Forja de la sangre nathan long

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Ulrika no duda en desafiar las leyesde las vampiras lahmianas paraviajar a Praag, la ciudad asediadapor los ejércitos del Caos, en buscade sus viejos amigos y de la gloria.A su llegada se encuentra con unapoblación desolada, aunquedesafiante, que ha conseguidoexpulsar a los invasores. Pero losPoderes Oscuros pueden adoptarmuchas formas, y una nueva y másinsidiosa amenaza se alza desde elinterior de la ciudad: un culto aSlaanesh pretende apoderarse dePraag.

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Rechazada por sus hermanaslahmianas y condenada por loshumanos a los que intenta proteger,Ulrika deberá enfrentarse ensolitario al origen de su destructivodestino, mientras hace acopio detoda su astucia y ferocidad paravencer en la lucha contra losmalignos designios de loshechiceros y adoradores del Caos.

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Nathan Long

Forja de lasangre

Warhammer. Ulrika 02

ePub r1.0epublector 14.10.14

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Título original: BloodforgedNathan Long, 2011Traducción: Diana Falcón

Editor digital: epublectorePub base r1.1

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Ésta es una época oscura,una época de demonios y debrujería. Es una época debatallas y muerte, y del fin

del mundo. En medio de todoel fuego, las llamas, y la

furia, también es una épocade poderosos héroes, de

osadas hazañas y degrandiosa valentía. En el

corazón del Viejo Mundo seextiende el Imperio, el másgrande y poderoso de todos

los reinos humanos.

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Conocido por sus ingenieros,hechiceros, comerciantes ysoldados, es un territorio de

grandes montañas,caudalosos ríos, oscuros

bosques y enormes ciudades.Y desde su trono de Altdorf

reina el emperador KarlFranz, sagrado descendiente

del fundador de esosterritorios, Sigmar, portador

del martillo de guerramágico.

Pero estos tiempos estánlejos de ser civilizados A todo

lo largo y ancho del Viejo

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Mundo, desde loscaballerescos palacios de

Bretonia hasta Kislev,rodeada de hielo y situada en

el extremo septentrional,resuena el estruendo de laguerra En las gigantescas

Montañas del Fin del Mundo,las tribus de orcos se reúnenpara llevar a cabo un nuevo

ataque. Bandidos yrenegados asuelan las

salvajes tierras meridionalesde los Reinos Fronterizos.Corren rumores de que loshombres rata, los skavens,

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emergen de cloacas ypantanos por todo el

territorio. Y, procedente delos salvajes territorios delnorte, persiste la siempre

presente amenaza del Caos,de demonios y hombres bestia

corrompidos por losinmundos poderes de los

Dioses Oscuros. A medidaque el momento de la batalla

se aproxima, el Imperionecesita heroes como nunca

antes.

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UNO

Cambios

—No volverás a Sylvania —dijo damaHermione—, y ya no serás la condesaNachthafen.

—Pero… pero ¿por qué? —preguntóGabriella.

—Porque así lo ha ordenado ella —replicó Hermione.

Todo estaba cambiando , pensóUlrika con amargura mientras miraba

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como la condesa Gabriella se esforzabapor mantener la compostura, pero todocontinuaba igual.

Ulrika ya había pasado por todo estoantes, demasiado a menudo; habíaestado presente en el salón de la damaHermione, dirigente de las lahmianas deNuln, se había sofocado bajo una pelucade pelo largo y varias capas de vestidosy enaguas y escuchado cómo su señora,la condesa Gabriella, manteníadiscusiones con la dama Hermione, ydeseado fervientemente estar encualquier otro lugar del mundo. La tíficadiferencia entre las reuniones anterioresy ésta residía en que la dama Hermione

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tenía un nuevo nombre y un nuevodisfraz a juego, y daba la impresión deque con Gabriella iba a ocurrir lomismo.

Habían pasado tres semanas desdeque el monstruoso strigoi, Murnau, habíaatacado, junto con su ejército denecrófagos, a la hermandad lahmiana enMondthaus, finca campestre de la damaHermione, y desde que el cazador debrujas y capitán templario MeinhartSchenk había estado a un pelo dedescubrir la verdadera naturaleza de lahermandad; y también habían pasadotres semanas desde que Gabriella habíamatado al cazador de brujas Friedrich

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Holmann cuando Ulrika se negó ahacerlo. Durante esas tres semanas sehabía invertido una prodigiosa cantidadde trabajo en hacer que pareciese quetodas las hermanas habían muerto yestablecer una nueva identidad paracada una.

Habían fingido sus muertes despuésde que la condesa Gabriella y la damaHermione decidieran que era imposiblecontinuar con las identidades que tenían.Sabían que Schenk y sus cazadores debrujas jamás dejarían de preguntarse sieran vampiras, aun en el caso de que nopudiera demostrarse nada, y cada uno desus actos sería observado con suma

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atención.Así pues, al día siguiente del ataque

buscaron mujeres que guardaran uncierto parecido con Gabriella,Hermione, Ulrika y la hermosa Famke,protegida de Hermione. Se las vistió conla ropa apropiada y luego se las hizopedazos como podrían haber hecho losnecrófagos, poniendo una especialatención en que las caras quedarandesfiguradas e irreconocibles.

Luego comenzó una grantransformación de los recursos de quedisponían entre bambalinas. Se cerraronlas cuentas bancarias y el dinero fuetransferido, títulos y escrituras de casas

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y otras propiedades cambiaron demanos; se falsificaron certificados denacimiento y testamentos, y se podaron einjertaron antiguos árboles genealógicospara que dieran nuevos frutos.

Al final del proceso, un ancianocaballero apareció en la puerta de larecientemente fallecida dama Hermionevon Auerbach y afirmó ser eldesconsolado señor Lucius vonAuerbach, un primo lejano a quienHermione había legado sus propiedades.Lo acompañaban sus dos jóvenes yhermosas hijas, Helena y Frederika.

El señor Lucius dijo que la familiahabía acudido a Nuln a llorar el

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fallecimiento de la prima, y despuésdecidió establecer su residencia en lamansión. En realidad, claro está, elseñor Lucius era un mero esclavo desangre de Hermione, escogido por surostro triste y noble; y las dos jóveneshijas no eran otras que las mismísimasHermione y Famke, transformadas por elmaquillaje, la alheña y las sutilesilusiones en que se especializaba lahermandad de las lahmianas. El pelo dela dama Hermione, que antes había sidode un intenso marrón chocolate, se habíaalisado y aclarado hasta alcanzar untono rubio miel, mientras el cabello deFamke, que había sido del color del oro

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blanco, se había oscurecido hasta tenerel mismo tono, aunque cortado de unamanera más juvenil. Esto y un cambio devestido, modales y voz, parecía ser loúnico que se necesitaba para que Nulnpensara que eran unas mujeres porcompleto distintas, y Ulrika tenía queadmitir que, a pesar de que ella e estabaal corriente de tales cambios, cuando seencontraban en público, teníadificultades para recordar que eran lasmismas mujeres a las que conocía desdeque había llegado a Nuln un mes antes.

—¿La reina desea que me quede enNuln? —preguntó Gabriella.

—Sí —asintió Hermione—. Con las

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muertes de Rosamund, Karlotta, Alfina yDagmar, cree que estamos escasas deefectivos, y puesto que tú actuaste de unmodo tan… —Aquí Hermione frunciólos labios y dio la impresión de quehabría preferido comerse una ratapodrida antes que continuar—...admirable, ha decidido que te quedes yocupes el lugar de Dagmar, abras unnuevo burdel en el Handelbezirk ycontinúes reuniendo información.Mathilda y tú seréis los ojos de la reinaaquí durante el próximo futuro.

—Pero mi lugar está en Nachthafen—protestó Gabriella, trastornada—.Sylvania no puede quedar sin vigilancia.

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—Se me ha informado de que estánbuscando a alguien —le aseguróHermione—. Además, Krieger ya hamuerto. No volverá a surgir allí unanueva amenaza con tanta rapidez.

—Sólo podemos esperar que así sea—suspiró Gabriella, que se recostócontra el respaldo—. No me gusta estecambio.

—Puedes tener la seguridad de que amí me gusta todavía menos —declaróHermione—. Pero según ordena lareina, así debemos actuar. Ahoratenemos que buscar un nombre y undisfraz apropiados para tu nuevaposición.

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Ulrika se volvió hacia la ventanapara mirar el jardín trasero deHermione, y las palabras de las otrasfueron desvaneciéndose mientrascontemplaba la noche iluminada por laluna. Así que se quedarían en la ciudad.Era lo último que deseaba. Allí habíansucedido demasiadas cosas quepreferiría haber olvidado. Sylvania, apesar de su aislamiento, era sencilla yordenada. Cuando llegaron a Nuln, lascosas se volvieron complicadas.

Los asesinatos de las mujeresvampiro Rosamund, Karlotta, AlfinaDagmar habían amenazado con dejar aldescubierto a las lahmianas, y la cacería

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del asesino las había lanzado a unas alcuello de las otras. Hermione habíasospechado que Mathilda intentabaarrebatarle su posición, y acusó aGabriella de ser una espía de vonCarstein empeñada en debilitar lahermandad. Había habido traiciones,derramamiento de sangre y muerte, yGabriella y Ulrika habían estado a puntode perderlo todo, incluidas sus vidas.

Sin embargo, ninguna de estas cosasle dolía a Ulrika tanto como la muertedel templario Friedrich Holmann, y lopeor del asumo era que no podía culpara nadie más que a sí misma por lacongoja que esa muerte le había

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causado. Se habían conocido porcasualidad cuando ambos iban tras elrastro del asesino, y si Ulrika hubieraactuado con inteligencia, lo habríamatado en cuanto lo vio. No fue así.Había sido débil. Le había hecho creerque era una cazadora de vampiros y lohabía dejado vivir, y a medida que suscaminos se cruzaban durante lainvestigación, el templario habíaacabado por gustarle, tanto que, en unmomento en que él fue atacado pornecrófagos y estuvo a punto de morir,ella dejó salir sus colmillos y garraspara salvarlo.

Al igual que ella, Holmann se había

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mostrado débil y no pudo matarla, y esofue su perdición. La había defendidocontra otros cazadores de brujas, y esolo avergonzó demasiado como pararegresar a su orden. Había intentadohuir, abandonar el Imperio, y Ulrika lehabría permitido hacerlo, pero lacondesa Gabriella no consintió en ello.Le había dicho a Ulrika que, al revelarlea Holmann su verdadera naturaleza,había reducido sus opciones a sólo dos:podía matarlo o alimentarse de él yconvertirlo en un esclavo de sangre.

Ulrika no se veía capaz de hacerninguna de las dos cosas. No podíamatar al hombre que le había salvado la

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vida, y no quería convertirlo en suesclavo, pues en eso se convertíanaquellos de los que se alimentaba unvampiro. Perdían la voluntad, y sehacían adictos al placer de que lossangraran. Holmann le había gustado porlo que era, por su fuerza, tristeza yhonor, y la idea de convertirlo en unperro faldero que le ofreciera el cuellole repugnaba. Así que se había negado aescoger, y Gabriella lo ejecutó en sulugar; se aumentó de él y luego lerompió el cuello. Desde entonces, lascosas no habían funcionado bien entreUlrika y la condesa.

Al percibir un movimiento que se

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produjo en la periferia de su campovisual, Ulrika volvió la cabeza. A travésde los cristales en forma de diamante dela ventana vio que Famke la llamaba porseñas desde el banco de piedra quehabía junto a la balaustrada de laveranda. Tenía un laúd en una mano.Aun con el cabello teñido y sentada a laluz de la luna, la muchacha tenía elaspecto de un soleado día de verano; erauna cosa extraña hablando de unvampiro, pero no cabía duda de queconstituía el motivo por el que su señorala había escogido.

Ulrika se volvió a mirar a Gabriellay a Hermione, que continuaban sumidas

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en su conversación acerca de latransformación de Gabriella, y acontinuación se escabulló fuera de lahabitación y salió al jardín por la puertaposterior. Era una fría noche despejadade primavera, pero a Famke no lemolestaba el frío más que a cualquierotro vampiro, y sólo llevaba puesto unligero vestido de seda color rosa.Estaba descalza.

—Buenas noches, hermana —lasaludó Ulrika, que hizo una reverencia yse le acercó—. ¿Vas a tocar una canciónpara mí?

Famke miró el laúd e hizo unamueca.

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—Estoy practicando las escalas. Ladama Hermione dice que una lahmianadebe ser una perfecta dama de la corte, yuna perfecta dama de la corte debe serversada en las artes.

—En ese caso, estoy lejos de serperfecta —declaró Ulrika—. Lo únicoque sé son canciones de tabernakossares, y no son adecuadas para lacorte. —Se quitó la peluca de largocabello y dejó a la vista el corto pelocolor arena, para luego sentarse junto aFamke con un suspiro—. ¿Te hasenterado? Nos quedaremos en Nuln.

Famke asintió con la cabeza.—Me alegra. Te habría echado de

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menos. Pero tal vez tú no estés tancontenta como yo. Parecías muy tristecuando te vi mirando por la ventana…

Ulrika guardó silencio durante unmomento, y luego se encogió dehombros.

—Es que… No importa.Famke posó una mano sobre su

brazo.—Te olvidarás de él.Ulrika levantó la mirada, disgustada

ante el hecho de ser tan transparente.—Eso espero —respondió.Famke le dedicó una sonrisa

compasiva.—Claro que sí —afirmó la joven—.

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Era sólo un hombre.Ulrika murmuró algo evasivo

mientras la muchacha curvaba los dedoscon torpeza en torno al laúd paraintentar hacer un acorde. Famke habíasufrido muchísimos abusos por parte desu padre y otros hombres antes de queHermione la rescatara y le diera el besooscuro. Era incapaz de ver nada buenoen un hombre, en ningún hombre.

—Es que él nos trató de manerahonorable —dijo Ulrika, pasado unmomento—, y a mí me habría gustadoque se me permitiera tratarlo del mismomodo. Entiendo la necesidad desecretismo, pero… —Hizo una pausa

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para mirar por encima del hombro haciala ventana del salón brillantementeiluminado—. A veces me pregunto si nolo mató por despecho. Ella… —Lainvadió el destello de un recuerdo: lamuchedumbre rodeando el carruaje enIndustrielplatz pidiendo a gritos susangre y Gabriella arrojando a ladoncella, Lotte, al salvaje abrazo de laturba, para que ella y Ulrika pudieranescapar—… puede ser cruel.

Famke asintió con la cabeza, ytambién miró con prevención hacia laventana.

—Cuando Hermione me creó —susurró, inclinándose más hacia ella—,

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yo pensaba que era la más hermosa,sabia y maravillosa mujer del mundo,pero ahora… —Negó con la cabeza conla mirada perdida en la distancia—.Pareció volverse loca cuando surgieronlos problemas… Atacando a tu señora ypensando que estaban todas contra ella.Ha llegado a darme miedo.

—Sí —asintió Ulrika, mientraspeinaba la peluca con los dedos—. Yasé que sobrevivir significa luchar, perotiene que haber una manera… diferentede hacerlo.

Reposó la espalda contra labalaustrada. Famke hizo lo mismo. Sushombros se tocaron.

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—No dejo de soñar con escapar —confesó Ulrika—. Dejarlas atrás, a ellasy todas sus intrigas de gatas furiosas, yvivir en libertad.

Famke soltó una exclamaciónahogada y volvió la cabeza de modo quesus labios casi tocaron la oreja deUlrika.

—¡Yo he soñado lo mismo! —Hizoun gesto en dirección a la casa—. Estoytan harta de paredes… Incluso el jardínes una pequeña caja —suspiró—. Antesme encantaba estar fuera. Ahora, a pesarde todas las cosas bonitas que me da miseñora, a veces me siento como siestuviera dentro de un ataúd, muerta a

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pesar de todo —recostó la cabeza sobreun hombro de Ulrika—. ¿No sería unamaravillosa aventura huir juntas comodos princesas de cuento?

Ulrika sonrió y miró más allá de latapia del jardín, por encima de losmuros y tejados de las casas del otrolado.

—Sí. Dos caballos y el caminodespejado, como solíamos cabalgar mipadre y yo por el Oblast. Sin destino, sinobligaciones, las espadas junto a lacadera, y el horizonte a cientos dekilómetros de distancia.

—Necesitaríamos un poco más queeso —dijo Famke, riendo—. Un

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carruaje para protegernos durante el día,un cochero, supongo, uno o dos esclavospara poder alimentarnos…

Ulrika gruñó, con la sensación deque cada cosa que Famke sumaba a lalista añadía peso sobre su espalda.

—En ese caso, lo mismo da que nonos marchemos —protestó, con un tonomás beligerante del que habíapretendido—. Tendríamos que llevarnoslos ataúdes.

—Viajar sin ellos sería unaestupidez —apuntó Famke—. ¿Quépasaría si el amanecer nos sorprendieralejos de todo refugio?

—Lo sé, lo sé. —Ulrika suspiró—.

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Y por eso nos quedamos en jardinesrodeados de muros y en habitacionescerradas, pero eso echa a perder unpoco la fantasía, ¿no te parece?

Famke sonrió con dulzura.—Bueno, si es sólo una fantasía,

podríamos tener caballos alados enlugar de un carruaje, y dormir enMannslieb, de modo que nunca veríamosel sol.

Ulrika rió, pero la puerta de laveranda se abrió antes de que pudieraresponder. Ella y Famke alzaron lamirada, y luego se separaron conbrusquedad, con aire culpable, al verque sus señoras las fulminaban con la

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mirada desde el umbral.—¡Ulrika! Vámonos —la llamó

Gabriella con tono cortante—. Yahemos acabado aquí. Es hora demarcharse.

Ulrika y Famke se levantaron conrapidez del banco e hicieron unareverencia en dirección a sus señoras,pero cuando Ulrika se apresuraba aseguir a Gabriella, echó una fugazmirada atrás e intercambió con Famkeuna sonrisa de complicidad.

«Te deseo caballos alados,hermana», pensó, y a continuación entróen la casa.

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DOS

La jaula de oro

—Voy a dejarte en casa —le dijoGabriella a Ulrika cuando ambasatravesaba Nuln en el carruaje hacia sualojamiento provisional—. Debocontinuar hasta Handelbezirk parareunirme con los antiguos empleados dela señora Dagmar y familiarizarme conlas peculiaridades del negocio y laslistas de clientes. Te resultaría aburrido.

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Ulrika no respondió. Se limitó amirar por la ventanilla.

—Tengo una sorpresa esperándoteen casa —continuó Gabriella—. Creoque te gustará mucho.

Ulrika continuó sin decir nada, y alfin Gabriella suspiró.

—Lamento haberte levantado la voz,querida —se disculpó—. No puedopermitir que hables con Famke.

—¿Y eso por qué? —preguntóUlrika, que se volvió a mirarla—. ¿Porqué no debo hablar con ella?

—¿Y eso por qué, señora? —lacorrigió Gabriella, haciendo hincapié enla última palabra—. No debes olvidar la

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buena educación porque yo te hayaotorgado una cierta autoridad a causa delos recientes problemas. La crisis ya haterminado.

—¿Y eso por qué, señora? —repitióUlrika, con los dientes apretados,cargando también la voz en la últimapalabra.

—Mucho mejor —dijo Gabriella—.Porque, aunque ahora se supone quesomos aliadas, Hermione aún estátrabajando activamente contra mí. Nome quiere en Nuln más de lo que yodeseo estar aquí, y tiene un miedo mortalde que me asciendan a una posiciónsuperior a la suya. Debido a eso, hará

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todo lo posible por arruinar mi nombre ymi reputación mientras estemos aquí.

—¿Y qué tiene que ver eso conFamke, señora? —preguntó Ulrika.

—No seas obtusa, muchacha —replicó Gabriella—. Famke es unacriatura de Hermione. Espía para ellatanto como tú lo haces para mí, einformará a su señora de todo lo quedigas. No puedes confiar en ella.

Ulrika apretó los puños hasta que sele clavaron las uñas en las palmas de lasmanos, pero no pudo contener la furia.

—¿Es que no debo ver a nadie másque a vos? —gritó, al fin—. ¡Matasteis aHolmann! ¡Me negáis la compañía de

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Famke! ¿Con quién voy a hablar?Gabriella parpadeó, desconcertada.—Puedes, por supuesto, hablar

conmigo siempre que quieras, querida—respondió—. Pero si necesitas otroscompañeros de juegos, habrá esclavosde sangre en abundancia cuando elnuevo burdel abra sus puertas.Tendremos una veintena de apuestoscaballeros para protegernos, y las máshermosas mujeres del Imperio a nuestraentera disposición.

—¡Yo no quiero esclavos! —bramóUlrika—. ¿Acaso no lo he dejado claroya? Preferí dejar que Holmann murieraantes que convertirlo en mi esclavo.

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¡Quiero tratar con iguales! Quieroamistades verdaderas, no las servileszalamerías de estúpidos enamorados.

Por un momento pareció queGabriella iba a responderle en el mismotono, sin embargo, la expresión de sucara se suavizó.

—En ese caso, me temo que amenudo te sentirás sola entre nosotras,niña. Aunque he tenido buenas amigas alo largo de los siglos que llevo en lahermandad, han sido pocas y muydistanciadas en el tiempo. Haydemasiada competencia por los puestosdirigentes como para que la mayoría delas hermanas sean amigas de verdad.

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Sólo nos unimos cuando nos atacaalguna fuerza exterior. —Hizo una pausaal decir esto, y le dedicó una sonrisatorcida—. Y a veces ni siquiera así lohacemos.

Le dio unas palmaditas en unarodilla a Ulrika.

—Nuestra posición no será siempretan precaria como ahora, querida —continuó—. Llegará un momento en elque podré permitirte buscar unaverdadera relación de compañerismofuera de mi hogar, pero, hasta entonces,haré todo lo posible para ser la amigaque necesitas.

Ulrika se volvió otra vez hacia la

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ventanilla con el rostro desconsolado.—Una amiga a la que tengo que

llamar «señora» —dijo. Hicieron elresto del recorrido en silencio.

* * *El hogar provisional de Gabriella seencontraba en el distrito Kaufman, unvecindario tranquilo de ricoscomerciantes situado al sur del noblebarrio de Aldig. Era una sencilla casapareada, mitad de madera, queHermione mantenía precisamente paraese tipo de situaciones, como residencia

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para hermanas que iban a visitarla y alas que resultaba comprometido quevieran alojándose en su casa. Tenía dospisos, dos dormitorios, un mayordomo,un cochero y una doncella, todosesclavos de sangre, por supuesto.

Gabriella y Ulrika habían estadoviviendo allí desde que regresaronfurtivamente a Nuln, tras dejar unaartística carnicería en Mondthaus paraque fuese hallada por las autoridades. AUlrika le parecía más una prisión, unaprisión bien amueblada, sin duda, conpesados muebles de roble, cristales decolores en las ventanas y vigas talladasy pintadas, pero una prisión de todos

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modos. Mientras Gabriella, Hermione ytodas sus secuaces estaban atareadascon la creación de nuevas identidades yen el ocultamiento de las antiguas,Ulrika se había visto obligada aquedarse esperando allí con demasiadafrecuencia, sin más que hacer que leer,pasearse de un lado a otro, y meditarsobre el giro que había dado su vidadesde que había muerto.

La doncella les abrió la puertaposterior que daba al pequeño patio, yUlrika se dispuso a ir directamente a suhabitación, pero Gabriella rióalegremente y le tomó una mano pararetenerla.

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—No, no, querida —dijo—. Noquiero verte enfurruñada. Ven al salón.Tendré que marcharme dentro de unmomento, pero tengo una sorpresa parati, ¿recuerdas?

Ulrika le hizo una leve reverenciapero mantuvo los ojos fijos en el suelo.

—Como deseéis, señora —replicó,haciendo hincapié en la última palabra.

Gabriella suspiró y sonrió contristeza.

—Sé que ahora mismo te irritan loslímites de nuestra existencia, pero lascosas mejorarán, te lo prometo.

—¿Cómo mejorarán? —preguntóUlrika, mirándola a los ojos—. Vamos a

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cambiar este ataúd por uno más grande,con putas en su interior. Pero continuarásiendo un ataúd.

Gabriella frunció el ceño.—Estás empeñada en mostrarte

ofensiva, pero no me dejaré provocar.Ven.

Condujo a Ulrika al interior de unordenado saloncito. Sobre la alfombraárabe del centro había un gran baúlapoyado sobre uno de los lados; teníaapliques de latón en las esquinas y unallave en la cerradura.

Gabriella lo señaló con un gesto.—Ábrelo.Ulrika vaciló, pero luego se acercó e

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hizo girar la llave. La tapa se abriósobre los goznes casi como por propiavoluntad, y entonces vio que el baúl eraun armario en miniatura de primorosafactura, con una barra para colgar laropa y pequeños compartimentos paralos accesorios, zapatos y objetos deaseo personal… y estaba lleno deprendas masculinas.

Ulrika se esforzó con toda su almapara aparentar que no estabaimpresionada y para aferrarse a suenojo, pero no pudo resistirse adescolgar de la barra uno de los jubonesy alzarlo. Era hermoso, de terciopelonegro bordado con hilo gris, con

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calzones acuchillados y medias a juego.En la barra había otros tres jubones, entonos oscuros de burdeos, verde y gris,además de una capa negra y unas cuantascamisas blancas orladas de puntillas.Debajo de toda esta ropa se veían un parde botas de montar negras, altas hasta elmuslo, hechas de flexible cueroestaliano, y un exquisito juego deestoque y daga de factura tileana, con elcinturón correspondiente y las dosvainas.

—Tomé las medidas de tuestropeada indumentaria de montar —dijo Gabriella—. Sé que te sientes máscómoda cuando vas vestida así, y puesto

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que me prestaste tan grandioso serviciocuando actuaste como mi «dragón»,decidí que debías ser recompensada.

Ulrika se volvió hacia Gabriella,con el jubón de terciopelo negroapretado contra el pecho. Tenía ganas dequitarse los vestidos y la peluca allímismo para probárselo.

—Gracias, señora. Esto… esto es unregalo fantástico.

Gabriella sonrió.—Tenía la esperanza de que te

gustara. Por supuesto, continuarásllevando faldas cuando hagamos visitasformales —continuó—, pero en tutiempo de ocio podrás vestirte como

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quieras.Ulrika hizo una reverencia.—Gracias. Yo… —De repente alzó

la vista para mirar a Gabriella y se leiluminaron los ojos—. ¿Puedoacompañaros, ahora? ¿Esperaréismientras me cambio?

Gabriella frunció los labios.—Como ya he dicho antes, no será

de tu agrado. Voy a reunirme con lamadama y con el personal de cocina, yya llego tarde.

—¿Puedo salir, entonces? —preguntó Ulrika—. ¿En solitario? ¿Sóloun paseo por el vecindario? ¿Hasta elparque de Aldig?

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Los labios de Gabriella setransformaron en una dura línea recta.

—No seas necia, querida mía. Esdemasiado peligroso. Ya sabes que porahora tenemos que ser invisibles. Laciudad se ha tranquilizado hasta uncierto punto, pero la fobia contra losvampiros aún no se ha extinguido deltodo. Lo único que haría falta sería unapequeña chispa y volveríamos a estarcomo antes.

—Pero si nadie sabrá lo que soy —protestó Ulrika—. ¿Creéis que soy tanestúpida como para dejar a la vista misgarras y mis colmillos? Esa lección yala he aprendido.

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—Se darán cuenta de que eres algoinusitado —dijo Gabriella—. Una mujervestida con ropa de hombre. Loinusitado atrae la atención, y nopodemos permitirnos atraer la atenciónde nadie, ¿es que no lo ves?

Ulrika se quedó mirándola fijamente,y la furia comenzó a prender otra vez ensu interior.

—Así pues, precisamente cuando medais permiso para ponerme esta ropa,me decís que no debo llevarla cuandovayamos de visita, y que no puedomostrarme con ella en público, sino sóloen mi tiempo de ocio. ¿Esperáis que mequede en casa y vaya de una habitación a

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otra con esa ropa puesta? —cogió lasbotas con brusquedad y las levantó en elaire—. Éstas son botas de montar,señora. ¿Cuándo podré montar?

Gabriella se irguió.—No adoptes ese tono conmigo,

niña. Sólo estoy pensando en ti…Ulrika la interrumpió.—¡No me llaméis niña! Soy una

mujer adulta. He recorrido el Imperiodesde Kislev hasta Middenheim y lasMontañas del Fin del Mundo. Heluchado contra las hordas del Caos. Heconducido hombres a la batalla. ¿Y vosno queréis permitirme que salga decasa? —En ese momento su furia había

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llegado al punto de ebullición, y elmundo se volvió rojo a su alrededor,como si viera a través de cristalesescarlatas. La arrebató el deseo dearrojar las botas contra la escultura deun caballero arrodillado a los pies deuna dama noble que se encontraba sobreuna mesa, al otro lado de la habitación,pero se contuvo y se obligó a hablar enun tono sereno cuando hubiera preferidoescupir las palabras a la cara deGabriella—. Pensáis en mí como en unaespecie de muñeca a la que se puedevestir primero de muchacha y luego demuchacho, y después dejarla debajo dela cama cuando os canséis de jugar.

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Bien, pues no soy una muñeca, y no soyuna niña. Iré a dondequiera que meapetezca ir, y hablaré con quienquieraque me apetezca hablar.

—Ulrika… —empezó Gabriella.Pero Ulrika no se calló, y a pesar de

su intento de controlarse, empezó alevantar la voz.

—Os debo vasallaje por habermesalvado la vida y por enseñarme lascostumbres y normas de vuestrahermandad, y por eso os serviré conlealtad, pero no soy vuestra esclava. Nosoy vuestro perro —rió con amargura—.Habéis dicho que yo era vuestra amiga.¿Acaso un amigo dice «siéntate, quieto»,

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y espera que uno se contente con unhueso y un cuenco de agua?

—¡Ya basta! —le espetó Gabriella,y luego suavizó el tono—. Es porque soytu amiga que hago esto. Sé que te sientesencerrada, y sé que es una crueldadofrecerte ropa y no permitirte vestirla,pero como ya te he dicho antes, todollegará, y también ese momento.

—¿Cuándo? —gritó Ulrika.—Pronto —replicó Gabriella—.

Tenemos una vida larga, querida mía, ytodo sucede, antes o después. Cuandonos hayamos establecido, cuando leshayamos tomado el pulso a lasautoridades, podremos permitirnos un

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mayor margen de flexibilidad. Si tienespaciencia, los amigos llegarán, llegarála libertad, cabalgarás a dondequieraque desees cabalgar, e irás a donde teplazca, pero no ahora. Y durante untiempo continuarás sin poder hacerlo. Losiento.

Ulrika temblaba de frustración, yarrugó el terciopelo del jubón conambas manos, pero luego dejó caer loshombros con resignación.

—También yo lo siento, señora —dijo—. Sé que debemos ser cautelosas.Sé que debo ser paciente. Es sólo que…

—Es sólo que no estás hecha paraeste encierro —terminó la frase

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Gabriella, al tiempo que se le acercabay la rodeaba con los brazos—. Lo sé.Eres hija de las espaciosas llanuras deKislev, y tengo la convicción de que lanaturaleza enclaustrada de la vidalahmiana te duele más que elderramamiento de sangre. —Le dio unbeso a Ulrika en una mejilla—. Te loprometo, adorada, volverás a cabalgar,pero… —Le levantó el mentón paramirarla a los ojos—. Pero tú tambiéndebes hacerme una promesa a mí.

—¿De qué se trata, señora? —preguntó Ulrika.

—Debes prometer que ahora meobedecerás —dijo Gabriella—. Debes

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prometerme que aguardarás aquí, en lacasa, hasta que te dé permiso parapartir. Tienes que permitir que sea yoquien decida cuándo se puede salir sinpeligro y con quién se puede hablar sincorrer riesgos. Estas limitaciones noserán duraderas, pero hasta que dejen deser necesarias, quiero que me des tupalabra de que vas a obedecerlas.

Ulrika vaciló. Se sentía como siGabriella estuviera metiéndola dentrodel baúl junto con los jubones y lasbotas y cerrándolo con llave. Teníaganas de huir. Quería ver las lunas. Peroal mismo tiempo sabía que la condesatenía razón. En ese momento había

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demasiados peligros. Se encontraban enun terreno desconocido, y la poblaciónaún estaba demasiado alterada. Suspiróy asintió con la cabeza.

—Muy bien, señora. Os obedeceré.Os doy mi palabra de que me quedaré enla casa y de que sólo hablaré con quiénvos me permitáis hacerlo.

Ulrika sintió que los brazos deGabriella se relajaban en torno a sucuerpo. Ésta sonrió y le acarició unamejilla.

—Gracias, querida —dijo—. Un díate lo compensaré, ya lo verás. —Ydándole un beso en la mejilla, se apartóde ella y recogió los guantes—. Me

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gustaría seguir hablando contigo sobreeste asunto, pero debo marcharme.Regresaré antes del amanecer.Aliméntate de la doncella, si lo deseas;y le he pedido al mayordomo quecomprara libros nuevos en los puestosde los libreros. Tendrás cosas que haceren abundancia.

—Gracias, señora —dijo Ulrika, yfue con ella hasta la puerta trasera,donde aguardaba la doncella con la capade Gabriella—. Tened cuidado.

—Lo tendré —replicó Gabriella.La doncella le puso a Gabriella la

capa sobre los hombros, luego abrió lapuerta y le hizo una reverencia cuando

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salía en dirección al patio. Ulrika diomedia vuelta cuando la muchacha cerróla puerta, y entonces se detuvo al oír quela llave giraba dentro de la cerradura.

Se volvió otra vez. La doncella notenía ninguna llave en las manos. Lapuerta había sido cerrada por fuera.

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TRES

LA FUGA

Ulrika pasó ante la doncella paraacercarse a la puerta y comprobó sipodía accionar el pestillo. Estababloqueado. Se le erizó la piel a causa deuna terrible premonición, y atravesó lacasa a la carrera hasta la puerta dedelante. También le habían echado lallave.

Se volvió a mirar a la doncella, que

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la había seguido, con los ojos muyabiertos, desde el vestíbulo principal.

—Ve a buscar al mayordomo. Dileque traiga las llaves.

La muchacha salió a escape.Mientras, Ulrika se paseó por elvestíbulo de entrada, donde sus largasfaldas susurraban al rozar el lustrososuelo, hasta que llegó el mayordomo,soñoliento, con el manojo de llaves dela casa.

—Abre la puerta —le ordenóUlrika.

—Sí, mi señora —respondió elmayordomo.

Metió la llave en la cerradura e

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intentó hacerla girar; entonces se volvióhacia Ulrika y le hizo una reverencia.

—Parece que la condesa ha activadolas protecciones, mi señora. Lacerradura no puede abrirse.

Ulrika maldijo y miró a sualrededor.

—¿Protecciones? ¿Hayprotecciones? ¿Es que siempre haceesto?

—Por lo general, sólo cuandoduerme, mi señora —replicó elmayordomo—. Nosotros tenemos quepoder entrar y salir para ir al mercado,tratar con los comerciantes y…

Ulrika le arrebató la llave para

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intentar abrir la puerta ella misma. Laforzó hasta doblarla, pero no logróaccionar el mecanismo de la cerradura.Maldijo otra vez y volvió a grandeszancadas a la puerta posterior. Allíobtuvo el mismo resultado.

—¡Maldita sea! —arrojó las llaveslejos de sí y volvió al saloncito pisandocon fuerza. Allí había ventanas, que ibandel suelo al techo, cubiertas por gruesascortinas. Las apartó y forcejeó con elpasador que las mantenía cerradas.Logró deslizarlo y suspiró con alivio,pero cuando empujó las ventanas, nologró que se movieran. Era igual queempujar un muro de piedra.

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Lanzando otra maldición, echó atrásun puño y golpeó un cristal emplomadode forma cuadrada. Sus nudillos sedetuvieron a un milímetro del cristal,frenados por el mismo muro de piedrainvisible. Gruñó y retrocedió de unsalto, y a continuación cogió una pesadasilla de roble y la arrojó contra lasventanas, pero la silla rebotó y cayó alsuelo con un golpe sordo mientras quelas ventanas seguían intactas. Ulrika lesdedicó una mirada feroz, con los puñoscerrados a los lados.

—Señora —la llamó la doncella convoz dulce—. Señora, ¿os encontráisbien?

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Ulrika se volvió. Tanto la muchachacomo el mayordomo habían retrocedidocon cautela hasta la puerta del comedory la observaban con desconfianza.

—Estoy bien —respondió ella—.Marchaos a vuestras habitaciones.

Inclinaron la cabeza y se alejaroncon paso presuroso, aliviados. Ulrikapuso en pie la silla y luego la pateó consalvajismo, dio un par de pasos y volvióa patearla, y después la lanzó contra unamesa.

¡La condesa la había encerrado!¡Ulrika le había hecho el juramentosolemne de que no saldría de la casa, y apesar de todo la había encerrado! Ulrika

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gruñó. Ahora sabía lo que Gabriellapensaba realmente de ella, A pesar detodas sus caricias y dulces palabras, noconfiaba en que ella mantuviera supromesa. Creía que no era nada más queuna niña sin honor, sin cerebro nisentido del deber. Era una bofetada, uninsulto a su integridad.

La furia volvió a inundarla, y lasnubes escarlatas distorsionaron suvisión y la volvieron borrosa hasta elpunto de que tuvo la sensación de que lasala se encontraba en el fondo de un martormentoso.

Volvió a patear la silla. Cuandoregresara Gabriella, le dejaría las cosas

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claras. Ulrika no volvería a dejarseconvencer con dulces palabras. Exigiríaque la dejara en libertad, y si la condesase negaba a hacerlo, se abriría pasoluchando o moriría en el intento. Nopodía permitirse servir a una brujaartera como aquélla ni un segundo más.¡Por los dientes de Ursun! Si pudieraromper las protecciones que la teníanatrapada, se marcharía en ese mismomomento para no regresar nunca más. Aldemonio con todas aquellas intrigaslahmianas, con sus rivalidades, sutilezasy habitaciones mal ventiladas. ¡Queríasalir!

Una vocecilla diminuta se dejó oír

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en el interior de la cabeza de Ulrikapara recordarle el juramento que lehabía hecho a Gabriella, pero ella lesoltó un rugido que hizo retroceder a lavocecilla a un rincón, acobardada.Cuando la condesa había girado aquellallave dentro de la cerradura, habíaliberado a Ulrika de cualquierobligación que tuviera para con ella. Noera deshonroso romper una promesahecha a alguien que carecía de honor.

Saltó contra la ventana, con lasgarras y los colmillos desnudos, y laacometió con zarpazos y golpes. Lasprotecciones la rechazaron igual queantes, y cayó de espaldas, jadeando,

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pero su cólera estaba demasiadoencendida como para abandonar. Diomedia vuelta, gruñendo por lo bajo. Sihabía alguna manera de atravesar lasprotecciones, la encontraría; y si no lahabía, al volver a casa la condesa seencontraría con su pulcra casita hechapedazos.

Ulrika subió corriendo la escalerahasta su habitación, rodeó a todavelocidad la cama con dosel, y llegó alas gruesas cortinas de la pared quedaba a la calle. Las aferró con laszarpas y las arrancó… pero se encontróante una pared lisa. No había ningunaventana detrás de ellas. Se quedó

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mirando el muro, desconcertada, y luegoatravesó corriendo el pasillo hasta lahabitación de Gabriella, donde tambiénarrancó las cortinas. Tampoco allí habíaninguna ventana: sólo pared.

Ulrika retrocedió, con la mentehecha un torbellino. Estaba segura deque había visto ventanas en los pisossuperiores desde el exterior de la casa.Tenían que ser falsas, destinadas a daruna impresión de normalidad a la vezque protegían a las huéspedes lahmianasde los rayos del sol. Recorrió conrapidez todas las habitaciones del pisoarrancando las cortinas: ninguna teníaventanas.

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Ulrika pateó una pared confrustración, y entonces se detuvo,jadeando. ¿Y una chimenea? ¿Podríatrepar por una chimenea hasta elexterior? Volvió corriendo a lahabitación de Gabriella, y se agachópara pasar la cabeza por debajo de larepisa del hogar. No tendría tanta suerte.El interior de la chimenea era tanestrecho que casi no podía meter lacabeza, así que mucho menos loshombros.

Con un gruñido, se apoderó conbrusquedad del atizador y le asestó ungolpe a una querúbica cariátide demármol que sostenía un extremo de la

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repisa de la chimenea La pequeñacabeza de piedra atravesó la habitaciónrebotando y se detuvo debajo de dondedebería haber estado la ventana. Ulrikafue hacia ella con la intención delanzarla contra algo, pero entonces sedetuvo para mirar otra vez la pared. Enla escayola se veía una sombra, unalínea vertical apenas perceptible. Seacercó más. Se parecía a la impresiónque queda en un papel secante despuésde levantarlo de la página escrita: unrastro casi invisible de lo que uno haescrito. Le pasó una mano por encima.En la pared había una depresión somera,y otra a la derecha de la primera. Miró

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más arriba. Las unía una línea arqueadatan tenue como el resto.

Sintió un hormigueo de emoción.Aquella casa no había sido erigida paralas lahmianas, sino que la habíanreformado para que se ajustara a lasnecesidades de éstas. Allí había habidouna ventana en otros tiempos. De hecho,aún existía en el lado exterior del muro.La pregunta era: ¿sería muy sólido eltapiado?

Levantó el atizador de hierro, y sedetuvo. La ventana daba a la calle.Derribar el tapiado llamaría la atención.Se encaminó con rapidez hacia elestudio que estaba situado en la parte

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posterior. Sí. Las mismas depresionessomeras en la pared. La golpeó con elatizador. La escayola se rajó ydesmenuzó. Volvió a golpear y abrió unagujero. Se puso a tirar de los bordescon las garras para arrancar la suavecapa pintada hasta ver qué había debajo:¡sólo un entramado de madera relleno degrava!

La emprendió con ambas manoscontra el entramado, arrancando losfinos listones de madera para que losguijarros que contenían se derramaranpor el suelo. A sólo tres centímetros deprofundidad apareció el marco demadera de una ventana. Ulrika continuó

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rompiendo y arrancando hasta que latotalidad de la ventana quedó aldescubierto. Por el lado interior sehabía colocado un fino panel de maderapintado de negro. Metió las garras porlos bordes, lo arrancó y vio la luz de laluna. La ventana daba al patio paracarruajes.

Ulrika levantó el atizador, casi sinatreverse a abrigar esperanzas, y golpeóuno de los cristales con forma dediamante. La punta lo atravesó con untintineo de cristales rotos. No habíaninguna protección. ¡Estaba libre!

En su ansiedad por verse fuera de lacasa, estuvo a punto de saltar por la

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ventana en aquel mismo momento, peroluego reflexionó y retrocedió. Si deverdad iba a marcharse por su cuenta yen solitario, tenía que prepararse. Derepente, sonrió. ¡Qué amable había sidoGabriella al pensar con antelación enproporcionarle las cosas que más iba anecesitar!

Bajó corriendo la escalera paravolver al salón, se quitó el vestidocubierto de polvo de escayola, se pusouna camisa, el traje de terciopelo negro,las botas de cuero y un par de guantes.Todo le quedaba perfectamente. Acontinuación se abrochó el cinturón conel hermoso estoque y la daga, descolgó

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el traje gris de la percha y lo dobló. Notenía mochila, así que metió el trajedentro de una de las amplias camisas,cerró todos los ojales, ató las mangasentre sí y se colgó el paquete de unhombro como si fuera un zurrón.

¿Qué más iba a necesitar? Dinero.Volvió a subir a paso ligero a lahabitación de Gabriella, donde saqueóla cómoda y el armario para recogerhasta la última joya que pudo encontrar.Debajo de una caja para sombrerosdescubrió un cofrecillo de hierro quecontenía cincuenta marcos de oro delReik. Los cogió y llenó la bolsa quecolgaba del cinturón de la espada.

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Ahora estaba preparada.Una parte de ella tenía ganas de

esperar hasta que regresara Gabriellasólo para que tuviera que enfrentarse alhecho de que se marchaba, pero si lohacía, la mañana estaría demasiadocerca, y antes de que amaneciera tendríaque encontrarse ya lejos de allí, y acubierto.

Corrió al estudio, donde estaba laventana abierta. Se apoderó de ella unúltimo momento de vacilación cuando seasomó a mirar al patio. Lo que estabahaciendo podía parecer una traición:abandonar a la mujer que la habíasalvado y le había enseñado cómo

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arreglárselas en su nueva vida. Puedeque no hubiera vuelta atrás. ¿Y quiénsabía lo que la aguardaba en el futuro?La muerte podría darle alcance esamisma mañana, al salir el sol. Seencogió de hombros y propinó unapatada a los cristales. Era mejor morirlibre que vivir enjaulada.

La recorrió un escalofrío deemoción cuando saltó al patio decarruajes y el viento de la noche le agitóel cabello. Ya se sentía mejor. Pasócaminando silenciosamente ante lacochera para dirigirse a la tapiaposterior. Ahora tenía que hallar lamanera de salir de Nuln. Ojalá hubiera

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podido despedirse de Famke antes departir.

Se detuvo. ¿Por qué despedirse?¿Acaso Famke no le había dicho queella también tenía ganas de escapar?Con una risa demente, Ulrika saltó porencima de la tapia y emprendió elcamino hacia la casa de Hermione através del Altestadt dormido.

* * *No se sintió tan inclinada a la risacuando observó la casa desde el tejadode un edificio que estaba al otro lado de

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la ancha calle del barrio de Aldig,flanqueada de mansiones, donde vivíaHermione. Era un palacio de tres pisosde estilo tileano, con elaboradas tallasde piedra y torneadas columnas a loslados de las puertas y las ventanas. Sinembargo, a pesar de sus filigranas, erasólido como una fortaleza, con barrotesen las ventanas y una puerta de roble dediez centímetros de grosor, y aunque nohabía guardias visibles, Ulrika sabía quelos «caballeros» de Hermione estabandentro, y probablemente habría tambiénprotecciones y robustas cerraduras, mássólidas que las que protegían la casitade Gabriella. No era de extrañar que el

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strigoi hubiese preferido matar a laslahmianas fuera de sus casas cuandotuvo esa posibilidad. Se necesitaría unejército para derribar las defensas deHermione.

Por supuesto, Ulrika no necesitaríaningún ejército para entrar.

Las doncellas y los hombres dearmas la conocían, y una pequeñamentira bastaría para franquearle laentrada. La dificultad residiría en volvera salir con Famke. Estaba segura de queHermione podía cerrar puertas yventanas con un simple chasquido de losdedos, y entonces quedaría atrapadadentro de la mansión. Hermione podría

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matarla por intentar robarle a suprotegida, o peor aún: entregársela denuevo a Gabriella.

Pero tal vez no tendría necesidad deentrar en la casa. Cabía la posibilidadde que Famke aún estuviera en el jardín.Con renovada emoción, Ulrika saltó deltejado del edificio a una estrecha callelateral, y rodeó la manzana hasta llegar ala tapia posterior de la propiedad deHermione. Le dio un salto el corazóncuando llegó a sus oídos el sonidoapenas audible de un laúd tocado pormanos inexpertas. Sólo podía tratarse deuna persona. Ulrika se acercó depuntillas a la tapia, y se detuvo cuando

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ya se disponía a saltar por encima deella. ¿Y si Hermione estaba con Famke?¿O si estaba con ella alguno de loscaballeros? Aguzó los sentidos. No oyólatir ningún corazón, pero Hermione aúnpodía estar en el jardín. Ulrika tendríaque echar un vistazo para estar segura.

Dio un brinco para sujetarse con losdedos a lo alto de la tapia, y luego se izócon lentitud hasta que pudo asomarse unpoco por encima. Árboles, arbustos yestatuas de amantes que morían unos enlos brazos de los otros ocultaban lamayor parte de la casa, pero estirando elcuello e inclinándose hacia la izquierdapudo ver la veranda, y también a Famke.

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Se encontraba a solas en el bancodonde la había dejado Ulrika, y sucabello dorado parecía de brillanteplata a la luz de la luna; se inclinabaaplicadamente sobre el laúd para lucharcon una melodía bretoniana… a la queno lograba dominar.

Ulrika dejó escapar un suspiro dealivio, y luego se deslizó por encima dela pared para dejarse caer dentro deljardín. Avanzó con sigilo entre losárboles y arbustos para acuclillarse alborde de la zona de césped en la que noquería entrar, porque quedaría a la vistade cualquiera de las ventanas.

—¡Famke! —susurró.

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Famke levantó la cabeza y miróentre sus largas trenzas.

—¿Quién…? —preguntó, y susdedos vacilaron un poco sobre lascuerdas. Luego vio a Ulrika y dejó detocar—. ¡Hermana! ¿Qué estás haciendoaquí?

Ulrika se llevó un dedo a los labiosy la llamó por señas.

—Shhh —le chistó—. Ven aquí.Famke se volvió a mirar hacia la

casa, y luego se puso de pie para bajarlos escalones y cruzar el césped conpaso presuroso.

—¿Qué sucede, Ulrika? ¿Por quéandas merodeando por ahí como un

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ladrón?Ulrika le dedicó una ancha sonrisa.—Me he escapado. La condesa me

ha demostrado que carece de honor y derespeto, así que he decidido marcharmepor mi cuenta, y he venido para llevarteconmigo —tomó a Famke de la mano—.Ven. No tenemos mucho tiempo.

—¿Que tú… te has escapado? —preguntó Famke, perpleja.

—Era eso, o morir. —Ulrika se pusode pie—. Ahora, vayamos hacia la tapia,antes de que alguien venga a buscarte.

Famke se echó atrás.—Ulrika, yo… ¿Cómo podemos

hacer esto? Era sólo una broma, un

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sueño.—Para mí no es ninguna broma —

replicó Ulrika, impaciente—. Ya no. Hedestrozado la casa de la condesa y se lohe robado todo. No hay vuelta atrás.

—¡Pero es imposible! —dijo Famke—. Vamos a necesitar un carruaje, yesclavos de sangre, y sitios dondealojarnos.

Ulrika sopesó la bolsa que lecolgaba del cinturón.

—Todo eso lo compraremos.¡Ahora, vámonos!

Se oyó la voz de Hermione quellamaba desde dentro de la casa.

—¿Famke? ¿Famke, dónde estás?

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Ulrika se volvió a mirar a lamuchacha.

—Vamos, hermana —susurró—.Antes de que sea demasiado tarde.

Famke negó con la cabeza, conaspecto de estar a punto de llorar si losvampiros pudieran verter lágrimas.

—No puedo. No saldría bien. Losiento.

Ulrika salió de entre los arbustospara acercársele, mientras la cóleracrecía dentro de su pecho.

—¿Qué te sucede? ¿Es que quieresvivir bajo la férula de esa mujerhorrible durante el resto de la eternidad?¿Cómo puedes aguantar que te tengan

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encerrada de esta manera? Eres comouna muñeca que está dentro de una caja.¿No preferirías morir libre antes quevivir enjaulada?

Famke dejó caer la cabeza.—Lo siento, Ulrika. Soy una

cobarde.Ulrika gimió y consideró la

posibilidad de echarse a la muchachasobre un hombro y llevársela por lafuerza al otro lado de la tapia, pero justoen ese momento se abrió la puerta de laveranda y salió la dama Hermione condos caballeros tras ella. Famke soltó unchillido.

—¿Qué pasa aquí? —preguntó

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Hermione con frialdad, mientrasdescendía a la zona de césped.

Ulrika reprimió el instinto de atacar,y en cambio la saludó con unainclinación de cabeza.

—Per… perdonadme, damaHermione. Mientras paseaba, he oído lamúsica que tocaba la señorita Famke, yhe pensado en venir a presentar misrespetos.

—Ya veo —dijo Hermione, queavanzó por el césped con un susurro defaldas, mientras los hombres sedesplegaban detrás de ella—. Una visitasocial pasando por encima de la tapiadel jardín.

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—Ah, sí, señora —dijo Ulrika—.Ya… ya sé que debería habermepresentado en la puerta delantera, peropensaba darle una sorpresa…

—Así que tu intención era sólosocial —la interrumpió Hermione—¿cuándo le preguntaste a mi adoradaFamke si no prefería morir libre antesque vivir enjaulada?

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CUATRO

Las murallasde Nuln

Ulrika retrocedió y, haciendo unesfuerzo, mantuvo la mano apartada dela empuñadura del estoque. Famketambién retrocedió, atemorizada.

—Me… me temo que habéis oídomal, señora —protestó Ulrika.

—¿De verdad? —preguntó

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Hermione—. Entonces, ¿qué has dicho,con exactitud?

Ulrika abrió la boca, pero no saliónada por ella. Se maldijo. Si ellahubiera sido la condesa, las mentirashabrían corrido como el vino. Gabriellanunca se quedaba sin nada que decir,pero Ulrika no había recibido formaciónen esgrima de salón. Le lanzó unamirada a Famke, pero la muchachaparecía paralizada de miedo.

—No… no lo recuerdo —dijo al fin.Hermione la fulminó con la mirada.—Si vas a venir a ganarte a mi

pupila para Gabriella, la verdad es quedeberías estar mejor preparada —

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extendió una mano en el momento en quesalían más hombres por la puerta de lacasa, a sus espaldas—. Entrega tuespada. Serás retenida aquí hasta quepueda enviar a buscar a la condesa.

Ulrika retrocedió otro paso y sintióel contacto de los arbustos en laespalda. La tapia del jardín estabacerca.

—Por supuesto —dijo—. Yo…Con un movimiento repentino

empujó a Famke contra Hermione, yluego dio media vuelta y atravesó losarbustos de un salto.

Hermione soltó un chillido decólera, y a continuación comenzó a

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salmodiar un encantamiento que dañabalos oídos, mientras sus caballerosbramaban y se lanzaban al interior de lavegetación. Ulrika no miró atrás. Esosólo serviría para retrasarla. Un árbolque tenía ante sí le ofrecía una ramabaja. Dio un brinco y se impulsóapoyando los pies en el tronco y la ramapara aterrizar sobre la tapia como ungato, pero el aire de encima del murorieló y se hizo más denso cuando elhechizo de Hermione se acercó a suconclusión. Tiró de Ulrika cuando entróen contacto con él y la atrapó,volviéndola tan lenta como una moscaatrapada en miel. Los caballeros

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salieron de los matorrales y se pusierona manotear debajo de ella para intentaratraparla por los tobillos.

Ulrika luchó contra el aire cada vezmás denso, abriéndose paso a través deél con los brazos y apartándolo de sí conla mente. «¡Déjame marchar! —gritómentalmente—. ¡Déjame en libertad!»

De repente quedó libre, y cayódesmañadamente en el callejónadoquinado donde se golpeó con fuerzarodillas y codos. Se levantó conprecipitación y echó a correr mientraslas voces de los caballeros de Hermionebramaban detrás de la tapia.

—¡Desactivad las protecciones,

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señora!—¡Ha escapado!—¡Que alguien traiga lámparas!—¡Adiós, Famke! —gritó Ulrika por

encima de un hombro, para luego girar ala izquierda, al final del callejón, yalejarse a la carrera, girando una y otravez por las calles desiertas sin pensar nipor un momento adónde iría. No lellegaron sonidos de persecución, peroeso no era garantía de nada. No tenía niidea de hasta dónde llegaban lospoderes de Hermione. Por lo que ellasabía, la dama podía volar, aunque noparecía probable que quisiera llamar laatención revoloteando por encima de

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Nuln con un elegante vestido. Eso no erapropio del estilo de las lahmianas.

No, pensó Ulrika con unestremecimiento. El estilo de laslahmianas era usar su influencia yposición para conseguir lo que querían.Hermione no saldría a darle caza,pediría a las autoridades que lo hicieranen su lugar. De repente, Ulrika sintió quelas murallas de Nuln se cerraban sobreella. Tenía que salir de allí antes de queHermione le cerrara las rutas de escape,y ya había desperdiciado demasiadotiempo corriendo por ahí como un goblinsin cabeza.

Se detuvo y miró a su alrededor para

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orientarse. Estaba en el barrio de losTemplos, y la rodeaban por todas parteslos altísimos campanarios y las almenasde los templos de Sigmar, Shallya yMyrmidia. ¡Estúpida! Había llegadocorriendo casi hasta el Jardín de Morr,en una dirección por completo errónea.Dio la vuelta y se encaminó hacia el sur,esta vez avanzando a paso veloz perocontrolado, mientras rezaba a los diosesque ya no querían escucharla parapedirles que no fuera demasiado tarde.

Pocos minutos más tarde, se detuvoen las proximidades de la Alta Puerta, laentrada principal de la muralla queseparaba el acaudalado barrio del

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Altestadt del plebeyo barrio comercialdel Neuestadt. Ya había trepado por lamuralla en una ocasión anterior paraentrar en la ciudad, y había estado apunto de que la atraparan. No leapetecía nada volver a intentarlo.

Y tal vez no tendría que hacerlo. Laotra vez había trepado por la murallaporque tenía el aspecto de un forasterozaparrastroso y de dudosa reputación aquien no era probable que los guardiaspermitieran entrar en el barrio noble enplena noche. Al bajar los ojos hacia sucuerpo ataviado con el hermoso jubónnegro y las costosas botas, se preguntósi no podría intentar abordar el asunto

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de un modo más directo. En esemomento mostraba un aspecto noble, ysólo iba a entrar en el Neuestadt, cosaque a los guardias no les importabademasiado.

Dirigió la mirada hacia adelante. Enla puerta reinaba la calma. Los guardiasvestidos con uniforme negro y corazaarrastraban los pies de un lado a otrocomo si estuvieran medio dormidos. Eraentonces o nunca. Avanzó erguida y conel mentón en alto. Al aproximarse, losguardias alzaron la mirada, laobservaron y luego se pusieron firmes yapoyaron las lanzas en el suelo al ver elcorte de su ropa.

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Ella les dedicó un frío asentimientode cabeza y los guardias le franquearonla entrada peatonal que había junto a lasgrandes puertas.

—Buenas noches, mein Herr —dijoel barbudo capitán de la puerta altiempo que le dedicaba un saludomilitar.

—Buenas noches —respondióUlrika al saludo mientras entraba en elestrecho túnel que atravesaba la muralla.

Con el rabillo del ojo vio que elcapitán reaccionaba de manera extraña.O bien su cara o bien su voz le habíandesvelado que era una mujer. Continuócaminando y se obligó a no acelerar el

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paso. Sentía los ojos de él clavados enla espalda, pero el hombre no dijo nadacuando salió por el otro extremo delpequeño pasadizo para adentrarse en elNeuestadt. Una puerta menos. Sóloquedaba una por atravesar.

Pero justo cuando dejaba escapar unsuspiro de alivio y comenzaba a alejarsea grandes zancadas, oyó un golpeteo decascos de caballo a su espalda. Sevolvió a mirar atrás y vio que cuatrojinetes se aproximaban a la puerta por ellado del Altestadt, gritando que lesabrieran. Ulrika se detuvo en seco.Había reconocido a los hombres. Erantodos gente de Hermione. Se metió en la

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boca de un callejón y escuchó lo quedecían.

—Estamos buscando a un ladrón —estaba diciendo uno de ellos—. Unamujer disfrazada de caballero. Le harobado las joyas a mi señora.

El capitán se quedó boquiabierto.—¡Acabamos de dejarla pasar hace

apenas unos segundos! —Se volvió paragritarles a sus hombres—: ¡Abrid!¡Abrid! —Y a continuación se asomó amirar entre los barrotes de la puerta quese abría—. ¡Está justo…! Vaya, hadesaparecido. ¿Adónde puede haberido?

—La encontraremos, capitán —dijo

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el primer jinete, y se lanzó a través de laabertura con los otros siguiéndolo—.¡Bergen! ¡Standt! —gritó—. ¡Alertad alas otras puertas! Folstadt y yo labuscaremos por aquí.

—Sí, mi señor —replicaron loshombres, y se adentraron en el Altestadtacompañados por un atronador golpeteode cascos, mientras su jefe y el otroralentizaban el paso para mirar dentrode todos los portales y callejones.

* * *Ulrika se encogió en las sombras y los

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observó cuando pasaron mientras gemíamentalmente. Era rápida, pero no tantocomo un caballo. Llegarían a las puertasmucho antes que ella, y entonces seencontraría atrapada. ¿Había algún otrocamino de salida? ¿Podría salirtrepando por la muralla? Había salvadola muralla del Altestadt, pero lasmurallas exteriores eran algo porcompleto diferente, muy patrulladas ymucho más altas. Era probable que lacaída hasta el suelo le rompiera lostobillos o las piernas, tanto si tenía unafuerza sobrehumana como si no.

No. Las murallas no eran unaopción. Tenía que hallar otra manera de

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salir de Nuln, y pronto, ya que era unaciudad de tamaño demasiado reducidocomo para poder esconderse en ella demanera indefinida. Sería sólo cuestiónde tiempo que Hermione y Gabriella, olos cazadores de brujas, hallaran surastro.

Echó a andar por el callejón,evitando los charcos malolientes y conel oído alerta por si llegaba hasta ellaruido de cascos de caballos, mientras sedevanaba los sesos en busca de una víade escape. Si hubiera sido humana,habría podido disfrazarse y escabullirsea través de las puertas principales de laciudad cuando abrieran por la mañana y

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las multitudes comenzaran a entrar ysalir, pero eso era de todo puntoimposible para ella, ya que ardería hastaconvertirse en cenizas bajo losabrasadores rayos del sol. Y lo peor eraque eso nunca cambiaría: las puertas secerrarían cada noche y la dejaríanatrapada dentro de Nuln en el únicomomento del día durante el cual podíasalir al exterior, para volver a abrirsejusto después de que ella se vieraobligada a buscar refugio en lassombras. ¿Aristócrata de la noche?¡Vaya chiste! Más bien prisionera de lanoche.

Pero entonces, en medio del

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Handelbezirk, justo cuando estaba apunto de darse por vencida y comenzar abuscar un refugio donde pasar el día quese aproximaba, se metió en una densaniebla que iba expandiéndose, y a sunariz llegó el repugnante hedor ahumedad del río. Al inhalarlo, levantó lacabeza. ¡El río! Ésa sí que era unapuerta difícil de vigilar.

Maldijo mientras echaba a andar porlas silenciosas calles en dirección a losmuelles. ¿Por qué no había pensado eneso antes? Ella y Gabriella habíanviajado desde Eicheshatten hasta Nulnen el camarote de lujo de un barcofluvial, y en ningún momento habían

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tenido que preocuparse por el sol.Reservar plaza en un barco depasajeros, aunque friera con nombrefalso, no era prudente, por supuesto.Ulrika no tenía ni una cara ni unosmodales que un sobrecargo pudieraolvidar con facilidad, en el caso de quelas lahmianas acudiesen a preguntar porella. Tendría que viajar como polizón,pero eso era todavía mejor. El sol nollegaba nunca a las bodegas de un barcode carga. Podría salir de la ciudad sincorrer el más mínimo riesgo, y notendría que esperar hasta la nochesiguiente para hacerlo.

Ya antes de que comenzara a

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amanecer, la orilla del río bullía deindustriosa actividad, tanto legal comoilegal. Los capitanes y oficiales delpuerto comprobaban los manifiestos a laluz de las linternas, y desprendían latapa de algunos cajones parainspeccionar las mercancías quecontenían, mientras que otras figurasmerodeaban por los alrededores yllevaban a cabo intercambios másfurtivos a la sombra de los almacenes demadera gris. Los estibadores llenabanredes de carga y hacían rodar barrilespor las pasarelas de los barcos mientras,en las zonas oscuras que mediaban entrelos muelles más grandes, pequeños

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esquifes ocultos por la niebladescargaban el contrabando quellevaban directamente a los conductosde las cloacas que tenían la reja rota, através de los cuales sería distribuido aun centenar de destinos de toda laciudad. Había mujeres que iban de unlado a otro con parrillas provistas deruedas y vendían tortuga de río y sopade pescado caliente a las tripulaciones,mientras que otras, ataviadas con ropamás colorida, se paseaban con mayorlentitud, dispuestas a saciar los másbajos apetitos de los hombres. Cuandoechó a andar con cautela entre lamultitud, hubo mendigos que le

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tironearon de la capa para gimotearleuna limosna, mientras tipos de aspectoduro observaban su elegante ropa yhermoso estoque desde la puerta de lastabernas del puerto donde haraganeaban.

La frenética actividad de todoaquello la sorprendió. Había esperadoencontrar los muelles en calma a aquellahora del día, y abrigaba la esperanza depoder subir a bordo de un barco todavíasin tripulantes para escabullirse dentrode la bodega sin mayores dificultades.No había ningún barco carente detripulación. Había hombres pululando entodos ellos.

Miró hacia el este. En esa dirección,

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la niebla presentaba ya un inconfundibleresplandor anaranjado. Si no se dabaprisa en subir a bordo de alguno deellos, tendría que renunciar al intento yvolver a probar a la noche siguiente.Entonces vio la manera de hacerlo.

las mujeres de las parrillas. Cuandopasaban con su carrito ante un barco yvoceaban sus mercancías, los hombresde a bordo dejaban lo que estabanhaciendo y corrían a tomar un tazón desopa caliente y un bocado rápido. Loúnico que tenía que hacer erasincronizarse bien con ellas.

Comenzó a seguir a una mujer queempujaba un carrito de color rojo

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brillante.—¡Sopa de pescado caliente! —

voceaba—. ¡No podría estar másorgullosa! ¡Sopa de pescado caliente!¡Mejor que cualquier otra cosa!

Los hombres de un barco fluvial defondo plano vieron que el patrón leshacía un gesto de asentimiento con lacabeza, y bajaron por la pasarelafrotándose las manos y gritándolealegres ordinarieces a la mujer de laparrilla, que les respondió del mismomodo.

Ulrika subió con disimulo y aparentedespreocupación hasta el barco y echóun vistazo por encima de la borda. En el

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centro de la ancha cubierta había unagran escotilla abierta, con un palé debarriles de pólvora colgando porencima, sujeto al extremo de la cuerdade una polea. Se volvió a mirar a loshombres. Estaban todos apiñados entorno a la mujer de la parrilla,empujándose y bromeando. Pordesgracia, el patrón se había quedado abordo, paseándose y revisando unmontón de papeles en la cubierta depopa.

Ulrika apretó los dientes. Tendríaque arriesgarse en cuanto el hombre lediera la espalda. ¡Ya! Con un veloz saltopasó por encima de la borda, atravesó a

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paso ligero la cubierta, y se dejó caerpor la escotilla.

Aterrizó con un suave golpe sordoen medio de la oscura bodega, y sequedó allí, con los hombros tensos, enespera de oír gritos de sorpresa. No lellegó ninguno, de modo que se relajó. Labodega era tan larga como el barco, y enella había pilas de barriles de pólvora yde cajones de madera que conteníanfusiles y presentaban la marca de laforja local grabada a fuego en loslaterales. Las pilas estaban cubiertascon lonas y llegaban hasta el mamparode popa. Ulrika trepó y gateó por encimade ellas hasta hallarse tan lejos de la

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escotilla como le fue posible, y luego searrastró por debajo de una lona y seacurrucó entre los barriles.

La recorrió un estremecimiento deemoción cuando se descolgó del hombrola mochila improvisada para usarla dealmohada. Lo había logrado. Habíaescapado de Gabriella y de Hermione, yhabía encontrado una manera de salir deNuln. Era libre. ¡Podía ir a dondequieraque le acomodara, hacer lo que leapeteciera hacer, ser quien deseara ser!

Este pensamiento la sobresaltó.¿Adónde quería ir, con exactitud? ¿Quéle apetecía hacer? ¿Quién deseaba ser?Había estado tan concentrada en obtener

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su libertad que hasta ese momento nohabía dedicado un solo pensamiento aqué iba a hacer con su libertad una vezque la lograra.

Cuando pensaba que Famke laacompañaría, tuvo la idea de marcharsey comenzar una nueva vida con ellafuera de los confines de la hermandad,pero no había previsto nada en concreto,sólo imaginado algunas situaciones —galopar por caminos serpenteantes sobreun par de caballos de guerra, dormir enel henil de algún granjero, encontrar unavivienda apartada de todo donde podervivir en paz—, todo tonterías de librode cuentos, bien pensado. Jamás habría

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sido nada parecido.Las botas de los hombres

golpeteaban la cubierta por encima deella, que oyó sus voces ásperasgritándose instrucciones y el chirridodel torno que bajaba el palé de barrilesa la bodega, donde los hombres losllevarían rodando hasta el sitio que lesestaba asignado. Bien. Pronto soltaríanamarras.

Volvió a concentrarse en suproblema. Ahora que estaba sola, notenía ni idea de que quena hacer ni sabíaadónde ir. Ni siquiera sabía cuál era eldestino del barco. ¿Debería ir a Altdorf?Nunca antes había estado en la capital

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imperial, y siempre había querido verla.¿Debería regresar a Middenheim, dondeconocía al graf? Tal vez no. Ciertamenteno sería posible renovar esa amistad, ylos moradores de Middenheim erantodavía más suspicaces y fanáticos quelos otros habitantes del Imperio. Seríapeligroso acudir allí siendo un vampiro.¿Acaso debía marcharse lejos delImperio? Ésa era una idea atractiva.Podía ir a Marienburgo, Bretonia oTilea, donde el clima era más cálido y,como en esos sitios no conocía a nadie,podría empezar de cero.

Entonces, con una repentina claridadmeridiana, supo con precisión adónde

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quería ir… adónde tenía que ir. Surenacimiento y reeducación comovampiro, sumados a la pesadilla deMurnau y los asesinatos de las hermanaslahmianas, habían apartado su mente delas cosas que eran más importantes paraella antes de morir, pero ahora volvía aser dueña de su propio destino. Podíahacer cosas que eran importantes paraella, y nada le importaba más que ladefensa de su tierra natal.

Cuando Krieger la había secuestradoen Praag, los ejércitos del Caos quehabían asediado la ciudad acababan deretirarse en desbandada para pasar elinvierno en otra parte. Pero todos tenían

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la más absoluta certeza de que volveríanen primavera, y que entonces la batallacomenzaría de verdad. En ese momentocorría el mes de Jahrdrung. Faltabanmenos de dos meses para la primavera.Si se ponía en camino de inmediatohacia el norte, llegaría justo a tiempopara ayudar en la defensa.

Sonrió para sí ante este pensamiento.Era más fuerte y más rápida…, mismortífera de lo que habría podidoimaginar jamás. Puede que no tuviera laposibilidad de luchar codo con codo conlos defensores, pero podía hacer cosasmejores. Podría escabullirse al interiordel campamento enemigo durante la

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noche y degollar a los jefes. Podríaconvertir a sus soldados en esclavosestúpidos que la obedecieran a ella enlugar de a sus mandos. Podría sabotear,espiar y asesinar, y ahogar así su doloren la sangre de la batalla. Era un planperfecto.

Por supuesto, ir a Praag tambiénentrañaba peligros, tanto físicos comode otra índole. Félix, Gotrek, Snorri yMax Schreiber habían regresado allí contotal seguridad tras dejarla a ella alcuidado de la condesa, en Sylvania.Gotrek había estado a punto de matarla.Podría no volver a comportarse contanta indulgencia como entonces si

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volvían a encontrarse. Y en cuanto aFélix y Max… los había amado aambos, y pensar en ellos aún hacía quela inundaran el deseo y la ternura. Peroel deseo que sintió entonces se habíacontaminado de violencia y sed desangre. Más de una vez había soñadoque estaba haciéndole el amor a uno deellos, para acabar desgarrándole lagarganta y bebiendo hasta la última gotade su sangre. ¿Qué sucedería si llegabana encontrarse de verdad?

A pesar de estos peligros, descubrióque ansiaba un encuentro semejante. Eladusto enano, el mundano magíster y eltaciturno poeta habían sido la roca

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donde apoyarse durante algún tiempo.Le habían proporcionado consejos yabrigo, y habían predicado con elejemplo. Eran hombres prácticos eimperturbables, que tenían poco delmiedo y la estrechez de miras que eranmoneda corriente entre las gentes delImperio y de Kislev. ¿Acaso Gotrek nole había permitido vivir a pesar de que,a sus ojos, se había convertido en unmonstruo? ¿Acaso Félix no se habíaaliado con la condesa contra Krieger, apesar de que conocía su verdaderanaturaleza?

De repente deseó más que nada en elmundo contarles a ellos sus problemas,

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hablarles del templario Holmann, y eldolor que la había acometido cuandosupo que no tenía la valentía necesariapara salvarlo de Gabriella. Anhelabapreguntarles qué debía hacer, cómodebía vivir, cómo podía resolver elnegro nudo del conflicto que le estrujabasu frío corazón muerto. Ahora estabasola, y eso la asustaba. No quería tenerque encararse con el mundo en solitario.Necesitaba compañía.

Ante este pensamiento destelló unadescabellada chispa de esperanza. Talvez ella, Félix, Gotrek y Max podríanvolver a viajar juntos, vivir aventuras denuevo. Había oído decir que era algo

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que había sucedido antes. ¿No se habíaunido una vampira con un gran señor,hacía años, y luchado a su lado contra unhechicero malvado? ¿Acaso no se habíaganado incluso el favor del Emperador?¿O sólo se trataba de un cuento?

—¡Soltad amarras! —El grito,acompañado por un bruscodeslizamiento lateral, la arrancó de suspensamientos e hizo que mirara hacia loalto, aunque por encima de ella no habíanada que ver salvo lonas. Acababan dedesatracar. Había logrado escapar. ¡Eralibre!

No fue hasta que cerró los ojos yvolvió a apoyar la cabeza en la

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improvisada almohada que descubrió,para su horror, que empezaba a tenerhambre.

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CINCO

La tiranía delhambre

Los ojos de Ulrika se abrieron derepente cuando se dio cuenta de lainmensidad del problema que tenía. Enaquel momento era pleno día, lopercibía, y se encontraba a bordo de unbarco, sin tener la más remota idea dedónde ni cuándo volvería a atracar.

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Podría encontrarse atrapada durantevarios días. Y por si eso fuera poco, notenía ningún esclavo de sangre del cualalimentarse, así que debía encontrar unavíctima, algo que no había hecho nuncaantes.

El pánico hizo que notara unaopresión en el pecho, y en un instante seevaporó la roja cólera que la habíamantenido en pie e impelido a la accióndesde que se dio cuenta de queGabriella la había encerrado. ¿Por quéno lo habría meditado todo con mayordetenimiento? Famke tenía razón:aquello no iba a salir bien. No estabapreparada en absoluto. Desde el

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momento en que había renacido comovampiro, sus protectores —primeroAdolphus Krieger y luego la condesaGabriella— habían puesto a sudisposición víctimas voluntarias de lasque alimentarse. En ningún caso tuvoque ponerse a pensar de dónde iba asalir la siguiente comida, y en muy rarasocasiones se enfrentó a la necesidad debeber sangre de alguien reacio apermitir que lo hiciera, como cuandoGabriella le dijo que debía alimentarsede Holmann. Entonces se negó a hacerloporque abrigaba intensos sentimientoshacia el templario, y no quisoconvertirlo en un esclavo sin voluntad

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propia. Pero ¿podría alimentarse dealgún otro hombre?, ¿de undesconocido? Al final, por supuesto, notendría más remedio que hacerlo; dehecho, cuando la sed de sangre laconsumiera, no sería capaz decontenerse. Se convertiría en un animalsin conciencia ni pensamientosracionales.

No quería que sucediera eso. Sehabía jurado a sí misma, por la memoriade sus ancestros, que no volvería aperder el control nunca más. Nopermitiría que la bestia la anulara.Habida cuenta de esto, tenía que decidircómo iba a actuar mientras aún tenía la

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mente lo bastante clara como parapensar.

Soltó un resoplido. La situación eraridícula. Lo que estaba haciendo en esemomento era establecer los parámetrossegún los cuales tenía intención de regirel resto de su vida eterna. Qué irónicoresultaba el hecho de que estuvierahaciéndolo entonces, en la bodega de unbarco fluvial, mientras el hambre lemordisqueaba la mente, cuando, sihubiese sido menos impetuosa, habríapodido meditar sobre las complejidadesdel asunto en la comodidad de la casade Gabriella y haberse independizadodespués.

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El pensamiento hizo que,súbitamente, anhelara regresar, implorarel perdón de Gabriella, volver al abrigode las comodidades que tan importantele había parecido abandonar apenasunas horas antes. Pero ¿cómo iba a hacereso? Ni siquiera podía bajarse delbarco, y aún en el caso de que pudiera, ylograra hallar la manera de volver aentrar en Nuln, ¿la aceptaría otra vezGabriella? ¿Le permitiría Hermionecontinuar con vida? ¿Podría ella vivirconsigo misma, con la vergüenza dehaber renunciado a su libertad ante laprimera dificultad?

No, no podía volver. No quería

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hacerlo. Maldita fuera si lo hacía. Asípues, por muy inoportunos que fuesen elmomento y el lugar, tenía que tomar unadecisión.

El hambre le gruñía que deberíaalimentarse de quienquiera que se lepusiera a mano, que sus necesidadeseran más importantes que lasnecesidades del ganado que la rodeaba.La reprimió. No quería ser comoKrieger, su repugnante padre de sangre,que desangraba chiquillas inocentes yabandonaba sus cadáveres en loscallejones. Tampoco quería ser comoGabriella, que había matado altemplario Holmann con un frío

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pragmatismo que Ulrika no podíaaceptar. Incluso le repelía el hecho dealimentarse de esclavos dispuestos aello, porque la devoción quedemostraban hacia aquellos que lossangraban resultaba repugnante decontemplar. Pero, entonces, ¿quéalternativa le quedaba?

Si de verdad odiaba el ser en que sehabía convertido hasta tal punto que noestaba dispuesta a alimentarse, deberíasuicidarse y acabar de una vez con elproblema. El sol estaba alto en el cielo.Podría acabar con su dilema de manerainstantánea con sólo salir a la cubierta yarder hasta convertirse en cenizas, pero

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sabía por experiencia que no tenía lavalentía necesaria para hacerlo. Teníaque haber otro camino. Con que sólopudiera alimentarse de personas dequienes ella pensara que se lomerecían… los malvados, los crueles,aquellos que se habían convertido a símismos en bestias…

Su cerebro se detuvo de modorepentino, pasmado ante la simplicidadde aquella solución. ¿Por qué no? ¿Porqué no iba a poder hacerlo? Podríaalimentarse sin deshonrar su pasado nitener cargos de conciencia, y al mismotiempo estaría rindiéndole un buenservicio a la humanidad. Y tampoco

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cabía tener el más mínimo temor depasar hambre por ceñirse a esa dietamoral, ya que en el Viejo Mundo nuncahabría escasez de personas malvadas.Sonrió, dejando a la vista los colmillos.Acudir a Praag parecía una opcióntodavía mejor que antes, un interminablefestín de salvajes y dementes. Sealimentaría cada noche.

Pero…Su euforia se derrumbó con la misma

celeridad con que había germinado.Pero ¿qué iba a hacer hasta entonces?¿A quién convertiría en su presamientras iba de viaje? ¿De quién sealimentaría aquella noche? ¿Habría

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algún hombre malvado a bordo delbarco? ¿Cómo averiguarlo? ¿Acaso ibaa tener que interrogar a sus víctimasacerca de sus principios morales antesde atacarlas? Resultaba risible.Ridículo.

Se gruñó a sí misma, furiosa ante supropia estupidez. Todas esasdivagaciones eran debilidadeshumanas… necedades autodestructivas.Debería haberse despojado de esascosas al morir. Estaba exigiendo de símisma un comportamiento que era lamás absoluta antítesis de su naturaleza.

Y a pesar de todo, ¿qué diferenciahabía con respecto a la época en que

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estaba viva? Como guerrera, habíamarchado toda la vida por la finísimalínea que la separaba del salvajismo,siempre en guardia contra el canto desirena de la matanza, que habíaarrastrado a muchos buenos hombres ala adoración de los Poderes Oscuros. Sehabía resistido entonces y podíaresistirse en ese momento.

Si.Se negaría a convertir su nueva

naturaleza en una excusa para abandonarlos principios del honor, la misericordiay la moderación por los que habíajurado regirse cuando estaba viva. Leresultaría difícil, pero las cosas fáciles

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no merecía la pena llevarlas a cabo, y unjuramento no significaba nada hasta queno era puesto a prueba. Encontraría lamanera de vivir sin hacer daño a losinocentes, incluso aquella misma noche,a pesar de estar atrapada dentro deaquel barco. Estaba segura de poderlograrlo.

Cruzó los brazos sobre el pecho ycerró los ojos, aliviada por el hecho dehaber tomado una decisión. Se echaría adormir y reuniría todas las fuerzas quepudiera para enfrentarse con el desafíoque la aguardaba cuando se pusiera elsol.

No fue un sueño plácido, porque el

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hambre iba creciendo como un tumorviviente con cada hora que pasaba.Durante aquel día, en muchas ocasionesla despertaron los aullidos del hambre, ytuvo que luchar contra ella con todas susfuerzas antes de poder sumirse otra vezen la inconsciencia. El vacío que teníaen el pecho era demasiado doloroso, ypermanecía despierta, tumbada,contemplando la lona que tenía delantede la cara, aferrándose el cuerpo con laszarpas. Percibía el fuego de loscorazones de los tripulantes que semovían de un lado a otro del barco porencima de ella. Eran cinco, y a pesar deljuramento que había hecho, nada

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deseaba más que calmar el frío de sucorazón con el calor de los de ellos.

¿Por qué no se había alimentado dela doncella de Gabriella antes demarcharse de Nuln? La sangre de lamuchacha la habría mantenido durantedos días, por lo menos. ¿Cuándo sehabía alimentado por última vez? ¿Hacíados noches? ¿Había sido antes de eso?Aun en el caso de que todo hubieraestado en calma desde entonces, a esasalturas sentiría ya los retortijones delhambre, pero los esfuerzos físicos de lanoche anterior —la fuga de la casa deGabriella, la huida de la casa deHermione, la veloz carrera a través de

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la ciudad— la habían dejado seca. Ledolían las venas por la falta de sangre.Sentía la lengua como si se le estuvieraconvirtiendo en polvo. Incluso sentíasecos los ojos.

Volvió a maldecirse por no haberplanificado la huida con mayordetenimiento. ¿Qué le sucedía? No erapropio de ella eso de actuar sin pensar.Era una mujer adulta, además de ser unsoldado veterano, con experiencia en lasnecesidades que planteaban los viajes, ymuy versada en los preparativos querequerían los desplazamientospeligrosos. Había tenido una prisa tantremenda por marcharse… La roja

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cólera que se había apoderado de ellaprácticamente la había arrastrado fuerade la casa, como si la llevara cogida porel cuello.

Y era eso, ¿verdad? La cólera roja.A pesar de todo su parloteo sobre

controlar su propio salvajismo, Ulrikaestaba tan perdida en él que ni siquierase daba cuenta de cuándo se encontrababajo su dominio. Desde que Gabriellahabía hecho girar la llave en lacerradura, los actos de Ulrika no habíansido los de una mujer de mundo, sino losde una niña petulante, los de una gatarencorosa que destroza las cosas de suama porque la ha dejado sola. La

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invadió la vergüenza cuando recordó lasexcusas con que había justificado elhecho de romper la promesa que lehabía hecho a la condesa de no salir dela casa, porque sólo habían sidoexcusas. Los actos de Gabriella carecíande importancia. Una promesa era unapromesa, y Ulrika había roto una sintener una razón mejor que el orgulloherido para hacerlo.

Estaba asqueada de sí misma, yademás se sentía perpleja. Lasemociones la desconcertaban tanto comocuando tenía quince años y pensaba queel mundo era un lugar odioso lleno deadultos ignorantes y puertas cerradas

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con llave. ¿Por qué había recaído en uncomportamiento tan infantil? ¿Acaso sedebía a que Gabriella la trataba como sifuera una niña? ¿Era la cólera roja unsíntoma de su nueva no vida? ¿Seenfriaría en algún momento y lepermitiría pensar? Imploró a los diosesde su padre que fuera así, y pronto.

Pasado un largo rato, salió gateandode debajo de la lona y asomó la cabezapor encima de la carga. A través de lareja que cubría la escotilla descendíauna luz roja que formaba un entramadocuadriculado sobre el suelo de madera.El ocaso. Faltaba menos de una horapara que oscureciera, pero incluso una

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hora parecía insoportable. Se sentó conla espalda apoyada contra el mamparo ylas piernas flexionadas a mirar el lentodesvanecimiento de la luz, porque nohabía nada más en lo que su mentepudiera concentrarse.

Al fin se desvaneció el último rastrode púrpura y todo quedó envuelto enmatices de gris. Cuando Ulrika se pusode pie, se sentía cien años más vieja delo que era, y avanzó con paso inseguropero sigiloso hasta la escotilla; le dabavueltas a todo y le temblaban lasextremidades a causa de la debilidad.

Encontró una escalerilla junto a unposte de soporte, y la apoyó contra el

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borde inferior de la abertura. Subió ymiró a través del enrejado de maderaque la cubría. Había un pestillo simple—una anilla de hierro que teníainsertada una clavija de madera paramantener cerrada la reja—, pero carecíade cerradura. Dejó escapar un suspirode alivio. Era otra de las cosas en lasque no había pensado. ¿Qué habríasucedido si se hubiera quedadoencerrada con llave dentro de unabodega durante días o semanas? Nopodía ni imaginar el sufrimiento quehabría experimentado.

Aguzó los sentidos. Los fuegos delos corazones de los tripulantes estaban

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concentrados en ambos extremos delbarco. No había ninguno en medio, cercade ella. Estiró una mano, sacó la clavijade la anilla, y luego escuchó. Nadie diola alarma. Apoyó los hombros contra laparte inferior de la reja y empujó. Erapesada, pero continuaba siendo másfuerte que un hombre. La levantó losuficiente como para poder deslizarsepor la abertura y salir a cubierta; acontinuación volvió a bajarla en silencioy la encajó en su sitio con brazostemblorosos. Continuó sin oír gritos dealarma ni de sorpresa. Miró en torno.

El barco navegaba pegado a la orillasur, una densa muralla negra de bosque

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que colgaba por encima del río, y almirar hacia el norte, Ulrika comprendiópor qué: una gran flota de buques deguerra imperiales bajaban por el centrodel río, con los pendones ondeando en elaire, lo que hacía que el resto del tráficofluvial se mantuviera a distancia. Elbarco de Ulrika y muchos otros sedeslizaban con prudencia por losfangosos bajíos, en espera de quepasaran de largo.

La mayor parte de la tripulaciónestaba reunida en torno a un caldero enla parte posterior del barco, dondecomían en cuencos de madera yhablaban entre sí. Detrás de ellos había

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un hombre que mantenía una mano sobrela caña del timón. En la proa, otrohombre observaba el río. A Ulrika lepalpitó la cabeza de dolor al mirarlo.Podía oler su sangre y oír el flujo deésta por las venas. Un veloz salto ypodría saciarse. Desaparecería elsufrimiento que le hambre le causaba.

Sin pretenderlo, avanzó un pasohacia él, y a continuación se obligó adetenerse. ¿Tan poca importancia teníapara ella el juramento que se habíahecho a sí misma? ¿Lo rompería al igualque había roto la promesa hecha aGabriella? Ella no convertía a losinocentes en sus presas, y aunque lo

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hiciera, ¿cómo iba a poder alimentarsede él mientras estaba atrapada en unbarco? Si lo dejaba con vida, el hombrese lo contaría a los otros. Si lo mataba,los demás sabrían que tenían undepredador a bordo. A menos que,pensó, lo echara por la borda. Apartó desí ese pensamiento. No iba a alimentarsede él. Tenía que hallar una alternativa.Tenía que pensar.

Se acuclilló en la sombra del mástily se volvió a mirar a los hombres que seencontraban sentados en torno a la ollade comida. Tal vez pudiera acercarse losuficiente como para oír lo que decían ydeterminar así cuál de ellos era el más

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malvado. La hipocresía de estepensamiento hizo que sintiera vergüenza.¿Iba a alimentarse de alguien por elmero hecho de que fuera un matón, paraluego decirle a su conciencia que habíallevado a cabo una acción noble? Aquelrazonamiento engañoso le dio asco.Sería más honrado desangrar a alguiensin más, y comenzar a partir del díasiguiente a mantener el juramento que sehabía hecho. Sí, honrado, pero carentede voluntad.

Gruñó para sí. Qué cosa tan estúpidaera eso de la conciencia. Aquellamañana, cuando el hambre apenas habíacomenzado a despertarse en ella, le

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había resultado fácil decir: «Serévirtuosa. Sólo haré presa en losvillanos.» Pero en ese momento, cuandotenía la sangre tentadoramente al alcancede la mano, y cuando la aguardaban lalocura y la muerte si no se alimentaba,aquellas palabras parecían losbalbuceos de una idealista. Tenía quesobrevivir, y alimentarse de los hombresera algo tan natural para ella como loera para los hombres el hecho dealimentarse de las vacas.

—¡Henneker! —gritó el hombre queestaba en la proa—. Rocas a la vista.Vira al norte…

Su frase se cortó en seco cuando vio

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que Ulrika lo espiaba desde lassombras, y se llevó una mano a lacachiporra que le colgaba del cinturón.

—¡Polizón! —gritó, al tiempo queechaba a andar hacia ella—. ¡Capitán!¡Tenemos un polizón a bordo!

Ulrika se encogió más y se volvió,pero no había adónde ir. Los hombresque estaban en la popa dejaban loscuencos de comida y avanzaban a pasorápido, armados con porras y garfios.

—Nadie viaja como polizón en mibarco —gruñó el jefe, un canoso capitánque empuñaba un sable y una linterna.

—Por la pinta que tiene, es de clasealta —dijo el vigía—. Mira esas botas.

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—¡Oye, que es una chica! —exclamó con satisfacción otro de loshombres.

—¡Vaya, desde luego que lo es! —confirmó el capitán, que mantuvo lalinterna en alto mientras la tripulaciónrodeaba a Ulrika—. Quédate quieta,muchacha. Deja que te eche una mirada.

Ulrika reculó hacia la borda y secubrió la cara. Atan corta distancia, elolor de la sangre de los hombres laabrumaba. No podía soportarlo. Teníaganas de matarlos a todos. Queríabañarse en su sangre.

—¡Apartaos! —gritó—. ¡Dejadmeen paz!

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Intentó empujarlos para abrirsepaso, pero dos de ellos la sujetaron porlos brazos. Ulrika gruñó y los atacó conlas garras. Los hombres retrocedierongritando y cubriéndose con las manoslas heridas que les había hecho. Losdemás recularon, mirándola fijamente,aterrorizados.

—¡Sigmar! ¡Tiene colmillos!—¡Es un demonio!—¡Matadla!Ulrika flexionó las rodillas y soltó

un aullido. La bestia la impelía a atacar,a masacrar y darse un festín. Pero undiminuto atisbo de orgullo la contuvo.¡No sería esclava de su hambre! ¡No

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permitiría que fuera el hambre quienescogiera el momento, el lugar o lasvíctimas! ¡Ella sería quien tomara esasdecisiones!

El capitán alzó el sable.—Todos juntos, muchachos —los

arengó—. ¡En el nombre de Sigmar!Los hombres avanzaron tras recobrar

la valentía por la superioridad numérica,y Ulrika saltó, pero no hacia ellos. Porel contrario, retrocedió con un brincoque la llevó a lo alto de la borda, ycorrió a lo largo de ella con tambaleantepaso de borracho a causa delsufrimiento y la debilidad.

—¡No os acerquéis! —gritó—.

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¡Dejadme en tierra! ¡En tierra!Una sacudida tremenda hizo que el

barco se balanceara y se inclinarabruscamente hacia un lado. ¡Las rocas!En medio de la agitación, el timonel sehabía olvidado de ellas. Ulrika dio untraspié e intentó sujetarse a un cabo,pero falló. Cayó de la borda y sezambulló en las agitadas aguas del ríoque la noche teñía de negro.

El dolor que sintió cuando las olasse cerraron por encima de su cabeza erael peor que había experimentado desdesu renacimiento, peor que los doloresprovocados por la necesidad de sangre,peor que los causados por la abrasadora

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caricia del sol, peor que el dolor debidoa cualquier herida que hubiese sufrido,tanto viva como no muerta. Una burbujade recuerdo se abrió paso a través delpánico cuando se esforzaba por alcanzarotra vez la superficie: Gabriellaasustada ante la posibilidad de viajar enun barco abierto, proclamando que losvampiros le tenían miedo al agua. Eraalgo que también sabía por las historiasque había oído junto al fuego, en sujuventud, pero que había olvidado en sufrenético intento de mantenerse apartadade los marineros.

Había sido un descuido fatal. Elagua estaba matándola, y no la salvarían

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sus manoteos y pataleos. La corrientepasaba a través de su cuerpo como sifuera un fantasma arrebatándole suesencia. Ulrika sentía que se desgarrabacomo una bandera que un vendavalintentara arrancar del asta. Pequeñosjirones translúcidos de sí misma eranarrancados y se alejaban flotando ríoabajo, llevándose recuerdos, emociones,alegrías y tristezas, y cada uno le dolíacomo si le arrancaran un brazo.

Cuando su cabeza rompió lasuperficie, oyó que los hombres delbarco gritaban, aunque no logró entendersus palabras. No podía pensar. No veía.Entonces le llegó un aroma a marga y a

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materia vegetal en descomposición.¡Tierra! ¡La orilla! Braceó para llegarhasta ella, loando a los dioses que lahabían abandonado por ser aún capaz deoler.

La ropa le pesaba a causa del aguaque había absorbido, y volvió aarrastrarla bajo la superficie. Comovampiro no tenía necesidad de respirar,pero no la mataría el ahogamiento, sinola despiadada corriente que intentabaseparar su esencia del cuerpo no muertoal que se aferraba contra las leyes de lanaturaleza. Como una sanguijuelaprendida a su piel, le chupaba la fuerzade los brazos y la voluntad del corazón.

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Le arrancó más trozos de su yo, que sellevaron con ellos sensaciones ysentimientos. Una voz insidiosa lesusurraba que el dolor cesaría si se dabapor vencida sin más moría, pero sabíaque era mentira. Los vampiros seaferraban a la vida con tenacidad porqueconocían el tormento eterno que lesaguardaba con la muerte verdadera, yella aún era demasiado cobarde comopara enfrentarse a eso.

Continuó moviéndose con dificultad,aunque, como no veía nada, no tenía nila más remota idea de si avanzaba o nohacia la orilla. Entonces, sus botastocaron fondo. ¿Se había hundido, o era

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el lecho del río el que había ascendidohacia ella? La corriente la arrastrólateralmente por el fondo. Se impulsóhacia adelante con los pies, afianzandolos talones, y descubrió que estabaascendiendo trabajosamente por unapendiente: se acercaba a la orilla.

Tendió las manos ante sí y golpeóalgo que tenía el tacto de una rama deárbol. No. Una raíz. Se aferró a ella ytiró para intentar salir del agua. Lacorriente luchaba para retenerla, letironeaba de la ropa, debilitaba susdedos, le absorbía el alma, pero al finlogró salir y se desplomó sobre laorilla, ciega y temblando de manera

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incontrolable, con la mente convertidaen un confuso torbellino de dolor ypensamientos rotos.

Un pensamiento, no obstante,permanecía incólume: tenía quecontinuar adelante. No podía quedarseen terreno descubierto. Los hombrespodrían regresar, el sol sin dudavolvería. Tenía que ocultarse, pero¿cómo, si no podía ver ni ponerse depie?

El rancio olor de un hombre llegóhasta sus fosas nasales: sudor, mierda yalcohol, débiles y desgastados, y el máspenetrante hedor del pescado. ¿Unpescador? ¿Tendría su choza en las

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proximidades? ¿Estaría él dentro?¿Podría alimentarse del hombre?¿Tendría, al menos, la posibilidad deocultarse del sol? Se volvió en buscadel olor, como un topo ciego queolfateara dentro de la tierra en busca delarvas, y comenzó a arrastrarse bocaabajo con suma lentitud, hundiendo losdedos débilmente en la tierra y las hojasde árbol enmohecidas.

Cada metro parecía un kilómetro, ycon cada lento movimiento la acometíanla náusea y el vértigo, pero después dearrastrarse entre los helechos y pasarpor encima de las raíces de los árboles,su cabeza golpeó contra algo plano que

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sonó a hueco. Se esforzó para novomitar, y luego extendió las manos yrecorrió con ellas el objeto con el quehabía topado. Era de madera, y curvo, yestaba recubierto de pintura que seestaba desconchando.

Ulrika sollozó. Era un bote. Nohabía choza, ni ningún pescador del quealimentarse, sino sólo un viejo esquifeerosionado por los elementos que habíasido arrastrado hasta el bosque y vueltoboca abajo. Se desplomó contra él. Nopodía ir más allá. Estaba demasiadodébil como para adentrarse más en elbosque. Con sus últimas fuerzas, semetió rastras debajo del bote, se

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acurrucó en el suelo y cerró los ojos.Nunca había tenido tanto frío en toda suvida.

Se encontraba de pie, desnuda, juntoa la ardiente pira funeraria de su padre,hundida hasta las rodillas en la nieve deSylvania, e intentaba llorar su muerte,pero el calor del fuego le secaba laslágrimas antes de que pudieranderramarse. Entonces, como un papelque se enroscara al ser devorado por lasllamas, el padre se incorporó, con elpelo y la barba convertidos en unamelena de fuego, mientras la piel se lederretía.

—Únete a mí, hija —dijo,

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llamándola por señas—. Tienes quemorir a causa de tu transformación.

Ella retrocedió para apartarse de él,aterrorizada, pero el padre bajó de loalto de los troncos encendidos y fue trasella con paso tambaleante mientras se ledesprendían trozos de carneennegrecida.

Ulrika tropezó y cayó de espaldas enla nieve, y de repente no era su padrequién iba hacia ella, sino Gotrek elmatador, con las runas del hachabrillando con luz rojo cereza.

—No será rápido, muchacha —gruñó el enano, mientras bajaba el hachalentamente hacia su garganta—. No lo

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mereces.El calor de las ardientes runas le

quemó la cara y el pecho mientras ellase apartaba del agudísimo filo de lahoja.

El hacha le tocó la piel.Ella gritó.Y al despertar percibió olor a carne

quemada.Una grieta del fondo del bote dejaba

entrar la más diminuta aguja de luzsolar, que había avanzado por la ropa deUlrika siguiendo el desplazamiento delastro y llegado a la piel descubierta delcuello.

Al apartarse con brusquedad se

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golpeó con el costado del bote, ypermaneció tumbada, jadeando,temblando y gimiendo de dolor. Aún seestremecía de frío, pero al mismotiempo ardía como si tuviera fiebre. Pordebajo de los bordes de la embarcaciónse veía la brillante luz del sol que larodeaba por todas partes, cegándola, yel calor del astro caía a plomo sobre elfondo del bote vuelto boca abajoasándola como si estuviera en un horno.Sentía las extremidades como si fueranramitas secas, y el aspecto que tenían noparecía desmentir la sensación. La partede las muñecas que sobresalía de lospuños de terciopelo no era más que

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tendones y venas, y los dedos eran sólopiel sobre hueso. No podía moverse, nopodía levantar la cabeza. Si la pequeñalanza de sol la seguía hasta el costadodel bote, no estaba segura de poderescapar otra vez de ella.

