Excalibur (Britannia. Libro 1) - ForuQ...Capítulo 1 Cuando una dama de Ávalon te roza con los...

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A todos los amantes de laleyenda Artúrica. A los que

creen en el poder de lashistorias para engendrar

universos y transformarnuestras vidas.

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«Toda tecnología losuficientemente avanzada es

indistinguible de la magia».

Perfiles del futuro, Arthur CClarke

(tercera ley de Clarke)

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LIBRO El reino invisible

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Capítulo 1 Cuando una dama de Ávalon te roza con losdedos es imposible no estremecerse. Su pielparece mármol vivo, como si por sus venascorriese agua del primer deshielo de marzo enlugar de sangre. Agua helada de las tierras altasdel norte, donde los pictos tiñen de azul suspómulos antes de ir a la batalla. Donde ellas, lasmujeres mágicas, acuden a veces a buscar lasbayas mortales que necesitan para sus pociones.

Gwenn se incorporó en la oscuridad. Abriólos ojos y trató de interpretar, más allá de lastelarañas confusas del sueño interrumpido, elrostro siempre en calma de Nimúe.

—Sabía que eras tú antes de verte —dijo—.Hay algo raro en tus manos. ¿Es verdad que la

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sangre de las damas de Ávalon es blanca, comola savia del diente de león? Lo he oído decir.

—No te he despertado en mitad de la nochepara escuchar tonterías, Gwenn. Tienes queprepararte. Los planes se han adelantado. Nosvamos ahora.

Gwenn miró hacia la ventana. El resplandorde las llamas que aún devoraban las ruinas de lamuralla al oeste de la ciudad se reflejaba en elcielo como en un espejo negro.

—¿Ya han entrado? —preguntó.—¿Los sajones? No, no han entrado todavía,

pero es cuestión de horas. Eso dice Merlín, y yasabes que él tiene sus fuentes de información.Está abajo, esperándote.

Nimúe se volvió hacia la puerta y, con ungesto mínimo, ordenó a las doncellas quepasaran. La habitación se llenó de resplandorestemblorosos y de sonidos tan vacilantes ytímidos como las luces. El olor grasiento de lasvelas de sebo contrajo el estómago de Gwenn.Siempre le provocaba náuseas.

Odiaba aquellos primeros instantes después

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del despertar, cuando se veía obligada a ver elmundo como en realidad era.

Se fijó en la niña de cara macilenta y mejillashundidas que sostenía la copa para la primeralibación. Tenía aspecto de no haber comido envarios días, pero sus ojos brillaban deentusiasmo, y sonreía. A pesar de lo tempranoque era, estaba claro que ya había tenido tiempode cumplir el ritual. Se encontraba bajo el veloprotector de Britannia.

—La piedra —pidió, mirándola—. Rápido.La niña se volvió hacia Nimúe a la espera de

su permiso, y cuando la dama se lo concedió,tendió la copa de cristal antiguo a la princesa.Gwenn extrajo la gema púrpura que reposaba enel interior, la desmenuzó rápidamente entre elpulgar y el índice. Otra doncella inclinó una jarrade barro sobre la copa y vertió un chorro de vinodulce.

Con el dedo, Gwenn removió el líquido paramezclarlo con la gema pulverizada. Después, selo bebió de un trago.

Aun antes de que hiciese efecto se sintió

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mejor. Si hubiera sabido que la iban a despertaren plena noche, le habría pedido a Nimúe unaúltima libación antes de irse a dormir. La nochesin el velo de Britannia resultaba demasiadoaterradora. Sobre todo allí, en Londres, tancerca de la guerra.

Cerró los ojos, como ordenaba el ritual, yesperó muy quieta. Supo que la magia empezabaa despertar en su interior cuando notó el aromadelicado de la cera derretida.

Velas de cera, como en Tintagel. Como encasa.

Pensativa, le devolvió la copa a la jovendoncella que se la había dado. Su trenza brillabaahora como si fuera de oro, y una cinta de sedaverde se entretejía entre sus cabellos, a juegocon su vestido. No quedaba en ella ni rastro dela criatura hambrienta y sucia que Gwenn habíaatisbado un momento antes.

