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Entrevista a Eduardo Grüner
EL PODER NEGRO
“La revolución haitiana es la más ‘moderna’ de las revoluciones”
A pesar de haber sido olvidada, o de ser muy poco recordada, la Revolución Haitiana es una
de las más originales de las que se produjeron en la historia de la Modernidad. Incluso
Eduardo Grüner considera que por la singularidad del momento en que se produjo, por sus
logros y por los efectos posteriores es “más francesa que la revolución francesa”.
Por Gustavo Pablos Cuando la Revolución Francesa proclama la Declaración de los Derechos Universales del Hombre y
el Ciudadano, la población haitiana se entera de que esta universalidad se limita a un territorio y a
una condición racial. En ese entonces más de un tercio de los ingresos de Francia provenían de la
explotación de esclavos en las colonias, situación que continuaría después de la revolución, y
además las víctimas de ese proceso eran personas de raza negra que habían sido traídas de África.
Esto conducirá a que en 1791 estallen en Haití los primeros movimientos revolucionarios de
América Latina (antes la colonia francesa de Saint-Domingue), y que en 1804 el país declare su
independencia.
La revolución se hizo al costo de más de 200.000 muertos del medio millón de esclavos existentes
en 1791, y lo obligó a Robespierre a decretar la abolición de la esclavitud a principios de 1794. “Es
la revolución haitiana la que termina forzando a la francesa a ser consecuente con sus propias
premisas ‘universalista’ -advierte Eduardo Grüner-. Por eso me atrevo a decir que es la más
‘moderna' de las revoluciones, y en este sentido es más “francesa” que la francesa… pero porque es
haitiana: la francesa, por sí misma, nunca lo hubiera hecho”. Para el investigador esta revolución es
“la única de todas las revoluciones modernas (y por lo tanto también de las revoluciones
independentistas del siglo XIX)” en que las clases explotadas “toman el poder y fundan una nueva
nación”.
En La oscuridad y las luces. Capitalismo, cultura y revolución1, Grüner analiza la Revolución
haitiana desde un punto de vista socio-histórico, etno-cultural y filosófico-político, para mostrar
diversas cuestiones. Una de ellas es que la esclavitud afroamericana tuvo un rol fundamental en el
“proceso de acumulación de capital a escala mundial” y, por lo tanto, en la “cristalización del modo
de producción capitalista”. Otra es que “la modernidad en su conjunto -y en particular, la
modernidad ‘periférica’ latinoamericana y caribeña- no puede pensarse sin el ‘documento de
barbarie’ representado por la esclavitud”, y además que esta revolución produce el “primer gran
‘discurso’ de lo que podríamos llamar una contra-modernidad a escala global”, y ese es el motivo
por el que fue sometida “a una consecuente (re)negación ideológica por parte del pensamiento
dominante”.
La fundación de la Modernidad
- Usted señala la importancia que la revolución haitiana ha tenido y tiene en diversos
aspectos. ¿Cuáles son los ejes principales de lo que esta revolución le permitió pensar en
relación al vínculo entre capitalismo y esclavitud?
No se trata solamente del capitalismo, en el sentido estrecho de su base económica. Es toda la
cultura de la modernidad la que está atravesada por este desgarramiento interno, por un conflicto
irresoluble, trágico. El hecho de que una civilización que todavía es la nuestra a nivel mundial (la
civilización moderno-burguesa), y cuya legitimación ideológica se construyó entre otras cosas a
partir de la premisa de la libertad individual, al mismo tiempo tenga entre sus condiciones de
posibilidad decisivas que le dieron origen la esclavitud, es la punta -particularmente dramática y
pertinente como “analizador”, pero sólo la punta- de un iceberg que tiene vastísimas
significaciones. La dominación colonial o la explotación de fuerza de trabajo esclava y semiesclava