¿Cómo había llegado hasta allí?¿Por qué estaba debajo de un bote?¿Quién… quién era ella? La inundó unrenovado pánico al darse cuenta de queno podía recordar su nombre ni quiénera. No sabía dónde estaba ni cómohabía llegado hasta allí. El calorsofocante y el frío que le calaba loshuesos la habían despojado de todo esopara dejarle sólo el dolor.

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Se esforzó por recordar el sueño delque acababa de despertar con laesperanza de que le proporcionaraalgunas pistas sobre quién era. Norecordaba nada. En el sueño habíanieve, y un hombre que ardía, y otro conun hacha, pero no les veía la cara. Nosabía sus nombres.

Lo único que sabía era que teníahambre, un negro dolor de vacío que erapeor que el frío, peor que el calor.Hacía que sintiera el impulso de apartara un lado el bote y salir al bosque enbusca de sangre, pero el instinto le decíaque hacer eso significaría la muerte, queel sol la mataría, la haría arder como al

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hombre de la pira, así que se quedó allítumbada, asándose y temblando,mientras su hambriento corazón ladevoraba por dentro, observando cómola aguja de sol labraba un lento senderopor el umbrío suelo de debajo del bote.

Tuvo más sueños, cada uno másextraño e inquietante que el anterior:Félix enterrándola aunque ella le gritabaque no estaba muerta. Adolphus Kriegery la condesa Gabriella bebiendo lasangre de Holmann mientras Ulrikaluchaba para escapar de una jaula quecolgaba encima de una hoguera; ydespertares más delirantes en los que elbote y el suelo daban vueltas a su

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alrededor de tal manera que leprovocaba náuseas, y sus tembloresaumentaban de tal modo que lecastañeteaban los dientes y no podíapermanecer quieta.

Entonces, al despertar de un sueñodemencial en que las venas leatravesaban la piel como si fueranlombrices de tierra que se alejabanhusmeando en busca de sustento,descubrió que el sol y el calor habíandesaparecido, y lo único que quedaba deella misma era el frío y el hambre. Elfrío era peor que nunca, pero el hambreera aún más intensa. El mareo y lasnáuseas habían desorientado a la bestia

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durante algún tiempo, pero ya habíavuelto y no estaba dispuesta a tolerarque no se le hiciera caso.

Ulrika la maldijo. Estaba demasiadodébil como para moverse.

Su mente estaba demasiadoquebrantada. Ni siquiera podía empezara pensar en salir en busca de comida,pero la bestia aullaba y le arañaba lasentrañas, inclemente, y descubrió que,después de todo, tenía fuerzas paramoverse.

Temblorosa y muy débil, salió arastras de debajo del bote logróarrodillarse, aunque no sin esfuerzo,pero luego cayó al intentar ponerse de

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pie. Las piernas se negaban a sostenerla.Así pues, se alejó a gatas del río y delbote para adentrarse más en el oscurobosque, donde los arbustos le arañabanla cara y las rocas se le clavaban en laspalmas de las manos. Apenas podía veradónde iba. Su visión sobrenatural, quepor lo general le permitía ver en laoscuridad, estaba volviéndose borrosa,y el mundo no era más que enormessombras de árboles y brumas fluviales.

Un rato después le llegó el pataleode muchos cascos, y Ulrika se encogió,asustada. Los cascos pasaron con unruido atronador por algún punto situadomás adelante, y se desvanecieron hacia

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la derecha. ¿Habría allí un camino?Volvió a avanzar a gatas, y al cabo deunos momentos lo encontró. Giró en ladirección hacia la que se habían alejadolos cascos, y continuó avanzando congran lentitud por la zanja que corríaparalelamente al camino. Si había uncamino, podría haber un pueblo, y sihabía un pueblo, habría hombres, y sihabía hombres, ella podría alimentarse.

Al cabo de un lapso de tiempo quele pareció interminable, vio luz a lolejos. Al principio pensó que se tratabade una casa, pero luego comprobó queera una posada con cocheras, unagrandiosa forma oscura situada a un lado

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del camino, con un farol de oscilantellama colgado por encima de la puerta.Se pasó la lengua por los labios. En elinterior habría hombres. Habría sangre.

Se detuvo para descansar. Aunqueaún tenía la mente confusa, sabía que nolograría acercarse a la presa sicontinuaba a gatas. No la dejarían entrarpor la puerta. Reunió sus fuerzas y sepuso de pie con un tremendo y dolorosoesfuerzo, y se quedó de pie durante unmomento, oscilando, luchando con elvértigo que hacía girar el mundo a sualrededor. Cuando alcanzó algoparecido al equilibrio, comenzó aavanzar con pasos torpes y

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espasmódicos, moviendo un pesado piedespués del otro como si estuvieranhechos de granito.

Al acercarse más, los fuegos de loscorazones de la gente que había dentrode la taberna comenzaron a llamarla conpromesas de bienestar y calor. Lasvenas le dolían a causa de laproximidad, y la necesidad aceleró suspasos. Por desgracia, no se volvieron niuna pizca más gráciles y al aproximarsea la puerta del patio de los establos,cayó boca abajo y se golpeó la caracontra el frío suelo.

Del patio le llegó un grito desorpresa, y luchó para levantarse y

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marcharse, pero no podía continuar. Eraincapaz de volver a levantarse. Estabademasiado débil y el dolor era excesivo.Manoteó inútilmente contra el suelomientras unos pesados pasos se leacercaban.

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SEIS

La recompensade la

misericordia

—Anciano —dijo una voz de hombre—.Anciano, ¿estáis bien?

Ulrika no sabía a quién le hablaba lavoz, y tampoco le importaba. Lo únicoque le importaba era alejarse de allí.Con un esfuerzo supremo, metió los

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codos debajo del cuerpo y se arrastróunos pocos centímetros.

Una mano se posó sobre uno de sushombros y la hizo rodar hasta dejarlatendida de espaldas. Ella entrecerró losojos, y al alzar la mirada se encontrócon el rostro redondo de un robustomozo de cuadra de mediana edad.

—Anciano —dijo—, ¿os ocurrealgo…? —Entonces comenzó aretroceder, asustado, e hizo el signo delmartillo—. ¿U… una moza? Sigmar nosguarde, muchacha, me habéis asustado.Piel sobre huesos y pálida como lamuerte. ¿Qué os pasa? ¿Estáis enferma?

Ulrika no pudo hacer nada más que

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gemir. El olor de la sangre del mozo leresultaba abrumador. Tendió las manoshacia él, temblando de hambre.

Él se apartó poco a poco,acobardado, pero luego apareció en susojos una expresión calculadora.

—Bueno, la verdad es que parecéisbastante rica. ¿Qué habéis hecho? ¿Huirvestida con la ropa de vuestro hermano?A lo mejor vuestra familia pagará paraque os devuelvan a casa. Sí, a lo mejor.—Le tomó las manos y luego chasqueóvarias veces la lengua—. Están muyfrías. Estáis casi congelada. —Searrodilló y la tomó en brazos como si nopesara nada—. No puedo dejaros morir,

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¿verdad? De eso no sacaría dinero.Vamos.

Mientras la llevaba a través delpatio al interior de los establos, Ulrikase aferró al mozo de cuadra, con lacabeza apoyada en su hombro, y elcuello desnudo del hombre quedó apocos centímetros de sus colmillos. Seesforzó por alcanzarlo, pero él ladepositó sobre una pila de balas de henoque había al lado de una pequeña estufade hierro y le volvió la espalda. Se pusoa rebuscar en el interior de un armariode cocina. Ulrika oía los movimientosde los caballos a su derecha.

—Ahora os arroparé bien —dijo el

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mozo—. Luego os iré a buscar un pocode caldo de la olla de Frau Kilger. Esoos hará entrar en calor.

Se volvió otra vez hacia ella, conlos brazos cargados de mantas paracaballo, y procedió a extenderlasencima de Ulrika, una a una, hasta queella se sintió como si estuvieranenterrándola. Tenía ganas de maldecir aaquel idiota y decirle: «Eso no me haráentrar en calor. ¡Necesito sangre!» Perolo único que podía hacer era gemir.

Al fin, él retrocedió un paso y negócon la cabeza.

—¿Qué tiene que haberos sucedidopara que el pelo se os haya vuelto

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blanco siendo tan joven? ¡Ay!, estemundo es malvado, es un mundomalvado —volvió a chasquear lalengua, y luego dio media vuelta para irhacia la puerta—. Ahora traeré el caldo.No tardo nada.

Ulrika frunció el entrecejo mientrasél cruzaba el patio y se alejaba. No teníael pelo blanco. Era de un rubio sucio.Con gran esfuerzo, sacó un brazo dedebajo del pesado montón de mantaspara luego alzarlo y tirar de un mechónde pelo. Era justo lo bastante largocomo para que ella viera las puntas, que,sí, eran blancas como la leche.

La inundaron el pánico y la

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incertidumbre. ¿Cuándo había sucedidoeso? ¿Acaso había tenido siempre elpelo blanco? ¿Era sólo que no lorecordaba? Intentó retroceder en eltiempo hasta la última vez que se habíavisto a sí misma. No pudo. No lograbarecordar qué aspecto tenía. ¿Quién era?El dolor de cabeza no le permitíaconcentrarse durante el tiempo suficientecomo para dilucidarlo.

El fuego del corazón del mozo decuadra apareció en la periferia de sucampo de percepción, y un momentodespués volvió a entrar por la puertacon un cuenco de humeante sopa puestoen equilibrio sobre una bandeja.

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—Aquí está —dijo con tonotranquilizador mientras se acercaba aella—. Bien calentito, recién salido dela olla, y también os he traído un pocode pan —dejó el cuenco sobre una balade heno que había junto a ella y sacó delcinturón una cuchara de madera—. Aver, tomad un poquito de eso. Eh… Soisde familia de dinero, ¿verdad? —preguntó, con la cuchara suspendida porencima del cuenco—. ¿No seréis unamaldita actriz de teatro?

Ulrika tragó de modo convulsivo. Elolor de la sopa no le provocaba ningunareacción, pero el olor de la sangre delmozo de cuadra volvió a inundarle los

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sentidos y ya no le permitió pensar ennada más. La voz del orgullo la regañópara que no rompiera el juramento, peroera débil y apenas audible, y la aplastócomo si fuera un grillo. Tenía quealimentarse. Era eso o morir.

Le hizo al mozo un gesto para que seacercara con la mano que había sacadode debajo de las mantas.

—Venid aquí… —murmuró—.Acercaos.

—¿Qué decís, muchacha? —preguntó él, y aproximó una oreja a suboca—. No os oigo.

Con la fuerza nacida de lanecesidad, Ulrika cerró una mano en

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torno al cogote del hombre y tiró de élhacia abajo al tiempo que los colmillossalían de sus fundas. El hombre gruñó desorpresa, luego gritó y volvió a ponersede pie mientras ella le hundíaprofundamente los colmillos en elcuello.

—¡¿Qué estáis haciendo?! —chillóel mozo de cuadra—. ¡Soltadme!¡Soltadme!

Ulrika ascendió junto con él,adherida como una lapa, y bebió aenormes sorbos la sangre queenloqueció sus sentidos con el sabor y elpoder que contenía.

El mozo de cuadra daba traspiés por

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el establo, maldiciendo y esforzándosepor apartarla de él, pero con cada gransorbo del elixir rojo ella se hacía más ymás fuerte. Recuperó todos los sentidos.Los rincones oscuros del establo sevolvieron más claros y su mente seagudizó. Le rodeó la cintura con laspiernas y se sujetó con más fuerza aún,sin dejar de beber en ningún momento.Luego, los manotazos del hombre setransformaron en caricias, y él gimió yla estrechó contra su cuerpo.

—Sí —murmuró—. Besa… más…A Ulrika se le revolvió el estómago.

Siempre sucedía lo mismo, y elladetestaba que fuera así. Las víctimas

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obtenían tanto placer como ella cuandolas desangraba, cosa que era deagradecer, suponía, pero los gemidos ledaban asco. Sin embargo, ni siquiera elasco bastaba para interrumpir el festín.Sus venas suplicaban más y más sangre,y no podía negársela.

Únicamente cuando el mozo sedesplomó y quedó tendido de espaldasse dio cuenta de que estaba a punto dedesangrarlo del todo, e incluso entoncesle resultó difícil soltarlo. Al fin, sinembargo, se apartó con brusquedad,boqueando y maldiciendo, y se arrodillójunto al hombre postrado, sobre cuyocuerpo cayeron gotas de sangre de la

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boca de Ulrika. Había roto su juramento,pero al menos se había contenido parano matarlo. Si el mozo no tenía cerca anadie que saciara el deseo de que losangraran, acabaría por recuperarse delbeso, o al menos eso esperaba Ulrika.

—Lo siento —murmuró—. Losiento.

Buscó con una mano la bolsa demonedas que llevaba colgando delcinturón con la idea de pagarle por loque le había hecho, pero no la encontró.La había perdido en algún punto dellargo recorrido a gatas, o tal vez inclusoantes. ¿La tenía cuando estaba debajodel bote? ¿Había tenido alguna vez una

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bolsa de monedas?Se oyó un portazo cuando estaba

limpiándose la boca. Unos pasosacompañados por fuegos de corazonessalían al patio procedentes del interiorde la posada, y se oyeron vocescampechanas y risas ebrias. Se quedópetrificada, rezando para que sealejaran.

—¡Eh, Herman! —llamó una de lasvoces—. ¡Nuestros caballos!

—Y quítale esa piedra de laherradura a Cecile —dijo otro—.Tendrá que recorrer kilómetros cuandollegue la mañana.

—¡Por el martillo! —maldijo un

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tercero—. ¿Dónde diantre se ha metido?Los pasos comenzaron a avanzar

hacia el establo. Ulrika se levantó conprecipitación, dispuesta a huir, peroentonces se desplomó sobre el mozo decuadra, presa de náuseas. Había bebidodemasiado y demasiado deprisa. Sentíala barriga tan llena como un odre devino. Le palpitaba la cabeza de dolor ytenía la visión borrosa. Volvió alevantarse mientras reprimía las ganasde vomitar.

Un hombre apareció en la puerta delestablo.

—¡Herman! ¿Dónde…? —Se detuvoen seco al ver a Ulrika agachada junto al

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mozo de cuadra inconsciente—. ¡Por lasbarbas de Sigmar! —exclamó con vozahogada, y retrocedió al tiempo quebajaba una mano hasta la pistola quellevaba enfundada en el cinturón. Ulrikavio el distintivo de Wissenland en elhombro derecho del hombre. Era unguardia de caminos.

—¡Un demonio! —gritó—. ¡Unvampiro!

Otros tres guardias se apiñaron en laentrada detrás del primero, y maldijerona su vez al tiempo que sacaban espadasy pistolas. Ulrika se levantó sobre suspiernas inseguras y se lanzó hacia unlado cuando el primero de los guardias

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disparó. La detonación resultóensordecedora dentro de aquel estrechoespacio, y los caballos se encabritaron yrelincharon en el interior de suscompartimentos.

—¡Por las lágrimas de Shallya! —gritó uno de los guardias en el momentoen que atravesaban la puerta—. Hamatado a Herman.

Ulrika miró en torno mientras seprecipitaba hacia las sombras. Se habíametido en una trampa. El establo teníauna sola salida, y los guardias decaminos se encontraban de pie frente aella. Allí no había nada más quecompartimentos y caballos.

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Oyó que echaban atrás el percutor deun arma de fuego, y se lanzó dentro deun compartimento desocupado justo enel momento en que atronaba una segundapistola. Gimió y se sujetó el estómagohinchado. Lo único que quería hacer eratumbarse a dormir. Se sentía demasiadomal para enfrentarse a cualquiera.

—¿Le has dado? —preguntó unguardia.

—Puede que lo haya rozado —dijootro—. En cualquier caso, volved acargar las armas e id con cuidado.

Ulrika levantó la mirada. Tal vezpodría saltar por encima del tabique delcompartimento cuando llegaran hasta

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ella y de ese modo dar un rodeo paraesquivarlos. Pero ¡un momento! En eltecho había un agujero que daba al henil.

—¿Listos? —dijo la voz del primerguardia.

—Si —respondieron los otros.Ulrika oyó el chasquido de los

percutores y recogió las piernas debajodel cuerpo preparándose para el salto,mientras rogaba que no la traicionaran labarriga y las piernas temblorosas.

—¡Ahora!Los guardias de caminos cargaron.

Ulrika saltó sobre el tabique deseparación en el momento en que loshombres disparaban a ciegas al interior

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del compartimento. Ella osciló,mareada, y luego saltó hacia el agujerodel techo.

El pecho se le atascó dolorosamenteen el borde, pero ella clavó las garrasen los tablones cubiertos de paja y seimpulsó hacia arriba.

—¿Adónde ha ido? —preguntó unguardia con voz ronca.

—¡Ahí arriba!Una bala pasó entre los pies de

Ulrika en el momento en que salía agatas del agujero. Se desplomó,gimiendo, en el suelo del altillo, y estavez vomitó un torrente de sangre sobrelos tablones desgastados, y observó

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cómo desaparecía por las rendijas quehabía entre ellos.

—¡Sangre! ¡Lo hemos herido!—¡Traed una escalera!Ulrika se incorporó hasta quedar

sobre las manos y las rodillas, y miró asu alrededor. Por encima de su cabezalas paredes se inclinaban hasta unirse enel centro, y por todas partes había henoapilado. Al otro extremo, estaba lapuerta del henil, por donde entraban lasbalas de paja mediante un torno paraalmacenarlas.

Oyó que una escalerilla golpeaba elborde del agujero, y la oyó crujir cuandoalguien comenzó a subir por ella.

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Ulrika se puso en pie de un salto yfue trastabillando hasta la puertacerrada, pero justo en el momento enque llegaba hasta ella, oyó el sonido deuna voz débil y ronca:

—Señores, no la matéis. Por favor.Todos empezaron a maldecir, y

luego habló el primero de los guardias.—Está vivo, el pobre tipo.—Sí, eso es peor —dijo otro—.

Ahora habrá que matarlo antes de que setransforme.

Ulrika se detuvo, con la puerta delhenil abierta a medias. ¿Qué estupidezera ésa? El mozo de cuadra no setransformaría en vampiro. No le había

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dado el beso oscuro. Se dio la vueltacon ganas de bajar y matarlos a todospara proteger al mozo de aquellosignorantes.

Un guardia asomó por el agujero delhenil y le disparó. Un golpe que tenía lafuerza de un martillazo la lanzó deespaldas a través de la puerta. Seprecipitó al vacío, pataleando ybraceando, e impactó con la espaldacontra el frío fango del patio; un dolorvertiginoso eclosionó en sus hombros, altiempo que el cuerpo vibraba a causadel golpe y el mundo se volvía borrosoe inestable.

Se oyeron gritos y chillidos

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femeninos en algún lugar cercano, yluego la voz del que había disparadoque gritaba en el interior de los establos.

—¡Le he dado! ¡Ha caído al patio!A Ulrika se le aclaró la visión y se

esforzó para sentarse, con los dientesapretados a causa del dolor. Atraída porlas detonaciones de los disparos, de laposada estaba saliendo mucha gente queparloteaba y la señalaba. De losestablos le llegaron gritos y el sonido delas botas contra el suelo.

Se obligó a ponerse de pie y corriócon paso inseguro hacia la cercaposterior del patio… y el oscuro sotoque había más allá de ésta. Los guardias

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le gritaban que se detuviera, y una balade pistola pasó silbando junto a ellacuando saltó por encima de la valla yatravesó un espeso sotobosque antes deadentrarse entre los árboles.

Pocos metros más adelante, seacuclilló detrás de un tronco grueso yvomitó un poco más de la sangre delpobre Herman; luego se limpió la boca ymiró hacia atrás. Había dos de losguardias encima de la cerca, con unapierna a cada lado, mirando hacia losárboles mientras volvían a cargar laspistolas. Sin embargo, ninguno de losdos parecía ansioso por aventurarse aentrar en aquella oscuridad, y al cabo de

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un momento se volvieron y regresaron alpatio de la posada.

Ulrika suspiro de alivio y se dejócaer contra el tronco del árbol con unamueca de dolor. Lo más probable eraque no tardaran en ir tras ella, perodispondría de unos momentos mientrasreunían faroles y antorchas; además, nopodría continuar la huida hasta que seextrajera la bala del hombro. Le rozabacontra la clavícula con cada movimientoque hacía, y si la dejaba donde estaba,la rápida capacidad de cicatrización,alimentada por la sangre que habíaingerido, la dejaría atrapada en suinterior.

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Se quitó el jubón y la camisa, e hizouna mueca de disgusto al ver los brazosconsumidos y las costillas que semarcaban por debajo de la piel. Daba laimpresión de que se necesitaría más deuna comida para devolverla a su estadonormal. Luego, apoyándose contra elárbol para conservar el equilibrio, hizosalir las garras de la mano izquierda yexploró con suavidad el interior de laherida hasta encontrar la pequeña masade plomo. El dolor de la exploración nofue nada comparado con el que le causóla maniobra de pasar las garras pordetrás de la bala y sacarla a través deldesgarrado músculo del hombro, pero el

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alivio que sintió al lanzarla hacia elsotobosque fue delicioso.

Mientras rasgaba la manga en variastiras para hacerse un vendaje, su mente,turbia y confusa desde que había salidoa gatas de debajo del bote, comenzó aaclararse por fin. Nuevamente sabíaquién era. Sabía quién había sido ysabía qué era en aquel momento. Sabíaadónde se dirigía. Pero había blancosaterrorizadores: caras sin nombre,nombres sin rostro. ¿Había muerto supadre? Pensaba que sí, pero no estabasegura. ¿Había hecho el amor con MaxSchreiber, o sólo habían sido amigos?Ya no lo sabía.

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El agujero más grande en sumemoria era de un momento reciente.Recordaba el dolor que había sentidocuando se había hundido en el río, yhaber gateado desde la orilla hasta elpequeño bote, pero el último recuerdoclaro que tenía antes de eso era la huidade casa de Hermione y el recorrido através de Nuln. ¿Cómo había llegadodesde allí hasta el agua? Evocaba vagasimágenes de haber permanecidotumbada durante mucho tiempo en unespacio cerrado, y otras de hombres quele gritaban, y de la caída al agua, peroeso era todo. El resto habíadesaparecido. No tenía ni idea de lo que

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había sucedido.Estaba acabando de atarse las

vendas cuando oyó un apagado disparode pistola y se agachó, para luego mirara su alrededor. Nadie le disparaba aella. No había nadie fiera de la cercadel patio de la posada. ¿Contra quiéndisparaban?

Entonces lo entendió. Los guardiasde caminos acababan de matar a Hermande un tiro para evitar que setransformara en vampiro. Ulrika gruñó,enseñando los dientes. ¡Estúpidosmortales! ¡Ella había evitado matarlo!¡Había hecho todo lo posible porcumplir el juramento que se había hecho

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a sí misma y lo había dejado con vida,pero, a pesar de eso, todo había salidomal! ¿Por qué le preocupaba tanto nomatar a seres humanos, cuando ellosparecían tener tan pocos reparos a lahora de matarse unos a otros? Estuvotentada de volver y demostrar que era elmonstruo que los guardias pensaban queera, pero se obligó a recobrar la calma.No necesitaba más heridas de bala, y lanoche no necesitaba más muertes.

Con una última mirada cargada deveneno lanzada en dirección a laposada, se puso la camisa, que ahoracarecía de manga, y el jubón agujereadoencima, se colgó la improvisada

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mochila de un hombro, y se adentró en elbosque cojeando, mientras se preguntabasi alguna vez hallaría una manera devivir sin causar sufrimiento adondequiera que fuese.

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SIETE

El camino deMedianoche

Ulrika se acercó a los bandoleros conpasos silenciosos. Eran dos, ambosmontados a lomos de un caballo, ymiraban desde la cima de una colinabaja hacia un solitario tramo del caminoque iluminaba la luna; ella se lesacercaba por detrás, a través de un

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grupo de esbeltos árboles.Se trataba de hombres duros,

vestidos con ropa de cuero muy gastaday capas remendadas; tenían la caramarcada por la guerra, los elementos yla bebida, pero uno de ellos llevaba unacolorida pluma en el sombrero de alaancha.

—Te lo digo yo, joven Ham —estaba diciendo este último—, el estiloimporta. El estilo te mantendrá alejadode la horca.

Ham, un joven feo de bajaextracción, soltó una risotada.

—Anda ya, Nikko ¿Cómo va asalvarte de la cuerda llevar una pluma

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en el sombrero?—No es sólo una pluma, chaval —

replicó Nikko—. Es todo. Mira, si andaspor ahí rompiendo cabezas y dejandoviudas a todas las mujeres y tal antes dellevarte la pasta, te odian, ¿sabes?Llaman a los guardias de caminos ypiden a gritos que vengan los caballeros,y a no tardar te encuentras en el bandoequivocado de una cacería de zorros.Pero… —levantó una mano para tocarseel ala del sombrero—, si adornas lacosa con una elegante reverencia y unalegre «¡la bolsa o la vida!», y les dicesun par de cumplidos a las señorasaunque les estés robando sus bolsas y

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joyas, entonces, casi te adorarán. Tienenuna gran historia que contar a susamigos: ¡les ha robado un gallardocaballero de los caminos!, y no sesienten tan inclinados a recurrir a laguardia.

Ham gruñó.—Me parecen demasiadas

molestias. ¿Y qué pasa si un cochero tepega un par de tiros? ¿Se supone quetengo que besarle la mano, entonces?

Nikko se encogió de hombros.—Puedes matar a tantos cocheros,

escoltas y guardias de caminos como teparezca. Los clientes tienen que saberque eres peligroso. Hace que sientan

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emoción. Pero no puedes matar a losricos. A nadie le importa que palmenunos pocos campesinos, pero si matas aun solo noble, te perseguirán desde aquíhasta Marienburgo.

Un estruendo distante los hizo alzarla cabeza y girarla hacia el sur. Ulrikahizo otro tanto. A través de una brechaabierta entre los árboles se vislumbró uncarruaje que rodaba por el sinuosocamino que pasaba al pie de la colina.

—Allá vamos —dijo Ham, mientrascogía la ballesta que colgaba de ungancho de la silla de montar.

Nikko se encasquetó bien elsombrero y sacó una pistola.

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—Sólo te pido que esta vez nodispares hasta que ellos no presentenpelea, ¿de acuerdo?

Ulrika, que estaba acuclillada, seirguió. Era ahora o nunca. Perdería lapresa en cuanto el carruaje estuviera atiro. Salió de entre los árboles que loshombres tenían justo detrás, desarmada.

—La bolsa o la vida, caballeros.Los bandoleros casi saltaron de la

silla de montar. Se volvieron a todavelocidad para ver de dónde venía lavoz mientras ella avanzaba entre loscaballos.

—En el nombre de Ranald, ¿quiéneres tú? —preguntó Ham.

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—Lárgate —le gruñó Nikko—. Nosestropeas la cacería.

—Vosotros —replicó Ulrika— soislas presas de mi cacería.

Con una mano rápida como elrelámpago atrapó un brazo de Ham y tiróde él para derribarlo del caballo yestrellarlo contra el suelo. Nikko gritó yla apuntó con la pistola. Ulrika seagachó, la sujetó y la retorció paraarrancársela de la mano y golpearle unasien con ella. Nikko se desplomó en elsuelo junto a su compañero, y loscaballos se apartaron con nerviosismo yojos desorbitados.

Ham estaba de rodillas y

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desenvainaba la daga que llevaba alcinturón.

—Zorra marimacho —gruñó—. ¡Tearrancaré el hígado por esto!

Ulrika le hizo soltar la daga de unapatada, lo aferró por la pechera deljustillo de cuero y lo puso de pie de untirón, aunque pesaba casi el doble queella. El bandolero intentó golpearla conun puño, pero ella lo atrapó en el aire.

—¡Suelta! —gritó él—. ¡Suel…!Su voz se apagó cuando ella abrió la

boca y dejó salir los colmillos.—Que Sigmar me proteja —gimoteó

el bandolero.—¿A ti, asesino? —preguntó Ulrika,

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con una ceja alzada—. Dudo que leimportes.

Le clavó los colmillos en el cuello ybebió, cerrando los ojos al sentir que latranquilizadora tibieza de la sangre lacolmaba y su víctima cedía.

Se alimentó controlándoseperfectamente. Bebió lo suficiente paraque le diera fuerzas, pero no tanto comopara hincharse o emborracharse. Ycuando hubo acabado, lo mató conlimpieza. Una torsión rápida pararomperle la columna vertebral, y Ham sedesplomó en el suelo con lasextremidades flojas y una sonrisabeatífica en su feo semblante.

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Ulrika se volvió hacia Nikko, que lamiraba con ojos aterrorizados desde elsitio en que había caído.

—Piedad —susurró él, que reculabagateando—. ¡Piedad! No se lo contaré anadie.

Ulrika vaciló y reflexionó durante uninstante. Nikko no era un bruto comoHam. Era apuesto para su edad, y teníaun aire cordial.

Podía ser piadosa con él si leapetecía. Se encontraría ya lejos alllegar la mañana, después de haberlerobado el caballo para dirigirse hacia elnorte. Aun en el caso de que le contaralo sucedido a alguien, no lograrían darle

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alcance. Pero luego pensó en sus cruelespalabras al declarar que estabadispuesto a matar a cualquier cantidadde cocheros y escoltas porque loscampesinos no importaban. Gruñó. Unaelegante pluma podía ocultar un corazónvil.

—Así es —dijo ella mientrasdesenfundaba el estoque—. No lo harás.

Él gritó e intentó echar a correr,pero el arma de Ulrika atacó a granvelocidad y lo decapitó antes de quepudiera ponerse de pie. La cabezarebotó contra el suelo y comenzó a rodarlentamente por la ladera de la colina,justo cuando el carruaje pasaba con un

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ruido atronador.Ulrika lo observó hasta que

desapareció de la vista, y luego searrodilló para registrar a losbandoleros. Se apoderó del dinero y lospertrechos que pudieran serle deutilidad y lo metió todo en una resistentemochila que le había robado a unavíctima anterior. Habían pasado más dedos semanas desde el incidente conHerman y los guardias de caminos, yhabía avanzado bastante en dirección aPraag, aunque el viaje no había sidofácil ni agradable en lo más mínimo.

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* * *Antes de abandonar Nuln, Ulrika nohabría podido ni imaginar lo difícil quele resultaría viajar a una criatura de lanoche. Para empezar, incluso después dehaberse alimentado bien y haberrecuperado una apariencia saludable,Ulrika no tenía ni el semblante, ni elcabello, ni el tipo de atuendo que seprestaban a que pudiera pasarinadvertida. Con independencia deadónde iba, se fijaban en ella, y loúltimo que un vampiro quería era que sefijaran en él. Una hermana lahmiana

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vestida como una gran señora, unasirvienta o una ramera, podría sercatalogada y descartada, olvidada tanpronto como se la veía, pero la gente nodejaba de mirar a Ulrika. Siempre leechaban una segunda mirada paraintentar dilucidar qué era. ¿Se trataba deun hombre o de una mujer? ¿Era alguienviejo o joven? ¿Un matón o un dandi? Ysi miraban durante demasiado tiempo,puede que también repararan en otracosa: la palidez de su piel, la frialdadde su contacto, ese algo inhumano quehacía ladrar de miedo a los perroscuando se les acercaba.

Así pues, aprendió a buscar refugio

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lejos de los lugares en los que sereunían los humanos, en el granero delas granjas, en torres en ruinas, debajode los almiares de heno, y acurrucadadentro de santuarios construidos alborde de los caminos. Pero al continuaren dirección norte y adentrarse más en elGran Bosque, ni siquiera estos pobresrefugios estaban disponibles siempreque los necesitaba, y en más de unaocasión había tenido que meterse debajode la gruesa capa de hojas del suelo delbosque y rezar para que nada laremoviera antes de que se ocultara elsol.

Aún más difícil resultaba el reto de

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alimentarse con regularidad.Después de la vergüenza y la

tragedia de lo acaecido con el pobreHerman, Ulrika estaba más decidida quenunca a dominar su hambre yalimentarse sólo de quienes lo merecían,así que siempre estaba buscando lospeores ejemplares de la humanidad yatrayéndolos hacia la muerte. Hasta esemomento del viaje sólo se habíaalimentado de bandidos y ladrones,asesinos y proxenetas, adoradores delCaos, violadores, envenenadores ymatones. Cazar ese tipo de presas habíaresultado relativamente fácil en laspoblaciones del sur —aunque en dos

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ocasiones la habían visto y loscampesinos la habían hecho huir delpueblo, armados con antorchas y horcas—, pero cuanto más se adentraba en elbosque, más difícil era encontrarvíctimas adecuadas. Incluso cuandoseguía los principales caminos decarruajes, a veces pasaba una noche sinver un solo hombre, y mucho menos unvillano.

Debido a todos estos peligros einconvenientes, se había vuelto máscautelosa y metódica. Buscaba cobijohoras antes de la aurora, en lugar decorrer precipitadamente de un lado aotro mientras el cielo se pintaba de

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rosado. Se aseguraba de alimentarseantes de aventurarse por áreasdesoladas, y siempre averiguaba ladistancia que la separaba de lapoblación siguiente. Escuchaba conatención lo que se decía en las tabernaspor si oía rumores sobre bandidos ycarretas saqueadas. Degollaba a loshombres de quienes se alimentaba con elfin de disimular las elocuentes marcasque les dejaba en el cuello.

Aun así, y a pesar de que habíamejorado, se trataba de una existenciadesagradable y triste, y a menudosoñaba con regresar junto a Gabriella eimplorarle que la perdonara, para poder

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volver a estar cómoda y a salvo en elacogedor nido de lujo lahmiano. Perocada vez que experimentaba esatentación, se recordaba a sí misma quela condesa había dicho que podría teneresclavos, pero no amigos, y también serecordaba las muertes de FriedrichHolmann y Lotte, la doncella, y laadulación de los esclavos de sangre conmirada de perro triste, y esto reforzabasu resolución. No cambiaría el honorpor la comodidad. Tenía que haber otramanera de ser vampiro.

Tenía que haberla.Ulrika recogió el sombrero de ala

ancha de Nikko del lugar en que había

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caído y se lo probó. Le quedaba bien.Con el tosco justillo de cuero y la caparemendada que había adquirido por elcamino, supuso que ahora parecía unverdadero vagabundo, cosa que leconvenía mucho. Un viajero harapientollamaba mucho menos la atención que undandi de pelo blanco vestido con untraje de terciopelo negro.

Ató las riendas del caballo de Hama la silla de la montura de Nikko, montó,y giró en dirección norte.

Al cabo de otras dos semanas habíaatravesado la frontera de Kislev, y dosdías después de eso Ulrika se halló a lavista de las torres de Praag, situadas

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muy a lo lejos, al otro lado de las lisasllanuras del oblast central. Viajar porellas había sido todavía más difícil quehacerlo a través de los bosques delImperio, porque las poblaciones eranallí aún más escasas, y mayor ladificultad para encontrar cobijo en unterreno casi completamente desprovistode árboles como aquél.

Había perdido los dos caballos justodespués de Kislev, cuando la habíansorprendido alimentándose y habíatenido que huir sin poder regresar allugar en que los había dejado atados.Desde entonces había continuadosiguiendo una caravana de suministros,

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una procesión de un kilómetro y mediode largo que transportaba madera, grano,armas de fuego y caballos de refrescohacia Praag para aprovisionar a losrestos del ejército de la Reina del Hieloque estaban en la ciudad, además decomida y otras armas en previsión delasedio que sin duda se produciríacuando regresaran las hordas enprimavera.

Las carretas avanzaban con lalentitud suficiente para permitir queUlrika recorriera por la noche ladistancia que ellas habían cubiertodurante el día; y como la caravanasiempre estaba rodeada de vagos

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redomados y villanos —hombres queintentaban robar los suministros,engañar a los soldados que los protegíany alejar del campamento, con malvadospropósitos, a los seguidores de lacaravana—, ella contaba con unsuministro constante de depredadores enlos que hacer presa con independenciade dónde estuvieran. Hacía todo loposible por escoger hombres de talmaldad y tan mala reputación que nadiese preocupara por ellos ni se hicierapreguntas en caso de quedesaparecieran, pero, a pesar de eso, alfinal de la primera semana la gente delcampamento susurraba acerca de que los

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estaba siguiendo un monstruo que sellevaba a los hombres por la noche.

No se alimentaba todas las noches—hacerlo habría resultado demasiadopeligroso—, y para su sorpresa ysatisfacción descubrió que ya no teníanecesidad de hacerlo. Cuando antes elhecho de pasar un solo día sin bebersangre había significado un sufrimientoagónico, en ese momento descubrió quea veces podían pasar hasta tres díasantes de que la punzada del hambre sevolviera insoportable. Sin embargo, nole gustaba posponerlo demasiado,porque no sería bueno encontrarse débily desesperada si algo salía mal o si se

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veía separada de la caravana, por locual procuraba alimentarse cada tresnoches, y nunca dos veces seguidas demiembros de un mismo fuego decampamento.

Al acercarse más la caravana aPraag, Ulrika había comenzado a verrestos que recordaban la invasión delCaos del año anterior: poblacionescalcinadas, granjas abandonadas,montículos de tierra que cubríansepulturas colectivas cavadas conprecipitación, y labriegos demacradoscuyos campos y almacenes habían sidosaqueados dos veces, una por losinvasores en su camino hacia el sur, y

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una segunda vez por los ejércitos de laReina del Hielo cuando llegaron pararechazar las hordas y devolverlas alnorte.

También vio signos que indicabanque algunos bárbaros no se habíanretirado. A menudo pasaban al galopecolumnas de lanceros alados deGospodar, con el estandarte del ala deáguila restallando en el viento, a vecescon cabezas de bárbaros ensartadas enlas puntas de las lanzas. En torno a losfuegos de campamento corrían rumoresde que esta o aquella caravana habíasido atacada por nórdicos enloquecidosque salían aullando de la noche, y

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volvían a desvanecerse con los cautivosy el botín sin que nadie supiera adóndeiban. Una noche, Ulrika vio una granjaen llamas en el horizonte, y a lasiguiente atravesó las humeantes ruinasde una pequeña población cuyoshabitantes habían sido asesinados yviolados de maneras indescriptibles.Ante cada atrocidad gruñó con patrióticaaversión. Su tierra natal había sidoprofanada, y lo peor aún estaba porllegar. Casi se deleitaba con laperspectiva del regreso de las hordas enprimavera.

Por fin, aquella mañana, justo antesde acostarse en la bodega subterránea de

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una granja destruida, había visto lastorres con cúpulas en forma de cebollade la ciudad de Praag destellar bajo losrayos rosados del sol naciente, y enaquel momento, ya caída la noche, sólole quedaba un día de marcha. Estaríadentro de la ciudad antes de queclareara el día, y entonces… ¿yentonces…?

Sentía en la espalda un hormigueo demiedo y emoción. En cuestión de pocashoras podría volver a ver a Félix, Max yGotrek. ¿Debía hacerlo? ¿Podría? ¿O nopodría? ¿Y cuáles serían lasconsecuencias? Podría estar muerta uninstante después de presentarse, haber

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caído bajo el filo de la terrible hachadel matador. Peor aún, podríanrechazarla. Podrían volverle la espaldacon aversión. Tal vez eso sería lo mejor.Así sabría con exactitud cuál era susituación. Y si Félix o Max la recibíancon los brazos abiertos, ¿sería capaz decontrolarse? ¿Los amaría y sealimentaría de ellos?

Con un resoplido de impacienciarecogió la mochila y salió a gatas de labodega. Ya había llegado demasiadolejos como para volverse atrás.

Fue unas pocas horas más tardecuando Ulrika oyó los gritos. Lellegaron débiles, flotando en el viento

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que los hizo sobrepasar una elevacióndel camino. Aceleró el paso, y al llegara lo alto de la toma oyó también elsonido de las espadas al chocar. Enalgún punto situado más adelante selibraba una batalla que quedaba oculta ala vista por algunas elevaciones. Sepasó la lengua por los labios. Unabatalla significaba sangre, y seríaprudente que se alimentara antes deentrar en la incertidumbre de la ciudad.Aceleró el paso, con la mochilarebotándole contra la espalda, y tras unalarga carrera por el accidentado terreno,pasó por encima de una colina y vio, enel fondo del valle, una escena de

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matanza salvaje.Una horda de bárbaros, enormes

hombres demacrados que llevaban elcuerpo medio desnudo pintado de colorañil y perforado por todas partes porextraños fetiches de hueso, atacaban enmasa una caravana —la caravana con laque ella había viajado a lo largo de todoel camino desde Kislev—, mientras lossoldados y mercenarios que la protegíanluchaban en un círculo que mermaba conrapidez, doblados en número por losatacantes. Perros de guerra mutantes,que tenían el pellejo duro como unaarmadura y de sus fauces caían gotasrojas, luchaban junto a sus bárbaros

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amos, arrancando gargantas e intestinosa dentelladas, mientras que el jefe de lahorda, un gigante calvo y lleno decicatrices que montaba un negro corcelinfernal, repartía muerte con un par dehachas que empuñaba en ambas manos.

Ante aquel espectáculo, una violentacólera se apoderó de Ulrika. Habíaprotegido a aquella gente desde Kislev,acabando con los lobos humanos quehabrían diezmado sus filas, y en esemomento, cuando se hallaban casi a lavista de Praag, eran atacados. ¡¿Cómo seatrevía aquella escoria nórdica a tocar asu pueblo?! ¡Era ella quien debíaseleccionarlos!

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Sacó con brusquedad el estoque y ladaga de las vainas, y corrió cuesta abajoen dirección al gigante montado acaballo. Los bárbaros no repararon enella cuando cargó por su espalda, y matóa cuatro antes de que se dieran cuenta desu presencia. Pero incluso cuando sevolvieron, aullando de furia, apenas sipudieron resistir su ataque. Las armas deUlrika eran tan veloces, sus brazos tanfuertes, que podía desviar sus ataques deun golpe y atravesarlos casi a voluntad.¡Qué emocionante resultaba luchar deese modo! Sus reacciones eran el doblede rápidas que cuando estaba viva, y sufuerza era aún mayor que eso Los

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salvajes caían de espaldas con precisosagujeros en sus pechos tatuados, ymorían casi sin derramar sangre. Otrosperdían manos y brazos bajo sus velocesarmas. ¡Ulrika era como un torbellino!

Sin embargo, al cabo de pocotiempo ni siquiera sus poderessobrehumanos bastaron paracontrarrestar la superioridad numéricade sus enemigos. La muchedumbre desalvajes se cerró alrededor de Ulrika yla acometieron desde todas partes. Unaespada le abrió un tajo en la espalda.Otra le hizo un corte por encima de unhombro. Una maza la golpeó y le dejó unhombro entumecido. Dio un traspié y

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estuvo a punto de meterse en el barridode un hacha. Aquello era una locura. Lased de sangre había vuelto a apoderarsede ella. No iba a poder llegar hasta eljefe. Iba a tener que salir de allí.

Se puso a asestar salvajes golpes asu alrededor con el estoque, y luego selanzó hacia la periferia de la batalla,atravesando el cuello de un salvaje yabriéndole el flaco vientre a otro con ladaga. Un tercero la acometió con unamaza de piedra que le pasó zumbandopor encima de la cabeza en el momentoen que ella le clavaba el estoque entrelas costillas a su portador, para luegosaltar por encima del cuerpo que caía y

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correr hacia la maleza que flanqueaba elcamino.

Cuatro bárbaros salieron aullandotras ella, mientras el resto se volvía otravez hacia los acosados defensores.Ulrika sonrió. Podía ocuparse de cuatro.A los cuatro podía darles buen uso.

Los salvajes irrumpieron en lamaleza baja en el momento en queUlrika se volvía para enfrentarse conellos. Mató al primero cuando se leenredaron los pies en unas retorcidasraíces, y a continuación atravesó alsegundo en el momento en que saltabapor encima del oponente agonizante. Pordesgracia, le cayó encima y tuvo que

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echarse a un lado para evitar que laderribara. El tercero aprovechó laposición de desventaja de Ulrika ydirigió un golpe contra su desprotegidaespalda. Ella la bloqueó por muy pococon la daga, para luego girar sobre sustalones y decapitarlo con el estoque.

El último, un bruto enorme con loslabios pintados de negro y unos cordelesde color púrpura enhebrados a través dela piel como si fueran las cintas de uncorsé, se lanzó hacia ella rugiendo yblandiendo un hacha enorme, cosa quelo dejaba abierto a un buen número deestocadas mortales. Sin embargo, Ulrikasólo lo desarmó con un tajo que le abrió

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en los dedos cuando pasó silbando otrotorpe golpe, y le hizo soltar el arma.

El bárbaro bramó y sacó una dagaque llevaba en el cinturón, pero ellatambién se la hizo soltar de un golpe,para luego dejar caer sus propias armasy saltarle encima con las garrasextendidas, como un gato de montañaque atacara a un oso. Lo sujetó por elcuello con las manos y apretó con fuerzamientras él rugía y la golpeaba con suspesados puños para intentar quitárselade encima. Un puñetazo en una sien y unrodillazo en la entrepierna acabaron consu resistencia, y el bárbaro cayó derodillas, gimiendo.

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Ulrika lo empujó para tenderlo deespaldas, y se montó a horcajadas sobreél sin soltarle el cuello en ningúnmomento. Luego se inclinó y le señalólos colmillos. En los ojos enloquecidosdel bárbaro apareció por fin un destellode miedo.

—Ésta es mi tierra, nórdico —ledijo con voz jadeante—. La defenderécon espada y cuchillo y con garras ydientes. Me beberé la sangre decualquiera que la profane. Haré…

El discurso fue interrumpido por untoque de cuerno acompañado por elatronador pataleo de doscientos cascosde caballo. Ulrika alzó la mirada. Por el

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valle, procedente de Praag, avanzabauna compañía completa de caballería dela Legión del Grifo, con las lanzas bajasy los emplumados estandartesrestallando en el viento de la noche.

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OCHO

Sobre las alasde los grifos

En su interior se arremolinaronemociones encontradas al ver a losgrifos galopando hacia la refriega:orgullo por su gloria marcial, alivio porlos pobres miembros de la caravana yamor por uno de los grandes símbolosde su tierra natal, pero también

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preocupación. ¿La verían antes de quepudiera alimentarse? ¿La atacarían?

El pintarrajeado cautivo seaprovechó de su distracción y se la quitóde encima, para luego correr gateandohacia el hacha. Ella lo atrapó por untobillo y volvió a derribarlo, luego leinmovilizó los brazos a los costados yse volvió a mirar atrás. Los grifosestaban luchando contra los bárbaros yno contaban con la ventaja de la visiónnocturna de Ulrika. Era improbable quelos vieran a ella y a su presa porque lamaleza que los rodeaba era densa. Searriesgaría.

Mientras el salvaje se debatía en su

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abrazo, le clavó los dientes en el suciocuello y bebió, pero de inmediato seapartó, escupiendo y maldiciendo,mientras el rojo líquido le salpicaba lacara y la ropa. La sangre tenía un sabortan sucio y rancio como el propio olordel hombre, pero si ése hubiera sido elúnico inconveniente, ella habríacontinuado bebiendo hasta hartarse. Elsabor, sin embargo, era el menor de losproblemas. Había algo que contaminabala sangre, algo antinatural que leprovocaba náuseas y hacía sonarsusurros dementes dentro de su cabeza ala vez que enviaba zarcillos suavescomo plumas a recorrer sus venas como

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si fueran polillas de alas ponzoñosas enbusca de un lugar donde poner sushuevos. Los bárbaros habían estadoalimentándose durante tanto tiempo delas ubres del Caos, que ya eranportadores, y cualquier cosa que sealimentara de su sangre se volvería tandeforme y demente como ellos. No seatrevió a beber más.

El bárbaro logró liberar un brazo yle propinó un puñetazo. Ella lo atrapó yle puso una rodilla encima parainmovilizárselo, y a continuación sujetóal nórdico por la cabeza y se la retorció.Los poderosos músculos del cuellolucharon contra Ulrika, pero la fuerza de

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la vampiro ganó el combate y le rompióel cuello, momento en que él cayó, laxo.Ulrika se inclinó sobre él, maldiciendoal tiempo que se metía los dedos en lagarganta para intentar vomitar el sorbode sangre envilecida que había tragado.

Antes de que lo lograra, sinembargo, un repiqueteo de pesadoscascos hizo temblar el suelo. Ulrikalevantó la mirada. Un puñado debárbaros huía en dirección a ella,seguidos por seis grifos montados que seles echaban encima por la espalda conlas lanzas en ristre.

Ulrika maldijo y se echó al suelo ala vez que arrastraba al salvaje con el

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fin de que quedara encima de ellamientras sus camaradas pasaban a todavelocidad y los caballos de los grifos lesaltaban por encima con un ruidoatronador. ¿La habrían visto? ¿Habríanvisto lo que estaba haciendo?

Los grifos alcanzaron a los bárbaros,a los que atravesaron con las lanzas.Luego dieron media vuelta para regresaral lugar de la batalla principal y selanzaron al galope en dirección a Ulrika.¡Por los dientes de Ursun, iban aencontrarla! ¡Y estaba cubierta desangre!

Pero ¿qué podía hacer?De repente, vio las posibilidades

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que tenía. ¿Acaso no había participadoen la batalla? ¿No había sufridoheridas? La sangre era algo que cabíaesperar. Y ya puestos a pensar en elasunto, entrar en Praag por la noche y ensolitario podría ser una empresa tandifícil como lo había sido la salida deNuln. Si los grifos estaban acuarteladosallí, tal vez podría entrar cabalgandocon ellos. Sonrió para sí. Ahora sí queestaba pensando como una lahmiana.

Se limpió la sangre que le cubría laboca y el mentón, y luego se puso aforcejear debajo del bárbaro como siestuviera luchando contra él. Ya casitenía encima a la patrulla.

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—¡Socorro, hermanos! —gritó—.¡Socorro!

Los grifos volvieron la cabeza, perocuando se quedaron mirándola, Ulrikasoltó un gruñido de consternación aldarse cuenta de que acababa de cometerun error: El cuello del salvaje estabadestrozado. ¡Los jinetes iban a verlo!¿Dónde estaba su daga? ¡Allí! Intentóllegar hasta ella.

Uno de los grifos, un gallardo jovengospodar de orgullosa nariz y magníficobigote, bajó de la montura y le clavó albárbaro una estocada en la espalda consu sable. Luego se lo quitó de encima aUlrika, que por fin logró recoger la

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daga, y a continuación rodó con elcadáver para quedar a horcajadas sobreél, y se puso a apuñalar salvajemente laherida del cuello como si hubieraenloquecido de furia y terror.

—¡Salvaje repugnante! —gritó—.¡Monstruo!

—Tranquila, compañera… eh,señora —dijo el grifo, al tiempo que lesujetaba el brazo—. Ya está muerto.

Ulrika osciló y se fue hacia atráspara caer contra él.

—Gracias —murmuró—. Habíademasiados.

El grifo la ayudó a ponerse de pie, lededicó unía apreciativa mirada de arriba

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abajo, y luego indicó con un gesto a suscompañeros que se marcharan. Elloshicieron dar la vuelta a los caballosentre sonrisas cómplices y volvierongalopando a la furiosa refriega quecontinuaba en torno a la caravana.

—Tomad —dijo el grifo, al tiempoque recogía el estoque y se lo devolvía aella—. ¿Estáis herida?

Ella negó con la cabeza.—No lo sé. Todo… todo ha

sucedido con tanta rapidez…—Permitidme que os examine. —La

sujetó a la distancia de los brazosextendidos y volvió a repasarla dearriba abajo con una larga mirada; luego

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volvió a ponerse serio y entrecerró losojos para mirarle el tajo que tenía porencima de un ojo. Chasqueó la lenguasuavemente—. Bueno, sangra, pero noes muy profundo. Escuchad, deboregresar. ¿Podéis llegar vos sola hastael cirujano de campo? Estaráinstalándose allí mismo, en lo alto, delcerro. Luego iré a ver cómo estáis.

—Gracias, señor —dijo ella—.Creo que sí puedo, y os quedosumamente agradecida.

Él se volvió a mirar los cadáveresde los bárbaros en el momento demontar.

—Habéis dado más que recibido, de

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eso no cabe duda —declaró conaprobación, para luego clavarle lasespuelas al caballo y alejarse galopandotras sus camaradas—. ¡Hasta luego! —legritó a Ulrika por encima de un hombro.

Ella lo saludó con una manomientras se alejaba, y luego dio mediavuelta y rodeó la zona de la refriegapara dirigirse a un carro pequeño tiradopor un poni que se había detenido en lacumbre del cerro. Observó con envidiacómo los grifo cargaban en formación ysus monturas pisoteaban a losdesorganizados bárbaros como si fueranespigas de trigo. Aún estaba en poder dela furia roja, y deseaba más que nada en

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el mundo unirse a la matanza, pero no seatrevía a hacerlo. En el frenesí de labatalla podría perder el control y delatarsu fuerza sobrenatural, o dejar salir loscolmillos y las garras. Además, se habíaasignado a sí misma el papel dedoncella herida que necesitaba loscuidados y las atenciones de un hombrevaliente, y no sería buena cosa que susalvador la viera de vuelta en larefriega, luchando como un remolino.

En menos de un cuarto de hora yahabía acabado todo, y los grifos sealzaron con la victoria. Mientras losmiembros de la caravana salían dedetrás del círculo de carretas para darle

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las gracias al capitán grifo de blancabarba, y unos cuantos destacamentosescogidos perseguían a los últimosbárbaros en fuga, el resto comenzó lasucia labor de recoger los cadáveres desus camaradas caídos y apilar loscuerpos de los nórdicos sobre montonesde leña con el fin de quemarlos.

Ulrika lo observaba todo desde elhospital de campo de los grifos, dondeel cirujano y sus ayudantes cosían yvendaban a lanceros y a miembros de lacaravana por igual y los gritos de losheridos ahogaban casi por completo elsiseo de la pez caliente que era vertidasobre los muñones de las extremidades

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amputadas. Se sentó tan lejos de la zonadel quirófano como pudo, ya que elsorbo de la sangre contaminada quehabía tragado no había saciado su sed enabsoluto, y el aroma de la sangrehumana limpia estaba provocándolemareos.

Un rato más tarde, mientras cargabana los heridos y los muertos en cualquiercarreta en la que hubiera sitio, y loslanceros y miembros de la caravanaorganizaban el orden de la marcha y sepreparaban para partir, el gallardo grifocabalgó por fin hasta lo alto del cerrodonde Ulrika aún esperaba, y donde elcirujano y sus ayudantes estaban

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recogiendo sus cosas y guardándolas enel carro.

—Ahora parecéis una auténticaveterana —dijo, observando el vendajeque le rodeaba la cabeza. Volvió a mirarel justillo de cuero y las botas de Ulrika—. La verdad sea dicha, sois un tipo demuchacha muy marcial, ¿no es cierto?

—Soy de una familia de jinetes de lafrontera del territorio troll, señor —dijoella, al tiempo que se ponía de pie—.Allí lucha todo el mundo, tanto hijascomo hijos.

El grifo la miró con un respetorenovado.

—¿Vuestra familia sirve con los

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guardias de frontera? Son una gente muyvaliente. Buenos con la lanza. —Entonces se le ocurrió una idea—.Escuchad, algunos hombres de esastierras tienen el campamento cerca delnuestro. ¿Cuál es vuestro apellido? Talvez vuestra gente esté con ellos.

Ulrika se tensó. Estaba pisando unterreno peligroso. Si le daba un nombreque él conociera, podrían pillarla en unamentira. Si le daba su nombreverdadero, podría conocerlo. Peor aún,podría intentar llevarla hasta elcampamento de los soldados delterritorio septentrional, y allí correría elpeligro, muy real, de que estuviera

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presente la antigua rota de su padre. Lasúltimas personas a las que quería vereran Yuri o el severo viejo Maurek.

Negó con la cabeza.—Creo que mi familia fue

exterminada cuando intentaba defenderlos pasos del norte. Yo… yo estaba enKislev, de visita en casa de unosparientes, cuando llegó la noticia de lainvasión, y no pude salir de allí en todoel invierno. Ahora me dirijo al nortepara… para averiguar si aún quedaalguien con vida.

El grifo adoptó un aire de gravedad.—Lamento oír eso, señora. Os deseo

que recibáis buenas noticias —volvió a

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mirarla de arriba abajo y se llevó unamano al pecho—. Yo soy Petr IlanovichChesnekov, de Volksgrad, a vuestroservicio. Si hay cualquier cosa quepueda hacer para ayudaros…

Ulrika bajó la cabeza para ocultaruna sonrisa. El estilo lahmiano parecíaestar funcionando muy bien.

—Ulrika Magdova… Nochivnuchka—se presentó ella, a su vez, y en elúltimo momento decidió no utilizar suverdadero apellido—. Es un honorconoceros, Petr Ilanovich Chesnekov, yno me gustaría abusar de vos más de loque ya lo he hecho, pero…

—Hablad, señora Nochivnuchka —

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la interrumpió él—. Si está en mi poder,haré todo lo posible por serviros.

Ella calló un instante, como sivacilara, y luego continuó:

—Tengo en Praag una prima que talvez podría darme alguna noticia más demi familia. Me quitaría un gran peso deencima si pudiera entrar esta noche en laciudad para hablar con ella. No puedosoportar un momento más deincertidumbre, pero me temo que laspuertas estén cerradas.

Chesnekov le dedicó una anchasonrisa.

—No lo están para las lanzas de laLegión del Grifo. Será un honor

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escoltaros hasta el interior de Praag,señora. —Sus ojos destellaron conilusión—. De hecho, podéis montarconmigo, si lo deseáis.

—Os quedaría muy agradecida,señor —dijo ella, al tiempo que daba unpaso adelante—. Gracias.

Estuvo a punto de subir de un saltosobre la grupa del caballo del grifo,pero entonces recordó qué era y cómodebía comportarse. Así pues, en lugar deeso esperó a que él desmontara, sujetarael estribo para que ella apoyara el pie,la ayudara a subir a la grupa del caballo,y a continuación volviera a montar.

—Así —dijo él—. ¿Estáis cómoda?

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Ulrika le rodeó la cintura con losbrazos y sintió como el corazón seaceleraba dentro del pecho del hombre.Sí, pensó Ulrika, estaba mejorando en lapráctica del estilo lahmiano.

Chesnekov encaminó el caballohacia su compañía y se unió a laretaguardia de la formación en elmomento en que espoleaban a susmonturas para que avanzaran al trote yse alejaban con estruendo hacia Praag.Por el camino, Ulrika empezó a desearhaber podido encontrar alguna manerade alimentarse antes de montar con él.Pasar tanto tiempo en tan estrechaproximidad con el cuello desnudo del

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lancero y el calor de su sangre iba a seralgo difícil de soportar. Sus labios nodejaban de acercarse a la vena quepalpitaba justo debajo de la piel, y teníaque echarse hacia atrás con esfuerzopara evitar rozarlo con los labios ymorderlo.

Después de pasar más de una horaen el camino, la compañía de caballeríase aproximó a las altísimas murallasrojas de Praag. Ulrika las contempló conprofundo asombro, atónita ante el hechode que, habiendo sufrido tantísimosdestrozos, la ciudad continuara invicta.El grandioso bastión exterior presentabaterribles daños y zonas hechas pedazos,

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y estaba acribillado de negros agujerosen las áreas donde habían impactado losviles proyectiles de los cañonesdemonio, y donde descomunales arietesy torres de asalto se habían estrelladocontra él. En algunos puntos, lafortificación había sido derribada deltodo, y se veían amplias brechas dondela muralla había quedado reducida amontones de escombros. En torno a estaszonas se habían erigido desvencijadosandamiajes donde los hombrestrabajaban durante toda la noche paraapilar unas sobre otras las piedrascaídas.

—Espero que puedan acabar a

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tiempo —dijo Ulrika junto al oído deChesnekov, cuando se hubieronacercado más—. Ya casi tenemosencima la primavera. Pronto regresaránlas hordas.

Chesnekov volvió la cabeza porencima del hombro para mirarla, y acontinuación dirigió la vista al frente yfrunció el entrecejo.

—Acabarán a tiempo. Las hordas novan a venir. Al menos no este año.

Ulrika parpadeó, desconcertada poresas palabras.

—¿Qué? Claro que van a venir.Juraron que iban a destruirnos.

—Entonces, mintieron —replicó el

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lancero—. El ejército tiene apostadosobservadores desde aquí hasta el pasode la Sangre Negra. Nadie los ha visto.Ni siquiera han empezado a reunirse. Sifueran a venir aquí esta primavera, ya sehabrían puesto en movimiento. Pero nolo han hecho.

A Ulrika empezó a picarle la piel acausa de la consternación. El mundopareció estremecerse debajo de ella.

—Pero… pero no lo entiendo. ¿Quéha sucedido?

Chesnekov se encogió de hombros.—Nadie lo sabe. Algunos dicen que

se debe a la muerte de su jefe, ArekGarra de Demonio, y afirman que al no

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haber una mano fuerte que se impusiera,los otros jefes empezaron a luchar entresí. Algunos especulan que todo se debea la desaparición de los hechicerosgemelos del jefe, y aseguran que sólo lamagia de éstos había logrado que laalianza se mantuviera firme. Le oí decira una bruja del hielo que había sucedidoalgo con los vientos de la magia. Habíacambiado algún gran equilibrio, cosaque había hecho que los vientos de lamagia retrocedieran y las hordas seretiraran con ellos; al menos la mayoría.Cualquiera sea la causa, no habráinvasión, por lo menos próximamente.

Ulrika continuaba sin poder creerlo

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del todo.—Pero la caravana de suministros,

los soldados… ¿Por qué iban acontinuar acudiendo al norte si no va ahaber guerra?

Chesnekov rió.—Ah, el duque Enrik no es lo

bastante estúpido como para decirle a lazarina Katarin que no va a haberinvasión. Si lo hiciera, ellainterrumpiría el flujo de dinero quedestina a Praag. Quedan muchasreconstrucciones por hacer y reservaspor reabastecer, y aún hay un buennúmero de salvajes que deben serperseguidos, como vos misma acabáis

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de comprobar. —Se encogió dehombros—. No. Necesitamos lo que nosestá enviando la zarina, no os engañéis.Pero si ella pensara que ya no hayamenazas, encontraría otro uso para eldinero, así que Enrik no deja de enviaral sur alarmantes advertencias paraimplorarle a la zarina que reconstruya el«gran bastión del norte» antes de quesea demasiado tarde.

Ulrika apenas si oyó la mitad de loque el joven decía. Las hordas no iban avolver. Se había desvanecido laprincipal razón que tenía para haberacudido a Praag. Había planeadoperderse en la sangre y la matanza,

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luchar por su pueblo y su tierra, pero, alparecer, no había nada que hacer. Habíaatravesado dos países para nada.

—Parecéis decepcionada —dijoChesnekov—. ¿No os sentís aliviada?

Ulrika apartó a un lado la desdichaque la atenazaba.

—Abrigaba la esperanza de obtenervenganza. Quería hacer que las hordaspagaran por la muerte de mi familia.Ahora… ahora no sé qué voy a hacer.

Chesnekov asintió con solemnidad.—Tenéis corazón de guerrera.

Bueno, pues aún tenéis posibilidades deobtener venganza. De hecho, uno de losseñores de la guerra del Caos aún

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merodea por las colinas del norte, un serdemente y perverso conocido comoSirena Pelo de Ámbar, que no es hombreni mujer, y que comanda a lossaqueadores pervertidos contra los queacabamos de luchar. Si queréispresentarle la solicitud a nuestrocapitán, daremos buenas referenciassobre vos. No seréis la primera mujergrifo. Las familias del norte ya nos hanenviado antes a sus hijas.

Por la mente de Ulrika pasó unasucesión rápida de imágenes en las quecabalgaba con los lanceros y matabaincontables bárbaros, y de repente deseócon toda su alma que eso fuese posible,

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pero, por supuesto, no lo era. Unvampiro no podía vivir entre loshombres. Los grifos dormían juntos,tomaban juntos todas sus comidas, ypatrullaban al sol. No tardarían ni uninstante en descubrirla. Y aunque no lohicieran, su sed de sangre no lepermitiría vivir con ellos. Ya estabateniendo problemas para mantener losdientes alejados del cuello deChesnekov, y no quería ni imaginar loque sería estar rodeada por toda unamultitud de fuegos de corazones. No. Siquería luchar contra los bárbaros,tendría que hacerlo en solitario, en lassombras, lejos de toda tentación.

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Cuando pasaron por debajo delimponente arco de la puerta de lasGárgolas y entraron en la ciudadcabalgando en la retaguardia de lacompañía de lanceros, en la mente deUlrika despertaron los recuerdos.Recordó haber estado de pie sobre lasmurallas con Max, Félix y losmatadores, observando el avance haciala ciudad de la interminable horda deGarra de Demonio, el torbellino deenergía negra que habían conjurado loshechiceros del señor de la guerra y quegiraba por encima de ellos en el cielo.Recordó las torres de asedio quevomitaban su carga de horrorosos

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hombres bestia, y la lucha contra ellos,resbalando en charcos de sangreenemiga.

La devastación continuaba tambiénen el interior de las murallas: edificiosde viviendas derrumbados, casasconsumidas por las Damas, tiendas ytalleres del Novygrad reducidos aescombros ennegrecidos. Señales quehabían sido erigidas aquí y allá en honora los desaparecidos y los muertos, ydecorados con recuerdos de sus vidas:una espada rota, una herradura decaballo, un ramillete de floresmarchitas, una muñeca de trapo.

Cada vez que Ulrika giraba la

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cabeza, volvían a ella más recuerdos:las hordas abriendo brechas en lamuralla exterior, corriendo por lascalles y arrasándolo todo, los hombresdel duque cerrando las puertas de laCiudad Vieja con el fin de mantenerfuera a los invasores, los terriblesincendios… Se estremeció y se censuróa sí misma por haber sido tan egoístacomo para desear que las hordasregresaran con el único fin de satisfacersu descontento. Los pocos momentos degloria y violencia para ella significaríanmeses y años de lenta muerte porinanición, congelación y enfermedadpara aquellos que, de hecho, vivían allí.

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Y sin embargo, entre las ruinas seveían signos de renacimiento. Aquí yallá se colocaban nuevos tablones sobrelos viejos, se reparaban las ventanas ypuertas destrozadas. Edificios deviviendas y casas a medio construir sealzaban de la destrucción, y sus pálidasestructuras desnudas eran como jóvenesarbolillos que crecieran entre lascenizas dejadas por un incendio forestal.Una taberna que no tenía ni tejado nipuertas mostraba las palabras «abiertoal público» garrapateadas en alfabetokislevita sobre las paredes manchadasde hollín, y varias figuras se apiñabanen torno a un fuego que habían

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encendido en el interior o metían lasjarras dentro de un barrilete abierto dekvas para llenarlas.

El pecho de Ulrika se hinchó deorgullo al ver semejante actividad.Praag siempre había sido reconstruida.El indomable espíritu de Praag nisiquiera se había doblegado después dela Gran Guerra contra el Caos, cuandolos mismos edificios habían gritado yllorado sangre a causa de las energíasde pesadilla lanzadas contra la ciudaddurante las últimas batallas. Aunque laspropias murallas estaban llenas defantasmas, aunque las ruinas del ViejoPalacio y la enorme torre de los

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Hechiceros continuaban siendo tumoresmalignos de locura y mutación, la gentehabía vuelto a construir, exorcizandotantos espíritus como habían podido, yno haciendo caso del resto oconviviendo con ellos.

Se preguntó si Praag tendría algunavez paz suficiente como para poner adescansar a todos sus fantasmas y volvera ser una ciudad normal. Tenía susdudas al respecto.

Al otro lado de la puerta, no muchomás lejos, habían retirado losescombros de unas cuantas manzanaspara levantar en su lugar un campamentomilitar. Los estandartes de rotas y

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compañías de todo Kislev se alzaban deun mar multicolor de tiendas, con unterreno de desfiles acotado en el centropara los entrenamientos y lasinspecciones. Era hacia ese campamentoque se dirigía la compañía de lanceros,pero al aproximarse a él, Chesnekov lededicó una sonrisa a Ulrika por encimade un hombro.

—¿Dónde vive vuestra prima? —preguntó—. Os dejaré en la puerta de sucasa.

Ulrika quedó petrificada por unmomento. Había olvidado la mentira quele había contado al principio. No teníaninguna dirección que darle, y tampoco

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quería que supiera adónde teníaintención de ir.

—Eh… ¿Podría abusar de vos unmomento más antes de ir a casa de miprima?

—Por supuesto, señora —dijo él—.¿Qué necesitáis?

—Es que… estoy hambrienta, y nome gustaría despertar a mi prima enmedio de la noche y, encima, pedirle deinmediato que me dé algo de comer.¿Podría imploraros a vos un poco depan y algo de beber?

Ulrika vio aparecer en los ojos deChesnekov un leve rastro de duda, comosi se preguntara si ella había trabado

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amistad con él sólo para conseguir unacomida, pero luego inclinó la cabezacon cortesía e hizo girar el caballo parair tras sus compañeros.

—El comedor del campamento essólo para los soldados, pero si consentísen esperar dentro de mi tienda, osllevaré algo.

Ulrika ocultó una sonrisa desuficiencia. En su tienda, había dicho,¿verdad? ¿Cama a cambio de pan,entonces? Bueno, al menos eso haría quele resultara más fácil marcharse.

—Gracias, señor. Sois muybondadoso.

Siguieron a la compañía de lanceros

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a través del campamento, a esa horasilencioso y encalmado porque lamayoría de los soldados dormían en sustiendas. Sólo unos pocos centinelassolitarios los observaron pasar a lolargo de la avenida central, en direccióna la zona acotada con una cuerda en cuyaparte frontal lucía el estandarte rojo yoro de los grifos.

Al entrar los soldados y pasar altrote entre las hileras de tiendas para irhasta la zona de los establos, Chesnekovaminoró una marcha y se detuvo ante unatienda.

—Esperad dentro —dijo, mientrasle ofrecía una mano para ayudarla a

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desmontar—. Volveré en seguida.—Así lo haré —asintió Ulrika—. Y

gracias otra vez… —Pero él ya sealejaba al trote tras los demás.

Ella le dedicó un saludo militar, conuna sonrisa torcida, y se volvió paraabandonar el campamento, pero luego sedetuvo al mirarse el justillo de cuero yla camisa. No podía andar por las callesde Praag cubierta de sangre. Extendiósus sentidos hacia la tienda. En elinterior no había nadie. Se agachó parapasar por debajo de la solapa y miró asu alrededor, sumido en las sombras. Acada lado había un camastro con un baúlvapuleado a los pies, y piezas de equipo

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y arreos de caballo por todas partes.Ulrika se acercó al camastro que

olía igual que Chesnekov, y abrió elbaúl. Dentro encontró un segundouniforme y una pila de prendas civilespulcramente dobladas. Ulrika sacó unaamplia camisa blanca y la sostuvo en alaire. Era perfecta. Se quitó con rapidezel abrigo, el justillo y la camisaempapada de sangre. Entre los doscamastros había un lavabo. Llenó lajofaina con el agua del jarro, lavó lasprendas de cuero, luego se limpió lacara y el pelo hasta que el agua dejó deteñirse de rosado, y entonces se puso lacamisa nueva.

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Mientras recogía el resto de su ropa,aguzó el oído para ver si regresaba ellancero. Al no oírlo, suspiró. El pobretipo iba a volver con comida y algocaliente de beber, esperando llevar acabo un intercambio amoroso, y seencontraría con que ella se habíamarchado. Se volvió hacia la entrada dela. tienda, y entonces se detuvo. Si habíatomado la decisión de que los ladroneseran depredadores, y por tantosusceptibles de convertirse en suspresas, no podía permitirse ser ellamisma una ladrona, aunque se tratara derobar algo tan trivial como una camisa.

Sacó una de las monedas de plata

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que había ido recogiendo de los cuerposde los ladrones que había encontrado alo largo de sus viajes y la echó sobre laalmohada del camastro de Chesnekov.Pagaría sobradamente el precio de unacamisa y la mantendría a ella en la sendadel honor, cosa que era más importante.

Le dedicó una reverencia alcamastro vacío.

—Gracias, Petr IlanovichChesnekov —murmuró—. Me habéishecho un gran servicio. Os deseo queganéis gloria para vuestro nombre y pazpara Kislev.

Y dicho esto, dio media vuelta ysalió de la tienda.

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NUEVE

Viejos amigos

Era ya bien pasada la medianoche, peroaunque las ruinas del Novygrad estabanen silencio y los soldados delcampamento dormían en sus camastros,una gran parte de Praag parecía estarmuy despierta. Mientras deambulaba porel barrio de los Comerciantes, la gentesalía a la calle desde las tabernasbrillantemente iluminadas por la llama

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de las lámparas, y al abrirse las puertasse oían las risas estentóreas y loscánticos de los concurrentes.

Hombres jóvenes discutían defilosofía en los rincones, y ricoscomerciantes acompañados por susesposas pasaban de largo en carruajesabiertos, envueltos en pieles y rodeadospor escoltas bien armadas, mientrasmercenarios procedentes de todo elViejo Mundo se pavoneaban por la calley llamaban a las rameras.

Pero, codo con codo con toda estafrivolidad, se veían escenas de la másabyecta miseria, y dolorosos contrastesasaltaban a Ulrika dondequiera que

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mirase. En casas lujosas, hombres ymujeres de la nobleza que llevaban elrostro oculto tras máscaras de esmalte,oro y terciopelo, se atracaban conmanjares de importación, mientras enlos callejones situados debajo de esasventanas los hambrientos refugiados,desplazados por la devastación que lahorda había dejado a su paso, seacurrucaban dentro de tiendasimprovisadas y comían ratas ycucarachas. En las tabernas, afectadosdandis brindaban por el duque y su granvictoria sobre el Caos, mientras en lascalles se veían cansados guardiasapostados en barricadas que protegían

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zonas a las que habían sido evacuadosbarrios enteros a causa de losespectrales horrores que habían surgidodel adoquinado cubierto de sangredurante los ataques del Caos y que aúnno habían sido eliminados. En lasplazas, sacerdotes de Ulric y Ursun, conlos ojos desorbitados, predecíanconstantemente el fin de todo, mientraschiquillos con colorete en las mejillas ychiquillas con corsé puesto por fuera dela ropa se reían de dios y cantabancanciones groseras.

Había música por todas partes.Todas las tabernas y salones de kvastenían un cantante o un grupo que

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actuaba para la concurrencia. Lasestridentes canciones hacían temblar lasventanas de las posadas llenas de gente.Poetas de afilado rostro cantabancáusticas baladas satíricas a grupos deestudiantes, que la acogían con grandesrisas. Los refugiados entonaban tristesnanas, para dormir a sus hijos demejillas hundidas. Incluso en las callesmás silenciosas el viento llevaba hastalos oídos de Ulrika jirones de locasmelodías: un rasgueo de laúd, una flautade borracho, el obsesivo lamento de unviolín lloroso. En un patio que estaba aoscuras vio a una joven refugiadadescalza que bailaba al son de una

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canción que sólo ella podía oír, mientraspor sus mejillas bajaban silenciosaslágrimas.

Aquella locura musical parecíaalcanzar incluso a los más altosestamentos sociales. Al continuaravanzando entre el gentío, Ulrika seenteró de que el gobernante de Praag, elduque Enrik, un primo lejano de ella,daría un concierto en honor a la victoriaen el Teatro de la Ópera una semanamás tarde. Iba a ser el acontecimientosocial de la temporada. A Ulrika leresultó ofensivo. Que las hordas sehubieran retirado era, desde luego, algofantástico; pero afirmar que las habían

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derrotado los ejércitos propios yobtenido una valiente victoria, cuandoen realidad los invasores parecíanhaberse destruido a sí mismos conluchas intestinas, para luego retirarseante la perspectiva del brutal inviernokislevita, constituía una exageración agran escala.

Ulrika negó con la cabeza. Desde elduque al más mísero mendigo, a Ulrikale parecía que los moradores de Praageran como borrachos que bailaran alborde de un precipicio con una vendasobre los ojos para no ver. ¿La ciudadhabía sido siempre así? No recordabahaber visto nunca antes juergas tan

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alocadas como las que tenía ante sí.Pero, por supuesto, la última vez queestuvo allí fue en medio de un atrozasedio. Tal vez después del miedo y elhorror vividos durante el largo y terribleinvierno, Praag simplemente se habíavuelto loca de alivio.

Al fin llegó al sitio hacia el quehabía estado derivando muy poco a pocodesde que escapó del campamento deChesnekov: la posada Jabalí Blanco.Había sido inevitable que acudiera aella, pero a pesar de tener claro que sedirigía hacia allí, había ido arrastrandolos pies, y pasado más tiempo delnecesario observando el ambiente de la

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ciudad. Al mismo tiempo, a pesar de queel hambre se iba haciendo cada vez másinsistente, ella pospuso la alimentaciónpara acudir a aquel lugar, deseosa dever el final de aquel asunto antes dehacer nada más.

La posada Jabalí Blanco había sidoel lugar en que ella, Félix, Max y losmatadores pasaron todo su tiempomientras aguardaban el asedio. Allí fuedonde se desenamoró de Félix y seenamoró de Max. Había sido en una delas habitaciones de encima de la tabernadonde había estado a punto de morir depeste antes de que el hechicero usara suspoderes para expulsar la enfermedad de

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su cuerpo. Si sus antiguos compañerosestaban en algún lugar de Praag, seríaallí. Sólo unos pasos más, y podríareunirse con ellos.

Vaciló en el umbral, preguntándoseotra vez si era eso lo que quería hacer.¿La recibirían bien? ¿Estaba dispuesta aluchar contra ellos en caso contrario?

Del interior de la taberna le llegóuna explosión de ásperas risas. Enmedio de éstas le pareció oír unarisotada grave típica de enano. Estabanallí, en efecto. Al tener la certeza,estuvo a punto de dar media vuelta ymarcharse, pero luego se irguió. Alsaber que no iban a regresar las hordas,

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desapareció una de las razones por lasque había viajado hasta Praag. No iba arenunciar a la otra por miedo. Apretólos labios con decisión, empujó lapuerta y entró.

El salón de la taberna eraexactamente como lo recordaba, oscuro,lleno de humo y abarrotado de soldados,mercenarios y mujeres que se ganaban lavida con ellos. De pie, en un rincón,había un grupo de lanceros gospodar congrandes bigotes de puntas caídas quebrindaban los unos por las chicas de losotros con kvas. Inclinados en torno a unamesa redonda había achaparradoshombres de las tribus Ungol que bebían

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leche fermentada de yegua ymurmuraban entre sí. Ante la larga barrase apiñaban hombres uniformados deKislev, del Imperio y de más allá deéste. Ulrika vio piqueros tileanos,ballesteros de Reikland y fusileros deHochland, todos hablando unos conotros a voz en cuello.

—Ha desaparecido otra, según heoído —dijo un mercenario con acento deErengard, cuando Ulrika pasó por sulado abriéndose paso entre el gentío—.Aquella niña mendiga que cantaba contanta dulzura allá abajo, junto al puente.Hace tres días que no se presenta en elsitio habitual.

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—Es la quinta desaparición de laque tengo noticia esta semana —dijo unhombre que en otros tiempos podríahaber sido un lancero alado—. Es unadesgracia. Me gustaba. Cada vez quepasaba por donde estaba le daba unamoneda para que me trajera suerte. ¿Quésupones que está sucediendo?

—¿A quién le importa? —dijo untercero, un hombre de aspecto adustoque lucía los colores de Praag—. Puesyo digo que me alegro. Esos inmundosrefugiados propagan enfermedades y nosroban la comida. ¿Por qué no vuelven allugar del que vinieron?

—Porque ya no existe, zoquete —

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dijo el antiguo lancero.Una sonora aclamación ahogó la

respuesta de su amigo.—¡Más fuerte! —bramó una voz

grave—. ¡Pega más fuerte!Ulrika se volvió en aquella

dirección y vio, en una sala del fondo,un grupo de duros mercenarios reunidosen torno a un personaje bajo y ancho queestaba sentado en un banco y aferraba lamesa que tenía delante, mientras unhombre que se encontraba detrás de élalzaba por encima de la cabeza elmartillo que empuñaba. Habíademasiados hombres en medio comopara que Ulrika pudiera ver con

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exactitud qué sucedía a continuación,pero vio que el martillo descendía haciala cabeza de la figura de baja estatura altiempo que volvían a sonar lasaclamaciones.

—Bien —gritó la voz grave—. ¡Unavez más para encajarlo!

Ulrika comenzó a cruzar el salón dela taberna, alarmada. ¿Qué estabasucediendo? Cuando subía los tresescalones que conducían a la sala delfondo, el hombre que empuñaba elmartillo retrocedió un paso y volvió aalzarlo, momento en que ella logró, porfin, una visión clara del personaje quese encontraba sentado en el banco. Se

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trataba de Snorri Muerdenarices, el feomatador compañero de Gotrek y Félix, yestaba haciéndose clavar un clavo en lacabeza.

Ulrika se quedó mirando fijamente elespectáculo. Sabía que no era la primeravez que Snorri se hacía clavar clavos enel cráneo. Una hilera de tres puntasherrumbrosas había adornado su cabezaen lugar de la tradicional cresta dematador desde antes de que ella loconociera, y continuaba teniéndolos laúltima vez que lo había visto, cuando él,Gotrek, Max y Félix la dejaron alcuidado de la condesa Gabriella en lasruinas del castillo de Drakenhof. Al

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parecer, estaba ampliando la colección.Cuatro clavos más pequeños, algunosdoblados, habían sido intercalados entrelas puntas, y estaba en el proceso deañadir un quinto.

Se encontraba sentado e inclinado,con el torso desnudo y los brazosapoyados sobre la mesa que teníadelante; de la base del nuevo clavomanaba un hilo de sangre que bajabaentre las pobladas cejas y goteaba desdela punta de la bulbosa nariz rota variasveces. Entre las jarras y platos quehabía sobre la mesa iba creciendo uncharco rojo. Ni Gotrek, ni Félix, ni Maxse encontraban entre los testigos de este

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acto decorativo.El hombre del martillo volvió a

golpear, y el clavo se hundió otro mediocentímetro en el cráneo de Snorri,mientras los hombres que lo rodeaban loaclamaban y alzaban los puños y lasjarras.

—¡Ya está! —exclamó el delmartillo—. ¡Ha quedado encajado! ¡Tucorona está completa, matador!

—Snorri será quien juzgue eso —dijo éste, y se llevó una mano a lacabeza para agarrar el clavo. Ulrika hizouna mueca de dolor al ver que tironeabade él para comprobar si estaba bienfijado, pero el enano no parecía sentir

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ningún dolor. Asintió con la cabeza,satisfecho.

—¡Bien! —bramó—. ¡Ahora, Snorrinecesita un trago!

—Entonces, será mejor que a Snorrile traigan un trago —dijo un hombretónde alegre rostro encarnado que llevabaun pañuelo alrededor del cuello—.Porque es su ronda.

El enano se limpió la sangre de lafrente con el dorso de una mano yfrunció el ceño.

—¿La ronda de Snorri no fue laanterior?

—Si —replicó el hombre, queparecía ser el jefe de los demás—. Pero

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has apostado a que se necesitaríancuatro golpes para clavar el clavo enese grueso cráneo que tienes, y sólo hanhecho falta tres, así que nos debes una.¿No lo recuerdas?

Snorri negó con la cabeza.—Snorri no recuerda eso.El hombre del pañuelo de cuello rió.—Bueno, ¿y quién podría recordarlo

si acabaran de golpearle la cabeza conun martillo? Pero es la verdad deRanald, ¿no es cierto, muchachos?

Los muchachos convinieron todos enque era la verdad de Ranald, rieron y ledieron palmadas en la espalda a Snorri,al tiempo que lo llamaban forzudo y

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viejo amigo.Snorri sonrió y se encogió de

hombros.—Bueno, Snorri supone que debe de

ser cierto, así que Snorri pagará lasbebidas.

Ulrika retrocedió y se encogiócuando el matador se puso de pie y pasóante ella, pisando fuerte y rugiendo paraque la moza de la taberna tomara nota delo que quería. No estaba segura dequerer renovar el contacto con él. Enparticular en ese momento. Aunque él noquisiera matarla por ser una mujervampiro, era muy capaz de soltarlo apleno pulmón en un lugar público. Por

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desgracia, captó el movimiento deUlrika con el rabillo del ojo y miró ensu dirección. Al principio no parecióreconocerla, porque sus ojos volvierona apartarse con indiferencia ante elalivio de Ulrika, pero después de cincopesados pasos el enano ralentizó hastadetenerse, y se volvió con el ceñofruncido y expresión pensativa.

Ulrika echó una mirada a loscompañeros del matador, que estabanbromeando entre sí y no le prestaban lams mínima atención. No quería quevieran a Snorri retroceder hacia ella, asíque tomó la iniciativa.

—Hola, Snorri Muerdenarices —lo

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saludó con una mano sobre laempuñadura del estoque por si acaso élla atacaba—. Me alegro de volver averte.

—Snorri te conoce —dijo éste, conel ceño aún fruncido—. Eres lamuchacha del joven Félix.

—S… sí —asintió Ulrika, un pocodesconcertada por el hecho de que setomara con tanta calma la reaparición deuna mujer que se había convertido envampiro la última vez que la vio—. Almenos lo era. Ulrika Magdova, la hijade Iván Straghov.

El feo rostro de Snorri se iluminócon una gran sonrisa.

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—¡Ahora Snorri se acuerda! —Diomedia vuelta y continuó andando haciala barra—. ¡Iván es un buen hombre!¿Cómo está?

Ulrika guardó un momento desilencio, incómoda, y luego lo siguió.

—Ha… ha muerto, Snorri. Murió enSylvania.

A Snorri se le entristeció elsemblante.

—Ah, sí, Snorri lo había olvidado.Es una verdadera desgracia. A Snorri lecaía bien. Siempre era muy generosocon el kvas —volvió a fruncir el ceño yalzó la mirada hacia Ulrika—. Snorrirecuerda que algo te sucedió también a

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ti. Algo malo.Ulrika parpadeó. Snorri se había

tomado con tanta calma su reapariciónporque no recordaba que se habíatransformado en vampiro. ¡Qué golpe desuerte!

—S… sí —dijo al fin—. Algo malo.Me puse enferma y tuve que marcharme.Ahora estoy mejor. Pero escucha —seapresuró a añadir, porque no quería queel enano pensara durante demasiadotiempo en el tema—, estoy buscando aFélix y a Max. ¿Están por aquí, enPraag? ¿Sabes dónde se alojan?

Snorri empujó para atravesar lamasa de gente que había ante la barra y

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se puso a dar puñetazos sobre ella paraque lo atendieran.

—¡Bebidas para Snorri y susamigos! —dijo Snorri, cuando elhombre que atendía la barra volvió lacabeza hacia él.

El encargado de la barra comenzó allenar jarras, y Snorri se volvió haciaUlrika.

—Max está aquí —dijo—. Pero eljoven Félix atravesó una puerta conGotrek Gurnisson y ya no regresó.Snorri los echa de menos.

Ulrika frunció el ceño, confundida.—¿Atravesaron una puerta? ¿Qué

quieres decir? ¿Qué puerta? ¿Y por qué

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no han regresado?Snorri se encogió de hombros.—Una puerta que había en una

colina, en Sylvania. Max y Snorriesperaron durante mucho tiempo en elexterior de la puerta, pero Gurnisson yel joven Félix ya no volvieron. Max nopudo abrir la puerta otra vez, y Snorritampoco. Su martillo no podía tocarla. Yluego aparecieron de nuevo los hombresbestia.

Ulrika se sintió todavía másconfundida cuando él acabó deresponder a la pregunta que le habíahecho. ¿Una puerta en una colina? ¿Aqué se refería? ¿Se trataba de algún tipo

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de magia?—¿Están muertos?—¿Los hombres bestia? Ah, sí,

Snorri los mató.—Los hombres bestia no, Félix y

Gotrek —insistió Ulrika, que tenía queluchar para no perder la paciencia—.¿Están muertos?

Snorri negó con la cabeza.—Snorri piensa que no. No

volvieron, y nada más.Ulrika suspiró. Al matador no le iba

a poder sacar nada sensato. Tendría quebuscar a Max y preguntarle qué habíaocurrido.

—Pero ¿dices que Max está aquí?

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—preguntó—. ¿Dónde?Snorri se puso a rebuscar en el

bolsillo del cinturón al ver que elencargado de la barra depositaba un parde jarras sobre la barra.

—Max se aloja con sus amigoselegantes. Tienen una estúpida casahumana en la calle donde está la estatuade la señora que lleva un sombrerogrande —soltó un bufido de asco—. Unacasa con siete torres, y ninguna es lobastante grande como para ponerledentro una escalera, mucho menosmontar un cañón encima. Snorri piensaque es una estupidez.

Ulrika asintió con la cabeza. La

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estatua de la señora que llevaba unsombrero grande tenía que ser elmonumento a la reverenciada Miska,madre de todo Kislev, ataviada con suarmadura antigua. Sabía dónde estaba —en una intersección del barrio noble—, yencontrar una casa cercana a ella consiete torres ornamentales no deberíaresultar demasiado difícil.

—Gracias, Snorri —dijo—. Ahorairé a buscar a Max. Me ha alegradovolver a verte.

—Snorri piensa que también se haalegrado de verte a ti, Ulrika, hija deIván —respondió Snorri mientrasempujaba las monedas por la barra

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hacia el encargado—. Adiós.Ulrika se volvió para marcharse, y

luego se detuvo y echó una mirada a losmercenarios, que reían y hacían como sise clavaran clavos los unos a los otrosen la cabeza.

—Escucha, Snorri —susurró—. Tusamigos están aprovechándose de ti. Teengañan. Están haciendo que les pagueslas bebidas cuando no tendrías por quéhacerlo, y probablemente cosas todavíapeores. Si yo fuera tú, me buscaría otrosamigos.

Snorri la miró con el ceño fruncido.—Ragneck no engañaría a Snorri —

replicó—. Es un hombre bueno. Bebe

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casi tanto como Snorri, cosa que estámuy bien para ser un humano.

Ulrika suspiró, y luego abrió subolsa de monedas, que aún estaba llenahasta reventar de oro robado.

—Bueno, no puedes decir que no lohe intentado —dijo, luego sacó el dinerosuficiente como para cubrir la ronda deSnorri y un poco más. Lo depositó en lamano que el matador tendía para recogerlas jarras—. Toma. Al menos déjamepagar la siguiente.

Snorri le dedicó una ancha sonrisa aloro que le puso en la mano, y luego lesonrió a ella.

—Snorri piensa que es muy amable

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por tu parte.—No tiene importancia —dijo

Ulrika—. Adiós, Snorri. Y buena suerte.Espero que pronto encuentres tu muerte.—«Y antes de que esos villanos teroben hasta el apellido», añadió para sí.

—Adiós —respondió Snorri, cuandoella se volvía para marcharse—. Ybuena suerte también para ti.

Ya era más que demasiado tardepara eso, pensó Ulrika. Su suerte habíamuerto en Sylvania, en el mismomomento que había muerto ella. Se abriópaso entre el gentío hasta llegar a lapuerta, y salió a la fría noche.

Al girar en dirección al barrio

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noble, el hambre tiró de ella como unperro ansioso que tironeara de la correa,pero ella volvió a controlarla. Primerotenía que encontrar a Max. Tenía quesaber. Todo lo demás podía esperar.

La casa que tenía siete torres resultómás difícil de encontrar de lo que ellaesperaba. Las torres eran la última modaentre los ricos de Praag, y ningunamansión estaba completa si no tenía unpuñado de inverosímiles agujas ycúpulas sobresaliendo del tejado, y,como había dicho Snorri, ninguna era niremotamente práctica. Sólo servíancomo pedestales para destellantescúpulas en forma de cebolla y

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recubiertas de mosaico que presentabantodos los tamaños y coloresimaginables.

Al fin, tras deambular por todas lascalles de las proximidades de la estatuade Miska y contar las torres de todas lascasas, había encontrado una que contabacon siete y también tenía una aparienciaque sugería que podría albergarocupantes con poderes. Había runasmágicas grabadas en los muros paraproteger el recinto, y vio extrañossigilos y símbolos rodeando la partesuperior de cada una de las torres.Aguzó los sentidos y logró detectarbarreras invisibles que se superponían a

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todos los muros. No parecían muypotentes, pero estaba segura de quebastaría con tocarlas para alertar a losmoradores de la casa.

Ulrika consideró por un momento laposibilidad de llamar descaradamente ala puerta delantera y preguntar si elmagíster Schreiber estaba en casa, perodescartó la idea con rapidez. En primerlugar, la medianoche ya había quedadomuy atrás, y aunque en las plantassuperiores aún ardían algunas luces, erademasiado tarde como para hacer unavisita de cortesía. En segundo, no teníani idea de con quién se alojaba Max.Tenía la certeza casi absoluta de que se

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trataría de algún tipo de hechicero, perono tenía manera de conocer sutemperamento y habilidades. ¿Percibiríalo que ella era? ¿La atacaría al instantepor ese motivo? No tenía ningún interésen averiguarlo.

Suspiró. Necesitaba abordar a Maxcuando estuviera solo. Sabía que elmagíster tenía un temperamento lobastante sereno como para escucharla, almenos antes de tomar cualquier tipo dedecisión. A fin de cuentas, habíaaccedido a permitir que la condesaGabriella se hiciera cargo de ella. Lomás prudente sería regresar a la nochesiguiente y esperar hasta que él saliera,

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pero la dominaba la impaciencia. Queríasaber qué le había sucedido a Félix.Quería hablar con alguien por quiensintiera afecto. Quería que alguna partede su llegada a Praag fuera como ellahabía pensado que sería. Tal vez podríaaveriguar qué habitación era la de Max yllamar su atención de un modo u otro.¿Activaría las protecciones mágicas silanzaba un guijarro?

Al final de la calle apareció unapatrulla de la guardia, y ella se fundiócon las sombras, desde donde la viopasar caminando a paso cansino.Cuando los guardias hubierondesaparecido, volvió a salir y se puso

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de puntillas para intentar ver por encimade los muros de la mansión y a través delas ventanas. La mayoría estabancubiertas con cortinas, y las que no loestaban no contenían nada de interés. Nisiquiera la que estaba iluminadamostraba nada más que la esquina de unarmario y un trozo de mesa. Tal vez enla parte posterior encontraría algo.

Dio la vuelta a la manzana en buscade la parte trasera de la propiedad.Estaba pegada a otra mansión quemiraba a la calle paralela, pero porsuerte esa casa no tenía proteccionesmágicas de ninguna índole, así que saltópor encima de la puerta de la verja y

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rodeó la casa con paso sigiloso hasta eljardín trasero sin activar ningunaalarma. La parte posterior de la casahechizada estaba muy cerca del muroque separaba ambos jardines, y lasventanas quedaban tentadoramente alalcance de la mano. Detrás de una queestaba situada en lo alto brillaba unacálida luz.

El muro del jardín teníaprotecciones, por supuesto, pero habíaun árbol en el lado donde se encontrabaUlrika. Sacó las garras y trepó por élcomo un gato hasta llegar a la altura dela ventana, para luego avanzar concuidado por la rama y acuclillarse. A

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través del cristal vio una habitaciónacabada con bellos detalles, realizadaen maderas oscuras, con cortinasblancas y floreros de alabastrocolocados sobre cómodas y tocadoresde ébano de intrincada talla, y, medioocultas tras el marco de la ventana, lascortinas y postes de una cama con doseljunto a la que ardía una vela sobre lamesita de noche.

Estaba a punto de saltar a otra ramapara mirar la habitación desde un ángulodiferente, cuando una pálida figuraataviada con un ropón de seda de colorazul hielo apareció ante sus ojos. Ulrikase detuvo y observó. Era una mujer de

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alrededor de cuarenta años, alta,delgada y hermosa, de porte regio y pieltan blanca que Ulrika habría podidotomarla por una mujer vampiro de nohaber sido por el hecho de que percibíael fuego del corazón que latía dentro desu pecho. También percibió el poder dela mujer. Era su magia la que protegía lacasa, una fría energía cristalina queparecía manar del suelo como escarcha.

La mujer desató el lazo del ropón ydejó que se deslizara de sus hombrospara revelar un cuerpo esbelto yexquisito; luego se acercó a la cama yapartó la cortina. Allí yacía de lado unhombre desnudo. Rodó hasta quedar

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boca arriba, parpadeó con ojossoñolientos, y a continuación abrió losbrazos al tiempo que le sonreía a lamujer.

Era Max Schreiber.

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DIEZ

Canciones delhogar

Ulrika se quedó mirando como la pálidamujer se entregaba a los brazos de Maxy lo besaba con pasión. Las manos delhombre descendieron por la espalda deella para sujetarla por la cintura, y luegola cortina volvió a caer ydesaparecieron de la vista.

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Estremecimientos de furia hicierontemblar los brazos de Ulrika, y clavóprofundamente las garras en la cortezade la rama. De su garganta surgió ungruñido grave al tiempo que adelantabael cuerpo y se agazapaba como un gatoal acecho. ¡Cómo se atrevía a tomar otraamante! ¿No había recorrido ella milquinientos kilómetros para verlo? ¿Nohabía huido de una vida de lujos paraestar con él? ¿Y era así como se lopagaba? Tenía ganas de hacerlopedazos. Tenía ganas de hacerlospedazos a los dos. ¡Atravesaría laventana en medio de una lluvia de cristaly los descuartizaría! Sabía que había

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protecciones mágicas en la casa. No leimportaba. Furiosa como estaba, lasatravesaría como si no fueran más queniebla, y atacaría antes de que Max o lamujer pudieran preparar cualquierencantamiento.

Se preparó para saltar, los músculosde sus piernas se tensaron, pero unavocecilla en su interior se rió de ella yle dijo que estaba comportándose demanera ridícula. ¿De qué tenía que estarcelosa? Ella y Max nunca habían sidoamantes, o al menos ella no tenía ningúnrecuerdo de que lo hubieran sido. Cabíala posibilidad de que hubiesen llegado aserlo con el tiempo, pero Adolphus

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Krieger había intervenido y la habíaraptado.

Ulrika intentó no hacer caso de lavoz. Tal vez nunca llegaron a consumarsu amor, pero ella había estadoenamorada de Max, y él de ella. ¡Ulrikalo sabía! Y de ello sólo hacía cuatromeses. ¿La había olvidado con tantarapidez?

Max había sido fiel durante mástiempo que ella, le recordó la vozinterior. ¿Acaso Ulrika no se habíaentregado a Krieger apenas dos semanasdespués de que la raptara?

Sí, pero Krieger usó su carismaantinatural para debilitar la voluntad de

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ella, se excusó Ulrika. Cuando eso habíasucedido, no era ella misma.

¿Ah, no? ¿Y cuál era su excusa en elcaso de Friedrich Holmann? Él no lahabía seducido; de hecho, había sido alrevés. Y ni tan sólo pensó en Max,¿verdad? Él ni siquiera había tenido unlugar en su mente. ¿Y qué esperaba, encualquier caso? Max sabía que ahora eraun vampiro. ¿Acaso pensaba de verdadque él iba a languidecer de añoranzadurante el resto de su vida por ella, unamujer a quien nunca volvería a ver y aquien no podía tener?

