Grandeza y miserias del río Magdalena. El desembarco de las multinacionales españolas en Colombia

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Grandeza y miserias del río Magdalena. El desembarco de las multinacionales españolas en Colombia Nazaret Castro. Fotografías de Jheisson A. López - 12-12- 2013 No es el más largo ni el más caudaloso, pero el Magdalena es, con sus más de 1.500 kilómetros, la principal arteria fluvial de Colombia. El río que inspiró a Gabriel García Márquez para escribir novelas como El amor en los tiempos del cólera recorre el país de sur a norte, desde el Macizo Colombiano hasta el mar Caribe. El Gran Río de la Magdalena acoge a sus orillas multitud de poblaciones que recuerdan los tiempos en que el río, navegable, era un medio fundamental de comunicación y un elemento central para el desarrollo del país. Es más que un río: es un símbolo nacional. El “Río de la Patria”. Cerca todavía del nacimiento del Magdalena, en el departamento (provincia) del Huila, se encuentra La Jagua , un pueblo de calles empedradas y solitarias, de esos en que el tiempo parece detenerse. Es un pueblo tranquilo, de poco más de mil habitantes, al que acuden visitantes atraídos por la antigüedad de sus casas coloniales y por su riqueza cultural de raíces indígenas. Es también, dicen, un pueblo de brujas. Cuenta la leyenda que son de dos tipos: hechiceras o voladoras. Uno puede o no creer, pero, como dicen por aquí, “pues que las hay, las hay”. Aquí, el Magdalena pasa con un caudal todavía pequeño, pero gran fuerza y vitalidad. El río ordena la vida de la gente: es fuente de sustento de los pescadores, baña las tierras más fértiles y es el lugar de recreo por excelencia. Pero hoy está amenazado: la

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Grandeza y miserias del río Magdalena. El desembarco de las

multinacionales españolas en Colombia

Nazaret Castro. Fotografías de Jheisson A. López - 12-12-

2013

No es el más largo ni el más caudaloso, pero el Magdalena es, con

sus más de 1.500 kilómetros, la principal arteria fluvial de

Colombia. El río que inspiró a Gabriel García Márquez para escribir

novelas como El amor en los tiempos del cólera recorre el país de

sur a norte, desde el Macizo Colombiano hasta el mar Caribe. El

Gran Río de la Magdalena acoge a sus orillas multitud de

poblaciones que recuerdan los tiempos en que el río, navegable, era

un medio fundamental de comunicación y un elemento central para

el desarrollo del país. Es más que un río: es un símbolo nacional. El

“Río de la Patria”.

Cerca todavía del nacimiento del Magdalena, en el departamento

(provincia) del Huila, se encuentra La Jagua, un pueblo de calles

empedradas y solitarias, de esos en que el tiempo parece

detenerse. Es un pueblo tranquilo, de poco más de mil habitantes,

al que acuden visitantes atraídos por la antigüedad de sus casas

coloniales y por su riqueza cultural de raíces indígenas. Es también,

dicen, un pueblo de brujas. Cuenta la leyenda que son de dos tipos:

hechiceras o voladoras. Uno puede o no creer, pero, como dicen por

aquí, “pues que las hay, las hay”.

Aquí, el Magdalena pasa con un caudal todavía pequeño, pero gran

fuerza y vitalidad. El río ordena la vida de la gente: es fuente de

sustento de los pescadores, baña las tierras más fértiles y es el

lugar de recreo por excelencia. Pero hoy está amenazado: la

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empresa Emgesa, filial colombiana de la multinacional italo-

española Enel Endesa, está construyendo la central hidroeléctrica de

El Quimbo. Ha encontrado la oposición de los vecinos, que se han

unido en la asociación Asoquimbo, que agrupa a miles de afectados

por las obras.

Zoila es una de las activistas más decididas con las que cuenta la

comunidad. Cuando llegamos a su casa es de noche en La Jagua y,

como durante todo el año, hace calor. La casa de Zoila se ha

convertido en un baluarte de la resistencia: por la cocina, que

comunica con un patio interior repleto de árboles y plantas, pasan

cada día los vecinos para comentar la situación, intercambiar

información, organizarse. También los más jóvenes: uno de los

hijos de Zoila formó su propia asociación en defensa del río. Un

hermoso mural adorna la casa de Zoila y anuncia su condición de

punto de encuentro. Desde aquí, Zoila, mientras mantiene el fervor

político cuida de sus cuatro hijos, su padre, los gatos, el perro. Su

esposo, dice, colabora más en casa desde que ella está en

Asoquimbo. Divergen en algunos planteamientos, pero están de

acuerdo en lo esencial: la necesidad de defender la belleza del

Magdalena y los sonidos que lo habitan. “Ahora que todavía está

vivo, hay que proteger el río. Si no, ¿qué les vamos a decir a

nuestros hijos, que no peleamos por defenderlo?”, se pregunta

Zoila.

Tiene motivos para estar preocupada. Muy cerca de La Jagua, en el

municipio de Hobo, se construyó la primera gran represa de la

región: Betania, una central hidroeléctrica de gran tamaño

inaugurada en 1987. Cuando se anunció el proyecto, los vecinos

aceptaron de buena gana el discurso de la empresa y las

autoridades: la hidroeléctrica venía a traer progreso al Huila, una

región agrícola del interior del país, la puerta de entrada a la

Amazonia. A los opitas –como les dicen a los originarios del Huila-

les prometieron progreso y empleo, y ellos lo creyeron: votaron

masivamente a favor de la represa. Veinticinco años después no

ven los resultados. “El pueblo de Hobo sabe bien qué trae la

represa: antes, aquí se cultivaba arroz, cacao, maíz; ahora, la

mayor parte de la gente sobrevive como puede vendiendo agua en

la carretera”, cuenta Gilberto, uno de los afectados por el proyecto.