Las doncellas se arremolinaron a sualrededor. Maquinalmente, alzó los brazos paraque pudieran quitarle la camisa de dormir.Alguien puso a sus pies un barreño de agua

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humeante que, bajo la influencia sutil de la magiade Britannia, parecía de cobre recién bruñido.Introdujo en él los pies descalzos; dejó que unade las muchachas deslizase sobre su cuerpo laesponja tibia y húmeda.

Después de secarla, le pusieron un sencillovestido de lana gris. Gwenn estiró el tejido sobresu talle, alisando las arrugas. El gris no era uncolor apropiado para la heredera del trono.Bastó un toque preciso en la manga derecha yun instante de concentración para transformar elcolor de la tela en un rojo claro y alegre. Otropensamiento, y en las mangas y el escotecomenzó a entretejerse un bordado de oro yperlas.

—Gwenn —dijo Nimúe.No necesitaba fruncir el ceño ni alzar la voz

para imprimirle a su nombre aquel tono dereproche que la princesa conocía tan bien.

—¿Qué pasa? No le hago daño a nadie.La niña que sostenía la copa la estaba

observando con ojos maravillados.—¿Te gusta? —le preguntó.

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—Es precioso —contestó la sirvienta en vozbaja.

—Acércate.La niña dio un par de pasos tímidos hacia ella.

Gwenn estiró la mano y, muy concentrada, tocósu vestido verde a la altura del hombro. Unribete de diminutas perlas blancas creció en elborde de su escote y de sus mangas.

—Yo no sé cómo agradecéroslo —murmuróla sirvienta, y esbozó una torpe reverencia—.No lo merezco.

—No es nada.Un poco alejadas, las otras doncellas

observaban a la afortunada con expresiones queoscilaban entre el asombro y la envidia. Quizáesperaban que la princesa repitiese su gesto conellas.

—Ya hemos perdido demasiado tiempo —dijoNimúe—. Vamos. Merlín no es un hombrepaciente.

Salieron las dos juntas al corredor. Nimúecaminaba tan deprisa que Gwenn tuvo queapresurarse para alcanzarla.

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—¿A qué ha venido eso? —le preguntó ladama sin aflojar el paso—. Ha sidocompletamente inapropiado.

—Solo quería hacerle un pequeño regalo.¿Qué tiene de malo? Únicamente son unasperlas inexistentes. No tienen ningún valor.

Nimúe se giró bruscamente y se encaró conella, en un gesto que la sobresaltó. La damanunca reaccionaba así. Nunca perdía el control.

—Gwenn, esto no es Tintagel —dijo en vozbaja y apresurada—. Es Londres; es la guerra.Aquí la gente ha sufrido mucho. Britannia es loúnico que tienen para seguir adelante. Y no lesgusta que les recuerden que hay otras«Britannias», otras formas de experimentar supoder superiores a la que ellos conocen. Lo quehas hecho es una imprudencia. Una princesa nodebe hacer ostentación de sus privilegios delantede los menos afortunados.

—Solo intentaba compartir esos privilegios,aunque fuera por una vez. Y estoy segura deque no les ha molestado.

Mientras hablaban, habían bajado las

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escaleras, cuyos peldaños de piedra pulidareflejaban el resplandor rojizo de las antorchas.

—No lo entiendes, Gwenn —suspiró Nimúe—. Esto no es un viaje de placer. No puedes irvestida como una princesa, aunque lo seas.¿Qué quieres, ir llamando la atención pordondequiera que pases? Eso es justamente loque debemos evitar.

—La capa de viaje cubrirá el vestido. Nadielo verá, no hace falta que te pongas así.Además, si es tan importante, lo cambiaré. Peroantes le preguntaré a Bal. Él es el que va a guiarmi escolta, ¿no? Él me dirá si es apropiado o no.

—Uno de los mejores caballeros del reinodecidiendo sobre un vestido.

Nimúe meneó la cabeza. Sus párpados,orlados de largas pestañas, se abatieron uninstante sobre el azul sereno de sus ojos.Parecía cansada, algo inusual en ella.

—Entremos —dijo, señalando hacia unapuerta alta con relieves de serpientes esculpidossobre la madera—. Merlín estará furioso por latardanza.

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La dama abrió la puerta y se apartó con unaleve inclinación de la cabeza para dejar paso aGwenn. Dentro del salón, iluminado por el fuegoque ardía en la chimenea, aguardaban Merlín yBal. Este último llevaba puesta su armadura.

