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FELIX YEPEZ PAZOS HABITANTES SUBTERRANEOS (Relatos) EDITORIAL UNIVERSITARIA

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FELIX YEPEZ PAZOS

H A B I T A N T E S S U B T E R R A N E O S(Relatos)

EDITORIAL UNIVERSITARIA

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H A B IT A N T E S SU BTE R R A N E O S

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IMPRESO EN EL ECUADOR

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FELIX YEPEZ PAZOS

HABITANTES SUBTERRANEOS(RELATOS)

EDITORIAL UNIVERSITARIA _ QUITO-ECUADOR — I960

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A MIS PADRES: que me dieron lo mejor que se puede dor— la vida— para que cumpla mi destino.

VIÑETA: de Hilo Yépcx Venegas

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P R O L O G O

De entre los géneros lite rarios en actual vigencia, acaso n inguno de tan d if íc i l ub ica ­ción como el cuento. Serios intentos de d e f i­nirlo, encontramos en los maestros sumos de las grandes lite raturas. La nouvelle, le conté, !e réc it, en la l i te ra tu ra francesa; la short his­tory, en la l i te ra tu ra inglesa, han ten ido crea­dores de valor ex traord ina r io , que sin ir a la novela grande, han realizado verdaderas obras maestas. Igual cosa ocurre en la l i te ra tu ra española, s ingu larm ente en la producción de A m érica Latina, cuyos cu lt ivadores han en r i­quecido, acaso tan to como los novelistas, la obra de ficc ión de sus respectivas lite raturas.

¿Quién más grande, por ejemplo, que Edgar A lan Roe, en la l i te ra tu ra norteam eri­cana? Sus Cuentos E xtraord inarios, son cimas

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— cada uno en su género— como las H ojas de Hierba de W a lth W itm a n o la f i losofía de San­tayana. ¿Y en la l i te ra tu ra francesa? V o l ta i ­re se expresó en N cu ve l’es como Z a d ig o C an­dide. . Y, ya en la época realista, Guy de M a u ­passant, el norm ando genial dejó -— como Bal­zac en la novela grande— hecha para siem­pre la traza casi invariab le del cuento con­temporáneo. Que ha sido seguida por Pierre M il le , Duvernois, A ndré Gide, Barbusse. Y que ha necesitado la llegada de una persona­lidad genia l como Jean Paul Sartre, para que sufra las serias variaciones tem áticas y téc­nicas que nos presenta en L ' enfance d 'un chef, Le m ur y muchos otros que colocan al e x tra ­o rd inar io au tor de L'é tre e t le néant entre los más grandes cuentistas contemporáneos.

En nuestra Am érica , podemos a f i rm a r que el cuento ha sido y es un género que ha enriquecido la l i te ra tu ra en español,1 con obras maestras. Dos grandes nombres, el uno u ru ­guayo, ecuatoriano el otro, se ha llan a la ca­beza de la l is ta : Horacio Quiroga y José de la Cuadra. El K ip lin u ruguayo ha sido l la m a ­do Quiroga, en ese a fán de t rad uc ir al inglés y al francés nuestros grandes nombres, para que tengan vigencia. ¿K ip lin americano, H o­racio Quiroga? Horacio Quiroga no necesita esas aproximaciones, por ilustres que sean. Primero, porque a d ife renc ia del exa ltador fervoroso del im peria lism o inglés, el nuestro, el uruguayo, au tor de ’aquellas cosas bellas

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contenidas en Cuentos de am or, de locura y de m uerte , Cuentos de la selva, La g a llin a de­go llada y otros cuentos, Los a rrecifes de co­ra l, A naconda, etc. tiene una grande, una cau­dalosa hum an idad , libérr im a, a jena a las teo­rías y a las tesis.

¿Y José de la Cuadra? Incurriendo en lo mismo que crit ico , pudiera ap lica rle la bana­lidad de "el M aupasan t ecua tor iano". Pero, siendo grande y sin reservas la adm irac ión que siento por el au to r de Boule de S u if y miles de cuentos geniales, tam b ién a f irm o que el nuestro no necesita ser izado en com parac io ­nes con nadie. Es él. José de la Cuadra. Cuentis ta esencial que, cuando le exigen que escriba una novela grande, engarza varios cuentos con el t í tu lo de Los Sangurim as y ya está. Y escribe C hum bóte y esa cosa lim p ia y dufce, OLOR DE CACAO , cuento m inúscu­lo de pág ina y media, del cual me decía José Luis González, ese gran maestro del género, que es una de las cosas más bellas que cono­ce en la l i te ra tu ra h ispanoamericana.

Pienso yo que las dos c ifras más logra­das de nuestra l i te ra tu ra de relato, José de la Cuadra y Pablo Palacio, se han expresado en este género de extensión l im itada pero, por lo m ismo, más exigente de contenido y técnica. Toda la obra de Palacio, aún "D e bo ra " y " V i ­da del Ahorcado",, que asoman con el nombre de novelas, son nada más, cuentos. Cuentos grandes de extensión y de mérito.

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Un hombre joven, un muchacho es el au­tor de este libro, Félix Yépez Pazos. De la provinc ia norteña del país, el Carchi, l im ít ro ­fe con Colombia.

Su narra tiva está enra izada en la vida campesina, llena de suspersticiones, em bru­jos, malagorerías. Las obras del amor y de la vida, todas, están tocadas de misterio, de m a­gia. Es el "rea lism o m ág ico " de que hab lara M igue l Angel Asturias, el adm irab le novelis­ta gua tem alteco au to r de "El señor Presiden­te", que parece ser el signo de la auténtica no­vela campesina de latinoamérica.

Duendes, aparecidos, formas ingenuas de lo d iv ino y lo d iabólico, actuando entre los hombres, como simples elementos cotid ianos de la vida. Todas las explicaciones de lo m a­ravilloso, de lo que no se alcanza a penetrar, se ha llan allí, en las supersticiones, la b ru je ­ría, todo eso, en de f in it iva , ¿no es una form a p r im it iva , cruel y m aligna en veces, de la fé? Creer, creer en algo, para liberarnos un poco de esta t in ieb la dura en que todos, c iv ilizados y prim jt ivos, nos debatimos, ciegos, acosados de angustia o náusea:

" Y no saber a dónde vamos ni de dónde venimos . . . "

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Yépez Pazos tiene capacidad de acom o­do de la t ie rra y el hombre. Del hombre so­bre el paisaje — americano, ecua tor iano— en que actúa. Va de la Sierra in trovert ida , in ­dia, silenciosa, vencida; a la Costa, hacia afuera, hacia el m ar o el río, con pájaros de agorería, con negros, machetes, demonios y sangre.

M ane ja , a pesar de ser esta su obra p r i­mera en el relato, con emoción y verdad el más d if íc i l género de la l i te ra tu ra de f icc ión : el cuento. Y le da todo lo que narra, una gran potencia v ita l, tan to a la na tu ra leza c ircun ­dante, como a los personajes del drama.

Buen descrip tor del paisaje. Se suelta un poco en vuelos líricos, cuando nos presenta el escenario de lo re la tado:

"L a tempestad descargaba toda su fu ­ria. El río A m buqu í, seco casi todo el año, ahora estaba crecido. Arboles y animales inertes, daban la vuelta en sus aguas espe­sas. El v iento, por su parte, ponía su m úscu­lo al servicio de la tempestad. Una casa en el suelo, otra más allá. La gente g r itaba al cielo, de rodil las sobre el cascajo a f i lado. T o ­dos querían invad ir la iglesia. En la m ora­da de Dios, no im portaba m orir" .

Pero no hace que el paisaje, la fuerza a rro lladora del paisaje, sumerja en su seno devorador el aleteo de la mariposa hum ana. El hombre está siempre acusando su presen­cia, más bien aba tido por el sino que por la

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natura leza. M ás bien golpeado por la mise­ria, la ignorancia, que por las limpias fuerzas te lúr icas que lo fo r t i f ic a n y lo v ita l izan .

Tiene predilección por el personaje ado­lescente. Por la niña apenas púber. A lg u ­nos logros importantes nos ofrece Yépez Pa­zos, en esta d if íc i l inmersión en la psicología confusa, ag itada por las fuerzas arro lladoras del sexo, de esta edad d ifíc i l , para el médico, el pedagogo, el literato. D ifíc il por el peligro de prestar emociones, reacciones, llamadas, más propias de otras edades o del otro sexo. Esta experiencia, de la que han salido t r iu n ­fantes grandes escritores contemporáneos, co­mo A la in Fournier, Jules Renard y ac tua lm en­te A lbe r to M orav ia en "A gos tino ", es una du ­ra prueba para los nuevos escritores.

El diálogo, en los cuentos de Yépez Pa­zos, es ágil, movido, natura l. Usa en él ex­presiones localistas y aún deformaciones de palabras propias de tas personajes que in te r­vienen. Hay diversos criterios sobre esto. Pero Yépez Pazos se inscribe dentro del que­hacer l i te ra r io ecuatoriano de los ú lt im os años y se decide por lo vernáculo, regional, en la m anera de expresión.

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Cree que es m uy prometedora esta p r i ­mera salida de Yépez Pazos, un ivers itar io , es­tud ia n te de Derecho, por los campos de la l i ­te ra tu ra narra tiva . Hay en él emoción, po­der com unica t ivo , claras tendencias hacia el " rea lism o m ág ico ", que parece ser una de las esencias de lo hispanoindígena. En cuentos de f ina hechura, como "L a Enduendada", el au to r hace entrega de reales posibilidades de escritor de cuentos: con un tema ingenuo, ob­vio, realiza una obrita bella en la que inter- w vienen los mejores elementos de su manera de contar.

H A B IT A N T E S SUBTERRANEOS, es un l i ­bro de buenos cuentos; escrito por un joven escritor que los puede hacer cada vez m e jo ­res.

B e n ja m ín C a rr ió n .

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Antes no era así. Desde que se bañó en la chorrera, ya en trada la noche, en la "o ra ­c ión", se tornó seria, triste.

Cuando doña Dioselina, su madre, enor­memente su fr ida la inqu iría , Griselda confesa­ba tener mareos, pesadez en el estómago, pe­reza. Ya no salía a recoger la "ch a m isa " pa­ra m antener alegre el fogón. Apenas podía — con gran sacr if ic io— , asistir a la "santa m isa" con su c in ta de h i ja de M a ría para lue­go volver a su "m ed ia agu a " a do rm ir como gato, jun to a la tu lpa co lmada de tib ios res­coldos.

Su extrem ada pobreza no je perm itía re­cu rr ir al médico. Y a qué médico por esos la­

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res. Siquiera al boticario para que ad iv in a ­ra el mal. ¿Y las medicinas? Imposible. El pobre tiene que irse muriendo pau la t in am e n ­te.

Ahora Griselda tenía el v ientre más h in ­chado. Se le iba poniendo como una esfera. Redondo, duro.

— Uh, eso es tum or— , m urm uraba " m a ­m a " Dioselina cuando le sobaba la h inchazón con las manos, al fro ta r le a lgún m edicam en­to casero.

La vecina, que siempre solía ir a pedir una "b ra s i ta " de candela, tenía otra im pre­sión de la enfermedad.

— Vea doña Dioselina— , le decía m a l i ­c iosamente: eso no es otra cosa que el daño que le ha hecho el "cueche" en la chorrera. Ud. recordará, lo m ism ito le sucedió a la h ija cfehY'chuta re jo". Calle no más, la pobrecita ya se moría. La llevaron a Tulcán, y a los po­cos meses, sanita y buena.

Griselda que oía el diálogo, f ing iendo no escuchar, se ruborizaba. Ella conocía su ver­dadera enfermedad. Lo que tra taba era de

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ocultárse lo a su madre, y, sobre todo, al pue­blo, a su pueblo deslenguado y a sus com pa­ñeras de congregación, que verían su mal co­mo hechura del demonio.

Una noche se revolcaba en su pobre le­cho. El do lor se agud izó y daba la impresión de que la muerte pasaba los umbrales de su "m ed ia agua".

Un ligero fan tasm a parecía su madre al correr en pos de a u x i l io por las calles negras, negras, negras . . .

A l volver, pá lida y agitada, del brazo del boticario , el l lan to de un niño saludaba a la abue lita , que v io len tam ente, trocó en fu- rio el do lor y la compasión que tuvo por su h i­ja.

El v ientre de Griselda habíase vaciado; el tum o r se desvaneció.

— El cueche, ja, ja, ja, ja.

Reíase como una histérica y amenazaba a su h ija , levantando sus brazos enjutos, co­mo carrizos pulimentados, en cuyo extremo

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aparecían, cual gruesos nudos, sus puños ce­rrados.

Recordaba su pasado, y, sobre todo, que eüa fue la que más se preocupó, habló, m u r ­muró de la h i ja del pobre "c h u ta re jo " .

Y sin em bargo:

— M a ld i to cueche, ja, ja, ja, ja.

El boticario , acostumbrado a ver esos partos de emergencia, serenamente, a la vez ru é atendía a la enferma, tra taba de apac i­guar a la anciana.

Esa noche, lo que no en sus setenta y c in ­co años, el do lor y la impresión, habían izado en su cabeza un m il la r más de canas, como banderines de p lata que anunc iaban la vec in ­dad de la muerte.

En efecto, no tardó mucho tiem po en irse "de l todo", sin conocer a su nieto. No que­ría ni ver ni oír. Renegaba y maldecía de su suerte cuando los muchachos escolares le g r i ­taban cerca de la puerta:

— Agüe la del tum or, suegra del cueche.ib j¡, j¡.

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Y corrían a esconderse detrás del m uro próx im o para sacar sus cabezas despeinadas y observar la ac t itud de doña Dioselina. Si salía, le volvían a g r i ta r y echaban a correr para esconderse más lejos:

— A güe la del tum or, suegra del cueche.