Ulrika relajó su postura y bajó lacabeza. El viento le llevó las débiles

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notas de un violín lejano. Sintió queestaba de acuerdo con él. Era unaestúpida. ¿Por qué había acudido allí?Cada una de las razones que tenía, todaslas esperanzas puestas en lo que Praagle daría, se habían derrumbado yconvertido en polvo en cuanto posó losojos sobre la ciudad. Las hordas noacudirían, su tierra natal no seencontraba en peligro, Félix estabaperdido, tal vez muerto, y Max habíacontinuado con su vida. Allí no lequedaba nada, ni siquiera la tumba de supadre, porque lo habían quemado en unapira, en Sylvania.

Se desplomó contra el tronco del

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árbol, con la sensación de estar vacía yperdida. Praag debería de haberleproporcionado un propósito, algo quehacer durante los interminables años desu eternidad. ¿Qué iba a hacer ahora conellos? No tenía amigos, no encajaba enninguna parte. No podía vivir entre loshumanos y no podía soportar vivir entrevampiros. ¿Qué iba a hacer? ¿Adóndeiría?

Un apagado grito de éxtasis y unaondulación de las cortinas del dosel dela cama hicieron que volviera a mirarpor la ventana y a continuación apartarala vista. Con un suspiro, bajó del árbol.Puede que no supiera adónde quería ir,

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pero sí sabía que no quería quedarseallí. No podía soportarlo.

Después de eso, Ulrika deambuló sinrumbo, con la mente entorpecida yactitud desganada. Se sentía demasiadoperdida como para pensar, demasiadoapesadumbrada como para enfrentarsecon el dilema que tenía delante. Nisiquiera el hambre lograba atravesar laniebla de su estado anímico. Seguía unau otra calle al azar, deslizándose entrelos grupos de refugiados, mendigos yborrachos como si fuera un fantasma:invisible, sin ver nada, sin que laafectaran la miseria y la locura que larodeaban. Pasó ante un grupo de poetas

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que, por sólo una moneda, escribían unpoema de duelo para los parientes quecualquiera hubiera perdido en la guerra.Pasó junto a toda una compañía desoldados armados hasta los dientes quedescendían, uno a uno, por un agujeroque permitía acceder a las cloacas,mientras miembros del cuerpo deenfermería empleaban un cabrestantepara izar soldados muertos a través delmismo agujero, a los cuales tendían enla calle en ordenadas filas. Pasó ante elTeatro de la Ópera, con sus estatuas ysus desperfectos, y en torno a lasbarricadas que rodeaban la torre de losHechiceros, la enorme construcción en

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ruinas que en otros tiempos habíaalbergado el colegio de magia de Praag,y que a veces era conocida como latorre de Fuego a causa de la descomunalexplosión que destruyó los pisossuperiores durante la Gran Guerra.

Al salir de la larga sombra que latorre proyectaba a la luz de la luna,cruzó por el puente Karlsbridge, tendidosobre el río Lynks, y se adentró en lamitad occidental de la ciudad, rodeandoel enorme parque que los gobernantesdel pasado de Praag habían dedicado aMagnus el Piadoso después de lavictoria obtenida por éste sobre AsavarKul, y se internó en el área de edificios

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abuhardillados y tabernas de baja estofaque rodeaban la famosa Academia deMúsica de Praag y su Colegio de Arte,los cuales estaban situados en la esquinanoroeste del parque.

Las calles de la zona estudiantil eranestrechas y sinuosas, y estaban másdesiertas que las del barrio de losComerciantes. Muchas de las tabernasse encontraban tapiadas con tablones, aligual que unas cuantas de las tiendas quevendían o reparaban instrumentosmusicales o imprimían partituras. En lasparedes se veían, pintadas de maneratosca, las palabras «cerrado porquiebra» o «cerrado temporalmente».

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Pero aunque las calles estuvierandesiertas, el aire continuaba inundadopor la música. Salía de las pocastabernas que continuaban abiertas, ymanaba de las pequeñas flautas dulcesde sonido agudo que tocaban losmendigos que permanecían acuclilladosen las sombras, y de las gargantas de losguardias que murmuraban entre símientras hacían su solitaria ronda.

Ulrika se encontraba demasiadoatrapada dentro del lóbrego torbellinode sus pensamientos como para prestaratención a aquella cacofonía. ¿Deberíaquedarse en Praag? ¿Debería marcharsea alguna otra ciudad? ¿Debería volver

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junto a Gabriella? No podía. Habíajurado que no lo haría. Pero ¿qué máspodía hacer? ¿Debería ir en busca deFélix? ¿Por dónde tenía que empezar?¿Y qué pasaría si descubría que él habíacontinuado con su vida y encontrado aotra mujer, como había hecho Max? ¿Lomataría? ¿Se suicidaría? No lo sabía.

Entonces, una voz atravesó laoscuridad, la voz de una muchacha, altay clara, cantando con dulzura a lo lejos.Al principio, Ulrika no le hizo más casoque al resto de la música que la habíaasaltado, pero luego la melodía atrajo suatención. Era una canción que solíanentonar por las noches los labriegos de

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las tierras de su padre, una triste baladafolclórica de los Ungol que hablaba deun muchacho que había ido a la guerra yde una muchacha que se había quedadoen casa.

Ulrika se detuvo y dio la vuelta a lacabeza para oír mejor. Recordó a lavieja Anatai, la cocinera de su padre,cantando esa misma canción mientrasarrastraba los pies por la cocina parapreparar la cena. Recordó a un jovensoldado de caballería herido cantándolajunto al fuego después de una mortíferabatalla contra los trolls. Recordó queella misma la había cantado alabandonar las tierras de su padre para

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viajar al Imperio por primera vez. Tragócon dificultad. La canción tiraba de ellacomo si se le hubiera metido dentro delpecho y cerrado los dedos en torno a sucorazón.

Sus pies comenzaron a andar endirección al canto como por voluntadpropia, girando en esquinas y cruzandocalles, hasta que al fin llegó a undesvencijado salón de kvas situado amedia manzana. El cartel, con forma dejarra azul, colgaba de un cordel porencima de la puerta, y a pesar del crudofrío de la noche de principios deprimavera había soldados Kossar conguantes sin dedos y gorra de pieles

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sentados en el exterior, en taburetes detres patas, bebiendo en pequeños vasosde terracota.

Ulrika pasó cuidadosamente entreellos y se agachó para atravesar lapuerta baja. En el interior había una gransala cuadrada con mesas de caballetespor todas partes. Estaba casi tan desiertacomo la calle. Había unos cuantosviejos encorvados ante la barra, unosgrupos de estudiantes ataviados conamplias túnicas, y mujeres de granvulgaridad reunidas en torno a algunasmesas, pero eso era todo.

Ulrika no les dedicó siquiera unasegunda mirada. Toda su atención había

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sido acaparada por la dueña de la voz,una figura esbelta y de piel olivácea queestaba sentada en un banco en el centrodel escenario con una vieja balalaicasobre el regazo. Era una jovencita muyatractiva, con el espeso pelo oscuro ylos ojos almendrados de los ungol y lanariz recta y los pómulos altos de losgospodar: se trataba de una hermosamestiza. Su ropa era vieja y estaba muyremendada, si bien limpia y decorosa —la ropa de una campesina—, aunqueUlrika dudaba de que hubiera hechomuchos trabajos de granja en su vidaporque, debido a la postura de la cabezade la joven al cantar, tuvo la certeza de

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que era ciega.Llegó al final de la canción con una

última nota aguda y temblorosa, y seoyeron aplausos de los estudiantes y lasmujeres, así como algunas ásperasfelicitaciones por parte de los viejos dela barra. Algunos de los estudiantesecharon monedas al interior del estuchede la balalaica, que yacía, abierto, a lospies de la muchacha, y ella inclinó lacabeza para dar las gracias cada vez queoyó tintinear las monedas unas contraotras.

—Gracias, señores —dijo, confuerte acento del norte, y a continuacióncomenzó otra canción.

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Ulrika también la conocía. Su madrela cantaba a menudo antes de morir, ycuando eso ocurrió, su padre llorabasiempre que alguna otra persona lacantaba: era la historia de una jovennovia a quien había alejado del lechonupcial algo que la llamaba desde elbosque, y de quien nunca volvió asaberse nada, pero el novio la siguióbuscando durante el resto de su vida.

Ulrika encontró una mesa que estabaen sombras, alejada de los demásclientes, y escuchó a la muchacha, quecantó balada tras balada con su dulcevoz clara. Las canciones le resultabandolorosas al oírlas. Cada una era como

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un cuchillo que se le clavara en elcorazón, pero Ulrika no quisomarcharse. El dolor era terrible, perolos recuerdos que manaban de lasheridas eran exquisitos, y bien valían elsufrimiento que estaba soportando: ellasentada en el regazo de su padre, en elgran comedor, mientras los músicostocaban una animada danza tradicional ylos campesinos bailaban en complejoscírculos; su madre cantándole hasta quese quedaba dormida después de habertenido una pesadilla; ella que salía acabalgar con los lanceros cuando eraapenas lo bastante grande como paramontar un caballo, y cantando con su

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vocecilla chillona la misma canción demarcha que vociferaban ellos; besando aYusin, el hijo del herrero, detrás de laforja mientras el padre del muchachosilbaba una tonada al ritmo de losgolpes del martillo; bailando con Félixantes de que él partiera hacia losdesiertos del Caos con sus compañerosenanos; reuniéndose con su padredespués del cerco de Praag, mientras loscánticos de victoria inundaban lascalles.

Las canciones eran brillantesventanas que daban a un mundo al queella jamás podría regresar, un mundoque le había vedado un beso ponzoñoso.

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Nunca había sido un mundo perfecto.Las sombras de la muerte y ladestrucción habían flotado sobre éldesde el nacimiento de Ulrika —compañeras constantes de cualquierniño que, como ella, hubiese nacido tancerca de la locura del Caos—, sinembargo, era un mundo que había dadocabida a la esperanza, la luz del sol, elamor, la familia y el verdaderocompañerismo.

Ahora, su mundo era oscuridad sinesperanza de luz, el amor era un deportesanguinario, la familia eran intrigastraicioneras, el verdaderocompañerismo parecía imposible, y así

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por toda la eternidad. El anhelo deatravesar la ventana hacia su antiguavida era tan fuerte que sintió que sucorazón muerto podría saltarle delpecho y desvanecerse dentro de lascanciones. Si hubiera podido llorar, lohabría hecho, pero las lágrimas eran otrade las cosas de las que carecía su nuevomundo.

Sintió, por tanto, un cierto aliviocuando la muchacha se tomó un brevedescanso para comer y beber algo.Ulrika también tenía hambre, pues elimpulso de alimentarse que habíasofocado durante tanto tiempo volvía ahacerse sentir con más fuerza que nunca,

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pero no podía marcharse antes de que lamuchacha acabara de cantar. Si cantabahasta el amanecer, Ulrika estaríaencantada de salir a la luz del sol ymorir satisfecha, así que obligó alhambre a regresar al interior de la jaula,y miró a su alrededor en busca de algoque distrajera su mente hasta que lamuchacha volviera a cantar.

Cerca de ella, unos estudiantesdiscutían acerca de la cantante porencima de sus vasos de kvas.

—Estás loco —dijo uno que llevabauna barba desaliñada—. La formación laestropearía. Tiene un talento puro, tanindómito y libre como un caballo en el

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oblast. Sí la educaras, no sería más queotro mono de ópera.

—Pero si apenas sabe tocar —dijouno de cara redonda que lucía undiminuto bigotito en el centro del labiosuperior—. Canta adorablemente, perose salta una nota de cada cinco.

—Quieres despojarla de su encanto,de su pasión —dijo el primero—.Harías que se volviera como Valtarin.Mira lo que le sucedió cuando el viejoPadurowski lo acogió bajo su ala.

—Se volvió mejor —le espetó suamigo.

—¿Mejor? Sí, es el mejor violinistade Praag ahora mismo, pero ha perdido

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todo el ardor. Su ejecución es todotécnica y posturitas. Es como si hubieraperdido el alma.

El muchacho de cara redonda se rió.—También yo me separaría de mi

alma si pudiera tocar así.—Eso sería suponiendo que tuvieras

un alma de la que separarte, en primerlugar —contestó con desdén elmuchacho desaliñado.

Después de eso, la conversación sedisolvió en insultos amistosos, y Ulrikaempezó a interesarse más por el pulsoque latía en sus cuellos que por laspalabras que decían. Tal vez iba a tenerque alimentarse dentro de poco, después

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de todo; pero justo en ese momentovolvió al escenario la muchacha ciega aquien un niño guía llevaba del brazo, yel hambre de Ulrika se desvaneció alver que se sentaba una vez más paraseguir cantando.

Se dejó llevar hacia los recuerdospasados sobre las alas de las cancionesque, al hacerle evocar imágenes de lasamplias llanuras y vastos cielospintados de su juventud, de cabalgatas ycacerías en frías mañanas de nieve, decampos de trigo y pasturas en tardesdoradas, de puestas de sol que jamásvolvería a ver, le hicieron olvidar ladesesperación que sentía.

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Su ensoñación se viomomentáneamente alterada cuando tresbravucones entraron por la puertatrasera y se burlaron de la muchachaciega al pasar junto al escenario, y luegootra vez, un poco más tarde, cuando lellegaron voces alteradas desde la barra,donde vio que aquellos hombresdiscutían con el tabernero.

—Por favor, Shanski, no estamostrabajando mucho —estaba diciendoéste—. La Academia apenas acaba deabrir después del asedio. Muchísimosjóvenes marcharon a la lucha y no hanregresado.

—Tu falta de trabajo no es asunto

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nuestro, Basilovich —replicó el jefe delos bravucones. Era un matón bajo y deconstitución robusta que llevaba unanillo en cada dedo—. Y ahora, paga.

Ulrika los fulminó con la miradadurante un momento, con ganas dedecirles que se callaran, y luegodevolvió la atención a la cantante y seolvidó de ellos.

La joven estaba cantando una dulcebalada antigua que hablaba de que lamadre Miska se despedía de sus hijos yse marchaba a caballo hacia el norte enbusca de su destino. Ulrika la conocíadesde antes de nacer, y acompañaba a lajoven formando las palabras con los

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labios en el momento en que los matonesvolvieron a alzar la voz. Cuando salíanpor la puerta posterior, el jefe, al que eltabernero había llamado Shanski, sedetuvo junto al escenario para sonreír yhacerle gestos groseros a la muchachaciega. Ella, por supuesto, no vio nada ycontinuó cantando, pero Ulrika gruñópara sí: «¡Valiente imbécil!», se dijo.

Se relajó al ver que Shanski abría elbolsillo de su cinturón y sacaba unamoneda. Al menos iba a pagar por ladiversión. Pero no, el matón era máslisto que eso. Dejó caer la moneda en elestuche de la muchacha ciega con unamano, asegurándose de que tintineara

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contra otra, mientras que al mismotiempo cogía un montón de monedas conla mano desocupada.

—Gracias, señor —dijo lamuchacha, inclinando la cabeza al oír eltintineo de la moneda, sin perder elritmo.

Se oyeron susurros y murmullos deenojo de los presentes, pero todos seapagaron cuando Shanski se volvió y losfulminó con la mirada al tiempo que sellevaba una mano a la empuñadura de laespada. Se burló de su cobardía y luegosalió pavoneándose por la puertaposterior, tras sus hombres, mientrasmetía en su bolsa las monedas robadas.

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Ulrika gruñó con enojo, pero secontuvo y sonrió para sí. Al fin habíallegado la hora de la cena.

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ONCE

La pastora

Ulrika se levantó y salió a paso lentopor la puerta delantera —prefirió que nola vieran salir por la entrada traseradetrás de los matones—, y luegocontinuó a paso ligero calle abajo, enbusca de una manera de llegar a la parteposterior del edificio. Había un callejónmás adelante. Aceleró el paso en sudirección.

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Al girar en el callejón vio a unhombre que caminaba encorvado delantede ella, mirando de un lado a otro yllamando hacia las sombras.

—¡Lushaya! Lushaya, ¿estás aquí?Levantó la mirada, y al ver que

Ulrika avanzaba hacia él, le tendió unasmanos implorantes.

—¿Habéis visto a mi hija, mi señor?¿Habéis visto a mi Lushaya?

—Es «mi señora» —replicó Ulrika,que lo empujó para abrirse caminomientras aguzaba los sentidos en buscade los fuegos de los corazones de losmatones. Los descubrió hacia laizquierda, y giró en un callejón lateral

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para ir tras ellos. El hombre que habíaquedado atrás la maldijo, y luegoempezó a llamar otra vez a su hija.

Ulrika dio alcance a los tres matonesuna manzana más adelante, justo cuandoentraban en el patio de servicio de unapequeña posada. Esperó en las sombrashasta que entraron, luego escaló la paredposterior de un desvencijado edificio deviviendas de tres plantas que se alzabajunto al patio, y avanzó tansilenciosamente como un gato por eltejado para poder observarlos desde loalto.

Shanski llamó con los nudillos a lapuerta posterior de la posada, que al

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cabo de un momento se abrió apenas unarendija, y un anciano le entregó unabolsita de monedas, tras lo cual sedispuso a cerrar otra vez. Shanski metióun pie dentro y le impidió hacerlo.

—Espera, Grigo —dijo—. Deja queprimero lo cuente.

—Está todo —replicó el hombre dela puerta—. Jamás engañaría aGaznayev. Ya lo sabes.

—Yo sé que si faltara algo, el jefelo sacaría de mi pellejo —replicóShanski, riendo entre dientes mientrasvaciaba las monedas en la palma de unamano—. Así que…

El hombre miró a su espalda,

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nervioso, mientras Shanski contabameticulosamente el dinero. Finalmente,asintió con la cabeza y devolvió lasmonedas a la bolsa.

—Muy bien, Grigo. Ojalá todosnuestros clientes fueran tan de fiar.

—Ahora vete, ¿quieres? —dijo elhombre, que cerró la puerta y echó lallave en cuanto el matón apartó el pie.

Shanski negó con la cabeza.—Uno diría que con el servicio que

les prestamos se alegrarían más devernos. Ingratos.

Metió la bolsa en un escondrijo delabrigo de pieles y a continuación hizo ungesto a sus dos matones para indicarles

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que regresaban al callejón. Ulrika noestaba dispuesta a permitirles llegar aél. Se tensó sobre el borde del tejado yluego saltó silenciosamente al patio. Loshombres lanzaron un grito de sorpresacuando Ulrika aterrizó entre ellos sobrelas puntas de los pies y de los dedos delas manos y dejó salir bruscamentecolmillos y garras.

—Sanguijuelas —susurró, al tiempoque se erguía y sacaba el estoque y ladaga de sus fundas respectivas.

—¡Matadlo! —bramó Shanski, altiempo que reculaba con los ojosdesorbitados.

Los dos matones se lanzaron a

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defenderlo, blandiendo porrasreforzadas con bandas de hierro. Ellalos esquivó con facilidad y acontinuación asestó tajos a diestra ysiniestra. Los hombres bramaron cuandolas hojas de las armas les abrieron tajosen los hombros y los costados. Podríahaberlos matado al instante, pero noquería hacerlo. De repente, toda lafrustración de la noche llegó al punto deebullición en su interior —todo su enojocontra Max, toda la decepción que sentíapor el hecho de que no habría guerra enla que luchar, toda su ansiedad por nosaber qué suerte había corrido Félix—,y estalló en un furioso torbellino de

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violencia. Con el estoque cortó a tiraslas manos y las piernas de los matones,les sacó los ojos con la daga, les abrióel vientre, los pateó, abofeteó y destripóhasta que se desplomaron comoamasijos ciegos y gimientes.

Shanski, paralizado en la verja deentrada durante el frenético ataque de lamujer, chilló y huyó hacia el callejóncuando Ulrika levantó la mirada haciaél. Con dos estocadas veloces como elrayo atravesó a los bravucones quegimoteaban y a continuación saliócorriendo tras el jefe. El matón abrióempujando con el hombro la verja delpatio de un alfarero que había al lado de

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la posada, y la cerró de golpe tras de sí.Ella saltó por encima como si noexistiera, y de una patada lo derribóboca abajo sobre el fango.

El matón rodó para quedar bocaarriba en el momento en que ella sedetenía a su lado.

—¡No me mates! —lloriqueó elhombre, mientras rebuscaba condesesperación dentro de su abrigo—.¡Por favor, tengo oro! —alzó hacia ellaun puñado de bolsitas con cierre decordel.

Ulrika estuvo a punto de cortarle lasmanos sólo para oírlo gritar, pero luegose contuvo. No tenía ninguna necesidad

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de oro, pero conocía a alguien que sí latenía. Envainó la daga y se apoderó deunas cuantas de las bolsitas que leofrecía.

—Devolverás lo que has robado —dijo, y se las metió dentro del justillo decuero.

—Sí, sí —balbuceó él—. Todo.—Pero yo quiero algo más.Lo aferró por el cuello del abrigo y

lo levantó del suelo de un tirón, paraluego, antes de que el hombre pudieraadivinarle las intenciones, clavarle losdientes en el cuello. El bravucónempezó a chillar y a debatirse, pero sedebilitó con rapidez y sus gruñidos de

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miedo se convirtieron en gemidos deplacer. También ella gimió, porqueaunque la sangre de aquel tipo sabía akvas de mala calidad y carne quemada,era tibia, rica y embriagadora, y leinundaba las venas de fuerza, fuego ysatisfacción.

Había bebido casi hasta hartarsecuando le llegaron voces desde el patioen el que había matado a los otros dosmatones, y vio luces procedentes delmismo lugar. Dejó de beber y apartó loslabios del cuello de Shanski.

—¿No lo habéis oído? —dijo la vozde Grigo—. Yo creí oír… ¡Por la luz deDazh! ¡Mirad eso!

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—Que Ursun nos proteja —dijo unasegunda voz—. ¿Quién ha hecho eso?¿Un animal?

—Son los muchachos de Gaznayev.¡Acabo… acabo de pagarles!

—No pensarás que él va a pensarque nosotros…

—¡Demonios! ¡Espero que no! —exclamó Grigo con temor.

—¿Dónde… dónde está ese gordobastardo de Shanski? —preguntó lasegunda voz—. ¿No has dicho…?

—Sí. Será mejor echar un vistazo. Siestá vivo, podrá decirle a Gaznayev queno hemos sido nosotros. Recoge laspistolas de Mikal y acompáñame.

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Durante un momento se oyó elsonido de arrastrar de zapatos, y luegodos pares de pies atravesaron el patiohacia la derecha de Ulrika. Ella degollóa Shanski, luego depositósilenciosamente el cuerpo en el suelo ymiró a su alrededor. Si entraba en elcallejón, los hombres la verían, yllevaban pistolas. Pero la parteposterior de la alfarería tenía mediapared de madera y resultaba fácil deescalar. Corrió hacia ella y saltó, paraluego encaramarse a toda velocidadcomo un gato.

Justo cuando llegaba al tejado, lellegó la voz de Grigo desde el callejón.

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—¡¿Qué es eso?! ¡Ahí arriba!¡Dispárale!

Ulrika se lanzó al otro lado deltejado en el momento en que ladetonación de un disparo de pistolaresonaba detrás de ella, y luego gateóhasta el borde que daba a la calleprincipal. Debajo de ella tenía la puertadelantera de la taberna de Grigo, por laque entraba y salía gente. Por ahí no.Corrió agazapada a lo largo de la hilerade edificios hasta llegar al final de lamanzana, y miró hacia abajo: unacallecita lateral, estrecha y desierta.Mucho mejor. Aterrizó sobre lacallejuela sin pavimentar con un golpe

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sordo, casi silencioso, y aguzó el oído.Desde lejos le llegó la voz de Grigo ydel otro hombre que se comunicaban agritos, pero parecían ir en la direccióncontraria. Bien. Se puso de pie y se miróla ropa. Por suerte, esta vez habíaejecutado la carnicería desde una mayordistancia, y parecía que no se habíamanchado de sangre. Se limpió la bocacon un pañuelo sólo para asegurarse, yluego sacó una de las bolsitas demonedas que le había quitado a Shanskiy yació el contenido en una mano.

Eso sería más que suficiente.Para cuando Ulrika volvió a entrar

en la Jarra Azul, el tabernero estaba

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recogiendo jarras y vasos, mientras losestudiantes y los viejos recuperaban susabrigos y sombreros. Sobre elescenario, la muchacha ciega limpiabael diapasón de la balalaica con un trapo.Ulrika suspiró con alivio. Llegaba atiempo. Se acercó al escenario y metióel puñado de monedas de oro dentro delestuche del instrumento. Intentó no hacerruido, pero la muchacha la oyó y dio laimpresión de saber cuántas monedashabía dejado, porque levantó la cabezacon los ojos muy abiertos.

—Gra… gracias, señor —dijo.Ulrika estuvo a punto de corregirla,

pero luego se contuvo. No quería hablar

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con la muchacha. No quería descubrirque era vulgar, o tonta, o codiciosa.Quería que continuara siendo la personaque parecía ser cuando cantaba, unespíritu del hogar puro y perfecto, nocontaminado por las realidades deganarse la vida en una ciudad dura. Asípues, en lugar de responder le hizo unareverencia —algo absurdo, ya que lamuchacha no podía verla—, tras lo cualdio media vuelta y se encaminó hacia lapuerta.

Cuando echó a andar calle abajo,Ulrika descubrió que su paso era alegre.Tal vez sólo se debía a que la sangre deShanski la calentaba y embriagaba, pero

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se sintió terriblemente noble y virtuosa,y sonrió al pensar en la muchachacontando las monedas y descubriendo elinesperado regalo que ella le habíahecho. El matón le había robadomonedas de plata y cobre, pero Ulrikalas habían reemplazado por monedas deoro. Era como un héroe de melodramatrillado que derrota a un arrogantevillano y salva de la desgracia a unadoncella pobre pero virtuosa.

Ese pensamiento la llevó a otro que,al adquirir forma, hizo que ralentizara elpaso. Con una claridad súbita ymeridiana supo entonces cuál era larespuesta a las preguntas que habían

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estado atormentándola desde queChesnekov le había dicho que las hordasno acudirían a asediar Praag. Le habíandado vueltas por la cabeza durante todala noche. ¿Qué iba a hacer? ¿Cómo iba avivir? ¿Por qué molestarse en continuarhaciéndolo?

La muchacha ciega le había dado larespuesta. Sus canciones habían hechoque Ulrika recordara a su padre, unseñor sabio y noble que sentía afectopor sus campesinos y los protegía. Lascanciones también habían hecho resurgira la kislevita que llevaba dentro. Habíapasado tanto tiempo fuera de su tierranatal, y recientemente la habían

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cambiado tanto, que había estado apunto de olvidar su herencia y cuántoamaba su patria. Pero gracias a lascanciones había vuelto a recordarlo, yesto, combinado con su juramento desólo hacer presa en los depredadores,había dado a luz la idea de una forma devida con la cual podía estar de acuerdoy, de hecho, sentirse orgullosa de ella.

Se quedaría allí, en Praag, dondeseguiría el noble ejemplo de su padre yprotegería a la gente de la ciudad de losmonstruos como Shanski. Puede que lashordas no acudieran a poner cerco a laurbe, pero ella aún tendría laposibilidad de perderse en la matanza

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—y hacerlo sin que le remordiera laconciencia—, porque Praag leproporcionaría un interminablesuministro de villanos de los cualesalimentarse. Era una solución perfecta.

Volvió a acelerar el paso, alquitarse por fin de encima el peso que lahabía estado agobiando durante tantotiempo. Era buena cosa tener un plan. Yapodía pensar en encontrar un sitio en elque alojarse, y en el modo de pasar aformar parte del tejido de la ciudad.

Se dispuso a cruzar la calle conrenovada decisión, pero entonces tuvoque apartarse a un lado cuando tresborrachos giraron en una esquina,

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andando a trompicones y charlandoanimadamente entre sí.

—¿Lo has visto? —dijo el primero—. Tenía la garganta cortada con tantaprecisión como quieras, pero no lequedaba ni una sola gota de sangre.Como un pellejo de vino vacío, así lohan dejado.

—Y Grigo dice que vio unmurciélago del tamaño de un hombresubir volando hasta el tejado de la casade Danya, el alfarero —añadió elsegundo.

—No era ningún murciélago —intervino el tercero con voz pastosa—.Era un hombre. Pero volaba como un

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murciélago. Es lo que yo oí.Ulrika se subió el cuello de la

gruesa capa de viaje y continuó andandodeprisa, gimiendo para sí mientras, a lolejos, un violín tocaba una alegretonada. Si iba a proteger a los habitantesde Praag, tendría que ser más discreta enel modo de hacerlo, o acudirían a laguardia gritando para que losprotegieran de su protectora.

* * *Una hora más tarde, cuando en el este elcielo comenzaba a clarear y pasaba del

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negro al gris carbón, Ulrika atravesó eldemolido Novygrad en busca de un lugaren el que poder pasar el día. Habíadecidido que, mientras no se hubieraorientado, las profundidades de lasproscritas ruinas constituirían elescondite más seguro para ella. Puedeque la gente estuviera reconstruyendo enla periferia, pero las zonas más cercanasal lugar por el que las hordas habíanentrado a través de la derrumbadamuralla de la ciudad no sólo estabandestrozadas y quemadas, sino tambiéndeformadas por los terribles podereslanzados contra ellas. Edificios deladrillo y piedra se habían fundido hasta

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transformarse en vidriados montículosnegros, y se rumoreaba que fantasmas yespíritus se deslizaban entre ellos,gimiendo, llorando y matando deespanto a quienes tenían la osadía deinvadir su territorio.

A Ulrika no la inquietaban esosrumores. De hecho, los, agradecía. Si lagente les tenía miedo a las ruinas, lasevitarían, y no la molestaría nadie salvo,tal vez, los fantasmas, y a ésos ya no lestenía miedo.

En una calle donde extrañasenredaderas de color púrpuraatravesaban los negros escombros de losedilicios, Ulrika encontró una casa que

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parecía adecuada: un edificio deviviendas con la planta baja intacta,cosa que significaba —o al menos esoesperaba—, que no se colaría ni un rayode sol al interior de la bodega. Pasó porencima de las puertas destrozadas enbusca del modo de bajar, y en la parteposterior encontró una estrecha escalerade madera, aunque estaba derrumbadaen parte.

Ulrika se acuclilló para examinar elumbral. Había huellas recientes en elpolvo, y de abajo le llegó olor a sangrederramada, que, aunque no era reciente,tampoco era vieja. No captó ningúnlatido al aguzar el oído, pero de todas

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maneras desenvainó el estoque y la dagaantes de comenzar a descender por laescalera mientras miraba con precauciónhacia las sombras.

La bodega era un agujero con suelode tierra e hileras de pilares de ladrilloen los que se apoyaba la bóveda decañón, y al principio no vio nada quepudiera explicar el olor a sangre. Perocuando se adentró más en la oscuridadvio, asomando de detrás de un pilar, unamano y un brazo tendidos sobre el suelo.Rodeó el pilar en estado de alerta ydescubrió una escena espeluznante.Daba la impresión de que otros habíanestado aprovechándose de la privacidad

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que ofrecían las ruinas.La mano y el brazo pertenecían a una

muchacha de no más de diecisiete años,que yacía muerta, abierta de brazos ypiernas en el centro de un círculoformado por un canal somero queparecía haber sido trazado en el suelode tierra con un palo. Ulrika hizo unamueca de dolor al ver que las manos ylos pies de la muchacha habían sidoclavados al suelo con gruesas estacas, yque debajo de ellos habían abiertopequeños surcos conectados con elcírculo, de modo que la sangre de lasheridas pudiera fluir al interior del canaly formar un trazo rojo en torno a ella. En

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el cuerpo de la víctima habían sidodibujados a cuchillo extraños símbolos,pero Ulrika no vio ninguna herida fatal.Daba la impresión de que la muchachahabía muerto de terror. Su cara estabapetrificada en un alarido, la boca y losojos abiertos de par en par, y lasextremidades rígidas de tensión.

Al detenerse junto a ella, Ulrikareparó en una magulladura en forma decírculo purpúreo que había entre lospechos de la joven. Tenía alrededor dedos centímetros y medio de diámetro yparecía un mordisco amoroso, salvo porel hecho de que era un círculo perfecto yligeramente hinchado. No podía

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imaginar que algo parecido fuese lacausa de la muerte —ni siquiera habíaagujereado—, pero tenía algoespeluznante y desagradable que hacíaque no deseara continuar mirándolo.

Al apartar la mirada vio una pila deropa en un rincón. Era ropa demuchacha, por supuesto, pero había unmontón de ella, más de la que una jovenpodría llevar puesta a la vez. Seisvestidos, todos remendados, y tambiénchales, corpiños, gorros y zapatos, y unapequeña flauta dulce rota.

Ulrika gruñó, colérica, al recordar alhombre del callejón que le preguntó sihabía visto a su hija, y a los soldados de

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la taberna Jabalí Blanco que selamentaban de la desaparición de unacantante callejera. De repente, tuvo lacerteza de saber qué les había sucedido.¡Qué vileza! Desde luego, nunca pasaríahambreen aquella ciudad.

Suspiró, y luego echó a andar otravez hacia los escalones. Habría podidoquedarse y dormir allí. Dudaba de quelos adoradores del Caos regresarandurante el día, y el cadáver no era másque un cuerpo vacío, pero le resultabademasiado lastimoso. Buscaría otrolugar para descansar.

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* * *Tras pasar el día ocultándose del soldentro del horno de ladrillo del sótanode una panadería en ruinas, Ulrikadespertó y volvió a atravesar la ciudad,pasando otra vez ante la torre de losHechiceros y cruzando el puenteKarlsbridge hasta el distrito de laAcademia, para volver a la tabernaJarra Azul. Y aunque la muchacha ciegaestaba allí, y cantaba tanmaravillosamente como la nocheanterior, no era ella el motivo por el queUlrika había acudido al local.

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La noche antes, Shanski habíamencionado a su jefe, alguien llamadoGaznayev, y Ulrika suponía que si eseGaznayev se había enterado de que tresde sus matones habían sido asesinadosmientras llevaban a cabo las rondashabituales, enviaría a alguien ainvestigar. Con un poco de suerte, loúnico que tendría que hacer seríaesperar, y los bravucones irían ahusmear por ahí. Entonces podríaseguirlos hasta la guarida del jefe ymatarlo, con lo cual destruiría de raíz elchanchullo de la protección. Sonrió,anhelante ante la perspectiva de losestragos que iba a causar y la sangre que

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iba a derramar, y todo sin atisbo deculpabilidad ni temor a lasconsecuencias.

Esa noche iba vestida con el jubón ylos calzones de terciopelo negro que sehabía llevado de casa de Gabriella,remendados tras sus desventuras con losguardias de caminos. También se habíalustrado las botas y cepillado su capanegra de buena calidad. Laspolvorientas prendas de cuero y de telagastada que había cogido de las diversasvíctimas a lo largo del recorrido hastaallí habían constituido un buen disfrazpara el camino, pero en Praag hacíanque pareciese una refugiada, y aunque

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ése era un aspecto que le permitiríadesvanecerse entre la multitud, leimpedía el paso a los lugares máselegantes, y no era el tipo de cosas quevestía una protectora noble cuando sepaseaba entre su grey.

Sabía que eso no era prudente, quecon esa ropa masculina, su estatura ycorto pelo blanco conformaba unpersonaje fácilmente reconocible, perotras haber visto desfilar las modas aluso en Praag durante la noche anterior,decidió que vistiendo de esa maneraestaría más segura allí que tal vez encualquier otro lugar del mundo. Pues enun sitio donde los nobles llevaban

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máscaras enjoyadas, los niños se poníancolorete, las niñas exhibían corsés, losestudiantes lucían elaborado vello facialy los soldados se tocaban con sombrerosde armiño del tamaño de calabazas, ellasería una más en una gran muchedumbrede personajes extravagantes, no más queotra rareza en una ciudad de rarezas, ycreía que nadie le dedicaría una segundamirada.

Justo cuando pensaba esto, sintióunos ojos sobre ella. Se volvióesperando ver a un matón observándola,o a un guardia, o a un severo agente delservicio secreto, pero no se trataba deninguno de ellos. Un joven, al que se le

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veía la empuñadura de un estoquedebajo de los ropones grises deestudiante de arte, se encontraba sentadocontra la pared del fondo, con loshombros caídos, y la observaba desdedebajo de una cascada de lacio pelonegro. Su cara era tan afilada ypuntiaguda como la de un lobo, sumirada de ojos oscuros era igual decruel, y casi con total seguridad setrataba de un vampiro.

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DOCE

El cargamento

Ulrika apartó la mirada, encolerizadacon el vampiro por espiarla, perotodavía más enfadada consigo misma.Había previsto que sus hazañas de lanoche precedente despertaran el interésdel matón a cuyos hombres habíamatado, y tal vez el de la guardia, perono se le había ocurrido que la matanzapudiera despertar también el interés de

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otros grupos. ¡Estúpida! Por supuestoque lo habían hecho. Un cadáverexangüe, los rumores de un hombre quevolaba como un murciélago… Si losvampiros de Praag se parecían en algo alas lahmianas de Nuln, ése sería elúltimo tipo de rumor que querrían quecirculara por ahí y el primero queinvestigarían.

Debería haber sido más discreta.Había vuelto a dejarse dominar por lacólera sanguinaria, y se había delatado.Irían tras ella. Intentarían controlarlacomo lo había hecho Gabriella.

Cerró los ojos y se esforzó porrecuperar la calma. Tal vez podría

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llegar a alguna clase de acuerdo conellos. Quizá, si prometía alimentarse conmayor discreción, la dejarían en paz.Praag era una ciudad grande. Sin dudahabía espacio suficiente para todosellos.

Con un gruñido de resignación, sevolvió otra vez, decidida a encararsecon el vampiro sin tapujos y ver quétenía que decir, pero se había marchado.El asiento que había ocupado junto a lapared estaba vacío. Recorrió el salóncon la mirada y observó las salidas. Nose lo veía por ninguna parte. Suspiró,fastidiada. ¿De qué servía jugar al gato yal ratón? Si querían hablar con ella,

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entonces que lo hicieran sin más. Siquerían matarla…

Se detuvo ante este pensamiento.Podría haber una emboscada en elexterior. Bien, perfecto. Tenía la sangreencendida. Si querían pelea, ella estaríaencantada de complacerlos. Y cuandolos derrotara, volvería a la vida quehabía planificado para sí, libre deinterferencias por parte de suscongéneres.

Estaba levantándose y avanzandohacia la puerta, cuando oyó el sonido deunas pesadas botas entrando en lataberna por la puerta trasera. Se volvió.Cuatro hombres de aspecto duro

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avanzaban con aire arrogante detrás deun quinto, un elegante dandi rubio quellevaba una gorra de terciopelo ladeadasobre un ojo azul pálido. Los clientes seapartaban de ellos, y el encargado de labarra estuvo a punto de dejar caer lajarra que tenía en las manos.

Ulrika maldijo para sí. Los matonesque iban a ser sus presas habían llegadoen el momento más inoportuno. ¿Qué ibaa hacer? El dandi se inclinó sobre labarra y le sonrió al encargado.

—Dobry vechyt, Basilovich. ¿Quétal va el negocio?

El encargado retrocedió un paso.—Anoche le pagué a Shanski, Kino.

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Todos me vieron hacerlo.Kino agitó una mano con gesto

despreocupado.—Sí, sí. Por eso no tienes que

preocuparte. Es sólo que algunos amigosdicen que Shanski pasó por la Jarrajusto antes de morir. ¿Qué sabes tú deeso?

El encargado se puso pálido.—Nada, Kino. Nada. Te lo prometo.

Estaba vivo cuando salió de aquí.¡Pregúntaselo a cualquiera!

Kino recorrió el salón con lamirada, y asintió.

—¿Y lo siguió alguien cuando salió?¿O buscó pelea con él mientras estuvo

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aquí?El encargado negó con la cabeza.—Nadie. Te lo juro. Pero he oído

decir que Grigo, de la taberna Afanes deMuzhik, vio que algo lo atacaba, algoque se alejó volando en la noche.

Kino puso los ojos en blanco.—Sí, ya hemos hablado con Grigo.

Daba la impresión de que había estadobebiéndose sus propias existencias. —Con un suspiro, se acercó a la mesa máspróxima, se subió a ella y dio un fuertepisotón con una bota—. ¡Eh! —gritó, yse volvió hacia la joven ciega—. Dejade gimotear, muchacha. Estoy hablando.

La cantante vaciló, y luego guardó

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silencio cuando todos los presentes en elsalón se volvieron hacia Kino.

—Todos sabéis lo que sucedióanoche. Bien, pues mi jefe pagará buendinero por saber quién lo hizo. Unsusurro en mi oído os hará ganar unabonita bolsa —asintió mirando a sualrededor—. Bien, eso es todo. Yasabéis dónde encontrarme. Continúa,muchacha —volvió a bajar de la mesa yla joven retomó con incertidumbre lacanción donde la había dejado, mientrasel salón se llenaba de susurros.

Kino fulminó con la mirada alencargado en el momento de volversepara salir.

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—Lo mismo va por ti, Basilovich.Habrá dinero en tu bolsillo si se teocurre algo, pero si estás protegiendo aalguien… —Hizo un gesto de cortarse lagarganta, luego lo transformó en saludomilitar y, pavoneándose, se encaminóhacia la puerta posterior.

Esta vez, al encargado sí que se lecayó la jarra.

Ulrika vaciló, mirando de una a otrapuerta. Tampoco en este caso conveníaseguir a la presa de modo directo, peroel vampiro de pelo lacio podría estaresperándola en el exterior de la puertadelantera, y podría intentar evitar quesiguiera a Kino. Se encogió de hombros

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y avanzó hacia la salida con la manoapoyada sobre el pomo del estoque. Quelo intentara. Se lo enviaría de vuelta a suseñor después de hacerle tragar loscolmillos.

Pero en la calle no aguardabaninguna figura oscura. Miró hacia lostejados y observó las sombras, pero novio nada. ¿Se habría equivocado?¿Acaso el joven de cabello negro erasólo un estudiante, después de todo? Enese momento no tenía tiempo parapreocuparse por aquella cuestión. Debíadar caza a una presa. Se apresuró allegar al pasaje estrecho que habíaseguido la noche anterior, y luego fue a

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paso ligero hasta el callejón que corríapor detrás de la Jarra Azul.

Cuando se detuvo en la esquina, lavoz de Kino llegó hasta ella.

—Hay alguien que no quiere hablar—estaba diciendo—. Alguien que sabealgo, y yo voy a descubrir quién es.

—¿Y si de verdad fue un vampiro,Kino? —preguntó otra voz.

—¿Has oído hablar alguna vez de unvampiro que robe bolsas de dinero? —preguntó Kino—. Fue alguna pequeñabanda que intentó borrar su rastro conuna carnicería, acuérdate de lo que tedigo. Ahora, vamos. Vayamos a probaren lo de madame Olneshkaya. Ella

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siempre se entera de todo lo que pasa.Ulrika se encogió en las sombras y

observó cómo Kino y sus muchachospasaban de largo y continuaban por elcallejón. Tras darles un momento paraque se adelantaran, se deslizó tras ellos,tan silenciosa como un gato. Susinstintos de cazadora se hicieronrápidamente con el control, y tuvo quecontenerse para no lanzarse al galope yhacerlos pedazos. Matar a los hombres yalimentarse de ellos haría fracasar elpropósito que la movía. Iba a seguirloshasta que regresaran con su amo. Seríaél a quien mataría, y de quien sealimentaría. Con el resto podría acabar

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más tarde, según su conveniencia.Volvió a mirar hacia los tejados.

Había oído algo justo en ese momento.No vio nada. Podría haberse tratado deuna rata, o de una paloma que seremoviera en el nido con inquietud, perono parecía muy probable. Cabía laposibilidad de que el vampiro deaspecto lobuno estuviera siguiéndola,del mismo modo que ella estabasiguiendo a Kino. Gruñó para sí. Estaríapreparada si él tomaba la iniciativa.

Después de más de una horaentrando y saliendo de burdeles,tabernas, antros de peleas de perros ysalones de kvas, Kino y sus hombres

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renunciaron a la investigación y seencaminaron a casa. Ulrika se alegró.Seguirlos le había causado una extrañamezcla de aburrimiento y ansiedad;aburrimiento porque no implicaba retoninguno, y ansiedad porque tenía lacerteza de que la estaban vigilando,probablemente más de un par de ojos,pero en ningún momento logrósorprender a nadie espiándola. Casitenía ganas de volverse y gritar hacia loalto de los tejados: «¡Sé que estáis ahí!¡Salid y hablemos cara a cara!», pero nopodía, porque si lo hacía, podría perderla pista que iba a llevarla hastaGaznayev.

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Al fin, Kino y sus hombres seacercaron a un almacén de los muelles,cerca del punto en que el río Lynsk salíade Praag a través de una reja situada enla muralla de la ciudad. Un hombreataviado con una gruesa capa los saludócon un gesto de bienvenida ante lapuerta del almacén, y luego volvió afrotarse las manos, a patear el suelo, ymirar hacia las profundidades de lanoche.

Ulrika se acuclilló en la sombra deun taller de muebles que había al otrolado de la calle, y estudió el lugar. Erade ladrillo y tenía dos pisos de altura,con grandes puertas dobles para que

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pudieran entrar las carretas, además dela puerta más pequeña por la queacababa de entrar Kino. Por encima seveían ventanas con los postigos echados—oficinas, muy probablemente—, pero,en su mayor parte, el edificio carecía deellas. El tejado, sin embargo, seventilaba mediante rejillas de lamascolocadas en el hastial. Tenían unaspecto muy invitador.

Dio un rodeo hasta el río y seaproximó al almacén desde ese lado.Había otras dos puertas grandes quedaban directamente a sendos muellescortos y anchos, y allí estaba apostadootro guardia, cobijado a sotavento de

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una carreta vacía, fumando en pipa.Cuando se volvió de espaldas, Ulrika sedeslizó entre el almacén y el edificiocontiguo, para luego escalar con rapidezla pared de ladrillos hasta el tejado, porel que avanzó con sigilo hasta el primerhastial.

Al acercarse a las rejillas de lamas,oyó un débil murmullo de vocesdistantes, y captó olores de hombres ylos penetrantes aromas de especiasextranjeras. Tiró del marco de la rejillacon su fuerza sobrenatural y éste se soltócon un chirrido. Se detuvo, pero nadiedio la alarma, así que asomó la cabezaal interior y arrugó la nariz. El olor a

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especias era abrumador.El almacén se extendía debajo de

ella, un vasto espacio a oscuras ocupadopor pilas de barriles, cajones y sacos dearpillera que su sensible nariz le dijoque estaban llenos de pimienta, cominoy cilantro. Por debajo de una puertacerrada que había en el otro extremo sefiltraba luz. Volvió la cabeza hacia unlado y otro, en busca de una manera debajar. El techo se apoyaba en unentramado de vigas, pero la más cercanase encontraba a más de tres metros pordebajo de ella, y no era más ancha queel largo de su mano. Bueno, no lequedaba más alternativa que intentarlo.

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Se deslizó con los pies por delante através de la estrecha abertura de larejilla, proceso en el que se le atascó laespada y se raspó la cadera contra elmarco astillado, pero al final quedócolgando de las manos muy por encimadel oscuro suelo; entonces miró haciaabajo entre las puntas de los pies paradeterminar la posición exacta de la viga.Se encontraba un poco desplazada a laizquierda. Se balanceó de un lado a otrohasta adquirir algo de impulso, yentonces se soltó.

Sus pies se posaron sobre ella conprecisión pero con demasiada fuerza. Leresbalaron las botas y tuvo que manotear

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con muy poca elegancia para sujetarse auna viga transversal y así evitar caersobre las cajas que había debajo. Volvióa escuchar. Todavía no se había dadoninguna alarma.

Con un suspiro de alivio se puso enpie y avanzó de puntillas por las vigasen dirección a la puerta por debajo de lacual se filtraba luz, pero antes de quehubiera recorrido la mitad de ladistancia, un sonido atrajo su atención yse detuvo en equilibrio, como unfunámbulo. Había latidos y fuegos decorazones hacia su derecha, donde nohabía esperado que hubiera ninguno, ycaptó el sonido muy débil de unos

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susurros.Ulrika miró en dirección al sonido.

En uno de los rincones posteriores delalmacén habían erigido una fortaleza concajones. Parecía un montón casi macizo,pero desde su observatorio elevado vioque el centro estaba hueco. Cambió detrayectoria y saltó hacia una viga lateral,para luego avanzar con mayor sigilo alacercarse a los cajones y mirar alinterior del hueco.

En medio había un alto corral paraanimales desprovisto de techo, y dentrose acurrucaba una veintena demuchachas jóvenes medio desnudas,todas refugiadas a juzgar por su aspecto.

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Al principio, Ulrika se preguntó por quéno trepaban por los laterales yescapaban, pero una mirada desde máscerca le proporcionó la respuesta.Algunas dormían, otras lloraban, otrasse acurrucaban juntas, temblando defrío, pero todas mostraban contusiones,estaban muertas de hambre y en unestado lamentable. Ninguna de ellashabría tenido fuerzas para llevar a cabouna hazaña semejante.

Una furia escarlata inundó a Ulrika,y sus garras se clavaron en la viga sobrela que se encontraba acuclillada; lashistorias de mujeres jóvenesdesaparecidas, la muchacha sacrificada

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en la bodega abandonada, y ahoraaquellas pobres desdichadas. ¿Qué crueldestino les aguardaba? ¿Iban aconvertirlas en prostitutas? ¿Lasvenderían en un puerto extranjero?¿Serían esclavas?

Gruñó. No serían ninguna de esascosas. Serían libres, y aquella mismanoche. Se volvió y avanzó con cuidadohacia la puerta por debajo de la cual sefiltraba luz. No había necesitado ningúnmotivo adicional para matar aGaznayev. El hambre que tenía y lacondición criminal de aquel tipo habríanbastado, pero ahora la muerte deGaznayev sería algo más que un simple

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cumplimiento del juramento que se habíahecho a sí misma. Aquello no eravillanía corriente. Aquello no era sólosacudir a los tenderos del barrio paraque pagaran por su protección y robar amuchachas ciegas. Aquello erasalvajismo, algo propio de las hordasdel Caos, y ella no iba a permitir quealgo así existiera dentro de susdominios. Pasaría entre aquellosvillanos como una guadaña a través deun campo de trigo hasta llegar aGaznayev, pero con él se tomaría sutiempo, y cuando hubiera acabado, leentregaría sin protestar la llave de lajaula de las muchachas.

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Las voces del interior subieron devolumen. Ulrika se detuvo. Chasqueó unpestillo y se abrió la puerta. Dosmatones salieron al almacén, uno grandecon el cuello grueso como un buey, y elotro flaco y encorvado.

—Despierta a esas zorras —ordenóel de cuello de buey mientras se dirigíahacia el primer par de puertas grandes—. Los compradores llegarán encualquier momento.

—Sí, Lenk —dijo el flaco, y echó aandar entre los barriles apilados, endirección a la muralla de cajones.

Ulrika permaneció inmóvil mientraseste último pasaba por debajo de ella y

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el hombre corpulento descorría loscerrojos de las grandes puertas y sedisponía a abrirlas. Estaban a punto dellegar los compradores, los hombres quehabían pagado a los matones para que seapoderaran de aquellas muchachas. Lamente de Ulrika era un torbellino. Pormucho que ansiara abrirse brutalmentepaso hasta Gaznayev, tenía quereconocer que éste no era más que unintermediario. Cualesquiera que fuesenlos horrores que aguardaban a lasmuchachas, los responsables eran loshombres que acudirían a buscarlas, yaquélla podría ser la única oportunidadque tendría Ulrika de descubrir quiénes

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eran. Gaznayev podía esperar. Yavolvería a por él más tarde.

Se dio la vuelta sobre la viga paraobservar al flaco, que se acercó a lamuralla de cajones y abrió una puertaastutamente camuflada como si fuerandos cajas, una encima de la otra.Desapareció en un túnel que atravesabala pared, y Ulrika oyó unos fuertesgolpes metálicos.

—Despertad, despertad, inmundasputas! —gritó el flaco—. ¡De pie!¡Vuestros amos llegarán dentro de poco!

Ulrika volvió atrás, hasta situarsesobre las vigas de encima de las cajas, yse asomó a mirar al interior de la jaula.

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El hombre caminaba en torno a ellamientras golpeaba los barrotes con elpomo de una daga, y sonreía de modolascivo a las muchachas cuandoretrocedían con temor ante él.

—Ojalá hubieran esperado un díamás —dijo—. No he acabado de probarla mercancía. —Se encogió de hombros—. En fin. Hay más en el sitio del quehabéis venido.

Tras golpear por última vez losbarrotes, volvió a atravesar el túnelandando tranquilamente, y cerró lapuerta detrás de él mientras lasmuchachas de la jaula se ponían de piecon lentitud y recogían sus escasas

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pertenencias. Ulrika se quedóacuclillada en lo alto, meditando. ¿Cuálera la mejor manera de seguirlas hastaque fueran entregadas a sus amos? Yentonces lo supo. Se uniría a ellas.Saltaría al interior de la jaula y… No.Eso no funcionaría, al menos vestida deaquella manera. Pero eso podíacambiarlo, si se daba prisa. Lo únicoque necesitaba era encontrar una manerade llevarse la ropa.

Miró en torno. Contra la paredposterior del almacén había una pila deabultados sacos de arpillera. Corrió atoda velocidad por las vigas y saltóhacia los sacos de los que se desprendía

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un intenso olor a especias. Le abrió untajo a uno de ellos, del que manó untorrente de cúrcuma amarilla. Puso elsaco boca abajo para vaciarlo y acontinuación se quitó la capa, el jubón ylas botas y lo metió todo en el saco.

Descalza, con los calzonesenrollados hasta los muslos y ocultosbajo la larga camisa holgada que lehabía robado a Chesnekov, esperabaparecer una muchacha secuestrada… simantenía la cabeza gacha. Pero habíaotro problema. Dudaba de que fueran amirarla dos veces por llevar el saco,pero el estoque ya era otro cantar. Nocabía dentro del saco, y no lo podía

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llevar a la vista.Del exterior le llegó el sonido de

cascos de caballos y el traqueteo de unacarreta. ¡Habían llegado loscompradores! Soltó una maldición. Nole quedaría más alternativa que ocultarla espada allí y volver a buscarladespués. De todos modos tenía laintención de regresar por Gaznayev. Larecuperaría entonces.

Saltó otra vez a lo alto de las vigas,y a continuación corrió hasta el cerco decajones. Ante las grandes puertas, eltipo de cuello de buey y el flacogesticulaban para dirigir la entrada de lacarreta en el almacén, mientras el

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cochero hacía que los caballosrecularan. Ya sólo le quedaban unossegundos. Tendió el estoque a lo largo,sobre una viga, y luego se dejó caerhacia los cajones con el saco dearpillera. Algunas de las muchachas laoyeron y alzaron la mirada. Les hizo ungesto para que se apartaran, y acontinuación saltó dentro de la jaula,entre ellas. Se oyeron unos pocoschillidos y bruscas inspiraciones, perola mayoría de las cautivas le dedicaronuna mirada vacía, completamenteperdidas en su desdicha.

Ulrika miró a las muchachas quehabían gritado, se llevó un dedo a los

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labios y a continuación hizo todo loposible por imitar a las de miradaausente, encorvando los hombros ydejando caer la cabeza, con el saco quecontenía su ropa apretado sin demasiadoentusiasmo contra el pecho. Le habríagustado tener alguna manera de cubrirseel pelo, pero se trataba de un imposible.Si se fijaban en ella, los mataría deinmediato y buscaría otra manera deencontrar al resto más tarde.

Se abrió la puerta oculta en lamuralla de cajones, y el matón de cuellode buey, acompañado por el tipo flaco,condujo a través del túnel a treshombres que llevaban capa con la

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capucha puesta hasta la jaula.—Aquí las tenéis, señores —dijo el

de cuello de buey, al tiempo que alzabauna linterna—. La pesca de la semana.Todas tan sanas y felices como podáisdesear.

Ulrika alzó la vista justo losuficiente para mirar a los reciénllegados. No les veía la cara, oculta enlas profundidades de la capucha, yademás llevaban un grueso velo negroque les ocultaba el rostro. Sin embargo,no había duda de que se trataba dehombres. Oía el corazón que les latíadentro del pecho.

El primero de ellos sacó una bolsita

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de cuero del interior de una manga y sela entregó al de cuello de buey sin deciruna sola palabra, para luego hacerle ungesto al tipo flaco con el fin de queabriera la jaula. El hombrecillo seestremeció al volverse, luego hizo giraruna llave en la cerradura y abrió lapuerta enrejada.

—Salid, zorras —dijo, y golpeó lajaula con el manojo de llaves—. Vamos.Moveos.

Las muchachas avanzaron con temor,arrastrando los pies, y Ulrika salió conellas, con la cabeza tan baja como pudo.Sintió un estremecimiento en la espaldaal pasar entre los hombres de las

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capuchas, convencida de que se daríancuenta de que no era como las otras y sefijarían en ella, pero no parecierondarse cuenta de nada, y ella siguió a lasotras cautivas a través del túnel queatravesaba la muralla de cajones, hastasalir por el otro lado.

Directamente frente a la puerta habíauna carreta totalmente cerrada —comouna caravana strigany pero sin ladecoración colorida de éstas—, con unarampa que ascendía hasta una puertaabierta en la parte posterior. Algunas delas muchachas se pusieron a chillar encuanto la vieron, y no quisieron seguiradelante, pero otros dos hombres con

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capa y capucha las azuzaron con palospara que continuaran, y subieron,temerosas, por la rampa hasta el oscurointerior.

Ulrika entró en el vehículo junto conel resto, y para cuando estuvieron todasdentro, con la puerta cerrada yasegurada, se encontraron tan apretadascomo sardinas en lata y despidiendo elmismo olor. La pequeña caja de lacarreta olía a miedo, heces y muerte, yestaba tan oscura como un ataúd.

Un momento después se oyó elrestallar de un látigo. La caravana diouna sacudida brusca, y se pusieron enmarcha. Ulrika se preguntó qué distancia

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iban a recorrer. ¿Y si salían de laciudad? ¿Y si las sacaban del país? ¿Ysi las hacían salir del vehículo a la luzdel día? Se encogió de hombros. Seenfrentaría a ese dragón cuando lotuviera delante. Ya había poco quepudiera hacer al respecto.

Junto a ella, una de las cautivascomenzó a llorar, un sonido cansado ysin esperanza. Ulrika rodeó a lamuchacha con un brazo e intentó nopensar en la sangre que fluía con elpulso del corazón por debajo de su piel.

Pasado un breve rato, la carretaaminoró la marcha y efectuó un girocerrado para luego descender una cuesta

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bastante empinada. Todas las muchachasdel interior del vehículo se tambalearony se apelotonaron hacia la partedelantera, hasta que el vehículorecuperó la horizontal y se detuvo. Delexterior les llegaron voces apagadas, yluego, con golpeteos y crujidos, se abrióla puerta. Las muchachas se volvieroncomo flores hacia el sol, y parpadearona la mortecina luz del friego que entródel exterior.

Dos hombres con capucha colocaronla rampa, y luego indicaron a lasmuchachas por gestos que salieran.Obedientes, ellas avanzarontrabajosamente, y Ulrika las siguió al

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tiempo que recorría el entorno con lamirada. La carreta se había detenido enun rincón de una enorme cámaraabovedada llena de sombrasamenazadoras y humo. Desde algúnlugar de lo alto soplaba un viento fríoque azotaba el fuego que ardía en unbrasero cercano y proyectaba una luzoscilante sobre hileras de gigantescascubas de latón y barriles de madera másaltos que un hombre. También sereflejaba en una gran colina de botellasde cristal vacías que, apiladas en unrincón, destellaban como un millar deojos rojos. El lugar olía a granofermentado y licor fuerte; era una

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destilería de kvas, al parecer, aunqueabandonada desde hacía mucho tiempo.

—Por aquí, niñas —dijo un hombrecon capucha al tiempo que les hacíagestos con una botella de kvas vacía quetenía en una mano. Las condujo hasta unnicho arqueado que había en la pared depiedra, en el interior del cual habíaninstalado una puerta de barrotes dehierro.

«Nos sacan de una jaula parameternos en otra», pensó Ulrika.

El hombre abrió la puerta, y luegosopló ociosamente sobre la boca de labotella, a la que arrancó un sonidohueco, como de sirena de barco,

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mientras otros dos hombres con capuchaconducían a las muchachas al interior.Ulrika dejó que la hicieran entrar juntocon las otras porque vio que los barroteseran viejos y estaban oxidados, y no laretendrían si ella no lo deseaba. Primeroquería ver qué tenían intención de hacercon ellas sus captores.

No tuvo que esperar mucho. Elhombre de la botella retuvo a la últimamuchacha y luego encerró al resto. Lamuchacha luchó cuando los dos hombresla sujetaron y se la llevaron al otro ladode la cámara, hasta el espacio abiertoque quedaba entre las cubas.

Ulrika se abrió paso entre las otras

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hasta llegar a los barrotes, y vio que enla tierra endurecida del suelo de labodega habían excavado un canalcircular poco profundo, y que los bordesestaban recubiertos de sangre seca.

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TRECE

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Ulrika aferró los barrotes de la jaula,mientras de toda la cámara abovedadaemergieron figuras con capucha y sereunieron alrededor del ensangrentadocírculo. El diseño de éste eraexactamente igual al que ella habíaencontrado en la bodega del edificio de

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viviendas abandonado, en cuyo centroyacía, clavada con estacas, la muchachasacrificada. Daba la impresión de que labanda de Gaznayev estaba vendiendo lasmuchachas a un culto asesino.

La muchacha luchó con más fuerzacuando vio adónde la conducían loshombres con capucha.

—¿Qué vais a hacer? —gritó—¡Deteneos!

El hombre que tenía la botella rió.—¿Detenernos? ¿Justo cuando

estamos a punto de darle significado a tupequeña vida sin valor?

Hizo un gesto a los otros hombres, yluego continuó hablando mientras le

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quitaban la ropa a la muchacha y uncuarto hombre colocaba velas en tornoal perímetro del círculo, paraencenderlas a continuación.

—¿Qué habrías hecho con los añosde vida que tenías por delante? —preguntó—. ¿Parir una carnada democosos, vivir en la pobreza, morir enla pobreza? Tu desgraciada vida no lehabría aportado nada al mundo. Peroahora tendrás un propósito másgrandioso. ¡Ahora formarás parte dealgo monumental! —lanzó al aire labotella vacía y la atrapó al vuelo—. ¡Lapróxima vez que Mannslieb esté llena, tualma se unirá a las otras en el gran

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despertar que dará comienzo a la tomade Praag por parte de su legítimaseñora!

Los dos hombres arrastraron a lamuchacha, ahora desnuda, hasta elcentro del círculo, mientras otro hombreavanzaba provisto de martillo y estacas.Ulrika ya había visto suficiente. Tirócon fuerza de uno de los barrotes dehierro de la jaula, que rechinó y sedobló, pero sin romperse.

Las muchachas que la rodeabangimieron con sorpresa y se apartaron deella, con los ojos desorbitados, mientrasque los adoradores del Caos se volvíanal oír el ruido.

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—¿Qué ha sido eso? —preguntó elhombre de la botella.

Ulrika volvió a tirar, y esta vez elbarrote se rompió por la mitad,haciéndole una herida en la palma de lamano.

—¿Qué está haciendo ésa? —gritóel hombre—. ¡Detenedla!

Un pequeño grupo de personas concapucha avanzaron a paso ligero haciala jaula, al tiempo que sacaban porras ydagas. Ulrika tiró de la mitad inferiordel barrote partido, intentando doblarlohacia abajo para poder deslizarse através de la abertura. Se partió por labase, y ella retrocedió dando traspiés,

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con el barrote en la mano. Sonrió.Perfecto.

Los adoradores del Caosralentizaron el paso y se quedaronmirándola con inquietud.

—¡Poderes de la oscuridad! —exclamó uno, con voz ahogada—.¿Cómo hace eso?

Ulrika se deslizó a través de labrecha y se irguió en toda su estaturaante ellos, blandiendo el barrote dehierro.

—Dejad que os muestre los poderesde la oscuridad —dijo, y antes de quepudieran reaccionar cayó de un saltoentre ellos y se puso a asestar golpes en

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todas direcciones con el armaimprovisada.

Tres murieron al instante, con elcráneo hundido, y cayeron al suelomientras la sangre iba oscureciéndolesla tela de la capucha. Los otros tres laatacaron con puñaladas dirigidas alestómago y a la cara. Hizo retroceder auno de ellos de una patada, atrapó lamuñeca del segundo cuando intentabaclavarle la daga y a continuación lolanzó contra el tercero. Cayeron unoencima del otro, y Ulrika descargó unaestocada descendente con el barrote dehierro que les atravesó el pecho a ambosy los dejó clavados al suelo. A

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continuación, se volvió para encararsecon el último.

Estaba de pie, como petrificado, yaunque no podía verle la cara a travésdel velo que llevaba debajo de lacapucha, olía el miedo que manaba através de sus poros. Arrancó laensangrentada barra del cuerpo de suscompañeros, y avanzó hacia él. El tiposoltó un chillido y echó a correr, aunqueno con la rapidez suficiente.

Ulrika le dio alcance en dos velocespasos y le hundió el cráneo por detrás.Al desplomarse, la capucha se hinchócomo un saco lleno de carne mojada.

La pelea había durado veinte

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segundos en total, y cuando Ulrika sevolvió hacia el hombre de la botella ylos camaradas de éste que seencontraban cerca del círculo, vio queestaban tan paralizados como lo habíaestado la última de sus víctimas. Sevolvió a mirar a las muchachas de lajaula. También ellas estabanpetrificadas, y el blanco de los ojos lesbrillaba a la luz del fuego al mirarfijamente los cuerpos que yacían a lospies de Ulrika.

—¡Marchaos! —dijo—. Volved convuestras familias.

La mayoría de las muchachas no semovieron, pero unas cuantas de las más

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valientes se agacharon para pasar através de la brecha, y a continuación lassiguieron las más tímidas.

Ulrika se encaró con la docena deadoradores del Caos que se encontrabanen torno al círculo y echó a andar haciaellos, con la barra de hierro sujeta a unlado.

El hombre de la botella retrocedióun paso y la señaló con el envase decristal sujeto en una mano temblorosa.

—¡Matadla! ¡No dejéis escapar a lasvíctimas de sacrificio!

Sus compañeros no parecían nadaentusiasmados con la primera parte de laorden, y en cambio se dividieron hacia

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la derecha y la izquierda para cumplir lasegunda, e intentaron pasar en torno aella para llegar hasta las muchachas queen ese momento echaban a correr haciala rampa. Los dejó marchar y cargó enlínea recta hacia el jefe y los hombresque sujetaban a la muchacha que iban asacrificar. Los tres huyeron endirecciones diferentes. Ulrika saltósobre el jefe y lo arrastró de vuelta alcírculo, donde la muchacha yacía,encogida de miedo, junto al martillo ylas estacas que la habrían clavadocontra el suelo.

—Márchate —le dijo Ulrika, altiempo que tocaba suavemente a la

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muchacha con la punta de un piedescalzo, y luego lanzó al hombre alsuelo para que ocupara el sitio que lamuchacha abandonaba a gatas, llorando.

—¡No debes tocarme! —gritó elhombre, retorciéndose cuando Ulrikarecogió el martillo y una estaca—.¡Espera! ¿Qué estás haciendo?

—Salvándote para un propósito másgrandioso —dijo Ulrika, y acontinuación apoyó una rodilla sobre lamuñeca del hombre y de un solomartillazo le atravesó la palma de lamano con la estaca, que se clavó en ladura tierra.

El hombre soltó un alarido y se

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retorció mientras ella se ponía de pie yrecorría la cámara con la mirada. Losotros adoradores del Caos habíanatrapado a las muchachas fugitivas yestaban arrastrándolas de vuelta a lajaula. Ulrika recogió el barrote de hierroy avanzó hacia ellos a grandes zancadasgruñendo por lo bajo.

Los hombres gritaron al verla llegar,y algunos soltaron a las muchachas yhuyeron por la rampa. El resto se agrupóy se lanzó a la carrera hacia ella con lasarmas en alto. Ulrika corrió en línearecta hacía estos últimos, y saltó porencima de ellos al tiempo quedescargaba un golpe descendente con el

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barrote.Cayó de pie detrás de los hombres

sin volverse a mirar si el golpe habíadado en algún blanco, y cargó hacia loalto de la rampa. Los hombres que huíanse volvieron al oír sus pasos,preparados para luchar, pero Ulrikavolvió a saltar por encima de suscabezas y se interpuso entre ellos y lasalida.

—Chacales —les espetó, cuando sevolvieron de cara a ella—. Hacéis presaen los débiles. Ahora sabréis cómo eseso de ser una presa.

Saltó en medio de ellos antes de quepudieran moverse haciendo girar el

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barrote de hierro, que rompió cráneos ypartió brazos. Unos cuantos seapartaron, bramando y sujetándose lasheridas, pero el resto arremetió contraella, dando gritos. Estrelló el barrotecontra el cuello de un hombre que ibaarmado con un hacha, y el tipo salióvolando por el aire y se estampó contrala pared de la rampa. Otros dosdirigieron los filos de sus espadas hacialas piernas de Ulrika, que esquivó unade las armas pero no pudo evitar un tajode la otra, aunque luego, comorespuesta, atravesó al que la blandía.

Otros arremetieron contra ella consus armas. Ulrika tiró de la barra de

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hierro que se había atascado entre lascostillas del espadachín. Una daga lehizo un corte en la espalda. Una porra legolpeó un hombro. Una espada le rozóun brazo.

Ulrika gruñó, enfurecida, e hizo salirlos colmillos y las garras al tiempo quesu visión viraba a rojo y negro y unrugido le inundaba los oídos. Loshombres que la rodeaban gritaronaterrorizados.

Olió el miedo que sentían y saltóhacia ellos, dejando el barrote de hierrodonde estaba. Ya no necesitaba el arma.Sólo serviría para mantenerla adistancia de sus víctimas.

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La sangre salpicó las paredescuando le arrancó la garganta a unhombre. Otro intentó clavarle unaestocada y ella le arrancó el brazo. Susgarras encontraban carne allá donde sevolvía, y ella desgarraba y arrancaba enun torbellino rojo, ciega de furia,localizando a sus víctimas por elviolento latir de sus aterradoscorazones.

Entonces, un estampidoensordecedor le hirió los oídos, y ungolpe como de un atizador al rojo vivoimpactó contra uno de sus muslos y lehizo dar un traspié. Alzó la mirada,despertando del trance sanguinario

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mientras oleadas de lacerante dolorradiaban desde la herida. Los hombrespor encima de los cuales había saltadosubían por la rampa hacia ella. Unotenía una pistola humeante en una mano,y estaba apuntándola con una segunda.

Ulrika chilló como una gata salvajey saltó hacia él. La segunda pistoladetonó, pero la bala pasó de largo conun silbido, y ella derribó al hombre y loestrelló de espaldas al pie de la rampa.Resbalaron hasta detenerse y ella learrancó la garganta con los dientes.

Los otros bajaron dando gritos pararodearla, animándose unos a otros aatacarla. Ulrika, acuclillada, levantó la

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cabeza para mirarlos, con sangregoteándole del mentón, y se lanzó haciael más cercano. Una vez más, el mundose redujo a destellos en rojo y negro,congelados momentos de gloriosamatanza: un hombre que caía, con elvelo y la cara medio arrancados; otrohombre que chillaba y se mirabafijamente los muñones de los dedos; unacabeza con capucha que caía rodandopor la rampa.

Ulrika recobró el control de símisma un rato más tarde, apoyada sobremanos y rodillas al pie de la rampa,jadeando en medio de los muertos yagonizantes, y deliciosamente feliz.

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Entre los mugrientos adoquines corríanregueros de sangre de los hombres quehabía matado más arriba, y grandesgoterones le chorreaban del mentón y lanariz. Fue sólo cuando se puso de pie ymiró a su alrededor, que la vergüenzaenfrió su satisfacción hasta dejarlahelada. Entre los hombres había unamuchacha, una de las secuestradas,destrozada tan salvajemente como losdemás. Tenía marcas de mordiscos en lacara.

Ulrika apartó la mirada, con unamueca de dolor, y soltó una maldición.No sentía ningún remordimiento porhaber matado a los adoradores del Caos.

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Se merecían algo peor que lo que ellales había hecho, y esperaba que en lamuerte hallaran el tormento eterno amanos de los crueles dioses a los quehabían sido lo bastante estúpidos comopara adorar en vida. Era la manera enque había matado lo que le causabarepugnancia. Había vuelto a perder elcontrol, había vuelto a romper eljuramento que se había hecho a símisma, y una vez más lo pagaba condolor y odio hacia sí misma. Si no sehubiera perdido en el abandonoescarlata, no habría recibido el disparode pistola en la pierna, no habría matadoa la muchacha, y no sentiría en ese

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momento el aplastante peso de laculpabilidad sobre los hombros.

Examinó la herida de arma de fuego.La bala había abierto un surco en laparte exterior del muslo, pero no sehabía quedado dentro. No iba a tenerque extraer el plomo de la carne otravez; era un pequeño consuelo. Con ungemido, se puso de pie. La camisa, antesblanca, era ahora roja y estabaempapada desde el cuello hasta lacintura. Tenía las manos pegajosas desangre, que también le acartonaba elpelo. Suspiró y entró cojeando en lacámara abovedada mientras, llevadaspor el viento que bajaba por la rampa,

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las débiles notas de un violín reían en ladistancia.

Las muchachas liberadas seapiñaban en un aterrorizado grupo yretrocedieron al acercarse Ulrika, conapariencia de tenerle a ella más miedoque el que habían tenido a sus captores.No podía reprochárselo.

—¿A qué estáis esperando? —lesgruñó al pasar por su lado—.¡Marchaos! ¡Corred!

Corrieron, dando traspiés endirección a la rampa, pasando ante eloficiante de la ceremonia que yacía,jadeante y laxo, dentro del círculo, conla mano aún clavada contra el suelo. Al

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menos había tenido la previsión demantenerlo aparte antes de que laconsumiera la locura. Aún podríainterrogarlo.

Al verla acercarse, levantó lacabeza, que aún tenía puesta la capucha,y se debatió, aunque sólo logró hacersemás daño en la mano atravesada por laestaca.

—¡Que el señor del placer meproteja! —gimoteó—. ¡No podéis…!

Ella se arrodilló sobre su pecho ycortó en seco sus balbuceos, para luegoarrancarle la capucha y el velo. Era untipo asombrosamente corriente, unhombre de mediana edad y medio calvo,

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con aspecto de tendero próspero. Lacontempló con ojos desorbitados,sudoroso y gris de miedo.

—¿Quién sois? —lloriqueó—. ¿Quéqueréis?

—Háblame de tu señora —replicóella—. La que tiene intención de tomarPraag para sí. ¿Quién es? ¿Qué es esedespertar del que has hablado?

El hombre negó con la cabeza.—No hablaré. Nada que vos podáis

hacer logrará que yo traicione la causa.Ulrika sonrió.—¿Eso es un desafío? —Le

inmovilizó la mano libre con la otrarodilla para luego recoger el martillo y

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otra estaca.—¡No! —gritó el hombre—. ¡No,

no, por favor!—Entonces, cuéntamelo —dijo

Ulrika.—¡No puedo! —exclamó él—. ¡No

me atrevo!Ulrika le apoyó la estaca sobre la

muñeca y alzó en alto el martillo. Elhombre cerró los ojos, pero mantuvo laboca bien cerrada. Ella vaciló, peroaunque el continuó contraído de miedo,siguió sin decir nada. Maldijo para sí.El tipo estaba dispuesto a aceptar eldolor. Podría estar dispuesto a morir dedolor antes que hablar. Ulrika no tenía

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ningún reparo en torturar si servía paraalgo, pero el hombre parecía ser unauténtico fanático. No hablaría, nisiquiera el miedo o el dolor loconsiguieron.

El latido de la vena del cuello, alvolver el hombre la cabeza para mirarhacia otro lado, atrajo su atención. Talvez existía otro modo de lograr quehablara.

Dejó el martillo y la estaca y leacarició el cuello. Él parpadeó al sentiraquel contacto inesperado, y abriómucho los ojos para mirarla.

—¿Qué estáis haciendo? —exclamócon un gemido.

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—He sido cruel contigo —murmuró,mientras se inclinaba hacia él—. Te hecausado un enorme dolor, y lamentohaberlo hecho. Ahora te lo calmaré.

El hombre chilló cuando ella abrióla boca y dejó salir los colmillos.

—¡No! ¡Qué sois! ¡Deteneos!Ulrika le acercó la boca al cuello y

lo mordió con tanta suavidad como siestuviera besando a un bebé. El hombresufrió espasmos y se debatió, peroluego, cuando la vampiro comenzó asuccionar la vena, se inmovilizó comoun conejo y, pasado un minuto, se relajócon un suspiro. Ulrika había temido quela sangre estuviera contaminada como la

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de los bárbaros nórdicos a los que habíasangrado durante el ataque contra lacaravana, pero, al parecer, aqueladorador del Caos no había llegado tanlejos. Su sangre sabía cómo la decualquier otro hombre. Ella cerró losojos mientras el dulce fluido de saborsalado bajaba por su garganta y lainundaba de una calidez relajante. Perono podía perderse en la sensación, nopodía alimentarse por simple placer.Succionó una vez más, y luego se apartóy se pasó la lengua por los labios.

Esta vez, cuando levantó la vistapara mirarla, tenía los párpadosentornados de deseo. Alzó hacia ella la

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temblorosa mano que tenía libre.—Otra vez —pidió—. Otra vez.—Primero respóndeme —dijo ella

—. ¿Tu señora?—No puedo —gimoteó el hombre

—. Jamás la traicionaré.Los labios de Ulrika volvieron a

acercarse al cuello del hombre y lorozaron con levedad. Lamió la sangreque había manado de la herida.

—¿Jamás?Él tembló de deseo, pero luego negó

con la cabeza.—Jamás.—Ya lo veremos. —Ulrika volvió a

beber, esta vez más abundantemente y

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durante más tiempo. Sus manoteos sedebilitaban más y más a medida que ellalo desangraba, y sus gemidos seconvirtieron en meros suspiros.

Ulrika se apartó y volvió a mirarlo.Tenía la piel pálida a causa de lapérdida de sangre, y los labios azules.Le giró la cabeza y clavó los Ojos en losdel hombre.

—¿Tu señora?—No… no puedo pensar.—Cuéntame —dijo ella, con la

esperanza de no haberlo desangrado enexceso, porque estaba apenas consciente—. Cuéntamelo y te daré más.

La cara del hombre se contorsionó

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de confusión y miedo.—Ella… ella es la paladín de

nuestro dios —murmuró al fin—. Unapoderosa guerrera del norte, elegidapara conducirnos hacia la gloria.

Aquello se parecía de modoinquietante a lo que. Chesnekov le habíacontado sobre el señor de la guerra, elser que no era ni hombre ni mujer y quese ocultaba en las colinas cercanas.

—¿Y qué planes tiene para Praag?—Nosotros abriremos las puertas de

la ciudad para que entre… después…después del despertar —dijo, al tiempoque tendía hacia ella una mano laxa—.Será la reina de la ciudad y nosotros

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seremos sus consortes. Ahora, porfavor…

Ulrika frunció el ceño. ¿De verdadpodían conquistar Praag desde elinterior unos pocos lunáticos metidos enun sótano? Si contaban con ayuda delexterior, tal vez.

—¿Dónde está ella ahora? —preguntó—. ¿Y qué es ese despertar? Eladorador del Caos negó con la cabeza.

—No lo sé. Os lo juro. Sólo elmaestro lo sabe. A nosotros… anosotros no nos confían cosassemejantes. Ahora, por favor, besadmeotra vez. Por favor…

—¿Quién es el maestro?

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—Nunca lo he visto —gimió elhombre—. Habla a través de…intermediarios. Por favor, una vez más—suplicó.

Ella le rozó el cuello con los labios.—Es algo terrible eso de ser

esclavo del placer, ¿verdad? Dimedónde puedo encontrar a uno de esosintermediarios y te daré lo que deseas.

Él vaciló, luego sollozó y apartó deella la mirada.

—No me atrevo —gimoteó—. Memaldecirán. Seré condenado al…tormento eterno.

Al oír esto, a Ulrika se le ocurrióuna idea.

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—Pero yo puedo salvarte de eso —dirigió una cálida sonrisa al hombre—.Puedo darte el placer eterno. Podríasservir a una señora diferente.

Los ojos del hombre se abrieronmás.

—Vos… vos…Ulrika asintió con la cabeza sin

dejar de mirarlo a los ojos, como unaserpiente que estuviera hipnotizando aun ratón.

—Ya sabes lo que soy. Ya sabes loque está en mi poder concederte. Temantendré a mi lado para siempre.

El hombre tragó, mirándola con ojossuplicantes.

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—¿Para siempre? ¿Lo juráis?—Sobre la tumba de mi padre —

replicó ella.El hombre vaciló, y luego cerró los

ojos.—No sé su nombre, ni conozco su

rostro, pero vive en la calle de losJoyeros, en una vivienda que hay encimade la tienda de Gurdjieff, el platero. Laseñal son seis golpes lentos. Os dejaráentrar. Ahora, por favor..., por favor...—gimió, al tiempo que volvía la cabezapara dejar a la vista la herida del cuello—. Dadme lo que habéis prometido.

Ulrika volvió a inclinarse sobre él, yentonces le susurró al oído:

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—Mi padre no fue enterrado. Loquemaron en una pira.

—¡¿Qué?! —El hombre trató devolver la cabeza, pero ella la mantuvoinmóvil con la parte inferior de la palmade la mano, y a continuación le arrancóla garganta de una dentellada.

Se puso de pie mientras él sepresionaba el cuello con la mano librepara intentar cerrar el gorgoteanteagujero y se ahogaba en su propiasangre.

—Que tus dioses te dispensen larecepción que mereces —dijo Ulrika.

Sonrió mientras regresaba a la jaulapara recoger el saco que contenía sus

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pertenencias. Era así como debíanhacerse las cosas, con calma y esmero,sin salvajismos. Había conseguido lainformación que necesitaba, no le habíahecho daño a nadie más que a la víctimaa quien quería hacérselo, había dadocomienzo a la curación de la pierna conla sangre que había bebido del hombre,y había conservado el control durantetodo el tiempo. Ése sería su modo deactuar a partir de aquel momento.

Dentro de la jaula se quitó la camisaempapada, vació el saco de arpillera,que usó para limpiarse la sangre delcuerpo, y luego lo tiró al suelo y se pusoel jubón y la capa. Aún tenía un aspecto

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desastroso, sin duda, pero no le quedabamás remedio que conformarse con eso.No había tiempo para asearse.

Un ruido que se produjo dentro de lacámara cuando estaba poniéndose lasbotas hizo que levantara la cabeza. Seacercó a los barrotes saltandotorpemente sobre un pie, y miró a sualrededor. Vio desaparecer la sombrade un hombre que cojeaba rampa arriba.

Ulrika maldijo. Uno de losadoradores del Caos no había estado tancerca de la muerte como ella habíapensado. ¿Habría oído la conversaciónque acababa de mantener con su jefe?¿Sabría que el hombre había traicionado

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a su superior? Metió con fuerza los piesdentro de las botas, luego se agachópara pasar por la brecha abierta en lajaula, y corrió hacia la rampa.

El hombre la oyó y comenzó a cojeara mayor velocidad, se lanzó a través delarco abierto de lo alto de la rampa ysalió a la noche.

Ulrika lo siguió a paso ligero, y decamino arrancó el barrote de hierro delas costillas del cadáver donde lo habíadejado. Ya había percibido el olor delhombre. Oía su pulso. No se leescaparía.

Salió corriendo al patio de lademolida destilería y vio que su presa

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daba traspiés en dirección a la ruinosaverja de entrada. Se dispuso a seguirlo,y luego se detuvo cuando algoincongruente atrajo su mirada. Había uncarruaje negro, ricamente adornado,detenido en medio de los escombros, yel cochero estaba observándola mientrasla respiración de los caballos secondensaba en el aire frío.

—Quedaos donde estáis —dijo unavoz detrás de ella.

Ulrika se volvió. De las sombras dela destilería salió una delgada mujerrubia que vestía un abrigo largo y ungorro de pieles. Llevaba una serie dedagas metidas en una práctica faja roja

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que le rodeaba la cintura, y en una manoempuñaba un sable kossar.

El sonido de una puerta del carruajeal abrirse hizo que Ulrika se volviera.Del vehículo estaban saliendo dosmujeres ataviadas con capas de pieles ycostosos vestidos de corte antiguo. Unaera alta, casi tanto como Ulrika, conrostro frío y orgulloso y porte de reina,mientras que la otra era una pelirrojamenuda y marchita, con ojos tan muertoscomo los de una muñeca de porcelana.Se deslizaron hasta situarse entre ella yla verja de entrada, a través de la cualestaba desapareciendo el adorador delCaos.

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Al ver a las mujeres, a Ulrika se leerizó la piel a causa de una terriblepremonición, pero tendrían que esperar,quienesquiera que fuesen. El adoradordel Caos estaba primero. Se dispuso apasar a toda velocidad entre ellas, perola más alta la sujetó por un brazo conuna presa férrea y la retuvo.

—Deteneos —dijo.Ulrika se zafó.—¡Dejadme pasar!La mujer del abrigo largo se acercó

y apoyó la punta del sable contra elcuello de Ulrika mientras las otras dosla rodeaban.

—Todavía no —dijo la más alta—.

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Primero hablaremos contigo, hermana.

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CATORCE

El antiguorégimen

Hermana.Por esa sola palabra Ulrika supo que

sus sospechas eran acertadas. Lassombras que la habían seguido durantetoda la noche se habían materializado alfin, para revelarse como lahmianas.Recorrió el entorno con la mirada, en

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busca del vampiro varón que la habíaestado vigilando antes, pero no se loveía por ninguna parte. ¿Sería elexplorador de aquellas mujeres? ¿Superro? ¿Su asesino?

—Dejadme marchar —dijo—.Tengo que detener a ese hombre.

—Tú no tienes que hacer nada hastaque yo te lo permita —dijo la mujervampiro más alta, señalando a Ulrikacon un abanico de marfil—. ¿Quiéneres? ¿De qué linaje? ¿Por qué hasvenido a Praag?

A Ulrika no le gustó su tono.—¿Y por qué eso iba a ser asunto

tuyo?

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La mujer se irguió. De cerca, su caraera un mapa de diminutas arrugascubiertas por una gruesa capa demaquillaje blanco que no lograbaocultarlas. Las cejas estaban pintadas enla piel.

—Todo lo que sucede en Praag esasunto mío —replicó—. Soy la boyarinaEvgena Boradin. Gobierno aquí pororden de la reina de la Montaña dePlata, y todas las de nuestra sangre quemoran aquí lo hacen por indulgenciamía. Me darás la respuesta que quiero, oRaiza me dará tu cabeza.

Ulrika desvió por un breve segundola mirada hacia la mujer que empuñaba

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el sable. Se trataba de una guerrera dura,de nariz aguileña, a quien el laciocabello rubio le colgaba por debajo delgorro como una cortina. Parecía más quecapaz de cortarle la cabeza a Ulrika.

—Pero él se escapa —protestóUlrika con voz ronca.

—Hay otros ratones —dijo lamuñequita con una risilla tonta—. Unono tiene ninguna importancia. —También ella tenía la piel arrugada ypintada, y Ulrika se dio cuenta de que sucascada de cabello pelirrojo era unapeluca que parecía demasiado grandepara su cabeza.

—No lo entendéis —insistió Ulrika

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—. Va a advertir a su jefe de mi llegada.Desaparecerán. ¡Los perderé!

La anciana boyarina pareció porcompleto indiferente.

—Tienes razón. No lo entiendo.Pareces estar llevando a cabo unaespecie de venganza en mis territorios, yhaciendo una matanza a cada paso sinpensar en las consecuencias. Nopodemos permitir que corran por Praagrumores de hombres desangrados. Nopodemos permitir que se cuentenhistorias de murciélagos grandes comohombres. Estás amenazando nuestraseguridad con estas necias travesuras.La policía secreta ya está haciendo

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preguntas. Ahora, habla. ¿Quién eres?Ulrika rechinó los dientes con

frustración.—Me llamo Ulrika Magdova

Straghov, y he venido a Praag paradefenderla contra las hordas del Caos.

La pelirroja arrugada soltó unachillona carcajada.

—Llegas tarde para eso.—Silencio, Galiana —la

interrumpió la boyarina Evgena sinapartar la mirada de Ulrika—. ¿Y tulinaje?

Ulrika vaciló. No parecía prudentemencionar allí a su verdadero padre. Yahabía suficientes sospechas. Decirles

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que su padre tenía sangre von Carsteinno las tranquilizaría.

—Mi señora es Gabriella vonNachthafen —dijo—. Una lahmiana,como vosotras, pero ahora no sirvo anadie y no rindo tributo a linaje alguno.

Galiana soltó una nueva risilla al oíreso.

—Todavía no hace un año que estásmuerta, ¿verdad?

—Tengo noticia de tu señora —dijoEvgena, con el ceño fruncido—. Está enNuln ahora, ¿verdad? Allí ha habidoproblemas. ¿Has sido tú la causa deellos?

Ulrika alzó el mentón.

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—Yo maté al que los causó. Unstrigoi demente.

—Entonces, ¿por qué huiste? —preguntó Evgena.

—¡Yo no huí! —bramó Ulrika—.Yo… yo me marché por mi cuenta —miró a Evgena con ferocidad—. Ahoraya tienes tus respuestas. ¿Me dejaréispasar?

Evgena alzó una de sus cejaspintadas.

—¿Estás loca? Por supuesto que no.No puedo permitir que un vampiro queno me ha jurado vasallaje ande sueltopor mis dominios. Tienes tresalternativas, muchacha: aceptarme como

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tu señora, abandonar Praag deinmediato, o ser destruida aquí y ahora.¿Qué escoges?

Ulrika gruñó. No quería besar lamano de aquella vetusta cornejapolvorienta, ni tampoco queríamarcharse de Praag. Tenía ganas deatacarlas y correr tras el adorador delCaos, pero armada con sólo un barrotede hierro no lograría vencerlas. No seenfrentaba con lentos humanosasustados. Lo más probable era que nolograra esquivar ni la primera estocadade la mujer rubia que empuñaba el sablecuya punta aún le presionaba lagarganta. Apretó los puños con furia.

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Era precisamente para escapar a aqueltipo de arrogante autoridad que habíaabandonado Nuln.

—No escogeré —dijo.—Entonces, yo escogeré por ti —

replicó Evgena. Agitó su abanico haciala que empuñaba la espada—. Raiza,mátala.

Con la fría rapidez de un autómata,Raiza lanzó una estocada con el sable,pero esto no tomó a Ulrikacompletamente por sorpresa. El tono yel gesto de Evgena la habían advertidocon un segundo de antelación, y se habíaechado atrás y tirado al suelo en elmomento en que la punta del sable

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avanzaba. El filo de la hoja le hizo uncorte en un costado del cuello, pero lapunta no había alcanzado la garganta ylas venas.

Cayó de espaldas, luego rodó hastaponerse de pie y alzó el barrote dehierro mientras la sangre le corría cuelloabajo y se le colaba debajo de la ropa.

—¡¿Por qué no podéis dejarme enpaz?! —gritó, cuando Raiza avanzó conprecaución, con el sable levantado—.¿Por qué no lucháis contra un enemigoreal?

Las mujeres no le respondieron, sinoque avanzaron para rodearla. Ulrikagruñó y retrocedió hacia la destilería

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derrumbada mientras su furia iba enaumento.

—Dices que todo lo que sucede enPraag es asunto tuyo —le espetó—.Dices que es tu dominio. Mira esabodega. Un culto del Caos estátrabajando debajo de tus narices paradestruir la ciudad, y tú no sabes nada alrespecto. Estás más interesada enobligarme a acatar tus normas que endefender tu territorio.

—Siempre hay cultos del Caos —respondió Evgena mientras le cerraba elpaso a Ulrika por la derecha—. Ysiempre trabajan para destruir Praag.Pero en los doscientos años que he

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gobernado aquí, nunca han logrado loque pretenden. Se destruyen entre sí, oluchan contra otros cultos, o loserradican los sacerdotes o la policíasecreta. No son asunto nuestro.

—Tú no gobiernas aquí —se burlóUlrika. Percibía los ruinosos muros dela destilería que se alzaban detrás deella—. Una gobernante cuida de sussúbditos. Incluso una pastora protege surebaño de los lobos antes de llevarse suañojo. Vosotras no sois nada más queparásitos.

Evgena y Galiana se le acercaronpor ambos lados entre susurros de susvestidos de satén mientras dejaban salir

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las garras y Raiza avanzaba por elfrente. Ulrika se tensó. Podía atacar,pero perdería. Las dos ancianas lasujetarían mientras Raiza le cortaba lacabeza. Con un chillido de furia, Ulrikahizo molinetes con el barrote de hierro,para luego dar media vuelta y saltar porencima del muro derrumbado que teníadetrás.

Aterrizó en una sala que en otrostiempos había sido una oficina. Elescritorio y las sillas se encontrabanenterrados bajo los maderos del tejado.Trepó por encima de ellos y salió a todavelocidad por la puerta de la paredopuesta. Oyó el ruido sordo de unos pies

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que caían detrás de ella. Se volvió amirar y vio que Raiza también saltabapor encima del escritorio. Evgena yGaliana no la habían seguido.

Ulrika salió disparada por elcorredor, con la mujer del sablesiguiéndola de cerca. Era veloz, tal vezmás que Ulrika, y se concentraba comoun halcón sobre la presa. Ulrikaderribaba maderos y escombros tras desí, pero Raiza lo esquivaba todo, sinapartar en ningún momento los ojos dela espalda de su presa.

Ulrika salió como una tromba através de la puerta quemada y cruzó unazona abierta que aún tenía techo. A lo

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largo de la pared se veían grandeshornos de ladrillo, con depósitos dearena y estantes de madera llenos depolvorientas botellas e instrumentos desoplador de vidrio junto a ellas.

Raiza ganó terreno en aquel espaciodespejado, y Ulrika oyó silbar a suespalda la hoja del sable. Barrió el airecon el barrote de hierro a la altura de laspiernas de Raiza. La otra lo partió endos y le hizo un corte a Ulrika en elhombro. Ulrika maldijo y derribó unaestantería de botellas mientrascontinuaba con paso tambaleante, conlos dientes apretados a causa del dolor.Raiza esquivó la estantería, pero pisó

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una botella que rodaba y cayó con fuerzacontra el suelo.

Ulrika no se detuvo para luchar.Saltó encima de uno de los viejoshornos, luego trepó con las garras paraalcanzar el agujero del techo, y se izóhasta salir a las placas de pizarra quecubrían el tejado. El hombro lepalpitaba y sangraba en abundancia.Raiza ya volvía a estar de pie y escalabael horno tras ella.

Ulrika se dio la vuelta y le arrojó eltrozo de barrote que le quedaba. Impactócontra la cabeza de Raiza y la hizo caerotra vez al suelo. Ulrika corriópesadamente por el tejado hasta el final

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del edificio sin dejar de presionarse elhombro herido, y luego saltó por encimade un callejón hacia el tejado de unbloque de viviendas, donde aterrizóentre dos chimeneas. Trepó hasta lacima del tejado, pero se encontró conque se deslizaba inexorablemente haciaun agujero abierto en la otra vertiente.

Con una contorsión violenta se lanzóhacia un lado, y se detuvo justo a laizquierda del agujero. Levantó la cabezay escuchó. No le llegó ningún sonido depersecución, y dedicó un segundo aexaminar la herida que Raiza le habíahecho en el hombro. Era profunda, peroya se estaba cerrando gracias a la sangre

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del adorador del Caos que había bebido.La presionó y continuó hacia el siguientetejado. No podía detenerse. Raiza serecuperaría, y tenía que lograr llegarantes que el fugitivo a la dirección quele había dado el jefe.

Un golpe sordo detrás de ella hizoestremecer el tejado. Se volvió. Raizaestaba en mitad de un salto, silueteadacontra Mannslieb, con la espada en alto.Ulrika se lanzó hacia un lado y se apartóa toda prisa mientras la vampiro de laespada aterrizaba y lanzaba unaestocada. Entonces deseó no haberlearrojado el barrote de hierro. Paradefenderse, incluso aquel trozo habría

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sido mejor que nada. Se situó al otrolado de una chimenea y luego miró porencima de un hombro. El tejado contiguohabía desaparecido en su totalidad,devorado por las llamas, para dejar a lavista las viviendas quemadas de debajo.Se encontraba de espaldas al vacío.

Se dio la vuelta en el momento enque Raiza rodeaba la chimenea, ypermaneció inmóvil cuando algo, a suizquierda, llamó la atención. Había unafigura observándolas desde otro tejado:el vampiro de la taberna Jarra Azul. Asíque estaba aliado con las lahmianas…Pero, no, porque se limitaba a quedarseallí, observando.

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El sable de Raiza le pinchó lascostillas, donde dio en hueso. Ulrikasoltó una exclamación ahogada y cayóde espaldas, agitando brazos y piernas, através del tejado consumido por lasllamas. Una viga ennegrecida pasó comoun borrón por su lado, y Ulrika manoteóen el aire y logró atraparla, aunque serompió como una ramita y ella seestrelló contra las quemadas tablas delsuelo de la ruinosa vivienda, aún con eltrozo de madera chamuscada en lasmanos. La tablazón crujiópeligrosamente, y la pared interior, quese apoyaba contra un armario rajadocomo un borracho se apoya en un amigo,

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se desplazó de manera amenazante ydejó caer una lluvia de trocitos deescayola.

Raiza entró con más elegancia queUlrika en la habitación, saltando deltejado a una viga, de ésta a una cama yde allí al suelo, pero el primer paso quedio estuvo a punto de ser el último. Unatabla ennegrecida cedió bajo su bota, ytuvo que sujetarse para evitar caer alpiso inferior.

¡Una oportunidad! Ulrika se levantócon precipitación y la acometió con eltrozo de viga para intentar desarmarla.Raiza la bloqueó con facilidad y dirigióuna respuesta directa hacia el corazón

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de Ulrika.Ésta paró el golpe con su tosca

arma; la hoja del sable pasó a un par decentímetros de sus costillas y dejó unsurco blanco en la madera quemada.

Se separaron de un salto y sepusieron en guardia, para luego moverseen círculos, pisando con cuidado paraevitar los agujeros y puntos débiles delsuelo. Ulrika deseó tener su estoque. Lamujer del sable era uno de los mejoresesgrimistas con los que jamás se hubieramedido, y sin duda la más veloz.Enfrentada con ella espada contraespada, la lucha habría podido ser unadelicia, con independencia de las

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consecuencias. Pero tal y como estabanlas cosas, era sólo una frustración.

—Tienes un buen brazo —dijoUlrika, mientras se apartaba de los ojosun mechón de pelo—. Lamento no teneruna espada adecuada que me permita serun reto para ti.

