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FILOSOFÍA DE LA CIENCIA: FUNDAMENTACIÓN DEL ATEÍSMO

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Filosofía de la ciencia: fundamentación del ateísmo

Sergio Grajales Espejo

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Primera edición: 2007

© Sergio Grajales Espejo © Plaza y Valdés, S.A. de C.V.

Derechos exclusivos de edición reservados para Plaza y Valdés, S.A. de C.V. Prohibida la reproducción total o parcial por cualquier medio sin autorización escrita de los editores.

Plaza y Valdés, S.A. de C.V. Manuel María Contreras 73. Colonia San Rafael México, D.F., 06470. Teléfono: 5097 20 70 [email protected]

Calle de Las Eras 30, B. 28670, Villaviciosa de Odón. Madrid, España. Teléfono: 91 665 89 59 [email protected] www.plazayvaldes.com

ISBN: 978-970-722-633-3

Impreso en México / Printed in México

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Prólogo

En una recopilación mínima y por lo mismo evidentemente incompleta sobre la filosofía materialista-dialéctica de todos los tiempos, este trabajo de in­vestigación pretende, además de destacar la importancia social de la filoso­

fía de la ciencia, despojar más allá de toda duda a la filosofía en general de todo ese ropaje aparentemente impenetrable con que ha sido vestida durante tantos siglos, y que por ello le ha impedido generalizarse en el pensamiento intelectual del hombre común y corriente, espacio que por obvias razones ha sido ocupado únicamente por quienes por su habitual uso de la razón han aplicado su intelecto para tratar de desen­trañar y entender la naturaleza de las cosas y el fenómeno de la vida, en el sentido de que todo lo que acontece en el Universo puede algún día ser conocido y enten­dido por la mente humana y por ello manipularse, aun en contra de lo que estable­cen los dogmas de las filosofías idealistas o de tendencias religiosas.

Fundamentalmente este trabajo aspira -y espero se me permita la pretensión-- a despertar entre el lector común y entre los jóvenes estudiantes que empiezan a abrir su mente a la sabiduría y con ello al conocimiento del mundo, el amor a la filoso­fía como una manifestación cotidiana del pensamiento y el convencimiento pleno de que nada de lo que sucede en la naturaleza nos es ajeno ni podrá permanecer oculto para siempre, fundamentando este convencimiento en los diversos hechos que nos muestran que por medio de la filosofía de la ciencia el hombre puede gra­dualmente llegar a saberlo todo. Igualmente, se pretende aquí invitar al lector a in­terrogarse acerca de las consecuencias prácticas y lo efectos secundarios de toda actividad filosófica, e inducirlo al mismo tiempo a confrontar los postulados y efi­cacia de las diversas filosofías, partiendo de lo que nos ofrece la filosofía de la cien­cia desde su visión objetiva del materialismo dialéctico que establece la materialidad del mundo y por ello la viabilidad de su estudio, entendimiento y manipulación.

Y una vez despertado este interés por las cuestiones filosóficas, al lector en ge­

neral y especialmente a los estudiantes y profesionales de las ciencias naturales les

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caería bien la lectura habitual de los tratados más representativos de la filosofía, y obligadamente la lectura de la monumental y completa Historia de la Filosofía, edi­tada en siete tomos en 1958 por El Instituto de Filosofía de la Academia de Cien­cias de la U.R.S.S., bajo la redacción general de M. A. Dynnik, M. T. Iovchuck, B. M. Kedrov, M. B. Mitin y O. V. Trajtenberg, y cuya versión castellana traducida di­rectamente del ruso por Adolfo Sánchez Vázquez fue publicada en su primera edi­ción por la Editorial Grijalbo en 1960, obra de indiscutible valor intelectual que ha servido como guía primordial para la realización de este pequeño ensayo, y que le será desde luego imprescindible a todo aquel lector interesado en ampliar y profun­dizar sus conocimientos filosóficos.

Y de manera periférica pero obligadamente, un lector medianamente interesado en los asuntos de la filosofía y de la ciencia deberá de recurrir, tarde o temprano, a la lectura de algunas de las obras originales más representativas de los filósofos y científicos mencionados a lo largo de este modesto trabajo, porque la lectura y es­tudio del pensamiento de estos grandes genios de la humanidad nos permitirán con­firmar cómo cada uno de ellos, desde la óptica de su tiempo y sus niveles de cono­cimiento recorrieron diversos caminos que, transitados posteriormente, le han per­mitido a la especie humana avanzar aceleradamente hacia el perfeccionamiento de su inteligencia y su conformación social.

Si alguna de estas aspiraciones se logra al menos en un solo lector, entonces es­te trabajo habrá cumplido de sobra con la intención que fue escrito.

SERGIO GRAJALES ESPEJO

Córdoba, Veracruz. Invierno de 2006.

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Cada vez que se logra un nuevo descubrimien­to científico se propina un golpe más a la reli­gión, a la teología y a la superstición, que ven a la naturaleza y a su materia como el resulta­do de la intervención de una voluntad divina.

La filosofía idealista es por definición reaccionaria, retardataria y oscurantis­ta, y por ello enemiga histórica de la razón y el conocimiento enarbolado por los pensadores materialistas de todos los tiempos. El idealismo, empeñado en

considerar que la inteligencia del hombre no está capacitada para conocerlo todo, ha frenado de una manera nefasta el progreso de la humanidad que, pese a todo, ha logrado alcanzar en nuestro tiempo avances científicos progresivos que la colocan por derecho propio como la especie suprema del planeta, gran resultado de la cade­na evolutiva de la vida, que es capaz de forjar su propio destino y resolver sus pro­blemas existenciales sin la intervención de lo que en el teísmo se conoce como de­signio divino.

En su momento histórico y a riesgo de su propia vida, al oscurantismo teológi­co tuvieron que enfrentarse desde Heráclito, Lucrecio y Anaxágoras hasta Galileo, Kepler, Copérnico y Giordano Bruno, sólo por mencionar algunos de los grandes pensadores liberales que han sido el gran orgullo de la humanidad. El agnosticismo y la escolástica veían en los pensadores materialistas la búsqueda de la verdad co­mo enemiga de la religión, como de hecho lo es, porque ciencia y religión no pue­den convivir en una naturaleza que niega en la realidad la intervención divina. La separación gradual del idealismo de los pensadores progresistas y su valiente en-frentamiento contra la religión permitió a partir del siglo xviii un avance sostenido en todas las ramas de la ciencia y el saber, permitiendo a la especie humana evaluar su real lugar y los alcances de su intervención y su presencia en la naturaleza.

Ya en la época del esclavismo, los filósofos clásicos griegos y romanos, con sus ideas materialistas, sospechaban que las deidades nada tenían que ver con las ma-

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infestaciones de la naturaleza, con la creación de la vida ni con la existencia del gé­nero humano, su desarrollo y su comportamiento. De sus observaciones concluye­ron que como los sentidos son los elementos primarios de los seres vivos para per­cibir las cualidades de las cosas, eran simples herramientas rudimentarias que, si bien nos permitían tener un conocimiento general de la naturaleza, no eran sufi­cientes para encontrar la verdad de las cosas. Por ello el hombre requería, y de he­cho poseía, un elemento superior a sus sentidos que le permitiría tarde o temprano conocerlo todo; este elemento es la razón o la inteligencia que posee el género hu­mano y que la teología se empeña en calificar como alma, considerándola entidad indestructible, eterna e inamovible, un don divino que nos permite ser parte pasiva de la naturaleza pero sin darnos la posibilidad de llegar a saberlo todo, sino única­mente lo necesario para sobrellevar nuestra existencia como un rebaño pasivo listo para la engorda y el matadero.

Este agnosticismo prevaleció durante muchos siglos en el desarrollo social y persiste aun en nuestro tiempo, pese a la evidencia en contra que la ciencia nos ofre­ce gracias a la inteligencia progresiva de los filósofos ateos materialistas de todos los tiempos que, oponiéndose a los postulados religiosos, buscaron otros caminos para llegar a la verdad sin el auxilio de la teoría creativista y en contra de ella.

Para la filosofía materialista, el Génesis bíblico y todos sus postulados posterio­res, las diversas doctrinas politeístas y teístas de ayer y sus variaciones actuales son únicamente posturas religiosas nacidas de la ignorancia, el miedo hacia lo que en su momento la razón primitiva no era capaz de explicar, pero que ha servido más o me­nos eficazmente para sojuzgar y mantener en la servidumbre a quienes la religión considera los estamentos más bajos de la sociedad: primero los esclavos, después la gleba medieval, posteriormente los campesinos, obreros y artesanos, hasta llegar hoy a la manipulación de los sectores más pobres y desprotegidos de los países sub-desarrollados, quienes por consejo religioso sacrifican su bienestar terreno a cam­bio de una ilusoria dicha celestial eterna.

Si consideramos que la filosofía materialista no ha de ser necesariamente atea en grado sumo, es concluyentc, sin embargo, que el ateísmo es por necesidad materia­lista; pero en ambos casos el fundamento de la naturaleza en todas sus manifesta­ciones es la materia y su movimiento eternos; esto es, como lo explica su ley uni­versal, "en el Universo nada se crea ni se aniquila, sino todo se transforma". Esta ley de la conservación de la materia y el movimiento es un golpe para la filosofía religiosa, que, apegada a la Biblia, defiende la creación divina del Universo todo; para los creacionistas, Dios es el único responsable de su existencia y este Univer­so y el mundo fueron recientemente creados por Él. Veamos:

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SERGIO GRAJALES ESPEJO

Hace aproximadamente 6 500 años a eso de las die2 de la mañana, Dios, inteligencia pu­ra e intangible y morador de quien sabe dónde, en un momento de ocio o de aburrimiento decide crear un Universo, en el cual coloca una mota de polvo que tifie de verde y azul y pone en lo azul a todos los peces y en lo verde a todos los demás animales. Posterior­mente decide que su obra imaginativa no está completa, que algo le falta, y de una bola de lodo o de arcilla (materia inorgánica) a la que le da su propia imagen construye un monigote al que le inculca movimiento y vida por medio de su soplo divino. Este Adán, carente de razonamiento alguno, por algún defecto de fabricación percibe, sin embargo, la inutilidad de su presencia en un Paraíso que ni controla, ni disfruta, ni domina, y se pone por ello triste y acongojado. Dios, genio también de la improvisación, decide en­tonces crear para Adán una compañera que comparta con él en el Paraíso su aburri­miento. Así, Adán, anestesiado, es sometido por su creador a una cirugía de tórax, de donde Dios extrae una costilla (materia inerte pero con residuos orgánicos), y quién sa-oe con qué intenciones le fabrica una compañera con órganos sexuales diferentes. Esta Pva, a la que se encuentra Adán al salir de su anestesia, es sin duda más orgánica y hu­mana que el mismo Adán, por lo que Dios sin pretenderlo ha creado para Adán una ase­sora, además de una simple compañera.

Esta pareja, colocada sin ninguna intención aparentemente práctica, en un mundo sin sentido, sufre sin merecerlo los estragos del más terrible aburrimiento. Eva, sin embar­go, con su aguda intuición femenina, descubre que su diferencia sexual con Adán, si es un error de su creador, es pese a todo algo que se debe de aprovechar. Convoca así a Adán al pecado y a partir de ese momento, ante la ira e indignación divina, el ser huma­no toma sus propias decisiones, se apropia del mundo e inicia su transformación hasta convertirse en lo que hoy es.

Desde luego que esta explicación simplista de la existencia del Universo, la ma­teria, la energía y la vida en nuestro planeta es algo que la razón no puede aceptar. Por ello, los científicos y los grandes filósofos materialistas de todos los tiempos condujeron su inteligencia al descubrimiento de la ley de la conservación y trans­formación de la energía, la cual nos permite conocer los vínculos que existen entre los procesos de la naturaleza por encima de los dogmas religiosos: todas las llama­das fuerzas que actúan en primer lugar en la naturaleza inorgánica, la fuerza mecá­nica y su complemento, la llamada energía potencial, el calor, las radiaciones (la luz y el calor radiante), la electricidad, el magnetismo, la energía química se acreditan como formas diversas de manifestación del movimiento universal, las cuales en de­terminadas proporciones de cantidad se transforman las unas en las otras, por lo que una cantidad de fuerza que desaparece es sustituida por una cantidad de otra que aparece. En todo ello, el sentido de la naturaleza se reduce a este proceso incesante de transformación de unas formas en otras.

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Los trabajos del gran físico materialista inglés Michael Faraday (1791-1867) acercaron el conocimiento humano a la idea de la unidad y capacidad de transfor­mación de las fuerzas de la naturaleza al demostrar que el magnetismo se transforma en electricidad y viceversa, dilucidando al mismo tiempo el problema de la identi­dad de la naturaleza de las diversas electricidades obtenidas por diferentes métodos, como la electrólisis, cuyas leyes relacionan los fenómenos eléctricos y químicos. Otra aportación valiosa que anticipó la ley de conservación y transformación de la energía fueron los trabajos del físico ruso Emile I.enz (1804-1865), quien determi­nó el equivalente calórico de la electricidad y enunció la regla que lleva su nombre acerca de la conservación de la energía en los procesos electromecánicos. Si bien estos descubrimientos fueron impulsados en su tiempo por la necesidad práctica de mejorar la eficiencia de la máquina de vapor, que a partir de 1807 encontró una enorme aplicación en las distintas ramas de la naciente industria, no podemos dejar de lado el interés intelectual por el conocimiento de la verdad, que desde siempre ha movido la razón de los grandes científicos materialistas.

Desde luego, para llegar a estas elevadas manifestaciones del pensamiento que ubican y dimensionan la esencia de la naturaleza, los grandes filósofos materialis­tas de todos los tiempos tuvieron que recoger y acumular la sabiduría materialista de sus antecesores, al mismo tiempo que se enfrentaban y defendían valientemente sus ideas contra el rechazo y la persecución de los grupos teológicos oscurantistas, quienes veían en estos pensadores progresistas un peligro para la existencia de la fe y la religión que desde siempre ha pretendido controlar la organización y la con­ciencia de la sociedad.

Los grandes filósofos materialistas ateos proclamaron abierta o disimuladamen­te el lema de "quien conoce la ciencia no necesita religión." Así, los éxitos de las distintas imanifestaciones de la ciencia propiciaron el enfriamiento de la fe en la exis­tencia de Dios, pero el temor a la inquisición y todo tipo de persecuciones religio­sas obligaron a Galileo, Bacon, Descartes y muchos otros pensadores materialistas ateos a considerarse públicamente teístas, aunque lo hacían para no desentonar de la opinión pública o para preservar su existencia. Éste es el caso muy señalado de Galileo, quien tuvo que retractarse de sus atinadas ideas acerca del movimiento de la Tierra para salvar su vida. Sin embargo, ¡500 años después de condenarlo, la Igle­sia católica reconoció que el astrónonomo italiano tenía razón!

Para el materialismo dialéctico, la/eligión es producto del miedo y de la igno­rancia: el hombre primitivo, expuesto y sin defensas ante los fenómenos naturales y sin entender absolutamente nada sobre el desarrollo de sus manifestaciones como el día y la noche, las tormentas, las erupciones volcánicas, las tempestades y demás,

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atribuyó desde el principio los fenómenos naturales a la existencia de entidades ocultas que moraban en todas las cosas. En el proceso posterior de su desarrollo in­telectual, el hombre común aceptó la idea impuesta por los brujos, magos y sacer­dotes de su condición inferior respecto a las deidades y de quienes en la tierra los representaban, surgiendo así el esclavismo, el servilismo medieval y la posterior do­minación de las masas por medio del control religioso sobre su conciencia, cuyo po­der la inteligencia de muchos filósofos materialistas ha combatido gradualmente con el auxilio del conocimiento de la ciencia, en una lucha ideológica en la que am­bas partes recurren, desde siempre los pensadores materialistas y actualmente tam­bién los idealistas, al tema del hombre como punto principal y eje de la concepción antropológica del mundo y su relación con la naturaleza. Los adelantos de la cien­cia y su aplicación en el terreno de la tecnología de nuestro tiempo llevan apareja­da la crisis de los valores espirituales y la decadencia de la moral religiosa, cuyos ritos y prácticas se convierten cada vez más en simples actos sociales apartados de la fe, sembrando por ello el clero diverso la semilla de la inquietud entre sus segui­dores, al establecer que las conquistas del genio humano y sus adelantos científicos pueden ser empleados en perjuicio del hombre de forma monstruosa, predicando con ello el pesimismo, la difamación del hombre libre de pensamiento y el antago­nismo contra los avances de la ciencia en sus múltiples expresiones. Sin embargo, mientras que la religión (en el mejor de los casos) aporta a la humanidad única­mente consuelo pasajero, la ciencia desde siempre ha buscado y seguirá buscando la superación del hombre como individuo y como especie hasta que su eventual per­manencia en el mundo alcance los más altos niveles de bienestar y felicidad. Que se sepa, ningún milagro ha salvado la vida de ningún ser humano, mientras que la ciencia lo hace miles de veces cotidianamente.

Por ello es que Saint-Simón (1760-1825), para su tiempo, describe de una ma­nera destacada la historia del conocimiento humano:

La mente humana creía al principio la existencia de gran número de causas indepen­dientes. Luego aceptó la idea de muchas causas consideradas el reflejo de un todo úni­co, que es la razón; más tarde, se elevó hasta la idea de la razón universal y una: Dios. Finalmente comprendió que las relaciones entre Dios y el Universo son incomprensibles e indiferentes (indiferentes porque Dios, al prever todo lo que habría de ocurrir, no pue­de cambiar nada en el orden establecido por Él) y que era preciso acudir a la búsqueda de hechos y considerar el hecho más general, que ella descubrirá como causa única de to­dos los fenómenos. La idea de Dios no es otra cosa sino la idea de la razón hUMUñ ge­neralizada.

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La idea de Dios es, pues, para Saint-Simón la expresión previa e imperfecta de la ley universal, y por eso niega la existencia de Dios no sólo como creador, sino también como conductor del mundo. El reconocimiento de que la naturaleza está re­gida por leyes objetivas e invariables fortaleció la investigación científica y sus des­cubrimientos asestaron uno tras otro duros golpes a la filosofía teísta.

El ascenso gradual del intelecto ha permitido al hombre ubicarse en el nivel más elevado del desarrollo de la vida en la naturaleza. Sin embargo, la capacidad cere­bral comparada entre el hombre primitivo y el hombre actual, que es fisiológica­mente inexistente, nos permite al mismo tiempo saber que el progreso del entendi­miento de la ciencia es una acumulación del descubrimiento de muchos fenómenos de la naturaleza y la materia, realizados por los grandes genios a lo largo de la his­toria; Newton lo expresó con estas palabras: "'Si he podido llegar tan alto es porque me he subido en los hombros de gigantes".

Evidentemente, el conocimiento de la naturaleza y sus fenómenos es un progre­sivo escalar histórico que se inició desde los primeros peldaños, obstruidos además no pocas veces por los pensadores idealistas y religiosos que pretendieron detener el avance de la ciencia sin lograrlo, pero frenándolo en muchas ocasiones. Para el filósofo materialista no existen barreras infranqueables ni fronteras que limiten el co­nocimiento; entiende, claro, que lo que no se puede descubrir o conocer en un mo­mento dado será conocido o descubierto por la razón posteriormente. La cultura humana se inició hace apenas 5 500 años en la Mesopotamia, con bastante vigor y brillo, y a esta distancia hemos avanzado notoriamente pese a todo; el ser humano ha demostrado que tiene la capacidad para alcanzar la grandeza por medio de la in­teligencia.

La estructura cerebral del ser humano nos permite percibir más allá de nuestros sentidos primarios, por lo que nuestro saber acerca del mundo aumenta gradual­mente y sin cesar; la capacidad cognoscitiva del hombre es tan inagotable como lo es la propia realidad objetiva que es materia de nuestro conocimiento y sólo se ve­ría limitada por los límites de la materia, su movimiento y su energía. Así, el cono­cimiento empieza por la percepción sensible, llamada "huella de primer grado" en el cerebro, que posteriormente se diversifica en elementos complejos del pensa­miento como desarrollo de ideas y conceptos que nos permiten tener estados men­tales de razonamiento elevado con generalización, abstracción, análisis, síntesis, inducción y deducción. Esto nos facilita descubrir en la naturaleza fenómenos y conexiones ocultas a nuestros sentidos y es en definitiva la diferencia primordial entre un ser orgánico cualquiera y el excepcional ser orgánico, que es el género humano.

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Estos procesos mentales favorecen a la filosofía, la ciencia de las ciencias, acu­mular las verdades del conocimiento al tiempo que desecha lo inservible. Con la experimentación, inducción y deducción se ha previsto la existencia de cosas y fe­nómenos que escapan en primera instancia a los sentidos, como lo hicieron los fi­lósofos materialistas griegos y romanos que dedujeron la existencia en la materia de una partícula elemental e indivisible que llamaron átomo, cuya existencia se com­probó posteriormente y que hoy es uno de los fundamentos de la química y del prin­cipio de la combinación de la materia para formar elementos. De esta manera, en su famosa tabla periódica, Mendeleiev ordenó por su peso atómico a los elementos co­nocidos en su tiempo y dejó espacios para elementos desconocidos que fueron des­cubiertos con posterioridad gradualmente. Mendeleiev, en agradecimiento a su logro, se refirió a Lavoisier y Dalton, de quienes dijo: "Gracias a su genio, la humanidad ha conocido en el mundo invisible de las combinaciones químicas leyes sencillas, del mismo orden de las que descubrieron Copérnico y Kepler en el mundo visi­ble de los planetas". Así, valiéndose únicamente de conceptos teóricos, los quími­cos podían operar con las nociones relativas a los átomos, pues éstos eran algo que nadie podía percibir con los sentidos, aunque tal circunstancia no fuera suficien­te para hacer dudar, por ejemplo, a Dalton de su existencia: "Estas partículas ele­mentales de la naturaleza -escribió- no pueden ser puestas en tela de juicio, aun­que, a juzgar por todo, son demasiado pequeñas para que en algún tiempo puedan hacerse visibles incluso con un microscopio más perfecto".

También la astronomía al alejarse del dogmatismo y perderle el temor a la per­secución religiosa logra avances científicos asombrosos, muchos de los cuales son únicamente producto del uso de la razón. Así, a fines del siglo xviii se había descu­bierto que Urano, el planeta más alejado del Sol entre todos los entonces conocidos, se desviaba de su órbita en relación con lo que establecían las leyes de la mecánica newtoniana. fin 1846 el astrónomo francés Leverrier tomó como ciertas las leyes de Newton y expuso la teoría de que tenía que existir un planeta desconocido que, in­fluyendo sobre Urano, lo obligaba a recorrer una órbita distinta de la que hubiera seguido de no existir el planeta desconocido. Leverrier calculó el lugar exacto en el firmamento en que tal planeta debía de encontrarse y, en efecto, el astrónomo Galle lo descubrió en el sitio indicado y el nuevo planeta recibió el nombre de Nep-tuno. Como era de esperarse, la repercusión en el mundo científico fue enorme y se habló del descubrimiento de un planeta hecho "con la punta de la pluma." La sig­nificación de este descubrimiento demostró con toda evidencia el poder del pensa­miento teórico y su importancia en el campo científico al confirmarse las leyes de la mecánica de Newton. Nuevamente el materialismo recibió un vigoroso impulso al debilitar los dogmas y las doctrinas religiosas.

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Por ello, a los pocos años la naciente astrofísica propinaba un nuevo revés al agnosticismo: en 1859 los sabios alemanes Bunsen y Kirchhoff descubrieron el aná­lisis espectral que permitía conocer la composición química de los cuerpos por me­dio de su espectro óptico, ampliándose así considerablemente el número de fenó­menos astronómicos capaces de ser sometidos a investigación. De esta manera se obtuvieron los primeros datos acerca de la composición química del Sol, los plane­tas y las estrellas y se descubrieron nuevos elementos, como el helio (Sol). El aná­lisis espectral se consideró una nueva refutación del agnosticismo, al demostrar en la práctica la posibilidad de conocer los objetos de la naturaleza aunque estuvieran a distancias enormes de nuestro planeta. Con la aplicación de la radioastronomía en la ciencia actual, a millones de años luz de distancia el hombre ha podido descubrir infinidad de pobladores en el Universo, como galaxias, metagalaxias, cúmulos ga­lácticos, hoyos negros de energía pura y sistemas planetarios similares al nuestro, por lo que la mente humana podrá finalmente saber algún día cuál es el sentido de su existencia.

La historia demuestra sin ninguna contradicción que el hombre se ha venido for­jando a sí mismo en su búsqueda por encontrar su lugar en la naturaleza, sin el au­xilio y más bien en contra de las revelaciones divinas y dogmas religiosos; los ana­temas por herejismo, la persecución y restricciones religiosas por fortuna sólo han logrado frenar, mas no detener, la avidez de la inteligencia por conocer la verdad que radica en todas las cosas. Los obedientes de los dogmas religiosos, del agnos­ticismo y la escolástica, del teísmo, politeísmo, esplritualismo y toda sarta de ejer­cicios espirituales sin ningún sentido de la razón demuestran, con su nula aporta­ción al desarrollo humano, el fracaso de las filosofías idealistas que siempre han dicho sí a las imposiciones religiosas de su tiempo. Corresponde por eso el mérito del progreso a los desobedientes de inteligencia progresiva, a los herejes materia­listas, a los "infantes terribles" de la religión, que se opusieron siempre aun a costa de su propia seguridad y a riesgo de su vida a aceptar la imposición de todas las ideas teológicas y religiosas que desde siempre han pretendido detener la marcha del des­arrollo humano y la perfección de su inteligencia. Mas sin dejar de ser permanente, la intromisión religiosa en los asuntos de la ciencia se ha diluido gradualmente a lo largo de la historia merced a las progresivas estructuras de la sociedad, y lo que en un principio representaba una amenaza para los pensadores materialistas se convir­tió posteriormente en una molestia, hasta convertirse en nuestro tiempo en un inconveniente que se puede o no presentar, dependiendo del alcance social de de­terminada investigación científica, que tiene ahora plena libertad de atender o no di­cho inconveniente.

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Por ello, las jerarquías religiosas, y señaladamente las de la Iglesia católica de­ben de aceptar su responsabilidad en el retraso de la ciencia y el desarrollo social que la Humanidad padeció por su intervención y así mismo reconocer públicamen­te su culpabilidad por las persecuciones, asesinatos y señalamientos contra los filó­sofos materialistas ateos de todos los tiempos, quienes además fueron expuestos a la animadversión y el fanatismo religioso, ocasionándoles con ello un enorme daño moral. A pesar de todo, los hechos demuestran que la inteligencia humana es capaz de conocer el mundo y las leyes que lo rigen, y por fortuna la ciencia actualmente posee toda la libertad que requiere para realizar sus diversas investigaciones, sólo con la restricción condicionada por las carencias en los niveles de la ciencia, que impidan la realización de ciertas investigaciones; sin embargo, todas las ideas cien­tíficas, en apariencia irrealizables en determinada etapa histórica, son siempre el punto de partida para su desarrollo y realización futura, porque una investigación científica truncada por falta de conocimientos nunca es el fin, sino sólo el principio de algo maravilloso.

Para efectos cronológicos que sirven para entender el desarrollo de la especie humana en sus grados sociales y de razonamiento, la historia de las filosofías se ubi­ca en las siguientes épocas:

• Filosofía de la sociedad esclavista. • Filosofía de la sociedad feudal. • Filosofía de la época de transición de la sociedad feudal a la sociedad capita­

lista. • Filosofía de la sociedad capitalista, a partir de la revolución burguesa de Fran­

cia, de finales del siglo xviii hasta las revoluciones de 1848-1849 en Europa Occidental.

A partir de entonces, los cambios y reacomodos sociales se han venido desarro­llando con mayor celeridad, por lo que es posible considerar el establecimiento de nuevas épocas filosóficas de la siguiente manera:

• Filosofía de la sociedad materialista en los inicios y durante la mayor parte del siglo xx.

• Filosofía de la sociedad global en las postrimerías del siglo xx. • Filosofía de la sociedad tecnológica eslabonada a la sociedad global y vigen­

te en nuestro tiempo desde los inicios del siglo xxi.

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Como vemos, cada época tiene su propia filosofía, porque la verdadera filosofía es la realidad del ser humano, pues la base de la evolución de la filosofía y de todo el pensamiento social es, en última instancia, la lucha de los métodos que utiliza la razón en su búsqueda de la verdad.

La filosofía, lejos de cualquier definición etimológica o académica, es por sí misma la manifestación consecuente de la inteligencia humana. Esta inteligencia se complementa y aun supera los sentidos primarios del hombre y produce en el cere­bro pensamientos, que son producto del pensar - los cuales a su vez se dirigen al concepto o los conceptos del medio que nos rodea- para dar paso a las ideas, o ra­zón, que son el tercer nivel de la inteligencia que nos permite escudriñar, entender y eventualmente explicarnos las diversas manifestaciones de la naturaleza y los fe­nómenos que genera.

Por eso, en el sentido estricto de su esencia, la filosofía es única y sola, a dife­rencia de las variadas filosofías que a lo largo de la historia ha desarrollado la inte­ligencia humana, las cuales estuvieron, están y estarán supeditadas a su tiempo en el entorno particular, social y cultural de determinado grupo social. Por ende nin­guna filosofía puede ser igual a otra, pese a que algunas de ellas se complementan o se acercan, al retomar o reeditar posturas filosóficas históricas o contemporáneas.

De esta manera se deduce fácilmente que como la filosofía es única en cuanto a resultado de la inteligencia, ésta se puede manifestar de diversas maneras, a través de diversas filosofías, lo cual nos lleva a concluir que todas las filosofías son mani­festaciones de la filosofía en un determinado momento histórico, generadas siem­pre en función de las necesidades humanas.

Así, no es aventurado afirmar que tanto el hombre primitivo como el de las ca­vernas tuvieron en su momento su particular filosofía, pese a que no tenemos evi­dencia palpable de ellas; sin embargo, nos basta para creerlo así que, sin duda, des­de su inicio el hombre ha sido movido por su inteligencia hacia la búsqueda de la verdad absoluta, acumulando para ello "pequeñas verdades", en sus distintas etapas de su evolución, creando de esta manera su ciencia, su moral, su arte, sus leyes cí­vicas, su cultura en general e incluida aquí, por su puesto, su religión.

La esencia de la filosofía en su manifestación particular, finita, en un determi­nado momento histórico y por ello relacionada con los demás productos del pensa­miento la define de manera didáctica el filósofo alemán Georg Hegel (1770-1831), en su Introducción a la historia de la filosofía, ensayo en el cual Hegel se destaca como el primer pensador que intentó, con bastante éxito por cierto, descubrir la re­lación que existe entre el pensamiento filosófico y la sociedad concreta, histórica, de donde surge. A este respecto, Hegel señala:

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Se dice ordinariamente que las relaciones políticas, la religión, la mitología, etc., han de considerarse en la historia de la filosofía porque han tenido una gran influencia sobre la filosofía de la época y ésta (la filosofía) a su vez ha influido sobre la historia y las de­más formas culturales de la misma época. Pero si se contesta con categoría como "gran influencia", efecto de unas cosas sobre otras o de las mismas, entonces se necesita sola­mente demostrar la conexión exterior, es decir, se ha partido del punto de vista de que ambas existen por sí, independientes frente a frente. Aquí debemos considerar esta rela­ción desde un aspecto enteramente diferente; la categoría esencial es la unidad, la cone­xión de todas estas formas distintas. Se debe sostener aquí que es solamente un espíritu, un principio el que se expresa tanto en el estado político como en la religión, arte, mo­ralidad, en la vida social, en el comercio y en la industria, de manera que estas formas diferentes son solamente ramas de un tronco central. Éste es el principal punto de vista. El espíritu es solamente uno, es el único espíritu sustancial de un periodo, de un pueblo de una época, pero que se configura de múltiples maneras, y estas formas distintas son los momentos que han sido mencionados. Por consiguiente, no se debe creer que la po­lítica, las constituciones, las religiones, etc., sean las raíces o las causas de la filosofía o, al contrario, que ésta sea la causa de aquéllas. Todos estos momentos tiene un carácter, que es el que sirve de base y el que penetra todos los aspectos. Por múltiples que sean estos aspectos, sin embargo, no hay nada contradictorio en ellos. Ninguno de los aspec­tos contiene algo heterogéneo a la base, por más que ellos parezcan contradecirse tam­bién. Son solamente ramificaciones de una misma raíz, y de ella forma parte la filosofía. [...] En cuanto a la religión, se puede decir, en general, que la dejamos de lado. Pero en la historia, la filosofía y la religión frecuentemente marchan unidas y también frecuen­temente entran en conflicto una con otra, tanto en la época griega como en la cristiana; y su contraste constituye un momento muy determinado en la historia de la filosofía. Que la filosofía deje de lado a la religión es, por tanto, propiamente sólo una apariencia. Ellas no han quedado intactas en la historia de la filosofía; por lo tanto, nosotros tampoco las dejamos. Lo primero que nosotros queremos considerar aquí son las ciencias, o la cultura cientí­fica en general; lo segundo, la religión y, especialmente, la relación directa entre la filo­sofía y la religión. La consideración de esta relación tiene que hacerse clara, directa y honradamente, y no se debe dar la apariencia de que se quisiera dejar la religión intacta. Esta apariencia no es otra cosa que se quiere ocultar, que la filosofía se ha dirigido con­tra la religión. La religión, es decir, los teólogos, hacen, sin duda, como si ignoraran la filosofía, pero solamente para no avergonzarse de sus razonamientos arbitrarios.

Entonces, al igual que muchos otros filósofos ateos, Hegel propone que la filo­sofía y la religión son dos esferas totalmente separadas una de la otra y que por ello deben de marchar separadas por caminos distintos. Así, Hegel propone en SUS razo­namientos tres puntos básicos para lograr esta separación y aconsejando:

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La primera es la que se refiere principalmente a la cultura científica; éstos son los co­mienzos del pensar racional sobre las cosas naturales y espirituales; pero estos comien­zos aún no son filosofía. La segunda forma es la religión; precisamente esta religión es aquí, por eso, de interés más inmediato, porque la filosofía se relaciona esencialmente, aunque frecuentemente de una manera hostil, en parte con la mitología y en parte con la religión. La tercera forma es el filosofar razonador; aquí viene al caso la mayor parte de lo que se llamó antes metafísica racional. Con la consideración de estos aspectos se pon­drá de relieve un pensar, cuyas determinaciones le pertenecen, que se refieren a la filo­sofía.

Evidentemente en esta pugna histórica del pensamiento se destacan dos corrien­tes filosóficas que, con sus matices temporales, se han ocupado en defender su ver­dad. Por un lado, los progresistas filósofos materialistas dialécticos que han soste­nido y comprobado la ¡limitación del conocimiento humano y su importancia para el desarrollo social y, por el otro, los pensadores agnósticos y dogmáticos religiosos que aseguran que el creacionismo es un acto divino e inamovible, y que por ello el ser humano está supeditado a un destino manifiesto más allá de su voluntad, que le permite conocer únicamente la superficialidad de la naturaleza teniendo prohibido investigar sus fundamentos; por ello, no se deben buscar ni conocer las causas de sus fenómenos sino únicamente sus resultados. Obviamente, el simplismo de esta filosofía religiosa, plagada de dogmas indemostrables y superstición, ha sido desde siempre producto de la ignorancia y del deseo evidente, entre quienes la profesan y promueven, por mantener invariable el desarrollo social y el sometimiento de la conciencia de las masas para su propio beneficio.

Como se sabe, la filosofía como expresión de la conciencia social surgió en los inicios y durante el desarrollo de la sociedad esclavista. Durante el largo estableci­miento y posterior desarrollo del régimen de las comunidades primitivas, organiza­ción social primaria, los hombres no percibían ningún concepto científico acerca de su propia constitución orgánica ni las causas que provocaban su nacimiento, des­arrollo y muerte. Igualmente, eran incapaces de explicarse las imágenes mentales y los sueños, por lo que creyeron que el pensamiento y sus manifestaciones eran el re­sultado de una voluntad ajena a la estructura humana que se apoderaba del cuerpo y lo abandonaba al morir; esto, junto con el miedo ante los inexplicables fenóme­nos de la naturaleza, dio paso a las primeras ideas religiosas. Al respecto, Engels es­cribió en sus trabajos filosóficos lo siguiente: "El problema de la relación entre el pensar y el ser, entre el espíritu y la naturaleza, problema supremo de toda la filo­sofía, tiene, pues, sus raíces, al igual que toda religión, en las ideas limitadas e ig­norantes del estado de salvajismo". Para el hombre primitivo, lo general y lo con-

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creto formaban un todo, representado como una fuerza exterior inexplicable que subyugaba su vida cotidiana.

La historia universal establece que la cultura occidental nace en el antiguo Oriente en el valle de la Mesopotamia (hoy Irak), donde se establecieron diversos núcleos sociales entre los milenios iv y m antes de nuestra era. Seis mil años antes, nos asombró la creatividad de estos conglomerados humanos que en su tiempo su­pieron sacar múltiples beneficios materiales de su entorno, iniciando al mismo tiem­po el cultivo de la razón o la inteligencia que, junto con la agricultura, la ganadería, la alfarería, los trabajos de piedra e irrigación; la arquitectura y la elaboración de te­jidos, de papiros y curtido de pieles y el arte plasmado en cada una de estas obras, nos ofrecen el primer indicio del ilimitado potencial de la inteligencia humana. En Irak, Irán, Siria, Caldea y Babilonia, a la par con Egipto, en el tercer milenio antes de nuestra era, estas culturas, pese a su estructura social esclavista, nos demostra­ron la tendencia espontánea natural del hombre a su apego intelectual por las con­cepciones materialistas y ateas que desde entonces influyeron fecundamente en el desarrollo histórico de las ciencias en todas sus disciplinas.

Si bien es cierto que estos primeros brotes de las ideas materialistas sobre la na­turaleza fueron el resultado de las necesidades tecnológicas de las sociedades anti­guas en la búsqueda de su progreso, no se puede dejar de lado el hecho de que en todas las culturas sobresalientes del mundo de la antigüedad el pensamiento mate­rialista existe como parte inseparable de la condición humana, independientemente de sus creencias religiosas o su estructura social. De la misma manera que el des­arrollo de la agricultura y la artesanía primitivas trajo consigo la aparición de las ciudades que se convirtieron gradualmente en centros de la vida cultural y espiritual de la sociedad, la separación del trabajo físico y del trabajo intelectual trajo como resultado el surgimiento de la ciencia y la generalización más o menos sistemática de la experiencia práctica que se convirtió en el fundamento de los métodos para la investigación científica. El desarrollo de la agricultura y sus necesidades de irriga­ción y de construcción en los países del antiguo Oriente y el desarrollo de otras ra­mas de la actividad humana contribuyeron a la necesidad de acumular y sistemati­zar los primeros conocimientos matemáticos y astronómicos, así como algunos otros relativos a la física, la química y a la tecnología de los materiales. La inven­ción de la escritura, considerada la más alta conquista intelectual y surgida en las culturas del antiguo Oriente, ejemplifica el grado de profundización e ilimitación del conocimiento humano. Las primeras escrituras jeroglíficas son el testimonio de

los intentos del ser humano para dividir los conceptos en distintos grupos y mues­tra la primera clasificación de ellos, lo que marcó el comienzo del análisis gramati-

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cal del lenguaje y después el análisis lógico de los conceptos; el desarrollo de la es­critura contribuyó así a que el hombre alcanzara cada vez mayores éxitos en su ac­tividad cognoscitiva, demostrándole al mismo tiempo que en esta actividad se re­conoce el principio, que no tiene fin.

En el antiguo Egipto, de la necesidad por conocer y calcular el comportamiento del río Nilo, surge la astronomía en sus primeras manifestaciones primitivas, que, sin embargo, logró la creación del primer calendario que conoce la historia, el cual dividía el año en 12 meses de 30 días, que junto con cinco días suplementarios da­ba un año de 365 días, lo cual demuestra que en el antiguo Egipto se realizaban ob­servaciones astronómicas sistemáticas y que también distinguían la existencia de constelaciones, estrellas y planetas. Asimismo, el desarrollo de la agricultura origi­nó los primeros pasos de la geometría, y la construcción de edificios, pirámides y de un sistema de irrigación obligó al conocimiento y utilización de palancas y po­leas, así como a los principios de las leyes de la mecánica y el desarrollo de las ma­temáticas, como el logro del establecimiento de la fórmula que expresa la razón de la longitud de una circunferencia con respecto a su diámetro, conocida como la constante (pi). Igualmente, lograron calcular el volumen de una semiesfera, realiza­ron cálculos con números quebrados y consiguieron resolver ecuaciones con dos in­cógnitas.

En Babilonia, la sociedad esclavista entre los milenios iv y ni antes de nuestra era alcanzó un grado de desarrollo superior al de Egipto, logrando importantes éxi­tos en la astronomía y las matemáticas; el sistema babilónico de numeración prece­dió al sistema arábigo hoy adoptado en casi todo el mundo, y los matemáticos ba­bilónicos iniciaron el desarrollo del álgebra, al tiempo que conocían las reglas para la extracción de raíces cuadradas y principios geométricos como el teorema que posteriormente en la antigua Grecia recibió el nombre de "teorema de Pitágoras." En astronomía, los babilonios elaboraron una carta del cielo visible directamente y el astrónomo Seleuco formuló la primera hipótesis acerca de la estructura heliocén­trica del Universo. Estas ideas filosóficas materialistas científico-naturales despeja­ron el camino del progreso científico posterior de la Humanidad y contribuyeron de­cididamente a la lucha contra la concepción religiosa del mundo. Así, la filosofía nace entonces por primera vez en la historia de la Humanidad en los países del an­tiguo Oriente y, pese que al principio dichas ideas filosóficas tenían un carácter ma­terialista espontáneo, producto de un realismo ingenuo de los hombres primitivos, su aparición significó una gran conquista del pensamiento humano y su desarrollo científico posterior, al combatir las diversas manifestaciones del idealismo filosófi­co y la ideología religiosa, que servían en aquel entonces a la nobleza esclavista pa-

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ra someter física y espiritualmente a las masas populares, al tiempo que frenaban el progreso científico y cultural.

Independientemente de las primeras manifestaciones filosóficas en el antiguo Oriente, en el primer milenio antes de nuestra era y en los siglos subsiguientes na­ce y se desarrolla la filosofía en la antigua Grecia en su tránsito del régimen de la comunidad primitiva a la sociedad esclavista. Si bien es cierto que los más destaca­dos filósofos materialistas clásicos de la antigua Grecia eran ideólogos de la demo­cracia esclavista a falta del conocimiento de otra forma de estructura social, tam­bién es cierto que sus ideas filosóficas avanzadas para su tiempo constituyeron la base teórica de la actitud social progresiva y científica de las mismas clases escla­vistas de su tiempo. Como en Oriente, las necesidades prácticas de la producción agrícola y artesanal, el desarrollo del comercio y la navegación impulsaron el avan­ce de los conocimientos astronómicos, meteorológicos, matemáticos y físicos que convirtieron a los pensadores griegos materialistas en verdaderos investigadores de una naturaleza apartada de la religión y la mitología, aunque ésta última nutrió en su tiempo los más elevados logros del arte griego. Se entiende que por sus amplias relaciones comerciales y culturales con los diversos pueblos de Oriente, los anti­guos filósofos griegos tomaron de ellos sus rudimentarios conocimientos para el florecimiento de sus propias ideas; así, Tales de Mileto estableció ligas con los sa­bios del antiguo Egipto, mientras que Pitágoras viajó a este país y Demócrito estu­vo también en Babilonia y otras regiones orientales que para ese entonces ya ha­bían acumulado importantes conocimientos en el estudio de la geometría y la medicina.

Los filósofos materialistas griegos eran a su manera dialécticos espontáneos por su estilo disciplinado de abordar los fenómenos de la naturaleza, y en esta dirección destacaron brillantes pensadores, como Anaxágoras, Empédocles y Epicuro, al igual que Heráclito, Anaximandro y Anaxímenes. A ellos se debe la formación del "todo único" de las ideas científicas respecto a la naturaleza, convirtiéndose así la filoso­fía griega de la antigüedad en uno de los grandes monumentos de la cultura huma­na que encerraba ya el germen de todos los pensamientos posteriores de la concep­ción del mundo. Los filósofos materialistas griegos eran ateos y defendieron ideas avanzadas en el terreno científico, como la estructura atómica de la materia, some­tiendo al mismo tiempo a la crítica la religión, las supersticiones y los fundamentos politeístas de la mitología griega; sus logros contribuyeron notablemente al progre­so de los conocimientos matemáticos, astronómicos, meteorológicos y físicos, y fundaron los rudimentos para la anatomía, la geología y la conexión de la materia inorgánica con la orgánica, indicando con ello que el alma en Ja religión es Ja inte­ligencia en la filosofía y que no es eterna porque muere al morir su portador.

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El tránsito del esclavismo al sistema de servidumbre en el régimen feudal no fue un fenómeno social que se estableciera simultáneamente en los diversos países de la Antigüedad, sino en diversos periodos históricos. Así, según algunos historiado­res, se inicia la sociedad feudal en China entre los siglos m y n antes de nuestra era, mientras que en la India acontece en los primeros siglos de nuestra época y en Asia Central en los siglos iv y vi, simultáneamente con los países de Europa Occidental. Sin embargo, independientemente de las formas sociales anteriores y de la época de su establecimiento, el feudalismo es una relación social para la producción de bien­es cuya base es la propiedad del señor feudal sobre la tierra y otros medios de pro­ducción y su propiedad respecto al productor, o sea, el campesino dependiente o siervo de la gleba. Esta nueva conformación social, pese a sus deformaciones e in­justicias, constituyó en su tiempo un avance histórico en la movilidad social al des­integrar la milenaria formación esclavista que para ese tiempo ya se había agotado, como sucedió más tarde con el feudalismo, que fue desintegrado por el desarrollo de la economía monetaria-comercial que gestó al capitalismo desde las mismas en­trañas del feudalismo que junto con la religión concentraban la producción, el po­der político y las instituciones ideológicas de la sociedad. En muchos países de es­ta época de servidumbre, la Iglesia, a través de la jerarquía clerical, poseía la mayor parte de la tierra y otras riquezas, por lo que era frecuente que el poder de la Igle­sia fuera superior al de los estados feudales, lo que ocasionó a lo largo de la Edad Media diversos choques y conflictos tanto entre los señores feudales y sus siervos, así como de los aristócratas feudales con pequeños terratenientes feudales y de és­tos dos con el clero representante de la Iglesia católica. De esta pugna surge la bur­guesía ilustrada, que controla el comercio y la industria y encabeza finalmente to­dos los movimientos antifeudales que, gradualmente, dan paso a las concepciones filosóficas vinculadas con el pensamiento político-social de aquella época, que se ampara ya sea en el misticismo, la herejía o la sublevación armada en contra de la concepción filosófica religiosa.

En la Edad Media los pensadores progresistas que cultivaban una concepción científica del Universo, al enfrentarse a un dominio absoluto de la ideología reli­giosa en la vida espiritual de la sociedad, no podían sustentar abiertamente sus ideas materialistas y ateas al no contar con el respaldo de las masas populares, por lo que se vieron obligados a revestir frecuentemente de un ropaje religioso sus ideas y descubrimientos científicos. Al mismo tiempo la naciente burguesía, intere­sada en el progreso científico a cambio del debilitamiento de la dictadura espiritual de ¡a Iglesia, propiciaba y estimulaba la investigación científica, pero sin enfrentar­se abiertamente con los altos mandos de la jerarquía religiosa, mientras que la aris-

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tocracia feudal defendía y justificaba la teoría del carácter "natural y eterno" del sis­tema feudal, instituyéndolo como un "mandato de Dios" envuelto en un "velo de santidad," según los criterios de la concepción religiosa-escolástica del mundo dis­tintiva de la Edad Media.

La transición del esclavismo al feudalismo fue una época negra para todo pen­samiento filosófico progresivo; no en balde a la Edad Media se le conoce como la "edad del oscurantismo", tiempo en el que las ideas religiosas del mundo impues­tas con el terror y la represión desde el Papado ocupaban todos los resquicios de la conciencia popular, eliminándose así todo intento de progreso científico y social que no fuera del agrado de la Iglesia o que no sirviera a sus intereses. Pese a todo, durante los siglos xv-xvi la burguesía, que exigía mayores resultados de la investi­gación científica para su beneficio, propició un rompimiento cada vez más abierto con la teología, emprendiendo así su propio desarrollo con el resultado de una cre­ciente oposición a los dogmas de la religión e imposiciones de la Iglesia, lo cual propició el nuevo resurgimiento de la ciencia. Como era de esperarse, el desarrollo de esta nueva ciencia transcurrió en medio de una implacable lucha de conflictos en los que lo mismo participaban las nacientes fuerzas antifeudales y los círculos pro­gresivos de la burguesía, por un lado, y por el otro la Iglesia católica y los defenso­res del régimen feudal, lucha en la cual la ciencia otorgó a sus mártires que cayeron o fueron perseguidos por defender la verdad de las leyes de la naturaleza, entre quienes por ser más conocidos por destacados figuraron Giordano Bruno, Miguel Servet, el filósofo italiano Vanini, quemado vivo por la Santa Inquisición; el holan­dés Vesallo, fundador de la anatomía científica, martirizado por la Iglesia católica, y el notable Galileo, víctima de la persecución religiosa y tal vez el más famoso de los pensadores científicos de su tiempo.

El enfrentamiento y la rebelión científica contra la Iglesia católica propició el desarrollo de diversas ramas de la industria, basadas en el conocimiento de las le­yes de la mecánica, de la física, de la química y la metalurgia, que con la ayuda de la invención de nuevos instrumentos de investigación propiciaron un rápido des­arrollo de la técnica de experimentación científica. También con los nuevos descu­brimientos geográficos se ampliaron y surgieron novedosas ideas sobre el planeta y su superficie, así como de los seres vivos que en él habitan, lo cual dio paso a la cre­ación de nuevas ciencias, como la geografía física, la zoología y la botánica, y se renovó también el interés por la astronomía y sus aplicaciones prácticas; junto con ello, la invención de la imprenta fue de una importancia excepcional para la ciencia y su progreso al permitirle mayor difusión en menor tiempo.

Como efecto de este progreso científico al margen de los dogmas de la fe, la per­secución y combate contra los pensadores materialistas ateos por la Iglesia católica

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se volvió más cruenta. Nicolás Copérnico (1473-1543), quien consagró su actividad intelectual a demostrar que los movimientos aparentes del Sol y las estrellas eran en realidad consecuencia de la rotación de la Tierra sobre su eje cada 24 horas, expu­so finalmente la teoría de que el centro de nuestro sistema planetario no es la Tie­rra (geocentrismo de Ptolomeo) sino el Sol (heliocentrismo), tesis manejada en la Antigüedad por Aristarco de Samos, pero que Copérnico expuso en forma riguro­samente científica al expresar: "Lo que se nos presenta como movimiento del Sol no deriva de su movimiento sino del movimiento de la Tierra y su esfera, junto con la cual giramos alrededor del Sol como cualquier otro planeta; por tanto, la Tierra tiene más de un movimiento". Estas afirmaciones, por supuesto, le asestaban un du­ro golpe a la teología en su punto más sensible al quebrantar la concepción teológi­ca del mundo que en la leyenda bíblica fue hasta entonces inamovible, que consig­na en sus sagradas páginas que Josué había pedido a Dios que detuviera la marcha del Sol y que no se refirió a la Tierra, por lo cual los clérigos partían de este pasaje bíblico para combatir la tesis de Copérnico y demostrar la "falsedad de su sistema heliocéntrico". Pero pese a los ridículos argumentos escolásticos de la alta clerecía católica, las ideas de Copérnico fueron desarrolladas posteriormente por el sabio alemán Johannes Kepler (1571-1630), quien formuló las leyes fundamentales He| movimiento de los planetas alrededor del Sol.

Giordano Bruno (1548-1600) fue una víctima famosa del fanatismo religioso, al sacar conclusiones profundamente materialistas y ateas de la teoría heliocéntrica de Copérnico: por sus ideas avanzadas fue acusado de "herejía" y excomulgado por la Iglesia, viéndose obligado a huir de Italia en calidad de "prófugo de la justicia di­vina" por Suiza, Francia, Inglaterra y Alemania, pero sin abdicar a su concepción materialista del mundo. A su regreso a Italia en 1592 fue capturado por la Inquisi­ción, encarcelado y torturado, hasta que finalmente el 17 de febrero de 1600 fue quemado vivo en la Plaza de las Flores, en Roma. Durante su productiva existen­cia, Bruno fue un decidido y valiente luchador en pro de la ciencia progresiva y an­ticlerical, al oponerse a la religión oficial y a la escolástica; en sus trabajos filosó­ficos expuso la tesis de la infinitud del Universo y la pluralidad de los mundos, e in­tuyó el movimiento del Sol y todas las estrellas alrededor de su propio eje, igual a como lo hacían todos los planetas. Para Bruno, la verdadera filosofía debía fundar­se siempre en la experiencia científica, poniéndole así un coto a la escolástica y sus extrañas definiciones de la vida, así como a su hostilidad al conocimiento empírico, al afirmar que "el conocimiento es siervo de la fe", fundamentando y defendiendo con esta limitación la ideología eclesiástica oficial mediante argucias artificiales de carácter dogmático-religioso; con ello, la escolástica propagaba el fanatismo reli­gioso y la intolerancia hacia la independencia del pensamiento.

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Esta rebelión contra la imposición de dogmas por la Iglesia católica en la época de Bruno tiene su más cercano antecedente en la historia de la cultura humanista du­rante la época del renacimiento, cuando el artista genial, eminente filósofo, cientí­fico e ingeniero Leonardo da Vinci (1452-1519) expresó su abierta crítica contra la teología y toda clase de supersticiones partiendo fundamentalmente de posturas fi­losóficas materiales. Así, Da Vinci afirmaba que todos los fenómenos naturales se ajustan a la ley objetiva de la necesidad "que es la preceptora y el mentor de la na­turaleza; la necesidad es el tema y la inventora de la naturaleza, y la brida y la ley eterna". El artista italiano, tal vez el mayor genio de la Edad Media, al mismo tiem­po que dedicó su inteligencia al arte se ocupó con elevado interés de las matemáti­cas, la mecánica y la ingeniería y obtuvo importantes logros en las distintas ramas de la física. Pronunciado siempre a favor del estudio científico de la naturaleza, se oponía por ello decididamente a la teología y la escolástica, la astrología y la alqui­mia, y combatía la dictadura espiritual de la Iglesia católica, a la que calificaba de "tienda de engaños" y creadora de fantasías. Al referirse a las pretensiones de la Iglesia de poseer la verdad, Da Vinci despreciaba las doctrinas reaccionarias de los clérigos, quienes sostenían que ellos "conocen todos los secretos por intuición", di­ciendo que "los monjes y sus monasterios trafican con el paraíso y desvalijan en la tierra a la gente ingenua".

En la época del Renacimiento, la burguesía y sus ideólogos sostuvieron una lu­cha permanente a favor de la filosofía materialista y de las ciencias naturales, en contra de la escolástica medieval y la teología. Así, entre los siglos xv y xvi se ini­ció la transformación de la ciencia natural en verdadera ciencia, y como resultado de los conocimientos científicos naturales se pudieron derrumbar los dogmas y las tradiciones teológicas caducas e inservibles que frenaban el desarrollo humano; sin embargo, el potencial creador de la ciencia de aquellos tiempos aún seguía limita­da por el predominio casi absoluto de las concepciones metafísicas de la naturale­za, que en sus métodos sustrae los fenómenos y procesos a su concatenación uni­versal, negando la existencia de sus contradicciones internas y rechazando además el desarrollo o reduciéndolo a cambios puramente cuantitativos. Como la ciencia es por definición el conjunto sistemático de conocimientos, métodos y conceptos con los que el hombre describe y explica los fenómenos de la naturaleza, no puede por ello fundamentar su desarrollo en mitos religiosos o dogmas que por su esencia son incomprobables, ni con razonamientos metafísicos que se quedan siempre a la mi­tad del camino; y en el supuesto de asumirlas como parte de su desarrollo, estaría

negándose a sí misma junto a su actitud de imparcialidad racional, la comprobación de los fenómenos por medio del método de la experimentación y el convencimien-

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to universal de que el hombre por medio de la ciencia está capacitado para cono­cerlo todo. Por ello, ciencia y religión estarán condenadas a la incompatibilidad, en tanto la primera se alimente del mundo real y la segunda viva en el mundo de la fan­tasía, el mito y el engaño. La filosofía científica por su esencia materialista no pue­de ni debe someterse a los dictados de la filosofía idealista, que ve a la naturaleza como quisiera que fuera y no como en realidad es.

Por esas razones; tal vez el más famoso enfrentamiento histórico entre la ciencia y la filosofía idealista conoció su máxima expresión en el siglo xvii cuando el gran sabio italiano Galileo Galilei (1564-1642) se enfrentó a la persecución de la Iglesia católica. El astrónomo de Pisa quien contribuyó enormemente en su tiempo al des­arrollo del saber científico y de la concepción materialista del mundo, propinó a la Iglesia católica el mayor descalabro de su tiempo en su prestigio ante la opinión pú­blica, al declarar públicamente que los descubrimientos de Copérnico eran un testi­monio irrefutable de que la Tierra no permanece inmóvil ni es el "centro del mun­do", sino que gira, al igual que otros planetas, alrededor del Sol. Y es que Galileo, gracias al perfeccionamiento del telescopio, descubrió misterios del Universo nun­ca antes contemplados: observó varios satélites de Júpiter, las fases de Venus, la existencia de las manchas solares y de montañas y valles en la Luna, además de que nuestra galaxia, la Vía Láctea, estaba formada por cúmulos de estrellas, algunas iguales y otras distintas del Sol. El problema del físico italiano con la Iglesia tomó grandes dimensiones, porque el sabio, al publicar sus trabajos en forma sencilla y coloquial, no en latín sino en su idioma, permitió a las masas conocer y entender los alcances teológicos de sus descubrimientos que exhibían las "verdades" de la Igle­sia como simples invenciones sin sustento. Como respuesta y sin poder refutar cien­tíficamente las ideas de Copérnico y Galileo, los clérigos persiguieron infamemen­te a Galileo alegando la incompatibilidad de la doctrina copernicana, defendida por este sabio, con las Sagradas escrituras y calificando además sus obras como más terribles y funestas que los escritos de Lutero y Calvino. Denunciado entonces por los jesuítas, la inquisición instruyó en el acto un proceso judicial en su contra y la Congregación del Santo Oficio decretó la prohibición absoluta de la doctrina de Co­pérnico, pero sin lograr que Galileo renunciara a la lucha por la ciencia, demos­trando con mayor vigor la falsedad de la doctrina geocéntrica de Ptolomeo, la cual calificó como una concepción teológica-escolástica del mundo que dominaba la conciencia de su tiempo.

Se dice que Galileo renunció a sus ideas en aras de salvar su vida y que mascu­lló su famoso "...y sin embargo se mueve" al salir del tribunal, pero lo que no deja lugar a dudas es que la Iglesia se enfrentó a un rival de inteligencia extraordinaria,

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que contribuyó con su formación enciclopédica al engrandecimiento de la ciencia y la investigación, con sus aportaciones matemáticas, físicas, astronómicas y filosófi­cas, complementadas como gran conocedor del arte y destacado escritor. Con ese tamaño de genio se enfrentó la Iglesia y visto está que no se atrevió a eliminarlo; más de 400 años después, el papa Juan Pablo II reconoció ios errores de la Iglesia católica en tiempos de Galileo y aceptó humildemente que el sabio tenía razón.

Para el filósofo inglés Bertrand Russell (1872-1970), Galileo, Newton, Darwin y Pavlov, en ese orden, son los verdaderos fundadores del método científico tal co­mo lo entendemos en nuestro tiempo. Particularmente respecto a Galileo, Russell afirma en su obra La perspectiva científica que este sabio poseyó el método cientí­fico en su integridad, lo condujo hacia la madurez y ejerció por ello una enorme in­fluencia en todos los científicos posteriores. Por ello, Russell otorgó un merecido homenaje a este gran genio italiano, con estas palabras:

...Por regla general, el conocimiento es más difícil de lograr que lo que suponía Galileo, y mucho de lo que él creía era sólo aproximado; pero en el proceso de adquirir un co­nocimiento seguro y general, Galileo dio el primer paso. Por eso es el padre de los tiem­pos modernos. Tanto lo que nos gusta como lo que nos disgusta de la edad en que vivi­mos -su crecimiento de población, su mejoramiento en sanidad, sus trenes, automóviles, radio, política y anuncios de jabón-, todo proviene de Galileo. Si la Inquisición le hu­biese cogido joven, no podríamos ahora gozar de las delicias de la guerra aérea y de los gases envenenados, ni, por otra parte, de la disminución de la pobreza y de las enferme­dades, que es característica de nuestro tiempo. Es costumbre entre cierta escuela de so­ciólogos menospreciar la importancia de la inteligencia y atribuir todos los grandes su­cesos a grandes causas impersonales. Juzgo esto una completa ilusión. Creo que si cien de los hombres del siglo xvn hubiesen muerto en la infancia, no existiría el mundo mo­derno. Y de esos ciento, Galileo es el principal.

Las derrotas de la Iglesia ante los postulados de la ciencia permitieron poste­riormente el establecimiento definitivo de las tendencias filosóficas progresivas, en la mayoría de las sociedades más representativas de su tiempo, que vincularon su oposición a la escolástica medieval con el desarrollo social y el progreso de las cien­cias naturales, diversificando las disciplinas de su estudio y comprensión. El ejem­plo del ardor científico de Galileo en Italia se difundió a favor de la razón y el co­nocimiento en Inglaterra, Holanda y Francia, sólo para nombrar los casos más representativos del acelerado desarrollo de la filosofía materialista, que tomando las mejores tradiciones y aciertos de los materialistas de la Antigüedad y de los pensa­dores avanzados de la época feudal, ya en retirada, estableció novedosas doctrinas

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que contenían siempre los elementos de la concepción materialista del mundo. Am­parados en el convencimiento de que la ciencia aes la ciencia de la experiencia", y como tal consiste en aplicar un método racional a lo que nos ofrecen los sentidos, las condiciones para su desarrollo efectivo requieren siempre el uso de la inducción, el análisis, la comparación, la observación y la experimentación, ya que todas uni­das, en armonía y sin contradicciones, nos darán siempre la certeza de poder conocer ¡as verdades del mundo y del Universo, en contraposición con la filosofía religiosa o metafísica que limita por su esencia las libertades de la razón y la conciencia.

En la óptica de la filosofía materialista, tanto la religión como la superstición tie­nen sus orígenes en las ideas acotadas por la ignorancia del "estado primitivo" del hombre, cuando aún no poseía ningún concepto científico acerca de los fenómenos naturales más evidentes ni mucho menos de la constitución de su organismo y las causas que provocaban su muerte, y que durante sus primeros destellos de inteli­gencia interpretó erróneamente la acción de las fuerzas naturales que subyugaban el sentido de su vida y su impotencia para controlarlas. Esto le generó la falsa idea de que los objetos y fenómenos no eran otra cosa sino formas detrás de las cuales se ocultaban seres invisibles e inmateriales que habitaban un mundo sobrenatural apar­tado de la naturaleza, pero que influían en ella y en los hombres. Así, se inició la manifestación más remota del idealismo como una tendencia apoyada en las creen­cias y los mitos religiosos, sin que esto signifique que el verdadero pensamiento fi­losófico primario y su posterior tendencia materialista surgiera simultáneamente, en virtud de que esta línea del pensamiento requiere la acumulación de algunos cono­cimientos que por su esencia se confronten con los dogmas y creencias tradiciona­les, pues la religión se basa en la fe, mientras el pensamiento filosófico, por precario que sea su desarrollo, se funda en conocimientos que ordenados generan la ciencia.

El hombre, desde sus primeras experiencias en la comunidad primitiva, realizó concepciones realistas aunque ingenuas- del mundo, no necesariamente basadas en ideas religiosas; diversas obras de la edad de piedra y los dibujos primitivos, que son los antecedentes remotos de la escritura, sirvieron de instrumento para que el hombre primitivo se relacionara con su comunidad, así como para comunicar sus pensamientos en forma de imágenes, carentes la mayoría de ellas de un sentido re­ligioso que los idealistas insisten en darles. Estas obras primitivas reflejaban más bien los primeros conocimientos rudimentarios acumulados acerca de la naturaleza, sus plantas y animales, y expresaban además la fantasía que puede residir en la mente creadora del hombre, que en el tránsito de su existencia primitiva fue capaz de fabricar los instrumentos necesarios para sobrevivir, demostrando así su genio, un amplio espíritu de observación y la fuerza de su intelecto. Si el hombre hubiera

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permanecido inmerso en sus fantásticas ideas primitivas sobre el mundo, no habría podido construir la primera hacha de piedra, ni mucho menos el arco y la flecha, he­rramientas que, al decir de Engels, "forman ya un instrumento muy complejo, cuya invención supone larga experiencia acumulada y facultades mentales desarrolladas, así como el conocimiento simultáneo de muchos otros inventos".

En el desarrollo de sus actividades cotidianas, el hombre siempre enfrentó un mundo real y objetivo, mundo del cual dependía y determinaba su propia actividad; por necesidad, en los primeros destellos de su inteligencia, el hombre entendió aun­que de forma ingenua, que las cosas de la naturaleza existen fuera e independien­temente de sí mismo, marcando así tal vez la primera etapa en el progreso de la conciencia humana y su iniciación en el uso del pensamiento abstracto, el cual le permitió transitar de la ignorancia a un conocimiento elemental de las cosas y de éste a otro superior. Esto permitió a las sociedades primitivas establecerse en las tierras más adecuadas para vivir, construyendo mejores viviendas para soportar las incle­mencias del tiempo y desarrollando, a la vez, nuevas formas de actividad que re­querían operaciones más complejas que planteaban objetivos cada vez más difíciles.

El alejamiento gradual del hombre del animal, merced al trabajo y al lenguaje, planificó sus acciones sobre la naturaleza orientadas a fines trazados previamente, lo que permitió la aparición de la agricultura sobre la recolección y la ganadería so­bre la caza; el desarrollo de estas actividades y la artesanía generaron la aparición de las ciudades que se convirtieron en el detonante de la vida espiritual de una so­ciedad en la cual los dioses, que antes personificaban las fuerzas de la naturaleza, se convirtieron en atributos sociales que acompañaban a los grandes señores de la tierra y a los reyes más poderosos. Estas creencias religiosas de la gente sencilla fueron hábilmente utilizadas por los sacerdotes, quienes crearon las doctrinas teo­lógicas que divinizaron el poder de los reyes y la nobleza sobre la multitud esclava, proclamando al mismo tiempo la encarnación de la "voluntad divina" del mundo creado por los dioses, actitudes e ideas características de la Iglesia a lo largo de la historia y que aún conserva y defiende en nuestros tiempos.

Ya desde el inicio de la filosofía materialista que se oponía a la ideología de los sacerdotes, altos dignatarios de la Iglesia y de la nobleza esclavista, los pensadores liberales de la Antigüedad asestaron sus primeros golpes contra la fe al rechazar la concepción tradicional del mundo y el dogma religioso de la vida de ultratumba. Así, los pensadores progresistas egipcios afirmaban que nadie debía apoyarse en los muertos para hablar de un reino de ultratumba y que en lugar de poner nuestras es­peranzas en una vida ultraterrena, "los hombres deben arreglar sus asuntos aquí en la tierra," expresándose esta idea con mayor fuerza en la literatura egipcia posterior,

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en la cual se afirmaba que el cuerpo humano se convierte en polvo después de la muerte y quien desee perpetuar su nombre no debe aspirar a una vida ultraterrena, sino en sus actos aquí en la tierra. Con esto hacía referencia a la egolatría faraóni­ca, que requería grandes monumentos, como las pirámides, para preservar su me­moria entre los subditos y alcanzar la eternidad en el otro mundo.

Estas ideas filosóficas ateas no fueron, sin embargo, fácilmente aceptadas y se ahogaron en el mar de las dominantes concepciones religioso-idealistas estableci­das por las castas faraónicas y sus poderosos sacerdotes, quienes afirmaban que los dioses inventaron todas las cosas y que las obras del hombre deben su origen a las órdenes que los dioses sembraron en su pensamiento. Ciertamente los egipcios, mo­tivados por un politeísmo heredado de las culturas del Medio Oriente, lograron imi­tar la técnica de construcción de pirámides de los babilonios, a quienes superaron, porque supieron complementar con conocimientos de astronomía, geometría y me­cánica los rudimentos que tomaron previamente de otras culturas ajenas y de las so­ciedades vigentes de su tiempo, como los pueblos de China, Grecia y la India, los cuales también en términos de su religión politeísta, santificaban el esclavismo y la división de castas bajo el poder sacerdotal y la nobleza. Esta era una característica principal del pensamiento religioso en todas las culturas sobresalientes durante la época del esclavismo y su gradual transición hacia el régimen de servidumbre, dan­do paso a diversas manifestaciones religiosas acordes cada una con el sentido cul­tural característico de cada pueblo.

Así, durante los milenios iv y m antes de nuestra era se desarrolla la llamada ci­vilización del Valle del Indo, de la cual aún sin tener datos precisos sobre sus ten­dencias ideológicas sociales, se le reconoce sin lugar a dudas como uno de los focos importantes de la cultura universal, en la que encontró su asiento y se desarrolló el brahmanismo, práctica religiosa que defendía el régimen social de aquel tiempo; pa­ra ello, santificó el poder de la nobleza y la casta sacerdotal que humillaba a la ma­sa de esclavos y, al mismo tiempo, luchaba contra las ideas filosóficas materialistas que dieron vida posteriormente al budismo y al jainismo. Para la casta sacerdotal, el dogma sobre el verdadero ser, o la realidad primera, consistía en un espíritu uni­versal, el Brahmán (Dios), cuyas partículas encarnaban el cuerpo humano y que és­te sólo era la envoltura exterior de su alma, la cual al liberarse de este mundo con la muerte se identificaría eternamente con el Brahmán, quien la acogería; ésta era la tradicional promesa religiosa del paraíso eterno para aquellos mortales que durante su vida terrena hubieran soportado paciente y silenciosamente las penurias y el su­frimiento impuestos por las castas dominantes, lo mismo fueran reyes o sacerdotes. En la doctrina del brahmanismo, la única realidad y el fundamento del mundo es

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Brahmán, espíritu universal y sobrenatural, dueño único de los atributos del ser, la conciencia y la felicidad humana, por lo cual el mundo aparente no es otra cosa que su manifestación a través de una fuerza mágica o ilusión. Evidentemente, esta doc­trina religiosa, como todas las de su tiempo y posteriores, sólo constituye lucubra­ciones teológicas, anticientíficas e indemostrables, utilizadas para someter a las ma­sas sumidas en la ignorancia y para tratar de refutar las ideas materialistas de su tiempo, pues si se acepta la existencia de Brahmán y su "verdad", entonces la exis­tencia humana no tiene sentido ni tampoco sus esfuerzos para entender el mundo re­al en el que vive, sus fenómenos y su diversidad evidentes, que influyen a pesar de las doctrinas religiosas en su existencia cotidiana.

En esta edad de la inocencia, cuando entre las masas primitivas el esclavismo y el servilismo eran el fundamento de la organización social, la religión y sus dogmas de fe eran el camino más fácil de recorrer para explicarse el mundo y la naturaleza de las cosas, la concepción brahmánica para explicarse el mundo real como mera apa­riencia o ilusión es una idea irreal y, por tanto, anticientífica, pero que servía en la edad de la ignorancia humana para "conocer" el mundo. Así, se establecía la "'lógi­ca" de que la existencia del hombre es una ocurrencia de las entidades que moran en el mundo sobrenatural, ideas también aceptadas por el jainismo posterior, con la salvedad de que para la filosofía jainista si bien el hombre es poseedor de un alma inmortal, el mundo, aunque es eterno, no ha sido creado por ningún dios o espíritu, iniciándose así un esfuerzo intelectual materialista para explicar la naturaleza. Sin embargo, el budismo posterior, en el principio de nuestra era, establecía como pun­to de partida filosófico la concentración y la contemplación en el mundo interior pa­ra alcanzar la felicidad eterna: el Nirvana, creencias muy valiosas en manos de los poderosos para someter ideológicamente a las masas trabajadoras e ignorantes.

En la China, una de las culturas más antiguas del mundo y cuyas fuentes escri­tas comprenden más de 4 mil años, su desarrollo cultural es rico en pensadores, in­ventores, científicos, escritores y artistas progresivos que enfrentaron en su tiempo las ideas filosóficas idealistas que la aristocracia dominante imponía entre las ma­sas, en épocas tan remotas como la segunda mitad del segundo milenio antes de nuestra era; en ese tiempo surgieron las primeras ideas religiosas acerca del "Señor del Cielo" como entidad suprema, teniendo éste a los reyes de la tierra como sus mensajeros. Pese a esta imposición religiosa utilizada para someter a la gente sen­cilla, la filosofía materialista china de aquellos tiempos pudo explorar con visión científica la realidad del mundo, logrando así grandes avances y descubrimientos; por ello los antiguos astrónomos chinos crearon un calendario lunar-solar, conocie­ron la periodicidad de los eclipses de Sol, llevaron un registro sistemático de ellos

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y al mismo tiempo compusieron un catálogo estelar, el primero conocido en el mun­do, que incluía 800 astros; por ese tiempo, también las crónicas narran cómo los chi­nos empleaban la brújula en sj.is viajes. En el campo de las matemáticas, la medici­na, la biología y en otras ramas del saber, los antiguos chinos alcanzaron un nivel elevado para su época, destacando sus descubrimientos biológicos que, aplicados a la agricultura, les permitieron implemcntar la rotación de cultivos y con ello el in­cremento de sus cosechas, por medio del enriquecimiento del suelo con ayuda de los abonos. Todos estos conocimientos y sus aplicaciones prácticas contribuyeron, por igual, al desarrollo cultural de la antigua China y al establecimiento y progreso gradual de la concepción materialista del mundo y su lucha contra la religión, que establecía la superioridad del "Señor del Cielo'' sobre el destino humano. Todo es­to dio lugar al desenvolvimiento de diversas corrientes ideológicas que mezclaban e! materialismo con el idealismo en su concepción del mundo, destacando entre otras el confucionismo, el laotsismo, el monismo y el sufismo, que competían in­distintamente unas contra otras para imponer su verdad filosófica y para tratar de explicar, apartadas de la ciencia, la miserable existencia humana.

Entre los pensadores más eminentes de la antigua China destacó Confucio (551-479). quien se distinguió no como pensador científico, sino como fundador de una doctrina ético-política que dio forma social a su época y a los siglos posteriores y que establecía el buen comportamiento individual para el logro de una sociedad ar­mónica. Confucio instituyó reglas morales para determinar las relaciones humanas tanto en la sociedad como entre la familia, inculcando para ello el respeto a quienes son superiores tanto por su jerarquía como por su edad, y al mismo tiempo estable­ció la inmovilidad de clases al afirmar: "El soberano debe ser soberano; el subdito, subdito; el padre, padre y el hijo, hijo". Con estas ideas, el filósofo oriental logró un papel importante en la cultura china, ideas siempre aprovechadas por las clases do­minantes para influir en el pueblo. El espíritu de sumisión caracterizó al régimen feudal que en la antigua China se ancló durante más tiempo que en otras culturas de su época y dio origen a las más encarnizadas y prolongadas luchas de clases entre campesinos y señores feudales de que se tenga memoria, pero que al final fueron las verdaderas fuerzas motrices del importante desarrollo de la sociedad feudal china. Históricamente, el aporte de conocimientos de la cultura china al conocimiento uni­versal fue de gran importancia y se resume en el siglo xv con la edición de un dic­cionario enciclopédico de más de 11 mil volúmenes que contenían información am­plia respecto a las ciencias que dominaron y que contribuyeron al desarrollo de la filosofía materialista dialéctica de toda la Humanidad, como sucedió en Grecia y Roma, culturas que desde el siglo vi antes de nuestra era tomaron y mejoraron las ideas filosóficas materialistas de los diversos pueblos de Oriente.

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En Grecia, cuando el régimen de la comunidad primitiva dio paso al régimen es­clavista, las necesidades prácticas en la artesanía, la agricultura, el comercio y la na­vegación impulsaron el desarrollo de los conocimientos en diversos campos de la ciencia, que en ese entonces se presentaban entrelazados con las ideas filosóficas, políticas y religiosas formando un todo único. Por ello, los primeros filósofos grie­gos de la Antigüedad eran igualmente investigadores de la naturaleza y sus fenó­menos, lo cual enriqueció el saber científico y preparó la lucha contra la religión y la mitología, que fueron abundantes y variadas tanto en Grecia como en Roma, con­virtiéndose en un importante legado ideológico para el arte y la filosofía de los si­glos posteriores.

El materialismo griego tiene su inicio en el siglo vi antes de nuestra era en las ciudades-estados Mileto y Efeso, en Jonia, región situada en las costas del Asia Me­nor, que en esa época eran las rutas comerciales obligadas entre los pueblos de Oriente y Occidente, donde destacaron por su sentido materialista y progresivo las ideas filosóficas y científicas de Tales, Anaximandro y Anaxímenes, quienes esta­blecieron por primera vez el concepto de la naturaleza como un todo único para facilitar el estudio dialéctico y razonado de sus variados fenómenos. Así, Tales con­tribuyó considerablemente al desarrollo y progreso de los conocimientos matemáti­cos, astronómicos, meteorológicos y físicos, apoyándose para ello en los descubri­mientos anteriores tanto de los egipcios como de los babilonios. Anaximandro, por su parte, estableció la primera hipótesis conocida acerca de la pluralidad de los mundos, y trató de explicar desde un enfoque científico la evolución de los anima­les, estableciendo así las ideas primarias sobre la evolución de las especies que si­glos más tarde alcanzarían su máxima expresión en las teorías evolucionistas de Carlos Darwin. En cuanto a Anaxímenes, sustentó por primera vez la idea de la di­ferencia entre los planetas y las estrellas y consideró que el aire es un elemento pri­mario para explicar los fenómenos de la naturaleza, suponiendo que el aire se con­vertía en fuego al rarificarse, que al condensarse se volvía viento y éste en nube, que condensada se convertía en agua, después en tierra y finalmente en piedra.

Comoquiera que sea y considerando la calidad primigenia de estas ideas mate­rialistas de los primeros filósofos griegos, es obvio, sin embargo, que en ellas se re­flejaban nítidamente las ideas ateas de su pensamiento al eliminar de la naturaleza de las cosas la presencia de una entidad sagrada única o de los diversos dioses de la mitología griega. Así, Anaximandro estableció que los dioses no toman parte algu­na en la generación, ni el desarrollo ni en la destrucción de los variados mundos del Universo, mientras que Anaxímenes sostenía que los dioses eran producto del aire, para él principio material de todas las cosas. La concepción del mundo de los pri-

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meros y más destacados filósofos materialistas griegos, aunque incipiente e inge­nua, contenía las primeras semillas de la verdad científica, que dio sus mejores fru­tos con el correr de la historia con la aparición de los grandes exponente ateos que con su pensamiento liberal beneficiaron a toda la Humanidad.

En la lucha permanente entre el materialismo y el idealismo destacó el pensa­miento de Pitágoras (580-500 aproximadamente), quien fundó la escuela que lleva su nombre y que estableció el concepto del número como fundamento de los fenó­menos de la naturaleza. Para los pitagóricos, conocer el mundo consistía en cono­cer los números que lo rigen, dando con estas ideas el primer paso para entender el papel y la significación de lo cuantitativo en los fenómenos de la naturaleza, idea científica que, sin embargo, en su época conservaba aún gérmenes de fantasía, mi­tología y religión. Los pitagóricos prestaron mucha atención a la geometría y sus problemas y establecieron el punto como la unidad, la línea como el 2, a la superfi­cie le correspondía el 3 y al volumen o cuerpo el 4, y retomaron de los pueblos orientales el teorema de la suma de los ángulos de un triángulo (teorema de Pitágo­ras), que establece que el cuadrado de la hipotenusa es igual a la suma de los cua­drados de los catetos. A los pitagóricos se deben también las primeras teorías acerca de la música, la arquitectura y la escultura, que explicaban el tono de una cuerda so­nora por su longitud, o la "regla de oro", que rige las proporciones cuantitativas ade­cuadas de un edificio o una escultura. Igualmente establecieron las primeras ideas sobre las proporciones matemáticas en el movimiento de los cuerpos celestes, ex­presando así su convencimiento de que todos los fenómenos naturales se ajustan a leyes invariables y que no requieren la intervención ni los caprichos de ninguna en­tidad divina o misteriosa. El poeta y filósofo Jenófanes (565-473 aproximadamen­te) retomó tales ideas para fundamentar su propia concepción del mundo "increado e indestructible" y afirmó que los hombres han creado, a su imagen y semejanza, la representación de los dioses que veneran los creyentes, con lo cual desempeñó un papel importante en la gestación del ateísmo griego y el posterior dominio del co­nocimiento científico natural. Este filosofo griego, al observar algunos fósiles con­cluyó que la tierra procede del mar y que periódicamente se sumerge en él, estable­ciendo con ello los primeros atisbos de lo que después serían las ciencias de la ge­ología y la paleontología.

En esta época de la antigua Grecia, el materialismo con tendencias ateas logró el enriquecimiento de los conocimientos astronómicos, físicos, matemáticos y bioló­gicos, y estos últimos con Hipócrates sistematizaron los conocimientos médicos de la época y ampliaron en la práctica de la medicina; igualmente, la dialéctica, en el sentido original del término, que significa el arte de confrontar lo opuesto para des-

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cubrir la verdad, alcanzó grandes éxitos, lográndose con ello el gran desarrollo de la arquitectura, la escultura y otras artes, como la literatura, y surgió por primera vez la idea de un mundo cuya estructura material está formada por la combinación de diminutas partículas en eterno movimiento que al unirse o separarse daban como re­sultado todos los fenómenos de la naturaleza. Dichas ideas materialistas fueron pro­pagadas y defendidas particularmente por Empédocles, Anaxágoras, Leucipo, De-mócrito y Epicuro, y con ello tomaron distancia de la filosofía idealista de la inter­vención de las divinidades en los asuntos de la naturaleza, quebrantando con ello la fe en los dioses mitológicos griegos.

Las ideas materialistas de Anaxágoras y Empédocles, aunque contenían los pri­meros atisbos sobre la esencia de las cosas y su fundamento material, fueron el pri­mer intento por generalizar las percepciones inmediatas y más evidentes de los fe­nómenos naturales. Para Anaxágoras, dichos fenómenos son partículas materiales a las que llamó "semillas de las cosas", las cuales forman una diversidad cualitativa de las que derivan todos los cuerpos con características similares; para Empédocles, la existencia de la naturaleza tenía como fundamento cuatro elementos materiales ("raíces"), que eran el fuego, el aire, el agua y la tierra, que combinados en diver­sas formas y proporciones daban lugar a todos los fenómenos naturales. También Empédocles estableció importantes ideas en el ámbito del conocimiento científico-natural, al tratar de explicar los eclipses de los cuerpos celestes, la acción de los gei­seres y la formación del feto humano. Como siempre ha acontecido a lo largo de la historia del pensamiento, estas ideas fueron rechazadas y combatidas por los pen­sadores idealistas teológicos, quienes veían en el materialismo científico el más de­cidido contrincante para los intereses terrenales de la religión, al estimular entre la conciencia de la gente sencilla la búsqueda de su libertad, de su inteligencia y de sus decisiones cotidianas. Por estas ideas progresivas, Anaxágoras fue acusado de ofender a los dioses y condenado a muerte por los sacerdotes, pena que, gracias a la intervención de Pericles, le fue conmutada por la del destierro, salvando así su vi­da para gloria y beneficio del pensamiento materialista ateo, que mucho ha engran­decido a la Humanidad en su conjunto.

Grandes exponentes en su tiempo de la lucha contra la religión y el idealismo lo fueron Leucipo y Demócrito, quienes con sus teorías atomísticas sobre la materia constituyeron lo que se considera una de las más grandes conquistas del pensa­miento materialista del mundo antiguo y que sirvió de guía para los futuros pensa­dores liberales de las posteriores culturas del mundo. Leucipo (500-440), maestro de Demócrito, fue el primer filósofo de la Antigüedad que expuso una doctrina ato­mística y concibió a estas partículas mínimas como materia indivisible, estable-

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ciendo paralelamente la primera teoría del vacío y el principio de la causalidad, al afirmar que ''en la naturaleza, ninguna cosa surge sin causa, porque todo surge por alguna razón y en virtud de la necesidad". Leucipo, apartado de las ideas religiosas de su tiempo, anteponía el uso de la razón en la búsqueda de la verdad del mundo sobre las imposiciones politeístas de la mitología griega, la cual poseía de un dios de ocasión para explicar un fenómeno determinado o situación social cotidiana, ini­ciando así un movimiento libertario del pensamiento para apartar y eliminar a la fe de la ciencia.

Por su parte, su alumno Demócrito (460-370), considerado la primera mente en­ciclopédica de la filosofía griega, encabezó decididamente la lucha de los pensado­res materialistas de su tiempo contra el idealismo y la religión. Para ello, reconoció el carácter material del Universo, adoptando la teoría atomista de Leucipo y enri­queciéndola con los primeros esbozos de la teoría atómica y la estructura material en movimiento, teoría que daría origen milenios después a lo que hoy conocemos como física atómica, demostrándose nuevamente con esto que el progreso sosteni­do de la ciencia en todas sus disciplinas es una acumulación gradual de conoci­mientos verificables, que son factibles de aplicar en un momento histórico deter­minado para beneficio de la humanidad. Para Demócrito, cuyas ideas suscitaron obviamente el odio de sacerdotes y aristócratas, los átomos eran la manifestación más pequeña posible de la materia y carecían de cualidades, pero en el vacío en que se mueven en todas direcciones se repelen y chocan, incesantemente, mezclándose y combinándose para formar los mismos o nuevos cuerpos ya existentes y nuestros cuerpos, incluidas sus sensaciones. De manera atinada, con estas ideas establecía Demócrito las primeras bases sobre la materialidad del organismo humano y de todas las especies vivas, sembrando así la semilla de la química orgánica y los prin­cipios de la combinación de lo material en la conformación de los organismos vi­vos. Con ello rechazó la concepción idealista del alma como principio sobrenatural, al afirmar que, al igual que el fuego, el alma se compone de átomos redondos que se mueven y que ésta se disgrega con la muerte, por lo que el alma es tan mortal co­mo el cuerpo; esta idea atea señaló el camino de los posteriores filósofos materia­listas, quienes sostenían que lo que para la religión es el alma, para la ciencia es la razón.

El conjunto de las ideas materialistas de Demócrito desempeñó un papel muy importante en la fundamentación científica del ateísmo, pues en su concepción de !a naturaleza no había lugar para la religión ni sus dioses cuando sostenía que. ba­jo la influencia de los más terribles fenómenos de la naturaleza, los hombres ha­bían llegado a la falsa creencia de que existen los dioses. El origen de la idea de

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Dios, decía, parte de los maravillosos fenómenos del mundo cuando los antiguos, ai

observar ciertas variaciones celestiales (como truenos, rayos o relámpagos, acerca­miento de estrellas, eclipses de Sol y de Luna), se llenaron de espanto y creyeron que los dioses eran culpables de todo ello, pero en realidad fuera de estos fenóme­nos no existe ningún Dios que posea una naturaleza inmortal. Así, para Demócrito los variados dioses griegos eran únicamente una representación ingenua ya sea de los fenómenos naturales o de los rasgos humanos, como Zeus, que encarna a una pie­dra candente que es el Sol, o Atenea, que personifica a la razón humana, sometien­do de este modo a la crítica la existencia de los dioses, lo mismo que la creencia en los milagros y las profecías que difundían los sacerdotes, convirtiéndolo así en el luchador más tenaz y fecundo a favor de la concepción materialista del mundo en su época y ejemplo para la posteridad. A su vez, Teodoro el Ateo (siglo iv antes de nuestra era), siguiendo los pasos de Demócrito, se pronunció abiertamente contra el politeísmo y la existencia de cualquier dios, por lo que se vio perseguido y deste­rrado de su natal Atenas, lo que a lo largo de la historia ha sucedido a muchos de los pensadores liberales, quienes en la búsqueda de la verdad objetiva y el progre­so de la ciencia, se han pronunciado en contra de la religión y sus mitos por su evi­dente inutilidad en la generación del progreso humano, como lo demostraron las doctrinas regresivas y reaccionarias de Sócrates y Platón, quienes apoyados en la fi­losofía idealista defendieron las posturas de la aristocracia esclavista en contra de la democracia ateniense.