Jorge Enrique Robledo, senador por el Polo Democrático y uno de

los representantes de la izquierda más reconocidos en Colombia,

resume así la secuencia que ahora temen los habitantes de La

Jagua: “Se inunda un área grande de tierra fértil. Las utilidades se

las lleva la multinacional, el empleo dura lo que la construcción de

la presa, y se quedan sin tierra, cuando la agricultura es la que

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articula y encadena otras actividades productivas”, como la

artesanía y el comercio. Las represas también acaban con los otros

dos pilares de la modesta economía de muchas familias de la

Colombia rural: la pesca y la minería artesanal.

“¡O se van las multinacionales del territorio, o las echamos!”

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La central hidroeléctrica de El Quimbo se ubica al sur del embalse

de Betania, en un sitio geográfico encañonado, a 1.300 metros

aguas arriba, en la desembocadura del río Páez sobre el Magdalena.

La represa inundará 8.586 hectáreas, de las cuales 5.300 eran

productivas, y afectará a seis municipios. Además, el 95% de ese

territorio forma parte de la Reserva Forestal Protectora de la

Amazonía y el Macizo Colombiano. Las inundaciones de la represa,

que ya se encuentra en fase de llenado con la expectativa de

comenzar a funcionar en 2014, afectarán directamente a 1.537

personas a los que se expropiarán sus tierras. Es por eso que los

habitantes de los municipios afectados, como Hobo, La Jagua y

Gigante, decidieron formar hace cinco años Asoquimbo, una

asociación a la que se han adscrito miles de vecinos, con el respaldo

y el decidido apoyo del investigador Miller Armín Dussán. “¡O se van

las multinacionales del territorio, o las echamos!”, dicen.

Sobre el papel, la ley garantiza a los expropiados la restitución por

otras tierras productivas, pero Emgesa, sin encontrar la oposición

de las autoridades, pretende comprarles las fincas a un precio que

se queda muy corto por la inflación que ha generado el proyecto.

“Nos ofrecen 32 millones de pesos (unos 12.000 euros), cuando la

hectárea está ya a 40 ó 50 millones (entre 15 y 20.000 euros)”,

asegura Jorge Uguanés, otro de los campesinos afectados. El

proyecto perjudicará también a cientos de jornaleros que

trabajaban para los terratenientes de la zona. Los dueños de las

mayores fincas sí vendieron sus tierras a Emgesa: la empresa las

dejó baldías. Tierras que antes eran productivas comenzaban a ser

invadidas por las malas hierbas, mientras cientos de familias de

jornaleros se quedaban sin trabajo ni sustento, y sin derecho a

compensación alguna.

El pasado mes de abril los campesinos ocuparon tres de esas fincas,

situadas en las afueras de La Jagua, en unos territorios

denominados La Virginia. Las tierras volvieron a producir maíz,

fríjol, cilantro. De la mano de Zoila, visito una de esas fincas,

llamada La Guaca. Allí, Francisco, uno de los agricultores, se

explica: “La empresa dijo que desarrollaría procesos productivos,

pero cuatro años después, no había llegado ninguna solución.

Emgesa dice que esto es una ocupación ilegal, pero no estamos

invadiendo nada: estamos defendiendo el territorio. Ellos son los

que nos lo arrebataron”. Toman la palabra sus compañeros de

faena: “Estamos perdiendo terreno: quieren privatizarlo todo.

Tenemos que recuperar nuestra cultura, nuestra identidad, el

sentido de pertenencia a la tierra. La lucha es por la tierra”, dice

Harold. “¿De qué van a vivir nuestros hijos, nuestros nietos? Si no

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defendemos lo nuestro, les estamos arrojando al delito”, añade

Armando.

Cuando visité La Jagua, el pasado mes de julio, los vecinos se

turnaban cada día para hacer guardia a las afueras del pueblo y

vigilar que los funcionarios de Emgesa no pasaran a las fincas de La

Virginia. No pudieron evitar que, a finales de septiembre, unas

doscientas familias fueran desalojadas de tres fincas ocupadas, en

una rápida operación del Escuadrón Antimotines de la Policía.

En sus comunicados de prensa, Emgesa, que rehusó dar su punto

de vista, asegura que se están desarrollando proyectos productivos

para mejorar la vida de los campesinos, pero los vecinos de La

Jagua lo niegan. Añaden que el censo de afectados que ha

elaborado la empresa es parcial y arbitrario: no incluye a todos los

propietarios de tierras y mucho menos a otros afectados, como

jornaleros y comerciantes. Temen también que, como ocurrió en

Betania, la empresa no cumpla con lo prometido. Gilberto, el

pescador de Hobo, aclara que a los afectados por Betania nunca se

les restituyeron las tierras que perdieron con las inundaciones de la

represa, y que se hizo pescador por obligación: “Ahora que ya

aprendí el oficio, notamos que cada día hay menos pescado desde

que comenzaron las obras de El Quimbo. Otra vez nos quedaremos

sin trabajo”. Por eso dice Gilberto que la situación en el Huila es

“una bomba de tiempo”. Y la bomba empezó a estallar poco

después de mi visita, en agosto, con un parón agrario que movilizó

24 de los 32 departamentos del país y que congregó a campesinos,

indígenas y transportistas, pero también a la opinión pública

urbana, en protesta por las condiciones cada vez más precarias

para el campo colombiano.

