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FACULTAD DE CIENCIAS SOCIALES,HUMANIDADES Y ARTE

Departamento de Humanidades y Letras

2n.º 1, enero-junio, 2015

Revista estudiantil de Creación Literaria

alapalabra

Vol.

alapalabraVol. 2, n.º 1, enero-junio, 2015

Comité editorial Alapalabra

Juan Sebastian Castillo Director

María Paula MaldonadoEditora

Liliana MorenoAndrea VergaraDocentes asesores

María Camila Aldana Diana Cortés Natalia Gordillo Angélica María Hernández Sebastián López Paula Andrea Maldonado Laura Marcela Mateus Nicolás Medina Sebastián Medina Natalia C. Morales Vanessa Pérez Yasmin Rodríguez Alejandro Salazar Valencia

Natalia Gordillo Diseño e ilustraciones

Nicolás Medina Corrección de estilo

Natalia C. Morales, Alia, 2015. Dibujo con rapidógrafo. 34 x 21 cm. Colección de pensamientos inacabados.Ilustración de cubierta

ProducciónCoordinación Editorial

Dirección: Héctor Sanabria RiveraAsistente editorial: Jorge Enrique Beltrán Diagramación: Patricia SalinasCorrección de estilo: Nicolás Rojas

Departamento de Humanidades y Letras

Isaías Peña Gutiérrez Director

Óscar Godoy Barbosa Coordinador académico

Alapalabra es una publicación semestral de los estudiantes del pregrado en Creación Literaria.

ISSN: 2422-5037 Alapalabra, vol. 2, n.º 1 enero-junio · 2015

Ediciones Universidad CentralVarios autores

Calle 21 n.° 5-84 (4.° piso) Bogotá, D. C., Colombia PBX: 323 98 68, ext. 1556 [email protected]

Rector Rafael Santos Calderón

Vicerrector Académico Luis Fernando Chaparro Osorio

Vicerrector Administrativo y Financiero Nelson Gnecco Iglesias

Consejo Superior

Fernando Sánchez TorresPresidente

Rafael Santos CalderónJaime Arias RamírezJaime Posada Díaz

Carlos Alberto HuezaRepresentante de los docentes

Germán Ardila SuárezRepresentante de los estudiantes

Los contenidos de Alapalabra son publicados de acuerdo con los términos de la licencia Creative Commons 2.5. Usted es libre de copiar y redistribuir el material en cualquier medio o formato, siempre y cuandodéloscréditosdemaneraapropiada,nolohagaconfinescomercialesynorealiceobrasderivadas.

Las ideas aquí expresadas, lo mismo que su escritura, son exclusiva responsabilidad de los escritores y no comprometen a la Universidad Central ni a la orientación de la revista.

rémigesnarrativa

Pág.

Nota editorial .............................................................................. 5

María Paula Maldonado | Juan Sebastian Castillo

Entonces la tempestad ........................................................... 11

Héctor Julio García Gaona

Narciso ............................................................................................ 19

Johanna Vanegas

Desedio ........................................................................................... 20

María Camila Tafur

Ruptura ........................................................................................... 24

Karol Nieto

Sin aliento ...................................................................................... 26

Edwin Uribe

Las lágrimas amargas de Mary Kay Letourneau ..... 27

Mauricio Palacios

Contenido

álulaspoesía

apteriliosespacio del lector

Descripción de una raíz ....................................................... 41

David Moreu

Templo ........................................................................................... 43

Juan Pablo Rodríguez

Grieta mayor .............................................................................. 46

Johanna Vanegas

Viaje a través del cuerpo del sueño .............................. 47

María Paula Maldonado

Indecisión .................................................................................... 50

Santiago Erazo

Retrato de un péndulo ........................................................... 51

David Moreu

Creación libre ............................................................................ 58

Pág

Lluvia detenida ......................................................................... 33

Natalia Gordillo

nota

La literatura sigue haciendo de las suyas. Con los prime-ros estudiantes graduados de Creación Literaria —a quienes felicitamos—, iniciamos este segundo número de Alapalabra y terminamos este semestre, que contó con varios espacios destina-dos a la creación y el debate: cientos de lectores se encontraron en una carrera séptima arrojada Al Aire Libro; escritores, estudiantes y docentes de diferentes países discutieron en el primer Encuentro de Creación Literaria y Escrituras Creativas de las Américas; y en la Filbo varios poetas del pregrado sostuvieron un diálogo poéti-co con José Luis Díaz-Granados, mientras que los nuevos creado-res celebraron la obra de Gabriel García Márquez.

Con este tiempo puesto a nuestro favor, la literatura demuestra que, como la vida, está en constante movimiento, y que basta voluntad de creadores para salir a su encuentro, y hacer de ella una experiencia transformadora. Porque estos espacios que han sido organizados por nosotros y para nosotros conforman, como Alapa-labra, una manera más de manifestar el ímpetu creador. De ahí que sintamos propia la necesidad de hacer que cada vez sean más los que sepan y se unan a este deseo de vivir en la escritura.

Y para que no se dejen de oír los pasos lectores ni las voces crea-doras, nuestra disposición ha de ser tan grande como nuestra pasión por la vida que creamos en cada historia, nuestro compromiso con aquellos espacios tan fuerte como el que tenemos con nuestros

editorial

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personajes, y nuestra voluntad tan determinada como nuestra creatividad. Así pues, Alapalabra, el punto de encuentro de un centenar de rostros por conocer, les da la bienvenida y los invita a seguir siendo parte de este proyecto para que no deje de resonar, como ondas en el agua, nuestra voz.

María Paula Maldonado Juan Sebastian Castillo

Nota editorial

rémigesnarrativa

[ré.mi.ges][ré.mi.ges]

Las rémiges son las plumas que proporcionan el impulso para volar. Sus Las rémiges son las plumas que proporcionan el impulso para volar. Sus formas son asimétricas en tierra, pero mientras conducen su vuelo son simétricamente iguales. Cobran sus particularidades cuando se detiene el movimiento vertiginoso de las alas y se puede �nalmente apreciar las variaciones en sus �lamentos. Se les llama también remeras, pues son capaces de remar en el aire.

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la

tempestadEntonces

Héctor Julio García Gaona

El despertador se activó a las cinco de la madrugada. Victoria ya estaba despierta para entonces. Permanecía recostada en la cama escuchando los ruidos de la calle. Tenía los ojos abiertos y estaba ligeramente desnuda. Raúl, a su lado, estirado a lo largo y boca abajo, aún dormía.

—Es hora —susurró y recogió la manta de seda que cubría a Raúl.

—Aún es temprano —dijo él con voz cansada.

Victoria dejó la cama y caminó hacia la ventana de la habitación. Tomó un cigarrillo de la cajetilla sobre el mueble. Corrió el pesa-do cortinaje de la ventana y la abrió para salir al balcón. El aire tibio de esa madrugada se deslizó por su torso desnudo. Los senos le temblaron un poco y, al verlos brillar bajo la luz de la cerilla, recordó que ese día tendría que reclamar los resultados en el labo-ratorio de Amanda. Encendió el cigarrillo y la primera bocanada la tranquilizó.

“No puedo olvidar el dinero”, pensó. Desde el balcón podía obser-var las copas de los árboles y el prado del parque. En la esquina

Hambrienta una golondrina canta

sin poder romper el huevo.PAUL AUSTER

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posterior un semáforo permanecía en verde. Fumó sin prisa, abra-zando su torso.