Sócrates (469-399 antes de nuestra era), enemigo jurado de la concepción mate­rialista del Universo, consideraba al mismo tiempo que la investigación científica de la naturaleza es una actividad superflua e irreligiosa, y tenía razón en esto últi­mo, dado que el pensamiento científico tiende por razón lógica hacia el ateísmo, co­mo lo demuestra desde siempre la historia de la filosofía. El pensamiento socrático, junto con el de Platón (427-347 antes de nuestra era), constituyen las bases ideoló­gicas de los grandes reaccionarios tanto de su época como de la actual, quienes es­timan que el poder y la moralidad sólo se pueden dar en algunos elegidos y que la plebe ha sido creada por Dios para obedecer y acatar los designios y mandatos de la aristocracia, por lo cual las filosofías idealista y teológica requieren la negación y prácticamente la inexistencia de la filosofía materialista y atea para sus objetivos de control e imposición sobre la conciencia de las personas incultas o de carácter débil. Por esta razón, Platón se expresaba con odio de Demócrito y sus discípulos, a quienes calificaba de impíos por negar las doctrinas místico-religiosas que veían en la naturaleza, regida por Dios, una finalidad eterna. Por ello, como la ética pla­tónica era un ramal de la moral religiosa de su tiempo, establecía que la sabiduría y

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el valor únicamente podrían existir en un puñado de elegidos, los aristócratas, mien­tras que el pueblo ("demos") sólo podía practicar la moral negativa y del someti­miento, teniendo como única virtud la providencia, eliminando de toda capacidad moral a los esclavos, a quienes no consideraba seres humanos. Así, para Platón, el "estado ideal" de la sociedad se divide en tres castas: la de los filósofos o gober­nantes; la de los guardianes y guerreros, y la de los agricultores y artesanos, justifi­cando así la existencia del Estado esclavista de su tiempo y demostrando con estos pensamientos el grado de decadencia al que la filosofía puede llegar cuando sólo ve ia naturaleza bajo la óptica de la religión y las supersticiones.

El profundo politeísmo de Sócrates lo ejemplifica Platón en sus Diálogos, en el estudio acerca de la Santidad, que Sócrates la propone ante Eutifrón de la siguien­te manera: "Dime pues Eutifrón, ¿cuál es el arte de servir a los dioses? ¿No es, se­gún tu opinión, darles y pedirles y para pedir bien es necesario pedir cosas que te­nemos necesidad de recibir de ellos? Y para dar bien, ¿no es preciso darles en cam­bio cosas que ellos tengan necesidad de recibir de nosotros, siendo la santidad, mi querido Eutifrón, por consiguiente, una especie de tráfico entre los dioses y los hombres?"

En este diálogo, la conclusión de Sócrates acerca de la santidad destaca que fi­nalmente el tráfico de favores entre hombres y dioses resulta injusto para éstos, por­que si bien el hombre recibe favores de gran utilidad, los dioses se deben conformar sólo con rezos y pequeñas ofrendas que, innecesarias, también les resultan inútiles, lo cual se traduce finalmente en un egoísmo porque la ventaja siempre será para el hombre y nunca para los dioses. De tal manera, el vulgo utiliza ia religiosidad no para la superación humana, sino en un sentido mezquino y para su beneficio mate­rial, por lo que considera a sus dioses servidores y esclavos.

Como Platón era producto de la religión politeísta griega, su pensamiento gira­ba en torno a las ideas mitológicas del comportamiento y carácter que los griegos asignaron a sus dioses. Como se sabe, el panteón griego y por extensión el romano estaban conformados de dioses de toda laya, pensados para cada ocasión, y su com­portamiento y aptitudes eran un reflejo distorsionado del comportamiento humano, por lo que, al igual que éste, eran víctimas de las más bajas o elevadas pasiones, tal como se consigna en la mitología universal.

Pero, por fortuna para la filosofía materialista, Platón contó entre sus alumnos con la grandeza de Aristóteles (384-322 antes de nuestra era), quien al rechazar las ideas platónicas se convirtió en el más eminente representante de la ciencia griega de su época y el más grande de sus reformadores. Aristóteles, maestro de Alejandro de Macedonia y fundador del Liceo en Atenas, se convirtió en el más grande pen-

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Sador de la Antigüedad al estudiar los problemas de la filosofía, la lógica, la psico­logía, las ciencias de la naturaleza, la historia, la política, la ética y la estética des­de una óptica que oscilaba entre el materialismo y el idealismo: sin embargo, obje­tó el idealismo platónico por estéril, al no poder explicar el movimiento que ocurre en la naturaleza en virtud del postulado platónico de que cada cosa es una "idea" particular, sin considerar que una misma cosa puede contener por sí misma varias "ideas" y no una sola, como el caso del hombre que comparte una "idea" en cuan­to a que es un ser vivo, al mismo tiempo con otra "idea" como animal bípedo y una más como hombre en general. A este respecto, Aristóteles afirmaba que todo esto era una simple metáfora poética sin ningún sentido filosófico, encaminada a descu­brir la esencia de las cosas fuera de las cosas mismas, postura que diferenciaba los idealismos platónicos y aristotélicos.

También Aristóteles fue uno de los primeros pensadores de la Antigüedad en es­tablecer la teoría sobre las diversas clases del movimiento y su desarrollo, distin­guiendo hasta seis clases de movimiento que, pese a su diferenciación falsa y arti­ficial, contribuyó a llamar la atención de los futuros pensadores materialistas sobre este fenómeno de la naturalaza y que se estableció finalmente como parte funda­mental de la materia. Las inconsistencias filosóficas de Aristóteles, debidas a la po­breza de su tiempo en cuanto a datos experimentales, no disminuyen sin embargo la grandeza de este filósofo por su aportación a la ciencia; así, demostró la esferici­dad de la Luna al estudiar sus diversas fases, y la propia de la Tierra por las som­bras que proyectaba en la Luna; igualmente, en sus obras describió unas 500 espe­cies animales e intentó clasificarlas en grupos y éstos en géneros y especies, dife­renciando al mismo tiempo a los seres vivos en vegetales, animales y hombres. En el pensamiento aristotélico se resumen las ideas científico-naturales de la antigua Grecia en los dominios de la filosofía, la lógica, la matemática, las teorías de la na­turaleza inorgánica y orgánica, instituyendo así desde los puntos de vista teórico y dialéctico el desprendimiento sucesivo de otras ciencias particulares o especializa­das que conforman en nuestro tiempo el espectro del saber científico.

Después de Demóstenes y Aristóteles, tras la muerte de Alejandro de Macedo-nia y la desintegración de su imperio en el año 323 antes de nuestra era, surgió el llamado periodo helenístico que renueva y da gran impulso a la filosofía materia­lista, requerida por la sociedad esclavista que en aquel entonces no creaba las con­diciones necesarias para elevar el rendimiento del trabajo ni la técnica adecuada que contribuyera al desarrollo social. Por ello, la sociedad necesitaba pensadores cien­tíficos que con sus ideas contribuyeran a un nuevo impulso de la producción agrí­cola, artesanal y comercial, surgiendo Alejandría como un importante centro im-

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pulsor de la ciencia de aquel tiempo por su importancia comercial y foco de la cul­tura helénica que produjo grandes avances en el campo de la matemática, la mecá­nica, la física, la geografía, la fisiología y la medicina, desarrollando al mismo tiem­po la teoría lingüística y estilística, la crítica literaria, la prosa, la poesía y la histo­ria, formando así un gran fondo de manuscritos, lo cual constituyó la famosa Bi­blioteca de Alejandría.

Entre los filósofos helenísticos destacan el astrónomo Hiparco, creador de la te­oría del movimiento aparente del Sol, la Luna y los planetas y autor de un catalogo estelar que contenía más de un millar de estrellas; Eratóstenes de Cirene, quien mi­dió por primera vez la circunferencia de la Tierra y estableció así su redondez, y Aristarco de Sanios, quien estableció la hipótesis de que la Tierra gira alrededor del Sol y de su eje, adelantándose a la teoría copernicana; en matemáticas y fundamen­tos de geometría destacan Euclides y Arquímedes, siendo este ultimo quien en el campo de la mecánica marcó el inicio de la investigación minuciosa y exacta de la naturaleza y estableció el principio que lleva su nombre sobre el peso específico de ¡os cuerpos, al tiempo que se hizo célebre por sus invenciones mecánicas, como el polipasto y la rueda hidráulica. Los médicos alejandrinos, como Herófilo, estudia­ron la relación de los nervios con el cerebro y la anatomía humana y realizaron di­secciones en cadáveres. En su conjunto, los sabios alejandrinos cuentan con el mé­rito histórico de haber elaborado los primeros métodos de observación rigurosa y de experimentación que no tuvo la ciencia griega en su inicio de la época de las ciu­dades-estados.

De esa época helenística destaca la tendencia materialista representada por el fi­lósofo y científico Epicuro (341-270 antes de nuestra era), quien influido por De-mócrito estableció en Atenas una escuela filosófica que se convirtió en el centro principal del materialismo y del ateísmo del mundo antiguo. Conociendo las nue­vas conquistas de las ciencias naturales Epicuro, fundamentado en la filosofía ma­terialista, se trazó el objetivo de conocer las leyes que rigen los diversos fenómenos de la naturaleza para asegurar el progreso y la felicidad de los hombres, para lo cual combatió el platonismo y el idealismo aristotélico exaltado por los teólogos y mís­ticos. En el materialismo de Epicuro, las partículas materiales indivisibles o átomos que se mueven en todas direcciones constituyen el fundamento de todo lo existente y sus fenómenos, por lo cual es necesario explicar a la naturaleza a partir de ella sin recurrir a ningún principio sobrenatural sagrado, pues los átomos poseen las formas más diversas por sí mismos y producen por ello un infinito número de fenómenos naturales como consecuencia de su forma, peso, magnitud y movimiento. Con estas ideas atomistas, Epicuro, al mismo tiempo que estableció a su modo el peso atómico

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y el volumen del átomo, combatió el "idealismo reaccionario" que negaba el some­timiento de los fenómenos a las leyes de la naturaleza, rechazando la idea de un mo­tor divino universal para explicarlas por considerarla anticientífica y negando por ello toda intervención divina en el desenvolvimiento de la naturaleza. Para Epicu-ro, los dioses habitan en los espacios vacíos entre los mundos, sin que tengan nada que ver con la naturaleza o los hombres, quienes para gozar libremente de la vida terrena deben luchar contra el temor a la muerte y a los dioses.

Estas ideas materialistas de Epicuro tuvieron un importante papel en el desarro­llo intelectual de la concepción materialista universal, pero sus concepciones des­pertaron el odio de los idealistas y teólogos de su tiempo, a tal grado que a partir del siglo ni antes de nuestra era impusieron con su poder nuevamente las ideas religio­sas místicas y cultivaron la astrología, la demonología y otras seudociencias ne­fastas. Con ello, convirtieron a Alejandría en el centro del oscurantismo religioso sumido en la decadencia personificada en la mística y el escepticismo de Zenón (336-264 antes de nuestra era) y Pirrón (365-275 antes de nuestra era), quienes es­tablecieron la teoría de que las cosas son absolutamente incognoscibles y, por lo mismo, el hombre debía renunciar totalmente al conocimiento, renunciando así a nombre del misticismo religioso de la capacidad humana y su voluntad intelectual de ser el arquitecto de su propio destino. Pese a todo, en el balance histórico, la fi­losofía materialista griega ocupa un lugar prominente en la historia de la cultura universal, constituyéndose en una importante fase del progreso del conocimiento humano, retomado por los filósofos romanos tras la conquista de Grecia en el año 146 antes de nuestra era.

Como siempre ha pasado y seguirá pasando en el devenir de la historia humana, las necesidades económicas de los núcleos sociales de cada época requieren el pro­greso científico y su aplicación tecnológica para su desarrollo; y en la época del Im­perio romano, las necesidades en la construcción de caminos, puentes, artilugios de guerra y otras múltiples necesidades del Imperio impulsaron en Roma el desarrollo de la ingeniería y otras ciencias, para lo cual los filósofos y científicos romanos re­tomaron las ideas de la cultura helénica, tanto idealistas como materialistas, reedi­tándose así nuevamente la lucha eterna entre estas dos posturas filosóficas. El esta­blecimiento de la filosofía romana se inicia aproximadamente en el siglo n antes de nuestra era y florece en el siglo siguiente con Tito Lucrecio Caro (99-55 antes de nuestra era aproximadamente), quien es considerado el más representativo filó­sofo materialista de la antigua Roma, heredero del pensamiento de Demócrito y se­guidor de la línea de Filodemo, quien escribió diversas obras en las que m'¿\vm ¡os problemas de la religión, la retórica, la economía, la historia y la lógica, y en las

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que, a la par que desarrolla el método inductivo y la teoría empirista del conoci­miento, establece que los conceptos científicos se forman de los hechos observados y de los cuales se formulan las hipótesis acerca de las causas de los fenómenos, ló­gica inductiva que estaba dirigida contra la lógica dogmática y el agnosticismo de los escépticos de su tiempo.

Tito Lucrecio Caro era un ateo convencido y militante; por ello, en sus obras es­tablece que la religión sumerge a la humanidad en el mayor infortunio, pues ofusca la razón de los hombres y les induce a cometer acciones inmorales, crímenes, los esclaviza y humilla por su prepotencia, rígido dogmatismo y terribles supersticio­nes que hostilizan el conocimiento científico que en el materialismo general esta­blece que nada puede nacer de la nada, por simple voluntad divina. Lucrecio, quien atisbo con sus ideas la ley de la conservación de la materia, manifestó también su eternidad al afirmar que en el mundo no hay nunca una aniquilación absoluta, sino la descomposición de los cuerpos constituidos en sus elementos componentes e in­visibles por su pequenez, que son eternos e indestructibles y poseen su propio mo­vimiento, sin que en todo esto opere ninguna intervención de los dioses porque -se pregunta el poeta latino- "si los dioses son los que han creado y gobiernan al mun­do, ¿de dónde proviene entonces la injusticia que reina en él? ¿de dónde tanto dolor, sufrimiento e infortunio?" También Lucrecio, retomando siempre las tradi­ciones del materialismo antiguo, estableció las consideraciones de un Universo in­finito y sin reposo, donde existen varios mundos que nacen, se desarrollan y final­mente perecen para dar lugar a otros. Con ello el afamado poeta explica el origen de la Tierra, de sus elementos y sus fenómenos desde una óptica materialista y cien­tífica que lo llevó a estudiar las causas de la lluvia y de la nieve, los temblores de tierra, la acción de los volcanes, el viento y los torbellinos, los eclipses de Sol y Lu­na, junto con otros fenómenos astronómicos. A la vez, consideraba absurdas las doctrinas religiosas de la trasmigración y la inmortalidad de las almas, calificando de invenciones las ideas de un reino de ultratumba y los castigos después de le muerte, de la cual pedía apartar el temor por ser la liberación total de los su­frimientos del hombre, ya que al morir fenecen con él las sensaciones y los senti­mientos, pues el temor de los hombres a la muerte proviene de su ignorancia a las leyes de la naturaleza. En todas las concepciones filosóficas de Lucrecio, algunas ingenuas por su anclaje natural a su época, impulsó siempre la doctrina materialis­ta en medio de una apasionada lucha contra todas las formas de idealismo, ya sea que vinieran de los platónicos, aristotélicos o pitagóricos, y siempre se opuso a la doctrina idealista-religiosa de Dios como creador, rector y artífice del mundo, ante­poniendo a la supuesta voluntad divina las leyes inquebrantables de la naturaleza

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que todo lo crea por sí misma sin ayuda del cielo. Con esto despertó la autoestima de los hombres de su tiempo, que, motivados por sus ideas, valoraban los alcances de la razón humana sin la necesidad de apoyos religiosos, logro que convirtió a Lu­crecio en el más eminente filósofo materialista y ateo de la antigua Roma. Por ello durante siglos fue combatido furiosamente por la Iglesia, que defiende la idea de que el fin último de la vida humana es el retorno a Dios en la liberación del alma respecto al cuerpo, en la semejanza con el Ser Supremo y en la unidad con Él en el éxtasis nacido de la contemplación divina, o sea, no hacer ningún esfuerzo intelec­tual para tratar de entender el mundo y tratar de descubrir los fenómenos de la na­turaleza, "actividad hereje a la que se dedican la mayoría de los filósofos librepen­sadores materialistas".

Para efectos de la historia de la filosofía se considera al pensador idealista Ani­do Boecio (480-524) el último representante de la filosofía romana, ya que en el año 529 el emperador Justiniano cerró la última escuela filosófica en Atenas y du­rante los primeros siglos de nuestra era surgió y se desarrolló en el Imperio roma­no lo que se conoce como el cristianismo primitivo con el que convivió Luciano de Samosata (120-180?), filósofo partidario de Demócrito y Epicuro, quien en sus obras satíricas sometió a constantes críticas las doctrinas religiosas difundidas en Roma, Grecia y Oriente, incluido también el cristianismo. Luciano, ateo y materia­lista, rechazaba y hacía mofa de la fe en la inmortalidad del alma, en los espíritus y apariciones, en las profecías y exorcismos, en la magia y otras supercherías que en su tiempo difundían los filósofos idealistas, a quienes para conocer la verdad los alentaba a estudiar las doctrinas ateo-materialistas de Epicuro, al que consideraba el más grande de los pensadores.

La gradual descomposición y debilitamiento del Imperio romano y su hundi­miento en el siglo v, motivado por la crisis del régimen de esclavitud en su tránsito al régimen del feudalismo, propició el establecimiento y desarrollo del cristianismo, que en su fase primitiva era la religión que mejor expresaba las protestas de las ma­sas oprimidas por la injusta organización social esclavista ejercida por el Imperio romano. El cristianismo primitivo, aún débil y desorganizado para encabezar con éxito la sublevación de los esclavos oprimidos, difundió la idea del carácter peca­dor e impotente de la naturaleza humana, ofreciendo a cambio la esperanza de una ayuda sobrenatural por medio de un salvador o Mesías que, al castigar a los opre­sores, aniquilaría el mal en el mundo instaurando el reino del bien, la felicidad y la justicia donde la riqueza sería condenada y la pobreza ensalzada junto con la hu­mildad, la resignación, la obediencia sumisa a los señores, la lealtad al poder dej Es­tado y la no resistencia al mal. Y pese a sus pretensiones de erigirse como Ja nueva

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religión universal y rechazar por ello al paganismo para eliminarlo, el cristianismo primario estaba impregnado de elementos de las antiguas religiones orientales y sus filosofías idealistas, así como de la religión judía y la filosofía griega vulgarizada para consumo de las masas, lo que le sirvió para convertirse, siglos después, en la principal fuente espiritual de la ideología religiosa del feudalismo con un sistema dogmático único, que combatió "las herejías y las corrientes paganas y materialis­tas" de la filosofía grecoromana.

Los anales históricos de la filosofía demuestran que el materialismo en sus di­versas manifestaciones es inherente a la razón humana; tanto en el antiguo Oriente, como en Grecia y Roma, pese a su sistema esclavista y de sometimiento social que era por naturaleza adverso para el desarrollo de la educación y el razonamiento (co­mo sucedió posteriormente en el oscurantismo medieval), surge el pensamiento ma­terialista y ateo. Con ello se inicia la lucha contra el idealismo, que se identifica como la lucha entre la ciencia y la religión, en la que el pensamiento progresista re­chaza desde su inicio las fantásticas concepciones religiosas del mundo y de los fe­nómenos de la naturaleza por carecer de fundamentos y comprobación, particulari­dades siempre exigibles en las doctrinas científicas que propician el permanente desarrollo en la producción, la cultura, la ciencia y el beneficio general de la socie­dad, atributos que obviamente no posee ni ofrece la línea teológica, religiosa e idealista y que por eso frena todo progreso del conocimiento científico al fortalecer las fantasías religiosas. El mérito de los primeros pensadores materialistas ateos, ya sean de Oriente, Grecia o Roma, se magnifica de una manera muy destacada si consideramos que, además de establecer sus ideas en un entorno social tan adverso, que rechazaba la ciencia y protegía el pensamiento religioso para su conveniencia, lograron sin embargo sembrar la valiosa semilla de la libertad de pensamiento que germinó posteriormente en la inteligencia de nuevos filósofos materialistas, quienes al acumular conocimientos lograron dar a la Humanidad la oportunidad de tener un desarrollo permanente que algún día le permitirá conocer el verdadero sentido de su existencia. Como los filósofos materialistas del mundo antiguo fueron investigado­res de la naturaleza y poseedores de una dialéctica espontánea y establecieron los primeros intentos de lo que sería el logro posterior del descubrimiento de las leyes y el desarrollo de la naturaleza, de la sociedad y del conocimiento, la Humanidad tiene con ellos una enorme deuda moral y el más profundo reconocimiento por se­ñalarle que el camino de la búsqueda de la verdad de las cosas, siempre arduo y mu­chas veces peligroso, es sin embargo el único que nos ha de conducir a la cima y coronación de la excepcional especie biológica que hoy por hoy mantiene el control del planeta. Es por esto que los primeros materialistas entendieron desde siempre

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que el objeto del conocimiento no es el reino de las ideas, sino la naturaleza y su mundo material cuya impresión en la conciencia humana constituye el fundamento del pensamiento teórico que conocemos como la "razón".

Durante la instauración del feudalismo y su posterior desarrollo, la ideología do­minante era la de los señores feudales, dueños casi absolutos del poder político, los medios de producción, tierras e instituciones ideológicas que imponían la religión a la servidumbre. En esta organización social de esclavismo disminuido y disimula­do, el clero formaba parte importante de la clase feudal a tal grado que en muchos países la Iglesia poseía la mayor parte de las tierras productivas y otras riquezas, lo cual, junto con su firme organización centralizada, basada en principios jerárquicos, le otorgaba un inmenso poder que frecuentemente era mayor que de los Estados se­glares. Por ello, constituía además el único nexo rea! entre los diversos países y san­cionaba además con la religión a los regímenes políticos de su agrado y convenien­cia. Asimismo, como el clero de entonces era la única clase ilustrada, los dogmas de la Iglesia constituían el único punto de referencia y base de todo pensamiento, por lo que la filosofía se ajustaba en todo a la doctrina religiosa, frenando así el des­arrollo del pensamiento liberal y progresivo instituido por los antiguos filósofos materialistas de Oriente, Grecia y Roma.

Este dominio absoluto de la ideología religiosa en la vida espiritual de la socie­dad feudal desperdigaba y hacía inútiles los esfuerzos aislados de las masas traba­jadoras que se oponían al feudalismo y a la Iglesia, así como de algunos pensadores de las capas más elevadas de la sociedad, las cuales sustentaban ideas materialistas y ateas, pero sin poder criticar abiertamente los dogmas religiosos de la concepción del mundo al no contar con el apoyo popular siempre privado de instrucción y cul­tura. Por esta razón, la oposición al feudalismo y a la Iglesia disfrazó sus intencio­nes frecuentemente bajo un ropaje religioso que eventualmente le permitió retomar el camino del conocimiento científico que requerían las incipientes capas burguesas para su progreso, pero estando contaminado este pensamiento con nuevas formas de expresión, como el teísmo, el ocultismo, la herejía, la magia o la contemplación re­ligiosa. En la Edad Media proliferaron por ello la alquimia, la astrología, el arte adi­vinatorio, la hechicería, la superstición y la creencia en la santidad humana y, como nunca, se atribuyeron a las cosas, plantas y animales cualidades tan extrañas que la más elemental razón no podía aceptar, pero que las masas condenadas a la ignoran­cia y el analfabetismo creían.

Pese a ello, la herencia de las antiguas culturas orientales, convertidas en teso­ros de la Humanidad, permitieron a lo largo de la Edad Media üü significativo des­arrollo de la sociedad: los chinos aportaron el papel, la porcelana, la brújula, la pól-

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vora y la imprenta, y la India la elaboración térmica del hierro y el acero, así como su empleo para la fabricación de armas y otros objetos para la producción, junto con investigaciones astronómicas, la numeración decimal, las reglas para la extracción de raíces cuadradas y cúbicas, la suma por columnas, las progresiones geométricas y las tablas de senos. De los califatos árabes, la Edad Media se benefició además de una rica y variada cultura con el reloj mecánico y de agua, el papel de algodón y de lino, el método para la obtención del ácido sulfúrico y del ácido nítrico, la cons­trucción de observatorios astronómicos con sus correspondientes catálogos de es­trellas y descripciones geográficas de la mayoría de los países conocidos hasta entonces, permitiendo todo esto aun en la época feudal el desarrollo y perfecciona­miento de la agricultura por riego, de la artesanía y, lo más importante, el incre­mento de las relaciones comerciales que propiciaron la adquisición y aplicación de los diversos conocimientos científicos, astronómicos, geográficos, técnicos, mate­máticos y artísticos que flotaban en el ámbito cultural de los diversos países de la época. Además pese al dominio de la Iglesia católica romana, que imponía la esco­lástica en la filosofía y obstaculizaba el conocimiento experimental de la naturale­za y su estudio materialista dialéctico, durante los siglos xn y xm aparecieron en los países europeos diversos inventos, nuevos o perfeccionados, que permitieron la acumulación de más conocimientos científico-naturales. Con ello dieron un halo de claridad a la época oscurantista que define a la Edad Media, en la que un cúmulo de teorías seudocientíficas saturadas de supersticiones religiosas, fuerzas incognos­cibles, misticismo y fanatismo teológico frenaban el progreso de la ciencia y el des­arrollo del pensamiento filosófico progresivo, elemento siempre útil y requerido por las crecientes necesidades de la humanidad, incluidos por supuesto los ideólogos de las religiones y de las sociedades esclavistas, feudalistas, burguesas o capitalis­tas y de todos los procesos sociales que a la fecha ha recorrido la Humanidad.

Y aunque ciertamente desde la instauración del feudalismo (su posterior desa­rrollo y su inevitable cancelación para dar paso a la sociedad burguesa y el inicio del capitalismo) la religión y sus manifestaciones filosóficas fueron la forma pre­dominante de la concepción del mundo, pero la intromisión sostenida del pensa­miento filosófico materialista de la Antigüedad representó un factor de progreso que impregnó de luz y brillo a la época medieval, considerándose por ello el transcurso de los siglos xv al xvi la época del Renacimiento, en la cual una serie de descubri­mientos geográficos y de invenciones técnicas aceleraron el desarrollo social y eco­nómico de los países de Europa. El requerimiento de la naciente burguesía de nuevos e ingeniosos métodos de producción y comercialización de productos desembocó en la invención o perfeccionamiento de útiles artilugios mecánicos, como los mo-

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tores de agua y viento aplicados a los molinos, así como tornos para hilar y telares de pedestal que aceleraban la producción textil; igualmente, se perfeccionaron los trabajos de construcción en las diversas obras civiles de infraestructura, que sirvie­ron para desarrollar el método de fundición en altos hornos y la producción de ar­mas de fuego, así como la invención de la imprenta propició una mejor y más rápi­da difusión de las ideas y del conocimiento de la época. A su vez, el perfecciona­miento en la construcción de barcos permitió a Cristóbal Colón llegar a las costas de América en 1492 y en 1498 los navegantes portugueses contornearon África y descubrieron la ruta marítima de la India, gracias todo esto también al empleo de la brújula y al desarrollo de la geografía y la astronomía, ciencias que, hay que recor­darlo, surgieron del pensamiento materialista y, por ello, rechazadas o no bien vis­tas por la filosofía religiosa.

Con el impulso de la ciencia, los descubrimientos geográficos y las posteriores colonizaciones en ultramar de diversos países europeos se imprimió al comercio y a la industria un desarrollo hasta entonces desconocido, acelerando al mismo tiem­po con ello la descomposición del sistema feudal y su posterior aniquilamiento; la burguesía, en su tránsito hacia el capitalismo, fortaleció el poder de los Estados y las grandes monarquías que servían a sus intereses al fomentar el comercio y la in­dustria. Esto dio lugar al mismo tiempo a insurrecciones y levantamientos sociales populares contra el feudalismo por artesanos y pequeños comerciantes, quienes ve­ían a la aristocracia feudal dominante como responsable de su ruina económica y opresión, movimientos que inevitablemente también estaban dirigidos contra la Iglesia católica romana por su reconocimiento, protección y complicidad con el sis­tema feudal imperante que contaba con la bendición del clero católico para someter a las masas y reprimir a la inteligencia.

En esta lucha para terminar con un mundo caduco e inoperante y dar luz a otro mundo que ofreciera progreso y seguridad material para todos, cotidiana y perma­nentemente; en este mundo agotado en el que las fantasías teológicas ya no satisfa­cían las crecientes necesidades sociales prácticas y que además frenaban el conoci­miento, el progreso económico y cultural, renació por contraposición el interés re­novado de los sabios en los antiguos problemas de la navegación y la hidráulica, la astronomía, la mecánica, la matemática y también en la organización social y sus relaciones con el Estado. Así surgió de lo que en la Antigüedad fue una ciencia úni­ca la diversidad de ciencias particulares y especializadas, como la astronomía, la mecánica, las matemáticas y después la física, la química, la biología y otras cien­cias naturales y sociales, lo que constituyó una verdadera revolución en el saber que amplió de manera significativa el horizonte intelectual de la Humanidad y constituye

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históricamente el renacimiento del materialismo en una etapa sin marcha atrás que instauró un nuevo régimen social, pensado en satisfacer las necesidades reales y te­rrenas del hombre, lejos del providencialismo medieval que imponía las vías prefi­jadas por Dios. Por ello, las tareas fundamentales de la filosofía del Renacimiento consistieron en luchar contra la dictadura espiritual del Papado, poniendo en tela de juicio las doctrinas religiosas sobre la eternidad y santidad del sistema feudal, criti­cando para ello la teología y la escolástica para impulsar la práctica de la teoría del conocimiento por medio del materialismo filosófico fundamentado en el ateísmo. Con esto se fortaleció la conexión de la filosofía y las ciencias naturales basadas en el método experimental y empírico de todos los fenómenos de la naturaleza, meto­dología científica que llegó para quedarse y persiste en nuestro tiempo.

En esta época grandiosa para la especie humana que logró la restitución del pen­samiento libre y progresivo, la filosofía materialista aniquiló la onerosa dominación del feudalismo junto con la dictadura espiritual del papa, dando así origen al des­arrollo artístico, científico y cultural más grande de la historia de la Humanidad y de cuyo legado la sociedad de nuestro tiempo aún se beneficia. La época del Rena­cimiento fue una etapa importante para la reapertura del pensamiento libre, en la que los hombres de ciencia y los filósofos progresivos lograron vencer la encarni­zada resistencia de la clase clerical, pese a las persecuciones propiciadas por la Igle­sia; la filosofía renacentista combatió hábilmente la escolástica medieval y la teología de las doctrinas religiosas con el apoyo de las conquistas de las ciencias naturales estudiadas con una visión empírica, experimental y dialéctica que no per­mitía cuestionamientos, quebrando así la dictadura dogmática de la Iglesia católica romana. Siglos después, este legado permitió al filósofo materialista alemán Lud-wig Feuerbach (1804-1872), afirmar lo siguiente: "Quien tiene la ciencia no nece­sita de la religión. No hace falta hacer religiosos a los hombres, sino instruirlos; hay que propagar la instrucción entre todas las clases y estamentos, y ésa es la más im­portante tarea de nuestros tiempos". El razonamiento de Feuerbach y de todos los filósofos materialistas ateos que lo antecedieron y de los que vendrían después es­tablecía de una manera simplificada que la región es, finalmente, una mezcla de di­versas proporciones de ignorancia, temor e ingenuidad.

En esta etapa de la historia de la filosofía ha quedado de manifiesto cómo, des­de su origen, el materialismo y el idealismo han luchado y se han enfrentado por imponer desde sus respectivas trincheras su verdad sobre la concepción del mundo, ocasionando con ello un natural antagonismo que, rebasando los terrenos de la filo­sofía, se extiende siempre al ámbito de los diversos grupos que en cada etapa de la historia conforman la sociedad con sus distintas clases y estamentos; pero, lejos de

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Ser negativa, esta lucha entre el materialismo y eJ idealismo ha servido para alentar

el estudio y la investigación de todas las ramas del saber a lo largo de la trayectoria del desarrollo humano. Por lo que respecta al pensamiento filosófico materialista, desde su origen primitivo tanto en el antiguo Oriente como en Grecia y Roma, la historia demuestra que el materialismo ha sido en términos generales la concepción del mundo de las fuerzas sociales avanzadas y progresivas, en tanto que el idea­lismo, con su concepción teológica del mundo, siempre estuvo y ha estado vincu­lado, en la mayor parte de sus tendencias y con diferente gradualidad, a las fuerzas regresivas y más conservadoras de la sociedad por lo que sus doctrinas justificaban, bendecían y hasta santificaban las relaciones sociales más injustas de cada época, vigentes o caducas, apartando con ello a las masas con ideales progresivos y liber­tarios de sus luchas contra las fuerzas sociales reaccionarias. Hubo, sin embargo, a lo largo de la historia expresiones idealistas menos reaccionarias que en su mo­mento contemporizaron con el materialismo y por ello desempeñaron un papel po­sitivo en la historia universal de la filosofía, demostrándose así que el desarrollo y la trayectoria del pensamiento filosófico de cualquier tendencia no es una línea rec­ta, sino que es producto de un complejo proceso dialéctico con sus naturales con­tradicciones y desviaciones originadas por la ausencia o precariedad de conoci­mientos científicos de cada época.

En uno de sus procesos históricos, entre los siglos xvi y xvn, la filosofía dialéc­tica sufrió una desviación al aparecer el método metafísico del pensamiento, el cual se limitaba únicamente a analizar, sistematizar y clasificar los diversos fenómenos de la naturaleza, en contraposición con las doctrinas filosóficas progresivas de la antigüedad que se imponían siempre el dar una explicación objetiva de la esencia de los procesos que se operan en la naturaleza y la sociedad, siendo sin embargo es­ta desviación no considerada como un retroceso filosófico sino como una necesidad de su tiempo, que por la escasez de conocimientos obligaba al pensamiento a in­vestigar las cosas para poder investigar después los procesos y sus cambios; así, las ciencias naturales y la filosofía al estudiar los objetos como entidades aisladas en­tre sí, hicieron posible la investigación de las leyes que operan en la naturaleza y la sociedad lo cual es al mismo tiempo el descubrimiento de la dialéctica del mundo objetivo, siempre alejado del idealismo y sus concepciones especulativas y dogmá­ticas que son por igual ajenas y extrañas al espíritu materialista de las ciencias na­turales, fundamento de la "herejía", el ateísmo y de los movimientos reformistas surgidos incluso en el propio seno de la Iglesia católica.

Las ciencias naturales en sus diversas disciplinas al refutar los mitos religiosos de la creación del mundo, de la inmortalidad del alma y su origen divino son la base

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ideológica del ateísmo, que resulta más consecuente conforme el materialismo cien­tífico se adjudica y acumula nuevos logros en el conocimiento general de la natu­raleza y sus fenómenos; los trabajos de los grandes genios del Renacimiento como Leonardo da Vinci, Copérnico, Gíordano, Bruno y Galileo, entre otros, asestaron un duro golpe a la concepción religiosa del mundo y le dieron un fundamento científi­co-natural y filosófico al ateísmo que en estos grandes pensadores se hallaba direc­tamente vinculado con la concepción materialista de la naturaleza y sus fenómenos. Y otra vez, Feuerbach nos ilustra sobre el carácter material de la naturaleza cuando dice:

Entiendo por naturaleza el conjunto de todas las fuerzas sensibles de las cosas y los seres que el hombre diferencia de él como lo no humano... o, tomando la palabra prác­ticamente, la naturaleza es todo aquello que, independientemente de las imposiciones so­brenaturales de la fe teísta, se ofrece al hombre directa y sensiblemente como base y ob­jeto de su vida. La naturaleza es la luz, la electricidad, el magnetismo, el agua, el aire, el fuego, la tierra, los animales, los vegetales y el hombre en cuanto ser que obra involun­taria e inconscientemente. Por naturaleza no entiendo nada más, no entiendo nada mis-tico, nada nebuloso, nada teológico.

Para finales del siglo xvi e inicios del xvn, las tendencias filosóficas materialis­tas se trasladaron de Italia a Inglaterra, Holanda y Francia, junto con el desarrollo de la industria y del comercio, de la ciencia y la cultura. En Inglaterra, que desde el siglo xvi su economía adquirió gradualmente un carácter capitalista, se desarrolló con amplitud la producción manufacturera que impulsó el rápido desarrollo del co­mercio marítimo inglés que desplazó las rutas mediterráneas al Océano Atlántico, por ello, la burguesía y la nobleza en busca del mejoramiento de la producción y la navegación, de la fabricación de barcos y armamento militar se apoyaron en los avances de la ciencia, impulsando así el desarrollo de la filosofía inglesa, cuyos más destacados representantes materialistas de su tiempo fueron Francis Bacon y Tilo­mas Hobbes.

Considerado el fundador del materialismo inglés de los tiempos modernos, Fran­cis Bacon (1561-1626), siguiendo los pensamientos de Anaxágoras y Demócrito. estableció que la ciencia de la naturaleza es la verdadera ciencia y la física senso­rial la parte más importante de ella, pues los sentidos son infalibles y fuente de todos los conocimientos; también estableció que la ciencia es *'la ciencia" de la ex­periencia y consiste en aplicar un método racional a lo que nos ofrecen los sentidos por medio de la inducción, el análisis, la comparación, la observación y la experi­mentación. Bacon, quien fue un destacado político al grado de alcanzar el nombra-

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miento de lord canciller del Estado, en sus últimos años de vida abandonó toda ac­tividad política y se dedicó exclusivamente a la labor científico-filosófica que, vin­culada estrictamente con los progresos científicos de su tiempo y el auge cultural, fue siempre dirigida contra la concepción religiosa-idealista del mundo con un ca­rácter señaladamente antiescolástico. Al mismo tiempo, dicha labor sentó las bases teóricas para dominar las fuerzas espontáneas de la naturaleza, aspirando con ello a la liberación del saber del yugo de la teología y la escolástica a las que calificaba tan estériles como las monjas dedicadas a Dios. Para Bacon, en su tiempo existían toda una serie de "ídolos", fantasmas y errores que obstaculizaban el conocimiento de la naturaleza, identificándolos de la siguiente manera:

a) Los "ídolos de la caverna," que son los errores en que incurre un individuo a causa de sus rasgos específicos y que lo conducen a una limitación de su pro­pio horizonte, al hábito de enjuiciarlo todo desde su punto de vista personal o desde su estrecho círculo.

b) Los "ídolos de la plaza," que consisten en el hábito de apoyarse en las opi­niones corrientes y en adoptar una actitud no crítica hacia las palabras inco­rrectas o inexactas, ya que los vocablos que no expresan la realidad efectiva o la expresan confusamente, en forma vaga o imprecisa dan origen a falsos conceptos que influyen de manera negativa en el pensamiento.

c) Los "ídolos de la tribu," propios del ser humano, es decir, de todos los hom­bres, porque la mente del hombre, a semejanza de un espejo irregular, distor­siona y deforma la realidad de la naturaleza.

d) Los "ídolos del teatro," que buscan afirmar la fe en las autoridades, particu­larmente en la autoridad de los sistemas filosóficos de la Antigüedad, pre­sentados a los hombres con una aparatosidad semejante a la de las funciones teatrales.

Estos símiles de Bacon a las distorsiones que el hombre suele hacer sobre las co­sas y los fenómenos de la naturaleza eran en el fondo críticas dirigidas contra la es­colástica y las deducciones idealistas, que siempre han carecido de demostración y llevaban implícitas la necesidad de usar la metodología en todos los procesos del pensamiento, condenando así a las seudociencias medievales, que para "justificar su impotencia calumniaban a la naturaleza". A juicio de Bacon, el hombre debe ser amo y señor de la naturaleza y puede serlo de acuerdo con sus conocimientos, pues "conocer es poder y poder es conocer", destacando así la importancia en el estudio de la ciencia del método analítico experimental por encima de los fundamentos de

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los dogmas teológicos, que sólo apartan a la mente humana de la historia natural que es raíz de todas las ciencias. Las concepciones materialistas del mundo expre­sadas por la filosofía de Bacon le dieron tanta gloria y fama universal por la enor­me influencia que ejerció en su época y tiempos posteriores, a tal grado que su obra movió a Herzen a escribir lo siguiente:

Como un segundo Colón, Bacon descubrió en la ciencia un mundo nuevo, precisamen­te el mundo en que vivían los hombres desde tiempos inmemorables y que habían olvi­dado, ocupados en los intereses supremos de la escolástica. Bacon hizo vacilar la fe cie­ga en el dogmatismo [...] Tras él comienza un trabajo, una labor incansable y abnegada de observación, de investigaciones escrupulosas y a la medida de las fuerzas del hom­bre. Surgen asociaciones científicas de naturalistas en Londres, en París y en diferentes puntos de Italia; los naturalistas se entregan a sus actividades con redoblado ardor. La su­ma de fenómenos y hechos observados crece proporcionalmcnte a la destrucción de los es­pectros metafísicos, de esas palabras que al decir de Bacon carecen de todo sentido y en­turbian la mirada sencilla e indagadora, dándole una noción deformada de la naturaleza.

Thomas Hobbes (1588-1679), continuador de las tradiciones materialistas de Bacon, de quien fue su discípulo y secretario, pese a haber nacido en el seno de una familia religiosa (su padre era clérigo) contrapuso siempre su pensamiento filosófi­co a la teología, a la escolástica y a las seudociencias medievales, por lo que fue ob­jeto de persecuciones tanto por los seguidores de la restauración de la realeza como de los representantes clericales. Para el filósofo inglés, la filosofía excluye de su se­no a la teología, que es la doctrina de la esencia y los atributos de Dios, así como también a la doctrina del culto divino por ser fuente no de la razón natural, sino de la autoridad de la Iglesia. "En los asuntos de la ciencia- decía no existe la idea de Dios ni la idea del alma." También, convencido de que la filosofía debía contribuir a obtener éxitos en la vida cotidiana del hombre y a elevar su cantidad de bienes vi­tales, Flobbes desarrolló en sus trabajos la vía del análisis cuantitativo-mecánico de los fenómenos, contribuyendo así al diseño del método científico-natural y elimi­nando al mismo tiempo del ámbito de la filosofía las "esencias" místicas con que operaban los escolásticos.

Habiendo conocido personalmente a Gal i leo, Hobbes adoptó como ideal en el campo de las ciencias naturales la mecánica del sabio italiano, mientras que la geo­metría euclidiana consistía para él en el prototipo del pensamiento lógico conse­cuente y demostrativo, en oposición a las ideas religiosas, las cuales no requieren demostración alguna por tratarse de simples fantasías que pueden proponer lo que se les antoje; el culto divino, la astrología, el chamanismo, la adivinación y todo ti-

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po de "artes proféticas" surgidas de la ignorancia y la superstición pertenecen a es­te tipo de pensamientos retrógrados que se escudan en la filosofía idealista para su práctica y proliferación. El mundo objetivo de Hobbes es un conjunto de cuerpos materiales sueltos, cuyas propiedades se expresan en determinaciones geométricas como la extensión y la figura, condición que no reúnen los espíritus, los ángeles ni los demás seres fantásticos ideados por la religión y que por ello no responden a la realidad. En cuanto al hombre -decía-, por ser corpóreo, no contiene una sustancia espiritual independiente, pues ésta carece de extensión y figura; por ello el "alma" es un simple postulado de la materialidad de la sustancia pensante que la razón re­chaza al no poder ser medida ni calculada, condiciones necesarias para un buen pro­ceso del conocimiento empírico.

Para Hobbes, la esencia misma de su método racional radica en el cálculo; de es­te modo, la aritmética se ocupa de la adición y sustracción de números; la geome­tría de la adición y sustracción de líneas, ángulos, relaciones, etc., situando así en primer plano el principio cuantitativo-matemático de los fenómenos; también la ló­gica puede equipararse a la matemática, porque el juicio es una adición de concep­tos y el razonamiento es adición o sustracción de determinados juicios. Por ello Hobbes consideraba que el cálculo es objeto fundamental de la filosofía y estable­cía de esa manera sus opiniones:

Por tanto, no debemos pensar que las operaciones de cálculo, en el sentido propio del término, sólo pueden realizarse con los números, como si el hombre se distinguiera ex­clusivamente de otros seres vivos por la capacidad de calcular, como suponía Pitágoras, sino que también podemos sumar y restar magnitudes, cuerpos, movimientos, tiempos, cualidades, conceptos, relaciones, proporciones, proposiciones, y palabras que encierran toda clase de filosofía.

Hobbes era ateo convencido; odiaba la teología, el poder del clero y de su filo­sofía fueron arrojados Dios, la sustancia espiritual y los diversos dogmas y fuerzas sobrenaturales; para él, el origen de la religión estaba en el temor provocado por la ignorancia, por lo cual entre religión y superstición no existe diferencia. En conse­cuencia a partir de sus ideas en la Inglaterra del siglo xvii se calificó de "hoobista" a todo aquel que pensaba libremente. Este enérgico combate de Hobbes contra las doctrinas idealistas fundamentó el materialismo inglés posteriormente con los sa­bios Isaac Newton, John Locke y John Toland, y en Francia con los materialistas más representativos del siglo xviii.

Para el mundo de la ciencia, Isaac Newton (1643-1727) es el más grande genio de finales del siglo XVII y principios del xviii, quien con sus trabajos estableció una

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nueva tendencia en la ciencia natural mecanicista y en el materialismo metafísico, toda vez que en la solución de los problemas filosóficos de las ciencias naturales, pese a ser en lo fundamental un materialista, no logró ser consistente, al suponer en forma errónea en su teoría del movimiento que éste no era eterno y que podía des­aparecer y surgir de nuevo. Tal tesis se oponía a la indestructibilidad y conservación del movimiento cartesiano de la materia, enfrentamiento comprensible para la épo­ca en la cual aún no se disponía de datos experimentales bastante exactos para zan­jar la disputa a favor de una u otra teoría; sin embargo, el descubrimiento de las le­yes exactas del choque de los cuerpos elásticos y rígidos quebrantó los cimientos de la física cartesiana. Por otro lado, las ideas atomistas de Demócrito y Epicuro reto­madas por Gassendi aportaron un renovado brío a las ciencias de la naturaleza, complementadas con las aportaciones de Christian Huygens (1629-1695) acerca de la teoría ondulatoria de la luz, fenómenos estudiados también por Newton, quien en oposición a la teoría ondulatoria, formuló una explicación corpuscular para la natu­raleza de la luz, la cual recibió posteriormente el nombre de teoría de la emisión. Pero en realidad al ser la naturaleza de la luz tan compleja y contradictoria aun con los conocimientos de nuestros tiempos, ambas teorías en pugna, unilaterales y abs-tractarnente opuestas entre sí, no podían cantar victoria una sobre otra por lo que en lo dialéctico ambas teorías se consideran premisas para que la ciencia pueda más tarde llegar a una certera concepción de la naturaleza de la luz y sus fenómenos lu­minosos. Con ello se demuestra que la esencia de la dialéctica del conocimiento científico en proceso de desarrollo consiste en el desdoblamiento de lo uno en sus aspectos contrarios, así como en el conocimiento de ellos y demostrándose asimis­mo que la fase analítica es una premisa necesaria para conocer la unidad concreta de contrarios. Finalmente, esto nos conduce a enfrentar una idea con otra, apoyadas ambas en hechos demostrables.

Isaac Newton fue un prestigiado científico de su tiempo, por lo que fue distin­guido con importantes cargos públicos y académicos, como los de director de la Ca­sa de la Moneda y presidente vitalicio de la Royal Society de Londres. Por ello, sus opiniones influyeron considerablemente en la formación de toda la ciencia natural mecanicista, la cual era en aquel tiempo el concepto filosófico para el estudio ge­neral de los fenómenos; así surgieron los fundamentos de la mecánica newtoniana, la cual establecía que todos los fenómenos de la naturaleza "se hallan determinados por ciertas fuerzas, con las que las partículas de los cuerpos en virtud de causas aún desconocidas o bien tienden a acoplarse en figuras regulares, o bien se repelen mu­tuamente y se alejan unas de otras". El físico inglés dedujo con rigor matemático el principio de que la fuerza de la gravitación universal rige el movimiento de los pla-

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netas y que, en condiciones terrestres, se manifiesta en la pesantez habitual de los cuerpos.

Pese a que Newton aisló erróneamente a la materia del movimiento, espacio y tiempo, y éstos el uno con respecto al otro, creando los conceptos newtonianos de espacio y tiempo "absolutos", el alcance de sus descubrimientos radica en que la mecánica de las masas terrestres se complementaba con los cuerpos celestes. Esto constituyó el fundamento de la mecánica clásica, que sigue siendo válida para los cuerpos que se mueven lentamente y poseen una masa relativamente grande, dando con ello una rigurosa formulación en términos matemáticos a la causalidad mecá­nica, cuyas leyes pusieron de manifiesto que, en principio, era posible prever el futuro de un sistema mecánico o determinar con exactitud el movimiento de un sis­tema en el pasado, con base en su estado actual y en las condiciones externas o fuer­zas que actuaban sobre el sistema en cuestión. Así, con la mecánica newtoniana fue posible llegar a una exacta previsión científica en una inmensa región de fenóme­nos naturales, y las limitaciones de su determinismo mecanicista sólo se pusieron de manifiesto mucho tiempo después, ya que en la época de Newton se creía que la determinación mecánica era la única forma que podía adoptar la concatenación, su­jeta a leyes, de los fenómenos de la naturaleza. Ello condujo inevitablemente al idea­lismo, porque el mecanicismo y la metafísica eliminaban la posibilidad de esclare­cer, desde posiciones materialistas, el origen del movimiento de la materia existente en la naturaleza.

Por ello, al analizar el movimiento de los planetas alrededor del Sol y conside­rarlo invariable, Newton se planteaba el problema de cómo pudo ser puesto en mo­vimiento el sistema solar, deduciendo erróneamente que los distintos componentes del movimiento de un sistema eran provocados por una fuerza especial y que "al­guien" desde fuera comunicó alguna vez dichos movimientos en forma de "impul­so inicial" y que así como surgió de la nada alguna vez, puede igualmente desapa­recer. La admisión newtoniana de este impulso inicial era sencillamente la aceptación de la existencia de un Dios creador que en su momento había dado una especie de cuerda al "reloj del Universo"; pero pese a esta inconsistencia filosófica de New­ton, su genio y la mecánica creada por él representó una de las grandes conquistas de la ciencia natural materialista y la reconfirmación del enorme poder de la inteli­gencia humana.

A la aparición de las ideas newtonianas contribuyeron los descubrimientos y las observaciones de carácter empírico sobre los fenómenos mecánicos de la naturale­za, así como también los grandes progresos alcanzados por las matemáticas en aquel tiempo. A su vez, la creación de la geometría analítica por Descartes, la in-

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vención de los logaritmos y la introducción del cálculo diferencial e integral pro­vocaron un viraje radical en las ciencias matemáticas y permitieron a las ciencias naturales un desenvolvimiento nunca antes visto al darles la oportunidad de ser es­tudiadas y analizadas bajo una óptica matemática complementaria, y que hizo tam­bién posible la creación de la física teórica para analizar los fenómenos físicos con alto grado de complejidad. En esencia, este viraje matemático consistía en que el concepto de magnitud variable, inestable y fluida ocupaba un lugar en dichas cien­cias, en contraste con las matemáticas tradicionales, que operaban únicamente con magnitudes constantes e invariables. El cálculo infinitesimal, integral y diferencial permitió así a las ciencias naturales representar matemáticamente no sólo los esta­dos, sino también los procesos de los fenómenos y su uso. Aunque incipiente aún en los tiempos de Newton, se intensificó conforme la ciencia se desarrolló gradual­mente en todas sus manifestaciones.

También en Francia se desarrollaron simultáneamente durante la primera mitad del siglo xvii, junto con la crisis del régimen feudal, las manifestaciones filosóficas materialistas que continuaron abriendo la brecha para el progreso científico. Al mis­mo tiempo que el establecimiento en varios países de Occidente de la monarquía ab­soluta desintegraba los espacios del feudalismo, la creciente burguesía necesitaba a toda costa el desarrollo científico y tecnológico, ateo o no, para la realización ple­na de sus actividades capitalistas en las grandes ciudades, donde se concentraba la producción manufacturera que en lo futuro daría nacimiento a la clase proletaria, en sustitución de los siervos de las haciendas feudales.

En ese ambiente de reacomodo de la organización social se desenvuelven las ideas de Rene Descartes (1596-1650), considerado el más destacado exponente de las nuevas necesidades sociales de su tiempo y representante de las aspiraciones y la audacia del sector burgués más progresivo, que fomentaba el desarrollo de la in­dustria y el comercio, al tiempo que se oponía a la permanencia del feudalismo y el poder absoluto de la monarquía reinante. Las ideas de Descartes encontraron siem­pre una dura resistencia por los elementos clericales, a tal grado que, después de la condena de Galileo, se vio obligado a renunciar a la publicación de su Tratado de la luz, cuya publicación fue posible sólo 14 años después de su muerte, mientras que los teólogos protestantes de Holanda lograron que fuera prohibida la enseñanza de la doctrina cartesiana en la Universidad de Utrecht.

Siguiendo a Bacon y a otros destacados pensadores de su tiempo, Descartes se pronunció contra la escolástica dominante, de la que decía irónicamente que sólo proporcionaba los medios para asombrar a las personas ignorantes, y proclamaba contra ello la necesidad de crear una filosofía al servicio de la práctica, que fortale-

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ciera el dominio del hombre sobre la naturaleza: "En lugar de la filosofía especula­tiva -decía-, enseñada en las escuelas, es posible encontrar una práctica por medio de la cual, conociendo las fuerzas y las acciones del fuego, del agua, del aire, de los astros, de los cielos y de todos los demás cuerpos que nos rodean, podríamos apro­vecharlos en todos los usos apropiados, y de esta manera convertirnos en dueños y poseedores de la naturaleza". Al mismo tiempo, aconsejaba sobre la necesidad de intentar, por lo menos una vez en la vida, despojarse de todas las opiniones admiti­das por la vía de la fe y comenzar desde el principio y fundamento de las cosas sin poner ningún límite a la duda: "Llegaré a pensar -dijo- que el cielo, el aire, la tie­rra y sus colores, las formas y todas las demás cosas exteriores no son más que ilu­siones y sueños, y supondré también que no tengo manos, ni ojos, ni cuerpo, ni san­gre, que no tengo sentido alguno y que estoy erróneamente convencido de poseer todo esto". Con tales supuestos, el filósofo francés destacaba la inutilidad de la exis­tencia humana al no tener injerencia en las cuestiones de la naturaleza, como lo pe­día la teología, negándose así el valor de la razón para lograr hacer del mundo su aliado y no su enemigo, porque el ser humano no está destinado, como las bestias, a sufrir apaciblemente los embates de la naturaleza, sino a entenderla y dominarla para su placer y beneficio.

Por ello, para Descartes, al igual que para Bacon, la condición primaria para cre­ar una verdadera ciencia de la naturaleza consistía en depurar la conciencia huma­na de toda clase de ídolos, rechazando la "erudición" religiosa y escolástica. Vi­niendo de quien viene, no es poca cosa la exigencia de este materialista francés, quien además de sus aportaciones filosóficas fue un destacado exponente del racio­nalismo, doctrina según la cual el pensamiento teórico (la razón) es un estado su­perior del conocimiento, que requiere para su desarrollo sustituir la fe por el saber, lo irracional por lo racional, y la postergación ante la autoridad por la demostración lógica. El matemático galo, convencido del principio de la increabilidad e indes­tructibilidad del movimiento en la materia, lo extendió a todo el Universo y lo con­virtió en un puntal filosófico materialista en el campo de las ciencias naturales. De sus notables descubrimientos matemáticos sobresale su geometría analítica o carte­siana, que unificaba la geometría y el álgebra y que posteriormente daría vida al mé­todo del cálculo diferencial, y aunque utilizó una concepción mecanicista para ex­plicarse los fenómenos vitales en los seres vivos, pudo establecer una diferencia esencial entre los hombres y los animales, quienes, a diferencia del hombre que actúa en función de su memoria e inteligencia, éstos lo hacen obedeciendo a sus re­flejos. Así estableció por primera vez esta teoría, que PavJov comprobó posterior­mente. Rene Descartes fue, sin lugar a dudas, un digno rival de la filosofía teológi-

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ca de su tiempo, motivo por el cual sufrió los embates de la Iglesia y por ello es con­siderado en nuestros días uno de los grandes exponentes de la cultura francesa y destacado promotor universal de la filosofía materialista.

La lucha del materialismo contra el idealismo en la Inglaterra de finales del si­glo xvn y principios del xviii se complementó con las aportaciones filosóficas de John Locke (1632-1704) y John Toland (1670-1722). Locke, admirador de Newton y promotor de la llamada tendencia sensualista en la teoría del conocimiento, estu­dió filosofía, ciencias naturales y medicina en la Universidad de Oxford, donde pos­teriormente fue catedrático y dedicado de manera complementaria a las actividades políticas, desde donde se convirtió en publicista e ideólogo de la monarquía y la aristocracia feudal inglesa, que convertida en Estado por consentimiento mutuo de los hombres sirve para garantizar los derechos humanos inalienables, como el de­recho a la vida, a la libertad personal y a la propiedad privada. De materialismo in­consistente y vacilante, el filósofo inglés saltaba indistintamente de un extremo a otro de la filosofía, utilizando el materialismo en la ciencia y el idealismo en la so­ciología, dependiendo sus compromisos con determinado bando. Así, Locke admi­tía la existencia de Dios en un afán conciliatorio de la fe con la razón, que genera­ría una religión ampliamente aceptada por el "sentido común", rechazando al mis­mo tiempo las creencias religiosas vigentes en su tiempo junto con sus dogmas y su organización eclesiástica. El pensador británico creía en la necesidad de una reli­gión natural y racional para el ser humano, estableciendo la idea de que si bien Dios es el principio racional supremo que alguna vez creó el mundo y sus leyes, después de esto no ha vuelto a intervenir en los asuntos de la naturaleza, siendo así el Dios lockeano un Ser no autócrata y con facultades limitadas y, por ello, incapaz de rea­lizar milagros y otros fenómenos sobrenaturales. Al igual que Newton, para Locke Dios únicamente dio cuerda al "reloj universal", dejándolo después a su destino y movimiento hasta que la cuerda se agote. Estas inconsistencias filosóficas de Locke por su carácter contradictorio y espíritu de compromiso fueron el punto de partida de dos tendencias filosóficas opuestas: los materialistas franceses del siglo xvín des­arrollaron el materialismo lockeano, pero lo despojaron de sus elementos idealistas, y los idealistas subjetivos ingleses, como Berkeley, tomaron y llevaron hasta lo ab­surdo los elementos idealistas del empirismo lockeano. Sin embargo, en la balanza de la historia, el materialismo del filósofo inglés vence a su idealismo, si conside­ramos que éste era únicamente una manifestación de los compromisos con la bur­guesía de su tiempo y un disfraz contra el recelo de la jerarquía religiosa.

Más consecuente y firme con su materialismo fue John Toland (1670-1722). quien pese a su origen en el seno de una familia católica sometió desde joven a se-

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veras críticas a la religión y a la Iglesia, lo cual le valió que una de sus obras fun­damentales, El cristianismo sin misterios, fuera quemada por órdenes del parla­mento irlandés, viéndose por ello obligado a huir de Irlanda y refugiarse en Ingla­terra; audaz defensor de sus ideas republicanas y materialistas, sufrió por ello has­ta los últimos días de su vida persecuciones, privaciones y miseria. En sus trabajos, el pensador inglés invitaba a la negación de la "revelación divina" y los "misterios", mientras combatía al mismo tiempo los prejuicios y las supersticiones de carácter religioso y refutaba las concepciones metafísicas de moda en su tiempo, acerca de las relaciones entre el movimiento y la materia, afirmando acertadamente que res­pecto a la materia, si se considera inerte y privada de actividad interna, entonces las causas del movimiento resultan inexplicables. Para Toland, el movimiento es una propiedad esencial de la materia sin el cual no podría existir, porque tal movimien­to expresa también la esencia de la materia y determina lo mismo el movimiento del Universo en su conjunto como el desplazamiento espacial de sus diversas partes. Con estas ideas, el filósofo británico rechazó abiertamente las invenciones de los idealistas radicales sobre la inercia mecanicista de la materia y su reposo absoluto, al cual calificó como "una vacua invención, porque la materia se compone de átomos y el vacío no existe, porque el Universo es un sistema de sistemas de torbellinos o remolinos en el seno de la materia, porque nada nuevo surge en el mundo, sino úni­camente existe un cambio de lugar del que proceden la aparición y la desaparición de todas las cosas de la naturaleza".

Como las concepciones filosóficas de Toland estaban sembradas en los terrenos del ateísmo, aquel pugnó siempre por la libertad de pensamiento y de conciencia, pidiendo por la supresión total de la teología, los ritos eclesiásticos, la "revelación de la Sagrada Escritura" y otros dogmas y supersticiones; sin embargo, admitió la posibilidad de que, de ser necesaria una religión, ésta sería una "religión natural" única, basada en la filosofía y en las ciencias naturales, religión cuyo culto sería el respeto a la verdad, a la libertad y a la salud, cuyos "sacerdotes" serían los filóso­fos sabios y escritores y la autoridad suprema la razón. Con estas posturas, el pen­sador inglés combatió la religión habitual de los clérigos de las iglesias, así como los dogmas y ritos de las religiones que, con su postura impositiva, desalientan el uso de la razón y frenan el desarrollo de la ciencia y el beneficio que ésta aporta a la raza humana. Por ello, la filosofía materialista inglesa del siglo xvn, junto con John Toland, opuesta a la escolástica medieval, al idealismo y a la teología domi­nante, ejerció una considerable influencia sobre los representantes más cultos de la burguesía y de la nobleza, pero a partir del inicio del siglo xviii encontró una reno­vada resistencia entre los elementos más conservadores de la clase dominante que actuaba bajo el estandarte fanático de la religión y el idealismo.

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Los avances de la filosofía materialista postulados por los pensadores progresi­vos, tanto ateos como teístas, marcaron así en este tramo del desan-ollo humano el comienzo de una nueva forma histórica del materialismo que la distinguieron del materialismo primario e ingenuo de los antiguos filósofos de Oriente, griegos y ro­manos. Esta nueva expresión del materialismo respondía al hecho de que había sur­gido en medio de las circunstancias históricas el nacimiento de un nuevo régimen social, el capitalista, producto de las entrañas de la decadente sociedad feudal, con el agregado de que para esa época la acumulación de conocimientos y el desarrollo considerable de las ciencias naturales permitió el apuntalamiento de nuevas expre­siones filosóficas materialistas, disminuyendo al mismo tiempo el poder del idea­lismo y la religión.

También es distintivo en esta nueva expresión del materialismo el método utili­zado para sintetizar el progreso de la ciencia natural que, antes única e indivisa, creó de su tronco nuevas ramas con una serie de disciplinas especiales. El materialismo, cambiando de forma al cambiar el nivel y el desarrollo de las ciencias, ramificó de la mecánica la mecánica terrestre, la celeste y la astronómica, y de la matemática simple ramificó el cálculo integral y diferencial, faltando en esa época la diversidad en la química y la biología, que aún no contaban con suficientes bases científicas. Por ello, se esperaba su desarrollo posterior, pues todavía en este tiempo, al igual que los dialécticos de la Antigüedad, algunos pensadores aún consideraban que la naturaleza, la sociedad y el conocimiento eran un conjunto y conocían algunos ras­gos generales de su desarrollo, pero todavía no se basaban en un análisis científico y riguroso de los diversos fenómenos de la naturaleza.

También en la Holanda de mediados del siglo xvn, constituida en el centro de los movimientos ideológicos progresivos, desempeñó un importante papel filosófico el materialista Baruch de Spinoza (1632-1677), quien por su condición judía recibió la preparación destinada a los rabinos y estudió la doctrina talmúdica de la religión hebrea. Pero el filósofo holandés, influido por la lectura de las obras de Descartes, Giordano, Bacon y Hobbes, desechó su educación rabina impuesta para dedicarse al saber científico, pese a la oposición de la comunidad judía, que con persuasión, soborno y amenazas le exigían que no rompiera con la religión de sus padres; sin embargo, Spinoza, fiel a su ideal científico, rompió con la tradición judaica y fue por ello execrado y expulsado de la comunidad, consagrándose así por entero al es­tudio de la ciencia y la filosofía, aspirando a responder con sus ideas a las exigen­cias progresivas de su tiempo que pretendían dirigir el conocimiento al logro de la perfección humana. Para el pensador holandés, la sustancia de la naturaleza es de existencia eterna e infinita en el espacio y con estos atributos no necesita ningún ser

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sobrenatural, o Dios, que esté por encima de ella, ya que es causa de sí misma y no requiere ningún impulso externo. Con estas ideas, Spinoza despertó una furiosa in­dignación entre la clase teológica, pero su postura destruyó la noción tradicional de Dios en todas las religiones, concebido como entidad que crea y rige la naturaleza; con ello, el filósofo de los Países Bajos, desempeñó un importante papel en la fun-damentación filosófica del ateísmo, que posteriormente hicieron suya y desarrolla­ron otros pensadores avanzados en el siglo xvni, en especial los pensadores ilustra­dos materialistas franceses.

Por ello, en su lucha contra la concepción religiosa del mundo, los materialistas del siglo XVII y principios del xviii siguieron el camino del ateísmo, pero sin ser abiertamente ateos combativos, al faltarles para su lucha los elementos científicos que en su época aun no existían; así, en Bacon existió inconsistencia teológica y Hobbes y Spinoza, ateos más consecuentes, carecieron sin embargo de un afán com­bativo y ofensivo. Hobbes, quien rechazaba la religión, consideraba el derecho del Estado a apoyarla y la obligación de los subditos a su sometimiento; por su parte, Spinoza, ateo declarado, llamaba Dios a la naturaleza, vistiendo así su filosofía ma­terialista con el disfraz del teísmo. Pese a todo, el ateísmo se erigió como el estan­darte de la libertad del pensamiento y la razón contra el idealismo y la teología re­tardataria, por lo que las teorías y el método del materialismo metafísico del siglo XVII y posterior, forjado en Inglaterra por Bacon, Locke y Toland, en Italia por Ga-lileo, en Francia por Descartes y en Holanda por Spinoza, adquirieron un desarro­llo posterior en los trabajos de los materialistas más destacados del siglo xviii que descollaron en diversos países y particularmente en Francia, donde se preparó y re­alizó la más sonada e histórica revolución burguesa, que sepultó para siempre al Es­tado feudal absolutista y propició el auge del capitalismo.

Durante la segunda mitad del siglo xviii, en Francia nace y crece el movimiento antifeudal de las masas populares; la nobleza y el clero, representantes de una ínfi­ma parte de la población, tenían sin embargo en sus manos las riquezas agrícolas del país, y los terratenientes se apoderaban de la cuarta parte de la cosecha de los campesinos, mientras el clero católico se apropiaba del "diezmo", condenando así a los campesinos a una existencia de hambre y miseria, mientras se desarrollaban al mismo tiempo las grandes empresas capitalistas en la minería, la fundición y los te­lares, empresas que para su progreso necesitaban la desaparición de un feudalismo que obstruía sus actividades, junto con la ideología feudal-religiosa que lo protegía. Así, la tarea fundamental planteada por el pensamiento filosófico avanzado en ese movimiento histórico de Francia establecía la necesidad de combatir Ja servidum­bre en las instituciones y en las ideas, luchando contra la religión, la teología y sus

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dogmas y las remanencias de la escolástica medieval. Por ello, en la Francia del si­glo XVIII, la preparación ideológica de la revolución burguesa y la propia revolución se realizaron sin ninguna bandera religiosa, convirtiéndose así en una abierta lucha política que tomó al materialismo francés, enlazado con el ateísmo, en el estandar­te filosófico de la burguesía progresiva que adquirió una intensidad especial en su lucha contra la Iglesia, la religión y sus representantes.

Los grandes ilustradores de la Revolución francesa, en una actitud resuelta, no reconocían autoridad exterior de ningún género; a la religión, a la concepción divi­na de la naturaleza o al orden estatal los sometían a la crítica más despiadada, con la exigencia de que cuanto existía tenía que justificar sus títulos de existencia ante la razón o renunciar a seguir existiendo. A la dictadura espiritual del papa, que santi­ficaba la explotación y la política de esclavización de los pueblos para su propio be­neficio económico-práctica aún vigente en nuestro tiempo-, los ilustrados y mate­rialistas franceses oponían una concepción más avanzada del mundo, que criticaba duramente el régimen_político y social del feudalismo como algo irracional y anti­natural; además, en consonancia con la ciencia de su época, desarrollaron la doctrina materialista según la cual la naturaleza es material, eterna, increada, indestructible y se rige por sus propias leyes objetivas. Los materialistas franceses prerrevolucio-narios y posrevolucionarios exhibieron la relación estrecha que existe entre el poder del trono y el poder del altar, aclarando así que la concepción religiosa del mundo perseguía abiertamente apuntalar el obsoleto y podrido régimen social del feudalis­mo. Esto desenmascaraba el dogma del origen divino de la división de clases, de la necesidad de subordinar la ciencia a la religión, demostrando además que los inte­reses de los señores feudales y eclesiásticos se entrelazaban íntimamente para ex­plotar de manera descarada al pueblo.

Los pensadores ilustrados del siglo xviii creían sinceramente que el régimen social que seguiría a la desaparición del feudalismo traería una prosperidad univer­sal, pues consideraban que las relaciones burguesas establecidas eran resultado de la naturaleza humana, que aspiraba a un mundo en el cual imperaba el reino de la razón, de la justicia, de la igualdad y la fraternidad de los hombres, aspiración equi­vocada, porque, como dijo Engels: "Ese reino de la razón no era sino el reino idea­lizado de la burguesía, donde la justicia eterna vino a tomar cuerpo en la justicia burguesa, y la igualdad se redujo a la igualdad burguesa ante la ley". Mientras tan­to, cualquier cambio de régimen social para eliminar al feudalismo parecería menos malo que el existente, si con ello se lograba al menos fortalecer el pensamiento so­ciológico de la época, rico en tendencias diversas, dirigidas en su mayor parte con­tra las doctrinas teológicas y sus concepciones filosóficas escolásticas al servicio

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del poder de la Iglesia, que se empeñaba en perpetuar con su bendición el régimen monárquico absolutista. Para ello, los pensadores materialistas franceses se vieron en la obligación de fundamentar el papel de la razón y la ilustración en la vida so­cial, destacando al mismo tiempo la importancia de la actuación consciente de los hombres en la transformación de las relaciones sociales. Movimiento ideológico que prologó la revolución burguesa de Francia y la condujo al triunfo a finales del siglo xviii.

Un importante fundamento ideológico antifeudal y anticlerical fueron las ideas de Peter Bayle (1647-1706), quien, pese a ser hijo de un pastor protestante, en su época de emigrante en Holanda y como profesor de filosofía en la Universidad de Rotterdam, publicó numerosos folletos contra el catolicismo, que por su postura po­lémica le crearon problemas aun con sus correligionarios protestantes, al predicar en favor de una actitud indiferente y pasiva hacia todo tipo de religión. Bayle ante­ponía a la religión la "luz natural de la razón" y sus dudas religiosas contribuyeron igualmente para destruir el pedestal de la metafísica del siglo xvii, despejando así el camino para el florecimiento en Francia de la Ilustración y el materialismo.

Comenzando por exigir la tolerancia religiosa y luego de someter a duras críti­cas al catolicismo, Bayle luchó por el establecimiento de una moral independiente de la fe religiosa, afirmando que los ateos podían ser incluso más morales que los creyentes, por lo cual era posible la existencia de una sociedad formada exclusiva­mente por ateos, pues al hombre lo degrada no el ateísmo, sino la superstición y la idolatría. Por todas sus ideas progresivas y combativas contra la dictadura espiritual de la Iglesia y la incompatibilidad de la fe y la razón, y entre religión y ciencia, Bayle significa para la filosofía materialista uno de los puntales más representati­vos de establecimiento y progreso en la época de la modernidad.

Retomando el anticlericalismo combativo de Bayle, durante los inicios del siglo xviii, Jean Meslier (1664-1729) se enfrentó al régimen feudal absolutista, a la reli­gión y a la Iglesia. Meslier, pese a haberse ordenado sacerdote y ser cura de aldea, la vida miserable de los campesinos y la crueldad como eran tratados le permitió ver la inhumana explotación de que eran objeto. Por ello, decidió contribuir a liberarlos de las trabas de concepción teológica del mundo, condenando desde el mismo pul­pito a los señores feudales y la Iglesia, lo cual concitó la ira del arzobispado; por tanto, sus ideas filosóficas y político-sociales se divulgaron muy limitadamente en copias manuscritas en 1730, después de su muerte, y publicados algunos extractos por Voltaire en 1762, hasta que finalmente en 1864 aparecieron completas en la obra titulada con justa razón Testamento.

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Meslier, considerado el primer materialista y ateo francés del siglo xviii, publi­có en su Testamento la necesidad que existe de abrir los ojos de los hombres ante los errores y las supersticiones que les han inculcado, pues todas las religiones son el fruto de la ignorancia, de la idolatría y del engaño del pueblo por los explotado­res que se valieron de estos infundios para someterlo e imponer su voluntad; las re­ligiones, afirma, son invenciones humanas y, por tanto, extravíos, ilusiones y enga­ños:

Todo lo que os predican con tanto ardor y tanta elocuencia vuestros teólogos y sacerdo­tes sobre la grandeza, la excelsitud y el carácter sagrado de los sacramentos que os obli­gan a aceptar; todo lo que os cuentan tan gravemente sobre sus imaginarios milagros; to­do lo que os describen con tanto celo y tanta seguridad sobre las recompensas del cielo y los terribles tormentos del infierno sólo son, en el fondo, ilusiones, extravíos, engaños, infundios y patrañas; éstos fueron inventados primeramente por astutos y sagaces polí­ticos y, tras ellos, los repitieron los embaucadores y charlatanes; más tarde fueron creí­dos ciegamente por la gente ignorante del pueblo y, por último, los apoyaron el poder de los reyes y los poderosos del mundo, quienes favorecían el engaño y el extravío, la su­perstición y la charlatanería, y reforzaban todo eso con sus propias leyes para frenar de ese modo a las masas y obligarlas a bailar el son que les tocan.

Amplio conocedor de la Biblia y de la historia de las religiones, Meslier satiriza con gran ingenio las ilusiones del cristianismo, del judaismo y de otras religiones en su pretensión de considerarse "verdaderas", "sagradas" y "milagrosas", y al mis­mo tiempo hace mofa de las "visiones" y "revelaciones divinas" en las profecías del Antiguo Testamento y los dogmas cristianos. Con indignación, afirma que en Fran­cia los ricos y los nobles disfrutan de todo el poder y todos los bienes, de las rique­zas y placeres, mientras que el pueblo carga solamente con los infortunios y desve­los, con las desventuras y un trabajo agotador, la Iglesia apoya este orden injusto y la religión lo santifica:

Puesto que la religión cristiana tolera, aprueba y afianza esta inmensa, sorprendente y tan injusta desigualdad entre los Estados y las situaciones de los hombres, esto sirve de cla­ra demostración de que la religión no procede en modo alguno de Dios y que Dios no la ha establecido de ninguna manera, pues el buen sentido nos demuestra evidentemente que Dios, a quien se supone infinitamente bueno, sabio y justo, no podría querer esta­blecer, sancionar y apoyar nunca tan grande y escandalosa injusticia.

El daño social que acarrea la religión -dice Meslier- consiste en que al ser un punto de apoyo de la tiranía, la mayor parte de los pueblos viven esclavizados por

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sus monarcas, tiranos orgullosos y altivos que cuentan entre sus aduladores más ser­viles a los "santos padres" o "papas", a los obispos y cardenales junto con toda la clerecía:

.. .esto demuestra que la religión cristiana tolera, aprueba e incluso legitima la tiranía de los príncipes y los reyes, así como de todos los abusos; y puesto que todos los abusos de los príncipes y los reyes contradicen totalmente la justicia y la verdad natural, pues­to que se oponen por completo al buen gobierno de los pueblos y son la fuente, la raíz y la causa de todos los vicios, de todos los males, de todos los infortunios y de todas las maldades de los hombres, es evidente que la religión cristiana tolera, aprueba e incluso legitima de este modo el mal gobierno.

Por encima de sus ideas antirreligiosas y anticlericales, el firme materialismo de Meslier se vincula íntimamente a su ateísmo en sus doctrinas filosóficas acerca de la materia y su naturaleza y afirma que la materia en su eternidad e infinitud está formada por innumerables partículas íntimas, cuyos movimientos y combinaciones engendran todos los cuerpos y los múltiples fenómenos naturales. Por tanto, para Meslier, la materia es el ser general, que sólo por sí misma puede tener su existen­cia y su movimiento, lo cual nos conduce al principio claro que elimina las contra­dicciones y demás absurdos que se derivan de las fantasías religiosas sobre la crea­ción del mundo. Para Meslier, entonces, materia, tiempo, espacio y leyes naturales no han podido ser creadas por Dios y solamente son explicables a partir de la exis­tencia eterna de la naturaleza, porque el reconocimiento del mundo material, visi­ble para nosotros, excluye absolutamente ese supuesto y fantástico ser que los teó­logos llaman Dios y su doctrina teológica de la creación del mundo disparatada y absurda, porque "...el mundo material, percibido por los sentidos y absolutamente independiente de la fuerza o voluntad de cualquier otro ser, ha existido siempre, existe y seguirá existiendo; quienes creen en Dios, como espíritu divino creador de todas las cosas, caen en la falsedad, puesto que no existe una fuerza capaz de crear algo de la nada".

La postura materialista y atea de Meslier y de los más renombrados filósofos materialistas de los siglos xvii y xviii, cuyas ideas fueron adoptadas y defendidas por los investigadores de la naturaleza y por todos aquellos pensadores progresivos que se oponían a la hipocresía religiosa, a la supremacía espiritual de la Iglesia y a sus persecuciones contra la ciencia y la educación, establecieron con ello los funda­mentos de los principios más importantes del materialismo filosófico, como son: la tesis de la primacía de la materia y sus atributos derivados de la conciencia; la cog-noscitividad del mundo objetivo y de sus leyes que establecen que el hombre está

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capacitado para conocerlo todo; la generalización materialista de las conquistas de las ciencias naturales en todas sus disciplinas y la elaboración de una concepción ri­gurosamente científica del Universo, enemiga del idealismo y la religión; la crea­ción del método metafísico del pensamiento, sucesor de la dialéctica espontánea de los antiguos filósofos y que pese a sus limitaciones contribuyó a resolver algunos problemas fundamentales planteados a la ciencia y a la filosofía de esa época; y fi­nalmente, la preparación de las premisas necesarias para el surgimiento y estableci­miento del método dialéctico del pensamiento, método vigente en nuestro tiempo, vinculado con las necesidades históricas de la vida de la sociedad y las exigencias de la ciencia.

La ciencia es al mismo tiempo la generadora y custodia de todo el saber huma­no; desde sus diversas disciplinas y múltiples ramificaciones establece la marcha y el progreso de la Humanidad, siempre en búsqueda de la verdad que garantice tan­to la permanencia del género humano en el planeta como su perfeccionamiento emocional y material, en concordancia con la naturaleza que lo ha creado y que lo acoge. Por ello, la ciencia es una actividad seria y prestigiada que no admite supo­siciones y está obligada a rechazar lo incomparable y lo fantasioso, por ser elemen­tos que en nada contribuyen al beneficio del hombre y que además impiden su pro­greso, como ha sido demostrado a lo largo de la historia, destacándose, por ende, aún más el avance de la ciencia que en nuestros días nos asombra por su celeridad irrefrenable, como consecuencia de la acumulación de conocimientos que permiten hoy su aplicación práctica en la vida cotidiana de los individuos y la sociedad.

Para los idealistas y teólogos, agnósticos y escolásticos, supersticiosos e idóla­tras, la ciencia representa en su manifestación más pura una pérdida de tiempo y, en el mejor de los casos, un simple entretenimiento intelectual que, con el añadido de enfrentarse a la religión negando su utilidad, en nada beneficia al hombre, que tie­ne la obligación de estar sometido a los designios de la "divinidad". Esta aparente inutilidad de la ciencia, para los idealistas, radica en el hecho de que los descubri­mientos científicos, que en su momento no tenían aplicación práctica, resultaban conocimientos que negaban por sí mismos el valor de la ciencia en la vida cotidia­na, error intelectual idealista que la historia se ha encargado de demostrar. Cierta­mente, ningún valor práctico tenían en su tiempo las teorías atomistas de los anti­guos filósofos; ni su conocimiento sobre el fenómeno del magnetismo; ni tampoco sus descubrimientos estelares, por mencionar sólo estas aportaciones de la razón, si con el tiempo no se hubiera fundamentado el atomismo para establecer la naturale­za de la materia y sus características para su aplicación práctica en la física y en la química; de igual manera, el magnetismo, de ser una simple curiosidad y entreteni-

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miento, dio paso a la aplicación de la brújula, lo cual permitió los posteriores avan­ces y el desarrollo de la navegación y el descubrimiento de rutas marítimas y nue­vas tierras. Asimismo, la observación del cielo y el estudio del comportamiento de los planetas y estrellas sirvió para establecer el movimiento y redondez de nuestro planeta, la medición del tiempo horario y las estaciones, y al mismo tiempo facili­tó aniquilar la creencia de la inmovilidad de la Tierra y la teoría geocéntrica. Cono­cer el movimiento de la Tierra es el resultado de la observación, del intelecto y del razonamiento puro, por medio del cual se logró descubrir un fenómeno que está to­talmente fuera de nuestra percepción y de la capacidad de nuestros sentidos, como lo demuestra el hecho de que aún en nuestra época, al no percibirlo, muchas perso­nas todavía dudan de que la Tierra gire sobre su eje y se traslade alrededor de su es­trella.

Del cúmulo de conocimientos existentes en el anaquel de la historia humana has­ta nuestros días, muchos de ellos no tuvieron aplicación práctica en su momento, al no existir otros descubrimientos secundarios o complementarios que al encadenar­se sirvieran para ser aplicados en la vida cotidiana, por lo cual tuvieron que esperar el paso del tiempo para entender su aplicación y utilidad. Algunos descubrimientos del pasado reciente y otros de la actualidad ocupan en el ámbito científico un lugar aparentemente en el olvido, pero son en realidad reservas teóricas en espera de su aplicación y desarrollo para el beneficio de la humanidad, lo cual sucederá cuando algún genio descubra los caminos y procesos de su natural aplicación. El fuego, al­go tan común en la naturaleza y tan conocido en nuestra civilización moderna, fue para el hombre primitivo un fenómeno tan extraño e inexplicable que les llevó mi­les de años poder producirlo, medianamente manejarlo y controlarlo, hasta descu­brir sus bondades. Si el ser primitivo se hubiera conformado únicamente en cono­cer la existencia de este elemento y atribuirle orígenes divinos sin darse a la tarea de razonar su naturaleza y utilidad, de seguro la Humanidad se hubiera condenado al salvajismo de donde partió; fue pues la rebelión de la conciencia y la falta de res­peto hacia lo "divino" lo que ha permitido al hombre saber que la pérdida del temor hacia lo desconocido es la mejor muestra de su grandeza intelectual, que lo coloca como único dueño y señor del planeta y del Universo y, por tanto, responsable de su destino sin necesidad de ninguna intervención divina.

Este convencimiento de la supremacía de la inteligencia humana sobre todos los seres vivos, fundamentado en la filosofía materialista dialéctica, atea o teísta, im­pulsada por los pensadores del Renacimiento y durante los siglos xvi y xvii, adqui­rió su carta de naturalización y plena vigencia durante el siglo xviu y épocas poste­riores, cuando la importancia del poder de, la religión y de la Iglesia se encontraba

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disminuida por las contundentes verdades que el conocimiento en general oponía con frecuencia a las fantasías teológicas de la religión, cuyo edificio se derrumba­ba gradualmente cada vez que la ciencia asentaba un nuevo golpe a los dogmas re­ligiosos, exhibidos como mitos y supersticiones sin ningún fundamento y, por en­de, inaceptables para la razón y la ciencia.

En Francia, durante la primera mitad del siglo xviii, el poder de la Iglesia sobre la conciencia ajena se encontraba disminuido, pero su presencia en todos los actos del pueblo e instituciones de gobierno aún era altamente significativa, por el temor y miedo que representaba la persecución de que eran objeto quienes se negaban en forma pública o privada a aceptar sus ideas, ritos religiosos y e! rechazo a las con­cepciones reaccionarias de la Iglesia católica sobre el poder universal del papa, que se sobreponía a la soberanía de los estados nacionales. A la herejía histórica de los grandes pensadores ateos, enemigos de la teología y sus prácticas religiosas, la Igle­sia vio surgir la llamada ''herejía plebeya" que se difundió en toda Europa entre im­portantes sectores de la masa popular, que, al igual que sus maestros ilustrados, adoptaron una actitud de abierto o disimulado rechazo contra la "leyenda humana" como eran considerados los dogmas religiosos y los postulados de las Sagradas Es­crituras. Igualmente, negaban y rechazaban los dogmas de la vida de ultratumba y la inmortalidad humana por ser la piedra angular de la religión, exhortando al mis­mo tiempo a sus seguidores a no elevar plegarias ni oraciones, a no acudir al papa y sus sacerdotes, a no arrepentirse ni comulgar y evitar la devoción y el ascetismo, ideas todas que al difundirse gradualmente colocaron en grandes apuros a la Iglesia y a su sólida estructura de naturaleza cerrada y centralizada.

Por ello, la Iglesia católica, al ver en peligro su existencia, endureció su postura y violentó a la sociedad por medio de la Inquisición y el Santo Oficio, organización cruel pensada para aniquilar las ideas de los "herejes", lo cual obligó a muchos pen­sadores materialistas, algunas veces por temor y otras por comodidad, a incluir en sus pensamientos la idea del teísmo, pero sin renunciar a su posición y rechazo a las prácticas religiosas, a la influencia de los curas en los asuntos de la ciencia y la fi­losofía y a su intervención en la conciencia de los individuos. Esa fue la postura de la mayoría de los llamados ilustrados burgueses de la Francia del siglo xviii, como Voltaire, Montesquieu y Condillac.

Francois-Marie Voltaire (1694-1778) fue el líder de los ilustradores burgueses de Francia, quien por su activismo contra la aristocracia feudal fue recluido dos veces en La Bastilla y expulsado de Francia, por lo que vivió tres años en Inglaterra; a su regreso, publicó sus famosas Cartas filosóficas, las cuales fueron arrojadas a la ho­guera por la clase clerical por considerarlas de contenido hereje. El escritor francés,

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para eludir la persecución del clero, se consideraba a sí mismo teísta, pero en sus escritos de tendencia materialista golpeó siempre la dictadura espiritual de la Igle­sia y fue enemigo jurado de la Iglesia católica y el papa, a quienes enfrentó audaz­mente, rechazando al mismo tiempo la ignorancia que propiciaban los ritos religio­sos y la superstición a la que las masas eran sometidas.

Voltaire, conocido también como el "infante terrible" por sus opiniones cáusti­cas y desapego religioso, en sus ideas político-sociales, pese a ser enemigo con­vencido y porfiado de la Iglesia, aceptaba el mantenimiento de la religión para su­jetar al pueblo, pues consideraba desdeñosamente a las masas aun ineptas para me­recer la plena libertad de pensamiento; por ello, el autor galo fue un combatiente in­cansable contra el despotismo y la arbitrariedad feudal y promotor de las libertades democrático-burguesas, exigiendo la abolición del sistema medieval y de los privi­legios de casta de la nobleza y el clero, esto con ingeniosa sátira y mordaz ironía que contribuyó a la preparación ideológica de la futura revolución burguesa de 1789-1794. En la disciplina de sus ideas, Voltaire pretendió siempre abordar los problemas filosóficos con la misma objetividad como trataba los fenómenos de la naturaleza, afirmando que la tarea filosófica consiste en explicar y después recha­zar los dogmas religiosos como la doctrina eclesiástica de la revelación, de la supe­rioridad de la religión sobre la razón, o la idea equivocada de que la religión le ha sido dada al hombre por su propia naturaleza, concluyendo que si bien no puede comprobarse la existencia de Dios es probable que exista, pero: "... yo no haré más que pronunciar el nombre de Dios como un papagayo o un necio, si no tengo la idea de una causa necesaria, inmensa y eficiente, que esté presente en todos los efectos, en todo lugar y en todo tiempo".

