Fe y Existencia Cristiana

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Exposición sobre la relación entre la fe y la existencia, a partir de la encíclica Lumen Fidei, realizada en Río Cuarto, en las Jornadas Juan Filipuzzi.

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Fe y existencia cristiana

Ruth María Ramasco

Río Cuarto, 31 de octubre de 2013

La encíclica Lumen fidei nos pone frente a la imagen y la realidad de la fe como luz. No una luz

que a nuestro antojo prendemos y apagamos; no una luz que posee la potencia de nuestra

capacidad tecnológica, ni la duración de nuestros recursos energéticos. Tampoco la que

pertenece a la experiencia de nuestra naturaleza y sus estrellas, la que configura el ritmo de

nuestros días, la que se ha hecho presente en los relatos mitológicos de casi todos los pueblos

y culturas y también en el pensamiento de los filósofos que ven al Bien y a la Unidad

descender, en cascadas de luz, engendrando los seres. Ni siquiera es ésta. ¿Por qué? Porque

ninguna de ellas puede iluminar, atravesar, poner de manifiesto, sacar de las tinieblas toda

nuestra existencia. No alcanzan a ello. Lo que supone una consecuencia: que allí donde la luz

no llegue, sólo habrá oscuridad. Una oscuridad irreductible, puesto que nada podrá disiparla.

Recordemos el corazón anhelante de un niño cuando una pesadilla lo hace despertarse

aterrado en medio de la noche. ¿Qué desea? Que se haga de día, que amanezca y se haga la

luz. Porque la luz le quitará el miedo, porque frente a su claridad, nada quedará oculto; no

habrá ya amenazas ni presencias. Podrá ver, moverse, hablar.

Pensaremos en ello hoy: en el significado de la fe respecto de la existencia. Lo haremos bajo

tres aspectos:

A. La fe como luz de la filiación.

B. La fe como luz en el camino y luz de la ciudad.

C. La fe como luz que confiesa a Jesús, el Cristo.

A. La fe como luz de la filiación

Consideraremos, en primer lugar, un atisbo de verdad que está llamado a ser el suelo firme de

nuestra existencia: la verdad de nuestra filiación. ¡Cuán honda y a veces terrible es esta

dimensión para todo ser humano! ¿De dónde provengo? Pregunta que, en el fondo, sólo

quiere decir: ¿quién soy? Cuando no hay respuesta a la misma, o ésta se encuentra falseada, el

silencio o la falsedad se prolongan sobre nuestra existencia y nuestra identidad: porque, de

muchas maneras, no saber de dónde provenimos es no saber quiénes somos. Pero esta

pregunta no pide sólo como respuesta un dato, un nombre: indaga en dirección a otras aristas

de nuestro ser. Nuestra existencia, ¿ha sido querida? Observen la fuerza que esto posee en las

preguntas de los niños y jóvenes, que a veces mantiene su angustia hasta la adultez. La

pregunta terrible que tantos niños u hombres hacen a sus padres: ― ¿Uds. me han amado?

¿Querían tenerme? ― O peor aún: ― ¿Por qué me has abandonado? ¿Por qué no me has

amado? ―

Pues bien, esa pregunta, honda, llena de angustia, intranquila, posee una respuesta que la

precede: ― Soy Yo quien te ha amado y engendrado ― Provenimos, procedemos, hemos sido

engendrados en el interior del amor luminoso del Dios Vivo. No sólo desde el encuentro de

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aquellos, nuestros padres, que nos han amado y elegido desde los límites que todo padre y

madre poseen. No sólo desde su desencuentro: no procedemos del desamor de quienes no

nos han reconocido como hijos y nos han abandonado. Esto es sólo una parte de la verdad de

nuestra vida y nuestra historia. Más hondo, más adentro, atravesando los límites del amor o

las tinieblas del desamor y del desprecio, hemos sido engendrados desde el amor inconcebible

del mismo Dios.