La posibilidad de un cáncer avanzado y fulminante le había ronda-do la cabeza durante toda la semana. Los bultos cerca a los pezo-nes habían empezado a dolerle más de lo usual. Tatiana, su compa-ñera de oficina y prima de Amanda, le recomendó el examen cuando Victoria le confesó los malestares la mañana en que se mareó y tuvo náuseas.

—¿No fue, al fin, por eso que murió tu mamá? —preguntó Tatia-na esa mañana.

—Sí —repuso Victoria—. Pero tú sabes que en lo de mamá tuvo que ver más el alcohol.

—Es un simple examen. Además hay más posibilidades...

—No seas boba —dijo Victoria con una expresión de sorpresa en el rostro—. Yo soy puntual con las pastillas. Él no me lo perdonaría.

—Y... ¿cómo están?

—Sabrá Dios.

—¿No se lo has dicho? —preguntó Tatiana, incrédula.

—No ha llegado el momento.

—Parece una excusa para no hacerlo —dijo Tatiana en tono de burla.

—No será sencillo, además... hace unos días quise decírselo pero llegó cansado, directo a dormir —dijo Victoria y guardó silencio, tratando de evadir la mirada de Tatiana.

En ese momento Victoria escuchó correr el agua en la ducha. Apagó el cigarrillo y entró a la habitación.

“Hoy se lo pregunto”, pensó animada mientras ordenaba la sába-na de seda sobre la cama y buscaba la blusa. En la ducha, Raúl

Entonces la tempestad

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tarareaba una canción de Frank Sinatra que a Victoria nunca le gustó. Encendió el estéreo para escuchar las noticias. Buscó las sandalias debajo de la cama y se calzó. Luego caminó hacia la cocina y encendió la luz. Sacó un sartén del gabinete superior y dos huevos de la nevera. En ese momento el agua dejó de correr en la ducha. “Debo decírselo hoy”, pensó de nuevo.

—¿Tienes una gillette? —preguntó Raúl desde el baño.

Victoria bajó el fuego y fue hasta la puerta del baño para responder.

—Sí, están en el gabinete superior —dijo. Luego tomó del mueble un recibo y lo llevó al comedor para volver a la cocina.

Cuando Raúl salió del baño, perfumado y vestido de traje, Victo-ria aguardaba por él en el comedor. Había estado pensando en los dos años que llevaba a su lado mientras revolvía largamente un café que, sin embargo, le volvería a parecer amargo.

Raúl se acercó a la mesa, apurado, atándose el reloj a la muñeca derecha.

Una voz sutil transmitía noticias por la radio. Victoria sintió el perfume de Raúl y quiso, de repente, abrazarlo. Permaneció senta-da mezclando el café, mirando, ida, el recibo sobre la mesa, luchan-do en silencio para no ponerse en pie y darle un abrazo lastimero, que era lo único de lo que en realidad sentía ganas en aquel momento. Un abrazo que le evitara pronunciar palabra. Un abra-zo en el que se resumiera la despedida. Luchaba, muy en el fondo, contra ese impulso, porque recordó las cosas bellas y la promesa de formalizar la vida juntos. Lo miró de soslayo y repitió la sonri-sa que Raúl le dio mientras se sentaba a la mesa.

—¿Qué harás hoy, amor? —preguntó Raúl mientras se servía el jugo de naranja que más le gustaba.

—Debo pagar ese recibo —dijo ella señalando el papel azul que había estado observando. Luego miró a Raúl y se puso en pie para reacomodarse en la silla.

Héctor Julio García Gaona

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Raúl tomó el recibo de la mesa y reparó en la cifra.

—Está bien.

Hubo un breve silencio en el que Victoria suspiró. No estaba cómoda en la silla. Se movía un poco a lado y lado, y seguía agitan-do el café haciendo trinar la porcelana de la taza.

—Raúl, no voy a posponerlo más —dijo Victoria con voz entre-cortada—. Quiero preguntártelo de nuevo y esta vez quiero una respuesta.

—¡Otra vez el mismo tema! —dijo Raúl alzando la voz más de lo usual, frunciendo el ceño.

—No es el mismo tema. Hace dos meses me dijiste que ibas a hacerlo, que todo estaba dispuesto y, desde entonces nada ha cambiado.

—Sabes que no he tenido el tiempo —dijo Raúl suavizando la voz.

—Estoy cansada de que me digas eso cada vez que te lo pregunto.

—No es fácil, ya te lo he dicho y lo sabes muy bien.

—¿Quieres que me conforme con tu intención de hacerlo? —dijo Victoria, dejando la cuchara sobre una servilleta.

—No es eso lo que digo.

—Sí, ya sé lo que dices, pero eso es muy poco para mí. Quiero que lo entiendas —dijo ella buscando ahora los cigarrillos con la mirada.

—No, linda —dijo Raúl haciendo una pausa en el desayuno para tomar a Victoria por el hombro y mirarla fijamente a los ojos—. No es eso lo que trato de decirte. Todo va a estar bien, te lo aseguro.

Victoria movió el hombro para que Raúl la soltara, se puso de pie y fue por los cigarrillos. Raúl desayunó en silencio, pensando en que ya despuntaba el sol y que se le hacía un poco tarde. La prime-

Entonces la tempestad

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ra reunión sería a las siete de la mañana y con el tráfico de la ciudad tendría el tiempo justo para llegar a la oficina.

—Más te vale —dijo Victoria mientras cruzaba al balcón.

—Déjame uno —dijo Raúl intentando cambiar el tema—. Ya estoy contigo.

Sobre el mueble, al lado de la cajetilla de cigarrillos, el celular de Raúl sonó. Victoria miró a Raúl, quien terminaba el desayuno.

—Todo estará bien —murmuró—. No pasará de esta semana, lo prometo.

Luego él se puso en pie y dejó los platos en el fregadero. Ya en el balcón, fumó el cigarrillo abrazado a Victoria. Los dos observaban las copas de los árboles que se mecían por el viento. El cielo empe-zaba a oscurecer por el oriente. Escucharon en la radio que el reporte para el día era de lluvia.

—¿Quién era? —preguntó Victoria.

—Todo estará bien, linda —dijo tratando de evitar una respuesta.

Fumaron en silencio respirando el aire tibio de la mañana.

—Me voy —dijo Raúl, con el cigarrillo a medio fumar, después de mirar el reloj—. Es tarde.

—Necesito un poco más de dinero. Debo pagar unos exámenes —dijo ella con voz pausada.

—No hay problema, toma. Te llamo en la tarde —dijo estirán-dole tres billetes.

—Déjalos en la mesa —repuso ella.