—Acepta la oferta de la boyarina —respondió Raiza con un susurro acerado—, y libraremos un duelo cada noche.

—No he dejado a una señora paraarrastrarme hasta otra —declaró Ulrika—. Soy dueña de mis…

Raiza saltó antes de que Ulrikaacabara la frase, y se lanzó a fondo paraasestarle una estocada. Ulrika reculó

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con desesperación, al tiempo quegolpeaba la hoja del sable con el trozode madera, pero la otra se agachó yvolvió a atacar. Ulrika se lanzó deespaldas para evitar la punta del sable, ycayó pesadamente al suelo.

Raiza continuó avanzando, con elsable en alto para descargar un tajo.Ulrika se dio impulso contra el suelopara levantarse, o más bien lo intentó.Su mano y su brazo izquierdosatravesaron las debilitadas tablas y seestrelló de cara contra el suelo. El sablesilbó al pasar por encima de su cabeza,y ella rodó, sacando el brazo del interiordel agujero y sujetando el trozo de viga

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ennegrecida ante sí. Raiza se lo hizosoltar de un golpe y volvió a descargarun tajo.

Ulrika retrocedió boca arriba y sushombros chocaron contra algo pesadoque tenía detrás. El armario.

¡El armario!Cuando Raiza dirigió una estocada

contra su pecho, Ulrika se apartó a unlado y propinó una patada a la base delarmario para intentar hacerlo caer. Semovió, y Raiza alzó la mirada porque lapared que se apoyaba en él también semovió y dejó caer una lluvia depequeños cascotes.

Ulrika propinó una segunda patada

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al armario, que comenzó a inclinarsehacia adelante, y la pared lo siguió.Ulrika gateó a toda velocidad hasta elborde de la habitación mientras Raizaretrocedía de un salto. El armario y lapared se estrellaron contra el suelo apoco más de dos centímetros de la puntade sus botas, sin tocarla. Ulrika soltóuna maldición. La mujer era demasiadorápida.

Pero el muro no se detuvo al llegaral suelo, sino que atravesó lasdesvencijadas tablas y lo arrastró todoconsigo. Las tablas de debajo de lospies de Raiza se inclinaron como lacubierta de un barco que se escorara, y

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resbaló hacia el piso de abajo en mediode una lluvia de madera, escayola yescombros.

Ulrika se asomó al agujero pero novio nada en la densa nube de polvo queascendía por él. Vaciló, y estuvo a puntode gritar para preguntarle a Raiza siestaba bien, pero luego soltó un bufidoante semejante idea. La mujer habíaintentado matarla.

Dio media vuelta, saltó a lo alto delas vigas, y luego trepó hasta el agujerodel tejado ¿Aún estaría allí el vampirovarón? Asomó la cabeza y echó unamirada por los alrededores. No lo vio.Tampoco vio a la boyarina Evgena ni a

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Galiana. Por supuesto, podían estartodos al acecho, esperando, pero tendríaque correr el riesgo. No podía darle aRaiza tiempo para recuperarse, y aúntenía que llegar antes que el fugitivohasta el jefe de los adoradores del Caos.

Corrió por los tejados en direcciónal barrio de los Comerciantes mientrasmaldecía a todos los vampiros. ¿Por quéno podían dejarla tranquila? Ella notenía intención de causarles ningúndaño. No quería tener nada que ver conninguno de ellos. ¿Tenían que ser comoperros salvajes, luchando contra todoslos que se atrevieran a entrar en suterritorio? No fue hasta que olió humo

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en el viento y vio un brillante resplandoranaranjado por encima de los tejadosque despertó de su enfadada ensoñaciónpara pasar a una sensación de pavor.

Ulrika saltó a la calle y recorrió atoda velocidad las últimas manzanas. Enla calle de los Joyeros, el humo era másdenso que la niebla, y la gente llegabacorriendo desde todas partes pidiendo agritos escaleras, cubos y agua. Ellasabía con certeza lo que iba a encontrar,pero la sangre aún le hervía cuando giróen la última esquina y lo vio ante sí. Lavivienda de encima de la tienda delplatero Gurdjieff ardía como una tea. Dehecho, la totalidad del edificio y los que

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tenía a ambos lados estaban envueltos enllamas, y en la calle yacían cuerposennegrecidos que los rescatadoreshabían sacado al exterior demasiadotarde. En algún lugar lejano, un violíntocaba una música lastimera, un réquiempor los muertos, casi ahogado por elcrepitar de las llamas.

¡Malditas lahmianas! Si no lahubieran detenido, habría dado alcanceal adorador del Caos al cabo de unamanzana, y luego habría ido allí ysorprendido desprevenido alintermediario. En cambio, lo habíanpuesto sobre aviso, y había hechodesaparecer su rastro del modo más

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tosco y efectivo posible. Ya no podríahallarse pista alguna en el interior de lavivienda. La indeseable intervención desus malditas hermanas le había costadola mejor pista que tenía.

¿Cómo iba a encontrar otra vez alculto? ¿Debía regresar a la destilería?¿Debía vigilar la bodega en la que habíaencontrado por primera vez a una de susvíctimas? Podrían no regresar jamás aesos sitios. Tenía que haber una maneramás rápida de lograrlo.

Entonces se le ocurrió. Sabía de unhombre que aceptaba el dinero del cultoy tenía tratos regulares con susmiembros: Gaznayev, el matón que les

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procuraba las muchachas y las retenía ensu almacén. Con una sonrisa salvaje, levolvió la espalda al fuego y echó aandar hacia el río.

Había llegado el momento derecuperar la espada.

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QUINCE

Círculo defuego

Al acercarse al almacén de Gaznayev,Ulrika temía que los matones ya sehubieran marchado a casa debido a loavanzado de la hora, y que tendría queesperar un día más para enfrentarse conellos, pero al aproximarse a la partedelantera vio que había dos hombres

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montando guardia ante la puerta de lasoficinas, y otros atentamente patrullandoen torno al edificio, con las espadasdesenvainadas y observandosuspicazmente las sombras.

Esto la hizo detenerse. Allí sucedíaalgo extraño. Los matones estabaninquietos. ¿Acaso sabían que ellaacudiría? ¿Cómo era posible?

Se escabulló sin que la patrulla laviera, y siguió el recorrido anteriorhasta la rejilla de ventilación, por dondeasomó la cabeza al interior y observó elentorno. El almacén estaba desierto y ensilencio, pero detectó una débilconstelación de fuegos de corazones en

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la periferia de sus sentidos, en ladirección de las oficinas. Descendió deun salto hasta las vigas y las recorriócon cautela hasta el lugar donde habíadejado la espada. El alivio que lainundó cuando se la sujetó a la cinturafue bochornoso: se había sentidodesnuda sin ella.

Luego avanzó de puntillas por lasvigas hasta encontrarse por encima de lapuerta que conducía a las oficinas.Percibía latidos detrás de ella, pero lasvoces le llegaban a través de la paredque tenía justo al lado; ¿una oficinasituada en el primer piso? Avanzó concuidado a lo largo de la viga hasta la

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pared y apoyó un oído contra ella. Allíhabía más fuegos de corazones, siete uocho, todos agrupados muy juntos, y unavoz áspera que intentaba parecercordial.

—Amigos —estaba diciendo—, silas mercancías que os hemosproporcionado no han sido de vuestroagrado, os buscaremos otras que lasreemplacen, sin cargo alguno. Nuestroobjetivo es complacer y…

—¿Acaso crees que estoy aquí pordinero, Gaznayev? —dijo otra voz gravey sonora—. Plantaste un maldito cuco ennuestra bandada de palomas, y quierosaber por qué razón lo hiciste.

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—¿Un cuco? —jadeó una terceravoz—. ¡Era un maldito halcón! Mató aquince de los nuestros. ¡A quince!

Ulrika se quedó petrificada y susgarras se clavaron en la pared. Estabanhablando de ella. Los hombres que habíaen la oficina eran adoradores del Caosque estaban poniendo a Gaznayev en unaprieto por haberla incluido en el envíode muchachas.

—No podéis hacernos responsablesde eso a nosotros —estaba diciendoGaznayev—. ¡No sé nada sobre eso!

Ulrika saltó de la viga al suelo yavanzó con entusiasmo hacia la puerta.Por un golpe de suerte había vuelto a

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encontrar la pista perdida. Interrogaríaal hombre de voz grave acerca del jefedel culto. Tal vez él mismo era el jefe.

Le llegaron más murmullos desde elotro lado de la puerta, y aguzó el oído.

—Tranquilos, amigos —dijo unavoz que reconoció como perteneciente almatón de cuello de buey que había vistoantes—. No hagáis ninguna tontería. Losjefes sólo están hablando, eso es todo.

—En ese caso, vosotros tambiéndeberíais bajar las armas —dijo otravoz.

Ulrika sonrió. Estaba aumentando latensión entre los secuaces al igual queentre los jefes. Perfecto.

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Desde arriba llegó un grito.—¡Nada de eso! ¡Nada de eso!

¡Kino, detenlo!Siguieron un choque de espadas y un

estruendo de botas y muebles que caían,y de inmediato el ruido tuvo su ecodetrás de la puerta. Ulrika desenvainó elestoque y la daga. Había llegado elmomento de actuar.

Abrió la puerta de un tirón y entró atoda velocidad. Al otro lado había unaoficina pequeña, con escritorios a lolargo de una pared y cuerpos que seagitaban violentamente en el centro. Elmatón de cuello de buey estabagolpeando con un garfio la cabeza de un

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hombre que llevaba una capucha,mientras que su flaco compañeroretrocedía con paso tambaleante anteotros dos, con una daga clavada en elpecho.

Ulrika saltó y le atravesó la gargantaal matón con cuello de buey antes de quese diera cuenta de que ella estaba allí, yluego mató a los dos miembros del cultocuando se volvieron para atacarla. Elmatón flaco se retorcía de dolor en elsuelo. Ulrika levantó la espada paraasestarle el golpe de gracia, pero luegorecordó el trato que había dado a lasmuchachas de la jaula, y le volvió laespalda. No merecía una muerte rápida.

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Los sonidos de lucha del pisosuperior cesaron cuando subía con sigilopor la estrecha escalera. Sólocontinuaba oyéndose la voz deGaznayev, tan alta y asustada que apenasresultaba reconocible.

—¡No lo sé! —estaba chillando—.¡No lo sé! ¡Eran sólo muchachas! ¡Lasrecogimos en los sitios habituales, lojuro!

Ulrika levantó la cabeza y miró através de la barandilla hacia lo alto dela escalera. Vio otra oficina, ésta con unsolo escritorio grande cerca de la paredposterior, y hombres muertos por todaspartes sobre la raída alfombra. Dos eran

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adoradores del Caos que llevaban lacapucha puesta, pero el resto eranmatones. Kino, el astuto villano quehabía estado haciendo preguntas en lataberna Jarra Azul, yacía con la espadafloja en una mano y los inexpresivosojos fijos en un punto situado porencima de la cabeza de Ulrika, mientrasde la boca le manaba un extraño humovioleta.

De pie junto a los muertos habíaotros cinco miembros del culto,ataviados con capa y capucha, y enmedio de ellos, de rodillas, se veía a uncanoso matón viejo vestido con ropa debuena calidad que se manoteaba el

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cuello y tenía la cara de color púrpura.El mismo humo violeta que salía por laboca de Kino manaba abundantementede la suya, y también le había inundadolas fosas nasales. Se estaba ahogandocon él.

—¡Dejadme marchar! —jadeó—.¡Debéis… creerme!

El adorador del Caos que estabaante él tenía en alto un puño cerrado. Lacapucha de la capa lo sumía en el mismoanonimato que a los otros cuatro, pero lavisión de Ulrika le permitió ver en tornoal hombre un resplandor que rielaba enel aire: era un brujo.

Se contrajo para saltar. Tendría que

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atacar con rapidez, antes de que elhombre pudiera volver su magia contraella, porque carecía de medios paracontrarrestarla. No obstante, justocuando estaba a punto de saltar porencima de la barandilla, él se volvió yla miró directamente mientras abría almáximo las manos, que relumbraban deespantoso poder.

—¡Sal a la vista! —gritó, mientrasGaznayev se desplomaba detrás de él—.¡Déjate ver!

Ulrika gruñó y salvó la barandilla deun solo salto para acometerlo. Tres delos miembros del culto se precipitaron adefenderlo con las espadas que

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aparecieron como por ensalmo dedebajo de sus capas, mientras que elcuatro retrocedía, gritando yseñalándola.

—¡Es ella! ¡Es ella! ¡El demonio dela jaula!

Ulrika asestó tajos a diestra ysiniestra, intentando abrirse paso entrelos adoradores del Caos mediante lafuerza bruta, pero eran espadachines deun calibre diferente al de los hombrescon los que se había enfrentado en ladestilería, y no cedieron terreno.

Ella gruñó y desarmó al que estabaen el centro, pero antes de que pudieramatarlo pasó junto a él una ondulante

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serpiente de humo purpúreo que se lemetió a Ulrika por las fosas nasales y laboca, y se le agarró a la garganta con unsabor a incienso y loto negro.Retrocedió, tosiendo, pero lo que habríaasfixiado a un vivo no le causó más quefastidio. No necesitaba respirar paravivir, sino sólo para hablar. Se recuperóy mató al secuaz que había desarmado,para luego hacer retroceder a los otrosdos.

—¡Un vampiro! —gritó el brujo.—¿No os lo había dicho? —chilló el

hombre que se encogía detrás de él—.¿No os lo había dicho?

Ulrika destripó al espadachín de la

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izquierda de un tajo, al tiempo quegiraba sobre sí y empujaba con unhombro al otro, que cayó sentado en unasilla, pero antes de que pudieraatravesarlo, el brujo pronunció unapalabra gutural y ella quedórepentinamente paralizada por un éxtasisdesesperante. Descomunales oleadas deterrible placer recorrieron su cuerpo,bajando por sus brazos y palpitandoentre sus piernas. Dio un traspié y seestrelló contra el escritorio deGaznayev.

El último espadachín se recuperó yatacó, arrancándole a Ulrika de un golpela espada de la mano temblorosa y

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abriéndole un profundo tajo en lacadera. Ella atrapó la hoja y la sujetócon fuerza aunque cortándose la palmade la mano, para luego intentar clavar ladaga en la garganta del espadachín quela empuñaba. Él le sujetó la muñeca yforcejearon, cada uno intentando zafarsede la presa del otro. Aquello eraridículo. Ella debería haber tenido dosveces más fuerza que él, pero elsufrimiento y el éxtasis que recorrían sucuerpo la volvían tan débil como unaniña.

—Ya sé por qué intentas destruirnos,chupasangre —dijo el brujo, en cuyamano oscilaban llamas purpúreas, al

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avanzar para situarse junto alespadachín—. Pero ni siquiera laaristocracia de la noche derrotará a loshijos del dios del placer. Nuestro señorprevalecerá. ¡Nuestra reina vencerá!

Las llamas que se entrelazaban ensus dedos se hicieron más altas.

Ulrika sabía lo que se avecinaba,pero no tenía ninguna posibilidad deimpedirlo. No podía soltar la espada nizafarse de la presa del adorador delCaos.

El brujo alzó la mano y el fuegopurpúreo rugió, pero justo cuando sedisponía a lanzárselo a Ulrika, laventana con cristales en forma de

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diamante que tenía detrás explotó haciael interior, y por ella entró como unatromba una figura ataviada de gris ynegro, con los pies por delante, y cayóen postura acuclillada entre los hombresmuertos, mientras en torno a él llovíantrozos de vidrio.

El brujo se volvió con brusquedad acausa de la sorpresa.

—¡Otro demonio! —gritó, yentonces le lanzó las llamas al intruso.

El hombre hizo girar la capa grisante su rostro para atrapar con ella elfuego, y luego la arrojó a un ladomientras las llamas la consumían. Elespadachín logró arrancar la espada de

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la mano de Ulrika y cargó contra él.Ulrika se desplomó en el suelo, aún laxaa causa del terrible éxtasis, y oyó tantocomo vio lo que sucedía a continuación:un rugido de desafío y un alarido dedolor, y el adorador del Caos cayó alsuelo, aferrándose el pecho sangrante.

—¡Arde, vampiro! —gritó el brujo,adelantando las manos con violenciacontra la figura oscura que avanzabahacia él.

El intruso se dejó caer al suelo, ypor encima de su cabeza pasaronoleadas de llamas purpúreas queprendieron en las paredes y los muebles.Se puso en pie con rapidez y saltó hacia

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el brujo, pero éste reculó al tiempo queesparcía más fuego, y luego huyó haciala escalera.

—¡Hermano, no me abandones! —gritó el último adorador del Caos, quepermanecía encogido de miedo en unrincón.

Ulrika oyó que abajo se cerraba degolpe una puerta y la risa del brujo quese alejaba, ahogada con rapidez por elrugido de las llamas que devoraban lahabitación. El intruso retrocedió anteellas, y luego se arrodilló junto a Ulrikay le dio la vuelta. Ella entrecerró losojos para enfocarlo. Era el vampiro dela taberna Jarra Azul, el que la había

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observado desde los tejados cuandoluchaba contra Raiza.

—¿Puedes ponerte de pie? —lepreguntó.

Ulrika asintió con la cabeza, y luegohizo una mueca de dolor cuando él lalevantó. El enervante éxtasis ya se habíadesvanecido; pero el dolor de la caderay la mano hacían que estuviera mareada.Se aferró al escritorio para recuperar elequilibrio, y se apartó de él conbrusquedad porque estaba cubierto defuego. Ya había llamas por todas partes.Las paredes, la alfombra, la escalera,los libros de contabilidad de losestantes, todo ardía, y el calor la

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golpeaba como el batir de un fuerteoleaje.

El vampiro se acercó al adoradordel Caos que quedaba, y que estabaacurrucado en el suelo, tosiendo a causadel humo, y lo levantó de un tirón. Elhombre chilló y luchó contra él, pero elvampiro se limitó a darle una bofetada yse lo lanzó a Ulrika.

—Aliméntate —dijo.Ella atrapó al hombre por el cuello y

le inmovilizó los brazos, que agitabacomo si fuera un molino, pero entoncesvaciló.

—Pero el fuego.—Necesitas fuerzas —le espetó el

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vampiro—. Date prisa.Ulrika le arrancó la capucha y el

velo al tipo que forcejeaba, le mordió elcuello con fuerza y luego gimió dealivio. El vampiro estaba en lo cierto.El dolor de la herida de la cadera secalmó, y nuevas fuerzas le inundaronbrazos y piernas al correr la sangre delhombre por dentro de su cuerpo. Aunquese había alimentado bien del miembrodel Caos al que había clavado con unaestaca dentro del círculo ceremonial, lalucha a vida o muerte contra laslahmianas y el haber resistido loshechizos del brujo la había desgastadomás de lo que creía. Succionó con fuerza

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la vena por la que la sangre manaba aborbotones.

—Basta —dijo el vampiro—.Tenemos que marcharnos.

Ulrika apartó de mala gana loslabios del cuello del adorador del Caosy lo dejó caer. El fuego se habíaacercado todavía más. Apenas podíamoverse sin que la alcanzaran lasllamas.

El vampiro se volvió hacia laventana. Estaba orlada de fuego, comoel aro ardiente a través de la cualsaltaban los perros en un circo strigany.

—Hay una buena caída hasta la calle—le dijo—. Prepárate. —A

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continuación pasó a toda velocidad através de las llamas y se lanzó de cabezapor la ventana, al interior de la noche.

Junto al escritorio, Gaznayevdespertó gritando, con las piernas enllamas.

—¡Fuego! —gritó neciamentemientras golpeaba las llamas—.¡Salvadme! ¡Socorro!

Ulrika no le hizo caso y se encarócon la ventana, para luego zambullirse através de la boca de llamas orlada deafilados dientes de cristal mientras elmatón bramaba e imploraba detrás deella. El aire frío le besó la piel, y lacalle ascendió a una velocidad

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alarmante hacia ella. Curvó el cuerpopara dar una voltereta, y aterrizó en unaperfecta postura acuclillada junto a surescatador… para luego caer de cara alsuelo a causa del intenso dolor quesintió en la cadera.

—¡Han escapado del fuego! —rugióla profunda voz del brujo en algún lugarlejano—. ¡Matadlos!

A continuación de estas palabras,resonaron pasos. Su rescatador tiró deella con rudeza para ponerla de pie yllevarla al interior del almacén contiguo.Allí había una rejilla de hierro quecerraba una entrada a las cloacas. Ulrikase inclinó hacia ella, dispuesta a

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levantarla, pero el vampiro la detuvo.—No —dijo—. Ellos conocerán las

cloacas mejor que nosotros. A lostejados.

Ulrika asintió con la cabeza, y luegotrepó con inseguridad por la pared delalmacén tras él. Cuando se izó hasta loalto del tejado, él ya echaba a andar porla inclinada superficie de pizarra. Gimióy lo siguió, cojeando y con los dientesapretados cuando, al intentar emular lossaltos con que él se trasladaba de unedificio a otro, sentía unos terriblespinchazos en la pierna herida.

Al llegar a la cima de un tejado alto,Ulrika se detuvo para volverse a mirar

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por última vez el almacén incendiado.Las cosas no habían sucedidoexactamente como las había imaginado,pero Gaznayev estaba muerto yeliminado del negocio, que eraexactamente lo que pretendía.

Tras guiarla a lo largo de unascuantas manzanas más, el vampiro depelo lacio se detuvo sobre el tejado deuna tienda y se asomó a mirar hacia lasoscuras calles. Ulrika se detuvo conpaso tambaleante junto a él, y luego serecostó con cansancio contra unachimenea, cansada y ahíta de sangre.

—Nos separamos aquí —dijo él, yavanzó hasta el borde del tejado—.

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Adiós.—¡Espera! —lo llamó Ulrika—.

Detente.El vampiro se volvió, con una

mirada fría en sus negros ojos.—Al menos permíteme darte las

gracias —dijo ella, al tiempo que volvíaa erguirse—. Te debo la vida.

El vampiro se quedó mirándoladurante un largo momento, inescrutablesu anguloso rostro, y luego habló:

—¿Por qué te molestas en prestaratención a los asuntos de los hombres?

Ulrika guardó un momentáneosilencio: Era una pregunta inesperada.

—He… he jurado proteger Praag.

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Esos adoradores de demonios laamenazan. Para cuando Mannsliebalcance el próximo plenilunio, planeanuna especie de… «despertar» que lespermitirá abrirle las puertas a un paladínde…

El vampiro agitó una mano conimpaciencia.

—Cómo te han dicho las lahmianas,siempre hay cultos, y siempre tienenplanes. Además, no sabías nada de ellosal principio de la noche. Estuvistesiguiendo el rastro de unos matonescorrientes hasta que tropezaste con esasmujeres enjauladas.

Ulrika se sintió irritada. El vampiro

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había espiado todos sus pasos.—¿Y a ti qué te importa lo que yo

haga? —le espetó, levantando la voz—.Cómo vivo es asunto mío. ¡No necesitola aprobación de ninguno de vosotros!—Se recostó, malhumorada, contra lachimenea—. ¿Por qué no me dejas sola?

Él la miró durante un momento más yluego se encogió de hombros.

—No lo sé. Por lástima, supongo.Ulrika le dirigió una mirada furiosa.—¿Qué?El vampiro prosiguió como si ella

no hubiese abierto la boca.—Admito que al principio me tenías

intrigado. Parecías capaz, y yo tenía

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necesidad de contar con la ayuda dealguien capaz. Pero después de haberteseguido, no creo que puedas ser de granayuda.

Ulrika apretó los puños. Él estabasiendo deliberadamente insultante.

—¿Qué quieres decir con eso?El vampiro volvió a encogerse de

hombros.—Eres buena con la espada, y tienes

suerte, pero en todo lo demás eres undesastre. Es obvio que has sido creadahace muy poco tiempo. Presentas todoslos síntomas. Estás desprovista desutileza, eres inestable, sentimental,careces de previsión y control, y tus

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lealtades están divididas. Amas a loshumanos más que a tu propia especie, ydeseas vivir en los dos mundos almismo tiempo. —Se volvió otra vezhacia el borde del tejado—. Tal vez tehe salvado para que tengas unaoportunidad de aprender. No lo sé. Perodeberías hacerlo en alguna otra parte. —Se volvió a mirarla por encima de unhombro—. Márchate a casa,dondequiera que esté. No estáspreparada para abandonar el nido.

Y dicho esto, saltó del tejado.Ulrika gruñó y se lanzó tras él,

hendiendo el aire con las garras, pero élya había aterrizado en la calle de abajo

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y se alejaba corriendo noche adentro.Hubiera podido perseguirlo, pero le

dolía demasiado la herida de la cadera,y también el orgullo.

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DIECISÉIS

La venganza deKiraly

Ulrika regresó al sótano de la panaderíaabandonada que había encontrado entrelas ruinas después de comprobar pordos veces que no la seguían, y trepó alinterior del horno de ladrillo que leservía de cama justo en el momento enque el cielo comenzaba a aclararse por

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el este, pero el sueño se negaba avisitarla. Estaba demasiado furiosa.

Los insultos del vampiro sonaban ensus oídos, y se burlaban de ella cuandointentaba refutarlos. Se daba cuenta deque su manera de tratar a los adoradoresdel Caos tal vez había carecido desutileza, pero ¿y el resto? ¿Tendríarazón el vampiro? ¿Estaban divididassus lealtades? ¿Amaba a los humanosmás que a su propia raza? No. Despuésde esa noche, los despreciaba a ambospor igual. Ambos hacían presa en losdébiles e impotentes. Los vampiros seapoderaban de la sangre de losinocentes, y los matones y adoradores

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del Caos los despojaban de su libertad yde su alma. No veía diferencia ningunaentre ellos.

¿Y proteger a las víctimas desemejantes depredadores era realmentesólo una estupidez sentimental? ¿Sudeseo de ser una buena protectora paraPraag era sólo un disparate idealistaprovocado por unas cuantas cancionestristes y un momento de melancolía porla pérdida de su padre? Tal vez, pero¿acaso no servía también a unpropósito? Las lahmianas vivíancamufladas dentro de la sociedad, nofuera de ella como otros vampiros. Porlo tanto, mantener el estado de las cosas

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era una cuestión de supervivencia. Si lasociedad se derrumbaba, ¿qué haríantodas las lahmianas en sus adorablescasitas?

Gimió y rodó de lado en su cama deladrillo. Las lahmianas jamás laescucharían. La boyarina Evgenaparecía una tirana calcificada, tanpreocupada por defender su supremacíaque ni siquiera podía permitir queUlrika existiera. ¿Por qué no podíadejarla en paz? Desaparecido su padre yperdidas sus tierras a causa de lashordas, Praag era el único lugar quequedaba en el mundo por el que Ulrikasentía algo. Quería convertirla en su

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hogar. No podía permitir que Evgena ysus hermanas la expulsaran de la ciudad,del mismo modo que no podía dejar queel culto de Slaanesh la destruyera.

El culto la preocupaba. Aunque tantoEvgena como su misterioso rescatadorle habían quitado importancia porconsiderarlo una amenaza carente decolmillos, Ulrika había sentido sumordisco y no estaba tan segura. Laorganización parecía tener un brazo muylargo y estar bien financiada. Contabacon bastantes efectivos y dinerosuficiente como para contratar matonescon el fin de que reunieran muchachaspara ellos, y había poderosos brujos

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entre sus filas; si lograban prevalecer, laciudad se perdería.

Pero ¿cómo seguirles el rastro?Habían cortado y cauterizado conrapidez y eficiencia todas las pistas.Ulrika se encontraba justo donde habíacomenzado.

Le dio vueltas al problema hasta quesus pensamientos acabaron pormezclarse, y se sumió en sueñosinquietos poblados por sigilosassombras y llamas purpúreas.

* * *

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En cuanto el sol se puso al anochecersiguiente, Ulrika, que continuaba siendoincapaz de pensar en ninguna otramanera de avanzar, regresó a la bodegade la destilería de kvas en busca depistas sin tener mucho éxito. Habíanretirado los cuerpos del jefe deceremonia y sus secuaces, al igual quetodo rastro del círculo de sacrificio.También había desaparecido la carretaque había transportado hasta allí a lasmuchachas, y entre las cubas de latónque se alineaban contra las paredes nohabían dejado ni un arma ni un hilo deropa. Tampoco encontró ningún libro, ninota ni inscripción, sólo las manchas y

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salpicaduras de los ríos de sangre queella había derramado en su frenesí de lanoche anterior, y que ya estabansecándose.

Sin embargo, puede que aún quedarauna pista. Su olfato era tan fino como elde un gato cazador, y ya había recurridoantes a él para encontrar la presa. Elproblema residía en que habíademasiados olores, todos mezclados. Enel patio sería más fácilindividualizarlos.

Se volvió hacia la rampa, y entoncesse detuvo y bajó la mano hasta elestoque. Alguien, o algo, descendía porella. Oyó el sonido de algo pesado que

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se arrastraba: ¿el reptar de una granserpiente? ¿Algún demonio conjuradopor el odiado brujo? Aguzó los sentidos,pero no percibió pulso ninguno, ni sintióel tibio palpitar de un fuego de corazón.¿Tenían corazón los demonios?

Se ocultó detrás de una columna ydesenvainó las armas. Una sombra largase extendió como una babosa sobre losadoquines iluminados por la lunamientras continuaba el sonido de uncuerpo arrastrándose. Ulrika se tensódispuesta a saltar.

La delgada silueta de un hombreapareció al pie de la rampa, un hombrearmado con una espada pero carente de

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latido cardíaco que arrastraba a unmuerto por el cuello de la camisa.

—Deberías ser más cuidadosa —dijo el espadachín—. Las lahmianashabían apostado un esclavo de sangrepara que las avisara si regresabas.

Ulrika gruñó con disgusto. Se tratabade su impertinente rescatador. Salió dedetrás de la columna, pero no envainó elestoque ni la daga.

—Si te parezco tan lastimosa, ¿porqué me sigues?

Él se arrodilló y limpió la hoja de laespada con la capa del muerto.

—He reconsiderado lo que dijisteacerca del culto —afirmó—. Me temo

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que podrían ser una amenaza para Praag,después de todo, y eso no puedopermitirlo.

—¿Te preocupa la suerte que corrala ciudad? —Ulrika hizo una muecadesdeñosa—. Pensaba que no temolestabas en prestar atención a losasuntos de los hombres.

—Praag no me importa en absoluto—dijo el vampiro—, pero el pleniluniode Mannslieb será dentro de tres noches.Si esos imbéciles consiguen conquistarla ciudad para entonces, e incluso sifracasan pero la sumen en la confusión,podrían interferir en mi venganza.

Ulrika alzó una ceja.

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—¿De qué venganza se trata?El vampiro se puso de pie y envainó

la espada, para luego volver a mirarladurante un largo momento con sus fríosojos grises.

—Dado que tú desprecias tanto a turaza, puede que no entiendas esto, peroyo he venido a Praag a vengar la muertede mi padre de sangre, el conde Ottokarvon Kohln, un gran príncipe de Sylvaniaque murió a manos de un falso amigo, untraidor.

—Entiendo el cariño que siente unhijo por un padre o una madre —replicóUlrika, rígida—. Yo quería a mi padremás que a mi propia vida.

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—Tú no entiendes nada —le espetóel vampiro con indiferencia—. Tuverdadero padre lo fue sólo poraccidente de nacimiento. El mío meescogió, y yo lo escogí a él. Era para mímás de lo que podría haber sido jamáscualquier padre humano. De hecho, meapartó del lado de mi padre humano, y ledi las gracias por ello. —Se volvió derepente para ocultarle el rostro—.Ahora —continuó, pasado un largomomento—, lo han arrebatado de milado, y no descansaré hasta que hayamatado a su asesino.

Ulrika se estremeció ante aquellaarrogancia, pero la repentina emoción

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que había demostrado la sorprendía eintrigaba. No lo había esperado de él.

—¿Quién es ese asesino? —preguntó.

—Un vampiro llamado KonstantinKiraly —dijo—. Fue huésped de mipadre durante siglos; su amigo,pensábamos nosotros, hasta que revelósu verdadera naturaleza y lo matómientras dormía.

—¿Kiraly? —repitió Ulrika—. Unkislevita, entonces.

El vampiro asintió con la cabeza.—Hace quinientos años, Praag y sus

alrededores eran su feudo, pero la reinade la Montaña de Plata envió a una

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hermosa lahmiana a arrebatárselo, lamujer a la que conoces como la boyarinaEvgena. Durante años, ella fingió ser sufiel consorte, pero luego, durante laGran Guerra contra el Caos, cuando élmarchó con un ejército de esclavos desangre a defender sus propiedades delinterior del país, ella vio llegada suoportunidad y le cortó la cabeza dentrode la tienda del campamento, e hizo quepareciera que lo habían hecho losbárbaros. Pero Kiraly no murió.

El vampiro se recostó contra unacolumna y continuó.

—Algunos de sus seguidores sellevaron la cabeza y el cuerpo y los

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conservaron dentro de un ataúd lleno desangre. Lo trasladaron a Sylvania y se lollevaron a mi padre, que era un eruditode las formas de curación nigromántica,y allí permaneció durante trescientosaños, cicatrizando con lentitud yrecuperando fuerzas en calidad dehuésped nuestro, mientras su mente seenconaba con pensamientos de venganzacontra la mujer que lo había traicionado.Ahora se ha recuperado del todo y havenido al norte con los descendientes deaquellos seguidores para vengarse.

—Y tú —dijo Ulrika— has venidoal norte para vengarte de él.

El vampiro asintió con la cabeza.

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—Sí.—¿Has advertido a la boyarina

Evgena con respecto a ese Kiraly?El vampiro se rió, un sonido cortante

y frío.—Ella temía que yo hubiera venido

a matarla. Me echó antes de que pudierahablar —negó con la cabeza—. Sipuedo matar a Kiraly antes de que él lamate a ella, lo haré. Si no… —Seencogió de hombros—. No es parientemía.

Ulrika asintió con la cabeza. Parecíala reacción exacta que la boyarinapodría tener.

—¿Y ese Kiraly está en Praag?

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—Si así fuera, yo estaríapersiguiéndolo a él, no a los miembrosdel culto —dijo el vampiro—. No.Viaja desde Sylvania con todos susseguidores, y ellos avanzan a lavelocidad de una caravana deabastecimiento. Era demasiadoarriesgado intentar matarlo por elcamino, rodeado de su séquito y sinrefugio ninguno al que poder retirarme silas cosas salían mal, así que meadelante. Aquí tendré la posibilidad desepararlo de sus esclavos de sangre, yde perderme en el laberinto de calles sime veo abrumado —suspiró—. Perosólo si Praag aún existe cuando él

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llegue. Si cae en manos del Caos antesde ese momento, Kiraly tendrá miedo deentrar. Incluso si los adoradores delCaos fracasan pero lo dejan todo sumidoen la confusión, podría tomar la decisiónde esperar, dado que ya ha esperadodoscientos años. Yo no puedo esperar.No tengo su paciencia. ¡Mi padre desangre debe ser vengado! Por lo tanto,los planes de esos estúpidos debenfracasar.

—Bueno, ¿y qué quieres de mí,entonces? —preguntó Ulrika.

—Información —respondió elvampiro—. ¿Quiénes son esosadoradores del Caos? ¿Dónde está su

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guarida? ¿Qué planes tienen?Ulrika resopló.—¿Iba a estar yo husmeando dentro

de este agujero si supiera eso? La últimapista que tenía que me llevaba hastaellos murió quemada en el interior deaquel almacén. No sé más de lo quesabes tú.

—Eso… es desafortunado —dijo él—. Había abrigado la esperanza deacabar con el asunto esta misma noche.—La miró fijamente durante unmomento, sin parpadear, y luego suspiróy se volvió hacia la rampa—. Mehubiera gustado contar con una ayudamás experimentada, pero el tiempo es un

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factor de suma importancia y parece quetendré que conformarme con lo quetengo. Muy bien. Me ayudarás aencontrar el culto. Ven. Comenzaremosde inmediato.

Ulrika se quedó mirándolo mientrasse alejaba, tan conmocionada porsemejante desfachatez que su cóleratardó un momento en manifestarse.

—¿Yo ayudarte a ti? —le espetó alfin, atropelladamente—. ¡Maldita sea silo hago! ¡No te debo ninguna lealtad!

El vampiro se volvió a mirarla conuna ceja alzada.

—¿Estás segura? ¿Qué me dijisteanoche, después de que escapáramos del

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incendio? ¿Lo recuerdas?Ulrika tuvo un momento de

vacilación al recordar.—Te… te dije que te debía la vida.—¿Lo niegas ahora?—Yo… No, no lo niego.El vampiro asintió con la cabeza.—Tienes un honor básicamente

rudimentario. El resto puede que llegueen su momento. ¿Cómo te llamas?

—Ulrika Magdova Straghov —respondió Ulrika, al tiempo que hacíauna reverencia automática.

—¿Y tu padre?—El boyardo Iván Petrovich

Straghov, guardián de las marcas del

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Territorio Troll.El vampiro suspiró con impaciencia.—Tu padre de sangre.Ulrika vaciló, y luego se encogió de

hombros. A un sylvano no le importaríaque ella tuviera un padre sylvano.

—Se llamaba Adolphus Krieger —dijo—, y para mí no era más de lo quepodría haber sido cualquier padrehumano. De hecho, el muy cerdo mató ami verdadero padre.

—¿Krieger? ¿El advenedizo? —Elvampiro frunció los labios—. El quepensaba que nos gobernaría a todos. Nosabía que hubiera creado un vástago.

—Fue casi lo último que hizo —dijo

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Ulrika con el rostro serio— antes de quemis compañeros lo mataran.

El vampiro sonrió con aire desuficiencia.

—Tus compañeros nos hicieron unfavor a todos. —Le hizo una reverenciaformal y entrechocó los taconesmarcialmente—. Stefan von Kohln, delcastillo von Kohln. —Una expresiónsiniestra nubló sus ojos—. Al menos lofui hasta que Kiraly me obligó a salir deél. —Se volvió otra vez hacia la rampa—. Ven. Ya hemos perdido parte de lanoche.

Ulrika lo fulminó con la mirada, aúnofendida por su arrogancia. Al mismo

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tiempo, si lo que él quería era detener alos adoradores del Caos, a ella levendría bien toda la ayuda que pudieraconseguir, aunque Stefan pensara queera ella quien lo estaba ayudando a él.Con un suspiro, envainó el estoque y ladaga y comenzó a subir por la rampa.

* * *Ulrika y Stefan hicieron todo lo posiblepor seguir los diferentes rastros de olorde los miembros del culto, los cualessalían del patio de la destilería y seseparaban a medida que serpenteaban

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por las desiertas calles del Novygrad enruinas, pero los rastros estabandemasiado fríos. En cuanto llegaban alos barrios más poblados, desaparecíanbajo los olores y rastros del tráfico deldía, y resultaba imposible encontrarlos.Cinco veces regresaron a la destileríapara seguir nuevos rastros, y cincoveces los rastros desaparecieron sinconducir a nada.

—¿Qué me dices de los lugaresdonde se produjeron los incendios? —preguntó Ulrika cuando se detuvieron,derrotados, en medio de las ruinas—. Ala casa del joyero y el almacén, merefiero.

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Stefan negó con la cabeza.—Allí el rastro habrá quedado aún

más cubierto. Las brigadas de los cubosde agua, los mirones y los saqueadores,la guardia, todas las idas y venidas…Jamás encontraríamos el rastro de olorcorrecto entre todos ellos —soltó unamaldición—. Esos cabrones handesaparecido de manera admirable.

Ulrika asintió con la cabeza ysuspiró.

—Tal vez podríamos seguir losrumores sobre muchachasdesaparecidas.

Stefan gruñó con disgusto y apartó lamirada.

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—Tiene que haber un camino másrápido. Faltan sólo tres días para queMannslieb alcance el plenilunio —frunció el ceño, y luego se volvió haciaUlrika y la miró desde debajo de suslargos mechones negros—. Dices quehas jurado proteger Praag. ¿Se debe aque era tu hogar, cuando estabas viva?

Ulrika negó con la cabeza.—Estuve aquí durante el otoño y el

invierno pasados, mientras duró elasedio, pero no es mi ciudad de origen.Yo procedo del oblast del norte.

—Es una lástima —dijo él—. Teníala esperanza de que tal vez conocieras aalguien aquí que pudiera tener

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información sobre el culto; rumores, almenos. Siempre hay rumores, porque lagente que sospecha no se atreve a hablaren voz alta —alzó la mirada hacia ella—. ¿No tienes ningún conocido decuando estuviste aquí a quien puedaconvencerse de que nos cuente lo quesabe? ¿No conoces a ningún agentesecreto? ¿O tal vez alguna amiga? Lasmujeres son siempre grandescoleccionistas de chismorreos.

Ulrika frunció el ceño ante aqueldisplicente comentario infamante, perolo apartó a un lado y volvió a lapregunta: ¿A quién conocía allí, de antesde morir? Max Schreiber acudió de

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inmediato a su mente, así como su primoEnrik que, después de todo, era nadamás y nada menos que el mismísimoduque de Praag, pero los descartó con lamisma rapidez con que pensó en ellos.Ya había decidido que no volvería a vernunca a Max, y revelarle su presencia aEnrik sería un suicidio. Además, dudabade que supieran algo. De ser así, el cultoya habría sido destruido.

—No —dijo al fin—. Tengo aquíuno o dos viejos conocidos, pero no teservirían de nada. No son más quesoldados y extranjeros.

—¿Estás segura? —preguntó él.Ulrika asintió con la cabeza,

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deseando tener una respuesta mejor quedarle. La idea de él era buena. Encontrara alguien que mantuviera el oído alertatenía más sentido que rondar por lascalles con la esperanza de tropezarsepor accidente con los miembros delculto. Pero la verdad era que conocía apoca gente allí, y a nadie que pudierasaber lo bastante como para quemereciera la pena entregarlo a lastiernas atenciones de Stefan.Ciertamente, no conocía a ninguna de las«chismosas mujeres» mencionadas porel vampiro. Jamás se había relacionadocon el tipo de damas que se susurrabanunas a otras secretos en los salones.

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Se detuvo a pensar, y rió entredientes.

Eso no era del todo cierto.Recientemente se había unido a unahermandad de mujeres así, laslahmianas. Todo su imperio se basabaen la utilización de secretos. Ganabaninfluencia averiguándolos, para luegosuspenderlos sobre la cabeza de lospoderosos. Empleaban ejércitos deseductoras avezadas en conversacionesde alcoba que sonsacaban rumores agenerales, nobles y reyes. Convertían enesclavos a hombres que luego lescontaban todo lo que sucedía en lossalones de los gremios y de la corte. Si

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había algún rumor que mereciera lapena, sus «hermanas» lo habrían oído.

Ulrika miró a Stefan y le sonrió.—Ya sé a quién preguntarle —dijo.El vampiro alzó una ceja.—¿Ah, sí?—A la boyarina Evgena Boradin.

No habrá en toda Praag una acaparadorade secretos más grande que ella.

La cara de Stefan se tomó pétrea yfría.

—Nunca —dijo.—¿Por qué no? —quiso saber

Ulrika.—Ya te lo he contado —respondió

Stefan—. Me atacaron cuando fui a

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verlas. Te atacaron a ti. De ellas nosacarás nada más que una daga clavadaen el corazón.

—Tal vez no —dijo Ulrika,pensativa—. La boyarina me dio tresopciones: jurarle vasallaje a ella,abandonar Praag o morir. Fue sólocuando rechacé las dos primeras queella escogió la tercera por mí. Sivolviera a verla y aceptara unirme a suhermandad, creo que se abstendría dematarme.

—¿Y crees que después responderíaa las preguntas que le hicieras? —preguntó Stefan, con expresión burlona—. Serías la más humilde de sus

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sirvientas. Te diría que recordaras cuálera tu lugar.

—Haré de las respuestas a mispreguntas una condición para acceder aservirla —declaró Ulrika, alzando elmentón.

Stefan soltó una carcajada.—No aceptará que le impongas

ninguna condición, muchacha. Yo, desdeluego, no lo aceptaría.

—Entonces tal vez puedaconvencerla de que la amenaza querepresenta el culto es real. Si voy averla con una actitud humilde, puede quelogre que me conceda un momento parapresentar mi caso.

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—Lograrás una muerte rápida —afirmó Stefan—. No lo permitiré. Nodesperdiciarás tan neciamente la vidaque me debes.

—¿Tienes un plan mejor? —preguntó Ulrika—. ¿Una mejor fuente derumores? Como bien has dicho, tenemostres noches.

Stefan volvió a apartar de ella lamirada y negó con la cabeza, pero unmomento después suspiró.

—No te acompañaré. Y harías bienno mencionando mi nombre.

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DIECISIETE

El Cubil delDragón

Al subir los rajados escalones degranito, Ulrika miró con nerviosismohacia las ventanas oscuras de lo alto ylas cúpulas recubiertas de verdete de lamansión de la boyarina, que estabacayéndose a pedazos. Era la nochesiguiente a la que habían pasado en

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infructuosa búsqueda, y en ese momentopensaba que ojalá no hubieseargumentado a favor de aquel encuentrocon tanto fervor como lo había hecho, oque Stefan no hubiera cedido conaquella rapidez. Había estado a punto deconvencerla de que renunciara alintento. Si le hubiera disparado sólo unasalva más de lógica, su entusiasmo sehabría derrumbado y ella habríaconsentido en probar otra cosa. Pero yaera demasiado tarde. Se habíacomprometido. Stefan estabaesperándola en la taberna Jarra Azulpara saber si había hecho progresos…en caso de que viviera para contarlo.

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La mayor parte del día transcurridola había pasado despierta en laoscuridad del sótano de la panadería,cosiendo los desgarrones del jubón y loscalzones negros y cepillándolos paraquitarles la sangre seca y la tierra. Sehabía lustrado las botas y había hecho lomismo con la espada, además decortarse las puntas quemadas del pelo,cosa que había hecho completamente altacto, ya que no podía verse en unespejo, por supuesto. Esperaba no haberhecho un desastre.

Cuando el sol se había puesto por findetrás de la muralla occidental, se vistióy siguió las indicaciones que Stefan le

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había dado para llegar a la mansión deEvgena, un laberíntico montón de piedraarenisca que se alzaba como un barrocoforúnculo en medio de un extenso jardíncubierto de maleza. En ese momento seencontraba de pie ante él.

Su mano vaciló al tenderse hacia laherrumbrosa aldaba de hierro que habíaen el centro de la pesada puerta demadera. Sin duda... Stefan tenía razón.No podría esperar recibir de laslahmianas nada salvo la punta de unarma. Raiza se encontraría al otro ladode la puerta. Raiza, sobre quien habíahecho caer una pared la última vez quese vieron. Sería un milagro si le daban

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siquiera un segundo para hablar, pero yano podía echarse atrás.

Ulrika cuadró los hombros y golpeótres veces con la aldaba, para luegoretroceder. Conociendo a las lahmianascomo las conocía, estaba segura de queya la estaban observando, así que hizotodo lo posible por aparentar calma yrecato, y mantuvo las manos apartadasde las armas.

La puerta se abrió tras una largaespera, y un tipo gigantesco vestido dearmiño y con una grandiosa barbablanca de corte cuadrado bajó los ojoshacia ella. Si lo hubiera visto en otrascircunstancias, Ulrika lo habría tomado

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por el rey de algún territorio del este,pero al parecer no era más que elmayordomo de Evgena.

—¿Sí? —dijo, y hubo más desprecioen esa única sílaba que en todos losdisplicentes insultos de Stefancombinados.

—Ulrika Magdova Straghov deseaver a la boyarina Evgena —declaróUlrika con una breve reverencia—. Hereconsiderado su oferta.

—Lo consultaré —replicó elmayordomo, y le cerró la puerta en lasnarices.

Ulrika apretó los dientes anteaquella grosería, pero conservó la

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calma, segura de que continuabanobservándola. Al fin, cuando ya habíapasado suficiente tiempo como para queempezaran a dolerle las rodillas depermanecer en la posición de firmes, lapuerta volvió a abrirse, y la montaña dedignidad le hizo una reverencia para queentrara.

Ulrika dio un respingo al pasar anteél hacia el vestíbulo, porque a amboslados de la puerta había dosdescomunales osos negros con lasenormes patas delanteras en el aire y lasfauces abiertas. Por fortuna, antes dehacer ningún movimiento paradesenvainar y defenderse, vio que

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estaban embalsamados y montados sobrepedestales de mármol, obras magistralesde realismo del arte del taxidermista,aunque tristemente engalanados detelarañas en torno a las orejas y elhocico. Suspiro de alivio y sonrió parasí, avergonzada. La situación habría sidobochornosa.

—Vuestra espada —dijo elmayordomo, impasible.

Ulrika abrió la hebilla del cinturón.Se trataba de algo que había previsto.Evgena jamás le permitiría llegar hastaella si iba armada. Le entregó elcinturón con la espada al mayordomo, yél lo metió en un pequeño armario antes

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de hacerle un gesto para que avanzara.—Por aquí —dijo.Cuando Ulrika lo siguió por el

polvoriento vestíbulo cavernoso, uncentenar de ojos destellantes parecieronseguirla, pues los osos que flanqueabanla puerta no estaban solos. En cadarincón, en cada pared, las telarañascubrían animales agazapados:silenciosos lobos montados sobre basesde madera, halcones y águilascongelados en el acto de aterrizar sobrenudosas ramas, gatos salvajes quesaltaban sobre decorativas mesas,incluso un jabalí que gruñía, acorralado,junto a un enorme jarrón de Catai.

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El zoológico continuó cuandoentraron en el corredor: milanos,lechuzas y águilas pescadoras, con loslomos cubiertos por una gruesa capa depolvo, la miraban desde lo alto como unjurado que no aprobara lo que hacía.Toda la casa parecía una reserva deanimales muertos, una tumba de loscazados. Ulrika tragó con dificultad alpreguntarse si el hecho de que fuerantodos depredadores tendría algúnsignificado especial. Entre ellos nohabía ni un ciervo, ni un conejo, ni unfaisán. ¿Los habría matado Evgena atodos? Si lo había hecho, había sidohacía mucho tiempo. Parecían tan viejos

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y raídos como la casa.Después de unos cuantos recodos

más, y de otra docena de bestiasinmóviles, el gigantesco mayordomoabrió una puerta de cuarterones, lacruzó, y le hizo una reverencia a Ulrikacon el fin de que lo siguiera. La estanciaera del color de la sangre seca, conparedes de brocado de color rojodesteñido, altas ventanas con gruesascortinas, pesados muebles de maderaoscura y un enorme hogar de basalto queparecía no haber visto el fuego enquinientos años. Allí no había trofeos decaza, pero los cuatro hombres de armasvestidos con sobrio uniforme que se

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encontraban en postura de firmes contralos muros laterales parecían estarembalsamados, por la poca expresiónque mostraban.

—La señora Magdova, mi señora —dijo el mayordomo, al tiempo que hacíauna reverencia en dirección al centro dela estancia.

—Gracias, Severin —respondió laboyarina Evgena—. Puedes retirarte.

La anciana mujer vampiro estabasentada en un diván, con la espalda rectacomo una vara, y sus penetrantes ojosobservaron fijamente a Ulrika mientrasel mayordomo retrocedía con la cabezainclinada y cerraba la puerta. Llevaba

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puesto un vestido antiguo de terciopelomarrón ribeteado con piel de marta, yencima de su cadavérica cabeza seapilaba una masa de rizos negros en unpeinado alto. En la mano izquierdasujetaba un abanico cerrado como unareina podría sostener su cetro.

A su lado, Galiana se acurrucabacomo un gato alerta sobre un sillóndemasiado mullido de respaldo alto queamenazaba con tragársela entera. Vestíade satén negro, llevaba una peluca delargo cabello también negro, y fingíaleer un libro, aunque sus ojos iban atoda velocidad de un lado a otro menoshacia las páginas. El retrato familiar lo

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completaba la adusta Raiza, que parecíahaberse recuperado del todo después dehaber sido enterrada bajo la pared delderruido edificio de viviendas, y que seencontraba de pie junto al hombroizquierdo de Evgena, vestida con unabrigo largo y una negra túnica kossarde cuello alto y bordada en oro, con unamano sobre el pomo del sable y el pelorubio recogido en una severa coleta. Delas tres, era la única que parecía nohaber sido tocada por el paso deltiempo; un halcón joven entre cornejasdecrépitas.

—Nos has ahorrado la molestia debuscarte, muchacha —dijo Evgena—. Y

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ahora, dime por qué no deberíaordenarle a Raiza que te matara aquí yahora, como es obvio que le encantaríahacer.

Ulrika frunció los labios. Le habíadado la oportunidad de hablar. Seríamejor que hablara rápido y laconvenciera. Hizo una profundareverencia antes de volver a mirar aEvgena a los ojos.

—He venido a prestarte juramentode fidelidad, como debería haber hechodesde el principio —declaró—. Ytambién a prevenirte de un peligro.

La boyarina alzó una desdeñosa cejapintada.

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—¿Es que vas a hablarme otra vezdel culto? ¿Vas a darme otro sermónacerca de que debo cuidar de mirebaño?

—No —dijo Ulrika—. Tenías razón.No me correspondía a mí decirte cómodebes tratar a aquellos entre los quevives. La advertencia es, sin embargo,acerca del culto y de tu propiaseguridad.

Evgena rió con un ruido como dehojas muertas.

—¿Acaso no te he dicho ya que norepresentan ninguna amenaza? Duranteel tiempo que he pasado aquí, he vistosurgir y caer un centenar de cultos. Se

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destruyen a sí mismos o la policíasecreta los quema en la hoguera. No sonasunto nuestro.

—Pero ¿qué sucedería si este cultofuera diferente? —preguntó Ulrika—.Yo he luchado contra ellos. Entre susfilas hay poderosos brujos, y los apoyanriqueza y recursos. Se han aliado conuna reina de la guerra procedente de losdesiertos del Caos, paladín de Slaanesh,tal vez esa tal Sirena Pelo de Ámbar quehe oído decir que merodea por lascolinas que tenemos al norte, y tienenintención de provocar un «despertar»que les permitirá entregarle Praag en lanoche en que Mannslieb alcance el

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próximo plenilunio. Eso será dentro detres noches a contar desde ahora.

—Y dentro de cuatro nochesnosotras despertaremos en nuestrascamas como siempre, porque no habrásucedido nada —afirmó Evgena,gesticulando con el abanico—. Y ahora,hablemos del juramento de lealtad quequieres hacerme. Ese otro tema empiezaa aburrirme.

—¡Boyarina, por favor! —insistióUlrika con desesperación, e hincó unarodilla en tierra—. Por tu propiobienestar, escúchame hasta el final. Séque crees que las posibilidades quetiene el culto son escasas, pero ¿y si

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tuviera éxito? ¿Y si la ciudad cayeraante las hordas? ¿Qué te sucedería a ti?Los servidores del Caos no sientenningún afecto por los señores de lanoche. No te perdonarán la vida.

—Pones a prueba mi paciencia,muchacha —gruñó Evgena, pero Ulrikasiguió hablando.

—¿Qué mal hay en asegurarse de ladesaparición del culto? —le preguntó—.¿Qué le dirás a la reina de la Montañade Plata si te expulsan de la ciudadcuando podrías haber impedido sudestrucción con una noche de trabajo?

La boyarina cruzó las huesudasmanos sobre el regazo y suspiró.

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—Pareces preocupada de verdadpor nuestra seguridad, niña, así que te loexplicaré. El mal reside en atraer laatención hacia nosotras mismas. Tú yaeres causa de rumores: cuerposcompletamente desangrados, hombreshechos pedazos, bodegas llenas decadáveres ensangrentados. La palabra«vampiro» vuelve a estar en el aire —negó con la cabeza—. Ni siquiera ennuestra propia defensa podemos llevarla guerra a las calles y arriesgarnos aque nos descubran los agentes de lazarina. En lugar de eso, debemos hacernuestros planes desde las sombras, ydejar que los ejecuten segundas y

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terceras manos. Nuestras armas son unapalabra en el oído adecuado. Nuestrasbatallas son bailes en la corte ybanquetes en casa de los ricos.

Ulrika se preguntó cuándo había sidola última vez que la boyarina habíaasistido a un baile. Apostaba que almenos cien años antes. Volvió a ponersede pie.

—En ese caso, lucha a tu manera,señora —le dijo—. Nosotros… Yo heperdido la pista del culto, pero sé quecuentan con fondos cuantiosos. Tienenque contar con protectores entre las filasde los ricos y los de noble nacimiento.¿No podéis decir una palabra al oído

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correcto? ¿O tal vez ya habéis oídoalgo? ¿No se rumorea de nadie de lacorte o la ciudad?

Evgena la fulminó con la mirada sindecir nada, pero, a su lado, Galiana alzóla vista bajo la pesada peluca.

—Seguro que eso podemos hacerlo,hermana —afirmó—. Al menospodemos ver si hay alguna amenazadigna de preocupación.

—No —replicó Evgena—. Inclusoel formular preguntas sobre el cultosignificaría despertar la sospecha de queuno mismo es un adorador del Caos —rió, con una risa cortante y enojada—.¡Qué gran comedia no sería ésa! Que nos

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acusaran de adorar demonios ydescubrieran que somos vampiros.

—Pero hermana —insistió Galiana—, hay algunos a quienes podemospreguntar y que no se atreverían a hablarcontra nosotras. Si le…

—Ya basta, querida —lainterrumpió Evgena, y Galiana dejó dehablar de inmediato.

Se produjo un tenso silenciomientras Evgena miraba fijamente aUlrika sin un solo parpadeo. Ulrika nose atrevía a hablar otra vez. Cualquierotra súplica sólo lograría irritar a laboyarina hasta volverla obstinada, si esque eso no había sucedido ya.

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Finalmente, Evgena desplegó conbrusquedad el abanico, y luego lo cerróotra vez del mismo modo.

—Déjanos, muchacha —ordenó—.Severin te llevará a la biblioteca. Allí tedaremos a conocer nuestra voluntad.

Ulrika parpadeó, sorprendida, yluego hizo una reverencia mientras unode los hombres de armas se acercaba ala puerta del corredor y la abría.

—Gracias, señora —dijo Ulrika,para luego dar media vuelta y salir, cadavez más esperanzada. Había pensadoque estaban a punto de echarla a la callecogida por una oreja. Tal vez su apuestahabla funcionado, después de todo.

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El inmenso mayordomo la esperabaen el corredor.

—Por aquí —dijo, y la condujo másal interior de las entrañas de la enorme ysilenciosa casa.

Ulrika se paseó por la libreríadurante lo que le pareció una hora,esperando bajo el petrificado escrutiniode una jauría de zorros con blancopelaje invernal que parecían merodearpor la parte superior de las libreríascubiertas de polvo. Miró los lomos delibros escritos en una docena de idiomasdiferentes, y en algún caso extrajo uno ypasó las frágiles páginas, pero estabademasiado ansiosa como para prestar

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atención a lo que leía. ¿La boyarina ysus hermanas estarían hablando acercade lo que había dicho, o intercambiabanideas sobre la mejor manera de matarla?¿Entrarían por la puerta con los brazosabiertos, o armadas con estacas demadera?

Al final, no fue ni una cosa ni la otra.Llegaron sin armas, pero no podíadecirse que su actitud fuera cordial.

La boyarina Evgena entró y sedeslizó en silencio hasta el centro de labiblioteca, con los hombres de armasdetrás, y Raiza y Galiana a ambos lados.

—Hemos tomado una decisión —anunció.

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Ulrika le hizo una reverencia.—Estoy ansiosa por oírla.—Raiza piensa que no te

importamos en lo más mínimo —declaróEvgena—. Y que sólo intentas usarnospara favorecer tu estupidez de amante delos humanos.

Ulrika luchó para que su rostrocontinuara mostrándose inexpresivo. Loque acababa de oír se aproximaba a laverdad de manera enervante.

—Pero Galiana cree que tumotivación no es lo importante —continuó Evgena—. Tanto si actúas eninterés nuestro como si lo haces en eltuyo propio, la amenaza, si existe, nos

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afecta a todas —apretó los dientes—. Alfinal, he accedido.

Ulrika hizo otra reverencia mientrasexhalaba el aliento largamentecontenido.

—¡Gracias, señora!Evgena agitó el abanico.—Dale las gracias a Galiana, si

quieres agradecérselo a alguien. Ella hasido tu defensora. Ahora, escúchame.

Ulrika volvió a adoptar una actitudde atención.

—Señora.—Hemos consultado entre nosotras

y con nuestros esclavos de sangre, yhemos preguntado por rumores e

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insinuaciones que se hayan oído en lacorte y la ciudad, y yo he pensado en unhombre que podría ser lo que buscas.

Ulrika parpadeó, atónita.—Esto es más de lo que yo había

esperado, señora. ¿Cómo se llama? Iré averlo.

—No lo harás —replicó Evgena contono cortante—. Al menos no irás sola.Ya sé lo que les pasa a los hombres alos que «vas a ver». Acaban muertos encallejones.

Ulrika sintió cómo se irritaba yestuvo a punto de protestar, pero enlugar de eso se limitó a bajar la cabeza.Un estallido de genio en aquel momento

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podría estropearlo todo.—Razia irá contigo —dijo Evgena

—. Y te enseñará algunos trucos quesolemos utilizar para espiar.

Ulrika se esforzó por ocultar laalarma que la embargó.

—Eh…, gracias, señora. Me sientohonrada por la compañía.

Galiana soltó una risilla ahogada.—¿Lo dices de verdad?—Pero antes —continuó Evgena,

alzando el abanico— lleguemos a unacuerdo.

Ulrika se irguió.—S… sí, señora.Evgena se acercó a una mesa y se

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sentó, conservando su postura envarada,pero no le ofreció asiento a Ulrika.Raiza y Galiana ocuparon posiciones aambos lados, y entonces la boyarinahabló:

—Has dicho que habías venido ajurarme vasallaje.

—A… así es.—Como ya te he dicho —continuó la

boyarina—, Raiza piensa que eso erasólo una estratagema para que tepermitiera hablar, y me siento inclinadaa estar de acuerdo con ella.

Ulrika abrió la boca para protestar,pero Evgena la detuvo con un gesto delabanico.

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—No es necesario —dijo—, porquecon independencia de cuáles sean tusintenciones, he decidido tomarte lapalabra. Acepto tu oferta de servicio.Me prestarás juramento, o no saldrás deaquí con vida.

Ulrika lanzó veloces miradas a todoslos que la rodeaban. Evgena parecíamuy segura de sí misma. Los ojosinexpresivos de Galiana destellaban dediversión. Raiza se mostraba taninescrutable como siempre. Ulrika tragócon dificultad. Antes, cuando lainundaban los nobles pensamientos dedefender Praag, había estado dispuesta aprestar el juramento, pero ahora que

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llegaba el momento de hacerlo, se sentíamenos entusiasta al respecto. ¿A qué seiba a comprometer? ¿A servir a Evgenahasta la muerte? En el caso de un.vampiro, eso era mucho tiempo. ¡Podríaencontrarse atrapada dentro de aquelmausoleo durante cien años, o mil!

—Dime qué juramento quieres quehaga —pidió.

—Me aceptarás como tu señora, yjurarás servirme hasta el momento enque yo te libere de mi servicio —dijoEvgena, y Ulrika se dio cuenta de queera algo que había dicho muchas vecesantes—. Me protegerás de todo mal ytrabajarás a favor de mis intereses en

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todo momento. Ni por acción ni poromisión permitirás que sufra yo dañoalguno, no tramarás intrigas contra mí nicontra nadie que esté a mi servicio, nicontra ninguno de mis aliados.Obedecerás mis órdenes por encima detodas las cosas, salvo de las órdenes denuestra reina. ¿Lo juras así?

Las palabras «hasta el momento enque yo te libere de mi servicio» sonabancon fuerza en los oídos de Ulrika. Eratan malo como ella había pensado quesería.

—¿Y… y qué recibo yo a cambio demis servicios? —preguntó. Evgenasonrió con expresión burlona.

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—¿Además de tu vida?—Además de eso, sí.—A cambio —suspiró Evgena—,

jamás carecerás de sangre para beber, nide un lugar donde cobijarte del sol.Vivirás con comodidad y compartiráslos despojos de mis conquistas.Medrarás tanto como yo medre, y caerássi yo caigo. ¿Te parece lo bastantejusto?

Ulrika apretó los puños a los lados.Aquél no era un paso que quisiera dar,pero no veía la manera de librarse. Alfin, asintió con la cabeza.

—Lo es. Acepto esos términos. Juroservirte como me pides.

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Al fin, Evgena dejó que una sonrisafrunciera sus arrugados labios.

—Muy bien —dijo—. Eres lobastante lista como para rendirte cuandote acorralan. Aún queda por ver si ereslo bastante honorable como paramantenerte fiel al juramento que hasprestado bajo coacción. Tendremos quevigilarte.

Ulrika se irguió.—Soy la hija de un boyardo. No

rompo mis juramentos.Evgena alzó una ceja.—Es extraño, nunca he conocido a

un boyardo que no lo hiciera. —Con unmovimiento del abanico cortó la

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indignada contestación de Ulrika—. Noimporta. No importa. Si tus miedosrespecto a ese culto son ciertos, no haytiempo para bromas. Ahora, laceremonia.

Le hizo un gesto a Galiana, que sacóde dentro del ropón de satén un cuencode oro poco profundo y un pequeñocuchillo curvo con jeroglíficosnehekharanos grabados en la hoja, y loscolocó sobre la mesa, ante ella. Ulrikaobservó con alarma cómo la boyarina selevantaba y recogía el cuchillo, paraluego sostenerlo en alto y murmurarsobre él en un idioma que no entendió.

—¿Qué es esto? —preguntó Ulrika

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—. ¿Acaso mi palabra no basta? Nuncatuve que hacer eso con la condesaGabriella.

Evgena interrumpió la invocación ybajó el cuchillo, irritada.

—Ella era tu madre de sangre. Nohabía necesidad. Estás vinculada a ellapor el nacimiento. Nosotras nocompartimos ningún parentesco directo.

—Entonces, ¿esto someterá mivoluntad a la tuya? —La idea no legustaba a Ulrika en lo más mínimo.

—No serás una esclava desprovistade voluntad propia —explicó Evgena—,si es eso lo que temes. De ser así, nosería necesario juramento alguno,

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¿verdad? Es sólo una simbólica unión desangres. Te convertirá en parte denuestra familia. Yo seré tu madre —volvió a levantar el cuchillo—. ¿Puedocontinuar?

Ulrika se estremeció. La explicaciónde la boyarina no hacía que se sintieramás deseosa de participar que antes,pero no parecía haber nada que ellapudiera hacer para impedirlo. Ya nopodía echarse atrás.

Asintió con la cabeza.—Por favor.Evgena volvió a levantar el cuchillo

y reanudó la invocación, cerrando losojos mientras las extrañas palabras se

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deslizaban de sus labios comoserpientes sibilantes. A pesar de laafirmación de que no era más que unmero simbolismo, Ulrika sintió que se leerizaba el pelo de la nuca al continuar lasalmodia. De repente sintió otraspresencias en la habitación, invisiblespero atentas (como si las hubieranllamado para que fueran testigos deljuramento, y el cuchillo brilló alreflejarse en él la luz de la luna a pesarde que la habitación carecía deventanas.

Finalmente, la salmodia cesó yEvgena se pasó el filo de la hoja por lapalma de la mano izquierda, que luego

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cerró sobre el cuenco de oro. Estaba tandisecada y demacrada que Ulrika sepreguntó si era posible que sangrara. Lohizo. La sangre goteó desde losprominentes huesos de la muñeca alinterior del cuenco hasta que hubieroncaído unas cincuenta gotas, y acontinuación Evgena levantó la mano yla sangre dejó de manar como si jamásse hubiera hecho un corte. Le tendió elcuchillo a Ulrika.

—Repite mis palabras —le ordenó—. Luego hazte un tajo en la palma de lamano y vierte la sangre dentro delcuenco.

Ulrika vaciló pero cogió el cuchillo.

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La sensación fue la de estar agarrandoun trozo de hielo. El frío era intenso y lecausó dolor en los dedos. Lo apretó yapoyó el filo contra la palma.

—Neferata, Reina de la Noche, cuyasangre es la mía —dijo Evgena.

—Neferata, Reina de la Noche, cuyasangre es la mía —repitió Ulrika.

—En tu nombre y de acuerdo con tuley —continuó Evgena—, juro lealtad atu servidora, la boyarina EvgenaBoradin, y la acepto desde ahora y parasiempre como mi madre, a quien serviréfielmente y obedeceré en todas las cosascomo debe hacer una hija.

Las palabras se atascaban en la

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garganta de Ulrika, que tuvo queobligarlas a salir por la fuerza.

—En tu nombre y de acuerdo con tuley, juro… juro lealtad a tu servidora, laboyarina Evgena Boradin, y la aceptodesde ahora y para siempre como mimadre, a quien serviré fielmente yobedeceré en todas las cosas como debehacer una hija.

Evgena asintió con gravedad.—Ahora, hazlo —dijo.Ulrika se pasó la gélida hoja por la

palma de la mano y sintió una oleada demareo que no tenía nada que ver con eldolor. La sensación era que la hoja delarma estaba extrayéndole algo más que

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sangre. Tragó con dificultad, y luegosostuvo el puño sobre el cuenco y apretóla mano. La sangre manó del corte ycayó al recipiente, donde se mezcló conla de Evgena.

Evgena, Galiana y Raiza observaronatentamente durante un minuto enteromientras subía el nivel de la sangre en elinterior del cuenco, y luego Evgenalevantó una mano.

—Suficiente —dijo.Ulrika retiró el puño y dejó el

cuchillo sobre la mesa. Entonces Evgenarecogió el cuenco con ambas manos y selo llevó a los labios. Miró a Ulrikadirectamente a los ojos.

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—Hija, en el nombre de la reina dela Montaña de Plata, yo te acepto.Nuestra sangre es una —recitó, y acontinuación bebió.

Tras unos cuantos sorbos, le tendióel cuenco. Ulrika lo tomó con ambasmanos y la imitó, acercándoselo a loslabios y mirando a Evgena directamentea los ojos.

—Madre —dijo—, en el nombre dela reina de la Montaña de Plata, yo teacepto. Nuestra sangre es una.

Inclinó el cuenco y bebió toda lasangre que quedaba. No se parecía ennada a beber directamente de la vena.No había pulso ni vida subyacente en el

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fluido y, sin embargo, contenía algo, unaemoción que la inundó al correr lasangre por su cuerpo No eraprecisamente afecto hacia Evgena, niuna lealtad nacida del respeto, sinoapego, el tipo exacto de apego que unosentía por los miembros de su familia,por muy poco que los quisiera. Setrataba de un vínculo que podíaromperse, pensó Ulrika, pero no eraalgo que pudiera hacerse sinconsecuencias.

Evgena recogió el cuenco y elcuchillo y se los devolvió a Galiana,para luego posar otra vez la miradasobre Ulrika.

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—Bienvenida a la familia, hija —anunció—. Nos complace que seas unade las nuestras.

—Gracias, señora —replicó Ulrikacon una reverencia—. Es un honor paramí.

Evgena resopló al oír eso, haciendopedazos la solemne atmósfera, y sevolvió de espaldas sin dedicarle aUlrika una sola mirada más. Era como sipara ella la ceremonia no fuese nadamás extraordinario que lavarse lasmanos.

—Ahora ve con Raiza a la direcciónque le he dado —dijo por encima de unhombro— y mira lo que haya para ver.

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Escucharé con interés el informe que mehaga de tu conducta cuando regreséis.

El tono condescendiente de laboyarina hizo que Ulrika se pusieratensa, pero se limitó a hacerle unareverencia mientras ya lamentaba eljuramento prestado.

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DIECIOCHO

la cabra y ellobo

—Hermana —dijo Ulrika, vacilante—,quiero… quiero disculparme por lo quesucedió cuando nos conocimos. Esperoque no sigas enfadada conmigo.

Raiza no se volvió a mirarla.—Hay que reconocer que tu

inventiva es digna de admiración —

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respondió—. No siento ningún rencor.Ahora, guarda silencio.

Ulrika gruñó y se volvió otra vezhacia la ventana. ¡Vaya una cálidabienvenida a la familia!

Ella y Raiza estaban instaladas comogárgolas a ambos lados de una ventanaredonda que había por encima de lapuerta delantera de la mansión delhombre que Evgena las había enviado aespiar. Se llamaba Romo Yeshenko, unpeletero que se había hecho más ricoque los nobles a quienes vendía susmercancías. Según Evgena, teníagrandes granjas de visones y armiñosfuera de la ciudad, y empleaba a un

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ejército de cazadores y tramperosindependientes que le llevaban pieles dezorro, oso, alce y conejo, que él luegoconvertía en abrigos, alfombras yestolas para los más ricos y exigentes.

Era conocido como anfitrión cortés ygeneroso filántropo que daba dinero aviudas y huérfanos y organizababanquetes benéficos anuales en suenorme mansión. Pero también corríanotros extraños rumores acerca de él. Sesusurraba que le gustaba vestirse con undisfraz hecho de piel de cabra —completo, con cuernos, cascos, largasorejas y perilla—, y hacer que su esposalo persiguiera por la casa vestida de

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lobo, incluso provista de unos afiladosdientes blancos. Se decía que una de suscriadas había muerto al romperse laespalda en un «accidente de cocina», yque una vez un mayordomo había sidointernado en el manicomio mientrasfarfullaba cosas sobre «manchas en laalfombra» después de haberse arrancadoél mismo los ojos.

Éstas y otras historias similares eranlo que había hecho que Evgena pensaraque podría saber algo del culto del diosdel placer. Fue, por tanto, bastantedecepcionante cuando Ulrika y Raizallegaron a su mansión y descubrieronque se trataba de una típica casa

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solariega de Praag, y que el hombre encuestión era un burgués medio calvo, demediana edad con una barrigaprominente, y ropa costosa, aunque decorte conservador.

Sólo el destello de los ojos de sumujer, y la ponzoña de su lengua.mientras la pareja se preparaba parasalir a pasar la velada fuera, prometíanalgún tipo de pasión cruel. Ella era locontrario de Romo en todos losaspectos: una década más joven,voluptuosa y tétricamente hermosa consu vestido de terciopelo verde y suestola de piel de zorro; la arpía másdespreciable que Ulrika hubiese visto

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jamás.—Estoy segura de que nos hemos

perdido el principio —protestó con vozchillona mientras una doncella y unlacayo los ayudaban a ponerse losabrigos de pieles—. Y todo porquetienes que repetir plato. ¿No te pareceque has repetido demasiadas veces,cariño? Tienes tantos mentones como yodedos.

—Lo siento, Dolshiniva, mi amor —murmuró Romo con voz suave, mientrasse esforzaba por encontrar una mangadel abrigo—. Ha sido un día largo.Tenía hambre.

Dolshiniva resopló.

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—Siempre tienes hambre. Y haz elfavor de no entretenerte. El carruajeaguarda.

Con un largo suspiro de paciencia,Romo logró meter por fin el brazo en lamanga y salió por la puerta arrastrandolos pies detrás de Dolshiniva, que saliócontoneándose de tal manera que habríahecho sonrojar a una cortesana.

—Puedo imaginármelo como cabra—le susurró Ulrika a Raiza cuando lapareja entró en el carruaje—, aunqueuna cabra gorda, y a ella como un lobo,aunque él no parece del tipo queingresaría en un culto.

Raiza no respondió, sólo observó

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como el coche partía, ya continuación selevantó y corrió por la barandilla de unbalcón hasta el lateral de la casa, saltósobre el muro que rodeaba la propiedad,y de allí a la calle. Ulrika le lanzó unamirada fulminante y luego la siguió.Hasta el momento, Raiza habíacontinuado mostrándose tan fría ysilenciosa como cuando eran enemigas,y sólo le hablaba si era absolutamentenecesario. Por lo tanto, Ulrika obteníaun malicioso placer obligándola aentablar conversación cada vez que se lepresentaba la oportunidad.

—¿Por qué seguirlos? —preguntó,mientras se situaba junto a Raiza en el

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momento en que ésta partía calle abajotras el carruaje—. ¿Por qué noregistramos la casa, en lugar de eso? Dala impresión de que sólo van de visita.

—Registrar la casa podría confirmarque pertenecen al culto —dijo Razia,que relajó la mandíbula de mala gana—.Pero jamás serían lo bastante estúpidoscomo para escribir los nombres de susseñores. Si los seguimos, podría ser quelos pronunciaran.

Ulrika deseaba encontrar un fallo enla lógica de la esgrimista, sólo parahacerla hablar más, pero no lo halló.Renunció al intento y continuóavanzando junto a ella en seguimiento

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del carruaje.Romo y su mujer iban de visita, en

efecto, y no muy lejos de su propia casa.Tras recorrer unas pocas manzanas, elcarruaje giró para atravesar la verja deotra mansión, aún más grande que la deellos, y con todas las ventanasiluminadas con lámparas. Una multitudde carruajes colapsaba el camino deentrada, y los lacayos corrían de aquípara allá con el fin de ayudar a bajar delos vehículos a damas y caballerosataviados con ropa elaborada, a los queluego hacían una reverencia paraseñalarles la arqueada puerta principal.

Cuando sus presas salieron del

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carruaje y se unieron a la muchedumbre,Ulrika alzó la mirada hacia la mansiónen busca de una vía de entrada. Lasventanas de las habitaciones posterioresdel último piso no estaban iluminadas, ytodas las columnas y disparatadasfiligranas que decoraban los murospermitirían escalar con facilidad.

—¿La rodeamos por un lado ysubimos? —le preguntó a Raiza. Laesgrimista negó con la cabeza sinapartar los ojos de Romo y su mujer.

—No es necesario. Vamos lobastante bien vestidas. Sólo… —Frunció el ceño y se volvió a mirar aUlrika—. ¿Tienes una máscara?

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—¿Una máscara? No. ¿Debería?Raiza asintió con la cabeza por

encima del hombro.—No hay manera más segura de

mezclarse con ellos.Ulrika se volvió a mirar hacia el

camino. Era cierto, ya que la mitad delos hombres y mujeres que iban hacia lapuerta de la mansión llevaban puesta unamáscara, desde simples antifaces hastademenciales creaciones en papel machéque parecían representar cosas salidasde una pesadilla.

—Ya veo —dijo—. ¿Y dónde puedoconseguir una? —Raiza miró más alláde ella, hacia la calle que corría por el

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lateral de la mansión. Estaba flanqueadapor coches y carruajes que permanecíana la espera de que sus dueños losreclamaran. Los caballos, con lasanteojeras puestas, pateaban y seremovían, mientras que los cocheros,reunidos en la parte delantera de la fila,charlaban, fumaban en pipa y se frotabanlas manos para aliviar el frío.

Raiza pasó junto a Ulrika y echó aandar a lo largo de la línea de carruajes.Ésta la siguió, preguntándose qué setraería entre manos.

Una vez fuera de la vista de loscocheros, Raiza se fue subiendo a losestribos de los coches y carruajes para

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mirar al interior. Al llegar al quinto, unvehículo descubierto, extendió un brazopor encima de la portezuela y recogióalgo del asiento.

—Póntela —dijo, al tiempo que leentregaba una máscara a Ulrika.

Ésta miró el objeto mientras Raizasacaba otra del interior de su largoabrigo y comenzaba a sujetársela. Lamáscara robada era de color rosa,orlada con puntilla y cinta azul celeste.

—Encantadora —comentó confrialdad.

—Los mendigos no pueden serselectivos —replicó la esgrimista—. Yapodemos entrar.

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Ulrika soltó un gruñido y la siguió,mientras se probaba la máscara. Reparóen, que la de Raiza era negra y sencilla,y que le confería un aire misterioso.Sólo podía imaginar qué aire le conferíaa ella la suya.

Los guardias que estaban ante laverja dejaron pasar a Ulrika y a Raizasin dedicarles una segunda mirada, yellas se reunieron con los otrosasistentes para subir por la escalera yatravesar la puerta principal.

En el interior reinaban el ruido y unarutilante confusión. En el vestíbulo deentrada había hombres y mujeres quehablaban a gritos mientras los lacayos

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deambulaban entre el gentío y llenabancopas de vino. A Romo Yeshenko y a sumujer no se los veía por ninguna parte.

—Ve por ese lado —dijo Raiza,señalando una sala que había a laizquierda—. Si los encuentras, quédatecerca de ellos. Yo te buscaré. Si losencuentro yo, búscame tú.

—De acuerdo —asintió Ulrika, y seencaminó poco a poco hacia la puertamientras Raiza se alejaba en ladirección contraria. La habitación de laizquierda también estaba abarrotada deinvitados que pululaban en torno a unaenorme mesa central cargada depasteles, carnes y frutas y se atracaban

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como cerdos en un comedero. Por lamente de Ulrika pasó la imagen de losrefugiados hambrientos que llenaban lascalles, y sintió un nudo en el pecho acausa de la ira. ¿Quiénes eran losverdaderos vampiros de Praag?

En una habitación situada más allásde ésa, hombres y mujeres jugaban a lascartas en torno a pequeñas mesasredondas, y las monedas de orocambiaban de manos acompañadasinevitablemente por un coro demaldiciones y carcajadas. Un poco máslejos había un salón de baile dondeparejas jóvenes giraban por la pistamientras un cuarteto de cuerda tocaba

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vigorosamente una gavota bretoniana.Las parejas de más edad, de piealrededor del salón, los contemplaban.

Ulrika avistó al fin el bien moldeadotrasero de Dolshiniva Yeshenko,cubierto de terciopelo verde, en la salacontigua, un escenario a oscuras en elque estaban representando algún tipo deobra teatral. Se encontraba de pie conRomo, detrás de un grupo deespectadores que estaban sentados entorno a un improvisado proscenio dondeactores pintarrajeados vociferaban sutexto. Ulrika se acercó más cuandoDolshiniva le susurró algo al oído a sumarido. ¿Estaría hablándole del culto?

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—¿Lo ves, pedazo de sapo? —lesiseó—. Si hubiéramos llegado antes,estaríamos sentados.

—Lo lamento, mi amor —sedisculpó Romo con voz apagada—. Lapróxima vez comeré más deprisa —bebió un gran sorbo de vino de la copaque tenía en una mano y suspiró confuerza.

—Y no bebas de esa manera —leespetó Dolshiniva—. Estás dando unespectáculo.

Ulrika puso los ojos en blanco. Nopodía decirse que aquello fuera eloscuro complot de los miembros de unculto secreto. No obstante, se situó

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obedientemente detrás de ellos y fingiómirar hacia el escenario, con el oídoalerta en todo momento a las dulcesnaderías de la pareja.

La obra era una antigua saga delpueblo gospodar, y hablaba de cómoMiska, la reina Khan, expulsó a losbárbaros ungol del asentamiento que seconvertiría en Praag, e hizo de él laciudad más grande del norte. Habíamuchísima sangre, se blandíanmuchísimas espadas y se pronunciabanimpresionantes discursos, y una mujerescultural vestida con muy poca ropahacía el papel de Miska. Ulrika pensóque no era muy buena actriz, pero sus

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otros encantos tenían fascinados a loshombres del público.

—¿La estás mirando a ella? —susurró Dolshiniva al oído de Romo—.¿Piensas que es más atractiva que yo?

—Claro que no, adorada mía —replicó Romo con tono de aflicción—.Tú eres todo lo que yo podría desearjamás.

Escasos momentos más tarde, Raizaapareció junto a Ulrika.

—Nada de interés, aún —dijoUlrika—. A menos que te interese el artedramático.

Raiza asintió con la cabeza, ypermaneció junto a ella hasta el final de

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la obra teatral, tras una escena de batallaque consistió en seis hombres conespadas de madera que ejecutaban unaespecie de danza mientras Miska sequitaba el resto de la ropa, atravesaba aljefe de los ungols y declaraba que apartir de aquel momento y para siemprePraag sería el bastión del norte.

El público aplaudiórespetuosamente, con gritos de «¡eso,eso!» y «¡Praag nunca caerá!».

Ulrika pensaba que Romo yDoishiniva tal vez pasarían a otra sala,como estaban haciendo algunos de losasistentes, pero antes de que nadielograra llegar muy lejos, un animador

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vestido con un jubón sobre el quedestellaban cuentas de cristal apareció yse situó en la parte delantera delescenario.

—¡Damas y caballeros! —exclamó—. ¡Gracias por vuestra amableatención! Nuestra siguiente obracomenzará dentro de unos minutos. Unahistoria de fantasmas y asesinatoambientada en la fabulosa Albión, peromientras cambiamos el decorado. ¡Unaperitivo musical! —Se volvió e hizo ungesto espectacular hacia el telón—. ¡Ospresento al orgullo de la Academia,Valtarin el Magnífico!

El público volvió a aplaudir al oír

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esto, y se oyó un murmullo deexpectación. Las escasas personas quehabían comenzado a salir volvieronatrás, Romo y Dolshiniva entre ellos.Ulrika miró con interés hacia el telón,pues recordaba haber oído pronunciarese nombre durante la conversación delos estudiantes de música la noche enque escuchó por primera vez a lacantante ciega.

Una figura de mediana estaturaatravesó el telón andando hacia atrásmientras tocaba ya un glissando gimientey sinuoso con su violín; luego giró yavanzó hasta el centro del escenario.Sostuvo una temblorosa nota aguda y

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clavó en el público una mirada torva,para luego, con el codo en alto, lanzarsea ejecutar la melodía de la canción, unatonada de ritmo vivo que hizo que elpúblico comenzara a acompañarlo conpalmas.

Se trataba de un joven apuesto a lamanera apasionada de un poeta muertode hambre, con pómulos altos y unamasa de pelo color arena que tenía queapartarse de los ojos cada dos por tres.Tenía unos dedos largos y tan delgadoscomo el resto de su persona quedanzaban por el diapasón del violíncomo patas de araña cuando tocabamelodías rápidas, fluidas e

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imposiblemente complicadas. Ulrikasentía que el pulso de quienes larodeaban se aceleraba de emoción conaquel espectáculo, y ella también seemocionó. En su interior crecieronpensamientos de pasión yderramamiento de sangre cuando lasnotas ascendieron, cargaron y atacaron.

Pero cuando acabó con la primeracanción y pasó a una balada más triste,Ulrika se encontró con que comenzaba aestar de acuerdo con el estudiante quehabía afirmado que Valtarin no teníaalma. Aunque ejecutó de manera precisaaquella melancólica canción, a ella no laconmovió. Su música no parecía tener

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ninguna dificultad para inflamar lacólera y la lujuria, pero no parecíacapaz de llegar al corazón ni de inspirarmelancolía como lo habían hecho la vozy la manera de tocar de la muchachaciega. El espectáculo que daba él erafantástico, eso no podía negarse, ycomprendía con total claridad por quélas muchachas se sentían atraídas haciaél, pero no conseguía despertar nada enella.

—Se marchan —la advirtió Raiza.Ulrika volvió la cabeza,

abochornada por haberse distraído. Eracierto que Valtarin captaba la atención,pero al parecer no la de Romo y

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Dolshiniva, que se desplazaban conlentitud a través de la muchedumbre quehabía afluido a la sala para escuchar alviolinista.

Ulrika y Raiza se pusieron enmarcha tras ellos, murmurando disculpasa cada paso, y luego los siguieron a unacierta distancia hasta una puerta quedaba paso a un fastuoso jardín iluminadopor sartas de farolillos encendidos.Daba la impresión de que la alegre élitede Praag estaba dispuesta a salir dejuerga incluso en aquella gélida nochede primavera, porque allí también habíabaile, con un vivaz conjunto musical quetocaba gigas y otras animadas danzas

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sobre un escenario de bloques de hielotallados a imagen de las puertas dePraag, y una estatua de hielo del duqueEnrik presidiéndolo todo con la espadaen alto.

Romo y Dolshiniva rodearon la pistade baile con paso perezoso, haciendoreverencias a los nobles y charlando conlos conocidos por el camino, mientrasUlrika y Raiza los seguían andando conlentitud, aunque Ulrika empezaba apreguntarse por qué lo hacían.

—Esto es inútil —dijo—. No sonmás que ricos arribistas. Aquí no va asuceder nada. La boyarina debe dehaberse confundido.

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Raiza no respondió, sino quecontinuó siguiéndolos como una sombraimplacable. Ulrika suspiró, pensandoque si Evgena le hubiera ordenado a laesgrimista que observara cómo sesecaba una superficie pintada, ella lohabría hecho exactamente con la mismainquebrantable obediencia.

Y entonces sucedió algo.Romo y Dolshiniva se habían

detenido ante un muro bajo que seencontraba cerca de una escalera quedescendía hacia las zonas másasilvestradas del jardín, y desde allíobservaron a los bailarines que dabanvueltas por la pista. Pero entonces,

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como por mera curiosidad ociosa, sevolvieron para recorrer la zona con lamirada, y unos momentos más tarde, y alparecer movidos por nada más que uncapricho, bajaron por los escalones ycomenzaron a pasear entre los árboles.

—Se marchan —dijo Raiza.Ulrika se quedó mirándolos, y luego

soltó una breve carcajada.—¡Ja! Vaya un truco. Llegan aquí,

hacen evidente su presencia, y luego sevan a celebrar algún otro encuentro sinque nadie repare en ello, para regresarmás tarde a la fiesta por el mismocamino que se marcharon. ¿Quién podríaasegurar que se hubieron machado en

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algún momento? Una coartada perfecta.Raiza asintió, y a continuación las

dos bajaron con cautela hasta el nivelinferior del jardín y corrieron depuntillas por el terreno abierto, mientrasRomo y Doishiniva desaparecían detrásde una pantalla de arbustos. Ulrika yRaiza hicieron entonces una pausa,escucharon, y luego se metieron ensilencio entre la maleza.

Al llegar al otro lado de los arbustosvieron que sus presas estaban de pieante una pequeña puerta que había en latapia del jardín. Romo tenía un llaveroen las manos, y buscaba entre las llavesmientras Dolshiniva aguardaba con

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impaciencia a su lado.—Deberías haberla escogido antes

de llegar aquí, estúpido —susurró—. ¿Aqué estás jugando?

—Te pido que me disculpes, amadamía —se disculpó Romo—. No queríaparecer sospechoso. Ah, ya la tengo —metió la llave en la cerradura y abrió lapuerta.

Dolshiniva lo apartó de un codazo ypasó delante.

—Por fin —dijo—. Y ahora, dateprisa. Llegamos tarde.

Romo suspiró y la siguió, para luegocerrar la puerta tras él. Ulrika oyó que lallave giraba en la cerradura mientras

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corría con Raiza hasta la tapia. Saltaronsobre ella tan silenciosamente comogatos y bajaron la mirada hacia elestrecho callejón de servicio que habíaal otro lado. Romo y Dolshinivaavanzaban deprisa por él, con tantarapidez como lo permitía la corpulenciade Romo, cosa que, si debía darsecrédito a las imprecaciones deDolshiniva, no era suficiente ni porasomo.

Ulrika y Raiza avanzaron con sigiloa lo largo de la parte superior de latapia, y vieron que un carruaje cerradose detenía al final del callejón.

—Ése no es su carruaje —dijo

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Ulrika.—No podría serlo —replicó Raiza.Cuando la pareja llegó al vehículo,

la portezuela se abrió y ellos subieron.El cochero puso los caballos en marchacasi antes de que hubieran acabado deentrar, y el carruaje se alejó calle abajo.

Sin una palabra ni una mirada atrás,Raiza saltó de la tapia a la calle y losiguió.

Ulrika gruñó para sí y luego saltótras ella.

—Tienes razón, hermana —dijo consarcasmo—. Debemos seguirlos.Gracias por consultármelo.

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DIECINUEVE

La Daga Negra

Mantener el carruaje a la vista no fuedifícil. Ulrika y Raiza eran veloces y elvehículo lento, ya que avanzaba por laciudad a un trote discreto, y siguió laruta más larga hasta el barrio de losComerciantes para luego dar mediavuelta y meterse por las sinuosas callessembradas de basura de la periferia delruinoso Novygrad.

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Pasó ante chozas de mendigos y através de campamentos de refugiadosantes de detenerse, por fin, en elcallejón que corría por detrás de lo queen otros tiempos había sido un templo deSalyak, pero ahora era una ruinadestrozada, medio derruida entre dosaltos edificios de viviendas, con lamitad de la fachada derrumbada sobre lacalle. Ulrika y Raiza observaron desdela sombra de una desvencijada tabernamientras Dolshiniva, Romo y otrohombre salían del carruaje y seencaminaban hacia la parte posterior deltemplo. Llevaban una capa con lacapucha puesta, como los miembros del

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culto con los cuales Ulrika se habíaenfrentado antes, pero no había modo decamuflar la gordura de Romo ni lascurvas de Doishiniva. Cuando seacercaron al templo, se abrió una puerta,y se colaron dentro mientras el carruajese alejaba callejón abajo y desaparecía.

Ulrika comenzó a avanzar, peroRaiza la detuvo e hizo un gesto con lacabeza hacia el tejado del templo, Allíhabía un hombre acuclillado en unaesquina, vigilando todas las llegadas.

—Será fácil ocuparse de el —apunto Ulrika, mientras se desplazabanfuera de la línea visual del vigilante.

—No vamos a ocuparnos de él —

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dijo Raiza—. Nos basta con espiar aestos estúpidos. No deben saber jamásque hemos estado aquí.

A Ulrika le molestó el tono, peroasintió con la cabeza. Raiza tenía razón.

—Muy bien.Corrieron hasta situarse a cubierto

del edificio de viviendas y se pegaroncontra la pared, para luego avanzar hastallegar al estrecho espacio que loseparaba del templo. Raiza miró al otrolado de la esquina, y luego se deslizódentro con Ulrika detrás. Alzaron lamirada. Una hilera de ventanas rotas seabría en la pared del templo, a unos trescuerpos de distancia del suelo, pero la

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pared que habían por debajo era depiedra lisa sin roturas de ningún tipo.

—Difícil —dijo Raiza, mientras sefrotaba el mentón.

—En absoluto —replicó Ulrika, yseñaló la pared del edificio deviviendas, toda ladrillos rotos ymaderas deformadas—. Podemosescalar por ahí hasta llegar a la altura delas ventanas, y luego salvar la brecha deun salto.

—Sí —repuso Raiza—, de no serpor eso.

Señaló el espacio que mediaba entreambos edificios, y por un momentoUlrika pensó que estaba señalando algo

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que había al otro extremo del callejón,pero luego recurrió a su visión bruja yvio un rielar casi invisible, de colorpúrpura, a apenas unos pasos de su cara.Se proyectaba como una burbuja dejabón desde la pared del templo ydividía el callejón en dos: algún tipo deprotección mágica. Soltó una maldición.Estaba segura de que habría reparado enella en caso de haberse hallado sola,pero estaba poniendo tanto empeño en elintento de impresionar a Raiza que sehabía distraído.

—¿Tienes alguna manera deatravesarla? —preguntó.

Raiza tendió la mano y se arremangó

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para dejar a la vista una vigorosamuñeca rodeada por un viejo brazaleteque parecía de pergamino antiguo, hechode trenzas superpuestas y completamentecubierto por una escritura que Ulrika noreconoció.

—Un regalo de la señora Evgena,que es docta en estas cosas —declaróRaiza. Se volvió hacia el arremolinadorielar y extendió la mano con lentitud—.Separa los vientos, pero no interrumpesu flujo.

Ulrika observó mientras Raizaadelantaba poco a poco el puño hacia latransparente piel de la protecciónmágica. Al acercarse el brazalete, las

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espirales purpúreas empezaron aapartarse de él como el humo de unavela alcanzado por un remolino deviento, y luego se curvaron en torno a él.Raiza se detuvo y tensó el brazo, y lairidiscencia se separó un poco más. Elbrazo le temblaba a causa del esfuerzo,y Ulrika vio que su cara tenía unaexpresión dura, de determinación.Pasado un momento, en la burbuja sehabía formado una abertura de bordeondulado, tan alta y ancha como unhalfling, pero que se estrechaba hastaacabar en punta por los extremos. Raizadescendió con cuidado hasta hincar unarodilla, de modo que la parte más ancha

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de la brecha llegara al suelo.—Pasa a gatas —dijo, con los

dientes apretados—. No toques loslaterales.

Ulrika se acuclilló poco a pocohasta quedar de rodillas junto a Raiza, yentonces se detuvo. Aquello iba a serengorroso. Había muy poco espaciopara pasar junto a la esgrimista singolpearle el brazo ni tocar la superficiede la protección.

Se quitó el cinturón de la espada y lodeslizó a través de la brecha antes depasar ella, con los dientes apretados acausa de los nervios. No sucedió nada.Se puso a gatas, y luego se agachó hasta

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quedar casi tendida en el suelo. Sushombros se encontraban peligrosamentecerca de los ondulantes bordes. Losencogió tanto como pudo, y se valió delos codos para avanzar con lentitud,contoneándose desmañadamente.

—¡Las caderas! —le advirtió unsusurro ronco de Raiza.

Ulrika se inmovilizó para mantenerel cuerpo en el sitio exacto que ocupaba,y luego escuchó por si oía gritos oalarmas. Nada. Dejó escapar un suspiro.

—Menos contoneos, que así nopareces el muchacho que pretendes ser.

A Ulrika no le hizo gracia la broma,y luego avanzó lentamente hasta que oyó

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a Raiza susurrar detrás de ella.—Perfecto. Ya estás al otro lado.Ulrika recogió las piernas con

cuidado, luego se puso de pie y comenzóa abrocharse el cinturón de la espadamientras Raiza levantaba la rodilla paraacuclillarse y deslizar una pierna haciaadelante. El brazo ya le temblaba, y sucara, de por sí pálida, había adquiridouna tonalidad cenicienta. Se agachó ypasó con cuidado en torno a su propiocodo, como alguien que se deslizara através de una cortina con una bandejallena de capas.

—Bien hecho —dijo Ulrika cuandola esgrimista reculó desde la brecha y

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retiró el brazo con lentitud para dejarque se cerrara detrás de ella—. Y ahora,¿tienes una manera igual de astuta paraescalar una pared vertical?

—Tú me subirás hasta allí —dijoRaiza, al tiempo que asentía con uncansado gesto de la cabeza—. Luego tesubiré yo. Une las manos y apoya laespalda contra el muro.

Ulrika alzó una ceja con expresiónescéptica, pero hizo lo que le decía.Había muy poco espacio entre la pareddel templo y la trémula burbuja de luzque lo rodeaba. Si impulsaba a Razia enel ángulo equivocado, rompería laprotección y los miembros del culto

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sabrían que estaban allí. Por otro lado,eso significaría que se acabaría elsecretismo y empezaría la pelea, yUlrika empezaba a anhelar una pelea.

Raiza retrocedió hasta quedar tancerca de la burbuja como se atrevía, yluego se preparó mientras Ulrika seagachaba al máximo para poder darleimpulso.

—¿Preparada?Ulrika asintió con la cabeza. Raiza

avanzó dos rápidos pasos, apoyó un pieen el estribo que formaban las manos deUlrika, y saltó al tiempo que Ulrika laimpulsaba hacia arriba con toda sufuerza.

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Miró hacia arriba en el momento enque la esgrimista salía disparada hacialo alto en línea recta y pasaba rozandola superficie de piedra de la pared. Porun segundo, Ulrika pensó que no le habíadado el impulso suficiente, pero, alllegar al punto más alto del arco, Raizaalzó rápidamente una mano y se sujetó alalféizar de una ventana con las puntas delos dedos, para luego impulsarse haciaarriba.