de negros e indígenas en América no puede reducirse a una cuestión de injusticia social e
indignación moral (que por supuesto también lo es). No podemos comprender críticamente el
mundo de hoy sin hacernos cargo de la lógica profunda que articuló su propia conformación. Toda
la concepción de la historia dominante hasta hoy en la modernidad surgió (no digo que de manera
intencional o consciente, pero quizá justamente por su “inconciencia” con tanta mayor eficacia)
como un edificio simbólico y mítico legitimador de esas contradicciones insolubles. Eso implica una
concepción lineal y evolutiva del tiempo, basada en una noción de “progreso” que, como diría
Walter Benjamin, es el progreso de los vencedores, de las clases dominantes a nivel mundial. Toda
otra sociedad que no respondiera a esa lógica -lógica que, irónicamente, es el efecto de la
dominación colonial de esas otras sociedades- fue considerada “inferior” o “atrasada” y por lo tanto
justificadamente sometida. Las lógicas histórico-temporales de esas otras culturas fueron fagocitadas
y licuadas en la de la cultura dominante. Desaparecieron de la vista. Pero si uno toma en cuenta
que precisamente la explotación de esas sociedades contribuyó decisivamente a lo que se llama la
acumulación originaria de capital a nivel mundial -es decir, ahora sí, a la formación de la “base
económica” de la civilización occidental moderno-burguesa-, entonces la modernidad, lejos de ser,
como se nos ha hecho creer, un producto de exportación del “centro” a la “periferia”, es una
construcción conjunta, sólo que con víctimas y victimarios, y donde para colmo las víctimas son
“culpables” de atraso, subdesarrollo, etcétera. Como se ve, pues, se trata de un complejo problema
filosófico-cultural, ideológico-político, histórico-antropológico o como se quiera decir. La esclavitud,
y en particular el ejemplo haitiano, son, si se puede decir así, el “detalle” singular que justamente
revela críticamente la falacia de una “totalidad” ideológica a la cual le falta una particularidad
histórica, y que ya lleva más de cinco siglos de naturalización, de triunfo como “sentido común”
ciertamente muy exitoso, ya que hay incluso pensadores muy “progres” que siguen tomando el
concepto de “modernidad” de manera desproblematizada o acrítica, o que sencillamente lo
despachan sustituyéndolo por la noción difusa y liviana de no se sabe qué “postmodernidad”, algo
que por otra parte ya no existe más (y puedo dar fecha y hora de su “derrumbe”: el 11 de setiembre
del 2001, aproximadamente a las 9.30 hora de Nueva York). Por todo esto me pareció que era el
momento oportuno de rediscutir las instancias fundacionales de la llamada “modernidad”, y casi
por azar tropecé con cosas como la esclavitud afro-americana y la revolución haitiana -y todas sus
enormes y negadas consecuencias políticas, culturales, filosóficas, y hasta estético-literarias- que me
permitió pensar desde otra perspectiva, desde una “marginalidad central” si se me permite el
oxímoron. Es lo que me pasó a mí: desde ya no pretendo que sea una receta universal, algo de lo
que desconfío instintivamente.
- En 1789 se produce la Revolución Francesa, y a pesar de la promulgación del ideario de
"libertad, igualdad y fraternidad" a los esclavos de las colonias no se les concede la
emancipación porque una parte importante de los ingresos de Francia provenían de las
colonias. Eso da lugar, precisamente, a la revolución haitiana. ¿Por qué esta revolución
sería la más francesa de las revoluciones, a pesar de ser haitiana? ¿Cuáles son los
presupuestos que ésta puso en escena, tanto desde el punto de vista político como
filosófico, y que incluso habría llevado a que Hegel se interesara en ella?
Es un tema inmenso, que por supuesto ha sido muy “ninguneado”, porque simplemente no es
pensable si uno no se sustrae a la concepción de la historia de que hablábamos antes. La Revolución
Francesa emite la Declaración de los Derechos Universales del Hombre y el Ciudadano.
