HABIB, EL NIÑO-TAXI€¦ · Habib, el niño-taxi Habib no t ienen nada que le pert enezca; sólo...

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AMNISTÍA INTERNACIONAL AMNISTÍA INTERNACIONAL Habib, el niño-taxi Habib no tienen nada que le pertenezca; sólo la edad. Tiene doce años y desde los cuatro, trabaja. Incapaz de sacudirse la miseria de su familia, comenzó desbastando barritas de tiza blanca que más tarde acabarían en las escuelas de medio mundo, para luego acabar agotando parte de su infancia al aire libre, cuando al calor del alquitrán, cuando estibando en las dársenas quemadas por el salitre. En aquel tiempo ya pesaba un veinte por ciento menos que los niños de su edad; también cobraba un veinte por ciento menos que el resto. De aspecto, Habib sigue siendo un cascarón sin apenas carne, un niño que ahora trabaja amarrado a un rickshaw de pedales para traer y llevar gente en la capital de Bangladesh. El trabajo es extenuante y vejatorio. Aquí la máquina la pone el muchacho con su dieta de arroz diaria, o lo que es lo mismo, la fuerza humana llevada a límites extremos.

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A M N I S T Í A I N T E R N A C I O N A L A M N I S T Í A I N T E R N A C I O N A L

Habib, el niño-taxi

Habib no tienen nada que le pertenezca; sólo la

edad. Tiene doce años y desde los cuatro,

trabaja. Incapaz de sacudirse la miseria de su

familia, comenzó desbastando barritas de tiza

blanca que más tarde acabarían en las escuelas

de medio mundo, para luego acabar agotando

parte de su infancia al aire libre, cuando al calor

del alquitrán, cuando estibando en las dársenas

quemadas por el salitre. En aquel tiempo ya

pesaba un veinte por ciento menos que los niños

de su edad; también cobraba un veinte por ciento

menos que el resto.

De aspecto, Habib sigue siendo un cascarón sin

apenas carne, un niño que ahora trabaja

amarrado a un rickshaw de pedales para traer y

llevar gente en la capital de Bangladesh. El

trabajo es extenuante y vejatorio. Aquí la

máquina la pone el muchacho con su dieta de

arroz diaria, o lo que es lo mismo, la fuerza

humana llevada a límites extremos.

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Las mataduras de la vida reclaman a Habib de

continuo. Se levanta a las cuatro de la mañana

con el cuerpo tullido del día anterior y nada

más enfundarse unos pantalones de hombre

cortados a la altura de las rodillas, el muchacho

comienza su jornada laboral sobre el sillín de

las condenas. Las manos atadas al manillar y

unos pies descalzos encadenados al pedal.

Por compañía, la tos. La de siempre. Una tos

mal curada que le acompaña allá por donde

pasa.

La profesión no esconde secretos. Tan sólo

fuerzas para traer y fuerzas para llevar. Todos

los días. Sin descansos. Decenas de kilómetros

diarios. De un lado para otro. Una pedalada

tras otra. A tirones con el cuerpo. De aquí para

allá. Entre la violencia de un tráfico asesino y el

abrazo pegajoso del sudor. Siempre trayendo y

siempre llevando. Hasta que las fuerzas le

aguanten.

Si durante la mañana el trabajo ya se vuelve

contra él, a medio día los movimientos de Habib

se desdibujan. Son torpes y desmañados. Los

jadeos se estorban unos a otros. Sus sienes

palpitan en busca de un espacio mayor. Hay

rastros de saliva apelmazada en sus labios,

mezclada con el color amarillo de la nicotina.

Lleva los talones doloridos e hinchados. Y la tos,

una tos que reclama nuevamente su

protagonismo.

Entre carrera y carrera aprovecha para hacer un

alto y repostar. Intenta poner orden en su

estómago. Habib se hace un hueco entre sus

camaradas a la vez que se repone de su último

esfuerzo. A pie de carretera y alrededor de una

olla grande de arroz blanco, el chaval come a dos

manos. En abundancia. Para esconder fuerzas.

Sin tiempo para las digestiones, la faena reclama

nuevamente. Envoltorios exagerados, fardos

enormes, , familias enteras que traer y llevar.

De nuevo el correctivo de todos los días. Con el

aire caliente envolviendo el asfalto y la

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humedad golpeando con saña. El sentido

común pierde entereza. Habib lleva quince

horas de trabajo extenuante. Están todas

tatuadas en su físico. Hasta que no hace

entrega del carromato el muchacho no cobra los

180 takas pactados, poco más de dos euros que

no alcanzan para socorrer a nadie.

Ya sin fuerzas, Habib enciende un cigarro y

regresa a la pensión que comparte con siete

personas más. Agotado y vencido por el sueño,

el niño-taxi, duerme. Y lo hace con el rostro

cogido por las manos. Y mientras duerme,

sueña. La mayoría de las veces entre vapores

de alquitrán, las esquirlas de tiza blanca y el

tráfico suicida de la capital. Éste último acaba

por levantarle a las cuatro. Siempre a las cuatro.