Por ello, la supuesta concepción teísta de Voltaire y sus concesiones al idealis­mo eran, sin duda alguna, parte de un plan amañado y perfectamente meditado, pues aduciendo argumentos teológicos demostraba al mismo tiempo su concepción ma­terialista de la conciencia, afirmando que la verdad sólo puede ser alcanzada por tres caminos: "Con la ayuda de la intuición, de los sentidos, por medio de las pro­babilidades acumuladas que ceden su lugar a la certidumbre, o mediante la demos­tración". Con ello postulaba la teoría de que los objetos existen fuera de nuestra conciencia y que los conceptos y las ideas generales que sobre ellos tenemos pro­ceden de las sensaciones, que son finalmente las "primeras ideas" de las cosas: "Po­co a poco -decía-, de lo que actúa sobre nuestros órganos de los sentidos, recibi­mos ideas complejas; nuestra memoria equivale a renunciar al sentido común". Así, al igual que para todos los pensadores materialistas, sobre su "teísmo" Voltaire re­conocía la existencia de los "objetos exteriores" y su acción sobre los órganos de

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los sentidos, fenómeno común en todo ser vivo con la diferencia de que el hombre, con la inteligencia -identificada como el "alma" para los teólogos-, puede escudri­ñar y conocer por medio de la razón la naturaleza de las cosas y los fenómenos que propician o están sometidos. Al igual que Lucrecio, el escritor francés admitía la conciencia como una propiedad de la materia, argumentando que si nadie se atreve a afirmar que una pulga posee un alma inmortal, entonces tampoco la posee ningún ser viviente, como no la posee el hombre.

Así, aunque disfrazado con un ropaje teísta, los elementos materialistas sólidos de su filosofía aparecen señaladamente en sus ideas sobre la naturaleza, contribu­yendo ampliamente en su época a divulgar las teorías físicas de Newton, por lo que afirmaba como el sabio inglés:

En la naturaleza todo se halla sujeto a movimiento: la rotación del Sol, la atracción de una paja hacia el centro de la Tierra, las mareas altas y bajas, los fenómenos atmosféri­cos, todo ello testimonia el movimiento constante de la naturaleza; las leyes del mundo orgánico e inorgánico, la unidad de las leyes naturales y la ley de la gravitación univer­sal permiten llegar a la conclusión de que existe una acción universal en la naturaleza.

De los ilustrados franceses, Voltaire fue sin duda un activo promotor de las ac­ciones sociales burguesas que posteriormente sirvieron como fundamento para lo que se convertiría en la práctica democrática, y al mismo tiempo estableció las ideas que han servido para combatir las dictaduras de las religiones y proporcionó a las masas los elementos de conciencia para poder rechazar por igual los dogmas teológicos, la idolatría y los miedos que son propiciados por las supersticiones. Por todo ello, Voltaire fue y será una figura vetada por la Iglesia y su clerecía.

El autor galo fue uno de los más destacados representantes de la erudición en la Francia de su tiempo; sus ideas influyeron de tal modo entre la burguesía ascen­dente, que retomadas como una aspiración social se materializaron con la Revolu­ción de 1789, influencia que se prolongó hasta muy entrado el siglo xix tanto en Francia, como en gran parte de Europa y otros países de América que aspiraban a su plena libertad e independencia.

La genialidad de Voltaire le permitió, con una apariencia teísta, darse el lujo de hacer mofa y expresar opiniones cáusticas acerca de la clerecía y sus altos dignata­rios, en un tiempo en el que este sector de la religión era considerado cursi por el pueblo y romo de pensamiento, y su inutilidad los colocaba en el papel de subzán-ganos de la colmena humana, ya que el papel de zánganos estaba escriturado para la monarquía. Estas opiniones, consignadas en sus Cartas filosóficas y otros escri­tos pensados para combatir todo tipo de intolerancia religiosa y fanatismo a favor

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de la libertad de conciencia y pensamiento, causó con su publicación un escándalo en Francia y el odio de la clase clerical, por lo que de inmediato fueron prohibidas. En especial, a la clerecía católica le molestaba la asombrosa erudición del escritor francés referente al cristianismo en su evolución histórica y el comportamiento del clero en materia de la fe, los milagros, el celibato, la Inquisición y el papel general de la Iglesia en la sociedad, porque al publicar sus ideas otorgaba a la plebe la opor­tunidad de conocer una realidad que el clero pretendía mantener oculta y en silen­cio. Por ello, Voltaire, teísta por conveniencia, es el gran ejemplo de una inteli­gencia siempre en busca de la libertad de conciencia que lo mismo rechazó a la metafísica por impotente como a la revelación por irrelevante, y otorgó a la razón la propiedad esencial del hombre y como tal su facultad para ejercerla libremente. El día de su muerte, el 30 de mayo de 1778, pronunció estas palabras: "Muero ado­rando a Dios, amando a mis amigos, no odiando a mis enemigos y detestando la su­perstición".

Otra figura destacada de los ilustrados franceses prerrevolucionarios fue Charles de Secondat, barón de Montesquieu (1689-1755), quien, a la par con sus actividades políticas, desarrolló mordazmente la crítica al régimen feudal-absolutista francés decadente, e incluyó en ellas la sátira contra teólogos y escolásticos, despertando obviamente su odio. Las ideas sociológicas fundamentales del escritor francés, pro­gresivas para su tiempo, se apoyaban en el reconocimiento de que la sociedad, al igual que la naturaleza, se haya sujeta a leyes naturales, por lo que es posible un es­tado de paz e igualdad entre los hombres, contraponiéndose así a la tesis de Hobbes acerca del estado natural del hombre, que se convertía en una lucha de todos contra todos; con ello, Montesquieu rechazaba la doctrina medieval providencialista que pretendía dejar en manos de la divinidad el destino del hombre.

Montesquieu estableció la idea revolucionaria de la tendencia "geográfica" en la estructura social, afirmando que las leyes de un país se hayan condicionadas por las características de su clima y suelo, lo mismo que por su economía, región e institu­ciones políticas, idea que le generaron fuertes críticas entre los materialistas fran­ceses, quienes veían en esta doctrina un pretexto utilizable por los regímenes feu­dales para perpetuar la desigualdad entre los pueblos; sin embargo, Charles de Secondat cifraba su ideal político en una monarquía constitucional ilustrada que ga­rantizara la libertad civil y la división de los poderes del Estado en legislativo, eje­cutivo y judicial, para lo cual pedía una transformación por la vía revolucionaria que eliminara la monarquía por un gobierno civil.

A pesar de ser teísta por comodidad, Montesquieu rechazaba al Dios de la reli­gión católica y otras religiones, pero en su concepción filosófica del mundo, a la

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manera de Voltaire, asumía elementos materialistas que sometían a crítica el idea­lismo de la filosofía teológica, afirmando que si bien los hombres primitivos cono­cieron el mundo con ayuda de los sentidos, más tarde lograron gradualmente con la razón generalizar los elementos de las cosas con el conocimiento empírico que le permite así conocer todo de todo, porque el mundo se halla sujeto a leyes: "En el sentido más amplio del término -decía- las leyes son relaciones necesarias que de­rivan de la naturaleza de las cosas; en este sentido, todo cuanto existe se halla so­metido a leyes: Dios, el mundo material, los seres de una razón sobrehumana, los animales y el hombre".

En toda su obra filosófica y su lucha contra la teología, el clero y su aliada inse­parable la escolástica, que desempeñó un papel importante en la vida social france­sa del siglo XVIII, Montesquieu defendió siempre los derechos de la investigación científica, señalando que la ciencia debe ser libre e independiente frente a las pre­tensiones de la Iglesia: con esto apoyó la libertad de conciencia ante los embates y persecuciones de la religión, contra la que siempre mantuvo una actitud crítica:

Ya desde la antigua Roma -decía-, la religión era sólo un instrumento en manos de los jefes políticos y, en la sociedad actual, los clérigos adulan a los monarcas y cuando no pueden tiranizar al pueblo están interesados en mantenerlo en la ignorancia, causándole así daño espiritual, político y económico, porque frailes y jesuítas son gente ociosa y pa­rasitaria, y en iglesias y conventos atesoran enormes riquezas.

El otro representante destacado del grupo de los ilustrados burgueses prerrevo-lucionarios de Francia fue Etienne Bonnot de Condillac (1715-1780), quien, al igual que Voltaire y Montesquieu, preparó el camino de la gran revolución francesa y que, siendo teísta, fue además sacerdote y abad católico, pero aplicó siempre sus ¡deas para socavar la ideología feudal eclesiástica y todo lo que significaba. En su filoso­fía, partidaria del sensualismo, destacó las ideas de Locke, las cuales reelaboró y di­fundió, pretendiendo al mismo tiempo fundamentar el sensualismo y el empirismo como fuente única del pensamiento, base de todo conocimiento científico y puntal del desarrollo humano. Con ello refutó al mismo tiempo las tendencias metafísicas del siglo xvn y sus tesis sobre el carácter innato de los conceptos y las ideas en el ser humano defendidas por Descartes, objeciones que contribuyeron definitivamen­te al desarrollo posterior del materialismo en Francia y sirvieron de guía para las distintas escuelas filosóficas de otros países opuestas al idealismo y a la religión, y que por su sentido eminentemente materialista en la ciencia desempeñaron un pa­pel preponderante en la lucha ideológica de los pueblos, primero contra el régimen

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feudal-absolutista, ya decadente, y luego contra todo tipo de gobiernos injustos y ti-

ranos. Por ello, durante el periodo de la Revolución francesa de 1789 a 1794 se produ­

jo una acotación ideológica-política entre las distintas manifestaciones antifeudales, lo cual generó una lucha permanente entre los ideólogos de la gran burguesía rei­nante y los ideólogos de las capas pequeño-burguesas con aspiraciones democráti­cas, junto con las masas proletarias. Así, la filosofía materialista, en su búsqueda de la verdad y el establecimiento de la ciencia como elemento primario para la plena realización del género humano y el reconocimiento de la razón y la inteligencia co­mo cualidades inherentes del hombre, influyó desde los tiempos remotos y ha in­fluido desde entonces en la búsqueda del establecimiento de una organización so­cial que sirva para promover el desarrollo humano individualmente y como grupo; así, la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, publicada en Francia el 26 de agosto de 1789, contiene las semillas sembradas por los filósofos materialistas de los derechos naturales, inalienables y sagrados del individuo (como la igualdad jurídica y la libertad de palabra y de cultos), resumidos en el lema: "Li­bertad, igualdad, fraternidad". De esta manera, las manifestaciones filosóficas de todas las tendencias irrumpieron para siempre en el campo de las ciencias sociales y la política, por lo que no es de extrañar el hecho de que idealistas y teológicos ocu­pen su tiempo en combatir las ideas materialistas tanto históricas como contempo­ráneas, aun cuando la realidad ha demostrado que la razón está siempre al lado del materialismo dialéctico.

La lucha constante del materialismo y del idealismo ha significado junto con su enfrentamiento el punto de inicio de todas las ramas del saber humano, que par­tiendo desde cero logró acumular una gran cantidad de conocimientos primarios con el fin de aplicarlos gradualmente y con éxito tanto para su beneficio cotidiano como para su progresivo desarrollo como especie pensante única y, por ello, com­prometida con su conservación y permanencia en el planeta. La trayectoria del des­arrollo del pensamiento filosófico en la ciencia no es obviamente un proceso limi­tado en su movimiento ni en el tiempo, ni es rectilíneo, ni posee una velocidad cons­tante ni determinada, sino que se identifica como un complejo proceso dialéctico y lleno de contradicciones, con un carácter por lo general progresivo que permite al hombre escalar gradualmente los peldaños de la ciencia y del conocimiento, apoya­do siempre en los fundamentos anteriores que la razón nos indica que son firmes, confiables y verificables. El aire del conocimiento nos rodea aun sin verlo ni sen­tirlo, pero con la velocidad de nuestra inteligencia lo convertimos en un viento que, humedecido con la razón, se convierte en tempestad.

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FILOSOFÍA DE LA CIENCIA: FUNDAMENTACIÓN DEL ATEÍSMO

Durante la segunda mitad del siglo xviii, las bases filosóficas-teóricas del mate­rialismo francés eran la física cartesiana, el materialismo inglés del siglo xvn y las teorías físicas newtonianas. En consecuencia, dicho materialismo era predominan­temente mecánico, porque en esa época la mecánica, en particular la de los cuerpos sólidos, se consideraba un proceso llegado a su punto culminante; a su vez, la quí­mica y la biología se encontraban en una etapa incipiente, los organismos vegetales y animales se investigaban únicamente bajo una óptica mecanicistay el hombre, se­gún la opinión de Descartes, era una máquina más como todos los animales, lo cual consistía para la ciencia en una limitación explicable para la época pero útil en su tiempo. Entretanto, se enriquecían las concepciones materialistas con las nuevas aportaciones de la ciencia en sus ramas de la medicina y la fisiología.

En los avances de la concepción materialista de los organismos vivos destacan los postulados filosóficos de Julien Offroy de Ea Mettrie (1709-1751), quien por sus ideas contra la escolástica y la teología fue perseguido por el clero católico y las au­toridades feudales. La Mettrie, considerado uno de los fundadores del materialismo francés, trazó en su obra un programa para la investigación experimental de los pro­cesos vitales y la restructuración de la fisiología sobre bases materialistas, afirman­do que todos lo fenómenos de la naturaleza se fundamentan en la sustancia mate­rial, dotada de extensión y movimiento y que en sus tres manifestaciones, inorgáni­ca, vegetal y animal, se manifiesta de formas distintas con la particularidad --decía-de que el mundo orgánico ha surgido del inorgánico, el mundo animal del vegetal y el hombre del reino de los animales. En sus teorías del conocimiento La Mettrie de­fendía las doctrinas del sensualismo materialista, reconociendo como único objeto del conocimiento el mundo material y a las sensaciones como única fuente del pen­samiento teórico: "No hay guías mas seguras que nuestros sentidos -afirmaba-; es­tos son mis filósofos, por mal que se hable de ellos; solo ellos pueden ¡luminar a la razón en la búsqueda de la verdad y a ellos hay que remontarse si se aspira seria­mente a conocerla".

Al igual que La Mettrie, Denis Diderot (1713-1784), Claude-Adrien Helvecio (1725-1771) y Paul Henry Dietrick d'Holbach (1723-1789) son el resultado y se­guidores naturales del activismo filosófico de los ilustrados que generó a los enci­clopedistas y naturalistas que impulsaron enormemente el estudio de la ciencia du­rante los siglos xviii y xvix, en un momento en el que el conocimiento científico aún se encontraba peligrosamente empantanado entre la religión y la teología, por lo que, en lo fundamental, las ciencias naturales de la época seguían siendo metafísicas.

Diderot, materialista ateo convencido, padeció la quema en la hoguera de sus primeras obras por órdenes del Parlamento y fue perseguido, arrestado y recluido

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en prisión por órdenes de los clérigos QUe Odiaban SU doctrina filosófica sobre la

materialidad del mundo y sus opiniones acerca de la religión, de cuyos ministros de­cía: "Mientras los filósofos son amigos de la razón y de la ciencia, los curas son ene­migos de la razón y protegen la ignorancia"; y pese a las constantes intimidaciones a las que era sometido, Diderot defendió siempre su derecho a la libertad de con­ciencia arremetiendo valiente y ejemplarmente contra sus persecutores, a quienes advirtió lo siguiente:

Cada siglo tiene su espíritu característico. El de nuestro tiempo es el espíritu de la liber­tad. La primera campaña contra la superstición fue cruel y furiosa, pero, una vez que los hombres se atrevieron a lanzarse contra la fuerza religiosa, contra lo más terrible y lo más venerado, ya no fue posible detenerlos. Y si habían mirado altivamente el rostro de la majestad del cielo, era probable que pronto se alzara contra la majestad terrena. La so­ga que ciñe el cuello de toda la Humanidad se compone de dos cuerdas, ninguna de las cuales puede romperse sin que se rompa la otra. Tal es nuestra situación actual, pero ¿quién sabe a dónde llevará?

Para el novelista francés era tan absurdo admitir la existencia de un alma como la existencia de un ser divino distinto del Universo material; el espíritu de los teó­logos le resultaba un ser extraño y contradictorio y a la inmortalidad del alma opo­nía su concepción materialista de la conciencia como propiedad de la materia, así como la doctrina de que la sustancia material única posee como atributo la sensibi­lidad. Así, Diderot trató de descubrir y explicar la multiformidad del mundo, sir­viéndose de las ideas transformistas propuestas por las ciencias naturales; por ello, con un elevado sentido pedagógico para ser entendido incluso por las personas mas sencillas, el escritor galo explicaba vividamente su idea de la transformación de la materia inorgánica en orgánica, y decía que una estatua de mármol se puede con­vertir en un cuerpo orgánico si es reducida a polvo y con éste se abona la tierra y, más tarde, se siembran plantas que sirven de alimento al hombre, como de igual ma­nera la transformación de un ser sensible a un ser pensante se explica por la acción de fuerzas materiales:

Sólo estudiando las fuerzas materiales, un investigador puede explicar científicamente el desarrollo del hombre y los animales; y quien haya de exponer en la academia el proce­so de formación del hombre o de los animales, sólo necesita recurrir a factores materia­les. Los resultados efectivos de su acción serían un ser inerte, sensible, un ser que re­suelve el problema de la precesión de los equinoccios y un ser sublime, digno de admi­ración, que envejece, se consume, muere, se disgrega y que finalmente es devuelto a la fecunda tierra.

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FILOSOFÍA DE LA CIENCIA: EUNDAMENTACIÓN DEL ATEÍSMO

En sus ideas filosóficas materialistas, Diderot manifestaba al mismo tiempo su ateísmo, al rechazar de paso la idea metafísica de la invariabilidad de las especies, a la que oponía la tesis dialéctica de la de su transformación y cambio; además afir­maba que todo cuanto existe en la naturaleza, desde las moléculas al hombre, es una cadena ininterrumpida de seres, de especies animales que se transforman los unos en los otros y se perfeccionan, por lo que no se puede creer que los animales siem­pre han sido y seguirán siendo como los vemos ahora. Con ello, el novelista fran­cés sembró en su tiempo las primeras semillas de lo que más tarde Darwin, en 1859, cosecharía en su magna obra El origen de las especies por selección natural o la conservación de las razas favorecidas en la lucha por la vida. Por ello, de los jui­cios de Diderot se consideran de alto mérito sus intentos de plantear el problema de la transformación de las especies, ya que, a su juicio, dicha transformación depen­día de las condiciones materiales circundantes; su teoría general del conocimiento apuntó siempre contra teólogos, agnósticos e idealistas subjetivos, postura en ex­tremo valerosa si consideramos que, aun con su poder disminuido, la Iglesia ha si­do siempre un enemigo peligroso para todos aquellos que la enfrentan y la cuestio­nan.

En la historia de la Humanidad es incuestionable el hecho de que todo individuo motivado por su libertad de conciencia ha sido en mayor o menor grado víctima de la persecución religiosa, cuyas jerarquías anatemizan y califican de herejes a todos aquellos que consideran por sus ideas progresivas enemigos de la religión y ateos. Desde luego, este temor ante el poder de la Iglesia contuvo a lo largo de la historia la manifestación de muchas ideas progresivas de carácter social o científico, fre­nando así el desarrollo de la especie humana. Pero, por fortuna, este freno no pudo detener el avance social, gracias a la necesidad del progreso humano y el anhelo li­bertario de los pensadores materialistas de todas las épocas, quienes con su aporta­ción intelectual lograron gradualmente disminuir el poder de la religión y su obsti­nada injerencia en los asuntos del conocimiento. Y es que el progreso humano es in­herente a la naturaleza de nuestra especie, en virtud de su inteligencia, y a la fecha ninguna fuerza externa puede impedir que esta inteligencia se revele contra todo aquello que pretenda impedir sus manifestaciones.

Con esta disminución del poder religioso y la cercana abolición de la Inquisición en la Iglesia católica, los materialistas ateos franceses de la segunda mitad del siglo xviu, una vez negada la existencia de Dios, enfilaron sus críticas y ataques contra la institución religiosa y sus clérigos. Así, Claude-Adrien Helvecio (1715-1771), a pe­sar de haber estudiado en un colegio jesuíta, desarrolló atinadamente las ideas del materialismo, a tal grado que extendió sus doctrinas materialistas a la vida social y

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su estructura, afirmando que las cualidades sensibles y e l a m o r propio, e] g o c e y el

interés personal bien entendido son el fundamento de toda moral, que es "terrena" y, por ello, alejada de la moral reaccionaria que nos ofrecen los teólogos.

Para Helvecio, la moral dependía no de la religión sino del tipo de Estado, por lo cual la virtud se lograría cuando las leyes nocivas para el pueblo fueran sustitui­das por leyes beneficiosas, y señaló que:

La experiencia demuestra que el carácter y el espíritu de los pueblos se modifica a la vez que sus formas de gobierno, y las diferentes formas de gobierno dan alternativamente a una misma nación caracteres diversos; ya elevado, ya bajo, ya constante, ya variable, ya viril, ya medroso; por tanto, los hombres no nacen con ninguna predisposición o incli­nación hacia los más opuestos vicios y virtudes. Es decir, sólo son producto de la edu­cación.

Por ello, en su teoría educativa, Helvecio criticó severamente a la religión y a la Iglesia y señaló a la educación religiosa como antinatural, que desfiguraba la natu­raleza humana, poniendo al mismo tiempo al desnudo los crímenes de las altas je­rarquías de la Iglesia católica y su desenfrenado acaparamiento de riquezas en con­ventos e iglesias. Así con sus ideas progresivas contribuyó a la preparación ideoló­gica de la Revolución francesa.

Otro destacado representante del materialismo ateo francés de esa época, diri­gente del movimiento de la Ilustración y activo colaborador de la Enciclopedia fran­cesa, fue Paul Einrich Dietrick d'Holbach (1723-1789), de origen alemán, quien en sus trabajos generalizó y sistematizó las ideas del materialismo francés, los cuales vinculó con el avance y conquistas de las ciencias naturales, al mismo tiempo des­empeñó un papel importante en la crítica revolucionaria de la concepción teológica del mundo de la clase feudal, expresando con ello de manera atinada el ateísmo mi­litante de los materialistas franceses, motivo por el cual sus obras con un seudóni­mo fueron publicadas en Holanda y su difusión en Francia era duramente castigada por los tribunales del reino. La filosofía de Holbach se fundamenta en el reconoci­miento material del mundo contra la teología y el idealismo; a su juicio:

Las materias variadas y combinadas de diferentes maneras reciben y comunican sin ce­sar movimientos muy diversos; las propiedades diferentes de estas materias, sus dife­rentes combinaciones, sus maneras de obrar variadas y que son la consecuencia necesa­ria de ellas mismas, constituyen para nosotros la esencia de los seres, y de estas esencias diversificadas resultan los diferentes estados, rangos o sistemas que estos seres ocupan, cuya suma total componen lo que llamamos naturaleza; en cuanto a los seres espiritua­les y sobrenaturales de que habla la religión, sólo son producto de la fantasía.

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FILOSOFÍA DE LA CIENCIA: FUNDAMENTACIÓN DEL ATEÍSMO

Para Holbach, las propiedades primarias y comunes de todos los cuerpos son: la extensión, la movilidad, la divisibilidad, la solidez, la gravedad, la fuerza de iner­cia, así como las propiedades derivadas de las primarias como la densidad, la figu­ra, el color, el peso, su dureza, etc. Así, dicho autor trata de abordar la manera de ofrecer una definición general de la materia a la que calificaba como aquello que afecta nuestros sentidos de un modo cualquiera, y dice que las cualidades que atri­buimos a las diferentes materias están fundadas sobre las diversas impresiones o va­riaciones que producen sobre nosotros. Así, rechaza de paso y resueltamente la doc­trina teológica de la creación del mundo de la nada, y la considera una serie de pa­labras vacías carentes de sentido y afirma que la existencia de la materia es un he­cho, como lo es también la del movimiento y ambas son eternas:

Si se nos pregunta -escribía- ¿de dónde ha venido el movimiento a la materia?, respon­deremos que ha debido moverse desde toda la eternidad, puesto que el movimiento es la consecuencia necesaria de su existencia, de su esencia y de sus propiedades primitivas, como son extensión, su peso, su impenetrabilidad, su forma, etc., porque el movimiento es una especie de ser que proviene absolutamente de la materia.

Al igual que todos los materialistas ateos de su época, Holbach defendía la po­sición determinista dirigida contra la religión y la teología; en consecuencia, su obra aportó un papel progresivo en virtud de su contraposición de principio entre la cien­cia y la religión y entre el determinismo y la teología, concepciones de la naturale­za hostiles e incompatibles entre sí. Por ello, estableció insistentemente que ¡os efectos que vemos tienen sus causas, ya sea que los conozcamos o no, lo cual es par­te de nuestra ignorancia, pero las palabras como Dios o espíritu no nos sacarán de nuestra duda, sino que no harán más que redoblarla e impedirnos buscar las causas naturales de los efectos que vemos. Con ello, el autor citado alentaba el uso de la razón sobre la iluminación divina para todo aquel pensador o sabio que pretendiera llegar al meollo de la verdad en los fenómenos de la naturaleza, porque conocer la verdad era para él estudiar la naturaleza, tesis del pensamiento que sin duda alguna debe acompañar siempre a investigadores y científicos de todos los tiempos.

En sus fundamentos de la tesis de la concepción materialista del mundo, Hol­bach desarrolló simultáneamente su teoría acerca del origen y la esencia de la reli­gión, argumentando que desde los primeros momentos de la vida humana surgen sus necesidades, las cuales obligaron al hombre a pensar, a querer y a actuar. Estas necesidades constituyen también el primer mal que sufre y le producen sensaciones dolorosas que aumentan al no ser satisfechas; sin este mal, el hombre nunca hubie ra llegado a la idea de Dios. Las calamidades y sufrimientos ocasionados por las ¡n-

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clemencias del tiempo, el hambre, las carencias, las epidemias y otras desventuras forjaron desde su inicio al hombre temeroso y desconfiado hacia lo desconocido; y en su debilidad el ser primitivo, sin experiencia e ignorante de las leyes de la natu­raleza, atribuyó a los fenómenos naturales cualidades inexistentes, extrañas y mis­teriosas. "En esas circunstancias -dice Holbach-, viendo las naciones que no había sobre la tierra ningún agente lo bastante poderoso para producir tales efectos, le­vantaron sus ojos y sus miradas al cielo, en el cual supusieron que debía residir al­gún agente desconocido cuya ira destruía su felicidad; así, la ignorancia, la inquie­tud y las calamidades fueron siempre las primeras fuentes de las primeras nociones de la divinidad". De esta manera, para Holbach y demás filósofos materialistas ateos, las fantásticas ideas sobre un alma especial, distinta del cuerpo, surgidas en­tre los hombres primitivos, desempeñaron un papel importante en el nacimiento de la religión, y su ignorancia les hizo dotar de conciencia y cualidades lo mismo a las piedras que a los ríos, o los elementos naturales, a los que atribuían razón, deseo y voluntad. Más adelante, los charlatanes, legisladores, profetas, sacerdotes y otros mentores del pueblo, movidos por sus intereses personales o por su desenfrenada imaginación, empezaron a embaucar al pueblo mediante la creación de supersticio­nes, mitos y dogmas teológicos con sus ritos de sometimiento, que exigen el sumi­so cumplimiento de las más absurdas prescripciones religiosas contrarias a la natu­raleza humana y por ello nocivas para la sociedad.

Contra esto, crítico acérrimo de la religión como era, en su famosa obra La teo­logía de bolsillo, Holbach ironizaba a la teología como la "profunda ciencia divina que nos enseña a razonar sobre lo que no sabemos y a perder toda idea clara sobre lo que ya comprendemos perfectamente". A su modo de ver, para Holbach, la pri­mera condición de la fe religiosa es la ignorancia, razón por la cual es muy apre­ciada por la Iglesia y que, junto con el temor, son los puntales de la religión, en la cual los curas son como pescadores que enturbian el agua para atrapar en sus redes algún pez encegado y temeroso.

La religión -decía-, sólo ha sido inventada para elevar a los monarcas sobre los pueblos y someterlos a su poder. Desde que los pueblos se han sentido muy desdichados aquí en la tierra, se les obliga a guardar silencio, amenazándolos con la ira de Dios, y se encau­zan sus miradas hacia el cielo, para impedirles que vean las verdaderas causas de sus des­gracias y recurran a los remedios que la naturaleza les ofrece para poder curar sus males.

Holbach y los ilustrados franceses, pese a no ser totalmente materialistas en los problemas de la vida social, pudieron demostrar de una manera irónica, destacada y convincente el papel social reaccionario de la religión, al desnudar su carácter co-

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mo instrumento de opresión y represión en manos de nobles y clero, demostrando así la complicidad histórica de la Iglesia con el absolutismo y las dictaduras que ha habido a lo largo de la historia. Por ello, no es extraña la reacción de los funciona­rios y eclesiásticos de todas las épocas, y en los tiempos de la Ilustración francesa también se lanzaron furiosamente contra todos los materialistas, castigando la difu­sión de sus obras ateas con la detención y la aplicación de tormentos y con el en­carcelamiento y la reclusión en presidio para los autores y sus seguidores. Todavía en esa época, expresar públicamente la más leve simpatía por las ideas materialis­tas avanzadas significaba exponerse a ser acusado de ofender a la religión católica oficial, de ser impío y hereje, lo que implicaba la amenaza de ser condenado a la pe­na de muerte. Con todo, durante el siglo xviii el materialismo francés se erigió co­mo la dirección filosófica más avanzada de la Europa Occidental y era, a la vez, el principal adversario combativo de la concepción teológica del mundo al someter al idealismo y la religión a una crítica aguda e implacable, que sirvió como sólido apo­yo para las conquistas de la ciencia de su tiempo y sirvió de base para los avances naturalistas posteriores. Este materialismo se acreditó igualmente como la única fi­losofía consecuente con las teorías de las ciencias naturales, enemiga actuante y de­clarada de la ignorancia y la religión con su beatería supersticiosa y fantasiosa.

Pero en el siglo xviii, pese a la rebelión de los filósofos materialistas contra la te­ología y los dogmas religiosos, aún persistía la idea de la inmutabilidad absoluta de la naturaleza, con pinceladas metafísicas de la concepción del mundo y el anclaje de las ciencias naturales en el estudio restringido del mecanicismo. La idea de la in­mutabilidad absoluta de la naturaleza, independientemente de su forma de creación, establecía que mientras existiera habría de permanecer por siempre inmutable; así, los planetas y sus satélites, una vez puestos en movimiento por "el primer impul­so", seguirían eternamente sus elipses y trayectorias prescritas, lo mismo que las es­trellas del Universo estaban condenadas a la inmovilidad en sus sitios originales como consecuencia de la gravitación universal. Y la misma Tierra habría de perma­necer inmutable desde su aparición, con sus cinco partes de siempre, con sus cos­tas, mismo clima, montes, valles y ríos, incluidas la flora y la fauna con excepción de lo que el hombre pudiera cambiar o transplantar, idea establecida por el natura­lista Cari von Linneo como una concesión a lo evidente, pues conocía que en algu­nos lugares, gracias al cruce, algunas especies animales y vegetales podían ser ca­paces de crear especies nuevas. Estos atisbos filosóficos, pese a las limitaciones de las ciencias naturales de la época, se esforzaron por explicar el mundo a partir del mundo, alentando así la investigación científica naturalista que posteriormente jus­tificaría con detalles muchos de los fenómenos y comportamientos de la materia,

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que con el apoyo de las matemáticas convirtieron a la ciencia en una disciplina exacta, como en su tiempo lo fue en la mecánica newtoniana, y que se aplicó tam­bién en la óptica y en la acústica.

Así, entre otros sabios del siglo xviii, los hermanos Bernoulli aplicaron diversos métodos matemáticos para explicar los fenómenos de las ciencias naturales, y se de­be a Jacob Bernoulli la inclusión del cálculo de probabilidades, mientras que su her­mano Daniel sustentó las concepciones moleculares aplicadas a los problemas de la hidrodinámica. Por su parte, D'Alembert y Lagrange, en sus trabajos sobre mecá­nica, desarrollaron el principio fundamental de la dinámica de un sistema de puntos materiales, en el que se establece que las fuerzas aplicadas a los puntos de un siste­ma pueden descomponerse en fuerzas que provocan la aceleración del sistema, y en fuerzas que dejan a dicho sistema en un estado de equilibrio.

La necesidad intelectual de explicar los fenómenos naturales por un camino ale­jado de Dios, aspiración histórica de los filósofos materialistas, encontró una expli­cación clásica en los postulados del matemático y astrónomo francés Pierre Simón, marqués de Laplace (1749-1827), quien dijo:

Una inteligencia que en un instante dado conociera todas las fuerzas que animan a la na­turaleza y la posición respectiva'̂ de todas las partes que la componen, si además fuera lo bastante amplia para analizar estos datos, podría abarcar en la misma fórmula los movi­mientos de los cuerpos más grandes del universo, así como de los átomos más ligeros. Por lo tanto, para esta inteligencia nunca habrá nada incierto y el futuro, al igual que el pasado, estaría ante su mirada. La inteligencia humana, con la perfección a la que ha lo­grado elevar a la astronomía, nos da la idea de un débil esbozo de esa razón.

Aunque Laplace era un convencido mecanicista en los fenómenos de la natura­leza, logró con su filosofía apartar los ojos de la concepción metafísica del mundo al formular su hipótesis cosmológica que, junto con Kant y de manera indepen­diente, sostenía que el sistema solar se ha desarrollado a partir de una nebulosa pri­migenia, convirtiéndolo así en uno de los grandes investigadores de la naturaleza que han dado una explicación materialista de los fenómenos sin hacer ninguna re­ferencia a Dios. Por eso cuando Napoleón preguntó a Laplace por qué no decía na­da de Dios en sus obras, el sabio simplemente le respondió que no había necesita­do esa hipótesis, respuesta que desde ese entonces simboliza la superioridad de la razón sobre los prejuicios y las supersticiones y de la ciencia sobre la religión.

Para la segunda mitad y finales del siglo xviii, los avances de las ciencias natu­rales lograron recopilar una abundante cantidad de material empírico, y la invención de nuevos instrumentos para la investigación científica aceleraron la comprensión

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FILOSOFÍA DE LA CIENCIA: FUNDAMENTACIÓN DEL ATEÍSMO

de más fenómenos naturales. En física, gracias a la invención del termómetro y del calorímetro, se avanzó en el estudio de diversos fenómenos térmicos, y al investi­garse los fenómenos eléctricos se descubrieron la dualidad negativa y positiva de la corriente eléctrica, así como el fenómeno de la repulsión de los cuerpos cargados de electricidad del mismo nombre. Asimismo, en tanto el fisiólogo italiano Luigi Gal-vani descubrió la influencia eléctrica sobre los movimientos musculares de una ra­na muerta, lo que despertó la idea de que los órganos vivos poseen su propia elec­tricidad y que reaccionan a ella, por su parte la ciencia química se transformó radi­calmente, enriqueciéndose con nuevas ideas aplicadas en los procesos de combus­tión y oxidación y conceptos como afinidad química, motivado todo esto por las nuevas necesidades impuestas por el aún incipiente desarrollo de la producción in­dustrial.

Fue entonces y por ello que surgió una verdadera revolución química, gracias a que con su teoría del oxígeno Antoine Laurent de Lavoisier (1743-1794) demostró la inconsistencia de la teoría del "flogisto" sustentada por el químico inglés Joseph Priestley. En sus experimentos, Lavoisier descubrió que el oxigeno contenido en el aire era por sí mismo un elemento químico, como lo eran también los otros com­puestos mezclados en él, con lo cual además de acabar con la vieja teoría del flo­gisto refutó al mismo tiempo las ideas filosóficas-naturales acerca de la existencia de los elementos primarios, como el agua, el aire, la tierra y el fuego, ideas aún vi­gentes en su tiempo; por ello, fue un logro científico del químico francés reconocer como elementos químicos a los verdaderos elementos que dan forma a la materia. También en sus investigaciones realizadas con métodos puramente empíricos, La­voisier encontró que el peso total de las distintas sustancias que intervienen en una reacción química permanece invariable, lo cual permitía calcular el peso al estudiar los resultados de las reacciones químicas, haciendo posible al mismo tiempo esta­blecer la equivalencia entre ellas.

Los trabajos de Lavoisier, atinadamente completados por su discípulo Claude-Louis Berthollet (1748-1822), sentaron las primicias teóricas para el progreso de la química del siglo xix. Si Lavoisier refutó la teoría del flogisto y la existencia de los cuatro elementos metafísicos, a Berthollet correspondió el privilegio de refutar y abatir la vieja doctrina metafísica sobre la fuerza eterna e invariable de la afinidad química entre sustancias distintas, demostrando que dicha afinidad química no tie­ne carácter absoluto, sino relativo. Con ello, señaló que los elementos pueden com­binarse variablemente para formar distintos compuestos; así, si las moléculas del oxígeno y del hidrógeno se combinan para formar agua, esto no significa que dichos elementos fueron hechos para formar únicamente agua, sino que pueden combinarse,

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en iguales o distintas proporciones, para formar otros compuestos distintos. Por en­de, Berthollet afirmaba con razón que la combinación química puede tener una composición variable, o sea, los elementos que la conforman pueden combinarse, dentro de ciertos límites, en diversas relaciones cuantitativas de acuerdo con las condiciones y las cantidades iniciales de las sustancias reactivas.

Las ciencias naturales en las postrimerías del siglo xviii avanzaron significativa­mente como resultado de su alejamiento de la metafísica y la religión, generando al mismo tiempo la necesidad metodológica de diversificar las distintas disciplinas de la ciencia en ramificaciones que, más tarde, se convertirían en nuevas manifesta­ciones intelectuales y de investigación. Así surgió la idea de la geología, que como ciencia de la historia de la Tierra aún no existía en el siglo xviii, cuando los proble­mas geológicos se analizaron con una concepción metafísica dualista conocida co­mo "neptunismo" y "plutonismo". La concepción neptunista, ingenua y retardata­ria, atribuía el origen de todos los fenómenos geológicos a la acción del agua (a Neptuno, su dios mitológico), según la cual las rocas montañosas habían surgido del agua por un proceso de cristalización o sedimentación mecánica, concepción evi­dentemente vinculada con determinadas ideas religiosas, por lo que sus adeptos se apoyaban, señaladamente, en el mítico acontecimiento del diluvio universal. Por su parte, menos fantasiosos, los partidarios de la concepción plutonista (Plutón, dios mitológico de las entrañas de la tierra) afirmaban que los fenómenos geológicos eran el resultado de la acción de un fuego permanente en las entrañas de la tierra, el cual fundía las rocas y creaba otras al mismo tiempo, como una sopa en permanen­te ebullición.

En la misma época, los intentos de diversificar la ciencia en nuevas disciplinas rindieron sus frutos; así, en el campo de la biología, los hombres de ciencia se de­dicaron a reconocer y sistematizar por primera vez todo el material a su alcance ba­sado en la experiencia, como fue el caso de Cari von Linneo (1707-1778), quien, tras recopilar un amplio material sobre la naturaleza viviente, logró establecer el primer sistema de clasificación de las plantas y de los animales, concediendo una atención principal a la botánica. Para dichas clasificaciones, el naturalista sueco se basó en una nomenclatura binominal, creada por él y aún en uso, en la que cada es­pecie es designada por dos nombres que se refieren uno al género y otro a la espe­cie, consiguiendo sus mayores méritos en la distinción de la clase de los mamíferos y la inclusión en ella por primera vez del hombre como representante superior del orden de los primates. Pero Linneo, influido por la concepción metafísica de la in-variabilidad de las especies vinculada con las ideas religiosas, negaba cualquier ne­xo histórico entre la naturaleza inorgánica y orgánica, de la que "existen tantas es­pecies como formas estableció, desde un principio, el Creador eterno".

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Sin embargo, el naturalista francés Georges Louis Leclerc, conde de Buffon, na­cido y muerto en los mismos años que Linneo (1707-1778), logró atisbar la varia­bilidad de la naturaleza viviente al consignar en sus trabajos, acerca de la historia de la formación de la Tierra, el origen y la transformación de los seres vivos (in­cluido el hombre) y señalando su origen común con el mono, desempeñando así un papel progresivo en la difusión de los conocimientos científico-naturales y por su valioso contenido acerca del desarrollo de la naturaleza viviente. Desde luego, tan­to las ideas biológicas de Linneo como de Buffon propiciaron el encono en la lucha entre el materialismo y el idealismo, quienes con diversos argumentos defendían sus opiniones filosóficas. Así, contra las ideas materialistas, los defensores de la creación divina del mundo opusieron su teoría de la "preformación", según la cual los caracteres de los seres vivos se hallan preformados en las células sexuales de sus padres, en tanto que los miembros más reaccionarios y oscurantistas en el campo de la ciencia se apresuraron a elaborar una doctrina "vitalista" que postulaba la exis­tencia en los seres vivos de un "principio vital" o "fuerza vital" de carácter sobre­natural, inmaterial y misterioso, identificado como una variación del alma. Desde luego, los vitalistas rechazaban tajantemente la posibilidad de la biología o de la anatomía para estudiar algunos aspectos de la actividad del organismo como la fuer­za muscular, la circulación sanguínea o la estructura nerviosa.

Por ello, además de las valiosas aportaciones científicas legadas por los propios materialistas del siglo xviii, que sirvieron para desechar las viejas concepciones me­tafísicas sobre la naturaleza y que permitieron la fundamentación de nuevas ramas de la ciencia, los rasgos característicos de la filosofía materialista de esa época se distinguen por igual tanto en la negación convencida sobre la inmutabilidad abso­luta de los fenómenos naturales, como por su aceptación en el constante devenir y desarrollo de la naturaleza, junto con su valiente oposición de aceptar sumisamen­te las imposiciones idealistas y teológicas del poder dictatorial del clero católico. De esta manera, el progreso de las ciencias naturales es el progreso del hombre, y la fi­losofía materialista, ligada íntimamente a este progreso, demuestra que el conoci­miento de las leyes del mundo material objetivo han de proporcionar a la Humani­dad su desarrollo y permanencia en el planeta en tanto la naturaleza se lo permita.

La idea de Dios es una postura filosófica acomodaticia, cuyos argumentos no exigen demostración al estar fundamentados en el concepto de la fe, concepto des­de luego ambiguo que para la teología lo pretende abarcar todo, pero que para el individuo es normalmente selectivo. Así, yo puedo tener fe en mí mismo aun a sa­biendas de que puedo fallar, pero puedo intentar cotidianamente una y otra vez po­nerme a prueba hasta lograr o no mi confianza; entonces diré que la fe mueve mon-

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tañas, o no fue capaz de mover ni siquiera mi conciencia. Igualmente, pmáo teñe? fe en que un fenómeno determinado se realice ajeno a mi voluntad o intervención de cualquier naturaleza, en cuyo caso estaré totalmente esperanzado a un milagro por intervención divina; por ejemplo, si estoy hambriento y sediento y rezo a los dioses para convertir la piedra en pan y el agua en vino, con toda seguridad los dio­ses no me harán el milagro y terminaré muriendo de hambre y sed; pero por el con­trario, si estoy obligado a caminar por un sendero poblado de serpientes y por ello expongo mi vida, si solicito la protección divina para salir adelante e ileso, es posi­ble que sucedan dos cosas: primero, que en el trayecto alguna serpiente, al sentirse amenazada por mi presencia, me ataque y muera, negándome así los dioses la gra­cia de mi sobrevivencia y, segundo, que las serpientes, tal vez en ese momento ador­mecidas o por no sentirse amenazadas, me permiten transitar sin contratiempos, en cuyo caso sabré que mis plegarias y la fe han ocasionado el milagro de haber sido protegido por los dioses.

La ciencia, sin embargo, está impedida para jugar estos juegos, obligada como está a demostrar todos sus postulados, así como sus múltiples facetas, nexos y co­nexiones. Por ello, la explicación de los fenómenos del mundo es un asunto que compete a la ciencia y nunca a la religión, que en el mejor de los casos es una acti­vidad para el ocio del pensamiento que quiere tomar vacaciones, como lo son tam­bién las prácticas del ocultismo, la astrología, la adivinatoria, la ovnilogía y toda esa sarta de seudociencias y charlatanerías que, por indemostrables e inconsistentes, só­lo sirven, si no dañaran, para el entretenimiento social y el ocio de la razón. Por ello, los luchadores materialistas por la libertad de pensamiento y conciencia utilizan co­mo antídoto contra la superstición a la educación, contra la religión el conocimien­to y contra Dios la ciencia. Así es como el conocimiento científico conduce inevi­tablemente al descubrimiento de nexos cada vez más profundos e intrincados entre el hombre y la naturaleza, en una carrera que empezó con mucha lentitud en la eta­pa primitiva de la Humanidad y que se ha venido acelerando impresionantemente con el correr de los siglos.

El conocimiento de la naturaleza de las cosas, los fenómenos que propician o a los que están sometidos es el resultado de la acumulación de la experiencia huma­na. El método dialéctico de la investigación es un logro de la inteligencia, la cual se manifiesta en su nivel superior únicamente en nuestra especie y que por ello nos permite el logro de llegar poco a poco a conocerlo todo. Si bien es cierto que en su estado primitivo el ser humano no podía aún distinguir y menos conocer la división de los fenómenos naturales en físicos y químicos, que son su manifestación más evidente, sin embargo de una manera asombrosa para la Edad Media, en un lapso

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que podemos considerar insignificante en la escala de la existencia de la materia, gracias a los trabajos de los sabios árabes se logró destacar del conjunto de los fe­nómenos generales definiciones más específicas de los cuerpos, que representaban el germen de sus propiedades físicas, como la volatilidad, su dureza o su peso rela­tivo, o sus propiedades químicas, como la acidez, el olor o la combustibilidad. Más adelante, tras el descubrimiento de los ácidos minerales, se distinguió y agregó la propiedad de la solubilidad, que encarnaba por sí sola las propiedades físico-quí­micas de los cuerpos, que significaban para los alquimistas, metafísicos y esco­lásticos los "principios" únicos de todos los cuerpos de la naturaleza, donde el mer­curio representaba "el principio de la volatilidad", el azufre el "principio de la combustibilidad" y la sal el "principio de la solubilidad", que constituían en su con­junto la llamada "tría prima" de los alquimistas.

Posteriormente en el siglo XVII, los trabajos de Robert Boy le (1627-1691) impri­mieron un vigoroso impulso a la química, a la que asignaron como tarea funda­mental el estudio de la composición de los cuerpos por medio del análisis químico, surgiendo así, aunque de manera empírica, el concepto del elemento químico, en­tendido como sustancia que no puede ser desintegrada por ningún medio y dando así paso al análisis químico cualitativo de algunas sustancias y de sus partes inte­grantes. Esta determinación cualitativa daba así respuesta a la cuestión de cuáles son las partes que forman un compuesto dado, pero faltaba aún la determinación de cuánto de cada cosa formaba parte de una combinación considerada; por ello, co­mo sucede frecuentemente en la ciencia, la solución de un problema genera otro y en este caso el problema generado resultó ser la búsqueda de la determinación cuan­titativa de las sustancias. De esta manera, para la segunda mitad del siglo xviii, el físico-químico inglés Joseph Black (1728-1799), con ayuda de métodos cuantitati­vos que combinaban el análisis del peso y el volumen, descubrió el "aire fijo" o an­hídrido carbónico, sentando así las bases de la química de los gases. Poco tiempo después se descubrieron el hidrógeno, el nitrógeno, el oxígeno, el cloro y otros ga­ses, utilizando una combinación de ambos métodos (cualitativo y cuantitativo) que sirvieron igualmente para conocer las propiedades singulares de los distintos gases y luego su comportamiento al ser sometidos a distintas presiones y temperaturas.

En el desarrollo de las investigaciones cualitativas y cuantitativas en el campo de la química, un experimento de Lavoisier se hizo clásico al demostrar la interde­pendencia de ambos conceptos: al tratar de comprobar de dónde procede la sedi­mentación terrea que se forma en una vasija de vidrio al hervir agua, el sabio francés pesó todas la partes del sistema, antes y después de hervir el agua; posteriormente hizo abstracción total de las sustancias que se pesaban, limitándose simplemente a

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calcular su peso, es decir, su determinación cuantitativa. Así, al terminar el experi­mento comprobó que el sistema en su conjunto no había cambiado de peso, de lo cual dedujo que el sedimento no podía haberse formado a expensas del fuego; igual­mente, el agua seguía pesando igual que antes, lo cual demostraba que el sedimen­to no pudo haberse formado gracias a una imaginaria transformación del agua en tierra. En cambio, el peso de la retorta disminuyó exactamente lo mismo que pesa­ba el sedimento formado, lo que demostraba a qué se debía la formación del sedi­mento, es decir, su composición cualitativa. Como se sabe, en ese tiempo aún pre­valecía la idea aristotélica y alquimista de la supuesta transformación del agua en tierra, por lo que esta demostración experimental y dialéctica del químico francés terminó con dicha fantasía. Este avance en el ramo de la química y su ulterior pro­greso condujo al descubrimiento de nexos cada vez más profundos entre las deter­minaciones cuantitativas y cualitativas de las cosas; además, cabe destacar que es­te descubrimiento de Lavoisier fue posible gracias a que este sabio ya disponía en su tiempo de artilugios de medición más exactos y confiables.

En esta ley de las proporciones constantes que fue formulada por el sabio Joseph Louis Proust (1754-1826) y aplicada por Lavoisier, se traslucía de manera categó­rica la tesis de que a cada sustancia tratada cualitativamente corresponde una ca­racterística cuantitativa constante y determinada con rigor. Esto significaba que to­do compuesto de cualquier peso o volumen siempre contendría la misma cantidad de elementos que lo conformaban e iguales proporciones, lo cual permitió a princi­pios del siglo xix la inclusión en la química de los conceptos de átomo y peso ató­mico, que pusieron al descubierto la unidad de los dos aspectos de la sustancia -cualitativo y cuantitativo-, es decir, su medida. El descubrimiento de la medida permitió a la vez conocer una serie de sustancias, en las que cambiaban las relacio­nes mutuas entre unas y las mismas partes componentes (como en los óxidos de ni­trógeno), como una línea nodal de medidas, que va mostrando las transformaciones sucesivas de los cambios cuantitativos, operados en la composición de los óxidos, en cambios cualitativos producidos en estas sustancias. De este modo, en el campo de la química se preparó el paso a una concepción dialéctica espontánea de los fe­nómenos de la naturaleza, comprobándose una vez más que dichos fenómenos y to­das las manifestaciones de las cosas están rigurosamente sometidas a leyes; por lo tanto, en la ciencia y el conocimiento no interviene ninguna clase de capricho divi­no y no se requiere esta fantasiosa intervención para conocer y entender la natura­leza y sus fenómenos.

En cuanto a las ciencias físicas, su desarrollo fue de un modo análogo. Para el siglo xviii, la atención de los físicos se concentraba principalmente en la explicación

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de la determinación cualitativa de algunas formas aisladas de movimiento, como ca­lor, luz, electricidad y magnetismo, que eran sustantivadas y convertidas en sustan­cias específicas, o fluidos, como lo habían hecho anteriormente los alquimistas con las propiedades de las sustancias. Pero al mismo tiempo la física iniciaba el estudio de la determinación cuantitativa de algunas formas aisladas de movimiento, como los cambios de las propiedades intensiva y extensiva del calor, o sea, la temperatu­ra y capacidad térmica de los cuerpos. Con ello surgieron las ideas cinético-mole-culares sobre el calor en los fenómenos como el deshielo y la evaporación, que tu­vieron gran importancia no sólo para la física, sino también para la vida práctica con la invención de la máquina de vapor, creada por Polzunov en 1763 y por James Watt en 1765, artilugio tecnológico que tuvo un papel muy importante en la revolución técnica de finales del siglo xviii.

Las tareas planteadas por la minería y la metalurgia y posteriormente por toda la gran industria, en la que la máquina de vapor desempeñó poco a poco un papel fun­damental, no podían ser resueltas reduciendo las formas química y térmica del mo­vimiento a su forma mecanicista rudimentaria, cuyas tesis de que los átomos esta­ban provistos de "ganchos" de los cuales se acoplaban entre sí, no daban ninguna respuesta a la pregunta, por ejemplo, de por qué el carbón, añadido al mineral, con­tribuye a separar el metal, mientras que su calcinación al aire libre conduce a la for­mación de herrumbre. Por ello, para estudiar una serie de procesos térmicos y quí­micos, importantísimos desde el punto de vista práctico, era necesario ante todo se­pararlos de la conexión universal de los fenómenos de la naturaleza y examinarlos como sectores aislados de fenómenos. Así, durante el siglo xviii, la tarea funda­mental que se planteaba señaladamente a las ciencias naturales consistía en des­componer, en la forma más completa y fundada posible, toda la naturaleza en ele­mentos sueltos y puros, materia estructural primaria, y en aislar unas formas de mo­vimiento de otras y tener así la posibilidad de estudiar separadamente cada una de ellas.

Este interés por separar definitivamente la ciencia de la religión y la metafísica mecanicista, que impedían abordar los fenómenos de la naturaleza con una explica­ción contundentemente científica, contribuyó finalmente a establecer la nueva ten­dencia científico-natural que sustituyó a la vieja doctrina de la naturaleza inmutable por el estudio de los nexos de las cosas y los cambios que en ellas operan, prepa­rando así el terreno para que aparecieran y se desarrollaran nuevos descubrimientos y nuevas ideas filosóficas materialistas. Por ello, para Friedrich Engels tiene carác­ter de ley la circunstancia que consiste en el proceso intelectual de que, antes de es­tudiar los vínculos y la acción mutua, la ciencia debe establecer qué se vincula y qué

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entra en una acción mutua; y antes de estudiar los procesos de la naturaleza Mee­mos estudiar las cosas, los objetos; es decir, lo que se mueve, aquello con lo cual se realizan dichos procesos. Por tal razón, afirma Engels, la concepción metafísica de la naturaleza tuvo en su época una significación histórica y su fundamento. Justa­mente este método de conocimiento, basado en la división analítica de los fenóme­nos naturales, pese a sus limitaciones, era el método que permitía desligar los obje­tos y fenómenos de su conexión natural universal, de la materia en eterno movi­miento, de la naturaleza en constante desarrollo, y considerarlos objetos y fenóme­nos acabados, inmutables y finitos. Esto facilitaba las cosas para cuando el estudio de los objetos de la naturaleza y de sus relaciones mutuas se desarrolle suficiente­mente, ayudando a la recopilación de la cantidad de datos necesaria sobre los obje­tos naturales aislados, haciendo así posible el paso a una fase más alta del conoci­miento de la naturaleza y al estudio de los procesos de cambio y desarrollo que ope­ran en ella.

En dicho sentido se desarrolló el pensamiento filosófico-materialista del gran sa­bio ruso Mijail Vasilievich Lomonosov (1711-1765), quien, al estudiar y asimilar profundamente todas las valiosas y positivas aportaciones de los hombres de cien­cia y filósofos, tanto de la Antigüedad como de su tiempo, rechazó categóricamen­te el idealismo junto con las burdas explicaciones metafísicas de los fenómenos na­turales, así como la escolástica medieval y las seudociencias que propagaba. Por ello, toda la actividad científica del escritor ruso y sus ideas de la naturaleza esta­ban impregnadas de un sólido espíritu materialista y apuntaban siempre contra la ideología religiosa-idealista dominante en la Rusia de su tiempo. Lomonosov logró de esta manera ser un pensador y naturalista con formación enciclopédica que abrió nuevos caminos en los más diversos campos del saber científico, como en la física, la/química, la astronomía, la mecánica, la geología, la geografía, la filosofía y la lin­güística, a tal grado que Pushkin lo calificó como "una poderosísima mente de los tiempos, el hombre que había dado un firme viraje a las ciencias y trazado el cami­no que siguen en la actualidad".

Ateo convencido, Lomonosov plantó en sus obras la idea de que es posible co­nocer el mundo y todos sus fenómenos, con la condición de que la ciencia y la edu­cación fueran separadas de la Iglesia, y afirmó: "El matemático que pretenda medir la voluntad divina con un compás no estará en su juicio, como tampoco lo estará el profesor de teología que crea posible estudiar astronomía o química con la ayuda del salterio". Por ello, en sus obras, el erudito soviético criticaba o se mofaba de las ceremonias y fiestas religiosas, de la intervención del clero en los asuntos de la ciencia y la educación, y pugnaba por limitar la influencia de la Iglesia y del clero

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en la vida espiritual de la sociedad, advirtiendo lo siguiente: "El clero no debe mez­clarse en las doctrinas que enseñan la verdad física para que sea útil y para la ins­trucción y, sobre todo, no debe de reprender a las ciencias en sus sermones". Estas palabras resultaban una verdadera hazaña de herejía, en una época en que la Iglesia dominaba casi absolutamente todo en la sociedad, lo cual no impidió que este gran filósofo fuera elegido miembro de la Academia de Ciencia de Rusia y de la de Sue-cia, y que sus trabajos y aportaciones científicas fueran conocidos en el extranjero y altamente apreciados por otros sabios progresivos, como Euler y Bernoulli.

Lomonosov fue un incansable luchador de los derechos del hombre a entender a la naturaleza por medio de la ciencia y alejado de la religión, así como uno de los primeros sabios que propugnaron por el acercamiento de la ciencia a la vida. Su ac­tiva participación en la exploración de las riquezas naturales de su país, su labor co­mo geógrafo, sus estudios sobre el Océano Ártico (encaminados a abrir una ruta co­mercial con Oriente) y la construcción de unos laboratorios químicos en Petersbur-go y de una fábrica de cristales en Ust-Rúdist demuestran su enorme afán por unir la ciencia avanzada de su época con las actividades prácticas. Las concepciones fi­losóficas materialistas-ateas de Lomonosov se hallaban íntimamente vinculadas con sus investigaciones y descubrimientos en el campo de la física y la química, las cua­les fueron el fundamento científico-natural de toda su obra filosófica; a la vez, su materialismo sirvió firmemente de base teórica y de hilo de engarce en sus investi­gaciones científicas, en la fundamentación y en el desarrollo de una novedosa orien­tación en el campo de las ciencias naturales.

Fue así como a mediados del siglo xviii se definieron dos tendencias en las cien­cias naturales: una, dominante entonces, entrañaba la burda concepción metafísica de la naturaleza como absolutamente inmutable y era la que sustentaba la mayoría de los investigadores de la naturaleza, especialmente los newtonianos; y otra, que acababa de nacer, más progresiva, estaba representada por Lomonosov, Euler, Kant, Laplace, Cristian Wolff (maestro de Lomonosov) y otros sabios que, desde su trin­chera, comenzaron a defender en las ciencias naturales la idea del desarrollo.

De la primera tendencia destacan los siguientes rasgos característicos: a) empi­rismo, es decir, subestimación del pensamiento teórico, negación de las hipótesis generales, verdaderamente científicas, con ayuda de las cuales tratan de penetrar los hombres de ciencia en la esencia de los fenómenos naturales, y limitación a la me­ra constatación de los hechos establecidos directa e indirectamente; b) negación del desarrollo, de la mutabilidad de las cosas, así como de la unidad, conexión univer­sal y condicionamiento mutuo entre los fenómenos de la naturaleza, y c) carácter te-leológico, en virtud del cual aceptaba las ideas religiosas relativas al origen divino

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del mundo y a su estructura finalista. En las nuevas condiciones históricas existen­tes a mediados del siglo xviii y durante su segunda mitad, la tendencia metafísica en las ciencias naturales ya no las hacía progresar, a diferencia de lo ocurrido varios decenios antes, cuando Newton sentó los fundamentos de su teoría. Lo que en el fí­sico inglés tenía en su tiempo un carácter avanzado y progresivo, fue convertido por los naturalistas de orientación metafísica en un instrumento contra el pensamiento teórico en general.

La otra tendencia novedosa que acababa de nacer en las ciencias naturales se dis­tinguía por los siguientes rasgos: a) reconocimiento del papel importante del pen­samiento teórico y de la hipótesis vinculada íntimamente con él y apoyada forzosa­mente en los hechos establecidos, todo ello sin perjuicio del reconocimiento de la significación fundamental de los hechos y del experimento en la ciencia; b) supera­ción de los límites de la concepción metafísica, nacimiento de la idea del desarro­llo de la naturaleza y evolución de la unidad de las leyes naturales, y c) expulsión de la teología y la teleología del campo de las ciencias naturales y afán de explicar todos los fenómenos de la naturaleza desde el punto de vista materialista, a partir del principio de la existencia objetiva de la materia, de su movimiento y del condi­cionamiento causal de dichos fenómenos.

Así, la lucha entre estas dos tendencias científico-naturales y su modo de ver el mundo y sus fenómenos se manifestó como una original lucha de opiniones, que te­nía por base por un lado el caduco modo metafísico de pensar de muchos investi­gadores de la naturaleza, y por el otro los elementos embrionarios de una nueva concepción de la naturaleza, concepción dialéctico-espontánea en esencia, junto a una concepción conscientemente materialista de la naturaleza, en la cual la teología y la religión no tenían nada que hacer por no tener nada que aportar. Ésta era la con­cepción del mundo del gran sabio ruso Lomonosov, y con él cobraron gran impor­tancia los problemas de la tecnología química y de la termotécnica, que dieron vi­da a la "infernal" máquina universal de vapor que muchos dolores de cabeza dio a la Iglesia y a la religión, que calificó como "estornudos del diablo" a los bufidos de vapor que la máquina producía al funcionar.

De esa manera, con el erudito ruso las ciencias naturales avanzaron en el siglo xviii de una forma por demás asombrosa, pues a sus grandes logros habrá que agre­gar, entre otras muchas cosas, su gran descubrimiento sobre la ley universal de la conservación de la materia y del movimiento, cuando en 1755 pudo demostrar ex-perimentalmente, con ayuda de las balanzas, la conservación de la masa general (o peso) de las sustancias que intervienen en una reacción química, lo cual dio como resultado el famoso enunciado de que "en la naturaleza nada se pierde ni se crea, si-

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no que todo se transforma". Esta ley, formulada por primera vez por Lomonosov en una carta dirigida a Leonhard Euler, fue posteriormente dada a conocer por aquél en su obra Consideraciones sobre los estados sólido y líquido de los cuerpos, pu­blicada en una exposición resumida en la revista científica parisiense Anales Tipo­gráficos, por lo que muchos científicos de Europa Occidental pudieron conocer, en la segunda mitad del siglo xviii, el descubrimiento de esta ley universal de la con­servación de la materia y el movimiento. El descubrimiento de esta ley y su formu­lación significó una atinada expresión de la nueva tendencia científico-natural que tan apasionada y tesoneramente defendió siempre este sabio ruso.

Todos los cambios que se producen en la naturaleza -escribía Lomonosov en sus Consi­deraciones- son de tal índole que todo lo que se quita a un cuerpo se agrega a otro; por lo tanto, la materia disminuye en un sitio lo que aumenta en otro... lista ley universal de la naturaleza se extiende también a las reglas del movimiento, ya que un cuerpo que con su propia fuerza pone en movimiento a otro pierde una fuerza equivalente a la que transmite al otro, que recibe de él el movimiento.

De esta formulación se deduce con claridad lo siguiente: primero, Lomonosov consideraba que su descubrimiento era una "ley universal de la naturaleza" y de nin­gún modo una regla cómoda para efectuar cálculos empíricos; segundo, concebía dicho descubrimiento no como la simple conservación del peso, sino en un sentido más amplio: el de la conservación en general de la cantidad de materia; y, tercero, al caracterizar la ley que había descubierto como la ley de la conservación de la ma­teria y el movimiento, expresaba con ello la idea de la unidad de la materia y el mo­vimiento, en oposición a Newton y sus discípulos, quienes pensaban metafísica-mente que el movimiento es increado e indestructible y, al mismo tiempo, exterior a la materia y transmitido a ella, desde fuera, por medio de "fuerzas". Este descu­brimiento de Lomonosov contenía una inmensa importancia no sólo para la quími­ca, sino también para todas las ciencias naturales y la filosofía materialista, al com­probarse que todos los fenómenos de la naturaleza, en lo fundamental, tienen un carácter material y que la materia es indestructible e increada. Con ello, se avanzó de los primeros atisbos de los materialistas antiguos, sobre la eternidad e indestruc­tibilidad de la materia, al descubrimiento comprobado experimentalmente de la ley universal de la naturaleza.

Con este descubrimiento, Lomonosov rechazó igualmente la tesis metafísica de que el movimiento es algo exterior a la materia, pudiendo por tanto desaparecer y surgir de nuevo, pues su formulación comprendía lo siguiente: a) la idea de la con­servación del movimiento, bajo cuyo signo se desarrollaron las ciencias naturales

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del siglo XVHI, al descubrirse la mencionada ley, y b) la idea de ía unidad indisolu­ble de la materia y el movimiento, bajo cuyo signo progresan las ciencias naturales de nuestra época y toda la física de los siglos xix, xx y xxi, después de descubrirse la ley de la interdependencia de la masa y de la energía. En consecuencia, el escri­tor ruso no sólo descubrió la ley fundamental de la naturaleza, sino también antici­pó el descubrimiento de otras leyes, cuya detallada comprobación experimental só­lo podía realizarse muchos decenios más tarde, cuando la práctica industrial y la técnica del experimento convirtieron en una posibilidad y en una necesidad las me­diciones cuantitativas, cada vez más exactas, de las diversas formas del movimien-o de la materia. Así, con su portentoso descubrimiento, Lomonosov trazó las vías

del desarrollo de las ciencias naturales en el futuro, en todas sus ramas y especiali­dades.

Como era un destacado exponente de la ciencia natural experimental, el sabio soviético consideraba que sin la experiencia y la observación no podía existir cien­cia alguna y, a diferencia de los naturalistas-empíricos, Lomonosov no se limitaba a enumerar y describir las propiedades de los fenómenos y objetos de la naturaleza, sino que aspiraba a explicarlos e interpretarlos en todos sus aspectos, hasta donde esto era factible con las limitaciones científicas de su época, enfrentándose siempre a ios idealistas y los teólogos, quienes negaban la objetividad de las leyes y afirma­ban que en la naturaleza todo se halla sometido a los "designios divinos". Contra ellos, el erudito ruso sostenía que la naturaleza se desarrolla conforme a sus propias leyes y se ajusta invariablemente a ellas, incluso en las cosas más pequeñas; en la naturaleza, decía, no sucede nada que deba atribuirse a un milagro. Por ello, recha­zaba con indignación las concepciones idealistas de actos sobrenaturales de crea­ción divina, contraponiendo a ellas la explicación científica de la mutabilidad en to­dos los fenómenos de la naturaleza, en virtud de causas naturales, y decía:

Se equivocan los que piensan que cuanto vemos existe ante nosotros tal como lo hizo el "creador" desde un principio, y que por esa razón no es preciso estudiar las causas que los hacen distintos por sus propiedades internas y por el lugar donde se encuentran; ta­les razonamientos causan mucho daño al desarrollo de las ciencias y, por consiguiente, al estudio natural del globo terráqueo, aunque para algunos sabihondos resulta fácil dár­selas de filósofos aprendiéndose de memoria cuatro palabras: así lo creó Dios, y dando siempre esta contestación en vez de explicar las causas.

Estas palabras de Lomonosov se refieren a que, entre sus variados méritos, tuvo el privilegio de ser uno de los primeros científicos que emprendió, en la historia de la ciencia, el intento sobre bases científicas de explicar el origen natural, conforme

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a leyes, de las montañas, de los minerales, del carbón de piedra, del petróleo, de los cambios de clima, de los organismos vegetales y animales. Así, a partir de la idea del desarrollo de la naturaleza, afirmaba que también los minerales se habían for­mado de modo natural y que para explicar la diferencia esencial entre los diversos minerales había que investigar su historia natural y descubrir las causas científicas de su respectivo origen. También, el notable escritor formuló la hipótesis de que los mares y las montañas han surgido al hundirse o elevarse las capas terrestres. Con estos principios de geología, Lomonosov expresaba así su convencida idea de la constante mutabilidad de la naturaleza, y en sus trabajos acerca de las capas terres­tres decía:

No debe olvidarse que los objetos que se hallan sobre la Tierra y el mundo entero no eran en el momento de su creación tal como los vemos ahora; en ellos se han producido gran­des cambios, como lo demuestran la historia y la geografía antigua, comparada con la actual, y los grandes cambios producidos en nuestros siglos en la superficie terrestre. Y si los cuerpos más grandes del universo (o sea, los planetas y las estrellas) sufren cam­bios, se pierden en el cielo y aparecen de nuevo, entonces ¿cómo pueden permanecer exentas de cambio las diminutas partículas de nuestro globo terrestre, es decir, las mon­tañas, que consideramos moles inmensas a nuestros ojos?

Con estas hipótesis científicas, Lomonosov se anticipó a lo que en forma mucho mas profunda fundamentarían más tarde la geología y la geografía. Muchos años después, a finales del siglo xviii, el geólogo escocés Hutton y el filósofo materialis­ta polaco Kollantai empezaron a elaborar una teoría de las capas terrestres, que sin embargo distaba de tener una forma tan acabada como la de Lomonosov. Fue sola­mente hasta finales del primer tercio del siglo xix cuando las ideas del genio ruso se reflejaron en la teoría de Charles Lyell sobre la "evolución lenta'" de la Tierra, cuando en los trabajos de Lomonosov se expresaba también la idea de que tampoco los seres vivos, tanto por su origen como por su estructura, son fenómenos casuales de la naturaleza, sino que están sujetos a leyes y condicionados causalmente. Fin los seres vivos, decía el excelso ruso, "las partes del cuerpo están estructuradas y liga­das entre sí de tal modo que la causa de una se halla contenida en otra vinculada con ella". Así, la idea de la mutabilidad del mundo, propuesta por Lomonosov, encon­tró apoyo en la ciencia biológica en una época en la que imperaba en la biología la tesis de la invariabilidad de las especies y en la que la doctrina del "preformismo" era aceptada en general; pero entre ellos, Lomonosov y otros hombres de ciencia empezaron a proponer ideas avanzadas sobre la evolución gradual de la Tierra y de su mundo animal y vegetal.

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Tal es el caso del eminente sabio Erhard Friedrich Wolff (1734-?), quien, naci­do en Alemania, trabajó gran parte de su vida en Petersburgo y con sus trabajos le asestó un duro golpe al idealismo y a la metafísica en el campo de la biología. Pa­ra lograr esto, el afamado autor rechazó la "teoría inmóvil" y metafísica del prefor-mismo, dominante entre los biólogos de su tiempo y desarrolló su teoría de la epi­génesis, muy progresiva para su época, a la cual llegó con base en sus propios da­tos experimentales en el estudio de las fases iniciales del desarrollo de las plantas y los animales. Así, investigó detenidamente cómo y cuándo aparecen las hojas, las flores y las diversas partes de las plantas, y cómo y cuándo se forman sus frutos y semillas, además de la formación de algunos órganos en los seres vivos, tomando como ejemplo el embrión de pollo. En contraste con las concepciones metafísicas del preformismo, según las cuales las generaciones futuras se encuentran en germen y en forma acabada dentro de los organismos, Wolff estableció que no existe en las plantas ni en los animales ningún órgano "preformado", es decir, predispuesto, si­no que en su desarrollo las partes de una planta arrancan de una entidad casi infor­me y de una estructura muy simple, y los nuevos órganos vegetales surgen gra­dualmente de otros más simples, constituidos anteriormente. Por ello, nunca se dan de manera acabada desde el principio; y a despecho de las teorías preformistas, las investigaciones de Wolff realizadas sobre el embrión de pollo demostraron que el corazón de este embrión sólo surge después de formarse otras partes aún más sim­ples.

También Wolff estableció que el nacimiento y desarrollo de todo ser vivo no es un proceso puramente cuantitativo (es decir, un simple aumento o crecimiento), si­no un proceso de aparición de nuevos órganos cada vez más complejos. Por ende, este investigador se colocó como el primero que en la historia de la biología situó sobre bases científicas el estudio del desarrollo individual del ser vivo (ontogéne­sis), rechazando con ello las concepciones teológicas sobre la naturaleza al oponer a ellas el punto de vista del transformismo, es decir, del desarrollo y el cambio en la naturaleza viviente. Wolff escribió en sus trabajos:

Lo más importante para mí era descubrir a posteriori los principios fundamentales y las leyes generales de la generación y demostrar, además, que una planta acabada no es, por lo menos, una cosa cuya producción demuestre que las fuerzas de la naturaleza son ab­solutamente insuficientes y que se necesita un Creador omnipotente; después de llegar a este convencimiento, nada puede impedirnos que formulemos una hipótesis semejante con respecto a los demás seres orgánicos de la naturaleza.

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Con esto, los postulados del afamado investigador ocuparon un papel preponde­rante en el desenvolvimiento de las ciencias biológicas y en la gestación histórica de las ideas evolucionistas. Un siglo después, en 1859, la anticipación evolucionis­ta de Wolff fue implantada victoriosamente en la ciencia por Charles Darwin.

Seguramente tanto Lomonosov como Wolff tuvieron acceso y conocieron los trabajos críticos y famosos de los dirigentes sociales rusos de finales del siglo xvn y principios del xviii, Teófanes Prokopovich (1681-1736) y Dimitri Evdokimovich, quienes desde sus respectivas trincheras y con su propio estilo criticaron la inter­vención de la Iglesia en los asuntos de la ciencia y defendieron el saber científico contra la ideología religiosa. Prokopovich, quien era idealista en el terreno filosófi­co, apuntaba sin embargo sus ideas contra los sistemas teológicos y las doctrinas es­colásticas dominantes de su tiempo, y lo mismo ponía de manifiesto el carácter es­téril y absurdo de las disputas escolásticas que invitaba a estudiar los fenómenos de la naturaleza. Según sus opiniones, las ideas surgen en relación con los objetos ex­teriores y el juicio es verdadero cuando concuerda con el objeto, porque la materia es corpórea y tiene anchura, longitud, profundidad y altura, así como el cuerpo hu­mano es material y contiene los mismos atributos. Teísta, Prokopovich reconoce la existencia de un "ser divino" y la creación de la naturaleza por Dios, y aunque ad­mite la veracidad de la teoría de Copémico, se empeñaba en demostrar que dicha teoría no se hallaba en contradicción con la religión, ya que los textos de la Sagra­da Escritura, que hablaban del movimiento del Sol, no debían ser entendidos al pie de la letra sino en un sentido alegórico. Sin embargo, Prokopovich se atrevió a con­denar las persecuciones de la Iglesia católica contra los sabios, y mostrando gran respeto por Galileo, reclamó al papa de la Iglesia romana su atrevimiento contra el sabio italiano: "¿Vas a juzgar las ideas luminosas de Galileo?, ¿vas a acusar de co­meter delitos a esta mente sagaz, de penetrante vista de lince? Por lo visto, el topo ruin ve mejor que el lince, mas la Tierra de Galileo es la verdadera y la tuya es fal­sa". Por estas palabras, los jerarcas de la Iglesia ortodoxa rusa condenaron para siempre las ideas progresivas de Prokopovich, así como sus simpatías por la cien­cia y la educación.

Por su parte, Dimitri Evdokimovich Tveritinov expresó siempre sus ideas "he­réticas" contra la ortodoxia cristiana, y en su muy personal interpretación de la Sa­grada Escritura condenó por igual el culto religioso y la veneración de imágenes y "reliquias santas", y afirmaba convencido que después de la muerte el cuerpo se co­rrompe y no puede resucitar. También teísta, Tveritinov intentó fundamentar sus ideas con el auxilio de una teoría sensualista del conocimiento, aunque siempre que­dó limitada por su concepción teológica del mundo, al afirmar:

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Dios me creó, me dio los sentidos para descubrir las cosas. Y cuando tomo ese cuerpo en mis manos, el sacramento de la comunión, y lo veo, el sentido de la vista me dice que es pan de trigo; lo huelo y huele a pan, m e pongo a comerlo y lo saboreo gustoso, y tocto

ello me demuestra que es pan de trigo. ¿De dónde sacaron que es el cuerpo de Cristo? No lo entiendo. Y lo mismo sucede con la sangre, que según los datos de los sentidos es vino tinto. Pero Dios no me ha dado los sentidos para adornarme con ellos o para cauti­var, sino para buscar la verdad y examinarla.

Por estas ideas, los clérigos de la Iglesia ortodoxa rusa prohibieron las prédicas de Tveritinov y le acusaron de sustentar una herejía muy peligrosa. Con toda segu­ridad, alguna vez Lomonosov, Wolff y otros sabios y filósofos materialistas leyeron algún trabajo de este par de "herejes" pensadores rusos.

Como ha sucedido desde que el hombre empezó a utilizar su inteligencia para tratar de entender la naturaleza y desentrañar sus secretos para su beneficio, en la historia de la filosofía, que es la historia del pensamiento humano, se pone de ma­nifiesto la íntima relación que existe entre la religión y el idealismo filosófico, por un lado, y por el otro el ateísmo y el materialismo filosófico con su apego a la cien­cia, al conocimiento de la verdad y su amor hacia el ser humano. Desde siempre, en los países de la Antigüedad, con sus sistemas sociales esclavistas tanto en Oriente, en Grecia o en Roma, como después en la sociedad feudal de la servidumbre, las tendencias ateas ya se dejaban sentir y se mostraban en las teorías filosóficas mate­rialistas, en las "herejías", en los movimientos reformistas religiosos y en los mo­vimientos sociales revolucionarios, que adoptaban según las circunstancias un abierto rechazo religioso o una envoltura religiosa, a manera de disfraz, en su lucha por la defensa y la libertad del saber científico por sobre la teología dictatorial y do­minante.

El ateísmo considerado de la época moderna, cultivado durante los siglos xv y xvi, y su fundamento filosófico materialista se sostienen firmemente en las ciencias naturales aún en pañales de su tiempo, pero ya con valor y firmes argumentos refu­ta los mitos religiosos de la creación del mundo, los dogmas de la inmortalidad del alma y su origen divino, junto con la ignorancia generada por la superstición y las ieudociencias. Por ello, el materialismo es la fundamentación y base ideológica del ateísmo, con la particularidad de cuanto más consecuente es el primero con mayor firmeza y seguridad sirve al segundo. Los trabajos de los grandes pensadores mate­rialistas, verdaderos escultores de la sociedad de todos los tiempos (como Leonar­do, Copérnico, Bruno, Galileo, Lomonosov, Wolff) y de todos los grandes materia­listas de los tiempos modernos asestaron firmes y duros golpes a la concepción religiosa del mundo y otorgaron con ello un sólido fundamento científico-natural y

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filosófico al ateísmo, al estar su propio ateísmo directamente vinculado con la con­cepción materialista de los fenómenos de la naturaleza con sus postulados, hipóte­sis, teorías y leyes que giraban en torno de una concepción del mundo basada en la conservación de la materia y su movimiento.

Como resultado de este sorprendente esfuerzo del pensamiento libertario desde su origen más remoto hasta el principio del siglo xix, se destacan los logros mas sig­nificativos, como la fundamentación del principio más importante del materialismo filosófico, es decir, la tesis de la primacía de la materia y del carácter derivado de la conciencia; la demostración de la cognoscibilidad del mundo objetivo y de sus le­yes por el hombre; la generalización materialista de las conquistas de las ciencias naturales y de la elaboración de una concepción científica del Universo, apartada y enemiga del idealismo y de la religión; la creación del método metafísico del pen­samiento, herramienta útil de la razón que sucedió a la dialéctica espontánea de los antiguos y que, pese a todas sus limitaciones, contribuyó a resolver los problemas fundamentales planteados a las ciencias naturales y filosóficos de aquellos tiempos; y la preparación, durante los siglos xvn y xviii, de las premisas necesarias para que pudiera surgir el método dialéctico del pensamiento, aplicado hasta nuestra época en todas las ramas y disciplinas científicas.

Con todos estos logros a su favor y el acervo de conocimientos acumulados a lo largo de la historia humana, alejada cada vez más de la supeditación teológica y re­ligiosa gracias a sus fundamentaciones científicas verificables, la filosofía materia­lista (identificada con los grandes descubrimientos de las ciencias naturales) alcan­zó su mayoría de edad, y para principios del siglo xix se erigió como la forma de pensamiento única para lograr el progreso del género humano y tal vez su única ga­rantía para alcanzar su permanencia en el planeta. La acumulación de aciertos en las investigaciones de la naturaleza y sus fenómenos a lo largo del siglo xviii; el estu­dio sistemático de las formas no mecánicas del movimiento de la materia en sus for­mas física, química y biológica; la demostración tanto experimental de la ley de la conservación de la materia y del movimiento como de la conformación de las sus­tancias por elementos, y el conocimiento de que éstos son la verdadera y única estructura de las cosas; el conocimiento científico de la electricidad y sus manifes­taciones diametralmente opuestas pero muy ligadas en positiva y negativa, y el es­tudio de los nexos entre los procesos químicos y eléctricos, sólo por mencionar los más destacados ejemplos del progreso de las ciencias naturales, permitió no sólo la aceleración y el desarrollo sostenido de toda la ciencia y sus múltiples ramificacio­nes en el espíritu filosófico materialista, sino también la penetración cada vez más profunda del conocimiento de las ciencias naturales en la conciencia de cada vez

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más grandes masas populares y, con ello, el alejamiento gradual de más grupos so­ciales de la religión, del idealismo, de la fantasía y de la superstición.

Por primera vez en milenios, el ser humano ilustrado tomó conciencia de que el planeta que pisaba y las cosas que lo rodeaban no eran de naturaleza invariable y estática, sino el resultado de un proceso de modificación que, si bien tuvo un inicio, no tenía final. Así, en 1775 Kant expuso su famosa hipótesis cosmogónica, confor­me a la cual la Tierra y todo el sistema solar se concebían surgiendo en el tiempo; Goethe, poeta y sabio, expuso sus ideas avanzadas sobre los problemas de la ana­tomía comparada y de la geología; Cuvier, en sus investigaciones acerca de vegeta­les y animales fósiles, demostró que el mundo vegetal y animal habían conocido un desarrollo durante todo el pasado de la Tierra; y Lamarck, a comienzos del siglo xix, expuso su teoría de la evolución, anticipándose así a la teoría del desarrollo apare­cida mucho más tarde en la biología. Con todos estos apoyos, Darwin elaboró más tarde su portentosa teoría de la evolución.

Estos progresos de las ciencias naturales generaron los avances del pensamien­to ilustrado materialista del inicio y mediados del siglo xix, y con ello originaron el planteamiento de los problemas filosóficos relativos a las ciencias de la naturaleza, base de la lucha del materialismo y el idealismo en la ciencia que en ese momento se encontraba en la antesala de los grandes descubrimientos que habían de tener lu­gar en el segundo tercio del siglo, como los sorprendentes éxitos que logró la quí­mica con su teoría molecular-atómica, que destruyó para siempre los pilares de la metafísica.

Como sabemos, la doctrina atomista en la filosofía materialista de la Antigüedad ostentaba un carácter primitivo, una idea no confirmada por el experimento, pues las ciencias naturales eran fundamentalmente un ejercicio filosófico. Durante los si­glos xvn y xviii, el atomismo era concebido con ideas puramente mecanicistas, por lo que a los átomos se les atribuían sólo propiedades mecánicas que se referían a su forma, al carácter de la superficie como salientes, rugosidades y hendiduras. Más tarde, Lomonosov intuye que, de ser cierta, la composición química de la materia únicamente sería posible si se le relacionaba con el atomismo, pues los cuerpos es­tán sujetos a la constancia de su composición química y, por lo tanto, a la combi­nación constante de elementos en proporciones múltiples, en la cual un átomo de un elemento corresponde a uno, dos o tres (siempre en número entero) átomos de otro ele­mento. La idea era que un compuesto dado, sin importar su magnitud, siempre es­taría formado por los mismos elementos y en iguales proporciones de átomos.

En el comienzo del siglo xix, esta ley de las proporciones múltiples fue confir­mada experimentalmente por el sabio inglés John Dalton (1766-1844), sin conocer

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las investigaciones de 60 años antes de Lomonosov. El científico británico, quien sustentaba ideas materialistas, estaba convencido de que los átomos tienen existen­cia objetiva y son materiales, por cuanto constituyen partículas diminutas de los ele­mentos químicos y de sus combinaciones; es decir, son cuerpos perfectamente rea­les, indivisibles y, por tanto, únicamente pueden combinarse como unidades mate­riales enteras: 1 con 1, 1 con 2, 1 con 3, 2 con 2, etc. De ello se deduce que los cuer­pos químicos han de combinarse entre sí de la misma manera, o sea, de acuerdo con proporciones múltiples simples. Por la vía experimental, Dalton demostró la vera­cidad de sus postulados teóricos, uniendo así por primera vez la vieja concepción del átomo con los datos experimentales del análisis químico, y una idea hasta en­tonces abstracta se convirtió en teoría científica confirmada por la práctica, y esa experimentación química adquirió una interpretación teórica cada vez más amplia y profunda.

De esta manera, el concepto materialista de la estructura atómica de la materia no sólo se vio comprobado y confirmado en la práctica, sino también puso en relie­ve su inmenso valor como método para la investigación empírica concreta y con­virtió a la hipótesis atomista en la forma de desarrollo de la química. De modo sor­prendente y con apoyo en conceptos teóricos concebidos con el pensamiento, los químicos podían operar con las nociones relativas a los átomos, pues éstos eran al­go que nadie podía ver ni percibir al tacto. El mismo Dalton, asombrado por su des­cubrimiento escribió: "La existencia de estas partículas elementales de la materia no puede ser puesta en tela de juicio, aunque, a juzgar por todo, son demasiado peque­ñas para que en algún tiempo puedan hacerse visibles, incluso con un microscopio más perfecto". A consecuencia de esto y a partir de entonces, se generalizó la ¡dea de la gran importancia que el pensamiento teórico tiene para el progreso de las cien­cias naturales. Con ello se crean las bases para el establecimiento de vínculos aún más estrechos entre dichas ciencias y la filosofía materialista, y la atomística nos acerca de lleno a la idea de que la química se ocupa del estudio de las transforma­ciones cualitativas de la materia, producidas por el cambio cualitativo de su com­posición; las reacciones químicas, por su parte, comenzaron a ser vistas como re­sultados de procesos opuestos, unión y desunión de átomos, y todo este conjunto preparaba el terreno para llegar a una concepción materialista dialéctica de la ma­teria.

Toda la historia de la preparación y creación del atomismo químico nos ofrece un interesante material basado en hechos, de donde se pueden extraer importantes conclusiones acerca de la marcha general del proceso del conocimiento. En el pro­greso de los conceptos químicos se pone de manifiesto el camino que sigue el co-

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nocimiento científico, que se mueve desde la percepción inmediata de la naturaleza y de su división analítica en aspectos, cosas y fenómenos, hacia la recreación sinté­tica de la misma en todo su conjunto, para lo cual nos servimos de las partes cono­cidas en el curso de su análisis anterior. Al principio, la percepción inmediata de la materia y sus transformaciones nos conducía únicamente a un conocimiento muy superficial de ella, como ocurrió en la fase inicial del nacimiento de la química, en la Antigüedad y en la época de la alquimia medieval. En la fase siguiente, con ayu­da del análisis químico se descubrió la composición de la materia, primero cualita­tiva y después cuantitativa, y la función principal de la química era entonces la des­composición de los cuerpos constituidos en sus partes integrantes y mostrarlas en su estado puro, es decir, como partes aisladas. Finalmente, en su fase superior, se llegó a la síntesis de nuevos cuerpos, primero inorgánicos y luego orgánicos, y se rea­lizó la síntesis teórica, representada por la atomística química, que revelaba la es­tructura interna de la materia, lo cual significaba un portentoso logro de la razón y un ejemplo evidente de la infinitud de la inteligencia de la especie humana.

El conocimiento progresivo de los tres aspectos de la materia -propiedades, composición y estructura- muestra, con el ejemplo específico de la química, las fases sucesivas por las que asciende todo conocimiento científico: la percepción di­recta e inmediata, el análisis y la síntesis en su unidad con el estudio que precedió. Así pues, la historia de la química ofrecía un material concreto para la elaboración de los problemas del método dialéctico, de la lógica dialéctica, que no era sino un balance o resumen de la historia del conocimiento científico, presentado en forma armónica, lógica y generalizada. De esta manera, la misma naturaleza, como si de­seara dar sentido a su existencia para poder justificarla, nos indicaba el camino a se­guir para llegar a entenderla.

