Filosofia y Lenguaje I

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Filosofía y lenguaje I La lógica del lenguaje Josep-Maria Terricabras P05/74019/00906

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Filosofía y lenguaje ILa lógica del lenguaje

Josep-Maria Terricabras

P05/74019/00906

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Índice

Introducción .............................................................................................. 5

Objetivos ..................................................................................................... 6

1. Del lenguaje ordinario al lenguaje lógico .................................... 7

2. Frege: lógica y lenguaje ..................................................................... 9

2.1. Función y concepto .......................................................................... 9

2.2. Sentido y significado ........................................................................ 13

2.3. Cuantificadores y nombres ............................................................... 15

3. De Frege a Russell: el ideal logicista ............................................... 18

4. Entre Cambridge y Viena .................................................................. 21

4.1. Russell: el análisis lógico ................................................................... 22

4.1.1. Paradoja de Russell ................................................................ 23

4.1.2. Teoría de los tipos ................................................................. 28

4.1.3. El problema de los objetos no existentes .............................. 29

4.1.4. El atomismo lógico ................................................................ 33

4.1.5. Los nombres .......................................................................... 34

4.1.6. La experiencia ....................................................................... 36

4.2. Moore: el análisis del lenguaje filosófico ......................................... 37

4.2.1. El escepticismo ...................................................................... 39

4.3. Wittgenstein: el Tractatus ................................................................. 41

4.3.1. El problema del sentido ........................................................ 43

4.3.2. El lenguaje y sus límites ........................................................ 46

4.4. El Círculo de Viena ........................................................................... 48

4.4.1. Antecedentes ......................................................................... 48

4.4.2. La filosofía científica ............................................................. 49

4.4.3. Verificación y criterio de significado .................................... 51

4.4.4. El Círculo y el Tractatus ......................................................... 53

4.4.5. Esplendor y disolución del Círculo ....................................... 53

Resumen y epílogo anacrónico ............................................................. 55

Actividades ................................................................................................. 57

Ejercicios de autoevaluación ................................................................. 58

Solucionario ............................................................................................... 60

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Glosario ....................................................................................................... 61

Bibliografía ................................................................................................ 62

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Introducción

Este módulo quiere presentar la época fundacional de la filosofía del lenguaje

contemporánea. Y esta época tiene, claro está, algunos nombres propios muy

destacados. Aquí se estudian especialmente las obras de Frege, Russell, Moore

y Wittgenstein. Como este último tiene dos etapas bien definidas en su acti-

vidad filosófica, sólo haremos referencia a su primera etapa, aquella que con-

cluye con la publicación del Tractatus. Es esta obra la que justamente ejerce

también una gran influencia en una de las escuelas filosóficas más atractivas

de la época: el Círculo de Viena. Cronológicamente, podríamos decir que esta

época fundacional se extiende desde el último tercio del siglo XIX hasta el pri-

mer tercio del siglo XX.

El módulo no puede presentar a los autores y los temas en toda su amplitud.

Por eso ha seleccionado algunas grandes cuestiones y ha procurado mostrar las

diferentes aproximaciones que hicieron los filósofos del momento. En este

sentido, el módulo quiere ser cronológicamente ordenado y temáticamente

interrelacionado.

La relación entre lógica y lenguaje y, más concretamente, el análisis lógico del

lenguaje, a menudo comportan cuestiones de una cierta dificultad técnica. Se

ha procurado que la exposición fuera autocontenida, es decir, que no requirie-

ra ningún conocimiento técnico previo. Es recomendable, sin embargo, ir tra-

bajando el texto con calma. Los autores expuestos no son solamente expertos,

sino que son maestros. Y eso quiere decir que, a su lado, se puede aprender no

sólo su filosofía –lo que dicen–, sino también su manera de filosofar –lo que

hacen. Los textos recomendados en cada caso pueden ser también una buena

ayuda para hacer camino.

Si la filosofía contemporánea –prácticamente de todas las tendencias y filiacio-

nes– se caracteriza por prestar una atención especial al lenguaje, la filosofía

que estudia la lógica del lenguaje ha hecho ondear siempre la bandera de la

exigencia y del rigor. Seguir de cerca sus pasos significa recorrer uno de los epi-

sodios más interesantes de la historia del pensamiento contemporáneo.

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Objetivos

Los objetivos que hay que alcanzar mediante el estudio de este módulo didác-

tico son los siguientes:

1. Tener una visión panorámica de las principales cuestiones planteadas so-

bre el análisis lógico del lenguaje desde el fin del siglo XIX hasta el primer

tercio del siglo XX.

2. Adquirir claves de interpretación para entender cómo algunos de los grandes

debates del pasado han condicionado muchos planteamientos presentes.

3. Aprender a valorar y, por tanto, a apreciar el carácter lógicamente riguroso

de las argumentaciones presentadas.

4. Mejorar la capacidad de argumentación y el rigor conceptual y, así, mejorar

también la capacidad crítica y autocrítica.

5. Familiarizarse con una manera de pensar que favorece el diálogo entre di-

ferentes posiciones filosóficas.

6. Llegar a la lectura directa de algunos fragmentos de los autores tratados.

7. Avanzar en la reflexión personal sobre las principales cuestiones planteadas.

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1. Del lenguaje ordinario al lenguaje lógico

En la época moderna, el interés por el lenguaje y por la lógica estuvo muy

marcado por consideraciones psicológicas, mentalistas. Durante la segunda

mitad del siglo XIX se puso fin a esta situación, y se distinguió claramente entre

los aspectos lógicos y los aspectos psicológicos del lenguaje. Eso tuvo ensegui-

da un efecto doble, muy beneficioso tanto para la lógica como para la psico-

logía: y es que favoreció no sólo el rigor en el tratamiento de la lógica, sino

también la proyección definitiva de la psicología como disciplina autónoma.

Aunque estos títulos –con deje de siglo XIX– hablen de leyes del pensamiento

y de pensamiento puro, las obras mismas ya no impulsan una lógica psicoló-

gica que pueda tratar los procesos mentales; al contrario, en estas obras se en-

tiende la lógica como un cálculo, es decir, como una lógica de razonamientos

precisos que no deja margen a vaguedades, lagunas o interpretaciones perso-

nales de ningún tipo y que está, pues, exenta de cualquier regusto psicologista.

Ahora bien, el lenguaje natural presenta un grupo de problemas: si en su uso

literario es dúctil y llega a matices y a modulaciones de una plasticidad insos-

pechada, en su uso cotidiano se muestra impreciso, lleno de ambigüedades y

de oscuridad que pueden llegar a crear malentendidos y confusiones peligro-

sas. Si a menudo no crea confusión, quizás se explique por el hecho de que

–como dice Wittgenstein– no aprendemos solamente a usar el lenguaje, sino

que también aprendemos a entender las convenciones tácitas que lo rigen y

que son “enormemente complicadas” (Tractatus, 4.002). El dominio de estas

convenciones hace, por ejemplo, que podamos entender muchas expresiones

que, tomadas literalmente, nos confundirían. Y eso es lo que pasa, justamente,

cuando se quiere “filosofar” a partir de expresiones así. Pero, en contextos ha-

bituales, todos hemos aprendido a tratarlas adecuadamente.

Lecturas recomendadas

Hay versiones castellanas de las dos obras:

G. Boole (1982). Investigación sobre las leyes del pensamiento. Madrid: Paraninfo.

G. Frege (1972). Conceptografía. México: UNAM.

Dos obras resultan decisivas para una clara distinción entre lógica y psi-

cología: Una investigación de las leyes del pensamiento en que se basan las

teorías matemáticas de lógica y probabilidades (1854), de George Boole

(1815-1864), y Conceptografía, un lenguaje formal del pensamiento puro

que sigue la forma aritmética (1879), de Gottlob Frege (1848-1925).

A partir de aquí, la lógica contemporánea ya no se ocupa de los procesos

mentales, sino del análisis formal de lo que pasa en los procesos men-

tales. Y este análisis se convierte en un análisis del lenguaje del razo-

namiento.

Se trata de expresiones como...

... “La naturaleza siempre sigue la ley del mínimo esfuerzo”, “Los otros no pueden ver las cosas desde mi punto de vista” o “La fe mueve montañas”.

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Así, pues, el lenguaje cotidiano revela los pensamientos, pero a menudo tam-

bién los vela. En este sentido, el lenguaje cotidiano no facilita el trabajo del

lógico que busca formulaciones precisas, exentas de vaguedad y de ambigüe-

dad. No olvidemos que, en nuestros lenguajes, hay muchos términos homó-

nimos y sinónimos –porque no hay solamente un nombre para cada cosa

designada–, muchos términos vagos –“calvo” o “rico”, por no hablar de “feliz”

o “bueno”–, y la posibilidad de mezclar niveles, cosa que nos permite predicar

una calidad de una cosa –“La mesa es blanca”–, pero también una calidad de

otra calidad –“‘Blanco’ es una calidad”.

En este capítulo nos encontraremos con ejemplos de ambas soluciones.Por eso, los lógicos –y los filósofos interesados en la lógica del lenguaje–,

cuando examinan el lenguaje, quieren extraer la estructura lógica sin de-

jarse seducir, sin embargo, por sus apariencias o por sus trucos. Ahora

delante de ellos queda abierta esta alternativa: o bien deducen la lógica

inscrita en los lenguajes naturales o bien construyen lenguajes total-

mente artificiales, que respondan a sus exigencias de rigor y precisión.

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2. Frege: lógica y lenguaje

Gottlob Frege (1848-1925) es considerado unánimemente como el fundador

de la filosofía del lenguaje en el sentido contemporáneo de la expresión. Si,

desde su cátedra de matemáticas de la Universidad alemana de Jena, Frege se

interesó por la lógica y por el análisis lógico del lenguaje, fue sobre todo por

el hecho mencionado hace un momento: el lenguaje ordinario –tanto el len-

guaje hablado en la calle como el lenguaje usado por los científicos para dis-

cutir sus teorías– le resultaba un lenguaje absolutamente inadecuado e

insuficiente, que no solamente dificultaba la precisión necesaria, sino que in-

cluso provocaba malentendidos y errores lógicos.

Reconoce, además, que la capacidad de desarrollo de los lenguajes naturales y

su polivalencia se deben precisamente a su carácter dúctil y adaptable. Ahora

bien, cuando no se quiere hacer literatura, sino ciencia, un lenguaje excesiva-

mente variable e impreciso puede llegar a afectar al necesario rigor lógico de

los razonamientos.

Por eso, Frege piensa que el lenguaje científico se tiene que apartar del len-

guaje ordinario y se tiene que construir como un lenguaje preciso y comple-

to. El lenguaje ordinario acepta, por ejemplo, que la misma palabra pueda

designar un objeto y un concepto. Un lenguaje preciso tendrá que evitar este

tipo de duplicidades de significado.

2.1. Función y concepto

En su tratamiento del lenguaje ordinario, Frege rompe con el análisis clásico

de la oración que distingue rígidamente entre sujeto y predicado. Considera-

mos tres ejemplos sencillos:

(a) París es la capital de Francia.(b)París es una ciudad de Francia.(c) París es mayor que Marsella.

Las quejas de Frege, sin embargo, no se dirigen en absoluto contra los

signos. Al contrario, Frege reconoce que los signos lingüísticos son “un

gran invento”, porque con ellos somos capaces de representarnos –es

decir, de hacernos presentes– cosas que están ausentes o que no pode-

mos ver e, incluso, cosas que no son visibles, como los pensamientos.

Gottlob Frege (1848-1925).

Dos lenguajes

Frege llega a comparar la rela-ción entre lenguaje ordinario y lenguaje científico con la rela-ción que hay entre el ojo y el microscopio.

Ejemplo de duplicidad

Así, “caballo” puede designar un animal individual –”Mi caballo se ha roto una pata”–pero también una especie animal –”El caballo es un exce-lente compañero de los huma-nos”–, o incluso un concepto –”Los niños de ciudad no sa-ben qué es un caballo”.

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Incluso en casos tan simples como éstos, se puede descubrir que el análisis clá-

sico resulta insuficiente.

Se nos dice “París = la capital de Francia”. Así, “París” y “la capital de Francia”

son, según Frege, dos nombres propios que designan el mismo objeto, a sa-

ber, la ciudad de París. Una igualdad como ésta tiene dos características esen-

ciales: reversibilidad de los dos nombres –“París es la capital de Francia”

equivale a “La capital de Francia es París”– y mutua sustituibilidad en cual-

quier contexto.

Por eso ya no nos encontramos, como antes, con una relación entre dos nom-

bres, sino con una relación entre un nombre y un concepto. Según Frege,

un concepto es designado por un predicado, y un objeto por un nombre. “Pa-

rís es una ciudad de Francia” es un juicio en el que “París” designa un objeto

–la ciudad denominada “París”– y “una ciudad de Francia” designa un concep-

to. Lo que se afirma, pues, es que, bajo el concepto “ser una ciudad de Fran-

cia”, encontramos el objeto París. Claro está que los objetos mismos también

pueden entrar a formar parte de la significación de un predicado, tal como se

ve en este ejemplo, en el que el nombre “Francia” entra a formar parte del pre-

dicado “ser una ciudad de Francia”.

En el caso que estamos examinando, bajo el concepto “ser una ciudad de Fran-

cia”, pueden entrar otros objetos –por ejemplo, Marsella, Lyon, Grenoble o Pa-

rís–, pero muchos otros, no –Barcelona, Londres o Río de Janeiro, y menos aún

Charles Chaplin o Pau Casals. Lo que afirma (b) es que un objeto determinado

cae bajo un concepto determinado. La oración es verdadera en nuestro ejem-

plo –porque, efectivamente, París es una ciudad de Francia–, pero podría ser

falsa si, en lugar de “París” o de cualquier nombre de una ciudad de Francia,

apareciera el nombre de una ciudad no francesa. Con todo, la oración falsa

tendría “sentido”, porque simplemente consistiría en una predicación falsa de

un sujeto adecuado: por ejemplo, de “Barcelona”, se diría, falsamente, que es

una ciudad francesa. Bien diferente sería si el sujeto de la oración no fuera el

nombre de una ciudad, sino, por ejemplo, el nombre de una montaña, de una

película de cine o de una persona. Si entonces dijéramos “Charles Chaplin es

una ciudad de Francia”, no estaríamos pronunciando una oración falsa, sino

simplemente una insensatez.

Fijémonos que, en el caso (a), no se puede hablar propiamente de suje-

to y predicado, porque el “es” no hace la función de cópula sino de sig-

no de igualdad.

Reversibilidad y sustituibilidad

Siempre que hablamos de París podemos sustituir “París” por “la capital de Francia”, y viceversa.

La cosa se presenta de otra manera en el caso (b). Aquí “es” tiene un pa-

pel copulativo, actúa como verbo predicativo.

Error categorial

Gilbert Ryle denomina error categorial a lo que consiste en mezclar y confundir inadecua-damente las categorías de ob-jetos: por ejemplo, personas con ciudades o con fenómenos psíquicos.

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Los conceptos aparecen normalmente con el artículo indeterminado o en plu-

ral. Por eso, cuando un concepto adopta el artículo determinado, deja de ser

concepto y pasa a ser objeto. Así, en “El hombre es un animal racional”, lo

que se dice es que, bajo el concepto “ser animal racional”, podemos encontrar

el objeto “hombre”. Lo que pasa es que ahora las cosas son un poco más com-

plicadas: en “París es una ciudad de Francia”, hay un objeto y un concepto; en

este segundo ejemplo, el objeto es un concepto y el concepto lo es de segundo

grado. A primera vista puede parecer extraño, pero no lo es. Al fin y al cabo,

un jugador de fútbol es un individuo dentro de un equipo, pero un equipo

también es un individuo –sin dejar de ser equipo– dentro de una federación

de equipos de fútbol. Lo que es importante es la función que se hace. Un ob-

jeto siempre hace de objeto; y a veces, un concepto hace de objeto en el inte-

rior de otro concepto que le incluye.

Así, pues, a diferencia de lo que pasaba en el caso (a) –en el que teníamos una

relación de igualdad, y pues, reversible entre dos nombres, que eran intersus-

tituibles–, en el caso (b) estamos ante una relación de predicación entre el

nombre de un objeto y el nombre de un concepto. Esta relación no es nunca

reversible, porque aquello que se puede predicar de un objeto no se puede en

absoluto predicar de un concepto. Si se quiere hacer, se cae otra vez en un gra-

ve error categorial.

Si, por ejemplo, en “París es la ciudad más poblada de Francia”, sustituimos

“París” por “una ciudad de Francia”, obtenemos “Una ciudad de Francia es la

ciudad más poblada de Francia”, cosa que o bien es un chiste, o bien equivale

a decir “En Francia, hay una ciudad que tiene más población que todas las

otras”. Pero esta nueva frase no dice en absoluto lo mismo que la primera, es

decir, no tiene el mismo sentido. Esta última oración nos deja en la incóg-

nita de saber cuál es el objeto que reúne la doble propiedad de ser una ciu-

dad de Francia y ser la mayor, mientras que, en “París es la ciudad más poblada

de Francia”, no tenemos en absoluto esta incógnita, porque se nos dice que el

nombre de este objeto es “París”. Ejemplos de éstos nos confirman que “París”

es el nombre de un objeto, mientras que “una ciudad de Francia” es el nombre

de un concepto.

Y es que Frege sabe que también podemos hablar de objetos que no sean físi-

cos. Un objeto no lo es por el hecho de ser una cosa física, sino por el hecho

de ser un individuo que cae bajo un concepto.

Frege, pues, no habla de los conceptos en sentido psicológico –como si los

conceptos fueran aquello que cada uno casualmente piensa o se imagina

Lectura recomendada

Un libro ameno y esclarecedor.

A. Kenny (1997). Introducción a Frege. Madrid: Cátedra.

La distinción entre objeto y concepto es realmente importante, porque

ayuda a Frege a precisar los conceptos, es decir, a decidir si unos deter-

minados objetos caen bajo ellos o no.

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en un momento determinado–, sino que lo hace siempre en sentido lógico

–como aquello que puede ser predicado de un objeto–, independientemente

de lo que cada uno pueda pensar o pueda sentir.

Lo que nos interesa no son las imágenes interiores o las imágenes mentales de

cada uno –siempre, al fin y al cabo, casuales–, sino la precisión de los concep-

tos, que sólo se obtiene si se precisan los contenidos y los límites.

Porque, tanto “París” como “Marsella” podrían ser sujetos: y es que la “idea”

expresada por la oración –la diferente magnitud entre París y Marsella– sólo

tiene un análisis, que consta de dos objetos –París y Marsella– que se encuen-

tran en una relación desigual de magnitud. Que el uno o el otro sean sujeto o

predicado parece ahora bastante irrelevante. Ambos son parte de un solo pen-

samiento, que tanto se puede expresar diciendo “París es mayor que Marsella”

como diciendo “Marsella es más pequeña que París”.

El análisis fregeano pone, pues, al descubierto que la distinción entre sujeto

y predicado resulta muy superficial. Por eso Frege propone un análisis alter-

nativo, inspirado en la noción matemática de función. Con esta noción aca-

bará de precisar –de manera no psicológica– la distinción entre concepto y

objeto.

Así, tenemos que, en “y = 2x + 1”, y es una función de la variable x. Sólo po-

dremos saber el valor de y cuando hayamos determinado el valor de x. O sea,

que el valor de y está en función –depende– del valor de x –denominado “ar-

gumento”–, sea cual sea este valor de x. (Es fácil calcular que, si el valor de la

variable x –si el argumento de x– es 1, entonces el valor de la función y será 3;

si el valor de x es 2, el valor de y será 5, etc.).

En el caso (c), la distinción entre sujeto y predicado queda también muy

debilitada y depende siempre del análisis que hagamos de la oración.

Distinción superficial entre sujeto y predicado

Eso es lo que se mostrará tam-bién en los análisis modernos de la gramática generativa y la gramática estructural.

En matemáticas, se dice que una expresión es una función de una varia-

ble –o variables– dada, si el valor de la expresión está únicamente deter-

minado por el valor que toma la variable –o variables.

Así, pues, una función siempre es incompleta, está inacabada, está insa-

tisfecha. El argumento es la parte que completa, satisface y acaba una

función. Función y argumento forman un todo.