Al impacto social y económico de la represa se suman las posibles

consecuencias sobre la riqueza ambiental y patrimonial que atesora

el río. En su jardín en La Jagua, Mauricio, otro de los activistas de

Asoquimbo, me enseña vasijas indígenas muy antiguas que,

asegura, todavía se encontraban a la orilla del caudal hasta la

llegada de Emgesa. En su jardín crecen plantas exóticas, como las

heliconias, y se dejan ver iguanas y muy diversos pájaros. El jardín

de Mauricio es, como cualquier rincón del Huila, una pequeña

muestra del rico ecosistema de esta región de Colombia, el país

más biodiverso del mundo en relación a su superficie.

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Irregularidades y connivencias

Emgesa inició las obras de la represa antes de contar con un

estudio de impacto ambiental, y cuando éste se publicó tampoco

despejó las dudas. La propia Contraloría General de la República, el

máximo órgano fiscalizador del Estado en Colombia, señaló errores

de procedimiento, cuestionó la posibilidad de restituir las tierras

productivas, como marca la ley, y concluyó: “Colombia está al

borde de la catástrofe ambiental y El Quimbo es un caso

excepcional”. La Contraloría pidió frenar el proyecto, pero la

empresa contó con el decidido apoyo de las autoridades locales y

nacionales. El poder que las autoridades colombianas han entregado

a la empresa es tal que Emgesa diseñó el Plan de Ordenamiento

Territorial (POT) de la zona, asegura el profesor Miller Dussán.

“Se trata de un proyecto mal planteado desde el principio”, afirma

Jorge Robledo. El senador, miembro del Polo Democrático

Alternativo, que ha criticado las políticas de los últimos presidentes

de Colombia, que califica de neoliberales, argumenta que, entre

otras cosas, el proyecto no contempla el control de la apertura de

compuertas para prevenir inundaciones. No es un riesgo desdeñable

después del antecedente de Alto Anchicayá, una represa ubicada en

el departamento del Valle del Cauca y propiedad de la Empresa de

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Energía del Pacífico (EPSA), por aquel entonces filial de Unión

Fenosa. En 2001, la represa abrió las compuertas sin previa

consulta a las comunidades, provocando un desastre ambiental: se

liberaron 500.000 metros cúbicos de sedimentos que llevaban

medio siglo represados en el embalse. “Todos los peces murieron,

los cultivos se dañaron y seis mil personas resultaron afectadas y

quedaron prácticamente en la ruina”, informó el diario El

Espectador.

El desembarco de las transnacionales

Unión Fenosa y Endesa –hoy propiedad de la italiana Enel- son,

junto a Iberdrola, las multinacionales de origen español que, desde

su desembardo en el continente, entre los años 90 y 2000, han

consolidado posiciones de liderazgo en América Latina. Igual que los

sectores de las telecomunicaciones (Telefónica), la banca

(Santander, BBVA), la extracción de hidrocarburos (Repsol, Cepsa),

el turismo (Sol Meliá, NH), la industria textil (Inditex, Mango), la

prensa (Prisa, Planeta), las redes de agua y saneamiento (Agbar,

Canal de Isabel II) o la construcción (FCC, Acciona y Sacyr

Vallermoso, que encabeza el grupo que construirá el nuevo Canal

de Panamá). Estas grandes firmas han convertido a España en el

segundo inversor en Latinoamérica, sólo por detrás de Estados

Unidos, y copan los servicios públicos domiciliarios en un buen

número de países.

Estas firmas encontraron en Colombia un marco legal que se

modificó en la última década del siglo XX para hacer del país un

destino atractivo para la Inversión Extranjera Directa (IED), desde

la propia Constitución de 1991, que elimina la distinción entre

empresas nacionales y extranjeras. En los años 90, bajo la

presidencia de César Gaviria, el Gobierno colombiano emprendió un

intenso proceso de apertura económica que incluyó la privatización

de las empresas que prestaban servicios públicos a los ciudadanos.

Lo mismo ocurrió en el resto del continente: son los tiempos del

Consenso de Washington, esto es, aplicación de políticas calificadas

desde muchos sectores de neoliberales. En la América Latina de los

años 90, la mayor parte de los países arrastra unos altos niveles de

deuda externa que sitúan a países como México, Argentina y Brasil

al borde de la suspensión de pagos. En ese contexto, el Fondo

Monetario Internacional y el Banco Mundial presionan para poner en

marcha las reformas de ajuste propias del discurso más liberal que

incluye la privatización masiva de empresas públicas. Colombia es

una excepción: no tiene grandes problemas de deuda, pero

igualmente se suma a la corriente predominante y aplica el ajuste.

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Al otro lado del Atlántico son los tiempos de la integración europea

y la apertura de mercados. En ese marco, las empresas españolas,

para ser competitivas, abordaron un intenso proceso de

concentración empresarial, seguido de la privatización de algunas

de las compañías públicas más relevantes. Endesa, Telefónica y

Repsol, entre otras, son privatizadas durante los mandatos de

Felipe González y José María Aznar. La secuencia culmina cuando

esas nuevas compañías privadas compran las empresas que acaban

de ser privatizadas en el continente latinoamericano. Unión Fenosa

se hace con Electricaribe y EPSA en Colombia, Endesa adquiere

Enersis en Chile y Repsol obtiene YPF Argentina. Gracias a las

compras de filiales en América Latina, el peso de las inversiones

extranjeras en el Producto Interior Bruto (PIB) español pasa del

0,9% en 1996 al 9,6% en el año 2000. Para entonces, España se ha

convertido en el sexto país inversor en el mundo, y el 66% de esa

inversión extranjera directa (IED) está en América Latina.