Tras algunas maniobras, laesgrimista entró por la ventana y empezóa desenrollar la faja roja que llevaba entorno a la cintura. Cuando hubo acabado,ató un extremo en torno a la vaina de

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latón con el sable metido dentro, y luegola trabó de través en la estrecha ventana,de modo que la punta y la empuñaduradel arma quedaran atascadas contra loslaterales por la parte de dentro; luegodejó caer hacia abajo el resto de la faja.

El extremo con flecos se detuvo unoscuantos palmos por encima de la altura ala que alcanzaba Ulrika, así que reculócomo había hecho Raiza, para luegocorrer hacia el edificio, saltar,impulsarse con un pie contra la pared yatrapar la faja con ambas manos. Segolpeó los hombros al rebotar contra elmuro, pero no perdió el asidero y la fajatambién resistió. Estiró las piernas y

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ascendió hasta la ventana caminando porla pared, donde Razia le dio una manopara ayudarla a entrar y se llevó un dedoa los labios.

Ulrika asintió con la cabeza. Através de la entrada de la ruinosahabitación sin puerta les llegabanparpadeantes luces purpúreas y vocesque se alzaban en una invocación. Seencontraban cerca de lo que fuera queestaba sucediendo. Esperó mientrasRaiza volvía a ponerse el cinturón conel sable y se enrollaba la faja en torno altalle, para luego atravesar sigilosamentecon ella la habitación que parecía habersido la oficina de un administrador de

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Salyak antes del asedio y asomarse porla puerta.

Al otro lado había una galería concolumnas que daba a una gran sala detecho alto. La sala no era el templo queUlrika había estado esperando, sino loque quedaba de una sala de hospital.Habían empujado las camas contra lasparedes para dejar libre un amplioespacio donde más de cuarenta personascubiertas con capa y capucha formabanun círculo mientras salmodiaban con lasmanos tendidas ante sí.

Ulrika se estiró un poco para poderver por encima de sus cabezas, pero yasabía lo que iba a encontrar. En medio

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de ellos, en el suelo, había un círculopintado con sangre, y dentro de ésteyacía una aterrorizada muchacha, con sucuerpo desnudo cubierto por una extrañacaligrafía, y las manos y tobillosatravesados por estacas de hierro quehabían sido clavadas en las losas depiedra del suelo. Las oscilantes llamasde color púrpura de seis velas ardían entorno a ella, y un adorador alto yjorobado se encontraba de pie cerca desu cabeza, desde donde dirigía a losotros en la cacofónica salmodia. Ulrikagruñó al ver que la muchacha no era laprimera que moriría esa noche. Junto alcírculo había una pila de cuerpos

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desnudos, todos con las palmas de lasmanos y los pies sangrando.

Sus ojos volvieron con rapidez aloficiante en el momento en que éstealzaba una botella de cristal vacía porencima de su cabeza y la agitaba alritmo de la salmodia. Ulrika frunció elceño. El oficiante de la destilería dekvas también llevaba una botella. Enaquel momento pensó que sólo jugabacon ella de modo distraído, pero ahoralo dudó. ¿Tenía algún significado?

Cuando el coro de voces de losadoradores del Caos subió de tono, eloficiante jorobado extendió los brazos ysituó la botella boca abajo, por encima

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de la muchacha. Ella gritó y secontorsionó como si la hubieranapuñalado, y luego, para horror deUlrika, su torso comenzó a elevarse delsuelo como una tienda de campaña en unvendaval. Por desgracia, también estabaclavada al suelo como una tienda lo estápor las cuatro esquinas, y aunque sucuerpo se levantó, las estacas laretuvieron cruelmente por las manos ylos pies.

Ulrika dio un gruñido y avanzó unpaso mientras su mano bajaba hasta laempuñadura del estoque, pero Raiza lesujetó el brazo.

—Hemos venido a descubrir quiénes

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son los jefes —le recordó—, no ainterferir.

—¡Pero la están matando! —susurróUlrika.

Raiza se limitó a mirarla.—Eres demasiado humana —dijo.Ulrika se zafó de su presa.—¡Y tú eres demasiado fría! —

comenzó a avanzar otra vez. Detrás deella, la esgrimista desenvainó el sablehasta la mitad.

—¿Acaso el juramento que le hasprestado a la boyarina va a romperse enla primera prueba a la que es sometido?

Ulrika se detuvo con los puñosapretados. Si Raiza sólo la hubiera

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amenazado con la violencia, puede quehubiese continuado adelante, pero unjuramento era más fuerte que el acero, yhería más profundamente que éstecuando se rompía. Maldijo y retrocedió,con los dientes apretados.

—No se romperá —afirmó.Raiza asintió con la cabeza y

envainó el arma. Ambas volvieron laatención hacia la ceremonia.

El oficiante jorobado estaba bajandola botella hacia la muchacha, que gritabacon desesperación, mientras susseguidores entonaban la salmodia y lacorriente sobrenatural que alzaba a lavíctima del suelo se hacía más fuerte,

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hasta el punto de que amenazaba conarrancar sus manos y pies de las estacas.Un extraño resplandor blanco estabasaliendo del cuerpo de la joven,estirándose y luchando como un caracolal que arrancaran de dentro de suconcha.

Luego, de un modo tan repentino queUlrika estuvo a punto de no verlo, labotella descendió por su propia cuenta,zafándose de las manos del oficiante, yla boca sin tapón golpeó directamente elesternón de la muchacha con unadetonación parecida al disparo de unapistola y se quedó allí pegada. Lamuchacha soltó un espeluznante alarido

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y el resplandor blanco fue arrancado desu cuerpo y absorbido por la botella.

Con un grito de triunfo, el corcovadooficiante le puso un tapón de corcho a labotella y la levantó en alto entre lasmanos, mientras la muchacha caía alsuelo, muerta. Los miembros del culto loaclamaron, bañándose en el resplandorblanco que palpitaba dentro de labotella.

Ulrika apartó la mirada, temblorosa,mientras su mente volvía a recordar a lamuchacha que había encontrado en labodega ruinosa. En su pecho había vistouna contusión purpúrea circular cuyacausa ignoraba entonces. Pero ahora ya

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no.—Deben morir todos —dijo.Desde abajo les llegó una voz

sonora.—¡Siete almas esta noche, devotos!Ulrika volvió a mirar. Era el

oficiante jorobado quien hablaba,mientras metía la relumbrante botelladentro de un saco de cuero que yacontenía otras más.

—Siete almas qué nos acercan más ala hora del despertar —continuó—. Lahora en que todos vuestros sueños severán cumplidos. Y mañana por la nocheserá eliminado el último gran obstáculoque nos separa de la victoria. ¡Los

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acólitos de más confianza del señorrobarán la Viola de Fieromonte dellugar donde permanece oculta, y la caídade Praag quedará asegurada.¡Aclamemos todos al señor y la llegadade la reina!

Raiza señaló con la cabeza aljorobado mientras los miembros delculto repetían la invocación.

—Lo seguiremos a él —dijo.Ulrika asintió con la cabeza.El oficiante deforme alzó las manos

para pedir silencio.—Pero —continuó, bajando la voz

hasta un susurro ominoso— nosotros,los humildes, aún tenemos mucho que

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hacer para preparar su llegada, y nosasedian los peligros por todas partes.Anoche, sin ir más lejos, nuestroshermanos del Novygrad fueron atacadospor un demonio que nos privó de unaveintena de almas. Nadie sabe quéintención tenía, pero no podemospermitir que prevalezca.

Ulrika sonrió al oír que losmiembros del culto murmuraban conansiedad. Sintió la tentación de revelarsu presencia sólo para verlos huir,aterrados.

El jorobado adelantó una mano.—Pero no temáis, amigos —gritó—.

El señor nos protege a todos. Ni

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siquiera los inmortales pueden oponersea él. Sin embargo, debéis permanecervigilantes e informar de cualquieragitación de las sombras para que elseñor pueda ocuparse de ellos. ¿Tengovuestra palabra de que lo haréis?

Los miembros del culto murmuraronsu asentimiento.

—Muy bien. —Fue dando la vueltapara mirarlos a todos por turno—.Ahora, escuchadme. Deben compensarseesas víctimas de sacrificio perdidas.Aún nos quedan muchas botellas porllenar, y sólo dos días para hacerlo.Hago un llamamiento para que redobléisvuestros esfuerzos. En esta ciudad hay

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muchachas por todas partes. Cogedlasen nombre del señor y para la gloria dela reina.

—¡Aclamemos todos al señor! —entonó el grupo—. ¡Alabemos todos lallegada de la reina!

Ulrika gruñó por lo bajo. Másmuchachas muertas. No iba a permitirlo.

—Traed a las elegidas en elmomento oportuno —siguió diciendo elhombre jorobado—. Seréis informadosde la manera habitual del próximo lugarde reunión. Ahora, marchaos. ¡Sedvigilantes y fructíferos, y que lasbendiciones del señor del deseo osinspiren!

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—Haremos la voluntad del Señordel Deseo —murmuró el grupo, altiempo que hacía una profundareverencia, y luego se volvieron deespaldas al círculo para comenzar aalejarse hacia las diferentes salidas quetenía la estancia.

Ulrika y Raiza no les hicieron elmenor caso. Se concentraron porcompleto en el oficiante, al queobservaron mientras se echaba sobreuno de los hombros el saco de cuero quecontenía las botellas con las almas y seencaminaba hacia la puerta del templo.Dos corpulentos miembros del cultoecharon a andar tras el jorobado, y luego

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salieron por la puerta para inspeccionarla calle. Cuando le indicaron que elcamino estaba despejado, él volvió aponerse en marcha, para luego detenerseen el umbral y agitar una mano.

Una tensión que Ulrika no se habíadado cuenta de que le presionaba elpecho y los tímpanos desapareció degolpe, y el aire pareció aligerarse.

—Ha desactivado las protecciones—dijo Raiza, y a continuación se volvió—. Ahora, a los tejados.

Ulrika la siguió hasta la ventana dela oficina y se subió al alféizar. Porencima de ella, las paredes no eran tanlisas como por debajo. Los ladrillos en

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proceso de desintegración y las pilastrasdecorativas proporcionaban buenosasideros. Ulrika aguzó los sentidos,mientras trepaban, en busca del hombreque había estado vigilando desde arriba,pero el fuego de su corazón descendíapor el interior del edificio, y el tejadoestaba desierto cuando ella y Raizallegaron arriba.

Corrieron con paso silencioso hastael otro extremo y miraron hacia abajo.El oficiante jorobado y sus dos guardiassacaban tres caballos del edificioruinoso que había enfrente del templo.El adorador del Caos sujetó el saco quellevaba al arzón de la silla de montar, y

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a continuación subieron todos a loscaballos y se alejaron en dirección alrío.

Ulrika y Raiza corrieron tras ellos,saltando de tejado en tejado, con la torrede los Hechiceros silueteada en ladistancia por las dos lunas que sealzaban detrás de ella. Ulrika sonriómientras corría y el viento nocturno lebesaba la cara. La inundó la dicha demoverse sin restricciones, de tener lagracilidad con la que en otros tiempossólo había soñado, y estuvo a punto deolvidar por qué seguían a los hombres,deleitándose sólo en el acto. Le lanzóuna mirada a Raiza, que corría a su lado.

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La cara de la esgrimista se mostraba tanadusta y carente de emociones comosiempre. La sonrisa de Ulrika sedesvaneció. ¿Era eso lo que laaguardaba más adelante en el camino dela eternidad: la pérdida de la alegría?¿También ella se volvería algún día tanfría e insensible como una máquina?

El oficiante y sus guardias hicierongirar sus cabalgaduras para entrar en unacalle que iba hacia el norte. Raiza yUlrika cambiaron de rumbo paraseguirlos, pero cuando saltaban porencima de un estrecho callejón, Ulrikavio con el rabillo del ojo que algo semovía, y volvió la cabeza. Una figura

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ataviada con la misma ropa que losmiembros del culto avanzaba a saltostras ellas por los tejados, moviéndose ala misma velocidad, y arrojó algo endirección a Raiza.

—¡Cuidado! —gritó Ulrika.Sus palabras tuvieron el efecto

contrario al deseado. La esgrimista sedetuvo para volverse a ver qué pasaba,y acabó justo en la trayectoria del objetoque giraba por el aire. Ulrika extendióun brazo con desesperación y le dio unempujón que la apartó a un lado dandovueltas, y el proyectil hirió a Raiza enuna muñeca en lugar de en su corazón.Era una esquirla de ónice del tamaño de

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una daga.Raiza chilló con una voz que Ulrika

no habría esperado de ella, y sedesplomó sobre el tejado, aferrándose elbrazo.

—Así caen todos los que procurannuestra destrucción —gritó el miembrodel culto, para luego dar media vuelta yhuir por los tejados.

Ulrika saltó de inmediato tras él,gruñendo mientras desenvainaba laespada, pero, para su sorpresa, élaumentó la distancia que los separaba.Era imposible que un hombre normalfuera tan rápido y fuerte. Sus saltos eranmás largos y potentes que los de ella.

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¡Estaba escapando!—¡Enfréntate conmigo, cobarde! —

le gritó, pero él no ralentizó la carrera.Aceleró valerosamente tras el

fugitivo, que aumentaba distanciassaltando por encima de calles ysalvando chimeneas con más de unmetro de margen, pero luegodesapareció al pasar por encima de unedificio de viviendas de tejado alto, ycuando ella llegó arriba y miró a sualrededor, no vio ni rastro de él. Corrióhasta cada uno de los aleros para mirarhacia las calles y callejones de abajo, yaguzó los sentidos en busca del fuegodel corazón del hombre, pero no lo

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detectó. El fugitivo ya se encontrabafuera del alcance de su percepción.

Con una maldición, Ulrika dio mediavuelta y echó a correr otra vezdesandando sus propios pasos, mientrasun vertiginoso violín tocaba una locatonada en algún lugar lejano, apenasaudible por encima de los sonidos de laciudad.

—Lo he perdido —dijo, al saltar altejado donde había dejado a Raiza.

La esgrimista no levantó la mirada.Estaba desplomada contra una chimeneay se había subido la manga izquierdapara dejar a la vista la muñeca, quemiraba con ojos fijos. Ulrika también se

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quedó mirándola con el corazónencogido. La mano y el antebrazo deRaiza estaban arrugados y encogidos.Los músculos que deberían haberrecubierto los huesos habíandesaparecido casi por completo, y lapiel le colgaba como tejido empapado.Apenas podía doblar los dedos.

—¡Por los dientes de Ursun! —exclamó Ulrika—. ¿Qué ha sucedido?

—Ha sido sólo un arañazo —susurró Raiza con voz átona—. Sólo unarañazo…

Su voz se apagó y miró la esquirlade ónice que había caído a su lado.Ulrika tragó con dificultad. Estaba

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segura de que aquel objeto antes eranegro. Ahora algo rojo palpitaba en suinterior.

—¿Qué es eso? —preguntó, altiempo que se arrodillaba.

Raiza negó con la cabeza.—No lo sé. Pero es peor que la

plata. Se… se ha llevado una parte demí… una parte de mi esencia. Si mehubiera dado en el corazón… —Seestremeció y alzó la mirada hacia Ulrika—. Me has salvado la vida. No loolvidaré.

Ulrika le tendió una mano paraayudarla a levantarse.

—Vamos. Te acompañaré a casa.

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Raiza aceptó su ayuda y se puso depie, pero negó con la cabeza.

—Regresaré yo sola. Ve tras eljorobado. Síguelo hasta el lugar al quese dirige, si puedes. Debemos sacar algoen limpio de esta noche. —Se inclinópara recoger la afilada esquirla de ónicecon la mano derecha. Se movía comouna anciana—. Hablaré con la boyarinaacerca de éste culto. —Se miró lamuñeca marchita—. Creo que ahorapodré convencerla del peligro querepresenta. Tú date prisa.

Ulrika asintió.—Lo encontraré —afirmó, para

luego dar media vuelta y saltar al tejado

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contiguo.

* * *Pero no encontró al hombre jorobado.En el tiempo que ella había dedicado aperseguir al asesino y volver junto aRaiza, él y sus hombres se habíandesvanecido. Desde los tejados, buscópor todas las calles y callejones delvecindario, y luego saltó al suelo eintentó seguirlos por el olor. Pudohacerlo a lo largo de unas cuantasmanzanas, pero luego el rastro fue aparar al Gran Paseo y se perdió entre

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los olores de todos los otros caballos,carros y personas que habían pasado yaún pasaban de un lado a otro.

Por un momento pensó en volver deinmediato junto a Evgena y decirle quehabía perdido a los hombres, pero erareacia a enfrentarse con la regañina, enparticular si eso podía influir en ladecisión de la boyarina respecto aluchar contra el culto o no hacerlo.

Contarle cómo habían ido las cosas,y estaba haciéndose tarde. Tal vez, éltendría noticias sobre el culto, algo quepudiera presentarle a Evgena a la nochesiguiente.

Además, había prometido reunirse

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con Stefan en la Jarra Azul paraNegó con la cabeza mientras pasaba

al trote ligero ante la torre de losHechiceros rumbo al distrito de laAcademia. Se había marchado de Nuln aPraag porque no quería servir a ningúnseñor ni señora, y de alguna manerahabía acabado, tres días después,comprometida con dos. ¿Cómo habíasucedido?

* * *Cuando llegó, la Jarra Azul ya habíacerrado, pero Stefan continuaba allí,

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esperando en las sombras de la puerta.—Así que las hermanas no te han

matado —dijo, alzando la cabezacuando la oyó acercarse.

—No —respondió—. Meescucharon, y accedieron a ayudarme.Hemos pasado la noche siguiendo a losmiembros del culto, y luego… los hemosvuelto a perder.

—Cuéntame —dijo él, antes de salirdel portal y hacerle un gesto para que loacompañara a dar un paseo.

Mientras caminaban por las callesdesiertas, Ulrika le habló de suencuentro con Evgena y de que habíaconsentido en prestarle juramento. Él le

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dirigió una mirada penetrante cuando lecontó que había bebido la mezcla desangres del cuenco de oro.

—Habría sido más prudente que nohicieras eso.

—Ya me lo temía —asintió Ulrika—. Pero ella me aseguró que no meconvertiría en su esclava. Dijo que mimente continuaría siendo mía. ¿Acasome mintió?

—No —respondió él—. Perotampoco te dijo toda la verdad.Conservarás tu propia voluntad.Todavía puedes traicionarla, si quieres,pero ella lo sabrá en cuanto te mire.Será capaz de percibir tus emociones

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por mucho empeño que pongas enocultarlas.

A Ulrika se le hizo un nudo deintranquilidad en las entrañas. Pormucho que le disgustara el juramento yel modo en que Evgena la habíaacorralado para que lo prestara, no teníaninguna intención de hacerle daño Enrealidad, estaba intentando ayudarla,trataba de salvar la ciudad de laboyarina del peligro que entrañaba elculto, pero al mismo tiempo ya habíaempezado a pensar en cómo podíalibrarse de su yugo en algún momentofuturo. ¿Contaría eso como traición? ¿Selo vería Evgena en los ojos, o acaso ya

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lo sabía?Apartó ese pensamiento de su mente

y continuó con su narración; le contó aStefan que había ido con Raiza a espiara Romo Yeshenko ya su mujer durante lareunión del culto. Él la escuchó sinhacer ningún comentario hasta que ellale habló de la daga de ónice queempuñaba el adorador del Caos que lasatacó. Entonces la miró, y sus ojosgrises destellaron y adquirieron unaexpresión dura.

—¿Cómo era ese cuchillo? —preguntó—. ¡Descríbelo!

Ulrika parpadeó, sorprendida ante lavehemencia de Stefan.

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—No… no puede decirse que fueraun cuchillo propiamente dicho —respondió—. No era más que un pedazode ónice, desigual y de color negro. Conla peculiaridad de que el brazo de Raizase marchitó de un modo horrible cuandolo hirió, y luego en el interior de lapiedra pareció brillar un resplandorrojo.

El rostro de Stefan adquirió unaexpresión fría y rígida.

—¿Sólo se le marchitó el brazo?—Sí —dijo Ulrika con un

estremecimiento—. Pero si la hubieraherido en el corazón.

—Tiene suerte de que no haya sido

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así —afirmó Stefan—. Es una de lasEsquirlas de Sangre. Pertenecieron a miseñor hasta que Konstantin Kiraly lomató y se las robó —apartó de ella losojos y su mirada se perdió nocheadentro—. Ha llegado mi Némesis, ycomenzado su venganza contra laslahmianas.

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VEINTE

La lección deesgrima

—¿Qué es una esquirla de sangre? —preguntó Ulrika.

—Un arma terrible —respondióStefan—. Existen seis. Mi señor eracoleccionista de objetos arcanos, y lasesquirlas de sangre estaban entre susartefactos favoritos. Son prisiones.

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Absorben el alma de cualquiera a quienmatan, y la atrapan, con la concienciaintacta, dentro de su estructuracristalina, donde puede ser sometida,durante toda la eternidad, a cualquiertortura mágica que plazca al propietariodel fragmento de ónice.

Ulrika se estremeció. ¡Qué destinotan espantoso!

—Ni siquiera los vampiros soninmunes —continuó Stefan—. Puede quealgunos discutan sobre si los vampirostienen alma, pero lo que es incontestablees que poseen conciencia, y también éstapuede quedar atrapada dentro de unaEsquirla de Sangre. Eso… eso es lo

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que le ocurrió a mi señor. Kiraly lomató con una Esquirla y lo aprisionódentro de ella —bajó la mano derechahasta la empuñadura de la espada—.Cuando haya matado a Kiraly, buscaréalguna manera de ponerlo en libertad,aunque me han dicho que es imposible.

—Eso es algo terrible —dijo Ulrika—. Espero que encuentres la manera delograrlo.

Stefan agitó una mano para quitarimportancia al comentario.

—No te preocupes. ¿Qué me dicesde Kiraly? ¿Luchaste con él?

—¿Crees que el adorador delCaos…? ¿Piensas que era él? —

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tartamudeó Ulrika.—No puede haberse tratado de

nadie más.Ulrika parpadeó. No era de extrañar

que no hubiera detectado ningún fuegode corazón. No lo tenía.

—Lo… lo perdí —dijo—. Erademasiado veloz. Lo lamento.

—¿Viste en qué dirección iba? —preguntó Stefan, con los dientesapretados.

—Corría hacia el este paraadentrarse en el Novygrad cuando sedesvaneció —respondió—. Pero ahorapodría estar en cualquier parte.

Stefan se volvió de inmediato hacia

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el este.—Tengo que encontrarlo —dijo, y

se alejó a grandes zancadas por la calledesierta.

Ulrika se apresuró a seguirlo. Siestaba diciendo la verdad, aquel Kiralyera también enemigo de la boyarinaEvgena.

—Espera —gritó—. Te ayudaré.—Si quieres… —asintió Stefan, sin

volverse a mirarla—. Pero cuando loencontremos, será sólo mío. Nointervendrás.

—Por supuesto —admitió Ulrika.Continuaron a paso ligero hacia

Karlsbridge y la zona este.

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* * *Stefan registraba las ruinas delNovygrad como un poseso, corriendo agran velocidad de un edificio destrozadoal siguiente, y rugiendo el nombre deKiraly por las calles. Derribaba puertasy hundía a pisotones los suelosresquebrajados para explorar sótanos enruinas. Ponía en desbandada apordioseros y mutantes, e interrogaba aacobardados refugiados para saber sihabían visto algún desconocidosospechoso o encontrado cuerposexangües. Nadie sabía nada.

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Ulrika siguió a Stefan con una ciertainquietud, temerosa de que, en su locura,atrajera sobre ellos a la guardia de laciudad o a los agentes secretos, o peoraún, se les derrumbara encima el tejadode alguna de las casas de viviendas quese encontraban en estado precario. Elfervor de Stefan resultaba aterrador y unpoco frustrante de ver. Si hubierainvertido tanta pasión en encontrar a losmiembros del culto, puede que ya loshubieran derrotado.

¿Y qué sucedería si encontraba aKiraly? A Stefan sólo le interesabacombatir al culto porque queríaasegurarse de que Praag continuara en

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pie cuando llegara el vampiro. Si Stefanlo mataba, el culto dejaría deimportarle. Recogería las Esquirlas deSangre y regresaría a Sylvania. Aunque,ahora que ella se había unido a lasIahmianas, tal vez su ayuda fueseinnecesaria. Pero, a pesar de compartirsangre con Evgena, continuaba sin fiarsede sus extrañas hermanas. Su miedo a latraición parecía más fuerte que el miedoque le tenían al culto, y le preocupabaque el más ligero paso en falso opensamiento descarriado por su partelas lanzara otra vez a por su cabeza.

Una mano gélida pareció aferrarle elcorazón ante el pensamiento que tuvo a

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continuación. ¿Estaría dando ese paso enfalso en aquel preciso momento?¿Debería estar ayudando a Stefan abuscar a Kiraly, o debería correr a casade Evgena para avisarle que Kiraly ibaa matarla? ¿Y si ya había atacado lamansión de las lahmianas? Sería culpade Ulrika si Evgena no estabapreparada. Hasta cierto punto, ya sesentía cómplice del ataque contra Raiza.Resultaba obvio que Kiraly había estadovigilando la casa de Evgena. Si Ulrikano les hubiera pedido ayuda a laslahmianas para luchar contra el culto,Raiza no habría salido de la casa parainvestigar y no se habría puesto en

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peligro. Sin pretenderlo, Ulrika la habíaatraído al exterior, donde Kiraly habíapodido atacarla.

—Stefan —dijo, mientras bajabatras él por la escalera de un edificio deviviendas que acababan de registrar—.Debo regresar de inmediato a casa delas lahmianas.

—Pues márchate —replicó Stefan,sin prestarle mucha atención, y hundió lapuerta delantera de una patada para salira la calle.

Ulrika salió tras él, pero se detuvoal ver un brillante resplandor rosado enel cielo, por encima de la murallaoriental de la ciudad. Había comenzado

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a amanecer mientras estaban dentro. Nohabía manera de que pudiera regresar ala mansión de Evgena antes de quesaliera el sol. Ya no podía poner a laboyarina sobre aviso hasta que cayera lanoche. A menos que…

¿Podría ir por las cloacas? Sí, perotendría que salir a la calle para poderllegar a la casa, y entonces ya seríapleno día. Ardería hasta carbonizarse enlos escalones de la entrada. Maldijo. Noparecía haber modo de lograrlo. Porsupuesto que el sol también detendría aKiraly… a menos que hubiese atacadoya. Ulrika suspiró. No había nada quehacer. Tendría que esperar a que

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acabara el día, correr a la mansión encuanto el sol volviera a ponerse, y rezarpara que no fuese demasiado tarde.

Miró a su alrededor. Stefan noparecía haberse dado cuenta de queamanecía. Estaba reventando a patadaslos tablones que tapiaban losescaparates de una tienda quemada quese encontraba en su camino.

—Stefan —lo llamó Ulrika.Él no pareció oírla.—¡Stefan!Él se volvió, con los ojos

enloquecidos y brillantes.—¿Qué? ¿Qué pasa? ¿Lo has

encontrado?

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—Se acerca el amanecer —leadvirtió ella—. Tenemos que ponernos acubierto.

—¡Al infierno con el amanecer! —espetó Stefan—. ¡Tengo que encontrar aKiraly.

Ulrika alzó una ceja.—El amanecer te enviará al infierno

a ti —replicó—. Pero continúa, si lodeseas. Yo voy a retirarme.

Stefan soltó un gruñido.—¡No me importa lo que hagas!

Yo… —Se dominó y se pasó una manopor el cabello lacio—. No, no. Tienesrazón. Debo detenerme. Debo hacerlo.

—Conozco un lugar cerca de aquí —

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propuso Ulrika—. No es nadaextraordinario, pero es un sitio seguro.Podrías… —Tartamudeó al darse cuentade lo que estaba diciendo, pero erademasiado tarde para echarse atrás—.Puedes quedarte allí, si quieres.

Stefan le dirigió una reverenciacortés.

—Si no es demasiada molestia.—Claro que no —respondió Ulrika,

pensando que muy bien podría serlo—.Por aquí.

Lo condujo a través de las ruinashacia la panadería, mientras sepreguntaba si no habría cometido unerror al revelarle su escondite a un

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hombre que era casi un completodesconocido. Bueno, siempre podíaencontrar otro refugio, ¿verdad?

Ulrika se encogió de hombros,azorada, mientras conducía a Stefanescaleras abajo, hacia el sótano de lapanadería. No tenía ninguna de lascomodidades de un hogar. No habíamuebles, sino montones de escombros,polvorientas mesas de obrador y elhorno en el interior del cual dormía ella,y además carecía de un lugar dondeasearse. Tampoco se había hecho conmantas o almohadas. Allí dormía con lacabeza apoyada en la mochila.

Stefan no pareció inmutarse.

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—Es mejor que el sitio en que heestado alojado yo —dijo, y de inmediatose puso a quitarle el polvo a una de lasmesas de obrador para utilizarla comolecho—. He estado demasiadopreocupado como para pensar en elalojamiento.

Ulrika vaciló, y luego señaló elhorno.

—Puedes dormir allí conmigo, siquieres. No entra nada de luz.

Él la miró con una media sonrisa.—Eres muy amable por ofrecérmelo

—dijo—, pero no quiero molestarte.Gracias.

Ulrika asintió con la cabeza, sin

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saber muy bien si se sentíadecepcionada o aliviada. Se sentó sobrelos escombros y empezó a quitarse lasbotas.

—Esta noche tengo que ir a ver a laslahmianas. Debo informarlas de que nopude seguir a los miembros del culto. Yhay que advertir a Evgena de que Kiralyva tras ella. Tal vez nos ayudarán adarle caza.

Stefan soltó una carcajada.—¿Ayudarnos? ¿A nosotros? ¡Ja! A

ti puede que te ayuden, pero si seenteran de que estoy contigo, me daráncaza a mí.

—Pero —protestó Ulrika— seguro

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que cuando se enteren de que laverdadera amenaza…

—Eres joven —la interrumpió él—.Te queda mucho que aprender. Laslahmianas piensan que cualquiera que nosea una de ellas es una verdaderaamenaza. Mis intenciones carecen deimportancia. Mis acciones carecen deimportancia. Sólo mi sangre importa, yellas la desprecian. —Se encogió dehombros—. Redundaría en beneficio delos intereses de todos nosotros si losque nos enfrentamos con estos enemigoscomunes lucháramos juntos contra ellos,pero eso no sucederá. No me aceptarán.

—Pero ¿por qué no? —insistió

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Ulrika—. Nuestros enemigos sonfuertes. Los miembros del culto casi nosqueman vivos, y ese Kiraly ha estado apunto de matar a Raiza. Todosestaríamos más seguros si nosaliáramos. Tendríamos la posibilidad decompartir lo que sabemos de esoscultistas, y presentarles un frente común.

—Tú piensas de manera lógica —afirmó Stefan—. Pero ésa no es unacaracterística lahmiana.

—Entonces, yo haré que lo sea —declaró Ulrika, que se puso de pie conuna bota puesta y el otro pie descalzo—.Iré a verlas y… No, los dos iremos averlas. Les hablaremos de Kiraly y de

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las Esquirlas de Sangre, y…—Estás loca, muchacha —rió

Stefan, interrumpiéndola—. Yo no meacercaría siquiera a ellas. Me matarían.

—¡Pero acabas de decir que sería laforma más correcta de actuar! —protestó Ulrika.

—Puede que sea la más correcta —replicó Stefan—, pero también seríafatal —suspiró y negó con la cabeza—.Te pido que me disculpes. Es honorablepor tu parte querer ser íntegra con tuseñora, pero ella es demasiado estrechade miras como para atender a razones.Si yo entrara en su guarida, no volveríaa salir.

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Ulrika maldijo y le volvió laespalda, pero entonces se le ocurrió unaidea y se dio la vuelta otra vez.

—¿Y si yo las trajera hasta ti?Stefan frunció el ceño.—¿Qué quieres decir?Ulrika sonrió.—Lo haremos por etapas, para que

se acostumbren a la idea. Iré a verlas yosola, y les hablaré de ti; les diré queconoces bien a Kiraly y que las ayudarása defenderse de él. Si lo aceptan, lasllevaré a hablar contigo en un terrenoneutral, donde puedas escapar si intentanatacarte. Cuando hayan oído todo lo quetienes que decir, estoy segura de que te

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darán la bienvenida.Stefan negó con la cabeza.—Eres una ingenua si piensas eso —

dijo—. Pero…Ulrika lo miró, esperanzada.—¿Pero?—Pero a pesar de todo podría

merecer la pena intentarlo —comentó alfin—. Si se niegan, no habremos perdidonada. Si intentan algo, yo podré escapary conoceremos su disposición —miró aUlrika—. Mi único temor es por ti.Evgena podría enojarse contigo porhaber hablado conmigo, y podríaintentar castigarte o desterrarte.

—Correré el riesgo —decidió

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Ulrika—. Si de verdad puede ver lo quehay en mi corazón, entonces sabrá que lohe hecho con buena intención. Nopodemos continuar luchando contra dosamenazas por separado. ¿Lo… lo harás?

Stefan vaciló, aunque luego asintiócon la cabeza.

—Lo haré. De acuerdo…encontrémonos en la destilería de kvas.Todos conocemos el lugar y… —Sonriócon expresión de complicidad—. Y haymuchas rutas de escape si todo sale mal.

—Sí. Excelente —aceptó Ulrika—.Seremos más fuertes si lo logramos —declaró.

Volvió a sentarse y empezó a

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quitarse la otra bota con una profundasensación de alivio. Unir fuerzas no sóloharía que estuvieran todos más seguros,sino que acabaría con su necesidad demantener en secreto ante Evgena surelación con él. Todo se arreglaría porla noche, y podrían concentrar laatención en luchar contra sus enemigosen lugar de hacerlo unos contra otros.

—Ulrika —la llamó Stefan.Ella levantó la mirada.Stefan le sonrió, la primera sonrisa

auténtica de su relación de simplesconocidos.

—Quiero… quiero darte las gracias.Éste es un paso que yo no habría dado

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por mi cuenta. Eres valiente. Intentaréestar a la altura.

—G… gracias —tartamudeó ella,devolviéndole la sonrisa. Se esforzó porencontrar algo más que decir, y entoncesse dio cuenta de que había estadososteniéndole la mirada durantedemasiado tiempo. La apartó de repente,y se produjo un silencio incómodo.Ninguno de los dos parecía saberadónde mirar.

Al final, Stefan se volvió y se tumbósobre la mesa.

—Que duermas bien —dijo, y luegorodó y quedó tendido de lado, mirando ala pared.

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Ella contempló su espalda duranteun momento, y luego acabó de quitarsela segunda bota.

—Buenas noches.Se metió dentro del horno y se

acurrucó en su interior. La superficie depiedra le pareció más incómoda esanoche que las anteriores.

* * *Ulrika sonrió irónicamente para sícuando levantaba la mano hacia laaldaba de la puerta de Evgena. Una vez

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más acudía a ver a la boyarina con unapropuesta que, sin duda, la haría enfadary que, en efecto, podría incitarla adesterrar a Ulrika, pero esta vez sesentía menos nerviosa que la anterior.Unir fuerzas con Stefan era algo quedebía hacerse. Ulrika lo sabía en elfondo de su corazón, y si Evgena larepudiaba por sugerirlo, Ulrika podríasepararse de la vieja arpía y sushermanas con la conciencia tranquila.

Aun así, no quería que las cosassalieran de ese modo. Las dos amenazasque entrañaban Kiraly y el culto erandemasiado grandes. La ayuda de laslahmianas sería de vital importancia.

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Tenía que lograr el éxito en su demanda.No había ninguna otra opción. Irguió loshombros y llamó a la puerta.

La espera fue mucho más corta estavez, y cuando Severin abrió y bajó haciaella la mirada por encima de su anchabarba cuadrada, su «¿Sí?» no estaba niremotamente tan cargado de despreciocomo la vez anterior.

—Ulrika Magdova Straghof regresapara informar a la boyarina Evgena —dijo.

El enorme mayordomo le hizo unareverencia facilitándole la entrada, yella pasó otra vez entre las sombras delos dos gigantescos osos que guardaban

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la puerta. Los ojos coronados de polvode los otros trofeos destellaron como sila miraran en la oscuridad del vestíbulo.

—La boyarina está vistiéndose —afirmó Severin—. Tened la amabilidadde aguardar en el salón.

—Gracias —replicó Ulrika, y luegose detuvo—. Ah, ¿la señora Raiza estádespierta?

—Está en el salón de baile —dijoSeverin—. ¿Deseáis verla?

—Por favor.—Por aquí.Ulrika lo siguió a través de la

silenciosa casa, complacida de que estavez no le hubiera pedido que le

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entregara la espada; era otra mejorarespecto a la visita anterior. La condujoa través de corredores llenos detelarañas, flanqueados por aves ybestias disecadas, hasta una puertadoble de cuarterones, de detrás de lacual le llegaron silbidos, golpes sordosy chasquidos que había olvidado hacíamucho tiempo. Severin abrió las puertas,y luego hizo una reverencia hacia elinterior.

—La señora Ulrika, señora —anunció.

Del interior llegó el acerado susurrode Raiza.

—Hazla entrar.

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Severin se volvió y le hizo unareverencia franqueándole el paso. Ulrikaentró y, tal y como había esperado,encontró a Raiza, ataviada con camisablanca y calzones de color tostado,trabada en combate con un muñeco deesgrima que había sido instalado en unextremo de la larga sala de pesadasvigas. Ulrika sonrió. Era lo que habíadeducido por los sonidos que recordabade los tiempos en que se entrenaba conlos kossares de su padre: el silbido dela espada de madera y el golpe secocontra una superficie de cuero, elarrastrar de pies y el golpe sordo de lasbotas contra el suelo al descargar el

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peso en el momento de atacar.—Hermana, me siento aliviada —

dijo Ulrika, que avanzó con una sonrisaen los labios—. Te has recuperado.

Raiza clavó una última estocada enla garganta del maniquí y luego sevolvió y la saludó con una inclinaciónde cabeza.

—Sólo en parte —dijo, y levantó elbrazo izquierdo, que acababa en unmuñón justo por debajo del codo.

Ulrika se quedó mirándolo,horrorizada. Los movimientos de Ralzaal practicar esgrima eran tan grácilesque no se había dado cuenta del estadode su brazo.

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—Hermana, yo… Perdóname, yono…

—No te disculpes —la interrumpióRaiza—. De no ser por ti, sería toda mipersona la que faltaría. Como ya te dije,no lo olvidaré.

Ulrika bajó la mirada conazoramiento.

—De modo que no se curó. ¿Novolverá a crecer?

Raiza negó con la cabeza.—La boyarina Evgena es una

hechicera y curandera muy capacitada, yha probado con todo lo que tenía a sualcance, pero no lo ha logrado. Elcuchillo negro es un arma terrible.

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—Lo es —confirmó Ulrika—. Heaveriguado más cosas sobre él, y heregresado para advertir a la boyarinasobre el cuchillo y sobre el hombre quelo empuñaba.

—En ese caso, deberías esperar aque ella llegue para hablar del asunto —dijo Raiza. Se volvió hacia la pared yapoyó contra ella la espada de madera,para luego recoger el sable y metérselodebajo del brazo truncado—. Hastaentonces, ¿te apetece un poco deesgrima? Estoy aprendiendo a adaptarmi equilibrio a mi nueva… condición.

—Será un honor —asintió Ulrika.Se desabrochó el jubón y se lo quitó,

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luego soltó el cinturón de la espada ydesenvainó el estoque, mientras Raizahacía lo mismo con el sable y dejabacaer la vaina al suelo. Fueron hasta elcentro del salón de baile, se saludaron yse pusieron en guardia.

Raiza alzó una ceja.—Una postura imperial y una espada

tileana. ¿Acaso no eres de las marcasdel norte?

Ulrika le dedicó una ancha sonrisa.—Sí, pero durante un tiempo

practiqué con un diestro esgrimista delImperio, y adopté algunas técnicasmeridionales.

—Muy bien —dijo Raiza—.

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Veamos si te resultan útiles.Y dicho esto se lanzó a fondo,

apuntando directamente al corazón deUlrika. Ésta bajó la mano y desvió laestocada con la empuñadura de su arma,para luego devolverla apuntando a lagarganta de Raiza. El sable de sucontrincante desvió la punta del estoque,y al retroceder dirigió un tajo hacia elhombro de Ulrika, que se apartó de unsalto, incapaz de evitar el ataque deninguna otra manera.

La pérdida de una mano no parecíahaber afectado en lo más mínimo lascapacidades de la esgrimista. Era tanveloz y ágil como antes, y su arma tan

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difícil de detener como un rayozigzagueante. Ulrika apenas acababa depararla cuando atacaba por otro sitio.

Entonces, Ulrika reparó en un puntodébil: una tendencia de Raiza a bloqueardesviándose demasiado hacia la derechay dejando la zona centralmomentáneamente desprotegida. Ulrikala atacó tres veces en rápida sucesión,haciendo que su brazo se desviara cadavez un poco más a la derecha, y luegouna cuarta vez, un descenso por debajodel arma de su oponente para abandonarel hierro, y una segunda estocada directaal abdomen de Raiza.

El guardamano del sable de Raiza

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descendió sobre la empuñadura delarma de Ulrika con la fuerza de unmartillo, y ésta se encontró con la puntade la hoja apoyada contra el esternón.Permaneció inmóvil. La había pillado, ysi Raiza hubiera acabado la maniobra, lahabría atravesado.

—Una trampa —exclamó—. Meavergüenza haber caído en ella.

—No te avergüences —dijo Raiza—. Has caído en ella sólo porque eresuna esgrimista excelente. Un espadachíninferior no habría reparado en el cebo, ypor tanto no lo habría mordido.

—En ese caso, tendré queesforzarme por superar la excelencia —

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declaró Ulrika mientras se separaban—.Porque quiero reconocer el cebo comotal, la próxima vez.

La esgrimista sonrió.—Tengo muchos años de trucos en

la cabeza —dijo—. Y dispondrás detiempo sobrado para aprenderlos.

—Estoy deseando hacerlo.Volvieron a colocarse en posición, y

entonces Ulrika bajó el estoque. Erararo encontrar a otra mujer que luchara,y sentía curiosidad.

—Perdóname —dijo—, pero ¿cómollegaste a empuñar la espada y… aunirte a la boyarina?

Raiza apretó los dientes, y Ulrika

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temió haber forzado demasiado la nuevaactitud amistosa de la esgrimista, pero,pasado un momento, dijo:

—Llegué a empuñar la espada por lamisma razón que tú —explicó—. Por lafamilia. Mis hermanos cabalgaban enuna rota, al igual que mi marido. Cuandolas hordas llegaron la última vez, medespojaron de mi granja y de mis hijas,y al final también de mi marido. Cuandomis hermanos volvieron a nuestropueblo con su caballo y su armadura, yome la puse, monté el caballo y cabalguécon ellos a la guerra.

—¿La última vez? —preguntó Ulrika—. ¿Este invierno pasado?

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Raiza negó con la cabeza.—Hace doscientos años, durante la

Gran Guerra contra el Caos. Luchamosaquí, en Praag, en la puerta de lasGárgolas, y luego por las calles cuandoMagnus y el zar recuperaron la ciudad.Fue entonces cuando conocí a laboyarina Evgena. —Una expresiónceñuda le arrugó la frente—. Ella y sushombres estaban defendiendo su casa,que por entonces era una casa diferente,contra los saqueadores, y mis hermanosy yo acudimos a rescatarla. Los… losmataron a todos menos a mí, que quedéagonizando. Ella me dio el beso oscuro.He estado con ella desde entonces.

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Ulrika asintió con la cabeza, pero lesorprendía el final de la historia. Nohabía visto nada parecido a lacompasión en Evgena.

—¿La boyarina se sintió conmovidapor tu sacrificio? —preguntó. Raizasoltó un bufido.

—Vio una espada útil tirada en lacalle, y la recogió. Eso es todo.

Ulrika la miró.—¿No te cae bien?—Es absolutamente imparcial —

replicó Raiza con serenidad—. ¿Quémás puedes pedirle a tu señora? —levantó el sable para ponerse en guardia—. ¿Continuamos?

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Ulrika hizo el saludo, pero cuandoestuvo preparada, se oyeron pasos en elcorredor y las puertas se abrieron de paren par. Ella y Raiza bajaron las espadascuando entraron Evgena y Galiana,cuyos largos vestidos susurraron alrozar el suelo. Las seguía un puñado dehombres de armas.

Ulrika hizo una profunda reverencia.—Señora. Hermana.Ellas no le devolvieron la

reverencia.—Anoche no regresaste —dijo

Evgena, mirándola a los ojos—.Estábamos preocupadas por tuseguridad.

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«Preocupada por si yo habíarenunciado a cumplir el juramentohecho, más probablemente —pensóUlrika—. Bueno, en mi corazón verásque no ha sido así.»

—Te presento mis disculpas, señora—dijo en voz alta—. La persecución delos enemigos hizo que me encontraralejos de aquí al amanecer. Me viobligada a buscar cobijo en otra parte.

—Y esa persecución ¿fue fructífera?¿Seguiste al adorador del Caos del queme habló Raiza hasta su guarida?

—No, señora, no lo hice —replicóUlrika—. Cuando partí tras él, ya habíadesaparecido.

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Los ojos de Evgena se encendieron.—Así que perdiste al monstruo que

le ha costado la mano a Raiza y hasembrollado la pista que teproporcionamos. Francamenteimpresionante. ¿Tienes algo que puedasenseñar para justificar los esfuerzos dela noche?

Ulrika reprimió una respuestaairada.

—Sí, señora, lo tengo. Heaveriguado la identidad del hombre queatacó a la hermana Raiza y el nombredel arma que la hirió.

El rígido semblante de la boyarinase suavizó un poco.

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—Ésa es una buena noticia —admitió—. Venid al salón. Ahoratenemos que escuchar los informes dealgunos de nuestros espías, pero antes teoiremos a ti.

Ulrika hizo una reverencia, se pusoel jubón, se sujetó el cinturón de laespada, y siguió a las otras a través dela casa hasta la sala con paredes decolor de la sangre seca. Allí, Evgenaocupó su sitio en el diván, mientrasGaliana se acurrucaba en su sillón yRaiza se situaba junto a la boyarina,igual que había hecho la noche anterior.Ulrika se preguntó si había cambiadoalgo de aquel ritual a lo largo de los

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doscientos últimos años.—Habla, pues —dijo Evgena,

cuando Ulrika hubo ocupado su sitioante ella—. ¿Quién es ese adorador delCaos que empuña armas tan poderosascomo ésa?

—El arma se llama Esquirla deSangre, señora —empezó Ulrika—, yhay cinco más. Son prisiones paraalmas. Absorben la esencia de lasvíctimas y la retienen por toda laeternidad. Si le hubiera causado a Raizauna herida más grave..., la habríaconsumido.

Galiana se estremeció, y la cara deRaiza se tomó más adusta de lo habitual.

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Evgena se mantuvo fría e imperturbable.—¿Y el miembro del culto? —

preguntó.—No es un miembro del culto,

señora —replicó Ulrika—. Sólo ibadisfrazado. Es alguien a quien conocisteen tu pasado. Un vampiro.

—No seas evasiva conmigo,muchacha —le espetó Evgena—.¿Quién?

—Se llama Konstantin Kiraly —respondió Ulrika—. Y ha venido alnorte para vengarse de ti por…

Evgena la interrumpió con una risaseca.

¿Quién ha estado contándote esa

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tontería? Kiraly murió hace muchotiempo. Yo misma lo maté. Le corté lacabeza.

—Me han dicho que lo llevaron aSylvania y… y lo devolvieron a la vida.

Evgena frunció el ceño.—¿Quién te lo ha dicho? ¿Quién

sabe de Kiraly?Ulrika vaciló. Había llegado al

punto de no retorno. Si no podíaconvencer a Evgena de que la historiade Stefan era verdad, y que él noentrañaba peligro alguno para ella, contoda probabilidad la echarían a la callea patadas, o algo peor. Una vez másdeseó tener el don de la persuasión de la

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condesa Gabriella. Tragó con dificultad.—Fue un vampiro llamado Stefan

von Kohln quien me lo contó, señora —continuó—. Busca vengarse de Kiralypor la muerte de su padre de sangre.Desea aliarse contigo, unir fuerzas paraderrotar a Kiraly y a los miembros delculto.

Las arrugas de la frente de Evgenase hicieron más profundas y se volvió amirar a Galiana.

—Stefan von Kohln. ¿No era ése elnombre del cachorro sylvano que vino ahusmear por aquí hace poco?

—Lo era —replicó Galiana. En susbrillantes ojos negros destelló la

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sospecha al mirar a Ulrika.—Es cierto que vino a verte hace

poco, señora —confirmó Ulrika—. Lodespediste sin permitirle hablar.

Evgena frunció los labios.—¿Qué lo despedí? Raiza lo habría

matado si no hubiera corrido a tantavelocidad como lo hizo. ¿Y ahora medices que ese asesino es tu confidente?

—No es ningún asesino, señora —leaseguró Ulrika—. Tus enemigos son susenemigos. También él persigue a losmiembros del culto, y ha jurado matar aKiraly, el cual ha jurado matarte a ti.Deberíais luchar en el mismo bando.

Los ojos de Evgena llameaban y sus

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manos se aferraban a los brazos deldiván.

—O eres una necia o una asesina asueldo. No sé muy bien cuál de las doscosas es más peligrosa. En cualquier delos dos casos, has roto el juramento deprotegerme al confraternizar con esesylvano, y pagarás por ello.

—¡Señora, no he hecho tal cosa! —protestó Ulrika, que alzó la voz a pesarde sí misma—. Y sabes que es así. Todolo que he hecho ha sido con las mejoresintenciones. Estoy intentando protegerte.

—En ese caso, eres una necia, comoya he dicho —declaró Evgena,sorbiendo por la nariz—. Y eres

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demasiado estúpida como para vivir.—Por favor, señora —imploró

Ulrika—. ¿Es que no vas a considerar nisiquiera por un momento que la historiade Stefan pueda ser verdad? ¡Kiralyvive! ¡Raiza y yo nos hemos enfrentadocon él! ¿Puedes negar la pérdida de sumano?

—Ah, estoy segura de que osenfrentasteis con alguien —admitióEvgena—. Y estoy segura de que séquién era… Y tú también lo sabes.

El pensamiento dejó a Ulrikapetrificada. ¿Podría ser verdad?.¿Podría haber sido Stefan quien seocultara detrás de la más que usaban los

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miembros del culto? No parecía posible.Había visto su cara al enterarse de loacaecido con la Esquirla de Sangre.Estaba horrorizado. Se había vueltoloco. Había destrozado el Novygrad enbusca de Kiraly. ¿Era posible que todofuese parte de una trampa? Bueno, sí,claro que sí, pero ¿con qué finalidad?No veía razón que lo explicara.

—No lo creo, señora —replicó—.Desde el principio, Stefan no ha queridotener nada que ver contigo. Fui yo quiensugirió que buscáramos tu ayuda en lalucha contra el culto, y él rechazó laidea. Fui yo quien insistió en queteníamos que unir nuestras fuerzas. Si

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hubiera querido utilizarme para llegarhasta ti, ¿no te parece que me habríasuplicado que hiciéramos exactamenteeso?

Sus palabras cayeron en un frío yduro silencio. Las tres lahmianas lacontemplaban con ojos peligrosos.

—¿Desde el principio? —preguntóEvgena con una voz fría como el hielo—. ¿Cuánto hace, con exactitud, queconoces a ese von Kohln?

Ulrika sintió que la piel lehormigueaba a causa del miedo. Sulengua la había traicionado.

—Yo…—¿Cuánto hace? —la apremió

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Evgena.—Desde… desde la noche en que

me encontrasteis dentro de la destileríade kvas —respondió Ulrika, dubitativa—. Me ayudó a luchar contra losmiembros del culto.

Los ojos de Evgena la atravesaron.—Así que admites que lo conocías

antes de venir a vernos. En efecto,vosotros dos hablasteis de laposibilidad de aliaros conmigo. Sinembargo, cuando me hiciste eljuramento, me ocultaste ese hecho. ¿Porqué?

—Yo… yo…—¡Basta! —gritó Evgena—. No

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quiero oír más mentiras. ¡No eresninguna necia! ¡Eres una espía sylvana!¡Perjura traidora de tu propio linaje! ¡Túy tu señor von Carstein habéis venido amatarnos a mí y a mis hijas! —sonriócon desprecio—. Bueno, pues vonKohln va a tener que hacer su propiotrabajo sucio a partir de ahora —agitó elabanico hacia Raíza y los hombres dearmas—. Matadla.

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VEINTIUNO

La Viola deFieromonte

Raiza y los hombres desenvainaron lasespadas y avanzaron, mientras Ulrikareculaba y bajaba la mano derecha haciala empuñadura del estoque.

—Por favor, señora —suplicó—. Tejuro que no he conspirado contra ti. ¿Esque no puedes verlo en mi interior? ¿No

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empujé a Raiza hacia un lado paraapartarla cuando nos arrojaron laEsquirla de Sangre? —Se volvió amirar a Raiza—. ¡Hermana, díselo!

La esgrimista miró a Evgena conincertidumbre.

—Lo hizo, señora —declaró—. Sino lo hubiera hecho, se me habríaclavado en el corazón.

—¿Puedes asegurar que no intentabaempujarte hacia la trayectoria del arma?—replicó Evgena, que agitó el abanicocon desdén—. No importa. Espía onecia, fingía cuando nos prestójuramento. Debe morir.

—Sí, señora —asintió Raiza, y

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comenzó a avanzar hacia Ulrika juntocon los otros.

Ulrika desenvainó el estoque yreculó mientras la rodeaban y Evgenacomenzaba a preparar un encantamiento.Si presentaba resistencia y luchaba,moriría. La brujería de Evgena o laespada de Raiza la matarían mientrasella estuviera trabada en combate con elresto. Dando un grito, se volvió y saltóhacia los dos hombres que seinterponían entre ella y la puerta,acometiéndolos con el estoque mientrasRaiza y los otros avanzaban con rapidez.

Ulrika mató a ambos hombres, y auno lo arrojó en el camino de Raiza. La

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esgrimista saltó por encima al tiempoque alzaba el sable, pero Ulrika abrió lapuerta e hizo que se estrellara contra elcanto, para luego cerrar tras de símientras Raiza retrocedía con pasotambaleante. Unos pesados golpeshicieron estremecer la puerta. Ulrika riócomo una salvaje, asombrada por haberlogrado salir de la sala, para luegodarse la vuelta y correr por el pasillohacia el vestíbulo de entrada. ¿Podía sertan fácil? ¡Unos pocos pasos más y seríalibre!

Algo le chilló al oído e intentóarañarle la cara, batiendo alas ypicándola. Ella se agachó por instinto,

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ya continuación atrapó a su atacante y loestrelló contra la pared. Era un halcón,pero no había sentido el latido de sucorazón bajo los dedos.

La atacó otro pájaro, y un tercero,que le desgarraron la carne con las uñasy el pico. Ella miraba a su alrededor,enloquecida, mientras se defendía con elestoque. Llegaban más pájaros que seprecipitaban desde las, repisas de lasparedes. Ulrika se quedó mirándolos.

Los trofeos de caza… ¡no estabandisecados, eran no muertos!

Raiza y los hombres salieron comouna tromba del salón de Evgena ycorrieron hacia ella. Ulrika se echó la

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capa por encima de la cabeza y pasóagachada a través de la tormenta deaves, irrumpió en el vestíbulo de entraday patinó hasta detenerse, aterrorizada.

Los dos osos gigantes que había aambos lados de la puerta bajaronpesadamente de sus pedestales y selanzaron al trote hacia ella. De lashabitaciones laterales salían lobos deojos de cristal arrastrando telarañas. Eljabalí derribó el jarrón de Catai y cargóhacia ella a través del vestíbulo, sobrecuyas losas de mármol se deslizaban conrapidez las afiladas pezuñas. Toda lacasa había cobrado vida.

Ulrika derribó con su arma más aves

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de presa, y a continuación corrió haciala escalera y saltó por encima de labarandilla, apenas unos centímetros pordelante del jabalí. Severin, elmayordomo, bajó como una trombadesde las plantas superiores, rugiendo yblandiendo una inmensa espada curva dediseño oriental. Se agachó paraesquivarla, luego cogió al hombre por elcinturón y lo arrojó hacia atrás,escaleras abajo, donde aplastó un par delobos al caer.

Los grandes osos lo pisotearon alpasarle por encima para llegar hastaella. Ulrika subió corriendo hasta lagalería del primer piso, dando

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manotazos a las aves que intentabanarañarle la cara, y se encaminó a lapuerta más próxima. Cerrada con llave.Probó otra. Lo mismo. Un lobo saltóhacia su cuello cuando probaba unatercera. Le cortó la cabeza en medio deuna nube de polvo y accionó elpicaporte. Con llave otra vez. Los ososentraron en el estrecho corredor, hombrocon hombro, y avanzaron hacia ellagruñendo.

Ulrika reculó hasta una cuartapuerta, con el estoque sujeto ante sí, ypalpó a sus espaldas en busca deltirador. Antes de que lo encontrara,Raiza saltó por encima de los osos y

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cayó ante ellos con el sable en alto.Los dedos de Ulrika tocaron el pomo

y, al hacerlo girar, la puerta se abrió.Dejó escapar un suspiro de alivio.

—Lo siento, hermana —dijo—. Noestoy preparada para otra lección.

Entró en la habitación andando haciaatrás en el momento en que Raiza selanzaba al ataque, y le cerró la puerta enlas narices; luego se apoyó con fuerzacontra ella mientras intentaba echar elcerrojo, y sintió la implacable fuerza dela esgrimista empujando por el otrolado. Al fin, el cerrojo encajó en su sitioy ella reculó, para luego volverse alasaltarla el temor de que tal vez se había

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encerrado en una habitación con másanimales no muertos.

No había ninguno. Se encontraba enuna especie de jardín de invierno quetenía dos paredes de cristalesemplomados y árboles florecidos quellegaban hasta el arqueado techoacristalado. Un invernadero era algoraro de encontrar en la casa de unvampiro, pero por el aspecto y el olorde las desagradables plantas que crecíanen las macetas y urnas que abarrotabanla habitación, Ulrika supuso que Evgenadebía de emplearlas al practicar lanigromancia.

Unos potentes arañazos hicieron

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estremecer la puerta. Los osos. Dentrode poco la atravesarían. Fue hasta lapared de cristales y buscó una puerta.No la había. No importaba. Con la manolibre recogió un tiesto que contenía unaplanta carnosa, y justo cuando iba aarrojarla contra la pared de cristales,alguien la hizo pedazos desde elexterior.

Ulrika reculó mientras las esquirlaspasaban girando junto a ella y Raizaentraba por el agujero, protegiéndose lacara con el brazo mutilado. Ulrika learrojó la planta y cargó tras ella, peroRaiza bloqueó tanto el tiesto como laespada y volvió a adoptar una

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impecable postura de esgrima.Ulrika apretó los dientes. Iba a tener

que luchar contra ella, después de todo.—Muy bien, maestra —dijo—. Si

insistes…Pero cuando avanzó con cautela,

Raiza bajó el sable.—Córtame —dijo.Ulrika frunció el ceño.—Que me hagas un tajo y te marches

—susurró Raiza, y miró por encima deun hombro de Ulrika hacia la puerta, quecomenzaba a ceder bajo el ataque de lososos—. No tenemos mucho tiempo —volvió hacia Ulrika el hombro derecho—. Diré que me has vencido. Date prisa.

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Que sea profundo.Ulrika vaciló.—¿Estás segura?—¡Si! ¡Date prisa!Ulrika asintió, levantó el estoque y

descargó contra el hombro de Raiza ungolpe que cortó tela y carne y chocócontra el hueso. Raiza dio un traspiéhacia un lado y cayó contra una mesacargada de macetas, encorvada de dolory haciendo muecas.

—Perfecto —asintió, con los dientesapretados—. Márchate. Deprisa.

Ulrika pasó junto a ella hacia elagujero de la pared de cristales, y sevolvió.

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—Gracias —dijo.—Te dije que no lo olvidaría —le

recordó Raiza, que se sujetaba el brazoherido—. Pero ahora ya he saldado ladeuda que tenía contigo. No volveré adesobedecer a mi señora.

Ulrika tragó con dificultad cuandouna súbita emoción la sorprendió con laguardia baja; saludó a Raiza con laespada, se inclinó para pasar a travésdel agujero, y saltó al jardín.

Cuando atravesaba corriendo elterreno en dirección a la calle, oyó elruido de la puerta al romperse y un gritoairado de Evgena.

—¿Adónde ha ido? ¿Cómo ha

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logrado pasar si estabas tú?Continuó corriendo.

* * *Ulrika entró en el patio de la destileríade kvas y miró en torno. No se veía aStefan por ninguna parte.

—¡Stefan! —llamó, mientras girabaen círculo—. Sal. No van a venir.

No hubo respuesta. Frunció el ceñoy bajó la mano derecha hasta laempuñadura del estoque. ¿Se habríamarchado? ¿Habría renunciado? ¿Habríasucedido algo?

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—Así pues —dijo la voz de Stefandetrás de ella—, prefieren encerrarseantes que afrontar los peligros que lasacechan.

Ulrika se volvió.Él estaba de pie sobre la pared en

ruinas de la destilería, y en su cara habíauna mueca sardónica.

—Ya me lo esperaba.—No se trata de eso —dijo ella,

mientras Stefan saltaba al suelo y se leacercaba—. Yo… cometí un tremendoerror —dejó caer la cabeza—. Se meescapó que me había aliado contigoantes de prestarles juramento a ellas, yEvgena me declaró proscrita por

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traición. Ordenó que me mataran.Stefan apretó los dientes y por sus

ojos pasó un destello de ira, peroinspiró profundamente y el momentopasó. Le levantó la cabeza por el mentóny le miró las heridas de la cara.

—Veo que has tenido que lucharpara salir. ¿Mataste a alguna?

Ulrika giró la cara apartando elmentón de los dedos de Stefan.

—Raiza me dejó marchar. Dijo queestaba en deuda conmigo por haberlasalvado de Kiraly. Hizo que la hirierapara que pareciese que habíamosluchado.

—Muy noble por su parte —declaró

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Stefan con gravedad—. Pero no puedodecir lo mismo de Evgena. Es unaestúpida por haber tomado estadecisión. Hace la guerra contra susposibles aliados cuando abundan losenemigos —suspiró—. Y eso nos dejasolos en la lucha contra Kiraly y losmiembros del culto. Volvemos a estarcomo al principio.

Ulrika asintió con la cabeza, pero nodijo nada, y tampoco lo miró. Lamención de Kiraly había hecho querecordara las palabras de Evgena. Habíaestado dándoles vueltas mentalmentedesde que había salido de la mansión dela lahmiana; no quería creerlas, pero

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tampoco podía olvidarlas.—¿Sucede algo? —preguntó Stefan.Ulrika levantó los ojos y lo miró.—Evgena no creyó que Kiraly

estuviera vivo. Dijo que pensaba que túeras el que, disfrazado como miembrodel culto, había arrojado la Esquirla deSangre; que tú habías venido a matarla.

Stefan se quedó mirándola, y luegosuspiró y negó con la cabeza.

—Admito que he tenido la tentaciónde hacerlo. Es una mala gobernante, unaestúpida enclaustrada que hapermanecido durante demasiado tiempoaferrada a sus esquemas. Pero no, yo nosoy Kiraly. No estoy aquí para matarla,

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aunque… —Dejó escapar una risatétrica entre dientes—. Aunque despuésde esto la usaría de buena gana comocebo para hacerlo salir de su escondite.

Ulrika frunció el ceño. Lo que decíaparecía plausible, pero también parecíael tipo de cosas que diría un villanoastuto para apartar de sí las sospechas, yStefan era indudablemente astuto. Perono sabía si era un rufián.

—Si lo que me pides es una pruebade que no quiero matarla —continuó él,cuando Ulrika guardó silencio—, metemo que no tengo ninguna. Esnotoriamente difícil probar unanegación.

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Ulrika asintió con la cabeza sindejar de pensar. Podía pedirle que sediera vuelta a los bolsillos parademostrar que no tenía las Esquirlas deSangre, pero el hecho de que no lastuviera no probaría nada. Habría podidoesconderlas en alguna parte. Podíapedirle que le diera su palabra, pero unvillano se la daría sin vacilación. Loúnico que tenía para guiarse era lo queya sabía de él.

De los que había conocido en Praaghasta el momento, sólo él y Raiza lahabían tratado bien. Raiza había hechohonor a su deuda, y Stefan le habíasalvado la vida y la había ayudado

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contra el culto, y ambos habían sido almenos corteses, cuando no amistosos.Evgena, por otro lado, había intentadomatarla desde el principio, habíadesconfiado abiertamente de ella auncuando había aceptado su juramento deservicio, y había ordenado que lamataran después de haberle dado labienvenida a su casa.

Así pues, no podía estar segura deque Stefan no estuviera empeñado enmatar a Evgena, pero si lo estaba, nopodía reprochárselo.. La propia Ulrikaempezaba a sentirse igual que él.

Levantó la cabeza y lo miró.—Pienso —dijo con lentitud— que

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no me importa. Si estás conmigo contrael culto, no pediré nada más. Si medices que Kiraly no existe y que eres túquien desea matar a Evgena, eso no mecreará prejuicios contra ti.

Stefan se rió.—Sé fiel a ti misma —dijo, con una

sonrisa lobuna—. Creo que, al fin, estásconvirtiéndote en vampiro.

Ella se encogió de hombros,incómoda.

—Sólo estoy pensando en Praag.—Precisamente —asintió Stefan, y

luego suspiró—. Por desgracia, sí queexiste un Kiraly, y yo tengo que matarlo,pero… —Hizo una pausa, y se volvió a

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mirarla al tomar una decisión—. Perocomienzo a temer que no voy a poderhacerlo antes del momento en que tusadoradores del Caos tienen intención deatacar, y tengo miedo de la locura queseguirá si tienen éxito, e incluso sifracasan. Kiraly podría desistir. Yopodría perderlo. Podrían matarme antesde que lo encontrara. Podría sucedercualquier cosa, así que pienso que debodejar a un lado la persecución de esebastardo y ayudarte primero a ti. —Lamiró—. Vuelve a decirme qué pistastienes. Me temo que anoche, cuando mehablaste de Kiraly, ya no continuéescuchándote.

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—Había poca cosa más —respondióUlrika—. Cuando me puse a perseguir aKiraly, perdí al hombre que habíaoficiado el sacrificio, y no volví aencontrarlo —frunció el ceño—.Aunque ahora que lo pienso, sí quemencionó algo durante la ceremonia.Dijo que esta noche el culto iba a robaralgo llamado Viola de Fieromonte, y quede ella dependía el éxito de su empeño.Si pudiéramos impedírselo, o robarlaantes nosotros, podríamos acabar conesa amenaza de un solo golpe.

—¿La Biela de Fieromonte? —preguntó Stefan—. No la conozco.

—La Viola, me parece —lo corrigió

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Ulrika—. Como en violín.Stefan alzó una ceja.—¿El éxito del culto depende de un

violín? ¿Dijo dónde estaba?—No —replicó Ulrika—. Sólo

mencionó que estaba escondido.—Tenemos muy poco para guiamos

—comentó Stefan—. Podría estar encualquier parte. Puede que ni siquieraesté en la ciudad.

—Tienes razón —reconoció Ulrika,abatida, pero entonces dio un salto yalzó la mirada—. ¡Ya lo tengo! La cabray el lobo.

—¿Quién?—Los miembros del culto a los que

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Raiza y yo seguimos hasta el lugar delsacrificio —explicó Ulrika—. Ellospodrían saber dónde está.

—Ah —dijo Stefan—. ¡Quénombres tan extraños tienen!

Ulrika se rió y se volvió endirección a la calle.

—No tan extraños como sus hábitos.Ven, te llevaré a su casa.

* * *Pero cuando Ulrika y Stefan llegaron ala mansión de Yeshenko, la encontraronrodeada por la guardia de la ciudad,

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mientras los sacerdotes de Ursun y Dazhcaminaban en círculos por la propiedad,entonando invocaciones y plegarias.Otros hombres ataviados con oscuraropa de paisano entraban y salían de lacasa con libros, papeles y baúles; sinduda se trataba de agentes secretos de laReina del Hielo, pensó Ulrika.

—Esto no presagia nada bueno —apuntó Stefan.

—No —convino Ulrika, mientrasobservaba el resto de la calle.

Los adinerados vecinos de Yeshenkose asomaban a mirar por detrás de lascortinas de sus mansiones, pero sussirvientes se mostraban menos

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circunspectos. Se reunían en pequeñosgrupos delante de algunas de las casas,observando las idas y venidas ysusurrando entre sí.

Ulrika se apartó de Stefan paraacercarse con disimulo a un trío defregonas que se encontraban en elexterior de la verja de la casa de enfrente.

—¿A qué viene tanto alboroto,devotchkas? —preguntó—. ¿Qué les hasucedido a los Yeshenko?

—Ay, no debemos decirlo —respondió una fregona regordeta de pelooscuro—. No está bien cotillear.

—Entonces, ¿es que los han

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arrestado? —preguntó Ulrika.—¡Ah, no! —Dijo una muchacha

delgada y rubia—. ¡Los han asesinado!¡Y en el Novygrad, nada menos!

—¿En el Novygrad? —exclamóUlrika, que fingió estar conmocionada,aunque en realidad era como paraconmocionar a cualquiera. No habíaoído ni visto signo alguno de problemascuando ella y Raiza habían salido deltemplo de Salyak para seguir aljorobado. ¿Se había producido algunapelea después de marcharse ellas?—.¿Qué estaban haciendo allí?

Las tres fregonas se miraron entre sí,atemorizadas.

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—Cosas malvadas —dijo la tercera,al fin. Era otra morena cuadrada yrobusta—. Es lo que dice Yuri, el mozode cuadra. La guardia los encontrómuertos dentro de un carruaje que estabacerca de un sitio donde hacían magianegra.

—¡Asquerosos adoradores dedemonios! —exclamó en voz baja lamuchacha regordeta.

Ulrika frunció el ceño.—Muertos dentro de un carruaje —

murmuró como para sí, y luego, en vozmás alta, preguntó—: Pero ¿por qué hanpensado que ellos estaban relacionadoscon la magia negra?

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—Iban vestidos con ropa extraña ymáscaras —dijo la rubia flacucha—. Almenos el marido, y la esposa teníamarcas extrañas en el cuerpo, bajo laropa.

—Siempre pensé que era bruja —declaró la muchacha más robusta,malhumorada—. La manera en quedominaba a su marido… Como si lotuviera cogido por la herramienta.

Ulrika se marchó con disimulomientras las muchachas empezaban adiseccionar el carácter de la señoraYeshenko, o la falta de éste, y volviójunto a Stefan.

—Muertos —dijo—. E identificados

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como adoradores del Caos.—¿Cómo sucedió? —preguntó

Stefan.—Los encontraron asesinados dentro

de un carruaje. Romo llevaba puestas lacapa y la máscara del culto, pero…Dolshiniva no.

—¿Crees que eso es significativo?—preguntó él.

—Hace que me pregunte de dóndesacó Konstantin Kiraly el disfraz —respondió ella.

Stefan asintió con la cabeza.—Eso lo explicaría —suspiró y

volvió a mirar la casa de los Yeshenko—. Entonces, parece que aquí no

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averiguaremos nada sobre el violín —concluyó.

Ulrika suspiró.—Sí, y ya podrían haberlo robado.

Me temo que hemos perdido laoportunidad.

—Tal vez —dijo Stefan. Su frente sefrunció mientras pensaba—. Pero yo aúnno renunciaré. Estoy seguro de quealguien de esta ciudad tan amante de lamúsica tiene que saber algo de eseinstrumento.

Ulrika sonrió.—Tienes razón. —Se volvió en

dirección este, hacia el distrito de laAcademia—. Y sé con exactitud dónde

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podemos empezar a preguntar. Sígueme.

* * *No fue hasta que hubieron dejado atrásla torre de los Hechiceros, cuando yaestaban en mitad del puente Karlsbridge,que Ulrika se dio cuenta de queempezaba a tener hambre otra vez.

Ulrika y Stefan visitaron cincotiendas de instrumentos antes deencontrar a alguien que había oídohablar de la Viola de Fieromonte. Laquinta era el taller de un tal YarokGurina, un fabricante de violines,

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violonchelos, balalaicas y mandolinas.Era un hombre grande y corpulentocomo un barril, con barba blanca, quedaba la impresión de que debería estarherrando caballos en lugar de fabricardelicados instrumentos, y Ulrika tuvoque contenerse para no lamerse loslabios al percibir el olor de su sangrefuerte y vigorosa. Tendría quealimentarse pronto, pero todavía no.Primero tenían que encontrar el violín.

—Sí, señora —respondió Yarok convoz ronca, levantando la mirada deltrozo de chapa de madera que estabapresionando contra un armazón conforma de violín, mientras un aprendiz

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cargado de hombros apretaba un tornillode carpintero para Sujetarlo—. Claroque he oído hablar de ella. La caja deldemonio, solían llamarla. Los denaturaleza supersticiosa dicen que esmala cosa hablar de ella.

Ulrika intercambió una miradarápida con Stefan, que permanecía en lassombras, contemplando los hermososinstrumentos que colgaban de lasparedes de la tienda, y luego se volvióotra vez hacia Yarok.

—¿Sabéis dónde está? —preguntó.Yarok rió con socarronería.—¡En ninguna parte! Nunca ha

existido —afirmó—. Es un cuento de

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hadas, una leyenda, un… ¡Seva, atontadocabeza de serrín! —gritó de repente, y ledio al aprendiz un manotazo en una oreja—. ¡Has rajado la chapa por apretardemasiado! ¿Sabes cuánto cuesta estamadera? —apartó al muchacho de unempujón y señaló a la parte posterior dela tienda—. Ve a cortar otro trozo, yasegúrate de que no tenga golpes nimarcas.

El muchacho salió a escape, esquivóun par de pescozones, y se detuvo sólopara mirar a Ulrika, parpadeando y conla boca floja, antes de desaparecer endirección al almacén.

Yarok suspiró y arrojó a un lado la

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tira de madera rota.—Lo siento, mi señora —se

disculpó—. El muchacho se quedaembobado ante la belleza. Sucede lomismo cada vez que entra en la tiendauna muchacha adorable.

—Me siento halagada —dijo Ulrika,intentando imitar el tono sensual de laslahmianas que la condesa Gabriellausaba con tanta facilidad—. Pero¿habéis dicho que la Viola deFieromonte no ha existido jamás?

—Vamos a ver —comenzó Yarok,que se reclinó contra el banco de trabajoy sacó una pipa del bolsillo del cinturón—. He leído que existió, y también he

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leído que no. Pero aunque haya existido,hace una eternidad que nadie la ha vistoni ha tenido noticia de su paradero.

—Habladme de ella —le pidióUlrika, intentando no parecer demasiadoansiosa—. ¿Dónde habéis leído eso?

Yarok llenó la pipa, y luego leacercó una brasa que sacó de unpequeño hornillo que tenía al lado.Chupó hasta encenderla, y expulsó unanube de humo.

—Fue cuando era estudiante de laAcademia, hace ya cuarenta años —dijo—. Se la mencionaba en un libro antiguoque encontré en la biblioteca. Decía quela viola había sido fabricada por un

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tileano loco llamado Fieromonte, antesde la Gran Guerra contra el Caos.Supuestamente, quería fabricar la violamás hermosa y de más dulce sonido delmundo, y para lograrlo le vendió el almaa un demonio —soltó una carcajada—.Según el libro, lo consiguió. La gente sedeshacía en lágrimas al oírla sonar. Sedecía que una mujer se había suicidadocuando habían tocado con ella en elfuneral de su marido, y hay otro cuentoque dice que toda una compañía delanceros alados danzó hasta morir en unbaile —agitó la pipa con desdén—.Todo necedades. Había más libros quedecían que no era más que un cuento, un

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mito de compositores.—¿Y qué se suponía que había sido

de ella? —preguntó Ulrika.—¿Se perdió en la guerra, tal vez?

—sugirió Yarok, encogiéndose dehombros—. No puedo recordarlo conexactitud, pero seguro que se trataba deotro cuento fantástico, como el resto.

—Sin duda —asintió Ulrika—. Aunasí, se trata de una historia interesante.¿Recordáis el título del libro en el queleísteis al respecto?

Yarok frunció el ceño mientraschupaba la pipa, y luego expulsó unabocanada de humo.

—¿Cómo se titulaba? Por entonces

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era uno de mis favoritos. Lleno dehistorias disparatadas y extrañosdibujos. Lo leía cuando debería haberestado estudiando historias más fiables.¡Ah! Las memorias de KappelmeisterBarshai. Fue el compositor de la cortedel zar Alexis. Más loco que una cabra,él viejo Barshai, y ya debéis de haberoído algunas de las cosas que en las quese metió el viejo zar antes de la guerra.Todos pensamos en él como el granhéroe, pero era todo un personaje. Unavez…

Ulrika lo interrumpió con unareverencia.

—Muchas gracias por vuestro

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tiempo, maestro Yarok —dijo—, perome temo que debo marcharme. Mehabéis ayudado mucho.

Yarok pareció descontento por elhecho de que lo interrumpieran justocuando se estaba animando, pero detodos modos alzó la pipa hacia ella congesto cortés.

—A vuestra disposición, señora.Ulrika dio media vuelta y salió

tranquilamente por la puerta con Stefanmientras la voz de Yarok los seguíacalle abajo.

—¡Seva, zoquete! ¿Dónde está esachapa? ¡En el nombre del Oso, ¿dóndese habrá metido ese idiota?!

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VEINTIDÓS

La música de lanoche

—Tendré que alimentarme dentro depoco —dijo Ulrika, mordiéndose ellabio inferior mientras ella y Stefan ibana paso rápido hacia la Academia deMúsica.

—Pues aliméntate —le respondióStefan, abarcando con una mano a los

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pocos estudiantes que andaban por lascalles—. Más tarde podríamos necesitarnuestras fuerzas.

Ulrika vaciló, azorada.—Soy… soy algo exigente —

comentó—. Podría tardar un poco enencontrar a alguien adecuado.

Stefan alzó una ceja.—¿Qué necesitas, sangre de

vírgenes o de la realeza? Bien quebebiste en medio del incendio.

—Prefiero los villanos —dijoUlrika—. No me gustan los que hacenpresa en los inocentes, y no deseo seruno de ellos.

—Ah —asintió Stefan—. La

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enfermedad del bebé. Muchos vampirosla sufren durante su primer año. Se tepasará.

—No veo cómo el tiempo puedecambiarme las ideas —replicó Ulrika,poniéndose rígida.

—Es inevitable —explicó Stefan—.Aún te sientes conectada con tu pasadohumano. Tus amigos aún viven. Losacontecimientos de tu vida aún afectan tupresente. Pero dentro de veinte o treintaaños, cuando la gente que conoces estémuerta, y cuando todo lo que sucedióantes de tu renacimiento haya pasado ala historia, verás que tu vínculo con lahumanidad es una ilusión. Compartimos

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la forma y el lenguaje, pero somos unaespecie aparte.

—Eso lo admito —reconoció Ulrika—, pero no nos da derecho a hacerpresa indiscriminada en ellos. Evitar alos inocentes es sólo un inconvenientemenor.

—Su inocencia es otra ilusión —continuó Stefan—. ¿Piensas que siquierael más bondadoso y de mente másabierta de los humanos levantaría unsolo dedo para defenderte si se enterarade tu verdadera naturaleza? —rió con unsonido tétrico—. Recurriría a laantorcha y la hoguera de madera deserbal, como todos los otros, y no

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dedicaría ni un segundo a interrogarteacerca de la superioridad moral de tushábitos alimentarios.

—Lo que ellos harían o no carece deimportancia —replicó Ulrika conobstinación—. Mi sentido del honordimana de mi propio interior, no de loque otros hagan o piensen. Me niego aactuar como un monstruo sólo porqueellos piensen que lo soy.

Stefan sonrió con indulgencia.—Muy altruista por tu parte —dijo

—. Te aplaudo por ser tan fiel a tusprincipios. Sólo espero que no aspires aque te siga por esa estrecha senda.

Ulrika frunció el ceño. Aquello no

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se le había ocurrido antes. Si se negabaa permitir que las opiniones de otrosinfluyeran en lo que ella pensaba que eracorrecto o incorrecto, pero esperaba quelos otros cambiaran su manera de actuarpara ajustarse a su sentido de la moral,eso la convertía en una hipócrita. Y sinembargo, ella había jurado hacer presaen los depredadores de la humanidad. SiStefan era uno de ellos, ¿significaba quedebía hacer presa en él? ¿Deberíaimpedirle que matara inocentes? ¿Teníaque convencerlo de alguna manera de lacorrección de su propio modo depensar? ¿O debería hacer una excepciónen su caso porque luchaban en el mismo

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bando contra los miembros del culto?—Tú debes seguir tu propio camino,

por supuesto —respondió con lentitud—. Sólo espero que veas algo desabiduría en el mío.

—¿Sabiduría? No —replicó Stefan—. Idealismo, repugnancia hacia tupropia raza, negación de tu propianaturaleza… ésas son las cosas que veo.Pero no veo ninguna gran sabiduría.

—¿No hay sabiduría en el hecho deproteger la sociedad de la que nosalimentamos? —preguntó Ulrika—.Ahora tú proteges Praag para podervengarte de Kiraly. ¿No es eso latotalidad de tu vida en miniatura? ¿No

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necesitas que el mundo de los humanospermanezca estable para poderperseguir tus metas, cualesquiera quesean? Tienes que mantener a loscampesinos de tu castillo a salvo yproductivos para que sigan pagándote larenta que te permite vivir de la manera ala que estás acostumbrado. Necesitasque el Imperio continúe siendo fuertecon el fin de que impida que las hordasdel norte invadan tus tierras. ¿Preferiríastener que luchar continuamente por tuexistencia?

—Hay sabiduría en eso,efectivamente —admitió Stefan—, perono consigo ver cómo puede amenazar la

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estabilidad de este baluarte humano elhecho de beber la sangre de una nodrizapor aquí y de un honrado burgués porallá.

—Eh… bueno —tartamudeó Ulrika—. Los bandidos, los asesinos y losmiembros de los cultos del Caos son unaamenaza para el tejido social, ¿verdad?Así pues, si se los elimina, se fortaleceese tejido, y… y.

—Racionalizaciones —la cortóStefan—. Creo que la verdadera razónque te mueve es que el pensamiento dehacer daño a esas pobres criaturillasindefensas te repugna, así que buscasargumentos que parezcan racionales

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para apoyar tu sentimentalismo.Ulrika frunció los labios,

esforzándose por hallar un argumentocon el que rebatirlo. ¿Tendría razónStefan? ¿Acaso estaba sólo actuandocomo una chiquilla granjera que noquería que mataran a su ternero favoritoporque era muy suave y dulce? Queríacreer que en su convicción había algomás que eso, pero estaba resultándoledifícil expresarlo.

—Hemos llegado —dijo Stefan.Ulrika alzó la mirada. Las puertas de

la Academia de Música se alzaban anteellos: dos ornamentadas columnas depiedra coronadas por gárgolas que

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tocaban flautas y trompetas se alzabanentre los arboles de los boscosos límitesde los Jardines de Magnus Ulrika lasmiró con una sensación de alivio. Eldebate tendría que posponerse, y eltiempo le vendría bien para buscar unamejor respuesta para la pregunta deStefan.

Si al menos no tuviera tantahambre…

Atravesaron la entrada y penetraronen un extraño mundo rutilante. Daba laimpresión de que la locura que habíaretorcido Praag hubiera golpeado conmás fuerza allí, pero también de modocaprichoso. Los edificios de la

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Academia eran construcciones raras ysituadas en ángulos extraños, provistasde agujas y torrecillas, y adornadas conlistas de brillantes azulejos azules, rojosy anaranjados. De los tejados nacíanminaretes que parecían champiñonesenjoyados, y los terrenos estabansalpicados de fuentes adornadas conestatuas que representaban a diferenteshéroes míticos, todos elloscontorsionados y tensos, cuyas manosarañaban el aire y los rostros hacíanmuecas como si los hubieraninmovilizado en los agónicos estertoresde alguna pasión terrible.

Pero a pesar de lo relucientes que

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eran los edificios por fuera, su interiorestaba a oscuras, y el lugar parecía casitan desierto como las calles que lorodeaban. Sólo unos pocos estudiantesarrastraban los pies por los patios, ypara tratarse de una academia de músicareinaba en ella un silencio inquietante.

Ulrika se preguntó adónde se habríanido todos, pero un momento más tarde ledio la respuesta una de las estatuas. Seerguía en el exterior de la sala deconciertos; era una mujer alada queempuñaba una espada, y sus muslosestaban tan cubiertos de cintas negrasque parecían peludos como los de unaosa. Ulrika estiró una de las cintas al

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pasar. En ella había algo escrito en tintablanca: «ANDRE VERBITSKY -CLARINETE - ASESINADO EN LABATALLA DE ZVENLEV. QUE ELPADRE URSUN LO RECIBA».

Eran todas parecidas:violonchelistas, flautistas,clavicordistas, timbaleros que habíandejado los instrumentos para empuñarespadas y lanzas y habían muerto acentenares en defensa de la ciudad y elpaís que amaban. A Ulrika le dolíamirar las cintas. Aquéllos no eran loshombres que uno pensaba que irían a laguerra por Kislev.

No eran los muy curtidos jinetes

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ungol, ni los orgullosos lancerosgospodar. Eran sólo los muchachos quellenaban los regimientos, que marchabandetrás de los héroes, que morían antesde que su talento pudiera serdescubierto. Eran los muchachos quefaltaban de los patios.

—Eso de ahí es la biblioteca, meparece —comentó Stefan, al tiempo queseñalaba hacia la derecha.

Ulrika acarició las cintas consuavidad antes de seguirlo. Aquél seríael destino de toda Praag si triunfaba elculto. Todas las estatuas de la ciudadquedarían revestidas de negro. No iba apermitirlo. No mientras viviera.

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* * *La biblioteca parecía un sapo dorado, unedificio ancho, achaparrado y cubiertopor un exceso de cúpulas de lapislázuliy oro que brillaban como verrugasenjoyadas, pero su interior estaba tanoscuro como el del resto de laAcademia, lo cual era perfecto para lospropósitos de Ulrika y Stefan.

Pasearon en torno a la parteposterior como si sólo estuvieranadmirando su descomunal mole, luegomiraron en torno a ellos para ver sialguien los observaba, y treparon por la

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barroca ornamentación hasta unbalconcito. A través de los cristales conforma de diamante de las puertas vieronuna sala central circular, de techo alto,con tres pisos de galerías en torno a unatrio central, cada piso ocupado en sutotalidad por librerías abarrotadas.

—Puede que tengamos que pasaraquí un buen rato —comentó Stefan,contemplándolas.

—Tiene que haber algún tipo decatálogo —apuntó Ulrika, con másconfianza de la que sentía.

Después de echar otra cautelosamirada en torno, aferró el picaporte.Tras dos tirones secos, el pestillo saltó

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de su alojamiento con un ruido demadera rajada. Ambos se escabulleronal interior y se apresuraron a bajar alsuelo.

En el centro del atrio, rodeado demesas bajas que parecían arrodillarse asus pies como adoradores, había unescritorio alto, casi como el atril de unsacerdote, que lucía las palabras«PODIO DEL BIBLIOTECARIO»grabadas en la parte frontal en alfabetokislevita, y detrás había un muro bajoformado por librerías que crujían bajoel peso de casi un centenar de enormestomos.

—¿El catálogo? —preguntó Ulrika,

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señalándolos.—Vamos a verlo —replicó Stefan.Se acercaron y sacaron algunos

tomos al azar. Ulrika abrió uno de ellospor la mitad. Las páginas eran de gruesavitela, y originalmente escritas en pulcraletra antigua de manos diferentes, conlos títulos a la izquierda y lasanotaciones a la derecha. La dificultadresidía en que en esas columnasoriginales se había sobrescrito, tachado,corregido y hecho añadidos con tantafrecuencia que las páginas resultabancasi ilegibles. Había palabras escritassobre palabras, nuevas entradasintroducidas apretadamente entre las

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antiguas, flechas que señalaban cosasque habían sido tachadas, y lasanotaciones habían sido alteradas seis osiete veces, cada vez con números yletras más y más pequeños al intentarquien escribía encajar las nuevas en losespacios libres cada vez más reducidosde la página.

Ulrika cerró el libro con un gemidoy miró el lomo.

—Ca a Ce —leyó. El que estaba acontinuación en el estante decía Ci a Co.Cada letra del alfabeto tenía más de unlibro.

—¿Memorias de KappelmeisterBarshai estará archivado por memorias?

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—preguntó, mientras volvía a dejar ellibro en el estante—. ¿Por Barshai?¿Barshai es el nombre o el apellido?

Stefan negó con la cabeza y cerró degolpe el libro.

—Será mejor que lo probemos todo.Tú empieza con Barshai. Yo buscaré pormemorias.

Ulrika asintió con la cabeza y pasóun dedo a lo largo de la hilera degruesos libros hasta encontrar el quedecía Ba a Bi, lo sacó y lo llevó hasta elescritorio. Stefan se reunió con ella y sepusieron a pasar páginas. Ulrika negócon la cabeza mientras contemplaba lascolumnas casi ilegibles que llenaban las

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páginas. En algún momento habíanestado en orden alfabético, pero lasentradas nuevas estaban simplementeescritas en los márgenes o en la páginaopuesta. Sólo eso bastaba para causarlemareos, y su creciente hambre sóloestaba empeorando las cosas.

Encontró una página donde lamayoría de las entradas originalescomenzaban por Bar, pero sobrescritashabía otras que empezaban por Bam,Bas, Bal, e incluso Bon. Pasó conlentitud los dedos hacia abajo por lascolumnas originales, intentando leer, através del apiñamiento de garabatos, loque había escrito.

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—Variaciones para acorde decejilla en la ejecución de RoppsmennZither; Desnudo ante los dioses: lasdanzas de la más oscura ind; Bartolf,Gustalf, Minuetos y danzastradicionales. —Ulrika soltó un gruñido—. Es una locura. A veces, los librosestán listados por temas; otras, por elnombre del autor.

—Mnemotécnicas para las escalasimperiales —murmuró Stefan—.Memorias de Estalia; La hija del tritón,ópera en siete actos.

Un golpe sordo que les llegó delvestíbulo de entrada les hizo levantar lacabeza. Fue seguido por un suave

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tintineo de llaves y el chirrido de unacerradura.

Como si fueran uno solo, Ulrika yStefan cerraron los libros con rapidez,los devolvieron a los estantes, y seagacharon detrás del atril delbibliotecario.

Desde el vestíbulo les llegaron másgolpes sordos y ruido de pasos,seguidos por sofocadas risillasfemeninas y exagerados siseos parapedir silencio. Unas luces amarillasproyectaron sombras enormes sobre lapared al acercarse unos pasos pesados einseguros. Ulrika olía la sangre de lasvenas y el vino del aliento.

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—No mucha gente lo shabe,preciosha —dijo una voz masculina conpastosa pronunciación de borracho—.En la galería del segundo pisho de estáexpushta la cama en la que OssilianAstanilovich compusho todos susgonciertos. ¿Te gustaría verla?

Ulrika se agachó más cuando larisueña pareja atravesó la puerta conpaso tambaleante, manoseándose el unoal otro al tiempo que caminaban. Ellaera la más baja, una joven redondeada ycon las mejillas rojas cuyo generosopecho escapaba del vestido de profundoescote. Su acompañante, más alto, era unmuchacho delgado con una melena de

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color arena que llevaba una velaladeada en una mano, y con un rostroque a Ulrika le sorprendió reconocer. Setrataba de Valtarin, el violinistaprodigio a quien había visto actuar en lafiesta. Parpadeó de asombro ante lacoincidencia.

—Deja que te lleve a hacer unrecorrido —dijo Valtarin, al tiempo queentraba en el atrio y agitaba un brazoextendido para car la totalidad de labiblioteca—. Eshta shanta casa eshdonde tudié las obras de losh maestros,y aprendí lash notash y ago secretosque rompen go razones y abrenpiernash.

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Stefan se inclinó hacia Ulrikacuando Valtarin y la muchacha seacercaron más.

—No tenemos tiempo para esperarhasta que estos estúpidos se marchen —susurró—. Debemos matarlos ycontinuar buscando. Ahí tienes tuoportunidad para alimentarte.

—Yo… —titubeó Ulrika—. No. Aél lo conozco. Tengo un plan mejor.Podría resultarnos útil.

Stefan alzó una ceja.—Si no nos resulta útil, morirá.Ulrika asintió con la cabeza.—Esho —siguió diciendo Valtarin,

mientras señalaba con un dedo el podio

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tras el que ellos se ocultaban—, ehsdonde se shentaba Gorbenko, como undiosh gusticiero, repartiendoinformación sholo a losh dignos. ¡Vayaun bufón! ¡Qué manera mdsh retrógradade pensar…!

Se interrumpió con una exclamaciónahogada cuando Ulrika y Stefan selevantaron de detrás del escritorio. Lamuchacha chilló y se desplomó junto aél en medio de un revoltijo de enaguas.

—¿Qui… qui… quiénes soisvosotros? —tartamudeó Valtarin—.¿Qué estáis haciendo aquí?

Tenía el corazón acelerado, al igualque la muchacha. Su miedo resultaba

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embriagador. Ulrika estaba empezando alamentar no haber accedido a matarloscomo había sugerido Stefan.

—Buscamos conocimiento —dijo,con toda la calma de que fue capaz—.¿Y vosotros?

—¡Pero… pero la biblioteca eshtácerrada! —protestó Valtarin—. Nopodéish eshtar aquí.

—Apuesto a que vosotros tampoco—apuntó Ulrika, y luego sonrió con airede suficiencia y miró a la muchacha—.Ciertamente no por la razón que os hatraído. Así que todos tendríamosproblemas si se descubriera que hemosentrado, ¿verdad?

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Valtarin la miró a ella, luego aStefan y por último a la muchacha, parasopesar la situación.

—Yo… Yo…Ulrika lo interrumpió.—¿Sabes cómo encontrar un libro en

estos catálogos?Valtarin parpadeó, al parecer

sorprendido por la pregunta, y negó conla desgreñada cabeza.

—Sólo Gorbenko sabe cómohacerlo. Losh ha convertido en un líosólo para gonservar el trabajo. Nadiepuede ya encontrar nada sin él.

La mano de Stefan descendió congesto casual hasta la empuñadura del

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estoque. Ulrika bajó del podio paramantener los ojos de Valtarin fijos enella.

—En ese caso, tal vez tengasconocimiento directo de lo que estamosbuscando —dijo.

Los ojos de Valtarin la siguieroncuando se acercó a una mesa y serecostó contra ella. La muchacha selevantó del suelo y se colgó de un brazode Valtarin.

—Represento a un coleccionista deinstrumentos musicales de excelentecalidad —mintió Ulrika, al tiempo quecogía la bolsa que colgaba de sucinturón y la abría—. Un noble del

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Imperio de Sigmar que está buscando unraro instrumento legendario del que talvez hayas oído hablar —sacó cincomonedas de oro y las fue dejando, una auna, sobre la mesa—. La Viola deFieromonte.

Los ojos de Valtarin se abrieron depar en par al oír el nombre, y al recularcon paso tambaleante estuvo a punto dederribar otra vez a la muchacha. Sucorazón empezó a latir con más fuerzaaún.

Ulrika intercambió una mirada conStefan, que había bajado para situarsedetrás de Valtarin. ¡Qué reacción tansorprendente! ¿Era posible que el

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muchacho supiera algo sobre el robo?—Veo que has oído hablar de ella

—comentó Ulrika, al tiempo queavanzaba hacia él—. ¿Acaso tambiénestás interesado en el instrumento?

—¿Qué? —exclamó Valtarin, cuyanerviosa mirada iba de ella a Stefan—.¡No! Ni siquiera creo que aún exista. Noes más que un nombre que trae malasuerte, una maldición para un músico.Trae mala suerte oír hablar de ella, ytodavía más mencionarla.

—Creo que para ti es algo más queeso —lo presionó Ulrika—. Estássudando. ¿Por qué?

El muchacho reculó ante ella, con

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los ojos saliéndole de las órbitas.—Yo… yo… ¡¿Por qué no nos

dejáis en paz todos vosotros, chiflados?!—gritó—. ¡Aquí nadie sabe dónde estávuestro maldito violín!

Ulrika se detuvo y volvió a mirar aStefan, para luego desviar los ojos otravez hacia Valtarin.

—¿Han venido otros? —inquirió—.¿A preguntar por la Viola deFieromonte?

Él asintió con la cabeza, con losojos aún desorbitados de miedo.

—Yo… yo… no los vipersonalmente —respondió—. Pero looí contar. Casi matan del susto al viejo

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Daska.—¿Cuánto hace de eso? —preguntó

Stefan—. ¿Quiénes eran?—No lo sé —replicó Valtarin—.

Sólo me contaron que vinieron amerodear por aquí hace algunas semanasdiciendo que querían comprarla, igualque vosotros. Y no les gustó que nadiepudiera decirles dónde estaba.

—Bueno, nosotros no somos tanviolentos —le aseguró Ulrika, al tiempoque empujaba las monedas hacia elmuchacho tembloroso—. Si pudierasdecirme dónde está, o en qué lugar de labiblioteca podría encontrar informaciónsobre el instrumento, estas monedas

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serían tuyas. Estábamos buscando unlibro titulado Memorias deKappelmeister Barshai.

Valtarin miró las monedas, luegoalzó los ojos hacia los tres pisos delibros, y negó con la cabeza.

—No sé dónde está. Nunca he…Ulrika suspiró y se dispuso a

recoger las monedas mientras Stefanbajaba una mano hacia la empuñadurade la espada.

—¡Esperad! —exclamó Valtarin, altiempo que se alejaba un poco de Stefan—. ¡Esperad! No he terminado. Iba adecir que nunca he oído hablar de él,pero conozco a alguien que tal vez lo

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sepa. Es… estoy seguro de que lo sabe.Por encima de un hombro de

Valtarin, Stefan negó con la cabeza, atodas luces impaciente por reemprenderla búsqueda. Ulrika no le hizo caso.

—¿Quién es esa persona? —lepreguntó al muchacho.

—Mi viejo tutor, el maestroPadurowski —dijo—. Lo sabe todosobre violines. Si la Viola de Fiero…eh… el instrumento aún existe, sin dudaél podría deciros dónde está.

—¿Y dónde está él ahora? —preguntó Ulrika.

—Estará en su estudio —sugirióValtarin—. Trabajando en los arreglos

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para el concierto de victoria del duque.—¿Y los otros que vinieron,

llegaron a hablar con él? —quiso saberStefan.

Valtarin negó con la cabeza.—No lo sé. Me parece que no. A

quien vieron fue al tutor Daska. Despuésde eso estuvo una semana sin salir desus aposentos.

—¿Puedes llevarnos hastaPadurowski, entonces? —presionóUlrika—. Las monedas serán tuyas.