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Frege aplica esta doctrina al análisis de la oración. Según él, cada pensamiento

expresado por una oración consta de partes. Unas partes serán “cerradas” –son

las partes formadas por nombres de objetos– y otras, no. En cada pensamiento

tiene que haber, al menos, una parte “no cerrada”, es decir, una función que

tiene que ser completada y que se llama insatisfecha o predicativa.

Si aplicamos esto a los tres ejemplos anteriores y usamos los paréntesis para

marcar las partes cerradas del pensamiento –los nombres– y los corchetes para

indicar las partes no cerradas –las funciones–, entonces tendremos:

(a) (París) [es] (la capital de Francia)

(b) (París) [es una ciudad de Francia][París es una ciudad de] (Francia)(París) [es una ciudad de] (Francia)

(c) (París) [es más grande que Marsella][París es más grande que] (Marsella)(París) [es más grande que] (Marsella)

He aquí el análisis funcional ofrecido por Frege, que capta el papel lógico de

cada parte de la oración mucho mejor de lo que lo hace el análisis tradicional

de sujeto y predicado.

Lo que resulta siempre básico es que no se trabaje con signos vacíos. Por eso es

tan importante darse cuenta de que los nombres son los argumentos de los con-

ceptos. El concepto queda lógicamente precisado cuando sabemos cuáles son

los objetos que caen, o no, bajo él. Con eso Frege inicia un nuevo tipo de aná-

lisis lógico que será decisivo para la filosofía contemporánea del lenguaje.

2.2. Sentido y significado

Una de las aportaciones más importantes de Frege a la filosofía del lenguaje

fue el papel central que concedió a las oraciones –o sentencias– a la hora de

hablar del significado de las palabras. Hoy eso nos parece tan claro y tan obvio,

que ya no lo valoramos. El hecho mismo, sin embargo, de que ahora sea obvio

destaca más la importancia de haber hecho la observación.

Ya sabemos que, si el objeto es aquello a que el nombre se refiere, aquello

que el nombre designa, entonces el objeto es el referente, el significado del

nombre.

Lecturas complementarias

Además de Conceptografía, mencionada antes, en castellano se pueden encontrar, entre otras, las versiones siguientes de Frege:

Estudios sobre semántica (1971). Barcelona: Ariel.

Escritos lógico-semánticos (1974). Madrid: Tecnos.

Investigaciones lógicas (1984). Madrid: Tecnos.

Ensayos de semántica y filosofía de la lógica (1998). Madrid: Tecnos.

Escritos filosóficos (1996), Barcelona: Crítica.

Estas dos últimas incluyen los textos de los artículos principales.

Y es que un pensamiento se puede analizar de muchas maneras, no hay

una sola manera característica de hacerlo.

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Si no fuera así –si el significado de las palabras no viniera del contexto–, fácil-

mente tendríamos que aceptar que los significados son imágenes interiores o

que dependen de decisiones psicológicas individuales. No es en absoluto cier-

to, sin embargo, que si no somos capaces de imaginar el contenido de una pa-

labra determinada, aquella palabra ya no pueda tener significado. Es suficiente

si el conjunto de la oración tiene sentido. En efecto, no son las partes las que

dan sentido al conjunto, sino que es el conjunto el que lo da a las partes.

Frege había subrayado que los nombres designan objetos –tienen significado,

referencia– y que las oraciones tienen sentido, es decir, expresan pensamien-

tos. A Frege, sin embargo, le acaba confundiendo su misma distinción radical

entre función y nombre –o término. La distinción acaba desapareciendo, y

Frege pasa a considerar que la oración misma es un nombre. ¿Por qué lo hace?

¿Qué le lleva por este camino? Parece que Frege no tiene suficiente con hablar

del sentido de las oraciones, sino que necesita encontrarles también una refe-

rencia –o un significado, en su terminología. Frege reconoce que se encuen-

tra “restringido” a aceptar esta conclusión. Y para justificarlo ofrece: 1)

razones sintácticas y 2) razones semánticas.

1) Podríamos reconstruir el hilo de su argumentación de la manera siguiente:

si una oración actúa como una unidad completa, acabada, eso quiere decir que

no es una función, ya que las funciones siempre son –lo sabemos lo suficiente–

esencialmente incompletas e insatisfechas. Ahora bien, si la oración no es una

función, entonces tiene que ser a la fuerza un nombre. Y si es un nombre, tie-

ne que ser a la fuerza el nombre de algún objeto. Por lo tanto, una oración no

sólo tiene que tener “sentido”, sino que también tiene que tener “significado”,

referencia.

2) Desde un punto de vista semántico, es la búsqueda constante de la verdad,

lo que lleva a Frege a dar el paso del sentido a la referencia. Cuando usamos

nombres, siempre estamos postulando la existencia de aquello que los nom-

bres denominan, de manera que una expresión no quede nunca sin referente;

lo hacemos porque estamos interesados en la verdad, no sólo en el sentido.

Ahora bien, si toda oración está formada de partes que tienen alguna referen-

Ahora bien, los nombres sólo designan en “el interior de una senten-

cia”. Y es que Frege sabe que las palabras no tienen significado cada una

por su cuenta, sino sólo en el contexto de la oración.

Las partes...

... no dan sentido al conjunto, sino que es el conjunto el que lo da a las partes.

A lo largo de su obra, Frege nunca desmintió su importantísima doctri-

na de la centralidad de la sentencia. Y, sin embargo, la minó con otras

afirmaciones, hasta abandonarla en la práctica.

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cia, ¿de qué nos servirá preocuparnos por la referencia de estas partes de la ora-

ción si al mismo tiempo aceptamos que la oración entera no tiene ninguna

referencia? Por lo tanto –llegará a concluir Frege–, los nombres no son los úni-

cos que tienen objetos como referentes; también las oraciones, tomadas en su

conjunto, tienen que tener alguna referencia y, por lo tanto, tienen que ser

tratadas como nombres compuestos.

2.3. Cuantificadores y nombres

La forma fregeana de analizar oraciones, con la ayuda de funciones y argu-

mentos, tuvo repercusiones importantísimas para la lógica de predicados y,

muy particularmente, para el análisis de los cuantificadores. El nuevo trata-

miento que Frege da a las expresiones cuantificadas es, sin duda, una de las

contribuciones lógicas más importantes de la historia de la lógica. Veamos

brevemente en qué consiste.

Desde Platón y Aristóteles sabemos que cualquier oración consiste en predicar

algo de alguna cosa. Ahora bien, si consideramos dos ejemplos como:

(1) El Sr. Mas trabaja o busca trabajo.

(2) Todos trabajan o buscan trabajo.

Nos damos cuenta de que “el Sr. Mas” funciona como un nombre del cual se

predica una cosa –que trabaja o que busca trabajo–, mientras que “todos” no

funciona en absoluto de la misma manera, aunque a primera vista lo pueda

parecer. Podemos analizar (1) de la manera siguiente:

(a) El Sr. Mas trabaja o el Sr. Mas busca trabajo.

(a) es un buen análisis de (1), porque (a) es verdadera cuando (1) es verdadero,

y (a) es falsa cuando (1) es falso. Así, (a) y (1) sólo son falsas cuando es verdad

que “ni el Sr. Mas trabaja ni el Sr. Mas busca trabajo” o, más coloquialmente,

cuando es verdad que “el Sr. Mas ni trabaja ni busca trabajo”.

Sabemos que los objetos son los referentes de los nombres, es decir, son

aquello a lo que los nombres se refieren. ¿Cuál será, sin embargo, el re-

ferente de las oraciones como nombres compuestos? La respuesta de

Frege es clara: el referente de las oraciones es su valor de verdad –lo

verdadero o lo falso. Con eso, no sólo se ha desdibujado la clara distin-

ción inicial entre nombre y función, sino que se ha procedido también

a la creación de dos objetos nuevos –el verdadero y el falso–, que son

los objetos denominados por oraciones verdaderas o falsas.

Los cuantificadores...

... son expresiones como “todos”, “los...” “ningún”, “la mayoría”, “algunos”.

Un ejemplo

En “Juan es bueno”, decimos –predicamos– “bueno” de Juan.

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Examinamos ahora si (2) admite un análisis paralelo:

(b) Todos trabajan o todos buscan trabajo.

Y ahora advertimos que, entre (2) y (b), no hay la misma relación que había

entre (1) y (a). Si existiera, tendríamos que decir también que (2) y (b) sólo son

falsas cuando es verdad que “ni todos trabajan ni todos buscan trabajo”. Aho-

ra, sin embargo, el significado de esta oración no es nada claro. Porque “ni

todos trabajan ni todos buscan trabajo” –que es decir “no todos trabajan y

no todos buscan trabajo”– puede ser verdadera de muchas maneras. Lo será, por

ejemplo, cuando lo sea “nadie trabaja y nadie busca trabajo”, pero también

cuando lo sea “nadie trabaja y alguien busca trabajo”, o cuando lo sean “alguien

trabaja y nadie busca trabajo” o “alguien trabaja y alguien busca trabajo”.

Y esto mismo vale de todos los cuantificadores. Lo podríamos mostrar con un

ejemplo que sigue el camino inverso del anterior: podemos decir que “El Sr.

Mas trabaja y el Sr. Mas se divierte” equivale a decir “El Sr. Mas trabaja y se

divierte”; podemos evitar la repetición de la expresión “el Sr. Mas” porque

se trata de un nombre que se refiere inequívocamente al mismo individuo que

acabamos de mencionar. En cambio, no podemos decir que “Algunas personas

trabajan y algunas personas se divierten” equivalga con garantías a “Algunas

personas trabajan y se divierten”, porque “algunas” no es un nombre que

siempre se refiera al mismo grupo de individuos y, por lo tanto, el segundo “al-

gunas” no puede ser sacrificado en beneficio del primero sin correr un riesgo

muy grande de equivocarnos.

Si consideramos, por ejemplo, “Sócrates ama a Platón” y construimos parale-

lamente la expresión “Todos aman a alguien”, la primera oración no presenta

ninguna dificultad en saber quién ama a quién –Sócrates a Platón–, sin embar-

go, la segunda oración, sí. Porque, ¿qué dice la oración “Todos aman a al-

guien”? ¿Quizás dice –refiriéndose a “todos”– que todos tienen a alguien a

quien aman, o bien –refiriéndose a “alguien”– dice que hay alguien a quien

todos aman?

Esto muestra que “todos” no funciona como un nombre propio –como

“el Sr. Mas”, ponemos por caso–, ya que la comprobación de la verdad

de lo que dice es bastante diferente a la comprobación de la verdad de

lo que se dice de un nombre propio.

Así, pues, el funcionamiento diferente de nombres y de cuantificadores

se explica por el hecho de que éstos tienen un problema “de extensión”

–de “dominio”– que los nombres no tienen.

Este último ejemplo...

... no plantea solamente el problema de la extensión de los generalizadores, sino que también plantea el de la llama-da generalización múltiple, es decir, de la existencia de expresiones con más de un cuantificador, problema que los silogismos aristotélicos ni siquiera abordaron.

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Había, pues, que dotarse de un análisis que llegara a un terreno no tocado por

la lógica clásica y que lo hiciera de manera que evitara cualquier confusión ca-

tegorial entre nombres y expresiones que no son nombres, porque no funcio-

nan como tales.

Según él, un cuantificador, por ejemplo “todos”, más un término general,

como “hombres”, no forma nada que sea equivalente a un término singular

–a un nombre–, sino que, por el contrario, expresa una función “todos los

hombres...” que tiene que ser completada –satisfecha– con predicados, del

tipo “son mortales”, para llegar a formar una oración “Todos los hombres son

mortales”. Ahora bien, por lo que hemos dicho antes sabemos que los predi-

cados son funciones que tienen nombres –o términos– como argumentos.

Ejemplo

Así, “Sócrates” es un argumento que satisface la función “... es mortal” para llegar a for-mar la oración “Sócrates es mortal”. En el sentido de Frege, podemos ahora simbolizar“Sócrates es mortal” por “Ma”, donde “M” es el predicado “... es mortal” y “a” es el nom-bre de un individuo singular –en nuestro caso, “Sócrates”– que actúa como argumento.

Los cuantificadores, en cambio, son funciones –predicados– que tienen predi-

cados, y no nombres, como argumentos.

Ejemplo

Si “...son mortales” es un argumento que satisface la función “Todos los hombres...” parallegar a formar la oración “Todos los hombres son mortales”, entonces simbolizaremos“Todos los hombres son mortales” por “(x) Mx” y, en general, cualquier cuantificador de“... es/son mortal/es” por “f (M)”, donde se ve claro que, aquí, la función “M” actúa comoargumento de otra función “f”.

Ésta es la gran visión de Frege. Esto lo lleva a analizar las expresiones cuantifi-

cadas no de forma simultánea en todos sus términos, sino de forma progresi-

va, por medio de diferentes pasos, con el fin de respetar adecuadamente los

diferentes niveles de predicación. Y así se ve cómo las oraciones que contienen

algún tipo de generalización no son oraciones que puedan ser analizadas se-

gún el esquema simple sujeto-predicado, porque los cuantificadores no equi-

valen a nuestros nombres o designadores habituales.

Decepcionado como estaba del lenguaje ordinario, Frege concibió un

método nuevo para el análisis de los cuantificadores.

El cuantificador, por lo tanto, no es un sujeto del cual se predica un

predicado, sino que es un predicado que se predica de otro predicado,

es decir, es un predicado de segundo orden que contiene predicados de

primer orden como argumentos.

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3. De Frege a Russell: el ideal logicista

Frege pretende, pues, superar los problemas de ambigüedad o de imprecisión

tanto en el lenguaje ordinario, como en el lenguaje matemático o científico.

Y lo quiere hacer mediante la construcción de un lenguaje lógicamente per-

fecto, en el cual cada signo tenga una referencia. Recordamos que Frege es ma-

temático y que el lenguaje perfecto –explícito y sin fisuras– que él busca resulta

especialmente interesante para una ciencia que tiene que mostrar la validez

deductiva de todos sus pasos y que no puede dejar las pruebas a merced de los

sobrentendidos de la intuición. De aquí viene que resulte tan importante la

creación de un lenguaje formal que conste de un vocabulario preciso y de

un conjunto de reglas claramente establecidas.

Antes, sin embargo, de considerar con más detalle el proyecto de Frege, será

útil que dibujemos la situación de la matemática en su época. Y es que su apor-

tación sólo puede ser entendida correctamente de acuerdo con los problemas

que se plantea.

Desde Euclides –que floreció en torno al año 300 a. C.– la geometría ha sido

el sistema axiomático por excelencia y ha tenido un papel paradigmático en el

desarrollo de toda la ciencia occidental.

Euclides

Durante más de dos mil años, los Elementos de Euclides han sido el principal libro de tex-to de geometría. Hasta muy poco antes de la Primera Guerra Mundial, en las escuelas bri-tánicas la geometría era denominada simplemente “Euclides”.

Incluso la filosofía ha tomado a menudo, sobre todo a partir de la época mo-

derna, el método axiomaticodeductivo como punto de referencia en sus inten-

tos repetidos de fundamentar sólidamente el conocimiento humano. Las

matemáticas, en cambio, llegan hasta el siglo XIX como un conjunto de reglas

de cálculo que no forman todavía un edificio sólidamente establecido. Quizás

se pueda decir que eso se explica por un mero accidente histórico. Originaria-

mente, las matemáticas estuvieron muy cultivadas por babilonios, hindúes y

árabes. Si bien todos ellos desarrollaron símbolos y reglas de cálculo que les

permitieron abordar problemas numéricos con mayor capacidad y grado de

abstracción que los griegos, en cambio, no interesó mucho la elaboración

de “pruebas” matemáticas ni tampoco la organización axiomática de los co-

Ahora bien, si las pruebas matemáticas tienen que arrancar de los axio-

mas más seguros posible, quizás deberíamos ir a buscar estos axiomas

en las verdades de lógica. Éste es el proyecto conocido con el nombre

de logicismo.

El método axiomaticodeductivo...

... caracteriza los proyectos de Llull, Descartes, Leibniz o Spinoza.

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nocimientos numéricos. Los griegos, por su parte, estuvieron más interesados

en la geometría y en la interpretación geométrica de la matemática que en la

teoría matemática misma. Los pitagóricos son un buen ejemplo de ello.

A finales del siglo XIX, ya se pueden registrar algunas aportaciones importantes

a la teoría de los números, aportaciones que se encaminan a unificar y a fun-

damentar los conocimientos matemáticos. El camino recorrido ha sido el si-

guiente: una vez descubierta por la geometría analítica de Fermat/Descartes

que la geometría se puede reducir al análisis –que trata de los números reales–,

se descubre que el análisis se puede reducir todavía a la aritmética –teoría de

los números naturales. Con eso se llega a la teoría unificada de los números,

es decir, a la idea de que la aritmética es la única base “natural” de la mate-

mática: los diferentes tipos de números –naturales, racionales, reales, imagina-

rios, complejos, etc.– pertenecen a una misma familia y se tiene que encontrar

la base que permita deducir y definir estos diferentes tipos.

En expresión del matemático alemán L. Kronecker (1823–1891), “Dios ha

creado los números; el resto es obra de los hombres”.

Con G. Cantor (1845-1918) aparece la llamada teoría de conjuntos, que tiene

una estructura de cálculo lógico y que abre, por lo tanto, la posibilidad de fun-

damentar la aritmética sobre la lógica.

Ésta, claro está, tendrá que ir más allá de la lógica aristotélica tradicional, que

se ha mostrado insuficiente.

Frege cree que, con sus Leyes fundamentales de la aritmética, ya ha conseguido

llevar a buen puerto el proyecto, “en lo esencial”. Y está tan convencido de la

solidez de su edificio que, cuando invita al lector a construir uno más estable

que el suyo o a refutar sus principios mostrando que conducen “a consecuen-

cias obviamente falsas”, añade: “pero eso no lo conseguirá nadie”.

Es fácil de imaginar, pues, la enorme decepción cuando recibió una carta de

Bertrand Russell que efectivamente mostraba una contradicción en su siste-

ma, contradicción que se ha convertido en clásica y que es conocida como

“paradoja de Russell”. En aquel momento, en el año 1901, Frege ya tenía en la

imprenta el segundo volumen de sus Leyes fundamentales de la aritmética. El vo-

lumen apareció en 1903 –diez años después del primero–, con un apéndice

Es justamente en esta dirección hacia donde se mueve el logicismo de

Frege, ya que lo que él pretende es que el lenguaje aritmético se funda-

mente en el lenguaje de la lógica; las leyes de la aritmética serían a las

de la lógica aquello que los teoremas de geometría son a los axiomas de

la geometría. Así es como quiere desarrollar, de manera estricta y deduc-

tiva, todo el edificio de la matemática a partir de la lógica.

Lectura recomendada

Si queréis ampliar vuestros conocimientos sobre el tema, podéis ver:

G. Frege (1972). Fundamentos de la aritmética (vol. 1, pág. XXVI, y también pág. VII). Barcelona: Laia.

La paradoja de Russell

El golpe había sido demasiado duro para Frege. Renunció a publicar el tercer volumen que tenía previsto y, desde enton-ces, su producción intelectual fue de muy menor entidad.

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donde Frege comunicaba la paradoja y trataba de resolverla, aunque con poco

éxito y con escasa convicción.

Mucho más allá, sin embargo, de sus considerables aportaciones técnicas, la

orientación general de la obra de Frege confirma de manera incuestionable su

papel preeminente en la filosofía del lenguaje y de la matemática. Queda

muy claro que tan importante es el análisis lógico del lenguaje como el análisis

del lenguaje lógico.

A partir de Frege, esta íntima conexión ha quedado definitivamente asumida

por la filosofía del lenguaje, tal como tendremos ocasión de ver repetidamente.

Frege ha mostrado justamente que existe una estrechísima conexión

entre lógica y lenguaje, porque, si el lenguaje tiene estructura lógica,

también la lógica es siempre lenguaje.

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4. Entre Cambridge y Viena

En los primeros decenios del siglo XX, encontramos grupos y autores, en dife-

rentes países, que trabajan en el campo del análisis lógico y de la metodología

científica con el objetivo genérico de contribuir al desarrollo de una manera

de hacer filosofía alejada de las abstracciones metafísicas.