“Los gobiernos y las empresas suelen argumentar que el capital

extranjero es necesario para acometer las transformaciones que

requiere en el país y atender a la población rural y los barrios

empobrecidos, pero la realidad es muy distinta: si el discurso

privatizador prometía bajada de tarifas y mejora del servicio, el

resultado fue el contrario”, afirma Pedro Ramiro, coordinador

del Observatorio de Multinacionales en América Latina (OMAL) y

autor de varios informes sobre el caso colombiano. “Las

multinacionales eléctricas ofrecen un servicio pésimo, con apagones

y cortes, tarifas impagables para la población pobre y accidentes

derivados de las malas infraestructuras”, explica. Además, en el

caso de los servicios públicos, la privatización “pone en cuestión la

soberanía del país y la democracia en el acceso a los servicios

básicos”.

“Las transnacionales extranjeras no crean nuevas industrias ni

aportan nuevo know how: vienen a comprar lo que ya está hecho”,

sostiene el senador Robledo. “El caso de las privatizaciones de

servicios públicos es notable: el Gobierno colombiano crea la

empresa, el mercado, la infraestructura, y ahí llega la IED y compra

a buen precio”, añade. Las inversiones españolas en América Latina

no aumentan la capacidad productiva ni crean empleo. Más bien al

contrario. A menudo implicaron recortes de plantilla y precariedad

laboral. Así, por ejemplo, la llegada de Endesa a Colombia supuso la

pérdida de 2.000 puestos de trabajo y un deterioro del convenio

colectivo; Unión Fenosa, por su parte, despidió a cerca de 700

personas, si bien la empresa privada anterior ya se había encargado

de echar a la calle a otros 2.300 trabajadores. Esto explicaría la

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poca aceptación de las empresas españolas en Colombia: según el

Latinobarómetro de 2004, apenas un 29% de los latinoamericanos

creía que la inversión extranjera directa era beneficiosa para sus

países.

El director de la Cámara de Comercio Hispano Colombiana, Enrique

de Zabala Hartwig, no está de acuerdo con esas impresiones:

admite que las grandes empresas pueden cometer errores, pero

opina que esa está muy lejos de ser la norma. En su opinión, “el

aumento de la IED ha contribuido a disminuir la inseguridad en

Colombia” y ha venido acompañada de “mejoras en la calidad de

vida”. También Carlos Neiva, director delIPSE, un departamento del

Ministerio de Minas y Energía que se centra en las zonas no

interconectadas del país, sostiene que la IED “ha sido un pilar para

el desarrollo del país”. Las estadísticas del Banco Mundial sustentan

parcialmente estas afirmaciones: elcoeficiente Gini (que mide la

desigualdad en el país, donde 1 es la máxima desigualdad) ha

pasado de 58,3 en 2004 al 55,9 en 2010. Ha mejorado levemente,

pero sigue siendo uno de los más altos del continente, y la mejoría

es moderada si se tiene en cuenta que, hasta sentir la crisis en

2009, Colombia creció esos años a tasas que llegaron al 7% del PIB

anual. Las cifras sobre población sumida en la pobreza muestran

una mayor mejoría –del 45% al 37% en los últimos cinco años-,

pero esa evolución podría estar sesgada por el cambio en el sistema

de medición que implantó el Gobierno de Juan Manuel Santos.

Pero las estadísticas esconden el precio que la Colombia rural ha

pagado por esa noción de desarrollo. La pregunta es, entonces, qué

entendemos por progreso. “En el sistema actual, se trata de crecer

aunque sea de forma agresiva, pero, ¿a quién beneficia ese

modelo? Cada vez se cuestiona más esa idea lineal de progreso que

termina por enfrentar el afán de lucro con los derechos humanos”,

me explica la antropóloga Lina María Martínez, que investigó los

impactos de la represa de la Salvajina, en el departamento del

Cauca, al suroccidente de Colombia.

Del paraíso al infierno en el embalse de Salvajina

En la Salvajina, la distancia entre el paraíso y el infierno la marca la

cantidad de agua que retiene el embalse. En el invierno –los meses

de abundantes lluvias-, el paisaje es hermoso, pero en el verano se

seca el lago y deja al descubierto los sedimentos del río. A partir de

agosto, la vida se les complica mucho a los lugareños. Durante

varios meses quedan prácticamente incomunicados y expuestos a la

contaminación y las enfermedades que traen los mosquitos. El lago

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de belleza impenetrable da lugar a un lodazal y las lanchas y

planchones que habitualmente cruzan de un lugar a otro ya no

pueden pasar.

Aquí, en el departamento del Cauca, al suroccidente de Colombia, la

riqueza étnica de la zona sólo es comparable a la exuberancia de su

naturaleza. Recorro el trayecto en el planchón, la barcaza que puso

a disposición de los habitantes la empresa responsable del embalse,

EPSA. El planchón hace el recorrido una sola vez al día. Son tres

horas de travesía desde la reserva indígena de Honduras, en el

municipio de Morales, hasta las comunidades afrodescendientes del

municipio de Suárez. El crisol de razas que es Colombia se

manifiesta con la misma plenitud que su biodiversidad. Mientras

observo la belleza del lago me resulta difícil imaginar el paisaje que

dejará el lodo en apenas unas semanas.

Encuentro a Robinson en el pueblo de Morales. Él me guía hasta la

reserva indígena y me lleva a la casa de don Luis y doña Natividad.