Rápidamente los esclavos haitianos tuvieron que “desayunarse” con el hecho de que esa
“universalidad” tenía límites muy particulares, y también de un color particular: el negro. Primero,
porque en efecto más de un tercio de los ingresos de Francia -y esto continuó siendo así bajo el
nuevo régimen revolucionario- provenía del trabajo esclavo en las colonias. Segundo, por el racismo
(que es un componente central de aquella concepción de la historia, y tal como lo conocemos hasta
hoy es por lo tanto un estricto “invento” moderno). La revolución haitiana, al costo de más de
200.000 muertos del medio millón de esclavos existentes en 1791 cuando esa revolución estalla,
termina obligando a nadie menos que Robespierre a decretar la abolición de la esclavitud a
principios de 1794. Es decir: es la revolución haitiana la que termina forzando a la francesa a ser
consecuente con sus propias premisas “universalistas”. Por eso me atrevo a decir que es la más
“moderna” de las revoluciones, y en este sentido es más “francesa” que la francesa… pero porque es
haitiana: la francesa, por sí misma, nunca lo hubiera hecho. Es una palmaria demostración de lo
que decíamos antes: la modernidad, en cierta medida, le debe más a las luchas “periféricas” como
la haitiana que a las revoluciones “burguesas” como la francesa. La haitiana no es una revolución
“burguesa”: es la única de todas las revoluciones modernas (y por lo tanto también de las
revoluciones independentistas del siglo XIX) en la que son las clases explotadas por excelencia -los
esclavos de origen africano- las que toman el poder y fundan una nueva nación. Esto tiene
consecuencias no sólo políticas sino filosóficas descomunales, que como no podía ser menos fueron
“enterradas” por la propia filosofía (incluidos los muy radicalmente progresistas ilustrados franceses,
como Rousseau, Voltaire, Montesquieu), ni digamos ya por la historiografía. Que el mismísimo
Hegel publique en 1806 -apenas dos años después de la independencia haitiana de 1804- esa obra
maestra que es la Fenomenología del Espíritu, y que incluye la famosa Sección IV sobre la
denominada “dialéctica del amo y el esclavo”, debe ser tomado como un síntoma. Está
fehacientemente demostrado (por Susan Buck-Morss entre otros) que Hegel estaba puntillosamente
al tanto de los acontecimientos haitianos. En ningún momento de ese texto -ni de ningún otro, por
cierto- menciona a Haití. Pero tampoco menciona en ese texto -aunque sí en otros- a la Revolución
Francesa. Y sin embargo legiones de comentaristas posteriores sobreentendieron que era esa
revolución europea y “burguesa” la que metaforizaba Hegel: un claro indicador de lo que, siguiendo
a Aníbal Quijano, se puede llamar la “colonialidad del saber”. Pero hay mucho más: la primera
constitución haitiana de 1805 tiene un famoso artículo 14 (casualmente desaparecido en las
constituciones ulteriores) que afirma que a partir de su promulgación, todos los ciudadanos
haitianos, sea cual fuere el color de su piel, serán denominados... negros. Ese breve artículo es un
documento político y filosófico extraordinario, por varias razones: 1) es un obvio cachetazo
sarcástico a la falsa “universalidad” de la Declaración de 1789, un poco como si dijeran: “¿Así que
nosotros éramos el particular (negro) que no tenía cabida en su Universal? Pues bien, ahora el
“universal” somos nosotros ; 2) por lo tanto, es una puesta en cuestión fáctica del conflicto
irresoluble entre el Particular y el Universal, un tema que atraviesa a toda la filosofía moderna
desde Kant hasta la Escuela de Frankfurt; 3) es también una demostración de que la denominación
“negro” es una etiqueta política y jurídica, y no una mera realidad “biológica” (en esto como en
otras cosas la revolución haitiana se anticipa dos siglos a muchos debates actuales); 4) la cuestión de
una negritud “esencial”, que se puede decir que nace con este artículo 14 y con la revolución
haitiana, atraviesa toda la ensayística, la narrativa y la poesía no sólo americana sino europea ya
desde el siglo XIX (yo he registrado huellas inequívocas en Victor Hugo, Merimée, Eugene Sue,
Rimbaud, etc.), y remata en el siglo XX con los intensos debates sobre precisamente el concepto
filosófico/poético/cultural de negritud, recreado por Aimé Césaire y luego levantado por Frantz
Fanon o por el mismísimo Jean-Paul Sartre, y que llega hasta hoy mismo con grandes pensadores y
poetas antillanos como Edouard Glissant o el Premio Nobel Derek Walcott. Todo esto empezó
puntualmente con la revolución haitiana, que entonces, se ve, no es una revolución sólo política en
el sentido estrecho del término, sino una revolución filosófica, cultural, literaria y “poética”.
La herencia “negra”
- En su momento, a fines del siglo 18 y principios del 19, ¿qué impacto produjo esta gesta
independentistas en los demás países de la región y de América Latina?