Se besaron y Raúl se marchó. Victoria lo vio abandonar el edificio en el automóvil gris de la compañía y luego volvió a la cama. El pensamiento sombrío de que la afección se debía a un cáncer volvió con más fuerza. Poco a poco, palpándose el seno izquierdo, sintió

Héctor Julio García Gaona

que la enfermedad era una certeza, que los exámenes no habrían sido necesarios, que ese bulto cerca al pezón era ya algo irremediable y que pronto su condición sería visible a los ojos de sus compañeros de oficina. Pensó primero en cómo tomarían ellos su enfermedad. Silencios lastimeros y uno que otro consejo de buen ánimo, acom-pañado de anécdotas familiares que darían cuenta de cómo algún allegado superó el mal. Quiso, en ese instante, abandonar el trabajo, llamar a Tatiana y decirle que no volvería, que por favor la despidie-ra de todos. Jugó con la idea de morir pronto: ¿quién la lloraría? ¿Cuántos irían al sepelio? ¿Quién avisaría a la poca familia lejana que tenía? ¿Quién en verdad sentiría su muerte como un dolor insu-perable? Ni siquiera Tatiana, pensó. Luego volvió a Raúl. Él no estaría a su lado. ¿No era eso lo que esperaba?, se preguntó. De una u otra manera, él terminaría por abandonarla. Recordó las palabras de Tatiana. La posibilidad de estar embarazada no era del todo ajena. Esas cosas pasan, pensó. En ese momento, Victoria sollozó sobre la almohada. En la radio el locutor entrevistaba a un cantante. Victo-ria escuchaba en la distancia las voces, sin comprender nada. Si me quiere tiene que hacerlo pronto, tiene que hacerlo ya, tiene que hacerlo hoy. Ese fue el orden que dio a sus pensamientos, ahí, con el rostro hundido en la almohada que conservaba aún el olor del cabello de Raúl. En el fondo de su corazón ella sabía que Raúl era incapaz de hacerlo y que su insistencia lo haría desistir de irse a vivir con ella. Han sido dos años lastimeros, pensó. Se dejó, de a poco, vencer por el sueño. Cuando despertó, dos horas después, llovía con fuerza. Se levantó a cerrar la ventana del balcón y apagó el estéreo sin prestar atención a las noticias de última hora. Luego abrió la ducha. Esperó a que el agua se calentara y se desnudó frente al espejo. Subió el brazo izquierdo y se palpó los senos. Con la mirada fija en su reflejo hizo una mueca, derrotada.

Era casi medio día cuando salió del banco. Tomó un taxi y sin pensarlo mucho dio la dirección del consultorio. Dejó caer la

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cabeza sobre el cojín del sillón. Miró el paño del techo, pensando, ahora, en que morir no estaría mal. Suspiró un largo aliento. Buscó en el bolso el celular. Nadie la había llamado esa mañana. Cerró los ojos y esperó a llegar para abrirlos de nuevo. Decidió en el trayecto que lo mejor sería abrir el sobre después de hablar con Raúl por teléfono. Quería saber si podría o no contar con su apoyo, si no se había olvidado de ella. “Pero... lo mejor será enfrentar esto sola”, pensó.

A las dos de la tarde estaba de vuelta en el apartamento. Se sentía un poco enferma. Miró el celular y Raúl aún no llamaba. Se recostó con el celular cerca a la almohada. Cuando despertó, cerca de las seis, la lluvia había terminado. Se recompuso y miró el celular, Raúl no había llamado. Tuvo ganas de llorar y entonces en un impulso rabioso discó el número de Raúl. No vuelvas jamás, pensó en decirle. Sí, eso será lo mejor. Enfrentar esto sola. Timbró varias veces y él no contestó. Marcó de nuevo. En ese momento victoria reparó en que el piso estaba húmedo. La ventana del balcón había quedado ligeramente abierta. El agua debió filtrarse por ahí. El teléfono timbró unas ocho veces y Raúl no contestó. Maldito desgraciado, pensó. Llena de ira, mientras se ponía en pie, discó a la casa de él. Sobre la mesa esperaba el sobre con los resultados. Caminó hacia la ventana y la aseguró. No puede ser que no contes-te, fue su siguiente pensamiento. El teléfono repicó ocho veces y nadie contestó. Volvió a la cama y se sentó a un costado. Con el rostro entre las manos rompió en llanto. Llamó de nuevo. Le dejo un mensaje y hasta nunca, pensó. El teléfono timbró una, dos... tres veces, luego escuchó una voz.

—Buena noche —dijo la voz femenina del otro lado.

Victoria guardó silencio. La voz que le hablaba sonaba afectada.

—Buenas noches —dijo Victoria tratando de mudar la voz, luego de reconocer la voz de Tatiana—. Busco al doctor Raúl Catillo.

Héctor Julio García Gaona17

La voz del otro lado rompió en llanto. Victoria escuchó que cerra-ban gabinetes y escuchó los sollozos de Tatiana. Sintió como si una corriente fría golpeara en su rostro. Lo hizo, pensó, el desgra-ciado lo hizo. Pero no fue de alegría que su corazón se llenó en aquel momento. Sintió pena por su amiga y pensó en que era justo que se las arreglara sola.

—¿Está todo bien? —preguntó Victoria.

Tatiana trató de tranquilizarse.

—Mi esposo no está —dijo y cortó.

Victoria colgó el teléfono en ese momento. Se levantó para asegurar la puerta principal del apartamento y apagar todas las luces. Fue hasta la ventana, la abrió y vio cómo el parque se sumía lentamente en una veteada oscuridad. Luego se recostó en su cama con los resultados en las manos. La almohada, que aún conservaba el perfu-me de Raúl, le produjo náuseas. La arrojó lejos y, por primera vez en dos años, se sintió en calma.

Entonces la tempestad18

Narciso Johanna Vanegas

Y de tanto contemplar su rostro, vio cómo el agua se llevaba su reflejo. Hubiera preferido morir de frío y no de tristeza, cuando las sirenas le arrancaron la piel del rostro.

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Desedio María Camila Tafur

“Puje. Vamos, necesito que puje más fuerte. ¡Está a punto de salir, siga pujando!” Luces blancas. Sientes el corazón en la cabeza, pujas. Abres las piernas hasta el límite, tu piel empapada en sudor; pujas, pujas. Una mezcolanza de sensaciones en tu sexo. Tu cuerpo parece no dar más y justo cuando estás a punto de rendirte: “Listo, ya estuvo”, así, como si fuera un pastel; entonces escuchas a un bebé llorar... o no.

Ves el mundo desde abajo. En un cumpleaños o cualquier día especial, recibes envuelta en papel brillante tu primera muñeca, con su cabeza y extremidades de plástico y su tronco de trapo. Tiene unos ojos azules grisáceos con párpados móviles que se abren en posición vertical y en posición horizontal se cierran. Y un botón en su pecho que al ser presionado emite un sonido de llanto. Un juego, una ilusión. La alimentas con comida invisible, la bañas sin agua, duermes a su lado, acaricias su espalda y le ruegas: “No llores, no llores más”. La mimas, la arrullas, la pones en un cochecito y la paseas por el parque.

Creces. Conoces al hombre rubio. Besar, tocar, lamer. Un torbellino en tus pezones: los acaricia con sus labios, con sus dientes, o los palpa con las yemas de sus dedos mientras desliza su lengua por tu oído. Con su aliento roza tu cuello, usa su barba, apenas perceptible, para acariciar tus hombros, tu pecho. Baja despacio, besa tu abdomen, dibuja espirales en tus caderas con sus uñas. Su lengua te descubre. Aprietas tus puños húmedos, mordisqueas tu labio inferior, tomas su cabeza entre tus manos, hundes tus dedos en sus cabellos. Su

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lengua te descubre. Te mueves serpenteando, te detienes sobre él, bajas, subes y bajas o haces círculos con tus caderas. Puedes verlo, encantado. Tiemblas, tiemblas de placer. En un instante todo se detiene, cierras los ojos mientras clavas tus uñas en su pecho.

