Galahad, el hijo del santo grial rosalind miles

1885

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En el corazón de Camelot, el reyArturo y la reina Ginebra gobiernanuna tierra en paz, mientras sepreparan para armar caballero aMordred, hijo y heredero de Arturo,quien se sumará a los caballeros dela Tabla Redonda. Pero en laprofundidad de su cueva, Merlínpresiente una nueva amenaza quese cierne sobre el rey Arturo. Trasmucho tiempo, el Santo Grial hasurgido a la luz de nuevo, junto conel vaticinio de un misterioso niñoque deberá encontrarlo paracumplir con su destino. Los

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enemigos del pasado acechan aArturo y sus caballeros, mientras lareina cuenta con el amor delcaballero Lanzarote del Lago. Sinembargo, la lealtad de Lanzarote severá cuestionada y Ginebra deberáenfrentarse al espectro de unatraición.

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Rosalind Miles

Galahad, el hijodel Santo Grial

Trilogía de Ginebra-3

ePUB v1.0fenikz 15.08.13

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Título original: The Child of the HolyGrail©Rosalind Miles, septiembre 2000.Traducción: ©Carlos Milla Soler, 2000

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Para el que oye el silenciode las estrellas.

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CAPÍTULO 1

as torrenciales lluvias demarzo azotaban la laderadel monte. Pero en elcorazón de la roca elambiente permanecía secoy cálido. En el interior dela morada subterránea, bajoel alto techo abovedado, unsinfín de velas proyectaba

su luz oscilante sobre las paredes, concolgaduras de terciopelo rojo sanguíneorecogidas mediante cordones de platadorada. Cubrían el suelo de piedra

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alfombras orientales de colores ámbar yañil, granate, rosa y negro. En el hogarresplandecía y susurraba un tenue fuego,cuyo humo se elevaba hasta perderse enel vacío.

En el centro de la cámara, Merlínyacía en un peculiar triclinio, mirandofijamente el techo a través de lospárpados cerrados. A su alcance habíauna varita mágica de madera de tejodorado que vibraba por sí sola con unsuave zumbido semejante al de unaabeja. Merlín tenía las manos fláccidasa los costados, con las palmas haciaarriba y los dedos extendidos, prestas aatrapar sus sueños en cuanto

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aparecieran. En torno a su cabezabrillaba un semicírculo de velas, cuyasllamas temblaban y mudaban de color,anunciándole que el momento seacercaba.

—Sí, sí —musitó, tenso—. Estoypreparado. Venid a mí.

Súbitamente sus pulgarescomenzaron a contraerse. Por unsegundo su mente quedó en blanco paraprevenirlo contra la atávica señal depeligro inminente. Encerró los pulgaresen sus puños para contenerlos. Lascontracciones se intensificaron.

—¡No! —gimió.No, era todavía Merlín; no era

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posible. Con febril esfuerzo, recobró laserenidad necesaria para entrar en elsueño despierto, el sueño mágico quehabía aprendido de los druidas hacíamucho tiempo, disponiéndose aproyectar su espíritu al exterior delcuerpo como tantas otras veces. Encuanto diera aquel largo y difícil saltode fe, su ser espiritual penetraría en elplano astral y accedería a los secretosdel Otro Mundo. Cuando tuviera queregresar, cuando su alma errante sesometiera de nuevo a las cadenas delcuerpo, sabría cómo afrontar lo que seavecinaba.

—¡Venid a mí! ¡Venid!

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Sí, por fin.Notaba el forcejeo de su alma por

liberarse, deseosa de lanzarse al vacío.La transición se produciría de unmomento a otro, sí, sí…

Merlín, Merlín, atended…Una serie de dolores punzantes

traspasó sus pulgares. Gimiendo, elviejo hechicero abrió los ojos y seobligó a incorporarse. Era ineludible.Su espíritu no alzaría el vuelo mientrasaquella amenaza se cerniera sobre él.¿Un mal inminente? ¿Dónde residía elpeligro?

Bajando al suelo sus piesdescarnados, se irguió con cierta

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dificultad y empezó a pasearse por sucaverna, ajeno a la misteriosa belleza dela morada y los libros y tesoros que allíhabía acumulado a lo largo de los años.Mascullando y moviéndose de maneraconvulsiva, fue a detenerse por fin anteuna cortina de seda colgada en la pared.Detrás había una lámina de cristal deforma irregular con un grueso marco. Ensus tenebrosas profundidades vioagitarse un reflejo y se obligó ainterrogar a la imprecisa silueta delinterior.

—¿Peligro, pues? —preguntó entredientes.

Peligro, fue la respuesta.

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—¿Para Arturo?Para Arturo.Merlín enmudeció de miedo. ¿Cómo

era posible? Había dejado a Arturo felizy rebosante de salud hacía sólo treslunas. Sin duda Arturo no era ya unjoven, y el anciano hechicero detestabalas arrugas cada vez más pronunciadasen el rostro de su antiguo pupilo, porquien tanto afecto sentía, y las canas quese propagaban por su cabello. Pero paraser un caballero de más de cuarentaaños, Arturo se conservabaespléndidamente. Su fornido cuerpohabía salido casi indemne de torneos ybatallas. Sus delicadas facciones

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mantenían la expresión afable que locaracterizaba, y en sus ojos grises seapreciaba aún su natural bondad, y ahoramucha más sabiduría.

Arturo…Con otra punzada en el corazón,

Merlín evocó al muchacho que Arturohabía sido. Jamás un joven más hermosohabía hollado la tierra, a excepción deUther Pendragón, padre de Arturo ypariente y querido señor de Merlín.Merlín interrumpió sus pensamientos,asaltado de nuevo por amargosrecuerdos. En fin, Uther había bajado alos Infiernos hacía mucho tiempo. Todosse habían ido, todos los reyes de la casa

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de Pendragón. Ni el dolor ni el llantolos devolverían a la vida.

Pero Arturo…Merlín observó otra vez la sombra

vagamente perfilada en el espejo y semesó los bucles largos y grises.

—¿Cómo puede estar Arturoafligido? —se lamentó—. Posee cuantosu corazón deseaba. Encontré al niño ylo llevé junto a él.

¿El niño?, objetó la imagen delcristal.

—Ya no es un niño, lo sé —replicóMerlín con vehemencia—. Es un hombrehecho y derecho. Pero ¿cómo puedevenir de ahí el peligro? Arturo lo adora.

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Ahora Mordred lo es todo para él.Pero la indistinta silueta vacilaba

aún en el cristal.El niño, el niño, el niño.—¡Oh, Dioses! —exclamó Merlín,

golpeándose la cabeza con los puños.Habían pasado veinte años desde que eljoven Mordred dejó de ser niño. Si elniño en cuestión no era él, la siluetadebía de referirse a otro niño que estabapor llegar.

¿Un hijo de Ginebra, quizá?Merlín se apartó del espejo y se

dejó caer en el triclinio. La reina noconcebía un hijo desde hacía muchotiempo, pero seguía en edad fértil.

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Muchas mujeres daban a luz después delos cuarenta, y ello era aún másprobable en el caso de Ginebra, alta ybien formada, afortunada en la vida y elamor. ¿Podía ser de ella el niño que suespíritu anunciaba?

¡Oh, Dioses! En torno a su cabeza,las llamas de las velas palpitaron yadquirieron tonos azules y amarillos,remedando su angustia. ¡Sí, Ginebra,debería haberlo imaginado!

¡Ginebra!El viejo hechicero dio rienda suelta

a su cólera. ¡Si Arturo hubiera elegido aotra mujer por esposa! Podría haberseunido en matrimonio a una princesa

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cristiana, una muchacha dulce y callada,sumisa a sus designios como un pájaroenjaulado. Pero no, había tenido queescoger a una soberana con su propioreino, una mujer nacida y educada paragobernar. Una y otra vez Ginebra habíacogido a Arturo por sorpresa. Y esta nosería la última.

—¿Cuánto tiempo más, Dioses?¿Cuánto tiempo? —se quejó Merlín,golpeándose el pecho. ¿Cuándo se veríalibre de la eterna misión de salvar a laCasa de Pendragón, asegurando sucontinuidad hasta que su nombrequedara grabado por siempre en lasestrellas? Había hallado al hijo perdido

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y dado un heredero a Arturo. En esosmomentos otro niño sería causa de granconfusión, o de algo peor. Un hijo varónincitaría a la rebelión e induciría a losnobles sin escrúpulos y los reyesdesafectos a poner en tela de juicio elderecho de Mordred como legítimoheredero.

Y una hija…Peor aún, mucho peor. Merlín se

llevó las manos a la cabeza. El País delVerano había estado siempre bajo elreinado de una mujer. Ginebra era laúltima de un linaje que se remontabahasta la Grande, la Diosa que habíacreado el mundo entero. Para quienes

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permanecían anclados en la antigua fe,una hija debería ser la sucesora al tronoen virtud del derecho de matriarcado,nacería para asumir el mando. La hija deGinebra prevalecería sobre el hijo deArturo. Y la estirpe de Pendragón seríabarrida, reducida a un mero parpadeo enel ojo infinito del tiempo.

—¡No!Merlín deambuló a rastras por su

caverna, maldiciendo y lamentándosehasta el agotamiento. Toda su vida,todas sus muchas vidas, había luchadopor Pendragón, y siempre para acabarviendo amenazada su obra. Una vez másdebía abandonar su refugio cálido y

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seguro y echarse al camino. Debíacerrar la puerta secreta de la ladera conpoderosos sortilegios para que nadieirrumpiera en su guarida de la montaña.Los inclementes vientos azotarían suscostados desprotegidos y enmarañaríansu larga melena, los grises bucles quecon tanto cuidado peinaba y perfumaba adiario. Los aguaceros serían las únicassábanas de su lecho; los fríos senderos,su única morada, compartida con laliebre y el búho de la medianoche; ynadie sabría cuándo podría regresar acasa.

Pero todo sería en beneficio deArturo.

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Y de su hijo.Un rayo de esperanza iluminó el

marchito corazón del anciano. AcasoGinebra alumbrara a un hijo a imagen deArturo, un muchacho de constituciónrobusta y cuerpo bien proporcionado, decabellos relucientes y unasobrecogedora expresión de sinceridaden la mirada. Y quizá él, el viejoMerlín, pudiera quedarse al niño bajo sututela, arrebatárselo a Ginebra como enotro tiempo había arrancado a Arturo delos brazos de su madre Igraine. En talcaso el futuro de Pendragón estaríaasegurado. Y él, Merlín, asumiría laeducación de un nuevo rey supremo.

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—¡Sí!El anciano se levantó de pronto

lleno de entusiasmo. Echando atrás lacabeza, emitió un grito mudo. La mulablanca que pastaba en la ladera de lamontaña lo oiría y se acercaría a lapuerta. Llamar a la mula, vestirse con suindumentaria de viaje, reunir unoscuantos efectos personales… y pronto,muy pronto, estaría en camino, y lejos.

Lejos.Notó reanimarse su viejo corazón

ante la perspectiva. Fuera, al aire libre,vestido de verde con su varita mágica enla mano, volvería a formar parte delagreste bosque, a ser una más de las

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montaraces criaturas que siempre lohabían aceptado como una de ellas. Ysentía ya el reclamo del camino. Lasvías de comunicación no eran a la sazóntan transitables como las calzadas porlas que habían emprendido la retiradalas legiones romanas, pero le servirían.Y ningún ser vivo, ni los Antiguos quecrearon el mundo, conocía los tortuosossenderos y ocultas veredas tan biencomo Merlín.

—En marcha, pues, viejo necio —sereprendió—. Vete ya, abandona tuplácido rincón al calor del fuego.

No había tiempo que perder si dabacrédito a sus pulgares, si debía

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averiguar qué amenaza se cernía sobreArturo y acudir una vez más al rescatedel rey, si debía descubrir el significadodel augurio y encontrar al niño.

Encontrar al niño.Sí, ése era su cometido.Con el pulso acelerado, Merlín

inició los preparativos.

‡ ‡ ‡

Avalón, Avalón, isla sagrada, hogar.La niebla se aferraba a la ladera

como un ser vivo. La figura embozadadescendía con sumo cuidado pese ahaber recorrido aquel mismo sendero un

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millar de veces. Cuando despuntara elalba, los colosales pinos y los plateadosmanzanos de la pendiente se verían conmayor claridad. Pero a esa hora, en laoscuridad previa al amanecer, debíaconfiar en sus pies, no en sus ojos, parahallar el camino.

Frente a ella, las aguas quietas dellago despedían un negro resplandor,eternas, impenetrables, palpitantes devida. A su derecha, un solitario fanalseñalaba el espigón donde aguardabandos barqueros y un muchacho decabellera desgreñada, contemplando lostres con actitud reverente a la figuracubierta con un velo mientras se

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aproximaba.Los barqueros se acercaron a

recibirla y le dirigieron un silenciososaludo con la mirada a través de tupidosflequillos de pelo negro. Cohibidos, laayudaron a subir al bote y se pusieron enmarcha con determinación, uno remando,otro impulsando el bote desde la popacon una pértiga, mientras el muchacho seafanaba en soltar y recoger las amarras.A continuación apagó el fanal, y labruma nocturna los envolvió en su fríoabrazo.

La barca avanzó a oscuras. Se oíansólo el chapoteo regular de los remos yel ululato de despedida de un ave

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acuática. La mujer, sentada en la proa,saboreaba el intenso olor a vida deaquellas aguas y miraba al frente sinmiedo. A menudo viajeros incautos seperdían en el lago y bogaban en círculohasta que la Grande se apiadaba de ellosy los convertía en aves de pantanocondenadas a lamentar por siempre sudesventura. Pero aquellos barquerosconocían las aguas del lago tan biencomo los propios patos salvajes.

Detrás del bote una lluvia plateadasalpicó la oscuridad cuando el barquerode mayor estatura extrajo su largapértiga. Mantenía fijos en ella suspequeños ojos, húmedos pero cordiales

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como los de un campañol. Ella ledevolvió la mirada.

—¿Os envía la Señora? —preguntóel barquero en la tosca lengua de losAntiguos.

—En visita a la reina —confirmó lamujer. También su voz poseía laquebradiza cadencia propia de quienrara vez articula palabra.

Acuclillado en el fondo del bote, elmuchacho la observaba con atención,ardiendo en deseos de hablar.

—¿Vais a Camelot?En su imaginación, la mujer vio el

gran castillo con sus numerososestandartes de vivos colores, su

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ciudadela blanca y sus estilizadoschapiteles, sus torres techadas de oro.

—Sí —asintió.En la orilla opuesta otro fanal les

hizo señas para indicarles el rumbo.Allí, en tierra firme, una joven vestidacon pieles sujetaba una montura, unayegua pinta de ojos grandes y dóciles.Era lo mejor que podían proporcionarle,la mujer del velo bien lo sabía. Peropara la mensajera de la Señora nada erademasiado bueno. Subió a lomos delanimal y cogió las riendas. La pequeñayegua volvió confiada la cabeza ypreguntó sin palabras: ¿Adónde vamos?La amazona le acarició el cuello suave y

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caliente. Hasta el final, querida mía, fuesu callada orden.

Uno por uno, los moradores del lagose desvanecieron en la crecienteclaridad del amanecer. Por un momentola viajera permaneció inmóvil,despidiéndose de las aguas quietas yrefulgentes del lago, y de la isla verdeque flotaba en la bruma, colmada demanzanos en flor y alegrada por lostrinos de los pájaros.

—Adiós, Avalón.Las palabras surgieron de su

garganta como un conjuro. Luego seadentró en el alba con su montura a lavez que una bruma plateada la envolvía

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como un amante y la ocultaba a la vistade todos.

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CAPÍTULO 2

a hora había llegado.Gracias a Dios, por finhabía llegado. El rey Pellesalzó la cabeza, apartándolade sus manos entrelazadas,y contempló las primerasluces con ciego júbilo.Tres días de ayuno y tresnoches de oración le habían

permitido por fin oír la palabra: lapalabra de Dios, revelándole qué debíahacer.

Por la ventana de la cámara vio el

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cielo encapotado y lluvioso sobre elcastillo, que amenazaba aguanieve antesde acabar el día. El tiempo eradesapacible para primavera, pero el reyPelles nunca prestaba atención a lo queel cielo pudiera deparar. Siempre hacíafrío en el reino de Terre Foraine,incluso en los infrecuentes veranoscálidos en que el sol agostaba las floresdoradas de la aulaga y caldeabafugazmente aquellas tierrasseptentrionales barridas por los vientos.

Y dentro del castillo de Corbenic elfrío era aún más intenso que fuera. Losviejos muros de piedra desprendían unafrialdad húmeda, incluso a aquella

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altura, en el campanario cubierto dehiedra donde el rey tenía su refugio ymantenía al mundo a raya. Abajo, en lasmazmorras donde se hallaban hacinadosaquellos a quienes el rey odiaba, el aguarezumaba de las paredes de roca viva yun cieno verdoso se extendía por todaspartes. Allí, en un mundo donde jamáspenetraban los rayos del sol, habíapozos sin fondo que abastecían a vivos ymuertos, suministrando agua dulce alcastillo en cantidad suficiente pararesistir el asedio más largo yenvolviendo los cuerpos de loscondenados en un misericordioso abrazofinal.

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Desde su elevado refugio, donde nose oían los gritos ni los lamentos, el reyPelles rezaba a menudo por las almaspecadoras de los cautivos a quienes sehabía visto obligado a encerrar pornegarse a aceptar al Dios único yverdadero. Pero esa mañana no habíalugar para ellos en sus pensamientos.Durante sus plegarias y meditaciones,transportado por la unión mística delayuno voluntario y la falta de sueño, elrey había tenido la visión que anhelabadesde hacía tanto tiempo. Después demuchos años, había llegado el momento.

Se levantó con el vigor de unhombre de la mitad de su edad y se

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volvió hacia el otro ocupante delaposento. Su esquelético cuerpo semovía con renovada fuerza y sus ojosbrillaban en el fondo de las cuencas desu rostro huesudo.

—¡Teófilo! —exclamó.El monje, que dormitaba en un banco

adosado a la pared, se puso en pie y setambaleó por un instante.

—¿Mi señor?—Una carta, Teófilo —anunció el

rey con fervor—. He visto qué debemoshacer. Iremos a la corte. Debemosenviar un mensaje al rey Arturo deinmediato. Tomad el caballo más velozde los establos.

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—Mi señor.Con una reverencia, el monje se

retiró. El chacoloteo de sus sandalias sedesvaneció escalera abajo. Pellespermaneció inmóvil, apretándose lassienes palpitantes con ambas manos.

—Oh, Padre celestial —oró—,¿veremos por fin Tu llegada?

Acercándose apresuradamente a lamesa, cogió pluma y pergamino yempezó a escribir, sin preocuparse de sila tinta se secaba en la punta o si cadanueva pluma que usaba raspeaba másque la anterior. Por fin alzó en su manola carta concluida.

—Bien —musitó—. Bien.

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Llegó un leve sonido del otro ladode la puerta. Pelles reconoció aquellospasos aun antes de oír la voz.

—Pasad, hija mía.—Padre.Siempre aquel tono quejumbroso en

su voz, siempre, advirtió el rey Pellespor milésima vez. No tenía importancia.Ya lo perdería cuando acudieran a lacorte.

—¿Sí, Elaine?Entró una joven de rostro ovalado y

pálido sobriamente vestida de gris. Erade la misma estatura que su padre, yhabía heredado también su complexión,delgada y huesuda. Tenía los pechos

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firmes y las caderas tan rectas queapenas se apreciaban. Pero por encimadel cuello del vestido, semejante alhábito de una monja, asomaba una carade facciones tan bellas queencandilarían a un santo, ojos de miradasoñadora, tez nacarina y unos rizos enlas sienes tan suaves y rubios como losde un niño. Al verla, Pelles notó, comode costumbre, que el corazón lebrincaba en el pecho y volvía aencogérsele al cabo de un instante. Sumadre nunca moriría mientras Elaineviviera.

Su madre.Pero ya era demasiado tarde para

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lamentarse de eso.—¿Me habéis llamado, padre?—Sí. —Pelles señaló el pergamino

que tenía en la mano—. Ha llegado lahora.

Dios bendito, ¿había llegado por finel momento que Elaine llevabaaguardando toda su vida? Aunquepermaneció en silencio, el asombro sereflejó en su mirada.

Pelles cogió el lacre y se extrajo elsello real del esquelético dedo.

—¿Habéis hablado con el niño? —preguntó a su hija.

—No. —Elaine negó con la cabeza,ceñida por una toca—. Pero está

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preparado. Siempre lo ha sabido. —Surostro se iluminó lentamente—.¿Partimos, pues? ¿Cuándo? —Enfebrecida, comenzó a pensar en lastareas pendientes—. Debo…

—No debéis hacer nada —aseveróPelles con serenidad.

Ajena a las palabras de su padre,Elaine dejó que su mente y su lengua sedesbocaran.

—Necesitará una armadura nueva —dijo casi para sí— y un caballo mejor.El gris le ha hecho un buen serviciohasta ahora, pero necesitará una monturamás digna de la corte del rey Arturo. —Soltó una desagradable risotada—. Y de

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la reina Ginebra. La reina verá…—Hija, atendedme.Al instante Elaine enmudeció y bajó

la vista, advirtiendo un inequívoco tonode amenaza en la voz de su padre.Recordaba aún las puertas cerradas acal y canto de su infancia y las plegariasy el llanto ahogado. Su madre estabarecluida por razones de salud, le decían;no se había recobrado del parto tras elnacimiento de Elaine. Pero un díadejaron de oírse los sollozos y súplicas.Entonces Elaine comprendió pese a sucorta edad que su madre había muertoporque no deseaba vivir.

El rey Pelles la llevó a la capilla

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donde yacía su madre y la obligó acontemplar su cuerpo sin vida en elinterior del féretro. Sujetándole lasmanos contra el rostro del cadáver, fríocomo el mármol, le explicó que sumadre había defraudado al Señor y learrancó la promesa de que ella nuncaharía lo mismo. Con la voz empañada,Pelles estrechó a la niña y susurró queDios la había llamado a ocupar el lugarde su madre.

Desde entonces Dios había llamadoa Elaine muchas veces por mediación desu padre. Poco después de la muerte desu madre, en las visiones de una nochede llanto y ayuno, el rey previó un gran

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destino para ella si era capaz desometerse. Ése había sido el pecado desu madre, inculcó Pelles a Elaine, laincapacidad de ceder a los designios delSeñor.

A partir de ese momento Pellescontroló la vida de su hija noche y día.Elaine nunca debía abandonar elcastillo, insistía el rey, porque estabadestinada a pertenecer a un solo hombre,y una virgen elegida por Dios debíamantenerse pura. Dormía en unahabitación de la que sólo él poseía lallave, y todos los días la despertaban alamanecer para ayunar y rezar por elperdón de sus pecados. Elaine añoraba

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mucho a su madre y en sueños notaba unfugaz roce, un beso, pero su padre ledecía que no confiara en ilusionesmaléficas. Debía obedecerlo ysometerse a él, ya que sólo él podíaguiarla para cumplir su destino y lavoluntad de Dios. Y justo era que laguiase, se decía ella quejumbrosamenteintentando llenar el permanente vacío desu corazón. En Corbenic y en el vecinoreino de Listinoise todos sabían que elrey Pelles era un elegido del Señor.

Y también ella había sido elegida,llegado el momento, para concebir alsagrado niño. Y ahora su hijo era elinstrumento de la voluntad divina. La

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hora había llegado. Sintió henchirse dejúbilo su corazón.

—Mandad, padre —dijo. Hizo unareverencia y agachó la cabeza.

Pelles aprobó la humilde actitud desu hija con un gesto de asentimiento.

—Llamad a la dama Brisein.Se oyó un seco carraspeo procedente

de la puerta.—Estoy aquí, mi señor.Una anciana entró en la cámara.

Ajada por la edad, ocultaba suencorvada figura bajo un vestido y unmanto de gruesa tela negra. Sin embargosus movimientos inducían a pensar queaquel cuerpo de miembros largos había

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sido en otro tiempo tan ágil y flexiblecomo una serpiente, y en sus ojos deazabache ardía un misterioso fuego. Alhablar, su voz reflejaba un vigor quediscordaba con su decrépita aparienciay anticuada indumentaria.

—Estaba en el patio cuando habajado el hermano Teófilo, y él me hapuesto al corriente de vuestro propósito.

—¿Mi propósito? —exclamó el rey,enfervorizado—. ¡Mío no, dama Brisein,de Dios! Habéis estado al lado de mihija desde que nació. Vos sabéis mejorque nadie que fue elegida para llevar ensu vientre al niño sagrado, como cálizde Dios aquí en la tierra.

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Los negros ojos de la dama Briseinse posaron en Elaine como sanguijuelas.

—Y también crié a ese niño —agregó la anciana con su extraña vozimperiosa—. La voluntad de Dios hechacarne en este mundo.

—¡Sí, sí! —afirmó Pelles convehemencia—. Y ahora es el propioDios quien dirige nuestros esfuerzos. Laverdad me fue revelada anoche despuésde tomar el bebedizo que me trajisteispara finalizar el ayuno.

Algo se agitó en las profundidadesde los ojos oscuros de la mujer.

—Era sólo una tisana de hierbaluisa, mi señor, simplemente eso. —

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Tras una breve pausa, añadió—:Mezclada con un par de hierbas máspara darle sabor.

—¡Me abrió la mente, mi buenaBrisein! —exclamó Pelles—. Vuestroleal y cristiano servicio me permitióescuchar las consignas del Señor.

La dama Brisein alzó las manos enun ademán de modesto alborozo.

—¡Alabado seáis, mi señor!Observando con atención, Elaine se

preguntó por qué su vieja aya no parecíasorprendida. Pero tanto ella como supadre conocían los caminos de Dios, selamentó en lo más hondo de suinsignificante alma. Ellos se cuentan

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realmente entre los escogidos del Señormientras que yo, como mi padre no secansa de repetir, no soy más que unamujer ignorante y pecadora. Por eso hetenido que expiar mis pecados ante éltodas las noches durante tantos años dedesdicha.

¡Pero ahora… ahora…!En sus preciosos ojos brilló una

nueva esperanza. Pronto también yoestaré entre los elegidos. Cuandollevemos al niño ante la reina, todossabrán quién me eligió para sí, y veránque la reina no es la única mujer que hatenido a su caballero.

Mi niño…

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Mi caballero…Amedrentada, sofocó en su interior

aquellos pensamientos altivos ypecaminosos y trató de apaciguar losvoraces anhelos de su alma. Hastaentonces debo doblegarme a la voluntaddel Altísimo, como insiste mi padre.Pero cuando nos hallemos en presenciade la reina…

—¡Elaine!—¿Sí, mi señor?—¡Hija, escuchadme y obedeced!—Os escucho, mi señor, os escucho.Postrándose de rodillas, Elaine

ocultó sus débiles esperanzas y acatóuna vez más la voluntad de su padre.

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CAPÍTULO 3

n Camelot, el sol saliótarde, envuelto en sangre.Una siniestra luz bañó laantigua ciudadela del Paísdel Verano, tiñendo de rojolas murallas blancas quedominaban el valle. Unviento inclemente sefiltraba por los rincones y

arrastraba con un susurro las hojascaídas de los árboles. Corriendo de unlado a otro del castillo, los sirvientescoincidían en que todo aquello era un

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mal augurio. Si sir Gawain y sushermanos pensaban que podíanpersuadir a la reina, estaban muyequivocados.

—Al rey, quizá sí —opinó el capitánde la guardia al final del turno de noche,y tomó un largo trago de su ponche decerveza matutino—. Puede queconvenzan al rey. Al fin y al cabo, sonde su misma sangre, y sir Gawainsiempre ha gozado del favor del rey.Pero a la reina… —Se interrumpió.

De pie alrededor del brasero en elrojo amanecer, los jóvenes soldados dela guardia escuchaban, esperandoaprender. Para ellos, el rey y la reina

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eran personajes envueltos en un halo demisterio y dignos de un profundorespeto. Una mujer alta y hermosavestida de blanco y oro, un hombreenorme y fornido ataviado de rojo yazul, eso era lo único que sabían. Elcapitán, en cambio, sabía más cosas, yparecía inclinado a contárselas.

—¿La reina? —lo incitó a seguir elmás audaz del grupo—. ¿La reinaGinebra?

Sonriendo, el capitán rodeó la jarrade ponche con las manos paracalentárselas, sin darse cuenta de que elbienestar que sintió de pronto procedíade su corazón.

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—En el País del Verano hemostenido reinas durante más de cinco milaños, y Ginebra ha sido la mejor detodas. Lleva veinte años reinando enCamelot… desde antes de que vosnacierais —añadió, mirando al soldadode menor edad, un joven todavíaimberbe.

El muchacho se sonrojó al verseconvertido en centro de atención.

—¿Y qué ocurre, pues, con sirGawain? —quiso saber.

—Ah, nada, es un buen hombre. —El capitán rió entre dientes conexpresión de complicidad—. Un tantobrusco, quizá, en particular con las

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mujeres, pero tan leal como el que más.Tanto él como sus hermanos.

Se produjo un silencio mientras lossoldados recordaban a las trespoderosas figuras que habían entrado acaballo en el patio entre la bruma delamanecer.

—Pero si son leales al rey —comentó el joven guardia—, ¿quépueden querer de él que no estédispuesto a concederles?

El semblante del capitán seensombreció.

—No preguntéis, muchacho —repuso con acritud—. No preguntéis.

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‡ ‡ ‡

Ginebra contemplaba el ígneo sol desdela ventana. Abajo, los campos y elbosque dormían aún bajo la fría bruma,y el pueblo se arracimaba al resguardode las murallas del imponente castillo.

A sus espaldas oyó los pasos de sudoncella, tan suaves y familiares comolos de un gato.

—He preparado un vestido de másabrigo, mi señora. Hoy la sala deaudiencias estará fría.

—Gracias, Ina.

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Ginebra abandonó el mirador yvolvió a entrar en la cámara de paredesblancas y techo bajo, los aposentosprivados de las reinas del País delVerano desde tiempos inmemoriales. Aun lado, relucían sobre una mesa susperfumes y lociones: espliego, esenciade pachulí y aceite de almendras. Alfondo, en la oscuridad, se alzaba unamaciza cama cuyo dosel presentaba loscolores rojo y oro de la divisa real.Apoyado contra la pared, había unespejo grande y empañado, y los troncosde madera de manzano que ardían en lachimenea impregnaban el aire del aromade la primavera.

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En el centro de la estancia, Inasostenía un largo vestido dorado concuello blanco de piel y mangas quecaían hasta el suelo. Observandoaproximarse a Ginebra, la doncella sequedó maravillada una vez más.¿Existiría otra mujer de la edad deGinebra que pudiera jactarse deconservar el esbelto cuerpo de sujuventud? Alta, dotada de una caderaamplia y generosos pechos, Ginebra nohabía perdido el fino talle que tantohabía admirado Arturo cuando laconoció, como la propia reina habíadicho a Ina en confianza por aquelentonces. Viéndola, nadie habría dicho

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que había alumbrado a un niño.Lo había alumbrado y perdido. Y la

reina se acercaba a la época de la vidaen que no podría volver a concebir.¿Acaso se debía a eso su aparentetristeza aquella mañana? ¿O era por eldesagradable asunto de sir Gawain?

Un amor posesivo e intenso seadueñó del corazón de Ina. ¡Dioses delcielo, qué osadía la de aquel corpulentocaballero! Pero de nada servía lamentarlos designios de los Grandes.Briosamente, Ina deslizó el vestidosobre los hombros de Ginebra y leajustó las mangas con fuertes tirones.

Ginebra percibió la devoción de Ina

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en sus enérgicos retoques y le dirigióuna fugaz sonrisa. Personalmente, nosentía mucho interés por la imagen queel espejo le mostraba en ese momento,una figura alta con un vestido rojo deseda, un manto blanco y dorado, yalhajas de oro adornando el cuello, lasmuñecas y los estilizados dedos deambas manos. Sabía que su rostroreflejaba la historia de su vida y que lasarrugas dibujadas en el ángulo exteriorde sus ojos revelaban sus cuarenta ytantos años. Pero se mantenía bastantebien para una mujer que habíasobrellevado tantas desdichas.

—¿La corona, mi señora? —

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preguntó Ina. Situándose detrás deGinebra, la doncella alzó los brazos y lecolocó en la cabeza el aro de ópalo yoro—. ¡Perfecto! —susurró,embelesada. Su rostro pequeño secontrajo como un puño—. Espero quesalgáis airosa de la audiencia, miseñora. Son rencorosos, esos hombres.Todos los hijos de Lot lo son.

—No todos —replicó Ginebra conexpresión ceñuda—. Gawain fue elprimer compañero del rey, y jura queserá el último. Y también Gaheris yGareth son hombres de honor.

Ina negó con la cabeza.—Son orcadianos, mi señora —se

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limitó a decir—, hombres sanguinarios.Y bien sabéis qué desea Gawain ahora.

Un súbito desánimo asaltó aGinebra.

—Sí, Ina, lo sé —musitó.

‡ ‡ ‡

La sala de audiencias había idollenándose paulatinamente a lo largo dela mañana, conforme corrió la voz de loque se avecinaba. En esos instantes, yacercano el mediodía, se arremolinabanen la majestuosa estancia ropajes de piely terciopelo, rozándose con susurrantessedas y plateadas cotas de malla.

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Dispersos entre los deslumbranteshombres y mujeres de la nobleza seveían los toscos hábitos negros denumerosos monjes, moviéndose enpequeños grupos como nubes en un díasoleado.

Frente al estrado con los tronosvacíos, de espaldas al público, seerguían tres enormes figuras. Sir Gawainy sus hermanos aguardaban en absolutosilencio al rey y la reina. Gawaindesplazó el peso del cuerpo de una aotra pierna y ahogó un gemido. ¡Dioses,encontrad una solución favorable!, rogócon fervor. ¡No permitáis que cometaerrores!

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Pero ¿cómo podía cometerlos? Unvisaje de ira se dibujó en su cara. Loslazos de sangre estaban por encima detodo. Los príncipes de las Orcadas erancuatro, los cuatro hijos de Lot, y desdehacía diez años había sólo tres. Ya erahora de reparar la brecha abierta en lafamilia de las Orcadas.

Aunque los otros dos no opinaban lomismo. Gawain dejó escapar un suspiroy lanzó un vistazo a Gaheris, de piejunto a él. En Gaheris, el tercero delclan, el cabello castaño rojizo de sumadre había derivado hacia un vivocolor rojo, y de la tez blanca de ellaprocedía la nívea palidez de él. Y sus

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ojos azules eran tan claros como el cielomatutino después de llover. Pero a lasazón una sombría expresión dominabasu semblante. Pues sus hermanos, comoGawain bien sabía, pensaban que estabaloco.

—¿Por qué removerlo todo denuevo? —había protestado Gaheris—.Agravaine ya está bien donde está. ¿Porqué no dejarlo allí? No hará más quecausar problemas si lográis que regrese.

Y también Gareth, el menor de loscuatro, movió su enorme y rubia cabezaen un temeroso gesto de negación ysuplicó a Gawain que lo pensara mejor.

—Agravaine es un alborotador por

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naturaleza, hermano, de sobra lo sabéis.Malditos sean los dos, clamó

Gawain mudamente desde el fondo de sucorazón. Yo soy el hermano mayor y eljefe del clan. Somos los hijos de Lot, yel rey Lot obró siempre según suvoluntad. Tras dar vueltas y más vueltas,los pensamientos de Gawain regresaronal punto de partida: los lazos de sangreestaban por encima de todo. ¿Por quétanta discusión, pues?

En las colosales puertas de broncese reflejaron dos formas en medio de unborroso revuelo de rojo y oro.

—¡Atención! ¡Atención todos! —anunció de pronto el chambelán con voz

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potente, imponiéndose al murmullo de lamuchedumbre—. ¡El rey y la reina!¡Abrid paso al rey y la reina!

¡Cuánta gente!, pensó Ginebra.Aferrándose a la mano grande yreconfortante de Arturo, entró con él enla atestada sala. Nobles, caballeros ydamas empujaban desde todasdirecciones, y también los poderososterratenientes y los reyes vasallos losrecibieron con reverencias. Ginebrasonrió y devolvió los saludos inclinandola cabeza, advirtiendo la presencia demuchos rostros conocidos y pensando:¡Cuánta gente! Hoy ha venido toda lacorte.

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Mientras atravesaban la sala, miróde reojo a Arturo, siempre complacidade tenerlo a su lado en tales ocasiones.Él la descubrió mirándolo y sonrió, yGinebra sintió una vez más en su interioraquella repentina efusión de amor,aquella palpitación en su corazón.Gracias a los Dioses, se dijo, los añoslo habían tratado bien. La expresión dedolor ya nunca abandonaría sus ojos, yla ilusión de la juventud habíadesaparecido de su semblante hacíamucho tiempo. Pero su miradapenetrante no había perdido un ápice deintensidad y su cabeza, apenas salpicadapor algunas canas, llevaba sin esfuerzo

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la corona de Pendragón. La túnica devivo color escarlata y la capa ondeantependían de sus anchos hombros con lamisma gracia de siempre, y la antiguaespada de mando colgaba de un cinturónde igual diámetro que el que se ceñía ensu juventud. Aún se ponía al frente delas tropas en la batalla y permanecíainvicto en las justas. Viendo a todos loshombres presentes en la sala, no había lamenor duda de quién era el rey.

Llamó su atención un grupo dehábitos monacales negros en la partecentral de la sala. ¡Y qué numerosos sontambién los cristianos!, pensó Ginebra,reprimiendo un escalofrío de aversión.

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Cuando los hombres de Cristo trajeronsu fe del este, contaban sólo con unamísera iglesia en Londres y se apiñabanen la cripta para darse calor. Ahoraaquellos escasos precursores eran loslíderes de su Iglesia y difundían lapalabra de su Dios por todo lo largo yancho de las islas brumosas. Londres,York y Canterbury eran sus bastiones, yreinos enteros se postraban de rodillasante el Dios Padre.

Pero allí, en el País del Verano,seguía prevaleciendo la Diosa. Allí elpueblo veneraba a los Antiguos quehabían creado el mundo y a la Grandeque era la Madre de todos ellos. A Ella

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se remontaba la línea sucesoria de lasreinas del País del Verano,manteniéndose el derecho delmatriarcado. Aquél era un reino dondelas mujeres nacían para gobernar. Loscristianos predicaban la soberanía delos hombres, pero llevaban años sincausar problemas a Ginebra. A decirverdad, la reina apenas notaba supresencia. Reconfortaban a Arturo, ypara ella bastaba con eso.

Continuaron avanzando hacia elestrado. Frente a ellos, el intenso solprocedente de la ventana del fondo seproyectaba en encarnadas franjas sobrelos tres hermanos de las Orcadas. Poco

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más allá, junto al trono de Arturo, sehallaban los tres caballerosacompañantes del rey, sir Kay, sirBedivere y sir Lucan, cuyas atentasmiradas revelaban sus presentimientosante lo que se avecinaba. Detrás deellos, Ginebra vio las cabezas blancasde dos caballeros de mayor edad, sirNiamh y sir Lovell, que habían servido asu madre. Eran los únicos caballeros dela difunta reina que aún vivían.

Entre ellos se encontraba un jovenalto y sonriente, con cierto aire místico ymagnífico con sus vestiduras azules ydoradas, los colores de la realeza. Laexpresión de Arturo se iluminó al ver su

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atractivo rostro.—¡Mordred! —exclamó.Con garboso ademán, Mordred dio

un paso al frente y saludó con unaprofunda reverencia. Si su deseo eraponer de manifiesto que era el hijo delrey, pensó Ginebra sarcásticamente, lohabía conseguido. Bajo la suntuosa capay la exquisita túnica se dibujaba uncuerpo esbelto y musculoso y unaspiernas de jinete. Gruesos brazaletes deoro rodeaban sus muñecas y unapequeña corona de oro sujetaba suespeso cabello negro azulado. Sus ojosposeían ese mismo color zafíreo, y suamplia y blanca sonrisa llegaba a todos

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los corazones en la corte.Excepto a uno. Ginebra exhaló un

suspiro entrecortado. Nunca habíasentido aprecio por Mordred, y no losentiría en ese momento. Aquel jovenera un recuerdo vivo de la traición deArturo, cuando éste sucumbió a suhermanastra Morgana, que lo llevó hastasu lecho seduciéndolo mediante artes dehechicería. Mordred fue el resultado, unhijo de la lujuria. Ginebra había vencidola cólera hacía mucho tiempo, jurandoaceptar al muchacho por amor a Arturo.De modo que durante muchos años habíasonreído y guardado silencio, mientrasMordred crecía hasta convertirse en la

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mayor satisfacción de Arturo. Peronunca había confiado en el hijo del hadaMorgana.

Pero ¿qué había hecho Mordred paraganarse su desconfianza? Ginebra secontuvo. No ha hecho nada, ¿recuerdas?No es él la causa de tus actualestemores.

Ascendieron por los peldaños hastael estrado y ocuparon sus tronos. Arturose volvió y posó su mano en la de ellaafectuosamente.

—No tengáis miedo, amor mío.Nada se hará contra vuestra voluntad, nisiquiera por los de mi sangre.

Ginebra inclinó la cabeza.

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—Gracias, mi señor.Arturo hizo una seña al chambelán.—Comencemos.Gawain se acercó al trono.—Hace diez años, mi señor —

empezó, respirando con dificultad—,desterrasteis a mi hermano Agravaine.Hemos venido a rogaros que lepermitáis regresar a la corte.

—¿Indultar a Agravaine? —dijoArturo con severidad.

Un murmullo recorrió la sala ante lamención de aquel nombre.

—Sí, mi señor. —Gawain enrojeció—. Ha pagado ya su deuda de sangre.Vaga desde hace años por tierras

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extranjeras. Y anhela ya volver a pisarsu país natal.

—Gawain, vuestro hermano mató aun caballero de la Tabla Redonda, y esedelito se castiga con la muerte. —Conexpresión sombría, Arturo movió lacabeza en dirección a Ginebra—. Sólogracias a la intercesión de la reina se leconmutó esa pena por el destierro.

Ginebra cerró los puños, pensando:Y eso no significaba que diez años atráshubiera sido bien recibido su regreso.Sólo con una condena de por vida puedepagarse otra vida.

—Mi señor, Agravaine se tropezócon Lamorak en plena noche —insistió

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Gawain con obstinación—. Actuó endefensa propia.

¿En defensa propia?, pensó Ginebra,indignada, agarrándose con fuerza a losfríos brazos de bronce del trono.Mentira, todo mentira, Gawain, y bien losabéis, digáis lo que digáis.

—Y la muerte de sir Lamorak no eslo único que pesará en la conciencia deAgravaine mientras viva. —En la voz deArturo se percibía claramente el dolordel recuerdo—. ¿Acaso habéis olvidadola muerte de vuestra madre, la reina? Laaflicción por la pérdida de Lamorak lecostó también a ella la vida.

El carnoso rostro de Gawain

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enrojeció aún más a causa de la ira.—Nuestra madre nos ocultó su amor

por su caballero. Agravaine nopretendía matar a su elegido. Os aseguroque no hay motivos para que paguetambién por la muerte de nuestra madre.—Guardó silencio por un instante,creando sin proponérselo un ambientede intensa expectación. Nadie se movióen la sala—. En cuanto a sir Lamorak…—Gawain lanzó un furioso suspiro—.Mi señor, todo el mundo sabe que matóa mi padre hace mucho tiempo. Nuestrohermano vio en ello una venganza defamilia, una deuda justa. Y han pasadoya más de diez años desde entonces. Los

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muertos reposan en paz en sus tumbas.Permitid que mi hermano regrese y viva,os lo suplico. Ahora su mayor deseo esserviros.

Ginebra se inclinó hacia él. Quiereque su hermano vuelva, y eso locomprendo, pensó. Pero hay algo más.Apretó la mano de Arturo. Arturo,Arturo, atended.

—Sir Gawain —dijo Ginebra convoz clara—, ya nos habéis explicadopor qué, en vuestra opinión, debe volverAgravaine. —Hizo una pausa paramayor énfasis—. Pero ¿por quéprecisamente ahora? ¿Por quéconsideráis que éste debe ser el

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momento de su regreso?Sin querer, Gawain lanzó una mirada

a Mordred, de pie junto al trono deArturo. Lo que yo pensaba, se dijoGinebra, viendo confirmadas sussospechas.

De pronto también Arturo frunció elentrecejo.

—Ya habéis oído a la reina, Gawain—prorrumpió, apartando su mano de lade Ginebra—. ¿Por qué ahora?

Gawain respiró hondo.—Como todos sabemos, mi señor, el

príncipe Mordred será armado caballeroen Pentecostés. En mi juventud os jurélealtad y jamás os he defraudado. —Por

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un instante un destello de veneracióntornó casi hermoso el rostro de Gawain—. Únicamente pido que me permitáisrepetir ese juramento ante el príncipeMordred, vuestro hijo. Y os ruego quemi hermano desterrado pueda hacerlotambién.

¡Vaya, Gawain, muy astuto! Ginebra,inmóvil en el trono, dejó volar elpensamiento. Como todo el mundo sabe,el rey nombrará a Mordred su herederoen cuanto éste sea armado caballero.¿Sois vos, Gawain, o vuestromaquinador hermano quien desea estaren esa ceremonia para recibir el solnaciente? ¿Planeáis incluso ayudar a

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nacer a ese nuevo sol, quizá? Observólos ojos de Gawain mientras éste posabala mirada en Mordred y la dirigía denuevo hacia Arturo. No, Gawain ama aArturo. No tiene el menor deseo de ver aMordred en su lugar. Si alguien albergamalas intenciones, ése es Agravaine. Nodebe volver.

Ginebra se inclinó hacia el tronocontiguo.

—Arturo —dijo con tonoapremiante.

Pero en los ojos de Arturo asomabanya lágrimas de júbilo mientras alargabael brazo en busca de la mano deMordred.

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—Tened en muy alta estima a estosbuenos caballeros, hijo mío —aconsejócon la voz empañada—. Son de nuestrasangre. No tendremos otros como ellos.

Una fría certidumbre asaltó aGinebra. Arturo se propone indultar aAgravaine, pensó, y agarró del brazo asu esposo.

—¡Aguardad, Arturo! Recordad sucrimen.

De pronto una sensación de náuseale nubló la vista, y en medio de esabruma vio aproximarse a Agravaine consu andar arrogante, mirando alrededorcomo un cazador tras su presa. Ibaarmado para el combate cuerpo a

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cuerpo, con una espada corta de temibleaspecto, dagas al cinto y un escudo en elbrazo izquierdo. Recorrió con sigilo lospasillos de palacio, sonriente y pálidocomo un espíritu vengador. Lo seguía ungrupo de caballeros, todos armados parala matanza y sonriendo como él.Súbitamente Ginebra supo que seencaminaban hacia los aposentos de lareina, estaban ya ante la puerta, estabanallí…

—¡Ginebra!Volvió en sí con un violento

sobresalto. Arturo la observaba con unamezcla de inquietud y enojo. Mordred seinclinó sobre ella con visible

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preocupación.—Gracias a los Dioses, mi señora

—dijo—. Creíamos que os ocurría algo.Ginebra alzó una mano para

indicarle que se apartara.—Arturo… —intentó decir con voz

ronca.El rey movió la cabeza en un gesto

de negación.—Ha llegado la hora del perdón,

Ginebra. —Acercó la cabeza a la reina—. Si Gawain puede perdonar la muertede su madre, también nosotros podemos.

Arturo, tened cuidado, pensóGinebra. Los orcadianos no aman anadie más que a sí mismos. Agravaine

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buscará el favor de Mordred, y os harána un lado. Tomó aire.

—No confío en ellos, Arturo. —Lasacudió otro repentino temblor. Y enAgravaine menos que en nadie, añadiópara sí.

Pero Arturo le daba ya unaspalmadas en la mano.

—Descuidad, Ginebra —dijo contono tranquilizador—. ¿Cómo es eso quetantas veces os he oído decir?«¿Debemos buscar el amor y lacomprensión, no el rencor ni el odio?».

—Eso es lo que la Señora enseña enAvalón —respondió Ginebra, aúnaturdida—. «La religión debe ser

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bondad. La fe debe ser amor».—Que así sea, pues —afirmó

Arturo, y rió entre dientes—. YAgravaine debe regresar. —Una sonrisade otros tiempos iluminó su cara dedelicadas facciones—. Chambelán, soistestigo de nuestro real decreto —declaró—. Nuestro pariente Agravaine,desterrado hace más de diez años, quedaahora indultado.

Arturo, oh, Arturo, se dijo Ginebra,escuchando en silencio las sonorasfrases de su esposo.

Sir Gawain abrazó a sus hermanos, ylos tres lloraron de alegría. Arturo loscontempló con una expresión radiante,

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primero a ellos y luego a toda la corte,regocijándose en su facultad paradispensar benevolencia.

Fuera, el sol se abría paso entre lasnubes e inundaba la sala de haces deoro. A su pesar, Ginebra notó unresquicio de esperanza en su corazón.Acaso todo salga bien, se dijo.

Pero concluida la audiencia, hizollamar a Ina, se despojó de uno de susanillos y lo depositó en la palma de lamano de su doncella. Ina enarcó lascejas en un gesto de interrogación queambas entendían.

—Sí —musitó Ginebra—. Mandad aalguien a buscar a Lanzarote.

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CAPÍTULO 4

abía un cielo aborregado,de color amarillo y aspectountuoso. Las nubes sedeslizaban y desgajaban,arrastradas por un vientode poniente, y no se veía nirastro del sol. Bors salió alpatio con paso firme. Nonecesitaba recrear la

mirada en la pulcra plaza empedrada,las macizas torres y las altas almenaspara saber que amaba aquel lugar comosu propia vida. Joyous Garde era lo más

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parecido a un hogar que conocía. ¿Porqué debían marcharse?

A través del patio se acercaba unafigura alta y delgada con una soñolientasonrisa en el semblante. Como decostumbre, le brincó el corazón en elpecho al ver a su hermano, pese a que amenudo afirmaba con negro humor quedebería haberlo ahogado al nacer.Desde muy temprana edad, Lionel habíasido el más alto y apuesto de los dos, ytambién el mejor luchador condiferencia. Al lado de Lionel, rubio,risueño y desenvuelto, Bors pasaba casiinadvertido. Pero Bors sabía que laspocas personas que le importaban

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conocían bien su valía. Y miró a Lionelcon intensa devoción y profundo orgullo.

Nada de lo cual saltaba a la vista ensu lacónico saludo y ceñuda expresión.

—Y bien, hermano —dijo, lanzandouna ojeada al inestable cielo—, ¿dóndeestá Lanzarote?

Lionel se detuvo. Sabía que a Borsno le gustaría el mensaje que debíatransmitirle.

—Dice que partamos sin él, y ya nosalcanzará. —Observó el cielo—. Estápensando en la reina. Desea regresar aCamelot antes de lo previsto.

—Siendo así, hoy no lo veremos. —Con el rostro tenso, Bors giró sobre sus

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talones—. En marcha, pues.¿Por qué Bors estaba siempre

irritado?, se preguntó Lionel con pesarmientras se disponían a irse. Lanzaroteamaba a la reina desde hacía años. Esonunca cambiaría.

Y conocía la razón. Ninguna otramujer poseía aquel aire de primaveratemprana, aquella desbordantecapacidad de amor y esperanza. Inclusolos años la favorecían, las pequeñashuellas del dolor en torno a los ojos, lasarrugas que conferían a su mirada unaprofundidad inquietante. Hallarse junto aella era sentir el baile de la lluvia en elviento, ver el centro dorado del

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amanecer en verano, compartir el festínde las almas ávidas en el gran salón porla noche a la luz de las velas y con laúltima copa de vino. Hablar con ella eracomo abrir los pétalos de una rosa. Unasensación de fervor iluminó el espíritude Lionel como una sonrisa. Sí, entendíapor qué Lanzarote amaba a Ginebra.

Sabía asimismo que Bors nunca locomprendería. Para Bors, Ginebra habíahechizado a Lanzarote, aprovechándosede su juventud. Bors jamás habríaelegido para su primo por amante aaquella reina adorable y perturbadora.

Hombro con hombro, avanzaron porel resbaladizo empedrado hacia el patio

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inferior. El castillo era un hervidero degente. Caballeros y criados lossaludaban al pasar. Finalmente Borsrompió el silencio, como Lionelesperaba.

—¿Por qué tiene Lanzarote tantaprisa por partir? ¿Os lo ha dicho?

—No. Pero ya sabéis que la reinaaguarda con desasosiego el día en queMordred será armado caballero.Probablemente Lanzarote estápreocupado por eso.

—Ginebra simplemente envidia aMordred por la influencia que ejercesobre el rey —prorrumpió Bors—. Seráarmado caballero, y se nos ha ordenado

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a todos que asistamos a la ceremonia.¿Qué demonios puede hacer Lanzaroterespecto a eso?

Lionel dejó escapar un cauto susurrode asentimiento.

—Nada, hermano. —Era conscientedel malestar de Bors por verse obligadoa abandonar Joyous Garde y no queríaexasperarlo aún más saliendo en defensade Ginebra—. Bueno, ¿adóndecabalgaremos hoy?

En el patio inferior, más de veintecaballos de ojos brillantes asomabanimpacientes la cabeza por encima de laspuertas de sus cuadras y resoplabancomo si dijeran «Elegidme a mí». Nubes

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blancas y rosadas flotaban sobre lasaltas almenas y las murallas del castilloresplandecían bajo la luz de la mañana.Bors sonreía. ¿Hubieran imaginadosiquiera al llegar de Francia queLanzarote tendría un castillo tanmagnífico, una propiedad tanimponente? Pero Joyous Garde lepertenecía por su valor y fortaleza. Lohabía conquistado ateniéndose al códigode la caballería y las reglas de la guerra.

—¿Estáis listo, hermano? —preguntó Lionel, señalando con elmentón hacia el lado opuesto del patio.

Bajo la mirada atenta del caballerizomayor, los mozos sacaban de los

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establos a los dos animales escogidospara el paseo, un cerril corcel negro yuna yegua de aspecto dócil.

—El gran zaino da mucho trabajo,eso es innegable —explicó elcaballerizo efusivamente—. Es aún muyjoven, y sir Lanzarote lo quiere sindesbravar. Pero necesita ejercicio. —Miró con optimismo a los dos hermanos—. Sin duda ofrecerá un paseointeresante a quien lo monte.

Bors se echó a reír, notando mejorarsu ánimo.

—Os cedo a esa bestia negra,hermano. Yo me quedaré con la pequeñayegua.

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Dirigió un vistazo al cielo. Losvientos de primera hora de la mañanahabían cesado su atormentadapersecución y un tenue sol de primaverapenetraba a través de las nubes. Borsobservó de soslayo a Lionel,alegrándose de ver la sonrisa de suhermano. Acaso todo saliera bien.Acaso las cosas salieran bien.

‡ ‡ ‡

¿Agravaine indultado?Sintiendo un martilleo en la cabeza,

Ginebra abandonó la sala de audiencias

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con Arturo en medio del rumor de vocesde la multitud. Veía ya a Gawain y sushermanos marcharse en dirección alpatio con zancadas largas e impacientes.Un instante después oyó alejarse suscaballos al galope, los cascosresbalando en el empedrado por lapremura de los jinetes. No tardarían enllegar a la costa y reunirse conAgravaine, dondequiera que se hallaraoculto. Así que ya habíais dado órdenesde partir, Gawain. Aun antes de laaudiencia sabíais que Arturo accedería avuestra súplica, fuera cual fuera miopinión.

Notó intensificarse el martilleo de su

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cabeza, y ya en el patio agradeció lafresca caricia del aire en su pielardiente. El rojo amanecer había dadopaso a un mediodía perfecto, con uncielo de color nomeolvides salpicado dediminutas nubes blancas.

Arturo sonrió.—Sería un pecado desperdiciar un

día tan espléndido. —Apretó la mano dela reina—. Con vuestro permiso,Ginebra, saldré a cazar al sur delcastillo y después proseguiré la partidaen el Bosque Profundo.

Kay intervino sin darle tiempo aresponder.

—Pero regresaremos antes del

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anochecer, ¿no, mi señor?—¡Por todos los Dioses, Kay! —

Arturo soltó una carcajada al ver elceño de Kay—. A menudo dormíamos alraso cuando éramos jóvenes. Supongoque no somos aún demasiado viejospara volver a hacerlo.

—Claro que no, mi señor —masculló el leal Bedivere, cuyo ligerodejo delataba todavía, después de tantotiempo, su origen galés.

Riendo, Lucan echó atrás suscabellos rubios como el oro y se acercóal rey. Tanto él como Bedivere conocíanlos dolores que ocasionaba aún a Kay laherida de la pierna, recibida hacía ya

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años.—Mi señor, Pentecostés se nos echa

encima, y uno de nosotros deberíaquedarse para supervisar lospreparativos del festejo. —Señaló conla cabeza a Mordred, que permanecía ensilencio junto a Arturo—. Si deseáis quetodo salga bien cuando vuestro hijo seaarmado caballero, quizá sea convenienteque Kay vuelva al castillo después de lacacería para cerciorarse de que lascosas marchan como es debido.

—¿Para la ceremonia, queréisdecir? Sí, tenéis razón —exclamóArturo—. Deseo que todo esté en ordenpara satisfacción de mi hijo. —Se

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volvió hacia Mordred con cara deadoración—. Mi hijo —repitió con vozcasi inaudible.

Un vivo dolor traspasó el corazón deGinebra al percibir la admirativaexpresión de su esposo. Arturo, habríadeseado decir, recordad a Amir.También nosotros tuvimos un hijo. Amormío, no os vayáis de casa; quedaos a milado.

Arturo le cogió la mano y se la llevóa los labios.

—Ciertamente soy un hombrebienaventurado —declaró, radiante—,teniendo tal hijo, tales caballeros y talreina. ¡Adiós, mi señora!

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Tras una elegante reverencia semarchó.

Agravaine indultado.Y Arturo dice «mi hijo Mordred, mi

único hijo…».Colérica, Ginebra entró con paso

enérgico en los reales aposentos, sumidaen sus cavilaciones. En cuanto cruzó lapuerta, oyó la voz de Ina.

—Mi señora, una mensajera havenido de Avalón.

Ginebra se detuvo al instante.—¿Cómo?—Es la doncella mayor de la

Señora, la sacerdotisa Nemue.—¿Dónde está?

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—En la orilla del río, ha dicho. Allíos espera.

‡ ‡ ‡

Fuera del castillo, el tortuoso caminoatravesaba el pueblo y se ensanchaba alllegar al llano. En el prado ribereño,botones de oro y cardaminas salpicabanla hierba.

La ondulada superficie del agua fluíaplácidamente bajo el sol de mediodía.En la margen opuesta, dos cisnesentrelazaban sus cuellos largos yblancos en actitud amorosa. Los cisnes

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se emparejan de por vida, pensó, ylanguidecen cuando los separan, comolos amantes. Inhaló el aroma de aquellaagua llena de vida, y un latente yfamiliar dolor se apoderó de su corazón.Oh, Lanzarote.

En la orilla, grupos de sauceslloraban sobre el río, hendiendo la lentacorriente con sus dedos largos y verdes.Casi invisible entre los árboles, lasacerdotisa se hallaba de pie con lamirada fija en el río, absorta en suspensamientos. Ataviada con ligerasvestiduras de cambiantes tonalidades degris y verde, se había despojado delvelo que normalmente cubría su cabeza

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y sus facciones aparecían transfiguradaspor la luz moteada que se filtraba entrelas ramas. Su tez poseía la luminosapalidez de quienes pasan mucho tiempobajo tierra y sus ojos eran tan claroscomo las aguas del lago. Ginebra sedetuvo. ¿Cuántos años habían pasadodesde su juventud en Avalón, cuandoNemue era la primera de las doncellas?El tiempo se desvaneció cuando Ginebravolvió a ver la figura etérea y erguidaenvuelta en resplandeciente seda, elbrillante cabello que caía como unacascada hasta el dorado bastón demadera de manzano que empuñaba.

Ginebra corrió hasta ella.

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—Estáis lejos de Avalón, pero nosalegra teneros aquí.

La sacerdotisa señaló hacia el río yclavó la mirada en Ginebra.

—Al final, todos los ríos van a parara Avalón.

Su voz era tan fría como el aguarecién salida de un manantial y suspalabras golpeaban el oído como gotasde lluvia. Ginebra asintió con la cabezaesforzándose por dominar su crecienteinquietud. La doncella mayor era másalta de lo que Ginebra recordaba, y másprofunda la bondad de su mirada. Muypronto, cuando su poder y su bellezafueran insoportables a la vista, Nemue

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debería cubrirse el rostro. Ginebracontuvo la respiración. ¿Acaso Nemueestaba transformándose para ocupar ellugar de la Señora?

La sacerdotisa le leyó elpensamiento.

—La Señora es la de siempre —dijocon delicadeza—. No es ese el motivode nuestra preocupación.

Otra posibilidad cobró forma depronto en la mente de Ginebra.

—¿Se debe a los cristianos?—Sí. —Nemue desvió la mirada—.

Nuevamente planean edificar en Avalón.—¡Dioses del cielo! —exclamó

Ginebra con voz ahogada—. Tienen sus

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celdas, sus almacenes, su iglesia, ¿quémás quieren?

—Una nueva iglesia, una graniglesia de piedra, para pregonar sugloria a los cuatro vientos.

—¿Dónde?El rostro de Nemue, blanco como un

nenúfar, se tensó.—En lo alto del Tor.—¿Cómo? —Oh Diosa, oh Madre,

no. ¿Sobre el cuerpo de la Madre queyacía dormida? ¿Profanando loscostados verdes de la Madre con susmuros de adobe? Ginebra reprimió laira—. ¿Han empezado ya a talar losmanzanos?

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Nemue movió la cabeza en un gestode negación, y todo un mundo deancestral tristeza asomó a su semblante.

—Las flores se marchitan enAvalón. Mueren los árboles, y pronto noexistirán manzanares. —La sacerdotisahizo una pausa—. La Señora se haplanteado llevarse Avalón al mundoentre los mundos. Pero el espíritu de laMadre nunca abandonará la IslaSagrada. —La voz de Nemue subió devolumen a medida que hablaba—.Dentro de un millar de años se conoceráaún a la Señora y a la Gran Diosa aquien sirvió. Nuestra fe, basada en elamor y la verdad, jamás se extinguirá.

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Pero os repito, Ginebra, que eso no osatañe.

Ginebra se esforzó por obedecer lavoluntad de la sacerdotisa.

—Os escucho. Hablad.Nemue volvió la cabeza en otra

dirección.—¿Cuándo visteis por última vez a

vuestro caballero?¿Lanzarote?, se preguntó Ginebra.

No sabía qué esperaba oír, pero desdeluego aquello la cogió por sorpresa.

—Hace mucho tiempo —susurrófinalmente. Demasiado tiempo, pensó.

—¿Está en Joyous Garde?Ginebra asintió.

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—Vendrá en Pentecostés para asistiral festejo de los caballeros y laceremonia en que Mordred velará lasarmas. —Ginebra cerró los ojos—. Perohasta entonces, por amor a Arturo… —Fue incapaz de continuar, pero las frasesse formaron con toda claridad en sumente: Por el amor que siento porArturo, nuestras vidas deben permanecerseparadas. Nuestro amor loavergonzaría ante la corte. Así pues,Lanzarote se retira a sus posesiones paramantener alta la honra. Y cuando nosencontramos, nuestro amor arde aún conmayor intensidad que antes—. ¿Por quélo preguntáis? —dijo Ginebra con el

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corazón encogido—. ¿Ha vaticinado laSeñora que algún peligro se ciernesobre él?

—Quizá. —Nemue fijó la mirada enel rostro de Ginebra—. Ha llegado aconocimiento de la Señora que lasreliquias han salido de su escondrijo.

¡Las reliquias!A Ginebra se le cortó la respiración.

Cerrando los ojos, volvió a ver losantiguos tesoros de la Diosa, los objetossagrados de su veneración desde elorigen de los tiempos. Durante sujuventud en Avalón, ella había sido unade las pocas privilegiadas que vieronlas cuatro antiguas piezas de oro macizo

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escondidas en lo más hondo de la cuevasecreta: la gran fuente de la abundancia,la copa de la amistad con dos asas, laespada de la justicia y la lanza de ladefensa.

—Las reliquias —repitió, tratandode recobrar la serenidad—. ¿Han sidohalladas?

—No. Nadie ha vuelto a verlasdesde que desaparecieron. Pero laSeñora me envía a deciros que debéishablar con vuestro caballero y obrar concautela.

—¿Hablar de qué? Nos contó yacuanto sabía.

Nemue le dirigió una extraña

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mirada.—Nos contó cuanto creía saber. —

La sacerdotisa se llevó la mano a unabolsa de terciopelo que llevabaprendida a la cintura—. La Señora osmanda esto. Usadlo cuando vengaLanzarote.

Ginebra cogió el arrugado objeto ycomenzó a pasearse de un lado a otro.

—¿Qué puede decirnos ahora,después de tanto tiempo? Han pasado yadiez años… no, doce, o quizá más. Yasabéis cuánto tiempo dedicó a buscar lasreliquias cuando se perdieron. A estasalturas no debe quedar rastro alguno deellas.

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—Al contrario.Ante los ojos de Ginebra, la figura

de Nemue empezó a brillar yexpandirse, y su resplandor eclipsó elcielo.

—En doce años muchas cosascrecen, y antiguos secretos salen a laluz. —La sacerdotisa alzó un brazo, y sudedo extendido añadió énfasis a cadapalabra—. Hablad con vuestrocaballero. Averiguad qué semilla plantó,y qué ha crecido sin ser visto en laoscura sima del tiempo. ¿Decís queestará aquí en Pentecostés? Pues habladcon él entonces.

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CAPÍTULO 5

nsombrecido por los tejos yempapado por un repentinochubasco de primavera, elcamposanto se veía frescoy radiante bajo la luz de lamañana. El joven monjeavanzó con cuidado sobrelas resbaladizas piedras yentró silenciosamente en la

celda del abad.En el reducido espacio se respiraba

el olor acre de continuadas horas deencierro y trabajo. Como el monje sabía,

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el abad permanecía encorvado sobre sumesa desde las vísperas. Los candileshabían ardido hasta el amanecer, y elhedor a rancio del sebo consumidoflotaba aún en torno al padre abad.¿Cuándo dormía?, se preguntó el monje,pero de inmediato alejó ese pensamientode su cabeza. Mientras los demásoraban, su superior bregaba sindescanso.

El monje dejó escapar un ligerocarraspeo.

—Padre, el emisario de Roma hallegado. Ahora se encuentra en elpabellón de huéspedes.

—¿De Roma? —El abad apartó la

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mirada de sus papeles y, frotándose losojos con los dedos de una mano enactitud de desconcierto, levantó ladolorida cabeza. Llevaba tantos añosconcentrando sus esfuerzos en aquellasislas frías y húmedas que casi habíaolvidado la querida ciudad de la MadreIglesia con sus sombrías callejas y susplazas bañadas por el sol—. ¿El legadopontificio? Decidle que ahora mismovoy a recibirlo.

—Sí, padre —respondió el monje, yse retiró con una reverencia.

El abad se quedó en la silla por uninstante poniendo sus pensamientos enorden. ¿Dominico aquí? Alabado sea el

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Señor. El consejero del Papa no podíahaber venido en momento más oportuno.

Se puso en pie y abandonó la celda.Fuera, la hierba del camposanto estabalimpia y muy verde y las gotas de lluviapendían aún como cristales de las hojasde los árboles. Apresurándose, el abadrespiró hondo y dio sinceras gracias.Era siempre un placer salir de laestrecha celda de piedra y ver la luz deldía. Frente a él, el pabellón de loshuéspedes de la abadía, de paredesblancas y escasa altura, presentaba unaspecto acogedor a la sombra de laiglesia. Algunos de los monjes de menoredad rodeaban al recién llegado,

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ayudándolo a bajar de la mula ydescargar el equipaje del percherón. Elabad apretó el paso. Sí, era un auténticoplacer tener allí a su viejo amigo.

Aun así, ¿qué era en realidadDomenico, un amigo o un adversario?Ambos trabajaban al servicio de Diosdesde hacía décadas, pero los puntos devista de Londres y Roma no siemprecoincidían. Y Domenico era la voz deRoma, el susurro papal transmitidodesde el mismísimo trono de san Pedro.Durante años el abad se había opuesto alos intentos de Roma para trasladarlo deLondres a York o Canterbury einstalarlo en uno de los altos cargos de

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las islas. ¿Acaso sería esa misión lo quehabía llevado allí una vez más a suantiguo compañero de justas?

El abad se apresuró aún más parapresentar sus respetos a Domenico,consciente de que juntos formaban unadispar pareja. El hombrecillo que seapeaba en ese momento de la mula conrígidos movimientos tenía la piel curtidade un campesino, sonrisa de niño y unflequillo de cabellos quemados por elsol que caía sobre sus ojos azules demirada inocente. Por contraste, el abadera un hombre esbelto de estaturaconsiderable, cara pálida y austera,frente amplia y noble y mirada

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penetrante, rasgos que, unidos, leconferían el porte de un elegido de Diosy un príncipe de la Iglesia.

Sin embargo, el verdadero príncipede su credo era el legado pontificio y noél. Era cierto que Domenico vestía aúnel humilde hábito negro de su orden,reacia a engalanarse con las sedas y elpúrpura propios de su rango. Pero unobservador atento habría advertido quesu hábito, aunque sencillo, era de la másdelicada lana y el cordón que le ceñía lacintura era de seda trenzada. Su afablesonrisa escondía una mente aguda comoun cepo y su mirada cándida era un marde insondables profundidades.

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—Dios esté con vos, padre —saludócordialmente el recién llegado.

El abad movió la cabeza en un gestode afecto.

—Agradezco la amabilidad devuestra visita.

Domenico le dirigió una francamirada.

—Vuestra misión es de la máximaimportancia, ¿no? —comentó—. EnRoma se consideró que necesitabaiscierto apoyo.

—Así es —respondió el abad,ensombreciéndose su voz más y más acada palabra—. La fiesta de Pentecostésno es un gran acontecimiento en sí

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misma, pero en esta ocasión se prevéque Arturo nombre heredero al príncipe.

Domenico asintió con la cabeza.—Sí, debemos estar presentes. —

Observó al abad con expresióninquisitiva—. ¿No hay señales dedescendencia en la reina?

—¿En Ginebra? —El abad nuncaaceptaría a la consorte pagana de Arturocomo legítima reina—. La concubina, sí.Es estéril. Dios ha secado su vientre.

—¿Y qué hay de Merlín? —interrogó Domenico—. ¿Tieneinfluencia sobre el rey? En Roma sedice que Arturo aún lo aprecia.

—En efecto. Pero no se ha visto por

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aquí a ese viejo hechicero desde haceaños. —El abad se encogió de hombrosen ademán de desprecio—. Cuentan quese retiró a descansar en su cueva de unamontaña galesa. Por nosotros, puedeproseguir con su reposo hasta el día delJuicio Final.

Domenico se echó a reír, pero deinmediato adoptó un semblante serio.

—Y en cuanto a Mordred, elpríncipe, el heredero, ¿podemos contarcon él? ¿Es de los nuestros?

El abad tomó aire pensativamente.—Es hijo de Arturo, y Arturo lo

ama, o incluso diría que lo adora. Salenjuntos de caza, comen juntos, pasan

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muchas horas juntos y, naturalmente,asisten juntos a la iglesia y Mordredreza al lado de Arturo.

Domenico asintió con expresión desagacidad.

—Pero ¿quién sabe hasta qué puntoes sincera la fe del joven?

—Vos lo habéis dicho: ¿Quién sabe?Domenico guardó silencio por un

instante para reflexionar.—¿Qué edad tiene?—Poco más de veinte años, y es

apuesto y educado.—¿Y está casado? ¿Prometido, tal

vez?El abad negó con la cabeza.

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—No, ni es probable que llegue aestarlo a corto plazo.

Los ojos de color azul cielo deDomenico se oscurecieron.

—¿Acaso no le atraen las mujeres?—Todo lo contrario. —Una débil

risa brotó de los labios del abad—. Lamitad de las damas de la corte estánlocas por sus hermosos ojos oscuros.

—¿Por qué, pues, no está aúnprometido?

—Su padre no lo aceptaría —selimitó a responder el abad—. Arturosigue de cerca sus pasos. Hay mucho enjuego.

Domenico convino con él.

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—Son varios los reinos que tienen aArturo por rey supremo.

—Así es. —Los claros ojos delabad se volvieron hacia el pasado—.¿Quién habría imaginado que elinexperto joven proclamado aquí mismo,en este camposanto, resistiría el pasodel tiempo? ¿Que Arturo viviría eltiempo suficiente para convertirse en elmayor de los reyes cristianos?

—¡Y todo a partir de un engaño muypoco cristiano! —Domenico rió conganas y señaló en dirección al otroextremo del camposanto—. Helo ahí,¿no? El supuesto milagro.

El abad siguió la mirada del legado

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y asintió sombríamente.—El mismo.Ambos contemplaron un gran bloque

de piedra asentado como un ser vivojusto a la entrada del camposanto, a unpaso de la verja. Estaba cubierto demusgo y un reguero de liquen surgía dela hendidura de la parte superior. Elabad dejó escapar una breve risa.

—Merlín necesitó un milagro parallevar a Arturo al trono. El viejo neciono tenía nada más en lo que sustentar suabsurda creencia de que Pendragónvolvería.

Domenico rió de nuevo.—Y les dio un Pendragón. Pasados

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veinte años, todos recuerdan que Arturoextrajo la espada de la piedra.

—Pamplinas. —El abad hizo ungesto de desdén—. No fue más que untruco propio de las tierras galesas,donde Merlín nació. Allí los jóvenesendurecen sus espadas para el combateprobándolas en las piedras, los árboleso cualquier cosa. Los más fuertes logranencontrar la veta débil en cualquier rocay clavar en ella su arma.

Domenico rió complacido.—En tal caso, claro está, sólo

aquellos que saben cómo entró la espadapueden sacarla.

—Y ése es todo el milagro.

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—Y le permitió hacerse con eltrono. —Domenico fijó su intensamirada en el padre abad—. Y partiendode ese oscurantismo inicial difundisteisel reino de Dios. Gracias a vuestroapoyo a Arturo por aquel entonces,ahora hay grandes iglesias y abadías enestos pagos donde antes se vivía en lamás profunda ignorancia.

Un destello asomó a los ojoshundidos del abad.

—Y donde se veneraba a la GranMadre. ¡La Gran Ramera! —Contrajolos labios en un lívido visaje—. Lasupuesta Diosa en la que cree la propiaGinebra. El espíritu que, según ellos,

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mora en lagos y bosques. El reinado dela Madre, que en su opinión otorga a lasmujeres derecho de pernada para elegira los hombres a su antojo.

Domenico observó al abad conexpresión burlona.

—Sin embargo vuestra labor en eseterreno va por buen camino, ¿no es así?

El abad negó con la cabeza.—Ahora tenemos una iglesia en la

Isla Sagrada. Y la Señora permaneceoculta. No se atreve a dejarse ver. Peroquedan muchas cosas por hacer.

—Pero no por vos, aquí en estelugar. —El legado hizo una pausa. Acontinuación añadió con delicadeza—:

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No podéis oponeros eternamente a lavoluntad de Dios.

El abad se tensó.—¿Adónde me enviaréis? ¿A

Canterbury o a York?Domenico extendió las manos.—Primero a un sitio y después al

otro, todo a su debido tiempo. —Desplegó una radiante sonrisa—. Amenos que Dios dé a entender al SumoPontífice que debéis saltaros la sedemenor y pasar directamente a Canterburypara situaros allí al frente de nuestraIglesia.

El abad acalló la queja que brotóespontáneamente de su alma. Dios mío,

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rogó, no permitáis que parta ahora deaquí; aún no he acabado mi labor. Searmó de valor para expresar su postura.

—Oíd antes lo que tengo quedeciros, os lo suplico, y luego juzgadvos mismo si he terminado ya aquí o no.Nos ha llegado noticia de algo quecreíamos ya pasado y olvidado… otromilagro, si es cierto.

El legado abrió los ojosdesmesuradamente.

—¿De qué se trata?—Las llamadas reliquias han salido

de nuevo a la luz.—¿Nuestro Santo Grial? —

Domenico lanzó una ronca carcajada de

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incredulidad—. ¿Después de tantosaños?

—Hemos oído hablar de una visión,y corren firmes rumores de que lostesoros han sido hallados. Si podemoshacernos con esas reliquias de la Diosay darles un uso sagrado…

—Debemos hacerlo. —Domenico nonecesitaba más charla. Enfervorizado,dijo—: Pensemos. ¿Dónde seránreveladas?

El abad sonrió. Ya había tenidotiempo de reflexionar a ese respecto.

—En Camelot, ¿dónde si no?—Y también nosotros estaremos

presentes.

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—En la ceremonia en que Mordredserá armado caballero.

—Como príncipe cristiano.—Si es que Mordred puede llegar a

ser tal cosa.—Y si no puede…—Sí. Nosotros sabremos qué

conviene hacer.—Y entretanto…—Encontraremos el Grial.Tan unidos estaban ambos por un

mismo deseo que apenas sabían quiénpreguntaba y quién respondía. Domenicofue el primero en retroceder un paso ysonreír.

—Estamos de acuerdo, pues —

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musitó.—En efecto lo estamos —confirmó

el abad con ardor—. Iremos a Cameloten busca del Grial personalmente.

El legado se echó a reír.—Por lo que veo, de momento no

seréis destinado a Canterbury ni a York—comentó con sorna—. Pero ¿cómovoy a disuadir a Su Santidad una vezmás? —Se atusó los cabellos quemadospor el sol—. No obstante, creo que nosperdonará si conseguimos el SantoGrial.

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CAPÍTULO 6

i señora?—¡Lanzarote!

¿Recibisteis el anillo?—Estaba ya en camino.Ginebra no lo esperaba

tan pronto. Al encontrarloaguardándola en losaposentos reales cuandoregresó de su paseo a

caballo, se le cortó la respiración de laalegría.

Oh, amor mío…Se saludaron como siempre hacían,

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en un remolino de delicados besos ybrillantes lágrimas. Más tarde habríatiempo para los abrazos ávidos eintensos que ambos ansiaban, losafectuosos y frenéticos intentos poraliviar aquel anhelo que jamás seagotaba. Pero siempre que el destino losllevaba a uno a los brazos del otro, losmomentos iniciales eran mudos, tiernosy conmovedores.

¡Oh Dioses, qué grato contacto!, sedijo Ginebra, estrechando su cuerpo altoy esbelto, embebiéndose de la suavidadde su jubón de cuero y los aromas acampo de su capa y su pelo. La torquesde oro de caballero que llevaba al

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cuello era el único adorno de Lanzarote,y había cabalgado sin descanso parallegar a su lado, Ginebra lo sabía. Sabíaasimismo que había elegido la túnicaverde que lucía porque a ella le gustabael realce que daban los colores delbosque a su piel morena y su cabellocastaño. Todavía entre los brazos deLanzarote, Ginebra recorrió con lasyemas de los dedos los ángulos ycontornos de su agraciado rostro. Susonrisa, pensó… la luz de sus ojos… lainclinación de su cabeza. Cada vez quese reunían, Ginebra lamentaba latraición de su frágil memoria. Su fuerza,su magnífico porte… ¿cómo podría

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olvidarlo?—¡Oh, amor mío! —dijo,

temblorosa.—Callad, mi reina.Por el momento le bastaba con

abrazarla, sentir su cabeza en el huecodel cuello que tan vacío se le antojabacuando ella no estaba. Luego dejó quesus manos descendieran por aquelcuerpo que había amado durante tantotiempo y lo apretó contra el suyo.Ginebra vestía un holgado vestido decolor vino, y su sedosa textura era unplacer para el tacto. Las manos deLanzarote subieron de nuevo por laespalda de ella, acariciando las

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vértebras de su columna como si fueraun collar de perlas, hasta que sus dedosalcanzaron el suave hoyuelo de la nuca.Luego cogió su rostro entre las manos yla atrajo hacia sí para darle un largobeso.

Ginebra exhaló un suspiro anhelante,pero de pronto se apartó de él y fue atomar asiento.

—Agravaine ha sido readmitido enla corte, ¿lo sabíais? —anunció con tonoairado.

Lanzarote, familiarizado con sussúbitos cambios de humor, no seofendió.

—No, mi señora —contestó con

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paciencia, reprimiendo sus deseos—.¿Por eso me mandasteis llamar?

—¡Sí! —Ginebra se puso en pie deun brinco, y el susurro de su faldapareció hacerse eco de su respuesta—.Me odia porque aconsejé a Arturo quelo desterrara. Pero ahora no es ese elmotivo de mi temor.

—Contadme, pues.Con el rostro tenso y pálido,

Ginebra comenzó a pasearse en torno aLanzarote.

—Ya sabéis que Arturo ha elegido aMordred para sucederle en el trono. Sinembargo Agravaine podría aúnestropear esos planes. Es hijo de la

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hermana de Arturo, y para quienes creenen la Diosa eso da derecho a ceñir lacorona. Podría frustrar los deseos deArturo y acogerse al derecho dematriarcado.

—Pero, mi señora… —empezó adecir Lanzarote, intentando atenuar laverdad. No obstante, de inmediato optópor no fingir—. El príncipe Mordredtambién puede hacer valer elmatriarcado. Es hijo del rey y tambiénde su hermana. Eso le otorga derechossucesorios por vía tanto materna comopaterna.

—¡Lo sé! —exclamó Ginebra, y laslágrimas brotaron de sus ojos a la vez

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que volvía furiosamente la cabeza.De un par de zancadas, Lanzarote se

plantó a su lado y la tomó entre susbrazos.

—Mi señora… mi reina… —Lecubrió la cara de besos y le acarició elpelo—. ¿Es por Amir? ¿Sentís aún quevuestro hijo debería ser el futuro rey?

—No —respondió ella entresollozos.

Pero Lanzarote supo que, en el fondode su alma, la respuesta era sí. Nunca lahabía amado tan intensamente como enese instante.

—¿A qué se debe, pues, vuestropesar, mi señora? —preguntó con

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ternura.—Es el propio Mordred quien me

preocupa —admitió Ginebra a travésdel llanto.

—No confiáis en él.—¡Es hijo de Morgana!—¿Es a Morgana a quien teméis? —

insistió Lanzarote, viendo enrojecerse elrostro blanco de Ginebra como un lirioahogado en su propia sangre. Leacarició la cabeza, hundiendo los dedosen su pelo—. La hermana del rey no hadado señales de vida desde hace años.

Una intensa cólera asomó a los ojosde Ginebra.

—Morgana nunca renunciará a la

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venganza.—Pero han pasado ya muchos años

desde la injusticia que sufrió.—¡Y aún no se ha resarcido! —

repuso Ginebra a voz en grito—. Por sino lo recordáis, Uther arruinó su vidaentera. Y no fue ella la única víctima.Quiere vengar también a su madre y suhermana. Utilizará a Mordred contraArturo. Acosará a Arturo hasta lamuerte.

—¿Alguien ha visto a Morgana?¿Tenéis alguna razón para pensar que hareaparecido?

—No —contestó ella con expresiónpensativa—. Pero no olvidéis,

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Lanzarote, que Uther violó a su madre ymató a su padre para traer a Arturo almundo. Más tarde Arturo se volviócontra ella y le arrebató a su hijo.Decidme si no tiene sobrados motivospara desear venganza.

Lanzarote le rozó la mejilla con losdedos.

—Mi señora, acaso el rencor de lareina Morgana se apague en cuanto veaque su hijo será rey.

—¡Que si lo será! Tendrá el reino deArturo y también el mío, amén de todoslos reinos menores que nos rindenvasallaje como reyes supremos. —Ginebra rió con sarcasmo—. Mi madre

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y yo hemos sido poco fértiles. No tengoninguna hija que pueda adquirir elderecho de matriarcado, y ella no tienemás familia que yo. En Cornualles semantiene aún la soberanía de las reinas,sí, pero la madre de Arturo está en elocaso de su vida. No abandonará sureino para ocupar el trono del País delVerano si yo muero. Así que Mordredme sucederá como rey supremo.

Lanzarote le apretó la mano.—Tranquilizaos, pues. La reina

Morgana ya no tiene razón alguna paraperseguiros.

Ginebra retiró la mano con repentinafrialdad.

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—¿Acaso necesita una razón?Lanzarote adivinó en el acto que

Ginebra había cambiado de tema.—¿Qué ocurre, mi señora? —

preguntó con aspereza.«Debéis hablar con vuestro

caballero y obrar con cautela». La vozde Nemue palpitaba aún en los oídos deGinebra.

—Ha llegado a conocimiento de laSeñora que las reliquias han sidohalladas. Debemos tener una visión. LaSeñora nos ha enviado lo quenecesitamos.

Lanzarote cerró los ojos y notó en lamejilla un soplo de viento del Otro

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Mundo. Lo que haya de ser está escritoen las estrellas.

Estrechó aquellas manos que queríamás que las suyas propias.

—Hacedlo, mi reina —dijo con vozronca. Y su alma añadió: cueste lo quecueste.

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CAPÍTULO 7

inebra se levantó del diván.Fuera, un atardecer tanaterciopelado como la pielde un melocotón cubría elpaisaje de esperanzas ysueños venideros. Elsemblante de Lanzaroteaparecía severo y pálido enla luz menguante. Ella lo

tomó de la mano y lo llevó al lado delfuego. En la chimenea había una bolsagastada y descolorida de terciopelo conletras rotas bordadas en hilo de oro.

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Ginebra la cogió y, alisando la tela, leyóen voz alta las antiguas runas:

—Yo soy los ojos que buscáis.Convertidme en pasto de las llamas paraque vuestra ciega mirada pueda ver.

Lanzarote notó que una sombra leoprimía el corazón.

—¿Qué debemos hacer?—Volver al pasado. Al momento en

que se perdieron las reliquias.Lanzarote gimió y echó atrás la

cabeza.—Ya os conté todo lo que sabía.Todo lo que creíais saber, pensó

Ginebra, pero dijo:—Contadlo una vez más.

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Lanzarote deseó llorar, pero seobligó a narrar nuevamente la trilladahistoria.

—Ocurrió hace diez años, cuandolos cristianos decidieron por primeravez que querían las reliquias.

—Doce años, casi trece —rectificóGinebra.

Él la miró con asombro.—¿Tanto tiempo ya?—Continuad. A partir de las fechas

en que los cristianos iniciaron su granofensiva contra Avalón.

—Sostenían que las reliquias eran suSanto Grial. La Señora nos solicitóayuda para alejar de allí los tesoros. Mi

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misión consistió en sacarlas de la IslaSagrada y encontrar un lugar segurodonde ocultarlas.

—Os vi partir en esa búsqueda —dijo Ginebra, asintiendo con la cabeza, ysus ojos volvieron a anegarse enlágrimas con el recuerdo de aquellasiniestra mañana, el gran cofre quecontenía las reliquias cargado por dosmulas, y Lanzarote despidiéndose deella. A continuación su corcel blancodesapareció en el amanecer, y a Ginebrano le quedó más que el frío beso de labruma—. ¿Y después?

—Y después cabalgué durantemuchas jornadas, escondiéndome de día

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y viajando sólo de noche. En todo esetiempo no yací en lecho alguno, sino quedormí siempre al lado de las reliquiascomo si fueran mi único hijo.

—Adelante.—Al final pasé por unas extrañas

tierras del norte. La marcha era penosa yel frío arreciaba día a día. No vi casas,ni siquiera una choza donde compraralimento. Llevaba días sin comer, ycuando llegué al castillo, me pareciósuficientemente seguro para pedirrefugio durante una noche…

‡ ‡ ‡

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Era ya tarde cuando vio el castillo através de los árboles. A lo largo de todoel día el bosque se había hecho másdenso a cada paso, hasta el punto de queLanzarote creyó que moriría allí. Alanochecer, perdió el sentido del tiempo,y el hambre le anuló la facultad delpensamiento. Cuando vio una luz másadelante, lo tomó por una señal de losseres fantásticos o un espejismo.

En ese momento se habría dejadocaer a tierra, reacio a perturbar a losmoradores del bosque en sus ritosnocturnos. Pero el caballo lo impulsó aseguir como si se sintiera atraído haciaaquel lugar. Finalmente el bosque se

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tornó menos espeso, y Lanzarote llegó aun llano donde se alzaba un enormecastillo en lo alto de un peñasco. Baja,lóbrega y extensa, la inquietante moleanidaba en la cresta rocosa como unatorre de vigilancia. Las murallas estabandesmoronándose, las quebradas almenasparecían dientes rotos, y un solitariocampanario dominaba el recinto.

En la puerta trasera apareció deinmediato una anciana vestida de negro,totalmente despierta y con los ojosbrillantes pese a lo avanzado de la hora.Había sido alta en otro tiempo pero sehabía encorvado con la edad, y suextrema palidez ponía de manifiesto que

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nunca veía la luz del sol. Pero en suslabios rojos y carnosos se traslucía lamujer que había sido en su juventud, y suactitud era la de una personaacostumbrada a mandar. Aun antes deque Lanzarote se presentara, ella dioorden al guardia de que abrieran laspuertas de par en par y le permitieran laentrada.

—Por aquí, mi señor —dijo la mujerhaciendo una ladeada reverencia yclavando en él su penetrante mirada demirlo.

En un abrir y cerrar de ojos hizodescargar las reliquias de las mulas yllamó a un par de criados para que las

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acarrearan. Condujo a Lanzarote hastauna cámara donde había ya preparadosun barreño de agua caliente y perfumadapara que se limpiara el polvo y lasuciedad del camino. Permaneció junto aLanzarote mientras este se cercioraba deque el cofre llegaba sin percance,comprobaba las cuerdas y nudos ycerraba él mismo la puerta de la cámaraal salir con la llave que ella le ofreció.Luego lo guió hasta un gran salón dondeardía un centenar de velas en plenanoche.

Allí, sentados a una larga mesa concomida suficiente para una legión, sehallaban un avejentado rey y su bella

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hija. La anciana lo llevó primero aconocer al viejo. Lanzarote vio a unhombre pálido y apergaminado en unsólido trono de madera labrada, lacorona de oro macizo casi demasiadopesada para su cabeza. Estabademacrado hasta el punto de parecer alborde de la inanición, la imagen mismade la muerte. Pero en sus ojos hundidosse advertía un brillo de locura ytemblaba por efecto de la energía heladaen sus venas. Hizo una seña a Lanzarotepara que se aproximara a la vez quedirigía un gesto de asentimiento a laanciana que lo había acompañado hastaallí.

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—Veo que habéis conocido a ladama Brisein —dijo el viejo con unavoz aguda y cascada como el sonido deuna roca al romperse—. Es el aya de mihija y, de hecho, gobernanta de la casa.Bienvenido al castillo de Corbenic,caballero desconocido. —Guardósilencio por un instante—. Aunque nodesconocido para nosotros. Sois sirLanzarote del Lago. —Señaló a ladoncella sentada junto a él—. Ésta esElaine, mi hija. Y yo soy Pelles, rey deTerre Foraine.

La doncella se levantó con actitudvacilante. Era de igual estatura que supadre, pero parecía cohibida por su

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presencia y de inmediato bajó la vista.Su vestido recordaba a las campánulassilvestres vueltas hacia la luz en unamanecer soleado y se adhería a suspechos y caderas como una segundapiel. Y su rostro —un óvalo perfecto decarne delicada y luminosa queresplandecía con luz interior— habríaatraído la mirada de cualquiera. Untenue arrebol daba color a sus mejillasredondeadas y rizos rubios de uncabello tan fino como el de un reciénnacido se perseguían entre sí sobre sufrente en encantador desorden.

—Bienvenido seáis, mi señor. —Ladoncella lo saludó con una reverencia y,

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al erguirse, lo miró tímidamente a losojos.

La fuerza de su mirada traspasó aLanzarote como un rayo, y él advirtiófugazmente un destello de cruda lujuriaen su semblante. Pero en el acto desechóla idea, avergonzado. Aquella muchachaera una virgen de absoluta pureza.¡Pobre del hombre que albergara talespensamientos!

El festín prosiguió. Lanzarote se vioobsequiado con exquisitos manjares yvinos, y gradualmente sus sentidosquedaron saciados uno a uno. Leinquietaba que estuvieran cenando tanentrada la noche y que diera la

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impresión de que esperaran su llegada.O más aún: que supieran de antemanoque llegaría. Pero tomó talespreocupaciones por delirios debidos alhambre, la soledad y la falta de sueño.

Más tarde, Lanzarote no recordabade qué había hablado el rey, pero sísabía que lo había mantenido subyugadoa lo largo de toda la velada, agitandosus despeinados bucles blancos cadavez que movía la cabeza y fijando en élsu mirada impenetrable y centelleante.Sabía asimismo que Elaine habló poco,pero su voz grave poseía una inesperadapotencia, y notó que lo observaba sincesar. A medida que se consumían las

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velas, vio que también ella era pálida eincandescente, y lo miraba con igualfijeza que su padre, aunque siempreapartaba la vista cuando intuía que él sevolvería hacia ella. ¿Qué queréis de mí,doncella?, anhelaba preguntar Lanzarote,pero no se atrevió.

Por fin concluyó la cena, y Lanzarotepudo retirarse a reposar. Su ancianoanfitrión lo despidió expresándolefervorosamente sus buenos deseos.

—Dios os de la mejor de las noches,sir Lanzarote —entonó con desaforadoentusiasmo— y atienda vuestrasplegarias. —Agarró a su hija con manode hierro y la empujó hacia Lanzarote—.

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Hija, desead una buena noche a vuestrocaballero, y decidle que sumaréisvuestras oraciones a las de él.

Un apagado rubor salpicó la cara yel cuello de Elaine.

—No puedo llamar a sir Lanzarote«mi caballero» —protestó con vivodolor en la voz.

—¡Id, necia, y llamadlo como osplazca! —ordenó Pelles entre dientes—.¡Pero no podéis oponeros a la voluntadde Dios!

—Mi señor —terció Lanzarote—,dejad hablar a la doncella. Todo elmundo sabe que estoy al servicio de lareina Ginebra, y seré su caballero hasta

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el final de mis días. Pero si otra damarequiere mi ayuda, me tiene a su enteradisposición.

El anciano recobró la compostura ysoltó una carcajada.

—Perdonadme —se excusó—. Heperdido el control. —De un salto sevolvió hacia la dama Brisein, quepermanecía pacientemente junto a lapuerta—. Os ruego que acompañéis aeste cansado caballero hasta su lecho.Mañana al amanecer interrumpiremosnuestro ayuno.

—Muy bien, mi señor —respondióla mujer, y abandonó el salón con unareverencia.

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Agradecido, Lanzarote se despidió yla siguió. Los pasillos parecían máslargos que cuando los habían recorridoun rato antes. Por primera vez reparó enlos cortinajes apolillados de lasparedes, las telarañas presentes en todoslos rincones, y las siluetas vestidas denegro y marrón que correteaban comoratas alrededor. A sus oídos llegabanbreves gemidos de terror, gritos lejanosprocedentes de algún profundo agujerobajo tierra. Pero debían de sersencillamente los crujidos de un viejocastillo lamentándose del esplendorperdido, pensó Lanzarote.

Al llegar por fin a su cámara, exhaló

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un suspiro de alivio. Con la damaBrisein a su lado, sacó la llave y abrióla maciza puerta.

—Os traeré una bebida, señor —dijo la anciana, y se alejó renqueando.

Una vez dentro del aposento,Lanzarote se acercó de inmediato alcofre rodeado de cuerdas. Supo alinstante que los nudos permanecíanintactos. Aun así, decidió que seaseguraría de que las reliquias seguíanallí antes de dormirse.

La dama Brisein regresó con unahumeante jarra en la mano.

—Las noches son frías en Corbenic—explicó, dejando el recipiente en la

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mesa junto a la cama—. Es mejor que lotoméis caliente. Os ayudará a conciliarel sueño.

—Gracias, buena mujer —respondióLanzarote, guiándola con firmeza hastala puerta y echando la llave en cuantosalió.

A continuación desató las toscascuerdas y abrió el cofre. Negro ynudoso, era de madera de espinoexquisitamente trabajado, y duro comola piedra. En su interior, las preciosasreliquias estaban envueltas en seda yenterradas en paja para mayorprotección.

Examinó uno por uno los sagrados

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objetos: la gran fuente redonda de laDiosa, la copa de la amistad con dosasas, la espada de la justicia y la lanzade la defensa. El oro resplandeció en lapenumbra nocturna de la cámara, einsufló un poco de calor en su tristecorazón. Se sentó y pensó durante largorato en Ginebra. Luego, cuerda a cuerday nudo a nudo, rehízo las ataduras delcofre hasta dejarlas como antes. Todoiba bien, se dijo con valor. Quizá aúnacabara todo bien.

Sentía un profundo cansancio y ledolían todas las articulaciones delcuerpo. Cogió el brebaje que le habíaofrecido la vieja Brisein y lo bebió.

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El líquido dulce y espeso le calentóla garganta y le reconfortó el corazón.Mientras yacía al lado de las reliquias,una docena de jubilosos pensamientos seabrieron paso en su cerebro. Vio aGinebra el día que se conocieron,radiante bajo la luna en lo más hondodel bosque. La vio contemplarlo conojos de apasionado deseo, y luego en losmomentos de lánguida dicha en que yaeran dos amantes en la cresta de una olade placer. Vio a sus queridos primosBors y Lionel atravesar a caballo lasarboledas de Joyous Garde para darle labienvenida cuando regresaba a casa.

Después Joyous Garde se desplegó

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ante sus ojos: el ancho y refulgente fosocon sus cisnes de plumas plateadas, losjardines, las fuentes y los estandartes devivos colores que ondeaban en lo alto.Luego se vio paseando con Ginebra enJoyous Garde, llevándola hasta unapérgola para robarle un beso más dulceque el aroma de las madreselvas que losrodeaban. Soñó que Ginebra era por finsuya, su verdadero amor, su esposa, ensu propia casa, y que cuanto deseaba enel mundo se hallaba entre los brazos deella. Tendido en frío suelo de piedra, sinmás compañía que el cofre de lasreliquias, Lanzarote se sintió feliz comonunca en la vida.

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No se dio cuenta de cuándo dejó desoñar despierto y se quedó dormido.Pero despertó aterido y tembloroso pocoantes del alba. La cámara olía como laguarida de una gata salvaje, y se notó lapiel húmeda de rocío. De pronto sesintió vacío por dentro, como si lehubieran chupado la vida, y violentasnáuseas cercanas a la agonía lerevolvían el estómago.

Frente a él, una ventana abiertagolpeaba contra la pared. Aun entre lasbrumas del sueño, recordó que la habíacerrado antes de dormirse.Tambaleándose, fue primero acomprobar la puerta y luego el precioso

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cofre. La puerta estaba cerrada y lallave seguía en su cinturón. Las cuerdasy nudos del cofre permanecían tal comolos había atado la noche anterior. Sinembargo tenía aún la sensación de que elcorazón iba a estallarle en el pecho.Luchó febrilmente por desatar el cordajey abrió la tapa.

En un primer instante se negó a darcrédito a sus ojos. Nada había en elcofre. Desesperado, sacó la paja hastavaciarlo. Las reliquias habíandesaparecido. Y no tenía pista algunapara saber cómo habían salido de allí oadonde habían ido a parar.

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CAPÍTULO 8

iosa, Madre, no!Al oírse su grito, el

castillo aún dormidoacudió en su auxilio. Laprimera en cruzar la puertafue la dama Brisein, eltocado negro en su sitio, elvestido sin una sola arruga,el manto sobre los

hombros, completamente despierta pesea la hora. Brisein alertó a la guardia,que, con Lanzarote al frente, registró elcastillo desde el refugio del rey en lo

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alto del campanario hasta las tétricascatacumbas de la fortaleza. Allí abajo,las teas iluminaron cavernosos rinconesdonde nunca había llegado la luz. Con elruido y la claridad, ciegas y esqueléticascriaturas se pusieron torpemente en piecon la esperanza de recobrar la libertad,sólo para redoblar sus gritos cuando laspuertas se cerraron sumiéndolos denuevo en la más absoluta oscuridad.

Lo que allí encontró llenó de rabiael alma de Lanzarote, permitiéndolejuzgar al rey Pelles por lo que era ycomprender el miedo perceptible en elsemblante de su hija. Y las reliquias noaparecieron por ninguna parte.

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Finalmente tuvo que abandonar lainfructuosa búsqueda y regresar al gransalón, donde aguardaba el rey con suséquito. Por cortesía a su anfitrión, noexigió la liberación de los cautivos, nicuestionó siquiera el inhumano trato aque Pelles los sometía. Además, esamañana Pelles estaba fuera de sí, a ratosllorando, a ratos riendo, e intercalandodelirantes carcajadas mientrasmanifestaba ira y pesar por la pérdidade las reliquias. Pero Lanzaroteaprovechó la primera oportunidad paravolverse hacia la princesa Elaine,sentada junto a su padre.

La doncella estaba aún más pálida

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que la noche anterior y parecíahondamente afligida de ver partir aLanzarote.

—Adiós, mi señor —dijo con la vozempañada por el llanto y la vista baja.Sin embargo se traslucía en su actituduna extraña exaltación idéntica a la desu padre. Cuando él se despidió, leapretó la mano con fuerza y musitó—:Hasta que volvamos a reunirnos.

Jamás, juró Lanzarote en el fondo desu alma cuando se alejaba al galope.Pero una voz proveniente del OtroMundo advirtió: Jamás es demasiadotiempo para hacer previsiones.

Desde el primer pueblo al que llegó

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mandó un mensaje a Ginebra: «Os hedefraudado y las reliquias se hanperdido». Dedicó después doce meses abuscarlas. Demasiado tarde averiguóque la intrincada espesura donde sehabía extraviado aquella fatídica nocheera el Bosque Herido de Terre Foraine.Así y todo, registró cada clara, miródebajo de cada hoja. Hecho esto,cabalgó por todo lo largo y ancho deCorbenic. En ese tiempo conoció amuchas personas honradas y decentes,cuya única flaqueza era el miedo que surey les inspiraba. Pero en ningún sitiohalló el menor rastro de las reliquias dela Grande, los tesoros perdidos de

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Avalón. Las reliquias de las Diosas sehabían evaporado como si nuncahubieran existido.

‡ ‡ ‡

—Y todo eso ya lo sabéis —concluyóLanzarote con desaliento, casi ronco trasel extenso relato.

Se frotó la cara con la mano y notóel polvo del camino y el asomo de barbaque no había tenido tiempo de afeitarse.Soy un infeliz, pensó con una tristezademasiado profunda para las lágrimas.Defraudé a la Señora y defraudé a miamor.

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Dios, Madre, ayúdanos.Ginebra lo miró fijamente. La luz del

crepúsculo se había hecho cada vez másdébil mientras él narraba sus recuerdos,y la última claridad del día le daba unaire de animal atrapado, casi salvaje.«Hay más», había dicho Nemue.Ginebra se serenó para formular lapregunta que nunca antes habíaformulado.

—¿Me lo contasteis todo respecto aesa noche?

Ginebra supo la respuesta alinstante. La ira y la vergüenzainflamaron las atractivas facciones deLanzarote, que se puso en pie de un salto

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y se refugió en la penumbra.—Hablad —insistió ella.—Cuando desperté aquella mañana

—dijo Lanzarote con voz áspera yentrecortada—, estaba tendido en lacama.

—¿No en el suelo donde osquedasteis dormido?

—No. —Lanzarote titubeó—. Y notéen la cámara un olor desagradable,fétido, como el de una gata en celo. —Tomó aire—. Y otro detalle que eradifícil de creer.

—¿Qué?Lanzarote se encogió de hombros en

un gesto de desesperación.

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—Cuando desperté en la cama, lassábanas habían desaparecido.

—¿Desaparecido? ¿Dónde estaban?El volvió a contraer los hombros.—¿Quién sabe? Viendo que las

reliquias también habían desaparecido,no pensé más en las sábanas.

Pero se esconde aquí algúnrepugnante secreto en el que Lanzaroteno se atrevió a ahondar, pensó Ginebra.Hay más. Me consta que hay algo más.

—Proseguid —exigió con tonoimplacable.

—Aquella noche soñé…Soñó con ella, adivinó Ginebra. Una

atroz punzada de dolor le traspasó el

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corazón.—¡Decidme con qué soñasteis!—Fue intrascendente, mi señora —

respondió él, con voz baja y sosegada—. No hay razón para recordarlo ahora.

—¡Decídmelo!Lanzarote apretó los puños.—Como gustéis, señora —dijo entre

dientes—. Allá vos si me obligáis ahablar.

En poniente, la morada luzcrepuscular se hizo más oscura.Lanzarote empezó a hablar con una vozque ella desconocía.

—Soñé que yacía con la mirada fijaen la puerta y vi girar el picaporte hasta

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que la puerta se abrió sin llave.Entonces la vieja dama del castillo trajoa la doncella a la habitación. Prenda porprenda, la despojó de toda su ropa hastaque quedó desnuda como llegó al mundoante mis ojos. Después la dama Brisein,valiéndose de poderosos conjuros, laforzó a acostarse en la cama. Y yo, queaún yacía en el suelo…

—Fuisteis hasta ella. —Ginebraapenas podía articular palabra—. Osmetisteis en la cama con Elaine.

El rostro de Lanzarote era unamáscara. Se limitó a mover la cabeza enun casi imperceptible gesto deasentimiento.

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—¿Y la poseísteis?Lanzarote gimió y echó atrás la

cabeza.—Sólo en sueños.—La conocisteis. —El dolor de

Ginebra era inimaginable—. ¡Hicisteisel amor a otra mujer, no a mí!

—¡Eso nunca! —exclamó él—.Algún ser malévolo puso ese sueño enmi cerebro. Era una doncella. Jamás lehabría arrebatado la virginidad. —Seretorció dolorosamente las manos—. ¿Ycómo iba a desearla? ¡Os amo a vos!

—¡Pero en sueños la poseísteis! —Ginebra no pudo contenerse—. ¿Seportó bien en la cama, Elaine?

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—¡Señora!Ginebra se abalanzó sobre él,

lanzando zarpazos como un gato.—¿Os gustó más que yo?Seguramente, pensó Ginebra. ¿Era su

cuerpo joven y firme? Un torbellino decarne joven inundó su mente. Vio lalocura de los apasionados abrazos,besos que desgarraban el alma, fuertesmiembros gozosamente entrelazados.

—¡La amasteis, Lanzarote!Él la agarró de las muñecas para

impedir que llegara a su rostro con lasmanos.

—¡Ya basta!Un nuevo dolor se apoderó de

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Ginebra.—¿Por qué no me lo habíais contado

antes?—¡Por esto! —Lanzarote soltó una

furiosa carcajada—. Por vuestrosarrebatos de celos, que tan caros noscostaron en el pasado. Creísteis que osengañé con la doncella de Astolat. Casirompisteis mi corazón y el vuestro antesde comprender que estabais equivocada.¡Y desde entonces veis rivales en todaspartes!

—¡No, no!Pero sabía que él tenía razón.

Siempre imaginaba a mujeres que yacíanen espera de Lanzarote, y veía crecer la

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avidez y el deseo en sus ojos. Siempretemía que se cansara de ella y eligiera auna mujer que pudiera considerar suya.Sin embargo ¿cómo podía quejarse sieso ocurriera, estando ella atada aArturo, con quien todavía compartía ellecho? Asaltada por una súbitaaflicción, se echó a llorar.

—Oh, Lanzarote, ¿es eso todo?—Os he dicho todo lo que sé —

respondió él, y su iracundo suspiro casipartió el alma a Ginebra.

Pero por encima de su pesar oyó lavoz de Nemue, clara y fría como el aguasobre las piedras: «En doce añosmuchas cosas crecen, y antiguos secretos

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salen a la luz. Hablad con vuestrocaballero. Averiguad qué semilla plantó,y qué ha crecido sin ser visto en laoscura sima del tiempo».

—La Señora dijo que hay algo más.Por esa razón nos envió esto.

Cogió la bolsa que estaba sobre lachimenea y extrajo un puñado depequeñas gemas rotas, destellos de luzirisada en la habitación oscura.Obligando a Lanzarote a sentarse en elsuelo junto a ella, arrojó lasresplandecientes esquirlas a las llamas.El fuego exhaló un suspiro y unpenetrante dulzor impregnó el aire. Elfuego perdió viveza y extrañas formas

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brillaron en las refulgentes ascuas.La primera era un lóbrego castillo en

lo alto de un peñasco. Lanzarote,sobresaltado, dio un respingo.

—¡Corbenic! —masculló, su voz amedio camino entre un susurro y unamaldición.

Ginebra le cogió la mano y se laapretó con fuerza.

—¡Callad!En las almenas del castillo estaba el

rey Pelles, alto y demacrado, delirandobajo la luna. A su lado había una mujerjoven vestida de gris como una monja,su cabeza cubierta para protegerla de lasmiradas de los hombres. Pese a su

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visible aflicción, en sus ojos dolidos seadvertía también una expresión triunfal.

Es Elaine, pensó Ginebra. Pero ¿aqué se debe su velado júbilo?

De pronto apareció un caballero através del bosque en la oscuridad. Loseguían lentamente dos mulas, cargadascon un pesado cofre. El caballero sedirigió a la puerta del castillo,observado desde arriba por el rey y suhija.

—Es tal como os he contado —musitó Lanzarote—. Llegué allí denoche. Ignoraba que ellos me veían.

El rastrillo estaba bajado, todas lasventanas cerradas y la puerta trasera

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atrancada. Entonces se abrió un portillosobre la entrada y una mujer asomó lacabeza. La luna mostró hasta el menordetalle de las facciones de la damaBrisein: el rostro alargado y pálido, losojos negros y chispeantes, los labioscarnosos y morados. «Bienvenido, sirLanzarote», dijo.

—¡No!Con una repentina sensación de

ahogo, Ginebra se puso en pie.Luchando por respirar, se convulsionó ycayó desplomada.

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CAPÍTULO 9

ordred salió con pasoenérgico por la mañanatemprano y cruzó el patiocon aire decidido. El sollucía a su espalda, el olor aheno recién segado flotabadesde los campos y uncielo totalmente despejadoanunciaba un día perfecto.

Sí, la vida era bella.El castillo bullía ya de actividad

como una colmena. Pero incluso loscriados más ocupados encontraban

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tiempo para saludar al príncipe.—Buenos días, mi señor.—Señor, que el día os sea propicio.—Igualmente… igualmente. —Con

la sonrisa siempre a punto, Mordreddevolvía todos los saludos sindetenerse.

—¡Oh, señor! —exclamó al verlouna joven lavandera que salía de unacallejuela adyacente, y casi se le cayó lapesada cesta que acarreaba.

Mordred le guiñó un ojoalentadoramente y siguió adelante,evaluando de manera inconsciente losencantos de la muchacha. Era de cortaestatura y tez en exceso rubicunda, pero

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había mostrado una grata excitación alverlo y tenía una prometedora figura,además de unos pechos suficientementegrandes y firmes para complacer acualquier hombre.

Deberías avergonzarte, Mordred, sedijo, y reprimió sus impulsos con unarisa abochornada. ¿Mirando con lujuriaa las criadas? ¿Es eso propio de unpríncipe? Estaba ya acostumbrado aatraer la atención como hijo del rey,pero debía admitir que el entusiasmoque generaba su presencia habíaaumentado y las sonrisas y reverenciaseran más efusivas desde que habíacorrido la voz de que sucedería a Arturo

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en el trono.Las agraciadas facciones de

Mordred se contrajeron en una sonrisa.Claro que lo sucedería, ¿quién iba a sersu heredero, si no? Nunca había dudadoque ese momento llegaría.

Así que ahora ve a los aposentos delrey, pensó con satisfacción, para estarallí cuando Arturo despierte, como todaslas mañanas. Luego visitarían juntos losestablos. Arturo desearía probar losnuevos corceles y despuésprobablemente salir de caza. Habríamuchas cosas que el rey quería hacer.Poniéndolas en orden en su mente,Mordred cruzó el patio empedrado con

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andar resuelto.Frente a él, los muros blancos de los

aposentos reales parecían invitarlo aacercarse bajo la rosada luz. Se hallabacasi en el umbral de la puerta cuandoreclamaron su atención cuatro hombrescorpulentos que entraban en el patio.Vestidos de rojo y negro, atravesaban lapuerta del castillo, aparentementeextenuados tras un largo viaje. Eran loscolores de las Orcadas, advirtióMordred con vivo interés. El regresodel hermano proscrito, el hijo malvado.

—Príncipe Mordred —llamóGawain—, ¿deseáis saludar a mihermano Agravaine, que acaba de

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volver de Oriente?Se adelantó una figura alta, delgada

y vigilante, moviéndose como una garzaa punto de atacar. Tenía menos decuarenta años, poco más o menos comoGawain, pero su rostro presentabaprofundas arrugas por el mucho tiempopasado bajo el sol. También su espesacabellera, prematuramente blanca, leconfería una apariencia de mayor edad.Sólo sus ojos negros, brillantes yalertas, revelaban que era uno de loscuatro hermanos de las Orcadas, y no elpadre.

—Bienvenido —dijo Mordredcortésmente. Pero el enjuto desconocido

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se limitó a asentir con indiferencia.Movido por una creciente curiosidad, elpríncipe preguntó—: ¿De Oriente,señor?

El recién llegado volvió a asentir.—De Tierra Santa.Una punzada traspasó el espíritu

aventurero de Mordred.—¿Habéis combatido contra los

sarracenos?—En sus ciudadelas más sagradas

—contestó Agravaine, encogiéndose dehombros—, que les arrebatamos por lafuerza de las armas e hicimos nuestras.

Mordred disimuló su envidia.—He oído decir que son enemigos

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dignos de nuestras espadas.La mirada de Agravaine se posó en

un apuesto paje que en ese momentocruzaba el patio, un joven de suavesmejillas a medio camino entre niño yhombre.

—Tienen… artes poco comunes. —Un misterioso destello asomó a sus ojospor un breve instante—. Uno puedeaprender mucho de ellos si así lo desea.

Gawain desplazó el peso del cuerpode una a otra pierna.

—No siempre estuvisteis entresarracenos, hermano —dijo conexagerado entusiasmo.

—Cierto. —Agravaine dejó escapar

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una risotada áspera como un graznido—.Viví en el desierto durante un tiempo. —Fijó en Mordred sus ojos oscuros—.Unido a una hermandad de hombres dementalidad afín.

Mordred lo miró con cara deincomprensión.

—¿Ingresasteis en un monasterio?Otra ronca carcajada.—No, nada más lejos. Éramos

mendicantes. Tuve que pedir porcaridad el pan que me comía. —Susojos mordían como serpientes—. Fuerontiempos difíciles, ciertamente. Perodescubrí qué es capaz de hacer unhombre para conservar la vida. Eso

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resultó muy útil en Tierra Santa. Es unalección que todo hombre deberíaaprender.

Una vehemente sensación derivalidad asaltó a Mordred.

—Sois afortunado. Habéis vistocosas que nosotros nunca veremos desdeaquí —dijo, y desvió la mirada,intentando dominar el conflicto entreresentimiento y desesperación.

¡Vaya, vaya!, pensó Agravaine,sonriendo. El joven príncipe ansiaacción y quiere ver su espada teñida desangre. Entretanto el rey lo mantiene enla corte, sin enfrentarse contra nada másfiero que un jabalí en una cacería. Y

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Gawain dice que aún no ha sido armadocaballero. Sí, la situación puede sermepropicia.

—Según me han comentado,príncipe, pronto seréis armado caballero—dijo con cautela.

Los ojos de Mordred se iluminaron.—No lo bastante pronto.Agravaine enarcó las cejas con

expresión comprensiva.—¿Y todavía velan los novicios la

noche previa como en mis tiempos?Mordred rió con despreocupación.—¿Os referís a la noche de ayuno en

la iglesia para purificar nuestra alma?Sí, naturalmente. La Iglesia insiste en

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ello.—Saldréis airoso, príncipe, como

mis hermanos —afirmó Gawain conrotundidad—. No es una prueba másdifícil que las que encontraréis en elcamino cuando seáis caballero.

Agravaine encogió nuevamente sushuesudos hombros.

—Si deseáis aprender, príncipe, yopuedo enseñaros algunas cosas.

—Enseñarme ¿qué? —preguntóMordred, dando un respingo.

—Ah, movimientos para el combate,por ejemplo, nuevas fintas y molinetes.No hay en el mundo luchador másescurridizo que un sarraceno.

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Gawain no pudo contener más sualarma.

—¡Hermano, aquí no nos gustan esosviles trucos! En la corte del rey Arturoseguimos las reglas de la caballería.

Agravaine esbozó una sonrisa.—Nada de trucos, os lo prometo —

dijo suntuosamente—. Sólo el manejo delas armas, hermano, destreza con lahoja. —Se volvió de nuevo haciaMordred—. Hacedme llamar cuandoqueráis.

—Mañana —contestó Mordred conaudacia—. Después del mediodía,cuando el rey se retire a descansar. Nosveremos a esa hora. —Dirigió una

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apresurada reverencia a los cuatrocaballeros—. Debo acudir junto al rey.Buen día tengáis, señores.

Entornando los ojos, Agravaineobservó alejarse con andar brioso laflexible figura de Mordred, de largosmiembros y ondeante melena de cabellonegro azulado.

Gawain miró a su hermano, quepermanecía atento a Mordred, siguiendotodos sus movimientos.

—¿Agravaine? —dijo con recelo.Agravaine distendió el entrecejo y

desplegó su más encantadora sonrisa.—Ya voy, hermano —contestó.

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‡ ‡ ‡

—¡Morgana! ¡Morgana! ¡Morgana!—¡Callad, señora! Callad, mi amor.Lanzarote estrechó a Ginebra entre

sus brazos, acariciándole el pelo ycubriéndole de besos el rostro. Peroella, tendida en el suelo, siguiótemblando de miedo, con la visión deMorgana horadándole la mente.

¡Morgana!Disfrazada de anciana encorvada,

haciéndose pasar por la abnegada damaBrisein al servicio del rey Pelles, pero

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con los inconfundibles y funestos ojosde Morgana, que después de tantos añosvolvía para atormentarlos.

Con notable esfuerzo, Ginebra seincorporó.

—La anciana del castillo eraMorgana desde el principio —dijo convoz ronca, entre sollozos—. ¿No lareconocisteis? ¡No ha cambiado!

—No la conocía personalmente. —Lanzarote se mesó los cabellos—.Cuando llegué a la corte, ella se habíamarchado hacía ya mucho tiempo.

Ginebra lo miró fijamente. Eracierto. Lanzarote formaba parte de suvida desde hacía tantos años que ni

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siquiera recordaba el momento exactoen que llegó a ella. Pero en efecto nuncahabía visto a Morgana. ¿Cómo iba areconocerla?

—Así que me engañó. —Lanzaroteseguía el hilo de sus propiospensamientos—. Quería las reliquias.Pero ¿por qué?

—Morgana se crió en Cornualles, yallí prevalece el derecho delmatriarcado —explicó Ginebra con vozvacilante—. Fue una de las Hijas de laDiosa. Se decía que algún día ocuparíael lugar de la Señora. —Tomó aire—.Una vez que las reliquias abandonaronsu refugio sagrado, era previsible que

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Morgana intentara apoderarse de ellas.La mente de Lanzarote se

ensombreció.—¿Podría habérselas entregado al

rey Pelles o su hija… para favorecer suproyecto de cristianización?

Ginebra lanzó una feroz carcajada.—Morgana odia a los cristianos. El

rey Uther la internó de niña en unconvento y allí la flagelaron y mataronde hambre durante casi veinte años.Nunca permitiría que las reliquiasacabaran en sus manos.

Los Grandes quieran que así sea,rogó Lanzarote para sus adentros.

Ginebra se puso en pie.

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—Pero podría tratar de utilizarlascontra Arturo para fraguar su venganza.

—¿Por el pecado del padre deArturo?

—¡Y por el del propio Arturo! —exclamó Ginebra—. El rey Uther fue elprimero en irrumpir en la vida deMorgana. Pero Arturo la amó, y eseamor se convirtió en odio. Luego learrebató a Mordred y deseó su muerte.Ordenó que todos los niños perecieranen el mar, y sólo los Dioses saben cómosobrevivió Mordred.

Lanzarote agachó la cabeza.—La reina Morgana ha sufrido

agravios que exceden su capacidad de

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perdón…Ginebra lo interrumpió, y la histeria

se adueñó nuevamente de su voz.—Lanzarote, ¿qué ocurrió realmente

en Corbenic?Él contuvo su genio.—Ya os lo he contado… y no pocas

veces.—¡No os creo! —repuso Ginebra a

voz en cuello—. ¿Recordáis ese extrañoolor en la habitación, y la desapariciónde las sábanas? Alguien estuvo allí convos esa noche.

—¡No Elaine! —Lanzarote intentócogerle las manos—. Fue sólo un sueño.Ya os lo he dicho… una pesadilla.

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Ella se apartó bruscamente.—La anciana os sirvió un bebedizo

esa noche —masculló—. Eso significaque estabais bajo los efectos de algunapoción. Dormisteis hechizado. No oshubierais enterado.

—¿No me habría enterado de quetenía a una mujer en la cama? —replicóLanzarote, tan furioso que le costabaarticular las palabras.

—Lanzarote…—Ya habíais dudado de mí antes,

respecto a la doncella de Astolat —reprochó él con un tono de voz que ellahabía aprendido a temer—. Echasteispestes de mí y me prohibisteis

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acercarme a esta corte. Yo fui sincero, yvos no tuvisteis fe en mí. —Por lapalidez de Ginebra, Lanzarote supo quesus argumentos habían dado en elblanco. Prosiguió con la vozentrecortada—. Y los dos sufrimos. Osruego, mi señora, que no vuelva aocurrir. Nunca he obrado con falsedad.Nunca os he sido infiel, mi señora, amormío. Esta misma noche regresaré aCorbenic para averiguar la verdad.

—Pero debéis estar aquí el día queMordred será armado caballero. Soisuno de sus partidarios, y Arturo dependede vos.

Lanzarote asintió con convicción.

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—Si cabalgo sin descanso, volveréa tiempo.

Ginebra guardó silencio por unmomento para hacer acopio de valor.

—Marchad, pues —consintió convoz firme—, si no queda más remedio.—Le dedicó una de sus sonrisas deotros tiempos—. Y hasta entonces…

—¡Señora! —Lanzarote le besó elcuello y acarició la piel sedosa de lagarganta. Ella se excitó de inmediato yrecorrió su cuerpo con las manos—.¡Oh, señora! —Como siempre,Lanzarote reaccionó a su contacto. Conmano experta, le desató la delantera delvestido y acercó los labios a sus pechos

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a la vez que los liberaba de la seda quelos escondía. Amarla era la granbendición de su vida; el hecho de queella lo amara a él era un misterioinescrutable—. Amor mío…

Todavía me ama, pensó Ginebrallena de júbilo, percibiendo lossentimientos de él en su respiraciónronca y anhelante. Arqueó la espaldapara responder al delicado roce de suboca. Lanzarote se despojó rápidamentede su propia ropa y le desprendió a ellael vestido.

—Ma belle! —susurró desde elfondo de la garganta—. Mon amour!

Ya desnuda, Ginebra se vio asaltada

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por una visión de la joven Elaine, de sucuerpo puro y virginal, sin ninguno delos estragos de los partos o la edad.Luego notó las manos fuertes deLanzarote en torno a la cintura, suspulgares en los hoyuelos de las caderas.Con ternura, Ginebra recorrió con losdedos las viejas heridas que tan bienconocía, la larga e irregular cicatriz delmuslo, los pálidos y arrugadosverdugones de hombros y brazos. Pese aadorar su desnudez desde hacía más dediez años, no había disminuido suapetito por su cuerpo esbelto y flexible,su miembro largo y fuerte.

Ámame, ámame ahora, pensó.

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Gimiendo ya ante lo que se acercaba, loatrajo hacia sí. Y de pronto la invadióun dolor igualmente inevitable, losáridos amaneceres después de despertar,las noches de voraz deseo insatisfecho,la sorda aflicción de los días desoledad. En todos estos años, se dijo,nunca hemos compartido el lecho, nuncahemos sabido qué es yacer juntos ydespertar en paz como los verdaderosamantes. Las lágrimas brotaron de sualma abrumada y se derramaron por surostro. En un gesto de pasión, Lanzarotese las enjugó con sus besos y la penetrócon una fuerza implacable.

En un segundo, la pena de Ginebra

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dio paso a un jadeante alborozo, y seestrechó contra él besándolo y gimiendo.Coronaron juntos la cima de un placermuy cercano al dolor. Luego la crecienteola rompió sobre sus cabezas y losarrastró hasta la orilla.

Saciados, yacieron juntos,fundiéndose en un amor que iba más alládel contacto de sus pieles y llegaba a losmás recónditos rincones de sus almas.Al cabo de un rato se pusieron enmovimiento sin hablar. Lanzarote laayudó a ponerse el vestido, y con cadaroce de sus dedos sentía ella elilimitado amor que los unía. Ginebradeseó proclamar a gritos desde los

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tejados la fe y la sinceridad de sucaballero. ¿Cómo podía haber dudadode él?

Cuando llegaba la hora de lasdespedidas, la separación les resultabacada vez más difícil.

—Lanzarote…—Sin palabras.Él le selló los labios con el dedo y

se marchó en silencio. En el horizontelejano, el lucero vespertino difundía sutenue resplandor a través de laoscuridad. Pronto Ginebra tendría quebajar al gran salón y hablar ycomportarse como si nada ocurriera. Seaproximó a la ventana para encender la

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vela que allí había. Diosa, Grande,ilumina a mi amor, rogó. Protégelo en ellargo y penoso camino que ha derecorrer, y devuélvemelo sano y salvo.

Las recientes palabras de Lanzaroteresonaban aún en sus oídos: «Nunca oshe sido infiel, mi señora, amor mío». Laidea le proporcionó escaso consueloahora que él se había ido. Súbitamenteel destello en la mirada de Elaine laasaltó de nuevo como una obsesión, y elmiedo inundó su alma.

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CAPÍTULO 10

erlín avanzaba por elbosque a lomos de su mula,tamborileando con losdedos y tarareando con unzumbido agudo y monótonocomo el de una abeja. Devez en cuando se mordíalas puntas de los pulgares.Taciturno, contemplaba ir y

venir a las criaturas salvajes.Normalmente habría estado en comunióncon ellas, pero en esos momentos leflaqueaba el ánimo. ¿Cuál era la

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amenaza que oscurecía los días deArturo?

Sobre él, un sol radiante cubría defuego el bosque. Bajo los árboles,relucientes enjambres de efímerasdanzaban frenéticamente aguardando lallegada del verano, época en que seaparearían y morirían. El irregulardibujo proyectado por la luz a través delfollaje fundía y desdibujaba el camino,hasta que Merlín tuvo la impresión deque el mundo se desintegraba bajo suspies. Aquel viaje lo llevaba a territoriosdesconocidos, lugares que nunca anteshabía hollado.

Cerró los ojos. Él estaba ya allí

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cuando el primer Pendragón surgió delas brumas del tiempo. Había cruzadoaquellas neblinosas islas eninnumerables ocasiones siempre alservicio de esa atribulada estirpe. Habíasacrificado sus propios anhelos, suamor, su vida, por la continuidad de losPendragón. Y sus esfuerzos aún nohabían concluido.

Su amor… su vida…Se mesó los rizados cabellos grises

y profirió una maldición. En ese instanteno quería pensar en la mujer espíritu,que sólo acudía a él en la oscuridad desu alma. Y no necesitaba mayoroscuridad que la que ya afrontaba.

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Arturo… el peligro… el niño…Hastiado, concentró de nuevo su

mente en el camino. Semanas decavilaciones no habían arrojado lamenor luz sobre el asunto, sirviendosólo para ennegrecer aún más elcrepúsculo de su corazón.

Arturo.El niño.Un espeso miasma anegó su alma.

Para distraerse, hizo inclinarse losárboles de ambos lados del caminohasta que sus copas se unieron comoamantes y se besaron y acariciaron. Losabedules eran tan tímidos comocándidas vírgenes, y susurraban y

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rehuían el vehemente abrazo de losfresnos. El espino, en cambio, era elárbol de la Diosa, y se volvía hacia elroble con franco e inequívoco placer yofrecía sus flores blancas a su lujuriosopretendiente cuando este, gimiendo hastalas raíces, le tendía las ramas.

De pronto, un recuerdo sacudió lamente de Merlín. Se vio a sí mismocomo un joven druida, loco de amor porla Diosa y ciego de deseo. Anhelaba serposeído por Ella, despedazado y creadode nuevo por completo. Sin embargo,pese a haber ayunado y estudiado yvagado por tierras inhóspitas en buscade su objetivo, nunca se había

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convertido en uno de Sus elegidos adiferencia de otros.

Y después habían llegado loscristianos, y el mundo entero se habíatambaleado, obligando a sus habitantes adesplazarse por distintos caminos. Todoeso había ocurrido muchas vidas antes.Pero aún recordaba el dolor del amorinsatisfecho, los gemidos de su alma.Devolvió a los árboles su verdaderanaturaleza con una sensación depesimismo aún mayor.

Cuando el sendero oculto inició sudescenso hacia el camino principal aCamelot, el bosque empezó a tornarsemenos espeso. Reacio a abandonar la

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fresca sombra, Merlín mantuvo a sumula al abrigo de los árboles. Al pasarjunto a un espino, le rozó la cara unasuave hebra de madreselva.

—Ánimo —musitó una voz—. Estáiscerca de vuestra meta.

Merlín aguzó el oído. Desde muytemprana edad había tenido la facultadde oír el leve susurro de las luciérnagasen la noche y las órdenes de lashacendosas hormigas a su bienadiestrada tropa. En ese instante captóun lejano zumbido y el chacoloteo lentoy rítmico de los cascos de los caballos.Una llama amarilla de triunfo iluminósus ojos.

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—Gracias, vieja Madre —dijo entredientes.

¡Sí!Aún era el Merlín de siempre. Había

oído el mensaje.Fueran quienes fueran aquellos

viajeros, eran las personas que andababuscando. Y dondequiera que sehallaran, estaban en sus manos.

Al cabo de un segundo sintió laspunzadas en los pulgares. Cuidado,Merlín, advirtió su voz interior. Pero yano podía echarse atrás. Temerariamente,se tiró de las articulaciones sinmisericordia, haciendo crujir susnudillos más allá del umbral del dolor, y

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espoleó a la mula.

‡ ‡ ‡

Pero aún habría de pasar otro día másantes de alcanzarlas. Descendiendotodavía por el sendero oculto hacia elcamino principal, vio a lo lejos a unanciano, dos mujeres y un joven,cargados con más equipaje del queseguramente necesitaban y custodiadospor un grupo de hombres bien armados.

El anciano cabalgaba solo al frentede los demás, absorto en suspensamientos y aparentemente ajeno aquienes lo seguían.

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Detrás de él viajaban las dosmujeres en palafrenes de escasa altura.La más joven, a juzgar por su sombríocontinente, era la hija del anciano; la demayor edad era sin duda su doncella.Pero el jinete que cerraba la marcha sediferenciaba totalmente del resto. Alverlo, Merlín notó que le hervía lasangre en las venas.