Valtarin vaciló y miró a Stefan.—¿Vais a hacerle daño?—No somos como los otros —le

aseguró Ulrika—. Le pagaremos, del

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mismo modo que te pagamos a ti.El muchacho asintió al fin.—Venid conmigo.Se volvió hacia el vestíbulo de

entrada y les hizo señas para que losiguieran. Stefan le lazó a Ulrika unamirada de desaprobación cuando ellarecogía las monedas, y ambos echaron aandar con el joven. Ulrika se encogió dehombros.

Desde detrás les llegó unquejumbroso lamento ebrio.

—Pero Valtarin, pensaba que ibas aenseñarme la cama de Astanilovich.

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* * *El estudio del maestro Padurowskiestaba en un modesto edificiouniversitario situado en la periferia delcampus, una abarrotada colmena dediminutos apartamentos que olla apolvo, limpiamuebles y papel muy viejo.Valtarin llamó a una puerta que había enla parte posterior del segundo piso, yuna voz enérgica respondió:

—¡Adelante!El joven abrió la puerta e hizo una

reverencia, momento en que, por encimade su pelambrera, Ulrika vio una

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habitación estrecha forrada de libreríasabarrotadas e iluminada por una lámparaque descansaba sobre una pila de folios.Había un hombre inclinado ante unescritorio cuyo rostro ocultaba elalborotado cabello blanco mientrasescribía rápidamente con una pluma deganso sobre una gran hoja de papelpautado.

—¿Es mi cena, Luba? —preguntó,sin levantar la mirada—. Déjala sobrela silla, ¿quieres?

—Soy yo, maestro —dijo Valtarin,que volvió a inclinarse—. Valtarin.

El maestro Padurowski levantó lacabeza y se apartó de la cara una gran

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melena de pelo blanco. Estabasonriendo.

—¡Qué agradable! —Tenía un rostroalargado surcado de arrugas, y era todonariz y mentón, con una frente alta y unascejas blancas que habrían avergonzado aun magíster.

—He traído a unas personas quequieren veros, maestro —dijo Valtarin,al entrar—. Quieren haceros unaspreguntas.

Padurowski frunció el ceño.—No tengo tiempo para eso,

muchacho —protestó, agitando la plumay salpicándolo todo de tinta—.Ensayamos mañana y todavía no he

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transcrito la parte de los metales. Másadelante, más adelante. La semana queviene.

—Puedo pagaros por vuestrotiempo, maestro —dijo Ulrika.Padurowski negó con la cabeza y volvióa inclinarla sobre su trabajo.

—No podréis pagarme lo suficientecomo para salvarme el cuello sidecepciono al duque en su concierto.Marchaos, marchaos.

—Sólo serán unos minutos —insistió Ulrika—. Y os pagaré un marcodel Reik, de oro, por cada uno.

El maestro volvió a levantar lacabeza, con el interés reflejado en los

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ojos.—¿Un marco del Reik por cada

minuto? Ni siquiera el duque paga tanbien —dejó la pluma y se recostó en elrespaldo de la silla—. Haced vuestraspreguntas.

Ulrika puso una moneda sobre lamesa.

—Represento a un coleccionista deinstrumentos musicales qué busca unviolín famoso conocido como Viola deFieromonte. Vuestro estudiante ha dichoque tal vez podríais saber dónde está.

—Les he dicho que antes han venidootros a preguntar por ella, maestro —intervino Valtarin atropelladamente—.

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¡Les conté que habían interrogado altutor Daska, y que se habían enfadadomucho porque él no lo sabía!

Padurowski hizo una mueca.—Yo no sé por qué, de repente, se

despierta todo este interés por una viejaleyenda.

—¿Una leyenda? —preguntó Ulrika—. ¿Queréis decir que no existe?

El maestro le dedicó una sonrisatorcida.

—Parece que no ganaré muchasmonedas de oro —dijo—, porque larespuesta es corta. Existió, pero ya no.La viola fue quemada justo después dela Gran Guerra contra el Caos. La fábula

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dice que había sido poseída por undemonio cuando las hordas tomaron laciudad, y que tenía el poder de volverlocos a los hombres. Por entonces, elduque ordenó que la quemaran en lahoguera, como si fuera una bruja. —Serió—. No sé si estaba poseída deverdad. Tal vez sí. Pero sí sé que fuequemada, y sus cenizas dispersadas alos cuatro vientos. Una verdaderalástima, porque se decía que tenía elsonido más puro de todo el mundo.

Ulrika suspiró. Eso no podía sercierto, no si los miembros del cultohabían hecho una apuesta tan fuerte, peroresultaba obvio que Padurowski

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pensaba que lo era, y parecía tener pocosentido insistir más en el asunto.Depositó otras dos monedas de orosobre el escritorio, junto a la primera.

—Gracias por vuestro tiempo,maestro. Informaré de esto a mi patrón.

—Lamento no haber podidoproporcionaros una información más devuestro agrado —dijo Padurowski—.Pero gracias. Nunca antes había ganadodinero con tanta facilidad.

Ulrika le entregó a Valtarin las cincomonedas que le había prometido, y ellay Stefan bajaron por la estrecha escaleradel edificio de la facultad y salieron delrecinto de la Academia.

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—No lo entiendo —dijo Ulrika,cuando atravesaban las puertas de laAcademia de Música y echaban a andarsin rumbo por las calles del barrio delos estudiantes, desierto salvo por unapatrulla de la guardia de aspecto abatido—. ¿Cómo es posible que los miembrosdel culto anden tras un violín que fuequemado hace doscientos años?

—Padurowski debe de saber menosde lo que él cree que sabe —apuntóStefan—. Tal vez en aquel momentohicieron correr la historia de la hoguerapara ocultar la verdadera suerte corridapor el violín.

Ulrika asintió con la cabeza.

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—Pero, de ser así, ¿dónde está?Continuó andando, intentando pensar

en los lugares de la ciudad donde podríaesconderse un instrumento musical. Elhambre hacía que le costara pensar. Lahabía reprimido durante la entrevistacon Padurowski, pero ahora estabaaumentando otra vez, dándole la latacomo un niño insistente. La reprimió yvolvió a la cuestión.

Había cámaras de tesoros en elpalacio del duque, por supuesto, y Praagtenía muchos coleccionistas privados deobjetos insólitos. O tal vez la violaestaba oculta en el Teatro de la Ópera oen la propia Academia de Música, pero

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¿en cuál de esos lugares, o de uncentenar de otros, debían comenzar abuscar? Los miembros del culto teníanintención de robarla aquella mismanoche, y si no podían impedírselo, lausarían al cabo de dos noches más,cuando Mannslieb alcanzara elplenilunio…

Un nuevo pensamiento eclipsó atodos los demás dentro de su cabeza. ¿ElTeatro de la Ópera? ¿La luna llena? ¡Porlos dientes de Ursun, ya lo tenía!

Sujetó a Stefan por un brazo.—¡Ya sé lo que van a hacer! ¡Ya sé

cómo tienen intención de usar el violín!—¿Cómo? —preguntó Stefan.

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—¡En el concierto de victoria delduque Enrik! —replicó ella—. Tendrálugar la noche en que Mannsliebalcanzará el plenilunio.

Stefan frunció el ceño.—Sí, pero…Ulrika lo interrumpió.—Los relatos dicen que el

instrumento vuelve locos a los hombrescuando se lo toca, ¿verdad? ¡Losmiembros del culto van a tocarlo ante elduque y todos los nobles, generales ymaestros de los gremios de Praag paravolverlos locos de remate! Así intentanrendir la ciudad de Praag: acabando consus gobernantes.

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Los pasos de Stefan se hicieron máslentos.

—Yo… yo… creo que podrías tenerrazón. Esto… esto es un peligro grave,más grave de lo que pensaba hastaahora. Hay que impedirlo.

—Sí —asintió Ulrika—, pero¿cómo…?

Un movimiento que se produjo en laperiferia de su campo visual captó suatención. Cuando volvió la cabeza, lafigura retrocedió al interior de uncallejón. Ella volvió a desviar la miradacomo si no hubiese visto nada.

—Nos están siguiendo —dijo.Stefan asintió con la cabeza y la

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vista fija al frente.—¿Dónde?—En el callejón que tenemos detrás

—contestó Ulrika.—Entonces vayamos a hablar con él

—decidió Stefan.Como si fueran uno sólo, dieron

media vuelta y se encaminaron conrapidez hacia el callejón.

El hombre que se ocultaba allí lanzóuna exclamación ahogada al verlosaproximarse, y comenzó a recular.Ulrika frunció el entrecejo. Había vistoantes esos hombros caídos y esa boca delabios flojos. Entonces se dio cuenta dequién era: el aprendiz del fabricante de

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instrumentos musicales. ¿Acaso loshabía estado siguiendo desde queestuvieron en la tienda? Aquello erapenoso.

El aprendiz dio media vuelta parahuir cuando se le acercaron. Ulrika saltópor encima de su cabeza y cayó justodelante de él, al tiempo quedesenvainaba el estoque. El muchachopatinó al detenerse, y miró hacia atrás,con los ojos desorbitados de terror.Stefan se le acercaba por la espalda, ytambién había desenfundado su arma. Elmuchacho sacó una daga del cinturóncon mano temblorosa.

—Guarda eso, aprendiz —dijo

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Ulrika, al tiempo que avanzaba hacia él—. Sólo queremos hablar…

—¡Por la llegada de la reina! —chilló el aprendiz antes de clavarse elcuchillo en el cuello y degollarse.

Ulrika y, Stefan saltaron hacia él y leaferraron el brazo, pero llegarondemasiado tarde. El muchacho estabacayendo de rodillas, con un chorro desangre manándole a borbotones de lagarganta abierta, mientras la luz moríaen sus ojos.

—¡Maldito sea! —gruñó Ulrika,derribándolo de un empujón—. ¡Malditosea!

—No lo maldigas —le espetó Stefan

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—. ¡Desángralo, rápido!Ulrika se sobresalió, fastidiada, y

luego cayó de rodillas y cerró la bocasobre la herida sangrante. Tenía unhambre tremenda, pero a causa de lafrustración había apartado de unempujón lo que más necesitaba.Succionó la sangre del muchacho,intentando beberla antes de que sederramara por el suelo.

Cerró los ojos con placer, perocuando la dulce canción de la sangrepalpitaba en sus oídos, se le unió eldébil trino de un violín que hacía volarun discordante contrapunto del éxtasisde Ulrika, y que la enganchó como una

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espina curva y mantuvo su mente porencima del flujo de roja calidez,importunándola. Parecía que siempreestaban tocando algún violín en Praag, aveces quejumbroso, a veces risueño,siempre transportado hasta ella por uncapricho del viento. ¿Acaso era siempreel mismo violín? Y si así fuera, ¿quiénlo tocaba, y por qué parecía oírlosiempre en momentos de gran angustia uhorror?

La cabeza de Ulrika se alzó conbrusquedad del cuello del aprendiz alocurrírsele una idea imposible. Levantóla mirada hacia Stefan.

—¿Oyes esa canción?

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Stefan aguzó el oído.—Sí —dijo—. Un violín, en alguna

parte.Ulrika se limpió la boca en una

manga del muchacho, y se puso de pie.—¿Lo has oído antes?Stefan frunció el ceño, pensativo.—Si —respondió, al fin—. Ahora

que lo mencionas, sí. Siempre lejano, ysiempre un fragmento, nada más.

—Así es —asintió Ulrika, en cuyopecho crecía la emoción—. Lo mismome ha sucedido a mí. No le he hechocaso en ningún momento. Ahora mismohay demasiada música en Praag. Sóloparecía otra parte de la sinfonía. Pero…

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pero está en todas partes, aunque sólocuando ha sucedido algo terrible. Lo oídespués de matar a los matones deGaznayev, y cuando maté a losmiembros del culto en la destilería, ycuando la Esquirla de Sangre hirió aRaiza.

—¿Estás segura? —preguntó Stefan.Ulrika negó con la cabeza.—No lo sé. Tal vez sean sólo

imaginaciones mías. ¿Recuerdas cuándotú…?

Ambos callaron cuando la canciónvolvió a apagarse, desvaneciéndose enla distancia como si hubiera cambiadoel viento. Stefan frunció el ceño,

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pensativo.—Lo oí cuando las lahmianas me

expulsaron de su casa, y otra vez justoantes de que acudiera a ayudarte en elalmacén de los delincuentes. Y tambiénen otras ocasiones, me parece. A vecessonaba como una voz. Otras, como unviolín.

—¡No como un simple violín! —exclamó Ulrika, con repentinaconvicción—. ¡Es el violín! ¡El deFieromonte!

Stefan volvió a fruncir el entrecejo.—Eso es una conjetura bastante

aventurada —apuntó—. La músicapodría ser cualquier cosa. Podría

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tratarse de un instrumento diferente cadavez. Podría ser una mera coincidencia.

—Lo sé —reconoció Ulrika—, pero¿qué otra cosa tenemos en la quebasarnos? Esos malditos miembros delculto cubren su rastro a cada paso quedan.

—¿Qué me dices del fabricante deinstrumentos? —preguntó Stefan—. Talvez ha enviado a este estúpido aseguirnos.

Ulrika negó con la cabeza.—¿Nos habría dicho el título del

libro si fuera miembro del culto? ¿Noshabría dicho dónde encontrarlo?

—No lo hemos encontrado —

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replicó Stefan—. Podría no haber sidomás que un engaño.

—¿Con qué propósito? —preguntóUlrika—. ¿No habría tenido más sentidodespedirnos con las manos vacías eintentar seguirnos hasta nuestra casa? ¿Oatacarnos en la calle?

Stefan suspiró.—Muy bien, pero ¿cómo vamos a

utilizar una nota que lleva el viento? Nose la puede seguir. Yo la he oído entodos los barrios de la ciudad.

Ulrika se mordió el labio. Stefantenía razón. El hecho de saber queaquella melodía obsesionante seoriginaba en la Viola de Fieromonte no

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les proporcionaba la repentinacapacidad de encontrarla. ¿O sí? Alzó lamirada.

—¿De qué dirección procedía lamúsica, ahora mismo? —preguntó.

Stefan lo pensó un momento y luegoseñaló hacia el este.

—De allí.Ulrika asintió con la cabeza. Era lo

mismo que ella recordaba.—¿Y cuándo lo oíste por primera

vez en la casa de Evgena?Stefan puso los ojos en blanco.—¿Esperas que me acuerde de eso?

¿Lo recuerdas tú? ¿En alguno de loscasos?

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Ulrika intentó evocar las ocasionesen que había oído la música. Había oídoel violín en casa de Max, cuando lohabía descubierto en compañía deaquella mujer, pero lo único que podíarecordar era su propia cólera. ¿Y lasotras veces? Lo había oído después deacabar con el matón que le había robadoa la cantante ciega. Eso habla sucedidoen el barrio de los estudiantes, como enaquel momento, y la música habíallegado de… del este, sí, igual que hacíaun instante. Pero cuando habíaperseguido a Kiraly por los tejadosdespués de que lanzara la Esquirla deSangre a Raiza, se encontraba en la

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periferia del Novygrad, en la mitadoriental de la ciudad, y la melodía lehabía llegado del oeste.

—Del norte —dijo Stefan de repente—. Cuando la oí en el exterior delalmacén de Gaznayev, llegaba del norte.Recuerdo haber mirado en esadirección.

Ulrika frunció los labios.—Así pues, en el oeste nos llega del

este. En el este nos llega del oeste. En elsur nos llega del norte.

—Eso situaría el instrumento en elcentro de la ciudad —dijo Stefan—. Enalgún lugar cercano a…

—La torre de los Hechiceros —

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murmuró Ulrika—. ¡El Colegio deMagia del antiguo zar!

Stefan frunció el ceño.—Otra conjetura —dijo, y luego se

encogió de hombros—. Pero ¿qué mástenemos? —Dio media vuelta y echó aandar hacia la calle.

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VEINTITRÉS

La torre

Ulrika y Stefan observaron la torre delos Hechiceros desde el tejado deledificio más próximo, lo cual no queríadecir que se encontrara cerca enabsoluto. La torre se alzaba en laintersección del Gran Paseo, laprincipal avenida de Praag, con el ríoLynsk, y estaba rodeada por un amplioespacio desierto, como si el resto de la

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ciudad se alejara poco a poco de ella.En torno a su base se había construidoun alto muro de piedra sin puertas deningún tipo, aunque Ulrika no sabía siera para mantener fuera a la gente omantener algo encerrado en su interior.

Dentro de esta barricada, la torre seerguía como un mástil partido. Inclusoen estado ruinoso, era tres veces másalta que el más alto de los edificios deviviendas de las proximidades, y suderruida parte superior abría agujerosen la niebla baja que girabaperpetuamente a su alrededor, La parteinferior tenía pocos desperfectos, conlos rojos muros rectos y verticales, y los

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contrafuertes y balcones en perfectoestado, pero más arriba la piedrapresentaba marcas y estabacontorsionada de un modo terrible,rastros dejados por las mortíferasenergías que se habían liberado cuandoexplotó. Allí, la piedra estabachamuscada, se desmenuzaba ypresentaba enormes agujeros negros.Cerca de la parte superior, una zonaparecía haberse fundido, los muros sedoblaban unos sobre otros como sifueran de arcilla húmeda, y el pináculoera sólo un muñón desigual yennegrecido, como la muñeca de unhombre que hubiera estado sujetando

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una bomba en el momento de laexplosión.

—No veo ni percibo la presencia denadie —dijo Ulrika.

—Yo tampoco —confirmó Stefan—.O bien nos hemos adelantado a ellos, oya se han llevado el violín.

—O no se encuentra aquí, despuésde todo —apuntó Ulrika.

—Vayamos a verlo —decidióStefan.

Bajaron por la fachada del edificio,y luego atravesaron a paso ligero laamplia plaza desnuda hasta el muro querodeaba la torre. Ulrika miró en tornopara asegurarse de que no los observaba

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nadie, y luego empezó a trepar. Laconstrucción era tosca y no carecía deasideros. A lo largo de la parte superiorhabía una hilera de púas, pero ella yStefan pasaron entre ellas y bajaron alestrecho espacio lleno de escombrosque había entre el muro y la torre.

Ulrika levantó la mirada hacia loalto de la construcción con el ceñofruncido. Los muros, al menos cerca dela base, eran mucho más lisos que labarricada, y todas las ventanas de lospisos inferiores habían sido tapiadascon ladrillos. Trepar por allí podríaresultar difícil.

Stefan comenzó a caminar en torno a

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la base, buscando un modo de entrar.Ella lo siguió. En el lado opuestoencontraron la antigua entrada, unaespléndida abertura en arco condragones de piedra enroscados en tornoa sus columnas y la cabeza de un osoque miraba con ferocidad desde laclave. También estaba tapiada con…pero no del todo. Cerca del suelo, enuna esquina, habían abierto a golpes unagujero en el muro de ladrillos.

Ulrika maldijo mientras corríanhacia allí.

—¡Han llegado antes que nosotros!Stefan negó con la cabeza.—Si lo han hecho, se nos han

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adelantado en varios años. Mira.Ulrika miró desde más cerca. Era

verdad; los trozos de ladrillo querodeaban el agujero estaban cubiertos depolvo. Lo habían abierto hacía muchotiempo, y el polvo parecía estar intacto.

—Ladrones de hace mucho tiempo—concluyó Stefan.

—Cuentan con mi agradecimientopor abrir camino —dijo Ulrika, y seacuclilló para meter la cabeza por elagujero.

En el interior había una espléndidasala de más de tres pisos de alto, con untecho arqueado de basalto que teníaincrustadas constelaciones de estrellas,

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planetas y lunas de latón. Debajo de estefalso firmamento había enormes estatuasen proceso de desintegración querepresentaban a hombres y mujeresataviados con ropones de mago, loscuales miraban hacia abajo desde nichosabiertos en las paredes y empuñabanvaritas mágicas, báculos, astrolabios ybalanzas. La postura de las estatuas eraerguida y noble, pero las caras de piedraeran máscaras depravadas y corruptas,de mirada lasciva, que sacaban la lenguay tenían hocico de cerdo en lugar denariz y cuernos en la frente. Losescultores no las habían tallado así, sinduda. Ulrika se estremeció, acobardada,

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y volvió a mirarlas.En el centro había una escalera de

doble hélice, tan delicada como sihubiese sido construida por los elfos deUlthuan, que ascendía hacia el techodesde un montículo de escombros, comoun par de serpientes que se enroscaranla una en torno a la otra; y en el muroopuesto había oscuras puertas abiertas.Algunas parecían conducir a otrashabitaciones, mientras que una de ellasdaba a una escalera que descendía.Ulrika aguzó los sentidos para detectarfuegos de corazones o latidos que seocultaran en los pisos superiores y enlos sótanos, pero no percibió nada. El

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edificio parecía vacío como una tumba.Reptó a través del agujero hasta el

suelo polvoriento, se puso de pie y miróen torno mientras se sacudía la ropa yStefan entraba tras ella.

—¿Debemos subir o bajar? —preguntó.

Antes de que Stefan pudieraresponder, los inmovilizó un sonido: unatriste melodía obsesionante quedescendía de los pisos superioresprocedente de un violín.

—Subir, según parece —dijo Stefan,y echó a andar hacia la doble escalerade caracol.

Ulrika se estremeció, y luego lo

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siguió. Daba la impresión de que elinstrumento los estaba llamando paraque siguieran adelante.

Las escaleras gemelas ascendían enespiral hacia el techo, pero no estabandel todo a plomo, sino que se apoyabanla una en la otra como amantesborrachos, sin que ninguna alcanzara elagujero del techo hasta el que habíanllegado en otros tiempos. Había unvacío de aproximadamente el triple dela altura de Ulrika entre la partesuperior de las escaleras y los trozosque estaban pegados al agujero, y Ulrikavio que la base de ambas escalerastambién estaba rota. Tragó con

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dificultad. No había nada quemantuviera las dos escaleras en posiciónvertical, salvo el hecho de que seapoyaran la una en la otra. No estabanunidas ni por la base ni por la partesuperior.

—Tal vez deberíamos intentarescalar el exterior, después de todo —dijo.

—Se han mantenido así durantedoscientos años —señaló Stefan—.Nuestro insignificante peso no deberíaafectarlas.

Comenzó a subir con paso seguropor la escalera de la izquierda. Ulrikaesperó un momento, preparada para salir

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corriendo si todo aquello sederrumbaba, y luego lo siguió. Sus pieslevantaban grandes nubes de polvo concada paso, pero las escaleras ni siquieraoscilaron.

Tras dos vueltas completas llegaronal punto donde estaban rotas, y otra vezhallaron signos de anteriores visitantes.Cuerdas y poleas salvaban la brechavertical como la obra de una arañagigante, y había varias herramientassobre el último escalón en ruinas. Stefanavanzó hasta el borde y tiró con fuerzade una cuerda, de la que cayó una lluviade polvo al tensarse, pero resistió.Probó con todo su peso, y luego subió

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por la cuerda usando sólo las manoshasta las escaleras que descendían deltecho.

Ulrika sujetó la parte inferior de lacuerda, y luego, cuando Stefan llegó alescalón inferior, subió tras él; y, la pielse le erizó un poco al balancearse aaquella gran distancia del suelo. Alllegar arriba, Stefan la sujetó por unbrazo y la ayudó a poner pie en losescalones colgantes. El violín lejano losfelicitó por sus esfuerzos con una frasecantarina, y guardó silencio otra vez.

La música le dio dentera a Ulrika.—Quiere ser libre —dijo.Stefan asintió con la cabeza, y luego

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cada uno desenvainó su estoque yempezaron a subir la curva queatravesaba el techo y penetraba en unacaja de escalera cerrada. Tras describiruna curva completa llegaron a un rellanoque conectaba con una galería circularflanqueada por varias puertas. A travésde éstas vieron aulas forradas de maderacon hileras de bancos y atriles, ypizarras que tenían signos extrañosescritos con tiza. En la puerta de una delas aulas se apiñaban esqueletosataviados con ropón, como si losestudiantes hubieran muerto cuandointentaban salir todos al mismo tiempo.

Tras ascender medio círculo más

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encontraron otro esqueleto tendido en laescalera, boca abajo y con los pies másarriba que la cabeza, como sí hubiesecaído cuando bajaba corriendo. Sujetabauna barra de oro en las manos. Ulrikahizo una mueca al ver que los huesos delos dedos también eran de oro; enrealidad, todos los huesos de las manosse le habían convertido en oro, y elmetal continuaba subiendo hasta lasmuñecas. Había laminillas de oro finascomo papel recubriéndole las manos,como si la piel también se hubieseconvertido en oro. Ella y Stefan pasaronjunto al esqueleto y continuaronsubiendo.

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Un momento más tarde Ulrikapercibió la presencia de alguien que seencontraba de pie ante la balaustrada, enel piso siguiente, y alzó la mirada altiempo que se ponía en guardia. Allí nohabía nadie, pero en cuanto apartó lamirada, volvió a percibir aquellapresencia, y también las de otros. Miró aStefan.

—Fantasmas —dijo él—. O ecosdel pasado.

Cuanto más subían, más extrañas sevolvían las cosas: estatuas que llorabansangre fresca, susurros raros que aUlrika le farfullaban imposibilidadeslascivas al oído, aterrorizados chillidos

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procedentes de habitaciones desiertas,una estancia a través de cuya ventanaentraba la brillante luz del sol aunquetodas las otras estaban bañadas por laluz de la luna.

Tampoco eran tangibles todas lascosas extrañas que había allí. Lasemociones recorrían la torre comoráfagas de viento, y envolvíanbrevemente a Ulrika y a Stefan en nubesde odio, lujuria, mareo o tristezainsoportable, y las ráfagas se hacían másfuertes cuando más ascendían. El estadode ánimo de Ulrika alternaba entre lasganas de llorar o reír, o de atacar aStefan, aunque el deseo de arrancarle la

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ropa o la garganta cambiaba de unmomento a otro. Apenas lograba evitarverse arrastrada a los altibajos de estosfalsos sentimientos, y se rodeaba eltorso con los brazos bien apretados acausa del esfuerzo que tenía que hacerpara resistirse.

Pasaron por un sitio en el que lapiedra de la escalera estaba tan calienteque las suelas de los zapatos leshumeaban y no podían tocar lospasamanos, y por otro piso donde todo—las paredes, los muebles, los tederosde las paredes y la gente— se habíaconvertido en hielo: una escena de terrorcongelada con cristalina perfección

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durante siglos. Estudiantes de cristalsorprendidos cuando corrían y mirabanpor encima del hombro como si huyerande una explosión. Una mujer madura queprotegía a una más joven entre losbrazos. Un joven aprendiz que corríacon los brazos sobrecargados de libros.La mayoría estaban fundidos con elsuelo allá donde lo tocaban sus pies,pero unos pocos se habían soltado yyacían en trozos dispersos allí dondehabían caído. El violín volvió a sonarcuando Ulrika y Stefan pasaron ante esosdesdichados, y las vibraciones queprodujo en el cristal hicieron quepareciera que estaban gritando.

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Algunos pisos más arriba, laescalera estaba obstruida por una densamaleza de nudosas enredaderas de hojasrojas y grandes frutos de color púrpura.Las enredaderas salían de las salas a lasgalerías y cubrían el espacio quemediaba entre ambas escaleras decaracol. Ulrika y Stefan buscaron unamanera de rodearlas, pero llenaban porcompleto el espacio cerrado de laescalera. No parecía haber másalternativa que pasar a gatas a través deellas.

Con Stefan a su lado, Ulrika se abriópaso a través de las carnosas hojas y sesubió al tronco de una enredadera. Hizo

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una mueca. La corteza era resbaladiza yaceitosa y olía a moho. Le costabasujetarse a ella. Entonces, un sonidosusurrante hizo que levantara la cabeza.Stefan también miró detrás de sí. Lashojas encarnadas se frotaron unas contraotras y luego guardaron silencio.

—¿Qué ha sido eso? —preguntóUlrika.

—¿Ratas? —sugirió Stefan.Continuaron trepando de una

enredadera a otra, adentrándose cadavez más en la maraña. Ulrika hizo unapausa al ver un esqueleto a pocos pasospor debajo de ella, caído entre dosenredaderas, y luego otro colgando entre

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ellas un poco más adelante. Llevabanandrajosos restos de ropa negra asícomo cuerdas y herramientas.

—¿Los antiguos ladrones?Stefan asintió con la cabeza.—Pero ¿qué los mató?Se oyó otra vez el sonido susurrante,

y Ulrika se volvió a mirar cuando algose movió en la periferia de su campovisual. Giró en redondo. Era uno de losbulbosos frutos purpúreos de laenredadera que se alzaba sobre el tallocomo una serpiente.

En el momento en que lo miró, seabrió como una vaina y se lanzó en línearecta hacia sus ojos, extendiendo un

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estambre como una aguja de huesoacabada en punta de flecha. Ulrikachilló, y sólo sus reflejos sobrehumanosle permitieron atrapar el estambre antesde que le atravesara la pupila. Otro se leclavó en el brazo, momento en que loscarnosos labios de la vaina se cerraronen torno al dardo y se pusieron asuccionar la herida. Ella se la arrancócon un alarido, y la planta se llevó untrozo de su piel al retraerse. A su lado,Stefan también maldecía y dabamanotazos, y por todas partes salíanveloces vainas de entre las hojas y lesclavaban los estambres.

—¡Adelante! ¡Adelante! —gritó

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Stefan—. ¡Continúa avanzando!¡Cúbrete la cara!

Ulrika dio manotazos a su alrededorpara rechazar las vainas, y luego se echóla capa por encima de la cabeza y semetió un trozo en la boca con el fin demantenerla cerrada mientras continuabatrepando a ciegas y buscando a tientas laenredadera siguiente.

Las vainas la atacaban desde todaspartes mientras subía, clavándole losestambres en los brazos, las piernas y laespalda, y por las maldiciones ygruñidos que oía a su lado sabía queStefan se encontraba igualmenteacosado. Por la mente le pasó una

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rápida visión de lo que había sucedidocon los ladrones. Al carecer de lavelocidad de un vampiro, debieron dequedar cegados al instante, y luego lasvainas chupadoras los habrían hechopedazos cuando luchaban condesesperación por salir del laberinto deenredaderas. Una muerte horrible.

Ulrika y Stefan fueron másafortunados En efecto, para alivio deUlrika, aunque también para suconfusión, tras el ataque inicial laviolencia de las vainas fue menguado.Continuaban retorciéndose ygolpeándola, pero atacaban menos amenudo con los estambres, aunque

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parecían cada vez más y más furiosas.Al fin, una mano de Ulrika tocó piedraen lugar de resbaladizas enredaderas, ysalió a gatas del interior de la maraña alos escalones. Stefan aparecióarrastrándose detrás de ella, y sealejaron gateando escaleras arribamientras las vainas tensaban los tallosdetrás de ellos para intentar alcanzarlos.

—¡Plantas inmundas! —gruñóStefan, dejándose caer sobre losescalones para masajearse las heridascuando ya estaban a salvo, fuera delalcance de la vegetación.

Ulrika se desplomó a su lado e hizolo mismo. Tenía las manos y las

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muñecas cubiertas de laceraciones yrojos pinchazos inflamados.

—Creo que somos afortunados porno estar vivos —dijo.

—¿Por qué lo dices? —preguntóStefan, mientras se extraía un estambreroto de una pierna.

—No parecía gustarles nuestrosabor.

—Espero que mueran a causa denuestra sangre —masculló Stefan.

Ulrika le dedicó una media sonrisa.—Me pregunto si era necesario que

viniéramos aquí. El violín parece bienguardado. ¿Podría algún hombre vivosuperar esos obstáculos?

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—Ellos son miembros de un culto —le recordó Stefan—. Dispondrán demagia.

La sonrisa de Ulrika se desvaneció.Su compañero tenía razón. Era probableque los miembros del culto no tuvieranninguna dificultad.

—Sigamos adelante, entonces —dijocon un suspiro.

Se levantaron y continuaronsubiendo la escalera, pero después de unpar de giros completos se encontraroncon una obstrucción que parecía deltodo insalvable. Como había notadoUlrika cuando estuvieron observando latorre desde lejos, una parte de ella

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parecía haberse fundido; y acababan dellegar a esa parte. Las paredes de laescalera y la torre se habían dobladocomo si hieran de cera caliente; lospisos se habían hundido y aplastadounos sobre otros, estrechando la vía deascenso al hincharse y combarse hastacasi cerrarla.

Ulrika se acercó al techo hundido ylo tocó. Era de duro granito. Cualquieraque hubiese sido la energía que habíafundido la piedra ya había desaparecido,y el granito parecía haber vuelto a suestado natural.

Stefan suspiró.—Esto podría ser el fin —dijo—.

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Ni siquiera un brujo atravesaría eso.—No —convino Ulrika—, pero un

vampiro podría rodearlo.Stefan la miró con curiosidad, y ella

le hizo un gesto para que la siguiera, traslo cual regresó al rellano que acababande dejar atrás. Las habitaciones de aquelpiso parecían haber sido los aposentospersonales de los magos que habíanvivido allí, ya que en su interior seveían camas, mesas y escritorios. Ytambién siluetas humanas impresas afuego en las paredes y los suelos, comosombras proyectadas por un solbrillante.

Ulrika fue hasta una ventana alta

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destrozada, asomó la cabeza y miróhacia arriba. A diferencia de los lisosmuros de la base, allí la piedrapresentaba hoyos y se desmenuzaba, locual ofrecía abundantes asideros,mientras que más arriba, donde la torrese había fundido, estaba arrugada y llenade protuberancias, e incluso másgastada, si cabe, como la piel de unaserpiente a medio mudar.

—Es prácticamente una escalerilla—apuntó, y entonces salió y empezó atrepar mientras Stefan la seguía.

Sin embargo, al llegar al nivel de lasparedes fundidas, el ascenso se volviómás difícil. La piedra zumbaba a causa

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de la energía atrapada en ella y hacíaque los dedos le hormiguearan y se lecontrajeran, mientras vientos extrañosque transportaban gritos humanos laazotaban e intentaban hacer que sesoltara de la torre. Luego apareció de lanada un hombre que cayó hacia ella,agitando brazos y piernas y chillando.Ulrika dio un respingo y tuvo quemanotear desesperadamente con lasgarras para volver a sujetarse, pero élpasó a través de su cuerpo, taninsustancial como el aire. Cayeron máshombres cuando continuó trepando, y entorno a Ulrika comenzaron a estallarruidos repentinos y destellos de luz

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cegadora que desaparecían al instante.A la luz de los destellos veía

horribles criaturas aladas volando encírculos alrededor de la torre,escupiendo fuego y negra bilis, mientrasbrujos ataviados con amplias túnicasflotaban sobre discos de color púrpura ydisparaban rayos arcanos contra eledificio. Los hechiceros defensoresrespondían con sus propios rayos, yhacían que las alas de lasabominaciones se recubrieran de hielopara que no pudieran volar, aunquesiempre había más para sustituirlas.

A Ulrika le pareció que estabaescalando a través de una tormenta de

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tiempo, donde los acontecimientos de ladestrucción de la torre se repetíaneternamente. En torno a ella searremolinaban fuego y energía negra quele quemaban la piel sin dañarla. Lapared que estaba escalando eraalternativamente recta y vertical, luegofundida y cambiante, y a continuacióndeformada, fría e inmóvil. En más deuna ocasión fue a aferrarse a un asideroy estuvo a punto de caer al descubrir queen realidad no existía. Después de eso,cerró los ojos y trepó sólo mediante eltacto. Sin embargo, continuó siendoazotada por ruidos, vientos y recuerdosque no le pertenecían, pero al final se

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hicieron menos frecuentes, y lascorrientes y sonidos amainaron.

Volvió a abrir los ojos y vio quehabía sobrepasado la sección fundida,hasta un área donde la piedra estabaennegrecida y rajada y la carbonilla sele adhería a las manos y la ropa. Másarriba, a la izquierda, había una ventana;trepó con cuidado hasta ella, y por finpudo entrar, con los brazos temblorososa causa de la fatiga. Se asomó paraayudar a Stefan. Cuando ambos seencontraron a salvo, se pusieron de piepara sacudirse el hollín de la ropa y lasmanos, y miraron a su alrededor.

La estancia ocupaba una cuarta parte

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de la torre, tenía forma de cuña y eltecho alto; al otro lado había una puertapequeña que daba acceso a la escalera,y grandes puertas arqueadas concolumnas a ambos lados que daban pasoa otras dos de las cuatro secciones de latorre. Parecía haber sido una especie decámara del tesoro en otros tiempos,porque había arcones, cofres y objetosextraños por todas partes, destruidos ensu totalidad. Los arcones se habíantransformado en montones de maderaennegrecida, y los que habían contenidono eran más que masas irreconocibles.Las armaduras estaban convertidas enpilas de brillante chatarra, y las gemas

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que llevaban incrustadas aparecían rotasy enturbiadas. En un estante caído seveían cubiertas carbonizadas de libroscuyas páginas habían sido consumidaspor el fuego en su totalidad. Regueros deplata y oro recorrían las losas del suelodesde cofres rajados. En un rincón yacíaroto un obelisco negro de la antiguaNehekhara.

Ulrika se acuclilló a recoger unagema partida.

—Si el fuego destruyó esto, ¿cómoha sobrevivido el violín?

Stefan negó con la cabeza y seencaminó hacia la puerta de la pared dela derecha. Ulrika se puso de pie y lo

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siguió. La habitación contigua era iguala la primera, una ruina ennegrecida yllena de tesoros quemados. Laatravesaron para pasar a la siguiente. Latercera sala también estaba llena deobjetos destrozados, salvo por unaenorme cámara de piedra empotrada enel muro interior.

—Así ha sobrevivido —declaróStefan.

Se acercaron a ella, caminando concuidado entre los restos. Llegaba hastael techo, y aunque las paredes estabantan negras de hollín como el resto de lasala, se encontraban intactas, al igualque la puerta reforzada con bandas

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metálicas y todos sus goznes, cerradurasy demás piezas de hierro. Desde elinterior, el violín los llamaba con unalastimera melodía suplicante.

Ulrika se quedó mirando la puerta,asombrada.

—¿La batalla deformó la piedra y lahizo arder como si fuera madera y, sinembargo, esto sobrevivió?

Stefan avanzó y limpió el hollín dela placa de la cerradura, dondedescubrió una franja de angulosas runasque la rodeaba.

—Obra de enanos —dijo—. Miseñor tenía una cámara como ésta paraproteger sus tesoros. No sirvió para

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nada, sin embargo, contra la traición deKiraly —añadió con amargura.

Ulrika tiró del robusto picaporte. Nose movió. Dio una patada a la puerta.Era tan sólida como parecía, y daba laimpresión de tener más de un palmo degrosor. Rodeó la cámara para examinarlos costados. Estaban intactos y eransólidos.

Negó con la cabeza.—Si todo el poder del Caos no pudo

abrirla, dudo que nosotros encontremosun modo de hacerlo.

Stefan se volvió hacia la puerta.—Hasta ahora sólo hemos

examinado este lado —sugirió—.

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Podríamos tener más suerte con la partede arriba, la de abajo y la de atrás.

* * *Pero no fue así. Cuando salieron a lagalería circular que rodeaba la escaleracerrada y contra la cual se apoyaba laparte posterior de la cámara, seencontraron con que estaba entera; y enlos pisos superior e inferiordescubrieron que lo mismo sucedía conel techo y el suelo. En un lugar en el quenada había permanecido inalterado porla magia, sólo las paredes construidas

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por los enanos habían sobrevividointactas.

Ulrika suspiró cuando regresaron ala habitación de la cámara y sedetuvieron ante la puerta.

—Yo tenía razón, antes. No eranecesario que viniéramos. Nadie podráabrir esta cámara. Ni siquiera un brujo.El plan de los miembros del culto,cualquiera que sea, fracasará.

—Es probable que tengas razón —admitió Stefan con el ceño fruncido—.Aun así, sería mejor asegurarse.

—Pero ¿qué podemos hacer? —preguntó Ulrika—. La única manera deasegurarnos sería llevándonos el violín

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y destruyéndolo.—Esa sería la manera más segura, sí

—convino Stefan—, pero comprobarque los miembros del culto no logranabrir la cámara también sería una grantranquilidad.

Ulrika alzó una ceja.—¿Te refieres a esperar aquí y ver

cómo fracasan?—Exacto.—Muy bien —consintió Ulrika—. Y

después se encontrarán atrapados aquídentro con nosotros. Podremosinterrogarlos tranquilamente.

Stefan le dedicó una sonrisa desuficiencia.

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—Ahora sí que hablas como unvampiro.

* * *Encontraron el sitio perfecto dondeesperar y observar: encima de lascolumnas que flanqueaban una de laspuertas que daban a las otrashabitaciones. Estaban coronadas porestatuas ennegrecidas y rotas de águilaskislevitas de dos cabezas, cada una deellas más alta que un hombre, y seacuclillaron detrás. Ulrika y Stefan

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estaban bien escondidos, pero a pesarde eso tenían una buena vista de lacámara.

Durante una hora no sucedió nada,ya Ulrika comenzó a preocuparle que elsol saliera antes de que llegaran losmiembros del culto y los obligara apasar el día ocultos en el interior de latorre, pero un repentino sonido agudo ylastimero del violín le hizo alzar lacabeza, igual que a Stefan.

Ulrika aguzó el oído y los demássentidos. Se oían voces débiles en elexterior de la torre, y muy abajo, en ellímite más extremo de su percepción, ellatido de varios corazones humanos.

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Pasado un momento, una voz se alzópor encima de las otras.

—Experimentaréis algunassensaciones extrañas a medida quesubamos, hermanos. Cerrad los ojos yno hagáis caso de ellas. Son ecos delpasado, nada más.

Siguieron murmullos de asentimientoy luego todo quedó en silencio.

Ulrika intercambió una mirada conStefan. Había reconocido la voz.

—Es el brujo del almacén deGaznayev —susurró—. El que intentóquemarnos.

—Excelente —lo celebró Stefan—.Quería encontrarme con él otra vez.

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Se adelantaron un poco conprecaución, mirando las ventanas quehabía más abajo. Percibía tres fuegos decorazones que se acercaban,ascendiendo por el exterior de la torre.Un momento mis tarde oyeron gritosreprimidos y gruñidos.

—¡Continuad! —susurró la voz delbrujo—. ¡No les hagáis caso!

Ulrika apretó los dientes con laesperanza de que los hombres seperdieran en las violentas ilusiones dela tormenta mental y se mataran al caer,pero, para su decepción, no oyó másgritos.

Luego, en el alféizar de una de las

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ventanas aparecieron unas sombrasredondeadas. Ulrika y Stefan seagacharon más, intentando ver mejor.Los hombres parecían haber escalado lapared con mucha rapidez. Incluso ella yStefan habían tardado más.

Las sombras se agrandaron alacercarse, y Ulrika y Stefan se quedaronmirando fijamente a los tres hombresataviados con la capa propia del culto,provista de capucha con velo facial, queentraron flotando por la ventana,tomados de la mano, rodeados por unnimbo de energía violeta, y se posaroncon suavidad en el suelo. El brujo,situado en medio, mostraba una calma

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perfecta, como si volar fuese para él tannatural como caminar, pero los otros doshombres dejaron escapar suspiros dealivio al verse otra vez sobre un suelofirme.

—En guardia —dijo el brujo,señalando las huellas dejadas por Ulrikay Stefan, que se destacaban con brillanteclaridad contra el suelo ennegrecido dehollín—. Los intrusos están aquí.Registrad el lugar.

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VEINTICUATRO

La criada de lareina

Los dos guardias miraron a su alrededorcon intranquilidad.

—¿Puedes usar tu visión, hermano?—preguntó uno de ellos.

—¿Aquí? —El brujo se rió—.Apenas si puedo ver la realidad a causade todas las ilusiones que se

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arremolinan en este lugar. Mi visión esinútil. Id y usad las armas que hemospreparado para vosotros. Sí son los queatacaron antes, las necesitaréis.

Ulrika y Stefan intercambiaron unamirada al oír eso, y luego observaroncómo los hombres desenvainaban largasespadas y empezaban a buscar entre lacalcinada confusión que llenaba la sala.Las hojas de las armas brillaban con ellustre de la plata, y parecía que lashabían chapado de ese metal. Losmiembros del culto habían sidopreparados para enfrentarse con ellos.

Mientras los hombres buscaban —uno pasó justo por debajo de Ulrika y

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Stefan para entrar en la sala contigua—,el brujo avanzó hasta la bóveda ycomenzó a murmurar y mover las manoscon complicados gestos. A pesar de loque había dicho sobre que su visión erainútil, Ulrika tenía la certeza de queestaba intentando determinar qué habíadentro de la bóveda y qué la protegía.Se preguntó qué poderosa magiaemplearía para abrirla. Iba a tener queser un hechizo realmente grandioso.

Un rato después volvieron los doshombres.

—No los hemos visto, hermano —dijo uno.

—Hemos registrado el piso de

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arriba y el de abajo —explicó el otro—.Han estado allí, pero ya no están.

El brujo asintió con la cabeza.—Muy bien. Tal vez se han dado por

vencidos. La cámara sería inexpugnableincluso para los de su naturaleza.Manteneos vigilantes, de todos modos,pero antes haréis lo que habéis venido ahacer. ¿Tienes la mano de la hechicera,hermano Song?

El hombre asintió con la cabeza,sacó un paquete de una bolsa quellevaba a la cintura y lo desenvolvió.Contenía una mano desecada.

El brujo retrocedió un paso.—No permitas que toque el suelo,

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las paredes ni cualquier otra cosa de lasque hay aquí… yo incluido —advirtió—. Sólo la mano de alguien que extraigasu magia de los vientos de color puedeabrir la cerradura, y tiene que estar librede todo rastro de contaminación delCaos.

—De acuerdo, hermano —replicó elhombre que sostenía la mano con sumocuidado.

—Y tú, hermano Lyric —dijo elbrujo, dirigiendo la mirada hacia el otrohombre—, ¿tienes la llave?

—Sí, hermano —sacó una llave degrandes dimensiones que llevaba dentrodel jubón, y se la enseñó.

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—Bien —asintió el brujo—. Ahora,unidlas como os enseñé.

Los dos hombres se acercaron ypusieron la llave en la mano cortadacomo si la estuviera sujetando, paraluego atarla con cordel alquitranado.

—¿Ha quedado firme? —preguntó elbrujo.

—Así es, hermano —replicó elhermano Song, comprobándolo.

—Entonces, abrid la puerta —ordenó el brujo—. Pero permaneced enguardia. No sé qué puede haber ahídentro. Tenéis que protegerme.

—Con nuestras vidas, hermano —exclamaron los hombres al unísono.

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El hermano Song se acercó a lapuerta, con la mano cercenada sujeta porel muñón, mientras el hermano Lyric seponía en guardia detrás de él y el brujopreparaba un hechizo. Ulrika negó con lacabeza ante la simplicidad de lo queestaba viendo. Había imaginado que seesgrimirían grandiosos hechizos. No sele había ocurrido que, por algún mediodesconocido, los miembros del cultopodrían haber obtenido la llave.

El hermano Song metió la llave en lacerradura e intentó hacerla girar. No semovió porque los dedos que la sosteníanestaban flácidos y, a pesar de la cuerda,no sujetaban la llave con firmeza.

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Frustrado, el hermano Song adelantó unamano para cerrarlos.

—¡No! —gritó el brujo—. Debehacerse sólo mediante la mano de ella.Si tus dedos tocan la llave mientras estédentro de la cerradura, no se abrirá.

El hermano Song gruñó, irritado, yvolvió a intentarlo, empujando la manocontra la cerradura y haciéndola girar.Si hubiera sido una cerradura de facturahumana, puede que aquello no hubiesefuncionado en absoluto, pero lascerraduras de los enanos, aunque eraninfranqueables si se empleaba la llaveincorrecta, eran conocidas por lasuavidad de su funcionamiento. Y al fin,

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con los dedos de la hechicera retorcidosen una posición que los habría roto envida, la llave giró dentro de lacerradura, y se oyó un estruendo degrandiosos contrapesos que sedesplazaban y cerrojos que sedescorrían.

—Excelente —susurró el brujo,frotándose las manos—. Ahoraretrocede y permanece en guardia. Apartir de este momento continuaré yo.

El hermano Song arrojó a un lado lamano cercenada con la llave y preparóla espada como le había ordenado elbrujo, que entonces avanzó y tiró delpicaporte. Al principio, la puerta no se

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movió, pero luego, con lentitud,comenzó a abrirse, y un alocadoestallido de música de violín saliórápidamente de dentro y danzó de unlado a otro como un niño contento alverse libre del colegio.

Ulrika miró a Stefan con los ojosdesorbitados. Él le pidió por gestos quese le acercara. Ulrika lanzó una mirada alos dos guardias, y al ver que tenían losojos fijos en el interior de la bóveda enla que estaba entrando el brujo, sedesplazó al otro extremo del arco.

—Cuando lo tenga —dijo Stefan—,los matamos. Primero a él y luego a losotros dos.

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—¿A él? —preguntó Ulrika—. Perosi los otros tienen armas de plata.

—Y él tiene fuego, ¿recuerdas?Ulrika asintió con la cabeza y volvió

al otro extremo del arco, donde volvió aguarecerse detrás del águila. Ella yStefan desenvainaron sus espadas ydagas, y luego treparon hasta quedaracuclillados sobre los hombros de lasestatuas. Stefan alzó una mano.

—¡Al fin! —dijo la voz del brujo enel interior de la bóveda—. E intacto porel fuego y el paso del tiempo.¡Espléndido!

Los guardias recularon cuando elbrujo salió con un estuche de forma

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rectangular, hecho en madera de caobacon bisagras de oro, que sujetaba entrelos brazos como si fuera un bebé.

Stefan bajó la mano y, comosombras gemelas, él y Ulrika saltaron ensilencio desde las águilas de piedra yaterrizaron a pocos pasos de los tresmiembros del culto.

Los dos guardias ni siquiera loshabían oído cuando Ulrika y Stefan losempujaron al pasar, y el brujo estabajusto dándose la vuelta cuando loatacaron. Stefan le atravesó el corazón,y Ulrika le metió el estoque dentro de lasorprendida boca y se la sacó por lanuca, cosa que lo mató al instante.

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Parecía una muerte demasiado rápidapara alguien que había estado a punto dehacerla arder en las llamas, pero nohabía nada que hacer.

Arrancaron las armas del cuerpo yse volvieron para enfrentarse con losdos guardias, mientras el brujo sedesplomaba detrás de ellos y el estuchedel violín se le deslizaba de las manos.

Los guardias cargaron, asestandofebriles tajos al aire con sus largasespadas. Ulrika reculaba y paraba losgolpes con precaución. El hombre contraquien luchaba era bueno, pero no podíacompararse con ella salvo por lo querespectaba a la plata. De no haber sido

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por eso, Ulrika se habría atrevido aclavarle una estocada rápida y finalizarla pelea lo antes posible, pero un solocorte desafortunado de aquella espada ysería ella la que llegaría a su fin.

El adorador del Caos soltó unacarcajada.

—¡Sí, demonio! ¡Conocemos tudebilidad!

Avanzó, dirigiendo tajos al brazoextendido de la vampiro, pero lavacilación de Ulrika había hecho que sesintiera demasiado confiado y abrió unabrecha en su guardia. Desvió la espadadel hombre hacia un lado con la daga, yluego le atravesó el corazón con el

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estoque cuando él intentó retroceder.Stefan despachó a su contrincante en elmismo momento, agachándose paraesquivar un tajo salvaje y atravesando elcuello del hombre.

Ulrika dejó escapar un suspiro dealivio, y luego frunció el ceño.

—Hemos olvidado interrogarlos.Stefan se encogió de hombros.—Con el violín en nuestro poder, no

hay necesidad de hacerlo. Su plan se hafrustrado.

Ulrika se volvió hacia el lugar enque yacía el estuche de caoba del violín,junto al brujo muerto. Estaba cubierto deprotecciones y sellos rúnicos, al parecer

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destinados a mantener cautivo elinstrumento, pero a pesar de eso elviolín radiaba, como un sol negro, unaenergía sobrenatural que le provocabapicor en la piel.

—Destruyámoslo aquí y ahora —dijo, al tiempo que alzaba el estoque—.Percibo su vil influencia a través delestuche.

—¡No! —exclamó Stefan—. Si deverdad está poseído por un demonio,nos encontraríamos en un peligro mortal.El hecho de romper el instrumentopodría poner en libertad al demonio, quepodría matarnos a los dos.

Ulrika volvió a mirar el estuche, esta

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vez con inquietud.—Pero entonces, ¿qué es lo que

tenemos que hacer? Si no lo destruimos,el culto volverá a intentar hacerse conél.

Stefan frunció el ceño.—Es una pena que la boyarina

Evgena te haya agregado a su lista negra.Es una gran practicante de las artes,según tengo entendido, y es probableque conozca un modo de destruirlo sincorrer peligro —gruñó con enfado—.Bueno, ya encontraremos alguna manera,pero éste no el momento de pensar en elasunto. Tendremos que llevárnoslo ydecidir después.

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—Muy bien —convino Ulrika.Al agacharse para recoger el estuche

le dio vueltas la cabeza, y se apoderó deella un impulso casi incontrolable deabrirlo y sacar el violín. Le implorabaque lo pusiera en libertad y le prometíael cumplimiento de todos sus deseos, laderrota de todos sus enemigos, el amorde todos aquellos a los que amara. Loúnico que tenía que hacer era sacarlo desu prisión. Resistió el impulso condificultad, y luego metió el estuchedentro de una mochila de cuero que elbrujo muerto llevaba sujeta al cinturón.Se le estremeció la columna vertebralcuando se echó la mochila a la espalda.

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Sintió que algo ardiente que no era calorle penetraba en la piel.

—Vámonos —dijo—. Rápido.Quiero librarme de esto lo antesposible.

Stefan asintió con la cabeza y ambossubieron al alféizar de la ventana. Élcomenzó a bajar de inmediato, peroUlrika miró hacia el este. Por encima delas montañas el cielo era de color grisclaro. Se acercaba el amanecer.Tendrían que moverse con rapidez siquerían regresar al refugio seguro delsótano de la panadería antes de quesaliera el sol. Ulrika recobró el controly, a continuación, comenzó a descender,

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obligándose a avanzar a una velocidadmedida y moderada.

Cuando llegaron a la franja depiedra retorcida, se preparó para laaparición de las visiones y ladesorientación, pero, cosa extraña,aunque llegaron, eran más débiles y nola afectaron. Esta vez no tuvo necesidadde cerrar los ojos para encontrarasideros fiables. ¿Era debido a que yahabía experimentado antes la tormenta?¿Quizá se había acostumbrado a ella?¿Acaso el brujo, de algún modo la habíasuavizado?

Entonces supo la respuesta. Loestaba haciendo el violín. Quería

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escapar, y estaba ayudándola a llegar alsuelo por el sistema de suprimir lasvisiones. El pensamiento hizo que seestremeciera. ¿Estaba haciendo locorrecto al sacarlo de la torre, o elviolín le estaba manipulando la mente?¿Cómo podía saber si tenía el control desí misma o si era él quien la dirigía?

Descendieron por debajo de la zonade piedra fundida y volvieron a entrar enla torre a través de una ventana. AUlrika le preocupaban las enredaderas ylos purpúreos frutos sedientos de sangre,y se preguntaba si iban a tener quevolver al exterior de la torre paraevitarlos, pero cuando llegaron a la

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maleza, la encontraron marchita y seca,con todas las vainas inmóviles sobre losescalones, convertidas en nada más quepequeñas fundas secas.

—Como yo había predicho —dijoStefan, mientras se agachaba para pasarpor debajo de las enredaderas disecadas—. El brujo nos ha despejado el camino.

De súbito, Ulrika se sintió muycontenta por el hecho de que lo hubieranmatado antes de que pudiera lanzar suhechizo.

A partir de ese momento aceleraronel paso escaleras abajo hasta ir casi a lacarrera, pasando sin detenerse ante lasextrañas escenas que se habían quedado

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mirando en el camino de subida. Luego,justo cuando giraban en la última curvaantes de descender al abovedadovestíbulo de entrada, Stefan se detuvo enseco. Ulrika también se detuvo,sujetándose a la barandilla.

—¿Qué sucede? —preguntó.—Latidos de corazones —replicó él

—. Debajo de nosotros.Ulrika aguzó los sentidos y también

los oyó. Eran una docena, más o menos,en reposo al pie de la escalera.

—Más miembros del culto.Bajaron con sigilo hasta atravesar el

techo de la grandiosa cámara, paradetenerse justo ante la gran brecha

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dejada por las escaleras gemelas alromperse. Entre los escombros, a la luzde unas pocas linternas, aguardaba ungrupo de adoradores del Caos cubiertoscon capa y máscara. Algunos sepaseaban, otros estaban sentados, y losdemás murmuraban entre sí.

Uno de los que paseaban se volvió amirar a un hombre que se hallabareclinado en la escalera leyendo un libroen silencio.

—¿Por qué tardan tanto? ¿Dóndeestán?

El hombre del libro respondió sin,levantar la mirada.

—La escalada es difícil, y abrir la

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bóveda podría requerir tiempo,hermano. Ten paciencia.

Ulrika frunció los labios. Tambiénconocía esa voz. Pertenecía al brujojorobado a quien ella y Raiza habíanespiado cuando oficiaba la ceremonia enel templo de Salyak, el hombre quehabía atrapado el alma de la muchachainocente en el interior de una botella.

Otro adorador del Caos alzó lamirada hacia el que se paseaba y se rió.

—¿Es que te da miedo este lugar,pequeño? ¡Cuando llegue la reina, seráun santuario! —La voz era áspera y deacento extranjero, y sonaba como sihablaran dos hombres a la vez.

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Stefan señaló el agujero de entradadelantera.

—Si conseguimos atravesar ensilencio esta brecha de la escalera —susurró al oído de Ulrika—, podremosdescender lo bastante como para llegarhasta el agujero antes de que ellospuedan reaccionar.

Ulrika lo miró, decepcionada.—Pero el jorobado está aquí. El que

se me escapó antes.Stefan la miró a los ojos sin

parpadear.—¿Quieres vengarte, o quieres

salvar Praag?Ulrika bajó la cabeza.

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—Tienes razón. Perdóname.Stefan se encogió de hombros y

luego, con un cuidado infinito, recogióuna de las cuerdas que colgaban de labarandilla rota y descendió por ellapasando por encima del borde delúltimo escalón. Ulrika escogió otracuerda e hizo lo mismo, deslizándosecon lentitud, valiéndose sólo de lasmanos para no hacer crujir la cuerda conposibles balanceos.

Al final, sus pies tocaron el escalónsuperior del tramo de abajo, y los apoyócon todo cuidado al tiempo que seaseguraba de no empujar ninguna de lasherramientas que aún estaban esparcidas

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por allí. Stefan se posó con idénticocuidado a su lado, y juntos comenzaron abajar de puntillas por la escalera decaracol hacia los desprevenidosmiembros del culto.

Fue entonces cuando el violíndecidió tocar una canción.

Ulrika se quedó petrificada cuandolos miembros del culto se pusieron enpie de un salto y alzaron la mirada haciala loca melodía. Stefan fulminó con lamirada la mochila que Ulrika llevaba ala espalda.

—¡Qué cosa más traidora! —susurró—. ¡Abajo! ¡Rápido!

Bajó la escalera con sonoros pasos,

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y Ulrika aceleró tras él mientras elviolín le chillaba su canción febril enlos oídos, golpeando contra su columna.

—¡Detenedlos! —gritó el jefe—.¡Tienen la Viola de Fieromonte!

Los adoradores del Caos subieronen masa por la escalera al tiempo quedesenvainaban espadas y dagas,bramando bárbaros gritos de guerramientras el violín hacía sonar una danzadesenfrenada. Ulrika y Stefan seencontraron con ellos cuando les faltabaun tercio de la espiral para llegar alsuelo, y pasaron a través de los cultistascomo si fueran paja, acometiendo conlos estoques y las dagas a la velocidad

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del rayo para bloquear torpes golpes yatravesar pechos, cuellos y entrepiernas.

Pero cuando hubieron pasado, otrostres —uno pequeño y dos enormes—subieron para bloquearles el paso.Ulrika y Stefan atacaron condespreocupación, pero estos miembrosdel culto eran diferentes y lesdevolvieron los tajos con una velocidady una fuerza sobrenaturales… y conplata. Uno de los grandes blandía unagigantesca hacha bañada en plata queestuvo a punto de arrancarle a Ulrika elestoque de la mano. El pequeñoempuñaba dos largos cuchillos, tambiénbañados en plata, que movía como un

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torbellino, y Ulrika tuvo que echarseatrás cuando uno pasó como un destelloa menos de tres centímetros de sus ojos.Junto a ella, Stefan logró esquivaraduras penas el hacha del segundogigante, idéntica a la del primero.

—¡Profanadores! —gruñó elpequeño, con una voz que parecíacompuesta por dos voces y que se alzópor encima del lamento del violín—.¡Dadnos el estuche!

En los escalones superiores, losmiembros del culto a los que Ulrika yStefan habían herido al pasar estabanrecuperándose y bajaban lentamentehacia ellos.

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—¡Cruza! —gritó Stefan.Hizo retroceder a uno de los

gigantes de una patada y saltó a laescalera gemela. Ulrika rió y lo imitó,haciendo retroceder a sus atacantes ysaltando por encima de la separaciónhasta la segunda escalera de caracol,mientras ellos asestaban fútiles tajos alaire detrás de ella.

El peso del estuche del violín legolpeó la espalda al aterrizar y le hizodar un traspié. Stefan la sujetó, y ambosse volvieron para seguir bajando peroantes de que pusieran el pie en el primerescalón, el adorador del Caos pequeño ylos dos gigantes aterrizaron ante ellos y

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les cerraron el paso. Ulrika lanzó unaexclamación ahogada al tiempo que seponía en guardia. ¿Qué clase de hombrespodían ejecutar semejante salto?

—¿Creéis que vuestra fuerza nacidade la noche podrá salvaros? —chilló elpequeño, con su extraña voz doble—.¡Nosotros somos más fuertes! ¡Estamosbendecidos!

Y diciendo esto, los tres adoradoresdel caos se arrancaron las capas y lasarrojaron a un lado, mostrándosecompletamente desnudos. Ulrika reculó,asqueada, al ver que no eran totalmentehumanos. Stefan gruñó una maldición.

El pequeño era una mujer, pelirroja

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y bronceada por el sol, con sinuosostatuajes norse por todo el nervudocuerpo de estrechas caderas. Tenía unatractivo brutal, con ojos sensuales quemiraban desde debajo de rastas comoserpientes, pero también era repelente,porque la boca de la cara no era la únicaque tenía. Una protuberancia le abultabaen el cuello como si estuviera a punto denacerle una segunda cabeza, y una bocababeante y distendida y se lamía loscarnosos labios con una larga lenguarosada.

Sus monolíticos compañeros eranigual de inquietantes, porque aunqueeran gemelos idénticos —gigantes de

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duros músculos y bárbara belleza, con elpelo rubio trenzado y ojos azules—, unoera categóricamente masculino, mientrasque el otro era notoriamente femenino.La piel de ambos brillaba con el lustreblanco de la porcelana.

—¡Estúpidos cadáveres! —dijo lamujercilla, hablando por las dos bocas—. Os encontráis ante Jodis laInsaciada, criada de Sirena Pelo deÁmbar, que pronto será la reina dePraag. En su nombre, yo seré vuestraperdición. En su nombre, yo…

—Adelante —la interrumpió Ulrikacon una sonrisa burlona, y la acometiócuando aún estaba a media frase.

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Si la mujer fue pillada por sorpresa,no lo demostró. Paró el golpe de Ulrikacon facilidad y se lanzó al ataque, conlos largos cuchillos convertidos en unborrón, mientras sus compañeroscargaban contra Stefan, descargandotajos con las hachas y ululando comodoncellas espectrales. Ulrika no pudoresistir ante el ataque de Jodis, que erademasiado veloz y a cuya plata temíademasiado. Sólo un corte de esoscuchillos podría dejarla malherida.Reculó, parando y esquivando, buscandoun agujero en la brillante red que lanórdica tejía a su alrededor mientras elviolín le chillaba y rechinaba en los

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oídos. Si al menos se callara…Junto a ella, Stefan también estaba

retrocediendo. Su espada asestabarepetidos golpes a los dos gigantes, perola hoja no hacía más que rebotar sobreellos con un tintineo, como si estuvieranhechos de mármol, y las hachasplateadas hendían el aire a una distanciapeligrosamente corta de su cabeza y sucuello.

Apartados de la lucha, los restantesmiembros del culto descendían por laotra escalera para ir hacia su gemela,sobre la que habían saltado Ulrika yStefan. Volverían a estar rodeados encuestión de pocos momentos, y no tenían

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ninguna posibilidad de sobrevivir a eso.Ulrika bloqueó las armas de Jodis,

pero la mutante le golpeó el pecho conun pie descalzo y salió despedida haciala barandilla, estrellando contra ellatambién el estuche del violín, lo quehizo que el instrumento aullara, colérico.Al inclinarse por encima de labarandilla, Ulrika vio que el brujojorobado contemplaba la lucha desde elsuelo y esperaba, con las manosenvueltas de serpenteante energíapurpúrea.

Jodis volvió a atacar y Ulrika laesquivó, mientras en su mente seformaba una idea, una manera de

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eliminar al menos una amenaza. Volvióa bloquear las armas de la nórdica,desviándolas hacia los lados. Jodismordió el anzuelo y le dio una patada enel estómago. Ulrika se lanzó hacia atrásy saltó dando una voltereta de espaldaspor encima de la barandilla, para caerdirectamente hacia el jorobado.

Él se arrojó hacia un lado dando ungrito, y la energía de sus manos sedisipó a causa de la sorpresa. Ulrikagiró en el aire y cayó con las piernasflexionadas, para luego saltar deinmediato con el estoque dirigido haciael corazón del brujo, pero el peso delestuche del violín, al que no estaba

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habituada, hizo que el arma se desviaray le atravesara las entrañas en lugar delcorazón. El brujo chilló y se desplomósobre los escombros, aferrándose conlas manos el vientre herido.

Ulrika se irguió para acabar con él,pero Jodis ya había saltado y le cerrabael paso. Detrás de ella, tres miembrosmenores del culto corrían a unírsele.

—Deja de luchar, marioneta —dijola nórdica, riendo con ambas bocas—.¿No ves que Slaanesh maneja tus hilos?

Ulrika la acometió con la esperanzade matarla antes de que le llegara laayuda, pero el estuche del violín volvióa desequilibrarla y las armas plateadas

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de Jodis desviaron el ataque. Ulrikamaldijo, frustrada, mientras el violínreía y los tres miembros del culto seunían a la refriega. ¡Maldito violín! Lagolpeaba y se estrellaba contra susbrazos a cada movimiento, y la constantemelodía estridente hacía que le resultaradifícil concentrarse.

Ulrika mató a un miembro del culto,y luego miró escaleras arriba a causa deun horrible chillido que resonó en loalto. El gigante masculino retrocedía conpaso tambaleante, estrellándose contraun grupo de miembros menores delculto, con el hacha de plata clavada enel hermoso rostro, mientras su gemela

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femenina acometía a Stefan con frenéticafuria.

Jodis arremetió otra vez contraUlrika, con los largos cuchillosdestellando. Ulrika paró el arma de laizquierda, pero el estuche del violíndesvió el brazo de la daga de suposición y el segundo cuchillo sedeslizó de través por el dorso de sumuñeca. Ulrika retrocedió de un salto,apretando los dientes cuando un dolorespantoso le subió por el brazo hasta elhombro. El cuchillo de plata le habíahecho apenas el más superficial de loscortes, pero la piel que rodeaba elrasguño ya estaba contrayéndose y

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ennegreciéndose.A Ulrika se le cayó la daga de los

dedos y el mundo empezó a girar a sualrededor. Luchó para no desmayarse,reculando y barriendo el aire consalvajes tajos de estoque para mantenera Jodis y a los últimos miembros delculto a distancia. El violín reía en susoídos mientras su peso tiraba de ella yle hacía dar traspiés. ¡No podía lucharasí! Gritando una maldición, se quitó delos hombros las correas de la mochila yla arrojó a un lado con el violín dentro,para luego ponerse otra vez en guardia,con la palpitante muñeca herida a laespalda.

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—Ahora —gruñó Ulrika—. Ahora síque te mataré.

Se lanzó a fondo, lanzando estocadascon salvajismo, y Jodis retrocedió,logrando apenas desviar la punta delestoque a tiempo. Ulrika le hizo unafinta, y luego efectuó un barrido lateralpara matar a los últimos dos miembrosdel culto antes de seguir con una nuevaestocada contra Jodis. La nórdicaretrocedió, confusa, alejándose conrapidez de la punta del arma de Ulrika ygruñendo a causa del esfuerzo. Ulrikasonrió con satisfacción. ¡Ahora sí queluchaba como debía! Sin el peso delviolín y sus incesantes quejas, era tan

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ligera como el aire; podía pensar.Acabaría aquello en cuestión desegundos.

Pero al instante siguiente, Jonsrecobró la compostura y comenzó abloquear todos sus ataques confacilidad. Soltó una carcajada al obligara Ulrika a retroceder.

—¿No te he dicho ya que Slaaneshmaneja tus hilos?

Ulrika no supo a qué se refería hastaque, de reojo, vio que el brujo jorobadoavanzaba cojeando con rapidez hacia lapuerta, con la mochila apretada confuerza contra el vientre sangrante.

Por encima del ruido de la batalla

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que se libraba en la escalera, oyó queStefan maldecía.

—¡Estúpida muchacha! ¿Qué hashecho?

Las entrañas de Ulrika secontrajeron. ¿Qué descabellado impulsole había hecho arrojar a un lado elviolín? ¿En qué había estado pensando?Pero no había sido ella. El violín lahabía engañado, tal y como había temidoque hiciera.

Gruñó de furia y esquivó a Jodis conla intención de pasar de largo y atraparal jorobado antes de que llegara a lapuerta, pero la nórdica reculó paramantenerse delante de ella e intentó

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alcanzarla con los cuchillos.—¿Qué? —Se burló con las dos

bocas—. ¿Quieres recuperar lo que hasregalado?

De lo alto llegó un estridente gritode dolor, y Stefan bajó como un borrónpor la escalera para correr tras elhechicero, mientras la gemela caía porencima de la barandilla.

Jodis volvió la mirada hacia él.—¡No! —gritó—. ¡Alto!Ulrika aprovechó la distracción de

la nórdica y le clavó el estoque entre lascostillas, luego la derribó con un golpede hombro y también corrió tras elhechicero. A través del agujero de la

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base de la puerta entraba luz diurna.Tenían que detenerlo antes de quesaliera o no podrían seguirlo.

El jorobado lanzó un grito de alarmaal verlos acercarse, y entonces alzó lamano libre. Rielaba de energíachisporroteante. Ulrika y Stefanaceleraron la carrera con la esperanzade alcanzarlo antes de que atacara, perocuando dejó en libertad la hirvienteenergía no se la lanzó a ellos, sino a lapuerta.

Una erupción de poder casi invisiblegolpeó como un puño contra losladrillos que la tapiaban, y salierondespedidos hacia el exterior en una

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atronadora explosión de polvo yescombros.

Ulrika y Stefan recularon condesesperación mientras el brujo salíacorriendo de la torre y la luz del solmatinal atravesaba la oscuridad comouna llameante punta de lanza, peroUlrika no pudo detenerse a tiempo y seprecipitó bajo el brillo de un rayoabrasador, lanzando las manos haciaadelante y dejando caer la espada algolpear contra el suelo iluminado por elsol. La piel de los nudillos se le llenó deampollas y comenzó a humear. Tenía lasensación de tener la cara en llamas.

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VEINTICINCO

Pasión roja

Ulrika gritó y rodó cuando los ardientesrayos le alancearon el cuerpo. Una manofirme la arrastró hasta las sombras. Miróhacia arriba con los ojos medio ciegosde dolor. Stefan se encontraba de pie asu lado, ileso, al parecer.

—Cúbrete —dijo él—. Rápido.Tenemos que marcharnos.

—¿Ma… marcharnos? Pero…

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—¡No podemos luchar contra todosellos! ¡Deprisa!

Ulrika miró por encima del hombrode Stefan y vio que Jodis se ponía de piey echaba a andar hacia ellos, la sangrecorriéndole por el torso desnudo desdeel punto en el que estoque de Ulrika sele había clavado entre las costillas. Lagigante femenina también continuabaviva y se levantaba de la pila deescombros que había al pie de laescalera, con extrañas heridas por todoel cuerpo que parecían rajaduras deforma estrellada hechas en un cristalgrueso. Detrás de ellas, unos pocosmiembros del culto también avanzaban a

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trompicones.—¿Qué pasa, cadáveres? —Se burló

Jodis—. ¿Por qué no huís?Mareada a causa del dolor, Ulrika

sacó unos guantes que llevaba en elcinturón, y apretó los dientes alponérselos sobre los dedos quemados.La nórdica y los miembros del cultoestaban desplegándose para rodearlos.Se echó la capa sobre la cabezapalpitante de dolor, y luego alzó lamirada. Stefan se había puesto lacapucha de su capa de erudito, pero porlo demás estaba desprotegido.

—Pero ¿y tú? —preguntó Ulrika—.Vas a quemarte.

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Stefan la puso de pie conbrusquedad.

—No me quemaré. Ahora, ven —dijo, y la arrastró hacia la puerta.

Ulrika lo siguió dando traspiés,encogiéndose y cerrándose la capa confuerza cuando el sol le presionó loshombros como ladrillos calientes y laluz reflejada en el suelo le clavópuñaladas en los ojos.

Detrás de ellos, Jodis gritó desorpresa y cólera, y Ulrika oyó lospasos veloces de unos pies descalzossobre la piedra.

Se oyó un raspar metálico y Stefan lepuso a Ulrika en la mano el estoque

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mientras continuaban corriendo, bajabanlos escalones y se adentraban en laestrecha área que mediaba entre la torrey el muro exterior.

—Tendrás que trepar mientras yo…—comenzó él, pero entonces seinterrumpió—. No. Han perforado elmuro. Bien. Deprisa.

Ulrika daba traspiés detrás deStefan, con una mano ante sí, mientras élla guiaba a lo largo del muro exterior. Elruido de pasos estaba acercándose cadavez más. De repente, Stefan la empujócon fuerza hacia adelante, y Ulrika oyóel entrechocar del acero a su espalda.

—¡Fuera! ¡Fuera! —gritó él.

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Ulrika tropezó con unos escombrosque había en el suelo y cayó contra elmuro. Habían abierto una brecha en él.La atravesó con paso tambaleante ysalió a la calle. Otro choque de espadasy un chillido de cólera, y la mano deStefan volvió a tirar de su brazo, riendoy alejándola de la torre.

—Pensaban que nos tendríanatrapados con el sol —dijo—, peroahora son ellos quienes están atrapados.No pueden salir desnudos a seguirnospor las calles de Praag, cuando tienenbocas dónde no deberían y piel que seraja como el cristal.

—No entiendo cómo, puedes

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caminar a la luz del sol —exclamóUlrika—. ¿Cómo es que no te duele?

—Me duele —la rebatió-. Pero noarde, no de inmediato. Yo tampoco loentiendo. Nací así, eso es todo. Ahora,deprisa. Tenemos que llevarte a casa.

—Pero el violín —protestó Ulrika—. El hechicero…

—Hace mucho que se marchó —replicó Stefan—. Y somos demasiadodébiles para luchar contra él.Tendremos que volver a intentarlo estanoche.

Ulrika bajó la cabeza.—Lamento haberlo perdido. Creo…

creo…

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—Influyó en tu mente —lainterrumpió Stefan—. Lo sé. La próximavez sabrás defenderte de él. Vamos.Tenemos que encontrar una reja que nospermita acceder a las cloacas.

Continuaron avanzando con rapidez,buscando con frenesí mientras el solcastigaba a Ulrika a través de la ropacomo una cachiporra llameante. Leasombraba que Stefan pudierasoportarlo. Ella apenas si podíamantenerse de pie bajo el sol, aunestando cubierta por completo. ¡Quémaravilla poder caminar por el exteriordurante el día! Un don semejanteeliminaba casi del todo la maldición de

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ser vampiro. Uno podía hacer lo quehacían los humanos normales. Podíacabalgar durante el día y viajar en uncoche abierto. Uno podía apartar de sílas sospechas de los cazadores de brujascon una sola entrevista a mediodía.

Una manzana más adelante, Stefanencontró una tapa de cloaca justo dentrode un callejón. Apartó a patadas a losmendigos que dormían sobre ella, lalevantó y la ayudó a bajar, para luegoseguirla y volver a colocarla por encimade su cabeza. Ulrika gimió de alivio ybajó con piernas inseguras por laescalerilla de hierro hasta el túnel deladrillos. El dolor de sus quemaduras no

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se atenuó, pero al menos ya no se lascalentaba el sol.

Las cloacas, como se evidenció alcabo de poco, no eran la manera idealde desplazarse por Praag, en particularcuando se estaba casi demasiado débilcomo para caminar, y mucho más paracorrer o luchar. Olían de maneraabominable, y estaban pringosas yatestadas de ratas. Todas esas cosaseran de esperar, por supuesto, perotambién había otros residentes mássiniestros. Extrañas figuras jorobadas semovían en manada por los canales, y sealejaban hacia las sombras,chapoteando, al oír acercarse el sonido

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de los pasos de Ulrika y Stefan.Misteriosos ululares y silbidosresonaban en torno a ellos, y muy lejos,al fondo de túneles que se bifurcaban,vieron fuegos de campamento queproyectaban sombras distorsionadassobre las arqueadas paredes.

Más peligrosas que estos tímidoshorrores eran las compañías deinfantería kossar que marchaban en filapor aquel laberinto, con las lanzaspreparadas y silenciosos batidoresmerodeando por delante de ellos enbusca de las criaturas que allí seocultaban. En más de una ocasión,Ulrika y Stefan tuvieron que esconderse

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en un túnel lateral y esperar hasta quepasaran, y en un caso tuvieron querodear con sigilo una auténtica batallaentre los soldados y unos hombresharapientos que tenían brazos o piernasde más, cabezas con cuernos odemasiados ojos, o bocas dondedeberían haber tenido el estómago.

Mientras se alejaban a todavelocidad de los gritos y el entrechocardel acero, Ulrika se preguntó si aquelloshorrores habían estado siempre allí, o siles había dado el ser la magia del Caosconcentrada sobre la ciudad por loshechiceros de Arek Garra de Demoniodurante el asedio.

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Al seguir las cloacas hasta elinterior del Novygrad, los túneles setornaron pronto demasiado pobladospara poder recorrerlos con comodidad,y se vieron forzados a salir a lasuperficie. Había demasiados mutantesacurrucados en las sombras, y al estar ensu propio territorio ya no se mostrabantan tímidos como los otros.

Ulrika se encogió, deshidratándose,cuando ella y Stefan salieron a lasruinosas calles y el sol volvió agolpearla como un martillo. Ya erapleno día, y las diez manzanas quetuvieron que recorrer hasta el esconditede la panadería abandonada fueron una

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absoluta tortura. Al final, estaba tandébil que Stefan tuvo que llevarla enbrazos. Le palpitaba de dolor todo elcuerpo, como si lo tuviera en llamas, ysentía los brazos y las piernas como sifueran de papel y ramitas finas, pero elhambre que la acuciaba casi ahogabatodos esos sufrimientos. Tenía unadesesperante necesidad de alimentarse.La lucha, las quemaduras y el calor delsol que la desecaba le habían consumidotodas las fuerzas que había obtenido dela sangre del aprendiz, y tenía lasensación de que podría deshacerse enpolvo si no bebía un poco.

Stefan la tumbó sobre la mesa del

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obrador, junto al horno, donde le quitóla capa que la envolvía, y entonces hizouna mueca de compasión al ver su pielllena de ampollas. La suya nopresentaba marca ninguna, aunque estabaroja como una langosta hervida, y letemblaban las manos cuando metió lamochila debajo de la cabeza de Ulrika amodo de almohada.

—Espera aquí —le dijo—. Yotraeré sustento para ambos.

Ulrika no pudo hacer nada más queasentir con la cabeza y tumbarse deespaldas, con la vista fija en el techo deladrillo, mientras el salía a toda prisa.No podía dormir ni relajarse. Temblaba

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como una hoja, y cada estremecimientoiba acompañado de oleadas deespantoso dolor. No era la primera vezque la quemaba el sol, pero, encomparación, las anteriores habían sidocomo el leve roce de una llama. Eldorso de ambas manos parecía unasuperficie de leche hirviendo sobre laque burbujeaban espantosas ampollastranslúcidas llenas de pus. Se tocó lacara. La tenía en el mismo estado. Y pordebajo de ese agudísimo dolor estaba elsordo palpitar de la herida que Jodis lehabía causado con el cuchillo de plata.El tajo de la muñeca tenía los bordes tannegros y quebradizos como papel

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quemado.Pasado un rato interminable durante

el cual entró y salió de ensoñaciones enlas que mujeres con vestidos de telarañala arañaban con manos como garras dehalcón, y donde un hombre sin rostroque iba ataviado con la indumentaria deadorador del Caos le abría las venascon una esquirla de ónice en cuyo centropalpitaba una luz roja. Despertó al oírpasos y voces en lo alto.

—Yo no acepto mercancía dañada—estaba diciendo un hombre de vozáspera—. Sólo acepto las muchachasmás jóvenes y hermosas.

—Os aseguro —respondió la voz de

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Stefan— que es tan hermosa quedesearía no tener que separarme de ella,pero en estos tiempos difíciles unonecesita el dinero más que la belleza,¿no?

Ulrika frunció el ceño cuando elhombre de voz áspera soltó una risotada.No entendía lo que sucedía.

—Si lo sabré yo… —apostilló elhombre—. Bueno, veamos, ¿dónde está?

—Aquí mismo —replicó Stefan—.Abajo, en la bodega.

Entonces se produjo una pausa.—¿En la bodega? ¿No será una

trampa? ¿No tendréis ahí abajo un socioesperando para atracarme?

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—Por supuesto que no —replicóStefan con serenidad—. Tomad. Podéisempuñar mi espada, si así lo deseáis.

—No —dijo el de la voz áspera—.No. Está bien. Pero nunca se esdemasiado cauteloso, ¿sabéis?

—Desde luego —convino Stefan—.Permitid que encienda una lámpara ybajaremos.

Al oír rascar un pedernal, Ulrika seincorporó sobre un codo y desenvainó laespada. ¿Acaso Stefan iba a venderla?¿Por qué? ¿A qué venía aquellatraición?

El arco que conducía a la escalerase iluminó con una luz amarilla, y unos

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pasos hicieron crujir los escalones.Stefan entró en la habitación, seguidopor un matón vestido con ropa chillona.El hombre alzó la linterna que llevaba altiempo que entrecerraba los Ojos paraescrutar la oscuridad, y su luz mostró unbigote retorcido y un sombreroemplumado de ala ancha sobre unpañuelo negro, como los bandidosestalianos.

—¿Dónde está? —preguntó.—Allí, sobre la mesa —dijo Stefan

—. Esperándoos.El hombre se volvió hacia la mesa y

reculó, presa de arcadas.—¡La cara! ¿Qué le ha pasado en la

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cara?—Ah, eso se le curará —afirmó

Stefan—. Sólo necesita una buenacomida.

Y dicho esto, le arrebató la linternade las manos y lo empujó hacia Ulrika.

Ella, cuyos temores se habíandisipado, arrojó la espada a un lado yatrapó por los brazos al hombre quegritaba. Stefan no la había traicionado.De hecho, parecía haberse preocupado.por escoger una víctima que merecierasu aprobación, un depredador de la peorcalaña. Sería un placer desangrarlo.

El esclavista forcejeó e intentóescapar, pero ella era más fuerte, a

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pesar de lo debilitada que estaba. Loatrajo hacia sí, le quitó el sombrero deun golpe y sufrió un par de arcadas acausa del olor a perfume barato ygomina para el pelo, pero a continuaciónle clavó los dientes en el cuello.

Un refrescante alivio inundó elcuerpo de Ulrika al correr la sangre porsu garganta y cesar los forcejeos delmatón. El tejido seco de Ulrika sehinchó y suavizó, y el dolor de lasquemaduras y del corte hecho con elcuchillo de plata empezaron a disminuir.El latir del corazón del esclavista,profundo como el mar, contrarrestó elpalpitante dolor de la cabeza de ella y la

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envolvió en calmantes oleadas saladas.Cerró los ojos y se aferró a él como unaamante, envolviéndolo con los brazos ylas piernas y tumbándolo sobre la mesa.

Al poco rato, una mano le tocó condelicadeza un hombro.

—Basta —dijo la lejana voz deStefan—. Basta —repitió—. Tambiényo tengo hambre.

Ulrika intentó apartar la mano de ungolpe.

—¡Déjame en paz!Stefan la atrapó por la muñeca.—Basta —dijo otra vez—. Te darán

náuseas.Ulrika lo fulminó con la mirada

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durante un momento, incapaz de entendersus palabras, pero luego la razón volvióa ella y soltó al hombre.

—Lo siento —se excusó.—No es necesario disculparse —

replicó Stefan, mientras apartaba alhombre—. Tu necesidad es grande, peromás adelante habrá más.

Mordió al hombre en el mismo lugarque lo había mordido Ulrika, y ellaobservó, fascinada, cómo las manos delhombre luchaban débilmente, pero luegorodeaban a Stefan por la cintura y seaferraban a él. No debería de haberlasorprendido que una víctima masculinasintiera placer con el mordisco de un

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vampiro de su mismo sexo; ¿acaso lapobre Imma, la doncella de la casa deHerr Aldrich, no le había jurado amoreterno a Ulrika después de que ésta sehubiese alimentado de ella? Sinembargo, la conmocionó, aunque, almismo tiempo, le resultó excitante.Stefan se mostró extrañamente delicadocon el hombre, sujetándolo yacariciándolo mientras bebía, sintironearle del cuello ni desgarrárselo.

Cuando hubo terminado y el hombrequedó laxo en sus brazos, Stefan lo llevóhasta otra mesa y lo tendió sobre ella,tras lo cual le cruzó los brazos sobre elpecho. Los ojos de Stefan, cuando se

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volvió hacia Ulrika, estaban vidriosos ytenía los párpados medio cerrados.

—Nos ocuparemos de él más tarde—dijo, mientras avanzaba hacia ella conuna sonrisa—. Pero primero debemosocuparnos de ti.

Ulrika frunció el ceño.—¿Qué quieres decir?Le tomó una mano y le dio la vuelta.

Aunque las ampollas habían disminuidode tamaño, no habían desaparecido yaún le dolían; y el tajo negro dejado porel cuchillo de plata continuaba siendooscuro y no se había cerrado del todo.

—No estás completamente curada—afirmó Stefan—, y has perdido mucha

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fuerza. Serían necesarias muchasvíctimas y muchos días para devolvertea tus plenas facultades, y no tenemostiempo para eso, pero hay otro modo deconseguirlo.

Ulrika dio un respingo cuando él lamiró a los ojos.

—¿Qué otro modo?—Yo tengo fuerza de sobras —

explicó, y volvió la cabeza parapresentarle el cuello—. La compartirécontigo.

Ulrika parpadeó, conmocionada.—¿Quieres que… que me alimente

de ti?Él alzó una ceja.

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—Seguro que has oído hablar deesto antes, ¿no?

—S… sí —asintió ella—, pero medijeron que era… hacer el amor.

Él volvió a sonreír.—Puede serlo. Pero también cura y

transmite fuerza. ¿Quieres volver aenfrentarte con esos nórdicos amantes dedemonios estando débil y enferma?

Ella negó con la cabeza al recordarlos velocísimos cuchillos largos deJodis, pero aun así vacilaba.

—¿No hace eso que dos vampiros sevinculen el uno al otro? ¿Sean leales eluno al otro? ¿Cómo la sangre quecompartí con la boyarina Evgena?

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—Forma un vínculo —confirmó él,al tiempo que asentía con la cabeza—. Ymás fuerte que ese de la sangre bebidade un cuenco. Seremos como hermano yhermana. A ti te resultará difícilvolverte contra mí, y a mí me resultarádifícil volverme contra ti.

Ulrika frunció el ceño. ¿Era eso loque ella quería? Stefan la había tratadocon frialdad al principio, pero se habíaconvertido en un buen compañero paraella. ¿Quería que fuera más que eso? Sinduda sería ventajoso hacer que a él leresultara difícil traicionarla, pero ¿y sise enamoraba y no podía volversecontra él aunque necesitara hacerlo?

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—No te presionaré —dijo él, aldarse cuenta de sus dudas—. Si deseascontinuar sintiendo dolor, es tuprerrogativa. —Se inclinó hacia ella yvolvió la cabeza otra vez—. Yo sólo tehago la oferta. La decisión es tuya.

Ulrika miró el cuello fuerte yesbelto, y la gruesa vena azul que corríapor debajo de la piel de alabastro. Enella había un pulso que pertenecía alhombre del que había bebido, pero máslento y fuerte que cualquier pulsohumano. Podía captar el olor de lasangre a través de la piel, limpio y puro,sin los hedores humanos a sudor,perfume y enfermedad que tan a menudo

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lo disimulaban. Aunque acababa dealimentarse, Ulrika descubrió que teníahambre otra vez, un hambredesesperada. Su piel quemadaimploraba alivio. Sus venas agotadassuplicaban que las llenaran. Y tambiénsu corazón suplicaba. También éldeseaba que lo colmaran.

Poco a poco, como una hoja dehierro atraída por un imán, los labios deUlrika se acercaron más al cuello deStefan, y luego lo besaron. Él temblópero permaneció quieto, con las manos alos lados. El pulso latía lento y potentebajo los labios de la vampiro, como eltambor de un maestro de galera, e igual

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de insistente.No pudo resistir más. Sus colmillos

se extendieron y mordió, recordando quedebía ser delicada, y bebió. Stefangruñó y se apoyó contra Ulrika, y ella loabrazó para sujetarlo. Su sangre eramucho más rica que cualquiera quehubiese bebido de un hombre vivo. Supoder fluyó por su interior como lava,no sólo aportándole calor, sinoinflamándola. Era como si la sangrehubiese sido destilada para limpiarla detoda impureza y transformarla en unelixir de fuerza.

Le daba vueltas la cabeza, inundadapor las emociones, aunque no sabía si

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éstas eran suyas o si pertenecían aStefan y eran transmitidas por la sangre.Grandes alegrías, tristezas titánicas yfurias arrasadoras la llevaban por turnoal borde de las lágrimas. Con cadasorbo sentía que conocía más sobre elcorazón de Stefan: la lealtad hacia supadre, el odio hacia los enemigos de supadre, el afecto que sentía por ella, susoledad, su deseo.

Al final no pudo beber más. Erademasiado rica, demasiado abrumadora.Se estremeció y volvió a tumbarse sobrela mesa, jadeando y mirándolo. Él teníalos ojos cerrados.

—Ha sido… ha sido… —intentó

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decir ella.—Ha sido, ya lo creo —replicó él,

que abrió los ojos para posar sobre ellauna mirada insondable—. Eres… eresfuerte en el beber, hermana. Podríasarrancarle el corazón a un hombre.

Los ojos de Ulrika se abrieron conalarma.

—Lo lamento —dijo, preocupada—.¿No habré…?

Él le acarició una mejilla y negó conla cabeza.

—No te disculpes. Es un regalo quepara mí ha sido una bendición recibir.

Ella sonrió, soñolienta.—Eres tú quien me ha hecho un

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regalo a mí —respondió, al tiempo quealzaba las manos. Estaban curadas.Incluso el tajo abierto por el cuchillo deplata no era más que una fina cicatriznegra—. Nunca me he sentido másfuerte. Gracias.

Stefan tomó una de las manos que lepresentaba, y la besó.

—No es necesario dármelas —murmuró—. Pero también yo tengoheridas. ¿Si me permitieras…?

Ulrika vaciló ante ese paso. Eracuando alguien se alimentaba de ti queperdías la voluntad, pero ¿cómo podíanegarle eso a Stefan, cuando él se lohabía ofrecido con tanta generosidad?

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Lo atrajo hacia sí y volvió la cabeza.—Bebe cuanto quieras.Stefan la rodeó con los brazos y

acercó los labios a su cuello. Ulrika seestremeció al sentirlo, ambos excitadosy vagamente nerviosos. La últimapersona que había bebido de ella habíasido Adolphus Krieger, el vildepredador que la había convertido enlo que era, y la sensación de los labiosde Stefan en el cuello le recordó lasdulces manipulaciones de su padre desangre, la forma en que había jugado conella y fingido que ella tenía elección.¿Era Stefan igual, como había sugeridoEvgena? ¿Estaba engañándola, de alguna

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manera? ¿Con alguna finalidadinsondable?

Estuvo a punto de apartarlo al sentirdeslizarse las dudas dentro de sucorazón, pero el recuerdo del beso deKrieger, del placer que le habíaproporcionado, comenzó a apartarlas.Había sido un placer que, paravergüenza suya, había acabadosuplicando cuando él se lo habíanegado. Dejó las manos donde las teníay permaneció inmóvil, tensándosemientras los dientes de Stefan le rozabanla piel, para luego suspirar y abrazarlocon fuerza en el momento en que leperforó el cuello con una deliciosa

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descarga de dolor, y encontró la vena.Cerró los ojos cuando él comenzó a

extraer sangre con una suave presión.Era un tipo de placer diferente del debeber sangre. Éste último era el placerdel hambre saciada y la fuerzarecobrada. El de aquel momento era elplacer de la pérdida del control, elpausado éxtasis soñoliento delrelajamiento de la tensión. Los oscurosrecuerdos de Krieger se desvanecieronal ser eclipsados por maravillosossueños de volar, de deslizarse conStefan como dragones por un cielo desangre. Él la conducía, la arrastraba trasde sí, y ella se sentía feliz de seguirlo,

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de permitir que escogiera el rumbo, delibrarse a su voluntad y dejar quehiciese con ella lo que quisiera. Sideseaba beber hasta hartarse y dejarlamorir, que así fuera. Moriría dichosa,flotando hacia el cálido sol rojo deStefan hasta que la consumiera en sunúcleo fundido.

Gimió de consternación cuando éllevantó la cabeza y puso fin al beso. Lasensación que tuvo fue como si hubierancortado una especie de cordón umbilicalque los unía, y de repente sintió frío ysoledad. Le rodeó con las manos laparte posterior del cuello y volvió aatraerlo hacia sí, pero él se resistió.

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—No me atrevo —dijo—. Podríadebilitarte demasiado.

—Entonces déjame beber más de ti—pidió ella—. Y podrás beber otra vez.

Atrajo la boca de él hacia la suya yle mordió los labios y la lengua,haciendo manar sangre que chupó conglotonería. Él también la mordió.Empezaron a arrancarse la ropa y afrotarse el uno contra el otro.

Por lo poco que Gabriella le habíacontado a Ulrika acerca del amor entrevampiros, ella había pensado que nosería nada más que un intercambio desangre, pero entonces descubrió que noera verdad. Eran animales, después de

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todo, bestias que debían aprender acontrolar su naturaleza salvaje odescuartizarían a sus víctimas miembroa miembro. Su manera de amar era tananimal como su modo de alimentarse:dolor y placer en igual medida,mordiscos y besos, arañazos y caricias,heridas que sanaban en cuanto se hacían,y piel desnuda que la sangre y laslenguas volvían resbaladiza.

Nunca antes había experimentadonada parecido. Ni durante las durasgalopadas con los soldados decaballería, ni durante los combates conFélix, que se convertían en revolcones yotra vez en combates, ni con la

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vergonzosa y sensual rendición a manosde Krieger. Lo que experimentaba en esemomento era más salvaje que cualquierade esas cosas, el placer más fuerte yduradero. Y en todo esto existía unpeligro que lo hacía aún másestimulante. Cualquiera de los dospodría beber demasiado y matar al otro.La sensación era de estar rodando alborde de un precipicio, desafiándose eluno al otro a caer hacia la muerte de losdos.

Finalmente, tras un tiempo sintiempo, quedaron tendidos, desnudos eluno en brazos del otro, saciados yexhaustos. Ulrika apoyaba la cabeza

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sobre el pecho fuerte y suave de Stefan,completamente en paz. Eso era lo quehabía estado buscando. Eso era lo quehabía echado de menos. Ése era elmotivo de que se hubiese sentidoatrapada entre las lahmianas ycondenada a una vida eterna: no teníacon quién compartirla. Era así comodebía sentirse un vampiro. Ya estaba enla senda correcta. Ya sabía qué quería.

Stefan se movió y le acarició elpelo.

—Esto —murmuró—… esto estábien.

Ulrika le tomó la mano y se la besó.—Si —asintió—. Esto está bien.

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VEINTISÉIS

Losdesaparecidos

Unos sonidos de algo arrastrándosedespertaron a Ulrika y a Stefan al caer lanoche, y vieron que el esclavista searrastraba débilmente hacia la escaleracon la intención de escapar. Lodetuvieron en la puerta, lo arrastraron devuelta al sótano y compartieron la última

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sangre que le quedaba, para luegoromperle el cuello, arrojar su cuerpo alinterior de otra habitación, y vestirsepara salir.

Entre ellos había una ciertaincomodidad mientras se dedicaban atareas mundanas y terrenales. Lo quehabía sido tan perfecto y cierto en plenocrepúsculo matutino, en ese momentohizo reflexionar a Ulrika con mayordetenimiento, y vio la misma cautela enlos ojos de Stefan. Sin embargo, ningunode los dos parecía dispuesto a abordarla cuestión de lo que había ocurrido, ydurante un momento hizo que laconversación fuera forzada y extraña.

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Por fortuna, la urgencia de lainvestigación les proporcionaba temasde conversación neutrales, y no tardaronen comentar lo que harían acontinuación. Se habían quedado solos,repudiados por las lahmianas, y con sóloesa noche de tiempo antes del conciertopara encontrar y detener al culto,además de destruir el violín.

—Una vez más —dijo Stefan,paseándose por la bodega— hemosperdido el rastro. No sabemos ni dóndeestán ni quiénes son. Me temo que novamos a tener más alternativa que asistiral concierto y esperar a que ataquen.

—Eso podría ser demasiado tarde

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—señaló Ulrika—. Si al menospudiéramos… —Se interrumpió alocurrírsele una idea—. ¡Ja!

—¿Qué? —preguntó Stefan.Ulrika se inclinó hacia adelante,

sonriente.—La manera más sencilla de

arruinar los planes a los miembros delculto es desconvocando el concierto. Nopodemos acudir nosotros mismos a lasautoridades. —Ella, desde luego que no.Si intentaba llegar hasta su primo, elduque Enrik, le formularían toda clasede preguntas incómodas, yprobablemente habría una estaca demadera al final del interrogatorio—.

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Pero Padurowski, el tutor de Valtarin,será el director. Si le habláramos de losplanes del culto, tal vez él podría ponersobre aviso al duque o a alguien delTeatro de la Ópera.

Stefan frunció el ceño.—¿Nos creerá? Tenía la certeza de

que el violín había sido destruido. Y encaso de que nos crea, ¿lo creerán a éllas autoridades?

