueno; adolescentes blandengues que

viven como reyes y se sienten también desgraciados.

Es necesario vivir y enseñar a los hijos a prescindir de cosas

superfluas, a no crearse necesidades, a disfrutar de lo que tienen:

vale más compartir con ellos el tiempo de descanso, estar próximos

y asequibles, jugar con los pequeños, escuchar y comprender a los

mayores.

Mirad los lirios del campo…, yo os digo que ni Salomón en toda su

gloria se vistió como uno de ellos… No andéis buscando qué

comeréis y qué beberéis, no andéis ansiosos, porque todas estas

cosas las buscan las gentes del mundo, pero vuestro Padre sabe que

de ellas tenéis necesidad [690].

Aprender a no enfadarse

La ira también se dirige contra la templanza, es una reacción

incontrolada. Las personas que se enfadan con violencia perjudican

y amargan a los de alrededor; a veces sus reacciones surgen por

cuestiones banales. Las personas susceptibles y suspicaces tienden

a enfadarse aunque no existan motivos suficientes. Bastaría con que

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fuesen algo más razonables, más inteligentes, para comprender que

ese comportamiento está fuera de lugar, desentona y resulta ridículo.

La ira puede, también, permanecer soterrada: no aparece, pero

interiormente se convierte en rencor. Así, existen personas que

conservan durante mucho tiempo el recuerdo de la injuria recibida.

En ocasiones, el afán de comodidad lleva a reaccionar mal ante un

pequeño esfuerzo. Estas reacciones indican debilidad y, después de

todo, se ve que la ira no sirve para nada y que mejor hubiera sido no

enfadarse.

Un sabio de la antigüedad se hace estas preguntas acerca de los

enfados tontos: «¿De qué proceden en verdad esos accesos de ira

por una tos o estornudo, por una mosca que no han espantado

bastante pronto, por encontrar en nuestro camino un perro, por caer

inadvertidamente una llave de la mano del esclavo? ¿Soportará con

tranquilidad los gritos populares, los sarcasmos del Foro y de la curia,

aquel a cuyos oídos ofenden el ruido de una silla arrastrada?

¿Soportará el hambre y la sed en una guerra de estío el que se irrita

contra el esclavo que ha disuelto mal la nieve en el vino?» [691].

Todo está en reflexionar, restar importancia a lo que molesta, dejar

de pensar en lo que nos ha irritado e intentar olvidarlo pronto.

De Jesucristo aprendemos también que existen causas justas para la

cólera: cuando entró en el templo y contempló el mercado fraudulento

instalado allí, tiró las mesas y expulsó con violencia a los cambistas

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de moneda y a los vendedores [692]. Es el mismo Dios apacible, lleno

de bondad, que atiende a los niños que juegan a su alrededor.

Valor ejemplar de la templanza

El ejercicio de la templanza –este elegir entre los bienes los mejores–

queda patente a los ojos de los demás: el trato cercano con las

personas que ejercen esta virtud descubre que se trata de hombres y

de mujeres muy libres, gente que no está atada a las riquezas, a los

placeres, a la comodidad, a la fama.

Gustad las cosas de arriba, donde Cristo está sentado a la derecha

de Dios; gustad las cosas de arriba, no las de la tierra [693]. Quienes

han puesto el corazón en el verdadero tesoro gozan de la alegría y la

paz que las cosas de la tierra no pueden dar. Por eso, son personas

atrayentes, convincentes: sin alarde, sin llamar la atención sus actos

indican que hay más felicidad en dar que en recibir, en vivir

desprendidos que afanados por atesorar, en superar la inclinación al

placer que en ser esclavos de las tendencias más bajas.

No conviene adaptarse a los niveles más bajos de la naturaleza

humana, a pesar de que nuestro mundo haya vestido de glamur

tantas actitudes que rebajan la dignidad de las personas.

La templanza es virtud muy visible, sus actos son evidentes a los

demás, aun cuando no sean llamativos; la sobriedad es el espejo en

el que se descubre una vida plena y libre: detrás de ella se ve a

alguien que ha elegido no vivir como un ave de corral, sino volar como

las águilas [694], cerca de Dios.

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Los cristianos, en este contexto, pueden –Dios lo quiere así– ser

reflejo vivo de Jesucristo, que nació y vivió pobre, llevaba una túnica

de buena calidad, comió y bebió con personas de toda condición, en

ocasiones no tuvo un techo donde dormir, algunos días no tenía

tiempo para comer, no montó a caballo sino en burro y así recorrió a

pie los caminos de Palestina de norte a sur. Al hablar de felicidad y

bienaventuranza nombró a los pobres, los pacíficos, los limpios de

corazón, los que lloran, los misericordiosos… Alegraos y regocijaos,

porque vuestra recompensa será grande en el reino de los cielos

[695].

45. VALENTÍA

«La valentía es la disposición del alma

que, cuando se trata de soportar los avatares,

obedece a la ley suprema de la razón.

Mantiene un juicio firme a la hora de afrontar

y rechazar las situaciones más temibles».

Cicerón

Elogio y refutación de las pasiones,

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nn. 23-24

Admiramos a las personas valientes porque dan muestra de un

temple que, en no pocas ocasiones, falta a la mayoría, no solo en

momentos trascendentales de la vida de una persona, sino en

situaciones ordinarias.

Aunque Jesús, el Señor, nunca hizo un alarde de valor, fue sin

embargo un hombre valiente, y en los relatos de los evangelistas

aparecen muchas situaciones que lo manifiestan así.

Jesús no huyó de los sufrimientos de la Pasión, sino que aguardó

sereno su muerte: iban subiendo camino de Jerusalén, y Jesús les

precedía; ellos estaban asombrados y le seguían llenos de temor

[696]. Los discípulos estaban asustados porque sabían que los

fariseos y los escribas querían matarle; pero Él iba con prisa, sin tener

miedo.

Expulsar a los comerciantes del templo [697] fue un gesto valiente

porque toda la ciudad toleraba este mercado como una costumbre

arraigada y desbaratarlo con violencia llevaría consigo críticas y

enfrentamientos. Por encima de esas consecuencias, Jesús actúa así

por una razón que para Él tenía un valor superior: el Templo es el

Templo, es casa de oración.

La valentía inspira admiración porque los hombres tenemos miedo de

muchas cosas y somos débiles: tememos al frío, a la soledad, a la

pérdida de los seres queridos, a la enfermedad, al ridículo, a quedar

mal, a la muerte, a no ser aceptados… Nos reconocemos frágiles y

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nos consideramos perdidos en muchas circunstancias. Fuera de los

peligros físicos, nos asustan muchas situaciones ante las que nos

sentimos indefensos y poco preparados.

Todos admiramos al héroe. Nos embarga la emoción al ver cómo se

enfrenta al peligro incluso de muerte. Lo hace sin titubear y, por

supuesto, sale vencedor. También nos impresiona la negativa a darse

por vencido ante las dificultades, la enfermedad o las desgracias.

Por otra parte, las personas miedosas nos agradan poco y

consideramos ridículo su miedo y su apocamiento. Muchas temen a

la oscuridad, a quedarse solos en casa, a caminar por sitios solitarios,

a subir a un avión, a las tormentas: viven estremecidas por múltiples

temores, bastantes de ellos imaginados y poco reales.

Otros son valientes por naturaleza, la valentía es un rasgo de su

carácter. Pero esta actitud se convierte en verdadera virtud cuando

va dirigida al bien. Para alcanzar el rango de virtud humana, la

valentía requiere el ejercicio de la inteligencia y de otras virtudes: en

la valentía confluyen fortaleza, confianza, optimismo y esperanza,

serenidad, magnanimidad, prudencia. Sin la prudencia surge la

temeridad, que no es virtud alguna. La valentía es una cierta

combinación de estas virtudes, que solo se pueden ejercer si la

persona se ha esforzado por adquirirlas. El valiente, ante una

situación arriesgada, inesperada, no se autojustifica ni se detiene por

miedo: toma una decisión y actúa.

«El hombre de valor sabe mantenerse en el justo medio y obrar como

lo exige la razón. Los temerarios corren con mucho ardor en busca

del peligro. Los valientes, por el contrario, se mantienen serenos y

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decididos en su puesto de acción» [698]. Nunca presumen de su

valentía.

Las desventajas de la cobardía

Es oportuno, quizá, considerar qué es la cobardía y cuál es la raíz de

las actitudes y actos de la persona cobarde para comprender –por

contraste– el carácter de la persona valiente y audaz. La cobardía

quita libertad, reduce la posibilidad de alcanzar objetivos y limita la

capacidad de hacer el bien; por eso es algo a superar.

Las personas pueden ser cobardes por causas muy diversas:

Escasa seguridad en sí mismas. Timidez.

Ignorancia sobre sus propias cualidades reales, que de modo

sistemático infravaloran.

Exagerada imaginación que las lleva a agrandar peligros menores, a

veces irrelevantes o, incluso, inexistentes.

Poco realismo para valorar las circunstancias.

Escaso ejercicio de la inteligencia, que podría ofrecer más claridad

sobre los peligros reales y el modo de superarlos.

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Falta de energía interior y de carácter.

Miedo al sacrificio y al dolor.

Excesivo miedo.

Con este bagaje se reducen las posibilidades de hacer el bien, de

vencer obstáculos, de conseguir objetivos que están al alcance, de

ayudar a los demás, de ser generosos.

Así, la vida se hace pequeña y la persona crece poco: cuando uno se

limita a ir tirando y a hacer solo lo fácil y seguro, viviendo

exclusivamente en el círculo de lo cómodo, las personas se hacen

cada vez más blandas, pierden el vigor para sostener su propia

existencia y la vida puede con ellas.

Poco antes de su Pasión, Jesús habló a sus discípulos en estos

términos: os expulsarán de las sinagogas; más aún, se acerca la hora

en la que quien os dé muerte piense que así sirve a Dios. En el mundo

tendréis tribulación; pero confiad, yo he vencido al mundo [699]. Y

nosotros venceremos con Él. Dios quiere que seamos valientes,

decididos ante las dificultades de la vida, a imitación de su Hijo, Jesús.

Quizá podríamos pensar que en una existencia corriente no es tan

necesaria esta virtud; que con suerte no tendremos que ir a la guerra

y tampoco hemos tenido la oportunidad de ser espías. Pero siempre

puede aparecer o no la circunstancia inesperada de peligro.

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Lo que sí se presenta prácticamente a diario es la necesidad de tomar

decisiones que exigen sacrificio, ocasiones en las que conviene decir

la verdad a pesar de las consecuencias, emprender trabajos difíciles,

apostar por acciones que implican riesgos… Y, si no se toman

decisiones, las empresas no prosperan, los proyectos no salen

adelante, no se ejerce la autoridad, no se exige a los hijos que

cumplan con sus deberes, no se corta con situaciones que nos

perjudican, no se asumen las exigencias de una paternidad

responsable: la vida se hace pequeña, no se desarrolla.

La temeridad

La temeridad se sitúa en el extremo opuesto a la audacia porque las

acciones temerarias son contrarias a la razón, al sentido común. En

muchas ocasiones están motivadas por la vanidad, pero, en el caso

de que la aventura no termine bien, este tipo de hazañas no suelen

ser alabadas por la gente común, que descubre los motivos y los

critica, probablemente con dureza. La vida del temerario suena a

falso, a campana rota. Otras veces la temeridad procede de

decisiones tomadas a la ligera, sin considerar bien lo que se arriesga

y sin valorar las consecuencias. Hay ocasiones en las que se obra así

porque la persona está cegada por la cólera.

«El temerario es el hombre que se lanza al peligro sin pensar en él,

ni en sus posibilidades de superarlo, ni en sus posibilidades de éxito.

Este frívolo desprecio del peligro se debe al orgullo o a la falta de

amor o de inteligencia» [700].

Las personas temerarias prestan poca atención a la realidad y a los

consejos de otros, pueden causar estragos a su alrededor, hunden

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proyectos, provocan la ruina, pueden llegar a ser un obstáculo serio

para la tranquilidad de la familia.

La osadía desmedida ofende a Dios y ofende a los demás porque

pone en riesgo su seguridad. La virtud de la prudencia permite

establecer con claridad dónde termina la valentía y dónde comienza

la temeridad.

A veces se identifica erróneamente la valentía con no tener miedo.

«El justo es alabado porque el temor no le aparta del bien, no por falta

completa de temor» [701]. La persona valiente no ignora la realidad,

sino que es consciente de que el daño al que se expone es un mal, y

ante el mal el hombre siente miedo. No consiste, pues, en no sentir

temor, sino en no dejar que el temor fuerce al mal o impida realizar el

bien. Es valiente el que hace frente a la dificultad que le produce

temor, no por ambición ni por miedo a ser tachado de cobarde, sino

por amor al bien, es decir, por amor a Dios [702].

Para alcanzar tal valentía, el hombre debe estar sostenido por un gran

amor a la verdad y al bien a que se entrega. Esta virtud camina al

paso de la capacidad de sacrificarse. Con Cristo ha adquirido un perfil

evangélico, cristiano. «El Evangelio va dirigido a los hombres débiles,

pobres, mansos y humildes, operadores de la paz, misericordiosos: y

al mismo tiempo contiene en sí un llamamiento constante a la

valentía. Con frecuencia Jesús repite: no tengáis miedo [703]. Y

enseña al hombre que es necesario saber dar la vida [704] por una

causa justa, por la verdad, por la justicia» [705].