Esto es lo primero que necesitamos considerar hoy: el Amor nos precede. No hemos nacido en

la oscuridad: nacimos en la luz y de la Luz. Somos hijos de la Luz. Atisbar esto como realidad

originaria de nuestra existencia es comenzar a adquirir otros ojos, otra mirada. Es vernos

desde la filiación. La fe es el descubrimiento de la verdad de nuestra filiación en Dios.

Observemos que este paso consiste en adquirir una nueva memoria de nosotros mismos. La

literatura ha explorado de muchas maneras los relatos de hijos e hijas que se crían lejos de sus

padres, sin saber quiénes son, sin conocer su verdadera identidad; maltratados, vejados,

pisoteados en su dignidad y sometidos a trabajos serviles y humillaciones permanentes, no

conocen la verdad de su ser. Pero, en algún momento de su historia, la descubren o alguien se

las revela. Más fuerte aún cuando alguien les dice que todo ese tiempo de sufrimiento tenía

una compañía: alguien que los buscaba y jamás los había olvidado. Adquieren de esta manera

una nueva memoria de sí, una memoria que da otro sentido al pasado, una memoria que los

llama hacia un nuevo y distinto futuro. ¡Hondura de sentido de la fe en la existencia creyente!

No nos vincula a una parte de nuestra vida y nuestra historia. Nos hace recorrer el camino

hacia nuestros orígenes, allí donde podremos avizorar la luz que puede iluminar todo su

recorrido. Pues al saber de dónde procedemos, sabemos quiénes somos.

Muchas preguntas y objeciones pueden surgir frente a estas afirmaciones anteriores. ¿No es

sólo el mecanismo de una ilusión compensatoria? ¿No es sólo un relato azucarado que nos

permite soportar una realidad que de otra manera nos sería intolerable? ¿No somos ahí sólo

niños que quieren creer en cuentos de hadas? Porque quienes hemos padecido el desamor

llevamos sus marcas duras en nuestro psiquismo, indelebles, fuertes, poderosas. Y quienes

experimentamos, no el desamor individual, pero sí esa gran orfandad colectiva que es la

miseria, conocemos desde dentro ese saber ya de antemano que nuestra vida ha nacido sin

oportunidades. Digo orfandad, abandono, porque la injusticia, la desigualdad, la marginación,

la opresión que una sociedad hace hacia dentro, la opresión que las sociedades poderosas

hacen con las que nada tienen, no pueden considerarse consecuencias “naturales” de medidas

económicas o políticas, sino decisiones a través de las que los hombres abandonamos a los

hombres. Oscuridad y sombra de la miseria en la que los hombres nacen y mueren. Miseria de

la que proceden, como decisión de quienes son sus hermanos en humanidad.

Frente a ello, frente a todas las objeciones que el pensamiento contemporáneo ha realizado

sobre la fe como mecanismo de ilusión, o de opresión, o de nihilización de la vida, ¿cómo

poder seguir sosteniendo que es la verdad de nuestra existencia? Sólo hemos encontrado una

respuesta, una pista. Esa pista señala que esa verdad sobre el origen sólo puede convalidarse

como verdad a través de las decisiones históricas que genera y sostiene. Si produce sólo una

tranquilidad que ya no exige seguir luchando los padecimientos, o un cómodo refugio mental

que atenúa el impacto de la vida y su dolor, entonces quizás sea una ilusión. Si justifica la

opresión de los desposeídos y exime de la lucha por el derecho y la justicia, entonces quizás

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sea sólo una parte, poderosa y eficaz, del engranaje de las injusticias de los hombres. Si aparta

de la vida, sus gozos y sus luchas, si ofrece un pedestal para dar rienda suelta a todos los

resentimientos y rechazar todas las legítimas alegrías de la vida, entonces quizás sea sólo un

proceso de nihilidad. Pero si, en cambio, nos hace caminar y decidir en la historia con los ojos

dispuestos a la crudeza de nuestra propia vida y sus límites; si nos transforma en aquellos que

luchan por la justicia, el derecho y la paz, puesto que experimentamos a la miseria como

aquello que no puede tolerarse para ningún hombre; si la fuerza de la vida no nos asusta, sino

que nos entusiasma como tarea y hallazgo, entonces quizás podamos decir que la verdad de

nuestra filiación se ha vuelto verdad de nuestra historia, verdad que se ofrece a toda historia.