Si en aquel momento había dos ciudades que lideraban este esfuerzo de análi-

sis, es seguro que se trataba de Cambridge y Viena.

El neopositivismo del Círculo, sin embargo, no era simplemente una copia del

positivismo anterior, sino que hacía aportaciones propias y se convertía rápi-

damente en la expresión más destacada de un proyecto de filosofía científica.

Los miembros del Círculo se referían con entusiasmo a la obra del joven Witt-

genstein, si bien sólo reivindicaban los aspectos más declaradamente lógicos.

Ya veremos, sin embargo, que no se puede decir de ninguna manera que

Wittgenstein hubiera sido un neopositivista.

Es, pues, el espacio mental que va de Cambridge a Viena lo que hemos de re–

correr hasta el final del capítulo.

El King’s College, en Cambridge.

En Cambridge trabajaron Bertrand Russell y George E. Moore. Ambos

ejercieron una gran influencia. El vienés Ludwig Wittgenstein fue dis-

cípulo suyo en Cambridge y se mantuvo ligado por siempre a esa uni-

versidad. Mientras tanto, la tradición empirista y positivista que se

había ido consolidando en Viena desembocó en la creación del Círculo

de Viena.

Wittgenstein...

... siempre rehuyó expresa-mente las relaciones con el Círculo y sólo mantuvo contac-tos personales con Schlick.

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4.1. Russell: el análisis lógico

Bertrand (Arthur William) Russell nace en 1872 en Trelleck, Gales, en el seno de

una familia rica y aristocrática. Huérfano a los cuatro años, se educa en la man-

sión de su abuelo, John Russell (1792–1878), que había sido primer ministro. Es-

tudia matemáticas y filosofía en Cambridge, donde después enseñará. Hace

cursos y conferencias no sólo en Europa y América, sino también en China.

Russell tiene una extensísima producción sobre lógica y matemáticas, física,

epistemología y metafísica, ética, pedagogía y sobre temas sociales y políticos.

Sus convicciones liberales y pacifistas lo llevan dos veces a la cárcel. En el año

1931 hereda el título de conde. En 1950 recibe el Premio Nobel de Literatura.

Muere en el año 1970 en Penrhyndendraeth, País de Gales.

“Tres pasiones, simples pero abrumadoramente fuertes, han gobernado mi vida: el ansiade amor, la búsqueda de conocimiento y una compasión incontrolable por el sufrimientode la humanidad”.

Bertrand Russell, Autobiografía de Bertrand Russell (1990–1991, vol. 2, prólogo).

Con estas palabras abre Russell su autobiografía,

desde la cual otea casi un siglo de historia con-

temporánea. Aunque es su pasión social y política

lo que le ha dado popularidad extrafilosófica,

aquí nos interesa básicamente su pasión intelec-

tual que cubre, durante sesenta años, muchos

campos y pasa por muchas fases. Habrá que deli-

mitar, pues, algunos de los aspectos más destaca-

bles. De hecho, la Primera Guerra Mundial marca

un corte importante en su dedicación y en sus ac-

titudes, porque le hace imposible “continuar vi-

viendo en un mundo de abstracción”; a partir de

aquel momento, sus pensamientos “se concentra-

ron en la miseria y la locura humana”.

Así, en cuanto abandona el idealismo monista –donde la verdad es un todo,

un sistema compacto, sin grietas–, Russell defiende un realismo pluralista,

convencido de la existencia real de entidades diversas e irreductibles entre

ellas, como números, puntos de espacio, instantes de tiempos, partículas físi-

cas mínimas, universales lingüísticos, significados o datos sensibles. a

Tal como veremos más adelante, Russell compartió con Moore un pe-

riodo de entusiasmo idealista. Uno de los elementos que más lo ayudó

a salir fue su aceptación del análisis como rasgo fundamental no sólo

del método científico, sino también de la filosofía.

Lectura recomendada

Si queréis conocer más sobre el tema, podéis leer:

B. Russell (1990–1991). Autobiografía de B. Russell (3 vol.). Barcelona: Edhasa.

Bertrand Russell (1872-1970).

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Este universo antihegeliano se convierte, pues, en una especie de cielo plató-

nico poblado –casi superpoblado, podríamos decir– por realidades de todo ti-

po. Sin embargo, se trata de un universo que, al mismo tiempo, ha perdido la

consistencia anterior y está abierto –expuesto– a la duda y al escepticismo.

En este sentido, es decisiva la participación de Russell en el Congreso de Filo-

sofía de París, del año 1900, donde conoce al matemático italiano Giuseppe

Peano (1858–1932), del cual adopta la notación simbólica. Empieza enton-

ces una etapa de gran creatividad que lo lleva a escribir Los principios de la ma-

temática (1903). Russell se da cuenta de que el concepto de número se puede

definir por medio del concepto más primitivo de clase. Así, los números des-

aparecen como entidades metafísicas y los conceptos matemáticos se convier-

ten en construcciones que se basan en muy pocos términos lógicos primitivos

–“o”, “no”, “todos”, “algunos”.

4.1.1. Paradoja de Russell

A principios de 1901, Russell descubre la ahora ya célebre paradoja que lleva

su nombre y que hace temblar la lógica de clases. Por eso, antes de presentar

la paradoja, conviene que avancemos algunas nociones elementales de esta ló-

gica de clases –también llamada teoría de conjuntos.

Podemos decir que una clase –o un conjunto– es una colección de entidades

de cualquier tipo que tienen alguna propiedad en común. Eso hace que poda-

mos considerar que objetos aparentemente muy distintos son miembros de un

mismo conjunto: por ejemplo, podemos hablar del conjunto de los barcelo-

neses mayores de 18 años, del conjunto de los mamíferos o del conjunto de

los números primos. En todos estos casos, se trata de conjuntos bien definidos,

es decir, de conjuntos cuyos objetos tienen una propiedad que los caracteriza

de manera precisa: “ser barcelonés mayor de 18 años”, “ser mamífero”, “ser

número primo”. Ésta es la visión denominada extensional de una clase, por-

que la clase viene definida por la extensión de un concepto.

Para recuperar la certeza absoluta, el único camino adecuado parece ser

el de la matemática.

Russell y Frege

El proyecto logicista de Russell coincidía, sin él saberlo toda-vía, con el de Frege.

Éste es justamente el objetivo del logicismo: mostrar que la aritmética

–y la matemática en general– puede ser reducida a lógica y que, a partir

de la lógica, se puede reconstruir de forma deductiva la matemática en-

tera. Así, pues, la matemática no sería sino una prolongación natural de

la lógica.

Conjuntos mal definidos

También hay, claro está, con-juntos mal definidos, como el conjunto de los barceloneses calvos o de los mamíferos pa-cientes. “Ser barcelonés calvo” y “ser mamífero paciente” no son propiedades precisas. Los límites de la calvicie y de la paciencia son, por lo tanto, borrosos; de aquí viene que estos conjuntos –”vagos o borrosos”– no sean considera-dos en este momento.

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Claro está que, si cualquier individuo puede ser miembro de un conjunto,

también un conjunto puede ser miembro de otro conjunto. Así podemos ha-

blar del conjunto de los clubes de fútbol. Los clubes de fútbol son los miem-

bros del conjunto, pero cada club es, a su vez, un conjunto cuyos miembros

son los diferentes elementos integrantes del club. Además, parece claro, que,

si la propiedad que define el conjunto es poseída por el conjunto, éste será ele-

mento de sí mismo. Por ejemplo, la propiedad de ser un conjunto se aplica a

cualquier conjunto de elementos cualesquiera y, por lo tanto, también a un

conjunto que tenga conjuntos como elementos. Nada parece impedir, enton-

ces, que hablamos del “conjunto de todos los conjuntos” que, por lo que aca-

bamos de decir, sería elemento de sí mismo.

Todo eso parece razonablemente coherente e incluso un poco trivial. Y, sin

embargo, aquí es donde surgen los problemas.

La clase de las cucharillas –nos recuerda– no es miembro de sí misma, porque

ella misma no es una cucharilla; en cambio, la clase de las cosas que “no son

cucharillas”, sí que es miembro de sí misma, porque esta clase “tampoco es”

una cucharilla. A partir de eso, pasa a considerar la expresión “la clase de todas

las clases”, que parece un buen ejemplo de aquellas clases que son miembros

de ellas mismas.

Sin embargo, ¿qué pasa con la clase de todas aquellas clases que –como las de

las cucharillas, las de los pájaros, las de las mesas, etc.– no son miembros de ellas

mismas? ¿Diremos que esta clase –la de todas las clases que no son miembros de

ellas mismas– es miembro de sí misma, o no? Evidentemente, podemos dar dos

respuestas: sí y no. Sin embargo, enseguida descubrimos que, sea cual sea la res-

puesta, siempre caemos en una contradicción.

Veámoslo: si decimos que “sí”, que la clase –de todas las clases que no son

miembros de ellas mismas– es miembro de sí misma, entonces resulta que

“no” lo es, porque los miembros que contiene son precisamente clases que no

son miembros de ellas mismas; sin embargo, si decimos que “no”, que la clase

–de todas las clases que no son miembros de ellas mismas– no es miembro de

sí misma, entonces resulta que “sí” que lo es, porque los miembros que con-

tiene son justamente clases que no son miembros de ellas mismas.

Russell parte de la idea –ingenua, tal como reconocerá después– que el

número de todo lo que existe en el universo tiene que ser el número ma-

yor posible. Y acepta la distinción entre clases que son miembros de

ellas mismas y clases que no son miembros de ellas mismas.

En eso consiste precisamente la paradoja: porque, si respondemos que

sí, resulta que no; y si respondemos que no, resulta que sí.

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Las respuestas posibles, pues, son paradójicas: cualquier consideración posible

de la clase mencionada nos lleva a decir que aquella clase es y no es miembro

de sí misma.

La paradoja de Russell, sin embargo, no está en absoluto sola. Podríamos re-

cordar paralelos y antecedentes importantes. Por ejemplo, la famosa paradoja

del número cardinal que al mismo tiempo es y no es el mayor de todos los car-

dinales, descubierta por Georg Cantor en su propio sistema en 1899, y que es

paralela a la paradoja de Burali–Forti de 1897 –vista ya por Cantor en 1895–

sobre el mayor número ordinal; y la paradoja más antigua –quizás la más fa-

mosa– de todas: la de Epiménides, el cretense, que dice que todos los creten-

ses son unos mentirosos y que por eso es conocida también como la “paradoja

del mentiroso”.

Observamos ahora que la paradoja no pone simplemente al descubierto una

laguna del sistema, ni siquiera un error. El error y la laguna serían subsanables.

La paradoja nos muestra más bien que todas las salidas están cortadas. Por eso

estas paradojas comportan, como quien dice, la parálisis lógica del sistema en

que se descubren. Ante ellas, se puede reaccionar de tres maneras: o se aban-

dona el sistema en que se trabajaba –y eso es lo que, al fin y al cabo, hace Fre-

ge–, o se somete el sistema a revisión profunda, o se recurre a soluciones que,

sin afectar al fondo del sistema, eviten las paradojas detectadas. Esta última es

la solución adoptada por el mismo Russell.

Con respecto a la reducción de la aritmética a la lógica, Russell no va en abso-

luto más allá que Frege. Al fin y al cabo, Russell fue el primer filósofo célebre

que expresó su admiración por la obra de Frege y quien también recibió la he-

rencia fregeana y tomó el relevo para seguir trabajando en el proyecto logicista.

Lo que hace Russell es extender la reducción logicista a la teoría de conjuntos

que Cantor había elaborado, con la intención de “reducir el concepto de nú-

mero al más primitivo de clase”. Si la matemática se pudiera reducir a la teoría

de conjuntos, y se pudiera construir a partir de ésta, la preocupación de los ma-

temáticos por la naturaleza de los diferentes tipos de números se podría con-

centrar en torno a la teoría de conjuntos y de sus leyes.

En Los principios de la matemática, de 1903 –año en que, tal como hemos visto,

también apareció el segundo volumen de los Principios fundamentales de la arit-

mética de Frege–, Russell ya había discutido el pensamiento fregeano. Y según

Russell, continúa resultando plenamente válida “la tesis fundamental... de

que las matemáticas y la lógica son idénticas”.

Russell sabe que su paradoja sólo es una de infinitas más que se podrían

construir: todas ellas son víctimas de un círculo vicioso, ya que tienen

la característica común de la autorreferencia o reflexividad.

San Pablo según una xilografía moderna.

La paradoja del mentiroso

San Pablo ya menciona la para-doja del cretense en su Carta a Tito 1, 12 –13, pero sin ningu-na intención lógica. San Pablo cae más bien en una doble pa-radoja, porque no ve el carác-ter paradójico de la afirmación de Epiménides y, además, la utiliza como argumento de au-toridad para probar sus propias afirmaciones.

Portada de la primera edición de los Principiamathematica, de Bertrand Russell.

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© FUOC • P05/74019/00906 26 Filosofía y lenguaje I

Precisamente, los dos objetivos principales de la obra de Russell consisten,

por una parte, en mostrar que la matemática pura se puede reducir a determi-

nados conceptos fundamentales de lógica, y, por la otra, a señalar cuáles son

los conceptos fundamentales que la matemática acepta como indefinibles, es

decir, como últimamente “básicos” o primitivos. Sin embargo, será en la cele-

bérrima obra Principia mathematica (1910–1913) donde Russell, junto con Alfred

North Whitehead, intentará llevar a cabo el programa logicista con todo detalle

y en toda su extensión.

Eso significa, claro está, que las matemáticas no tienen ni premisas ni nocio-

nes propias. Los célebres cinco axiomas sobre los cuales Giuseppe Peano que-

ría fundamentar la aritmética, habían definido tres nociones nuevas: “cero”,

“sucesor” y “número –(finito)”. Russell quiere mostrar que también estas no-

ciones son prescindibles, y que todos los teoremas matemáticos se pueden de-

mostrar a partir de nociones elementales de lógica, básicamente, las nociones

de verdad, relación, pertenencia de un objeto a una clase, función proposicio-

nal e implicación.

Ahora bien, si el proyecto de Frege continúa siendo fundamentalmente legíti-

mo e, incluso, realizable, ¿cómo se explica la aparición de la paradoja? La res-

puesta se tiene que buscar en la misma teoría de conjuntos, de la cual se ha

dado una versión excesivamente ingenua. ¿En qué consiste la ingenuidad? En

el hecho de haber asumido tranquilamente dos puntos señalados antes: en

primer lugar, se ha aceptado que cada predicado determinaba una clase; en se-

gundo lugar, que las clases también son entidades que pueden formar, a su

vez, clases. La paradoja de Russell muestra la contradicción que surge de estas

asunciones: porque, según ellas, parece que la clase está determinada –exten-

sionalmente– por todos aquellos miembros de los cuales se predica una deter-

minada propiedad; así, la clase de los barceloneses mayores de 18 años está

definida por todos los barceloneses que cumplen esta condición.

Lógica y matemáticas

En realidad, ambas tienen pro-posiciones puramente forma-les –básicamente, de tres tipos: S es P; xRy (x está en la relación R con y); si p entonces q (p im-plica q)–, y estas proposiciones son verdaderas sólo en virtud de su forma.

Russell, como Frege, afirma que las matemáticas y la lógica son idén-

ticas. Por lo tanto, cuando dice que las matemáticas se pueden reducir

a lógica, no está afirmando en absoluto que la lógica sea “más funda-

mental” que las matemáticas. Simplemente está destacando que no hay

línea de separación posible entre lógica y matemáticas.

Ahora bien, la definición extensional es absolutamente inadecuada

cuando se quiere aplicar a aquellas clases que pueden ser miembros de

sí mismas, porque entonces resulta que para definir la clase se tiene que

tener en cuenta la clase misma, ya que ésta es miembro de sí misma, es

decir, es uno de los miembros que la definen. No es extraño, pues, que

Russell hable de círculo vicioso.

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Efectivamente, está claro que, si una función sólo está bien definida cuando

todos sus argumentos están bien definidos, la función no puede contar entre

sus argumentos nada que presuponga la propia función. En un caso así, los ar-

gumentos de la función no estarían determinados hasta que no lo estuviera la

función, pero ésta no lo podría estar, ya que sus argumentos no lo estarían.

En realidad, pues, no se ha procedido –como se pretendía– a una definición

extensional de la totalidad, sino que se han usado definiciones impredicati-

vas, es decir, definiciones que, al definir la totalidad, ya se refieren a la totali-

dad a la cual pertenece la cosa que se define. Es por esta autorreferencia por lo

que surge la paradoja. Y la autorreferencia se produce cuando se construye una

proposición que se refiere, de forma irrestricta, a todas las proposiciones, por-

que entonces la proposición también se refiere a sí misma.

Claro está, sin embargo, que en estos casos no tendremos realmente una tota-

lidad, porque, si una proposición se mantiene al margen de las otras, éstas ya

no constituyen en absoluto, por definición, la totalidad de las proposiciones.

Russell concluye que expresiones absolutas del tipo “todas las proposiciones,

clases, relaciones, definiciones” o “todos los números, ordinales, etc.” son to-

talidad ilegítima que no designa realmente totalidad; por eso son expresiones

sin referente, expresiones sin sentido. Sólo se pueden convertir en totalidad

legítima, si se refieren a totalidad limitada y si las expresiones que lo formulan

se dejan “al margen” de la totalidad a la cual se refieren. Sin embargo, cuando

se quiere proceder de esta manera, aparece un problema muy importante, por-

que, ¿cómo se tiene que hacer para limitar estas expresiones sin caer en nin-

guna contradicción?

Cierto, si las expresiones de totalidad ilegítima son insensatas –porque no tie-

nen referente–, no se pueden usar ni para decir que quedan excluidas del len-

guaje lógico. Si lo hiciéramos así, no sabríamos qué decimos –qué excluimos–,

porque estaríamos utilizando expresiones sin significado. Por lo tanto, las expre-

siones insensatas no pueden ser excluidas positivamente. Si se quiere actuar con

estricta corrección lógica, se tendrá que proceder de manera tal que “sólo se

La paradoja...

... surge cuando se borra la diferencia entre los conceptos de “clase” y de “miembro de la clase”.

Según Russell, sin embargo, está claro que se puede hablar de totalidad

sin caer en autorreferencias paradójicas. La alternativa es ésta: las afir-

maciones sobre la totalidad tienen que quedar al margen de la totalidad

a la cual se refieren.

Y con eso llegamos a un punto importante: cuando hablamos de totali-

dad, o bien caemos en paradojas –porque queremos hablar de totalidad

absoluta–, o bien evitamos la paradoja, pero entonces sólo hablamos de

totalidad limitada, restringida, no de totalidad absoluta, irrestricta.

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puedan formar” expresiones lógicamente correctas y que las expresiones ile-

gítimas sean internamente imposibles y queden, por lo tanto, excluidas de for-

ma negativa.

4.1.2. Teoría de los tipos

La teoría de los tipos –que despliega en Principia mathematica– es la respuesta

de Russell a su paradoja. Con esta teoría quiere llevar a cabo su proyecto, en el

cual tiene que excluir cualquier enunciado autorreferente, que ya ha quedado

declarado no significativo. El nombre mismo de la teoría indica que Russell

abandona la teoría ingenua de conjuntos –en los que todo era posible porque

todos los objetos se encontraban al mismo nivel– y pasa a construir una teoría

ramificada de conjuntos, donde los diversos conjuntos se ordenan en una es-

cala o jerarquía de tipo que evita la autorreferencia.

Una oración se compone de términos –por así decirlo, los sujetos de nuestras

oraciones– y de conceptos –los predicados o relaciones que se pronuncian de

los términos. Russell dice que los términos –que él llama individuos– consti-

tuyen el tipo más elemental de la escala. El nivel inmediatamente superior será

el de las funciones que tienen como argumentos estos individuos; seguida-

mente, vienen las funciones que tienen como argumentos funciones de indi-

viduos; después, las que tienen como argumentos funciones de funciones de

individuos; y así indefinidamente.