Allí dormiré, en un cuarto sencillo que da a un patio abierto donde

nuestros anfitriones tienen gallinas y donde, en un trapiche

artesanal, preparan la panela, un producto a base de caña de

azúcar muy popular en Colombia. En ese patio aprendo que el arroz

con huevo y tajadas de plátano maduro frito puede ser el más

exquisito de los manjares. De noche, cuando las veredas quedan

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totalmente a oscuras –vivir junto a una represa no garantiza el

suministro eléctrico-, la forma en que las estrellas toman el cielo se

me antoja tan inédita que me cuestiono sobre mi urbanita

ignorancia.

Robinson, don Luis, Natividad y otros vecinos que se amontonan en

el modesto porche de la vivienda de don Luis aseguran que, antes

de que la represa inundara las mejores tierras productivas, la

comida era mucho más abundante; también el pescado y el oro,

que sustentaba a muchas familias. La construcción de la represa

sobre el río Cauca en 1984, a manos de una empresa pública,

generó mucha resistencia y finalizó con miles de desplazados,

muchos de los cuales nunca recibieron nada a cambio de las tierras

expropiadas. “Muchos vecinos vendieron las mejores tierras y ahora

viven en la loma, sin agua potable, incomunicados”, me explica

Robinson. Su padre prefirió resistirse a vender, pero no le fue

mejor: “Igualmente inundaron sus tierras, y nunca le pagaron”.

Hoy, cuentan don Luis y doña Natividad, los cultivos ya no son lo

mismo, sobre todo el maíz y el fríjol, y se sienten los efectos del

cambio climático, traducido en un sol cada vez más agresivo, del

que pronto mi blanca espalda dará fe. En invierno, con los

mosquitos, llegan enfermedades epidemiológicas y respiratorias.

Aunque lo peor es, quizá, el aislamiento de las comunidades, sobre

todo en los meses de invierno. Algunos niños deben caminar dos y

tres horas para llegar a la escuela.

Vecinos del resguardo de Honduras desistieron y marcharon a la

ciudad en busca de otros caminos, que terminan, muchas veces, en

las comunas (favelas) de Cali o Medellín, o en la venta ambulante.

Otros muchos se quedaron y, organizados en formas cooperativas

como las tradicionales mingas indígenas, siguen trabajando y

cultivando. Se quedan, convencidos todavía de habitar un territorio

sagrado que deben defender. Así lo expresa uno de los vecinos de

don Luis: “Nosotros vemos el río como un modo de vida; ellos sólo

ven bajar los dólares”.

La inundación de sus tierras más fértiles, las de la orilla del río

Cauca antes de su desvío, fue un duro golpe, pero lo fue más aún el

abandono de Estado y empresas. Poco después de la inauguración

de la represa, los lugareños llegaron a un acuerdo con la empresa y

el Estado, conocido como Acta de 1986, que incluía la construcción

de caminos, escuelas y centros de salud para minimizar el impacto

de la obra sobre la vida de las comunidades. Los lugareños

denuncian que se hizo, como mucho, un 10% de lo prometido, y ya

está deteriorado; el Estado ha sido demandado por tales

incumplimientos.

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“Si en Salvajina hubiésemos tenido conocimiento de los impactos,

no hubiéramos permitido las obras. Pero no había percepción a

futuro, y hoy vemos las consecuencias”, cuenta Eduardo Tamayo,

consejero mayor del Consejo Regional Indígena del Cauca (CRIC),

la organización que agrupa a la gran mayoría de los cabildos

indígenas de la región. Tamayo asegura que, a día de hoy, ni el

Estado ni las empresas se han responsabilizado de la situación.

Cuando Unión Fenosa adquirió EPSA, en el año 2000, se

desentendió del caos que había dejado el consorcio empresarial que

la precedió. Nueve años después, tras la adquisición de Gas Natural

de la mayoría accionarial de Unión Fenosa y tras una serie de

complejas operaciones financieras, la multinacional española optó

por deshacerse de EPSA. Mientras van y vienen fusiones,

adquisiciones y compraventa de acciones, los habitantes afectados

por la Salvajina siguen esperando una solución.

Siendo propiedad de Unión Fenosa, EPSA reavivó un viejo proyecto

que a finales de los 90 había sido desechado por su impacto

ambiental: la desviación del río Ovejas, que reactivaría la

generación de energía ahora que Salvajina se encuentra al fin de su

vida útil. La nueva obra afectaría, sobre todo, a las comunidades

afrodescendientes de Suárez, que ya han mostrado su firme

rechazo al proyecto. Una de esas comunidades, La Toma, ha

protagonizado una campaña de resistencia que es mucho más

reciente para los afrodescendientes que para los indígenas del

Cauca. La nueva EPSA, participada por empresas colombianas,

consintió en elaborar un plan ambiental con la participación de las

comunidades. Pero, según el consejero mayor del CRIC, Eduardo

Tamayo, ese plan “sólo identifica los impactos ambientales y las

posibles compensaciones: se olvidan los impactos sociales,

económicos y culturales. Y entonces, ¿qué precio le pones al río, a

nuestra cultura?”, se pregunta.

Represas y extractivismo

Colombia no es una excepción. En Brasil hay medio centenar de

represas proyectadas en la selva amazónica. La mayor de ellas se

ha convertido en todo un símbolo: Belo Monte, una megaobra que,

encabezada por un consorcio de empresas entre las que se

encuentra capital español, pretende construir una de las tres

mayores hidroeléctricas del mundo. El proyecto, que data de

tiempos de la dictadura militar y que ha contado con el firme apoyo

de los presidentes Lula da Silva y Dilma Rousseff, ha sobrevivido

pese a los múltiples procesos judiciales, a la resistencia de los

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pueblos indígenas y a una opinión pública en contra no sólo en

Brasil sino en el resto del mundo: incluso caras famosas, como

Sting y David Cameron, pusieron rostro a ese rechazo. Belo Monte

es sólo una, la mayor y más simbólica, de las decenas de represas

que el Gobierno brasileño tiene pensado levantar en la mayor selva

tropical del planeta. Al otro extremo del continente suramericano,

en otro ecosistema único y vulnerable como es la Patagonia chilena,

Enel Endesa, a través de su filial chilena Enersis, proyecta construir

cinco grandes represas.