Podemos distraernos con ilusiones; podemos estar enfermos de ilusión. Pero un alimento

ilusorio no sustenta; poco a poco, la debilidad va haciéndose cargo de nuestro cuerpo. Esta

vinculación creyente con la procedencia de nuestro ser desde el Amor sólo puede mantener

nuestra vida en la justicia si es verdad. Si no es así, en algún momento se trocará en injusticia,

privilegio, anestésico, pasividad. Sólo la historia de esa verdad en nuestra vida puede

indicarnos si es o no una ilusión. Si no lo es, entonces habremos recuperado la memoria y el

futuro. Allá, en nuestro origen, está la luz del amor. La fe es el descubrimiento de la realidad

de nuestra filiación en Dios.

B. La fe como luz en el camino y luz de la ciudad

Llegamos entonces a la consideración de un segundo elemento esencial para entender este

planteo: la fe no supone sólo un vínculo con nuestro origen, el hallazgo de nuestra

procedencia. Más aún: hemos dicho que este hallazgo se convalida como realidad en la medida

en que nos devuelve a nuestra historia, en la medida en que nos devuelve al camino y al

futuro. Como señala Lumen Fidei 1, 8, “la fe ve en la medida en que camina, en que se adentra

en el espacio abierto por la Palabra de Dios”. La fe nos vincula al origen de nuestro ser y lo

manifiesta; nos vincula a un Amor que nos precede. Pero nosotros no podemos vivir sólo

situándonos en nuestro origen, porque somos históricos, porque nuestra vida es comunitaria e

histórica. En caso contrario, nuestra vida se asemejaría a esos hijos de familia ilustre que jamás

hacen nada con sus vidas, aparte de repetir, generación tras generación, los nombres que

impiden olvidar al antepasado famoso. Pero ese nombre y ese antepasado implican una

responsabilidad hacia el futuro: ser digno del nombre y de su prestigio, construir una vida que

lo honre. O seríamos como la segunda o tercera generación de una familia que ha conseguido

sus propiedades y su bienestar en la primera generación, y luego sólo se ha encargado de vivir

de rentas. Hasta que las rentas se acaban y sólo queda la memoria de un bienestar perdido.

Esa verdad que conocemos tan fuerte y sencillamente en nuestra vida: la procedencia abre el

horizonte de los caminos. ¿Acaso se enciende una lámpara para ponerla debajo de la cama?

No, se la enciende para que ilumine. ¿Qué ilumina el descubrimiento de nuestra procedencia?

Ilumina la historia. Ese atisbo de luz en el que nos ha sido manifestada la verdad de nuestro ser

sólo nos ilumina si nos devolvemos a la historia; a su ritmo, sus problemas, sus conflictos, sus

fracasos. No la conoceríamos si sólo la reconociéramos en el origen: más aún, llegaría un

momento en que nos volveríamos ajenos y extraños a ella.

Contemplada la fe como envío creyente a la historia, nos descubre el doble estatuto de la

existencia creyente. Ese estatuto está indicado por dos acciones: caminar y edificar. No nos

vinculamos a la luz (es decir, no somos iluminados por ella) salvo que caminemos y

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edifiquemos. Este doble estatuto, esta complementariedad de ambas acciones, nos adentra en

la luz de la fe.