El primer impacto fue una verdadera ola de terror entre las clases dominantes coloniales y
esclavistas en toda América y desde luego en las metrópolis europeas. También en este sentido la
revolución haitiana fue más “francesa” que la francesa. Después de todo, el Terror jacobino sólo
afectó a los propios franceses, mientras que el precedente ominoso de la emancipación del trabajo
esclavo y la “ciudadanización” de los negros era equivalente a un verdadero Apocalipsis para esos
sectores dominantes tanto europeos como “criollos” en dos continentes enteros, por razones
económicas, políticas, sociales e ideológicas. En cuanto a los movimientos independentistas
americanos, la influencia de Haití fue decisiva, aunque hoy casi nadie lo reconozca. Finalmente, fue
el primero de esos movimientos, es decir que tiene un lugar “fundacional” como inspiración. Haití
demostró que al menos en lo más o menos inmediato se podía derrotar a las fuerzas imperiales,
incluso nada menos que a Napoleón Bonaparte, que en 1802 intentó restaurar allí la esclavitud
abolida en 1794, y sufrió a manos de los ex esclavos la más ignominiosa derrota de su carrera
militar antes de Waterloo (algo que tampoco nadie recuerda: “colonialidad del saber”, como
decíamos). Y no debería hacer falta recordar (pero desgraciadamente hace falta) la ayuda material
igualmente decisiva que recibió Bolívar de Haití en forma de armas, hombres, dinero, a cambio de
que él mismo aboliera la esclavitud (cosa que, por complejas razones, Bolívar finalmente no hizo). Y
fue asimismo la revolución haitiana la que desató en todo el continente el debate -mal resuelto, en
general- sobre la esclavitud entre los pensadores y dirigentes más progresistas. Nuestra Asamblea
del año 13, que contra lo que muchos suponen ligeramente no abolió la esclavitud (en la Argentina,
que yo sepa, nunca se abolió formalmente la esclavitud de los negros, aunque la Constitución de
1853 decreta que cualquier esclavo que pise territorio nacional será automáticamente libre), pero al
menos declaró la llamada “libertad de vientres”. Y todo eso, una vez más, no puede provenir de
otra parte que del impulso de la revolución haitiana.
- ¿Cuáles fueron las causas de que la revolución haitiana quedará postergada, más que
nada para muchos teóricos y pensadores de América Latina?
Como dice el importante historiador haitiano Michel-Rolph Trouillot, fue un acontecimiento
estrictamente impensable, “inimaginable”. La haitiana fue la única rebelión triunfante de esclavos
en toda la historia de la humanidad, y que para colmo funda una nueva república independiente: ya
esto sólo constituye un hecho para el cual el pensamiento “oficial” no tenía -y creo que sigue sin
tener- categorías que pudieran abarcarlo. ¿Cómo una banda de esclavos harapientos y encima
negros -es decir, menos que humanos, para la ideología dominante de la época- no sólo se atrevía
sino que podía hacer eso, y abolir la esclavitud, y derrotar a Napoleón y fundar una nación, y
encima generar esa “revolución” filosófico-cultural que describíamos? Esa enormidad, más allá de
las buenas o malas intenciones, no pudo ser articulable simbólicamente. Es casi un problema
psicoanalítico -además de ideológico y político, desde ya-. Es verdaderamente asombroso: ni siquiera
muy radicalizados historiadores marxistas de la revolución francesa (como Albert Soboul o Georges
Lefevbre) se hacen cargo de la cuestión. Léanse los por otra parte estupendos estudios de Eric
Hobsbawm sobre la “era de las revoluciones”: ni una palabra se encontrará allí sobre Haití. La
forclusión -como dirían los lacanianos- de ese acontecimiento “traumático” parece no tener fin. Y
se entiende que yo mismo no estoy exento: cuando empecé a interesarme y estudiar el tema no
salía de mi amargo asombro por lo mucho que de él ignoraba y lo fácil que me había sido aceptar
ese “olvido”. No es para rasgarse las vestiduras, pero sí para intentar corregirlo: es una tarea política
y contra-ideológica, además de intelectual.
- Usted plantea que la Modernidad es, en realidad, una versión de la historia desde
Europa, la cual implica no reconocer la coexistencia de diversas temporalidades e
historicidades. ¿La revisión de ese presupuesto no implica, de alguna manera, la revisión
de muchos de los postulados con que las ciencias sociales en la región piensan la situación
del continente? ¿De qué posiciones se siente más cerca e, incluso, influenciado?