Al tiempo que las grandes centrales hidroeléctricas comienzan a ser

cuestionadas en Europa por sus consecuencias sobre los ciclos

hídricos y los ecosistemas, en América Latina estos modernos

dinosaurios están más de moda que nunca. Se proyectan grandes

represas en serie, como las once centrales que Hydrochina pretende

construir sobre el río Magdalena, y también microcentrales, como

las de la región colombiana de Sumapaz. Gobernantes y

empresarios defienden estos proyectos aludiendo a la soberanía y la

seguridad energética de los estados y, en definitiva, las necesidades

del progreso. Un buen número de organizaciones y movimientos

sociales consultados aportan otra visión: las represas se construyen

para satisfacer las necesidades del modelo extractivista –

principalmente de la minería, muy demandante de energía barata- y

no las de la población local. Lo cierto es que, en Colombia, las

industrias pagan, como media, 100 pesos por KW/h, mientras los

ciudadanos de bajos recursos abonan unos 350 pesos.

El extractivismo se presenta como el único camino posible para el

desarrollo en toda América Latina. El presidente colombiano, Juan

Manuel Santos, ha definido ese modelo en una expresión que el

Gobierno repite sin cesar: la “locomotora minero-energética” debe

tirar de la economía del país. La minería, la explotación de

hidrocarburos y la instalación de centrales hidroeléctricas se suma

así al monocultivo de café o caña, consagrado a la exportación, en

el contexto del modelo extractivo que se ha generalizado en todo el

continente. “El Huila es la puerta de entrada a la Amazonia. Los

recursos más importantes están en el sur”, recuerda el profesor

Miller Dussán. En Caquetá o Putumayo se encuentran importantes

reservas de oro, coltán, petróleo. El suroccidente y el sur

colombiano son espacios de disputa y, cada vez más, las

comunidades locales se organizan para defender lo que para ellos

no es sino vulneración de sus derechos. No sin riesgos…

Cuando defender el río cuesta la vida

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En Colombia no pocos saben que los críticos con el sistema corren

peligro de muerte y, por si a alguien se le olvida, las intimidaciones

y amenazas son moneda común. En Cali, en la sede de la

Asociación para la Acción Social Nomadesc, Olga Arauco me habla

de la violencia que acompañó la construcción de la represa de la

Salvajina. “Las autoridades militarizaron el territorio, quemaron

casas y cultivos, y hubo desaparecidos. Hoy, en la comunidad de La

Toma, los activistas se han acostumbrado a las amenazas y a llevar

chaleco protector. A quienes osan defender su territorio, se les

acusa de ser opositores al desarrollo. “Nos dicen que no permitimos

el progreso, y lo que quieren es saquear las riquezas que hay en

nuestro territorio”, afirma Alfredo Campos, director de la emisora

indígena del municipio de Morales, en el Cauca.

De Cali, la tercera ciudad más importante de Colombia y eje del

suroccidente del país, viajamos a Popayán, la capital del

departamento del Cauca. Es una ciudad tranquila, de arquitectura

colonial, de esas con edificios muy blancos y muchas plazas

públicas. Allí, en la sede del CRIC, nos atiende Martín Vidal, que se

encarga de cuestiones territoriales en el cabildo indígena. Martín

pone el dedo en la llaga: “Las comunidades indígenas, campes inas y

afrodescendientes son los sectores abandonados, que sufren las

peores consecuencias del modelo económico. La población rural es

la gran víctima del sistema, y el problema de fondo en Colombia es

el acceso a la tierra”, afirma. Los números respaldan sus palabras:

Colombia sigue siendo uno de los países más latifundistas del

planeta. La concentración de la tierra alcanza un sorprendente

índice Gini del 0,87. El acaparamiento de tierras avanza al ritmo de

los megaproyectos mineros o hidroeléctricos, que, necesariamente,

le roban tierras productivas al campo. Por eso se rebelan las

comunidades indígenas y campesinas, y, frente a esos procesos de

resistencia, “los poderosos utilizan la estrategia de la división, la

confrontación interétnica, la división de las comunidades. Las

multinacionales ofrecen prebendas y cooptan a los líderes

comunitarios, mientras el Estado mira hacia otro lado”, sostiene

Martín.

Si los intentos de cooptación y división no dan los frutos deseados,

la vía es la violencia. En el Huila, el profesor Dussán ha recibido

amenazas por su labor en Asoquimbo, y un joven oriundo de

Gigante, Bladimir Sánchez, ha tenido que abandonar su tierra por

las amenazas que ha recibido a raíz de su labor documental. Hace

unos meses, en un enfrentamiento con las fuerzas de seguridad del

Estado, otro vecino perdió un ojo. Con todo, el Huila no es de las

zonas más violentas de Colombia: sí lo es el departamento de

Antioquia. Allí, el 17 de septiembre, mataron a balazos a Nelson

Page 15: Grandeza y miserias del río Magdalena. El desembarco de las multinacionales españolas en Colombia

Giraldo Posada, líder del Movimiento Ríos Vivos, que defendía al

medio centenar de personas afectadas por la central de

Hidroituango. En la Costa Atlántica, en Barranquilla, varios

activistas sociales han dado cuenta de amenazas de personas

desconocidas y armadas en barrios de bajos recursos.