El descubrimiento de nuestro origen es semejante al acontecimiento de una inmensa puerta

que se abre. Pero no es una puerta mágica. No nos lleva a Narnia, ni al país de las Maravillas, ni

al de Nunca Jamás. Nos lleva a la vida y a la historia. Tal es la hermosura de la fe: una

hermosura capaz de aparecer a la luz del sol y sin maquillaje. Una belleza que no produce

desencantos. En nuestro mundo y los espacios de esparcimiento actuales de nuestra gente

joven, el juego de luces intensas y de diversos colores, la oscuridad y las sustancias que

estimulan o adormecen, son el escenario donde los jóvenes se muestran, con ropa que los

destaque y vuelva visibles y perceptibles frente a los demás. En nuestros complicados y a veces

tan mentirosos mundos adultos, las palabras que mienten u ocultan, los bienes que buscamos

conseguir y con los que exhibimos nuestra vida, las actividades y títulos que nos vuelven

importantes frente a los ojos de los demás, son también a veces juegos de luces, estimulantes,

atuendos. Es como si la vida no tuviera valor o importancia o visibilidad sin ellos. Hacemos

todo eso para que se nos vea.

La puerta de la fe, en cambio, abre el espacio de la vida y de la historia. El de la vida concreta y

sus problemas: el problema de mis hijos en la escuela, los impuestos que debo pagar, la sequía

que arruina las cosechas, el agua que necesita el dique, el casamiento de mi hija y el crédito

que tengo que sacar para ayudarlos, el dolor profundo de estar solo, el desaliento porque no

tengo nadie en el trabajo en quien realmente pueda confiar, las decisiones de política

económica, la beligerancia mundial en aumento, los problemas de convivencia de los grupos

en las parroquias, la pastoral de conjunto, los sacerdotes a cargo del movimiento. No hay

magia en ese espacio abierto por la fe y si esperamos que la haya, terminaremos

abandonándola. Observemos que esa expectativa de magia, de alejamiento de la historia y sus

problemas, es una de las grandes dificultades de la pastoral de impactos. Porque el impacto es

semejante a un golpe que a veces abre la puerta de nuestra alma. Pero luego está la historia. Y

el profundo desencanto que se produce en muchos es que no pueden sostener la sensación de

fuego de ese momento, ni el impulso, ni la confianza y la fuerza. Después viene el camino y el

cansancio y el dolor de pie y las ampollas. Y la gente tantas veces insoportable, y las peleas en

casa y el dinero que no alcanza. No hay magia. Pensemos en el amor de pareja. También hay

impacto, también hay un pensamiento o una imaginación que no puede apartarse de la otra

persona. Después viene la vida juntos, los hijos, las cuentas, el amor entre facturas, escuelas y

familiares políticos. El amor crece sólo si es amor, no si es magia.

Ahondemos en esto. Al volver a nuestra vida y a la historia desde la fe, vuelta que no se

produce de una sola vez sino a lo largo de todos los tramos del camino, experimentamos la

compañía de su luz. No es deslumbrante; muchas veces no ilumina todo. A veces, se asemeja a

esas velas que debemos volver a prender en la vela encendida de otros. Pero nos permite ver:

es por esto que la encíclica habla de “una estructura sacramental de la fe”, donde “lo visible y

lo material se abren a lo eterno”. La precedencia del Amor se transforma en ojos desde el

Amor, en rostros que se ven desde Él, en situaciones que aparecen desde Él. El ámbito de luz,

manifestado en la historia, se transforma en ojos que ven. La vinculación creyente se ha vuelto

una percepción diferente de las cosas y de los hombres. No en un ámbito interior de plenitud,

que tantas veces ha sido criticado por su retiro del mundo y su egoísmo. Un ámbito que abre

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nuestros ojos y nos permite ver. No una venda para los ojos: ojos… y el inmenso mundo

penetrando en nosotros a través de ellos. Hasta aquello frente a lo cual quisiéramos ser ciegos.

Estos ojos que ven implican:

a) Criterios de discernimiento: criterios para distinguir y juzgar, que sólo pueden

ejercerse sobre la trama concreta de los acontecimientos, a los que conocemos y

vivimos desde todos los medios humanos que están a nuestro alcance. No consiste en

un libro de recetas para vivir, ni preceptos de autoayuda.

b) Impulso al compromiso: pues no vemos para ver, sino para transformar lo visto, para

desafiar lo dado, para que se haga verdad nuestra común filiación.

c) Desabsolutización de la historia: pues los ojos que ven el Amor que precede y consuma

la historia no puede absolutizar ninguno de sus momentos y problemas, como

tampoco ninguna de sus soluciones.

d) Radicalidad de la esperanza: pues la luz de la fe incita a seguir andando hacia ese otro

tramo que percibimos como aquello que aún se encuentra a oscuras y requiere de

nuestros pasos para la llegada de la luz.