El cura, desde el pu lp ito , hab ló a las h i­jas de M aría , y en fo rm idab le sermón, incre­paba a las jóvenes que se dejan ten ta r por el demonio y dan "m a los pasos".

— ¡A y de aquellas h ijas de M aría , el in ­f ie rno las espera . . . !

Griselda no tenía arrepentim iento . U n i­camente que no sa'ía con m ucha frecuencia. N i a misa iba ya. M ás valía su h ijo. ¡Cómo pata leaba en las fa ldas de su m adre ! El se­ría, con toda evidencia, el bácu lo de su vejez.

— Topo topo tun ; topo topo tun.

Lo besaba en todo su cuerpecito, sacaba su seno co lmado de leche y le ponía en la bo­ca. En tanto , ella cerraba los ojos y se ub ica­ba con el recuerdo en "ese lado", en la cho­rrera, donde a las seis de !a tarde, ya en " la o rac ión", la envo lv ió el cueche, larga y am o­rosamente.

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C H A N D O S O

Leonidas cum plía 20 años y nada se po­día hacer en contra de la ley. Aque l dom ingo le sorprendió la no tic ia en la p laza pr inc ipa l del pueblo. El Ten ien te Político del lugar, en persona, leyó repetidas veces el l lam am ien to a la juventud para que prestara su servicio ob l iga to rio en el Ejército Nacional.

En sus ojos había una ilusión. Sin em ­bargo, sonreía tris temente.

— Iré a conocer t ierras— , decía para sí. Talvez me m andarán al m ar en donde viven las sirenas ten tando a los marinos. O qu izá iré a Quito, la cara de Dios, según el decir de uno que otro a fortunado, que después de aban-

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donar su terruño, volvía a él a contar m a ra ­villas.

¡ Inc re íb le !

¿Cómo abandonar el monte, cuna verde de su niñez? ¿Cómo de jar la choza de sus m a­yores? Su madre, su pobre viejo, sus pá ja ­ros amigos, su chacra de maíz que reía pro­metedora detrás de su bohío; su toro negro, la vaca p in tada, su perro, todo, todo.

Esa m añana, Leonidas fo rm aba su equ i­paje. La anciana madre lloraba am argam en­te. La vaca le daba leche postrera y el pa­dre casi no quería m ira r la escena.

Qué azu l y honda la mañana. Qué sue­ño perfecto el de !a m ontaña. Arboles inm ó­viles. "L a Peña Blanca", sacaba su pecho a ca len ta r lo al sol.

El cam ino se descuelga hacia el pueblo. Como una víbora inmensurable le va a m or­der el corazón.

Por a llí se encam ina Leonidas. Su perro am igo le va a de jar hasta el río. Le despide con un aullido. Su madre con un vie jo som­

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brero de paja y un rebozo descolorido, y la gen­te aledaña, estirando sus pescuezos por las puertas, com enta:

— Qué bueno que'ra, no? Un hombro- nazo.

— Vieran, qué traba jador.

— Hasta de novio pis d izque estaba.

— Y doña Bersabé, su m ama, m ai tan d izque está.

— Y ahora pior pis con la ida del hijo.

El río que diría, m urm uraba , m u rm u ra ­ba. . .

*V i'fi

En la p laza del pueblo había un gentío. Madres, padres, hermanos y novias despedían a los conscriptos del 25. Sólo Leonidas no te­nía a quien abrazar. Doña Bersabé estaba muy enferma. Imposible ba ja r desde la "Pe­ña Blanca".

M ayo r inquietud: Un Sargento y un Ca­bo hacían em barcar a la gente. Sonaron los motores y los camiones se pusieron en marcha. Pañuelos al viento, lágrim as y sollozos.

•El día se esponjaba de luz, y, las a lmas

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de ¡os viajeros, de pena. La noche había des­cendido sobre ellos.

Qué rápido se van las horas. Estaban en Quito. La c iudad grando ta empezaba a do r­mirse en un charco de luces. Entraban al cuarte l. Un "c o rn e ta " tocaba su ins trum ento dorado larga y pro longadamente.

— ¡Formarse m am arrachos !— g r itaba un ofic ia l..

— ¡A discresión, a tenc ión : f i r !

— Saca las manos de los bolsillos, boza- lón— añadía un Sargento.

— ¡Atrás, carre ra : m ar!

— Muévete, muévete baboso.

— Qué malos qu ian sido— - mascullaba entre dientes Leonidas.

Después de poco, todos recibían el ran­cho. A rro z de cebada con coles; "a r ro z de ca s t i l la " con pastel de p lá tano y colada de d u l­ce de p lá tano verde.

Hasta llegar al do rm ito r io general, Leo­nidas ya había hecho am istad con un paisa­no. EÍ conocía la v ida de la c iudad, y su her­mano le había contado las peripecias que se pasa en el cuarte l. T ra taba de consolarlo.

Cuántas noches in ten tó hu ir de ese me­dio rígido. Estaba cansado de cargar fusiles,

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lavar platos, de ped ir permiso Hasta para res­pirar.

A cada rato :

Firmes mi Sargento, ordene mi Subofi­cial.

En el campo él era el amo. Todo es t ra n ­qu il idad , l ibertad y paz.

¡Oh su "m a m a " Bersabé!; su viejo, su pe­rro, su escopeta enmoheciéndose detrás de la puerta; sus a lpargatas secándose de pena en un hoyo de la choza de bahareque.

Pero pronto, m uy pronto volvería.

Era sábado. Leonidas y su am igo sa­lían " f ran cos" , cobrando su mísera quincena. Nada más oportuno que esta vez para cono­cer la ciudad. ¡Qué hermosas las iglesias! ,Qué "m u n d o " de carros! ¡Qué "p o r ra z o " de gente! Todo iba em botando el espíritu del chagra.

— No te a f l i jas , hom bre— le decía su amigo, m ientras avanzaba delante co rte jan ­do a una y otra cocinera que volvía del m erca­do con la canasta de compras.

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Cam inaban y cam inaban. A medio día entraban en un salón a servirse to r t i l la s de pa­pa con lechuga y caucara, p la to trad ic iona l en las goteras de Quito.

Sentados en una mesa comían y conver­saban.

— Oyes Leonidas, no se te de nada. La vida aquí es m aravil losa. Te irás acostum ­brando poco a poco y te aseguro que no pen­sarás volver a tu tierra.

Leonidas callaba.

Frente a ellos, dos mujeres de caras p in ­tadas, reían como payasos.

— Oye Leonidas.

— ¿A ver?

— Ves esas mujeres al frente?

— Sí.

— Pues esas son "p i l la s " .

— ¿Y qué quieres decir con eso?

—-Este. . . este. . . ya te im aginás lo que quiero decirte. Y si de c ierto no lo enten- dís, ¿sabís?, son mujeres de m undo que por veinte sucres se van con cualquiera.

La notic ia lo entusiasmó a Leonidas.

— Qué fáciles, ¿no?

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En la "Peña B lanca", tenía una linda Ion- gu ita . "C om o para pobres". Parecía to m a ­te de coloradote. Y qué d if íc i l era proponer­le esas cosas. Y para qué tam bién. Ella iba a ser su m u je r exclusiva, por toda la vida, t ra ­ba ja r ían juntos y sin m iedo de que se la com ­pre otro hombre.

Golpeó las manos el am igo y, a una leve insinuación, las p illas se acercaron. L igera­mente se presentaron. Leonidas casi no sa­bía cómo hacerlo.

Las p illas se d ieron cuenta del caso. Sin embargo, eso no im portaba. Había que ex­p lo ta r su ingenuidad.

Después de pocos momentos estaban m a ­reados con la cerveza ingerida. Tom aron un carro y se enrum baron al dom ic i l io de las p i ­llas. A l l í con tinuó la bebida y, m ientras go­zaban con la franqueza , alegría e insinuación de ellas, no se dieron cuenta de que el cielo empezaba a engranujarse de estrellas.

— Por un gusto se padece— , decía el a m i­go, versado en asuntos de ciudad.

Leonidas pensaba:

— Qué bravo que's mi Sargento Lomas. M añan a iremos al ca labozo y nos tendrán c pan y agua.

— Ojó pis, no nos mos de morir.

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Se o lv idaron de nuevo de su obligación. Sentados en la cama, apagaron las luces, las tom aron de la c in tu ra y . . .

Leves pero acompasados quejidos de las camas y aceleradas respiraciones, buscaban salida por un resquicio de la puerta.

El a lba era rosada. La c iudad desperta­ba ind ife ren te a los dramas que pasan por las noches. Los dos conscriptos, vestidos de kak i, estaban perdidos. Sólo en su ropa tenían uno a jada esperanza.

Entraban al cuarte l resignados a todo.

Una lluv ia de puntapiés cayó sobre sus cuerpos.

— Chagras babosos, creen que están en su casa ¿ah? Esto se l lam a cuarte l. Aden tro chagras.

El Sargento Lomas los arreaba a c u la ta ­zos al calabozo.

— Fiau.

— Jhé.

— Fiau.

— Jhé.

El lá t igo saltaba de gozo en sus espal­das.

— Ey, Cabo Bravo.

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— Ordene mi Sargento.

— Le recomiendo a estos mamarrachos. Ocho días a pan y agua; a las cuatro de la m añana a las duchas; luego servicio especia!, ¿oyó?

— Si mi Sargento.

Adentro , en la lobreguez del calabozo, Leonidas y su am igo, apenas sollozaban.

— Así es la v ida del cuarte l, aquí se apriende a ser machos.

— No subsistiremos más, ¿no?

— No, Leonidas, pero gozamos, ¿no?

— Tiacordás dianoche?

— Claro, pis, qué buenotas, ¿no?

— Y han destar rod iando el cuarte l. No vis que quedaron en venir a vernos.

El t iem po es veloz. Iba cerca de un año de esa vida y pronto les darían su libreta m i­l ita r. —

Leonidas sabía del arte de mujeres. V io muchas películas. Pero en su sangre v ia ja ­

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ba un germen m ald ito . En su cuerpo gober­naba un sarpu ll ido , como él decía, que lo te ­nía preocupado.

Oyes, queserá, pis, lo que m iasa li-do, ¿ah?

— ¿Qué pis?

— Ve estos granitos aquí.

— Uta m ierda, t ian jod ido por meterte con esas dia rial.

— Yora quiago?

— Hacete ver con a lgu ien antes de que te jodás del todo.

Y el t iem po sigue su camino. El sarpu­ll ido le aparecía y le desaparecía.

— Nada creo que's fs. M a l de estómago creo que's pis.

En el cuarte l un a lborozo tremendo. Los del 25 salían después de haber oído un m ag ­n if ico discurso del Cap itán que les aconseja­ba ser fieles a la Patria y estar atentos cuan­do ella los llame.

Leonidas volvía a recojer su poncho y su ropa de ayer. Pero qué f laco que estaba. T u ­vo que hacer un o ja l más en su correa. Los pantalones se le caían. Su madre, m am a Ber­sabé, que ya supo la notic ia , lo esperaba no-

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che y día sentada en el um bra l de la puerta.A su v ie jo ya se lo llevó Dios al cielo.

La m isma gente de hace un año, volvía a la puerta a verlo llegar.

— Uy, qué f laco el Llonidas, hueso y pe­llejo, ¿no?

— Parece que lia sentado mal la dud ó .

— Qué tr is te que se lo ve, ¿no?

Desde entonces Leonidas era triste. Su madre le proporc ionaba caricias. Lo ha laga­ba con todo. Le daba todo.

— Ve h i j i to lo que dejó tu ta ita .

Le mostraba unos terrenos adquir idos du ­rante su ausencia y en la escritura a d ju d ica ­dos a él.

Pero Leonidas nada quería. El sabía que nada vale c u a n d o 'n o se tiene la salud com­pleta.

La curandera le aplicaba lodo en el cuer­po.

— La m unch ira creo loa orinado.

— U será el n inacuro tan.

Le ap licaba tabaco mascado, y nada. En d e f in it iva estaba postrado.

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olor.

A lgu ien más en la "Peña B lanca" tenía los mismos síntomas.

¡— La peste, la peste quia tra ído el Llo- nidas de Q u ito !

Cuántos lo saludaron, cuántos lo vieron, todos se llevaron el m a ld ito sarpullido.

Leonidas empeoró. Una fuerte ca len tu ­ra lo "p r iv a b a " continuam ente. Se encendía. El perro le lamía los pies. Nadie lo v is itaba ya. Su madre lo rociaba de lágrimas. Enca­necía.

A medio día Leonidas salía corriendo con desesperación. M irábanse sus piernas esque­léticas a través de sus ca lzoncil los inútiles.

— ¡Chandoso, chandoso!— le g r itaban los niños de la "Peña Blanca".

— Utatay, chandoso, hediondo, uta perro, podrido.

Le escupían en la cara y huían.

Leonidas m iró por ú l t im a vez los cam ­pos. Se arro jó desde lo "Peña B lanca" al ab is­mo. Un trozo de su camisa, enredado en un pequeño tronco de la pendiente, f lam eaba co­mo bandera de horror y de miseria. La que­

Seguía in fec tándose y e x h a la n d o un ma l

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brada que venía de la m ontaña, mascullaba sus responsos sobre el gu iñapo sanguinolento.

No fa ltó a lgún comedido que ba jara al pueblo a com un ica r la no tic ia al Político.

A l día siguiente, la au to r idad del pue­blo, tomó dos Guardias Civiles y se fue. C uan­do llegó nada había que hacer. El abismo era ¡nsondab'e y cien ga ll inazos se d isputaban su carne lacerada.

— ¿Cómo se llam ó el muerto?— pregun­tó.

— Llonidas, señor.

— ¿Cuáles fueron los motivos que lo lle­varon a la muerte?5

— No sabimos, señor. Lo único que sa- bimos es que era chandoso dende que ^ in o de Quito ; muchos d iaquí están con esa peste. Qué tan será, señor.