En los actos de valentía confluyen factores humanos y

sobrenaturales, porque en el cristiano la naturaleza y la gracia se

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armonizan. Además, por el Bautismo el hombre se encuentra inmerso

en la corriente de la Comunión de los Santos, una realidad invisible y

eficaz al mismo tiempo: a través de este río de gracias que brota del

corazón de Jesucristo recibimos la ayuda de muchos a los que no

conocemos.

Se requiere valentía no solo en las situaciones extremas de peligro,

sino también en la vida diaria para decir la verdad, hacer justicia,

ejercer la caridad y ayudar a los demás, para ser sinceros, para tomar

decisiones complicadas.

La valentía acrecienta la libertad, amplía el campo de acción;

conforme se actualiza, hace a las personas más capaces para vencer

obstáculos difíciles en el futuro.

46. VERACIDAD.

AUTENTICIDAD. SINCERIDAD

«La verdad o veracidad es la virtud

que consiste en mostrarse veraz

en los propios actos y en decir verdad

en las palabras, evitando la duplicidad,

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la simulación y la hipocresía».

Catecismo de la Iglesia Católica

n. 2468

Preguntó Pilato a Jesús: ¿qué es la verdad? [706]. Al procurador

romano no le interesó respuesta y se alejó. Sin embargo, hasta ese

momento Jesús ya se había expresado acerca de la verdad y de su

reino: Yo soy Rey, Yo para esto he nacido y para esto vine al mundo,

para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad escucha

mi voz [707]. El Señor señaló así el modo, el inicio del sendero que

conduce al conocimiento de la verdad: escuchar su voz, ser de la

verdad, ser una persona veraz y sincera.

El Evangelio es una llamada constante a la claridad, a la sencillez y

sinceridad, a la veracidad.

Es una virtud importante y sin ella las relaciones entre los hombres se

enredan y complican. Si la verdad está ausente, se hacen imposibles

la comunicación y el entendimiento entre las personas, las palabras

se vacían de sentido al transmitir algo que no es real, sino mentira.

No se puede construir sobre la mentira porque detrás de ella no hay

nada. «Sin la verdad el hombre pierde el sentido de su vida» [708].

Los hombres no podrían vivir juntos si no tuvieran confianza

recíproca, es decir, si no se manifestasen con verdad [709]. «La virtud

de la veracidad da justamente al prójimo lo que le es debido; observa

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un justo medio entre lo que debe ser expresado y el secreto que debe

ser guardado: implica la honradez y la discreción» [710].

Jesús es muy sobrio en manifestar alabanzas. Sin embargo, cuando

conoce a Natanael, exclama: he aquí un verdadero israelita, en el que

no hay doblez ni engaño [711]: nos da la impresión –al leer este

encuentro– de que no pudo reprimir este elogio.

Actitud de Jesús ante la hipocresía

Las palabras más fuertes de Jesús fueron para los fariseos:

¡hipócritas! Bien profetizó de vosotros Isaías cuando dijo: este pueblo

me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí [712].

Tras la curación del ciego de nacimiento [713], las autoridades del

Templo inician una insistente investigación sobre el milagro. No se

conforman con las respuestas del ciego, interrogan a sus padres,

vuelven a preguntarle a él. Hay un gran contraste entre las palabras

claras del que había sido curado –un hombre sincero– con la

conducta mezquina de los fariseos, que desean acusar a Jesús por

curar en sábado. Este acontecimiento, que relata san Juan, termina

con el reconocimiento de la divinidad de Jesús por parte de aquel

hombre: gracias a su veracidad recuperó la luz de sus ojos y alcanzó

la Luz y la Verdad al encontrarse con Jesús.

Tampoco salieron bien parados los fariseos cuando preguntaron al

Señor con qué autoridad actuaba [714]. Yo también os haré una

pregunta; si me la contestáis, os diré con qué poder hago estas cosas.

El bautismo de Juan, ¿de dónde era?, ¿del cielo o de los hombres?

Se quedaron desconcertados y no pudieron dar una respuesta porque

estaban dominados por la soberbia y la hipocresía. Al responderles

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con otra pregunta, Jesús puso al descubierto su falta de sinceridad y

tuvieron que decir: no lo sabemos. A pesar de ser líderes religiosos,

la verdad no aparece en sus palabras ni en sus obras. Su norma de

conducta es seguir lo más oportuno y lo más conveniente en cada

ocasión. La verdad no les importa; su respuesta es política,

manifiestan lo que les convenía decir. Por eso dijeron: no lo sabemos.

No les interesaba saberlo, y mucho menos decirlo. Si no se busca la

verdad, el diálogo con Jesús es inútil.

Los que tienen miedo a enfrentarse a su conciencia tienen miedo a

encontrarse ante Dios y se ven inseguros ante los demás. Solo los

que afrontan el estar cara a cara con Dios pueden tener verdadero

trato con Él. No es posible encontrar a Dios sin este amor radical a la

verdad.

La mentira

La sinceridad es una virtud humana importante. Ir por la vida con

mentiras, disimulos, intenciones escondidas o medias verdades lleva

a la infelicidad a través de inseguridades y desconfianzas. Todas las

mentiras contienen fisuras por las que se puede descubrir la falsedad

de la persona.

«Leías en aquel diccionario los sinónimos de insincero: “ambiguo,

ladino, disimulado, taimado, astuto”… –Cerraste el libro, mientras

pedías al Señor que nunca pudiesen aplicarte esos calificativos, y te

propusiste afinar aún más en esta virtud sobrenatural y humana de la

sinceridad» [715].

Quienes mienten y disimulan no logran comunicación con los demás

porque crean una barrera entre persona y persona que impide la

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confianza. Esta barrera hace imposible la amistad, crea a su

alrededor una maraña de malos entendidos que esconden la realidad.

Al final, los mentirosos se quedan solos porque nadie se fía de ellos.

El Señor pide a los suyos claridad, sinceridad, actuación abierta: lo

que os digo en la oscuridad, decidlo a plena luz; y lo que escuchasteis

al oído, pregonadlo desde los terrados [716]. Jesús jamás disfrazó su

doctrina. Por eso, conviene a sus discípulos superar el temor para

darle a conocer, manifestar la verdad en cuestiones en las que la

mayoría piense lo contrario: la vida de los no nacidos, la

indisolubilidad del matrimonio, la justicia, los derechos del hombre…

Jesucristo habló así del diablo: cuando miente, habla de lo suyo,

porque es mentiroso y padre de la mentira [717]. Nos alejamos de

Dios cuando mentimos porque Él es la Verdad. «La mentira es la

ofensa más directa contra la verdad. Mentir es hablar u obrar contra

la verdad para inducir a error. Lesionando la relación del hombre con

la verdad y con el prójimo, la mentira ofende el vínculo fundamental

del hombre y de su palabra con el Señor. La gravedad de la mentira

se mide según la naturaleza de la verdad que deforma, según las

circunstancias, las intenciones del que la comete, y los daños

padecidos por los que resultan perjudicados» [718].

Ni en las circunstancias más apuradas es oportuno mentir. Es mejor

callar, si es posible; nunca decir lo que no es cierto.

Amar la verdad

Solo cuando en la propia vida se ha optado por la verdad y se ha

cultivado esta actitud, es posible eludir la mentira. Aparecen

circunstancias y momentos en los que decir la verdad es arriesgado

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y difícil. Sin embargo, conviene perder el miedo a aceptar las

exigencias que la verdad lleva consigo. «No tengas miedo a la verdad,

aunque la verdad te acarree la muerte» [719]: ante la amenaza de la

muerte, son mártires quienes afirman valientemente su fe y entregan

su vida por amor a Dios.

Pero, sin llegar a este extremo, son muchas las ocasiones en que

expresar la verdad –lo que se piensa, se sabe o se cree– provoca

problemas y dificultades. Sin embargo, un cristiano dice siempre la

verdad, nunca miente, porque Jesús dijo siempre la verdad. «Yo he

predicado públicamente delante de todo el mundo, responde Jesús a

Caifás, cuando se acerca el momento de dar su vida por nosotros. –

Y, sin embargo, hay cristianos que se avergüenzan de manifestar

patentemente veneración al Señor» [720].

El cristiano no debe avergonzarse de dar testimonio del Señor [721].

En las situaciones que exigen dar testimonio de la fe, el cristiano debe

profesarla sin ambigüedad, a ejemplo de san Pablo ante sus jueces:

he procurado en todo tiempo tener una conciencia irreprensible ante

Dios y ante los hombres [722].

El Catecismo de la Iglesia Católica señala otro aspecto de la

veracidad: la obligación de comunicar la verdad en los medios

informativos: «la sociedad tiene derecho a una información fundada

en la verdad, la libertad, la justicia» [723].

A veces no se trata de mentiras, pero sí de medias verdades o de

noticias tendenciosas, que llevan a la pérdida de veracidad de las

informaciones. En el año 1815 el diario francés Moniteur fue

presentando así a sus lectores el trayecto de Napoleón hacia París:

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el bandido ha huido de la isla de Elba; el usurpador ha llegado a

Grenoble; Napoleón entra en Lyon; el emperador llega esta tarde a

París [724]. Se da un cambio en la manera de informar por parte del

periódico conforme el propio Napoleón recorre Francia y es acogido

de modo favorable por las gentes: primero se le llama bandido y

usurpador; el siguiente titular es neutro; en el último se le reconoce

como emperador.

Con frecuencia los medios pretenden presentar su opinión o su visión

de los hechos o su ideología como la verdad, inciden así en la

manipulación, que puede presentarse de muy diversas formas:

En el titular de la noticia, que es lo más llamativo y en lo que muchas

personas se detienen, sin leer ni oír el resto. Ejemplo claro son las

noticias sobre manifestaciones en la calle: de un medio a otro las

cifras oscilan entre «más de un millón de personas» o «apenas treinta

mil».

Lugar de la información en el conjunto del medio: Unos medios abren

con determinada noticia; otros la relegan a páginas interiores; algunos

–incluso– la silencian. Hay casos muy conocidos de medios de

comunicación que no publican una determinada noticia, por

contrastada que esté, sobre los propietarios económicos de ese

mismo medio. Se entiende que «no arrojen piedras contra el propio

tejado», pero el completo silencio de algo que es público es

especialmente escandaloso.

Redacción de la noticia. Un mismo hecho se puede contar de muchos

modos, con diferentes sesgos: neutral, positivo, negativo.

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Silenciar hechos: tanto positivos como negativos que, sin embargo, la

opinión pública debería conocer.

Las imágenes: retocan las fotografías de personas a las que desean

agradar, favorecer o adular; en cambio, escogen las fotos de

situaciones ridículas o grotescas de las personas a las que quieren

desacreditar.

El caso más claro de manipulación es la mentira. La mentira

propiamente dicha es la que relata los hechos de forma

conscientemente contraria, en todo o en parte, a lo que son. Otra

forma de manipulación es la publicación de rumores, es decir, una

información no suficientemente contrastada: una noticia verdadera

necesita pruebas.

Decir la verdad con caridad

Decir la verdad es una obligación permanente. Cuando nos

encontramos con errores que cometen otros, es un deber corregir.

Conviene valorar antes las circunstancias, pero no debemos callar por

cobardía ante las equivocaciones. Si nos mueve el afecto y el deseo

de ayudar y de hacer el bien, hablar con la persona sobre aquello que

hizo mal es lealtad y amor verdadero.

Corregir con amabilidad y benevolencia es virtud que Jesús enseña:

corrígele a solas [725]. «Debemos, pues, corregir por amor; no con

deseos de hacer daño, sino con la cariñosa intención de lograr su

enmienda» [726].

Sin fisuras

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Algunos consideran que el significado inicial de la palabra es, sin-

cera: es decir, de una pieza y sin fisuras. Antiguamente, cuando

aparecían grietas en una pieza de mármol se utilizaban cera y polvo

de mármol para unirlas; quedaba bien y prácticamente no se

apreciaba la rotura. Con la palabra «sincera» se certificaba que el

objeto no se había roto ni arreglado después.

Sinceridad significa reconocimiento de nuestra verdad interior:

reconocer ante nosotros mismos intenciones y sentimientos y valorar

si son justos o no. Esta valoración requiere, en ocasiones, un cambio

para salir del engaño y rectificar. Una persona sincera y veraz rechaza

las segundas intenciones cuando no son buenas.

La sinceridad significa rechazo absoluto de la mentira, el engaño y el

disimulo; como virtud, implica un compromiso personal para decir

siempre la verdad.

San Josemaría Escrivá utilizaba a veces para celebrar Misa un cáliz

que parecía de plata. Era bonito y sencillo, y tenía un baño de plata

que a la vista hacía pensar que era de este metal. Sin embargo, en la

base estaba escrito con todas las letras «latón»: el orfebre no había

querido engañar al cliente y venderlo como si fuera de más valor. Ese

hombre era sincero.

La sinceridad con uno mismo y ante Dios hace a los hombres más

libres. Es condición para amar, para servir, para hacer el bien.

Libro III

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LA CARIDAD FORTALECE Y ESCLARECE

TODAS LAS VIRTUDES

CARIDAD,

PLENITUD DE TODAS LAS VIRTUDES

Pasó haciendo el bien [727], curando toda dolencia y enfermedad

[728]. Este ha querido ser el pensamiento de fondo de estas páginas:

pertransiit benefaciendum. Solo hizo el bien. Y todos deseamos

vivamente que se pudiera decir lo mismo de nosotros.