La luz de la fe es tal porque ilumina la historia y anima a seguir caminando en ella. Sin nada de

luz, ¿quién podría animarse a caminar?

Ahora bien, se ha criticado reiteradamente al cristianismo la exacerbación de la imagen del

camino y la peregrinación. Pues a menudo la espiritualidad del peregrino, de aquel que no

tiene morada definitiva en la tierra ni en la historia, ha producido un inmenso desinterés y

desapego con los asuntos del mundo y de la historia. Nos es obligatorio decir que esta crítica

desnuda la verdad de muchas prácticas cristianas. Damos un ejemplo sencillo. En ocasiones, la

vida de los movimientos eclesiales, la vida de las parroquias, subsume hasta tal punto la vida

de los creyentes que no parece haber nada vinculante fuera de ellos. Se transforma en el lugar

donde se experimentan la fuerza de la obligación, la responsabilidad inexcusable, el

compromiso y, sin lugar a dudas, todo eso es bueno. Pero no existe ningún otro ámbito que

vincule: el mundo laboral se enfrenta sin dar lo mejor de sí, el estudio es lo que puede ser

siempre postergado; en ocasiones, hasta la misma vida familiar es desatendida por la atención

a las responsabilidades del movimiento o la parroquia. Los duros nudos de conflictos de la

sociedad producen una inmensa distancia, no se experimenta atracción ni interés por nada

que pertenezca al mundo. No se incentivan las vocaciones científicas ni humanistas, ni la

creación artística, ni la producción tecnológica. Sí el compromiso social. Pero a veces nos

olvidamos que el liderazgo social no es la única vocación de los hombres, o que la presencia

pública pide y exige el cumplimiento de diversos roles y funciones. En lo concreto, en muchos

casos, no en todos, y sin olvidar ni desestimar la inmensa acción de muchos movimientos e

instituciones que han recreado la vida cristiana, han sostenido en la fe, han sido propulsores

de una gran dinámica social cuyo origen ha sido la caridad; en concreto, a veces, nunca

siempre, ciertas interpretaciones de la espiritualidad del caminante han producido el olvido del

mundo y la coexistencia.

Es por esto que resulta tan importante esa segunda acción que constituye el estatuto de la

existencia creyente: la edificación. La luz de la fe, que se revela a sí misma en la medida en que

nos adentramos en el camino, muestra su inmenso vigor y realidad cuando se torna

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edificadora de la coexistencia de los hombres. Es decir, en edificadora de la ciudad. Si ya al

iluminar el camino, ha puesto frente a nuestros ojos la presencia y la acción de quienes son

nuestros compañeros de camino; si ya los acontecimientos del camino nos ha permitido

avizorar que la misma luz que nos orientaba era la que hacía presente los rostros, las manos,

los pies que avanzaban junto a los nuestros, las figuras distantes de los que apenas pueden

avanzar, los cuerpos abandonados, los brazos que nos han sostenido, ahora la luz se muestra a

sí misma como cimiento y arquitecto.

Esta consideración es muy importante. ¿Por qué? Porque los hombres desconfiamos de los

hombres, porque padecemos la acción de otros sobre nuestra vida, porque agredimos, porque

queremos apropiarnos de lo que no es nuestro. La coexistencia de los hombres es, a veces, el

peor infierno imaginable. La fe se propone a sí misma como cimiento de ciudad, como aquella

luz que puede proporcionarnos una mirada y una fuerza que ahonde y descubra la hondura

verdadera de los vínculos y provea de la fuerza necesaria para sostenerlos. Como señala el

texto de Lumen Fidei 4, 1, “Nace así… una nueva fiabilidad, una nueva solidez, que sólo puede