En efecto, la “modernidad” (en el sentido habitual) es todo eso que usted dice. Y se puede decir,
supongo, que las ciencias sociales -al menos, las “oficiales”- de la región están en deuda con esta
problemática. La mayoría de las versiones locales de los estudios culturales, la teoría postcolonial o
el “subalternismo” aparecen encandilados con ideas como la “hibridez” cultural, el
“multiculturalismo” y cosas semejantes, que tienden a subestimar, si no directamente licuar, la
violenta conflictividad implícita (y a veces explícita) que subyace a las benditas “diferencias” en el
contexto de la mundialización del capital, que es como hay que llamar a la eufemística
“globalización”. Posiblemente la denominada “teoría de-colonial” (Walter Mignolo y otros/as)
logren sustraerse mejor a esta oleada “post”, aunque yo les criticaría, respetuosamente, su
apresuramiento en echar por la borda mucho del mejor pensamiento crítico europeo del que
debiéramos reapropiarnos desde nuestra propia situación. Dicho esto, en manera alguna pretendo
haber salido de la nada, va de suyo. Por suerte hay en América Latina y el Caribe una larga
tradición de pensamiento crítico, cuyo listado sería demasiado extenso. Me han inspirado siempre
ciertos “clásicos” como Martínez Estrada, Octavio Paz o el propio Borges, más allá de sus
posiciones político-ideológicas en este o aquel momento, así como esos pioneros de la teoría cultural
latinoamericana que son Fernando Ortiz o Gilberto Freyre. De los intelectuales actualmente activos
ya he mencionado a Aníbal Quijano, y podría hacer otro tanto con Enrique Dussel, Bolívar
Echeverría (desgraciadamente fallecido hace unas semanas), León Rozitchner, Díaz-Polanco, Borón.
También están autores del mundo “periférico” como Fanon y Samir Amin. Pero, quiero ser claro: lo
que pueda haber pensado, bien o mal, no hubiera podido hacerlo sin un ya antiguo “cuerpo a
cuerpo” con lo mejor de la cultura crítica europea, desde Marx y Freud hasta los norteamericanos
Immanuel Wallerstein o Fredric Jameson, pasando por Lukács, Sartre, Adorno, Benjamin o Lévi-
Strauss, mucho de la gran antropología más cuestionadora, y aún me animaría a nombrar a un
Heidegger leído desde y para acá, con todo lo sospechoso que sabemos puede resultar ese nombre.
Me parece esencial mantener la tensión entre lo mejor del pensamiento “central” y “periférico”:
después de todo, es esa tensión la que, en muchos sentidos, ha construido a lo que hoy se llama
“América Latina”. Renunciar a ella sería un intento -por otra parte condenado al fracaso- de
reprimir un conflicto que inevitablemente nos atraviesa aunque no queramos.
Una lección de autonomía y autoconciencia
- Uno de los problemas y conflictos que se vislumbran en los años en que se conmemoran
determinadas fechas patrias, en este caso el Bicentenario, es la falta de conciencia, al
menos de un porcentaje altísimo de la población, de la coexistencia en una misma tierra
de las comunidades de los pueblos originarios y de negros junto a criollos e inmigrantes.
¿Considera posible y necesaria el impulso de una política de integración promovida por
los mismos estados? ¿Cuál es la encrucijada con la que se pueden encontrar estas
propuestas?
Desde ya que lo considero no sólo necesario, sino imprescindible y urgente. De lo que no estoy del
todo seguro es de su posibilidad concreta y rápida en las actuales circunstancias. Es cierto que en la
última década, afortunadamente, se han puesto en movimiento en Latinoamérica muchas cosas que
hubieran sido impensables en los ‘80 y ‘90, y que -aunque por momentos nos puedan resultar
contradictorias y confusas, así como limitadas por compromisos de clase que son estructurales del
capitalismo-, deben ser bienvenidas, sin por ello dejar de mantener constantemente un espíritu
crítico insobornable frente a cualquier forma de poder. Pero estamos hablando de inercias
ideológicas gigantescas y multiseculares que no van a desaparecer por un decreto estatal, además de
que los intereses creados en cinco siglos de colonialismo, neocolonialismo y postcolonialismo no se
van a entregar ni por medio de razonamientos lógicos ni porque los obligue una ley, si es que
alguno de los gobiernos progresistas actuales se atreve a ir hasta las últimas consecuencias en esa
profundización radical, lo cual todavía está por verse, pese a las diferencias y ventajas mencionadas
-y que hay que defender- por comparación con la nefasta década del ‘90. Y de todas maneras, no es
tanto la acción (o falta de ella) por parte de los estados lo que me preocupa, sino la acción (o falta
de ella) por parte de lo que antes se llamaban los pueblos: las clases y etnias y sectores y grupos
sociales más explotados, marginados o abandonados, y que todavía conforman una inmensa porción
del continente. Entre muchas otras cosas, la revolución haitiana -independientemente de la historia
trágica posterior de ese desgraciado país, en buena medida debida justamente al castigo tremendo
que el sistema mundial dominante propinó al atrevimiento originario de aquellos “negritos”-
demuestra que es solamente cuando esos sectores se organizan de manera autónoma y
autoconsciente y se ponen en marcha, que las transformaciones realmente profundas se pueden
llevar a cabo. Si los gobiernos quieren acompañar, mejor que mejor. Si no, se trataría de obligarlos,
como hizo la revolución haitiana con la francesa. Esa es una lección también para hoy. Mientras
tanto, hay que tener claro quién es, hoy, el adversario principal: las clases dominantes a nivel
mundial y local, bajo todas sus expresiones, públicas y “privadas”, que han transformado el mundo
en un coto de caza de sus intereses más repugnantes, y están a punto de transformarlo en un
basural inhabitable donde ninguna especie -empezando por la humana- podrá sobrevivir. Como se
verá, no descarto una tragedia final, “apocalíptica”. Pero aún cuando llegara, habría que mantener
la actitud de aquel caballero medieval de El Séptimo Sello de Bergman, que cuando viene la Muerte
a buscarlo, le dice: “Voy, pero bajo protesta”. Es decir: sin resignación.