Jesús es el buen samaritano en todo tiempo y en todo lugar de la

tierra: se detiene ante cada hombre herido y cura, consuela, guía,

anima, purifica, aparta la tristeza, da fortaleza ante la dificultad,

alienta…

EL BUEN SAMARITANO

Toda la Humanidad está representada en este hombre abandonado

y cubierto de heridas. Volvía de Jerusalén y caminaba hacia Jericó,

apenas veintisiete kilómetros con un fuerte desnivel. Un camino lleno

de peligros donde con frecuencia los ladrones saqueaban a viajeros

y peregrinos. Un sacerdote del Templo y un levita pasan y observan

al herido, pero no se detienen: quizá estuvieron a punto de hacerlo,

pero tuvieron miedo, quizá no se sentían capaces de prestar la ayuda

que necesitaba, puede que pensaran que estaba muerto o casi

muerto.

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Un samaritano que iba de viaje lo vio y se acercó a él, comprobó su

mal estado y se compadeció. Le vendó las heridas, derramando en

ellas aceite y vino, le hizo montar sobre su propia cabalgadura, le

condujo al mesón y cuidó de él. Durante la noche estuvo atento al

estado de aquel hombre. A la mañana siguiente sacó dos denarios,

se los dio al mesonero y dijo: cuida de él, y lo que gastes, a la vuelta

te lo pagaré [729].

Los Padres de la Iglesia han interpretado la parábola considerando

que el samaritano que socorre al hombre maltrecho es Jesucristo

mismo. Él se detiene y se hace cargo de aquella situación lamentable.

Cada una de estas acciones que el Señor describe como el

comportamiento de un samaritano contiene un significado más

profundo: es lo que hace el Señor con nosotros para devolvernos a la

Vida cuando estamos abatidos.

Con esta parábola Jesús quiere enseñarnos a querer, a ejercer la

caridad de forma práctica, activa, valiente y generosa, a cumplir con

todos los pormenores necesarios para servir bien a todos,

incondicionalmente. En cualquier ambiente.

El hombre herido y despojado no está lejos de nosotros: en el mismo

trabajo, bajo el mismo techo, en la calle… Está a la espera de nuestro

auxilio.

También nosotros estamos llamados a dar atención, interés, aprecio,

comprensión, ayuda, cuidado de su salud a todos; a dar el tiempo, el

descanso y la vida paso a paso. El mismo cumplimiento de los

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deberes sociales y profesionales es una oportunidad de ejercitar la

caridad.

Es conocida una vieja anécdota del monje aficionado a la física que

creyó haber encontrado por fin la fórmula para aprovechar la fuerza

del mar para producir energía. Un día, acompañado por el prior y otros

hermanos, fue hasta la costa ya que su monasterio estaba tierra

adentro. Cuando llegaron cerca del mar, el sabio monje se adelantó

hasta la playa y se quedó contemplando aquella inmensidad. Tras un

largo rato en silencio, se volvió al grupo de monjes expectantes y les

dijo estas pocas palabras: este mar no me sirve.

A nosotros los cristianos cualquier mar nos sirve. En cualquier

ambiente, cualquier situación, cualquier día del año, podemos crear a

nuestro alrededor un clima de caridad, de paz. Debemos tener

presente a Cristo en todas las situaciones.

Aunque mantenemos una fuerte inclinación al amor propio y a llevar

a cabo nuestras preferencias por encima de todo, existe en nuestro

interior un impulso natural, aún mayor, que nos reclama ser

generosos. Se unen a esta vitalidad la gracia y los dones de Dios, que

–respetando la libertad– promueven nuestra generosidad para

responder bien a esa voz íntima que sugiere: sé amable, ayúdales,

acompaña, escucha, sirve, perdona…

La caridad es –además– el distintivo del cristiano, la señal por la que

reconocerán que sois mis discípulos [730]. La caridad es lo que más

nos asemeja a Dios y atrae la misericordia divina. Acercar a los

amigos a Dios es la mejor muestra de caridad.

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Si no tengo caridad, nada soy [731]. Nada

Esta afirmación de san Pablo nos parece quizá muy grande, muy

rotunda. Pero así lo enseñó el Apóstol.

También conocemos la respuesta de Jesús: amarás al Señor tu Dios

con toda tu alma, con toda tu mente, con todas tus fuerzas; y al

prójimo, como a ti mismo [732]. Este mandamiento, por ser el primero,

señala un deber derivado de lo que somos como personas: si Dios ha

establecido este mandamiento como el principal y primero, es porque

nos ha creado para amar. ¿Qué soy si no amo?, ¿para qué y para

quién existo si no tengo amor?

Si no tengo caridad, las obras buenas quedan vacías. No son nada:

un címbalo que retiñe. Nada.

La persona que no sabe amar, que no quiere amar, se convierte

además en un peligro para los otros. No quedan indiferentes.

Conocemos las consecuencias de la falta de amor, los efectos del

pesimismo, de la indiferencia, del rencor, de la venganza.

Por el contrario, la caridad nos salva, redime, eleva, purifica, da una

visión más profunda de la realidad. Salva porque, al haber nacido

para amar y para ser amados, todo el bien que deseamos se alcanza

a través del amor que se da y del que se recibe.

«Ni el don de lenguas, ni el don de la fe, ni otro alguno, dan la vida si

falta el amor. Por más que a un cadáver se le vista de oro y piedras

preciosas, cadáver sigue» [733].

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Algunas manifestaciones de la caridad

Desde estas premisas se comprende mejor el modo como san Pablo

la define. Así lo dejó grabado para los cristianos de todos los tiempos

[734]:

La caridad es paciente: sabe esperar y aguarda el momento oportuno,

soporta el dolor, no pierde la alegría y el buen humor, resiste la

adversidad, cede sus derechos en favor del otro.

Es servicial: descubre los apuros y carencias del prójimo y no huye

de quien necesita ayuda; hace favores. La caridad encuentra tiempo

para los demás. Con frecuencia oímos estas expresiones: ¡no tengo

tiempo! ¡Estoy ocupadísimo! Pero, ¿para qué no tienen tiempo?, ¿no

se esconderán otros motivos? Cuando hay amor, hay tiempo. El amor

alarga el tiempo o lo achica en función de la generosidad.

La caridad no es envidiosa: se alegra de lo bueno que tienen y reciben

los demás; no se presta a comparaciones ni desea lo que otros tienen

para no ser menos que ellos. Vive en paz con lo suyo, ve con buenos

ojos que otros sean mejores.

No es jactanciosa, sino humilde; no se engríe ni se considera

superior; actúa con sencillez.

El Apóstol reafirma: no es ambiciosa, no busca su propio interés. La

caridad prefiere el bien ajeno por encima del propio, es sacrificada,

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desprendida y generosa; renuncia a la comodidad para que los otros

estén contentos.

No se irrita, porque sabe dominar los enfados, sabe que estos pueden

herir y hacer sufrir a los demás.

No piensa mal: a pesar de las apariencias, no juzga negativamente y

reconoce su ignorancia; disculpa con benevolencia.

No se alegra de la injusticia, como les ocurre a los cínicos.

Se complace con la verdad y no la teme.

Todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta: el poder

de la caridad es capaz de lo que nunca pensó alguien que podría

sobrellevar. Nadie tiene más amor que aquel que da la vida por sus

amigos [735]. Por amor se puede admitir lo que parece imposible, se

puede esperar lo inalcanzable, se puede sufrir sin perder la paz. La

caridad todo lo excusa. El Señor dice: perdónalos porque no saben lo

que hacen [736]. Trata de disculpar ante el Padre las ofensas

infligidas por los hombres. Sabe que en el corazón del hombre hay

mucho más amor que rencor.

La caridad no acaba jamás: es lo único que puede traspasar la

frontera de la muerte, porque aguas inmensas no podrán apagar el

amor, ni los ríos ahogarlo [737], ha dicho el Señor.

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MANDAMIENTO NUEVO

En esto conocerán todos que sois mis discípulos [738]. La caridad es

el sello de garantía del hombre bueno, del cristiano que ama a

Jesucristo.

«La caridad es la forma, el fundamento, la raíz y la madre de todas

las virtudes» [739]. Nada es bueno si no lleva la señal de la caridad:

«un cristiano sin caridad representa, en su nivel más hondo, una

contradicción tan flagrante como un hombre sin naturaleza humana,

como una circunferencia rectangular» [740].

Un nuevo mandamiento os doy [741]. ¿Por qué es nuevo? Jesús ha

llevado hasta el extremo el modo como debemos querer: como Yo os

he amado [742]. Esta es la gran diferencia, la espléndida novedad

que Él nos ha enseñado con sus obras y sus palabras. Esta forma de

amar procede del mismo Jesús. Este mandamiento engrandece los

mensajes que contenía el Antiguo Testamento.

Jesús hace de la caridad el mandamiento nuevo. Amando a los suyos

hasta el fin manifiesta el amor del Padre que Él ha recibido: como el

Padre me amó, yo también os he amado a vosotros; permaneced en

mi amor [743]. Amándose unos a otros, los discípulos imitan el amor

de Jesús que reciben también ellos [744].

«Al mandar a sus discípulos amarse unos a otros como Él les ha

amado, no les ofrecía solo un modelo, sino también un manantial

siempre disponible, inagotable, del amor que se da hasta el fin» [745].

Un amor así es nuevo. Nadie había tenido la osadía de solicitar a los

hombres este extremo de afecto y generosidad, esta actitud decidida

de dar lo mejor y más valioso que guardamos en el corazón.

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Solamente Jesús –que nos ama antes y sin límite– podía manifestar:

pero yo os digo: amad a vuestros enemigos, orad por los que os

persiguen… Pues, si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa

tendréis? [746].

La caridad es el mandamiento del Señor, donde el prójimo se hace

uno con el mismo Cristo. ¿Por qué se dice que es el mandamiento

nuevo? Nuevo porque es nuevo el modelo, porque enseña que el

amor a Dios es imposible si no va acompañado del amor al prójimo,

porque coloca el amor en el centro de todo, porque establece entre

los hombres relaciones nuevas, porque libera al amor de todas las

restricciones, porque es el distintivo de los hijos de Dios, porque

renueva lo antiguo y aporta cosas nuevas, porque engendra

corazones nuevos, porque pone los cimientos de una nueva vida…

[747].

La caridad es un deber natural

Si reconocemos que Dios ama a cada persona y por eso esta persona

existe, es más fácil conocer con claridad cuáles son las claves de la

convivencia humana, a veces exigente y difícil. Desde este principio

–Dios nos amó primero–, la caridad se presenta como un deber

natural: es más propio del hombre amar que odiar, respetar que

avasallar, ayudar que dejar abandonado, comprender que despreciar,

porque somos a imagen de nuestro Creador.

Sin embargo, nos es difícil actuar así y amar con hechos porque no

somos buenos: nos pesa el lastre del pecado de origen y su huella.

Sin embargo, esta naturaleza herida ha sido redimida y salvada por

Jesucristo. Él ha curado nuestra herida.

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A pesar de la dificultad, ejercer la caridad es deber irrenunciable, es

el primer y el segundo mandamiento de Dios, es requisito para la

convivencia, es necesaria para cada persona si quiere alcanzar un

poco de felicidad. No debemos olvidar este principio: la felicidad

consiste en dar y darse a los demás.

La caridad ofrece como frutos el gozo, la paz y la misericordia [748].

Los cimientos de la caridad

Por la importancia que tiene la caridad podemos considerarla como

virtud aislada; y, al pensar en ella como la más excelsa, contemplarla

en solitario, como si las personas pudieran, por las buenas, amar y

ser generosas con los demás.

En realidad no es así: la caridad siempre necesita el cimiento sólido

de las demás virtudes: paciencia, benignidad, justicia, veracidad,

sencillez… «Si la caridad no usara del amor humano, carecería de

fuerzas, lo mismo que le ocurre al espíritu desasistido de energías

físicas… No puede la gracia actuar en el vacío, es menester que caiga

sobre este mundo y en él, además, arraigue» [749].

Es posible dar sin amabilidad, servir con mala cara, ayudar con

acritud, oír en lugar de escuchar… En estos aparentes servicios no

hay caridad porque falta afabilidad, porque hay tristeza o despecho,

no hay benevolencia ni comprensión…

Y por otra parte, la caridad da sentido y valor a todas las virtudes. Sin

ella flaquean, quedan vacías, sin contenido. Sin caridad nada puede

hacerse; con ella, todo. La caridad abre camino, el egoísmo lo cierra.

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Las mortificaciones y los sacrificios, incluso el hecho de entregar mi

cuerpo a las llamas, si no hay caridad, no sirve para nada. San Pablo

insistirá en esta gran verdad que él experimentó. Dice a los fieles

cristianos: caminad en el amor. Este es el resumen de todo.

Las virtudes humanas son el cimiento y permiten que la caridad sea

efectiva, sea realmente un bien, un buen servicio, ayuda eficaz,

comprensión profunda, afecto verdadero, perdón sincero y verdadero,

auténtico consuelo, compañía que conforta.

Existe, entre el amor humano y el amor divino, un intercambio mutuo:

el amor humano facilita el amor divino; el amor divino robustece el

amor humano.

UN CAMINO MEJOR

El atajo más seguro

La caridad es el sendero para seguir al Señor de cerca, el atajo por

donde se abrevia el camino que lleva a Él.

Suele ocurrir en ocasiones en los recorridos de montaña, al volver,

cuando ya todos están más cansados, al encontrar nuevas señales,

alguien suele decir: ¿por qué no tomamos el atajo? Y casi

inmediatamente, el más experimentado del grupo suele añadir: no

olvidéis el viejo adagio: no hay atajo sin trabajo. Es decir, con

frecuencia se paga un poco caro el intento de atajar. Esto ocurre en

la montaña, pero no se cumple cuando se elige actuar con caridad.