Tenía el aspecto de alguien quenunca ha sido joven, alguien nacido yacon una vida a las espaldas. Irradiaba laclara e intensa incandescencia de unfuego interior y la mirada de sus grandesojos semejaba provenir de otro mundo.Sin embargo su vieja alma se hallaba

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alojada en el cuerpo de un muchacho,alto y esbelto como un junco, unadolescente en el que no obstante seperfilaba el apuesto hombre que llegaríaa ser. Tenía los ojos claros y muyseparados como un niño y el cabellorubio y lacio, cortado como el de unpaje. Vestía un jubón de malla plateaday una túnica blanca, y el sol de lamañana lo bañaba en oro puro.

Por contraste, la anciana dama decompañía parecía sólo medio viva.Sentada a mujeriegas en un viejojamelgo, la encorvada figura asida alborrén delantero de la silla era pocomás que un saco de huesos y tela.

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Llevaba hundidos los estrechos hombrospor efecto del cansancio y mantenía susojos vacíos fijos en el suelo conexpresión ausente. Merlín la desechócon un somero vistazo. No era más queel esqueleto de lo que en otro tiempohabía sido.

La mujer joven a lomos del palafrénblanco vestía de blanco y gris con laausteridad de una monja. Un velo cubríasu cara pálida, tenía la vista baja, y unmohín de descontento arqueaba suslabios. No parecía advertir lo que paraMerlín resultaba evidente: la reverenteadoración manifiesta en la firme miradadel muchacho. Pero a Merlín bastó

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observar por un momento sus exquisitasfacciones, los rizos claros queescapaban al tocado y el brillo de losojos a medio camino entre el anochecery el alba, para adivinar a quién habíasalido el joven rubio. Sin duda elmuchacho era su hijo.

Y sin embargo…Merlín contuvo el aliento. El

muchacho no era idéntico a su madresino que recordaba a otra persona,alguien en su día tan joven y ardientecomo él ahora, con el mismo aire deserena caballerosidad.

Pero ¿a quién exactamente lerecordaba?

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Merlín siguió adelante, esforzándosepor precisar ese recuerdo, tan frágilcomo un sueño fugaz, y sabiendo que loconseguiría.

Y muy pronto.El cuerpo de Merlín se convulsionó

de la cabeza a los pies y se le erizó elvello. Y de repente se repitieron laspunzadas de dolor en los pulgares. Peroaquel hermoso muchacho no podíaentrañar una amenaza. Impertérrito,Merlín se encaminó hacia el jefe delgrupo.

De cerca, el anciano no parecía enabsoluto un viejo decrépito perdido ensus ensoñaciones, sino un hombre en pie

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de guerra contra sí mismo y contra elmundo entero. Su manera de mover lacabeza a uno y otro lado como un halcóny su penetrante mirada eran propias deuna persona que veía enemigos en todaspartes. ¿Qué puede temer?, se preguntóMerlín irritado. Sin embargo es obvioque algo teme.

—¡Señor! —se anunció.—¿Quién llama? —prorrumpió el

anciano con una peligrosa mirada.Al final de la pequeña columna, el

pálido joven sonrió.—Es Merlín, mi señor, no un

enemigo. —Saludó al viejo hechicerocon una cortés reverencia—. Vuestra

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presencia nos honra, señor.Merlín asintió con la cabeza,

hondamente satisfecho de sabersereconocido.

—¿Vais a Camelot?—Allá vamos —contestó el anciano.

Esbozó una ufana sonrisa—. Soy Pelles,rey de Terre Foraine.

Indistintos recuerdos flotaron en lamente de Merlín. Terre Foraine seencontraba en la costa septentrional, yPelles era un rey cristiano, que teníaentre algodones desde hacía veinte añosa una hija del destino, encarnación deuna profecía.

Merlín mostró los dientes en una

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sonrisa.—Os conozco, señor.El rey Pelles forcejeó con el caballo

para obligarlo a volver la cabeza.—Y éstas son mi hija, la princesa

Elaine, y su doncella, la dama Brisein.Llevo a mi nieto a la corte del reyArturo. —Un intenso rubor asomó a sushundidas mejillas—. Se llama Galahad.Es el mejor caballero del mundo.

Sorprendido, Merlín oyó su propiavoz a través de las brumas del tiempo:«Recordad que debéis dejar un puestoen la Tabla Redonda para el caballeroque ha de venir. Será hijo del másextraordinario caballero del mundo, y

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está destinado a la mayor aventura detodas. Llamad a su asiento el AsientoPeligroso, ya que serán muchos lospeligros que arrostrará y todos lossuperará. A su debido tiempo también élserá el caballero más extraordinario, ycuando él llegue, la Tabla Redondaestará completa».

Esto le había profetizado a Ginebradesde su celda de cristal hacía muchasvidas. Y para quienquiera que hubieseoído sus palabras, éstas eran la verdadabsoluta.

«Y entonces la profecía de Merlín secumplirá».

A Merlín se le puso carne de gallina.

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¿Sería ese muchacho, ese niño, aquel aquien el destino enviaba para completarla Tabla Redonda, para ocupar elAsiento Peligroso tal como él habíasoñado hacía tantas vidas?

Hizo el esfuerzo de hablar.—¿Un caballero superior a

Lanzarote? ¿Superior a Arturo, el rey?—Su mente era un avispero de punzantestemores.

Una ininteligible luz iluminó elrostro de la mujer de menor edad.

—¡Superior a todos ellos! —exclamó—. ¡Mi hijo es puro!

¿Una virgen y un caballero?—¿Sir Galahad ya, joven? —

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preguntó Merlín, dirigiéndose almuchacho—. ¿Puedo saber vuestraedad?

El muchacho inclinó cortésmente lacabeza.

—Soy muy joven para ese honor, enefecto —admitió con humildad—.Dieciséis es la edad más habitual.

—Por Dios, ¿qué decís? —saltóPelles con vehemencia—. Yo mismo loarmé caballero la pasada Pascua. Arturodebe admitirlo en la hermandad de laTabla Redonda. Ocupará su asiento enla fiesta de Pentecostés.

—Que se nos echa ya encima. Elpríncipe Mordred ya debe de estar

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velando las armas. —Merlín miró aGalahad—. Así que la Tabla Redonda,¿eh, muchacho? Perteneceréis a unahermandad muy poderosa. —Algo rozónuevamente la periferia de su memoria.¿A quién le recordaba aquel muchacho?¿A quién? No importaba. Ya seacordaría. Con el rabillo del ojo,advirtió que Pelles hacía una furtivaseña a los hombres de armas—. Vaisbien protegido, señor. —Los ojosamarillos de Merlín lanzaron unacorrosiva mirada—. Pero el rey Arturoha limpiado de bandidos este territorio.¿Qué teméis?

Un resplandor vesánico afloró al

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rostro del anciano.—Los enemigos de Cristo están en

todas partes.Del camino principal llegó el ruido

atronador de unos cascos de caballo. Unjinete cabalgaba hacia el norte a riendasuelta con temeraria rapidez, sinpreocuparse de su integridad física.

Merlín alargó el cuello para atisbarla blanca nube de polvo. El caballerollevaba los colores de Lanzarote, notó, yel cordel rucio que montaba parecíatambién el de Lanzarote.

—En cuanto a ese caballero, podéisestar tranquilo, os lo aseguro. Y yomismo me encargaré de que lleguéis

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sanos y salvos a Camelot.El rey Pelles lo contempló con

expresión triunfal.—¡Nuestro Señor nos envía a Merlín

para que cuide de nosotros! —exclamó,sonriendo como un lunático.

—Quizá —concedió Merlín, ytambién se echó a reír. Sí, losacompañaría hasta Camelot a todos, elviejo rey loco, su desdichada hija y elhermoso joven, e incluso al cascarónvacío de la decrépita dama. Arturo sealegraría de ver cumplida la profecía.

Pero Ginebra…Merlín ahogó la risa hasta que se le

saltaron las lágrimas. La reina Ginebra

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no recibiría con agrado a aquelvariopinto grupo. Ya que Merlínacababa de descubrir a quién lerecordaba el rostro del muchacho.

‡ ‡ ‡

En las copas de los árboles, el espíriturió también. En torno a ella, las tiernashojas se marchitaban con su abrasadoraliento. Y eso no hacía más queaumentar sus carcajadas. ¡Que lospájaros se cayeran de las ramas! ¡Que elsol diera marcha atrás en su trayectoriay volviera hacia la noche! La naturalezaentera debía temer y reverenciar al hada

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Morgana.Con concupiscente satisfacción,

enroscó su cuerpo al tronco máscercano, y la risa brotó de su vientrehasta sus blancos y afilados dientes. Sí,Merlín tenía razón, como tantas veces, yel orgullo de Ginebra sufriría undoloroso revés. ¿Qué más daba si lareina del País del Verano habíapadecido ya la traición de Arturo y lamuerte de Amir? El espíritu dejóescapar un bufido de desdén y,acariciando la corteza áspera del árbol,se retorció de rabia. Ginebra nuncasufriría lo suficiente.

Pero Merlín sólo tenía razón

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respecto a lo que él veía. Y aquellosojos dorados de aguda vista debíanpermanecer a oscuras. Cuando laoscuridad descendía sobre él, no era yaun señor de la luz, sino sólo un hombreabrumado por sus pesares que intentababuscar alivio al dolor. ¡Sí! Pesares ydolor, eso merecía Merlín, pues tambiénél tenía pecados que expiar.

Morgana lanzó un suspiro, alzó elvuelo y volvió a posarse en su rama.Pronto, muy pronto, penetraría de nuevoen el viejo cuerpo de la dama Brisein.Pese a estar ajado y torcido como unárbol moribundo, cumpliría su función.Y Merlín había considerado a la anciana

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Brisein un cascarón vacío, indigno de suatención. ¡Qué necios eran los hombres!Ningún hombre era capaz de entrever supropia forma oculta dentro de Brisein, nisiquiera Merlín, que a menudo habíaretozado con ella.

Sí, Merlín, sí, me has amado hasta lalocura y no has deseado a ninguna otramujer cuando te envolvía la oscuridad.

El lobo guarecido en la cueva lejosde allí percibió el olor de Morgana yrespiró aquel efluvio caliente a voracesbocanadas. Con los ojos encendidos,ella se acarició los pechos blancos yturgentes y los sinuosos costados.Merlín había sido su allegado en muchas

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vidas anteriores. Ya era hora de dar porterminada esa relación. En el pasadoMerlín le había dado placer y enseñadomuchas cosas. Y el pasado era el futurocuando giraba la rueda del tiempo.

Pues su afán de venganza seguíavivo. Uther y Arturo debían pagar.

Y su aullido aún malograba lascosechas y provocaba el partoprematuro a las vacas. Y aún no conocíaa su hijo.

¡Así será!, clamó su alma inquieta yatormentada. Que Merlín conduzca aGalahad hasta Camelot, y losacontecimientos tomarán su propiorumbo. Ni siquiera el viejo hechicero

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podía impedir el avance de esa rueda. Ydespués Mordred, Mordred, será tuturno, dijo entre dientes, otra vez llenade júbilo.

El ruido de cascos en el caminoprincipal llevó su regocijo a cotas aúnmayores. Abajo, un caballero espoleabasu montura, galopando recto como unaflecha hacia el norte. Detrás de él,Pelles y sus acompañantes salíanlentamente de entre los árboles paradirigirse a Camelot. Adiós, Lanzarote.Cabalga hasta Corbenic en vano.

Todo sería en vano.El espíritu emitió un silbido de

satisfacción. Una nube de vapor

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envenenó a las aves que volaban haciaCamelot.

Todos sus esfuerzos serían en vano,porque ella se saldría con la suya.

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CAPÍTULO 11

ún no amanecía pero sinduda la vigilia no podíaprolongarse mucho más.Aterido de frío y amargado,Kay se arrebujó en su capa,deseando hallarse encualquier otro lugar antesque allí. En el patio, frentea la capilla, una tenue

llovizna empapaba todos los rinconesdel atrio donde había buscado refugiojunto con Lucan y Bedivere. La nochehabía sido más propia de noviembre que

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de junio, y los amenazadores restos denubosidad anunciaban un día lluvioso.¿Era tan espantoso el tiempo cuandoArturo y él fueron armados caballeros?

No, pero aquél era otro mundo. Kayalejó resueltamente de su memoria esosinterminables días azules y dorados desu juventud con su alto y huesudocompañero de aventuras, un muchachosiempre amable y nunca pusilánime.Pero eso ocurrió antes de que supieranque Arturo era rey. Y mucho antes deque Arturo tuviera un hijo.

Y un hijo que en esos momentosvelaba las armas para convertirse encaballero. Más aún, camino de suceder a

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Arturo en el trono. Así que era justo queotros caballeros de la Tabla Redonda loacompañaran en su vigilia, ante laiglesia donde él y los demás noviciosguardaban ayuno durante toda la noche.Arturo así lo había querido, como todoel mundo sabía. Era bueno ver queMordred cumplía la voluntad de Arturo.

Era bueno, sí. Kay exhaló un suspirotan profundo que se le estremecieron lasentrañas. ¿Por qué, pues, aborrecíaaquella ceremonia? Debía regocijarsecon Arturo y alegrarse de que tuviera unhijo. Sin embargo suspiró de nuevo.Dioses del cielo, ¿adónde los llevaríatodo aquello?

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De pie junto a la figura pequeña yencogida de Kay y, como este, haciendolo posible por protegerse de la finalluvia, Bedivere oyó el suspiro y lanzó aLucan una elocuente mirada. Lucanbostezó y se irguió para echar un vistazoal cielo. El primer resplandor del albabañaba ya el este. Despreocupadamente,dio una palmada en el hombro a Kay y lefrotó la nuca fría y mojada.

—Pronto terminará —dijoafectuosamente— y entonces veremoscómo lo ha sobrellevado Mordred. Almenos cuenta con el apoyo de susamigos.

Junto a la puerta de la iglesia,

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todavía en la penumbra, los escuderos ypajes de Mordred aguardaban a suseñor. Dispersos por el patio, corrillosde caballeros permanecían atentos a lacapilla. En la creciente claridad, seveían ya los destellos de las espadas ylas cotas de malla plateada.

—¿Quién hay ahí? —preguntó Kay,alargando el cuello para ver.

Bedivere sonrió.—Caballeros que eran ya viejos

cuando Arturo aún era un niño. —Señaló en dirección a dos cabezasblancas, muy juntas y enfrascadas en unaconversación—. Sir Niamh estaba aquícuando llegamos a Camelot.

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—Y también sir Lovell —añadióKay con una seca risotada—. Era elpaladín de la reina, ¿recordáis?, y lollamaban Lovell el Intrépido. —Miróalrededor, yendo a fijarse en otro grupo—. Y allí están Sagramore y Dinant conHelin y Erec… ¿y quién hay detrás?

—Es Tor —dijo Lucan, divisando aun hombre alto y armado hasta losdientes—. El rey le ha ordenado quevuelva de la costa sajona. Últimamentelos noruegos no representan un granpeligro, y Arturo quería que todos loscaballeros estuvieran presentes en laceremonia.

Kay recorrió el patio de parte a

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parte con una mirada inquisitiva.—Allí está Ladinas, de charla con

Griflet y los gemelos terribles.—¿Balin y Balan? —Lucan soltó una

carcajada—. ¿Y están conversando? Porlo general, siempre andan peleándose.

Kay dejó escapar un gruñido.—Bueno, por lo visto la Tabla

Redonda se ha reunido al completo. —Esbozó una acre sonrisa—. Incluso estánlos niños de armas.

Cerca de la puerta de la iglesiahabía media docena de jóvenescaballeros, su cháchara y sus risas cadavez más estridentes a medida que otrosse unían al grupo. Sin cicatrices ni

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arrugas, jugueteando como cachorros,superaban apenas los veinte años yalgunos ni siquiera llegaban. Susinmaculadas túnicas y sus intactasespadas capturaron los primeros rayosdel sol, poniéndose en el patio aún másde manifiesto el cruel contraste entreellos y los caballeros de mayor edad.Kay reparó por vez primera en lasnumerosas cicatrices que surcaban elrostro de Tor y su escaso cabello, asícomo en la panza oronda y caída deSagramore.

—¡Grandes Dioses! —mascullóincrédulo—. ¿Nos hacemos viejos?

—¡Helos ahí! —anunció Lucan, y su

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semblante se tornó de pronto más severo—. Los seguidores de Mordred. —Señaló a un joven esbelto de faccionesangulosas que saludaba ruidosamente aotro joven al verlo acercarse ufanocomo un pavo real—. Y sus cabecillas,Vullian y Ozark. Esperemos que seacapaz de meterlos en cintura.

Bedivere movió la cabeza en ungesto de desolación. Su suave dejo galésno hizo más que conferir mayorcontundencia a sus palabras.

—No sienten la caballería como lasentíamos nosotros.

—Entonces a nosotros noscorresponde enseñarles —declaró Kay

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— si no queremos que Mordred heredeun mundo peor que este cuando noshayamos ido.

—¡Por todos los Dioses, Kay, nodigáis eso! —protestó Lucan, y echandoatrás la cabeza, prorrumpió encarcajadas—. Aún no estamosacabados. Como tampoco lo están ellos—agregó, señalando con la mano—.Señores, ahí tenemos a los orcadianos.

Se aproximaban cuatro corpulentasfiguras, todas en distintas combinacionesde negro y rojo. Pero mientras queGawain y sus dos hermanos menoreslucían túnicas carmesí y escarlata ycalzas oscuras con motas de un rojo

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encendido, el hombre enjuto y curtidoque seguía a Gawain vestía sólo denegro. Únicamente una banda de un rojosangre sobre el pecho rendía tributo alos colores de su clan.

—¡Es Agravaine! —exclamó Kaycon súbito interés—. Bien, demos labienvenida al hijo que vuelve a casa. —Maldiciendo el dolor de la pierna yrenqueando por el resbaladizoempedrado, salió al paso a los hermanosde las Orcadas—. Saludos a todos,buenos señores —dijo con tonosarcástico—. Agravaine, veo que estáisde nuevo entre nosotros. ¡Gran noticia!

En los labios de Agravaine se dibujó

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una parca sonrisa y en su mirada seadvirtió el mismo sarcasmo que en laspalabras de Kay.

—Saludos, Kay —respondió convoz áspera y desapacible—. No habéiscambiado. Aun así, me complace recibirvuestra bienvenida.

—Vestido así, no seréis muybienvenido aquí —replicó Kaymordazmente, indicando la oscuraindumentaria de Agravaine—. Se diríaque vais a asistir al entierro de unamigo.

Agravaine le dedicó otra distantesonrisa.

—En Oriente, los hombres mueren

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por exponerse demasiado tiempo al sol.Llevo estas ropas desde hace diez años,y no pienso abandonarlas por vosotros.

—Al igual que Kay, ciertas cosas nocambian, Agravaine —terció Lucan,acercándose desde detrás con unacomedida sonrisa—. Seguís siendo el desiempre, veo.

Agravaine movió la cabeza en ungesto de asentimiento.

—Soy como soy, y no tengo otramanera de ser. No obstante, sí hecambiado. —Alzó la vista, y por unmomento pareció echar fuego por losojos—. He cumplido mi penitencia,Lucan.

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—Como ha reconocido el propio reypermitiéndoos regresar —puntualizó condiplomacia Bedivere. Dio un paso alfrente y, fijando su cordial mirada enAgravaine, le tendió la mano—. Y nosalegramos de que estéis de nuevo entrenosotros.

Gawain le asestó una enérgicapalmada en la espalda a su sombríohermano.

—Ahí tenéis, Agravaine —dijo conentusiasmo—, volvéis a pertenecer a laTabla Redonda.

Siempre y cuando no matéis a máscaballeros de Arturo, deseó añadir Kaycon resentimiento pero se contuvo,

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conformándose con una última pulla:—Y vuestro regreso no podría haber

sido más oportuno. Es una gran suerteque estéis aquí para agasajar a nuestronuevo caballero justo cuando va a serdesignado heredero del rey. Sin duda elpríncipe Mordred tomará buena nota devuestra lealtad.

Agravaine dirigió la mirada haciadonde señalaba la mano de Kay.Agazapada a la sombra de la torre delhomenaje, la baja iglesia de piedratitilaba bajo el sol naciente. A través dela ventana redonda situada sobre laslabradas puertas de roble se veía lallama eterna, que ardía sobre el altar

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como un ojo de dragón. Mientras laobservaban, perdió intensidad hasta casiapagarse y al instante volvió a brillar.

—La vigilia ha concluido —anuncióGawain con gravedad—. Ahorasabremos cómo lo ha sobrellevadoMordred.

Detrás de él, Gareth exhaló unsuspiro quejumbroso. Lanzó una miradainterrogativa a Gaheris, como diciendo:¿Os acordáis, hermano?

—Sí, lo recuerdo —respondióGaheris con aspereza. Su blanca piel sesonrojó hasta las raíces del cabello—.Diez horas postrado de rodillas, hastaque las losas del suelo parecían

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cuchillos hincándose en mis huesos.¿Cómo iba a olvidarlo?

—Pero superasteis la prueba,hermano —dijo Gawain con semblanteceñudo—. Como todos nosotros. —Ensu desproporcionado rostro aparecióuna expresión de enojo: ¿De qué sequejan estos dos?

—¿De verdad, hermano? —intervinoAgravaine con vivo interés—. Pues yopensaba que la ceremonia para serarmado caballero se decretó después deuniros vos a Arturo cuando accedió altrono. No sabía que también vosvelasteis armas.

Gawain se puso de mil colores. Muy

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propio de Agravaine, pensó conindignación. Se aclaró la garganta.

—Es cierto —admitió con dificultad— que cuando yo entré en la orden de lacaballería, sólo se juraba ante nuestrosseñores. Les ofrecíamos nuestra lealtady nuestras espadas, y ellos secomprometían a tomarnos bajo susauspicios. Pero cuando Arturo llegó,eran tantos los caballerosdesgobernados y malos señores sueltosen el reino que decidió que la caballeríaquedara sujeta al control de la Iglesia.

Lucan se echó a reír y dirigió lamirada hacia Gaheris y Gareth.

—Así que los cristianos instauraron

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una vigilia para todos los aspirantes acaballero, a fin de que expiaran suspecados. Había que vestirse de blanco yhacer penitencia toda la noche si sedeseaba ser caballero de Cristo al díasiguiente. En tanto que nosotros,pecadores impenitentes, cuando nosconvertimos en caballeros —explicó,abarcando con una sonrisa a Kay,Gawain y Bedivere—, no teníamos másque la torques de oro de la caballería entorno al cuello, y la solemne promesa deArturo como nuestro señor. —Seprodujo un embarazoso silencio. Laamplia sonrisa de Lucan se desvaneciótan deprisa como la nieve de verano—.

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Y me pregunto quién moriría antes porél, vosotros o nosotros.

—Vamos, Lucan —protestó Gawain,nervioso—, no hay necesidad de hablarde muerte. Estamos aquí para honrar alpríncipe Mordred.

—Y ahí viene —anunció la suavevoz de Bedivere.

Las puertas de la iglesia se abrieroncon un chirrido de hierro. Dos monjestonsurados aparecieron tras ellas,forcejeando con la vieja madera deroble para hacer girar sobre los gozneslas enormes hojas. A continuación,empezaron a salir los demás monjes enun interminable desfile de hábitos

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negros, todos con cirios encendidos,uniendo sus voces para entonar elprimer oficio del día:

—Beatus vir, qui non abiit…Bienaventurado sea el hombre que

no se deja aconsejar por los impíos,tradujo Kay para sí mientras los monjescantaban. ¿Alude eso a Mordred? ¿Seráun hombre bienaventurado, libre de todomal? Por favor, Dios, que así sea.

Un violento tirón en la mangaprecedió a la voz de Lucan junto a suoído.

—¡Helo ahí!A la compacta falange de monjes

cantores siguió otra columna formada

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por aquellos que cantaban elcontrapunto, vestidos igualmente denegro. Entre ellos, como una criaturaatrapada en ámbar, apareció Mordred.En sus ojos se advertía una mirada tanlúgubre como la de un hombre venidodel infierno. La pálida luz de la mañanailuminó su rostro atormentado, susmiembros entumecidos y susmovimientos envarados como los de unmuerto salido de la tumba. Pero semantenía en pie. Había sufrido y habíaresistido. Había superado la prueba.

Un clamor de reconocimiento surgióde los presentes. Con un asomo desonrisa, Mordred alzó una blanca mano

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en respuesta antes de que sus escuderosy ayudantes se abalanzaran sobre él parallevárselo de allí.

—¡Listo! —exclamó Gawain,mirando hacia el sol con los ojosentornados—. Ahora podrá disfrutar dela recompensa. Ahora disponen de unahora aproximadamente paraadministrarle el baño caliente y losrefrigerios tonificantes, y adecentarlo.Luego nos reuniremos todos en el gransalón.

—Habiéndonos adecentado antestambién nosotros para honrar al rey —comentó Kay con acritud, observando laoscura vestimenta de Agravaine. Pero

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mientras hablaba, no dejaba deestremecerse a causa del frío y lahumedad. Las brumas de la noche lehabían calado hasta los huesos.

—Permitid que os ayude, Kay —dijo Agravaine solícitamente. Se acercóa él y lo cogió del brazo con una amablesonrisa—. Estas guardias nocturnas sondemasiado para vos. Si no andáis concuidado, os costarán la vida.

‡ ‡ ‡

—¡Mi señora! No os esperábamos. SuMajestad no ha terminado aún susdevociones matutinas.

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—No importa. —Ginebra entró enlos aposentos del rey con una sonrisatranquilizadora—. Aguardaré.

A través de una puerta abierta vio aArturo de rodillas, con la cabezainclinada y las manos entrelazadas enoración. Sobre él, como si estuviera apunto de desprenderse de la cruz de unmomento a otro, pendía un Cristo conlos ojos en blanco y contorsionada pose,y a juzgar por el contraído rostro deArturo, era obvio que estaba pugnandocon su alma.

Ginebra lo observó allí de rodillas ysintió un profundo pesar. Oh, Arturo, sedijo, ¿por qué os postráis ante este

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profeta fracasado, este rey diosimportado de Oriente? Vos mismonacisteis ya rey entre los hombres, ysiempre habéis sido un dios para mí.Cuando os conocí, fue como salir delagua para sumergirme en vino tinto.Hicisteis de mí una mujer, y yo os hiceun hombre.

Y juntos trajimos la paz a estastierras, y entre los dos engendramos alhijo más hermoso del mundo.

La luz procedente de la ventanailuminaba el cabello canoso de Arturo.Ginebra recordó los tiempos en que surubia cabeza brillaba más que el sol ydeseó acariciar su atribulada cara y

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atusar sus enmarañados rizos. Sintió queel corazón se le encogía a causa de un yaantiguo y conocido dolor. Oh, Arturo,Arturo…

Seguía siendo su marido. Y alpensar en ello la asaltó otra antiguaaflicción.

Oh, Lanzarote…Infinitas motas de polvo danzaban en

los rayos de sol que atravesaban lacámara. En el oblicuo haz de orolíquido, vio alejarse al galope una figurarumbo al sol poniente. De pronto aquelraudo y precipitado viaje a Corbenic sele antojaba un dislate, siendo taninminente la ceremonia en que Mordred

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se convertiría en caballero. Lanzarote noregresaría a tiempo.

Y si Morgana estaba en Corbenic,como ambos temían, quizá Lanzarote yanunca volviera. Ginebra cerró los ojos.Que la Diosa te acompañe, amor mío, yvele por tu rápido regreso a casa.

—¿Ginebra? —De pie ante ella,Arturo la miraba con expresión desorpresa—. ¿Qué os trae a misaposentos?

—Ah… —Ella procuró serenarse—.He venido a saludaros, Arturo. Antes delos actos formales siempre sois vosquien viene a visitarme y darme apoyo.Pero hoy es un día especial, y merecéis

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que os honre.—Os lo agradezco, Ginebra. Sois

muy considerada conmigo.Arturo le cogió la mano y la guió a

la gran cámara, rehusando losofrecimientos de vino y dulces que lehacían los criados para interrumpir elayuno e indicándoles que se retiraran.

—Así estaremos a solas —dijo contono jovial, apretándole la manoafectuosamente por un momento.

Sin embargo, advirtió Ginebra, teníael semblante muy pálido y la forzadasonrisa que se dibujó en sus labios nollegó a reflejarse en la mirada. Además,se movía con dificultad, y al reparar en

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ello, la asaltó el pensamiento quesiempre intentaba alejar de su mente:¿Cuánto tiempo hace que no me llama asu lecho? Demasiado para él, aunque nopara mí, concluyó Ginebra con un asomode temor. Su antigua herida se harecrudecido. Eso debe de ser.

Dioses del cielo, ¿cuánto hacía queArturo recibió aquella herida entre laspiernas que de vez en cuando amenazabasu virilidad? Lo habían tratado losmejores médicos druidas, consiguiendode hecho sanarlo. Pero en épocas detensión el mal volvía para atormentarlo.

Ginebra alzó la mano y le tocó laprofunda arruga formada entre sus cejas.

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—Estáis preocupado —dijo.Arturo desvió la vista.—Hoy, Ginebra, cuando Mordred

sea armado caballero… ¿Recordáis, miseñora? Lo decidimos de comúnacuerdo.

—Sí. —Ginebra respiró hondo parahacer acopio de valor—. Arturo, ya séque cuando lo traigáis a la TablaRedonda, le asignaréis…

No, pensó Ginebra, me niego a decirel «puesto de Amir». Mi querido hijo yano está entre nosotros.

—El Asiento Peligroso —añadióArturo con brusca premura—. Sí, yademás hoy lo nombraré sucesor mío.

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Ginebra levantó la mano.—Arturo, ambos sabemos desde

hace años que esto ocurriría. A decirverdad, lo sabemos desde que Mordredllegó, y a estas alturas es lo que todos enCamelot prevén. Y él os adora. Deseacomportarse como un buen hijo. Ydemostró su lealtad cuando recuperóvuestra vaina, la vaina de vuestraespada, y os la devolvió intacta,¿recordáis?

—¿Mi vaina? —Arturo rióabochornado—. La vaina de vuestramadre, querréis decir.

—Ha sido vuestra desde el instanteen que ella os la obsequió el día de

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nuestra boda. Yo deseaba que latuvierais para que os protegiera como lahabía protegido a ella.

Reacia a continuar, Ginebra guardósilencio. Los recuerdos y reproches seamontonaban en su mente. Sabéis, pensó,que desde tiempos remotos esa vainaposeía la facultad de proteger de lapérdida de sangre a quien la llevara. Ytambién Morgana lo sabía. Por eso os larobó, para herirnos a ambos. Y Mordredla recuperó y os la trajo a fin deasegurarse vuestro amor. Todo esoocurrió porque amasteis a vuestrahermanastra Morgana estando casadoconmigo. Y si algo bueno se desprendió

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de ello, si os dio un hijo y ahoraMordred os ama, es más de lo quemerecéis.

¡Ya basta!, la reprendió su propiocorazón. En voz alta, dijo:

—¿Qué os preocupa?—¿Preocuparme? No, nada —

respondió Arturo, y se echó a reír.Sin embargo eludió la mirada de

Ginebra, y ésta vio en ese detalle laplena confirmación de sus sospechas.Teme que Mordred no sea digno delnombre Pendragón, pensó. Se da cuentade que nadie conoce cómo es Mordred.Y debe de preguntarse si Mordred seconoce a sí mismo.

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Oh, Arturo. Oh, amor mío.—En todas partes se comenta que el

hijo de Arturo será un rey generoso ynoble —dijo con sutileza. Fijando lamirada en su esposo, añadió—:¿Empezáis vos a albergar alguna duda,quizá? —Mientras hablaba, laincertidumbre la invadió también a ella.¿Acaso era sólo su envidia lo que laimpulsaba a intuir un engaño en el fondode la cándida mirada de Mordred, apresentir que su aguda inteligenciaescondía algo? Tomó aire—. Arturo,¿habéis pensado… o temido…?

—No, Ginebra —atajó Arturo conaspereza—. Y no vacilaré ahora. El día

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ha llegado, la fiesta está preparada, yhan llegado invitados hasta de Roma.¿Sabéis que el Papa ha enviado a supropio legado junto con el padre abadpara honrarnos? —Miró a Ginebra conexpresión severa—. Pero por encima detodo eso se encuentra el hecho de queMordred está destinado al éxito. Es unPendragón. Lleva la señal.

—Así es, en efecto.Ginebra cerró los ojos. Sí, pensó,

lleva el tatuaje de los Pendragón, quevos y Merlín tenéis en torno a lamuñeca, y que Mordred ha ocultadoentre su cabello negro azulado. Un parde dragones de ese mismo tono de

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negro, enzarzados en un combate amuerte, ambos atacando y engulléndosemutuamente las colas, ambosdesgarrando y devorando la carne delotro.

¡Basta ya, basta!, repitió su vozinterior. Mordred acababa de nacercuando Morgana grabó en su piel lamarca de Pendragón. No debe culparse aun niño de los actos de su madre.

Arturo seguía hablando.—Es designio de Dios —lo oyó

decir Ginebra—. Mordred es el únicodescendiente vivo de nuestra estirpe, ymi único heredero.

Sólo porque nuestro hijo Amir

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murió, se dijo Ginebra.—Es cierto —afirmó, reuniendo

fuerzas de algún modo para articularpalabra—. Mordred es vuestro herederonatural. No tenéis otro hijo que puedasucederos.

Su mente vagaba por un desierto dedolor. Ni una hija que me suceda a mí,siguiendo la tradición de las reinas. Ami madre la llamaban el Cuervo de laBatalla y la Señora de la Luz. Pero yosoy estéril, y su línea acaba en mí. Así ytodo, aún soy la hija de Maire Macha, ysu espíritu perdurará mientras yo viva.

Un tono distinto y extraño alteró lavoz de Arturo.

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—Además, los romanos eranpartidarios del reinado de los hombres.Construyeron un poderoso imperio sobrelas espaldas de los hombres.

—¿Los romanos construyeron unimperio? —Sobresaltada, Ginebraabandonó sus lucubraciones—. ¿Es esevuestro sueño?

La crispada risa de Arturo demostróa Ginebra que había puesto el dedo en layaga.

—¿Tan absurdo os parece?—¿Un imperio? ¿Para vos o para

Mordred?Arturo frunció el entrecejo.—Los romanos extendieron sus

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dominios desde Italia hasta estas islasbrumosas, conquistando todo elterritorio que mediaba entre uno y otropunto —dijo, procurando controlar suirritación—. Sin duda un gran caudillobritano podría emular su ejemplo yrepetir la maniobra en sentido opuestoaprovechando las vías que ellos dejaronal partir.

—Arturo, pensad…—¡No, Ginebra! —Un peculiar

brillo apareció en los ojos de Arturo—.Las calzadas romanas siguen ahí paraque otros las recorran. Podríamoslevantar un imperio de aquí a Roma,sobre todo con amigos como Lanzarote y

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sus primos en Pequeña Bretaña, aliadosnuestros desde los tiempos de mi padre.

Ginebra se golpeó la cabeza con lospuños.

—¡Arturo! —exclamó, alarmada—.¿Qué locura es esa? Cuando subisteis altrono, en estas tierras todos guerreabanpor su propio interés, y las viudas yhuérfanos sufrían y morían de hambre envano. Nosotros pusimos fin a todo eso, yahora nuestro pueblo vive sin miedo.Pero vos, o Mordred —se obligó aañadir—, debéis estar aquí, en vuestroreino para mantener la paz. La ausenciadel soberano entrañaría aún un graveriesgo.

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Arturo se agitó molesto y finalmentele volvió la espalda.

—Creo que os equivocáis, Ginebra.Ella lanzó una estridente carcajada.—Arturo, de sobra conocéis la

afición de los celtas por luchar entre sí.—Su mirada se ensombreció, y ellamisma notó que su voz adquiría laaspereza de un graznido de cuervo—.Abandonad estas costas, y os auguro quetodos vuestros súbditos y tierras severán sumidos en un baño de sangre.

—¡Ya es suficiente! —Aunquemantuvo la voz serena, Arturo no pudoevitar que la cólera se trasluciera en surostro—. No toleraré que habléis así.

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Estáis deseándole mala suerte aMordred sin darle tiempo siquiera aintentar realizar sus esperanzas.

Las esperanzas de Mordred, pensóGinebra. ¿Quién sabe cuáles serán?

—Arturo, en cuanto a Mordred, nodeberíamos olvidar que es hijo deMorgana.

—No quiero oír hablar más delasunto. —Arturo se acercó a Ginebra yclavó en ella una fría mirada—.Independientemente de quién sea sumadre, es hijo mío. —Exhaló unentrecortado suspiro—. Y he tomadouna decisión.

Ginebra sintió un hondo desánimo.

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—Obrad con cautela, Arturo, os loruego.

El le cogió las manos.—Siempre veis el lado oscuro,

Ginebra. —Intentó esbozar una sonrisa—. Creedme, amor mío, no hay nada quetemer. —Apretó los labios y echó atrásla cabeza—. Hoy anunciaré elnombramiento de Mordred como miheredero. Y Mordred nos sorprenderá atodos, os lo aseguro.

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CAPÍTULO 12

n el gran salón, todas lasvigas se habían adornadocon guirnaldas de plantas yhojas. El fresco aroma delbosque impregnaba el aire,y las tiernas ramasgoteaban aún la savia delverano. Entre los robustosmaderos del techo colgaban

los pendones de los caballeros,formando una cortina de colores rojo,azul, plateado, blanco y negro. En lomás alto, el estandarte de Pendragón se

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imponía al resto, con el dragón rojogruñendo e irguiéndose sobre las patastraseras.

En el centro de la espaciosa y frescaestancia enlosada, la Tabla Redonda sehallaba ya a punto para la reunión de loscaballeros. Su amplia superficiecircular, resplandeciente como la luna,se sostenía firmemente sobre numerososcaballetes. Alrededor estaban lasenormes sillas de respaldo alto, cadauna con su dosel de madera, y el nombredel ocupante escrito en este con letrasdoradas.

Bajo la bóveda de ramas reciéncortadas, los caballeros se congregaban

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ya junto a la mesa, charlando en vozbaja mientras aguardaban el inicio de laceremonia. Recorriendo los nombres delos doseles con la mirada, Lucanexperimentó una súbita sensación depérdida. Sir Mador y sir Patrice,hermanos y excelentes hombres, yadesaparecidos. Lucan apretó los dientesy contuvo un suspiro. Demasiados de loscaballeros cuyos nombres estabangrabados en oro nunca volverían. Perola vida de un caballero era corta.Inconscientemente, elevó al cielo laplegaria del soldado: Dioses,permitidme morir de pie. Y permitidmever mi propia muerte.

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—¿Os acechan aciagospensamientos, hermano?

Pese a conocer de sobra la vozcadenciosa y suave de Bedivere, Lucanse sobresaltó.

—¡No digáis necedades! —gruñó ala defensiva—. ¿Por qué iba a estarpreocupado?

—Por nada —repuso Kay, que seacercaba renqueando desde atrás,reprimiéndose de añadir: Nada, salvonuestro reino, nuestro rey y nuestra casareal. Aquel día alteraría el futuro detodos ellos. Echando una ojeada a losdoseles, leyó entre dientes—: SirNiamh, sir Lovell, sir Dinant, sir Tor. —

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Todos estaban allí, todos los nombresque conocía desde hacía veinte años.Pero ¿cómo? El nombre de Mordred noaparecía en ningún dosel. Kay respiróhondo. Solo había un lugar, pues, dondeel nuevo caballero podía sentarse.

Pero ¿pretendía realmente Arturosometer a su hijo a la prueba de ocuparaquel asiento? Mirando de reojo a Lucany Bedivere, adivinó que los otroscompañeros del rey estaban pensando lomismo. Los tres pares de ojos sevolvieron hacia la única silla sinnombre, el Asiento del Peligro, con suadvertencia inscrita arriba en vivo colordorado:

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He aquí el AsientoPeligroso, para el caballeroque habrá de venir. Será el másextraordinario caballero delmundo, y cuando llegue, secumplirá la profecía de Merlín.

¿Sería acaso Mordred, esecaballero?, se preguntó Kay,debatiéndose entre el temor y laesperanza. Recordaba aún la visión deMerlín a la que debía su nombre esasilla, y la honda convicción compartidapor Arturo y Ginebra de que debía dereferirse a Amir. Por el bien de Arturo,Kay imploró a los Antiguos que en esta

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ocasión sí fuera Mordred el caballeropredestinado.

—¿Cómo? —masculló Lucan—. ¿Hade ser Mordred el caballero sin par?

—Sí, y mucho más que eso —dijoBedivere, dirigiendo una elocuentemirada hacia el estrado, donde se habíacolocado una tercera silla junto a las delrey y la reina. Era de menor tamaño quelos dos enormes tronos idénticos debronce desde los que habían reinado lassoberanas del País del Verano y susconsortes desde el origen de lostiempos; pero en cuanto el rey hicierasentar en ella a Mordred, habría unnuevo poder en el reino. El príncipe

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participaría de las labores de gobiernocon el rey y la reina.

—¡Vaya! —exclamó Lucan al verla—. Así que era verdad.

—Más que verdad —agregó Kaycon rabia y desasosiego, aunqueignoraba cuáles eran las causas de esossentimientos—. Y eso no es todo.

Señaló en dirección a la puerta,junto a la que esperaban de pie los otroscaballeros. Sagramore y sus seguidoresbromeaban con los veteranos sir Niamhy Lovell el Intrépido; Dinant interrogabaa Tor sobre sus aventuras contra lossajones; Griflet discutía con Ladinas,Helin, Balin y Balan. Cada uno de ellos

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era el centro de un animado grupo, perode pronto todos quedaron en silencio ydesviaron su atención hacia el único queno mostraba el menor interés en ellos.Nadie habría sabido explicar cómoocurrió, ya que entró discretamente consus hermanos, pero todos tuvieronconciencia de que Agravaine estaba enel gran salón tan pronto como llegó.

Horas antes, en el crepúsculomatutino, Sagramore no había advertidola presencia del polémico recién llegadoy no quería perdérselo por segunda vez.Enrojecido ya por la agitación que elacontecimiento suscitaba, el orondocaballero se abalanzó sobre el cuarto

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hermano cuando entraba silenciosamenteen el salón.

—¡Agravaine! —exclamóefusivamente—. ¡Así que habéis vuelto!He oído decir que pensáis llevar alpríncipe a la palestra para enseñarlealgunos de los trucos sucios queaprendisteis en Oriente.

El ancho rostro de Gawain secontrajo como un puño a punto deasestar un golpe.

—Cuidado con lo que decís,Sagramore —saltó con actitud hostil.

Agravaine, por el contrario,conservaba la calma.

—El príncipe Mordred no tiene nada

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que aprender de mí. Es tan hábil en lalucha como el que más.

—Es digno hijo de su padre —afirmó Sagramore, complacido. Señalóel nuevo trono instalado junto a los otrosdos—. Y para nosotros será un orgulloservirle cuando sea rey.

¿Qué había dicho Sagramore?¿Cuando Mordred sea rey…?Eso significaría que Arturo no lo

sería ya.Un temor tan negro como el aliento

de un murciélago flotó en el aire y unainefable sensación se apoderó de todoslos caballeros. Nadie despegó loslabios.

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Agravaine los observó en silencio.Cuando Arturo ya no estuviera, ¿seríaMordred el rey supremo? Una expresióndemasiado fugaz para poderinterpretarse asomó a su rostro ydesapareció. Mirando a Sagramore,asintió con la cabeza.

—No os equivocáis, señor. Elpríncipe Mordred es digno hijo de supadre.

‡ ‡ ‡

¿Mordred, rey supremo?¿El hijo del hada Morgana en el

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trono de su padre?¡Sí!Entre las vigas del salón, el espíritu

lanzó una de sus desapaciblescarcajadas, sabiendo que los oídos debarro de los mortales no podían oírla.Aquél había sido su deseo desde elprincipio. No podían oponerse a ella ysus planes, a punto ya de realizarse.

Ahora, maulló como un gato.¿A quién le convenía elegir?Con una mirada ávida, examinó los

cuerpos reunidos abajo mientras loscaballeros se aproximaban a la TablaRedonda en grupos de dos o tres. Estabael viejo sir Niamh, con una alegre

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sonrisa en los labios, pero ya tanenvejecido y demacrado que nadiecaería en la cuenta aunque todo unejército de espíritus usurpara su ancianocuerpo. O su compañero de armas, elviejo sir Lovell, otro cascarón viviente.O Dinant, un hombre tan inclinado a lalascivia y el engaño que ni siquieraecharía de menos su alma.

¿En quién le convenía entrar paraver a su hijo armado caballero?

‡ ‡ ‡

Una alegre y bulliciosa multitud llenabael gran salón, pero todos guardaron

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silencio en cuanto sonaron lastrompetas.

—¡El rey y la reina! —anunció elchambelán.

Tras el aviso, las trompetasvolvieron a sonar. Sonriendo einclinando la cabeza a uno y otro ladopara saludar, Ginebra entró en el salóncon Arturo. Como siempre, los monjesde Arturo empeñaban el esplendor de lareunión con sus hábitos negros, ydestacaba en primera fila el antiguoantagonista de Ginebra, el abad deLondres, acompañado de un hombre debaja estatura y piel curtida por el sol,ataviado con suntuosas vestiduras, que

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debía de ser el legado pontificio llegadode Roma que Arturo había mencionado.Más allá, a través del pasillo que seabrió entre la muchedumbre, Ginebravio la Tabla Redonda. Sobre el AsientoPeligroso, las letras doradasresplandecían y palpitaban: «… para elcaballero que habrá de venir. Será elmás extraordinario caballero delmundo…».

Arturo, pensó ella.Mientras subían al estrado, Ginebra

lo miró y le estrechó la mano. Enrespuesta, él la recompensó a su vez conun afectuoso apretón. Arturo lucía unjubón blanco con el dragón rojo bordado

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en el pecho, una capa roja, elegantescalzas y botas negras, y la torquesalrededor del cuello. Su ancho cinturóny sus brazaletes tenían incrustaciones deoro, y Excalibur pendía a su costado enla preciosa vaina de oro. Ginebrasonrió. Sí, la vaina de las reinas delPaís del Verano estaba en el lugar que lecorrespondía. Sobre todo lo demás,resplandecía la antigua corona del reyUther, adornada con la bestia dePendragón, un dragón de vistosasesmeraldas con rubíes por ojos.

Arturo miraba por encima de lascabezas de la gente con un aire de tensaexaltación que Ginebra nunca antes

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había visto en él. Se lo notaba pálido ylúgubre pero al mismo tiempo radiante ytrascendente. Para Ginebra, no parecíaya el hombre con quien se había casado,el esposo a quien había amado, sino unser atemporal; no un simple mortal, sinoalguien que caminaba al lado de losDioses. En cierto modo, aquel día seríatambién un rito de iniciación para elpropio Arturo.

Volvió a oírse un metálico toque detrompetas.

—¡El príncipe! —entonaron losheraldos—. ¡Saludad al príncipe!

Al fondo del salón apareció unafigura de blanco, enmarcada por las

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grandes puertas de bronce dorado. Conun caballero a cada lado, inició el largoy lento paseo hasta el estrado real. Unode sus acompañantes era Gawain,inconfundible por su gran estatura ycorpulencia. El otro, aunque tambiénmuy alto, era mucho más ágil y esbelto.¡Lanzarote! Había cumplido su promesa:había regresado a tiempo.

Notando que sus ojos se anegaban enlágrimas, Ginebra se obligó acontenerlas. Lanzarote cruzó una brevemirada con Ginebra, y ella adivinó porla sombría expresión de sus ojos que suveloz viaje a Corbenic había sido envano. Lo observó el tiempo suficiente

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para advertir que estaba agotado tras laterrible cabalgada. Pero no debíamirarlo. Ése era el día de Arturo.

Y también de Mordred. Caminandoenvarado después de la dura prueba dela vigilia, Mordred avanzaba hacia ellospor el pasillo central. Lo seguían elmaestro de novicios y varios pajes yescuderos, que acarreaban los avíospropios de un caballero: espada, armas,arnés y espuelas. En la pechera de lanívea túnica de Mordred, el dragónresplandecía como la sangre. Tenía elrostro tan blanco como sus ropas, perotorcía los labios en una extraña sonrisatriunfal. En sus ojos ardía el fuego del

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Otro Mundo, revelando claramente suspensamientos: Ya nada puedeimpedirme acceder al trono.

—Venid, príncipe Mordred —indicóel chambelán—. Acercaos y hacedvuestro juramento.

Juntos, Mordred y el maestro denovicios ascendieron por los peldañosdel estrado. Mordred tenía un intensobrillo en la mirada y el semblantetransfigurado por sus grandes ilusiones.Me equivocaba, pensó Ginebra en unimpulso de su afectuoso corazón.Mordred parece agradecido, humilde,incluso asustado. Será leal a Arturo.Será sincero.

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El atávico ritual de la caballería diocomienzo. Mordred se hincó de rodillasy cruzó los brazos ante el pecho.Susurrando palabras de amor, Arturo seinclinó para bendecir la cabezaagachada ante él.

—Hijo mío —musitó con voz tandébil que sólo Ginebra y Mordred looyeron.

Hijo mío, repitió Mordred para sí.Mordred tenía el corazón henchido

de júbilo, consciente de que aquél era elmomento culminante de su vida. Arturolo había reconocido ante la corte. «Hijomío», había dicho. Mordred dejógozosamente que esas palabras

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resonaran en sus oídos.Y luego las oyó de nuevo, pero esta

vez en el interior de su mente: Hijo mío.La voz era apenas un soplo, peroMordred tuvo la sensación de que laconocía desde hacía mucho tiempo.Volvían a él desde los días de su mástierna infancia, y una alegría que jamáshabía experimentado fluyó por susvenas. Tomó la mano que Arturo letendía y besó sus nudillos surcados decicatrices.

—Mi señor —dijo con voz ronca—,aceptad mis servicios. A partir de esteinstante, mi vida os pertenece.

Arturo casi no podía hablar.

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—Mío sois —susurró—. Nadaexcepto la muerte anulará este vínculo.

En el sepulcral silencio resonó eleco de un suspiro procedente de Avalóny propagado por el plano astral. Porencima de este sonido, se elevó eletéreo canto de Excalibur en su vaina alcinto de Arturo. Éste desenfundó la granespada, y el metal destelló en el aire.

La hoja de Excalibur tocóligeramente el hombro izquierdo deMordred, y luego el derecho. Cuando lahoja descendió sobre él por tercera vez,alzó el rostro y miró a su padre conlágrimas en los ojos.

—¡Levantaos, sir Mordred! —indicó

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el chambelán, y toda la corte vio quetambién Arturo lloraba.

Mordred se puso en pie y se echó alos brazos de Arturo. Los dos hombresse estrecharon en un fuerte abrazo y seabandonaron al llanto sin pudor.Finalmente, Arturo se separó de su hijoy sonrió a Ginebra.

—Señor, la reina os armará.—Sir Mordred…Ginebra dio un paso al frente y cogió

la espada y el escudo de manos delmaestro de novicios. Mordred se volvióhacia ella, ensimismado y con indiciosde fatiga en la mirada.

—Todo irá bien, sir Mordred —

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musitó ella para darle aliento.—Gracias al amor del rey.Ginebra se sintió profundamente

conmovida al ver que a Mordred,mientras hablaba, volvían a escapárselelas lágrimas. Le hizo una seña para quese acercara.

—Señor, con vuestro permiso.—Majestad.Mordred inclinó la cabeza.Ginebra alzó los brazos para pasar

la correa dorada del arnés por encimadel hombro de Mordred y le ciñó elpesado cinto. A su derecha, un escuderosostenía un almohadón con borlas sobreel que había dos dagas con la

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empuñadura en forma de dragón conojos de esmeraldas. Otro se arrodilló alos pies de Mordred con unas espuelasde oro.

Ginebra enfundó las dagas en lasvainas doradas prendidas del cinturón eindicó al escudero que le calzara lasespuelas.

—Sir Mordred de Pendragón,bienvenido seáis a la hermandad de loscaballeros de la Tabla Redonda.

—¡Bienvenido! —saludaron todoslos caballeros a una desde la TablaRedonda.

Arturo cogió a Mordred de la manoy lo hizo volverse de cara a la

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concurrencia.—¡Os entrego a sir Mordred, mi

buen hijo! —anunció—. La estirpe dePendragón ha cristalizado en él. Hallegado la hora de que se cumpla nuestrodestino.

Un murmullo de agitación recorrió elsalón. Sosteniendo en alto la mano deMordred, Arturo bajó con él del estrado,seguido de Gawain y Lanzarote. Pasaronjunto a las sillas de los otros caballerosy se detuvieron ante el AsientoPeligroso. Arturo leyó en voz alta ysonora las frases grabadas en el dosel.

—«He aquí el Asiento Peligroso,para el caballero que habrá de venir…».

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¿Está Mordred destinado a ocupar elasiento de Amir? ¿Será realmente elcaballero más extraordinario delmundo?, se preguntó Ginebra,conteniendo la respiración y recordandosus sueños malogrados. De pronto lainvadió una impetuosa sensación deamor por Arturo. Diosa, Madre, te ruegoque así sea por el bien de Arturo.

—Tomad asiento, pues, sir Mordred—dijo Arturo con voz tensa y vibrante.

Un vivo nerviosismo se adueñó detodos los caballeros. Ginebra viomoverse los labios de Kay en una mudainvocación, y sir Niamh miraba conextrema concentración a Mordred,

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inclinándose hacia él. Mientras Ginebralo observaba, una llamarada enrojeciólas mejillas del anciano. ¿Acaso estabaenfermo?

Flanqueado por Gawain y Lanzarote,Mordred se dirigió hacia la silla. Arturocogió la silla por el respaldo paraapartarla, y ahogó una exclamación. Lasilla no se movió. Lo intentó de nuevo,ayudándose del peso del cuerpo. Unaexpresión de angustia se abrió pasohasta su franco semblante.

—Mi señor.Al instante, Lanzarote estaba junto a

Arturo. Pero la silla permanecióinamovible en su sitio. A continuación,

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también Gawain acudió en ayuda deArturo y Lanzarote. Al final, forcejeandoy gruñendo como un ser vivo, lapoderosa silla cedió a la fuerza de losdos caballeros.

Arturo distendió el ceño.Alborozado, indicó a Mordred quetomara asiento. Mordred avanzó como siestuviera en trance, su frente, como la deArturo, cubierta de una fina película desudor. Tras una reverencia a los otroscaballeros, se agarró al borde de lamesa con ambas manos y se sentólentamente.

Entre los presentes se oyó un generalsuspiro de alivio, seguido de gritos de

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satisfacción.—¡Sir Mordred, sir Mordred! —

entonaron con súbita alegría.Gawain y Lanzarote, entre las

sonrisas de sus compañeros, fuerondiscretamente a ocupar sus lugares. Loscaballeros compartieron en silencio unbreve momento de relajación y luego sevolvieron todos a una para honrar alnuevo caballero.

—¡Sir Mordred, sir Mordred! —aclamaban desde todos los rincones delsalón.

Arturo, ya más sereno, levantó losbrazos y los bendijo a todos.

—Ahora demos gracias a Dios por

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habernos concedido este momento. Mihijo ha vencido al Asiento Peligroso yes el más extraordinario caballero.

El gran salón casi se vino abajo conla clamorosa ovación que siguió a suspalabras. A medida que aumentaba elbullicio, Ginebra sintió que le dabavueltas la cabeza y perdía elconocimiento. El aire se enrareció, yGinebra apenas podía respirar. Al miraralrededor, advirtió que también a otrosles faltaba el aire.

Vio a Lanzarote llevarse las manos ala garganta y dirigir luego hacia ella lamirada como diciéndole: Esperad ahí,señora, voy en vuestro auxilio.

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Lanzarote dio un paso hacia el estrado yse perdió de vista. Un intenso destello lacegó y de inmediato un rayo de negranoche cayó sobre ellos como unamortaja.

—¡Diosa, Madre, sálvanos! —exclamó Ginebra.

Resueltamente, buscó a tientas lospeldaños del estrado en la oscuridad.Pero la multitud prorrumpió en unconfuso fragor de gritos, y Ginebra supoque no era seguro moverse. Por encimadel creciente pánico oyó el guturalbramido de Arturo, como el de un toroherido.

—¡Mi hijo! ¡Salvad a mi hijo!

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De repente la oscuridad sedesvaneció tan deprisa como habíallegado. El sol de junio volvió a bañarel gran salón, y se produjo un silencioabsoluto mientras la gente, parpadeando,evaluaba la situación. Los monjes deArturo estaban postrados en el suelo,lloriqueando, balbuceando y sosteniendoen alto sus cruces. El legado pontificio yel abad, uno al lado del otro, oraban derodillas. Los caballeros de la TablaRedonda empuñaban sus espadas ydagas, y Lanzarote se hallaba a mediocamino del estrado. Sólo Agravaine yMordred permanecían como antes:Agravaine conservaba su poco natural

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calma y Mordred estaba atónito yparalizado.

—¡Hijo mío! —gritó Arturo,abalanzándose hacia Mordred.

En ese instante el aire se hizo densoy de nuevo reinó la oscuridad. ElAsiento Peligroso tembló y, de unaviolenta sacudida, arrojó a Mordred alsuelo. Cayó de bruces con un ruidosordo y no se levantó.

En el salón se oyó el alarido de unamujer, un sonido espeluznante. Pero entorno a Mordred nadie se movió. Enmedio de la consternación general, fueel viejo sir Niamh el primero enmoverse. Mientras descendía

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apresuradamente del estrado, Ginebravio agitarse a un espíritu furioso contralos confines de la ajada carne delanciano. Estremeciéndose de ira, sirNiamh señaló a Mordred, tendido en elsuelo.

—¡Salvadlo, necios! —gritó con vozchirriante.

Pero Mordred empezaba a alzarlentamente la cabeza. Arturo, llorandode alivio, se acercó de inmediato a él.Tras dirigir una breve mirada a Ginebra,Lanzarote fue en auxilio de Arturo.Gawain se encontraba ya al lado del rey.Juntos, ayudaron a Mordred a ponerseen pie.

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Mordred estaba lívido, su rostrodespojado de toda expresión por lafuerza sobrenatural que lo había lanzadoal suelo como a un perro. Pero en susojos negros ardía ya un vivo fuego azul.

—¡Estoy ileso! —exclamó,apartándose de Arturo—. Ya estoypreparado, mi señor. Llevadme al trono.

Más tarde Ginebra, afligida, sepreguntaría si fue ese el momento en quesu mundo se trastrocó y todo lo queamaban se perdió. Arturo, con losbrazos abiertos, se disponía a abrazar aMordred, pero al oírlo se contuvo y dioun paso atrás.

—Ahora no, hijo —respondió con

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un tono de voz distinto al de minutosantes—. Todavía no.

—¿Qué queréis decir? —preguntóMordred, trémulo.

Arturo extendió las manos.—Acabáis de sufrir una caída… un

golpe en la cabeza… No podéis estarbien —pretextó, pero su semblanterevelaba una duda más grave y profunda.

—¡En la vida había estado mejor! —aseguró Mordred.

—No es el momento oportuno —repuso Arturo, frunciendo el entrecejo.

Mordred echó atrás la cabeza comoun lobo acorralado.

—¡Soy vuestro hijo! ¿Acaso me

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repudiáis ahora?—¡Eso nunca! —rugió Arturo con

igual cólera—. Pero el AsientoPeligroso se ha manifestado contranosotros dos. Era mi intención colocarosen la silla de los reyes, y la mano deldestino ha demostrado que estábamoslos dos equivocados.

—Padre —suplicó Mordred,postrándose de rodillas y mesándose loscabellos—. No me humilléis ante todaesta gente. Concededme lo que mecorresponde por derecho de nacimiento.Reconocedme como hijo vuestro.

Arturo se acercó a él con pasoresuelto y lo obligó a levantarse.

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—Sois mi hijo —declaró coninfinita ternura—. Eso todos lo saben.Esperaremos a una mejor ocasión paraentronizaros como sucesor mío.

—¡Ha de ser ahora! —exigióMordred a voz en cuello—. ¡Ahora!

—¡No! —Un negro nubarrónensombreció el rostro de Arturo—. ¡Midecisión es inapelable! Recordad quiénes aquí el rey.

—Vos… vos… —dijo Mordred,pero la rabia le impidió continuar. Conlos ojos desorbitados, se arrojó al suelo.

De pronto rasgó el aire un agudochillido, semejante al de una mujertraicionada. Sir Niamh, de pie cerca de

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ellos, temblaba con una fuerzademasiado grande para resistirse.

—¡Arturo! —exclamó con tonoacusador y delirante. Sacó la daga delcinto y avanzó hacia él con pasotrémulo. Un hilo de espuma caía de suslabios contraídos, y su cuerpo sesacudía en convulsiones que era incapazde controlar. Alzó una esquelética manoen ademán de repulsa—. ¡Traidor! —gritó, y cayó desplomado sinconocimiento.

Lanzarote estaba junto a él cuandogolpeó el suelo. Pero la boca abierta deNiamh era un negro vacío, una cavernadonde antes había morado su alma.

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Arqueó el débil pecho, dejó escapar unúltimo aliento con un gemido, y entregóel alma.

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CAPÍTULO 13

l sol entraba a raudales porla ventana. En elfirmamento, una estrellafugaz brilló por un instantey desapareció, dejando unadifusa estela de destellos.Ginebra desvió la mirada,presa de un pesardemasiado intenso incluso

para el llanto. El alma del ancianoNiamh había pasado al plano astral,iniciando su largo viaje al mundo delplacer. Pero allí abajo, en la tierra, sólo

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cabía esperar aflicción y peligros.Sobre sus cabezas, el espíritu buscó

refugio entre las vigas, acurrucándosebajo las ramas allí colgadas paralamerse la herida. Un tajo encarnado ypalpitante surcaba su corazón, y ella lomiraba horrorizada, llorando de dolor.

—¡Arturo! —aulló—. ¡Hastraicionado a tu hijo!

¡Qué débil y mezquino demostrabaser, ese hombre al que en otro tiempohabía amado! ¡Y sir Niamh era un viejofrágil y necio! Con aquel cuerpo bajo suabsoluto control, daga en mano, a sóloun paso de Arturo, y había fracasado.

—¡Habría podido traspasarle el

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corazón a Arturo, como él me hizo a mí!—clamó Morgana a las estrellas.

Colérica, buscó un bálsamo para sugran herida. Mordred aún sería rey, ellamisma se aseguraría de que así fuese. YArturo pagaría por aquello, y por todolo demás.

Claro que pagaría. Pagaría durantetoda la eternidad y más aun.

‡ ‡ ‡

Los restos de lo que había sido sirNiamh yacían en el suelo. Arturo,paralizado, contemplaba aquel mortaldespojo caído a sus pies. De rodillas

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junto a Niamh, Lanzarote buscó el pulsoen el consumido cuello del anciano. Alcabo de un momento, alzó la vista paramirar a Ginebra y movió la cabeza en ungesto de negación.

Ginebra oyó un sollozo junto a ella.—Fue paladín y elegido de vuestra

madre antes que yo. Fue el mejor detodos cuantos lidiamos por el favor dela antigua reina año tras año. La veneródurante toda su vida.

Ginebra se volvió hacia sir Lovell yvio sus ojos empañados.

—Será enterrado junto a ella en lacolina de las Reinas. Mi madredisfrutará de su amor en el mundo de las

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estrellas, tal como lo disfrutó en este. —Dirigiéndose a los caballeros que sehallaban más cerca, dijo—: ¿Señores?

Obedeciendo las instrucciones deGinebra, levantaron con delicadeza alviejo guerrero, lo cubrieron con su capay se lo llevaron del gran salón. Toda lacorte permaneció en silencio mientras loveía marchar.

Ginebra no podía hablar conLanzarote. Pese a que los ojos castañosde éste ardían con la más viva llama, nohabía la menor esperanza de cruzarpalabra en el concurrido salón. Loobservó con una punzada de dolorcuando se acercó a Arturo, que seguía

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de pie junto a Mordred como un osoherido.

Pero Arturo se disponía ya aocuparse de su hijo.

—¡Sir Vullian! ¡Sir Ozark! —llamócon voz grave, mirando alrededor.

¡No, Arturo!, habría sido capaz deadvertir Ginebra a voz en grito. Losjóvenes compañeros de Mordred no tehan jurado lealtad. Alimentarán surencor y sólo harán que sembrardiscordia.

Se aproximó a él con el corazón enla mano.

—Un momento, mi señor…—¿Nos ha llamado Vuestra

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Majestad? —Dos figuras se separarondel gentío—. ¿Qué deseáis?

Abatido, Arturo señaló a Mordred.—El príncipe.Ginebra se detuvo, obligándose a

conservar la calma. Un centenar de ojosy oídos estaban pendientes de suspalabras.

—¿Por qué no pedís a sir Kay, sirLucan y sir Bedivere que atiendan ellosa Mordred? —sugirió.

Arturo se volvió hacia ella conmirada inexpresiva.

—Ya he dado órdenes, Ginebra.Ozark y Vullian ayudaban ya a

Mordred a levantarse del suelo. Con los

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brazos extendidos sobre los hombros desus compañeros, el príncipe pendíaentre ellos como Cristo crucificado.Tras dirigir a su padre una lúgubremirada, volvió la espalda, y los tresabandonaron el salón.

Arturo. Oh, Arturo.Ginebra cogió la fría mano de

Arturo y se dispuso a conducirlo alestrado. Llorando, rezando y alargandolos brazos para tocarle la cola delvestido, la gente les abrió paso.

Arturo temblaba como un hombrecon un acceso de fiebres. Además,caminaba con dificultad, notó Ginebra.Sin duda la herida volvía a

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atormentarlo.—¿Por qué, Ginebra? —masculló—.

¿En qué me he equivocado?Ginebra prefería no mirar su

semblante apesadumbrado.—Mordred no estaba destinado a

ocupar el Asiento Peligroso —respondió con serenidad—. No es elcaballero sin par. Ahora ya lo sabemos.

Arturo lanzó un gemido.—Dios bendito, perdona mi

insensatez, mi pecaminoso orgullo. —Movió la enorme cabeza en un gesto dedesesperación—. ¿Y por qué me haacusado Niamh de traición? Jamás lotraicioné.

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—Pensad en la gente, Arturo —dijoGinebra con tono perentorio—. Estáasustada y afligida. Debemos demostrarnuestra fe en que todo saldrá bien.

—¿Saldrá bien, Ginebra? —preguntó, lamentándose como un niñoextraviado—. ¡Si Merlín estuviera aquí!

Subieron al estrado y se sentaron ensus respectivos tronos.

La gente empezaba a serenarse. Lasdamas se alisaban las faldas de seda ylos caballeros y nobles ya casi volvían aser dueños de sí mismos. El padre abady el legado pontificio estaban erguidos yatentos. Incluso los monjes habíanrecobrado la dignidad, y se arreglaban

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los arrugados hábitos mirando a losdruidas por encima del hombro. En unmomento Ginebra pronunciaría unaspalabras tranquilizadoras, y ella yArturo podrían retirarse.

Su mente se aceleró. Luego mandaríaa alguien en busca de Lanzarote para oírqué había ocurrido en el castillo deCorbenic. Averiguaría la verdad sobresu mal sueño y Elaine. Y quizá loestrechara entre sus brazos esa mismanoche.

—¡Vuestras Majestades! —Era elchambelán—. Unos desconocidossolicitan permiso para entrar.

Ginebra percibió un viento frío

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procedente de un lugar lejano. Se pusotensa.

—¿Quiénes son?—El jefe del grupo dice que trae

saludos de alguien a quien conocéis,alguien que camina por los montes bajola lluvia y el viento, velando siemprepor Pendragón.

—¡Merlín! —La esperanza sereflejó en el semblante de Arturo—. Unmensajero de Merlín, no puede ser otro.—Dirigiéndose al chambelán, dijo—:¡Hacedlo pasar de inmediato! ¡Sinpérdida de tiempo!

—Mi señor.Con una seña, el chambelán

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transmitió la orden a sus subordinados.Toda la corte miró en dirección a lapuerta mientras la guardia franqueaba elpaso a los desconocidos. El primero enentrar fue un anciano rey de aspectoirascible, con un presuroso andarimpropio de su edad. En sus ojos se veíael brillo del fanatismo, y el gastadojubón negro que vestía hacía resaltar suextrema palidez. La austeridad monacalde su indumentaria contrastabacuriosamente con las exquisitas pielesque llevaba y el crucifijo de oro macizoque colgaba de su cuello. Adornaban sucorona rubíes del tamaño de ciruelas yel cabello le caía por la espalda como

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una cascada de nieve. Había envejecidounos veinte años desde la última vez queGinebra lo vio, pero lo habríareconocido en cualquier caso. Era el reyPelles de Terre Foraine. ¿Qué hacíaallí? Seguía a Pelles una mujer con unhábito blanco como el de una monja,pero la opulencia de la tela contradecíala sencillez del vestido. Llevaba lasmanos entrelazadas en recatada actitud yocultas por las largas mangas, peroavanzó por el salón con un sensualsusurro de seda, y los hombres volvíanla cabeza para verla pasar. Cayendodesde el alto tocado, un vaporoso velo,blanco como el marfil, enmarcaba su

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rostro, cubría el cuello y los hombros yflotaba tras ella como una estela. Su tezposeía la palidez de un lirio y manteníabaja la mirada.

Diosa, Madre, pensó Ginebra, éstaes la princesa virgen, Elaine, la hija dela antigua profecía… pero ¿quién es eljoven que la acompaña?

Al igual que un caballero, elmuchacho vestía cota de malla plateada,pero no exhibía insignia alguna en eljubón ni la túnica. Desde el clarísimocabello rubio hasta la punta de suespada dorada, brillaba con luz propia.Ofrecía la apariencia de alguien quenunca come ni duerme, libre de la tiranía

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de la carne. Sus ojos dorados eran delOtro Mundo y su espíritu parecíadeseoso de desprenderse de suenvoltorio terrenal. En su frágilhermosura, era el vivo retrato de sumadre, a quien contemplaba de vez encuando con la adoración de un niño.Pero su aspecto ardiente y a la parmelancólico, su andar ágil y vigoroso, laforma de su cara y el despreocupadobalanceo de su melena espesa y brillanteno los había heredado de su madre. No,se dijo Ginebra, esos rasgos no podíanser de la piadosa Elaine.

¿De quién eran, pues?¡Diosa, Madre, decid que no es

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posible!Luego apareció en el salón una dama

vieja y renqueante, seguida de unacuadrilla de hombres de armas cargadoscon un gran cofre. Y detrás de ella,pasando casi inadvertido a la distraídamirada de Ginebra…

—¡Merlín! —prorrumpió Arturo,levantándose al instante.

—¡Quedaos donde estáis, mi rey yseñor! —exclamó el hechicero—. ¡Quenadie se mueva!

Merlín avanzó hacia el estrado,vestido con una toga negra azulada comoun cielo tormentoso en la montaña. Acada paso, su espíritu crepitaba,

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despidiendo destellos verdes y azules.Una ancha diadema de oro le rodeaba lafrente y mantenía recogido suenmarañado cabello. Dragones de oropendían de sus orejas y unas turmalinastan azules como el crepúsculo,ensartadas en una cadena de oro,colgaban de su cuello.

En la mano sostenía una varita detejo dorado que, con silbidos ymurmullos, ordenaba a la gentepermanecer inmóvil. Cuando alzó losdos brazos, no se movió ni ratón. Susojos amarillos planearon como un águilasobre la concurrencia y sus palabrasresonaron con potencia suficiente para

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llegar a todos. No obstante, Ginebrasabía que el viejo mago se dirigía a ella.

—Dioses y Grandes, oíd la historiaque voy a relatar —comenzó convibrante voz de bardo—. Hace muchotiempo, hallándome en paz en mi celdade cristal, tuve un sueño. El rey fundaríala más noble orden de caballeros, y cadauno de sus miembros dejaría su nombregrabado para la posteridad. Pero inclusoentonces escuché el mandato de losAntiguos: recordad que debéis prepararun asiento para el muchacho que habráde venir. Será hijo del másextraordinario caballero del mundo yestá destinado a realizar la mayor

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aventura de todas. Debía quedar unasiento libre para él hasta que el tiemponos lo trajera. «Llamadlo el AsientoPeligroso», fueron las palabras que oíen mi éxtasis, ya que se enfrentará connumerosos peligros y los superará todos.Será el mejor caballero del mundo, ycuando llegue, la Tabla estará completa.

Se produjo un retumbante silencio.Ginebra, casi fuera de su mente y sucuerpo, apenas podía respirar. «Seráhijo del caballero más extraordinariodel mundo», repitió para sí. Sólo hay unhombre que merezca ser descrito así.

—Con vuestra licencia, mi rey —dijo Merlín. Se acercó a Galahad, cogió

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su delgada muñeca y le alzó el brazo—.Os traigo a sir Galahad, el caballero sinpar. Ha venido a ocupar su puesto en laTabla Redonda.

La gente que rodeaba la gran mesase fundió como la nieve en verano.Merlín cerró su mano como una garra entorno al antebrazo del muchacho y loarrastró hacia el Asiento Peligroso. Lacorte entera contempló la escena comosi estuviera en trance. El anciano y elmuchacho se encontraban a dos pasos deArturo cuando éste habló.

—¡Merlín! —clamó con visibleaflicción—. En otro tiempo esa sillaestuvo destinada a Amir. Luego pareció

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que era Mordred el elegido. Sinembargo hoy… —Tras un titubeo, seserenó para proseguir—. Hoy hemosaveriguado que no era así. —Alzó lavoz en un angustiado bramido—. ¿Quiénes ese joven que viene a sustituirlos?

—¿Quién, mi señor? —terció el reyPelles con tal fuerza que hizo temblarlos estandartes suspendidos del techo—.Galahad es nieto de un rey nacido de unaestirpe de reyes. Es un caballerocristiano, armado como tal por mímismo. Es vástago de una virgen pura,tan libre de pecado como María, Madrede Dios.

—¡Y es hijo del caballero más

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extraordinario del mundo! —añadióElaine con una voz grave y arrobadamás cautivadora que los estridentesalaridos de su padre. Paseó por la cortesus grandes ojos, oscuros como elcrepúsculo—. Su padre está hoy aquí. Yes demasiado noble para repudiar a suhijo.

—¿Aquí en este mismo instante? —vociferó Arturo—. Según vos, señora,¿quién engendró a este joven caballero?

Ginebra extendió una mano enerve.¡No, Arturo, no preguntéis!

Un destello de triunfo iluminó elsemblante de Elaine. A continuaciónbajó la vista. Se estremeció, y sobre el

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largo cuello su cabeza trémula semejóuna tembladera. Sólo Ginebra reparó ensu disimulada sonrisa.

—¿Quién es? —inquirió Arturo conun rugido de desesperación,desconcertado por la calma de Elaine—.¡Tened cuidado con vuestrasacusaciones, señora!

—¡Yo no acuso a nadie! —repusoella, extasiada—. El propio caballerosabe que digo la verdad.

Volvió su cara pálida para mirar asu hijo y luego extrajo algo de una desus mangas. Era una tela de una longitudinterminable, blanca como su vestidoprimero y luego teñida de rojo.

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¡Diosa, Madre, no!, suplicó Ginebraen sus adentros. ¡Oh, confiado corazónmío!

Elaine sostuvo en alto ante la cortela sábana manchada de sangre.

—Un hombre aquí presente sabe queésta es la prueba de mi virginidad —anunció—. Él me desvirgó y engendró ami hijo. Es el mejor caballero delmundo. Y yo estaba destinada apertenecerle por designio del Señor.

—¿El mejor caballero? ¿Y estáaquí? —repitió Arturo, boquiabierto, eintentó reír con aplomo—. Bueno, ésees…

Todas las miradas se centraron en

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Lanzarote. Y nadie tuvo que preguntar siaquél era su hijo.

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CAPÍTULO 14

ero Merlín permanecíaajeno a todo salvo suspropios intereses.

—¡Os traigo alcaballero virgen! —exclamó en un rapto dejúbilo—. ¡El elegido! —Seaproximó a Arturo, fijandoen él sus ojos de ágata—.

Los propios Grandes velan por el niñosin padre. Como lo fuisteis vos. Comolo fui yo en mi día.

Se produjo un inquietante silencio.

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Nadie movió ni un dedo.Merlín se volvió hacia Galahad con

una sonrisa inhumana y lo señaló.—Y aquí está ahora. Tanto él como

yo somos hijos únicos de princesas de lasangre. —Mostró sus dientes amarillos—. Nuestras madres fueron elegidaspara una misión que excedía sucapacidad de comprensión.

Está loco, concluyó Ginebra sinánimo siquiera para enfurecerse. ¿Porqué iban las mujeres a ser elegidas siellas tienen el derecho de elegir? Peroel pensamiento se desvaneció ante laangustia que la asaltaba.

Lanzarote, mi amor, mi señor, mi

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vida, pese a vuestras protestas yjuramentos me traicionasteis. Igual queArturo con Morgana cuando lo amabaaún con todo mi corazón. Lanzaroteyació con ella, con Elaine, esa monjapálida y beata. Y Elaine tiene un hijo entanto que yo soy estéril y estoy privadadel hijo que tuve. Y ahora viene aquí enactitud triunfal, tal como Morgana, quedio un hijo a Arturo para triunfar sobremí.

Buscó los ojos de Lanzarote y movióla cabeza en un desesperado gesto denegación: No, decidme que no esposible. Decid que no es así.

En respuesta, sólo recibió de él una

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mirada de fuego líquido.Os lo ruego, amado, le imploró

Ginebra.Pero el fuego se había extinguido en

la mirada de Lanzarote, dejando unnegro vacío donde debía haber estado sualma.

—¿Galahad elegido? —entonó elrey Pelles con entusiasmo—. Decísverdad, Merlín. Nuestro caballerovirgen fue en efecto elegido por elmismísimo Dios Todopoderoso,destinado a una elevada misión queninguno de nosotros conoce aún. —Señaló a Arturo, pero Ginebra tuvo laimpresión de que su triunfal mirada iba

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dirigida exclusivamente a ella—. Ospresentaremos pruebas, y vos mismodad fe a vuestros ojos.

Volviéndose, hizo una seña a sushombres para que colocaran el grancofre a sus pies. Cojeando, la ancianavestida de negro se adelantó y abrió latapa.

¡Aguardad!, pensó Ginebra.¡Aguardad un momento! ¿Quién es esamujer? ¿Qué hace? ¡Arturo, Arturo,ordenadles que esperen!

Aturdida, Ginebra movió los labiosy descubrió que no podía hablar. Miró aLanzarote pero nada pudo adivinar de sumirada negra y vacía. A su lado, Arturo

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permanecía inmóvil, con el cuelloestirado y la enorme cabeza al frente,petrificado como uno de los Grandes enel fin del mundo.

La anciana se inclinó sobre el cofrey pareció susurrar a lo que éste contenía.En el salón se oyó un zumbido semejanteal pulso de la propia vida o el canto delos seres fantásticos al amanecer. Depronto una fragancia etérea inundó elaire, el dulce aroma de todas las rosasexhalado en lugares desiertos muylejanos en el espacio y el tiempo.

En la Tabla Redonda, Lucan, Kay yBedivere echaron mano a sus espadas,pero luego se abstrajeron en la

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remembranza de placenteros recuerdosolvidados hacía mucho. Gaheris yGareth oyeron los gritos de las gaviotasen las costas de los eternos veranos desu infancia, y Tor y Sagramore, losrelinchos de los caballos en el claro deun bosque en las montañas. Aquellosque se hallaban en la nave del gran salónse sintieron alimentados de leche y miely bañados en oro.

A los oídos de Ginebra llegaron elsuave chapoteo de las aguas de Avalón yel arrullo de las palomas bajo lasfrondosas sombras de la isla. Verde,todo era verde, y deseó tenderse en lafresca hierba de una hondonada.

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El susurro de la anciana habíasubido de volumen hasta convertirse enun monótono sonsonete.

—Advene demogorgon alla baalprincips noctis, domines tenebrae sintmihi propitii…

Ginebra respiraba con dificultad.¿Dónde había oído antes esas poderosaspalabras? Arturo, Arturo, debemosimpedirle que siga de inmediato.

—¡Mirad!¿Quién había alzado la voz? ¿El rey

Pelles o la anciana? Estaban los dos allado del viejo cofre exquisitamentelabrado y decorado con formasmetálicas de cruces, peces y símbolos

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orientales. En el salón, un conjuromusitado reverberó en el ambiente y unacegadora luz dorada se propagó portodos los rincones. En la blanca bruma,el cofre y la Tabla Redonda seestremecieron al mismo tiempo, ycuando Ginebra volvió a mirar,destellos de oro cubrían la superficie dela Tabla.

No… no es posible…Ginebra se esforzó por enlazar los

últimos hilos sueltos de pensamiento.Diosa, Madre, ¿es posible? ¿Es esta

vuestra voluntad?En la Tabla Redonda,

resplandeciente bajo el sol, se alzaba

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una enorme copa de la amistad, detamaño suficiente para dar de beber alos Grandes en su salón. Al lado, habíauna maciza fuente de oro con frutas ymaíz repujados en el borde exterior.Entre estas dos piezas, tomando su luzdel resplandor perlado de la TablaRedonda, descansaban una larga lanza yuna espada, ambas de delicado oro.

Las reliquias de la Diosa, pensóGinebra, perdidas en Corbenic y ahorarestituidas a nosotros.

Ginebra apenas pudo contener sujúbilo. Una sensación desobrecogimiento y admiración sepropagó entre la concurrencia como una

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sutil neblina.—¡Alabado sea Dios! —proclamó

alguien, y su estentórea voz aterrorizó atodos los presentes. El padre abad dioun paso al frente con un brillo hostil enla mirada—. ¡El Santo Grial! ¡Demosgracias al Señor por devolvernos elGrial!

¿Cómo?, pensó Ginebra. ¿Qué dice?El rey Pelles se abalanzó hacia la

Tabla Redonda, haciéndose eco de laspalabras del abad.

—¡La copa y la fuente del propioCristo! —anunció a gritos—. ¡Las quecompartió nuestro Señor en su UltimaCena en este mundo! —Señaló las armas

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del poder, la espada y la lanza—. ¡Y losinstrumentos de Su Pasión, con los quepadeció por nuestros pecados!

El agudo y penetrante zumbido rasgóde nuevo el aire. De un extremo a otrodel salón el resplandor dorado dio pasoa una penumbra ambarina. Diminutospuntos de luz surgieron en la trémulaoscuridad, flotando como luciérnagas entorno a Galahad.

El rostro de Galahad se viotransfigurado por una intensa dulzura ybañado en luz nacarada. Cuando semovió, lenguas de fuego flamearonsobre él y los puntos de luz formaron unhalo alrededor de su cabeza.

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—¡Venid, muchacho! —dijo Merlínentre dientes.

Gimiendo, el viejo hechicero locogió de la mano y lo acompañó hasta laTabla, lanzando al aire libremente susensalmos y conjuros. Frente a ellos, elAsiento Peligroso emitió un amenazadorfulgor cuando se aproximaron. Pero serindió a Merlín con un lamento en cuantoéste apoyó una mano en el respaldo.Merlín apartó la silla de la mesa, yGalahad se sentó.

En la Tabla Redonda, las reliquiasresplandecieron, palpitaron y parecieronaumentar de tamaño para darle labienvenida. En el centro, la gran copa de

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la amistad se llenó de llamasprocedentes del cielo y los rubíes delcontorno adquirieron un brillo tan rojocomo la sangre.

—¡Ginebra! ¡Ginebra! ¡Mirad!Ella no podía moverse. Tuvo la

impresión de que oía la voz de Arturodesde el fondo de un lago. Eraconsciente de que se ahogaría a menosque nadara hasta él.

—Es el Grial, Ginebra —volvió ahablar Arturo con la voz trémula dejúbilo—. La sangre de nuestro SeñorJesucristo. Estamos redimidos. El deseode Cristo se ha cumplido. La TablaRedonda está completa.

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¡No, Arturo, no!, quiso gritarGinebra. Ésta es la Tabla de la madre,no la del Dios traído de Oriente. Loscristianos no pueden apropiarse denuestras reliquias. Todo esto y muchomás bullía en su mente. ¿Por qué nopodía hablar?

—¡Gloria a Dios! ¡Alabado sea SuNombre!

Rodeado de monjes que corrieronjunto a él desde todas direcciones, elpadre abad se abrió paso hacia la Tablablandiendo su pesado crucifijo depedrería. Una vez allí, besó la cruz conactitud reverencial y la dejó ante la copade la amistad. A sus espaldas, el legado

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pontificio había adoptado una pose defuerza, con los pies separados, laspiernas apuntaladas y los brazos en alto.También él oraba con voz potente.

—Oh, Dios Padre, Te damos graciaspor la bendición con que nos hashonrado en esta casa de paganos, estacorte ignorante…

—¡Amén!—… que a partir de ahora será un

lugar cristiano.—¡Amén!Ginebra oyó entonces rezar también

a Galahad, su atiplada voz elevándosepor encima de los demás sonidos.

—Dios Padre, Tú que alejas de este

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mundo el pecado, permite que Tussantos designios se realicen a través deeste Tu humilde servidor. Concédeme elhonor de cumplir la misión que me hasido asignada: servir a los pobres, losdébiles, las viudas y los huérfanos.Permite que Tu Grial traiga esperanza ycuración a quienes sufren, y nos liberede las tinieblas del miedo. Acepta mivida para hacer con ella lo que desees, ypermite que yo muera para que otrosvean Tu luz.

A un lado de la Tabla Redonda seoyó un susurro, casi inaudible entre elvocerío de los cristianos:

—Tene, tene, dominus noctis tu

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crescam in totis malis, sint mecutnproh superior…

Era la anciana de negro, la sirvientade la princesa y el rey. Encorvada haciala Tabla, musitaba aquellas palabrascomo si su vida dependiera de ello.

Ginebra sintió agitarse algo en elfondo de su alma. La anciana pronuncialas palabras del poder, pensó. Y este vilsacerdote cristiano predica contra laGrande ante Su propia Tabla Redonda.

Por fin, una furia reparadora fluyópor las venas de Ginebra. Henchida deira, se puso en pie y bajó del estradocomo una exhalación. A sus espaldas,oyó las protestas de Arturo, pero en ese

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instante le inspiraron sólo indiferencia.Corrió por el salón apartando a loscortesanos como si fueran sombras ocosas irreales. Ya cerca de la TablaRedonda, cruzó una mirada conLanzarote, pero sólo vio en él a undesconocido.

En la Tabla, las reliquiasretrocedieron, huyendo de ella comoseres vivos. Como en respuesta a unamuda llamada, una gota de sangreapareció en la punta de la lanza. Luegola espada y la fuente quedaronsalpicadas de sangre, y la copa de laamistad se llenó a rebosar de la mismasustancia de color rojo rubí y palpitó

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como un corazón. Y Ginebra tuvo laimpresión de que constituían un peligroincomparable.

Diosa, Madre, invocó, líbranos detodo mal.

En torno a la Tabla Redonda, loscaballeros seguían paralizados en sussillas, atónitos por lo ocurrido. Frente aella, Kay y Bedivere se hicieron a unlado al verla acercarse. Pasando conímpetu entre ellos, llegó a la Tabla,cogió la espada de la justicia y el podery la mantuvo entre sus manos pese a quela empuñadura le quemaba las palmas.En ese instante de dolor, el grito deguerra de su madre brotó

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espontáneamente de su garganta.Clamando sangre, blandió alrededor laresplandeciente arma. Mientras cortabael aire, la espada se disolvió en su manoy dejó una estela de centellas doradas.

La angustiada voz del Abad resonóen el salón.

—¡Señor, protege el Santo Grial deesta bruja malévola!

—¡Amén! —gimotearon los monjes,santiguándose y contemplando la escenacon los ojos abiertos como platos—.¡Amén, amén!

—¡Silencio! —ordenó Ginebra, y suvoz se impuso a todas las demás.Clavando una mirada colérica en el

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abad, declaró—: Vuestro únicopropósito es aniquilar el matriarcado.Pensáis que la vuestra es la única feverdadera. Pero permitidme que os diga,monje, que la verdad está por encima detodos nosotros. —Señaló las reliquias—. Y esto no es más que un truco, unafarsa. Vuestra codicia por apropiaros deestos tesoros os lleva a ver elcondenado Grial donde no existe.

—¡Falso! —replicó el abad—. ElSanto Grial está hoy aquí entre nosotros,enviado por Jesús y la bienaventuradaVirgen María, reina del cielo, y seránuestro. —Se abalanzó hacia la TablaRedonda con las manos ya abiertas.

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—¡Atrás! —aulló Ginebra.Jadeando, sin volverse, buscó a

tientas la lanza y la notó estremecerse yrehuir de su mano. Los dedos se lechamuscaron hasta que percibió el olorde su propia carne quemada, pero laagarró con desesperada furia, y al cabode un momento también la lanza menguóy quedó reducida a un largo hilo depolvo brillante. Tendió ambas manoshacia la fuente, y el abad dejó escaparun penetrante alarido. Entretanto, elsusurro de la anciana ascendió hastaalcanzar un tono agudo y enfebrecido.

La fuente de oro forcejeó y se agitóentre las manos de Ginebra y al instante

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se desintegró. Sola entre los restos delas otras piezas, la copa de la amistad sehinchó y se elevó por sí sola en mediode un fogonazo de luz amarilla. Ginebraoyó un silbido, y una bocanada de azufrela cegó. Sentía en las manos un dolorcasi insoportable. Pero, loca de rabia,se echó sobre la copa y aferró con lasdos manos las asas anchas y elegantes.

Relámpagos como dardos leasaetearon las manos abrasadas, y untrueno oscureció el salón. Pero la copade la amistad se convirtió en cenizasentre sus dedos, dejando en el aire unhedor como el del corazón putrefacto dela tierra. Luego el miasma ascendió y la

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fetidez desapareció. Un segundo despuésel sol entró a raudales en el salón, comola bendición de la Madre en una tierrabaldía.

Perfilados por sus rayos, Arturoseguía paralizado en su trono y el reyPelles semejaba una estatua de ira yconsternación. A su lado, Elaine tenía elvestido cubierto de polvo y ceniza.Ginebra la miró, y un profundodesprecio invadió su alma. Deseóarrojarse sobre Elaine, desgarrarle lasvestiduras, arañar su piel tersa y suave yobligarla a abandonar la corte desnudaentre azotes y escorpiones. Por el modoen que Lanzarote observaba a Elaine,

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cabía pensar que él compartía esosmismos sentimientos. Pero cuando sumirada y la de Ginebra se cruzaron, laasaltó la idea de que si él no era capazde matar a Elaine, cualquier mujer loharía.

¡Yacisteis con ella!, pensó Ginebra,atormentada. Dijisteis que fue un sueño.¿Era acaso mentira, todo mentiras?¿Realmente habéis viajado hoy hastaCorbenic como habéis dicho? ¿O sólohabéis ido hasta las afueras, donde osaguardaba vuestra amante, y habéisgozado de ella mientras yo lloraba yrezaba?

Al borde del vómito, se llevó las

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manos al estómago y se dio mediavuelta. Galahad se levantó y,balanceándose de izquierda a derecha,alzó los brazos, recordando aún más queantes a un joven ángel de la muerte.

—Todo esto ha sido voluntad deDios, que ha puesto a prueba nuestra fe—declaró envuelto en un claroresplandor—. Pero no debemos odiarsino amar. —Inclinándose, apoyó laspalmas de las manos en la TablaRedonda—. Ésta es la mesa de Dios, yÉl nos unirá a todos.

Siguió un profundo silencio en elque no cabían las lágrimas ni lossuspiros. Pero más tarde alguien aseguró

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haber oído un débil y melodiosolamento, semejante a la voz de una mujermuriendo de aflicción. Otros, en cambio,oyeron un airado rugido, la protesta delos cielos por lo que acababa desuceder. Instantes después la relucientesuperficie de la Tabla Redonda perdiógradualmente su brillo como lasestrellas antes del amanecer, y se oyóentonces un violento crujido. Ante lasmiradas de horror de los circunstantes,el gran disco del País del Verano separtió por la mitad. Ginebra sintió quesu corazón se escindía también. LaTabla Redonda se había roto. Lahermandad de Camelot había dejado de

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existir.

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CAPÍTULO 15

inebra! —Con un furiosobramido, Arturo se puso enpie y saltó del estrado.Avanzó iracundo por elsalón y se plantó ante suesposa con el rostro tenso—. Era el Grial, enviadopara bendecir esta corte. Ylo habéis hecho

desaparecer.—Arturo, os habéis dejado engañar

—contraatacó Ginebra—. Me habastado con tocar las reliquias para

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demostrar que eran falsas. No ha sidomás que un vil truco.

Arturo soltó una colérica carcajada.—¿Quién haría una cosa semejante?Ginebra habría prorrumpido en

gritos de rabia.—Morgana, naturalmente. ¿Quién, si

no?—Pero el Grial se ha desvanecido a

causa de vuestra intromisión. —Arturose golpeó la cabeza con el puño—. ¿Ypor qué había de partirse la mesa, sinopor vuestra reacción?

Ginebra dio un paso al frente,dispuesta a encararse con él.

—Se ha partido, sí, pero pensad en

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vuestras propias acciones, Arturo.—¡Era el Grial! ¡Hemos visto el

Santo Grial!Al lado de Ginebra se hallaba el

abad, y sus monjes, boquiabiertos, seapiñaban alrededor con la secretasatisfacción de los niños que ven caer aotro en desgracia. Miró a Ginebra dearriba abajo con manifiesto desdén.Ahora os tengo en mis manos, señora,parecía pensar con hondo regocijo. Yque Dios me permita dar caza a todaslas rameras paganas como vos.

—Era ciertamente el Santo Grial —afirmó con voz atronadora, centrándoseen su misión—. Y sólo un acto de

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brujería ha podido hacerlo desaparecer.¿Brujería?, repitió Ginebra para sí.A duras penas resistía el intenso

dolor de las manos. Pero no podíaconsentir aquel rebrote de las arcaicaspropensiones al odio.

—Escuchadme, monje —dijo convoz firme—, y obedecedme. Las brujasno existen. Esas ideas son sólo gusanosque corroen la mente de los hombres.Yo soy aquí la reina, y vos debéis medirvuestras palabras.

El abad se sonrojó como si lohubiera abofeteado. A través de susojos, Ginebra percibió llamaradas defuego en su sutil cerebro.

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—Aun así, Vuestra Majestad havisto desaparecer los grandes tesoros —dijo el abad, esforzándose por mantenerel control.

Arturo apretó las mandíbulas.—Admitid al menos eso, Ginebra.—¡No! —repuso ella—. Las

reliquias ni siquiera han estado aquí. Hasido un simple espejismo.

—Una visión del cielo —atajó ellegado pontificio con una gélida miradaen sus claros ojos azules—. Un anuncioespiritual del propio Grial.

—¡Y ahora se ha esfumado! —Afligido y colérico, Arturo se paseó porun momento—. Habría purificado

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nuestra corte y renovado la hermandadde los caballeros.

Arturo, pensó Ginebra, ahora que laTabla Redonda ha desaparecido, noexiste ya tal hermandad.

—Nos habría servido de estímulo ennuestro nuevo objetivo de crear unimperio cuando Mordred y yo partamosde estas islas para expandir el dominiode los britanos hasta Roma.

Ginebra procuró alejar de su menteel dolor de las manos.

—Arturo…Con el rostro tan ceniciento como su

vestido, Elaine se sumó al lamento.—Y la gran oportunidad que se nos

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ha brindado nunca se repetirá.—Exacto, Ginebra, nunca —gruñó

Arturo, y la agarró de la muñeca—.Hemos perdido para siempre una granocasión.

Una voz trémula resonó en el salón.—Hemos perdido una ocasión, sí.

Pero no para siempre, mi rey. —Galahad se acercaba a ellos, sus ojoscegados por el deseo—. Debemosiniciar una búsqueda, la búsqueda delSanto Grial. —Se postró de rodillas. Entrance, prosiguió—: Rey Arturo,concededme el honor de encabezar estasagrada búsqueda. El viaje puedellevarnos hasta Tierra Santa, donde el

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Grial adornó la Ultima Cena de NuestroSeñor en este mundo. Ofrecedmecuantos caballeros pueden emprender elcamino conmigo. Cabalgaremos de unlado a otro hasta encontrar el Grial.

—¡Una búsqueda del Grial! —Arturo se contagió del entusiasmo deGalahad—. Para purificar nuestra TablaRedonda y renovar nuestros juramentos.

—Y para aumentar a cada paso elhonor y la dignidad de la caballería.

—¡Arturo, pensadlo bien! —exclamó Ginebra—. ¿Arriesgaríais lavida de los caballeros por un malsueño?

—Os equivocáis, Ginebra. Lo que

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hemos visto era real —contestó Arturo,que ya no prestaba oídos más que aGalahad.

—Y a lo largo del camino, mi señor,vuestros caballeros harán el bien. —Galahad miró a Elaine con semblanteesperanzado—. Y conquistarán laaprobación de aquellos a quienes amany admiran.

—¿Todos vuestros caballeroslanzados a la aventura en nombre delCristo resucitado? —El anterior rubordel abad había dado paso a una palidezcomparable a la de Galahad. Una llamaprendió en sus inexpresivos ojos—. Miseñor, ésa es sin duda la manera de

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servir a Dios.Arturo fijó la mirada en la luz del

sol que penetraba en el salón.—¡Sí, una búsqueda! —declamó,

enfervorizado—. Mis caballerospartirán de aquí para renovar y revivirsus votos. —De pronto se dio mediavuelta para dirigirse a los caballeros,que lo contemplaban con estupefacción,algunos de pie, otros petrificados en susasientos—. Jurasteis defender a lospobres y velar por el honor de viudas yhuérfanos con vuestro poder y vuestrafuerza. Hicisteis voto de pobreza ycastidad ante Dios, y estas sagradasverdades os conducirán hasta el Grial.

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Quizá lo encontréis en vuestroscorazones, o acaso en la tumba dondeJosé de Arimatea sepultó a Cristo.Viajad hasta Babilonia o Tierra Santa sies menester. Dejaos guiar por estabúsqueda hasta donde os lleve… hastala muerte si ésa es la voluntad de Dios.Sed audaces y justos.

En la silenciosa corte se produjo unmurmullo. Los caballeros cruzaronmiradas y susurros entre sí, al principioun tanto temerosos, luego con crecienterespeto. Gawain fue el primero enrecoger el guante arrojado por Arturo.

—¡A los caballos! —exclamó—.Las Orcadas inician la búsqueda.

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Gaheris y Gareth se levantaron alinstante, impacientes por ponerse enmarcha. Agravaine reaccionó con mayorlentitud, pero tampoco tardó en reunirsecon los otros, dispuestos a partir.

—¡La búsqueda! ¡La búsqueda! —clamó la perpleja concurrencia.

—Id con Dios —dijo el abad convoz potente, alzando el crucifijo.

—Y sabed que tenéis todos labendición del Santo Padre —añadió confervor el legado pontificio.

—¡Amén! —entonaron todos loscristianos como un solo hombre.

El rey Pelles, sollozando, abrazó aGalahad mientras éste contemplaba

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extasiado el sol. Elaine, llorando dealegría, se arrodilló para orar. YGinebra supo que todo estaba perdido ylas cosas nunca volverían a ser comoantes.

‡ ‡ ‡

—¡A los caballos!Desde el sótano hasta las almenas, el

castillo bullía de actividad. En losestablos, los mozos y palafrenerossaltaban como pulgas bajo loschasquidos del látigo del caballerizomayor. Los herreros avivaban ya elfuego de sus forjas y los talabarteros

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preparaban sus parches de cuero, agujasy cordel de tripa para los arreglos quesin duda requerirían las guarniciones dealgunos caballeros.

—¿Qué ocurre, señor? —preguntóun mozo con preocupación.

—¡No preguntes, muchacho! —bramó el caballerizo—. Tú ocúpate delos caballos. Todos los caballerosemprenden viaje.

En los aposentos de los caballeros,escuderos y pajes se hallaban en plenoajetreo, unos aprovisionando las alforjasde sus señores, otros reuniendo lasarmas y abrillantando los escudosmulticolores. Abriéndose paso por el

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pasillo central, Bors y Lionel no salíanaún de su asombro.

—Tenía un hijo desde hacía años, yno sabíamos nada —masculló Bors.

—Él mismo no lo sabía —adujoLionel, moviendo la cabeza en un gestode perplejidad. Confuso, preguntó—:¿Qué ocurrirá ahora?

—¿Cómo voy a saberlo? —Borslanzó una feroz carcajada—. Lanzaroteespera a que lo reciba la reina, y lareina atiende en estos momentos alrey…

—Así que lo esperaremos mientrasella lo espera a él —completó Lionel.Pese a su aparente serenidad, el tono de

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su voz delataba un profundodesasosiego.

La angustia de su discreto hermanoirritaba sobremanera a Bors.

—Primero —gruñó— se marcha aCorbenic a todo galope y no nos permiteacompañarlo. Luego se presenta aquí enel último momento, justo antes de laceremonia.

—Y hemos tenido que prescindir delpaje y bregar nosotros comodesesperados para que estuviera listo atiempo —agregó Lionel, asintiendo conla cabeza mientras recordaba el suceso.

Bors hizo chirriar los dientes.—Y fuera cual fuese el motivo de

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ese precipitado viaje, cabe suponer queha sido una pérdida de tiempo.

—Y ahora esto. —La piel de por síclara de Lionel presentaba en eseinstante una palidez anormal—. Encuanto termine su visita a la reina,tendrá que hacer algo por Elaine y elmuchacho.

Bors, tenso, movió la cabeza en ungesto de asentimiento.

—Un caballero debe reconocer a suhijo. Tiene una deuda con el muchacho ysu madre y ha de satisfacerla —declaró.Y después ¿qué? Ésa era la duda que loatormentaba. Dioses del cielo, clamó ensus adentros atemorizado. ¿Qué será de

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nosotros?—¡Bors! ¡Lionel!Frente a ellos, Sagramore salía de

sus habitaciones seguido de un escuderocargado al límite de sus fuerzas y unpaje con un par de voluminosas alforjas.

—¡A los caballos! —exclamóefusivamente—. ¡Es la gran búsqueda!—Su expresión cambió de pronto—.Participáis también, ¿no?

Bors acogió el estridente saludo conuna forzada sonrisa.

—¿Que si participamos en labúsqueda, preguntáis? Eso depende deLanzarote.

—Y Lanzarote depende de la reina

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—bromeó Sagramore entre risas—,quien sin duda se alegrará de verlomarchar después de lo ocurrido hoy.¿Quién habría imaginado que Lanzarotenada menos tenía un hijo en secreto?Afirmaba servir únicamente a la reina,pero esto habla por sí solo.

Bors apretó los dientes.—No conocemos toda la historia,

Sagramore.—Conocemos más que suficiente. —

Un destello de lascivia asomó a los ojosde Sagramore—. Un apuesto muchacho,y vivo retrato de Lanzarote. Y una bellamujer como la madre recluida durantetantos años. Cualquier hombre en su

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sano juicio…—¿Adónde os dirigiréis,

Sagramore? —lo interrumpió Lionel,alzando exageradamente la voz,consciente de que Bors lanzaría el puñocontra la sonriente cara de Sagramore deun momento a otro.

—¿Adónde? —El fornido caballeroguardó silencio por un instante—. ¡Ah,sí, la búsqueda! Cabalgad por todo lolargo y ancho de este mundo, haordenado el rey, hasta dondequiera queel camino os lleve. Dioses del cielo, hapasado mucho tiempo desde que todosíbamos en pos de aventuras, caballerosandantes en busca de hazañas. —De

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nuevo sonriente, dio una palmada en elhombro a Bors—. No temáis a nada, hadicho el rey. Arriesgadlo todo. Dios osprotegerá hagáis lo que hagáis.

Bors habría gritado de ira.Sagramore era un necio. El rey no habíadicho nada parecido. Abrió la bocadispuesto a contradecirlo cuando depronto un alboroto en el pasillo atrajotodas las miradas. Frente a lashabitaciones compartidas por loshermanos de las Orcadas, un grupo decriados se dispersaba para escapar de laira de Gawain, que se abría paso entreellos repartiendo golpes a diestra ysiniestra y bramando como un toro

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herido.—He dicho que partiremos,

Agravaine, y eso significa que ha de seresta misma noche.

Agravaine lo seguía, y su tranquilarespuesta semejó la viva imagen de lasensatez.

—Sólo os he preguntado adondeiremos, hermano. Quizá sería mejoraguardar hasta mañana al amanecer.

La voz de Gawain rayaba en unalarido.

—¿Acaso estáis sordo? Gareth,bajad a los establos y aseguraos de quelos caballos están en condiciones.Saldremos esta noche. Gaheris

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supervisad las tareas de los pajes, y vos,Agravaine, ocupaos de los escuderos.¡Id ya! ¡Todos!

Saludando a los caballeros al pasar,los orcadianos recorrieron el pasillo ydesaparecieron. Bors los observóalejarse, profundamente enojado. Entodas las habitaciones veía a losocupantes prepararse para la marcha oinmóviles entre sus efectos sin saber quéhacer.

Mirando alrededor, Bors apenaspudo contener la tristeza que rezumabade su alma. ¿Todos los caballeros avagar por los caminos? ¿De quéserviría? Por una puerta, vio a Kay,

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Lucan y Bedivere, los tres con lascabezas muy juntas en seriadeliberación, y por otra a algunos de losjóvenes caballeros que asistían aMordred, absortos también en suconversación. Bors rió con amargura.Allí estaba Dinant, siempre presto a laaventura sin darse cuenta de que habíaolvidado hacía tiempo cuál era elpropósito de una aventura; a juzgar porel brillo de sus ojos, no iría más allá dela primera venta relativamente alejada,donde una mugrienta tabernera abriríapara él sus descarnados muslos y leofrecería lo que no podía obtener en lacorte. En la habitación contigua Tor,

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impasible, guardaba sus austerospertrechos en una gastada bolsa de piel.

Tor percibió la mirada de Bors yalzó la vista.

—Me voy, sí, de regreso a la costasajona. —Movió su cabeza gris en ungesto de desolación—. No entiendo aqué viene tanta palabrería sobre labúsqueda del Grial en los viajes aTierra Santa cuando tenemos trabajo desobra, auténtico trabajo, para mantener araya a los noruegos. —Señaló con elmentón a un grupo de caballeros jóvenesque entraba en ese momento—. Meacompañan unos cuantos muchachos. Notodos piensan marchar tras los pasos de

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Galahad.Bors siguió adelante. Tor tenía

razón. Pero adondequiera que fueran lahermandad de la Tabla Redonda sedispersaría.

‡ ‡ ‡

—¿Ginebra?—Sí, Arturo, todavía estoy aquí.La luz se desvanecía en los

aposentos del rey, y Arturo, sumido enla mayor tristeza, permanecía encorvadosobre un débil fuego. Era un atardecerde junio húmedo pero no cálido, y bajosus pies las losas exudaban gotas de

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agua. Los criados se habían retirado pororden de Arturo, y él y Ginebramantenían un silencio que se prolongabaya desde hacía casi una hora. En ellejano horizonte el sol se ponía enmedio de un resplandor de peltre y oro,pero en la cámara real la penumbra sehabía hecho más densa, y Ginebra yasólo veía la silueta del enorme cuerpode Arturo. Deseaba quedarse a solaspara curarse las heridas y su ira contraArturo era indescriptible, pero no podíadejarlo solo en aquel estado.

Se levantó y encendió una vela.Arturo se estremecía como un hombre apunto de morir de frío. Se acercó a una

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mesa y le sirvió un ponche parareanimarlo. Tras volver a su silla, seobligó a acariciarle la mano. Al hacerlo,no obstante, su corazón protestó de talmodo que pensó que él lo oiría. Te hatraicionado, ¿y tú has de ofrecerleconsuelo?, se dijo. Pretendía entregarlas reliquias a los cristianos, ¿y tú debescumplir con tus obligaciones ypermanecer a su lado como la máshumilde criada?

—¿Por qué, Ginebra? —musitóArturo lánguidamente—. ¿Por qué se hapartido la Tabla Redonda?

—Porque pertenecía a la Diosa —respondió ella, pensando: Arturo,

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Arturo, ¿de verdad es necesario que teexplique esto?—. Y Galahad haintentado reclamarla para su Dioscristiano.

Arturo alzó la cabeza.—Y Mordred también ha sido

rechazado, arrojado al suelo. —Miró aGinebra con cara de impotencia—. ¿Hasido fruto de mi locura, la vanidad de unpadre, pensar que Mordred estabadestinado al Asiento Peligroso?

Ginebra tardó unos segundos enresponder. Pese a la rabia, no queríaacrecentar el dolor de Arturo.

—Mordred no es un caballero sinpar. Ahora lo sabemos.

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—Y Galahad sí lo es. —Arturoesbozó una triste sonrisa—. PeroLanzarote, claro está, es el mejorcaballero del mundo. Es lapersonificación misma del honor. Jamáscausaría un agravio.

—No —contestó Ginebra, pensando:Diosa, Madre, dame fuerzas para resistiresto.

—Así pues, no es extraño que suhijo sea también extraordinario.

—Galahad es aún muy joven. No hatenido que superar ninguna prueba. —Procuró que su voz no traslucierahostilidad—. Aún está por verse sirealmente es extraordinario o no.

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—Pero la idea de la búsqueda hasido toda una inspiración —declaróArturo con fervor—. Eso debéisadmitirlo. —Tomó un largo trago deaquel ponche de color rubí, y la vidaempezó a volver gradualmente a sudesolado rostro.

—Arturo —dijo Ginebra,esforzándose por conservar la calma—,¿sois consciente de que cuando loscaballeros se hallen dispersos por elmundo se habrá terminado para siemprela hermandad de la Tabla Redonda?

—Después de lo que hemos vistohoy, Ginebra, ¿aún os corroe la duda?—La voz de Arturo recobraba ya su

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habitual energía—. ¿No es asombrosoque Lanzarote tenga un hijo? —En lamirada de Arturo apareció unaexpresión que Ginebra apenas pudosoportar—. ¡Y además una amantesecreta! —Rió con sorna como solíanhacer los hombres al referirse a talescuestiones—. ¡La princesa del Grial!Por lo visto, estaba destinado a la unióncon Elaine. ¿Recordáis que en unaocasión hablamos de enlazarlos enmatrimonio? A vos no os gustó la ideapor aquel entonces, pero es obvio queLanzarote tomó cartas en el asunto. Enfin, es una hermosa mujer, eso no admitedisputa.

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Diosa, Madre, ¿por qué me torturáisasí?, imploró Ginebra, clavándose lasuñas en las palmas de las manos.

—Arturo, ése es un asunto que nonos atañe.

—¡Claro que nos atañe! —Arturo seinclinó hacia ella con actitud apremiante—. Debes ver la mano de Dios en todoesto. Galahad encontrará el Grial, nos lohan asegurado.

—¡Nos lo han asegurado loscristianos!

—Naturalmente —replicó Arturo,sorprendido—. Y los caballerosregresarán purificados por la sagradabúsqueda. Llegado ese momento, con la

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Tabla Redonda renovada…—Pero, Arturo, ¿qué posibilidad

existe de que eso ocurra? No hay talGrial. Si acaso hemos visto algo, eranlas reliquias de la Diosa.

Arturo desplegó una sabia sonrisa.—Cada cual ha visto lo que quería

ver, Ginebra, y eso no podéis negarlo.—Y la Tabla Redonda no puede

renovarse mediante la búsqueda —insistió Ginebra, furiosa.

—¿Qué queréis decir? —atajóArturo con aspereza, levantando lacabeza.

—Arturo, la Tabla se ha roto.Nunca…

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—¿No recordáis, Ginebra? —preguntó Arturo, alzando la mano con ellento ademán de quien acaba de realizarun descubrimiento—. La mesa ya habíacrujido antes, el día que Agravaine fuearmado caballero.

Ginebra respiró hondo.—Sí, es cierto —respondió

pausadamente—. Pero aquella vez sólose tambaleó sobre los caballetes y nosufrió daño alguno. Fue muy distinto. —Se cubrió los ojos con la mano.

¿Por qué se ha roto la mesa?, mepregunta. ¿Cómo es posible que nosienta este mismo dolor, este hondopesar? Dioses del cielo, ¿acaso le han

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sorbido el seso los cristianos?—¡Pero puede repararse! —exclamó

Arturo efusivamente—. Haremos veniral mejor carpintero del reino, y laarreglará en un abrir y cerrar de ojos.Entonces tendremos el Grial, nuestroscaballeros se habrán regenerado, yestaremos preparados para la mayoraventura de todas.

—Arturo… —musitó Ginebra con elcorazón helado.

Él prosiguió sin escucharla, el rostroiluminado por un vivo resplandor, elcolosal puño cerrado.

—¿Recordáis lo que os decía antesrespecto a Mordred?

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—¡Mordred! Dioses del cielo, mehabía olvidado de él. Debemos enviar aalguien para ver cómo se encuentra.

—No es necesario. —Arturo movióla cabeza en un confiado gesto denegación—. Está en compañía de suscaballeros. Dejémoslo en paz. Losjóvenes prefieren estar solos. Porsupuesto, Mordred no emprenderá viajepara participar en la búsqueda.

—¿Por qué no, Arturo? Sin duda éldeseará ir.

Arturo la miró con expresiónausente.

—No puede ir, Ginebra. Lo necesitoaquí. Además, tengo otros planes para

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él. No, él y yo partiremos cuando labúsqueda del Grial concluya con éxito, ylevantaremos un imperio que cualquierhijo heredaría con orgullo.

Mordred no es mi hijo, Arturo,pensó Ginebra con renacido dolor. Perola asaltó una convicción más profundaque todas las demás.

—Esto es el final de la TablaRedonda, Arturo, ¿no os dais cuenta?

—No, Ginebra, no es así —replicócon manifiesta euforia a la par queapuraba su copa—. A decir verdad, creoque estáis muy equivocada. La TablaRedonda tendrá un nuevo cometido:existirá para mayor gloria de Dios. Una

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vez arreglada y restaurada, será mássólida que antes. Nadie se acordará delas antiguas proezas de los caballeros dela Tabla Redonda cuando Mordred seael soberano de un reino que se extenderádesde aquí hasta Roma y un nuevoCamelot inicie la era de Cristo.

Arturo, Arturo…Ginebra ya no podía hacer más que

llorar. Se puso en pie, consciente de quehabía cumplido ya con su deber, almenos por aquel día. Arturo se habíaabismado en su propio mundo, y cuandoella se despidió, él apenas advirtió quese marchaba.

Resueltamente, salió al aire

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nocturno. Era hora de atender suspropias preocupaciones. Debo ver aLanzarote, era la idea fija que resonabaen su mente. Pero ¿qué puedo decirle?¿Qué puede decirme él a mí? Despuésde todo lo que ha sucedido, después detodo lo que ha salido a la luz… Lainvadió un súbito temor a verlo denuevo. Aun así, debía hacerlo. Debíaregresar a sus aposentos, donde él laaguardaba. Poco a poco, su maltrechamente se centró otra vez en Lanzarote, ysus ansias de estar con él crecieron acada paso. Debe de haber alguna razónpara esto. Las acciones de los Grandestienen siempre un propósito. Me

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traicionó porque fue víctima de unengaño. Por sí solo nunca habría elegidoa una horrenda muchacha como esa. Loamo desde hace mucho tiempo, y nopuedo abandonarlo ahora. Si es capaz devolver a despertar mi amor y miconfianza, Diosa, Madre, ayudadme aperdonar. No lloraría, no mientrasquedara un rayo de esperanza. En elfirmamento, Venus se elevaba al oeste.Ginebra contempló por un instante laestrella del amor y siguió adelante condeterminación, cruzando el patio bajo elcrepúsculo. Y alrededor los fantasmasdel dolor y la angustia se regodearon ybailaron sobre su cabeza, riéndose de

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los horrores que se avecinaban.

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CAPÍTULO 16

os hilos morados delcrepúsculo se entretejieronen el cielo dorado paracrear un anochecer perfectosobre Camelot. En losaposentos de los invitados,el rey Pelles se mecíasobre los talones yexaminaba su obra. Sí, sin

duda Galahad cumpliría las expectativaspuestas en él.

En el mirador, Elaine rezabaarrodillada por el éxito de la sagrada

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búsqueda. Si alguna que otra lágrimaescapó de sus ojos firmemente cerrados,el rey Pelles no lo notó ni le importaba.Su hija le traía ya sin cuidado. Con laayuda de la vieja y encorvada damaBrisein, Pelles había convertido a sunieto en un milagro digno de admiración.Desechando a los criados, habíapreparado él mismo al muchacho.

En ese instante Galahad, alto yerguido, resplandecía cubierto de mallaplateada de la cabeza a los pies.Llevaba una cruz de plata bordada en eljubón blanco, y otra dorada de mayortamaño adornaba su escudo. Con subrazo izquierdo flexionado, sujetaba

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contra el cuerpo un casco de plata conun alto penacho, y con la otra manoenguantada empuñaba una estilizadaespada de oro.

—¡El guerrero virgen hechorealidad! —musitó Pelles, extasiado.Alzó los puños al cielo—. ¡Tuyo es,Dios Padre! ¡Haz con él lo que desees!

Galahad inclinó cortésmente lacabeza. Pero si alguien hubieraobservado su mirada con atención,habría advertido indicios deincertidumbre e incluso miedo.

—Hágase la voluntad de Dios —dijo.

—Arrodillaos —ordenó el anciano

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con tono perentorio.Galahad se postró ante él. Su

perlada mata de pelo cayó sobre surostro, y el rey apoyó ambas manossobre su cabeza gacha.

—Marchad en el nombre de Dios —declamó Pelles, cerrando los ojos—.Recorred el camino de la verdad y lavida aunque os guíe hasta el SantoSepulcro. Hallad y traed el Grial. Yentonces habréis realizado vuestramisión en la vida.

—Amén.El muchacho cogió la mano de su

abuelo y se la llevó a los labios. En elmirador, Elaine seguía absorta en sus

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plegarias. Galahad se acercó a ella paradespedirse.

—¿Madre?Elaine alzó la vista y contempló a

Galahad.—¿Os vais ya?—La hora ha llegado. —Galahad

inclinó la cabeza y la miró con unasonrisa de esperanza—. Madre, dadmevuestra bendición. —Volviéndose haciael rey Pelles, dijo—: Cuidad de ella, miseñor, os lo ruego.

—Yo… —empezó a decir Elaine,pero la pena le impidió hablar.

¿Era aquel el gran momento que supadre venía anunciándole entre

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promesas y amenazas desde hacía tantosaños? ¿Se reducía a ver marchar a suhijo sin saber siquiera adonde? ¿El hijoque en realidad apenas podía considerarsuyo, el niño que habían apartado deella nada más nacer y moldeado como aun árbol joven a voluntad de su abuelo?

—Elaine…Percibió una vez más el peso

amenazador del descontento de su padre.Su tierna carne se estremeció, y graciasa años y años de severa disciplina logrópor fin reunir valor para hablar.

—Yo os bendigo, hijo mío. Misoraciones os acompañarán día y nochedondequiera que estéis.

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—Adiós, mi señora.—Dios esté con vos, Galahad.Ya de pie, Elaine dio un paso al

frente para abrazarlo, pero la cota demalla y el jubón de lino teñido leimpidieron estrecharlo entre sus brazos.Optó, pues, por darle la mano y rozar sumejilla con un frío beso. Galahad sepuso tenso, y su madre no adivinó queanhelaba su contacto como un niñofamélico ansía alimento. De inmediatoel rey Pelles, aferrándolo, lo apartó deElaine, y las esperanzas de ella sedesvanecieron en su pobre y sedientocorazón casi antes de haber nacido.

—¡Ya está bien, ya está bien! —

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exclamó el rey Pelles, irritado—. Eshora de partir, muchacho. No hay tiempoque perder. Los hombres os prepararánel lugar de acampada para esta nochepero, aun así, debéis poneros ya enmarcha.

—Con vuestro premiso, mi señor —dijo Galahad, alzando una blanca mano—, prefiero viajar sin la guardia. Sonhombres con esposas e hijos, y no deseoponer sus vidas en peligro. No necesitodejar viudas y huérfanos a aquellos dequienes habrían de separarse. Ningúnsoldado acompañó a nuestro Señor en surecorrido.

—¿Cómo? Eso es un disparate, hijo.

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No lo consentiré. Los hombres irán convos.

Elaine notó un nudo en el estómago.Su padre había montado en cólera, y ellapagaría los platos rotos.

—Si no queréis pensar en ellos —insistió Galahad sin titubeos—, pensaden la propia búsqueda. Para hallar elGrial, un hombre debe estar libre depecado, y ha de evitar asimismo versemancillado por los actos de los demás.Los hombres de la guardia son simpleshijos de Eva. No podría exigir a misacompañantes en la búsqueda una purezade la que carecen.

—¿Eso creéis? Permitidme que os

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diga…Elaine percibió la tensión en la voz

de su padre al tragarse la ira yprepararse para contraatacar.

De nuevo la voz vibrante de Galahadrasgó el aire como el tañido de unacampana.

—Mi señor, sólo digo la verdad.—¿Me estáis desafiando? —bramó

Pelles.La límpida mirada de Galahad

pareció traspasar al colérico anciano.—Sois mi abuelo y mi rey —declaró

sin una sola arruga de inquietud en lafrente—. Si me ordenáis que parta conla guardia, obedeceré. Pero una vez en

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el camino seré dueño de mis pasos enesta búsqueda, y entonces les mandaréque regresen de inmediato. —Sonrió conexpresión serena—. Decidme, pues, cuáles vuestra voluntad, mi señor.

—Joven…Con amenazas e intentos de

intimidación, el rey Pelles acompañó asu nieto hasta la puerta. Pero Elainesabía que, por más que vociferase, nolograría imponer sus deseos a Galahad.Por primera vez en su vida, el rey Pelleshabía encontrado la horma de su zapato.Galahad no renunciaría a su genuinosentido de la caballería. Y Pelles, por suparte, no era hombre que encajara bien

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la derrota. Perdonaría al hijo del Grial,pero no a ella. El delicado ser interiorde Elaine se encogió de miedo ante lanoche que le esperaba. En cuantoGalahad se marchara, su padre daríarienda suelta a su ira.

Una lágrima de impotencia resbalópor su mejilla. Deseaba morir, estarmuerta, ser ya un montón de huesosblanqueados y un rizo de cabellosrubios. Él no había acudido a verla, nola había mirado siquiera…

—Lloráis la ausencia de sirLanzarote.

Era la dama Brisein quien,súbitamente rejuvenecida y llena de

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vida, había hablado junto a Elaine.¿Cómo era posible que se reavivara deaquel modo cuando otras veces era uncascarón vacío y reseco? Elaine estabaya acostumbrada a ese enigma y no leconcedía importancia. Sin podercontenerse más, rompió a llorar alágrima viva.

—Sí —musitó, convertida su almaen un tumulto de dolor.

La dama Brisein fijó en ella suhipnótica mirada.

—Teníais la esperanza de que osamara y volviera a vuestro lado al veroscon el velo y el vestido blanco —prosiguió la voz, vieja y joven al mismo

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tiempo.—Sí —respondió Elaine con un

susurro no más audible que la caída deuna hoja seca.

—Y en lugar de eso os ha ignoradopara conceder sus atenciones a la reina.

—¡Lanzarote la ama! —exclamóElaine con el corazón ardiendo—. Y esvieja. Pasa ya de los cuarenta, prontocumplirá los cincuenta.

—Pero Lanzarote la ha preferido avos. —Las palabras de Brisein erancomo cuchilladas en el corazón heridode Elaine—. Os ha engañado pese a quele disteis un hijo, el hijo del Grial.

Incapaz ya de articular palabra, la

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princesa sólo pudo asentir con lacabeza.

La anciana apretó sus labiosmorados.

—Pero todavía deseáis verlo, yqueréis también que vea y reconozca asu hijo. —La cascada voz de Brisein eraun murmullo cautivador—. Queréisabrazar de nuevo a vuestro caballero.

Elaine apenas podía respirar.—Aunque sólo fuera una vez…—Posiblemente no tendremos más

ocasión que esta —susurró la anciana—.Todos los hombres obran con falsedad.—Sus ojos parecían manchas de tinta—.Pero dejadlo en mis manos, mi querida

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señora, dejad en mis manos a vuestrofalso caballero.

‡ ‡ ‡

No vendrá.Durante las horas de espera en los

aposentos de Ginebra, Lanzarote habíaabrigado esa sospecha un centenar deveces, descartándola de inmediato comotemor infundado, indigno de la confianzaque la reina había depositado en él. Perode pronto supo con certeza que susesperanzas eran vanas. Fuera cual fueseel motivo que la entretenía en compañíadel rey, no acudiría.

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Por indicación de Ina, los criadosentraban velas en la antecámara ypreparaban el fuego. De repente losaposentos de la reina se le antojaronfríos y oscuros, muy distintos de laestancia cálida y bien iluminada quehabía llegado a amar. La doncella seacercó a él para rogarle que se quedaray ofrecerle un refrigerio, como habíahecho ya en incontables ocasiones. Conunas breves palabras de agradecimientoy despedida, Lanzarote se marchóapresuradamente.

De pronto maldecía cada segundoque había pasado ocioso, contemplandoel anochecer, en la cámara vacía. El

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muchacho. Debía ver al muchacho.Pero primero… Apretando el paso,

recorrió tan deprisa como pudo losinterminables pasillos y atravesó patiosy claustros abarrotados de gente. Desdepríncipes hasta lacayos, todos hablabanmaravillados de los sucesos del día.Allí por donde pasaba, Lanzaroteadvertía sonrisas de complicidad,algunas disimuladas, otras sin el menorrecato, y oía los comentarios deaquellos que no se molestaban enocultarle sus opiniones.

—¡Un hijo!—Sí, doce o quince años, quizá más.—Y un nido de amor, ¿no?

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—Una bella mujer escondida en lastierras del norte…

Tuvo ganas de vomitar. Deseó matara Elaine. ¡Cómo podía haber caído ensemejante trampa! Se consumía devergüenza, invadido por un profundosentimiento de íntima violación. Estomismo deben de padecer las mujerescuando son forzadas, pensó de pronto.

En la siguiente esquina, varioshombres de armas allí reunidos seirguieron en actitud de respeto cuando lovieron aparecer. Pero Lanzarote reparóen la expresión de sus miradas y sesintió sucio. ¿Se libraría algún día deaquella untuosa actitud de unos hombres

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que se complacían en la lascivia a costade otro?

El aire fresco del anochecer fue encierto modo un bálsamo para su alma.En torno a las murallas, las rosas dejunio desprendían el dulce aroma de suscorazones en el crepúsculo. El delicadoaroma de las madreselvas silvestresflotaba desde el bosque y los pájarosvolvían a sus nidos. Cuando cayera lanoche, los jóvenes amantes de Camelotaprovecharían la acogedora oscuridadpara escabullirse y vagar por las verdescolinas y hondonadas dondedeambulaban los seres fantásticos. Unavez más se sintió herido en lo más vivo

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por su cruel destino. Siendo tan hermosala naturaleza en su conjunto, y él eracriatura horrenda en el mundo.

En el ala opuesta del palacio, losaposentos de los caballeros se hallabanvacíos y a oscuras, y el abrumadoespíritu de Lanzarote volvió a hundirsede nuevo. ¿Se habían marchado sin él?¿Dónde podían estar? Al borde de ladesesperación, corrió por el pasillocentral hasta la pequeña cámara deparedes blancas situada al final. Allí,sentados en la penumbra, estaban Bors yLionel, sentados con visible desánimoen el borde de la estrecha cama deLanzarote, Bors con la cabeza entre las

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manos y Lionel con la mirada perdida.Junto a ellos, en el suelo, reposaban lasalforjas, ya preparadas, y las espadas ylanzas aguardaban apoyadas contra lapared al lado de la puerta.Desconcertados y serios, se volvieronhacia Lanzarote cuando entró, y él vioincertidumbre y temor en sus miradas.

La vergüenza y la rabia desgarróotra vez su corazón.

—Me alegro de encontraros aquí —logró decir Lanzarote.

¿Dónde íbamos a estar?, dio aentender Bors con un gesto de tristeza ydesconfianza.

Lanzarote reunió fuerzas para hablar.

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—Nos uniremos a la búsqueda.Partiremos esta noche.

Bors apretó los labios. Deseórecordarle que debía de estar demasiadocansado después del viaje de ida yvuelta a Corbenic para salir esa mismanoche, pero las palabras se ahogaron ensu garganta.

Lionel miró a Bors y luego,volviéndose hacia Lanzarote, asintió conla cabeza.

—Muy bien.—Vosotros os adelantaréis —

prosiguió Lanzarote—. Yo he de acudiral lado de la reina.

La reina.

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Siempre la reina.¡Cómo no!Bors, entumecido, se puso en pie.—¿Os ha ordenado que os quedéis?Lanzarote procuró que el

resentimiento no se reflejara en su voz.—He esperado, pero aún no la he

visto. He venido a buscaros porque elmuchacho debe de estar ya en camino, ytenéis que cabalgar con él.

—¿Con el muchacho? —preguntóBors, simulando no comprenderlo—.¿Con el joven Galahad, queréis decir?

Lanzarote miró a Bors a los ojos.—Con Galahad, sí, mi hijo.Se produjo un silencio que ninguno

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de ellos sabía cómo romper. Lanzarotesintió un vivo escozor en la garganta ylos ojos.

—Os juro que ignoraba su existencia—dijo por fin con voz ronca—. Másaún, no conocía a su madre en el sentidoque muchos piensan.

Los dos primos lo observaban comohalcones.

—Cuando os conté lo ocurrido enCorbenic… —Lanzarote se interrumpió—. Os conté las cosas tal como fueron.—Se dio media vuelta y cerró los puñosen un gesto de rabia—. ¡No os mentí!

La clara piel de Lionel se sonrojóhasta las raíces del cabello.

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—Nunca lo hemos puesto en duda —repuso, indignado.

Bors tendió una mano y la apoyó enel brazo de Lanzarote.

—Pero ahora el muchacho está aquí—prosiguió Lanzarote con esfuerzo—.He de cuidar de él. He de ayudarlo.

Bors no pudo contenerse.—¿Y qué dirá la reina acerca de

eso? Os separáis de ella para emprenderla búsqueda con el hijo de su rival, paraayudar a los cristianos a conseguir elGrial.

—¡El Grial no existe! —replicóLanzarote con los labios casi inmóvilespor la tensión—. No como lo conciben

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los cristianos. No está al alcance de susmentes comprender lo que en realidades. Nunca lo encontrarán, así que ayudaral muchacho no es una traición a lareina. Y es mi obligación velar por laseguridad de mi hijo.

Lanzando una mirada a Bors, Lioneldio un paso al frente.

—¡Claro que es vuestra obligación!Basta con que nos digáis qué podemoshacer por Galahad.

La boca de Lanzarote se contrajo enun espasmo de impotente lástima.

—Por lo visto, está decidido a partiren busca del Grial. Pero es muy joven, ysi vaga solo por los caminos…

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—¡Él solo por esos caminos llenosde forajidos y vagabundos, decaballeros deshonestos y gentes aúnpeores! —exclamó Bors, moviendo lacabeza en un furioso gesto dedesesperación.