Si cada nivel superior es una función que sólo admite argumentos del nivel in-

mediatamente inferior, parece que se evita definitivamente la autorreferencia,

porque no habrá ningún nivel que se pueda autoimplicar y que se pueda con-

vertir en argumento de sí mismo.

Ciertamente, la teoría de los tipos evita la paradoja detectada por Russell. Sin

embargo, el nuevo sistema axiomático creado en Principia mathematica tam-

bién presenta dificultades importantes. Y lo hace no sólo porque el sistema es

demasiado complejo –en cada nivel se tiene que poder ver una lógica entera–,

sino también porque es defectuoso, ya que tiene que aceptar tres axiomas –el

de infinitud, el de elección y el de reducibilidad– que, al no ser verdaderos sólo

en virtud de su forma, contradicen, de hecho, el proyecto logicista, según el

cual –si la matemática y la lógica son lo mismo– todos los axiomas tendrían

que ser necesariamente verdaderos y no verdaderos por casualidad.

Recordad que ya hemos hablado del libro Principia mathematica en el apartado 4.1.1 de este mismo módulo.

El nivel desde el cual se habla siempre es de orden superior al nivel del

cual se habla, al nivel de referencia. Los miembros de cada conjunto son,

por lo tanto, de un tipo inferior al conjunto. Así es como, por un proceso

de generalización, Russell quiere construir un edificio lógico que va su-

biendo por una escala de tipo o niveles de complejidad creciente.

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Después de Russell, ha habido muchos otros intentos para tratar de resolver

las paradojas y los problemas a los que la teoría de los tipos no conseguía dar

respuesta. A pesar de todos los esfuerzos, ninguna solución ha sido capaz de

justificar adecuadamente la teoría de conjuntos tradicional. En un célebre ar-

tículo de 1931, Kurt Gödel demuestra que no es posible ninguna prueba de

consistencia finita, es decir, que la consistencia de un sistema no puede ser

probada en el interior del mismo sistema. Con Gödel se acaba, pues, el sueño

de la fundamentación definitiva de las matemáticas.

4.1.3. El problema de los objetos no existentes

Antes hemos visto que, para Frege, las descripciones –del tipo de “la capital de

Francia” o “el maestro de Platón”– equivalen a nombres –del tipo de “París” o

“Sócrates”. Según Frege, descripciones y nombres pertenecen a la misma cate-

goría lógica, porque todos designan objetos y tienen, por lo tanto, significado,

es decir, referencia.

Russell discrepa del tratamiento que Frege da a las descripciones. Lo podemos

ver mediante el problema de los llamados objetos no existentes.

Ciertamente, ¿de qué hablamos con “el círculo cuadrado” o con “la montaña de

oro”? Estas expresiones, ¿pueden equivaler a nombres si resulta que aquello a lo

que llaman no existe? ¿Y qué decimos, pues, cuando decimos que “El círculo

cuadrado no existe”? ¿Estamos quizás expresando una paradoja? Si sólo es de los

objetos de lo que tiene sentido decir que existen o que no existen, ¿qué sentido

puede tener decir “El círculo cuadrado no existe”, si “el círculo cuadrado” no pa-

rece ser ningún objeto posible, pensable? ¿Qué “es” esta cosa de la cual se puede

decir que “no es”? Si, sin embargo, se piensa que la oración “El círculo cuadrado

no existe” tiene sentido –y, de hecho, parece que todos lo entendemos–, enton-

ces la expresión “el círculo cuadrado” que es el sujeto –es decir, que es una parte

de la oración–, ¿no tendría que tener sentido también? Pero ¿cuál?

Para comprender mejor la importancia –y las posibilidades– del análisis lógi-

co del lenguaje, veamos tres análisis alternativos de este problema: el de

Meinong, el de Frege, y el del mismo Russell.

1) La posición de Meinong

Alexius Meinong (1853–1920) es un distinguido filósofo austriaco, discípulo

de Franz Brentano (1838–1917) y profesor de la universidad de Graz.

Consistencia

Un sistema de axiomas es “consistente” si no se pueden deducir dos enunciados con-tradictorios.

Lectura complementaria

Para saber más, podéis consultar:

K. Gödel (1981). “Sobre sentencias formalmente indecidibles de Principia mathematica y sistemas afines”. Obras Completas (sobre todo pág. 55–89). Madrid: Alianza.

Meinong distingue entre los objetos que “son” –existen, son reales– y

los que “no son” –no son reales. No es que estos últimos no sean “nada”

sino que simplemente son no reales –por ejemplo, son ideales–, pero

son “objetivos”.

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Así, pues, según Meinong, afirmar “El círculo cuadrado no existe” significa

“Hay un objeto que es un círculo cuadrado, pero que no existe –es decir, es ob-

jetivo, pero no es real”. El análisis de Meinong tiene, sin embargo, un incon-

veniente: no parece distinguir adecuadamente entre diferentes tipos de

objetos no reales. ¿O es que no hay una buena diferencia entre un objeto ideal

–“el número 7”– y un objeto contradictorio –“el círculo cuadrado”?

2) La posición de Frege

Frege ofrece un análisis diferente. Si aplicamos su –ya conocida– distinción en-

tre concepto y objeto, diremos que la expresión “el círculo cuadrado” no de-

signa un objeto, sino un concepto, y precisamente un concepto bajo el cual

no cae ningún objeto.

Sería erróneo pensar que Frege defiende una noción empirista del objeto. Bien

al contrario, Frege distingue claramente entre “objetivo” y “real”.

Así, pues, según Frege, afirmar “El círculo cuadrado no existe” significa “No

hay ningún objeto que caiga bajo el concepto «ser círculo cuadrado»”. Lo que

pasa es que el enunciado original –“El círculo cuadrado no existe”– nos des-

orienta, porque el uso del artículo determinado “el” hace que parezca un

enunciado sobre un objeto determinado. Ahora bien, la misma oración tam-

bién se podría formular así: “Un «círculo cuadrado» no existe”, o bien “No hay

«círculos cuadrados»”. Con estas reformulaciones se pone de manifiesto que

no se trata de un enunciado sobre un objeto, sino sobre un concepto.

Ahora, sin embargo, se puede objetar que la solución de Frege no acaba de re-

solver el problema, porque, si expresamos su conclusión diciendo “El concep-

to «círculo cuadrado» no existe”, tenemos que las cuatro primeras palabras de

esta oración –“el concepto «círculo cuadrado»”– son, otra vez, el nombre de un

objeto –del objeto “concepto”–, del cual se afirma que no existe. La observación

es exacta, pero no es cierto que eso nos devuelva al punto de partida.

Al principio, Frege se enfrentaba con una descripción aparente, con un falso

objeto –“el círculo cuadrado”–, la existencia del cual se daba por supuesta –se

hablaba de él– y, al mismo tiempo, era negada –se decía que “no existía”. En-

tonces nos encontrábamos ante una paradoja.

El conjunto “círculo cuadrado”...

... es un conjunto vacío en el lenguaje de teoría de conjun-tos.

Objetivo y real

Los números son objetivos –existentes– sin ser reales –tangibles.Así, un objeto que sea autónomo –y que se pueda reconocer como tal–

ya es objetivo aunque, desde un punto de vista empírico, no sea “real”.

Solamente no existe aquello que no es objetivo.

Lenguaje y claridad

Es cierto que el lenguaje no siempre llega a ofrecer la abso-luta claridad que se persigue.

Después del análisis de Frege, ya no tenemos ante nosotros la descripción

aparente de un objeto no existente, sino que tenemos el nombre de un ob-

jeto auténtico –que es un concepto, “el concepto «círculo cuadrado»”–,

realmente existente –objetivo–, sobre el cual se hace una afirmación erró-

nea –se dice que no existe. Y eso ya no es una paradoja, sino, simplemente,

una falsedad. Toda falsedad es siempre una oración llena de sentido.

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3) La teoría de las descripciones de Russell

Que un buen análisis logicolingüístico es decisivo para resolver problemas fi-

losóficos básicos, lo muestra Russell también en este caso. Al plantearse el pro-

blema –que casi parece un enigma– de los objetos no existentes, Russell se

opone a las dos soluciones anteriores: desde un punto de vista lógico, el aná-

lisis de Meinong le parece poco sutil, porque acaba aceptando objetos imposi-

bles entre los objetos ideales, con lo cual se desactiva –se destruye– la ley de

no contradicción. Por otra parte, el análisis de Frege no le parece en absoluto

lógicamente incorrecto. Sin embargo, Russell piensa que el proceso de análisis

de Frege –cuando convierte la descripción aparente de un objeto en el nombre

de un concepto– es excesivamente postizo y que, por lo tanto, resulta poco

adecuado para resolver el problema.

Hay un buen criterio para discriminar claramente entre descripciones y nom-

bres: cuando se puede suponer que el sujeto gramatical de una proposición no

existe, sin que eso haga que la proposición pierda su sentido, es que el sujeto

no actúa como nombre propio, ya que todo nombre propio siempre represen-

ta directamente un objeto existente. No se puede dar el nombre de alguna cosa

sin que exista, o haya existido, aquella cosa. La existencia puede ser real –his-

tórica, física, mental– o bien ficticia –literaria, por ejemplo.

Ahora bien, la suposición de que el sujeto no existe no se puede hacer nunca

cuando el sujeto es un nombre y, en cambio, se puede hacer siempre que el su-

jeto sea una descripción. En efecto, no son solamente las descripciones imposi-

bles, por así decirlo, las que no tienen referente –del tipo de “el círculo

cuadrado” o “la montaña de oro”–, sino que también pueden no tener otras des-

cripciones tan comunes como “el actual rey de Francia”, “el hermano mayor de

Pinocho” o “el mayor número primo”. Así pues, si las descripciones no funcio-

nan como nombres, se tendrá que dar un análisis diferente del que ofrecía Frege.

En general, Russell habla de frase denotativa para referirse a expresiones des-

criptivas o también a expresiones del tipo “un hombre”, “algún hombre”,

“cualquier hombre”, “cada hombre”, “todo hombre”.

Según Russell, las frases denotativas no son nombres propios, aunque actúen

como sujetos, y, por lo tanto, no designan objetos. Son expresiones incomple-

tas que no tienen significado por ellas mismas, sino que obtienen su significado

del uso que se hace de ellas. Así, “la capital de Francia” no puede significar lo

mismo que “París” –como creía Frege–, porque entonces “París es la capital de

Francia” sería una tautología y no nos diría nada nuevo; pero la capital de Fran-

Según Russell, no es que “algunas” descripciones –como las de los obje-

tos no existentes– resulten ser falsos nombres, sino que se tiene que re-

conocer que “ninguna descripción” funciona como nombre.

Recordad ahora lo que hemos dicho antes sobre las ”totalidades ilegítimas” en el apartado 4.1.1 de este mismo módulo.

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cia tampoco puede significar nada diferente” de “París”, porque entonces “París

es la capital de Francia” sería una afirmación falsa, y tampoco lo es.

Russell expone su teoría de las descripciones en el célebre trabajo de 1905

“Sobre la denotación”, que es considerado por el mismo Russell como su me-

jor ensayo filosófico.

Russell examina expresiones formalmente denotativas –del tipo de “El actual

rey de Francia”– y muestra que realmente no denotan nada –de hecho, Francia

actualmente no tiene rey–, ya que pueden ser transformadas en otras expresio-

nes que ya no tienen carácter denotativo. O, dicho de otra manera, si se ana-

liza correctamente la oración en la que aparece una descripción, el sentido de

la oración se puede reformular prescindiendo de la expresión descriptiva. El

análisis que propone Russell quiere facilitar, pues, el paso de una oración con

significados aparentes –y posiblemente engañosos– a otra con significados rea-

les. Esto quiere decir, según Russell, que las descripciones no pueden tener la

misma consideración lógica que los nombres, que siempre son nombres de al-

guna cosa existente. Así es como él resuelve el problema de los objetos no exis-

tentes. Veámoslo en el mismo ejemplo usado por Russell:

(1) El actual rey de Francia es calvo.

Un análisis completo de esta oración nos da lo siguiente:

(a) Hay una persona que es rey de Francia.

(b) No hay ninguna otra persona que sea rey de Francia.

(c) La persona que es rey de Francia es calva.

(a) dice que, “como mínimo”, hay una persona así; (b) dice que, “como máxi-

mo”, hay una persona así; (a) y (b) juntas afirman que “sólo hay una” persona

así; (c) le atribuye el predicado “ser calvo”. La unión de las tres oraciones nos

da el análisis completo de (1). La significación última de este análisis nos apa-

rece clara si consideramos una oración como ésta:

(2) El actual rey de Francia no es calvo.

Claro está que (2) niega lo que (1) afirma. Y sin embargo, (2) conlleva cierta am-

bigüedad. Porque, ¿qué niega en realidad? ¿Niega sólo (c), es decir, niega “La

De hecho, aunque no tengan significado propio, las descripciones pueden

contribuir al sentido de la oración de la que forman parte. “Éste es –según

el propio Russell– el punto central de la teoría de las descripciones”. Está

bien claro que, con eso, Russell da el primer paso para distanciarse de una

opinión que él había defendido antes, según la cual “cada palabra que

aparece en una oración tiene que tener algún significado”.

Lectura recomendada

Las veinte páginas del artículo “Sobre la denotación” se pueden encontrar en:

B. Russell (1981). Lógica y conocimiento. Madrid: Taurus.

En los Principia, Russell también formulará esta teoría.

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persona que es rey de Francia es calva” y afirma, por lo tanto, “El rey de Francia

existe, pero ¿no es calvo”? O bien niega (1) toda entera, es decir, de (a) hasta (c)

y afirma, por lo tanto, “Es falso que el rey de Francia exista y que sea calvo”?

En caso de que el rey de Francia exista, ambas interpretaciones son verdaderas

si el rey no es calvo, y falsas si lo es. Ahora bien, en caso de que el rey de Fran-

cia no exista, la primera interpretación será falsa, pero la segunda, verdadera.

Es importante, pues, conocer la existencia o no existencia del rey de Francia

para saber qué es lo que se afirma o se niega con oraciones como (1) y (2).

Sabemos que, según la ley del tercero excluido, si tenemos dos afirmaciones

contradictorias cualquiera –digamos A y no –A–, una de las dos tiene que ser

verdadera y la otra, necesariamente, falsa. En el ejemplo sobre el rey de Fran-

cia, no sabemos si (1) y (2) son realmente contradictorias –tal como parecen

ser–, porque “al actual rey de Francia” no lo podemos encontrar ni en el grupo

de los objetos que son calvos ni en el de los que no lo son.

4.1.4. El atomismo lógico

Ya se ve que el análisis lógico actúa, en las manos de Russell, como una “na-

vaja de Ockham”. Con ella, Russell va simplificando el hiperrealismo que ini-

cialmente había defendido: ahora los números no son entidades, sino

construcciones; y las palabras pueden ser significativas sin que tenga que ha-

ber unas realidades que sean sus significados.

Este espíritu analítico es el que también preside el llamado atomismo lógico.

Russell usa esta expresión en dos trabajos posteriores a la Primera Guerra Mun-

dial: “La filosofía del atomismo lógico” (1918) y “Atomismo lógico” (1924).

Ofrece un resumen de sus temas anteriores: estructura de los hechos y de las

proposiciones, tipos lógicos, descripciones, clases, sentido, insensatez, etc. En

ambos trabajos menciona expresamente su deuda con Wittgenstein, aunque

éste se distanciará después de muchas de estas posiciones.

Así, pues, en las descripciones “no se puede presuponer” la existencia

de lo que se describe; en cambio, sí que se puede presuponer cuando se

trata con nombres.

La navaja de Ockham...

... dice que “los seres no se tie-nen que multiplicar sin necesi-dad”.

El primero de estos dos trabajos también está contenido en el volumen Lógica y conocimiento, mencionado antes en este mismo apartado.El segundo trabajo se puede encontrar en A. J. Ayer (1965). El positivismo lógico (trad. de L. Aldama, pág. 37-56). México: Fondo de Cultura Económica.

La filosofía del atomismo lógico arranca de dos principios: a) la com-

plejidad de nuestras proposiciones refleja la complejidad de los hechos

que componen el mundo; b) el análisis del mundo y del lenguaje puede

llevarnos hasta encontrar los elementos más simples –o átomos.

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Así, pues, si los hechos del mundo pueden ser analizados y si nuestras propo-

siciones reproducen estos hechos, entonces la comprensión de una proposi-

ción depende de la comprensión de los símbolos que la componen. Estos

símbolos tienen significados. Muy a la manera de Frege, los significados de

los símbolos –lo que los símbolos significan– son las partes de los hechos. Es

decir, tenemos una doble realidad: la de los hechos y la de las proposiciones

que se corresponden con ellos. Veámoslas brevemente.

Por una parte, los hechos. Todo hecho tiene una estructura. Los hechos más

simples constan de un objeto y de una propiedad; después vienen los que

constan de dos objetos y de una relación, de tres objetos y de una relación, etc.

A partir de los hechos atómicos, existe, pues, una jerarquía de hechos que ex-

presa relaciones de distinta complejidad. Los términos que aparecen relacio-

nados son denominados por Russell particulares.

Por otra parte, las proposiciones. Las proposiciones también tienen una estruc-

tura que se corresponde con la de los hechos que describen. Así, en un lenguaje

lógicamente perfecto, cada término –nombre o “particular”– se correspondería

con un solo objeto, y lo que no fuera simple se expresaría por una combinación

de palabras en las que cada uno se correspondería con un componente simple

del hecho.

Así, en correspondencia con los hechos atómicos, un predicado expresa una

relación simple; en cambio, un verbo o una proposición entera expresan

una relación compleja.

Las otras palabras de la relación –las que se corresponden con los términos de

los hechos– son “los sujetos de la proposición”; sin embargo, ya sabemos que

sólo los nombres son capaces de representar a un particular, es decir, sólo ellos

pueden hacer de sujeto. Las descripciones –como su nombre indica– describen

particulares, pero no los nombran.

4.1.5. Los nombres

Russell, sin embargo, no se contenta con reafirmar que las descripciones no

son nombres, sino que radicaliza su argumentación, porque ahora no acepta

como nombres ni siquiera palabras como “Sócrates”, “Mas” o “Martínez” que,

en lenguaje ordinario, son consideradas por lo común como nombres. Russell

piensa que no se trata de nombres verdaderos, sino de meras abreviaturas de

descripciones. Consideramos el ejemplo del término “Sócrates”, que puede ser

traducido por la expresión “el maestro de Platón”. Esta equivalencia era preci-

samente la que llevaba a Frege a concluir que ambas expresiones eran nom-

bres; la equivalencia lleva a Russell a considerar, en cambio, que ambas

expresiones son descripciones.

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Russell llega así a la conclusión de que, para denominar propiamente a un ob-

jeto, el hablante tiene que tener necesariamente una relación inmediata con

el objeto. Es lo que él llama acquaintance, y consiste en un conocimiento di-

recto, fruto del trato, de la familiaridad inmediata.

Observad que, con eso, Russell evita no sólo la paradoja de los objetos no existen-

tes, sino también una variante suya: si a la paradoja se le presuponía y, al mismo

tiempo, se negaba la existencia de objetos como “el círculo cuadrado”, se puede

construir una variante de la paradoja según la cual tengamos nombres que, al mis-

mo tiempo, tengan y no tengan significado, porque sean nombres que se refieren

a objetos que han existido pero que “ahora ya no existen”. Y es que, si un nombre

es nombre cuando le corresponde algún objeto, entonces el nombre al cual ya no

corresponde ningún objeto parece que ha perdido su significado. ¿Continúa te-

niendo significado el nombre de un objeto “ya no existente”?

Consideramos el ejemplo de la espada del legendario Sigfrido, llamada Nothung.

Parece que, cuando la espada ha sido destruida, Nothung tiene sentido –porque

se refiere a la espada–, pero, al mismo tiempo, no lo tiene –porque la espada no

existe. Ahora bien, si para referirnos a los objetos y, por lo tanto, también a

Nothung, en lugar de usar nombres que puedan resultar sólo aparentes –“el cír-

culo cuadrado”, “Nothung”–, usamos “esto” o “aquello”, entonces la relación

inmediata del momento en que se habla hace imposible que se diga “esto”

cuando el objeto no existe. Con eso se garantiza absolutamente que todo nom-

bre tenga siempre una referencia realmente existente y, por lo tanto, que todo

nombre sea significativo. La acquaintance –la relación inmediata– es, pues, la

condición necesaria y suficiente para una comprensión completa del nombre.