venir de Dios”. Pues Dios se transforma en el garante de nuestros vínculos, en aquello que

permitirá depositar sobre los cimientos el peso de las construcciones, en aquello que no se

moverá, aunque nuestras construcciones sean pequeñas y finitas; en aquello que subsistirá

cuándo éstas se destruyan. En otros momentos de la historia, esta arquitectura de la ciudad

desde la fe fue entendida como una cristiandad, como un orden social y político realizado

históricamente desde los valores cristianos. Tal comprensión ya no es equivalente a las

posibilidades de nuestro transcurso histórico y sus decisiones. Se entiende como una tarea

más humilde: ponerse al servicio del derecho, de la justicia, de la paz. Contribuir a esa dura e

imprescindible tarea del bien común, que necesita constancia, esperanza, compromiso,

verdad.

La fe se ofrece como luz que ilumina la coexistencia familiar, sostiene sus decisiones,

acompaña sus quebrantos. Se ofrece también como luz que manifiesta la fraternidad entre los

hombres, más allá de los límites de nuestras explícitas o implícitas exclusiones, nuestros

solapados racismos, nuestras discriminaciones cotidianas. Pues la equidad y la igualdad no

pueden sostenerse sin caer en el fracaso, a menos que veamos y sintamos a todo hombre en

su proximidad a nuestra vida. Aunque se trate de aquellos a los que ninguna ciudad quiere

recibir.

La fe se ofrece también como luz que permite encontrar un camino en aquella experiencia que

constituye la mayor oscuridad de nuestra existencia: el sufrimiento y la muerte. Lo que no

podemos aceptar, lo que no podemos perdonar, aquello donde nada vemos. Pues la muerte

de los que amamos nos ha revelado, con la contundencia de un sufrimiento inimaginable, que

todos los caminos que construimos pueden de repente quedar en la más absoluta oscuridad;

que todo lo que esperábamos queda ahuecado por la ausencia y el vacío; que la tristeza parece

alejarnos de los hombres hacia un lugar donde nadie puede encontrarnos. Pues bien, ahí,

incluso ahí, la esperanza que procede del misterio de la muerte y resurrección de Jesús, el

Cristo, nos encuentra y encuentra un camino para nuestro dolor. Como una pequeña luz que

se acerca a nosotros y nos lleva de nuevo hacia nuestra casa, hacia la casa donde siguen

habitando los hombres, nuestros hermanos. Como una pequeña, pero poderosísima luz, que

nos enseña de nuevo la alegría.

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La iluminación del sufrimiento y la muerte no es sólo individual, aunque sí lo sea. Pues es su

oscuridad la que atraviesa nuestra coexistencia y la separa: los muertos que como sociedad

nos atraviesan, las penas que nos hemos infligido, el dolor de la miseria en el que nos hemos

hundido los unos a los otros, el sufrimiento que proviene de las decisiones tomadas o

padecidas. Sólo una inmensa y probada esperanza puede volverse don que construye la

ciudad; sólo un inmenso amor de caridad puede donarse al tejido herido de los vínculos

humanos y colaborar en su recreación.

C. La Luz que confiesa a Jesús, el Cristo

Es momento entonces de hacernos una pregunta imprescindible. ¿De dónde sacamos todo

esto? ¿Cómo lo conocemos? ¿Cómo podemos saber que provenimos de un Amor que nos

precede, que ese Amor nos abre la puerta de la historia y se ofrece como luz en el camino,

como luz que ilumina la ciudad? La respuesta tiene la sencillez, la altura y la profundidad de

muchas de las verdades sobre las cuales vivimos: lo sabemos porque nos lo han dicho. Como

un niño o una niña que han recibido su historia desde sus padres (“ellos me lo dijeron”); como

un amigo que confía en la palabra y la promesa del amigo (“él me ha dicho que viene y lo

trae”); como una mujer o un hombre enamorados, que ponen su vida en las palabras y la