Además de todo lo anterior, la historia de la química ofrecía otro material para la elaboración de la lógica dialéctica, si nos referimos al desarrollo de los concep­tos científicos; el concepto de elemento en química es un claro ejemplo: en la filo­sofía natural griega, cuando la ciencia no había sido aún desmembrada, dicho con­cepto correspondía al carácter filosófico-natural de los conocimientos científicos de aquel entonces: era el "elemento" de Aristóteles, eran "los átomos" de Demócrito y Epicuro, eran las "raíces" de Empédocles. En la alquimia medieval los '"elementos" del mundo quedaban recogidos en el concepto de principios y significaban tal o cual propiedad de la materia transformada en cierta sustancia. En los siglos xvu y xviu, de acuerdo con el carácter analítico general de la química de entonces, expresaba el límite de desintegración de la materia, es decir, el resultado del análisis químico de la materia. Finalmente, en el siglo xix, el concepto de elemento empezó a. set

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vinculado con la atomística química y expresaba un tipo de átomo cualitativamen­te determinado (de oxigeno, de hidrógeno, etc.). En consecuencia, el concepto de elemento se ha enriquecido y modificado sin cesar, evolucionando de conformidad con el desarrollo de las fuerzas productivas de la sociedad, con el progreso de la téc­nica y de la ciencia, demostrando que dicho concepto ha ido avanzando de un con­tenido menos profundo a otro más profundo, proporcionando así un valioso mate­rial para las generalizaciones lógicas y para el avance de la lógica dialéctica.

También en el inicio del siglo xix, la física se benefició con un proceso de ace­leramiento en sus investigaciones, al desechar las teorías metafísicas como el "ca­lórico" y los "fluidos imponderables" y admitir la posibilidad de las relaciones re­cíprocas de todas las formas del movimiento y su capacidad de convertirse unas en otras; de inmediato se consiguieron los primeros y mayores éxitos en el estudio de los fenómenos eléctricos, estacionados en ese entonces en la etapa rudimentaria de los fenómenos electrostáticos, que son la electricidad manifestada como carga en reposo. Pero en el siglo xix la necesidad de descubrir una nueva técnica de trans­misiones, con fines militares, económicos e industriales, colocó en un primer plano el estudio de la electricidad dinámica, o sea, de la corriente eléctrica y de sus leyes. Así, los descubrimientos del físico Petrov, del químico Berzelius y del físico-quí­mico Humphry Davy, quienes estudiaron la acción química de la corriente eléctrica (electrólisis), propiciaron la investigación de las relaciones entre los fenómenos quí­micos y eléctricos, fenómenos que hasta entonces siempre habían sido separados metafísicamente.

La unidad y transformación mutua de las fuerzas de la naturaleza se puso en­tonces de manifiesto en la termodinámica, ciencia que apareció por este tiempo y que estudia las relaciones entre fenómenos térmicos y mecánicos, explicados por el ingeniero y físico francés Sadi Carnot en su obra Reflexiones sobre la potencia mo­triz del fuego y sobre las máquinas capaces de desarrollar esta potencia, publica­da en 1824, y en la cual se expone lo que se conoce ahora como segundo principio de la termodinámica y se vislumbra el descubrimiento mecánico del calor, que con­dujo posteriormente a la admisión de que el calor se transforma en movimiento me­cánico y viceversa, poniendo con ello fin a la teoría metafísica del calórico. Otra im­portante revolución en el avance científico operó en la física, que estudia los esta­dos agregados de los cuerpos. Como sabemos, durante el siglo xvni y principios del xix los físicos admitían una separación absoluta entre los gases y los líquidos, pero negaban que hubiera entre ellos transición alguna, hasta que se logró licuar algunos gases y desapareciendo así la separación metafísica de esos dos estados de la materia.

A estos importantes avances de la física y la química se agregaron los descubri­mientos que en ese periodo se llevaron a cabo en biología, en la rama del desarro-

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lio de la naturaleza viva. Estas ideas fueron expuestas y defendidas atinadamente a principios del siglo xix por el gran naturalista francés Jean-Baptiste Lamarck (1744-1829), quien al combatir la doctrina metafísica de que las especies biológicas son eternas e inmutables, quebrantó al mismo tiempo el mito religioso de que el mundo fue creado por Dios. Los méritos de Lamarck no se reducen a su exposición y de­fensa de la idea de que las especies biológicas son mutables, sino que él también adivinó genialmente el factor fundamental del proceso evolutivo, en una época en la que aún escaseaban los datos que confirmaran la idea del desarrollo en la biolo­gía, pues la anatomía comparada, la embriología y la paleontología todavía se en­contraban en un estado primario.

En sus estudios en busca de las causas que determinan los cambios de los orga­nismos vivos, Lamarck se fijó en la acción de las condiciones del medio ambiente, al cual le atribuyó la mutabilidad de las especies biológicas, la aparición de espe­cies nuevas y su adaptación a las condiciones del medio en el que viven. Acerca de esto, señaló: "Las circunstancias exteriores influyen sobre la forma y la organiza­ción de los animales; es decir, al hacerse muy diferentes, las circunstancias exterio­res modifican la forma de los animales y hasta su organización". Con ello, Lamarck admitía no únicamente la influencia activa del medio sobre la formación de los or­ganismos vivos, sino también la herencia de los caracteres adquiridos, señalando así el hecho de que el uso frecuente de un órgano por los animales, originado por las condiciones externas, trae consigo su desarrollo y su perfeccionamiento, y que los cambios adquiridos se fijan y transmiten por herencia a las generaciones siguientes; por ello, sus ideas contenían en esencia los elementos fundamentales de la teoría materialista científica del desarrollo de la naturaleza viva. Las ideas de Lamarck, aún limitadas por los escasos conocimientos biológicos de su tiempo significaron no obstante en su conjunto un vigoroso golpe para las concepciones teológicas de la biología, ya que si las especies existentes pueden (bajo la influencia de un factor material como es el medio) dar origen a otras nuevas especies, no hace falta enton­ces la necesidad de recurrir a los "actos de la creación". Así, al expulsar de la bio­logía a la doctrina metafísica de la invariabilidad de las especies y con ella al oscu­rantismo y al idealismo, Lamarck reafirmó la concepción materialista de la materia viva y proporcionó así a la biología una sólida base científica que le permitió un ágil desarrollo.

Los trabajos de Lamarck propiciaron el interés de otros naturalistas en torno a la idea del desarrollo de la naturaleza viva, tanto a favor como en contra, lo cual obli­gó a los investigadores de la naturaleza a establecer la relación eníre determinadas especies de fósiles y las formaciones geológicas en cuyas capas se encontraban.

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Asimismo se procedió a realizar una rigurosa ordenación de los datos geológicos de la época, para tratar de determinar la sucesión histórica regular en que se formaron las capas de la corteza terrestre; con ello la idea de Lamarck acerca de la evolución de la naturaleza viva se vio posteriormente ampliada en otros trabajos de orienta­ción progresiva, lo cual dio a la metafísica y al idealismo nuevos descalabros. Así, a finales del siglo xix destacan en geología los trabajos del naturista inglés Charles Lyell (1797-1875), quien en su teoría de la evolución lenta y gradual de la Tierra demuestra que en la historia del planeta no han intervenido fuerzas sobrenaturales, sino que día a día y año tras año actuaron los mismos factores naturales, como el agua, el aire y la temperatura, que constantemente producen los cambios sobre la corteza terrestre, que por su acción lenta y gradual escapan a la mirada del obser­vador.

La visión progresiva de estas ideas que desechaban las imposiciones teológicas sobre el mundo planteó a los filósofos materialistas la necesidad de elaborar un nue­vo método científico del conocimiento, el cual recogiera y fundamentara lo que los investigadores habían expuesto de manera elemental y que venía literalmente im­puesto con sus descubrimientos. Dicho de otra manera, había que fundamentar en lo filosófico, como método de investigación, la idea del desarrollo y de la concate­nación universal sobre la ¡dea del desarrollo contradictorio y a brincos de los obje­tos y fenómenos estudiados y de sus conceptos o imágenes mentales. Expresado de manera dialéctica, este método consistía en estudiar de modo permanente y progra­mado los cambios más evidentes en la geología de la naturaleza para identificar los fenómenos que la transforman y modifican. En geología, prácticamente los postu­lados de Lyell se mantienen vigentes y hoy seguimos convencidos mientras no sur­jan evidencias en sentido contrario-- de que las modificaciones del planeta son re­sultado de los fenómenos meteorológicos cotidianos y otros eventuales, como sis­mos, erupciones volcánicas, inundaciones y maremotos

Esta tarea de crear un nuevo método de pensamiento, el dialéctico, acorde con el nivel alcanzado por las ciencias naturales, en el siglo xix era el equivalente al mé­todo que 200 años atrás impusieron los avances de la ciencia experimental, cuya ta­rea destacada correspondió a los materialistas metafísicos y mecanicistas como Ba-con, Gal íleo. Descartes y Newton, cuyo criterio metafísico aún persistía en cierto grado en el siglo xix; por ello, los filósofos buscaron el método que proporcionara un sistema de categorías y leyes dialécticas, de conocimiento, que urgentemente re­quería el campo científico. De esta manera, si los descubrimientos de mediados del siglo xvín prepararon en las ciencias naturales el hundimiento de las viejas concep­ciones metafísicas, los grandes descubrimientos científicos posteriores fueron deci-

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sivos para la adopción de una concepción elemental dialéctica en la ciencia, que fue como un retorno a la vieja concepción dialéctica de los antiguos pensadores griegos materialistas, con su tesis de que "todo fluye, todo cambia", y este retorno tenía lu­gar con una base más sólida, pues la visión dialéctica de la naturaleza podía ahora ser sustentada en un inmenso material empírico reunido durante 400 años anterio­res en el marco del método metafísico del pensamiento. El asombroso desarrollo de las ciencias naturales en el segundo tercio del siglo xix descargó más y demoledo­res golpes sobre idealismo y el agnoticismo y afirmó la concepción materialista de la naturaleza, aumentando al mismo tiempo la confianza de la sociedad en los lo­gros de la ciencia sobre sus creencias religiosas.

En astronomía, mencionamos ya el descubrimiento intelectual de Neptuno, a fi­nales del siglo xviii por el astrónomo francés Leverrier, y en astrofísica el descubri­miento del análisis espectral por los sabios Bunsen y Kirchhoff, que permite cono­cer a distancia la composición química de los cuerpos por medio de su espectro óp­tico, obteniendo así los primeros datos acerca de la composición química del Sol, los planetas y las estrellas, y se descubrieron elementos nuevos como el helio. Este análisis espectral significó al mismo tiempo una nueva refutación al agnoticismo, al demostrarse en la práctica la posibilidad de conocer los objetos de la naturaleza aun­que estuviesen a distancias enormes de la Tierra. En el terreno de la química, en par­ticular la orgánica, con el apoyo de las concepciones atomísticas se logró un verti­ginoso avance, motivado por las necesidades de la industria química, interesada en ampliar su base de materias primas, mediante la sustitución de los productos natu­rales por otros sintéticos, estimulando así el estudio de las transformaciones quími­cas de los cuerpos. Con ello, los químicos llegaron a la indiscutible conclusión de que su ciencia estudiaba la materia no en estado inmutable y estático, sino en su mo­vimiento y desarrollo.

Fue así como el químico francés Charles Gerhart compuso las llamadas series análogas de los compuestos del carbono, en las que se daba la expresión concreta a la ley del tránsito de los cambios cuantitativos a cualitativos, en los cuales los cuerpos de la serie homologada se componen de unos mismos elementos químicos, pero que son diferentes entre sí, diferencia cualitativa condicionada por el número de grupos atómicos CH2 que entran en su composición y por el orden en que dichos grupos se unen. Lo asombroso es que con el conocimiento de esta ley general se puede predecir, por los vacíos de las series homologas, qué cuerpos están aún por descubrirse y cuáles serán sus propiedades, dándole a este descubrimiento un enor­me valor filosófico dialéctico al enseñarnos nuevamente que, en la ciencia, es posi­ble "ver" y hasta "palpar" con la inteligencia las cosas y los fenómenos que esca­pan por su remota y oculta esencia a nuestros sentidos.

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En cuanto a los descubrimientos en el estudio de la naturaleza viva, la teoría ce­lular es uno de sus grandes logros científicos expuesta en sus fases primarias por el botánico ruso Gorianinov entre 1827 y 1834, por el biólogo checo Purkini en 1837 y expuesta, razonada y desarrollada entre 1838 y 1839 por los sabios alemanes Schwann y Schleiden. Pero quien es considerado el fundador de la histología cien­tífica fue el eminente fisiólogo y embriólogo Janes Purkini, quien llevó a cabo di­versos estudios experimentales y teóricos fundamentales para la teoría celular. En 1825 dicho científico descubrió la vesícula embrionaria en la célula del huevo, y con el mejoramiento de la técnica del microscopio descubrió y estudió la estructu­ra general de muchos tejidos y órganos de los animales; en 1837 realizó diversos trabajos acerca del descubrimiento de las células nerviosas y de las células gan-glionares del cerebro, demostrando además que la célula no es un espacio vacío ro­deado de una membrana sólida, sino que contiene una sustancia primaria a la que dio el nombre de protoplasma. Con sus descubrimientos estableció la unidad es­tructural existente entre animales y vegetales, eliminado así en definitiva la división metafísica generada entre estos dos reinos de la naturaleza.

Los trabajos de Purkini sobre la unidad estructural de animales y plantas fueron desarrollados ampliamente por Theodore Schwann (1810-1882) y Matias Jacob Schleiden (1804-1881), quienes concluyeron finalmente que las células en los teji­dos animales corresponden a las células en los tejidos vegetales, por lo que existe un principio general de desarrollo para las más diversas partes elementales del or­ganismo, y éste es el principio de la formación de células. Con ello fue posible dar una explicación de la manera como se produce el crecimiento de los seres vivos y, a partir de la identidad de las leyes de desarrollo de las células animales y vegeta­les, demostrar la íntima relación que existe entre ambas manifestaciones de la ma­teria orgánica, vegetal y animal. Con la teoría celular se representaba así el más pe­queño compuesto en la materia viva, como lo era el átomo, transformándose de esa manera todos los conceptos de la biología y particularmente de la medicina.

A mediados del siglo xix, gracias al descubrimiento de la ley de la conservación y transformación de la energía, se estableció en las ciencias naturales la idea de la unidad de las formas del movimiento y de su transformación recíproca; a la prepa­ración de este descubrimiento contribuyeron en alto grado la idea de la conserva­ción de la cantidad de movimiento, enunciada por Descartes, y la ley general de la conservación de la materia y el movimiento, expuesta por Lomonosov. Con esta nueva ley de la conservación y transformación de la energía se venía a concretar, ampliar y enriquecer la tesis relativa a la conservación del movimiento, a la que pro­porcionaba base experimental.

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Las investigaciones de los años treinta del siglo xix realizadas por el gran sabio materialista inglés Michael Faraday (1791-1867) cerraron definitivamente el círcu­lo de la idea de la unidad y capacidad de transformación de las fuerzas de la natu­raleza. Con sus experimentos, este científico demostró que el magnetismo se trans­forma en electricidad y viceversa, y resolvió definitivamente "el problema de la identidad de la naturaleza de las electricidades obtenidas por procedimientos dis­tintos"; igualmente, a Faraday se debe el descubrimiento de las leyes de la electró­lisis, que relacionan los fenómenos eléctricos y químicos. Al mismo tiempo y de manera independiente, el físico ruso Emili Lenz determinó el equivalente calórico de la electricidad, y en la regla que lleva su nombre enunció la expresión de la ley de la conservación de la energía en los procesos electromecánicos.

Estos descubrimientos científicos sobre la conservación y transformación de la energía encontraron de inmediato usos prácticos: la máquina de vapor fue aplicada exitosamente a las distintas ramas de la industria, y en 1807 se inició la construc­ción de los primeros vapores, para la navegación fluvial al principio y luego para la marítima; en 1825 se construyó el primer ferrocarril. Todas estas aplicaciones y las diversas posibilidades que la fuerza del vapor ofrecía plantearon al mismo tiempo con gran urgencia la necesidad de elevar el coeficiente de utilidad de la máquina, lo cual requería no sólo el análisis de la parte física del proceso operado en la máqui­na de vapor, sino también el descubrimiento de una ley general relativa a la mane­ra como se produce la transformación de las distintas formas del movimiento, y sobre todo de la transformación de la forma calórica del movimiento en mecánica. En general, esta teoría sobre la transformación de la energía fue estudiada por Ro-bert Mayer (1814-1847), quien en sus trabajos propuso no sólo la admisión de la conservación cuantitativa del movimiento, sino también sus transformaciones cua­litativas.

En sus trabajos, Mayer concluyó que todas las "fuerzas" y "fluidos" (calor, elec­tricidad, magnetismo, etc.) no son "sustancias" independientes, separadas entre sí, sino formas diversas de un movimiento único capaces de transformarse unas en otras. Con esta interpretación, Mayer acabó con la doctrina metafísica de los "flui­dos imponderables" y con la concepción idealista de las "fuerzas", al tiempo que in­terpretaba los fenómenos de la naturaleza con un criterio materialista como una sucesión infinita de causas y efectos: "La causa origina determinada acción cualita­tivamente distinta, pero cuantitativamente equivalente a ella", lo cual refleja la uni­dad e interdependencia recíproca del aspecto cualitativo y cuantitativo del movi­miento de la materia y que significa por ello un vigoroso robustecimiento del materialismo filosófico, en el sentido de interpretar a todos los fenómenos de la na-

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turaleza como procesos debidos a un movimiento material único, movimiento que, al igual que la materia, no puede ser creado ni destruido.

El aspecto matemático de la ley de la conservación y transformación de la ener­gía fue estudiado detalladamente en 1847 por Hermann Helmholtz, en una época en la que aún muchos físicos no comprendían plenamente el valor objetivo de este des­cubrimiento, lo mismo que de otros semejantes realizados en el siglo xix; no veían todavía que los grandes progresos de las ciencias naturales eran una confirmación más de la nueva visión materialista dialéctica de la naturaleza, que echaba por tie­rra el idealismo en las ciencias naturales. Como siempre, lo nuevo en la ciencia era invencible y se impuso a lo viejo, desembocando esta teoría en la teoría cinética molecular de los gases y posteriormente de la materia en general, según la cual se establece que en un gas perfecto, sometido a una temperatura constante, los cua­drados de las velocidades con que se mueven sus moléculas son inversamente pro­porcionales a su peso molecular.

Todo este intrincado proceso y sus múltiples conexiones, que condujo al descu­brimiento de la ley de la conservación y transformación de la energía, sirvió para interpretar con un renovado sentido materialista las más importantes tesis de la ló­gica dialéctica y además demostrar que, en formas lógicas, son una generalización de la historia de todo el pensamiento humano detrás del cual se apoya la lógica del conocimiento científico. Una vez más la ciencia demostró así la ilimitada capacidad de la inteligencia humana para desentrañar, gradualmente, todos los secretos que oculta la naturaleza sin necesidad de recurrir en forma pasiva a supuestos actos de inspiración divina impuestos por las doctrinas idealistas, teológicas o religiosas. Por ello, este gran desarrollo en el siglo xix de las ciencias naturales, emanado de una reñida pugna entre el materialismo y el idealismo en el campo de la biología, pre­paró el terreno para la aparición del darwinismo, es decir, la doctrina evolucionista del eminente sabio e innovador Charles Robert Darwin (1809-1882).

En la época de Darwin, la biología se encontraba aún sometida a las concepcio­nes idealistas y religiosas de los "actos de la creación1' y por las doctrinas metafísi­cas de Lineo y Cuvier, sobre la constancia e inmutabilidad de la naturaleza viva de las especies animales y vegetales; muchos científicos se negaban a admitir la uni­dad de origen y la existencia de leyes en el desarrollo de las formas orgánicas, y to­davía creían que cada una de los cientos y miles de formas biológicas que existen en la Tierra tenían un origen independiente y sin relación con el resto. El estudio del origen de las especies biológicas realizado por Darwin puso fin a la dominación del idealismo y la metafísica en biología, reafirmando con ello la teoría del desarrollo de la naturaleza viva, teoría inspirada en los principios del materialismo dialéctico.

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Después de su famoso viaje alrededor del mundo a bordo del Beagle, en el que invirtió cinco años (1831-1836), a su regreso Darwin se entregó plenamente al es­tudio del origen de las especies biológicas. En noviembre de 1859 publicó su mo­numental obra El origen de las especies por selección natural o la conservación de las razas favorecidas en la lucha por la vida, en la cual demostraba que las espe­cies animales y vegetales no son permanentes, sino que cambian y que todas las es­pecies existentes hoy día proceden, por vía natural y gradualmente, de otras espe­cies que existieron antes y no son, por lo tanto, el fruto de "actos de creación" o de cambios repentinos. Al respecto, sus palabras fueron:

No dudo en lo más mínimo de que es errónea la opinión, compartida hasta hace poco por la mayoría de los naturalistas y que también era la mía, de que cada especie ha sido crea­da con independencia de las especies restantes; ahora estoy absolutamente convencido de que las especies son mutables y de que todas las que pertenecen a un mismo género son descendientes directas de otra especie, en la mayoría de los casos desaparecida...

Tras sus investigaciones, Darwin encontró la plena confirmación de sus ideas evolucionistas en la práctica de la agricultura para la selección de plantas de culti­vo y de animales domésticos, en la cual la experiencia demostraba que la selección de las desviaciones casuales en los caracteres específicos originaba artificialmente, en plantas y animales de esa especie, diferencias que a menudo eran más profundas y considerables que las que se encuentran entre distintas especies de un mismo gé­nero, como en el caso de la selección artificial de la col silvestre, pobre en hojas, que de la cual proporcionó la col que ahora se cultiva; y de la zanahoria silvestre, de raíz delgada, derivan artificialmente todas las clases carnosas que se cultivan en los huertos. Por este procedimiento de la selección artificial se han obtenido las de­más plantas de cultivo y los animales domésticos. Para esta selección, cuando el hombre advierte en la planta o animal alguna propiedad que considera útil, aparta y mantiene aislados del resto estos ejemplares, para evitar que se mezclen y conser­var así la propiedad deseada, la cual aparece en las generaciones subsiguientes y acaba por dar origen a una raza perfectamente estable. Esto, así lo señaló Darwin, no significa que el hombre mejore así directamente las formas naturales, sino que lo que hace es conservar, ajustar y consolidar las modificaciones casuales que in­dependientemente de él aparecen en la naturaleza, por lo que el hombre sólo elimi­na las formas no satisfactorias o menos satisfactorias.

La presencia constante en animales y plantas de las diversas desviaciones de sus caracteres condujo a Darwin a la idea de que, sin excepción, todos los seres vivos están sujetos a mutabilidad y la posterior conservación de las modificaciones es pro-

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ducto de la herencia, cualidad que poseen todos los seres vivos y que se traduce en la reproducción por la descendencia de las formas de sus progenitores. Con ello, el científico inglés estableció y demostró: a) la mutabilidad de las especies biológicas; b) la herencia de las desviaciones de los caracteres específicos, y c) el orden de su­cesión entre las especies, es decir, organismos que poseen caracteres específicos distintos pueden tener antecesores comunes. Por analogía con la selección artificial, Darwin concluyó que en condiciones naturales, sin la intervención del hombre, las especies nuevas surgen también y se modifican por selección natural, aunque en es­te caso el proceso sea más lento. También el científico afamado advirtió que el nú­mero de organismos que llegan a la madurez no está en relación con la enorme can­tidad de gérmenes que de ellos crea la naturaleza y, como cada germen tiende a su desarrollo, se deduce entonces que entre unos y otros surge una lucha por la vida. Las mayores probabilidades de alcanzar la madurez y dar descendencia, de repro­ducirse exitosamente, corresponden a los individuos en posesión de alguna particu­laridad que les favorezca en esa lucha por la vida; por tanto, el proceso, conduce a la aparición de formas orgánicas nuevas exitosas y más perfectas. Con estos descu­brimientos, Darwin confirmó y argumentó, en el campo de la biología, la explica­ción materialista y dialéctica del mundo partiendo de él mismo, demostrando así la inconsistencia de la teología y la religión.

La teoría darwiniana de la evolución se corona con la determinación de las leyes biológicas relativas al origen del hombre, cuando el gran sabio demostró que el ser humano procede del mismo tronco de donde derivan los antropoides actuales, re­sultado de un proceso sujeto a leyes, de gradual desarrollo a lo largo de millones de años. Con ello, Darwin asestó un duro golpe a la metafísica y contribuyó a la vez a forjar la concepción dialéctica de la naturaleza considerando que, filosóficamente, el núcleo materialista de su teoría es incompatible con cualquier orientación o ma­tiz del idealismo o la religión. Como era de esperarse, al refutar objetivamente la metafísica, el idealismo y los dogmas religiosos de la creación del mundo y de to­dos los seres vivos que lo pueblan, incluido el hombre, Darwin fue por ello objeto de toda clase de persecuciones por los clericales y naturalistas retrógrados, al grado que en la Academia de Ciencias de París se rechazó dos veces la propuesta de aco­gerlo en su seno, por lo que Darwin no se decidió a enfrentar abiertamente la opi­nión pública de su tiempo, la cual compartía los prejuicios reaccionarios contra el materialismo y el ateísmo. Si bien la teoría darwiniana adolece de defectos y limi­taciones comprensibles por el aún incipiente desarrollo de la ciencia biológica de su tiempo, la aportación científica y filosófica de su descubrimiento demostró nueva­mente que la inteligencia humana es capaz de conocer en su totalidad el mundo y las leyes que lo rigen.

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A pesar de sus limitaciones, la teoría evolucionista de Darwin, en su conjunto, fue en su tiempo y lo sigue siendo una doctrina avanzada y progresiva que se eleva con mayor grandeza cuanto más grande es el odio que le profesan los teólogos, re­ligiosos, reaccionarios y oscurantistas. En muchos países, actualmente la ley prohi­be la enseñanza del darwinismo en las escuelas confesionales y, en donde por cons-titucionalidad la educación es laica, las escuelas eluden o minimizan el tema del darwinismo, poniendo énfasis en la enseñanza de la doctrina "creaciónista". Con es­to niegan a sus estudiantes la posibilidad de desarrollar su inteligencia, renuncian­do a su derecho a tener un conocimiento científico de la naturaleza.

La oposición idealista-teológica a los grandes descubrimientos científicos de principios y mediados del siglo xix surgía sobre todo de las consecuencias filosófi­cas que se derivaban obligatoriamente de dichos descubrimientos, los cuales po­nían de relieve la dialéctica de la naturaleza, que demostraba la concatenación uni­versal de sus fenómenos y confirmaba que, lo mismo en la materia viva que en la materia inerte, tiene lugar un proceso de desarrollo y transformación de las variadas formas de la naturaleza en movimiento. Obviamente, estas demostraciones científi­co-materialistas debilitaban desde sus cimientos todas las doctrinas idealistas, me­tafísicas y teológico-religiosas, ya que los grandes descubrimientos de este periodo, por su contenido objetivo, servían indudablemente de base científica para el método naturalista-dialéctico y para la correcta concepción del mundo; pero la filosofía, que estaba llamada a colaborar con los naturalistas y resolver los problemas teóricos que enfrentaban, no pudo cumplir esta misión porque en esa época aún se manifes­taba de manera caótica al mezclar su inclinación materialista con residuos de los viejos sistemas idealistas y metafísicos. Estas imprecisiones filosóficas materialis­tas, influidas por un idealismo arraigado y defendido por la Iglesia buscaron, sin embargo, el camino de la definición absoluta, y se dio así el fenómeno de que pen­sadores idealistas asumieron gradualmente el materialismo dialéctico hasta su con­firmación atea.

Tal fue el caso del pensador ruso Vissarion Grigorievich Belinski (1811-1848), cuya corta vida fue sin embargo un atinado recorrido complejo y contradictorio de búsquedas teóricas que lo condujeron del terreno de la Ilustración a la democracia revolucionaria, y del idealismo al materialismo. Belinski, idealista en sus inicios, descubrió muy pronto sus inclinaciones materialistas al entender a la naturaleza co­mo un proceso de eterno e infinito cambio y hombre social como actor de la histo­ria, declarándose por ello enemigo de la servidumbre y partidario de la Ilustración con los elementos de la dialéctica. Acerca de la esencia y la misión de la filosofía, Belinski afirmaba que la filosofía es la ciencia que trata de la vida, de la existencia

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en el más amplio sentido de la palabra, es decir, se ocupa de las leyes generales que rigen el mundo, las cuales por su complejidad deben ser estudiadas gradualmente y con un avance ascensional que nos permita conocerlo todo. "La verdad -decía- es la concordancia del conocimiento con el objeto que se nos da a conocer"; por eso estaba convencido de que es posible alcanzar la verdad y de que el mundo es cog­noscible.

En su ascenso filosófico en los últimos años de su vida, Belinski se convirtió en un ateo militante influido, hay que decirlo, por los trabajos de Marx, de los cuales hace la siguiente referencia: "Me guío por la verdad, y en las palabras Dios y reli­gión veo sombras, tinieblas, cadenas y látigo, por lo que amo tanto a las dos prime­ras palabras como a las cuatro que siguen". Con estas críticas, Belinski fustigó así el misticismo, el escepticismo, el idealismo y la religión, y los consideró en su con­junto las ciencias de los "absurdos trascendentales", por ello, invitó a los pensado­res a crear una filosofía nueva y científica que había de "emancipar a la ciencia de los fantasmas del trascendentalismo y de la teología, demostrar los límites dentro de los cuales la actividad de la razón es fecunda y apartarla para siempre de todo lo fantástico y lo místico". Belinski, amigo del gran literato ruso Nicolai Gogol y con quien mantenía una activa correspondencia, le envió al escritor una carta fechada en julio de 1847, la cual se ha convertido en el más importante documento del mate­rialismo de la década de 1840. Entre otras cosas, en ella Belinski combate resuelta­mente el misticismo y la meditación religiosa y ve la garantía de los grandes desti­nos históricos del pueblo ruso en que éste se halla lejos de la exaltación mística, posee sentido común y goza de una inteligencia clara y positiva.

En sociología, las concepciones de Belinski se hallan imbuidas de las ideas de la lucha de clases y de la transformación revolucionaria de la sociedad, por lo que es­tuvieron íntimamente vinculadas al posterior movimiento revolucionario contra la autocracia y los terratenientes feudales. El pensador ruso mantuvo tenazmente la idea de que tanto el feudalismo como el capitalismo eran etapas históricas tran­sitorias en la evolución de la Humanidad y que el avance de la ciencia y su aplica­ción práctica en los métodos industriales de producción eran otra nueva fase del desarrollo humano que habría de propiciar nuevos cambios sociales. "'La industria -decía - es fuente de grandes males, pero también sé que es fuente de grandes bien­es para la Humanidad". Con estos conceptos sociológicos, Belinski apoyaba la idea de que el progreso histórico es un fenómeno sujeto a leyes, oponiéndose así abier­tamente a las teorías de su tiempo, que proponían los sistemas sociales de explota­ción y trataban de perpetuarlos, y daban su respaldo al fenómeno que alienta al in­dividuo en la búsqueda permanente de nuevos sistemas de organización social.

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Las teorías sociológicas del filósofo soviético, arropadas con una concepción materialista y atea de la historia humana, establecían la marcha progresiva de la evolución como una lucha constante entre lo nuevo contra lo viejo, por lo que el progreso es ilimitado. "No hay fronteras para el desarrollo de la Humanidad -afir­maba- y jamás la Humanidad se dirá: '¡Detente, basta, ya no hay a dónde ir!' Si el hombre no tuviese la necesidad de comer, de vestir, de ocupar una vivienda, de dis­frutar de comodidades, no habría salido de su estado animal; esta verdad solamen­te puede asustar a un sentimiento infantil o a un idealismo trivial". Esta teoría so­ciológica de Belinski, con sus elementos de una concepción materialista de la his­toria, significó en su tiempo un gran paso hacia adelante en el desarrollo filosófico de las doctrinas de la sociedad. Por ello, el pensador ruso fue un gran promotor del socialismo.

Posteriormente, al igual que Belinski, muchos filósofos materialistas defendie­ron la doctrina progresiva del desarrollo humano como consecuencia del avance científico y tecnológico de la sociedad, estableciendo así la idea de la absoluta cog­noscibilidad de la naturaleza y la capacidad ilimitada del hombre para conocerlo to­do. Es así que teóricamente en una sociedad ilustrada, con los suficientes conoci­mientos científicos y poseedora de una alta tecnología, las muletas religiosas son innecesarias e incluso estorbosas para su pleno desarrollo.

Esta novedosa concepción del progreso humano lo hemos constatado a partir de la segunda mitad del siglo xx y de una forma gradualmente acelerada, hasta nues­tros días. Los avances de la ciencia en todas sus disciplinas, sin excepción, han mos­trado al hombre común y corriente de todas las naciones del planeta el poder real de la ciencia para transformar a la sociedad y dirigirla cada vez con mayor velocidad a un estado de su vida transitoria más cómodo, más seguro y más exitoso; al mis­mo tiempo y sin necesidad de combatirla directamente, la ciencia arrincona a la re­ligión cada vez más en un callejón sin salida, obligándola en su natural debilidad a corromperse, a deformarse y a destruirse a sí misma. Por ello, la existencia de la re­ligión siempre ha estado apoyada en la ignorancia de los hombres y alentada por las jerarquía^clericales, que saben que el conocimiento humano aleja al individuo de los templos y prácticas religiosas. El conocimiento popular de que la religión no es otra cosa que un "entretenido" compendio de mitos y fantasías, recopilados por hombres comunes por un supuesto ordenamiento "divino", descubre en el mejor de los casos la enorme capacidad de la inteligencia humana para tratar de explicar sin comprobación lo inexplicable con idealismos fantasiosos y por lo mismo inverifi-cables, lo cual es totalmente contrario a la filosofía de la ciencia, que requiere siem­pre una sólida fundamentación para sus postulados y una comprobación incuestio­nable para sostenerlos.

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Parafraseando a Aleksandr Ivanovich Herzen (1812-1870), podemos estimar que la filosofía está obligada a mantener vínculos estrechos y permanentes con la vida real que rodea al hombre, que es la naturaleza, evitando siempre tratar con cualquier mundo imaginario y extraterreno. El filósofo ruso decía: "El mundo sirve de hecho, sin duda alguna, de base a la ciencia. La ciencia moderna aspira a otra cosa que no son las abstracciones teóricas: como olvidando su dignidad, quiere descender de su trono a ¡la vida". El deseo de Herzen de convertir la ciencia en una disciplina común para la generalidad de las personas, despojándola de todo ropaje formal y de cual­quier disfraz teológico-religioso o escolástico, nace de un convencimiento materia­lista fundamentado en los avances de las ciencias naturales de los siglos xviii y xix, por lo cual hace una defensa apasionada de la ley de la conservación de la materia y el movimiento, a la que considera "la ley más grande de la naturaleza".

Nada de lo existente se puede destruir -afirma-, únicamente puede cambiar. Y si hoy no se puede destruir nada, ayer tampoco se pudo, ni tampoco hace mil años; es decir, la ma­teria es eterna y lo único que hace es pasar de un estado a otro según circunstancias. La gente que habla del carácter perecedero de todo lo material no sabe lo que dicen [...] to­do cuanto ocurre en la naturaleza no es sino un cambio de la materia eterna y presente.

Éstos a quienes se refiere Herzen son, desde luego, los idealistas, quienes re­nuncian de hecho al conocimiento científico de la naturaleza cuando afirman que el ámbito del pensamiento, la lógica, tiene un poder intangible sobre todos los otros ámbitos, incluida la naturaleza, a la que califican de "perecedera" e "imperfecta".

Contra estas actitudes pasivas de los idealistas en cuanto a la ciencia, Herzen opone su convencimiento materialista en las relaciones del hombre con su medio (la naturaleza), en donde demuestra que el medio, sus fenómenos y sus leyes son obje­tivos e independientes del hombre y del conocimiento humano, que tienen un ca­rácter autónomo, que existen cuándo el hombre no existía o no exista, y no les im­porta cuando el hombre vino al mundo o lo abandone; las leyes de la naturaleza no tienen fin ni límites, sino que continuamente por doquier surgen, aparecen y des­aparecen. Los idealistas, decía el escritor ruso no pueden dar a las ciencias natura­les nada positivo, ya que al hacer depender el mundo material de la conciencia, de la idea, suscriben su propia incapacidad para explicar el mundo con sus fenómenos y leyes. Los esquemas apriorísticos en los cuales los idealistas tratan de encajar a la naturaleza son anticientíficos e impiden una acertada explicación de ella a partir de ella misma, dado que la historia de la naturaleza material es producto de la acción de sus leyes objetivas. "Dondequiera que empecéis a estudiar la materia -decía-, siempre llegaréis a unas propiedades generales, a unas leyes que pertenecen a toda

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la materia y de estas leyes, cambiando las condiciones, se podrá deducir cuanto se desee: la aparición de los mundos y su movimiento o el movimiento de las partícu­las que oscilan y se mueven en los rayos del Sol". Por ello, para Herzen el conoci­miento verdadero fue siempre el conocimiento del mundo objetivo y real de la naturaleza, la cual -decía- nos presenta el hecho y la misión del hombre es estu­diarlo, conocerlo y descubrir sus leyes. Con esto, el destacado pensador considera­ba que la Humanidad, al estudiar y entender la naturaleza y el mundo tal como es, no está condenada en modo alguno a una percepción contemplativa de la realidad e inhibirse ante la naturaleza y sus leyes como ante algo ineluctable o fortuito y, opo­niéndose a los agnósticos, señalaba con profundo convencimiento que los hombres pueden tener una idea fiel del mundo porque no existe razón alguna para poner en duda la veracidad del conocimiento humano.

Así pues, para quienes no entendíamos aún claramente el sentido de la filosofía en la vida del hombre, gracias a Herzen nos estamos por fin enterando de que todo este asunto, que nos parecía un embrollo del intelecto, es simplemente la búsqueda de la conexión que existe entre el hombre y la naturaleza objetiva, porque el hom­bre, a la vez que está sometido al mundo exterior, también tiene la capacidad de mo­dificarlo. Por ello, el conocimiento concreto de la realidad es, a la vez, un conoci­miento histórico en el que el proceso lógico guarda analogías con el proceso físico, de donde se desprende que las conclusiones lógicas se deducen no a priori, sino a posteriori. En consecuencia, el conocimiento no es algo innato, sino que ha sido elaborado históricamente por los hombres como resultado de su interacción con la naturaleza y sus semejantes; así, la esencia de la conciencia y sus relaciones con la naturaleza "no es en absoluto algo extraño a la naturaleza, sino el grado supremo de su desarrollo".

Por todo esto, Herzen defendió apasionadamente durante toda su vida la alianza de la filosofía y las ciencias naturales, al afirmar que: "La filosofía que no se apo­ya en las ciencias especiales, en el empirismo, es un fantasma, es metafísica, es ide­alismo. El empirismo que se basta así mismo fuera de la filosofía es un catálogo, un diccionario, un inventario; de lo contrario, no sería fiel a sí mismo". El aislamiento que existía entre la filosofía de su tiempo y las ciencias de la naturaleza, el filósofo ruso lo veía como una penosa herencia del idealismo, del que tanto una como otras debían de apartarse para siempre: "Sin ciencias naturales -decía-, el hombre mo­derno no tiene salvación; sin este sano alimento, sin esta severa educación del pen­samiento por los hechos, sin esta proximidad a la vida que nos rodea, sin la acepta­ción de su independencia, allá en el alma quedará una celda monástica y en ésta un elemento místico que, como agua oscura, puede extenderse por todo el entendi-

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miento". Estas contundentes e incuestionables opiniones de Herzen, en su calidad de ateo militante, estaban dirigidas al combate abierto de la doctrina religiosa de la creación del mundo, que para él era un freno que actúa sobre las masas, un medio probado para mantenerlas en el temor, una pantalla que impide al pueblo ver clara­mente lo que ocurre en la tierra y le hace levantar sus miradas al cielo, mientras la Iglesia, con su reaccionaria doctrina, pretende reconfortarlos al afirmar que los des­tinos de la Humanidad son designios premeditados por Dios y que por ello es im­posible conocer las vías de desarrollo de la historia.

Los trabajos de Herzen fueron muy estimados por los pensadores materialistas de su época y obviamente repudiados por los idealistas; en ellos se observa un só­lido criterio dialéctico en cuanto al pensamiento humano y su historia, de la cual afirma que no conoce el reposo ni tolera la osificación de castas; por ello, la histo­ria del pensamiento es una prolongación de la historia de la naturaleza, pues el mun­do humano no se halla separado de ésta por un muro infranqueable. El hombre es un producto de la naturaleza, y su desarrollo supremo lo corona éste. "El hombre tiene su misión universal en la propia naturaleza, que consiste en coronarla eleván­dola a pensamiento; sin el hombre, la naturaleza es algo imperfecto, inacabado, mu­do. Sólo a través del hombre llega la naturaleza a conocerse a sí misma".

Con todo lo anterior podemos concluir que la inteligencia humana es lo único que da sentido a la existencia de la naturaleza; entender que ésta existe y nos aco­ge, que somos su producto más elaborado y que nos permite tener la certeza de su realidad objetiva, que nos ofrece la posibilidad de conocer sus misterios y eventual y gradualmente desentrañarlos, nos enseña que el hombre no ha sido creado para la contemplación pura y simple de las cosas, sino que es una entidad activa siempre en búsqueda del conocimiento del medio. La sed por la teoría es pues una función inseparable del cerebro humano, logrando con ello a lo largo de su vida práctica la evolución histórica y el desarrollo lógico de los conocimientos adquiridos, que pa­ra darlos por ciertos requieren necesariamente una coincidencia perfecta con la rea­lidad. Y esta coincidencia es totalmente posible, en principio, con el auxilio de la razón, pese a que si bien el hombre no puede conocer todas las leyes de la natura­leza de una sola vez y por completo, sí puede conocerlas gradualmente porque to­dos los fenómenos del mundo están ligados entre sí.

Filosóficamente se admite como cierto que las sensaciones del mundo material son la fase inicial del conocimiento humano. Si bien la totalidad de los seres vivos utiliza sus sentidos para relacionarse con el medio, el hombre es el único entre ellos capacitado para utilizar su inteligencia con el fin de evaluarlo, escudriñarlo y en­tenderlo, así como para descubrir sus misterios y las implicaciones sobre el hombre

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y los demás seres orgánicos o inorgánicos. Por ello, podemos afirmar sin ninguna duda que para el hombre que conoce las leyes de la naturaleza no hay en el Uni­verso nada que no se halle subordinado, no hay nada sobrenatural, nada que no se contenga en la naturaleza y no se derive de ella. Por ende, el conocimiento es en el hombre no un hecho arbitrario de su existencia, sino el resultado de sus relaciones con la naturaleza, a la cual está sujeto mas no encadenado, al tener por medio de la inteligencia la amplia posibilidad de manipularla para su beneficio.

La religión, en cambio, nos ofrece como única vía la incertidumbre de las cosas y de nuestra existencia al pedirnos el sometimiento de la voluntad a los designios de una entidad misteriosa, al mismo tiempo absoluta e indemostrable. Por la vía científica, es imposible aceptar esta idea absoluta como causa primera de las cosas y de los fenómenos de la naturaleza, y por eso es materia de fe y no de la ciencia. Al respecto Feuerbach, al calificar a la religión como satélite del despotismo, sos­tenía al mismo tiempo que la aparición de la creencia en los dioses era debida a la deificación por el hombre de su propia persona y de las leyes generales del pensa­miento humano. El egocentrismo faraónico, de reyes y emperadores, de tiranos y dictadores, de papas y de santones, nombrados a sí mismos hombres-Dios, es la más burda postura para ejercer el poder y retenerlo, porque el truco consistía en sembrar entre la gente sencilla la maligna idea de que Dios-hombre y hombre-Dios son uno y lo mismo.

Para cerrar el círculo perverso por inexplicable en el que Dios creó al hombre a su imagen y semejanza, el Ser Supremo judeo-cristiano fue concebido por el hom­bre a su imagen y semejanza -no podría ser de otra manera-, anulando así cualquier diferencia entre Dios-hombre y hombre-Dios. En el mito de Jesús, Dios hecho hom­bre y a la vez hijo de sí mismo adora al Ser Supremo siendo él mismo Dios; menos pretencioso, Mahoma, hombre tosco, camellero, común e ignorante que dio, sin em­bargo, religión a dos continentes, rechaza con humildad todo tipo de santidad y se declara sólo como un simple profeta de Alá, cuya misión consiste en propagar sim­plemente la palabra de Dios convertida en parábolas y lecciones morales que son, al final de cuentas, un listado del comportamiento humano en sociedad grato a los ojos del Creador, que nos conducirá finalmente a un estado de gracia supremo que nos otorgue la llave que permitirá nuestra entrada al paraíso. Este estado superior irreal de la conciencia humana se identifica en la religión como un estado de santi­dad, que nos iguala a Dios y nos convierte así en superhombres capaces de realizar "milagros" que niegan el orden de la naturaleza. Esta idea, en la filosofía materia­lista, se refiere a la superación del hombre por medio de la educación, la inteligen­cia y el uso de la razón.

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Nos referimos al mito de Jesús en el sentido estricto de que no existen eviden­cias históricas de su existencia, ni tampoco documentación imparcial que consigne la cantidad de prodigios que Jesús realizó en su tiempo, todos ellos que movían al asombro, ni tampoco existe referencia alguna sobre el comportamiento humano de quienes convivieron con él en su tiempo, ni mucho menos del supuesto desquicia­miento de la naturaleza en aquel día de su crucifixión y muerte cuando el Sol se "apagó". Todo lo referente a la supuesta vida de Jesús fue escrito de diversas ma­neras, en diferentes Evangelios relatados por distintas personas, muchos años des­pués de su muerte.

Nuevamente Voltaire, de quien ya dijimos que la Iglesia católica odiaba (entre otras cosas por sus amplios conocimientos sobre la religión y su historia), en su apartado "Averiguaciones históricas sobre el cristianismo", consignado en sus fa­mosas Cartas filosóficas, señala de manera atinada las incongruencias y contradic­ciones de el Nuevo Testamento en los pasajes de la vida de Jesús, y con un estilo en apariencia respetuoso pero cáustico siembra inteligentemente la duda en el lector acerca de la existencia de Jesús. Como estas "Averiguaciones"... no tienen desper­dicio, las consignamos aquí al pie de la letra:

Algunos sabios se quedaron sorprendidos de no encontrar en la historia de Flavio Jose-fo ninguna huella de Jesucristo, porque hoy está completamente averiguado que el re­ducido pasaje que le menciona en dicha historia fue añadido mucho tiempo después. [Los cristianos, por fraude religioso, falsificaron groseramente un pasaje de Josefo. Su­pusieron a dicho judío (tan encariñado con su religión) cuatro líneas que intercalaron en el texto, al fin de las que añadieron: Era Cristo. Si Josefo hubiera oído hablar de los acon­tecimientos que asombraron a la naturaleza, hubiera escrito más de cuatro líneas en la historia de su país. Es un absurdo querer que hable Josefo como cristiano]. El padre de Flavio Josefo debió ser testigo, sin embargo, de todos los milagros de Jesús. Josefo per­tenecía a la raza sacerdotal y era pariente de la mujer de Herodes. Se detiene detallando las acciones de dicho príncipe y, sin embargo, no dice ni una palabra de la vida ni de la muerte de Jesús. A pesar de que dicho historiador no calla ninguna de las crueldades que cometió Herodes, nada dice del decreto de éste, que ordenó la matanza de todos los ni­ños como consecuencia de haber llegado a sus oídos la noticia de haber nacido un rey de los judíos. El calendario griego dice que en aquella ocasión fueron degollados catorce mil niños. Acto tan horrible como éste no lo cometió jamás en el mundo ningún tirano. Sin embargo, el mejor escritor que tuvieron los judíos, el único que apreciaron los ro­manos y los griegos, ni siquiera menciona un acontecimiento tan singular y tan espanto­so. Tampoco habla de la estrella que apareció en Oriente cuando nació el Salvador, fe­nómeno brillante que debió conocer un historiador tan ilustrado como Josefo. También pasa en silencio las tinieblas que oscurecieron todo el mundo, en pleno mediodía, du-

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rante tres horas, en cuanto murió el Salvador, y la multitud de tumbas que se abrieron en aquel momento y el sinnúmero de justos que resucitaron.

Los indicados sabios siguen extrañándose de que ningún historiador romano se ocupe de los referidos prodigios que ocurrieron durante el imperio de Tiberio, en presencia de un gobernador de Roma, el cual debió enviar al emperador y al Senado la relación circuns­tanciada del acontecimiento más milagroso que presenciaron los mortales. La misma Roma debió sumergirse durante tres horas en impenetrables tinieblas, y este prodigio de­bió constar no sólo en los fastos de Roma, sino de todas las naciones. Dios no quiso, sin duda, que esos acontecimientos divinos los escribieran manos profanas.

Los mismos sabios encuentran también algunas oscuridades en la historia de los Evan­gelios. Notan que en el Evangelio de san Mateo dice Jesucristo a los escribas y fariseos que toda la sangre inocente que se ha derramado en el mundo debe recaer sobre ellos desde la sangre de Abel el Justo hasta la de Zacarías, hijo de Barac, que mataron entre el templo y el altar. Dicen dichos sabios que en la historia de los hebreos no se encuen­tra ningún Zacarías muerto en el templo antes de la venida del Mesías ni en la época de éste, y que únicamente se encuentra en la historia del sitio de Jerusalén, escrita por Fla-vio Josefo, un Zacarías, hijo de Barac, muerto en medio del templo. Este suceso consta en el capítulo XIV del libro IV. Por eso, suponen dichos sabios, que el Evangelio de san Mateo debió escribirse después de que Tito tomó Jerusalén. Pero dudas y objeciones de esta clase quedan desvanecidas en cuanto consideramos la diferencia infinita que debe haber entre los libros divinamente inspirados y los libros de los hombres. Dios quiso en­volver con una nube respetable y oscura su nacimiento, su vida y su muerte.

Los sabios tampoco comprenden con claridad por qué hay tanta diferencia entre las dos genealogías de Jesucristo. San Mateo dice que Jacob es padre de José, Natham padre de Jacob, Eleazar padre de Natham; y San Lucas dice que José es hijo de Héli, Héli hijo de Natham, Natham hijo de Levi, etcétera. No pueden conciliar los cincuenta y seis ante­cesores que Lucas atribuye a Jesús desde Abraham, con los cuarenta y dos antecesores distintos que Mateo le atribuye también desde el mismo Abraham.

Tampoco comprenden cómo Jesús, siendo hijo de María, no es hijo de José. También les asaltan algunas dudas respecto a los milagros del Salvador, cuando leen que san Agus­tín, san Hilario y otros dan a la relación de dichos milagros un sentido místico, un sen­tido alegórico, por ejemplo, la higuera maldita y seca por no producir higos fuera del tiempo; los demonios que se introdujeron en los cuerpos de los cerdos en un país donde no se comían dichos animales; el agua convertida en vino al terminar una comida, en la que los convidados habían entrado ya en calor; pero todas estas críticas de los sabios las desvanece la fe.

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Este artículo tiene por único objeto seguir el hilo histórico y dar idea exacta de hechos que nadie contradice. Jesús nació sujeto a la ley mosaica y observando esa ley fue cir­cuncidado. Cumplió todos sus preceptos, celebró todas las fiestas, predicó la moral y no reveló el misterio de su Encamación. No dijo nunca a los judíos que era hijo de una vir­gen; recibió la bendición en las aguas del Jordán, a cuya ceremonia se sometían muchos judíos, pero no bautizó a nadie; no habló de los siete sacramentos, ni instituyó jerarquía eclesiástica. Ocultó a sus contemporáneos que era hijo de Dios, eternamente engendra­do, consustancial con Dios, y que el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo. Tam­poco dijo que su persona se componía de dos naturalezas y de dos voluntades, querien­do sin duda que esos grandes misterios se anunciaran a los hombres en la sucesión de los tiempos por medio de inspiraciones del Espíritu Santo. Mientras vivió no se apartó ni un ápice de la ley de sus padres, apareciendo entre los hombres como un justo agradable a Dios, perseguido por la envidia y condenado a muerte por jueces sobornados. Quiso que la Iglesia, que él estableció, hiciera todo lo demás.

Flavio Josefo describe cómo se encontraba entonces la religión del Imperio romano. Los misterios y las expiaciones estaban acreditados en casi todo el mundo; verdad es que los emperadores, los ricos y los filósofos no tenían fe en esos misterios; pero el pueblo, que en materia de religión dicta la ley a los grandes, les imponía la necesidad de conformar­se en su culto, al menos en la apariencia. Para encadenar al pueblo es preciso que los grandes aparenten que acatan idénticas creencias que él. Hasta el mismo Cicerón fue ini­ciado en los misterios de Eleusis. El reconocimiento de un solo Dios era el principal dog­ma que se anunciaba en estas fiestas misteriosas y magníficas. Hay que confesar que los himnos y las plegarias que conservamos de esos misterios son lo más religioso y lo más admirable que tuvo el paganismo. Como los cristianos adoraron también a un solo Dios, esas fiestas les facilitaron la conversión de muchos gentiles. Algunos filósofos de la sec­ta de Platón se hicieron cristianos; por esto los padres de la Iglesia de los tres primeros siglos fueron todos platónicos.

El celo inconsiderado de algunos perjudicó a las verdades fundamentales. Reprocharon a san Justino que dijera en sus Comentarios sobre Isaías que los santos gozarían duran­te su reinado de mil años de todos los bienes sensuales. Le han criticado también que di­ga en la Apología del cristianismo que en cuanto Dios creó el mundo, lo dejó al cuida­do de los ángeles y que éstos se enamoraron de las mujeres y tuvieron hijos de ellas, que son los demonios. Han criticado también a Lactancio y a otros padres por suponer orá­culos de las Sibilas, y han afeado la conducta de los primitivos cristianos, que inventa­ron versos acrósticos, atribuyéndolos a una antigua sibila, cuyas letras iniciales forma­ban el nombre de Jesucristo. También supusieron cartas de Jesús dirigidas al rey de Ede-sa, en la época en que en Edesa no había rey; de haber falsificado cartas de María y de Séneca dirigidas a Pablo, cartas y actos de Pilato, y de haber inventado falsos evange­lios, falsos milagros con otras mil imposturas.

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Existe, además, la historia o evangelio de la Natividad y del matrimonio de la Virgen María, en el cual se refiere que la llevaron al templo a la edad de tres años, y ella sola subió las gradas. Se relata en él que una paloma descendió del cielo para darle noticia de que José debía casarse con María. También existe el Protoevangelio de Jacobo, herma­no de Jesús, que tuvo José de su primer matrimonio. En él consta que cuando María que­dó encinta durante la ausencia de su esposo y su marido se lamentaba de esto, los sacer­dotes hicieron beber a uno y a otro el agua de los celos y declararon inocentes a los dos.

Existe también el Evangelio de la infancia, que se atribuye a santo Tomás. Según este Evangelio, Jesús, cuando tenía cinco años, se divertía con otros niños de su edad en ama­sar la tierra y hacer con ella pequeños pájaros; le reprendieron por esto, y entonces in­fundió vida a los pájaros y éstos huyeron volando. En otra ocasión, en que le pegó un ni­ño, le hizo morir en el acto. Hay todavía otro Evangelio de la infancia, escrito en árabe, que es tan serio como éste.

Conservamos, además, el Evangelio de Nicodemus, que merece fijar más nuestra aten­ción, porque en él se encuentran los nombres de los que acusaron a Jesús y a Pilato, que eran los principales miembros de la Sinagoga: Annas, Caifas, Summas, Datam, Gama-liel, Judá, Neftalim. En esa historia hay datos que concuerdan bastante con los evange­lios admitidos y hay otros que no se encuentran en ninguna parte. Se lee en ese libro que la mujer a la que curó Jesús de un flujo de sangre se llamaba Verónica, y además todo lo que Jesús hizo en los infiernos cuando descendió a ellos.

Consérvanse, además, las dos cartas que se supone que Pilato escribió a Tiberio relati­vas al suplicio de Jesús; pero el latín pésimo en que están escritas revela que son falsas. Se escribieron cincuenta evangelios, que al poco tiempo se declararon apócrifos. El mis­mo san Lucas nos entera de que muchas personas los componían. Se cree que hubo uno de ellos que se llamaba Evangelio eterno, basado sobre esto que dice el Apocalipsis: "Vi un ángel volando en medio de los cielos, que llevaba el Evangelio eterno". Los francis­canos, abusando de estas palabras, en el siglo xm compusieron otro Evangelio eterno, en el que el reinado del Espíritu Santo debía sustituir al de Jesucristo; pero no apareció en los primeros siglos de la Iglesia ningún libro con ese título.

Han supuesto también que escribió la Virgen otras cartas a san Ignacio mártir, a los ha­bitantes de Mesina y a otros.

Abdías, que sucedió a los apóstoles, escribió la historia de éstos, en la que mezcla fábu­las tan absurdas que andando el tiempo quedó desacreditada, pero al principio circuló mucho. Abdías refiere el combate que tuvo san Pedro con Simón, que volaba en el tea­tro y renovó el prodigio que se da a Dédalo. Se fabricó alas y voló, cayendo como íca-

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ro. Así lo refieren Plinio y Suetonio. Abdías, que estaba en Asia y escribía en hebreo, sostiene que san Pedro y Simón se volvieron a encontrar en Roma en la época de Nerón. Murió entonces allí un joven pariente próximo al emperador, y los principales persona­jes se empeñaron en que Simón lo resucitara. San Pedro también se presentó allí con la idea de operar tal prodigio. Simón empleó todas las reglas de su arte y pareció que con­seguía el objeto que se propuso, porque el muerto meneó la cabeza. "Eso no basta -ex­clamó San Pedro-, es preciso que el muerto hable; que Simón se aparte de la cama y ve­réis cómo el joven carece de vida." Simón se alejó de allí y el muerto dejó de moverse, pero Pedro le volvió a la vida pronunciando una sola palabra. Simón acudió al empera­dor para quejarse de que un miserable galileo se atreviera a hacer mayores prodigios que él. Pedro compareció con Simón ante el emperador y se desafiaron a ver quién tenía más habilidad en su arte. "Adivina lo que pienso", dijo Simón a Pedro. "Que el emperador me dé un pan de cebada - respondió Pedro- y verás cómo sé lo que piensas". Le entre­garon el pan que pedía, pero en seguida Simón hizo aparecer dos grandes perros que amenazaban devorarle. Pedro les echaba el pan y, mientras se lo comían, le dijo a Simón: "Ya estás viendo que sé lo que pensabas; querías que así me comieran los perros".

Después de esta primera sesión, propusieron a Simón y Pedro que se desafiaran a volar para ver quién subiría más alto. Primero ascendió Simón; Pedro hizo el signo de la cruz y Simón cayó y se rompió las piernas. Irritado Nerón de que Pedro fuera causa de que su favorito Simón se rompiera las piernas, mandó crucificar a Pedro cabeza abajo; y de aquí arranca la opinión de que Pedro vivía en Roma, de que tuvo allí su suplicio y su se­pulcro. Abdías fue también el que inculcó la creencia de que santo Tomás fue a predicar el cristianismo a las Grandes Indias, en el palacio del rey Gandafer, y que marchó allá por su cualidad de arquitecto.

Es prodigiosa la cantidad de libros de esta clase que escribieron en los primeros siglos del cristianismo. San Jerónimo y San Agustín sostienen que las cartas de Séneca y san Pablo son auténticas. En la primera carta desea que su hermano Pablo tenga buena sa­lud; y Pablo no habla tan buen latín como Séneca: "Recibí ayer vuestras cartas -respon­de con satisfacción- y no os hubiera contestado tan pronto al no estar presente el hom­bre que os envió". Además, estas cartas, que parece que debían ser instructivas, sólo en­cierran un montón de cumplimientos.

Todas estas mentiras que forjaron cristianos poco instruidos, impulsados por un falso ce­lo, no perjudicaron a la verdad del cristianismo, ni su propagación. Por el contrario, su­ministran pruebas de que el número de los cristianos aumentaba de día en día y cada uno de ellos deseaba contribuir a su aumento.

Las Acias de los Apóstoles no dicen que éstos convivieron en su símbolo. Si efectiva­mente hubiesen redactado el símbolo del Credo tal como llegó a nosotros, san Lucas no

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hubiera omitido en su historia ese fundamento esencial de la religión cristiana. La sus­tancia del Credo está esparcida en los Evangelios, pero sus artículos los reunieron mu­cho tiempo después. En una palabra: nuestro símbolo es indudablemente la creencia que tuvieron los apóstoles, pero no es una oración que ellos escribieron.

Rufino, sacerdote de Aquilea, fue el primero que se ocupó de esto, y una homilía atri­buida a san Agustín es el primer documento que supone la manera como se formó el Cre­do. Pedro dijo en la asamblea: Creo en Dios Padre Todopoderoso; Andrés añadió: y en Jesucristo; Santiago siguió diciendo: que fue concebido por el Espíritu Santo; y así los demás. Esa fórmula se llamó en griego símbolo y en latín collatio.

Constantino convocó y reunió en Nicea, enfrente de Constantinopla, el primer Concilio ecuménico, que presidió Ozius. Se decidió en él la gran cuestión que perturbaba a la Igle­sia, relativa a la divinidad de Jesucristo. Unos miembros de dicho Concilio querían ha­cer prevalecer la opinión de Orígenes, que hablando contra Celso, dice: "Presentamos nuestras oraciones a Dios por mediación de Jesús, que ocupa el espacio que existe entre las naturalezas creadas y la naturaleza increada, que nos trae la gracia que nos concede su Padre y presenta nuestras oraciones al gran Dios, siendo nuestro pontífice". Se apo­yaron también en varios pasajes de san Pablo, algunos de los cuales, como ya hemos re­ferido, se fundaban sobre todo en estas palabras de Jesucristo: "Mi padre es superior a mí", considerando a Jesús el primogénito de la creación, la encarnación pura del Ser Su­premo, pero no a Dios. Otros miembros de dicho concilio, que eran ortodoxos, alegaban varios pasajes como pruebas de la divinidad eterna de Jesús, cual éste, por ejemplo: "Mi padre y yo somos la misma cosa", palabras que sus adversarios interpretaban de este mo­do: "Mi padre y yo tenemos los mismos designios, la misma voluntad, y yo no tengo otros deseos que los de mi padre". Alejandro, obispo de Alejandría, y Atanasio estaban al frente de los ortodoxos; y Eusebio, obispo de Nicomedia, diecisiete obispos más, el sacerdote Arrio y otros muchos sacerdotes abrazaron el partido opuesto. Desde el prin­cipió quedó envenenada la cuestión, porque san Alejandro trató a sus adversarios de an­ticristos.

Después de largas y acaloradas controversias, el Espíritu Santo decidió en el Concilio, por la boca de doscientos noventa y nueve obispos contra el parecer de dieciocho, lo si­guiente: "Jesús es hijo único de Dios, engendrado por el Padre, esto es, de la sustancia del Padre, Dios de Dios, luz de luz, consustancial con el Padre; y creemos lo mismo del Espíritu Santo". Ésa fue la fórmula del Concilio. Se vio en él que los obispos dominaron a los que no eran sacerdotes. Dos mil individuos de segundo orden eran de la opinión de Arrio, según refieren dos patriarcas, que escribieron en árabe la crónica de dicha ciudad. Constantino desterró a Arrio y poco después desterró también a Atanasio, y entonces hi­zo que Arrio regresara a Constantinopla. Pero san Macario suplicó a Dios COJ] tal ardor que quitara la vida a Arrio antes de entrar en la catedral, que Dios atendió su súplica y

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Arrio murió al ir a la Iglesia en el año 330. El emperador Constantino terminó la vida en 337. Entregó su testamento a un sacerdote arriano y murió en brazos de Eusebio, obispo de Nicomedia, que capitaneaba dicho partido, recibiendo el bautismo en el lecho mor­tuorio y dejando a la Iglesia triunfante, pero dividida. Los partidarios de Atanasio se hi­cieron una guerra cruel, y el arrianismo imperó durante mucho tiempo en las provincias del imperio. Juliano el filósofo, apellidado el Apóstata, quiso extinguir esas divisiones, pero no pudo conseguirlo.

El segundo Concilio general se celebró en Constantinopla en el año 381; se explicó en él lo que el Concilio de Nicea no juzgó a propósito decir sobre el Espíritu Santo, y aña­dió lo siguiente a la fórmula del Concilio de Nicea: "El Espíritu Santo es Señor vivifi­cante que precede del Padre y que se adora y se vivifica con el Padre y con el Mijo".

Hacia el siglo ix, la Iglesia latina fue estableciendo gradualmente que el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo. En el año 431, el tercer Concilio general que se reunió en Efeso decidió que María era la verdadera madre de Dios, y que Jesús tenía dos natura­lezas y una persona.

No me ocuparé de los siglos siguientes, porque son bastante conocidos. Por desgracia no hubo una sola de esas reuniones que no produjera guerras, y la Iglesia se vio obligada a pelear. Permitió Dios además, para probar la paciencia de los fieles, que la Iglesia grie­ga y la Iglesia latina riñeran para siempre en el siglo ix, y que en el Occidente se suce­dieran veintinueve cismas sangrientos por la sede apostólica en Roma. Si existen más de seiscientos millones de hombres en el mundo, como algunos doctos suponen, solo per­tenecen sesenta millones a la santa Iglesia católica y romana, esto es la veintiséisava par­te de los habitantes del mundo conocido.

Estas cifras, que quizá respondieran a un cálculo aproximado en la época del au­tor, están muy lejos de ser reales en la época actual, si, como se sabe, el censo de la población mundial en 1999 sumaba casi 6 mil millones de habitantes, de los cuales los considerados seguidores de la Iglesia católica romana representaban 17%, esto es, aproximadamente un poco más de mil millones. Esto significa que un poco me­nos de dos personas de cada 10 en el mundo aceptan, por costumbre o por herencia cultural, su obediencia al papa de Roma, teniendo éste su mayor reserva en los pa­íses menos desarrollados del continente americano, particularmente en México. Centroamérica y Sudamérica, los cuales representan 45% de los católicos romanos del mundo.

Desde el inicio del siglo xxi, el alejamiento de la sociedad de cualquier tipo de religión y el ateísmo se han acelerado, fenómeno reconocido y que preocupa a las

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distintas religiones y particularmente a la católica romana. En 2005 la población mundial alcanzó la cifra de 6 500 millones de personas, de las cuales muchas cam­biaron de religión y otras la abandonaron definitivamente, resultando evidente que todas las religiones importantes del mundo disminuyeron de modo significativo su cantidad de seguidores y, en consecuencia, su porcentaje mundial. Así, aumento la cifra de no religiosos y ateos, que en 1999 era de 760 millones (13%) en el primer caso y de 150 millones (2.5%) en el segundo, cantidades que sumadas se equiparan al total de católicos romanos considerados para esa fecha.

La diversidad de religiones en el mundo, con sus múltiples facetas regionales y locales; el surgimiento de nuevas sectas que buscan, sin encontrar, otras expresio­nes religiosas, y el desapego cada vez más acelerado de una gran parte de la Hu­manidad a cualquier doctrina religiosa demuestran tanto la inquietud como la falta de entendimiento hacia una creación imaginaria, que si bien en los principios del hombre pudo haber llenado algunos huecos de su imaginación, en la actualidad re­quieren huecos de otro tipo de expresiones apegadas a la realidad objetiva del mun­do. Ante este hecho del abandono religioso galopante que muchos aún no entien­den, diremos siempre, junto con Voltaire: "Dios, que descendió del cielo, que mu­rió para regenerar a los hombres y para extirpar el pecado del mundo, dejó sin em­bargo la parte mayor del género humano entregada al error y al crimen en poder del diablo. Parece que esto indica una fatal contradicción; al menos así parece ante la débil razón del hombre. Pero respetemos los misterios incomprensibles de la Pro­videncia".

Como los atributos teológicos de Dios son la omnipotencia, la omnipresencia y la omnisciencia, la idea religiosa del superhombre que se iguala a Dios por su san­tidad implica al mismo tiempo la adquisición de poderes ilimitados que le permiten hacer toda clase de milagros y manipular la naturaleza y sus fenómenos a su anto­jo y por encima de las leyes que la rigen. En el sentido popular, el deseo por el po­der ilimitado se manifiesta en expresiones fantasiosas comunes que atribuyen po­deres extraordinarios a cosas, animales o seres imaginarios. Los mitos y leyendas orales o escritas de todos los tiempos rebosan de seres fantásticos y sobrenaturales de todo tipo y forma, capaces de hacer increíbles proezas y milagros, incluidos ob­viamente los que aparecen en los textos "sagrados" de la mayoría de las religiones. El superhombre popular del siglo xx es Superman, un personaje de comics llegado a la tierra del espacio sideral -del cielo- y poseedor como Dios de los tres atributos de la divinidad: omnipotencia, omnipresencia y omnisciencia. Al igual que Dios, Superman puede manipular el tiempo, el espacio, la materia y su movimiento y, por tanto, la naturaleza y sus leyes, dado que al poder moverse a velocidad ultralumíni-

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ca puede viajar lo mismo al pasado que al futuro y, con su presencia simultánea en el tiempo y en el espacio, puede a capricho alterar el curso de la historia no sólo del mundo, sino también del Universo. Pero, igual que Dios, Superman tiene por fortu­na un lado flaco que puede resultar mortal: a Superman lo mata la kriptonita en grandes dosis y a Dios su inexistencia.

La concentración de todo el poder posible en una entidad sacra fantástica es el summum de la religión. En los tiempos de la idolatría y el politeísmo mitológico, ídolos y dioses personificaban cada uno de ellos un poder o cualidad específica y, por tanto, limitada, por lo que los creyentes tenían que otorgar sus ofrendas, sacri­ficios y plegarias al Dios de la especialidad del milagro o favor que solicitaban, lo cual resultaba, además de complicado, tedioso y antieconómico para los creyentes, quienes tenían que recordar la cantidad de dioses vigentes, su especialidad y el gas­to múltiple que debían erogar si se requerían al mismo tiempo diversos milagros. Por ello, resulta más práctica la idea de un Dios único -el monoteísmo- propuesta por los egipcios, impulsada por el judaismo y su prolongación cristiana y poste­riormente adoptada por el islamismo, pero con la salvedad de que cada una de es­tas religiones tienen para sí el convencimiento de ser propietarias del Dios único y verdadero. Como sabemos, esto dio origen a cruentos enfrentamientos religiosos, conocidos como ''guerras santas", que aún no terminan, sin mencionar además los desgajam¡entos o cismas en una misma religión producto de la diversidad de inter­pretaciones del significado de la "palabra de Dios". Por tal motivo y en el ánimo de ostentarse como únicos conocedores de una "verdad divina" nacida de la fantasía, el cristianismo derivó en distintas religiones, afines o enfrentadas, con la conse­cuente generación de múltiples sectas en las que cada una de ellas defiende su de­recho a interpretar a su manera y conveniencia "la palabra de Dios". En el islamis­mo, aunque en menor grado, dos grupos sunnitas y sihitas- enfrentan permanen­temente sus opiniones sobre la "verdad de Alá"; y en todas las religiones, al apoyar sus fundamentos en ideas no sujetas a comprobación, se suscitan frecuentemente enfrentamientos de opiniones cuando un nuevo iluminado interpreta la palabra di­vina con una nueva versión que no es del agrado de la otordoxia tradicional. Sin em­bargo, todas las religiones olvidan sus diferencias, tanto internas como externas, cuando se trata de combatir y perseguir a la doctrina del ateísmo.

La inteligencia es un atributo exclusivo de la especie humana y el ateísmo es su consecuencia. El hombre de hoy no es más inteligente que su antepasado primitivo, al no existir en su cerebro ninguna diferencia significativa, lo cual confirma que su permanente elevación intelectual es el resultado de una milenaria acumulación de conocimientos, transmitidos de generación en generación. Este gradual desarrollo

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humano es lo que ha permitido al ateísmo enfrentarse victoriosamente al idealismo, al demostrarse, sin lugar a dudas, que el hombre, las especies todas y el Universo mismo son producto de la naturaleza material, real y objetiva, la cual existe por sí misma sobre y aun en contra de nuestros deseos. Si el Universo, la Tierra y los se­res que la habitan fueran el resultado de una creación divina, entonces no tendrían sentido al faltarles una especie inteligente que diera testimonio de su existencia, su contenido y su comportamiento. El hombre, aun cuando también es un animal, po­see una inteligencia que le impide actuar pasivamente como lo hacen todas las de­más especies que, carentes de conciencia, se relacionan sólo con la naturaleza gra­cias a los instintos derivados de sus sentidos. Aunque burdamente, desde su etapa primitiva el hombre entendió que su presencia en el planeta sería para dar sentido a la existencia de la naturaleza, por lo que estaba destinado a descubrirle sus secretos, entender sus fenómenos y aplicarlos para su beneficio. En términos filosófico-ma-terialistas, la historia del hombre no es otra cosa que la historia de la naturaleza, por lo que en el pasado, el presente y el futuro de ambos existe una vinculación indiso­luble. Por todo ello, resulta perfectamente válido hacer un ejercicio de imaginación por medio del cual podemos suponer la existencia de un mundo, poblado de todo ti­po de animales, plantas y demás, todos sin inteligencia, viviendo de acuerdo con las reglas que dicho mundo les impone y sin tener conciencia de que existan. Este mun­do sin sentido o Paraíso, sumido en la oscuridad de la ignorancia, es como si no existiera al faltarle la luz de una inteligencia que lo acredite en principio y dé testi­monio de su realidad. Este mundo imaginario existió ya en nuestro mundo durante millones de años, hasta que apareció sobre su superficie un bípedo erguido con in­teligencia; el hombre. A partir de entonces, la naturaleza tuvo sentido y ocupó el es­pacio de la realidad.

Ya desde principios del siglo xix, con motivo de los grandes éxitos que alcanzan las ciencias naturales y en especial la biología, los pensadores progresivos promue­ven la difusión de la idea de que la naturaleza se encuentra sometida a un proceso de desarrollo, y los investigadores reúnen datos valiosísimos en botánica, zoología, paleontología y otras ramas de las ciencias naturales, que demostraban en forma ge­neral el principio del desarrollo de la naturaleza viva, refutando así las concepcio­nes de la filosofía metafísica sobre la naturaleza. Esta idea general del desarrollis-mo consistía fundamentalmente en destacar los vínculos existentes entre todos los cuerpos, ya sea del mundo orgánico o inorgánico, y poder explicar así la esencia de las cosas y el proceso por el cual se van haciendo más complejas, pasando desde los minerales al mundo vegetal, después al mundo animal y finalmente al hombre mis­mo, lo cual acarreaba como conclusión inevitable que en la naturaleza aparecieron

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primeramente los cuerpos minerales, que dieron paso a los organismos vegetales y animales, que finalmente generaron al hombre.

Una de las primeras manifestaciones profundas de la concepción del mundo or­gánico se debe al sabio Karl Frantsevich Rulie (1814-1858), en las que con una vi­sión progresiva se combinan armónicamente la unidad de la naturaleza, la relación casual e interdependencia de sus fenómenos, el origen del mundo orgánico partien­do del inorgánico y el desarrollo progresivo de las formas orgánicas. En sus con­cepciones, dicho sabio subrayó la regular secuencia, sujeta a leyes, que se observa en la aparición, desarrollo y sustitución de las formas orgánicas en la tierra y, apo­yado en los datos de la geología de su tiempo, demostró que hubo una época en que nuestro planeta desconocía por completo la vida, la cual apareció posteriormente y de manera primigenia en los mares y luego, gradualmente, surgieron las formas or­gánicas terrestres, en las que el hombre era el último eslabón del Universo. En ge­neral, las ideas de Rulie, que implicaban el desarrollismo lento y gradual de las es­pecies, se acercaban a la teoría evolucionista de Darwin.

En la lucha permanente de la filosofía materialista por demostrar la inconsisten­cia de la doctrina creacionista religiosa, la ciencia ha podido comprobar ya, a estas alturas del progreso técnico y científico humano, sus diversas ideas sobre la forma­ción del Universo, de la Tierra y de la vida. Mientras no se demuestre lo contrario, en el mundo de la ciencia es válida la hipótesis de la formación del Universo a par­tir de una nube de polvo primigenio, la cual, al condensarse por efecto de la gravi­tación, dio origen a una masa compacta que al estar sometida a gran presión y ca­lor acumulados, en algún momento estalló en millones de fragmentos, los cuales se dispersaron en todas direcciones a partir de su centro. Como resultado de esta mo­numental explosión, se formaron por todo el Universo cúmulos de materia y polvo en movimiento que generaron galaxias pobladas por estrellas, las cuales, igualmen­te por condensación del polvo que giraba a su alrededor, aumentaron unas de volu­men y otras se fraccionaron para dar origen a los planetas. Así, la Tierra es pues un pequeño cuerpo celeste, opaco, que pertenece a un grupo de nueve planetas que gi­ran alrededor de la estrella denominada Sol; esta estrella, sus planetas, satélites, as­teroides, meteoritos y cometas, ligados a ella por la acción de la gravedad, consti­tuyen un sistema solar, que en su conjunto es una pequeñísima parte de la galaxia denominada Vía Láctea, constituida a su vez por millones de estrellas; y millones de galaxias, semejantes a la Vía Láctea, forman la totalidad del Universo, que siem­pre está en movimiento y transformación.

Acerca del origen del sistema solar y de la Tierra como constituyente de él, pre­valece la hipótesis de que se originó a partir de una nebulosa compuesta de gases y

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partículas de polvo de composición cósmica, es decir, formada en su mayor parte por hidrógeno y helio. Dicha nebulosa, de enormes dimensiones y fría al principio, en un momento determinado de su desarrollo comenzó a contraerse, aumentó de temperatura y, a través de un proceso de compactación, se individualizaron frag­mentos de ella, denominados protoplanetas, a partir de los cuales se originaron los planetas estacionados en sus respectivas órbitas, que hoy conocemos. Así, nuestro sistema solar se constituyó por su estrella, el Sol, y sus nueve planetas: Mercurio, Venus, Tierra, Marte, Júpiter, Saturno, Urano, Neptuno y Plutón, los cuales, para efectos de su estudio, se han dividido en planetas menores, que son sólidos, de pe­queño tamaño, con densidad elevada, relativamente cercanos al Sol y constituidos esencialmente por hierro (Fe), oxígeno (O), silicio (Si) y magnesio (Mg), y los pla­netas mayores, de superior tamaño que los anteriores, con menor densidad y cons­tituidos por elementos ligeros, como hidrógeno (H) y helio (He) principalmente, o sus combinaciones más estables, como amoniaco, agua y metano. El grupo de pla­netas menores, denominados también planetas terrestres, lo constituyen Mercurio, Venus, Tierra y Marte, mientras el grupo de planetas mayores lo componen Júpiter, Saturno, Urano, Neptuno y finalmente Plutón, que es el planeta más lejano del Sol, pero cuyas características de masa son bastante similares a la de los planetas me­nores. Todos los planetas del sistema solar giran alrededor del Sol, describiendo, en un mismo sentido, órbitas elípticas de poca excentricidad, es decir, muy próximas a una circunferencia.

En la actualidad sabemos que la Tierra atravesó a partir de su inicio por una evo­lución pregeológica, que comprende una sucesión de procesos desde la individuali­zación del protoplaneta terrestre, a partir de la nebulosa matriz del sistema solar, hasta la consolidación de la superficie de nuestro planeta en una estructura seme­jante a la actual, o sea, formada por rocas y agua, con una temperatura media de­terminada fundamentalmente por la radiación solar. Considerando que los estudios geológicos establecen la edad aproximada de la Tierra como cuerpo celeste en unos 4 500 millones de años y que las edades de las rocas más antiguas de la corteza te­rrestre oscilan en torno a los 3.mil 500 millones de años, entonces la duración del periodo pregeológico de la evolución de la Tierra se estima en unos mil millones de años. En su etapa inicial, el protoplaneta de la Tierra debió ser mucho mayor que el tamaño actual al tratarse todavía de un simple fragmento de una nebulosa difusa compuesta esencialmente de gases, entre los que predominaban hidrógeno y helio, que junto con las partículas estelares al contraerse formaron una masa con su cam­po gravitatorio. Con esta concentración, la temperatura del planeta ya formado pu­do alcanzar niveles de 2 mil a 3 mil grados centígrados.

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A partir de esta hipótesis es fácil deducir el proceso evolutivo de la Tierra en su fase pregeológica, durante la cual se debieron producir múltiples reacciones entre los átomos para originar así los primeros compuestos químicos. El mundo científi­co consideró válida la hipotética composición del protoplaneta terrestre y las leyes de la termodinámica y estableció el proceso evolutivo terrestre de la siguiente forma:

a) El hidrógeno, el elemento más abundante en el Universo, se combinó con el nitrógeno y con el carbono, dando lugar al amoniaco (NH3) y al metano (CH4).

b) Se creó así la atmósfera primitiva del protoplaneta, formada por hidrógeno, helio, amoniaco y metano, estado en el cual se encuentran actualmente las at­mósferas de algunos de los planetas mayores de nuestro sistema solar.

c) En su momento, el oxígeno se combinó activamente con silicio, magnesio, aluminio, hierro, calcio y potasio, generando así los silicatos que dieron for­ma a las partes sólidas más externas del planeta.

d) El hierro, que es un elemento abundante en el cosmos, generó a temperatu­ras menores a 25° C tanto óxidos como sulfuros, mientras que a tempe­raturas mayores a 327° C se concentró en su forma original de hierro metálico.

Desde luego, en estos procesos descritos, el protoplaneta terrestre debió necesa­riamente estar rodeado de una atmósfera distinta de la actual, ya que predominaban en ella el hidrógeno, helio, amoniaco y metano, mientras que su parte sólida estaría constituida por hierro y silicatos. En las fases posteriores de esta evolución se pro­dujo la pérdida de la mayor parte de esta atmósfera primitiva, dando paso a la for­mación de la atmósfera e hidrosfera actuales y a la diferenciación geoquímica ini­cial de los constituyentes sólidos, los cuales retuvieron gases como el oxígeno, re­tenido en forma de agua y silicatos, el nitrógeno en forma de amoniaco y de nitru-ros metálicos y el carbono en forma de metano residual.

En este proceso incesante y duradero, fundamentado en la ley de la conservación y transformación de la materia y la energía, el agua proveniente del interior del pla­neta era continuamente disociada por las radiaciones solares originando hidrógeno, el cual escapaba a la atmósfera, y oxígeno, que era retenido a causa de su inferior velocidad de escape. Por su parte, el residuo de amoniaco, que se encontraba pre­sente en la composición de la atmósfera primigenia, era atacado por el oxígeno dan­do así lugar a la formación de nitrógeno libre y agua, mientras que los nitruros me­tálicos se descomponían originando igualmente nitrógeno libre. Por su parte, los re­siduos de metano reaccionaban con el oxígeno, dando con ello lugar a la formación

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de anhídrido carbónico y agua. La totalidad de estos procesos y su frecuencia de­terminaron finalmente la composición de la atmósfera actual que nos envuelve, constituida, como sabemos con certeza, en más de 99% por nitrógeno y oxígeno y cantidades ínfimas de anhídrido carbónico y vapor de agua. En cuanto a la hidros­fera, ésta se originó por el agua desprendida por las rocas del interior de la Tierra, llegando a la superficie a través de los fenómenos volcánicos, permanentes en los inicios del planeta, y la ciencia admite actualmente que el agua, que es una combi­nación de dos átomos de hidrógeno y uno de oxígeno, ha aumentado progresiva­mente a través de los tiempos pregeológicos y geológicos.

En todos estos procesos de la formación del Universo, el sistema solar y la Tie­rra, en constante movimiento y evolución, no se nota por más imaginación o bue­nas intenciones que aporte cualquier intervención divina o sobrenatural. Por sí y pa­ra sí, la naturaleza material y sus elementos se comportan bajo los ordenamientos de las leyes que les son inherentes, según sus propias afinidades químicas y según las condiciones de presión y temperatura a las que se encuentren, sin requerir para ello ninguna intervención divina o misteriosa. La filosofía materialista y la ciencia que ha generado en su constante búsqueda de la verdad se ha impuesto la obliga­ción de ofrecer a la Humanidad únicamente hechos comprobables que le sirvan pa­ra el desarrollo de nuevos planteamientos que la conduzcan algún día a la certeza del comportamiento de la materia y sus múltiples fenómenos, como resultado de la gradual acumulación de conocimientos perfectamente verificables, pues debemos recordar que en el terreno de la ciencia y en el modo como la razonamos no todo es concluyente ni puede darse por definitivo. En el futuro, como aconteció en el pasa­do, es casi seguro que muchas hipótesis que hoy nos parecen evidentes resulten in­consistentes al ser revisados sus conceptos bajo el criterio de nuevos conocimien­tos, lo cual forma parte necesaria e inevitable de la dinámica del conocimiento cien­tífico de la naturaleza. Así es como avanza la ciencia: formulando teorías, verifi­cándolas y reformándolas con los resultados de los experimentos ideados para com­probarlas.

En el estudio del desarrollo evolutivo de la Tierra, se ha impuesto necesaria­mente la búsqueda del origen de la vida en nuestro planeta, fenómeno importantísi­mo que, obviamente, tuvo que acontecer en alguna etapa de su transformación a lo largo de los miles de millones de años de su existencia como parte del sistema so­lar, al cual también pertenecen los meteoritos, que, como sabemos, son cuerpos só­lidos de diversos tamaños que se mueven en órbitas muy elípticas alrededor del Sol y que frecuentemente caen sobre la Tierra. El estudio de estos cuerpos astronómi­cos reviste enorme interés, pues a partir de su conocimiento ha sido posible la ob-

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tención de datos muy valiosos sobre el origen del sistema solar, sobre la formación de las plantas y sobre la estructura interna de la Tierra. Así, se sabe actualmente por medio de pruebas de datación radiactivas que el origen de los meteoritos se inició hace aproximadamente 4 500 millones de años, es decir, mucho antes que las rocas conocidas más antiguas de la corteza terrestre, cuyas edades no superan los 3 500 millones de años, lo cual implica que tanto los meteoritos como todos los cuerpos del sistema solar, incluida la Tierra, tienen una estructura semejante y provienen por ello de un núcleo nebuloso común. En efecto, los meteoritos contienen una fracción orgánica constituida por hidrocarburos aromáticos y alifáticos y por aminoácidos y pirimidinas, que son los constituyentes esenciales de los organismos terrestres, lo cual permite afirmar que en nuestro sistema solar, y probablemente en otros siste­mas análogos, se han producido y se producen fenómenos de síntesis químicas en los que se originan estructuras químicas intermedias e imprescindibles en la géne­sis de los seres vivos.

Estos fenómenos son sin duda alguna el punto de partida de la ciencia para tra­tar de explicarse el origen y posterior desarrollo de la vida en nuestro planeta, para erradicar de una vez y para siempre los mitos cosmogónicos originados y promovi­dos por las creencias religiosas. Para ello, actualmente la ciencia acepta que la vida se originó de manera espontánea, cuando se dieron las condiciones necesarias para que ciertos elementos químicos se combinaran para generar moléculas orgánicas muy sencillas al principio y progresivamente más complejas después, hasta originar un sistema capaz de autoduplicarse y relacionarse con el medio en que vivía, es de­cir, hasta un organismo viviente y con la posibilidad de multiplicarse. Este proceso, en el que la naturaleza invirtió miles de millones de años, es el resultado de una con­catenación evolutiva, progresiva y compleja de la materia orgánica. La teoría más aceptada por su firmeza sobre el origen de la vida fue propuesta en 1922 por el bio­químico ruso Alexander Oparin, según la cual en el proceso del fenómeno de la vi­da se unieron para hacerlo posible cuatro eslabones o etapas fundamentales, que son:

1. Primer eslabón o evolución nuclear, durante el cual se originaron los ele­mentos organogénicos o básicos, como hidrógeno, carbono, nitrógeno, oxí­geno, fósforo y azufre, los cuales se formaron a partir del hidrógeno por me­dio de las reacciones termonucleares que ocurrieron en el interior de las es­trellas.

2. Segundo eslabón o evolución molecular, durante el cual se originaron las mo­léculas orgánicas por combinación de los elementos organogénicos, los cua­les generaron la formación de moléculas orgánicas simples y moléculas or-

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gánicas más complejas, denominadas moléculas biológicas. Sobre la exis­tencia real de las moléculas orgánicas simples, por medio de la radioastrono­mía la ciencia ha logrado descubrir su existencia en nuestra galaxia en forma de agua, de amoniaco (NH3), de formaldehído (HCHO), de monóxido de car­bono (CO), de dióxido de carbono (C02), de ácido cianhídrico (HCN), de cianoacetileno (C2HCN) y otro tipo de moléculas orgánicas muy simples. Las moléculas orgánicas más complejas, como los aminoácidos y los nucle-ótidos, elementos estructurales básicos de las macromoléculas esenciales de los organismos, han sido obtenidas por métodos experimentales; así, el cien­tífico Stanley L. Miller, investigador de la Universidad de California, logró sintetizar aminoácidos a partir de los elementos y de la energía que debía existir en la primigenia atmósfera terrestre, sometiendo en su experimento una mezcla de metano, agua y amoniaco a fuertes descargas eléctricas, con lo que logró la formación de aminoácidos semejantes a los que constituyen las proteínas de los seres vivos.