El Político se retiró a su pueblo. Orde­nó *que se queme la choza de Leonidas y que se ponga una cruz de piedra en la "Peña B lan­ca".

Una gruesa co lum na de hum o ascendía de! bohío que era un in fie rno. El cielo íbase volviendo negro. Empezó a llover.

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A N D A R I N E S

El cam ino se retorcía como melcocha ba­jo el sol quem ante de las doce. Sobre las are­nas tostadas cam inaba, lentamente, un hom ­bre sexagenario, d igno de lástima. La barba encanecida le cubría hasta los ojos, y el cabe­

d lo como algodón, le tapaba las orejas. Un sombrero que no se sabía de qué color era, le prodigaba sombra; el abrigo, a lgo verdoso y m ugr ien to con más de cien parches, le daba, antes que protección, malos olores.

Un ja rro con negras lacras pendía del c in ­to; una v ie ja m ochila , caía desde sus hombros hasta las rodil las que, de tan to moverse, le iba t izando más y más su p a n ta !ón a media canilla.

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Los zapatos, negro el uno y café el otro, sujetos a los pies con f ibras de cabuya mal to r­cidas, a cada paso se abrían por la punta, co- ...o quien lanza prolongados bostezos, denun c iando el ham bre de distancias.

En su m ano izquierda, enorme y huesu­da, llevaba un bordón, compañero inseparable de todo v ia jero ; con la diestra sujetaba una pio la anudada repetidas veces, ni más ni me­nos que los quipo-camayos de los incas, con la d ife renc ia de que en ellos leían el ham bre y la miseria. Asidojs a ella, cam inaban, con paso menudo y ligero, tres perritos d im inu tos que o lfa teaban una y o tra cáscara arro jada al ca­m ino por a lgún transeúnte.

Pocos pasos atrás iba, cab izba ja , una n i­ña de más o menos diez años de edad. Era h i ja del anciano andariego. Llevaba una ba- t i ta m uy usada que en un pueblo ta l, se la re­galó una señora de "buen corazón".

Un pañolón seboso pendía de sus hom ­bros, y de su mano, un vie jo m aletín , m ientras sus piecesitos rajados, sangraban de tan to ca­m inar.

Las m e ji l las de la n iña, como pompas ro­jas, parecía que iban a estallar.

— Papá, al- f in , balbuceó la n iña— qué solazo que hace, me duele la cabeza y ya no puedo cam inan

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— -Qué m uchacha más fregada, la m is­ma canta le ta de siempre. ¿Ves b lanquear les torres de la iglesia?, el pueblo está cerca, va­mos, camina.

Los via jeros en traron al pueblo. La m u ­chedumbre enfiestada, se movía de un lado al otro impidiéndose el paso. Los mercaderes habían tend ido en las aceras y zaguanes, g ran ­des esteras y manteles am aril len tos en donde exhibían sus baratijas.

Un propagandista de pan ta lón blanco y larga peluca, subido en una mesa, se había ganado un gran aud ito r io . La gente le m ira ­ba con curios idad y asombro. En su dorso desnudo, tenía a lgunas culebras vivas que se arro llaban y desarro llaban inofensivas. A ratos cantaba, ad iv inaba la suerte o pronosti­caba el fu tu ro m ediante un naipe que se aba- n iqueaba en sus manos. Repartía una que otra ca j ita de pomada que decía era eficaz para cortes, golpes y quemaduras. Vendía frascos de tón ico para los niños, que, a pre­cios fabulosos, llevaba a sus casas, la gente ¡nocente, y no era más que agua de raspadu­

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ra con algunas hierbas, bien envasada y con a trac tivas etiquetas.

Nuestros viajeros, buscando un lugar de m ayor concurrencia, empezaron a recorrer las calles con sus perritos d isfrazados, a la vez que g r itaban haciendo propaganda de la fu n ­ción que poco después iban a presentar.

— Gran func ión de gala, hoy a las siete p.m., no fa lte , venga y adm ire a los perritos amaestrados en su divers idad de números.

Traía, la perr ito europea, sa ltará por las argollas y ba i la rá en la cuerda.

A m ur, el perro cantor, entonará los can­tos de ú l t im a moda acom pañado con el ron- rín, etc., etc.

En tanto, un s innúm ero de muchachos, los seguían atraídos por la curiosidad.

A que lla noche, la gente novelera, se ha ­bía congregado en el lugar ind icado para la función. Los niños especialmente,, fueron hondam ente impresionados, y era común ver­los en las calles o en los patios de las casas, tra tando de im ita r al anciano y a los animales artistas.

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La func ión te rm inó en horas tempranas todavía. El pueblo, poco a poco, iba quedan­do desierto. Uno que otro borracho pro lon­gaban su diversión en los estanquillos mal olientes, m ientras los bom billos eléctricos, c la ­vados en gruesos postes, parpadeaban como rojas pup ilas bajo la ceja oscura de la noche.

— Papá, tengo hambre, se oyó p ronun­c ia r una vocesilla como de un enfermo. T e n ­go ham bre y frío, repetía con insistencia.

— A y m art ir io , tú me pesas más que los años que tengo, con tinuaba el degenerado am bu lan te que se había em briagado con el d i­nero de la func ión , como era de costumbre.

O tra vez un silencio profundo. El an ­ciano había caído vencido por el licor. Ron­caba como un cerdo en la vereda húmeda, fue ­ra de la población.

En tanto , la pobre niña, acurrucada ju n ­to a sus perros, t i r i ta b a de frío.

De pronvto, los perritos empezaron a l lo ­rar como humanos. Ceraban sus o jitos fos- forecentes y, extendiendo los hocicos al cielo, au l laban lastimosamente.

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»I

— ¡Papá, p a p a c i to ! , . . . Dios mío, mi pa­pá se muere— decía la n iña, cogiendo la ca­beza del anc iano que b lanqueaba los ojos co­mo un loco y mostraba unos tres dientes po­dridos en sus encías amoratadas.

La n iña desesperada echó a correr por las calles que se dejaban ver, lechosas, con los primeros resplandores del alba.

El nombre del anciano tem b laba en sus labios.

A lg u n a beata m adrugadora se detuvo ante el fa ta l anuncio.

— ¿Qué te sucede, buena niña?i

— M i papá, mi papá, se murió .

— No llores. Irás a mi casa con tus pe­rritos y encontrarás verdadero ca lor de hogar.

Las horas transcurr ie ron, y las gentes que vieron al anciano la noche an te r io r en la in ­fa n t i l presentación, lam enta ron el suceso.

La au to r idad procedió al levantam iento del cadáver. A l verif icarse la autopsia de ley, llegóse a descubrir que el ún ico m otivo de su muerte era una fuerte in tox icación.

Pero la n iña no podía o lv ida r a su pa­dre. Le llevaron los perros que eran como her­manos y juntos llo raban metidos en la alcoba que les segregó la buena beata.

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A l cabo de ocho días, los perros morían de pena. La niña quedó de f in it ivam en te so­la.

Sus ojos eran rojos, como brasas de can­dela. Aparecían síntomas de locura.

A lgun a vez balbuceaba palabras in in te ­ligibles. Otras veces l lam aba a sus perros. Esto-y llorar, era su ofic io.

La señora que vanamente se empeñaba en consolarla, iba perdiendo la paciencia. Se sentía fas tid iada con esa c r ia tu ra inservible en su casa.

— Tienes madre, di, tienes madre? (La n iña ca llaba)

— ¿Tienes a lgún ser de fam il ia? , contes­ta.

— Si.

— ¿Te enseñas aquí?

— No.

-—¿Quieres irte donde tus parientes?

— No.

— ¿Te da pena de tu padre y de tus pe­rros?

— No.

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— Entonces ¿qué quieres?

— Sí.

No había duda, la chica estaba loca y la señora loca tam b ién de rabia por no sacar n ingún provecho como pensaba.

Una noche negra, como un terrón de som­bras, la n iña se s in tió aterrada con el recuer­do de la muerte de su padre. Cien ¡deas pa­recían agu ijonearle el cerebro. Sus pupilas se d i la taban con exageración. M ord ía , fu r io ­sa, la esquina de su pañolón seboso.

Cuando la señora, a la rm ada, t ra tó de tom arla por el brazo para entregarla a la au ­toridad, la m uchacha salió corriendo.

Nadie vio el cam ino que tomó. Pocos m i­nutos después, desapareció en las sombras. La absorbió la noche preñada de tin ieblas.

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L A E N D U E N D A D A

A las cinco de la tarde, Leonila bajó al río a "a c h ic a r " los terneros. Eran las seis y no volvía.

Su madre, la vaquera, como la l lam aban, entraba y salía de su choza para localizarla.

— ¡ Leonilaaaaa, Leonilaaaa!

Nadie respondía. Como una pelota in ­visible bajaba por las laderas, el eco, dando botes.

— Qué tan liabra pasado a esta ch iqu i l la del señor. Ta lvez se cayó en la ciénega a l­gún ternero y no lo puede sacar. Pero el ga ­nado tiene un o lfa to agudo y reconoce el pe­ligro más que'el cristiano.

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La vaquera se desesperaba por ir a ver- la, pero no podía abandonar la choza por te­m or al zorro. Un m ín im o descuido era bas­ta. Siempre andaba merodeando el ga l l in e ­ro para llevarse un par de gallinas. Ya tenía experiencia. El o tro día no más había hecho un escándalo fo rm idab le cargándose unas dos lindas lacres.

— ¡ Leonilaaaaa, Leon il itaaaaa !

La noche se venía encima como un pu ­ño cerrado, amenazante.

En el fogón, dispuesto en el centro de la cocina, hervía una olla renegrida llena de pa­pas. La vaquera molía un a jí " roco to " , m ez­clado con pepa de calabaza.

De repente, la puerta sem iab ierta , se abrió to ta lm ente. Leonila entró de sopetón y cayó de bruces en la ta r im a que les servía de lecho.

Cuando la vaquera se levantó de su si­tio, regordeta y pesada, encontró que su h i ja tenía los ojos casi al revés y prontos a salirse de sus órbitas. x

-— Leonila, Leonila, m ij i ta , qué te pasa.

Leonila v iraba horr ib lem ente los ojos, -mientras una corona de saliva le cercaba los labios.

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La "m a la ho ra " la había sorprendido aba­jo, al pie del " c a n j i ló n " , en ese chaparro es­peso que de día "m esm o" era pesado, y no ha ­bía que suponerse otra cosa, la m uchacha es­taba enduendada.

A pesar de que la noche era im penetra ­ble y no dejaba ver ni un m etro de camino, la vaquera salió llorando, con un t izón al ro­jo en la mano, para vencer las tin ieblas.

— Tan tan tan , la puerta del convento.

— T a ita curita , m ija se muere.

Después de breves momentos, el cura, sospechando el c lam or de un fie l agonizante , tom aba el copón de hostias entre sus manos y se d ir ig ía al lugar del suceso. V en ta josa­mente no era lejos. La noche parecía mos­trarse más accesible al paso del santo párro ­co.

Con el continuo ba t ir de la cam pan il la que llevaba el sacristán, tendida en el suelo, con los vestidos desgarrados que dejaban ver sus muslos morenos, levantó los ojos y los c la ­vó en el tumbado. Hacía gestos horrib les con la boca, los ojos y las manos, como los de una loca enamorada. En tanto, el cura la tomaba en sus brazos y le rociaba agua bendita.

La jovencita tenía unos quince años y aún no hacía la p r im era comunión. Esta era la causa, según el cura desde luego, para que

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el mal espíritu se haya posesionado de su cuer­po. La lámpara de kerosene, que con el gas oscurecía la hab itac ión, caía a cada ins tan­te em pujada por manos invisibles. Era el duende que bailaba ante los ojos de Leonila y se mostraba celoso con el párroco. Y cosa curiosa, sólo ella lo veía.

La l lam aba con las manos en ac t itud de espera.

Se preparó un tiesto con candela; sobre él se a rro jó un puñado de incienso, y, tendida en una sábana, la hacían g ira r repetidas ve­ces, m ientras coreaban:

— €1 ángel del Señor anunció a M aría .

— Concib ió por obre y gracia del Espíri­tu Santo.

Eso fue todo. Como la posesa no cum ­plía con el tercer requisito de la iglesia, la co­m unión, no había más que hacer.

El sacerdote salió dando algunas ins truc­ciones y se perdió en las sombras.

A que lla noche, la vaquera tuvo que am a­necer con su h i ja en los brazos en una lucha continua. Leonila quería escapar.

Las seis de la mañana. El a lba se reven­tó en las manos del sol. Un perfum e de eu­calip tos y arrayanes, llenaba la poma del día. Las vacas m u jían jun tó al corra l, y, estirando

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sus pescuezos lustrozos, lamían sus crías a través del a lambrado.

Leonila se adormeció.

La voz del patrón entró por el bahare- que, fuerte e imperiosamente.

— ¡M aría , M a r ía !

— Voy patrón.

Salió llorando y contó a todos el caso.

— Uuu, eso es "pende jada " d i jo uno de los indios que traba jaba en el molino. Yo la curé a la h i ja de "m is ia " T r in idá .

Entrando en la choza empezó a preparar sus medicamentos caseros. Aguard ien te , in ­cienso y ramos benditos, y, por añad idura , le colocaba unas medallas y un escapulario de su propiedad.

El com entar io siguió en la hab itac ión. Se decía que los duendes son ángeles expulsados del cie lo por orgullosos y rebeldes. Dios los lanzó al m undo a purga r sus culpas bajo la in ­c lemencia del tiempo. Andan por los ríos y quebradas tocando su tam bor sin más protec­ción que un sombrero demasiado grande con relación a su estatura. Como Leonila era mo­rena, de ojos grandes y abundante pelo, al sorprenderla en el río sin que ella lo a d v ir t ie ­se, el duende se enamoró.