Un bulto minúsculo se asoma en tu abdomen, con el paso de los meses se vuelve enorme, tanto que sientes que tu piel va a agrietar-se, que en algún momento se abrirá y lo que tienes dentro saldrá a volar. Ríes por tus ocurrencias, lo acaricias y le hablas frente a un espejo mientras el hombre rubio lo besa.

En las noches te acomodas sobre tu costado derecho o izquierdo, o boca arriba, pones almohadas entre y bajo tus piernas, estiras los brazos, los recoges: nada funciona. El único remedio para el insomnio es que él masajee tu cabeza.

Te enteras de que será una niña, la sientes moverse dentro de ti y de vez en cuando puedes ver un piecito esbozarse en la piel de tu vientre. Pintas una habitación, la decoras con papel tapiz, una cuna, persianas y un armario lleno de prendas diminutas. Hasta que un 24 de septiembre, mientras estás en el cine, un líquido tibio se resbala entre tus piernas.

Inhalas, exhalas —un dolor insoportable te interrumpe—, inha-las, exhalas como te dijeron que debías hacerlo; el hombre rubio detiene un taxi. Adentro aprieta tu mano, está temblando, solo hasta ese momento notas que luce pálido, sin embargo intenta darte aliento. Las contracciones aumentan, llegas al hospital, entras a una sala llena de mujeres que gritan —¡estás tan asustada!—. Observas impactada a una de ellas que tiene las venas de la frente brotadas, los párpados apretados y gime de dolor. Unos minutos después, oyes el llanto de un recién nacido.

Es tu turno. Te acuestas en una camilla, comienzas a pujar.

Ves al hombre rubio con lágrimas en sus ojos; intenta besarte pero lo rechazas. Estás exhausta.

María Camila Tafur21

* * *

La observas, ¡es tan bella! Está un poco sucia, pero luego cuando esté limpia seguramente se verá hermosa.

Tomas del armario el traje más pequeño, se lo pones, le aplicas loción y la peinas —tiene bastante cabello—.

Decides que no dormirá en su cuna sino contigo, en tu habitación. Masajeas tus senos para extraer leche y la envasas en un biberón. Acomodas a tu chiquilla entre tus brazos e introduces el chupo en su boca, el líquido se desliza por su mentón hasta el babero que le has colocado antes. Limpias los restos de leche en su cuello, le cantas canciones de cuna dándole ligeras palmaditas en la espalda. La miras a los ojos, acaricias su perfecto y suave rostro, la acuestas a tu lado envuelta en una cobija. Sus ojos se cierran. Sujetas su mano y cantas hasta dormirte.

Tienes sueños extraños. A mitad de la noche un llanto te despier-ta; no, no es el de ella, es el tuyo.

Te sientas sobre la cama. Sus ojos siguen cerrados. La alzas, la ubicas frente a ti y sus ojos se abren. Lágrimas resbalan por tus mejillas. Le das un abrazo fuerte y llora. Es un llanto hermoso, basta para que te calmes. Besas su frente, la acuestas a tu lado y presionas su pecho, ella llora de nuevo: “No dejaré que nada malo te pase, estoy aquí para protegerte. Eres mi tesoro”. La besas una vez más. Duermes.

Alguien golpea a tu puerta; es extraño, hace mucho dejaste de recibir visitas. La abres —reconoces ese rostro— y de inmediato empleas toda tu fuerza para intentar cerrarla, pero él: el hombre rubio, con los ojos enlagunados, la detiene. Sientes un vacío infi-nito en el estómago, un frío recorre todo tu cuerpo. Corres, corres a tu habitación a ver a tu niña. Duerme plácidamente; te acercas a ella, pones tu mano en su rostro... Está frío, rígido, su piel ha

Desedio22

desaparecido, se ha transformado en plástico, ¡plástico! La levantas agarrándola de la cabeza y entonces abre sus ojos azul grisáceo, sus redondos y enormes ojos. Gritas desesperada y la tiras al suelo.

Lloras, lloras como tu bebé no lo hizo. Pujas, aún pujas. Vives en un parto eterno.

María Camila Tafur23

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Ruptura Karol Nieto

—Ya, tranquila. Se consigue otro y listo.

—Sí, pero... es que —solloza y se ahoga buscando las palabras— significaba mucho para mí... significaba todo para mí.

—Yo sé que era importante y que hay muchas cosas que serán difíciles de recuperar, pero pues cálmese.

—Es que usted no entiende —responde—. Era mi apoyo, era lo que me hacía levantar en las mañanas, me aconsejaba... Creo que sobre todo son los recuerdos.

—Debería ir al psicólogo.

—¡Usted no entiende! ¡Nadie entiende! Me quedé incompleta, como si me hubieran quitado un brazo.

Coge su bolso y de un salto sale a la calle. Empieza a caminar con pasos inseguros sin saber a dónde dirigirse. “Lo que me falta es que se me rompa un tacón y termino de hacer el día”. Un bus pasa a toda velocidad sobre un charco muy cerca de ella y moja por completo su falda blanca. Pega un grito, se le vuelven a salir las lágrimas y empieza a correr pensando que el tacón se le romperá. Sin proponérselo llega a la oficina, en donde todo ya está oscuro; se mira los pies y ve que sus tacones están intactos: “ahorita se rompe”. Da media vuelta y se dirige al paradero, adonde se suponía que debería ir en primer lugar. Espera cinco, diez, quince, veinte minutos y no pasa el que le sirve. Insulta cada vez más fuerte al bus, al señor del bus, a ella misma, a la vida, al señor que pasa ofreciendo cigarrillos, a la hora, a la noche, al tacón que se le

25Karol Nieto

romperá, a la vida de nuevo. Por fin llega y, aunque al principio tiene que irse de pie, consigue fácil un puesto.

Llega a su destino y camina rápido. Se mira los pies esperando que el tacón se rompa, pero luego mira a la nada y le entran ganas de llorar; mas no va a llorar en la calle. Prácticamente trota en los últimos cuatro metros que la separan de su casa. Cierra con fuerza la puerta apenas entra, tira el bolso en un sofá y se quita los tacones que todo el día permanecieron intactos. Se dirige a la cocina, coge el tarro de nescafé enterrándole las uñas —ahorita se rompe—, se termina de servir su bebida, tira el tarro sobre el mesón y lo mira con odio porque sigue intacto, corre hacia la cama y empieza a sorber el café entre sollozos. No se da cuenta a qué hora se queda dormida.

A la mañana siguiente se despierta y no sabe qué hora es. Maldice a los cuatro vientos y luego recuerda que es sábado, vuelve a maldecir por no haberse acordado. Pasa el día canaleando y en pijama. No sale a nada, no habla con nadie, solo se queda frente al televisor.

El lunes sale temprano para el trabajo, habla solo lo estrictamente necesario. A la hora del almuerzo se va a mirar celulares, paga uno de última tecnología con la tarjeta de crédito. Vuelve a la oficina sin haber comido y empieza a revisar el celular, se da cuenta de que tiene muchas más cosas que el anterior y se emociona.

—Venga y estrenamos el celular tomándonos una foto —le dice a su compañera, que la cree loca.

—¿Sí ve? ¿Ya está mejor? —contesta mirándola a ella en vez de la pantalla.