—Es una locura —afirmó Lionel,sonrojándose de nuevo—. Dioses delcielo, ¿en qué está pensando el reyPelles?

—Debemos protegerlo —insistióLanzarote en un susurro—. Es mi hijo.—Una breve sonrisa de vergüenza sedibujó en sus labios—. Vuestro sobrino.Un muchacho de nuestra misma sangre.¿Iréis con él?

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En el posterior silencio Bors tuvo lasensación de que su mundo setambaleaba y oyó una nueva llamadaprocedente de más allá del plano astral.En el fondo de su corazón habríapreferido estar emparentado concualquier otra criatura de la tierra.¿Debía asumir una carga que su almaleal le obligaría a llevar sobre loshombros por el resto de sus días? Miróa Lionel, que asintió con la cabeza.Logró esbozar una sonrisa.

—Muy bien, pues. Iremos.Lanzarote notó que los ojos se le

anegaban en lágrimas.—Bajemos al patio antes de que se

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hayan marchado todos.Bors cuadró los hombros.—¿Partimos, pues, con Galahad?Lanzarote se sintió henchido de un

fervor que nunca antes habíaexperimentado.

—Y defendedlo de cualquier peligrocon vuestras propias vidas.

Lionel sonrió con tristeza.—Bien sabéis que así lo haremos.—¿Y vos, Lanzarote? —Bors

respiró hondo. Tenía los nervios a florde piel. ¿Veréis a la madre delmuchacho?, deseaba preguntar. ¿Y a suabuelo, el viejo rey loco? ¿Cuántotiempo más aguardaréis a la reina? ¿Os

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tendrá esperando hasta que os arrastréisante ella? ¿Qué ocurre, Lanzarote? Peronada de eso podía plantearseabiertamente. Por fin dijo—: ¿Cuándovendréis tras nuestros pasos?

Lanzarote volvió la cabeza.—No lo sé. He de ver a la reina.

Cree que le mentí y la traicioné, y no meperdonará.

Sí, sí os perdonará, aseveró lainsidiosa voz interior de Bors. Osperdonará porque nunca hallará otrocaballero igual. Pero sorprendió aLionel mirándolo y supo que su hermanomenor le adivinaba el pensamiento. Nosin esfuerzo, dominó su ira.

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—Os perdonará —se limitó a decir.—No. No después de haberla

traicionado el rey con Morgana, quientuvo también un hijo, mientras que miseñora perdió a Amir, y ahora yo tengoun hijo.

El recuerdo del dolor de Ginebra leresultó casi insoportable. Dolor y másdolor. ¿Cuándo terminaría? Cerró losojos y ya no pudo contener las lágrimaspor más tiempo.

—Quiero hablar con mi hijo, aunquesólo sea un momento.

—Venid, pues. —Bors se acercó aél y lo cogió del brazo con delicadeza—. Bajemos al patio —dijo con firmeza

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— y conozcamos a nuestro jovenpariente. —Con los ojos empañados,sonrió a Lionel—. Y luego, hermano,partiremos en busca del Grial.

‡ ‡ ‡

La guardia de los aposentos de la reinaabrió las enormes puertas de par en par.Ginebra entró presurosa en su santuarioy se le encogió el corazón. Miróalrededor, obligándose a conservar lacalma, cegada por el dolor.

—Ina, ¿dónde está Lanzarote?Con profundas arrugas de pesar en el

pequeño rostro, la doncella se

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aproximó.—Se ha marchado hace apenas unos

instantes, señora.—¿Se ha marchado?Ginebra se llevó los nudillos a la

boca y ahogó un aullido inhumano.Diosa, Madre, ¿cuál ha sido mi pecado?¿Por qué he de sufrir de este modo?

Lágrimas de compasión empañaronlos ojos de Ina.

—Señora, os ha esperado aquídurante todo el tiempo que habéispasado con el rey.

Ginebra sintió una punzada en lacabeza y se quitó la corona.

—¿Por qué no se ha quedado?

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—Los caballeros parten ya, señora.Probablemente deseaba ver a su hijo.

—¡Su hijo! —Repitió las palabrasde Ina como un cuervo de mal agüero—.Sí, su hijo. —Rompió a llorar—. Metraicionó, Ina.

—No, señora, seguramente no —repuso Ina, incapaz de renunciar a su feen Lanzarote.

—¡Sí! —exclamó Ginebra—. Igualque antes me traicionó Arturo.

—Debe de haber una explicación.—¿Qué explicación podría haber? Y

además me ha tenido engañada durantetodos estos años.

—No os atormentéis, señora.

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—Es él quien me atormenta. Quisoconvencerme con ese estúpido pretextodel sueño. Y yo le creí. ¿Ha existido unamujer más necia que yo?

Se paseó por la cámara abriendo ycerrando los puños. Es un hombredespreciable, Ina, un vulgarrompecorazones. Es el hombre más vilde la tierra. Por mí, ya puede emprenderesa búsqueda. No quiero volver a verlomás.

Nunca más.Tuvo la sensación de que el espíritu

se le partía en dos, y se apoyó en ladoncella para no desplomarse.

—Ina, Ina, tengo que verle. Manda a

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alguien a por él. No, mejor ve tú misma.Tráelo aquí. Enloqueceré si no le veoesta noche.

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CAPÍTULO 17

n Camelot, el atardecer diopaso a un crepúsculoplateado a medio caminoentre la noche y el día.Junto a los establos, Kay,Bedivere y Lucanobservaban en silencio alos otros caballerosmientras partían. Tras una

larga y tensa discusión en los aposentosde los caballeros, seguían sin saber quéhacer. Pero viendo a quienes marchaban,rebosantes de entusiasmo pese a no tener

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aún una clara idea de adonde irían nipor qué, llegaron a la conclusión de quehabía sido sensato esperar.

Al menos hasta que pudieranentrevistarse con el rey. Pero ¿sabía elpropio Arturo lo que quería hacer?

Kay dejó escapar un gemido y searrebujó bien con la capa. El anochecerera menos frío de lo que cabía prever unrato antes y había gran bullicio yalgarabía. Los braseros de las herreríasresplandecían y crepitaban mientrasgrupos de muchachos accionabanvigorosamente los fuelles para mantenerel calor, y las llamas iluminaban elcielo. Los sudorosos y esforzados

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herreros martillaban y herraban, y acada golpe sobre el metal un surtidor dechispas salpicaba el pelaje de loscaballos, mezclándose en el aire el oloracre del pelo de caballo chamuscadocon el aroma dulzón de la paja y el henode los establos. Grandes montones deboñigas daban fe de la febril actividadque se desarrollaba en el patio, y lasenormes bestias piafaban nerviosas,resistiéndose a los mozos de cuadracuando intentaban embridarlas yajustarles las cinchas. Kay advirtió undestello de aprobación en los ojos deLucan y supo que su compañero ardía endeseos de hacerse al camino. Pero el sol

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ya se había puesto, empezaba a notarseel relente, y a Kay le atraía menos quenunca pasar una noche en el duro suelo.Frotándose disimuladamente la piernamaltrecha, Kay ignoraba si padecía unaenfermedad del cuerpo o el alma.

—Dioses del cielo —masculló—,soy demasiado viejo para estas cosas.

Bedivere rió con tristeza.—A decir verdad, todos lo somos.Lucan recordó el ingrato y reciente

descubrimiento de que mechones deplata invadían sus cabellos de color rojodorado.

—Hablad por vosotros —protestó,quizá con mayor efusividad de la

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necesaria. Señaló a los caballerosprestos para la marcha—. Podemoscompetir con cualquiera de ellos.Culminaríamos felizmente estabúsqueda.

—Gracias por incluirme en vuestrajactancia —saltó Kay, su rostro cetrinoencendido de ira y pesar—, pero si nosvamos, ¿quién defenderá al rey? —En unademán de desdén, apuntó con el dedo aSagramore, que resoplaba ydespotricaba mientras su paje y suescudero lo ayudaban a montar junto consu carga—. Cuando estos imbéciles sehayan marchado, ¿quién quedará aquí?

—Nosotros, no temáis —repuso

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Lucan. Con resolución, cerró su mente alos sueños de gloria y el nostálgicorecuerdo de sus ya lejanos días deandanzas por los caminos—. Nuestrositio está al lado del rey.

—Permaneceremos a su lado —declaró Bedivere parcamente.

Hasta la muerte, era el pensamientoque los tres compartían.

Fue Lucan el primero en romper elsilencio.

—Y no todas las teas se dirigenhacia el camino —dijo, señalando conun elocuente gesto hacia el extremoopuesto del patio, donde una docena decaballeros jóvenes contemplaban con

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tensa atención a quienes partían. Ajuzgar por sus burlonas sonrisas y pococonvincente jocosidad, se debatían entreel regocijo y la envidia mientras, unotras otro, los demás caballeros montabany emprendían la marcha con los escudoscolgados de los caballos y los vistososestandartes desplegados. Sin ocultar sudesprecio, Lucan añadió—: Loscompinches de Mordred. No se irán sinél.

—Y el rey no lo dejará marchar —completó Kay—. Menos aún ahora quese va todo el mundo y él se queda aquísolo.

—¿Y Lanzarote? —dijo Bedivere—.

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¿Qué hará?Kay volvió la cabeza.—Probablemente tendremos ocasión

de preguntárselo —comentó Kay contono sarcástico, recorriendo el patio conla mirada—. Pronto aparecerá por aquípara sumarse a la calurosa despedida.

Cerca del arco que daba acceso a lapuerta del castillo, Galahad aguardabasereno mientras el rey Pelleszascandileaba alrededor como laencarnación misma del desasosiego. Asu derecha se hallaban los hombres dearmas del rey, sirviéndole con laimperturbable aceptación de quienesnunca tienen que tomar decisiones sobre

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su destino. Frente a ellos, el padre abady el legado pontificio esperaban elmomento de bendecir la búsqueda.Paseándose entre ellos de un lado a otro,el rey Pelles parecía tan agitado comouna avispa furiosa.

Bajo la mirada atenta del anciano,los pertrechos de Galahad erancomprobados una y otra vez. Rehusandolos ofrecimientos de los mozos decuadra, Pelles tiraba compulsivamentedel arnés y las alforjas, descargaba yvolvía a cargar el contenido,desenvainaba espadas y dagas paraexaminarlas y las metía de nuevo en susfundas. Incluso el enorme corcel gris,

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soportando el retraso con la mismapaciencia que su amo, tuvo quesometerse por enésima vez a laminuciosa inspección de ollares yorejas, patas y cascos.

Finalmente Galahad se acercó a suabuelo y le apoyó una mano en el brazo.

—Ya es hora, mi señor —anunciócon calma—. La noche se nos echaencima, y tengo un largo camino pordelante.

—¿Cómo? —prorrumpió el viejorey, agarrando a Galahad con visibledesesperación—. No, aún no estáislisto. No podéis partir.

—Ya es hora —repitió Galahad con

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una amable sonrisa.—Ya es hora, en efecto —suscribió

el legado pontificio con un gestorecriminatorio, clavando su intensamirada azul en el rey Pelles—. Hágasela voluntad del Señor. —Señalando alpadre abad, añadió—: Ahora mi colegabendecirá la búsqueda en nombre deDios.

Galahad se aproximó a ellos e hincóla rodilla en el empedrado.

—El Señor está presente en mispalabras y en la verdad de mi corazón—invocó el padre abad. Su alma alzó elvuelo y oyó todos los coros de ángeles yarcángeles, querubines y serafines,

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mientras las puertas se abrían paraanunciar la gloria venidera. Suspulmones se llenaron del dulce aroma dela gracia celestial, y supo que estaba enéxtasis—. Hijo mío, en el día de hoydesciende sobre vos el manto de paz yprotección de Dios. Vestíos la capa dela humildad y la armadura de la justicia,y el escudo del Señor os librará de todomal a lo largo de vuestro viaje. Dejadque vuestra alma encuentre solaz en elconocimiento de que cumplís la voluntadde Dios. No cejéis hasta que vuestrospasos os lleven al Santo Grial.

—Y cuando tengáis la sagradavasija de Cristo crucificado —completó

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el legado pontificio con una vozimperiosa que parecía provenir delfirmamento—, traédnosla.

—¡Amén! —exclamó el abad.—Amén —musitó Galahad con los

labios pálidos.El rey Pelles dio un brinco y se

retorció de júbilo.—¡Amén! —entonó, sacudiendo los

huesudos brazos—. ¡Amén! ¡Amén!¡Amén!

‡ ‡ ‡

No, no, mi hijo no debería postrarse antesacerdotes cristianos. Al entrar en el

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patio con Bors y Lionel, Lanzarote vio aGalahad de rodillas, rodeado dehombres vestidos de negro. El lucerovespertino teñía de oro la cabezainclinada del muchacho, y los criados yhombres de armas quedaban tenuementeiluminados por la luna naciente. Vistodesde los claustros, la escena compuestapor Galahad y quienes se hallabanalrededor parecía detenida en el tiempo,una visión bañada por la luz ambarinadel recuerdo. Lanzarote vio inclinarsesobre Galahad las siluetas envueltas enhábitos oscuros y apretó el paso.

—Ya podéis iros, señores —dijo,despidiendo a los monjes.

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Llegando hasta el centro del grupo,colocó la mano bajo el brazo deGalahad para ayudarlo a levantarse.Galahad alzó la cabeza y abrió los ojos,y Lanzarote miró a su hijo a la cara porprimera vez.

Inicialmente su cabello rubio comoel de un recién nacido, su exangüepalidez y su carne translúcida fueronpara Lanzarote como un golpe en elestómago por el extremo parecido conElaine. Sintió náuseas y deseó darsemedia vuelta. Pero enseguida percibióadoración en la mirada del muchacho ysupo sin sombra de duda que aquellosojos eran una réplica de los suyos.

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Pesares y evocaciones tan afilados comodardos le hirieron en lo más vivo. En elespejo del tiempo, Lanzarote vio laapariencia espiritual y ardorosa deGalahad y supo cómo debía de ser él ensu juventud. Con ese mismo aspecto,debió de embarcarse en su propiabúsqueda y cabalgar hasta el País delVerano para hallar a su reina. Su fe lohabía arrastrado hasta Camelot, y hastaGinebra. Henchido de amor, confianza eilusión, tal como Galahad en esemomento, se había arrodillado a los piesde la reina. ¿Acaso se había fijado ellaentonces en aquellos puntos de luz quebrillaban en las comisuras de sus labios,

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enarcándolos en un amago de sonrisa?Lanzarote se rió de sí mismo pordudarlo siquiera. Claro que se habíafijado. Ginebra lo había visto como élveía ahora a Galahad.

Excepto que…Cuando Lanzarote acudió en busca

de Ginebra, era ya un hombre hecho yderecho, aún joven, sí, pero no un niño.Había conocido ya el amor y la vida ylos placeres que la Diosa otorga. Encambio, aquel muchacho…

Aunque era cortés y se habíaeducado en los principios de lacaballería, su hijo seguía siendo un niño.Un niño ofrecido bajo juramento al

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Grial. Un sacrificio humano en el altarde su Dios.

Con un nudo en la garganta,Lanzarote se obligó a hablar.

—En cuanto a esta búsqueda… ¿oshabéis comprometido mediante algúnvoto? ¿Debéis ir a toda costa?

—Sí debo, mi señor —contestóGalahad con rostro radiante.

Lanzarote ahogó su aflicción. Asípues, su hijo se marcharía tan prontocomo había llegado, convirtiéndolo enpadre y privándolo después de supresencia. Reprimió una irónica sonrisa.A muchos caballeros, como él biensabía, les complacería que la prueba de

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una pasada indiscreción desaparecieratan fácilmente. Pero su alma se sumía enla más profunda pena sólo de pensarlo.¿Qué ocurriría si de verdad pudieraactuar como padre de este muchacho?

Lanzarote respiró hondo.—¿Nada puede persuadiros para que

os quedéis en Camelot… aunque seasólo por un tiempo?

Galahad le dirigió otraincandescente mirada.

—Nada, mi señor, pero meentristece negarme.

Lanzarote habría abierto la tierra encanal y desgarrado el cielo.

—Soy vuestro padre —dijo con la

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voz empañada, y señaló a Bors y Lionela sus espaldas—. Estos dos buenoscaballeros son vuestros parientescercanos. Su padre y el mío eranhermanos, reyes de Benoic. Si osquedarais o al menos retrasarais un pocovuestra partida —insistió, horrorizadoal percibir el sufrimiento que destilabasu propia voz—, tendríamos laoportunidad de conoceros y daros labienvenida a nuestra familia.

—¡No! —El angustiado gritosacudió el aire. Plantándose frente aLanzarote, el rey Pelles habló con vozentrecortada—. ¡No los escuchéis, hijo!Estáis consagrado a la búsqueda. Ya

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sólo por eso…—Viejo señor —atajó Lanzarote,

indignado—, quizá me calle respecto ala vileza que cometisteis conmigocuando era vuestro invitado y abusasteisde mi confianza. Pero debo censurar loque ahora estáis haciendo. No podéisllamar «hijo» a este joven. No es hijovuestro sino mío, y responderá ante mí.

—Así lo haré, padre. —La voz puray juvenil de Galahad cayó como aguafresca sobre una tierra en llamas. Elamor reflejado en su mirada era casivergonzoso, de tan desnudo y simple—.Sois mi padre y mi señor. Moriré felizsabiendo que me habéis reconocido.

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Pero si he de estar a la altura de vuestrafama y honor, no puedo incumplir unjuramento. He jurado llevar a cabo estabúsqueda desde el día en que nací.

No jurasteis vos. Otros os hicieronjurar. Y el juramento de un niño es obrade adultos, no una decisión salida de supropia alma. La vana protesta resonó enla mente de Lanzarote por un momento yluego se desvaneció. El muchacho hajurado, advirtió con apremio su vozinterior. No lo desacreditéis ahora.

—Muy bien. —Compuso elsemblante en una sonrisa—. Pero no osopondréis a la única petición de vuestropadre. Contáis aquí con dos

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inestimables parientes, sir Bors y sirLionel. Desean acompañaros en labúsqueda. Yo también me uniré a vosmás tarde.

—¡No, no! —vociferó el rey Pelles—. Muchacho, habéis dicho que iríaissolo, no lo olvidéis. Si necesitáishombres, tomad los míos, no los de él.Sois el hijo del Santo Grial.

Pero Galahad mantenía la miradafija en Lanzarote. Un resplandor vivocomo el fuego transfiguró su rostrojuvenil.

—¿Os uniréis a mí? ¿En labúsqueda?

—Lo haré.

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Galahad se volvió hacia Bors yLionel y los saludó con una humildereverencia.

—Mis señores —dijo con una vozque delataba su corta edad—, ¿meacompañaréis? No puedo expresar conpalabras lo honrado que me siento.

Bors y Lionel cruzaron una brevemirada y luego se acercaron ambos almuchacho para abrazarloafectuosamente. Junto a ellos, el reyPelles balbuceaba de rabia.

—¡No, no! ¡No son puros! No son denuestra fe. ¡Hijo, hijo!

Una intensa lástima se agitó en elcorazón de Lanzarote. Alzando la

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cabeza, examinó a los hombres del reyPelles. Al frente, sin quitar ojo aLanzarote, su capitán estaba listo pararecibir órdenes. Lanzarote lo miró a losojos.

—Escoltad al rey Pelles a susaposentos —dijo con voz serena— ydad instrucciones a los criados para queSu Majestad sea tratado con todas lasatenciones que merece. Aseguraos deque está cómodamente instalado y agusto hasta que llegue el momento deregresar a Corbenic. Si surge algúncontratiempo, acudid a mí. —Dirigió alcapitán un asomo de sonrisa—. Peroconfío en no volver a veros ni a vos ni a

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vuestros hombres.—No será necesario, mi señor —

contestó el capitán. Con actitudenérgica, hizo una seña a sus soldados.Formando un muro en torno alvociferante Pelles, se lo llevaron medioa rastras hasta perderse de vista.

Lanzarote miró de nuevo a Galahad.¡Dioses del cielo!, clamó su alma. ¿Hede separarme ya de él?

Desolado, apoyó la mano en elcuello del caballo.

—Una buena montura —comentó,notando ya crecer la distancia entre él yel muchacho, presintiendo la inminenciade un abismo de dolor, tinieblas y miedo

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—. Os llevará con paso seguro. Yvuestros parientes cabalgarán con vos,uno delante y otro detrás.

No había nada más que decir. Sinhablar, echó los brazos al cuello deGalahad. En un sombrío silencio sedespidió de Bors y Lionel. Los mozosde cuadra tenían ya a punto sus caballos.Al cabo de un momento, los tres estabanen lo alto de sus sillas y se ponían enmarcha.

—¡Adiós! —dijo con toda lapotencia de su voz.

Y los tres devolvieron el saludo, lastres voces que más amaba en el mundo.Con una sensación de desgarro nueva

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para él, los contempló alejarse.El patio de los establos estaba ya

casi vacío. Desde el rincón al que sehabían retirado, el abad y el legado loobservaron con severa expresión y semarcharon. Los últimos rezagados seapresuraron en sus preparativos yespolearon a sus monturas en pos deGalahad, Bors y Lionel, deseosos deseguir los pasos de los caballeros delSanto Grial. Los herreros y susayudantes habían desaparecido, y losmozos y palafreneros se escabullíandando gracias por poder ir ya aacostarse.

—¿Puedo ayudaros en algo, mi

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señor?El caballerizo realizaba su ronda

final. Quedando sólo unos cuantosjamelgos en las cuadras, animalesdemasiado ahogados o lisiados parasalir a recorrer los caminos, su últimainspección sería breve.

—No, gracias —respondióLanzarote con una sonrisa—. No partiréesta noche.

—Buenas noches, pues, mi señor.—Buenas noches.Se levantó un viento racheado que

azotó con furia a las nubes,impulsándolas a toda velocidad por elcielo turbulento. Poco a poco, apagaron

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las estrellas y la luna. Lanzarote sequedó inmóvil en aquella oscuridad quetan bien reflejaba la medianoche de sualma.

Nunca supo cuánto tiempopermaneció allí sumido en suscavilaciones. Los tres saludos dedespedida resonaban aún en su cabeza,las tres voces que más amaba en elmundo. ¿Que más amaba en el mundo?Sí, amaba a Galahad con una intensidadinstintiva. En cuanto a Bors y Lionel,eran suyos, formaban parte de su vida, yél era de ellos, desde tiemposinmemoriales. Sin duda eran las tresvoces que más amaba en el mundo.

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Aparte de una.¡Mi señora! El recuerdo lo golpeó

como una espada a través del corazón.¿Cómo convencería a Ginebra de quedebía apoyar a Galahad en aquellabúsqueda? Desde su punto de vista,ofrecer consuelo a los cristianos yfavorecer sus intereses sería otra grantraición, comparable al hecho de haberyacido con Elaine. El objetivo de loscristianos era nada menos que robar lasreliquias con la intención última deerradicar a la Diosa y todos susseguidores. ¿Y Lanzarote se proponíaayudar a su hijo a tomar parte enaquello?

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Dejó escapar un gemido. Si pudierahablar con ella, se dijo condesesperación, si pudiera verla, si meescuchara… pero ya no me soporta.Dioses del cielo, nunca volverá adirigirme la palabra, nunca volverá aadmitirme en su presencia.

De pronto advirtió que había unamujer junto a él. Pese a ir embozada consu capa, Lanzarote la reconoció por elsusurro que salió de sus labios.

—Venid con la reina. Quiere verosahora mismo.

Lanzarote sintió el vivo escozor delas lágrimas en los ojos y la garganta.Diosa, Madre, os doy gracias, y os

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ruego que mi señora sea capaz deperdonarme.

—Debemos guardar silencio yampararnos en la oscuridad, dice miseñora —musitó la voz—. Seguidme sinhablar, y os guiaré hasta allí.

Lanzarote vio ponerse enmovimiento la desdibujada silueta de lamujer. El corazón le dio un vuelco.Vería a Ginebra. Quizá, después detodo, las cosas acabaran bien.

—Estoy a vuestro lado, Ina —susurró con júbilo—. Conducidme hastami señora. Os sigo, soy vuestro.

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CAPÍTULO 18

eguidme todos!Mordred salió

apresuradamente de susaposentos, luchando contrauna ciega sensación deasfixia. Recorriendo lospasillos en penumbra, noadvirtió la oscuridad que lohabía invadido. Sólo sabía

que había sufrido unos desaires queningún mortal toleraría.

—Estamos a vuestro lado, mi señor.Tras él corrían Ozark, con su cara de

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hurón, Vullian y el resto de los jóvenescaballeros que se habían reunido parareconfortar al príncipe. Ozark y Vullianponían ya en orden mentalmente laspalabras y frases necesarias paraproporcionar consuelo a su señor anteaquel nuevo giro en los acontecimientos.Pero Mordred, extraviado en un temiblenuevo mundo de conmoción y vergüenza,se negaba a escuchar a sus seguidores.Desde que sabía que era hijo de Arturo,había contemplado el Asiento Peligrosocomo su destino. Verse rechazado por lagran silla, expulsado de ella como algoinmundo, caído de bruces ante toda lacorte, era una humillación que jamás

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perdonaría.Moviendo convulsivamente los bien

formados labios, masticaba su ira y suamargura. Sólo una cosa podía haberlosalvado de aquella situación, y tambiéneso le había sido denegado. Si Arturo lohubiera cogido de la mano y lo hubierallevado hasta el trono, instalándolo en ellugar ya preparado para él sobre elestrado, habría proclamado al mundoque Mordred, pese a todo, era aún suhijo, su heredero, el preferido, elelegido. Si Arturo hubiera aprovechadola ocasión, Mordred quizá habríapasado por alto la decepción y halladoconsuelo en un título y unos honores que

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perdurarían más allá del recuerdo de suvergüenza.

Pero Arturo no se había dignadosalvarlo. Había privado a Mordred desu derecho natural e incumplido susobligaciones.

¡Y se lo imploré de rodillas!, pensóMordred airado. Nunca, nunca más.

Había creído entonces que nada peorpodía ya ocurrirle en la vida. Sinembargo lo peor estaba aún por llegar.Mientras Vullian y Ozark estaban con élen su cámara, procurando aplacar elsentimiento de agravio que lo hacíaretorcerse en su lecho, habían llegadouno por uno los otros jóvenes caballeros

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con susurros de consuelo. Uno de ellos,Rutger o tal vez Blithil, se habíaatrevido a explicarle lo que todossabían.

—Mi señor —masculló el caballeroen cuestión, eludiendo la mirada deMordred—, después de iros, ha venidoun caballero desconocido y se hasentado en la silla.

—¿Cómo? —dijo Mordred,horrorizado. ¿Otro hombre habíaocupado el Asiento Peligroso, destinadoa él?—. ¿Quién era? ¿Un gran guerrero?¿Un rey de otras tierras?

—Por desgracia, no.—¿Quién, pues? —preguntó

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Mordred a voz en grito. ¿Quién lo habíaderrotado?—. ¿Quién?

—Un muchacho de Corbenic. Uncaballero que aún no ha superadoprueba alguna, de unos doce años deedad, no más.

En ese instante se desencadenó enMordred una furia sin límites. Ahora,mientras lo seguían por los pasillos,Ozark y Vullian cruzaron una mirada,vanagloriándose tácitamente de untrabajo bien hecho. Los dos compañerosse habían esforzado durante horas pordevolver a Mordred aquella aparienciade calma, y cuando el príncipe obtuvierael reconocimiento que por derecho le

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correspondía, ellos recibirían tambiénsu recompensa. Y si el enojo deMordred con su padre se convertía enira declarada, eso podía ocurrir antes delo que cabía esperar.

—Mi señor, hacéis bien en plantearvuestras quejas al rey —se aventuró adecir Vullian con actitud obsequiosa—.El rey tiene la obligación de darrespuesta a vuestras inquietudes.

Mordred soltó una carcajada quepodría haberse tomado por un grito dedolor. ¿Qué necedad era aquella? Un reynunca estaba obligado a nada. Unsoberano era en sí mismo la ley. ¿Paraqué servía, si no, reinar? Arturo no

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estaba obligado a hacer nada por suhijo.

¿Y qué se proponía, pues, Mordred?Su corazón se agitó y gimió.

—¡Seguidme! —ordenó de nuevo.¡Y estad listo para atacar!, fue la

orden secreta que se dirigió a sí mismo.Apoyó la mano en el reconfortante puñode la espada, envainada al cinto juntocon las dagas de empuñadura en formade dragón. Si algún hombre se reía oburlaba, el villano moriría. Y lo mismovalía para las mujeres, pensó Mordredcon espíritu vengativo. ¿Por qué iba aperdonarles la vida a ellas?

Estaban ya en el claustro que

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conducía a los aposentos de Arturo. Lasteas ardían con luz vacilante a causa delviento nocturno, proyectando figuras desombra y sangre. Por un segundo,Mordred recordó la mirada infinita deGinebra y la angustiada expresión delástima que demudó su semblantecuando el Asiento Peligroso lo arrojó alsuelo. Deseó buscar alivio a su dolor enel tierno regazo de Ginebra, echarse asus brazos, notar alrededor su dulzura,dejar que ella curara sus mortalesheridas.

¿Ginebra? Una burlona voz despertóen su interior y prorrumpió encarcajadas. La reina no os compadeció,

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Mordred.Mordred hizo una mueca de dolor

ante aquella muestra de desprecio por sureciente herida, aún en carne viva.Sintió lástima por mí. Lo sé.

El espíritu de Morgana se enroscóen torno a la cabeza de Mordred conprofundo desdén. Os engañáis, afirmó, ylanzó otra risotada como un graznido.Ginebra sólo siente aprecio por símisma.

Mordred negó con la cabeza,sacudiéndola como un perro. Sienteaprecio por Arturo.

Y Arturo es vuestro enemigo. Sabíaque no estabais destinado a ocupar el

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Asiento Peligroso.¡No! ¡No! No puede ser. Una ira

desenfrenada traspasó el corazón deMordred, sustituida de pronto por unasensación de temor. ¿Había jugadoArturo con él desde el principio?

Sí, claro que sí. Nunca os haquerido. Así que ahora debéis continuarluchando, buscar venganza, castigarlo,hacerle pagar.

¡No!¡Sí! Arturo es vuestro enemigo.No.Sí.Seguido de cerca por sus caballeros,

Mordred siguió adelante por los salones

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oscuros, poseído por el destino,impulsado por la voz de su madre queresonaba en su cabeza.

‡ ‡ ‡

Pendragón.Merlín cerró los ojos y dejó que el

canto agudo y etéreo procedente de lacuna de sus sueños entrara y saliera desus oídos ultraterrenales. PrimeroMawther y luego Gawther, despuésDeither y el viejo Gwithin, reyessupremos de Pendragón en líneasucesoria desde el tiempo de losAntiguos, cuando los señores de

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Pendragón eran mitad hombres, mitaddioses. Más adelante, el títulopertenecería a Uther, luego a Arturo,luego a Mordred… Sí, Mordred, teníaque ser él; no había ningún otrodescendiente.

—¡Merlín! —Arturo, sentado en susilla, se inclinó hacia él con ademánacuciante. Las elegantes ropas con quese había ataviado para armar caballero aMordred no tenían ya el esplendor deesa mañana—. Explicadme qué significatodo esto.

—¿Qué significa todo esto?Merlín se llevó las yemas de los

dedos a los labios. Inquieto, se paseó

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por la cámara tirándose de las puntas desus largos bucles grises. La pesada toga,oscura como una tormenta, barría elsuelo allí por donde pasaba y la varitade tejo pendía de su mano emitiendo undébil y triste zumbido.

No estaba dispuesto a admitir que nolo sabía. Era un señor de la luz, unespíritu de todo cuanto existe, queguiaba a las almas y determinaba losdestinos con la misma naturalidad conque otros interpretaban el sentido de laspiedras esparcidas junto al camino oechaban las runas. Había llevado aPendragón desde las brumas de losorígenes hasta su poder y su gloria

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presentes. Había hecho a Arturo reysupremo de aquella tierra dorada. Era undruida del noveno círculo, en armoníacon el águila y el ciego topo. Hinchó elpecho. Estoy vivo, en otro tiempo estuvemuerto, soy la roca, soy el árbol, clamóal vacío. Soy Merlín. ¿Por qué ignoro larespuesta?

Parpadeó y la llama de sus ojosdespidió destellos de un color rojosangre.

—Estaba escrito que el hijo delGrial vendría —dijo de pronto—. Haocupado el Asiento Peligroso, y pormediación de él se ha cumplido laprofecía. Eso no podemos ponerlo en

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duda.Nervioso, Arturo abandonó la silla e

irguió su colosal cuerpo.—¿Y la búsqueda? También eso es

cosa del destino, ¿no? ¿Por la gloria deCristo?

Merlín encogió uno de susesqueléticos hombros en un gesto dedesdén.

—En este reino hay otros Diosesaparte del Dios llegado de Oriente. —Lanzó una carcajada—. Sin olvidarnosde la primera y más grande, la MagnaMater, la Madre de todos ellos.

Arturo dejó escapar un gemido.—¿Por Pendragón, pues? ¿Servirá la

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búsqueda para renovar la TablaRedonda y favorecernos?

—Arturo, olvidáis un detalle. —Seechó a reír de nuevo, arrugándose susmarchitas mejillas—. La fuerza dePendragón no reside en la TablaRedonda. A decir verdad, la Tablanunca nos perteneció. Sí, hemos dado aconocer que fue de Uther en su día, perorecordad que los propios Grandes se laobsequiaron al País del Verano y susreinas. La Tabla Redonda pertenece aCamelot y Ginebra. El Grial de loscristianos no puede causarle ningúnperjuicio ni beneficio.

Arturo se deslizó los dedos entre el

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canoso cabello.—Pero hemos visto el Grial antes de

que se desvaneciera.Merlín soltó un resoplido burlón.—¡Luces titilantes, sombras de

colores, formas en el humo!Arturo palideció.—¿Qué queréis decir?El viejo hechicero clavó en Arturo

su mirada de halcón.—No hemos visto nada. Pensadlo

bien. —Se inclinó, y su voz adquirió untono delirante—. ¿Qué hemos visto?Nada favorable para Pendragón. Nadaen beneficio vuestro o de vuestro hijo. Yél debería ser nuestra principal

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preocupación en estos momentos.—Mordred, sí. —Los ojos de Arturo

se anegaron en lágrimas—. DiceGinebra que debería haber acudido juntoa él. Pero yo no puedo enmendar loocurrido, ni insultarlo con palabrasbanales. Además… —Se balanceó yvolvió la cabeza.

Un vivo dolor se despertó tras losojos de Merlín. Después de tantas vidassus propias angustias carecían deimportancia para él, pero la aflicción deArturo le resultaba insoportable.

—¿Además? —sondeó Merlín condelicadeza—. ¿Teméis que no esté a laaltura de los planes que teníais para él?

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¿Que no sea apto para sucederos?Arturo alzó la cabeza.—Merlín, yo…De repente se oyó un grito en la

cámara exterior.—¡No me toquéis, miserable

granuja! ¡Mi padre el rey os haráahorcar si le negáis la entrada a su hijo!

—Príncipe Mordred…—¡Fuera de mi camino!La puerta se abrió de par en par e

irrumpió Mordred. Detrás de él seapiñaban Ozark, Vullian y unos veintejóvenes caballeros.

—¡Mordred! —exclamó Arturo conlos ojos desorbitados—. Bien, pasad. —

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Esbozó una forzada sonrisa—. Noscomplace veros. —Abandonando lasonrisa, fulminó a los seguidores deMordred con la mirada—. Quizávuestros caballeros tengan la bondad deesperar fuera.

Cuidado, Mordred, cuidado.Mordred contuvo el aliento. Claro

que andaría con cuidado. No necesitabaque la voz le dijera lo que debía hacer.Al ver a Arturo, lo invadió la mismasensación de afecto que siempre. Peroahora sabía que no podía confiar ennadie.

—Por supuesto, mi señor —repusocon vehemencia, e indicó a sus hombres

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que se retiraran—. Disculpad estaintempestiva intromisión. —Saludó aMerlín con una reverencia y,cortésmente, hincó una rodilla en tierra—. Mi señor, vengo a pediros un favor.Concededme permiso para emprender labúsqueda.

—¿Cómo? —dijo Arturo, pálido ycon la respiración entrecortada—. No.No me pidáis eso. No es posible.

—Pero, mi señor —rogóencarecidamente Mordred con la miradafija en Arturo—, se marchan todos loscaballeros. Si me quedo aquí, sufriréuna vergüenza aún mayor que la de hoy.—Con horror, notó que se le arrasaban

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los ojos en lágrimas. Imprimiendo másfuerza a su voz, añadió—: Me habéisarmado caballero. Permitid que ponga aprueba mi espada.

—He dicho que no.Pero si Mordred percibió la

creciente cólera en el tono de Arturo, lapasó por alto.

—Mi señor, puedo vencer a Galahady conseguir el Grial —prorrumpió—. Yconquistar así un honor que necesito demanera acuciante. —Lloraba ya sincontenerse. Avanzó un paso y se postróde rodillas ante Arturo—. ¡Padre, os losuplico! ¡No me neguéis esto ahora!

Arturo, iracundo y distante, se

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mantuvo en sus trece.—Señor, os lo niego. Y no quiero

oír hablar más de ello.La voz que Mordred temía bulló en

su cabeza: Habéis jurado que nuncasuplicaríais.

Mordred se levantó de un salto.—¿Por qué? —vociferó—. ¿Por qué

me tratáis así?Arturo se aproximó a él.—¡Cuidado con vuestras palabras,

Mordred!Pero Mordred hizo oídos sordos.—¿Me prohibís partir? —aulló—.

Si os tenéis por hombre, preparaos paradefender vuestro buen nombre en el

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campo del honor. De lo contrariopregonaré a los cuatro vientos que meretenéis aquí únicamente porque soisdemasiado viejo y pusilánime. —Alinstante echó mano a la espada ydesenvainó parte de la reluciente hoja—. ¡Os reto… a muerte!

¿A muerte?, repitió Merlín para sí,dándole un vuelco el corazón. SiPendragón muere, será también mimuerte. Aterrorizado, se precipitó haciaellos y trató de interponerse entre Arturoy la espada de Mordred.

—¡Escuchadme, los dos! —clamó.Sudoroso, supo que su esfuerzo erainútil. Su brazo extendido no le

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obedecía y los anillos de los dedosparecían en exceso pesados para suapergaminada mano.

Pero Arturo se había abalanzadosobre Mordred con la fuerza de undescomunal oso. De un poderosozarpazo, desarmó al príncipe y loderribó.

—Si queréis mi perdón, jovenzuelo,suplicádmelo de rodillas —gruñó—.Nadie desafía a Arturo y vive paracontarlo.

Aturdido y vacilante, Mordred sepuso de rodillas y, agachando vilmentela cabeza, pidió perdón. Con vozentrecortada, masculló disculpas y

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declaraciones de arrepentimiento.Oyendo su voz empañada por laslágrimas, Merlín casi se convenció deque Mordred hacía sinceramente laspaces. Pero cuando el joven príncipealzó la mirada, sus ojos eran manchas detinta. No, peor aún, eran dos puntos dereluciente color negro, como la punta dela daga de un asesino bajo la luna demedianoche. Merlín ahogó unaexclamación. Conocía aquellos ojos.¿Dónde los había visto por última vez?

Había sido ese mismo día.Hacía sólo unas horas, en el gran

salón.Un súbito espasmo sacudió su

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cuerpo. Como si mirara a través de unvelo, vio nuevamente a Galahad y el reyPelles y, detrás de ellos, a la anciana, ladama Brisein. Encorvada e inmóvil,mantenía la cabeza baja en muestra desumisión ante la escena. Sólo había vidaen sus ojos, dos negros puntos de fuegoque atisbaban sin cesar en todasdirecciones retorciéndose comogusanos.

Ojos negros… rostro alargado… yesa boca…

Lanzando un aullido desde lo máshondo de sus entrañas, Merlín palpó condesesperación el velo que la cubría.Donde segundos antes se hallaba la cara

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de la anciana, ahora había sólo un vacío.Las prendas negras estaban huecas,suspendidas en el aire. Se levantó unaráfaga de viento y por un instante eltiempo se detuvo. Al cabo de unmomento, el alto tocado, el manto, elvestido negro y las enaguas cayeron alsuelo en un rebujo.

Los ojos… los ojos…¿Los de Mordred o los de Brisein?La negrura de los ojos de Mordred

succionó la vida del corazón de Merlín.Con un ahogado grito de terror, volvió asentir las punzadas en los pulgares, laantigua señal del mal, con mayorintensidad que nunca. Apenas podía

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resistir aquel suplicio. Sus manos sehincharon, traspasadas por un crecientedolor.

—¿Y bien, señor? —inquirió Arturocon tono implacable.

Mordred dejó escapar unaslágrimas.

—Perdonadme, padre; soy todovuestro —dijo, y sollozando, bajó lacabeza.

—¡Muy bien! —Un destello deafecto iluminó el rostro desolado deArturo—. Venid aquí, hijo mío. —Ayudó a Mordred a ponerse en pie y loestrechó entre sus brazos con tal fuerzaque casi lo levantó del suelo.

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—¡Arturo! —exclamó Merlín,tendiendo una mano hacia el rey. Almoverse, el dolor de los dedos seextendió rápidamente por sus brazos yestalló en su cerebro.

—Así pues, Mordred, no se hablemás del tema, ¿de acuerdo? —propusoArturo con tono efusivo—. Y no viviréiscon vergüenza, hijo mío, a ese respectono tenéis de qué preocuparos. Osaguarda un mundo mucho mayor que estabúsqueda. Dejad esa misión almuchacho que ha sentido la llamada delGrial. He trazado para vos un caminoque eclipsará a todos los reyes de losbritanos anteriores a vuestro tiempo.

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Mordred alzó la vista con expresióninterrogativa.

—¿Qué puede haber aparte delGrial?

Arturo soltó una carcajada triunfal alver el semblante de Mordred.

—¡Nada menos que un poderosoimperio bajo nuestro control! Pensadesto, hijo mío. Roma era una sola ciudadcuando sus legiones conquistaron elmundo entero. Nosotros somos una islaformada por muchos reinos, ahora todosunidos, con guerreros comparables acualquiera de los romanos. ¿Nopodríamos seguir la misma ruta queellos en dirección opuesta y erigir un

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imperio que abarcara hasta Italia y másallá? —Dio a Mordred una palmada dealiento en el hombro—. Dejadlo en mismanos. Hace mucho tiempo que estosplanes me rondan por la cabeza. No nosfaltará honor ni acción, creedme.

—Gracias, padre —dijo Mordredsumisamente.

—Artu… —balbuceó Merlín en unnuevo intento.

Pero Arturo acompañaba ya aMordred afectuosamente hacia la puerta.

—Id a descansar, hijo mío. Mañanasaldremos de caza y todo volverá a sercomo antes. No hablaremos de esto anadie, ni siquiera a la reina. De hecho,

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la agasajaremos en el gran salón conmayor entusiasmo que nunca.

¡Arturo!, pensó Merlín. ¡Necio,necio y tres veces necio! Su mentegritaba enloquecida, pero tenía la lenguaatada. Sentía crecer la tormenta en suinterior como nubes por encima deescarpadas crestas montañosas decolores rojo sangre y negro azulado.

Tuvo la impresión de que se lepartía la mente, y la diadema resbaló desu cabeza, soltándose su espesa mata depelo rizado. Se aferró el collar deturmalinas, y la larga varita de maderalabrada se le cayó de la mano con ungemido.

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—Arturo —advirtió por fin con vozclara—, guardaos de Mordred, porqueno es ya vuestro hijo. Percibo en él lanegra furia de la traición, y adivinoasimismo en su interior, bajo su piel, lapresencia de otra criatura que conozcobien. Una criatura que los dosconocemos. Morgana ha venido en buscade su hijo y se ha alojado en su corazón.Ahora Mordred es vuestro enemigo,porque Morgana os odia, y él lepertenece en cuerpo y alma. Guardaos,Arturo, guardaos.

Tambaleándose, el viejo hechiceroconsideró sus palabras. Estabasatisfecho del discurso, pero sabía que

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en realidad no había salido de suslabios. Una profunda sima se habíaabierto entre su mente y su lengua. Subrazo izquierdo, todo su costado dehecho, permanecía también en silencio.Pronto, muy pronto, el silencio seadueñaría de todo su cuerpo, y dormiríaeternamente.

Pero los ojos… Veía aún aquellosojos.

Los ojos de Morgana.Burlándose de sí mismo con negro

humor, intentó gritar una vez más,consciente de que ningún sonido brotabade su garganta. ¿Sería destruida toda suobra por los poderes superiores de una

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mujer? ¿Unos poderes más tenebrosos yantiguos que cualquiera de los que élconocía? ¿Era así como terminaba elmundo para un señor de la luz, en unlento tránsito hacia la inmovilidadprimero, la inconsciencia después y porúltimo la inexistencia?

—Arturo —musitó en un postrerintento, pues no se le ocurría una maneramejor de despedirse de la luz quepronunciando el nombre que más habíaamado en el mundo. Arturo, Arturo,Arturo, repitió para sí, dejando conplacer que la palabra resonara en sumente.

Quizá Arturo lo oyó, ya que entró de

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nuevo en la cámara, llegando justo atiempo de ver formarse su nombreafectuosamente en los labios de Merlín,quien al instante cerró los ojos y, conuna sonrisa, se desplomó.

—¡Merlín! —bramó Arturo,abalanzándose hacia el anciano. Cogidoa contrapié y esforzándose por mantenerel equilibrio, sostuvo el peso muerto deMerlín sobre la pierna extendida. Deinmediato notó que su antigua heridavolvía a abrirse y sus músculos sedesprendían del hueso como una tela.Sujetando aún a Merlín, cayó al sueloatormentado por el dolor—. ¡A mí,necesito ayuda! —gritó, llamando a los

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criados—. E id a por la reina. Deprisa,traed a la reina.

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CAPÍTULO 19

iosa, Madre, haced quevenga mi amor!

Ginebra volvió en sícon un sobresalto. Sumidaen sus cavilaciones junto ala ventana, viendo caer lanoche y aparecer en elcielo a las atribuladasestrellas, había perdido la

noción del tiempo. ¿Cuánto rato habíatranscurrido desde que Ina salió por lapuerta en busca de Lanzarote atendiendoa su desesperada orden? Más que

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suficiente, quizá incluso demasiado.Lanzarote podía presentarse allí encualquier momento.

Entumecida, se acercó a la mesaadosada a la pared, ante la cual veía asu madre realzar su belleza en la épocaen que ella era aún una inocente niña.Los vistosos pomos de cristal sopladoprocedentes de tierras orientalesdespedían destellos rojos, azules ydorados, y un atisbo de la calidez deaquellas esencias llegó a su corazón.Apresuradamente se aplicó unas gotasde agua de rosas en las muñecas y sienesy se remojó los ojos hinchados. En unacaja de madera de sándalo encontró un

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ungüento para las ampollas de lasmanos. Luego probó a ponerse un pocode colorete en las mejillas e,insatisfecha del resultado, volvió aquitárselo. Sin el diestro toque de Ina,los polvos de tenue color melocotón yclavel quedaban demasiado chillones ensu pálida tez, resaltando aún más lasamoratadas sombras que se extendíanbajo sus afligidos ojos. Tras un últimovistazo al espejo, se levantó y se apartóde la mesa. Cuando Lanzarote llegara,tendría que aceptarla tal como estaba.

Si es que viene, fue la amarga dudaque asaltó su mente. Dejó escapar unarisa sarcástica. Quizá no venga. Ina se

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había marchado hacía mucho rato, y aesas alturas ya debía de haberloencontrado. Pero un hombre atrapadopor un viejo amor y un hijo perdidodurante años tenía buenas razones paraeludir a una mujer que lo considerabafiel. Quizá ha acudido junto a Elaine yestá con ella en este preciso momento,haciéndole el amor en su lecho. Ginebraesbozó una sonrisa cercana a la locura.Pues si es así, que así sea. Ella sabía aqué atenerse.

Y sabía que estaba en peligro, ella ytodos los demás. Fuera cual fuese elmotivo que había inducido a Merlín allevar a Galahad a la corte, el daño ya

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estaba hecho. Un profundo pesardescendió sobre ella como un negronubarrón. La Tabla Redonda se habíaroto y sus caballeros se habíandispersado. El sueño dorado que en sudía compartieron se había desvanecido.Y pronto tal vez Camelot tambiéndejaría de existir si ella no lo salvaba.

Y tendría que hacerlo sola, sin másayuda que la de Lanzarote… si era aúnsu caballero. Como ahora sabía, Arturono estaba en condiciones. ¿Habíallegado a curarse realmente su viejaherida de guerra? Sin duda volvía aamenazarlo. Y también su alma estáenferma, pensó con igual certidumbre.

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Ha depositado su vida y sus esperanzasen Mordred, y ésa es una carga excesivapara cualquier joven.

En especial después del fallidointento de Mordred por ocupar elAsiento Peligroso. Ahora era Galahad elhéroe del momento. Si el muchachoconseguía también el Grial, la deshonrade Mordred sería absoluta.

Sí, habrá que vigilar a Mordred,pensó Ginebra, riéndose de nuevo conamargura. Y también a los cristianos.Para ellos, soy una bruja, y siempre lohe sido. Y bien sé lo que acostumbranhacer los cristianos con las brujas.

De pie en el mirador, contempló la

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vista. Desde la torre de la reina, todoCamelot, con sus patios y arcadas, sussólidas almenas, sus establos ychapiteles, parecía un mundo enminiatura. De pronto vio una silueta altay caballeresca en la oscuridad,atravesando un claustro con aparentepremura. Al igual que la encorvadafigura femenina que lo guiaba a travésde la noche, el hombre iba embozado dela cabeza a los pies. ¡Lanzarote! ¿O noera él? Ginebra no estaba segura. Perola sola posibilidad bastó para que se lesaltaran las lágrimas. Diosa, Madre,traedme a mi amor.

Volvió de inmediato al tocador y

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cogió un pomo de pachulí, el perfumedel lejano Oriente por el que sentíaespecial predilección desde hacía tantosaños. Su fragancia dulce y evocadoraera el aroma mismo del amor entreellos. Sin duda él recordaría las largastardes en el bosque, tendidos ambosentre las campánulas, y las noches defelicidad absoluta, siempre demasiadocortas. Sus dedos temblaron mientras seextendía la balsámica crema por elcuello, la sangría de los brazos y entrelos pechos. ¿Recordáis, amor mío?

De repente oyó unas pisadas al piede la escalera.

¿Ya? Ginebra se dirigió hacia la

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puerta.Entrad, amor mío, estaba a punto de

decir. En ese momento una voz potente yasustada penetró en sus sueños.

—¡Majestad, es el rey! Está heridoen su cámara y os reclama. Y Merlín hamuerto.

‡ ‡ ‡

—Ya hemos llegado —anunció la débilvoz en la oscuridad. Lanzarote apenas laoyó hasta que añadió en susurros—: Esla cámara de la reina, señor.

Enfrente Lanzarote distinguía sólo lacontraída forma de la doncella entre las

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sombras.—Gracias, Ina —dijo.Diosa, Madre, llévame hasta mi

amor.Reprimiendo un gemido de alivio,

dio gracias desde lo más hondo de suabrumado corazón. Tenía escasasesperanzas de que pudieran llegar hastaallí sin ser vistos. Había aún granagitación en todo el palacio tras losacontecimientos del día, y lasposibilidades de eludir a guardias ycriados parecían remotas. No seexplicaba cómo lo había logrado Ina.

¿Y cómo se escabulliría una vezconcluida la cita? La doncella había

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dado tantos rodeos que Lanzarote nosabía dónde estaba. La oscuridad era tanprofunda que, sin linterna, ni siquieraveía su propia mano ante la cara. Alinstante alejó esos temores de su mente.Ina lo acompañaría por el mismocamino. La doncella poseía facultadesdel Otro Mundo, entre ellas ver en laoscuridad. Aunque, naturalmente, denoche se orientaba como nadie en lospasadizos de Camelot.

—Por aquí, mi señor —volvió asusurrar.

Oyó el chasquido de un pestillo, y lapuerta se abrió silenciosamente, dandopaso a una habitación en la más absoluta

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oscuridad. La negra silueta de ladoncella se recortó en el umbral.

—Recordad, señor, que por expresodeseo de la reina no debéis pronunciarni una sola palabra —le dijo al oído—.La corte está llena, y hasta las paredesoyen.

Lanzarote asintió con la cabeza.—Si vos lo decís.En el fondo sabía que ese propósito

no podría mantenerse hasta el final.Tarde o temprano tendrían que hablar.Ginebra tenía que creerle y admitir quenunca la había engañado. Pero en esemomento su apesadumbrada almaaceptaría cualquier condición con tal de

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estar con ella, de tocarla. Exhausto yangustiado, sólo un pensamientoocupaba su mente: Si puedo ver a miseñora y abrazarla de nuevo, puedodemostrarle que ella es mi mundoeterno.

Ginebra…¿Y todos aquellos jóvenes

caballeros habían partido raudos enbusca del Grial? Lanzarote se habríaechado a reír. Sólo un joven virginalcomo Galahad podía conceder másvalor a una copa de oro que al amor deuna mujer. Ginebra era el objetivo de supropia búsqueda, como lo había sidodesde el principio. Sólo en el círculo de

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la Diosa podía un hombre encontrarse así mismo.

Perderse.Encontrar a Ginebra.Se tambaleaba de cansancio, pero

sus ojos, sus brazos, sus entrañasestaban ávidas de ella.

Notó un tirón en la manga y un ligeroempujón.

—Entrad, señor.La puerta se cerró a sus espaldas.

Permaneció inmóvil en una oscuridadtan profunda como si se hallara bajotierra. Una densa fragancia saturaba elaire, y por un instante pudo respirar. Loasaltó una repentina y penetrante

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sensación de peligro, einvoluntariamente echó mano a laespada. Entonces apareció ante sus ojosuna serie de luces titilantes, y vio losdestellos de un fuego. Con dedostemblorosos se frotó los doloridospárpados. Dioses del cielo, suagotamiento era mayor de lo que creía.Sólo podía dar gracias a los Grandes deque su deseo por Ginebra fuera tanintenso.

Respirando ya más fácilmente,avanzó con cuidado. Quizá Ginebra sehubiera quedado dormida, y en tal casointentaría despertarla con toda ladelicadeza posible. Pero su corazón

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latía con tal fuerza que ella ya debía dehaberlo oído. Y a cada inhalación deaquel aire fragante, le daba vueltas lacabeza.

Reconocería en cualquier parteaquel aroma, enebro y pino, el preferidode Ginebra. Pero ¿siempre perfumabahasta ese extremo su cámara? Por unsegundo creyó percibir también olor aalgalia, el acre hedor de un gato. Perosupuso que lo engañaban sus sentidos.

La oscuridad parpadeó y unaspequeñas llamas temblaron ante susojos. Por un instante lo invadió de nuevoaquel inquietante pensamiento, el másíntimo temor de todo hombre: Estando

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tan exhausto, ¿defraudaría acaso aGinebra?

Notó un movimiento en el aire juntoa él, y un dedo suave le rozó los labios.Estuvo a punto de gritar de miedo.

—¿Mi señora? —preguntó con vozahogada.

—Silencio.Su voz era tan etérea como su

presencia, que apenas alteraba laenvolvente negrura. Pero en el interiorde su cabeza el martilleo se hizo másintenso. Una gran debilidad se apoderóde él, y no supo dónde se hallaba. Si almenos pudiera tenderse, sólo tenderse…

Como en respuesta a su deseo, notó

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que lo guiaban hacia la cama. Un sonidoa medio camino entre sollozo y risabrotó de su garganta.

—Oh, amor mío…—Sin palabras.Unos dedos de mujer, delicados y

fuertes, comenzaron a despojarlo delcinto y la ropa. Ya sin la túnica y eljubón, fue empujado hacia la cama.Liberado también de las calzas y lasbotas, se estiró desnudo sobre laacogedora sábana. En la oscuridad, oyóel susurro de unas enaguas al resbalarhasta el suelo. Años de vivos recuerdosle permitieron evocar la imagen deGinebra desvistiéndose como un lirio

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surgiendo de su vaina verde. Gimiendo,Lanzarote notó que su carne se agitaba yfortalecía.

El cuerpo de ella estaba ya junto alsuyo, desnudo en el lecho. Lanzarotetendió los brazos hacia ella, y a suslabios afloraron palabras dearrepentimiento y pesar.

—Mi señora, yo…—Chist.Ella se estrechó contra su cuerpo y

lo obligó a callar con un beso. En suslabios se advertía deseo pero tambiénaprensión, y por un instante el corazónde Lanzarote flaqueó. ¿Qué ocurreaquí?, se preguntó. Recordó entonces

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que también ella había sufrido loindecible a lo largo del día, horas yhoras de ira y miedo. A pesar de todo,había enviado a Ina a buscarlo, señal deque aún lo amaba. Lanzarote seconvenció de que Ginebra lo habíaperdonado, y aquel intenso beso era laprueba de que estaba renovando su amory confianza. Por esa convicción, habríarenunciado a la vida y afrontado sinpestañear la muerte. Sin embargo nuncase había sentido tan vivo. Casi al bordede la locura de tanto júbilo y gratitud, laenvolvió con los brazos y la besó hastaembriagarse de sus labios y ahogarse ensu amor.

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Tuvo la impresión de que lafragancia de la cámara era aún másintensa que antes, casi asfixiante. Posóla mano en uno de sus pechos, y advirtióque el pezón lo esperaba ya, más duro yerecto que nunca, estremeciéndose conel contacto. Con fuerza y ternura a lavez, le acarició la piel suave de lospechos, dejándose llevar por elcreciente deseo. Su propio cuerpo seabismaba en un mundo de sensaciones,desapareciendo de su mente todo rastrodel mundo exterior. Acarició susrincones más íntimos hasta que notótensarse sus miembros y entrecortarse surespiración. A punto de perder el

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control, la tomó con vehemencia y seabandonó a ella. Estrechándolo, ella leabrió su cuerpo y lo dejó penetrar.Cabalgando en la sinuosa oscuridad,Lanzarote perdió la conciencia y ya nosupo nada más.

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CAPÍTULO 20

esde el castillo, el caminodescendía tortuosamente através del pueblo. Prontolos tres jinetes seadentraron en el bosqueque circundaba Camelot yresguardaba la antiguaciudadela desde tiempoinmemorial. Sobre ellos,

las copas de los musgosos y enormesrobles y los primigenios tejos seentrelazaban formando una densaenramada. Bajo los altos pinos y las

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rectas hayas que alzaban sus brazos alcielo, cabalgaron por la vivientecatedral verde techada de estrellas. Encada matorral y claro los envolvía elfragante incienso de la tierra viva, ybajo los cascos de los caballos el ricomantillo estaba aún caliente por el besodel sol y exudaba humedad. Más tarde,las suaves, secas y susurrantes hojascaídas de los árboles proporcionaríanuna agradable almohada para suscansadas cabezas.

Demasiado agradable, quizá. Borsse palpó la espada y miró alrededor conatención. En el transcurso de los años, lablanda tierra de aquel bosque debía de

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haber sido el último lugar de descansode muchos hombres que no tenían elmenor deseo de reposar allí. Locos,forajidos, villanos y desheredadosmerodeaban por aquellos recónditosparajes, como todo el mundo sabía, yasaltaban sin temor a los viajeros.Ningún caballero en su sano juiciohabría tomado aquella ruta después deanochecer. Pero Galahad había elegidoese camino sin atenerse a razones.

Y no sólo seres mortales morabanallí. Desde hacía rato Bors venía viendocon el rabillo del ojo ligerosmovimientos y oyendo risas a lo lejos.Fuegos fatuos danzaban entre los

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árboles, titilantes luces que iban de unlado a otro y de pronto se perdían devista. En una ocasión avistó elresplandor rojo y dorado de una hogueray misteriosas figuras que bailaban encírculo, pero cuando volvió a mirar,todo había desaparecido. Pero, comoera sabido, el bosque pertenecía a lascriaturas fantásticas. Y dichas criaturasaprovechaban noches como aquella parasalir a deambular.

«Cuidad de Galahad». La voz deLanzarote resonó de nuevo en la mentede Bors.

—Deberíamos ir pensando en hacerun alto —propuso—. No es seguro

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viajar de noche.Galahad le dirigió una radiante

sonrisa.—Dios nos protegerá.—¿Queréis decir que debemos

continuar? —preguntó Bors, mirándolofijamente.

—Hasta el final del camino —respondió Galahad, devolviéndole lamirada con expresión serena.

—Muy bien, primo —terció Lionel,y rió incómodo—. Pero tenemos quedescansar.

—Sí, claro está —accedió Galahadcon súbito arrepentimiento—.Perdonadme, pasaba por alto vuestras

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necesidades. No he pensado más que enel Grial durante toda mi vida.

—El Grial, sí. —Bors respiró hondo—. ¿Y dónde lo buscaremos? ¿Adóndevamos?

—A Oriente, ¿adónde, si no?Oriente. Bors vio desplegarse los

pensamientos de Lionel tan deprisacomo los suyos. Eso implicaba atravesarel mar Estrecho hasta Francia o a supropio reino de Benoic y luego recorrerla Galia a caballo hasta Italia para tomarallí otro barco y cruzar el mar delMedio. O si escogían la ruta más larga,podían viajar por tierra sorteando tribussalvajes y acabar tomando de todos

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modos un barco ya a la altura de lastierras sarracenas. Dioses del cielo,tardarían uno o dos años…

—A Oriente —repitió Galahad contono reverente. La certidumbre delmuchacho volvió a brillar como unaalmenara en la noche. La esperanza y elanhelo iluminaban su joven rostro.Adquiriendo su tez pálida un resplandorsobrenatural, susurró—: La TierraSanta, cuna y sepultura de NuestroSeñor, donde Jesús, en su infinitabondad, murió para expiar nuestrospecados. —Asintió con fervor—. Se nosha mostrado el Grial para inspirarnosesta peregrinación. El Grial nos aguarda

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en su eterna morada.En el bosque se oyó un leve rumor y

el eco de un murmullo. Los azotó unabrisa hostil surgida de entre los árboles.Por encima de ellos, desde las ramas,unos ojos redondos escudriñaban sinparpadear al que hablaba.

Un mal presentimiento cobró formaen el alma de Bors.

—¿Y si no lo encontramos?—No temáis, querido primo —

contestó Galahad, y esta vez el brillo desu sonrisa eclipsó las estrellas delfirmamento—. Lo encontraremos.

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‡ ‡ ‡

El criado apenas podía hablar a causade la premura y el miedo.

—¡Mi señora, acudid en auxilio delrey! ¡Ha sufrido una caída y me manda abuscaros!

Ginebra se levantó de un brinco.—¿Dónde está?—Seguidme, Vuestra Majestad.—Apresuraos.—Aquí, mi señora. El rey está aquí,

y Merlín ha muerto.El miedo dio alas a Ginebra, que se

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abrió paso rápidamente entre lavociferante muchedumbre. El grupo decriados que se apiñaba en el centro de lacámara se dispersó al verla acercarse, yallí estaba Arturo, tumbado en el suelocon los ojos cerrados y muy pálido.Tenía una pierna encogida bajo elcuerpo y la otra extendida por completo.

A su lado yacía Merlín, de costado,con una arrugada mejilla contra el fríosuelo, un ojo cerrado y el otro abierto,redondo y vidrioso como la yema de unhuevo. Arrodillado junto a ellos sehallaba Mordred, palpando el cuello deArturo para tomarle el pulso. Al entrar,Ginebra advirtió algo en la mirada del

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príncipe que no llegó a reconocer. Perocuando lo miró de nuevo, su semblanteera la imagen misma del pesar y lapreocupación.

Mordred se irguió.—¡El rey! —exclamó angustiado,

señalando la enorme figura quepermanecía inmóvil a sus pies.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntóGinebra, que en dos zancadas se plantójunto a Arturo.

Mordred estaba lívido.—No lo sé. Un momento antes me

encontraba aquí con el rey y Merlín, ytodo parecía en orden. Pero pocodespués de salir he oído el alboroto y he

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vuelto de inmediato.—¿Habéis avisado a los médicos?Mordred parecía confuso.—No sabía qué hacer.Ginebra alzó la mano.—Traed a mi curandero druida —

ordenó con tono perentorio—. Echad aMerlín en ese canapé y haced venirtambién a los médicos de Arturo.¡Deprisa, no hay tiempo que perder!

Los criados se apresuraron aobedecer. Ginebra se arrodilló junto aArturo, le cogió la mano y le acarició elrostro atormentado. El corazón le dio unvuelco al notar su piel fría.

—¿Cómo estáis? —le susurró al

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oído.Arturo movió la cabeza en un gesto

de negación, incapaz de hablar debido alintenso dolor.

—¿Es vuestra vieja herida?Con la mandíbula tensa y los ojos

cerrados, Arturo asintió.—¿Lo soportaréis si intentamos

moveros?Arturo le apretó la mano, dando a

entender: adelante.Ginebra se puso en pie. Algunos de

los criados de mayor confianza deArturo se habían congregado alrededoren silencio, deseosos de ayudar.Dirigiéndose a cinco o seis de ellos,

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Ginebra ordenó:—Llevad al rey a su cámara y

acomodadlo en su cama.Adelantándose a ellos, corrió hasta

la habitación interior. Adosado contra lapared, el gran lecho, con sus colgadurasy su dosel de seda roja, parecía un barcoa toda vela. Detrás entraron los criados,acarreando el robusto cuerpo de Arturocon la misma ternura que si fuera unrecién nacido. Pero cuando lo dejaronen la cama, estaba aún más pálido queantes, resaltando su tez cenicienta contralas blancas sábanas. En su tensa frente,las gotas de sudor brillaban a la luz delas velas de un modo poco natural.

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Ginebra volvió a cogerle la mano yse inclinó sobre él.

—Arturo, voy a asegurarme de queMerlín está bien atendido, y enseguidavuelvo.

—Ha muerto, Ginebra. Merlín hamuerto.

Su voz era como el estertor de unmoribundo, débil y ronca, y su bocadespedía un tenue hedor dedescomposición.

—No habléis, Arturo —rogóGinebra, alarmada—. Ya han ido abuscar a los médicos, y Mordred sequedará con vos hasta que lleguen.

Un ligero apretón en la mano fue

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nuevamente la única respuesta queobtuvo. Se apresuró a regresar a laantecámara, donde Merlín yacía ahoraen el canapé. Con la ropa arreglada entorno al cuerpo y la varita otra vez en lamano, volvía a parecer el Merlín desiempre, el antiguo hombre con poder.Pero mientras que un lado de su rostroconservaba la habitual expresión deairado desdén, el otro estabadesencajado, como una puerta salida desu quicio. Un ojo, una mejilla y unaparte de la boca presentaban un aspectode flaccidez, como si los Dioseshubieran cortado los ligamentos de esamitad de la cara.

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Alrededor había un grupo depreocupados espectadores.

—Ha sido señalado —gimió desdeatrás un viejo criado—. El SeñorOscuro ha venido de los Infiernos y loha escogido para llevárselo.

—¡Está muerto! —exclamó otro—.¡Lord Merlín está muerto!

Ginebra lanzó un vistazo alrededor.—¡Nada de palabras agoreras! —

ordenó—. A menos que tengáis algúnmotivo para estar aquí, salidinmediatamente.

Los curiosos obedecieron de malagana. Ginebra se volvió hacia Merlíncon pesimismo. No era extraño que a

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Arturo se le hubiera abierto la antiguaherida viendo que su más querido amigocaía fulminado y moría en sus brazos.Merlín había sido consejero, confidentey guía de Arturo. El anciano lo habíallevado al trono y había sido para él lomás parecido a un padre. Arturo nuncase recuperaría de esa pérdida.

Junto al canapé había dos o tresmiembros del séquito de Arturo, rezandode rodillas por el alma de Merlín. Otrocolocó una vela cerca de su cabeza. Lallama se agitó y parpadeó en la cuencadel ojo abierto de Merlín hasta que diola impresión de que el anciano seguíavivo, exhibiendo su burlona sonrisa de

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siempre. Conmovida, Ginebra sedispuso a cerrar su párpado comoúltimo servicio al difunto.

Pero la correosa piel se resistió. Elfrío párpado se sacudió y contrajo bajosus dedos como un ser vivo.Estremeciéndose, Ginebra apartó lamano y contempló el rostro dividido deMerlín bajo una nueva luz. El único ojoabierto del viejo hechicero la miró conel brillo áspero e irónico de costumbre.

—¡Venid! —llamó a un criado—.Aflojadle el cuello para que puedapalparle la garganta.

El hombre obedeció. Merlín tenía lapiel húmeda y pegajosa como la de un

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sapo, y los pliegues de la papada lecolgaban fríos bajo el mentón. Aun así,Ginebra detectó un latido, un débilpulso.

¡Merlín, maldito seáis!, pensó, ypodría haberse echado a reír acarcajadas. ¿Vivo a pesar de todo?Embaucador hasta el final. Si provocáisla muerte de Arturo con esta farsa, yomisma acabaré con vuestra vida.

—¿Majestad?Detrás de ella apareció un hombre

de mediana estatura y anchas espaldas,vestido de blanco, con la marca sagradaentre las cejas. Era su curandero druida,un antiguo guerrero versado ahora en

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todo lo referente a los hombres y losDioses.

Una sensación de alivio inundó sucorazón.

—Os saludo, señor —susurró.Volviéndose al resto de los presentes,dijo—: Humedecedle la frente y frotadlelas mejillas y muñecas. Y envolvedlocon mantas para que conserve el calor.

El druida, observando atentamente aMerlín, asintió con la cabeza.

—Esa es la manera de mantenerlocon vida —convino. Señalando hacia lacámara interior, preguntó—: Pero ¿y elrey?

—Por aquí, señor.

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Dentro Mordred, inclinado sobreArturo, le acariciaba la mano y hablabaal oído. Al acercarse el druida, Mordredretrocedió. Ginebra vio al curanderotocar la muñeca y la cabeza de Arturo, ylos años se desvanecieron. Había estadode pie junto a aquella cama, al lado deaquel mismo hombre robusto… ¿hacíacuánto tiempo? ¿Cuándo había recibidoArturo esa herida? Hipnotizada, observóal recién llegado retirar las sábanas yapartar las ropas de Arturo para revelarla herida.

Su estado era peor de lo queGinebra se había atrevido a imaginar.En el arranque de la pierna,

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peligrosamente cerca del órgano de lageneración, una sangre negra manaba dela amoratada herida. Un profundo tajohabía vuelto a abrirse en el ángulo delmuslo. A un lado, el sexo contraído deArturo, rosado e indefenso, parecíaencogerse huyendo del dolor. El druidapalpó la carne en torno a la cicatriz, yArturo tembló y se cubrió los ojos conun brazo.

El faldón de la camisa de Arturo sehabía pegado a la herida. El druida laarrancó de un tirón, e hilos de sangrebrotaron de los bordes del corte.

—¡Dioses del cielo! —exclamóMordred, y conteniendo las arcadas,

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salió a toda prisa de la habitación.El curandero recogió la camisa de

Arturo por encima de la cintura. Susrecias manos hurgaban y exploraban.

—¿Desde cuándo tiene el rey estaherida?

—Hace diez… o quince años —respondió Ginebra, intentandoserenarse.

—Un golpe de espada justo entre laspiernas, ¿no? —El druida sondeó elalma de Ginebra con sus penetrantesojos azules—. Y entonces temimos porsu virilidad, ¿no es así?

Ginebra tragó saliva.—Sí.

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—¿Y nos equivocamos? —preguntóel curandero, prosiguiendo suexploración de la herida.

—Pues… sí. —Ginebra esbozó unalánguida sonrisa—. Gracias a losDioses, el rey se restablecióplenamente, y pudimos… pudimosreanudar nuestra vida conyugal.

De pronto el druida se quedóinmóvil.

—Pero ¿y últimamente?—Ah…Arturo, Arturo, lamentó el alma

dolida de Ginebra. ¿Cuándo fue laúltima vez que me llevasteis a nuestracama? ¿O me abrazasteis y me

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llamasteis «amor mío»? ¿Cuánto tiempoha pasado desde que deseé o recibí conagrado vuestro contacto amoroso? Enesta misma cámara, aquí en este lecho,cruzamos de un salto la tierra del veranoy jugamos entre las estrellas. Aquítrajimos a la vida a nuestro queridoAmir. Aquí fuimos cielo y tierra, y voslo fuisteis todo para mí.

—Decíamos, mi señora, que cómohan ido las cosas últimamente —insistióel druida.

Ginebra volvió en sí con unsobresalto y recobró la calma paracontestar.

—Disculpad. Desde hace un tiempo

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el rey se ha mostrado muy reservado. Yyo… ya no soy joven.

El druida asintió con la cabeza, perosiguió mirándola con expresióninterrogativa.

—Los años pasan para todos. —Luego se concentró de nuevo en sutrabajo o introdujo su dedo romo en laherida sangrante—. No me gusta esecolor negro de su sangre. El rey llevamuchas lunas sufriendo con esto. Nosesperan días difíciles hasta que vuelva aser el que era.

—Devolved la salud al rey cueste loque cueste —contestó Ginebra de todocorazón.

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Merlín, recordó Ginebra. ¿Cuál serásu estado?

En la antecámara había mediadocena de venerables cabezasinclinadas sobre la figura yacente deMerlín. Cuando Ginebra entró, laacalorada discusión de los druidas subíade tono por momentos. Un joven médicose oponía al dictamen del resto.

—Hay señales de vida.—Tonterías. Ha sufrido el ataque de

los Dioses.—Se percibe claramente el pulso…—Está muerto, os lo aseguro.

¡Muerto!—Eso deben decidirlo los Dioses,

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no nosotros.Las apremiantes voces

enmudecieron en cuanto aparecióGinebra. Las cabezas grises y blancas lasaludaron simultáneamente con unareverencia. Sólo el médico de menoredad permaneció erguido.

—Vuestra Majestad.—Y bien, señores, ¿qué hay de

Merlín? —inquirió Ginebra con vozforzadamente serena—. ¿Cuál es vuestraopinión?

Las ancianas cabezas volvieron amoverse todas al mismo tiempo. Acontinuación, el portavoz del grupo seadelantó con los brazos cruzados y las

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manos enfundadas en las mangas.—Lord Merlín ha muerto. Estamos

todos de acuerdo.—¿Todos?Con una colérica mirada, el joven

médico alzó el mentón.—Yo creo haber detectado un fugaz

indicio de vida.—Gracias, señores —dijo Ginebra

—. Ahora sé adonde debo llevarlo,dónde debe estar para sanarse.

‡ ‡ ‡

Las horas pasaron mientras Ginebraatendía a los dos enfermos. Al final,

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sentía su cuerpo débil como el brillomenguante de las estrellas cerca delamanecer. Deseaba llorar, morir,esconderse en un agujero. Pero habíahecho todo lo humanamente posible.

A Arturo se le habían aplicado losmejores ungüentos terapéuticos yvendado la herida, y al día siguientevolvería a suturársele para reparar lostejidos dañados. El médico druidapermanecía alerta junto al lecho deArturo, y el paciente dormíaplácidamente después de tomarse losbebedizos del curandero. TambiénMerlín descansaba, bien abrigado yvigilado en todo momento. Por la

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mañana, cuando Arturo fuera sometidoal tormento de la aguja y el cuchillo,Ginebra trasladaría a Merlín al lugardonde podía curarse. La barca estaba yaencargada, y preparado el camino.

Pero esta noche…Esa noche, o lo que quedaba de ella,

era de Ginebra… y de Lanzarote.Oh, amor mío.Al borde del colapso debido al

agotamiento, Ginebra abandonó losaposentos del rey con su guardia yatravesó patios y claustros de regreso asus habitaciones privadas. Un únicopensamiento la obsesionaba: Lanzarote.

Tenía la firme convicción de que

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esta vez él no la defraudaría. Horasantes, cuando Lanzarote había perdido lafe y se había marchado, ignoraba quetambién ella ansiaba estar con él, perosus deberes la habían obligado apermanecer al lado del rey. Pero ahoraque Ina, por orden de Ginebra, había idoen busca de Lanzarote, él sabría quetodavía lo amaba. Lo amaba y lo odiaba,pero tenía que verlo, estar con él,estrecharlo de nuevo entre sus brazos.

Estará allí esperando, se dijo. Yhabrá fuego en la chimenea, velasencendidas, una cama grande y vinocaliente con miel.

En cada esquina encontraba indicios

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de actividad. Poca gente dormía enCamelot esa noche. ¿Era sensato, eraseguro, ver a Lanzarote en esosmomentos? Ginebra consideró el riesgoque corría y de inmediato le restóimportancia. Por alguna razón, tenía lacerteza de que Ina lo habría llevadohasta ella. Saludando a los centinelas dela puerta, entró.

Lanzarote, amor mío.Despidió a la guardia y cruzó con

ímpetu la puerta. No había luces nifuego. Los aposentos de la reina estabantan fríos como un cementerio amedianoche, y parecían igual deinhóspitos. En la estancia se respiraba la

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noche oscura del alma. Ina se hallabasentada en la cámara interior, junto a losrestos consumidos de un fuego. Ladoncella levantó el rostro cenicientocuando Ginebra irrumpió.

—No está aquí, señora.Ginebra echó atrás la cabeza y lanzó

un aullido.—¿Dónde está?—No lo he encontrado por ninguna

parte. He recorrido el castillo de punta apunta, y sólo hay un sitio donde puedeestar. —Entumecida, Ina se puso en pielentamente—. Debe de estar con ella,con la princesa de Corbenic.

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CAPÍTULO 21

ecios!¡Necios!¡Todos unos necios!Encerrado en su cuerpo

semiinactivo, Merlínevaluó su propio estado.Caliente, seguro y vivo —bien, bien—, y tendido enel canapé de la antecámara

del rey, envuelto en pieles de cordero yatendido con los mejores cuidados. Nopodía quejarse. En la habitacióncontigua, Arturo dormía tranquilamente

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velado por su druida, un curandero enextremo apto que el propio Merlínhabría hecho llamar. Merlín continuócon sus cavilaciones. Pronto instilaríaen las mentes de quienes lo rodeaban lanecesidad de trasladarlo a la cámarainterior, donde estaría junto a su Arturo,el querido muchacho que llevabasiempre en su corazón.

Al menos hasta que regresaraGinebra.

Ginebra, sí.Medio rostro de Merlín se contrajo,

dibujándose en él su sarcástica sonrisa.El hecho de que debiera su salvación aGinebra, su más enconada rival, bastaba

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para hacer reír a un muerto. Si hubieradependido sólo de aquellos medicastros,aquel hatajo de cretinos, él reposaría yaen su tumba. ¡Y vaya un triste destinohabría sido ese!

Dejó escapar una muda carcajada.Así que Ginebra había impedido que loenterraran vivo. No obstante, era yademasiado tarde para admirarla.Después de tantos años de pugna por elalma de Arturo, Merlín no descansaríahasta que Pendragón se afianzaradefinitivamente.

Pendragón.Su meta.Su misión.

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Un objetivo que no guardabarelación alguna con la sinrazón que sehabía adueñado de Camelot.

Merlín volvió a reír en sus adentros,pero una lágrima de amargura brotó desu ojo abierto. La búsqueda del Grialsería el final de la Tabla Redonda, deeso no cabía duda. La rotura de la Tablaera sólo un eco de lo que Galahad habíahecho.

¿Galahad?El miedo retorció con su fría mano

las entrañas de Merlín. ¿Podía afirmarcon fundamento que Galahad había sidola causa? ¿O había sido él mismo,Merlín, el responsable? ¿Acaso llevar a

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Galahad a Camelot había sido la fatídicalocura de la que ahora culpaba a otros?Con un esfuerzo sobrehumano, trató deatar los cabos de lo que sabía.

En primer lugar, tomó conciencia dela amenaza que se cernía sobre Arturopor las punzadas en los pulgares. Ahí sele advirtió que tuviera cuidado con lallegada de un niño. Al encontrarse conGalahad, se repitieron las punzadas enlos pulgares. Sin embargo se creyócapaz de manejar al muchacho. No viopeligro alguno en el viejo rey y suséquito. Por el contrario, el hallazgo lepareció un golpe de suerte. Pero cuandointentó jugar sus cartas, todo se vino

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abajo.¿Por qué?, se preguntó, atormentado.

¿Qué pasé por alto?En una ocasión, viajando por

Oriente, conoció a un sabio tan ancianoque su voz era un susurro y su carnepoco más que hierba. Ciego, con losojos blancos como el cristal soplado, elprofeta lo obsequió con un proverbioantes de entrar en trance: «Cuando elhombre sabio señala la luna, el neciomira el dedo». Merlín lanzó un gemido.¿Acaso había él observado el dedo ypasado por alto la luna? Sí, sí, selamentó en un arrebato de indignaciónpor su propia estupidez. Tan satisfecho

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de sí mismo como cualquier papanatas,se había equivocado con Galahad.

¿Y qué decir de Mordred? El almade Merlín se sumió aún más en lastinieblas de una angustia superior acualquier otra. Cuando Mordred sesublevó ante Arturo, éste reaccionó aldesafío como un padre y un rey. Puso aMordred en su sitio sin vacilar, los dosse reconciliaron, y eso debería habersido causa de un desenfrenado júbilo.Sin embargo fue entonces cuando Merlínrecibió la peor advertencia de todas.Esta vez cuando estallaron sus pulgares,estalló también su cerebro.

No se atrevía a pensar cuál podía

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ser el significado de aquello. ¿SeríaMordred, después de todo, una criaturade la oscuridad? ¿Era él el niño quesometería a Arturo? ¿Y había él, Merlínel bardo, acelerado la perdición de laestirpe de Pendragón en su empeño porsalvarla?

¡Me maldigo!, gimió en las cavernasde su mente. Con brutal distanciamiento,notó que no podía alzar los puños paragolpearse la cabeza. ¿Lo librarían losDioses de aquella sepultura en su propiocuerpo? ¿O era ese el principio de sularga despedida, vivir atrapado en unféretro de carne?

En uno u otro caso, la decisión

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estaba en manos de los Grandes.O tal vez…Repentinos relámpagos traspasaron

su cerebro maltrecho. O tal vez esadolencia no provenía de los Dioses.

¿De quién, pues? Ningún hombrevivo lo odiaba hasta el punto de abatirlode aquel modo. Todos sus enemigoshabían muerto hacía ya muchas lunas.

Ningún hombre, pero ¿una mujer,quizá?

Una mujer, sí. De pronto lo vioclaro. Tenía que ser eso.

Pero ¿a qué mujer había ofendido?Ninguna doncella confiada le habíaentregado su virginidad. Ninguna viuda

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lo maldecía por la muerte de su esposo.No había matado a ningún hombre en supropio provecho.

Un trueno resonó en su mente. En supropio provecho no, pero sí porPendragón.

Y no se trataba de una mujerhumana, sino de una que se movía entrelas estrellas y la tierra.

Una luz cegadora surgida de lo máshondo de su cabeza lo partió en dos, ycomprendió qué había pasado por alto.Y supo entonces quién lo había llevadoa aquella situación.

¡Morgana!Lanzó un alarido de desesperación

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desde el laberinto de su dolor. Sinembargo debía dar el salto. Fijando lamirada en la vela que ardía junto a sucabeza, precipitó su espíritu al vacío.Como un halcón, voló entre las titilantesestrellas hasta flotar libremente. Por fin,fue a posarse sobre el plano astral, y allíestaba ella, como siempre había estado.

En la oscuridad, Merlín no vio másque sus ojos inyectados en sangre. Ellase revolvió de inmediato, y Merlínsintió el calor abrasador de su estela dechispas. Ávidamente, absorbió su fuerteolor, deleitándose en su fetidez. ¿Desdecuándo la amaba?

¿Desde cuándo amaba a aquella

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mujer espíritu, amándola y odiándolapor todo lo que había hecho?

—Y bien, Merlín —dijo ella convoz ronca—, ¿os habéis despedido de latierra? ¿Habéis abandonado vuestraenvoltura mortal? —Y se echó a reír.

Y en ese instante Merlín supo conabsoluta certeza que ella había urdidotodo aquello. Ella había encadenado lalengua terrenal de Merlín, suspendidoaquel peso muerto sobre su pecho, yseccionado los hilos que conectaban sumente y su cuerpo. ¿Lo liberaría de esaesclavitud? Sólo cuando se cansara deljuego. Y eso ocurriría sólo cuando vierarealizados todos sus deseos.

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Fueran cuales fueran. AlgunosMerlín los conocía ya. Pero debía aúnaveriguar sus nuevos y crucialesimpulsos. Y eso le exigiría seguirle elrastro como a un zorro.

—Vos —dijo Merlín con indulgentecertidumbre—, vos erais la damaBrisein.

—¡Sí! —Su risa áspera reverberó enel vacío—. Claro que fui yo quienutilizó el cuerpo de esa vieja estúpida,naturalmente. Medio muerta como está,nunca me siente entrar y salir. Y a sirNiamh, ese viejo necio. También a él loobligué a servirme.

Merlín asintió con la cabeza. ¿De

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qué se sorprendía? Ella siempre habíasido capaz de mudar de forma ypresentarse bajo cualquier apariencia,desde la de una modesta doncella hastala de una diosa equina con ruedas decarro por ojos. Pero ¿por qué?

—¿Por qué habéis traído a Galahada Camelot? ¿A qué venía el truco de lasreliquias? ¿Por qué?

—Vamos, Merlín…Estremeciéndose, Merlín notó

clavarse en su oreja las uñas de ella.Pronto, muy pronto, lo derribaría, lomontaría y lo llevaría a la locura, elterror y el placer. Sus costadostemblaron y sus marchitas entrañas se

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sacudieron. Ella siempre había sido sufuente de placer y su pesadilla.

—¿Por qué, Merlín? —dijo ella,abrasándole el cuello con su aliento—.Pensad, simplemente pensad. —Eldestello de sus dientes blancos iluminóla estrella más lejana—. MedianteGalahad puedo atacar a Ginebra, quiensiempre ha confiado en la lealtad deLanzarote. Haciendo aparecer ydesaparecer las reliquias, atormento alos cristianos, un pobre pago por lomucho que sufrí en la infancia a manosde ellos. Pero, por encima de todo, labúsqueda del Grial destruirá la TablaRedonda y le romperá el corazón a

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Arturo. Como él y su padre rompieron elmío y el de mi madre Igraine. —Suregocijo borbotaba y siseaba como unaolla puesta a hervir—. ¿Y aún mepreguntáis por qué?

—¿Arruinaréis la vida a Arturo porllevar a cabo vuestra venganza?

—¡Sí!—¡Pero amáis a Arturo!—Nuestro amor será aún mayor

después de la muerte. Sólo entoncesestaremos juntos como planeé.

Merlín comprendió entonces queMorgana no respetaría nada, ni siquieraa sí misma. Los pecados de Utherhallarían por fin su castigo. El sueño

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dorado de Pendragón se había esfumado.El mundo se acababa, y Merlín debíaacabarse también. El final se acercaba,lo presentía, estaba ya allí.

—¿Es por Mordred? —exclamóMerlín angustiado mientras la oscuridadinvadía su alma—. ¿Todo esto se debe aél?

—¿Mordred? Mordred no es nada.Para mí no es nada.

—¡Morgana, es vuestro hijo!Ella lanzó un grito como el aullido

de los muertos vivientes.—También es hijo de Arturo —

replicó—. Y Arturo intentó matarlocuando nació.

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Desesperado, Merlín acometió unasúplica final.

—Actuó de ese modo en un rapto delocura y miedo, no por odio a vos.Durante diez años y más Arturo haamado a Mordred como se ama acualquier hijo. —Reunió sus ya escasasfuerzas—. Mordred es el únicodescendiente de Pendragón. Heredará elnombre y el trono de Arturo.

—¿Pendragón? —repitió Morganacon un resoplido de ira, y se abalanzósobre él mordiendo y desgarrando,hincándole dientes y garras—.Pendragón trajo la muerte a mi familia.Uther Pendragón tomó a mi madre contra

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su voluntad. De una violaciónperpetrada por un Pendragón nacióvuestro precioso Arturo.

¡Me maldigo por haber pronunciadoel nombre fatídico!, se lamentó Merlínen sus adentros. Pero ella leyó hasta elúltimo matiz de sus pensamientos.

—Sí, maldecíos, viejo necio —gruñó—. Maldecíos a vos mismo y atodos los vuestros. Pendragóndescenderá a la casa de la muerte.

—¡Jamás! —repuso Merlín contemeridad—. Puedo emplear contra vosuna magia más antigua que la de losdruidas.

—¡Fantasías! —Morgana vibró de

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cruel regocijo—. Pronto dejaréis deexistir. La arcaica raza de los druidasestá extinguiéndose. Y mis poderes sonlos más antiguos de la tierra.

Estaba perdido, ahora lo sabía.Pero, desesperado, realizó un nuevointento.

—¿Y Mordred, vuestro hijo?¿Aniquilaríais a vuestro propio hijo poracabar con Arturo?

—Sí. Y a vos también, Merlín,también a vos.

Morgana aulló, danzó y trazó figurasen el aire. Merlín sintió fundirse sumente, disolverse como pavesas de unfuego. Trató de resistirse, pero sabía

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que ella estaba succionándole el alma,dejándosela seca.

Merlín soltó una horrible carcajada.Morgana no le ahorraría esa torturaprevia a la muerte, porque él habíalevantado la bruma en la que pereció supadre el duque Gorlois y había llevadoa Uther hasta su madre Igraine. Merlínhabía cometido esas perversas acciones,y había llegado su hora. No sabía quéharía Morgana con su cuerpo, ya que lomataría de la peor manera que conocía:arrebatándole la mente.

Notaba ya sus garras en el cerebro.Con las uñas chorreando sangre,Morgana arrancaba uno a uno sus

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pensamientos, sus planes, sus esperanzasy sus sueños dorados y los devoraba.Con delicadeza, troceó el contenido desu cráneo, y al final Merlín supo queestaba vacío. Era un hombre sinpensamiento, una criatura sin sentido,sin fe, sin función alguna.

¿Y qué hombre desearía vivir unavida así?, fue el último pensamientoconsciente de Merlín. El abismo seabría ya ante él. Estaba destinado a lastinieblas, sin esperanza de retorno. Aunasí, seguía siendo un druida del séptimosello, un señor de la luz y un hijoelegido. Siempre había sabido que esemomento llegaría. La facultad última era

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la facultad de aceptar su sino, de irse alMás Allá como un héroe, no como uncobarde.

Y no se demoraría.—¡Que los Dioses os bendigan,

Arturo! —gritó—. ¡Y los Grandesprotejan y conserven a Pendragón hastael fin de los tiempos! Adieu.

Llorando, maldiciendo e invocandoa sus Dioses, Merlín preparó su alma ysaltó al abismo.

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CAPÍTULO 22

l primer asomo del albaacarició los párpadoscerrados de Lanzarote.Notó cambiar de gris a rosay a dorado la luz de laventana, y una modestasensación de asombroinundó su alma. Nuncasabría por qué lo había

perdonado Ginebra, pero si ella aún loamaba, quizá todo saliera bien.

Se estiró con perezoso ydesacostumbrado abandono, saboreando

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el dolor de sus miembros. La cama eraancha; las frescas sábanas olían aespliego; la cámara estaba en silencio, yLanzarote sentía la profunda paz delamor. Y había pasado toda una nochecon Ginebra. ¿Cuántas veces habíaocurrido eso desde que la amaba?

Ginebra.Deseó abrazarla y declararle su

amor en voz alta. Pero el más levemovimiento rompería aquel clima detrémula alegría. A su lado, percibía elcuerpo de Ginebra, dormida bocaarriba, sus largas piernas extendidashasta los pies de la cama. Yacía enplácido reposo. Una débil sonrisa de

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amor y aflicción cruzó los soñolientoslabios de Lanzarote. Como todas lasmujeres apasionadas, Ginebra dormíaprofundamente después de darlo todo yrecibir su parte de placer.

Pronto Lanzarote abriría los ojos yemprendería el nuevo día. Deberíamarcharme, se lamentó. Por su seguridady por la mía, debería marcharme o,mejor dicho, ya debería habermemarchado. Pero si ella se despertaba,podrían despedirse como era debido. Ysu inminente y forzosa partida tras lospasos de su hijo en la búsqueda delGrial era una buena razón paradespedirse de ella. Pero ¿cómo le

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explicaría a Ginebra que debía seguir aGalahad?

La búsqueda del Grial.Ginebra lo aborrecería, le gritaría e

insultaría. Para ella, el hecho de que élse pusiera del lado de los cristianossería la traición máxima. Pero siLanzarote quería conservar intacto suhonor, no tenía alternativa. Debíaconvencer a Ginebra de que supropósito no era encontrar el Grial, nidaba el menor crédito a las patrañas delos cristianos. Pero no podía permitirque su hijo se fuera él solo a la aventura.No podía dejarse avergonzar por lavalentía de un hijo. Si Ginebra se

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negaba a aceptarlo, que así fuese. Diosa,Madre, imploró con los ojos cerrados,dadme fuerzas para afrontar su ira.

Oyó cambiar el ritmo de larespiración de Ginebra, y su tristecorazón se llenó de júbilo. Despertadamor mío, despertad y solazaosconmigo.

Lanzarote abrió los ojos y,alargando el brazo, le tocó la cadera.

—Mi señora, mi amor —musitó.Volvió la cabeza hacia la mirada

matutina de ella. Pero aquellos ojos noeran los de Ginebra. El rostro apoyadoen la almohada pertenecía a unadesconocida; el alborotado cabello no

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era la espesa melena de Ginebra sinouna mata de pelo rubio y delicado comoel de un niño. Era una desconocida, y sinembargo la conocía desde hacía muchosaños, como había conocido almuchacho, al hijo del Grial.

Al instante, saltó de la camalanzando una exclamación. Buscó atientas la espada, la desenvainó y,aterrorizado, empezó a asestar tajos alaire. De pronto los demonios ymonstruos se desvanecieron, y Lanzarotese quedó solo.

Solo salvo por el monstruo queyacía en la cama.

La mujer que ya en una ocasión le

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había robado la esencia y habíaregresado ahora para cebarse de nuevoen él, Elaine de Corbenic.

La imagen de Ginebra, esperándoloy llorando toda la noche, penetró en sumente como un toque de difuntos. Yanunca lo perdonaría. Había dispuesto deuna última oportunidad para ganarse superdón y la había desperdiciado en unanueva traición, mucho peor que laprimera.

Gracias a aquella… aquella criatura.Lanzarote era incapaz de pronunciar sunombre. Ella se incorporó en la cama,aferrando la sábana para cubrirse lospechos. ¿Y aquel repentino pudor?

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¿Después de todo lo que había ocurridoesa noche? Lo invadió una intensa ira.Una virgen de nuevo, sin duda… hastaque decidiera volver a él. Un fervorasesino se adueñó de Lanzarote. Notó enla mano el peso de la espada, fría y fiel,y avanzó hacia la cama.

—¡No!Totalmente desnuda, Elaine salió de

la cama y se acercó a él, su cuerpoblanco como un cadáver en la tenue luzgris del amanecer. Sus ojos clarosdestilaban vanagloria y una sensación depoder.

—Todo lo que he hecho, lo he hechopor amor a vos —declaró a voz en grito,

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arrojándose a sus pies.Tenía el vientre suave y redondo, los

pechos delicados y generosos, lospezones hinchados tras una larga nochede amorosas caricias. Lanzarote deseómaltratarla, patearla, matarla a golpes.

Al cabo de un instante, el corazón sele encogió de pena ante todo aquello. Supadre la amaba; ella había puesto suafecto en Lanzarote; éste quería aGinebra, y Ginebra amaba en vano.Tanto amor malgastado y condenado aerrar el blanco, una interminable cadenade vidas rotas.

Elaine percibió el cambio deexpresión en sus ojos y lo interpretó

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equivocadamente.—¡No olvidéis que soy la madre de

vuestro hijo! —advirtió en un arrebatode terror comparable al de Lanzarote—.Si me matáis, Galahad buscarávenganza.

Lanzarote tiró la espada a un rincón.—No os mataré, señora —respondió

con voz ronca, casi incapaz de hablar—.Pero jamás volveré a ver vuestro rostro.

—¡No! —Elaine lo miró con losojos desorbitados a causa del dolor—.Pero mi doncella dijo… prometió…

Lanzarote se sintió infinitamenteviejo.

—¿Qué dijo?

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Elaine tragó saliva como un niñoazorado.

—La dama Brisein, mi doncella,dijo que volveríais a acudir a mi lado,que me amaríais, y todo acabaría bien.

—Mi señora…En aquel momento Lanzarote casi

podría haberla amado por su puerilsensación de confianza defraudada, elultraje de la traición a una inocenciapura.

—Os mintió —aseguró Lanzarote.—¡No!Elaine rodeó con los brazos la

cintura desnuda de Lanzarote. Este seapartó, sintiendo la misma repugnancia

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por aquel contacto que si lagartos yescorpiones se pasearan por su piel.Ella gimió y cayó torpemente al suelo.Desviando la mirada, Lanzarote sevistió a toda prisa. Cuando recuperó laespada, Elaine lloraba aún a lágrimaviva tendida en la fría piedra. Lanzarotela cogió del brazo y la llevó a la cama.

—Acostaos y buscad consuelo,señora —dijo con forzada calma—.Vuestra doncella no tardará en venir.Que los Dioses permitan que regreséissana y salva a Corbenic.

Ella se desprendió de su mano,abandonándose aún más al llanto. Unhondo reproche se adivinaba en cada

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línea de su larga espalda, en susconvulsos hombros y en sus temblorososcostados. Lanzarote movió la cabeza enun lúgubre gesto. A partir de eseinstante, la aflicción era el destino deElaine.

—No os pediré perdón, señora —dijo apesadumbrado—, pero aceptadesto como mi última despedida. Porgrande que sea el dolor que os hecausado, podéis tener la seguridad deque mi vida está también arruinada.

‡ ‡ ‡

Fue el amanecer más sombrío de su

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vida. No se había planteado siquierairse a la cama en toda la noche. Una allado de la otra, ella e Ina habíanesperado al alba, dormitando a ratos,sumidas en el silencio y el temor.Finalmente aparecieron en el cielo lasprimeras vetas de luz gris. Sentada en susilla, Ginebra flexionó los miembrosentumecidos.

—Pronto estará aquí —masculló,irguiendo la espalda. No permitiría queél supiera lo dolida que se sentía.

Ina se puso en pie.—¡Sin duda, señora! —exclamó con

afectada alegría—. Dejadme que osprepare para el día que empieza.

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Prepararme ¿cómo? Ginebra meditópor un momento. Tenía un vestido de uncolor azul grisáceo que le gustaba aLanzarote. Ina le leyó el pensamiento ylo sacó en un abrir y cerrar de ojos. ¿Esdemasiado juvenil para mí?, se preguntóGinebra, transmitiendo su duda a Ina sinnecesidad de expresarla con palabras.No, señora, respondió la doncella con lamirada. Y Ginebra vio por sí misma queel suave tono azul de la tela sentaba biena su tez y confería un poco de vida a susinexpresivos ojos.

Lo complementó con un velovaporoso como la neblina que descendíade las montañas con la llegada del

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invierno. Y perlas para el cuello y lasorejas, para las muñecas y los dedos,perlas por todas partes, ya que lasperlas simbolizaban las lágrimas de laMadre por el amor traicionado. Llevaríaperlas durante el resto de su vida.

La luz era ya más intensa. Ina laobservó con la cabeza ladeada.

—¿Un poco de color para la cara,señora?

—No.—Señora, os lo ruego…—No, Ina. Prefiero que me vea tal

como soy.—Pero no sois la de siempre cuando

tenéis ese aspecto tan triste.

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Al final Ginebra cedió y aceptó untoque de rosa en las mejillas, por lodemás blancas como el yeso. Peroaderezarse más sería tan estúpido comofalso.

Dio las gracias a Ina y le indicó quepodía retirarse.

—Con esto basta —dijo, y la brutalverdad cobró forma por sí sola en sumente: Al fin y al cabo, sólo vendrá adespedirse. Ningún caballero que haobrado como él podría esperar otracosa.

En ese preciso instante oyeronanunciar al guardia de la puerta:

—Sir Lanzarote desea ver a Su

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Majestad.—Dejadlo entrar —ordenó Ina.Lanzarote apareció en el umbral,

alto, tenso y distante. Apartando lamirada, Ina hizo una breve reverencia yse escabulló.

A Ginebra le ardieron los ojos alverlo entrar en la habitación. Lo odió.¿Cómo podía tener tan magníficoaspecto? Magnífico y a la vez pálido ydemacrado en la etérea luz delamanecer. Lanzarote la miró a los ojos,y por un momento nada había cambiado.A continuación, ella vio la capa de viajedoblada en su brazo y reparó también ensu túnica de cuero y sus robustas botas.

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Iba vestido para hacerse al camino.Abrumada por una honda aflicción,apenas pudo reunir fuerzas para hablar.

—Me habéis mentido y traicionado,Lanzarote —se obligó a decir por fin—.Esa mujer fue vuestra amante enCorbenic, la llevasteis a vuestra cama.

—Mi señora, escuchadme… —tratóde explicar él con una miradasobrecogedora.

Pero Ginebra no podía contenerse.—¡Esa absurda historia del sueño a

medianoche! Fue real, vuestra cita enCorbenic fue real, y falsas vuestraspalabras.

Lanzarote cerró los puños.

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—Señora, yo no…—¡No mintáis!—Señora, jamás os he mentido.—Dijisteis que no había ocurrido

nada entre vos y Elaine. Pero he visto laprueba, la prueba viva: vuestro hijo.

Atormentado, Lanzarote sacudió lacabeza.

—¡No lo sabía, tenéis que creerme!Ginebra lanzó una cruel carcajada.—¿Y sabéis con quien habéis

pasado la noche?Lanzarote contuvo la respiración.—Anoche fui engañado. —Sentía el

escozor de las lágrimas en la garganta—. Ina vino a mí en la oscuridad.

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—¡Ina no!—Y me llevó a vuestra cámara.—¡A mi cámara no, Lanzarote! —

replicó ella entre dientes. Se golpeó lacabeza con los puños en un gesto derabia—. Anoche, después de loocurrido, toda la corte estaba despierta.¿Pensáis que elegiría un momento asípara enviar a Ina a buscaros? Nuncaadmitiría que eso precisamente habíahecho.

—Creí que Ina conocería el caminopara eludir a los guardias —prorrumpióLanzarote—. Creí que venía a reunirmecon vos.

—¿Me confundisteis con Elaine?

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Después de tantos años, ¿sois incapaz dedistinguirnos? —Un perverso regocijoinvadió a Ginebra—. ¿Queréis deciracaso que de noche todos los gatos sonpardos?

Lanzarote se esforzó por mantener lacalma.

—Mi señora, no asumiré yo solotoda la culpa. Otros nos manipulan sinque nos demos cuenta. En Corbenic, lavieja me drogó con un bebedizo. Y yono accedí a lo ocurrido anoche.

—¡Vaya! ¿El caballero sin par hasido víctima de las maquinaciones deuna anciana? —dijo Ginebra con sorna,odiándose a sí misma tanto como a él.

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—Nunca le he ofrecido mi amor aesa mujer —aseveró Lanzarote,golpeándose la palma de una mano conel puño de la otra—. Cuando la princesallegó a la corte, me pareció detestable.—Su bronceada frente se tornó grisácea—. Y cuando sacó su prueba y agitó lasábana manchada de sangre ante lacorte… —Cerró los ojos—. Os loruego, señora, apiadaos de mivergüenza.

—¿Apiadarme de vos? —Ginebravolvió a notar que el dolor escapaba asu control—. Soy el hazmerreír de lacorte, ¿y me pedís compasión? ¿Nohabéis oído las habladurías? —Dio

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rienda suelta a su pesar con unadescarnada parodia—: «La reina secreía que era el único amor de sirLanzarote. Y desde el principio teníaoculta a una amante, y también unhermoso hijo».

—Aun así, hay algún consuelo eneso, señora, si es que deseáisencontrarlo —replicó Lanzarote,indignado—. Deberíamos alegrarnos decualquier cosa que induzca a la gente apensar que soy sólo vuestro. Si llegara asaberse que os he amado a escondidas,si alguien dijera al rey…

—¡Basta ya! —atajó Ginebra. Enese momento no resistía pensar en

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Arturo.Inexorablemente, Lanzarote siguió

adelante con la odiosa verdad.—La princesa Elaine es joven y

bella. A muchos hombres lescomplacería tenerla por amante. Si hagocorrer la voz de que anoche requirió mipresencia, vuestro honor quedaríaprotegido.

—¡Callad! —Ginebra rompió allorar y se tapó los oídos con las manos—. Ni una palabra más. —De prontotomó conciencia de que no lo soportabamás. No podía hablar más ni oír más, yde un momento a otro, presentía,tampoco podría ya respirar.

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Posó en Lanzarote su trágica mirada,y él desfalleció. Nunca le habíaparecido más enigmática y hermosa queentonces. Era una flor silvestre perdida,sola en un claro del bosque. Deseóestrecharla contra su pecho y besarla enla boca hasta hacerla sangrar. Deseótenderla en el suelo y penetrarla,llenarla de amor y consuelo contra elmundo. En muchas ocasiones habíaaliviado así sus pesares. Pero de repentecayó en la cuenta de que se habíaconvertido en una desconocida para él.

La miró fijamente, y el dolor le cortóla respiración. Supo que ese recuerdo loacompañaría como una herida durante el

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resto de su vida: su vestido azul, su veloplateado, sus perlas, sus ojos como elfin del mundo.

Permanecieron en silencio por unrato, notando crecer la distancia entreellos hasta el punto de ruptura.Alrededor se extendía el páramo de suamor, desprovisto de esperanza.

Ginebra lo contempló como si fueraun fantasma.

—Todo ha terminado, Lanzarote, ¿noos dais cuenta? —dijo con voz firme—.Cuanto teníamos se basaba en unamentira. Pensábamos que éramos losúnicos amantes del mundo. Pero duranteaños, una década o más, teníais a otra

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mujer, lo supierais o no. Y aún más,teníais un hijo.

Lanzarote enmudeció. Las palabrasde Ginebra eran ciertas de la primera ala última.

—Y ahora —prosiguió ella—vuestro hijo os necesita, sean cualessean los actos de su madre. Id con él.

Lanzarote agachó la cabeza paraocultar las lágrimas.

—Quizá podríamos haber superadotodo esto, ¿quién sabe? —continuóGinebra—. En Corbenic os hallabaishechizado, bajo los efectos de unadroga, me consta. Allí no obrasteis porpropia voluntad.

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—Gracias —susurró él como siexhalara su último aliento.

Ginebra movió la cabeza en unremoto gesto de asentimiento.

—Pero no terminó ahí la cosa. Porla razón que sea, habéis vuelto a sucama. Al acostaros con ella anoche,aniquilasteis nuestro amor.

Una llamarada de ira avivó elconsumido fuego de Lanzarote. ¿YArturo?, ansiaba replicar. Víctima de unengaño, fui conducido a la cama de otramujer. Pero a lo largo de todos estosaños vos habéis acudido una noche trasotra al lecho del rey, y yo he tenido quepresenciarlo impasible y sonreír cuando

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él se os llevaba.Pero no podía aumentar el tormento

que ella ya padecía. El cuerpo deGinebra parecía resquebrajarse a causadel dolor, a punto de romperse bajotanta tensión.

—Id con vuestro hijo —repitió—. Ida Tierra Santa.

—Vaya a donde vaya el camino,debo seguir a Galahad —respondióLanzarote—. Y él debe viajar en ladirección que le indique su búsqueda.

—Pero pase lo que pase, Lanzarote,no regreséis —dijo Ginebra,irguiéndose—. Id a vuestro reino,permaneced en Benoic. No penséis que

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podéis volver a mi lado. El sueño quecompartimos durante tantos años haterminado.

Lanzarote se hallaba inmóvil anteella, incapaz de hablar o moverse. Lavisión de Ginebra se enturbió, y depronto vio a Lanzarote solo, el últimosuperviviente en un campo de batalla, enmedio de la carnicería a que habíanquedado reducidos sus años juntos,caídos alrededor todos los pensamientosy esperanzas de ambos, sus besos ytiernas promesas destrozados ysangrantes, descuartizados a hachazosmiembro a miembro. Nada salvo sangrey dolor, dolor y sangre.

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Ginebra cerró los ojos y deseó queél desapareciera. Se desvanecía ante susojos como un sonámbulo, un fantasma dela noche. Estaba perdiéndolo bajo la luzverdosa de la mañana.

—Marchaos. —Se dirigió hacia lapuerta y la cruzó—. Sois libre. Todoaquello que tuvimos ya no existe. Id conella si es ese vuestro deseo. Haced loque gustéis. Nunca volveremos a vernos.

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CAPÍTULO 23

l mar despedía un olorlimpio y penetrante. Frentea ellos, el pequeño barcose mecía sobre las olas,magnífico con sus velasdesplegadas y gallardetes,todos revoloteando comodoncellas en su primerafiesta de primavera. El sol

de la mañana reverberaba en las aguasrizadas con destellos verdes y dorados.Bors, de pie en el muelle con Lionel yGalahad, experimentó un creciente

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entusiasmo. Él no era hombre de mar, ya cada ráfaga de aire salitroso rogaba asus Dioses que tomaran eso enconsideración. Pero el muchacho quellevaba dentro, enterrado durantemuchos años bajo las responsabilidadesdel hombre consciente de sus deberes,empezaba a despertar con corazónjubiloso ante aquella aventura.

—¿A Benoic, pues, señores? —Elcapitán observó a los tres caballeros yluego alzó al cielo su curtido rostro.Pequeñas nubes blancas y redondas seperseguían alegremente por la vastaextensión de impoluto azul—. Nopodríamos tener mejor día —dictaminó

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con un pronunciado acento suroccidental—. La marea cambiará a mediodía, yzarparemos con ella.

A bordo del barco los marinosdesplegaban más velas, moviéndose entorno a las jarcias con igual rapidez yseguridad que los monos. Sobre ellos,una bandada de gaviotas volaba encírculo y chillaba. El penetrante lamentobitonal traspasaba los oídos de Borscomo una triste despedida. Pero ¿quédejaba atrás que pudiera causarle pesar?

Deslumbrado por el sol, el capitánlos miró con los ojos entornados.

—¿Navegaréis con nosotros?Lionel se volvió hacia Bors.

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—Lanzarote no ha llegado.¿Debemos esperarlo?

—Dejamos mensajes a lo largo delcamino —dijo Bors—. Pensaba queestaría ya aquí.

El capitán desplazó el peso de sufibroso cuerpo de una pierna a la otra ydesvió la mirada.

—Señores, hay otros barcos y otrasmareas. Podéis escoger.

—Gracias, capitán. —El tonoenérgico de Galahad sorprendió a todos—. Pero navegaremos con vosotros. Losdías del verano pasan deprisa, y nopodemos retrasarnos. Es un asunto deDios lo que nos impulsa.

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El capitán asintió sin muchaconvicción.

—Vuestras actividades, señor, noson de mi incumbencia. —Señalando lasalforjas apiladas en el muelle, preguntó—: ¿Debemos embarcar vuestrosbultos?

Galahad miró a Bors y Lionel.—Zarpemos, primos —dijo con

aplomo—. Sir Lanzarote nos encontrarási ésa es la voluntad de Dios. Entretantomi Padre celestial desea que sigamosadelante.

—Muy bien —accedió Bors. Echómano a su bolsa y fue depositando lasmonedas del pasaje en la encallecida

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mano del capitán a medida que lascontaba. Luego, asombrado de sí mismo,lo observó alejarse para ordenar a sutripulación que subiera a bordo lasalforjas. ¿Qué le había ocurrido?, pensó.¿Quién habría dicho que él y Lionelpodían soportar a aquel joven delgado ypálido y su continua palabreríacristiana?

Sin embargo, la infantil confianza deGalahad y su ferviente fe les habíallegado al corazón. Honesto, perspicaz yleal hasta la médula, el muchacho era sinduda hijo de Lanzarote. Cuando nohabían recorrido más de una milla decamino, su desinteresada cortesía se

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había puesto ya de manifiesto. En unamísera aldea había entregado elcontenido de su bolsa a una mujer medioenloquecida de hambre que recogíabellotas en el bosque para dar de comera sus famélicos niños. En otro punto,encontraron a un viejo sentado a la veradel camino, llorando porque habíaenviudado y sus maltrechas piernas no lepermitían llegar a la casa de su hija.Montando al anciano viajero, mudo deagradecimiento, en su propio caballo,Galahad lo llevó hasta el lugar dondevivía la buena mujer, muchas millas másadelante. Aun así, la alegría reinabasiempre en el viaje. A Bors le recordaba

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los lejanos días de su juventud enBenoic, cuando los tres salían acabalgar durante semanas, cazando todoel día bajo el abrasador sol del verano ysentándose por la noche junto a unafogata para asar las piezas cobradas.

—Nada podemos negaros —dijoBors, sonriendo—. Pero cuandolleguemos a Benoic, seremos nosotrosquienes os guíen. Vamos a la tierra devuestros antepasados, reyes de Benoicdesde tiempos inmemoriales.

Lionel apoyó la mano en el hombrode Galahad, casi de la misma estaturaque él.

—Queremos cabalgar a campo

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traviesa para enseñaros el reino que undía será vuestro.

Galahad movió su rubia cabeza enun gesto de negación.

—Mío no, primo —dijo con radiantecertidumbre—. Yo no reinaré en Benoic.Ni en Terre Foraine, pese a que miabuelo, el rey Pelles, así lo querría. —Guardó silencio por un instante y sonrióde felicidad—. No pienso ocupar sitioalguno en esta tierra. Conozco midestino. El mío es el reino de Dios.

‡ ‡ ‡

Quizá deberían haber seguido a Galahad

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después de todo.Sagramore fijó la mirada en el

camino y trató de apartar de su menteese pensamiento. A sus espaldas oía losfamiliares murmullos de su escudero ysu paje, y supo que hablaban de esomismo. Pero ¿qué sabía Galahad? Pese asus aires, no más que el resto de loscaballeros. Mientras que Sagramore, elrecio caballero de quien todos se reían,sabía que su idea era mejor que las delos demás.

Incluso en ese momento, perdido enel bosque con la tarde ya avanzada, unaamenaza de lluvia en el ambiente yningún lugar donde pasar la noche, ese

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recuerdo dio ánimos al cansado corazónde Sagramore. Como todos sabían,Galahad se dirigía hacia Oriente enbusca del Grial. Eso implicaba hacia elsur, siempre hacia el sur, y despuéstomar un barco para evitar laintransitable porción de tierra final.Pero sin duda era posible llegar aOriente siguiendo la trayectoria del sol.Viajando hacia el este desde el puntodonde se ponía el sol, con todaseguridad localizaría el Grial. ¿Dóndepodía hallarse si no a lo largo delcamino dorado?

Sagramore asintió con convicción.Al partir, se le había antojado una

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magnífica idea. Pero después de tantassemanas había empezado a decaer.Habían recorrido millas y millas,cabalgando a marchas forzadas yacampando al lado del camino, la vidapura y limpia de los peregrinos y lossoldados de Cristo. Habían socorrido alos débiles y ayudado generosamente alos pobres, hasta tal punto queSagramore comenzaba a contar coninquietud el dinero de su bolsa. En losúltimos días, durante sus horas nocturnasde desvelo tendido en el duro y cada vezmás frío suelo, Sagramore contemplabala posibilidad de regresar a la corte sinun céntimo. Sin el Grial y con el rabo

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entre las piernas. Sagramore sabía quenunca superaría la vergüenza.

Una tenue neblina coronaba losmontes y el aire vespertino era húmedoy frío, tan frío como el lúgubre ánimoque empezó a adueñarse del alma deSagramore. ¿Dónde estaban lasagradecidas doncellas, los dignosrivales y los maleantes vencidos que élhabía imaginado al inicio de aquellabúsqueda? Había previsto grandesaventuras y magníficas recompensas,arriesgadas justas por el día y mullidoslechos de plumas por la noche, siendo élel agasajado huésped de algúnhacendado o el amigo predilecto de una

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dama de elevada posición. ¡Y en cambioqué tedioso había sido el viaje, quéincómodo y doloroso cabalgar el díaentero con la armadura completa,dispuesto a arrostrar el desafío quenunca llegaba! No se habían cruzado conun solo hombre digno de su espada. Enlugar de eso, habían saltado de aldea enaldea, recibidos a su llegada porarrapiezos huraños y hambrientos yperseguidos al marcharse por un puñadode chuchos pulgosos.

Y ni rastro del Grial.Sus pensamientos se centraron de

nuevo en el hollado camino. Quizá,después de todo, deberían haber seguido

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a Galahad.O tal vez todo aquello era una

necedad, un engaño.Había empezado a llover. Un hilo de

agua descendía por el cuello deSagramore. Entumecido, cambió depostura en la silla y miró al cielo,reprimiendo una maldición. No quedabamás de una hora de luz, y luego losesperaba otra noche lluviosa en aquelbosque perdido, sin un bocado queecharse al estómago. Sagramore seabismó en su propio desánimo.

—¡Señor! —gritó de pronto el paje,aterrorizado.

Sagramore alzó la mirada y se le

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heló la sangre. Unos cincuenta pasosmás adelante bloqueaba el camino uncaballero con armadura negra y actitudimpasible a lomos de un caballo zaino.El enorme animal resopló y piafó, y elpenacho negro del desconocidocaballero se agitó amenazante. Llevabaen ristre la larga lanza negra. El dañoque no causara la embestida de su brutalmontura, lo causaría sin duda el arma.

El desconocido caballero se bajó lavisera con un chasquido metálico.

—Aceptad mi desafío, señor —anunció con voz hueca desde el interiordel yelmo—, o renunciad a seguiradelante. Éstas son las tierras del

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poderoso sir Howell Le Grand. Cuantosse aventuran a llegar aquí debencombatir por el derecho a pasar. A lamejor de tres caídas, y si es necesario lavictoria se dirimirá echando pie a tierra.

Sagramore inclinó la cabeza enrespuesta. No se le ocurrió ningunarazón honrosa para negarse. Se burló desí mismo con una triste sonrisa. ¿Por quése había imaginado en liza sólo concaballeros jóvenes e ilusos, ingenuosprincipiantes sin pericia, a quienesderrotaría fácilmente y le estaríandespués agradecidos? ¿Por qué no habíaconcebido siquiera la posibilidad deencontrarse con un fogueado guerrero,

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un hombre que lucharía a muerte por suseñor? De pronto lo asaltó la idea deque quizá muriera allí, en ese desafío.Se echó a reír. ¿Qué clase de destino eraese? El que los Dioses habían escritopara él hacía mucho tiempo, escrito ylacrado en las estrellas cuando la propialuna era aún fuego líquido, antes de quela Madre separara el mar del cielo ydanzara sobre las olas para crear latierra.

Que así fuera.Extrañamente sereno, Sagramore se

volvió hacia su escudero, quepermanecía tras él lívido e inmóvil.

—El escudo y la lanza, por favor —

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dijo.Con las piernas temblorosas, el

joven desmontó del caballo y entregótorpemente las armas a su señor.Sagramore se ajustó el yelmo y ató lascorreas con una simple lazada. Nonecesitaba sujetárselo más firmemente.Sabía que no sobreviviría tres pases conaquel caballero. Él y su armadura notendrían que soportar más que laprimera carga.

Con los guanteletes calzados y lalanza en ristre, hizo una seña alcaballero.

—En guardia —avisó.El caballero negro asintió con la

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cabeza.—¡Adelante!Sagramore espoleó su caballo, pero

cuando éste empezaba apenas a trotar, elotro corcel, bien adiestrado, avanzabaya a un medio galope que levantaba unanube de hojas secas a su paso.Sagramore sintió temblar la tierra y oyóalzar el vuelo ruidosamente a lospájaros asustados. Vio destellos desangre y fuego en los ojos negros delcaballo. Justo por encima de la cabezadel animal y firme en la férrea mano delcaballero negro, la lanza apuntaba aSagramore con un ávido brillo.Sobriamente, en silencio, Sagramore dio

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gracias por el amor de sus padres,fallecidos hacía mucho tiempo, y ofreciósu alma a los Dioses.

No obstante, cuando el desconocidocaballero se aproximaba, Sagramoredirigió valerosamente la punta de sulanza al centro del pecho negro. Pero elescudo de su adversario desvió el golpecasi con desdeñosa facilidad. La lanzanegra acertó de pleno en Sagramore conmortífera fuerza. Ahogando un grito,Sagramore notó que algo se rompía ensu interior. Al instante salió despedidode la silla y voló por los aires. Al caer,oyó crujir sus pobres huesos.

Tendido en tierra, supo que no podía

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moverse. La pesada armadura sehincaba en su carne y le aplastaba lasarticulaciones. Alrededor, el aroma dela tierra mojada se mezcló con el oloracre de su sangre. Distintos dolorestraspasaban su cuerpo, unos másintensos y otros menos, pero fueronconfluyendo uno a uno.

—En pie, señor —oyó decir. Suescudero intentaba levantarlo y su paje,desconsolado, sollozaba junto a él.

Pero Sagramore sabía que nuncavolvería a levantarse. Se acercaron unossonoros pasos, y notó que le arrancabanel yelmo de la cabeza.

El caballero negro se erguía sobre

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él, espada en mano.Sagramore trató de sonreír.—Os ruego que seáis compasivo con

mis acompañantes, señor —dijo. Deseópedirle que tomara bajo su cargo alescudero y el paje, pero no pudocontinuar. Rompiendo a toser, vomitóuna bocanada de sangre y perdió laconciencia sin pronunciar una palabramás.

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CAPÍTULO 24

ómo va la búsqueda delGrial?

Se produjo un repentinosilencio en los pasillos delVaticano. El cardenalesbozó una estudiadasonrisa, pero en realidad lesorprendía que la vozhubiera corrido tan deprisa

en el lugar más secreto de Roma.—Bastante bien, Giorgio —

respondió con cautela. Retrocedió unpaso y contempló al rollizo monje—.

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¿Cómo os habéis enterado?La lejana salmodia de los monjes

flotaba en el aire y alrededor lospasillos bullían de actividad. Con unamplio gesto de la mano, Giorgio abarcóa los afanosos clérigos que iban de unlado a otro y soltó una carcajada defranca satisfacción.

—Bonifacio, bien sabéis que Romaes como una aldea, plagada de chismes yoídos dispuestos a escucharlos.

Y sabéis asimismo que a mí nopodéis engañarme, mi viejo amigo,deseó añadir, pero prefirió no herir elenvarado amor propio del cardenal.Nunca olvidaría los años que él y

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Bonifacio, por entonces dos jóvenesmonjes, pasaron en Avalón, aunandoesfuerzos para hacer entrar en vereda ala isla de la Diosa. Para él no habíamayor alegría que ser llamado a Roma,la madre de todas las ciudades, el centrodel mundo. Pero Bonifacio, comoGiorgio sabía, tenía puesto su corazónen aquella isla pagana. Su viejo amigohabía sabido abrirse camino, y aquellaesbelta y rígida aparición vestida decolor escarlata que tenía ante sí era yasecretario del Papa, pertenecía alcírculo de consejeros más allegados alSumo Pontífice y ostentaba el rango depríncipe de la Iglesia. Giorgio, en

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cambio, no había pasado de maestro decanto del Vaticano, teniendo bajo sucargo el coro y la música sacra. Peroambos sabían quién era el más feliz delos dos.

Percibiendo la compasión delmonje, Bonifacio notó crecer su ira.¡Virgen Santísima, vaya un aspecto el deGiorgio! Gordo y estúpido, y tambiénavejentado, fruto de demasiadas buenascenas y hermosos mancebos. Sinembargo, Giorgio tenía aún a Tomaso,su primer amor, entre su numerososéquito, pese a que Tomaso no era ya ungrácil muchacho sino un hombre tanorondo como el propio Giorgio. Y

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parecían encontrar juntos una felicidadque Bonifacio no alcanzaba acomprender.

Bonifacio irguió la espalda. Él debíabuscar su júbilo en el servicio a Dios, yno podía malgastar el precioso tiempode Dios quedándose allí de cháchara.Tras una lacónica despedida, se alejóapresuradamente de Giorgio por lospasillos del poder, inhalando eltranquilizador aroma a incienso.Abandonando los corredoresprincipales, llegó por fin a una pequeñay recóndita puerta y, como decostumbre, entró sin llamar. Pero unavez dentro se postró de rodillas en

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actitud reverente.—Vuestra Santidad —dijo,

inclinando la cabeza.Se hallaba en una reducida cámara

con las paredes y el techo forrados deseda tan roja como las vestidurascardenalicias. Tupidas cortinasimpedían el paso a los rayos del sol y laluz de las velas reverberaba en el grancrucifijo de oro con su Cristo demármol. Enfrente, bajo un imponentebaldaquín, se alzaba un descomunaltrono ocupado por un hombre corpulentovestido también de rojo. Por encima delhábito y la capa, su rostro grande yblanco parecía flotar como una luna

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soñolienta. Pero Bonifacio sabía quebajo aquella aletargada masa de carnese ocultaba un cerebro viperino, encontinuo movimiento, como una lenguaemponzoñada.

—Levantaos, hijo mío. —El Papaextendió una mano gruesa y cargada desortijas—. ¿Qué nuevas tenemos acercade la búsqueda?

—Nada bueno —respondióBonifacio con expresión ceñuda.

El Papa enarcó las cejas.—¿Y eso?—No han encontrado el Grial.—¿Esperábamos acaso que lo

encontraran?

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—¿Por qué no íbamos a esperarlo?—preguntó Bonifacio, teñido su enjutorostro de un ligero rubor.

—Sin duda es mucho mejor quecontinúen buscándolo —adujo el Papa,abriendo las palmas de las manos—,que nuestros seguidores busqueneternamente aquello que quizá no seaposible hallar, ¿no os parece?

Una desagradable sensación recorriólas venas de Bonifacio.

—Pero ningún hombre debeesforzarse en vano. Es la verdaderavasija de Cristo y debe ser encontrada.

—Sí, naturalmente —convino elPapa con tono tranquilizador—. Pero

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entretanto tenemos una razón para enviarmás monjes. —Algo se agitó por uninstante en el fondo de sus pequeñosojos negros—. Esa es la isla donde elGrial salió a la luz. Ahora que la vasijade nuestro Señor se nos ha reveladoaquí en la tierra, es lógico queprocuremos proteger a los nuestros. Y sino son capaces de encontrar el Grial,necesitarán más ayuda.

—Más monjes —repitió Bonifacio,poniéndose de inmediato enfuncionamiento su ágil mente.

Esa, pensó el Papa conbenevolencia, era una de las virtudes deljoven cardenal, su capacidad para

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captar una insinuación y emprender lasacciones pertinentes sin pérdida detiempo. Acarició los brazos de su trono.Con ese don, Bonifacio llegaría muylejos, quizá incluso a aquella mismasilla, el solio pontificio. Pero demomento…

—Más hombres —musitó el Papa—.En especial de aquellos que se unieron ala Iglesia al abandonar el servicio de lasarmas, monjes que hagan por nosotros loque antes hicieron en Tierra Santa,combatir contra los infieles y asolar sustemplos.

Los ojos de Bonifacio se iluminaron.—¡Eso es! —exclamó con fervor—.

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Debemos emplear todos nuestrosrecursos en la guerra contra la isla. Lamarea está cambiando, pero esas tierrasaún no son nuestras.

—Ni lo serán mientras una sola almapagana rinda culto a la orilla de un lagoo cuelgue ofrendas en las ramas de unárbol —añadió el Papa. Una sombraoscureció la luna que tenía por cara—.O mientras reinas paganas comoGinebra preserven el matriarcado.

—Arturo ha logrado grandesavances, pero no comprende que ahorase requiere el uso de la fuerza. —Bonifacio se puso tenso y mudó de color—. ¡Debemos aniquilar a la Diosa que

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sigue presente en la isla!La Diosa. El recuerdo lo asaltó con

una súbita punzada de dolor, y una vezmás sintió el profundo pesar que en sujuventud le causó abandonar aquella islaque quería más que a su vida. Aunhallándose en la sofocante cámarapapal, volvió a oír el triste reclamo delas aves acuáticas y supo que también élestaba condenado a llorar eternamentepor Avalón. Luego, por encima delsonido de las aves, se oyó unamelodiosa voz femenina, más exquisitaque las notas de cualquier órgano y másdulce que una madre con su hijo: «Lareligión debe ser bondad. La fe debe ser

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amor…».Oh, Señora, Señora, nos disteis paz

en Avalón.Pero ¿por qué pensaba en aquella

sacerdotisa ramera? Enojado consigomismo, Bonifacio volvió a enrojecer yreprimió sus pensamientos. El Papa loobservaba impasible, aguardando sussiguientes palabras.

—¡Monjes guerreros, sí! —dijoBonifacio con mayor estridencia de laque pretendía.

—Y albañiles y peones paraconstruir iglesias en todas partes —puntualizó el Papa—. No conquistamoscorazones sólo con la espada. Plagad las

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islas de guerreros y abejas obreras.—Santo Padre, vuestra palabra es la

ley. —Bonifacio volvió a arrodillarsepara besar la enorme mano del Papa.¡Guerra a los paganos!, pensó, y unpálido fuego calentó sus venas—. Así sehará, confiad en mí.

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CAPÍTULO 25

eberíamos haber seguido aGalahad —afirmóAgravaine.

Gawain lo miró y sintióendurecerse en su corazónun frío núcleo de hierro.Era cierto que se hallabanen lo más hondo de unenmarañado bosque, pero

no se habían perdido. ¿Qué necesidadhabía de que Galahad les mostrase elcamino? Por más aires que el muchachose diera, no sabía más que cualquiera de

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los otros caballeros.Sin embargo Agravaine venía

haciendo comentarios como ese desdeque salieron de Avalón. Siempre losacompañaba de una cordial sonrisa ouna expresión de inocencia, peroGawain veía cada vez con mayorclaridad que inquietaban a Gaheris yGareth y alteraban el orden natural delas cosas.

—Agravaine, ya os he dicho queaquí soy yo quien manda —dijo con tonoamenazador—. Vos limitaos a seguirmey guardaos vuestros pensamientos, o sino, montad a caballo y preparaos parauna caída.

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Agravaine se irguió cuan alto era yechó un vistazo alrededor. El amplioclaro donde él y sus hermanos habíandesmontado se extendía llano ydespejado bajo el sol del verano. Unancho camino llevaba hasta el claro ycontinuaba en el extremo opuesto,perfecto para una carga. Estaban amuchas millas del poblado más cercano,rodeados de suficiente espesura paraque pudiera ocurrir cualquier cosa sinque nadie se enterara.

Notaba en la espalda el sol de lamañana, intenso y caliente. Agravainepensó que tenía la suerte de cara ysonrió.

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—¿Es un desafío, hermano? —preguntó con despreocupación,volviéndose hacia Gawain—. ¿Por quéno ahora?

Gawain, sorprendido, soltó unacarcajada.

—Saldréis vapuleado, Agravaine, oslo aseguro.

—Quizá no —repuso Agravaine,recordando todo lo que había aprendidodurante sus muchos años en Oriente, ysonrió de nuevo.