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C um plido su traba jo , el m olinero salió aconsejando que a las doce del día y a las seis de la tarde, hora en que los espíritus malignos andan sueltos para tentar, repita la curación como él lo hizo, no sin de jar de rezar: el án ­gel del Señor. . .

En efecto, Leonila iba desalo jando a! duende poco a poco. Se confesó, h izo la p r i ­mera com unión y vo lv ió a su trabajo .

Los terneros, a quienes su ingenio los ha­bía bautizado, la estaban extrañando.

A las c inco de la tarde bajaba hacia el río sin más armas que sus medallas y escapula­rio.

— Chicó, chicó chicóooooo.

Los becerros se iban jun tando para subir al corral.

El duende, seguramente reconocía la voz y e! sonido m etá lico de las medallas que t r iu n ­fantes sa ltaban en el pecho de la enamorada. Lo a to rm en taba el solo hecho de la com unión y, río abajo, golpeando acom pasadamente su tam bor, parecía alejarse, lam entando su per­d ido amor.

Leonila, parándose de trecho en trecho en el cam ino, con fund ida entre sus pupilos, recordaba la f igu ra del ángel soberbio y son­reía dulcemente.

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E L M A R F I L

Bajo el gris tr is tís im o de! cielo y sobre el verde-caña de una cima, se ve, desde lejos, alineadas, como palomas amaestradas, las ca­sas blancas que ostentan el rojo encendido de sus techos. La cúpu la a m ar i l len ta de la ig le­sia, parece el casco de un a t le ta fo rn ido que, con su voz imperiosa, impone silencio a la población.

E1 v iento — barrendero sin salario— , es­tá presente en la urbe, llevándose hasta el ú l ­t im o papelucho de las calles. Luego se a le ­ja pajona l adentro, arrebatando sombreros y levantando los vestidos- de las pobres indias que cu idan su ganado en las paupérrimas la ­

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deras que m o jan sus pies en el río que brama horrible.

Es el pueblo de "El A n g e l" que parece desplegar alas de neb lina para emprender el v ia je a l empíreo gris.

El mes de mayo en toda su p len itud.

Las gentes madrugadoras, en m u lt i tu d desordenada, cubiertas desde la cabeza con sus pañolones negros, en tran y salen del tem ­plo con sendos ramos de flores para el a l ta r de M aría .

En la a m p lia nave revolotean nubes de incienso, m ientras las voces, acompasadas de un coro de niñas, v ib ran ensa lzando el nom ­bre de la V irgen.

En aquel grupo de chicas sobresalía la f igu ra de Carlo ta , nub il m uchach ito de q u in ­ce años, hermosa y buena, apta para la m o­rada de Dios.

A que l la m añana, Carlota, después de haber com ulgado con devoción, al f in a l de la misa, hacía rezar en a lta voz a sus com pañe­ras, como suele decirse, dando gracias al Se­ñor.

A las ocho de la mañana, se d ir ig ía a su casa. ,

Su madre, parada en el d in te l de la puerta, la esperaba impaciente, m ientras en el

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in te r io r de la casa sonaban las tazas y p la t i ­llos de porcelana para servir un café a rom á­tico tra ído de Colombia.

— H ij i ta , tardas tan to en llegar, que po­nes en preocupación a tu madre. O tra vez no vuelvas a dem orarte ; f í ja te que tu consti­tuc ión no es para pasar de una hora de te rm i­nada; temo que vayan a darte aquellos des­mayos que de n iña solían sorprenderte.

— No, mamá, respondió C a rlo ta— , aho­ra me siento bien. Tengo fuerzas su f ic ien­tes para resistir estos ayunos, y creo que, por am or a Dios, nada me pasará.

D iciendo esto, la n iña se d ir ig ió a su cuarto, se puso un m and il y se acercó a la me­sa a tom ar el desayuno. *

Después de breves instantes quedaron S o ­las la madre y ella. El padre se d ir ig ía al t ra ­bajo y sus hermanos salían corriendo a la es­cuela.

— M am á , al f in d i jo C a rlo ta— , esta ma ñaña no hay clases, y como los exámenes m en­suales ya se acercan, voy a repasar mis lec­ciones por el campo, al m ism o t iem po que re­cogeré unas flores para el a l ta r de la V irgen.

— No te alejes m ucho y vuelve pronto mi vida, replicó su madre cariñosa.

Tenues nubecillas, como si fueran de re-

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sorte, empezaban a estirarse en el horizonte, de jando vis ib le un sol rojís imo que alegraba el am biente saturado de perfum e con las flores nacidas en la estancia.

Carlo ta , con un cuaderno en sus manos, cam inaba lentamente por la carretera custo­d iada de esbeltos "chaguarqueros" que t ra ta ­ban de atrapar, con sus dedos enjutos, a las nubes pasajeras.

Había cam inado dos k ilóm etros cuando se detuvo fren te a una choza de mal aspecto. Sin embargo, las enredaderas de taxos, los á r ­boles de chamburos, y sobre todo, la variedad de flores, d is im u laban su desgracia.

Acercándose al enrejado, Carlo ta , g r itó con voz de licada:

— Casera, caserita, ¿no muerde el perro?

— Quien va, respondió una voz que in ­fundía terror.

— Yo, replicó Carlo ta .

— No hay perro, adelante.

Entró resueltamente en el ja rd ín , mas, su sorpresa fue grande al d iv isar a un ind io de raza pura que emergía de entre los rosales como un fantasma.

Sus faciones eran toscas: cara ancha, pómulos prominentes, el cabello le cubría has­ta las orejas; sostenía en sus manos un pesado

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azadón; el v ientre abu ltado, se in f laba y de­s in flaba debajo de una camisa sucia. Sus ex­trem idades cortas pero excesivamente m uscu­losas, denunciaban el t raba jo continuo en los duros campos, y, con sus ojos pequeños, en­treabiertos los labios befos, sonreía como fas­cinado por la presencia de un ángel en su huer­to.

C arlo ta quiso retroceder, pero la palabra ins inuante del indio, h izo que desistiera su fuga.

— Qué vientos me la botaron por aquí, mi n iña, exclamó el hombre traza de brujo.

— Es que, m ira , vine a pedirte un favor. Como tú sabes que estamos en el mes de M a ­ría y como en el pueblo han escaceado las f lo ­res, quiero que me regales "u n i ta s " para su altar.

— Oh niña, tra tándose de la V irgen y de un ángel como Ud., no voy a negarme. Coja las que a bien tenga y llevelás en m i nombre.

— Gracias buen hombre, d i jo d ir ig iéndo ­se al ind io que la m iraba f i jam en te . Dios te pague con más flores, y, al f ina l de tu vida, té- de el prem io merecido.

Ya en ac t i tud de regreso, la sorprendió una ¡dea: '

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— Lo que guste mi niña.

— El sábado p róx im o es el ú l t im o día del mes de M aría . A nda al pueblo, confiésate, realiza una confesión para que Dios te ayude en tus trabajos.

— Así fuera, mi niña, pero hace más de veinte años que no me confieso, es decir, den- de que hice la Primera Comunión. De eso aquí, el destino m ia botado en estos cam ­pos. Con todo, ya mos de ver si vamos por allá.

Como el sol ya había a lcanzado el pun ­to más a lto del cielo y se disponía a ba ja r al horizonte opuesto, C arlo ta h izo su despedida, p rom etiéndole que volvería por las flores.

La n iña regresaba por la carretera, pre­surosa, ante la am enaza del cie lo que iba des­plegando nubes h inchadas de tempestad.

Sudorosa, jadeante, entró en su casa. Ya la madre se preparaba para ir a buscarla. Pe­ro antes de que aquélla tuv iera palabras pa­ra retarla, se ade lan tó d ic iendo:

— M a m ita , qué linda la m añana, he es­tud iado como Ud. no se im agina. M e se "c o ­mo la a g ü ita " las lecciones de H is to r ia y Geo­gra fía Patria. Y sobre todo, t ra igo unas f lo ­res para la compostura de la iglesia.

— Si, h i j i ta , pero de nuevo me ¡ntranqui-

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lizas. Pon las flores en el suelo, ven a a lm o r­zar y que no sepa tu papá que tam b ién es ene­m igo de estas cam ina tas por lugares apartados de la población.

Ahora , la tempestad recia, abaleaba al silencio indefenso. Uno que otro m uchacho de la escuela, desafiando la cólera de los c ie ­los, corría para no perder sus clases.

Carlo ta pensaba en la cólera d iv ina cuan­do castigó a los pueblos malos con cuarenta días de tempestad, hasta ahogar el monte más enhiesto. Era m uy sensible. Sus ojos se lle ­naron de lágrimas, y, contem plando detrás de los anchos ventanales la resignación de la ta r ­de, esperaba una tregua para ir al colegio.

— ¿En qué piensas?, mi v ida— d i jo la m a­dre que la contem plaba desde la recámara.

— En nada, mamá. Estoy esperando que pase la lluv ia para ir al colegio. M is com pa­ñeras me esperan para ensayar los cantos pa­ra el ú l t im o día del mes de mayo.

— Pero h i j i ta , si te empeñas en ir, pue­de hacerte daño. M anda ré a la m uchacha a f in de que com unique este pa r t icu la r y ju s t i f i ­quen tu fa lta .

— No, m am ita , Ud. siempre me hace comprender que mi delicadeza es extrema, y, si a lguna vez me enfermo, es porque ya estoy con esa sugestión.

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— Bueno, anda, y ev ita , en lo posible, que la llu v ia te moje.

Una breve sonrisa a rrib ó a los labios de C arlo ta . C ubrió su cuerpo con un abrigo de capucha, y con un beso, se despid ió de su m a­dre.

La tarde agon izaba ba jo el lá tig o im p la ­cable de la tem pestad. Las tó rto las , a cu rru ­cadas en los árboles escuálidos, llo raban co­mo cria tu ras.

Sombras, m elanco lía , desolación.

C a rlo ta había vue lto a la casa. Sentía do lor de cabeza y no tuvo a pe tito para co­mer. Fue a su cua rto y se acostó.

La m adre, que siem pre está a la espec- ta tiv a de lo que dice el corazón, p res in tió lo qwe podía ocu rrir.

Por la noche la devoraba una fue rte ca­len tu ra , y, en m edio del de lir io , p ronunciaba pa labras im perceptib les, vagas, que m orían al borde de sus labios encendidos.

No había más que correr en pos del bo­tica rio , y, a la voz de "m i h ija se m uere", el padre de C a rlo ta golpeaba con insistencia la puerta de la ún ica droguería del pueblo.

Cuando llegaron, todo rem edio fue in ú ­t il. La fieb re había tom ado cuerpo. Una fu e r­

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te pu lm onía acabó con la v ida de la n iña que pasó a la m orada de Dios.

A llí estaba tend ida , pá lida como el fra i- le jón que ta p iza los páram os de su tie rra . En su pecho reposaba un c ru c if ijo . Parecía do r­m ir.

Los vecinos, ante el ru ido que producía la confusión, acud ieron a ver lo ocurrido , y, a la vez que sum aban sus pesares, se d isponían a com poner la sala para ve lar a la d ifu n ta .

A m aneció . Las cam panas convocaban a los fie les a misa. Las go londrinas trin a b a n por los aires pronosticando un día de calm a.

La nave volvía a llenarse de gente, y el coro de las co legia las, saturaba de arm onía el tem p lo a tav iado de azules cortina jes y b la n ­cas azucenas.

Pero C a rlo ta no estaba a llí. Era Id p r in ­c ipa l del coro y era necesaria su presencia. Se envió una com pañera para que fuera en pos de la solista. Mas, la m ensajera, sorprendida del caso, no daba crédito . Le parecía un sue­ño, un espejismo.

C orrió con la trág ica no tic ia cuando la misa estaba en su apogeo. Poco después se veía un cordón in te rm ina b le de am igas y com ­pañeras que conducían ramos, coronas y ta r ­jetas.

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A las ocho de la m añana del día s igu ien ­te, C a rlo ta en traba al cem enterio. Y a llí que ­dó, sola, en reposo eterno.

La noche entraba. Como m ariposa ne­gra, tendía sus alas de m onte a m onte. D i­ríase que in ten taba apagar la luz de las es­casas estre llas que em pezaron a encenderse m uy altas. El v ien to en trenaba su carrera de m illó n m etros y pasaba tum bando los tr ig a ­les am arillos .

El cem enterio , el ún ico cem enterio del pueblo, queda lejos. C ua tro m uros al caerse c ie rran el área del m ismo. La h ierba aho­ga las bóbedas musgosas, y, las cruces mal paradas, parecen desmayarse cansadas de la posición que le im puso el ca rp in te ro .

El " M a r f i l " — así lo llam aban al ind io dueño del rosal— que conoció dos días atrás a C arlo ta , en traba al cem enterio tra ta n d o de id e n tif ic a r la tum ba de la n iña.

Yo me hubiese im ag inado que iba a llo ­rar la ausencia sin retorno de C arlo ta . Mas, m ovido por instin tos raram ente vistos, entró en celos con la tie rra , y como energúm eno rab io ­so, a b rió la fosa y llevóse a la m uerta entre sus brazos. Llegó a su lecho, y sin cerem o­nia a lguna , celebró nupcias con el yerto ca­dáver de C arlo ta .

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Tres días más tarde, la fa m ilia que fue a de ja r flores a la tum ba, se encontró con la tie rra rem ovida como si una erupción hub iera expu lsado su cadáver.

La m adre, cayó accidentada, m ientras el padre y demás seres de fa m ilia , traspasados de am argura , in ic ia ron la indagación debida.