La caridad es siempre el buen atajo que abrevia el camino que nos

lleva a Jesucristo. El más corto, el mejor indicado y señalado, el más

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amable. La caridad nos permite llegar antes a Él y en mejores

condiciones. Si alguno tiene prisa, que elija este camino. Esta senda

–junto con la devoción a la Virgen– es la más corta para encontrar a

Jesús.

Algunos santos emplean la imagen de la escalera para decir que la

escalera de la caridad debe ser transitada por todos aquellos que

quieran llegar hasta el Señor.

Debilidad e ignorancia limitan la caridad

Si el ejercicio de la caridad produce de inmediato un bien doble, si

cada uno de nosotros atisba con cierta facilidad el beneficio de cada

acto de aprecio hacia el otro, si cuando elegimos ayudar y servir

alcanzamos un grado de felicidad al dar, ¿por qué con frecuencia nos

resulta tan arduo actuar con caridad? ¿Qué barrera nos impide la

generosidad?

Con frecuencia, encontramos en nosotros una debilidad difícil de

vencer, una inclinación muy fuerte a la comodidad que frena nuestra

capacidad para hacer el bien, nos inclina a lo más fácil y nos aparta

de la decisión de amar con obras.

También la ignorancia nubla la visión para elegir lo mejor. A cambio

del ejercicio activo de la caridad, elegimos por error otros fines

aparentemente más valiosos: dominar a los demás, sobresalir por

encima de ellos, adquirir bienes materiales, satisfacer nuestros

caprichos, dar rienda suelta a los impulsos menos razonables,

dejarnos atraer por lo fácil y más placentero…

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«Me pronuncio contra la persona cuando me niego a ver en ella el tú;

cuando la identifico con el servicio que me presta, con la función que

desempeña, con el número de la cama de hospital o con los otros que

están a su lado; cuando, en vez de concederle nombre, le impongo

un número; cuando reduzco sus cualidades, dotes o imperfecciones,

a términos objetivos, como si se tratara de un problema científico;

cuando, al creer amarla, amo el qué, no el quién. Cuando la trato

impersonalmente, no como a una persona» [750], única e irrepetible,

a la que Dios ama por sí misma.

El bien que hacemos a los demás se traduce en un bien para nosotros

mismos: nos transforma, nos cambia por dentro. Somos los primeros

beneficiarios de un acto de caridad con el prójimo.

Contamos con la inteligencia para descubrir los verdaderos bienes,

los mejores fines: aquellos que están de acuerdo con nuestra

dignidad y grandeza de hijos de Dios.

También contamos con la libertad que permite optar decididamente

por el bien mayor: amar, vivir para hacer –al menos– un poco más

felices a los demás, comenzando por los más próximos sin olvidar a

los más lejanos.

Decía santa Teresa que «amor saca amor» [751]. La caridad purifica

la mirada para descubrir en el fondo de las personas esa necesidad

de ser aceptado y acogido, comprendido. Todos buscamos recibir

afecto y aprecio. Por eso estamos obligados a darlos a los demás.

La caridad es activa y práctica

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Es virtud exigente que solicita no poner límites al corazón. Virtud que

reclama –en determinadas ocasiones– el ejercicio de todas las

virtudes a la vez, de todas nuestras facultades y sentidos: si llega el

caso, porque somos hijos de Dios y hermanos de Jesucristo, seremos

capaces de actuar heroicamente.

Todos los días realizamos con naturalidad gestos de cariño hacia las

personas queridas: la virtud de la caridad reclama de nosotros una

ampliación de estos actos hacia todos los hombres y todas las

mujeres del mundo, hacia todos los seres. Se trata de agrandar el

corazón para mirar a todos desde los ojos de Dios, para intentar

quererles como Él los ama: «Dios nos pone al prójimo con sus

necesidades en el camino de la vida. El amor hace lo que la hora y el

momento exigen» [752].

La caridad se traduce en actos determinados y concretos o no es

nada, es activa, no consiste en teorías. Se plasma en acciones: el

buen samaritano lleva a cabo con el herido todos los cuidados que

necesita, y lo hace gratuitamente, sin olvidar detalle alguno. La

caridad es la mejor medicina contra todas las enfermedades.

«La caridad que Dios nos pide no se reduce a una ayuda

circunstancial al prójimo: constituye una actitud permanente de

interés positivo y operativo, que nos hace ser y sentirnos

responsables no solo de lo nuestro, sino también de todo lo que se

refiere a los hombres y al mundo» [753].

La caridad se muestra en las obras, hace lo que debe hacer en cada

caso. Es decir, el amor a los demás debe adaptarse a las especiales

condiciones de cada situación. Cada mañana encontramos al prójimo

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en nuestro camino, con unas necesidades determinadas. Algunos

días será necesario practicarla de manera particular en la familia o en

el trabajo, en la facultad…

Tiene poco que ver con la filantropía, por la que se ama a todo el

mundo de modo abstracto y uno no se siente obligado a nada. Es un

amor insuficiente y poco comprometido.

Para convivir, servir bien

La convivencia de Jesús con sus discípulos, especialmente con los

Doce, sirve como referencia para considerar las dificultades que

siempre existen en las relaciones entre personas, y para descubrir

que solo la caridad, la fraternidad y la solidaridad pueden paliar las

diferencias, apagar y superar los conflictos que surgen.

Los apóstoles discuten con frecuencia sobre la primacía entre ellos.

La petición de la madre de Santiago y Juan [754] para que estos

ocupen los puestos relevantes promueve el enfado de los demás. La

respuesta de Jesús –más que conciliadora– señala algo muy distinto:

sabéis que los gobernantes de las naciones se enseñorean de ellas,

y los que son grandes ejercen sobre ellas potestad. Mas entre

vosotros no será así, sino que el que quiera hacerse grande entre

vosotros será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre

vosotros será vuestro siervo; como el Hijo del Hombre no vino para

ser servido, sino para servir, y para dar su vida en rescate por muchos

[755].

El Hijo del hombre ha venido desde el Cielo, es decir, ha bajado, ha

descendido a vivir con los hombres, para servir, para amarnos con

obras. No ha venido para otras cosas. Su objetivo es la salvación de

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cada hombre: el Hijo de Dios ha venido a buscar y salvar lo que

estaba perdido [756], a encender la llama a punto de fenecer.

La convivencia, en la que están implícitos innumerables factores

humanos, es sumamente compleja. Sin embargo, existe en el fondo

de cada persona un gran poder, una libertad que le hace capaz de

elegir el bien de los demás y dedicarse a ejercerlo diariamente: no

pocas veces escuchamos una voz interior que sugiere y, casi, nos

ordena ayudar, comprender, cuidar a quien tenemos cerca. Cuando

obedecemos a esta ley, grabada en el corazón, aparece en nuestro

interior una gota, un gramo –por lo menos– de felicidad; es el gozo de

saber que hemos actuado correctamente y que alguien ha recibido un

bien.

Esta relación estrecha entre amar, servir y ser feliz –confirmado por

la experiencia– señala una gran realidad y una gran verdad: lo natural

para hombres y mujeres es amar, pese a los íntimos obstáculos que

a veces encontramos para actuar así.

La vida corriente de todos los días reclama renuncia a la comodidad,

a los propios juicios y preferencias en favor del otro. Tanto la mujer

como el marido deben desistir de juzgar al otro y fomentar dentro de

sí la confianza en la otra persona.

La convivencia en familia, con los hijos, entre marido y mujer requiere

un trato respetuoso y amable, una actitud generosa y benevolente –

en definitiva, virtudes– que se manifiestan en múltiples detalles. Son

innumerables los aspectos y matices, incontables los instantes en los

que la virtud es imprescindible para salir adelante airosamente sin que

surjan conflictos. Y mejor aún: poder atisbar y prevenir la aparición de

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conflictos. El afecto necesita las virtudes para manifestarse, para que

la armonía entre las personas no se rompa, sin olvidar que amar al

prójimo es amarlo porque Dios está en él y para que Dios esté más

en él.

Caridad para perdonar y para no juzgar

Si el Hijo de Dios pidió el perdón de aquellos que le crucificaban, a

nosotros nos corresponde hacer lo mismo.

La caridad requiere misericordia y benevolencia con los demás.

Cuando Pedro –convencido de que proponía algo desproporcionado–

pregunta a Jesús si debía perdonar a su hermano que le ofende siete

veces, el Señor le responde: no te digo siete veces, sino hasta setenta

veces siete [757]. Jesús venía a decirle: No, Pedro, muchas veces

más, siempre; no tengas el corazón tan pequeño.

«Si alguien juzga, peca contra su prójimo porque, sin derecho alguno,

se erige en juez, porque se arroga la facultad de penetrar en el alma

ajena. No percibimos de nuestros hermanos más que sus

manifestaciones exteriores, sus palabras, sus actos, y esto que es tan

poco revelador… La intimidad se nos escapa. ¿Quién sabría valorar

sin error el peso de sus intenciones?» [758].

Aunque nuestros pensamientos sean veloces en muchos casos, la

virtud consiste en frenar a tiempo, sustituir la primera reacción por un

acto de caridad que disculpa, por un reconocimiento sincero de

nuestra ignorancia, por el respeto hacia esa persona.

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PLENITUD DE LAS VIRTUDES

Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma [759]:

primer mandamiento que permite el cumplimiento del segundo.

En esta virtud están representadas todas las demás virtudes. Es la

clave de todas ellas y en ella tienen su plenitud [760].

«Solo quien ama vuela» [761]: sobrevuela por encima de defectos,

límites, errores y los perdona siempre.

Marc Chagall pintó el cuadro de un río en el que iban arrastradas por

la corriente las cosas que él tanto había amado a lo largo de su vida:

un violín, el gran pez de la infancia, algunos muebles de su casa natal,

las pequeñas y grandes cosas irremisiblemente perdidas. Tituló su

cuadro El río del tiempo. En la orilla pintó una pareja de enamorados

que permanecía de pie. ¿Por qué?: Chagall quería plasmar que el

amor sobrevive en el tiempo, vence siempre si es verdadero. Creía lo

que todos hemos oído alguna vez, que los años no nos protegen de

perder el amor; pero el amor –pensaba– sí puede protegernos de los

años. Chagall quiso pintar el triunfo del amor sobre el tiempo.

Al considerar las palabras de Jesús sobre el juicio y la valoración de

la vida de cada uno, comprendemos que solo el amor importa: la

relación con la Persona viva de Cristo decidirá nuestro último destino,

y el amor a Jesucristo se realiza en el amor a los hermanos: todo

amor efectivo a un hermano es amor a Cristo [762]. El Señor dirá

entonces: tuve sed y me disteis de beber, estuve enfermo y me

visitasteis [763].

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Buscamos apasionadamente la verdad y la clave que colme de

sentido nuestra vida y proporcione a nuestros afanes diarios el valor

máximo posible: la respuesta consiste en servir, dar, querer con obras

aquí, ahora.

La caridad no pasa jamás, desaparecerán las profecías, las lenguas

cesarán, la ciencia se desvanecerá [764]. Veremos a Dios cara a cara

[765]. Él nos espera.

Epílogo

El valor de lo cotidiano

o lo absurdo que supone una vida inútil

El pequeño Delfín se muere

En Francia, el Delfín era el heredero del reino…

«El pequeño Delfín está enfermo, el pequeño Delfín va a morir. El

Santísimo Sacramento permanece expuesto de día y noche en todas

las iglesias del reino y grandes cirios arden por la curación del niño

regio. Las calles que dan al viejo palacio están tristes y silenciosas,

ya no suenan las campanas, los coches van al paso. En los

alrededores del palacio, los curiosos burgueses miran, a través de las

rejas, a unos suizos de panzas doradas que hablan en los patios con

aire importante.

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»Todo el castillo está en efervescencia. Chambelanes y mayordomos

suben y bajan corriendo las escaleras de mármol. Las galerías están

llenas de pajes y cortesanos en trajes de seda que van de un grupo a

otro en busca de noticias en voz baja. Sobre las anchas escalinatas,

las damas de honor afligidas se hacen grandes reverencias y se

enjugan los ojos con bonitos pañuelos bordados.

»Hay una numerosa asamblea de médicos con toga. Se les ve, a

través de los cristales, agitar sus largas mangas negras e inclinar

doctoralmente sus pelucas con coleta. El preceptor y el escudero del

pequeño Delfín se pasean delante de la puerta, en espera de las

decisiones de la Facultad. Unos pinches de cocina pasan a su lado

sin saludarlos. El señor escudero blasfema como un pagano, el señor

preceptor recita versos de Horacio. Y, mientras tanto, allá, por la parte

de las caballerizas, se oye un largo relincho plañidero. Es el alazán

del pequeño Delfín que los palafraneros han olvidado y que llama

tristemente ante su pesebre vacío…

»En su camita de encajes, el pequeño Delfín, más blanco que los

cojines sobre los que está tendido, descansa con los ojos cerrados.

Le creen dormido; pero no. El pequeño Delfín no duerme… Se vuelve

hacia su madre y, al verla llorar, le dice:

—Señora reina, ¿por qué lloráis? ¿Creéis de verdad que me voy a

morir?

La reina quiere responder. Los sollozos le impiden hablar.

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—No lloréis así, señora reina. Olvidáis que yo soy el Delfín y que los

Delfines no pueden morir así…

La reina solloza todavía más fuerte y el pequeño Delfín empieza a

asustarse…

—¡Oigan! –dice–. No quiero que la muerte venga a atraparme y sabré

impedirle que llegue hasta aquí. Que manden venir ahora mismo a

cuarenta lansquenetes muy fuertes para montar la guardia alrededor

de mi cama… ¡Que cien gruesos cañones vigilen de día y noche, con

la mecha encendida, bajo mis ventanas! Y ¡ay de la muerte si se

atreve a acercarse a mí!