Gawain nunca se había arredradoante una pelea, pero en ese momentotenía un nudo en el estómago y lasentrañas revueltas. Había competido en

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justas con sus hermanos desde que éstoscontaban edad suficiente para cabalgar ycon frecuencia había llevado aAgravaine a la palestra para darle sumerecido tras alguna ofensa. Pero estavez era distinto, y los cuatro lo sabían.Agravaine quería entrar en liza por elliderazgo del clan. Quería ver correr lasangre de Gawain.

Gawain contempló el serenohorizonte con clara conciencia de que elmundo que conocía se tambaleaba bajosus pies. Lo que hiciera entoncesdeterminaría las vidas de todos ellos enel futuro. Con brillantes gotas de sudoren la frente, carraspeó a modo de

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advertencia.—Agravaine —empezó a decir con

firmeza, hablando de hombre a hombre.La sonrisa de Agravaine se propagó

por todo su semblante como una manchade aceite.

—¿A la mejor de tres caídas,hermano? —preguntó tranquilamente—.¿Y pie en tierra si ha de dirimirse?

Estaba ya dicho y no podía retirarse.Tras un seco gesto de asentimiento,Gawain se dio media vuelta y se dirigiócon determinación hacia su caballo.Gaheris, con el corazón en un puño,siguió a su hermano por el camino y loayudó con las armas. Sin hablar, le

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ajustó la enorme armadura y amarrófuertemente las correas del pesadoyelmo. Gaheris no necesitó instruccionesde su hermano para ceñir al máximocada pieza del arnés, pues ambos sabíanque, para Gawain, aquél sería el peorcombate de su vida. También en lúgubresilencio, ayudó a Gawain a montar, leentregó los guanteletes y la espada, y loobservó mientras afianzaba en el ristreel cabo de la lanza.

Al otro lado del claro, Garethcontaba los pasos de distancianecesarios para la carga, lamentandocon toda su alma tener que actuar comoescudero de Agravaine. El menor de los

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cuatro hermanos, conocido tanto por sucolosal tamaño como por su corazónamable, nunca había sentido un miedocomparable al que lo invadía en aquelmomento. En el mejor de los casos, lacontienda entre sus dos hermanos seríaprolongada y sangrienta. Gawain era unjustador temible, dotado por los Diosesde una destreza y un pesoextraordinarios. De todos los caballerosde la Tabla Redonda, sólo Lanzarotepodía derribarlo. Pero Agravaine,aunque menos fuerte y corpulento,lucharía como un orcadiano, hasta lamuerte. No daría ni esperaría cuartel.

Y peor aún, Gareth tenía la certeza

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de que si Agravaine vencía, mataría aGawain, y Gaheris se vería obligado aretar a Agravaine. Y si Gaherisfracasaba en el intento, Gareth sequedaría solo. Antes del anochecer, latierra de aquel claro estaría empapadade sangre y grajos y cuervos se daríanun festín durante semanas.

Una funesta calma pendía sobre elbosque mientras los dos caballeros sepreparaban. En el amplio claro, el soldoraba las hojas de hierba, creando unembalse de letárgico calor en medio dela frondosa espesura. Bajo las copas delos árboles, perezosos insectoszumbaban monótonamente en la plenitud

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del mediodía estival, ajenos a lo queestaba a punto de ocurrir.

Armados y montados, Gawain yAgravaine se saludaron y se dieron laespalda. Lentamente los caballos sealejaron un trecho por los tramosopuestos del camino y se volvieron,listos para cargar. Desde el claro,Gaheris alzó el brazo. El mundo seestremeció en torno a su eje.

—¡Al ataque! —bramó Gaheris apleno pulmón a la vez que bajaba elbrazo.

El eco de su voz se propagó por elbosque. Con creciente velocidad, losdos corceles avanzaron por el camino.

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¿Estaba aquello sucediendorealmente? Pese al apremiante tableteode los cascos del caballo, Gawain aúnno daba crédito a sus sentidos.¡Pensemos!, se instó con vehemencia.¡Pensemos! Hasta la fecha siempre habíaderrotado a Agravaine en las justas.Pero sabía que esta vez su hermano nose rendiría. Un miedo semejante alviento surgido de una tumba serpenteópor su mente, y la siniestra idea cobróforma: Tendré que matarlo.

A través de la rejilla de la viseraveía recortada contra el sol la veloz yoscura silueta de su hermano, y pordelante de esta un trémulo punto de luz

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negra. Fascinado, Gawain observóoscilar en el aire la brillante punta de lalanza de Agravaine. Eso lo decía todode sus supuestas nuevas habilidades, lostrucos aprendidos en Oriente. Agravaineno era siquiera capaz de mantener firmela lanza, sino que la manejaba como unprincipiante o un débil anciano. Tendrásque esmerarte mucho más, hermano,pensó Gawain con regodeo mientrasalzaba la lanza y apuntaba al blanco. Alcabo de unos segundos notó un violentogolpe en el pecho y cayó a tierra.

De inmediato supo que se habíafracturado una costilla. Sintió manar lasangre bajo el peto y por el costado y

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volver a montar le requirió un esfuerzomucho mayor de lo que habría deseado.Agravaine ocupaba ya su posición en elcamino, esperando para cargar denuevo.

—¡Adelante! —indicó Gaheris.Gawain era ya consciente de que no

debía subestimar las triquiñuelas ni lapericia de Agravaine. Su caballoempezó a galopar con brío, excitado porel olor de la sangre, y Gawainexperimentó la grata sensación de tenerbajo su control la fuerza del animal. Contotal frialdad, buscó el punto en elcentro del peto de Agravaine dondeasestaría la certera lanzada que

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provocaría la peor caída que su hermanorecordaba. Luego se echó hacia adelantepara sacar el máximo provecho a sumayor alcance y ser el primero engolpear. Pero Agravaine dominabatambién el arte de convertirse en unblanco móvil. Amagando a izquierda yderecha, esquivó ágilmente el impacto, yGawain casi acabó de nuevodescabalgado a causa del feroz impulsode su carga. Haciendo rechinar losdientes, Gawain pensó: Tanto esfuerzopara nada. Cuando ambos se cruzabansin caer, percibió el olor de su propiasangre y la notó correr por su costado.

—¡Adelante! —avisó Gaheris por

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tercera y última vez.Gawain apretó las mandíbulas. El

esfuerzo para derribar a Agravaine lehabía abierto la herida del costado, y eldolor aumentaba a cada sacudida delcaballo. Pero Gawain no le dioimportancia. Concentró la mirada y todosu ser en la figura negra que avanzabarápidamente hacia él por la hierba yaprestó la lanza. A la tercera va lavencida, hermano, juró en su alma.Agravaine estaba ya a corta distancia.Gawain soltó las riendas del caballo ylo espoleó con fuerza. Relinchando, elanimal brincó hacia adelante, y Gawaingolpeó a Agravaine, que voló de la silla

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por detrás de su montura.Pero a Agravaine le sonreía aún la

suerte. Cayó con la suavidad de un gatoy se puso en pie al instante, ya espada enmano. Al desmontar, Gawain notócoagularse la sangre en la cintura.Sudaba copiosamente bajo el peso de laarmadura. Debía zanjar la pelea cuantoantes, mientras aún le quedaran energías.

Sin embargo sus esperanzas de unpronto final se desvanecieron con elprimer golpe. Dio en el hombro deAgravaine con la fuerza de una roca aldespeñarse, y habría obligado a hincarlas rodillas a cualquier otro caballero.En cambio, Agravaine simplemente se

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deslizó hacia atrás. ¿Cómo lo habíahecho? Gawain movió la cabeza en ungesto de incredulidad. Viendo agacharsey zigzaguear a Agravaine por entre lasbarras de la visera, su imagendesdibujada bajo el sol no parecía unhombre sino un espejismo. Era comopelear contra una serpiente.

Un momento después Gawain setambaleaba como consecuencia de ungolpe bajo que ni siquiera había vistovenir. Por primera vez, Gawain sintió unpánico que le atenazaba la garganta.Empuñando la espada con ambas manos,avanzó lanzando tajos a diestra ysiniestra con una desesperación nacida

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del miedo y el dolor y logró derribar aAgravaine. Pero este, mientras selevantaba, le asestó otro golpe atraición, una cruel estocada en la carainterna del muslo. Con pesimismo,Gawain supo que Agravaine habíasacado sangre otra vez.

Supo asimismo que para vencerdebía emplearse a fondo. Siguieronpeleando en medio del intenso calor. Elsol implacable permanecía inmóvil en elcielo, bañándolos a ambos en orofundido. Las criaturas más pequeñas delbosque habían enmudecido de pavor yhasta los árboles parecían contener larespiración. Gaheris y Gareth

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contemplaban la escena con crecientedesesperación mientras sus doshermanos atacaban y fintaban sin cesar,levantando la tierra con los pies comojabalíes. Bajo ellos, la hierba se habíateñido de sangre, y en el cielo un cuervosolitario observaba y aguardaba con elbrillo de la muerte en los ojos.

¿Qué, Agravaine? ¿Cómo?Jadeando, Gawain ahogaba expresionesde asombro. Una y otra vez Agravaineesquivaba sus golpes. Durante sus diezaños en Oriente había aprendidotraiciones que ningún caballero britanoconocía. ¿Cómo podía combatirse contraun enemigo que se desvanecía en el aire

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a cada golpe de espada?La sangre le manaba de numerosas

heridas, y no podía ya ni contar lascostillas que tenía rotas. Mantenía laespada sujeta por un mero espasmoinstintivo, y en cuanto relajara la mano,el arma caería. Sólo le quedaba suresistencia, y en eso confió. Tarde otemprano Agravaine desfallecería.

Sin embargo era Gawain quienempezaba ya a flaquear, y ambos losabían. Había pagado muy cara suprimera caída. Tambaleándose,debilitado por la pérdida de sangre, notóque la espada de Agravaine hallaba unresquicio en su armadura y volvía a

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hundirse en su piel. Era ya más de lo quepodía soportar su carne atormentada. Enlugar de rehuir el filo de la espada, seechó sobre él con un aullido, haciéndolopenetrar aún más en su hombro, ydevolvió el golpe a Agravaine. CuandoAgravaine reculó bajo el peso de suhermano, se le enganchó una espuela enuna mata de hierba y cayó de espaldas.

Al instante Gawain se plantó sobreél y lo inmovilizó, apoyando la punta desu espada en la garganta de su hermano.Notando hundirse el filo en la piel,Agravaine no opuso resistencia. Gawainse arrodilló a horcajadas sobre suhermano, fijó la mirada en el yelmo y

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levantó la visera con mano temblorosa.Agravaine lo miró impasible, su rostrobañado en sangre.

—¡Rendíos! —ordenó Gawain convoz ronca.

Un destello de alguna emoción queGawain no supo reconocer asomóbrevemente a las inexpresivas faccionesde Agravaine.

—Me rindo.—¿Cómo? —Gawain quedó atónito

—. ¿Y juráis obedecerme?Agravaine alzó la mirada con un

brillo sobrenatural en los ojos.—Lo juro.Se produjo un silencio de

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estupefacción.—Miente —acusó desde atrás una

voz iracunda.Gawain se volvió. Gaheris se

hallaba inclinado sobre él, su pielblanca como la leche y sus claros ojosazules encendidos de rabia.

—Matadlo, Gawain.—¿Cómo?Gawain miró a Gareth. El miembro

más joven del clan tenía lágrimas en losojos y un mohín de pesar en los labios.Pero no eludió la expresióninterrogativa de Gawain. Tras vacilarpor un instante, afirmó con la cabeza yse dio media vuelta.

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Gaheris permaneció de pie junto aGawain.

—Éste es otro de sus miserablestrucos —declaró con aspereza como siAgravaine no estuviera presente—. Hacedido demasiado pronto, ¿no os daiscuenta? Miente para salvar el pellejo.—Agarró a Gawain por el hombro en lomás parecido a una demostración deamor fraternal que había tenido jamás—.Os habría quitado la vida si hubierapodido. Pretendía destruir nuestro clan.¿Quién sabe qué más hará si le permitísvivir?

¿Matar a Agravaine? Gawain oyó lavoz de las tinieblas en su corazón.

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Todos sabían que aquel momentollegaría desde hacía mucho tiempo, dehecho desde que Agravaine tomóconciencia de que era el segundo hijo.Agravaine había tentado a la muerte, yGawain lo sabía. Si fuera posible que suhermano simplemente desapareciera, seesfumara…

Gawain retiró con un brusco ademánla punta de la espada.

—No puedo matar a un enemigocaído.

Gaheris lo miró con desesperación.—¡Gawain!Gawain se puso en pie. Las heridas

se habían enfriado, y cada uno de sus

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movimientos provocaba un dolordistinto.

—Se ha rendido ante mí. No puedoquitarle la vida. Va contra las normas dela caballería.

Gaheris, incrédulo, abriódesmesuradamente los ojos.

—Sólo causará más dolor, comosiempre ha hecho.

Gawain intentó encogerse dehombros, pero los músculos no lerespondieron.

—Asumo la responsabilidad.—Merece morir —terció Gareth, y

se echó a llorar—. Mató a nuestramadre. Ella murió de pena cuando

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Agravaine mató a su amor.—En tal caso, que sea el espíritu de

nuestra madre su verdugo —repusoGawain con voz ronca.

Se volvió hacia la figura que yacíainmóvil en tierra. Agravaine escuchabalas deliberaciones de sus hermanos conla misma tranquilidad que si estuvieratendido en la cama. Si ahora fuera yo elderrotado y Agravaine el vencedor,pensó Gawain, él me atravesaría elcuello. Pero sabía que yo nunca lequitaría la vida.

Sintió náuseas y temió vomitar. Seobligó a serenarse.

—Oídme, Agravaine. —Fijó la

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mirada en los ojos negros y vacíos de suhermano y dedicó sus últimas fuerzas apronunciar aquellas funestas palabras—.Quedáis excluido de la búsqueda delGrial. Regresad a la corte, a lasOrcadas, a donde queráis. Pero nuncavolváis a llamarme hermano.

Bajó la espada manchada de sangrey se apartó. Gaheris, preocupado, corriótras él, y Gareth los siguió con igualinquietud. Juntos acarrearon eldescomunal peso de Gawain cuando ésteempezó a tambalearse y, una vezguarecidos entre los árboles, lotendieron cuidadosamente en el suelo.

Agravaine se levantó con cautela. Se

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examinó las heridas una por una, viendoque ninguna revestía gravedad suficientepara impedirle montar a caballo.Gawain, por el contrario, permaneceríaallí muchos días. Gaheris y Garethestarían muy ocupados por unatemporada, preparando una cama dehelechos para el herido, plantando unatienda para protegerlo de la lluvia,cambiándole las vendas a diario ydejando que la naturaleza siguiera sucurso hasta que aquel enorme cuerpo serestableciera.

Si llegaba a restablecerse.Agravaine sintió un reconfortante caloren el pecho. Sabía Dios cómo iban a

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encontrar en un bosque lo necesario paracurarlo, telas de araña, boñigas de vacay espeso vino tinto. Las heridas deGawain se enconarían. Tal vez quedaramarcado o lisiado de por vida. Tal vezmuriera.

La vida era extraordinaria. Lasposibilidades eran infinitas, y el juegoacababa de comenzar. La sonrisa deAgravaine se extendió por todo surostro. Al moverse sus facciones, uncorte se abrió en su cabeza y un nuevohilo de sangre cruzó su frente como elestigma de Caín.

—Bueno, hermano —masculló,saboreando la palabra—, esta vez no ha

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podido ser, según parece. Pero prontollegará la hora, querido hermano, muypronto.

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CAPÍTULO 26

valón, Avalón, isla mística,hogar…

Los remos golpeaban elagua como las alas de unpájaro herido. Ginebra, depie en la proa de la barca,contemplaba la isla cadavez más cercana, verdesobre la quieta y plateada

superficie del lago. Detrás de ella, en elfondo de la barca, Merlín yacía en paz,su largo cuerpo envuelto en el rojo realde Pendragón, su varita en la mano. Una

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diadema dorada mantenía recogidos susbucles grises y perfumados, y cadenasde oro macizo adornaban su cuello y sucintura. Sus manos, entrelazadas sobreel pecho, lucían grandes anillos, cadapiedra preciosa del tamaño de un huevode tordo. Las ágatas que llevaba eran tanamarillas y extrañas como sus ojos. Peronadie había vuelto a ver su mirada desdeel día en que cayó fulminado.

Ginebra exhaló un suspiro. Desde elprincipio supo que debía trasladar allí aMerlín. Ya en una ocasión, hacía muchotiempo, había enfermado de gravedad ylo habían llevado a Avalón parasanarse. Era cierto, como todo el mundo

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sabía, que Merlín tenía su propiamorada subterránea, su cueva en TierrasGalesas, donde podía dormir a placer.Pero allí en Avalón descansaría en lacueva de cristal, el mejor remedio en elmundo para el restablecimiento de unamente rota.

—¡Señora, allí! —exclamó en laextraña lengua de los Antiguos uno delos barqueros, señalando hacia la orilla.

Desde la ladera del monte, una luzparpadeó a través de la brumacrepuscular como por arte de magia.Ginebra observó al morador del lago yvio brillar sus ojos negros tras el tupidoy húmedo flequillo. ¿Quién cuidaría de

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aquella gente cuando la Señora se fuese?¿Quién los comprendería cuandohablasen?

Contemplaron el fanal que descendíadesde lo alto del Tor. Inquieto, elmorador del lago dirigió la mirada haciala forma inmóvil de Merlín, tendido asus pies.

Como Ginebra sabía, todos loshombres temían al hechicero.

—No tengáis miedo —dijo Ginebracon dulzura, dirigiéndose a él en sutosca lengua—. Vienen a recibir a lordMerlín y llevarlo a casa.

Alrededor el aire era templado yreconfortante. Las aguas murmuraban al

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dividirse bajo la proa. El agradable olora vida del lago se elevaba como unabendición sobre Merlín, sobre Ginebra,sobre todos aquellos que sufrían. En laorilla, todas las criaturas invisibles dellago, nutrias, fochas y ratones, ulularon yse escabulleron hacia sus tranquiloslechos. En el interior de la isla, sabíaGinebra, miles de alas blancas seposaban en sus perchas. Un afiladodardo de envidia la hirió en lo másvivo: ¡Oh, quién fuera una paloma torcazpara pasar el día entero cantando entrelos árboles!

Se mordió el labio con fiereza. Erauna mujer afortunada entre todas las

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mujeres y no tenía derecho a lamentarse.Afortunada por el hecho de poderconsiderar a Avalón su hogar.

Avalón, Avalón, isla mística, hogar.Frente a ellos, la luz seguía

guiándolos. Pero ¿dónde estaba Avalónahora, su vasta masa verde? Parecíadesvanecerse ante sus ojos a medida quese acercaban. ¿Y qué había sido delaroma de los manzanos en flor quesiempre había anunciado la proximidadde la isla? Ginebra aguzó la vista en elplateado ocaso hasta que los ojos se lesalieron de las órbitas. Allí estaba,apenas una forma oscura en lapenumbra. Debería esperar al amanecer

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para contemplar de nuevo los lugaresque llevaba en su corazón desde hacíatanto tiempo, los manzanares de coloresrosa y blanco, los flancos verdes de laMadre en reposo alzándose sobre lasaguas quietas como un cristal.

La vacilante llama del fanal se habíadetenido ya al pie del Tor, en unpequeño espigón donde atracaban lasembarcaciones. Más allá de la luz,Ginebra avistó una figura familiar ysupo que la Señora había enviado a sudoncella mayor a recibirlos. Cuando seacercaban, la voz grave de Nemue, tanáspera y melodiosa como la de unanutria, les llegó en la oscuridad.

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—Nos complace veros. Bienvenidosseáis.

Momentos después Nemueestrechaba a Ginebra entre sus brazos.

—¡Dioses del cielo! —susurróGinebra con voz trémula—. ¡Qué alegríaestar aquí!

Nemue asintió con la cabeza.—Traed a Merlín.Los hombres levantaron la litera de

Merlín desde el fondo de la barca.Desde el espigón, impacientes manos lacogieron y llevaron a tierra. Otras velasse sumaron a la pequeña procesióncuando partió cuesta arriba. Ginebra sesintió reconfortada. A la luz de las

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llamas y las estrellas, llevaban a Merlína casa.

Nemue ascendió junto a ella a travésdel anochecer aterciopelado.

—¿Cómo murió lord Merlín?—No está muerto —respondió

Ginebra con obstinación.Una leve sonrisa iluminó el

semblante de Nemue.—Ya lo suponíamos.Ginebra dejó escapar un suspiro.—Todos dicen que estoy loca por

aferrarme a esa idea.Apenas sabía por dónde empezar.

Un hombre como Merlín no moría comolos demás mortales. Sin embargo no

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existía en el mundo ningún otro hombrecomo Merlín. ¿Significaba eso, pues,que no podía llegarle la muerte?

—Estáis confusa. —Nemue ledirigió una inteligente mirada—. Sinduda debéis de haber padecido mucho.Vuestro Arturo ha sufrido un cruelgolpe, según hemos oído. Se le abrió einfectó la antigua herida, ¿no es así?

—Mi curandero druida consiguiósuturarla —respondió Ginebra con elmismo tono inexpresivo—. Con eltiempo y las debidas atenciones, Arturovolverá a ser el de siempre.

—Pero el rey se recuperará antes sisu viejo amigo recobra la salud. ¿Es por

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eso que os aferráis a la esperanza de queMerlín sigue vivo mientras otrossostienen que lo ha abandonado hasta elúltimo aliento de vida?

—No —contestó Ginebra conbrusquedad—. A decir verdad, no séqué pensar. En un primer momento,cuando cayó fulminado, supusimos quese trataba de un ataque de los Dioses.Pero aun entonces uno de nuestrosdruidas detectó señales de vida.Mientras lo atendían, gritó y tuvoconvulsiones, y dictaminaron que habíasufrido un nuevo ataque. Desde entoncesno ha respirado ni se ha movido.

—¿Conserva su carne el calor?

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—No.—¿Y tiene los miembros rígidos?—Sí. —Ginebra se paró a

reflexionar por un momento—. Pero nopresenta indicios de descomposición. Lamarca del druida todavía palpita en sufrente. Su cuerpo emana un intensoaroma a incienso. Cuando me senté a sulado la primera noche, sollozó como unniño por un rato, pero luego apareció ensu rostro una expresión de dulzura. —Apretó los puños—. ¡Está vivo!

Nemue le tocó la mano.—Habéis hecho bien en traer aquí a

lord Merlín —dijo con su voz extraña yherrumbrosa—. Nadie debe ser

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enterrado por precipitación antes dellegar su hora. Y él es, de todos loshombres de la tierra, quien másprobabilidades tiene de seguir con vida.

—¿Y eso por qué? —preguntóGinebra, mirándola con asombro.

—Merlín es un señor de la luz —selimitó a responder Nemue—. Puedeproyectar su alma al exterior ypermanecer dormido durante sigloshasta que su alma regrese. —Sonrió aGinebra como un ratón de agua—. Unverdadero señor de la luz nunca muere.

—Pero ¿por qué habrá decididomarcharse precisamente cuando Arturomás lo necesita?

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—¿Quién sabe? —El rostro cetrinode Nemue se cerró como una flor—.Quizá para evitarles a ambos unaaflicción aún mayor.

El tortuoso camino ascendía por laladera del Tor. Sus pies seguían lashuellas de aquellos que habían danzadopor la gloria de la Diosa antes delorigen de los tiempos. Se detuvieronante un enorme espino tras el que sealzaba un gran disco de piedra blanca.

Un melodioso tarareo, casiinaudible, flotó en el aire. Nemuesonrió.

—Lord Merlín está cantando.Nuestro viejo amigo se alegra de

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regresar a su cueva de cristal.Hizo una seña a los hombres. Dos de

los más fornidos se adelantaron yapartaron la piedra. En la concavidaddel monte había un espacio fresco ysilencioso labrado en la roca viva. Unaescalera descendente conducía alinterior, donde fragmentos de cristal decuarzo relucientes como diamantesrevestían las paredes, el suelo y el techoabovedado. Cada una de lasdeslumbrantes facetas blancas despedíasus propios destellos, independientesdel resto, y la celda era un remanso derefulgente paz. Era la cámara decuración de Avalón, una caverna llena

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de reflejos nuevos para un almaquebrantada.

Junto a la abertura había una liebrede grandes ojos marrones,observándolos con la amorosa atenciónde una madre, sin temor alguno. Lamelodía de Merlín volvió a vibrar en elaire. Ginebra miró a la liebre a los ojosy la asaltó una repentina convicción.

—Sus vestiduras de canto —dijoGinebra de pronto—. Merlín debe ir asu lugar de reposo en todo su esplendor.

Nemue alzó su fría mirada.—Que así sea.Ginebra se volvió hacia quienes se

hallaban a sus espaldas. Todas las

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pertenencias de Merlín habían viajadocon él a Avalón, baúles llenos de librosde magia, joyas y ungüentos, las velasque disponía en círculo en torno a sucabeza. Cuando los criados abrieron elprimer baúl, el dulce canto de Merlínsubió de volumen. Parecía la música delas esferas celestiales. Con sumorespeto, envolvieron a Merlín con unalarga capa de plumas blancas y negras,de cuervo y de cisne, adornadas condiscos dorados. Cada una de esaspequeñas lunas reflejaba el últimoatisbo de mortecina luz y parecíadevolver el eco del cadencioso canto deMerlín, palpitando y vibrando con cada

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nota de su voz.En el interior de la cueva

reverberaba ya el monótono zumbido, uncanto agudo y etéreo de amor y pérdida.Hablaba de la belleza de la medianoche,la fuerza del brazo del guerrero, elesplendor de la virilidad bajo el tórridosol de la mañana. Hablaba de la ternuradel amor en la mirada del amanteverdadero y del calor del fuego en elsalón cuando fuera arreciaba la nevada.Aludía luego al final de la esperanza yla larga decadencia del corazón, cuandoel cuerpo desfallece y todo debedescender a las tinieblas. Pero todas lasalmas, vivas y muertas —proseguía el

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himno de Merlín—, debían conocer lagloria en la mirada de un niño, la gratapresencia del sol en el cielo, el capulloblanco en la rama, y el hogar donde nosaguardan los brazos de quien amamos.

Ginebra permanecía en trance. No sedio cuenta de que lloraba hasta que notóla humedad de las lágrimas en lasmejillas.

—Merlín está preparado —anuncióen su oído la voz ronca de Nemue—. Elanciano está preparado para entrar en suúltima morada.

Ginebra no podía hablar. Nemue diola señal. Con actitud reverente, losmoradores del lago levantaron la litera y

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portaron a Merlín al interior. Le dejaronlos libros a mano, y un círculo de velasencendidas, titilantes como estrellas,alrededor de la cabeza.

Uno a uno, fueron saliendo a laladera. Merlín yacía en majestuososueño dentro de la resplandecientecavidad.

—¡Adiós! —exclamó Nemue.—¡Adiós! —repitieron al unísono

los moradores del lago.Dos de ellos hicieron rodar el gran

disco de piedra para obstruir de nuevola entrada. Un momento antes decerrarse por completo, la liebre sonrió yse coló en la cueva por el resquicio.

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Ginebra le devolvió la sonrisa con elrostro bañado en lágrimas. Merlín noestaría solo.

Nemue le leyó el pensamiento.—Cuidaremos de él —aseguró—. El

viejo señor de la luz tendrá cuantonecesite. Y sobre todo lo ayudaremos areencontrarse a sí mismo.

—Eso es lo que todos venimos ahacer en Avalón —dijo Ginebra con unaforzada sonrisa.

—Por desgracia, no es así. —Lasonrisa de Nemue se desvaneció—.Avalón ya no es lo que era. Pero laSeñora os pondrá al corriente de eso. Osrecibirá ahora mismo.

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‡ ‡ ‡

Una llorosa luna trepaba por el cielo.Juntas ascendieron entre los manzanosen flor y los antiquísimos pinos. Era unanoche fría, y Ginebra, consternada, cayóen la cuenta de que nunca antes habíatenido frío en Avalón. Al acercarse a lacasa de la Señora, volvió a sentirsedesorientada. Sin duda estaba aquí,pensó, justo donde nos encontramosahora. ¿Adónde se ha ido?

En su tortuoso ascenso por laescarpada ladera de la montaña, elcamino se adentró en una arboleda. Allí,

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Nemue cerró los ojos, alzó las manoscon las palmas extendidas hacia la paredrocosa del monte y habló entre dientespara sí. El sudor humedecía su frente, yGinebra percibió las palabras del poder.El aire se estremeció y cambió deforma, y la fachada de la casa de laSeñora surgió ante sus ojos, la piedrablanca brillando a la luz de la luna comouna criatura viva.

—¡Apresuraos! —apremió Nemue,guiándola hacia la puerta—. Loscristianos andan continuamente alacecho para descubrir la casa, y por esoahora siempre la mantenemos oculta.Entrad. Yo esperaré aquí hasta que

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salgáis.La puerta se entreabría ya para

franquearle el paso. Ginebra entró sinmiedo. En su juventud había oído contaren la casa de las doncellas que la casade la Señora no era una casa sino uncamino encantado para bajar al lago.Dentro, sin embargo, la cámara de techobajo y abovedado conservaba siempreuna agradable temperatura y no se oíamás que un ligero murmullo de agua a lolejos. Había sido admitida allí porprimera vez cuando Arturo la cortejaba,y desde entonces había vuelto enmomentos de dolor y pérdida,encontrando siempre socorro y

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consuelo. Pero esta vez sabía que sudolor no tenía remedio.

Aun así, aquel amplio y acogedorespacio le llegó al corazón. Las toscas yarcillosas paredes aún relucían comomiel virgen, y los candiles en forma dedragón agazapado ardían en todas lashornacinas, proyectando los mismoscharcos de luz dorada sobre lasalfombras de los más vivos coloresorientales. Contra la pared del fondo,erigido sobre un estrado, había un altotrono de largas patas y respaldoprofusamente tallado. Varios perros deaguas de lustroso pelaje descansabanalrededor, sus collares tan imponentes y

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dorados como sus ojos. Una figuraembozada ocupaba el trono, su cabezaapoyada en la mano.

Ginebra se sobresaltó.—¡Señora!La figura se levantó. Sutiles velos de

gasa la cubrían de la cabeza a los pies, ytodos sus movimientos se adivinabanbajo las vaporosas vestiduras. Sobre elvelo del rostro llevaba la diadema de laDiosa, una medialuna perfecta de oroclaro con perlas engastadas. La sortijade la Diosa refulgía en el dedo anular desu mano derecha, y en su otra manosostenía una esfera de reluciente cristalde roca con ribetes de oro. Erguida y

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hermosa, aguardó en silencio a queGinebra se acercara y volvió a sentarse,señalando cortésmente un bancocolocado frente al trono para quetambién Ginebra tomara asiento.

—Bienvenida, mi querida Ginebra—saludó con voz sonora—. Siempresois bienvenida en vuestro antiguohogar. Pero lamento los pesares que oshan traído hasta aquí.

Era una voz llena de autoridad,grave y musical, impregnada de toda latristeza del mundo. En sus melifluostonos, Ginebra percibía la blanca brumasobre la montaña, el llanto de la madrepor el hijo perdido, el interminable

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lamento del amante por las esperanzasdefraudadas. La invadió una profundaaflicción, y las lágrimas brotaron de susojos como lluvia.

—Oh, Señora —dijo con la vozentrecortada a causa del dolor—, yo…Lanzarote…

La alta figura se inclinó hacia ella yle cogió la mano.

—Lo sé. Lo he leído en las estrellas.—¿Cómo ha podido hacerme una

cosa así?Se oyó un rítmico suspiro.—No preguntéis. El destino da

vueltas a su antojo, y oscuras manos hanhecho girar la rueda.

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¡Morgana!, pensó Ginebra,conteniendo la respiración. Lo sabía.

La Señora movió lentamente lacabeza en un gesto de asentimiento.

—Habéis perdido a vuestroverdadero amor, y vuestro esposo sufretambién. Y os encontraréis aún másmentiras antes de que vuestro caminoesté despejado.

Ginebra sintió una sombríaresignación.

—Señora, mi camino está ya desobra despejado. Debo cuidar de miesposo y despedirme de mi amor. —Guardó silencio por un instante,esforzándose por recobrar la serenidad

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—. Y también debo cuidar de Merlín. —Esbozó una melancólica sonrisa—. Acausa de su amor por Arturo, Merlín yyo nunca fuimos amigos. ¿Cómo íbamosa serlo? Pero no lo abandonaré ahora.—Alzó la vista—. Está vivo, lo juro. Ydeseo que siga con vida… por el biende Arturo.

La Señora hizo un gesto dedespreocupación con la mano, y susfinas vestiduras ondearon en el aire.

—Lord Merlín vivirá por siempre enlos corazones y las mentes de loshombres. No temáis por él.

«No temáis por él», repitió Ginebrapara sí. Como bien sabía, la Señora

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hablaba mediante acertijos.—Pero ¿sí he de temer por alguna

otra persona? —preguntó—. ¿Por quién?—Por todos nosotros. —La Señora

dejó escapar un profundo suspiro—.Misteriosos y fatídicos sucesos seavecinan. La rueda del destino haempezado a rodar cuesta abajo. Muchosmorirán antes de que termine surecorrido.

Ginebra percibió un viento del OtroMundo. Era incapaz de articularpalabra.

—El mundo tal como lo conocemostoca a su fin —continuó la Señoratristemente—. Las flores se marchitan en

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Avalón, Ginebra. Pronto no quedaráninguna.

Ginebra se estremeció como sihubiera recibido un aguijonazo.

—¿Cómo? Al llegar, he notado queno olía las flores, pero pensaba…

—Los manzanos están muriendo. —En su dolor, la Señora adoptó un tonosevero—. Como la propia isla.

—¿Cómo? —repitió Ginebra, presade un terror indescriptible.

—Las aguas del lago están bajandode nivel. Pronto el lago desaparecerá.

—¡No! —exclamó Ginebra,llevándose una mano a la frente en ungesto de desesperación—. Pero ¿qué

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será de los moradores del lago?—Tendrán que aprender a vivir de

la tierra, sin el pescado y las aves de losque ahora se alimentan.

—¡Morirán!—Al final, todos debemos

descender a las tinieblas. Algunossobrevivirán.

—Pero ¿y vos y las doncellas, laspersonas consagradas a la Diosa?

—Lo mismo vale para todasnosotras.

Una punzada de dolor traspasó elcorazón de Ginebra.

—¿Por qué, Señora? ¿Por qué?—Los cristianos están trasvasando

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las aguas a otros cauces. Para recuperarlas tierras inundadas, aducen, para eluso de los hombres. Sostienen que laisla continuará como siempre. Pero sinlos torrentes que vierten su caudal en lospantanos, el lago morirá. —Lanzó unsuspiro como el viento de las montañas—. Con el tiempo, será sólo un monte enmedio del llano. El mundo olvidará queen su día fue la Isla de Cristal.

—¿Avalón dejará de existir? —musitó Ginebra con los ojosdesorbitados por el miedo.

—Ah, y hay algo más.Ginebra alzó la mirada. La voz de la

Señora había adquirido de pronto un

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tono distinto.—Seguidme —dijo la Señora,

irguiéndose en toda su estatura.Detrás del trono, un arco de escasa

altura daba acceso a una ancha escalerade piedra que descendía hacia laoscuridad. Fascinada, Ginebra siguió elsusurro de las vestiduras de la Señoraescalera abajo. Alrededor, alasinvisibles se agitaban en el aire. Sordosreclamos y leves correteos revelaban lapresencia de otros muchos moradores enaquel mundo de la noche. Pisando consumo cuidado las resbaladizas piedras,Ginebra bajó y bajó hasta que finalmentenotó arena bajos los pies. De pronto le

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llegó el olor del agua cuya proximidadhabía presentido.

Percibió un movimiento unos pasosmás adelante, y en torno se encendieronnumerosas luces. Un millar de candilesen forma de dragón iluminaron las altasparedes y techos arqueados de rocaviva. Los destellos de chispeantescristales rojos y blancos se reflejaban enlos pliegues naturales de la piedra, yante los ojos de Ginebra se perfilaronlos contornos de una vasta caverna conel suelo de arena blanca.

Ginebra reconoció de inmediato elsantuario de la Diosa, y Su antiguacámara del tesoro, donde se guardaban

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las ofrendas hechas a ella desde elmundo exterior. Por la época que pasóen Avalón durante su juventud, sabíaasimismo qué doncellas eran adiestradaspara nadar hasta la superficie del lago,recoger las ofrendas arrojadas a susaguas y sumergirse con ellas hasta lascavernas rocosas de las profundidades.Aun así, se sobrecogió al ver laabundancia de oro y plata. Desde suúltima visita a aquel lugar parecía habermuchas más copas, vasijas y grandesfuentes de reluciente metal. Habíatambién calderos, espadas de bronce ycobre, piezas de peltre y piedraspreciosas, todo ello objetos de gran

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belleza acumulados durante una vida omás. Ginebra paseó la mirada por lasespadas y dagas con empuñaduras depedrería, las sartas de fragmentos decoral y ámbar y de turquesas tanredondas como los ojos de un búho.

Y a la vez los tesoros parecíandispuestos en un espacio más amplio.Ginebra miró atónita alrededor. Sí, sinduda la caverna era mayor que la últimavez que la vio. La Señora se hallaba enel centro de la gran cámara de piedra, depie sobre una plataforma de roca entredos pilas talladas que recibían las aguasde sendos manantiales, uno rojo y el otroblanco. Ante la mirada de Ginebra, la

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figura embozada abrió los brazos yempezó a girar en el palpitante vacío.

—¡El cuerpo de la Madre! —exclamó, abrazando el amplio espacio.Señaló el manantial rojo—. La sangrede la Madre, que nos fue dada para vos.—Con un movimiento ondulante, dirigióel brazo hacia el manantial blanco—. Laleche de la Madre, que alimenta acuantos vienen. El amor de la Madre quenos creó a todos.

—Así sea.—Así sea, así sea, así sea…Ginebra no había visto a las

doncellas al fondo de la cueva.Cantando, empezaron a aproximarse con

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fuego en la mirada. Vestidas de blanco ycoronadas con una luna de oro, cada unade ellas llevaba a un niño cogido de lamano. Eran los niños estrella de laDiosa, entregados por sus padres paraservirle desde su más tierna infancia,del mismo modo que las doncellasestudiaban para llegar a ser sacerdotisasa su debido tiempo. Ginebra sintió unfamiliar tirón en el corazón. Amir eracomo estos robustos niños, pero laDiosa lo llamó a Su lado para servirlaen el Otro Mundo.

Todavía cantando, cruzaron lacámara del tesoro y desaparecieron.Ginebra no salía de su estupefacción.

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—¿Por qué están aquí abajo lasdoncellas? ¿Y adonde han ido?

La figura embozada advirtió sudesconcierto y extendió la mano.

—Por aquí, Ginebra.Acompañadme.

La Señora guió a Ginebra hacia elfondo de la caverna y luego por unaserie de pasadizos y arcos hasta otroespacio. Atravesaron un vergel repletode flores plateadas y doradas manzanasy llegaron a un jardín donde jugaban lasdoncellas y los niños. Resonaban en elaire los trinos de los pájaros y los gritosde alegría. Más allá se extendía unradiante paisaje formado por praderas y

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boscosas colinas. Las ovejas pacían enlos pastos y los setos estaban colmadosde madreselvas y rosas silvestres. Elperfume de las flores flotaba en el aire yun cálido sol veraniego lo iluminabatodo con sus rayos.

Ginebra deseó reír, llorar,pellizcarse y echarse a gritar. ¿Cómo eraposible aquello, un mundo de eternoverano en el corazón del Tor? En lacaverna sentía sobre ella la pesada masadel monte. Sin embargo allí estaban enun reino extraño, un país subterráneo.

—La tierra bendita.Un súbito resplandor lo inundó todo.

Ginebra se dio media vuelta. La Señora

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se había quitado el velo del rostro.Juvenil y a la vez sin edad definida, sucara reflejaba una sabiduría tan antiguacomo los montes y la ternura de un niño.Era todo lo que podía temerse ydesearse. La Señora se mostraba en suverdadero esplendor. Al principio,Ginebra tuvo que cerrar los ojos. Perocuando volvió a mirarla, vio el rostro desu madre, iluminado por una sonrisaafectuosa, alegre e imperecedera.

—Ya lo veis, pues.Ginebra asintió con la cabeza,

incapaz de hablar. Notó en el brazo elcálido contacto de la mano de la Señora.

—¡Avalón vive! —le susurró al

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oído con su voz clara y palpitante—.Las personas consagradas a la Diosaabandonan la tierra por un lugar mejor.A partir de ahora habitaremos en elmundo entre los mundos. Nemue yalgunas otras permanecerán sobre latierra durante un tiempo. Cuando sulabor haya concluido, vendrán a reunirseaquí con nosotras.

—¿Aquí?—Hay sitio para cuantos deseen

venir. Sólo se exige un sincero amor a laMadre. Todos aquellos que creen en ellanos encontrarán siempre aquí. Avalónperdurará lejos de la mirada de loshombres.

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Lágrimas de alegría anegaron elalma de Ginebra.

—Bienaventurada sea la Grande, yvaya a Ella nuestra gratitud y nuestrojúbilo.

—Y también las reliquias volverán aser nuestras algún día. —La Señorasonrió al ver en el semblante de Ginebrauna mezcla de duda y esperanza—. No,no se han perdido, como vos temíais. Loque visteis en la ceremonia deinvestidura de Mordred fue un truco deMorgana, nada más que eso. Creó unespejismo para convencer a loscristianos de la existencia del Grial, ypara destruir la Tabla Redonda y

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dispersar a todos los caballeros.Aturdida, Ginebra movió la cabeza

en un gesto de asentimiento.—En efecto temía que las reliquias

hubieran desaparecido para siempre.—Al igual que Avalón, también las

reliquias viven —aseguró la Señora,llevándose una mano al corazón—. Losé. Oigo su llamada.

—¿Cuándo las recuperaremos,Señora? —preguntó Ginebra,saltándosele de nuevo las lágrimas—.¿Cuándo?

—¡Ay, Ginebra! —El adorablerostro de la Señora se ensombreció—.Mi visión flaquea. No puedo ver tan

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allá. —Irguió la espalda—. Pero elcamino está libre de obstáculos.Permaneceré aquí, velando por laseguridad de Avalón. Y vos regresaréisa Camelot y aguardaréis.

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CAPÍTULO 27

l camino estaba despejadoy lucía un sol invernal. Losdías acortaban a medidaque se acercaba el fin deaño, pero quedaban aúnmuchas horas de viajediarias. Sir Dinant obligó asu montura a levantar lacabeza y la espoleó. Con un

poco de suerte, llegaría al pueblo máspróximo antes del anochecer. Y para esono faltaba ya mucho rato. Dinant sonriósin ganas y alzó la vista al cielo. Dos

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horas, tres quizá si el cielo seguíasereno hasta la noche. De lo contrario…

Se negó a pensar qué ocurriría de locontrario. Nunca he sido un hombredado a pensar, se dijo con laclarividencia de una persona sencillapor naturaleza desbordada por lascircunstancias. Antes de todo esto, noteníamos que pensar. Acudió a su mentela vida cómoda de otros tiempos,cuando cosas como aquella noinquietaban a nadie, cuando él ySagramore estaban en el salón de loscaballeros, bebiendo y comiendo hastahartarse, contando ocurrencias con toscohumor y burlándose en broma de sus

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compañeros a cada momento.Todo eso era agua pasada.Y Sagramore…Tampoco pensaría en Sagramore.Dinant se puso tenso, y el desánimo

se cebó en su alma. ¿Y todo por estamiserable búsqueda? ¡Qué necedad lasuya al decidirse por seguir a los demás!Mucho más inteligente habría sidoesbozar una noble sonrisa, jurarquedarse para reconfortar al rey y nomoverse de palacio.

Airado, contuvo el impulso declavar las espuelas a fondo en la yegua.Con eso, sólo conseguiría reventarla.Agotada como estaba, podía quedarse

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coja o algo peor. Podía desplomarse enaquel lugar inhóspito y lejano, y en talcaso ¿cómo saldría él de allí?

Después de tantos meses en elcamino, empezaba a escasearle eldinero. Había tenido que deshacerse desu escudero y enviarlo de regreso aCamelot. Lo poco que aún le quedaba enla bolsa no bastaba para comprar uncaballo. Así que más le valía cuidar allastimoso jamelgo que tenía.

A lo lejos, en el horizonte, elpequeño pueblo sonreía bajo el sol.Dinant ladeó la cabeza para verlo mejor.Esta noche, se juró, dormiré en un lechode plumas. Una posada en un apartado

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rincón como aquel no podía salir muycara. Pero antes debía atravesar millas ymillas de bosque virgen. Dinant echó unvistazo a la vegetación y se le encogió elcorazón. Desde que se despidió de suescudero, había viajado solo. ¿Y a saberquién poseía el castillo de aquelbosque? Pues en un bosque de aquellaextensión y espesura debía de haber uncastillo, sin duda bajo el control de unseñor brutal con caballeros paraprotegerlo de cuantos se acercaran.Dinant se tentó la espada, y sabía ya quetenía la lanza a mano. Nadie lo cogeríadesprevenido. Pero otros habían caídoen aquel camino, demasiados para

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contarlos. ¿Qué le había contado Helinen aquella apestosa taberna cuando suscaminos se cruzaron casualmente?

De todos los caballeros de la TablaRedonda, Helin nunca había sido suamigo. Pero curiosamente Dinant sealegró mucho de encontrarse con uncompañero. Y Helin se moría de ganasde hablar. Con mirada de loco y aspectodescuidado, el caballero tenía unahistoria que contar.

—No, nadie ha hallado aún el Grial—había explicado Helin con voz ronca,sosteniendo una jarra de cerveza entrelas manos—. A decir verdad, nadie haestado cerca siquiera. Según mis últimas

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noticias, Galahad ha llegado a TierraSanta. Y sólo él sabe el propósito detodo esto.

—¿Tan lejos ha llegado Galahad?¿No él solo, seguramente? —dijoDinant, quien, pese a su talanteimpasible, no quería ni pensar qué podíasucederle a un muchacho de doce añosenfrentándose a los peligros del camino.

—No. Lo acompañan Bors y Lionel.—Helin tomó otro estimulante trago decerveza—. Pero no Lanzarote. Megustaría saber qué ha sido de él.

No obstante, Lanzarote era la únicalaguna que Helin se vio obligado aadmitir. Viajando siempre sin apartarse

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de las vías principales y parando entodas las tabernas del camino, Helinhabía recabado mucha más informaciónde la que Dinant deseaba conocer. Losnombres y destinos de otros caballerosbrotaron de sus labios. Y cada uno deesos caballeros había sufrido, por lovisto, alguna desgracia.

—El pobre Eric fue asaltado yherido por unos forajidos. Sobrevivirá,pero nunca volverá a montar un caballo.Balin y su hermano Balan cabalgabancon escudos prestados. Cuando seencontraron en el camino y se desafiaronmutuamente, pelearon hasta la muerteantes de descubrir la verdad.

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Helin hizo una pausa, contempló porun instante su bebida y luego miróalrededor. Dinant advirtió que sus ojosse posaban en el generoso busto de lacomplaciente tabernera y frunció elentrecejo. Helin debía saber que Dinantse la había reservado para compartir sulecho esa noche. La plata por una nochede inocuo placer se hallaba ya en manosdel posadero, y el trato estaba cerrado.Por más que quisiera entrometerse,Helin no tenía nada que hacer alrespecto. Pero una segunda ojeada lereveló a Dinant que los pensamientos deHelin no iban en esa dirección.

El semblante de Dinant se

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ensombreció cuando Helin reanudó surelato. Demasiados habían muerto en elcamino para conocerse la cifra exacta.Los accidentes, equivocaciones yenfermedades se habían cobradonumerosas vidas. Enconadas lizashabían acabado con otras muchas, y lacrueldad y las malas intenciones losacechaban por doquier. Sir Griflet sehabía extraviado en Oriente. Sir Almainhabía obtenido los dadivosos favores dela señora de un castillo, y el esposo deesta, al sorprenderlos juntos en la cama,le había extirpado los atributos viriles yle había cortado la garganta. Sir Ladinashabía sido capturado por una banda de

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renegados. Viendo que no recibirían elrescate exigido por su liberación, lodejaron morir de hambre.

Dinant miró a Helin y, tras apurar laúltima gota de cerveza, pidió otras dosjarras de aquel brebaje oscuro yespumoso. Con todo lo que habíallegado a sus oídos, no era raro queHelin pareciera trastornado. La angustiapendía sobre él como un manto mientrascontaba su historia.

—¿Y todo eso para qué? —concluyó, y soltó una risa nerviosa—.No hay ni rastro del Grial. —Alzó lavista al techo en un gesto dedesesperación—. El Grial, sea lo que

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sea.Dinant comprendió entonces que

Helin había perdido la fe. No creía yaen el Grial si es que alguna vez habíacreído. Ya simplemente se dedicaba avagar a ciegas, sin rumbo ni propósitoalguno. Cuando reanudaron viaje al díasiguiente, cada uno por su lado, Helin sedespidió efusivamente de Dinant perofue incapaz de mirarlo a los ojos. Lamelancolía se adueñó de Dinant cuandose puso en marcha. La aventura del Grialha terminado para Helin, pensó. Buscarárefugio en algún sitio seguro para pasarel invierno y regresará a la corte enprimavera. Para él no supondrá un grave

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fracaso; lo sobrellevará. De todosmodos, nadie esperaba que él encontrarael Grial.

Un viento invernal agitó las hojascaídas. Y Dinant llegó a la conclusiónde que no deseaba ese final para símismo. Tampoco él se había hechoilusiones de conseguir el Grial, perovolver a la corte con las manos vacíasera una humillación que no habíaprevisto. Sin embargo ¿cómo podíacontinuar con la búsqueda sin dinero, nidestino, ni esperanzas?

Advirtió de pronto un movimiento enel bosque, más adelante, e instantesdespués oyó una potente voz:

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—¡Alto! Permaneced donde estáis oaceptad mi desafío a vida o muerte.

A unos cien pasos, había en elcamino un caballero con armadura roja alomos de un caballo rojo. La gloria de laliza enardeció a Dinant.

—¡En guardia! —bramó.Tras bajarse la visera y empuñar la

lanza, cogió las riendas del caballo einició la carga. Al cabo de un momentovio que su adversario se daba mediavuelta y huía. Con vivo entusiasmo,Dinant lanzó su grito de guerra y fue ensu persecución.

El caballero rojo abandonó elcamino y desapareció entre los árboles

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por un sendero adyacente. No podréisesconderos ahí, pensó Dinantcomplacido, contando ya el valor de subotín. Cuando atrapara a aquel medrosofugitivo, lo despojaría de las armas, laarmadura y el caballo. El rojo no era elcolor que él hubiera elegido, pero unjuego completo de pertrechos para uncaballero le reportaría un buen dineropor estridente que fuera el color.

Dinant se habría frotado las manos yreído a carcajadas. Una vez resuelto demanera tan expeditiva uno de susproblemas, seguramente tampocotardaría en encontrar solución a losotros. Persiguió tenazmente al caballero

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rojo en su precipitada huida a través delbosque.

—¡Defendeos o rendíos, cobarde!—gritó una y otra vez.

Finalmente el caballero rojo parecióoírlo y se volvió dispuesto a plantarcara. Sir Dinant siguió avanzando por elangosto sendero. De pronto, ante él,surgió de la espesa maleza una docenade hombres armados. Dinant volvió elcaballo para huir, y vio que otra docenase acercaba por detrás.

Un círculo de brillantes lanzasapuntaba a su corazón. Maldiciendo,comprendió que había caído en unaemboscada.

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—¡Apartad de mi camino, bufones!—exclamó con tono altivo—. No podéisimpedirme el paso. Soy caballero delrey Arturo y estoy comprometido con labúsqueda del Grial.

—Ya no —atajó el caballero rojo—. Para vos, se acabó la búsqueda. —Se levantó la visera del yelmo paraexhibir una lupina sonrisa.

A Dinant se le heló la sangre.—Señor… —empezó a decir.El caballero rojo se limitó a reír.—Para vos, se acabó —repitió

como si hablara a un hombre corto dealcances—. Al menos, a este lado de latumba. Acompañadme, pues, señor. Por

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aquí, si sois tan amable.Sin aguardar la respuesta, hizo

volver la cabeza a su montura y seadentró en el bosque.

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CAPÍTULO 28

l caballo renqueaba por lahierba helada. Tan blancocomo la escarcha que seposaba entre los árboles, elenorme corcel reflejó losúltimos rayos del sol y porun momento pareció brillarcon luz propia. Guiándolocon delicadeza por la orilla

del pétreo camino, Lanzarote olfateó elaire con profundo desánimo. Un caballocojo, un camino solitario y una gélidanoche por delante. Su panorama

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difícilmente habría podido ser másdesalentador. Notaba ya en el rostro losefectos del cortante frío. Le dolíatambién el hombro a causa del golperecibido al caer del caballo en eltraspiés que al animal le había costadouna lesión en una pata. Albergaba laesperanza de que la tenue luz que seavistaba a lo lejos en el camino fuerauna posada, o de lo contrarío deberíapasar una fría noche al raso. Sin duda laMadre estaba castigándolo por suspecados.

¡Basta ya!, se dijo, sacudiendo lacabeza en un esfuerzo por aclararse lamente. De nada servía aumentar su

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amargura con tales pensamientos. Aúncabía la posibilidad de que las cosasmejoraran. Tan pronto como dieraalcance a los otros… cuando quiera quefuese…

¡Dioses del cielo! ¿Dónde se habíanmetido Bors, Galahad y Lionel? ¿A esasalturas ya debía haberlos encontrado?Los había seguido milla tras milla sinperder el rastro ni una sola vez, ya queellos habían tenido la cautela de dejarlemensajes en cada etapa del camino. Peroellos habían viajado a buen ritmo, entanto que a Lanzarote le habían surgidocontratiempos a cada paso. Desde larotura de una brida hasta un acceso de

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fiebre, las circunstancias parecíanhaberse confabulado para retrasarlo.

No obstante, aún tenía la certeza deir por el buen camino. En cada taberna,en cada pequeña aldea, en cada ermitadel camino, sus leales primos habíandejado un mensaje para él. Imaginabacomo si lo estuviera oyendo el tono devoz de Bors mientras daba lasminuciosas indicaciones que debíantransmitírsele a Lanzarote, y sabía quedebía de haber repartido su dinero congenerosidad para asegurarse de que suspalabras le llegaran tan fielmente. Bors,Lionel y ahora también Galahad… sólode pensar en ellos se le anegaban los

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ojos en lágrimas. En todo caso, prontose reuniría con ellos.

Pero no esa noche.Esa noche tendría que buscar refugio

en aquella taberna. Taberna y pocilga, ajuzgar por el olor y los chillidosprocedentes de detrás. Escrutó conescasa convicción la baja estructura quese recortaba en la penumbra. Poco másque un tugurio, ofrecía poco consuelo alviajero fatigado. Una única luz ardía trasla pequeña ventana sin cristales de laparte delantera, y sólo una tosca matacolgada sobre la puerta inducía a pensarque aquello era una taberna. Trasamarrar al caballo, Lanzarote se acercó

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al umbral y entró.Al abrir la puerta, lo asaltó un

penetrante hedor, mezcla de oloreshumanos y animales, mala cerveza ysebo rancio de candil. Dentro, se volvióhacia él media docena de personasacurrucadas en torno a una mesa a la luzde una vela. Aunque sus rostros defrente huidiza, mirada recelosa, tezenfermiza y mentón hundido presentabantodos un gran parecido, cada uno eramás feo que el anterior. La más horrendade todas era también la de mayor edad,una mujer para colmo, la matriarca —dedujo Lanzarote— de aquel pocoagraciado clan.

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La tabernera alzó la cabeza comouna puerca montés a punto de embestir,pero de pronto se puso tensa y lo mirócon atención, como si lo conociera. Lamisma expresión se dibujó en las carasde los hombres presentes en la pestilenteestancia. Los objetos que había sobre lamesa pasaron rápidamente de mano enmano y desaparecieron.

Al instante, la mujer se aproximó aél con actitud solícita.

—Buenas noches, señor —saludó,prodigándole sonrisas con su rostrodeforme y correoso—. Llegáis tardepara una noche de invierno como esta.No esperábamos ya a ningún viajero a

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estas horas.De cerca, era aún más fea. Un

diminuto ojo debía hacer el trabajo dedos, ya que tenía el otro enterrado en lacuenca, y en su boca abierta quedaba unsolo diente. Un hirsuto vello negro y griscubría la mitad inferior de su cara, y labarbilla se perdía en los marchitospliegues de la papada. Bajo eldesparramado busto y el grasientomandil, sobresalía un poderoso vientre,y el sudor corría por su descomunalcuerpo pese al frío. Pese a ser máscerda que mujer, el comportamiento delos otros reveló a Lanzarote que era ellala dueña del establecimiento.

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El ánimo de Lanzarote sedesmoronó. ¿Dónde estaba el alegretabernero, con la bulliciosa pandilla decompinches y la saludable esposa, queél tenía la esperanza de encontrar? En lachimenea debería haber ardido un vivofuego, y flotado en el aire el aroma de uncaldo o un asado de cerdo. Allí, encambio, el único calor provenía de unoscuantos pedazos de turba humeante. Unaolla pendía sobre las brasas, y una mozade mirada hosca y resentida removía sincesar el contenido. Era tan flaca comogorda era su madre, pero viendo lasfacciones de ambas, no cabía duda deque eran de la misma sangre. Lanzarote

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la observó mientras hundía los dedosmugrientos en el estofado y se llevaba alos labios un trozo de grasa chorreante.Se le revolvía el estómago. Aunque esole representara un penoso ayuno, nocenaría allí esa noche.

La tabernera dirigió una lascivamirada a Lanzarote.

—Mi hija —dijo. Enseñando susolitario diente en una nueva sonrisa,señaló a las cinco o seis figurascongregadas en torno a la mesa—. Y mishijos.

Lanzarote inclinó la cabeza en unsombrío saludo. Por desagradable quefuera el sitio, habría sido preferible a

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una noche a la intemperie. Pero con unafamilia tan numerosa no quedarían allí nisiquiera unos palmos de suelo librejunto al fuego. Lanzarote se resignó.Después de otra fría noche al raso,agradecería aún más un lecho calientecuando se presentara la ocasión. Ningúnhombre en su sano juicio lamentaríamarcharse de allí; aquello no era mejorque un nido de ladrones.

Salgamos de nuevo a la noche, pues,decidió Lanzarote, antes de que lamedianoche cubra la tierra de hielo.Primero, no obstante, formuló unapregunta:

—¿Dejaron los caballeros que me

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predecían alguna indicación sobre elcamino que debo seguir?

La tabernera fijó en Lanzarote suúnico ojo, y una maldad tan vieja comolas montañas recorrió su alma mezquina.Aquél era con toda seguridad el noblecaballero, el que debía pasar por allítras los pasos de los otros tres, comoestos le habían anunciado. Habíaempleado el oro que le habían dejado ensalvar de la horca a su hijo mayor, quehabía tenido la mala fortuna de matar aotro hombre de una paliza. Gastado esedinero, la tabernera había soñado conrecibir más. Y allí estaba el caballero,tan hermoso como el día con su

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magnífica armadura y su malla plateada,con una espada que debía de valer por sísola sabía Dios cuántas coronas, y sinduda con un caballo de igualescualidades amarrado fuera. Todoaquello al alcance de su mano, y nadiesabría nunca qué había sido delcaballero. Sería una necia si dejabaescapar a aquella gallina de los huevosde oro.

—¿El camino que debéis seguir,señor? —La tabernera sonrió, y eldiente destelló como una lápida en suruinosa boca—. Los tres señores osdejaron un mensaje, sí, por cierto. Ibanhacia el sur, rumbo al puerto, me

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pidieron que os lo dijese. Atravesaríanel bosque hasta el camino principal queestá al otro lado de la colina.

Una risa ahogada llegó del gruporeunido alrededor de la mesa. El hijomás feo y corpulento extrajo su cuchillodel cinturón y empezó a mondarse losdientes. Sin reparar en ello, la mujercontinuó.

—Desde aquí debéis seguir por elcamino hasta el pino caído y allí doblara la izquierda por el sendero.

—Gracias, señora —dijo Lanzarotecortésmente, inclinó la cabeza y semarchó.

La llama de la solitaria vela se agitó

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y titiló. Viéndola vacilar al paso deLanzarote, ninguno de los presentes semovió. Luego la vieja bruja comenzó anotar un picor en el dedo índice.Frotándoselo con el pulgar como sicontara monedas, fijó la miradacodiciosamente en el vacío, más allá delas paredes manchadas de humo de sutugurio, imaginando ya una viviendamejor.

—Espada, dagas, armadura, cota demalla plateada y sin duda un buencaballo. —Jubilosa, se sorbió la nariz—. ¿Y quién sabe qué llevará en lasalforjas? Con un poco de suerte, enprimavera tendremos una nueva pocilga

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para los cerdos y un nuevo techo paranosotros.

Contempló con semblante amoroso asu hatajo de siniestros hijos. Todavíahurgándose los dientes, el mayorrespondió con una perversa sonrisa.

—Es vuestro, madre —dijo, sumente acelerada adelantándose ya a losacontecimientos. Caballo, silla,armadura, y todo de la mejor calidad,calculó. Nunca había caído en sus manostan buen botín. Pero no podrían venderlopor los alrededores. Tendrían que ir a laciudad o aún más lejos.

En la penumbra, otro hijo movió suenorme y mugrienta cabeza en un gesto

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de incertidumbre.—No será presa fácil —protestó—.

Parece un guerrero y va bien armado.El hijo mayor se echó a reír con

manifiesto desprecio.—¿Tenéis miedo? ¿Siendo nosotros

cinco contra un palo de escoba comoese? Lo trincharemos y traeremos losriñones a casa para el estofado.

Una extraña sensación hirió a latabernera en lo más vivo. Pese a ser unamujer inmunda y madre de ladrones, eltriste caballero había tocado algunafibra en su corazón olvidada hacíamucho tiempo.

—¡Nada de sangre! —ordenó,

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sorprendiéndose a sí misma y a suprogenie—. Y nada de violencia.Dejadlo vivir.

—¿Dejarlo vivo? —repitió el hijomayor, desconcertado—. ¿Por qué,madre? ¡Los muertos no hablan!

—Y tampoco él hablará —repuso latabernera con aplomo—. Nunca noscreará complicaciones. No volverá poraquí. Está demasiado interesado enalcanzar a los otros tres caballeros.

—Eso no lo sabéis —aseveró suhijo, mirándola con fijeza.

—Cierto. —La vieja brujaempezaba a cambiar de idea—. En fin,haced lo que os plazca. Seguramente

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parará a descansar en la ermita de laSeñora. Podéis atacarlo por sorpresamientras duerme. —Se rió con ganas desu propia necedad—. Pero hagáis lo quehagáis, hijos míos, no le desgraciéis esahermosa cara.

‡ ‡ ‡

Lanzarote salió a la oscuridad,complacido de respirar de nuevo el airepuro de la noche. Desató al caballo y,escrutando la tierra helada, lo llevó alcamino. Pronto llegó a un árbol caídojunto a un sendero que se adentraba en elbosque y, sin vacilar, giró por allí.

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Recordando el brillo en la mirada de latabernera, no tenía la menor confianza enlas palabras de la mujer, pese a sussonrisas de roedor. Pero sabía que elcamino principal pasaba por el otro ladode la colina, y ése era el mejor atajo.

El viento había amainado y bajo losárboles el frío era menos intenso. En elcielo, a través del ramaje deshojado, lasestrellas parpadeaban y lo impulsaban aseguir. Contemplando aquellos trémulospuntos de luz, oyó alto y claro el cantoeterno de los astros, y su alma con cadauna de las lastimeras notas. He perdidoa mi amor, mi vida, mi alma, mi queridaGinebra, la reina Ginebra.

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Siguió y siguió sin detenerse. Perocada paso que daba era ya más lento, ypensó que no alcanzaría a sus primosantes de su llegada a Tierra Santa. Bors,Lionel y Galahad continuarían solos labúsqueda. Avanzó penosamente absortoen su tristeza, sin otra idea en la menteque seguir caminando hasta el amanecerrojo y helado.

Empezaron a aparecérsele visiones.Vio cabalgar a tres jinetes hastaperderse de vista, y luego un paisajesoleado y un reluciente mar de arena.Vio una ciudad resplandeciente en loalto de un monte, y en su interior unpalacio dorado con puertas de plata y

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ventanas y torres de bronce. Pero unavisión se grabó en sus párpados conespecial fuerza: una cruz blanca en unpromontorio de piedra. Alzándose allíen solitario, llevaba escrito un nombreque no alcanzaba a distinguir,desdibujándose las letras cuandoforzaba la vista para leerlas.

Pero uno de ellos moriría en TierraSanta, eso estaba claro. ¿Sería Bors,Galahad, Lionel o él mismo? Unaaflicción mayor que ninguna otra quehubiera conocido penetró en su alma. Depronto el dolor y la fatiga atenazabantodas y cada una de sus articulaciones.Aquel extremo cansancio le impedía

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caminar, pensar e incluso respirar. Perounió su voz al coro de estrellas paramantener alto el ánimo.

—Ginebra —cantó—, Ginebra lareina…

Las hojas muertas, endurecidas porla escarcha, crujían bajo sus pies. Elcaballo cojeaba aún, pero se movía yacon mayor soltura. Lanzarote le acariciótiernamente el testuz tibio y suave.

—Pronto, viejo amigo, muy prontoencontraremos un sitio donde descansar—prometió. Pero el fiel animal sabíaque estaba demasiado cansado paradetenerse.

Cuando Lanzarote vio un tenue

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resplandor entre los árboles, ignorabacuánto tiempo llevaba caminando.Tirando del caballo, abandonó elsendero y se abrió paso entre la espesamaleza. En un pequeño claro había unaconstrucción baja de piedra con eltejado de pedernal y musgo. La luz quehabía visto procedía del interior, unoshaces dorados propagándose en la fríanoche.

Quedándose inmóvil, Lanzarote seempapó de aquella imagen. Pese a labaja temperatura, una sensación de calorrecorrió lentamente sus miembros,desapareciendo el hambre y la fatiga.Con fervor y miedo a la vez, se apresuró

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a desensillar el caballo y dejarlo pastar.Con sumo cuidado, depositó el arnés ysus pertrechos al abrigo de la pared y seaproximó a la puerta abierta.

Vio el interior de una sencilla ermitacon un austero altar negro de basalto enel centro. Un exquisito paño de seda yoro adornaba la primigenia piedra eincontables velas ardían junto a lasparedes. En el mundo exterior, laescarcha y el hielo tejían su cristalinamagia para cubrir de blanco todas lasramas y tallos de hierba. Pero allídentro, a la rosada luz de las velas, lavieja ermita resultaba tan cálida yacogedora como un afectuoso beso. Un

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agradable aroma emanaba de lasantiguas piedras, y los almohadones yalfombras del suelo lo invitaban a yacer.

Una dulce sensación empezó acrecer en el alma de Lanzarote,abriéndole los ojos y la garganta. Júbiloy pesar se fundieron en su corazón, y nopudo contener las lágrimas. Sollozando,sumido en un dolor tan suave como lalluvia de verano, se desciñó la espada yse despojó de la armadura. Pieza apieza, dejó sus armas de guerra junto ala puerta. Se le antojaban inapropiadasdentro de aquella morada de amor.

Una vez desarmado, la paz lo inundócomo una bendición, y se volvió de

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nuevo hacia el altar. Piedra negra,pensó, como en todos los altaresconsagrados a la Diosa. ¿Dónde estoy?Reflexionando, echó un vistazoalrededor y advirtió que los cuatroángulos de las paredes, las jambas y eldintel de la puerta que había cruzadoeran de piedra azul, el mineral que loshombres empleaban en sus edificacionespara rendir culto a la Madre desde elorigen de los tiempos.

Comprendió entonces que se hallabaen un lugar sagrado. Por el pedernalusado como material de relleno en lasparedes y la cubierta de musgo deltejado, dedujo que algún ermitaño había

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aprovechado la estructura original depiedra azul y construido sobre ella sucasa. Pero dondequiera que reposaransus restos bajo la hierba de lasinmediaciones, había muerto hacíamucho tiempo, y ahora la Grande habíareclamado para sí el pequeño templo.

Permaneció inmóvil por unmomento, regocijándose de estar allí. Acontinuación, se dirigió hacia el altarcon actitud reverente y se postró derodillas. Entrelazó las manos, se lasllevó a los labios y, al notar el roce desus propios dedos, soñó que besaba aGinebra y su espíritu levantó el vuelo.

Ginebra…

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No llegó a saber cuánto tiempo pasóallí en oración. La dulce fragancia delaire aplacó las necesidades de su cuerpoy le ensalzó el ánimo. Transportado porel cansancio y el hambre, su espíritu sedesprendió del envoltorio humano yvoló al plano astral. Y allí, entre lasestrellas que ardían con frío fuego,Ginebra se acercó a él.

—Amor mío —creyó oírla decir.—Habladme, señora —respondió él

a voz en grito—; dejadme oír vuestravoz.

Resplandeciente como la luna, ellaextendió sus blancas manos.

—Cuidad de mis tesoros —susurró

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con una tenue voz astral.Lanzarote bajó la mirada y vio que

Ginebra tenía las reliquias a sus pies.—La copa de la amistad —musitó

ella mientras las colocaba una por unasobre el altar, acariciando el oro comosi fuera un niño— y la fuente con la quela Madre da de comer a quienes acudena Ella. —Enfundados en unas mangasdoradas, sus brazos destellaron cuandotocó la espada y la lanza—. Las armasde la verdad, a la que sólo llegamosmediante el amor.

Ante los ojos de Lanzarote, lasreliquias brillaron y chispearon comoestrellas incandescentes. Todo su ser

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palpitó al mismo ritmo que aquellostesoros, desatada la fuerza de la propianaturaleza. Oyó la armonía eterna de lasesferas musicales y la voz de su madreal arrullarlo junto a la cuna.

—Amor —susurraba la música.—Amor —repetía como un eco la

voz imperecedera de su madre.—Amor —entonaban también el

búho en la rama escarchada y laluciérnaga entre la hierba.

De pronto se oscureció su visión, yuna figura negra como la del padre abadentró en la ermita, acompañada de unolor de rectitud, nauseabundo en aquellugar limpio y sagrado.

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El sacerdote ocupó su puesto ante elaltar y alzó la copa de la amistad con lasdos manos por encima de su tonsuradacoronilla. Sus ojos clarosrelampaguearon y su crispado cuerpodestiló pasión, impregnando suspalabras.

—Sólo un cristiano llegará hasta elGrial —salmodió la negra aparición—.No sois vos el elegido, sir Lanzarote,hombre pecador. Estáis condenado alfracaso en esta prueba de santidad.Renunciad, pues, y abandonad estelugar.

Pero Lanzarote sólo pudo reír ensilencio. Por encima y por detrás de la

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reseca figura del sacerdote, veía aGinebra en el mundo entre los mundos.Vestida de luz de estrellas, con laslágrimas de la luna como corona, seinclinó desde el cielo y rozó sus labioscon un beso. Un júbilo mayor quecualquier otro conocido fluyó por lasvenas de Lanzarote. Estaba ebrio deplacer, rebosante de alegría vital.

—Oídme, monje —clamó en sueuforia—, yo he conquistado el Grial.Todo hombre busca a la mujer de sussueños, y aquel que accede al círculo dela Diosa ve cumplidos todos sus deseos.Ginebra es el sueño de todo el mundo.Ella es mi Grial, y no hay otro en esta

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tierra. Y pregonaré su amor a los cuatrovientos aunque nunca más vuelva averla. —Prorrumpió nuevamente encarcajadas, demasiado feliz paracontener su júbilo—. Marchaos vos,sacerdote, porque yo seguiré aquí conmi amor.

La negra visión lanzó un alarido yagitó los brazos. Pero, a ojos deLanzarote, menguaba a cada grito.Observó al sacerdote mientras seencogía lentamente hasta desaparecer.Luego extendió los brazos y creyó queGinebra corría hacia él. Estrechándolaen un dichoso sueño, perdió la noción desí mismo y se desvaneció.

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Tendido en la fría piedra, soñó largae intensamente, durmiendo como sólo lohacen aquellos que, con el corazónpartido y sin esperanza alguna, huyen dela conciencia. En la desnuda ermita nose movía ni un ratón. Lanzarote durmiómás plácidamente que nunca en su vida.

Entretanto, al borde del claro, sereunían los lobos de dos piernas paraarrancarle el corazón.

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CAPÍTULO 29

l Grial! ¡El Grial! ¡ElGrial!

Bors despertó alinstante. Junto a él, oyómoverse también a Lionelen la oscuridad.

—¿Hermano? —susurró Lionel.

—Sí —respondió Borsen el acto, pese a que los dos sabían queno había nada que decir, ya que subúsqueda había cambiado de un modoque ninguno de ellos comprendía.

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En el momento mismo en queavistaron Tierra Santa desde la cubiertadel barco, Galahad había dejado de serel joven ardiente que se había granjeadoel aprecio de ambos. Negándose acomer y dormir, permaneció rígido en laproa, su mirada fija en el lejanohorizonte, donde casas bajas de tejadosblancos se dibujaban sobre la refulgentearena.

Antes de eso, Galahad se habíaganado el corazón de cuantos viajaban abordo mediante continuos gestos decortesía y amor. El timonel solitario enuna noche oscura, el viajero temerosodel mar, todos agradecían su serena

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compañía y su alborozo. Incluso habíarenunciado voluntariamente a su frugalración cuando la comida empezó aescasear, y había cedido su capa altembloroso grumete, que no paraba detoser a causa del frío.

—Allí a donde voy —habíadeclarado Galahad alegremente—, nonecesitaré capa.

Como era de esperar, entonces fueGalahad quien se enfrío, y ahora tambiénél tosía, pero lo tomaba a broma. Al finy al cabo, ¿cuál era el propósito deaquel viaje sino cumplir la voluntad deDios y no pensar jamás en sí mismo?

Bajo cubierta, vomitando una y otra

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vez, Bors no se enteraba apenas de nada,ni le importaba hasta que llegaran apuerto. Pero en cuanto sus pies hollaronTierra Santa, no pudo menos queadvertir el cambio experimentado por eljoven caballero. Siempre pálido, ahoraGalahad parecía más translúcido cadadía. Sencillamente olvidó las habitualesnecesidades de la carne, como si sucuerpo hubiera dejado de interesarle.No comía, sino que se alimentaba por lovisto de algún aroma procedente delinterior de su alma, y en apariencianunca tenía hambre. Sin embargo, larealidad era que estaba más delgadocada día.

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Y cuando dormía, hablaba y llamabaa gritos, lo cual por sí solo bastaba paravolver loco a cualquiera. Bors serevolvió inquieto en su camastro eintentó pensar. Si al menos no hicieraaquel calor infernal, quizá los estadosde éxtasis de Galahad no fueran tan…Dios, Dios, se lamentó, ¿es esta vuestraTierra Santa o estamos en el infierno?

¡Pero aquel calor! Bors no habíaconocido nada semejante. De día teníanque esconderse del sol abrasador.Incluso a esa avanzada hora de la nocheen que los muertos vivientes salían desus tumbas, el calor envolvía susmiembros como cobre fundido, casi

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impidiéndole el movimiento con supeso. Bors apartó del cuerpo los brazossudorosos y pensó en frescos yfrondosos bosques y umbríos claros.Tanto él como Lionel habían padecidolos efectos del sol en forma dequemaduras en la piel, atroces doloresde cabeza e incluso luces bailando antelos ojos. Sólo Galahad seguía pálido eimpasible, tan blanco como un lirio enmedio del fuego.

Pese a su joven corazón, elmuchacho tenía la mente en otrosasuntos. Tan pronto comodesembarcaron, preguntó:

—¿A qué distancia de aquí se

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encuentra el sepulcro de Nuestro Señor?—Al ver que Lionel, el tierno yafectuoso Lionel, se resistía, alegandolas semanas de continuo mareo de Borscomo justificación para un alto en elcamino, Galahad dejó claro que eldescanso y la recuperación estaban muylejos de su pensamiento—. Muy bien,primos, ya nos veremos en el sepulcrode Cristo —se limitó a decir, y ellos notuvieron más remedio que acompañarlo,ya que si bien había crecido y maduradodurante sus muchos y largos meses deviaje, era aún un muchacho.

No ha cumplido aún los catorce,gimió Bors para sí. Es casi un niño. Si

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al menos yo hubiera tenido un hijo,sabría qué hacer. ¿Y por dónde andaráLanzarote? Él más que nadie deberíaestar aquí con su hijo. Pero, así lascosas, tenemos que hacer lo que esté anuestro alcance.

Así que él y Lionel llevaron hacia elsur a su querido muchacho y luego haciael este, siempre hacia el este, endirección a Tierra Santa. El júbilo deGalahad aumentaba milla tras milla, y susalud empeoraba. Estaba tan pálido ydébil que a duras penas se mantenía enla silla de montar. Además, tosía casicada vez que tomaba aliento. Y a pesarde aquel entrecortado estertor en que se

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había convertido su respiración, senegaba a admitir que tuviera ataques detos.

Bors oyó un zumbido en el aire justoencima de su camastro. Tiró de lasábana y se tapó hasta la cabeza a pesarde estar acalorado y empapado en sudor.Lo atormentaban las criaturas que salíanpor las noches a acribillarlos con susaguijones. Al igual que el sol deaquellas tierras, su picadura era más delo que podía resistir su delicada piel.

Desesperado, se obligó a pensarnuevamente en algo peor. Galahadestaba enfermo, de eso no había duda.Aquellos cuya carne desaparecía de los

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miembros estaban destinados a partirhacia el mundo entre los mundos. Y a lavez veían y oían cosas que escapaban alos demás. Como le ocurría al muchachoen ese mismo momento, soñando con elGrial.

Y ahora que Galahad desfallecía,¿dónde estaba Lanzarote? ¿Por qué nolos había alcanzado ya? Sólo una cosapodía haber impedido a Lanzarotereunirse con ellos. Y Bors no se atrevíaa pensar en esa posibilidad.

—¿Todo bien, hermano? —preguntóLionel en la oscuridad.

—Todo lo bien que permiten lascircunstancias —gruñó Bors en

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respuesta—. Dormíos.—¡El Grial! ¡El Grial! ¡El Grial!

¡Permitidme ver el Grial! —vociferóGalahad, agitándose febrilmente en sucama.

Acurrucado bajo la sábana,sofocado de calor, Bors elevó unadesesperada súplica: Diosa, Madre,salvad a este hijo del Grial. O que suDios de Oriente atienda su agónicaplegaria.

‡ ‡ ‡

—¿Dinant? Dioses del cielo, ¿sois vos,Dinant?

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Tambaleándose en la oscuridadsubterránea, Dinant levantó la cabeza.Nunca habría imaginado que encontraríaa otro ser vivo en aquella fétida celda.Sin embargo conocía aquella voz que lollamaba por su nombre tan bien como lasuya propia.

—¿Ladinas? —Dinant lanzó unacarcajada de incredulidad—. Helin mecontó que habíais muerto de hambre.

—Sólo los Dioses saben cómo hesobrevivido —respondió la sonora vozen la oscuridad, y siguió una sepulcralrisotada—. Pero ahora que estáis aquí,permitidme que os diga que esaposibilidad aún no puede descartarse.

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—¿Cómo? —exclamó Dinant, ysoltó una sarta de juramentos.

Estaba aún furioso consigo mismo, yesa rabia tardaría mucho en remitir.¿Cómo podía haberse dejado engañarpor el caballero desconocido y caer ensemejante emboscada? Escupióindignado. Si algún caballero merecía sudestino, ése era él.

Sentía aún la vergüenza de versellevado a rastras hasta aquel castillo,maniatado y a pie detrás de su caballo.Sin embargo, cuando sus captores loarrojaron a los sótanos de la torre delhomenaje y lo encerraron en la másoscura mazmorra sin alimento ni agua ni

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consideración alguna por susnecesidades naturales, en realidad sintióalivio por el hecho de que su situaciónno fuera aún peor. Por supuesto, lohabían despojado de la armadura, lasarmas y cualquier indicio de sucondición de caballero. Pero no lohabían desnudado ni azotado con ramasde espino. No le habían echado losperros por diversión, ni lo habíancolgado de los pulgares. No lo habían…¡Ya basta!, se recriminó. Podían aúninfligirle todos esos tormentos. Odejarlo morir de hambre.

—¿Por qué nos retienen aquí? —Dinant notó el castañeteo de sus propios

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dientes, sin saber si se debía al frío o ala conmoción. Dioses, imploró, que nosea el tifus. Ni siquiera los más fuertessobrevivían a esa enfermedad—. ¿Paraqué nos quieren?

—Para exigir un rescate al rey —respondió Ladinas, y soltó una huecacarcajada.

—Entonces estamos salvados —dijoDinant con renovado ánimo—. Comobien sabemos, el rey hará cualquier cosapor sus caballeros. Y Ginebra…

—En el supuesto de que el rey seentere… o la reina. En el supuesto deque les hagan llegar el mensaje.

Los tentáculos del miedo empezaron

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a enroscarse en torno al corazón deDinant.

—¿Cómo?Oyó un susurro en la paja extendida

sobre el suelo y a unos pasos de él viobrillar los ojos enloquecidos de Ladinasen la total negrura de la mazmorra.

—¿Cuánto tiempo pensáis que llevoaquí? —preguntó su compañero de celdacon voz ronca—. ¡Dioses del cielo, yahe perdido la cuenta! Hace tantosmeses… un año, dos quizá.

—¡No, imposible! —replicó Dinant,pero sin convicción, y su voz sedesvaneció.

—Caí en sus manos una o dos

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semanas después de iniciar la búsquedadel Grial. A estas alturas, algunos yahabrán llegado a Tierra Santa e inclusoregresado. Hablaron de un rescate encuanto me apresaron. Y después detantas lunas sigo consumiéndome aquí.

Ladinas despedía un hedorespantoso. Dinant notaba en la cara sualiento fétido. Se obligó a conservar lacalma.

—Pero ¿por qué iban a mantenerosaquí?

Una risa de loco reverberó en laschorreantes paredes.

—Eso sólo los Dioses lo saben.Diosa, Madre, sálvanos, sálvanos

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ya.—¿Quiénes son esos hombres,

Ladinas? ¿Lo sabéis?—No. Pero ¿qué es un castillo sin

prisioneros? —Sus desorbitados ojosvolvieron a brillar en la cerradaoscuridad—. ¿Qué es una mazmorra sincautivos pudriéndose en sus grilletes?

‡ ‡ ‡

Deberíamos haber seguido a Galahad.Gawain movió los doloridos

hombros y, desesperado, contemplóaquel yermo paraje. La búsqueda delGrial no los llevaba a ninguna parte, eso

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lo sabía ya. La zahiriente cantinela deAgravaine resonaba a cada paso en sumente para atormentarlo, del mismomodo que en los anocheceres brumososcomo aquél despertaban en su cuerpotodas las heridas que había recibido amanos de su hermano. Habían tardado encicatrizar, hasta el punto de que Gawain,finalmente, se vio obligado a admitir enel fondo de su alma que era yademasiado viejo para aquello. Susiguiente combate difícil seríaprobablemente el último, ¿y después…?Apartó la idea de su pensamiento.

Deseaba llorar. Deberían haberseguido a Galahad, como había

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propuesto Agravaine. Pero el hecho detener que dar la razón a Agravaine ledejaba un regusto amargo, comomasticar endrinas en invierno a falta deuna comida mejor.

Agravaine.Una honda tristeza invadió a

Gawain, y el pesar de su corazón lo hizoolvidar el dolor de su cuerpo. ¿Dónde sehallaría Agravaine? ¿Qué estaríahaciendo en ese momento?

Al instante lanzó una sarcásticacarcajada. Resultaba irónico que echarade menos aquella presencia lúgubre ysilenciosa, que añorara a su detestablehermano como a un miembro amputado.

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Echó una ojeada atrás, dondeGaheris y Gareth montaban a lomos desus cansados caballos exactamente igualque él, con la mirada fija en el solponiente. Al menos ellos, gracias a losDioses, eran tan fiables como el sol quesalía cada mañana y se escondía por lasnoches. Habían permanecido a su ladocuando decidió seguir rumbo al este. Enel camino habían hecho cuanto cabíaesperar, esforzándose por satisfacertodas las exigencias de la búsqueda.Habían socorrido a los débiles,sometido a los fuertes, y defendido amujeres y niños en todas partes.

Y al final llegaron allí donde

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terminaba la tierra, y no había nadasalvo el mar salado que salpicaba susrostros y los chillidos de las aves.Media docena de míseras casuchas erael único indicio de vida humana. Perotambién allí se comportaron comocaballeros del Grial.

Reclamaron desesperadamente suamor tres mujeres a cuyos hombreshabía engullido la mar.

—Por vuestra culpa, desconocidos—se lamentaron—, no habrá niños aquí,y la aldea desaparecerá.

Pero Gareth, haciendo unareverencia a la cabecilla del trío comosi fuera una reina, respondió con

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sutileza:—Señora, no podemos

aprovecharnos de vuestro amor. Nuestrabúsqueda es pura, y también deben serlonuestros corazones.

Maldito sea el muy bufón, pensóGawain afectuosamente,reacomodándose en la silla de montar alnotar que se le agitaba la virilidad. Lacabecilla estaba dotada de unos pechosmagníficos, e incluso la mujer de menorestatura, una joven flaca con pelo derata, tenía una expresión en la miradaque cualquier hombre habríareconocido. Podrían haberse quedado areposar allí, y realizado buenas acciones

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en compañía de aquellas tres mujeres,todo el tiempo que hubieran deseado.Pero sus virtuosos hermanos habíandecretado lo contrario.

¿Y ahora qué? ¿Ahora hacia dónde?Gawain se mordisqueó con vehemenciael pulgar. Allí en el este no había másque acres de tierra anegada, mitad mar,mitad marisma. Su gran idea respecto alposible paradero del Grial habíaresultado errónea, y la búsqueda en sícarecía de sentido después de vagardurante tanto tiempo por los caminos.Meses y meses, demasiados paracontarlos, habían volado con el vientocomo las flores del manzano en

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primavera. Y con igual rapidez ycrueldad había menguado su dinero.Pronto, muy pronto, deberían regresar ala corte.

Pero esa noche… Gawain recobró elánimo. Esa noche se alojarían comocorrespondía a unos caballeros de suorden y grado de parentesco con el rey.

—En la bifurcación, tomad el desvíode la izquierda —les había confiado eldueño de la última posada en plenaborrachera—. Es un sendero muyestrecho, y muchos lo pasan de largo.Pero el camino de la derecha estávigilado por una tropa de caballeros.Subid hasta el castillo por el tortuoso

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sendero de la izquierda, y el señor ospermitirá entrar. Tiene la manía deponer así a prueba a los desconocidos.Pero él personalmente no es dado alcombate, y cuando vos y vuestroshermanos aparezcáis ante su puerta,tendrá la caballerosidad de franquearosel paso y trataros con los debidoshonores.

Hombre que nunca eludía una buenaliza, Gawain vaciló por un instante alllegar a la bifurcación. Pero unadesacostumbrada prudencia lo indujo adoblar a la izquierda. Se merecían lostres una noche de descanso en mullidoslechos, además de manjares calientes y

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jarras rebosantes de vino con especias.Se acercaba ya a buen paso al castilloque el viejo había descrito: una sólidamuralla en torno a una poderosa torredel homenaje, torreones en cada ángulode las almenas y dos torres gemelasflanqueando el rastrillo de la puertaprincipal. Sabían que los centinelas dela entrada los habían visto acercarse.Momentos después, ya en la penumbra,les dieron la voz de alto.

—¡Deteneos! ¿Qué asuntos os traenpor aquí?

—Somos caballeros del rey Arturo—bramó Gawain desde el otro lado delfoso—. Deseamos transmitir a vuestro

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señor los saludos del rey y buscamosrefugio para esta noche.

Una voz aflautada se sumó a laconversación.

—Bienvenidos al castillo de sirBrunor de Gretise, caballeros.

Bajo el arco del puente levadizoapareció el señor en persona, unindividuo sonriente de corta estatura yedad indefinida. Lucía una magníficaarmadura, con una gran espada alcostado y un juego de dagas de plata alcinto, pero cada una de esas piezaspermanecía tan impecable como el díaen que fue forjada, ya que ningúncaballero retaría a aquel extraño

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hombrecillo. Con sus diminutosmiembros y sus movimientosespasmódicos, era obvio que losAntiguos lo habían enviado al mundo enun estado imperfecto e inacabado,aunque el destino había querido quefuera el último heredero de una familianoble. Tenía el cabello incoloro yerizado, y en sus separados ojos seadvertía la curiosidad de un niño.

—¡Pasad! ¡Pasad! —dijo,instándolos a cruzar el foso conimpacientes señas y aproximándose aestrecharles la mano aun antes de quedesmontaran—. Os doy las gracias,señores, por honrar mi humilde morada

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con vuestra presencia —declaró conentusiasmo, brincando alrededor—.Mantengo aquí las tradiciones de lacaballería, y recibir a unosrepresentantes de la hermandad de laTabla Redonda es para mí un honor queno puedo expresar con palabras. —Concluyó su alocución con una serie denerviosos ademanes—. ¡Pasad! ¡Pasad!

Hasta ese punto todo iba bien, comoGawain contó más tarde en la corte deArturo a cuantos quisieron escucharle.Una caballeresca acogida por parte deun señor que nunca sería caballero perose esforzaba, a pesar de todo, porconservar las tradiciones. Una viril

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acogida, además, por parte de loscaballeros que servían a su señordesafiando a los desconocidos por elderecho a atravesar sus tierras; sealegraron de ver caras nuevas en elsalón de los caballeros y oír noticias dela búsqueda, los vivos y los muertos.Una discreta acogida por parte de loscriados, pajes y escuderos, los cualespasaron inadvertidos mientras losseñores se sentaban a cenar, hasta queun rostro joven y adusto y luego otrollamaron la atención de Gawain.

También Gareth había reparado enlos muchachos de mirada triste queservían la mesa con tan poca alegría.

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—Habladme, señor, si no os importade aquel escudero y aquel paje.

—¿Aquellos muchachos del fondo?—dijo sir Brunor, atendiendo a lapregunta de Gareth y observándolos a latrémula luz de las velas—. Ah, sí. Tuveque tomarlos a mi servicio el añopasado. Perdieron a su señor, uncaballero andante que vino por estospagos. Era de la corte de Arturo, comovosotros. Aceptó valientemente el retode mi caballero, pero en la justa no fuerival para él y sufrió una mala caída. —Rió despreocupadamente, asintiendo conla cabeza como un niño—. Era unhombre grande y fuerte, a lomos de un

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excelente ruano. Pero demasiado grueso,demasiado grueso. Al caer, se rompió laespalda.

Gareth contuvo la respiración. Unmal presentimiento se había alojado yaen su tierno corazón, y también Gaherishabía palidecido. Pero fue Gawainquien expresó en palabras sus temores.

—Señor, ¿se llamaba acasoSagramore, ese caballero?

Pasaba ya de la medianoche cuandoacabaron de oír la historia completa einterrogaron al paje y el escudero paraconocer su versión. Despuéspermanecieron largo rato en la capilladel castillo, llorando y rezando ante la

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lápida de la que pendían el estandarte yel escudo de Sagramore. Luego losacompañaron a las más refinadascámaras, provista cada una de ellas deun cómodo lecho de plumas. Peroninguno de los tres hermanos durmióbien esa noche. Y Gawain, como jefedel clan, fue quien peor durmió.

Uno a uno desfilaron por su memorialos tristes fantasmas de aquellos que yano existían. Volvió a ver a Sagramore enel salón de los caballeros, corpulento yefusivo, divirtiéndose en compañía desus iguales, y se preguntó cuál habíasido el premio a esa alegre vida. Luegoacudió Lamorak a su mente desde el

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plano astral, un rostro ya tan lejano en eltiempo.

—Recordad a vuestra madre,Gawain —dijo la brillante sombra—.Yo fui su paladín y morí por ella.

Por último vio a Morgause, sumadre, con la misma forma femenina quehabía tenido en vida, el espeso cabellocayendo sobre los amplios pechos.Llevaba atavío real y la corona de lasOrcadas, y tenía la expresión de unamujer enamorada.

—Lamorak y yo estamos ahorajuntos para toda la eternidad —dijo conuna luz estelar en la mirada—. Pero ¿porqué han de morir estos otros? ¿Por el

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Grial? ¿Qué es eso, Gawain?Y Gawain descubrió de pronto que

en realidad tampoco él lo sabía. EnCamelot sólo había visto el apagadobrillo del oro, el fogonazo, el montón depolvo incandescente. Sólo había sentidola llamada del camino, el impulso a laaventura, la emoción de la búsqueda.Luego comprendió lo equivocada quehabía sido su decisión, y que habíaarrastrado con él a sus hermanos en suerror, y sufrió como nunca en su vida.

Cuando empezó a clarear, habíatomado una decisión. Tan gris como elamanecer y súbitamente envejecido,Gawain llamó a sus hermanos y

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comenzó a hablar.—Nunca encontraremos el Grial. —

Gawain fijó la mirada en una visión deun mundo inferior—. Se acabó. —Nuncale había resultado tan difícil pronunciardos palabras. Se sentía hastiado yexánime—. El Grial no existe.Volvemos a la corte.

‡ ‡ ‡

Así terminó la búsqueda del Grial.Uno a uno, o en grupos de dos o tres,

los caballeros regresaron. Y secomprendió entonces que la búsquedahabía provocado la disolución de la

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hermandad de la Tabla Redonda, desdeel momento mismo en que los caballerosemprendieron el viaje. Se dispersaronpor todo el mundo en busca del SantoGrial, ya que ninguno conocía suparadero. Algunos cabalgaron hasta lossagrados lugares en el corazón de lasislas, donde los Antiguos habían dejadoindicios de su presencia. Algunosrastrearon los montes y valles que losseres fantásticos elegían paraesconderse y perturbaron la paz de losantiguos moradores de esas tierras, lasenigmáticas y asustadizas especiesnacidas de la unión entre los Antiguos ylas primeras criaturas de los lagos,

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cuevas y bosques.Otros cruzaron el mar y siguieron el

camino de peregrinación hacia TierraSanta en busca del Dios de Oriente.Otros viajaron hasta los confines delmundo donde acababa la civilización yhabitaban seres semihumanos, salvajescasi desnudos, sin más indumentaria quebarbáricas pieles descarnadas, quebalbuceaban extrañas lenguas y, segúnrumores, devoraban a sus propios hijos.Allí vieron prodigios a los que nadiedaba crédito, bestias del tamaño de unacasa con cuernos curvos de marfilsaliendo de la boca y grandes aves quecapturaban ovejas en las laderas y

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arrebataban a niños ya crecidos de losbrazos de sus madres.

Muchos años después seguían aúnregresando caballeros, ancianos demirada extraviada con historias quenadie creía. Pero muchos nuncavolvieron a ver Camelot. A algunos losasaltaron en lugares lejanos y lesrobaron el caballo, la armadura y todassus pertenencias. Despojados de lospertrechos de un caballero, abandonadosa su suerte en tierras extrañas, notuvieron más remedio que ganarse el pancon su trabajo, y ver alejarse su pasadoaño tras año hasta que Camelot quedóreducido a un sueño dorado. Otros

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supieron guardarse de tales enemigos,pero perdieron la fe después de buscaren vano el Grial durante años. Algunosenloquecieron a causa de la soledad y ladesesperación hasta hallar por fin la pazen una tranquila ermita lejos del puebloy la corte.

Muchos desaparecieron sin dejarrastro. Algunos se adentraron en oscurosbosques y se extraviaron. Otros cayeronen manos de ladrones, que losdegollaron sin darles tiempo siquiera ahablar, o fueron capturados por piratas yvendidos como esclavos. No pocosfueron apresados con la intención deexigir por ellos un rescate, y cuando el

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rescate llegó, sus captores, por maldad,se negaron a ponerlos en libertad. Amuchos se los llevó el tifus, y a muchosmás la disentería.

Ninguna pérdida fue más llorada quela de Galahad, a quien nadie volvió aver. Muchos rumores acompañaron sumuerte, ya que su santidad fue motivo deadmiración allí donde estuvo. Se dijoque ocupó el trono de una ciudad santaantes de morir, siendo venerado por loshabitantes como puerta hacia Dios.Pasado un año fue llevado ante el Padreen las poderosas alas de un coro deángeles. Otros caballeros oyeron otraversión: que exhaló su último aliento

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totalmente solo salvo por las benévolasatenciones de un peregrino, en cuyosbrazos se quedó dormido. Pero una cosaera cierta: había pasado a engrosar lasfilas de quienes murieron en la búsquedadel Grial.

Y los supervivientes regresaronmaltrechos a Camelot.

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CAPÍTULO 30

n la margen del río, losmarchitos juncos tenían uncolor pardusco y los sauceshabían perdido sus hojasplateadas. Un interminableotoño daba paso alinvierno, y hacía yademasiado frío para pasearpor allí. De pie en la orilla,

Ginebra contempló el uniforme llanoque se extendía más allá del cauce.¿Cuánto hacía que vivía sin Lanzarote,sin amor?

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El ancho río fluía indiferente anteella, rodeando Camelot, surcandosinuoso llanuras y praderas hastaAvalón.

Avalón.Ginebra movió la cabeza en un

lúgubre gesto de asentimiento. Todas lasaguas desembocaban finalmente enAvalón. Esa idea era un leve consuelo ytambién algo más: una posibilidad dehuida. ¡Qué feliz sería si pudierapenetrar en el río, unirme a susonduladas aguas y dejarme arrastrarhasta el lago sagrado, para dejar deexistir en la puesta de sol y flotar sindolor hacia el infinito!

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Meditando sobre las cosas muertas yagonizantes, Ginebra sólo viodesolación por doquier. Arturo se habíarecobrado en lo físico pero no en loespiritual, y Ginebra temía que nuncavolviera a estar restablecido. La TablaRedonda seguía partida en dos, y ningúncarpintero del reino había conseguidounir ambas mitades. Nada alteraba elmonótono ritmo de sus días. Sinembargo, Ginebra se obstinaba en soñar:Algún día seré libre de esta triste carga,mi interminable vida. Hasta entoncesdebo esperar, esperar y resistir.

Pero Diosa, Madre, decidme hastacuándo he de esperar. ¿Cuánto tiempo he

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de seguir viviendo con una aflicciónasí? El amor entre ella y Lanzarote habíaterminado, ¿qué razón había, pues, paracontinuar sufriendo por él? La ira seapoderó de ella, y lanzó la gruesa capa atierra, sin importarle el frío. Ya habíapadecido más de lo que podía aguantar.Y las estaciones aún venían y se iban sincesar.

Ya que el tiempo había corridocomo las aguas del río, sin dejar huella.Cada día esperaba que ocurriera algonuevo, y esperaba en vano. Ginebra sehabía ausentado de su propia vida, y semovía y obraba sin sentimiento algunoen el corazón. Cuando os marchasteis,

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os llevasteis mi vida con vos, dijo aLanzarote pero no con tono de reproche.A menudo le hablaba así, olvidando queél no la oía, y nunca contestaría.

¿O acaso no podía contestar? ¿Habíaabandonado este mundo y descendido alespacio subterráneo? Temblando demiedo, buscó a tientas la capa y volvió aarrebujarse con ella. Mientras se ceñíalos cordones, se fijó en sus propiasmanos, azules y arrugadas por el frío yla humedad. Manos de anciana, pensó.Bueno, al fin y al cabo ya soy unaanciana.

Doncella, madre y por último vieja,ése es el camino de la Diosa desde el

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origen de los tiempos. Ay, Lanzarote.Nuestro amor era como una dulcemanzana madurando al sol. Ahora elverano ha pasado, y vamos hacia laoscuridad.

Deseó llorar, pero ya no le quedabanlágrimas. Allí donde debían estar losmanantiales de la naturaleza tenía sólouna descarnada sequedad interior. Cruzólos brazos ante el pecho. Soy vieja yestoy sola, sin un amante, sin un hijo. Mivida es tan vacía y estéril como esosárboles deshojados.

Sin Lanzarote.Antes, cuando se iba, siempre

regresaba. Ginebra siempre sabía con

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certeza que volvería a verlo. Cadanoche, cuando la estrella del amoraparecía en el cielo, encendía una velaen su ventana para guiar a Lanzarote. Ycada amanecer, le bastaba con cerrar losojos para verlo en su ritual matutino,arrodillado de cara al sol naciente pararenovar sus juramentos de lealtad a ella.Por entonces, la intensa pureza de sumutua devoción, la inquebrantableconcentración del uno en el otro, hacíaarder vivamente la llama de su amorestuvieran juntos o separados.

Pero ahora…—Diosa, Madre —gimió—, déjame

ser libre.

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Libre, libre, libre… susurróburlonamente la brisa entre los juncos.

De repente una voz sonó a susespaldas e interrumpió susensoñaciones.

—¿Señora? —Era Ina, que laacompañaba unos pasos más atrás—.Señora, mirad.

Ginebra se volvió. Dos hombres seacercaban por el camino desde Camelot.El más alto daba el brazo al de mayoredad para ayudarlo. Una ociosa ideaacudió a la mente de Ginebra: Eseanciano se parece a Bors. Al instanterecorrió su cuerpo un escalofrío dehorror. ¡Es Bors! ¡Es el mismísimo

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Bors!Aun a lo lejos, él adivinó el

pensamiento de Ginebra por susemblante. Ella lo vio erguirse ydesprenderse del brazo de Lionel.

—Vuestra Majestad —dijo con tonoformal.

—Me alegro de veros, sir Bors —respondió Ginebra con voz trémula.Saludó a Lionel inclinando la cabeza—.A vos y a vuestro hermano. —Procuróno fijarse en el rostro macilento yarrugado de Bors, en sus hombrosencorvados, en la enfermiza palidez queni siquiera el lustre de una largaexposición al sol podía ocultar—.

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Lamento veros tan… —Su voz sedesvaneció—. ¿Habéis estado enfermo?

Bors negó con la cabeza.—Unas fiebres palúdicas que

contraje en Oriente, señora, sólo eso. —Esbozó una forzada sonrisa—. Prontovolveré a ser el que era. —Lanzó unaojeada a Lionel, y una expresión deindescriptible sufrimiento oscureció sumirada—. En la medida en quecualquiera de nosotros pueda volver aser el que era.

Lanzarote ha muerto, pensó Ginebra.Si alguien puede saberlo, son ellos, susprimos. Se le cortó la respiración. Unextraño sonido surgió de su boca.

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Lionel la miró con inquietud.—¿Majestad?Ginebra, de algún modo, logró abrir

la boca y mover los labios.—Señor, sea lo que sea, decídmelo

—contestó, y se interrumpió, incapaz decontinuar.

—Por desgracia, señora, no puedodecir lo contrario. Ojalá pudiera. —Bors se encogió de hombros en un gestode derrota y pareció envejecer de nuevoante los atemorizados ojos de Ginebra—. Lo hemos dado por muerto.

¿Mi amor, muerto?, se dijo Ginebra.Sí, lo sabía. Ya no importa, porquepronto también yo moriré.

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—¿Muerto? —Ina se abalanzó sobreBors, vociferando sin control—. ¿Cómomurió? ¿Quién ha podido matar a sirLanzarote?

Ina, Ina, no preguntéis, pensóGinebra. La muerte se presenta cuandoquiere.

—¿Lanzarote? —Esta vez fue Lionelquien habló, visiblemente sorprendido—. No, Lanzarote no. Nos referimos aGalahad.

Las voces llegaban a Ginebra comosonidos bajo el agua. ¿Acaso flotaba yaen el río, arrastrada por la corriente?

—¿Lanzarote? No. —Bors seapresuró a confirmar las palabras de su

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hermano—. No lo hemos visto desde elinicio de la búsqueda, pero no tenemosmotivos para pensar que haya muerto.

Lionel, taciturno, reanudó su relato.—No, es Galahad quien nos

preocupa. Tuvimos que dejarlo enTierra Santa. Él…

Mientras Lionel hablaba, Ginebrapermaneció inmóvil como una estatua.¿Galahad?, se dijo. ¿A mí qué más meda ese joven fanático? Sobre todo ahoraque acaban de anunciarme que Lanzarotevive.

Deseó dar brincos en el aire, bailary gritar de alegría. Pero debía tratar dealiviar el dolor de los hermanos. Ya que

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amaban a Galahad, de eso no habíaduda. Ginebra respiró hondo y procuródirigirse a ellos con voz serena.

—¿Tuvisteis que dejar a Galahad?Contadme.

Bors se volvió hacia el río con lamirada perdida. ¿Cómo podía contar laverdad sobre la búsqueda, el milagro, elterror, la lástima?

—Teníamos ya el Grial casi a lavista —dijo con voz ronca—.Estábamos en Oriente, y el calor eraespantoso… —Sintiéndose observadopor Lionel, alzó la vista y miró a suhermano a los ojos. Y de pronto,inexplicablemente, se vio de nuevo allí.

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‡ ‡ ‡

El viaje había sido largo y agotador, ylas circunstancias difíciles. Una vezcruzado el mar Estrecho, atravesaronFrancia y se adentraron en territoriosdesconocidos.

Cuanto más al sur se hallaban, más amenudo tenían que cambiar de monturasa causa del calor. Aun así, avanzabancada vez más despacio, condenados acabalgar sobre reventados y lastimososjamelgos.

—Esas gentes no cuidan de suscaballos como nosotros —había

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comentado Lionel con consternación.Pero el júbilo de Galahad iba en

aumento a diario, porque estaban ya enTierra Santa, y cada noche teníavisiones del Grial.

—Llegaremos a una colina frente alas murallas de una ciudad —anunciócon voz entrecortada—, y en lo altoveremos un castillo de oro con una torrede plata y puertas de nácar. Allí seencuentra el Grial, bajo la custodia deun anciano rey. Dentro del castillo delGrial, todos aquellos que creensinceramente en Nuestro Salvadorpueden probar la sangre de Cristo. Y siDios quiere, yo estaré entre ellos.

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Tales sueños alimentaban su alma ymantenían vivo su frágil cuerpo. Noobstante, su físico se debilitaba máscada día a la par que su espíritu seenardecía y fortalecía. Tenía ya la carnetranslúcida, y los huesos de sus manosse transparentaban bajo la fina capa depiel. Había olvidado hasta tal punto elhábito de comer que ni siquiera sabía yacómo hacerlo. De vez en cuando, enarranques de misteriosa energía, susmejillas se sonrojaban, devolviéndolemomentáneamente el aspecto de buenasalud. Pero enseguida rompía a toser yla fiebre le iba y venía, y tras talesaccesos le brillaban los ojos y

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permanecía en vela toda la noche.En la última posada, el dueño se

quejó de que Galahad iba a arruinarle elnegocio, porque, en su agitación, nodejaba dormir a los otros huéspedes.Mandó llamar a una ensalmadora quevivía en el desierto, fuera del pueblo,para que hiciera callar al muchacho, ode lo contrario, dijo, se vería obligado aecharlos. Era una mujer vieja ypobremente vestida, cubierta de lacabeza a los pies con la indumentaria decolor azul oscuro propia de su tribu, ytenía las manos y el rostro curtidos yarrugados como el cuero. Pero susgrandes ojos eran insondables pozos de

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amor y su mirada contenía toda lasabiduría de Oriente. A su pesar, Borsrecobró el ánimo. Quizá las cosasacabaran bien, después de todo.

La anciana entró en la míserahabitación donde se alojaba Galahad,acompañada del reconfortante aroma delas hierbas medicinales. Matas reciéncogidas de valeriana pendían de su cintoy una reluciente ampolla de cordialcolgaba de su cuello. Acercándose alcamastro en el que yacía el muchachoentre las sábanas revueltas y empapadasen sudor, lo observó con una mirada tanantigua como el tiempo. Le pellizcó lapiel del dorso de la mano y le bajó los

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párpados inferiores. Luego se apartó deél y habló a Bors sin rodeos.

—Su sangre se ha vuelto blanca —dictaminó, impasible—. Y ya oís cómotose. Las fiebres le han podrido lospulmones. No vivirá.

—¡Por amor de Dios! —exclamóBors alarmado, lanzando una ojeada a laconsumida figura tumbada en la cama.No delante del muchacho, suplicómudamente a la anciana.

Pero Galahad se echó a reír.—Os equivocáis, buena mujer —

dijo con desenfado—. Viviréeternamente en el amor de Cristo. Mesentaré al pie de Su trono entre los

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querubines y serafines, y los ángeles yarcángeles volarán sobre mi cabeza. —Volvió a reírse de pura alegría—. Esome decía mi madre cuando era niño. Ypara demostrar que era digno de ellavine en busca del Grial.

—Morirá llorando por su madre —comentó la anciana con indiferencia—.Como todos los hombres. Pero la GranMadre reclamó a este niño hace muchotiempo. No puede hacerse nada por él.

Apenas la vieron marcharse. Unatristeza indescriptible impregnó el aire.Bors sentía el corazón a punto deestallarle y sabía que también Lionelansiaba el desahogo de las lágrimas.

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Pero ninguno de los dos quería ser elprimero en hablar.

—Debemos partir —declaróGalahad, y ambos se sobresaltaron al oírsu voz—. Ahora comprendéis por qué hede seguir solo.

—¿Cómo? —dijo Bors—. ¿Solo?Un momento antes no habría

imaginado verdad más cruel que elveredicto que acababan de escuchar, yde pronto ahí la tenía.

—Mañana veré el Santo Grial —auguró Galahad con serenidad—. Ydebo verlo yo solo. —Se volvió haciaLionel y le cogió la mano—. Yo debo ir,y vosotros debéis quedaros atrás.

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—¿Y abandonaros? —Lionel estabahorrorizado—. ¡Jamás!

—Es vuestra obligación, de los dos—insistió Galahad con delicadeza. Elsudor cubría su frente por el esfuerzo dehablar.

—¿Por qué? —preguntó Bors con lavoz empañada. Deseaba gritar.

—Porque dudáis. —De pronto lavoz de Galahad se tornó clara y potente—. Y el castillo del Grial es sólo paraquienes creen. Nadie que ponga en dudala verdad revelada por Cristo puedeentrar.

Bors tuvo la sensación de que sualma se partía en dos. De repente sintió

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que no valía nada, menos que el polvo.—Es cierto que dudo —contestó,

desesperado—, pero Lionel sí puedeacompañaros. Él ama y confía. No escomo yo.

—No —admitió Galahad con unaafectuosa sonrisa—. Pero no debéissepararos por mí. —La débil sonrisa sedesvaneció, y Galahad cerró los ojos.Súbitamente se lo veía distante y temible—. Aceptad la realidad, Bors. Memarcharé esta noche.

Un aullido surgió del fondo de lasentrañas de Bors.

—¿Qué le diremos a Lanzarote?Un amago de sonrisa reapareció en

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los fríos labios de Galahad.—La verdad. —Tosió—. ¿Qué, si

no?

‡ ‡ ‡

—Y así lo dejamos.A Bors se le quebró la voz. El aire

tembló y la vaga imagen de unahabitación fétida y sofocante cobróforma ante los ojos de Ginebra. Por unmomento vio en la cama el jovencuerpo, pálido y atormentado, su miradaperdida en el vacío en busca de unparaíso. Luego la visión se esfumó, ycon ella el hedor a enfermedad y

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podredumbre. Respirando el aire frescoy limpio a la orilla del río, Ginebraintentó comprender la situación. Unatierra extraña, un muchacho moribundo,una dolorosa despedida… No era raroque Bors hubiera envejecido veinteaños, ni que Lionel llorara de un modopoco frecuente en un adulto, con laimpotencia de un niño.

Y pese a padecer tan cruel aflicción,la búsqueda no había terminado aúnpara aquellos dos buenos hombres, niterminaría hasta que Galahad estuvieraen paz. Una familiar ira palpitó en lasvenas de Ginebra, que maldijo mil vecesaquella perversa búsqueda. Había

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destruido a cuantos caballeros habíanparticipado, tanto a los muertos como alos supervivientes. Y destruiría tambiénla mejor hermandad que el mundo habíaconocido.

Unos entrecortados sollozosescaparon de su boca antes de queconsiguiera reunir fuerzas para hablar.

—¿Y Lanzarote? Habéis dicho queno se reunió con vosotros. ¿Dónde está?

Sin necesidad de cruzar palabra,Bors y Lionel se leyeron mutuamente elpensamiento.

Ginebra se llevó las manos a lacabeza.

—¿Creéis que ha muerto? —

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preguntó con voz ahogada, casi ciega dedolor—. ¡Sí lo creéis! A lo lejos se oyóuna voz.

—¡Mi señora!Se volvieron. En la creciente

oscuridad, un criado corría por el llanoen dirección a ellos agitando los brazos.

—Sir Gawain y sus hermanos hanregresado. El rey reclama vuestrapresencia en el gran salón.

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CAPÍTULO 31

ir Gawain y sus hermanos.¡Han vuelto! —anunciabana gritos los criados,corriendo de un lado a otro—. ¡Sir Gawain!

¡Gawain, Gawain!Bajo la luz crepuscular,

Agravaine apretó el pasoen dirección a los

aposentos del príncipe. Bienvenido acasa, Gawain, hermano mío, pensó consorna; llevo mucho tiempo esperándoos.Ahora, Dioses, concededme buena

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suerte. Permitid que sea el primero encomunicar la noticia a Mordred.

Ante la puerta de las habitaciones deMordred, Agravaine se encontró en lagarganta la lanza del centinela antes deque pudiera presentarse.

—¿Quién va?Con desdén, Agravaine apartó de un

manotazo la mortífera punta.—Un mensajero del rey.—Dejadlo pasar —ordenó una voz

imperiosa desde el interior.Al entrar en la alargada cámara,

Agravaine reprimió una sonrisa.Mordred había aprendido ya a vivircomo un rey. En las paredes ardía el

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doble de antorchas de las que requeríaArturo para iluminar cualquier estancia,y en cada rincón del enjalbegadoespacio había un lustroso banco, unescabel enguatado o una tupidaalfombra. En torno al vivo fuego,reclinadas en divanes o en el suelosobre mullidos almohadones, yacíanunas cuantas jóvenes, listas parainterpretar alguna melodía cuando suseñor lo deseara. Tenían a sus pies losinstrumentos y libros de partituras, y unade ellas tañía desconsoladamente unarpa. Ataviadas con primaverales sedasde colores lirio y rosa, reaccionaron conexpectación al entrar Agravaine. Pero de

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inmediato volvieron a languidecer,desilusionadas: aquel hombre noapartaría al príncipe de sus bélicosintereses para llevarlo a oír cancionesjunto al fuego.

Al fondo de la cámara, sobre un bajoestrado, Mordred ocupaba su trono,flanqueado por Ozark y Vullian. Susotros caballeros se apiñaban a susespaldas. Veinte pares de ojos curiososy hostiles observaron con atención aAgravaine cuando se acercó.

—¡Sir Agravaine! —saludóMordred cordialmente—. ¿Qué os traepor aquí?

Agravaine hizo un amago de

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reverencia.—Noticias, señor —respondió, y

con toda naturalidad lanzó una mirada aizquierda y derecha, abarcando con ellaa los caballeros agrupados alrededordel trono. Era su manera de solicitar alpríncipe una conversación en privado.

Mordred, sonriente, indicó a suscaballeros que se retiraran.

—Id a entretener a las damas, si soistan amables. Vosotros, Vullian y Ozark,quedaros aquí conmigo.

Disimulando su resentimiento, losdemás caballeros descendieron delestrado y fueron a reunirse con lasmuchachas en torno a la chimenea.

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Mordred escuchó por un momento lasuave y lastimera canción que empezó asonar y, alisándose el jubón deterciopelo, se inclinó hacia Agravaine.Tenía un brillo sobrenatural en elsemblante. Una diadema de oro manteníarecogido su pelo negro, la torques decaballero resplandecía en su cuello, ysus ojos chispeaban. Miró a Agravainecon una expresión casi burlona,invitándolo a hablar.

—¿Y bien, señor?—Gawain ha regresado. Él y mis

otros dos hermanos están aquí.—¿Y? —Mordred enarcó sus

elegantes cejas en un gesto de frialdad

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—. ¿Qué tiene de particular esa noticia?Una docena de criados vendrán tarde otemprano a informarme. —Se echó a reír—. A menos que hayan encontrado elGrial, e imagino que si así fuera, ya noshabríamos enterado.

—Sin duda —convino Agravaine—.Pero, en cualquier caso, el rey losagasajará con especial entusiasmo porhaber participado en la búsqueda delGrial. Partieron a la aventura, y sin dudahan realizado grandes hazañas. —Adiferencia de vos, príncipe, dio aentender Agravaine con la mirada—.Como héroes que son, se los aclamaráen todas partes.

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El rostro de Mordred se tensó.—Así que ahora son héroes. ¿Y eso

qué tiene que ver conmigo?—A partir de ahora serán hombres

de fama, y son además los parientes máscercanos del rey. —Agravaine guardósilencio por un instante y luego volvió ala carga—. Los más cercanos y másqueridos para él después de tan largaausencia.

¿Más cercanos que yo?, se preguntóMordred. ¿Más queridos para Arturo?La dolorosa sospecha se traslucióclaramente en su rostro.

Sí, Mordred, sí, corroboró la voz enel interior de su cabeza.

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A ambos lados del trono, los doscaballeros lanzaron iracundas miradas aAgravaine. Con semblante sombrío,Vullian se inclinó para hablar.

—Señor, el rey nunca se olvidará desu propio hijo.

—¡Nunca! —suscribió Ozarkporfiadamente.

—Ah, pero… —Agravaine alargó lapausa y se armó de valor para elsiguiente paso—. Antiguamente,señores, el hijo de una hermana seconsideraba el pariente más cercano deun hombre, más aún que el hijo de suspropias entrañas. Allí donde prevaleceel matriarcado, el hijo de la hermana de

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un rey es el primero en la líneasucesoria. Nuestra madre era la hermanamayor de Arturo, y además una granreina. Aquí son muchos quienes ven aGawain como legítimo heredero del rey.

Mordred abrió la boca en una mudaexclamación: ¡No es así! Vuestra madrecontrajo matrimonio con el rey Lot yconcibió a Gawain. Pero su hermanamenor, Morgana, yació con el rey, y deesa unión nací yo. Tengo, pues, derechoal trono por partida doble, ya que derivade mi madre y también de mi padre.

Agravaine le adivinó el pensamientoy tuvo que reprimir una carcajada. Asípues, ¿basáis vuestro derecho al trono

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en el incesto? Sabía que ésa era lapregunta que Mordred no se atrevía aplantearse. En los treinta añostranscurridos desde el nacimiento delpríncipe, muchos habían olvidado cómovino al mundo. Muchos otros, nacidosdespués, ni siquiera estaban enterados.Todos aquellos que conocían la verdadhabían decidido arrinconarla por tácitoacuerdo. Sacar a relucir el espectro dela inmoralidad que había engendrado aMordred únicamente serviría paraperjudicarlo. No, el joven príncipeestaba atrapado por los fantasmas delpasado. No tenía más remedio quepresentarse sólo como hijo de Arturo.

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Lo cual convertía a Gawain enheredero según las leyes delmatriarcado.

Sin lástima ni remordimientos,Agravaine vio reflejada en el rostro deMordred su aciaga lucha interior.Arteramente, intentó sacar provecho dela situación.

—Y Gawain tiene aún otro poderosovínculo con el rey —observó con tonopesaroso—. Estaba presente cuandoArturo extrajo la espada de la piedra,¿recordáis? Vio al rey aclamado enaquella ocasión y se pronunció a sufavor. Él y Arturo tienen un largo pasadoen común. —Puso especial empeño en

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eliminar de su voz cualquier rastro deburla—. Siempre ha dicho que fue elprimer compañero del rey, y serátambién el último.

—¿Que estará a su lado cuando alrey le llegue su hora, queréis decir? —aventuró Vullian de pronto. Miró aOzark y vio su propia preocupaciónreflejada en el semblante de este. SiGawain está allí cuando Arturo expire,¿se apoderará de la corona ante lasmismas narices del príncipe?

Era obvio que también Mordredcompartía ese recelo. Agravaineobservó crecer el temor en las tresatribuladas mentes y se regodeó.

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Procuró imprimir a su voz un tonorazonable y sereno.

—Ya veis, pues, mi señor, por quéos conviene velar por vuestros interesesahora que Gawain ha regresado.

Mordred lo miró fijamente. El brilloazulado y violáceo de su mirada habíadado paso a una total negrura.

—Lo veo, sí.Agravaine inclinó la cabeza.—Perdonadme, pues, mi señor, si

saco otro asunto a colación.Mordred echó atrás la cabeza con

expresión colérica.—¿De qué se trata ahora?Agravaine bajó la vista y exhaló un

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suspiro, haciendo acopio de fuerzas parael golpe definitivo. Ahora, Dioses,imploró, dadme vuestro apoyo mientrashago mi última jugada.

—Posiblemente Vuestra Alteza ya hapensado en ello, pero cuando seáis rey,señor, ¿qué pasará con… la reinaGinebra?

—¿Ginebra? —Mordred clavó en éluna mirada tan negra como la tinta—.¿Qué haré con ella, queréis decir? —Rió con afectación—. Tendremos quepensarlo. Observadla de cerca si no osimporta, Agravaine, y luego hacedmesaber vuestra opinión.

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‡ ‡ ‡

Con el corazón acelerado, Ginebravolvió a entrar a toda prisa en Camelot.En los aposentos del rey, encontró aArturo vistiéndose precipitadamentepara acudir al gran salón. Tenía unaexpresión radiante, y a Ginebra casi sele paró el corazón al advertir unaferviente esperanza en su mirada. Oh,Arturo, pensó, vuestras esperanzas severán defraudadas, estoy segura.

—Ginebra, ¿sabéis ya que Gawainha regresado? —preguntó Arturo,

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eufórico, cuando ella entró—. ¿Creéisque habrá encontrado el Grial?

Ginebra deseó echarse a llorar. ElGrial no existe, Arturo. Todos lo saben,excepto vos.

—Pronto lo sabremos —contestócon voz ronca.

Indicando a los criados que seapartaran, Ginebra cogió la capa deArturo de las manos de uno de ellos y sela colocó. El rojo de la seda dio realcea su piel, pero cuando Ginebra leacarició la cara, la notó fría. Lo observóafligida mientras se ceñía la corona. Letemblaban las manos de júbilo y estabaimpaciente por salir.

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—Apresuraos, Ginebra —apremióArturo mientras las doncellasrevoloteaban en torno a la reina,cepillándole la capa y el vestido yretocándole el peinado.

Ginebra les dio las gracias y lasmandó a ocuparse de otros asuntos. Encualquier caso, poco podía hacerse paradar vida a su pálida tez o poner en susemblante una sonrisa como la deArturo. ¿Qué importa ya?, se dijo. Sólonos queda aceptar lo que el destino nosdepare.

Pero como una reina, siempre comouna reina.

Alzó la cabeza.

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—Estoy preparada, Arturo —anunció.

‡ ‡ ‡

Cuando entraron en el gran salón,Ginebra vio a Kay, Bedivere y Lucanabrazar a Gawain, y al tierno Bediverellorar en el hombro de su viejo amigo.En silencio junto a ellos, se hallabanBors y Lionel, sin intentar siquieraocultar la emoción que sentían.

—¡Maldita sea, Gawain! —exclamóLucan, entre la risa y el llanto—. Yacasi habíamos dado por perdido vuestro

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condenado pellejo.—Y si descartábamos la idea era

sólo por la convicción de que nunca osquerrían en el Otro Mundo —añadióKay en broma para disimular su alegría.

Al lado de ellos, un alborotadogrupo de caballeros de menor edadrodeaba a Gaheris y Gareth. SóloAgravaine permanecía a distancia, consemblante impasible mientras aguardabaa que decayera el calor de labienvenida.

El saludo que Gawain le habíadirigido hacía unos minutos no habíapasado de ser una mera cortesía, yAgravaine se sentía aún dolido. «¡Vaya,

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Agravaine!», se había limitado a decirGawain con absoluta frialdad, y alinstante le había dado la espalda,desairándolo delante de toda la corte.Una corte mucho menos numerosa queantaño, sin duda, compuesta sólo deancianos y muchachos desde que loscaballeros la abandonaron para ir enbusca del Grial. Aun así, una públicaofensa por parte de alguien de su mismasangre era algo intolerable paracualquier caballero. Pronto, hermano,muy pronto, pensó Agravaine, hirviendode rabia.

Entrando en el salón junto a Arturo,Ginebra vio la figura alta y negra de

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Agravaine en medio de las sedas devivos colores y advirtió que su siniestramirada se apartaba de Gawain paraposarse en ella. Mientras se abrían pasoentre la gente, Agravaine no le quitó ojo,y Ginebra experimentó una nueva ydesagradable sensación. Agravaine meobserva, se dijo. Una fría y muda risasacudió su alma. Podéis observarmehasta que vuestra vista se consuma,Agravaine. Mi amor no está ya en estemundo. Ya no hay nada que ver en mí.

—Vuestras Majestades…Ginebra no lo había visto acercarse.

Surgiendo súbitamente de entre laconcurrencia para interponerse en su

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camino, el padre abad proyectó unaoscura sombra, igual que Agravaine.Con su rostro anguloso y enjuto y suagresiva actitud, semejaba una garzaabatiéndose sobre su presa. Lo seguíanotros veinte monjes con hábitos negros,todos ellos con toscos cinturones decuerda y sandalias en los pies curtidos yagrietados. Su sola presencia ofendía ala vista. Diosas, Grandes, si vosotrasdotáis al mundo de tanta belleza, ¿porqué todos los cristianos sin excepción semuestran en tan extrema fealdad, unpuñado de espantajos proclamando su fea su Dios?

—Señor —dijo el abad, cortando el

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paso a Arturo y cogiéndole la mano parallevársela a los labios.

Arturo, siempre cortés, lo miró concara de perplejidad.

—¿Sí, padre?El abad abarcó a sus monjes con un

amplio gesto.—Ha llegado a nuestros oídos que el

Grial ha sido hallado —respondió contono perentorio—. Si es así, y Dios enSu infinita misericordia nos haentregado el cáliz de la Pasión deCristo, Vuestra Majestad debe…

—Permitidme aclarar, señor, que lapalabra «debe» nunca ha de usarse anteun rey —lo interrumpió Ginebra con una

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fría sonrisa. Señalando a Gawain y sushermanos, añadió—: Su Majestad deseadar la bienvenida a sus parientes. —Indicó al abad que se retirara—. Osatenderá en cuanto le sea posible.

En respuesta, el indignado monje leasestó una mirada de inquina. Ginebramantuvo la vista fija en su lívido rostro.Bien, señor, id con vuestro Dios, pensó.La mía es una fe basada en el amor.

Al volver la cabeza, vio a Arturo yGawain fundirse en un efusivo abrazo,llorando y estrechándose hasta parecerun solo hombre. La gente permaneció ensilencio, contemplándolos conadmiración.

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Ginebra aguardó, sin miedo niesperanza. Así que los monjes han oídodecir que el Grial ha sido hallado,pensó. ¿Por Galahad? ¿Por un muchachoenloquecido a un paso de la muerte?Gloria a su Dios si eso es cierto.

En la corte enmudecida no se movíani un alma. Gawain fue el primero enhablar, su voz empañada aún por elllanto.

—Arturo, mi señor, perdonadnos.Hemos recorrido grandes distancias,pero no hemos encontrado el Grial.

Arturo lo estrechó nuevamentecontra su pecho.

—Dios será misericordioso, Gawain

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—afirmó con fervor. Volvió el rostrobañado en lágrimas hacia Gaheris yGareth, quienes tampoco se molestabanen contener las lágrimas—. Dios osbendiga, señores —dijo, y alborozadolos saludó con sendos apretones demanos—. He rezado noche y día porteneros a todos sanos y salvos en casa.

—Pero, señor… —protestó Gawain,dando un paso atrás.

Sin dejar de llorar, Arturoprorrumpió en vehementes carcajadas.

—Nada de peros, Gawain. Vos yvuestros hermanos estáis en casa, y nohay hombre en el mundo más queridopara mí que vosotros.

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Detrás del rey, a la debida distancia,con una afectada sonrisa de satisfacción,Mordred notó que se le helaba elcorazón al escuchar esa frase. ¿No hayhombre en el mundo más querido? Laspalabras y sus significados resonaron ensu mente. Y una vez más la voz burlonay ronca que habitaba en su interior sehizo eco de ellas. No hay hombre másquerido… Ese hombre no sois vos… Nohay hombre más querido que Gawain…Ese hombre es Gawain…

Supo que sus esbirros y todos suscaballeros, de pie detrás de él, lo habíanoído también. El sentido de esaafirmación no dejaba lugar a dudas. Una

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sensación de vergüenza públicaconsumía el alma de Mordred. El rey hahecho su elección, y yo he perdido.Prefiere a Gawain como heredero, y yoestoy proscrito.

—¡Escuchadme, señor! —Gawain semesó los despeinados cabellos con unamano trémula—. Sólo la Madre sabecuánto nos alegramos de haberregresado. Pero también otros muchoscaballeros emprendieron la búsqueda.—Sus grandes ojos azules se anegaronen lágrimas—. Me temo que ignoráiscuántos caballeros habéis perdido.

Arturo lo miró con los ojosdesorbitados y, palideciendo, movió la

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cabeza en un lúgubre gesto deasentimiento.

—Contadme.Gawain tragó saliva.—Sagramore ha muerto.—¿Cómo murió? —preguntó Arturo,

cerrando los ojos—. ¿En combate?¿Como un caballero?

—Naturalmente, mi señor. Tanto élcomo todos los demás.

Arturo ahogó una exclamación y sutez pálida adquirió una aparienciaespectral.

—¿Los demás? —repitió.—Y ojalá pudiera ahorraros lo peor

de todo —agregó Gawain, lanzándole

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una mirada de angustia.—¿Lo peor? —exclamó Arturo con

voz entrecortada—. ¿A qué os referís?Gawain alzó un brazo. Dos de sus

escuderos se adelantaron portando entreambos un baúl hondo de madera, deunos seis u ocho palmos de largo.Gimiendo, Gawain abrió la tapa.

Ginebra se quedó paralizada. Elbaúl contenía una espada dorada y unpeto blanco y oro, cuidadosamentecolocados sobre una base de paja. Entreambas piezas, asomaba la cimera de unyelmo dorado, rematada con plumasblancas, y debajo Ginebra vio elcontorno de un escudo alargado en

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forma de corazón.Habría reconocido todo aquello en

cualquier parte. Y sólo podía haber unarazón por la que estaba allí en esemomento.

Blanco y oro, Lanzarote, los coloresde nuestro amor.

¿Cómo perdisteis vuestras armas,amor mío?

¿Cómo os sorprendió la muerte?—¡Lanzarote! —Arturo se abalanzó

sobre el baúl con un bramido de dolor—. ¡Es la armadura de Lanzarote! Envida suya, nadie se la habría arrebatado.Si la traéis así, debe de estar muerto.¿Cómo ocurrió, Gawain? ¿Dónde?