Así pues, las expresiones que usamos habitualmente como nombres

sólo son nombres aparentes; en realidad, son descripciones que no

nombran a ningún “particular”, porque no son lógicamente simples. Y

los términos simples de su atomismo no coinciden en absoluto con los

nombres de nuestro lenguaje ordinario.

Lectura complementaria

Leed el cap. 5 del libro Los problemas de la filosofía (1912), donde Russell introdujo la distinción entre “conocimiento por inmediatez” (Knowledge by acquaintance) y “conocimiento por descripción” (Knowledge by description):

B. Russell (1912). Los problemas de la filosofía. Barcelona: Labor, 1978.

Desde un punto de vista estrictamente lógico, eso significa que sólo se

tendrían que usar como nombres palabras como “esto” o “aquello”, que

son los únicos que, yendo más allá de la descripción, garantizan y ex-

presan un conocimiento directo en el momento en que se habla.

Wittgenstein...

... planteará, muchos años después, cómo puede ser que “esto” sea un nombre. Si lo fue-ra, no tendría ningún sentido preguntar ¿Y esto qué nombre tiene”? Si tiene sentido, es que “esto” no es el nombre de nada.

Con todo, el mismo Russell reconoce que estos nombres –que él deno-

mina particulares enfáticos– son relativamente ambiguos: ciertamen-

te, “esto” casi nunca significa lo mismo en dos momentos diferentes, ni

lo mismo tampoco para el oyente que para el hablante.

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4.1.6. La experiencia

Este tratamiento del nombre presupone, sin embargo, un dualismo –por una

parte, el conocimiento o hecho psíquico; por la otra, el objeto o hecho físico–

que el mismo Russell está poniendo ya en duda en esta época. Poco después,

Russell pasa a aceptar el llamado monismo neutral, que ya se encuentra, por

ejemplo, en el proyecto empirista radical de William James. Russell pasa,

pues, a rechazar la división dualista del mundo –mente/materia–, porque no

acaba de ver ninguna diferencia específica última que justifique una distin-

ción radical entre hechos espirituales y hechos físicos. No es que ahora Russell

defienda la existencia de una realidad única –en el sentido de los monismos

metafísicos que él ya había abandonado–, sino que acepta que las diversas enti-

dades existentes –las diversas experiencias– son de un mismo tipo fundamental,

es decir, de un material común –“neutral”– que sólo se va diferenciando por el

contexto y por la agrupación.

Ahora bien, si una mancha de color, una forma, un sabor, ya no son solamente

datos sensibles, sino datos al mismo tiempo físicos y psicológicos –porque la

mancha y nuestra sensación son idénticas–, entonces hay un grupo de cosas

que hay que replantear: por ejemplo, el concepto de experiencia o la viabili-

dad del solipsismo. De hecho, Russell sabe que, tanto en nuestra vida como en

las ciencias, el conocimiento se produce a partir de inferencias no deductivas.

Por eso sabe también muy bien que los principios que rigen nuestras inferen-

cias carecen de una fundamentación rigurosa y que tienen que ser aceptados

como postulados necesarios –pero indemostrables– que se justifican pragmá-

ticamente.

Eso no quiere decir que Russell acepte la teoría pragmatista de la verdad defen-

dida por James. Al contrario, sostiene una teoría de la correspondencia, se-

gún la cual una creencia –y, por derivación, una sentencia– es un hecho que

tiene, o puede tener, una relación determinada con otro hecho y que, por lo

tanto, puede ser verdadera o falsa. Se trata –por así decirlo– de dos experiencias

que se encuentran en una correspondencia estructural, como la que hay, por

ejemplo, entre “Creo que A está a la izquierda de B” y el hecho de que A esté

a la izquierda de B.

Ciertamente, no es en absoluto fácil de clasificar el pensamiento de Russell

con los moldes usuales. Es significativo, por ejemplo, que rechace como dema-

siado rígido el criterio positivista del significado –que formulará el Círculo de

Viena– y que, al mismo tiempo, desdeñe la filosofía de análisis del lenguaje

cotidiano –que se inspira en el segundo Wittgenstein–, porque piensa que es

una filosofía que renuncia a la comprensión del mundo.

A pesar de insertarse en la tradición del empirismo británico, Russell se

llega a convencer del fracaso del empirismo puro.

Russell y Wittgenstein

La desconsideración de Russell por la segunda filosofía de Wittgenstein sólo es compara-ble a la enorme estima que tuvo por la primera.

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4.2. Moore: el análisis del lenguaje filosófico

Hasta aquí hemos podido comprobar repetidamente que el análisis lógico a

menudo exige el desarrollo de recursos técnicos sutiles y complejos. Pero el

análisis no es nunca un fin en sí mismo, sino que es un método de investiga-

ción. En filosofía, el análisis se ocupa siempre de conceptos y, en último tér-

mino, del lenguaje que expresa estos conceptos.

Ahora tenemos ocasión de ver la aplicación del análisis como método y lo ha-

remos a través de la obra de Moore.

George Edward Moore nace en Londres en 1873. En Cambridge estudia filolo-

gía griega y después también filosofía, aconsejado sobre todo por Russell, un

año más joven pero dos cursos delante de él. Influye profundamente en los

miembros del Grupo de Bloomsbury, inconformistas e inconvencionales, a la

vez que comprometidos en una investigación honesta e independiente de la

verdad. Enseña en Cambridge hasta la jubilación (1911–1939) y es Wittgenstein

quien le sucede en la cátedra. Moore ejerce una influencia enorme, aunque sólo

publica cuatro libros: Principia ethica (1903), Ética (1912), Estudios filosóficos

(1922) y Algunos grandes problemas de la filosofía (1953). Muere en 1958 en Cam-

bridge. De forma póstuma se publican tres volúmenes con trabajos suyos: Escritos

filosóficos (1959), Libro de lugares comunes (1962) y Lecciones de filosofía (1966).

En unas notas autobiográficas escritas en el año 1942, Moore reconoce que la

obra que más ha estudiado y más le ha influido es la de Bertrand Russell; al lado

de ésta, también menciona las obras de Charlie Dunbar Broad y Wittgenstein. Sin

embargo, es seguro que entre Moore y Russell hubo un juego de influencias mu-

tuas. De hecho, Russell confiesa que fue Moore quien le ayudó decisivamente a

“salir del baño de idealismo alemán en el que había estado sumergido”.

En efecto, ambos se habían sentido atraídos, durante un tiempo, por el idea-

lismo, sobre todo a través de Francis Herbert Bradley, George Frederick

Stout y John McTaggart. La fecha de su distanciamiento común del idealismo

gira en torno a 1898.

Moore rechaza especialmente el Absoluto de Bradley. En este sentido, es bas-

tante significativo, por ejemplo, que Moore utilice como epígrafe de su libro

Principia ethica la siguiente frase: “Cada cosa es lo que es, y no otra cosa”.

Ahora bien, el análisis del lenguaje filosófico tanto se puede aplicar al

esclarecimiento de problemas filosóficos concretos como la teorización

de grandes conceptos filosóficos. Si se acentúa más aquello, el análisis

más bien es un método; si se acentúa más esto, el análisis se convierte

en una concepción filosófica global.

La autobiografía de Russell...

... es una fuente inmensa de in-formación sobre el pensamien-to y la cultura de casi un siglo.

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En su refutación del idealismo, Moore discute ampliamente la expresión idea-

lista esse est percipi –“ser es ser percibido”–, y adopta una posición que se ha

considerado realista, pero que él prefiere denominar “visión del mundo pro-

pia del sentido común”. No es que Moore quiera defender el uso cotidiano de

las expresiones, sino que más bien usa las creencias cotidianas como instru-

mento que le ayuda a pasar a examinar las opiniones de los filósofos.

De hecho, los filósofos hacen a menudo afirmaciones extrañas, paradójicas,

que parecen contener falacias y confusiones. Son afirmaciones del tipo de “El

tiempo y el espacio son irreales”, “No hay actos de conciencia”, “No hay ob-

jetos materiales”, “No se puede conocer la existencia de un mundo exterior”,

etc. Ahora bien, los mismos filósofos que hacen estas afirmaciones, en su vida

cotidiana aceptan, sin embargo, la opinión común sobre la realidad del tiem-

po, la materialidad de los objetos o el conocimiento objetivo del mundo exte-

rior. Por eso, lo que ellos dicen pone de manifiesto la existencia de problemas

filosóficos que conviene examinar, sin olvidar, sin embargo, en ningún mo-

mento, las opiniones no filosóficas del sentido común.

Así pues, todos los recursos que George Moore adopta tienden siempre hacia

el mismo fin: llegar a una aclaración conceptual, a un mejor conocimiento

de la verdad. Por eso su actividad es eminentemente crítica y analítica. Con

su trabajo lento, paciente, casi de miniaturista conceptual, Moore es, sin nin-

gún tipo de duda, un artesano conceptual que ha ejercido una influencia enor-

me y que ha tenido un gran peso en la creación de lenguaje filosófico, porque,

al mostrar la relevancia del análisis para abordar temas filosóficos importan-

tes, también ha mostrado, como nadie, que analizar es hacer filosofía.

Para él es básico llegar a formular bien las preguntas; sólo así se puede abordar

su respuesta con garantías. Su deseo de claridad es tan obsesivo, que su prosa

a menudo adopta, paradójicamente, una gran complejidad argumentativa y

puede llegar a ser insistente y reiterativa. En todo caso, Moore posee una gran-

dísima capacidad para precisar y distinguir conceptos. Si añadimos a eso su

destacable honestidad intelectual –que lo lleva constantemente a confesar

perplejidades, apreciar críticas, rehacer posiciones o reconocer lagunas–, se

comprenderá mucho mejor la gran dimensión moral y la benéfica acción do-

cente de su figura.

Él mismo confiesa que no está en el mundo o en las ciencias donde

siempre ha encontrado su mayor fuente de problemas, sino en todo

aquello que los filósofos “han dicho” sobre el mundo y las ciencias.

Los problemas que, a raíz de todo eso, se plantea Moore son, básicamen-

te, de dos tipos: qué “quiere decir” un filósofo cuando hace algunas de

sus afirmaciones; y “qué razones satisfactorias” hay para suponer que lo

que él quiere decir es verdadero o falso.

Lectura recomendada

Para poder valorar la aportación de G. E. Moore a la creación de un lenguaje filosófico, os recomendamos la lectura de:

G. E. Moore (1983). Principia ethica. México: Universidad Nacional de México.

Page 39: Filosofia y Lenguaje I

© FUOC • P05/74019/00906 39 Filosofía y lenguaje I

4.2.1. El escepticismo

Básicamente, Moore ha repartido sus atenciones entre los temas éticos y

los de teoría del conocimiento. Los análisis de Moore son siempre literal-

mente ejemplares en un doble sentido: por su gran nivel y porque se apli-

can a ejemplos concretos. Sin embargo, como Moore ya es suficientemente

conocido por sus planteamientos éticos, será bueno que ahora considere-

mos el análisis que hace de una cuestión de teoría del conocimiento: el

problema del escepticismo.

Este ejemplo resulta especialmente oportuno porque, más allá de su interés

intrínseco y de su gran tradición epistemológica, nos permite conectar direc-

tamente el método de Moore con la posición defendida anteriormente por

Russell. En uno de sus importantes artículos dedicados al tema del escepti-

cismo, “Cuatro formas de escepticismo”, Moore aborda el problema a partir

de algunas afirmaciones –ya mencionadas– de la teoría russelliana del cono-

cimiento. Tanto la distinción de Russell entre conocimiento por inmedia-

tez (knowledge by acquaintance) y conocimiento por descripción (knowledge

by description), como su tratamiento de los nombres, le permiten a Russell in-

ferir claramente que el único conocimiento “absolutamente seguro” es el

que se da “por inmediatez”. Todo conocimiento, pues, que no pueda adqui-

rirse de forma inmediata y directa, no puede ser tenido por absolutamente

cierto. De manera más o menos explícita, Russell aplica esta doctrina a diver-

sos objetos del conocimiento. Moore sistematiza estas afirmaciones y las cla-

sifica en cuatro tipos.

Esquemáticamente, digamos que no se puede conocer con absoluta certeza:

(1) nada sobre uno mismo (por ejemplo, “Yo pienso”);

(2) nada que conlleve recuerdos (por ejemplo, “Le he visto hace un minuto”);

(3) la existencia de ningún objeto externo a partir de las experiencias de los otros (porejemplo, “Lo encontrará si toma por la tercera calle a la derecha y la siguiente a la iz-quierda”);

(4) la identificación de ningún objeto externo (por ejemplo, “Esto es una mesa”; “Aquelloes una pizarra”).

A pesar de que, a primera vista, los casos (2) y (3) parecen, efectivamente,

menos ciertos que los otros, según Russell, el primero también depende de

la memoria, mientras que el cuarto puede estar sujeto –igual que el tercero– a

algún tipo de espejismo o de engaño. No es extraño, pues, que Moore haga dos

grupos y los examine conjuntamente: tipo (1) y (2); tipo (3) y (4). De hecho,

sería legítimo simplificar todavía más y proceder a una consideración de con-

junto de los cuatro tipos de conocimiento.

Lectura complementaria

Os recomendamos la lectura de “Cuatro formas de escepticismo” de George Moore –que, junto con “Defensa del sentido común”, “Prueba del mundo exterior”, “Certeza”, y otros ensayos–, está contenido en:

G. E. Moore (1972). Defensa del sentido común y otros ensayos. Madrid: Taurus.

G. E. Moore (1983). Defensa del sentido común y otros ensayos. Madrid: Orbis.

Así, según Russell –en versión de Moore–, hay cuatro tipos de conoci-

miento que no tienen garantía de absoluta certeza.

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© FUOC • P05/74019/00906 40 Filosofía y lenguaje I

Es decir, según Russell, los cuatro casos señalados son casos de conocimiento

indirecto y, por tanto, son conocimientos no absolutamente ciertos. De las

observaciones que Moore hace a eso, podemos destacar dos particularmente

interesantes:

1) Por una parte, desenmascara la argumentación escéptica que Russell

hace suya; y es que el escéptico encadena dos errores graves: piensa –haciendo

una generalización impropia– que, si un conocimiento “es incierto”, ya lo

puede ser cualquiera del mismo tipo; y piensa –malinterpretando la posibili-

dad como si fuera una realidad– que, por el hecho de que un conocimiento

pueda ser incierto, ya no puede ser absolutamente cierto.

2) Por otra parte, Moore rechaza la identificación que hace Russell entre

“directo, inmediato” y “absolutamente cierto”, porque no es verdad que sólo

se pueda tener certeza de lo que se conoce de manera inmediata. Un conoci-

miento indirecto no tiene que ser necesariamente falso.

Ahora bien, una vez hecha la crítica, Moore sólo se atreve a probar que son

verdaderas determinadas proposiciones particulares, pero, en cambio, no se

ve con ánimo de ofrecer ninguna regla general para probar las proposiciones

–cualquiera– de un tipo determinado. Y es que Moore piensa que, tal como la

generalización de la duda escéptica es injustificada, también lo es la generaliza-

ción de la certeza. Según él, pues, la verdad o falsedad de nuestros conocimientos

no se puede decidir a priori o por mera deducción lógica general –de una vez para

siempre–, sino que se tiene que decidir en cada caso.

Si Moore se limita a hablar de cada caso y no quiere generalizar los recursos que

utiliza, quizás sea porque piensa que la certeza absoluta sólo se obtiene por “un

estricto proceso” de deducción lógica. Aquí Moore confunde el rigor de la de-

ducción con la certeza de las conclusiones. Y es que, aunque hiciéramos deduc-

ciones muy bien hechas, el escéptico podría continuar diciendo que nuestras

afirmaciones no son seguras. Que una conclusión salga de manera estricta y ri-

gurosa de unas premisas, aún no garantiza que la conclusión sea cierta. Primero

habrá que tener bien seguro que las premisas son ciertas. Y como eso es lo que

niega el escéptico, no es en absoluto extraño que también niegue que la con-

clusión es cierta, por mucho que se deduzca lógicamente de las premisas.

Ciertamente, en el fondo, Russell nos dice que no hay ninguno de estos

tipos de conocimiento que ofrezca garantía de certeza absoluta: o bien

dependen del recuerdo, o bien se pueden revelar como un simple sueño,

como el resultado de un conjuro o de la acción de un genio maligno.

Con su crítica, Moore plantea la posibilidad de llegar a la certeza por

diversos caminos y, por lo tanto, de tener pruebas diferentes para reba-

tir el escepticismo.

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© FUOC • P05/74019/00906 41 Filosofía y lenguaje I

Moore no podrá convencer al escéptico si le muestra que su argumento es co-

rrecto, porque el escéptico no duda en absoluto de la corrección del argumento,

sino que pone en duda que las premisas y la conclusión sean absolutamente ver-

daderas. Por así decirlo, el escéptico no duda de la capacidad del contable, sino

de la corrección de las cifras. Por eso su duda no se puede deshacer mostrando

la corrección del cálculo, sino justificando las cifras.

No es en absoluto éste el lugar para intentar, a partir de Moore, una nueva res-

puesta al escéptico. Con eso hay suficiente para constatar la ejemplaridad

analítica de Moore, tanto en el diagnóstico de los problemas y de los errores

como en la preparación de nuevas soluciones. Es en manos hábiles como las

de Moore cuando el análisis muestra su eficacia y sus enormes posibilidades.

4.3. Wittgenstein: el Tractatus

Ludwig (Josef Johann) Wittgenstein nace en 1889 en Viena, en el palacio fami-

liar. Su padre, de origen judío, es un magnate de la industria siderúrgica austria-

ca. En el año 1912, Wittgenstein se inscribe en el Trinity College de Cambridge,

donde es discípulo de Russell y Moore. Participa como voluntario en la Primera

Guerra Mundial y acaba encarcelado en Monte Cassino, mientras tiene en la

mochila el texto del Tractatus logico–philosophicus, que se publica en 1921 en

una revista y al año siguiente como libro, con una introducción de Russell.

Como Wittgenstein piensa que “en lo esencial, he resuelto los problemas de-

finitivamente” (Wittgenstein, Tractatus, prólogo), abandona la filosofía –sin

haber acabado la licenciatura– y lleva a cabo los estudios de magisterio y, du-

rante cinco años y medio, ejerce como maestro de escuela rural. Hasta 1927,

no se vuelve a interesar por la filosofía, y en 1929, vuelve a Cambridge. Aquel

mismo año publica el artículo “Algunas observaciones sobre la forma lógica”,

que, junto con el Tractatus, constituye el único material filosófico publicado

durante su vida.

En marzo de 1938, Hitler anexiona Austria al Tercer Reich y Wittgenstein so-

licita la ciudadanía británica. Al año siguiente se convierte en sucesor de Moore

en la cátedra de filosofía. Renuncia a ella en 1947 para poder llevar una vida

retirada y exclusivamente dedicada a la actividad filosófica. Su salud, sin em-

bargo, se va deteriorando rápidamente y muere en Cambridge el año 1951. Dos

años después, se publican las Investigaciones filosóficas, que él había dejado ya

muy avanzadas. Posteriormente, se han ido publicando muchos de sus escritos,

notas y papeles privados.

Éste es el problema que Moore no acaba de resolver. De hecho, renuncia

a hacerlo, porque piensa que sólo una deducción podría convencer al

escéptico y él no se ve con ánimo de darla.

Lectura recomendada

Si queréis completar este apartado, podéis leer:

J. M. Terricabras (1996). “Verdad y certeza (Crítica de la crítica de Moore al escéptico)”. Sobre la Verdad (Estudio General, núm. 16, pág. 37-46). Girona: Facultat de Lletres de la Universitat de Girona.