—Siento el retraso —se disculpó Gwenn concierta precipitación—. Estoy lista para partir.Bal, si consideráis que mi atuendo no esadecuado para viajar puedo cambiarlo en uninstante.

Merlín abarcó en una misma mirada a laprincesa y a su dama de compañía.

—Nimúe y su obsesión con la sobriedad —dijo, con un brillo de diversión en los ojos—. Haycosas que nunca cambian. Aunque en este caso,debo decirte que tu dama te ha aconsejado bien.Ese vestido resplandece como una hoguera. Note conviene llamar tanto la atención.

Gwenn asintió, secretamente irritada. No eradifícil entender por qué su madre, Igraine,aborrecía a aquel hombre. Se consideraba tansuperior que incluso se atrevía a tutear a laheredera del trono.

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—Le he dicho que la partida se ha adelantado—intervino Nimúe—. Estamos preparadas, Bal.Cuando queráis.

Merlín se aproximó a la dama y le puso unamano en el hombro. Aquel gesto de familiaridadsorprendió a Gwenn. Había oído rumores sobreuna antigua relación entre los dos, pero nuncaantes había visto entre ellos nada queconfirmase las habladurías.

—Tú partirás más tarde, Nimúe. Con Bal ycon toda la comitiva de la princesa. Será justoantes del amanecer. Gwenn, tú te vas ahora. Tuescolta te está esperando.

Nimúe se desprendió con suavidad de lamano de Merlín.

—Eso no tiene ningún sentido. ¿Por qué va airse la princesa antes? ¿Y con quién? Es laheredera del trono, necesita toda la protecciónposible.

—Y la mejor protección posible es conseguirque pase inadvertida. Las circunstancias hancambiado en las últimas horas. Todavía nosabemos bien qué está pasando, pero creemos

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que los sajones pueden haber encontrado laforma de entrar en Britannia.

—¿Atravesar el velo? —La dama sonrió condesdén—. No, eso es imposible. Te lo estásinventando para apartarme de Gwenn.

—¿A ti? —Merlín la miró con la cabezaladeada—. No quiero ofenderte, querida, perono eres tan importante. Esto no es un juego, setrata de la seguridad de la princesa. Los sajonesesperan que la saquemos de la ciudad; tienenespías. Necesitamos engañarlos, tenderles unatrampa. La comitiva partirá tal y como estabaprevisto, bajo el mando de Bal. Tomará la rutaque habíamos preparado. Todo se hará comoestaba dispuesto salvo que la princesa no osacompañará.

—Es la opción más segura, mi señora —dijoBal dirigiéndose a Gwenn—. Merlín tiene razón,no podemos correr riesgos. Y os aseguro queestaréis tan bien protegida como si osacompañase una escolta entera, aunque vayáiscon un solo hombre. No hay mejor guerrero queél, os lo garantizo.

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—¿Mejor que vos? Me cuesta creerlo, Bal.Jurasteis que me protegeríais delante de mimadre, con la rodilla en tierra. ¿Y ahora meconfiáis a otro?

Las cejas rubias del caballero se contrajeroncomo si las palabras que acababa de escuchar lehubiesen golpeado.

—Lo hago para cumplir mi juramento. Confíoen ese joven tanto como en mí mismo. Sé queno vacilaría en dar la vida por vos si fueranecesario. Pero no será necesario; él seencargará de que no lo sea. Nunca le faltanrecursos.

—¿Quién es? —preguntó Nimúe—. ¿A quiénhabéis elegido?

—Se llama Lance —explicó Merlín—. No loconoces, Gwenn, no suele visitar la corte. Perotengo total confianza en él, lo mismo que Bal. Tesacará de la ciudad por un pasaje subterráneoque casi nadie frecuenta. Viajaréis los dos soloshasta la encrucijada de Baude, mientras Bal y elresto de la comitiva distraen a los sajones. Enese lugar volveréis a reuniros todos, y desde allí

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podréis seguir juntos hasta Tintagel.—¿Quieres que vaya sola hasta la

encrucijada de Baude con un muchacho? Novoy a consentirlo —dijo Nimúe con firmeza—.Gwenn, necesito hablarte a solas un instante. Nopuedes negarme eso, Merlín.

El mago se encogió de hombros. Su rostromoreno y apuesto no se alteraba con facilidad,aunque en esta ocasión parecía ligeramenteimpaciente.