»Para complacer al niño real, la reina hace una señal. En el mismo

instante se oyen gruesos cañones rodar en el patio; y cuarenta

lansquenetes altos empuñando la partesana van a colocarse

alrededor de la habitación. Son unos viejos soldadotes de bigotes

grises. Al verlos, el pequeño Delfín aplaude. Ha reconocido a uno y le

llama:

—¡Lorrain! ¡Lorrain!

El soldadote da un paso hacia la cama.

—Te aprecio mucho, mi viejo Lorrain. A ver, enséñame tu gran

sable… Si la muerte quiere cogerme, habrá que matarla, ¿verdad?

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471

— Sí, monseñor.

»Y dos gruesas lágrimas corren por sus mejillas tostadas. En ese

momento el capellán se acerca al pequeño Delfín y le habla mucho

tiempo en voz baja, enseñándole el crucifijo. El pequeño Delfín le

escucha con aire muy asombrado, y le interrumpe de repente:

—Comprendo muy bien lo que me dice, señor capellán; pero, en fin,

¿no podría mi amiguito Beppo, dándole mucho dinero, morirse en mi

lugar?

El capellán sigue hablándole en voz baja y el pequeño Delfín se

asombra cada vez más.

Cuando termina el capellán, el pequeño Delfín prosigue con un gran

suspiro.

—Todo lo que acaba de decirme, señor cura, es muy triste; pero algo

me consuela y es que allá arriba, en el paraíso de las estrellas,

seguiré siendo el Delfín. Sé que Dios es mi primo y no dejará de

tratarme según mi rango.

Luego, volviéndose hacia su madre, añade:

—Que me traigan mi traje más bonito, mi jubón de armiño blanco y

mis escarpines de terciopelo. Quiero estar elegante para los ángeles

y entrar en el Paraíso con el traje de Delfín.

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472

Por tercera vez, el capellán se inclina hacia el pequeño Delfín y le

habla largamente en voz baja. En medio de su discurso, el niño real

le interrumpe con ira:

—Entonces –grita–, ¿ser Delfín no es nada?

Y, sin querer escuchar más, el pequeño Delfín se vuelve hacia la

pared y llora amargamente» [766].

Podemos pensar en la importancia de ser el Delfín de Francia, más

aún en aquella época: sin embargo, lo realmente grandioso es ser un

buen Delfín, ser bueno, cumplir con el deber y la misión que el Señor

ha encomendado a cada uno en el mundo. Lo que interesa es ser un

buen zapatero, un buen farmacéutico, un buen fontanero.

La bondad y el valor de nuestra vida se adquieren en lo cotidiano, en

las horas sin brillo, en el trabajo constante y fatigoso, en lo normal.

Debemos reconquistar el gusto por las cosas humildes, afirma un

autor italiano, por las pequeñas cosas en su naturaleza, sin

transformarlas retóricamente en grandes gestos que asombrarían a

todos; conquistar el gusto de lo cotidiano, de aquello de cada día que

no tiene nada de espectacular. Descubrir que cada jornada es

nuestra; hallar la fuerza para ver las cosas como si fuese por primera

vez, siempre las mismas y siempre nuevas. El hoy revela un sentido

nuevo de aquello que tantas veces se ha visto y que mañana será

nuevamente descubierto en un significado que antes se nos había

escapado.

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473

En el encuentro con la tarea cotidiana tomamos conciencia de nuestra

humanidad profunda, nos reconocemos libres para escoger el talante

y la actitud con que emprender cada quehacer. Libres para trabajar

intensamente, sin precipitación, con serenidad, atentos a los

pequeños detalles que permiten acabar las cosas bien: «en la

sencillez de tu labor ordinaria, en los detalles monótonos de cada día,

has de descubrir el secreto –para tantos escondido– de la grandeza

y la novedad: el Amor» [767].

Cumplir con la propia misión, desempeñarla cada día, esta es la

cuestión: «trabaja, haz pequeñas cosas, esperando día a día. Procura

hacerlo bien. Acuérdate del colegial curvado sobre su mesa de

escritura y que saca la lengua. Las pequeñas cosas parecen

insignificantes, pero dan paz. Son como la flor del campo. Creemos

que tienen poco olor, pero todas juntas perfuman mucho» [768].

¿Quién se atrevería a mantener que las fiestas son más importantes?

Lo cotidiano es la trama auténtica de la vida, y en los días corrientes

nos jugamos el todo: el puesto de trabajo, la buena educación de

nuestros hijos, el clima de nuestro hogar, el cariño del cónyuge, el

presente y el futuro…

Nos preguntamos alguna vez por qué Jesús permaneció tantos años

en el silencio y trabajo de Nazaret: como hombre de verdad Él aceptó

las condiciones de la vida real, entró de lleno en las coordenadas de

la existencia humana. Trabajó, fue un buen artesano.

Son los pequeños detalles los que hacen bueno un trabajo, una obra

bien terminada. La clave está en ser buenos, adquirir y ejercer las

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474

virtudes, llevar a cabo nuestro papel y con el trabajo cotidiano llegar

a ser buen fontanero, un buen Delfín de Francia: «estad siempre

prevenidos para acabar el papel; que yo os llamaré al fin de él» [769],

dice el autor, uno de los personajes de la obra de Calderón.

Conviene que nuestros años o meses en la tierra se vean así, y se

pueda decir: pasó haciendo el bien [770], como Jesús. O, al menos,

procuró pasar por la tierra haciendo el bien. Todos nosotros

podríamos alcanzar este elogio, salvando infinitas distancias, con el

buen hacer de Nuestro Señor.

Un día preguntaron al gran guitarrista en quién pensaba cuando

preparaba o daba un concierto. Narciso Yepes contestó sin reparos:

—Yo toco para Dios.

Y añadía:

—Aunque a veces me olvido y he de rectificar, sobre todo en los

aplausos.

—¿Y le gusta a Dios su música?

Y contestó el maestro:

—¡Le encanta! [771].

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475

¡Qué gran cosa sería que pudiera decir lo mismo de nuestro trabajo,

de nuestras cosas pequeñas que le presentamos cada día!

Bibliografía

ALBINO LUCIANI - JUAN PABLO I

Ilustrísimos señores

ALEC GUINNESS

Memorias

ALFONSO REY

Llamada al amor sencillo

ALFRED SONNENFELD

Liderazgo ético

ALPHONSE DAUDET

La muerte del Delfín

ÁLVARO DEL PORTILLO, BEATO

Carta pastoral, 19-3-1992

ÁNGEL RODRÍGUEZ LUÑO

La difamación

ANÓNIMO

Mio Cid

ANTOINE DE SAINT-EXUPÉRY

Carta a un rehén

Piloto de guerra

Vuelo nocturno

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476 ANTONIO MACHADO

Cantares

AQUILINO POLAINO

Aprender a escuchar

ARISTÓTELES

Ética a Nicómaco

AURELIO FERNÁNDEZ

El mensaje moral de Jesús de Nazaret

AUSONIO

Sátiras

BALTASAR GRACIÁN

El arte de la prudencia

BENEDICTO XVI

Enc. Caritas in veritate

Enc. Spe salvi

Jesús de Nazaret I

Jesús de Nazaret II

Mensaje de Cuaresma, 2010

BIBLIA DE NAVARRA

CARMEN DE SOTO

Saber estar

CARMEN RIAZA MOLINA

Recuerde el alma. Síntesis biográfica de Jorge Manrique

CALDERÓN DE LA BARCA

El gran teatro del mundo

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477 CASIANO

Instituciones

CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA

CICERÓN

De Amicitia

De inventione rethoricae

De officiis

Elogio y refutación de las pasiones

CLIVE S. LEWIS

Diario de un dolor

COMPENDIO DEL CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA

CONCILIO VATICANO II

Const. Dei Verbum

Const. Lumen gentium

Const. Gaudium et spes

Const. Sacrosanctum Concilium

CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE

Decl. Dominus Iesus

DAVID ISAACS

La educación en las virtudes humanas

DIETRICH VON HILDEBRAND

Nuestra transformación en Cristo

ENRIQUE ROJAS

Los lenguajes del deseo

ERNST HANS GOMBRICH

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478 La historia del arte

ETTY HILLESUM

Diario

EUGENIO D’ORS

Aprendizaje y heroísmo; grandeza y servidumbre de la inteligencia

FEDERICO SUÁREZ

El sacerdote y su ministerio

FERNANDO OCÁRIZ

Naturaleza, gracia y gloria

Amar con obras: a Dios y a los hombres

El misterio de Jesucristo

FERNANDO OCÁRIZ - LUCAS F. MATEO-SECO

JOSÉ ANTONIO RIESTRA

El misterio de Jesucristo

FRANCISCO

Bula Misericordiae vultus

Enc. Lumen fidei

Enc. Laudato si’

Exhort. ap. Evangelii gaudium

FRANCISCO UGARTE CORCUERA

Del resentimiento al perdón

GEORGES BERNANOS

Diario de un cura rural

GILBERT K. CHESTERTON

Santo Tomás de Aquino

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479 GUSTAVO ADOLFO BÉCQUER

Rimas

HORACIO

Arte poética

JACQUES RIVIÈRE

À la trace de Dieu

JAVIER ECHEVARRÍA

Itinerarios de vida cristiana

Comentario sobre las obras de misericordia en el Año jubilar

JEAN GUITTON

Aprender a vivir y a pensar

JESÚS URTEAGA

Siempre alegres

JOHN HENRY NEWMAN

Perder y ganar

JOHN LOCKE

Pensamientos sobre educación

JOHN R. R. TOLKIEN

El Silmarillion

JONATHAN SACKS

Celebrar la vida

JORGE MANRIQUE

Coplas a la muerte de su padre

JOSÉ ÁNGEL SENOVILLA

La virtud de la piedad en la Summa Theologiae de santo Tomás de Aquino

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480 JOSÉ FRANCISCO NOLLA

La virtud de la generosidad según Santo Tomás de Aquino

JOSÉ MARÍA CABODEVILLA

Aún es posible la alegría

Carta de la caridad

Cristo vivo

JOSÉ MIGUEL PERO-SANZ

Aguardando el Cielo

JOSEPH RATZINGER

Creación y pecado

El camino pascual

Introducción al cristianismo

Obras completas

JUAN BAUTISTA TORELLÓ

Él nos amó primero

Psicología abierta

KARL ADAM

El Cristo de nuestra fe

Jesucristo

KAROL WOJTYŁA

Signo de contradicción

LAURENZE G. LOVASIK

El poder oculto de la amabilidad

LEON TOLSTOI

Guerra y paz

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481 LEONARDO POLO

Antropología de la acción directiva

Antropología trascendental. La persona humana

Epistemología, creación y divinidad

La persona humana y su crecimiento

Quién es el hombre

LOUIS CLAUDE FILLION

Vida de nuestro Señor Jesucristo

LUIS CARLOS BELLIDO

Aprender a sonreír

MADELEINE DELBRÊL

La danza. Dejarse llevar

MARCO AURELIO

Meditaciones

MARÍA MOLINER

Diccionario de uso del español

MICHAEL SCHMAUS

Teología dogmática

MIGUEL DE CERVANTES

El Quijote

MIGUEL DELIBES

La sombra del ciprés es alargada

MIGUEL HERNÁNDEZ

Vuelo, en Últimos poemas sueltos

PABLO VI beato

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482 Exhort. ap. Gaudete in Domino

PEDRO RODRÍGUEZ

Fe y vida de fe

PÍO XII

Enc. Humani generis

REGINALD GARRIGOU-LAGRANGE

Las tres edades de la vida interior

RICARDO YEPES STORK

La elegancia, algo más que buenas maneras

ROMANO GUARDINI

Apuntes para una autobiografía

Cartas sobre la formación de sí mismo

El espíritu del Dios viviente

El Señor

Las etapas de la vida

Una ética para nuestro tiempo

SALVADOR CANALS

Ascética meditada

SAN AGUSTÍN

Comentarios sobre el salmo 147

Confesiones

De civitate Dei

De libero arbitrio

De patientia

In Psalmis

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483 Sermones

Comentario al Evangelio de san Juan

SAN AMBROSIO

Sobre el oficio de los ministros

SAN BERNARDO

Sermón sobre el Cantar de los Cantares

SAN CIPRIANO

Tratado sobre la paciencia

SAN FRANCISCO DE SALES

Epistolario

SAN GREGORIO MAGNO

Obras. Regla pastoral

SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ

Amigos de Dios

Camino

Conversaciones con Monseñor Escrivá de Balaguer

Es Cristo que pasa

Forja

Surco

SAN JUAN CRISÓSTOMO

Homilía sobre la I Epístola a los Corintios

Homilías sobre san Juan

In Genesis

SAN JUAN PABLO II

Carta a los jóvenes

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484 Carta ap. Salvifici doloris

Enc. Dives in misericordia

Enc. Redemptor hominis

Enc. Sollicitudo rei socialis

Enc. Veritatis splendor

Exhort. ap. Reconciliatio et Paenitentia

SANTA TERESA

Camino de perfección

Exclamaciones del alma a Dios

Fundaciones

Las moradas

Vida

SANTO TOMÁS DE AQUINO

In Symbolum Apostolorum, scilicet «Credo in Deum», expositio

Sobre la caridad

Summa Theologiae

SÉNECA De la ira

Epístolas Sobre la clemencia

TOMAS DE KEMPIS La imitación de Cristo

TOMÁS TRIGO Apuntes sobre moral de la persona

VIKTOR FRANKL El hombre en busca de sentido

WALTER FARREL - MARTIN J. HEALY Doctrina teológica

Notas

PRÓLOGO

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485 [1] Cfr. 1 P 2, 21.