Lecturas complementarias

Una biografía ya clásica de Wittgenstein es:

N. Malcolm (1990). Ludwig Wittgenstein. Esbozo biográfico de G. H. von Wright. Madrid: Mondadori.

La biografía más completa es:

R. Monk (1994). El deber del genio. Barcelona: Anagrama.

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© FUOC • P05/74019/00906 42 Filosofía y lenguaje I

Wittgenstein es considerado, unánimemente, uno de los filósofos más impor-

tantes del siglo XX. Si –tal como dice el filósofo polaco Wolniewicz– un filósofo

se convierte realmente importante cuando es capaz de hacer un “corte” en la

historia del pensamiento, de manera que su obra condicione la filosofía pos-

terior, entonces hay que reconocer que Wittgenstein es doblemente impor-

tante, porque ha llegado a hacer dos cortes en la historia de la filosofía

contemporánea. Y lo que resulta todavía más excepcional es que eso lo haya

conseguido sólo con dos obras. Con la primera, el Tractatus, obtuvo una reso-

nancia extraordinaria en el Círculo de Viena; con la segunda, las Investigacio-

nes, influyó de manera decisiva en la filosofía del lenguaje ordinario que se

practicó desde los núcleos filosóficos de Cambridge y de Oxford. Estas influen-

cias no se han de interpretar en absoluto ni como deseadas ni como aprobadas

por el mismo Wittgenstein. Él más bien denunció a menudo las incompren-

siones de las que eran objeto sus pensamientos y temió que sus seguidores no

lo entendieran y sólo adoptaran de él una manera de hablar, un argot.

Son precisamente la sobriedad y la progresión encadenada de las ideas lo que

dan al Tractatus una primera apariencia de escrito críptico y enigmático. Si

las Investigaciones no causan exactamente la misma impresión es porque

Wittgenstein se lanza a un diálogo permanente consigo mismo sobre cues-

tiones que al lector le parecen más próximas, expresadas en un lenguaje

que resulta más familiar.

Sin embargo, es importante no dejarse seducir por los espejismos de los pro-

pios prejuicios, porque, si bien es cierto que el texto del Tractatus resulta de

entrada críptico, no es menos cierto que la aparente simplicidad inicial del

lenguaje de las Investigaciones se puede llegar a convertir en un obstáculo grave

para entender una obra que no admite una lectura superficial o intelectual-

mente relajada.

Wittgenstein fue un filósofo puro –interesado por las relaciones lógicas entre

conceptos–, pero no lo fue sólo intelectualmente, sino también vitalmente.

Siempre quiso vivir al nivel de exigencia personal y ética que su reflexión teó-

rica le exigía. En este sentido, Wittgenstein fue un filósofo radicalmente com-

prometido con su tarea de pensador.

Las dos obras de Wittgenstein han sido a menudo una buena pedrera de

la cual se han extraído frases, máximas y citas de todo tipo. Y, sin em-

bargo, los escritos de Wittgenstein son bastante difíciles, tanto por el

contenido como por la forma. Por el contenido, porque Wittgenstein

abre nuevas vías al pensamiento y eso siempre fuerza a abandonar es-

quemas previos. Por la forma, porque Wittgenstein exhibe un estilo tan

sobrio y bien esculpido como los pensamientos que expresa.

Lectura recomendada

Os aconsejamos la lectura de:

L. Wittgenstein (2003). Tractatus Logico-philosophicus. Madrid: Tecnos.

Lectura recomendada

Os aconsejamos la lectura de:

L. Wittgenstein (1999). Investigaciones filosóficas. Barcelona: Altaya.

Primera página del Tractatus logico-philosophicus,de L. Wittgenstein.

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© FUOC • P05/74019/00906 43 Filosofía y lenguaje I

A la hora de referirse a las dos grandes etapas del pensamiento de Wittgenstein,

es usual distinguir entre “el primer Wittgenstein” –el del Tractatus– y el “segundo,

o último, Wittgenstein” –el de las Investigaciones.

Aquí se respetará esta división que, sin embargo, no hay que entender en ab-

soluto como si reflejara dos filosofías completamente opuestas. En este capí-

tulo hablaremos sólo del primer Wittgenstein, y dejaremos el segundo para el

capítulo siguiente.

4.3.1. El problema del sentido

El Tractatus es una obra de poca extensión –no llega a ochenta páginas–, pero

muy ambiciosa.

El Tractatus da una respuesta nueva y original a un problema viejo que ha in-

quietado a todo el pensamiento moderno y contemporáneo: el problema de

la fundamentación del conocimiento. Ahora bien, Wittgenstein no se lo

plantea como Descartes, porque él sabe que no hay ninguna afirmación pro-

pia de la filosofía que pueda tener la pretensión de ser fundamental y univer-

salmente válida.

Es decir, cuando los físicos hablan del mundo, los psicólogos de la mente, los

políticos de la moral o los creyentes de dios, el filósofo no tiene que aportar

en absoluto afirmaciones para ponerlas junto a aquéllas, sino que tiene que

contribuir a aclarar las afirmaciones de los otros, es decir, tiene que averiguar

de qué tipo de afirmaciones se trata –si son descriptivas o valorativas, por

ejemplo– y tiene que examinar con detalle las semblanzas y diferencias que

pueda haber entre ellas. El filósofo, pues, no tiene que opinar, sino que tiene

que analizar; y no tiene que analizar cosas o fenómenos –como si estuviera ha-

ciendo una investigación empírica–, sino que tiene que analizar la estructura

Wittgenstein no quiere ofrecer nuevas teorías sobre el mundo, la lógica,

el lenguaje o la filosofía, sino que quiere abordar la cuestión que, de he-

cho, las fundamenta todas: ¿qué hace que nuestras teorías y expresiones

tengan sentido? Por eso centra su investigación en el lenguaje, porque

cualquier reflexión o teoría sólo tendrá sentido si tiene el lenguaje que

utilizamos.

En eso Wittgenstein es más bien kantiano: piensa que la tarea del filó-

sofo es previa –lógicamente previa– a las afirmaciones concretas que se

hacen desde otros campos; y es que el filósofo tiene que examinar jus-

tamente las condiciones que hacen posible las otras afirmaciones.

El filósofo...

... no tiene que opinar, sino que tiene que analizar la es-tructura de las proposiciones y las condiciones que hacen po-sible que éstas tengan sentido.

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© FUOC • P05/74019/00906 44 Filosofía y lenguaje I

de las proposiciones y las condiciones que hacen posible que las proposiciones

tengan sentido.

Así pues, la investigación del Tractatus no es empírica, sino lógica. Y es que

Wittgenstein no se interesa sólo por el sentido particular de ésta o de aquella

proposición –que es lo que podría interesar, por ejemplo, a alguien que tuviera

que traducir de una lengua a otra–, sino que se interesa más bien por el sentido

de “cualquier” proposición, es decir, por las condiciones lógicas que hacen

que una proposición sea significativa. Y estas condiciones lógicas, aplicables a

cualquier proposición, no pueden en absoluto ser contingentes, casuales, va-

riables, sino que serán necesarias, constantes, válidas para cualquier caso par-

ticular. De aquí que la investigación sea lógica, a priori.

De hecho, todos aceptamos que una proposición como “Sócrates es mortal”

tiene sentido y encontramos, en cambio, que “Sócrates es relacional” no tiene.

Sin embargo, ¿por qué sí y por qué no? En estos ejemplos se ve que el sentido

de una proposición no puede estar causado solamente por las reglas sintácti-

cas, porque, ¿dónde se fundamentaría la validez de estas reglas?, ¿de qué de-

penderían?

Hay una respuesta relativamente tentadora a estos interrogantes: podríamos

decir que aceptar el sentido, por ejemplo, de “Sócrates es mortal” y rechazar,

en cambio, el de “Sócrates es relacional”, sólo depende de nosotros. Esta res-

puesta, sin embargo, puede tener dos interpretaciones: 1) pensar que el senti-

do depende de la “intención” que tenemos al pronunciar la frase; 2) pensar

que el sentido depende de un acuerdo tomado con anterioridad. Veamos aho-

ra cómo es que ambas respuestas resultan insatisfactorias, más aún la primera

que la segunda:

1) El sentido de una proposición no depende en absoluto de un acto psíquico

de donación de sentido por parte de quien habla. De hecho, si alguien dice

“Sócrates es mortal”, todo el mundo entiende que “Sócrates es perecedero”,

tanto si era eso lo que aquella persona “quería decir” como si tenía la inten-

ción de mentir o si se había equivocado.

Las condiciones lógicas...

... tienen que ser necesarias, válidas para cualquier caso particular.

Ahora bien, cuando se quiere examinar la estructura de todas las propo-

siciones –de cualquier proposición–, también se tiene que examinar qué

es lo que hace posible que una proposición sea una proposición, es de-

cir, qué hace que una proposición tenga sentido.

La intención del hablante es un elemento que hay que tener en cuenta

a la hora de averiguar el sentido, pero ella sola no puede fundar el sen-

tido, porque la intención misma ya tiene que tener algún sentido.

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© FUOC • P05/74019/00906 45 Filosofía y lenguaje I

Y es que, aunque fuera verdad que yo pudiera dar sentido a las proposiciones,

o que lo pudiéramos hacer entre todos, todavía tendríamos que responder a

las preguntas “¿cómo nos las arreglamos para dar sentido a «Sócrates es ate-

niense»? y ¿cómo nos lo podríamos arreglar para dar sentido a «Sócrates es

idéntico» o a «Sócrates no es idéntico»?”

2) Ahora bien, ¿podría el sentido de una expresión depender quizás de un

acuerdo tomado previamente? Suponemos que queremos dar sentido a la ex-

presión “Sócrates es relacional” y que acordamos que “relacional” quiere decir

“deseoso de hacer amigos” o “de trato fácil”. Preguntémonos ahora: ¿cómo

hemos tomado este acuerdo? Sencillamente, hemos establecido correspon-

dencia entre el término –“relacional”– y una característica propia de algunos

seres humanos –la de “tener deseo de hacer amigos” o la de “ser de trato fácil”.

No podemos tomar ningún acuerdo en contra de este hecho básico; si lo intentá-

ramos, nuestro propio intento también tendría que presuponer algún tipo de co-

rrespondencia para tener sentido; de lo contrario, ni nos podríamos entender.

No es en absoluto extraño que esta concepción haya recibido el nombre de

teoría de la imagen o teoría de la reproducción.

Es evidente que eso sólo es posible porque las proposiciones y los hechos com-

parten una misma estructura lógica, una misma forma lógica. No habría re-

producción si aquello que reproduce no tuviera una estructura igual en la cosa

reproducida. Si se analizan las proposiciones o bien los hechos del mundo, se

llega, en cualquiera de los casos, a encontrar elementos últimos –nombres,

cuándo se analizan las proposiciones; objetos, cuando se analizan los hechos–,

que se corresponden los unos con los otros.

Esto quiere decir que nuestro acuerdo se ha limitado a escoger una co-

rrespondencia –un significado– entre el lenguaje y la realidad. No he-

mos podido decidir, en cambio, si queríamos establecer el significado

por el camino de la correspondencia o bien por otro camino. Y es que

eso ya no depende de nuestro acuerdo: “podemos” variar los significa-

dos –es decir, las correspondencias–, pero “no podemos” evitar recurrir

a las correspondencias para dar significados.

Proposición y representación

La proposición representa una realidad, de forma parecida a cómo la maqueta de un acci-dente de tráfico puesta en la mesa del juez reproduce un accidente.

Así es como llegamos a la condición básica que hace posible el sentido

de una proposición: una proposición tiene sentido porque existe una

correspondencia esencial, inevitable, entre el lenguaje y la realidad.

Wittgenstein piensa que lo que hace posible que una proposición tenga

sentido es su capacidad de describir hechos posibles, su capacidad de

representar, de reproducir situaciones. Las proposiciones, pues, son

como imágenes de la realidad: la representan, la reproducen.

Reproducción y cosa reproducida

La maqueta del accidente es maqueta justamente porque muestra la misma estructura que el accidente que reproduce.

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Wittgenstein, sin embargo, distingue muy claramente entre el problema (lógi-

co) del sentido –que es el problema que realmente le interesa– y el problema

(empírico) de la verdad o falsedad –que no corresponde a la filosofía, sino a las

disciplinas empíricas. Efectivamente, una proposición tiene sentido si describe

un hecho posible. Ahora bien, que el hecho o la situación descritos sean reales

o no –que la proposición sea verdadera o falsa– es una mera cuestión de hecho

–casual, coyuntural– que de ninguna manera puede afectar al sentido (lógico)

de la proposición. Con una imagen brillante, Wittgenstein dice (Tractatus,

3.144) que las proposiciones tienen sentido, orientación, de forma parecida a las

flechas que se dirigen hacia una diana, aunque no siempre la toquen. Y es que

las proposiciones hablan de hechos posibles, tanto si son verdaderas como no.

También podríamos comparar las proposiciones con “pinturas figurativas”, es

decir, en imágenes que describen hechos, reales o posibles.

Comparar proposiciones

Así, la proposición “Hay un libro sobre la mesa” describe el hecho de haber un libro sobrela mesa: si el hecho se da, la proposición es una imagen verdadera; si no se da, la propo-sición continúa siendo una imagen, pero entonces es falsa.

4.3.2. El lenguaje y sus límites

Sin embargo, Wittgenstein sabe bien –lo ha aprendido de la teoría de las des-

cripciones de Russell– que no es cierto que cualquier fila de signos sea real-

mente una proposición, por más que lo pueda parecer.

Es, pues, esta forma lógica compartida la que hace posible de estable-

cer correspondencias entre el lenguaje y la realidad, y la que garantiza,

por lo tanto, el sentido de las proposiciones. Las proposiciones, pues,

reproducen hechos posibles, porque los diferentes componentes de la

proposición –los nombres– están en correspondencia estricta con los di-

ferentes componentes –objetos, cosas– de los hechos posibles.

No se tiene que confundir, pues, el sentido de una proposición con su

verdad o falsedad. Una proposición sólo puede ser verdadera o falsa si tie-

ne sentido; ahora bien, saber que, de hecho, es verdadera o falsa depende

de investigaciones empíricas que quedan fuera del objetivo del Tractatus,

que tiene un objetivo estrictamente lógico, es decir, a priori.

De aquí viene que el Tractatus distinga estrictamente entre a) proposi-

ciones llenas de sentido; b) proposiciones vacías de sentido; y c) propo-

siciones insensatas.

Proposición y sentido

Que los dardos hagan diana también es cuestión de habili-dad o de casualidad, cosa que no afecta al hecho de que los dardos hayan sido bien proyectados.

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a) Sólo las proposiciones llenas de sentido son, según el Tractatus, proposi-

ciones auténticas: son las proposiciones de las ciencias naturales y del lenguaje

cotidiano descriptivo, que pueden ser verdaderas o falsas. Todas ellas se com-

portan como verdaderas flechas –aunque a veces no hagan diana– o como

imágenes que nos pintan algún hecho posible.

b) Las proposiciones vacías de sentido, en cambio, no describen nunca he-

chos del mundo, ya que no son proposiciones contingentes y casuales sino

que son necesariamente verdaderas –y se llaman tautologías– o necesaria-

mente falsas –y se llaman contradicciones: son las proposiciones de la lógica.

Por eso se puede decir que estas proposiciones están vacías de sentido: no son

como una flecha dirigida hacia alguna diana, sino que son más bien como un

boomerang que vuelve siempre a quien lo ha lanzado; no hablan de nada ex-

terior a ellas mismas, sino siempre sólo de ellas mismas.

c) El tercer tipo de proposiciones es el de las insensatas. Éstas son, en reali-

dad, “pseudoproposiciones”, es decir, expresiones que parecen proposiciones

pero que no lo son. Y es que ni describen hechos posibles –como las llenas de

sentido– ni son meras estructuras necesariamente verdaderas o falsas –como

las vacías de sentido. Se trata ahora de cadenas de palabras que pretenden, en

vano, describir unas realidades –como valores, esencias, ideales, el sentido de

la existencia– que se encuentran, por definición, más allá de cualquier hecho

posible y que son, por lo tanto, indescriptibles, inexpresables con lenguaje:

son las expresiones usadas por la metafísica, la ética, la estética o la religión.

Estas expresiones no están ni como flechas dirigidas –bien o mal– ni como

boomerangs que retornan sobre quien los ha lanzado. Casi podríamos decir

–para alargar los símiles anteriores– que proferir estas expresiones es como

hacer salvas al tuntún, con munición falsa, sin saber hacia dónde se apunta

ni hacia dónde van los tiros.

Observamos, sin embargo, que Wittgenstein no niega en absoluto la existen-

cia de realidades más allá de los hechos. Bien al contrario, afirma que “lo inex-

presable existe”. Lo único que dice es que “lo que es místico” –como él llama

a estas realidades– es algo que no es abarcable por el lenguaje, porque es algo

indescriptible, inexpresable. Se trata de algo que sólo puede ser experimenta-

do, vivido, sentido, mostrado. Quererlo expresar es hacer un intento desorien-

tado, insensato.

“Los límites de mi lenguaje significan los límites de mi mundo”.

Ludwig Wittgenstein, Tractatus (1997, pág. 5-6).

Proposiciones de la lógica

Son proposiciones del tipo “Juan pesa 80 kilos o Juan no pesa 80 kilos”, que es absoluta-mente verdadera porque no tiene ningún contenido deter-minado y, por lo tanto, no nos dice nada sobre el peso de Juan.

Proposiciones insensatas...

... son las expresiones usadas por la metafísica, la ética, la estética o la religión.

Ésta es la parte que se ha llamado mística del Tractatus y que, para

Wittgenstein, es la parte fundamental del libro. Ya veremos que también

es la parte que más contribuyó a distanciarlo del Círculo de Viena.

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© FUOC • P05/74019/00906 48 Filosofía y lenguaje I

Y es que el Tractatus quiere delimitar con claridad lo que se puede decir, y lo

quiere hacer “desde dentro”, es decir, mostrando que es imposible –no sólo di-

fícil– expresar lo que es inexpresable e impensable. Sólo es decible aquello que

se puede decir; pero hay cosas que, aunque no se puedan expresar, se pueden

“mostrar por medio” de lo que se puede decir.

Tengamos en cuenta ahora que la forma lógica común a lenguaje y realidad

tampoco se expresa, sino que sólo “se muestra” en el hecho mismo de estable-

cer nuestras correspondencias significativas.

Quizás ahora se entenderá mejor por qué Wittgenstein considera que ha con-

seguido bien poca cosa cuando ha “resuelto los problemas” definitivamente.

Y es que, con eso, sólo se han resuelto los problemas científicos, no los pro-

blemas vitales. Por eso, no es extraño que los aspectos lógicos y estos últimos

aspectos místicos del Tractatus fueran recibidos con una mezcla de entusias-

mo y de incomprensión. El Círculo de Viena es un excelente exponente de

esta doble reacción.

4.4. El Círculo de Viena

Veremos en este apartado la historia del Círculo de Viena, sus principales fi-

guras y las aportaciones más destacadas a la filosofía del lenguaje propuestas

por esta escuela.

4.4.1. Antecedentes

Wittgenstein era vienés, pero nunca participó como protagonista en la vida

cultural de su ciudad. El Círculo de Viena, en cambio, se convirtió en un “fo-

co filosófico” de primer orden durante quince años, en la década de los años

veinte y en la mitad de los años treinta del siglo XX.

Recordamos que la Primera Guerra Mundial (1914-1918) tuvo repercusiones

auténticamente revolucionarias, sobre todo para los dos imperios que prácti-

¿Qué se puede decir?

Quizás otro símil ayude a en-tender esta idea: el grandísimo dolor que se puede sentir por la muerte de una persona amada también es indescriptible, y sólo se puede “mostrar por me-dio” de las pocas cosas que se pueden decir en estos casos. Y por medio de muchos silencios.

Por lo tanto, así como de la estructura lógica de las proposiciones no

se habla, sino que sólo se muestra en las proposiciones mismas, por me-

dio de las cuales se describe el mundo, así tampoco se puede hablar de

la estructura ética de la vida humana, sino que sólo se puede mostrar

mediante las acciones que se pueden hacer y las proposiciones que se

pueden decir. Cuando, a pesar de todo, se intenta decir lo que no se pue-

de decir, se cae, inevitablemente, en paradojas, malentendidos e insensa-

teces de todo tipo.