3. Tercer eslabón o evolución protobiológica, durante la cual se produjeron los procesos de interacción entre las proteínas y los ácidos nucleicos, para dar lu­gar al primer complejo molecular capaz de autorreproducirse. En esta fase de la evolución protobiológica aparecieron los primeros complejos enzimáticos, responsables de las funciones vitales de los organismos.

4. Cuarto eslabón o evolución biológica, que incluye desde la formación de los primitivos y simples sistemas vivientes hasta la aparición de los organismos más complejos y el hombre. Sobre este eslabón, y especialmente en sus fases más avanzadas, la ciencia dispone actualmente de numerosos datos facilita­dos por el hallazgo, el estudio y la interpretación científica de los fósiles.

En resumen, la teoría de Oparin muestra un proceso evolutivo que inicia desde el átomo hasta los organismos más complejos, realizado mediante la sucesión de una serie de etapas o eslabones con la intervención de los elementos de la materia y su energía existente en el Universo y en el sistema solar. Por ello, no se descarta la posibilidad de que el fenómeno de la vida pueda haberse desarrollado, total o par­cialmente, en otros planetas del sistema solar, en otros sistemas análogos de nuestra galaxia y en otras galaxias, donde en estos momentos se pudieran estar producien­do los procesos de síntesis química necesarios para la génesis de sistemas vivos.

El origen de la vida y su propia definición son problemas filosóficos que han ocupado la atención del hombre, tal vez desde los inicios de su conciencia. En cuan­to a su origen, la ciencia y la investigación científica al respecto han establecido que

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la vida es simplemente un eslabón que marca la frontera entre los periodos de evo­lución química y de evolución biológica, lo cual es válido mientras no se demues­tre lo contrario. Por lo que hace a su definición, las diversas manifestaciones de la vida a los ojos de la ciencia la han obligado a reconocer al menos diez tipos de for­mas diversas: 1) vida inteligente, manifestada únicamente en la especie humana, lo que constituiría la cúspide de la evolución de la vida; 2) vida animal; 3) vida vege­tal; 4) vida multicelular; 5) vida unicelular; 6) vida unicelular, de células procario­tas (sin núcleo definido); 7) vida subcelular; 8) virus complejos; 9) virus simples, y 10) vida molecular, de una molécula de ácido desoxirribonucleico (DNA), que no puede existir en sí sin la presencia de los enzimas y de los mecanismos necesarios para la reproducción del material genético. Desde luego, con estas definiciones, que son útiles a la ciencia para estudiar la vida y sus procesos, no se puede, sin embar­go, dar una definición absoluta de la vida que abarque todos sus conceptos, como sucede en el campo de los virus, que para un químico serán una agrupación com­pleja de moléculas, mientras que para un bioquímico serán indicios de vida por su capacidad metabólica.

El hombre, desde sus inicios filosóficos, pese a sus escasos conocimientos y nu­lo saber biológico, intentó encontrar una explicación del origen de la vida y en su trayecto formuló diversas hipótesis para tratar de satisfacer sus dudas al respecto. En este sentido, a lo largo de la historia del pensamiento tanto la ciencia como la fantasía han formulado diversas explicaciones, de las cuales las más conocidas son las siguientes.

1. La vida es de origen sobrenatural, producto de una voluntad divina y, por tan­to, no puede explicarse científicamente en términos físicos o químicos.

2. La vida nace por generación espontánea, lo cual significa que puede formar­se en cualquier momento, tanto en el pasado como en nuestros días y en un corto espacio de tiempo a partir de la materia inerte. Esta creencia tuvo mucha aceptación a lo largo de siglos, nacida por supuesto de la ignorancia motivada por la escasez de conocimientos biológicos. Durante la Edad Media y todavía a principios del si­glo xix, la gente común e incluso muchos estudiosos de la naturaleza no lograban entender la misteriosa aparición de larvas y gusanos en la materia en estado de des­composición, o los hongos que aparecían en los vegetales muertos, lo cual sugería que dichos organismos aprecian de manera espontánea, lo mismo que las ratas y ra­tones que aparecían en los basureros o en sacos de ropa sucia. No fue sino hasta 1862 cuando, por medio de ingeniosos experimentos, el sabio Louis Pasteur de­mostró la falsedad de la vida espontánea, al descubrir la presencia de millares de

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microorganismos en las motas de polvo contenidas en el aire, demostrando asi que en la atmósfera que nos rodea existe un número considerable de seres vivos, que eran además responsables de enfermedades y epidemias. Estas explicaciones de Pasteur eliminaron así para siempre la teoría de la aparición espontánea de la vida.

3. La vida es eterna, al igual que la materia, y la vida terrestre comenzó en el mo­mento de formarse el planeta o apareció poco después. Esta teoría, junto con la que establece que la vida terrestre se desarrolló a partir de una serie de reacciones quí­micas progresivas, son científicamente las teorías plenamente aceptadas en virtud de las investigaciones realizadas, las cuales han comprobado la posibilidad de la creación y evolución de organismos vivos a partir de fenómenos fisicoquímicos si­milares a las condiciones del planeta en su estado primario. Así, la evolución de la materia para generar vida es una edificación gradual de formas cada vez más com­plejas de los distintos elementos capaces de lograrla, por medio de una combinación de eventos concatenados a través de miles de millones de años.

Así, los diversos experimentos realizados por varios científicos a finales del si­glo xix y durante los 50 años posteriores sirvieron primero para observar el efecto de las descargas eléctricas en las mezclas de CO2 y H2O, pues, como se supone, la electricidad atmosférica del planeta habría contribuido en gran medida a las reac­ciones de la materia para generar los primitivos organismos vivos, y con ello se in­tentaba demostrar que el formaldehído (H2CO) era uno de los productos formados en estas reacciones. Después, se investigó la interacción del anhídrido carbónico (CO2) con el agua (H2O), porque los científicos suponían que este fenómeno debía tener relación con la fotosíntesis, que es un proceso mediante el cual los vegetales fijan el CO2 atmosférico, y con la energía luminosa captada y almacenada lo poli-merizan en hidratos de carbono con desprendimiento de oxígeno. Con esta serie de experimentos se confirmó finalmente que la interacción del CO2 con el H2O esta­ba íntimamente ligada a la formación de los primeros productos orgánicos de la Tie­rra primitiva.

Fue en 1950 cuando Calvin demostró que las mezclas de CO2 y H2O, en pre­sencia del ion ferroso (Fe++) y sometidas a radiaciones de partículas alfa -núcleos de helio-, proporcionaban formaldehído y ácido fórmico (HCOOH); y en 1953, Mi-11er, convencido de la teoría de Oparín y Urey acerca de que la Tierra primitiva po­seía una atmósfera reductora, utilizó en sus experimentos iniciales mezclas de amo­niaco, agua, metano e hidrógeno y las sometió a la acción de descargas eléctricas de alto voltaje, obteniendo así fácilmente formaciones de aminoácidos esenciales, co­mo glicina, alanina y ácido aspártico y compuestos de ácido aminobutírico. Satis-

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fecho de la comprobación de su teoría, Oparín describió así los experimentos de Miller:

En primer lugar se originaron las sustancias orgánicas y más tarde surgieron de ellas los organismos, como resultado de la evolución de dichas sustancias. Miller realizó la pri­mera experiencia que demuestra esta hipótesis fundamental: tomó una mezcla gaseosa que correspondía, lo más aproximadamente posible, a la de la atmósfera inicial de la Tie­rra y, tras provocar una chispa en dicha mezcla de gases, obtuvo aminoácidos, es decir, los ladrillos fundamentales para la formación de las proteínas.

Las investigaciones científicas han demostrado, sin ninguna duda y de sobra, que de la materia inorgánica puede surgir materia orgánica y de ésta organismos vi­vos elementales que, sujetos a un proceso de evolución natural, son capaces de pro­ducir seres con estructuras orgánicas complejas, el hombre incluido, lo cual elimi­na definitivamente las hipótesis establecidas antes de estos descubrimientos y la doctrina religiosa del creacionismo divino. Ante estas evidencias científicas ya no resulta muy importante especificar o detallar las condiciones verdaderas en que fue­ron sintetizadas las sustancias necesarias para el inicio de la vida, porque sabemos que, cualesquiera que éstas hayan sido y en el tiempo necesario, pudieron generar los primeros compuestos orgánicos del edificio de la vida; igualmente, sabemos que la energía que activó las mezclas para producir sustancias biológicas fue la necesa­ria para excitar los reactivos, de manera que éstos fueron capaces de combinarse con eficacia. Además, la evidencia actual demuestra que todos los seres vivos utili­zan mecanismos bioquímicos semejantes y moléculas básicas idénticas, las cuales son sintetizables sin la intervención de los mecanismos propios de los seres vivos, lo cual nos obliga a deducir que los seres vivos son el resultado de un organismo primitivo común, o de una serie de organismos muy parecidos entre sí. Tal fenó­meno está en consonancia con la forma en que opera la naturaleza, o sea, con orden y economía, según las leyes físicas y químicas, por lo que un origen y materiales comunes le habrían ahorrado trabajo a la naturaleza, que tras el impulso inicial re­quirió únicamente seguir la vía más fácil, compatible con la física y la química de la atmósfera primitiva. Por ello, en sus moléculas más simples, todos los organis­mos vivos conservan, pese a su evolución natural, la huella de su origen común.

Todos los estudios y experimentos dirigidos al descubrimiento del origen de la vida y su posterior evolución son el resultado de la inquietud de la inteligencia hu­mana por descubrir sus orígenes y encontrar así el mejor camino para su exitoso desarrollo como especie; al mismo tiempo, las demostraciones científicas en torno a este terna tan apasionante han servido para desechar la doctrina del creacionismo

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y otras teorías fantásticas sobre la vida y su origen, incluido el ser humano, lo cual justifica sobradamente todos los trabajos y esfuerzos que la ciencia dedique a este tema. Paralelamente, las diversas investigaciones en las distintas ramas de la cien­cia que invierten su tiempo en este campo otorgan amplios beneficios para la me­dicina y, por ello, para el ser humano, lo cual demuestra el elevado sentido social que desde sus inicios mueve a toda la filosofía materialista. Así, el apasionante te­ma del origen de la vida se complementa, por razones obvias, con el tema funda­mental del origen del hombre como la especie evolutiva más destacada de las es­tructuras biológicas de los seres orgánicos que viven en el planeta.

El género humano, desde sus primeros destellos de razón, ha percibido que su entorno y los objetos que lo conforman y que son parte de su experiencia se modi­fican y evolucionan, por lo que todo lo cercano y lo lejano siempre está por natura­leza en constante movimiento; así, el hombre ha entendido que en el Universo lo único constante es el cambio y ha entendido igualmente que el hombre mismo y to­dos los sistemas que lo rodean están relacionados entre sí, en constante interacción y nunca aislados. Es un mandato de la naturaleza el que nada evolucione aislada­mente y de este mandato el hombre no está excluido, por lo que no evolucionamos solos y por ello somos interdependientes de toda evolución y al mismo tiempo, co­mo señores únicos del planeta, somos hoy el factor decisivo de la evolución en la faz de la Tierra y algún día, si la naturaleza lo permite, de todo el Universo.

Nuestro planeta primigenio, ubicado en un determinado sitio en su sistema so­lar, con su corteza terrestre producto de su agitación volcánica, su manto de agua, su envoltura magnética, su masa atmosférica y su entorno cósmico: el Sol, los saté­lites, las demás estrellas y galaxias; este planeta que denominamos Tierra en algún momento de su transformación cambió totalmente de naturaleza y de sentido cuan­do en ella aparecieron, para permanecer, los primeros microorganismos capaces de sintetizar hidratos de carbono mediante la función de la molécula de clorofila sen­sible a la energía solar, hace aproximadamente 3 mil millones de años. Luego, mil 500 millones de años después, la envoltura vegetal del planeta, inductora de la transformación de la superficie terrestre, como verde fábrica de energía ubicada en­tre la litosfera, la atmósfera, el agua y el Sol, cobró a su vez un sentido y valor ab­solutamente nuevos al generar el organismo animal primitivo, capaz de fabricar proteínas asimilando los hidratos de carbono del mundo vegetal, para vivir a sus ex­pensas. Después, hace unos mil millones de años, los organismos naturales se di­versificaron rápidamente, iniciando así una carrera evolutiva en función de la ener­gía y de la configuración de la naturaleza mineral y vegetal, proporcionando con su existencia una nueva imagen y una nueva realidad a la biosfera planetaria.

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En el trayecto del desarrollo de la vida en el planeta, la naturaleza ha realizado diversos experimentos, creando y eliminando múltiples proyectos. La paleontolo­gía, al estudiar los seres vivos del pasado y las huellas de su actividad en su parti­cular medio ambiente, ha demostrado que la capacidad de la naturaleza para produ­cir especies biológicas no se limita a las que actualmente conocemos y con las que convivimos, sino que desarrolla un organismo biológico perfectamente adaptado a las condiciones que en una etapa específica del planeta lo rodean; por ello, no es po­sible entonces suponer que la desaparición de alguna especie viviente sea un fraca­so de la naturaleza. Por el contrario, se trata de una etapa circunstancial que obliga a la naturaleza a eliminar lo que considera inoperable para los efectos de la cadena evolutiva que tuvo un inicio pero que no tiene fin, lo cual demuestra la falsedad de la doctrina creacionista, que propone la hechura divina de la vida y sus diferentes especies de una sola vez y para siempre, sin cambio alguno.

Después de Darwin y el descubrimiento científico de su teoría de la evolución de las especies vivas, la paleontología, aún en pañales, recibió un enorme impulso y requirió a la vez para su acelerado desarrollo la combinación armónica de nuevas disciplinas surgidas de su seno. Así, a la paleontología, que busca precisar las ca­racterísticas anatómicas de los diversos tipos de fósiles que puedan ser considera­dos prehumanos, se encadena la paleantropología como herramienta científica para tratar de desentrañar la filogenia humana, junto con la paleogeografía, que trata de ubicar los diversos centros posibles de evolución de los primates superiores y de los homínidos, complementado todo ello con las correspondientes comparaciones de orden bioquímico entre el hombre y los simios, con la datación posible en la medi­da de los avances de la física atómica, de los diferentes grupos de póngidos y ho­mínidos a la fecha conocidos a partir de un tronco común. Sin embargo, los méto­dos considerados clásicos en la investigación arqueológica no bastan todavía para ofrecer un estudio completo de la vida y desarrollo de la historia del hombre, en vir­tud principalmente de la dificultad que existe para encontrar los fósiles adecuados que nos permitan eslabonar contundentemente el origen de los nexos antropomór-ficos de simios y homínidos paleolíticos. No obstante, existe la certeza de que con­tando con los especímenes adecuados y con la concurrencia de las investigaciones de científicos especializados en geología, estratigrafología, geomorfología. sedi-mentología, paleobotánica y física nuclear, entre otras disciplinas altamente espe­cializadas, es muy probable que de la síntesis de estos trabajos se puedan recons­truir las condiciones de la Humanidad prehistórica, incluido su comportamiento de grupo o individual, así como el grado de evolución de un determinado núcleo hu­mano que caracterice las diferentes etapas de las civilizaciones sucesivas de la Hu­manidad prehistórica.

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En la etapa actual sobre el conocimiento del origen de la vida y del hombre en el planeta, la ciencia establece como altamente probable la aparición de la vida en la época arcaica de la Tierra, hace aproximadamente 3 500 millones de años, la cual evolucionó de modo gradual hasta la aparición de los primeros mamíferos, en­tre los 230 y 195 millones de años, durante la etapa geológica conocida como triá-sica; entre los 137 y 67 millones de años, en la época conocida como cretácica, apa­recerían los primeros animales placentarios, incluidos los primates, y finalmente en la era geogénica, entre los 22 y 2 millones de años, aparecerían los homínidos co­mo tronco común del hombre actual. A partir del estudio de cráneos fósiles halla­dos hasta la fecha, el calendario geológico ubica la aparición del género Homo ha­ce tres millones de años, el Homo Habilis hace dos millones y el Homo Erectus y el actual Homo Sapiens iniciaron su desarrollo y evolución hace aproximadamente un millón de años. En la actualidad subsisten de la rama de los primates el gibón, el gorila, el orangután y el chimpancé, mientras que de la especie Homo, que inclu­ye cuatro ramas conocidas como Australopitecos, Pitecántropos, Neandertales y Homo Sapiens, subsiste únicamente esta última con la apariencia de hombre mo­derno, habiendo desaparecido las tres restantes, pero que en algún momento de la evolución compartieron el planeta e incluso convivieron, como es el caso compro­bado de los Neandertales y el Homo Sapiens.

El camino de la evolución humana ofrece a la ciencia mucho trabajo por delan­te en virtud de los múltiples misterios que aún le oculta; sin embargo, seguros co­mo estamos ya de su origen, podemos con nuestros actuales conocimientos enfocar los esfuerzos de la ciencia a develarlos gradualmente, sin entretenernos y perder el tiempo en los postulados de las diversas doctrinas idealistas o religiosas, que, ade­más de su errónea concepción del origen de la vida, promueven el racismo, sin de­tenerse a pensar que el hombre debajo de un aspecto físico polimorfo es una espe­cie única, denominada Homo Sapiens, cuyo grado natural de inteligencia le ha permitido el don de la ubicuidad, la cual le concede la oportunidad de poder adap­tarse a los más dispares medios climáticos que existen en el planeta. Esto ha con­tribuido a que los diversos grupos humanos que lo habitan adquieran rasgos propios y distintivos a causa de su progresiva adaptación a un medio geográfico en particu­lar, donde los genes más favorables a la supervivencia en un entorno peculiar han transmitido a la población, por herencia, caracteres cada vez más variados, llegando al polimorfismo actual, aún más diversificado que en la prehistoria y en los siglos anteriores recientes, a causa de la facilidad de interrelación de los distintos grupos étnicos que ofrece la época moderna. Todo ello trae como consecuencia una impre­sionante mezcla de culturas junto con sus particularidades genéticas que muchas veces asombran por su atractivo resultado.

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Sin embargo, tras este polimorfismo permanece intacto el género único del Ho­mo Sapiens, como única especie viviente dotada de un grado de inteligencia supe­rior que le ha permitido dar sentido y existencia al Universo, su naturaleza y sus fe­nómenos. Esta inteligencia humana, herramienta privilegiada de nuestra especie, no es un don adquirido de manera burda o primitiva que pudiera haberse desarrollado o crecido con el correr de los millones de años de la existencia del hombre, sino que es una manifestación inherente a nuestra especie, que le fue dotada desde el princi­pio por la naturaleza con el grado de inteligencia que manifestó desde su origen y que en la actualidad aún manifiesta. Se puede suponer que el asombroso progreso humano es el resultado de una gradual acumulación de la inteligencia, pero la an­tropología y demás ciencias especializadas en el estudio del hombre han compro­bado que el hombre moderno no tiene por qué ser más inteligente que aquel ante­pasado nuestro que en el paleolítico superior pintó con tanto derroche de arte las cuevas de Altamira, o de aquel agricultor del neolítico que tuvo la brillante idea de seleccionar los granos más útiles para el cultivo o los animales susceptibles de do­mesticación. Ciertamente, entre estos personajes y nosotros, fuera de nuestro as­pecto físico y modo de vida, no existe mayor diferencia, si distinguimos claramen­te lo que significa la inteligencia de lo que significa la cultura, la cual se adquiere con la educación, que es finalmente la piedra angular de la filosofía y específica­mente del materialismo dialéctico, puntal de la filosofía de la ciencia y la funda-mentación del ateísmo.

La inteligencia humana en su manifestación original no ha cambiado, sino que lo que ha cambiado son los métodos de conservación de los conocimientos adqui­ridos gradualmente por nuestros antecesores, que pasaron de la imitación a la tradi­ción oral y de ésta a la escrita, después, al libro impreso y la educación escolar, y más tarde a la difusión masiva y abierta de los conocimientos que cotidianamente genera la inteligencia. Esto ha permitido a la cultura extenderse por todos los con­fines del planeta, lo cual, desde luego en nada prueba que la inteligencia haya au­mentado o que lo esté haciendo; sin embargo, demuestra que existe ahora la posi­bilidad de que cualquier individuo, de cualquier grupo social, se convierta en un hombre culto gracias a la diversidad de sistemas de educación, lo cual evidencia que todos los individuos poseemos, al menos en potencia, un grado similar de inteli­gencia y que ésta nada tiene que ver con la cultura. La educación, ciertamente, es un importante corrector de algunos comportamientos naturales del hombre, como son los instintos de agresión y de lucha entre diversos grupos, similares al compor­tamiento en su origen primate y su posterior adaptación a la vida de carnívoro; por ello, hasta ahora, la educación es el mejor camino conocido para intentar favorecer

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una nueva etapa evolutiva que conduzca a nuestra especie hacia una humanización cada vez más perfeccionada. Con la misma inteligencia que tenemos desde siempre, podemos aspirar como especie a sacudirnos definitivamente de nuestros atavismos naturales, los cuales son producto de nuestro origen animal, que nos colocó en el camino, primero, de la ignorancia lógica por nuestro desconocimiento de las cosas y, después, en los primeros pasos de nuestra superación, en la interpretación equi­vocada de los fenómenos naturales a los que inicialmente les atribuimos cualidades fantásticas. Esto generó su deidificación con inclinaciones religiosas erróneas, si­tuación que se ha venido eliminando gradualmente, gracias al buen uso que la es­pecie humana ha dado a la inteligencia y a la razón.

La Humanidad, en sus primitivos estados de ignorancia, encontró que la inter­pretación religiosa de las cosas resultaba ser el camino más cómodo para tratar de explicarse los diversos fenómenos de la naturaleza, a falta de la explicación cientí­fica y razonable, que se encontraba ausente en las primeras etapas de su carrera evo­lutiva. La suplantación de los fenómenos por imágenes religiosas, surgidas de la fantasía y el temor combinados, propició la adoración de ídolos, piedras converti­das en dioses, expresado en un politeísmo que al refinarse desembocó en un mono­teísmo sin rostro, que tomó, sin embargo, forma con la construcción de templos, iglesias y catedrales en donde supuestamente Dios manifiesta su presencia a la ma­nera de oficina de audiencias y despachos.

Así, si el hombre en sus inicios adoró monigotes de piedra o madera con forma humanizada, para posteriormente adorar a un Dios que no tiene forma por ser una idea, retomó, empero, su adoración primitiva por la piedra pero ahora transformada por su genio arquitectónico en recintos ostentosos llamados genéricamente "tem­plos", donde la gente sencilla, por indicaciones de sus sacerdotes, busca su pasa­porte al "paraíso", a cambio de un total sometimiento a la voluntad del clero y di­versas contribuciones económicas, ya sea en dinero o en especie. El descubrimiento del elevado valor comercial y económico de la religión, una vez instituida masiva­mente, ha constituido, y constituye aún en nuestro tiempo, el principal y único mo­tivo para imponerla, sostenerla y explotarla por las diferentes jerarquías religiosas.

Hoy, gracias a la ciencia, ya conocemos entre la claridad y la penumbra el cu­rriculum biológico del género Homo, y esto nos demuestra que si el Homo Sapiens hubiera sido creado a imagen y semejanza de Dios, el Ser Supremo deberá tener for­ma de simio. La paleontología, a partir de los diversos hallazgos de restos fósiles encontrados en distintos puntos del planeta, ha demostrado que el género Homo se

desarrolló y evolucionó hacia lo que hoy es el hombre actual de una manera diver­sa, atendiendo a las necesidades específicas que le imponía la geografía y el entor-

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no que ocupaba. La evolución de nuestra especie no debe por ello verse como una simple cadena ni un hilo constante de progreso, como en algún momento de la in­vestigación científica se pensaba, sino como el resultado de la diversidad de grupos en algún momento emparentados y gradualmente transformados y adaptados a su medio, en virtud de una intrincada red de intercambio de conocimientos elementa­les que les permitieron con ingenio superar todo tipo de dificultades y peligros y po­blar lentamente el planeta. Así de manera progresiva se formaron sociedades cada vez más cultas y complejas, lográndose complementariamente una selección diver­sa de mutantes (en su aspecto físico, no genético), en grupos separados en lo geo­gráfico. Por ello, la Humanidad se ha fraccionado en tipos diferentes, caracteriza­dos por la pigmentación de la piel, las facciones del rostro, el color y la forma de los ojos y de la nariz, así como la distribución, densidad, estructura y color del pe­lo, pero siendo todos estos tipos humanos miembros de una especie genéticamente igual.

De esta manera, en el trayecto de su desarrollo como especie superior única, el hombre descubrió que con su inteligencia e ingenio tenía las posibilidades de so­brevivir en un planeta que, en apariencia, estaba diseñado para eliminarlo o al me­nos hacerle pesada su existencia. Fue así que en algún momento de su constante va­gar por el mundo, el hombre comprendió que las semillas y raíces que consumía podían ser cultivadas en terrenos propicios, evitándose así el trabajo de buscarlas; asimismo, entendió que muchos de los animales que perseguía en la caza podían ser domesticados y tenerlos a la mano para cuando requiera su carne, su leche y sus pie­les. Entonces el hombre pasó del nomadismo al establecimiento de grupos sociales que le permitieron, además de asegurar su subsistencia, dedicar más tiempo al ocio y a las tareas creativas que surgían de su imaginación primitiva.

Así, mientras que el suelo vegetal, sus productos y los animales en cautiverio proporcionaron al hombre el alimento corporal, el tiempo de ocio que trajo este be­neficio desarrolló su aguda inteligencia, la cual le permitió plantearse diversidad de interrogantes y lo incitó a investigar técnicas novedosas para aplicar la energía so­lar y el fuego sobre los materiales rocosos y arcillosos. Aprendió que con el calor, el barro plástico y resbaladizo se convierte en materia rígida y resistente al fuego y que en estos recipientes podía calentar directamente al fuego sus alimentos y trans­formarlos, para hacerlos más apetitosos y digeribles. A partir de este descubrimien­to, simple pero trascendental para la especie humana, se desata entonces una fabu­losa riqueza de creación artística, como lo demuestran las distintas variedades de cerámica producidas por todas las culturas primitivas en el mundo. Paralelamente, el hgenio humano, alentado por el ocio y los descubrimientos que lograba, dirigió

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su atención admirativa a los metales duros y brillantes, a los que valoró por su va­riada utilidad práctica y como símbolo de riqueza y prestigio, logrando pasar así de la cultura de la piedra a la cultura de los metales.

A pesar de que aun se desconoce cuál pudo haber sido el establecimiento huma­no colectivo más remoto, se considera a las ruinas más antiguas de Jericó el punto de partida de la era de las ciudades, que fueron la semilla de los posteriores con­glomerados humanos. En las excavaciones de Jericó se ha descubierto una serie de ciudades superpuestas y la más antigua descubierta hasta ahora es de hace unos 9 000 años; en América, en las costas de Perú, la cultura conocida como "Los ma­risqueros" ya vivía en ciudades hace unos 7 000 años. Estas evidencias no excluyen centros de población aún más remotos, como los encontrados en el sur de Francia, con indicios de cabanas construidas en el interior de una cueva, o en Ucrania, don­de se han encontrado evidencias de cabanas construidas con huesos de mamut. Ob­viamente, en estas concentraciones humanas eminentemente agrícolas en principio nace la arquitectura; luego surgieron actividades de ingeniería con el fin de aprove­char los caudales de los ríos mediante obras de regadío. Consecuentemente, a paso lento la mayoría de las veces pero siempre constante, el ingenio humano pudo trans­formar su entorno para adecuarlo a sus necesidades, demostrándose a sí mismo su aptitud para modificar la naturaleza y para entender, además, que esta naturaleza de apariencia violenta y agresiva puede ser domesticada cuando se conocen sus fenó­menos y se descubre su comportamiento.

En esta organización primaria, pero con una visión de desarrollo alentada por sus cada vez más frecuentes éxitos intelectuales, por un lado, los agricultores creaban las ciudades y se ocupaban de la ingeniería y, por el otro, los pastores, nómadas por excelencia, desarrollaban la astronomía y la geografía, cuya amplia visión del terri­torio propició la organización de nuevas ciudades, que dieron paso a una red de caminos y veredas para unirlas, hasta que hace aproximadamente 5 000 años se for­maron así los primeros Estados. Esta novedosa organización social y la diferencia­ción territorial que implicaba, al mismo tiempo, lo ajeno y la pertenencia aportaron igualmente una nueva visión de la topografía y de los accidentes geográficos, agre­gándole así a la convivencia humana nuevos conceptos de valoración de los ele­mentos naturales del ambiente y la consecuente diferenciación de los individuos en estatus, roles y castas. Toda esta revolución, generada por la vida comunitaria, agre­gó novedosos sistemas de relaciones y valores entre los individuos, fronteras y ba­rreras entre los Estados, fraccionando con ello el ambiente geográfico y dividiendo a la Humanidad y sus símbolos, incluidos los religiosos que en su politeísmo dife­renciaban a las diversas culturas. También los nuevos valores generados por la vida

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organizada y el convencimiento humano de su capacidad intelectual para transfor­mar el contexto natural, por medio del continuo progreso técnico, despertaron la idea de un universalismo geográfico, cultural, político y religioso que originó la for­mación de los imperios, con sus consecuentes afanes de conquista de territorios aje­nos por medio de la guerra, cuyas manifestaciones han sido parte inseparable de la condición social de la historia humana y que aún persiste en nuestros días.

A 10 000 años del inicio de lo que llamamos civilización, el agrupamiento hu­mano es considerado parte indispensable de la evolución, como propiciador de su poder creador y la cultura. La masificación de los conocimientos que en un princi­pio fueron monopolio de la religión y el alto clero ha ofrecido al individuo prome­dio la posibilidad histórica de lograr su total libertad de conciencia por medio del conocimiento de la ciencia, en la medida en que ésta progresa y acumula nuevos descubrimientos sobre la naturaleza y sus fenómenos, sobre el hombre mismo y su función en el planeta, sus aspiraciones y posibilidades para subsistir como especie única y privilegiada en la escala de los seres orgánicos que habitan la Tierra. En es­te punto de la evolución, el ser humano es la única especie que ha interiorizado el Universo más que ningún otro organismo, considerando verdad que el Universo no ha experimentado a ninguna otra inteligencia descubriéndose o recreándose con su contacto de una manera tan íntima y variada como lo ha hecho el hombre, por lo que, mientras no tengamos la certeza de la existencia de otras inteligencias, iguales o superiores a la nuestra, podemos y debemos conservar el orgullo de considerar­nos el vértice máximo de evolución y realización de la vida en el Universo. El fu­turo humano con la libertad de pensamiento está abierto a todas las posibilidades, al progreso, a la felicidad y a la riqueza, opciones posibles para todos, que única­mente requieren que nuestra especie encuentre y establezca el verdadero juicio mo­ral que nos permita distinguir, sin lugar a dudas, la frontera que,separa lo que nos hemos empeñado en calificar como el bien y el mal. Tales conceptos más allá de la manipulación religiosa amañada, la propia naturaleza nos los ofrece, pero aún no los hemos distinguido de un modo categórico o absoluto.

Para algunas personas con tendencias catastróficas o espíritu pusilánime, la ace­lerada evolución del hombre y su nutrida acumulación de conocimientos represen­ta una amenaza para la estabilidad del planeta, argumentando que la intervención del hombre en los asuntos de la naturaleza terminará rompiendo inevitablemente el equilibrio de la vida, por su pretensión de parecerse o suplantar a Dios. Este enfo­que con fundamento religioso, y por lo mismo equivocado, de la función del hom­bre en el planeta no es de ninguna manera novedoso, pues la historia demuestra que en las etapas del conocimiento y descubrimiento de hechos importantes para la Hu-

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manidad siempre se levantaron voces para advertir a la ciencia de su osadía, nor­malmente calificada como acto de herejía o desobediencia divina, ignorando el he­cho de que, al ser la evolución un proceso inacabable y que por ello el hombre se hace por etapas y no es por tanto un ente acabado, posee sin embargo la capacidad suficiente y manifiesta de crear, según lo requiera, un nuevo mundo cada vez que lo considere necesario en la medida de sus exigencias graduales y cada vez con una aceleración que resulta excepcional. Sin duda alguna, hasta ahora el hombre se ha inventado a sí mismo, "el hombre ha inventado al hombre", aunque sin pretenderlo y por ello sin previsión, pero ya en estas etapas de su evolución ha entendido que también existe la posibilidad de poder "inventarse" como una Humanidad honesta, digna y responsable, protectora de sí misma y de todo lo que la rodea.

En términos fantasiosos, el Universo y todo lo que contiene es una creación de los dioses o de Dios, según lo establecen los diferentes "ismos" religiosos, desde la Antigüedad hasta nuestros días, como una contraposición manifiesta con lo que la ciencia se ha ocupado en demostrar a partir de sus diversos estudios y descubri­mientos. En su constante búsqueda del sentido de la vida y su función en el pla­neta, la especie humana, además de la religión, la magia o la superstición, ha im-plementado otras vías del pensamiento, como la filosofía y la ciencia, y en estas últimas ha podido encontrar en parte muchas respuestas que le han permitido saber que va por el camino correcto, al menos en lo que corresponde a la pregunta recu­rrente que desde siempre nos hemos hecho: "¿De donde venimos?" En gran medi­da, tal respuesta ha sido contestada por la ciencia; y en lo que respecta a la otra gran interrogante: "¿A dónde vamos?", a estas alturas de nuestra evolución estamos ca­pacitados para responder: "a donde queramos llegar". La explicación religiosa del Universo y de la vida, pese a sus afanes de censura y persecución, si bien pudo retardar la marcha de la ciencia, no fue capaz de inmovilizarla, en virtud de esa asom­brosa sed de conocimiento con la que la naturaleza proveyó al hombre y que le per­mite en su permanente búsqueda de la verdad toda clase de rebeliones y sacrificios, por lo que de alguna manera ya estamos manipulando nuestra propia evolución y la de las demás especies vivas para dirigirlas hacia donde más beneficios nos otorgue, por medio de la aplicación razonada de la filosofía, particularmente de la materia­lista dialéctica, que se transforma en ciencia y por ello en hechos comprobables.

Por este motivo fundamental, la religión y la filosofía materialista son concep­tos imposibles de mezclar, y el proceso evolutivo de la inteligencia humana los ale­ja cada vez más, porque en la permanente búsqueda de las interrogantes acerca del sentido y fin de la existencia del hombre, de su origen, fundamento y naturaleza, donde el filósofo materialista conoce, razona y explica, el hombre religioso única-

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mente profesa sin preguntar y responder, con una actitud irreflexiva de crédulo re­conocimiento, de acción de gracias, alabanzas y solicitación. Con todo esto recluye el más valioso patrimonio de la especie humana, su inteligencia, a la prisión de la meditación ascética y el silencio místico, cuya única función consiste en tratar de encontrar, como por arte de magia, una rendija en el velo detrás del cual se oculta el "Absoluto" y, una vez visto, pedirle que nos responda, desde su pedestal inal­canzable, las razones que tuvo para colocarnos en este mundo y lo que espera de nosotros.

Corno la religión es un fenómeno cultural manifestado con diversas expresiones a través de la historia, en el contexto de las particularidades de cada época, su con­figuración está perfectamente situada en las distintas etapas de su desarrollo, deter­minando éste por la estructura social, el lugar concreto de su establecimiento y su época definida, con el agregado de la influencia de los conceptos intelectuales en vigor, las representaciones plásticas y sus manifestaciones emocionales, así como el folklore, las tradiciones y las costumbres, articuladas y confrontadas con las expe­riencias religiosas de otros hombres, de otras épocas y de otros medios culturales. De tal manera, de un tronco común primitivo y elemental, generado como ya lo hemos visto por la ignorancia y el temor, las religiones, al igual que la especie hu­mana, se derivan unas de las otras y se ramifican hasta tener cada una su propio en­foque de la existencia de la naturaleza y la vida. No es raro, pues, que la religión adopte, con frecuencia si no es que necesariamente, formas y expresiones que úni­camente la comprensión profunda de una determinada estructura cultural permita entender y relacionar las ideas que sobre la divinidad nos ofrecen distintas mani­festaciones religiosas, como aún sucede en la mayoría de los grupos tribales, que apartados de la civilización, todavía pueblan el planeta. Por eso, magia y religión se identifican como uno y lo mismo, aunque se diferencien en su objetivo: la magia, como una más entre las variadas articulaciones posibles de la vida religiosa, repre­senta para sus seguidores la única manera de buscar y encontrar a Dios y hacerlo suyo, al estar la divinidad oculta en determinados elementos de la naturaleza, en ciertas personas, actos, ritos y objetos, camino por el cual se da por hecho la pose­sión de Dios sin su consentimiento, a manera de un rapto y sometimiento de escla­vitud, eludiendo con ello el interrogante de su existencia. Y en el otro extremo del arco iris religioso, con la capa del barniz cultural que da la civilización organizada, las llamadas religiones reveladas, como el judaismo, el cristianismo o el Islam, más elaboradas y sistematizadas, se apropian de la existencia de un Dios que se ha ofre­cido al hombre sin que éste se lo pidiera, y libremente se dirige hacia él y le descu­bre tanto su existencia como su realidad, en un acto supremo de gracia y especial

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distinción. Este Dios y de una manera muy señalada el de la tradición juúeo-cris-tiana, que ha sostenido diálogos frontales con diversos iluminados en distintos tiem­pos de la historia (Abraham, Moisés, Jesús o Mahoma), no han sido capaces de con­vencernos categóricamente de su existencia, ni al menos informarnos de una mane­ra clara cuáles son sus proyectos e intenciones para este mundo, ni del papel que el hombre tiene que representar a lo largo de su existencia.

Tanto el sentido popular religioso como la misma religión tienen la cualidad de adaptarse a su época; así, durante la Antigüedad y hasta fines de la Edad Media, la religión estuvo estrechamente vinculada con la vida social, cultural, familiar y la­boral, por lo que hasta entonces la concepción humana de la realidad, impregnada profusamente con un baño religioso, se fundaba sólo en acciones que resultaban siempre gratas a los ojos de Dios y a la jerarquía clerical. Más tarde y de una ma­nera gradual, en los siglos siguientes y hasta llegar a lo que la historia denomina Edad Moderna, los conocimientos acumulados por la ciencia y su propagación ma­siva influyeron en todos los actos y el comportamiento humano y movieron a la vez su inteligencia hacia otros rumbos en su búsqueda de una nueva realidad, alejándo­la cada vez más de la influencia religiosa, que hoy para unos está en crisis y para otros acabada.

Este fenómeno de alejamiento gradual y cada vez acelerado de la actividad reli­giosa, de la fe y de la creencia en Dios es el resultado lógico de la influencia masi­va del progreso de la ciencia y su aplicación tecnológica en todas las actividades del hombre moderno, por cuyo conducto recibe por primera vez desde su milenaria existencia variados beneficios que le proporcionan un elevado nivel de vida, im­pensado hace apenas medio siglo, con el agregado, nada despreciable, de que gra­cias a los avances médicos las expectativas de vida del hombre común han alcan­zado un promedio mundial arriba de los 75 años, lo cual es un incremento asom­broso de 80% si lo comparamos con el de la Edad Media, y de 50% comparado con el de hace apenas medio siglo. Más aún, hoy, gracias al desbordante progreso que cotidianamente nos asombra, cualquier persona normal, sin ser un genio ni un mar­ginado social, ahora encuentra resueltas distintas opciones para satisfacer su curio­sidad espiritual al margen de lo religioso, con tanta o mayor intensidad como antes, pero sin la necesidad de hallarse situado por obligación en un encasillado religioso sin decisión ni reflexión personal, como resultado de un proceso histórico y cultu­ral de domesticación de la conciencia individual, promovida por el clero para apar­tar del rebaño y aniquilar a las mentes lúcidas que consideraba un "peligro para la religión".

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FILOSOFÍA DE LA CIENCIA: FUNDAMENTACIÓN DEL ATEÍSMO

Si bien es cierto que estos espíritus fuertes, que siempre han existido, con sus posturas heréticas, ateas y críticas frente a la religión y sus sacerdotes propiciaron en su tiempo el despertar de los interrogantes sobre la utilidad religiosa, ha sido, sin embargo, el acervo de conocimientos humanos y su amplia difusión lo que ha mo­vido a la sociedad hacia una postura antirreligiosa y de desacralización de todo acontecer cotidiano, que demuestra que el mundo existe por encima de nuestros idea­lismos y, que estando en nuestras manos, podemos hacer de él lo que para nuestros intereses mejor convenga. Por otro lado, siendo la clase clerical de una estructura antidemocrática y hermética por naturaleza, con sus móviles e intereses propios, proclamados como "superiores" a los seculares, propició igualmente la progresiva y cada vez más acelerada irreligiosidad y anticlericalismo de la sociedad civil, an­ticlericalismo que de manera organizada alcanzó su mayor gloria durante el siglo xx, y continúa hasta nuestros días, con el firme apoyo de los llamados conocimien­tos positivos que nos ofrece la ciencia en todas sus ramas y especialidades.

Paradójicamente, la inicial teologización del mundo promovida por las religio­nes, sobre todo por el cristianismo medieval, que consideraba que la revelación con­tenía un acervo de conocimientos de las cosas de la naturaleza con la aceptación inseparable de la fe y cuya principal intención consistía en controlar la ciencia y evi­tar así su secularización, propició como ya lo hemos visto, el secularismo de la cien­cia y sus grandes promotores, en una manifestación violenta por la lucha de su in­dependencia frente a la religión y su natural oposición excluyente de toda fe. Este secularismo de la ciencia, como rebote, actuó consecuentemente sobre el ámbito re­ligioso general y teológico, y el Dios bíblico absoluto se convirtió en geometría, en física, en química y anatomía en un principio, para disgregarse y desaparecer total­mente cuando por fin surgió el primer sistema claramente materialista y ateo del Occidente moderno. Esta secularización galopante de la sociedad, al mismo tiempo que coloca en graves aprietos a la religión, ofrece a la Humanidad la maravillosa oportunidad de poder establecer sus mejores rutas hacia una evolución que respon­da sin impedimentos religiosos al interés único que debe de preocuparla: su des­arrollo permanente en el planeta en un ambiente de elevado progreso y plena liber­tad. Durante milenios el hombre ha dedicado demasiado tiempo a la adoración de ídolos, imágenes e ideas representadas con piedra y cemento y por eso hemos olvi­dado la idea del hombre; sin embargo, nuestra actual adultez humana nos permite ya desde ahora establecer una "nueva religión", en cuyo centro exista no otra cosa sino la adoración del Homo: el humanismo.

Se asegura, y es cierto, que la secularización de la sociedad tomó por sorpresa a la religión, entretenida como estaba durante milenios en amasar poder y riquezas,

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primordialmente, y de una manera complementaria en peregrinar por los caminos de la prehistoria entre mitos, fantasías y un cúmulo de normas éticas individualis­tas que dejaban de lado las necesidades cotidianas de las masas. Este rebase histó­rico de la sociedad fue inevitable, ante una religión anclada en su pasado primiti­vo, cuando la ciencia se aceleró gracias a la cadena de enormes descubrimientos técnicos sobre todo durante el siglo xx, de los que por mencionar únicamente un ejemplo, baste recordar que desde las primeras pilas eléctricas hasta la pila atómica sólo media un siglo de distancia, y que hoy un libro científico de cualquier espe­cialidad corre el riesgo de nacer anticuado por la rapidez con que se generan nue­vos conocimientos. Es inevitable por ello que la técnica incida en el cotidiano exis­tir humano, transformando por igual su vida física, su mentalidad y su relación con las demás personas al elevar su nivel cultural, por medio de un fácil acceso a la in­formación que le permite, aun en el alfabetismo, conocer oportunamente hechos que le son incluso lejanos en el tiempo o en la geografía. Y sin calificar si esto es bueno o puede ser malo para la especie humana, se consigna simplemente una rea­lidad que nos permite establecer le responsabilidad absoluta del hombre sobre su destino, que le permitirá encontrar la respuesta definitiva sobre el sentido de la vi­da y su misión en el planeta sin necesitar la idea de un Dios que, está visto, no se atreve a mirarnos de frente.

En su momento histórico, todos los avances de las ideas filosóficas en las cien­cias naturales se distinguieron por la defensa que del materialismo hicieron en di­chas ciencias los investigadores avanzados, por los nuevos descubrimientos cientí­ficos de un carácter dialéctico espontáneo, confirmando así la verdad que asiste al materialismo contra las tendencias idealistas y agnósticas en la ciencia. Ya para me­diados y finales del siglo xix se fundamentó para siempre la postura filosófica del materialismo dialéctico por Marx y Engels, a partir del análisis y valoración de los tres grandes descubrimientos científicos de mediados de ese siglo: la célula, la teo­ría de la conservación y transformación de la materia y la energía, y el darwinismo, complementados con los vertiginosos éxitos de la química en sus modalidades de química orgánica y agroquímica.

En su síntesis filosófica de las conclusiones que se desprenden del descubri­miento de la célula (Schleiden en las plantas y Schwann en los animales), Engels señala que esto conduce a la admisión de la unidad de toda la naturaleza orgánica, de la unidad de todo el proceso del desarrollo histórico de la vida desde su forma más simple e inferior, hasta el organismo más completo. Por ende, el desarrollo del método comparado en biología conduce inevitablemente a la refutación de las fá­bulas idealistas clericales sobre el origen divino del hombre, al tiempo que dicha teo-

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ría celular nos permite contemplar la naturaleza viva, no sólo desde el punto de vis­ta de la unidad y dependencia de sus formas y del desarrollo de éstas, sino también desde el punto de vista del desarrollo a saltos, condicionado por el paso de los cam­bios cuantitativos a cualitativos. Como se sabe, la célula es para la materia orgáni­ca el equivalente mínimo, como lo es el átomo para la materia, y demuestra en su manifestación la más completa uniformidad estructural del hombre con el resto de mamíferos y se extiende a todos los vertebrados e incluso, aunque menos clara­mente, a los insectos y crustáceos. En cuanto al otro gran descubrimiento del mate­rialismo dialéctico del siglo xix, la ley de la conservación de la materia y la ener­gía, Engels la define como una ley según la cual el movimiento mecánico, es decir, la fuerza mecánica, en determinadas condiciones se transforma en calor, el calor en luz, la luz en afinidad química, la afinidad química (la pila de Volta) en electricidad y esta última en magnetismo, en un proceso de transformación teóricamente inter­minable que demuestra la vinculación recíproca y permanente de todos los fenó­menos de la naturaleza. De la teoría evolucionista de Darwin, tanto Marx como En­gels, en su estudio y comentarios, concluyeron que, pese a sus defectos, la teoría darwiniana y sus datos científicos son fundamentales para el materialismo dialécti­co, al descargarle un golpe mortal a la teología con su demostración exitosa del desarrollo histórico de la naturaleza.

Todos los descubrimientos científicos de la segunda mitad del siglo xix fueron la culminación de las grandes inclinaciones filosóficas de los pensadores materia­listas de la Antigüedad y el Renacimiento, y estos descubrimientos sirvieron asi­mismo para fundamentar definitivamente el sentido materialista dialéctico de toda la ciencia en sus métodos de investigación, aun en sus obligadas fluctuaciones y pa­sajeros desvíos, propiciados por la carencia de conocimientos o equipo tecnológico, que impiden en un momento histórico cerrar el círculo de una investigación deter­minada. Por ello, filósofos e investigadores valoran las ideas y descubrimientos científico-naturales, siempre en relación con la práctica histórico-social de su tiem­po, ya que la comprobación absoluta de las ideas científicas siempre estará supedi­tada a los avances tecnológicos y la postura ética de una determinada sociedad.

Por destacar un ejemplo sobre este tema, el atomismo expresado por los filóso­fos de la Antigüedad como teoría de la parte mínima de la materia prestó un exce­lente servicio a la química, que se valió de esta teoría para su desarrollo, sin consi­derar la posibilidad de que el átomo no pudiera ser la menor representación de la materia. Así, en la segunda mitad del siglo xix, el triunfo de la teoría atómico-mo-lecular quedó establecido con plenitud y en el cual se admitía que la materia no se desintegra directamente en átomos, sino que en la marcha de su complicación y

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desarrollo forma una serie de escalones cualitativamente distintos, en los que solo dos de estos escalones (el átomo y la molécula, a su vez constituida por átomos) quedaban definitivamente establecidos, razonamiento entendible en su momento histórico, dado que para los investigadores químicos, pensando conforme a las vie­jas categorías metafísicas, los átomos seguían siendo absolutamente indivisibles. Así, la teoría molecular tuvo que esperar todavía algunas décadas para que nuevas ideas desplazaran las viejas y nos informaran que, en efecto, el átomo no es un lí­mite absoluto de la indivisibilidad de la materia, ni el ladrillo primario e inmutable del Universo, sino una fase relativa en el desarrollo y complicación de la propia ma­teria. Fue así como nació la inquietud de la posibilidad de buscar y lograr la desin­tegración del átomo, lo cual fue posible a mediados del siglo xx.

En la fase de la filosofía científica de finales del siglo xix, salpicada aún con re­siduos metafísicos, agnósticos e idealistas con intentos de introducir subrepticia­mente en las ciencias naturales ideas reaccionarias sobre la concepción del mundo, hasta el extremo de delirios espiritistas, muy de moda aún entre algunos científicos ''serios", la ciencia requería, para combatir estas pretensiones de una definición dia­léctica de la naturaleza, que no dejara ninguna duda de su utilidad para el desarro­llo humano. En este sentido, pertenece a Engels el mérito de exponer el verdadero objeto de la filosofía de las ciencias naturales, como lo expresó en su obra Dialéc­tica de la naturaleza:

El objeto de las ciencias naturales es la materia en movimiento, son los cuerpos. Los cuerpos son inseparables del movimiento; sus formas y especies se pueden conocer úni­camente en movimiento; de los cuerpos fuera de movimiento, fuera de toda relación con otros cuerpos, no se puede decir nada. Únicamente en el movimiento revela el cuerpo lo que es. Por eso, las ciencias naturales sólo conocen los cuerpos al considerarlos en su re­lación recíproca, en movimiento. El conocimiento de las distintas formas del movi­miento es justamente el conocimiento de los cuerpos. Así, pues, el estudio de las diver­sas formas de movimiento es el objeto principal de las ciencias naturales.

En esta definición, Engels expresa con toda claridad y de una manera reiterada una de las tesis fundamentales del materialismo dialéctico, que se refiere a los vín­culos indisolubles entre la materia y el movimiento, en donde el movimiento resul­ta por ello ser la forma de existencia de la materia y cómo ésta se conserva y se transforma gracias a él.

En su época, Engels examina las diversas ciencias naturales en una conexión consecuente y dispuesta en el orden siguiente: en primer lugar se encuentra la me­cánica, luego la física, a continuación la química y finalmente la biología, abarcan-

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do en estas cuatro disciplinas las ramas más importantes de las ciencias naturales de su tiempo. Para el filósofo alemán, cada una de estas disciplinas se ocupa de mane­ra concreta del movimiento de la materia en su forma mecánica, física, química y biológica. Y al poner estas ciencias naturales en una conexión consecuente y desta­car las transiciones de una a otra, Engels resolvía asimismo, desde las posiciones de la dialéctica materialista, el problema general, planteado por el desarrollo científico de aquel entonces, de la clasificación de las ciencias, problema que hasta entonces nadie había alcanzado a dar solución. "Las transiciones -escribía Engels- tienen que operarse por sí mismas, tienen que ser transiciones naturales. Así como una for­ma de movimiento se desarrolla a partir de otra, así también tienen que brotar de un modo necesario, una de la otra, sus imágenes reflejas, las diferentes ciencias".

Obviamente, en la época de Engels se desconocían aún las ramificaciones y es­pecialidades de las ciencias de la naturaleza que nacerían posteriormente, pero, con­vencido del inevitable progreso científico, intuyó siempre que al igual que la mate­ria la ciencia está en constante movimiento. Recordemos que una característica de las ciencias naturales del siglo xvni y la primera mitad del siglo xix era que todos sus dominios fundamentales se encontraban separados en una especie de comparti­mientos con fronteras muy precisas; pero el filósofo germano partió de la idea del desarrollo de la naturaleza, del reconocimiento de la concatenación universal y la capacidad de recíproca transformación de todas las especies de la materia y de to­das sus formas de movimiento, para mostrar que en un próximo futuro, entre las ciencias naturales, habían de pasar a un primer plano justamente las investigaciones que, hasta entonces, permanecían a la sombra o a las que no se les concedía impor­tancia alguna y que su inclusión no afectaría a las ciencias hasta ese entonces aisla­das, sino que en una contribución recíproca se engrandecerían hasta hacerse cada vez más eficientes.

Esta intención de Engels por derribar los muros que separaban a los cuatro gran­des troncales de las ciencias naturales de su tiempo fue inevitablemente una abier­ta invitación para todos los investigadores a dedicarse a los estudios de los proble­mas que afectaban simultáneamente a la física y a la química (por ejemplo, las cues­tiones de la electroquímica), a la química y la biología (síntesis artificial de la al­búmina), entre otros, demostrando así que todos los procesos fundamentales de la naturaleza tienen una explicación materialista, como es el caso de la vida misma a partir de la naturaleza inorgánica. Desde que estas ideas fueron expresadas, la cien­cia ha dado grandes saltos por el camino que el pensador alemán señaló: los traba­jos de los biólogos y bioquímicos contemporáneos que investigan el origen de la vi­da y el aspecto físico-químico de la herencia, con la idea fundamental de que la

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vida surgió por la vía química a partir de la naturaleza inorgánica, utilizan como

fundamentación la hipótesis materialista acerca del origen de la vida sobre la tierra, opuesta a la doctrina idealista religiosa, y refutando al mismo tiempo la hipótesis anticientífica de la "generación espontánea" de la vida.

En su incansable afán de establecer definitivamente la filosofa materialista atea en las ciencias naturales, Engels interpretó con un riguroso criterio materialista ateo todas las leyes de la dialéctica. Por ejemplo, se refirió a la ley del paso de los cam­bios cualitativos a cuantitativos de la siguiente manera. "[...] en la naturaleza y de un modo claramente establecido para un caso singular, los cambios cualitativos só­lo pueden producirse mediante la adición o sustracción cuantitativas de materia o de movimiento (de lo que se llama energía)". Tal concepción de la ley se apoyaba en la física y la química de aquel tiempo y era una síntesis filosófica de sus resultados: la teoría de la transformación de la energía, los puntos de vista sobre la transforma­ción de los estados de agregación, la teoría cinético-molecular de los gases, las con­cepciones atómico-moleculares, la teoría de la estructura química y, finalmente, la ley periódica de los elementos químicos recientemente descubierta por Mendeleiev.

También, de excepcional importancia para el materialismo dialéctico son las ma­nifestaciones de Engels acerca del carácter y los tipos de saltos que se producen en la naturaleza, por medio de las cuales rechaza la idea metafísica e idealista de que en la naturaleza se suceden transformaciones bruscas o revolucionarias sin prepara­ción, como caídas del cielo bajo la acción de una fuerza sobrenatural. A tales afir­maciones, el filósofo alemán opuso siempre la teoría del desarrollo, conforme a la cual los cuerpos de la naturaleza, cualitativamente diversos, surgieron y se desarro­llaron de forma lenta y gradual, pero de ninguna manera como consecuencia de un repentino acto de creación, de un "cataclismo" no explicado por nada. Con la mis­ma postura, Engels critica enérgicamente la concepción de que el sistema solar sur­gió de modo repentino bajo la acción de un mítico "impulso inicial", contraponien­do a esta idea la hipótesis cosmogónica de Kant y Laplace, según la cual el paso del estado inicial de la materia en nuestro sector del Universo (la llamada nebulosa pri­mitiva) a su actual estado se produjo de forma lenta y gradual, como resultado del desarrollo histórico de la materia. Esta idea del desarrollo lento y gradual, en virtud del cual se formó una cualidad nueva (la nebulosa primitiva), es para Engels lo más valioso de la hipótesis cosmogónica de Kant-Laplace.

Al expresar su más abierto rechazo a todo tipo de cataclismos repentinos y ac­tos de creación divina en los procesos de la naturaleza, Engels defendía la tesis de que, pese a su gradualidad, el paso de una forma de movimiento a otra, de una vie­ja cualidad a otra nueva, de un tipo de materia a otra, es siempre un salto, un pro-

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fundo viraje en el desarrollo. Este salto brusco ocurre cuando no existen formas in­termedias de desarrollo, aunque también se producirá en el caso de que dichas for­mas se hallen presentes, porque si el desarrollo implica el cambio de una cualidad a otra, asimismo significa que el desarrollo se produce a saltos, independientemen­te de que el salto adopte el aspecto de un cambio brusco o transcurra poco a poco gracias a la presencia de formas de transición entre las fases extremas. Entre el sis­tema solar que nos es visible -agrega-, las masas terráqueas, las moléculas, átomos y las más diminutas partículas de la materia de entre las actualmente conocidas, existen saltos o separaciones muy bruscas:

Ya para nada altera las cosas el hecho de que encontremos eslabones intermedios entre los distintos grupos; por ejemplo, entre las masas del sistema solar y las masas terráqueas tenemos los asteroides y meteoritos, y entre las masas terráqueas y las moléculas apare­ce, en el mundo orgánico, la célula. Estos eslabones intermedios no hacen más que de­mostrar una y otra vez que en la naturaleza no existen saltos, precisamente porque toda ella está hecha de saltos.

Con esta definición, aparentemente contradictoria, Engels confirma lo que en la actualidad es del dominio común en el mundo de la ciencia: lo único constante en la naturaleza es el cambio.

Al interiorizarse cada vez más en el objeto de las ciencias naturales y sus des­cubrimientos científicos, el pensador germano realiza un novedoso análisis filosó­fico materialista de los tres grandes descubrimientos de las ciencias naturales en el siglo xix. Así, tras estudiar la transición del movimiento mecánico al calórico, En­gels examina la transición contraria, o sea del calor al movimiento mecánico, así co­mo las condiciones de esta transición inversa. Tal orden de sucesión en el examen de este problema responde a la marcha histórica de los acontecimientos, pues el mo­mento del descubrimiento práctico de la transformación del movimiento mecánico en calor (es decir, la obtención de fuego por fricción) puede ser considerado el co­mienzo de la historia humana, y con la creación de la máquina de vapor se conse­guía la transformación del calor en movimiento mecánico, cerrándose de este mo­do el ciclo de inventos destinados a la utilización práctica de la recíproca transición de las formas mecánica y calórica del movimiento. Con esta generalización mate­rialista de la historia del conocimiento y la utilización práctica por el hombre de los procesos reales de la naturaleza, Engels antepone a todas las formas del pensa­miento la doctrina materialista dialéctica y señala al mismo tiempo que las catego­rías de la lógica son las fases por las que pasa históricamente el conocimiento hu­mano de la naturaleza y sus variados fenómenos, explicando que el conocimiento

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se inicia con el establecimiento y estudio de hechos concretos ("lo individual"), pa­sa a la agrupación en los distintos ámbitos de los fenómenos de la naturaleza ("lo particular") y termina con el descubrimiento de las leyes generales de la naturaleza ("lo universal"). Esta visión materialista y al mismo tiempo dialéctica sirvió per­fectamente a Engeis -y sirve aún a la filosofía materialista atea- para volver una y otra vez a la crítica del idealismo al poner de relieve su inconsistencia como méto­do del pensamiento progresivo, del cual obviamente carece. Para Engeis, el hombre se ha colocado en el lugar que está y aspira a alcanzar mayores niveles, como re­sultado de sus conocimientos teóricos de la naturaleza del movimiento en general, lo que demuestra que las leyes del pensamiento y las leyes naturales coinciden ne­cesariamente entre sí cuando se les conoce de un modo certero.

En sus análisis filosóficos, Engeis estableció para siempre el inevitable sentido materialista dialéctico de las ciencias naturales para poder ser exitosas y producti­vas, requiriendo para este logro apartarse definitivamente de toda tendencia metafí­sica, idealista o de carácter religioso. Las aportaciones filosóficas de Engeis dieron excelentes resultados en las ciencias en su conjunto y así, después del portentoso descubrimiento de la ley periódica de los elementos químicos, descubierta por Men-deleiev, la ciencia natural experimentó una verdadera revolución que se inició con los tres grandes descubrimientos de la física a finales del siglo xix: los rayos X (1895), la radiactividad (1896) y la existencia del electrón (1897), descubrimientos que por desgracia Engeis ya no tuvo la oportunidad de analizar y disfrutar, pues mu­rió en 1895. De haber podido hacerlo, estos descubrimientos seguramente habrían multiplicado su amor a la ciencia y reafirmado su convencimiento de que por la vía del materialismo dialéctico existe la única posibilidad de lograr el pleno desarrollo de la especie humana.

Este convencimiento de Engeis, profusamente demostrado aun en lo más recón­dito de su obra filosófica, siempre portando el estandarte como un dialéctico mate­rialista militante, cobra un especial interés cuando en su obra, al referirse al proble­ma del papel de la hipótesis como forma del desarrollo de las ciencias naturales, se refiere concretamente al increíble descubrimiento del sabio Mendeleiev. Así, ad­vierte que el método de la hipótesis en la investigación de las ciencias naturales y su progreso representan un importante papel, ya que permite adelantar el conoci­miento de hechos y fenómenos que no se conocen, los cuales tardarían más tiempo en realizarse sin el auxilio de la hipótesis.

Engeis considera que la ciencia no puede ni debe limitarse a una mera recopila­ción de hechos, sino que aspira a descubrir las causas que dan lugar a estos hechos, a explicarlos y conocer las leyes que los rigen. Entonces en este proceso de las cien-

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cias naturales desempeña un papel esencial la hipótesis, que es una conjetura acer­ca de las causas de los hechos estudiados, conjetura que explica estos hechos y que establece las leyes que los unen. Para que la hipótesis pueda convertirse en ley de la ciencia, en teoría científica, hay que demostrarla. En la determinación de la ver­dad o falsedad de una u otra hipótesis, el papel decisivo corresponderá siempre a la práctica. Refiriéndose concretamente al papel de la hipótesis en el proceso de des­arrollo de las ciencias naturales, Engels escribió:

Se observan nuevos hechos, que vienen a hacer imposible el tipo de explicación que has­ta ahora se daba de los hechos pertenecientes al mismo grupo. A partir de este momen­to se hace necesario recurrir a explicaciones de un nuevo tipo, al principio basadas sola­mente en un número limitado de hechos y observaciones. Hasta que el nuevo material de observaciones depura estas hipótesis, elimina unas y corrige otras y llega, por último, a establecer la ley en toda su pureza.

Por todo ello, en torno a la función de la hipótesis, la actitud de Engels frente a la ley periódica descubierta por Mendeleiev se refiere al enorme valor cognoscitivo de este descubrimiento, en el cual el químico ruso, apoyado en la ley de la trans­formación de los cambios cuantitativos a cualitativos, levantó atrevidamente el ve­lo que ocultaba una ley de la naturaleza aún, para su tiempo, desconocida, compro­bando con tino sus previsiones científicas. Con esto se demostraba en la práctica que los conocimientos que tenemos de la ley de la naturaleza son fidedignos, con lo cual por añadidura se asentaba un nuevo y firme golpe contra el agnosticismo para satisfacción de Engels, quien al valorar este acontecimiento desde el punto de vista filosófico, escribió: "Aplicando la ley del paso de la cantidad a calidad, ha logrado Mendeleiev una hazaña científica que puede audazmente paragonarse con la de Le-verrier al calcular la órbita de Neptuno, cuando todavía este planeta era desconocido".

Aunque La dialéctica de la naturaleza no llegó a estar terminada y tras la muer­te de su autor en 1895, permaneció 30 años olvidada en los archivos del partido so-cialdemócrata alemán, ello no impidió su posterior influencia en la aplicación del método materialista dialéctico a la generalización filosófica de las ciencias natura­les y las matemáticas, ya que todo su contenido representa un modelo de aplicación concreta de la filosofía materialista y ofrece además una serie de oportunas previ­siones científicas, confirmadas por el posterior desarrollo de la ciencia. Así destaca la genial manera como Engels se anticipó a exponer las vías del ulterior desarrollo de todas las ciencias naturales en su conjunto, demostrando el valor cognoscitivo de la dialéctica materialista corno único método genuinamente científico para el estu­dio de los fenómenos naturales, que establece las vías que llevan a descubrir las le-

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yes por las que la naturaleza se rige. Y aunque los avances de la ciencia demuestran que algunas tesis parciales de la obra de Engels han perdido cierta vigencia -algo inevitable con un progreso de la ciencia tan vertiginoso como el que ahora obser­vamos-, lo principal de ella sigue vivo e imperecedero y representa para las mentes progresivas y de conciencia libertaria un monumento erigido para representar el desarrollo materialista dialéctico de la naturaleza, de la sociedad humana y del pen­samiento.

Desde que el hombre primitivo inició su carrera evolutiva y tuvo conciencia del valor de su inteligencia para su desarrollo individual y como especie, la historia de­muestra que en cada época los misterios de la naturaleza aún no explicados han pro­piciado discusiones filosóficas entre grupos normalmente opuestos, y de ahí se des­prenden las concepciones materialistas y las idealistas del mundo, que siempre en­frentadas pretenden una tener la razón sobre la otra. Pero también la historia nos di­ce que la filosofía materialista, desde sus orígenes y durante su proceso de desarro­llo, es la única que en su concepción del mundo ha podido demostrar su capacidad para conocer la verdad de todos los misterios de la naturaleza, entenderlos, expli­carlos y eventualmente manipularlos a su antojo y conveniencia. La filosofía idea­lista aún no puede y nunca podrá lograrlo, porque, como lo advirtió Engels, "el gran problema cardinal de toda filosofía, especialmente de la moderna, es el problema de la relación entre el pensar y el ser". La solución sólo se encuentra desde el punto de vista del materialismo dialéctico, que tiene las respuestas de los problemas más im­portantes de la concepción materialista del mundo, como su unidad, que reside en su materialidad, el del movimiento, la energía, el espacio y el tiempo, cuyas res­puestas son consecuentes a una concepción materialista dialéctica que para todos sus postulados se exige a sí misma certeza y contundente comprobación, en oposi­ción a la filosofía idealista, que únicamente se concreta a establecer dogmas, ocu­rrencias y fantasías sin obligarse a demostrarlas, exigiendo a cambio su aceptación irracional como un acto de fe sin derecho a réplica ni duda alguna.

En esta confrontación que por un lado aburre a los materialistas y por otro des­espera a los idealistas y cuyo fin no se percibe, donde los materialistas ponen como lo primario y determinante la materia, los idealistas colocan la idea, el espíritu. Pe­ro el hecho de que la unidad del mundo resida en su materialidad no excluye en mo­do alguno la existencia de lo espiritual, porque el materialismo sí admite la realidad de lo espiritual, con la diferencia de que lo deduce de lo material, pues ve en el pen­samiento una propiedad específica de la materia altamente organizada en su proce­so de evolución de lo inorgánico a lo orgánico; por su parte, el idealismo considera lo material como algo derivado de lo espiritual y, por tanto, admite, al igual que la

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religión, la existencia de una fuerza sobrenatural, supramaterial, es decir, Dios. Por ello, no tiene nada de extraño que el idealismo conduzca inevitablemente a la ne­gación de la infinitud de la naturaleza en el tiempo y el espacio y pase a ser reco­nocida como una manifestación limitada, "finita", de la divina "idea absoluta".

Otro problema fundamental de la filosofía, además del ya mencionado problema sobre la primacía del espíritu o la materia, se manifiesta en cuanto a la cognoscibi­lidad del mundo, en donde el materialismo defiende, consecuentemente con los he­chos acumulados a lo largo de la historia, la doctrina de que el mundo es cognosci­ble, al considerar que el conocimiento es el reflejo de la realidad material en la con­ciencia de los hombres; por su parte, el idealismo niega el principio gnoseológico del reflejo hasta en los casos en que admite la cognoscibilidad del mundo, postura evidentemente necia y ofuscada cuando los hechos demuestran que a través de la historia, partiendo de cero, el hombre ha logrado acumular conocimientos sobre co­sas que el idealismo siempre afirmó que nunca conocería, y que además ha logrado entenderlos y explicarlos. La negación de este hecho -agnosticismo y escepticismo-lleva inevitablemente a concepciones idealistas, con sus dogmas, fantasías religio­sas y toda clase de seudociencias y supersticiones. Por ello, únicamente la respues­ta materialista a este problema fundamental de la filosofía -es decir, el reconoci­miento de que las sensaciones, representaciones y conceptos humanos reflejan el mundo exterior, el cual existe independientemente de la conciencia de los hombres-es el único punto de partida de la teoría científica del conocimiento y su vía de des­arrollo: la filosofía materialista dialéctica o filosofía de la ciencia. En cuanto a la marcha del conocimiento que se realiza en la conciencia del hombre, Engels lo ca­racteriza como un ascenso de lo individual a lo particular y de lo particular a lo uni­versal, operándose este movimiento según las leyes del pensamiento, según las le­yes de la lógica formal y de la dialéctica, por lo que categóricamente el progreso del conocimiento es la unidad del conocimiento experimental y teórico, la unidad de las ciencias naturales y la filosofía, por lo que aquéllas no pueden prescindir de ésta.

Al ser así, entonces el naturalista, particularmente a partir de la Edad Moderna, se ve obligado, quiéralo o no, a establecer deducciones teóricas de los conceptos fi­losóficos básicos, aun en los casos en que se manifiestan contrarios a la filosofía, y lo que finalmente hace la diferencia es si quieren dejarse influir por una mala filo­sofía o por una forma de pensamiento teórico basada en el conocimiento de la his­toria del pensamiento y de sus conquistas, sin olvidar que como el pensamiento es una propiedad innata únicamente en forma de capacidad, ésta tiene que ser des­arrollada y perfeccionada como se ha venido haciendo durante los 10 000 años de acumulación de conocimientos y 5 000 de desarrollo filosófico, invertidos en la so­lución del problema de la verdad.

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Como la naturaleza del conocimiento dialéctico es un proceso de desarrollo, en el que tanto la ciencia como la práctica proporcionan datos cada vez más comple­jos y profundos acerca de la realidad, entonces el conocimiento es por ello un pro­ceso infinito de la búsqueda de la verdad, la cual no es inmutable ni algo dado de una vez y para siempre, en contraposición a la infinitud del conocimiento, que no tiene límite alguno. La no contundencia de la verdad absoluta y la infinitud del co­nocimiento, que parecerían una contradicción o un embrollo filosófico, reafirman por el contrario que en la ciencia el materialismo dialéctico reconoce la existencia de lo absoluto y permanente en los conocimientos humanos, y nos enseña que, a la vez que conocemos lo finito y perecedero, conocemos también lo infinito y eterno.

Como sabemos, el conocimiento es ejercido siempre por individuos finitos, que reflejan el mundo circundante con ayuda de los órganos de los sentidos y del cere­bro, a cuyo ámbito acuden siempre unos u otros objetos con sus respectivos fenó­menos y procesos finitos; de este modo, el conocimiento se ejerce como conoci­miento de objetos finitos y, al mismo tiempo, el conocimiento humano capta la in­finitud y representa él mismo un proceso infinito. De esta manera (Engels), así co­mo la infinitud de la materia cognoscible se halla integrada por una serie de finitu-des, la infinitud del pensamiento que conoce de un modo absoluto se halla formada también por un número infinito de mentes humanas finitas. Así, el individuo, como unidad, encuentra siempre un determinado estado de la sociedad, ciertas nociones e ideas que son resultado de la actividad cognoscitiva de otros hombres, en un proce­so de tomar de las generaciones pasadas para entregar a las generaciones subsi­guientes, heredando así no sólo las fuerzas productivas creadas en el pasado, sino que también, en su labor cognoscitiva, descansan sobre los "hombros" de esas ge­neraciones anteriores, y se apoyan en el bagaje intelectual reunido por ellas.

El conocimiento es, pues, ejercido por un número finito de cabezas humanas fi­nitas, que laboran conjunta o sucesivamente para alcanzar el conocimiento infinito. Newton lo expresó de una manera muy ilustrativa al reconocer: "He podido escalar tan alto porque pude apoyarme sobre los hombros de titanes". Así, el materialismo dialéctico, que rechaza la oposición idealista y metafísica de lo absoluto y relativo, muestra la vía del conocimiento que da la verdad absoluta en el sentido dialéctico concreto de la palabra, porque la dialéctica es, según la define Engels, "la ciencia de las leyes más generales del movimiento y el desarrollo de la naturaleza, la histo­ria y el pensamiento humano, la ciencia de la concatenación universal y de las le­yes universales del movimiento; concibe las cosas y sus imágenes conceptuales, esencialmente, en sus conexiones, en su concatenación, en su dinámica, en su pro­ceso de génesis y caducidad..."

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Al respecto, Engels formuló las tres leyes fundamentales de la dialéctica: la ley del tránsito de la cantidad a cualidad, y viceversa; la ley de la penetración recípro­ca de los contrarios (unidad y lucha de los contrarios) y la ley de la negación de la negación, en donde la esencia de la ley del tránsito de la cantidad a cualidad, y vi­ceversa, consiste en que los cambios cualitativos se pueden producir únicamente co­mo resultado de cambios cuantitativos, con la particularidad de que los primeros, a diferencia de los segundos, se distinguen no por la continuidad y gradualidad, sino por operar en forma de saltos. En la ley de la contradicción recíproca, se presupone el descubrimiento de las contradicciones en la esencia misma de los objetos, enfa-tizando el hecho de que no toda contradicción es antagonismo, porque si bien los contrarios se excluyen uno a otro, al mismo tiempo se reproducen uno por medio de otro, como en el caso del metabolismo, donde asimilación y desasimilación, que son procesos opuestos, se condicionan mutuamente de tal manera que cada uno de ellos reproduce su contrario; en cambio, el antagonismo es la exclusión recíproca de in­tereses, en la que uno de los contrarios se reproduce unilateralmente a expensas del otro. En cuanto a la ley de la negación de la negación, que es un rechazo a la con­cepción metafísica del desarrollo como simple repetición del camino recorrido, to­ma plenamente en consideración el hecho de la reiterabilidad como aspecto nece­sario del desarrollo y su universalidad que se manifiesta en numerosos ejemplos to­mados de las matemáticas, la física, la botánica, la zoología y la historia de la Hu­manidad, incluida la historia de la filosofía.

Las leyes de la dialéctica tienen carácter universal y por ello una formidable im­portancia metodológica para el conocimiento y la previsión; por su universalidad, se diferencian de las leyes particulares que existen y rigen sólo dentro de determi­nados límites, pero como lo general no existe fuera de lo particular, así las leyes uni­versales de la dialéctica no existen fuera de las formas concretas y determinadas en que se manifiestan. Por ello, si en la ciencia se realizan nuevos descubrimientos de formas de movimiento antes no conocidas, estos descubrimientos confirman la dia­léctica y, a la vez, contribuyen a su ulterior desarrollo, a la revelación de nuevas for­mas de ella, incluidos los procesos de desarrollo que atraviesan, la naturaleza, la so-. iedad y el conocimiento humano. "La naturaleza -escribía Engels- es la piedra de .oque de la dialéctica, y debemos señalar que las modernas ciencias naturales nos orindan como prueba de esto un acervo de datos extraordinariamente copioso y en­riquecido cada día que pasa, demostrando con ello que en la naturaleza, en última instancia, todo sucede de modo dialéctico y no metafísicamente [...]"

El materialismo dialéctico desde su aparición y posterior desarrollo significó una revolución en el campo intelectual y su logro, la generalización científica que pro-

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pició los grandes progresos de las ciencias naturales para beneficio del hombre, ha tenido que luchar enconadamente a lo largo de la historia contra todo tipo de ideo­logías filosóficas idealistas y teológicas, pero la permanencia y el progreso del ma­terialismo dialéctico demuestran que sus tesis son de carácter atemporal y que por ello no están constreñidas al marco de una época determinada o concreta. Las tesis del materialismo dialéctico, siempre aplicadas con espíritu creador en el campo de la investigación teórica y de toda actividad práctica, tienen una validez universal y su significación alcanza la historia de todos los tiempos y países, como lo prueba irrefutablemente la experiencia de más de un siglo de desarrollo exitoso de la filo­sofía científica materialista, como representante de una doctrina filosófica única, ín­tegra, completa y sistemática, que penetra e influye en todas las actividades del gé­nero Homo, por lo que el materialismo dialéctico es una concepción científica úni­ca del mundo.

Por todo ello, el materialismo dialéctico es la filosofía de la ciencia y funda-mentación del ateísmo científico, y sus tesis son una visión del mundo como es en la realidad, sin ningún aditamento extraño, por lo que el materialismo dialéctico po­ne en relieve la inconsistencia de la concepción religiosa del mundo y su esencia, las raíces de la religión y su papel en la vida social. Así, muestra las vías reales que permiten al hombre de conciencia libertaria superar todo tipo de ataduras religiosas: las tesis del materialismo dialéctico sobre la eternidad y el movimiento y sobre la infinitud del mundo material en el tiempo y en el espacio, que descansan en las con­clusiones de las ciencias naturales, son la refutación científicamente fundamentada de la idea religiosa de que el mundo ha sido creado por Dios, porque el materialis­mo dialéctico demuestra que la naturaleza no ha sido creada por nadie y que, por lo tanto, no hay nada ultraterreno. La conciencia humana es producto supremo de la materia, un producto del cerebro, y esto significa que el "alma" humana es de ori­gen terrenal y por ello nace y muere con el cuerpo, por lo que tampoco existe la vi­da de ultratumba y sus fantasías, como el infierno y el paraíso.

La historia nos demuestra cómo bajo el velo de la religión se ocultan todo tipo de intereses terrenales mezquinos y por ello inconfesables; el ateísmo científico desde sus inicios y su ulterior progreso que permitió el descubrimiento de la inter­pretación materialista del mundo y su historia, al levantar este velo que ocultaba el engaño permitió poner al desnudo las verdaderas raíces materiales de la religión y su esencia, la cual no es otra cosa sino como lo expresó Engels: "el reflejo fantásti­co que proyectan en la cabeza de los hombres aquellas fuerzas externas que go­biernan sobre su vida diaria, un reflejo en el que las fuerzas terrenales revisten la forma de poderes supraterrenales". Esta definición, de excepcional riqueza por su

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contenido, permite contrariar a los teólogos y demás defensores de la religión, que sostienen el origen sobrenatural de las creencias religiosas y niegan con ello la po­sibilidad de someterlas a investigación científica, precisamente porque saben de an­temano que el verdadero soporte de la religión es fundamentalmente materialista y nada tiene de sobrenatural y ultraterreno. Por ello, la religión nunca podrá dar una representación mínimamente adecuada de su "objeto" fundamental que es Dios, ni de otros muchos "objetos" de las creencias religiosas, por la sencilla razón de que no existieron ni existen en la realidad. De ahí que la manera fantástica de reflejar el mundo, que es inseparable de la religión, y su dogma de fe en lo sobrenatural (o sea, en lo que no existe) constituyen su esencia y fundamento, razón por la cual ciencia y religión son incompatibles; por ende, todo intento de conciliación está condena­do al fracaso.

Por ello, la religión, que en el fondo se reconoce como no eterna, adopta diver­sas caretas según la época y el avance social y el de las ciencias naturales. Si en la edad primitiva el hombre, en su lucha contra la naturaleza y su poder extraño, om­nipotente e inexpugnable, adulteró por necesidad su conciencia creando así la reli­gión en su manifestación más elemental, con el tiempo este primitivismo religioso fue remplazado por el politeísmo y más tarde por el monoteísmo, que constituye a la fecha la máxima representación de la idea fantástica de un principio espiritual único de todo lo existente, convirtiéndose así el monoteísmo en una virtual síntesis de todos los viejos dioses tribales y sus diferentes representaciones paganas, mez­cla de imágenes que, concentradas en una sola, significó finalmente una concesión tácita al politeísmo, como en su momento el cristianismo primitivo, para poder des­plazar entre las masas populares el culto a los dioses viejos, hubo de imponer el cul­to a los "santos". Esta práctica, común en todas las religiones de nuestro tiempo, consiste en erigir sobre las minas de los dioses de una cultura conquistada el nuevo Dios, los santos y demás elementos de la religión conquistadora.

De igual manera, el rol de la religión en la sociedad se ha modificado a través del tiempo: en la sociedad primitiva, las creencias religiosas se engendran y nutren por la impotencia del hombre ante los elementos de la naturaleza; en las edades del esclavismo y medieval, la opresión de los explotadores y la carencia de satisfacto-res materiales permiten la manipulación del clero sobre las masas explotadas; en el Renacimiento, en la época preindustrial y a la fecha el miedo de las masas a las fuer­zas espontáneas del desarrollo económico permiten, pese al desarrollo tecnológico, la posibilidad de manipular e influir religiosamente a una gran parte de la concien­cia de las masas, existiendo sin embargo la posibilidad -aunque desde luego esto no habrá de ocurrir de inmediato•- de que la religión se diluya y finalmente desaparez-

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ca, cuando el hombre disponga con plenitud, para su beneficio individual, de todos los medios de producción que le garanticen su regular y sostenido desarrollo en un ambiente sin prejuicios religiosos.

La diversidad religiosa de nuestro tiempo, sus múltiples manifestaciones secta­rias, las inclinaciones seudocientíficas y todo tipo de prácticas idealistas en torno a la búsqueda de la explicación del sentido de la vida humana en el planeta demues­tran categóricamente que la religión es una expresión netamente terrenal y por ello alejada de lo sobrenatural, cuya existencia queda por ello descartada, al querer re­ducir el mundo a categorías lógicas abstractas y buscar la esencia de la naturaleza fuera de la naturaleza misma, la esencia humana fuera del hombre, el objeto de la filosofía donde no se encuentra, fuera del mundo real objetivo e independiente de la conciencia, que es el único mundo existente. De haber una creación divina de la vida y un ordenamiento sobrenatural para todas las cosas y sus fenómenos, el hom­bre sería entonces propietario de una religión única y universal producto de las in­dicaciones de Dios, quien, por medio de la revelación absoluta y categórica, nos indicaría el sentido de la vida, nuestros compromisos con la existencia y el camino que debe recorrer nuestra conciencia. Esto es algo que no ha sucedido ni sucederá jamás porque la religión vive y se nutre únicamente en el terreno de la fantasía, la cual, hay que mencionarlo, es una inclinación natural del pensamiento humano, ne­cesaria al servir como tranquilizante psicológico, del cual nos valemos para ideali­zar el mundo cuando por diversas circunstancias éste escapa de nuestra compren­sión. La religión contiene, de una manera selectiva en algunos casos y concentrada en otros, los diversos mitos generados a lo largo de la historia humana, con salpi­caduras de ocultismo, magia y superstición y, en un grado superlativo, es el equi­valente primigenio de los relatos fantásticos producidos por la literatura universal, como en La Odisea, Las mil y unas noches, Pinocho, La Cenicienta, Caperucita ro­ja, por mencionar tan sólo estos ejemplos de entre la interminable lista de creacio­nes fantásticas producto de la prodigiosa mente humana.

En contraposición a estas y otras fantasías, surge como escudo protector el ma­terialismo dialéctico como forma superior de la filosofía científica y por ello ins­trumento poderoso para el conocimiento progresivo de la realidad del mundo, de sus cosas y sus fenómenos, incluida la especie humana, por ser parte fundamental de la naturaleza. La concepción materialista dialéctica del mundo como teoría sis­temática, como doctrina filosófico-científica de las leyes más generales del des­arrollo de la naturaleza y el pensamiento humano, tiene como punto de partida el re­conocimiento pleno de que el mundo constituye un solo sistema organizado de un modo coherente, en el cual el sistema de los conceptos más generales están vincu-

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lados orgánicamente entre sí; por tanto, en sus relaciones recíprocas reflejan la uni­dad material del mundo, con existencia objetiva y las leyes de su desarrollo, de don­de se desprende que toda ciencia es un sistema de conceptos que reflejan invaria­blemente la realidad objetiva, en un espacio y tiempo determinados.

Por esto el materialismo dialéctico y religión son por naturaleza antagónicos e incompatibles y su lucha será permanente mientras subsistan el uno y la otra. El ma­terialismo dialéctico, al estudiar, descubrir, entender y aplicar para beneficio del hombre las leyes generales del ser y el conocimiento, representa al mismo tiempo la unidad de la teoría y el método por el cual, además de conocer y explicar el mun­do, el hombre puede recorrer los caminos para modificarlo en su beneficio, prepa­rando así su momento culminante como especie de inteligencia única y capaz por ello de formar el mejor de los mundos posibles para su pleno desarrollo y total dis­frute. No debemos de olvidar que en los términos cronológicos del Universo, nues­tro sistema solar y nuestro planeta representan un tiempo insignificante; la aparición de la vida sobre la Tierra, solamente un suspiro; y la aparición del género Homo y su desarrollo hasta el lugar que ahora ocupa es un tiempo despreciable, si lo com­paramos con los millones de años que lograron subsistir las diferentes especies ani­males que poblaron el planeta en la prehistoria. El genero Homo con sus dos y me­dio millones de años de existencia y el Homo Sapiens, con sus 10 000 años de cul­tura, han logrado hacer sobre el planeta lo que ninguna especie pudo hacer durante millones de años de existencia, y esto es sólo el principio de las grandes maravillas que podemos lograr si el hombre, como los extintos dinosaurios, logra sobrevivir cien millones de años sobre la faz de la Tierra.

Con su inteligencia, el hombre ha realizado grandes descubrimientos, desentra­ñando así importantes misterios de la naturaleza que, hábilmente concatenados, le han permitido conocer nuevos fenómenos a los que la materia está sometida, y que son evidentes sólo más allá de nuestros sentidos primarios; y con la suma de estos descubrimientos, el género humano ha realizado a su vez miles de inventos, que se iniciaron materialmente con una carrera desenfrenada desde los mismos albores de la Humanidad, carrera que sabemos cuándo inició y también sabemos que no tiene fin. En el trayecto hasta ahora recorrido, la sociedad humana ha sido ampliamente beneficiada en todos los sentidos por su desarrollo y progreso.

Los enemigos de los avances de la ciencia, cuya mentalidad se quedó anclada en el idealismo paradisiaco de la inocencia del hombre y su sometimiento pleno a los míticos designios de la '"divinidad", nos advierten del "peligro" que entraña para la existencia del hombre y la naturaleza su pretensión de querer saberlo todo. Cierta­mente, el avance científico y los inventos que de él se derivan implican un riesgo

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en la medida en que tanto descubrimientos como inventos, al desatar nuevas fuer­zas en la materia y nuevas técnicas para manipularlas y eventualmente controlarlas, influyen lo mismo en la naturaleza como en el comportamiento de los grupos so­ciales, en tanto nos habituamos a vivir con ellas y considerarlas un peldaño más de nuestro progreso como única especie inteligente.

Desde las épocas más remotas, quienes se alarmaron de los progresos de la cien­cia en todas sus disciplinas han argumentado como una letanía que "ahora sí" la ciencia ha llegado al extremo, con el peligro que esto implica para la existencia hu­mana. Se argumentó esto con la invención de la pólvora, "fuerza demoniaca", capaz de destruirlo todo, pero su variante, la dinamita, demostró la utilidad que es posible obtener aun de la "destrucción". La energía atómica, calificada en su momento co­mo la "extrema locura" de la ciencia, ha demostrado ya sobradamente su enorme utilidad cuando se utiliza pacíficamente y se maneja con responsabilidad. En el ra­mo de la medicina, los grandes avances del hombre, en su obsesión por conocer los misterios de la vida, le han ofrecido la enorme posibilidad de crear una sociedad ca­da vez más sana y cada vez más longeva. Los detractores de estos progresos, cuan­do su salud se daña, son los primeros que acuden en su búsqueda en lugar de elevar plegarias, lo cual demuestra que no creen en ellas; también saben disfrutar plena­mente de todas las comodidades que les proporciona la tecnología de nuestro tiem­po y están ansiosos a la espera de los nuevos inventos, creados por aquellos "ana-temizados" que no sueñan con servir a Dios, sino simplemente al hombre.

Los grandes descubrimientos de las ciencias naturales a mediados y finales del siglo xix, bajo el amparo de la filosofía materialista sirvieron, además de mostrar al hombre que transitaba por el camino correcto de la ciencia, para mostrarle que esta filosofía, al no ser un dogma, era por tanto algo absolutamente inacabado y por ello necesitaba siempre un ulterior y constante desarrollo en su función de guía perma­nente para la acción teórica. Por ello, escala el hombre su siguiente nivel de inteli­gencia en la forma del materialismo dialéctico, como una unidad inseparable del método científico y la teoría, lo cual establece que carece de contenido y no es cien­tífico el método que no es una teoría más general de los procesos sometidos a estu­dios, de la misma manera que carece de consistencia la teoría que no muestra las vías de la investigación ulterior. Esto es una advertencia de que en el campo del co­nocimiento existirá siempre la necesidad objetiva de seguir desarrollando, con es­píritu creador, el materialismo dialéctico como fundamental detonador del progre­so humano.