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—Ahora mismo os lo cuento, miseñor. —El rostro amplio y carnoso deGawain había perdido el color y su voztraslucía una aflicción milenaria—. Lavimos en venta en el mercado de unremoto pueblo. Fue fácil seguir el rastroa los villanos que la habían llevado allí.Un hatajo de villanos, en efecto, y lapeor era la madre. —Hizo una pausapara enjugarse las lágrimas de los ojos—. Eran ladrones y asesinos delprimero al último. Los ahorcamos atodos, pero antes los obligamos aexplicarnos lo ocurrido. Familia devíboras, tenían una miserable taberna yse dedicaban a asaltar a los viajeros en

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los alrededores. Les indicaban elcamino a una ermita situada en lo máshondo del bosque, y allí podíanatacarlos por sorpresa mientrasdormían. Lanzarote fue uno más de losmuchos buenos caballeros que mataron.

—¿Lo mataron? —Ginebra noreconoció su propia voz. Simplementesabía que el grito había salido de ella.

Gawain se volvió hacia la reina y sedesmoronó ante su mirada.

—Lo mataron, señora —se obligó acontestar—. Lo confesaron. Sabían biende quién hablaban: «el caballero deblanco y oro». Así lo llamaban. El jefeme lo contó todo.

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Gawain guardó silencio. Nuncarevelaría la expresión de jactancia quevio en los ojos del brutal maleante alafrontar su muerte. «Le partí el cráneocomo una manzana podrida, al primergolpe», había alardeado el hombre consorna. «Lo hice yo mismo, y luego losotros se divirtieron un rato». Luego soltóuna horrenda carcajada y lanzó unamirada de desdén a su madre, quemaldecía con virulencia entre sus hijos.«La vieja nos dijo que no ledesgraciáramos la hermosa cara».Escupió a los pies de su madre y rió denuevo. «Vergonzoso, a su edad. Así quenos aseguramos de que no le quedara ni

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rastro de la cara».Instantes después el canalla estaba

muerto. Y su historia, se juró Gawain,moriría con él. Nadie que amara aLanzarote conocería las cruelescircunstancias de su muerte. Ni la reinani el rey se enterarían nunca.

—Lo mataron mientras dormía.Enterraron su cuerpo en el bosque. Laarmadura es lo único que hemosrecuperado.

Ginebra no podía moverse. Unlamento infinito traspasaba su mente.¿Muerto, amor mío? Lo sabía. Y ahoratambién yo estoy muerta.

—¿Lanzarote muerto y todos mis

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caballeros perdidos? —Arturo se llevólas manos a la cabeza y lanzó uninterminable alarido que hizo temblar elgran salón. Luego se desplomó—. Estántodos muertos, Ginebra —exclamó convoz ronca, tendiendo la mano para cogerla de ella—. ¡Y la culpa es mía! ¿Porqué he de vivir ahora que ellos handesaparecido? ¡Llevadme a Caerleon ydejadme morir!

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CAPÍTULO 32

n un primer momentoGinebra pensó que la granherida de Arturo habíavuelto a abrirse, perocuando lo trasladaron a sucámara, el más sabio de losmédicos druidas negó conla cabeza.

—En cuanto al cuerpo,el rey goza de buena salud. Ahora laherida está en su mente.

—Llevadlo a Caerleon —leaconsejaban todos—. Si en algún sitio

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puede restablecerse, es allí.En Camelot, algunos murmuraban

que Arturo no merecía volver a ser el deantes. Aquél era su castigo, decía lagente, por dar crédito a los cristianoscuando todo el mundo sabía que lasreliquias de la Diosa no eran el SantoGrial. Se había demostrado que la reinatenía razón desde el principio, y el reydebería haberla escuchado. Pero aGinebra no le proporcionaba el menorconsuelo que el tiempo le hubiera dadola razón. Sólo le preocupaba la tareaque tenía por delante.

Como todos sabían, era la peorépoca del año para viajar. En los cortos

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días invernales, los caminos estabanembarrados y el avance era lento; alamanecer, el sol salía tarde, apagado ymortecino, como si le molestarailuminar la tierra con sus rayos. Pasadoun mes, la nieve cubriría montes yvalles. Además, ellos se desplazabancon mayor lentitud, porque Arturo nopodía cabalgar. Mientras los otros, alomos de sus caballos, padecían el azotedel cortante viento, Arturo yacía en unalitera, sollozando día y noche.

—He perdido al más extraordinariocaballero del mundo —lo oíanlamentarse hora tras hora—. Y lahermandad de la Tabla Redonda ya no

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existe. ¡Oh, Lanzarote! ¡Griflet, Helin,Sagramore! ¡Cuánto significabais paramí!

Cabalgando junto a él, Ginebra oíatodos sus gemidos, pero sus oídospermanecían cerrados, las palabrascarecían de sentido para ella. Otra vozsonaba dentro de su cabeza, y escenasmucho más gratas desfilaban por suafligida mente. Volvió a ver una lunallena de verano sobre un bosque. Lasramas plateadas de los árboles doradosse inclinaban suavemente hasta besar lahierba verde y dulce, y una sutil brumaflotaba por encima del claro comovolutas de humo mágico. Allí, rodeado

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por un círculo de viejos robles cubiertosde musgo, se erguía un desconocido, altoy adusto bajo la resplandeciente luz dela luna. La miró con unos ojos del OtroMundo y se arrodilló para besarle lamano.

—Sois la mujer del sueño —dijocon su cadencioso acento, propio de lastierras que se extendían al otro lado delmar—. Soy Lanzarote. Mi espada esvuestra; mi vida está a vuestradisposición.

¿O acaso eso lo dijo más tarde,cuando su amor fluyó y refluyó a lolargo de los siguientes años? Dieciochoaños, Lanzarote, dieciocho apacibles

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primaveras y dieciocho crudosdiciembres, vinieron y se fueron, y yoseguía considerándote mío. Ahora te heperdido doblemente, has abandonadomis brazos y mi corazón.

Ginebra pensó en la tumba deLanzarote en el bosque, en su largocuerpo bajo una escasa capa de tierraarenosa y hojas muertas. Debéis de tenerfrío ahí, amor mío. Permitidme que osproporcione abrigo. Iré con vos,querido; no tardaré en haceroscompañía. Aguardadme ahí, en el mundoentre los mundos. Permitidme cumplircon mis obligaciones aquí durante untiempo. Luego estaremos juntos… y con

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Amir.Amir.El aire escapó de sus pulmones en

un amago de suspiro.Amir, sí. Volveré a ver a mi hijo.

¿Lo recordáis, amor mío? Lo perdí hacemuchos años. También su tumba es fría;yace al lado del mar.

Fría, fría…Pero tú, Amir, siempre has tenido el

calor de mi corazón, ¿verdad, pequeñomío? ¿Me oyes, Amir? Pronto estarécontigo.

—¿Señora?Ginebra oyó la voz de Ina a sus

espaldas.

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—¿Sí, Ina?—Estabais hablando, señora.

Pensaba que me llamabais.Ginebra se echó a reír sin saber por

qué.—¿Hablando? No, en absoluto. ¿Qué

tengo yo que decir?¿Fue un suspiro el sonido que

Ginebra oyó salir de los labios de Ina, oun ahogado sollozo?

—No lo sé, señora —respondió ladoncella con voz débil—. Perdonad,debo de haber oído mal.

Después Ginebra vio entre losárboles diminutas luces en la lejanía,leves destellos en el aire húmedo del

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invierno, y oyó remotas risas, tan tenuesy dulces como el tañido de una campana.Creyó ver estilizadas formas quebrillaban en la oscuridad, bailando,festejando y divirtiéndose con totalabandono. ¿Lanzarote? ¿Me oís, amormío? Si pudiéramos llegar a ese lugar,me reuniría allí con vos. Asípasearíamos descalzos entre las flores,cogidos de la mano, y yaceríamosjuntos, y nos besaríamos y arrullaríamosen paz.

Ginebra oyó de nuevo su propia risa,una risa necia. ¿Por qué la habíaalterado tanto Elaine, la princesa delGrial? ¿Por qué había dejado marchar a

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Lanzarote? ¿Qué era una noche, oincluso dos, en el lecho de otra mujer,cuando él en realidad había acudido allíengañado, contra su voluntad, víctima dehechizos y artimañas? Ella, Ginebra,había disfrutado durante dieciocho añosde su amor, su cuerpo, su alma. ¿Debíapreocuparle que una joven bruja sehubiera aprovechado de él y robado sumente por unas horas?

No, no, no, no…Apenada, movió la cabeza en un

vehemente gesto de negación ydescubrió que no podía detenerse. No,no, no, no, no, no…

Pensaba que habíais defraudado mi

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amor, Lanzarote.Pero os defraudé yo a vos.No tuve fe, ni confianza.No, no, no, no, no, no, no, no, no,

no…—¿Señora? —Volvía a ser Ina, esta

vez con tono más apremiante—. Señora,debéis descansar. No os encontráis bien.

—¿Descansar? —De nuevo laextraña y estridente risa—. Prontodescansaré, ya lo veréis.

‡ ‡ ‡

Dioses del cielo, ¿qué se habíaapoderado de la reina?

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Cabalgando inmediatamente detrásde la litera del rey, Mordred observabacon atención a Ginebra, que sebalanceaba ensimismada sobre elcaballo que lo precedía. Su inquietudpor el rey era lógica. El dolor por lapérdida de sus caballeros habíaperturbado la mente de Arturo, y nadiesabía cuándo volvería a ser el de antes.¡Y, por todos los Dioses, aqueldescabellado traslado a Caerleon,teniendo que viajar en la peor época delaño! Mordred flexionó los pies ateridosdentro de las botas, masculló unamaldición y contempló su blanco alientocondensado convertirse en hielo en el

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aire.Pero quizá Agravaine tenía algo de

razón. Fueran quienes fueran, lasmujeres siempre pensaban en sí mismas.Las mujeres. Mordred recordó su últimoesparcimiento con una mezcla delascivia y desprecio. Eran todas iguales,el mayor mal necesario del mundo,siempre obsesionadas con sus nimiosplanes y cábalas. Y una reina comoGinebra estaría preocupada por su país,su poder, la continuidad de su reinado.Debía de atenazarla un miedo mortalante lo que pudiera ocurrir cuandofaltara Arturo.

Involuntariamente, Mordred torció

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los labios en una sonrisa. En fin,Agravaine había extraído algunasconclusiones interesantes al respecto.

Agravaine. Mordred volvió asonreír. Percibía la mirada de su nuevoseguidor clavada en su espalda. Elpríncipe de las Orcadas cabalgaba justodetrás de él, encabezando la marcha delos caballeros junto a sus hermanos,lugar de honor reservado a ellos comoparientes predilectos de Arturo. Loscaballeros en cuestión eran pobres yescasos por esas fechas, y tan prontocomo llegaran a Caerleon quizá seiniciara la renovación de la TablaRedonda. Antes de comenzar la

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búsqueda del Grial, un rey siemprepodía cabalgar acompañado de unaplétora de vistosos estandartes yrelucientes lanzas. En ese momentoseguían a Arturo ancianos y lisiados, yaquellos que habían fracasado en labúsqueda. Los héroes como Lanzarotehabían muerto, y nunca volverían.

No importa, pensó Mordred. Seaclaró la garganta y escupió. Enrealidad, era mejor para él que lamayoría de los caballeros hubieranperecido. No conocían nada aparte deArturo y las viejas costumbres. Pero seavecinaban cambios, y los más sagacesya lo preveían.

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Cambios.Las cosas están cambiando, hijo

mío. ¿Estáis preparado? ¿Qué haréis?En el ojo interior de Mordred ardió

un fuego negro azulado. El rey no puedenegarme nada, contestó mudamente a lavoz de su cabeza. Para él, soy másimportante que Gawain. Puedo competirpor su amor con Gawain y vencerlo. Yahora está enfermo, así que debe delegarsu poder en mí. Puedo investir yo enlugar de él a los nuevos caballeros, y sepostrarán de rodillas ante mí y mejurarán lealtad.

¡Rey Mordred! ¡Mordred al trono!Mordred creyó ya oír las aclamaciones

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que el futuro le reservaba, y le diovueltas la cabeza. Bajo su reinado, lanueva orden de caballería alcanzaríacotas nunca vistas en el pasado, y sushazañas serían conocidas en todo elmundo. Arturo caería en el olvido ydurante mil años se hablaría sólo del reyMordred y la Tabla Redonda.

Antes de despellejar al oso, debéiscazarlo, eh, muchacho.

Sin previo aviso, las roncascarcajadas de Merlín resonaron en sumente. Con una mezcla de sorpresa ytemor, Mordred dejó escapar ungruñido. ¿Cómo es posible, anciano?,preguntó al vacío con tono desafiante.

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¿No habíais muerto? ¿Aún ronda por ahívuestro espíritu? Pero nada se movió enel helado bosque. Como única respuesta,oyó el chacoloteo de los cascos de loscaballos y el tintineo de los arneses.Con un violento respingo, Mordred sesacudió aquella incipiente premonicióny trató de serenarse. Nada de eso teníala menor importancia. Los hombressensatos aprendían a extraer provechode tales circunstancias.

Por eso precisamente envió aVullian y Ozark en busca de Agravainepara que se lo llevaran aparte. Mientraslos mozos abrevaban a los caballos ylos caballeros y sus escuderos

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aguardaban tranquilamente en amigablesgrupos o se adentraban en el bosquepara atender las necesidades de lanaturaleza. Mientras sus dos adláterescharlaban con Agravaine, Mordredcruzó discretamente el claro, despidió aVullian y Ozark con un gesto y, conaparente naturalidad, entró enconversación con Agravaine.

En unos minutos Mordred averiguóque el atento orcadiano había visto lomismo que él, y otras cosas más.

—La reina actúa de un modoanormal en ella —declaró Agravainecomo sin darle importancia, con lamirada perdida en la creciente

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oscuridad—. Pero ¿por qué?Con unas cuantas frases crípticas,

informó a Mordred de todo lo que sabía.Lo que sabía pero no comprendíaplenamente. Mientras montaban en loscaballos al inicio del viaje, había vistoa Ginebra besar y hacer girar un anilloque llevaba en el dedo con talabstraimiento que al final su doncellaIna, con lágrimas en los ojos, le habíacogido la mano y quitado el anillo.

¿Qué anillo?Agravaine lo ignoraba. Pero la reina

lo llevaba desde hacía diez o veinteaños.

¿Adónde había ido a parar el anillo?

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La doncella lo había ensartado enuna cadena que colgaba del cuello de suseñora y después las dos se habíanechado a llorar.

¿Por qué juguetearía así la reina conaquel anillo?

¿Quién sabía?Pero valía la pena seguir el proceso

con atención, ¿no?Sin duda. Y así se haría.Bien.Satisfecho, Mordred prosiguió su

paseo, y Agravaine desapareció en laoscuridad del bosque.

Desde su ventajosa posición en unpequeño claro al otro lado de los

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árboles, calentándose las manos con elaliento y apretando los brazos contra sucuerpo aterido, Gaheris lo observómarcharse. Junto a él, Gareth temblaba ydaba patadas en la tierra, y Gawaindescansaba sentado en un tronco caído,acodado en sus rodillas, con la enormecabeza hundida entre las manos enpesarosa actitud.

Lanzarote. Gawain apenas podíacontener el deseo de aullar de pena. Lahabría emprendido a cabezazos contra elárbol más cercano. Quizá eso leproporcionara algún alivio al torrencialdolor y los remordimientos deconciencia que lo atormentaban noche y

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día. Si hubierais venido con nosotros,viejo amigo, aún viviríais. Si os hubieraesperado en lugar de obstinarme enseguir adelante… si no hubieradesatendido nuestra hermandad decaballeros…

Gaheris, detrás de él, llamó suatención de un codazo.

—Mirad allí, hermano —señalóhacia el otro lado del claro—. NuestroAgravaine está de coloquio con elpríncipe.

Gareth se volvió también en esadirección.

—Es cierto. —Se sonrojó y dejóescapar una risotada de sorpresa—. Sí,

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allá va. ¿Qué creéis que puede significareso?

En los ojos azules de Gaherisapareció una expresión fría como elhielo.

—Problemas, ¿no os parece? —dijo,asestando otro codazo a su hermanomayor.

Y también Galahad, en cuya muertetengo igualmente parte de culpa, pensóGawain, y asintió de mala gana. Sihubiera pensado en cuidar de esemuchacho, estaría aún entre nosotros. Siteníamos que perder a Lanzarote, comomínimo contaríamos todavía con lapresencia de su hijo.

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Notó una fuerte palmada en laespalda y oyó una insistente voz.

—Gawain.Gawain movió su desgreñada cabeza

como un oso herido.—¿Qué os pasa, Gaheris? —

protestó, malhumorado. Agravaine,vestido de negro, se había perdido devista entre los árboles—. ¿Agravainehablaba con Mordred? ¿Y qué más da?El príncipe trata cortésmente a todo elmundo. —Los labios de Gawain seenarcaron en una lúgubre sonrisa—.Descuidad, hermano. Os aseguro que notiene la menor importancia.

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CAPÍTULO 33

lo largo de todo eseespantoso período,Caerleon dormitaba en suciudadela de roca. Elbosque primigenio se ceñíaa sus murallas,protegiéndolos de laspeores tormentasinvernales. Las toscas

piedras del viejo castillo, ya antiguascuando el primer Pendragón loconquistó habían resistido el viento y lasinclemencias del tiempo durante un

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milenio. Aun así, los demoniosnocturnos aullaban alrededor de susaltas torres, arrancaban sus estandartesde las almenas y descargaban nieve ygranizo en sus patios y claustros. Y todoel invierno Ginebra cuidó de Arturomientras éste recobraba poco a poco lasfuerzas, y en todo ese tiempo perdido nopasó ni un instante sin que deseara quesu vida acabase y se sintiera agonizartambién ella.

A la postre, la tierra volvió adesperezarse y despertó lentamente. Unatardía y vacilante primavera descendiódesde las montañas, y un sol amarillopálido se adueñó del cielo. Fundió la

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nieve que bloqueaba los caminos, y losríos fluyeron otra vez, sus aguas librespor fin de las cadenas de hielo. Entre losviajeros de la nueva estación, había uncaballero, que regresó renqueante aCamelot, seguido de cerca por otro, yluego partieron ambos hacia Caerleonpara reunirse con el rey.

—¡Griflet! —exclamó Arturo entresollozos, estrechando al caballerocontra su pecho—. ¡Y Ladinas! —Extendió su largo brazo para abarcarcon él al otro recién llegado—.¡Alabado sea Dios!

Ladinas lloró en el hombro deArturo.

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—Hemos perdido a Dinant.—¿Cómo? —preguntó Arturo,

poniéndose tenso.—Un cruel señor nos encerró en la

misma mazmorra. Dinant contrajo eltifus en el viciado ambiente de nuestracelda.

—¿Y cómo habéis sobrevividovosotros dos?

A juzgar por su tez ictérica y elcolor amarillento del blanco de sus ojos,era obvio que Griflet padecía laenfermedad de Oriente de la que yanunca sanaría por completo. Pero en suirónica sonrisa asomaba aún el viejoGriflet de siempre.

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—Por milagro, mi señor —respondió—. Pero oiréis nuestro relato.

Temblando de la cabeza a los pies,Ladinas asintió con fervor.

—Hay mucho que contar.Con sus historias tuvieron

embelesada a la corte noche tras nochehasta el final del invierno, mientras lasllamas de las velas oscilaban en lascorrientes de aire del Gran Salón, elfuego crepitaba en las chimeneas, elponche caliente llenaba las copas y,fuera, el aguanieve caía en la oscuridadcomo pequeños dardos. Los dossupervivientes devolvieron el calor alrostro de Arturo y el vigor a sus

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movimientos, y cuando llegó el buentiempo, volvió a salir de caza.

Pero el recuento total de las bajasestaba aún pendiente. La tarea deconfeccionar la lista de los fallecidos seencomendó a Gawain, Kay, Lucan yBedivere.

Erec, Yvain, Helin… Enumeraronuno por uno los nombres de loscaballeros y sus destinos.

—Muerto en una emboscada,colgado de un árbol hasta perecer dehambre, capturado por los sarracenos,cegado y hecho esclavo…

—¡Santo Dios, no! —Arturo volvióa sollozar lastimeramente—. ¿Tantos

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hombres perdidos? ¿Lanzarotedesaparecido y todos mis buenoscaballeros muertos?

Pero su espíritu no halló desahogoen las lágrimas. Pese a que montaba adiario y se esforzaba con denuedo porllegar a un pleno restablecimiento, lapérdida de sus caballeros era una heridaque ya no cicatrizaría.

‡ ‡ ‡

—Y ésa es la señal que Dios nos envíapara hacernos saber que ha llegado lahora —observó el padre abad consemblante sombrío, mirando al grupo de

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monjes.El círculo de atentos rostros le

revelaba que sus oyentes lo escuchabancon los cinco sentidos. En otrascircunstancias se habría sentidoorgulloso de la sala capitular en la quese hallaban, una estancia de altos techosy paredes blancas que el rey habíaencargado para ellos cuando transformóla antigua capilla de Caerleon en unamagnífica iglesia. Pero ya habríamejores ocasiones para eso.

—¿Y bien, hermano? —dijobruscamente—. Hablad.

De pie ante ellos había un jovenmonje, enviado a la cámara privada de

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Arturo con el pretexto de rezar por supronta recuperación en cada horacanónica, pero cuya verdadera misiónconsistía en espiar al rey.

—La reina ha atendido a su señorincansablemente —anunció el entusiastajoven— y el rey la ha tenido a su ladodía y noche, buscando alivio a laaflicción en la compañía de su esposa.Pero esta noche ella sufría vahídos acausa de la fatiga y la tensión, así que elrey la ha mandado a reposar, al menoshasta la hora de la cena. —La emocióniluminaba sus ojos redondos,enclavados en una cara aún más redonda—. Por fin el rey se ha quedado a solas,

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padre.El abad juntó las yemas de los

dedos, formando un chapitel con lasmanos.

—Así pues, Arturo puede sernuestro —susurró.

Para sus adentros, repitió su plegariade los últimos veinte años: Señor,concededme el alma del rey. Escrutó laspenetrantes miradas y los monacalesrostros que lo rodeaban y tuvo laconvicción de que luchaba con susmejores efectivos. Todos eranconscientes de lo mucho que había enjuego. Sus ojos se posaron en el monjesentado enfrente, un hombre de mirada

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impasible, casi de mediana edad.—Hermano Silvestre, ¿os parece

buen momento para comunicar al rey lasnoticias procedentes de Roma?

Silvestre asintió con la cabeza.Fueran cuales fuesen sus pensamientos,su expresión tranquila y su fibrosocuerpo no traslucieron nada. Señaló almonje sentado junto a él, una criatura feay achaparrada con una mueca cruel en elrostro y aspecto más propio de uncampo de batalla que de una iglesia.

—Estamos preparados, Iachimo yyo.

Iachimo enseñó los dientes rotos enuna amplia sonrisa y movió la cabeza en

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un gesto de asentimiento. Reprimiendoun suspiro, el abad dio su beneplácito.Hágase la voluntad de Dios, pensó.Silvestre e Iachimo habían realizadojuntos una buena labor, y seguiríanhaciéndolo. La deslumbrante fuerza devoluntad y la astucia de Silvestre en lalucha por captar corazones y mentesdependían de su ordinario compañero deun modo que nadie conocía. ¿Quéimportancia tenía, pues, que todo enIachimo delatara su turbio pasado? ¿Quegruñera en lugar de hablar y oliera igualque un perro? Señor, abridme vuestrocorazón, rogó el abad. No me dejéiscaer en el orgullo ni en el desdén.

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Necesitamos a esta clase de guerrerospara difundir Vuestra santa palabra.Permitidme usar esta tosca herramientaen Vuestro eterno nombre.

Se inclinó en su silla, impaciente poractuar.

—Un empujón más —dijo, absortoen sus propias palabras—, una últimaofensiva, y el rey será nuestro. Ahora sehalla debilitado por la pérdida de tantoscaballeros y necesita un emplasto paraaliviar el dolor de las heridas de sucorazón, y eso es precisamente lo quenosotros podemos administrarle. Y estavez la reina no se opondrá a nosotroscomo en ocasiones anteriores, ya que

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tampoco ella está en su mejor momento.Silvestre e Iachimo cruzaron una

sonrisa cruel.—Ginebra está desquiciada y ya no

sabe lo que hace.—Es el vicio de las mujeres —

sentenció una voz áspera junto al abad—. Lo han heredado de su antepasadaEva, la que indujo al pecado a nuestroprimer padre Adán.

—En efecto —convino el abadlacónicamente con expresión ceñuda.

El hermano Anselmo poseía sin dudauna gran fuerza espiritual, así como unafilado conocimiento de las Escrituras.Pero su entrega a la lectura era tan

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antinatural como la opacidad y nulalucidez de Iachimo. Dios mío, ¿por quéno me mandas alguna vez a un hombreequilibrado?

—Su débil inteligencia, sí, ése esuno de los problemas de las mujeres,como lo es también el útero errante —puntualizó Rodri, el novicio y discípulode Anselmo que cuidaba los libros de sumaestro y compartía su celda—. Elfilósofo pagano nos advierte de ello.

Anselmo enarcó sus erizadas cejas.—¿Os referís al Estagirita? —

inquirió con aspereza.—Sí, el mismo, Aristóteles —

confirmó el novicio. Recorrió a los

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presentes con la mirada, dispuesto aexplayarse sobre el tema—. Según elantiguo sabio, las partes internas de lasmujeres no están fijas. Cuando lessobreviene la histeria, el útero se hinchay obstruye la garganta. —Un intensobrillo apareció en sus ojos minúsculos yredondos—. Son los órganos situadospor debajo de la cintura los que rigen sucomportamiento, en tanto que en loshombres permanece el intelecto, creadoa imagen de Dios. Por eso todas lasmujeres sucumben a la lujuria y lasbajas pasiones, por eso están dominadaspor el pecado y carecen de control sobresus entrañas.

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—Las mujeres son rameras, sí —atajó el abad, hirviendo de rabia.¡Señor, ayúdame a refrenar los lascivospensamientos de estos hombres!—. Perono hace ninguna falta que un griegopagano venga a decírnoslo. La cuestiónes: ¿Qué misión nos ha traído hastaaquí? Desde la propia reina Ginebrahasta la más humilde doncella, todasestas mujeres creen que su Diosa les haconcedido libre albedrío y el derecho adisponer de sus cuerpos a su antojo.Piensan que son ellas quienes han deelegir a sus parejas, en lugar de ser loshombres quienes las elijan a ellas. —Guardó silencio por un instante y, para

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su satisfacción, comprobó que contabacon la atención absoluta de todos losmonjes—. Y mientras piensen eso, noaccederán a someterse a los hombres.Pese a su debilidad, seguiránresistiéndose a los designios del Señor.—Alzó la vista al techo y unincandescente resplandor iluminó surostro—. Por eso debemos acabar con laGran Ramera en su sagrada isla.Debemos erradicar el culto a la Diosaen Avalón.

Se produjo un general murmullo deferviente asentimiento.

—Y triunfaremos, hermanos —continuó el abad, hablando entre dientes

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—. Ante la amenaza de nuestra espada,la Gran Madre se ha visto obligada aabandonar los blancos páramos delnorte y refugiarse a la orilla del marInterior. Los lugares sagrados han sidoprofanados, y destruidos sus altares. Enestas islas ya sólo se nos resiste esteremo.

Silvestre esbozó una amarga ysevera sonrisa.

—Y sólo porque aquí se encuentraAvalón. —Carraspeó con afectadamodestia—. Pero ya conocéis, padre,nuestros avances en Avalón. Tanto ellago como el río prácticamente handesaparecido, y sólo un último canal

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llega a la supuesta isla. Los moradoresdel lago se han marchado, y la viejabruja del lugar, que se hacía llamar laSeñora, no ha vuelto a dar señales devida.

—Bien, bien —dijo el abad,visiblemente tenso, desorbitando losojos en una expresión de ávido deseo—.Ya sólo queda asegurarnos lacolaboración de Arturo, y entoncesestaremos en situación de actuar contrasu rebelde reina.

—Reina no, padre —matizóAnselmo con un moralista fervor rayanoen el fanatismo—. No en rigor, ya queuna mujer nunca puede ejercer el poder

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sobre los hombres. Nuestro Señor loprohíbe expresamente. Y no puede serreina como consorte del rey Arturoporque no contrajeron matrimonio porlos ritos de la Santa Iglesia. Es por tantouna ramera y vive en pecado…

—Gracias, hermano —lointerrumpió el abad con tono cortante.Ya habría tiempo para la teologíacuando se ganara aquella guerra. Depronto se puso en pie, recogiéndose losfaldones del hábito—. Vamos, pues.Todos —ordenó, encaminándose conpaso enérgico hacia la puerta de la sala—. Reina o concubina, Ginebra hadejado a solas a Arturo. No perdamos el

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tiempo en discusiones. Ha llegado elmomento de la acción.

‡ ‡ ‡

Encontraron a Arturo postrado derodillas en su capilla privada, con lasmanos entrelazadas y la mirada fija enuna talla de marfil de un Cristoatormentado. Bajo el crucifijo había unmagnífico altar cubierto de púrpura yoro, y el paño tenía bordada una cruz deoro con un rubí cabujón en el punto deintersección que brillaba como un ojoperverso. Detrás, salmodiabalastimeramente un único monje, y el

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empalagoso aroma del inciensoimpregnaba el aire.

En la cámara exterior rezaba ungrupo de monjes, y los centinelasmontaban guardia ante la puerta, atentospero desconcertados. El padre abad y suséquito pasaron ante ellos sin mirarlossiquiera.

—Hijo mío.—¿Padre?Poniéndose en pie, Arturo recibió a

la delegación calurosamente y sinsorprenderse.

—¿Venís a recordarme misdevociones? —preguntó. Abarcando lacapilla con un amplio gesto, sonrió

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lánguidamente—. Como veis, estaba yaorando.

El abad negó con la cabeza.—No, hijo —contestó con una

inexplicable aflicción—. Nunca hetenido motivos para poner en duda laprofundidad de vuestra fe. También meconsta que esa fe se ha visto sometida adifíciles pruebas, como lo está ahoramás que nunca.

—¿Ahora? —Arturo mudó de color—. Pues sí, así es. Mis buenoscaballeros han muerto. ¿Teníais yanoticia de ese hecho, padre? —Hizo unamueca de pesar—. ¿Y del modo en quemurieron?

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—Sí —contestó el abad. Alzó la vozy, con una seña, pidió a sus monjes quese aproximaran—. El precio del pecadoes siempre la muerte, me temo.

Arturo bajó la cerviz como un osoherido.

—¿Fue el pecado, pues, lo que lesimpidió llegar al Grial? ¿La causa de talpérdida de vidas?

—El pecado, sí, con toda seguridad—declamó el abad—, o de lo contrarioel Grial estaría ahora en nuestras manos.

—Un pecado que no puede pasarsepor alto, mi señor —añadió Silvestre,inclinándose hacia el rey con ávidosemblante.

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—¡Tan negro como la pezuña deSatán! —exclamó Anselmo.

Un espasmo de terror recorrió elcuerpo de Arturo.

—¿El pecado condenado con elfuego eterno? —Abriódesmesuradamente los ojos mientras unanueva sospecha nacía en su mente—.¿Os referís a mi propio pecado? —Soltóuna escalofriante carcajada—. ¿SegaríaDios las vidas de mis caballeros poreso?

No recibió respuesta. Arturo serevolvió como una rata en una trampa.Alrededor ardía un círculo de miradasacusadoras. Se golpeó la frente con los

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puños.—Dios sabe que he pecado —clamó

con voz ronca. Por su expresión ausentese adivinaba que su cerebro estabahurgando en el pasado—. Incumplí mijuramento a Ginebra… Yací con mihermana… Maté a mi hijo.

El abad juntó las manos en ademánde oración.

—Esos son pecados suficientes paracondenar a cualquier hombre —afirmó.

—Pero ¿no los he expiado ya? —preguntó Arturo, consumido por laangustia—. Bien sabéis que me heconfesado en numerosas ocasiones. Hehecho penitencia, he sufrido por mis

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pecados. —Se echó a llorar tandesconsoladamente como un niño—.¿Mi arrepentimiento no ha bastado a losojos de Dios? ¿Pesan aún esos pecadossobre mi cabeza? ¿Han muerto losmejores caballeros del mundo por miculpa?

—¿Quién sabe, mi señor? —dijo elabad con fuego en la mirada—. Vuestrospecados son graves, eso no puedenegarse. Pero pensad, señor, cómo seinició la búsqueda. El Grial aparecióante nosotros en Camelot y luego volvióa desvanecerse. ¿Y por qué?

Arturo, perplejo, alzó la vista.—¿Por qué? Lo ignoro.

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El abad se inclinó hacia él.—Porque allí no podía permanecer

en santidad. El bastión de la Diosa es unlugar pecaminoso.

Arturo lanzó un gemido.—¿Qué debo hacer?El abad extendió sus dedos largos y

descarnados. .—Quizá exista aún una manera de

conciliar vuestro pecado y el pecado deCamelot con los intereses de Dios aquíen la tierra. —Señaló a los monjes quelo acompañaban—. ¿Recordáis alhermano Silvestre y el hermanoIachimo? Ambos se han dedicado apromover la causa de Cristo en la Isla

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Sagrada. Durante muchos años hanmantenido una casa de Dios en Avalón,sumando sus plegarias cristianas al cultoque se practica allí mientras yo dirigíalas acciones de los cristianos en estoslares. Pero ahora Dios nos haencomendado a todos una nueva misión.—Avanzó un paso, se arrodilló anteArturo y agachó la cabeza. Un intensorubor teñía sus enjutas mejillas—.Señor, dadme vuestra bendición porquedebo abandonar este lugar. He recibidoórdenes del Papa. Me han destinado aCanterbury, para ocupar allí el cargo dearzobispo.

—Dios esté con vos, padre —dijo

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Arturo fervorosamente. Ayudando alabad a levantarse, le besó las manos ysaludó a sus acompañantes con unareverencia—. ¿Y el hermano Silvestreos sustituirá aquí, supongo?

—Así es, mi señor, si dais vuestroconsentimiento —respondió el abad—.Y para facilitar su tarea desearíasolicitaros un gran favor. —Seinterrumpió. Nadie se movió. Percibióalrededor la fuerza de voluntad de losmonjes, y su propia pasión fluyó por susvenas como fuego líquido. Dadme valoren esta hora, Dios mío, rogó, y sedispuso a acometer el lance másarriesgado de su vida. Con toda la

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potencia de su voz, dijo—: Un favorpara la Iglesia de Cristo. Un favor que, ala vez, os salvará a vos, mi señor, envuestra pugna por limpiaros el lodo delpecado. —Audazmente, dio el pasodefinitivo—. A vos, mi señor, y tambiéna vuestra reina, la reina Ginebra. Desdehace un tiempo estamos muypreocupados por ella…

—¿Salvarme? —repitió Arturo,sobresaltado—. ¿A mí y a Ginebra?¿Cómo?

El abad tomó aliento. Dios mío,suplicó, dad alas a mis palabras.

—Debemos obrar de la manera máscorrecta —declaró—. Oídme bien,

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Majestad, y os diré cómo…

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CAPÍTULO 34

inebra despertó inquieta deun pegajoso sueño. En unprimer momento noreconoció su propiacámara, ni el dosel de sucama. No debería habermedormido, pensó deinmediato. Sólo queríacerrar un rato los ojos antes

de la cena, y ahora ya casi haoscurecido.

Se incorporó en el lecho y procuróserenarse. Notando una ráfaga de aire

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frío de primavera, se volvió hacia laventana y vio que estaba abierta.

¿Cómo es posible?Debía de haber entrado Ina para

abrirla.Pero ¿por qué?Estaba aterida de frío y sentía en la

piel la humedad de la brisa vespertina.Al instante la asaltó un extrañopensamiento con la fuerza de un golpe.Habéis dejado indefenso a Arturo, ytambién a vos misma. No podráprotegeros si no puede protegerse él.

En el alféizar de la ventana se posóuna paloma blanca. Agitó las alas conmanifiesta angustia y miró fijamente a

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Ginebra con sus ojos grandes ylastimeros. El mensaje penetró de nuevoen la mente de Ginebra: ¿Por qué oshabéis apartado de Arturo? ¡Id a su lado,id ahora mismo!

—Decidme, Madre, ¿por qué? —exclamó Ginebra, acongojada—.Protegerle ¿de qué?

Pero la paloma se limitó a desplegarsu blanca cola y alzar el vuelo.

Ginebra cogió el vestido extendido alos pies de la cama.

—¡Ina, ayudadme! —llamó Ginebracon desesperación—. ¿Dónde estáis?

—¡Aquí estoy, señora! —contestó ladoncella, entrando en la habitación con

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expresión temerosa.—Aprisa, aprisa —ordenó Ginebra

con la voz entrecortada—. Arregladmeel vestido, retocadme el peinado. Deboacudir junto al rey.

Pero aun mientras Ina la atendía,Ginebra pensó: Ya debe de serdemasiado tarde.

‡ ‡ ‡

Demasiado tarde, demasiado tarde.Ginebra recorrió a grandes zancadas

la distancia que la separaba de losaposentos del rey. Arturo estabaarrodillado ante el altar de su capilla,

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con los ojos cerrados y huellas delágrimas en el rostro.

¿Demasiado tarde?—¿Oráis, Arturo? —preguntó

Ginebra, percibiendo un dejo de temoren su propia voz.

—Ginebra, bienvenida —respondióArturo, y se puso en pie con una alegríaque hirió el corazón de la reina—.Rogaba por el feliz desenlace de losdesignios de Dios aquí en la tierra.

¿Vuestro Dios o el mío, Arturo?,pensó Ginebra, pero bien sabía de quéDios le hablaba.

—Querida mía —dijo Arturo,acercándose a ella y cogiéndole las

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manos con ternura—, deberíaisdescansar más. No tenéis buen aspecto.

¿Cómo voy a tener buen aspectoahora que Lanzarote ha muerto?,protestó en su interior. Ya nunca mesentiré bien hasta que también yo hayamuerto.

Se desprendió de él y se apartó. Laasaltó entonces un súbito recelo, aunquedesconocía el motivo.

—¿A qué os referís cuando decís«los designios de Dios aquí en latierra?».

Ginebra notó al instante que Arturorehuía su mirada.

—No estáis bien, Ginebra —insistió

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él, alejándose unos pasos—. Tambiénotros se han dado cuenta. El padre abadha venido a expresarme supreocupación. Los monjes os han vistohablar sola.

—He estado… muy triste. —Respiraba con dificultad—.Atravesamos momentos muy difíciles.También vos sufrís, —Reprimió larabia. Sin duda los cristianos intentaránsacar provecho de la muerte deLanzarote, pensó. Pero si los monjes hanestado aquí, debo andar con cautela.Arturo les presta oídos, y ellos no metienen el menor aprecio.

Arturo asintió, pesaroso.

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—Pero procuraremos reparar losdaños —declaró Arturo con ímpetu—.No hay pecado tan grande que nos privedel amor de Dios, ni que nos impidaobtener Su perdón aquí en la tierra.

—¿Pecado? ¿Perdón celestial? —Elrecelo se adueñó nuevamente deGinebra—. ¿De qué habláis?

Sabía que su tono era más corrosivode lo que pretendía. Pero Arturo laobservaba con una expresión muydistante.

—Pecado, Ginebra —repitió Arturosombríamente—. Pecado y muerte. Mipecado. —Exhaló un trémulo suspiro—.Y la muerte… —Titubeó y se

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interrumpió.Una repentina lástima se adueñó de

ella. Se refiere a Amir, pensó. Se quedósin habla. Oh, Arturo, Arturo, ¿por quéno acudís a mí? ¿O acaso os he falladoalguna vez cuando más me necesitabais?

—Debería haberme dado cuenta —logró decir por fin— de que la pérdidade Lanzarote os llevaría a pensar enAmir.

Arturo movió la cabeza en undesesperado gesto de asentimiento.

—He de expiar mis culpas, debéisentenderlo, Ginebra. Por Lanzarote y porAmir.

—¿Por Lanzarote? —repitió ella,

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desconcertada—. Arturo, no oscomprendo. ¿Cómo podéis serresponsable de la muerte de Lanzarote?

—La suya y la de todos miscaballeros —lamentó Arturo—. El abadme ha ayudado a ver las cosas conclaridad.

—¡Diosa, Madre! —exclamóGinebra.

—No os atormentéis por ello,Ginebra —dijo Arturo—. Podemosreparar el mal.

—¿Podemos? ¿Nosotros? —Ginebrase mesaba los cabellos—. ¿Qué tengo yoque ver en todo eso?

Arturo le cogió las manos.

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—Tenéis mucho que ver —aseguró—. El padre abad me ha mostrado elcamino. —Se interrumpió y rióafectadamente—. He de recordar que nodebo seguir llamándolo así. Ahora es elarzobispo de Canterbury.

—¿Ah, sí? ¿Una gran autoridadreligiosa, pues? ¿Tenemos quearrodillarnos ante él?

Si Arturo percibió el sarcasmo en sutono de voz, no dio señales de ello.

—Sí. El Papa le ha otorgado esadignidad, mediante un comunicadoescrito de su puño y letra, según me hacontado.

—Arturo —atajó Ginebra,

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implacable—, todo eso me trae sincuidado. ¿Y cuál es, si puede saberse, labuena obra que servirá para reparar elmal?

—Una buena noticia, Ginebra. —Una sonrisa de júbilo iluminó elsemblante de Arturo—. El arzobispo havenido a solicitar permiso para construiruna gran iglesia.

—¡Otra no! ¿No han construido yabastantes en todo el reino?

—Un momento, Ginebra.Escuchadme. Superará a todas lasiglesias erigidas hasta la fecha. Será lamayor de estas islas, quizá de toda lacristiandad.

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Ginebra apenas podía contenerse.—Así que ahora los cristianos

desean exhibir su riqueza y su poder,¿no? —Lanzó una áspera carcajada—.¿Y eso qué nos importa a nosotros?

—Aguardad, amor mío. —Arturoesbozó una sonrisa de indulgencia—.¿Conseguiré algún día convenceros deque los cristianos son buena gente? Estanueva iglesia… Ginebra, no vais acreerlo. —Sus ojos se anegaron enlágrimas y su sonrisa adquirió un airemístico—. El arzobispo ha pedidopermiso para dedicársela a Amir. —Hizo una pausa en actitud triunfal—. AAmir, Ginebra, nuestro hijo. ¿Qué os

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parece?¿A Amir?, se dijo Ginebra, muda de

asombro. ¿Mi hijo en boca de esosdetestables cristianos, su memoria roídapor esas sabandijas, ensuciada por esosgusanos? ¿La memoria de Amir, mi hijoAmir?

Aún cegada por el dolor, casiincapaz de respirar, supo que debíaponer freno a aquello. Una iracundaprotesta brotó de sus labios.

—Arturo, eso es absurdo. Nuncapodrá haber una iglesia cristiana de SanAmir.

Arturo dejó escapar una risotadapoco convincente.

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—Claro que no, Ginebra. Eso todoslo sabemos. Pero recordad que elnombre de Amir significa «amado».

—¿Cómo? —dijo Ginebra, confusa.—«Amado», Ginebra. —Arturo

volvió a abrir los ojosdesmesuradamente en aquella expresiónde satisfacción y triunfo que ella habíallegado a temer—. ¿Y quién es el amadode Dios? San Miguel, el másresplandeciente de los ángeles, y el másquerido por Dios. Será la santa iglesiade San Miguel, no de San Amir.

—¿Dónde? —preguntó Ginebra,pese a conocer ya la respuesta por elmodo en que Arturo hablaba.

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—Así que cuando me han solicitadopermiso —prosiguió él como si no lahubiera oído—, se lo he concedido deinmediato.

Ginebra tuvo la sensación de quepartes de su corazón y su cerebro sedesgajaban.

—¿Dónde, Arturo? —insistió,agarrándolo furiosamente del brazo—.¿Dónde construirán esa iglesia?

Arturo la miró a los ojos con unasonrisa de alborozo.

—Pues en Avalón, amor mío, en ellugar más sagrado de vuestro país.Como santuario a nuestro amado Amir,¿dónde, si no?

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Un lacerante dolor traspasó la mentede Ginebra. El recuerdo aún vivo de losdías felices y las noches de tiernossusurros de su juventud la asaltótempestuosamente, atormentándola. Porun instante eterno sintió todo el amorentre ellos tal como fue en otro tiempo.Y sin osar moverse ni respirar, notó quese desintegraba y alejaba de ella.

De pronto todos los vínculosexistentes entre ambos, los doradoslazos que los habían unido a lo largo detantos años se deshilacharon, quedandoreducidos a un tenue hilo como el de unatela de araña. Por un momentointerminable, esa fina hebra pendió en el

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tiempo y el espacio, hasta que por fin serompió.

¿Una iglesia cristiana dedicada aAmir en Avalón?

Arturo la había traicionado del peormodo posible. Ya nada la ataba a aquelhombre, nada la retenía a su lado. Pese allevar tantos años de vida en común, yano quedaba entre ellos más que polvo ycenizas, huesos secos y tierraabandonada. Intentó hablar, pero laindignación le oprimía la garganta. Sehallaba perdida fuera del Edén, en laeterna tierra baldía de la confianzadefraudada y la esperanza incumplida.

Oh, Arturo…

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Amir…Y Avalón, Avalón, isla sagrada,

hogar…Llegó un suspiro procedente de

Avalón, como el último aliento delmundo. Ginebra creía oír ya loshachazos de los cristianos y sus gritostriunfales mientras los manzanos taladoscaían a tierra estrepitosamente. Veíaalzar el vuelo a las palomasaterrorizadas. Veía las plateadas florespisoteadas por los monjes. Nunca másascenderían los fieles con pies ligerospor los sinuosos caminos de las laderasdel Tor, atendiendo la llamada de suscorazones, para honrar a la Madre

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dormida con sus cánticos. Nunca másarrastraría Su fragancia a través del lagola brisa primaveral. El lago ya noexistiría.

Nunca más, Arturo.Nunca más.—¿No creéis que deberíais

habérmelo consultado antes? —preguntócon fatídica calma.

—Naturalmente. —Arturo la mirócon total seriedad—. Ahora os lo estoyconsultando.

—Arturo, difícilmente puedeconsiderarse esto una consulta cuandoya habéis accedido. Les habéis dadopermiso para llevar a cabo sus planes

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sin mi consentimiento.—¿Vuestro consentimiento? —

repitió Arturo con repentina ira—. ¿Esque no habéis escuchado ni una solapalabra? Debo pagar por mi pecado, yésta es la manera. Mi pecado, Ginebra.Se me ofrece una oportunidad de salvarmi alma. —Hablaba sin piedad—. ¿Melo reprocháis acaso, sabiendo que mihijo no está ya entre nosotros, todos miscaballeros han desaparecido y tambiénLanzarote ha muerto?

Arturo no pudo continuar. Ginebravio estremecerse sus hombros y desvióla mirada. No os lo reprocharía, pensó,si creyera las mentiras de los cristianos.

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Pero, por desgracia, vos sí las creéismientras que yo nunca seré capaz.

Lívida de rabia, Ginebra procurócontrolarse.

—Avalón me pertenece, Arturo —declaró con una voz clara como eltañido de una campana—. Es el corazónde mi reino, y no teníais derecho aentregárselo a esa gente. Habéisincumplido el compromiso queasumisteis cuando jurasteis ser mío. A lasazón prometisteis defender a la Madrey Su culto, y ahora os aliáis con loscristianos para erradicarla. Me habéistraicionado. Habéis condenado a laSeñora y sus doncellas a caer en manos

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de hombres que las odian y, peor aún,habéis deshonrado a nuestro hijo.

—¿Deshonrado? Pero si será laiglesia más grande y suntuosa…

—La religión debería ser bondad,Arturo, bien lo sabéis. La fe es amor.

—¡Dios es amor! ¡Y Jesucristo Suúnico hijo!

Ginebra volvió la cabeza. Por unmomento oyó marchar numerosos piesprocedentes de Oriente, un ejército defanáticos en movimiento. En su mente,un enjambre tras otro de musculososmonjes de mirada vesánica partían deRoma para colonizar el mundo entero.La intolerancia era su credo, y la muerte,

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su arma. Sólo aquellos que compartíansu fe podían salvarse. Los demásestaban condenados.

—No —dijo Ginebra, sintiendocómo se desvanecían su amor, suvoluntad, su vida.

Arturo se golpeó la palma de unamano con el puño de la otra.

—¡Ginebra, escuchadme!Ginebra posó en él los ojos. Si en su

espíritu hubiera quedado un mínimo desentimiento, aquella mirada colérica ypenetrante de Arturo le habría resultadocómica. Pero estaba vacía como uncascarón. Sin mirarlo siquiera, seencaminó hacia la puerta.

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—Adiós.Furioso, Arturo la siguió con la

vista.—¿Adónde vais?Ella no se volvió.—A Avalón, ¿adónde, si no?

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CAPÍTULO 35

valón, Avalón, islasagrada, hogar.

Debo llegar a Avalón.¡Vamos, vamos!Para no oírlo más,

Ginebra abandonó a todaprisa la cámara de Arturo.En la antecámara Mordred,rodeado por sus caballeros,

aguardaba para entrar. Al verla, suatractivo rostro mudó de expresión, ypor un instante Ginebra se vio a símisma a través de los ojos del príncipe,

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cruzando enfurecida la puerta, la carabañada en lágrimas y el cabelloondeando sobre sus hombros. ¿Quéconclusiones extraería Mordred deaquello? A Ginebra le traía sin cuidado.

—¡Pasad, Mordred, pasad! —oyódecir a Arturo estentóreamente mientrasse alejaba.

Mordred masculló alguna mordazpregunta, y luego volvió a resonar la vozcampechana y jovial de Arturo:

—¿La reina? Ah, se encuentra unpoco indispuesta, pero nos acompañarádurante la cena, y entonces recuperará sucompostura habitual.

No, Arturo, no, pensó Ginebra.

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Nunca más.Corriendo y hablando sola, atravesó

la antecámara, indiferente a las atónitasmiradas que la seguían.

Avalón, Avalón, allí es adonde deboir.

Sí, ya estaba todo claro. Sabía quédebía hacer. Ella e Ina partirían acaballo de inmediato. Su guardiapersonal permanecía en estado de alerta,preparada para cualquier contingencia.Implicaría cabalgar toda la noche, peroeso lo habían hecho ya más de milveces.

Debo llegar allí.Deprisa, deprisa…

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Cruzando el patio, apretó el paso sinotra idea en la mente que llegar a susaposentos, ocuparse de los mínimospreparativos necesarios y marcharse.Fuera, el aire de la noche era puro ycortante, y un millón de estrellasresplandecían en el cielo, titilando en elvacío. Ginebra siguió sin detenerse.Deprisa, deprisa.

Y de pronto la voz de su difuntamadre llegó a ella en un susurro a travésde la oscuridad: No podéis iros.

—¿Cómo? —exclamó Ginebra.Pequeña, escuchadme. No podéis

iros.—¿No puedo irme?

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A Avalón no. Debéis quedaros aquí.—Madre, madre, ¿cómo puedo

quedarme?Sois la reina. Una reina no puede

marcharse.—¡Pero una mujer no puede

permanecer al lado de un hombre que laha traicionado!

Podéis abandonar a un hombre. Perono podéis abandonar a vuestro pueblo.Estáis casada con el reino.

Ginebra se mesó los cabellos.—¡Madre! —gritó—. ¡Dejadme

marchar!Pero el eco repitió: No podéis iros.En algún lugar, sabía Ginebra, su

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madre estaba con ella, paseándose porlas mansiones de la oscuridad,llamándola por los salones del espacio yel tiempo. Un espíritu como el suyoencendería los fanales del cielo ydeambularía por el plano astralderramando solaz. En vida había sidouna de las almas más radiantes de latierra, dotada de una alegría desbordantey una sonrisa con la que derretía elmundo. Siempre había amado a supueblo más que a sí misma. Y si hubieravuelto del mundo entre los mundos…

—¡Madre, no! —exclamó Ginebra—. ¡No puedo! ¡No puedo quedarme!

Despotricando, sollozando,

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arrancándose los cabellos y apartándoseel velo, Ginebra continuó andandodesesperadamente en la crecienteoscuridad.

Y acercándose a ella a través de losclaustros como un fantasma en la noche,Agravaine la observó pasar. Cualquiermujer que hablara sola, dirigiéndose aespíritus invisibles y llamando a sumadre de aquel modo, no estaba encondiciones de ser reina, y menos aúnconsorte de un rey como Arturo, tannecesitado de consejos. Y sus hombresde armas trotaban detrás de ella tanconfiados como necios o niños, no comosoldados bien adiestrados, severos y

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cautos, listos para dar su vida.Bien, daría noticia de aquello a

Mordred, y pronto.Pronto otra mano llevaría las riendas

de aquel lugar.Con un nuevo rey, las aguas

volverían a su cauce.

‡ ‡ ‡

—Ina, Ina, debemos…Ginebra irrumpió por la puerta de

sus aposentos y ahogó un grito defrustración al ver el ajetreo que teníalugar en el interior. Tres o cuatromujeres echaban romero y ruda en los

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braseros dispuestos en los rincones paraaromatizar el aire. Otras dos preparabanla cama, ahuecando los almohadones yabriendo las sábanas para la noche. Otraponía en orden el tocador, colocando ensu sitio las esencias y pociones yguardando los afeites para el color ensus correspondientes tarros de cristal.

—¡Fuera de aquí, todas! —ordenó,impaciente—. Ina, ¿dónde estáis?

La puerta de la habitación contiguase abrió y allí apareció la doncella, susojos brillantes como los de un gato a laluz de las velas. Se llevó un dedo a loslabios y apremió a Ginebra a entrar.Cuando la pesada puerta de roble se

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cerró a sus espaldas, entregó un papel aGinebra.

—¡Mirad, señora!Las negras runas desfilaron ante los

ojos de Ginebra. Se esforzó pordescifrar la descuidada caligrafía:

Traed a vuestra señora desde elcastillo después del crepúsculo sin quenadie os vea. Este mensajero os ayudaráa encontrar el camino. Hacedla venir sinnadie más, por el bien de su más queridoamigo.

Ginebra, perpleja, mantuvo lamirada fija en el papel.

—Ina, ¿qué es esto? ¿Cuándo hallegado?

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—Hace un momento, señora. Subíadel patio cuando me lo ha dado.

—¿Quién?—Un hombre, no de la corte, bajo y

moreno, asustadizo como un animalsalvaje.

—¿De estas tierras?—O quizá… —Ina titubeó.—Hablad.—Un morador del lago —dijo la

doncella, estremeciéndose.—¿Cómo? —Ginebra sostenía el

mensaje en su mano trémula—. ¿Os hahablado? ¿Habéis reconocido la lengua?

—No ha dicho ni una palabra. —Inatemblaba también—. Simplemente me ha

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puesto el mensaje en la mano y hadesaparecido.

—¿Y después de anochecer nosllevará a ese lugar?

Ina asintió con la cabeza.—Por el bien de vuestro más

querido amigo.Ahora que mi matrimonio ha

terminado no tengo ningún amigo, pensóGinebra. Tuve un amante, pero lo dejémarchar, y ahora está muerto. No tengoningún otro amigo.

Inquieta, Ina trató de interpretar laexpresión de su rostro.

—¿No iréis?Un momento, Ina, pensó. No sé…

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‡ ‡ ‡

Cuando salieron del viejo castilloenclavado en lo alto del peñasco, la luzde la luna se debilitaba ya bajo elresplandor de las estrellas. Los búhoshabían visitado la alta torre, y todo elmundo dormía. Juntas se deslizaronentre las sombras como si ellas mismasfueran sombras, embozadas de la cabezaa los pies, y nadie las vio marcharse.

En silencio, descendieron por eltortuoso camino desde el castillo yentraron en el pueblo. Los apiñadosedificios estaban tan juntos como

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cachorros acurrucados en una canasta,dormitando todos como una solacriatura. Recorrieron el laberinto deestrechas callejas ceñido a la base delpeñasco, y no tardó en unirse otrasombra a las de ellas. El aire se agitócuando una silueta baja y oscura secolocó a sus espaldas, caminando almismo paso que ellas con pies sigilosos.

Atravesaron rápidamente el pueblodormido, adentrándose por calles cadavez más estrechas. Finalmente llegaron aun callejón tan oscuro que ni siquieraveían por donde andaban. Al igual queuna brisa del lago sagrado, suacompañante las adelantó y les hizo una

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seña para que lo siguieran. Llegaron auna puerta baja, tan antigua y nudosa queparecía formar parte del muro, y elhombre llamó con suavidad, descorrióel pasador y entró.

Ginebra vaciló por un momento antela puerta abierta mientras su vista seacostumbraba a la tenue luz interior,procedente de un candil en forma dedragón. Frente a ellos, unos peldañosdescendían hasta un suelo de tierra. Enel lado opuesto, crepitaba alegrementeel fuego de la chimenea y en el aireflotaba un leve aroma a madera demanzano. La tibia penumbra, el techobajo y el intenso olor a limo que

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emanaba del suelo era tan acogedorcomo un cubil, pero los habitanteshumanos también habían dejado suhuella. Contra la pared había sillas y unamesa de madera, y al fondo una toscacolgadura ocultaba el espacio que debíade servir como dormitorio.

Una vieja envuelta en una harapientacapa las esperaba sentada a la mesa.Tenía la espalda encorvada por la edad,y unos guantes sin dedos dejaban a lavista las abultadas articulaciones de susdedos contraídos. Llevaba un informesombrero negro de ala ancha, y le cubríael rostro una cortina de pelo gris ydesgreñado, tras el cual acechaban unos

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penetrantes ojos de mirada salvaje peroamistosa.

Entrad, creyó oír Ginebra.Bienvenida seáis.

En cuclillas junto a la anciana, sehallaba el mensajero que las habíaguiado hasta allí, un hombre de cortaestatura y complexión robusta, con unaespesa mata de pelo negro y revueltoque le caía sobre los ojos. Vestía conpieles de nutria y plumajes de avesacuáticas y, al moverse, despedía elcaracterístico olor acre del lago. Era sinduda un morador del lago, pero Ginebranunca había visto a ninguno tan alerta ytemeroso. Tenía la mano izquierda en

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torno a la empuñadura de la daga quellevaba al cinto, y con la derechasujetaba una gruesa estaca. ¿Qué osocurre? ¿Acaso os doy miedo?, pensóGinebra, indignada. Deberíais saber queuna reina no ataca a nadie. ¿Teméis ados mujeres solas y desarmadas?

Tras indicar a Ina que permanecierajunto a la puerta, Ginebra se acercó a lamesa. Veía los ojos de la anciana através del velo de cabello enmarañado,y de pronto su mirada le pareció tierna ymelancólica. Una extraño presentimientola asaltó súbitamente.

—¿Madre? —susurró.Con una voz como el murmullo del

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viento en los árboles, la anciana dijo:—¿Estáis sola?—Sola, excepto por mi doncella.—¿Nadie os ha visto venir?—No.—¿Nadie sabía adonde ibais?—No.—¿Ni siquiera vuestro esposo, el

rey Arturo?Ginebra esbozó una triste sonrisa.—El menos que nadie.La mujer movió lentamente la

desgreñada cabeza en un gesto deasentimiento.

—Ahora el rey está del lado de loscristianos.

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—Lo sé —respondió Ginebra entredientes.

—¿No han atrapado también vuestraalma?

—¿Los cristianos? —Ginebra nopudo evitar reírse—. ¿Después de sentirel amor de la Diosa, ver Su fuerza en elviento de la montaña, oír Su palabra enlas olas del mar y el llanto de todorecién nacido? ¿Después de darme laMadre a mi propia madre y el amor demi señor más querido? —Se le quebróla voz al recordar el contacto de la manode Lanzarote en el hombro, el roce desus labios en la mejilla. Aun así, seaferró al cruel recuerdo con todo su

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corazón—. ¿Abandonaría todo eso poruna fe en la que se veneran la tortura y lamuerte? —preguntó, enfervorizada—.¿Una fe en la que se prohíbe a la mujerel goce de su cuerpo y obliga también alos hombres a avergonzarse de su sexo?

La anciana volvió a asentir con lacabeza.

—Está bien. —Señaló a Ina—.¿Podrías pedirle a vuestra doncella queespere fuera? He de deciros algo quesólo vos podéis oír.

El morador del lago estaba ya enpie. Ina lo siguió afuera en silencio. Alcerrarse la puerta, se agitó la llama delcandil. El aire se estremeció, y la

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anciana irguió la espalda. Cuando selevantó, pareció aumentar de estaturaante los ojos de Ginebra.

—¿No habéis olvidado, pues,vuestros tiempos en Avalón?

Avalón, Avalón, Madre, Diosa,hogar…

—Eso nunca —aseguró Ginebra.—¿Os acordáis de la isla sagrada y

sus santos tesoros de amor y fe?Ginebra notó crecer el dolor dentro

de sí como las aguas de un río.—Los recordaré mientras viva.Los andrajos de la anciana se

difuminaron en una tenue bruma, y la vozvieja y cascada se convirtió en un canto

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lírico.—¿Y a las buenas amigas que allí

dejasteis, en especial a una que osquería como una madre?

Oyendo aquella voz, el alma deGinebra empezó también a cantar:Diosa, Madre, venid a mí, ayudadme…

La alta figura pareció iluminar todala estancia. Sus vaporosas vestidurasresplandecieron como polvo de estrellasy el brillo de la luna envolvió su cabeza.Extendió una mano en ademán deimpartir una bendición, y el aire empezóa oler a flores de manzano. Luego hablócon una voz que Ginebra recordaba desus sueños.

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—Ginebra, pequeña, ¿mereconocéis?

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CAPÍTULO 36

eñora! —Ginebra se postróde rodillas, farfullandoloca de alegría—. Oh,Señora, perdonad que no oshaya reconocido.

—No hay nada queperdonar, pequeña.

Lentamente, la Señorase retiró el sutil velo. Su

rostro alargado, pálido y enérgicoposeía aún la extraña belleza de laeternidad y el encanto de un nuevoamanecer, pero ahora una descarnada

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tristeza cincelaba sus facciones y unaobsesión brillaba en sus ojos. Miró aGinebra y señaló una silla para quetomara asiento.

—Sentaos, querida mía, pues tengomucho que contar. He traído a unmensajero de una tierra ignota. Ha decomunicaros un doloroso mensaje.

—¿Qué mensajero? —preguntóGinebra como embobada—. ¿Quémensaje?

—Todo a su debido tiempo. Primerodebemos haceros partícipe de malasnuevas que nos atañen a nosotrasdirectamente.

Su voz traslucía una inconfundible

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aflicción. Ginebra se estremeció.—¿Se trata de Merlín?La Señora alzó una mano.—La mente de Merlín todavía

duerme, pero está bien. Descansaplácidamente entre nosotras, aguardandoel momento de su retorno. Nemue y lasdoncellas gozan también de excelentesalud. —Dejó escapar un suspirosobrecogedor—. Pero por desgracia…

—¿Qué? —la instó a seguir Ginebra.—Padecemos un pesar mayor que

cualquier desdicha terrenal. Loscristianos han talado ya los últimosmanzanos. Todas las flores handesaparecido.

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Ginebra veía aún Avalón y suscautivadores manzanares como unresplandor en la oscuridad, blancossobre la superficie cristalina yrefulgente del lago. Se le heló elcorazón.

—¿Todos los manzanares handesaparecido? —Soltó una ferozcarcajada—. Nunca creí que seatrevieran a tanto.

—Sí se han atrevido. Esos hombresse atreven a todo. Tienen el futuro a sufavor.

—Pero vos los acogisteis en la islacuando llegaron. ¿Cómo pueden pagarosasí la confianza que depositasteis en

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ellos?—Allí donde nosotras vemos fe y

amor, ellos ven a un único Dios. En susescrituras, El mismo se describe comoun Dios celoso y se jacta de que noadmitirá a otros dioses ante él. En suLibro Sagrado, enseña a sus seguidoreslos méritos de la cólera y la destrucción.

—¿Eliminarán, pues, todo aquelloque nos es más querido?

Un dolor milenario afloró a los ojosde la Señora.

—Lamentablemente, no tenemosdefensa posible. Contemplando elfirmamento desde Avalón, vimos nuestrodestino escrito en las estrellas. Se

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apoderarán de todos nuestros lugaressagrados y construirán allí sus iglesias.Se apropiarán de nuestros festejosespeciales y los utilizarán para honrar asus santos cristianos.

—¡Diosa, Madre, sí! —Ginebrarevivió entonces la última escena encompañía de Arturo—. Señora, Arturome ha contado que levantarán una iglesiaen el Tor. Debemos impedírselo antesde que empiecen.

—Ginebra, las obras para laconstrucción de esa iglesia ya se haniniciado —anunció la Señora congrandes lágrimas en los ojos.

—¿Cómo?

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—Asentaron los cimientos antes depedir a Arturo su consentimiento. Sabenque su máximo representante tiene avuestro esposo en el bolsillo, que esdueño del alma y el corazón de Arturo ypuede manipularlo a su antojo.

Ginebra asintió con expresiónsombría.

—Arturo quiere ser magnánimo contodos. No comprende el daño que labondad puede causar.

La voz de la Señora se tornó mássevera.

—Ningún hombre debería anteponerla bondad cristiana a los intereses de suesposa. —Cada una de sus palabras

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resonó como una sentencia—. Y menosaún despreciar a una reina… y menosaún el derecho del matriarcado.

Ginebra respiró hondo.—Señora, no puedo seguir viviendo

con Arturo después de esto —declarócon una forzada sonrisa y los ojosempañados—. Me mantendré en buenasrelaciones con él, pero envejeceremosseparados. En Caerleon tiene a Mordredy sus caballeros; tiene cuanto desea.Estoy segura de que vivirá hasta unaavanzada edad.

Se produjo un silencio escalofriante.—Por desgracia, eso no es posible.Ginebra sintió la fría brisa de

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Avalón y se le encogió el alma.La Señora clavó en ella su

penetrante mirada.—¿Recordáis la época en que

Arturo deseaba casarse con vos? ¿Laépoca en que os amaba tanto que sedecidió por pedir vuestra mano?

Ginebra agachó la cabeza.—Vinimos a Avalón a prometernos

en matrimonio ante vos.—Y él prometió amaros y honraros

hasta el fin de vuestros días. —LaSeñora hizo una pausa—. También juródefender a la Diosa contra todos loshombres.

Asustada, Ginebra asintió con la

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cabeza.—Sí.—Lo juró por su honor, por su

espada e incluso por su alma —afirmóla Señora, resonando su voz como lostruenos que un día anunciarían el fin delmundo—. «Que pierda la vida y tambiénel honor si falto a mi palabra», dijoentonces vuestro esposo.

Ginebra no podía moverse. Sintiógemir al cielo.

—Arturo hizo un triple juramento, yanunció su propio destino si faltaba a supalabra. Ahora que ha incumplido sujuramento, habrá de afrontar su sino.

El pánico se adueñó de Ginebra.

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—¡Señora, no!—Ginebra, el destino gira a su

antojo. Ni siquiera la Madre puededetener la rueda. Vos y él erais losúnicos responsables de mantener vivo elsueño dorado. Arturo, sin vuestroconsentimiento, ha optado por lastinieblas.

—¡Señora, ayudadnos! Seguramenteaún puedo hacer algo.

—Imposible. —La Señoraaumentaba de estatura mientras hablaba—. Ni vos ni yo podemos elegir sudestino por él. El propio Arturo hacontado sus días, y ahora se le estánagotando, como las arenas del tiempo.

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Manteneos firme, Ginebra, u oshundiréis con él.

Ginebra se mesó los cabellos.—¡Pero sigue siendo mi esposo! Mis

deberes me exigen…—No tenéis ninguna obligación con

él. —La voz de la Señora se tornó máslúgubre a cada palabra—. Vuestrosúnicos deberes son para con el reino. Yano estáis casada con ese hombre. Alinclinarse del lado de los cristianos, hacortado los lazos que lo unían a vos.

—¿Debo dejarlo morir, pues?La Señora rió, y su risa sonó como

el rumor de las hojas arrastradas por elviento en invierno.

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—Todos tenemos que morir. Nopodéis evitar su muerte. El ascenso y lacaída constituyen el ritmo de la danza dela vida. Arturo ha conocido tiempos deprosperidad. Luego tomó el camino queos ha llevado hasta este punto.

—¿A qué punto? —preguntóGinebra con un grito de angustia.

—Al momento de la prueba.—¿Qué puedo hacer, Señora?—Sólo aferrarte a la fe.—¿La fe? —Aquella se le antojó la

palabra más amarga del mundo—.Señora, ¿en qué puedo creer ya?

—Creed en vos misma. El futuro vaa depararos suplicios que ni siquiera

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imagináis. Pero todas permanecemos avuestro lado en la prueba, vuestramadre, yo y la Grande a quien servimos.Buscad vuestra fuerza en nosotras, ylucharemos por vos. —La voz de laSeñora se debilitaba por momentos—.Recordad: aquellos que creen siemprepueden penetrar en el sueño. Nodesfallezcáis, y os convertiréis en elsueño que perseguís.

—Señora, decidme qué debo hacer—insistió Ginebra entre sollozos.

Pero no obtuvo más respuesta que elviento que silbaba sobre las ruinas deAvalón.

La alta figura crecía, se desvanecía,

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se fundía con las sombras y el humo delfuego. La lejana voz añadió:

—Tenéis pendiente una última tarea.Os he mencionado ya a un mensajero deun país remoto. Os trae un mensaje dealguien que está más allá de la tumba.Escuchadlo y sabréis qué debéis hacer.—La Señora se disipaba gradualmenteen el aire trémulo—. No temáis,Ginebra. Buscad apoyo en lo que sabéis.—En el profundo silencio, la voz sonócada vez más grave—. Entretanto seaproxima la última batalla para Arturo ysus caballeros. Pronto se oirá el toquedel cuerno que llamará a todos loshombres a la guerra, y las trompetas y

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tambores atronarán el campo de lamuerte. Muchos miles descenderán alOtro Mundo, y cuanto hayan conocidoquedará anegado por su propia sangre.—Hizo una pausa—. Una sola cosaquedará para Arturo. Cuando cruce elagua por última vez, allí lo veré.

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CAPÍTULO 37

as sombras searremolinaron, y la Señoradesapareció. Un sonidosemejante a la palabra«Adiós» quedó flotando enel aire. Ginebra sintió unprofundo vacío en el alma.

Adiós, Señora.Diosa, Madre, adiós.

¿Y qué debo hacer ahora?Ginebra permaneció inmóvil en un

sueño de dolor, perdida y sola. Sinprevio aviso, un desconocido surgió de

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detrás de las colgaduras que se hallabanal fondo de la estancia. Ginebra no teníafuerzas siquiera para asustarse. Depronto recordó las palabras de laSeñora: «He traído a un mensajero deuna tierra ignota. Ha de comunicaros undoloroso mensaje».

Deseó echarse a reír, pensando:¿Qué puede decirme peor que lo que yahe oído?

Alto, flaco y encorvado, cubierto dela cabeza a los pies, el desconocidoavanzó en la penumbra. Con la cabezagacha y el rostro oculto por la capuchade la capa, se mantuvo a cierta distanciade ella. Aun en la oscuridad, Ginebra

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advirtió que vestía pobremente. A juzgarpor su tosca indumentaria, debía de serun campesino o un peregrino. Algo en élconmovió a Ginebra.

—¿Vos sois el mensajero, señor?—Sí. —Su voz forzada y anhelante

no concordaba con aquel cuerpo queparecía haber sido saludable y vigorosoen otro tiempo.

Ginebra lo oyó toser y vio quevolvía la cabeza. Está enfermo, pensó,quizá agonizante, y por eso se lo nota tantriste. Deseó llorar. Pese a su grandesdicha, era obvio que aqueldesventurado había sufrido más que ella.

—¿Y bien, señor? ¿Tenéis un

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mensaje que darme?El hombre movió lentamente la

encapuchada cabeza en un gesto deasentimiento. Parecía cargar sobre sushombros el peso de un sufrimientoindescriptible.

—Perdí mi medio de vida, señora, yme eché a los caminos. Más tardeconocí a un viajero en unas lejanastierras, un caballero que había perdidotanto como yo y más aún.

Un mensaje de más allá de la tumba,había dicho la Señora.

Oh, amor mío, amor mío…—¿Me traéis un mensaje de…? —

Ginebra se interrumpió, incapaz de

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pronunciar aquel nombre. En unmomento de locura, tuvo la impresión deque podía percibir de nuevo supresencia, oler su amado cuerpo, tenderla mano en espera de su tierna caricia.Pero de inmediato la realidad de lapérdida se impuso en su conciencia conmonstruosa fuerza. Asaltada por unrecuerdo tan afilado como el cuchillo deun verdugo, enmudeció por completo,sin energía casi ni para respirar.Serenándose, hizo por fin acopio devalor para preguntar—: ¿Un caballero,decís?

Él asintió con la cabeza.—De la corte del rey Arturo.

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—Yo tuve a un caballero —se limitóa decir Ginebra—, el mejor del mundo.Y leal como no ha habido otro. —Se leanegaron los ojos en lágrimas—. Semarchó de mi lado.

El hombre emitió un sonidosemejante a una violenta tos.

—Lo echasteis de vuestro lado.Ginebra se sobresaltó como si

hubiera recibido un aguijonazo.—Sin duda debisteis de conocerlo

bien si os contó eso. Decidme dónde loencontrasteis.

—En Tierra Santa.—Pero si murió antes de llegar allí.—Falso. Murió en mis brazos.

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Deseaba haceros llegar esto.El peregrino dio un paso al frente y

dejó caer algo en la mesa con un ligeroruido. Aun antes de que sus apresuradosdedos lo cogieran, Ginebra supo quéera. Un anillo de hombre, con rubíesengastados en el macizo oro enrepresentación del amor eterno. Ellamisma lo había encargado para él,eligiendo personalmente los brillantescabujones e incluso el color del oro.Recordaba el momento en que se lohabía puesto en el dedo a Lanzarote.

El dolor le impedía hablar. Elperegrino volvió a apartarse de ella. Elsonido de su voz quedaba ahogado por

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la capucha.—Nuestros pasos coincidieron en un

camino de Tierra Santa. Aquella nochenos alojamos en la misma posada ycompartimos nuestras respectivashistorias como suelen hacerlo losviajeros. Me contó que venía de la cortedel rey Arturo. Servía a la reinaGinebra, la más extraordinaria dama delmundo. Pero ella lo desterró, y tuvo quemarcharse. Sabía que no volvería a versu país. —Inesperadamente, el peregrinose dio media vuelta—. ¿Por qué loechasteis?

—Yo… —¿Quién era aquelhombre? No estaba dispuesta a

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contestarle—. Contadme cómo murió, oslo ruego.

—Cabalgamos juntos durante unosdías —prosiguió el peregrino con suestertórea voz—. Allí adonde íbamos,hablaba sólo de vos. Cada anochecer,erais vos su lucero vespertino, y searrodillaba para orar y renovar susjuramentos a vos.

Ginebra se echó a llorar a lágrimaviva.

—Una noche —continuó elperegrino— tuvo un acceso de fiebre yse retiró a su cama. Al día siguienteescupía sangre al toser y apenasrespiraba. Esa noche era ya evidente que

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no seguiría mucho tiempo en este mundo.Me arrodillé junto a su lecho, y meentregó ese anillo, haciéndome prometerque os transmitiría estas palabras:«Decidle a la reina que la he amadohasta el último día de mi vida. Nunca lefui infiel, salvo cuando me llevaron aello mediante engaños. La princesa deCorbenic nunca fue mi amada. Tuvo unhijo mío contra mi voluntad».

¿Estaba soñando, o aquella voz eraidéntica a la de Lanzarote? El peregrinohabía reproducido con toda exactitud lacadencia y la dicción de Lanzarote alcitar sus palabras. También su actitud,tensa y distante, era como la de

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Lanzarote en los momentos difíciles quehabían vivido juntos. Ginebra se diocuenta de que desvariaba, de que sumente se resistía a concentrarse en elverdadero contenido del mensaje.Escuchar a aquel hombre le exigía unesfuerzo casi insoportable, y sinembargo debía hacerlo.

—Murió aquella noche cuando ellucero se elevaba en el cielo. Pronuncióvuestro nombre y luego sus labiosquedaron yertos. Os bendijo, señora,con su último aliento. Pero no se irá enpaz al Otro Mundo.

¿Cómo se atrevía a decir eso?—¿Por qué no? —preguntó a voz en

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grito.En ese momento el peregrino parecía

más alto en la reducida habitación.—Porque lo odiabais, y jamás lo

perdonaréis.Un estremecimiento de rabia y

congoja recorrió el cuerpo de Ginebra.—¡Una cosa debéis saber,

peregrino! Jamás lo perdonaré, escierto. —Se retorció las manosbrutalmente, ajena al dolor—. Y soyconsciente de que mis celos lo enviarona la muerte. —Echó atrás la cabeza.Deseaba chillar y desgarrar el aire—.Pero ¿decís que lo odiaba? ¡Señor, esehombre fue el gran amor de mi vida!

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—Aun así, jamás lo perdonaréis.Aquella voz se le antojaba tan

parecida a la de Lanzarote que tenía laimpresión de estar perdiendo la cordura.

—Si lo traté con crueldad, ya hepagado de sobra por ello. Si estuvieraaquí ahora, me postraría de rodillas anteél para implorarle perdón. Pero prontome reuniré con él en el mundo entre losmundos y allí tendré ocasión dedecírselo en persona.

El peregrino se puso tenso.—¿Cómo lo sabéis?Ginebra alzó la cara, cegada por

unas incontenibles lágrimas.—Una vez me dijo que él y yo

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seríamos una misma cosa en todas lasvidas que se nos conceden en esta tierra.Estábamos destinados a amarnos en estemundo, en el mundo que fue y en elmundo que sería. Si yo moría, mebuscaría en los tres mundos hasta llegara mí.

—¿No deseabais verlo muerto,pues?

—¿Desear verlo muerto? —Ginebracerró los ojos—. Señor, moriría portraerlo de vuelta a la vida. Ahora miúnica esperanza es seguir sus pasos.

—¿Y qué haréis?Ginebra esbozó una sonrisa de

hastío.

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—Ah, existen muchas pociones… lacicuta, el matalobos… y muchosgranujas desesperados que las venden.

El peregrino se llevó una mano a lacara oculta en las profundidades de lacapucha, y Ginebra advirtió el brillo deuna antigua cicatriz en su antebrazo. Estehombre fue en otro tiempo un guerrero,como Lanzarote, dedujo sin concederleespecial atención. Lanzarote tenía unacicatriz igual que esa.

—¿Moriríais por él? —preguntó elperegrino, quebrándose su ronca voz.

Una radiante sonrisa se dibujó en loslabios de Ginebra.

—Sí, y con mucho gusto. Al fin y al

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cabo, él murió por mí. Y la muerte essólo un pequeño paso hacia laoscuridad. Luego estaré a su lado hastael fin del mundo.

Hasta el fin del mundo…En la pared del humilde habitáculo

había una ventana abierta a la noche.Fuera, una estrella solitaria pendía entrelas ramas de un árbol. Venus, el lucerodel amor, brilla en poniente, se dijoGinebra, soñando con Lanzarote.Cuando tenga la letal pócima, ¿será estolo último que vea? Sí, que así sea. Nome da miedo morir. Diosa, Madre,llevadme junto a mi amor.

Consciente de que la hora había

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llegado, sonrió plácidamente. Sin dudaen aquella mísera parte del puebloencontraría a un pobre boticario lobastante desesperado para venderle loque buscaba. Con renovadadeterminación, se dispuso a marcharse.

—Adiós, señor. Tal vez volvamos avernos en un mundo mejor que este.

Inclinó la cabeza en un gesto dedespedida y se volvió para encaminarsehacia la puerta.

Oyó entonces un sonido a susespaldas que nunca habría esperado oír:

—¿Mi señora?

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CAPÍTULO 38

iosa, Madre, perdonadme.Se detuvo al instante, su

mirada al frente, perdida enel vacío. ¿Cuántas veceshabía oído su adorada vozen el viento, en la lluvia, enlos reclamos de las avesmarinas? ¿Cuántas nocheshabía pasado en vela hasta

el doloroso amanecer, tendida en sulecho sin más lágrimas que derramar,soñando despierta que él la estrechabaentre sus brazos y pronunciaba su

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nombre?Mi señora…Siempre me llamaba así, incluso

cuando estábamos solos. Y ahora estehombre ha venido a atormentarme conesas mismas palabras.

—¡Mi señora! —oyó de nuevoGinebra, esta vez con un tono másapremiante.

El peregrino se plantó ante ella y sequitó la capucha. Ginebra volvió a verlos ojos que la perseguían en sus nochesvacías, los pronunciados pómulos ymandíbula que había acariciado unmillar de veces, la admirable boca queconocía mejor que la suya propia.

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Conmocionada, reparó en las arrugasdejadas por la aflicción en su rostrocurtido y alargado y en los cabellosgrises que ahora salpicaban sus sienes.Llevaba a cuestas su pesar como la capade un peregrino, y sus enjutas faccionesy consumido cuerpo traslucían un dolordemasiado profundo incluso para elllanto. Pero la penetrante mirada quemantenía fija en ella, la desoladahermosura y el esbelto talle no habíancambiado. Era…

Ginebra creyó que la mente iba aestallarle y dejó escapar unaexclamación.

Él le cogió la mano y se la llevó a la

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cara. Ginebra notó en el dorso de losdedos el roce áspero de su barba devarios días.

—Señora, perdonad por presentarmede este modo —se disculpó Lanzarotecon la voz quebrada—, pero tenía quesaber si deseabais mi muerte.

Ginebra no podía articular palabra.Lanzarote, Lanzarote, Lanzarote,resonaba una y otra vez en su cabeza.¿Habéis venido para llevarme al OtroMundo? ¿Es esto una argucia, un espírituerrante enviado para castigarme yarrastrarme a los Infiernos? Con ungimoteo casi inaudible, intentó tomaraire. ¿Desear vuestra muerte, amor mío,

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cuando ni siquiera puedo creer queestáis vivo?

Lanzarote estrechó la mano deGinebra entre las suyas y la besó convehemencia.

—Nunca más volveré a separarmede vos, amor mío —dijo con su extrañavoz descarnada—. Ni siquiera cuandollegue el fin del mundo.

Tenía las manos cálidas y tostadaspor el sol, como siempre. La atrajo alrefugio de sus brazos, y ella sintió unavez más la fortaleza de su pecho. Labasta lana de su túnica arañó lasmejillas de Ginebra mientras inhalaba elinconfundible aroma de su cuerpo.

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Aturdida, se atrevió a rodear su cinturacon las manos. El cinto de cuero para laespada, los esbeltos costados, todo erareal. Estaba vivo, estaba allí. Era…

Lanzarote.Las lágrimas manaron de sus ojos

con una fuerza reparadora. Un frágiljúbilo se agitó en su corazón aliviado ydébiles brotes de emoción seextendieron por sus venas. Sólo sulengua permanecía paralizada. Noexistían palabras para expresar lo quesentía.

Lanzarote la contempló a mediocamino entre la risa y el llanto.

—¡Habladme! —pidió.

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La claridad inundó el alma deGinebra. Oyó en el cielo la armonía delas estrellas. Observó a Lanzarote conojos desorbitados.

—Creía que habíais muerto —seobligó a decir, desbordándose de nuevosus lágrimas—. Gawain encontró a loshombres que supuestamente os mataron.

—No a mí, por desgracia. —Elsemblante de Lanzarote se ensombreció—. A otro pobre viajero que murió enmi lugar.

Ginebra no podía apartar la miradade su rostro.

—¿Cómo?—Ni siquiera estoy muy seguro de

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cómo ocurrió —admitió con expresiónpensativa—. Yo viajaba solo por elbosque y busqué refugio en una ermita.Cuando me quedé dormido, tenía laarmadura junto a mí y el escudo bajo lacabeza. De pronto me desperté,convencido de que alguien me llamabadesde fuera.

¿Alguien?, se dijo Ginebra. Diosa,Madre, gracias, alabada seáis.

—Al principio pensé que mellamaba mi caballo —prosiguióLanzarote—. El pobre animal cojeabacuando lo dejé suelto para que paciera,así que fui a ver cómo estaba. Me dicuenta entonces de que no podía

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permanecer dentro de la ermita. Tendidoen la piedra desnuda del suelo, casi mehabía quedado muerto de frío.

Gracias una vez más, Grande, porsalvar a mi amor. Alabada seáis.

—Cuando encontré al caballo,descansaba plácidamente en la hierba.Me eché junto a él, recostado contra suflanco. Pasé así la noche entera, y sucalor me mantuvo vivo. —Lanzó unsuspiro—. Pero cuando volví a entrar enla ermita, todas mis cosas habíandesaparecido, y aquel desconocidoyacía asesinado en el suelo. Deduje,pues, que alguien había ido a robarme,matando a aquel pobre desdichado por

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equivocación.—¿Y no sabéis quién era?—Un caballero o un noble, a juzgar

por su vestimenta. Pero, en suma, sóloun hombre extraviado en el bosque.

Ginebra se estremeció.—Que la Madre esté con su espíritu

dondequiera que se encuentre.—Habría salido en persecución de

los canallas que lo asesinaron, pero mehabían quitado la silla de montar.También se habían llevado las alforjas yla armadura. No me quedaba más que lopuesto.

Y con aquel frío atroz, mi tiernoamor, pensó Ginebra con el corazón

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encogido.—¿Y qué hicisteis entonces?—Conservaba aún todo mi dinero en

una bolsa oculta bajo la pechera.Utilizando mi propio cinto a modo dedogal, guié al caballo a pie hasta elpueblo más cercano. Sabía que allípodría pertrecharme de nuevo y seguirmi camino. Luego, a lo largo del viaje,conseguí sustituir cuanto había perdido.—Hizo una pausa, recordando asuntosmás tétricos—. Pero no podía dejar aaquel pobre infeliz pudriéndose en laermita. Antes de irme, llevé su cuerpo albosque y le di sepultura. La tierra estabahelada, así que no pude cavar una fosa,

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pero lo dejé en una hondonada y cubrí sucuerpo con hojas caídas. Se lo entreguéa la Madre como esperaba que hicierapor mí cualquier otro caballero en talescircunstancias. Después seguí adelantetan deprisa como pude, temiendo noalcanzar a Galahad.

Ginebra sintió una punzada en elcorazón por el modo en que élpronunciaba el nombre de Galahad.Lanzarote volvió la cabeza para toseruna vez más.

—No os encontráis bien —dijoGinebra.

Lanzarote quitó importancia a sumala salud con un gesto de

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despreocupación.—En Oriente todos contrajimos una

u otra enfermedad. Yo aún salí bienparado. Pronto me curaré.

Pero no antes de que vuestra frentese llene de arrugas y se consumanvuestras mejillas, pensó Ginebra. Noantes de que vetas grises surquenvuestro cabello y oscuras ojeras tiñan deazul la blanca piel de vuestros párpados.

Ginebra alzó una mano paraacariciarle la cara.

—Oh, amor mío…Con la yema de un dedo, recorrió su

frente atribulada y sus mejillasquemadas por el sol. Lanzarote tembló

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al notar su contacto y, poco a poco,volvió a acercarse a ella. Ginebra loabrazó y atrajo hacia sí su cabeza paradarle el primer beso. Sus labios seencontraron como desconocidos, tiernosy vacilantes. Al instante recordó eldulce sabor de su amor y, henchida deun intenso júbilo, se entregó con toda sualma a aquel abrazo.

Permanecieron aferrados el uno alotro como niños perdidos que vuelven areunirse en un bosque oscuro. A lo lejos,empezó a ladrar un perro, y uno a unolos demás perros del pueblorespondieron con sus aullidos. Pocodespués se oyó el canto de un gallo.

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Lanzarote levantó la cabeza.—¿Ya amanece? —dijo,

sorprendido.Un vivo dolor traspasó a Ginebra

ante la inminente separación.—Debo irme. —Se obligó a

abandonar el refugio de sus brazos—.Pero no soporto apartarme de vos.

—Mi señora… —susurró Lanzarote,y unas lágrimas de impotenteagotamiento asomaron a sus ojos.

Al verlas, Ginebra sacó fuerzas deflaqueza y le cogió la mano.

—Venid a la corte esta mañana, tanpronto como os sea posible. TodoCaerleon se regocijará de saber que

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continuáis con vida. —Su ánimo crecióal imaginar el inmenso júbilo quedespertaría su imprevista aparición—.Y esta noche, amor mío, tan pronto comoos sea posible, venid a mi lado.

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CAPÍTULO 39

eñor! ¡Señor! ¡Venid a ver!¡Allí! ¡Es Lanzarote!

—Deliráis, muchacho.Lanzarote está muerto.

—No, señor. En estemismo instante se acerca acaballo. El capitán de laguardia apoyó la espaldacontra las duras piedras de

su asiento en la garita y levantó lacabeza. Ante él tenía a uno de losreclutas de la última hornada, un jovende rostro rubicundo y ojos saltones, que

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brincaba de un pie a otro como loco.Los Dioses nos asistan si la fortaleza hade estar vigilada por necios como este,pensó, mirándolo con expresión ceñuda.

—Muchacho, no valéis paracentinela si no distinguís los hombres delas sombras, ni los héroesdesaparecidos de un claro entre lasnubes. Volved a vuestro puesto.

Escrutó al joven guardia con acredesaprobación. Dioses del cielo, en mistiempos…

De improviso su mente se remontótreinta años atrás. Por aquel entonces,siendo él un muchacho de guardia, algoextraño surgió frente al castillo.

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Demasiado joven para beber, era elúnico aún consciente en las almenas deCaerleon cuando entre las sombrasplateadas de la hora previa al amanecerse materializaron las formas de unosguerreros.

Pero en aquella ocasión se tratabade Arturo Pendragón y sus caballeros, yno de una fantasía como esta. El primeroen aparecer por el camino fue el propioArturo, espada en mano, y los otroscabalgaban tras él. Gawain, Kay,Bedivere y unos pocos más, y sinembargo tomaron Caerleon casi sinderramamiento de sangre, y Arturoperdonó la vida a los defensores y

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agasajó a todos los hombres de armas. Ytambién los muchachos recibieronmuestras de la benevolencia del rey, quese tomó la molestia de saludarlos atodos; el capitán recordaba aún laenorme mano de Arturo en su cabezacuando se acercó y le alborotó el pelo.

¡Pendragón, Pendragón á moi!Una sonrisa asomó a sus labios al

rememorar el momento. Sí, eran otrostiempos. No como ahora. En el presenteel rey padecía el continuo acoso de lossacerdotes, y los cristianos pululabanpermanentemente alrededor del trono.Para colmo, corría el rumor de que lareina se marchaba a Avalón, empujada a

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ello por el propio rey. Y sólo los Diosessabían cuándo se celebraría otro torneoahora que casi todos los caballeros de laTabla Redonda habían perecido en labúsqueda del Grial.

Sus pensamientos tomaron un carizpesimista. Si al menos volvieran a tenerun auténtico rey…

—¡Señor! —insistió el jovenguardia, saltando aún ante sus ojos.

El capitán se puso en pie con actitudamenazadora.

—Ya os lo he advertido, soldado…—Señor —dijo el muchacho,

temblando—, si vinierais a verlo vosmismo…

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A ver la figura que se dibujabacontra el horizonte, deseó decir, laarmadura plateada, el caballo blanco,los arreos dorados. Y sobre todo elsencillo estandarte que ondeaba alviento. Todos conocían el escudo dearmas de Lanzarote del Lago.

El muchacho señaló hacia allí con lamano, incapaz de contener las lágrimas.

—Sólo os pido que lo veáis convuestros propios ojos, señor, nada más.

‡ ‡ ‡

Más tarde nadie sabía quién lo había

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visto primero, si el joven centineladesde la torre de vigilancia en su primerturno de guardia o los labradores quetrabajaban los campos en el nacaradoamanecer. Las criadas que lavaban laropa en el vado lo saludaron por sunombre y le abrieron paso, sabiendo queno estaba destinado a ellas. Mientrascruzaba el pueblo, la noticia de sullegada le precedió, y las mujeres seapresuraron a salir de sus casas parabesar sus estribos, lanzar rosas a supaso y pedirle que bendijera a sus hijosrecién nacidos. Bors y Lionel, susrostros contraídos por la esperanza y elmiedo, bajaron al galope para recibirlo.

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Los tres lloraron largo rato cuando seencontraron, hablando con vozentrecortada por la aflicción, ypermanecieron allí inmóviles duranteuna hora o más. Cuando entraron en elcastillo, toda la corte sabía ya queLanzarote había regresado.

—¡Lanzarote!Aguardándolo estaban Gawain, Kay,

Lucan y Bedivere, sus semblantes unarara mezcla de incredulidad y alegría. Elcorpulento orcadiano se abalanzó sobreél y casi lo tiró del caballo, mientrasBedivere sollozaba sin disimulo y Kay yLucan se esforzaban por mantener elcontrol.

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—¡Habrase visto, hacernos sufrir deeste modo! —bramó Gawain,estrechando a Lanzarote contra su pechoy apartándolo luego bruscamente paracontemplarlo—. Creíamos que habíaismuerto, villano, y así se lo dijimos alrey. Debería llevaros a la palestra porhacerme quedar en ridículo.

—Por quedar en ridículo no ospreocupéis, Gawain, los Dioses ya sehabían encargado de eso —atajó Kaycon fiereza, trasluciéndose en su cetrinorostro intensas emociones que nodeseaba sentir. Tendió una mano—.Amigo mío, el rey os ha echado demenos.

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—Todos nosotros os hemos echadode menos —afirmó Bedivere con ternura—. Bienvenido seáis.

—Mis queridos amigos —dijoLanzarote, y se volvió hacia Lucan.

Conservando aún algo de su antiguagalanura, Lucan echó atrás su cabellorojizo y todavía abundante.

—Os ha entretenido alguna dama,supongo, viejo granuja —bromeó,conteniendo las lágrimas—. Bueno,nosotros no teníamos inconveniente enesperaros, pero sin duda el rey y la reinasí lo tendrán. Están ya preparados pararecibiros en el gran salón.

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‡ ‡ ‡

Desde el estrado, el salón parecía unmar rojo y dorado. Todas las damas dela corte lucían sus más deslumbrantesvestidos, y todos los caballeros su másvistoso atuendo. Sólo los monjesoscurecían el paisaje como negrosnubarrones. Plantado entre sus fieles,estaba el padre Silvestre, con elomnipresente Iachimo a sus espaldas.Uno o dos cortesanos advirtieron conpreocupación la lúgubre presencia delos adustos monjes, pensando que había

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más que de costumbre. Pero el alborozode la ocasión disipó tales pensamientos.

En su elevada posición por encimade todos ellos, Ginebra pugnaba porcontrolar su angustia. Una nueva dudainvadía su alma. Sí, puedo sobrellevaresta situación, una ceremonia debienvenida durante la cual Arturo tendrápuesta la atención en cualquier partemenos en mí. Cuando Lanzarote llegue,podré seguir cumpliendo con mi deber,sin caer en la tentación de tender lamano para acariciar la suya o mirarlo alos ojos más tiempo del debido o consospechosa intensidad. Pero ¿y cuandoesto acabe? ¿Acaso es posible volver a

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vivir como vivíamos antes?A su lado, Arturo se revolvió con

manifiesta crispación en su asiento, sinapartar la vista de la gran puertaarqueada.

—¿Dónde está Lanzarote, Ginebra?—preguntó entre dientes.

—No lo sé, Arturo.Ginebra reprimió un suspiro de

exasperación. Sentada junto a él,ataviada y entronizada como tantasveces, no salía de su asombro al ver quesu esposo pasaba por alto lo ocurridoentre ellos y se comportaba exactamenteigual que siempre. Al igual que en otrasocasiones, Arturo reaccionaba ante una

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crisis haciéndose el desentendido. Alreunirse esa mañana para asistir a lacorte, nadie habría pensado que Ginebrase había separado de él la nocheanterior con la intención de marcharse aAvalón para no volver. Pero así eraArturo. A él le bastaba con verla allí.¿Por qué había supuesto Ginebra queesta vez las cosas serían distintas?

En cuanto a ella, había regresadofurtivamente a Caerleon poco antes delamanecer. Desde entonces habíapermanecido encerrada en su cámara,riendo y llorando, pasando de la euforiaa una total desesperación. A ratos,apenas podía respirar de alegría: ¡Está

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vivo! ¡Lanzarote no ha muerto! Y enotros momentos volvía a afrontar lainefable verdad: Nunca podré estar conél y amarlo como debería.

Y la consumía además una tristezamayor que todo aquello: Mi matrimonioestá acabado. Nunca volveré a amar aArturo. Antes sentía algo por él, lorespetaba. Ahora me hallo atada parasiempre a un hombre vacío, mientras elhombre de mi corazón ha de quedarse aun lado y esperar. Y quizá no obrejustamente con ninguno de los dos,dividida como estoy entre ambos. Diosa,Madre, eso es lo peor de todo.

—¡Allí, allí! Es sir Lanzarote.

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Un desbordante entusiasmo seadueñó de la gente. Arturo se levantó deinmediato y saltó del estrado. Instantesdespués tenía a Lanzarote entre susbrazos. Lanzarote mantuvo la cabezagacha mientras Arturo lo abrazaba una yotra vez entre sollozos. Detrás de ellos,Bors, Lionel, Gawain, Kay y Bediverealternaban la sonrisa y el llanto.

Situado entre los caballeros,Agravaine imitaba sus jubilosassonrisas, pero un glacial desprecio seapoderaba de su alma. Era lo máximoque podía hacer para evitar reírse deGaheris y Gareth, que contemplaban laescena con embobadas muecas de

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felicidad, o de Ladinas, que se tapaba lacara con la manga para ocultar sulloriqueo, o de Griflet, que se enjugabalos ojos sin el menor recato. Observó aLanzarote, que mantenía una actitudcontenida, exenta de alegría. ¿Y eso?, sepreguntó su aguda mente. ¿Por qué? ¿Yqué vendrá ahora? Siempre fuisteis elfavorito de Arturo, Lanzarote, sucaballero adorado. Ahora que habéisvuelto de la tumba, ¿desplazaréis en laestima del rey a su propio hijo yheredero?

Dirigió su fría mirada hacia elestrado y la posó en Mordred. Sí, elpríncipe exhibía una sonrisa bastante

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convincente, e incluso había logradoderramar una lágrima de alegríaaparentemente sincera. Pero Agravainese habría jugado un ojo a que Mordredestaba maldiciendo a Lanzarote y el díaen que nació. Ya que una vez más elpríncipe se quedaba al margen, tal comocuando regresó Gawain. Y allí estabaahora Lanzarote, otro héroe retornado,en tanto que él, príncipe o no, se veíaobligado a presentarse ante todos comoun hombre sin méritos, el hijo que sehabía quedado en casa.

A juicio de Agravaine, Mordredperdía el tiempo esforzándose enaparentar satisfacción, pues Arturo sólo

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tenía ojos para el caballero reciénllegado, y no descansaría hasta queoyera contar a Lanzarote cómo habíaescapado a la muerte.

—¡Gracias a Dios! —exclamóArturo entre sollozos, abrazando denuevo a Lanzarote—. ¿Y Galahad? —Señaló a Bors y Lionel—. Supimos porvuestros primos que planeabais seguirsus pasos. ¿Disteis por fortuna con él?

Lanzarote contuvo la respiración yprocuró reprimir la tos.

—¿Por fortuna, mi señor? No lo sé.Arturo alzó la mano para pedir

silencio a la corte.Ginebra vio ensombrecerse los ojos

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de Lanzarote, que desvió la mirada,haciendo acopio de fuerzas para hablar.

—Lo encontré, sí, eso es cierto…

‡ ‡ ‡

Tenía que contar la historia. Pero ¿cómopodía contarla tal como fue? Lasescenas vividas se amontonaban en sumente y le paralizaban la lengua.Después de perder la armadura en lomás crudo del invierno, no le había sidofácil sobrevivir. Pero eso no fue nada encomparación con las tribulaciones enTierra Santa. Interminables días blancosbajo el inclemente sol, y noches de un

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frío intenso que se metía en los huesos.Viajando entre un pueblo orgullosodominado por los adoradores de otroDios, y siempre dispuesto a devolver unataque. Atravesando un mísero territoriodonde escaseaba la comida, y nisiquiera a cambio de oro era fácilconseguirla. Siguiendo adelante día trasdía sin esperanza, impulsado sólo por laidea de encontrar a Galahad.

Lo alcanzó por fin en una de lascolinas santas, cabalgando sinprotección en las horas más calurosasdel día. Vestido de blanco,inesperadamente más alto y adulto, setambaleaba sobre el caballo y hablaba

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solo. Sin embargo el pálido joven,aunque consumido, reconoció aLanzarote en el acto y lloró de alegríaentre sus brazos. Después ya novolvieron a separarse.

Lanzarote pronto advirtió que elmuchacho padecía una enfermedadincurable, y sus esperanzas respecto a suhijo se desvanecieron dolorosamente. Elnacimiento de aquel niño le habíacostado el favor de Ginebra y su puestoen la corte, su verdadero amor y la vidaque tantas satisfacciones le había dadoperdidos en un instante. Y prontoperdería también a Galahad. Fue untrago amargo, y tuvo que apurarlo hasta

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la última gota.Para Galahad, en cambio, no había

más que gozosas visiones. Hablaba sincesar del inminente hallazgo del SantoGrial. Había nacido con esa misión, sumadre así se lo había dicho. Desde lamás tierna infancia sabía que ése era sucometido. Sólo así la complacería, yaque ésa era la única manera en que ellacomplacería al viejo rey. Su abuelo, elrey Pelles, estaba emparentado enoctavo grado con el propio Cristo, yGalahad en noveno grado. Todo elloconstaba en las Sagradas Escrituras, quesólo los fieles sabían interpretar.Galahad estaba destinado a recuperar el

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Santo Grial, y colocarlo ante Jesucristo,a los pies de su trono.

—¿Y sabéis, padre? —exclamóGalahad—. Hay otras pruebas de labondad de Dios para con vuestro hijo.

Y una de tales pruebas, afirmóGalahad con los labios lívidos yresecos, era que el Grial le había sidoya mostrado cuando estaba en compañíade Lionel y Bors. No sabía decir quévieron exactamente, pero la escena sehabía revelado ante sus ojos: un granmonte surgiendo del agua, salpicado detemplos de oro y plata, una luzemanando de una gran vasija sobre unaltar, y una larga procesión con un rey

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enfermo…El muchacho prosiguió con el relato,

su voz reducida por el destino y laenfermedad al ronco estertor de unanciano.

—Y en el cielo había tres lunas ysiete soles, y ángeles de la guardaatendían al doliente rey, cada uno conseis pares de alas… No, padre, nolloréis. Es verdad. Está todo escrito enel Buen Libro. —Galahad asintió con lacabeza, y en sus ojos volvió a verse depronto una expresión de niño—. El librode Cristo sobre el cielo y el infierno.

Permaneció en silencio por un rato,y luego, soltando una alegre carcajada,

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reanudó su historia.Lanzarote observó el brillo en los

ojos de su hijo, le tocó la ardientefrente, oyó su debilitada voz, y sólopudo resignarse.

Continuaron el viaje, cabalgando deuna miserable posada a otra, siempre enpos del Santo Grial. Llegó por fin lanoche en que Lanzarote se quedó envela, escuchando la tos de su hijo en lacama contigua. Tan pendiente estaba delquebrantado muchacho que habíaperdido de vista sus propiossufrimientos, el aire sofocante, lahabitación maloliente, las pulgas.

De repente Galahad lanzó una

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exclamación, y el grito resonó como unrugido en la habitación. Lanzarote sepuso en pie de un salto, espada en mano.

—¡Ahí, padre, mirad! —oyó decir aGalahad con voz estridente.

No había nada que ver. La oscuridadpendía en el aire como un velo.Lanzarote cayó de rodillas y buscó atientas un trozo de pedernal en sualforja.

—¿Qué veis? —musitó.—¡Una estrella! ¡Una estrella! —

anunció Galahad en éxtasis—. Y en sucentro una mesa de plata cubierta con unpaño de oro. Y sobre la mesa un grancáliz de cristal y nácar, ribeteado de oro

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y adornado con rubíes. ¿No lo veis? Esel Grial, padre, el Santo Grial, con elRey Pescador y su séquito alado.

—¿Sí?Tras revolver desesperadamente en

la alforja, Lanzarote consiguió encenderuna luz, y vio a Galahad mecerse junto asu cama con una amplia sonrisa dealborozo en los labios y los ojosdesorbitados.

—El Padre ha venido para llevar aSus hijos a casa —declaró Galahad convoz entrecortada—. Jugaremos ycantaremos bajo el Árbol del Cielo,nacidos de nuevo en el amor de Cristo.

—Galahad, acostaos.

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—El sol y la luna bailan alrededorde la tierra. En la tierra hay un monte, enel monte hay un castillo, en el castillohay un altar y en el altar está el Grial. —Extendió los brazos—. Cristal, nácar,oro. Bañado en luz celestial. ¡Lo tengo,padre! Voy a llevarlo ante el trono deCristo.

Galahad ya apenas se sostenía depie. Lanzarote se acercó para sujetarlo,pero él lo apartó.

—¡Dejadme! Aquí soy el rey, ¿no osdais cuenta? —Abarcó el espacio que loenvolvía con un gesto de entusiasmo—.Esto es el Monte de la Salvación, dondetodos los hombres deben arrodillarse

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ante mí. Mirad, ahí están Bors y Lionel,y… y todos los caballeros de la corte deArturo… y uno de ellos tiene unahermana, una doncella muy santa, queserá mi esposa en el cielo cuandonuestras almas se unan. —Los ojos se leanegaron en lágrimas—. Y mi madreestará allí, y se sentirá muy satisfecha.

Un murmullo de agua sonó en el aire.De pronto el fétido cuartucho de laposada olía a limpio, con un aromadulce y puro. En plena noche, un rayo desol hendió la oscuridad, y palomasblancas descendieron con un vigorosoaleteo por aquel camino de luz.

Galahad se postró de rodillas y,

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mirando al cielo, alzó las manosentrelazadas.

—Padre, a Vos encomiendo miespíritu —declamó con una vozescalofriante—. He cumplido con mideber. Os he traído el Grial.

Exquisitos perfumes impregnaron elaire: ¿Incienso o rosas, lirios o losmisteriosos olores de la Iglesiacristiana? En su extrema aflicción,Lanzarote era incapaz de identificarlos.Sólo sabía que Galahad lo abandonaba.

Un estruendoso fragor llenó susoídos. Pero Galahad, sabía Lanzarote,oía coros de ángeles y los cantos de laslegiones de bienaventurados mientras

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las puertas del cielo se abrían pararecibirlo. El muchacho le tocó la mano.

—Adiós —dijo, henchido de júbilo—. Cantaré por vos en el cielo.

Lanzarote gimió como si se lepartiera el corazón.

—No os aflijáis por mí, señor —susurró Galahad, y le sonrió con toda laternura de su alma—. ¿No veis las letrasdoradas en mi frente, donde Jesús hapuesto su sello? Es sólo la muerte de micuerpo lo que ahora nos hace sufrir.Pronto encontraré la vida del almaeterna.

Lanzarote se abalanzó hacia él ycogió su frágil cuerpo entre los brazos.

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—Hijo mío, hijo mío —dijo condesesperación—. Antes que vuestroDios Padre, existió la Madre, y Ellapermanece. Está con nosotros en laaurora, en el ocaso, en el ululato delbúho. Fortalece a las vírgenes cuando seencaminan hacia el lecho nupcial;atiende a las madres en el parto, nosconsuela en nuestra última hora. Unhombre entra en el círculo de la Madreal nacer, y Ella lo acoge nuevamente ensu seno cuando muere. Acudid a laMadre, os espera. —Abrazó con todassus fuerzas al muchacho agonizante,sabiendo que ya no lo oía—. ¡Diosa,Madre! —exclamó a pleno pulmón—.

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Tomad a este niño, permitidle pasearentre Vuestras estrellas. No consintáisque las tinieblas de su fe sean unobstáculo en su camino hacia Vuestraluz…

Se interrumpió, llorandodesconsoladamente. Tenía a Galahad ensus brazos como un peso muerto. Lebesó los ojos y dejó en el suelo tanpreciada carga. Vio entonces que movíalos pálidos labios como si intentarahablar. Al instante le levantó la cabeza.Sus brillantes ojos se abrieron por unmomento, y una lastimera sonrisa deesperanza iluminó su joven rostro.

—¿Madre? —musitó—. ¿Madre?

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¿Me amaréis ahora?Lanzarote sabía que nunca contaría

esa parte a nadie, excepto a Ginebracuando estuvieran a solas. Perocompletó la historia con una aparienciade control. A su regreso de Oriente, fuederecho a Corbenic para comunicar lanoticia al rey Pelles y a Elaine. Allíaveriguó que de hecho la madre deGalahad lo había precedido en eltránsito al mundo entre los mundos. Trasabandonar la corte de Arturo, se negó acomer y se consumió encerrada en suaislada torre. Solo, el rey Pellesenloqueció de dolor, y ahora vivíaabsorto en sus visiones y desvaríos,

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bajo los rigurosos cuidados de susmonjes. El soberano del reino vecinotenía las miras puestas en Terre Foraine,y cuando Pelles muriese se anexionaríael territorio. Los cristianos habíanprometido que seguirían practicado allísu culto para garantizar una transiciónsin complicaciones cuando llegara elmomento.

La corte se sumió en un silencio deconsternación.

—¿Todos desaparecidos, pues?¿Todos? —preguntó Arturo con pesar—.¿Y vuestro hijo Galahad expiró envuestros brazos? No hay palabras paraexpresar tal pérdida. —Se volvió y alzó

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las manos, abarcando a toda la corte consu gesto—. Ya es suficiente por ahora,buenos súbditos. Como habéis oído, sirLanzarote ha padecido un gran dolor.Hoy no habrá celebraciones en el gransalón. Lo agasajaremos por su regresocomo merece en los días venideros.

—Pero ¿y el Grial?El repentino exabrupto de aquella

voz sibilante como el sonido de unavíbora dejó paralizados a todos lospresentes. El padre Silvestre avanzóhacia el estrado como un ángelvengador, el cuerpo erguido, las tensasmanos entrelazadas y ocultas en lasmangas. Dirigió una escueta reverencia

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a Arturo, pero mantenía la mirada fija enLanzarote.

—Señor —dijo—, ha llegado anuestros oídos que sir Galahad halló elGrial. ¿Dónde está? ¿Qué ha sido de lasagrada vasija?

Lanzarote se acercó a él,sosteniendo su mirada.

—El Grial no existe, monje —respondió con rabia contenida—.Existieron en otro tiempo las reliquiasde la Diosa, de eso no hay duda. En sudía vuestro Jesús ofreció un banquete asus discípulos, y con toda seguridad lacapa de su última cena también fue real.Pero el Grial que vio mi hijo era una

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simple visión, nada más. —Dejóescapar una carcajada de rabia ydesesperación—. Murió por un sueño.Un sueño que ni siquiera era el suyo.

Temblando de ira, Silvestre lanzó unbufido. Detrás de él, Iachimo seadelantó también como un perrodispuesto a atacar.

Arturo levantó la mano.—¡Ya basta! Padre, mañana ya

encontraremos tiempo para esto.Todavía inmóvil en el estrado,

Ginebra observó a Arturo mientrasdespedía al monje y salía luego delsalón en compañía de Lanzarote. Suesposo agasajaría a su amante en los

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aposentos reales, adivinó Ginebra, yfinalmente le permitiría retirarse a sucama.

Salvo que la cama a la queLanzarote irá no será la suya, pensóGinebra.

La angustia la asaltó de nuevo. Sepuso en pie y, acompañada por laguardia, abandonó el salón pocodespués que Arturo y Lanzarote. Aunqueella y Lanzarote sólo habían cruzado unabreve mirada, Ginebra sabía que él nofaltaría a su palabra.

Y su compromiso era acudir junto aGinebra esa noche.

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‡ ‡ ‡

Frente al gran salón, la bulliciosamultitud no tenía intención dedispersarse todavía.

Todos hablaban con asombro yadmiración del regreso de sir Lanzarote.Pero asimismo lamentaban el triste finalde su hijo. También era objeto decomentario la felicidad del rey por elreencuentro, así como la evidenteaflicción de la reina por la muerte deGalahad.

No obstante, una unión que había

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producido tan excelente hijo podríahaber generado nuevos frutos. SirLanzarote debería haber contraídomatrimonio con la princesa de Corbenicaños atrás.

Ella le habría dado muchos hijos.Pero ninguno como Galahad.Y sin embargo…Entretanto Agravaine permanecía a

cierta distancia de la gente, poniendo enorden sus pensamientos. ¿Por quéparecía tan afligida la reina? Habríajurado que su tristeza no se debía a lamuerte de Galahad. La pesarosa miradaque Ginebra dirigía alternativamente aArturo y Lanzarote tenía sin duda otro

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origen.Mordred había dicho que merecía la

pena mantener vigilada a la reina.También Mordred tenía más que

perder que nunca, y era Mordred elobjeto de la futura lealtad de Agravaine.Era obvio, pues, qué camino debíaseguir.

Agravaine dio por zanjado el asuntotan pronto como vio claro dónde debíadepositar sus corruptas lealtades.Continuaría vigilando a Ginebra porMordred, y enfrentaría a la reina y elpríncipe para provocar los cambiosdeseados. Crearía la gran ola sobre cuyacresta cabalgaría él para ver realizados

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sus objetivos.Sonrió, gozando del momento,

alimentándose del porvenir que preveía.Pese a los muchos y singulares placeresque había conocido en Oriente, ningunopodía compararse con aquel. Veía aúnalejarse a Ginebra con su guardia, unamujer abismada en un sueño. Y en esemismo sueño, se juró Agravaine, él ledaría caza.

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CAPÍTULO 40

anzarote llegó ya bienentrada la noche, cuandoGinebra ya casidesesperaba. Paseándosede un lado a otro de lacámara, fue presa delpánico y pensamientostrastornados: Está muerto.No puede ser de otro modo.

He soñado todo esto. Diosa, Madre, osruego que no me lo devolváis paraarrebatármelo de nuevo.

Entonces oyó el aviso de la guardia

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en la puerta exterior y el revuelo de labienvenida en la antecámara cuandoLanzarote llegó acompañado de Bors yLionel. Ginebra se quedó paralizada porel anhelo cuando Ina recibió a loscaballeros y se ofreció a atender a losdos primos mientras se sentaban aesperar. Luego, por fin, la puerta seabrió, y allí estaba él.

Ginebra tuvo la sensación de que loveía por primera vez. Vestido con unatúnica de lana blanca y unaresplandeciente capa dorada, nuncahabía estado más apuesto. La torques deoro de la caballería brillaba en sucuello; anchos brazaletes de oro ceñían

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sus muñecas, y una cinta de oro manteníarecogida su abundante cabellera. AGinebra se le nubló la vista, y la invadióun súbito temor ante lo extraño de lascircunstancias. Luce mis colores, pensó,los colores blanco y oro de la reina,pero ya no lo conozco. Rodeaba sucintura un holgado cinturón de cuerotachonado de oro, y su espada y susespuelas se entrechocaban con unimpaciente tintineo. Desde sus botas desuave piel hasta la apremiante mirada desus ojos castaños, emanaba una luzinterior. Era tan hermoso que Ginebradeseó volver el rostro, ocultarse. Debode parecerle tan vieja, se dijo,

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atormentada. Y él, en cambio, continúatan maravilloso como siempre.

—¡Mi señora!Ginebra se estremeció. Lanzarote se

acercó a ella con una expresión sombríaen los ojos, y Ginebra supo que tambiénél la veía como si nunca antes la hubieravisto. Jamás se había preparado contanto esmero en las horas previas a suvisita. Pero ahora el vestido verdeazulado que había elegido pensando quedaría realce a sus ojos, la larga capablanca con las runas del amor bordadasen oro, las piedras preciosas queadornaban sus dedos, su garganta y sucintura se le antojaban excesivos y a la

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vez insuficientes. Debe de detestar miaspecto, pensó con absolutadesesperación. Seguramente la imagenque recuerda de mí es muy superior a lapresente realidad. Y también lacámara…

Ginebra miró alrededor, y sudesánimo se acrecentó más aún. Esamañana había enviado a los criados albosque a por ramas tiernas, e Ina y ellahabían decorado la habitación como unaenramada. Luego la habían llenado deflores, y en el aire se percibía el aromade las rosas y jacintos silvestres. Entrelas verdes ramas había trenzadoprimorosamente largos zarcillos de

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madreselva, blancos y rosados, yoscuros tallos de hiedra como símbolode la fidelidad. Antes de llegar él,Ginebra había contemplado su obra contierno orgullo, como un lugar donde lareina de los seres fantásticos del bosquepodría haber recibido a su amante. Peroahora…

Ahora Lanzarote se hallaba ante ellay tendió una mano para coger la suya.

—Señora —dijo con tono deadmiración—, ¿cómo es posible quesigáis tan encantadora? —Movió lacabeza en un gesto de pesar, y laslágrimas amenazaron con desbordarsede sus chispeantes ojos—. Mientras que

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yo…A Ginebra se le partió el corazón.

Alzó una mano para enjugarle laslágrimas y luego, sin pronunciar una solapalabra, lo guió hasta su cama.

Yacieron largo rato el uno en brazosdel otro, llorando y susurrandolánguidamente mientras la luna seelevaba en el firmamento. A la postre,llegaron a un lugar demasiado profundopara el llanto. A salvo en el refugio desu abrazo, con la cabeza apoyada contrasu pecho, Ginebra se embebió de lamagia de aquel milagro: Lanzaroteestaba vivo, estaba con ella, estaba allí.Notaba el familiar contacto de su cuerpo

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y reconocía la firmeza de sus costados,sus muslos, su cadera. La inolvidablecurva de su cintura era más pronunciadaa causa de la extrema delgadez, y en lamano con que empuñaba la espada teníacicatrices que no había visto antes. Pesea todo Ginebra sentía correr la sangreimpetuosamente por sus venas. EsLanzarote, mi amor, y está aquí.

Sobre sus cabezas, las oscilantesramas formaban un dosel de suaveverdor. Ávidamente, Ginebra aspiró elfresco aroma del bosque y deseóhallarse con él en cualquier parte menosallí. Intercambiaron una a unaintrascendentes noticias y,

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entrecortadamente, se desvelarontambién el uno al otro la situacióngeneral. Con la voz aún enronquecidapor la enfermedad, Lanzarote narró pasoa paso su peregrinación por TierraSanta, y luego Ginebra recorrió con él,palabra a palabra, el penoso camino deregreso.

Permanecieron largo tiempo enTierra Santa mientras Lanzarote revivíacon ella cada momento de la muerte deGalahad. Ginebra supo entonces que elhijo de Lanzarote estaría con ellos hastael final de sus días, y agachó la cabeza ylo acompañó también en eso.

—Era un niño santo —musitó

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Ginebra—, y su vida fue perfecta, apesar de la brevedad. Ninguno denosotros podrá decir lo mismo cuando lellegue la hora.

Lanzarote la besó con fervor y lloróen su pelo.

Después volvieron a besarse, yGinebra conoció el intenso éxtasis deredescubrirlo, mezclado con lareconfortante sensación de lo que yaconocía. Al principio sus mutuascaricias fueron tiernas y vacilantes,como las de amantes primerizos, y serieron de su propia inseguridad. Peropronto la mano de Lanzarote descendiópor el cuerpo de Ginebra con mayor

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avidez, y ella experimentó unainstantánea excitación ante aquellasviriles caricias. Se vio arquearse ycrecer bajos sus manos. Transportadopor un placer cada vez mayor, Lanzarotese adentró bajo el vestido de ella,apartando la sutil seda para dejar a lavista sus pechos.

—¡Oh, amor mío! —susurró él convoz gutural mientras le besaba una y otravez los ansiosos pezones.

Tendida de espaldas sobre elcolchón, Ginebra se abandonó a él. Ensilencio, Lanzarote se puso en pie de unbrinco y se despojó de su ropa. Luego,con una peculiar reverencia, la ayudó a

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incorporarse y le quitó el vestido.El primer impulso de Ginebra fue

cubrirse. ¿Cuánto tiempo hace que no meve desnuda?, se preguntó. Demasiado,demasiado. Recuerda mi cuerpo talcomo era, pensó, sucumbiendonuevamente al pánico, y despuésconoció también el cuerpo de Elaine…

Ese pensamiento la atormentó, perono pudo apartarlo de su mente. Tengomás de cuarenta años, y ella era aún tanjoven. Su carne debía de ser firme ysuave, mientras que la mía haenvejecido y se ha secado de tantoañorarlo. Madre, Grande, permitid queme ame tal como antes me amaba.

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Diosa, Madre, quedaos junto a mí enestos momentos, sonreídnos esta noche.

Y después supo que la Madre habíaatendido su plegaria. Ya que Lanzarotese entregó a ella con los ojos delresplandeciente desconocido con el quesoñaban sus doncellas y cuya apariciónsuplicaban en sus sueños. Como el reyde los seres fantásticos del bosque, latomó para sí, prodigándole en susurrospalabras de amor y elogio.

—Ma reine… mon coeur —lemusitó al oído—. Ma belle, bellecomme le ciel… la reine du ciel…

Ginebra supo entonces queciertamente era su reina del cielo, su

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belleza, su amor, su amor en el corazóndel amor.

Y entró en su abrazo como reina ymujer a la vez, y Lanzarote la poseyólarga y apasionadamente, como ellaansiaba. Su cuerpo esbelto y moreno lacubrió como un estandarte de amor, yella se sintió dichosa y segura comonunca en su vida. Juntos se dejaronllevar por esa gran ola en la que dos seconvierten en una sola cosa, y volvieronen sí, aún jadeantes, en la orilla opuesta.Después se abrazaron con la vehemenciade los náufragos que han sobrevivido auna atroz tempestad, y él le besó losojos, la boca, los pechos y otra vez los

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ojos.—Ya nunca más me separaré de vos,

mi único amor —le susurró Lanzarote aloído, acompañando sus palabras con uncentenar de besos y dulces gemidos.

Y Ginebra, rebosante desatisfacción, se quedó dormida.

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CAPÍTULO 41

ordred atravesó losclaustros con pasoenérgico, observando lasnubes con preocupación.Había amanecido hacíarato, y el sol se elevaba enel cielo. ¡Aligerad, porDios!, se reprendió,enojado consigo mismo.

Llegáis tarde. Por orden de Arturo,todos los caballeros debíanacompañarlo a la cacería. Y nadie debíahacer esperar al rey, y menos su hijo.

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¡Deprisa, deprisa!No.Mordred se serenó y siguió

caminando con paso relajado yuniforme. De sobra sabía que no eraconveniente andar por ahí con prisas yactitud furtiva: nada confería mayorapariencia de culpabilidad a un hombre.Debía producir la impresión de queestaba dando un brioso y saludablepaseo matutino, y no saliendo ahurtadillas de un lecho prohibido.

Bueno, en realidad no tan prohibido.Al fin y al cabo, la mujer era una viuda,y tampoco él tenía lazos conyugales querespetar. Pero su compañera de placeres

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de la noche anterior supuestamenteguardaba luto por su recién fallecidoseñor, en tanto que él, como todossabían, era el hijo del rey. A decirverdad, el marido de ella había sido elmás indigno de los caballeros deCaerleon, un joven frívolo y vanidosoque había recibido el beso de Excaliburúnicamente porque su padre fue en otrotiempo uno de los más leales caballerosde Arturo. Y la muchacha que Mordredacababa de dejar dormida entre lassábanas revueltas de su cama habíacontraído matrimonio con aquelmequetrefe obligada por su padre.Cuando el aborrecido esposo murió, al

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caer del caballo en una borrachera, lajoven viuda de generosos pechos, sinpérdida de tiempo, captó la atención deMordred y se abrió de piernas para él,así que nadie podía acusar a Mordred deaprovecharse de su congoja. En todocaso, no beneficiaría en nada a suimagen que aquel episodio saliera a laluz. Razón de más, pues, para darlo porconcluido prácticamente antes de queempezara.

La mujer vociferaría y aullaría,naturalmente. Todas lo hacían.

Mordred torció la boca en unamueca de desdén. ¡Qué necias eran lasmujeres, y qué complacientes! ¡Y qué

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poco sabían lo mucho que les gustaba alos hombres oírlas gritar! Su sonrisa diopaso a un resuelto gesto de asentimiento.Sí, la dama en cuestión era ya aguapasada. Como lo eran todas, hasta lasiguiente ocasión.

Su sonrisa se desvaneció. ¿Por quése comportaba de ese modo, sabiendocuáles serían las repercusiones sillegaban a conocerse aquellas escapadassuyas, si Arturo, la personificaciónmisma del espíritu caballeresco, seenteraba de que su hijo frecuentaba a lasrameras o, peor aún, que el heredero deCaerleon y Camelot se había convertidoen un hombre que deshonraba a los

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caballeros de la Tabla Redondaacostándose con sus esposas ydesflorando a las vírgenes a quieneshabía jurado proteger?

Un asomo de náusea convulsionó sualma. ¿Por qué, Mordred, por qué?

De inmediato acudió en su ayuda unafebril necesidad de defenderse. ¿Porqué? ¿Por qué no, si no tengo otra cosaque hacer? ¿Por qué no, si el rey metiene atado de pies y manos como a unpreso?

Dioses del cielo, juró en silenciomientras recorría los claustros del reyacompañado por el canto de los monjes.No habría llegado a aquella situación si

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Arturo le hubiera permitido participaren la búsqueda del Grial. Cualquier otrohombre habría hecho cosas peores queél, mucho peores. Y Mordred actuabasiempre con cautela, siempre.Despreocupadamente, recordó a ladesvergonzada que lo hizo hombre. Ensu época de escudero, una joven criadadel castillo, inepta y lasciva, lo cogiópor sorpresa con la vehemencia de sulujuria, despojándolo de sus calzas y suvirginidad en un único y hábil asalto.Más tarde, encandilada con la absurdaesperanza de llegar a reina, intentómanipularlo, amenazándolo condelatarlo si no se casaba con ella.

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Enfrentándose a la fuerza con la fuerza,ahogando las amenazas de la estúpidafulana con sus propias amenazas y porúltimo engatusándola hasta conseguirdevolverle una apariencia de buenhumor había sido la primera prueba deMordred en el arte de someter lasmentes y los corazones de aquellosnacidos para servirle.

Y había aprendido bien la lección,se recordó. En esa clase de erroresincurrían en su juventud todos loscaballeros, y probablemente le habíaocurrido también en su día al propioArturo. Después de esa primeraexperiencia Mordred se había andado

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con sumo cuidado, y no se había dejadocomprometer nunca más.

Durante años se mantuvo casto yobservó rigurosa y devotamente losideales de la caballería. Honraría atodas las mujeres hasta que encontrara ala dama a quien poder amar, servir yconvertir en su futura reina. ¡Valientenecio!, pensaba ahora con brutaldesprecio de sí mismo. Debía de haberrechazado un millar de magníficasproposiciones en el esfuerzo por seguirfiel a sus juramentos. Y todo para llegara ser un caballero fainéant, un inútilretenido allí por la voluntad de su padre.

Así pues, ¿por qué no buscar un

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momento de placer aquí y allá, siemprey cuando pudiera asegurarse el silencioy la discreción? Si la anterior noche deesparcimiento con la viuda ponía aldescubierto su inconfesable secreto, serecordó, la culpa sería de él, no de ella,por haberse marchado demasiado tarde.Todas sus otras compañeras de juegosde los últimos tiempos mantendrían laboca cerrada, de eso tenía la totalcerteza. La joven doncella a las puertasdel matrimonio cuya virginidad nuncaecharía en falta su enamorado novio, lalujuriosa esposa cuyo marido se hallabaen tierras lejanas o la cortesana quebuscaba privilegios para su esposo

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cuando Mordred fuera rey, todas ellaseran mujeres con sus propias ypoderosas razones para desear mantenerel secreto tanto como él. Sus deberespara con Arturo le parecían muy bien,pero por la noche necesitaba considerarsuya su alma. Un alma que exigía laeterna novedad de la irresistible carnefemenina, la cruel exuberancia denuevos cuerpos bajo el suyo, nuevascriaturas sometidas a su íntimaautoridad.

Pero ¿dónde estaba la mujer que enverdad podría considerar suya, la mujerdigna de su dominación, la mujer de sussueños? Sin duda el destino se la

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revelaría algún día, una mujer de sangrey fuego, hecha de pasión y lágrimas, unamujer leal y valiente hasta la médula.

Una mujer como Ginebra, se leocurrió de pronto.

¿Ginebra?¿Cómo?Sobresaltado, Mordred no pudo

evitar echar un vistazo alrededor. ¿Laesposa de su padre?

Al instante se apresuró aenmendarse. ¡Estáis loco, se dijo conira, si empezáis a pensar de ese modo!Dioses del cielo, la partida de cazaestará ya a punto, todos los caballerosestarán ya esperando, ¡y os dedicáis a

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tales cavilaciones! Olvidaos de todo esoy presentaos ante el rey.

‡ ‡ ‡

—La reina tiene buen aspecto. Y hace undía ideal para montar a caballo.

En el corrillo de caballeros, Lucandio un codazo a Bedivere y dirigió suatención hacia Ginebra. Al otro lado delpatio piafaba nerviosa una eleganteyegua pinta, enjaezada con suntuososarreos de color rojo real. Echando manoa las riendas, Ginebra acarició el suavecuello al animal para tranquilizarlo yluego se recogió la falda del vestido,

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lista ya para montar. Con el rostroarrebolado y los ojos radiantes, reíajunto a Lanzarote. Algo más allá, Bors yLionel aguardaban con el caballo deLanzarote y los suyos propios, amboscon la mirada perdida, absortos en suspensamientos.

Observándolos, Kay palideció,adquiriendo su tez un tono aún másamarillo. Dioses del cielo, ¿qué lepasaba a la reina? ¿Y por qué teníanBors y Lionel ese aire ausente?Descubrió de pronto que prefería nosaberlo, y la ira lo indujo a alejar esospensamientos de su mente.

—La reina está perfectamente, Lucan

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—gruñó—. ¿Es que no podéis pensar enotra cosa que no sea el aspecto de unamujer?

—Mi viejo amigo, no hablamos decualquier mujer —repuso Lucan demejor humor que el que sentía—. Es lareina, la soberana de estas tierras. Susalud es también la nuestra.

Erguido en toda su imponenteestatura junto a Kay, Gawain soltó unaestentórea carcajada.

—Lucan, esas ideas están ancladasen vuestra vieja fe en la Diosa, pero noes lo que la gente piensa en realidad. —Lanzó un despreocupado vistazo aGinebra—. Bien sabe Dios que todos

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deseamos buena salud a la reina. Y enCamelot aún creen que es la reina dereinas. Pero aquí en Caerleon no es másque una mujer y la consorte del rey. —Señaló a Arturo, en el extremo opuestodel patio—. Y mientras el rey estécontento, nosotros lo estamos también,¿no es así, Kay?