- ¿Qué opinión tiene de los festejos que se organizan por el Bicentenario, cuando lo que se
está conmemorando es la hegemonía -cuando no el avasallamiento- de los criollos e
inmigrantes sobre los pueblos originarios y sobre los negros? A la vez, ante esta pregunta
surge inevitablemente otra que hace de contraste. ¿Hasta qué punto sería posible realizar
una crítica integral sobre la presencia de criollos e inmigrantes en América, cuando se
forma parte de estas comunidades?
Las efemérides, las fechas históricas o los símbolos culturales no son por principio despreciables. A
veces son verdaderos campos de batalla ideológicos, en los que con mayor o menor conciencia y
visibilidad se juegan proyectos a mediano plazo para las sociedades. Al mismo tiempo, son siempre
potencialmente manipulables y sirven para confirmar “olvidos” sintomáticos: por ejemplo, que el
verdadero Bicentenario se debió celebrar en el 2004, ya que la primera revolución independentista,
la que dio el puntapié inicial, la haitiana, es de 1804. Por otra parte, como es obvio, los pueblos
originarios están aquí desde hace miles de años, y los afroamericanos descendientes de los esclavos
desde hace quinientos, aunque no por su voluntad (¿y por qué no serían entonces también ellos
“originarios”, al menos para el período en el que existe “América”, esa larga modernidad que
contribuyeron a construir con su trabajo forzado?), y eso es mucho más que doscientos. Son de
cuando aún no existía ese invento “burgués”, y “blanco”, llamado “Estado-nación”. Ahora, tampoco
se puede negar a la ligera la existencia, todo lo imaginaria que se quiera (pero, ¿quién dijo que los
imaginarios no tienen efectos materiales, a veces bien extremos?), de eso que a veces se nombra
como “identidad nacional”, a condición de saber que eso no tiene una sustancialidad ontológica
sólida y eterna, sino que es el producto histórico de una mescolanza sobre la cual ha operado una
hegemonía cultural que le da su apariencia de unidad. Una vez más, hay que instalarse en el punto
de cruce conflictivo de esas distintas historicidades/temporalidades, para no caer ni en el mito
insostenible del “ser nacional”, ni en el relativismo absoluto (otro oxímoron) igualmente
indefendible de una pura diseminación rizomática, o lo que sea. Un pensamiento realmente crítico
consistiría precisamente en saber que se forma parte de las “comunidades criollas e inmigrantes” y
que eso indefectiblemente condiciona nuestra percepción, y al mismo tiempo poder tomar cierta
distancia (“crítica”, justamente) de ese sistema de identificación, para señalar sus límites y
vacilaciones.
1 La oscuridad y las luces. Capitalismo, cultura y revolución. Eduardo Grüner. Editorial Edhasa. Buenos Aires. 2010. 589 páginas. RESEÑA BIO-BIBLIOGRÁFICA Eduardo Grüner es sociólogo, ensayista y crítico cultural, doctorado en la Universidad de Buenos Aires. Es profesor de Antropología y Sociología del Arte y de Teoría Política en la Facultad de Ciencias Sociales de dicha universidad. Ha publicado una gran cantidad de artículos y libros, entre otros, Un género culpable (1995), Las formas de la espada (1997), El sitio de la mirada (2001), El fin de las pequeñas historias (2002), y La cosa política (2005).