promesa de aquel otro, aquella otra, a quien cree y en cuyo amor cree. Observen hasta qué

punto se enangosta nuestra posibilidad de abrir un espacio a la fe en nuestra vida, si la

experiencia de humanidad que está llamada a ser su suelo se vuelve mezquina, falaz,

mentirosa. ¿Quién puede creer a Dios, si su vida está estragada por las palabras mentirosas de

los hombres? ¿Para quién pueden ser verosímiles el amor y la bondad, si sólo ha conocido la

estafa y la humillación? Jamás se dirá suficientemente cuánta tarea de regeneración de

humanidad, de cura de los dolores y falsificaciones profundas se encuentra implicada en la

tarea de Anuncio del Evangelio. Labor que no se puede hacer sin la mediación de todas las

instancias profesionales requeridas; labor que no depende de la sola voluntad y la decisión de

entrega. Pero labor inexcusable.

Porque sólo podemos decir que lo conocemos porque nos ha sido dicho; porque nos ha sido

entregado, transmitido. Entonces nos preguntamos quién, cómo. Cada uno de nosotros lleva

en su memoria la historia de su camino personal. Una historia atravesada de personas, pero

personas que son testigos. A veces, estas personas se han mantenido intactas e íntegras frente

a nuestros ojos durante toda nuestra vida; otras veces, las hemos visto quebrarse; otras, las

más, hemos reconocido en ellas, al crecer, la anchura de los límites que todos poseemos. Sin

embargo, pese a la disparidad de situaciones, a través de ellas hemos recibido el testimonio de

la fe como luz. ¿Qué percibimos, más allá y más acá de sus límites y nuestras decepciones?

Que su testimonio también poseía estructura sacramental, que su flaqueza no era lo que nos

había sido entregado, sino aquello que les era más verdadero que su propia vida, que su

propio pecado, que su propia debilidad. Descubrimos también que su testimonio no provenía

de sus caminos individuales; que habían hecho el descubrimiento insondable de una historia

de testigos que había permitido que los hechos y dichos de Jesús de Nazaret les hubieran

llegado. Que ese testimonio que atravesaba la historia, había producido una comunidad. Que

la luz de esa comunidad, tan atravesada de males y pecado, era su fe. Y ese testimonio

continuaba dándose a través de la historia. Conocimos también que esa pequeña luz no

avasallaba, que solicitaba que los hombres construyeran un espacio para recibirla, guardarla y

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transmitirla; que ese espacio sacramental era la Iglesia, desafiada para siempre a ser

desnudada, puesta de manifiesto hasta en el más pequeño e insignificante de sus actos por esa

luz que permitía que la vida y los hechos de Jesús el Cristo siguieran hablando a los hombres.

Pues eso es lo único importante.

De manera que, al descubrir que nos había sido entregada a través de una comunidad de

testigos, vinculados por un Anuncio, sin el cual esa comunidad nada era, descubrimos que la fe

era lo dado por Jesús. La luz que provenía de Jesús, la que ponía de manifiesto su vida sencilla

y sus palabras sencillas, la que nos acercaba a su muerte y a su resurrección. Era en ella donde

descubríamos y recibíamos el amor que nos precedía; era en ella donde habíamos visto la

profundidad del mundo y de la historia, pues la Encarnación así nos lo revelaba; era por ella

que caminábamos y edificábamos, porque todos los hombres del mundo eran abarcados por

su amor; era por ella que se abría entre los hombres el espacio eclesial. Es decir, conocimos

que Jesús era la puerta que nos abría a Dios; la Palabra que lo decía. Y toda la cadena de

testigos, todo el espacio sacramental de la Iglesia, toda esa historia a la que pertenecíamos y

pertenecemos, sólo es la presencia viva de esa puerta y esa palabra. Por eso, la fe ya no es sólo

palabra que nos es dicha, sino palabra que confiesa, junto con Pedro: “Tú eres el Mesías, el

Hijo del Dios Vivo. ¿Adónde iremos, si sólo tú tienes palabra de vida eterna?” La existencia

creyente es confesión.