—Sí claro, a este sí lo voy a cuidar mucho y no se me va a perder. Además, pagué un seguro, si este también se me pierde, en la empresa me lo reponen. No hay pierde.

Su interlocutora niega con la cabeza mirando su sonrisa, suspira y sonríe mirando el nuevo compañero incondicional de su amiga.

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Sin aliento Edwin Uribe

Carente de gracia, sin voluntad alguna, el no dormir empezó a hacer parte de su rutina. Desdichado y ojeroso, se lanza-ba sobre la silla de su escritorio un hombre de cabello oscuro, ojos cafés y piel blanca. Sus uñas, roídas por efecto de la ansiedad, daban testimonio del mal que lo aquejaba. Espectros rondaban en espiral por las fisuras de sus oídos. Caían en membranas acolcho-nadas de músculos atrofiados.

Llevaba allí horas encorvado. Golpeaba la madera con fuerza, sonidos en clave morse se desprendían de ella y, como si fuese un mensaje oculto, propio de un conjuro maldito, las moscas y todo bicho, volador o rastrero, acudieron a él. Llenaron su habitación, hicieron nido en su pelo, se hospedaron en su estómago, desterra-ron sus dientes, ahuecaron su pecho, se robaron su aliento.

Al amanecer se levantó. Tomó un vaso y lo llenó de té. Abrió las ventanas y dejó que un rayo de sol bañara su cara. Sacó del clóset un vestido negro. Orgulloso de sí, sonrió en el espejo. Levantó del suelo su maletín. Agarró un puñado de hojas del escritorio y con sorpresa exclamó:

—Hoy la lista de visitas es larga. No me esperen para cenar. Coman ustedes, les enviaré a alguien que no quiera pasar su eternidad en el limbo.

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Edwin Uribe

Las lágrimas amargas

Todos veíamos por televisión lo que ocurría, y fue particularmen-te incómodo cuando mi madre sugirió cambiar el canal, a pesar de que mi padre y mi tía insistieron en que querían seguir viendo. Era el programa de Oprah Winfrey, y se hablaba particularmente del trastorno bipolar. Lo explicaba de alguna manera y daba a entender que, aun siendo cierto que Mary Kay lo padeciera —ella insistía que no—, en todo caso era culpable y nada justificaba el abuso sexual de un menor. Mis ojos se tornaron borrosos, intuía que tenía ganas de llorar, más por tener dieciséis años y ser virgen que porque sintiera empatía por Mary Kay y Vili. ¡Vili se acosta-

El momento más deprimente del juicio fue, sin duda, cuando, ante la presión de las circunstancias, Mary Kay

admitió, entre lágrimas, que reconocía lo equivocado que tanto legal como moralmente había sido su proceder fue un

momento de traición ética: exactamente, de “transacción con el deseo que había sentido”. Su culpabilidad, en ese momen-

to, estaba, precisamente, en la renuncia a su pasión.

SLAVOJ ZIZEK

Mary Kayde

Letourneau Mauricio Palacios

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ba con esa rubia, con su profesora, y yo tenía que conformarme con la paja! No era justo, definitivamente no lo era. Mi padre y mi tía miraban con intensidad la pantalla, mi madre se había ido a la cocina y yo sentía una lágrima en mi ojo, como un huracán en el Caribe, o la mancha de Júpiter. Cuando pasaron a comerciales, aproveché para irme a mi cuarto y me acosté en la cama.

El rostro rosado y el cabello rubio de Mary Kay aparecieron en mi mente apenas cerré los ojos. Sentí un bulto en la entrepierna y una necesidad urgente. Tenía que luchar contra aquello. No, no había esperanza. Ni siquiera estaba en clases, estaba en vacaciones y no había profesoras o compañeras a la vista. Aun así debía luchar, mi deber era luchar. La vergüenza que sentiría, la inferioridad. Pasar a la soledad que queda, ese vacío que se lleva el agua del inodoro. Pero siempre es en vano luchar. Al demonio con la fuerza de voluntad.

Pasé días con la mirada alicaída y sin ganas de hacer mucho más que ver televisión. Durante aquellos días mis padres hablaban en español, yo también, aunque a mí no me hablaban demasiado porque después se perdía el idioma. Y todo el esfuerzo, maldito esfuerzo, gran esfuerzo de vivir en los Estados Unidos. Hay que hacerlo bien. Mi padre era el más insistente en eso. Prefiguraba todo para mí: beca en la universidad, esposa rubia, futuro empresario o asesor.

Los días pasaron con pausada angustia y un aburrimiento tenaz, capaz de socavar a cualquiera. Sin embargo era cómodo. Veía dibu-jos animados y películas de acción. Evitaba las románticas, aunque a veces, cuando pasaban una a las doce de la noche, la veía entre las sabanas y fantaseaba con aquel amor que vendría. ¡Redención!

En el fondo, mi vida era como pasar toda la mañana viendo Los castores cascarrabias: un aburrido programa de un tedioso color sepia; cuando hay humor es exasperante, y los personajes, dos castores petulantes, son insoportables. Sin embargo lo ves en espera de que cambie el programa, aunque sepas (o quizá no) que

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es una programación especial y durará toda la mañana. Igual no quieres cambiar de canal por miedo a que pase algo inesperado. Por otro lado, quizá también te sea indiferente cambiarlo. Enton-ces pasas toda la mañana viendo Los castores cascarrabias.

Un punto de fuga para mi vida era la historia de Mary Kay y Vili, por más dolor y vacío que me causara. Era como si estuviera vien-do Los castores cascarrabias en la noche y se fuera la luz. La familia se dirigiría a la sala y encendería velas; todos se verían las caras. El único diálogo posible sería para preguntar por pilas, linternas, velas y cuándo volverá la luz. Y mirarse las caras. En casos así sales de una realidad para entrar en otra y, por más moles-tias que cause, cambia el panorama. Los rostros cambian, la forma de caminar, la silueta de las sombras de las manos. Eso jamás pasa en Estados Unidos, pero antes de venirnos era casi un ritual que entraba en nuestra vida familiar intempestivamente, sin aviso, y acababa de igual forma. La luz y los aparatos electrónicos se encen-dían y todo volvía a la normalidad.

El rostro lacrimoso de Mary Kay entraba en pantalla. A veces salían fotos de ella con Vili. Oprah hablaba de ello noche tras noche en su programa. Me preguntaba si alguna vez consideraría que estaba en un error, y me debatía entre querer que se arrepin-tiera y querer que saliera libre con su amor. Me daba envidia, más con Vili que con ella, y cuando Oprah aseguraba que era culpable casi quería creerle. Otro día, el abogado justificó lo del trastorno bipolar y la opinión pública se puso seriamente a favor de esta opinión. Yo pensaba: si ella es bipolar, ¿lo es por amor? ¿O ama por ser bipolar? Luego de ver su rostro en la pantalla corría a masturbarme. No había necesidad de pornografía (tenía escondi-dos bajo la cama dos videocasetes de pornografía hardcore y lésbica, respectivamente), ni siquiera de fantasear demasiado, nada que no fuera con Mary Kay. Era enfermizo y me sentía mal, pero no podía evitarlo. Sentía que Mary Kay debería haber sido mi

Mauricio Palacios

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profesora y no la de Vili. En otra dimensión sería así. Si yo hubie-ra sido Vili, también me hubiera ocurrido. Si hubiera llegado antes a Estados Unidos. Si hubiera sabido de su tragedia, de su miseria, y hubiera sido yo su joven redentor. Por el amor encontraría en mí (también de una minoría étnica como Vili, pero encima extranje-ro) una redención a todos los males de este mundo.