I. LUZ DEL MUNDO Y DE CADA HOMBRE

[2] Jn 1, 9.

[3] Jn 1, 13.

[4] Cfr. Prefacio de difuntos.

[5] Dt 26, 17.

[6] Mt 5, 45.

II. LA GRANDEZA DEL HOMBRE

[7] Cfr. San Juan Pablo II, Enc. Veritatis splendor, n. 103.

[8] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 361.

[9] Gn 2, 7.

[10] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 399.

[11] Is 46, 4.

[12] Ibídem 49, 15.

[13] Jn 3, 16.

[14] San Juan Crisóstomo, In Genesis, Sermón 2, 1.

[15] San Josemaría Escrivá, Carta 19-3-1967, citado por F. Ocáriz en Romana, n.

57, p. 366.

III. IMITACIÓN DE JESUCRISTO

[16] Cfr. 1 Jn 1, 1.

[17] Cfr. Hch 10, 38.

[18] Mt 11, 2.

[19] Jn 14, 18.

[20] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1694.

[21] J. M. Cabodevilla, Cristo vivo, p. 387.

[22] Mt 11, 29.

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486 [23] Jn 13, 34.

[24] Flp 2, 1.

[25] San Juan Pablo II, Enc. Redemptor hominis, n. 1.

[26] Ga 20, 20.

[27] Flp 1, 21.

[28] San Agustín, Coment. al Evang. de san Juan, 8, 12.

[29] Concilio Vaticano II, Const. Lumen gentium, n. 50.

[30] San Juan Pablo II, Enc. Veritatis splendor, n. 19.

[31] 1 P 2, 21.

[32] San Josemaría Escrivá, Forja, n. 10.

[33] Flp 2, 5.

[34] Col 3, 9-10.

[35] Ga 2, 20.

[36] Flp 1, 21.

[37] Sal 22, 4-6.

[38] Roma, 19 de marzo de 1975.

[39] Cfr. F. Capucci, Dios en sus santos, en Scripta Theologica, n. 25, 1992.

IV. ¿QUIÉN ERES TÚ, SEÑOR?

[40] Congregación para la Doctrina de la Fe, Decl. Dominus Iesus, n. 15.

[41] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 464 y 469.

[42] Francisco, Bula Misericordiae vultus, n. 8.

[43] Cfr. F. Ocáriz, L. F. Mateo-Seco, J. a. Riestra, El misterio de Jesucristo, pp.

284-285.

[44] Concilio Vaticano II, Const. Gaudium et spes, 22, 2.

[45] K. Adam, El Cristo de nuestra fe, p. 238 y ss.

[46] F. Ocáriz, El misterio de Jesucristo, 2ª ed, p. 96.

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487 [47] San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 105.

[48] Mt 28, 20.

[49] Benedicto XVI, Jesús de Nazaret II, p. 333.

V. LAS VIRTUDES HUMANAS Y LA GRACIA

[50] Mc 4, 30-32.

[51] Gn 1, 26.

[52] San Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, n. 89.

[53] Ibídem, n. 77.

[54] Cicerón, Elogio y refutación de las pasiones, n. 34.

[55] Lc 17, 21.

[56] J. m. Cabodevilla, Carta de la caridad. p. 134.

[57] San Josemaría Escrivá, o. c., n. 75.

[58] San Josemaría Escrivá, Hom. Amar al mundo apasionadamente, en

Conversaciones, nº 116.

[59] R. Guardini, El Señor, p. 110.

[60] San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 112.

[61] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 1810 y 1811.

[62] San Juan Pablo II, Homilía, 20-7-1989.

[63] San Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, n. 90.

[64] Ídem, Hom. Amar al mundo apasionadamente, cit., nn. 114, 116 y 121.

1. AFABILIDAD

[65] Cfr. M. Moliner, Diccionario de uso del español.

[66] Marco Aurelio, Meditaciones, libro II, n. 1.

[67] M. Delibes, La sombra del ciprés es alargada, cap. 1.

[68] A. de Saint-Exupéry, Carta a un rehén, cap. VI.

[69] Si 35, 26.

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488 [70] Lc 19, 5-8.

[71] Jn 1, 38-39.

[72] Jn 1, 18.

[73] Jn 3, 9.

[74] C. de Soto, Saber estar, p. 49.

[75] Cfr. L. g. Lovasik, El poder oculto de la amabilidad, p. 127.

[76] Cicerón, De officiis, I, 13, 41.

[77] Jn 20, 19.

[78] Mt 5, 45.

[79] J. h. Newman, Perder y ganar, p. 44.

2. ALEGRÍA

[80] Flp 4, 4.

[81] Sal 22.

[82] Cfr. Sal 4, 7; Sal 89.

[83] Diccionario de san Josemaría Escrivá de Balaguer, p. 84.

[84] Francisco, Exh. ap. Evangelii gaudium, n. 1.

[85] Ne 8, 10.

[86] Gn 1, 12. 21. 25. 31.

[87] Jr 31, 3-14.

[88] So 3, 17-18.

[89] Is 62, 5.

[90] Sal 15, 8-9.

[91] Cfr. Lc 22, 37-38.

[92] Cfr. Mt 15, 21-28; Mc 7, 24-30.

[93] Cfr. Mc 5, 25-34; Lc 8, 42-48.

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489 [94] Jn 20, 27.

[95] Mt 11, 25.

[96] Jn 15, 11.

[97] Jn 3, 29.

[98] Lc 10, 20.

[99] Lc 13, 17.

[100] Jn 20, 20.

[101] Jn 16, 20.

[102] A. Fernández, El mensaje moral de Jesús de Nazaret, p. 337.

[103] 1 Ts 5, 16; cfr. 3, 9.

[104] Jn 16, 22.

[105] Jn 16, 24.

[106] Jn 16, 20.

[107] Flp 3, 12.

[108] Cfr. Lc 15, 11-25.

[109] Jn 3, 17.

[110] Is 38, 17.

[111] Is 6, 7.

[112] 2 S 12, 13.

[113] Francisco, Exh. ap. Evangelii gaudium, n. 3.

[114] Sal 106, 45.

[115] Hch 7, 60.

[116] F. Ugarte Corcuera, Del resentimiento al perdón, p. 44.

[117] Lc 19, 8-9.

[118] Francisco, Exh. ap. Evangelii gaudium, n. 3.

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490 [119] Pablo Vi, Exh. ap. Gaudete in Domino, n. 22.

[120] San Juan Pablo II, Discurso, 1-3-1980.

[121] San Juan Pablo II, Exh. ap. Reconciliatio et Paenitentia, n. 31, V.

[122] Jn 16, 22.

[123] Mt 11, 28.

[124] Francisco, Exh. ap. Evangelii gaudium, n. 1.

[125] Lc 15, 8-10.

[126] Cfr. Mt 13, 44.

[127] Jn 2, 7.

[128] A. de Saint-Exupéry, Carta a un rehén, Obras completas, pp. 490-493.

[129] l. C. Bellido, Aprender a sonreír, p. 72.

[130] Qo 3, 4.

[131] Cfr. C. de Soto, Saber estar, p. 53.

[132] Cfr. Si 27, 13; 21, 20; Hch 17, 32; Lam 3, 14; Sal 23, 8; Lc 23, 36.

[133] Lc 6, 21.

[134] Mt 15, 19.

[135] Gn 1, 31.

[136] San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 22.

[137] Si 30, 24-25.

[138] M. de Cervantes, El Quijote, II, 11.

[139] J. m. Cabodevilla, Aún es posible la alegría, p. 37.

[140] J. Sacks, Celebrar la vida, p. 11.

[141] Ef 4, 30.

[142] 2 Co 9, 7.

[143] Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-II, q. 59, a. 3.

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491 [144] Pablo Vi, Exh. ap. Gaudete in Domino, 9-5-1975.

3. AMISTAD (I)

[145] Cicerón, De Amicitia, VI, 19.

[146] Aristóteles, loc. cit.

[147] Si 25, 9.

[148] Si 6, 14-15.

[149] A. de Saint-Exupéry, Carta a un rehén, Obras completas, pp. 496-497.

[150] J. Guitton, Aprender a vivir y a pensar, pp. 64-65.

[151] San Ambrosio, Sobre el oficio de los ministros, III, 127.

[152] A. Guinness, Memorias, p. 307.

[153] San Bernardo, Sermón sobre el Cantar de los Cantares, 40.

3. AMISTAD (II)

[154] Jn 14, 13.

[155] San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 116.

[156] Jn 11, 3.

[157] Cfr. Sal 138, 1-18.

[158] 2 S 7, 9.

[159] Ex 23, 20-23.

[160] 2 R 6, 16.

[161] Sal 90, 11-12.

[162] 1 R 19, 7.

[163] San Josemaría Escrivá, Forja, n. 339.

[164] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 336.

4. AMOR A LA LIBERTAD

[165] M. de Cervantes, El Quijote, II, 58.

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492 [166] Ibídem, I, 39.

[167] Cfr. San Agustín, De libero arbitrio, 2, 13, 37.

[168] L. Clavell, Personas libres, en el Congreso «La grandezza della vita

quotidiana», Roma, 8/11 de junio de 2002.

[169] San Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, n. 27.

[170] 1 Co 6, 12.

[171] Ga 5, 13.

[172] E. Hillesum, Diario: anotación del 16 de marzo de 1941.

[173] Dt 30, 15-16.

[174] E. Hillesum, Diario: anotación del 2 de octubre de 1942.

[175] Ver los capítulos: Dialogar, Flexibilidad, Justicia, Respeto.

[176] Cfr. San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 67.

[177] Ga 4, 31.

[178] San Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, n. 171.

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493 [179] Benedicto XVI, Mensaje a la diócesis de Roma sobre la tarea urgente de la

educación, 21-1-2008.

[180] Ídem, Discurso en la Ciudad de las Artes y las Ciencias de Valencia, 8-7-

2006.

5. AMOR A LA PATRIA

[181] J. Ousset, Patria, Nación, Estado.

[182] Sal 137, 1.

[183] Lc 19, 41-42.

[184] Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, q. 101, a. 3.

[185] Francisco, Enc. Laudato si’, n. 84.

[186] J. a. Senovilla García, La virtud de la piedad en Santo Tomás de Aquino.

Fuentes y análisis textual. Tesis doctoral en la Facultad Eclesiástica de Filosofía de

la Universidad de Navarra.

[187] Cfr. A. Rey, Llamada al amor sencillo.

[188] San Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, n. 221.

6. AUDACIA

[189] R. Guardini, Una ética para nuestro tiempo, cap. X.

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494

[190] Ibídem.

[191] San Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, n. 77.

[192] Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, q. 126, a. 1, ad 1.

[193] Cfr. T. Trigo, Apuntes sobre moral de la persona.

[194] R. Guardini, loc. cit.

[195] Hch 10, 38.

7. BENEVOLENCIA

[196] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 315.

[197] Cfr. Ef 2, 4.

[198] Concilio Vaticano II, Const. Dei Verbum, n. 2.

[199] Benedicto XVI, Audiencia, 5-12-2012.

[200] Mt 18, 21 y 22.

[201] Cfr. Séneca, Sobre la clemencia, libro II, 3-4.

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495

[202] Francisco, o. c., n. 8.

[203] Ibídem, n. 1-3.

8. COMPRENSIÓN

[204] Mt 14, 14-16.

[205] Ver el capítulo Caridad.

[206] Cfr. San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 72.

[207] A. Sonnenfeld, Liderazgo ético, p. 192.

[208] R. Guardini, Apuntes para una autobiografía, p. 162.

[209] Rm 12, 15-16.

[210] 1 Co 9, 22.

9. CONFIANZA

[211] Pr 3, 5-8.

[212] Cfr. Jos 24, 3.

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496 [213] Hb 11, 8-10.

[214] Lc 12, 22-28.

[215] Jn 15, 14-15.

[216] Santa Teresa, Vida, 22, 6-7.

[217] Ídem 11, 4.

[218] C. de Soto, Saber estar, p. 49.

10. EL ARTE DE CONSOLAR

[219] Hch 10, 38.

[220] Mt 10, 38.

[221] Lc 22, 43.

[222] 2 Co 1, 3-4.

[223] San Juan Pablo II, Discurso a los jóvenes de Sidney, 25-11-1986.

[224] Jn 1, 39.

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497 [225] Santa Teresa, Las moradas, IV, 1, 7.

[226] Ídem, Fundaciones, 2, 4.

[227] Ibídem, 6, 2.

[228] Ibídem, 5, 4.

[229] Ídem, Camino de perfección, 13, 7.

[230] Ibídem, 2, 5.

[231] Sal 119, 76.

[232] Is 40, 11.

[233] Is 54, 10.

[234] Mt 5, 5.

[235] Jn 16, 7.

11. DESPRENDIMIENTO (I)

[236] San Agustín, Confesiones, 1. 1.

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498 [237] Santo Tomás de Aquino, In Symbolum Apostolorum, scilicet «Credo in

Deum», expositio, c. 15.

[238] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1723.

[239] E. Rojas, Los lenguajes del deseo, p. 204.

[240] J. H. Newman, citado en Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1723.

[241] San Josemaría Escrivá, Edición crítica de Camino, n. 770.

[242] Sal 36, 9.

[243] Sal 36, 10.

[244] Mt 19, 23.

[245] Pr 16, 8.

11. DESPRENDIMIENTO (II)

[246] Gn 13, 2.

[247] Gn 26, 12-14.

[248] 1 R 3, 11-13.

12. DIALOGAR: UNA VIRTUD PARA CONVIVIR

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499

[249] Cfr. Sal 80.