Por todo ello, el materialismo dialéctico significa el resultado del esfuerzo que

se ha dado el hombre para comprobarse a sí mismo que es dueño de una capacidad

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ilimitada de conocimiento, ajeno a supuestos, dogmas, idealismos y fantasías. Si el materialismo histórico ie permitió escalar cada vez con mayor claridad y celeridad estados superiores del conocimiento, desde finales del siglo xix le facilitó demos­trarse que la vía del conocimiento material de las cosas es la correcta. Bajo el am­paro de la filosofía de la ciencia materialista dialéctica, este convencimiento quedó plenamente reafirmado a principios y durante el siglo xx, que ha sido indudable­mente el siglo más maravilloso que ha conocido la historia, durante el cual el inge­nio humano nos asombró con una gran cantidad de descubrimientos científicos y su aplicación en todas las ramas de las ciencias naturales, inventos tecnológicos im­presionantes y grandes obras de ingeniería que, junto con la modificación geográfi­ca del entorno, transformaron la conciencia de la Humanidad y su concepto de sí misma. En este sentido, dado que la filosofía de la ciencia es un proceso inacabado, siempre sujeto a revisión y enmiendas, los descubrimientos científicos y sus apli­caciones prácticas nos demostraron desde las primeras décadas del siglo xx que las leyes científicas no pueden, con los conocimientos actuales, aplicarse indiscrimina­damente a todos los reinos de la naturaleza, como sucede en los casos de la explo­ración, aún insondable, del tiempo, la velocidad y la temperatura, en los que mu­chos conceptos hasta ahora admitidos deberán de ser abandonados o, al menos, to­talmente revisados.

De la materia y sus fenómenos actualmente conocidos y explicados por la cien­cia, nos falta aún por precisar la naturaleza de la electricidad y la luz, pese a que sa­bemos mucho de su comportamiento y podemos, por lo mismo, manipularlas a nuestro antojo. Y en tanto llegue el momento en que sepamos con certeza cómo la materia y la energía producen estos dos fenómenos, nos sirve por ahora su explica­ción teórica, como Engels lo establecía; así, teorizamos acerca de la electricidad ar­gumentando que es un flujo de electrones que de manera continua se puede mover libremente a través de un circuito, y de la luz afirmamos que son corpúsculos de fo­tones que se mueven de manera ondulatoria, obviamente sin tener la certeza de la contundencia de ambas teorías.

Pero, finalmente, por el momento no importa tanto saber si estas teorías son ve­rídicas o no -ya llegará el momento de comprobarlo con los futuros descubrimien­tos científicos y tecnológicos-, porque lo importante es que conocemos amplia­mente el comportamiento de estos dos fenómenos y tenemos la capacidad tecnoló­gica de manipularlos a nuestro antojo y utilizarlos para nuestro beneficio. Recorde­mos que esta situación sucedió con el atomismo de los antiguos filósofos materia­listas griegos y romanos, teoría que sin comprobación sirvió para el desarrollo de la química, y lo mismo sucede con la naturaleza de la electricidad y la luz. En la cien-

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cia, la teoría, aunque no sea comprobable, nos es útil como el vado que utilizamos para atravesar un río mientras alcanzamos la capacidad para construir un puente.

Por supuesto, ello no debe de representar por ningún motivo algún grado de in­eficacia de la ciencia, sino que destaca la importancia de la necesaria purificación científica en los diversos temas que en algún momento del escalar de la inteligen­cia humana pudieron parecemos absolutos y por ello fueron útiles e importantes en su tiempo. A su vez, otros nuevos conocimientos afloraron para así demostrarnos su impresión o tal vez su obsoletismo, lo cual es una manifestación obvia de que la dia­léctica es fundamentalmente el eslabonamiento de verdades que tienen que ser en­garzadas en forma correcta para permitirnos obtener la mayor utilidad de esas ver­dades, considerando siempre como punto de partida el hecho de que las leyes natu­rales no son invariables, pero son capaces de manifestarse de distinta manera cuan­do nos adentramos en el territorio de las infinitas posibilidades que nos ofrecen el macrocosmos y el microcosmos con sus complementaciones de espacio, tiempo, velocidad y temperatura. Tales magnitudes se presentan en infinidad de escalas, atendiendo al entorno en que se manifiestan en todos los rincones de un Universo también infinito, por lo que la expresión de la naturaleza en nuestro planeta resulta al final de cuentas una excepción y no la regla, si nos atenemos al ínfimo espacio que éste ocupa en la inmensidad del cosmos.

En este constante devenir de la ciencia y su concatenación con los nuevos des­cubrimientos, un concepto será tomado como válido, mas no como definitivo, mien­tras otro nuevo concepto no aparezca y elimine al anterior. Así, si a mediados del siglo xix la geología o la teoría de la evolución consideraban que la antigüedad de la Tierra era mucho mayor de lo que hasta entonces se suponía, a finales del mismo siglo el físico inglés Kelvin, basándose en sus estudios sobre la pérdida del calor del planeta, concluyó que la vida sobre la Tierra no podía remontarse a una antigüedad superior a los 40 millones de años, conclusión errónea si consideramos que los es­tudios geológicos actuales sobre los fósiles de especies de animales ya desapareci­das nos ofrecen dataciones superiores a los 400 millones de años, magnitud que to­maremos como cierta mientras no surjan nuevas evidencias que nos demuestren lo contrario. En el ámbito del surgimiento de la vida, las hipótesis científicas actuales nos ofrecen cierto grado de certeza y son por ello válidas mientras posteriores in­vestigaciones las reafirmen o las desechen; en este sentido, actualmente se ha des­cubierto que las funciones propias de la vida no pueden realizarse en niveles de or­ganización molecular inferiores a los virus, pero se sabe también que la vida es ca­paz de sobrevivir y medrar en ambientes extremos y carentes de toda posibilidad de desarrollo, evidencia de que la vida y su evolución pueden recurrir a diversas for-

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mas de manifestación, y que lo que hoy sabemos sobre ella es únicamente un esbo­zo de su variada presencia.

Desde principios del siglo xx, el mayor interés de la ciencia se enfocó lo mismo a tratar de conocer los secretos tanto de lo macro como de lo micro del Universo, lo que movió a los investigadores a ver hacia adentro y hacia afuera de la Tierra, lo cual generó una verdadera revolución científica sobre la concepción misma del Uni­verso y su relación sobre los fenómenos de la naturaleza, como entidad única que tiene la particularidad de mostrarse en forma diversa atendiendo a las condiciones especiales del lugar en el espacio en que se manifiesta. Así, mientras unos científi­cos se "entretenían" investigando el tiempo a escala geológica y el espacio a esca­la universal, otros dedicaban sus noches de insomnio a tratar de descubrir el mun­do submicroscópico del átomo, y como resultado de estos desvelos pronto se supo que los átomos, aunque invisibles a la vista humana por tener diámetros del orden de una diezmillonésima de milímetro, eran sin embargo reales y por ello poseían vo­lumen y estructura. En 1897, el físico británico J. J. Thomson detectó los electrones del átomo y su carga eléctrica, y en 1914 el investigador estadounidense Robert Mi-llikan logró aislar el electrón y medir su carga; por su parte el inglés Rutherford, quien imaginó al átomo como un "sistema solar", utilizó partículas alfa compuestas por dos protones y dos neutrones para sus experimentos, 20 años antes de que el protón fuera aislado y bautizado con ese nombre, lo cual sucedió en 1920; el neu­trón, el tercer componente del núcleo del átomo, fue descubierto e identificado en 1932. Con todo esto, ya desde 1914 se sabía que comparativamente el espacio inte­rior del átomo es mayor que el universo astronómico, considerando que la mayoría de su masa se concentra en un núcleo que sólo ocupa una diezmilésima parte-de su volumen total, lo cual significa comparativamente que si el Sol lo representamos como una pelota de golf, su planeta más alejado, Plutón, se hallaría colocado a 188 metros de distancia, en tanto que si el átomo de un núcleo fuera la citada pelota, sus electrones exteriores se hallarían a unos 1 070 metros.

En el desarrollo del estudio del átomo, con sus cualidades y características, el materialismo dialéctico mostró una vez más sus bondades cognoscitivas para el lo­gro de la perfección de la inteligencia humana considerando que, a pesar de la com­plejidad existente en el interior del átomo, su exploración progresó con una rapidez sorprendente después de los más de 4 000 años que los filósofos griegos de la An­tigüedad intuyeron su existencia. Así, tuvieron que transcurrir únicamente 11 años después de que en 1895 el físico francés Henri Becquerel descubriera la radiactivi­dad natural, para que en 1906 Boltwood la aplicara como un método confiable pa­ra calcular la edad de la Tierra y diversas muestras de fósiles animales; y otros 11

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años después, el mismo Rutherford hizo por fin realidad el sueño de los alquimis­tas al transformar unos elementos en otros, lo que daría posteriormente paso a la fi­sión y fusión atómicas, lo cual constituye, en esencia, el fundamento de la forma­ción del Sol y todas las estrellas del Universo.

Durante los inicios del para la ciencia glorioso siglo xx, los sabios, que aparen­temente veían hacia lo interior y lo pequeño, se daban sin embargo su tiempo para escudriñar hacia arriba y a lo grande, y no perdían sus ratos de ocio en fantasías idea­listas y religiosas, sino en algo más mundano y práctico, como la energía, el espa­cio, el tiempo, la materia y sus múltiples facetas y conexiones. Por eso, el genio más representativo del siglo xx es, sin lugar a duda, Albert Einstein, quien en 1916 ex­puso su revolucionaria teoría general de la relatividad, hoy día aún inentendible pa­ra muchas mentes y por ello sujeta a permanente revisión, en la que fundamental­mente se sustenta que el Universo está sometido a cierto grado de inestabilidad, lo cual chocaba con la idea tradicional de un Universo estático, poblado de innumera­bles estrellas en un espacio infinito. Poco tiempo después de manifestada la teoría relativista de Einstein, el astrónomo holandés Wilhem de Sitter postulaba la exis­tencia de un universo no estático sino en continua expansión en todas direcciones; por su parte, el astrónomo estadounidense Edwin Hubble comprobó, entre 1922 y 1924, que la gran mayoría de las nebulosas no se hallaban próximas, como se cre­ía, sino que se trataba de remotas galaxias, tan vastas como nuestra Vía Láctea, y en 1929 descubrió que estas nebulosas se movían en todas direcciones, como si el Universo se expandiera incesantemente.

La idea de la relatividad no es novedosa, ya que algunos filósofos griegos de la Antigüedad manejaron este concepto y aventuraron algunas teorías en relación con algunos fenómenos de la vida diaria que percibieron estar sujetos a una aparente irregularidad, lo cual resultaba aún inexplicable en esos tiempos, como el caso sim­ple del movimiento de un objeto cuya velocidad será siempre diferente, dependien­do del punto de vista del observador en un momento determinado. En el siglo xvi Galileo, por su parte, describió esta clase de relatividad, pero también percibió otra que implicaba la ausencia del movimiento de un objeto que en la realidad se está moviendo, cuando el observador se encuentra dentro del mismo objeto y sin con­tacto visual con el exterior, careciendo así de puntos de referencia que le permitan percibir este movimiento. Este fenómeno, tan común en nuestro tiempo y experi­mentado por casi todos, lo advertimos al viajar en el interior de un vehículo en mo­vimiento y sin contacto visual con el exterior, porque en algún momento de la ve­locidad constante del vehículo tendremos la sensación de que éste se encuentra detenido. Al respecto, Galileo advirtió que el movimiento uniforme, con velocidad

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y dirección constantes, no tiene significación si no es con referencia a un sistema de referencia exterior: en la observación de objetos fijos desde el interior de un objeto en movimiento, aquéllos se moverán con mayor o menor velocidad a los ojos del observador, dependiendo de la distancia que los separe del objeto en movimiento; así, desde un vehículo en movimiento se verán pasar a la misma velocidad del ve­hículo las torres de energía eléctrica colocadas a lo largo de! camino, mientras que las otras torres y demás objetos colocados en el horizonte se moverán con más len­titud, haciéndose cada vez mayor esta lentitud conforme más alejado se encuentre el objeto. Y dos objetos que se muevan a la misma velocidad en la misma dirección y sentido parecerán estáticos si se observan el uno desde el otro.

Entonces, la verdadera novedad en la revolucionaria teoría relativista de Einstein es que este sabio aplicó al fenómeno un elemento de valor constante, que es la ve­locidad de la luz, el cual, combinado con los conceptos de tiempo, espacio, materia y energía, transformaron las más fundamentales ideas sobre la naturaleza del Uni­verso, provocando con ello un verdadero embrollo científico al tratar de relacionar la existencia comprobada del valor de una constante universal, como es la veloci­dad de la luz, con la variabilidad relativa de los restantes conceptos. Lo que sucede entonces con este agregado de valor constante es que los conceptos, aparentemente también constantes de tiempo y espacio, se alteran y modifican al mismo tiempo el concepto de masa, que es el tercer concepto fundamental para describir cualquier objeto o sistema físico, y que tradicionalmente se consideraba una cualidad inva­riable y propia de la naturaleza de cualquier objeto, a diferencia de su peso, que es el resultado de la fuerza de la gravedad, por lo cual todos los cuerpos se atraen entre sí.

Para la física tradicional, es dogma que si se aplica una fuerza a un cuerpo se produce una aceleración en él, la cual se incrementa en función directa si se le apli­ca una fuerza mayor; por taíito, teóricamente parecen no existir excepciones a esta regla si se considera que la masa permanece constante durante la aceleración y que en el Universo no existen límites para la velocidad. Pero, para Einstein, al confir­mar que la velocidad de la luz es constante y que constituye el límite universal de movimiento, surgió inmediatamente la pregunta obvia de que si la masa es cons­tante ¿qué le sucede cuando ya en movimiento próximo a la velocidad de la luz se le aplica un nuevo impulso? Sorprendentemente, el físico alemán estableció enton­ces que la masa no es constante, sino también crece con la velocidad y que no po­demos percatarnos de ello por la sencilla razón de que las velocidades que podemos medir en nuestra experiencia normal son demasiado pequeñas para producir cam­bios apreciables de masa. Estas afirmaciones de Einstein han podido ser compro-

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badas fuera de toda duda, por medio de experimentos con partículas subatómicas y

con observaciones en el cosmos: en el primer caso, acelerando electrones para lo­grar que su masa aumente cientos de miles de veces; y en el segundo, con la obser­vación de partículas de rayos cósmicos que deberían de haberse desintegrado antes de alcanzar la Tierra, pero que se mantuvieron en su estado original a causa de una dilatación del tiempo que pudo prolongarles la "vida".

El incremento de la masa en función de su velocidad propuesto por Einstein cuestionó de golpe la idea tradicional de que el Universo se componía únicamente de dos elementos fundamentales, materia y energía, los cuales no tenían significado sin la interacción del uno con el otro, aun siendo entidades diferentes. La teoría de Einstein consistió entonces en establecer la conclusión de que el incremento de toda la masa adicional es el resultado de la energía del objeto que está en movi­miento; por lo tanto, la energía tiene masa, descubrimiento físico revolucionario que nos aclara que materia y energía no son propiedades diferentes sino dos manifesta­ciones de un mismo fenómeno. Por ello, el sabio alemán estableció que la masa (M) es igual a la cantidad de energía (E) dividida entre la velocidad de la luz elevada al cuadrado (C ), expresado todo esto en la fórmula M= E/C , que nos indica que si la energía tiene masa, igualmente la masa debe tener energía. Así, para calcular la cantidad de energía contenida en la materia, la fórmula anterior se convierte enE = MC^, lo que constituye indudablemente la ecuación más famosa de la historia de la ciencia hasta nuestros tiempos y cuyas consecuencias representaron una convulsión mundial, si consideramos que dicha ecuación explicaba la misteriosa energía des­prendida por los elementos radiactivos y nos demostraba que un solo átomo, aun con su pequeña cantidad de masa, podía al desintegrarse desprender una enorme cantidad de energía. La fórmula nos revela entonces que si C* significa 300 000 km por segundo por 300 000 km por segundo, entonces E = MC^ manifiesta la inmen­sa cantidad de energía que puede desprenderse de cierta cantidad de masa, por lo que un gramo de cualquier materia será capaz de producir tanta energía como la contenida en la combustión de millones de litros de gasolina.

Y aunque nuestra tecnología actual aún no es capaz de convertir totalmente la masa en energía, sólo es cuestión de tiempo para que futuras generaciones encuen­tren la manera de manipular cotidianamente la materia y transformarla en energía, porque no olvidemos que sólo 40 años después de publicados los trabajos de Eins­tein, en 1945 se logró la detonación, en Álamo Gordo, Nuevo México, de la prime­ra bomba nuclear por medio de la fisión de átomos radiactivos, experimento que desgraciadamente y para vergüenza de la ciencia se repitió en Hiroshima y Naga-saki. Sin embargo, la filosofía materialista dialéctica nos enseña que los descubri-

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mientes científicos y sus avances tecnológicos tienen el sentido de beneficiar a la Humanidad, y la aplicación de la energía nuclear se ha destinado mayormente a la producción de energía eléctrica y a la medicina, beneficiando así al hombre en su economía, en su salud y en su progreso como especie. Las teorías relativistas del sa­bio alemán son el resultado de su enorme afán intelectual por darle sentido al Uni­verso unificándolo, como un esfuerzo para convenir el caos en el orden del Univer­so. Desde nuestro enfoque local planetario, el orden que percibimos es en realidad la excepción y, por tanto, el caos en la naturaleza que nos acoge, y el caos que cree­mos que existe en el Universo es lo común y, por ende, el orden natural del cosmos.

Durante toda su vida intelectual, Einstein, como todo genio, siempre se mostró inconforme con sus descubrimientos, por lo cual dedicó los últimos años de su vi­da a revisar sus trabajos y, en 1950, dio a conocer una nueva teoría sobre el campo unificado, que pretendía enlazar las cuatro fuerzas conocidas que existen en el Uni­verso (electromagnetismo, gravitación, y fuerzas nucleares fuertes y débiles, que mantienen la cohesión del núcleo) en un sistema único expresado en una teoría del campo unificado, teoría ambiciosa si consideramos que para esa fecha ya había cumplido los 71 años de edad. Posteriormente a su muerte, los nuevos avances de la física y las matemáticas revelaron algunas dudas acerca de esta teoría del campo unificado, y sus teorías sobre la relatividad general han sido sometidas a ciertas mo­dificaciones como consecuencia de los recientes avances científicos, pero en esen­cia la mayor parte de su obra ha podido resistir las comprobaciones y reevaluacio­nes a las que ha sido sometida. El maravilloso potencial intelectual del sabio de Ulm lo orilló a experimentar profundas reflexiones sobre la naturaleza y sus fenómenos, y murió por ello convencido de que, en definitiva, el Universo está regido por leyes que la observación y la razón serán capaces de descubrir cuando conozcan las fór­mulas matemáticas que lo rigen: "Dios es cálculo -afirmaba-, pero no por ello re­sulta antipático", y en su epitafio, expresado con sus propias palabras, Einstein con­centra la actividad de todo científico en estas líneas: "La experiencia del misterio es la más hermosa que puede vivirse. Es la emoción fundamental que asiste al naci­miento del verdadero arte y de la verdadera ciencia".

Al mismo tiempo que Einstein exponía sus revolucionarias teorías sobre la na­turaleza y establecía con ello una nueva óptica para estudiarla, durante las dos pri­meras décadas del siglo xx en otros nichos y disciplinas de la ciencia se realizaban investigaciones cotidianas y aceleradas, que desembocaron en nuevos descubri­mientos con inmediatas aplicaciones tecnológicas, lo mismo en el campo de la es­pecialidad industrial como en la vida diaria, con invenciones que hoy nos parecen simples pero que en su momento significaron una verdadera revolución social al

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permitir al hombre común y corriente disfrutar de sus aplicaciones y hacer más có­moda su existencia. Todo esto es, sin lugar a dudas, el objetivo primordial de la doc­trina materialista dialéctica, reafirmando asi el antiguo enfoque filosófico que esta­blece que todo aquello que nos haga sufrir es malo y lo que nos cause alegría es bue­no. Y en un intento por recapitular los descubrimientos e investigaciones de princi­pios del siglo xx, destacando únicamente los más sobresalientes y que por ello im­pactaron en el ánimo de la sociedad, causando su explicable asombro y generando con ello un profundo respeto y admiración hacia la ciencia, sobre este progreso ge­neral de la invención mencionaremos lo siguiente:

En 1900, en Estados Unidos, se puso en funcionamiento el primer sistema con­vencional de radiotelefonía, y en Alemania, con los antecedentes de los globos de aire caliente elevados por Montgolfíer, se elevó el primer dirigible, lleno de hidró­geno en lugar de aire caliente, impulsado por un pequeño motor de gasolina. El di­rigible, que ha resultado comercialmente impráctico, sirvió sin embargo para de­mostrar la posibilidad del vuelo de objetos más pesados que el aire, con lo cual se dio paso al diseño y construcción del aeroplano. En 1901, Gran Bretaña puso en ser­vicio la telegrafía sin hilos trasatlántica, que marcó el inicio de la radiodifusión y preparó el camino para la revolucionaria nueva era de las radiocomunicaciones a ni­vel global. En Estados Unidos se transformó la tradicional máquina de escribir ma­nual y se promovió el uso de su versión eléctrica; la máquina de escribir, en su con­cepción original, tuvo un destacado impacto social en el terreno laboral, pues per­mitió en todo el mundo a millones de mujeres la oportunidad histórica de integrar­se por primera vez al mercado del trabajo, al realizar sus actividades en un ambien­te tradicionalmente reservado para el sexo masculino. Al mismo tiempo, en Fran­cia, los esposos Pierre y Marie Curie descubrieron la radiactividad como una pro­piedad del átomo de algunos elementos, y por ello recibieron junto con el físico Henri Becquerel, el premio Nobel de física en 1903, año en que la Humanidad se asombró con la noticia de que en Estados Unidos se había logrado volar y elevar un aparato más pesado que el aire, que era impulsado por un motor a gasolina de cua­tro cilindros y 12 caballos de potencia. Este invento de los hermanos Orville y Wil-bur Wrigth fue el inicio de la realización de un sueño milenario del hombre por vo­lar, y en el trayecto de su constante desarrollo y perfeccionamiento se convirtió en uno de los más importantes medios de transporte del hombre y, a un siglo de dis­tancia de su invención, el aeroplano en sus múltiples versiones no termina de cau­sarnos un asombro, que a su vez genera nuevos sueños y expectativas para el pro­greso humano.

El inicio del siglo xx fue excesivamente prolijo para la ciencia y Ja tecnología: de una manera constante y acumulativa, la ciencia materialista encontró que por

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medio de la dialéctica unos descubrimientos propiciaban otros y su aplicación co­nectaba con otras nuevas aplicaciones; por ello, todas las disciplinas tradicionales del conocimiento aportaban a la Humanidad nuevos y nunca antes imaginados be­neficios, obligando al mismo tiempo al surgimiento de nuevas y especializadas dis­ciplinas. Así, nada más durante su primera mitad el siglo xx nos asombró con su progreso en ramas tan diversas como ciencia, industria, comunicaciones, medicina, transportes, agricultura y prácticos accesorios para el uso doméstico que, pese a su aparente sencillez, han servido para hacer más confortable la existencia humana al proporcionarle más tiempo para dedicarlo a la cultura, o simplemente al ocio o en­tretenimiento. En esos primeros 50 años, además de lo anteriormente mencionado, surgió por igual el electrocardiógrafo, como la soldadura oxiacetilénica, así como los tubos de vacío para radio que permitieron realizar la primera transmisión radio­fónica que, junto con el cine sonoro, la fotografía a color y la naciente televisión, sirvieron para el amplio desarrollo que han tenido las telecomunicaciones. Igual­mente, con la utilización del tractor, la aplicación de fertilizantes sintéticos y el uso de la máquina cosechadora, el hombre tuvo, como nunca antes, la oportunidad de multiplicar sus cosechas y el rendimiento en la agricultura en todas sus diversida­des; en el transporte, el uso cada vez más generalizado del aeroplano, su novedosa versión de tipo hidroplano y la invención del helicóptero propiciaron un virtual "empequeñecimiento" del planeta al tener el hombre la posibilidad de recorrer gran­des distancias en menor tiempo. Y si en la industria se estableció la práctica de cadenas de montaje para la producción de diversos artículos y se inició la fabrica­ción de diversos productos sintéticos, como la baquelita y los plásticos, en medici­na se descubrían diversas vitaminas que posteriormente serían sintetizadas, así co­mo varias vacunas para combatir enfermedades, que por milenios habían azotado a la humanidad, como el polio, la malaria y la tuberculosis.

Entre 1929 y 1939, la televisión cimentó su existencia y ulterior progreso por el perfeccionamiento de sus partes, entre las que se destaca el tubo de rayos catódicos para la transmisión a color, que hoy es de uso común, antecedente de las actuales pantallas de plasma o cristal líquido; a su vez, la medicina continuó asombrando con la producción masiva de la penicilina, el uso del marcapaso cardiaco artificial, el aparato auditivo electrónico portátil y el descubrimiento del factor sanguíneo RH. En la ciencia hizo su aparición el acelerador de partículas atómicas o ciclotrón, que junto con el microscopio electrónico y el radiotelescopio permiten a la ciencia in­vestigar por igual el macrocosmos y el microcosmos; y en la vida cotidiana, surgió con los primeros supermercados una nueva forma de comercialización de los pro­ductos y se inició la producción de los alimentos congelados, mientras que la in-

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dustria química prosiguió con la producción de nuevos.plásticos, como el neopre-no, el lucite o el teflón, que pronto encontraron gran variedad, de aplicaciones gra­cias a su versatilidad.

En 1940 y 1956, se generalizó el entretenimiento popular por medio, del cine­matógrafo altamente tecnificado y la apertura de modernas salas que exhibieron grandes producciones cinematográficas a color, tridimensionales y con excelente sonido; en la televisión se establecieron redes comerciales por todo el mundo, al­gunas con la novedosa transmisión a color, al mismo tiempo que se iniciaron las pri­meras transmisiones por cable, y surgieron los primeros discos de alta fidelidad y larga duración, así como el sintetizador de música electrónica y la videograbadora. En 1949 se puso en funcionamiento la primera computadora que funcionó con vál­vulas electrónicas de vacío y por ello de enormes dimensiones, y sólo 40 años des­pués este artefacto, que ha hecho alarde del pensamiento humano, se presentó co­mo un pequeño aparato portátil con una enorme capacidad de almacenamiento de datos y por ello instrumento ya inseparable de la sociedad de nuestro tiempo. En medicina, la ciencia nos sigue asombrando con el descubrimiento de nuevas vacu­nas y medicamentos, como la insulina, la penicilina, o aparatos para la atención mé­dica, como el pulmón de acero, el electroencefalograma, la máquina corazón-pul­món, la válvula cardiaca artificial y la realización del primer trasplante exitoso de riñón. En la aviación se realizaron con éxito los primeros vuelos supersónicos y se establecieron los primeros servicios comerciales de jets para el transporte de pasa­jeros. Por su parte, los investigadores de la energía atómica estallaron su primera bomba atómica en 1945, y en 1952 realizaron con éxito la explosión de la primera bomba nuclear de hidrógeno; al mismo tiempo se puso en funcionamiento el avión supersónico de combate y fue botado al mar el Nautilus, primer submarino atómico que cruzó los mares; a su vez en Rusia se puso en acción la primera central electro-nuclear para producir energía eléctrica, como si esto fuera una respuesta microcós­mica al primer modelo biológico de la molécula del ADN realizado en Gran Bretaña;

Con los grandes éxitos acumulados en todas las ramas del saber, la segunda mi-tad del siglo xx reafirmó en el mundo científico la convicción de que el camino del materialismo dialéctico es la ruta correcta para entender la naturaleza y hacerla tra-bajar a favor del género humano. Además, entre la población mundial común y có-rriente se estableció en definitiva la convicción de que la ciencia empleada con un sentido humanista tendrá que propiciar tarde o temprano el logro del mejor de los mundos para el género Homo y las demás especies que le hacen compañía. Y por primera vez, después de la Edad Media, se convirtió en pensamiento común y am pliamente generalizado en poner en duda toda la diversidad de dogmas religiosos

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que hasta entonces se habían considerado indiscutibles, con y sin fundamento; la re­ligiosidad, en su sentido ortodoxo, sufrió así los primeros tambaleos que la movie­ron hasta sus mismos cimientos, haciéndose común, o el abandono de su tradicio­nal observancia o la búsqueda masiva de otras formas de expresión por quienes aún tenían necesidad de apoyar su existencia en cualquier tipo de manifestación reli­giosa, al estar atrapados entre un mundo de fantasía en retirada y un mundo de cien­cia y sabiduría que se edificaba día tras día sobre cimientos firmes e indestructibles.

El avance irrefrenable de la ciencia y sus múltiples aplicaciones tecnológicas, rea­lizadas de una manera miiy significativa durante la segunda mitad del siglo xx, pro­dujeron una revolución tanto en el campo de la física como en el de la biología, que inevitablemente cambió el curso de la historia humana y del planeta, en aspectos que nunca antes nadie pudo siquiera imaginar y cuyo profundo impacto aún es de consecuencias imprevisibles, pero siempre manejables considerando que la inteli­gencia humana desde siempre ha tenido la natural capacidad de resolver satisfacto­riamente todos los problemas que ha tenido que enfrentar a lo largo de su existen­cia. Así, en la rama de la física, la ciencia se acerca cada vez más al conocimiento pleno de la materia y su comportamiento, y con ello podrá algún día manipularla a su antojo a partir de la unificación de las leyes que la rigen y la relacionan; en bio­logía, los grandes descubrimientos en el mundo de los seres vivos ha colocado al hombre ante la gran oportunidad de mejorar su propia estructura y la de las demás especies vivas, ya sean de origen animal o botánico, sin olvidar que este logro nos permitirá incluso mejorar gradualmente nuestra capacidad de inteligencia, en espe­cial si recordamos que no sabemos aún utilizarla en su totalidad.

Por alguna razón, cuya discusión no viene al caso, desde el inicio de su existen­cia al hombre siempre le ha resultado más fácil entender y relacionarse con las co­sas inanimadas que con el mundo de los seres vivos, cuya evidente complejidad tal vez influyó para desviar y retrasar la observación y estudio de la inteligencia hu­mana. Fundamentalmente se considera que la vida es una manifestación de movi­miento en los seres que la poseen y que la ejercen a voluntad, complementando es­te movimiento con una cierta cantidad de sentidos que, combinados, permiten a la entidad relacionarse con su medio, en el cual subsiste y se reproduce. En un senti­do más amplio, la vida se manifiesta por medio del funcionamiento interconectado de los diversos órganos internos que poseen los seres vivos, los cuales desempeñan una función específica que logra la armonía del conjunto y facilitan a la entidad que los posee su pleno desarrollo, características que por su dificultad de observación estuvieron alejadas del entendimiento humano por milenios. En el mejor de los ca­sos, el estudio de la vida y su interpretación se caracterizaron por ser explicados de

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una manera muy general la mayoría de las veces, o demasiado específicos pero sin ningún fundamento científico en otras, como lo demuestra el caso en el cual duran­te siglos el corazón fue considerado el responsable de la inteligencia, y, en el terre­no de la mitología, receptáculo del valor.

Por todo ello sólo hasta fechas relativamente recientes y sobre todo en la actua­lidad, la biología está logrando ofrecer la misma clase de conceptos generales y to­talizadores, como en su momento los pudo brindar la física. Por ende, a partir de la segunda mitad del siglo xx las ciencias biológicas han hallado medios verdadera­mente revolucionarios que permiten relacionar en el fenómeno de la vida lo gene­ral con lo específico, lo cual nos permite explicarnos adecuadamente los conceptos generales de los organismos vivos, como el reflejo, la respiración o el ritmo cardia­co, y a la vez especificar sus características particulares en los distintos organismos.

Esta novedosa visión específica de la vida permitió el descubrimiento en 1953 de la estructura del compuesto químico clave de la genética, llamado ácido desoxi-rribonucleico o ADN, lográndose además su sinterización solamente 14 años des­pués, en 1967. El ADN es un complejo químico que utilizan prácticamente todas las formas de vida existentes sobre la Tierra para almacenar y transmitir su información genética, conocimiento que inevitablemente nos conduce a una nueva interpretación de los seres vivos, en cuanto a que su afinidad pudo entonces ser medible de la mis­ma manera y con igual precisión con la que los físicos describen la masa, indepen­dientemente de que se trate de una materia u otra. Así, por medio del estudio del ADN en las diversas especies, los bioquímicos de hoy están en la posibilidad de determi­nar, por ejemplo, que la secuencia de aminoácidos en una determinada molécula proteínica difiere, en un cerdo, en 4 puntos con respecto a la misma molécula pro-teínica de un conejo, 11 en la de una rana, 27 en la de una polilla, y en 47 puntos en la de una coliflor, lo cual revela el grado de continuidad de la vida a niveles subce-lulares y con ello la posibilidad de su modificación por medio de lo que se conoce ahora como ingeniería genética, a partir de la manipulación de los genes, que son la unidad fundamental de la herencia biológica de todos los seres vivos. En 1970, el bioquímico H. G. Khorana logró sintetizar exitosamente un gen, por lo que, a partir de entonces, la ingeniería genética se consideró una posibilidad práctica que permi­tiría, por medio de la manipulación de genes, mejorar tanto plantas como animales e incluso "fabricar" nuevas especies, totalmente distintas de las hoy conocidas. La ingeniería genética y sus amplias posibilidades de aplicación en el acampo de la bio­logía, aunque pudiera parecemos un producto de la ficción científica, son sin em­bargo, la siguiente etapa de la revolución biológica que se inició con el descubri­miento del ADN, el ácido nucleico cuyas moléculas se hallan en doble espiral y

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cuya representación gráfica se hizo pronto mundialmente famosa y se le conoce co­mo "La doble hélice", en su configuración tridimensional.

Durante toda la segunda mitad del siglo xx, el mundo de la ciencia en general asombró a la Humanidad como nunca antes, y la conexión que logró con sus diver­sos descubrimientos aceleró de una manera increíble el avance del progreso huma­no hacia un estado aparentemente sin límites. Durante estos últimos 50 años, nin­guna rama del amplio espectro de la ciencia se detuvo, o se quedó fuera, del avan­ce que en su impetú arrastró por igual tanto a unas como a otras, al grado de que en muchas disciplinas científicas fue necesaria la creación de múltiples ramificaciones, y éstas a su vez requirieron primero la especialización y la ultraespecialización pos­teriormente. Destacan en este sentido los primeros intentos del ser humano por con­quistar el espacio exterior de la Tierra, y con ello el logro de la conquista del Uni­verso, como lo fue el exitoso lanzamiento espacial y puesta en órbita en 1957 del primer satélite artificial, el Sputnik; el Telestar en 1962 para las primeras comuni­caciones vía satélite, y la serie en satélites Syncom en 1963, también para las tele­comunicaciones, así como la realización del primer paseo espacial de los tripulan­tes del Vostok 2 en 1965. Esta serie de progresos impresionantes en el ámbito de la conquista del espacio culminó, en su primera etapa en 1969, con la llegada del hom­bre a la Luna y el primer aterrizaje de una nave espacial en Marte, la Viking 1, en 1976. Todos estos esfuerzos de la ciencia para lograr éxito en la investigación y con­quista del espacio exterior contribuyeron enormemente al desarrollo de novedosas tecnologías periféricas, que beneficiaron por igual a la medicina, a la industria, al transporte, a la agricultura o a la existencia cotidiana de gran parte del hombre co­mún y corriente. Por ello, se estableció mundialmente la convicción popular de que por medio de la ciencia y la tecnología, el género humano podía ahora aspirar a con­vertirse en la especie más privilegiada desde que la vida hizo su primera aparición en el planeta, con enormes posibilidades de controlar a la naturaleza, su propia evo­lución y garantizar con ello su permanencia eterna, ya sea sobre la Tierra o sobre cualquier otro planeta del Universo.

Por medio del conocimiento materialista-dialéctico, la filosofía de la ciencia, el hombre de repente dejó de ser la especie ignorante y desvalida frente a un infinito del que dependía y estaba condenado a vivir según la tradición religiosa, quien con­dena y considera un nuevo y extremado paganismo la inclinación irrefrenable del hombre por tratar de conocer y explicarse todos los fenómenos de la naturaleza, fue­ra y aun en contra de toda conciencia religiosa y por lo mismo en etapa progresiva de desintegración en el ánimo de la sociedad. El ser humano, en lo individual, al darse cuenta de que las imposiciones religiosas utópicas y dogmáticas como la es-

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pera de la salvación y la gracia por medio de la fe en lo divino, mediante el sufri­miento individual, la pérdida de felicidad o los accidentes "inevitables" que son po­sibles de evitar a través de la educación y el progreso de la ciencia y que aun el mo­mento de la muerte puede ser retardado significativamente, ha encontrado en la ciencia lo que durante milenios la religión le ha negado. Por ello, en esta etapa de desintegración religiosa se desarrollan marginalmente muchas pequeñas religiones a manera de recambio, como un intento final de las mentes sencillas por mantener viva la idea de un Dios y así tratar de no enemistarse con Él, "por si las dudas".

Por encima de toda manifestación teológica o tesis religiosa, el hombre no es parte de la naturaleza sino la naturaleza misma, al darle sentido por medio de su in­teligencia y al darle la propia naturaleza su esencia a través de sus fenómenos y di­versas manifestaciones; por ello, hombre y naturaleza no pueden independizarse pues son una y sola cosa, como lo propone la filosofía materialista dialéctica, siem­pre apartada de dogmatismos e idealismos que sólo buscan por medio de la confu­sión y la ignorancia someter la razón y la conciencia humana. En consecuencia, la meta final del materialismo dialéctico y su filosofía libertaria por medio de la cien­cia creadora es establecer una nueva moral que se fundamente en el apego, amor y respeto no a una divinidad fantasiosa, sino a la divinidad única y real que es el ser humano y que se otorgará así mismo, para su mejor vida mientras esté vigente, nue­vas y reales posibilidades de libertad dentro de distintas formas de convivencia, tan­to consigo mismo como con las distintas especies que le sirven de compañía en es­te planeta. En este tramo de la existencia de la cultura humana que fechamos como siglo xxi, la filosofía de la ciencia y su incontable aportación tecnológica nos ofre­cen al alcance de la mano los elementos configuradores de las formas concretas de una existencia acorde con la realidad del mundo, realidad que a nuestro antojo pue­de cambiar el rostro de la naturaleza y transformar con ello la mente de los hom­bres, en un nuevo intento por lograr hacer lo que nunca tuvimos que haber abando­nado: crear hombres con forma y pensamiento de Dios para adorarlos con mayor profundidad aún que como cuando tuvimos dioses con forma y pensamiento de hombres y cuya inutilidad hemos de sobra padecido. Así, la filosofía de la ciencia es entonces, sobre el fundamento de su ateísmo, el principal activo de la razón hu­mana para entender el mundo, para dominarlo y cambiarlo a la medida de sus ne­cesidades y para influir así en la convivencia de los hombres en un ambiente de cre­ación y libertad plena. Esta relación obligada del pensamiento con la realidad del mundo la definió Marx con las siguientes palabras: "El mismo espíritu que cons­truye los sistemas filosóficos en las cabezas de los filósofos construye los ferroca­rriles con las manos de los obreros. La filosofía no es exterior al mundo". Por ello,

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toda construcción teórica termina por incidir en la práctica, como lo demuestra la gran cantidad de teorías científicas que, traducidas a la tecnología, han logrado la modificación del mundo; de ahí, la filosofía no sólo debe interpretar la realidad sino también modificarla, si no quiere pecar de ociosa.

Así pues, la filosofía de la ciencia es, si no el último, sí el mejor recurso con que cuenta hasta ahora el género humano para lograr su permanencia y total desarrollo sobre el planeta e incluso en el Universo, si partimos del supuesto de que única­mente aquí en la Tierra se ha podido desarrollar la vida inteligente. Por tanto, tene­mos como especie única la obligación de tratar de preservar para la eternidad la ma­nifestación de la inteligencia, sin importar la forma física del receptáculo que la contenga. Los avances científicos de inicios del siglo xx, y a partir de entonces mag­nificados y multiplicados en todas las especialidades de la investigación científica, nos permiten asegurar que es por medio del estudio materialista-dialéctico de las co­sas como podemos lograr las más elevadas aspiraciones que haya tenido cualquier especie inteligente durante toda la historia del Universo.

La ciencia y sus efectos sobre la vida humana en lo particular y sobre la Tierra en lo general nos facilitan establecer las bases de lo que en lo futuro se convertirá en la magna obra de planificación universal, dirigida a determinar de un modo prác­tico y seguro todos los beneficios que en materia de energía y movimiento nos ofre­ce la naturaleza en sus variadas manifestaciones, muchas de las cuales aún desco­nocemos, como pudiera ser entre otros su conexión y unificación con el fenómeno de la vida y, por ello, con la elevada probabilidad de manejarla a nuestro antojo.

Los avances de la ciencia que antes movían al asombro general se han conver­tido en parte de la vida cotidiana y por ello han perdido su dosis de misterio y fan­tasía, por lo cual en nuestro tiempo se ve como algo natural que día a día la ciencia avance irrefrenablemente y, más aún, se vería como anormal que no lo hiciera con el ritmo al que nos tiene acostumbrados. Así, ya no es motivo de asombro que a un ser humano se le prolongue la vida por medio del sistema de implantación de órga­nos vitales ajenos; o que por medio del método de la clonación se logre reproducir una oveja, un becerro y, seguramente muy pronto, un ser humano; o que mediante la manipulación genética se puedan producir semillas o vegetales con más y mejores características que las naturales; o que el hombre envíe e instale sondas espaciales automatizadas a Marte u otro planeta para evaluar la posibilidad de su colonización, o que descubra en distintas partes del Universo nuevos objetos con comportamien­to o estructuras materiales antes desconocidas en donde la energía y el movimiento se manifiesten de manera no tradicional. Entre otras muchas ésta es una asignatura pendiente que la filosofía de la ciencia está obligada a estudiar, entender y manipu-

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lar, porque es condición del materialismo dialéctico considerar que nada en la exis­tencia humana carece de importancia en el entendido de que, si la careciese, ya no sería considerado humano.

Si el hombre como individuo es un "ser para la muerte", el materialismo dialéc­tico nos enseña que como especie está hecho para la eternidad, si ésta la reducimos al tiempo que logre permanecer en el Universo y actuar sobre él. Para nuestra inte­ligencia no es ajena la elevada posibilidad de que en un futuro remoto nuestro Sol„ ya agotado, se colapse y junto con él desaparezca del sistema solar toda traza de vi­da, y que la materia y la energía se disipen por todo el Universo, lo cual ahora en apariencia nos representa el final de todo para el ser humano, junto con la imposi­bilidad de eternizar la inteligencia de la especie, lo que significa la máxima expre­sión de la vida, en el aspecto de que gracias a esta inteligencia la naturaleza y sus fenómenos adquieren sentido. ¿Para qué servirá en el futuro un Universo que no pueda ser aquilatado por inteligencia alguna? Lo mismo daría entonces que exista o no. Por ello, preservar el fenómeno de la inteligencia será en lo futuro la labor fun­damental de la ciencia y la culminación titánica de este logro colocará por siempre a nuestra especie en el más alto nivel de la vida, por encima de todas aquellas fan­tasías que la religión durante tantos milenios se ha empeñado en ofrecernos sin nin­gún beneficio.

Indiscutiblemente, el desarrollo de la ciencia y la tecnología fue la característi­ca más destacada del siglo xx, y el inicio del tercer milenio nos ofrece la enorme oportunidad de acelerar los avances científicos en todas sus especialidades, lo que coloca al género Homo en el camino de su total realización al tener la oportunidad histórica de poder replantearse el sentido de su presencia y función en el planeta. El impacto de la ciencia en la configuración del mundo, y su enorme influencia para transformar a la sociedad global por medio de los éxitos que cotidianamente nos ofrece, han otorgado a este invaluable fruto del esfuerzo y la inteligencia un mere­cido grado de popularidad justamente merecido, si consideramos, por poner un ejemplo simple, que hoy el hombre promedio tiene la posibilidad de disfrutar de una vida superior, en todos los sentidos, de la que pudo haber tenido el más poderoso mo­narca de la Antigüedad o de la Edad Media, mérito indiscutible surgido del pensa­miento dialéctico de la filosofía de la ciencia para beneficio de todos los individuos.

Otro enorme mérito de la filosofía de la ciencia ha sido su capacidad para ofre­cer sus teorías de una manera práctica y precisa, despojando así a la actividad filo­sófica en general de su tradicional carácter oscuro o esotérico con el que equivoca­damente ha estado recubierta, a partir de la idea, tal vez equivocada, de que cuanto más oscuro, más profundo será un tratado filosófico, cuando en realidad la ciencia

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FlLOSOiÍA DE LA CIENCIA: FUNDAMENTACION DEL ATEÍSMO

iios enseña que la dificultad filosófica no es mayor que la de cualquier materia que nos exija una cierta capacidad dé reflexión y concentración, ¿orno ocurre específi­camente en la ciencia o en cualquier otro tipo de trabajo intelectual que requiera pa­ra su pleno entendimiento la precisión conceptual que ofrece una terminología bien establecida. La ciencia'ha sabido emplear esto acertadamente, facilitando así sü comprensión y generando al mismo tiempo una creciente cantidad de adeptos que, al "filosofar" en términos científicos, retroalimeritan y enriquecen los avances de la misma ciencia en la búsqueda permanente de su perfeccionamiento para el logro de su plena integración en él ámbito social.

En este sentido, los críticos y alarmistas de la gran influencia social de la cien­cia y la tecnología destacan Una supuesta desarmonía entre el hombre y sus conoci­mientos científicos, argumentando la posibilidad deque, al salir de nuestro control, la tecnología nos ocasionará más daños que beneficios, en donde el hombre, como en el cuento de\ Aprérídiz debrujo, resulta ser la víctima de sus propios encanta­mientos. Tal situación es reiteradamente manejada en diversas narraciones de la li­teratura fantástica; en la que en el argumento Siempre subyace el mensaje de un cas­tigo divino contra la osadía del hombre al tratar de convertirse en creador y, en su afán de manipular irresponsablemente a la naturaleza, ésta se revierte contra él.

Seguramente estos señalamientos se fundamentan en el eventual mal uso que a través de la historia ha hecho el hombre de sus descubrimientos y avances tecnoló­gicos Con poder destructivo, como sucedió en su momento con la pólvora, la díná1-mita y más recientemente con la energía nuclear, pero esta percepción resulta in­fundada si estimamos que la voluntad del hombre, en sus diversas manifestaciones, conlleva igualmente el poder de decisión para utilizar sus conocimientos hacia lo que;consideramos el bien y el mal. Esto último por ningún motivo resta mérito a la función social de la ciencia, cuya meta es transformar a la naturaleza y lograr trans­formar al mismo tiempo al hombre de lo que es de por sí en lo que puede ser, como especie única que utiliza el pensamiento para modificar su entorno, moldearse a sí mismo y alcanzar la máxima expresión del fenómeno de la vida. r

El secreto para lograr lo anterior radica en que la filosofía de la ciencia sea ca­paz de encontrar un punto de equilibrio entre lo que produce y entre lo que aspira la especie humana, por lo que su pensamiento filosófico tiene, necesariamente, que encontrar una apertura hacia la realidad, un eslabón de engarce hacia la vida, aún no hallado, pero que tiene que existir y, finalmente, conduzca a una nueva genera­ción de individuos en una sociedad a la altura de las circunstancias científicas y sus obras, lo cual, hay que reconocer, aún no ha sucedido pero estamos como humani­dad en el camino de lograrlo. La tarea de la ciencia desde su sóUdo edificio cons-

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SERGIO GRAJALES ESPEJO

truido a base de ingenio y conocimientos consiste, desde ahora y en lo futuro, en in­tensificar sus investigaciones en la biología, rama de las ciencias naturales que por diversas causas ha sufrido un sensible retraso, y por ello a finales del siglo xx y principios del xxi su investigación se ha intensificado con gran éxito y con asom­brosos descubrimientos. Así, la filosofía de la ciencia, al trabajar directamente so­bre la vida, renovará el eterno estímulo filosófico de la búsqueda de la conexión, sentido y utilización de los futuros descubrimientos biológicos, los cuales habrán de contribuir definitivamente en la transformación y el progreso sostenido del género humano, con el convencimiento pleno de que nada ha estado ni estará por encima del hombre.

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Biografías

Alejandro de Macedonia (356-323 a. a. e.). Rey de Macedonia, hijo de Fili-po II, n. en Pella; fue educado por Aristóteles; ascendió al trono en 336; después de someter a los griegos (335), se hizo dar en Corinto el título de generalísimo de los helenos en la guerra contra los persas, a quienes venció en Gránico (334) e Issus (333); ocupó Tiro, Sidón, etc.; conquistó Egipto, fundó Alejandría (332); des­pués marchó hacia el Oriente, destru­yó a los ejércitos persas en Arbela (331) y llegó triunfante hasta el río In­dio (326). Tenía planes grandiosos pa­ra el porvenir, incluso la conquista de Arabia, cuando murió en Babilonia víctima de una fiebre infecciosa, des­pués de un reinado de 12 años y ocho meses; a su muerte se desintegró el imperio. Las conquistas de Alejandro trajeron por resultado una mutua pene­tración de las culturas helénicas y asiáticas. En los textos clásicos, ser un Alejandro equivale a ser magnífico y generoso.

Anaxágoras de Clazomene (500-428 a. n. e.). Nació en Clazomene, en Asia Menor, hacia el año 500 a. n. e., vi­viendo su juventud en una época, pues, en la que Clazomene había sido sometida al Imperio persa, tras la re­presión de la revuelta jonia. Posterior­mente se trasladó a Atenas, ciudad donde residiría la mayor parte de su vida, siendo maestro, y posteriormen­te amigo de Pericles, entre otros ate­nienses ilustres. Precisamente esa amistad le supuso ser acusado de im­piedad por los enemigos de Pericles y verse obligado a abandonar Atenas, re­fugiándose en Lámpsaco, una de las colonias de Mileto en Jonia. ("Respec­to a su condena hay varias opiniones, pues Soción, en las Sucesiones de los filósofos, dice que Cleón le acusó de impiedad, por haber dicho que el Sol es una masa de hierro encendido, pero que lo defendió Pericles, su discípulo, y sólo fue condenado a pagar cinco ta­lentos y salir desterrado. Sátiro escribe en sus Vidas que lo acusó Tucídides

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FILOSOFÍA DE LA CIENCIA: FUNDAMENTACION DEL ATEÍSMO

por ser éste contrario a las resolucio­nes de Pericles en la administración de la República. Que no sólo lo acusó de impiedad, sino también de traición, y que, ausente, fue condenado a muerte. Habiéndole dado la noticia de su con­dena y de la muerte de sus hijos, res­pondió a lo primero que hacía mucho tiempo que la naturaleza había conde­nado a muerte tanto a sus acusadores como a él. Y a lo segundo, que sabía que los había engendrado mortales. Algunos atribuyen esto a Solón; otros, a Jenofonte". Según Diógenes Laer-cio).

Anaximandro de Mileto, hijo de Pra-xíades, compañero y discípulo de Ta­les, según las Crónicas de Apolodoro (D. Laercio, II, 2) tenía 64 años en el segundo año de la Olimpiada 58 (547/46 a.n.e.) y murió poco después. De acuerdo con esta datación, Anaxi­mandro habría nacido en torno al año 610/609, fecha que coincide con la no­ticia de Hipólito (Ref. I, 6, 1 -7), que fi­ja su nacimiento en el tercer año de la Olimpiada 42. Se puede, pues, situar la vida de Anaximandro entre el 610/609 y el 545. La asociación, que establece D. Laercio, de la madurez de Anaximandro con la de Polícrates, ti­rano de Samos, es muy dudosa por cuanto éste sube al poder en 533/532 y muere en 522.

Anaxímenes de Mileto. Nació en Mi­leto en el 585 aproximadamente, y

murió en el 524 a. n. e. También Teo-frasto nos describe a Anaxímenes co­mo discípulo y compañero de Anaxi­mandro siendo, al parecer, unos 22 años más joven que él. Se le atribuye la composición de un libro, Sobre la naturaleza, escrito, según Diógenes Laercio, en dialecto jónico y en un es­tilo sencillo y sin superfluidades".

Anido Boecio (480-524). Se erigió en el fundador de la filosofía cristiana de Occidente, a la que proporcionó las categorías clásicas del pensamiento y los instrumentos dialécticos. Participó en política, de la mano del rey ostro­godo Teodorico al ser nombrado mi­nistro, consiguiendo suavizar las for­mas políticas góticas. Fue encarcelado y falleció rodeado de la aureola de mártir. Durante la estancia en la cárcel escribió De Consolatione philoso-phiae. Sus tratados sobre el "quadri-vium" y la unificación de las ideas de Platón y Aristóteles serán su principal aportación para el desarrollo de la cul­tura medieval.

Aristarco de Samos (310-230 a. n. e.). Astrónomo y matemático griego, nacido en Samos, Grecia. Él es el pri­mer científico que propone el modelo heliocéntrico del sistema solar, al co­locar al Sol y no a la Tierra en el cen­tro del universo conocido. Aristarco fue uno de los muchos sabios que hizo uso de la emblemática Biblioteca de

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BIOGRAFÍAS

Alejandría, en la que se reunían las mentes más privilegiadas del mundo clásico. Por aquel entonces la creencia obvia era pensar en un sistema geo­céntrico. Los astrónomos de la época veían a los planetas y al Sol dar vuel­tas sobre nuestro cielo a diario, y la Tierra, para muchos, debía encontrarse en el centro de todo. Los planteamien­tos del reconocido Aristóteles, hechos unos pocos años antes, no dejaban lu­gar a dudas y venían a reforzar dicha tesis. La Tierra era el centro del uni­verso y los planetas, el Sol, la Luna y las estrellas se encontraban en esferas fijas que giraban en torno a la Tierra.

Aristóteles (384-322 a. n. e.). Entre los filósofos más destacados de Occi­dente se encuentra Aristóteles, hijo de Nicómaco, médico del rey macedonio Amintas II. A los 18 años se trasladó a Atenas para continuar su formación, ingresando en la Academia de Platón, donde permaneció unos 20 años hasta el fallecimiento del maestro. En ese momento decidió abandonar Atenas para vivir en una comunidad platónica organizada en Asso, desde donde se marchó a Mitelene. En esta ciudad re­cibió la llamada de Filipo de Macedo-nia para educar a su hijo, Alejandro. Una vez que el gran Alejandro accedió al trono macedonio, Aristóteles regre­só a Atenas, donde fundaría una es­cuela cercana al templo de Apolo Li­cio, de donde tomó el nombre de Liceo.

También se llamaría escuela peripaté­tica, ya que el maestro impartía algu­nas lecciones paseando. Los tranqui­los años pasados en Atenas se vieron alterados a la muerte de Alejandro (323), cuando el partido nacionalista acusaba al maestro de impiedad. Aris­tóteles abandonó la ciudad y se mar­chó a Calcis, donde falleció al año si­guiente. Conservamos unas 50 obras y tratados de Aristóteles y algunos frag­mentos, distinguiéndose cuatro gran­des grupos: escritos de lógica (Metafí­sica, Sobre la interpretación, Tópi­cos), escritos de filosofía de la natura­leza (Sobre el alma, Sobre el cielo, Lecciones de física), escritos de filoso­fía práctica (Ética a Nicómaco, Etica a Eudemo, Política) y escritos de poesía (Poética y Retórica).

Arquímedes (287-212 a. n. e.). No son muchos los datos que conocemos de la biografía de Arquímedes, uno de los científicos más importantes de la Antigüedad. Posiblemente sería discí­pulo de Euclides; su relación con la escuela de Alejandría hace pensar que estudió en la ciudad egipcia, conocién­dose su estrecha relación con el direc­tor de la Biblioteca, Eratóstenes de Ci-rene. Las matemáticas serán su princi­pal aportación, especialmente sus descubrimientos relacionados con las áreas y los volúmenes. En cuanto a la física, desarrolló la estática y la hi-drostática, exponiendo el principio

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FILOSOFÍA DE LA CIENCIA: FUNDAMENTACIÓN DEL ATEÍSMO

que lleva su nombre, basado en que '"un sólido sumergido en un líquido re­cibe un empuje hacia arriba igual al peso del volumen del líquido que des­aloja".

Bacon, Francis (1561-1626). Nació en Londres y consagró su vida a la profesión de jurista, colmando sus am­biciones políticas con los más altos cargos en la magistratura y el Parla­mento inglés, llegando a ostentar el tí­tulo de canciller de la Corona y barón de Verulamio. Acusado de soborno, fue desposeído de sus cargos y confi­nado a la soledad del campo, donde se concentró en su producción filosófica hasta su muerte. La filosofía de Bacon propugna la sustitución del método deductivo del Organon aristotélico por un método inductivo que permita el mejor desarrollo de la ciencia. Por eso, su obra más famosa es el Novum Or-gamim, considerada el inicio del empi­rismo inglés. Asimismo, es destacable su teoría de los ídolos o falsos prejui­cios del espíritu humano: idola tribus, idola specus, idolafori e idola theatri.

Bayle, Pierre. Nació en Carlat (Fran­cia) el 18 de noviembre de 1647, fue hijo de un pastor protestante. Con 21 años ingresó como alumno externo en un colegio de jesuítas en Toulouse, donde se convirtió al catolicismo. Al­canzó su grado en artes con una tesis sobre la Virgen María. Tras renegar

del catolicismo se trasladó a Ginebra, donde se formó en teología protestan­te. Tras permanecer en Francia por un tiempo, se instaló definitivamente en Rotterdam hasta su fallecimiento, el 28 de diciembre de 1706. Muy crítico con la idea de una intervención divina en los asuntos de los hombres y con la religión en general, publicó sus tesis en su obra Pensamientos diversos. Pensaba que Dios es independiente con respecto al mundo, pero cuestionó la existencia de la providencia. Atacó con furor las excesivas manifestacio­nes que la religión adjudica a Dios, co­mo los milagros. Su crítica no fue a la religión, cuyo papel moralizador de­fendió, sino al uso hipócrita a que po­día dar lugar. Así, separó a la ética de la religión e introdujo la idea de ho­nestidad como rectora de la conducta humana: es posible ser un ente justo y recto sin creer en la existencia de Dios. Defendió así el ateísmo como una opción de vida no inferior en vir­tud de la vida inscrita en la creencia religiosa, tesis llevada más allá poste­riormente por autores como Holbach. Bayle inició una línea filosófica que declara la independencia de la moral con respecto a la religión, que será continuada por Kant, Fichte o Feuer-bach. También Marx le reconoció el mérito de defender el ateísmo como una opción virtuosa y honorable de vi­da. Es autor de un Diccionario históri­co y crítico, escrito entre 1696-1697, en el que preconiza el escepticismo

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BrOGRAFÍAS

propio de la Ilustración. Anticipó la Enciclopedia de Diderot y D'Alam-bert e influyó en Voltaire.

Becquerel, Henri. Nació en París en 1852, murió en Le Croissic en 1908. Igual que sus antecesores, decidió adentrarse en el estudio de la ciencia. Se licenció en ingeniería y dedicó par­te de su vida a la enseñanza como ca­tedrático. Tras el descubrimiento de los rayos X, este científico centró su atención en el análisis de las sustan­cias fluorescentes y su poder para des­arrollar radiación. Al observar una pla­ca fotográfica llegó a la conclusión de que la falta de luz en combinación con el uranio daba lugar a radiaciones. A partir de esta observación desarrolló una extensa teoría sobre la radiactivi­dad. En 1903 fue galardonado con el Nobel de física por todas las aporta­ciones que realizó en esta materia, pre­mio que compartió con Pierre y Marie Curie. Es considerado uno de los pa­dres de la física moderna. Propuso la radioterapia para la curación de tumo­res cancerígenos.

Belinski, Vissarion Grigorievich (1811-1848). Crítico literario y pensa­dor político ruso, nació en Svendborg y murió en San Petersburgo y propug­nó una literatura al servicio de las ide­as a expensas de su valor estético. In­fluyó grandemente en Dostoievski y sus obras completas (12 vols.) se pu­blicaron en 1859-1862.

Bernoulli, Daniel (1700-1782). Cien­tífico nacionalizado suizo, nacido en Holanda, que descubrió los principios básicos del comportamiento de los fluidos. Era hijo de Johann Bernoulli y sobrino de Jacques Bernoulli, dos in­vestigadores que hicieron aportacio­nes importantes al primitivo desarrollo del cálculo. Bernoulli nació en Gro-ninga (Países Bajos), el 29 de enero de 1700 y desde muy joven manifestó su interés por las matemáticas. Aunque consiguió un título médico en 1721, fue profesor de matemáticas en la Academia Rusa de San Petersburgo en 1725. Posteriormente dio clases de fi­losofía experimental, anatomía y botá­nica en las universidades de Groninga y Basilea, en Suiza.

Bernoulli, Jacques (1654-1705). Es el primero de los Bernoulli en estudiar en una universidad, el primero en in­vestigar en las ciencias matemáticas, el primero en recibir un título de doc­tor y el primero de la familia en ser aceptado como catedrático de mate­máticas en la Universidad de Basilea. Jacques pronto se convirtió en guía es­piritual y en ejemplo para los demás magníficos geómetras Bernoulli que le sucedieron. Era de un humor colérico, muy susceptible. Gustaba de desafiar intelectualmente a los demás, de con­sagrarse a la resolución de problemas y de polemizar sobre las soluciones. Nunca pudo aceptar que Johann, su

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FILOSOFÍA DE LA CIENCIA: FUNDAMENTACIÓN DEL ATEÍSMO

hermano menor y más destacado, lo pudiera aventajar como geómetra. Su vida científica giró alrededor del estu­dio de las curvas con el uso del nuevo cálculo. El deseo de su padre lo llevó a realizar estudios filosóficos, teológi­cos y de idiomas en la Universidad de Basilea. Se graduó con el grado de magíster en filosofía a los 17 años, y cinco años más tarde fue doctor en teo­logía. Dominaba los idiomas alemán, francés, inglés, latín y griego. Pero Jacques sentía una gran inclinación hacia las matemáticas y, a escondidas, estudiaba diferentes aspectos de ellas, sin maestro alguno y casi sin libros adecuados.

Berthollet, Claude-Louis, conde de. Químico francés que nació en Talloi-res. Estudió medicina en Turín, donde obtuvo la licenciatura en 1770, y pos­teriormente se trasladó a París. Fue discípulo de Lavoisier, con el que co­laboró en la nueva nomenclatura quí­mica y en el estudio de los procesos de combustión. Académico electo en 1780, sus investigaciones con el ácido hidrociánico (prúsico) y con el cianhí­drico le condujeron a discrepar de La­voisier en la cuestión de si la presencia de oxígeno es esencial en todos los ácidos. Berthollet descubrió la compo­sición del amoniaco e ideó el uso del cloro como agente blanqueador. Sinte­tizó los cloratos, estudió sus propieda­des explosivas y demostró que el amo­

niaco está compuesto esencialmente por hidrógeno y nitrógeno. Sus con­tactos con Napoleón, a quien conoció durante un viaje de negocios por Egip­to en 1798, le valieron para conseguir los títulos de senador y conde. En su obra sobre la teoría de las afinidades químicas, Ensayo de estática química (1803), propuso una ley de proporcio­nes indefinidas para las combinacio­nes químicas opuesta a la de Proust, de proporciones definidas. Aunque esta ley fue rechazada, la ¡dea de Berthollet de que la masa influye en el curso de las reacciones químicas fue posterior­mente vindicada en la ley de acción de masas, enunciada por Guldberg y Waage.

Berzelius, Jons Jacob (1779-1848). Químico sueco, estudió medicina en la Universidad de Uppsala y fue profesor de medicina, farmacia y botánica en el Karoline Institute de Estocolmo. En un periodo de 10 años estudió alrede­dor de 2 000 compuestos químicos. Tomando el oxígeno como base de referencia (100), determinó el peso atómico de los demás elementos: los resultados fueron publicados en 1818 en una tabla de pesos atómicos de 42 elementos. Paralelamente, sus experi­mentos sobre la electrólisis le condu­jeron a proponer la teoría de que los compuestos están constituidos por una parte eléctricamente positiva y otra negativa, siendo ello aplicable para

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BIOGRAFÍAS

compuestos tanto inorgánicos como orgánicos. Introdujo la notación quí­mica actual y los conceptos de isome­ría, halógeno, acción catalítica y ra­dical orgánico. Descubridor de los elementos cerio (1803), selenio (1817) y torio (1828), también consiguió ais­lar el silicio (1823), el circonio (1824) y el titanio (1825).

Berkeley, George (1685-1753). Hom­bre de profundas convicciones religio­sas, se trasladó a América como misio­nero, siendo nombrado en la diócesis anglicana de Cloyne, en Irlanda. Sus escritos tienen como objetivo comba­tir el ateísmo y el libre pensamiento, utilizando sus mismas armas. Toman­do como punto de partida el empiris­mo de Locke, llegó a considerar que la experiencia está compuesta de sensa­ciones elementales, siendo Dios el motor de las ideas y percepciones. De esta forma defendió una concepción neoplatonica del universo, similar a la sostenida por Malebranche. Las obras más destacadas de Berkeley son: Tres diálogos entre Hylas y Philonous y Tratado sobre los principios del enten­dimiento humano.

Black, Joseph (1728-1799). Químico nacionalizado británico, conocido por su detallada descripción del aislamien­to y actividad química del dióxido de carbono, nació en Burdeos, Francia, y estudió en las universidades de Glas­

gow y Edimburgo, en Escocia. Fue profesor de química, medicina y ana­tomía en la Universidad de Glasgow desde 1756 a 1766; a partir de ahí fue profesor de química en la Universidad de Edimburgo. En 1761, Black ideó el concepto de calor latente y tres años más tarde midió el calor latente de va­porización. Su alumno y ayudante Ja­mes Watt puso en práctica estos des­cubrimientos, más adelante, cuando hizo las mejoras de la primera máqui­na de vapor. Alrededor de 1754, Black descubrió el dióxido de carbono, un gas al que él llamaba aire fijo, y de­mostró que se produce a partir de la respiración, la fermentación y la com­bustión del carbón vegetal; esto le ayudó a refutar la teoría del flogisto de la combustión. Descubrió también que sustancias diferentes tienen diversas capacidades caloríficas.

Bonaparte, Napoleón, (1769-1821). Napoleón nació en Ajaccio, en la isla de Córcega, el 15 de agosto de 1769. Su padre, Carlos María Bonaparte, procedía de una familia toscana asen­tada en Córcega a comienzos del siglo xvi y ya, a mediados del siglo xviii, ha­bía conseguido una destacada situa­ción económica, como propietario agrícola y como comerciante. Su posi­ción social llevó al padre de Napoleón a buscar el ennoblecimiento. Su ma­dre, María Leticia Ramolino, de h que poco se sabe, se había casado cuando

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sólo contaba catorce años y dio a su marido ocho hijos: José (1768), Napo­león (1769), Luciano (1775), Elisa (1777), Luis (1778), Paulina (1780), Carolina (1782) y Jerónimo (1784). Napoleón vivió durante sus primeros años en un ambiente familiar de carác­ter patriarcal, en el que hermanos, abuelos, tíos, primos y una cohorte de sirvientes y criados le dieron un claro sentido de la jerarquía y de la autori­dad y le habituaron a una cierta incli­nación por los fastos. La familia Bo-naparte había tomado parte en los movimientos de resistencia cuando la isla fue anexionada a Francia. Pero eso no fue obstáculo para que el padre de Napoleón hiciese un movimiento de aproximación a los nuevos dominado­res después de la derrota de los corsos en Ponte Nuovo (1769), lo que le granjeó la confianza del gobernador francés. Como representante de la no­bleza de la isla ante el rey, pudo con­seguir que el joven Napoleón entrase en la Escuela Militar de Brienne con una beca, y posteriormente que com­pletase sus estudios en la Escuela Mi­litar del Campo de Marte, en París. De sus años de internado sólo se sabe que se sentía extraño, tan alejado de su ca­sa y de los suyos, y que no sobresalió especialmente por su nivel en los estu­dios. Sin embargo, en algo debió des­tacar ya entonces cuando su profesor de historia escribió de él lo siguiente: "Irá lejos si las circunstancias le favo­

recen". Cuando salió de la Escuela Militar -en el puesto 42 de los 58 de su promoción- fue destinado al regi­miento de La Fére-Artillene con el grado de segundo teniente. A partir de entonces comenzó un peregrinaje de ciudad en ciudad para cubrir diversos destinos - Valence, Lyon, Douai, Au-xonne-, en los que llevó una vida mo­nótona y rutinaria en los respectivos cuarteles, donde se limitaba a repetir ejercicios militares. No obstante, pare­ce ser que estos años fueron decisivos para la formación de su personalidad a causa, sobre todo, de la intensa dedi­cación a la lectura en sus muchos ratos de ocio en las distintas guarniciones. Desde las obras de Rousseau, Mably, Voltaire, Mirabeau y Necker, hasta los libros referentes a las tácticas militares y especialmente a la artillería, todas esas lecturas contribuyeron a enrique­cer sus conocimientos, si bien un tan­to desordenadamente. Las notas al margen con las que a menudo comen­taba algunos de los pasajes de lo que estaba leyendo revelan una atención especial hacia los sentimientos que in­clinaban a los hombres a la búsqueda de la felicidad, del amor o de la cruel­dad, así como hacia las instituciones o hacia las prerrogativas de la monar­quía y de la nobleza.

Boyle, Robert (1627-1691). Científi­co británico, uno de los primeros de­fensores de los métodos científicos y

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BIOGRAFÍAS

uno de los fundadores de la química moderna, nació en Lismore, Irlanda, y estudió en Ginebra, Suiza. Se estable­ció en Inglaterra y se dedicó a la in­vestigación científica. Boyle es consi­derado uno de los fundadores de los métodos científicos modernos, porque creyó en la necesidad de la observa­ción objetiva y de los experimentos verificables en los laboratorios, al rea­lizar los estudios científicos.

Brahtná (literalmente evolución o desarrollo, en idioma sánscrito). Es el dios creador del hinduismo y miembro de la Tri-murti ("tres formas"), la Tri­nidad, conformada por Brahmá (dios creador), Vishnu (dios preservador) y Shiva (dios destructor). Según un mi­to, los tres surgieron del huevo cósmi­co puesto por el dios Ammavaru. Se­gún otro mito más moderno, de origen vaisnava (de los seguidores de Vis­hnu), Brahmá surgió de una flor de lo­to que flotaba en el océano del ombli­go de Vishnu durmiente (que genera la existencia del universo mediante sus sueños). Brahmá es el esposo de Sa-rasvati, la diosa del conocimiento o de Savitrí (la hija del dios del Sol, Vivas-wán o Savitra) o Gáiatrí ("la Canta­da"). Sin embargo, como es el Crea­dor, todos sus hijos son mana-putras o hijos de la mente, indicando su naci­miento de la mente de Brahmá y no de su cuerpo. Brahmá sólo interfiere oca­sionalmente en los asuntos de los dio­

ses y aún más raramente en los de los mortales. Él obligó a Soma (el dios de la Luna) a devolver a Tara a su marido Brihaspati (el gurú de los semidioses). Es considerado el padre de Dharma (el dios de la religión) y Atri. Brahmá vi­ve en Brahmapura, una ciudad situada en la cima del mitológico monte Meru (situado en medio del universo) y es un agente de Brahmán, el Ser Supre­mo o Absoluto del hinduismo. Nunca se volvió objeto de adoración: en India sólo hay dos templos dedicados a él. Brahmá es representado tradicional-mente de piel roja, con cuatro cabezas y cuatro brazos. Cada boca recita uno de los cuatro Vedas. Las manos sostie­nen un recipiente de agua, usado para crear la vida; un japa-málá (rosario de cuentas), utilizado para llevar el regis­tro del tiempo del universo; el texto de los Vedas; y una flor de loto. Va mon­tado sobre un cisne, Hamsa, con el que vuela por el universo.

Buda. Nació en Kapilavastu, India en 563, murió en Kusinara en el año 483 a. n. e. El término Buda designa al Ilu­minado, siendo el nombre más conoci­do de Siddharta Gautama Sakyamuni. Era hijo del príncipe Suddhodana y cuando nació se profetizó su crucial destino. Pero su padre, según cuenta la tradición, intentó apartar al muchacho de la vida religiosa y le casó con su prima Yasodhara, de cuya unión nació

un hijo llamado Rahula. Pero Siddhar-

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FILOSOFÍA DE LA CIENCIA: FUNDAMENTACION DEL ATEÍSMO

ta se vio impulsado por el ascetismo y abandonó a su familia y bienes en bús­queda de la verdad. Se retiró a la selva para meditar, dirigido por dos brahma­nes y, tras soportar duras pruebas, al­canzó las llamadas Cuatro Verdades (la realidad del mundo es dolor; el ori­gen del dolor es el deseo; la liberación del dolor se puede alcanzar mediante el nirvana o extinción del dolor; el ca­mino para el nirvana es el dharma, la ley). Desde ese momento quiso hacer partícipe a la Humanidad de su expe­riencia e inició una intensa labor de predicación de su doctrina, caracteri­zada por la serenidad. Fundó una or­den monástica llamada Sangha, que se dedicó a extender el budismo por todo el mundo a lo largo del tiempo.

Buffon, Georges Louis (1707-1788). Naturalista francés, autor de uno de los primeros tratados globales de his­toria de la biología y la geología no basados en la Biblia. Nacido en Mont-bard en el seno de una familia aristo­crática, estudió derecho en Dijon y se trasladó a Angers en 1728 para estu­diar medicina, botánica y matemáti­cas. Tras un duelo, se vio obligado a abandonar Angers en 1730 y pasó los dos años siguientes viajando por el sur de Francia y por Italia. La carrera científica de Buffon comenzó en 1732 cuando, después de regresar a Francia y gracias a su origen noble y su fortu­na, entró en relación con los intelec­

tuales franceses. Fue admitido en la Real Academia de las Ciencias en 1734 y prosiguió sus eclécticos traba­jos científicos hasta su nombramiento como intendente del Jardin du Roi en 1740. Desde esa fecha hasta su muer­te, Buffon repartió su tiempo entre la administración de las propiedades fa­miliares y la mejora de las colecciones del jardín, cuyo tamaño duplicó duran­te su mandato.

Bunsen, Robert Wilhelm (1811-1899). Químico alemán que, con su compatriota y físico Gustav Robert Kirchhoff, inventó el espectroscopio y promovió el análisis del espectro que les condujo al descubrimiento conjun­to del cesio y del rubidio. Bunsen na­ció en Gotinga el 31 de marzo de 1811 y estudió en la universidad de esta ciu­dad. Entre 1836 y 1852, dio clases su­cesivamente en el Instituto Politécnico de Kassel y en las universidades de Marburgo y Breslau (actualmente Wroclaw, Polonia); después fue profe­sor en la Universidad de Heidelberg hasta que se retiró en 1889. Conside­rado uno de los más grandes químicos del mundo, Bunsen descubrió en 1834 el antídoto que todavía se utiliza hoy contra el arsénico: óxido de hierro hi­dratado. Su estudio de los cianuros do­bles confirmó el principio de química orgánica en el que la naturaleza de un compuesto depende de los radicales que lo componen. En contra de la creencia

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BIOGRAFÍAS

popular, le costó poco inventar el me­chero Bunsen, un artefacto de gas uti­lizado en los laboratorios científicos. Aunque Bunsen popularizó este meca­nismo, los honores de este invento se los llevó el químico y físico británico Michael Faraday. Entre los inventos de Bunsen se encuentran el caloríme­tro de hielo, una bomba de filtro y la célula eléctrica de cinc y carbono. Uti­lizó esta célula para producir un arco eléctrico e inventó un fotómetro para medir su luminosidad. También utilizó la célula en su desarrollo de un méto­do electrolítico para obtener magnesio metálico. Los resultados de este estu­dio sobre los gases residuales se publi­caron en el clásico Métodos gasomé-tricos (1857). Bunsen murió el 16 de agosto de 1899 en Heidelberg.

Calvin, Melvin (1911-1997). Quími­co y premio Nobel estadounidense, cé­lebre por sus estudios sobre la fotosín­tesis y por su trabajo con determinadas plantas que producen combustible, na­ció en Saint Paul (Minnesota) y estu­dió en la Escuela de Minería y Tecno­logía de Michigan (actualmente Uni­versidad Tecnológica de Michigan), en la Universidad de Minnesota y en la Universidad de Manchester, en In­glaterra. Se incorporó al departamento de química de la Universidad de Cali­fornia en Berkeley en 1937. Durante la década de 1940, comenzó sus experi­mentos sobre la fotosíntesis. Al utili­

zar carbono 14 radiactivo, Calvin pu­do detectar la secuencia de reacciones químicas producidas por las plantas al convertir dióxido de carbono gaseoso y agua en oxígeno e hidratos de carbo­no, proceso conocido como ciclo de Calvin. Por este descubrimiento le fue concedido en 1961 el premio Nobel de Química.

Calvino, Jean (1509-1564). Teólogo, reformador religioso y humanista francés. Su teología (denominada de forma genérica calvinismo) le convir­tió en el principal exponente de las doctrinas cristianas, al amparo de las cuales surgió un gran número de las Iglesias reformadas protestantes. Fue uno de los más destacados represen­tantes de la Reforma protestante du­rante el siglo xvi. Su actividad se cen­tró en Ginebra, donde, a partir de su sistema teológico, creó un nuevo or­den político.

Carnot, Sadi Nicolás Leonard (1796-1832). Físico e ingeniero militar fran­cés, hijo de Lazare Carnot, nació en París y estudió en la Escuela Politécni­ca. En 1824 describió su concepción del motor ideal, el llamado motor de Carnot, en el que se utiliza toda la energía disponible. Descubrió que el calor no puede pasar de un cuerpo más frío a uno más caliente y que la efica­cia de un motor depende de la cantidad de calor que es capaz de utilizar. Este

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FILOSOFÍA DE LA CIENCIA: FUNDAMENTACION DEL ATEÍSMO

descubrimiento es la base de la segun­da ley de la termodinámica.

Colón, Cristóbal. En 1492, el nave­gante de origen genovés Cristóbal Co­lón navegó hacia el Oeste desde la pe­nínsula ibérica a fin de encontrar una ruta más corta para llegar a la India y a China sin tener que bordear el conti­nente africano. Colón basó sus cálcu­los de viaje en los textos bíblicos, en especial en los Apócrifos. El 3 de agosto de 1492 salió del puerto de Palos de la Frontera (España), en el primero de una serie de viajes hacia lo que él llamaría más tarde Nuevo Mundo.

Condillac, Étienne Bonnot de(1715-1780). Filósofo francés, cuyas teorías, englobadas con la denominación ge­nérica de sensacionalismo, influyeron en los filósofos posteriores y cuya contribución a la ciencia de la psicolo­gía ha sido considerada crucial. Desta­cado defensor de las ideas del filósofo inglés John Locke, Condillac escribió muchas obras filosóficas, de las cuales la más notable es el Traite des sensa-tions {Tratado de las sensaciones, 1754), en la que argumenta que todo el conocimiento humano y todas las ex­periencias conscientes derivan sólo de la percepción que proporcionan los sentidos. Condillac trató de esclarecer y apuntalar la teoría del conocimiento de Locke y aceptó la propuesta lockia-

na de la imposibilidad de las ideas in­natas.

Confucio (551-479 a. n. e.). Filósofo chino, creador del confucianismo y una de las figuras más determinantes en la historia de China. Durante el pe­riodo de decadencia de la dinastía Zhou china, Confucio enseñó princi­pios que contenían elevados valores éticos y morales. Recomendó a los se­ñores feudales vivir según esas nor­mas y servir como ejemplo a la pobla­ción. Confucio fue el primer gran filó­sofo chino. Su obra proporcionó las bases teóricas y morales del Imperio chino durante más de 2 000 años.

Copernico, Nicolás (1473-1543). As­trónomo polaco, conocido por su teo­ría según la cual el Sol se encontraba en el centro del Universo y la Tierra, que giraba una vez al día sobre su eje, completaba cada año una vuelta alre­dedor de él. F̂ ste sistema recibió el nombre de heliocéntrico o centrado en el Sol.

Curie, Marie (1867-1934). Fue la pri­mera mujer que ganó el premio Nobel, y la primera persona que lo ganó dos veces. Curie acuñó el término radiac­tividad para referirse a las emisiones del uranio detectadas en sus primeros experimentos. Más tarde, junto con su marido, descubrió los elementos polo-nio y radio. El destacado trabajo de

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BIOGRAFÍAS

Curie en radiactividad le acabó cos­tando la vida; murió por exposición excesiva a las radiaciones.

Curie, Pierre. Nació en París el 15 de mayo de 1859 y estudió ciencias en La Sorbona. En 1880, él y su hermano Jacques observaron que se produce un potencial eléctrico cuando se ejerce una presión en un cristal de cuarzo; los hermanos llamaron piezoelectricidad al fenómeno. Durante los estudios posteriores sobre magnetismo, Pierre Curie descubrió que las sustancias magnéticas, a cierta temperatura (co­nocida como punto de Curie), pierden su magnetismo. En 1895 fue profesor de la Escuela de Física y Química de París.

Cuvier, Georges (1769-1832). Natu­ralista francés, considerado el creador de la anatomía comparada y de la pa­leontología, se especializó en la re­construcción de fósiles. Cuvier nació en Montbéliard, Borgoña. En 1784 acudió a la Universidad Caroline cerca de Stuttgart, Alemania, para estudiar ciencias administrativas, jurídicas y económicas. Estudió también historia natural y anatomía comparada. Cuan­do finalizó sus estudios en 1788, Cu­vier se empleó como tutor en una fa­milia francesa.

D'Alembert, Jean-Baptiste le Rond (1717-1783). Fue hijo no reconocido

del general Destouches y de madame de Tencin, quienes lo dejaron en la puerta de la iglesia de Saint-Jean le Rond. Allí, un comisario de policía lo recogió y dio en adopción a la mujer de un vidriero llamado Alembert. Pronto descolló en el conocimiento de las matemáticas, de modo que a la temprana edad de 24 años fue elegido miembro de la Academia de Ciencias de París y, más tarde, de la de Berlín. Su fama de erudito le llevó a recibir invitaciones de Federico II de Prusia y de Catalina la Grande, que, sin embar­go, rechazó. En 1747 comenzó la pu­blicación de la Enclopedia, junto con Diderot, y escribió artículos sobre ma­temática y literatura, además del "Dis­curso preliminar". En 1772 se le nom­bró secretario perpetuo de la Acade­mia Francesa y entonces escribió los "Elogios", acerca de los académicos fallecidos entre 1700 y 1770. Ilustre filósofo, su pensamiento recibió la in­fluencia de Descartes, Bacon, Newton y Locke. Uno de los máximos expo­nentes del movimiento ilustrado, con­cibió a las ciencias como un todo inte­grado y herramienta para el progreso de la Humanidad. Su doctrina la expu­so en Elementos de filosofía. Como matemático y científico, continuó las obras de Newton y Leibniz y comenzó la investigación sobre las ecuaciones diferenciales con derivadas parciales. También fue el primero en exponer el teorema fundamental del álgebra, más

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FILOSOFÍA DE LA CIENCIA: FUNDAMENTACION DEL ATEÍSMO

tarde demostrado por Gauss. También realizó estudios en hidrodinámica y mecánica. En este campo formuló el llamado principio de D 'Alembert que, aplicado al movimiento de la Tierra, permite explicar las variaciones del eje de rotación del globo.

Dalton, John. Se le conoce sobre todo por desarrollar la teoría atómica de los elementos y compuestos. Mientras in­vestigaba la naturaleza de la atmósfe­ra, en los primeros años del siglo xix, Dalton dedujo la estructura del dióxi­do de carbono y propuso la teoría de que cada molécula está compuesta por un número definido de átomos. Postu­ló que todos los átomos de un mismo elemento son idénticos entre sí y dife­rentes de los átomos de cualquier otro elemento. Dalton fue el primer cientí­fico en clasificar los elementos por su peso atómico, con lo que preparó el te­rreno para una revolución del pensa­miento científico. Realizó numerosas contribuciones en el campo de la me­teorología y en 1794 fue el primero en describir la ceguera cromática o dalto­nismo.

Darwin, Charles (1809-1882). Cien­tífico británico que sentó las bases de la moderna teoría evolutiva, al plante­ar el concepto de que todas las formas de vida se han desarrollado a través de un lento proceso de selección natural. Su trabajo tuvo una influencia decisi­

va sobre las diferentes disciplinas científicas y sobre el pensamiento mo­derno en general. Nació en Shrews-bury (Shropshire) el 12 de febrero de 1809. Fue el quinto hijo de una aco­modada y sofisticada familia inglesa. Su abuelo materno fue el próspero em­presario de porcelanas Josiah Wedg-wood y su abuelo paterno fue el famo­so médico del siglo xviii Erasmus Dar­win. Tras terminar sus estudios en la Shrewsbury School en 1825, estudió medicina en la Universidad de Edim­burgo. En 1827 abandonó la carrera e ingresó en la Universidad de Cambrid­ge con el fin de convertirse en minis­tro de la Iglesia de Inglaterra. Allí co­noció a dos influyentes personalida­des: el geólogo Adam Sedgwick y el naturalista John Stevens Henslow. Es­te último no sólo ayudó a Darwin a ga­nar confianza en sí mismo, sino tam­bién inculcó a su alumno la necesidad de ser meticuloso y esmerado en la ob­servación de los fenómenos naturales y la recolección de especímenes. Tras graduarse en Cambridge en 1831, el joven Darwin se enroló a los 22 años en el barco de reconocimiento HMS Be-aglc como naturalista sin paga, gracias en gran medida a la recomendación de Henslow, para emprender una expedi­ción científica alrededor del mundo.

Da Vinci Leonardo, (1452-1519). Es uno de los grandes genios del Renaci­miento, al destacar como artista, in­ventor v descubridor. Nació en 1452

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BIOGRAFÍAS

en Vinci y fue hijo ilegítimo de un no­tario florentino. Se crió en Florencia y aprendió en el taller de Verrocchio; con seguridad, Leonardo está en el ta­ller de Verrocchio en 1476, como con­firma una denuncia en la que se le acu­saba de homosexualidad. Con 20 años, fue maestro independiente, interesán­dose mucho por descubrir nuevas téc­nicas para trabajar al óleo. Sin embar­go, continuó ligado al taller de Verroc­chio hasta prácticamente su marcha de Florencia. Su reputación crecía y los encargos aumentaban. En 1482 se trasladó a Milán, donde ofreció sus servicios a Ludovico Sforza, duque de Milán; había marchado a Milán como embajador de Florencia, dentro del plan de ios Medici de difusión del arte florentino como motivo de prestigio e instrumento de propaganda cultural. En Milán estuvo durante 17 años, tra­bajando en variados proyectos de todo tipo, tanto artísticos como científicos, en los que el deseo de experimentar era su principal objetivo. Esto no le impedía realizar encargos ocasionales para Florencia, que frecuentemente dejaba inacabados. Tras la invasión de Milán por las tropas francesas, regresó a Florencia para trabajar como inge­niero militar. Por estos años realizó múltiples disecciones, mejorando y perfeccionando su conocimiento de la anatomía. En Florencia recibió el en­cargo de decorar una sala de la Cáma­ra del Consejo, que nunca acabó. En

1506 regresó a Milán y al año siguien­te entró al servicio de Luis XIII de Francia, para quien trabajó como pin­tor e ingeniero. Entre 1513 y 1516 es­tuvo en Roma, pero, consciente de que no podía competir con Miguel Ángel, aceptó la invitación de Francisco I de Francia y se trasladó allí, donde falle­ció en el castillo de Cloux, cerca de Amboise, en 1519. Su producción es­tuvo marcada por el interés hacia el claroscuro y el sfumato, la técnica con la que difuminaba los contornos, con­siguiendo una excelente sensación at­mosférica, como se aprecia en su obra más famosa, la Gioconda. Su faceta como dibujante también es destacable, conservándose una gran cantidad de apuntes. Al final de su vida sufrió una parálisis en el brazo derecho que le impidió pintar, pero no continuar di­bujando y enseñando. Poco se recuer­da de los alumnos de Leonardo, cuya maestría se impuso con diferencia a la de aquellos que trabajaron con él. Entre sus colaboradores destacan los nom­bres de Francesco Melzi, Boltraffio, Lorenzo de Credi, Ambrogio y Evan­gelista de Predis, etc. Da Vinci repre­sentó una ruptura con los modelos uni­versales establecidos durante el Quat-trocento. Se opuso al concepto de be­lleza ideal y defendió la imitación de la naturaleza con fidelidad, sin tratar de mejorarla. Y así contempló la feal­dad y lo grotesco, como en sus dibujos

de personajes deformes y cómicos,

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FILOSOFÍA DE LA CIENCIA: FUNDAMENTACIÓN DEL ATEÍSMO

considerados las primeras caricaturas de la historia del arte. Su dominio del color y la atmósfera le hizo también ser el primero capaz de pintar el aire. La perspectiva aérea o atmosférica, como hoy se conoce, es una caracte­rística inconfundible de su obra, en es­pecial de los paisajes. Leonardo fue el primero en considerar que la distancia se llenaba con aire y que éste hacía que los objetos lejanos perdiesen niti­dez y se viesen azulados. Vivió en una época en la que el humanismo y el es­tudio de los clásicos estaban en plena vigencia; sin embargo, parece que tu­vo dificultades al intentar aprender la­tín y griego, los idiomas cultos y la lla­ve de acceso a la cultura filosófica ne-oplatónica que dominaba Italia y parte de Europa. Da Vinci escribió la mayor parte de sus escritos en toscano, un dialecto florentino. Pero escribía al re­vés, como visto en un espejo. La obra pictórica de Leonardo es muy escasa y discutida. El signo del artista fue el abandono sistemático de los proyectos que se le encargaban, por muchas me­didas que tomaran los clientes me­diante contratos, cláusulas, etc. El mismo no se definía como pintor, sino como ingeniero y arquitecto, incluso como escultor. Sin embargo su presti­gio en vida alcanzó dimensiones prác­ticamente desconocidas. En Roma fue alojado en el palacio del Belvedere, la residencia de verano del papa. El rey de Francia le invitó al final de su vida

y trató de acaparar sus escasas obras. Isabella d'Este, una de las mujeres más importantes de su época, le persi­guió durante años para conseguir que terminara su retrato, del que sólo ha quedado un dibujo en muy mal estado. Tras su muerte, Da Vinci se ha con­vertido en el paradigma del "hombre del Renacimiento", dedicado a múlti­ples investigaciones científicas y artís­ticas. Sus obras han determinado la evolución del arte en los siglos poste­riores, independientemente de que se trate de obras realmente del maestro o de simples imitaciones o colaboracio­nes.