—Esto es un desastre, mira.

La casa se me venía encima. Mi madre peleaba con mi padre, le adjudicaba errores económicos y problemas en general.

—Siempre quieres tener la razón y no siempre puedes tener la razón. A veces siento que fue un error venir a Estados Unidos, ¡me voy a devolver! ¡Me voy a devolver! —sollozaba ante la mirada impasible de mi padre, que no era ningún pusilánime.

—¡Qué fue! Compórtate, Marta. Compórtate. Así no te va a respetar el muchacho. La casa, con sus paredes, sus recovecos, sus armarios, se me venía encima. El jardín gringo con el que siempre soñé de niño en el fondo no era gran cosa.

Comencé sintiéndome inherentemente rico y privilegiado al llegar a Estados Unidos. Alguien superior por estar en esta tierra de libertad. Me sentía realizando un sueño, llegando a una cumbre. Las casas suburbanas me dieron la impresión de que llegaba a una película. Me dije: entonces esta es la puerta al cine, a la realidad. Hasta hace poco no percibí la vulgaridad del asunto, la medianía de todo esto, la sencillez y abulia que esto representa y la realidad de lo que es. Siempre he tenido la sensación de que muchas cosas que sabré a los veinte me servirían ahora y que asuntos que sé ahora me hubieran servido a los doce. Que siempre sé lo que debo saber cuándo ya no lo necesito o cuando ya es demasiado tarde. Mary Kay, su presagio, su ascenso sobre mi vida, era algo completamente distinto.

El discurso público en torno a su presunto trastorno bipolar fue en ascenso, incluso fue sustentado por sus defensores. Un día ella

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se quebró, y viví ese momento más intensamente que durante el resto de mi corta vida. Se quebró en público, se desmoronó. Admi-tió su derrota. En sus ojos se veía que lo admitía. No triunfó el amor, eso decía su rostro compungido, sus facciones desmoronadas por la pena y el llanto. Reconocía su error tanto moral como legal. Durante un pequeño instante me puse en los zapatos de Vili y no lloré tanto por Mary Kay como por la desazón de Vili. La triste-za de Vili, aquel que sí amó de verdad, que sí pudo tener lo que yo no he tenido más que en mis desahuciadas fantasías. El sufri-miento de Mary Kay me compungía, pero también me compungía yo mismo al hacerme Vili. A través del televisor, de los programas que aireaban la polémica y de las conclusiones del juicio, dejaba de ser yo y me hacía Vili; así sufría doblemente por Mary Kay Letour-neau. Por no tenerla, aunque la hubiera amado más que a nadie. Y por ponerme en los zapatos de Vili; tenerla para luego perderla para siempre. Todo este desastre causaba en mí las masturbaciones más tristes y furiosas que uno pueda imaginar.

—Déjenme escuchar, estoy viendo la televisión, por favor hagan silencio —les dije a mis padres cuando pasaban las noticias sobre los resultados finales de Mary Kay Letorneau. Su rostro estaba ahora lleno de lágrimas, pero parecía serena. Se había dictamina-do que padecía trastorno bipolar y que durante un súbito ataque maníaco había abusado del joven Vili. Mis padres fruncieron el ceño y me miraron con extrañeza. No siguieron peleando, y se fueron cada uno por su lado. Mi padre hizo un ademán de golpear-me, una amenaza, pero desde que habíamos llegado a Estados Unidos no lo había hecho. Mis ojos y mis oídos, también mi corazón, se esforzaban en captar fijamente la televisión. Cada instante, cada segundo en que la jueza dictaminaba que Mary Kay Letourneau era una persona maníaco-depresiva y que debía ser encerrada y tratada con medicación, mi corazón se empequeñecía más y aguantaba el impulso de mis lágrimas por salir. Durante

Mauricio Palacios

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unos segundos viví tan intensamente como se puede vivir a mi edad. Sentí tanta tristeza ajena como una empatía exasperante y lamenté sinceramente no ser Vili, o al menos haber estado en su lugar. A nosotros no nos hubieran descubierto. Hubiera huido llevándola conmigo. ¡Hubiéramos sido héroes, aunque solo fuera por un día! ¡Aunque luego nos hubieran abaleado! Todo contra viento y marea, pero a lo bravo, a lo macho. Nos hubiéramos ido en barco a Europa. O a China. O hubiéramos ido a mi país. Ella sería profesora de inglés y yo vendería zapatos o algo así. ¡Qué terrible esta vida en donde ni siquiera podemos vivir las desgracias que queremos! La transmisión había acabado y yo seguía frente al televisor con la mente en blanco y los ojos perdidos. Fulminado por la desgracia, necesitaba masturbarme pero no tenía fuerzas para ir al baño. Mi padre se acercaba desde atrás con la correa en la mano. Sabía qué esperar; no solo eso, lo necesitaba. No sería una redención total pero el dolor me calmaría. Por primera vez en mi vida me quedé quieto y esperé con gusto el primer correazo. Mi padre al final dio media vuelta y siguió de largo. Me puse a llorar. ¡Oh, Mary Kay! ¡No te voy a conocer ahora, pero cómo te amo de igual manera!

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Lluvia detenida

Natalia Gordillo

Monín, pensar que no estábamos en época de lluvia y eso nos ponía de buen humor. La temperatura bajaba, se podía salir de la casa, abrir las ventanas y dejar que la madera del piso se desprendiera del encierro. Poníamos el maíz recién cosechado en el asador y Riba preparaba arroz con pollo, como haciendo un tributo al puntual cambio de estaciones. Hacíamos el riego del campo todos los días a mano porque el cultivo era lo suficiente-mente pequeño para los dos y no había necesidad de instalar aspersores. Ella decía que, en cualquier caso, cuando llegara la temporada de lluvias, las máquinas podrían romperse con gran facilidad.

Nuestro encuentro en medio de esta granja baldía había sucedido hace ya varios riegos. Como yo, Monín, Riba apareció de repente dentro de la casa, sentada frente a la ventana con una mirada vaga, que no demostraba mayor confusión. Antes de ella, yo solo me reducía al bajar y subir de la escalera, al sonido de la cafetera anunciando el café, a la lectura de las mismas páginas en el tercer número de Armas de Fuego; ¿la recuerdas, Monín? La revista de Intermedio Editores que costaba ciento ochenta pesos, la que en silencio desaprobabas ver sobre la mesita de café, cruzando tus piernas con sutileza y mirándome con los ojos que luego te heredé. Fue Riba la que pensó en cosechar maíz, en utilizar las semillas

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en los costales que yo no había advertido. Desde ese día, a ella le bastaba con la ventana para entretenerse: se sentaba en el banqui-to y veía hacia afuera, hacia las astromelias y las plantas de maíz. Durábamos mucho tiempo viendo crecer nuestra cosecha, fingien-do a veces que anochecía, que volveríamos a ver la luna aunque nunca se desplazara la luz del sol. La única forma de calcular el paso del tiempo estaba lejos del reloj y más cerca de los piecitos del maíz asomándose.