Por s im ple casua lidad, un v ia je ro que fa ­tigad o de cam ina r se detuvo fren te a la v ie ja casucha del ind io , notó que, m ezclado con la frag anc ia de las flores, venía un a ire saturado de m alos olores. Por o tra parte, el lúgubre zum b ido de las moscas, hacía presum ir que en el in te r io r había un cuerpo en descomposi­ción. D enunció a la p rim era au to ridad del pueblo quien pudo consta tar que la m uerta , tan llo rada por sus deudos, era C arlo ta , pre­sa del in s tin to b ru ta l del ind io y pasto de las moscas.

El " M a r f i l " , en quien .debía ejecutarse una dura sentencia, después de ser apresado y conducido a la cárcel, escapó de ella.

Los despojos de la n iña fueron puestos de nuevo en el cem enterio. Sobre la fosa co­locóse una piedra de exajeradas dimensiones que hacía de gua rd ián indes truc tib le ante los siglos que lo consumen todo.

Pasaron los años, y cqp ellos, la v ida de su padre era ¡da. Todo parecía haberse dor­

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mido. Pero aquel m onstruo de los páram os tenía la ten te el recuerdo de C arlo ta . No la había o lv idado, pues, se lo encontró en el ce­m enterio , m uerto , con las a rte rias rotas por la fuerza que h izo al levan ta r la piedra.

Los ojos eran horrib les, como que hub ie ­sen querido sa lta r de sus ó rb itas ; su cabello desgreñado le tapaba la fren te estrecha, y sus crecidas uñas, clavadas en la tie rra , daban a com prender los m ovim ientos desesperados que había e jecutado el ind io , m ientras que, con sus labios gruesos, cubiertos de una aureola de espuma, había im p rim id o el ú ltim o beso en los huesos fríos de la n iña , b lanca azucena de los páram os sombríos.

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L A V O L A D O R A

— ¡L evan ta ! Son las dos de la m añana y tenemos que estar en la To la antes de las c in ­co. H ay que cojerlos en la cama. H ay m u­chas quejas. Parece que la vaquera con el Chapi están rovándose la leche. Hace ya dos semanas que ha rebajado considerablem ente la producción del rejo.

— Ya voy papá— , contesté, m ien tras me vestía sin esperar doble ins inuación . Pero re negaba in te rio rm ente . H abía dorm ido ú n ica ­m ente el p rim er sueño, tenía te rro r al frío , y, sobre todo, a la oscuridad.

Salimos con bu fanda y poncho. Para con­tra rre s ta r el frío , m i padre encendió un c ig a ­rrillo . C am inábam os a pasos largos por un

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senderito estrecho que o rilla b a zan jas y ta ja ­ba potreros. D ifíc ilm e n te lo podía seguir, yo era un c h iq u illo todavía.

N i tan c la ro ni tan oscuro. Pocas estre­llas — monedas de lu z— habían depositado las horas v ia je ras en el án fo ra de la noche.

A llá una hoguera en m edio papal, se iba extingu iendo . Por acá, "q u ié n v ive " g ritaba un peón cuidadoso de los bienes de su patrón, y más a rriba , — al parecer en la T o la — la d ra ­ba un perro.

De repente, al c ru za r el río, mi padre se detuvo ante un inesperado ru ido que zum ba­ba por los aires. In tuyó de lo que se tra taba .

— Son las "vo lado ras", d ijo . S iéntate se­renam ente y ya verás que descubro a la en­dem oniada.

Yo fin g ía serenidad, sin em bargo, te m ­blaba de miedo. Las m andíbulas, como pos­tizas, se m ovían haciendo castañetear los d ien ­tes. Rezaba para ahuyen ta r al dem onio que nos seguía.

M i padre se tend ió de espaldas en el sue­lo y ab rió los brazos en cruz. La vo lado­ra caía como un costal de arena en un m a to ­rra l cercano. Después, un breve d iá logo en­tre aquél y el "a pa re c ido ".

— M añana vendrás por sal— le d ijo .

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M is sentidos se entorpecieron y caí acc i­dentado.

El canto de los gallos me despertó en el lecho rústico de un peón, hediondo a orinas de n iño tie rno . Josefa me s irv ió un "p ilc h e " de agua de to ro n jil para a m o rtig u a r el susto, m ien tras en la hab itoc ión se hacía el com en­ta rio de lo que había sucesido pocas horas atrás.

— V ie ra , patrón, decía Josefa— el Se­gundo tam ién pasó por esos sustos cuando era soltero. Yendo a tre r una yunta de bueyes dese lado, asegura que cruzó la "v o la d o ra " por enc ím ita de su cabeza y que, poniéndose en cruz como ha hecho su mercé, cayó el b u l­to. Y la b iá conocido. Reciencito nomás m u­rió. Qué enferm edad tan sería. Era negra, negra, como tizón .

O tro con tinuaba la charla d ic iendo que aquellas pactan con el d iab lo para que las conduzca por el a ire y que, sólo por ese p la ­cer, al f in a l de su v ida, entregan el a lm a al dem onio. Inclusive decía las frases que las voladoras p ronunc ian desde una a ltu ra , an ­tes de arro jarse al vacío:

"L levóm e de v illa en v illa ,

qu iero en tus brazos vo la r;

llevóm e por las m ontañas,

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por los aires, por el m a r".

Sin Dios ni Santa M a ría . . .

— Y juáquete , a vo la r lindo, pa trón— , te rm inaba el indio , riéndose de las voladoras.

— Yora, patrón, — añadía un te rcero— el correo de b ru jas era pis; tan popu la r en el tiem po de García M oreno, de'se Presidente q u 'izo m a ta r al Cuasapás en la p laza de T u l- cán ". Por ellas se sabía las no tic ias en el pue­blo antes que los periódicos. Asiera pis en la guerra de "C a b ra s", tan.

La charla duró hasta las nueve de la m a­ñana, hora en que la vaquera con el C hapi, llegaban con las cargas de leche al pa tio de la casa. Esta vez, con la n o tic ia de que el pa­trón estaba en la hacienda, las vacas habían "b o ta d o " m ayor can tidad de leche que en días pasados.

Pero a m i no me in teresaba eso .. Quedé con la im presión y deseaba saber si en verdad existían las "vo ladoras '. Esperaba que a lgu ien llegara a so lic ita r la sal.

A l día s igu iente , todos estábamos en la mesa sirviéndonos el a lm uerzo . El recuerdo de aque lla noche, se había ausentado por unos momentos.

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Sonó la puerta. G olpeaban afuera. Sa­lió la Rosa, una s irv ienta .

— ¿Qué desea, señora?

— Vea vec in ita , saque una a lm ita del Purgatorio , priestem é unos g ran itos de sal pa­ra el a lm uerzo .

Apenas hube oído aque lla frase, salté hacia la puerta. Todos me m ira ron con asom ­bro.

— ¡La vo lado ra !— , g rité em ocionado.

Y aque lla m u je r que oyó mi voz, to m a n ­do la sal que le pasaba la Rosa, d io m edia vue lta , con su cara más ro ja que un tom ate.

Desde entonces, creo en las voladoras que, andando de v illa en v illa , sin Dios ni San­ta M a ría , casi me m atan de susto en una m a­drugada le jana de mi e x ting u id a niñez.

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L A T E M P E S T A D

La lim p idez del c ie lo era un aug u rio de buen tiem po. El v ien to roncador se a rem oli- naba en la p laza , en las calles, como un gato jugue tón que tra ta ra de morderse la cola. El vuelo de las torcazas hacia las parvas de t r i ­go, en tu rb iaban la transparencia del cielo.

Del rac im o del tiem po, iban desprendién­dose los días, y, en su escenario, la presencia de agosto era una realidad.

Por esa época, A lb e rto estaba d is fru ta n ­do de las vacaciones en su pueblo na ta l. La in con fo rm idad con la p rop ia tie rra , h izo que se decid iera a reali-zar un v ia je a un va lle sub­trop ica l de los Andes. Se iba con su abuela

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y sus tías; deseaban sanar del reum atism o que había m inado sus m iem bros.

Partie ron con el a lba. Se em barcaron en el p rim er carro de la m adrugada. El ca m i­no que los conducía a su destino, en aquellos tiem pos, era pésimo. A l descender al va lle del Chota, el a lm a del v ia je ro va como suspen­sa entre los abismos. Poco a poco se va h u n ­d iendo en una a tm ósfera de ca lo r y de p e rfu ­me. La brisa que corre enca jonada entre las peñas, lleva en sus alas la esencia de los gua ­bos, ch irim oyos y naran jos en flo r.

A b a jo b r illa el río Chota com o una p la ­ca de zinc. A veces parece que canta , otras, ruge como una torada y, m ascando su propia espuma, em biste a la cañada indefensa.

Los gavilanes levantan el vuelo desde los pencos lanceolados, y, desde el a ire, pasan re­vista a los paisajes, tra ta n d o de co lum bra r a las gallináseas para darles caza si se descui­dan.

Rebaños de cabras ham brien tas, se en­tre tienen m ord iéndole la cadera a la peña, m ientras el v ia je ro sigue ¡m pasiente su des­censo.

A l c ru za r el puente, ya estamos en el Jun ­cal, pueblo m iserable de negros. Las casas cónicas, hechas de junco y de lodo, están di-

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sem inadas como parvas de tr ig o en el arenal que vive c rep itando ba jo un sol im placable .

Un s innúm ero de negros merodean los ca­rros m ostrando su den tadura como la pu lpa de guaba y unos ojos vivos que ba ilan en sus ó rb itas estrechas.

— Com pre lo p lá tano, lo aguacate y chi - rim oas — dicen— ind ife ren tes a los crios des­nudos, chatos y m ugrien tos que llo ran co lga­dos de sus polleras.

El cam ino sigue in te rm inab le , p la tana l adentro. M ás a llá está Carpuela . Las m is­mas casas y negros lustrosos que se revuelcan en la arena caldeada.

A lbe rto , su abuela y sus tías, ba jan del carro que en breves m om entos se pierde entre cortinas de polvo.

La m u lt itu d de. negros, im pelidos por la curiosidad, rodean a los extraños. T ra s la d a ­ron el equ ipa je al corredor de una choza. De rato en rato echaban un v is tazo al cam ino en espera de la persona que los debía conduc ir al pueblo de A m buqu í, lugar escogido para la convalesencia de las reum áticas.

— Por fin , a llí viene, —-d ijo una de las v ia je ras que habíase asomado al cam ino por cua rta vez.

Rosendo Te jada venía arreando un burro

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que a cada paso se detenía para m order una que o tra yerbec illa a la vera del cam ino. R o­sendo era conocido desde m ucho tiem po atrás. En su casa habían pasado el año a n te rio r con el m ism o fin . El ún ico desconocido para Rosendo, era A lbe rto . Se presentaron y ju n ­tos a rreg la ron la carga para em pezar la m ar­cha.

A h o ra eran las d iez de la m añana. El sol c lavaba sus dedos de luz por doquiera. Los v ia je ros sudaban. M il ojos curiosos a tis - baban por las puertas entreab iertas. Los mos­quitos, por su parte, pegados en las p iernas y en los brazos, les robaban un bocad ito de san­gre.

— ¿Va vam os cerca?— in te rrogaba A lb e r­to a cada paso.

— Ya m ism o llegam os— respondía Ro­sendo, m ientras descargaba fuertes la tigazos en el anca del p o llin o vago.

A m edio d io coronaban la cim a. De a llí se d iv isa o tro panoram a. El nuevo va lle es más estrecho. A l fondo corre el río A m buq u í, ún icam ente en tiem po de invierno. A la m a r­gen derecha se levanta el pueblo. A trá s y más a rriba , se extienden grandes cuad rilá te ros de caña y p lá tano. Es la hacienda de I ru m i­na, propiedad de los señores A lm e ida .

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En pocos m inutos estuvieron en la casita que para ellos se había designado.

No había tiem po que perder. Em peza­ron a a rre g la r las cosas. Im provisaron una m erienda y a descansar.

A l día s igu iente tuv ie ron m uchas visitas. La fa m ilia H idrovo que ya era conocida, la m u je r de don Rosendo Te jada y sus h ijos, los señores A lm e ida y hasta el cura que había recib ido buenos in form es de la fa m ilia .

Así se desliza ron los prim eros días de Agosto y cada cual se sentía m ejor de su sa­lud. Los "baños de a rena " iban e lim inando el h ie lo en sus m iem bros hinchados.

Ocho de Setiembre. Se preparaba el fes­te jo de su abuela. Las M arías celebran su onom ástico y en cua lqu ie ra casa se pasa bien.

La hab itac ió n estaba ilum ina da con lám ­paras "p e tro m a x " (en el pueb lo no había lu z ) . Se im prov izó una sala para rec ib ir a los num e­rosos invitados.

A llí estaba don Rosendo, los A lm e ida y entre las H idrobo, había ingresado Beatriz , so­b rina de aquéllas que, dos días antes, llegó de la ca p ita l en son de vacaciones.

B eatriz era bon ita . Un taco de cinco centím etros, elevaba su esta tura re la tivam en­te pequeña.

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Una blusa blanca, de m anga corta y es­cotada, hacía contraste con su rostro moreno. Su con jun to gracioso, a tra ía la m irada de los invitados.

El " to r in o " se repartía in in te rru m p id a ­mente.

Una orquesta inc ip ien te , com puesta de cua tro músicos, en tonaban las alegres "b o m ­bas".

— Baile, joven A lb e rto — insinuó Rosen­do. La señorita B eatriz está esperando. Y sonreía un poco m alicioso.

A lb e rto se d isculpaba. F ingía no saber.

La m edia noche se venía encim a. En su pa ladar tem p laban las estre llas com o m osqu i­tos de luz. El hum or estaba en su p len itud . A lb e rto se decid ió a ba ila r. Sonó un estruen­doso aplauso.

— A ver maestros, toquensé un a legre— , d ijo Rosendo.

Los músicos em pezaron a rasgar sus v i­huelas, m aracas y hojas de naran jo . U n m o­reno solista, tam boreaba un baúl fo rrado con cuero de chivo, entonaba una canción suya:

"Y o vivo ba jo la som bra de un p la ta na l,

a mi negra yo la m antengo con mi yucal.