Kay no contestó. Enfrente, vioarrodillarse a Lanzarote junto a Ginebray entrelazar las manos a modo deescalón para ayudarla a montar. Desdeel otro lado, Arturo se aproximaba enmedio de un agitado enjambre de monjescon el detestable padre Silvestre a lacabeza, atosigando a Arturo con sus

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exigencias. ¿Acaso podía estar«contento» el rey en talescircunstancias?, se preguntó Kayquejumbrosamente. ¿Cómo podía estarcontento cuando su esposa disfrutabapúblicamente de las atenciones de otrohombre, y él se hallaba acosado yhostigado por sacerdotes?

Una negra sombra se proyectó sobreel empedrado, y apareció Agravaine.

—¿Preparado para la cacería,hermano? —dijo a Gawain con unacortés sonrisa.

Todos los presentes observaron aGawain mientras respondía.

—Preparado como nunca. —Gawain

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hizo un notable esfuerzo por mantenerlas formas—. Y ahora que está aquí elrey, podemos partir en cuanto llegueMordred.

Agravaine asintió con la cabeza.—¿Y la reina? —preguntó con

afectada indiferencia, sin olvidar ni porun instante las instrucciones de Mordred—. Por lo visto, sale a cabalgar, ¿no?

Lucan se rió con satisfacción.—Sí, ella y su doncella van a pasear

solas por el bosque. Llevaba muchotiempo sin hacerlo, y le sentará bien.

Mientras hablaba, Ginebra salió porla puerta del patio seguida de Ina, no sinantes volverse para despedirse de

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Lanzarote con la mano. Tenía los ojoschispeantes y la boca arqueada en unaradiante sonrisa, como si ocultara unasecreta dicha. Lanzarote le dirigió unarígida reverencia y se volvió hacia Borsy Lionel, encontrándose con una ferozmirada del primero que lo obligó adesviar la vista. Se acercó a coger sucaballo, que Lionel tenía sujeto, y seentretuvo en ajustar los estribos y lacincha. Ahora no, Bors, hizo entender asu primo al darle la espalda tanclaramente como si lo hubieraexpresado con palabras. Lo que sea quetenéis que decirme, decidlo más tarde,no aquí.

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¿A qué venía todo aquello? Lacuriosidad de Agravaine despertó depronto, desenroscándose como unaserpiente. Tras el regreso de entre losmuertos de su querido pariente, Borsdebería haber sido el más feliz de loshombres. Y en cambio…

Agravaine miró a Bedivere, quecontemplaba la escena situado en laperiferia del grupo.

—Así que salimos todos de caceríaen cuanto Mordred llegue, ¿no? —comentó con tono cordial.

Bedivere sonrió y movió la cabezaen un gesto de asentimiento.

—Y ahí lo tenemos.

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Los dos se volvieron para observarla alta figura que salía del castillo y seabría paso apresuradamente bajo el solpor el concurrido patio.

—¡Mordred!La expresión de júbilo en el rostro

de Arturo no dejaba lugar a dudas.—¿Dónde os habíais metido,

bribón? —bramó, y su voz resonó en elpatio—. Os habéis quedado dormido,¿no? Y nosotros aquí esperándoos. Avuestra edad, yo nunca quería pasar enla cama más tiempo del imprescindible.Para mí, no había nada como salir decaza.

—En efecto se me han pegado las

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sábanas, señor —admitió Mordred conuna sonrisa de autorreprobación—.Perdonadme. Soy un miserable holgazán.

Arturo se rió a carcajadas.—No hay nada que perdonar. Pero

daos prisa, o perderemos el día. —Sevolvió hacia el padre Silvestre e inclinóla cabeza—. Me alegra oír que vuestrosmonjes avanzan a tan buen ritmo con laiglesia de Avalón. —Hizo una pausa—.La iglesia de San Miguel el Amado en elTor. Será un muy apropiado monumentoen memoria de… —De repente se lesaltaron las lágrimas.

Se produjo un incómodo silencio.Abochornados, los caballeros

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permanecieron inmóviles alrededor, sinsaber qué decir.

Mordred se adelantó.—Padre, si Dios quiere, construiréis

no una sino cien iglesias —proclamócon grandilocuencia—, pero ahora nosreclama la caza, y ya os he retrasadomás de la cuenta. —Se volvió hacia loscaballeros y alzó el brazo—. A vuestroscaballos, señores.

El semblante de Arturo cambió en elacto.

—¡Esto es un hijo! —Echó losbrazos al cuello de Mordred y loestrechó contra sí—. ¡Andando, pues!

Con el rabillo del ojo, Agravaine

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vio a Lanzarote, Bors y Lionel yamontados, aguardando junto a la puerta.De nuevo notó agitarse el gusanillo en suinterior. Cogió a Bedivere de la mangay, como sin darle importancia, señaló alos tres caballeros.

—¿No vienen con nosotros?Bedivere sonrió y movió la cabeza

en un gesto de negación.—No, Lanzarote ha pedido permiso

al rey para salir a cabalgar por sucuenta. Están aún afligidos por lapérdida de Galahad, dice Lanzarote, yprefieren pasear solos por el bosque.

—Sí, naturalmente.Con aparente indiferencia,

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Agravaine se apartó de él. Pero en elfondo de su cerebro, viscosas criaturaspermanecían alerta y trabajabanafanosamente.

Lanzarote va solo al bosque. Lareina va sola al bosque.

La próxima vez que estéis los dossolos, queridos míos, lo sabré.

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CAPÍTULO 42

ioses del cielo, cómo laamaba!

Lanzarote, en medio delbosque, tenía el corazónacelerado, y su almasuspiraba por Ginebra. Oíala llamada de la tierra secabajo sus pies, y pronto, muypronto, yacería allí con su

amor. Alrededor, el sol se derramabadesde un cielo líquido, y los bulliciososinsectos y las pequeñas moscas doradasretozaban alegremente en el aire

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resplandeciente. A la sombra de losárboles se notaba un agradable frescor.Todo el bosque dormitaba bajo el calordel mediodía, emanando el penetrantearoma del saúco y la madreselva.

Lanzarote permanecía tan quieto quesu cuerpo había olvidado hacía ratodónde se hallaba. ¿Cuánto tiempollevaba esperando a Ginebra? No leimportaba, ya que ahora la esperaformaba parte de ella y de su amor porella. Su espíritu alzó el vuelo, y unmillar de fugaces éxtasis se amontonaronen su mente. Ginebra, mi señora;Ginebra, la reina. Si muero ahora, pensóen su estupor, moriré feliz, porque mi

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señora viene a mí, me ama, pronto estaráaquí.

El bosque siguió sumido en susueño. Sólo se oía el zumbido grave yentrecortado de las criaturas aladas y elleve tintineo de los caballos al moverse.En armonía con la tierra, los tresanimales pacían a placer, suspirando acada bocado de dulce y lozana hierbaveraniega. Junto a los caballos, Borsdeambulaba por el claro, lamentando acada paso que Lanzarote hubieraregresado.

—Hermano…Sentado al pie de un árbol,

recostado contra el tronco, Lionel

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observó el rígido porte de Bors, surostro tenso y el brillo amarillento de supiel, y se arrepintió de haber despegadolos labios. En realidad no deseaba decirnada. Y nada de lo que pudiera decircambiaría las cosas.

Pero Bors se dio media vuelta deinmediato y saltó hacia él condesesperación.

—¿Sí?—No, nada.—Pensaba que habíais visto a la

reina —dijo con expresión severa.—No.—En fin, ¿qué otra cosa cabía

esperar? —Bors se golpeó la bota con

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la fusta en un gesto de rabia—. ¿Por quéiba a dignarse llegar a la hora SuMajestad, sabiendo que Lanzarote seríacapaz de aguardarla aquí hasta que todoshayamos muerto?

Soltó una violenta risotada. Elespíritu amable de Lionel rehuyó la irade su hermano.

—Ginebra ha de andarse concuidado —adujo torpemente—. Cuandose citan así, debe dar antes muchosrodeos.

—¿Con cuidado? —repitió Bors, suvoz ahogada por la cólera, y procuróserenarse—. ¡Por todos los Dioses!¡Pero si no hace más que delatarse a

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todas horas con su comportamiento!—Hermano…—Hermano, hermano… bien sabéis

que lo que digo es cierto. Va por lacorte sonriendo por cualquier cosa,exhibiendo su felicidad como unalechera enamorada.

—Eso no los delata —repuso Lionelcon una vaga esperanza de que así fuerapero sin auténtica convicción—. Lagente cree que su dicha se debe alrestablecimiento del rey.

—¿El rey? —prorrumpió Bors—. Esun necio. No ve más allá de sus narices,está ciego como un topo. Se hunde cadavez más en las tinieblas por complacer a

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sus clérigos, y entretanto ha perdido a suesposa y ni siquiera lo sabe. —Iba deacá para allá con movimientosespasmódicos—. Pero es a Lanzarote aquien no alcanzo a comprender. ¿Porqué no es más consciente de lo queocurre?

Lionel asintió con ademán pesaroso.También él había advertido coninquietud las fugaces sonrisas, lastiernas miradas furtivas, el modo en quela reina se apoyaba en el hombro deLanzarote o le tocaba el brazo.

—Sé a qué os referís.Mordiéndose el labio inferior, Bors

continuó dando vueltas al asunto.

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—Ya sabemos que la reina viveajena a todo excepto sus propios deseos,pero Lanzarote debería ver que hay ojosen todas partes.

Una sombra de pesimismo oscurecióla mente de Lionel.

—Y que Agravaine sigue susandanzas con especial interés —comentó con temor.

Bors se detuvo al instante.—¡Dioses, libradnos de los

orcadianos! —imploró—. Son malagente y llevan el rencor en la sangre.Agravaine con gusto jugaría una malapasada a Lanzarote, y detesta además aGawain. Gawain se enorgullece de ser

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el más querido pariente del rey, peroMordred es su heredero… —Seinterrumpió, asaltado por una nuevapreocupación—. Mordred, otro que nose pierde detalle —gimió—. Debemosguardarnos también de él. —Lanzó unarisotada de desesperación—. Sicualquiera de ellos llegara a saber quela reina se ha llevado a Lanzarote a lacama…

Lionel bajó la vista y lamentó nopoder mentir. Pero habría sido incapazde decir «Nunca lo sabrán» aunque lefuera la vida en ello.

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‡ ‡ ‡

Lanzarote, mi verdadero amor, venid ami lado esta noche.

¿Cuán a menudo acudían estaspalabras a los labios de Ginebra, y cuána menudo él fruncía el entrecejo y senegaba?

—Mi señora, debemos ser cautos.Aquel último verano fue

maravilloso, mágico, pródigo en amor,pero el dolor estaba siempre presente.

—¡No me amáis!—Más que a mi vida —aseguraba

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Lanzarote—. Pero he de pensar tambiénen vuestra reputación.

Y en la paz de espíritu de Arturo, seabstenía de añadir. Pero Ginebra sabíaque el afecto de Lanzarote hacia Arturoempeñaba sus horas de felicidad. En elpresente, él ya no se atormentaba con elcódigo de la caballería, que habíadejado de lado. Nunca se lamentaba conla idea de que acostarse con ella eracomo matar a su señor, o de que amarlaequivalía a violar los fraternales lazosque lo unían a los otros caballeros. Peroen el silencio de la tarde, mientras latenía entre sus brazos en lo más hondodel bosque y absorbía su alma con sus

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besos, Ginebra oía sus pensamientosmás profundos y sabía que esasangustias no habían desaparecido.

Sin embargo la plenitud del amorque sentían el uno por el otro bastabapara apartar todo aquello de su mente, almenos cuando estaban solos. Porextraño que pareciera, y más prodigiosoque extraño, después de tantos añosjuntos eran otra vez como amantesrecientes, dominados por un amor tanintenso y trémulo que no podía negarse.Así que ella le suplicaba a menudo«Venid a mi lado esta noche». YLanzarote, pese a sus temores, acudía aella más a menudo de lo que debía, y

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con menor cautela de la que le convenía.Ninguno de ellos reparaba en la

oscura silueta oculta en el umbral de unapuerta, el espía que observaba desde losclaustros, la omnipresente sombra en lanoche. Porque estaban enamorados, y lapasión los cegaba. Y en el fondo de suscorazones ambos intuían que el luminosodía se acercaba a su fin y despuésvendría la oscuridad.

Así que jugaban y reían y recorríanel camino que les estaba destinadodesde hacía mucho tiempo, mientras losdías pasaban como perlas ensartadas enuna cadena de oro, con sus amaneceresrosados, sus purpúreos crepúsculos y

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sus noches estrelladas, mañanas comopétalos de rosa y atardeceres comovioletas. Cada beso era el vuelo de unagolondrina, cada unión carnal unbanquete de fruta veraniega.

Aun entonces contaban los días,notando acercarse la siniestra sombra.Pero mientras el sol brillaba, danzabancomo las efímeras, cuya vida dura sóloun día. Y así prosiguió a lo largo deaquel embriagador verano.

‡ ‡ ‡

—¿Y bien? —Malhumorado, Mordredentró en la reducida habitación,

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indicando a Agravaine que lo siguiera—. ¿Queríais verme a solas? ¿Qué estan urgente, pues? —Con inexplicableresentimiento, echó un vistazo alrededor—. Espero que haya merecido la penavenir a este horrible lugar.

En la lúgubre cámara se respiraba unaire frío y acre. Un oculto rincón de losaposentos del príncipe, destinado a lasconsultas privadas en torno atrascendentes asuntos de estado, la clasede reuniones —pensó Mordred conamargura— que él nunca mantenía. Perocontemplando la mesa de deliberacionessin estrenar, las macizas sillas y lasuntuosa pero descuidada alfombra

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sobre el polvoriento entablado delsuelo, sintió que su ánimo mejoraba.Como mínimo, las paredes eran sólidas.En su última visita a aquella habitación,había yacido en ese mismo suelo conuna gritona virgen, y por más que chillóy gimió, nadie oyó nada.

Al recordarlo, no pudo evitar unamago de regocijo. ¿Cómo se llamaba,la muchacha? Era un nombre cristiano,María o Ana, si la memoria no leengañaba. Tenía que entrar en unconvento aquel mismo día, enviada allípor su padre, deseoso de que su adoradahija permaneciera casta. Si se quedabaencinta, su padre la mataría, de eso

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estaba segura. Pero la desdichada nosabía, en cambio, que eso a Mordred letraía sin cuidado.

—Decidles que ha sido unainmaculada concepción, igual que la deMaría —le había sugerido Mordred,viéndola llorar de miedo—. Sois noviade Cristo, y Dios se os apareció unanoche.

Finalmente, la muchacha escapó poresa vez al destino de las mujeres, ysiguió virgen a ojos de todos. PeroMordred seguía recordando aquellaspalabras como una de sus más jocosasocurrencias. Volvió a reírse.

El rostro de Agravaine se tensó. Se

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ríe de mí, pensó. Sonriendoperversamente, se aseguró de que lapuerta estaba cerrada y luego se volvióhacia el príncipe con una obsequiosareverencia.

—Señor, la noticia que os traigo esdifícil de anunciar y más difícil aún decreer. He supuesto que desearíais hablarde ello en privado.

—Hablad, pues.Agravaine guardó silencio por un

instante. Había ensayado aquella escenaun millar de veces.

—La reina ha llevado a sirLanzarote a su lecho.

—¿Cómo?

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A Mordred se le salieron los ojos delas órbitas. Un mal presentimiento loinvadió, y empezó a temblar. Pero almismo tiempo se reprochaba: Mordred,Mordred, ¿de qué os sorprendéis?

Agravaine le leyó el pensamiento yprosiguió sutilmente.

—Me encargasteis que los vigilara,señor, y eso he hecho. Sir Lanzaroteyace con la reina día y noche. De díaencubren sus visitas Bors y Lionel. Denoche entra furtivamente en el jardín dela reina y sube a su cámara desde allí.

¿Por qué aquello tenía el mismoefecto en él que un golpe en el pecho?Mordred apenas podía respirar.

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—¿Estáis seguro?Una sonrisa de extrema frialdad se

dibujó en los labios de Agravaine.—Señor, podría daros las fechas y

las horas de sus citas en la corte. Se ventambién en el bosque, pero allí no hepodido seguirlo. La reina zigzagueacomo una avefría para ocultar su rastro,y a Lanzarote lo custodian Bors yLionel. —Dejó escapar el aire de lospulmones con un silbido—. Pero sonamantes, a ese respecto me jugaría lavida.

—¿La vida, Agravaine? Esperemosque no sea necesario llegar a ese punto.—Mordred recobraba lentamente la

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calma. ¿Qué más le daba a él con quiénse acostara la reina? Cómo usar esehecho contra ella era lo único queimportaba—. ¿Sólo vos lo habéis visto?

—Sí.—¿No hay, pues, otros testigos? ¿Ni

pruebas? —dijo Mordred, y se rió condesdén.

Una convulsión sacudió el alma deAgravaine. Por norma, mataba aquienquiera que se riese de él. Peroahora eso no podía hacerlo. Así queotros tendrían que pagar por ello. Movióla cabeza en un gesto de negación.

—Todavía no, mi señor.Mordred se apartó de él y fue a

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sentarse en la silla más cercana.—Es extraño —comentó con un tono

desagradable—. Pensaba que los teníaisa vuestra merced. —Alzó la cabeza ydirigió a Agravaine una zahirientemirada—. Pero en realidad…

—Son astutos, mi señor, y obran consuma cautela. No ha sido fácildescubrirlo.

—En el supuesto de que exista —puntualizó Mordred con sorna—. Asíque Lanzarote visita a Ginebra… ¿Y esoqué demuestra? Es la reina; él es sucaballero. Así son las cosas en la corte.El rey vive acosado por sus monjes, quequieren que mande construir un centenar

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de iglesias en memoria de Amir. La vidacortesana ha ido anquilosándose, y nohay un solo torneo a la vista. La reinadesea compañía, y Lanzarote debeobedecer.

Los ojos de Agravaine parecíanpuntos de fuego negro.

—Puedo demostrarlo, señor… convuestra ayuda.

Mordred se puso tenso.—¿Cómo?—Acompañad al rey en una cacería

que lo aleje a considerable distancia delcastillo. Lanzarote presentará algunaexcusa para quedarse. Proporcionadmeuna docena de hombres aptos, y en

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vuestra ausencia los sorprenderé infraganti en la cámara de la reina. Lospondré en vuestras manos.

¡Excelente idea!, pensó Mordred convivo entusiasmo. Cuando Lanzarotecayera en desgracia y Ginebra fuerarepudiada, Arturo sería suyo ysolamente suyo. Y en cuanto se adueñarade la voluntad de Arturo, también elreino le pertenecería. El rey Mordredsería ya una realidad, y no una remotaesperanza.

Rey Mordred.Dios salve al rey.Cegado por el ferviente deseo,

Mordred sintió que le daba vueltas la

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cabeza. Tuvo la sensación de que la vozde Agravaine le llegaba desde muylejos.

—¿Lo haréis, mi señor?—¿Que si lo haré? —Al igual que un

topo, Mordred fijó la mirada en laoscuridad y tomó una decisión.Sonriendo, contestó—: Lo haré, claroque lo haré.

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CAPÍTULO 43

na cacería en el BosqueHerido? —Asaltado por uninusitado entusiasmo,Arturo entornó los ojos yrecorrió a sus caballeroscon una penetrante mirada—. ¿Y bien? ¿A qué vienenesas caras de asombro? Yahabéis oído al príncipe

Mordred. —Soltó una carcajada desatisfacción—. No voy por allí desdehace veinte… no, treinta años.

—Y por una buena razón, mi señor

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—se apresuró a recordar Kay—. Es unlargo viaje, demasiado para ir y volveren el día.

—¿Cómo? ¿Acaso pensáis quesomos demasiado viejos para pasar unanoche al raso? —objetó Arturo consemblante amenazador.

—¡Eso nunca, señor! —Desternillándose de risa, Gawain diouna cordial palmada en el hombro a Kay—. A Kay simplemente le asusta que supierna maltrecha no resista el esfuerzo.Sólo por eso se queja de la grandistancia.

A Arturo le bastó escrutarbrevemente el rostro de Kay para saber

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que así era.—Iremos a paso tranquilo, Kay —

prometió, conmovido al ver susfacciones contraídas en una pesarosaexpresión—. Pero el Bosque Herido…¡Dios santo, sería una magnífica cacería!

‡ ‡ ‡

Venid a mi lado esta noche.La reina lo había citado ya con dulce

insistencia. Arrugando la frente,Lanzarote se dio media vuelta, se apartóde la ventana y se sentó en la estrechacama. Sentado junto a él, Bors tenía lacabeza hundida entre las manos. Desde

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el austero camastro colocado contra lapared opuesta, Lionel los observaba consemblante atribulado. En los exiguosaposentos de los caballeros, serespiraba un palpable malestar.

Lanzarote movió la cabeza en ungesto de desolación.

—Debéis ir, vos y Lionel.Bors no pestañeó siquiera.—Nuestro sitio está a vuestro lado

—masculló, empecinado.Lanzarote sonrió.—Pero yo estaré con la reina. —

Hizo una pausa—. Y vos y Lionel yahabéis perdido demasiado tiempo a miservicio. —Volvió la cabeza hacia la

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ventana abierta, a través de la cualpenetraba el intenso aroma del otoño,arrastrado por la brisa desde el bosque—. El verano ha terminado, y pronto yano habrá más cacerías. Disfrutaréis delviaje, y el rey confía en que loacompañéis.

—¿Y vos?—Le diré que no estoy en

disposición de salir de caza.Bors apretó los puños, procurando

no mirar a Lanzarote.—Primo, os lo suplico, no acudáis

junto a la reina esta vez.—¿Que no acuda junto a la reina?Bors mantuvo la vista fija en el

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suelo. ¿Cómo podía convencer aLanzarote de algo que él mismo eraincapaz de precisar, una vaga sombradesvaneciéndose en la penumbra, lasensación de que alguien los observabacuando de hecho no había nadie cerca?¿No comprendéis lo afortunado quehabéis sido durante todos estos años?,deseó preguntar a voz en grito. Peroahora las cosas son distintas. El mundoha cambiado, y nuestros tiempos hanquedado atrás. Tarde o temprano saldrátodo a la luz.

Una voz de franca incredulidad llegóa sus oídos.

—¿Que no vaya a ver a mi señora

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Ginebra?A su pesar, Bors alzó la vista.

Acongojado por la expresión quedescubrió en el rostro de Lanzarote,adivinó lo que diría a continuación.

—Es mi obligación, Bors. Miobligación.

‡ ‡ ‡

Así es.Así es.Buena caza, Arturo. Hoy no

capturaréis más que dolor.A gran altura, el espíritu planeaba en

círculo sobre sus cabezas, riéndose del

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espectáculo. Abajo, la columna seadentraba en el bosque acompañada deltintineo de los arneses. Arturoencabezaba la marcha, flanqueado porMordred y Gawain y seguido por unafila de animados caballeros.

Arturo contemplaba el paisaje conhonda satisfacción. El sol surcaba elcielo entre las nubes blancas y el mundoentero se mostraba radiante a sus ojos.No vio la corneja que se cernía en elaire sobre ellos, el enorme cuervo negroque los observaba desde lo alto. Sólovio los Montes Negros de las tierrasgalesas bajo el sol lejano, y las millas ymillas de verdes y plácidos parajes que

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lo separaban de allí. Al final del caminolos aguardaba la astuta presa y elalborozo de la veloz persecución, ojosmedrosos y fieros colmillos corriendo aesconderse en la espesura, el excelentejabalí acorralado por fin, y por último elanochecer. Con tan numerosa partida decaballeros, se cobrarían dos jabalíes oincluso tres, y las generosas raciones decarne asada impregnarían con su aromael aire de la noche. Rodeado de aquellosque tanto lo apreciaban, y sin una solapreocupación en el mundo, Arturo tuvola sensación de que nunca en su vidahabía sido más feliz.

El cuervo que los había seguido

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desde Caerleon, los sobrevolaba ahora abaja altura. Cuando abandonaban elcamino abierto para penetrar en elacogedor refugio formado por las copasde los árboles, la sombra del ave seproyectó sobre Arturo, que de prontoexperimentó una extraña tristeza.

—Lanzarote debería estar aquí —selamentó, exhalando un quejumbrososuspiro.

Mordred asintió compasivamente.—Debería, sí. —Eligió las palabras

con sumo cuidado—. Me temo que sirLanzarote no es el que era. Su corazónno está ya con Vuestra Majestad.

Arturo le dirigió una mirada de

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sorpresa.—¿Cómo?Mordred adoptó una expresión de

inquietud.—¿Cuándo hasta la fecha había

hecho ascos sir Lanzarote a una jornadade caza? —Mordred movió la cabeza enun gesto de desolación—. Y a menosque esté enfermo, su obligación esacompañar a su rey.

—Señor, con vuestro permiso. —Gawain espoleó al caballo paracolocarse a la par—. Lanzarote es elalma más leal que existe —afirmóefusivamente. Volviéndose haciaMordred, añadió—: Tomad esto en

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consideración, príncipe. Un hombreconoce al hijo cuya existencia nisiquiera conocía y un tiempo después vemorir al muchacho en sus brazos. —Prorrumpió en una de sus estridentescarcajadas—. Los hijos de las Orcadasno somos gente de corazón blando, peropocos le encontraríamos placer a la vidatras una experiencia así.

«Los hijos de las Orcadas». La frasellegó a oídos de Bors, que cabalgabadetrás de Gawain. De pronto sesobresaltó. Gawain está ahí delante conel rey, y Gaheris y Gareth ocupantambién sus puestos en la fila, se dijo.Pero el día en que Lanzarote va a

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reunirse con la reina, ¿dónde estáAgravaine?

Ante él, Arturo formulaba esa mismapregunta a Gawain.

—Trastornos de estómago, dice. —Gawain se echó a reír, regodeándose sinel menor disimulo—. Esta mañana me hahecho llegar un mensaje para pedirmeque presentara disculpas en su nombre aVuestra Majestad. Pero ya conocéis aAgravaine… siempre tiene el humoravinagrado.

Bors sintió un espasmo de miedo enlas entrañas. No se atrevía a mirar aLionel a los ojos, pero oía lospensamientos de su hermano con igual

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claridad que los suyos propios. «Yaconocéis a Agravaine».

Una aciaga premonición asaltó aBors, que ahogó una exclamación deangustia.

¿Conocemos realmente aAgravaine?, se preguntó.

Diosa, Madre, ayúdanos. Si deverdad lo conociéramos…

‡ ‡ ‡

¿Qué hora era?Ginebra despertó en un cálido

charco de oro. Normalmente selevantaba al amanecer o incluso antes,

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pero aquel día el sol se elevaba yasobre el horizonte, derramandobendiciones sin mesura a través de laventana. ¿Por qué la había dejadodormir Ina hasta tan tarde?

La dulce respuesta cobraba ya formaentre las brumas del sueño. Ina sabe queLanzarote vendrá esta noche. A lo largode todos estos años han sido tancontadas las ocasiones en que mi amorha podido tenerme entre sus brazos lanoche entera. Ina sabía que yo desearíaestar descansada y contenta para cuandoél llegue. Y si llegara en este mismomomento, no me parecería demasiadopronto.

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Bostezó perezosamente y se estirócomo un gato. Notó sus pechos, su carne,preparados y firmes. Extendía ya losbrazos hacia él, y sus dedos soñaban consu piel, su cara, su pelo. Pero ¿en qué seentretendría hasta la llegada deLanzarote? Rodó sobre el colchón,dejando vagar su mente, y llamó a Ina.

Aquel día el tiempo transcurrió decien maneras distintas, todas ellasgratas. Con Ina, revisó su guardarropavestido a vestido. Burlándose de símisma se preguntó si Lanzarote laabandonaría si llegaba a desagradarle laropa que ella se ponía. Finalmente sedecidió por el vestido que de hecho

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tenía ya pensado desde el principio, unode gran sencillez cuya belleza estribabaen el color de la seda, un auténticoverde bosque. Eligió joyas tambiénsencillas, jugueteando con la idea de queasí se vestiría para Lanzarote en JoyousGarde.

Ya que siempre había acariciado ladébil esperanza de que algún día viviríacon Lanzarote como su esposa.Compartirían el castillo de él y, comomarido y mujer, tratarían conbenevolencia a cuantos habitaban enmillas y millas a la redonda. Manteníaese frágil sueño guardado bajo llave enun profundo rincón de su mente, y nunca

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se lo había contado a Ina, y muchomenos a Lanzarote. Sin embargo, a lavez, sabía que el sueño nunca serealizaría.

Oyó la voz de la Señora desde algúnlugar lejano, repitiéndose la advertenciade otro tiempo: Ay, Ginebra, no soiscomo las demás mujeres. El futuro osdeparará un gran y poderoso amor, unamor que no podéis concebir… que noos atreveríais siquiera a imaginar…

Ese gran amor le había llegado, y loconservaba aún, de hecho más vivo quenunca desde el regreso de Lanzarote.¿Por qué, pues, había de esperar que sele concediera el más modesto consuelo

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de la convivencia bajo un mismo techo?En cualquier caso, dispondremos de

esta noche.Esta noche será mío.Se llevó a los labios el anillo que

simbolizaba su compromiso conLanzarote y besó el frío ópalo concorazón agradecido. Esa noche era unobsequio que ninguno de los dosesperaba, una rara ocasión que nopensaban que llegase. Esa noche seríauno de esos momentos que nuncaolvidarían.

Así pues, había ordenado a Ina queperfumara la cámara con la fragancia delas reinas del País del Verano desde

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tiempos inmemoriales. Ahora elpenetrante aroma del pachulí sedesprendía de las cortinas, lasalfombras y las colgaduras del dosel dela cama, y también de su propio cuerpocuando se movía, de sus muñecas, sussienes y su cuello. Su piel resplandecía,igual que cada mechón de su cabelloclaro. Doncella y señora rieron juntas deaquello. ¿Realmente necesitaban parasus afeites el caro azafrán importado deOriente cuando Lanzarote la amaba tanincondicionalmente tal como era?

Cuando él llegó, Ginebra loesperaba ya preparada, su vestido, supeinado y sus joyas todo lo exquisitos

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que podían ser, su corazón impacientecomo una damisela en junio. Lanzarotehabía accedido a los aposentos realesdando un rodeo por pasillos secundariosque carecían de vigilancia en ausenciadel rey, e instantes después de queGinebra oyera el primer atisbo de sussigilosos pasos, él se encontraba ya ensus brazos.

—¡Oh, amor mío!Ginebra lo cubrió de besos y lo

estrechó contra su corazón. Lanzarotevestía una sencilla túnica de lana y unacapa, y cada fibra emanaba su adorableolor. Con Ina de guardia en laantecámara y sus hombres de armas

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apostados ante la puerta exterior,estaban realmente solos. Ginebra alzó elrostro para que él la besara,maravillándose del milagro de tenerloallí. Lanzarote estaba allí, era suyo, y enlas próximas horas no habría para ellosmás que placer. Después Ginebra supoque no había sido más feliz en toda suvida.

Lanzarote la abrazó con vehemenciay la besó hasta cortarle la respiración.Cuando por fin la soltó, Ginebra reía yjadeaba al mismo tiempo.

—Lanzarote… —empezó a decir, yentonces advirtió la expresión de surostro. Alarmada, exclamó—: ¿Qué

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ocurre?Lanzarote le selló las labios con los

suyos para impedirle seguir hablando yluego la atrajo hacia sí y le besó lacabeza una y otra vez. Percibiendo suagitada respiración, Ginebra supo queLanzarote tenía algo que decirle. Cuandoella echó atrás la cabeza para mirarlo,una lágrima de Lanzarote le cayó en lacara.

—Mi señora… —titubeó él con lavoz tan empañada que Ginebra habríaprorrumpido en gritos de dolor.

—Sea lo que sea, no lo digáis —rogó ella—. Todavía no.

—Señora, he de… debo irme.

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Ginebra dejó escapar un gemido y loapartó de un violento empujón.

—Jurasteis que jamás meabandonaríais.

—Y jamás os abandonaré, al menoscon el corazón. Pero este amor nuestroestá poniéndoos en peligro. Hemos sidodemasiado felices.

Ginebra se llevó la mano a la boca.—¿Qué queréis decir?Lanzarote desvió la mirada. Apenas

sabía por dónde comenzar.Porque mi primo, para vergüenza

suya y mía, me suplicó que no vinieraesta noche.

Porque Bors nunca me habría

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hablado así si no sintiera un profundotemor, no por sí mismo sino pornosotros.

Porque su advertencia me abrió losojos a un centenar de detalles que menegaba a ver: la sombra bajo el arco enpenumbra, la figura embozada en elclaustro a medianoche, los ladridos delos perros del castillo a algún espíainvisible.

A partir de ese momento, Lanzaroteno pudo ya poner freno a la avalanchade recuerdos, cada uno como unasentencia de muerte. Percibía lapresencia del enemigo con cada nervioy cada tendón de su cuerpo, y tenía la

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total certeza de que lo habían estadoobservando. Y cualquiera que hubiesepermanecido atento a sus idas y venidashabría visto que frecuentaba lacompañía de la reina. ¡Necio,Lanzarote!, se reprochó con inútil rabia.¡Necio y ciego! Había delatado su amory comprometido a la reina. Había puestoen peligro a lo único que amaba en elmundo.

¿Y qué podía decirle ahora aGinebra? ¿Mi primo Bors opina quedebemos separarnos? Los celosconstituían como mínimo la mitad delamor de Ginebra. Ofendida, exhibía lacólera de una diosa. Ya de por sí sentía

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escaso aprecio por Bors. ¿Qué ocurriríasi volcaba toda su ira en la cabeza deBors?

Incluso en los más grandes amores,ciertas cosas debían mantenerse ensecreto. Compadeciéndose de su propiadebilidad y la de ella, Lanzarote lecogió las manos.

—He comprendido el peligro,señora, eso es todo.

El peligro.Ginebra se sintió desfallecer. Se le

nubló la vista, y el olor del agua lereveló que estaba de nuevo en Avalón.Pero a la luz de la luna vio que el lagoera ahora una charca salobre, y el río

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que vertía en él sus aguas, poco más queuna triste acequia. Sobre su negrasuperficie flotaba una barca aún másnegra, y en ella yacía una figura envueltaen telas de color azabache. Cuatroreinas velaban a la forma dormida y unmillar de destellos dorados surcaban laoscuridad. Diademas de oro sujetabanlos velos de las cuatro mujeres, ytambién lucían adornos de oro en dedos,muñecas y cintura. En la barca, ladurmiente amortajada llevaba una grancorona de oro, rematada por un dragónde rubíes con los ojos de esmeraldas.

Ginebra intentó hablar, pero de suslabios escapó sólo un gemido. La corona

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con su cresta de dragón… la conocía.Era…

Y conocía asimismo a todas lasreinas, y a una muy en particular.

Al cabo de un momento la escena leestremeció y se desvaneció, devoradapor el fuego. Grandes llamas lamían ellago, la barca, y toda su visióndesapareció tras una cortina de fuego.Las llamaradas se acercaban ya a ella,lamiéndole los pies. El calor ascendiópor su cuerpo y prendió en el cabello.Le ardía la cara, y la piel empezaba aagrietársele. Advirtió entonces queestaban quemándola viva en la hoguera,atada de pies y manos. Sus ojos

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estallaron, y sólo quedó su voz. Echóatrás la cabeza y aulló.

Salvadme.Salvadme.—Señora, señora…Diosa, Madre, gracias.Se hallaba en los brazos de

Lanzarote, tendida en su cama. Tenía elrostro encendido y la frente bañada ensudor. Lanzarote le besaba los ojos y leacariciaba los miembros temblorosos.La tranquilizó con tiernas palabras yarrullos hasta que el horror desapareció.

Luego yacieron juntos sin hablar,pues él sabía que no debía preguntarlecuál había sido la visión. Menos aún

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deseaba conocer qué significado leatribuía Ginebra. Un rato despuésrecobró la calma y tomó una copa delicor para fortalecer su pobre corazón.Lanzarote siguió estrechándola entre susbrazos, y en susurros acordaron que éldebía marcharse. Regresaría a su reinocon Bors y Lionel y permanecería allíhasta que las sospechas se disiparan.Ginebra sabía que habría de pasarmucho tiempo. Pero sabía asimismo queLanzarote había tomado la decisióncorrecta.

Partiría a la mañana siguiente. Asíque ésa sería su última noche juntosantes de una separación de por vida.

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Una noche inolvidable, sin duda, perono en el sentido que ella preveía horasantes.

—Hacedme el amor ahora —suplicóGinebra, y deslizó su mano en la de él.

Lanzarote respondió de inmediato asu contacto. Pero tras la primera oleadade pasión, no desearon ya apresurarse.Él la poseyó más lenta y tiernamente quenunca, cada beso como una lágrima,cada caricia una larga despedida. Lallevó al éxtasis una y otra vez, hasta queGinebra lloró en sus brazos y él reposóen silencio entre los de ella.

En la profunda sensación de paz quelos invadió entonces, Ginebra casi

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olvidó su tenebrosa visión, elpresentimiento de peligro inminente, y laordalía del agua y el fuego. Se quedaronlos dos dormidos, y ella soñó queviajaban cogidos de la mano a JoyousGarde albergando un millar de vanasesperanzas sobre el futuro.

Durmió tan profundamente que llegócasi a abstraerse de todo.

Pero cuando llegó el horror, supoque era real.

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CAPÍTULO 44

e oyeron unos golpes.—¡Traidores,

despertad!Ginebra olió en el aire

el cercano amanecer. Peroen la cámara la oscuridadera aún total. Alguienaporreaba atronadoramentela puerta.

—¡Sir Lanzarote, traidor, entregaos!Al instante abandonaron la cama y se

vistieron.—¿Qué ocurre? —farfulló Ginebra,

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aturdida.—No importa —respondió él con

voz ronca—. Están aquí.—Pero ¿dónde está Ina? —preguntó

ella, y simultáneamente supo larespuesta: maniatada o muerta.Temblando, señaló hacia la ventana—.Salid por allí.

Pero Lanzarote se encontraba ya amedio camino. Al cabo de un momentose volvió con semblante glacial.

—Abajo se han apostado cuatro deellos.

—¿Quiénes son?—Hombres de Mordred.—¿De Mordred? —repitió Ginebra

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con voz entrecortada—. Pero ¿por qué?Mordred se ha marchado con el rey.

—¿Quién sabe?—¡Abrid la puerta! —gritaban desde

fuera. El fragor de los guanteletes demalla había cobrado mayor estridencia,y una docena de empuñaduras de espadase había sumado al insistente golpeteo.

Lanzarote, desesperado, echó unvistazo alrededor.

—Están todos armados, y yo sólo hetraído mi espada. —Soltó una ronca yabsurda risotada—. Y en la cámara deuna dama no hay ninguna armadura enuna ocasión como esta.

—Oh, Lanzarote —dijo Ginebra

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entre la risa y el llanto—, ahí fuera hayun escuadrón completo, y vos estáissolo. —El recuerdo de la visión de lanoche anterior le abrasaba la mente, y depronto comprendió su significado—. Osmatarán, y yo iré a la hoguera.

Se tapó la boca con los puños paraahogar un grito. Diosa, Madre, tomad mivida y dejad vivir a mi amado.

—¡Señora, señora! —Lanzarotecorrió hasta ella y la abrazó—. Simuero, huid a Francia con Bors y Lionel.Estarán a vuestro servicio hasta el finalde sus días. En Pequeña Bretaña podéisvivir en mis tierras como una reina. —La besó con fervor—. Sólo os pido que

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os acordéis de mí cuando estéis allí yrecéis a la Madre por mi alma.

—¿Creéis que yo desearé vivir sivos morís? —Sollozando, lo apartó desí y volvió a estrecharlo contra su pecho—. Amor mío, esperadme en el OtroMundo.

—Señora, allí os estaré esperando.—Lanzarote esbozó una sesgada sonrisa—. Y ahora permitidme que venda mivida tan cara como me sea posible.Pienso llevarme a unos cuantosconmigo. —Empuñó su espada y seenrolló la capa en torno al brazo—.Cuando abra la puerta, estad preparadapara cerrar otra vez en el acto.

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Fuera, los golpes eran yaensordecedores, y los paneles de lapuerta comenzaban a ceder. Lanzarote,con la mano en la llave, se dispuso aabrir. Por unos segundos escuchó elvocerío y las amenazas procedentes delexterior.

—Ya os oigo —dijo por fin con vozpotente—. Ahora prestad atención.

Se produjo un silencio sepulcral, sinduda en respuesta a una seña delinvisible cabecilla del grupo. Acontinuación sonó una voz que tantoGinebra como Lanzarote conocían bien.

—Sir Lanzarote, no tenéis excusaalguna. Os hemos sorprendido en

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compañía de la reina. Debéis abrirnos.Dejadnos entrar, e intercederé por vosante el rey. Lo persuadiré para que ostrate con misericordia y perdone vuestramiserable vida.

¡Agravaine!, pensó Ginebra,llevándose las manos a la cabeza. ¡Oh,mi alma profética!

¿Cuánto tiempo hacía que aquelhombre aparecía en sus pesadillas?

—¡No le creáis! —advirtió aLanzarote, formando las palabras conlos labios desesperadamente.

Lanzarote se echó a reír.—Jamás —musitó él con desdén, y

se volvió de nuevo hacia la puerta—.

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Escuchad, señor, y contened a vuestrosmastines. Voy a aceptar vuestroofrecimiento de misericordia y salir deesta habitación.

—¿Desarmado? —preguntóAgravaine con voz ahogada desde elotro lado de la puerta.

—Desarmado —confirmó Lanzarote—. Me acojo a vuestros principioscaballerescos.

—Contad con ello —respondióAgravaine—, por mi juramento comocaballero.

—Muy bien.Avisando antes a Ginebra con un

tenso gesto de asentimiento, Lanzarote

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desechó la llave. Al abrir, se agachó yfintó a un lado. Un filo rehiló en el aire.Espada en mano, Agravaine irrumpiópor la puerta con intención asesina.

—¡Me habéis prometidomisericordia! —exclamó Lanzarote,agachándose de nuevo para esquivar laestocada—. ¡Ésa ha sido vuestra últimamentira, Agravaine!

Irguiéndose, Lanzarote agarró aAgravaine por el cuello y, de unviolento tirón, lo atrajo hacia el interiorde la cámara. Los caballeros armadosque lo acompañaban, apiñados detrás deél, permanecieron inmóviles,desconcertados por el imprevisto

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destino de su cabecilla. Antes de quereaccionaran, Ginebra cerró de unportazo y echó la llave. Perdiendo elequilibrio, Agravaine cayó de bruces.Al instante forcejeó por levantarse. PeroLanzarote le plantó un pie en los riñonesy hundió limpiamente su espada a travésde los huesos del cuello.

Un leve e indistinto sonido escapóde la boca de Agravaine, seguido de unabocanada de sangre. Luego el largotorso se convulsionó, y Agravaineexpiró. Ginebra contempló el alborotadocabello negro en el reluciente charcorojo que se extendía sobre las losas y,por un momento, un abrumador pesar

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invadió su corazón. ¡Qué muerte,Agravaine, revolcándoos en la traición yel engaño!, pensó. De repente se acordóde Morgause, la desaparecida madre delos orcadianos, y se redobló su pena.¡Vaya hijo fuisteis para ella, Agravaine!¡Y vaya un modo de morir, de brucessobre la fría piedra, para el hijo decualquier madre!

—¡Deprisa, señora!Lanzarote, ya de rodillas, colocaba

cara arriba el cuerpo de Agravaine. Consus fuertes dedos, empezó a desabrocharfebrilmente las correas y hebillas de laarmadura del cadáver. Con apremio,señaló a Ginebra el escudo prendido del

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brazo de Agravaine.—¡Deprisa, mi señora! ¡Tan deprisa

como os sea posible!Fuera, el momentáneo silencio había

dado paso a una ruidosa demostraciónde cólera.

—¡Debemos entrar! —vociferaban—. ¡Tiene a Agravaine!

—¡Echemos la puerta abajo! ¿Conqué podemos derribarla?

Empezaron de nuevo a aporrear lapuerta en medio de un gran alboroto. Depronto Ginebra y Lanzarote oyeron unruido más seco y potente.

Por lo visto, un banco de laantecámara hacía las veces de ariete. Un

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sonoro chasquido les indicó que lapuerta estaba a punto de ceder.

—¡Deprisa! —insistió Lanzarote,jadeando—. ¡Ayudadme!

Con la ayuda de Ginebra, Lanzarotese colocó la armadura del muerto piezaa pieza, guarneciéndose primero brazosy piernas y ajustándose luego el peto, lashombreras y la celada. Ginebrarecordaría siempre su propionerviosismo mientras pugnaba con lasrebeldes correas de cuero, oyendoresonar en su cabeza los golpes delariete.

—¿Preparada? —preguntóLanzarote, ya armado y encaminándose

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hacia la puerta.Ginebra asintió, cogió la espada de

Agravaine y se situó detrás de Lanzarotepara cubrirle el flanco.

A una señal de él, Ginebra abrió lapuerta de par en par. En el umbral, conla espada y la daga a punto, aguardabauno de los principales compinches deMordred, Ozark, el de la cara de hurón.Ya con la espada en alto, Lanzarote ledescargó tal golpe que el filo partió elyelmo de Ozark y se hendió en sucráneo. Con una fúnebre mueca, elcaballero cayó muerto en el polvo. En elmismo movimiento, Lanzarote paró elataque del caballero que estaba junto a

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Ozark y lo abatió de dos ferocesacometidas. Con gritos de alarma, loscaballeros restantes se apresuraron alanzar a un lado el ariete y armarsecontra el temible torbellino que habíaaparecido ante ellos. Pero Lanzarote,con tajos, estocadas y molinetes, luchósin cesar hasta que todos yacían muertosy mutilados a sus pies.

Ginebra dejó caer su espada,notando que el terror daba paso a unangustioso estado de aturdimientodesconocido hasta entonces para ella.Aun así, cuando Lanzarote habló,Ginebra tuvo la impresión de que yahabía oído aquellas palabras mil vidas

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antes.—Para nosotros esto es el fin, mi

señora, el fin de nuestro largo y sinceroamor.

El fin…Para nosotros es el fin…Para nuestro amor…Ginebra clavó en él la mirada. Tenía

el peto, el yelmo y la espada manchadosde sangre. En contraste con aquel vivocolor rojo, su rostro parecía tan pálidocomo los de los cadáveres caídos a suspies. Envainó la espada, arrojó al suelolos guanteletes y, exánime, volvió aentrar con ella en la cámara.

—A partir de ahora el rey será mi

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eterno enemigo —dijo con la vozempañada—. Y seguramente tambiénvos, señora, seréis blanco de su ira.Venid conmigo a mi reino. Allí podréprotegeros.

Oh, Lanzarote, pensó Ginebra,inmóvil.

Él le cogió las manos.—Ahora estáis en peligro. Los

cristianos…—¿Qué pueden hacerme? Aquí soy

aún la reina. —Volvió la cabeza coninconsciente altivez—. Una reina nopuede abandonar su reino.

Lanzarote se dejó llevar por elcansancio y la frustración.

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—¡Por todos los Dioses, señora, noestáis en Camelot!

—Pero estaré allí esta noche. —Lainvadió una tristeza semejante a lamuerte—. Debo dejar a Arturo y ocuparde nuevo mi trono. Viviremosseparados, cada uno en su propio reino,Arturo en Caerleon y yo en Camelot. Yvos… —Asustada, reparó de pronto enel rostro ceniciento y los temblorososmiembros de Lanzarote—. Amor mío,debéis marcharos. Alejaos de aquí antesde que regrese Arturo.

Él lanzó una carcajada deincredulidad.

—¿Marcharme? Eso sólo les

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serviría como prueba de miculpabilidad. No, mi señora. Deboquedarme para defenderos.

—¡Lanzarote, recapacitad! —instóGinebra con desesperación. Señaló elcadáver que yacía en el suelo—. Arturopodría condenaros a muerte por elasesinato de un miembro de su familia.Y aun si él no lo hace, los orcadianosjurarán vengar la muerte de Agravainecuando se enteren de lo ocurrido.

Lanzarote esbozó una lúgubresonrisa.

—Puedo vencer a Gawain. Inclusosería capaz de enfrentarme a los tres almismo tiempo. He de permanecer aquí

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por vos.—¡Los odios de sangre no se rigen

por las normas de la caballería! A lamenor ocasión, os tenderán unaemboscada con cien hombres. Debéisiros si queréis salvar vuestra vida.

—No, mi señora.—¡No permitiré que muráis! —aulló

Ginebra, echando atrás la cabeza—. Pormi bien, si no por el vuestro, Lanzarote,os ordeno que os vayáis de aquíinmediatamente.

Lanzarote intentó cogerle la mano,pero ella la retiró.

—Ahora soy vuestra reina, novuestra amante. Marchaos.

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—¡Dioses del cielo! —gimióLanzarote—. Señora, os preocupa queGawain me mate, pero me matáis vosobligándome a dejaros.

—Ya basta.—¿Debemos separarnos?—Sí.—Así sea, mi señora. —La estrechó

entre sus brazos—. Pero oíd antes mijuramento. Estéis donde estéis, pensaréen vos. Mientras viva, cada día rezarépor vos al amanecer y os honraré con lamirada puesta en el lucero del amor alanochecer. En mis plegarias rogaré quealgún día seáis mía. Hasta ese momentoviviré siempre por vos. —Se besaron

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como nunca antes—. Adiós.Cegada por las lágrimas, Ginebra

sólo vio alejarse rápidamente una altasilueta con su reluciente armadura ymanchas de sangre. Dejándose caer alsuelo, se apoyó contra la pared,convencida de que su espalda, su cabezay su corazón estaban sin duda a punto deromperse. Imperceptiblemente, eltiempo entró en una nueva dimensión.Ya sin lágrimas en los ojos, flotó a laderiva en las vastas regiones del dolorinexplorado, la vida sin Arturo, la vidasin Lanzarote…

Debo ir a Camelot.Ay, pequeña, esta noche no llegaréis

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a Camelot.¿A Avalón, pues, Madre?Avalón ya no existe.¿Dónde estaré, pues?No tardaréis en saberlo. La rueda

está girando, Ginebra, y vuestro destinose halla aquí.

Ignoraba cuánto tiempo pasó sentadaen el suelo. Pero finalmente oyóacercarse unos pasos y alzó su vistanublada.

—Vuestra Majestad.Ante ella se encontraba Mordred,

acompañado de una cuadrilla dehombres armados. Una pesarosa sonrisase dibujó en sus labios, pero sus ojos

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reflejaban la honda satisfacción queinundaba su alma. Su semblante exhibíauna lasciva expresión del Otro Mundo, yGinebra vio un claro parecido entre él yMorgana.

—Lady Ginebra, reina del País delVerano —dijo con voz sonora—, osdetengo por orden de Su Majestad,acusada de traición al rey. Seréistrasladada a la Torre del Rey.

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CAPÍTULO 45

ablad. —Gawain, pálido,clavó una iracunda miradaen el hombre que se hallabaante él—. Contádselo denuevo al rey.

Gawain tenía enfrente aun maltrecho caballero,tembloroso yensangrentado, con una

enorme brecha en la cabeza y el brazode la espada colgando inservible a unlado. Rió como un necio.

—Lo contaré hasta el Día del Juicio

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a quien quiera escucharlo. —Lanzó unanerviosa ojeada en dirección al trono,donde estaba sentado Arturo consemblante inexpresivo y la miradaperdida entre sus caballeros—. Siemprey cuando el rey…

—Señor, el rey no os culpará denada —terció Kay, colérico. Echó unvistazo al leal grupo apiñado en torno aArturo en la cámara privada de este ydeseó con desesperación que aquellahistoria no hubiera salido de esereducido círculo. Perodesgraciadamente cuando aquel hombreentró tambaleándose en el patio pararecibir a la partida de caza, medio

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castillo estaba allí presente. A esasalturas, la noticia debía de haber corridoya por todo Caerleon. ¡Y vaya unanoticia, Dioses del cielo! A Kay le dabavueltas la cabeza. Concentró su atenciónen el caballero herido, sin atreverse amirar a Arturo—. Hablad al rey.

—Una docena de nosotros harecibido orden de acompañar a sirAgravaine para prender a un traidor quehabía penetrado en los aposentos de lareina. —El caballero se interrumpió,asaltado por un acceso de tos bronca, yescupió sangre—. Yo era uno de loscuatro apostados bajo la ventana por siintentaba huir por allí. Hemos oído

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gritos y ruido de espadas en la cámara, yal cabo de un momento todo ha quedadoen silencio. Pensando que nuestroshombres habían vencido, hemosdecidido entrar. En el camino nos hemostropezado con sir Lanzarote, que haacometido contra nosotros hecho unafuria y cubierto de sangre. Me ha dejadofuera de combate, ha matado en el acto aotros dos, y el tercero tiene pocasprobabilidades de sobrevivir. Alrecobrar el conocimiento, he oído queregresaba la partida de caza y he salidoa contaros lo que sabía.

Cuando el grupo oyó el relato en elpatio por primera vez, quedó sumido en

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un profundo silencio. Arturo permanecióinmóvil a lomos de su caballo como unhombre atrapado en un mal sueño, ynadie se había atrevido a preguntar quésignificaba todo aquello. En ese puntoMordred preguntó con vivo interés:

—¿Y la reina? ¿Qué ha sido de lareina?

El caballero herido movió la cabezaen un gesto de incertidumbre.

—Sir Agravaine y los otros hanmuerto. Pero, que yo sepa, la reina sigueen su cámara.

Mordred se volvió entonces haciaArturo.

—Mi señor, si estas acusaciones de

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traición son ciertas, deberíamosproteger a la reina. Si está sola, quizá suvida corra peligro. —Se inclinó hacia supadre y le dio un apretón en el brazo—.Señor, permitidme que me lleve a unoscuantos hombres y me ocupepersonalmente de esto.

Ensimismado, sin ver más que supropia oscuridad interior, Arturopareció no oírlo. Esperando apenas unsegundo la respuesta, Mordred dijo envoz alta:

—Gracias, mi señor.De inmediato se apartó de Arturo

con actitud triunfal, dispuesto a hacersecargo de la situación.

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En fin, que así sea, pensó Gawain,desconcertado. Tenía que hacerse, ypasara lo que pasara, era un cometidoque ningún otro caballero desearíallevar a cabo. Menos que nadie él,Gaheris o Gareth… Con Agravainemuerto, todos los orcadianos habíansufrido también una grave herida.

Agravaine muerto. Gawain sabía quepor fuerza era cierto, pero aún nolograba asimilarlo. Se golpeó con lospuños la aturdida cabeza. ¡Pensad,hombre, pensad! El caballero heridoconocía sólo una parte de la historia.Más, mucho más, saldría a la luz, de esoestaba seguro. Por todos los Dioses,

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¿qué había hecho Agravaine esta vez?Agravaine.Siempre oscuridad, siempre dolor.¿Había deshonrado a los orcadianos

para siempre a los ojos del rey?Gawain sintió un nudo de miedo y

amargura en las entrañas. Pero enrealidad sabía ya todo lo que necesitabasaber. Agravaine había participado enalguna confabulación contra la reina,pagando por ello con su vida.

Y contra Lanzarote, se dijo. Noolvidéis que había intentado matar aLanzarote.

Gawain tomó aire con vehemencia.Sólo a Agravaine se le habría ocurrido

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atacar a un caballero de la bondad ynobleza de Lanzarote. ¿Qué veneno, quégusano, había corroído el alma deAgravaine? Merecía morir. De hecho,había cortejado a la muerte. Losorcadianos no clamarían venganza porAgravaine.

Debía comunicar su decisión aGaheris y Gareth. ¿Dónde estaban? Allí,como dos espectros entre el gruporeunido alrededor del rey. En la miradasin vida de Gaheris vio el reflejo de lasuya propia, y sólo Gareth, el benévolobenjamín de la familia, lloraba porAgravaine. En torno, Kay, Bedivere,Lucan y los demás estaban pálidos por

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la conmoción. ¿Sir Lanzarote un traidor?¿Sir Lanzarote visitando a la reina ensecreto por las noches? No podía serverdad.

¿Lanzarote un traidor?¿Lanzarote con Ginebra?Inaccesible como la cima de una

montaña coronada de nieve en plenoinvierno, Arturo permanecía paralizadoen la silla de montar, intentando hallaralguna explicación. Pero aun después deoír aquellas palabras por segunda vez,seguía sin verles sentido.

Una traición al rey, había dicho elcaballero herido. Sir Lanzarote atrapadoen la cámara de la reina. Tenían

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vigiladas puertas y ventanas. Habíaestado allí dentro toda la noche.

Arturo movió lentamente la cabezaen un gesto de negación. Agravainedebía de saber algo: había tendido latrampa. Pero ahora estaba muerto, asíque si algo sabía, se lo había llevadoconsigo a la tumba.

Pensamientos dispersosatormentaban su mente sin orden niconcierto como perros desgarrando sucarne. ¿Traidores Lanzarote y Ginebra?¿Juntos de noche, infieles a él, los dos?

¿Lanzarote y Ginebra?¿Era posible?¿Cuándo?

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¿Desde cuándo?Oh, Dios, no…Se cubrió los ojos con la mano.Gracias a Dios, Mordred se había

ocupado de aquella abominablesituación por él.

Mordred, sí.Él debía de saber ya qué había

ocurrido.Llamaron a la puerta de la cámara

exterior, y al instante se oyeron unossusurros. Lucan regresó y se inclinó anteel trono.

—Está aquí el padre Silvestre, miseñor, acompañado de sus monjes —anunció, esforzándose por disimular su

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desprecio—. Solicita una audiencia paradeliberar sobre el destino de la reina.

Ginebra.Y Lanzarote.Arturo inhaló una bocanada de aquel

aire viciado.—¿Dónde está Mordred? —preguntó

con voz ronca—. Lo quiero aquí.Mandad a alguien a buscarlo deinmediato.

‡ ‡ ‡

En los árboles que bordeaban el camino,las hojas presentaban ya un colorpardusco. En el bosquecillo donde se

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habían refugiado del viento, flotaba enel aire el dulzón olor a podredumbre delotoño, y pronto el mundo entero entraríaen un período de oscuridad ydescomposición. Bors se sentó encuclillas al lado del fuego y procuró nodejarse abrumar por el horror de lascircunstancias.

¿Cuánto tiempo hacía que preveía undesenlace así? ¿Cuántas veces habíaimplorado en vano a Lanzarote queabandonara a la reina y emprendiera elregreso a Pequeña Bretaña mientras lequedara aún un poco de orgullo ydignidad? Y ahora se veían en el trancede tener que huir para salvar sus vidas

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como maleantes.Urentes lágrimas de frustración le

quemaban los ojos cerrados. Por finhabía sucedido, y las gravesconsecuencias superaban con creces aunsus peores expectativas.

Alrededor oía los ligeros ruidos delcampamento, los preparativos para lanoche de los pajes y escuderos, lasquedas voces de los caballeros que loshabían seguido en cuanto Lanzarotepartió. Cierto consuelo se abrió pasohasta su acongojado corazón. Eran losmejores de la Tabla Redonda, todos sinexcepción, caballeros que sabían queLanzarote no era un traidor y se jugarían

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la vida por unir sus destinos al de él.Una docena de fogatas crepitaban en

la oscuridad. Notando en la nariz elescozor provocado por el aroma acre ypenetrante de la leña quemada, sezambulló en los recuerdos de sujuventud. ¡Lanzarote, aquel era un mundomejor que este! Pero ahora también estese ha acabado para nosotros.

Abrió los ojos. Lionel estabasentado frente a él con expresiónsombría, y Lanzarote se hallaba al otrolado del claro, apoyado contra un árbolen actitud meditabunda. Bors supo contoda certeza que pensaba en Ginebra.

En adelante sería incapaz de pensar

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en otra cosa. Desde el momento en quehabía irrumpido como loco en losaposentos de los caballeros mascullando«¡Apresuraos, primos! ¡Partimos deinmediato!», Ginebra era su únicapreocupación. Deberían haber viajadodirectamente hacia la costa, tomar unbarco con rumbo a Francia y dejar atrástodo aquello. En lugar de eso,permanecían al acecho en aquelbosquecillo azotado por el viento, acorta distancia de Caerleon, en esperade que Lanzarote decidiera qué debíahacerse. Le traía sin cuidado que todassus vidas peligraran. Mientrascabalgaban, no hablaba más que de

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Ginebra. Estaba rodeada de enemigos.Corría peligro. Debía protegerla.Ginebra. Ginebra. Ginebra.

—Regresará con ella, es inevitable—había sentenciado Lionel—. No laabandonará a su suerte.

Y en resumidas cuentas ¿qué eraella, la causante de tanto infortunio?Bors volvió la cabeza y dio riendasuelta a su aversión. Una trasnochadabelleza que no podía amar plenamente aLanzarote ni accedía a dejarlo marchar.Una amante celosa que se habíaasegurado de que su amado nuncatuviera una esposa, ni hijo, ni elconsuelo de un hogar. Una fatídica

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amante que había devorado su vida.Y responsable de la muerte de unos

cuantos buenos caballeros, ya que por suculpa había perecido una docena dehombres cuyo único delito había sidoobedecer a su señor. ¿Y cuántos máscorrerían la misma suerte? Bors dejóescapar un sonoro lamento. Por unsegundo, desfilaron por su menteescenas que ni siquiera se atrevía acontemplar. En el negro abismo abiertoante sus ojos, vio la Tabla Redondapartida, caballeros muertos, la doradahermandad disuelta, la aventura de suvida malograda…

—¿Primo?

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Acercándose a él, Lanzarote leapoyó una mano en el hombro y lo mirócon afectuosa preocupación. Pese a quenada había cambiado, Bors se sintiómejor al instante. Movió la cabeza en ungesto de negación y esbozó una forzadasonrisa.

—Estoy bien.—Mi querido Bors —dijo

Lanzarote, y soltó una breve carcajadaque destilaba arrepentimiento—, si fueraverdad. —Se sentó entre los doshermanos y tendió las manos hacia elfuego—. Vuestra bondad no puedeexpresarse con palabras. Si os hubieraescuchado, todos estaríamos lejos de

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aquí y a salvo.En especial la reina, deseó añadir,

pero se abstuvo. Le constaba que eltemor y la desconfianza de Bors haciaGinebra habían degenerado ahora enodio. Pero ¿cómo podía transmitirleaquel dolor, aquel miedo, más aún,aquella certidumbre, a un hombre quenunca había estado enamorado? Lamujer que más quería en el mundoestaba sola e indefensa, rodeada deenemigos. Anteponiendo la seguridad deél a la suya propia, le había ordenadopartir. Había concedido más valor a susdeberes para con Arturo que a su vida.Y obligando a Lanzarote a marcharse,

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había renunciado a su protección,impidiéndole salvarla de lo que seavecinaba.

Imposible. Su amor había sidoimposible desde el principio.

Un férreo puño de dolor le oprimióel corazón. Pero ahora habían llegado alfinal.

Para ellos, era el final de la vida enInglaterra, porque debían marcharse.

Y el final de Ginebra, idea que tratóde eludir, pese a saber en el fondo de sualma que así era. Y Ginebra corría ungrave peligro, peligro de muerte. Lahabía perdido, y ella iba a morir.

Ahogó una exclamación de dolor y,

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casi sin proponérselo, se puso en pie deun salto.

—He de ir a comprobar que loscaballos quedan en lugar seguro parapasar la noche. Y debo hablar con loscaballeros que han tenido la generosidadde seguirme. —Se dio media vuelta—.Teníais razón, Bors. Deberíamoshabernos marchado hace mucho tiempo.

—Aún no es demasiado tarde. —Enun gesto de atrevimiento, Bors levantó lacabeza y miró a Lanzarote a los ojos—.Debemos irnos. Si salimos al amanecer,podremos zarpar con la marea de lamañana. —Contuvo la respiración.Diosa, Madre, suplicó, imprime fuerza a

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mis palabras.—Es cierto —concedió Lanzarote

con la mirada perdida, las últimaspalabras de Ginebra resonando aún ensus oídos: Marchaos, Lanzarote,marchaos. Echó atrás la cabeza—. Bien,primos, partimos hacia PequeñaBretaña, pues. Mañana con la primeraluz del alba. Informaré a los hombres.

Se alejó. Bors cruzó una intensamirada con Lionel y luego agachó lacabeza, incapaz de contener laslágrimas. Llorando de alegría, entrelazólas manos y se las llevó a los labios.Pequeña Bretaña, su hogar, y la paz,lejos de todo aquello.

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¡Diosa, Madre, gracias!

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CAPÍTULO 46

a cripta no era un sitio aptopara cualquiera. A lamayoría de la gente leincomodaría aquella tibiaoscuridad que jamás habíaconocido la luz del día, ellaberinto subterráneo depasadizos y celdas, lassonrientes calaveras

apiladas contra las paredes o, sobretodo, el olor. Pero Iachimo se sentíacomo en casa en medio del empalagosohedor a descomposición. Allí abajo

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nadie podía reprocharle que apestaba.Además, él era viejo amigo de losmuertos. Así que se encontraba muy agusto bajo aquel techo abovedado a laluz de las velas, sin la menor sensaciónde inquietud.

No, allí estaban francamente bien,dispuestos en torno a la mesa, él ySilvestre y el viejo loco de Anselmo ysu carigordo mancebo. Rodri, lollamaban, el discípulo del viejo, quehabía sido trasladado desde tierrasgalesas para cuidar de los libros deAnselmo y compartir su celda. Unavelada risa sacudió el fornido cuerpo deIachimo. En fin, todo el mundo sabía

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cuáles eran las verdaderas enseñanzasque Anselmo impartía a sus discípulos.Por lo que al anciano monje se refería,los pecados de la carne sólo tenían quever con las mujeres.

Iachimo relajó sus robustos muslos ydesplazó imperceptiblemente el peso delcuerpo en el banco de madera. La clavede la resistencia residía en efectuarligeros y frecuentes movimientos, habíaaveriguado a lo largo de toda una vidaque había incluido vigilancias encondiciones mucho peores que aquella.Eso, y tener algo con lo que entretener lamente. Por ejemplo, ¿cómo podía serAnselmo un hombre de tan gran

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inteligencia como se decía, un teólogoadmirado por el Papa y destinado aarrojar al fuego del infierno a todos lospaganos de aquellas islas, y sin embargoestar tan desesperado por ponerse acuatro patas ante un muchacho o hacerque el muchacho abriera las piernaspara él?

Iachimo dio vueltas a esa cuestión ensu cenagosa mente. ¿Por qué Anselmo,con su supuestamente poderosointelecto, no se daba cuenta de que unsodomita era la criatura más vil de estemundo? Incluso los imbéciles sabían, ySilvestre así se lo había dicho confrecuencia, que por designio divino

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debían ser las mujeres las receptoras dela semilla del hombre, y por eso erancriaturas inferiores en el universocreado por Dios. Los hombres, segúndecía Silvestre, debían saber que noconvenía alterar el orden establecidopor Dios. Así que cuando él y Silvestrese proporcionaban mutuo alivio a susnecesidades era exclusivamente porqueno había mujeres a mano. Eso no erapecado, porque lo que se considerabapecado para la mayoría no lo era paralos fieles servidores de Dios. Y unpecado forzoso, tal como acudir a unhermano en la fe de Cristo cuando nopodía accederse al recipiente designado

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para acoger la semilla, no era pecado enabsoluto. Eso sostenía Silvestre, eIachimo creía en sus palabras a piejuntillas.

Satisfecho de sí mismo y susreflexiones, Iachimo fijó su mortecinamirada en su maestro y lo vio en plenaoratoria. Pero Anselmo, por lo visto, nolo seguía con la debida atención. Unasombra oscureció la frente de Iachimo.¿Qué estaba diciendo en ese momento?

—Pero ¿es eso cierto? —insistíaAnselmo—. ¿Existe realmenteconstancia, como dicen, de laculpabilidad de la reina? Debemosasegurarnos de ello. —Posó la mano en

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su pila de textos, y acarició la Bibliacolocada encima—. Las másinsignificantes criaturas de Dios estánprotegidas de los falsos testimonios porla luz de la verdad divina.

—Padre, ¿me permitís hablar? —dijo Rodri, sentado junto a él. Sonrojadoy tenso, el joven novicio no cabía en síde entusiasmo por haber sido incluidoen el restringido cónclave para decidirel destino de la reina. Sabía que estabaallí sólo para acarrear los libros de sumaestro y ofrecerle un hombro fuertedonde apoyarse al andar; aun así, teníala firme determinación de dejar suimpronta.

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Padre, sí, pensó Silvestre, asintiendocomplacido. Aún no se había habituadoal cambio de tratamiento. Miró fijamentea Rodri.

—Hablad.—Señor, independientemente de esta

nueva acusación, la reina es una mujer yuna hija de Eva —declaró Rodri.

Silvestre se echó a reír.—Bien observado.Captando el obvio sarcasmo, Rodri

se puso de mil colores.—Y por tanto nacida para pecar —

prosiguió, enfervorizado— y culpablepor naturaleza contra Dios y el hombre.

Silvestre lo miró con los ojos

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desorbitados.—¿Es así? —preguntó lentamente.—Así consta en las Sagradas

Escrituras —afirmó el novicio,animándose poco a poco—. Una bruja yuna ramera, condenada de palabra por elpropio Dios.

—¿En el Génesis? —inquirió elanciano con severidad.

Rodri inclinó la cabeza.—Y también en el Levítico, maestro,

y en diversas partes de las Escrituras.—Y en las Epístolas de san Pablo.

—Los ojos de Anselmo se iluminaron—. Sí, en efecto. —Dio a Rodri unaspalmadas de aprobación—. La mujer es

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culpable, pues, con o sin este últimohecho. Podemos apoyarnos en la palabrade Dios para…

—Para hacer lo que debemos hacer—atajó Silvestre. ¡Dios Todopoderoso,concédeme paciencia para tratar conestos hombres!, imploró. Cuando elarzobispo partió con rumbo aCanterbury, un suceso como aquél era loúltimo que habrían imaginado. Pero sehabía producido, tenían que afrontarlo, yahora él era la máxima autoridad allí.

Cerró y abrió los puños. ¿Qué másdaba si la acusación de adulterio erafundada o no? En todo caso, lesbrindaba la oportunidad que estaban

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esperando, la reina pagana puesta enbandeja. ¿Debían permitir que Anselmolos distrajera del verdadero objetivocon sus escrúpulos de conciencia?

Silvestre enseñó los dientes en unaimplacable sonrisa. Si de él hubieradependido, habría actuado contra lareina hacía ya mucho tiempo, sin reparosni vacilaciones. En el lugar de dónde ély Iachimo procedían, un oponentemolesto simplemente habríadesaparecido a la mayor brevedad. Perola Madre Iglesia se andaba condemasiados melindres, como Silvestrehabía tenido ocasión de averiguar desdeel principio. Sus enemigos tenían que

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señalarse y escarnecerse, condenarse yajusticiarse públicamente. La sensatez yunas sólidas escrituras tenían queproclamar las intenciones de Cristo aquíen la tierra.

De ahí la presencia de Anselmo enaquella precipitada y secreta reunión enla cripta. Silvestre sabía que tenía queaniquilar a Ginebra. Y sabía queAnselmo, o Rodri, debían dar carta denaturaleza a sus acciones.

Silvestre respiró hondo.—Esto es lo que sabemos hasta el

momento. Se vio entrar a Lanzarotefurtivamente en la cámara de la reina ypermanecer allí con ella toda la noche.

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Con ese comportamiento, ella puso enevidencia impúdicamente su propiocarácter, y sin duda traicionó a su señory rey. El granuja en cuestión huyó, ypudieron seguirle el rastro hasta elcamino de la costa, prueba concluyentede su culpabilidad. ¿Por qué iba a huirun hombre inocente?

Anselmo movió la cabeza en ungesto de asentimiento.

—Cierto.—Así que la reina es una ramera —

declaró Silvestre con rotundidad.Personalmente, le tenía sin cuidado loque fuera la reina. En otro tiempo, él yIachimo habían visto y poseído a

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mujeres de todo tipo, viejas, jóvenes,altas, bajas, algunas muertas de hambrey con los huesos marcados bajo la piel,otras tan rollizas que una vez tendidas enla cama, a duras penas podían cambiarde posición. Incluso con los ojosabiertos, eran todas iguales. Pero esta enparticular era la reina. Tenía un poderque ellos debían arrebatarle, o de locontrario fracasarían sus esfuerzos enaquel territorio—. Sabemos que esramera de nacimiento y ramera poreducación —prosiguió—. Concebidapor una reina que creía que las mujerestenían derecho de pernada sobre loshombres. Educada en Avalón por la

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Gran Ramera en persona. Es una rameray una bruja, y debemos llevarla a lahoguera.

—¿Cómo, padre? —preguntó Rodricon un destello en la mirada.

—Necesitamos citas y versículos delas Sagradas Escrituras —respondióSilvestre—. Así que os pido, hermanos,que os concentréis en vuestros textos.Debemos hacer entender a Arturo quéclase de mujer es la reina, y cómo ha deobrar él al respecto.

—No tan deprisa —objetó Anselmode improviso. Antes de continuar,carraspeó a modo de advertencia—.Aquí sólo somos tres hermanos, o quizá

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cuatro. Un rey es rey por designacióndirecta de Dios. Si nos proponemosactuar contra una ramera de la realeza,en especial una que se hace llamar reinade Arturo, necesitamos autorización delas altas jerarquías. Debemos enviar unmensaje al arzobispo. —De pronto se leocurrió una nueva idea, y los ojos casise le salieron de las órbitas. Redujo suvoz chirriante a un reverencial susurro—: Debemos notificárselo al Papa.

Enviadle un mensaje a san Miguel sios viene en gana o al mismísimodemonio, pensó Silvestre, enfurecido.Pero Jesús, María y José, ¿es que no sedaba cuenta aquel viejo botarate de que

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no había tiempo?—Muy cierto, hermano. —Silvestre

procuró hablar con serenidad—. Peronuestra mayor prioridad es mandar a lareina a la hoguera cuanto antes, y sólo loconseguiremos si abordamos al rey antesde que se recupere de la conmoción.

Rodri entornó los ojos.—Señor, otra idea —anunció,

dirigiendo una respetuosa inclinación decabeza a Silvestre—. ¿Habéis habladocon el príncipe Mordred?

Un amago de sonrisa iluminó elrostro de Silvestre. ¡Qué muchacho taninteligente! Aquel joven monje llegaríalejos.

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—El príncipe y yo ya hemos hablado—admitió Silvestre. Ensanchó la parcasonrisa para abarcarlos a todos—. Él yyo somos del mismo parecer. Alentadopor él, he encargado ya los haces deleña y la estaca. —Se puso en pie, y loenvolvió el resplandor del osario—. Labruja arderá. La única duda es:¿Cuándo?

‡ ‡ ‡

Tres pasos… girar… dos más… girarotra vez… tres pasos… girar… dosmás… girar otra vez… Ginebra se echó

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a reír. ¿Reina, y en prisión? Iba aenloquecer.

Y encerrada en una de las peoresceldas de Caerleon, de eso no le cabíaduda. En las propias paredes, otroshabían dejado huella de su paso por allíen forma de sangre y lágrimas, el llantode quienes veían su vida acortada y susesperanzas incumplidas. El agujero delos traidores. La última cámara antes dela muerte. ¿Cuánto tiempo llevaríaMordred planeando esa venganza? ¿Porqué se había vuelto contra ella yLanzarote?

Se golpeó la cabeza con los puños.¿Por qué ella había accedido a

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marcharse con Mordred tanconfiadamente? «Confiad en mí», lehabía susurrado al oído, y Ginebrapensó que quizá había malinterpretadocomo regodeo el brillo que en un primermomento advirtió en los ojos delpríncipe. La conmoción y el dolor deesos instantes habían dado lugar a uncentenar de pensamientos ilusorios:Mordred había acudido en su ayuda;buscaría a Ina y la traería junto a ella; sedespedirían de Arturo y partiría haciaCamelot, como debía de haber hecho enrealidad mucho antes.

Pero en aquella prolongadareclusión había tenido tiempo para

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meditar. ¡Necia!, se reprochó. Necia,Ginebra, ¿por qué habéis confiado en elhijo del hada Morgana?

La amargura invadió su alma. Si almenos hubiera llamado a su propiaguardia cuando Mordred apareció consus hombres para llevársela.

Si al menos hubiera exigido ver aIna de inmediato en lugar de aceptar elpretexto de Mordred, que le habíaasegurado que su doncella estaba aúnrecobrándose tras permanecer variashoras atada y amordazada dentro de unbaúl, al borde de la asfixia.

Si al menos hubiera exigido ver aArturo, como esposa y como reina,

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¿quién podría habérselo negado?Si al menos se hubiera comportado

como una reina, rehusando acompañar alos hombres que la habían conducidohasta allí.

Pero no había hecho nada de eso.Nada, Ginebra.Y por eso estáis aquí encerrada,

como una vaquilla perdida en el redilcomunal del pueblo.

¡Necia, necia y tres veces necia!Golpeó su estúpida cabeza hasta que

notó correr su propia sangre. En esepunto recuperó relativamente la calma.

Pronto, muy pronto, Mordred oArturo la pondrían en libertad. O…

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Un nuevo temor sacudió su frágilmente. O los cristianos… ¡Diosa,Madre, libradme de ellos!

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CAPÍTULO 47

ueron a por ella cuando porfin había conseguidoconciliar el sueño, agotadapor los interminablespaseos en el reducidoespacio y exánime por lashoras, no, días pasados entotal soledad. Desde sumiserable celda no veía la

luz del sol. ¿Cuánto tiempo había estadoallí?

Más que suficiente, sabía, paraofrecer el aspecto de una persona

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culpable. Desaseada, despeinada,privada de los servicios de las criadas eincluso de ropa para cambiarse, debíade parecer sucia y sospechosa a los ojosde la gente. Aun así, irguió la cabeza yse arregló el vestido de seda cuando oyólas botas y espuelas de los hombres quedebían custodiarla hasta la sala deaudiencias para ser juzgada.

A cada paso del camino la precedíael mismo griterío.

—¡La reina!—¡Vayamos a ver a la reina!Fuera del palacio, el clamor de la

muchedumbre sonaba en el aire frío,pero en la sala de audiencias reinaba un

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profundo silencio. Ginebra posó lamirada en Arturo, sentado en el trono, yadvirtió de inmediato que el de ellahabía sido retirado. ¿Soy culpable, pues,ya antes de celebrarse el juicio? Oh,Arturo, ¿es esta vuestra voluntad o la deMordred? ¿Creéis que podéis apartarmesin más de vuestra vida y vuestra mente?

A un lado de Arturo se hallaban suscaballeros, en un compacto grupo,Gawain y sus dos hermanos, Lucan, Kayy Bedivere, todos mirándola conexpresión afligida. Pero al otro…¡Diosa, Madre!, imploró con el corazónencogido, al borde del desvanecimiento.Al otro lado de Arturo, Ginebra vio fila

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tras fila de negros monjes, con eldetestable Iachimo plantado firmementeen medio y el padre Silvestre al frente.

A Ginebra se le revolvió elestómago y le dio vueltas la cabeza. Enestos últimos días, Arturo, apenas mehan proporcionado alimento, dijo en susadentros. ¿Cómo voy a defendermecontra esto?

—Mi rey, barones y caballeros, yseñores espirituales de este reino —comenzó Silvestre, tirándose del hábitonegro, y su voz llenó la sala—. Porvoluntad del rey y con su beneplácito,estamos aquí reunidos para acusar a lareina Ginebra de adulterio y traición

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contra el rey.Gawain dio un paso al frente. Le

temblaba el labio inferior y echabahacia adelante la mandíbula en actitudamenazadora.

—Si una reina manda llamar a sucaballero, monje, ¿es eso traición segúnvuestras normas? Sir Lanzarote podríahaber estado en compañía de la reina sinninguna intención perversa.

De pie ante el trono, Ginebra apenaspudo reprimir una exclamación desorpresa. ¡Gawain, pensaba que erais mienemigo! ¡Diosa, Madre, gracias!

Manteniéndose firme, Silvestre mirófijamente a Gawain.

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—En atención a la voluntad del rey,señor, permitidme concluir miacusación. Habrá tiempo de sobra paraque tomen la palabra todos aquellos quelo deseen.

¿En atención a la voluntad del rey?,repitió Ginebra para sí. Ay, Arturo,¿realmente tenéis voluntad propia?

Arturo, allí sentado, parecía un niñogrande. Tenía las manos aferradas a losbrazos del trono y, con la mirada fija enun punto, movía la cabeza en un continuogesto de asentimiento como si hubieraperdido la razón. Apoyado en elrespaldo de la gran silla labrada yrevestida de bronce, Mordred a ratos

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observaba a Ginebra y a ratos susurrabaal oído de Arturo. Por su parte, Arturoescuchaba con atención a Mordred y almismo tiempo seguía con los cincosentidos la perorata de Silvestre. En unsombrío instante, Ginebra locomprendió todo. Arturo no era dueñode sí mismo. La vida de ella estaba amerced de la crueldad de otros doshombres. Y ninguno de ambos teníamotivos para contenerse.

Su mente se tambaleó. De prontopercibía el olor de las llamas, sentíaagrietarse su piel por el calor del fuegoy oía crepitar su cabello encendido.

La voz de Silvestre siguió resonando

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en la sala.—… sorprendida en su cámara con

un caballero que no era su esposo,incumpliendo los votos del matrimonio,disponiendo a su antojo de su cuerpocuando éste pertenecía sólo al rey. Conese adulterio, ha violado lossacramentos por partida doble, hacometido una ofensa contra su esposo ycontra el mismo Dios.

—¡Alto ahí, monje! —saltó Ginebracon tono desafiante, casi incapaz dehablar por la indignación—. Sean cualessean las acusaciones que se me imputan,el pueblo debe conocerlas. Lo que soy ohago, debe estar a la vista de todos. Es

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un derecho ancestral de las reinas. Ytambién mis súbditos tienen derecho ajuzgarme si lo desean.

—¡Bien dicho, señora! —bramóalguien desde el grupo de caballeros.

Ginebra reconoció de inmediato lavoz de Lucan. Ahora Lucan eracaballero de Arturo, y lo sería hasta lamuerte. Pero en otro tiempo había sidocaballero de la madre de Ginebra, y conesas palabras daba a conocer a la reinaque su inicial juramento de lealtadpermanecía intacto.

Pero sabía asimismo que Lucanpodría haberse ahorrado el esfuerzo.Silvestre era un fogueado luchador,

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presto a afrontar cualquier contingencia.Ginebra lo vio encorvar los hombros ycerrar los puños dispuesto a la acción.

—Pero, señora, ahora no estáis entrevuestros súbditos. —Hecha estaaclaración, retomó el hilo del discurso—. Demostraremos que Ginebra hadesarrollado un odio traicionero contrael rey. Me acompañan algunos monjesque pueden dar fe de ello. —Señaló endirección a las apretadas filas negras yen particular al novicio Rodri, situadoen medio—. Monjes de Avalón, de lanueva gran iglesia del rey, una iglesiaconstruida por orden del propio Arturopara honrar la memoria de su único hijo,

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y que la reina planea destruir pararestaurar el antiguo poder pagano.

—¡Dioses del cielo, eso es falso! —exclamó Ginebra con voz ahogada—. Siesto es un tribunal, aportad pruebas delo que acabáis de decir. Es una mentiraabsoluta y maliciosa, desde la primerahasta la última palabra.

—Lamentablemente, señora —repuso Silvestre, lanzándole una miradade franco desprecio—, no mecorresponde a mí demostrar nada. Soisvos quien ha de defenderse de lasinmundas y graves acusaciones que oshan traído aquí. —Soltó una carcajadade desdén y continuó con su arenga a la

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corte—. Admito sin el menor reparo queesta mujer no siente inclinación algunapor las antiguas costumbres druidas. Notiene nada que ver con ellas el hecho deque las reinas de tiempos pasadoscambiaran de consorte cuando les veníaen gana y ofrecieran en sacrificio a losDioses al joven repudiado. Por aquelentonces, los druidas colgaban de unárbol al rey del País del Verano y,valiéndose de cuchillos dorados,extirpaban sus atributos viriles paramezclar su sangre y su simiente en unasustancia con la que abonar la tierra yasegurarse así buenas cosechas en elreino al año siguiente. —Hizo una pausa

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teatral y extendió un dedo acusadorhacia Ginebra—. Vos, señora, no tenéisnecesidad de recurrir a esos ritos,porque habéis cambiado a vuestroconsorte por otro hombre cuando habéisquerido, sin importaros causar con ellola muerte de vuestro esposo.

—¡Yo no he matado a mi esposo! —contraatacó Ginebra con vehemencia—.¡Ahí está sentado, vedlo con vuestrospropios ojos!

—¡Vos y vuestro amante, los dos! —vociferó Silvestre—. Vos matasteis elhonor de vuestro esposo cuandoyacisteis con su caballero, y él mató a suseñor cuando yació con vos.

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—El honor es un contrato entrehombres —replicó Ginebra a voz engrito—. Las mujeres saben por símismas dónde reside su honor. —Ginebra se habría arrancado loscabellos—. ¡Y sólo la madre sabe quéhago aquí discutiendo con vos! —Dio unpaso al frente, apartando las lanzas delos guardias que intentaban impedirle elpaso—. ¡Arturo, esas acusaciones sonfalsas! Disolved este tribunal y ordenada esta gente que se marche. No hahabido ninguna traición. Ni Lanzarote niyo hemos conspirado nunca contra vos.

En la sala se produjo un repentinosilencio. Silvestre hizo acopio de

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fuerzas para reanudar el ataque. Pero depronto su sagacidad natural lo indujo acontenerse. Dejemos hablar a la ramera,pensó. Con su impertinente palabrería,se pondrá la soga al cuello ella misma.A todas les ocurre lo mismo.

Arturo se revolvió en el trono,fijando su mirada vacía en Ginebra.

—Lanzarote estaba en vuestracámara, todo el mundo lo dice.

Gawain vio su oportunidad.—Mi señor, un caballero puede

estar en la cámara de una dama sinmalas intenciones —insistió,inclinándose hacia el trono. Señalando asus compañeros de armas, se aventuró a

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soltar una estentórea carcajada—. Comovos mismo, mi señor, yo y todos loscaballeros aquí presentes, Lucan,Bedivere, Kay, visitamos en su día losaposentos de la reina.

El rostro de Arturo se iluminódébilmente.

—Es cierto.—Muchas veces, mi señor —añadió

Kay.Lucan avanzó un paso con la mano

en la empuñadura de la espada.—Y Lanzarote es el paladín de la

reina, el caballero que le juró lealtadhasta la muerte. Ella tiene derecho arecibirlo cuando le plazca.

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—¿Eso creéis? —preguntó Arturo,relajándose a cada palabra suatormentado semblante. Por primera vez,dirigió la mirada a Ginebra.

Mordred contemplaba la escena concreciente ira y desesperación. ¿Ypensabais que los caballeros saldrían endefensa de Arturo y se volverían encontra de Ginebra? ¡Dioses del cielo,todavía la salvarán! Rápido, rápido,hacedles ver que Lanzarote fue admitidoallí donde se negaba el acceso al rey,avivad los celos de Arturo. Explotad sulado más abyecto, todos los hombres lotienen.

—Mi señor —dijo Mordred,

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inclinándose hacia adelante conexpresión de perplejidad—, es ciertoque la reina puede solicitar la presenciade su caballero a cualquier hora. Pero¿reunirse con él a solas en plena noche?—Guardó silencio por un instante—.Disculpad la indiscreción, mi señor,pero ¿cuánto tiempo hace que no estáisvos a solas con la reina en sus aposentospor la noche?

Ginebra ahogó un grito deestupefacción. ¡Qué cruel sois,Mordred! ¡Qué cruel y artero! Biensabéis que Arturo no viene ya a milecho. Bien sabéis que la grave heridaque recibió entre las piernas mermó su

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virilidad y lo dejó prácticamenteimposibilitado de por vida. Y ahora,para frustrar los esfuerzos de loscaballeros por defenderme y asegurarosde que soy condenada a muerte, incitáisa Arturo con eso ante el tribunal.

—¿Como lo estuvo Lanzarote? —añadió Mordred con fingida inocencia.

Arturo se sonrojó y pareció faltarleel aliento. Miró a Ginebra como un toroherido.

—¿Por qué, Ginebra? ¿Por qué?¿Por qué me habéis traicionado conLanzarote?

—¡No os traicionamos, Arturo! —prorrumpió Ginebra, percibiendo en el

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paladar el gusto salobre de las lágrimas—. Intentamos defender vuestro honor,proteger vuestro nombre. Jamáspretendimos causaros deshonra ni dañoalguno.

—¿No, señora? —inquirió Silvestre,abalanzándose hacia adelante como unarata—. Si es así, ¿por qué ha huidovuestro buen caballero?

—Porque yo se lo ordené —repusoGinebra—. Y acertadamente, por lo queveo. Tenía razones sobradas para temerla mala voluntad de individuos comovos.

—¿Y dónde está ahora Lanzarote?—preguntó el monje, impertérrito.

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—¿Quién sabe? —El potentebramido cogió a todos por sorpresa.Arturo se puso en pie con súbito vigor.Apesadumbrado, declaró—: Encualquier caso, he perdido a Lanzarotepara siempre. Si es un traidor, haescapado para salvar su vida. Y si no loes, todo esto es una falsedad, y comohombre de honor, me odiará hasta elfinal de sus días. —Volvió la cabeza yse cubrió los ojos con la mano. Laslágrimas resbalaron por sus mejillas—.Ahora veo el final… el final de la TablaRedonda.

—¡Os equivocáis! —Ginebraextendió las manos hacia él—. ¡Arturo,

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escuchadme, os lo ruego!Pero Mordred susurraba ya al oído

de Arturo. Estáis ganando, estáisganando, se regocijaba la voz en sucabeza. Después de esto, ya nada debéistemer de Gawain. Si el corpulentocaballero hubiera aspirado al trono deArturo, también él habría deseadodeshacerse de Ginebra. En cambio,demasiado leal a Arturo para soportar laidea de la muerte de la reina, ha habladoen su favor. Mordred se habría reído acarcajadas. Gawain no intentaría sacarprovecho de la situación en su propiointerés. Y ahora Arturo era arcilla en lasmanos de su afectuoso hijo.

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—Por desgracia, padre, es verdad—dijo con afectado pesar—. La mitadde los caballeros han huido ya con él.

—¿Cómo? —Arturo palideció.Cogiendo a Gawain del brazo, preguntócon voz trémula—: Gawain, ¿es esocierto?

Gawain fue incapaz de mirarlo a losojos.

—No lo sé, mi señor —mascullócon la vista fija en el suelo.

—¿Kay? —rogó Arturo.Kay cruzó una mirada de

desesperación con Lucan y Bedivere.Luego dio un paso al frente, el másdifícil que había dado en su vida.

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—Es cierto.Lucan salió en su ayuda.—Cuarenta o más.—¡Que Dios nos asista! —

Temblando de ira, Arturo posó sus ojosribeteados en Ginebra—. Mujer, ¿quéhabéis hecho? Habéis dispersado a loscaballeros de la Tabla Redonda. Habéisarruinado el trabajo de toda mi vida.

—¿El trabajo de toda vuestra vida?—Ginebra no pudo contener suindignación—. Arturo, hemos trabajadojuntos durante muchos años, y la TablaRedonda me pertenecía cuando noscasamos.

Con un gesto de la mano, restó valor

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a sus palabras como si ahuyentara a unamosca.

—Yo la convertí en lo que era, y vosla habéis roto, la habéis partido en dos.

Ginebra no pudo pasar aquello poralto.

—Arturo, la Tabla Redonda separtió cuando vos os empeñasteis enbuscar un ocupante para el AsientoPeligroso, y se demostró que ni Mordredni Galahad eran dignos de ese puesto.Desde entonces se halla dividida en dosmitades. Vos disgregasteis la hermandadcuando enviasteis a los caballeros enpos del Grial. Fue entonces cuandoperdisteis a más de la mitad de vuestros

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caballeros. No me carguéis lasconsecuencias de vuestras obras.

—¡Ya basta! Con eso concluye elalegato de la reina en su propia defensa.

El momento había llegado, Silvestrelo presentía en todos sus nervios.

—A vos os corresponde, pues, darun veredicto, mi señor —declamó.Dándose importancia, se aproximó altrono—. El delito de la reina no dejalugar a dudas. Sólo resta quepronunciéis la sentencia.

Ginebra intentó sacar fuerzas deflaqueza.

—¡Arturo, no!—¡Sí! —declaró Arturo.

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Un murmullo de entusiasmo surgiódel grupo de clérigos.

—¡Mi señor! —Gawain hizo undesesperado intento por inclinar labalanza en favor de Ginebra—. Elmonje sostiene que Lanzarote estuvo enla cámara de la reina hasta el amanecer.Pero Lanzarote es, sobre todo, unhombre de honor. Os lo suplico, confiaden eso.

—Bien dicho, hermano —secundóGaheris, dándole una palmada en elhombro a Gawain.

Gareth, sonrojado hasta las raícesdel cabello, lanzó un gruñido deaprobación, y los demás caballeros

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expresaron también su apoyo.—Tenéis razón, Gawain,

naturalmente —convino Mordred confingida emoción. Se inclinó hacia elcorpulento caballero y, elevando la vozpara que Arturo lo oyera, añadió—:Pero es el honor del rey lo que importa,¿no os dais cuenta?

—Y el honor del rey sólo puederepararse con la muerte —afirmóSilvestre a pleno pulmón para que suvoz llegara a todos los presentes.

—¡Medid vuestras palabras, monje!—advirtió Lucan horrorizado, echandomano a la espada—. ¡No podéis matar auna reina!

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El resplandor de una pira funerariase extendió por el rostro de Silvestre.

—Cierto, la persona de una reina essagrada —admitió sin reparos y, comoLucan sospechó, demasiado deprisa—.La sangre de una reina no se derramaría.—Hizo una pausa—. No, su cuerposería quemado.

Sus palabras parecían proceder deotro mundo. Ginebra volvió la cabeza.¿Quemada?, se dijo. No puede hacer unacosa así.

—Diosa, Madre… —exclamóLucan, y se dio media vuelta, intentandocontener las arcadas.

Alrededor, los caballeros

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enmudecieron de consternación.—Por su traición —agregó Silvestre

—, de común acuerdo con Lanzarote.Lanzarote, pensó Ginebra, saliendo

de su asombro. La desesperación le diofuerzas para hablar.

—Arturo, tenéis la traición muchomás cerca, y no en Lanzarote, quesiempre os ha amado fielmente con todosu corazón. —Alzó una mano trémula—.Fijaos en vuestro hijo, ahí sonriendocomo una víbora. Mordred es vuestromayor enemigo. —Guardó silencio porun instante para poner toda su alma ensus palabras—. Pensad, Arturo, pensad.Ya sabéis de quién es hijo. Preguntaos si

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Morgana ha dejado descansar alguna vezla malevolencia que siente contranosotros.

Por la expresión de Mordred,Ginebra supo que había dado en elblanco. Pero su dardo había herido en lomás vivo a Arturo, que bramó como unoso agonizante.

—¡Morgana! ¡Hace veinte años queno pienso siquiera en ella!

Ginebra sabía que eso no era cierto.Pero sabía también que, al pronunciaraquel nombre, había firmado su propiasentencia de muerte.

—¡Morgana, sí! Ahora lo entiendotodo. Están los dos implicados en esto.

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Juntos, se han confabulado contra mí.Por encima del hombro de Arturo,

Ginebra vio la sonrisa de Mordred. Losdemás contemplaban atónitos la escena.

—¡Es una traidora! ¡Los dos lo son!—clamó Arturo—. ¡A la hoguera conella!

—¡Mi señor! —dijo Lucan,plantándose ante Arturo con la cabezainclinada pero espada en mano—.Nombrad a alguien que os represente enla palestra. Lidiaré contra cualquierhombre en defensa de la reina. —Alzóla mirada, y su semblante traslució unprofundo horror—. Aunque sea uno demis compañeros, Kay, Gawain o

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Bedivere.—Sir Lucan —terció Mordred,

procurando disimular su regodeo—,olvidáis que nadie puede desafiar alsoberano. Su palabra es la ley.

—¡Exactamente! —exclamó Arturo—. Y ya me he pronunciado. Ahora quese cumpla la ley.

Los monjes, como una largaserpiente negra, avanzaban ya haciaGinebra.

Kay se puso tenso. Dioses del cielo,él personalmente no sentía gran simpatíapor la reina, pero aquello se pasaba dela raya. A pesar del dolor, dobló sulisiada rodilla e inclinó la cabeza.

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—Mi señor, en nombre de Dios,perdonad la vida a la reina.

Bedivere, sollozando, se arrojó a lospies de Arturo.

—Mi señor, os lo suplicamos, nocometáis tal atrocidad.

—¡Callaos todos! —vociferóArturo, echando atrás la cabeza yponiendo los brazos en jarras. Tenía elrostro negro de ira—. ¿Os atrevéis acuestionar mi sentencia?

La columna de monjes envolvía ya aGinebra, y Silvestre encabezaba lamarcha en dirección a la puerta.

—¡Vosotros! —Arturo señaló a loscaballeros situados más cerca del trono

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—. Gawain, vos y vuestros hermanos, ytambién vosotros, Lucan, Kay yBedivere, os ordeno que os encarguéisde la ejecución de la reina. Acompañada los reverendos hermanos hasta el lugarelegido. Llevad a la reina hasta lahoguera y aseguraos de que se consumaentre las llamas.

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CAPÍTULO 48

abía que debía rezar, perono encontraba las palabrasadecuadas.

El padre Silvestreapareció a su lado conactitud expeditiva.

—Señora,acompañadme.

Alrededor, los monjesse cernían sobre ella como cuervos,empujándola hacia la pira. Ginebra veíaen sus ojos la sed de muerte, su muerte,y supo que en esos momentos ninguna

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otra cosa los satisfaría.Frente a la sala de audiencias, una

cuadrilla de hombres con indumentariade verdugos y las picas apuntadas haciael suelo la aguardaba para escoltarla.Toda la ceremonia propia de laejecución de un traidor estaba yapreparada. Ginebra ahogó unaexclamación. ¿Tan seguro estabaMordred del resultado desde elprincipio?

—Adelantaos con la reina —ordenóMordred con tono imperioso—. Yo mequedaré con el rey.

—Como deseéis, mi señor. —Silvestre alzó un brazo—. Seguidme.

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Rodeada por la guardia, Ginebrasalió por la puerta principal. Los seguíauna larga hilera de monjes y caballeros.En el patio los recibió una exaltadamuchedumbre. La aparición de Ginebradesató una oleada de inconteniblesremordimientos.

—¡Es la reina!—¡Mirad qué han hecho con ella!—¡La llevan a la hoguera!Unos cuantos espectadores, hombres

y también mujeres, trataron de romper elcordón formado por la guardia y fueronrepelidos sin contemplaciones. Congritos y lamentos, la multitud la siguióhasta el exterior del castillo y luego por

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la amplia calzada.—¡Oh, mi señora! ¿Quién velará por

nosotros en adelante?—¡Diosa, Madre, escuchad nuestra

plegaria! ¡Salvad a la reina!Ahora toda la gente del pueblo había

salido ya de sus casas y, sollozando ycoreando su nombre, lanzaba juncos yhojas secas a sus pies. Una niña, tanmenuda que pasaba casi inadvertida, secoló rápidamente entre los hombres quecustodiaban a Ginebra y le puso algo enla mano. Ginebra se llevó los rosadospétalos a los labios: la última rosa.

Fuera del pueblo, en el niveladocampo de liza, se alzaba una alta estaca,

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recortándose su negra silueta contra elcielo. En la base había oscuros haces deleña apilados. Cerca, dos fornidosmonjes preparaban afanosamente lasantorchas junto a una cuba de brea.Ginebra las imaginó ya encendidas.

A través de un claro abierto entre lasnubes, se veía una franja de cielo, teñidode rojo por un sol bajo y sanguíneo. Elrío que discurría por el llano, loslejanos bosques y el horizonte estabanbañados en ámbar y oro. Ginebrapercibió la belleza de la vida comonunca antes, y el terror a la muerte cayósobre ella, anegando su mente. Letemblaban de tal modo las piernas que

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apenas podía caminar, y tenía el corazóncontraído como un puño de piedra. Sime desplomo aquí, en el camino, pensó,tendrán que llevarme a rastras hasta lapira.

No, no puedo dar un espectáculo así.No me queda más alternativa que

morir como una reina.

‡ ‡ ‡

Apenas notó la hierba bajo sus pies.Cruzaron el llano y llegaron a la pira.Ginebra vio una plataforma erigidacontra la gran estaca, para colocarla acierta altura sobre las pilas de leña

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atada. Cuando la guardia formó uncírculo en torno, situándose dentro losmonjes y caballeros, Ginebracomprendió de inmediato la razón. Lagente tenía que poder verla por encimade sus cabezas.

Verme morir, se dijo.Ver la muerte del matriarcado y el

advenimiento del nuevo Dios.Los guardias cruzaron sus picas y

entrelazaron los brazos, esforzándosepor contener a la muchedumbreencolerizada. Pero el griterío eraensordecedor cuando los monjes, aempujones, la obligaron a subir por lospeldaños. En lo alto la aguardaba

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Silvestre, sereno, triunfal, satisfecho desí mismo, en compañía de Iachimo.Observó mientras la ataban a la estaca, yella le leyó el pensamiento: dentro deuna hora, quizá menos, el trabajo estaráconcluido.

Las ásperas cuerdas se le hendieronen las muñecas, los tobillos y el cuello.Pero, para ella, la cruel escoriación dela piel carecía ya de importancia. Desdeallí arriba, el mundo se reducía a un marde coronillas tonsuradas. Otros monjeshabían acudido de Caerleon paraengrosar la multitud congregada en tornoa la pira, y los caballeros de Arturoapenas se veían entre el gentío. Dentro

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del círculo delimitado por los guardias,avistó a Kay, forcejeando pormantenerse en pie. Junto a él, le parecióreconocer a Bedivere y vio tambiénfugazmente el cabello rojo dorado deLucan. Pero las únicas caras quedistinguió con toda claridad fueron lasde los dos orcadianos de menor edad,Gaheris y Gareth. Estaban justo al otrolado del cordón de guardias, muy juntos.Gareth lloraba amargamente, y Gaherislo rodeaba con el brazo para darleconsuelo.

Empezaba a oscurecer y el aire eraya más frío. Un funesto viento letironeaba del vestido. Sin duda avivaría

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el fuego, haciendo crepitar la leña yrugir las llamas. Ginebra se estremeció,y al mismo tiempo advirtió una sonrisaburlona y cruel en los labios de Iachimo.¿Hace frío, señora?, parecía decir.Pronto, muy pronto, entraréis en calor.

—¡Dama Ginebra, no ya reina! —Era Silvestre, exultante, amenazador.Estaba demasiado cerca de ella, pero nopodía escapar. Atada de pies y manos,no podía siquiera moverse. Iachimoentregó a Silvestre una voluminosaBiblia, y Ginebra vio que estaba abiertaen el oficio de difuntos—. Mujer, estoyaquí para oír la confesión de tuspecados y acercarte al amor de

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Jesucristo.Haciendo acopio de fuerzas,

Ginebra lo miró a los ojos.—¡Escupo sobre vos, monje! —

exclamó con voz sonora—. Marchaos ydejadme morir en mi propia fe. Estanoche pasearé por el mundo que seextiende más allá de las estrellas. Nonecesito vuestra miserable confesiónpara salvar mi alma.

Silvestre dejó escapar una sarcásticarisa.

—Como deseéis.Se dio media vuelta y descendió por

los peldaños, con Iachimo sonriendo asus espaldas. Al pie de la pira, los dos

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fornidos monjes, remangados,impregnaban ya de brea las antorchas yse disponían a encenderlas. Segundosdespués, los haces de leña prendieron alcontacto de las llamas, y Ginebra notósubir una oleada de aire caliente.

El clamor de la muchedumbreadquirió un tono más agudo, como ellastimero gemido del viento en el llano.La leña crepitó y el fuego saltó de haz enhaz, desprendiéndose de cada uno deellos una cegadora columna de humogris verdoso. La desesperada carcajadade la muerte brotó de su garganta. Loscristianos han usado ramas verdes paraesta hoguera, se dijo. Quieren que muera

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lentamente, sufriendo la abrasadoracaricia de cada llama. Diosa, Madre,ayudadme a privarlos de ese placer.Dadme fuerzas para correr hastavuestros brazos.

El griterío era ensordecedor.Surtidores de chispas se elevaban desdeel fuego, y una densa humareda envolvióa Ginebra, ocultándola a la vista. Leescocían los ojos, la nariz y la garganta.Estaba asfixiándose, muriendo. Pronto,Madre, pronto.

Estaba ya en medio de una oscuranube, invisible al mundo. Con todaintención, comenzó a inhalarprofundamente para acelerar su propia

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muerte. Al menos allí era libre depensar en Lanzarote, libre de estar conél. Pronto, amor mío, muy pronto…

Respira, respira, no desfallezcas…El Señor Oscuro, según decían,

acudía en busca de sus elegidos. PennAnnywn, lo llamaban, aparecía algalope en su corcel negro y se llevaba alOtro Mundo las almas blancas. Ginebraoía ya los cascos del caballo. Estoypreparada, Señor de la Oscuridad.Venid a por mí, Penn Annywn.

A través de la neblina, Ginebra oyópenetrantes gritos y el ruido del acero.Pero el acre humo había entrado ya en lomás hondo de su cuerpo. Le ardían los

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pulmones y le corría fuego por lasvenas. El humo la cegaba y ya apenaspodía respirar. Pronto, amor mío, muypronto.

Ya que el Señor Oscuro seaproximaba, estaba ya allí. Elchacoloteo de los cascos sonó junto a lapira, y Ginebra percibió una nuevapresencia en la plataforma, agitando elaire. Una silueta oscura se acercaba através de las arremolinadas columnas dehumo. Empuñaba un cuchillo, y Ginebrasupo que le cortaría la garganta, ya quesu vida era el sacrificio que había ido areclamar. Cerró los ojos y echó atrás lacabeza. ¡Hundid el filo en mi carne,

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Señor!, pensó. Estoy preparada. Voy areunirme con mi amor.

Notó la fría hoja en el cuello yaguardó el golpe letal. En lugar de eso,sintió un apresurado beso, y escuchóunas entrecortadas palabras.

—¿Mi señora?Ginebra supo entonces que sus

plegarias habían sido atendidas, que sualma había abandonado el caparazónterrenal y vagaba en el Otro Mundo.

Pero ¿qué hacía allí Lanzarote? Ellapensaba que tendría que esperarlo en elOtro Mundo, pasear por el plano astralhasta que él llegara. Si había acudidojunto a ella, ¿quería acaso decir que

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estaba muerto?—¡Señora! ¡Señora! ¡Despertad!Ginebra sintió desprenderse la

cuerda que le oprimía el cuello. Unamano le sacudía bruscamente el hombroy, detrás de ella, un cuchillo cortaba lasotras cuerdas.

—Señora, mantened las manos haciaadentro. La hoja está muy afilada.

¡Lanzarote!, pensó Ginebra.Abrió los ojos. Junto a ella se

hallaba Lanzarote, con el rostroennegrecido por el humo y el yelmosalpicado de sangre.

—¡Aprisa! ¡Aprisa! —instó él convoz ahogada, dando un último tajo a las

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ataduras de ella—. ¡Ahora tirad vospara soltaros!

Diosa, Madre, gracias.Una impetuosa sensación de fuerza

recorrió sus venas. Encogiendo lospuños, rompió las escasas hebras queaún mantenían sujetas sus manos.Lanzarote estaba ya de rodillas,asestando cuchilladas contra los nudosque le inmovilizaban los pies. Al cabode un instante, Ginebra quedó libre,dispuesta a escapar.

—¡Por aquí!Lanzarote la agarró de la muñeca y

la arrastró hacia el borde de laplataforma. Abajo, en un tumultuoso

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revoltijo, caballeros montados peleabancontra los monjes y caballeros en tierra.Entre el humo y las llamas, tan cerca delfuego como le era posible, Borsaguardaba en su montura, sujetando elgran caballo gris de Lanzarote. A sulado, Lionel luchaba valientemente,repeliendo los ataques.

—¡Saltad! —apremió Lanzarote—.Yo os seguiré. ¡Saltad!

Ginebra no vaciló. Tras arrancarseel tocado, se recogió las faldas y saltópor el aire. Al traspasar la cortina defuego, notó que le crepitaba la piel y sele prendía el cabello, pero al cabo de unsegundo caía al suelo sin aliento. Había

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superado el círculo de leña en llamas,estaba fuera, viva y a salvo.

Pero enseguida advirtió que seencontraba en medio de otra clase deinfierno. El fragor de las armas, losaullidos de cólera y los gritos de dolorvibraban en el aire mientras loscaballeros de Lanzarote batallaban paraabrirse paso entre la apiñada multitud.Los hombres de la guardia ofrecíanescasa resistencia, y muchos seregocijaban abiertamente de su huida.En cambio los monjes, pese a estardesarmados, peleaban como posesos,cogiendo troncos encendidos de lahoguera para atacar a caballos y jinetes,

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derribando a los caballeros de sus sillasy golpeándoles brutalmente una vezcaídos.

—¡Venid, señora, venid!Lanzarote volvió a agarrarla de la

muñeca y la ayudó a ponerse en pie, a lavez que con la mano libre le sacudíatorpemente el pelo chamuscado. Arastras y empujones, la condujo hasta elcaballo.

—¡Lanzarote!A Bors se le saltaron las lágrimas

cuando los vio aparecer a través delhumo. No obstante, concentró toda suatención en mantener quieto al nerviosoanimal mientras Lanzarote saltaba sobre

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la silla y tiraba de Ginebra para subirlaa la grupa.

—¡Adelante! —rugió Lanzarote.Obligando al caballo a volver la

cabeza, se puso en marcha flanqueadopor Bors y Lionel, blandiendo los tressus espadas desenfrenadamente paraabrirse camino entre la turbamulta.

—Benoic! A moi, Benoic! —gritabauna y otra vez, reuniendo a suscaballeros a medida que avanzaba por elcampo de liza.

Aferrada a su cintura, ocultando lacabeza tras su espalda, Ginebra nadaveía del combate, salvo las víctimas dela matanza esparcidas por tierra.

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Monjes, caballeros y guardias yacían enuna horrenda maraña de cabezaspartidas, cuerpos destrozados y heridassangrantes. Caballos sin jinetecorcoveaban de un lado a otro, ajenos aaquellos que gemían bajo sus cascos.

Finalmente alcanzaron la periferiadel área en torno a la pira donde sedesarrollaba la refriega. Con un gritotriunfal, Lanzarote traspasó la última filade guardias y espoleó al caballo hacia elllano abierto. Enfrente se extendía elbosque, y más allá un camino sinobstáculos, la posibilidad de huida y lalibertad, todo lo que Ginebra podíahaber deseado. Tosiendo, se agarró con

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fuerza a Lanzarote mientras ladesordenada formación avanzaba a todogalope en la penumbra del anochecer.

—¿Adónde vamos? —preguntó avoz en cuello para hacerse oír porencima del trepidante ritmo de loscascos del caballo.

—¡A Joyous Garde! —contestóLanzarote, su voz rebosante de alegría—. Esta noche, amor mío, dormiréisplácidamente en mis brazos.

‡ ‡ ‡

Prosiguieron su veloz viaje en laoscuridad, sollozando de alivio, riendo

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de satisfacción. Ya bien entrada lanoche, llegaron al castillo de Lanzarotey, por primera vez en su larga relación,se fueron juntos a la cama sin tener queocultarlo. En realidad, Ginebra nodurmió plácidamente, ya que apenaspegaron ojo. Aún bajo los efectos delfuego y el terror a la muerte, tosió y seabrazó a él, temblorosa y necesitada deconsuelo como un niño.

Así que él le contó lascircunstancias que lo llevaron a regresaren su ayuda, incapaz de marcharse comoles había prometido a ella y a Bors.Lionel había insistido en que él y Borsdebían acompañarlo, y todos los

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caballeros secundaron la propuesta. Asíque enviaron un paje con un caballoveloz para que les trajera noticias delcastillo tan pronto como se conociera lasuerte de Ginebra.

A pesar de eso, la condujeron contal premura a la hoguera que Lanzarotelogró de milagro llegar a tiempo dearrebatársela a las llamas. Y agazapadosa la espera en el linde del lejanobosque, no se atrevieron a abandonar suescondrijo por temor a atacar demasiadopronto.

—Me atormenta pensar el miedo quedebéis de haber pasado —declaróLanzarote con tristeza, consciente de que

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el recuerdo ya nunca se borraría de sumemoria.

Pero ella le acarició el brazo y lebesó el rostro, pidiéndole que apartaraesos pensamientos de su mente. Estabanjuntos, y vivos, y con eso bastaba por elmomento. A continuación, Ginebra seechó a reír con sinceras ganas pese alescozor provocado en su garganta por elhumo, y suavemente saboreó el hechizode sus labios.

Poco antes del amanecer hicieron elamor tierna y lentamente, por fin libres,verdaderos amantes, marido y mujer.Ambos sabían que en los días veniderosconocerían las consecuencias de lo

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ocurrido, en su mayor parte tristes eingratas. Pero de momento compartíanun júbilo demasiado profundo paraexpresarlo con palabras, demasiadoexaltado para cualquier cosa que nofuera la más tierna demostración deafecto mediante las más delicadascaricias. A la postre, se quedarondormidos el uno en brazos del otro, conuna honda sensación de gratitud quenunca antes habían experimentado.

‡ ‡ ‡

Pero algunos no podrían conciliar elsueño esa noche. Al oeste, lejos de allí,

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Gawain lloraba arrodillado y jurabavengar la pérdida de los últimosorcadianos, muertos accidentalmente enla batalla alrededor de la pira. Los dosamantes no sabían que los hermanos deGawain, Gaheris y Gareth, yacían aligual que ellos el uno en brazos del otro,pero encerrados en un sueño del que yanunca despertarían. Tampoco sabían queArturo había llamado a sus hombres a laguerra, jurando que llevaría a cabo unamatanza a la que nadie sobreviviría.

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CAPÍTULO 49

adre de todas las ciudades,reina de la tierra, amadaRoma. El arzobispoaspiraba el aire cálido yseco y se solazaba en lacontemplación de losreflejos de la luz en elcielo despejado. ¿Habíaacaso mejor época del año

para pasear por las soleadas calles y lassombrías columnatas que esos mesesinvernales en que las islas que habíadejado atrás se estremecían de frío y

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humedad?Hombre avezado en la tarea de

mantener a raya el pecado, el arzobisporastreó rutinariamente su conciencia enbusca de cualquier asomo, por mínimoque fuera, de concupiscencia o lujuria.Pero no, decidió, deleitarse sintiendolos rayos del sol en la nuca, los pies singrietas ni llagas a causa de la escarcha yla nieve, y el exquisito aroma de lacomida y la vida misma emanando decada puerta abierta no era pecado sinosana aceptación de las cosas buenasconcedidas por Dios.

Y qué bondadoso habéis sidoconmigo, Señor, meditó con sincero

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agradecimiento mientras recorría losbulliciosos callejones y los sombreadospaseos en dirección al poderosoVaticano, que se extendía adormecidobajo el sol. Primero me llevasteis a lasislas de los paganos y me otorgasteis elprivilegio de capitanear la batalla contrasu Diosa, su Madre de las Tinieblas, laGran Ramera, una batalla que, pordesignio Vuestro, estábamos destinadosa ganar. Después me trasladasteis desdemi humilde puesto a la sede deCanterbury, cuna de la verdadera fe,para ejercer desde allí el control sobretodas las islas paganas.

Y ahora…

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Contuvo la respiración. Ahora,Señor, soy llamado de regreso a Romapor el Santo Padre en persona. Desdeque abandonó en su juventud aquellaciudad tan querida para él, exiliadocomo monje al servicio de las islassumidas en la ignorancia, no se habíasiquiera permitido soñar con el retorno.Al llegar allí la noche anterior, ya aavanzada hora, apenas había tenidotiempo de aceptar que estaba en Roma.Pero pronto pondría los pies en la rocade san Pedro y lo recibiría en audienciael Papa, el vicario de Dios en el mundo,cuyo santo anillo besaría arrodilladoante él.

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Cuidado, cuidado. Pensad siempreen el deber, no en el placer.

Siempre alerta, el arzobispo sesantiguó por incurrir en el pecado delorgullo y volvió a centrar suspensamientos en la misión que lo habíallevado allí. Ofrecería un correctoinforme de su gestión en las islas hastala fecha, a ese respecto no albergaba lamenor duda. El Santo Padre no cabría ensí de gozo al oír que el reino de losbritanos estaba en buenas manos.Silvestre sabría manejar a Arturo ysometería a Avalón sin complicaciones.Y pronto, muy pronto, eliminarían hastala última huella del culto a la Diosa en

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aquellas brumosas tierras.—Su Eminencia el arzobispo de

Canterbury.—Cantuariensis in regium

Anglorum Archepiscopus.—Por aquí, señor.Reverentemente, el Vaticano le abrió

sus puertas. Cuando cruzó el umbral,resonaban en el vasto espacio elferviente murmullo de las oraciones y lasalmodia de los monjes. Flotaban en elaire los aromas de Arabia, incienso ymirra, y de las salas de lectura situadasa ambos lados, con las paredes cubiertasde libros, llegaban los efluvios delpapel de vitela y la piel en su lento

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proceso de enmohecimiento. Era el olorde la santidad, el aliento de Dios.Temblando ante la inminencia de suencuentro con el Papa, el arzobisporespiró hondo para embeberse delaroma.

En el amplio pasillo, el tránsitoaumentaba por momentos por lapresencia de presurosos mensajeros.Envueltos en vestiduras de un color tanpúrpura como las amapolas, doscardenales se acercaron en la penumbray, mirándolo con indiferencia, pasaronde largo sin interrumpir suconversación. Y de pronto el arzobispollegó frente a una alta puerta labrada y

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dorada de dos hojas, que debía deacceder a los aposentos del Papa.

Mientras intentaba poner en ordensus pensamientos, la puerta se abrió y,tras ella, apareció otro cardenal.

—¿Arzobispo?Él inclinó la cabeza.—Vuestra Eminencia.Naturalmente, el arzobispo lo había

reconocido de inmediato, pero porrespeto no podía saludar a un cardenalpor su nombre de juventud, pese a quese advertían aún en su ascético rostro dedelicadas facciones claros vestigios delmonje rebosante de talento y fervor quehabía sido en otro tiempo. Por lo visto,

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también él había sabido abrirse paso enla jerarquía de la Iglesia desde su épocade noviciado, hacía ya veinte, no, treintaaños. La mente del arzobispo volviósúbitamente al pasado. Sí, tambiénBonifacio había desempeñado porentonces una excelente labor, habíalibrado la honrosa y justa batalla. Aquelmuchacho había sido el primer cristianoen Avalón, elegido para llevar lacruzada de la fe al campamento enemigoantes de ser reemplazado y reclamadoen Roma. Y allí estaba ahora, nadamenos que cardenal. Un admirableascenso.

O quizá no.

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Cuando el cardenal inclinó la cabezay le indicó que entrara, el arzobispocambió de idea. A juzgar por el tristearco formado por sus labios y laperceptible tensión en torno a los ojos,cabía pensar que Bonifacio no habíaconseguido acallar plenamente susdemonios, fueran cuales fuesen.

—Su Santidad os recibirá ahoramismo.

Con paso enérgico, el cardenal locondujo al pasillo interior. No habléisde los viejos tiempos en las islas,parecía decirle con su severa espalda.Ya habrá ocasión para eso más tarde. Otal vez no.

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Llegaron a otra puerta. Baja, hundidaen el espeso muro y parcialmente ocultatras unas colgaduras, pasaba inadvertidaen aquellos resonantes pasillos.

El cardenal reparó en su expresiónde sorpresa y lo miró con curiosidad.

—La audiencia con Su Santidad seráa puerta cerrada. Acaba de recibirse unmensaje de las islas, un asunto querequiere vuestra inmediata atención.

Llamó con golpes secos a la puerta,abrió y entró. Cruzando el umbral detrásde él, el arzobispo se encontró en unapequeña cámara. En ella, perdió de vistaal cardenal por un instante,confundiéndose sus vestiduras con el

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color rojo de las paredes, alfombras ytecho. Tupidas cortinas impedían elpaso del sol a través de las ventanas, yun centenar de velas iluminaba elreducido espacio desde todos losrincones. Sus llamas alumbraban con luztrémula un enorme crucifijo colgado dela pared, una imagen de la Virgen Maríaadornada con alhajas, e incontableslienzos de escenas sacras en marcosdorados. Con la respiración contenida,el arzobispo supo que se hallaba en elcorazón mismo del Vaticano.

Ante él se alzaba un amplio estrado,cubierto por un gran baldaquín rojo.Pese a las exiguas dimensiones de la

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cámara, un descomunal trono, plantadobajo el baldaquín, se destacaba del restodel mobiliario. En él había sentado unhombre de desmesurada corpulencia,vestido del mismo color rojo quedominaba la habitación. Una mitra rojacoronaba su enorme cabeza, una caparoja cubría sus hombros, y un manteletebordado cubría su sotana roja. Sólo surostro ancho y pálido ofrecía uncontraste de color. Las manos blancas ycarnosas reposaban inertes sobre losbrazos del trono bajo el considerablepeso de las joyas que lucían. En cambio,sus ojos resplandecientes y negros comoel carbón rebosaban vida.

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—Santo Padre —musitó elarzobispo, intimidado, al tiempo que sepostraba de rodillas.

Lo envolvió el sonido líquido ysonoro de la lengua italiana.

—Levantaos, hijo mío, y prestadatención, porque no todo anda bien enlas tierras que acabáis de abandonar.

Alarmado, el arzobispo se puso enpie de inmediato.

—Santo Padre, dejé en mi lugar almejor hombre de que disponía…

El Papa alzó una mano.—Y él ha mandado a su mejor

hombre a buscaros.A una señal del Pontífice, se abrió

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otra puerta al fondo de la cámara. Unafigura achaparrada salió de las sombrasy se acercó renqueando hasta que la luzde los candelabros iluminó su rostro. Ajuzgar por las magulladuras de su cara ypor la pierna maltrecha, era obvio que elrecién llegado había recorrido un largocamino a todo galope, sufriendonumerosas caídas.

El arzobispo palideció.—¡Iachimo!El Papa movió su enorme rostro en

un gesto de asentimiento.—Iachimo —confirmó el Pontífice

con actitud impasible—, que ha viajadohasta aquí precipitadamente con una

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insólita historia que contar. El reyArturo descubrió que su querida esposano era casta. La condenó a morir en lahoguera, pero ella escapó, nada menosque con su amante, quien acudió en elúltimo momento para rescatarla de lasllamas. Y ahora se esconden en elcastillo de él mientras el rey hace sonarel cuerno de la guerra por todo lo largoy ancho de su reino para reunir unejército que le permita barrerlos de lafaz de la tierra.

—¿Cómo? —exclamó el arzobispo,atónito—. Santo Padre, yo lo dejé todoen paz al partir. Estábamos ganando labatalla. Contábamos con el alma de

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Arturo. Teníamos el reino entero anuestra disposición.

—Eso parecía creer vuestrosustituto, Silvestre —terció el cardenalBonifacio con tono hostil—. Convencióa Arturo para que la condenara a morirquemada en la hoguera cuanto antes. —Apuntó a Iachimo con el pulgar en ungesto de desdén—. O eso afirma estacriatura, que conoce la mente de sumaestro. Si puede llamarse «mente» a loque concibió semejante plan.

—¡Dios nos asista! —gimió elarzobispo, deseando arrancarse lospulgares a dentelladas, hacerse trizas lacabeza contra el suelo. Silvestre le

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había parecido una elección digna yfiable. ¿Qué clase de locura se habíaadueñado de él? ¡Qué atroz disparate,convertir en mártir a la concubina!¡Sublevar al pueblo, enemistarse conLanzarote, dividir al país, multiplicarlos rencores…! ¡Dios Todopoderoso,jamás verían el final de aquello!

Advirtió que dos pares de ojosseguían cada uno de sus movimientos yadivinaban, sin duda, cada uno de suspensamientos.

El Papa fijó la mirada en algúnpunto por encima de él.

—Hay otra cosa —anunció.El arzobispo se estremeció. Cuanto

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más empeoraba la situación, mástranquilo parecía el Sumo Pontífice.

—Decid, mi señor.—Sir Gawain también persigue la

muerte de Lanzarote, porque éste mató asus hermanos al rescatar a la reina.Incitará al rey a acosar a Lanzarote hastala misma tumba. La guerra es inevitable.—Los brillantes ojos negrosdescendieron hasta posarse de nuevo enel arzobispo—. Y bien, ¿qué pensáis?

El arzobispo movió la cabeza en ungesto de negación.

—Lanzarote es mejor guerrero quetodos ellos. Derrotará a Gawain, y muyprobablemente también a Arturo.

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Bonifacio lanzó una iracundacarcajada.

—Después él y Ginebra reinarán entodo el territorio. Ella restaurará laantigua fe, y todo nuestro trabajoquedará en nada.

—Y la Gran Ramera se propagaráde parte a parte —añadió el Papa,jugueteando pensativamente con losanillos—. Pero confiamos en que vosseréis capaz de poner freno a eso, comoes vuestro deber.

Bonifacio volvió a reír conmanifiesto sarcasmo.

—¡Si no es ya demasiado tarde!La mirada del Papa era inescrutable,

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y su sonrisa incluso benévola. Pero elfranco desdén que se traslucía en elsemblante del cardenal Bonifacioespoleó el orgullo del arzobispo.

—Es mi deber, y cumpliré con él —repuso lacónicamente. Saludó al Papacon una reverencia—. Con vuestropermiso, Santo Padre, regresaré deinmediato. Aún estamos a tiempo desalvar a esos desdichados de sí mismos.

—¿Ahora habláis de salvarlos? —Un mordaz asomo de ironía iluminó lasevera mirada del cardenal—. Hubo untiempo en que también vos, señor,buscabais la muerte de la concubina.

—Eso era antes de asegurarnos el

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alma de Arturo. Ahora que lo tenemosde nuestro lado, no existe ya lanecesidad de eliminar la influencia deGinebra. Esa mujer ya no significa nadapara él, y si se declara una guerra,perderemos hombres, monjes,monasterios. —Se llevó una mano a lacabeza—. ¡Quemar a Ginebra… darcaza a Lanzarote…! ¡Dios Santo, esopone en peligro todos nuestrosprogresos!

El Papa clavó en él sus relucientesojos oscuros, y el arzobispo supo que elSanto Padre había previsto todo aquelloy mucho más. La gran figura vestida derojo asintió con la cabeza, y en su

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redonda cara se dibujó una últimasonrisa.

—Volveremos a solicitar vuestrapresencia en Roma, pero ahora partidcon nuestra bendición.

La enorme mano trazó en el aire ungesto de despedida; el cardenalBonifacio hizo una reverencia, y elarzobispo fue acompañado hasta lapuerta. Desde allí, sucesivos monjes loguiaron hasta la verja exterior y la calle,y entretanto el arzobispo se aferró condesesperación a las últimas palabras delPapa: «Volveremos a solicitar vuestrapresencia en Roma».

El arzobispo cruzó las manos,

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hallando cierto consuelo en esa frase.Pero de pronto, consternado, cayó en

la cuenta de que no le había besado elanillo. Por suaves que hayan sido suspalabras, no me ha ofrecido la piedra desan Pedro. He sido juzgado y declaradoinepto. He fracasado en mi labor. Y elinfalible Pontífice de Dios no perdona.

Bajo la implacable luz del radiantesol invernal, el arzobispo supo quenunca más vería Roma. Nunca pasearíapor sus calles en las frías horas de suvejez, cuando únicamente el sol pudieraproporcionar cierta alegría a susdecrépitos huesos. Nunca más rendiríaculto a san Pedro en su roca, ni

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glorificaría la creación de Dioscontemplando las palpitantes ybulliciosas calles de la ciudad.Exhalaría su último aliento en aquellasislas húmedas y apagadas donde unosrostros privados de sol serían lo últimoque viera y unos dedos pálidos y fríossellarían sus párpados moribundos.

¡Las islas, Dios se apiade de mí!Oyó de nuevo el rugido eterno del

ávido mar y los lastimeros reclamos delas gaviotas. Su alma respondió con ungrito desolado y vacilante, y en esemismo instante comprendió la esenciadel destino de Bonifacio y el suyopropio, ambos apartados para siempre

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del lugar donde tenían puesto el corazón,condenado al exilio eterno del estado degracia y a lamentarse por ello hasta eldía de su muerte.

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CAPÍTULO 50

a figura embozada seacercaba con sigilo, pero elcentinela estaba alerta.

—¿Quién anda ahí?—Un buen hombre.Mordred se echó atrás

la capa para descubrirsebrevemente el rostro.

—¿Qué tal va la noche?El centinela sonrió, dejando a la

vista sus dientes rotos.—Como todas las noches, señor. —

Alzó la mirada en dirección al castillo

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que se alzaba sobre el llano, suspoderosas torres como grandes puñoslanzados hacia el cielo—. Ellos no nosmolestan, y nosotros no los molestamosa ellos.

Mordred siguió su mirada. Eracierto que el oscuro castillo parecíadormido. Ni una sola luz brillaba en laoscura y silenciosa mole, y ningúnsonido llegaba de él a través del airenocturno. A medida que avanzaba elinvierno, todo parecía sumirse en elmismo plácido sueño. Pero estaban allídentro, eso todo el reino lo sabía. Enrealidad, a esas alturas, tanto en el reinocomo fuera, todo el mundo sabía ya que

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sir Lanzarote tenía a la reina en JoyousGarde.

Cambiándose la lanza de mano, elcentinela se planteó formular supregunta, consciente de que nodispondría de otra oportunidad comoaquella.

—Sir —dijo audazmente—, ¿cuándoasaltaremos el castillo? Los muchachosestán cansados de esperar. Dicen que asínunca venceremos.

Y a los muchachos no les faltabarazón, pensó Mordred con amargura.Quizá debía mandarlos a hablar con elrey. Tal vez ellos obtuvieran mejoresresultados que los alcanzados por él y

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Gawain durante las largas y tediosassemanas de asedio.

—Con tanto tiempo paraaprovisionarse antes de nuestra llegaday su propio manantial dentro delcastillo, pueden resistir todo el invierno—prosiguió el centinela—. Y mientrasnosotros reuníamos nuestras tropas,caballeros y nobles acudieron en tropela sir Lanzarote. —Se echó a reír—.Ahora cuenta con su propio ejércitoparticular tras esas murallas.

De improviso, un doloroso revés lecruzó el rostro.

—Vigilad vuestra lengua, soldado, uos la cortaré —replicó Mordred con

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aparente naturalidad—. No osentrometáis en asuntos sobre los quedeben decidir vuestros superiores.Cuando el rey ataque, vos seréis elúltimo en saberlo. Limitaos apermanecer alerta en vuestro puesto yestar preparado cuando llegue elmomento.

Dándose media vuelta, Mordred sealejó apesadumbrado. Aquel necio teníarazón, y los mismos argumentos que élhabía utilizado se le habían expuesto alrey una y otra vez. Pero el viejo osohabía actuado a su ritmo desde elprincipio. Aun así, el momento llegaría.