Aunque siempre negaba un poco su temor a las siluetas negras en el suelo, entre Riba y yo parecía haber alguna clase de acuerdo mudo, como si nos hubiéramos prometido no mirar hacia arriba. Me preguntaba cómo habían aparecido, pero yo no podía respon-derle porque estaban allí desde antes que yo llegara.

Fue lento, Monín, como verte preparándoles el desayuno a los obreros. Lo supimos vagamente cuando ya caía la tarde: el presa-gio soleado se había quedado corto e iba a llover. Si uno lo pensa-ba lento, haber pasado tanto tiempo encontrándole forma a las nubes nunca fue tan significativo como entonces, cuando empezó a tronar el cielo soleado; recordarme echado sobre el pastal pardo de tu casa al medio día ya no lograba rellenar las áridas hendidu-ras de este campo desierto, y las zanjas en la tierra se habían convertido de pronto en las marcas de un braille indescifrado de lo que en ellas se reflejaba.

El contento se escapó pronto del tinto, y solo quedó el sabor a tierra líquida. Estaba oscureciéndose el día y la luz que entraba por las ventanas era similar a bajar una luz gradual muy lentamen-te. Me asustaba haber rogado tantas veces por la luna, y me arre-pentí en el instante en que las siluetas se fundieron con la tierra cubriéndose del color gris que hace tanto había dejado de recono-cer. Sentía en los labios la pronta similitud entre cavar para ti las zanjas de las flores (pasándome los dedos llenos de barro por la boca, con inmenso descuido) y la nueva traición seca de la gravedad

Lluvia detenida

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aullando desde arriba. Comencé a percibir el olor a tierra mojada con esa curiosa anticipación que tanto te sorprendía cuando yo era apenas un niño. Riba y yo, Monín, tan confundidos, tan emocio-nados antes por la primavera y de pronto, de la nada: el calor y su lluvia insoportable, el gris contradictorio ocultando un mediodía que nunca desaparecía. Entramos el maíz del asador con una torpeza casi angustiosa, al menos para alguien como yo, que pudo bancarse el salvajismo de la selva con tanta seguridad antes de llegar aquí. Cerramos las puertas y nos sentamos junto a la ventana (ya trancada, con la clavijita floja) a esperar. Antes de cerrar las corti-nas, las sombras de los cuerpos dejaron de verse en el suelo; y fue en ese instante, Monín, que cayó el primero, justo cuando Riba observaba por la ventana.

Qué difícil es hacer memoria en mis circunstancias, tratar de poner-me en tus zapatos de tacón bajito, en los pies que antes fueron de botas pantaneras, cuando todo giraba en torno al fusil, al jeep y a la finca, solo para anhelar remotamente haber podido heredar tu coraje. Pensar, Monín, que tú y yo nos estremecíamos en las noches de tormenta por el sonido de las tejas cuando las golpeaba el agua, que nos conmocionábamos por el escándalo de algunos truenos en la noche. Ni la tormenta más fuerte que lograras imaginar, Monín, se podría comparar con esta lluvia. Poder percibir el olor a tierra mojada ya no resultaba ser nada más que un presagio ciego, y solo hasta la caída de ese primero pude comprender que yo solo era capaz de anunciar la lluvia y no el empapamiento del suelo.

No había que comprenderlo, aunque aquí el clima nunca se equi-vocara. Mi mayor temor se convertía lentamente en hallarte a ti entre el campo, atreverme a salir durante una tormenta y tal vez verte, vertiginosa, hacia el suelo. No teníamos más opción que ocultarnos en el sofá y hundirnos entre los cojines, temiendo que, acaso, el próximo cayera sobre la casa. Cerramos las cortinas, nos restamos a oír cundidos de miedo. Se escuchaban bajar uno tras

Natalia Gordillo

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otro, vencidos en ese sonido sordo, propio de los costales que se sueltan sin querer desde un lugar muy alto. Llovían las siluetas que Riba y yo acordamos, en silencio, no ver, Monín; las siluetas que ahora eran carne y se volvían sin aparente intención gotas carentes de ligereza. Riba convulsionaba como debían estar haciéndolo, probablemente, las sombras afuera de la casa. Es impresionante cómo los cuerpos parecieron detener su f lote, rindiéndose de repente a la tierra con tanta facilidad; no es fácil, igual que con los truenos. Cómo extrañaba ahora las nubes de ese lado, Monín, las nubes certeras y aseguradamente lejos; cómo extrañaba temerle de manera tan ingenua a la lluvia, y no tener que resignarme a oír cómo la cosecha se desquebraja ante los llovidos, ante esas gotas inmensas de carne que se dejaban al suelo sólidas, pesadas, sin pedir ayuda, sin hacer ruido.

Ojalá hubiera pasado rápido, Monín. Ojalá los surcos del arado no se hubieran deshecho por esta lluvia inesperada, por el desacier-to de un cielo confundido. Ojalá Riba no hubiera tenido que escuchar el sonido de sus tallos de maíz quebrándose contra el suelo húmedo ante el desplome de los cuerpos; la ruptura del techo cuando estos comenzaron a atravesar el segundo piso. Ojalá nues-tro techo no hubiera emprendido su desmoronamiento tan pron-to para que no hubiera tenido que ver hacia arriba, Monín, y encontrarte pendular entre la madera del segundo y el primer piso, con tu cuerpo desnudo, viejo y enorme, alcanzándome tan preci-pitadamente, clausurando la lluvia como si se tratase del final de un acto de magia, confirmando que ya no quedaría rastro de las siluetas negras reflejadas en el suelo, ni en el suelo uno de aquellas formas que las producían.

¿Has visto cómo ha llovido, Monín? ¿Oíste también en tu caída el desprendimiento de este cielo como yo?

Lluvia detenida

álulaspoesía

[á.lu.las]

Las álulas son un grupo muy pequeño de plumas que están en el borde interior del ala, en su parte superior. Son indispensables en el aire y por esto se les asocia más a un vuelo que a un aterrizaje. Al ser las encargadas de enfrentarse al viento, permiten un vuelo lento, sin caídas inesperadas, lo que las une a la indispensable necesidad de equilibro.

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David Moreu

Son tantos los lenguajes de tu aurora que aún con todas mis palabras erguidas

no he podido llegar a descifrarlos.

Las manchas de tu cuero se anudan en el aire creando cadenas de símbolos y figuras

que se desprenden en dirección a la caída del tiempo.

Pasas cada noche con la llaga de tu cráneo abierta

intentando aspirar cada brote de la tierra que cargas y siembras en el pedazo de sombra

en donde habitas.

Eres Inmensa Cada uno de los continentes se ilumina

cuando arrastras tu lengua por el borde de sus pupilas.

Si supieras hablar tu vocabulario constaría de tres vibraciones,

resumirías la existencia a tres vibraciones con tres volúmenes distintos y tres maneras de articularse

ante los hombres.

Descripciónde una raíz

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Una por los latidos de una herida, otra por el rumor de un escarabajo

y la última por el sonido de una llama

ardiendo entre la corteza de los árboles.

Eres Infinita

Tus pulmones se invierten anclándose a la raíz del cielo tus pechos descienden y se enroscan en las rocas

tus piernas cruzadas sostienen cada una por su lado el límite de las olas.

Eres Mía

Guardas en ti cada uno de los universos

que con mis manos moldeo en el fondo de la lluvia.