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Cam ote y yuca a mi me gusta,

p lá tano m aduro y queso. .

La fiesta concluyó. Todos iban d e s fila n ­do a sus casas agradeciendo a la "p e a ñ a " y de­seándole venturas para el resto de su vida.

Pero Beatriz hub iera deseado que la no­che sea eterna. A lb e rto era todo.

Se despid ieron con una leve sonrisa y se d ieron un d is im u lado apretón de manos.

El día despertaba. Uno que otro tra b a ­jador, con su pala al hom bro, se iban al tra b a ­jo ta ta reando una canción.

N uestra fa m ilia se levantaba a m edio día. Sólo A lb e rto se había levantado dos ho­ras antes.

B eatriz , en su casa, esperaba la llegada de A lb e rto como se lo había p rom etido la no­che an te rio r.

Después de tom ar su a lm uerzo , el es tud ian ­te se d ir ig ió a casa de Beatriz.

Saludaron brevem ente, y, tom ándose de las manos, cogieron el cam ino que va a I ru ­m ina.

— A lbe rto , decía B ea triz— nunca con­fié en los la tidos del corazón. Hoy creo en

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ellos. Presiento a lgo; pienso que nuestro am or será frus trado por no se qué incognocib le.

— ¿Talvez lo com prendieron tus tías?

— No, eso es lo de menos. Lo que pasa es que tendrem os que separarnos, tú cojerás un cam ino y yo o tro y nos volverem os a ver qu ién sabe cuándo.

-— No, no lo creo. C uando el am or ha echado hondas raíces, éste perm anece la tie n ­do en la sangre y nos ob liga al recuerdo del am or ausente. Creo que la vo lun tad nuestra es la que vale. Ella hará rea lidad nuestras promesas.

En tan to , el sol estaba p a rtid o en dos por el cu ch illo del horizonte .

A lb e rto y B eatriz se despedían con la p ro­mesa de volverse a ver.

A l día s igu iente , A lb e rto im provisaba un v ia je a Ibarra . Los víveres hab ían escaceado; en el pueblo era d ifíc il conseguirlos.

No hubo tiem po de despedirse de Beatriz. M as no im portaba. V o lvería tarde.

Cada vez más lejos. Pero el cie lo, por prim era vez, desde que llegó al pueblo, había cam biado de genio. Crespos nubarrones, como carneros furiosos, parecían desafiarse.

Cuando A lb e rto vo lv ió , eran las seis de

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la tarde. Se había desatado una n u tr id a te m ­pestad. En el in te r io r de las casas, toda la gen­te se ponía inqu ie ta . No de jaban de invocar a Santa Bárbara.

En este m om ento llegó Rosendo T e ja ­da a la casa de A lbe rto , y, dem ostrando in ­qu ie tud por la am enaza del cie lo, exp licó la gravedad de las tempestades por esos lugares.

— Hace cinco años — decía-— tuv im os que soportar una traged ia . Nuestras casas fueron arrasadas, lam entam os m uchas desgra­cias personales. Hoy se vuelve a presentar con los mismos caracteres y vengo a darles una -advertencia para que se m antengan en pie.

— Gracias — don Rosendo— exclam ó A l­berto, m ien tras se sacaba el ab rigo m ojado.

Pensaba en la s ituac ión de Beatriz, n iña ca p ita lin a que jam ás había pasado un trance de esos.

La tem pestad descargaba toda su fu ria . El río A m buqu í, seco casi todo el año, ahora estaba crecido. A rbo les y an im ales inertes, daban la vue lta en sus aguas espesas. El v ien ­to, por su parte, ponía su m úsculo al servicio de la tem pestad. Una casa en el suelo, o tra más a llá . La gente g rita b a al cie lo, de rod i­llas en el cascajo a filado . Todos querían ¡n-

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vad ir la ig lesia. En la m orada de Dios no im ­portaba m orir.

A lb e rto salió de su casa y g rita b a como un loco. Abríase paso entre las m u ltitude s am otinadas en la ún ica ca lle del pueblo. Su fa m ilia se re fug ió en la casa de Rosendo que prestaba m ayor seguridad.

De su pecho salía un g r ito desesperado:

i — B e a tr ii ii i i iz , Beatr i i i i i i i iz !

Sus pa labras m orían tan p ron to como sa­lían de sus labios. N ad ie le respondía, sólo el viento , al compás de su p rop io s ilb ido, se­guía ba ilando sobre las casas en ru ina.

Las aguas del río crecieron m ucho. La casa de la fa m ilia H idrobo que se levan ta ­ba en la ribera, había desaparecido. Beatriz y sus tías, hab ían desaparecido tam b ién . En tan to , desde el in te rio r de la ig lesia, salía un o lo r a incienso y voces entrecortadas que acom pañaban al cura en sus rogativas al Se­ñor.

Casi sin rrlien to , A lb e rto llegó a la o r i­lla delesnable para consum ar su v ida. Pero Rosendo Te jada , que había seguido de cerca sus pasos, frus tró los in ten tos suicidas del es­tud ian te .

Casi inconsciente fue conducido ó la ca­sa cuando se acercaba la m edia noche. El

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aguacero había cesado, sin em bargo, el río seguía bram ando como un cascabel inmenso, en cuyo fondo se pa rtían las piedras de tan to rodar.

Después, todo quedó como una pesadilla. La gente, im poniéndose al dolor, inc linaba su espalda y laboraba.

Pasados pocos días, el cura y su pueblo, an im ados por una banda de m úsica de un ins- tru m e n ta je hosco, rea lizaron "m in g a s ", le­van tando casas y fo rtif icá n d o la s , abriendo de­sagües y cercando sus parcelas.

El tiem po de clases se aprox im aba. A l­berto y su fa m ilia , acom pañados de Rosendo T e jada , tom aban el sendero que conduce a la carre tera Panam ericana. Del ú ltim o risco, echaron un v is tazo hacia el va lle desm ante la ­do. Sus ojos se nub la ron de lágrim as, y ape­nas tenían fuerzas para levantar .sus brazos despidiéndose del pueblo que trab a ja ba con resignación.

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EL HALCON DE LA COM ARCA

En una aldea — no nos interesa su nom ­bre, pero que pertenece a la Costa— , existe una hacienda bien cu ltivada . Los extensos sembríos de banano, constituyen el renglón económ ico más fue rte para su dueño. Los ca­ñaverales in c linan sus ta llos jugosos al paso del v ien to que ba ja de la C ord ille ra . Los na ran ­jos y lim oneros, am ontonados en las húm edas riberas, lavan sus sombras en el ancho río.

En ese am biente perfecto, nació un n i­ño. Sus padres pobres, trab a ja ban desde ha ­ce a lgunos años atrás en la m entada hacien­da.

Crióse al a ire libre. Sus padres lo lleva­ban al campo, y la m ayor parte del tiem po,

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dorm ía aprovechando la sombra de co rpu len ­tos guabos. El c lim a in flu yó notab lem ente para que p ronto llegara a la edad escolar. Era un n iño crecid ís im o y fue rte que habría de po­ner canas al a n tio ju d o m aestro de la com arca.

Su faz m orena, sus ojos negros, sus labios carnosos y rojos como fresa m adura, su pelo negro y abundan te que caía en retorcidos r i­zos, le daban un tip o de belleza m ascu lina es­pecial.

Era el d e lir io de sus padres, es de supo­nerse, re la tivam en te ignorantes. M uchas ve­ces pensaban en que él, igua l que los h ijos del patrón, iría a la c iudad en busca de m ejor suerte. Con ta l a fán , op taron por ponerlo en la escuela que daba albergue a la n iñez de la hacienda y sus alrededores.

Siete años tenía cuando ingresó a la es­cuela. Empezó a d is tingu irse como buen a lu m ­no pero de una inqu ie tud de a rd illa . Su fe li­c idad estaba en esconder los sombreros o cu a l­qu ie r ú t il escolar a los compañeros, o en poner­le una cola de papel al anciano maestro.

A pesar de esto, el profesor se resignó a soportarlo , porque, según él, era m uy in te li­gente y a lgo podía ser en el fu tu ro .

Así pasaron cua tro escasos años hasta que un día tuvo que conocer las prim eras lá ­grim as. Su padre m urió a consecuencia de la

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m ordedura de una culebra que; aprovechando una siesta del in fe liz , le inyectó su m o rtífe ­ro veneno. L a 'v iu d a hubo de seguirle al año s igu iente , con seguridad por el ago tam iento , debido al excesivo tra b a jo en los campos que le sonreían al pa trón .

Por esto, el m uchacho renunció a las o b li­gaciones escolares para dedicarse a las faenas del campo. De am or o com posición, sus p a d ri­nos de bau tizo , le d ieron a lbergue en su hu ­m ilde choza.

El m uchacho tornóse serio y p ronto ad­q u ir ió las caracterís ticas de un hom bre hecho y derecho.

El día trab a ja ba em barcando banano, y las noches, en la m olienda de caña.

A hora , el m uchacho re flex ionaba. C uán ­tas veces pensó abandonar la hacienda en don­de se acabaron sus mayores. Pero sus proyec­tos eran inú tiles . El am or a V irg in ia , una jo ­ven de la hacienda, lo tenía am arrado a ese te rruño que sólo le b rindaba m iserias.

En los m om entos de ocio, solían encon­trarse en el río cercano, y a llí, cogidos de las manos, fo rja b a n sus planes para el fu tu ro .

M as un día, sin tener fuerzas para espe­rar, V irg in ia se fue con o tro hom bre que ya tenía un pedazo de tie rra y una casita ju n to al río.

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La vida del joven tornóse más grave aún. Tuvo un concepto te rr ib le de la m ujer. A h o ­ra las quería con venganza y soñaba en el des­quite .

A su riva l, a lguna vez, le h izo una fúne ­bre promesa. Y jus tam en te al mes de casa­dos, el fla m a n te esposo cayó, en una can tina de la com arca, ba jo el f i lo te rr ib le del m ache­te de su contendor.

La denuncia fue presentada a la a u to r i­dad respectiva para que se ordene su captura . Pero-el novato c r im in a l, huyó a la m ontaña sin de ja r hue llas de su fuga.

En tan to , la pobre v iuda, no hacía sino llo ra r la m uerte de su querido esposo. Y a llí, en el rec in to de su casita b lanca, h izo una v i­da de re tiro , dedicada ún icam ente al recuerdo del d ifu n to . Sus padres h ic ie ron esfuerzos inú tile s para lleva rla ju n to a ellos. N ad ie la convenció.

Todo parecía d o rm ir en el s ilencio, hasta que un día desapareció V irg in ia , como que en cuerpo y a lm a hubiese volado al cielo.

No había duda, la venganza del m ance­bo se cu m p lió a caba lidad.

Desde entonces, la gente empezó a lla ­m arlo el "H a lc ó n de la C om arca".

Su nom bre corría de boca en boca. Se

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com entaba que el mozo hacía sus apa rec i­m ientos en uno y o tro lu ga r de la com arca sin que nadie se a trev ie ra a tocarlo.

En una de sus andanzas — no se sabe con qué m otivo entró en la ig lesia, si así se puede lla m a r a un ga lpón destinado para los ritos religiosos— , en donde vio una be lla jo- venc ita desconocida para él.

A l te rm inarse la m isa, sa lió tras e lla , y s igu iendo de cerca sus pasos, observó que en­traba, sobre el lomo de un caba llo b lanco y en com pañía de dos sirvientes, a la casa de la hacienda donde él tra b a jó m ucho tiem po.

El ha lcón — no había duda— estaba ena­m orado de la h ija de su a n tig u o señor.

Un día de plena c la ridad , la n iña salió en com pañía de su padre y dos sirvientes a dar un recorrido por la hacienda. Te rm inado el recorido, casi a m edio día, tom aban descan­so para servirse un ligera com ida campestre. A l conc lu ir, el padre de la chica vo lv ió los ojos al lado derecho, m om ento en el cual le asa ltó la idea del H a lcón de la Com arca ai m ira r la so lita ria casita de V irg in ia , cerrada como u r­na m isteriosa.

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— M ira , h ija m ía, le d ijo — , esa casa que ves a llá , tiene una h is to ria m uy tris te . Pues, con tinuó , a llí v iv ió V irg in ia , una buena m o­za de esta com arca. Era más o menos de tu edad cuando co n tra jo m a tr im o n io . . .

Le contó toda la h is to ria de la in fo r tu n a ­da.

La n iña, sorprendida por ta l re ferencia, se extrem eció como si p res in tie ra la traged ia sobre su prop ia carne.

— Debe haber sido miedoso, aquel in d i­v iduo— rep licó la n iña un ta n to a terrada.

— No h ijita . Q uien lo conoce— , no en­cuen tra ni el m enor rasgo de c r im in a lid a d . Es un m ozo de una grac ia e x tra o rd ina ria . A qu í en la hacienda, cua lqu ie ra lo deseaba com o esposo.

D ic iendo esto, levantóse de su asiento y ordenó a los s irv ientes a lis ta r los caballos pa ­ra el regreso.

Después de breves m omentos, en traban a la casa de hacienda. Revoloteaban palom as y sa ltaban de jú b ilo los enormes perros de co­cería.

* \j!c

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A los seis días justam en te del recorrido que h ic ie ra con su padre, la n iña resolvió sa­l ir de paseo. Esta vez la acom pañaba un s ir­v ien te de con fianza .

En el cam ino, la jovencita parecía ir d is­tra ída con ta n ta belleza. A l f in :

— ¿Has oído h a b la r del H a lcón de la Co­m arca? — d ijo la joven con tono delicado.

— -Como no, fu im os com pañeros de es­cuela. Era uno de los m ejorc itos de esta co­m arca. Su d ifu n ta m adre era bon ita , segura­m ente salió a ella.