Davy, Humprey (1778-1829). Céle­bre químico británico, conocido espe­cialmente por sus experimentos en electroquímica y por su invento de la lámpara de seguridad para las minas. Davy nació el 17 de diciembre de 1778 en Penzance, Cornualles. En 1798 comenzó los experimentos sobre las propiedades médicas de los gases, durante los cuales descubrió los efec­tos anestésicos del óxido nitroso (gas hilarante). Davy fue designado profe­sor adjunto de química en la recién fundada Institución Real de Londres en 1801 y al año siguiente se le nom­bró profesor de química en esa institu­ción.

D'Holbach, Paul Henri (1723-1789). Enciclopedista y filósofo materialista francés, de origen alemán. Nacido en

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BIOGRAFÍAS

Edesheim, fue el prototipo del Siglo de las Luces: filósofo provisto de una inmensa biblioteca, editor, traductor de obras filosóficas, científico, filólo­go, geólogo, químico, coleccionador de obras de arte y de curiosidades. Por ello no es extraño que colaborara en la Enciclopedia de Denis Diderot y Jean le Rond d'Alembert y que se rodeara de algunos de los pensadores más lúci­dos de su tiempo, como Friedrich Mel-chior, barón von Grimm, Georges Louis Leclerc, conde de Buffon, Jean-Jacques Rousseau o Claude Adrien Helvetius. Probablemente fue agente del rey de Prusia y de los príncipes alemanes, a quienes les dio informa­ción sobre Francia. Obtuvo de su tío, ennoblecido durante la Regencia, una fortuna considerable que le permitió consagrarse exclusivamente a los tra­bajos de creación. Además de los 375 artículos que redactó para la Enciclo­pedia, escribió numerosas obras y legó una abundante correspondencia.

De Lamettrie, Julien Offroy (1709-1751). Médico y filósofo francés. Na­cido en el seno de una familia de co­merciantes, se educó con los jesuítas y estudió medicina en París y Reims. Causó polémica su interpretación ma­terialista de los fenómenos físicos, que le llevó a negar la existencia de Dios y el alma humana. Por ello se vio obli­gado a exiliarse, primero en los Países Bajos y luego en la corte de Federico

II de Prusia, de la que fue médico. Su mecanicismo radical quedó expuesto en El hombre máquina (1748), ensayo en el que interpretó el pensamiento co­mo el resultado de la acción de los componentes del cerebro y propuso una continuidad entre los animales y el hombre. También propuso conside­rar a ciertos criminales como enfer­mos. Típicamente ilustrado, su pensa­miento pone una fe sin límites en el progreso científico y ataca con saña la religión y la ignorancia médica.

Demócrito (460-370 a. n. e.). Filósofo griego que desarrolló la teoría atómica del universo, concebida por su mentor, el filósofo Leucipo. Demócrito nació en Abdera, Tracia y escribió numero­sas obras, pero sólo perduran escasos fragmentos.

Demóstenes (384-322 a. n. e.). Lideró el partido antimacedonio ateniense y defendió la democracia y la libertad frente a los seguidores del liderazgo de Macedón ia para poner fin a la pre­ponderancia persa. Durante su juven­tud ejerció como abogado hasta su participación en política durante el año 355, momento en el que pronun­ció sus famosos discursos llamados 01 ínticas al apoyar a Olinto frente a Filipo de Macedonia. Posteriormente pronunció las célebres Filípicas contra la política del rey macedonio. Demós­tenes pasó de las palabras a los hechos

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FILOSOFÍA DE LA CIENCIA: FUNDAMENTACION DEL ATEÍSMO

al organizar una coalición contra Ma-cedonia integrada por Tebas, y sufrió una contundente derrota en Queronea (338 a. n. e.). Filipo quiso congratular­se con los atenienses y no fue espe­cialmente duro en su trato con la ciu­dad vencida, pero Demóstenes conti­nuó con su campaña contraria a la he­gemonía macedonia, contando con el apoyo del pueblo ateniense, que le re­galó una corona de oro. La desapari­ción del tesoro de Harpalo, ministro de Alejandro, de la ciudad de Atenas pro­vocó el destierro de Demóstenes, quien regresó a la muerte de Alejan­dro. Una vez más, el orador fue man­dado al destierro por el gobernador Antípater y se envenenó en el templo de Poseidón de Calauria.

Descartes, Rene (1596-1650). Consi­derado el primer filósofo moderno, utilizó la ciencia y las matemáticas pa­ra explicar y pronosticar aconteci­mientos en el mundo físico. Su famo­sa frase cogito, ergo sum ("pienso, luego existo") fue el punto de partida que le llevó a investigar las bases del conocimiento. Descartes desarrolló el sistema de coordenadas cartesianas para ecuaciones gráficas y figuras geo­métricas. Los mapas modernos utili­zan todavía un sistema de cuadrícula que puede ser trazado según las técni­cas gráficas cartesianas.

De Sitter, Wilhem. Nació el 06 de mayo de 1872 en Sneek, Países Bajos,

y fallecido el 20 noviembre de 1934 en Leiden, Países Bajos, estudió mate­máticas y astronomía en Groninga. Pa­ralelamente, entre 1897 y 1899 trabajó en el Observatorio Cape en Sudáfrica. Tras doctorarse en 1908, fue nombra­do profesor de astronomía de la Uni­versidad de Leyden. A partir de 1919 fue director del observatorio de dicha universidad. De Sitter fue uno de los científicos de la época que contribuyó a popularizar la teoría de la relativi­dad, participando también activamen­te en la organización de la expedición de 1919, destinada a verificar experi-mentalmente una de las predicciones de dicha teoría durante el eclipse que tuvo lugar en ese año. Cuando Albert Einstein publicó su teoría de la relati­vidad espacial en 1905, pocos astróno­mos se interesaron en realizar estudios sobre los posibles efectos que tendría esa teoría sobre la observación. En 1911, de Sitter publicó una teoría sim­ple en la cual asumía la aplicación de la teoría de la relatividad espacial de Einstein a los cuerpos astronómicos. En su trabajo, de Sitter concluyó que las estimaciones observacionales rea­lizadas hasta la fecha bajo la teoría newtoniana quedaban obsoletas en función de la relatividad einsteiana. En 1913, de Sitter propugnó la com­probada ¡dea observacional de que la velocidad de la luz es independiente de la velocidad de la fuente. Hasta aquel entonces, la teoría acerca de la

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BIOGRAFÍAS

emisión de luz señalaba que la veloci­dad de ésta dependía de la velocidad de movimiento de la fuente. Después de que Einstein publicara su teoría de la relatividad general en 1915, de Sit-ter inició con Paul Ehrenfest una nutri­da correspondencia sobre esa proposi­ción teórica. En varias de sus misivas le señaló a Ehrenfest que para él, se­gún el contexto de la teoría de la rela­tividad general, un modelo cosmológi­co con un espacio de cuatro dimensio­nes era absolutamente viable. Entre 1916 y 1917, de Sitter publicó una se­rie de artículos relacionados con un universo tetradimensional y con las consecuencias astronómicas produci­das por la relatividad general. Cuando Einstein se dedicó a desarrollar las so­luciones a las ecuaciones de campo que describirían el universo real, em­pezó a recorrer lo que describió como una "carretera más bien irregular y serpenteante". Por ello, cualquiera po­día decir, respecto a las observaciones, que el cosmos era una entidad estática: sus partes móviles no se alejaban unas de otras ni chocaban entre sí, y su ta­maño no cambiaba de forma discerni-ble con el tiempo. Sin embargo, nin­guna solución a las ecuaciones de campo producía un modelo estático del universo. En vez de ello, todos los cálculos de Einstein indicaban que el universo tenía que estar expandiéndo­se o contrayéndose. En una actitud muy poco característica de él, el sabio

de Ulm no prosiguió las implicaciones de su descubrimiento. Tan convencido estaba de la naturaleza estática del cosmos que prefirió modificar las ecuaciones, añadiéndoles un término que correspondía a una fuerza repulsi­va cósmica que actuaba contra la gra­vedad. El término extra, al que llamó la constante cosmológica, parecía ha­cer más manejable el problema de des­cribir el universo. Puesto que la cons­tante estaba directamente relacionada con el tamaño y la masa del universo, Einstein pensó que, tal vez, incluso fuera posible determinar esos valores de las observaciones astronómicas, aunque nunca emprendió la tarea de calcularlas. Einstein parecía haber desarrollado una descripción matemá­tica del cosmos completa y, al parecer, única. Sin embargo, Willem de Sitter, quien había presentado la teoría de Einstein a Eddington, demostró que era posible otra solución a las ecuacio­nes de campo. El modelo de de Sitter, que también incorporaba una constan­te cosmológica, era una descripción matemática de un universo completa­mente vacío. Un cosmos desprovisto de materia podía parecer absurdo a primera vista, pero en realidad es una aproximación bastante acertada de la realidad. El espacio, después de todo, está en su mayor parte vacío. Esas so­luciones a las ecuaciones de campo de Einstein no dejaban de ser significati­vas, puesto que Mach había señalado

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FILOSOFÍA DF. LA CIFNCIA: FUNDAMFNTACION DEL ATEÍSMO

en su principio que la referencia de los marcos de inercia local era determina­da por la distribución a gran escala de la masa del universo. Con base en ello, de Sitter se preguntó y respondió: si no existe materia con excepción de la prueba del cuerpo, hay inercia. El mo­delo de de Sitter se convirtió en la ba­se teórica para la creación del univer­so estacionario (Steady State). Este as­trónomo no sólo se ciñó a la proble­mática de las ecuaciones de campo de Einstein, sino también desarrolló una descripción de su propio modelo de universo, irregular y en expansión. Los trabajos teóricos del astrónomo holandés fueron entonces una impor­tante contribución al progreso de la as­tronomía. Otras de las contribuciones que de Sitter aportó a la astronomía fueron sus procesos de recalculación a muchas constantes astronómicas, así como sus análisis de los datos geodé­sicos y astronómicos que permitieron el descubrimiento del mecanismo de rotación y revolución de la Tierra. De Sitter sugirió que la rotación de la Tie­rra y la de la Luna son afectadas ex­clusivamente por la fricción de las ma­reas de la Tierra.

Diderot, Denis (1713-1784). Nació en Langres, Francia, comenzó la carrera eclesiástica, y al abandonarla su padre, navajero de profesión, le negó sufra­gar sus gastos. Por ello, Diderot se de­dicó a realizar traducciones, cataloga­

ciones y escribir discursos. Su pensa­miento ateo, derivado del de Hume y del de los psicólogos asociacionistas ingleses, no fue bien recibido en la época, al atentar contra el orden moral imperante. Así, su obra Pensamientos

filosóficos (1746) fue ordenada que­mar por el Parlamento francés. Igual­mente fue encarcelado por la publica­ción de Carta sobre los ciegos. Más tarde redactó un Diccionario médico universal, que adapta de la Cyclopae-dia de Chambers. Entonces se le ocu­rrió la idea de una obra que compilara todo el saber conocido por el ser hu­mano hasta esa época. Embarcado en tan magna labor, paulatinamente se publicaron 17 volúmenes de su Enci­clopedia o diccionario razonado de las ciencias, las artes y las materias, publicados entre 1751 y 1765. La di­vulgación de un saber holístico y orde­nado se convirtió rápidamente en un arma contra el régimen político abso­lutista, al llegar la información al pue­blo en forma de pasquines y folletos. La Enciclopedia se tornó en un espa­cio para la difusión de las ideas ilus­tradas, en el que participaron filósofos y escritores muy críticos de la menta­lidad de su época como D'Alembert, Rousseau, Montesquieu, Voltaire, etc. El movimiento ideológico se conside­ra un precedente o base para los poste­riores fenómenos revolucionarios, in­cluida la Revolución francesa. Otras de sus obras son La religiosa (1797),

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BIOGRAFÍAS

de carácter anticlerical, o El padre de familia (1758), antecedente de los dra­mas costumbristas burgueses. Su pen­samiento otorgó a la naturaleza un pa­pel transformador, mutable, adaptable a los diferentes condicionamientos. Su obra Pensamientos sobre la interpre­tación de la naturaleza, publicada en 1753, antecedió las ideas de Diderot a Darwin y su teoría evolucionista. Ex­ploró también el campo de la estética y el gusto {Tratado sobre lo bello, 1772), y determinó que la belleza está en la naturaleza y que, por tanto, el ar­te debe buscarla mediante la imitación de lo natural. Tras aceptar la bondad natural humana propuesta por Rousse­au, el escritor francés disoció la moral natural de las instituciones. Falleció en París el 31 de julio de 1784.

Einstein, Albert (1879-1955). Nació en Alemania en el seno de una familia judía, a los pocos años todos hubieron de trasladarse a Munich, ciudad en la que Hermann, su padre, dirigía una modesta empresa de publicidad. Su madre, Pauline Koch, era una mujer de cuidada educación, además de gran pianista. De su infancia sabemos que le costaba realizar amistades, debido a su carácter retraído y tímido, por lo que era visto por sus profesores como un alumno difícil y poco dado a inte­grarse. Sus malas calificaciones abun­daban en este punto de vista, suspen­diendo los exámenes de ingreso al Po­

litécnico de Munich. Gustaba de com­poner melodías en el piano de su ma­dre, que luego tarareaba mientras ca­minaba por la calle. En un segundo in­tento, logró aprobar el examen de in­greso al Politécnico, mejorando algo su expediente universitario al lograr una media de 4.91 puntos sobre 6 po­sibles. Sin embargo, su tesis doctoral, titulada "Una nueva determinación de las dimensiones moleculares", no cau­só la más mínima impresión al tribu­nal que la juzgó. Siempre solitario, so­lía pasearse interpretando piezas de Mozart en un viejo violín. También podía ser visto a menudo en un café, abstraído y fumando en pipa. Su licen­ciatura en física la obtuvo a los 21 años, tras lo que intentó desempeñar la enseñanza. Sin embargo, el camino no le resultó fácil, pues sus métodos di­dácticos eran tenidos por heterodoxos, lo que le hizo perder tres empleos. A los 23 años nada hacía presagiar una carrera destacada de Einstein, pues só­lo había conseguido emplearse como examinador en una oficina de patentes de Berna. Nacionalizado suizo, pronto se casó con Milena Maríc, una joven serbia, coja a causa de una tuberculo­sis padecida anteriormente, con quien tuvo dos hijos: Hans y Eduard. El ma­trimonio no tardó en separarse; sin embargo, en apenas dos años la vida de Einstein daría un giro radical. En 1905, la publicación de su artículo "Sobre la electrodinámica de los cuer-

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pos en movimiento" sentó las bases de una teoría que revolucionó la ciencia contemporánea y aún la realidad del mundo actual. En este artículo, expli­caba que la velocidad de la luz es per­manente e inalterable en cualquier sis­tema de referencia y que, por ende, el tiempo depende del movimiento del observador y es relativo. Posterior­mente formuló en términos matemáti­cos su teoría, y dio a conocer su céle­bre fórmula e = m c , según la cual la energía es igual a la masa multiplicada por el cuadrado de la velocidad de la luz en el vacío. Pronto se vio que su teoría podría tener consecuencias im­pactantes, pues en la práctica la fór­mula descrita quería decir que si se li­beraba la energía concentrada en una pequeña masa, se podría lograr una po­tencia resultante muchas veces supe­rior. El único problema, por el mo­mento, era solucionar los problemas técnicos que impedían poner en prác­tica el descubrimiento. Pero esto no tardó en llegar. En 1939, Einstein es­cribió a Roosevelt y le explicó las po­sibles aplicaciones militares de su teo­ría. Aunque pacifista a ultranza, el propio Einstein había sufrido la perse­cución del nazismo, por lo cual salió de Berlín al comenzar la persecución contra los judíos, y veía con temor el tremendo potencial militar que acu­mulaba Alemania en los años previos a la Segunda Guerra Mundial y la po­lítica agresiva que Hitler propugnaba.

En dicha carta explicaba el científico que estaba realizando investigaciones con uranio y que, de acuerdo con sus teorías, sería posible fabricar bombas con un poder destructivo nunca antes visto. A pesar de ser el padre teórico de la bomba atómica, no participó di­rectamente en su fabricación y experi­mentación, que se llevó a cabo en Ála­mo Gordo, en Nuevo México. Incluso el revuelo que causó en el mundo cien­tífico la publicación de sus teorías no conllevó beneficios inmediatos para Einstein, quien siguió malviviendo a partir de 1905, como se vio año de pu­blicación de su primer artículo de im­pacto. Tres años más tarde dictó un curso en la Universidad de Berna con el título "Teoría de la radiación", al que sólo asistieron cuatro alumnos el primer año y uno el segundo. Lógica­mente, hubo de abandonarlo. Un año más tarde logró un puesto como profe­sor ayudante en la Universidad de Zu-rich, con la obligación de enseñar asignaturas básicas del conjunto de la carrera de física. Por fin, en 1911 pu­do dictar su primera conferencia sobre la teoría de la relatividad, lo que de­muestra que la aceptación y el interés por su obra comenzaba a producirse en el mundo académico. En 1916 re­dactó un nuevo artículo, esta vez ex­poniendo una nueva teoría sobre la gravitación, que llamó "Fundamentos de la teoría de la relatividad generali­zada". En 1919, el 2 de junio, se casó

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BIOGRAFÍAS

con su prima Elsa, quien ya tenía dos hijos de un matrimonio anterior. Tam­bién ese año se demuestra por primera vez la validez científica de sus teorías, pues una expedición logró el 29 de marzo determinar, mediante la obser­vación de un eclipse de Sol, la in­fluencia del campo gravitatorio sobre la propagación de la luz. En conse­cuencia, Einstein obtuvo el reconoci­miento general que tanto se le había negado al concedérsele el Premio No­bel en 1921. Desde entonces se con­virtió en un personaje famoso: fue portada de periódicos y objeto de en­trevistas su imagen se difundió porto-dos los rincones del planeta. En 1933 fue contratado por el Instituto de Estu­dios Avanzados de Princeton y en 1940 logró la ciudadanía estadouni­dense. Su fama de hombre sabio, pací­fico y tolerante, además de su condi­ción de judío perseguido por el nazis­mo, llevó a que le fuese ofrecida la presidencia de Israel a la muerte del presidente Weizmann, ofrecimiento que fue gentilmente rechazado por Einstein, quien falleció el 18 de abril de 1955 cuando contaba 76 años de edad. Su muerte fue llorada por millo­nes de personas -entre los personajes que conoció se contaban Franz Kafka, madame Curie, Rabindranath Tagore, Alfonso XIII, Charles Chaplin, etc.-y sobre su vida plena se comenzaron a escribir múltiples libros y ensayos.

Empédocles (493-433 a. e. n.). Filó­sofo, político y poeta griego. Nació en la ciudad siciliana de Agrigentum (ac­tual Agrjgento) y fue discípulo de Pi-tágoras y Parménides. Según afirma la tradición, Empédocles rechazó aceptar la corona ofrecida por el pueblo de Agrigentum después de haber colabo­rado a librarle de la oligarquía gober­nante. En su lugar instituyó una demo­cracia.

Engels, Friedrich (1820-1895). Pen­sador y economista político alemán, fundador, junto con Karl Marx, del so­cialismo científico o comunismo. Na­ció en Barmen (en la actualidad Wup-pertal) en el seno de una rica familia protestante. Desde joven estuvo influi­do por los trabajos del poeta radical Heinrich Heine y del filósofo Georg Wilhelm Friedrich Hegel y en 1839 empezó a escribir artículos literarios y filosóficos para distintas revistas y pu­blicaciones. En 1842 se hizo partidario de las ideas comunistas gracias al so­cialista alemán Moses Hess. Ese año conoció a Karl Marx.

Epicuro (341-270 a. n. e.). Filósofo griego nacido en la isla de Sanios en el seno de una familia ateniense y educa­do por su padre, que era maestro, y por varios filósofos. A los 18 años se tras­ladó a Atenas para cumplir su servicio militar. Después de una breve estan­cia, en'322, se reunió con su padre en

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Colofón, donde empezó a enseñar. En el año 311, Epicuro fundó una escuela filosófica en Mitilene, en la isla de Lesbos, y dos o tres años después fue director de una escuela en Lampsaco (hoy Lápseki, Turquía). De regreso a Atenas en 306, se instaló allí y enseñó sus doctrinas a un devoto grupo de se­guidores. Como las enseñanzas tenían lugar en el patio de la casa de Epicuro, sus seguidores fueron conocidos como los "filósofos del jardín''. Tanto las mujeres como ios hombres frecuenta­ban este lugar y esta circunstancia pro­vocó numerosas calumnias sobre las actividades que allí tenían lugar. Estu­diantes de toda Grecia y Asia Menor acudieron a Atenas para incorporarse a la escuela de Epicuro, atraídos tanto por su carácter como por su inteligencia.

Eratóstenes, de Cirene (275-194 a. n. e.). La educación de Eratóstenes tuvo lugar en su Cirene natal, a manos del gramático Lisanias. En 235 a. n. e., Ptolomeo III Evergetes solicitó sus servicios para dirigir la famosa Biblio­teca de Alejandría, ciudad egipcia donde entabló una estrecha amistad con Arquímedes y se dedicó al estudio de la geodesia, las matemáticas y la geometría, sin abandonar la astrono­mía y la poesía. También estudió his­toria al realizar un listado de aconteci­mientos desde la caída de Troya den­tro de la Cronografía. Euclides (300 a. n. e.). Matemático griego, cuya obra principal, Elementos

de geometría, es un extenso tratado de matemáticas en 13 volúmenes sobre materias como geometría plana, pro­porciones en general, propiedades de los números, magnitudes inconmensu­rables y geometría del espacio. Proba­blemente estudió en Atenas con discí­pulos de Platón. Enseñó geometría en Alejandría y allí fundó una escuela de matemáticas. Eos Cálculos (una co­lección de teoremas geométricos), los Fenómenos (una descripción del fir­mamento), la Óptica, la División del canon (un estudio matemático de la música) y otros libros se han atribuido durante mucho tiempo a Euclides. Sin embargo, la mayoría de los historiado­res cree que alguna o todas estas obras (aparte de los Elementos) se le han ad­judicado erróneamente. Los historia­dores también cuestionan la originali­dad de algunas de sus aportaciones. Probablemente las secciones geomé­tricas de los Elementos fueron en un principio una revisión de las obras de matemáticos anteriores, como Eudo-xo, pero se considera que Euclides hi­zo diversos descubrimientos en la teo­ría de los números.

Euler, Leonhard (1707-1783). Mate­mático suizo, cuyos trabajos más im­portantes se centraron en el campo de las matemáticas puras, campo de estu­dio que ayudó a fundar. Euler nació en Basilea y estudió en la Universidad de Basilea con el matemático suizo Jo-

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BIOGRAFÍAS

hann Bernoulli, licenciándose a los 16 años. En 1727, por invitación de la emperatriz de Rusia Catalina I, fue miembro del profesorado de la Acade­mia de Ciencias de San Petersburgo. Luego fue nombrado catedrático de fí­sica en 1730 y de matemáticas en 1733 y en 1741 fue profesor de mate­máticas en la Academia de Ciencias de Berlín a petición del rey de Prusia, Fe­derico el Grande. Euler regresó a San Petersburgo en 1766, donde permane­ció hasta su muerte. Aunque obstaculi­zado por una pérdida parcial de visión antes de cumplir 30 años y por una ce­guera casi total al final de su vida, Eu­ler produjo numerosas obras matemá­ticas importantes, así como reseñas matemáticas y científicas.

Faraday, Michael (1791-1867). Físi­co y químico británico, conocido prin­cipalmente por sus descubrimientos de la inducción electromagnética y de las leyes de la electrólisis. Nació el 22 de septiembre de 1791 en Newington (Surrey). Era hijo de un herrero y reci­bió poca formación académica. Mien­tras trabajaba de aprendiz con un en­cuadernador de Londres, leyó libros de temas científicos y realizó experi­mentos en el campo de la electricidad. En 1812 asistió a una serie de confe­rencias impartidas por el químico Humphrey Davy y envió a éste las no­tas que tomó en esas conferencias, junto con una petición de empleo.

Feuerbach, Ludwing (1804-1X72). Filósofo alemán, situó la psicología religiosa en el espacio teórico corres­pondiente a la religión ortodoxa y desarrolló una de las primeras filoso­fías materialistas de Alemania. Nacido en Landshut y educado en Berlín y en Erlangen, fue alumno del eminente filósofo alemán Georg Wilhelm Frie-drich Hegel, cuyo idealismo filosó­fico rechazó más adelante. En su obra clave The Essence of Christianity (1841, La esencia del cristianismo), Feuerbach sostuvo que la existencia de la religión sólo es justificable en tanto que satisface una necesidad psi­cológica; la preocupación esencial de la persona guarda relación con uno mismo y el culto a Dios no consiste más que en la idealización de uno mismo.

Galilei, Galileo (1564-1642). Físico y astrónomo italiano, fue el primogénito del florentino Vincenzo Galilei, músi­co por vocación, aunque obligado a dedicarse al comercio para sobrevivir. En 1574, la familia se trasladó a Flo­rencia y Galileo fue enviado un tiem­po -quizá como novicio- al monaste­rio de Santa Maria di Vallombrosa, hasta que, en 1581, su padre lo ma­triculó como estudiante de medicina en la Universidad de Pisa. Pero en 1585, tras haberse iniciado en las ma­temáticas fuera de las aulas, abandonó los estudios universitarios sin obtener

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ningún título, aunque había adquirido gusto por la filosofía y la literatura. En 1589 consiguió una plaza, mal remu­nerada, en el Estudio de Pisa, donde escribió un texto sobre el movimiento, que mantuvo inédito, en el cual criti­caba los puntos de vista de Aristóteles acerca de la caída libre de los cuerpos y el movimiento de los proyectiles; una tradición apócrifa, pero muy di­vulgada, le atribuye haber ilustrado sus críticas con una serie de experi­mentos públicos realizados desde lo alto del Campanile de Pisa. En 1592 pasó a ocupar una cátedra de matemá­ticas en Padua e inició un fructífero periodo de su vida científica: se ocupó de arquitectura militar y de topografía, hizo diversas invenciones mecánicas, reemprendió sus estudios sobre el mo­vimiento y descubrió el isocronismo del péndulo. En 1599 se unió a la jo­ven veneciana Marina Gamba, de quien se separó en 1610 tras haber te­nido con ella dos hijas y un hijo. En julio de 1609 visitó Venecia y tuvo no­ticia de la fabricación del anteojo, a cuyo perfeccionamiento se dedicó y con el cual realizó las primeras obser­vaciones de la Luna; descubrió tam­bién cuatro satélites de Júpiter y ob­servó las fases de Venus, fenómeno que sólo podía explicarse si se acepta­ba la hipótesis heliocéntrica de Copér-nico. Galileo publicó sus descubri­mientos en un breve texto, El mensa­jero -sideral, que le dio fama en toda

Europa y le valió la concesión de una cátedra honoraria en Pisa. En 1611 viajó a Roma, donde el príncipe Fede­rico Cesi lo hizo primer miembro de la Accademia dei Lincei, fundada por él, y luego patrocinó la publicación (1612) de las observaciones de Galileo sobre las manchas solares. Pero la pro­fesión de copernicanismo contenida en el texto provocó una denuncia ante el Santo Oficio; en 1616, tras la inclu­sión en el índice de libros prohibidos de la obra de Copérnico, Galileo fue advertido de que no debía exponer pú­blicamente las tesis condenadas.

Galvani, Luigi (1737-1798). Inició sus estudios superiores en teología, pero pronto tomó la decisión de cam­biar y estudiar medicina, especializán­dose en anatomía. Ocupó la cátedra de esa especialidad en la Universidad de Bolonia, su ciudad natal. Como profe­sor e investigador en su asignatura lo­gró una serie de importantes hallaz­gos, entre ellos, se cuenta haber sido el primero en describir con precisión los órganos olfativos y auditivos de las aves. En 1773 presentó a la Academia de Bolonia una monografía de su tra­bajo de investigación sobre las ranas que había realizado durante largo tiempo. Fueron esos estudios los so­portes que a Galvani iban a conducirle lejos en el campo de lo inexplorado. En 1780, el médico italiano ideó y construyó una máquina electrostática

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BIOGRAFÍAS

formada por dos metales diferentes y los fluidos naturales extraídos desde una rana disecada. En otras experi­mentaciones, aplicó corriente a los nervios de ranas y observó y estudió las contracciones musculares en las patas de ellas. Esto último fue lo que condujo a la especulación generaliza­da sobre una supuesta relación de bio­logía, química y electricidad, que dio cabida a considerar que la corriente eléctrica es una cuestión inserta en el campo de la medicina, tal como George Adams y Benjamín Franklin lo habían estimado. Pero fue en un día de sep­tiembre de 1786 cuando Luigi Galva-ni, su ayudante Giovani Aldini y algu­nos discípulos experimentaban con la máquina electrostática y unas ranas: mientras saltaban las chispas de la descarga de la máquina, las patas de esos animales se contraían con violen­cia cuando sus nervios musculares eran rozados por un escarpelo. Las contracciones eran tan violentas que Galvani escribió en sus apuntes: "pa­recía como si se tratara de convulsio­nes tóxicas". Lo que atrajo particular­mente su atención fue el hecho de que las contracciones se produjeran sin contacto alguno entre los tejidos de las ranas y de la fuente eléctrica. Repi­tiendo su experimento, un examen más acucioso del fenómeno le reveló que la condición característica del mismo era un arco conductor, que unía durante las descargas las extremidades libres del nervio con un músculo.

Tampoco escapó a su atención avizora que las convulsiones fueran particular­mente intensas, si ese arco conductor estaba formado por dos metales hete­rogéneos. Este hallazgo de Galvani puede ser considerado el punto de par­tida para el comienzo de la era de la electricidad dinámica. En lo sucesivo, Luigi Galvani se dedicaría con esmero a estudiar a fondo el enigmático fenó­meno y a reunir finalmente sus expe­riencias en una disertación escrita en latín: Comentario sobre las fuerzas eléctricas que se manifiestan en el mo­vimiento muscular {De viribus electri-citatis in motu musculari commenta-rius, 1791).

Galle, Gottfried Johann (1812-1910). Astrónomo alemán, nació en Pabshaus, cerca de Wittenburg, y mu­rió en Potsdam. En 1835 quedó adscri­to al Observatorio de Berlín y en 1851 al de Breslau en calidad de director y profesor de astronomía. Entre sus ob­servaciones figuran el descubrimiento real (23 septiembre de 1846) del pla­neta Neptuno, cuya existencia había sido calculada por Leverrier y Adams, y de tres cometas. Contribuyó también a la investigación meteorológica. En 1857 publicó Grundzüge der schlesis-chen Klimatologie; y en 1879, Mittei-lungen der Breslauer Sternwarte; y en 1849, Verzeichnis der Elemente der bisher berechneten Kometenbahnen. Gassendi, Pierre (1592-1655). Mate­mático y filósofo francés, alrededor de

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1614 se doctoró en teología por la Universidad de Aviñón. En sus obras buscó la reconciliación del atomismo mecanicista con la doctrina cristiana por medio de un rechazo del aristote-lismo, y de la intuición cartesiana en favor de un empirismo inspirado en el pensamiento de Epicuro. En la obra Syntagma philosophicum, publicada postumamente en 1658, Gassendi abo­gó por el método inductivo aplicado a la experiencia sensible como base pa­ra el conocimiento; aceptó, sin embar­go, el razonamiento deductivo en dis­ciplinas como las matemáticas. Consi­deró que la armonía de la naturaleza y la capacidad del hombre para perci­birla son la prueba definitiva de la existencia de Dios. Siguiendo los pa­sos de su admirado Epicuro, definió la felicidad como el fin motivador -en último término inalcanzable- del hombre.

Gerhardt, Charles Frederic (1816-1856). Químico francés. Profesor en las universidades de Estrasburgo y de Montpellier, estudió y clasificó los compuestos orgánicos y estableció el concepto de heterología.

Giordano Bruno (1548-1600). Naci­do cerca de Ñapóles en 1548, su au­téntico nombre era Filippo. Al ingresar en la orden dominicana tomó el de Giordano y se dedicó al estudio de la filosofía aristotélica y la teología de

santo Tomás, doctorándose en teolo­gía. Sus ideas le hicieron dejar la or­den en 1576, al ser acusado de herejía, y a viajar por diferentes lugares. En Ginebra se convirtió al calvinismo, pe­ro su pensamiento independiente tam­bién le obligo a partir de la ciudad. En Londres vivió hasta 1585, donde tuvo como mecenas al embajador francés y conoció al político y poeta Sidney. En Oxford impartió sus enseñanzas, si bien nuevamente se ganó enemigos mediante la publicación de sus diálo­gos La cena de las cenizas (1548). De regreso a París en 1585, discutió con los aristotélicos y emprendió un viaje por Alemania, donde abrazó el lutera-nismo. Invitado por Giovanni Monce-nigo, noble veneciano, viajó a Roma, donde fue denunciado por éste, acusa­do de hereje y blasfemo, juzgado por la Inquisición y encarcelado durante ocho años. Su negativa a retractarse le hizo ser condenado a la hoguera y que­mado en el Campo dei Fiori romano el 17 de febrero de 1600. Sus más im­portantes obras son De mínimo, De monade, numero et figura y De inmen­so et innumerabilibus. Su pensamien­to, influido por el neoplatonismo y el panteísmo, admite la infinitud del uni­verso creado por Dios y su identifica­ción con la naturaleza. Materia y for­ma, esto es, realidad y entendimiento, aparecen unidas. Su influencia en el pensamiento de filósofos posteriores

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BIOGRAFÍAS

se dejó ver en Descartes, Spinoza y Leibniz. Goethe, Wolfgang Johann (1749-1832). Escritor alemán. Nacido en el seno de una familia patricia burguesa, su padre se encargó personalmente de su educación. En 1765 inició sus estu­dios de derecho en Leipzig, aunque una enfermedad le obligó a regresar a Francfort. Una vez recuperada la sa­lud, se trasladó a Estrasburgo para proseguir sus estudios. Fue éste un pe­riodo decisivo, ya que en él se produ­jo un cambio radical en su orientación poética. Frecuentó los círculos litera­rios y artísticos del Sturm und Drang, germen del primer romanticismo y co­noció a Herder, quien lo invitó a leer a Homero, Ossian, Shakespeare y la po­esía popular. Fruto de estas influen­cias, abandonó definitivamente el esti­lo rococó de sus comienzos y escribió varias obras que iniciaban una nueva poética, entre ellas Canciones de Se-senheim, poesías líricas de tono senci­llo y espontáneo, y Sobre la arquitec­tura alemana (1773), himno en prosa dedicado al arquitecto de la catedral de Estrasburgo y que inaugura el culto al genio. En 1772 se trasladó a Wetzlar, sede del Tribunal Imperial, donde co­noció a Charlotte Buff, prometida de su amigo Kestner, de la cual se pren­dó. Esta pasión frustrada inspiró su primera novela, Los sufrimientos del joven Werther, obra que causó furor en toda Europa y que constituyó la nove­

la paradigmática del nuevo movimien­to que estaba naciendo en Alemania: el Romanticismo. De vuelta en Franc­fort, escribió algunos dramas teatrales menores e inició la composición de su obra más ambiciosa, Fausto, en la que trabajaría hasta su muerte; en ella, la recreación del mito literario del pacto del sabio con el diablo sirve a una am­plia alegoría de la Humanidad, en la cual se refleja la transición del autor desde el romanticismo hasta el perso­nal clasicismo de su última etapa. En 1774, aún en Francfort, anunció su compromiso matrimonial con Lili Schónemann, aunque rompió el no­viazgo dos años más tarde; tras acep­tar el puesto de consejero del duque Carlos Augusto, se trasladó a Weimar, donde estableció definitivamente su residencia.

Gogol, Vasilevich Nikolai (1809-1852). Escritor ucraniano en lengua rusa. Hijo de un pequeño terrateniente, a los 19 años se trasladó a San Peters-burgo para intentar, sin éxito, labrarse un futuro como burócrata de la admi­nistración zarista. En 1831 se incorpo­ró como profesor de historia a la uni­versidad, donde conocería a Pushkin. De su colaboración regular con distin­tas publicaciones nacieron las Veladas en la finca de Dikanka (1831-1832), que constituyeron un enorme éxito y lo llevaron, en 1835, a abandonar la universidad para concentrarse defíniti-

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vamente en la literatura. Ese año pu­blicó Mirgorod y Arabescos, que su­ponían su paso al realismo crítico. Mirgorod es una continuación de las Veladas y contiene cuatro relatos, en­tre ellos el poema épico Taras Bulba. En 1836 publicó la comedia El inspec­tor, una sátira de la corrupción de la burocracia que obligó al escritor a abandonar temporalmente el país. Ins­talado en Roma, en 1842 escribió gran parte de su obra más importante, Al­mas muertas, donde describía sarcásti-camente la Rusia feudal. También en ese año publicó El abrigo, obra que ejercería una enorme influencia en la literatura rusa. Después de una corta estancia en Moscú y de regreso en Ro­ma, empezó a escribir la segunda par­te de Almas muertas.

Hegel, Georg Wilhelm (1770-1831). Animado por su padre, un funcionario de hacienda, se matriculó en la Uni­versidad de Tubinga, donde estudió para convertirse en pastor protestante. Allí entró en contacto con el poeta Hólderlin y el filósofo Friedrich Wil­helm Joseph von Schelling. Ante su escasa vocación religiosa, decidió que no ejercería como clérigo. Tras la muerte de su padre, recibió una sus­tanciosa herencia que le permitió abandonar su trabajo como profesor. Al Estar en la Universidad de Jena es­cribió La fenomenología del espíritu. En octubre de 1806, los franceses in­

vadieron esta cuidad, por lo que el fi­lósofo se vio obligado a huir. A lo lar­go de esos años fijó su residencia en Baviera, donde publicó artículos en el diario Bamberger Zeitung. Años des­pués se estableció en Nuremberg, don­de dirigió una escuela de enseñanza secundaria y contrajo matrimonio con Marie von Tucher. En 1812, la prime­ra parte de su ensayo Ciencia de la Ló­gica salió a la luz y cuatro años des­pués él consiguió entrar en la cátedra de filosofía en la Universidad de Hei-delberg. En 1818 se trasladó definiti­vamente a Berlín. Dos años después presentó La filosofía del Derecho, la última obra que escribió antes de su muerte. También es autor de otros tra­bajos genéricos como: Lecciones de fi­losofía de la religión, Lecciones sobre la filosofía de la historia y Lecciones de la historia de la filosofía. Impresio­nado por muchos de sus antecesores, siempre se declaró seguidor de Sche­lling, Spinoza, Rousseau y Kant, entre otros autores. Su pensamiento filosófi­co recaba las teorías de ellos, aunque goza de verdadera independencia, pa­ra unificar todas las nociones en qje se apoya parte de una noción única que representa lo Absoluto: la idea. Este concepto está unido a la.realidad. El propio autor escribió "todo lo racio­nal es real y todo lo real es racional". La idea, por otra parte, atraviesa tres estados que resumen su método dia­léctico. El primero: tesis, que se refie-

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BIOGRAFÍAS

re a toda afirmación. De esta fase se deriva el segundo estado: antítesis -negación de la afirmación anterior-, hasta llegar al tercer estado: síntesis, que se traduce en la conciliación de los supuestos contrarios.

Helmlioltz, Hernann Ludwin Ferdi-nand von (1821 -1894). Fisiólogo y fí­sico alemán. Se doctoró en medicina en 1842 en el Instituto Friedrich Wil-helm de Berlín y ejerció como profe­sor de fisiología en Kónigsberg (1849-1855), Bonn (1855-1858) y Heidelberg (1858-1871), y de física en Berlín (1871-1888); finalmente fue nombra­do director del Instituto Físico-Técni­co de Charlottenburgo. De sus muchas aportaciones a la ciencia destacan el invento del oftalmoscopio, instrumen­to diseñado para inspeccionar el inte­rior del ojo, y del oftalmómetro para medir su curvatura. Descubrió que el interior del oído resuena para ciertas frecuencias y analizó los sonidos com­plejos en sus componentes armónicos. Mostró los mecanismos de los senti­dos y midió la velocidad de los impul­sos nerviosos. Estudió la actividad muscular y fue el primero en formular matemáticamente el principio de con­servación de la energía.

Helvecio o Helvetius, Claude-Adrien (1715-1771). Filósofo y litera­to francés, nació en París y murió en Versalles; adoptó una posición atea y

materialista; defensor de/ sensualis­mo, sostuvo que la única desigualdad entre los hombres proviene de la edu­cación y que en el fondo de toda ac­ción yace el deseo personal de la di­cha; propugnó la eliminación del espí­ritu religioso, por considerarlo peli­groso para el bienestar público y el or­den social; autor de: De l'spirit (1758), obra condenada por la Sorbo-na, el papa y el parlamento; le bonheur (1772); De l'homme, de sesfacultes ei de son éducation (1772); Le vrai sens du systéme de la nature (1774). Su pa­dre, Jean Adrien (1667-1727), médico de origen holandés, descubrió la virtud curativa de la ipecacuana; autor del Tratado de las pérdidas de sangre.

Heráclito (540-470 a. n. e.). Filósofo griego. Muy poco se sabe de la bio­grafía de Heráclito de Éfeso, apodado el Oscuro por el carácter enigmático que revistió a menudo su estilo, como testimonia un gran número de los frag­mentos conservados de sus enseñan­zas. Las enseñanzas de Heráclito, se­gún Diógenes Laercio, quedaron reco­gidas en una obra titulada De la natu­raleza, que trataba del universo, la po­lítica y la teología -aunque probable­mente esta subdivisión la introdujera una compilación alejandrina de los textos de Heráclito-, pero lo que ha llegado hasta nosotros de su doctrina se encuentra en forma fragmentaria y sus fuentes son citas, referencias y co-

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FILOSOFÍA DE LA CIENCIA: FUNDAMENTACIÓN DEL ATEÍSMO

mentados de otros autores. Algunos de estos fragmentos presentan, sin em­bargo, la apariencia de aforismos com­pletos, lo cual apoya la idea de que su estilo de pensamiento fue oracular. Ello ha dado pie, incluso, a formular la hipótesis de que Heráclito no escribió, en realidad, ningún texto, sino que sus enseñanzas fueron exclusivamente orales y que sus discípulos fueron los encargados de reunir lo esencial de ellas en forma de sentencias. Sea co­mo fuere, la oscuridad de Heráclito ha quedado caricaturizada en la leyenda acerca de su muerte: enfermo de hi­dropesía, preguntaba enigmáticamente a los médicos si podrían de la lluvia hacer sequía; como ellos no lo enten­diesen, se enterró en estiércol ante la suposición de que el calor de éste ab­sorbería las humedades, con el resulta­do de que aceleró el fatal desenlace. De creer a Diógenes Laercio, la causa de la afección habría sido su retiro en el monte, donde se alimentaba de hier­bas, movido por su misantropía. El desprecio de Heráclito por el común de los mortales concordaría con sus orígenes, pues parece cierto que pro­cedía de una antigua familia aristocrá­tica, así como que sus ideas políticas fueron contrarias a la democracia de corte ateniense y formó, quizá, parte del reducido grupo, integrado por no­bles principalmente, que simpatizaba con el rey persa Darío, a cuyos domi­nios pertenecía Éfeso por entonces,

contra la voluntad de la mayoría de sus ciudadanos. A éstos últimos, en cualquier caso, no debió de apreciarlos en demasía, y Heráclito los colmó de improperios cuando expulsaron de la ciudad a su amigo Hermodoro.

Herófilo. Nació en el último tercio del siglo iv a. n. e. Médico famoso y pro­fesor en Alejandría, es considerado el primer anatomista. Escribió un tratado de varios volúmenes, que no se ha conservado. De hecho, hizo descrip­ciones de órganos humanos, pero no se sabe con certeza si para tal fin dise­có cadáveres humanos. Son excelentes sus descripciones del ojo, de las me­ninges y de los órganos genitales. Él dio el nombre al duodeno. Uno de sus descubrimientos más notables fue ha­ber reconocido la naturaleza de los nervios, los cuales Aristóteles no los distinguía de los tendones. También reconoció que el cerebro es el asiento de la mente y el órgano central del sis­tema nervioso, y consideró los nervios órganos sensitivos. Pero Herófilo si­guió siendo humoralista. Le dio un gran valor semiológico a los caracte­res del pulso, especialmente a su rit­mo, y sobre esto creó una doctrina muy complicada basada en la música.

Herzen, Alexander Ivanovich (1812-1870). Intelectual y revolucionario ru­so. Tras admirar en su juventud el avance tecnológico y las ideas socia-

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BIOGRAFÍAS

listas procedentes de Europa occiden­tal, quedó decepcionado por el fracaso de las revoluciones de 1848 {Desde la otra orilla, 1850). Desde entonces volvió sus ojos hacia Rusia, país don­de creía ausentes los obstáculos que impedían en Occidente el triunfo de una revolución socialista; incluso afir­maba que la comunidad campesina tradicional de Rusia (el mir) respondía a un modelo socialista por su periódi­ca repartición de la tierra con arreglo a las necesidades familiares. Compartió con Tolstoi la fe en el campesinado ru­so como fuente de regeneración del país. Puso las bases del movimiento paneslavista al defender que Rusia se hallaba, en realidad, más avanzada que el resto de Europa (por estar más cerca del socialismo) y que, en conse­cuencia, le correspondía una misión directora con respecto al resto del con­tinente. Desde 1852 vivió exiliado en Londres, pero ejerció gran influencia sobre la oposición clandestina al régi­men de los zares, a través de su revis­ta Kolokol {La campana, fundada en 1857). Sin embargo, sudistanciamien-to de las masas rusas le impidió valo­rar los intensos sentimientos naciona­listas de éstas y cometió un error polí­tico al apoyar la insurrección indepen-dentista de Polonia en 1863, lo que le hizo perder prácticamente toda au­diencia en el interior de Rusia. Hiparco (194-120 a. n. e.). Fue el ob­servador más grande de la Antigüedad,

tanto que su catálogo estelar, que con­tenía posiciones y brillos de unas 850 estrellas, fue superado en precisión so­lamente en el siglo xvi. Su escala de los brillos aparentes, que distingue seis magnitudes, está en la base de la actual clasificación fotométrica de las estrellas. Por otra parte, hizo el nota­ble descubrimiento de la precesión de los equinoccios, es decir, del desplaza­miento de los puntos equinocciales -puntos comunes a la eclíptica y al ecuador celeste- a lo largo de la eclíp­tica. Para ello, procedió a desarrollar un método que anteriormente había si­do ideado por Aristarco y midió la dis­tancia y tamaño de la Luna. Por otro lado, inventó la trigonometría esférica, que incrementó el potencial del cálcu­lo; renovó las matemáticas, herra­mienta esencial de la cosmología, la astrofísica y la astronomía, a la que perfeccionó con nuevos instrumentos. Conocedor de la distancia de la Tierra a la Luna y de sus movimientos y en posesión de una teoría mejor que la de sus predecesores acerca de la órbita solar, Hiparco pudo satisfacer una de las principales exigencias de la astro­nomía antigua: la predicción de eclip­ses, cuestión que para los griegos, an­tes de Hiparco, constituía un serio pro­blema, ya que sólo contaban para des­arrollar sus predicciones de los eclip­ses con el método del saros de los ba­bilonios. Los sucesores de Hiparco trataron de representar los movimien-

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tos planetarios mediante complejos movimientos circulares, y fue mucho más tarde, en tiempo de Claudio Pto-lomeo (alrededor del año 150 a. n. e.), cuando la teoría planetaria de la Anti­güedad adquirió su forma definitiva. Según ella, la Tierra descansa en el centro del universo y los movimientos del Sol y la Luna en el cielo se pueden representar bastante bien por trayecto­rias circulares. Ptolomeo describió el movimiento de los planetas utilizando la compleja teoría de los epiciclos. La obra de Ptolomeo la conocemos a tra­vés de la versión árabe del Almagesto. Las traducciones y comentarios del Almagesto constituyeron las fuentes básicas del primer texto occidental de astronomía, el Tractatus de Sphaera, de Johannes de Sacrobosco, un inglés por nacimiento que enseñó hasta su muerte, ocurrida en 1256, en la Uni­versidad de París. Hacia fines del siglo xv, Cristóbal Colón descubrió Améri­ca y pocos años más tarde Copérnico planteó el punto de vista heliocéntrico del movimiento de la Tierra.

Hipócrates de Cos (460-370 a. n. e.). Médico griego. Según la tradición, Hi­pócrates (llamado El Grande) descen­día de una estirpe de magos de la isla de Cos y estaba directamente empa­rentado con Esculapio, el dios griego de la medicina. Contemporáneo de Só­crates y Platón, éste último lo cita en diversas ocasiones en sus obras. Al pa­

recer, durante su juventud Hipócrates visitó Figipto, donde se familiarizó con los trabajos médicos que la tradición atribuye a Imhotep. Aunque sin base cierta, se considera a Hipócrates autor de una especie de enciclopedia médi­ca de la Antigüedad, constituida por varias decenas de libros (entre 60 y 70). En sus textos, que en general se aceptan como pertenecientes a su es­cuela, se defiende la concepción de la enfermedad como la consecuencia de un desequilibrio entre los llamados humores líquidos del cuerpo, es decir, la sangre, la flema y la bilis amarilla o cólera y la bilis negra o melancolía, teoría que desarrollaría más tarde Ga­leno y que dominaría la medicina has­ta la Ilustración. Para luchar contra estas afecciones, el corpus hipocrático recurre al cauterio o bisturí, propone el empleo de plantas medicinales y reco­mienda aire puro y una alimentación sana y equilibrada. -Entre las aporta­ciones de la medicina hipocrática des­tacan la consideración del cuerpo co­mo un todo, el énfasis puesto en la rea­lización de observaciones minuciosas de los síntomas y la toma en cuenta del historial clínico de los enfermos. En el campo de la ética de la profesión mé­dica se le atribuye el célebre juramen­to que lleva su nombre, que se conver­tirá más adelante en una declaración deontológica tradicional en la práctica médica, que obliga a quien lo pronun­cia, entre otras cosas, a "entrar en las

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BIOGRAFÍAS

casas con el único Un de cuidar y cu­rar a los enfermos", "evitar toda sos­pecha de haber abusado de la confian­za de los pacientes, en especial de las mujeres" y "mantener el secreto de lo que crea que debe mantenerse reserva­do".

Hobbes, Thomas (1588-1679). Naci­do en Wesport (Inglaterra) en 1588, hi­jo de un vicario, cursó estudios en Ox­ford y posteriormente se desplazó al continente, donde conoció a Descartes y Galileo. Su enfrentamiento con Cromwell le condució al exilio. Su fi­losofía postula la experiencia como base del conocimiento y, por tanto, a los sentidos como herramienta única del hombre hacia el saber. Es, junto con Bacon, el impulsor del empirismo pragmatista inglés. Afirma que todo el universo está compuesto de materia y aspectos de materia, que pueden ser conocidos por el hombre mediante la percepción sensorial y, en segunda medida, por las pasiones, siendo am­bas herramientas reducidas a meros movimientos somáticos y molecula­res. Más conocidas son sus tesis sobre el hombre y la sociedad. Según Hob­bes, el hombre en estado natural es ún ser salvaje y egoísta, condición que es refrenada cuando se establece la vida en sociedad y surge el Estado. Sin em­bargo, la sumisión del hombre al agre­gado social sólo nace del temor y las medidas coercitivas que impone la

institución estatal, nacida de un Bon-trato para controlar el estado natural inherente al individuo. Así, el indivi­duo hace una cesión de derechos a fa­vor de una asamblea o un individuo representativo, y Hobbes es partidario de la última solución el monarca ab­soluto- por cuanto las asambleas favo­recen la disensión y ceden a los intere­ses particulares. El rey absolutista re­presenta entonces la razón, capaz de dirigir a la sociedad de manera racio­nal y ajena a partidismos. Este postu­lado sirve de apoyo para movimientos totalitarios posteriores. Hobbes Consi­dera que el conocimiento se establece mediante la identificación y nomina­ción de los objetos, y por ello los nom­bres de las cosas son universales mientras que las cosas son singulares. Los conceptos se hacen, pues, sobre palabras y no sobre cosas. Su lógica empirista y materialista reduce el uni­verso a objetos y relaciones puramen­te materiales, susceptibles de ser cono­cidas racionalmente y, por tanto, de ser predichos en virtud de su determinis-mo.

Hubble, Edwin Powell (1889-1956). Astrónomo estadounidense. Aunque se graduó en derecho en la Universi­dad de Oxford, tras sólo un año como abogado abandonó la práctica legal e ingresó en la Universidad de Chicago para estudiar astronomía, disciplina en la que se doctoró en 1917. Finaliza-

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da la Primera Guerra Mundial, entró a trabajar en el observatorio del Monte Wilson, en California. Entre 1922 y 1924, con base en un concienzudo es­tudio de cierto tipo de estrellas deno­minadas cefeidas, estableció la exis­tencia de nebulosas situadas fuera de ¡a Vía Láctea. Estos cuerpos celestes constituirían, según Hubble, galaxias en sí mismas, tesis que de inmediato cambió la noción vigente sobre las au­ténticas dimensiones del cosmos y abrió el camino a la exploración extra-galáctica (esto es, más allá de la Vía Láctea). Seguidamente Hubble afrontó la tarea (1926) de su clasificación en función de su forma, clasificación que continúa vigente hoy día. El estudio pormenorizado de su estructura le per­mitió realizar otro hallazgo fundamen­tal, a saber: las nebulosas extragalácti-cas se alejan de la Vía Láctea y lo ha­cen a mayor velocidad cuanto más ale­jadas se encuentran de ella. Las impli­caciones de dicho descubrimiento pronto resultaron evidentes: el univer­so, durante largo tiempo considerado estático, en realidad estaba en expan­sión.

Huygcns, Christian Nació en 1629 en Hofwijck, Holanda; y falleció en 1695 en París, Francia. Muchos historiado­res lo consideran el más célebre mate­mático geómetra de Europa tras la muerte de Descartes. Entre las activi­dades científicas a las cuales orientó

su vocación como investigador tam­bién se encuentra la biología, al mar­gen de ciencias relacionadas con la matemática, como la física y la astro­nomía. Su padre, Constantijin Huygcns, era un académico y diplomático de re­nombre que cuenta en su haber el he­cho de haber descubierto a Rem-brandt. Se puede afirmar que Huygens creció y se educó en el seno de un am­biente familiar acomodado económi­camente, en el cual tuvo la suerte de relacionarse con importantes científi­cos y pensadores de la época. Pasó los años más fecundos de su vida en París, invitado por Luis XIV.

Trabajó con Leeuwenhoek en el di­seño de los primeros microscopios, re­alizó algunas de las primeras observa­ciones de las células reproductoras hu­manas y propugnó la primera tesis so­bre el germen como causa de las en­fermedades, doscientos años antes de que ello se hiciera popular. En 1658, Huygens logró, donde Galileo había fracasado, la construcción de! reloj de péndulo y dotó así a la ciencia de un verdadero cronómetro. Desde ese mo­mento quedaron en completa obsoles­cencia y desuso las clepsidras y los re­lojes de arena (de herencia babilónica) que no había sido posible remplazar por instrumento alguno antes del acierto del gran genio holandés. En as­tronomía, perfeccionó el telescopio y fue el primero en medir el tamaño de otro planeta (en este caso Marte) y cal-

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BIOGRAFÍAS

cular su tiempo de rotación (24 horas); descubrió los anillos de Saturno y a Titán, satélite de éste, así como la gruesa capa de nubes que cubre a Ve­nus y la nebulosa de Orion. También realizó estimaciones razonables sobre la distancia de algunas estrellas. Ade­más, Huygens era un firme creyente de la existencia de planetas en otras estrellas semejantes al Sol y de vida en éstos, y dejó constancia de ello en un libro que escribió en 1690. En 1678 desarrolló la teoría ondulatoria de la luz, en la cual explica las característi­cas de reflexión y refracción en su cé­lebre Tratado de la luz, 1690. La pro­puesta de Huygens que describe en es­te trabajo cayó en el olvido, aplastada por la imagen y prestigio de Newton.

Hutton, James (1726-1797). Geólogo escocés, nació y murió en Edimburgo. Inició la teoría moderna acerca de la formación de la corteza terrestre y es autor de Teoría de la Tierra (1795).

Jenáfanes (siglo iv-siglo m a. n. e.j. Fue expulsado de Colofón, su patria, e inició una vida errante hasta que se es­tableció en Elea, donde desarrolló la mayor parte de su obra. En los escasos escritos conservados hace una audaz crítica del antropomorfismo religioso griego, considerando que si los anima­les pudieran pintar, los dioses tendrían forma animal. Jenófanes planteó la existencia de un dios único y omnipo­

tente, con cuya mente regiría el mun­do, pues la sabiduría es más Importan­te que la fuerza.

Jesucristo (Año 1 de la era cristiana al año 33). Casi nadie niega la existencia histórica de Jesucristo, aunque no existen evidencias materiales que la respalden. Nació en la localidad Pales­tina de Belén, ya que sus padres, José y María, tuvieron que acudir allí para cumplir con el mandato de empadro­namiento realizado por Quirino, el le­gado de Roma. La mayor parte de su vida la pasó en Nazaret, realizando trabajos propios de un hombre humil­de hasta que a los 30 años inició su vi­da pública, tras ser bautizado por su primo y precursor, Juan Bautista. Pre­dicó por todos los lugares de Palestina acompañado de un pequeño grupo de seguidores -los Apóstoles-, elegido entre los miembros más humildes de la sociedad. Su labor de evangeliza-ción fue acompañada por una serie de milagros, según se establece en los Evangelios, como la curación de en­fermedades, la resurrección de difun­tos, el perdón de pecados, etc., que serían intrínsecos de su naturaleza di­vina como hijo de Dios. Las doctrinas y enseñanzas predicadas por Cristo tu­vieron amplia repercusión, y calaron hondo entre las clases más humildes debido a sus mensajes de igualdad y solidaridad. Sin embargo, su presencia molestó a los máximos mandatarios religiosos de Israel. Fue acusado de

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FILOSOFÍA DE LA CIENCIA: FUNDAMENTACIÓN DEL ATEÍSMO

blasfemo al titularse hijo de Dios y perdonar los pecados. Algunos llega­ron a tildarle de subversivo al preten­der -según ellos- recuperar el trono de David. Esta vinculación política de Je­sús sería lo que provocó los temores de Roma, ya que en la provincia de Ju-dea las revueltas eran habituales. Los fariseos consiguieron del procurador Poncio Pilato la condena a muerte de Jesús. Tras ser traicionado por uno de sus discípulos llamado Judas, Jesu­cristo fue crucificado en el monte Cal­vario en compañía de dos ladrones. A su muerte ordenó a sus discípulos que predicaran el Evangelio por todos los rincones.

Josué. Libro del Antiguo Testamento. Según la tradición, su autor fue Josué, el líder militar y héroe elegido por Moisés para sucederle y conducir a los israelitas fuera de Egipto hacia la Tie­rra Prometida. Sin embargo, la mayo­ría de los especialistas bíblicos moder­nos rechazan esta interpretación. Sus estudios han demostrado que el libro contiene material tomado de una serie de distintas fuentes, y los intentos de fecharlas no han sido, en su mayoría, definitivos. La única conclusión acep­tada en la actualidad de una forma ge­neral es que los pasajes más antiguos del libro, que algunos tratadistas sitúan a mediados del siglo x a. n. e., fueron reescritos por completo y reelaborados en torno al siglo vn a. n. e. por uno o varios miembros de la llamada escue­

la deuteronómica. Más tarde, quizá después del 500, los sacerdotes, preo­cupados por cuestiones doctrinales, añadieron o reescribieron gran parte de la segunda mitad del libro.

El libro de Josué concluye el relato iniciado en Génesis, Éxodo y Deulero-nomio acerca del origen e historia de los judíos. Comienza (capítulos del 1 al 6) con una narración de la entrada de los hebreos a la Tierra Prometida, Canaán, y de la conquista de la antigua ciudad palestina de Jericó. A continua­ción (capítulos del 7 al 12) relata có­mo los hebreos se asentaron en todo Canaán y conquistaron otra antigua ciudad, Ai. Lo hicieron estableciendo una alianza con los atemorizados ga-baonitas y poniendo en fuga a un ejér­cito coaligado de cinco ciudades cana-neas en el sur, y pasando a degüello a un ejército reclutado por otros reyes cananeos "en las aguas de Merom" (11,5) en el norte. La mayor parte de la segunda mitad del libro (capítulos del 13 al 24) describe cómo distribuyó Jo­sué entre las 12 tribus de Israel las tie­rras conquistadas. El libro concluye con la exhortación final de Josué (ca­pítulo 23) llamando a Israel a respetar la alianza establecida con Dios en el monte Sinaí, y con un relato de la últi­ma asamblea de las tribus bajo Josué (capítulo 24), pasaje en el cual Josué y el pueblo establecieron una nueva alianza para servir y obedecer a Dios.

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BIOGRAFÍAS

El asunto central del libro de Josué es que Dios guiará a su pueblo si cum­ple su ley, pero que si lo niega o le des­obedece, se volverá contra él, y lo en­tregará a las naciones saqueadoras y a la férula extranjera.

Juan Pablo II, Karol Wojtyla (1920-2005). Karol Wojtyla nació en 1920 en la pequeña ciudad polaca de Wadowi-ce, cercana a Cracovia. Sus padres fueron Karol Wojtyla y Emilia Kaczo-rowska. Muy pronto quedó huérfano de ambos; su madre falleció en 1929, mientras que en 1932 murió su herma­no mayor y en 1941 lo hizo su padre. Tras cursar los estudios básicos y me­dios, ingresó en la Universidad Jage-llónica de Cracovia, pero, al ser ocu­pada Polonia por los nazis y cerrada su universidad, debió trabajar en una can­tera y después en una fábrica. En 1942, en la clandestinidad, formó par­te del seminario de Cracovia, estudios que continuó al acabar la Segunda Guerra Mundial y que completó en la Facultad de Teología de la Universi­dad Jagellónica. Plenamente dedicado a la vida sacerdotal, fue ordenado el 1 de noviembre de 1946. Dos años más tarde se doctoró en teología con una tesis sobre san Juan de la Cruz y viajó a Roma, Francia, Holanda y Bélgica.

En 1948 volvió a su Polonia natal, donde se dedicó a ampliar sus estudios de teología y a la enseñanza en el se­minario mayor de Cracovia y en la Fa­

cultad de Teología de Lublin. También capellán universitario hasta que, en 1958, Pío XII le designó obispo auxi­liar de Cracovia. En 1964 Pablo VI le nombró arzobispo y tres años más tar­de, el 26 de junio de 1967, este pontí­fice le convirtió en cardenal. Figura destacada de la Iglesia católica, parti­cipó en el Concilio Vaticano II (1962-1965) y continuó con una brillante ca­rrera eclesiástica. Tras la muerte de Juan Pablo I, fue nombrado pontífice con el nombre de Juan Pablo II, lo que suponía toda una novedad, pues desde la primera mitad del siglo xvi era el primer papa que no había nacido en Italia.

Justiniano (482-565). Conocido también como Justiniano I, El Grande, nació en Tauresio y murió en Constan-tinopla; fue sobrino de Justino, quien lo asoció al trono; emperador durante los años 527-565, contrajo matrimo­nio con Teodora. Con carácter de gue­rrero para sus empresas militares, con­tó con generales hábiles como Belisa-rio y Narsés; además combatió en sus batallas a los vándalos y a los persas, conquistó al mismo tiempo África del Norte, Italia y parte de España, conso­lidando así su poderío; hizo construir la iglesia de Santa Sofía en Constanti-nopla, y durante su reinado mandó compilar las leyes romanas, cuyo con­junto constituye el Código Justiniano. Kant, Immanuel (1724-1804). Filó­sofo alemán, considerado por muchos

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el pensador más influyente de la era moderna. Nacido en Konigsberg (aho­ra, Kaliningrado, Rusia), el 22 de abril de 1724, Kant se educó en el Colle-gium Fredericianum y en la Universi­dad de Konigsberg. En la escuela estu­dió sobre todo a los clásicos y en la universidad física y matemáticas. Tras la muerte de su padre, tuvo que aban­donar sus estudios universitarios y ga­narse la vida como tutor privado. En 1755, ayudado por un amigo, reanudó sus estudios y obtuvo el doctorado. Después enseñó en la universidad du­rante 15 años y dio conferencias pri­mero de ciencia y matemáticas, para llegar de forma paulatina a disertar so­bre casi todas las ramas de la filosofía. Aunque las conferencias y escritos de Kant durante ese periodo le dieron re­putación como filósofo original, no se le concedió una cátedra en la universi­dad hasta 1770, cuando se le designó profesor de lógica y metafísica. Du­rante los 27 años siguientes continuó dedicado a su labor docente y atrayen­do a un gran número de estudiantes a Konigsberg. Las enseñanzas religiosas nada ortodoxas de Kant, que se basa­ban más en el racionalismo que en la revelación divina, le crearon proble­mas con el Gobierno de Prusia y en 1792 Federico Guillermo II, rey de esa nación, le prohibió impartir clases o escribir sobre asuntos religiosos. Kant obedeció esta orden durante cinco años, hasta la muerte del rey, y enton­

ces se sintió liberado de su obligación. En 1798, ya retirado de la docencia universitaria, publicó un epítome don­de se contenía una expresión de sus ideas de materia religiosa. Murió el 12 de febrero de 1804.

Kelvin, William Thomson (1824-1907). Primer barón Kelvin, Físico y matemático británico, nacido en Bel-fast (Irlanda), y muerto en Netherhall. Kelvin hizo sus estudios en la Univer­sidad de Glasgow y en el Saint Peter's College de Cambridge, fin 1846 fue nombrado profesor de filosofía natural de la Universidad de Glasgow, puesto que desempeñó hasta jubilarse en 1899. En 1896 se le rindió un home­naje, al que concurrieron científicos de todo el mundo, por sus investigaciones en los dominios de la termodinámica y de la electricidad. Hasta 1904 se pro­longaron sus actividades académicas como canciller de la citada universi­dad. Kelvin fue el primero en atraer la atención de los científicos al campo de la termodinámica, con su descubri­miento del fenómeno de absorción calorífica llamado efecto Thomson (1856). Poco después enunció la teoría de la disipación de la energía, según la cual, aunque la cantidad de energía to­tal de un sistema puede mantenerse constante, la parte utilizable de la mis­ma disminuye continuamente. Al estu­diar la compresión de los gases, Kel­vin descubrió el efecto Joule-Thom-

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BIOGRAFÍAS

son, referente a las variaciones térmi­cas que sufren los gases cuando son forzados por efecto de una presión a pasar a través de orificios pequeños. Como resultado de tales experiencias, encontró que el cero absoluto de tem­peratura se encuentra a los -273° C y propuso que los científicos emplearan para ciertas medidas la escala absoluta de temperaturas, hoy llamada escala Kelvin.

Kepler, Johannes (1571-1630). Naci­do en Weil (Alemania) en 1571, en el seno de una familia noble protestante empobrecida, se formó en matemáti­cas, filosofía y medicina en la Univer­sidad de Tubinga. En Graz (1594) ejerció su magisterio en matemáticas. Un año más tarde realizó un almana­que con predicciones meteorológicas y en 1596 publicó su obra Misterio Cosmográfico. La intolerancia religio­sa le hizo trasladarse a Hungría en 1598 y regresó más tarde a Alemania, gracias al apoyo de los jesuítas. En 1602 fue nombrado matemático del emperador Rodolfo II, sucediendo a Tycho Brahe. En 1628 trabajó como astrónomo del general Wallenstein. La principal aportación de Kepler al mun­do científico consiste en haber formu­lado las leyes que rigen las órbitas pla­netarias y haber descubierto su trayec­toria elíptica y no circular, como hasta entonces se creía. Escribió Astronomía nova en 1609, Harmonices Mundi en

1619 y Admonitio ad Astrónomos en 1630. Su descubrimiento de los lo­garitmos le permitió elaborar unas ta­blas planetarias. Falleció en 1630.

Khorana, Hargobind (1922). Quími­co norteamericano de origen indio, na­cido en Raipur. Se graduó en ciencias químicas en la Universidad de Punjab. Después de obtener el doctorado en la Universidad de Liverpool, estudió en el Instituto Federal de Tecnología de Zürich con Alexander Todd, quien en 1957 ganó el premio Nobel de quími­ca. En 1968 fue Khorana quien recibió el premio Nobel de medicina y fisiolo­gía, compartido con Marshall W. Ni-renberg y Robert W. Holley, con quie­nes había coincidido en las investiga­ciones sobre la forma en que se unen las sustancias básicas genéticas para determinar la composición química de nuevas células y la función de aque­llas, y descifró el código genético. En el momento de obtener tan alta recom­pensa académica, Khorana ejercía co­mo desde 1960, el profesorado en el Instituto de Investigación Enzimática de la Universidad de Wisconsin. En 1970, este investigador se apuntaba un nuevo éxito al conseguir, por vez pri­mera, la síntesis completa de un gen, el del ARN, transportador de la alanina en la levadura. El gen sintetizado con­siste en un segmento de ADN de doble cadena integrado por 77 parejas de nu-cleótidos.

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FILOSOFÍA DE LA CIENCIA: FUNDAMENTACION DEL ATEÍSMO

Kirchhoff, Gustav (1824-1887). Físi­co alemán y estrecho colaborador del químico Robert Bunsen, aplicó méto­dos de análisis espectrográfíco (basa­dos en el estudio de la radiación emiti­da por un cuerpo excitado energética­mente) para determinar la composi­ción del Sol. En 1845 enunció las de­nominadas leyes de Kirchhoff, aplica­bles al cálculo de tensiones, intensida­des y resistencias en el sí de una malla eléctrica, entendidas como una exten­sión de la ley de la conservación de la energía, basándose en la teoría del fí­sico Georg Simón Ohm, según la cual la tensión que origina el paso de una corriente eléctrica es proporcional a la intensidad de la corriente. En 1847 ejerció como Privatdozent (profesor no asalariado) en la Universidad de Berlín y al cabo de tres años aceptó el puesto de profesor de física en la Uni­versidad de Breslau. En 1854 fue nombrado profesor en la Universidad de Heidelberg, donde entabló amistad con Bunsen. Merced a la colaboración entre los dos científicos, se desarrolla­ron las primeras técnicas de análisis espectrográfíco, que condujeron al descubrimiento de dos nuevos ele­mentos, el cesio (1860) y el rubidio (1861). En su intento por determinar la composición del Sol, Kirchhoff averi­guó que cuando la luz pasa a través de un gas, éste absorbe las longitudes de onda que emitiría en el caso de ser ca­lentado previamente. Aplicó con éxito este principio para explicar las nume­

rosas líneas oscuras que aparecen en el espectro solar, conocidas como líneas de Fraunhofer. Este descubrimiento marcó el inicio de una nueva era en el ámbito de la astronomía. En 1875 fue nombrado catedrático de física mate­mática en la Universidad de Berlín. Publicó diversas obras de contenido científico, entre las que cabe destacar Vorlesungen iiber mathematische Physiky Gessamelte Abhandlungen.

Kollontai, Hugo. Filósofo materialis­ta polaco, quien, junto con el geólogo escocés J. Hutton, inició la elabora­ción de una teoría de las capas terres­tres. Kollontai se sumó a la corriente filosófica de los ilustrados-materialis­tas rusos y de los decembristas-mate­rialistas de su época, quienes, al lado de otros pensadores avanzados de fi­nales del siglo XVIII e inicios del xix, representaron un paso hacia delante en el desarrollo del materialismo. Ko­llontai y el grupo de filósofos decem­bristas-materialistas defendían la teo­ría materialista del conocimiento y difundían ideas materialistas sobre la naturaleza, expresando abiertamente su afán por sustituir la ideología reli­giosa por una concepción científica del mundo, poniendo para ello al des­nudo el papel social reaccionario de la religión, a la que consideraban una fuerza hostil a las masas populares. Por ello, exigían la desaparición de la dictadura espiritual de la Iglesia, junto

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BIOGRAFÍAS

con el régimen monárquico, del que la Iglesia era un baluarte.

Lagrange, Joseph Louis de. Nació el 25 de enero de 1736 en Turín, Sardi-nia-Piedmont (ahora Italia), y falleció el 10 de abril de 1813 en París, Fran­cia. Lagrange procedía de una ¡lustre familia parisiense, que tenía profundo arraigo en Cerdeña, y algún rastro de noble linaje italiano. Pasó sus prime­ros años en Turín, su activa madurez en Berlín y sus últimos años en París, donde logró su mayor fama. Una espe­culación insensata llevada a cabo por su padre abandonó a Lagrange a sus propios recursos a una edad temprana, pero este cambió de fortuna no resultó una gran calamidad, "pues de otro mo­do -dijo él- tal vez nunca hubiera des­cubierto mi vocación". En la escuela, sus intereses infantiles eran Homero y Virgilio, y cuando una memoria de Halley le cayó en las manos, se alum­bró su chispa matemática. Como New­ton, pero a una edad aún más tempra­na, llegó al dominio de la disciplina en un espacio de tiempo increíblemente corto. A edad de 16 años, fue nombra­do profesor de matemáticas en la Es­cuela Real de Artillería de Turín, don­de el tímido muchacho, que no poseía recursos de oratoria y era de muy po­cas palabras, mantenía la atención de hombres bastante mayores que él. Su encantadora personalidad atraía la amistad y el entusiasmo. Pronto con­

dujo un joven grupo de científicos, que fueron los primeros miembros de la Academia de Turín. Lagrange se transfiguraba cuando tenía una pluma en sus manos y, desde un principio, sus escritos fueron la elegancia mis­ma. Transcribía a las matemáticas to­dos los pequeños temas sobre investi­gaciones físicas que le traían sus ami­gos, de la misma manera que Schubert pondría música a cualquier ritmo per­dido que arrebatara su fantasía. A los 19 años de edad obtuvo fama al resol­ver el llamado problema ¡soperimétri-co, que había desconcertado al mundo matemático durante medio siglo. Co­municó su demostración en una carta a Euler, el cual se interesó enormemen­te por la solución, de modo especial en cuanto concordaba con un resultado que él mismo había hallado. Euler, con admirable tacto y amabilidad, respon­dió a Lagrange, ocultando deliberada­mente su propia obra, de manera que todo el honor recayera en su joven amigo. En realidad Lagrange no sólo había resuelto un problema, sino tam­bién había inventado un nuevo méto­do, un nuevo cálculo de variaciones, que sería el tema central de la obra de su vida. Este cálculo pertenece a la historia del mínimo esfuerzo, que co­menzó en los espejos reflectores de Herón y continuó cuando Descartes reflexionó sobre la curiosa forma de sus lentes ovales. Lagrange podía de­mostrar que los postulados newtonia-

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nos de materia y movimiento, un tanto modificados, se adaptaban al amplio principio de economía de la naturale­za. El principio ha conducido a los resultados, aún más fructíferos de Ha-milton y Maxwell y actualmente con­tinúa en la obra de Einstein y en las últimas fases de la mecánica ondu­latoria.

Lamarck, Jean-Baptiste de (1744-1829). Biólogo francés, hasta los 17 años Lamarck siguió la carrera ecle­siástica por voluntad de su padre, a cu­ya muerte se enroló en la infantería, donde sirvió desde 1761 a 1768 y de la que se desvinculó a causa de su deli­cada salud. Lamarck se trasladó enton­ces a París y estudió medicina y botá­nica. Discípulo de Bernard de Jussieu, en 1778 publicó Flora francesa, obra en la que, por primera vez, se clasifi­caba sistemáticamente la flora por me­dio de una clave dicotómica. Miembro de la Academia Francesa de Ciencias, trabajó como botánico del Jardin du ROÍ hasta que la institución se recon­virtió, durante la Revolución, en el Museo Nacional de Historia Natural. Nombrado director del Departamento de los Animales sin Esqueleto, a los que posteriormente Lamarck asignó su denominación moderna de invertebra­dos, efectuó la primera subdivisión de éstos en los hoy día habituales grupos de arácnidos, insectos, crustáceos y equinodermos. Compendio de sus es­

tudios son los siete volúmenes de su obra principal, Historia natural de los invertebrados (1815-1822). Asimis­mo, publicó tratados sobre temas tan diversos como meteorología, geolo­gía, química y paleontología, entre los que cabe citar Investigaciones sobre las causas de los principales fenóme­nos físicos (1794), Investigaciones so­bre la organización de los seres vivos e Hidrología (1802).

Laplace, Pierre-Simon. Nació el 23 de marzo de 1749 en Beaumont-en Auge, Normandía, Francia, y falleció el 5 de marzo de 1827 en París, Fran­cia. Y a la edad de 18 años se distin­guía como maestro y matemático en la escuela militar de la pequeña pobla­ción de Beaumont. Pero, para él, París era la única ciudad por la que entraría en el gran mundo de la ciencia. Consi­guió cartas de recomendación y en 1767 partió hacia París a solicitar la ayuda del distinguido matemático francés D'Alembert. Cuando se pre­sentó en la casa de éste, fue recibido con corteses excusas, pero lo despidie­ron sin entrevistar al matemático. Pa­saron las semanas y seguía sin obtener audiencia. Persistente en su ambición, Laplace decidió usar un método dis­tinto. Como no tuvieron éxito las car­tas de recomendación, trataría de co­municarse por medio del lenguaje de la ciencia. Escribió una disertación so­bre los principios de la mecánica y se

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BIOGRAFÍAS

la envió a D'Alembert, con la solicitud de que le concediera una audiencia. Era un lenguaje que podía entender y apreciar un matemático. D'Alembert quedó tan impresionado con el talento de Laplace que lo mandó llamar en se­guida y le dijo: "No necesitáis más presentación que la recomendación de vuestro trabajo".

Con la ayuda de D'Alembert, La-place obtuvo más tarde el nombra­miento de profesor de matemáticas en la Escuela Militar de París y quedó asegurado su ingreso en el mundo de la ciencia. Laplace provenía de ante­pasados humildes. Su padre tenía una pequeña granja y no pudo dar mucha educación a su hijo. Sin embargo, cuando Laplace mostró tener un talen­to extraordinario, sobre todo para las matemáticas, algunos de sus parientes y vecinos acomodados sostuvieron sus estudios en la Universidad de Caen. Así, apenas unos años después de su graduación en esta universidad, obtu­vo el puesto de profesor en la Escuela Militar.

El primer trabajo científico de La-place fue su aplicación de las matemá­ticas a la mecánica celeste. A Newton y otros astrónomos les fue imposible explicar las desviaciones de los plane­tas de sus órbitas, predichas matemáti­camente. Por ejemplo, se determinó que Júpiter y Saturno se adelantaban a veces y otras se retrasaban con respec­

to a las posiciones que debían ocupar en sus órbitas.

Laplace ideó una teoría, que con­firmó con pruebas matemáticas, según la cual las variaciones eran normales y se corregían solas en el transcurso de largos espacios de tiempo. Se conside­ró que esta teoría tenía gran importan­cia para entender las relaciones de los cuerpos celestes en el Universo, y ha soportado la prueba del tiempo sin su­frir más que correcciones relativamen­te secundarias.

Los siguientes años fueron de fruc­tíferas investigaciones para Laplace, quien fue aclarando los conocimientos científicos sobre las fuerzas elementa­les de la Naturaleza y el Universo. Es­cribió artículos acerca de la fuerza de gravedad, el movimiento de los pro­yectiles, y el flujo y reflujo de las ma­rcas, la precesión de los equinoccios, la forma y rotación de los anillos de Saturno y otros fenómenos.

Estudió el equilibrio de una masa líquida en rotación; también ideó una teoría de la tensión superficial que era semejante al moderno concepto de la atracción o cohesión molecular dentro de un líquido. Trabajando con Lavoi-sier, estudió el calor específico y la combustión de diversas sustancias, y puso los cimientos para la moderna ciencia de la termodinámica. Inventó un instrumento, conocido con el nom­bre de calorímetro de hielo, para me­dir el calor específico de una sustan-

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cia. El calorímetro media la cantidad de hielo fundido por el peso dado de una sustancia caliente cuya temperatu­ra se conocía. Entonces podía calcu­larse matemáticamente su calor espe­cífico. Al estudiar la atracción gravita-cional de un esferoide sobre un objeto externo, ideó lo que se conoce hoy co­mo ecuación de ¿aplace, que se usa para calcular el potencial de una mag­nitud física en un momento dado mientras está en movimiento conti­nuo. Esta ecuación tiene aplicación no sólo en la gravitación, sino también en la electricidad, la hidrodinámica y otros aspectos de la física. Entre 1799 y 1825, Laplace reunió sus escritos en una obra de cinco volúmenes, titulada Mecánica celeste, en la que se propo­nía dar una historia de la astronomía, sistematizando la obra de generacio­nes anteriores de astrónomos y mate­máticos y ofreciendo una solución completa a los problemas mecánicos del sistema solar. Más tarde publicó un volumen titulado El sistema del mun­do. En 1812 publicó su Teoría analíti­ca de las probabilidades, que es un es­tudio sobre las leyes de probabilidad. Laplace vivió hasta la avanzada edad de 78 años y pasó sus últimos días en el semirretiro de Arcuel. En vida aún, fue elegido para ser uno de los Cua­renta Inmortales de la Academia Francesa.

Lavoisier, Antonie-Laurent (1743-1794). Nació en París el 26 de agosto de 1743, se formó primero en derecho y después en matemáticas, física y bo­tánica, especializándose en los estu­dios sobre química. Sus experimentos los realizó principalmente en el ámbi­to agrícola, en el que estudió la pro­ducción y el abastecimiento de agua de París. Trabajó como instructor de las fábricas de pólvora, implementan-do sistemas para mejorar la calidad y rendimiento de la producción. Duran­te la Revolución francesa fue conde­nado a muerte y guillotinado. Su ma­yor contribución es la formulación del principio de conservación de la mate­ria, redactado en su Tratado elemental de química (1789), y la fundación de la química cuantitativa. Sus investiga­ciones le llevan a comprobar la exis­tencia del flogisto, sustancia sobre la que pensaba era componente de los cuerpos y se desprendía mediante la aplicación de calor. En su Método de nomenclatura química, publicado en 1787, clasifica y sistematiza la formu­lación de las reacciones químicas. También experimentó con elementos como el fósforo y descubrió la exis­tencia de un gas al que llamó oxígeno (creador de ácido), al determinar que los ácidos se originan mediante la combustión de elementos no metálicos en aire puro. También demostró que los metales producen sales u óxidos y que en la combustión se genera la re­acción del oxígeno con los cuerpos.

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BIOGRAFÍAS

Falleció en París el 8 de mayo de 1794.

Len^, Emil Heinrich Friedrich (Dor-pat, 1804-Roma, 1865). Físico ruso. Profesor y rector de la Universidad de San Petersburgo, estudió el efecto Pel-tier, la conductividad de los metales y la variación de la resistencia eléctrica con la temperatura. Enunció una ley que permite conocer la dirección y el sentido de la corriente inducida en un circuito eléctrico.

Leucipo (?, 460-Abdera, 370 a. n. e.). Filósofo griego. De la biografía de Leucipo se conoce verdaderamente muy poco. Se sabe que probablemente nació en Mileto y luego se trasladó a Elea, donde habría sido discípulo de Parménides y de Zenón de Elea y maestro de Demócrito. Se le atribuyen las obras La ordenación del cosmos y Sobre la mente. Según Aristóteles y Teofrasto, Leucipo formuló las prime­ras doctrinas atomistas, que serían desarrolladas por Demócrito, Epicuro y Lucrecio: la consideración racional y no puramente empírica de la natura­leza; la consideración del ser como múltiple, material, compuesto de par­tículas indivisibles (átomos); la afir­mación de la existencia del no ser (va­cío) y del movimiento de los átomos en el vacío; la concepción determinis­ta y mecanicista de la realidad, y la formación de los mundos mediante un

movimiento de los átomos en forma de torbellino, por el cual los más pesa­dos se separan de los más ligeros y se reúnen en el centro, formando la Tie­rra. Según Diógenes Laercio, Leucipo consideraba que la [Aína era el astro más cercano a la Tierra y el Sol el más alejado, y reservó para el resto una po­sición intermedia entre aquéllos.

Leverrier, Urbain le Verrier (1811-1877). Astrónomo francés que predijo la existencia del planeta Neptuno. Na­ció en Saint-Ló y estudió en la Escue­la Politécnica. Perfeccionó las tablas astronómicas del planeta Mercurio, estudió las perturbaciones en los mo­vimientos de los cometas e investigó los límites entre los que varían las ex­centricidades e inclinaciones de las ór­bitas planetarias. En 1846, después de estudiar el planeta Urano, concluyó que otro planeta, no descrito hasta el momento, era el responsable, hasta cierto punto, de sus perturbaciones. En ese año, el astrónomo alemán Johann Galle observó el planeta desplazado un grado respecto a los cálculos de Le Verrier. Una predicción similar había sido ya formulada de modo indepen­diente por un joven matemático inglés, John Couch Adams, pero no fue consi­derada en su momento. El planeta se llamó Neptuno. Le Verrier recibió mu­chos honores y en 1854 fue nombrado director del Observatorio de París.

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FILOSOFÍA DE LA CIENCIA: FUNDAMENTACION DEL ATEÍSMO

Linneo, Cari von. Nació el 23 de ma­yo de 1707 en Stenbrohult, provincia de Smaland en el sur de Suecia. Su pa­dre, Nils Ingemarsson Linneo, era un pastor luterano y un jardinero fanático, y Cari mostró desde muy joven un profundo amor por las plantas y una fascinación con sus nombres. Los pa­dres de Cari se sintieron decepciona­dos al no mostrar éste ningún interés ni aptitud para el sacerdocio, pero su familia se consoló algo cuando el jo­ven ingresó a la Universidad de Lund en 1727 para estudiar medicina. Un año después, se transfirió a la Univer­sidad de Uppsala, la universidad de mayor prestigio en Suecia. Sin embar­go, sus facilidades médicas habían si­do descuidadas y se encontraba en de­cadencia. Linneo dedicó la mayor par­te del tiempo que pasó en Uppsala a recoger y estudiar plantas, su verdade­ro amor. En esa época, el entrenamien­to en botánica formaba parte del plan de estudio de medicina, pues todos los doctores tenían que preparar y prescri­bir medicinas derivadas de plantas. A pesar de encontrarse restringido eco­nómicamente, Linneo organizó una expedición botánica y etnográfica a Laponia en 1731. En 1734 organizó otra expedición hacia Suecia central, viajó a los Países Bajos (Holanda) en 1735, poco después terminó sus estu­dios médicos en la Universidad de Harderwijk y entonces se inscribió en la Universidad de Leiden para conti­

nuar dichos estudios. En ese año pu­blicó la primera edición de su clasifi­cación de los seres vivos, el Systema Naturue. Durante estos años, se reunió o mantuvo correspondencia con los principales botánicos del mundo y continuó desarrollando su esquema de clasificación. Regresó a Estocolmo, Suecia, en 1738, donde practicaba la medicina (especializándose en el trata­miento de la sífilis) y daba clases; lue­go consiguió el nombramiento como profesor en Uppsala en 1741, donde restauró el jardín botánico (sembrando las plantas de acuerdo con su sistema de clasificación), hizo tres expediciones más a diversas partes de Suecia e inspi­ró a toda una generación de estudiantes.