No es ninguna novedad que, en Colombia, defender los derechos

humanos es una actividad de alto riesgo. En el primer semestre de

2013, cada día fue agredido un activista y cada cuatro días uno de

ellos fue asesinado, según un informe del programa Somos

Defensores. Hubo 153 agresiones y 37 líderes fueron

extrerminados. En seis meses. En Colombia la violencia atraviesa la

política desde hace más de medio siglo. El Grupo de Memoria

Histórica (GMH) cuantifica en 200.000 las muertes provocadas por

el conflicto en Colombia en el último medio siglo. Pero el conflicto

armado es sólo una parte del conflicto social, que precede en el

tiempo al levantamiento en armas de las guerrillas, y que se

resume en una palabra: desigualdad.

“Los paralimitares tienen funciones de control territorial”, sostiene

Dora Lucy Arias, del Colectivo de Abogados José Alvear Restrepo

(CCAJAR), uno de los más beligerantes contra la violencia

paraestatal en Colombia. En Colombia se denominaparamilitares a

los grupos armados ilegales de extrema derecha, que se

denominaron a sí mismos autodefensas, y que generalmente están

ligados al narcotráfico. Comenzaron a cobrar fuerza en Colombia en

los años 80 y alcanzaron su época de mayor auge en tiempos de

Uribe Vélez. En 2006, tras la supuesta desmovilización de estos

grupos, se revelaron vínculos entre paramilitares y políticos; se

generalizó el término parapolíticapara definir esas amistades

peligrosas. Los grupos que antes conformaban las Autodefensas

Unidas de Colombia (AUC) hoy se denominan bacrim (bandas

criminales). Según CCAJAR y otras organizaciones de derechos

humanos, conservan el control sobre vastos territorios del país,

aunque la parapolítica es ahora menos visible.

La abogada Dora Lucy Arias vincula la violencia ejercida contra los

desplazados en Colombia con lo que el intelectual británico David

Harvey llamó acumulación por desposesión, esto es, el despojo de

pueblos enteros para satisfacer las necesidades del sistema de

acumular capital. Este proceso se da “por la imposición de la fuerza:

a través de los actores armados, pero también de las leyes” y a

través de esa coerción, las elites “socavan la dignidad de los

pueblos: les quitan su narrativa”, añade la letrada.

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Multinacionales frente al conflicto armado

“La violencia se asumió en Colombia como parte del modelo de

desarrollo económico: cada transformación significativa del modelo

económico vino acompañada de un ciclo de violencia”, sostiene el

politólogo Carlos Medina Gallego, profesor de la Universidad

Nacional. En su opinión, desde los años 80 Colombia vive un ciclo

de violencia destinado a consolidar el modelo extractivista en

América Latina: una economía basada en la exportación de materias

primas y recursos naturales se convierte en el eje de economías de

la región. En este contexto, “empresarios y latifundistas requieren

de un nuevo ciclo de violencia para posibilitar la apropiación del

territorio y sus recursos”, explica el profesor Medina. Es la época en

que llega masivamente el capital extranjero y, paralelamente, los

grupos armados –principalmente, los paramilitares- comienzan a

presionar en los territorios con muertes y amenazas. El resultado es

aterrador: en 20 años, entre 4,5 y 5,5 millones de habitantes –el

10% de los 46 millones de colombianos- fueron desplazados

mientras se imponía la cultura del miedo. La gran mayoría eran

pequeños campesinos que dejaron tras de sí alrededor de seis

millones de hectáreas de tierra productiva de la que se apropiaron

terratenientes y paramilitares. Para el discurso oficial, los

desplazados son producto del fuego cruzado entre guerrilleros,

militares y paramilitares. Los movimientos sociales hacen la lectura

inversa: se ha generado un escenario de guerra y miedo,

precisamente, para obligar a huir a los campesinos y despojarlos así

de sus tierras.

En Colombia se entremezcla la acción de diversos actores armados:

grupos insurgentes, fuerzas armadas, paramilitares; cada uno de

ellos, a su vez, mantiene nexos con los narcotraficantes. En este

complejo escenario, resulta difícil discernir la implicación de las

empresas transnacionales en el conflicto. Para Pedro Ramiro, que

investigó las operaciones de Repsol en el Arauca colombiano,

parece obvio: “Como mínimo, comparten intereses: las empresas se

benefician de la acción de las fuerzas armadas y los paramilitares”.

Por su parte, el senador Robledo recuerda que “el Ejército protege

oleoductos e infraestructuras: es una política de Estado” que

conforma uno de esos pilares sobre los que se asienta la atracción

de IED hacia Colombia. Seguridad democrática, lo llamó Álvaro

Uribe.

En algunos pocos casos se han encontrado más evidencias: se sabe

que la bananera Chiquita Brands –antigua United Fruit Company-

transportaba armas en sus barcos. En 2007, el paramilitar y

narcotraficante desmovilizado Salvatore Mancuso armó un gran

Page 17: Grandeza y miserias del río Magdalena. El desembarco de las multinacionales españolas en Colombia

revuelo al acusar a un buen puñado de grandes empresas

extranjeras y colombianas, entre ellas Chiquita, de financiar a los

paramilitares de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC). En

2008, Mancuso fue extraditado a Estados Unidos y, como él, otros

exdirigentes paramilitares se encuentran extraditados o

incomunicados.