En m edio de la conversación, se de jaron llevar m uy lejos y ya em pezaba a extenderse la selva oscura.

— La conversación está in teresante— d i­jo la h ija del hacendado, pero pensemos en re­gresar. La hora es avanzada y m i padre de­be estar preocupado.

El regreso lo h ic ie ron por d is tin tos cam i­nos como en concurso para ver cuál llegaba prim ero. . *

No había cam inado ni un k ilóm etro , cuando la n iña se detuvo en el estrecho sen­dero para a rre g la r la s illa de su "P a lom o". A trás s in tió el ga lopa r de o tro caba llo . C re­yó que era su acom pañante que, temeroso de su extravío , venía en pos de ella.

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M as, su sorpresa fue grande. Tenía al fren te a un m ozo de fig u ra a tlé tica sobre el lomo de un po tro negro. A l p r in c ip io quiso g r ita r, pero el m ocetón, poniendo el dedo ver­tica l sobre sus labios, le insinuó silencio.

— N ada tem a, v id ita , soy un hom bre co­mo cua lqu ie ra . Deseo prestarle ayuda.

La voz de licada del desconocido le dio fo rta le za y cobró serenidad.

— ¿Quiere que le arreg le la s illa de su caballo?— d ijo el mozo.

Con una lige ra inc linac ión de la cabeza, la n iña d io su aceptación.

Ya en adem án de despedida, se le ocu­rrió p regun ta rle el nom bre a l buen zagal.

— M e llam o R icardo, para serv irla , con­testó.

— ¿Y Ud?

— Y o me llam o A lic ia , rep licó la n iña, en quien nació una s im patía por el mozo.

— ¿Y cóm o así por estas soledades— con­tin u ó R icardo, la m ontaña es tra ic ion e ra y puede causarle daño.

Se oyó un g r ito pro longado que llam aba a la n iña. Era la voz del s irv ien te que se ¡n-

'qu ie taba con la demora.

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El desconocido h izo una corta despedida y em prendió el regreso.

La n iña, por su parte, entraba al p a tio de la casa.

La aven tu ra del día había te rm inado , pe­ro el recuerdo de aquel zagal tan bondadoso, perm anecía la ten te en su m em oria.

El, de igua l m anera, la llevaba den tro del a lm a y pensaba en hacerla suya.

A l día siguiente , no necesitó com pañía, f in g ió dar un corto paseo por los alrededores y regresar en seguida.

C uando hubo perdido de vista su casa, sentóse a descansar ju n to al río.

En este instante, la tom ó una m ano por los hombros. V o lv ió la m irada y encontró al m uchacho de ayer.

Sin haberse prom etido, vo lv ieron a en­contrase. Era la c ita sin pa labras de las a l­mas.

— Yo nunca creí en los ángeles. Pensé

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que eran seres irreales. Hoy creo en ellos por­que existe Ud.

A lic ia , sin darse por n o tifica d a de aque­llas palabras, in te rru m p ió :

— Dime, ¿por qué tienes tan ta bala en el c in to y aque lla arm a en las manos? Tengo m ala im presión de esa gente que anda a rm a ­da. Esto lo hacen sólo quienes tienen la p ro­fesión del crim en.

— N o es eso v id ita , es que. . . como le d ije ayer, la selva es tra ic ion e ra y no hay que and a r con los ojos cerrados en la m ontaña. Bueno, o lv idem os esto, lo que yo qu is ie ra es llega r a su corazón y v iv ir sólo para Ud.

— De esto hab larem os o tro día— contes­tó la n iña. M e jo r es que nos vayamos. T en ­go ta n to m iedo de estas soledades que en ca­da árbo l m iro la som bra del H a lcón de la C o­m arca, de qu ien se com enta m ucho por estos lares.

— No tem a a ese hom bre, es tan bueno como pocos. Por cu lpa de una m u je r es aho­ra c r im in a l.

A f lo ró una sonrisa a sus labios.

— Vamos, pues; si así lo quiere.

Con ap resu ram ien to la acom pañó hasta las cercanías de la hacienda.

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Las entrevistas se rep itie ron sin que na­die lo sospechara. A lic ia quería a R icardo, y, al f in y al cabo, se entregó con la pasión que encierra la m u je r en plena juventud.

La ta rde los m iraba. La selva les ca n ta ­ba un h im no de soledad.

A lic ia volvía como de una inmensa pesa­d illa . L lo raba desconsoladam ente y le p id ió a R icardo que la llevara lejos, donde nadie se­pa de ellos. El m ancebo no vaciló , y, acom o­dándola sobre su caba llo , prend ió la fuga m on­taña adentro.

N unca hubo de suponerse que yacía en los brazos del H a lcón de la Comarca. Lo su­po después de una hora de cam ino por boca de su prop io querido. Quiso g rita r, pero era tarde. El tuvo palabras tan dulces para e lla que le d ieron valor.

En tan to , en la hacienda, el veterano preocupado, ordenó la -búsqueda de su h ija . Hacía más de cinco horas que salió de casa y no volvía.

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Se a lis tó una escuadrilla de hombres, se p id ió apoyo a tres policías y partie ron .

Tras de largo cam ina r, consiguieron a l­gún dato. A lg u ie n vio a un hom bre que vo la ­ba en su caba llo . Q uizá la fig u ra de una m u­je r se pudo d is tin g u ir apenas.

A l in ternarse más y más en la selva, un po lic ía que iba delante, ordenó silencio. El H a lcón reposaba ju n to a una quebrada y en su d iestra sonreía, como la G ioconda, la n i­ña fascinada.

Después de segundos, estaban sitiados. Sólo el anciano padre g rita b a desesperado: ¡M á ten lo , como a perro, si escapa os m ata ré a todos vosotros!

El H a lcón se puso de pies. Parecía un g lad iado r en a c titu d de lucha.

Ese m ism o m om ento hubiese sido cadá­ver, pero A lic ia se in terpuso para im ped ir el asesinato.

A provechando un leve descuido, R icardo quiso hu ir. Sonó una descarga, y dos proyec­tiles le pe rfo ra ron la p ierna y el brazo.

Cayó gravem ente herido. Así fue con­ducido a la hacienda, m ientras, de vez en cuando, m iraba a su am ada com o p id iéndo­le perdón.

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A l día siguiente , lo llevaron a la cap ita l para in te rn a rlo en el hosp ita l "San Juan de D ios". Como las heridas fueron graves, tu ­v ieron que am pu ta rle sus m iem bros que en otra época h ic ieron tem b la r a la Comarca. Un cura le prestó los aux ilios religiosos, y una m a­dre de la caridad, en jugaba sus lágrim as dán­d o le ‘consuelo e insp irándole resignación.

Después de un año, conva leciente aún, lo en tregaron a la ju s tic ia . Fue juzgado y condenado a ,12 de años de presidio.

C uando cum p lió la condena, fue echado del Penal. Y solo, sin tener una m ano ca riño ­sa ni una voz com pasiva, no pensó volver a su com arca. A llí , más que seguro, hub iera en­con trado desprecio de la m ayoría que fo rm an un grupo crecido de insensatos.

Desde entonces, vagaba por las calles de la ca p ita l, subsistiendo merced a la c a r i­dad de pocas personas.

En cuan to a A lic ia , se supo que había contra ído m a tr im o n io con un com erciante ex­tra n je ro que ignoraba la h is to ria de su espo­sa. Pero nunca le fa lta ro n caric ias ni te rn u ­ras.

En son de darse una g ira por la ca­p ita l, paseando por las calles de la c iudad, se cruzó en su vía el andra joso e invá lido por­diosero, a quien, pese a su cam bio to ta l, A li-

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cía lo reconoció. A l instan te s in tió un extre - m ec im ien to te rr ib le con la concurrenc ia de todos los recuerdos que pesaban como plom o en su cabeza.

El, en cam bio, no la conoció, y sin n in ­gún presen tim iento , de rodilas le im p lo ró una lim osna. A lic ia se acercó para darle una m o­neda en la ún ica m ano extend ida despropor­cionadam ente.

Como la tarde venía v io len tam ente , los esposos apresuraron el paso hasta perderse en la p róx im a esquina. En tan to , el H a lcón de la Com arca, con gruesas lágrim as en sus p á r­pados m arch itos, seguía extend ida su mano, im p lo rando una caridad por el am or a Dios.

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E L A S E R R A D E R O

Q uin indé. Un pueblo de la Costa ecuato­riana entre dos ríos, como quien se encuentra en la abe rtu ra de una tenaza. Pues los ríos ba jan cada cual por su lado, luego se abrazan, se unen, pasiva y vo lun ta riam en te , para irse a l mar.

A esa hora — cinco de la tarde— , Roge­lio llegaba de la Sierra. No tenía sino que hospedarse en el hotel "Q u in in d é ". L lo v iz ­naba y la oscuridad era prem atura . V o laban cocuyos. Prendían sus lin ternas, e in s ta n tá ­neamente, las apagaba el agua. Las ú ltim as go londrinas se bañaban al vuelo. Rozando sus pechitos blancos, se iban ch illando . En el in te rio r del hotel los m osquitos, como a fre ch i-

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Ilo con ponzoña, m a rtir iz a b a n a Rogelio. En­traban y salían por los resquicios ín fim os de las paredes de guadúa. Le s ilbaban en las orejas, unos, y otros, le chupaban sangre de las p iernas hasta de ja rle h inchadas, granosas, com o m azorcas de maíz.

La m añana llegó como un m ilag ro . A r r i­ba, el c ie lo sin cólera, era azul. A b a jo la sel­va, como una enorm e sábana verde, desalo­jaba su hum edad.

En la un ión de los ríos, una canoa de m o­to r esperaba al ú ltim o de los pasajeros para irse a Esmeraldas. Pero Rogelio iba al " V iu ­do", a m edia hora río aba jo, a donde su pa­d rino a tra b a ja r.

La e lem enta l canoa em prendió la fuga. El ru ido del pequñeo m oto r ub icado en la p a r­te posterior, íbase perdiendo a m edida que se a le jaba.

La m ayor parte de la tr ip u la c ió n era gen­te de color. Conversaban bu llic iosam ente . En tan to , Rogelio, ex traño en el grupo, con­tem p laba absorto los p la tana les a uno y a otro lado del río. Con su m ano rozaba el agua pa­ra refrescarse. El sol ya estaba parándose. Subía al cén it y quem aba fuertem ente . En el fondo del río tam b ién veíase o tro sol, varado, como una enorm e f lo r de m a n z a n illa a tra p a ­da por la arena.

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O tras canoas, con dos o tres negros, su­bían río a rriba , lentam ente. Venían de sus huertos. Estaban colm adas de p látanos ver­des y "p in to n e s". De vez en cuando, pasaba una bandada de loros en a lgarabía trem enda.

Había transcu rrido el tiem po necesario para llega r al V iudo. Poquísimas casuchas veíanse disem inadas. Hacían guard ia en sus m ule tas de palo.

— ¿Este es el V iudo?— preguntó Rogelio.

— Si "e ñ o r"— contestó un moreno, con­ducto r de la canoa.

— Por favor, entonces, aquí me quedo.

La canoa fue v irando a la o rilla y lo aban­donó. Después de breves m inutos, se perdía en una curva le jana.

A pocos m etros del lugar de desem bar­que, una joven lavaba ropa. Se había sum er­g ido hasta las rod illas en donde apretaba sus vestidos. Un som brero de pa ja la daba som­bra. Una blusa e lem enta l, hacía la panto- m ina de cub rir le sus senos altaneros.

— O iga señorita.

— Soy señora— contestó al instan te la joven.

— Disculpe señora— , digam é, ¿don Flo- resm ilo Palacios vive aquí?

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— Si señor, es m i esposo.

— Qué satis facc ión , soy ah ija d o de él..

En este m om ento levantó la m irada para observar de ten idam ente al recién llegado.

Una leve sonrisa se cruzaron . Se contem ­p laron en los ojos.

— Bueno, — re in ic ió él la— , mi m arido nc está aquí. El viene por la ta rde de un aserra­dero de nuestra propiedad que está de aquí a dos horas a pie. Pero como Ud. m an ifie s ta ser ah ijado , vamos a la casa.

A l encam inarse a la pequeña hab itac ión , Rogelio no hacía o tra cosa que enjugarse la fren te con el pañuelo.

\— A h, eso sí, para los ric ién llegados, el

ca lo r es " fre g a d o ". Y con tinuó :

— ¿Digamé, cómo así por estas tierras?

— Pues ya verá, ya verá. Tuve un deseo de v is ita r a m i pad rino que tan bien se " l le ­vaba " con mi padre. N o se puede decir se " lle v a n " porque m urió hace tres años.

En este m om ento a rriba ron a la casita en donde m erodeaban un sinnúm ero de ga llinas, m ientras un perro se em pecinaba en m order al extraño.

— H uracán, váise.

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A las palabras de su ama, el an im a l se m archó sacudiendo la piel y m oviendo la co­la.

En el in te rio r de la hab itac ión no había sino una ham aca de cabuya, una ta rim a a h u ­m ada con una sábana y una sobrecama en desorden. En un rincón una mesa, y, sobre e lla , una paupérrim a va jilla .

— Pues aquí tiene mi casita. La cons tru i­mos mi m arido y yo cuando recién nos casa­mos. Como Ud. la ve, es hum ilde. Lo que si, en e lla hay m ucho cariño para los paisanos de mi m arido y los míos. Así que estése con con fia n za y tom e asiento.

—-Gracias, señora.

— M e llam o G raciela.

— Y yo Rogelio, in te rv ino el huésped.

— Gracias tam bién.

Luego, G racie la se aprestaba a a tiz a r el fogón para preparar una com ida típ ica de la Costa. En su a je treo se la veía roja, como horquídea salvaje, y, de vez en vez, cuando se agachaba al suelo para levan ta r una u o tra cosa que necesitaba, de jaba ver sus piernas gordas y morenas, hasta más a rriba de las cor­vas.