Mordred continuó su paseo por el

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campamento dormido. La mayoría de lasfogatas de los puestos de vigilancia eranya poco más que ascuas dispersas en laoscuridad. Pero en todos los ejércitoshay hombres que no pueden dormir.Aquí y allá resplandecían las llamas deun fuego vivo, y alrededor un apretadogrupo charlaba en voz baja. ¡Dioses delcielo, cómo me apetecería estar ahorajunto al fuego!, se dijo Mordred,estremeciéndose pese a la túnica delana, los guantes y la gruesa capa. Elaño llegaba a su época más cruda, ydebían atacar pronto o corrían el riesgode quedarse allí aislados en la nieve, unblanco inmóvil para los defensores del

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castillo.No les quedaban más que unos

cuantos días, una semana a lo sumo. Ypese a que el dolor había convertido aArturo en un roi fainéant desde hacía untiempo, el impotente herido incapaz deactuar, la insistencia del propioMordred y de Gawain, que a diario lesusurraban como cuervos al oído«venganza, venganza, venganza»,finalmente acabaría cediendo.

Venganza, sí.Mordred aminoró el paso. Como

ocurría con frecuencia, su ronda por elcampamento lo llevaba a la tienda deGawain. En el presente, estaba en

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buenas relaciones con Gawain y se reíaal recordar que tiempo atrás lo habíaconsiderado un rival en la lucha por eltrono. Tras saludar con la cabeza alcentinela apostado ante la tienda, seaproximó a la entrada y apartó lacortina. Dentro, una tea alumbraba conluz parpadeante un gran canapérevestido de pieles, una mesa y una sillade campaña. Un par de excelentesalfombras cubrían el suelo de tierra ytupidas colgaduras impedían el paso delfrío exterior. En cada ángulo ardía unbrasero cebado con carbón y hierbasaromáticas, calentando y perfumando elambiente. Mordred sonrió. Para ser un

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zafio hijo de las islas, el toscoorcadiano sabía cuidarse.

En muchos sentidos. Sobre uno delos braseros había una olla de ponchecaliente, emanando embriagadoresefluvios con olor a miel, enebro yespecias, y al lado dos copas, listas parabeber.

Mordred echó un vistazo a la cama.Bajo las pieles apiladas, se recortaba uncontorno curvo. La redondeada siluetase revolvió, y de pronto asomaron unbrazo y un hombro desnudos. Mordredvio a continuación una melenaalborotada, un par de ojos de miradavacía y por último la cara pálida y

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afilada de una muchacha de once o treceaños como mucho.

¡Dioses del cielo, Gawain, con esaedad podría ser vuestra nieta! Mordredvolvió la cabeza, contrayendo los labiosy la nariz en una mueca de aversión. Aligual que todos los hombres promiscuos,trazaba una precisa línea entre suspropias acciones, siempre aceptables, ylas acciones de otros que iban más alláde lo tolerable. Sabía que elcampamento generaba una continuaafluencia de seguidores de todos lostamaños y edades, y también en todas lascombinaciones concebibles: madres ehijas, gemelos o gemelas, cualquier

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cosa. Había visto a madres y padres, eincluso a hermanos mayores, ofrecerniños y niñas en venta a los aburridossoldados que permanecían ociosos anteel castillo asediado. Pero Mordred,virtuosamente, se mantenía al margen detodo aquello. ¿Comprar a una criatura?No, él esperaría hasta encontrar a unamujer, y una mujer digna de su elección.Y cuanto más dura fuese la espera,mayor sería luego su satisfacción.

Sin dirigir la palabra a la muchacha,se retiró. Ya sabía dónde hallar aGawain. Asintiendo con la cabeza ysonriendo, saludando a los centinelas asu paso, Mordred se dirigió hacia la

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tienda de Arturo, levantada en el centrodel campamento. El pabellón real seencontraba a cierta distancia de los quelo rodeaban y en lo alto exhibía elestandarte de Arturo. Pero a esa hora dela noche el dragón rojo pendía mustio enel asta.

Cuando se acercaba, vio movimientoen la entrada del pabellón, y al instantesalió Gawain.

—Buenas noches, señor. ¿Necesitáisque os acompañe a vuestra tienda?

—Meteos en vuestros asuntos,soldado, o…

Con voz pastosa, Gawain profirióuna andanada de juramentos. Ebrio e

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intratable como todas las noches,advirtió Mordred, y dispuesto acualquier cosa, el llanto, la violencia, loque fuese. Pero en el campamento anadie se le habría ocurrido llevarle lacontraria. Tanto caballeros, escuderos ypajes como el más humilde de los mozosde carga, conocían la locura de sirGawain desde la muerte de sushermanos.

—¿Mordred? ¿Sois vos?—Yo mismo. ¿Cómo está el rey?Gawain tenía los ojos enrojecidos a

causa del alcohol y la aflicción.—¿Cómo va a estar? —Miró a

Mordred con recelo. De repente, como

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tantas otras veces, su humor cambió denuevo y bramó—: Mejor que nunca. ¿Ysabéis por qué?

—Contadme —respondió Mordredcon una jovial sonrisa dedespreocupación.

Era capaz de manipular a Gawain.Durante las semanas de dolor por lapérdida de sus hermanos, Mordred lohabía observado con detenimiento, yahora sabía que su rival no teníasecretos para él. Sin embargo, comopronto descubrió, Gawain aún podíasorprenderle. Ya que Mordred no estabapreparado para la noticia que Gawain ledio.

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—Pues porque mañana tendré aLanzarote en la punta de mi espada —rugió Gawain, temblando de ira—.Pagará entonces por la muerte de mishermanos. Veré consumada mi venganza.

—¿Cómo?—Combatiré con el rey. Vos

ocuparéis el flanco izquierdo.—Gawain, ¿de qué me estáis

hablando? —preguntó Mordred. Debuena gana le habría asestado unpuñetazo.

Gawain soltó una delirantecarcajada.

—El rey ha accedido por fin.Mañana atacaremos.

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‡ ‡ ‡

Mañana atacarán.Ginebra despertó sobresaltada,

viendo la escena en la oscuridad tanclaramente como si estuvierapresenciándola en el llano. A través dedispersas volutas de sueño, viomensajeros deslizarse en silencio detienda en tienda y despertar a quienesdormían acurrucados en el suelo. Oyólos gemidos y ahogados juramentos yluego el tintineo del metal mientras loshombres cogían las armas destinadas acausar la muerte a otros. Después la

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visión empezó a disiparse. La llamadaque la había despertado se desvanecióen la oscuridad a la par que la voz de sumadre se dejaba oír una vez más en elaire nocturno: Escuchadme, pequeña.Mañana atacarán.

Salió de la cama y fue en busca deLanzarote. Lo encontró en las almenas,contemplando el llano a oscuras.Cuando Lanzarote se volvió, su aspectodemacrado y las arrugas en torno a losojos conmovieron a Ginebra. Oh, amormío, estas últimas semanas conmigo hansido las más duras de vuestra vida.Pero, como siempre, el semblante deLanzarote se iluminó al verla, y

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tendiéndole los brazos, la atrajo haciasí.

Tenía las manos frías. Notando queGinebra temblaba, Lanzarote abrió suamplia capa y la envolvió en ella.

—Se advierte cierta agitación —dijo, señalando hacia las fogatasdispuestas ante el castillo—. Mañanaatacarán.

—¿Cómo lo sabéis?—Por un centenar de detalles. Pero,

sobre todo, porque no les queda otroremedio. Ningún asedio puedeprolongarse eternamente. Después detanto tiempo, los hombres deben de estarimpacientes por entrar en acción.

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Ginebra asintió con la cabeza.—Y vosotros contraatacaréis.Ginebra sabía que aquel momento

llegaría. Lo habían estudiado yconcertado en numerosas ocasiones, decomún acuerdo con Bors, Lionel y losadalides de los caballeros de Lanzarote.Uno en particular, sir Angres de Fréhel,había propuesto encarecidamente desdeel principio una audaz incursión.Llegado de Pequeña Bretaña, uno de loscientos de caballeros de Benoic quehabían acudido a Joyous Garde en apoyoa Lanzarote, sir Angres no debía tributoal rey Arturo, el enemigo de su señor. Suúnica idea era acometer desde el

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castillo contra los sitiadores yobligarlos a abandonar el llano.

Pero Lanzarote había respiradohondo y negado con la cabeza. No seemprendería acción alguna que pusieraen peligro la vida de Arturo y suscaballeros. El rey debía parlamentar oatacar, no había otra alternativa. Sudeuda de honor con el rey exigía quefuera él quien realizara el primermovimiento.

¿Y después? Ginebra no se atrevía apreguntarlo. Todo eso se había debatidotambién muchas veces.

Diosa, Madre, ayúdanos, rogóGinebra. Salva a mi amor.

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Lanzarote la abrazó con fuerza y lebesó la cabeza.

—La hora se acerca, lo sé —dijocon serenidad—. ¿Me ayudaréis, pues, aarmarme, señora?

‡ ‡ ‡

La primera ofensiva se inició al romperel alba. Débil y rojizo, el sol asomóreceloso por el horizonte, alumbrando alos hombres que avanzaban. Antes deque hubieran recorrido la mitad delllano, las puertas del castillo seabrieron. Como un río plateado de

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pendones flameantes y resplandecientemalla, Lanzarote y sus caballeroscabalgaron hacia las tropas asaltantespara desbaratar el ataque.

Lanzarote había decidido que Arturono debía aproximarse al castillo. Sillegaba al pie de las murallas, seríaimposible protegerlo desde arriba. Encuanto empezara a caer sobre jinetes ycaballos la lluvia de piedras, flechas,lanzas, fuego y brea hirviendo, seríaimposible ordenar a los defensores queevitaran herir al rey. Aunque Arturollevara la vaina del País del Veranopara guardarse de la pérdida de sangre,en una refriega a caballo como aquella,

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nadie estaría a salvo.Paseándose por el adarve, Ginebra

sintió desvanecerse sus esperanzas. Sualma cabalgaba junto a Lanzarote, perosu vida pendía de la punta de la lanza deArturo. Lanzarote no lucharía contra elrey, y Arturo intentaría quitar la vida aLanzarote.

Que así sea. La rueda está girando.Que empiece la batalla.

Aferrada al tosco borde delparapeto, Ginebra contempló el llano.En el aire frío y húmedo resonaban losgritos de guerra. Las primeras filasentablaron combate con sordo estrépito,estremeciéndose y mezclándose las

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líneas de ambos ejércitos bajo labrumosa luz.

Lanzarote iba de un lado a otro,abriéndose paso entre el tumulto.

—¡El rey! —gritaba una y otra vez—. ¡No hiráis al rey! ¡Quienquiera queencuentre al rey Arturo tiene prohibidoherirlo so pena de muerte!

—¡Arturo no necesita vuestracompasión, Lanzarote!

Y de repente allí estaba, con lacorpulencia de un oso, tan firme comosiempre sobre la silla de montar yarmado de pies a cabeza. El penachorojo de Pendragón, el brillo de oro yplata de la vaina, la diadema dorada en

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torno al yelmo y el amenazadorsemblante eran inconfundibles.Galopando entre las filas, Arturo sehabía acercado tan rápidamente que suscuatro acompañantes lo seguíanrezagados. Con el corazón en un puño,Lanzarote hizo una lúgubre seña a Borsy Lionel, que lidiaban junto a él. Sabíaque les complacía tan poco luchar contraLucan, Kay, Gawain y Bedivere como aél matar al rey.

—¡Traidor! —clamó Arturo entredientes a la vez que arremetía.

Lanzarote alzó la espada paradefenderse.

—¡Os equivocáis, mi señor!

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Simplemente no podía dejar morir a lareina. Dejadme hablar, os lo ruego.

La única respuesta de Arturo fue unviolento golpe que casi descabalgó aLanzarote.

—¡Muerte al traidor! —exclamóArturo—. ¡Defendeos o morid!

Desesperado, Lanzarote volvió alevantar la espada. ¿Cuánto tiempopodría resistir golpes como aquellos? Asu lado, Bors y Lionel peleaban comoposesos para mantener a raya a losacompañantes del rey, perdiendo terrenolentamente. En el flanco izquierdo,Mordred avanzaba sin cesar,combatiendo con una determinación

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propia de un hombre de mayor edad.Lanzarote lanzó un mudo gemido. Auncon la ayuda de sus caballeros dePequeña Bretaña, su flanco estaballevándose la peor parte. Sin embargono debían vencer…

—¡Dios Santo, tened misericordia!Con un grito escalofriante, Arturo

cayó de la silla y quedó inmóvil entierra.

—À moi, Benoic! ¡Fréhel! ¡Fréhel! Àmoi!

Como surgido de la nada, sir Angresapareció junto a Lanzarote, tirandotriunfalmente de las riendas de sumontura y blandiendo su lanza.

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—Señor, lo he derribado paraimpedir que os matara —aulló,haciéndose oír por encima del fragor.Alzó la lanza sobre la figura postrada deArturo, apuntando a la garganta—.Dadme vuestro permiso, señor, y pondréfin ahora mismo a esta guerra.

Detrás de Arturo, un grito deangustia se elevó sobre el campo debatalla.

—¡El rey! ¡El rey ha caído! —anunció Gawain—. Pendragón à moi!

—¡No! —rugió Lanzarote—.Retroceded, sir Angres, o dejad deservirme inmediatamente.

No esperó a ver si el caballero

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obedecía o no. Reclamando la atenciónde sus primos, lanzó a Bors las riendasde su corcel y saltó a tierra. Sin miedo aser pisoteado por los cascos de loscaballos, se arrodilló junto a Arturo eintentó levantarlo.

Pero el enorme cuerpo yació en susbrazos como un peso muerto, y cuandoLanzarote le alzó la visera, vio el colorceniciento de su cara. Despojándose delos guanteletes de malla, Lanzaroteacarició el rostro de Arturo, le besó losojos cerrados y exhaló en su boca el airede los pulmones. Pero el rey tenía lapiel tan fría como el barro y totalmenteexangüe. Ni el torso extendido ni los

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fláccidos miembros daban señales devida.

Lanzarote se meció sobre los talonesy se echó a llorar. De pronto vio queArturo abría los ojos, también anegadosen lágrimas, y fijaba en él la mirada.Débilmente, Arturo movió la mano ytrató de levantar la cabeza.

Lanzarote no se atrevió a hablar. Sepuso en pie y, con un colosal esfuerzo,ayudó a Arturo a levantarse. A su lado,el leal Bors se inclinaba para auxiliarlo.A un paso de ellos, Lionel sujetaba elcaballo de Arturo para que el reyvolviera a montar. Enfrente, sir Angrescuestionaba aún con su iracunda

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expresión la orden de Lanzarote pero, alomos de su caballo, defendíadenodadamente al pequeño grupo decualquier ataque.

Tambaleándose, Lanzaroteacompañó a Arturo hasta su caballo,dejándolo apoyar el brazo en sushombros. Luego entrelazó las manos y selas ofreció a modo de estribo para auparsu enorme peso. Bors le acercó supropio caballo. Apresurándose amontar, Lanzarote regresó junto al rey.

Arturo, con el rostro bañado enlágrimas, se tambaleaba en la silla.

—Ay, Lanzarote —dijo con la vozempañada—, ¿por qué tuvo que empezar

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esto?—Mi señor, en vuestras manos está

ponerle fin. —Lanzarote abarcó laescena con un desesperado movimientode su espada, notando que los ojos se lehumedecían de nuevo ante la visión dela sangre y el horror, los rostrosdestrozados y los miembros rotos—.Mirad, ya yacen muertos muchos buenoscaballeros que aún podrían estar vivos.Hagáis lo que hagáis, nunca lucharécontra vos. Yo no os he traicionado,como tampoco lo ha hecho la reina. Oslo suplico, mi señor, hagamos las paces.

—¿Es eso cierto, Lanzarote? Quizásí. —Arturo se apoyó pesadamente en el

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arzón delantero de la silla—. Sabe Diosque sois el alma más noble que existe.Me habéis perdonado la vida cuandopodríais haber tenido mi corona. —Lanzó una risotada de incredulidad—.No encontraré cortesía semejante enningún otro hombre.

Lanzarote cerró los ojos. ¡Dioses,permitid que acceda!

‡ ‡ ‡

¡Mordred!Al otro lado del campo de batalla,

Mordred dio un brusco respingo al oíraquel zumbido en su cabeza. Igual que

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un mosquito en una ventana, volvió asonar al cabo de un instante. ¡Mordred!¡Allí! Fijaos, Arturo está haciendo laspaces con Lanzarote. Id a decírselo aGawain y confiad en que la sangre delas Orcadas ponga remedio a esto.

Mordred nunca discutía con la vozde su cabeza. Obligando a revolverse asu caballo, se abrió paso entre lamuchedumbre hasta que vio la anchaespalda de Gawain lo bastante cercapara que el orcadiano lo oyese.

—Allí, Gawain —advirtió a voz engrito, señalando con la espada—. El reyy Lanzarote. ¿Lo veis?

En el centro del campo de batalla, el

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combate perdía ya intensidad.—¿Hacer las paces? —dijo Arturo

pensativamente, y Lanzarote vioformarse la decisión en su semblante.

Alrededor, los caballeros máscercanos hacían correr la voz, y lashostilidades cesaban gradualmente.

¡Accederá! Gracias, Diosa, gracias,y alabada seáis, pensó Lanzarote con lamente alborotada. Ya le parecía estaroyendo las benditas palabras en labiosde Arturo.

—¡No! —La exclamación proveníade Gawain, que avanzaba loco de irahacia Arturo—. Su sangre por la nuestra.Su vida por la nuestra. Me lo

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prometisteis, señor. Me prometisteis queLanzarote pendería de la punta de miespada. No me defraudéis ahora como élos defraudó a vos.

En lo alto de la muralla, Ginebraalargó el cuello para escuchar las vocesque llegaban a ella a través del airenacarado.

Oh, Arturo, Arturo, no flaqueéis.Pero, con el corazón en la garganta,

observó a Arturo volverse a uno y otrolado, y supo cuál sería su decisión conla sombría certidumbre de sus treintaaños de matrimonio. En vano juraríaLanzarote que los hermanos de Gawainhabían muerto por un desafortunado azar

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en la refriega ocurrida en torno a la pira,que él amaba a Gaheris y Gareth y jamáslos habría atacado.

Sangre, sangre, sangre.Ginebra oyó clamar venganza, y su

vista se nubló. Vio avanzar un aluviónde sangre desde el horizonte. Oyó elrumor de grandes ríos que corrían por elllano hasta desembocar en un marembravecido. El rojo manchó las nubes,eclipsó el sol y cayó como una lluvia enel campo de batalla, donde proseguíanlos enfrentamientos.

En el llano, dos únicos contendientesse convirtieron en el foco de atención.

—¡Combate singular! —propuso

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Lanzarote mientras Gawain cargaba endirección a él con la espada en alto,sollozando, maldiciendo y jurando bebersu sangre—. Exijo el derecho aresponder yo solo a este ataque, y sipierdo, no habrá represalias contra lareina.

—Concedédselo, mi señor —bramóGawain, descargando ya su primergolpe.

—Concedido —contestó Arturo contono regio.

Oh, Arturo, se lamentó de nuevoGinebra, echándose a llorar. Pues yaveía lo que se avecinaba. Y así fue. Sepaseó por el adarve durante horas

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mientras Gawain acometía en vano una yotra vez contra Lanzarote, hasta que este,en el único golpe que devolvió endefensa propia, partió el cráneo deGawain.

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CAPÍTULO 51

scuras nubes de cuervos ygrajos planeaban sobre elllano, y el arzobispo y sucomitiva veían a losmuertos y heridos desde lolejos. Algunos, dada suextrema gravedad, nohabían podido sertrasladados, y sus trémulos

alaridos y lamentos se oían con todaclaridad. Otros, callados y quietos,aguardaban las atenciones de lacuadrilla de enterradores con la

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paciencia de quienes están más allá delas preocupaciones terrenas. Comparadocon otros campos de batalla que habíavisto, aquel no era el peor. Aun así, elarzobispo sintió deseos de llorar,viendo a los caballeros de la TablaRedonda enfrentados entre sí de aquelmodo.

—Un momento, hermanos.A la señal del arzobispo, la corta

procesión de monjes a caballo sedetuvo. Desde lo alto de la colina, elsinuoso camino descendía hasta el llanodonde las secuelas de la batalla sedesplegaban ante la vista en todo suhorror. Frente a ellos, Joyous Garde,

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enclavado en su peñasco, ofrecía unaimagen hermosa y serena bajo el tenuesol invernal. Algunos de los cadáveres,acarreados por los supervivientes,subían por el tortuoso camino de accesoy desaparecían tras las puertas delcastillo; otros eran transportados ensentido opuesto, hacia las tiendasembreadas y los vistosos estandartes delcampamento real.

—¿Ha cesado, pues, el combate? —se preguntó el arzobispo en voz alta—.¿O esto es sólo una tregua para darsepultura a los muertos?

Cabalgando a su lado, Silvestreaguzó el oído.

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—Permitidme que lo averigüe, señor—dijo, y sin esperar el consentimientodel arzobispo, acicateó a su mula y sealejó al trote pendiente abajo.

La obediencia no era ya una de lasvirtudes monacales de Silvestre, pensósombríamente el arzobispo. Pero sabíaque su sucesor tenía la necesidad desentirse útil.

Silvestre no había encajado bien eldescontento del arzobispo y lareprobación del Papa. ¿Qué mal podíahaber en un ataque contra los enemigosde la fe? Mortificado aún por la huidade Ginebra, considerabacontraproducente dejarla vivir. Si el

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Santo Padre así lo ordenaba desdeRoma, habría que respetar su voluntad.Pero a Silvestre no tenía por quégustarle la decisión papal.

—¡Es una bruja! —insistió,hablando entre dientes al arzobispo—.Los hermanos congregados en torno a lapira la vieron saltar de la plataforma yvolar por el aire. Y ahora, después detantas semanas en compañía de sirLanzarote, es más ramera que nunca. Esoes fornicación declarada y tambiénadulterio.

—Sir Lanzarote afirmará quesimplemente la salvó de la hoguera —respondió el arzobispo con calma

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durante el viaje—. Y nosotros lorespaldaremos. Si nuestro objetivo esseguir prosperando en estas islas, lareina y el rey deben reconciliarse. —Miró con expresión severa a Silvestre ysu eterna sombra, Iachimo—. Pensadlobien, hermano. Aún podríamos perderAvalón. Preveo la construcción allí deuna gran abadía a su debido tiempo, conun monasterio para nuestros monjesdotados de mayor talento. Sería uno delos principales centros espirituales delas islas, un centro de peregrinaciónpara el mundo entero. Pero ahora, con laiglesia del Tor aún inacabada, podríanbarrernos de allí y arrojarnos al mar

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interior.Eso nunca, pensó Silvestre con

desdén. Avalón es nuestra. La viejaramera que habitaba allí había sidoobligada a refugiarse en su madriguera.Y esta otra ramera, la reina, seguiría suspasos, de eso también estaba seguro.Pero había muchas maneras dedespellejar a un gato. A la postre, él seimpondría a Ginebra.

Las averiguaciones de Silvestre enel campamento del rey confirmaron suopinión. Regresando junto a la vera delcamino, esperó la llegada del arzobispocon semblante optimista. Cuando susuperior se acercaba por la estrecha

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cuesta, Silvestre le salió al paso conbrío, cargado de noticias.

—Se ha disputado una sola batalla,señor, entre los hombres del rey y sirLanzarote, sin ventaja para ningúnbando. El desenlace se ha decidido encombate singular entre sir Lanzarote ysir Gawain, y sir Gawain ha resultadoherido.

El último superviviente de losorcadianos, el primer acompañante deArturo.

—¿Herido de gravedad?Silvestre asintió.—Un solo golpe, pero en la cabeza.El arzobispo cerró los ojos. Si

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Gawain muere, pensó, Arturo se negaráa hacer las paces. Dios mío, ¿acasoencontráis solaz en poner obstáculos ennuestro camino?

Silvestre prorrumpió en carcajadas.—Aun así, en el campamento dicen

que una cabeza orcadiana es más duraque la mayoría. Sir Gawain todavíaconserva la suya sobre los hombros.

Santo Dios, permitid que viva, rogóel arzobispo, o estas tierras se sumiránen un mar de sangre. Entumecido, seapeó de su mula.

—Llevadme en presencia del rey.Y concededme, Señor, la elocuencia

necesaria, pues son muchos los asuntos

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que he de tratar con Arturo antes delanochecer.

‡ ‡ ‡

—¡Estáis espléndida, mi señora! —Gorjeando de satisfacción, la doncelladio los últimos retoques al tocado deGinebra—. Tenéis unos cabellos tanclaros… y ese vestido es precioso.

—Gracias —dijo Ginebra,sonriendo resueltamente para ocultar latristeza de su corazón.

Por encantadoras que fuesen lasdoncellas de Joyous Garde, añoraba aúna Ina, sobre todo en momentos como

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aquel, momentos que no podíaconsiderar buenos ni malos, porque louno y lo otro se hallaba entretejido demanera inextricable. Si al menos supieraqué había sido de Ina, le habríaresultado más fácil sobrellevar lapérdida de su doncella. Pero no habíatenido noticia de su encarcelamiento, yya no la tendría.

Suspirando, despidió a las doncellasy las observó alejarse entre alegres risasy un susurro de faldas. El regocijo de lasmuchachas le llegó al alma. ¿Había sidoella tan joven alguna vez? Tensa einquieta, se aproximó al espejo en lacreciente penumbra. El rostro que le

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devolvía la mirada desde el cristal,tenía una extraña expresión de angustia.¿Estaba más envejecida? No, envejecidano, pero sí asustada… y a la vez tambiénradiante, más delicada, iluminada poruna luz interior. Ginebra supo entoncesqué vería Lanzarote cuando llegara: unamujer amada y enamorada, todas susfacciones moldeadas por el amor y eldeseo. El tiempo que había pasado conLanzarote había sido el más feliz desdela muerte de Amir. En muchos momentosdel día la asaltaban temores ytribulaciones, y también dolor, por elfuego, por Arturo, por sí misma. Peroantes y después de esas ráfagas de

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aflicción la invadía el más elemental delos placeres, el simple disfrute deltiempo en compañía del hombre queamaba.

En ese instante, mientras lo esperabaatenta a cualquier sonido, oyó por finsus pisadas en la escalera y corrió haciala puerta. Pero su júbilo se desvanecióen el acto al ver su semblante. Elcorazón le dio un vuelco. ¿Qué ocurreahora?, se preguntó. La noche anteriorLanzarote había llorado en sus brazospor haber herido a Gawain mientras ellaexpresaba su furia contra Gawain por sused de sangre. Pero no desearía lamuerte de ese gran necio, se dijo.

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—¿Se trata de Gawain? —preguntóGinebra, procurando hablar con vozserena.

Lanzarote cruzó la puerta conaspecto cansino, sosteniendo en su manoun legajo.

—No. Gawain aún vive y, segúndicen, se restablecerá.

—¿Qué sucede, pues?Quedaron cara a cara en el centro de

la habitación. Lanzarote empezaba adistanciarse ya de ella, presintióGinebra. Cuando habló, una anormalformalidad atenazó su voz.

—Un heraldo, señora, con unmensaje del campamento.

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—¿Sí? —dijo Ginebra, notando queel corazón se le contraía y le golpeabael pecho como un puño.

—El rey Arturo exige que ledevuelva a su esposa —respondióLanzarote con tono inexpresivo.

—¿Cómo?Él la miró fijamente por primera vez

desde su llegada, y Ginebra vio dolor enel fondo de sus ojos.

—Quiere que regreséis. —Sonriótorciendo la boca—. Comprendo susrazones.

—Pero ¿por qué ahora?—Por consejo de sus cristianos.—¡Hace unas semanas querían

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quemarme viva!—Esa decisión ha sido revocada por

instancias superiores. —Con amargura,Lanzarote desplegó el legajo y esparciólas hojas ante los ojos de Ginebra—.Bulas papales, mi señora. Interdictos delsupremo tribunal de la cristiandad,solemnes e inapelables mandatos paraque vuestro esposo se reconcilie con sureina.

Vuestro esposo, repitió Ginebra parasí, con una mueca de dolor por el asomode crueldad que percibió en el tono deLanzarote. Para ganar tiempo, searrodilló y cogió las amplias hojas depapel de vitela cubiertas de finos trazos

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negros. Notó en sus manos la frialdad delos sellos de plomo estampados sobrelas cintas rojas.

Se puso en pie. Pensad, Ginebra.—Aún no están lo bastante seguros

de sí mismos para matarme —declarócon tono lúgubre—. Temen la guerra, yque el pueblo se una contra ellos paraluchar por el derecho de matriarcado siyo muero.

Lanzarote asintió con la cabeza.—Y entretanto actúan como si sólo

les importara la paz…—… y la reconciliación del rey con

su amada reina —completó Ginebra,molesta por la hostilidad de su propia

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voz.Lanzarote permaneció inmóvil.—Así pues, Vuestra Majestad, ¿qué

debemos hacer?Vuestra Majestad, advirtió Ginebra.

Ha decidido ya que debo volver.Volver con Arturo.Volver a ser reina.Ginebra vio desdibujarse a

Lanzarote ante sus ojos. Por un momentofue de nuevo una niña.

—¿Y si no me marcho?Lanzarote esbozó una sonrisa de

infinita tristeza.—Si no os marcháis, el rey nos

mantendrá aquí sitiados, durante años si

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es menester, hasta que el hambre nosobligue a salir. Muchos caballerosmorirán, y también yo moriré, porque nopuedo luchar contra el rey, y tendría querendirme. Yo y Bors y Lionelmoriríamos como traidores.

No, se lamentó Ginebra.—Eso podría soportarlo por

salvaros la vida —prosiguió Lanzarotecon voz firme—. Pero también vosseríais declarada culpable.

Ginebra, tensa, asintió con lacabeza.

—Lo sé. Así las cosas, vossimplemente me rescatasteis del fuego.Sois mi caballero, y por tanto era

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vuestro deber salvarme la vida…salvarme para entregarme al rey… —Sele quebró la voz.

—La mayoría de los súbditos delreino habría hecho lo mismo —dijoLanzarote con voz queda—. Nadiedeseaba vuestra muerte.

—Excepto Silvestre. Y ahoraincluso los suyos dicen que obró mal. —Procuró que la amargura que sentía nose trasluciera en sus palabras—. Ahorasois un héroe por salvarme. Pero si meretenéis aquí, desafiando al rey, todo elmundo sabrá que me queríais para vos.¡Y que también yo os quería! —Profirióuna maldición y se mesó los cabellos—.

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Diosa, Madre, ¿por qué no puedoreconocer públicamente mi amor? ¿Porqué? ¿Por qué?

—Oh, mi señora…Lanzarote se acercó a Ginebra y la

tomó entre sus brazos.—Preguntáis por qué. Preguntad a

los Grandes, preguntad a los Antiguos,por qué gira la rueda del destino. Sólopodemos dar gracias por la ternura deque hemos disfrutado.

Incomparable, convino Ginebra parasus adentros. Me trajisteis al jardín queflorece tanto de noche como de día. Medisteis la plenitud, respondisteis a lallamada de mi corazón, al anhelo que me

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acompañaba desde el día de minacimiento entre los mundos.

Como vos hicisteis por mí, fue lacontestación de Lanzarote, expresadamediante los delicados y regulareslatidos de su corazón.

Ginebra permaneció en silencioentre sus brazos, y dejó volver su menteal breve y jubiloso amor que habíancompartido, aquel precioso espacioextraído de dos vidas separadas. Allíhabían paseado por el mundo entre losmundos, y allí había llegado al punto enque debían separarse de nuevo.

Ginebra alzó la cabeza y lo miró a lacara.

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—¡Cuántas despedidas!—Nunca os abandonaré, mi señora,

bien lo sabéis.Ella le dedicó la sonrisa más

convincente que logró esbozar.—Ahora ya lo sé.Lanzarote cerró los ojos para

contener el dolor.—Así pues, mi señora, ¿qué debo

hacer?—Decid —contestó Ginebra con

toda la naturalidad posible— que irémañana, siempre y cuando el rey cumplalas condiciones del acuerdo de paz.

Lanzarote volvió a besarlatiernamente.

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—El mensaje está ya preparado. Esla única solución honrosa. Ordenaré quelo envíen, y después… Oh, amor mío,amor mío, dispondremos aún de estanoche.

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CAPÍTULO 52

l rostro dormido deLanzarote se perfiló en laprimera claridad delamanecer. Ginebra recorriócon sus ojos soñolientos laadorada línea de suprominente mandíbula, lasoscuras pestañas quelamían suavemente las

medias lunas de sombra formadas bajosus ojos, y la sensual forma de suslabios. Bajo la luz grisácea, su piel y sucabello se veían grises, y de pronto

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Ginebra pensó: Este mismo aspectotendrá cuando muera. Se estrechó contraél, acercándose con delicadeza para nodespertarlo. El olor cálido yreconfortante de la cama se elevó entorno a ella cuando se movió. Su cama,nuestra cama, se dijo.

No, nunca más.Nunca volveremos a estar juntos de

este modo.Ginebra deseó arrancarse los ojos y

escapar. Pero buscó un grano deconsuelo en aquella montaña de dolor.Nunca me abandonará, lo ha jurado.Volveré a verlo, volveré a amarlo, sóloque no tan a menudo ni tan libremente

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como ahora.Al otro lado de la ventana, Ginebra

identificó de pronto el sonido que lahabía despertado. Una cuantas vetasplateadas surcaban el cielo por encimadel horizonte, y una paloma piaba contoda su alma en el resplandecienteamanecer. Pájaro del amor, ¿cómo esque cantas en pleno invierno, cuandotodo ha muerto? ¿O acaso, al igual queyo, lloras por tu amor? Volverá, notemas. Tiene que volver, así es el amor.

Los pájaros del amor se apareabande por vida, como todo el mundo sabía.Separados, languidecían, pero nuncadepositaban en otro su amor. La paloma

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había sido enviada para ayudarla,comprendió Ginebra. Apoyándose en uncodo, se inclinó sobre el cuerpodormido de Lanzarote.

—Despertad, amor mío —susurró—. Volved conmigo. Amadme porúltima vez.

‡ ‡ ‡

Frente a la tienda de Gawain se palpabael resentimiento. Renqueando hacia él,Kay hizo un último intento de disipar eltácito temor.

—No lo hagáis, Gawain.—Escuchadlo, Gawain —instó

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Lucan, apresurándose a respaldar a Kay—. Sabéis que tiene razón.

De pie junto a su caballo, Gawainagarró las riendas. Tenía el rostro lívidoy sus ojos eran dos diminutos puntos dedolor.

—No pienso perdérmelo, aunque sealo último que vea en este mundo.

Kay, Bedivere y Lucan cruzaronmiradas a espaldas de Gawain. Todoshabían contemplado impotentes aGawain cuando se arrancó el vendaje yse encajó el yelmo para cubrirse laterrible herida. En ese momento elcorpulento caballero movía la cabezacon un inestable balanceo y hablaba con

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voz pastosa, arrastrando las palabras,pese a que los tres sabían que no habíaprobado el alcohol. Al menos respecto aeso otro podíamos ocuparnos de él —meditó Lucan sombríamente—,acostándolo en su tienda y vigilándololas veinticuatro horas del día. Pero paraque recobre ahora la salud se requeriráalgo más que nuestras burdas atenciones.Dioses del cielo, ¿por qué no hace casoa los médicos?

—Tenéis orden de guardar cama —recordó Kay con aspereza, disimulandosu miedo.

—La orden no proviene del rey —masculló Gawain. Se agarró al arzón

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anterior de la silla de montar y flexionóla rodilla—. Ayudadme.

—No —replicó Lucan conrotundidad—. Dejad que sea el reyquien se ocupe de Lanzarote. Vosnecesitáis reposo.

Gawain clavó una mirada de fríorencor en su compañero.

—Ya encontraré reposo en la tumba—dijo, y soltó una horrenda carcajada—, pero sólo si he visto antes allí aLanzarote. ¡Tinieblas y demonios! —Lanzó un escalofriante alarido—. Matóa mis hermanos, y casi me ha matado amí. ¿Puedo acaso descansarplácidamente en mi cama mientras no

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sepa qué le depara la suerte?

‡ ‡ ‡

Gawain, sí, allí estaba, tal comoGinebra preveía, junto a Kay, Lucan,Bedivere y todos los caballeros, conArturo y Mordred al frente. Aguardabantodos inmóviles mientras Ginebracabalgaba hacia ellos. Los caballerosparecían ataviados para un torneo, y uncentenar de pendones y estandartesconfería a la escena la vistosidad de undía de mayo. Pero a un lado se avistabauna multitudinaria concentración de uncolor muy distinto. A la derecha de

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Arturo se sucedían filas y filas demonjes vestidos de negro. Ante ellos,orgullosamente erguidos sobre susmonturas como Arturo y sus caballeros,Ginebra divisó al arzobispo deCanterbury y el padre Silvestre, elhombre que la había llevado a lahoguera.

Así que los cristianos han venido enmasa con sus máximos representantes ala cabeza. ¿Por qué será?

—¿Por qué hay tantos monjes? —susurró a Lanzarote, casi incapaz demover los labios. ¿Otra hoguera?, sepreguntó, asaltada por aquelomnipresente horror.

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—Una demostración de fuerza,Vuestra Majestad, nada más —respondió él. De pronto el corazón se leencogió de dolor. El amor de su vidatemblaba de miedo a su lado, y él nopodía ofrecerle más que insustancialesfrases hechas y un tratamiento formal ydistante.

Deseó echarse a llorar. Pero los dosrepresentarían bien su papel o morirían.No necesitaba volverse a comprobar laapariencia de Ginebra. Pese a su trágicamirada y su semblante afligido, la reinatenía el mismo magnífico aspecto desiempre. Lo sabía porque él la habíavestido, prenda a prenda.

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—Blanco y oro —había insistidoLanzarote—. Vuestro vestido blanco deseda y vuestra saya dorada, luego latúnica blanca de lana y la capa dorada.Vuestra pureza y realeza, mi señora, hande exhibirse y reafirmarse hoy antetodos. Sois Ginebra y no habéiscometido ninguna acción reprobable.Debéis lucir asimismo vuestras joyas,mi señora. En una ocasión como esta,tenéis que mostraros como una reina dela cabeza a los pies.

Llevaba también el séquito de unareina, el propio Lanzarote se habíaencargado que así fuera. Todas lasmujeres contratadas por él para servirla

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y todos sus caballeros, con armaduracompleta, cabalgaban detrás de ellos enregia comitiva. Si Arturo intentasorprendernos con alguna estratagema,pensaba Lanzarote, estaremos bienpreparados. Por un desesperado instanteconcibió la esperanza de que Mordredles tendiera otra trampa. En tal caso, él ysus caballeros, contraatacarían,arrancaría a Ginebra de los brazos deArturo para siempre y se la llevaría aFrancia.

Pero en el acto pensó: El rey nuncase prestaría a eso. Arturo es lapersonificación del honor. Él notraiciona.

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Junto a él, Ginebra percibió suhondo desasosiego. Se moría en deseosde tocarlo, volverse hacia él, pero noera ya momento para eso. ¿Qué pensabaLanzarote? Ginebra no lo sabía. Pero sítenía la total certeza de que aquello erapara él un suplicio, como lo era tambiénpara ella. Alrededor había filasinmóviles de desconocidos. Enfrente secernía el futuro de Ginebra, una hilerade hombres de mirada severa.

Se hallaban ya lo bastante cerca paraver el rostro de Arturo.

Mi esposo.Ginebra contempló la idea como

quien se palpa un diente roto. Pero no le

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causaba dolor alguno, ni quedaba nadadonde antes estuvo el dolor. Esa otravida era para ella agua pasada. Elhombre que había sido su esposo ya noexistía. Ginebra no conocía ya a aquellaarrogante figura, aún alta perodemacrada y envejecida, situada entresus caballeros y los monjes de suIglesia.

—¡Alto ahí! —ordenó Mordred,resonando su voz en todo el llano.

Ginebra respondió a la completareverencia del príncipe con un distantesaludo y lo miró fríamente a los ojos. ¿Ybien, Mordred?, pensó. ¿Ya lo habéisconseguido? ¿Ya tenéis cuanto

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deseabais, a Arturo en el bolsillo y elpoder en vuestras manos?

Arturo avanzó un par de pasos,flanqueado por Mordred y Gawain.Cuando Ginebra y Lanzarote sedetuvieron, el arzobispo y Silvestreespolearon a sus monturas para ocuparuna posición que les permitiera ver aambos bandos.

Como si fueran a casarnos de nuevo,pensó Ginebra absurdamente. Quizá ensu mente, así es.

El arzobispo alzó la vista al cielo yextendió las manos. Por el temblor desus labios, era obvio que se disponía apronunciar una grandilocuente perorata.

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Pero Lanzarote no tenía intención deesperar a que hablara un cristiano.

—Mi señor —dijo, dirigiendo unaprofunda reverencia a Arturo—. Meexigisteis que os devolviera a vuestraesposa, y aquí está. La reina no os hatraicionado, señor. Tampoco yo. Anhelola paz y el perdón de por vida para lareina, y libertad y alegría allí adondevaya. Dadme vuestra real palabra de queserá bien tratada, ése es mi único deseo.Sólo eso pretendía cuando la rescaté delfuego.

Arturo lanzó una mirada de soslayoa Mordred, quien sonrió y expresó suaprobación con un gesto.

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—El deseo os es concedido —declaró Arturo con voz atronadora—.Os garantizo la paz en este territorio, yel pleno perdón para la reina.

—Acepto vuestra real palabra. —Lanzarote se inclinó para coger lasriendas del caballo de Ginebra y se lasofreció simbólicamente a Arturo conotra reverencia—. Mi señor, recibid,pues, a Su Majestad de mis indignasmanos.

¡No, Lanzarote, aguardad!, quisoadvertir Ginebra.

Algo andaba mal, lo intuía.—Un momento, señores. —Ginebra

habló con toda la frialdad posible,

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mirando a Arturo a los ojos—. Paz eneste territorio, habéis dicho, señor. ¿Pazpara todos? —Señaló a Lanzarote y susdos primos, ambos con semblante adustodetrás de ella—. ¿Para Lanzarote y todasu gente? ¿Para sir Bors y sir Lionel?

—Hasta los confines de nuestroreino —confirmó Arturo—, paz paratodos.

La mirada de Arturo erainescrutable. Una intensa punzada demiedo traspasó a Ginebra. ¿Por qué nopodía confiar en Arturo?

—¿Vuestra Majestad? —tercióLanzarote, mirando a Ginebra con airadaexpresión interrogativa pese a su

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aparente formalidad. ¿A qué viene estoahora, mi señora?, quería dar a entender.Ya habéis oído al rey. Arturo no miente.

Sin embargo se advierte un secretoregocijo en el semblante de Mordred,observó Ginebra. También los ojos deGawain centellean en su cabeza abierta.Parece un cadáver, pero una extrañaeuforia le impide permanecer quieto enla silla de montar. Es una trampa,Lanzarote. Es una trampa.

—Repetidlo, Arturo —insistióGinebra—. ¿Juráis ante todos loshombres aquí presentes que Lanzarotepodrá vivir con entera libertad hasta elfin de sus días?

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—Y con nuestra bendición —contestó Arturo con un tono más cortante—. Hasta el último día de su vida.

Ginebra tenía los nervios a flor depiel.

—No os apoderaréis de su castillo,ni sus tierras, ni sus propiedades, ni…

—¡Ya basta! —Arturo se irguiósobre los estribos, indignado yamenazador—. ¿Qué ocurre, Ginebra?¿Me creéis capaz de robar a otrohombre?

—¡Mi señora, nos avergonzáis aambos! —susurró Lanzarote, y esareprensión hirió a Ginebra mucho másque las palabras de Arturo.

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—Traman algo contra vos, Lanzarote—advirtió ella sin apenas despegar loslabios—. Hay un complot… algo.¡Llevad cuidado!

—Señora, sois vos quien debe andarcon más cuidado —musitó Lanzarote,inclinándose hacia ella. Entregando aBors las riendas de su propio caballo,saltó a tierra y fingió ajustar la brida dela montura de Ginebra—. No debemosdelatarnos en el último momento. Todava bien, os lo aseguro. Vuestros temoresson infundados. —Echó atrás la cabezay la miró a la cara—. Vamos, pongamosfin a esto.

Cogiendo las riendas, tiró del

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caballo de Ginebra hasta colocarlo a lapar de la montura de Arturo,devolviendo los saludos a Mordred ylos caballeros con indiferencia. Frente aellos, el arzobispo había extendido losbrazos y alzado las manos al cielo.

—Demos gracias a Dios —proclamó con voz sonora—. Aquellos aquienes Dios ha unido, que no los separeel hombre.

Lanzarote saltó de nuevo a lomos desu caballo y se acercó a ellos sobre lahierba helada.

—Adiós, Vuestras Majestades. —Hizo una profunda reverencia—. Hastanuestro próximo encuentro en la corte.

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—Volvió a inclinar la cabeza anteArturo, esta vez acompañando el saludocon un floreo de la mano—. Con vuestropermiso, señor, tan pronto como pongamis asuntos en orden aquí en JoyousGarde, os seguiré a Caerleon.

Tiró de las riendas del caballo paraalejarse.

Gawain lanzó una risotada ronca yestúpida.

—No tan deprisa, Lanzarote —dijo.Ginebra se llevó una mano a la boca.

Lo sabía, pensó. No eran imaginacionesmías.

Lanzarote se detuvo en seco.—¿Señor?

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—Estáis desterrado, Lanzarote —anunció Gawain con su voz pastosa.

Lanzarote, súbitamente pálido, sevolvió hacia Arturo.

—¿Es eso cierto, mi señor?Arturo levantó el mentón.—En castigo por las muertes de mis

parientes —recitó, como si se tratara deuna lección aprendida de memoria—,estáis desterrado de estas islas, para noregresar nunca más.

—¡Mi señor!Mordred se inclinó hacia él con

expresión apesadumbrada.—Sir Lanzarote, escuchad al rey.—Os habríamos perdonado por la

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muerte de Agravaine —prosiguió Arturo—. Trató de mataros, y cuando os atacó,estabais indefenso. Pero las muertes deGaheris y Gareth no podemosperdonarlas. Pese a que ibandesarmados, les quitasteis la vida.

—¡Falso! —El angustiado grito deLanzarote hendió el aire sobre el llano—. Ni siquiera los vi. Ignoraba queestuvieran allí. Mi señor, lamuchedumbre… el humo… Mientrascabalgaba entre el gentío, cayeron bajomi espada.

—¡Como vos caeréis bajo la mía! —amenazó Gawain con un hilillo de salivaresbalando desde sus labios.

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—Arturo, habéis dado vuestrapalabra. —Ginebra apenas podía hablara causa de la ira—. Habéis prometido aLanzarote la libertad.

—Le he prometido que podrá vivircon entera libertad, sí. —Arturo sonriócomo un colegial, consciente de quehabía resuelto bien la situación—. Y latiene. Tiene entera libertad para vivir enFrancia.

—Arturo, eso no es lo que él hasobreentendido, y vos bien lo sabéis.

Lanzarote se sonrojó, aunque nohabría sabido decir si debido al enojo oa la humillación.

—Señora, ya está bien —protestó—.

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Ahorraos las molestias. —Hizo una señaa sus primos y los hombres de lacomitiva—. Según las normas de lacaballería, señor, debéis concedermesalvoconducto para abandonar vuestroreino. Entonces dejaré el país y nuncaregresaré.

—Nunca en vuestra vida —sentenció Arturo con acerbo hincapié—mientras dure mi reinado.

¿Nunca?, repitió Ginebra para sí. Unrato antes pensaba que las cosas nopodían empeorar ya más. Pero no habíanada más cruel que la palabra «nunca».

De pronto Lanzarote se desdibujóante ella, alejándose. Ginebra se sentía

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envuelta por una bruma. No podía ver sucara. Veía sólo una silueta gris sobre uncaballo gris. Su voz le llegó como sihablara a gran distancia de ella.

—Adiós, pues, a la tierra que heamado durante tanto tiempo. Sólo losDioses saben cuánto ha significado paramí. Ahora termina aquí mi búsqueda, ydebo partir. Pero la recordaré cadaamanecer y cada anochecer.

Y yo os recordaré a vos, amor mío,eternamente.

—Adiós, rey Arturo —prosiguióLanzarote, ahora con voz más débil—. Yadiós, mi reina. Que los Dioses esténcon vos adondequiera que vayáis.

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Volveremos a vernos allí donde se unenlos mundos.

Os estaré esperando, dijo Ginebraen sus adentros.

Paralizada, lo observó marcharseantes de que quienes lo rodeabanempezaran a moverse. Ciegamente,cogió las riendas, esforzándose porcomprender. ¿Desterrado? Diosa,Madre, ¿ha sido esta la últimadespedida?

De repente Ginebra advirtió lapresencia de una alta figura junto a ella,y la voz de Arturo resonó en su oído.

—Ginebra, emprenderemos viajehacia Caerleon esta noche.

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Mordred apareció a su otro lado.—Confío en que Vuestra Majestad

no tenga inconveniente —comentó conuna compasiva sonrisa.

Ignorándolo, se dirigió únicamente aArturo:

—Como vos digáis.Sí, Arturo, como vos digáis… Esa

frase de esposa sumisa le revolvió elestómago. Pero así han de ser las cosasahora, Ginebra, por Lanzarote y porArturo, por el país, por vos misma.

—A Caerleon, pues —prorrumpióArturo—. ¡Magnífico!

Mordred alzó una mano paratransmitir la orden a las tropas.

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—¡Adelante, por orden del rey! —anunció a cuantos se hallabancongregados en el llano—. ¡A Caerleon!

Lentamente, la gran masa dehombres montados se puso en marcha.Sin necesidad de espolearlo, el caballode Ginebra empezó a moverse con elresto. Permaneciendo muy quieta en lasilla y conteniendo la respiración, logrócierto alivio a las punzadas que letraspasaban el corazón. Pero noencontró antídoto alguno para el dolorde la mente.

Como vos digáis, Arturo.Tomad mi cuerpo si lo deseáis, ya

que ahora está muerto. Mi alma lo ha

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abandonado. Miradla, allá va, conLanzarote.

Con Lanzarote, mi amor.Adiós, amor.

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CAPÍTULO 53

uando llegaron a Caerleon,era ya entrada la noche y nohabía luna. Un puñado deestrellas salpicaban elrefulgente cielo, y la brumaprocedente del río locubría todo como un veloblanco. Cuando seacercaban al castillo,

Ginebra creyó estar en otro mundo.¿Conozco este lugar?, se preguntó. ¿Hevivido aquí antes?

Hombres y caballos ascendieron por

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la cuesta y las estrechas calles delpueblo dormido. Las largas horas en lasilla, cabalgando con aquel intenso frío,la habían dejado totalmente entumecida,tan muerta por fuera como por dentro.Madre, permitid que caiga del caballo yacabe todo para mí, suplicó en latristeza de un sueño. Pero sabía que esono ocurriría.

El ruido de los cascos de loscaballos había despertado a los vecinosdel pueblo. Aquí y allá aparecía elresplandor de las velas a medida que seabrían las ventanas de las casas yasomaban rostros con expresión decuriosidad. Después la gente corrió a las

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puertas, lanzando gritos de alegría.—¡Es la reina! ¡Ha vuelto!—¡Alabada sea! ¡El rey ha

encontrado a la reina!—¡Y la ha traído viva!En las calles se formaron jubilosos

corrillos entre risas, sollozos yaclamaciones.

—¡Oh, mi señora, no tenemos nadaque ofreceros! —lamentó una mujer,debatiéndose entre el llanto y alborozo—. Deberíamos recibiros con antorchasy flores.

Pese al cortante y húmedo frío,Ginebra se quitó la capucha.

—Cuando me fui, echasteis

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bendiciones a mis pies —respondió—.No necesito más muestras de bondad devuestras afectuosas manos.

—¡Oh, señora!—Mirad, no ha cambiado.Riendo y regocijándose, tendiendo

las manos para tocar el estribo de sucaballo o el dobladillo de su capa, lasiguieron hasta la puerta del castillo.Cuando el mozo de cuadra la ayudó adesmontar en el patio, Ginebra setambaleó y estuvo a punto de caerse,porque no se sentía los pies. Pero unanueva y frágil calidez la invadía. Así escomo debo vivir ahora —se recordó—,buscando consuelo donde sea posible y

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dando gracias a los Grandes por el amorque nos dispensan.

En el patio, Arturo le deseóformalmente las buenas noches. Pese allargo y agotador viaje, estaba de buenhumor.

—Encontraréis vuestros aposentospreparados —dijo con tono jovial—.Mañana, en el gran salón, celebraremosvuestro regreso.

—Como vos digáis, Arturo.Ante sus aposentos despidió con una

sonrisa al indeciso séquito. Su únicodeseo era quedarse a solas para llorar.

Los guardias abrieron la puerta y laacompañaron al interior.

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—Bienvenida seáis, mi señora.—Gracias. Buenas noches.Cuando se cerró la puerta, vio arder

en la chimenea un fuego de leña demanzano, el resplandor de hileras develas encendidas, y una suave bataextendida ante la chimenea paramantenerla caliente. Al cabo de unmomento, una figura menuda se abalanzóhacia ella y, llorosa, se postró ante suspies.

—¡Mi señora! ¡Oh, mi señora!—¡Ina!Sollozando, se abrazaron, y así

permanecieron durante un largo rato.Luego, con voz entrecortada y continuas

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interrupciones, la doncella la puso alcorriente sobre todo lo ocurrido en suausencia. Ginebra oyó por primera vezel relato de cómo los hombres deAgravaine ataron y amordazaron a Ina,que después fue retenida por Mordredhasta que Ginebra huyó. Posteriormente,aunque ya en libertad, la habían tratadocomo a una criminal hasta que esemismo día llegaron los escoltas con lanoticia de que la guerra había terminadoy la reina volvía a Caerleon.

—Pero todo irá bien ahora queestáis aquí —concluyó Ina con voztrémula y una radiante sonrisa tras laslágrimas.

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No todo, Ina, pensó Ginebra, pero seabstuvo de decirlo. Cogió la manopequeña y fuerte de Ina.

—Bendita seáis, Ina. Nunca mehabía alegrado tanto de ver a alguien.

‡ ‡ ‡

La noche fue larga, y el camino difícil ypedregoso. Entre sollozos y plegarias,sus pensamientos flotaron a la deriva,ascendiendo en forma de volutas en elespacio delimitado por las colgadurasdel dosel de la cama. Arturo es mimarido, y yo estoy unida en matrimonio

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al país. No puedo romper ninguno deestos lazos.

Si mantenemos la paz, el país y elpueblo prosperan. En tiempos de guerra,imperan la hambruna y la muerte.

Tengo mi reino y no he perdido a miamor. Lanzarote será mío hasta que losmundos se unan y entrelacen y todas lascosas sean una sola. Entonces estaré conél en el lugar donde las almas fielesviven eternamente y nunca más han desepararse.

Hasta que llegue ese día lo tendrépresente en todos y cada uno de mispensamientos.

Ya que Lanzarote estaba con ella en

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ese instante, dentro de ella, en lo máshondo de su ser, dando vida a su espírituy su corazón.

—Siempre estaréis conmigo, miúnico amor —susurró en la oscuridad—.Si os olvido, me olvidaré también de mímisma, porque no hay nada en mí que noos haya dado.

Hacia el amanecer la venció elsueño. Cuando despertó, la dominabauna sombría sensación de paz.

—Debemos plantearnos esto comoun nuevo comienzo —dijo a Ina, confrialdad y sin lágrimas en los ojos—. Elrey ha organizado una gran celebraciónpara esta noche. —Esbozó una forzada

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sonrisa—. Veamos cuan deslumbrantepuede ser mi aspecto.

Al escoger el vestido, un magníficodamasco morado, Lanzarote acudió a sumente con una punzada tan intensa que sevio obligada a contener la respiración.Este nunca os gustó, amor mío.Lanzarote encontraba aquella tupidatela, tan oscura que parecía negra,demasiado lúgubre y majestuosa, pocoapropiada para su Ginebra. No obstante,esa noche no pensaba en sí misma alelegir vestido, sino en Arturo y el reino.Las anchas mangas lucían ribetes deregia seda dorada, y sobre los hombrosse puso una capa de armiño forrada de

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oro. En cuanto a las joyas, renunció asus queridos ópalos y cristales. Estanoche me adornaré con perlas, elsímbolo de las lágrimas.

Bajó al gran salón a tiempo de verencenderse las primeras velas en la fríanoche. Vivos fuegos caldeaban la vastaestancia de piedra, llena de cortesanoscon vistosos atuendos que se habíancongregado allí para darle labienvenida. Mientras avanzaba entre laconcurrencia al lado de Arturo, muchosde los caballeros y damas fueronincapaces de articular palabra,limitándose a saludarla con reverenciasy volver la cabeza para ocultar su llanto.

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Otros se abrían paso hasta el centro delsalón para postrarse de rodillas ante ellay besarle la mano, y en todos losrincones se oía el murmullo de lasoraciones de agradecimiento.

Fuera gemía un intenso viento, yráfagas de lluvia azotaban el tejado.Pero dentro un frágil consueloparpadeaba en la noche con el rosadoresplandor de cada vela. En el estrado,manteles rojos y dorados cubrían lamesa principal. Sobre ella, las ramascon bayas invernales, los relucientesplatos y copas y las grandes fuentes confruta confitada resplandecían comoalhajas bajo la oscilante luz. Arturo la

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cogió de la mano para llevarla a su sitio,y una familiaridad perdida se agitó denuevo en el corazón de Ginebra. Quizálo consigamos, se dijo. Puede que aúnseamos amigos.

En la mesa principal, los caballerosde Arturo aguardaban de pie junto a losasientos de él y ella, los dos tronoscolocados frente a frente en losextremos.

—¡Majestad!Las lágrimas en los ojos de

Bedivere eran sinceras, sabía Ginebra.Junto a él, Kay le dirigió una envaradareverencia e intentó forzar una sonrisa,pero Ginebra lo perdonó de todo

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corazón, consciente de que Kay siemprehabía amado a Arturo, no a ella. Lucaninclinó la cabeza y le besó la mano tanafectuosamente como si Ginebra nuncase hubiera marchado. Sólo Gawain,esperando para ocupar su silla a ladiestra de Arturo, parecía indiferente,saludándola con el pensamiento puestoen otra parte. Pero Ginebra se alegró dever que su aspecto había mejorado. Suancho rostro había recuperado parte delcolor, y sus ojos brillaban más quecuando estaba junto a Arturo en el llanofrente a Joyous Garde.

—¡Por fin!Con un suspiro de satisfacción,

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Arturo se acomodó en su trono. A suizquierda, Mordred se inclinóatentamente hacia Ginebra.

—Bienvenida, señora —dijo,dedicándole una de sus chispeantes yblancas sonrisas—. Nos complace quehayáis regresado.

—Gracias —contestó Ginebra,sonriendo fríamente. He de toleraros,Mordred, lo sé, pensó. Pero no mepidáis que vuelva a confiar en vos.

—¡Así se habla, hijo mío! —exclamó Arturo efusivamente, y cogió sucopa—. ¡Señores, un brindis por lareina!

—Por la reina.

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—Por la reina.La velada fue transcurriendo. Tras el

caldo sirvieron cabeza de cerdo, luegocisne salvaje, cochinillo y asado dejabalí. Ginebra no probó nada, exceptouna copa de vino tinto. Alrededor, loscaballeros comían y bebían sin mesura.Aun así, una extraña sensación depesadumbre los envolvía, y unainquietante idea asaltó a Ginebra: Da laimpresión de que la guerra en la que hancombatido estuviera aún por venir, noterminada y vencida.

Una y otra vez sorprendió a Mordredobservándola con algo inescrutable enlas profundidades de su mirada. Y Kay

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estaba en exceso cortante, Bedivere muyapagado, y Lucan en íntima comuniónbásicamente con su copa y la jarra devino más cercana. Gawain era de nuevola única excepción, cada vez másanimado a medida que avanzaba lanoche. Los primeros brotes de inquietudcrecieron hasta invadir por completo lamente de Ginebra. Algo ocurre, se dijo.Algo que escapa a mi comprensión…

Al final, Arturo dejó su copa y serecostó contra el respaldo del trono.

—Deberíamos ir despidiéndonos —anunció jovialmente—. Ahora que lareina ha vuelto, podremos dedicarnoscon la moral bien alta a nuestro asunto a

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partir de mañana.¿Qué asunto?, se preguntó Ginebra,

inclinándose sobre la mesa.—Arturo, estoy preparada para…—No, no, Ginebra —se apresuró a

atajar Arturo—. Esto no es de tuincumbencia.

—Pero la reina ha de estarinformada —terció Mordred con unintenso brillo en la mirada.

A Ginebra le dio un vuelco elcorazón. Pasando por alto el comentariode Mordred, volvió a apelar al rey:

—¿De qué habláis?Arturo alzó la vista y la fijó en algún

punto por encima de la cabeza de

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Ginebra.—De una expedición militar, sólo

eso.¡Contra los sajones!, dedujo Ginebra

con súbito alivio. Eso debe de ser. Notenemos otros enemigos. Curiosamente,llevan años sin causarnos problemas.Una avalancha de recuerdos inundó sumente. Arturo, alcanzamos el rango derey y reina supremos repeliendo losataques de esos hombres del norte.Preservamos estas islas para losbritanos, vos y yo. Ginebra contuvo larespiración, asaltada por tiernossentimientos.

—Los sajones —dijo

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tranquilamente, dirigiendo una sonrisade aliento a Arturo—. ¿Después detantos años? En fin, que los Grandes osacompañen.

—No tiene nada que ver con lossajones —repuso Arturo a voz en cuello—. Se trata de una cuestión entrefamiliares y amigos.

Ginebra lo miró con cara dedesconcierto.

—¿Cómo?Gawain soltó una brutal carcajada.—Venganza, señora. Venganza por

la muerte de mis hermanos.Viendo la expresión de su rostro,

Mordred se inclinó hacia ella

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servicialmente.—Gaheris y Gareth, señora. Gawain

va a declarar la guerra a PequeñaBretaña por el asesinato de sushermanos.

Oh, amor mío.¡Diosa, Madre, no!Ginebra hizo acopio de valor para

hablar.—Arturo…Él alzó una mano para interrumpirla.—Una expedición, Ginebra, sólo

eso.Ginebra ahogó una exclamación. Si

es sólo eso, ¿por qué no me miráis a losojos?

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—¡Bebamos, muchachos! —Gawainagarró la copa más cercana y la levantópara el cruel brindis—. ¡Venganza porlos orcadianos y paz para las almas demis hermanos! —Apuró el vino de untrago y arrojó la copa al suelo—. Vamosen vuestra busca, Lanzarote.Combatiremos en vuestro propioterritorio. No quedará a salvo un solopalmo de Benoic. En represalia por lamuerte de mis hermanos, lo reduciremosa un páramo.

Junto a ella, Lucan dejó escapar ungemido de aflicción. Bedivere hundió lacabeza entre las manos y se echó allorar. Ginebra lanzó una mirada de

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angustia a Arturo, que no la vio.—Lo reduciremos ¿quiénes? —se

obligó a decir.Mordred movió la cabeza en un

gesto de pesar.—El rey está consternado por la

pérdida de los hijos de su hermana. Elmismo tomará el mando del ejército enla guerra contra Lanzarote. Es la mayorfuerza jamás vista en estas islas.

—Sois hombre muerto, Lanzarote —vociferaba Gawain en estado deebriedad—, vos y también vuestrosprimos. Aunque os escondáis, osdaremos caza por todo lo largo y anchode vuestro reino, y moriréis allí donde

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os encontremos.

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CAPÍTULO 54

Ginebra se le cortó larespiración. Observó aArturo, que volvía lacabeza de Mordred aGawain y de este a aquelcada vez que uno de elloshablaba. Arturo, habéisperdido el juicio, y peoraún, también el alma, pensó

Ginebra. Os habéis puesto en manos dehombres que tientan al destino yjuguetean con la muerte, cuandodeberíais haber elegido la vida. Nada

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puede salvaros de ellos si perdéisvuestra propia identidad.

—Así pues, Arturo —dijo por fin,recobrando el aliento necesario parahablar—, ¿ésa es la paz y buenavoluntad que ofrecéis a todos?

Arturo abrió los ojosdesmesuradamente.

—Paz en este reino —precisó conpresunta superioridad moral. Lanzó unaojeada interrogativa a Mordred, que ledio su apoyo con un gesto deasentimiento—. Esas eran lascondiciones pactadas. En este reino,dije, no en el de Lanzarote.

A Ginebra se le hizo un nudo en la

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garganta a causa de la ira.—¿Y vuestra promesa de que

Lanzarote podía vivir con enteralibertad?

—Era una promesa sincera. —Arturo alzó la vista, indignado—. Podíavivir con entera libertad en Benoic. —Miró alrededor y prorrumpió encarcajadas.

—A fin de que pudiéramos seguirlohasta allí —añadió Gawain,descargando el puño sobre la mesa enactitud triunfal.

¡Dioses y Grandes, ayudadme asobrellevar este tormento!, rogóGinebra.

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Atraídos por el ruido, los otroscaballeros y damas sentados a la mesa acierta distancia de ellos les dirigieronmiradas de curiosidad. Sin previo aviso,Ginebra se puso en pie.

—Señor, me retiro a mis aposentos.Con vuestro permiso, desearía quemañana me recibierais en audiencia.

Iría a verlo temprano, antes de lacacería.

Puesto que no pudo conciliar elsueño esa noche, no le representó ungran sacrificio abandonar sushabitaciones al romper el alba paracruzar el resbaladizo patio y losclaustros abarrotados de afanosos

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monjes. La cobriza luz del sol sepropagaba por el cielo y las brumasmatutinas se extendían sobre la tierrahúmeda como los dedos de un cadáver.Espíritus vengativos de un mundo másoscuro, los hermanos vestidos de negrose aprestaban ya para los oficios deldía. El lastimero canto procedente de lacapilla hirió sus oídos del mismo modoque los penetrantes efluvios de la tierramojada invadieron su garganta hastasofocarla.

En los aposentos del rey, Arturoestaba postrado de rodillas. ¿Rogáispermiso a vuestro Dios para matar aLanzarote, Arturo?, deseó recriminarle a

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voz en grito. Él se puso en pie y seacercó a Ginebra con desenfado, perocambió de expresión al ver el semblantede su esposa.

—Buenos días —saludó Arturo contranquilidad.

Ginebra, incapaz de permanecerquieta, se apartó de él. Dioses del cielo,exclamó en sus adentros, con todos esoscrucifijos y estatuas ha convertido sucámara en una capilla privada.Clavándose las uñas en las palmas delas manos, se volvió de cara a él.

—Arturo, ¿por qué queréis perseguira Lanzarote? ¿Se debe acaso a que,negándose a acatar vuestra sentencia, me

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salvó de la hoguera?Arturo desvió la mirada.—Ésa fue una mala acción,

condenaros a la hoguera. El arzobispome ha hecho comprender que nuncadebería haber dado mi consentimiento.—Lanzó una indecisa mirada a suesposa—. He de pediros perdón, dice elarzobispo. —No aguardó la respuesta deGinebra—. No, no culpo a Lanzarote deello. Os salvó la vida, y eso es digno dealabanza.

Dice el arzobispo, repitió Ginebraen su mente. Dice el arzobispo…

Arturo se dio media vuelta y se alejóunos pasos. Ginebra lo siguió.

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—¿Buscáis, pues, venganza a títulopersonal? —Vaciló por un instante perode inmediato se armó de valor—.¿Creéis que somos traidores, los dos, ély yo?

No se atrevió a decir «amantes»pero se había jurado que si Arturoabordaba directamente la cuestión, no lementiría. Si deseaba conocer la verdad,la tendría.

Pero Arturo la miraba con relativacalma.

—No, supe que Lanzarote no osamaba de ese modo en cuanto os entregóa mí. Os ama como dama suya que sois,eso sí, naturalmente; al fin y al cabo, es

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vuestro caballero. Pero la clase depasión adúltera de la que se hablaba…—Se echó a reír con fingido bochorno—. No, eso estaba sólo en la cabeza deAgravaine.

Ginebra tenía los nervios a flor depiel.

—¿Por qué vais a perseguirlo, pues?Arturo adoptó una expresión más

severa.—Por Gaheris y Gareth.Ginebra se habría mesado los

cabellos.—¡Pero si su muerte fue accidental!—Su muerte fue culpa de Lanzarote.

—Arturo tomó aire con un ronco estertor

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—. Así que, por su culpa, mi familiaestá en trance de desaparición. Eran loshijos de mi hermana, y los últimos de lalínea sucesoria.

—Matar a Lanzarote no losdevolverá a la vida.

—No, pero su sangre servirá depasto a los espíritus de Gareth y Gaheris—replicó Arturo, muy pálido, con undestello de crueldad en la mirada.

Ginebra se sobresaltó.—Arturo, ¿qué os pasa?A Ginebra se le nubló la vista, y un

rostro retornó a ella a través de lasbrumas del tiempo. Era Arturo conarmadura de combate completa, cubierto

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de sangre, tal como se había presentadoante ella para reclamar su trono despuésde su primera gran batalla. A lo lejosoía vagamente los gritos del enemigocaído, las últimas maldiciones salidasde sus gargantas: ¡Tened cuidado!¡Arturo Pendragón el Saqueador Rojoestá aquí!

Ginebra volvió de nuevo al presente,con la náusea de la muerte todavía en suboca.

—¡Arturo, no debéis hacerlo!Él soltó una brutal risotada.—No me queda elección. ¿Acaso

pensáis que puedo contener a Gawain?Ahora odia a Lanzarote tanto como en

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otro tiempo lo amó y honró.—Pero si Lanzarote reparara el

agravio —insistió Ginebra convehemencia—, si ofreciera algo acambio, si hiciera lo que Gawain leexigiera para pagar su deuda…

Arturo movió la cabeza en un gestode negación.

—Gawain se ha comprometidomediante un juramento de sangre a ponerfin a la vida de Lanzarote. Es la fe de lasOrcadas. Nunca se retractará.

Nunca, repitió Ginebra para sí.Gawain nunca perdonará, y yo nuncavolveré a ver a Lanzarote.

—Buena cacería, pues —masculló

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Ginebra, inclinando la cabeza—. Osdejaré con vuestra guerra.

Y también yo debo partir, pensó.Debo ir a Camelot tan pronto como osmarchéis.

Se dio media vuelta para irse, perose detuvo en seco al percibir el tono devoz de Arturo.

—Un momento, Ginebra —dijo demanera autoritaria—. Para que estéisbien atendida en mi ausencia, os heconfiado a los especiales cuidados deMordred.

Un escalofrío recorrió la piel deGinebra.

—¿Cómo?

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—He nombrado regente a Mordred.Reinará en mi lugar, y vos seguiréissiendo mi reina.

Ginebra no podía dar crédito a loque oía.

—¿Reinará en vuestro lugar?—Sí, le he otorgado plenos poderes

reales —respondió Arturo—. Tienetambién el sello real para proclamar susdecretos, y mis consejeros le han juradolealtad. Las llaves del reino estarán enmanos de Mordred hasta mi regreso.

Una repentina oscuridad descendiósobre ella, y se sintió desfallecer.

Mordred, pensó.Y de pronto el príncipe apareció en

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la puerta de la cámara interior deArturo, y Ginebra supo que había estadoallí escuchando desde el principio.Vestido de verde para la cacería, consus dagas al cinto y la espada enfundadaen una pesada vaina al costado,presentaba un apuesto aire de la cabezaa los pies. Pese a quedarse junto aArturo con la adecuada expresión depreocupación en sus ojos grandes yluminosos y una amplia sonrisa, algo enél despertó los recelos de Ginebra.

—Vuestra Majestad.La exagerada reverencia con que

saludó a la reina no era cortesía sinopura y simple insolencia. Ahora os tengo

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en mis manos, daba a entender.—Una última cosa. —La estentórea

voz de Arturo le llegó a través de labruma—. Ginebra, quiero vuestrapalabra de que cumpliréis mis deseos.

Ginebra se llenó de aire lospulmones para serenarse.

—¿Estáis pidiéndome que tambiényo jure lealtad a Mordred, como todoslos demás?

—Lealtad no, Ginebra —respondióArturo con fervor—. Sois la reina. Peroquiero que reinéis al lado de Mordred yrespaldéis sus decisiones.

Dirigiendo la mirada hacia laventana, contempló los invernales

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campos desiertos. Si me niego,reflexionó, Mordred sabrá que soy suenemiga. No tengo alternativa, nisiquiera tiempo para pensar.

—Naturalmente —contestó confirmeza—. Cumpliré vuestros deseos. —Se obligó a sonreír a Mordred—. Soisel regente del rey, y debéis reinar comoel rey.

—Dios os bendiga, Ginebra —bramó Arturo.

Mordred sonrió también.—Gracias, mi señora. Necesitaré

vuestra ayuda.¿Realmente me ha creído, Mordred?

¿Quién sabe?

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Esa duda no la abandonaría, de esoestaba segura. Pero cuando Arturo semarchó, la apartó momentáneamente desu pensamiento. Permaneció al lado deMordred mientras Arturo se despedía y,acompañado de todos sus caballeros, seponía en marcha con actitud solemne. Enel patio, se mantuvo en su puestomientras salía un escuadrón tras otro,sonriendo y saludando con la mano ydeseando a todos un buen viaje. Inclusohabló relajadamente con Mordredacerca de trivialidades, intercambiandolas cortesías de rigor como si todocontinuara igual que antes. Pero nadaalteraría ya el mensaje grabado en su

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corazón. Fue un error ignoraros,Mordred. No volveré a cometer lamisma equivocación.

‡ ‡ ‡

Bors estaba de pie en la proa del barco,su rostro blanco por efecto del salitre,sus nudillos azules de aferrarse alpasamanos. Incluso en ese momento,cuando la anhelada costa asomaba ya ala vista, le costaba creer que hubieranlogrado escapar, que hubieran llegado aPequeña Bretaña, que conservaran lalibertad.

¡Dioses y Grandes, permitidnos

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llegar sanos y salvos a casa!Las gaviotas volaban en torno al

barco, lamentándose como almas enpena. Trazando círculos en el aire ydescendiendo en picado, aquellas avesvoraces y ruidosas habían localizado elbarco mar adentro y los habíanacompañado a lo largo de muchas millashasta su hogar. Hogar… Bors tuvo quereprimir las lágrimas. Estaban allí,estaban a salvo, estaban en casa.

Asaltado por un sentimiento deculpabilidad, se enjugó los ojos con losnudillos y se recordó que nada era nuncatan sencillo. Lionel arrastraría durantemucho tiempo la pena de verse

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desterrado de las islas. Su hermanomenor, como Bors bien sabía, adorabaaquellas tierras brumosas, los dulcespastos y las fértiles praderas, lassinuosas colinas y los campos enbarbecho y las pequeñas casas delabranza. Era lo que había conocidodurante toda su vida, y lo único queahora quería. Después del espantosoviaje por Tierra Santa, nada deseabamás que pasar su vida entera en aquellugar fresco y fragante. Bors se mordióel labio y, apesadumbrado, deambuló deun lado a otro. Sí, Lionel necesitaríamucho amor y afecto para recobrarse deaquello.

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Y si Lionel sufría…Bors cerró su mente. No se atrevía

siquiera a pensar en el dolor deLanzarote. Pasearía a su lado, hablaríacon él y pasaría la noche en vela en sucompañía tal como venía haciendodesde que abandonaron Joyous Garde.Pero pensar en la magnitud delsufrimiento de Lanzarote era algo queBors no podía resistir. Perder a Ginebraprecisamente cuando la tenía en susbrazos. Por un fugaz instante Bors sepreguntó cómo debía de sentirse unocuando amaba a otra persona hasta elpunto de que separarse de ella era unaespecie de muerte. No sabía que en

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realidad así era su propio amor porLanzarote.

—¡Eh! ¡Con más brío! ¡Echadnos uncabo!

Abajo, los marineros se preparabanpara desembarcar. Bors no se habíadado cuenta de que estaban ya tan cercadel muelle. Lionel acababa de aparecertras él en cubierta, y también Lanzarotese abría paso hacia la proa.

Bors señaló al frente con la cabeza.Dudando que la voz fuera a salirle de lagarganta, prefirió permanecer callado.Correspondió a Lanzarote romper elsilencio que los atenazaba.

—En casa y a salvo —dijo con una

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sonrisa bañada en lágrimas—. Hoy porla noche estaremos en Benoic.

—Tenemos mucho de qué dargracias —convino Lionel.

Lanzarote volvió la espalda a lacosta y arrugó el entrecejo.

—Y mucho de qué cuidarnos.Bors se puso tenso.—¿A qué os referís?Lanzarote abarcó el mar abierto con

un gesto.—No hemos dejado atrás a nuestros

enemigos. Sean cuales sean los motivosque impulsan a Mordred, aún no haalcanzado su objetivo. Y Gawain norenunciará a la venganza mientras viva.

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—Hizo una pausa—. No descansaráhasta que me vea muerto.

Bors y Lionel cruzaron una mirada.Finalmente Bors se decidió a hablar.

—Nos seguirán hasta aquí, pues. ¿Eseso lo que queréis decir?

—Muy probablemente. —Sereno,Lanzarote contempló la superficie grisdel mar—. Pero estaremos preparados.—Volvió a dirigir la mirada a tierra—.En el camino, alertaremos a todos loscastillos y pueblos para quepermanezcan en pie de guerra. No noscogerán desprevenidos.

Se produjo un hondo silencio.Juntos, los tres primos observaron

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aproximarse la costa. Tras el pequeñopuerto, los altos acantilados y losdormidos montes se sucedían hastaperderse de vista en el horizonte. Másallá, había millas y millas de bosqueseternos, anchos ríos y resplandecienteslagos, y la larga y poderosa cordilleraque constituía la espina dorsal del reino.

Hogar.De pronto a Bors no le importó si

Arturo los perseguía o no. Tampoco leimportó la posibilidad de perder allí lavida, luchando al lado de Lanzarote. Nohabía lugar mejor para morir que ellugar donde había nacido, ni mejor sitiopara el reposo que los brazos de la

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madre tierra.Alzó la vista al cielo con el corazón

en paz. Que vengan, pensó. Que cometanlas mayores atrocidades concebibles.Estamos aquí, estamos a salvo, estamosen casa.

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CAPÍTULO 55

quélla era la paz que habíaanhelado toda su vida.Durante todas sus muchasvidas, como niño demonio,bardo, druida, hechicero yseñor de la luz. Era unestado de bienaventuranza.Merlín suspiró. Y sabíaque por eso mismo no

podía durar.Postrado en su canapé de terciopelo,

con el círculo de velas en torno a lacabeza, Merlín cerró los ojos para

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poder ver. Arturo, Arturo, Arturo,palpitó el nombre en su mente. Se aferrócon denuedo a ese preciadopensamiento. El amor era la únicadefensa posible contra el frío.

Y el frío se acercaba, Merlín lohabía sentido ya a lo lejos. En su celdaempezaba a enfriarse el aire. Los milmillones de cristales incrustados en lasparedes se estremecían y tenían unaspecto triste y apagado.

—No os asustéis, queridos míos —dijo para darles aliento.

Pero el miedo se acercaba, crecía, élmismo lo sentía.

Tenía los miembros ateridos y la

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carne trémula. Cuando comenzó a notarel cosquilleo en los pulgares, supo queella estaba allí.

—Bienvenida, espíritu —saludó, tanafectuosamente como le fue posible, aunsabiendo que era inmune a las lisonjas.

Y estaba allí, disolviendo espacio ytiempo. Sintió fundirse y desvanecerselas paredes de su celda de cristal, y depronto él mismo empezó a girar a travésdel resplandeciente infinito. Alrededor,las estrellas titilaban en un centenar dehorizontes y las galaxias se precipitabanunas hacia otras para devorarsemutuamente en un flamígero abrazo. Éseera el universo de ella, ese mundo

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líquido que caía en cascada, siempreincandescente por el fuego de sus deseosy borboteante por sus lágrimas de dolor.

Descendió entonces la aterciopeladacortina de la noche, y el espíritu llevó aMerlín a un lugar más mullido y seguro.El magnífico hedor de su feminidadimpregnó los sentidos de Merlín a travésde las tibias tinieblas, y notó restregarsecontra él sus puntiagudos pechos ycontorsionarse sus flexibles costados.Sus pezones le abrasaron los dedos,pero qué deliciosa sensación…

De pronto sus ojos relucieron en laoscuridad.

—¿Me habéis olvidado, Merlín? —

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musitó su voz caliente.Merlín rió con sincero cariño.

Habría reconocido la textura de su piel ysu fétido olor en cualquier parte.

—¿Olvidaros, Morgana? ¿Quéhombre podría borraros de su memoria?

—Vos, Merlín, con vuestros juegoseternos —replicó ella. Un aullido defuria vibró en sus labios—. O mejordicho, principalmente con vuestro únicogran juego. Pero ¿dónde está ahoravuestra poderosa casa de Pendragón?

Voló hasta él, gruñendo yescupiendo, rasgándole la ropa,mesándole los cabellos, arañándole lacarne. Merlín notó desgarrarse sus

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prendas, y la lava líquida de la furia deMorgana le quemó la piel. Ahogó unaexclamación de dolor, pero cuando ellalo tocaba, sus músculos se tensaban ysus viejas entrañas cobraban vida.Después de todo, ella era la única mujercapaz de excitarlo.

Pero Merlín no debía descender aesa oscuridad, esa desesperación.Arturo, Arturo, Arturo, volvió a aflorara su mente. En un acto de valor, dominólos impulsos de su vieja y temblorosacarne. Quizá ella lo hubiera desnudado,pero Merlín tenía aún sus vestiduras decanto. Habéis traspasado el velo, serecordó con furia. Habéis perforado la

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nube de la inconsciencia, habéis roto elséptimo sello, sois un bardo.

En las regiones lejanas y tranquilasde su mente, cogió su gran capa deplumas negras y blancas, en parte decuervo, en parte de cisne, y su toga deescamas doradas, resplandecientesfragmentos del sol y la luna.Proyectando su espíritu a través del aire,llamó a su voz de canto para quevolviera hasta él desde el torrente demontaña donde jugaba, deslizándose conun rugido por los peñascos yadentrándose con un murmullo en lagosocultos y silenciosos.

Estaba ya preparado.

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—Ah, Morgana —cantó, recorriendocon la voz todos los tonos de la escala—. ¿Seréis libre alguna vez?

Un cegador destello le hirió la vistay le ampolló la piel.

—¿Libre de qué, viejo necio?Animosamente, Merlín se mantuvo

firme en su determinación.—Libre de vos misma.—¡Palabras! ¡Palabras! —chirrió el

fantasma, surcando el cielo como unaestrella fugaz—. Podéis atar los vientos,viejo, y obligar a retroceder a las aguasdel mar, pero no intentéis engañarme.Habladme con claridad, Merlín, ocallad.

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Se sentía atormentada, como Merlínsabía, y el dolor de él no era nada encomparación. Cerrando sus puños confuerza en torno a los martirizadospulgares, moduló su voz hasta darle elsonido dulce y grave de un arroyo bajolos árboles del bosque en un díasoleado.

—Morgana, Morgana, ¿cuándorenunciaréis a la venganza?

Un ululante estallido fue la únicarespuesta. Merlín vio estrellas encolisión y mundos envueltos en llamascuando ella rasgó el velo y campó sincontrol por el plano astral. Por encimade ella, sabía Merlín, los Antiguos

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debían de estar moviendo la cabeza enun gesto de desolación mientras losniños estrella corrían a esconderse. Enla tierra, las mujeres abortarían y loshombres enloquecerían.

Dioses, rogó, dadme fuerzas.Proyectó su voz en espiral en torno a lasesferas.

—Cierto es que habéis sido víctimade atroces crímenes. Arturo nació comofruto de una injusticia primigenia. Supadre tomó a vuestra madre para crearun hijo de Pendragón. Vuestro padre,vuestra madre y vuestra hermana fueronesparcidos al viento. Como resultado,vuestra vida se rompió en mil pedazos.

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¡Sí, fui tratada injustamente!Ella volvía a estar con Merlín, a

horcajadas sobre su cuerpo viejo yencogido.

—¿Renunciar a la venganza? —Susprodigiosos labios escupieron ygruñeron—. ¡Nunca mientras vivaArturo!

¡Qué extraña criatura es!, pensóMerlín, deslumbrado. Con un granesfuerzo, perseveró en la tarea que teníapendiente.

—Luego Arturo tuvo vuestro amor ylo rechazó. —Como bien sabía Merlín,después de treinta años esa terribleherida no había empezado siquiera a

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cicatrizar. Su corazón anheló el dolorinfinito de ella. Extendiendo las manos,añadió—: Pero, Morgana, adorableMorgana, ¿no veis en eso una pruebamás de lo inmaduro y necio que eraArturo entonces?

Morgana le hincó los dientes en losdedos, hundiéndolos hasta el hueso.

—¡Necio como nadie! Tales neciosmerecen morir.

El miedo y la ira cogieron porsorpresa a Merlín.

—Señora, eran otros tiempos, otravida. Ahora ya todo el mundo sabe queos trató injustamente. Pero ¿a quién leimporta si le hacéis o no pagar por ello?

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Oh, Grandes, juzgad los crímenes deArturo Pendragón y encargaos de que secumpla el castigo que la reina Morganaexige. —En ese punto cambió de tono—.Morgana, mi Morgana, ya es hora de querenunciéis a la venganza.

—¡Nunca!Merlín notó que ella lo montaba,

arañándole los costados, pero no seinmutó. Alzó la voz y la proyectóatronadoramente en torno a las estrellas.

—Así que ahora habéis predispuestoa Mordred en contra de Arturo y llevadoa Gawain a la locura. Destruiréis laTabla Redonda y mandaréis a todos suscaballeros a las eternas tinieblas. Haréis

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que el cielo se venga abajo sobreCaerleon y enterraréis Camelot en lasentrañas de la tierra. ¿Y demostrará esoal mundo lo injustamente que habéissido tratada? Os odiarán, Morgana, osodiarán. ¡Renunciad a la venganza!

—¡Intentó matar a mi hijo! —clamóMorgana, emprendiéndola a golpes conMerlín.

—Pero ahora ama a Mordred —adujo Merlín con desesperación—.Mordred sucederá a Arturo en el trono.Y también a Ginebra, ya que es el únicoheredero. Sólo tenéis que esperar,Morgana, y todo le llegará a su debidotiempo.

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—Merlín, sois el mayor necio detodos. —Su voz era ahora mortífera—.No basta con que Mordred consiga eltrono. Arturo y los demás deben sufrircomo sufrí yo.

—Si aniquiláis a Arturo, vuestrosufrimiento nunca terminará. Vos y élsois uno, carne de la misma carne. Siacabáis con la vida de Arturo, tambiénvos deberéis morir.

—¡No!Su alarido rompió los grandes

espacios del plano astral. Las nubeshuyeron y las estrellas saltaron y sesacudieron en sus trayectorias.Gimiendo, Merlín sintió que los

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colmillos de Morgana le desgarraban lacarne. En medio de una bruma de sangrey dolor, lo asaltó una macabra idea: Medestrozará y esparcirá mis pedazos enlas tinieblas. Da igual. Así encontrarépor fin la paz, seré libre de la ruedaeterna.

Arturo, Arturo, Arturo, ése era suúnico pensamiento. Por el bien deArturo, debía aceptar lo que seavecinaba; no había vuelta atrás. Depronto comprendió que no debía perdera Morgana, aunque ello significara el findel mundo.

—¡Morgana! —gritó.No recibió más respuesta que el

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fragor de los cielos.—¡Venid junto a mí! —imploró.Y súbitamente Merlín deseó que ella

volviera a ser dulce y suave como lohabía sido a veces, su carne generosa eindulgente, y no áspera y huesuda.Sollozando, tendió los brazos hacia ellay, con mano experta, la atrajo hacia sí.En la sedosa penumbra, unos dedosligeros aletearon sobre su cuerpo,delicados besos rozaron sus ojos, suscostados, sus genitales. Supo entoncesque ella, como siempre, había oído sumonólogo interior, había leído suspensamientos del primero al último.¡Dioses, cómo amaba a aquella mujer!

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¿A lo largo de cuántas eras ella habíasido su orgullo, su pesadilla?

—¿Está decidido, pues? —preguntóél, llorando—. ¿Os proponéisenzarzarlos en una batalla en la GranLlanura?

—¡Sí! —ronroneó Morgana, y lemordió una oreja.

—Todavía podéis contener lamarea.

El espíritu se quedó inmóvil.—¿Y a vos qué más os da? —Soltó

una carcajada de desdén—. Al fin y alcabo, estaréis a salvo aquí en vuestracueva de cristal.

Merlín guardó silencio por un

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momento. Su amor por aquella criaturade alma negra le causaba un profundodolor. Grandes y señores de la luz,suplicó humildemente, dad a mispensamientos la velocidad de las flechasy a mis palabras la fuerza del sol y lalluvia.

—Mi querida Morgana —dijo conternura—, la seguridad se basa en elamor. Vos amáis a Arturo, y él es carnede vuestra carne. Es vuestro hermano,vuestro amante, vuestro elegido, y elpadre de vuestro hijo.

Sus chillidos y gimoteos partían endos el plano astral.

—¡Él mató nuestro amor! ¡Me

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abandonó a su odio!Merlín realizó un último y

desesperado intento.—¡Pero lo amáis!Ahora Morgana deliraba, giraba sin

control.—¡Y lo odio más aún! —

Escupiendo azufre, despidiendo un olorfétido como un turón, se encogióformando un trémulo ovillo—. Arturomorirá. Todos morirán. Yo, el hadaMorgana, así lo he escrito en lasestrellas.

‡ ‡ ‡

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—¿El rey ha embarcado, decís?En su euforia, Mordred empezó a

pasearse de un lado a otro. Al cabo deun momento, se obligó a recobrar lacompostura, diciéndose: un rey no sepasea de acá para allá.

Se dio media vuelta. Frente a él sehallaba el más veloz de sus jinetes, elcaballero a quien había confiado lamisión de traerle ese mensaje.

—Han zarpado con la marea de lamañana —explicó el caballero con unasonrisa—. A estas horas deben de estara medio camino de Francia.

Sonreíd, Mordred, le ordenó la vozen su cabeza. Sonrió.

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—¿Tenían un buen viento a favor?—Casi un vendaval.¡Alabados sean los Dioses! Mordred

deseó brincar y lanzar los puños al aire.¡Arturo se había ido, y Gawain también!Y antes de que regresaran… siregresaban…

Mordred se inclinó y dio unapalmada en el hombro al caballero conmano regia.

—No olvidaré este servicio.—Señor, estoy a vuestras órdenes

—respondió el caballero con unareverencia, y tras dirigirle a Mordreduna elocuente mirada, se retiró.

Mordred permaneció inmóvil,

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encandilado por aquella muestra deprofundo respeto. Me ha visto como rey,se dijo, como el rey que estoy destinadoa ser desde mi nacimiento. Él y otrosmuchos miles de súbditos volverán susrostros hacia mí. Lanzó una sonoracarcajada. La estrella de Arturo sedesvanece ya por el oeste. Yo soy elnuevo sol naciente.

Por fin solo, se paseó a placer,recorriendo con vivo entusiasmo losaposentos reales. La marcha de Arturocon Gawain para declarar la guerra aLanzarote implicaba que los treshombres que se interponían en su caminoestaban enfrentados entre sí, movidos

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por una destructiva cólera. ¿Podía darseuna situación más idónea, más propicia?

Mordred rió de satisfacción. ¡Y québrillante idea había sido apropiarse dela vaina de Arturo cuando el rey loocultó en la cámara interior para queescuchara su conversación con Ginebra!Apenas había necesitado unos segundospara acercarse al cofre donde, como élsabía, estaba guardada y deslizaría en elinterior de su propia vaina, más ancha ypesada. Luego había salido allí con elpreciado tesoro pendiendo a su costadobajo las mismas narices de Arturo yGinebra. Así, cuando Arturo fuera aarmarse para la batalla contra Lanzarote,

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descubriría que su amuleto de la fuerzahabía desaparecido. Por tanto, fueraquien fuese el perdedor, Mordred seríasin duda el vencedor. Ciertamente susDioses trabajaban por él con denuedo.

—¡Grandes, gracias! —exclamó. Ensu mente, veía desplegarse ante él unfuturo prometedor y libre de obstáculos.Lanzarote derrotaría a Arturo y Gawain.Después Lanzarote se llevaría a Ginebraa Pequeña Bretaña, y él, Mordred, seríapor fin rey. Levantando los brazos conalborozo, bramó—: ¡El rey Mordred! —Todo su cuerpo tembló al desatarse enél la pasión que había alimentado a lolargo de su vida.

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El aire se estremeció y se hizo másfrío. Tened mucho cuidado, advirtió lavoz en su cerebro.

Mordred echó atrás la cabeza.—¿Por qué? —preguntó,

atemorizado—. Ahora ya lo tengo todo.Soy rey, tengo el reino, y también aGinebra si así lo deseo.

¿Ginebra? Asaltado por un repentinomiedo, se santiguó. ¿Por qué habíapensado en ella? ¿Y con ese recelo?

Y de pronto, sin previo aviso, eldemonio regresó a su mente. Tomadla,Mordred, propuso la sibilante voz.Ahora sois el rey. Ella es la reina, esvuestra.

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¿Tomar a Ginebra?, repitió para síen una muda protesta. Pero si está…

Amargas risas resonaron en sucabeza. Está casada, ¿es eso lo que osdisuade? Ese detalle no impidió a UtherPendragón tomar a la reina Igraine. Matóa su marido y echó a sus hijos delcastillo. Las mujeres como Igraine yGinebra sólo se presentan una vez.

Mordred se aferró la cabeza con lasmanos. Pero era imposible acallaraquella voz invisible. Es la esposa devuestro padre, ¿es eso lo que teméis?Hijo mío, bajo todos los credos desdelos tiempos del Antiguo Egipto, hombresy mujeres de la misma sangre han

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reinado juntos por el bien de sus países.Parejas como ésta han compartido elmás delicioso amor.

El más delicioso amor…Mordred se sonrojó. Sí, el amor con

Ginebra sería sin duda delicioso.El aire se movió y la voz habló de

nuevo. El botín para el vencedor.Ginebra será vuestra si culmináis conéxito esta maniobra. Pero aún no habéisvencido, hijo mío. ¡Sed audaz y rápidopero, sobre todo, cuidadoso!

—¡Sí, sí! —vociferó Mordred.Llamaron a la puerta, y entró el

principal caballero de Mordred.—Bienvenido, Vullian —saludó

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Mordred, falto de naturalidad.Vullian mudó de expresión y echó un

vistazo alrededor.—¿Estáis solo, mi señor?—Claro, claro —respondió

Mordred con un gesto de indiferencia—.¿Qué nuevas me traéis?

Vullian se acercó. En su pálida carase traslucía la amargura que no lo habíaabandonado desde la muerte de Ozark.Mordred sabía que Vullian nunca seperdonaría por haber estado ausente enla emboscada frente a la cámara de lareina en que su compañero de armashabía caído bajo la espada de Lanzarote.La venganza se había convertido en la

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obsesión de su vida. De momentoLanzarote no estaba a su alcance, perose había mostrado más que dispuesto amantener bajo vigilancia a Ginebra.

—La reina continúa en su cámara,mi señor, y no saldrá —informó Vullian—. Pero podéis tener la seguridad deque no esta dormida allí dentro.

Mordred sintió una extrañasatisfacción.

—¿Pensáis que trama algo, pues?—¿Quién sabe en qué andan metidas

las mujeres? Pero tramará o planearáalgo, no os quepa la menor duda. —Vullian se inclinó con expresión grave—. No os fiéis de ella, señor. Aún se

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considera reina. Pero aquí vos soisahora el rey. Tendréis que darle unalección.

En los labios de Mordred se dibujóuna amplia y prolongada sonrisa.

—¿Demostrarle quién manda aquí?¿Dejarle probar la espuela?

Vullian hizo un gesto de groserabrutalidad.

—Como a una mala yegua.En silencio, los dos se representaron

la situación, trazando en sus mentes elprocedimiento. Mordred fue el primeroen volver a la realidad.

—Deberemos obrar con cautela —advirtió.

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—¿Por qué, señor?—Todavía conserva parte de su

poder, lo cual ha de tenerse en cuenta.El pueblo la adora. Cometeríamos ungrave error si no la tratáramos conrespeto.

Vullian esbozó una mueca hostil.—Uno de estos días recibirá el

respeto que merece.Mordred permaneció callado por un

instante.—Esta noche celebraré mi primera

audiencia como regente. Invitaré a lareina a sentarse a mi lado.

—¿Qué mayor muestra de cortesíapodría haber, mi señor? —dijo Vullian,

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y su sonrisa de lobo dio a Mordred todoel respaldo que necesitaba.

—Y después a una cena en privadopara… conversar sobre el estado delreino.

—¿Para conversar sobre el estadodel reino? —repitió Vullian, saboreandola frase—. ¿Cómo va a negarse?

—En vuestras manos lo dejo, pues.—Mordred se dio media vuelta,invadido por una sensación que eraincapaz de identificar—. ¡Traedme aquía la reina esta noche!

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CAPÍTULO 56

ué quiere, Ina?De pie detrás de

Ginebra, Ina examinabaatentamente a su señora enel espejo mientras leacomodaba el tocado ydaba los últimos retoques asu cabello.

—Quizá sólo pretendepresentaros sus respetos.

Ginebra esbozó una parca sonrisa.—Bueno, pronto lo averiguaremos.Escrutó su imagen en el cristal. ¿Qué

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querrá Mordred?, era la duda reflejadaen su mirada cauta. ¿Por qué me hapedido que asista esta noche a laaudiencia? ¿Y que después cene con él?Diosa, Madre, ayudadme a aguzar lossentidos, a mantenerme en guardia.

—Dadme un aspecto elegante perosevero —había indicado a Ina un ratoantes—. Sean cuales sean los deseos deMordred, debo resistirme.

Una vez preparada, su oscurovestido morado y su austero tocadoparecían decir: Mordred, pensaos bienlas cosas, porque no obtendréis nada demí. No lucía joya alguna, ni se habíaavivado los colores de su rostro frío y

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triste. No tenía necesidad de seducir. Unpensamiento pasó fugazmente por sucabeza: Parezco una viuda.

Un sencillo velo para sujetarle elcabello fue el toque final. Mirándose,movió la cabeza en un gesto deasentimiento.

—Esto bastará.Las manos de Ina quedaron

suspendidas sobre los tarros deltocador.

—Señora, estáis demasiado pálida.—Ina, voy a reunirme con mi

enemigo. —Y mi esposo ya no me ama,pensó, y mi amante se ha marchado.Nunca más realzaré mis encantos. Irguió

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la espalda—. Debo irme.

‡ ‡ ‡

—¡Su Majestad la reina!—¡Abrid paso a la reina!Los centinelas de la antecámara la

saludaron como de costumbre, pero alotro lado de las grandes puertas debronce el mundo había cambiado. En lasala de audiencias vio muchos rostrosque apenas conocía. Y por encima deellos, en el lugar de honor, Mordredaguardaba cómodamente arrellanado enel trono de Arturo.

Mordred.

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Intentó matarme. ¡Y ahora usurpa eltrono de Arturo!

Coléricas maldiciones resonaron ensu cerebro: Mordred, que los Oscuros seos lleven, que…

—Por aquí, Majestad.El adusto sir Vullian apareció de

inmediato a su lado y la cogió del brazopara acompañarla hasta el estrado.Mientras atravesaban la concurrida sala,Ginebra recibió la más exagerada ypostiza aclamación que jamás habíaoído.

—¡Reina Ginebra!—¡Vuestra Majestad!A su paso todo eran reverencias y

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besamanos. Obligada a seguir adelante através de aquel mar de aduladores,Ginebra sintió que le daba vueltas lacabeza. ¿Quiénes son todas estaspersonas? ¿Dónde están nuestros lealescaballeros y antiguos amigos?

La respuesta acudió a su mente en elacto: Muchos perecieron en la búsquedadel Grial y el asedio a Joyous Garde. Elresto está con Arturo al otro lado delmar, en Francia. Ahora que Mordred esel rey, debe tener una corte. Arturo ledejó las llaves del reino, y hay muchasalmas venales.

—Mi señora Ginebra.Mordred le tendió una mano desde

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el estrado para ayudarla a subir hasta eltrono. Iba magníficamente vestido conlos colores azul y rojo de la casa dePendragón, pero tenía los dedos tan fríoscomo el hielo.

¿Está acaso asustado?, se preguntóGinebra. Apenas pudo contener la risa.Vamos, Mordred, ¿no iréis a tenermemiedo?

—Mis señores y señoras —prorrumpió el chambelán, anunciando elcomienzo de la audiencia.

Con reverencias y torpesgenuflexiones, se acercaron al trono losprimeros cortesanos. Ginebra, sentadajunto a Mordred, contempló con

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incredulidad el patético espectáculo,dejando pasar las horas. Para susorpresa, incluso sintió una punzada decompasión. Seres serviles ydespreciables, Mordred, pensó. Comocorte, no es gran cosa.

Por fin concluyeron los ademanesobsequiosos y las sonrisasesperanzadas, y se retiraron los últimosadvenedizos. Sólo quedaron en la salaMordred y sus caballeros. Mordred sevolvió hacia Ginebra con unaencantadora sonrisa en los labios.

—Ahora, señora, estoy a vuestraentera disposición.

Palabras, Mordred, nada más que

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palabras. Fríamente, Ginebra le ofrecióla mano.

—Me habéis pedido que cene envuestra compañía para hablar de asuntosde Estado.

Inclinando la cabeza, Mordredaceptó su mano y abandonó con ella lasala de audiencias.

—Por aquí, señora.De pronto Ginebra adoptó una

actitud más alerta. ¿Por qué estereducido comedor si tenemos salonesmucho mayores?, receló. ¿Por qué tantenue luz en lugar de las hileras de velascon que se debía recibir a una reina?

Pero cuando entraron, un grupo de

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juglares arrancó a interpretar unamelodía, y Ginebra vio a una docena decaballeros de Mordred de pie contra lasparedes. Súbitamente sus temores se leantojaron ridículos e incluso burdos.¡Vaya!, se dijo. ¿Imaginabais acaso queMordred tenía puestos sus ojos en vos?En el centro de la estancia había unamesa para dos, repleta de los másexquisitos manjares para tentar elapetito de una dama. En lugar de lascarnes de jabalí, ternera, cerdo ycordero habituales en los banquetes dela corte, Mordred había encargado todoun despliegue de platos pequeños yresplandecientes con codornices y

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chanquetes, fruta y bayas y queso. Juntoa los platos dorados, las copas de plataestaban ya servidas, y un fanal de cristalde roca brillaba ante el sitio reservado aGinebra.

Sois un hombre astuto, Mordred, sedijo. Sabéis tratar a una reina.

Mordred la vio sonreír y deinmediato saltó junto a ella.

—¿Os complace, señora?En guardia, Ginebra, se previno,

borrando toda expresión de susemblante.

—Si os complace a vos, también amí.

Ginebra procedió a tomar asiento a

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la mesa, ignorándolo intencionadamentemientras se arreglaba el vestido, lasmangas y el velo. Mordred la observócon disimulo mientras ella seacomodaba, reparando en los elegantesmovimientos de sus manos y la pose dela cabeza. Incluso la tristeza lafavorecía, pensó maravillado,contemplando las conmovedorassombras en torno a su boca y elindefinible aire de pérdida. Peropercibió, sobre todo, su actitud distante,su defensa consciente. Vullian teníarazón, se dijo, airado. Ginebra tramaalgo. ¡Dioses del cielo, reveladmecuáles son sus planes!

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Un criado se había plantado junto aél, dispuesto a rellenarle la copa devino. Sonreíd, Mordred, se instó. Al finy al cabo, ¿qué podría hacer Ginebra?Se llevó la copa a los labios y echó unaojeada alrededor, sintiéndosereconfortado con lo que vio. El fuegocrepitaba en la chimenea; los juglarescantaban como una bandada de pájarossalvajes; sus caballeros, junto a lasparedes, ofrecían un magnífico aspecto,y la comida era digna de un rey.

El rey Mordred, agregó la vozdentro de su cabeza.

¡Sí!, convino él con mudo alborozo.Tomó un generoso trago de vino. El rey

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Mordred, cenando con la reina Ginebra.Casi sin darse cuenta, volvió aobservarla con atención, embebiéndosede cada uno de sus gestos. ¿Por quénunca se había fijado en la belleza desus movimientos, delicados como los deun pájaro, en la profundidad de sus ojosde color crepúsculo?

—¿Más vino, mi señor?Asintiendo con la cabeza, Mordred

acercó la copa. Eran buenos sirvientes,aquellos; no había necesidad deindicarles las atenciones que requería lareina. Recorrió con una miradaponderativa el blanco cuello, elprominente busto y la esbelta cintura de

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Ginebra. Mordred sintió dilatarse sualma. ¡Qué magnífica mujer!

Una mujer como pocas. Sin razónaparente, se acordó de la última mujercon quien se había acostado, y el reciovino se tornó agrio y frío en su boca.Temblando, apartó de su mente elrecuerdo de la cara sonriente de aquellamujer, sus carnes blancas y mantecosas,y fijó la mirada en Ginebra. ¿Por quéhabía de rebajarse al licencioso abrazode otra cuando podía yacer entre unosbrazos como aquellos?

Volvió a coger la copa y la apuró,manteniendo en la boca por un momentoaquel néctar rojo como la sangre.

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Furioso, ahuyentó la visión de piernasabiertas y pechos desnudos, un desfilede cuerpos sudorosos y nombresolvidados hacía mucho. Comparadascon Ginebra, todas aquellas amanteshabían sido lo que el agua respecto alvino tinto. No era raro que Lanzarote laamara, ni que Arturo la considerase suyapara siempre. Sin duda una mujer comoGinebra debía echar de menos aLanzarote en esos momentos.

Examinándola por encima del bordede la copa, se fijó en su piel suave, lascurvas de su cuerpo, su cabello largo ysuelto. De pronto tomó unadeterminación. Ginebra era suya, sí, lo

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sabía desde el principio. Esa nochereclamaría su derecho y lo ejercería.Riéndose de sí mismo, comenzó a darforma a la escena en su mente. Sí,Ginebra, sí. Su miembro aumentó devolumen y empezó a palpitar entre laspiernas.

Diosa, Madre…Alzando la vista, Ginebra

sorprendió a Mordred observándola, yla expresión de su mirada erainconfundible. Se le revolvió elestómago. ¡No será capaz!, se dijo. Nopuede ser. ¡Mordred, no!

Con un colosal esfuerzo, recobró elcontrol de sí misma y de la conversación

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al mismo tiempo.—Así pues, príncipe, vos y yo

estamos al frente del reino hasta elregreso de Arturo. ¿Deseabais hablarconmigo de asuntos de Estado?

Mordred se echó a reír, negándose aabandonar su sueño. Imaginaba ya suspropios dedos recorriendolujuriosamente aquel blanco cuello, losgenerosos pechos liberándose de losconfines del vestido, las caderas en susmanos, su cuerpo bajo el de él.

Levantó una mano, y la música seinterrumpió. Los juglares guardaron susinstrumentos y se retiraron. Uno por uno,los criados y los caballeros

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desaparecieron también. Estaba a solas.Ginebra se preparó para lo que seavecinaba. De pronto la reducidacámara parecía una cárcel.

Mordred se inclinó sonriente haciaella, y Ginebra sostuvo su mirada.Diosa, Madre, rogó, ayudadme apermanecer alerta, no me dejéis sola eneste trance.

—Se hace tarde —comentó con todala naturalidad posible— y ha sido un díaagotador. —Recostándose contra elrespaldo de la silla, se frotó los ojoscon la mano—. Creo que será mejor quenos reunamos en otra ocasión. —Echóatrás la silla y se puso en pie sin prisas

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—. Os doy las buenas noches, príncipe.Sosteniendo aún la copa en la mano,

Mordred se levantó también, no sincierta dificultad a causa de la bebida.

—Antes de que os marchéis, señora—dijo con un tono incitante—, pensadlo que representará para vos reinarconmigo.

Ginebra se obligó a reír conaparente despreocupación.

—Reino con Arturo, Mordred. Vos yyo sólo somos regentes del rey hasta queél regrese.

Mordred clavó en ella su mirada.—Si regresa…—¿Qué queréis decir?

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Mordred se encogió de hombros.—Ha declarado la guerra al mejor

guerrero del mundo. Y aun si vuelve,cabe la posibilidad de que no esté encondiciones de reinar.

Eso os gustaría, ¿eh, Mordred?,pensó Ginebra. Irguió la espalda.

—Arturo es el rey, Mordred, aunquevos penséis lo contrario.

—Mi padre ha entrado en sudecadencia, señora, sin duda ya lohabréis notado —dijo Mordred confingida inquietud—. Vive en su propiomundo de sueños, sospechas, fantasías.Tener un rey senil sería en extremoperjudicial para todos nosotros. —

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Esbozó una modesta sonrisa—. Sonmuchos los que me han comentado queagradecerían la subida al trono de unnuevo soberano… un hombre de menoredad.

Ginebra reprimió su cólera.—Eso debe decidirlo el rey.—O la reina.—¿Cómo?Mordred se aproximó a ella,

hablando con una peculiar vehemencia.—Vos sois la reina, y representáis el

espíritu de este país, su soberanía, sualma. Tenéis que uniros a un hombremás joven, se lo debéis a vuestrossúbditos. —Mordred estaba ya muy

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cerca de Ginebra, tanto que ella le olíael aliento—. Más aún, señora, os lodebéis a vos misma.

A Ginebra se le hizo un nudo en elestómago.

—¡Mucho cuidado, Mordred!Envalentonado, Mordred se

interpuso en su camino.—La propia Diosa toma un nuevo

amante cada año, en las celebracionesde mayo. Vos sois la reina y la Diosa deeste país. Usad vuestro poder. Elegid aun nuevo consorte, un hombre másjoven. Elegidme a mí.

La cuestión estaba ya sobre eltapete. No era posible eludirla. Ginebra

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echó mano del último resto de autoridad.—Mordred, os lo suplico, pensad

bien lo que estáis diciendo. Soy laesposa de vuestro padre.

—¡Pero no sois de mi misma sangre!—adujo Mordred, y soltó una triunfalrisotada.

—Tengo edad suficiente para servuestra madre.

—Señora, en la cama no hay nadacomo la relación entre un hombre joveny una mujer madura. —Esbozó unalasciva sonrisa—. Y vos sois lamonarca, la incomparable soberana.

La ira acudió en auxilio de Ginebra.—Pero la soberana está en su

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derecho de elegir a su compañero decama.

Intentó apartarse de Mordred, peroél la agarró de la muñeca.

—Y me elegiréis a mí —insistió convoz perentoria y grave—. Haré por voslo que Arturo jamás sería capaz dehacer. Expulsaré a esos miserablescristianos del reino. Mis caballeros losperseguirán a punta de espada por susclaustros. La Diosa prevaleceránuevamente y restableceremos losantiguos ritos para devolver la fertilidada la tierra. —Tomó un ávido sorbo devino y alzó su copa—. Y bien, señora,¿qué decís?

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—Mordred, siempre seréis mienemigo —replicó ella, su voz ahogadapor el miedo y la rabia—. Sois fruto delvientre de Morgana. Ella me arrebató ami esposo y mi hijo. Vos sois suvenganza contra mí. —Lanzó un vistazoalrededor—. Muy probablemente estáaquí con nosotros ahora, regodeándosede todo esto. ¿Estáis ahí, Morgana?Morgana, ¿estáis ahí? —Una delirantecarcajada brotó de su garganta.

Está riéndose de mí, pensó Mordred.Una ira ciega invadió su cerebro y ungrito ensordecedor empezó a oírsedentro de su cabeza. Estremeciéndose,vertió el contenido de la copa sobre

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Ginebra, salpicando su blanco cuello yel velo de manchas rojas como lasangre. Al instante, el vino tinto seextendió por su corpiño y su regazo.

—¡Reíos de mí, y será el últimosonido que salga de vuestra boca! —amenazó Mordred con una voz sibilanteque no era la suya. Arrojó la copa contrala pared—. Ahora yo reino aquí. Arturoha muerto, ¿me oís? Os guste o no, oscasaréis conmigo.

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CAPÍTULO 57

rturo muerto?Miente. No puede ser

verdad.Pero ¿por qué estoy tan

segura?Pensad, Ginebra,

pensad, se reprochó. Envoz alta, preguntó:

—¿Cómo? ¿Arturomuerto?

Mordred alzó la mano en arroganteademán.

—Tengo hombres en todas partes —

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afirmó con altanería. Ladeando lacabeza, esbozó una extraña sonrisa—.Un pájaro me ha dicho que soy ya el rey.

De repente una sospecha penetró enla mente de Ginebra como el tañido deuna campana: Pobrecillo, se ha vueltoloco. Llegó, pues, a la conclusión de queno debía contrariarlo ni poner enentredicho una sola de sus palabras, sinosonreír y darle la razón.

—Príncipe, vuestra proposición dematrimonio en un momento como éste esun gran honor para mí —declaró contoda la naturalidad posible—, y meretracto de todo aquello que puedahaberos ofendido. —Señalándose el

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arrugado vestido, afectó una expresiónde tristeza—. Os ruego que me permitáiscambiarme. Podemos reanudar estaconversación mañana, cuando miindumentaria sea más acorde con latrascendencia de la ocasión.

Mordred volvió a ser el de siempreal instante.

—Hasta mañana, pues —convino, yechándose hacia atrás el cabello negroazulado, le sonrió seductoramente.

Ginebra le devolvió la sonrisa.Mordred se rió de sí mismo. Le tendióla mano en actitud triunfal.

—Con vuestro permiso, señora. —Tras una reverencia, la acompañó a la

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puerta—. Llevad a la reina a susaposentos —ordenó a los caballeros queesperaban fuera—. Y protegedla bien.Es la admirada soberana de este reino.

—Descuidad, señor —contestó unode los caballeros con una sonrisa decomplicidad.

Sobresaltada, Ginebra reconoció aVullian y reprimió un asomo de miedo.¿Cuándo lograría escapar a la vigilanciade aquellos hombres?

Una vez en su cámara, buscódesahogo en Ina, paseándose de un ladoa otro mientras hablaba entre sollozos.

—¿Dice que el rey ha muerto? —preguntó Ina, balbuceando de asombro

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—. ¿Puede eso ser cierto?Ginebra movió la cabeza en un gesto

de negación.—Sencillamente refleja los deseos

de Mordred. Y si el pueblo le dacrédito, sustituirá a Arturo en el trono.

El miedo asomó a la mirada de Ina.—En tal caso, señora, Mordred os

necesitará para que, como reina,secundéis sus pretensiones.

—Así es. Debemos ir a Camelot. ACamelot —repitió como si se tratara deuna oración—. Sólo allí estaré a salvopor el momento.

Pero sabía que aún tardaría horas enencontrar una oportunidad para

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marcharse. Cualquier intento de huida alamparo de la oscuridad, cuando másalertas permanecían Vullian y sushombres, entrañaría un alto riesgo de seratrapada y conducida de nuevo alcastillo bajo arresto. Pero, por otraparte, si se quedaba, contribuiría a queMordred se adueñara aún más de lasituación. Y si hacía correr el rumor deque Arturo había muerto…

¡Pensad, Ginebra, pensad! A lo largode aquella noche de insomnio, perfiló elplan para escapar. Por fin sus irritadosojos percibieron la primera claridad delalba. Delgadas nubes semejantes a losbarrotes de una celda oscurecían el

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incipiente amanecer, pero había llegadola hora de actuar. Apretando los dientes,solicitó la presencia de Vullian y lotrató como si fuera su caballero deconfianza.

—Sir Vullian, tendríais la gentilezade dar los buenos días al príncipeMordred de mi parte y decirle que voy asalir a montar un rato con mi doncella.—En una oportuna insinuación derecato, bajó la vista—. El príncipe serábien recibido si desea venir a cabalgarcon nosotras. Pero, ante todo, le ruego elfavor de su compañía esta noche.

Vullian le lanzó una mirada lasciva.—Se lo diré, señora —aseguró,

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pensando: Le diré eso, y también lopondré al corriente sobre el resto deljuego que os traéis entre manos.

Sonriendo, repasó mentalmente lasinstrucciones que Mordred le habíadado: «Lo intentará, Vullian; como quese llama Ginebra, lo intentará. Cuandolo haga, dejadla marchar. Se dirigiráhacia su propio reino, así que podemosseguirla más tarde y tomar tambiénCamelot». Sí, el príncipe era un hombreastuto, sin lugar a dudas. La idea eradejar que Ginebra pensase que llevabaventaja. Pero Mordred se apoderaría deella, de Camelot y de todo. Vullianvolvió a sonreír.

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¿Por qué habrá puesto Vullian esacara?, se preguntó Ginebra. Pero nohabía tiempo para recelos. Únicamenteteniendo las ideas claras y actuando condecisión cabía albergar algunaesperanza. Sólo dispondrían de unaoportunidad para huir.

Pero ¿saldría Mordred tras ellas conuna cuadrilla de hombres? ¿Nosospecharía cuáles eran sus planes? Enlos establos, Ginebra tenía el corazón enun puño, y el rostro de Ina presentabauna palidez y una inexpresividadanormales. Ni siquiera después decruzar la puerta del castillo, pese a quenadie las seguía, se atrevieron a echarse

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a galopar como habrían deseado.—Sonreíd, Ina. Comportaos con

naturalidad —ordenó Ginebra entredientes—. Nos ven desde las almenas.Todavía podrían mandar a la guardia ennuestra persecución.

Pero una vez en el bosque dieronrienda suelta a los caballos. Jadeando,llegaron al primer cruce de caminos,donde habían previsto separarse.

—Sólo disponemos de unas horashasta que Mordred descubra nuestrasintenciones —dijo Ginebra concreciente euforia pese a sus temores—.Cabalgad hasta la costa, averiguad quéle ha ocurrido a Arturo, e informadle de

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la traición del príncipe. Luego, si os esposible, venid a Camelot. Pero llevadcuidado. Mordred reunirá un ejército ynos perseguirá. Probablemente tiene yabajo su control muchas millas a laredonda.

—Así lo haré, señora —contestóIna, envuelta en un resplandorsobrenatural, antes de volver la grupadel caballo y partir a todo galope por elsendero del bosque como si un centenarde Mordreds le pisara los talones.

Tarde o temprano, sabía Ginebra,Ina llegaría hasta Arturo si este aúnvivía. Entonces, pasara lo que pasara,Arturo conocería la verdad, y eso por sí

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solo proporcionaba ya cierto consuelo aGinebra.

Pero ¿qué podía hacer Arturo?Mordred, con Caerleon en sus manos,tenía a su entera disposición losrecursos del tesoro. Ya en esosmomentos debía de estar asegurándoselos servicios de mercenarios, conscientede que todos los vasallos de Arturo lehabían jurado lealtad. Tan pronto comotuviera el país en su poder, estaría ensituación de arrebatarle el trono aArturo, e incluso ordenar su muerte.

Ginebra siguió cabalgando sindetenerse, asaltada por aciagospensamientos. Tambaleándose en la silla

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a causa de la fatiga, lamentó no haberdormido al menos un rato la nocheanterior. Transcurrieron las horas hastaque por fin oscureció y cayó la nochecon una lluvia de fulgurantes estrellas.Creyó ver una gran estrella surcar elfirmamento pero, aturdida como estaba,quizá la hubieran engañado los ojos.Cuando por fin se recortaron contra elcielo las torres blancas de Camelot, elagotamiento apenas le permitió verlas.Agarrándose a las crines del caballo,ascendió por el camino y llegó hasta lapuerta trasera.

—¡Abrid! —gritó con voz ronca—.Una viajera cansada implora vuestra

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ayuda.En el interior de la torre de entrada,

una voz áspera profirió una maldición.—¡Largaos! Esto es Camelot. Aquí

no admitimos a estas horas ni viajeros nimendigos ignorantes.

Ginebra prorrumpió en carcajadas.—¡Cómo, soldado! ¿Acaso no

conocéis a vuestra reina?

‡ ‡ ‡

Pero ni siquiera entonces pudo retirarsea descansar a sus aposentos. Trasperdonar al desdichado centinela yllamar a la guardia, tuvo que dar orden

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de que el castillo se preparara para unasedio o una guerra.

—¿Quién sabe cuánto tardaráMordred en presentarse aquí? —dijo asu consejo una vez que los nobles,tambaleantes y con cara de sueño,abandonaron sus camas—. Ejerce lasfunciones de gobierno en ausencia deArturo, y se cree el rey. Recurriendo aldinero del tesoro, puede reunir unejército tan numeroso como se le antoje.

El caballero de mayor edad la mirócon una sabia sonrisa.

—Cierto, señora, pero no puedecomprar lo que tenemos aquí.

Ginebra guardó silencio por un

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instante.—¿A qué os referís?—A unos hombres dispuestos a

morir por vos y el derecho delmatriarcado.

Ginebra dio un apretón a la arrugadamano del caballero, asaltada por unasrepentinas lágrimas.

—Gracias, señor —dijo, pensando:Y con caballeros como este, ¿quépodemos temer?

Al echarse en la cama, oyó el toquedel cuerno llamando a la guerra y supoque en esos momentos sonaba por todolo largo y ancho del reino. Una o doshoras después, cuando llegaron las

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primeras provisiones para el asedio, ladespertó el ruido de las carretas. Elagua, al menos, nunca escaseaba en unatierra pródiga en lagunas subterráneas.Mientras seguía al capitán de la guardiaen la ronda de inspección de losantiguos pozos del castillo, unpensamiento acudió por azar a su mente:Al final, todas las aguas van a parar aAvalón.

Avalón, Avalón, isla mística,hogar…

El recuerdo fue tan punzante comoun dolor. ¿Habría desaparecido yaAvalón de la isla del lago? ¿Estaría yaen algún otro lugar, quizá allí donde se

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encontraba Arturo, al otro lado del mar?Eso había prometido la Señora muchosaños atrás. «Cuando cruce el agua porúltima vez, allí lo veré».

—Señora, estáis pálida. —A sulado, el capitán la miraba con cara depreocupación—. Permitidme que osacompañe arriba para que os dé el aire.

En sus aposentos, dio gracias por lapaz y la tranquilidad que se respirabaentre aquellas paredes blancas.

—No recibiré visitas ni mensajerosal menos durante una hora —dijo a lascriadas.

Mordred no tardaría en aparecer, deeso estaba segura. Y Ginebra debía

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descansar y recobrar las fuerzas de caraa la inminente batalla.

Extenuada, dejó que las doncellas lehumedecieran la frente con un pañomojado y la ayudaran a ponerse unaholgada bata antes de obligarlas a irse.

—Avisadme dentro de una hora —ordenó con una cansada sonrisa.

Pero hacía apenas un momento quehabían salido por la puerta cuando ladoncella de mayor rango volvió a entrardesaladamente. Ginebra advirtió laexpresión de sobresalto de la mujer ycontuvo la respiración. Pero nada lahabría preparado para lo que oyó.

—Es el rey —anunció la doncella

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con voz entrecortada—. ¡El rey!¡Dioses del cielo, Mordred no había

perdido el tiempo! Ginebra se llevó lasmanos a la cabeza y se mesó loscabellos.

—¿El rey? No os atreváis a llamarasí a Mordred, sea cual sea el título queél se atribuya. ¿Cómo ha entrado?¡Dioses del cielo, todos sabéis queahora es nuestro enemigo! —En sudesesperación, recorrió la cámara con lamirada en busca de la espada de sumadre—. ¡Llamad a los soldados! —Furiosa, contuvo unas repentinas ganasde llorar—. Hay sólo un rey en el Paísdel Verano, y está lejos de aquí.

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—Os equivocáis, Ginebra —dijouna lúgubre voz desde la antecámara.

¿Cómo?Ginebra corrió a la puerta,

reprimiendo las lágrimas. En primerlugar vio el rostro de Ina, rebosante deamor y alivio. Junto a Ina estaban Lucan,Kay y Bedivere. Y en el centro, alto yterrible, se hallaba Arturo, dominando lahabitación como el destino vengador.

—¡Arturo!Pronunciando palabras de consuelo,

Ina la ayudó a sentarse.Ginebra, perpleja, se frotó los ojos

con la mano.—Arturo, os hacía en Francia.

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—Ay, Ginebra…Exhalando un profundo suspiro,

Arturo avanzó hacia ella.—Acabamos de desembarcar.

Estamos acampados en la Gran Llanura.No puedo quedarme mucho tiempo. Hede regresar junto a Gawain —explicóArturo. Ginebra advirtió entonces elpreocupado semblante del rey, y que lostres caballeros que lo acompañabancompartían esa misma tribulación—.Gawain está peor, mucho peor. Nosaseguró que su estado de salud lepermitía emprender el viaje sin el menorproblema. Pero su herida… elmovimiento del barco… Tuvimos que

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volver a puerto.Se le anegaron los ojos en lágrimas.

Sin darse cuenta, Ginebra se acercó a élpara cogerle la mano.

—Lo siento, Arturo.Él se aclaró la garganta y reanudó su

relato.—En fin, ahora lo atiende un

médico. Lo hemos dejado en las mejoresmanos. Allí estará a salvo, al menoshasta que regresemos. —Su rostro seensombreció y sus ojos grisesadquirieron una nueva e insondableprofundidad—. A diferencia deMordred si lo que ha llegado a misoídos es cierto. —Una mueca atroz se

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dibujó en su semblante—. ¿Sabéis quéotra fechoría ha cometido Mordredcontra mí?

A Ginebra se le contrajo elestómago.

—No, Arturo, no lo sé.—Me ha quitado la vaina que me

regalasteis. Debió de robarla cuando sequedó a solas en mi cámara durante laconversación que sostuvimos vos y yo.Quiere que muera en la batalla, no puedehaber otra razón. —Echó atrás la cabezay aulló—. ¡Mordred! ¡Mi propio hijo,mi único hijo!

Presenciar tanto dolor resultaba casiinsoportable para Ginebra. Y supo que

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no podía decir: Aún hay más, Arturo.Mordred me dijo que habías muerto yme propuso el matrimonio.

—Hablad con él, Arturo —aconsejócon voz firme—. Al menos intentadparlamentar antes de ir a la guerra.Viene hacia aquí con su ejército paratomar Camelot. No tardará en llegar.

‡ ‡ ‡

El rojo anaranjado del sol poniente, lascolinas sin árboles, millas y millas depiedra gris y, por encima de todo eso, ellastimero reclamo del alcatraz… Sí, eraun placer hallarse de nuevo en su tierra.

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Gawain recorrió con la mirada elquerido paisaje de su infancia y juventudy supo que era un hombre afortunado.¡Dioses y Grandes, oró humildemente,qué privilegiados hemos sido por poderconsiderar nuestras las Orcadas! Yahora que se pone el sol, ¿qué mejorlugar de reposo podría haber para elguerrero, el marino, el cazador deregreso a casa?

Sólo que él aún no había llegado acasa. El resplandeciente paisaje seesfumó, y Gawain vio en el rincón de latienda de campaña al druida cuya misiónconsistía en mantenerlo a él en estemundo. Cada vez que su espíritu parecía

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a punto de partir, acudía el curanderocon alguna poción, algún poderosoremedio. Pese al insoportable dolor decabeza, Gawain se echó a reír. A juzgarpor su aspecto, aquel druida había sidoun fogueado guerrero antes de adoptar lavida de profeta y bardo. Lucharía por lavida de Gawain con todo el vigor que élmismo no tenía para salvarse.

Era extraño, meditó Gawain, lodispuesto que estaba a aceptar la muerte.Pero Arturo y el druida tenían la firmedeterminación de mantenerlo vivo.Como la tenían asimismo Lucan yBedivere y, más extraño aún, inclusoKay. Pues el renqueante caballero,

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contra lo que Gawain siempre habíapensado, no lo envidiaba por haberseproclamado el primer compañero deArturo y haber jurado ser el último.También a ese respecto se habíaequivocado Gawain: recaería en algunode los otros el triste deber de sostener aArturo entre los brazos cuando loabandonase la vida y cerrarle los ojosafligidos.

Y allí estaban, entrando en la tiendaen ese preciso momento.

¿Cuánto tiempo llevaban fuera?Gawain observó con los ojos entornadoslos rostros de Lucan, Kay y Bediveremientras iban entrando en su cubil. ¿Por

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qué parecían todos tan apesadumbrados?Todo iba relativamente bien ahora queestaban allí.

—¿Qué tal sigue Gawain, doctor? —creyó oír preguntar a alguien. Pero esoya no importaba. Debía hablar conArturo antes de volver a casa. Y teníaque ser pronto, porque no le quedabamucho tiempo.

Hizo acopio de fuerzas y notó correrla sangre por sus venas.

—Mi señor —llamó con voz clara.Al cabo de un momento Arturo

estaba de rodillas junto a su cama.—Os oigo —se apresuró a decir—.

Hablad.

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Gawain abrió los ojos a un mundoteñido de sangre.

—Mi hermano Agravaine conspirócon el príncipe Mordred para eliminar ala reina, y pagó por ello con su propiavida. Más tarde murieron asesinadosGaheris y Gareth, y yo me volví contraLanzarote. Mi sed de venganza me hacostado la vida, y el último de losorcadianos pronto descenderá al OtroMundo. —Buscó a tientas la mano deArturo, y este se la cogió de inmediato—. Ya está bien de derramamiento desangre, mi señor. Haced las paces convuestro hijo, os lo ruego.

A los oídos de Gawain llegó un

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gemido mezcla de dolor y rabia.—¡No tengo ningún hijo!—Y con sir Lanzarote —prosiguió

Gawain.—¡Nunca!—Mi señor…—Vuestra Majestad…Elevándose por encima de los

sollozos de Arturo, Gawain oyó lasprotestas de Lucan y los murmullos deconsternación de Bedivere.

—Haced las paces —insistióGawain—. Haced las paces.

El rumor de las olas en la costaeterna era ya más sonoro. Las nubes sedispersaron y el sol brilló en el oeste.

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Vio acercarse a Gaheris con elreluciente cabello agitado por el viento,y a Gareth con su permanente sonrisa.Detrás de ellos apareció Agravaine, yde pronto, ahora, aquí, sintió que loestrechaban los cálidos brazos de sumadre Morgause.

Sus ojos cegados vieron la luz delmundo donde el sol jamás se ponía. Elaire limpio y puro que adoraba le rozóla piel y el mar reclamó con voz potentela presencia de su espíritu. Lanzando unprofundo suspiro, Gawain preparó sualma para el último gran salto.

—Paz —dijo con toda claridad, yexpiró.

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Alegremente, como un pájaro, alzóel vuelo hacia el plano astral. Lasestrellas corrieron a darle la bienvenida,y su espíritu cantó. Surcando los cielos ycabalgando sobre los vientos, no volvióla vista atrás. Libre por fin de sucaparazón terrenal y volando hacia lasislas del oeste, no llegó a saber que suúltima súplica había caído en oídossordos. En su pabellón del campamentomilitar, con su ejército en estado demáxima alerta, Arturo permanecíapostrado sobre el cadáver de Gawain,llorando, maldiciendo, clamandovenganza, y jurando allanar el camino desu alma hacia Avalón con la sangre de

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Mordred.