—Habida cuenta de que es la vidadel duque lo que estaría en peligro,¿podrían atreverse a correr el riesgo deno creerlo? —razonó Ulrika—. A estasalturas ya habrán descubierto el agujerodel muro que rodea la torre de los

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Hechiceros, así como los cuerpos de losmiembros del culto que había en la salade entrada. Los protectores del duque ylos agentes secretos ya deben de tener elpresentimiento de que está pasando algo.Un mensaje enviado a través dePadurowski podría asustarlos lobastante como para que cancelaran elconcierto. Y en caso de que no fuera así,nosotros continuaremos con lainvestigación.

Stefan asintió con lentitud.—¿Piensas que merecería la pena

intentar convencer a la boyarina Evgenade que vuelva a colaborar? Podría tenermás influencia en la corte que un

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humilde director de orquesta.Ulrika gruñó.—Evgena piensa que soy tu títere.

Piensa que queremos matarla. No quierotener nada más que ver con ella.

—Yo tampoco —convino Stefan—.Pero ella podría salvar Praag…

—Está demasiado preocupada porlos linajes y la traición como para que leimporte la suerte que pueda correr laciudad —replicó Ulrika con amargura—. Cuando deje de preocuparse denosotros y vuelva la cabeza, seencontrará con que ha ardido hasta loscimientos detrás de ella.

—Muy bien —suspiró Stefan—.

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Vayamos a ver al maestro.Stefan permaneció callado y retraído

mientras recorrían las destrozadas callesdel Novygrad bajo el manto de la nochey atravesaban luego el bullicioso barriode los Comerciantes. Apenas parecíamirar por dónde iba, y simplementezigzagueaba, con la cabeza baja, a travésde la multitud en constante movimientode soldados, mendigos y borrachos,hasta que, justo cuando entraban en elpuente de Karlsbridge, alzó la miradacon ceñuda expresión pensativa.

—Tú deberías gobernar en lugar deella —dijo.

—¿Qué? —preguntó Ulrika.

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Él se volvió a mirarla.—Tienes razón con respecto a

Evgena. Es una estúpida, una señoronamomificada que lleva demasiado tiempoencerrada en ese mausoleo de casa quetiene. Tú deberías gobernar en su lugar.

Ulrika rió.—¿Yo? Yo no quiero gobernar. Y ya

he acabado con las lahmianas.—¡Al diablo con las lahmianas! —

exclamó Stefan—. ¿Para qué necesitassu consentimiento? Podrías ser reina,aquí, en solitario.

Ulrika negó con la cabeza.—Vendrían a por mí. La reina de la

Montaña de Plata se enteraría y me haría

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matar.—Sí, sí, ya lo sé, pero… —Soltó

una maldición y, tomándole una mano, lamiró a los ojos—. Lo que dije estamañana, lo dije en serio. Esto está bien,lo que compartimos, y no quiero queacabe. —Se detuvo en medio del puentey abrió los brazos como queriendoabarcar toda la ciudad, sus lucesreflejadas y destellando en las aguas delLynsk—. Praag podría ser nuestro hogar.Nosotros…

Se interrumpió, con una sonrisatorcida en los labios y los ojos grisesbrillando.

—A pesar de lo necias que son,

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resulta que me siento extrañamenteapegado a tus tontos ideales de hacerpresa sólo en los depredadores. Piensaen cómo podría ser Praag si lagobernáramos nosotros. Piensa en lo quepodríamos hacer.

Ulrika parpadeó y dio un traspiécuando una visión, un ilusionante futuroperfecto, surgió en toda su plenitud anteella al oír esas palabras. Praag,saludable y curada, como había sidodurante dos siglos; un lugar en el que lagente viviría sin miedo, y cuyo suelotemieran pisar los miembros de loscultos, los matones y los esclavistas; y,ocultos en el centro de la urbe, ella y

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Stefan viviendo con un cómodo lujo enla mansión de Evgena, los salvadoressecretos que estarían detrás de, todasesas bondades. Era un sueñoembriagador, y por un momento estuvo apunto de perderse en él, pero luegovolvió a la realidad.

—El cuadro que me pintas resultatentador —dijo al fin—, pero esimposible. A pesar de que ella me hayarechazado, yo aún le debo lealtad aEvgena. No podría usurpar su lugar. Yla reina jamás lo permitiría. Yo… yotampoco quiero que acabe lo quecompartimos, pero… no podrá ser así.

Él asintió con tristeza.

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—No. No, supongo que no. Pero…—Volvió a levantar la mirada hacia ella—. Pero ¿estarás conmigo, pase lo quepase?

Ulrika vaciló. Lo que sentía por élera fuerte, pero volvió a surgir laeternidad. ¿Estaba dispuesta a jurarlefidelidad durante tanto tiempo? Tragócon dificultad.

—Permite… permite que te dé larespuesta cuando haya acabado esteasunto. Podría suceder que nosobreviviéramos a él.

Stefan frunció el ceño, pero luegoinclinó la cabeza.

—Muy bien, mi señora —admitió—.

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Me has dado un incentivo parasobrevivir.

Se dieron la vuelta y continuaroncruzando el puente, otra vez en silencio.

Ulrika le dirigía miradasdisimuladas mientras serpenteaban porel barrio de los estudiantes en direccióna la Academia de Música. Stefan estabatan serio que más de una vez ella estuvoa punto de hablar para decirle queestaba preparada para darle larespuesta, pero se contuvo en todos loscasos. No estaba preparada. En losúltimos tiempos había hecho demasiadosjuramentos, y con demasiada frecuencialo había lamentado inmediatamente

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después. Quería asegurarse antes devolver a hacerlo.

Aquella noche había más estudiantesde lo habitual por el barrio, hablandounos con otros en voz baja. Algunas delas muchachas que los acompañabanestaban llorando. Pero no fue hasta queUlrika hubo pasado junto a una mediadocena de grupos que un nombre,repetido una y otra vez, atravesó laconfusión de sus propios pensamientos:Valtarin.

Aminoró el paso y escuchó con másatención cuando ella y Stefan pasaronante otro grupo.

—Desaparecido —dijo un joven que

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llevaba un violonchelo a la espalda—.Desvanecido. Juego sucio, según dicen.

—No lo creo —replicó uncompañero con barba, riéndose—. Esprobable que esté borracho en algunaparte.

—Tal vez lo haya matado algunamuchacha —apuntó otro—. Por celos.

Ulrika hizo girar al joven delviolonchelo cogiéndolo por el hombro.

—¿Qué sucede? —preguntó—. ¿Quéle ha pasado a Valtarin?

El muchacho la fulminó con lamirada por tratarlo con tanta rudeza,pero su deseo de cotillear se impuso a laindignación.

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—Anoche desapareció de suhabitación —dijo—. Al menos es lo quehe oído. El casero lo oyó subir con unamuchacha, como de costumbre. Luego,por la mañana, había desaparecido, y lamuchacha estaba llorando y armando unescándalo. Parece ser que había ido aabrir la puerta porque habían llamado, yno había vuelto a la cama.

—¡Ja! —Intervino el joven conbarba—. Al despertar encontró a lamuchacha más fea de lo que le habíaparecido la noche anterior, y seescabulló. Yo lo he hecho alguna vez.

El del violonchelo negó con lacabeza.

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—No lo han visto en todo el día.Tenía que tocar esta noche en el Regresodel Kossar, y no se ha presentado.

—En ese caso, está borracho en unsalón de kvas de alguna parte —aseguróel de la barba—. Como tantas vecesantes de ahora.

—Eso espero —replicó el delviolonchelo.

—Yo también —le aseguró Ulrika, ysoltó al muchacho. Pero cuando sevolvió otra vez hacia Stefan, negó con lacabeza—. Aunque me temo que no seaasí.

—Estoy de acuerdo —dijo Stefan—.Me da mucho que pensar. Todas esas

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almas que colecciona el culto, ¿son paraalimentar al violín? ¿Y estánalimentándolo ahora con almas demúsicos?

Ulrika se encogió de hombros yluego se detuvo en seco. Si eso fueraverdad, entonces… De repente se dio lavuelta y echó a correr por una callelateral al tiempo que le hacía un gesto aStefan para que la siguiera.

—¿Qué pasa? —preguntó él cuandole dio alcance—. ¿Adónde vas?

—Tengo que comprobar algo —respondió.

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* * *Ulrika se detuvo en la puerta de lataberna Jarra Azul y se quedó mirandoal interior mientras se le caía el alma alos pies. En el escenario había unamuchacha tocando la balalaica ycantando, pero era la muchachaequivocada, una rubia muy vulgar quecantaba canciones obscenas.

Se acercó a la barra y llamó con ungesto al tabernero que se encontrabadetrás.

—La muchacha ciega —dijo—. ¿Nocanta esta noche?

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—Debería de haberlo hecho —replicó el tabernero—. Pero no havenido. Envié a Misha a su casa paraver si se había quedado dormida o algoparecido, pero no estaba.

—¿Hay algún otro lugar en el quepueda estar? —preguntó, sin poderdisimular su inquietud.

El tabernero negó con la cabeza.—Es ciega. No va a ninguna parte.

Tiene un amiguito, un niño que le llevala comida y la acompaña hasta aquí y devuelta a casa. Es lo único que hace.

Ulrika cerró los ojos.Stefan la esperaba junto a la puerta.—¿Malas noticias?

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—Se la han llevado —replicóUlrika, con voz inexpresiva y fría—. Lopagarán caro.

—Gracias —dijo al fin, y luego diomedia vuelta.

Volvió a salir a la calle y echó aandar otra vez hacia la Academia deMúsica. Le transmitiría la advertencia aPadurowski, pero tanto si el conciertoera cancelado como si no, perseguiría alos miembros del culto. Aquello ya noera por Praag, ya no era por una nobleidea de proteger a los débiles. Era porvenganza.

Ulrika y Stefan aporrearon la puertadel estudio que el maestro Padurowski

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tenía en el mohoso edificio de lafacultad. No hubo respuesta. Ulrika miróarriba y abajo del estrecho corredor, enbusca de algo que le indicara que habíaalguien más allí, pero todas las puertasestaban cerradas, y por debajo de ellasno se veía brillar ninguna luz.

—Tenemos que averiguar dóndevive —dijo ella.

—Tal vez esté ensayando en elTeatro de la Ópera —sugirió Stefan.

Comenzaron a bajar por la estrechaescalera de madera y se encontraron conuna anciana encorvada que llevaba unpañuelo en la cabeza y alzaba haciaellos una mirada suspicaz desde el

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último escalón.—¿Qué queréis? —preguntó—.

¿Sois estudiantes?—Estamos buscando al maestro

Padurowski —dijo Ulrika—. ¿Sabéisdónde está?

—Se ha marchado —replicó laanciana.

—Sí —convino Ulrika—. Ya me hedado cuenta de eso. ¿Sabe adónde?

—Hoy no ha venido —respondió lamujer.

Ulrika apretó los dientes y seesforzó por ser paciente.

—¿Así que está en casa?La anciana negó con la cabeza.

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—Los hombres del duque han dichoque no. Fueron a buscarlo allí parallevarlo a la ópera, y luego vinieronaquí —entrecerró los ojos—. ¿Quéqueréis del profesor? ¿Sabéis dóndeestá?

—Si supiera dónde está, no se loestaría preguntando, ¿verdad? —leespetó Ulrika.

Ella y Stefan apartaron a la ancianapara pasar, y cruzaron la puerta. Ella lossiguió con los ojos, murmurando para sí,mientras salían al recinto de laAcademia.

Ulrika suspiró cuando echaron aandar a través del campus.

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—Temo que tengas razón —dijo ella—. Estas desapariciones tienen queformar parte de los preparativos para lanoche de mañana. El culto matará a lamuchacha ciega, a Valtarin y al profesoren algún ritual. Si al menos pudiéramosaveriguar…

Calló con brusquedad cuando oyóque alguien silbaba a lo lejos; era unaloca melodía obsesionante que leresultaba muy familiar.

—¡La canción! —exclamó, mirandoen torno. Se había formado nieblamientras buscaban a Padurowski, y eratan densa en los terrenos de la Academiaque árboles y edificios surgían de ella

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como fantasmas gigantescos. Ulrika noveía nada.

Stefan también escuchó, y sus ojosse endurecieron.

—La Viola de Fieromonte tocabaesa canción.

—Olvida lo que he dicho —declaróUlrika con una sonrisa lobuna—. Pareceque el culto ha venido a nosotros.

—Qué cortés por su parte —comentó Stefan.

Echaron a andar a través del patiointerior en dirección al silbido, perocuando se aproximaban a la fuente delcentro, otro silbido repitió la melodía,esta vez hacia su derecha. Giraron hacia

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el nuevo sonido, al tiempo quedesenvainaban las espadas y se poníanen guardia. Un tercer silbido les llegó dedetrás del edificio de la facultad, yluego un cuarto, más lejano, desde laizquierda. Continuaban sin poder vernada. La niebla, junto con los arbustos yárboles que salpicaban los terrenos dela Academia lo ocultaban todo, aunqueUlrika detectaba fuegos de corazones enel perímetro de su percepción. Los habíapor docenas.

—Rodeados —dijo Stefan con ungruñido.

El silbido cesó de modo tanrepentino como había comenzado, y la

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noche se sumió en un silencio absoluto.Ulrika y Stefan giraron en círculolentamente, observando el entorno.Nada. No se movía nada. A Ulrika no legustaba.

—¿A qué estáis esperando? —gritó—. ¡Salid y luchad!

Se oyeron chasquidos secos portodas partes, y una docena deproyectiles negros salieron volando dela niebla. Ulrika y Stefan los esquivarony derribaron con los estoques. Eransaetas de ballesta. Una pasó tan cerca deUlrika que le rozó la oreja izquierda conlas plumas. Stefan atrapó otra en el aire.

—Punta de plata —dijo, mirándola

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—. Como es natural.Ulrika giró en círculo, gruñendo y

con los brazos abiertos.—¡Enfrentaos conmigo, cobardes!

¡Acero contra acero!Otra lluvia de flechas voló hacia

ella, pero Stefan se lanzó al suelo y laderribó al caer, y los proyectilespasaron por encima sin causarles ningúndaño.

—No podemos vencer aquí —susurró él—. Tenemos que retiramos.

—Pero volveremos a perderlos.—No —repuso él—. Los haremos

salir y los mataremos cuando sedispersen para buscarnos. ¡Vamos!

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Ulrika pensó que la idea erarazonable. Dio una voltereta junto con élpara ponerse de pie y corrió endirección a la calle, situada al otro ladode las aulas. Una lluvia de flechas silbótras ellos, pero zigzaguearon y hurtaronel cuerpo y los proyectiles pasaron delargo. Tres miembros del culto selevantaron de entre los arbustos quetenían delante armados con espadas.Ulrika y Stefan los mataron sin apenasdetenerse.

Al continuar corriendo, Ulrika viomás de una veintena de siluetas concapucha que atravesaban a la carrera elrecinto en su persecución; iban armados

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con ballestas y espadas. La mayoría sequedaban atrás, incapaces de igualar suvelocidad, pero algunos les seguían elpaso, veloces como galgos.

—Están separándose —dijo Stefan—. Alejémonos un poco más.

Ulrika asintió con la cabeza.Salieron de entre los árboles y sus piesrepiquetearon sobre la calle adoquinada.Enfrente había un callejón. Corrieronhacia allí, con el más rápido de losperseguidores a poca distancia detrás deellos.

—Ahora debemos perderlos —decidió Stefan, mientras chapoteaban enlos charcos asquerosos del callejón—.

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Y luego volver atrás cuando se separenpara buscarnos.

Ulrika le dedicó una ancha sonrisa.—Tú esto ya lo has hecho antes.—Es un viejo truco con los

cazadores de vampiros —replicó Stefan—. Ellos piensan que te tienen, y eres túquien los tiene a ellos.

Condujeron a los miembros del cultoen una laberíntica persecución porcallejones y pasajes del barrio de losestudiantes, saltando por encima detapias y esquivando montones de basura,y luego, finalmente, Stefan se detuvo enla parte posterior del taller de un tallistade piedra, y escuchó. Les llegó el eco de

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los pasos de sus perseguidores a travésde la niebla, desde una manzana dedistancia, más o menos.

—¡Ahora! —dijo—. Subamos a lostejados. Desde allí los veremos pasar.

Le hizo un gesto a Ulrika para quesubiera ella primero. La muchacha sesujetó al extremo sobresaliente de unaviga, para luego trepar como una arañapor la pared del taller. Stefan comenzó asubir detrás de ella, pero justo cuandoUlrika se izaba hasta el tejado, él soltóun gruñido y cayó de espaldas en elcallejón.

Ulrika se volvió y lo vio tendido enel fango, retorciéndose de dolor.

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—¡Stefan!No obtuvo respuesta. A ella se le

encogió el estómago de miedo. Volvió abajar con rapidez y se arrodilló junto aél. Los pasos de los perseguidores seaproximaban.

—Stefan —susurró—. ¿Qué sucede?Él se arrancó algo de la parte

posterior de una pierna: una saeta conpunta de plata. Estaba chorreandosangre. Ulrika maldijo. Ni siquierahabía oído el ruido del disparo.

—Ayúdame a levantarme —pidió él,haciendo una mueca de dolor.

Ulrika lo tomó de un brazo y lo pusode pie, mirando nerviosamente

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alrededor por si aparecía el ballestero.No vio nada en la niebla. A Stefan se ledoblaron las rodillas y cayó contra ella.

—¡Adelante! —dijo con voz ronca,señalando una esquina cercana—. ¡Nopuedo trepar!

Ulrika se echó el brazo de Stefan porencima de los hombros y lo ayudó agirar en la esquina mientras intentabaecharle un vistazo a la pierna. La heridaquedaba oculta por la tela de loscalzones, pero éstos estaban empapadosde sangre.

—No te detengas —siseó él—.Deprisa.

Ulrika continuó corriendo, llevando

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consigo a Stefan. Los sonidos depersecución los rodeaban ya por todaspartes. Stefan aguantaba el dolorapretando los dientes a cada paso.

—Esto no servirá de nada —dijo,mientras daba saltos, a su lado—.Seguirán mi rastro de sangre. Nopodremos escapar de ellos.

—Tú continúa adelante —replicóUlrika.

Lo metió dentro de un patio y girópor el lateral de un edificio deviviendas. Oyó que os miembros delculto entraban en el callejón mientrasella y Stefan corrían hacia la partedelantera.

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—Sí —dijo él, asintiendo con lacabeza—. Continuaré, pero no contigo.Tenemos que separarnos. Ellos seguiránmi sangre y tú podrás escapar. Veré sipuedo atrapar a uno y hablar con él.

—Pero… —empezó a protestarUlrika.

Él la interrumpió haciendo un gestoimpaciente con una mano.

—Nosotros dos solos no podemosluchar contra estos amantes de losdemonios, y lo que ha ocurrido estanoche lo demuestra. Tienes que recurrirotra vez a las lahmianas y conseguir quete ayuden. Es la única esperanza quetienes de derrotar al culto.

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—¡Pero me matarán! —exclamóUlrika.

Cruzaron una calle lateral hasta otrocallejón. Ulrika prácticamente llevaba aStefan en brazos. Una tapia cerraba elotro extremo.

—Diles que estoy muerto —sugirióél, recostándose contra una paredmientras Ulrika arrancaba una tabla dela tapia.

Se volvió a mirarlo.—¡¿Qué?!—Diles que he muerto luchando

contra los miembros del culto —dijo él—. Que he muerto defendiéndote a ti. —Se rió, aunque por el sonido parecía que

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estaban estrangulándolo—. Diles que yano eres mi títere.

—¡Pero tú no vas a morir! —exclamó Ulrika.

—No si puedo evitarlo —replicóStefan—. Pero tal vez sería mejor queellas pensaran que sí. Las lahmianastienen los contactos necesarios paraimpedir el concierto, y una red de espíascon la que pueden volver a encontrar alculto si yo fracaso aquí, pero, por micausa, se negarán a ayudarte. Así que lomejor será que desaparezca. Ahora,sube a los tejados. Yo alejaré a estosestúpidos.

—No puedes —protestó ella—.

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Estás herido. Apenas si puedes caminar.—Cuando un lobo resulta más

peligroso es cuando lo acorralan. Mereuniré contigo en la panadería y te daréla información que haya conseguido.Ahora, márchate.

—No —se negó ella, y se volvióhacia los pasos que resonaban cada vezmás cerca.

¿Cómo podía marcharse? ¿Cómopodía abandonarlo cuando acababa deencontrarlo, cuando acababa dedescubrir lo que podían tener estandojuntos? ¿Y si aquélla era la última vezque lo veía?

—No —repitió—. Lucharé a tu lado.

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Stefan gruñó.—¡Estúpida! ¡Jamás lograrás

vengarte de esos dementes si mueresaquí! Debes vivir para desbaratar susplanes y acabar con ellos. —Le dio unempujón—. ¡Márchate!

Ulrika apretó los puños, reacia aceder a la lógica de Stefan. Al fin, soltóuna maldición y luego lo aferró y lobesó mordiéndole los labios con ansiaantes de apartarlo de un empujón yfulminarlo con la mirada.

—Sí —dijo—. Mi respuesta es sí.A continuación huyó muro arriba

cuando el sonido de pasos aumentaba devolumen en todas las direcciones.

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VEINTISIETE

El enemigo demi enemigo

No fue Severin quien abrió la puerta dela mansión de Evgena esta vez, sinoRaiza, que empuñaba el sable desnudo.Ulrika se sobresaltó al ver que el brazoizquierdo de la esgrimista acababaahora en un guantelete metálicoarticulado.

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—Te dije que no volvería aperdonarte la vida —le recordó. Ulrikalevantó las manos.

—Dile a la boyarina que Stefan vonKohln ha muerto —declaró—. Y que yocontinúo manteniendo el juramento quele hice a ella.

Raiza no pareció oírla.—Desenvaina tu espada —dijo con

voz serena—. No te mataré si estásdesarmada.

—Hermana, por favor —insistióUlrika—. Tú has visto a los miembrosdel culto en acción. Sabes que laamenaza que entrañan es real. Ya heaveriguado qué planes tienen, pero no

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puedo detenerlos yo sola. La boyarinaEvgena es mi única esperanza. Porfavor…

—Desenvaina tu espada —repitióRaiza con frialdad.

Ulrika bajó las manos hacia elestoque, pero en lugar de desenvainarlosoltó la hebilla del cinturón de la espaday lo arrojó a los pies de Raiza, paraluego abrir los brazos ante ella.

—¿Habría venido aquí, hacia unamuerte segura, si no fuese sincera?Podéis hacer lo que os plazca conmigo,sólo pido que me escuchéis primero. Oslo suplico.

Raiza la miró y luego miró el

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estoque, que empujó con la punta de unpie hacia el interior del vestíbulo deentrada.

—Espera aquí —dijo, y acontinuación usó la punta del sable paracerrar la puerta.

Ulrika dejó que sus hombros serelajaran. Al menos no estaba muerta,aunque por la expresión impasible deRaiza no podía saber si había ido aabogar por su causa o a buscarrefuerzos.

Miró por encima del hombro haciala noche neblinosa, y se estremeció. Allífuera, en alguna parte, Stefan luchabacontra los miembros del culto, herido y

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solo. Intentó librarse de su imagencayendo al suelo con una flecha de puntade plata clavada en la espalda, pero nopudo. Sabía que él había insistido enque lo dejara, pero si de verdad moría,ella nunca se perdonaría a sí misma. Nisiquiera la venganza contra el culto laliberaría de esa culpa.

Su mente volvió al futuro dorado queStefan había conjurado para ella: juntospara siempre, gobernando Praag. Lodeseaba tanto que le dolía. Y, enrealidad, Praag era lo menos importante.Renunciaría a ello para poder estar conStefan y vivir como desearan durante elresto del tiempo. Por supuesto, tendrían

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que sobrevivir al culto, y a Kiraly, yluego estaba el pequeño problema dehaberle jurado su fidelidad eterna aEvgena, pero tal vez si protegía a laboyarina de esas amenazas y cumplíacon su juramento, Evgena larecompensaría con la libertad.

Ulrika suspiró. Sí, tal vez, pero nadade lo que Evgena había hecho hasta elmomento le daba razón alguna paraabrigar esperanzas. ¡Por los dientes deUrsun!, ¿por qué había prestado esejuramento? ¿Cómo había podido dejarseatrapar para siempre en el sofocanteabrazo de Evgena cuando tenía laverdadera felicidad al alcance de la

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mano?Se abrió la puerta y Raiza la

mantuvo abierta con la mano de acero,el sable aún desnudo en la otra mano.

—Te recibirá —anunció—. Perodebes saber que es improbable quevivas durante mucho tiempo si entrasaquí.

Ulrika tragó con dificultad, mirandoa ambos lados de la puerta, donde losgigantescos osos habían vuelto a ocuparsus pedestales, y luego asintió con lacabeza.

—Correré el riesgo.Raiza le hizo un gesto con la cabeza

a Ulrika para que entrara, y a

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continuación la condujo una vez más porlos polvorientos corredores abarrotadosde trofeos. Ulrika reparó en que muchosde los pedestales y perchas estabanvacíos. Sonrió para sí: unos cuantosmenos con los que enfrentarse si teníaque luchar para salir de allí.

La boyarina esperaba en el salón deparedes rojas y el hogar apagado, comola vez anterior, sentada en el diván, enuna postura rígida y con la espaldarecta, con Galiana en su sillón habitual.Raiza dejó a Ulrika de pie ante suseñora y ocupó su lugar junto a Evgenasin envainar la espada. Contra lasparedes había apostados hombres de

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armas, también con los aceros desnudos.—¿Está muerto? —preguntó Evgena

sin más preámbulo—. ¿Tienes la certezade que es así?

Ulrika negó con la cabeza.—No puedo tener la certeza, señora,

pero no logro imaginar cómo habríapodido sobrevivir.

La postura de la boyarina se volviómás rígida.

—¿Qué quieres decir? Si hasentrado en ésta casa valiéndote dementiras, morirás por ello.

—Quiero decir que lo dejéprotegiendo mi huida contra losmiembros del culto —replicó Ulrika,

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deseando estar segura de que no era así—. Estaba herido, rodeado y superadoen número.

—¡Así que tú has venido a acabar sutrabajo y matarme! —le espetó Evgena,desdeñosa.

—Él no ha venido a Praag a matarte,señora —replicó Ulrika, apretando losdientes—. Ha venido para detener alvampiro que tiene intención deintentarlo, como ya te dije antes. Yaunque tú me has provocado yperseguido, yo tampoco he venido amatarte, ni he roto el juramento que tehice, ni jamás he tenido siquiera laintención de hacerlo. He venido a

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pedirte, otra vez, lo único que te hepedido hasta ahora. Ayúdame a derrotaral culto que amenaza vuestra ciudad y avosotras mismas.

Evgena cruzó las manos sobre elregazo.

—Razia me ha dicho que te habíasenterado de no sé qué planes del culto.¿Cuáles son?

Ulrika hizo una inclinación decabeza y comenzó.

—Gracias, señora. El culto haconseguido una reliquia de gran poder,un violín llamado Viola de Fieromonte.Está poseída por un demonio, y tiene elpoder de volver locos a los hombres

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cuando se la toca. El culto tieneintención de…

Evgena se rió.—¿Un violín? ¿Tu culto

todopoderoso amenaza Praag con unviolín? ¿Vamos a morir todos dehemorragia de oídos?

—Yo misma he sentido su poder,señora —le aseguró Ulrika—. VonKohln y yo se lo quitamos al cultocuando sus miembros intentaban robarlode la torre de los Hechiceros. Eldemonio del interior confundió mi mentey me engañó para que me desprendierade él, y los miembros del culto se lollevaron. Temo que sea plenamente

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capaz de hacer lo que ellos esperan quehaga.

—¿Y que es…? —preguntó Evgena.—Creo que tienen intención de

tocarlo en el concierto de victoria delduque, y usarlo para convertir a la gentemás importante de Praag (todos losnobles, generales, sacerdotes y brujasdel hielo) en lunáticos asesinos. En laconfusión que seguirá, los miembros delculto abrirán las puertas para que entresu reina, Sirena Pelo de Ámbar, paladíndel Caos que se oculta en las colinascon su horda. Tomará Praag sin hallaroposición.

La boyarina sonrió con desdén y dio

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la impresión de que no iba a hacer casode la historia, pero entonces suexpresión vaciló y pareció detenerse apensar.

—Recuerdo… recuerdo ese violín.Una maravilla pasajera de justo despuésde la Gran Guerra contra el Caos. LosÁguilas Blancas de Belarski, miembrosde la compañía de lanceros alados másvaliente de la época, fueron ejecutadosdespués de que se comportaran comodementes mientras danzaban con lamúsica de ese instrumento.

—También yo lo recuerdo —confirmó Galiana—. Hicieron pedazos asus propias esposas e hijos diciendo que

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eran demonios disfrazados. Pero elviolín fue quemado en la hoguera, si norecuerdo mal… Un espectáculodestinado a entretener a la corte delduque.

—Si fue quemado un violín —intervino Ulrika—, no fue la Viola deFieromonte. Aún existe.

Evgena guardó silencio, pensativa.Raiza tosió con cortesía antes deintervenir.

—Esta mañana, Emil comentó queanoche se había oído alboroto en latorre de los Hechiceros. Los agentessecretos lo han investigado. Encontraroncuerpos de miembros de un culto.

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—Y el maestro Padurowski, quetenía que dirigir la orquesta, hadesaparecido —añadió Galiana—. Midoncella me lo ha contado. Era el temade conversación de hoy en losmercados.

Evgena continuó en silencio duranteun largo momento, para luego abrir elabanico y agitarlo, nerviosa.

—Este complot podría tener éxito —dijo—. Es una locura, pero podría teneréxito.

—Podría, a menos que tú hagas algopara impedirlo.

Evgena le lanzó una mirada deenojo. Ulrika pensó que veía miedo en

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ella.—¿Qué? ¿Qué quieres que haga yo?—El concierto debe ser cancelado

—declaró Ulrika—. Tú tienes espías enla corte, señora. Si le dijerais a alguienque la vida del duque peligrará si asistea la velada, no permitirán que la cosasiga adelante. Una vez hecho esto,debemos encontrar a los miembros delculto, destruir el violín y enviar aldemonio de vuelta al reino del Caos.

Evgena rió.—¡Niña, estás loca! —Cerró el

abanico con brusquedad—. ¿Desterrardemonios? ¿Atraer la atención de losagentes de la zarina? No sé qué es más

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peligroso, pero no estoy dispuesta ahacer ninguna de las dos cosas.

Ulrika acabó por perder lapaciencia.

—¿Acaso no eres una lahmiana?¿No eres una maestra del secreto y lamanipulación? No te pido que hagas túmisma ninguna de esas cosas, sino através de tus secuaces y esclavos desangre, como lo harías normalmente.

Galiana y Raiza estaban mirando aEvgena como si también ellas quisieraninstarla a la acción pero tuvieran miedode hablar. La boyarina se levantó conbrusquedad y se acercó al hogarapagado con movimientos tensos y

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rígidos.—Ni siquiera eso carece de riesgos

—dijo al fin—. Una cosa es enviarle unregalo al duque a través de unintermediario y sugerirle que undeterminado hombre está mejorcualificado que otro para el cargo decapitán de la guardia, y otra muy distintaes pedirle a ese intermediario quesusurre que la vida del duque está enpeligro. Las personas que dicen cosassemejantes son llevadas a las salas deinterrogatorio de la policía secreta,donde se les formulan preguntas y se lespide que revelen sus fuentes deinformación, y no habría suficiente

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lealtad de sangre como para mantenercerrada la boca de un intermediariocuando los hierros se pusieran al rojovivo.

Golpeó el abanico contra sus faldas.—He corrido antes ese tipo de

riesgos, cuando la alternativa era ladestrucción, pero esto…

—¡Destrucción es precisamente loque constituye la alternativa en estecaso, señora! —interrumpió Ulrika—.Ya sé que temes al riesgo. Aquí haslogrado la comodidad y no deseas poneren peligro tu posición, pero ¿no ves queel riesgo que entraña no hacer nada esmayor que el riesgo que correrás si me

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ayudas?—No lo sé —titubeó Evgena,

desgarrando el papel del abanico conlas zarpas—. No lo sé. Tal vez lo másprudente sea retirarse a Kislev duranteuna temporada. Nuestras hermanas deallí nos acogerán hasta que las cosas sehayan resuelto por sí solas.

El enojo comenzó a hervir dentro delpecho de Ulrika. A pesar de toda su fríadignidad y tono de superioridad, laboyarina Evgena era una cobarde,demasiado temerosa como para tomarmedidas para defenderse.

—Señora —insistió, con los dientesapretados—, no creo que la reina de la

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Montaña de Plata vaya a mirar conbuenos ojos una retirada o…

Evgena lanzó un grito ahogado antesde volverse a mirar a su espalda, yUlrika se interrumpió pensando quehabía hablado con excesiva franqueza,pero la boyarina miraba más allá deella, hacia la puerta.

—¡Están aquí! —exclamó, paraluego pronunciar una frase arcana ymover los brazos en el aire trazandosignos con brusquedad. Galiana se pusode pie, con sus ojos de muñeca muyabiertos.

—¿Quiénes están aquí, señora?—¿Cuántos? —preguntó Raiza.

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Detrás de la puerta que daba alcorredor estalló un estruendo dechillidos, aleteos y rugidos, seguidospor asustados gritos de hombres, golpessordos y entrechocar de acero.

Evgena apuntó a Ulrika con elabanico.

—¡Pequeña idiota, los hasconducido hasta nosotras! —siseó—.¡Nos has arrastrado a tu estúpida guerra!

—Señora, no lo he hecho —protestóUlrika—. Yo…

Evgena se volvió hacia sus hombres.—¡Id! ¡Fuera! ¡Defended la puerta!Los hombres de armas corrieron a la

puerta del corredor para participar en el

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combate. Al abrirla, los sonidos debatalla se hicieron más fuertes, y conellos se oyó una voz conocida que sealzaba al pronunciar las palabras de unencantamiento: el hechicero jorobado.Los chillidos de los animales no muertospasaron de la furia al dolor al entonar elbrujo su hechizo, y los alaridos de losmiembros del culto se transformaron enaclamaciones. Luego, los hombres deEvgena cerraron la puerta de golpe ytodos los sonidos disminuyeron.

—Son fuertes —gruñó la boyarina,que luego llamó a Galiana con un gesto—. Ven, hermana.

Galiana fue hacia ella a toda prisa al

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tiempo que se abría tajos en las palmasde las manos con las garras mientrasEvgena hacía lo mismo. Unieron lasmanos y la sangre de las dos se mezclóal entrar en contacto las mutuas heridas.Cerraron los ojos y se pusieron amurmurar al unísono, mientras en torno aambas se formaban espirales de nieblaroja que volvían borrosos los contornosde las mujeres vampiro.

Justo al otro lado de la puerta delcorredor sonaron gritos coléricos ypesados golpes. Daba la impresión deque los hombres de Evgena estabanmuriendo en defensa de la entrada.

—Conmigo, hermana —dijo Raiza,

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mientras se encaminaba a paso rápidohacia la puerta.

—Me has quitado las armas —lerecordó Ulrika.

Raiza señaló con la mano metálica.—El banco de la ventana.Ulrika atravesó la habitación a la

carrera mientras en sus entrañas seformaba una espiral de miedo. ¿Cómoera posible que los miembros del cultoestuvieran allí? ¿Había muerto Stefan?Él nunca habría permitido que pasaranmás allá de donde él estaba mientrasconservara la vida. El corazón de Ulrikase inflamó de furia y culpabilidad. Nodebería haberlo abandonado. ¡Ella lo

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había matado!Levantó la tapa del banco integrado

en la ventana. Dentro halló su cinturóncon el estoque y la daga, que reposabansobre cojines y pieles. Lo recogió yechó a correr de vuelta hacia Raiza altiempo que se lo ceñía en torno al talle.

La puerta salió despedida hacia elinterior, arrancada de los goznes, y losguardias de Evgena cayeron de espaldasdentro de la habitación, heridos,agonizantes y muertos, en el momento enque la giganta blanca y desnuda de latorre de los Hechiceros entraba agrandes zancadas, con el hacha de platadestellando a la luz del fuego. Un grupo

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de miembros del culto se debatía detrásde ella, luchando contra una escandalosabandada de halcones y milanos nomuertos. Otras aves de presa graznabanen torno a la cabeza y hombros de lagiganta, pero sus garras no hacían mellaen su vidriada piel brillante.

Raiza la acometió con una estocadadirigida al corazón, pero su sable no fuemás eficaz que las garras de las aves. Lagiganta barrió el aire con el hacha.Raiza la esquivó y tropezó con unguardia caído. Ulrika cargó aullando ylogró llamar la atención de la mujer,pero su ataque fue tan fútil como losotros.

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Retrocedió a saltos ante el hacha,mientras sus ojos recorrían el entorno atoda velocidad en busca de algo quefuera lo bastante pesado como pararomper el blanco caparazón liso de lamutante. Sobre un pedestal se alzaba laestatua de mármol de una diosa khemri.Ulrika la sujetó por la cabeza con carade gato y la blandió como si fuera unaporra. Cuando estaba viva, habríanecesitado ambas manos para levantarla,pero en aquel momento le parecióapenas más pesada que el estoque.

La giganta paró el golpe con elhacha, que arrancó esquirlas a laescultura pero, antes de que pudiera

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contraatacar, un brillo rojo atravesó elaire como una ondulación que sepropagara por un charco de sangre, ycuando tocó a la mutante, ésta empezó aasfixiarse y se aferró el cuello, con losojos salidos de las órbitas. La sangreespumeó en sus labios y ella se dobló endos… y no fue la única. La onda alcanzóa los miembros del culto que estaban enel corredor, y también ellos seasfixiaron: era obra de la hechicería deEvgena y Galiana. Ulrika no esperó paraaprovechar la ventaja, y volvió aacometer a la giganta boqueante. Laestatua se partió por la mitad al hacerpedazos la piel de porcelana de la

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espalda de la mutante y romperle lascostillas. Bramó de dolor y, vomitandosangre, acometió con salvajismo aUlrika.

Raiza le clavó profundamente elsable en la fisura de la herida. Lagiganta lanzó un grito ahogado y sedesplomó en el suelo, muerta al fin.Ulrika saltó por encima de aquel cuerpodescomunal y se metió entre losmiembros del culto que ocupaban elcorredor, seguida de cerca por Raiza ylos hombres de armas que quedaban enpie. Fue una carnicería, ya que losmiembros del culto estaban asfixiándosey vomitando sangre, y seguían acosados

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por los halcones que se ensañaban consus cabezas.

Pero justo cuando Ulrika empezaba apensar que habían vencido, un tremendochoque silencioso le golpeó el pecho yle atravesó la mente haciéndole dar untraspié. Se sintió como si hubieraimpactado contra ella una ola oceánica yla hubiera lanzado contra una playarocosa. Raiza también se tambaleó, ydentro del salón se oyeron los gritos deEvgena y Galiana, que se aferraron lacabeza y cayeron de rodillas. El rojoresplandor de la magia que ambasproyectaban se desvaneció, a la vez quetodos los halcones cayeron al suelo,

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rígidos e inmóviles.—¡Señora! —gritó Raiza, avanzando

a trompicones hacia Evgena—. ¿Estásherida?

Antes de que pudiera llegar hastaella, algo grande y negro atravesó loscristales de una de las ventanas de lahabitación llevándose las cortinasconsigo, y cruzó la alfombra hasta elhogar, dejando tras de sí un rastro depolvo. Era la cabeza de un oso, con elcercenado cuello disecado y exangüe.

Cuando Ulrika se volvía para mirarde qué se trataba, una figura saltó através de la ventana rota y se acuclillóen el alfeizar riendo con dos voces. Era

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Jodis, la ágil nórdica mutante con rastasy la boca de gruesos labios que nodejaba de masticar en el cuello. Llevabael cuerpo desnudo y pintado para laguerra, y los plateados cuchillos largospreparados para la lucha.

—¡Aquí están, hermanos! —llamópor encima de un hombro—. ¡Éste es elnúcleo del nido.

—¡Defended la puerta! —bramóUlrika a los guardias de Evgena, y luegodio media vuelta para comenzar a correrhacia Jodis, aullando de furia.

Pero apenas había dado unos pocospasos cuando oyó que más adoradoresdel Caos corrían por la casa. Maldijo y

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empujó al corredor a los tres restanteshombres de armas de Evgena.

—¡Defended la puerta! —gritó, ycontinuó su carrera hacia Jodis.

La nórdica saltó de la ventana alsuelo para hacerle frente mientras unadocena de corpulentos bárbaros depecho desnudo atravesaban la ventanadestrozando lo que quedaba de ella, conespadas y antorchas en las manos.

Ulrika atacó con una estocada bajadirigida a abrir el desnudo abdomen deJodis, pero los cuchillos bañados deplata giraron y se movieron a lavelocidad del rayo hacia el cuello deUlrika, que logró pararlos con la daga

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justo a tiempo.—Así que el sol no te mató —dijo

Jodis con ambas bocas—. Mejor.Quiero ese placer para mí.

—De ser así, deberías haber venidosola.

Ulrika retrocedió, bloqueandogolpes por todas partes, mientras Jodis ysus salvajes avanzaban. El ataquemágico que había herido a Evgena ymatado a sus mascotas la habíadebilitado demasiado como para lucharcontra tantos oponentes. Se sentíadesfallecida, floja y vacía. Un salvaje laacometió con una larga espada negra.Ella se apartó a un lado, sabedora de

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que no iba a poder evitarla; pero, en elúltimo segundo, Raiza apareció a sulado y la apartó, arrancándole los ojosal nórdico con la mano metálica.

—Gracias, hermana —jadeó Ulrika,y volvió a concentrarse en Jodis.

Raiza continuó luchando en silencio,situándose para impedir que la nórdica ysus hombres llegaran hasta Evgena yGaliana. Ulrika hizo lo mismo, pero laempresa resultaba imposible. Eran sólodos espadas. No podrían contener atantos enemigos.

Pero entonces les llegó ayuda desdeatrás. Uno extraños jirones rojosflotaron hacia los bárbaros como

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telarañas llevadas por una brisa. Jodis ysus hombres se tambalearon y gritaroncuando se les enrollaron en torno a losbrazos y la cabeza, quemándoles lacarne con su sedosa caricia. Ulrika yRaiza aprovecharon la oportunidad paramatar a tres bárbaros en un instante yhacer retroceder a Jodis.

Ulrika se atrevió a echar un vistazo asu espalda. Evgena continuabadesplomada, medio inconsciente, sobreun diván —la conmoción mágica parecíahaberla golpeado con más fuerza que alresto—, pero Galiana estaba inclinadasobre ella, con la peluca roja torcida ylos finos brazos extendidos. De las

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puntas de sus dedos manaba humo rojoque luego se concentraba en hebrasflotantes.

Al otro lado de la puerta, loshombres de armas de Evgena luchabancontra los miembros del culto en elcorredor. Estaban resistiendo bien. SiEvgena se recuperaba, tal vez tendríanuna oportunidad de supervivencia.

Entonces, un movimiento que seprodujo por encima de la cabeza deJodis hizo que Ulrika levantara los ojos.En una de las ventanas destrozadashabía un hombre encorvado cubierto conla capa con capucha de los miembrosdel culto, y en una de sus manos destelló

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algo negro que estaba a punto de lanzar.—¡Hermanas! —gritó—. ¡Cuidado!

¡Kiraly!Raiza levantó la mirada en el

momento en que Kiraly lanzaba laEsquirla de Sangre directamente haciaEvgena. Con un rugido, la esgrimistasaltó, olvidando a su oponente, y barrióel aire con la mano de metal paradetener el vuelo de la Esquirla, queresbaló por el suelo, mientras Kiralysacaba una segunda.

Jodis aprovechó la distracción deRaiza y le clavó una estocada en lascostillas con una de sus dagas plateadas.La esgrimista dio un traspié, con un grito

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ahogado, en el preciso momento en queKiraly lanzaba la segunda esquirla.

Raiza se lanzó de cabeza paradetenerla, pero la herida le hizo ser máslenta, y en lugar de golpearla cayó antesu trayectoria. La negra Esquirla se leclavó profundamente en el pecho con ungolpe sordo y le llegó al corazón. Raizagritó y cayó al suelo, aferrando laEsquirla de Sangre, y entonces semarchitó ante los mismísimos ojos deUlrika hasta convenirse en un esqueletorecubierto por una piel floja.

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VEINTIOCHO

La heridareveladora

Todos los combatientes que había en lasala, vampiros, miembros del culto ybárbaros, quedaron petrificados porigual durante un segundo por elespeluznante alarido de Raiza y suespantosa transformación.

Ulrika fue la primera en salir de la

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parálisis, alimentada por la furia. Kiralyhabía matado a la más honorable de laslahmianas de Praag, la única a la queUlrika habría llamado amiga. Descargóuna andanada de golpes sobre Jodis, lehendió la cabeza y la derribó, y luego seabrió camino a empujones entre losbárbaros en dirección a Kiraly, con laespada en alto.

—¡Asesino! —rugió.El vampiro enmascarado sacó una

tercera Esquirla de debajo de la capa,pero luego vaciló, como si sopesara losdiferentes objetivos, y en ese instanteUlrika lo acometió y le abrió un tajoprofundo en una muñeca. Con un

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bramido de dolor, cayó de espaldas porla ventana, y Ulrika subió de un salto alalféizar, dispuesta a saltar tras él.

—¡No, hermana! ¡Protege a nuestraseñora!

Ulrika se volvió a mirar atrás. Lapequeña Galiana estaba arrastrando aEvgena hacia el hogar, mientras losbárbaros luchaban para abrirse paso através de la red de ardientes hebras yseguirlas. Jodis yacía donde habíacaído, con la cabeza sangrando.

—¡Protege nuestra retirada! —gritóGaliana.

Ulrika vaciló. Su alma clamabapidiendo venganza contra Kiraly, pero

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había jurado defender a Evgena con suvida. Maldijo y saltó de vuelta alinterior de la habitación para cargarcontra la espalda de los bárbaros que seaproximaban a su señora. La venganzatendría que esperar hasta más tarde.

Los nórdicos se dispersaron cuandoel estoque de Ulrika les abrió tajos enlos hombros y en el cuello, y quedó a lavista el cuerpo de Raiza, consumida,tendida en el lugar donde había caído,con el pecho hundido alrededor de laEsquirla que tenía clavada y quebrillaba con un resplandor rojo. Ulrikano podía dejarla allí. La recogió paraechársela sobre un hombro —era tan

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ligera y frágil como una gavilla de maízseco—, y luego blandió la espada entorno a sí para contener a los bárbaros, ycontinuó con paso tambaleante haciaGaliana y Evgena.

—Y ahora ¿qué? —preguntó,mientras dejaba a Raiza en el suelo y sevolvía para luchar mientras los nórdicoscerraban filas otra vez en torno a ellas.

—El hogar oculta una escalera —dijo Galiana, mientras guiaba a Evgenahacia allí—. Retenlos mientras escapocon la boyarina.

—Sí, hermana —replicó Ulrika, queasestaba tajos como loca en todasdirecciones.

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Galiana susurró una frase corta, ycon un estruendo de contrapesos ocultos,el hogar empezó a rotar sobre su eje.Pero antes de que hubiese girado tansólo un palmo, los hombres de armas deEvgena que aún defendían tenazmente lapuerta que daba al corredorretrocedieron con paso tambaleante,gimiendo y manoseándose el cuerpocomo si estuvieran poseídos por eléxtasis. Los miembros del culto selanzaron adelante, los mataron yentraron en masa en la habitación,seguidos por un personaje alto yjorobado que se cubría con un ropónpúrpura y a quien protegía un corpulento

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paladín pintado a rayas.Ulrika maldijo y redobló la defensa

mientras los miembros del culto se uníanal círculo de bárbaros y la atacaban altiempo que el hechicero jorobado alzabalos brazos y comenzaba a salmodiar.

—Date prisa, hermana —la apremiócon voz ronca.

El hogar acabó de girar y dejó a lavista una puerta estrecha, pero antes deque Galiana pudiera ayudar a Evgena allegar hasta ella, de la frente oculta porla capucha del hechicero salierondisparadas serpientes de energíapurpúrea que pasaron en torno a losbárbaros para lanzarse directamente

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hacia Ulrika y las lahmianas.Galiana chilló y movió las diminutas

manos en el aire para formar un amplioarco, creando una cortina de aireondulante. Las serpientes la atravesaronsin detenerse, pero al salir eran sombrasde color violeta pálido. Aun así,bastaron.

Ulrika retrocedió con pasotambaleante ante los miembros del cultoy los bárbaros cuando la atravesó unzarcillo, y serpientes de dolorcomenzaron a reptar por su interior,mordiéndole las entrañas. Sus enemigosavanzaron. No podía contenerlos. Eldolor la incapacitaba.

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—Llévatela dentro —dijo con vozronca, agitando débilmente los brazoshacia ellas—. ¡Marchaos!

Un personaje vestido de negro y grisentró en la habitación con pasotambaleante, mirando en torno comoenloquecido, con el estoque desnudo.Ulrika se quedó petrificada. Era Stefan.Estaba cubierto de heridas, sangre ymugre del callejón, pero estaba vivo.¡Vivo!

—¡Stefan! —gritó Ulrika—. ¡Elhechicero!

Stefan pareció captar la situación enun instante. Y cargó, dirigiendo un tajohacia el cuello del hechicero jorobado

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con el estoque cubierto de sangre.El paladín del hechicero se volvió

cuando se aproximaba y desvió el tajocon la espada, pero por muy poco. Elestoque hendió la carne de un hombrodel hechicero en lugar de cortarle elcuello, y el jorobado dio un traspié,gritando de sorpresa y dolor.

Los zarcillos purpúreos sedisolvieron de inmediato hastadesaparecer, y las serpientes quedevoraban las entrañas de Ulrikadejaron de morder. Se lanzó a asestartajos contra el círculo de miembros delculto y bárbaros con renovada fuerza.

—¡Ahora, hermana! —gritó—.

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¡Marchaos! ¡Stefan! ¡Conmigo!¡Deprisa!

Ulrika oyó que Galiana se llevaba aEvgena a rastras, mientras que, a travésde los cuerpos de sus atacantes, vio queStefan corría con paso inestable haciaella, con el paladín pintado a rayaslanzado tras él como una tromba. Elapiñamiento de enemigos se dividió antela velocísima arma de Stefan, y pasó através de ellos para luego volverse, yajunto a Ulrika, y atravesarle el cuello alpaladín. En una muñeca tenía una heridapor la que se le veía el hueso, y otra enla frente que le transformaba la cara enuna máscara roja.

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—Lo siento —jadeó, mientras laayudaba a contener al resto—. He…fracasado en el intento de desviarlos.

—No importa —dijo ella—. Estásaquí. Y estás vivo.

—No es suficiente. Yo… —Suspalabras murieron al ver el marchitocuerpo de Raiza que yacía a sus pies—.Kiraly —jadeó—. ¿Kiraly ha estadoaquí?

—Sí —replicó Ulrika, mientrasatravesaba a otro miembro del culto—.Él… —Un estruendo de raspar depiedra hizo que volviera la cabeza—.¿Señora?

Galiana y Evgena ya no se

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encontraban detrás de ella, y el hogarestaba rotando con lentitud paracerrarse, haciendo que la puerta ocultase estrechara cada vez más.

—¡Perra traicionera! —gruñóUlrika, y luego aferró a Stefan por unbrazo—. ¡Atrás! ¡Rápido! ¡Por esapuerta!

Stefan se volvió, luego se apartó deun salto de sus oponentes y entró porella a toda velocidad. Ulrika hizo unúltimo barrido a su alrededor, luegosujetó el cuerpo de Raiza por el cuellode la camisa y la arrastró a través de laabertura que se estrechaba mientras losbárbaros y los miembros del culto se

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lanzaban hacia adelante.La puerta se cerró con un resonante

golpe justo en el momento en queacababan de pasar las puntas de los piesde Raiza. Ulrika la soltó y se volvió,con la espada en alto. Galiana seencontraba de pie en lo alto de unaestrecha escalera de caracol situada enla parte posterior de la diminuta cámarade piedra en la que se hallaban, y teníala mirada fija en Stefan mientras entorno a sus dedos brillaba un rojo nimbode energía. Se le había caído la peluca,que yacía a sus pies como un perrospaniel muerto y dejaba a la vista laencogida cabeza de cabello ralo.

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—¡No lo hagas! —gritó Ulrika—.¿Vas a atacar al hombre que te hasalvado?

—Es a ti a quien ha salvado —susurró la boyarina Evgena. Estabaponiéndose trabajosamente de pie detrásde Galiana, y levantó la cabeza condificultad. Su ya arrugada cara habíaquedado marchita y esquelética, y su vozera como el susurro del viento saliendode una estrecha cueva—. Habéisconducido hasta aquí a esos dementescon la esperanza de que os hicieran eltrabajo, y habéis caído en vuestra propiatrampa.

—Señora, no es así —la contradijo

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Ulrika con tono implorante—. Siestuviéramos conspirando contra ti, ¿porqué no atacarte ahora?

—Ulrika tiene razón, boyarina —laapoyó Stefan—. Las dos estáisdebilitadas. Nada nos impediría matarosaquí, si quisiéramos.

—Salvo por el hecho de que noestamos vueltas de espaldas —replicóEvgena don desdén.

Ulrika iba a responder, cuando algole aferró un tobillo. Bajó la mirada.Raiza la sujetaba con una manomarchita, mientras sus labios como depergamino se movían y sus ojos semovían, agitados de un lado a otro en el

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interior de las cuencas hundidas.—Raiza —jadeó Ulrika, que se

arrodilló junto a ella. Parecía imposibleque la esgrimista aún estuviese viva—.Raiza, ¿qué sucede?

—Fe… dor —murmuró Raiza.Ulrika se inclinó más, mientras los

otros se acercaban y las rodeaban.—¿Qué dices? No te entiendo.—Mi… marido —susurró Raiza—.

¿Dónde está mí… marido?Ulrika abrió la boca, pero no dijo

nada. No tenía ni idea de qué podíacontestarle.

Evgena se arrodilló al otro lado dela esgrimista y le posó una mano sobre

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un brazo.—Está muerto, querida mía —dijo.

Ulrika nunca la había oído hablar contanta calidez y ternura—. Pero te hasvengado de sus asesinos, tal y como teprometí qué harías. Han muerto todospor tu mano. Ya puedes descansar.

Raiza la miró con ojos inexpresivosdurante un largo momento, y luego dejócaer la cabeza.

—Sí —dijo—. Descansar.Cuando la luz abandonó los ojos de

la esgrimista, Evgena tendió una mano yle arrancó del pecho la Esquirla deSangre. Palpitaba con luz roja, como uncorazón que aún latiera.

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—Y ahora —dijo—, yo me vengaréde tu asesino. —Y dicho esto, se lanzóhacia Stefan para intentar apuñalarlo conla Esquirla.

Stefan saltó hacia atrás paraesquivarla justo a tiempo mientraslanzaba una maldición, y Evgena fue trasél dando traspiés, hendiendo el aire contajos salvajes.

—¡No, señora! —gritó Ulrika, y lesujetó la muñeca.

Evgena se debatió, pero no teníacasi fuerza y no pudo soltarse.

—¡Suéltame! —le ordenó.—Señora —continuó Ulrika—. ¡Él

nos ha salvado! ¡Hubiera podido

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quedarse al margen y dejar que elhechicero acabara con nosotras, pero hapuesto su propia vida en peligro y nosha defendido! ¿Acaso no es eso pruebasuficiente de que no quiere causarnosningún mal?

—Es un von Carstein —gruñóEvgena—. Ninguna prueba es suficiente.

Unos pesados golpes hicieron vibrarlas paredes de la pequeña habitación.Todos se volvieron. Los miembros delculto estaban intentando abrir una brechaa través del hogar.

Evgena dirigió una mirada ferozhacia la pared.

—Ellos también morirán. Todos

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ellos. Nadie me ataca en mi propia casay vive para contarlo.

Galiana tomó a Evgena por un brazo.—Hermana, no podemos quedarnos

aquí. Acabemos esta discusión en lacasa segura.

—Él no nos acompañará hasta allí—dijo Evgena, al tiempo que volvía losojos hacia Stefan—. No quiero espías enesa casa.

—Tampoco yo me fío de él, señora—convino Galiana, alzando la voz parahacerse oír por encima de los golpesque resonaban a través de la pared—,pero la muchacha tiene razón. Ha tenidoamplias oportunidades para atacar y no

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lo ha hecho. Puede que tenga algúnmóvil ulterior, pero, de ser así, noparece implicar nuestro inmediatoperjuicio. Los miembros de ese cultoson una amenaza mucho mayor. Tienenintención de destruir la totalidad dePraag, y vamos a necesitar de todos losinstrumentos que tenemos a nuestradisposición para impedírselo, y esoincluye a von Kohln —recogió la pelucay se la puso sobre la marchita cabeza—.Luchemos juntos contra ellos. Podremosretomar más tarde nuestra propia guerra.

Stefan le hizo una reverencia aGaliana.

—Estoy plenamente de acuerdo,

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señora.—Por supuesto que lo estás —dijo

Evgena con desdén.Otro martillazo sacudió la

habitación, y sobre ellas cayeron polvoy guijarros procedentes del techo.Enseñó los dientes en un gruñido, paraluego suspirar y volverse hacia Stefan yUlrika.

—Se os mantendrá vigilados —dijo,y luego les hizo un gesto para quebajaran ante ella por la escalera decaracol.

Stefan vaciló, pero luego hizo unarígida reverencia y pasó cojeando antela boyarina. Ulrika recogió el cadáver

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de Raiza y se reunió con él.Desde detrás de ellos, Evgena alzó

la palpitante Esquirla de Sangre.—Y recordad lo que tenéis a la

espalda.La escalera de caracol descendía

muchos pisos hacia el subsuelo, hastadesembocar en una red de antiguostúneles bajos que Ulrika, que habíapasado un tiempo en Karan Kadrin, tuvola certeza de que habían sido hechos porenanos. No eran cloacas ni alcantarillas,pero cualquiera que fuese su propósitooriginal, se encontraban en un buenestado asombroso, secos y sólidos,aunque polvorientos y llenos de ratas e

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insectos. Ulrika temió que, al igual quelas cloacas que ella y Stefan habíanrecorrido antes, también estuvieranllenos de mutantes y soldados quelibraran escaramuzas subterráneas, perono era así. Ni siquiera se veía nada queindicara que había habido ocupantesanteriores: ni fuegos antiguos, ni pilasde basura o de huesos, ni marcas en lasparedes. Los túneles estaban tansilenciosos e intactos como una tumbano saqueada.

Al fin se detuvieron ante una paredlisa. Evgena pronunció una frase corta, yuna sección se deslizó para dejar a lavista otra escalera de caracol. La casa

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de lo alto de la escalera era másmodesta que la mansión de Evgena, peroaun así se trataba de una viviendagrande y cómoda, con una pequeñadotación de sirvientes y hombres dearmas que no mostraron sorpresa ante larepentina aparición de su señora desdedetrás de una librería de la biblioteca.

Evgena se aumentó de inmediato ysin preámbulo de una de las doncellas, yluego se volvió hacia sus huéspedesmientras se limpiaba los labios con unpañuelo de hilo, con la cara y el cuerpodevueltos a su delgadez habitual. Lehabló primero a Stefan, al tiempo quealzaba la Esquirla de Sangre.

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—¿La esencia de Raiza estáatrapada dentro de esta cosa? —preguntó.

—Sí, boyarina —asintió él,inclinando la cabeza.

—¿Se la puede poner en libertad?¿Se la puede devolver a su cuerpo?

—Así lo espero —dijo Stefan—,porque Kiraly tiene la esencia de miseñor dentro de otra. Aunque tambiéndicen que es imposible.

Evgena asintió con la cabeza y luegole hizo un gesto a Ulrika.

—Deja su cuerpo aquí. Losguardaré, a él y al cuchillo, hasta queaverigüe más de todo esto.

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Ulrika hizo una reverencia ydepositó el cuerpo de Raiza sobre lamesa de la biblioteca mientras Evgenase volvía hacia Galiana.

—Hermana —dijo—. Envía mensajea nuestros amigos y agentes.Trabajaremos durante todo el día paracancelar ese concierto y hacerle llegaruna advertencia al duque.

—Sí, señora —asintió Galiana, altiempo que hacía una delicadareverencia.

—Una vez que nos hayamosasegurado de que Praag está a salvo,podremos perseguir y destruir el culto,pero hasta entonces… —Evgena dedicó

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una siniestra sonrisa a Ulrika y a Stefan—, pienso que será mejor mantener anuestros… aliados..., a salvo de todomal. —Hizo un gesto a sus hombres dearmas con el abanico—. Encerradlos enla bodega.

—¡Señora! —gritó Ulrika con tonocortante—. ¡Nos insultas! Yo te hejurado lealtad. Stefan te ha salvado lavida. ¿Qué más tenemos que hacer paraganarnos tu confianza?

Evgena los miró con intensidaddurante un momento, y luego se volviópara depositar la Esquirla de Sangresobre el pecho de Raiza.

—Sólo se me ocurre una cosa —dijo

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—. Seguid el ejemplo de mi queridahija, y morid en mi defensa.

La bodega era sólo eso, una bodegapara vino que había perdido supropósito original cuando las lahmianasse habían mudado a la casa, ya que ellasno bebían. Grandes toneles vacíos sealineaban contra una pared, y junto a laotra se habían colocado los botelleros,que ya no guardaban ninguna botella. Elespacio que éstos ocupaban antes estabadedicado a almacén, y había por todaspartes cajones y baúles, además de pilasde cuadros y muebles cubiertos consábanas.

Puede que no se tratara de la celda

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húmeda y fría que Ulrika había temidoque fuese, pero aun así tenía muros depiedra de un metro de grosor y unapuerta de sólido roble reforzado conbandas de hierro. Continuaba siendo unaprisión, y no tenían libertad paramarcharse.

Cuando los hombres de armas losencerraron, Ulrika había logrado,mediante ruegos, que le dieran un pocode agua con la cual asearse, y Stefanhabía encontrado un par de sillas derespaldo duro en las que sentarse, entrelos armarios y consolas envueltos ensábanas, pero aparte de eso no habíaninguna comodidad y no les habían

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permitido alimentarse. Al parecer,Evgena no quería que recuperaran lasfuerzas mientras ella aún estaba débil.

Ulrika se había lavado y limpiado laropa lo mejor posible, pero estabademasiado inquieta como para hacer usode las sillas. En lugar de sentarse, sepaseaba junto a la corta escalera queascendía hasta la puerta, con la mentefuncionando a toda velocidad, mientrasStefan se aseaba a su vez al otro lado dela bodega.

El tratamiento que les daba Evgenaera intolerable. Desde el principiohabían actuado en favor de los interesesde ella, pero la boyarina continuaba

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tratándolos como si fueran asesinos. Eraverdad que Ulrika tenía interesesulteriores para jurarle lealtad, perodesde entonces no había roto eljuramento, y siempre había trabajadopara protegerla, ¿o no?

Era cierto que no lo había hecho conmalicia, pero no podía negar que, dealgún modo, había conducido al cultohasta la puerta de Evgena, y había sidola causante de que murieran los guardiasy las mascotas de la boyarina y la pobreRaiza corriera una suerte aún peor quela muerte.

Ulrika cerró los ojos cuando laespeluznante escena volvió a repetirse

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dentro de su cabeza. ¿Por qué tuvo queser Raiza quien había tenido que morir?La esgrimista había sido una compañeraadusta, pero leal y honorable, einesperadamente bondadosa por debajode la fachada pétrea que mostraba almundo. Una vida al servicio de Evgenahabría podido resultar tolerable sihubiera contado con Raiza parapracticar esgrima. Ahora, con ellamuerta, Ulrika se preguntaba si podríaaguantarlo durante una sola semana.

¿Cómo la había seguido el culto? Noparecía posible. No había oído pasos.No había percibido fuegos de corazones.Y no creía que ni siquiera Jodis hubiese

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podido seguirle el ritmo cuando saltabade un tejado a otro. Entonces supo larespuesta: ¡Kiraly! Él estaba entre ellosy los había conducido hasta la casa deEvgena, y no tuvo que seguir a Ulrika, yaque sin duda conocía el camino hasta lacasa de la mujer a quien tanto deseabamatar que había recorrido casi dos milkilómetros para hacerlo.

Un alivio egoísta inundó a Ulrika.¡No había sido ella! No era responsablede la muerte de Raiza. No era enabsoluto responsable del ataque contrala casa. Por supuesto, nunca convenceríade eso a Evgena, pero al menos ellasabía que era así.

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El chapoteo de agua del otro lado dela habitación hizo que sus pensamientosvolvieran a Stefan, y lo vio otra vezentrar con paso tambaleante en el salónde Evgena, cubierto de sangre yterriblemente herido. La flecha de puntade plata que se le había clavado en lapierna había sido sólo la primera de lasheridas. ¡Cómo tenía que haber luchadopara impedir que los miembros del cultola siguieran!

La sacudió un pensamientorepentino. ¡Por los dientes de Ursun!¿Habría luchado con Kiraly? En eltorbellino de la batalla y de lo quesiguió, no hubo tiempo para

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preguntárselo. Ni siquiera habíapensado en ello. ¿Le fue imposiblecontener a los miembros del cultoporque Kiraly lo había distraído? Noera de extrañar que tuviese tantasheridas.

La pila de baúles y muebles sealzaba entre ella y Stefan. Comenzó arodearla. Pobre Stefan, librar unabatalla tan desesperada cuando aúnsufría el dolor causado por la flecha depunta de plata… El dolor debía de serterrible. Eso lo sabía por amargaexperiencia. El mordisco de la plata nose desvanecía con rapidez. No sinsangre para contribuir a su curación, y

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Evgena no les había permitidoalimentarse. No obstante, Stefan le habíaenseñado otra manera de curar heridas.Avanzó, mientras el deseo crecía en suinterior.

Después de todo lo que él habíahecho, después de que se hubieraesforzado al máximo por defender aEvgena del culto y de Kiraly, sin recibirmis que desdén y suspicacias a cambio,merecía algo más que agua para asearse.Ulrika lo curaría y calmaría su dolor, yal hacerlo hallaría curación y sedaciónpara sí misma. El placer suavizaría latristeza que sentía por la muerte deRaiza y el enojo causado por la

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desconfianza de Evgena. Se perdería enél y, al menos durante un rato, todoestaría bien.

Andando con sigilo, rodeó laesquina del montón de muebles. Stefanse encontraba de espaldas a ella,desnudo, y se frotaba un antebrazo sobreun desagüe que había en el suelo. Sedetuvo para admirar las líneas esbeltasde su espalda, y la delgada fortaleza desus largas piernas. Era tan hermosocomo un gato cazador a pesar de lasheridas, que tal vez incluso aumentabansu belleza al conferirle un aire depeligro y experiencia. Bueno, sedeleitaría con ellas mientras pudiera, ya

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que después de que hubieranintercambiado sangre con Stefan,desaparecerían. Incluso la herida de lasaeta de ballesta con punta de plata quetenía en la parte posterior de la piernase reduciría a nada más que…

Ulrika se detuvo, con el ceñofruncido.

Había, en efecto, una herida en lapierna de Stefan, roja, profunda ycubierta de costras, pero no era comodebía.

Se miró su propia muñeca, dondeJodis la había cortado con el cuchillolargo bañado de plata. Incluso habiendopasado días, y después de haber bebido

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la poderosa sangre de Stefan, los bordesde la cicatriz continuaban siendoNegros… negros, no rojos.

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VEINTINUEVE

Se rompe unjuramento

Ulrika volvió a mirar fijamente la heridaroja e inflamada de la pierna de Stefan.¿Cómo era que los bordes no se habíanennegrecido y retraído como le habíasucedido a ella? No parecía posible.¿Acaso era otro extraño don que teníaél, como la capacidad de caminar bajo

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la luz del sol, o…?Su mente retrocedió a toda

velocidad hasta la lucha contra losmiembros del culto. Stefan le habíahecho escalar la pared por delante de él.Había caído cuando ella miraba hacia ellado contrario. No había oído elchasquido de la ballesta. No había vistola herida, sino sólo sangre y un agujeroen los calzones. Pero la flecha… Stefanse había arrancado una saeta de ballestacon la punta plateada. ¿Seguro…?

Su mente retrocedió aún más. Habíaatrapado una saeta, la había pillado enel aire, cuando los miembrosemboscados del culto los habían atacado

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junto a la fuente de la Academia deMúsica. Se le contrajo el estómago demiedo. Él había fingido la herida. Pero¿por qué?

La teoría de que había sido Kiralyquien había conducido a los miembrosdel culto hasta la casa de Evgena fuereemplazada por otra. Había sidoStefan. Se había separado de ella con elfin de poder guiarlos hasta la casa sinque Ulrika lo supiera. Pero entonces,¿de dónde había salido Kiraly? ¿Habíaestado con los miembros del cultodurante todo el tiempo? ¿O había estadovigilando la mansión de Evgena y sólohabía atacado cuando se le había

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presentado la oportunidad?O…Las dos teorías se unieron, como si

se colocara sobre un cristal dos dibujosque sólo formaban una imagen completaal superponerlos el uno al otro. Ulrikaextendió los colmillos y las garras yavanzó un paso más hacia la espalda deStefan.

—Kiraly.Stefan se volvió, mientras se secaba

las manos con la camisa destrozada.—¿Qué pasa con él…? —Se

interrumpió al ver las garras de Ulrika—. ¿Qué sucede?

—La herida de la pierna te ha

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delatado —dijo ella, que continuóavanzando—. No te hirieron con plata.Me enviaste sola a casa de Evgena parapoder llevar a los miembros del cultocontra ella. Tú eres el miembro del cultoque lanza las Esquirlas de Sangre. Túhas matado a Raiza.

Stefan retrocedió, derribando lajarra de agua.

—Ulrika, espera, estás sacandoconclusiones precipitadas.

—¡Basta de mentiras! —gritó Ulrika—. ¡Evgena tenía razón! Eres todo loque ella ha dicho que eras. ¡Soy unaestúpida!

—No lo eres —replicó Stefan—.

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Escúchame. Puedo explicarlo.—¿Qué hay que explicar? ¡Tu propia

carne atestigua en contra de ti!Stefan retrocedió hasta situarse

detrás de las dos sillas, que situó entreambos.

—Por favor, Ulrika, escucha. Tienesrazón… en parte, al menos. Es ciertoque te engañé con la saeta de plata, y síque conduje a los miembros del cultohasta la casa de Evgena, pero no por larazón que tú piensas. Lo hice paraayudarte a ti.

Ulrika resopló cuando la ridiculezde la afirmación hizo que se detuvieraen seco.

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—Basta de tonterías. ¿Cómo atacar aEvgena iba a ayudarme en nada?

Stefan se pasó una mano por la cara.—Es que… es que no salió como lo

había planeado.—¿Te refieres a que algunas de

nosotras hemos sobrevivido? —preguntó con tono desdeñoso.

—No, no es a eso a lo que merefiero —respondió Stefan—. Sóloescúchame, y lo entenderás.

Ulrika lo fulminó con la mirada, yluego se cruzó de brazos y esperó.

Stefan la observó con desconfianzadurante un momento, como si temieraque ella todavía pudiese atacarlo, y

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luego se dejó caer en tina de las sillas yalzó la mirada hacia ella, suspirando.

—Verás, yo sabía que nosotros dos,en solitario, no podíamos derrotar alculto. Era demasiado fuerte. Teníademasiados miembros. Necesitábamosla ayuda de las lahmianas. Pero tambiénsabía que ningún argumento que lepresentaras a Evgena lograría que sepusiera en acción. Se limitaría aesconderse con la esperanza de quealguien más salvara Praag para ella.Necesitaba un acicate. Era necesarioque fuera atacada personalmente. Sóloentonces su orgullo la impelería acontraatacar.

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Ulrika se quedó mirándolo.—Pero… pero…—No te lo dije —continuó Stefan,

interrumpiéndola— porque sabía que noaccederías. Eres… eres demasiadohonorable. Le has prestado juramento aEvgena. No habrías permitido, asabiendas, que les aconteciera ningúnmal ni a ella ni a su gente, aunque fuesepara salvarla del peor de los destinos —abrió las manos ante sí—. Yo no le heprestado juramento ninguno, así que hehecho lo que tú no puedes.

Ulrika retrocedió, con la mentehecha un torbellino. El plan de él teníasentido, si bien un sentido demente…

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porque tenía razón. Antes del ataque,Evgena había estado considerandoretirarse a Kislev en lugar de hacerfrente a los miembros del culto, y Ulrikadudaba de que hubiese logradoconvencerla de obrar de otro modo pormucho que dijera. Y él también habíaestado en lo cierto con respecto a ella.No le habría permitido llevar a cabo elplan, aunque hubiese estado de acuerdocon él, porque se habría negado aromper el juramento prestado.

Pero…—¡Pero no te has limitado a

incitarla! —le gritó—. ¡Le has cortadoel brazo derecho! ¡Has matado a Raiza!

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¡Has atraído sobre nosotras a Kiraly y albrujo jorobado! ¡Hemos estado a puntode morir todas!

Stefan cerró los ojos y bajó lacabeza.

—Lo sé. Lo sé y lo lamento. Noincluí a Kiraly en la ecuación, ni albrujo. No sé de dónde salieron, e intentédetenerlos cuando aparecieron. Noquería que muriera ninguna de laslahmianas. Pensaba que acabaríanfácilmente con los miembros del culto.He sido… he sido un estúpido. Deberíahaber encontrado otra manera delograrlo.

Ulrika se quedó mirándolo, incapaz

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de decidir si lo creía o no, y, en caso decreerle, si lo perdonaba. Quería hacerlo,y con desesperación. Le había dado surespuesta. Le había dicho que estaríacon él por los siglos de los siglos. Perotodo parecía tan endeble, tanimprovisado… La historia de Stefanencajaba con todo lo que ella sabía,pero no había manera de comprobar niun solo detalle. También podía sercierta la versión más condenatoria delos acontecimientos que había concluidoella. Salvo… salvo porque él no habíamatado a Evgena cuando había tenido laoportunidad de hacerlo.

Al pensar eso, una débil llamita de

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esperanza despertó a la vida dentro desu pecho. Aunque el resto de la historiapareciese mentira, eso continuabasiendo verdad. Si Stefan fuera Kiraly,¿acaso no habría saltado sobre Evgenacuando ella estaba más débil? Hubierapodido matarlas a todas en la pequeñahabitación de detrás del hogar, pero nolo había hecho. No lo había hecho… yésa era la prueba.

Ulrika suspiró y se sentópesadamente en la otra silla.

—Cuando Evgena se entere de esto,confirmará todo lo que piensa de ti.

Stefan alzó la mirada con los ojosmuy abiertos.

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—No seas tonta. No tiene por quésaberlo.

Ulrika lo miró con el ceño fruncidode infelicidad.

—Stefan, juré no conspirar contraella. Tengo que contarle lo que sé.

—No puedes —insistió él—.Cuéntaselo cuando haya sido detenido elculto, si no tienes más remedio, pero noahora. Por favor, Ulrika. No lo digoporque le tenga miedo. Lo digo porque,por turbio y desastroso que haya sido,mi plan ha logrado el objetivo. AhoraEvgena odia al culto. Mientrashablamos, está trabajando paradetenerlos. Si se lo cuentas, ¿qué

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sucederá? Volverá a gritar«¡conspiración!» y dirigirá toda su furiacontra mí. El culto quedará olvidado.¿Quieres que la muerte de Raiza carezcade sentido? ¿Quieres que todo lo queacabamos de pasar haya sido para nada?

Ulrika parpadeo al asimilar lo que éldecía Tenía razón. Evgena se volveríaloca de furia si se enterara de que Stefanhabía hecho caer al culto sobre ella.Afirmaría que había sido todo un trucodestinado a matarla. Eso no podríaevitarse. Aunque era algo contrario a sujuramento, por la seguridad de Praag —y también por la seguridad de Evgena—,Ulrika tendría que guardar silencio.

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—Muy bien —asintió al fin—. Nohablaré.

—Una vez más, lo lamento —sedisculpó él, bajando la cabeza—. Heabusado de tu confianza y forzado tusentido del honor. No pediré que meperdones, porque lo que he hecho nodebería ser perdonado. Sólo espero queal final logremos el éxito gracias a loque he hecho, y tengas la oportunidad devengarte de Kiraly por la muerte deRaiza.

Ulrika lo miró.—Pensaba que eso te lo reservabas

para ti.Stefan asintió con la cabeza, con

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brusquedad, y luego apartó la mirada.—Antes no había causado daño a

nadie más que a mí. Eso ha cambiado.Ella tragó con dificultad. Era un gran

gesto por su parte.—Eres generoso —dijo.Él se encogió de hombros.—Siempre y cuando muera y se

recupere la esencia de mi señor, medaré por satisfecho.

Ulrika contempló el perfil de Stefan,afilado, triste y perdido en suspensamientos, y luego paseó los ojospor el resto de su cuerpo, y por lasheridas que aún no habían sanado.

Le tomó una mano.

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—Yo… había venido a ofrecerte…curación —dijo—. Veo que todavía lanecesitas.

El alzó una ceja.—¿Compartirías sangre conmigo

ahora? ¿Sabiendo lo que he hecho?Ulrika se pasó la lengua por los

labios. El hambre de su interior bramabaque compartiese sangre con él aunquefuera el mismísimo Kiraly.

—Debes estar fuerte —fue lo únicoque dijo—, y preparado para la batallaque se avecina.

—Sí —asintió Stefan, sonriente—.Y tú también.

Ella lo atrajo hacia sí y giró la

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cabeza.—Bebe y fortalécete.

* * *Ulrika despertó cuando una llave giró enla cerradura. Levantó la cabeza, con lamirada turbia. Yacía desnuda junto aStefan, en el suelo de la bodega. Laslosas de piedra estaban salpicadas desangre seca, al igual que ella y Stefan.

En lo alto de la escalera, la pesadapuerta de roble se estaba abriendo, y delcorredor llegaba la luz de una linterna.La alta figura de la boyarina Evgena se

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inclinó para entrar en la bodega, seguidapor la más menuda de Galiana, y éstapor las de cuatro hombres de armas quecerraban la marcha. Comenzaron a bajarla escalera, cada uno con una lámpara enla mano.

Ulrika sacudió a Stefan. Él gruñó yse volvió a mirar, momento en que soltóuna maldición y se sentó. Ulrika hizo lomismo, y manoteó su camisaensangrentada para cubrirse.

La boyarina parecía haberrecuperado sus fuerzas, pero a Ulrika lepareció que sus hombros habían perdidouna gran parte de su porte orgulloso.Cuando se les acercó parecía triste y

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cansada, y apenas si alzó una ceja alencontrarlos tumbados juntos.

—Vosotros —dijo, bajando lamirada hacia ellos—, vosotros habéisprocurado nuestra ruina.

Ulrika y Stefan intercambiaron unamirada. ¿Acaso sabía ya que Stefanhabía conducido a los miembros delculto hasta su casa?

—¿Qué quieres decir, señora? —preguntó Ulrika.

—Nos habéis arrastrado a vuestrapequeña guerra, y ahora estamosacabadas. Tendremos que volver aempezar de cero.

—No lo entiendo —dijo Ulrika.

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Evgena suspiró profundamente.—La batalla librada en nuestra casa

no pasó inadvertida. Acudió la guardia.Acudió la policía secreta. Fueronhalladas cosas que no han podidoexplicarse —agitó el abanico condesgana—. El estado de mis mascotaspodría haber sido atribuido alvandalismo, pero había otras cosas…grimorios y artefactos míos que nadieque carezca de visión bruja habríapodido encontrar y, sin embargo,estaban sembrados por toda la casa paraque los descubriese el primero queentrara —sonrió con amargura—.Nosotras procurábamos desbaratar al

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culto, y el culto nos ha desbaratado anosotras.

—¿Así que no habéis podido ponersobre aviso a nadie? —preguntó Stefan—. ¿El concierto se celebrará,entonces?

Los ojos de Evgena posaron sobre éluna mirada fulminante.

—¿Es que no me has escuchado?¡Me han catalogado como bruja! ¡Seofrece una recompensa por mi arresto!No puedo hacer nada, no puedo impedirnada. Ninguna de mis relaciones seatreve a hablarme, ni siquiera a travésde intermediarios. ¡Ya no tengo ningúnintermediario! ¡Mi red está cortada! —

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gimió—. Tendré que hacer cambiosradicales: caras nuevas, nombresnuevos, casas nuevas. Pasarán décadasantes de que me encuentre en posiciónde volver a influir en la corte.

Ulrika se quedó mirándola mientrasla culpabilidad le remordía las entrañas.Se repetía, lo que les había sucedido aGabriella y las lahmianas de Nuln.También ellas habían sufrido un desastrey se habían visto obligadas a empezar denuevo, pero mientras que en Nuln habíasido el strigoi demente, Murnau, quienhabía provocado la destrucción de laslahmianas, allí había sido ella. Ella yStefan habían implicado a Evgena, a

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Galiana y a Raiza en un conflicto con elque no querían tener nada que ver, y esohabía destrozado sus vidas de manerairreparable.

Se levantó para hincar una rodilla entierra, e inclinó la cabeza.

—Perdóname, señora. Ahoradesearía poder deshacerlo todo. Nuncadebería haberte pedido ayuda en esteasunto. Lo hice todo con las mejoresintenciones, pero…

Evgena soltó una risa áspera y lainterrumpió.

—¿De verdad que lo hiciste? ¡Por lareina que detestaría ver lo que habríaspodido hacer si hubieses tenido la

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intención de buscarme la ruina! —apartóla mirada, y todo el fuego la abandonóotra vez, como si nunca hubiese existido.Parecía tan vieja y quebrantada comouna ruina de Nehekhara—. Vestíos. Nosmarchamos a Kislev dentro de una hora.

Ulrika alzó la cabeza conbrusquedad.

—¿Te… te marchas? Pero ¿qué hayde tu venganza contra el culto? Hasjurado perseguirlos y matarlos.

—Y lo haré —afirmó Evgena—.Cuando volvamos a ser fuertes,regresaremos. Dentro de diez años, talvez. O de veinte.

Ulrika se puso de pie.

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—Señora, no puedes marcharte.Debes luchar contra ellos ahora o nohabrá ninguna Praag a la que regresar.Tenemos que asistir a la ópera y detenernosotros mismos a los miembros delculto.

—Sí —convino Stefan, que tambiénse puso de pie—. Tenemos que hacerlo.

Galiana ahogó la risa con una mano.Evgena los miró como si les

hubieran salido cascos y cuernos.—Estáis locos. ¿Ir a la ópera? ¿Y

luego qué? ¿Estáis sugiriendo quepeleemos con esos amantes dedemonios? ¿En público? ¿No os hedicho que se ofrece una recompensa por

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mi arresto? —abrió el abanico conbrusquedad y volvió a cerrarlo de golpe—. No, no y no. Tenemos quedesaparecer. Debemos reagrupamos,reconstruirnos.

—Señora —insistió Ulrika,avanzando hacia ella—. ¿Cómo osreconstruiréis cuando Praag haya caído?¿Buscaréis influencias en la corte deSirena Pelo de Ámbar? ¿Os convertiréisen seguidoras de Slaanesh? —alzó elmentón. Sus ojos destellaban—. Si nolos detenemos esta noche, no tendréisninguna posición que recuperar. Praaghabrá desaparecido. Las lahmianas notendrán ni poder ni ojos en el norte. ¿Te

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dará las gracias nuestra reina por eso?—¿Te atreves a decirme cuál es mi

deber? —gruñó Evgena.—No te digo nada —replicó Ulrika

—. Sólo te muestro lo que sucederá sifracasas en su cumplimiento.

Evgena siseó y le golpeó una mejillacon el abanico. Ulrika retrocedió unpaso y se puso en guardia, sacando lasgarras y gruñendo, pero la boyarina lehabía vuelto la espalda y sollozabacontra la pared, con la cabeza sobre losbrazos.

—¡Hermana! —exclamó Galiana,que se acercó a ella y la acarició.

Evgena se la quitó de encima con un

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encogimiento de hombros y continuó deespaldas a ellos, con los puñosapretados mientras se estremecía.Luego, pasado un largo momento desilencio en el que nadie se atrevió ahablar ni a moverse, levantó la cabeza,cuadró los hombros y se volvió amirarlos, con la cara blanca y unaexpresión tan fría como la nieve.

—Venid arriba —dijo—.Encontraremos la ropa y las máscarasapropiadas para la ópera.

Ulrika parpadeó, luego avanzó unpaso y se dispuso a hablar, pero laboyarina alzó una mano.

—No estás perdonada por traernos

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la desgracia —dijo—. Pero puesto quela has arrojado sobre mi regazo, y dadoque ahora todo depende de mí, novacilaré. Pero no esperes contar con mibuena voluntad cuando todo hayaacabado.

Y dicho esto, giró sobre los talonesy los precedió escaleras arriba.

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TREINTA

El concierto

Una hora más tarde, mientras caía lanoche, Ulrika, Stefan, Galiana y Evgenasalieron de la vivienda segura —unacasa modesta situada en una tranquilacalle sin salida del barrio de losComerciantes—, y viajaron sumidos engélido silencio, dentro de un carruajenegro, a través del barrio noble hasta laplaza del Cabrestante, la plaza más

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grande de Praag, en cuyo ladomeridional se alzaba el palacio delduque, y en su flanco oriental se erguíael Teatro de la Ópera.

Ulrika y Stefan iban ataviados deacuerdo con la última moda de Praag:Ulrika con jubón y calzones verdeoscuro y negro, con una capa a juego, yel corto pelo blanco oculto bajo ungorro de piel kossar; y Stefan conprendas azul oscuro y blanco, con unacapa corta drapeada sobre un hombro.Para completar los disfraces, Evgena leshabía entregado unas máscaras. Ulrikaestaba segura de que algún mezquinoresentimiento había gobernado la

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elección, ya que para Stefan habíaescogido la tradicional máscara negraque cubría toda la cara, propia de lacomedia, mientras que la de Ulrikapertenecía al eterno contrapunto de lacomedia, la tragedia, que incluso teníauna lágrima de diamante y una lúgubreboca curvada hacia abajo.

Evgena y Galiana también se habíanvestido con ropa elegante. Evgena conun vestido verde bosque orlado de negropara que hiciera juego con el atuendo deUlrika, y Galiana de azul marino sobreseda blanca para hacer juego con Stefan,aunque las máscaras de ellas eranhermosas y destellantes obras de arte

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decoradas con plumas iridiscentes enlugar de chistes feos. Además de estosdisfraces, la boyarina y su hermana sehabían puesto pelucas nuevas, ondascastañas para Evgena y una cascada derizos rubios para Galiana, pero lasauténticas transformaciones eran las quemostraban las mujeres en sí.

Mediante la más negra magialahmiana, la boyarina había proyectadosobre ellas una ilusión de juventud yhermosura asombrosa de contemplar.Evgena, que desde que Ulrika la habíaconocido tenía aspecto de gatodesollado y momificado, en esemomento parecía ser una digna belleza

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de unos cuarenta años, más o menos, conunos pechos sugerentes y ojosseductores, mientras que Galiana, queantes parecía una muñeca marchita conuna peluca demasiado grande para sucabeza, tenía el aspecto de una jovencitade rostro fresco, con mejillas rosadas ycarnosos labios entreabiertos. Aquellohizo que Ulrika se preguntara cuándohabían abandonado el esfuerzo demantener la ilusión, y por qué. Tambiénhizo que se preguntara si alguna vezhabía visto el verdadero rostro de lacondesa Gabriella.

Cuando llegaron, la plaza delCabrestante era una agitada confusión de

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carruajes y coches, todos los cualesregurgitaban hombres y mujeresbellamente ataviados que se movían enlentos grupos que giraban por la plazacomo enjoyadas hojas de árbol agitadaspor un viento perezoso. En torno a laplaza, una muralla de guardias conteníaa la muchedumbre de refugiados ymendigos de mejillas hundidas quecontemplaban a las brillantes criaturasdel interior con asombrados ojosvidriosos, como si aquellas cosaspintadas y enmascaradas fuesenespecímenes de un extraño zoológico.

En el lado meridional de la plaza, elpalacio, iluminado desde abajo por un

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millar de linternas, se alzaba como unaestrafalaria formación de roca roja ydorada, rodeada de murallas almenadasy adornada por altas torres con cúpulaen forma de cebolla recubiertas demosaicos de granate y metal batido. Nopodía decirse que el Teatro de la Óperafuese más sobrio, con una barrocafachada de azulejos azules y rojos,estatuas de mármol y torrecillas en eltejado de cobre recubierto de verdete; yentre esta ornamentada decoración, lasheridas que había sufrido durante laGran Guerra contra el Caos. No sehabían llevado a cabo reparacionesporque Praag estaba orgullosa de su

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historia desgarrada por las guerras, y lascolumnas destrozadas y losdesconchones de bordes negrosmostraban el prosaico ladrillo que habíadetrás de la belleza de los muros y elfantástico tejado.

En medio de esta locura, Ulrika bajódel carruaje de Evgena con la boyarinacogida de su brazo; Galiana y Stefan lossiguieron unidos del mismo modo, y loscuatro avanzaron a través de lasrisueñas hordas.

Allí había hombres ataviados conricos atuendos o con uniforme militar,tocados con sombreros y cubiertos concapas de pieles de zorro, oso y gato de

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las nieves. Las mujeres coqueteabanvestidas con corpiños ribeteados dearmiño de todos los colores, y vestidosrellenos con muchas capas de enaguasque barrían el suelo. Ambos sexosllevaban máscaras de toda clase, desdesimples antifaces que cubrían sólo losojos, hasta disparatadas creaciones decuero y laca que ocultaban todo el rostrotras una estilizada representación dedioses y héroes, pájaros y otrosanimales, demonios y monstruos. Inclusolos más augustos y nobles ministros ymiembros del sacerdocio habían entradoen el espíritu de la noche e ibanataviados con brillantes colores y

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llevaban destellantes baratijas ademásde las cadenas y sigilos de su cargo.

Justo cuando llegaban a losescalones de mármol que conducía alpatio de acceso del Teatro de la Ópera,salió un paje con un clarín y tocó unasucesión de notas rápidas para indicarque todos debían ir a ocupar susasientos. Siguió una gran migraciónhacia las puertas, y Evgena, Ulrika,Stefan y Galiana se unieron a laaglomeración. Mientras avanzaban conextrema lentitud, los rodeaba el zumbidode las conversaciones: los habitualescomentarios de quién vestía qué y quiénacompañaba a quién, pero,

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entremezclado con eso, Ulrika oyópronunciar un nombre que le erafamiliar, y prestó mayor atención.

—¿Padurowski? ¿De verdad?—Pero si algunos decían que

Padurowski había muerto.—No, ha regresado.—¿Dónde ha estado? Nadie pudo

encontrarlo, ni siquiera la policíasecreta.

—En el hospital, según he oído. Alcuidado de las Hijas de Salyak.

—Probablemente tenía algo de losnervios. Seguro que yo lo tendría, situviese que actuar ante el duque.

Ulrika intercambió una mirada con

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Stefan mientras continuaban lasconjeturas. Llegaron a pensar que elmaestro había sido secuestrado oasesinado por los miembros del culto.¿Había escapado de sus garras? ¿Habíaestado escondido? ¿O recuperándose delas heridas?

—¿Significa eso que tampocosecuestraron a Valtarin? —murmuróStefan.

Ulrika se encogió de hombros, peroentonces se le ocurrió algo. La cantanteciega… ¿Habría esperanza también paraella?

Al fin llegaron a las puertas doradas,y Evgena avanzó con osadía. Ulrika

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temía que les pidieran la invitación,pero tras una deslumbrante sonrisa y unaexhibición de escote por parte de laboyarina, el portero les hizo unareverencia para que entraran sinpronunciar una sola palabra… derrotadopor la más poderosa magia lahmiana.

Una vez dentro, Evgena los condujode inmediato al piso de arriba, a unpalco privado —no al suyo, que temíaque pudiese, estar vigilado, sino al de uncortesano que sabía que estaba enfermoy no asistiría—, y ocupó uno de loslujosos asientos.

—Guardad silencio —dijo—. Tengoque buscarlos.

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Cerró los ojos y descansó las manossobre el regazo. Galiana se sentó junto aella e hizo lo mismo. Ulrika las dejó consus cosas. Su propia visión bruja era tanpobre que no merecía la pena que lointentara. En cambio, se acercó a labarandilla con Stefan y miró al interiordel Teatro de la Ópera a través de losorificios oculares de la máscara.

Abajo, los asistentes más humildesconformaban un disparatado mosaico decolores mientras tomaban asiento en lasbutacas, mientras los de clase alta reíany hablaban entre sí en tres hileras depalcos privados que se encontraban porencima de ellos, apoyados sobre

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columnas doradas decoradas conesculturas de grotescas gárgolas concuerpo de músico que tocaban el violín,la trompeta o el tambor, todos elloshechos con huesos humanos.

El escenario del teatro estaba ocultotras unas enormes cortinas de colorburdeos adornadas con borlas que lucíanel escudo de Praag, así como losescudos de armas del duque y otrosmecenas. En el elaborado prosceniocontinuaba el motivo decorativo demúsica, locura y muerte querepresentaba el cerco de Praag, condemonios esculpidos que trepaban porlas columnas de la izquierda del

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escenario, mientras los valientesdefensores de la ciudad trepaban por lasque había a la derecha. Al final seencontraban en una titánica batalla quealcanzaba su clímax en lo más alto delcentro del escenario, donde Magnus elPiadoso blandía un martillo de oro haciala cabeza de Asavar Kul, observado porjuglares con cara de calavera que teníanen las manos laúdes y arpas.

Ulrika estaba observando todosestos detalles cuando en el patio debutacas estalló una explosión deaplausos, que luego se propagó a lospalcos. Miró en torno. La gente de abajose ponía de pie y se volvía para alzar la

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mirada hacia el palco central de la parteposterior de la sala, y todos losocupantes de los palcos privados hacíanlo mismo.

Siguió las miradas y vio que laelegante figura de su primo Enrik, duquede Praag, entraba en el palco y avanzabahasta la barandilla para agradecer laaclamación. Iba vestido de un blancodeslumbrante de pies a cabeza, desde elgorro de pieles hasta la capa corta dearmiño, pasando por el jubón, loscalzones que titilaban escarchados dediamantes, y las botas de caballería queresultaba muy evidente que nunca habíanestado cerca de un caballo.

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Saludó a la sala con una grácilreverencia, y luego hizo un gesto a sushuéspedes, un rutilante grupo degenerales, ministros, sacerdotes y brujasdel hielo, para que tomaran asiento.Cuando se hubieron sentado, él hizo lopropio en un trono de plata coronadopor la cabeza de un oso de las nieves deun blanco purísimo, cuya piel y zarpascolgaban por los brazos del sillón.Ulrika sonrió para sí. Algunos decíanque su primo estaba loco, pero habíagobernado de manera admirable duranteel reciente asedio, y siempre habíasabido cómo ofrecer un buenespectáculo.

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Un momento después, Evgena abriólos ojos.

—Se ocultan bien —dijo con unsuspiro—. Como no tienen más remedioque hacer, dada la asistencia de tantossacerdotes y brujas. Si yo no tuviera lacerteza de que están aquí, puede quenunca los hubiera encontrado. Pero,aunque lo sé, sólo puedo conjeturar supresencia de manera indirecta.

—¿Cómo es eso? —preguntó Ulrika.—Hay una zona situada en alguna

parte debajo o detrás del escenario quedesvía mi mirada de una manera casiimperceptible para mí. Cuando intentomirar allí, me encuentro pensando que

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ya lo he hecho, y paso de largo. —Se rió—. Si sólo hubiese mirado una vez, nohabría vuelto a pensar siquiera en ella.Pero puesto que estaba decidida aencontrar algo, acabé por reparar en lacompulsión de apartar la mirada. Es unamagia muy sofisticada y muy poderosa.Espero que nos bastemos para vencerla.

Se puso de pie y miró a Galiana, quetambién se levantó.

—Quédate aquí, hermana, y observaal público. Podría haber miembros delculto. Vigila los vientos, y estatepreparada para actuar si alguienempieza a reunirlos.

Galiana hizo una leve reverencia.

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—Sí, hermana.Evgena echó a andar hacia la puerta

al tiempo que hacía un gesto a Ulrika y aStefan.

—Venid. Vayamos a buscar a losamantes de los demonios. Ahora estoypreparada. Esta vez seré yo quiengolpee primero.

Evgena volvió a valerse de lapoderosa magia de sus pestañas, susonrisa y su escote para distraer alguardia que vigilaba la puerta queconducía a la zona de detrás delescenario, con el fin de que Ulrika yStefan se escabulleran a su espalda. Sereunió con ellos un momento más tarde,

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sonriendo con aire presumido.—Lo he enviado a buscar a la

guardia —sonrió—, diciéndole quehabía visto a la boyarina EvgenaBoradin, de quien se sospecha quepractica la brujería, entrando ahurtadillas en su palco privado.

Ulrika también sonrió mientrassubían apresuradamente por unaescalera mal iluminada. La boyarinaparecía haberle cogido el gusto a todoaquello, una vez que se había puestomanos a la obra. Era la prueba de algoque Ulrika había aprendido hacíamuchas, muchas batallas: la expectaciónes cien veces peor que la acción en sí.

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Los escalones acababan en losbastidores, y los recorrieron con lamirada. Una escalera desvencijadaascendía hasta la cavernosa oscuridadde encima del escenario, y cerca de allíesperaban los tramoyistas junto a unmontón de cuerdas y poleas. En elcentro, detrás de unas cortinas cerradas,en semicírculos que rodeaban un podio,se sentaban los músicos, que ataviadoscon unos sencillos sobrevestes negros,afinaban sus instrumentos, mientras undirector de escena que llevaba un libroabierto en una mano los contemplabacon ansiedad.

—¿Están preparados ya, caballeros?

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—preguntó—. Ya es la hora. Ya es lahora.

Se oyó un murmullo general deasentimiento.

—Excelente, excelente —dijo eldirector de escena—. En ese caso,comenzaremos. —Y con un suavesilbido y un agitar de manos, se dirigió apaso ligero hacia el otro lado delescenario.

—Aquí no hay nada —afirmóEvgena, y se volvió hacia la puerta de lapared lateral mientras los tramoyistastiraban de las cuerdas y las cortinasempezaban a abrirse—. Debemos ir másadentro.

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Los aplausos les llegaron a través delas cortinas que se separaban, y luego seredoblaron cuando un personaje alto conmelena blanca avanzó hacia el podio.Ulrika se volvió a mirar cuando losotros atravesaban la puerta. Era elmaestro Padurowski, ataviado con unalarga chaqueta lila y calzones que lellegaban hasta la rodilla; sonrióalegremente y levantó la batuta.

Desde el centro del escenario hizouna reverencia al público.

—Mi señor duque, damas ycaballeros, me siento profundamenteconmovido por las numerosas personasque han manifestado su preocupación

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por mi seguridad, pero, como veis, todoestá en orden y no es necesario quepensemos más en el asunto. Esta nochees una celebración dedicada a nuestroamado duque y sus valientes generales, anuestra divina zarina y a los incontableshombres y mujeres que se unieron paraderrotar a la terrible horda que nosamenazó el pasado invierno. Así pues,sin más preámbulos, comenzamos. ¡PorPraag! ¡Por Kislev!