Después de pocos instantes, había sobre

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la mesa las In fa lib les bolas de p lá tano, san­cocho y café.

La ta rde se pasó haciéndolo conocer los sembríos que tenía detrás de la casa e in fo r­m ándo le sobre los traba jos realizados y por rea lizar.

Hubo un instao te en que desembocaron en la conversación ín tim a . Su ayer y su pre­sente, revestidos de a legría y de tris teza , de am or o desventura.

Un suspiro em erg ió del fondo del pecho de G racie la sin saber por qué.

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— Ud lleva una v ida env id iab le— d ijo Rogelio, sin darse por en tend ido del suspiro.

— M m m m m , sí, mi esposo es m uy bue­no y me considera m ucho.

— Sin em bargo — vo lv ió a in te rven ir Ro­ge lio— , Ud. tiene a lguna pena según entendí por su suspiro. Q uizá los dos tengam os igua ­les penas, y no hay o tra cosa que soportarlas como vengan.

— ¿Y cuál es su pena, Rogelio?

— ¿Cree que no es pena de ja r una m u­je r y un n iño tan lejos?

— Si, tiene razón. Ud. su fre por tener y haber dejado un h ijo , y yo, en cam bio, por no tenerlo . C inco años de casada y nada. En

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f in , el c ie lo lo quiere, que se cum pla su santa vo lun tó .

En tan to , llegaban a la casa. Penetraron al cuarto . Una rata se pasó de un rincón a otro. A fu e ra , el perro ladraba sin enojo, por el con tra rio , am orosam ente, y con las patas, a! sa lta r, hacía sonar la hojarasca.

G racie la , asomándose a la puerta y ha­ciendo visera con la m ano para ev ita r ei im ­pacto de los ú ltim os rayos del sol, anunciaba la llegada de don F lorem ilo.

Con una sierra al hom bro, por un sende­ro de ia selva, volvía a su hogar. Su mano izqu ie rda soportaba un racim o de "m aduros", su fren te unas gotas de sudor, y sus ojos, un día com ple to de sol. Por eso es que, al en tra r a la pieza, se h izo la oscuridad. No veía ca­si nada. Un m illa r de pun titos rojos y a m a ri­llos, ba ilaban en el cuarto. Refregándose los párpados con tinuam ente , abriendo y cerrando los ojos, poco a poco se fueron a costum bran- do al cam bio de luz. Rogelio, de pies, cerca del um bra l, tend ió los brazos para ab raza r a su padrino. Este, aún cegado con el cam bio de luz, no lograba id e n tif ic a r al v is itan te .

— Padrino, soy Rogelio, su ah ijado. Soy h ijo de Ju liá n Q uelal que m urió hace tres años. I

— A h, Ju lián Q uela l, si, como no, que en

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paz descanse. La no tic ia me llegó en boca de un paisano que pasaba a Esmeraldas. Bue­no, Rogelio, si no es porque oí el nom bre de tu padre, francam en te no te conocía. Has estado un hom bronazo. Con razón de estar uno vie jo. Sentate h ij i to y bien venido seas.

— Ve G ra c ie lita — con tinuó , poné esto por a llá (le entregaba la sierra y la cabeza de "m a d u ro s " ) ; p reparóte la m erienda.

Se pasaron largas horas charlando sobre la v ida en la Sierra, especia lm ente del N orte, donde la gente vive del contrabando, a rries­gando su "c a p ita lito " y hasta su vida. En de­fensa de aquél hay que jugarse el todo por el todo. Ya en los cam inos im provisados que en­c ie rran ta n to pe lig ro o con los guardas que d isparan sin com pasión contra los cacharre ­ros.

— Yo m ism o, padrino , perdí mi pequeño c a p ita l— decía Rogelio, con el que empecé a tra b a ja r. El pequeño " te rre n ito " que dejó mi papá, tuve que venderlo para gastos de su m ism o entie rro , para cu ra r las reumas de mi m adre, y, al f in , lo de mi m a trim on io .

— Ya com prendo todo m i querido Roge­lio. Serás como un h ijo en m i casa y tra b a ­jarás conm igo. A unque aquí es duro, nadie se muere de ham bre.

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Pocos m om entos después, G racie la ser­vía la m erienda, entre risas, contando a su es­poso como habíase producido el encuentro con Rogelio.

Se re tira ron luego a descarsar ba jo sus respectivos toldos. El s ilencio se fo rm a liza b a poco a poco. El m astica r de las ratas en ios rincones y el v ib ra r de la cuerda bronca de uno que o tro m oscardón que se golpeaba la testa y las alas en las paredes, como borracho em pedern ido, los adorm eció hasta el am ane­cer.

Esta m añana, como todas, don Floresm i-A.

lo a lis taba la herram ien ta para ir a su traba jo .

No hubiese querido llevarlo a Rogelio. Quería que se repusiera del estropeo del v ia ­je y, sobre todo, que se a c lim a ta ra a la fogo­sidad del medio.

— No, Rogelio, este día descansó. M a ­ñana irás a ver como es el traba jo .

A ta n ta insistencia del ah ijado , accedió. Calóse un som brero a lón, a lo m ontuv io , un m achete al c in to y, después de un desayuno sostenido, ambos se perdieron entre los á rbo ­les.

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G racie la , desde el um bra l de la puerta, ag itaba su m ano go rd ita , redonda y pequeña en adem án de despedida.

El cam pam ento está en un c la ro de la selva, ju n to al río. C ua tro palos de pies d on ­de cortaban la m adera; una a lfo m b ra de re­fin a d a v iru ta , y más a llá una choza im p ro v i­sada para descansar en el m om ento de m a­yor fa tig a , de llu v ia o de sol. Dos m ontuvios los esperaban para com enzar la tarea. Eran obreros que ganaban donde don F loresm ilo haciendo tab las y llevándolas a Q uin indé. A m edio día, en am igab le conversación, se sen­ta ron los cua tro hom bres a com er lo que para el e fecto destinaron. A l f in a l, lógicam ente, servíanse su papaya debajo del propio árbol, o, en su defecto, agua de coco, c la rís im a y fresca.

Así pasábase el tiem po, ru d im e n ta r ia ­mente. Tres meses llevaba Rogelio de per­m anencia en El V iudo . N i una no tic ia para su m u je r, ni una no tic ia de ella. En tan to , había ocu rrido a lgo : Rogelio quería a G racie­la. Ella lo quería tam b ién . La vida los puso fren te a fren te para que cum p lie ran su desti­

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no. Ligeras m anchas asom aban en el rostro de G racie la . Su pesadez para hacer las co­sas, se hacía no toria , y más notorio aún, el crec im ien to lento, pau la tino , de su v ientre. Le había pedido a Dios un h ijo . El, como quiera que sea, le concedió la gracia . Y sintióse fe ­liz , con una fe lic id a d extraña, am arga, por ser h ijo de una culpa.

Don F loresm ilo tenía la p o lilla de la ira por dentro. Lo a to rm en taba un anhelo de venganza. El sabía quién era el autor. Los vecinos m urm uraban además. Por eso cam ­bió su gesto. Tornóse serio, grave, m a l ge­nio. Sin em bargo, él m ism o se acusaba. Fue incapaz de tener un h ijo , el sueño dorado de su m ujer, casi una adolescente, a quien la t ra ­jo de la Sierra, más que por am or, con la te n ­tac ión de sus haberes. Entonces m a ld ijo su edad, escupió sobre sus años y tragóse las lá ­grim as que le nacían en los ojos.

— Rogelio, son las ocho de la m añana, va­mos al trab a jo , — decía m elancó licam ente don Floresm ilo— .

El pobre forastero que no había podido do rm ir toda la noche, sorprendido por un gran

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insom nio, d io vue ltas en la cam a, tra tand o de vencer el sueño que em pezaba a llega r a sus ojos. In vo lu n ta riam en te se le cerraban. Una m ano inv is ib le , cariñosa y tib ia , quería coser­le los párpados. En sus oídos aún sonaban las voces de los g rillo s que había escuchado duran te su insom nio como una serenata m a­cabra, grotezca, estúpida.

A l fin .

— Vamos, don Floresmilo.

V istiéndose urgentem ente, como quien sufre un retraso, en breves segundos estuvo listo. Desayunó apenas y, equipándose al igua l que don F loresm ilo, pa rtie ron al A se rra ­dero.

IA llí estaban los m ontuvios listos para la

tarea.

— Ris, ris, ras.

— Ris, ris, ras.

La sierra echaba fuego y se retorcía en su penetración constante en el corazón de los troncos de guayacanes. El aserrín caía como llu v ia m enuda. Poco a poco se iba le van tan ­do el suelo. El f in o polvo, como ha rina cer­n ida, hacíales estornudar.

A las cua tro de la ta rde estaba c u m p li­da la tarea. Don F loresm ilo, el "m a e s tro ",

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despachaba a sus "o fic ia le s " con tab las a Qui- nindé.

Después, quedaron Rogelio y el veterano, fren te a fren te . No se decían nada. La sel­va in m óv il, pensativa, parecía esperar algo.

— Pues b ien— empezó don Floresmilo, poniendo las manos en la c in tu ra — , la gente dice que vos. . . sin vergüenza, que vos. . .

— Ya se— contesto Rogelio in corporán­dose— que yo vivo con G racie la y que. . .

— Si, m al agradecido, forastero, después de haberte rec ib ido en mi hogar, lo has des­honrado. Paga tu cu lp a . . . h iju e . . .

Y d ic iendo esto, levantó su m achete a f i ­lado para tirá rse lo al cráneo.

Rogelio, estirándose como un gato de m ontaña, esquiva el golpe en la cabeza, pero le toca, de re filón , el hom bro. Partióse su ca­misa, su carne, y un cordón de sangre, le te ­ñía el cuerpo. i

A l verse en ese estado, cund ió la ira. Sus ojos se d ila ta ro n , su lab io tem b laba, y, em puñando su propio m achete, lo descargó sobre su padrino, partiéndo le el cráneo como zapa llo tie rno.

El veterano cayó a tie rra . Se revolcaba como una bestia con un o jo a fuera, y con fra ­ses duras, increpaba a Rogelio.

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— M a ld ito ,. . . juepu . . . sin vergüenza.

No pudo más. La m uerte lo tronchó y lo puso en tie rra .

La selva recibía una cuota más de san­gre, ind ife ren te , qu ie ta . La m ontaña está acostum brada a eso. En su seno la m uerte es fa m ilia r.

Ya em pezaba a oscurecer. La soledad se hacía nudo ciego sobre todas las cosas.

Rogelio, quejándose, cortó unas guadúas. Las en tre teg ió con bejuco y fo rm ó un "p o tr i­llo ". Sobre la p lancha im provisada, acostó el cadáver, lo tapó con hojas de p lá tano y lo t i ­ró al río. Con una vara le d io im pulso, des­pachando el cargam ento fúnebre . . .

Un ligero ru ido salió del monte. Se oye­ron pasos. Rogelio se inquietó .

Tres policías de la Rural, h ic ieron su apa­ric ión. A ndaban buscando un cuatrero.

— O iga joven, no se vaya. Ud. puede darnos la respuesta que queremos, d ijo ade­lantándose el más v ie jo de los policías.

Ebrio de nerviosism o el novato asesino,

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oyó frases que no se d ije ron y, al instante, q u i­so hu ir, arro jarse al río. Pero desfa llecía

— -Sí, yo soy— g ritó con el ú ltim o esfuer­zo de su pecho. Sí, yo, yo lo maté. El me quiso m a ta r prim ero. Y con el dedo señala­ba, tam ba lean te , el cargam ento que iba lejos.

Cuando rodearon a Rogelio, se d ieron cuenta del hecho y lo apresaron.

En la casa, G racie la estaba im paciente, y al m ira r al padre de su esperado h ijo en esa s ituac ión , se confund ió .

— ¡Dónde está F lo resm ilo !— g ritó aho­gándose en llan to , como presin tiendo la ca­tástro fe . ¡Dónde está, por Dios, dónde está!

— Se fue para el m ar, no volverá n u n ­ca— , fueron sus ú ltim a s palabras.

Sacó tres cosas del lúgubre cuarto , y, sin regresar a ver, d ijo a los po lic ías: vamos.

— Y vos, a dónde vas, Rogelio— c o n t i­nuó G racie la desesperada.

— Yo, no sé.Los cua tro hom bres descendían al río en

m edio de uno que o tro curioso que los rodea ­ba.

Se em barcaron en una canoa con d irec­ción a Q uin indé. A q ue lla parecía una p la n ­cha de m adera que subía lentam ente, al com ­pás de los remos, desajando la c in ta del ríe.

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I N D I C E

Pógs.

PROLOGO ................................................................................................. 7

TUM O R ...................................................................................................... 15

CHANDOSO .............................................................................................. 2)

AN D ARINES ............................................................................................... 35

LA END UENDADA .............................................................................. 43

EL M A R F IL .............................................................................................. 49

LA VOLADORA ...................................................................................... 61

LA TEMPESTAD ................................................................................... 67

EL HALCON DE LA COMARCA .................................................... 79

EL ASERRADERO ...................................................................... 93

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Esta edición de 60 0 ejemplares se term inó de im p rim ir el día 15 de Julio de 1960, en la Edi­to ria l U n ivers itaria , siendo Rector de la Universidad el señor doctor A lfredo Pérez Guerrero, D irector de la Editoria l el señor doctor César Mosquera R.; y Reyente de los Tolleres Gráficos el señor don A lbe rto A rau jo Z.

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SESQUICENTENARIO DEL PRIMER GRITO DE LA

INDEPENDENCIA EN HISPANOAMERICA

ÍO DE AGOSTO QUITO 1809-1959

V A LO R s/. 10,00