[250] A. Polaino, Aprender a escuchar, cap. III.

[251] A. Luciani, Ilustrísimos señores, p. 206.

[252] Cfr. C. de Soto, Saber estar, p. 51.

[253] San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 230.

[254] A. Polaino, o. c., cap. 2.

[255] Mt 12, 35.

[256] Pr 10, 14.

[257] San Josemaría Escrivá, Camino, n. 639.

[258] Mt 12, 36.

[259] J. b. Torelló, Él nos amó primero, p. 21.

[260] Jn 8, 44.

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500 [261] Jn 18, 37.

[262] Concilio Vaticano II, Const. Gaudium et spes, n. 26.

[263] Cfr. S. Canals, Ascética meditada, pp. 116-117.

[264] A. Rodríguez Luño, La difamación, p. 87.

[265] Pr 13, 3.

[266] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2489.

[267] Pr 25, 8 y 9.

[268] Si 21, 31.

[269] Francisco, Bula Misericordiae vultus, n. 14.

[270] San Juan Pablo II, Exh. ap. Reconciliatio et Paenitentia, n. 13.

[271] Pr 13, 23.

[272] Qo 3, 7.

13. ELEGANCIA

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501 [273] Lc 7, 25.

[274] M. de Cervantes, El Quijote, II, 43.

[275] J. Locke, Pensamientos sobre educación, p. 198.

[276] J. Locke, o. c., p. 143.

[277] R. Yepes Stork, o. c., p. 123.

14. EJEMPLARIDAD

[278] Jn 1, 9.

[279] Jn 8, 12.

[280] Mt 5, 14-16.

[281] Mt 6, 24.

[282] Cfr. Mt 5, 48.

[283] San Josemaría Escrivá, Camino, n. 2.

[284] 2 Tm 4, 3.

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502 [285] Mt 5, 13.

[286] Ef 4, 1.

[287] Rm 12, 7.

[288] M. de Cervantes, El Quijote, II, 20.

15. ESPERANZA

[289] L. Polo, Epistemología, creación y divinidad, p. 115.

[290] J. Urteaga, Siempre alegres, p. 168.

[291] L. Polo, o. c., pp. 117-118.

[292] Cfr. Mt 25, 14-30.

[293] Rm 5, 3-5.

[294] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1818.

[295] Santa Teresa, Exclamaciones del alma a Dios, 15, 3.

[296] Benedicto XVI, Enc. Spe salvi, n. 30.

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503 [297] Ibídem, n. 31.

[298] J. Manrique, Coplas, 5.

[299] J. m. Pero-Sanz, Aguardando el cielo, p. 56.

[300] San Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, n. 211.

[301] Concilio Vaticano II, Const. Gaudium et spes, n. 39.

[302] Jn 14, 1-2.

[303] Jn 13, 7.

[304] C. Riaza Molina, Recuerde el alma. Síntesis biográfica de Jorge Manrique,

pp. 145-146.

16. FE: HUMANA Y DIVINA

[305] 2 Tm 1, 12.

[306] Jn 14, 1.

[307] Jn 1, 9.

[308] San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 142.

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504 [309] Francisco, Enc. Lumen fidei, n. 4.

[310] Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica, n. 27.

[311] J. Rivière, A la trace de Dieu, prólogo de Paul Claudel, p. 11.

[312] Sal 18, 2.

[313] P. Rodríguez, Fe y vida de fe, pp. 96-97.

[314] Cfr. Pío XII, Enc. Humani generis, n. 1.

[315] Benedicto XVI, Jesús de Nazaret I, pp. 212-213.

17. FIDELIDAD. PERSEVERANCIA. LEALTAD

[316] Dt 3, 4.

[317] Ex 34, 6.

[318] Sal 116.

[319] Sal 89, 34-36.

[320] Hb 11, 11.

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505 [321] Pr 12, 22.

[322] Ap 2, 10.

[323] Cfr. Hch 10, 45.

[324] 2 Tm 4, 7.

[325] Cfr. Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, q. 110, a. 3.

[326] Cfr. A. de Saint-Exupéry, Vuelo nocturno, I.

[327] San Agustín, Sermones, 126, 12.

[328] San Juan Pablo II, Homilía, 27-1-1979.

[329] San Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, n. 38.

[330] Anónimo, Mio Cid, versos 10-15.

[331] San Agustín, Sermón, n. 260.

18. FLEXIBILIDAD

[332] Cfr. Mt 2, 13-15.

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506 [333] Mt 12, 6-9.

[334] Jn 8, 11.

[335] M. Delbrêl, La danza. Dejarse llevar.

19. FORTALEZA

[336] Mt 11, 29.

[337] Is 42, 2.

[338] K. Adam, Jesucristo, pp. 95-96.

[339] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1808.

[340] San Josemaría Escrivá, Camino, n. 193.

[341] M. de Cervantes, El Quijote, II, 17.

[342] Mt 14, 27.

[343] Jn 15, 13.

[344] Pr 24, 5.

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507 [345] A. Machado, Cantares.

[346] J. Manrique, Coplas, 37.

20. GENEROSIDAD

[347] Hch 20, 35.

[348] Mc 6, 31.

[349] Jn 15, 13.

[350] 1 Co 13, 4-5.

[351] 1 Jn 3, 17 y 18.

[352] Mt 25, 40.

[353] Mt 6, 1.

[354] Lc 6, 35.

[355] Lc 6, 30.

[356] Lc 6, 38.

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508 [357] San Juan Pablo II, Discurso al Univ. 7-4-1998.

[358] Mc 10, 28-30.

[359] Dt 6, 5.

[360] 2 Co 9, 7.

21. GRATITUD

[361] Santiago Martín, ABC, Navidad 1997.

[362] Sal 17, 50.

[363] Cfr. Lc 17, 11.

[364] Cfr. Mt 23, 27.

[365] Ausonio, Sátiras, 11.

[366] M. de Cervantes, El Quijote, II. 58.

[367] 1 Ts 5, 18.

[368] Cfr. Rm 1, 18-32.

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509 [369] Cfr. Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, q. 106, (a. 2).

[370] Cfr. San Josemaría Escrivá, Camino, n. 268.

[371] Mt 10, 42.

[372] Lc 17, 19.

[373] J. b. Torelló, o. c., p. 77.

22. HONRADEZ

[374] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2401.

[375] Concilio Vaticano II, Const. Gaudium et spes, n. 69.

[376] Lc 18, 4 y 5.

[377] Cfr. Lc 16, 1-8.

[378] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2412.

[379] Cfr. Ibídem, n. 2410.

[380] San Josemaría Escrivá, Forja, n. 921.

23. HUMILDAD

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510

[381] Mt 11, 29.

[382] 1 Co 4, 7.

[383] Nm 12, 3.

[384] Lc 1, 48-49.

[385] San Agustín, In Psalmis, 70, 1, 1.

[386] Mt 20, 28.

[387] Santa Teresa, Las moradas, Moradas sextas, cap. 10.

[388] Lc 22, 25-26.

[389] Lc 14, 11; Mt 23, 12.

[390] Mt 18, 4.

[391] 1 S 2, 8.

[392] Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-II, q. 27, a. 3.

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511 [393] Mc 12, 33.

[394] Mt 7, 8; Lc 11, 10.

24. INTERIORIDAD

[395] L. Polo, Epistemología, creación y divinidad, p. 143.

[396] E. D’Ors, Aprendizaje y heroísmo; grandeza y servidumbre de la inteligencia,

pp. 19-20.

[397] San Juan Pablo II, Alocución en Cuatro Vientos (Madrid), 5-5-2003.

[398] Mt 16, 24; Mc 8, 34 y Lc 9, 23.

[399] Gn 1, 28.

[400] L. Polo, Quién es el hombre, p. 117.

[401] J. B. Torelló, Psicología abierta, p. 64.

[402] M. de Cervantes, El Quijote, II, 42.

[403] A. de Saint-Exupéry, Piloto de guerra, cap. I.

[404] Cfr. L. Polo, Antropología trascendental. La persona humana, tomo I, pp. 201-

202.

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512

[405] Jn 4, 25.

[406] San Agustín, Confesiones, X, 38.

[407] Ibídem.

[408] P. D’ors, Artículo en El Cultural de ABC, 2015.

[409] J. B. Torelló, Él nos amó primero, p. 18.

25. JUSTICIA

[410] Ez 18, 9.

[411] R. Guardini, Una ética para nuestro tiempo, p. 170.

[412] Cfr. Cicerón, De officiis, I. 35.

[413] Dt 16, 19.

[414] Dt 1, 17.

[415] Ez 18, 5. 7-9.

[416] Mt 12, 18-20; Is 42, 1-4.

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513

[417] Is 49, 14-15.

[418] Benedicto XVI, Jesús de Nazaret II, p. 64.

[419] R. Guardini, Una ética para nuestro tiempo, p. 173.

[420] Mt 9, 36.

[421] Ver el capítulo Dialogar.

[422] Pr 22, 1.

[423] Pr 12, 18.

[424] Pr 12, 23.

[425] Mt 5, 20.

[426] Jn 1, 47.

[427] Benedicto XVI, Mensaje de Cuaresma, 2010.

[428] Cfr. San Juan Pablo II, Audiencia, 8-11-1978.

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514 [429] San Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, n. 55.

[430] L. Polo, Antropología de la acción directiva, p. 47.

26. LABORIOSIDAD. TRABAJO

[431] San Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, n. 56.

[432] Mc 7, 37.

[433] Gn 1, 28.

[434] T. Kempis, La imitación de Cristo, I, 25, 11.

[435] M. de Cervantes, El Quijote, II, 70.

[436] Gn 15, 5.

[437] Si 7, 16.

[438] Pr 24, 30-31.

[439] Pr 6, 10-11.

[440] Pr 10, 26.

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515 [441] Cfr. San Gregorio Magno, Obras. Regla pastoral, BAC, p. 958; pp. 174-175.

[442] Si 38, 27-32.

[443] Cfr. Horacio, Arte poética, 291.

[444] San Josemaría Escrivá, Forja, n. 702.

[445] Ídem, Surco, n. 487.

[446] L. Polo, Antropología de la acción directiva, p. 47.

[447] Cfr. B. Gracián, El arte de la prudencia, n. 165.

27. MADUREZ (II)

[448] Jn 21, 18.

[449] Hb 13, 14.

[450] Jn 11, 26.

[451] Jn 14, 2.

[452] Cfr. R. Guardini, Las etapas de la vida, p. 94.

28. MAGNANIMIDAD

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516

[453] Rm 5, 20.

[454] Cfr. Lc 5, 1-11 y Jn 21, 1-11.

[455] Cfr. Jn 2, 1-11.

[456] Lc 23, 34.

[457] Aristóteles, Ética a Nicómaco, libro IV, cap. II.

[458] Cfr. Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, q. 129, a. 1.

[459] San Juan Crisóstomo, Homilía sobre la I Epístola a los Corintios.

[460] Ídem, Homilías sobre san Juan, LXXI, 2.

[461] Lc 6, 27-38.

[462] San Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, n. 80.

[463] Cfr. Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, q. 134.

[464] Concilio Vaticano II, Const. Sacrosanctum Concilium, 122.

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517 [465] Cfr. Santa Teresa, Vida, 13, 2-3.

[466] Ídem, Camino de perfección, 72, 1.

[467] Mc 10, 51.

[468] J. F. Nolla, La virtud de la generosidad según Santo Tomás de Aquino, Tesis

doctoral, Universidad de Navarra, 2005.

29. MANSEDUMBRE

[469] Hch 10, 38.

[470] Cfr. Mt 5, 5.

[471] Mt 11, 29.

[472] R. Garrigou-Lagrange, Las tres edades de la vida interior, vol. II, pp. 653-654.

[473] Is 42, 1-4.

[474] Mt 11, 29.

[475] Cfr. Mt 5, 21-44.

[476] Za 9, 9; Mt 21, 5.

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518 [477] Benedicto XVI, Jesús de Nazaret I, p. 111.

[478] Mt 5, 5. 9.

[479] Lc 23, 34.

[480] Cfr. Flp 2, 7.

[481] Cfr. D. von Hildebrand, Nuestra transformación en Cristo, vol. II, p. 205.

[482] W. Farrel - M. j. Healy, Doctrina teológica, p. 475.

[483] Casiano, Instituciones, 8, 17.

[484] San Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, n. 79.

[485] San Josemaría Escrivá, Carta, 16-6-1933.

30. MISERICORDIA

[486] Lc 6, 36.

[487] Mt 9, 36.

[488] San Agustín, De civitate Dei, IX.

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519 [489] Cfr. Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, q. 30, a. 2.

[490] Ez 36, 26.

[491] Ha 3, 2.

[492] F. Ocáriz, Amar con obras: a Dios y a los hombres, p. 18.

[493] San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 7.

[494] Ex 3, 7.

[495] Sal 50, 3 y 14.

[496] Is 58, 9.

[497] Sal 103, 11 y 12.

[498] Lc 4, 18: Is 61, 1-2.

[499] Lc 7, 20-22.

[500] San Juan Pablo II, Enc. Dives in misericordia, n. 15.

[501] Cfr. Lc 7, 11-17.

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520

[502] San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 166.

[503] Francisco, Bula Misericordiae vultus, n. 8.

[504] Ibídem, n. 3.

[505] Col 3, 12.

[506] M. de Cervantes, El Quijote, II, 42.

[507] D. von Hildebrand, Nuestra transformación en Cristo, vol. II, p. 228.

[508] Cfr. Lc 10, 30-36.

[509] Benedicto XVI, Jesús de Nazaret I, p. 238.

[510] Mt 5, 7.