Descripción de una raíz

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TemploJuan Pablo Rodríguez

En las viejas paredes del templo que entraño vi las fisuras, como rostros fragmentados

y elegidos en mi memoria. Escuché sus palabras,

huellas de una gran herida: Soy un poema,

escúchame, mánchate conmigo

el alma tornasolada.

Soy el poema que tengo tallado en las figuras cósmicas del templo:

un respiro le alcanza al cuerpo para saber qué canta y qué tendrá que cantar.

Es puramente luz manifiesta en el cromosoma acongojado

por su piel descollante. La conciencia en el hueso

sabe más de blancura que de resistencia. Saben ser cimiento los pies que resbalan.

En aquel templo vi sin ver y escuché en silencio

el llanto tranquilo, rítmico de mi organismo

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al producir en soledad un grano,

un ápice de paz.

Soy este poema, atraviésame el núcleo

con el enjambre líquido de un vacío que se hace hogar

en medio de otro vacío más grande. Soy este poema,

entiérrame en el páramo húmedo de tu corazón para que florezca en silencio y no se le quiebren las raíces.

Vi en la claridad del sueño un templo dentro de otro templo,

las piedras alrededor del árbol, el árbol antorche azul en el bosque,

los ojos buitres aguantando la respiración, Santiago y Edgar: colibríes adscritos al poder del altar,

Iván y yo mansamente asustados, las paredes al derredor del árbol,

y los signos digitados en su corteza: tenían inscripciones,

como las escamas de un pescado que se pierde en el mar

solo para buscar en su piel de nuevo el rumbo.

Tenían palabras en otras lenguas, tenían lenguas con otras conciencias,

conciencias encapuchadas por otros árboles,

quienes, en perpetua venia hacia el cielo y el agua, saben proteger la magia,

atestiguándola únicamente.

Templo

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Tal espacio reverberaba en la oscuridad como una luciérnaga que logra discernir entre las sombras

su milagro hecho de cenizas luminosas.

Y después despierto y el gato me muerde

y algo ha sido transformado para siempre.

Recuerdo el templo y dibujo letras que ojalá señalen siquiera

la gran claridad que habitó esa noche cuando una pared habló, diciendo:

Soy un poema, atraviésame.

Juan Pablo Rodríguez

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Grieta

Johanna Vanegas

Habré de custodiar la boca del mundo donde se ha pronunciado el clamor del útero de Dios. Sus hijos atraviesan la grieta para llorar la vida, la misma que rompen, cosen, mutilan y besan en la ceguera. Allí laceran su peso y su hambre en el silencio rojo de su llanto. Se ausentan de ella sin saber que es el ojo por donde Dios nos ve.

mayor

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Johanna Vanegas

Viaje a través del cuerpo del sueño María Paula Maldonado

I

Soñar es ser funámbulo sagaz

Descendí o ella descendió por el cuerpo habitado de alguna de las dos.

Desde el norte sin fondo hasta el alto sur buscaba una entrada, pero las raíces que nacían del cielo eran las mismas que hacían [surcos en la tierra. Ávida de voz, recorría las estrías y cráteres del flotante cuerpo. Violentos dedos y débil piel de plastilina. Era, como los que viven muriendo. Una isla respirando. Los pies lamen la silueta y tantean la hierba en las piernas.

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Una sombra grita y los ojos se tragan sus párpados de repente. Absortos los pasos no atravesaron, como creían, el pantano prometido y sus plantas solo rozaron las copas orgullosas de los árboles.

¿Es más doloroso despertar o soñarse despierto?

II

Ambiciosa, buscaba la fiebre en las sábanas y las verdades en las bocas.

Se seca Me seco en ella El dolor se queja:

Es la vertiginosa caída por la espalda de los ojos lo que me sala la boca y me cuece la fe. El nudo que palpita es un solo hilo de crudos lugares donde voces como coágulos se arremolinan. Y en los poros del alma hay éxtasis ante la incertidumbre. Se estallan las pupilas como bombillas ante tanta luz. Lo certero se hace sombra y la lengua entorpece. La verdad, si se ase, aniquila.

Y en el sudor del ensueño reza esta ofrenda:

Hija de mi baile, que moras entre mis manos como un pez respirando donde germina una quebrada

Viaje a través del cuerpo del sueño

49María Paula Maldonado

¡Déjate ir! Y si la noche penetra con su árida voz y dentro de ti el oasis grita ¡Déjate llegar! El descanso eres tú.

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Indecisión Santiago Erazo

Amputo dedos a personas no gratas —cuerpos ya inertes— como deshojando marchitas margaritas:

Lo odio mucho Lo odio poco

Lo odio mucho Lo odio poco

Lo odio mucho Lo odio poco.

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Retrato de un

pénduloDavid Moreu

Todo el tiempo te reescribes.

Todo el tiempo te reescribes en el diluvio que dejan tus [pasos.

Te reescribes en el tablero de la noche hundes las manos en su mármol

te deleitas con cada una de las figuras que repiten su incesante movimiento.

Te reescribes en la bruma que dejaron las palabras de cada uno de tus antepasados

en sus poemas fugitivos en donde habitan sombras de madera

colecciones de antípodas buques al borde de una tierra plana

vocales al borde de la extinción.

Todo el tiempo te reescribes tarareando nimiedades creando seres

exprimiendo sus curvas delimitando su terreno tanteando su diámetro expandiendo sus límites

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tallando su figura con el borde de tus dedos.

Te reescribes cuando oprimes el aire contra las teclas de tu [pecho.

Cuando la marimba de tu columna vertebrada inscribe en sus tonos las voces de los animales.

Todo el tiempo te reescribes. Te reescribes cuando imprimes en el aire

cada una de las exhalaciones de tus músculos abiertos. Cuando frotas tus huesos en la cabeza del tambor

hasta pronunciar la chispa que te mantiene incandescente.

Así te reescribes.

Descubriendo la dirección de tus pálpitos articulando sus vertientes

con el sudor que brota de tus encías calientes con la savia que envejece entre tu sexo primero.

Así sigues reescribiéndote desgajando el ritmo

hasta simular con tu boca cada una de sus sílabas.

Así tranquilamente

te detienes.

Sueltas el péndulo que oscilando en tu garganta

aprieta la continuidad de tu saliva hasta convertirla en carne.

Retrato de un péndulo

apteriliosespacio del lector

Alapalabra deja esta sección exclusivamente en manos de sus lectores, para que, sin apegarse solo a recorrer con sus ojos su contenido, participen en la revista de una forma alterna a las convocatorias de narrativa, poesía y ensayo.

[ap.te.ri.lios]

Los lectores que quieran compartir las creaciones resultantes de esta sección lo pueden hacer a través del hashtag #yoleoalapalabra, en las páginas de Facebook o Instagram de la revista. Las dos creaciones más originales saldrán en el próximo número de Alapalabra.

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[para escribir o dibujar]

La preparación editorial de este número de Alapalabra estuvo a cargo de la Coordinación Editorial de la

Universidad Central.

En la composición del texto se utilizaron fuentes Quicksand y Centaur. En las páginas interiores se utilizó papel Holmen Book de 60 g y en la cubierta, papel Royal Sundance Warm White de 176 g. La revista se terminó de imprimir en Editorial Kimpres SAS, en septiembre

de 2015, en la ciudad de Bogotá.