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CAPÍTULO 58

edlo con vuestros propiosojos, mis señores. —Recostándose en su silla,Mordred echó sobre lamesa el pesado pergaminocon despreocupación—. Ladeclaración de guerra delrey.

Dentro del pabellón, latensión y la desconfianza se palpaban enel aire. Veinte pares de ojos se posaronen el flamígero dragón rojo y las negraslíneas de escritura plasmadas en la parte

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inferior: «Yo, Arturo, hijo de Uther dela Casa de Pendragón, señor del Reinodel Medio y su Ciudad de las Legiones,rey supremo de Bretaña y rey Dragón deestas islas…».

No se movió un alma. Incluso elsirviente situado junto al brasero quemantenía caliente el ponche permanecíatan inmóvil como si estuviera tallado enpiedra. Por fin Vullian, al lado deMordred, rompió el silencio.

—¿Cuándo nos convoca para labatalla, señor?

—Mañana al amanecer.Siguió sin moverse nadie. Las

antorchas enclavadas en los toscos

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tederos proyectaban su luz parpadeantesobre una docena de rostrosamarillentos por el miedo. En otrossemblantes, en cambio, se traslucían elfrío cálculo o el crudo placer de laguerra. ¡Valiente hatajo dedespreciables zorros y comadrejas!,pensó Mordred con aversión. Sinembargo aquellos hombres eran lo mejorque podía comprarse con dinero.

¡Tinieblas y demonios! Se llevó losdedos a las sienes para acallar latormenta que rugía en su cabeza. Tras lahuida de Ginebra, se había echado a reíral conocer la noticia. Salir en supersecución le había resultado

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divertido, y atacar Camelot era un juegobélico al que le complacía jugar.Ginebra era suya, de eso no había duda,y su resistencia no hacía más que avivarsu pasión ante la inevitable conquista.Pero ¿qué malévolo capricho de losAntiguos había inducido a Arturo avolver de Francia?

Levantó una mano temblorosa.—¡Más ponche!Sin pérdida de tiempo, el criado

recorrió el pabellón llenando una poruna las copas de madera. Mordred apuróel contenido de la suya de un solo tragoy repicó con ella en la mesa para que lesirvieran más.

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—Ánimo, señores —dijo consiniestro énfasis—, el ejército del reynos aguarda al otro lado de la llanura.No os pago por vuestro silencio. Quierooír vuestras opiniones.

En la parte central de la mesa, unhombre de mirada severa se inclinóhacia adelante y alzó un dedo surcado decicatrices para subrayar sus palabras.

—Señor, es cierto que el rey tienebajo su mando una poderosa fuerza. Yllegó aquí antes que nosotros, así que haapostado a sus huestes en las mejoresposiciones. Pero nuestro ejército estámás descansado, y además lossuperamos en número.

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El caballero sentado junto a élasintió con la cabeza y abundó en eltema.

—Es cierto que el rey se ha situadoen la parte alta del campo de batalla,con los montes a sus espaldas. Peronosotros hemos hecho un buendespliegue en el centro de la llanura.Teniendo el bosque detrás, podemosmantener firmes nuestras posiciones.

Mordred frunció el entrecejo.—Los hombres de Arturo son leales.

Los nuestros combaten por un sueldo.—Como vos mismo tendréis ocasión

de comprobar, los sajones valen el oroque se embolsan —adujo Vullian con

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una sonrisa de admiración—. Son losmejores mercenarios que existen.Después de todo, ¿cuánto tiempo llevanasaltando nuestras costas? ¿Y cuántohace que los tenéis a vuestra disposiciónpara este momento, mi señor?

Se oyó un discreto carraspeo a laizquierda de Mordred.

—Señor, si el rey deseaparlamentar, y si accede a vuestrasrazonables exigencias…

Mordred disimuló su ira. Aquelhombre se prestaría a cualquier cosa contal de eludir un combate, como biensabía. No obstante, incluso un cobarde yun oportunista podían serle de utilidad.

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—¿Sí? —lo instó a seguir, lanzandouna mirada alrededor.

Vullian movió la cabeza en un gestode asentimiento.

—Señor, sólo exigís aquello que oscorresponde por legítimo derecho: lasriendas del reino ahora que el rey hallegado a la vejez. Y si el rey cede…

Mordred esbozó una forzada sonrisade aplomo.

—Debe ceder —se oyó decir. ¿Dabacrédito él mismo a sus palabras? No losabía.

—Coincido con vos, señor. —Eladulador se apresuró a tomar el hilo—.Seguramente el rey no pondrá en peligro

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las vidas de sus queridos súbditos pormatar a su único hijo.

—No. —Mordred dejó escapar unsonoro suspiro—. Pero supongamos…

Pero supongamos que ahora loarriesgáis todo por matarlo, entonó elespíritu, que no estaba ya en su mentesino fuera, titilando en los contornos dela tienda, atravesando las llamas de lasantorchas, y flotando en los huecosdonde el viento nocturno sacudía la lonay traqueteaba los mástiles. Eso era loúnico que Mordred alcanzaba a ver,pero sabía que el espíritu estaba allí.

—¡No! —gimió contra su voluntad,incapaz de reprimirse a tiempo.

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Sobresaltado, echó una rápida ojeadaalrededor. A juzgar por los rostros delos presentes, no se había puesto enevidencia. Pero si el espíritu estabaallí… Dioses del cielo, allí dentro…tenía que dar por concluida la asambleade inmediato. Poniéndose en pie,anunció—: Señores, volveremos areunimos mañana antes del amanecer.Acordaremos las condiciones de unanegociación y decidiremos lasposiciones de combate para cada uno devosotros y vuestras tropas. Hastaentonces, buenas noches.

—Buenas noches, mi señor.Tuvo la impresión de que en su

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mayoría estaban impacientes por salirde allí. Sólo Vullian mostró interés enquedarse, demorándose en la entrada dela tienda con una expresión interrogativaen los ojos. Pero Vullian había visto yamucho, y conjeturado mucho más. Quizáincluso hubiera percibido la presenciadel espíritu que acosaba a su señornoche y día. Mordred suspiró. No podíahaber mejor razón para deshacerse de élen ese momento.

Con firmeza, Mordred acompañó asu más estrecho allegado hacia la puertay, apartando las cortinas, señaló con lamano la oscuridad de la noche parainvitarlo a salir.

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—Mañana presentaos aquí antes quelos demás, Vullian —ordenó, y se diomedia vuelta.

—Buenas noches, señor —sedespidió el caballero, y tras hacer unareverencia, desapareció entre lassombras del denso bosque de tiendas.

—Buenas noches.Mordred apoyó una mano en el

mástil de la entrada para recobrar lacalma antes de volver a entrar. Al cabode un momento, regresó al interior condeterminación, cerró la cortina y pidióal criado que se retirara para enfrentarsea solas con el espíritu.

Pero el demonio se había marchado.

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En el pabellón reinaba un silenciosepulcral. Temblando de alivio,Mordred corrió a la cámara interior dela tienda y, arrodillándose, empezó arevolver la cama de campaña. Buscandoa tientas bajo el colchón de paja, tocócon los dedos algo frío y duro. ¡Gracias,Dioses y Grandes! No necesitó sacarlo.De sobra sabía qué era.

Sus pulmones se vaciaron porcompleto con un vehemente suspiro. Aúnde rodillas, apoyó la cabeza en la cama,conteniendo el impulso de llorar. Perode inmediato se puso en pie. ¿A quévenía tal debilidad? ¿Creía acaso quealguien podía robarle la valiosa vaina

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ante sus mismas narices? ¿Llevárseladel pabellón real, rodeado como estabade hombres armados?

Volvió a la cámara principal y seacercó al brasero para calentarse.

—¡Sois un necio, Mordred! —sereprochó airado, alargando una manohacia el ponche—. Un endeble y unnecio. La vaina está a buen recaudo, yvos no tenéis nada que temer. Usadlamañana, y seréis invulnerable.

‡ ‡ ‡

Desde allí, el mundo entero se extendíaante ella como un sueño. Cuando era aún

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demasiado joven para salir del castillo,su aya la llevaba a menudo al adarvepara tomar el aire, y era aún uno de suslugares preferidos en Camelot. Poraquel entonces, creía que las sólidascasas solariegas y las chabolas de adobede los labradores que salpicaban elpaisaje no eran reales, sino merosjuguetes para su diversión. Aun en elpresente identificaba cada una de lascasas de paredes enjalbegadas, rediles ychozas dispersas por el mosaico debosques, campos y colinas hasta dondealcanzaba la vista.

Pero no en una noche tan oscuracomo el interior de una tumba, una noche

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en que el intenso frío del inviernocuajaba el aire. Alrededor, una gélidabruma se adhería a las viejas piedras, ypegajosas volutas de niebla seenroscaban en las astas de los vistososestandartes de Camelot. Ginebra seestremeció y se arrebujó aún más en elmanto.

Al amanecer, pulularían por eladarve los soldados de la guarnición,armados y listos para repeler a lastropas de Mordred si se presentaban.Pero en esos momentos Ginebra no teníamás compañía que la de los centinelasapostados en las atalayas, comosuspendidos en el aire, a medio camino

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entre el cielo y la tierra. A lo lejos, veíalas fogatas de los dos ejércitosacampados en la Gran Llanura. Unmillar de puntos de luz rojiza destellabaa cada lado, separados por un río deoscuridad. Al amanecer, los ejércitoscerrarían esa brecha con sangre, amenos que Arturo parlamentara yMordred aceptara las condiciones.

Cosa poco probable.Ginebra se estremeció. Nunca había

visto una actitud tan implacable enArturo. Una vez muerto Gawain, noparlamentaría. Y contando con elrefuerzo de las tropas de Camelot,estaba decidido a barrer a Mordred de

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la faz de la tierra.—¡Daré caza a ese bastardo y me

beberé su sangre! —había exclamadoentre dientes, con un intenso brillo en lamirada—. Eso será por Gawain. Luegoiré a Francia y mataré también aLanzarote.

Matar, matar, matar.Ginebra creía que iba a estallarle la

cabeza. Paz, Madre, suplicó. Tráenos lapaz, no la muerte. Abajo, oía el bulliciode los preparativos para la guerra en elinterior del castillo. Estar sola allíarriba, como un pájaro en su nido, era suúnica opción para disfrutar de un pocode sosiego en un sitio puro y limpio.

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Aguzó la vista a través del airenegro y cortante, intentando apartar laoscuridad como una cortina para ver loque tenía ante sí. Mañana acaecerá el finde nuestro mundo. Diosa, Madre,déjame ver qué nos depara el futuro,descorre el velo. Pero la oscuridad secerró aún más, mofándose de susesfuerzos.

Y de pronto arreció el frío. Laniebla se espesó, tejiendo un manto entorno a las murallas, y un cuervo lanzóun débil graznido en un bosque lejano.Ginebra permaneció inmóvil, dominadapor un negro presentimiento: Esto es elfin… el fin… el fin…

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Frente a ella, la oscuridad tembló ycobró forma. Retorciéndose entre lassombras, surgió una silueta alta yesbelta, cubierta de negro de la cabeza alos pies, con un rostro alargado yblanco, boca morada y ojos coléricos.De un color negro azulado, brillantescomo los de una lechuza, esos ojos erantan siniestros como Ginebra losrecordaba y más aún.

—Morgana —dijo.La figura se estremeció y fue a

posarse con delicadeza en el suelo. Conun gesto de impaciencia, se echó atrás lavoluminosa capucha y sacudió lacabeza, agitando el aire de la noche.

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—¿Asustada, Ginebra? —Tenía lavoz tan herrumbrosa y áspera como elclavo de una puerta. Soltó una cruelcarcajada—. ¿Creéis que vuestramiserable vida corre peligro en mismanos? Podría haberos matado encualquier momento en los últimos treintaaños. En vuestra contaduría, en vuestracámara, sentada en el trono, yo era elratón escondido tras el revestimiento demadera, el gato que se frotaba contravuestras piernas. —Sus enormes ojosllamearon—. He paseado a vuestrolado, he conversado con vos, hedormido junto a vos en vuestro lecho. Siaún estáis viva, me lo debéis sólo a mí.

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Ginebra sintió una indescriptiblecongoja. Tan loca y triste como siempre,pensó. Oh, Morgana, ¿nunca cambiaréis?

Pero tuvo que recordarse queMorgana oía sus pensamientos.

—¿Y a qué habéis venido ahora,después de tantos años? —preguntó contono amable. Y en el silencio que sealzó entre ellas como un muro, oyóformarse la respuesta y aventuró—:¿Arturo?

Morgana emitió un sonido a mediocamino entre la risa humana y un aullido.

—¡Sí! —exclamó. Deslizó una manobajo sus nocturnas vestiduras y extrajoun objeto largo y delgado que

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resplandeció pese a que esa noche nobrillaba una sola estrella en elfirmamento.

Ginebra notó que la sangre se lesubía a la cabeza.

—Es…—¡Sí! —Morgana echó atrás la

cabeza y aulló a la luna. Con desdén,añadió—: ¡Necia! ¿Qué iba a ser, si no?

Ginebra se había quedado sin habla.En trance, avanzó un paso y cogió elobjeto de manos de Morgana. Palpitóentre sus palmas como un ser vivo, y depronto Ginebra sintió calor a pesar delfrío. Extasiada, recorrió con las yemasde los dedos los hilos de plata y oro

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entretejidos y contó las antiquísimaspiedras preciosas que lo adornaban entoda su longitud. Unos cuantos conjurosrúnicos relucían en la franja central, y secantaba misteriosas melodías de otrotiempo lejano. La vaina de mi madre, sedijo, el regalo del rey de las criaturasfantásticas a la primera reina. ¿Cuántohacía que no consideraba suyo aquelobjeto mágico?

Morgana escuchó su pensamiento.—Se la regalasteis a Arturo el día

de vuestra boda —dijo con fiereza—, yél me la regaló a mí.

Morgana, se la robasteis cuando élcometió con vos su gran injusticia, pero

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eso ya no importa. Ginebra no deseabaentrar en discusiones.

—Y vos se la disteis a Mordred —dijo, mirando a Morgana a los ojos—.Pero ahora se la habéis quitado,cambiándola por otra, ¿no?

—Pero ¿por qué? ¿Por qué se lahabéis quitado ahora?

Morgana volvió el rostro.—¡Ya lo sabéis!¿Por Arturo?, pensó Ginebra.—Pero sentís un odio mortal por

Arturo desde hace muchos años.—Ya no.—¿Significa eso que renunciáis a la

venganza?

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—¡No! —vociferó Morgana—.Mató a mi padre.

Una profunda lástima embargó elcorazón de Ginebra.

—Arturo no, Morgana, eso fue cosade su padre, y el rey Uther murió hacemucho tiempo.

—¡Sí, sí, lo sé! —susurró Morganaenfervorizada—. ¿Me tenéis por necia?—Sus enormes ojos despedían unintenso resplandor.

—No. —Ginebra respiró hondo—.Pero creo… —Interrumpiéndose, pensó:Oh, Morgana, nunca me había dadocuenta pero ahora lo sé—. Creo queamáis a Arturo.

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—¡No!—Más que a nada en el mundo. —

Ginebra no se atrevió a mirar aqueldemacrado rostro que de repente buscóen el llanto desahogo a su dolor, aquellaboca atormentada que parecía un higoaplastado—. Y más que a vuestro hijo—agregó con exagerado énfasis— siarrebatáis la espada a Mordred parasalvar la vida a Arturo.

—¡Sí! —El alarido de Morganareverberó en las almenas y hendió elcielo helado—. Mordred me traicionó alconcebir la idea de casarse con vos.Desde el principio lo organicé todo paraque reinara solo.

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—Compadeceos de él, Morgana.Está loco.

—¡Loco no! —gritó Morgana—.Pero no es mío. De niño, era sangre demi sangre, mi hijo, enteramente mío.Pero cuando se lo envié a Arturo, supersonalidad se partió como un junco.Intentó vivir como yo, satisfaciendo susdeseos, y a la vez ser como Arturo,respetado y admirado.

Súbitamente se apartó de Ginebra yvoló en torno a las almenas como unrayo de fuego.

—He tratado de aleccionarlo —selamentó—. Me he metido en su cabeza.Le he susurrado al oído…

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—¡Morgana! —Ginebra dio un pasoal frente en ademán apremiante,deseando agarrarla de los cabellos—.¡Mirad allí! —Señaló hacia los ejércitosacampados en la llanura—. Vuestro hijoy su padre lucharán a muerte mañana alamanecer. Vos los habéis llevado a esasituación. ¿Qué habéis decidido? ¿Cómoterminará esta batalla?

—¡No lo sé! —Un grito más potenteque los anteriores resonó en las almenasy rasgó el gélido cielo. Los ojos deMorgana, grandes como ruedas decarreta, se iluminaron y giraron—.Ginebra, ¿es que no os dais cuenta? Loque haya de ocurrir está escrito desde

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que nació el mundo. Los Antiguos lotejieron en las estrellas hace muchotiempo. Y las criaturas que hemosvenido después no lo sabremos hastaque nuestro mundo termine.

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CAPÍTULO 59

ra aún de noche cuando setrasladó hasta elcampamento de Arturo. Sinembargo había tanto ruido ytanta luz como si fuera dedía. Alrededor de lasfogatas, los hombres sededicaban afanosamente aafilar sus espadas y

preparar sus armaduras para la batalla.Unos cuantos reconocieron a Ginebra yla saludaron al pasar. Pero en sumayoría estaban demasiado absortos en

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sus tareas para fijarse en un carro deguerra con una mujer a bordo, cubiertade la cabeza a los pies para protegersedel frío.

Ginebra palpó la vaina que pendía asu costado. En el ambiente se respirabala inminencia de la guerra. Había dejadoatrás a Ina con órdenes tajantes deocuparse del castillo y alertar a laguardia a la menor señal de alarma. Noobstante, ahora que las cosas habíancambiado, quizá la paz fuera aúnposible.

En el pabellón de Arturo, las velasencendidas casi se habían consumidopor completo. La parpadeante luz de las

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llamas iluminaba a Lucan, Kay yBedivere, sentados en torno a la mesa, ya Arturo, en la cabecera. Pese a supalidez, el rostro de Arturo reflejabadeterminación y sus ojos chispeaban.Los tres caballeros presentaban lamisma expresión de exaltación yalbergaban una sensación de destinocercano.

—Ginebra. —Arturo se puso en piey se acercó a cogerle las manos. Vestidocon una majestuosa túnica del color rojode Pendragón, parecía envuelto enllamas dentro de aquel reducidoespacio. En su cuello, antebrazos ycintura refulgía el oro, y Excalibur

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emitía un suave zumbido a su costado.—Mi señor. —Ginebra devolvió el

saludo e inclinó la cabeza ante loscaballeros cuando estos se levantaron—. Lamento interrumpir vuestra reunióntáctica.

Arturo sonrió a sus acompañantescon inconsciente afecto.

—Ya hemos trazado nuestraestrategia. Estábamos a punto dedespedirnos.

Kay se dirigió hacia la puerta,seguido de cerca por Lucan y Bedivere.

—Buenas noches, señor. Mi señora.Tras las reverencias de rigor, se

marcharon.

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Sobre el brasero, la olla de ponchepermanecía casi llena, impregnando elaire con su aroma exquisito y penetrante.Al lado, había una bandeja con queso ycarne, prácticamente intacta.

—Deberíais comer algo, mi señor—aconsejó Ginebra, advirtiendo lasazuladas ojeras de Arturo—. Necesitáisreponer fuerzas.

Arturo la miró con una tiernasonrisa.

—En cualquier caso, hoy saldré bienlibrado.

—No lo dudo. —Ginebra se despojóde la capa y se desprendió la vaina delcinto. Dando un paso al frente, la

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depositó en las manos de Arturo,notando palpitar su poder—. Ahora lospropios Grandes luchan a vuestro favor.Os envían esto.

El cálido resplandor de la vainainundó la tienda. Arturo quedósobrecogido.

—¿Cómo ha llegado hasta vos,Ginebra? —musitó sin color en loslabios.

—Me la ha traído Morgana. —Estaba decidida a contarle su encuentroen el adarve palabra por palabra—. Haestado aquí esta noche.

—¿Morgana? —repitió Arturo,estremeciéndose de la cabeza a los pies.

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—Precisamente en un momentocomo este.

—¿Cuándo?—Hace una hora.Arturo intentó devolverle la vaina.—Debéis llevarla vos, Ginebra.

Estaréis presente en la batalla, lanecesitaréis. Perteneció a vuestra madreantes de que Morgana la robase.

Ginebra movió la cabeza en un gestode negación.

—Arturo, sois vos quien corremayor riesgo de ser atacado. Yosimplemente observaré la batalla desdela colina más cercana. Morgana la hadevuelto para salvaros a vos, no a mí. Y

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es vuestra, Arturo, siempre lo ha sido.—Se aproximó a él y apoyó la mano ensu antebrazo, notando correr por susvenas un perdurable amor—. ¿Recordáisnuestra boda, hace ya tantos años? Os ladi entonces, y ahora os la vuelvo a dar.

—Ginebra… —Arturo tenía los ojosanegados en lágrimas—. Os portáis bienconmigo.

Y mal, Arturo, pensó ella. Noshemos hecho mucho daño mutuamente.Pero no debe haber más dolor.

—¿Y me la ha traído Morgana? —Arturo estrechó la vaina contra su pecho—. Sí debe de querer salvarme, pues. —Una carcajada de incredulidad alteró su

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perplejo semblante—. Ginebra,¿significa eso acaso que renuncia a lavenganza?

—Eso creo.Arturo echó atrás la cabeza y se

llevó una mano a los ojos.—¡Ha terminado, pues! ¡Alabado

sea Dios, por fin nos veremos libres deesa amenaza!

Un rayo de esperanza iluminó elcorazón de Ginebra.

—Siendo así, ¿parlamentaréis conMordred para evitar la guerra?

Se produjo un largo y pocohalagüeño silencio. Finalmente Arturoatrajo hacia sí a Ginebra.

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—Lo intentaré.Bajo la capa de Arturo, Ginebra se

sintió abrigada y segura. Rodeando conlos brazos su cuerpo grande como el deun oso, permaneció inmóvil y dejó flotarsu memoria hacia el pasado. Arturo latenía abrazada de ese modo cuando lepidió que fuera su esposa, cuando seencontraban para hacer el amor, cuandoél partía hacia algún lugar. Sus anchoshombros y sus musculosos costados, suspiernas fuertes y sus poderosos muslos,habían sido para ella tan familiarescomo los suyos propios. Parte de lareconfortante sensación de otro tiempovolvió a invadirla al notar el roce de su

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túnica contra la mejilla y el calor de susbrazos.

—Sois un buen hombre, Arturo.Habéis hecho grandes cosas.

—Pero aún quedan otras pordelante.

Apartándose de él, Ginebra vioreflejarse una nueva preocupación en surostro, tan rígido como si fuera demármol.

—¿A qué os referís?Arturo señaló la vaina.—Mordred presentó batalla

convencido de que vencería. Pero siesto está en mi poder, saldrá derrotado.

Permaneciendo a un paso de Arturo,

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Ginebra puso toda el alma en su mirada.—En ese caso no debe combatir.

Vos le disteis la vida. No deseáis matara vuestro único hijo.

—Nos traicionó a los dos, Ginebra—repuso Arturo con expresión sombría—, y ya no confío en él. Pero lepropondré que negociemos. Mandaré aKay y los otros con el mensajeinmediatamente. Y a menos que vuelva atraicionarnos, haré las paces con él.

Diosa, Madre, gracias.Ginebra se acercó de nuevo a él y le

rodeó la cintura con los brazos.—¿Y también con Morgana?Arturo contuvo la respiración.

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—Ginebra, ¿sois consciente de loque me pedís?

Ginebra no estaba dispuesta aflaquear.

—Os ama, Arturo. Siempre os haamado. La vaina es un ofrecimiento depaz por su parte. ¿Sois capaz deperdonarla y hacer las paces?

—¿Las paces? —Arturo exhaló unsuspiro como el último viento de Avalón—. Sí, debo hacerlo. Al final, todostenemos que esperar el perdón.

Guardaron silencio por un largorato. Finalmente Arturo le cogió labarbilla entre los dedos y le volvió lacara hacia la suya.

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—¿Recordáis cuando lucía en todoslos torneos las cintas representativas devuestro favor y proclamaba a mi dama lamás bella del reino?

Ginebra sonrió con lágrimas en losojos.

—Lo recuerdo.—¿Y no queréis ayudarme ahora a

ponerme la armadura? Prontoamanecerá.

—Os ayudaré. —Cruzó la tiendahasta el soporte donde estaban lasresplandecientes piezas de platarepujada en oro—. Aquellos fueron díasde gloria, Arturo, y el mundo no losolvidará. Juntos concebimos un buen

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sueño, y este nunca morirá.Arturo afirmó bien los pies en tierra,

y ella le ciñó el reluciente peto sobre lamalla plateada.

—¿Aunque muramos cuando nosllegue nuestra hora? —dijo él, perohablaba sin miedo. Alto y distante,parecía haber dejado atrás esospensamientos para ir a un lugar mejor.

—Eso es inevitable. Toda vida serige por el ritmo del auge y la caída, ypor tanto debe terminar un día. —Ginebra experimentó también unaextraña sensación de trascendencia—.Pero, ocurra lo que ocurra, nosotroshemos visto los días de esplendor.

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Prendió firmemente la vaina de sumadre en el cinto de Arturo y percibiócómo aparecía en torno a él su cálidaprotección, semejante a un escudo.Quedó por fin armado de la cabeza a lospies, con el yelmo de plata rematado enoro bajo el brazo y Excalibur oscilandoligeramente a su costado. Permanecieronjuntos y a solas una última vez.

—Besadme, Ginebra —rogó él.Y ella lo besó con todo su corazón.

‡ ‡ ‡

El sol se elevó en el horizonte, veteado

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de intenso rojo. A baja altura, unosnegros nubarrones anunciaban maltiempo antes del anochecer. En lallanura, dos pequeños grupos dehombres montados se aproximabanlentamente a través de la vasta extensiónde hierba.

Bajo el estandarte de Pendragón,Arturo encabezaba la marcha en subando. Observando acercarse aMordred y sus caballeros, con la oscuramasa de su ejército dibujándose trasellos, Arturo supo que había sido unacierto restringir la negociación a unoscuantos representantes por facción. Condos fuerzas hostiles cara a cara y prestas

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a la batalla, a la mínima provocación sedesencadenarían las hostilidades. Unavez iniciado, era difícil detener unconflicto sangriento mientras seguía sucurso. Y Arturo rezaba ahora a su Diospara que les concediera la paz.

Pero el hombre prudente teníaesperanzas de paz, y se preparaba parala guerra. Arturo no necesitaba miraratrás para saber que su ejército, al igualque el de Mordred, estaba listo paraentrar en acción a la menor señal. En elterreno en ligera pendiente que seextendía tras él hacia las montañas,todas sus tropas se hallaban en orden debatalla. Si fracasaba la negociación,

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Mordred atacaría. Pero unademostración de fuerza contribuiría aconvencerlo de que las conversacionesdebían llegar a buen puerto.

—Tened armados y en el campo debatalla a todos vuestros hombres, nodejéis nada en reserva —habíaordenado a sus capitanes antes demarcharse—. Y no perdáis de vista ni uninstante a la partida de Mordred cuandonos reunamos. Si veis espadasdesenvainadas, atacad de inmediato. —Rió sin ganas—. Significará queMordred ha vuelto a las andadas. Si esoocurre, mi vida estará en vuestrasmanos.

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Sus leales capitanes asintieron,tomando la orden a conciencia. AhoraArturo cabalgaba por la llanura con latranquilidad de saber que, a susespaldas, todos los soldados estabanlistos para intervenir. Pero no deberíaser necesario, se recordó. Acariciandola vaina que colgaba a su costado,percibió con júbilo su secretapalpitación. Ahora que Morgana sehabía aplacado, todo era muy distinto.Su venganza había terminado, gracias aDios. Siendo así, seguramente podríamostrarse generoso con su hijo.

Así, él y Mordred parlamentarían yharían las paces. Después renunciaría a

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perseguir a Lanzarote y volvería aentregarse en cuerpo y alma a Ginebra.Con el recuerdo de los dulces placeresdel pasado, se dibujó en sus labios unaamplia sonrisa. Esa mañana las cosashabían sido como en los viejos tiemposde su juventud. ¿Cómo podía haberseolvidado del gran amor que habíancompartido en Camelot durante aquellasprimaveras ya lejanas? Dedicaría suvida a recuperar aquel amor.

Y en breve el invierno daría paso ala primavera. Saldrían juntos a montar ycelebrarían las fiestas de mayo comoantiguamente. Volverían a organizarbailes en el gran salón por las noches, e

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incluso torneos, aunque ahora él tendríaque dejar paso a los jóvenes. Pero porotra parte sabía que aún era capaz deentrar en liza casi con el mismo ardorque antaño. Conservaba prácticamenteintactas las fuerzas de su brazo derecho,y su fornido cuerpo permanecíaincólume. Arturo rió para sí. Aun siendoun anciano, no resultaría fácilsuperarlo… Entre esperanzas,evocaciones y olvido, Arturo siguióadelante, abandonándose a sus sueños.

Al otro lado de la llanura, Mordredy sus caballeros, con tensión apenascontenida, observaban acercarse aArturo. Mordred apoyó la mano en la

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vaina que pendía a su costado, y unareconfortante sensación corrió por susvenas. Al colocársela al cinto en aquellúgubre amanecer, había encontradofaltos de brillo sus colores oro y plata.Pero sabía que tan pronto comoempezara el combate, la vaina cobraríavida. Y en el campo de batalla él seríael único inmune a la pérdida de sangre.Sonrió con ávida satisfacción. Sí, soyinvencible. Muerte a mis enemigos. Yono moriré.

Junto a él, Vullian se inclinó en lasilla de montar y aguzó la vista.

—El rey parece muy satisfecho de símismo.

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Mordred movió la cabeza en ungesto de asentimiento.

—Sí —dijo con parsimonia. Uninstante después el gusano del miedocomenzó a perforar su cerebro. ¿Por quéserá? Arturo sabe algo. ¿Es acaso unatrampa?

Temblando, Mordred escudriñó lasfuerzas de Arturo, apostadas detrás deél, listas para atacar. ¿Qué había quetemer? También sus propios hombresestaban en sus puestos, impacientes porentrar en acción, un sólido yreconfortante muro de protección a susespaldas. No existía el menor riesgo deemboscada, ni posibilidad de juego

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sucio. Aun así, Mordred se sintióimpulsado a extremar las precauciones.

—Vullian —dijo entre dientes—,regresad a las líneas y ordenad a todoslos capitanes que observen lanegociación como halcones. Si venasomar una sola arma, significará quenos han traicionado. Decidles que, en talcaso, ataquen de inmediato sin esperarnuevas órdenes.

—Pero sin duda el rey jamás serebajaría a eso —comentó Vullian conexpresión de asombro.

—¡Obedeced! —masculló Mordredcon un respingo.

Vullian se alejó a medio galope,

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apagándose gradualmente el sonido delos cascos del caballo. Apresuraos,Vullian, pensó Mordred. Mi padre meodia y mi vida está en vuestras manos.

A pesar de todo, inclinó la cabeza yofreció una respetuosa sonrisa cuandoArturo, Kay, Lucan y Bedivere sedetuvieron ante él junto con el resto delos caballeros. En silencio, todos losjinetes desmontaron y se plantaron caraa cara entre la hierba.

El rostro de Arturo era una máscarade ira y desprecio.

—Mordred —dijo entre dientes. Elnombre sonó como una maldición.

Mordred echó atrás la cabeza.

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—Escuchadme, padre, os lo ruego…Arturo lanzó un bramido de cólera.—¡Traidor, no toleraré que me

llaméis «padre»!—¡No soy un traidor! Simplemente

reclamé lo que consideraba mío.—¿Cómo? ¿El control absoluto del

reino estando yo aún vivo? —gruñóArturo—. ¡Jovenzuelo insolente!

Mordred se esforzó por contener suenojo.

—Sólo pretendía velar por laseguridad del país hasta vuestro regreso.

—Si es que regresaba.—Cierto, padre, temía por vuestra

vida —admitió Mordred con lágrimas

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en los ojos.—Temíais que volviera vivo, no que

muriera, supongo que eso queréis decir.Mordred dio un paso al frente y se

postró de rodillas.—Os suplico que me perdonéis, y

que reconozcáis públicamente que soyvuestro hijo.

Arturo soltó una risotada dedesprecio.

—¿Y cómo puedo hacerlo?—Concededme lo que es mío por

legítimo derecho. —Mordred se puso enpie de un brinco—. Proclamadmeheredero vuestro por todas las islas.Luego permitidme que me siente junto a

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vos en las audiencias, para que todo elmundo vea que me habéis elegido comosucesor.

Arturo guardó silencio por uninstante.

—¿Eso es todo?—Una cosa más, mi señor. —

Mordred se armó de valor—. Hallegado el momento de que tenga mispropias tierras. Adjudicadme uno devuestros reinos menores para quegobierne allí como rey vasallo vuestro.Las Humberlands, pongamos, o Gore, elterritorio que vos prefiráis.

—Y si accedo —dijo Arturo,poniendo énfasis en cada palabra—, ¿os

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retiraréis de esta guerra, disolveréisvuestro ejército y haréis las paces?

Mordred no pudo evitar que undestello triunfal asomara a su mirada.

—¡Lo haré!Arturo cerró los ojos. Entrelazando

las manos, rezó por un momento. Luegoesbozó una sonrisa de hastío.

—Todo eso y más será vuestro acondición de que os reconciliéisconmigo y os comportéis como mi hijo.

Abrió los brazos. Vacilante,Mordred avanzó hacia él. Cuandorodeaba con los brazos la espalda de supadre, su mano tropezó con la vainacolgada al cinto de Arturo.

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Estremeciéndose de terror, identificócon las yemas de los dedos sucaracterística textura y percibió suresplandor. ¡Tiene la vaina!, se dijo.¿Cómo es posible? ¿Quién se la hadado? Deseó echarse a gritar, a llorar.

Pero enseguida encontró una pizcade consuelo: ¡No combatiremos! La vidavolvió lentamente al corazón deMordred. Arturo me ha perdonado.Quizá incluso me ama. Tal vez aúnacabe todo bien.

—¡Padre! —exclamó, y lloró sincontrol en el hombro de Arturo.

Kay, sinceramente conmovido, cruzómiradas con Lucan y Bedivere. ¡Paz,

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gracias a los Dioses! ¡Quécelebraciones esperaban esa noche a losdos ejércitos!

Llorando sin pudor, Arturo echó unbrazo a los hombros de Mordred y loatrajo a su lado.

—Haced venir a un escribano —ordenó a Kay—. Pondremos todo esopor escrito antes de irnos.

Mientras hablaba, el sol se abriópaso entre las nubes. Débiles rayos deluz se derramaron sobre la escena.Bedivere volvió la cara hacia el solpara que su calor le secara las lágrimas.

—Es un augurio —musitó—. LaMadre nos sonríe.

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Los dos jóvenes caballeros quecerraban el séquito de Mordredcomentaban con entusiasmo la noticia.

—¿Nuestro príncipe ha conseguido,pues, lo que quería? —dijo uno,sonriente, sin apartar la mirada deArturo y Mordred.

El otro se echó a reír.—Oíd bien lo que os digo, no

tardaremos mucho en llamarlo reyMordred.

Asestó un puñetazo en el hombro asu compañero con juvenil alborozo. Almoverse, oyó un susurro entre la hierba,y una víbora silbó y huyó de debajo desu pie. Sin pensárselo dos veces, el

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caballero echó mano a su espada.Resultaba peligroso despertar a unavíbora durante su hibernación. Eramejor matarla en ese mismo momentoantes de que inyectara su veneno aalguien con una mordedura.

Desenvainó la espada, y el sol sereflejó en la hoja. Cayó sobre laserpiente, rebanándole la cabeza. Peroel cuerpo siguió retorciéndose,negándose a morir. Y a su vez los dosejércitos apostados a ambos lados de lallanura cobraron vida temiblemente.Gritos lejanos y el ronco toque de loscuernos de guerra empezaron a oírse enla llanura.

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Arturo alzó la vista horrorizado.—¿Qué ocurre?Mordred se volvió y vio a su

caballero con la espada fuera de lavaina.

—¡No! —exclamó—. ¡Guardad esaespada!

Pero al instante comprendió que erademasiado tarde. Desde el centro delcampo de batalla, su ejército estaba yaen marcha. Vio ondear en la vanguardiael estandarte de Vullian, exhortando alos soldados a atacar. El caballero habíacumplido las órdenes de Mordred al piede la letra, era obvio.

—¡No! —clamó Mordred.

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Arturo, aterrado, se volvió hacia él.—¿Me habéis traicionado otra vez,

Mordred? ¡Oh, día aciago!—¡Mi señor! —avisó Lucan,

alarmado—. ¡Montad! Debemosregresar a nuestras líneas.

—¡Oh, Mordred! —rugió Arturo—.¡Traicionero hasta el final! Queríais mimuerte. ¡Pues bien, señor, venderé carami vida!

Saltó a lomos de su caballo ydesenvainó la espada. Excalibur rehilóen su mano, sedienta de sangre. Detrásde él se oyeron los gritos de guerra decien mil gargantas, avanzando al son demil tambores, cuando también sus

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hombres, enardecidos al ver la espada,iniciaron la ofensiva. Aquellos situadosen las primeras filas corrían yapendiente abajo, ansiosos por entrar enla refriega.

—¡Pendragón! —bramó Arturo,blandiendo la espada—. ¡Pendragón àmoi, y muerte a mi hijo bastardo! —Obligó a volver la cabeza al caballo yse alejó al galope.

—¡A mí nadie me llama bastardo!—repuso Mordred a voz en cuello.Estaba en el centro del campo debatalla, alzando un puño amenazador endirección a la silueta en rauda retiradade Arturo—. ¡Con esas palabras, Arturo,

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habéis firmado vuestra sentencia demuerte!

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CAPÍTULO 60

inebra lo vio todo desde loalto de la colina. En unalenta eternidad de tiempo,observó el abrazo entreArturo y Mordred, ysegundos después aparecióel destello de la espada. Lapaz por la que había rezadonació y murió en el mismo

aliento. Un fragor sordo se elevó desdela llanura. El horror había comenzado.

La tenue claridad de un rojoamanecer bañó en sangre toda la escena.

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Los dos ejércitos avanzaban por elcampo de batalla. Ginebra vio a loshombres como soldaditos de juguete,precipitándose hacia su muerte. En elcielo, grajos y cuervos volaban encírculo y graznaban, tras abandonar susramas sobresaltados por losenloquecidos gritos de guerra y el ruidodel acero al entrechocarse. Por encimadel estrépito se elevaba el lamento delas trompetas y el atronador redoble delos tambores.

Las dos masas de guerreros seencontraron en el centro de la llanura.Lanzando gritos de desafío, las primerasfilas se embistieron con un brutal

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impacto que Ginebra sintió en su propiapiel. Se le revolvió el estómago al oír elinconfundible chasquido del metalafilado contra la carne trémula. ¿Cuántotiempo hacía que no estaba en un campode batalla como aquel? Llegaban ya losalaridos de los moribundos.

Allí donde más reñido era elcombate, vio ondear el estandarte deArturo con su enorme dragón rojogruñendo y alentando a la refriega. Bajoél se hallaba Arturo, rodeado por suscaballeros, con Lucan, Kay y Bedivereguardándole las espaldas.

—¡Pendragón! ¡Por Pendragón! —llegó a sus oídos a través del aire

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brumoso.—¡Por el príncipe! ¡Por el príncipe!

—respondían los hombres de Mordred.Pronto se puso de manifiesto la

igualdad de fuerzas de ambos bandos. Elejército de Arturo, poderoso y bienadiestrado, se movía con la solturapropia de los soldados con muchos añosde servicio. Pero las tropas de Mordred,más descansadas y jóvenes, peleabandejándose llevar por un salvaje impulsoy entraban en acción con mortíferoentusiasmo. En su flanco, losmercenarios sajones hacían su propiaguerra. A hachazos y estocadas,avanzando como un solo hombre,

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elegían por propia iniciativa susobjetivos y procedían a aniquilarlos conespantoso júbilo.

Fue transcurriendo el día. AhoraGinebra veía caballeros extenuados porel combate caer de sus monturas ysucumbir en la lucha a pie, yendo ahundirse en un mar de sangre. Tambiénlos caballos se tambaleaban a causa dela fatiga y perdían pie en la tierrahollada, desplomándose y revolcándoseen el barro y los restos de la carnicería.Otros corrían sin jinete, pisoteando a loscaídos, gritando como seres humanospor el dolor de las heridas. Los cuervosgraznaban y sobrevolaban el campo de

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batalla a gran altura, atraídos por el oloracre de la sangre.

El sol ascendió lentamente en elcielo, alcanzando su cénit sin perder laescalofriante tonalidad roja delamanecer. Empujados por el viento, losnegros nubarrones flotaban de un lado aotro, proyectando siniestras sombrassobre las hordas en pugna. Desde suposición elevada y externa a la refriega,Ginebra permanecía inmóvil, distantecomo una diosa. Pero ¿habían sentidoalguna vez los Grandes, o incluso laMadre de todos ellos, viendo sufrir asus vástagos, lo que ella sentía en esemomento?, se preguntó.

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Un ligero rocío se posaba sobre lallanura. Ginebra lo vio extenderse hastael pie de los montes y envolverlentamente la loma donde ella sehallaba. Ahora los helados dedos de labruma le acariciaban el rostro y bajabanpor su cuello. El campo de batalla sedesdibujó hasta perderse de vista, y eradifícil precisar las posiciones de los dosejércitos. Un indistinto miedo se adueñóde ella. Sin duda el combate deberíahaber terminado ya si Arturo iba aproclamarse vencedor.

Una extraña quietud se cernió sobrela loma. En el silencio, Ginebra oía elsusurro de la temblorosa bruma. Los

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grajos enmudecieron, y sus graznidosdieron paso al sonido de un cuernomágico. A continuación llegó una seriede notas agudas y lastimeras y un millarde quejumbrosos suspiros. Notó en lacara el gélido beso de una ráfaga deviento, y el aire se enfrió. Luego la brisalevantó la bruma como si fuera unacortina, y Ginebra vio un resplandorsobrenatural.

En la ladera apareció una grancuadriga de bronce, desde la cual tresregias y altas figuras contemplaban labatalla. Las tres vestían de negro de lacabeza a los pies, y sendas coronas deoro mantenían sujetos sus velos negros.

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Por sus caras pálidas y grandes ojosparecían seres del Otro Mundo. Sinembargo todas estaban intensamentepresentes y vivas.

Al frente se hallaba Morgana que,presa de una honda aflicción, seinclinaba hacia adelante para ver mejorla refriega. De la llanura se elevó unprofundo gemido primigenio, como sitodo el campo de batalla se lamentara desu carga de dolor y muerte. De pronto,Mordred surgió de la ensangrentadapenumbra, en encarnizado combate conun caballero sajón. Luchaba con vigor yentusiasmo, desenvuelto, invencible. Deun tremendo golpe, abatió a su rival.

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Pero el sajón, al caer, lanzó unadesesperada estocada, y la punta de suhoja alcanzó a Mordred bajo el brazo.No podía ser más que una heridasuperficial a través de una rendija de laarmadura, un golpe sin fuerza, asestadopor un moribundo, pero Mordred sequedó paralizado, contemplando conexpresión de incredulidad su propiasangre. Súbitamente se arrancó la vainadel cinto, echó atrás la cabeza y aullócomo un alma traicionada. Inclinadasobre el carro, Morgana se llevó lasmanos a las sienes y lanzó a su vez unlamento en respuesta. Ver la angustia deMordred a través de la bruma de sangre

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y lágrimas la afligía mortalmente.Detrás de Morgana había una mujer

de muy avanzada edad, su cabellorecogido sobre la frente como un mantode nieve. Tenía el rostro de Morgana, ysus grandes ojos revelaban también unavida donde se habían mezclado elesplendor y la pena. Su austeraapariencia era la de una reina nacidapara mandar, pero una perdurablebelleza suavizaba sus facciones. Durantetreinta años Ginebra la había conocidocomo madre de Morgana y también deArturo, la reina de Cornualles, en otrotiempo la bella Igraine. Se le heló elcorazón. Sólo existía una razón para que

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Igraine estuviera allí para saludar a suhijo.

La tercera ocupante del carro era lamás alta, pese a que muchas mujeres severían pequeñas al lado de Morgana eIgraine. Sus vestiduras negras eran deuna majestuosidad nunca vista en estemundo, y se movían con ella comocriaturas vivas. En su corona sedistinguían los destellos del oro y elcristal, y llevaba el rostro cubierto conun velo. Aun así, Ginebra adivinó tras lagasa los contornos de unos ojos del OtroMundo, un luminoso aspecto, unasonrisa con mil años de antigüedad. Yuna vez más oyó una voz de su pasado

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en Avalón, la de la Señora en su primeradespedida de Arturo cuando le hizo unapromesa de por vida: «Volveremos aencontrarnos, rey Arturo, no temáis.Cuando crucéis el agua por última vez,allí os veré».

Ginebra se aferró a la rueda de sucarro y, sin lágrimas en los ojos, fijó lamirada en la bruma, sumida en unprofundo dolor. Morgana, Igraine lamadre de Arturo, y la propia Señora:una cuadriga de reinas llegadas deAvalón para llevarse a Arturo a casa.

De repente Morgana echó atrás lacabeza y lanzó un alarido. Era el gritode un alma extraviada aullando a la luna,

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el lamento de una madre llorando porsus hijos. La reina Igraine alargó losbrazos hacia su hija para estrecharlacontra su pecho.

—Callad, pequeña —dijo conternura. Pero tenía los ojos anegados enlágrimas.

La Señora alzó los brazos sobre lasdos y volvió el rostro hacia el cielo. Elsol desaparecía en un horizontemanchado de sangre, y la primeraestrella vespertina brillaba en el oeste.Su voz grave y musical repicó como lallamada del destino.

—Es la hora.La espectral cuadriga descendió por

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la ladera, recogiendo los últimos rayosde sol a su paso. La Señora se volviójusto en el momento en que se perdía devista.

—Venid, Ginebra —dijo—,seguidnos. Debéis estar con nosotras.

‡ ‡ ‡

—¡Kay, Kay! —llamó Lucan a voz encuello, tirando de las riendas delcaballo y señalando con la espada—.¡Por allí! ¡Id junto al rey!

Kay sofrenó a su corcel y se levantóla visera en respuesta al aviso de Lucan.Su rostro era irreconocible a causa de la

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sangre y el sudor, y sus ojos noreflejaban más que desesperación.

—Llevo intentándolo desde hacecasi una hora —contestó—. Pero esabanda de sajones se me resiste una yotra vez.

—También a mí —dijo Lucan conpesimismo, contemplando la espantosaescena.

En todas partes, siluetas conarmadura giraban y golpeaban con losmovimientos lentos e incontrolados delos hombres al límite de sus fuerzas.Kay se tambaleaba en la silla y temblabade la cabeza a los pies. El combate deaquel día habría podido costarle caro a

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Kay, como Lucan sabía. Si lo hubierandejado solo, pronto habría caído amanos de un rival más fuerte o a causadel dolor de su pierna maltrecha.

—Colocaos detrás de mí —gritóLucan—. No os separéis de mí.Llegaremos hasta él.

No muy lejos, veían a Arturo,luchando en tierra. Había perdido elcaballo hacía rato, como muchos otroscaballeros cuyos animales habían sidovíctimas de las largas lanzas delenemigo o las espadas cortas de lossajones. Al igual que los caballos, elestandarte de Pendragón había caídotambién hacía tiempo. Allí donde yacía

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pisoteado, Arturo se hallaba en furiosocombate contra un escuadrón de sajones,peleando espalda contra espalda conBedivere.

Lucan se metió de nuevo en larefriega y Kay lo siguió. Tenían quellegar hasta el rey a toda costa. Nuncaantes, se lamentó Lucan, se habían vistoseparados de Arturo en lo más reñido deuna batalla, y en numerosas ocasioneshabía salvado la vida al rey porpermanecer a su lado. ¿Había combatidoArturo alguna vez sin sus tresacompañantes para cubrirle lasespaldas?

Pero aquella batalla no se parecía a

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ninguna otra. Lucan movió la cabeza enun desolado gesto de estupefacción.Desde el primer momento la matanzahabía alcanzado tal magnitud que sehabía deshecho la formación deinmediato, y a partir de ahí cada cualhabía tenido que arreglárselas por sucuenta para sobrevivir. Las tropas deMordred habían demostrado ser muchomás feroces de lo que esperaban.Estaban en todas partes y continuamenteles llegaban refuerzos. Era obvio que elpríncipe había despilfarrado a manosllenas el tesoro de Arturo para reunirlegiones de guerreros. Por cada uno delos soldados de Mordred que Lucan

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mataba, diez más ocupaban su lugar enel acto. Por más que hiriera y mutilara,Lucan tenía la impresión de quecombatían contra un enemigo que secrecía con mayor vigor cuanto más se loatacaba.

Entretanto, los sajones, hablando ensusurros a sus armas e invocando a susDioses de la guerra, habían eliminadofila tras fila a los leales soldados deArturo. Muchos hombres honrados,abnegados padres o afectuosos hijoshabían dejado este mundo para pasearpor el plano astral sin más aviso que unsonido como el beso de una amante, alsepararles la cabeza del tronco de un

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solo tajo un hacha sajona. Para loshombres del norte, la guerra era sureligión, y matar, su rito sagrado. Lucansabía que esa noche aquellos guerrerosyacerían, dormidos o muertos,satisfechos de que sus antiguos Diosesse solazasen en el festín que se habíandado a lo largo del día. Y ahora quehabían saboreado el placer de lamatanza, ¿quién podría contenerlos?

—¡El rey! —exclamó Lucan paradar aliento a Kay y a sí mismo mientrasse abría paso, apartando aquellospensamientos de su mente. Ya habríatiempo de sobra de limpiar el reino deasesinos del norte cuando se venciera la

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batalla. Si se vencía, era el temor que loatormentaba con creciente insistencia.Pero no lo admitiría mientras le quedaraaliento en el cuerpo y fuerza paramanejar la espada—. ¡Pendragón!

Echó una ojeada por encima delhombro, tranquilizándose al ver que Kaycontinuaba tras él. Ante ellos, a unospasos, Arturo derribó a su adversariosajón y lo despachó de un golpe certero.Con un inmisericorde uso de lasespuelas, Lucan llegó por fin junto aArturo.

Con la respiración entrecortada,saltó del caballo y agarró a Arturo delbrazo.

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—Mi señor —dijo, jadeando ylevantándose la visera—. Aquí tenéis,coged la brida. Debéis volver a montarde inmediato.

—¿Pendragón?Arturo se volvió hacia él, su rostro

cubierto de sangre. Tenía el yelmopartido a la altura de la frente y habíaperdido la visera. En medio de tantasangre, el blanco de sus ojos ofrecía unsorprendente contraste. Enormes tajos enla armadura indicaban dónde habíanperforado el metal los filos de hachas yespadas. Pero su carne seguía intacta. Lavaina que llevaba al cinto había evitadotodas las heridas.

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Eso significaba que la sangre de surostro procedía de otras venas. Unrepentino temor asaltó a Lucan. Debíade ser ese aspecto el que le había validoa Arturo el sobrenombre de SaqueadorRojo en su juventud. Y a juzgar por elnúmero de cadáveres amontonados a suspies, conservaba casi íntegra la fuerzade su brazo.

El combate perdía intensidad amedida que la luz disminuía y lossoldados exhaustos no podían dar másde sí. Pero Lucan sabía que ése era elmomento más peligroso. Los caballos seresistían a las órdenes de los jinetes,negándose a avanzar cuando cada paso

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los obligaba a pisar un cadáver.—¡Montad, mi señor! —insistió

Lucan.Rápidamente arrastró a Arturo hasta

su caballo, y Arturo saltó a la silla y serevolvió en medio de la refriega, conBedivere a su lado. ¡Gracias a losDioses!

Lucan dio una palmada en la grupaal caballo para alejarlo de allí cuantoantes, y retrocedió con la sensación dequien ha completado un trabajo bienhecho. No vio al sanguinario sajón quese aproximaba a Arturo para atacarlopor la espalda. Tomó conciencia delpeligro al oír un grito de consternación

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de Kay, que se abalanzaba hacia Arturopara proteger su flanco. Sin aliento acausa del esfuerzo, Kay se arrojó a labrecha y recibió el pleno impacto delhacha asesina.

El golpe destinado a Arturo derribóa Kay del caballo. Delante de él, Arturosiguió avanzando sin darse cuenta de loocurrido.

—¡Kay!Lucan saltó hacia la pequeña figura

que resbalaba entre los caballos paracaer en medio del caos de hombres yanimales retorciéndose en tierra. Llegójusto a tiempo de ver a Kay lanzar sugrito de agonía, intentar levantarse y

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desplomarse definitivamente.—¡Diosa, Madre!Tambaleándose, Lucan se acercó a

Kay y lo rodeó con los brazos,levantándole la visera para ver el rostrode su viejo amigo. Kay le obsequió conun asomo de su sarcástica sonrisa, peroen sus ojos se desvanecía ya la luz.

—Adiós, hermano. —Lucan inclinóla cabeza—. Esperad un rato en el OtroMundo, y os enviaré al villano que haosado quitaros la vida o me reuniré allícon vos yo mismo.

—¡Id, pues! —exclamó una guturalvoz sajona.

Antes de que Lucan alzara la vista,

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una venenosa lanza le traspasó el cuello.Un resplandeciente haz de luz inundó sucerebro, y Lucan perdió para siempre laconciencia.

‡ ‡ ‡

—¡Diosa, Madre, gracias!Siguiendo a Arturo de cerca y, al

igual que él, ignorando qué habíasucedido a sus espaldas, Bedivereprofirió una exclamación de alivio.Tenía la impresión de que habíanpasado horas desde la última vez quevio a Kay y Lucan en la refriega. Nuncase había sentido más impotente, más

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solo. Ahora, gracias a los Dioses,volvían a estar allí.

Bedivere continuó abriéndose pasoentre la turbamulta a golpes de espada.No debo perder de vista al rey, se dijoatemorizado por milésima vez.Empezaba a invadirlo una ingratasensación de fracaso. Desde elprincipio, las cosas no habían ido comodebieran. No les habían dejado espaciopara maniobrar, había demasiadoshombres y pocos caballos. Pero¿bastaba eso para explicar el desenlacede una batalla en la que los muertos seamontonaban de seis en seis y ningúnbando tenía claras perspectivas de

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victoria?Los muertos superaban ya en número

a los vivos en el campo de batalla. Elcombate tocaba ya a su fin, y sólo lasalmas más resistentes permanecían enpie. Arturo no tardó en perder susegundo caballo, viéndose obligado aproseguir la lucha en tierra. A través dela brumosa penumbra, Bedivere vio aArturo abatir a su rival y detenersedespués, apoyándose pesadamente en laespada. Sorteando cadáveres, Bedivererecorrió la distancia que lo separaba deArturo.

—¡Mi señor! —llamó a voz en grito.Arturo ladeó la cabeza con una

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extraña expresión de loco.—¿Quién sois? —preguntó con voz

ronca, sus ojos muy brillantes.—Bedivere, señor. —Echó un

vistazo al campo de batalla, cada vezmás vacío a medida que lossupervivientes se retiraban con lallegada del crepúsculo—. Se haacabado, mi señor. He venido parallevaros a casa.

—Todavía no.Bedivere miró en la dirección que

indicaba la mano extendida de Arturo.En el extremo opuesto del campo debatalla se hallaba Mordred, apoyadotambién en su espada como Arturo.

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Jadeante, se había levantado la viserapara recobrar el aliento, y sangrabacopiosamente, pero seguía vivo.

Bedivere cogió del brazo a Arturo.—¡Venid, mi señor! —rogó—.

Mañana podréis ocuparos del príncipeMordred si lo deseáis. No hay un sololugar en estas islas donde puedaesconderse.

Pero Arturo había ya besado aExcalibur y la blandía en círculo porencima de su cabeza. Sollozando,maldiciendo, jurando matarlo, seencaminó hacia Mordred por aquel marde sangre.

—¡Aquí, traidor! —avisó—.

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¡Defendeos o morid!Mordred alzó la cabeza y vio quién

lo retaba. En sus labios se dibujó unasonrisa de siniestra belleza.

—Padre —dijo, exultante—. Mehabéis llamado bastardo. Ahora os tocamorir.

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CAPÍTULO 61

n trance, Ginebra siguió ala cuadriga de las reinasladera abajo. A bordo desu propio carro, libre detoda emoción opensamiento, se dejóarrastrar por la rarezamisma de aquella visión ypor la sensación de que las

estrellas les deparaban aún algún nuevoacontecimiento. Con el anochecer, llegóel relente y se espesó la bruma. Pero laespectral cuadriga con sus tres regias

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ocupantes continuó imperturbable sudescenso a través de la oscuridad.

A lo lejos oía los gritos del campode batalla, el penetrante ruido de lasespadas, y los gemidos, plegarias eimprecaciones de los moribundos. Peroluego el fragor perdió intensidad hastadesvanecerse por completo, y viajarondurante un rato en silencio, sin mássonido que el suave zumbido de lasruedas.

Más adelante la bruma comenzó adisiparse, y una ligera brisa agitó elaire. Luego se oyó el susurro del vientoentre unos árboles invisibles, y pocodespués el monótono murmullo de una

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corriente de agua, acompañado dellimpio aroma de berros y juncos.

Habían llegado a la orilla del ríoque delimitaba el extremo opuesto de lallanura. Morgana se apeó de la cuadrigay ofreció la mano a Igraine paraayudarla a bajar. La Señora se adelantóe hizo una seña en la penumbra.

—Venid, Ginebra.Ginebra siguió a las tres figuras

altas y radiantes camino abajo. La brumase movía a su paso, a veces tornándosemás impenetrable, a veces apartándosepara revelar algún paisaje. Llegaronjunto al agua y allí doblaron río abajo.Al cabo de unos minutos, la Señora

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volvió a alzar la mano y señaló hacia unbosquecillo cuyas ramas pendían sobreel cauce del río. Su voz grave sonócomo si fuera música en la noche.

—¡Allí!Una embarcación larga y negra

aguardaba junto a la orilla.Coronas de flores adornaban sus

majestuosos costados, y dentro había unféretro real con forma de dragón enactitud de lucha, con cabeza y pies dedragón. Un baldaquín negro protegía elféretro por arriba, y todo en la barca eranegro.

De pie en la proa, había un barquerovestido de negro, ya listo para partir. A

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juzgar por sus brillantes ojos medioocultos tras el alborotado flequillo y lashúmedas prendas de piel de nutria, erauno de los moradores del lago. Ginebraahogó una exclamación. ¿Un barquero dela Isla Sagrada esperándonos aquí?, sedijo. Respiró hondo para serenarse. Alfinal, todos los ríos van a parar aAvalón.

En silencio, las tres reinas subierona bordo de la embarcación. Una trasotra, ocuparon sus puestos en torno alféretro.

—Venid, Ginebra —volvió allamarla la Señora.

Ginebra se acercó al borde del agua.

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La alargada embarcación se hallaba asólo un paso de ella, y la Señora laaguardaba, tendiéndole una mano. Através de los pliegues del velo de laSeñora, se veía una inconfundible luz ensu mirada y su sonrisa. Ginebra no podíamoverse. Su madre le había sonreído asíal despedirse, y lo único que Ginebraconservaba de ella era ese adiósindeleble. Cada noche rezaba por volvera verla algún día. De pronto, unpensamiento la asaltó como una lluviade invierno: Pensaba que venían a porArturo. ¿Han venido acaso a por mí?

La humedad del río calaba hasta loshuesos. Ginebra siguió paralizada en la

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orilla.¿Ha llegado mi hora?¿La de Arturo?¿La de Lanzarote?Diosa, Madre, quedaos junto a mí en

un momento como este.—Ginebra —insistió la Señora, con

voz suave pero también imperiosa.—Sí, Señora.Tomó aire y subió a la embarcación.

‡ ‡ ‡

El sol se ponía envuelto en unresplandor rojo. En el horizonte lejanoempezaban a verse las primeras

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estrellas. Crudamente iluminados entonos azul cielo y rojo sangre, los doshombres se hallaban cara a cara en lallanura.

Arturo blandía briosamente aExcalibur. Pese al cansancio, una raraenergía calentaba sus venas.

—¡Vamos, señor! —instó.Mordred, transfigurado, irguió la

espalda. Se había preparado para aquelmomento durante toda su vida. Confiado,levantó la espada y sacó la daga.

Arturo tenía la vaina, pero lajuventud y la destreza podían vencer aun anciano.

Y Mordred, como Arturo bien sabía,

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mantenía casi intactas sus fuerzas. A lolargo de todo el día, incluso en lo másencarnizado del combate, sus Dioseshabían guardado su espalda y cabalgadoen la punta de su espada. Había recibidoalgún que otro golpe, pero apenas habíaperdido sangre. Y tenía treinta añosmenos que el rey. Sin duda Arturo seacercaba a la última etapa de su vida,como revelaban las arrugas de su frentey los contornos de su boca. La exaltadaexpresión de sus ojos y sus extrañosmovimientos ponían de manifiesto suextremo cansancio. Era evidente queapenas se tenía en pie. Mordred viotemblar el brazo en alto de Arturo, y su

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ánimo cobró alas.—¡Vamos, pues! —dijo.En respuesta, Arturo trazó un arco

preciso y reluciente con Excalibur.Mordred paró el golpe ágilmente y sedesplazó hacia un lado. Pero lacantarina espada había previsto sumovimiento, y de nuevo destellaba en elaire y caía sobre él.

—¡Vaya! —exclamó Mordred, yahogó una risa. Todos sus músculos ytendones se tensaron en preparaciónpara el combate a muerte. Fintando,agachándose y moviéndose con piesligeros, arremetió contra Arturo con unafuerza atroz, acertando en su lento

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blanco las más de las veces.—¡Diosa, Madre, salvad al rey!De pie junto a él, Bedivere

contemplaba la pelea horrorizado. Consu notable corpulencia, Arturo seresentía ya de los esfuerzos del día.Comparado con su rival, más joven ymenos pesado, parecía encadenado a latierra. Sin embargo Excalibur ejercía sumagia, y la vaina impedía que lasheridas de Arturo sangraran. Pero fue,sobre todo, su inquebrantable resistencialo que permitió a Arturo imponersegradualmente a Mordred.

Finalmente, un certero golpe hizohincar las rodillas a Mordred. El miedo

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asomó por primera vez a los ojos delpríncipe. Sin aliento, humillado, trató delevantarse. Pero Arturo se le adelantó,poniéndole la punta de la espada en lagarganta.

—Mordred —gimió Arturo—,fuisteis el bastardo fruto de mi ciegalujuria, y Dios me ha castigadojustamente por mi pecado. Pero ningúnhombre puede cometer una traición yesperar seguir con vida. Encomendaos avuestros Dioses y preparaos para morir.

¡Bastardo!, repitió Mordred para sí.Me ha llamado bastardo. Su cerebroestaba a punto de estallar. No podíatolerarlo más. Con un movimiento

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felino, se puso en pie de un salto y clavóla daga bajo el peto de Arturo, desde elcostado, hundiéndola a fondo paratraspasarle el corazón.

Por propia iniciativa, Excalibur fueal encuentro de su garganta y su vena.Mordred lanzó un alarido y retrocediótambaleándose y llevándose una mano alcuello en un vano intento por restañar elrojo torrente que salía a borbotones dela herida. Ahogándose en su propiasangre, cayó de rodillas y al cabo de unmomento yacía en tierra en medio de uncharco de sangre.

—¡Mordred!Con un aullido de desesperación,

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Arturo arrojó la espada y corrió junto aMordred. Llorando, lo cogió en susbrazos. Mordred parpadeó y trató desonreír. Arturo le quitó el yelmoabollado, le cubrió la cara de besos y leacarició el pelo.

—Mi señor… —Con impotentedolor, Bedivere permaneció inmóviljunto a Arturo mientras este selamentaba sobre el cuerpo de su hijomoribundo.

La respiración del joven se hizo másdébil, y su rostro tenía la palidez de loscondenados. Bedivere entrelazó lasmanos y empezó a rezar. El corazón deMordred ya apenas latía. Su agonía no

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se prolongaría mucho más.Arturo, súbitamente tenso, se dio una

palmada en la cabeza.—¡Que Dios me perdone por no

haber pensado antes en esto! —exclamó.Febrilmente, se llevó la mano a la

vaina y se la arrancó del cinto. Luego sela acercó a los labios para pronunciaruna plegaria y la depositó sobre elpecho de Mordred. La herida abierta enla garganta del príncipe cambióinmediatamente de color y la hemorragiacesó. Volvió a respirar con regularidady en su rostro se advirtieron señales devida.

Pero sin la preciada vaina, la sangre

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manó del costado de Arturo.Simultáneamente comenzaron a abrirselas otras heridas de su cuerpo. Se irguiócuan alto era con una expresión triunfaly satisfecha en la mirada.

—Vamos, Bedivere —dijo.Bedivere vio un espíritu a punto de

abandonar la vida. Frente a él sólo seextendía el camino hacia la muerte.

—¡No, mi señor! —exclamó,temblando de la cabeza a los pies.

—Ha llegado la hora —respondióArturo—. No puede ser de otro modo.

Con una dulce sonrisa, se agachópara recoger a Excalibur. Besó la hoja yse la colgó al cinto. Luego apoyó una

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mano en la cabeza de Mordred en ungesto de despedida. Una gran luz deamor brilló en sus ojos.

—Adiós, hijo mío.Dándose media vuelta, llamó a

Bedivere a su lado.—Ayudadme un poco más si no os

importa. Después de esto no reclamarévuestros servicios por mucho mástiempo.

—Mi señor, permitidme que os llevea Camelot. Aún podemos salvaros a vosy el príncipe.

—No, nunca más. Todo haterminado. Ahora somos sombras,criaturas de la oscuridad. —La sonrisa

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de Arturo se contagió de la tristeza desus palabras. Echó un brazo al hombrode su caballero y señaló la bruma conuna trémula mano—. Al río, Bedivere.Allí nos esperan.

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CAPÍTULO 62

a negra embarcación sedeslizaba en la oscuridad.En el cielo, las estrellastitilaban y cantaban.Ginebra iba de pie en laproa, aguzando la vista enun vano intento por ver através de la bruma. Detrásde ella, no se movía un

alma.Flotando en la oscura corriente del

río, se sintió en armonía con el tiempo.De pronto vio toda su vida, sus amores y

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sus alegrías perdidas en otro mundohacía una eternidad. Lanzarote acudióbrevemente a su memoria. Luego Arturolo desplazó.

Al cabo de un rato, la embarcaciónse aproximó a la orilla. En lo más hondodel bosque, Ginebra vio un tosco refugioformado por un grupo de viejas encinas,cuyas bajas ramas se entrelazaban amodo de techumbre, ofreciendo ciertaprotección contra la intemperie.Mientras miraban en dirección a losárboles, aparecieron dos figuras, una deellas tambaleándose bajo el peso de laotra.

Ginebra ahogó un grito. Con la

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ayuda de Bedivere, Arturo acudía a lallamada de la Señora.

—¿Aquí, mi señor?Sus voces llegaban claramente a

través de los árboles. Desde la barca,Ginebra oía cada palabra.

—Dejadme en tierra —dijo Arturocon voz entrecortada.

Bedivere se apresuró a obedecer.Sabía que cada palabra suponía undoloroso esfuerzo para Arturo. Habíaacarreado el enorme cuerpo del reydesde el campo de batalla, reparando enel rastro de sangre que dejaban suspisadas. Allí supo que habían llegado allímite de sus fuerzas. Y temió haber

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llegado también al fin del mundo.Reprimiendo el miedo, depositó a

Arturo con delicadeza en el refugio deencinas. Con un suspiro, Arturo seacomodó y cerró los ojos. Un millar dearrugas surcaban su ancho rostrocontraído por el dolor. Pero por finempezaba a invadirlo una ciertasensación de paz.

—Atended, Bedivere —dijo con vozronca—. Mis días han terminado, y lahermandad de la Tabla Redonda toca asu fin. Caerleon se desmoronará, yCamelot no existe. Mi viaje ahoraapunta al oeste, siguiendo al solponiente.

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—¡No! —exclamó Bedivere.—No os aflijáis. Fuimos el más

noble grupo que el mundo ha conocido.Nuestra historia perdurará cuandoincontables hombres hayan muerto.

—¡No nos abandonéis, mi señor! —Sollozando, Bedivere se vioabandonado y solo, un caballero andantesin señor ni hogar—. Sois nuestro señor.Sin vos carecemos de hogar.

Arturo le apretó la mano.—Id en busca de Lanzarote y poneos

a su servicio. Con gusto aceptará vuestraespada. —Esbozó una espectral sonrisa—. Transmitidle mis más afectuosossaludos y suplicadle perdón en mi

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nombre por mi falta de fe. Decidle quenos reuniremos en el Otro Mundo.

Bedivere movió la cabeza en ungesto de desesperación.

—Pero, mi señor, dejadme traer a unmédico, y viviréis. También el príncipeMordred, a quien sin duda habéissalvado la vida. Con Kay y Lucan,reinstauraremos la Tabla Redonda. Yluego…

—No, Bedivere. Di mi vida por lade Mordred al usar la vaina pararestañar sus heridas, pero serán losDioses quienes decidan si aceptan o noel regalo. Ocurra lo que ocurra, estáescrito en las estrellas. Ahora coged mi

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espada Excalibur e id a la orilla del río.Una vez allí, pronunciad una plegaria ala Madre y arrojad la espada al agua.

Bedivere se apresuró a extraer laespada del cinto de Arturo. Pero depronto su mente puso en duda lo queacababa de oír. Ahogó una exclamación.

—¿Arrojar a Excalibur al agua?—¡Sí! —Arturo hizo una mueca de

dolor—. Ahora mismo, sin pérdida detiempo.

Aferrando la poderosa espada,Bedivere se abrió paso entre la maleza,cegado por el miedo y la confusión.Recordaba como si hubiera sido ayer eldía en que Arturo sacó la gran espada de

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las aguas del lago.¿Arrojar a Excalibur al río? ¿Cómo

podía hacer una cosa así?Antes de llegar a la orilla, supo que

era incapaz de obedecer al rey. Arturoestaba fuera de sí. Se recuperaría yvolvería a necesitar a su Excalibur. Kayy Lucan no se lo perdonarían nunca sicometía semejante atrocidad. Tampocoél mismo se lo perdonaría nunca.

No oyó el arrullo de excitación de laespada de plata cuando se acercaban alagua. Optó por enterrarlacuidadosamente bajo la hierba,amontonando encima hojas muertas paraocultar su resplandeciente hoja.

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—¿Qué habéis visto? —preguntóArturo cuando volvió.

Diosa, Madre, perdonadme.Bedivere respiró hondo y se dispuso adecir su primera mentira.

—He visto correr las aguas del río yllorar los sauces.

—¡Oh, Bedivere! —protestó Arturo—. ¿Queréis engañarme? Volved yhaced lo que os he ordenado.

—Pero ¿por qué, mi señor? —dijoBedivere, desesperado.

—Porque sólo así podrá mi almadejar este mundo. Sólo así concluiránuestra historia, y los nombres deArturo, Ginebra y la Tabla Redonda

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quedarán inscritos para siempre en lasestrellas. —Alzó una mano trémula—.¡Ahora id!

Bedivere se alejó llorando como unniño. ¿Poner fin a la Tabla Redonda,poner fin a la vida de Arturo? ¿Cómopodía él cargar con ese peso en suconciencia? Allí donde había escondidola espada, se sentó en la tierra y,rodeándose las rodillas con los brazos,dio rienda suelta a su aflicción.

—Soy su caballero. Juré proteger suvida. ¿Cómo voy a ponerle fin ahora?

Finalmente se serenó y se puso enpie. Cuando regresó junto a Arturo,estaba preparado.

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—¿Y bien? —preguntó Arturo. Susojos brillaban en la oscuridad.

Bedivere cruzó los pulgares tras laespalda.

—He visto agitarse las aguas ycrecer las olas oscuras.

La mirada de Arturo seensombreció.

—¡Oh, Bedivere! —se lamentó—.Me habéis traicionado dos veces. ¿Lohacéis sólo por la empuñadura alhajadad e Excalibur, u os proponéis llegar arey con ella cuando yo muera?

Bedivere se arrojó llorando a lospies de Arturo.

—Mi señor, no es por ninguna de

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esas cosas. Sencillamente no quiero serel caballero que ponga fin a vuestravida.

—¿Poner fin a mi vida? —La voz deArturo era poco más que un estertor—.O condenar a mi alma a vagar por elmundo sin los mundos. Cuando recibí laespada de manos de la Señora, jurédevolverla a la Diosa cuando llegara elmomento. Sólo así podré entrar enAvalón… si no es ya demasiado tarde…

—Perdonadme, mi señor.Abochornado, Bedivere volvió

sobre sus pasos. En la orilla del río,sacó a Excalibur de su escondite yeligió un punto en la margen opuesta.

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—Diosa, Madre —dijo—. Escuchadmi plegaria. Mi señor el rey Arturo osofrece esta espada, y con ella su almapara su eterno descanso. Tened labondad de aceptar este obsequio porquees lo único que posee.

Con actitud reverente, besó la hojad e Excalibur. Luego la hizo girar tresveces sobre su cabeza. A la tercera,soltó la empuñadura cubierta de piedraspreciosas. La espada voló por el airenocturno.

Trazó un resplandeciente arco através de la bruma y descendió hacia lanegrura que la esperaba abajo. Peroantes de entrar en el agua, una mano

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asomó a la superficie, seguida de unbrazo blanco. La invisible criaturaatrapó la espada y la sostuvo enposición vertical, vibrando en la bruma.A continuación devolvió solemnementeel saludo a Bedivere, haciéndola girartres veces en el aire. Tras un floreofinal, la espada se hundió bajo la rizadasuperficie. Las aguas borbotearon por unmomento y luego quedaron quietas denuevo.

Esta vez Arturo lo felicitó sin darletiempo a hablar.

—Ya se ha terminado —dijo con unsuspiro.

Bedivere movió la cabeza en un

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humilde gesto de asentimiento.—Así es, mi señor.—Llevadme hasta la orilla, y ya no

iré más allá.Al borde del agua, Arturo yació con

una sonrisa en los labios perocadavéricamente pálido. Una luz brillóen torno a él, y las arrugasdesaparecieron de su rostro. Se volvióhacia Bedivere.

—Nada de lágrimas. Me habéisservido bien. —Su sonrisa se tornó aúnmás plácida y la luz que lo envolvíaadquirió un resplandor más intenso—.Adiós.

—Oh, mi señor, ¿vais a dejarme

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aquí solo entre mis enemigos?—Todos nuestros enemigos morirán

con nosotros. El mundo que conocíamosha terminado.

Bedivere gimió y se mesó loscabellos.

—¿Y qué será de mí, señor?—Consolaos pensando que

simplemente voy al valle de Avalónpara curarme de mis graves heridas. Allídescansaré con mis caballeros hasta queregrese.

Cerró los ojos. El aire se estremecióy arreció el frío. El rostro de Arturoadquirió una pureza marmórea y sucuerpo se relajó en el sueño eterno.

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Ya no había sitio alguno para él enla tierra. Bedivere se puso en pie.

—Diosa, Madre —clamó—, ¿dóndeestáis?

‡ ‡ ‡

Río arriba, los sauces temblaron al oírel grito de dolor de Bedivere. La Señorahizo una seña al barquero.

—Ha llegado la hora.La majestuosa embarcación avanzó

por el río y volvió a la orilla. Bediverese postró de rodillas y alzó las manos enoración. Contempló maravillado a las

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cuatro regias figuras vestidas de negro,pero Ginebra advirtió que no conocía aninguna de ellas. La bruma le nublaba lavista.

En silencio, el barquero levantó elcuerpo de Arturo y lo depositó en elféretro. Sollozando, Morgana e Igrainelo amortajaron con delicadeza y sedispusieron a velarlo, una a cada lado.

La Señora se acercó a Arturo y lecogió la mano.

—Bienvenido, mi señor. Ésta será laúltima vez que crucéis las aguas. —Alzóel brazo y señaló río abajo—. ¡AAvalón!

La embarcación se puso en

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movimiento. Ginebra se agarró a la proay fijó la mirada en la noche.

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CAPÍTULO 63

valón, Avalón, isla mística,hogar.

Las negras aguaspalpitabanacompasadamente,arrastrándolos en sucorriente. Aquí y allá seoía el lamento de un búho oel reclamo de una garza.

Arturo yacía en el féretro, su respiraciónestable, sus ojos cerrados por el sueño.Sus facciones se habían relajado, ytodas las huellas de la batalla habían

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desaparecido de su vestimenta.Observándolo desde la proa, Ginebrarecorrió los contornos que tanto habíaamado, la ancha frente y el fuertementón, los rasgos francos y valientes dela verdad y la confianza. El noble rostrode Arturo se había liberado del conflictoy los pesares, y Ginebra veía en él unavez más las elevadas ambiciones de sujuventud, la voluntad de hacer el bien, elresplandor visionario. Ni siquiera ahorael abundante cabello rubio se veía gris,sino dorado con brillos de plata, y caíaen bucles hasta los hombros comosiempre.

Sentada junto a él, Morgana

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devoraba con los ojos la figura dormida,su ávida mirada iluminada por unfamélico amor. Mantenía la mano deArturo entre las suyas y, maravillada, leacariciaba de vez en cuando la cara o elpelo. Detrás de ella, Igraine velaba porlos dos, con una mano en el hombro deMorgana y la otra apoyada ligeramenteen la cabeza de Arturo. En la popa, laSeñora permanecía erguida como unlirio, alumbrando la noche con suresplandor.

Siguieron río abajo, avanzando haciael oeste en la oscuridad. Pero llegado unpunto las arremolinadas brumas sedisiparon como si se acercara la

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mañana, y cada partícula de aireadquirió una claridad plateada. Seadentraron en un amanecer dorado,flotando entre praderas sonrientes ycampos bien cuidados. Un interminablesol veraniego iluminó los frondososbosques de robles y fresnos, y las orillasse poblaron del color blanco del espino,el árbol de la Diosa, eternamente enflor.

El sol rebasó el meridiano e iniciósu descenso. Las brumas se levantaronde las aguas y cubrieron las orillas, y lacorriente se tornó más lenta a medidaque el río se ensanchaba. El sutil aire dela primavera y el aroma rosa y blanco

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de las flores de manzano llegaron aGinebra desde muy lejos. «Losmanzanos han desaparecido —habíadicho la Señora—. Los cristianos handesviado los cauces de los arroyos, y ellago ya no existe». Sin embargo todossus sentidos le decían que Avalón estabacerca. Avalón, Avalón, isla mística,hogar.

Continuaron deslizándose sobre lasaguas hasta la puesta de sol, flotandopor un río rojo y dorado. A través de labruma Ginebra vio los contornos delTor, el gran monte modelado a imagende la Madre yaciendo dormida,ocultando los secretos del mundo en sus

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herbosos costados. Por lo que ella veía,los ríos y arroyos desembocaban en ellago y las aguas de este lamían lasorillas de la isla como siempre. Pero enrealidad no era capaz de distinguir lasdulces aguas de las brumas de sumemoria. Sólo sabía que la gran isla seelevaba majestuosamente sobre el aguaeterna y brillante tan verde como elcristal.

El sol se ponía cuando llegaron allago. Toda Avalón se abrió a ellos comoun sueño, llamándolos a través del aireimpregnado por el aroma de las flores.En la periferia de su audición, captóleves sonidos de trabajos de

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construcción, el ruido metálico de lapaleta contra la piedra, una andanada deórdenes de algún monje y las voces delos hombres. A través de la bruma, vioalzarse una gran iglesia sobre el Tor,atendida por una poderosa abadía,residencia de un millar de criaturasvestidas de negro con las cabezastonsuradas. Vio sus viveros de peces,sus hornos de pan y sus palomares, susricos tesoros, sus limosnas para lospobres. Pero todo eso se hallaba en otrotiempo y lugar.

La embarcación penetrósilenciosamente en el lago. La isla seabrió para recibirlos, y surcando el agua

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cristalina, entraron en monte hueco, en elpaís del eterno verano en el corazón delTor. Ante ellos se extendían luminosasarboledas, cada rama colmada de hojasplateadas y fruta dorada. A lo lejos,sobre la cueva de cristal de Merlín,Ginebra vio florecer en la ladera elespino blanco. Y en la orilla losesperaban Nemue y Merlín.

La doncella mayor vestía de vivocolor verde, cayendo las sedas como lalluvia hasta las sandalias que calzaba.Como siempre, llevaba expuestos al airelos brazos y el cuello, y cubría sucabeza un velo de gasa verde tanvaporoso como las brumas del Tor.

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Miró a Ginebra con profundo afecto.—Bienvenidos seáis, y en especial

el rey Arturo.Junto a ella, Merlín observaba con

un intenso brillo en sus ojos dorados. Aligual que Nemue, vestía elegantementede verde bosque, su toga de terciopelo ysus largas mangas adornadas de hiedra ybrionia. Lucía en sus manos loshabituales anillos, con piedras azules yamarillas del tamaño de huevos demirlo, y una diadema de oro con ladivisa de Pendragón sujetaba su cabello.Apoyado en su larga varita de tejo,parecía un rey de los pies a la cabeza, ysaludó a Ginebra como a una reina. Sus

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ojos de ágata revelaban una sinceracortesía cuando alargó el brazo paraayudarla a saltar a tierra y se inclinópara besarle la mano. Pero cuando sumirada se posó en Arturo, no quedólugar a dudas sobre su profundo amor.

Detrás de Merlín y Nemue searracimaba un grupo de doncellas dellago, todas vestidas de blanco ycoronadas con medias lunas de oro.Cantando, se acercaron para levantar elféretro de Arturo. Con Morgana eIgraine a los lados, lo transportaron através de los árboles y monte arriba.Pero a la entrada de la cueva de Merlínel círculo de piedras blancas había

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desaparecido. El espino blanco cubríatoda la colina, y la abertura se habíaperdido de vista.

La pequeña procesión se detuvo. Alfrente, el anciano hechicero alzó lavarita y musitó las palabras del poder.Al surtir efecto el conjuro, las flores deespino se estremecieron y la tierra seabrió. En la ladera aparecieron doscolosales puertas, cuyos paneleslabrados representaban las hazañas delos caballeros de la Tabla Redondaescena por escena.

Merlín agarró con fuerza la varita yvolvió a susurrar sobre ella. Las puertasse separaron lentamente, dejando a la

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vista el espacio interior.—Diosa, Señora… —musitó

Ginebra. Contuvo la respiración y losojos se le anegaron en lágrimas. Nopodía haber lugar mejor para el reposode Arturo.

Bajo la ladera había una caverna detecho alto, un gran salón formado por lanaturaleza pero más suntuoso que laobra más sublime surgida de la mano delhombre. El techo se elevaba como lascúpulas de Camelot y las paredesestaban revestidas de resplandecientescristales blancos y rojos. El amplioespacio abovedado era un lugar decuración, destinado a proporcionar

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descanso tras los conflictos y paz traslas heridas de la batalla. Y, concreciente alegría, Ginebra vio que noestaría solo.

En el interior de la cámara había unamesa de piedra, y a la cabecera unsólido trono. La rodeaban asientos depiedra tallada para los caballeros deArturo, cada uno de ellos coronado porun dosel con el nombre de su ocupante.A Ginebra le dio un vuelco el corazón aladvertir que en cada asiento descansabauna espectral figura dormida. La TablaRedonda volvía a estar unida, y lahermandad dormiría allí eternamente.

A la derecha de Arturo se sentaba

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Mordred, sus ojos cerrados, su rostrocasi demasiado hermoso paracontemplarlo. A la izquierda de Arturoestaba Kay, su semblante dormido tanintacto como Ginebra lo recordaba antesde que la herida de la pierna lo dejarainválido de por vida y atormentado porun permanente dolor. Al lado de Kay,Lucan parecía también el de antaño. Sucabello dorado rojizo nacía de unafrente sin arrugas, la torques de oro dela caballería brillaba en su cuello, y unajuvenil sonrisa se dibujaba en suslabios.

Candiles en forma de dragóniluminaban el cálido espacio, arrojando

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su luz desde hornacinas de las paredes ytitilando desde el techo como estrellas.Paralizada, Ginebra recorrió lashechizadas formas sentadas en torno a lamesa: Sagramore, Griflet y Tor,Ladinas, Helin, Erec, Balin y suhermano Balan. Estaban todos allí comolo habían estado en vida. Pálido ytrascendente, sir Galahad había llegadoal final de su búsqueda. Frente a él,sereno como nunca lo había visto envida, reposaba Gawain con sushermanos. Gareth y Gaheris poseían enla muerte renovada dignidad, pero delos cuatro príncipes de las Orcadas eraAgravaine el más cambiado. Ginebra

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vio en su cara pálida al hombre queestaba destinado a ser antes de que laenvidia y el rencor consumieran su alma;ahora la oscuridad había abandonado surostro de pronunciadas facciones, y eraun hijo del que cualquier madre seenorgullecería.

Su madre… sí, Ginebra tenía lacerteza de que Morgause se encontrabatambién allí. Y todas las madres detodos los caballeros de Arturo reunidascon ellos en su último sueño. Ya que allíestaban, notó entonces Ginebra, elanciano sir Niamh y su antiguo rival sirLovell, junto con el rey Pellinore y sirEctor, el padre adoptivo de Arturo y

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padre de sir Kay. Por ancianos quefueran, también ellos habían tenidomadres en otro tiempo. Y las mujeresque había concebido a aquellos héroesestarían ahora con ellos.

Merlín miró a Ginebra y sonrió.—Están aquí todos, del primero al

último. —Señaló el trono vacío con lavarita—. Sólo faltaba el rey.

Morgana, Igraine y las doncellas secongregaron alrededor. Con actitudreverente, sentaron a Arturo en su tronoa la cabecera de la mesa, ceñida a sucabeza la corona de Pendragón. Lasdoncellas le colocaron en las manos elorbe y el cetro y fijaron su estandarte

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encima de él.Merlín se volvió hacia Ginebra.—Ahora debéis despediros. Arturo

se quedará aquí con nosotros, paradormir en paz. Tiene cuanto necesitaahora que los Antiguos le han devuelto asus caballeros y su hijo. Pero a vos aúnos falta camino por recorrer. Debéisregresar al mundo sobre la tierra.

Ginebra sabía desde el principio queese momento llegaría. Pero a la hora dela verdad temblaba de miedo. Bajo laatenta mirada de la Señora, Morgana eIgraine, rodeó la mesa hacia Arturo ybesó su frente dormida.

—Adiós, esposo mío y amor mío —

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susurró—. Que vuestro Dios os guardehasta que nos reunamos de nuevo. —Sele quebró la voz y se volvió haciaMerlín—. ¿Qué será de él?

—Descansará hasta el momento desu regreso.

—¿Regresará?La amarilla mirada de Merlín se

posó en Arturo, llena de amor.—Se recobrará de sus graves

heridas. Reposará aquí, en lasprofundidades de este monte hueco,hasta que llegue el momento en que elreino corra peligro. Entonces sonará elcuerno de la guerra, y el rey y suscaballeros cabalgarán otra vez.

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El alma de Ginebra se reanimó.—¿Su nombre seguirá vivo en estas

islas, pues?—Hasta el fin de los tiempos. —

Merlín desplegó una magnífica sonrisa—. Ginebra, la idea misma de queArturo vela por el reino infundiráánimos a nuestro pueblo para superar lasdifíciles pruebas que están aún porvenir. La isla padecerá el acoso demuchos enemigos terribles, pero inclusoen la hora más oscura reinará el espíritude Arturo. Vendrán voluntadessuperiores a ninguna conocida hasta lafecha, pero cuando el postrer enemigoinvada nuestras costas, el rey y los

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caballeros acudirán a su encuentro conla pleamar y harán retroceder la marea.

—Gloria al rey…En torno al trono comenzó a oírse un

evocador canto. En tono semejante a loslatidos de la propia tierra, las doncellasensalzaron la grandeza de Arturo en elcampo de batalla y su esplendor entiempos de paz. La Señora se adelantó ycolocó a Excalibur en la mesa ante él, laempuñadura hacia su mano, las alhajasemitiendo destellos bajo la luz plateada.

—¡Adiós, rey Arturo! —exclamó.El canto místico prosiguió. Esta vez

las doncellas recordaron la juventud deArturo, cuando era hermoso y fuerte,

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cuando la viuda y el huérfano estaban asalvo bajo su protección, y loscaballeros envilecidos y los noblescodiciosos se abstenían de cometerfechoría por miedo a su espada. Tanpronto ascendiendo como reduciéndosea un susurro, sus voces rememoraron losaños en Camelot, con sus días soleadosy sus noches plácidas y jubilosas.Contemplando la figura dormida deArturo, Ginebra revivió su amor por él,como hombre y como rey, desde el díaen que los unió el destino.

Y a continuación vio su vida al ladode Arturo ligada a la historia de lasislas, tanto la historia pasada como la

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futura. Gracias a la acción de ambos,una docena de pequeños reinosdispersos por los bosques, azotados porel viento y la lluvia, se unía paraconstituir algo superior a todos ellos porseparado. Una nación en ciernes habíavenido a la vida bajo su mandatoconjunto como rey y reina. Arturo habíaparticipado en su última batalla, pero lahistoria seguiría. Aquellas gallardasislas, diminutas afloraciones de roca enel borde de la tierra perdurarían a lolargo de los siglos, adentrándose en laresplandeciente bruma del mundovenidero.

La visión de Ginebra creció y se

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expandió. Las paredes de la cueva sedesvanecieron, y vio los jardines deAvalón, campos verdes salpicados devistosas margaritas, praderasengalanadas con el brillo de los botonesde oro y la alegría de los niños jugando,niños con túnicas verdes como elbosque y estrellas en el pelo. Uno deellos era Amir, supo Ginebra.Aguardadme, hijo mío. Un día tambiényo estaré aquí.

Más allá de los jardines, veía lagruta de la Señora, la caverna de losmanantiales blanco y rojo. Sobre ellejano altar, radiantes en la oscuridad,había cuatro objetos dorados, visibles

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sólo en sueños: la copa de la amistad, lafuente de la abundancia, la espada de lajusticia y la lanza de la defensa.

—¡Las reliquias de la Diosa! —exclamó Ginebra, llena de júbilo ymiedo—. ¿Cómo han llegado hasta aquí?

La Señora desplegó su ancestralsonrisa.

—Fijaos, Ginebra. —Señaló haciala cueva de los caballeros. Inclinadasobre Arturo, Morgana lo contemplabacon franca adoración—. Las trajoMorgana. Las ha devuelto a Avalón,como obsequio para asegurarse laadmisión en la isla.

—Morgana se las quitó a Lanzarote

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mientras dormía —dijo Ginebra—. ¡Ellalas tenía desde entonces!

La Señora asintió con la cabeza.—Lo esperaba en el castillo del rey

Pelles aquella noche. Lo engañópresentándose ante él bajo la forma dela vieja dama Brisein. Pero las guardó abuen recaudo para nosotras, impidiendoque cayeran en manos de los cristianos.Ahora vuelven a estar en Avalón, que esel lugar al que pertenecen.

Con expresión reverente, Ginebrafijó la mirada en los sagrados objetos:la gran fuente de oro repujado, la sólidacopa de dos asas, la espada dorada y larefulgente lanza. Con la ayuda de ellos,

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la Madre había alimentado yreconfortado desde tiemposinmemoriales a cuantos acudían a ella,enmendando los agravios que habíanpadecido y abogado por sus derechos.En ese momento brillaban en laoscuridad como la llama de la fe. Elalma de Ginebra se estremeció con unanueva visión, una nueva fe. Allí dondevivieran y amaran mujeres, las reliquiaslas acompañarían, allanándoles elcamino. En la gloria del amor de lasmujeres por los hombres, por sus hijos ypor las demás mujeres, aquellos objetosnunca morirían.

La Señora le leyó el pensamiento.

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—Mi labor ha concluido. Lasreliquias están ya a salvo hasta el finalde los tiempos. Debo irme.

Ginebra se sobresaltó.—Pero si nos dejáis, ¿qué será de

Avalón?La Señora se volvió y sonrió.—Mirad de nuevo, Ginebra.En el centro del salón, Morgana

rodeaba la mesa dedicando una delicadacaricia o un susurro a cada uno de loscaballeros. Al igual que los héroesdormidos, tampoco ella era ya comohabía sido. Sus ojos negros rebosabanvida, y en su rostro, el sufrimiento habíadado paso a una humilde alegría.

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Ofreciendo sus cuidados a los demás,olvidándose de sí misma, Morganaestaba más hermosa que nunca antes. Ensus continuas miradas a Arturo setraslucía con toda claridad su júbilo.

Observándola, Ginebra tomóconciencia de la realidad.

—Éste es el destino de Morgana —dijo—. Por fin está con el único hombreque ha amado.

La Señora movió la cabeza en ungesto de asentimiento.

—El camino de Morgana para llegarhasta aquí ha sido largo y penoso.Debería haber venido a Avalón de niña.La reina Igraine sabía que Morgana

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poseía unos dones especiales. Pero, enlugar de eso, el rey Uther la puso enmanos de los cristianos. Ahora se hallafinalmente en el sitio al que estabadestinada.

Ginebra adivinó entonces lo que ibaa suceder.

—Morgana se convertirá en laSeñora cuando os hayáis ido.

—Como estaba escrito desde sunacimiento. Los Antiguos así lodecidieron cuando el mundo era aún muyjoven. No temáis, Ginebra, nunca másserá vuestra enemiga. Ahora tiene aArturo, y con ello su vida ha alcanzadola plenitud. —La Señora dejó escapar

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un suspiro—. Del mismo modo que milabor aquí ha concluido. Soy libre deirme.

Un escalofrío recorrió a Ginebra.—¿Adónde iréis? —preguntó.La Señora se descubrió el rostro.

Era como un amanecer. Ginebra apenassoportó la cegadora luz que inundó lacueva. Pero la Señora se desvanecía yaante sus ojos.

—Adiós, Ginebra.Detrás de ella, Ginebra vio

sucesivas líneas de radiantes puntos deluz, cada uno un ser luminoso, unaentidad viva de amor. En medio lepareció distinguir el rostro de su madre,

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sonriéndole con luz de estrellas en losojos. Diosa, Madre. Traspasada por unlancinante dolor, Ginebra alzó losbrazos.

—¡Señora, llevadme con vos! ¡Nome dejéis aquí!

Las palabras de la Señora sedesgranaron en el aire como perlas.

—La lucha de Arturo ha terminado.La vuestra todavía no. Nos separanmuchas millas de Camelot. Pero vuestrolugar está allí.

El aire se estremecía ya anteGinebra. El salón se disgregaba, losvergeles de doradas manzanas sefundían en el aire. Ante ella surgió la

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pared de espino blanco que cubría lacueva de Merlín, y se halló, sola ytemerosa, en la dormida ladera delmonte. Anochecía, y el mundo estabadesnudo y frío.

Las últimas palabras de la Señoratintinearon como la música de lasestrellas.

—También a vos os llegará la hora,Ginebra. Cuando sea vuestro ocaso,estaremos esperándoos. Pero vuestro díaaún no ha terminado. ¡Marchad, pues, aCamelot!

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CAPÍTULO 64

manecía cuando Ginebraregresó a Camelot. Rendidade cansancio, detuvo a sucaballo en la periferia de laGran Llanura. En el centrodel campo de batalla, unasolitaria figura deambulabasin esperanzas entreaquellos que auxiliaban a

los heridos y enterraban a los muertos.Llorando, se agachaba de vez en cuandopara examinar a alguno de los caídos, yluego se echaba a llorar de nuevo al

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comprobar que su búsqueda erainfructuosa.

Una profunda pena embargó tambiéna Ginebra.

—¡Bedivere! —llamó.Bedivere se acercó, y Ginebra vio el

fin del mundo escrito en su rostro. Seapeó del caballo.

—Buscáis a Kay y Lucan —dijo condelicadeza.

—Sí, mi señora —confirmó él.Estaba amoratado por el frío y losdientes le castañeteaban de tal modo queapenas podía hablar.

—Descansan en paz. Están con elrey.

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—Claro… —Bedivere no lepreguntó cómo lo sabía. Alzó el mentón—. Siendo así, mi labor aquí haterminado. Sólo quería darle sepulturadignamente. Ahora debo obedecer laúltima orden del rey e ir en busca de sirLanzarote para ofrecerle mis servicios.

—Sir Lanzarote. —Ginebra sintióuna punzada de dolor al oír su nombre.Procuró conservar la calma—.Seguramente sir Lanzarote aceptarágustoso el ofrecimiento. —Su voz lesonó extraña incluso a ella. Hizo unnuevo intento—. Estará encantado detener con él en Pequeña Bretaña a uncaballero de estas islas que le recuerde

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los viejos tiempos.Ya que pronunció un solemne

juramento y nunca podrá regresar.Nunca.No pudo seguir hablando.Bedivere advirtió su tristeza.

Aproximándose a ella, le cogió la manoy se la llevó a los labios.

—Que la Madre os acompañe,Majestad, adondequiera que vayáis —musitó, acentuándose su dejo a medidaque hablaba—. Y adondequiera que yovaya, rezaré por vos.

—Que la Grande os bendiga,Bedivere, y os permita llegar pronto avuestro destino —dijo Ginebra con la

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escasa voz que le quedaba—. Habéissido leal al rey hasta su último deseo.Cumplisteis su orden, y así constará enlos anales de la historia para laposteridad.

‡ ‡ ‡

En palacio, encontró a Ina pálida ytensa, pero todo estaba en orden y laadministración general bajo control.

—Me dejasteis órdenes de queasumiera la responsabilidad del castillo—dijo Ina tan pronto como terminaronlos trémulos saludos iniciales—, y no hahabido el menor contratiempo desde que

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os marchasteis. Sabemos que la batallaen la Gran Llanura causó numerosasbajas, pero aquí en Camelot hemosestado en paz.

Paz. ¿Volveré a estar yo alguna vezen paz?

—Me alegra oírlo —respondió conuna forzada sonrisa.

Ina frunció el entrecejo.—Excepto por…—¿Qué?Ina hizo un furibundo gesto de

aversión.—Se trata de los cristianos, señora.

En vuestra ausencia, han estado aquí atodas horas. De un momento a otro

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exigirán que los recibáis.—¿Los cristianos?¡Diosa, Madre, no!Pero nunca era buen momento para

tratar con hombres como aquellos. Seexaminó el vestido, sucio del viaje,decidió olvidarse de sus huesosdoloridos.

—Venid, Ina. Ayudadme acambiarme. Luego los recibiremos y lesdiremos que se vuelvan por dondevinieron.

‡ ‡ ‡

En la antecámara, Silvestre y Iachimo

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permanecían sentados impasiblementeen un banco mientras el arzobispo sepaseaba de un lado a otro. Lleno deresentimiento, no podía evitar lasensación de que debería ser alcontrario. Un superior debería delegartales angustias, y no padecerlas élmismo.

¡Arturo muerto! Señor, ¿es Vuestravoluntad, o es obra del diablo? Pormilésima vez el arzobispo, movido porla ansiedad, entrelazó las manos pararezar. El rey había sido un buencristiano, y la pérdida de un alma tannoble les costaría muy caro. Pero Arturohabía sido más que eso: había sido un

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amigo. El arzobispo se sorprendió yentristeció al recordar que muy pocaspersonas habían ocupado ese lugar en sucorazón. Echaría de menos el espíritumagnánimo de Arturo, su bondad, sucortesía. No volvería a haber unapresencia tan noble en su vida.

Ahora forcejeaba con una afliccióntan profunda por la muerte de Arturo quesin duda debía de ser pecado. En fin, yase flagelaría por eso más tarde. Y otropecado aún mayor era, con todaseguridad, haber consentido que aquellaguerra tuviera lugar. ¿Cómo podíaexplicarlo en Roma? Sabía con absolutacerteza que aquello pondría fin a su

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período de sacerdocio en aquellas islas.Le esperaba una celda de penitente, losabía. ¡Pero, para colmo, tener que ver ala concubina al frente del reino!Después de tantos esfuerzos, después detener la victoria al alcance de la mano,pasar a estar a merced de una rameraque se había librado por muy poco demorir en la hoguera.

Y el arzobispo había cometido aúnotro grave error, se reprendióseveramente, y ese error era haberdejado vivir a la concubina.

Contrajo los pálidos labios. Ginebrano debía restablecer el culto a la Diosaen el reino. Debía convencerla de que

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los cristianos siempre habían respetadola voluntad de Arturo. Así, quizá, lespermitiría proseguir con la labor quehabían iniciado. Su alma se sublevó antela idea de tener que suplicar de aquelmodo. Pero ahora esa mujer era la reinaallí y, muertos Arturo y Mordred,también en Caerleon. ¿Qué alternativa lequedaba?

—¿Señor?El arzobispo notó que la criatura con

cara de gato que servía a la reina lehabía hecho una reverencia con aireinsolente. Bajo el legítimo gobierno delos hombres, ella y las de su clase seríanlas primeras en probar el látigo.

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Ina le leyó el pensamiento y lo miróa los ojos. Bajo cualquier legítimogobierno, señor, vos y vuestros látigosno seríais admitidos. Le hizo otrareverencia.

—Su Majestad la reina Ginebra osrecibirá ahora.

En la sala de audiencias, Ginebraestaba sola en su trono. A su lado, eltrono vacío pedía a gritos la presenciade Arturo, sin saber, por lo visto, quehabía muerto. Ginebra se aferró a losfríos brazos de bronce y notó que se lehelaba el corazón. En adelante, la vidaserá siempre así.

El chambelán golpeó el suelo con su

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bastón.—El arzobispo de Canterbury, el

padre Silvestre y el hermano Iachimo —anunció.

Agitando ruidosamente el hábito alandar, el arzobispo se plantó en elcentro de la sala.

—Vuestra Majestad. —Lareverencia con que la saludó habría sidodigna de cualquier corte. ¿Por quéestaba Ginebra tan segura de que élacudía allí movido por el odio?—.Nuestras más sentidas condolencias aVuestra Majestad por la muerte devuestro esposo. El difunto rey…

—Un momento, señor. —Ginebra se

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inclinó hacia él—. Arturo no ha muerto.Simplemente está dormido, curándosede sus heridas hasta el día de su regreso.

—Señora, para los cristianos noexiste tal sueño. Y el rey creía connosotros que hay un único camino, unaúnica verdad, una única vida.

Estos hombres ignorantes deestrechas mentes, pensó Ginebra. ¿Unaúnica vida, cuando cada uno de nosotrosvive muchas vidas en una, y Arturovivirá para siempre? Ginebra sonrió.

—El rey Arturo vive. Nunca morirá.Las cosas no iban por buen camino.

De pie tras el arzobispo, Silvestre miróal frente y mantuvo su ira bajo control.

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Él se había mostrado contrario a aquellavisita desde el principio. Esa mujer erasu enemigo. Nunca la convencerían.Pero el arzobispo había insistido en quedebían intentarlo. Y sólo había queescucharlo ahora, perdiendo terreno pormomentos y luchando aún pormantenerse a flote. Bueno, se dijoSilvestre, gracias a Dios es su trabajo,no el mío. Reprimiendo una cruelsonrisa, Silvestre cruzó las manos tras laespalda y se dispuso a disfrutar de laturbación de su superior.

—Sea como fuere, señora, comoviuda del rey, o heredera, podríamosdecir, sin duda desearéis cumplir su

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voluntad —decía el arzobispo confirmeza—. Y el rey Arturo nosprometió…

—Disculpadme, señor, ¿habéisdicho que mi esposo ha muerto?

El arzobispo permaneció ensilencio. Ya habían tratado esa cuestiónantes. ¿Estaba burlándose de él? O quizásimplemente le costaba aceptar laverdad, como solía ocurrir con lasmujeres.

—Sí, en efecto, mi señora —respondió con toda la autoridad posible—. El rey resultó muerto en combate.Sabemos que ha muerto.

—Siendo así, la muerte anula

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cualquier promesa, ¿no es cierto? Porconsiguiente, yo no estoy obligada alcumplimiento de ninguna promesa deArturo.

¡Era astuta, la muy zorra! Elarzobispo contuvo la respiración.

—Pero el rey no habría deseadodejaros sola en el mundo, sin nadie queos guíe. La Iglesia será un segundoesposo para vos, el Santo Padre será elpadre que perdisteis hace mucho tiempo.

Ginebra alzó una mano.—En mi país, sacerdote, las mujeres

no recurren a sus esposos y padres paraque dirijan sus vidas. Haré todo aquelloque en conciencia juzgue correcto.

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Santo Dios, ¿demolerá nuestrasiglesias, nos expulsará del reino? Elarzobispo conoció entonces, por vezprimera, la desesperación. Podríadespojarnos de nuestros tesoros, incitaral populacho para que nos matara.

—No tengáis miedo, sacerdote.Estáis a salvo entre nosotros. —Ginebraidentificó sus temores y no se molestó enocultar su desdén—. Vuestro Diosdestruye a los otros; nosotros, encambio, tenemos fe en el amor. No nosjuzguéis desde vuestros miserablesprincipios.

—¡Escuchad, señora!—No, sacerdote. En mi corte sois

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vos quien ha de escuchar. —Ginebra sepuso en pie, hablando con tono cada vezmás enérgico—. Dedicaos a vuestrosasuntos con la seguridad de que vuestrasiglesias y vuestras vidas no sufrirándaño alguno. Pero, por vuestra parte, noperseveréis en vuestro empeño deerradicar el derecho del matriarcado.Aprended a honrar a las mujeres, ycuando hayáis aprendido, seréis bienrecibido aquí. Hasta entonces,abandonad mi corte y no penséis envolver.

Hizo una seña a la guardia. Lívidode ira, el arzobispo salió custodiado dela sala. Aquello no lo acallaría para

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siempre, y Ginebra bien lo sabía. Peropor el momento le había dado alarzobispo tiempo para reflexionar.

Pero ¿le dejaría cada audienciaaquella misma sensación de soledad yagotamiento? Sin dar apenasexplicaciones, dio por concluida lasesión. Mientras regresaba a susaposentos por los pasillos de palacio, lesalieron al paso un centenar de personasreclamando un poco de su tiempo,algunas con lágrimas en los ojos, bienpor Arturo, bien por sus propias vidas.¿Había terminado la guerra? ¿Volveríael rey? Estas y un millar de preguntasmás detuvieron sus cansados pasos.

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Por fin halló el refugio de susaposentos, donde la aguardaba Ina consu inconmensurable amor y sus muchasatenciones. Con presteza, la doncella laayudó a quitarse la ropa y la envolvió enuna suave bata. Luego le frotó las sienesy las muñecas con pachulí y la dejócómodamente sentada en un gran canapéjunto al fuego.

—Ahora descansad, señora. Osavisaré con tiempo suficiente paraprepararos de cara a la cena en el gransalón.

La cena en el gran salón, repitió parasí. Sí, tendría que estar presente. Enadelante debería ejercer como rey y

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reina ante sus súbditos.—Muy bien, Ina.Recostó la cabeza.Cuando la doncella se disponía a

marcharse, llamaron a la puerta. Ginebrapermaneció tendida en el canapémientras Ina iba a ver quién era. Teníanáuseas y estaba demasiado cansadapara moverse. No le quedaban lágrimasque derramar y tenía la sensación de quenunca más lloraría. Necesitaba haceracopio de fuerzas y pensar en los demás.Mi destino sigue siendo el mismo,pensó. Debo preocuparme por el reino.

La puerta se cerró al entrarnuevamente Ina. Oyó unos indecisos

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pasos en el suelo. Al cabo de unmomento se detuvieron junto al canapé,y alguien le cogió la mano. Y volvió aoír la voz que no esperaba oír nuncamás.

—¿Mi señora?

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CAPÍTULO 65

inebra no había abierto aúnlos ojos, y estaba ya entresus brazos. El roce ásperode su capa en el rostro, aella se le antojaba suave, ysu adorado cuerpo erafuerte, duro y cálido. Sehabía quedado sin habla.No fue capaz de emitir más

que un entrecortado gimoteo. Perofinalmente consiguió llorar, y suagobiado corazón se desbordó.

—Chisss, chisss —musitó Lanzarote

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para tranquilizarla, y poco a poco laslágrimas dejaron de afluir a sus ojos.

Pero su alma tardó aún largo rato enapaciguarse. Por miedo a quedesapareciera, se aferró a él, tirándolede la túnica, agarrándole la mano.

—Pensaba que nunca volvería averos —dijo con voz ahogada, sinaliento a causa del dolor.

—Nunca es demasiado tiempo parahacer previsiones.

—Pero Arturo os desterró, paranunca volver. —Los ojos de Ginebra seabrieron a nuevas perspectivas del dolor—. Perderéis el honor. Estáisincumpliendo un juramento.

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Lanzarote se llevó un dedo a loslabios.

—No exactamente. Recordáis laspalabras del rey.

—¿Os referís a lo que os dijocuando os marchabais? —preguntóGinebra con creciente nerviosismo.

En realidad, lo recordaba todo comosi estuviera oyéndolo en ese mismoinstante, tanto la sentencia de Arturocomo la aterrada reacción de ellos dos.

«—Lanzarote, estáis desterrado deestas islas, para no regresar nunca más.

»—Arturo, habéis dado vuestrapalabra. Habéis prometido a Lanzarotela libertad.

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»—Le he prometido que podrá vivircon entera libertad, sí. Y la tiene. Tieneentera libertad para vivir en Francia.

»—Entonces dejaré el país y nuncaregresaré.

»—Nunca en vuestra vida…mientras dure mi reinado».

Ginebra abrió desmesuradamente losojos.

—¿«Mientras dure mi reinado»?Lanzarote asintió con la cabeza.—El propio rey dijo que mi exilio

se prolongaría sólo hasta el final de sureinado.

—Y ahora que él nos ha dejado,podéis volver… —Tenía un nudo en la

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garganta—. ¿Sabéis que cayó encombate?

—Chisss —siseó Lanzarote conternura, y Ginebra advirtió en sus ojos elbrillo de las lágrimas contenidas—.Venid, señora.

Lanzarote tiró de sus manos paraayudarla a levantarse y la condujo haciala cama. Con extrema delicadeza, latendió sobre las sábanas y le acarició elrostro, besándole los ojos hastaenjugarle las lágrimas. A continuación,su boca encontró la de ella en unadocena de besos, tiernos pero ávidos. YGinebra volvió a echarse a llorar, y él laabrazó esperando a que se le pasase.

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Luego, con delicada persistencia,empezó a acariciarle el costado,circundando la cadera y rozando elpecho con extrema suavidad. Poco apoco, Ginebra se sintió reconfortada,como una niña extraviada al regresarjunto a su madre. Inactiva, contempló lasvelas hasta sentirse en armonía con lasparpadeantes llamas. Después,lentamente, el dorado calor la invadiótambién a ella.

Con sus besos, Lanzarote saciaba unapetito que la había acompañado toda suvida. El ritmo ancestral y dulce comenzóa palpitar en sus venas a medida que sulanguidez daba paso a una necesidad

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más acuciante. El contacto de Lanzarote,incluso su aliento, despertaba ahora enella un agónico deseo. Su cuerpofamiliar, tan querido para Ginebra comoel suyo propio, la excitaba como nuncaantes. Algo único y extraño sedesarrollaba entre ellos, y sus espíritusse elevaban cogidos de la mano hasta unlugar distinto.

Aun así, en su relación se palpabatambién una tristeza, una desesperación.El amor de él, la necesidad de ella,causaban en el alma de Ginebra unahonda escisión. La palabra «nunca»palpitaba en su mente como los latidosdel destino. Cada uno de sus miedos la

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impulsaba a buscar a Lanzarote concreciente avidez. Entonces él se deteníay la serenaba, obligándola a tomárselocon calma, negándose a apresurarse, pormás que ella, anhelante, gimiera yllorara. Cuando por fin la tomó, ella seabrió a él como nunca antes. Lanzaroteentró en su cuerpo y poseyó hasta sualma.

Después permanecieron tendidos sinhablar, contemplando un sol invernalhacia su ocaso. En la antecámara, comoGinebra sabía, Ina debía de estarencendiendo las velas y preparando elfuego. Pronto sería la hora de la cena, yel mundo exterior llamaría a su puerta.

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El mágico momento había terminado,casi pertenecía ya al pasado. Y el dolorque se anunciaba en el futuro era casiinsufrible.

En la claridad del sol poniente,Ginebra observó su adorado perfil,llorando en sus adentros. ¿Cuántas veceshabía intentado capturarlo así, fijar esaimagen en su mente para llevarlaconsigo en los largos días de soledad?¿Cómo podía resistir lo que tenía quehacer? Sabía que debía hablar, pero eraincapaz de pronunciar una sola palabra.Sólo un poco más, se decía, sólo unmomento…

—¿Mi señora? —dijo Lanzarote,

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soñoliento, mientras se desperezaba.Luego volvió a abrazarla.

—He de levantarme.Lanzarote percibió la tensión en el

cuerpo de Ginebra y sonrió.—Señora, ahora podéis descansar.

En adelante estaré siempre a vuestrolado. Os llevaré a mi reino, ygobernaremos allí como rey y reina.Sois mi señora, y ahora yo podré servuestro señor.

—No, Lanzarote —contestóGinebra. Fue la decisión más difícil desu vida.

Lanzarote quedó atónito.—¿No?

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—No puedo marcharme con vos. —Una intensa amargura sacudió a Ginebra—. Arturo dormirá en paz eternamenteen Avalón, pero ha dejado dos reinossumidos en la destrucción. Los muertos,amontonados de seis en seis, cubren laGran Llanura de Camelot. Caerleon haperdido a sus barones y caballeros. Losreyes vasallos esperan mi intervención.¿Quién pondrá remedio a las heridas deeste país si yo me voy?

Lanzarote se sonrojó, enojado conella y consigo mismo.

—No pretendía anteponer mi reinoal vuestro. Aquí sin duda hay una granlabor pendiente, y estoy dispuesto a

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colaborar con vos en cada etapa delcamino.

—No, Lanzarote —repitió Ginebra,con no menos dolor que antes.

—¿Cómo? —protestó él, airado—.¿Estáis diciéndome que no puedoquedarme a vuestro lado?

Ginebra cerró los ojos.—Sí. No podemos estar juntos.

Debéis iros.—¡Miradme! —Lanzarote se

incorporó y la cogió por los hombros,loco de dolor—. No podéis hablar enserio.

—Lanzarote, yo… —empezóGinebra, pero no pudo seguir.

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Él la sacudió frenéticamente.—¡Explicaos, señora!—No tengo elección. Sencillamente

ha de ser así.En un arrebato de ira, Lanzarote la

apartó de sí con vehemencia.—Una reina siempre tiene elección.

—Con la respiración entrecortada, semesó desesperadamente los cabellos—.¡No me amáis!

—¿Eso creéis? Hemos conocido esemomento en la esencia del amor en quedos corazones laten como uno solo.

Lanzarote estaba cegado por elasombro y la incredulidad.

—¿Y os comportáis así a pesar de

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eso?—Oh, Lanzarote. —Ginebra se

incorporó también—. Ni siquiera ahorasoy libre. Todos saben que Arturo estáen Avalón, que no ha muerto sino queduerme hasta que llegue la hora de suregreso. ¿Qué efecto causaría si yoviviera aquí en manifiesto adulterio consu caballero… su amigo?

Lanzarote le cogió las manos.—No es necesario que se sepa

públicamente. Podríamos mantener lacautela.

—Las personas más cercanas losabrían. ¿Cómo iba a exigir lealtad a loshombres de Arturo?

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—Os proporcionaré batallones dehombres a mi servicio, caballeros deBenoic, que os jurarían lealtad hasta lamuerte.

Ginebra negó con la cabeza.—He de restablecer la Tabla

Redonda y armar nuevos caballeros,hombres de estas islas, que darían suvida por esta tierra.

—¿El país? —repitió Lanzarote,colérico. Le chispeaban los ojos—.¿Ése es mi rival, pues? ¿Vuestra amadatierra?

Ginebra se levantó de la cama y seacercó a la ventana. Fuera, losresplandecientes montes y umbríos

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valles se extendían hasta dondealcanzaba la vista. El verde paisaje seestremeció ante sus ojos, y vio a losseres fantásticos salir de sus huecasmontañas y sus valles en el brumosoorigen de los tiempos. Su labor habíaconsistido en crear una tierra tanfantástica como ellos, y todo el mundosabía que lo habían logrado con creces.Luego llegaron los primeros moradoresal grupo de islas rodeadas por el mar,los oscuros hijos de los Antiguos,deslizándose en silencio por lasmarismas como nutrias, refugiándose ensus escondrijos secretos cuando seinició la invasión de los romanos.

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Después llegaron los guerreros, loshombres astados del norte, y luegonuevos invasores, trayendo fuego ysangre. Una ola tras otra rompió en lamaltrecha costa, y la tierra sobrevivió apesar de todo.

La tierra. Ginebra nunca se cansaríade la danza mística de cada estación, lafertilidad de la primavera y el verano, lamadurez del otoño y la decadencia delinvierno. La prímula al lado del caminosiempre susurraría a su corazón, comooiría asimismo el poderoso rugido delroble. Los plácidos ríos y las relucientesbrumas la llamarían, los fuertes vientosy la resplandeciente escarcha darían

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calor a su espíritu en los días más fríos.La tierra. Sus aguas son la sangre de

mi alma; sus soleados campos yboscosos montes, mi carne y mis huesos.Mis hermanas son las palomas posadasen los árboles; mis hermanos son ellince de ojos brillantes, el zorro, el oso.Al igual que los druidas, ahora oigo elbullicio de las hormigas mientras sedisponen a emprender su trabajo, elronroneo de las libélulas al aparearse yel zumbido de las mariquitas que seapresuran en volver a casa. Toda laprogenie de la Madre es ahora mifamilia, todos los reinos de los diosesestán abiertos a mí a través del amor de

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la Madre.Así que mi mayor anhelo es vivir en

armonía con esta tierra querida, viendosus montañas como mi propia columnavertebral, sus flores como mi corona yornamento, sus piedras como mi pan,cuanto crece en ella como mi alimento.Y después de mí vendrán otros, hombresy mujeres que amarán y servirán a estatierra y darán sus vidas por conservarsus verdes acres y lucharán contra losenemigos de esta tierra hasta el últimoaliento.

Y así será hasta el final de lostiempos.

—La tierra, sí —repitió ella, en

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trance—. Antes que con vos, antes quecon Arturo, me casé con esta tierra. Esun matrimonio místico que nadie puederomper.

Se volvió hacia él y le tendió lasmanos. En una lucía el antiguo anillo delas reinas del País del Verano, usadopor estas desde tiempos inmemoriales;en la otra, el ópalo que le habíaobsequiado Arturo en la primavera de suamor. Se llevó a los labios uno ydespués el otro.

Al alzar la vista, vio la afligidamirada de Lanzarote fija en ella.

—Sois el amor de mi vida —selimitó a decir Ginebra—, pero yo soy la

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madre de esta tierra.De pronto Lanzarote sintió la

implacable fuerza del amor de Ginebra,sintió que penetraba en cada una de susfibras, que le separaba los tendones delos huesos. Supo, no obstante, queestaba destinado a amarla por másangustias y pesares que su propiocorazón concibiera. Dejaros es una viejaherida de esta guerra, deseó decirLanzarote. Pero no quería aumentar elsufrimiento que advertía en sus ojos.

—¡Así sea! —Echó atrás sualborotado cabello con una insensatacarcajada—. En ese caso, señora, si hede marcharme, dadme algo que me sirva

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para recordaros. —Tendió los brazos.Con precaria serenidad y tonoimperioso, añadió—: Venid a mí ypermitidme que os ame una vez másantes de partir.

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EPÍLOGO

ahí podría haber acabadola historia, y algunossostienen que en efecto ésees el final. Pero losAntiguos, en su extremasabiduría, nunca dejan talescosas en manos de losmortales. El destino gira asu antojo, y nada puede

detener la rueda.La noche transcurrió en medio de

ráfagas de recuerdos compartidos ensusurros, besos sin límites y un millar de

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brillantes lágrimas. A lo largo de toda lanoche la luna contempló sonriente susestrechos abrazos, y al final Lanzarotemontó en su corcel y partió. Los amantesse separaron llorando en un amanecersin vida, el mundo giró, y empezó un díamás gris.

Después Ginebra cabalgó hasta laGran Llanura para asegurarse de quetodos aquellos que habían caído en laúltima batalla de Arturo recibieranhonrosa sepultura y todos los caballerosde Arturo fueran llorados comomerecían. Se enterraron asimismo losrestos de la Tabla Redonda, puesto queaquella gran hermandad de caballeros ya

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no existía.A continuación la reina se entregó

por entero a los vivos y la construcciónde un nuevo reino. Primero convocó anteel trono a los seguidores de Mordred yles concedió un mes para abandonar elpaís, advirtiéndoles que si seguían allítranscurrido ese plazo, no esperaranmisericordia por parte de ella.

El año entró en su etapa final, eintensos fríos cubrieron la tierra dehielo. La nieve y la escarcha bloquearontodos los caminos y ríos, y los montes yvalles quedaron dormidos bajo sábanasde nieve. Las tempestades azotaron elmar Estrecho, y ningún barco pudo salir

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de puerto. Hombres y animalespermanecieron acurrucados para darsecalor, el fuego rugió por los cañones delas chimeneas, y el mundo entero sesumió en un sueño hechizado.

En todo el país, sólo la reina hizoacopio de fuerzas y emprendió viaje.Los días eran cortos, los caminos fríos einhóspitos, pero el amor de sirLanzarote la acompañaba allí adondeiba. En la noche de su separación, susalmas se habían besado en una uniónsuperior a la que sus cuerpos habíanconocido antes.

—Esta noche la Madre está connosotros —había susurrado Ginebra al

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oído de Lanzarote.—Sí —había contestado él, y luego

la había amado de nuevo.En su recorrido bajo la nieve, la

lluvia y el granizo, Ginebra visitó todoslos reinos uno por uno. En cada gransalón de cada rey vasallo, explicó queArturo dormía en Avalón, y en todaspartes fue aclamada como únicasoberana y reina suprema. Los reyesvasallos se apresuraron a postrarse derodillas ante ella y jurarle lealtad hastael día de su muerte. Y los hijos de estosle ofrecieron sus espadas, y a quienesconsideró dignos del honor, los aceptócomo miembros de la nueva Tabla

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Redonda, su propia hermandad decaballeros.

Después Ginebra renunció a losgrandes salones donde corrían el vino yla hidromiel y donde los bardos realescantaban a caballeros y reyes y reinasdel pasado, y se centró en los pequeñoshacendados y los agricultores, porpobres que fuesen, para instarlos asembrar sus campos y abonar la tierra.En cada ruinosa casa de labranza olabrantío, huerto, establo o granerodescuidados se detenía para dar alientoa aquellos cuyo trabajo debía infundirvida a la tierra. Y ellos, en respuesta alamor de la reina, se pusieron manos a la

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obra, cultivando y plantando y segandocomo nunca antes.

Al final regresó a Camelot en unmundo de floreciente verdor, los tiernosbrotes de los cultivos alegrando ya latierra famélica. Y deleitándose, en elfrondoso milagro y el esplendor de laprimavera, un día Ginebra descubrióque la Madre no reservaba su amor sóloa la tierra. En su última noche conLanzarote, la Diosa había estado sinduda con ella. Una nueva vida surgíabajo el corazón de Ginebra.

Estaba encinta, y el niño que llevabaen su vientre era de Lanzarote. Y cuandola primavera dio paso al verano y las

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estaciones se sucedieron, Ginebra sellenó y floreció como la tierra. Al llegarel otoño, tras un parto largo y difícil quela puso a las puertas de la muerte, laMadre bendijo sus dolores con el frutode sus entrañas.

—Tenemos una princesa —susurróIna con una mirada radiante.

Y todos dieron por supuesto que lanueva señora del País del Verano debíallamarse Maire Macha, el Cuervo de laBatalla, como la madre de su madre enla línea sucesoria de las reinas.

Y un niño debía conocer a su padre,y un padre a su hija, el inesperadoobsequio de la Grande. Así pues, tan

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pronto como la primavera abra las aguasdel mar Estrecho, Ginebra se embarcarácon rumbo a Francia. Desde su marchaLanzarote nunca ha dejado de enviarlemensajes de amor y añoranza a los queella ha contestado gustosamente. AhoraGaheris tiene una noticia que no puedeconfiar a la pluma y la tinta.

Así que cuando lleguen lasfestividades de mayo con sus hogueras ysus flores, Ginebra acudirá a su lado. Elpaís se halla en calma, todos los reinosestán en paz, y todas las islas la conocencomo su reina suprema. Una reina puedevisitar a un rey vecino en interés de lapaz. Y en bien del amor y la risa y el

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júbilo de los corazones unidos para nosepararse nunca más.

Con el tiempo les llegará otro hijo,quizá más. Pero ahora ya amanteseternos, vagarán por siempre en elmundo más allá de los mundos. Ginebranunca notará los cabellos grises en laespesa mata castaña de su siempreatractiva cabeza, y Lanzarote no verá lashebras de plata en la apretada melena dela señora que para él es toda oro.Mutuamente fascinados, han descubiertola entrada secreta a la casa del amor yya nunca la abandonarán. Y las floressiempre se abrirán por ellos en Avalón ytodos los verdaderos amantes

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encontrarán allí la paz.Y en primavera, cuando los caminos

del bosque vuelvan a ser transitables ylos montes se vistan de intenso verde,Merlín despertará en las profundidadesde su caverna. Llamará a su mula blancay emprenderá de nuevo viaje, buscando,vigilando, guardando, porque ésa es lamisión de Merlín. Viajará a la regiónlugdunense y luego a la Isla del Oeste, acualquier parte donde se conserve laAntigua Fe. Nunca cejará en su eternalabor: a través de él, Pendragón vivirápara siempre, y Arturo nunca morirá. Yadondequiera que Merlín vaya, todos losbardos y druidas, todos los tejedores de

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sueños y todos los servidores de losGrandes, contarán leyendas de Arturo yLanzarote y la reina Ginebra. Pues estosamantes, juntos concibieron un sueñodorado, y nunca morirá.

Aquí termina la historia sinprincipio ni final.

ANNO DOMINAE MAGNA MATERMM

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APÉNDICES

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AÑADIDOS APERSONAJES

Abad, el padre: superior de laabadía de Londres donde Arturo fuecoronado rey, jefe de los monjescristianos en Bretaña, implacableenemigo del culto a la Madre y de laSeñora del Lago, más tarde arzobispo deCanterbury.

Almain, sir: caballero de la TablaRedonda, perdido en la búsqueda delSanto Grial.

Angres de Fréhel, sir: caballero desir Lanzarote, llegado desde Benoic, en

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Pequeña Bretaña, para ayudar aLanzarote en la batalla de Joyous Garde,y quien derriba del caballo a Arturo.

Anselmo: erudito cristiano y monjede la abadía de Londres, exégeta bíblicoy consejero del padre abad.

Balan, sir: caballero del rey Arturo,hermano gemelo de Balin, perdido en labúsqueda del Santo Grial cuando él y suhermano se mataron mutuamente porerror.

Balin, sir: caballero del rey Arturo,hermano gemelo de Balan, perdido en labúsqueda del Santo Grial cuando él y suhermano se mataron mutuamente porerror.

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Blithil, sir: caballero de la TablaRedonda, seguidor de Mordred.

Bonifacio, cardenal: en otro tiempomonje de la abadía de Londres, enviadocomo primer emisario cristiano a laSeñora del Lago en Avalón,posteriormente estrecho allegado yconsejero del Papa de Roma.

Brisein, dama: primero aya ydespués dama de compañía de laprincesa Elaine de Corbenic; ancianacuyo cuerpo es usurpado por el hadaMorgana.

Brunor de Gretise, sir: caballero yseñor de una vasta heredad que mantienelas costumbres de la caballería andante

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y aloja a Gawain y sus hermanos durantela búsqueda del Santo Grial.

Elaine, princesa: hija del rey Pellesde Terre Foraine y señor del castillo deCorbenic, madre del hijo de Lanzarote,Galahad, princesa del Santo Grialmarcada por el destino para concebir alcaballero virgen que encontraría elSanto Grial.

Erec, sir: caballero de la TablaRedonda, perdido en la búsqueda delSanto Grial.

Galahad, sir: el Hijo del SantoGrial y el caballero virgen engendradopor sir Lanzarote y Elaine de Corbenicmediante las artes hechicerescas del

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hada Morgana, para cumplir unaprofecía hecha a su abuelo el rey Pellesde la Terre Foraine.

Griflet, sir: caballero del reyArturo, dado por desaparecido en labúsqueda del Santo Grial.

Howell le Grand, sir: señor de unagran heredad donde sus caballerosdesafían a cuantos pasan por allí, ydonde muere sir Sagramore a causa deuna mala caída.

Ladinas, sir: caballero de la TablaRedonda, dado por desaparecido en labúsqueda del Santo Grial.

Mador de las Praderas, sir:caballero en otro tiempo del rey Arturo

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y enamorado de Ginebra, que abandonóla corte tras la muerte de su hermano.

Merlín: druida y bardo galés,vástago ilegítimo de la casa dePendragón, hijo de una princesaPendragón y un espíritu del Otro Mundo,consejero de Uther y de Arturo.

Ozark, sir: caballero de la TablaRedonda, seguidor de Mordred, muertoen la emboscada preparada porAgravaine para atrapar a Ginebra yLanzarote.

Patrise, sir: caballero de lasPraderas, hermano de sir Mador;envenenado por Agravaine, quien enrealidad deseaba asesinar a Mador o

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Gawain.Pelles, rey: fanático rey cristiano de

la Terre Foraine, padre de Elaine yabuelo de Galahad, obsesionado con lacreencia de que el destino de su hija eraconcebir al caballero sin par queencontraría el Santo Grial.

Rodri: monje de la abadía deLondres, discípulo de Anselmo eimpaciente por sucederlo.

Rutger, sir: caballero de la TablaRedonda, seguidor de Mordred.

Sagramore, sir: caballero de laTabla Redonda, muerto en una justadurante la búsqueda del Santo Grial.

Sarracenos: habitantes de la Tierra

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Santa y renombrados guerreros árabesen lucha contra los invasores cristianos.

Silvestre, hermano: monje enviadoa Avalón en sustitución de Bonifacio yGiorgio para luchar por las reliquias dela Señora del Lago, destinadoposteriormente a Londres para ocupar elpuesto del padre abad cuando éste esnombrado arzobispo de Canterbury.

Teófilo: monje al servicio del reyPelles en la corte de Corbenic, en laTerre Foraine.

Tor, sir : caballero de Arturo ydefensor de la costa sajona.

Vullian, sir: caballero de la TablaRedonda, seguidor y amigo de Mordred,

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enemigo de Ginebra.

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AÑADIDOS ALUGARES

Roma: capital de Italia y centro dela cristiandad, sede del Papa, sumopontífice de la fe católica romana.