[511] J. Echevarría, Comentario sobre las obras de misericordia en el año jubilar.

Introducción, 1-12-2015.

[512] Dt 6, 5; Lv 19, 18.

[513] Cfr. Jn 11, 20-37.

31. MODESTIA Y PUDOR

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521

[514] R. Yepes Stork, La elegancia, algo más que buenas maneras, Nuestro

Tiempo, octubre 1966.

[515] Ver el capítulo Elegancia.

[516] Cfr. R. Yepes Stork, loc. cit.

[517] Ver el capítulo Templanza.

[518] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2522.

[519] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2519.

32. OBEDIENCIA

[520] Lc 2, 49.

[521] Jn 19, 30.

[522] Lc 23, 46.

[523] Jn 4, 31 y 34; 8, 29.

[524] Rm 15, 3.

[525] Flp 2, 8.

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522

[526] Ba 3, 34.

[527] Mt 7, 16.

[528] Cfr. Gn 22, 18.

[529] Hch 5, 32.

[530] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2199.

[531] Ibídem.

[532] J. m. Cabodevilla, Carta de la caridad, p. 186.

[533] Jn 14, 15.

[534] J. M. Cabodevilla, o. c., p. 191.

[535] Jn 14, 31.

[536] Rm 15, 2 y 3.

33. OPTIMISMO

[537] 2 Co 12, 9.

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523

[538] San Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, n. 215.

[539] Flp 4, 13.

[540] San Josemaría Escrivá, Camino, n. 471.

[541] M. de Cervantes, El Quijote, I, 18.

[542] Mt 28, 20.

[543] Sal 22.

[544] Pr 18, 19.

[545] Cfr. D. Isaacs, La educación en las virtudes humanas, pp. 249-250.

34. ORDEN

[546] Gn 1, 1-3.

[547] Pr 3, 19 y 20.

[548] Qo 3, 1-7.

[549] San Josemaría Escrivá, Camino, n. 80.

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524

[550] Jn 8, 29.

[551] Cfr. Ga 3, 14.

[552] San Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, n. 49.

35. PACIENCIA (I)

[553] Cfr. Cicerón, De inventione rethoricae, l. 2, cap. 54.

[554] San Agustín, De patientia, 2.

[555] Pr 16, 32.

[556] Cfr. Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, q. 136, a. 4, ad 2.

[557] Lc 21, 19.

[558] R. Guardini, El espíritu del Dios viviente, pp. 77-78.

[559] Ibídem.

[560] C. S. Lewis, Diario de un dolor, p. 40.

[561] 2 S 7, 9.

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525

[562] L. Polo, La persona humana y su crecimiento, p. 211.

[563] Ibídem, p. 227.

[564] Mt 28, 20.

[565] Jn 16, 33.

[566] Cfr. E. H. Gombrich, La historia del arte, pp. 33-35.

[567] R. Guardini, Cartas sobre la formación de sí mismo, p. 146.

[568] San Francisco de Sales, Epistolario, 139, l. c., p. 774.

35. PACIENCIA (II)

[569] Mt 13, 28-30.

[570] A. Polaino, Aprender a escuchar, cap. I.

[571] Lc 4, 40; Mt 8, 16; Mc 1, 29.

[572] Sb 2, 23.

[573] Mt 13, 20; Is 42, 3.

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526

[574] Si 2, 1-5.

36. PIEDAD

[575] Francisco, Bula Misericordiae vultus, n. 1.

[576] J. A. Senovilla, o. c., n. 1.

[577] Francisco, Bula Misericordiae vultus, n. 9.

[578] San Juan Pablo II, Enc. Dives in misericordia, n. 6.

[579] Ibídem, n. 2.

[580] Is 54, 10.

[581] Ap 3, 20.

[582] Jn 2, 3.

[583] Francisco, loc. cit., n. 12.

[584] Benedicto XVI, Jesús de Nazaret I, p. 240.

[585] Francisco, loc. cit., n. 14.

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[586] Gn 4, 9-10.

[587] Ef 4, 25.

[588] Si 3, 8-10.

[589] Cfr. J. J. Gutiérrez Comas, Ger, voz Piedad.

[590] Cfr. J. A. Senovilla, o. c.

[591] Dt 10, 12-13.

[592] Os 6, 6.

[593] Jn 4, 23-24.

[594] Benedicto XVI, Discurso, 4-7-2015.

[595] Benedicto XVI, Homilía, 21-8-2005.

[596] San Juan Pablo II, Carta ap. Dies Domini, n. 58.

37. PRUDENCIA

[597] Cfr. I. J. de Celaya y Urrutia, Ger, voz Prudencia.

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528

[598] B. Gracián, El arte de la prudencia, n. 35.

[599] Sb 7, 7-11.

[600] Lc 12, 56-57.

[601] Rm 12, 2.

[602] Cfr. L. Tolstoi, Guerra y paz, III parte, cap. II.

[603] Flp 4, 8.

[604] Sal 51, 1.

[605] Sal 25, 4.

[606] Sal 86, 10.

[607] Sal 143, 8.

38. REALISMO

[608] Lc 1, 39 y 40.

[609] San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 112.

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529

[610] San Josemaría Escrivá, Camino, n. 1.

39. RESPETO

[611] Catecismo de la Iglesia Católica, n.1702.

[612] San Juan Pablo II, Enc. Sollicitudo rei socialis, n. 47.

[613] Cfr. Jn 8, 3-11.

[614] T. de Kempis, La imitación de Cristo, II, 4, 2.

[615] Gn 1, 27.

[616] Gn 1, 28.

[617] J. Ratzinger, Creación y pecado, cap. III.

[618] Concilio Vaticano II, Const. Gaudium et spes, 24, 3.

[619] Cfr. Gn 9, 5-6.

[620] Compendio del Catecismo de la Ilgesia Católica, n. 358.

[621] Cfr. Congregación para la Doctrina de la Fe, 1-8-2007.

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[622] G. A. Bécquer, Rimas.

[623] San Juan Pablo II, Carta a los jóvenes, 31-3-1985, n. 7.

[624] Rm 14, 4.

[625] Jn 7, 24.

[626] J. Ratzinger, Obras completas, XII, p. 558.

[627] J. H. Newman, Perder y ganar, p. 46.

[628] Cfr. Gn 1, 28.

[629] Francisco, Enc. Laudato si’, n. 77.

[630] Sb 13, 5.

[631] Sal 18, 2-5.

[632] Francisco, o. c., n. 160.

[633] Cfr. Lc 12, 27.

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531 [634] Jn 6, 12.

40. RESPONSABILIDAD

[635] Jn 17, 4.

[636] Jn 19, 30.

[637] 2 Co 9, 6.

[638] San Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, n. 52.

[639] Jr 31, 3.

[640] Ga 6, 9 y 10.

[641] Col 1, 10-12.

[642] J. Echevarría, Itinerarios de vida cristiana, p. 190.

41. SENCILLEZ

[643] Jn 1, 47.

[644] Mt 10, 16.

[645] Aristóteles, Ética a Nicómaco, libro IV, cap. VI.

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532

[646] G. K. Chesterton, Santo Tomás de Aquino, cap. V.

[647] Aristóteles, loc. cit.

[648] Mt 6, 22.

[649] D. von Hildebrand, Nuestra transformación en Cristo, vol. I, cap. V.

[650] C. de Soto, Saber estar, p. 50.

[651] Mt 5, 13.

[652] Mt 23, 27-28.

[653] San Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, n. 90.

[654] Lc 10, 21.

[655] Sb 7, 22-23.

42. SERENIDAD

[656] Cfr. Mc 5, 31.

[657] Cfr. Lc 5, 3.

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533

[658] Cfr. Lc 4, 40.

[659] Cfr. Mc 6, 31.

[660] San Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, n. 79.

[661] San Josemaría Escrivá, Camino, n. 837.

[662] M. de Cervantes, El Quijote, II, 3.

[663] Jn 16, 33.

[664] Jn 20, 19.

43. SOLIDARIDAD

[665] Cfr. San Juan Pablo II, Enc. Sollicitudo rei socialis y en diversas

intervenciones en Chile, Madrid, Roma, Argentina, Bolivia…

[666] Benedicto XVI, Enc. Caritas in veritate, n. 9.

[667] Francisco, Enc. Laudato si’, n. 93.

[668] Relato recogido por P. Auster en Creía que mi padre era Dios.

44. TEMPLANZA

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534 [669] Mt 19, 23; y cfr. Lc 18, 24.

[670] San Josemaría Escrivá, Camino, n. 634.

[671] J. Manrique, Coplas a la muerte de su padre, 6.

[672] J. Echevarría, Dirigir empresas con sentido cristiano, p. 49.

[673] San Agustín, Comentarios sobre el salmo 147.

[674] Ver el capítulo Desprendimiento.

[675] Gn 1, 29.

[676] Benedicto XVI, Jesús de Nazaret I, p. 57.

[677] San Josemaría Escrivá, Camino (edición crítico-histórica), n. 679.

[678] M. de Cervantes, El Quijote, II, 43.

[679] Sal 104, 14.

[680] Rm 13, 13-14.

[681] Lc 10, 38.

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535

[682] Lc 7, 36.

[683] Mt 9, 10.

[684] Lc 19, 5.

[685] Qo 9, 7.

[686] Mt 4, 4.

[687] Jn 4, 34.

[688] Cfr. Jn 21, 1-14.

[689] Cfr. San Josemaría Escrivá, Camino, n. 631.

[690] Cfr. Lc 12, 27-29.

[691] Séneca, De la ira, II, XXV.

[692] Cfr. Jn 2, 13-25.

[693] Col 3, 1 y 2.

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536 [694] Cfr. San Josemaría Escrivá, Camino, n. 7.

[695] Mt 5, 12.

45. VALENTÍA

[696] Mc 10, 32.

[697] Cfr. Jn 2, 13-22.

[698] Aristóteles, Ética a Nicómaco, libro III, cap. VIII.

[699] Jn 16, 1. 33.

[700] W. Farrel - M. j. Healy, Doctrina teológica, p. 460.

[701] Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, q. 126, a. 1, ad 1.

[702] Cfr. T. Trigo, Apuntes sobre moral de la persona.

[703] Mt 14, 27.

[704] Cfr. Jn 15, 13.

[705] Cfr. San Juan Pablo II, Audiencia, 15-11-1978.

46. VERACIDAD. AUTENTICIDAD. SINCERIDAD

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537

[706] Jn 18, 38.

[707] Jn 18, 37.

[708] Benedicto XVI, Jesús de Nazaret I, p. 227.

[709] Cfr. Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, q. 109, a. 3, ad 1.

[710] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2469.

[711] Jn 1, 47.

[712] Mt 15, 8; Is 29, 13; Mc 7, 6.

[713] Cfr. Jn 9.

[714] Cfr. Mt 21, 23-27.

[715] San Josemaría Escrivá, Surco, n. 337.

[716] Mt 10, 27.

[717] Jn 8, 44.

[718] Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 2483, 2384.

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538 [719] San Josemaría Escrivá, Camino, n. 34.

[720] Cfr. Ídem, Surco, n. 50.

[721] Cfr. 2 Tm 1, 8.

[722] Hch 24, 16.

[723] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2512.

[724] A. Luciani, Ilustrísimos señores, p. 40.

[725] Mt 18, 15.

[726] San Agustín, Sermones, 82.

CARIDAD, PLENITUD DE TODAS LAS VIRTUDES

[727] Hch 10, 38.

[728] Mt 4, 23.

[729] Lc 10, 30-35.

[730] Jn 13, 35.

[731] 1 Co 13, 3.

[732] Dt 6, 5.

[733] Santo Tomás de Aquino, Sobre la caridad, I. p. 203.

[734] 1 Co 13, 1 y ss.

[735] Jn 15, 13.

[736] Lc 23, 24.

[737] Ct 8, 7.

[738] Jn 13, 35.

[739] Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, q. 24, a. 8.

[740] J. M. Cabodevilla, Carta de la caridad, p. 405.

[741] Jn 13, 34.

[742] J. M. Cabodevilla, loc. cit.

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539 [743] Jn 15, 9.

[744] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1823.

[745] Comité para el Jubileo del Año 2000, Eucaristía, sacramento de vida nueva,

I, IV, n. 2.

[746] Cfr. Mt 5, 38-48.

[747] Cfr. J. m. Cabodevilla, o. c., pp. 166-167.

[748] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1829.

[749] J. M. Cabodevilla, o. c., p. 204.

[750] Ibídem, p. 383.

[751] Santa Teresa, Vida, 22, 14.

[752] M. Schmaus, Teología dogmática, tomo VII, p. 207.

[753] F. Ocáriz, Amar con obras: a Dios y a los hombres, p. 96.

[754] Cfr. Mt 20, 20.

[755] Mt 20, 25-28.

[756] Lc 19, 10.

[757] Mt 18, 21-35.

[758] J. M. Cabodevilla, o. c., p. 242.

[759] Mt 22, 37; Dt 6, 5.

[760] Cfr. Rm 13, 10.

[761] M. Hernández, Vuelo, en Últimos poemas sueltos.

[762] Cfr. M. Schmaus, o. c., tomo VII, p. 250.

[763] Mt 25, 31-40.

[764] 1 Co 13, 8.

[765] 1 Co 13, 12.

EPÍLOGO

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540 [766] A. Daudet, La muerte del Delfín.

[767] San Josemaría Escrivá, Surco, n. 489.

[768] G. Bernanos, Diario de un cura rural, II parte.

[769] Calderón de la Barca, El gran teatro del mundo.

[770] Hch 10, 38.

[771] Entrevista de P. Urbano a Narciso Yepes.