Y dicho esto, se volvió y alzó labatuta mirando a la orquesta. Ulrika diomedia vuelta y siguió a los otros alinterior de un corredor mal iluminadomientras los músicos arrancaban con una

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conmovedora versión de Grifos delnorte.

La música los siguió mientrasserpenteaban a través de un laberinto decorredores y escaleras estrechos. Habíapuertas que daban a depósitos de utileríay salas de ensayo, y a habitacionesllenas de maquinaria desconocida paraUlrika. Stefan apartó una cortina yencontró un armario lleno de alabardashechas de madera y pasta de papel. Enotro colgaban cascos de apariencia fieracon cuernos hechos de hojalata. Evgenaabrió una puerta que daba paso a unasala de techo alto donde había unandamio colocado ante un lienzo de dos

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pisos de altura y cuarenta pasos deancho sobre el que se veía una pinturainacabada de lo que parecía un jardínelfico de la remota Ulthuan.

Al avanzar a paso rápido con losotros, Ulrika pasó ante una escalera quebajaba hasta una puerta que parecíaconducir bajo el escenario, pero ladescartó. Ahí abajo no podía estarpasando nada.

Cinco pasos más adelante, sedetuvo.

—Señora —susurró, señalandohacia atrás—. Esa escalera. He tenido laidea de que no deberíamos comprobarla.

Evgena se volvió a mirarla con el

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ceño fruncido.—Por supuesto que no. Nada

podría… —Se detuvo—. Ah. Ya veo —asintió con la cabeza con admiración—.Aun sabiéndolo, la he pasado por alto.

—Bien hecho —la felicitó Stefan.—Si —corroboró Evgena, y luego

se volvió para continuar corredor abajo—. Ahora, vamos, tenemos quecomprobar otros sitios.

—¡Señora!Evgena se volvió otra vez, con los

ojos muy abiertos.—¡Por la reina! —echó a andar

hacia la escalera, dando pasosmesurados y dedicándole toda su

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concentración—. Mis pensamientosresbalan por esa protección como aguasobre cera.

Ulrika y Stefan la siguieronescaleras abajo, y a cada paso la mentede Ulrika le decía que ya había miradodetrás de esa puerta, o que no percibíanada al otro lado, o que tenía algo másimportante que hacer en otra parte. Juntoa ella, Stefan rechinaba los dientes, ysupo que también a él tenía que estarafectándolo.

Al fin llegaron hasta la puerta.Ulrika continuaba sin percibir ningunaenergía mágica detrás, y lasemocionantes frases de Praag siempre

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renace eran lo único que podía oír através de ella, con la excepción, cosaextraña, de un ruido de cristales rotosque se repetía una y otra vez.

Evgena se detuvo y alzó una mano.—Aquí hay también otras

protecciones —dijo.Ulrika concentró su visión bruja y al

fin distinguió un débil relumbrarpurpúreo que rielaba a poca distanciapor delante de la puerta. Evgena sesubió una manga de terciopelo paradejar a la vista el mismo brazalete quehabía usado Raiza para pasar a través delas protecciones que rodeaban laceremonia del templo de Salyak. Avanzó

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mientras murmuraba y cerraba el puño.Ulrika observó, esperando la brecha

estrecha y larga que se abriría en laprotección, pero la oleosa película seapartó de inmediato del brazalete,burbujeando, y retrocedió mucho másque cuando Raiza había utilizado elmismo truco. Al cabo de poco había enella un agujero más alto y ancho que laestrecha escalera en que se encontraban.

Evgena, con los dientes apretados,les hizo a Ulrika y Stefan una señal paraque avanzaran. Desenvainaron losestoques y las dagas y atravesaron elagujero en dirección a la puerta. Ulrikagiró el picaporte. Estaba bloqueado.

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Giró con más fuerza y se rompió con unchasquido apagado. Esperó, escuchandopor si se daba la alarma, pero no oyónada por encima de los sonidos de laorquesta.

Se bajó la máscara hasta el cuellopara ver mejor, abrió la puerta apenasuna rendija y miró al interior. La músicasubió de volumen, al igual que elextraño sonido de cristales rotos, y através de una confusión de vigas, pilaresy viejos artefactos hechos de engranajes,poleas y cuerdas, Ulrika vio hombresvestidos con ropones purpúreos que seencontraban arrodillados ensemicírculo, salmodiando y lanzando

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objetos que no podía distinguir bien.Se deslizó a través de la puerta,

seguida por Stefan y Evgena, y recorrióel entorno con la mirada. El foso era unespacio alto y oscuro abarrotado deescalerillas de mano y escaleras demadera que conducían hasta pasarelasestrechas. Apoyados contra las paredesse veían trozos dispersos de decorado, ydebajo de las escaleras que rodeabanuna zona despejada situada en el centro,había grandes cajones llenos hastaarriba de espadas de madera, escudos,coronas de pasta de papel y estandartesde zares muertos mucho tiempo atrás.

Al avanzar poco a poco, el olor de

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la sangre recién derramada llegó a sunariz, y bajó la mirada. Dentro, justo alotro lado de la puerta, yacían dostramoyistas degollados. Pasó por encimade ellos sin pisarlos y avanzó con sigiloa través de un bosque de pilares demadera, seguida por Stefan y Evgena,hasta que un tosco agujero abierto en lapiedra hizo que se detuvieran. Habíasido excavado hacía poco, y seadentraba en la húmeda tierra oscura.Junto a él había un montón de picos ypalas, así como un montón de losas depiedra arrancadas.

—Han subido desde las cloacas —murmuró Stefan.

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Ulrika asintió con la cabeza y rodeóel agujero.

La zona abierta del otro lado estabadominada por dos ruedas huecas, comolas de los molinos de agua, y en suinterior había dos hombres de pie. Elartefacto estaba sujeto mediante cuerdasa una plataforma cuadrada situada en elcentro mismo del lugar, y sobre laplataforma se erguía un miembro delculto, con capa y capucha, como todoslos otros, que sostenía en alto un violínque sólo podía ser la Viola deFieromonte.

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TREINTA YUNO

La canción delos condenados

A Ulrika le pareció que la escena erauna extraña parodia de lo que estabaocurriendo arriba, sobre el escenario. Elhombre que sostenía el violín ocupabala misma posición que Padurowski en su

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podio, mientras que unos cuarentamiembros del culto se arrodillaban ensemicírculo ante él, como los músicossentados en sus asientos. Pero mientrasque la orquesta tocaba música, losmiembros del culto hacían algo muchomás extraño e inquietante.

En el suelo, ante la plataforma, habíaun brasero de piedra bajo y ancho en elinterior del cual ardía un fuegopurpúreo, y mientras Ulrika, Stefan yEvgena observaban, los miembros delculto que estaban arrodillados recogíanbotellas tapadas con un corcho quetenían alineadas ante sí y las lanzabancontra el brasero al ritmo de la

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salmodia. Una tras otra, las botellas sehacían pedazos contra el borde depiedra, y de ellas salían ondulantesnubes de niebla translúcida que hacíanque las llamas purpúreas crecieran y deellas se desprendieran jirones de humoblanco.

El humo flotaba hacia la Viola deFieromonte, girando en el aire comoatraído hacia el tiro de una chimenea, yera absorbido a través de los calados dela caja, mientras el violín gemía y selamentaba.

—Las almas —susurró Ulrika,apretando los puños—. Las almas de lasmuchachas sacrificadas.

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—Están alimentándolo —murmuróEvgena—. Sobornándolo para que llevea cabo la tarea que ellos desean.

Praag siempre renace llegó a susonora conclusión por encima de ellosjusto cuando se rompía la última botella,y la voz de Padurowski les llegó através de las tablas del escenario.

—Ahora tocaremos para vosotrosuna canción destinada a honrar a losguardianes de las marcas —dijo—, quetan valientemente protegen nuestrafrontera septentrional. Ésta es unacanción tradicional de esos territorios,una antigua balada que se titula Mientrascosecho y siembro.

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Un personaje jorobado se levantó dela primera hilera de miembros del culto,y llamó por señas a unos hombres queestaban al otro lado de la habitación.

—¡Rápido! —susurró—. ¡La últimavíctima!

Ulrika reconoció a aquel hombre alinstante. Era el hechicero jorobado quehabía estado a punto de matarlos a todoscon su magia en la mansión de Evgena.Ésta también lo reconoció. Gruñó ycomenzó a mover las manos encomplicados gestos.

Las primeras frases de la baladaflotaron en el aire mientras dosmiembros del culto arrastraban a una

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mujer hasta el brasero. Ulrika seatragantó. Era la muchacha ciega de lataberna Jarra Azul. Tenía las manosatadas y se retorcía entre sus captores,presa de un terror cerval.

El hechicero jorobado se le acercó yla zarandeé.

—¡Canta! —le vociferó—. ¡Canta lacanción!

La muchacha se encogió yretrocedió, gimoteando de miedo. Él leapoyó una daga contra la garganta.

—¡Canta, maldita seas!La muchacha sollozó otra vez, pero

luego dejó de hacerlo y comenzó acantar siguiendo la música de la

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orquesta. Con las primeras palabras,Ulrika reconoció la canción. La habíaentonado aquella primera noche, cuandoella acababa de llegar a Praag; era labalada de la muchacha que se quedaesperando mientras su amante partehacia la guerra. Ulrika no la habíareconocido por el título, ni por elalmibarado arreglo musical dePadurowski, pero supo cuál era alempezar a cantarla la muchacha ciega.

A Ulrika se le hizo un nudo en elpecho al escuchar, porque, a pesar de loaterrorizada que estaba la muchacha, nopodía evitar cantar bien, y la canción,tan dulce, triste y llena de recuerdos del

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hogar, era como un rayo de sol que seclavara directamente en el corazón deUlrika. No lograba imaginar por quéaquellos degenerados podían quererescuchar algo tan puro, pero luegocomprendió la razón.

Con cada nota, por la boca de lamuchacha salían blancos jirones devapor casi invisibles, una nieblatranslúcida que se mezclaba con el humoblanco del brasero y ascendía para serinhalada a través de los calados de laViola de Fieromonte.

—No —dijo Ulrika, con voz ronca,y comenzó a avanzar—. ¡No!

Evgena interrumpió el encantamiento

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e intentó sujetarla.—¡Muchacha idiota! ¿Qué estás

haciendo?Stefan hizo lo mismo.—¡Ulrika, espera!Ulrika se zafó de las manos de

ambos.—¡Están robándole la voz!Cargó saliendo de las sombras,

lanzada en línea recta hacia el hechicerojorobado. El hombre alzó la mirada altiempo que soltaba a la cantante yretrocedía, mientras el resto de losmiembros del culto gritaban y sedisponían a levantarse. El hechiceroalzó los brazos cuando Ulrika dirigió un

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tajo hacia su cara, y el estoque se detuvoantes de golpearlo como si hubierachocado contra un muro. El jorobadosonrió con crueldad y comenzó a moverlas manos en gestos arcanos, pero unrayo de crepitante energía negra saliódisparado del lugar en que se ocultabaEvgena y lo atravesó. El hechicero cayóal suelo, retorciéndose y chillando,mientras por su piel danzabancrepitantes arcos de energía.

Ulrika avanzó un paso para matarlo,pero los miembros del culto se lanzaronhacia ella al tiempo que sacabancuchillos de debajo de los ropones. Sevolvió para hacerles frente, y se

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encontró con Stefan a su lado, con losdientes desnudos.

—Ésa era una manera de hacerlo —gruñó él.

Juntos asestaron estocadas y tajos alaullante grupo, perforando gargantas,entrañas y entrepiernas mientrasintentaban llegar hasta los miembros delculto que retenían a la cantante, peroantes de poder acercarse, Ulrika vio undestello de plata con el rabillo del ojo yse apartó a un lado, un par decentímetros por delante de un cuchillolargo destinado a abrirle un tajo en lacara.

Giró sobre sí misma con el estoque

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en guardia. Era Jodis, otra vez desnuda,que arremetía con el segundo cuchillolargo. Ulrika saltó hacia atrás y acabóespalda contra espalda con Stefan,mientras cuatro de los corpulentosbárbaros de Jodis se abrían paso acodazos entre los miembros del cultopara rodearlos.

—No dejáis de huir de nosotros,cadáveres —dijo la nórdica con sus dosbocas, y luego se volvió a vociferar alos miembros del culto y a los doshombres que conducían a la cantanteciega—. ¡Vosotros, dejad a éstos ymatad a la bruja! ¡Vosotros dos,levantadla! ¡A él también! ¡Llevadlos

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fuera de su alcance!Ulrika arremetió e intentó matar a la

nórdica mientras tenía la atencióndividida, pero los bárbarosintervinieron atacándolos desde todaspartes mientras los miembros del cultoretrocedían para avanzar con cautelahacia Evgena.

Dentro del círculo de destellanteacero de los bárbaros, Ulrika no pudohacer nada más que observar, impotente,mientras los dos hombres subían a lacantante ciega a la plataforma parasituarla junto al miembro del culto quetenía la Viola de Fieromonte, y luegohacían una señal a los hombres que

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estaban en el interior de la rueda.—¡Arriba! —gritó uno—. ¡Arriba!Los hombres comenzaron a caminar,

haciéndola girar desde el interior, y laplataforma ascendió entre crujidos decuerdas y maderas. La cantante yacíainmóvil, mientras el alma le eraarrancada a través de la boca por elviolín, palabra a palabra y nota a nota.

—Una voz capaz de atravesar elcorazón de todos los que la oyen, ¿eh?—dijo Jodis con desprecio, mientrasacometía contra las piernas de Ulrikacon sus armas—. Y de inyectar en ellosel dulce veneno de nuestro señor comoel colmillo hueco de una víbora.

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Ulrika hizo retroceder a la nórdicahacia la plataforma bajo un chaparrón deacero, y Stefan avanzó con ella paraprotegerle la espalda y los flancos, perono se movían con la velocidadsuficiente. La plataforma ya casi habíallegado al techo.

—¡Señora! —gritó Ulrika—.¡Detenlos! ¡Para la rueda!

Evgena estaba ocupada en mantenera distancia a los miembros del culto conuna muralla de ondulante rojo, pero hizolo que pudo disparando un rayo decrepitante energía hacia los hombres dela rueda. Sin embargo, antes de que elrayo los alcanzara, se formó a su

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alrededor una niebla violeta que loabsorbió. Ulrika miró más allá de Jodisy vio que el hechicero jorobado selevantaba sobre unas piernas inseguras yque en torno a sus manos danzaba laenergía violeta.

—No nos estropearás la sorpresa —siseó, y lanzó una erupción de serpientespurpúreas hacia Evgena.

Por encima de la batalla, la antiguacanción popular llegó a su fin, y la vozde la cantante ciega se apagó con unespantoso estertor mientras los aplausosdel público resonaban a través del suelodel escenario. Ulrika alzó la mirada yvio como el último aliento de vapor

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blanco abandonaba la boca de lamuchacha y era absorbido al interior delviolín, y a continuación el miembro delculto que sujetaba el instrumento la echófuera de la plataforma de una patada.

Ulrika retrocedió de un salto altiempo que tiraba de Stefan paraapartarlo, y el cuerpo de la cantante, alcaer, derribó al bárbaro que tenían a laizquierda, para luego resbalar hasta elsuelo. La expresión de perplejo horrorque había en el hermoso rostro de lamuchacha hizo que Ulrika tuviera ganasde hacer pedazos a Jodis con las manosdesnudas. Saltó hacia la nórdica, con elestoque y la daga convertidos en

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borrones.Mientras Jodis bloqueaba y paraba,

la voz de Padurowski sonó en lo alto.—Y ahora, damas y caballeros —

anunció—, ¡algo especial para todosvosotros! ¡Un solo ejecutado por elorgullo de la Academia, el músico demás talento de su edad, y queinterpretará una canción que no ha sidotocada en Praag en doscientos años!

Ulrika apartó la mirada de la luchapara alzarla en el momento en que elmiembro del culto que estaba sobre laplataforma se quitaba el ropón con ungesto brusco y lo arrojaba a un lado.¡Era Valtarin! Se echó hacia atrás el

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flequillo, encajó la Viola de Fieromontedebajo de la barbilla, y comenzó a tocaruna rápida melodía mientras se abríauna trampilla que había en el escenario yla plataforma ascendía a través de ella.El Teatro de la Ópera estalló en unespontáneo aplauso al verlo salir, ysiguió dando palmas para acompañar lacadenciosa música.

Ulrika conocía aquella canción.Había estado oyéndola en el vientodesde que había llegado a Praag.Maldijo al verlo todo con claridad.¿Cómo había podido ser tan ciega?¿Cómo podía no haber visto queValtarin y Padurowski eran miembros

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del culto? ¡Habían jugado con ella comosi fuera idiota!

Jodis rió con ambas bocas yretrocedió de un salto, abriendo losbrazos en un gesto de triunfo.

—¿Lo ves, cadáver? Has fracasado.Ya bailan para Slaanesh…

Ulrika arremetió y le atravesó elcorazón con el estoque. Jodis se quedómirando la herida con ojos fijos, y luegose desplomó, con la boca de laprotuberancia del cuello chillandomientras su boca verdadera gorgoteaba yescupía sangre.

—Hablas demasiado, cadáver —dijo, haciendo hincapié en la última

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palabra, para luego arrancarle la hoja deentre las costillas y retroceder hastaStefan, que aún luchaba con los otrosbárbaros—. ¡Tenemos que llegar hastael escenario!

—Sí —asintió él, y entre ambos loshicieron retroceder hasta la puerta queconducía a la escalera.

—¡Hermanos! ¡Detenedlos! —gritócon voz ronca el jorobado.

Estaba trabado en un duelo conEvgena y no podía moverse. Tampocopodía hacerlo Evgena. De la frente deljorobado, oculta tras la capucha,manaban tentáculos de energía purpúreaque serpenteaban en torno a la boyarina

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intentando atravesar la ondulante esferateñida de rojo que había formado a sualrededor.

Los miembros del culto obedecieronla orden del hechicero y se volvieron deespaldas a Evgena para impedir queescaparan Ulrika y Stefan. Ésta,frenética, atravesó a un bárbaro con elestoque luego apuñaló con la daga alúltimo mientras luchaba con Stefan, traslo cual corrieron los dos hacia la puertaseguidos de cerca por los miembros delculto.

—Sigue adelante —le dijo Stefan,dándole un empujón para luego volverseen la puerta con el fin de hacer frente a

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sus perseguidores—. Yo los contendréaquí.

Ulrika entró en la escalera dandotraspiés y se volvió a mirarlo,parpadeando.

—Pero…—No hay tiempo para luchar contra

ellos a cada paso que demos —le espetóél cuando lo alcanzaron los primeros—.Vete. Esta fue tu guerra desde elprincipio. ¡Debes ser tú quien le pongafin!

Ulrika vaciló durante el más brevede los segundos y luego corrió escalerasarriba. Habría preferido tener a Stefan asu lado, pero él tenía razón. No había

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tiempo. Se lanzó a la carrera a travésdel laberinto de corredores, mientrasvolvía a ponerse la máscara de tragedia.No sería buena cosa que su primo, elduque, la reconociera en su debut sobreel escenario.

Cuando irrumpió en las bambalinas,la escena que se desarrollaba frente aella parecía tan normal que estuvo apunto de dudar de lo que veía. ¿Quépodía tener de amenazador un solistaque tocaba un violín mientras un directorde orquesta de bondadoso aspectodirigía a la orquesta en elacompañamiento y el público se mecía ylo acompañaba con palmas? Pero una

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mirada más atenta revelaba la verdad: lagente tenía los ojos vidriosos ydesorbitados, como alegres borrachosen el máximo estado de embriaguezantes de desplomarse, y daban palmas ycantaban al ritmo de la música como sifueran autómatas, todos al mismo tiempoy con total precisión.

Algunos, según vio Ulrika, luchabancontra aquello, y tenían la frente perladade sudor porque intentaban resistirse ala llamada de la melodía. Un viejogeneral apretaba los dientes y los puñosmientras su cabeza se inclinaba. Unsacerdote de Dazh murmurabafuriosamente para sí pero no podía

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evitar que sus manos se movieran.Sabían que sucedía algo malo, perohabían sido atrapados por el insidiosohechizo antes de poder reunir lavoluntad necesaria para resistirlo.

También a Ulrika le resultaba difícilluchar contra el influjo de la canción.Mientras corría hacia el escenario, elritmo era tan insistente que la hacíatropezar, y la melodía, aunquedesenfadada y juguetona, transmitía unaconmovedora melancolía que le hizoderramar lágrimas. Ésa tenía que ser lamuchacha ciega. La voz de su alma,mezclada con la del brillo cada vez máspotente del violín, estaba haciendo

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exactamente lo que Jodis había dichoque haría: abriendo un pasadizo hastalos corazones de los presentes quepermitiría que la venenosa canciónllegara a su interior y los corrompiera.

Una furia arrasadora inundó a Ulrikay debilitó el poder de la música sobreella. Usar algo tan puro para hacer algotan inmundo era despreciable. Entró a lacarga en el escenario con el estoque enalto.

El público lanzó una exclamaciónahogada y Padurowski se volvió, yentonces Valtarin gritó, pero ningunopodía dejar lo que estaban haciendo,porque si no se rompería el hechizo. La

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esperanza nació en Ulrika a medida quese acercaba a toda velocidad. Lo únicoque tenía que hacer era matar alviolinista y la Canción se interrumpiría;pero cuando sólo quedaban cincozancadas para llegar hasta él, Valtarin sevolvió para fulminarla con la mirada ytocó una giga improvisada que seimpuso al acompañamiento dePadurowski y prácticamente arrojó lasnotas contra ella. Ulrika se tambaleó algolpearla con toda su fuerza el poder delviolín, y a continuación comenzó abailar, saltando y zarandeándose comouna marioneta controlada por sucreador.

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El público rugió y rió, y dio palmascon más fuerza que antes. Pensaban queformaba parte del espectáculo. ¿Y porqué no iban a pensarlo? Ulrika debía detener un aspecto cómico con su máscarade tragedia y su estúpido danzar. Intentóluchar contra la música, pero no podíahacer que sus piernas dejaran dedeslizar los pies por el suelo y patear elaire. Cuanto más lo intentaba, más seimponía sobre ella la voluntad delviolín, haciéndola zarandearse y agitarbrazos y piernas.

Pero ¿y si se entregaba?Dejó que la música la arrastrara, se

rindió al ritmo y danzó hacia Valtarin,

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ejecutando gráciles barridos en el airecon el estoque al ritmo de la música.Los ojos del violinista se abrieron conexpresión alarmada y retrocedió. Ella lededicó una ancha sonrisa. Estabafuncionando. Era como virar por avanteen el viento en lugar de navegardirectamente contra él. Hizo otra piruetay el estoque llegó a una distancia detreinta centímetros de su objetivo.

Pero cuando se acercó más,Padurowski saltó ante ella, con lacasaca lila aleteando, y se puso enguardia con su batuta de director,sonriendo y haciéndole muecas alpúblico.

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—¿Lo veis, mis señores? —gritó—.¿Veis cómo la música es la mejor de lasarmas contra el salvajismo y labarbarie?

El público aprobó sus palabras conuna aclamación mientras Ulrika loacometía con una estocada. Si queríamorir por proteger a Valtarin, que asífuera. Su muerte podría arrancar a lagente de aquella euforia envenenada.

Pero cuando la hoja salió disparadahacia el corazón de Padurowski, éste laparó con la batuta, y la fuerza delbloqueo estuvo a punto de arrancarle laespada de la mano. Ulrika reprimió unaexclamación.

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¿Cómo podía ser? Debería haberpodido cortar en dos aquella finavarilla.

Padurowski soltó una risotada.—Slaanesh ha sido generoso con sus

dones —susurró—. El vigor de lajuventud y un arma de poder con la quehacer su voluntad.

Acometió con la batuta, y Ulrika,aún atónita y danzando al ritmo de lamúsica de Valtarin, no se desplazó atiempo. Le dio en el muslo, sólo ungolpe de refilón, pero cortó tela ymúsculo.

Gritó de dolor y tropezó mientrasbailaba entre rugidos del público. El

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mundo onduló a su alrededor, y duranteun breve instante vio a un Padurowskidiferente en lugar del anciano quepensaba que tenía delante. Continuabasiendo larguirucho y de pelo blanco,pero su cara carecía de arrugas y erahermosa, con un cuerpo fuerte y firme…y en la mano no tenía una batuta dedirector, sino una daga como una aguja,con una hoja que parecía un estilete yrielaba con energía sobrenatural.

—¡Sigue tocando, Valtarin! —gritóese nuevo Padurowski—. Le tomaré lasmedidas mientras bailamos.

Entonces, la visión desapareció y elmundo recobró su aspecto sólido.

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Padurowski soltó una risilla e intentóherirla en el cuello con la batuta, peroella ya había visto la verdadera formaque tenía y la paró como lo habría hechocon una espada. Se oyó un entrechocarde acero y el estoque fue rechazado conuna muesca en el filo, pero habíadesviado el ataque.

Padurowski maldijo y volvió aatacar, aunque su expresión ya no eraalegre, pero ella volvió a contrarrestarloporque él carecía de la habilidad de unespadachín.

—Es una pena que tu señor no tedotara de la destreza que deberíaacompañar tu arma —dijo ella con

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desdén.—Será suficiente, parásito —gruñó

él, mientras asestaba furiosos tajos alaire.

Ulrika miró hacia el públicomientras ambos se movían en círculos,con la esperanza de que alguien sehubiese dado cuenta de que luchaban enserio, pero las caras que veía tenían unaexpresión más ausente que antes, conuna animación que ya era de naturalezabestial, y con ojos que brillaban tanto deodio como de alegría.

—¡Matadla! ¡Matadla! —salmodiaban al ritmo de la música deValtarin, y se levantaban de las butacas

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para mecerse y danzar.Ulrika gimió. Si no detenía pronto

aquello, la canción iba a consumirlospor completo, pero continuaba sin podervolverse hacia el violinista, continuabasin poder interrumpir sus propiascabriolas alocadas. Y entonces se leocurrió. Tenía que hacer lo mismo quehabía hecho antes: debía seguir lacorriente.

Reculó ante Padurowski, y giró demanera que al retroceder quedara máscerca de Valtarin.

Los ojos del director de orquestadestellaron y volvió a sonreír.

—¿Lo ves? ¡Te debilitas, mientras

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yo no hago más que fortalecerme!Arremetió con una puñalada de la

afilada daga dirigida al corazón deUlrika. Ella retrocedió con pasotambaleante hacia Valtarin, agitando elestoque detrás de sí como si intentararecuperar el equilibrio, y luego lodescargó sobre el diapasón de la Violade Fieromonte.

El resultado fue catastrófico Cuandoel estoque cerceno las cuerdas de tripa yrompió el cuerpo de madera, el violínchilló como un centenar de huracanes yestalló en una bola de luz blancopurpúreo que lanzó a Valtarin, Ulrika yPadurowski por el aire y derribó de los

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asientos a los músicos de la orquesta. Elpúblico, que hacía apenas un instantereía y danzaba, se puso a gritar y secubrió los ojos.

Desde donde había caído, en el ladoizquierdo del escenario Ulrika se quedómirando a la gigantesca figuratranslúcida que surgió del interior de laluz blanca, más hermosa que cualquierser que hubiese visto jamás a pesar deque parecía no tener forma ni caradefinidas, sino que cambiabaconstantemente de una a otra. Aulló conla potente voz del violín, y luego volviósus ojos dorados perpetuamentecambiantes hacia Valtarin y Padurowski.

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—¿Dónde están los estúpidos quenos prometieron las almas de toda unaciudad?

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TREINTA YDOS

Desenmascarados

La mente de Ulrika se rebeló ante lavisión del demonio, y el impulso deunirse a los integrantes del público quechillaban y se pisoteaban unos a otros alintentar escapar de su presencia era casiabrumadora. Pero al mismo tiempo quele inundaba la mente de terror, el

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siempre cambiante ser la inmovilizabaen el sitio con su belleza y carisma.Sentía que su aura le causaba escozor enla piel como si se bañara en ácido, ysentía que unas fuerzas poderosas letironeaban de la carne como siintentaran deformarla a su imagen ysemejanza.

Por suerte, algo de su interior, talvez el poder oscuro que animaba sucuerpo muerto, parecía luchar contraaquello. Otros no eran tan afortunados.En torno a ella, los músicos de laorquesta de Padurowski se retorcían ymutaban ante sus ojos. A la cabeza de untrompetista le creció una docena de

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estomas que se pusieron a sonar comotrompetas, mientras que unviolonchelista se convirtió en uno con suinstrumento al fundírsele el cuerpo conla estructura de madera del violonchelo,y las manos se le retrocedieron paratransformarse en clavijas en forma devoluta. Otros simplemente estallaban enmasas informes de tentáculos quequedaban dando saltos por el escenariocomo peces fuera del agua.

Muchos de los integrantes delpúblico se veían afectados de modosimilar. A todos los que ocupaban lastres primeras filas se les estaban rajandosus elegantes vestidos al crecerles

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protuberancias, nuevas extremidades ycabezas que chillaban. Muchos más,aunque al parecer no afectados por lamutación, habían sido despojados de lacordura por el advenimiento deldemonio, y farfullaban mientras searañaban a sí mismos a causa del horror,se arrancaban los ojos, hacían pedazos asus compañeros y saltaban de los palcosprivados para morir destrozados contralos respaldos de las butacas de abajo.

En medio de esta locura, Valtarin sehumilló ante el hermoso demonio, con lacara postrada contra el suelo de maderadel escenario.

—¡Perdónanos, señor! —dijo—.

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Nosotros… nosotros… nosotros…El demonio saltó sobre él, y Ulrika

esperó ver al violinista descuartizadomiembro a miembro, pero en cambio, elser de cuerpo insustancial se hundió enel interior de él como un fantasma quevolviera a deslizarse dentro de sutumba, y el muchacho comenzó a gritar ya refulgir.

Ulrika retrocedió sobre pies ymanos, de espaldas al suelo, mientrasValtarin se levantaba y cambiaba deforma ante sus propios, ojos, parahacerse más alto, más fuerte y máshermoso, como un santo lascivo talladoen mármol blanco. A lo largo de la

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columna vertebral le crecieron bocascomo si formaran la cresta de escamasde un dragón, y unas alas formadas portubos de órgano en forma de abanicosurgieron al aire desde sus hombros.

Padurowski se arrastró de rodillashacia el demonio con los brazosabiertos.

—¡Señor, por favor! ¡Las almas dela ciudad todavía son tuyas! ¡Sólo tienesque cantar y te suplicarán que las tomes!

El demonio extendió una mano dealabastro, y un manojo de cuerdas depiano brotó de ella y se extendieronhacia el maestro, para enrollarse entorno a sus extremidades, cuello y torso

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como los zarcillos de una enredadera yalzarlo del escenario.

—Y vamos a empezar por ti —replicó el demonio, con un coro devoces—, que tenías intención deutilizarnos y volver a encerrarnos.

Los ojos de Padurowski sedesorbitaron mientras se retorcía en elaire, y dejó caer la daga.

—¡No, señor! ¡Nunca!—¿Le mentirás a quien conoce tus

más oscuros deseos? —La risa deldemonio sonó como una orquesta demúsicos ebrios—. Tu alma está tanabierta para nosotros como una herida.

Y al decir eso, Padurowski cayó

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hecho pedazos cuando las cuerdas depiano se tensaron y lo cortaron en unalluvia de sangre, esquirlas de hueso ytrocitos rojos que salpicaron a Ulrika yel escenario en todas direcciones. Sóloquedaron jirones de vapor blanco querelumbraban dentro de una jaula degoteante alambre rojo.

El demonio levantó la jaula hasta sucara para acercar el vapor, y luego cerrólos ojos al inhalarlo.

Al distraerse el hermoso horror,Ulrika al fin halló la fuerza de voluntadsuficiente como para levantarse, yreculó con la esperanza de escaparmientras continuaba distraído. Nunca

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había tenido tanto miedo, ni en la vida nien la muerte. El demonio era máspoderoso que cualquier cosa quehubiese visto jamás, y sabía que nopodía luchar contra él.

Pero antes de que llegara a mediocamino del lateral de escenario, los ojosdel demonio se abrieron y la mirarondirectamente, dejándola petrificada.

—Nuestra rescatadora —ronroneó—, la que nos liberó tanto de la torrecomo de esa vil prisión de cuatrocuerdas que nos ha retenido durantetanto tiempo. Te estamos enormementeagradecidos y te recompensaremos —sonrió—. Si, por este servicio, te

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retendremos con nosotros. Nunca anteshemos tenido un amante inmortal, unoque pueda sanar de cualquier caricia.Hay tantísimas cosas que hemos queridoprobar…

Ulrika retrocedió con pasotambaleante cuando el demonio avanzóhacia ella, desplegandomajestuosamente las alas formadas portubos de órgano, y entonces vio la dagade Padurowski tirada sobre elescenario, detrás de él. Se lanzópasando por debajo de las zarpas deldemonio y se levantó con la daga en lamano, para luego rotar sobre sí misma yclavársela en la espalda. Fue como

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apuñalar un rayo. Salió despedida haciaatrás, repelida por la descarga, y seestrelló contra el decorado con la manocon que había empuñado la dagahumeando. El arma se habíatransformado en una larga lengua mojadaque se le enrollaba alrededor de lamuñeca y se la lamia.

—Muchacha estúpida —dijo eldemonio, deslizándose hacia ella—. ¿Ledaríamos a un servidor algo que pudieracausarnos daño? —tendió una mano antesí, y de ella volvieron a brotar cuerdasde piano que la envolvieronaprisionándola—. Aun así —continuó,levantándola en el aire—, debes ser

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castigada por intentarlo. Nospreguntamos cuáles serán los límites detu capacidad de regeneración.

Ulrika gritó al sentir que las cuerdasse le clavaban lentamente en la carne. Seretorció en el aire, pero no tenía nada enlo que apoyarse. El dolor aumentó. Lasangre brotó cuando los alambres leabrieron tajos en el cuello y lasmuñecas. Tendió ante sí las manos paraimplorar una misericordia que sabía quejamás obtendría, pero antes de quepudiera hablar, un rayo de luz doradaatravesó el auditorio y golpeó aldemonio en el pecho, seguido por unaullante viento sobrenatural que lo

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bombardeó con dagas de hielo y lo hizoretroceder a través de los asientos y losmúsicos mutantes, con las cortinas delproscenio flameando y restallando a sualrededor.

El ser de alabastro dio traspiés ybramó bajo el doble ataque, y Ulrikacayó sobre el escenario con un golpesordo, jadeando de alivio mientras lascuerdas de piano lo dejaban libre. Miróhacia arriba. El demonio, encogidodentro de la esfera de luz y el remolinode hielo, giraba hacia las butacas, rugíacomo un millar de trompetas y buscaba asus atacantes. Entonces, un segundo rayode luz, más brillante que el primero, lo

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golpeó desde otro ángulo y lo derribó decostado.

Ulrika se cubrió los ojos y miróhacia el exterior del escenario. A travésde la cegadora luz del royo, pudoentrever a un sacerdote de Dazh que seencontraba de pie en el palco privadodel duque invocando a su dios, mientrasque desde otro palco manabanabrasadoras corrientes de hielo y orodirigidas hacia el demonio.

El colérico rugido de aquel ser seconvirtió en una canción barroca,discordante y dolorosa para los oídos.El canto hizo surgir un aura violeta quele rodeó el cuerpo, palpitando al ritmo

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de la melodía y haciendo retroceder elhielo y la luz dorada. Trinó como unasoprano, y unos purpúreos zarcillos depoder serpentearon por los rayos que lohabían herido, sofocándolos y buscandoa quienes los habían lanzado.

Uno tocó al sacerdote de Dazh, quese arrugó como una pasa y murió. Seapagó la luz de su interior, y loszarcillos del demonio se hicieron másfuertes, pero antes de que pudiera tocara sus otros torturadores, lo acometieronmás ataques mágicos sacerdotalesprocedentes de todo el Teatro de laÓpera, y volvió a verse empujado haciaatrás al tiempo que sus contornos se

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difuminaban.La intención de Padurowski había

sido usar el violín para destruir la mentede todos los magísteres, brujas ysacerdotes de Praag, y,consecuentemente, estaban todos allí, yahora que el hechizo del violín se habíaroto, estaban enfadados y contraatacabancon todo el poder que tenían a sudisposición.

Ulrika intentó alejarse a gatas delgrandioso núcleo de energía abrasadoraque aporreaba al demonio y lanzaba deun lado a otro los asientos, losinstrumentos y los cuerpos de los pobresmúsicos mutantes como si se

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encontraran en el centro de untorbellino, pero no pudo moverse.Apenas si fue capaz de clavar las garrasen el escenario y sujetarse para no versearrastrada.

Al fin, el demonio no pudo resistirmás. Retrocedió con paso tambaleante,las alas formadas con tubos de órgano sele hicieron pedazos y su canto seconvirtió en meros aullidos. El aurapúrpura parpadeó y desapareció, y loszarcillos púrpura se marchitaron.

—Regresaremos —gimió,fulminando con la mirada a susperseguidores—. Y toda Praag cantaráhasta entregarnos el alma.

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Y con un restallar de destellante luzvioleta, se desplomó sobre el escenario,encogiéndose y enroscándose sobre símismo hasta que fue sólo Valtarin el quequedó allí tendido, marchito y mirandofijamente con ojos que se le habíanvuelto púrpura, dorados y opacos.

Ulrika alzó la mirada y parpadeó;tenía náuseas y estaba dolorida de pies acabeza. Se sentía como si hubiera estadoprisionera dentro de una campanagigante mientras la tañía un ogro, peropor lo demás parecía estar entera. Erauna de los afortunados. Las secuelas dela batalla eran horribles de contemplar.Los cuerpos de los enloquecidos y los

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mutantes yacían por todo el escenario yel patio de butacas, y los lamentos delos supervivientes parecían cuajarse enel aire. Incluso el propio escenariohabía sido cambiado. Las figurasdoradas que trepaban por ambos ladosdel proscenio se habían convertido endeformadas parodias de sí mismas,provistas de tentáculos, conrelumbrantes gemas purpúreas por ojos.Se necesitaría, muchos sacerdotestrabajando durante muchos meses parapurificar el Teatro de la Ópera y dejarloen condiciones de ser utilizado otra vez.

Pasado un largo momento durante elque no pudo hacer nada más que

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quedarse mirando la devastación, Ulrikase recuperó lo bastante como paraponerse de pie y avanzar con pasotambaleante hacia las bambalinas,desesperada por marcharse antes de quelos guardias se reagruparan eirrumpieran en el escenario.

Valtarin levantó la mirada cuandoUlrika pasó arrastrando los pies, peromiró más allá de ella, sin enfocarla.

—¿Quién anda ahí? —preguntó, conlas manos tendidas ante sí—. ¡Dioses,no puedo ver! ¡No puedo ver! ¿Cómovoy a tocar si no puedo ver?

—Pregúntaselo a la muchacha quehas matado —le gruñó Ulrika, y

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continuó avanzando a trompicones.Hubiera podido matarlo, pero le pareciómejor castigo dejarlo vivir su vida. Ledeseó que la disfrutara.

Ya casi había llegado a las cortinas,cuando una voz la llamó desde la parteposterior del teatro.

—¡Esperad, amigo! —exclamó—.Quiero hablar con vos.

Ulrika alzó la mirada. El duqueEnrik avanzaba hacia la parte delanterade su palco privado mientras el resto desus invitados permanecíancautelosamente encogidos detrás de él.

—Praag ha contraído una gran deudacon vos esta noche, señor —afirmó

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Enrik—. Y quiero conocer vuestronombre.

—Si —se le sumó otra voz—.Mostradnos vuestro rostro, amigo, paraque podamos datos las gracias.

Ulrika volvió la cabeza y vio a unmagíster ataviado con un rico ropón decolor azafrán que la contemplaba desdeotro palco. Un escalofrío le recorrió lacolumna al ver que se trataba de MaxSchreiber. De repente tuvo la certeza deque había sido él quien primero habíaatacado al demonio, golpeándolo con supurificadora luz dorada. Retrocedió conpaso inestable. El encuentro que habíaanhelado tanto como temido se había

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producido al fin. El loco impulso dehacer lo que él le pedía la acometió conuna fuerza irresistible. Su expresióncuando le viera la cara bien mereceríapasar por todos los problemas quevendrían a continuación.

Levantó una mano hacia la máscaracon una amplia sonrisa invisible, peroantes de que pudiera quitársela, unahermosa mujer ataviada de azul hielo yblanco salió de detrás de Max y sereunió con él ante la balaustrada: labruja del hielo, su amante.

El loco regocijo de Ulrika se apagó.Suponía que le debía la vida a la bruja,ya que ella y Max habían logrado con su

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ataque combinado que el demonio lasoltara, pero a pesar de todo la odiaba.

Ulrika bajó la mano, y en lugar dequitarse la máscara le dedicó un saludoal duque, para luego volverse y hacerhacia Max un gesto insultante con dosdedos antes de marcharse hacia lasbambalinas con paso inestable, riéndoseante la expresión conmocionada yconfusa del solemne rostro del magíster.

Ulrika bajó cojeando por la escalerahasta el foso, y miró a su alrededor antesde bajarse la máscara hasta el cuellootra vez. Hasta allí llegaba el bulliciodel escenario —que sonaba como sitoda la guardia personal del duque

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anduviera por él en tropel, de un lado aotro—, pero en el interior del fosoestaba todo en silencio, y aparte de losmuertos y agonizantes, no había nadie.Entró corriendo y vio los cuerpos deJodis y del hechicero jorobado tendidoscerca de la plataforma, pero ni rastro deStefan y Evgena. El pánico se apoderóde ella.

—¿Stefan? —llamó, mientrascomprobaba la identidad de los cuerpos—. ¿Boyarina?

Un ruido procedente del agujero delsuelo la hizo volverse. Evgena estabasaliendo de él, con Stefan detrás.

—¿Que ha sucedido? —pregunto

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Ulrika, cuando se le acercaron.—Intentaron huir —dijo Evgena,

sonriendo, mientras se limpiaba elvestido de tierra—. No ha escapadoninguno.

—¿Y Valtarin y Padurowski? —preguntó Stefan, mientras se quitaba lacapa corta y se envolvía una mano conella—. ¿Están muertos?

Ulrika asintió con la cabeza.—Muerto uno, y peor que muerto el

otro, y el violín con el demonio quetenía dentro también han sido destruidos.El culto está acabado.

Evgena dejó escapar un suspiro dealivio.

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Stefan hizo lo mismo.—¡Fantástico! En ese caso, al fin he

quedado en libertad para acabar mitrabajo.

Y antes de que pudieran preguntarlequé quería decir, recogió uno de loslargos cuchillos bañados en plata deJodis con la mano que se había envueltocon la capa, y se lo clavó entre losomóplatos a Evgena.

Ulrika se quedó mirándolo,petrificada, mientras la boyarina gritabay se manoteaba la espalda intentandoarrancárselo y las venas del cuelloempezaban a volverse negras bajo lapálida piel.

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—¿Qué… qué estás haciendo? —gritó Ulrika—. ¡No lo entiendo!

—Sólo cumplo con mi deber —replicó Stefan, y recogió con cuidado elotro cuchillo bañado en plata—. Matar ala boyarina Evgena Boradin y a susdescendientes.

Evgena se volvió para tender haciaél una mano temblorosa y abrir la boca,pero antes de que pudiera hacer nadamás que un sonido gorgoteante, Stefan lecortó la cabeza con el segundo cuchillo.La cabeza rodó hasta los pies de Ulrika.No había sangre. El borde de la terribleherida producida por la plata estaba tannegra como madera quemada.

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Ulrika contempló la mirada sin vidade Evgena y luego los ojos destellantesde Stefan.

—¡Tu… tú eres Kiraly! —exclamó—. ¡Es verdad que has venido aquí avengarte!

Dejó caer el cuchillo de plata con unmurmullo de desagrado.

—A vengarme no —dijo—. Acumplir con un deber. Y Kiraly llevadoscientos años muerto. Sólo utilicé sunombre para intentar hacer salir a laboyarina.

Ulrika sacudió la cabeza paraintentar detener el torbellino del interiorde su mente. Nada tenía sentido.

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—¡Esto no puede ser! ¡Leperdonaste la vida! Por eso confié en ti.¡Tuviste la oportunidad de matarlacuando huimos de la mansión, y no lohiciste!

—Sí —asintió él, pensativo—. Fueuna difícil decisión. Cuando conduje alos miembros del culto hasta la casa,esperaba que Evgena los destruyera,cosa que me dejaría en libertad paramatarla, pero matar a Raiza fue un errorque no debería haber cometido. Deinmediato me di cuenta de que la luchase decantaría hacia el lado contrario, yeso no podía permitirlo. Praag tiene queser mía. Voy a reclamarla en nombre de

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mi señor. No podía permitir que estasmarionetas del Caos me la robaran dedebajo de las narices —bajó los ojoshacia la cabeza de Evgena—. Me viobligado a permitir que las lahmianasvivieran hasta que me ayudaran aderrotar al culto. Ahora ya lo han hecho.

—Y ahora tienes intención dematarme a mí. —Ulrika se puso enguardia.

La cara de Stefan se ensombreció.—No, amada mía, en absoluto. Yo

hablaba en serio. Gobernaremos Praagjuntos. Viviremos aquí para siempre.

—¿Qué? —gritó Ulrika—. ¿Esperasque te crea? En cuanto te vuelva la

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espalda, me matarás como a todas lasotras.

Los ojos de Stefan destellaron.—He mentido en muchas cosas —

admitió—, pero no en eso. Hemoscompartido sangre. Tenemos un vínculo.

—¡Y tú lo has roto matándola! —contestó Ulrika, señalando el cadáver deEvgena—. ¡Por la sangre de las águilas!¿Crees que puedo ahora amarte?

—¡No te entiendo! —Le espetóStefan—. ¡La despreciabas! ¡Habíasdicho que no te importaría si la mataba!

—No… Carece de importancia si yola despreciaba o no —replicó Ulrika—Tu dijiste que no habías venido a

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matarla. Me mentiste. Tú…Se interrumpió cuando los recuerdos

volvieron a ella, un centenar depequeñeces que había dicho Stefan, alparecer insignificantes en su momento,pero que ahora resultaban muy claras.Había sido el comentario de él sobremujeres chismosas lo que había hechoque a ella se le ocurriera preguntarles alas lahmianas acerca del culto, y conello atraer a Raiza al exterior, donde élpudiera atacarla. Había sido él quien lehabía metido en la cabeza la idea de unareunión en terreno neutral. ¡Si Evgenahubiera accedido, ella, Raiza y Galianahabrían muerto aquella misma noche!

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—¡Me utilizaste para llegar hastaellas! —gritó—. ¡Utilizaste lo que sentíapor ti! ¡Por los dientes de Ursun! ¡Te lasentregué! —alzó el estoque y avanzóhacia él—. No sentía ningún afecto porEvgena, pero no soy el instrumento denadie. Moriré antes de permitir quelogres el éxito a través de mí.

Los ojos grises de Stefan sevolvieron fríos, y se arrodilló pararecoger otra vez el cuchillo bañado deplata con la mano protegida por la capa.

—Tu respuesta fue un sí —dijo, conuna voz como el hielo—. ¿No lorecuerdas? Dijiste que estarías conmigocon independencia de lo que sucediera.

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Has roto tu palabra.Ulrika saltó para intentar atravesarlo

antes de que recogiera el cuchillo, peroél desvió su arma con el estoque y lorecogió, para luego dar una voltereta dela que salió al tiempo que intentabaasestarle un tajo.

Ella gruñó y retrocedió ante elbrillante filo.

—Esas cosas se las dije a un hombreen quien confiaba —dijo—. Tú no eresél.

Stefan atacó, y le abrió un tajo en unbrazo cuando ella paró el golpe.Retrocedió y chocó contra un cajónlleno de espadas y escudos de madera.

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—Tal vez deberías luchar con ésas—dijo Stefan con desdén—. Tambiénson falsas.

Se oyeron los pasos de alguien quebajaba por la escalera, y la voz deGaliana susurró dentro del foso.

—¿Hermana? ¿Ulrika?Stefan volvió la cabeza, alarmado, y

Ulrika dirigió un tajo a la manoizquierda que llevaba envuelta en lacapa corta. El cuchillo plateado cayórebotando al suelo cuando la hoja leabrió un corte hasta el hueso. Élretrocedió con paso tambaleante altiempo que maldecía. Lanzó unaestocada al cuello del vampiro, pero él

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se agachó por debajo del arma y pasópor su lado dando traspiés para caerentre las espadas de madera.

—¡Galiana! ¡Aquí! —llamó Ulrika,al tiempo que volvía a atacar. Él desvióla estocada a un lado con su arma, paraluego recoger una espada de madera dela pila y acometerla con un ataquesalvaje. El bloqueo de Ulrika llegódemasiado tarde, y la roma punta demadera le perforó el abdomen yascendió hasta quedar atascada entre lascostillas de su espalda.

Ella se inmovilizó, paralizada por eldolor. Le dolía como ninguna herida deespada que hubiese sufrido jamás. Se

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parecía más al dolor que sintió cuandose cayó al río, como si la madera nosólo hubiese atravesado su cuerpo sinotambién su esencia. Entonces supo porqué la estaca era el arma preferida porlos cazadores de vampiros. Era venenopara los de su raza.

—Lo… lo lamento —dijo Stefan, altiempo que reculaba.

Ella se desplomó de lado, incapazde mover un solo músculo. ¿La espadale habría perforado el corazón? No losabía. Todo su cuerpo parecía gritar. Nohabía manera de distinguir una parte deotra.

Desde el otro lado del foso le llegó

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una exclamación ahogada de sorpresa.Los ojos, cuya visión era cada vez másborrosa, le permitieron ver a Galianamirando desde la puerta.

—¿Qué has hecho? —gritó, yentonces vio el cadáver decapitado deEvgena—. ¡Señora! —chilló, para luegocorrer hasta ella y arrodillarse.

Stefan recogió el cuchillo plateadoque Ulrika le había hecho soltar yempezó a avanzar con cautela haciaGaliana, ocultándolo con la mano.

—Ulrika la ha matado —dijo—.Intenté impedírselo, pero no llegue atiempo Era una asesina sylvana, enviadapara destruir vuestra hermandad desde

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el interior.Galiana apartó los ojos que tenía

clavados en Evgena, y dio la impresiónde que lo oía por primera vez.

—¿Era ella la asesina? —preguntó—. ¿No tú?

—Lo juro, señora —asintió él,acercándose muy poco a poco—. Teníala intención de mataros a todas ygobernar en vuestro lugar.

Galiana se puso de pie y reculó anteél con cautela al tiempo que sacaba lasgarras.

—¿De verdad? Pero entonces,¿quién mató a la hermana Raiza?

—Ulrika tenía un cómplice —

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replicó Stefan, sin alterarse ni dejar deavanzar—. Y continúa en libertad. Perono te preocupes, yo te protegeré.Gobernaremos Praag juntos.

De la escalera llegaron pasos y elentrechocar de vainas de espada.

—Bajad ahí, vosotros cuatro —bramó una voz—. Continuaremosregistrando.

Stefan se inmovilizó, pero los ojosde Galiana brillaron.

—Caballeros! —gritó, corriendohacia la escalera—. ¡Caballeros,ayudadme! ¡Por aquí! ¡Hay adoradoresdel Caos!

Stefan se tensó como si tuviera

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intención de saltar tras ella, pero elruido de gente de armas bajando laescalera lo detuvo. No podría llegarhasta Galiana a tiempo.

—¡Vaca lahmiana! —rugió con vozronca—. ¡No vivirás para ver otrapuesta de sol!

Se volvió a mirar a Ulrika al tiempoque alzaba la daga bañada en plata, perolos hombres ya entraban en el foso. Conuna maldición saltó hacia el agujero delsuelo y desapareció de la vista.

La cabeza de Ulrika cayó sobre supecho y Galiana se desplomó en losbrazos del primer hombre que cruzó lapuerta, un soldado que llevaba el

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uniforme de la guardia privada delduque.

—¡Alabado sea Ursun por vuestrallegada, señores! —sollozó—. ¡Me temoque tenían la intención de sacrificarme!¡Rápido! ¡Han huido por ese agujero!

Lo último que Ulrika vio antes deque sus ojos se cerraran fue a lossoldados girando de un lado a otro lacabeza con ojos desorbitados, mientrascorrían hacia el agujero, para mirar loscuerpos de Evgena y de los miembrosdel culto muertos y agonizantes, y elúltimo pensamiento que tuvo antes dedesvanecerse fue que la amenaza deStefan no había sido vana. Podía

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caminar bajo el sol y sabía dónde estabala casa segura de Evgena.

Iba a matar a la última lahmiana dePraag mientras dormía.

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TREINTA YTRES

Pertrechadacontra el día

Ulrika despertó de un salto cuando algomojado se estrelló contra su cara. Alprincipio pensó que era agua, pero lecausó escozor en los ojos y le provocóarcadas. Tosió y reprimió un grito de

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dolor, porque se sintió como si lehubieran atravesado las entrañas. Eldolor era indescriptible. Se obligó aabrir los ojos, parpadeando paralibrarse de aquel líquido que leprovocaba escozor, y entonces gruñó albajar los ojos hacia su propio cuerpo. Síque le habían atravesado las entrañas.Tenía una espada de madera clavada enel abdomen, y el líquido olía a aceite delámpara. ¿Por qué razón le habíanechado aceite de lámpara encima?

Volvió los ojos a izquierda yderecha, y entonces quedó petrificada dehorror. Yacía entre cuerpos ataviadoscon ropón y capucha y mutados —

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algunos de los cuales aún gemían—, queestaban apilados sobre un montón deleña, y en torno a ellos había unossoldados que daban vueltas y másvueltas para empapar el conjunto conaceite, mientras contemplaba elespectáculo una multitud de mironesricamente ataviados.

Al parecer, las autoridades sedisponían a quemar a los adoradores deSlaanesh y a las víctimas del demonio, yella formaba parte de la pira.

En un paroxismo de pánico intentóbajar a gatas del montón de leña, perolas extremidades no le respondieron. Nohacían más que agitarse de modo

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espasmódico. Bajó la mirada hacia laabsurda espada de madera que laatravesaba. Puede que no le hubieraatravesado el corazón, pero, de algúnmodo, la había paralizado. No podíamoverse. Ni un centímetro.

Volvió a mirar a su alrededor. Seencontraba en el centro de la plaza delTorno, con el palacio del duquebrillantemente iluminado al sur, mientraslos soldados continuaban sacandocuerpos del interior del Teatro de laÓpera para echarlos sobre el montón.Tenía poco tiempo, pero ¿qué importabael tiempo si no podía moverse? Sólo ledaría la oportunidad de pensar en que

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iban a quemarla. Se estremeció demiedo. No se le ocurría una muerte peor.

Un par de soldados iban hacia ella,arrastrando por las piernas a unmiembro del culto. Ella se pasó lalengua por los labios. ¡Una oportunidad!Emplearía con ellos sus artimañaslahmianas. Los engañaría para que learrancaran la espada.

Los hombres echaron al adoradordel Caos junto a ella, y luego dieronmedia vuelta mientras el hombre gemía ymurmuraba incoherencias.

—Señores —susurró ella, y luegovolvió a intentarlo en voz más alta—.¡Señores! ¡Os lo suplico! ¡Una pequeña

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merced!Los soldados se volvieron con el

ceño fruncido. No parecían del tipocompasivo. Ella les sonrió, intentandoparecer sensual.

—Señores, por favor —murmuró,cuando ellos se inclinaron—. No quieroque me quemen viva. Arrancadme laespada para que muera desangrada antesde que me encuentren las llamas.

Los soldados se miraron el uno alotro y soltaron una carcajada. Elprimero le dio una patada en la cara. Elsegundo le escupió.

—¿Quieres compasión, amante dedemonios? —preguntó—. ¡Yo te daré

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compasión!Sujetó la espada de madera y se la

retorció en las entrañas. Ulrika gritó dedolor, pero él no había acabado. Se laarrancó y la golpeó con ella,aporreándole la cabeza, los hombros ylos brazos hasta que la madera serompió.

—¡Ahí tienes tu compasión, perratraidora! —gritó, antes de arrojarle laespada rota y volverle la espalda paradejarse con su compañero.

Ulrika se desplomó hacia adelante,gimiendo, con la cabeza palpitándole dedolor mientras se le metía sangre en losojos. Levantó una mano para

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limpiársela, y entonces se detuvo.¡Podía levantar la mano! Sonrió para sí,mostrando los dientes ensangrentados.Puede que no hubiera utilizado bien lasartimañas lahmianas y hubiese recibidouna paliza por ello, pero de todos modoslos hombres le habían arrancado laespada.

Aun así, estaba demasiado débilcomo para huir. Dudaba de que pudiesegatear siquiera, y había centenares depersonas entre ella y la libertad.Necesitaba fuerza.

Miró al adorador de Slaanesh quelos soldados habían arrojado junto aella. Lo había oído gemir. Aún estaba

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vivo. Tras mirar a su alrededor concautela, lo aferró por el cuello de lacamisa y se lo echó encima. Él murmuró,sin articular palabra, y su cabeza sedesplomó contra el pecho de Ulrika.Ella le quitó la capucha y el velo negroque llevaba sobre el rostro, para luegolevantarle el mentón y clavarle loscolmillos en el cuello. Él se removió ygruñó, pero estaba demasiado maltrechopara apartarse.

Bebió en abundancia, gimiendo dealivio, obligando a la sangre a repararlos tejidos dañados de su abdomen.Sabía que haría falta más de una comidapara sanar una herida como aquélla,

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pero siempre y cuando obtuviera lafuerza suficiente como para correr, ya seocuparía más tarde del resto.

Oyó que un sargento bramaba en lasproximidades, y otros soldadosavanzaron, éstos armados con antorchasy alabardas. Ulrika permaneció inmóvil,oculta bajo el cuerpo de su víctima,cuando dos de ellos lanzaron sus reassobre la pila, a ambos lados de ella y apocos pasos de distancia. Las llamas sealzaron de inmediato, y oyó los alaridosde los que aún no estaban muertos.

Los soldados volvieron a retroceder,contemplando las llamas, y ella reanudósu alimentación. Tenía que recuperarse

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todo lo posible antes de intentarlo. Lasangre del miembro del culto volvió afluir por sus venas, calentándolas ytransportando fuerza hasta los músculosde sus brazos y piernas, pero las llamasya le rozaban las mejillas. Ya noquedaba más tiempo.

Apartó al hombre de un empujón ymiró a su alrededor. La multitud seencontraba a quince pasos de distanciade la pira, y los soldados formaban uncírculo justo por delante de los mirones.Tenía el Teatro de la Ópera justoenfrente, y la zona más oscura de laplaza a la derecha. Iría hacia allí.

Rodó para apartarse de la pira, con

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la esperanza de que los ojos de lamuchedumbre estuvieran fijos en lasllamas. No oyó ningún grito, así quevolvió a rodar y luego se incorporósobre manos y rodillas. La herida delabdomen se hizo sentir de repente y letemblaron los brazos, pero se esforzópara superarlo y comenzó a gatear.

—¡Eh! —gritó la voz de una mujer—. ¡Uno de ellos está escapando!

Ulrika alzó la mirada. Tres soldadosiban hacia ella, apuntándola con lasalabardas. Reprimió el impulso de echara correr, y continuó gateando como siapenas pudiese moverse.

Se desplegaron al acercársele,

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echando hacia atrás las armas paralancearla por tres lados distintos. Conun chillido, se puso en pie de un salto ypasó corriendo entre ellos, aunque sentíacomo si estuvieran desgarrándole elabdomen. Los soldados gritaron eintentaron alancearla, pero ella ya habíapasado de largo y corría hacia la brechaque habían dejado en la formación aldirigirse hacia ella.

Los otros soldados convergieron ensu dirección, y la multitud, inflamada deespíritu patriótico, cerró filas paradetenerla. Ulrika saltó hacia ellos,gruñendo y sacando fuera garras ycolmillos, y la gente retrocedió entre

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gritos. Pasó entre ellos con los soldadosdetrás, y corrió hacia el espacio quemediaba entre dos edificios del lateralde la plaza. Una alabarda pasóresbalando por debajo de sus pies yestuvo a punto de hacerla tropezar, perocontinuó corriendo, aferrándose elestómago.

Entró a la carrera en el estrechoespacio y se desplomó contra uno de losedificios, vomitando una buena cantidadde sangre mezclada con bilis que lesalpicó las piernas. Había sidodemasiado y demasiado pronto. Todo elcuerpo le temblaba de dolor y fatiga.

Detrás de ella sonaron pasos. Se

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acercaban. Alzó la mirada para observarel muro del edificio. Era de piedratallada, ligeramente unida con mortero.Se sujetó al primer asidero y se izó, conun gemido, para luego continuartrepando con los ojos cerrados a causadel dolor.

Las botas atronaron debajo de ella.—¡Allí está!—¡Derribadla!—¡Que traigan un arma de fuego!Otra alabarda rebotó en la piedra

junto a ella. Dio un respingo perocontinuó trepando mientras rocas yguijarros impactaban a su alrededor.Unos pocos metros más arriba palpó el

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borde del tejado. Se izó hasta él quedóallí tendida, jadeando.

—¡Entrad en el edificio!—¡Subiremos hasta el tejado!Ulrika gimió y se levantó, para luego

atravesar el tejado dando traspiés ydoblada por la mitad. Había una brechaen el lado opuesto. Reunió sus fuerzas,saltó por encima, y cayó sobre lapendiente cubierta de pizarra deledificio del otro lado. El mundo sevolvió borroso cuando el dolor estallóen su interior. Iba a desmayarse. Laencontrarían.

La cabeza le daba vueltas. Miróhacia arriba y vio una cúpula ornamental

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en la parte alta del tejado, poco más queun palomar con una cúpula en forma decebolla encima. Gateó hacia allí. Labase estaba rodeada de pequeñasventanas arqueadas. ¿Serían lo bastantegrandes?

Se aferró al alféizar de una de ellasy metió dentro la cabeza y los hombros.Un par de decenas de palomasarrullaron y le azotaron el rostro con lasalas al huir. Ella se protegió los ojos ysiguió adelante. Era un espacio estrecho,y sus costillas y entrañas parecierongritar al ser presionadas contra elmarco, pero al final logró entrar a basede contoneos y caer al suelo de madera

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del interior. Estaba cubierto por unacapa de excrementos de paloma devarios centímetros de grosor, y se tapóla nariz y la boca para no vomitar.

Del exterior le llegaron los ecos delas voces de los hombres que laperseguían. En aquel momento seencontraban sobre el otro tejado. ¿Lahabrían visto? ¿Habrían visto laspalomas? Intentó desenvainar la espadapara poder defenderse de ellos cuandollegaran, pero estaba demasiado débil.No podía moverse. Su dolorida cabezacayó hacia atrás sobre las mugrientastablas del suelo, y la oscuridaddescendió sobre ella una vez más.

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Ulrika despertó con un grito cuandoalgo le tocó un hombro. Se apartó conbrusquedad, manoteando en busca de laespada, y una paloma aleteó paraalejarse de ella asustando al resto de labandada. Rodó, gimiendo, mientras lospájaros volvían a salir de la cúpulaentre aleteos y arrullos, y se aferró elestómago dolorido. ¿Durante cuántotiempo había estado desmayada?

Miró al exterior a través de laspequeñas ventanas. Aún era de noche,pero ya faltaba poco para el amanecer.El cielo estaba aclarándose por el este.Pronto llegaría la mañana.

¿La mañana?

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El pánico se apoderó de ella alrecordar. Stefan había amenazado conmatar a Galiana antes del anochecer deaquel mismo día. Ulrika tenía queimpedírselo, tenía que matarlo. Perocuando se levantó la herida, pareciódesgarrársele por dentro y ella volvió acaer, sorbiendo entre los dientesapretados y gruñendo de dolor.

¿Cómo iba a hacerlo? Parecíaimposible. Herida como estaba, y consólo una hora de noche por delante, nolograría encontrarlo a tiempo, y si loencontraba, no estaría lo bastante fuertecomo para luchar contra él. Pero tal vezla velocidad no era tan importante.

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Quizá sería mejor dejar que matara aGaliana y buscarlo después. No sentíaningún afecto especial por aquellamujer, no sentía hacia la hermandad lalealtad suficiente como para quererdefenderla a costa de su vida. Con élpodría enfrentarse más tarde, cuandomás le conviniera.

Pero no podía. Puede que no leimportaran las lahmianas, pero habíahecho el juramento de protegerlas, yhabía faltado a ese juramento cuandollevó a Stefan hasta ellas. Gracias a ellahabía matado a Evgena. Por su culpahabía aprisionado el alma de Raiza, laúnica de las hermanas de Praag que

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Ulrika se habría sentido honrada dellamar amiga. Por su culpa, su planestaba a un paso de lograr el éxitoabsoluto. No iba a permitirle dar esepaso, aunque le costara la vida.Vengarse después no sería niremotamente tan dulce como estropearleel juego.

Volvió a levantarse condeterminación, y salió de la cúpula conlos dientes apretados a causa del dolor,pero cuando gateaba pendiente abajopor una vertiente del tejado, volvió adetenerse. Estaba muy bien decidir queiba a detener a Stefan, pero necesitabaun plan.

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Tenía que acudir a la casa segura deEvgena, eso para empezar.

Con independencia de dónde seocultara Stefan, sería allí adonde iría alfinal. Pero antes de eso, Ulrika tenía quevolver a alimentarse, y necesitaríatiempo para encontrar una víctima. Elsol estaría en lo alto del cielo antes deque llegara a la casa. ¿Y si Galiana nola dejaba entrar? No podía esperar en lacalle a que llegara Stefan. Moriríaquemada.

Ulrika gruñó y bajó la cabeza. Eraimposible. Tenía el tiempo y el sol encontra. Todo estaba a favor de Stefan.

La máscara de tragedia aún le

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colgaba del cuello, burlándose de ellacon su boca curvada hacia abajo.Levantó una mano para arrancársela,pero entonces se detuvo, inspirada derepente. ¡La máscara! ¡La máscara era larespuesta!

Se volvió en dirección al Novygrad,y bajó cojeando del tejado con renovadadecisión. Requeriría un poco de tiempo,pero si lo hacía bien, esperaba poderenfrentarse con Stefan sin importar a quéhora atacara, ya fuera de noche o de día.

* * *

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Cuando atravesaba la ciudad, Ulrikaencontró una víctima digna de serlo, unproxeneta que hacía sus negocios en unacarnicería abandonada; luego,sintiéndose más fortalecida, aunque enabsoluto recuperada, corrió de vuelta ala panadería. Llegó a ella sólo unospasos por delante de la aurora, y losprimeros rayos de luz solar hendían yala oscuridad del sótano antes de que ellaacabara de quitarse el jubón y la camisapara examinar la herida que le habíahecho Stefan.

Tras una noche de descanso y doscomidas, el punto de entrada no era másque una cicatriz en forma de estrella,

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pero por la hinchazón y dureza de suabdomen sabía que aún no había sanadotodo en su interior. Se sentía como si lehubieran inflado un globo debajo de lascostillas. No tenía ni idea de cómoarreglar eso, ni de si se curaría sólo, asíque se limitó a usar la camisaestropeada para envolverse la cinturacon un vendaje tan apretado como lefuera posible, y luego comenzó aprepararse para la batalla.

Primero se puso la última camisaque le quedaba, que luego se atóapretadamente en torno a las muñecas yel cuello con tiras arrancadas de la otra.A continuación se puso el jubón y los

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calzones grises, anudando las cintas tanapretadamente como pudo, y por últimoel justillo de cuero que había llevadodurante el viaje. A continuación se calzólas botas altas de montar de cañaajustada y se remetió dentro la boca delas perneras de los calzones.

Luego vino la parte más difícil. Lamáscara de tragedia le ocultaría la cara,y la gruesa capa de viaje tenía unacapucha que le cubriría la cabeza, peroninguna de estas cosas la protegíacompletamente del sol. Quedaban elcuello y la frente, además de losorificios para los ojos y la boca quetenía la máscara. Lo que necesitaba era

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algo parecido al velo que llevaban losmiembros del culto, y se maldijo por nohaber tenido la previsión de apoderarsede uno cuando tuvo la oportunidad dehacerlo.

Vació la mochila y registró susescasas pertenencias. Podía envolversela cabeza con el resto de la camisadesgarrada, pero era blanca. Cuandoestuviera al sol, le resultaría casiimposible ver a través de ella.Necesitaba algo negro y fino. Entoncesrecordó que el esclavista que Stefan lehabía llevado para que se alimentara¡llevaba un pañuelo negro debajo delsombrero!

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Fue a toda prisa hasta la habitaciónen el interior de la cual lo habían tirado.El cuerpo aún estaba allí. Le arrancó elpañuelo de la cabeza y lo olió condesagrado. Olía a cadáver de tres días ya gomina, pero no había nada que hacer.Se lo puso sobre el rostro, y luego se loató con fuerza a la altura de la frente yen torno a la garganta, y se metió laspuntas por dentro del cuello de lacamisa.

Por último, se colocó la máscarasobre el velo, se puso la gruesa capa yse echó la voluminosa capucha tanadelante como pudo, para luego ponerselos guantes de montar y desdoblar los

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largos puños de modo que quedaran porencima de las mangas. Su atuendo estabacompleto. Era sofocantemente calurosoy claustrofóbico, y no le cabía duda deque la iban a mirar bastante, incluso enuna ciudad tan loca como Praag, perohabía logrado protegerse contra el sol, oasí lo esperaba. La prueba la obtendríaen la práctica.

Se volvió hacia la escalera y cuadrólos hombros, para luego ascender a pasode marcha y salir a la luz del día.

Ulrika supuso que era afortunadaporque el día era oscuro y el cieloestaba nublado, pero a pesar de todo,cuando había pasado menos de un

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minuto a cielo abierto, estuvo a punto dedar media vuelta y considerarlo todo unerror. De por sí, las prendas eranabrigadas; bajo el sol, aun filtrado porlas nubes como estaba, se sentía como sillevara una armadura completa en mediodel desierto de Nehekhara. Se estabaasando, a pesar de que se mantenía en lasombra, y la fuerza parecía escapar desu cuerpo a cada paso, haciendo quesintiera mareo y confusión, pero no teníaalternativa. Encontrar el camino a travésde las cloacas y evitar las cosas quevivían en ellas le llevaría demasiadotiempo, y no podía arriesgarse a dejarque Stefan llegara a la casa segura antes

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que ella.Praag parecía tan fatigada y

desorientada como ella. Habíadesaparecido la euforia maníaca quehabía llamado la atención de Ulrikadesde su llegada. Nadie cantaba. Nadiereía. Los soldados, comerciantes ymendigos que veía por la callearrastraban los pies con desgana,callados y desanimados, comojuerguistas con resaca que seencaminaran a su casa después de lafiesta. Todos los cotilleos del mercadogiraban en torno a la locura y lasmuertes que se habían producido en elTeatro de la Ópera y a los miembros del

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culto que habían sido quemados anteél… así como del miedo de que pudiesehaber más acechando en las sombras.

Ulrika se preguntó si la destrucciónde la Viola de Fieromonte había tenidoalgo que ver con el estado de ánimogeneral. Tal vez el violín, al despertar,había provocado en la ciudad, de algúnmodo, una locura por la música, y ahoraque había desaparecido y el demonio desu interior había regresado al vacío,cabía la posibilidad de que aquellamanía melódica hubiese muerto con él.

O quizá sólo se debía a que era porla mañana. Ulrika ya no solía ver cómoeran las mañanas.

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Al fin llegó a la tranquila calle sinsalida en la que estaba la casa segura, ycontinuó con más cautela, rodeando lafuente con la estatua de Salyak en elcentro, buscando a Stefan o algún signoque indicara que ya había estado allí.No vio nada, y la casa parecía tantranquila y sencilla como antes. Seacercó a la puerta delantera y llamó conel puño, para luego recostarse contra lapuerta, cansada.

No hubo respuesta.Volvió a llamar, y pasado un largo

rato oyó pasos acercándose.—Marchaos —dijo una voz que

Ulrika reconoció como perteneciente a

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uno de los hombres de Evgena—. Laseñora no recibe.

—Sólo quiero saber que está bien—dijo Ulrika—. Asegurarme de que noha tenido ninguna… visita.

—No tengo libertad para decirlo.Marchaos.

Ulrika gruñó por lo bajo, pues eldolor que le causaba el sol la volvíaimpaciente.

—¡Estúpido! ¡Ya sabes quién soy!¡Quiero saber si está a salvo! ¡Quierosaber si todavía está viva!

Los pasos se alejaron.Se puso a aporrear la puerta.—¡Dímelo, maldito!

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—Está viva —dijo una voz detrás deella—, pero no lo estará por muchotiempo.

Ulrika se volvió con rapidez. Stefanvon Kohln se encontraba de pie junto ala fuente que había en medio de la callesin salida,, tocado con un sombrero deala ancha que le sombreaba la cara, y elestoque desnudo en la mano.

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TREINTA YCUATRO

Duelo al sol

Ulrika desenvainó el estoque y la dagamaldiciendo por lo bajo. No era asícomo había querido que se desarrollaraaquello. Había tenido la esperanza deque Galiana la dejara entrar. Habíaesperado luchar con él dentro de la casa.Por suerte, el día se había oscurecido

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aún más, con nubes bajas, pero la luzcontinuaba siendo un martirio. No podíaluchar contra Stefan allí fuera. Eso lamataría.

—Me complace ver que estás viva—dijo Stefan, al tiempo que avanzaba—. Temía lo que pudiera pasarte amanos de las autoridades.

Ulrika resopló y se apartó de lapuerta con el fin de ganar un poco deespacio para moverse.

—Fueron muy considerados —replicó—. Me quitaron la espada demadera. Ojalá la tuviera aquí, porqueasí podría devolvértela.

Stefan suspiró.

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—Sé que no me creerás, pero actuéen defensa propia. Sigo sin tener el másmínimo deseo de hacerte daño.

—En ese caso, ¿por qué estádesenfundado tu estoque?

—He venido a matar a Galiana —declaró Stefan—. Apártate y no seránecesario que luchemos.

Ulrika negó con la cabeza,acercándosele poco a poco. Tenía queatacar con rapidez, antes de que lasfuerzas la abandonaran por completo. Laluz diurna pesaba como un yunque sobresus hombros.

—Ya te he permitido matar a Raizay a Evgena a causa de mi credulidad. No

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me engañarás para que falte a mijuramento una tercera vez.

—No es ningún truco —afirmó él—.Admito que te usé para llegar hastaellas. No era más que mi deber. Pero loque dije antes, lo dije en serio. Hellegado a… admirarte. Deseo queestemos juntos.

Ulrika gruñó y arremetió.—¡Sólo para compartir la sepultura!Stefan apartó la espada de Ulrika a

un lado y retrocedió, enojado.—No te entiendo. Dijiste que

querías ser la defensora de Praag. Esoes lo que yo te ofrezco. Podemosgobernar juntos la ciudad. Podríamos

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ser los buenos administradores de losque hablabas… Hacer presa en losdepredadores y defender a los débiles.

—A ti no puede importarte eso —replicó Ulrika con desdén.

—Ha llegado a importarme —leaseguró él—. Luchar contra el culto meha demostrado cuánto debemosparticipar en los asuntos humanos. Sivamos a gobernar, debemos hacerlobien.

Ulrika vaciló. ¿Estaría diciendo esascosas sólo para engañarla? Parecíasincero. Tal vez era cierto que ella lohabía hecho cambiar de manera depensar. Pero ¿eso importaba? Puede que

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él la amase, puede que compartiera sufilosofía, ¡pero también la habíatraicionado, le había mentido, la habíamanipulado para que traicionara a laseñora a quien había prestadojuramento, le había clavado una estacade madera y la había abandonado paraque muriera!

Por otro lado, ¿qué miembro de sunueva familia no le había hecho daño deuna u otra manera? Hermione la habíallamado conspiradora, Evgena y Galianala habían catalogado como asesina,Famke había escogido el sendero de lacobardía, e incluso la condesaGabriella, que la había cuidado durante

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la infancia, resultó ser una madreinconstante y poco fiable. Sólo Raizahabía sido fiel, y Raiza estaba muerta…Peor que muerta.

Ulrika rememoró la mañana en quehabía compartido sangre con Stefan. Nohabía sentido un placer más grande en lavida ni en la muerte. ¿Se negaría a símisma una eternidad de placersemejante por una cuestión de honor,cuando parecía que el honor no teníaningún valor en su nueva vida?

Lo miró, allí de pie, orgulloso yfuerte, y el deseo de él y de h que podíadarle se hizo abrumador. Tenía ganas dedejar caer él estoque y avanzar hacia sus

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brazos. Tenía ganas de implorar superdón y pedirle que se la llevara lejosdel dolor que le provocaba el sol, perouna espina de orgullo la enganchó y laretuvo. Puede que el honor no tuvieraningún valor para sus hermanas, pero¿acaso no había abandonado lahermandad por esa razón, precisamente?Si iba hacia él, si permitía que el placerse impusiera al honor, estaríarenunciando a su último juramento, elmás importante, el que se había hecho así misma, y no sería mejor que ningunode ellos. Lo mismo daría que no hubiesesalido nunca de Nuln.

—Lo siento, Stefan —dijo al fin—.

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No creo que alguien pueda ser un buengobernante si tiene los pies sobre elcadáver de su predecesor.

Arremetió con el estoque. Él volvióa desviarlo, pero continuó sincontraatacar.

—Eres una necia por rechazarme —le espetó—. Morirás aquí.

Ulrika se encogió de hombros.—Ya llevo retraso en eso.Los labios de Stefan se fruncieron

con un gesto de asco.—En ese caso, te haré el favor.Y dicho esto, atacó … con una

estocada directa hacia el corazón deella. Ulrika la desvió con la punta con la

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daga y atacó por debajo con el estoque,apuntando al abdomen de Stefan, pero élbloqueó el arma con algo que empuñabaen la izquierda: un trozo dentado denegro ónice.

Ulrika retrocedió con pasotambaleante y los ojos desorbitados altiempo que reprimía un grito.

—¿Qué sucede? —preguntó Stefan,mientras la acometía con furiosos tajosdel puñal de piedra—. Pensaba queestabas preparada para morir.

—Eso no es muerte —gruñó,apartándose de la Esquirla. No podía niimaginar cómo sería estar consciente yatrapada eternamente dentro de

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semejante prisión, sin nada que hacer,nadie con quien hablar, sin aire, niviento, ni movimiento. Si existía elinfierno sobre la Tierra, era eso. Y enlas manos de Stefan podía ser peor,mucho peor.

—¿Sabes qué les sucede a losvampiros cuando mueren? —preguntóStefan, mientras la acosaba—. Esto espreferible.

—Eso depende de quién tiene laEsquirla en su poder, ¿no es cierto? —replicó Ulrika.

Percibió movimiento en una ventanadel piso superior, y alzó la mirada.Alguien de la casa segura estaba

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observando el combate desde detrás deunas gruesas cortinas.

—Cierto —admitió Stefan—. Unhombre cruel te torturaría durante todala eternidad. Por eso mi señor meordenó que las usara con las lahmianas,para poder usarlas en sus…experimentos. Se enfadará al saber quematé a la boyarina sólo con plata, perotuve que ocultar las Esquirlas antes dedarme a conocer en su mansión, y notuve oportunidad de recuperarlas antesdel concierto.

—Así que piensas compensárseloentregándole mi esencia a cambio de lade ella —especuló Ulrika.

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Stefan negó con la cabeza conexpresión grave.

—Jamás haría eso. Si no quieresestar conmigo, guardaré tu Esquirlajunto a mi corazón.

—Espero que te cortes con ella —dijo Ulrika, y dirigió un tajo a la manocon que sujetaba el arma de ónice.

Stefan evitó el golpe y volvió aacometer con ambas armas. Ellabloqueó la Esquirla, pero el estoque leabrió un tajo en la manga izquierda,justo por encima del guante. La hojaapenas si la rozó, pero eso carecía deimportancia, porque el corte en la teladejó su piel expuesta a la luz del día.

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Ulrika retrocedió con pasotambaleante y gritó de dolor, mientras lapiel descubierta se llenaba de ampollasy humeaba como carne estofada. Stefanvolvió a arremeter y, a causa del pánico,ella paró el golpe con torpeza. Laespada del vampiro le alcanzó unhombro, y otra línea de espantoso dolorle recorrió el cuerpo.

Fue dando traspiés hasta el otro ladode la fuente, apretando los dientes ymaldiciendo. Había tenido tanto miedode la Esquirla de Sangre, que no se lehabía ocurrido que el simple acero eraigual de mortífero en un duelo diurno.¡Qué estúpida! El sol no sólo la

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debilitaría: iba a matarla. ¡Le haría eltrabajo a Stefan!

Tiró de la capa hacia adelante paracubrirse el agujero del hombro, pero nopodía hacer nada con el brazo izquierdo.Si lo extendía para atacar o parar, lodejaría expuesto al sol y se le quemaríaotra vez, y el dolor de la herida nodesaparecía ni siquiera apartándose delsol. Parecía que le presionaban contra lacarne espadas candentes acabadas desalir de la forja.

—Por favor, Ulrika —le rogóStefan, rodeando la fuente—. Abandona.No quiero hacerte más daño.

—No podrías —gruñó ella, y luego

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cargó, acometiéndolo con tajos yestocadas, aunque con cada movimientoexponía más piel al sol.

Él paró todos los ataques confacilidad y la obligó a retroceder,dirigiendo estocadas a sus ojos con laespada y tajos a los brazos con laEsquirla. Ella retrocedió ante laacometida y tropezó con el bordillo dela fuente. El estoque de él le asestó untajo cuando caía, cortando tela y carne.

Ulrika gritó y cayó dentro delestanque seco, y la visión se le volvióborrosa mientras el sol le abrasaba laherida. Él avanzó para descargar otrotajo. Ella rodó detrás de la estatua de

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Salyak, sollozando de furia. Eraimposible. Estaba demasiado débil y élera demasiado fuerte. No podía vencer.Tendría que huir o abandonar, y encualquiera de los dos casos Galianamoriría y Stefan se alzaría con lavictoria. Ganaría el mentiroso ymanipulador. La amargura que sentía poreso casi dolía más que el sol.

Stefan rodeó la estatua, con unaexpresión dura y triste en la cara.Parecía verdaderamente reacio amatarla. Ulrika casi sonrió al verlo. Eneso, al menos, ella era la fuerte y él eldébil. Por mucho que lo deseara, esedeseo no le impediría matarlo. Se

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detuvo en seco ante ese pensamiento.¡Era así como podía vencerlo!

Stefan se erguía sobre ella y bajabala punta del arma para clavársela en lagarganta.

Con un lamento sollozante, ellaretrocedió al tiempo que soltaba elestoque y la daga.

—¡No! —gritó—. Basta. ¡Me dueledemasiado! ¡No quiero morir!

Stefan se detuvo, suspicaz.—¿Has cambiado de opinión,

entonces?Ulrika extendió el brazo para

mostrarle las heridas llenas deampollas, y luego lo encogió con

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brusquedad cuando comenzó a humear.—¿Te extraña? ¡Nada merece este

sufrimiento! —Se sujetó los brazoscontra el pecho, intentando protegersebajo la capa—. Por favor, sácame delsol. Comparte tu sangre conmigo. Serétuya si acabas con el dolor.

Stefan permanecía de pie a su lado,aún vacilante, y luego apoyó la punta delestoque contra su cuello. La mano queempuñaba la Esquirla de sangre lecolgaba al costado.

—Ponte de pie —dijo—. Vamos aentrar en la casa. Te encerraré hasta queme haya ocupado de Galiana.

Ulrika asintió con la cabeza y se

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levantó trabajosamente para apoyarse enuna rodilla, pero entonces perdió elequilibrio y se sujetó a la estatua deSalyak para no caer, momento en que lapunta del arma de Stefan se separó sugarganta durante un breve instante. Eralo único que ella necesitaba. Con ungruñido, se lanzó hacía adelanteintentando apoderarse de la Esquirla ygolpeándolo con un hombro.

Stefan gritó de sorpresa y le asestóun tajo en un hombro con el estoque alcaer ambos contra la base de la estatua.Una línea de dolor cruzó la espalda deUlrika, pero retuvo la concentración ygolpeó la mano de Stefan contra los pies

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de piedra de la estatua.La Esquirla escapó de su mano.

Ulrika la atrapó y la presionó contra lagarganta de Stefan, justo por debajo dela mandíbula.

—Ahora ya sabes lo que se sientecuando te traicionan —dijo con vozronca.

—¡Espera! —gritó él, a quien se leveía el blanco de los ojos en su esfuerzopor mirar hacia abajo para ver el negrocuchillo—. Tú no quieres hacer esto.

—Más que nada en el mundo —lorebatió Ulrika.

—¡No lo entiendes! —gritó Stefan—. Sin mí no tienes nada. No tendrás

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ningún sitio al que ir. ¡Sólo yo puedomantenerte a salvo!

Ulrika hizo una mueca de desdén yaumentó la presión de la esquirla.Estaba disfrutando con su sufrimiento.

—¿Puedes mantenerte a salvo a timismo?

—¡Escúchame! —insistió él—. Elmundo está cambiando para nuestra raza.Mi señor ha enviado agentes a todas lasciudades del viejo mundo con el fin deque las preparen para su llegada. Puedeque tu señora haya vencido a su títerestrigoi en Nuln, y tú podrías vencermeaquí, pero vendrán otros, y él acabarápor prevalecer, como ya lo ha hecho en

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muchos otros lugares.Ulrika frunció el ceño. ¿Qué era

aquello sobre Nuln? ¿De qué estabahablando?

—No habrá rebeldes en el imperiode mi señor —continuó Stefan—. Nitampoco lobos solitarios. Todos seránsometidos y morirán. Sólo yo puedoprotegerte. Bajo mi protección, no tesobrevendrá ningún mal, pero si mematas, no tendrás adónde huir. Porfavor, permíteme que te salve.

Ulrika se levantó y se arrodillósobre el brazo de Stefan que sujetaba laespada. El sol le quemaba la espalda yel hombro, pero el dolor se volvió

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remoto de repente.—¿Dices que el strigoi de Nuln era

una marioneta? ¿Habrá otros? ¿Lacondesa Gabriella corre peligro?

Stefan asintió con la cabeza.—En este preciso momento, los

agentes de mi señor dan comienzo a sumás grandiosa jugada allí. El golpe dedecapitación.

—No si yo puedo impedírselo —gruñó Ulrika—. ¿Quién es ese señortuyo?

—No seas estúpida —siseó Stefan—. Tu señora estará muerta antes de quellegues hasta ella. No tendrás hogar alque regresar. Quédate aquí conmigo,

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como mi consorte. Yo te protegeré de loque se avecina.

Ulrika lo zarandeó y alzó laEsquirla de Sangre con gestoamenazador.

—¡Basta! ¿Quién es tu señor?Stefan liberó el brazo de debajo de

la rodilla de Ulrika y barrió el aire conel estoque. Ella se agachó cuando laempuñadura le golpeó una oreja, y leclavó la esquirla por reflejo,hundiéndosela en la garganta. Stefanpataleó y gritó, con los ojosdesorbitados, mientras el negro óniceejecutaba su obra. La cara se le colapsosobre sí misma, y las manos con que la

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sujetaba se marchitaron hastaconvertirse en zarpas huesudas. Sucuerpo, debajo de ella, se encogiódentro de la ropa.

Ulrika se levantó con pies inseguros,horrorizada, y se sujetó a la estatua parano caer, observando cómo se apagaba laluz en los ojos hundidos de Stefan y élquedaba inmóvil, al fin. La inundó unaola de dolor que nada tenía que ver conel sol. Deseó… Pero siempre era unanecedad desear que las cosas hubiesensido diferentes.

Se inclinó y arrancó de la marchitagarganta la Esquirla de Sangre, que yarelumbraba. La sintió palpitar a través

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de los guantes al meterla en el bolsillode su cinturón. Quedaba sólo una cosamás por hacer. Recuperó el estoque ycortó la cabeza de Stefan, sólo paraasegurarse, luego la recogió y se alejóde la fluente con paso cansino.

La puerta de la casa segura se abrióal acercarse ella, y un hombre de armasle hizo una reverencia para invitarla aentrar. Ulrika cruzó el dintel arrastrandolos pies, y luego gimió de alivio cuandoél cerró la puerta a su espalda y dejófuera el despiadado sol.

Galiana se encontraba de pie en elúltimo escalón de la escalera queconducía al piso superior, con la cara y

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la figura una vez más marchitas yparecidas a las de una muñeca. Ulrikadejó caer la cabeza de Stefan a los piesde ella, luego se arrancó la máscara y elvelo y los arrojó encima de la cabeza.

—El asesino está muerto —dijo—.La comedia ha acabado. Yo… —Setambaleó, mareada de dolor, y luegocontinuó—: Me disculpo por no habervisto quién era antes de que matara a lahermana Raiza y a la hermana Evgena.No he sabido cumplir con mi juramento.

Galiana bajó del escalón, la tomó deun brazo, y luego la condujo hasta unasilla del vestíbulo.

—Has hecho mucho para reparar tu

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fallo —declaró—, y ahora mismo hasluchado valientemente en mi defensa.Ahora descansa, y llamaré a alguienpara que puedas beber.

—Gracias —dijo Ulrika, y cerró losojos.

Algún tiempo más tarde, Ulrikadespertó desnuda en una cama fresca ylimpia. No recordaba habersealimentado, pero tenía que haberlohecho porque las heridas, aunque conampollas y dolorosas, habían sanado engran medida y ella se sentía lo bastantefuerte como para moverse.

Pasado un rato, entró una doncella yle ofreció el cuello, y un poco después

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de eso, cuando el sol se hubo ocultado,entró Galiana con su ropa recién lavaday cosida. La dejó sobre una mesa yluego fue a sentarse junto al lecho deUlrika.

—Te debo una disculpa por el modoen que te hemos tratado, hermana —dijo—. Y estoy segura de que si la boyarinaEvgena viviera, también ella sedisculparía. Tenías razón con respectoal culto. Deberíamos haberte escuchado.Me temo que nos hemos aisladodemasiado en los últimos siglos.

Ulrika negó con la cabeza.—Y vosotras teníais razón con

respecto a Stefan. También yo debería

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haberos escuchado.Galiana sonrió y le dio unas

palmaditas en una mano.—Todas hemos cometido errores de

esa naturaleza en un momento u otro. —Entonces bajó la mirada, repentinamentecohibida—. Parece… parece que ahorasoy la única representante de nuestrareina en Praag, y… yo nunca antes hegobernado. Siempre he sido la mascotade la boyarina Evgena, a veces suconsejera, pero nunca más que eso —levantó la mirada hacia Ulrika—. Nocreo que pueda hacerlo yo sola. Tequiero a ti, por tanto, como mi segundaal mando…, mi Raiza.

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Ulrika parpadeó, desconcertada, yluego hizo una reverencia lo mejor quepudo sin levantarse de la cama.

—Me honras, hermana —aclaró—,pero no puedo. Tengo asuntos urgentesque atender en Nuln. De hecho, tenía laesperanza de suplicarte que meproporcionaras un carruaje, para poderllegar allí lo más rápidamente posible.

La expresión de Galiana seendureció.

—No ha sido una solicitud —dijo—. Aún te retiene aquí el juramento queprestaste.

—Pero… pero la boyarina Evgenaha muerto —protestó Ulrika.

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—Y yo he heredado sus propiedades—declaró Galiana—, así que también heheredado sus vasallos. Ahora tienes uncompromiso moral conmigo.

Ulrika se quedó mirándola mientrasel pánico ascendía por su garganta.

—¡Pero tengo que regresar! ¡Miseñora está en peligro!

—¿Qué estás diciendo? —vociferóGaliana—. Tú no tienes más señora queyo.

—No. —Ulrika apartó las sábanas eintentó salir de la cama, pero cayó alsuelo, aún mareada a causa de lasheridas y del tiempo pasado al sol—.¡No he compartido sangre contigo! ¡No

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puedes retenerme!Galiana se le acercó, y la levantó y

la puso de rodillas sólo con la manoizquierda; luego dejó salir las garras dela derecha.

—¿No puedo?Ulrika abrió los brazos.—Tendrás que matarme, entonces,

porque no dejaré de intentar huir.Sylvania amenaza a mi señora, delmismo modo que te amenaza a ti y atodas las lahmianas. Debo regresar paraprotegerla.

—¿Qué estás diciendo? —preguntóGaliana, mientras bajaba la manoderecha de forma inconsciente—. ¿Qué

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amenaza es ésa?—Stefan von Kohln me habló de ella

antes de morir —dijo Ulrika—.Sylvania ha enviado agentes a todas lasciudades del viejo mundo, y los haenviado para eliminar la influencialahmiana en ellas; el strigoi de Nulm,Stefan aquí, y muchos otros, todo parapreparar una gran invasión.

Galiana la soltó.—¿Es eso cierto?—Me temo que sí —afirmó Ulrika

—. Dijo que su señor está haciendo sugran jugada en Nuln mientras hablamos,y que mi señora morirá en ella. Por esono puedo quedarme.

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Galiana retrocedió, con la caraensombrecida.

—Esto es una calamidad —exclamó—. Debemos advertir a la reina. Lahermandad tiene que prepararse.

—Entonces… entonces, ¿me dejasen libertad?

Galiana se volvió a mirar a Ulrikacon los ojos centelleando.

—¿Dejarte en libertad? ¿Estás loca?¿Cuándo Sylvania está atacando? Esprecisamente ahora cuando más tenecesito. No. Debes quedarte a mi lado.

Ulrika se puso de pie, rígida dedolor, y luego le hizo una reverencia.

—Señora, si me permites regresar a

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Nuln, te alabaré ante tus hermanas y, através de ellas, ante la reina. Leshablaré de tu valentía y previsión en labatalla que hemos sostenido contra elculto y contra Stefan von Kohln. Les diréque salvaste a Praag, y que mereces todala ayuda posible para mantenerla a salvoen el futuro. Pero si intentas retenerme,no te prestaré ninguna ayuda. Lucharépor marcharme con toda la fuerza queme queda. Te mataré en caso necesario,porque no permitiré que nada seinterponga entre mi persona y miverdadera señora. —Se encogió dehombros—. La elección es tuya: lagloria y la promesa de ayuda, o la

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posibilidad de morir. ¿Qué será?Galiana lo miró con ojos

fulminantes, como una muñeca colérica,con los diminutos puños cerrados a loslados, pero al fin, pasado un largomomento de furia contenida, le volvió laespalda con un resoplido y fue hasta lamesa donde había dejado la ropa deUlrika.

—¿Cómo sé que de verdad harás loque dices? —preguntó—. ¿Cómo sé quehablarás bien de mí cuando estés fuerade mi alcance?

Ulrika se inclinó otra vez.—Me temo, señora, que no puedo

darte más garantía que mi palabra.

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* * *Pocas horas más tarde, Ulrika salía dePraag por la puerta meridional en uncarruaje cerrado, con un cochero, unamuda de ropa de recambio y unadoncella de la que alimentarse, todoproporcionado a regañadientes porGaliana. Enfrentada con la inamovibledeterminación de Ulrika de desafiarla,la vampiro había accedido por fin adejarla marchar, pero sólo sonrió condesdén cuando Ulrika le pidió ayudapara regresar con rapidez a Nuln. Porfortuna, Ulrika tenía otra arma en su

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arsenal.Al final, había hecho falta todo lo

que tenía en su bolsa —cincuenta y seismarcos de oro del Reik, más un puñadode anillos, collares y brazaletes, todorobado a los bandoleros en los queUlrika había hecho presa camino dePraag—, para lograr que Galiana lecediera un carruaje, un cochero y unadoncella. Ulrika dudaba de que aquelpago hubiese bastado en caso de nohallarse Galiana tan venida a menos,pero la pérdida de la mansión de laboyarina Evgena y de todos los tesorosalmacenados en sus cofres la habíandejado en la bancarrota, así que al final

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había consentido en hacer el trato.En ese momento, mientras el

carruaje corría en dirección sur, Ulrikadejó atrás todo pensamiento referente aPraag, y comenzó a pensar en lo que laaguardaba en Nuln. Se sentía un pocohipócrita al correr de vuelta junto aGabriella después de haberla insultado yhaberle dicho que carecía de honor, y dehaberse marchado a comenzar en otrolugar con el fin de demostrar que elestilo de vida de las lahmianas no era elúnico, pero ¿cómo podría no hacerlo?Por muchas diferencias que hubieraentre ellas, Gabriella continuaba siendola mujer que le había hecho de madre, y

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quien la había protegido cuando, en casocontrario, habría muerto, y elpensamiento de que se enfrentara conpeligros que desconocía sin tener anadie que le guardara la espalda, eramás de lo que Ulrika podía soportar. Surebelión personal podía esperar. Lafamilia era lo primero.

Sus pensamientos se ennegrecieroncon locas imaginaciones al preguntarsequé forma adoptaría el ataque sylvanocontra Nuln. ¿Sería un ejército de lanoche? ¿Sería una caza de brujas?¿Sería algún nuevo Stefan que besaría lamano de Gabriella mientras envenenabasu sangre con magia arcana? ¿Se dejaría

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engañar la condesa por una artimañasemejante? ¿Permitiría que la sedujerandulces palabras de amor y promesas deuna eternidad sin soledad?

Ulrika se estremeció y abrió laventanilla para desterrar aquella visióny sentir el tonificante aire de la fríanoche de Kislev en la cara. En aqueltramo, el camino corría en paralelo conel río Lynsk, y contempló como la lunaondulaba sobre sus aguas, pero luego seestremeció cuando la visión le trajorecuerdos de cuando se había hundidobajo la corriente del Reik. El dolor desus recientes heridas no había sido nadacomparado con el sufrimiento que había

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experimentado cuando el río le habíadesgarrado el alma.

Ese pensamiento dio vida a otro, yse detuvo a reflexionar. Tenía queregresar a casa tan rápidamente comopudiera, pero había tiempo para lo quese le había ocurrido. Golpeórepetidamente con los nudillos en lapared del carruaje.

—¡Cochero! Detente junto al río.—Si, señora.El carruaje ralentizó hasta detenerse,

y la doncella parpadeó y despertó en elasiento de enfrente.

—¿Todo va bien, señora?—Sí, Svetka. Vuelve a dormirte.

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Ulrika salió del carruaje, atravesóuna zona de grama seca, y pasó entre losmatorrales hasta la orilla del río. Abrióel bolsillo del cinturón y sacó lapalpitante Esquirla de Sangre quecontenía la esencia de Stefan. Habíamuchas razones para desearle unaeternidad de dolor espantoso, terrible —por utilizarla, por mentirle, por matar aRaiza—, pero una destacaba por encimade todas las otras.

—Esto es por mostrarme el sueño —dijo, mientras sostenía la Esquirla enalto—, y arrebatármelo.

Y dicho esto, la arrojó tan lejoscomo pudo. Destelló en la luz de las dos

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lunas mientras giraba por el aire, y luegocayó entre las ondas y desapareció en elagua. Ulrika se quedó allí, y durante unmomento miró como el río pasaba anteella, para luego volver al carruaje yponerse otra vez en camino, corriendo através de la noche por el largo caminohacia Nuln.