Lectura recomendada

Para ampliar vuestros conocimientos sobre el tema, os recomendamos la lectura de:

A. Janik; S. Toulmin (1974). La Viena de Wittgenstein. Madrid: Taurus.

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© FUOC • P05/74019/00906 49 Filosofía y lenguaje I

camente no habían evolucionado nada: el de Austria-Hungría de los Habsbur-

go y el de la Rusia de los zares. La caída de Francisco José de Habsburgo puso

cruelmente al descubierto las carencias de una sociedad que se había escleroti-

zado progresivamente. Sin embargo, la crisis fue acompañada de una gran reac-

ción, motivada tanto por la necesidad del momento como por una enorme

capacidad creadora. Así se pudieron abordar problemas tan urgentes y diversos

como el de la falta de viviendas en Viena o el de la reforma en profundidad del

sistema educativo, reforma que se inició inmediatamente, en 1919.

La Viena de los años veinte es, pues, una capital agitada por un profundo

cambio político, social y cultural. Después de un último periodo imperial

oscuro y contradictorio, no es nada extraño que todo lo que fuera reforma

y que estuviera dirigido por principios de racionalidad encontrara un te-

rreno bien adobado. El pensamiento neopositivista de la primera mitad

del siglo XX se identifica a menudo, casi exclusivamente, con la actividad del

Círculo.

No hay que olvidar, sin embargo, que entre las dos grandes guerras hubo otros

grupos y personas que trabajaron en una dirección parecida a la del Círculo y

que mantuvieron relaciones: el grupo de Berlín –Hans Reichenbach, Richard

von Mises, Carl Gustav Hempel–, donde se constituyó la Asociación de filosofía

empírica; el grupo de Praga dirigido, a partir de 1931, por Rudolf Carnap y Philipp

Frank; los grupos de Holanda y de los países escandinavos; y diversos pensa-

dores en Francia –Louis Rougier, Jules Vuillemin–, Inglaterra –Alfred Julius

Ayer, Richard Braithwaite, Lizzie Susan Stebbing– y América del Norte –Charles

W. Morris, Clarence Irving Lewis, Ernest Nagel, Willard van Orman Quine.

No olvidemos tampoco las grandes aportaciones hechas a la lógica y a la metodo-

logía de las ciencias por parte del Círculo (o Escuela) de Varsovia, que contó con

nombres tan destacados como Jan Lukasiewicz, Stanislaw Lesniewski, Tadeusz

Kotarbinski, Alfred Tarski, Kasimierz Ajdukiewicz, y que tuvo precisamente un

iniciador vienés: Kasimierz Twardowski.

4.4.2. La filosofía científica

De hecho, el mismo título del Manifiesto del Círculo, Concepción científica del

mundo-El Círculo de Viena, indica suficientemente que el Círculo se considera

inmerso en una orientación filosófica más amplia. Esta orientación trata de

“conjugar dos tradiciones”: la empirista –a partir de David Hume y de las co-

rrientes positivistas del siglo XIX– y la lógica –sobre todo en la línea Gottlob

Frege, Giuseppe Peano, Bertrand Russell, Alfred North Whitehead–, que había

recibido poca atención por parte de los empiristas tradicionales. Sin embargo,

los miembros del Círculo también son muy conscientes de que ellos constitu-

yen el núcleo más destacado de esta orientación y que tienen que asumir su

liderazgo.

Manifiesto del Círculo de Viena.

Lectura recomendada

Una buena introducción al tema la encontraréis en:

V. Kraft (1986). El Círculo de Viena. Madrid: Taurus.

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© FUOC • P05/74019/00906 50 Filosofía y lenguaje I

La Universidad de Viena, en los años veinte.

Y es que, en la Universidad de Viena de los años veinte, todavía están bien vi-

vas las influencias tanto de Franz Brentano –que elaboró elementos lógicos y

de teoría del conocimiento de su maestro Bernhard Bolzano– como de Ernst

Mach y Ludwig Boltzmann, destacados empiristas que habían ocupado la cá-

tedra de “filosofía de las ciencias inductivas”.

En 1922 fue Moritz Schlick (1882–1936) quien ocupó esta cátedra. Schlick es

autor de la Doctrina general del conocimiento (1918), de Cuestiones de ética (1930)

y de numerosos artículos y escritos breves, redactados de 1926 a 1936 y reuni-

dos en un volumen, en 1938, dos años después de su muerte.

Entre ellos, podemos destacar a Rudolf Carnap (1891-1970), ayudante de

Schlick y autor –entre otras obras– de La construcción lógica del mundo (1928),

Sintaxis lógica del lenguaje (1934), Introducción a la semántica (1942), Significado

y necesidad (1947) y Fundamentos lógicos de la probabilidad (1950).

El grupo está en contacto con importantes científicos de la época y queda fuer-

temente impresionado por el Tractatus de Wittgenstein, aunque éste no parti-

cipó nunca en las reuniones del Círculo. A pesar de su diversa procedencia y

formación, estos autores se encuentran unidos tanto por su radical oposición

a la metafísica y a la filosofía tradicional, como por un proyecto filosófico que

se quiere someter al tipo de rigor que es habitual en ciencias. De hecho, todos

los filósofos del grupo también están familiarizados con el mundo científico.

Lecturas recomendadas

Os recomendamos la lectura de:

R. Carnap (1992). Autobiografía intelectual. Barcelona: Paidós / ICE–UAB.

La presencia de Moritz Schlick en Viena fue muy importante porque rá-

pidamente se convirtió en el guía –aceptado y reconocido por todos– de

un buen grupo de filósofos con formación científica –Carnap, Otto

Neurath, Edgar Zilsel, Herbert Feigl, Friedrich Waismann– y de matemá-

ticos interesados también por la filosofía –Hans Hahn, Carl Menger,

Kurt Gödel.

Lectura complementaria

Wittgenstein, sin embargo, mantuvo conversaciones sobre todo con Schlick. Las conversaciones están recogidas en:

F. Waismann (1974). Wittgenstein y el Círculo de Viena. México: FCE.

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© FUOC • P05/74019/00906 51 Filosofía y lenguaje I

Aunque ya hacía años que había un grupo en torno a Schlick que se iba reunien-

do e iba trabajando con regularidad, el grupo no quedó bautizado oficialmente

como “Círculo de Viena” hasta 1929, año en que Carnap, Hahn y Neurath re-

dactaron el Manifiesto programático. Su concepción del mundo es tan diame-

tralmente opuesta a la del pensamiento teológico y metafísico de la filosofía

tradicional que algunos de sus miembros ni siquiera quieren que lo que ellos ha-

cen se llame “filosofía”.

Señalamos dos características básicas de esta concepción:

a) Defensa de una posición empirista y positivista. En este sentido, el único

conocimiento científico posible es el experimental, que se apoya sobre los da-

tos inmediatos de la experiencia.

b) Adopción del método del análisis lógico. Los conceptos teóricos de las

ciencias se tienen que poder reducir a experiencias inmediatas. Eso se tiene

que hacer por medio de un progresivo análisis lógico de los enunciados más

complejos hasta llegar a los más simples –llamados atómicos o protocola-

rios– que serán los que expresen los datos inmediatos de la experiencia.

A la luz de estas dos características, no es en absoluto extraño que el neopositi-

vismo del Círculo sea también denominado positivismo (o empirismo) lógico.

4.4.3. Verificación y criterio de significado

Hay, no obstante, una cuestión clave de este empirismo que ha provocado

muchas discusiones y que conviene destacar: se trata del célebre principio de

verificación –o de verificabilidad.

Una primera interpretación –fuerte– afirma que el significado de una proposi-

ción consiste en las observaciones y experiencias necesarias para verificarla, es

decir, para determinar –de manera efectiva y concluyente– si la proposición

es verdadera o falsa. El principio de verificación es, así, un criterio de sig-

nificado. En este caso, lo que se está llamando es que cualquier proposición

que sea efectivamente inverificable ya es, automáticamente, no significati-

va y, por lo tanto, tiene que ser excluida de un lenguaje que quiera ser rigu-

roso y científico.

Schlick...

... había hecho la tesis docto-ral con el físico Max Planck, y Carnap había sido alumno de Frege.

Lectura recomendada

Algunos textos básicos del movimiento quedan recogidos en:

A. J. Ayer (ed.) (1965). El positivismo lógico. México: FCE.

Lectura recomendada

Para ampliar conocimientos, podéis leer:

A. J. Ayer (1984). Lenguaje, verdad y lógica. Barcelona: Orbis.El principio de verificación afirma que “el significado de una proposi-

ción consiste en el método de su verificación”. Observamos que el prin-

cipio de verificación es un criterio de significado, ya que nos da una

pauta para saber qué proposiciones son significativas y cuáles no lo son.

Resulta, sin embargo, que este principio admite más de una interpreta-

ción posible.

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Las proposiciones históricas, por ejemplo, no son efectivamente verificables.

Ni lo son tampoco las generalizaciones ilimitadas del tipo de “Todos los cuer-

vos son negros” o las particularizaciones del tipo de “Algunos cuervos no son

negros”. Y, según esta interpretación, si no son proposiciones efectivamente

verificables, tampoco pueden ser significativas.

Un ejemplo

Por más cuervos negros que se encuentren, nunca se podrá verificar concluyentemente quetodos lo son; ni se podrá, por lo tanto, falsificar concluyentemente que alguno no lo es.

Pronto se llevó a cabo un debilitamiento de esta interpretación fuerte, en una

doble dirección:

a) exigir verificabilidad sólo en principio, es decir, exigir que se indique cómo

se podría verificar una proposición determinada si alguna vez fuera efectiva-

mente verificable;

b) exigir confirmación o corroboración, es decir, exigir que las proposiciones

no directamente verificables encuentren confirmación indirecta por medio

del apoyo empírico que reciban de otras proposiciones de experiencia directa

o bien derivables de la experiencia.

Así, el cultivo de los lenguajes formales se convirtió en esencial para el análisis

científico de los conceptos. Y todo ello tenía que contribuir a llevar a cabo el

proyecto del Círculo de llegar a la ciencia unificada.

Ya se puede ver que, para el Círculo, el único conocimiento científico posible

era el de los enunciados empíricamente comprobables, formulados en un len-

guaje lógico regido por reglas de inferencia estrictas.

Ahora bien, en esta interpretación, el principio resulta demasiado fuerte,

porque no sólo aparecen como inverificables las proposiciones metafísi-

cas –tal como se pretendía–, sino también muchas otras proposiciones

que las ciencias reivindican, con razón, como propias.

Con la distinción entre términos observacionales y términos teóri-

cos, el fisicalismo de Carnap también vino a parar aquí: quería mostrar

cuál es la última base empírica –observacional– del lenguaje teórico de

la física que, según él, es el lenguaje científico básico.

Es en esto, pues, y sólo en esto, en lo que consiste la filosofía científica,

que no puede hacer afirmaciones propias, sino que se tiene que limitar a

ayudar en “el esclarecimiento lógico de los conceptos, las proposiciones

y los métodos científicos”. En este sentido, la filosofía auténtica tiene que

ser, según el Círculo, filosofía del lenguaje y de la ciencia.

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Así pues, con nuevos medios mucho más rigurosos y precisos, se continúa en la

tradición de Hume y sólo se aceptan –cómo ya lo hacía él– las proposiciones em-

píricas –que son verificables– y las proposiciones lógicas, que no necesitan veri-

ficación porque no tienen contenido, sino que son analíticas, es decir, verdaderas

o falsas sin referencia a la experiencia y sólo a partir de su misma estructura lógica.

Todas las otras proposiciones, en cambio, son no significativas.

Desde esta perspectiva, las proposiciones de la filosofía tradicional, de la ética o

de la religión, a pesar de sus pretensiones, no plantean cuestiones muy elevadas

o difícilmente solubles, sino literalmente insensatas: no tienen ningún conteni-

do cognitivo y expresan, como mucho, sentimientos, deseos, estados de ánimo.

Los metafísicos son como los músicos. “Pero músicos malos”, añade Carnap.

4.4.4. El Círculo y el Tractatus

Ahora ya se puede ver que es erróneo afirmar que Wittgenstein era neopositi-

vista. Entre las afirmaciones del Círculo y las del Tractatus hay diferencias sus-

tanciales.

Efectivamente, es cierto, por ejemplo, que el Círculo pudo hacer una lectura

empirista del Tractatus, pero también lo es que éste no estaba interesado en los

problemas empíricos, sino en los lógicos. Por eso, aunque todos ellos acepta-

ban el análisis lógico como método básico de la filosofía, el Círculo ponía el

análisis al servicio de las ciencias empíricas, mientras que el Tractatus se des-

entendía completamente de cualquier aplicación. Advertimos, en este mismo

contexto, que el principio de verificación del Círculo nunca fue asumido ni

patrocinado por Wittgenstein; bien al contrario: mientras que el Círculo dice

que “siempre que una proposición es significativa también es verificable” –es

decir, da un criterio empirista de significado–, el Tractatus sólo dice que “si una

proposición es verificable, es que también es significativa”, es decir, afirma

que lo que es verificable es significativo, pero no que lo que es significativo

tenga que ser verificable. Porque, según el Tractatus, las proposiciones son sig-

nificativas por razones lógicas, no por razones empíricas.

Por aquí se explican también las enormes reticencias del Círculo ante las afir-

maciones místicas del Tractatus. En éste se muestra claramente que los pro-

blemas vitales y lo inexpresable son justamente las cosas más importantes.

Estas cuestiones, según Wittgenstein, no son insensatas. Lo que es insensato

es querer hablar, es decir, quererlas expresar como si fueran casuales y contin-

gentes, como si fueran problemas que se pueden resolver.

4.4.5. Esplendor y disolución del Círculo

De 1929 a 1931 son años de esplendor del Círculo: se organizan congresos y se

edita la revista Erkenntnis, que quiere decir “conocimiento”. Se acerca, sin em-

Criterio de significatividad

Observad que, si queremos ser rigurosos y aplicamos este criterio de significatividad al mismo principio de verifica-ción –que no es ni un enun-ciado verificable ni una propo-sición de lógica–, tendremos que concluir que también él es no significativo y, por lo tanto, metafísico.

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bargo, el declive del Círculo, que tiene tres fechas clave: en 1931, año en que Car-

nap acepta una cátedra en Praga, y Feigl se marcha a Estados Unidos; en 1934, año

en que muere repentinamente Hahn; y, finalmente, en 1936, año del asesinato

de Schlick por parte de un alumno perturbado y año también de la emigración

de Carnap a Estados Unidos. La ocupación nazi de 1938 provoca la dispersión

definitiva de los miembros del Círculo: algunos van a Inglaterra –Neurath,

Waismann–; la mayoría, a estados Unidos –Zilsel, Felix Kaufmann, Menger,

Gödel. Eso ayuda a entender, en buena parte, la amplia y larga influencia ejercida

posteriormente por el pensamiento neopositivista.

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Resumen y epílogo anacrónico

Este apartado quiere resumir el significado de esta primera época de oro del

análisis lógico del lenguaje y quiere insinuar también qué ha pasado después

de ella. Hemos visto cómo la lógica moderna –la nacida con Boole, Cantor,

Frege, Peano, Russell y Wittgenstein– puso en marcha el proceso de matema-

tización de la lógica. La nueva lógica se diferencia de la lógica clásica –la que

va de Aristóteles hasta el siglo XIX– por la riqueza y amplitud de sus conteni-

dos, pero también por las posibilidades que ha ofrecido de aplicabilidad, entre

otros, al análisis del lenguaje.

Y, sin embargo, hay un aspecto básico en el que los autores presentados hasta

aquí iban del brazo con los lógicos anteriores: todos ellos cultivaban lógicas

extensionales, es decir, lógicas preocupadas por la “precisión” de los predica-

dos con los que trabajaban.

Hemos visto repetidamente cómo los autores buscaban la precisión, o bien

con la creación de lenguajes ideales, como Frege y Russell, o bien por medio

del análisis del lenguaje natural, como Wittgenstein. En todo caso, querían

aislar la vaguedad y la ambigüedad.

La lógica posterior ha hablado de predicados clásicos o también de predica-

dos fregeanos para referirse a predicados que originan proposiciones que sólo

admiten dos valores de verdad –verdaderos o falsos–, sin grados ni matices. Es-

tos son los predicados que hemos visto hasta ahora: cuando, para cualquier

objeto que se presente, siempre se puede decidir si el objeto cae bajo el con-

cepto o no. Así, “estar empadronado en la ciudad de Girona” es un predicado

absolutamente preciso –o fregeano–, porque, ante cualquier lista de personas,

siempre se puede decidir con exactitud si cada persona cae bajo el concepto o

no. Estamos ante una lógica de dos valores o binaria, en la que sólo ha abierto

dos posibilidades: que sí o que no. Una tercera posibilidad queda absoluta-

mente excluida.

En cambio, no es en absoluto esto lo que pasa con los predicados llamados

vagos o borrosos, que hemos dejado de lado expresamente en el apartado

4.1.1. Se trata ahora de predicados que no permiten clasificar con absoluta cla-

ridad los objetos que se presentan. Así, por ejemplo, “ser calvo” no es un pre-

dicado fregeano, sino que es vago, y es que, si se nos presenta un grupo de

personas, no siempre será posible decir si cada una de ellas es calva o no lo es.

Podrá haber unas cuantas que sólo lo sean un poco, o que tengan entradas o

que empiecen a sufrir caída de cabello. Estos son los predicados que Frege de-

testa. Él busca la precisión rigurosa, porque piensa que, de lo contrario, la cien-

cia no puede trabajar bien.

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El planteamiento antiguo y el planteamiento fregeano responden a una idea

de precisión que tanto la filosofía como la matemática han aceptado durante

siglos como la “característica esencial” de un conocimiento objetivo y puro.

Por eso las ciencias –incluidas la lógica y la matemática– han centrado hasta

hace bien poco su atención en la investigación de las cosas fijas, permanentes,

invariables, inmutables. Esta idea ha sido, durante siglos, la base del conoci-

miento teórico, entendido como conocimiento superior.

Gracias, sin embargo, a la estadística y a la teoría de probabilidades, la mate-

mática ha ido ampliando, durante el siglo XX, sus preocupaciones tradiciona-

les y se ha acabado aplicando incluso a las ciencias sociales y humanas. La

noción de precisión ha sido sustituida por la de aproximación. A partir de

eso, los resultados matemáticos ya no se han medido por su certeza, sino por

su grado de probabilidad. Ha sido también en este siglo cuando se han empe-

zado a desarrollar lógicas que admitían más de dos valores de verdad: lógicas

trivalentes, tetravalentes o, en general, polivalentes.

Ahora bien, no parece en absoluto que las lógicas conocidas –ni siquiera las po-

livalentes– puedan abordar adecuadamente por su cuenta un fenómeno tan bá-

sico y general como el fenómeno de la vaguedad. De hecho, nuestro lenguaje

ordinario está lleno de expresiones vagas; de hecho, la mayoría de nuestros ra-

zonamientos son aproximados o imprecisos. Por eso la lógica clásica –antigua

o moderna– sólo es capaz de tratar una parte pequeña de nuestra experiencia.

Eso es justamente lo que todavía no habían acabado de ver los autores que he-

mos tratado aquí, pero que nosotros –con la perspectiva del tiempo– ya pode-

mos afirmar: que el lenguaje es esencialmente impreciso, que la mayoría de

los predicados del lenguaje natural y la mayoría de nuestros razonamientos

son más a menudo vagos y borrosos que nítidos y precisos, y que eso no se

puede corregir con medidas terapéuticas rígidas, sino que tiene que ser enten-

dido y ser abordado con flexibilidad lógica.

Por eso parece aconsejable cambiar la suposición clásica según la cual la vague-

dad es el límite de la precisión. Más bien tendríamos que decir que es la preci-

sión la que actúa como límite de la vaguedad, porque la imprecisión y la

vaguedad son las situaciones normales.

Se tiene que abandonar, pues, el prejuicio que nos ha tenido atrapados duran-

te siglos. Y eso sólo se puede conseguir si se invierte el sentido de nuestra in-

vestigación. Es lo que propondrá, por ejemplo, el segundo Wittgenstein, y lo

que, desde un punto de vista estrictamente lógico, también hará Lofti Zadeh,

a partir de 1965, año en el que inicia la denominada lógica borrosa (fuzzy logic).