Locke, John (1632-1704). Nació en Wrington, Inglaterra, es el mejor re­presentante de la corriente filosófica denominada empirismo, iniciada por Hobbes y Bacon. Estudió medicina, ciencias y filosofía en Oxford, y se es­tableció en Erancia y Holanda. En el primer país conoció a Descartes, quien, a pesar de representar una co­rriente teórica diferente, supone el ini­cio del pensamiento original de Locke, quien en 1869 regresó a Inglaterra, ini­ciando la redacción de su obra escrita. El pensamiento racionalista cartesiano es la base sobre la que se desarrolla el empirismo de Locke, al negar en pri­mera instancia la defensa del innatis-mo, ¡deas que postuló Descartes. El fi-

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BIOGRAFÍAS

lósofo inglés realizó un ejercicio de prospección comparativa, afirmando que no todos los pueblos poseen una idea de "Dios", ni el mismo código ético. Igualmente, entre individuos formados en una misma cultura en­contró diferencias sustanciales en cuanto a la posesión de los principios de identidad o contradicción. Fin con­secuencia, según dicho autor, este tipo de ideas han de tener una procedencia no innata sino vinculada con su cono­cimiento empírico, esto es, con su ex­periencia vital. El conocimiento pau­latino del mundo desarrollado por el individuo desde su nacimiento es lo que le dota de las ideas sobre su propia identidad y la de los demás objetos/su­jetos que le rodean. Los conocimien­tos, las ideas son, por tanto, aprendi­das. Las experiencias las conforman y se alojan en la mente del hombre, des­crita inicialmente como un espacio en blanco con capacidad para aprender y albergar los conocimientos adquiridos. La manera en que las experiencias se alojan en la mente del hombre es do­ble: bien a través del sentido exterior, que permite percibir las sensaciones que llegan al individuo desde el mundo que le rodea, bien a través del Senti­do interior, que utiliza el razonamien­to como herramienta de conocimiento y comprensión. Las experiencias reci­bidas por el individuo permiten formar las ideas que se instalan en su cerebro, siendo éstas simples, es decir, prima­

rias o sin elaboración, o complejas,

formadas las últimas a partir del mate­rial que suponen las primeras. Locke establece un principio de relativismo al afirmar que algunas ¡deas simples, en especial las referidas a las propie­dades de los objetos, no existen de ma­nera objetiva, sino que son impresio­nes subjetivas producidas por nuestro cerebro sobre las percepciones recibi­das desde el exterior. Estas cualidades de ios objetos, que llama secundarias, se producen pues de manera subjetiva, es decir, no existen objetivamente sino sólo como representación mental del individuo. Sin embargo, existen otras cualidades objetivas en los objetos, que Locke denomina primarias y que son propiedades reales de las cosas. Las ideas complejas, tema fundamen­tal de su filosofía, son para el filosofo inglés una pura representación mental, una herramienta para definir y trabajar con objetos, para establecer clasifica­ciones acerca de las cosas. Nombres y conceptos son representaciones acerca de las cosas, de inmensa utilidad, for­mados a partir de la conjunción de va­rias ideas simples; en realidad, debajo de las ideas simples se halla la "sus­tancia" de las cosas, de imposible ac­ceso para el ser humano.

Lomonosov, Mijail Vasilievich (De-nisovka, 171 I-San Petersburgo, 1765). Escritor y físico ruso. Está considera­do el fundador de la moderna literatu-

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FILOSOFÍA DE LA CIENCIA: FUNDAMENTACION DEL ATEÍSMO

ra rusa. Profesor en San Petersburgo, escribió importantes trabajos teóricos sobre el rayo, la naturaleza del aire, la electricidad y la constitución de la ma­teria. Adoptó el verso silabotónico, que reformó la poesía rusa. Es autor de la primera Gramática rusa (1755) y de la primera Retórica (1748) adaptada a esa lengua. Fue poeta oficial durante el reinado de Isabel Petrovna y com­puso odas y epístolas y las tragedias Tamira y Seüm (1750) y Demophon (1757). Por iniciativa suya se fundó, en 1755, la Universidad de Moscú.

Luciano, de Samosata (1257-192 a. n. e.). Filósofo griego. De origen hu­milde, fue escultor y abogado y se de­dicó luego a recorrer el mundo dando conferencias. Se estableció en Atenas (163-185) y acabó de nuevo como so­fista ambulante. Además de ejercicios de retórica {Elogio de la mosca) y del escrito autobiográfico El sueño o el gallo, es autor de un Tratado sobre có­mo escribir la historia, de numerosos escritos más o menos filosóficos (La pantomima y El pecador), de diálogos satíricos y morales (Diálogos de los dioses, Diálogos de los muertos, Diá­logos de las cortesanas, Caronte el cí­nico, Prometeo y La asamblea de los dioses), de diálogos literarios (El pa­rásito), de libelos (El maestro de retó­rica), de novelas satíricas (Historia verdadera y El asno) y de parodias trágicas (Elpie ligero y Za tragedia de

la gota). Imitado por Erasmo y por Quevedo y muy leído por los renacen­tistas, Luciano de Samosata es un gran crítico y el creador del diálogo satírico.

Lucrecio Caro, Tito (c98-59 a. n. e.) El epicureismo tiene en Tito Lucrecio Caro a uno de sus máximos represen­tantes y a uno de sus más directos im­pulsores, gracias a su poesía. Su vida está rodeada de tragedia al igual que su muerte, ya que se suicidó al beber un elixir que había preparado su mu­jer. Sus obras están escritas en hexá­metros y entre ellas destaca De la na­turaleza de las cosas.

Lutero, Martín (1486-1546). Reli­gioso alemán y promotor de la Refor­ma protestante; nació y murió en Eis-leben. Hijo de un minero, ingresó en la Orden de los Agustinos en 1505; pos­teriormente, en 1508 fue profesor de la Universidad de Wittenberg, donde en­señó filosofía escolástica, teología y exégesis bíblica. Al meditar en las pa­labras de san Pablo: "El justo vivirá por la fe, llegó a la fundamentacion de su doctrina teológica: "la justificación es obra de la gracia de Dios y el peca­dor sólo puede salvarse por la fe", doctrina que opuso a los predicadores de las indulgencias (1517) en sus fa­mosas 95 tesis que fijó en la puerta de la iglesia Wittnberg. Con esta tesis niega la autoridad del papa e impugna el celibato de los sacerdotes, los votos

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BIOGRAFÍAS

monásticos, el culto de los santos, el purgatorio y la misa; a los tres años de controversias con el papa León X, éste lanzó contra Lutero una bula excomu­nión (1520), que el mismo Lutero que­mó en la plaza pública de Wittenberg. Citado ante la Dieta de Works (1521) y habiéndose negado a retractarse se de­cretó su destierro, que Lutero eludió al refugiarse en el castillo de Wartburgo de su protector Federico de Sajonia, lu­gar donde tradujo magistralmente la Biblia al alemán. Al año, retomó a Wit­tenberg para organizar el culto y desen­volver los principios de la reforma; en 1525, se casó con la ex monja Catalina de Bora, de la que tuvo tres hijos y dos hijas. En los siguientes años predicó su Reforma por toda Alemania, organizó su Iglesia por ordenanzas de los prínci­pes alemanes y consolidó su triunfo en el pacto de Nüremberg de 1532, donde se concedía a la nueva religión el ejer­cicio público de su culto.

Lyell, Charles, (Kinnordy, Gran Bre­taña, 1797-Londres, 1875). Geólogo escocés. Basado en diversos trabajos del geólogo James Hutton, desarrolló la teoría de la uniformidad, que esta­blecía que los procesos naturales que cambian la Tierra en el presente son los mismos que actuaron en el pasado. Para ello Lyell se basó en numerosas observaciones geológicas. En 1830 viajó a la región volcánica de Olot (España), cuya descripción e interpre­

tación incluyó en sus Principios de ge-ología, obra que refutaba la teoría de los grandes cataclismos como motor de los cambios geológicos, y le valió ser considerado el fundador de la moderna ciencia geológica. Su obra ejerció nota­ble influencia sobre algunos naturalis­tas de la época, particularmente sobre el formulador del evolucionismo, Char­les Darwin. Lyell ideó también las pri­meras dataciones estratigráficas, basa­do en las asociaciones faunísticas, y di­vidió la era terciaria en tres periodos: eoceno, mioceno y plioceno.

Mahoma (Muhammad, Mohammed o Mahomet). Profeta árabe, fundador de la religión musulmana (La Meca, 575 - Medina, 632). La biografía de Maho­ma, de la que se conocen muy pocos datos seguros, nos ha llegado envuelta en la leyenda. Su nombre primitivo fue probablemente Ahmad; nació en una familia pobre de la noble tribu de Quraish (acontecimiento que los mu­sulmanes celebran con la fiesta del Mawlud). A los seis años quedó huér­fano y fue recogido por su tío Abú Ta-lib, al que acompañó en sus viajes de comercio. A los veinticinco años, Ma­homa se casó con la rica viuda Jadi-cha, de quien era criado, y ésta le dio una hija -Fátima-, además de una po­sición social más desahogada como un comerciante respetado en la ciudad. Conoció -si bien superficialmente-las dos grandes religiones monoteístas

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FILOSOFÍA DE LA CIENCIA: FUNDAMENTACION DEL ATEÍSMO

de su época a través de las pequeñas comunidades cristiana y judía que ha­bitaban en La Meca y quizá también por sus viajes de negocios. Con tan es­casa cultura -pues probablemente era analfabeto- se permitió crear una reli­gión que serviría de base para toda una cultura de difusión universal. A los cuarenta años, Mahoma comenzó a re­tirarse al desierto y a permanecer días enteros en una cueva del monte Hira, donde creyó recibir la revelación de Dios -Alá-, quien le hablaba a través del arcángel Gabriel y le comunicaba el secreto de la verdadera fe. Animado por Jadicha, comenzó a predicar en su ciudad natal, presentándose como continuador de los grandes profetas monoteístas anteriores, Abraham, Moisés y Jesucristo. Por entonces, Mahoma se limitaba a predicar la vuelta a la religión de Abraham y con­siguió sus primeros adeptos entre las masas urbanas más pobres, al tiempo que se enemistaba con los ricos. Cuan­do sus seguidores se hicieron numero­sos, las autoridades empezaron a verle como una amenaza contra el orden es­tablecido; se le acusó de impostor y comenzaron las persecuciones. Una parte de sus seguidores huyó a Abisi-nia, donde recibió la protección del negus cristiano. Pero las amenazas a la seguridad de Mahoma llegaron hasta tal punto que, después de la muerte de Jadicha y de Abú Talib en 619, decidió huir a Medina el 16 de julio del año

622. Se considera que ei momento de esa huida - la Hégira- es la fecha fun­dacional de la era islámica. En Medi­na, Mahoma tomó contacto con la co­munidad judía, que le rechazó por su errónea interpretación de las Escritu­ras; comprendió entonces que su pre­dicación no conducía a la religión de Abraham, sino que constituía una nue­va fe, de entonces data el cambio de la orientación de la oración, de Jerusalén a La Meca. Combinando la persuasión con la fuerza, Mahoma se fue rodean­do de seguidores, que empezaron a practicar las razias contra caravanas y poblaciones del entorno como medio de vida. Estas escaramuzas (Badr, Uhud...), elevadas a la categoría de batallas por la historia oficial, fueron descubriendo a los musulmanes la "guerra santa", el uso de la fuerza pa­ra someter y convertir a los infieles.

Marx, Karl (1818-1883). Nació en el seno de una familia hebrea, su madre era de origen holandés y descendiente de rabinos, mientras que su padre, Hirschel, también de ascendencia ju­día, ejercía la abogacía en Treveris, su ciudad natal. Su padre era además consejero de justicia y recibía fuertes presiones políticas que le obligaron a abrazar el protestantismo para poder mantener el cargo en la administración de Renania. La conversión, real o si­mulada, le llevó incluso a cristianizar su nombre, que a partir de ahora pasa-

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BIOGRAFÍAS

rá a ser el de Heinrich. Un deseo del padre era dar a su hijo una completa formación humanística, con especial incidencia en la filosofía. Ello fue po­sible gracias a los altos ingresos obte­nidos en virtud de su cargo. El joven Marx estudió en el colegio de su ciu­dad natal, donde logró graduarse a los 17 años de manera destacada, salvo en un único punto lunar: la asignatura de religión. En la Universidad de Bonn estudió derecho, por inclinación pater­na, si bien sus verdaderos intereses le llevaron a ahondar en materias como la filosofía, la historia o la economía. Pasó gran cantidad de horas en su cuarto leyendo, lo que no le impidió conocer a Jenny von Westphalen, su amor de juventud. Hija de una familia noble amiga de la familia, el noviazgo no fue aceptado por ninguno de los pa­dres, lo que convirtió la relación en básicamente epistolar. Desde Berlín y Viena, en cuyas universidades estudia­ba, el joven Marx enviaba y recibía cartas de amor de Jenny, con quien pu­do al fin casarse siete años más tarde. Entretanto, Marx acabó su tesis en 1841, tres años después del falleci­miento de su padre. Junto con sus es­tudios escribió artículos de análisis de la realidad social, colaborando en el Rheinische Zeitung, publicación de la que pronto llegó a ser redactor jefe. Fundó también la Deutsch-franzósis-che Jahrbücher, revista franco-alema­na de la que fue director. La regulari­

dad de sus ingresos le animó, como se dijo, a casarse con Jenny, con la que había mantenido una relación de siete años. Muertos los padres de ambos, ya nada impidió cumplimentar el matri­monio, lo que hicieron en 1843. La publicación de la nueva revista les lle­vó a París, donde Marx manifestó su ambición por desarrollar un producto europeo. Sin embargo, pronto las co­sas comenzaron a ir mal. La revista no pasó del primer número y las necesi­dades económicas le obligaron a soli­citar préstamos. Recurrió a sus amigos en Colonia, gracias a cuya aportación el matrimonio pudo mantener a su re­cién nacida hija Jenny. En París, Marx conoció y trabó amistad con Friedrich Engels, personaje que fue de vital im­portancia en su vida. Las coinciden­cias entre ambos no eran sólo ideoló­gicas, sino que el origen burgués de En­gels, hijo de un rico industrial de Man-chester, permitió a Marx recibir ayuda económica de su amigo en los mo­mentos de mayor apuro. El peso polí­tico de los artículos publicados en Francia le hicieron ganarse fama de agitador, lo que provocó su expulsión de Francia. Establecido en Bruselas, ingresó en la Liga de los Comunistas. Es entonces cuando manifestó su re­nuncia a las raíces, al adoptar para sí la internacionalización que propuso la Li­ga. Así, renunció a su nacionalidad prusiana y se declaró apatrida y revo­lucionario. Las rebeliones ocurridas

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FILOSOFÍA DF. LA CIENCIA: FUNDAMENTACIÓN DFJ. ATEÍSMO

en Francia en 1848 asustaron al mo­narca belga, Leopoldo, quien ordenó a la policía controlar las calles, reprimir cualquier manifestación y detener a los extranjeros sospechosos. La deten­ción y maltrato de Marx no tardó en producirse, así como los de su mujer. Algo más tarde fue expulsado junto con su familia, lo que le obligó a tras­ladarse a Colonia. En su nueva resi­dencia organizó un periódico diario, el Neue Rheinische Zeitung. Con treinta años ya, era un personaje destacado del mundo revolucionario. En el plano familiar, su prole había aumentado con el nacimiento de sus hijos Laure y Edwing. Su nueva publicación alcan­zó un éxito inmediato, en el contexto de una época de fuerte sentimiento so­cial y compromiso revolucionario. Fin consecuencia, estaba prohibida por el gobierno renano, lo que, una vez más, provocó la ruina de Marx, quien debió empeñarse para pagar las deudas. En busca de recursos, la familia viajó por Alemania y Francia, recalando final­mente en Londres. Su vivienda se ha­llaba en uno de los barrios más pobres de la ciudad y la familia Marx, que ha­bía aumentado con el nacimiento de Franziska, se mantenía sólo de los es­casos ingresos obtenidos por el padre gracias a la publicación de algunos ar­tículos. La situación se agravó con la enfermedad de la madre, lo que obligó a la familia a vivir de la caridad y la solidaridad de los amigos. Fue ahora

cuando Marx se dedicó a la escritura de una de sus obras fundamentales. El capital, que elaboró en las salas de lectura del Museo Británico, un refu­gio ante los problemas que le acosa­ban. Algo de luz se vislumbró gracias al encargo de varios artículos que le realizó el New York Tribune, lo que permitió a la familia un desahogo que sólo fue temporal. De vuelta a la po­breza, la enfermedad castigó a la fami­lia con la muerte de Franziska y la más absoluta de las penurias. Sólo los prés­tamos permitieron al grupo, incremen­tado con la niña Eleanor, sobrevivir. En 1885 falleció el único hijo varón, Edwig, con nueve años. Hasta 1864, la situación no empezó a mejorar. Tras recibir aportaciones de Engels, con­vertido en propietario de la fábrica pa­terna, una herencia permitió a la fami­lia incrementar sus ingresos y cambiar de residencia. Un amigo, Wilhelm Wolf, nombró a Marx heredero de sus propiedades; agradecido, el filósofo le dedicó el primer volumen de El capi­tal, el cual vio la luz hasta 1867, tras dieciocho años de trabajo y carencias. Sin embargo, al principio no causó el efecto transgresor que Marx esperaba, debiendo pasar mucho más tiempo pa­ra que la obra obtuviera reconocimien­to. Además de preparar su publica­ción, Marx colaboró en la organiza­ción de la Primera Internacional, parti­cipando activamente en las discusio­nes. Tras la Comuna de París de 1871,

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BIOGRAFÍAS

que significó un duro golpe para la In­ternacional, Marx se retiró de la lucha política y se dedicó a la escritura de su pensamiento. El 2 de diciembre de 1881 falleció, tras tres años de doloro-sa agonía, su esposa Jenny. Poco más de un año más tarde, el 14 de marzo de 1883, murió Marx, uno de los pensa­dores más influyentes de la historia y figura clave en el análisis de la histo­ria, la sociedad, la política y la econo­mía. Su pensamiento se ha prolongado hasta muchas décadas más tarde a par­tir de su muerte, siendo clave para en­tender los procesos sociales y políticos que imperaron en el siglo xx.

Mayer, Robert Julius von (1814-1878). Médico y físico alemán, cono­cido por ser el primero en establecer el equivalente mecánico del calor. Nació en Heilbronn y estudió medicina en la Universidad de Tubinga. En 1842 pu­blicó un ensayo en el que daba un va­lor para el equivalente mecánico del calor. Su cifra estaba basada en el au­mento de temperatura de la pasta de papel cuando se removía con un meca­nismo accionado por un caballo. Ma­yer fue también el primero en estable­cer el principio de conservación de la energía, en especial en los fenómenos biológicos y en los sistemas físicos. El físico alemán interpretó los fenóme­nos de la naturaleza con un criterio materialista, como una sucesión infi­nita de causas y efectos, donde la cau­

sa origina determinada acción cualita­tivamente distinta, pero cuantitativa­mente equivalente a ella. El aspecto matemático de esta ley de la conserva­ción y transformación de la energía fue estudiado detenidamente en 1847 por Hermann Helmholtz.

Mendeleiev, Dimitri Ivanovich (To-bolsk, actual Rusia, 1834-San Peter-burgo, 1907). Químico ruso. Su fami­lia, de la que era el menor de diecisie­te hermanos, se vio obligada a emigrar de Siberia a Rusia a causa de la cegue­ra del padre y de la pérdida del nego­cio familiar a raíz de un incendio. Su origen siberiano le cerró las puertas de las universidades de Moscú y San Pe-tersburgo, por lo que se formó en el Instituto Pedagógico de esta última ciudad. Más tarde se trasladó a Alema­nia, para ampliar sus estudios en Hei-delberg, donde conoció a los químicos más destacados de la época. A su re­greso a Rusia fue nombrado profesor del Instituto Tecnológico de San Pe-tersburgo (1864) y profesor de la uni­versidad (1867), cargo que se vería forzado a abandonar en 1890 por mo­tivos políticos, si bien se le concedió la dirección de la Oficina de Pesos y Medidas (1893). Entre sus trabajos destacan los estudios acerca de la ex­pansión térmica de los líquidos, el des­cubrimiento del punto crítico, el estu­dio de las desviaciones de los gases re­ales respecto de lo enunciado en la ley

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FILOSOFÍA DE LA CIENCIA: FUNDAMENTACION DEL ATEÍSMO

de Boyle-Mariotte y una formulación más exacta de la ecuación de estado. En el campo práctico destacan sus grandes contribuciones a las industrias de la sosa y el petróleo de Rusia. Con todo, su principal logro como investi­gador fue establecer el llamado siste­ma periódico de los elementos quími­cos o tabla periódica, gracias al cual culminó una clasificación definitiva de los citados elementos (1869) y abrió el paso a los grandes avances ex­perimentados por la química en el si­glo xx. Aunque su sistema de clasifi­cación no era el primero que se basaba en propiedades de los elementos quí­micos, como su valencia, incorporaba notables mejoras, como la combina­ción de los pesos atómicos y las seme­janzas entre elementos, o el hecho de reservar espacios en blanco correspon­dientes a elementos aún no descubier­tos, como el eka-aluminio o galio (descubierto por Boisbaudran en 1875), el eka-boro o escandio (Nilson, 1879) y el eka-silicio o germanio (Winkler, 1886).

Meslier, Jean (1664-1729). Eclesiás­tico francés. Párroco de la aldea de Etrépigny desde 1689, escribió una se­rie de obras, entre ellas el llamado Tes­tamento, un violentísimo alegato en el que se proponía demostrar "Los abu­sos del gobierno de los hombres y la falsedad de todas las divinidades y de todas las religiones del mundo". Vol-

taire lo dio a conocer en 1762 en sus aspectos anticristianos y anticlericales y silenció su ateísmo, su materialismo y sus revolucionarias ideas sociales.

Miller, Stanley Lloyd (1916). Físico-químico norteamericano que en 1953 reprodujo en el laboratorio de la Uni­versidad de California-San Diego, en La Jolla, las teorías del sabio ruso Ale-xander I. Oparin, quien en 1924 pro­puso que el origen de la vida en nues­tro planeta era el resultado de una se­rie de reacciones químicas, producto de las condiciones físico-químicas que reinaban en la Tierra hace aproxima­damente 3 000-4 000 millones de años.

Basado en esta teoría y consideran­do los compuestos químicos y elemen­tos mencionados por Oparin, Miller recreó en condiciones de laboratorio la supuesta atmósfera terrestre de hace unos 4 000 millones de años, la cual, confinada en un balón de cristal, fue sometida a descargas eléctricas de 60 000 voltios, que simulaban las su­puestas tormentas eléctricas de la Tie­rra primigenia. Esta atmósfera, pro­puesta por Oparin y reproducida por Miller, era una mezcla de CH4, NH3, H, H2S y vapor de agua, y, tras las descargas eléctricas, sólo una semana después Miller pudo identificar en el interior del balón algunos compuestos orgánicos, en particular diversos ami­noácidos, urea, ácido acético, formol,

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BIOGRAFÍAS

ácido cianhídrico y hasta azucares, lí-pidos y alcoholes, moléculas comple­jas similares a aquellas cuya existen­cia había postulado Oparin. Con ello, Miller demostró científicamente y sin ninguna duda que la vida es el resulta­do de la combinación de la materia in­orgánica, la cual, combinada bajo cier­tas condiciones y en determinadas proporciones, puede transformarse en el tiempo que sea necesario en el fun­damento de diferentes tipos de mate­rias orgánicas, fundamentales para la creación de la vida. Este experimento demostró asimismo que el origen de la vida es fundamentalmente material, lo cual propinó un golpe definitivo a la teoría creacionista religiosa.

Stanley L. Miller, tiene en la actua­lidad 90 años de edad y radica en Ca­nadá.

Millikan Robert Andrews (1868-1953). Físico norteamericano, nacido en Morrison (Illinois), y fallecido en Pasadena (California). Cursó estudios en el Colegio Oberlin y en las univer­sidades de Columbia, Berlín y Gotin-ga. Se incorporó a la Universidad de Chicago como instructor de física y llegó a profesor en 1910. En 1921 pa­só al Instituto de Tecnología de Cali­fornia como director del Laboratorio de Física Norman Bridge y actuó co­mo presidente del consejo ejecutivo de dicha institución. En 1922 marchó a Bélgica como primer profesor de in­

tercambio y en 1923 representó a su país en el Comité de Cooperación In­telectual de la Sociedad de Naciones. La principal contribución científica de Millikan consistió en aislar y medir la carga de un electrón, es decir, la carga eléctrica elemental (1910). Con este fin ideó la técnica de la gota de aceite. En 1916 determinó fotoeléctricamente la energía que posee el cuanto de luz y puso en evidencia cómo esta energía electromagnética se transforma en energía mecánica cuando es absorbida por el electrón. Hacia el año 1920 y si­guientes se dedicó al estudio de preci­sión de los rayos cósmicos, haciendo importantes descubrimientos acerca de su intensidad y de su poder pene­trante. También realizó investigacio­nes sobre la valencia en la ionización gaseosa, la extensión del espectro ul­travioleta, la polarización de la luz emitida por superficies incandescen­tes, la absorción de los rayos X, los potenciales de descarga en el vacío y el movimiento browniano en los gases.

Montesquieu (1689-1775). Nació en La Bréde el 18 de enero de 1689, su nombre era Charles-Louis de Secon-dat, barón de La Bréde y de Montes­quieu. Criado en el seno de una fami­lia noble, se formó en leyes, lo que le permitió posteriormente dedicarse al ensayo de corte político e histórico. Así, en 1721 hizo públicas sus famo­sas Cartas persas, una reflexión críti-

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ca de la realidad francesa (sociedad, instituciones, religión y absolutismo), vista a través de los ojos de un joven persa residente en Francia. Posterior­mente, emprendió un viaje por varios países europeos, como Alemania, Ita­lia, Suiza e Inglaterra, tras el cual pu­blicó una reflexión de corte histórico y moral, siguiendo el estilo de los Ensa­yos de Montaigne: Consideraciones sobre ¡as causas de la grandeza y de­cadencia de los romanos. Filósofo ilustrado, en 1784 publicó su obra de mayor repercusión, El espíritu de las leyes, en la que expone su teoría acer­ca de la existencia de un orden en el acontecer histórico y de unas leyes que condicionan la actuación humana. Según Montesquieu, los códigos lega­les y las instituciones que rigen la vida de los pueblos tienen una estrecha re­lación con condicionantes de carácter cultural (costumbres, religión, etc.) y natural (clima, geografía, etc.). Las re­glas que determinan el comportamien­to de los hombres no son permanentes ni absolutas, sino que surgen y son modificadas según los contextos histó­ricos y culturales, los tipos de gobier­no y el carácter de la sociedad. Su ide­ología política advierte la existencia de tres tipos posibles de gobierno: re­pública, monarquía y despotismo, ca­da uno con sus propias normas y pau­tas de actuación. Para Montesquieu, la república debe gobernarse por el prin­cipio de la virtud, el amor a la patria y

la igualdad. La monarquía se rige por el honor, mientras que el despotismo está gobernado por el terror. Desde es­te punto de vista, cada forma de go­bierno se rige por principios distintos de los que derivan códigos legales y morales diferentes que condicionan los más variados aspectos del compor­tamiento de los hombres. La decaden­cia de los sistemas de gobierno se pro­duce cuando los principios de gobier­no no son debidamente cumplidos o sufren alteración, corrompiéndose to­do ei sistema de gobierno. De este mo­do, su análisis histórico encuentra un modelo de explicación racional del de­venir de los pueblos y naciones. Mon­tesquieu critica la forma de gobierno que él mismo denomina despotismo, esto es, la sujeción de los individuos no a las leyes sino a la fuerza del go­bernante. Encuentra contradictorio que el terror, principio que rige las for­mas de gobierno despóticas, haya de asegurar la paz y la seguridad de los gobernados, restringiendo su libertad. Contra la república, participación de los ciudadanos en su propio gobierno, Montesquieu alega que es necesaria una excesiva implicación de los indi­viduos en las tareas de gobierno y que la extensión del Estado queda muy li­mitada. Pone como ejemplo de esta forma política a las ciudades-estado de la Antigüedad, y sitúa su decadencia y conversión en tiranías en el alejamien­to de los asuntos públicos por parte de

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BIOGRAFÍAS

sus ciudadanos. La tercera figura polí­tica, la monarquía constitucional, es para Montesquieu la mejor forma de gobierno, al reunir en sí misma las ventajas de la república y de las mo­narquías absolutas. En este sentido, Inglaterra constituye la representación viva de los postulados de Montes­quieu. El reparto del poder del Estado es necesario para evitar la acumula­ción en una sola mano que pueda ejer­cerlo de manera despótica. Para ello, debe dividirse en tres partes, cada una con una misión específica y diferente, que supongan un equilibrio y contra­pesen la actuación de las demás. La di­visión de poderes en tres (legislativo, ejecutivo y judicial) y su adscripción a instituciones diferentes es garantía, se­gún Montesquieu, contra un gobierno tiránico y despótico. La fórmula pro­puesta es hoy plenamente aceptada por los regímenes democráticos, que basan en este esquema político sus planteamientos de gobierno. Montes­quieu falleció en París en 1755.

Montgolfier Joseph-Michel de (Vi-dalon-les-Annonay, 1740-Balaruc-les-Bains, 1810). Inventor francés. Cola­boró con su hermano Jacques-Etienne en el diseño y la construcción del glo­bo aerostático que lleva su nombre (montgolfiera) y también en la inven­ción y el desarrollo de una máquina para elevar agua, conocida como arie­

te hidráulico. Fue miembro de la Aca­demia de Ciencias.

Newton, Isaac (1642-1727). Nació el 25 de diciembre de 1642 en Woolsthorpe, Lincolnshire, Inglaterra, y falleció el 20 de marzo de 1727 en Cambridge, Cambridgeshire, Inglaterra. Es el más grande de los astrónomos ingleses y destacó también como gran físico y matemático. Fue en realidad un genio al cual debemos el descubrimiento de la ley de la gravitación universal, que es una de las piedras angulares de la ciencia moderna. Fue uno de los in­ventores del cálculo diferencial e inte­gral. Estableció las leyes de la mecáni­ca clásica y, partiendo de la ley de gra­vitación universal, dedujo las leyes de Kepler en forma más general. Logró construir el primer telescopio de refle­xión. También son importantes sus contribuciones al estudio de la luz. Sus obras más importantes publicadas son: la óptica, en la que explica sus teorías sobre la luz, y la monumental Philoso-phiae Naturalis Principia Mathemati-ca, comúnmente conocida como Prin­cipia, en la cual expone los fundamen­tos matemáticos del universo. Oparin, Alesander (Uglic, Jaros lav, 1894-Moscú, 1980). Bioquímico so­viético, pionero en el desarrollo de te­orías bioquímicas sobre el origen de la vida. Tras estudiar en Moscú, donde más tarde enseñó fitofisiología y bio­química, en 1935 organizó con Bakh

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el Instituto Bioquímico de la Acade­mia de Ciencias de la URSS, que dirigió desde 1946 hasta su muerte. Se hizo notar por sus estudios sobre el origen de la vida, que explicó mediante el pa­so de las proteínas simples a los agre­gados orgánicos por afinidad funcio­nal. Oparin subrayó el hecho de que en los primeros momentos de la historia de la Tierra, la atmósfera no contenía oxígeno (que fue generado después gracias a la fotosíntesis vegetal). Antes de la aparición de la vida podían haber existido sustancias orgánicas simples en una especie de caldo primitivo. Añadió que los primeros organismos fueron, probablemente, heterótrofos, esto es, utilizaban como alimento sus­tancias orgánicas y no poseían la capa­cidad, como los autótrofos actuales, de nutrirse de sustancias inorgánicas. Pa­ra Oparin, las características clave de la vida son su organización e integra­ción, y los procesos que conducen a tal vida deberían ser susceptibles de espe­culación razonable y de experimenta­ción.

Pasteur, Louis (Dole, Francia, 1822-St. Cloud, id., 1895). Químico y bac­teriólogo francés. Formado en el Liceo de Besancon y en la Escuela Normal Superior de París, en la que había in­gresado en 1843, Louis Pasteur se doctoró en ciencias en esta última en 1847. Al año siguiente, sus trabajos de química y cristalografía le permitieron

obtener unos resultados espectaculares en relación con el problema de la he-miedría de los cristales de tartratos, en los que demostró que dicha hemiedría está en relación directa con el sentido de la desviación que sufre la luz pola­rizada al atravesar dichas soluciones. Profesor de química en la Universidad de Estrasburgo en 1847-1853, Louis Pasteur fue decano de la Universidad de Lille en 1854; en esta época estudió los problemas de la irregularidad de la fermentación alcohólica. En 1857 des­empeñó el cargo de director de estu­dios científicos de la Escuela Normal de París, cuyo laboratorio dirigió a partir de 1867. Desde su creación en 1888 y hasta su muerte fue director del instituto que lleva su nombre. Las con­tribuciones de Pasteur a la ciencia fue­ron numerosas y se iniciaron con el descubrimiento de la isomería óptica (1848) mediante la cristalización del ácido racémico, del cual obtuvo crista­les de dos formas diferentes, en lo que se considera el trabajo que dio origen a la estereoquímica. Estudió también los procesos de fermentación, tanto al­cohólica como butírica y láctica, y de­mostró que se deben a la presencia de microorganismos y que la eliminación de éstos anula el fenómeno (pasteuri­zación). Demostró el llamado efecto Pasteur, según el cual las levaduras tienen la capacidad de reproducirse en ausencia de oxígeno. Postuló la exis­tencia de los gérmenes y logró demos-

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BIOGRAFÍAS

trarla, con lo cual rebatió de manera definitiva la antigua teoría de la gene­ración espontánea. En 1865 Pasteur descubrió los mecanismos de transmi­sión de la pebrina, una enfermedad que afecta a los gusanos de seda y amenazaba con hundir la industria francesa. Estudió en profundidad el problema y logró determinar que la afección estaba directamente relacio­nada con la presencia de unos corpús­culos -descritos ya por el italiano Cor-naglia- que aparecían en la puesta efectuada por las hembras contamina­das. Como consecuencia de sus traba­jos, enunció la llamada teoría germinal de las enfermedades, según la cual és­tas se deben a la penetración en el cuerpo humano de microorganismos patógenos.

Pavlov, Iván Petrovich (Riazán, ac­tual Rusia, 1849-Leningrado, hoy San Petersburgo, id., 1936). Fisiólogo ru­so. Hijo de un pope ortodoxo, cursó estudios de teología, que abandonó pa­ra ingresar en la Universidad de San Petersburgo y estudiar medicina y quí­mica. Una vez doctorado, amplió sus conocimientos en Alemania, donde se especializó en fisiología intestinal y en el sistema circulatorio. En 1890 sentó plaza de profesor de fisiología en la Academia Médica Imperial, y en la dé­cada siguiente se centró en la investi­gación del aparato digestivo y el estu­dio de los jugos gástricos, trabajos que le valieron el Premio Nobel en 1904.

Pavlov es conocido, sobre todo, por la

formulación de la ley del reflejo con­dicionado, que desarrolló después de advertir que la salivación de los perros que utilizaba en sus experimentos po­día ser resultado de una actividad psí­quica. Al efecto, realizó el famoso ex­perimento consistente en tañer una campana inmediatamente antes de dar el alimento a un perro, para concluir que, cuando el animal estaba ham­briento, empezaba a salivar en cuanto oía el sonido habitual. La guerra civil y el advenimiento del comunismo no afectaron sus investigaciones. A pesar de no ser afecto al nuevo régimen, los comunistas, que valoraban su talla co­mo científico, no lo criticaron como a tantos otros que, como él, habían mos­trado su rechazo a los métodos del go­bierno. En una ocasión llegó a decla­rar: "Por este experimento social que estáis realizando, yo no sacrificaría los cuartos traseros de una rana". Los co­munistas no dudaron en aplicar la teo­ría del reflejo condicionado de Pavlov a fines que su descubridor nunca hu­biese podido imaginar: el condiciona­miento de seres humanos, efectuado en el sistema carcelario soviético. En los años treinta, Pavlov volvió a signi­ficarse al anunciar el principio según el cual, la función del lenguaje huma­no es resultado de una cadena de refle­jos condicionados que contendrían pa­labras.

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Pericles (Atenas, 495-429 a. n. e.). Político y orador ateniense. Hijo de Jantipo, artífice de la victoria helena sobre los persas en la batalla de Mica-la (479 a. C) , y de Agaristé, sobrina del prestigioso legislador ateniense Clístenes y miembro de la familia aris­tocrática de los alcmeónidas, Pericles fue discípulo de los filósofos Anaxá-goras de Clazómenes, Protágoras de Abdera y Zenón de Elea.

Pirrón, de Elis (Elis, actual Grecia, 360-270 a. n. e.). Filósofo griego, acompañó a Alejandro Magno a la In­dia y, al regresar, fue nombrado por sus conciudadanos gran sacerdote de Elis. Procedente de una familia humil­de, se especula con la posibilidad de que adquiriera sus conocimientos mer­ced a sus numerosos viajes de juven­tud. Pirrón fundó una escuela en la que transmitió sus teorías oralmente y que fue el origen del llamado pirronismo. Se le atribuyen los 10 tópicos o moti­vos de duda del escepticismo antiguo. Pirrón consideraba que la filosofía de­bía conducir a la ataraxia, es decir, la impasibilidad, indiferencia o absten­ción, como ideal ético. El escéptico se muestra extraño a toda verdad, dado que es imposible alcanzar una certeza absoluta, y además ésta se basa a me­nudo en falacias y meros actos de fe. Sus enseñanzas fueron transmitidas por su discípulo Timón.

Pitágoras (isla de Samos, actual Gre­cia, 572 a. n. e. -Metaponto, hoy des­aparecida, actual Italia, 497 a. n. e.). Filósofo y matemático griego. Se tie­nen pocas noticias de la biografía de Pitágoras que puedan considerarse fi­dedignas, ya que su condición de fun­dador de una secta religiosa propició la temprana aparición de una tradición legendaria en torno a su persona. Pare­ce seguro que Pitágoras fue hijo de Mnesarco y que la primera parte de su vida la pasó en Samos, la isla que pro­bablemente abandonó unos años antes de la ejecución de su tirano Polícrates, en 522. Es posible que viajara enton­ces a Mileto, para visitar luego Fenicia y Egipto; en este último país, cuna del conocimiento esotérico, se le atribuye haber estudiado los misterios, así co­mo geometría y astronomía. Algunas fuentes dicen que Pitágoras marchó después a Babilonia con Cambises pa­ra aprender allí los conocimientos arit­méticos y musicales de los sacerdotes. Se habla también de viajes a Délos, Creta y Grecia antes de establecer, por fin, su famosa escuela en Crotona, donde gozó de considerable populari­dad y poder. La comunidad liderada por Pitágoras acabó, plausiblemente, por convertirse en una fuerza política aristocratizante que despertó la hostili­dad del partido demócrata, de lo que derivó una revuelta que obligó a Pitá­goras a pasar los últimos años de su vi­da en Metaponto. La comunidad pita­górica estuvo seguramente rodeada de

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BIOGRAFÍAS

misterio; parece que los discípulos de­bían esperar varios años antes de ser presentados al maestro y guardar siempre estricto secreto acerca de las enseñanzas recibidas. Las mujeres po­dían formar parte de la cofradía; la más famosa de sus adheridas fue Tea-no, esposa quizá del propio Pitágoras y madre de una hija y de dos hijos del filósofo. El pitagorismo fue un estilo de vida, inspirado en un ideal ascético y basado,en la comunidad de bienes, cuyo principa] objetivo era la purifica­ción ritual (catarsis) de sus miembros a través del cultivo de un saber en el que la música y las matemáticas des­empeñaban un papel importante. El camino de ese saber era la filosofía, término que, según la tradición, Pitá­goras fue el primero en emplear en su sentido literal de "amor a la sabidu­ría". También se atribuye a Pitágoras haber transformado las matemáticas en una enseñanza liberal mediante la formulación abstracta de sus resulta­dos, con independencia del contexto material en que ya eran conocidos al­gunos de ellos; éste es, en especial, el caso del famoso teorema que lleva su nombre y que establece la relación en­tre los lados de un triángulo rectángu­lo, una relación de cuyo uso práctico existen testimonios procedentes de otras civilizaciones anteriores a la griega.

Platón. Arístocles de Atenas, apodado Platón (él de anchas espaldas"), nació, probablemente, el año 428-427 a.n.e.

en Atenas, o quizás en Aegina. Perte­necía a una familia noble. Su padre, Aristón, se proclamaba descendiente del rey Codro, el último rey de Atenas. Su madre, Períctiona, descendía de la familia de Solón, el antiguo legislador griego. Era además hermana de Cár-mides y prima de Critias, dos de los 30 tiranos que protagonizaron un golpe de estado oligárquico en el año 404. Platón tuvo dos hermanos, Glaucón y Adimanto, y una hermana, Potone. A la muerte de Aristón, Períctina se casó con su tío Pirilampo, amigo y partida­rio prominente de Pericles, con quien tuvo otro hijo, Antifón. Platón tuvo una educación esmerada en todos los ámbitos del conocimiento. Es posible que se iniciara en la filosofía con las enseñanzas del heracliteano Cratilo. A sus 20 años (407) tuvo lugar el en­cuentro con Sócrates: acontecimiento decisivo para Platón. Sócrates contaba entonces 63 años y se convirtió en su único maestro hasta su muerte.

Priestley, Joseph (1733-1804). Quí­mico, teólogo y filósofo británico. Completó sus estudios en el seminario calvinista de Daventry y ejerció el mi­nisterio en varios centros de Inglate­rra, complementando sus estudios teo­lógicos y filosóficos con un vivo inte­rés por las ciencias experimentales. En 1794, después de las persecuciones a las que fue sometido a causa de su ad­hesión a la Revolución francesa, reci-

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bió una invitación de la Sociedad De­mocrática de Nueva York y se trasladó a Estados Unidos, donde vivió el resto de sus días bajo la protección de Tho-mas Jefferson. Su fama está ligada, so­bre todo, a la investigación científica. Hábil experimentador, condujo nota­bles indagaciones en el campo de los fenómenos eléctricos, de los gases y de los procesos de calcinación. Entre sus experimentos destacó el que le lle­vó a aislar, por primera vez, el oxíge­no (1774), aunque no captó la verda­dera naturaleza de este elemento y lo definió como "aire desflogistizado". Otros estudios suyos guardan relación con la producción de oxígeno por las plantas expuestas a la acción de los ra­yos solares. Priestley fue seguidor del asociacionismo psicológico de D. Hartley y se involucró en vivas polé­micas contra la escuela filosófica del sentido común y contra R. Price.

Prokopovich, Teófanes (1681-1736), de origen ucraniano terminó sus estu­dios en la Academia Eclesiástica de Kiev, de la que fue profesor; más tarde llegó a ser un importante dirigente eclesiástico y uno de los colaborado­res de Pedro I. Escribió muchos trata­dos políticos, sermones religiosos, po­esías y obras diversas, entre las que tu­vieron una importancia especial en su época su Relato sobre el poder y el ho­nor del zar, el Reglamento eclesiásti­co y su tratado político La verdad so­

bre la voluntad de los monarcas, don­de destaca su convencimiento de que el progreso social se halla vinculado íntimamente con la instrucción y que la raíz de todos los males sociales está en la ignorancia. Además, destaca sus ideas que apuntaban contra los siste­mas teológicos y las doctrinas filosófi­cas escolásticas dominantes, para lo cual invitaba a estudiar los fenómenos de la naturaleza

Proust, Joseph-Louis (1754-1826). Químico francés. Emigrado a España, fue profesor en Segovia y en Salaman­ca y dirigió en Madrid un laboratorio que le hizo construir Carlos IV. Miem­bro de la Academia de Ciencias fran­cesa, llevó a cabo numerosos trabajos de análisis de cuerpos compuestos y estableció la ley de las proporciones definidas.

Ptolomeo (367-283 a. n. e.) Ptolomeo I Sóter -el Salvador- recibió la admi­nistración de Egipto a la muerte de Alejandro. Pronto empezó a manifes­tar deseos de independencia al tiempo que expandía sus dominios, enfrentán­dose con sus antiguos compañeros. En el año 312 venció a Demetrio Polior-cetes, hijo de Antígono, en Gaza, fir­mando un tratado de paz al año si­guiente que tuvo escasa validez. Sus ambiciones en el Egeo y Grecia le lle­varon a luchar de nuevo con Antígono, y obtuvo una serie de victorias meno-

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BIOGRAFÍAS

res que serían eclipsadas por la con­tundente derrota a manos de Demetrio en las cercanías de Chipre (307). Pto-lomeo también participó en la alianza contra Antígono que finalizó en la ba­talla de Ipso, y recibió definitivamente el reino de Egipto -se había coronado rey en 305-, al que amplió Palestina y buena parte de Siria. Le sucedió su hi­jo Ptolomeo II Filadelfo.

Purkinje, Jan Evangelista (1787-1869). Fisiólogo checo pionero en his­tología, embriología, farmacología y en el funcionamiento del ojo, el cora­zón y el cerebro. Nació en Libochovi-ce, estudió en la Universidad de Praga y fue catedrático de fisiología de la Universidad de Breslau (hoy Wroclaw, Polonia) y más tarde de la Universidad de Praga. Inventó el microtomo, un instrumento que sirve para obtener cortes muy finos de tejido para su exa­men al microscopio. Sus descubri­mientos histológicos incluyen las glándulas sudoríparas, las neuronas (llamadas células de Purkinje) del teji­do de los ventrículos del corazón, y el núcleo del huevo humano, llamado ve­sícula germinal de Purkinje. Investigó también la estructura, función y enfer­medades del ojo, los efectos de drogas como el opio y la identificación por medio de las huellas dactilares.

Pushkin, Alexander (1799-San Pe-tersburgo, 1837). Poeta y novelista ru­

so. Tal como solía ser habitual entre la aristocracia rusa de principios del si­glo xix, su familia adoptó la cultura francesa, por lo cual tanto él como sus hermanos recibieron una educación basada en la lengua y la literatura fran­cesas. A los 12 años fue admitido en el recientemente creado Liceo Imperial (que más tarde pasó a llamarse Liceo Puskhin), y allí fue donde descubrió su vocación poética. Alentado por varios profesores, publicó sus primeros poe­mas en la revista Vestnik Evropy. De tono romántico, en ellos se apreciaba la influencia de los poetas rusos con­temporáneos y de la poesía francesa de los siglos xvii y xviii, en especial la del vizconde de Parny. También en el Liceo inició la redacción de su prime­ra obra de envergadura, el poema ro­mántico "Ruslan y Lyudmila", final­mente publicado en 1820. Poco antes, en 1817, Pushkin había aceptado un empleo en San Petersburgo, donde en­tró en contacto con un selecto círculo literario que, progresivamente, se fue convirtiendo en un grupúsculo político clandestino. También entró a formar parte de la Zel'onaja lampa ("La luz verde"), otro movimiento de oposi­ción al régimen zarista que a la postre sería el germen del partido revolucio­nario que encabezó la rebelión de 1825. Si bien su poesía, durante estos años de juventud, era más sentimental que ideológica, algunos de los poemas escritos por entonces {La libertad,

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1817; El pueblo, 1819) llamaron la atención de los servicios secretos za­ristas, que quisieron leerlos sólo en clave política. A consecuencia de ello, acusado de actividades subversivas, fue obligado a exiliarse. Fue confina­do en Ucrania primero y luego, en Cri­mea, donde compuso varios de sus principales poemas: "El prisionero del Cáucaso (1822)", "Los hermanos ban­doleros (1821-1822)" y "La fuente de Bakhcisaraj" (1824). En mayo de 1823 inició la redacción de su novela en verso Yevgeny Onegin (1833), en la cual estuvo trabajando hasta 1831.

Russell, Bertrand (1872-1970). Filó­sofo, matemático y premio Nobel bri­tánico, nacido en Trelleak (Gales) y fallecido en Penhyndendraeth. Se edu­có en el seno de una familia tradicio-nalmente whig -liberal-, de la que he­redó la rebeldía natural contra el orden establecido, familia que tuvo un papel importante en Inglaterra, desde el si­glo xvi, en la lucha contra la realeza por la conquista de libertades constitu­cionales. Su padre fue miembro del Parlamento, discípulo y amigo de Stuart Mili y un partidario prematuro del Birth Control, lo que le costó la de­rrota en las elecciones de 1886. Huér­fano a los cuatro años, Bertrand se educó con su abuela, escocesa y pres-biteriana, que defendió a los irlandeses y atacó sistemáticamente al imperia­

lismo británico en África, hogar en el que Bertrand Russell creció solitario, en una atmósfera aristocrática pero no conformista, rodeado de educadoras extranjeras que le enseñaron desde muy niño a hablar correcta y habitual-mente francés y alemán. Completó su formación personalmente, en la bi­blioteca de su abuelo -lord John Rus­sell, que fue ministro de la reina Vic­toria-, en la que adquirió su afición a los estudios de historia y una universal curiosidad por todas las materias y por toda creación del ser humano. A los 11 años descubrió la geometría euclidia-na y se entusiasmó por las matemáti­cas. A los 18, ingresó en el Trinity Co-Uege de Cambridge, entonces muy por delante de Oxford en ciencias y filoso­fía, colegio en el que llegaría &fellow -profesor residente- en 1885. Tras un breve paso por la embajada de Gran Bretaña en París, como agregado ho­norario, y su primer matrimonio, con Alis Pearsall Smith, se trasladó por una corta temporada a Berlín, donde estudió la socialdemocracia alemana, a la que dedicó su primer libro impor­tante, aparecido en 1897. Regresó a Inglaterra, se instaló en el Sussex y se consagró decididamente al estudio de las matemáticas y la filosofía. Muy in­fluido inicialmente por Kant, Hegel y Bradley, alcanzó lo que él llamaría su verdadera liberación en el Congreso Internacional de Filosofía de París en 1900, donde conoció a Peano y se in-

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BIOGRAFÍAS

teresó por su lógica simbólica, que le parecía un excelente instrumento de análisis, que permite alcanzar la preci­sión matemática en terrenos donde reinaba la confusión del lenguaje filo­sófico. Escribió en 1903, bajo la in­fluencia de esa aportación a la que concedió gran importancia, su primera obra en el campo que le haría mun-dialmente famoso, con el título de Principies of Mathematics, que es una exposición y una discusión de los fun­damentos de la lógica, que para Ber-trand Russell no pueden ser separados de los fundamentos de las matemáti­cas más que artificialmente. En cola­boración con Alfred North Whitehead compuso, en su interés por ampliar es­ta nueva lógica, una obra monumental en tres volúmenes: Principia Mathe-matica (1910-1913), en la que utiliza­ban la notación simbólica de las mate­máticas y estudiaban la lógica de las funciones, el cálculo proposicional y las teorías de la definición y de la de­ducción. En 1912, entre el comienzo y el fin de esa magna obra y mientras publicaba numerosos artículos y algún otro texto menor, dio a conocer The Problems of Philosophy. Durante, la guerra de 1914-1918, Russell fue en­carcelado por pacifista. En 1927 fun­dó, con su segunda mujer, Dora Wini-fred Black, una "escuela libre" en la que aplicaba métodos educativos con­siderados revolucionarios en la época: suprimió los castigos corporales, mu­

chachas y muchachos se bañan juntos, leen lo que quieren y no practican los tradicionales deportes británicos. Su tercer matrimonio, con Patricia Ellen Spencer, le proporcionó una eficaz y real colaboradora en el desarrollo de las matemáticas como medio de cono­cimiento dando un valor preferente, y en ocasiones único, a los procedimien­tos empírico-científicos. La filosofía, para Russell en esta etapa de su vida, debe ser crítica de la ciencia y esclare-cedora de los conceptos científicos, en vez de lo que juzgaba, como Reichen-bach más adelante, un inútil oscureci­miento del lenguaje rayano en la mera retórica. Es nombrado lord en 1931. Viaja por Rusia y China. La Segunda Guerra Mundial le sorprendió en Cali­fornia y en 1940 le ofrecieron una cá­tedra de filosofía en el City College de Nueva York y enseñó después en Pen-silvania. En 1950, Bertrand Russell dictó cursos en la Universidad de Co-lumbia y el mismo año fue galardona­do con el premio Nobel de literatura "en reconocimiento por tantos y tan variados escritos sugestivos en los que se ha hecho campeón del ideal humani­tario y de la libertad de pensamiento".

Rutherford, Ernest (Nelson, Nueva Zelanda, 1871-Londres, 1937). Físico y químico británico. Tras licenciarse, en 1893, en Christchurch (Nueva Ze­landa), Ernest Rutherford se trasladó a

la Universidad de Cambridge (1895)

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para trabajar como ayudante de J.J. Thomson. En 1898 fue nombrado ca­tedrático de la Universidad McGill de Montreal, en Canadá. A su regreso al Reino Unido (1907) se incorporó a la docencia en la Universidad de Man-chester y en 1919 sucedió al propio Thomson como director del Caven-dish Laboratory de la Universidad de Cambridge. Por sus trabajos en el campo de la física atómica, Ernest Ru-therford está considerado uno de los padres de esta disciplina. Investigó también la detección de las radiacio­nes electromagnéticas y la ionización del aire producido por los rayos X. Es­tudió las emisiones radiactivas descu­biertas por H. Becquerel y logró clasi­ficarlas en rayos alfa, beta y gamma. En 1902, en colaboración con F. Soddy, Rutherford formuló la teoría sobre la radiactividad natural asociada a las transformaciones espontáneas de los elementos. Colaboró con H. Gei-ger en el desarrollo del contador de ra­diaciones conocido como contador Geiger y demostró (1908) que las par­tículas alfa son iones de helio (más exactamente núcleos del átomo de he­lio) y en 1911 describió un nuevo mo­delo atómico (modelo atómico de Ru­therford), que posteriormente sería perfeccionado por N. Bohr. Según es­te modelo, en el átomo existía un nú­cleo central en el que se concentraba la casi totalidad de la masa, así como las cargas eléctricas positivas y una en­

voltura o corteza de electrones (carga eléctrica negativa). Además, logró de­mostrar experimentalmente la mencio­nada teoría a partir de las desviaciones que se producían en la trayectoria de las partículas emitidas por sustancias radiactivas cuando con ellas se bom­bardeaban los átomos. Los experimen­tos llevados a cabo por Rutherford permitieron, además, el establecimien­to de un orden de magnitud para las di­mensiones reales del núcleo atómico. Durante la Primera Guerra Mundial estudió la detección de submarinos mediante ondas sonoras, de modo que fue uno de los precursores del sonar.

Saint, Simón (Claude Henri de Rou-vroy, conde de Saint Simón; París, 1760-1825). Historiador y teórico po­lítico socialista francés. Perteneciente a una familia aristocrática venida a menos, el conde de Saint-Simón era sobrino-nieto del duque Louis de Rou-vroy, famoso por sus memorias, en las que describió la corte de Luis XIV. Por tradición familiar, Saint-Simón estaba destinado a ser militar. Participó en la guerra de la Independencia a favor de las colonias americanas, y durante la Revolución francesa se hizo republi­cano. Nombrado presidente de la Co­muna de París en 1792, renunció a su título nobiliario y se adscribió al idea­rio, haciéndose llamar Claude Henri Bonhomme. Unas acusaciones de es­peculación con los bienes nacionales y

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BIOGRAFÍAS

sus relaciones con Danton, que no eran vistas con buenos ojos, dieron con él en la cárcel en 1793, aunque fue liberado en 1794. Durante el Directo­rio, Saint-Simón gozó de una desaho­gada posición económica; su casa era frecuentada por personalidades como Monge, Lagrange y Dupuytren. Viajó a Alemania, el Reino Unido y Suiza, donde publicó su primera obra: Carta de un residente en Ginebra a sus con­temporáneos (Lettres d 'un habitant de Genéve á ses contémporains, 1802 o 1803), donde apunta lo que posterior­mente definiría como su teoría de la capacidad. Quebrantada su situación económica, se dedicó a escribir nume­rosos textos científicos y filosóficos hasta que consiguió estabilizarse. En el periódico L'Organisateur declaró: "Si Francia perdiera sus principales fí­sicos, químicos, banqueros, negocian­tes, agricultores, herreros, etcétera, se­ría un cuerpo sin alma; en cambio, si perdiera a todos los hombres conside­rados más importantes del Estado, el hecho no reportaría más pena que la sentimental"; la afirmación le acarreó un proceso. En 1821 escribió El siste­ma industrial (Du systéme industriel) y en 1825 su libro más importante, Nuevo cristianismo (Nouveau Chris-tianisme). Arruinado por segunda vez, intentó suicidarse de un pistoletazo, pero falló el tiro y perdió un ojo. Ayu­dado por uno de sus discípulos, Saint-Simon planificó la creación de un nue­

vo periódico, Le Productmr, pero fa­lleció antes de su aparición. El pensa­miento de Saint-Simón deriva de su reacción contra el derramamiento de sangre de la Revolución francesa y el militarismo de Napoleón. En sus teorí­as propugnaba la idea de que la pro­piedad privada sería buena en cuanto cada individuo recibiera su retribución en función de su capacidad.

Seleuco. (Siria 355-280 a. n. e.). Hijo de Antíoco, general de Filipo II, Se­leuco también se encaminó hacia la vi­da militar y acompañó a Alejandro en su victoriosa expedición por Asia. Cuando falleció Alejandro, Seleuco recibió el mando de la caballería. Dos años más tarde, la muerte de Pérdicas -en la que se sospecha su participa­ción- le brindó la satrapía de Babilo­nia. La guerra entre Eumenes y Antí-gono motivaron la huida de Seleuco a Egipto, estando durante tres años al servicio de Ptolomeo. Cuando el rey egipcio venció a Demetrio Poliorcetes en Gaza, Seleuco consiguió un peque­ño ejército con el cual quiso recon­quistar su antigua satrapía. El resulta­do fue satisfactorio y amplió sus terri­torios a Susiana y buena parte de Me­dia, titulándose rey en 306 a.C. Su alianza con Lisímaco provocó la defi­nitiva derrota de Antígono en Ipso (301 a.C.) adueñándose de todas sus posesiones en Asia, excepto Frigia. La ocupación de Celesiria por Ptolomeo

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motivó la alianza de Seleuco con De­metrio Poliorcetes, alianza que se rompió cuando Demetrio penetró en Asia. Seleuco le venció y le encarceló. La alianza con Lisímaco se rompió de­finitivamente cuando ambos se en­frentaron en Korupedion, anexionan­do los territorios de su antiguo aliado. Su poder era cada vez mayor, ansian­do recuperar el imperio de Alejandro, por lo que fue asesinado por Ptolomeo Cerauno en Lisimaquia, desde donde organizaba la magna empresa.

Servet, Miguel (1511-1553). Nació en 1511 en Villanueva de Sijena, cursó estudios en Zaragoza, Suiza y Francia, interesándose por la medicina en Lyon. Su práctica médica aparece in­fluida por su concepción religiosa, en la que ataca los fundamentos del cato­licismo sobre la Trinidad en De Trini-tatis erroribus (1532). Su independen­cia de pensamiento le llevó a chocar también con Calvino, con el que man­tuvo agrios enfrentamientos que, fi­nalmente, le condujeron a la hoguera. Fue importante su desempeño como investigador en medicina, develando los errores de la tradición basada en Galeno. Así, mejoró el conocimiento de la circulación sanguínea, detallan­do la existencia de venas y arterias y la irrigación pulmonar. También aportó mejoras en el tratamiento de algunas enfermedades, Syruporum universa

vatio (1537), sobre la terapéutica de los jarabes.

Schleiden, Matthias Jakob (Ham-burgo, 1804-1881). Botánico alemán. Fue profesor en las universidades de Jena y Dorpat y realizó diversas inves­tigaciones acerca de los vegetales, que contribuyeron a enunciar la teoría ce­lular. Entre sus numerosas obras desta­can Introducción a la botánica cientí­fica (1842-1843), Manual de botánica médico-farmacéutica (1852-1857) y Las plantas y su vida (1864).

Schwann, Theodor (Neuss am Rhein, actual Alemania, 1810-Colonia, 1882) Naturalista alemán. Inició su actividad como fisiólogo bajo la tutela de Johan-nes Miiller, en el Museo Anatómico de Berlín, dedicado sobre todo a la inves­tigación experimental. En el curso de unas investigaciones sobre los proce­sos digestivos, en 1836 descubrió la pepsina, la enzima digestiva que se en­cuentra en el epitelio del estómago. Basándose en una relevante serie de observaciones microscópicas; de las que ofreció una profunda interpreta­ción en Investigaciones microscópicas sobre la concordancia en la estructura y en el crecimiento de los animales y de las plantas (1839), extendió a los organismos animales la teoría celular elaborada por el botánico M. J. Schlei­den para las plantas. En 1839 se tras­ladó a Bélgica, donde enseñó anato-

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BIOGRAFÍAS

mía en la Universidad de Lovaina y, a partir de 1848, en la de Lieja. Durante la última etapa de su vida, relativa­mente apartado de la actividad investi­gadora, se dedicó a la preparación de una amplia obra, que quedó incomple­ta, en la que pretendió reflejar su vi­sión panpsiquista y atomicista de los fenómenos físicos. En anatomía, ha dado nombre a las células que revisten las fibras de los nervios cerebroespi­nales (células de Schwann).

Sócrates (Atenas, 470-399 a. n. e.). Filósofo griego. Fue hijo de una co­madrona, Faenarete, y de un escultor, Sofronisco, emparentado con Arísti-des el Justo. Pocas cosas se conocen con certeza de la biografía de Sócra­tes, aparte de que participó como sol­dado de infantería en las batallas de Samos (440), Potidea (432), Delio (424) y Anfípolis (422). Fue amigo de Aritias y de Alcibíades, al que salvó la vida. La mayor parte de cuanto se sa­be sobre él procede de tres contempo­ráneos suyos: el historiador Jenofonte, el comediógrafo Aristófanes y el filó­sofo Platón. El primero retrató a Só­crates como un sabio absorbido por la idea de identificar el conocimiento y la virtud, pero con una personalidad en la que no faltaban algunos rasgos un tanto vulgares. Aristófanes lo hizo ob­jeto de sus sátiras en una comedia, "Las nubes" (423), donde se le identi­fica con los demás sofistas y es carica­

turizado como engañoso artista del discurso. Estos dos testimonios mati­zan la imagen de Sócrates ofrecida por Platón en sus Diálogos, en los que aparece como figura principal, una imagen que no deja de ser en ocasio­nes excesivamente idealizada, aun cuando se considera que posiblemente sea la más justa. Se tiene por cierto que Sócrates se casó, a una edad algo avanzada, con Xantipa, quien le dio dos hijas y un hijo. Cierta tradición ha perpetuado el tópico de la esposa des­pectiva ante la actividad del marido y propensa a comportarse de una mane­ra brutal y soez. En cuanto a su apa­riencia, siempre se describe a Sócrates como un hombre rechoncho, con un vientre prominente, ojos saltones y la­bios gruesos, del mismo modo que se le atribuye también un aspecto desali­ñado. Sócrates se habría dedicado a deambular por las plazas y los merca­dos de Atenas, donde tomaba a las gentes del común (mercaderes, cam­pesinos o artesanos) como interlocuto­res para someterlas a largos interroga­torios.

Spinoza, Baruch de. Nació en Ams-terdam el 24 de noviembre de 1632. Procedía de una familia judía, origina­ria de Espinosa de los Monteros (tierra castellana de Burgos), trasladada a Portugal y que en 1602 emigró a Ho­landa, a causa de la persecución reli­giosa. Probablemente sus antepasados

eran marranos, es decir, judíos que en

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la última década del siglo xv habían aceptado exteriormente el cristianismo para evitar ser expulsados de su país, pero que se habían mantenido interior­mente fieles a su religión judía. En to­do caso, a su llegada a Holanda, hicie­ron abierta profesión de su judaismo; y Spinoza fue educado en la comuni­dad hebrea de Amsterdam de acuerdo con las tradiciones judías. Aunque su idioma nativo era el español (también aprendió portugués a una edad muy temprana), su primera educación tomó naturalmente la forma del estudio del Antiguo Testamento y del Talmud. También se familiarizó con las espe­culaciones de la Cabala, influidas por la tradición neoplatónica, y más tarde estudió los escritos de filósofos judíos como Moisés y Maimónides. También adquirió amplio conocimiento de la escolástica cristiana, de las tendencias platónicas renacentistas y de las nue­vas ciencias, así como del cartesianis­mo. Un alemán le enseñó los elemen­tos del latín, lengua cuyo estudio con­tinuó bajo la dirección de un cristiano, Francis van den Ende, que dirigió igualmente sus estudios de matemáti­cas y de filosofía cartesiana. Spinoza estudió además algo de griego, aunque sus conocimientos de esta lengua fue­ron inferiores a los del latín, y se fa­miliarizó con el francés, el italiano y, por supuesto, el hebreo y el holandés. A pesar de haber sido educado en la tradición religiosa judía, Spinoza

pronto se sintió incapaz de aceptar la teología judía ortodoxa y su punto de vista para la interpretación de las Es­crituras. Acusado por sus correligiona­rios de blasfemo, fue solemnemente excomulgado, es decir, excluido de la comunidad judía, el 26 de julio de 1656, cuando solamente tenía veinti­cuatro años. Esta separación de la co­munidad judía añadió más soledad a su existencia: huérfano de madre des­de antes de cumplir los seis años (su madre, Ana Débora, falleció en 1638), Miguel, su padre, había muerto un año antes de su expulsión en 1655. De he­cho, en ese tiempo, Spinoza también había sufrido la pérdida de su hermano mayor, Isaac (en 1649), de su hermana Miriam (en 1651) y de Ester, su ma­drastra (en 1653). Adoptó como medio de vida el oficio de pulidor de lentes para instrumentos ópticos, lo que le permitió llevar la vida tranquila y reti­rada de estudioso y filósofo. En 1660 fue a residir a Rijnsburg (cerca de Leyden) y durante su estancia en aquel lugar sostuvo correspondencia con Henry Oldenburg, secretario de la Ro-yal Society de Londres. En 1663 se trasladó a Voorburg, cerca de La Haya, sede del gobierno. En ese mismo año publicó los Principios de filosofía de Descartes y, como apéndice, Pensa­mientos metqfísicos. Un año después (en 1664) apareció su traducción ho­landesa. En 1665 suspendió la redac­ción de la Etica y comenzó la del Tra-

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BIOGRAFÍAS

tado teológico-político, que publicó anónimamente en 1670. Comenzaron las críticas contra el tratado y se tras­ladó a La Haya. En 1671 impidió, por temor, la traducción holandesa de su Tratado teológico-político, el cual fue prohibido por el gobierno Orange en 1674. Dada la situación, en 1675 Spi-noza retiró de la imprenta su Ética, En noviembre de 1676 recibió la visita de Leibniz, con quien mantuvo una dis­cusión sobre dicha obra. Spinoza no ocupó nunca un puesto académico. En 1673 se le ofreció una cátedra de filo­sofía en Heidelberg, que rehusó muy probablemente porque deseaba con­servar una completa libertad. También para mantener su independencia inte­lectual renunció a la oferta de ayuda por parte de Luis XIV. Políticamente liberal, se alineó con Witt frente a los orangistas. Pero, en todo caso, no fue nunca hombre a quien le gustase la ac­tuación en público. Siempre tuvo un fiel grupo de amigos, pero a causa de su pensamiento se enemistó con todos los estratos sociales: judíos, católicos y protestantes. Murió de tuberculosis en La Haya el 21 de febrero de 1677.

Tales de Mileto (Mileto, actuaj Tur­quía, 624-548 a. n. e.). Filosofo y ma­temático griego. En su juventud viajó a Egipto, donde aprendió geometría de los sacerdotes de Menfis y astronomía, que posteriormente enseñaría con el nombre de astrosofía. Dirigió en Mile­

to una escuela de náutica, construyó un canal para desviar las aguas del Ha-lis y dio acertados consejos políticos. Fue maestro de Pitágoras y Anaxíme-des y contemporáneo de Anaximan-dro. Fue el primer filósofo griego que intentó dar una explicación física del Universo, que para él era un espacio racional pese a su aparente desorden. Sin embargo, no buscó un Creador en dicha racionalidad, pues para él todo nacía del agua, la cual era el elemento básico del que estaban hechas todas las cosas, pues se constituye en vapor, que es aire, nubes y éter; del agua se forman los cuerpos sólidos al conden­sarse y la Tierra flota en ella. Tales se planteó la siguiente cuestión: si una sustancia puede transformarse en otra, como un trozo de mineral azulado lo hace en cobre rojo, ¿cuál es la natura­leza de la sustancia: piedra, cobre, am­bas? ¿Cualquier sustancia puede trans­formarse en otra de forma que final­mente todas las sustancias sean aspec­tos diversos de una misma materia? Tales consideraba que esta última cuestión sería afirmativa, puesto que de ser así podría introducirse en el Universo un orden básico; quedaba determinar cuál era entonces esa mate­ria o elemento básico.

Teodoro, de Cirene (465-398 a. n. e.). También conocido como Teodoro el Ateo, fue el representante más tardío de la escuela cirenaica. No sólo se ma­nifestó activamente contra eí poliíe/s-

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mo, sino también negó la existencia de cualquier dios, fuera el que fuese. Por este motivo, se vio perseguido y fue desterrado de Atenas. Fue maestro de Platón, a quien le enseñó matemáticas.

Thomson, Joseph John (Manchester, Gran Bretaña 1856-Cambridge, 1940). Estudió matemáticas, ganó la cátedra Cavendish y luego trabajó en el labo­ratorio de la universidad de Cambrid­ge. Estudió la conductividad eléctrica de los gases y los rayos catódicos y de­terminó que estaban formados por electrones. Sus investigaciones posibi­litaron el descubrimiento de los rayos X. Es el autor de un espectrógrafo, un aparato para analizar los rayos positi­vos. Este artilugio le permitió descu­brir los isótopos. Dos de sus obras más importantes fueron: Teoría de la elec­tricidad y Electricidad y materia.

Toland, John (1670-1722). Filósofo irlandés, fue uno de los principales ex­ponentes del deísmo, filosofía que mantenía que la naturaleza era en sí misma prueba de la existencia de Dios y que los elementos formales y supra-naturales de la religión eran super-fluos. Toland nació cerca de London-derry (ahora en Irlanda del Norte), cre­ció en la fe católica y se convirtió al protestantismo a la edad de 16 años. Después de sus estudios universitarios (1687-1695), Toland se estableció en Inglaterra y atrajo la atención pública

con su Cristianismo no misterioso (1696). En este polémico trabajo sos­tenía que tanto Dios como su revela­ción eran accesibles a la razón huma­na y que los misterios del cristianismo eran el resultado de las manipulacio­nes clericales. Esta tesis provocó un considerable escándalo y Toland dejó Inglaterra para establecerse en Irlanda, donde el Parlamento prohibió su libro. Regresó entonces a Inglaterra. La pu­blicación de su Vida de Milton (1698) incrementó la oposición pública con­tra él, porque en un pasaje parecía cuestionar la autenticidad del Nuevo Testamento. Se cree que Toland acuñó el término panteísmo para designar la teoría de que Dios y el Universo son idénticos.

Tveritinov, Evdokimovich Dimitri. Pensador ruso que a principios del si­glo xvín expresó sus ideas heréticas contra la ortodoxia cristiana. Médico de profesión, alcanzó una destacada ilustración pese a su procedencia de gente sencilla, denominada en su tiem­po la capa social de los "hombres ne­gros". Entre sus actividades progresi­vas fundó un círculo en el que se pro­pugnaba la necesidad de implantar re­formas sociales y de poner fin a los viejos tiempos patriarcales. Interpre­tando a su modo la Sagrada Escritura, condenó el culto religioso, la venera­ción de imágenes y "reliquias santas". Filosóficamente, Tveritinov trataba de

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BIOGRAFÍAS

fundamentar sus ideas con ayuda de una teoría sensualista del conocimien­to, aunque limitada por su concepción del mundo. Por sus ideas "heréticas", los clérigos prohibieron las prédicas de Tveritinov y le acusaron de susten­tar una herejía muy peligrosa.

Urey, Harold Clayton (1893-1981). Químico norteamericano nacido en Walkerton (Indianápolis) y muerto en La Jolla (California). Graduado en la Universidad de Montana (1917), se dedicó a la investigación durante la Primera Guerra Mundial, se doctoró en química en la Universidad de Cali­fornia (1923) y estudió física atómica con Niels Bohr en la Universidad de Copenhague (1923-1924). Regresó a Estados Unidos y enseñó en las uni­versidades Johns Hopkins (1924-1929) y Columbia (1934-1945), y des­de 1945 fue profesor de química del Instituto de Estudios Nucleares de la Universidad de Chicago. Aisló los isó­topos pesados del hidrógeno, oxígeno, nitrógeno, carbono y azufre y ganó el premio Nobel de Química en 1934 por la obtención del deuterio o hidrógeno pesado.

Durante la Segunda Guerra Mun­dial, dirigió en la Universidad de Co­lumbia la investigación sobre los mé­todos de separación del isótopo del uranio, U-235, y de producción de agua pesada. Al finalizar aquélla, des­arrolló gran actividad entre el grupo

de científicos atómicos que propugna­ban el control internacional de la nue­va fuente de energía. También realizó investigaciones sobre el problema del origen de la Tierra y estudió el oxíge­no-18 para determinar las temperatu­ras arcaicas.

Vanini (Isla de Elba, 1808-Cannes, 1866). Militar francés. Cuando era esclavo en Túnez escapó hacia Argel (1830), donde reclutó un ejército de indígenas y se nombró su capitán. Pos­teriormente fue nombrado coronel (1841) y combatió en Smala (1843), Ouled Naíl y el yébel Amur. Tras la guerra de Crimea (1854-1856), donde estuvo al frente de los irregulares tur­cos, fue ascendido a general (1862) y puesto al mando de la división de Argel.

Vesalio, Andrés (Flandes Bruselas, 1514-1564). Cursó estudios en Lovai-na, Montpellier y París y fue alumno de Gvidi y Dubois. Con 23 años se es­tableció como profesor de anatomía en Padua, donde comenzó una intensa la­bor de investigación basada funda­mentalmente en el estudio de cadáve­res. Sus descubrimientos le permitie­ron criticar muchas de las afirmacio­nes de Galeno, hasta entonces tenidas por ciertas. La publicación de su obra Humani Corporis Fabrica (1543) su­puso un impacto en la época, al afir­mar que los datos ofrecidos por Gale­no se basaban en la observación de

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cuerpos animales, y no humanos, con io que la mayoría de los datos que ofrecía eran erróneos. Trabajó como médico en la corte de Carlos V duran­te 15 años y fue condenado a muerte por la Inquisición española por sus tra­bajos realizados en Italia. Se cambió la pena por la obligación de peregrinar a Jerusalén y falleció a su regreso en 1564.

Volta, Alessandro (Como, Lombar-dia, Italia, 18 de febrero de 1745 5 de marzo de 1827). Físico italiano, hijo de una madre procedente de la noble­za y de un padre de la alta burguesía, recibió una educación básica y media de características humanistas, pero al llegar a la enseñanza superior optó por una formación científica. En el año 1774 fue nombrado profesor de física de la Escuela Real de Como. Justa­mente, un año después Volta realizó su primer invento de un aparato relacio­nado con la electricidad. Con dos dis­cos metálicos, separados por un con­ductor húmedo pero unidos con un cir­cuito exterior, logró, por primera vez, producir corriente eléctrica continua e inventó el electróforo perpetuo, un dispositivo que una vez que se en­cuentra cargado puede transferir elec­tricidad a otros objetos. Entre los años 1776 y 1778 se dedicó a la química y descubrió y aisló el gas de metano. Un año más tarde, en 1779, fue nombrado profesor titular de la cátedra de física

experimental en la Universidad de Pa­vía. Volta era amigo de Luigi Galvani y cuando éste descubrió en 1780, con la máquina que describimos en su res­pectiva biografía, que el contacto con dos metales diferentes con el músculo de una rana producía electricidad, también empezó a hacer sus propios experimentos de electricidad animal, pero llegó a otra conclusión en el año 1794: no era necesaria la participación de los músculos de los animales para producir corriente. Este hallazgo le produjo una multiplicidad de conflic­tos no sólo con su amigo Galvani, sino con la mayoría de los físicos de la épo­ca que simpatizaban con la idea de que la electricidad sólo se producía a tra­vés del contacto de dos metales dife­rentes con la musculatura de los ani­males. Sin embargo, cuando Volta logró construir la primera pila eléctri­ca, demostró que él se encontraba en lo cierto y había ganado la batalla frente a sus colegas.

Voltaire, Francois Marie Arouet (París, 1694-1778). Escritor francés. Fue la figura intelectual dominante de su siglo. Ha dejado una obra literaria heterogénea y desigual, de la que re­saltan sus relatos y libros de polémica ideológica. Como filósofo, Voltaire fue un genial divulgador, y su credo laico y anticlerical orientó a los teóri­cos de la Revolución francesa. Voltai­re estudió con los jesuítas del colegio

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BIOGRAFÍAS

Louis-le-Grand de París (1704-1711). Su padrino, el abate de Cháteauneuf, le introdujo en la sociedad libertina del Temple. Estuvo en La Haya (1713) como secretario de embajada, pero un idilio con la hija de un refugiado hu­gonote le obligó a regresar a París. Ini­ció la tragedia Edipo (1718) y escribió unos versos irrespetuosos, dirigidos contra el regente, que le valieron la re­clusión en La Bastilla (1717). Una vez liberado, fue desterrado a Chátenay, donde adoptó el seudónimo de Voltai-re, anagrama de Arouet le Jeune o del lugar de origen de su padre, Air-vault.

Watt, James (Greenock, Reino Uni­do, 1736-Heathfield Hall, 1819). Inge­niero escocés. Estudió en la Universi­dad de Glasgow y posteriormente (1755) en la de Londres, en la que só­lo permaneció un año debido a un em­peoramiento de su salud, ya quebradi­za desde su infancia. A su regreso a Glasgow en 1757, abrió una tienda en la universidad dedicada a la venta de instrumental matemático (reglas, es­cuadras, compases, etc.) de su propia manufactura. En la universidad tuvo la oportunidad de entrar en contacto con muchos científicos y de entablar amis­tad con Joseph Black, el introductor del concepto de calor latente. En 1764 contrajo matrimonio con su prima Margaret Miller, con la que tuvo seis hijos antes de la muerte de ésta, nueve años más tarde. Ese mismo año (1773)

observó que las máquinas de vapor Newcomen desaprovechaban gran cantidad de vapor, y en consecuencia, una alta proporción de calor latente de cambio de estado, susceptible de ser transformado en trabajo mecánico. En 1766 diseñó un modelo de condensa­dor separado del cilindro, su primera y más importante invención, que permi­tió lograr un mayor aprovechamiento del vapor y mejorar de este modo el rendimiento económico de la máqui­na. Esta mejora constituyó un factor determinante en el avance de la Revo­lución industrial.

Wolff, Christian (Breslau, 1679-Ha-lle, 1754). Jurista, matemático y filó­sofo alemán. Profesor en Leipzig, su maestro Leipniz consiguió trasladarle a Halle (1706), donde enseñó ciencias exactas y filosofía, hecho que le valió ser expulsado de la universidad (1723) por los ataques de los teólogos. Sin embargo, Federico II, al subir al trono, le repuso en la cátedra hasta su muer­te. Su sistema, el racionalismo dog­mático, se expone en el conjunto de Filosofía racional o lógica (1728), Fi­losofía primera u Ontología (1730), Cosmología general (1731), Psicología (empírica, 1732, y racional, 1734), Teo­logía natural (1736-1737) y Filosofía práctica (1738-1739, luego ampliada en Filosofía moral o ética, 1750-1753). Es autor también de sendos tra­tados sobre Derecho natural (J740-

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FILOSOFÍA DE LA CIENCIA: FUNDAMENTACION DEL ATEÍSMO

1749) y Derecho de gentes (1749). Su sistema fue seguido por Kant en su etapa precrítica.

Wolff, Erhard Friedrich (Berlín, 1733-San Petersburgo, 1794). Médico alemán. Después de ejercer durante al­gún tiempo la medicina y en corres­pondencia a una invitación formulada por Catalina de Rusia, se trasladó a San Petersburgo, donde enseñó anato­mía y fisiología. En 1759 publicó Theo-ria generationis, obra que contiene los fundamentos de la moderna embriolo­gía. Contra el preformismo sostuvo, con base en observaciones precisas, que en el embrión los diversos órganos se desarrollan a partir de un tejido ini-cialmente homogéneo e indiferencia-do, y admitió que este proceso ocurre así en virtud de una fuerza esencial or­ganizativa. Lleva su nombre (conduc­to de Wolff) el uréter primario de los vertebrados que, tras el proceso evolu­tivo de diferenciación de las gónadas, se convirtió en el canal genital mascu­lino, ya que en las hembras, experi­mentó una regresión y no conserva ninguna función específica.

Wright, Orville (Dayton, Estados Unidos 1871-1948) y Wilbur (Millvi-lle, Estados Unidos, 1867-Dayton, 1912). Inventores estadounidenses. Los hermanos Wright, nombre con el que han pasado a los anales de la his­toria los dos pioneros estadounidenses

de la aviación, habían recibido única­mente una formación equivalente al nivel de bachillerato, por lo que, para ganarse la vida, y aprovechando la cir­cunstancia de que Orville era campeón ciclista, montaron un negocio de repa­ración de bicicletas: la empresa Wright Cycle Co., en la que podían aplicar con provecho sus excepciona­les dotes para la mecánica práctica. Este negocio les permitió financiar, además, su otra gran pasión, a la que empezaron a dedicarse de manera sis­temática a partir de 1899: las investi­gaciones relativas al vuelo. Conocedo­res de los trabajos del alemán Otto Li-lienthal (1848-1896), fallecido en ac­cidente durante uno de sus vuelos pla­neados cerca de Berlín, quien durante muchos años había creado un sinfín de planeadores y establecido los princi­pios fundamentales del vuelo planea­do, y de los del ingeniero y arquitecto estadounidense S.P. Langley (1834-1906), que desarrolló diversos princi­pios de la aerodinámica y explicó el proceso por el cual el aire puede sus­tentar las alas, se lanzaron a la cons­trucción de cometas y planeadores bi­planos, que perfeccionaron gracias a la introducción de elementos como el ti­món vertical, el elevador horizontal y los alerones. Sus trabajos y la incorpo­ración de estas mejoras les permitie­ron pronto controlar por completo el movimiento del ingenio en las tres di­recciones necesarias para el vuelo. Pa-

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BIOGRAFÍAS

ra probar sus desarrollos inventaron una instalación, conocida en la actua­lidad con el nombre de túnel de viento (1901), en la que podían poner a prue­ba las características aerodinámicas de los ingenios que más tarde construirían, como la máquina voladora de 9.76 m de envergadura y 1.52 m de cuerda, equipada con una cola vertical doble, en la cual se basaron para construir el aeroplano al que, en 1903 adaptaron un motor de combustión interna: fue el primer ingenio volador más pesado que el aire. Los vuelos iniciales de es­te aparato tuvieron lugar el 17 de di­ciembre de 1903 en las llanuras de Kill Devil, cerca de Kitty Hawk, en Carolina del Norte, y permitieron a Wilbur, ante la mirada de sólo cinco testigos, protagonizar un vuelo de casi un minuto de duración durante el cual recorrió unos 850 pies (aproximada­mente 26 m). Para llevar a cabo esta gesta histórica, que señala el inicio de la aviación, los Wright construyeron un planeador al que siguió un modelo más evolucionado, llamado Flyer III, con un peso de 388 kg y equipado con un motor de cuatro cilindros capaz de desarrollar 21 CV de potencia. Este in­genio disponía además de dos hélices. La proeza pasó casi inadvertida en una época en que los intentos del hombre por volar en aparatos más pesados que el aire no gozaban de reconocimiento tras los sucesivos fracasos de S. P. Langley, quien había invertido en sus

proyectos 50 000 dólares de fondos gubernamentales entre los años 1897 y 1903. Sin embargo, la situación cam­bió radicalmente en 1905, cuando la prestigiosa revista científica estadou­nidense Scientific American informó con detalle a sus lectores de la hazaña. Por aquel entonces, Orville y Wilbur habían conseguido desarrollar ya un ingenio volador capaz de mantenerse en el aire durante media hora y reco­rrer un total de 24 millas (unos 38.5 km). Los Wright llevaron a cabo de­mostraciones de su invención en Euro­pa y América y fundaron la American Wright Company; en 1912, a la muer­te de Wilbur, Orville asumió la direc­ción de la empresa hasta 1915, mo­mento en que la abandonó para dedi­carse a la investigación aeronáutica.

Zenón de Elea (Elea?, actual Italia, hacia 495-430 a. n. e.). Filósofo grie­go. Seguidor de Parménides, Aristóte­les le consideraba el creador de la dia­léctica. De acuerdo con el principio sentado por su maestro de que sólo existe el ser y que éste es uno e inmó­vil, Zenón dedicó sus esfuerzos a de­mostrar la inconsistencia de las nocio­nes de movimiento y pluralidad. Hoy conocemos sus argumentos a través de Platón y, sobre todo, de Aristóteles. Los más célebres de ellos son sus pa­radojas a propósito del movimiento; así, la paradoja de Aquiles y la tortuga considera que el primero nunca podrá

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alcanzar a la segunda en una carrera, pues entre ambos siempre medía un espacio y, como el espacio es infinita­mente divisible, Aquiles no podría al­canzar el punto final en un tiempo fi­nito. De modo parecido, la paradoja de !a flecha trata de demostrar que un ob­jeto en movimiento se halla realmente en reposo, y la paradoja del estadio, que entre dos objetos que se desplazan a la misma velocidad, uno recorrerá el doble de distancia que el otro. Aristó­teles ofreció una solución a estos argu­mentos, aunque incorrecta, y sólo se ha logrado una respuesta válida con los modernos conceptos de continuo e infinito.

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Fuentes bibliográficas

Dynnik. M. A. y otros; Historia de la filosofía. Editorial Grijalbo, México, 1968, tra­ducción directa del ruso por Adolfo Sánchez Vázquez.

Obras de la serie Los grandes pensadores, de Editorial Sarpe, Madrid Aristóteles, Gran ética, traducción de Juan Carlos García Borrón, cedida por Edi­

torial Bruguera. Bacon, Francis, Novum organum, traducción de Cristóbal Litrán, cedida por Edito­

rial Fontanella. Darwin, Charles, El origen de las especies, prólogo de Faustino Cordón, cedido por

Editorial Bruguera, traducción de Aníbal Froufe, cedida por Editorial Edad, Edi­ciones-Distribuciones.

Engels, Friedrich; El origen de la familia, propiedad privada y Estado, traducción cedida por Ediciones Progreso, Moscú.

Einstein, Albert, Sobre la teoría de la relatividad y otras aportaciones científicas, traducción de José María Álvarez Flores y Ana Goldar, cedida por Antonio Bosch, Editor.

Galileo, Galilei, El ensayador, traducción cedida por Ediciones Aguilar. Hegel, Georg, Introducción a la historia de la filosofía, traducción de Eloy Terrón,

r^dida por Ediciones Aguilar. Hobbes, Thomas, Leviatán, o la materia, forma y poder de una república eclesiás­

tica y civil, tomos I y II, traducción de Juan Carlos García Borrón, cedida por Editorial Bruguera.

Marx, Karl, El manifiesto comunista y otros ensayos, traducción cedida por Edicio­nes Progreso, Moscú.

Newton, Isaac, El sistema del mundo, traducción de Eloy Rada García, cedida por

Alianza Editorial.

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Platón, Diálogos. Apología de Sócrates, Gritón, Laques, Fedón, traducción cedida por Editorial Bruguera.

Russell, Bertrand, La perspectiva científica, traducción de G. Sans Huelin, cedida por Ariel.

Voltaire, Francois María, Cartas filosóficas y otros escritos, traducción cedida por Edaf, Ediciones-Distribuciones.

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Filosofía de la ciencia: fundamentación del ateísmo se terminó de imprimir en junio de 2007.

Tiraje: mil ejemplares.

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