El Tribunal Permanente de los Pueblos (TPP) intenta erigirse como

una alternativa frente a la dificultad de que depurar las

responsabilidades. En sus tres últimas sesiones, celebradas entre

2006 y 2010, la actuación de las transnacionales españolas en

América Latina –especialmente, Unión Fenosa y Repsol- tuvo un

gran protagonismo. Lo que intenta demostrar el TPP es que estas

denuncias no suponen casos aislados, sino que responden a un

“patrón de conducta global” que incluye violaciones de derechos

humanos, inaccesibilidad a servicios básicos y deterioro de las

relaciones laborales. Las transnacionales se apoyan en un marco

legal global muy favorable, impulsado por organismos

internacionales como el FMI, la Organización Mundial del Comercio y

el Banco Mundial. Reciben, también, el apoyo de los estados que

reciben la IED y de los estados donde está la matriz de la

multinacional.

Colombia es, en muchos sentidos, el caso más extremo de un

modelo de desarrollo que se expande por todo el continente

latinoamericano. Un modelo que expulsa a los campesinos hacia las

favelas de las periferias urbanas y que encuentra su razón de ser en

la depredación de los recursos naturales. Las comunidades

indígenas y campesinas denuncian la violencia que sufren a lo largo

y ancho del continente, pero en Colombia esa violencia se destaca

por su brutalidad y cotidianeidad. No por ello los poderosos han

conseguido imponer su ley del silencio: Colombia pasa por un

momento de agitación social como no vivía desde los años 80. En El

Quimbo, en la Salvajina, por todo el país los pueblos organizan sus

resistencias. Como casi siempre, la otra cara de la miseria es la

esperanza.

Nazaret Castro es periodista y vive desde hace cinco años en

América Latina. Este artículo forma parte de la investigación Cara y

cruz de las multinacionales españolas en América Latina, financiado

por los lectores de FronteraD a través de uncrodwfunding en la

plataforma Goteo. En FronteraD ha publicado reportajes como Una

flor en medio del asfalto, La matanza de Carandiru o La sociedad

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carioca, en estado de apartheid, y mantiene el blog Entre la samba

y el tango.

En la próxima entrega de esta serie llegaremos hasta Barranquilla,

en la Costa Atlántica colombiana, para investigar cómo afecto la

privatización de la distribución de energía eléctrica, hoy a cargo de

las filiales de Gas Natural Fenosa. Veremos también cuál ha sido el

impacto de la petrolera Repsol en Colombia y analizaremos el

impacto de la llegada de las transnacionales sobre las condiciones

laborales en el país.

Los cofinanciadores del proyecto recibirán, junto con los reportajes

en ebook, una serie de materiales extra vinculados a los contenidos

de la serie.

Para más información:

Javier Sulé, Unión Fenosa en Colombia. Una estrategia socialmente

irresponsable. Observatorio de la Deuda de la Globalización.

Cátedra Unesco en Tecnología y Desarrollo. 2006.

Argumentos y acciones jurídicas en defensa del territorio, el

patrimonio nacional y de las comunidades afectadas por el proyecto

hidroeléctrico El Quimbo, Miller Armín Dussán Calderón, Asoquimbo.

Neiva, 2013.

Informe Los nuevos conquistadores, Greenpeace, 2009.

Pedro Ramiro, Erika González y Alejandro Pulido, Las

multinacionales españolas en Colombia, Asociación Paz con

Dignidad/OMAL, 2007.

Pedro Ramiro y Alejandro Chaparro, Colombia en el pozo. Los

impactos de Repsol en el Arauca, Asociación Paz con

Dignidad/OMAL, 2006.

Pablo Dávalos, La democracia disciplinaria. El proyecto neoliberal

para América Latina. 2010.

Jesús Carrión, Erika González, Tom Kuchard et. al., Beneficios a

costa de los pueblos y de los derechos humanos. Corporaciones

Transnacionales Europeas en América Latina y el Caribe. Enlazando

Alternativas.

Page 19: Grandeza y miserias del río Magdalena. El desembarco de las multinacionales españolas en Colombia

Veredicto de la sesión de 2010 del Tribunal Permanente de los

Pueblos.

OMAL.

Censat Agua Viva.

Enlazando Alternativas.

Documental TV3.

Dictamen del TPP sobre Unión Fenosa.

Violaciones de Unión Fenosa en Centroamérica y

Colombia (documento del ODG).

El juicio contra Unión Fenosa.

Artículo de OMAL sobre Asoquimbo.

Cuaderno de bitácora (artículos del blog relacionados):

Aterrizando en Colombia, país de contrastes

El río Magdalena, visto desde La Jagua

El Cauca colombiano, en el epicentro del conflicto

Dos días con el profesor Miller Dussán

En la casa de don Luis y doña Natividad (en la Salvajina)

Page 20: Grandeza y miserias del río Magdalena. El desembarco de las multinacionales españolas en Colombia

Panorámica del Río Magdalena en el departamento del Huila-

Colombia, territorio amenazado por el proyecto hidroeléctrico El

Quimbo

Vista del río Magdalena, en el lugar donde la empresa Emgesa está

recogiendo el material para la construcción del muro de la represa de

El Quimbo.

Page 21: Grandeza y miserias del río Magdalena. El desembarco de las multinacionales españolas en Colombia

El profesor Miller Dussán, durante una asamblea de Asoquimbo,

celebrada el pasado mes de julio en el municipio de Gigante.

Los vecinos de La Jagua hacen guardia a la salida del pueblo, en el

camino hacia las fincas de La Virginia.

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Zoila, activa luchadora contra la represa de El Quimbo, en su casa de

La Jagua.

Vecinos de La Jagua en la finca de La Guaca, que ocuparon para

iniciar un proyecto productivo.

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