El paso hecho, pues, en estos últimos años es importante: Frege quería aislar

la vaguedad y crear un lenguaje científico preciso. Ahora, el lenguaje cientí-

fico preciso no aísla la vaguedad, sino que la trata y la integra. Si empezábamos

el capítulo yendo del lenguaje ordinario al lenguaje lógico, ahora vemos que el

lenguaje lógico ha acabado volviendo al lenguaje ordinario.

Lectura complementaria

Sobre la lógica borrosa, podéis leer:

L. Zadeh (1965). “Fuzzy Sets”. Information and Control (núm. 8, pág. 338-353).

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Actividades

Proponemos hacer un comentario de cada uno de los cinco textos que vienen a continua-ción. Para hacerlos, conviene ver los textos no sólo en el contexto del pensamiento de cadaautor, sino también en relación con los planteamientos hechos por los otros autores tratados.

1. “Y así nuestros gruesos libros de lógica aparecen inflados de una grasa psicológica insana,que esconde todas las formas más finas. De esta manera se hace imposible una colaboraciónfructífera entre matemáticos y lógicos. Mientras el matemático define objetos, conceptos yrelaciones, el lógico psicologista espía el devenir y la transformación de las representaciones;de hecho, a él, las definiciones del matemático sólo le pueden parecer insensatas, porque noreflejan la esencia de la representación. Mira dentro de su caja psicológica y le dice al mate-mático: no veo nada de todo eso que tú defines. Y el otro sólo puede responder: no me ex-traña nada, porque no está allí donde tú lo buscas.”

Gottlob Frege, “Prólogo” de Leyes fundamentales de la aritmética (1893). El texto completo seencuentra dentro de Estudios sobre semántica (1971, pág. 129-163). Barcelona: Ariel; o en lareedición, dentro de la colección Historia del pensamiento, núm. 54 (1984). Barcelona: Edicio-nes Orbis.

2. La razón por la cual llamo mi doctrina atomismo lógico es que los átomos a los que quie-ro llegar, último residuo del análisis, son átomos lógicos y no átomos físicos. Algunos de ellosserán lo que yo denomino «particulares» –cosas como pequeñas manchas de color o sonidos,de cosas momentáneas– y otros serán predicados o relaciones y cosas parecidas. Lo que hayque subrayar es que el átomo al que quiero llegar es el átomo del análisis lógico y no el átomodel análisis físico”.

Bertrand Russell, La filosofía del atomismo lógico (1918). En: Lógica y conocimiento. Madrid:Taurus.

3. “Me parece que, a diferencia de lo que dice Kant, que sólo hay una prueba posible de laexistencia de cosas fuera de nosotros –es decir, la que él ha dado–, yo puedo hacer una grancantidad de demostraciones diferentes, todas completamente rigurosas. Creo, además, queen otros momentos he estado a disposición de dar muchas otras. Por ejemplo, ahora puedoprobar que existen dos manos humanas. ¿Cómo? Alzando mis dos manos y diciendo –mien-tras hago un gesto con la mano derecha– «Aquí hay una mano», y añadiendo –mientras hagoun gesto con la izquierda– y aquí hay otra». Si, al hacer eso, he probado ipso facto la existenciade cosas externas, todo el mundo verá que también lo puedo hacer de muchísimas manerasdiferentes: no hay que multiplicar los ejemplos.

Sin embargo, ¿he probado realmente la existencia de dos manos humanas? Quiero subrayarque sí, que la prueba que he dado es totalmente rigurosa y que quizás sea imposible dar unademostración mejor o más rigurosa de cualquier otra cosa. Como es natural, para construiruna demostración, se tienen que satisfacer tres condiciones: 1) las premisas aportadas comoprueba de la conclusión tienen que ser diferentes de la conclusión que pretenden probar;2) tengo que saber que las premisas aportadas son verdaderas. No hay suficiente con que locrea sin que sean ciertas o que no sepa que es verdadero aunque, de hecho, lo sean; y 3) laconclusión se tiene que derivar efectivamente de las premisas. Ahora bien, mi demostraciónsatisface, de hecho, estas tres condiciones. (...)

Si lo que se me pide es que pruebe que en el pasado han existido objetos externos... ¿cómopuedo probarlo? Puedo decir: «No hace mucho, he alzado dos manos por encima de este es-critorio; por lo tanto, no hace mucho han existido dos manos; por lo tanto, en un momentopasado han existido, al menos dos objetos». La prueba es perfectamente válida, dado por su-puesto que conozco lo que se afirma en la premisa. Ahora bien, yo sé (conozco) que, no hacemucho, he alzado dos manos por encima de este escritorio. De hecho, en este caso, tambiénlo saben todos ustedes. No hay ninguna duda, que lo haya hecho. Por lo tanto, he dado unademostración absolutamente concluyente de la existencia en el pasado de objetos externos. (...)

Ahora bien, está la opinión que dice que, si no puedo probar aquello que dice la premisa,entonces tampoco puedo decir que lo conozco, y que hasta que no disponemos, pues, «deuna demostración de la existencia de cosas externas, tenemos que aceptar su existencia sim-plemente por fe». Pienso que eso quiere decir que, si no puedo demostrar que aquí hay unamano, lo tengo que aceptar simplemente como cuestión de fe: no lo puedo conocer. Creoque se puede mostrar que esta opinión es errónea, aunque haya sido tan común entre los fi-lósofos. Ahora bien, sólo se puede demostrar usando premisas cuya verdad no se conoce, amenos que conozcamos la existencia de cosas externas. Puedo conocer cosas que no puedodemostrar. Entre las cosas que conozco con certeza, aunque no puedo –me parece– demos-trarlas, también estaban mis premisas”.

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George Edward Moore (1983). “Prueba del mundo exterior”. Defensa del sentido común yotros ensayos (pág. 155-160). Barcelona: Orbis.

4. “El libro trata de los problemas filosóficos y muestra –creo– que la manera de plantear es-tos problemas depende de la mala comprensión de la lógica de nuestro lenguaje. Se podríaformular todo el sentido del libro de la manera siguiente: lo que se puede llegar a decir, sepuede decir claramente; y de aquello de lo que no se puede hablar, hay que guardar silencio.

El libro, por lo tanto, quiere trazar un límite al pensamiento, o más bien, no al pensamiento,sino a la expresión de los pensamientos, porque para trazar un límite al pensamiento ten-dríamos que poder pensar los dos lados de este límite –es decir, tendríamos que poder pensarlo que no se puede pensar.

El límite, pues, sólo podrá ser trazado en el lenguaje, y lo que se encuentra más allá del límiteserá simplemente una insensatez”.

Ludwig Wittgenstein (2003). Prólogo del autor en el Tractatus logico-philosophicus. Madrid:Taurus.

5. “Ahora aparece claramente la diferencia entre nuestros puntos de vista y los de los anti-metafísicos que nos han precedido; nosotros no consideramos la metafísica como una «sim-ple quimera» o como «un cuento de hadas». Las proposiciones de los cuentos de hadas noentran en conflicto con la lógica, sino sólo con la experiencia; tienen pleno oído aunque seanfalsas. La metafísica no es tampoco una «superstición»; es perfectamente posible de creer tan-to en proposiciones verdaderas como en proposiciones falsas, pero no es posible de creer ensecuencias de palabras faltas de sentido. Las proposiciones metafísicas no resultan aceptablesni siquiera consideradas como «hipótesis de trabajo», ya que es esencial que cualquier hipó-tesis tenga una relación de derivabilidad de proposiciones empíricas –verdaderas o falsas–, yeso es justamente lo que no tienen las pseudoproposiciones”.

Rudolf Carnap (1965). “La superación de la metafísica mediante el análisis lógico del len-guaje” (1932). En: Alfred Julius Ayer El positivismo lógico (pág. 78). México: FCE.

Ejercicios de autoevaluación

1. La lógica no psicológica, de qué se ocupa: ¿de examinar los procesos mentales o de anali-zar los razonamientos precisos?

2. ¿Cuál es la característica del lenguaje cotidiano que Frege critica con más energía?

3. De los autores estudiados, señalad dos que trabajen para construir un lenguaje artificiallógicamente perfecto, y dos que se dediquen, en cambio, a analizar la lógica perfecta del len-guaje natural.

4. ¿Qué quiere decir la expresión “error categorial” y quién la utiliza por primera vez?

5. ¿Cuál es la crítica principal que hace Frege a la distinción sujeto-predicado para analizarla oración?

6. ¿En qué concepto matemático se inspira Frege para proponer un análisis alternativo alanálisis clásico de la oración?

7. En matemáticas, ¿cuál es la definición de función?

8. ¿Cómo se llama el valor de la variable?

9. Según Frege, una oración consta de dos partes: función y argumento. ¿Qué caracteriza acada una de estas partes?

10. La distinción de Frege entre concepto y objeto, ¿a qué partes de la oración corresponde?

11. ¿Cómo explica Frege el funcionamiento diferente que tienen los nombres y los cuantifi-cadores?

12. Si el cuantificador no es un nombre, es decir, es un sujeto del cual se predica un predica-do, entonces ¿qué es, qué análisis da Frege?

13. ¿Son los nombres o las sentencias aquello que ocupa el lugar central en la teoría del len-guaje de Frege? ¿Por qué?

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14. Frege acaba asimilando las sentencias a los nombres: según él, las sentencias, además detener sentido, también tienen que tener significado o referencia. ¿Por qué?

15. ¿Qué es el logicismo? Indicad dos autores que lo defiendan.

16. ¿En qué consiste la paradoja de Russell?

17. ¿Cuál es el problema lógico básico que la paradoja de Russell pone al descubierto en lateoría de conjuntos ingenua?

18. ¿Cómo se llama la teoría propuesta por Russell para superar su paradoja, y en qué consiste?

19. ¿Cómo se plantea el problema de los “objetos no existentes”, y qué soluciones diversasdan Meinong, Frege y Russell?

20. ¿Cuál es la discrepancia básica de Russell con Frege con respecto al tratamiento de las des-cripciones?

21. Si, según Russell, nombres y descripciones no se tienen que confundir, ¿qué son losnombres?

22. ¿En qué consiste el atomismo lógico de Russell?

23. ¿Cuáles son los dos tipos de problemas que se acostumbra a plantear Moore?

24. ¿Cuáles son los errores que Moore desenmascara en la argumentación del escéptico y deRussell?

25. Moore se limita a oponerse al escéptico con casos concretos, pero no se atreve a genera-lizar su respuesta. ¿Por qué?

26. La investigación del Tractatus no es empírica, sino lógica. ¿Qué quiere decir eso?

27. ¿En qué consiste la teoría de la imagen o de la reproducción, tal como es asumida por elTractatus?

28. ¿Cuáles son los tres tipos de proposiciones de que habla el Tractatus?

29. ¿En qué consiste la parte mística del Tractatus?

30. ¿Cuáles son los dos rasgos básicos que caracterizan la filosofía científica propuesta por elCírculo de Viena?

31. ¿Por qué decimos que el principio de verificación del Círculo es un criterio de significado?

32. ¿Cuáles son las dos interpretaciones posibles del principio de verificación?

33. Si Wittgenstein no era neopositivista, ¿qué puntos de diferencia se podrían distinguir en-tre las afirmaciones del Tractatus y las del Círculo?

34. ¿Cuál es el punto básico de diferencia entre la orientación lógica promovida por Frege,Russell y el primer Wittgenstein y la orientación lógica empujada por el segundo Wittgensteiny por buena parte de la lógica posterior?

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Solucionario

Ejercicios de autoevaluación

1. De analizar los razonamientos precisos.

2. Que sea tan impreciso, tan vago.

3. Frege y Russell quieren construir un lenguaje artificial lógicamente perfecto; Moore yWittgenstein analizan la lógica perfecta del lenguaje natural.

4. Se cae en un error categorial cuando se mezclan y confunden objetos de diversas categoríaslógicas, como personas, ciudades o fenómenos psíquicos. Gilbert Ryle es quien la utiliza porprimera vez.

5. Frege encuentra que es un análisis demasiado rígido y, por tanto, superficial. Según él, nohay una sola manera de analizar una oración.

6. Se inspira en el concepto matemático de función.

7. En matemáticas, se dice que una expresión es una función de una variable (o variables)reparto si el valor de la expresión está únicamente determinado por el valor que toma la va-riable (o variables).

8. Argumento.

9. La función es la parte incompleta, inacabada, insatisfecha, de la oración. El argumento esla parte que completa, satisface y acaba una función.

10. El concepto es aquello que es significado por un predicado; el objeto es aquello que essignificado por un sujeto.

11. Lo explica por el hecho de que los cuantificadores tienen un problema de extensión –dedominio– que los nombres no tienen. Y es que un nombre se refiere siempre a un individuodeterminado; en cambio, a menudo hay problemas para determinar a qué conjunto de indi-viduos se refiere un cuantificador.

12. Un cuantificador es un predicado que se predica de otro predicado, es decir, es un predi-cado de segundo orden que contiene predicados de primer orden como argumentos.

13. Las sentencias. Porque Frege sabe que las palabras no tienen significado cada una por sucuenta, sino sólo en el contexto de la sentencia.

14. A Frege, lo acaba enredando su propia distinción entre función y nombre. Entonces usaun argumento sintáctico y un argumento semántico. Argumento sintáctico: si la oración esuna unidad acabada, completa, no puede en absoluto ser una función y, por lo tanto, tieneque ser un nombre. Y si es un nombre, tiene que tener un significado, una referencia. Argu-mento semántico: no puede ser que la sentencia –que está formada de partes que tienen re-ferencia– no tenga ella misma, tomada en su conjunto, alguna referencia. Así concluye quelas sentencias son nombres compuestos.

15. El logicismo es la doctrina que dice que la lógica y la matemática son lo mismo. En estesentido, toda la matemática se tiene que poder reducir a lógica. Y, por lo tanto, a partir deprincipios lógicos básicos se tiene que poder construir toda la matemática conocida. Frege yRussell defienden el logicismo.

16. Consultad el apartado 4.1.1.

17. El problema de autorreferencia o de reflexividad, que hace caer en un círculo vicioso.

18. Teoría de los tipos. Para saber en qué consiste, ved el apartado 4.1.2.

19. Consultad el apartado 4.1.3.

20. Russell no cree –como lo hace Frege– que las descripciones sean nombres. Según Russell,los nombres siempre tienen referente, siempre son nombres de algún objeto. Los descripto-res, en cambio, no. Y no es que sólo queden bajo sospecha algunos descriptores imposibles–del tipo “del círculo cuadrado”–, sino todos, tal como se muestra en ejemplos tan comunescomo “el actual rey de Francia”.

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21. Consultad sobre todo el apartado 4.1.5.

22. Ved el apartado 4.1.4.

23. Los dos problemas siguientes: a) qué quiere decir un filósofo cuando hace algunas de susafirmaciones; b) qué razones satisfactorias hay para suponer que lo que él quiere decir es ver-dadero o falso.

24. Por un lado, muestra que el escéptico hace una generalización impropia –que un cono-cimiento sea incierto, no quiere decir que ya lo pueda ser cualquiera del mismo tipo– y con-funde posibilidad con realidad –que un conocimiento pueda ser incierto, no quiere decir enabsoluto que no pueda ser absolutamente cierto. Por otra parte, rechaza la identificación deRussell entre conocimiento directo, inmediato, y conocimiento absolutamente cierto.

25. Porque piensa que, si la generalización de la duda es injustificada, también lo es la gene-ralización de la certeza.

26. Quiere decir que el Tractatus no se interesa por fenómenos del mundo o del lenguaje,sino por las condiciones de posibilidad –es decir, por las condiciones lógicas, a priori– que ha-cen que las proposiciones tengan sentido.

27. Ved el apartado 4.3.1.

28. El Tractatus distingue entre: a) proposiciones llenas de sentido, que son las proposicio-nes descriptivas de las ciencias o del lenguaje cotidiano y que pueden ser verdaderas o falsas;b) proposiciones vacías de sentido, que son las proposiciones de la lógica, verdaderas o falsas porsu misma forma –es decir, necesariamente verdaderas o falsas–, ya que no hablan de nada delmundo, sino de ellas mismas; c) proposiciones insensatas, que sólo son proposiciones apa-rentes, porque quieren describir realidades –valores, esencias, ideales– que, por definición, nopertenecen a los hechos del mundo y que son, pues, indescriptibles, inexpresables; son laspseudoproposiciones de la metafísica, la ética, la estética o la religión.

29. Ved el apartado 4.3.2.

30. a) Defensa de una posición empirista y positivista; b) Adopción del método del análisislógico.

31. Porque, al afirmar que el significado de una proposición consiste en el método de su ve-rificación, está diciendo que “ser verificable” equivale a “ser significativo”.

32. Ved el apartado 4.4.3.

33. a) El Tractatus no estaba interesado por los problemas empíricos, sino por los lógicos;b) El principio de verificación no fue asumido ni patrocinado por Wittgenstein; c) El inex-presable, para Wittgenstein, no es irrelevante, sino lo más importante que hay; lo que resultainsensato es quererlo expresar.

34. La lógica clásica –tanto antigua como moderna– se interesaba por la precisión y despre-ciaba la imprecisión; la lógica posterior ha cambiado el foco de atención y se ha concentradoen la imprecisión y la vaguedad, considerando que la precisión sólo es el límite. (Consultadel apartado Resumen y epílogo anacrónico).

Glosario

a priori Consultad el apartado 4.3.1.

atomismo lógico m Consultar el apartado 4.1.4.

ciencia unificada f Consultar el apartado 4.4.3.

concepto m Consultar el apartado 2.1.

criterio de significado m Véase Principio de verificación.

descripción f Consultar el apartado 2.1. Véase teoría de las descripciones.

empirismo lógico m Consultar el apartado 4.4.2.

error categorial m Consultar el apartado 2.1.

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escepticismo m Consultar el apartado 4.2.1.

experiencia f Consultar el apartado 4.1.6.

filosofía científica f Consultar los apartados 4.4.1, 4.4.2, 4.4.3.

función f Consultar el apartado 2.1.

inexpresable (lo místico) m Consultar los apartados 4.3.2, 4.4.4.

límites del lenguaje m pl Consultar el apartado 4.3.2. Véase teoría de los tipos.

lógica borrosa f Consultar los apartados 4.1.1, Resumen.

logicismo m Consultar los apartados 3, 4.1, 4.1.1.

nombre m Consultar los apartados 2.1, 2.2, 2.3, 4.1.5.

objeto m Consultar el apartado 2.1.

objetos no existentes m pl Consultar el apartado 4.1.3.

objetivo m Consultar el apartado 4.1.3.

paradoja de Russell f Consultar los apartados 3, 4.1.1.

principio de verificación m Consultar los apartados 4.4.3, 4.4.4.

proposición f Consultar el apartado 4.3.2. Véase sentencia.

cuantificadores m pl Consultar el apartado 2.3.

referencia f Consultar el apartado 2.2. Ved Significado.

sentencia (oración, proposición) f Consultar el apartado 2.2.

sentido m Consultar los apartados 2.2, 4.3.1.

significado m Consultar el apartado 2.2. Véase referencia y criterio de significado.

teoría de conjuntos f Consultar los apartados 3, 4.1.1.

teoría de la imagen f Consultar el apartado 4.3.1.

teoría de la reproducción f Véase teoría de la imagen.

teoría de las descripciones f Consultar el apartado 4.1.3. Véase descripción.

teoría de los tipos f Consultar el apartado 4.1.2.

totalidad f Consultar el apartado 4.1.1.

Bibliografía

Bibliografía básica

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Muguerza, J. (ed.) (1974). La concepción analítica de la filosofía (2 vol.). Madrid: Alianza.Selección de textos clásicos, útiles tanto para este módulo como para el siguiente.

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Passmore, J. (1981). 100 años de filosofía. Madrid: Alianza.Libro de consulta para situar bien el pensamiento y los autores presentados en el módulo.

Valdés, L. (1991). La búsqueda del significado. Lecturas de filosofía del lenguaje. Madrid: Tecnos /Universidad de Murcia.Selección de textos clásicos muy complementarios a los presentados por Muguerza.

Bibliografía complementaria

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Frege, G. (1974). Escritos lógico-semánticos. Madrid: Tecnos.

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