—Un instante, Nimúe. Cada segundo cuenta.No necesitáis salir, podéis tejer un cono desilencio en aquel rincón, junto a la ventana. Asíserá más rápido. Os estaremos esperando.

Nimúe vaciló un momento. Finalmente asintióy, tomando a la princesa de la mano, se la llevóal rincón que había señalado Merlín. Un gestode sus dedos bastó para alzar a su alrededor elmuro de cristal que aislaría sus voces.

—No aceptes. No te fíes —musitó la dama,sin soltar la mano de Gwenn—. Puede ser unatrampa. Merlín es un intrigante. Tu madre nuncaha confiado en él.

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—Mi madre nunca ha confiado en nadie.Nimúe, él es quien manda aquí. Si hubiesequerido matarme, lo habría hecho hace muchotiempo. No necesita tenderme trampas, estamosen su territorio.

—No; esto es muy extraño. ¿Por qué haelegido a ese guerrero al que ni siquieraconoces? ¿Por qué no uno de los hombres deBal?

—Porque cree que es lo mejor, ¿no te dascuenta? Bal está de acuerdo, y es imposibledudar de su lealtad. Y no solo de la suya. Merlínme quiere viva, Nimúe. No sé por qué, no séqué le ha llevado a aceptarme como heredera apesar de todo lo que le ha hecho mi madre, perome apoya. No estás tan ciega como para dudarde eso.

—Entonces, pídele que sea Bal el que teacompañe. Los demás partiremos en la otracomitiva. Es casi el mismo plan.

—No, Bal es la cabeza visible de mi guardia.Los sajones se extrañarán si no lo ven junto asus hombres. Merlín tiene razón, es mejor que

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sea otro.—Pues elige a otro; a cualquiera.Gwenn miró a la dama asombrada.—¿No te fías de ese tal Lance? ¿Lo

conoces?—Eso no viene al caso.—Yo creo que sí. ¿Qué sabes de él, Nimúe?

Si hay algo que debas contarme…La dama clavó un instante sus ojos azules en

el artesonado del techo. Era lo más parecido aun gesto de frustración que Gwenn había vistoen su rostro desde que la conocía.

—Es impropio que la heredera del trono llevea un solo hombre por toda escolta. Cuando tumadre se entere se pondrá furiosa.

Gwenn estudió en silencio los rasgosperfectos de Nimúe, pero no llegó a encontrarsu mirada.

—Puede que tengas razón, pero eso no es loque te preocupa —dijo finalmente—. ¿Qué es,Nimúe? Si no me lo dices, no puedes esperarque te haga caso.

—¿Por qué no? ¿Por qué no puedes seguir

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mis consejos sin cuestionarlos por una vez en tuvida?

A través del cristal mágico del cono desilencio, Gwenn miró hacia Merlín y Bal, queseguían aguardando junto al fuego. No podíahacerles esperar más. Ellos conocían lasituación de la ciudad asediada mejor queNimúe. Si habían decidido adelantar la partida yelegir a aquel muchacho para que laacompañase, sería por algo.

Con delicadeza, Gwenn tocó el cristal mágicoque las aislaba y lo quebró en mil pedazos queflotaron a su alrededor un momento antes dedisolverse en el aire. La conversación habíaterminado.

Pero antes de que pudiera apartarse deNimúe, esta la asió por una de sus muñecas.

—No insistas, por favor —dijo Gwenn,molesta—. Ya he tomado una decisión.

Mientras seguía reteniendo a la princesa conuna mano, Nimúe se llevó la otra a los plieguesde su vestido, para sacarla de nuevo con el puñocerrado y los nudillos tan apretados que el hueso

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se transparentaba bajo la piel tensa.Gwenn vio cómo aquel puño se alzaba por

encima de la cabeza de la dama y luegodescendía hacia su pecho, decidido a golpearla.No le dio tiempo a reaccionar pero alguien lohizo por ella. Un segundo antes de que el puñode Nimúe la alcanzara, el brazo firme de Merlíndetuvo el gesto de la dama.

Durante unos instantes se mantuvieron así,inmóviles los dos, mirándose con fiereza,forcejeando en silencio. Hasta que, con un gestorápido y preciso, Merlín retorció la muñeca deNimúe.

Gwenn contuvo un grito. Había algo en lamano de su dama de compañía, algo que noestaba allí un momento antes. Un puñal, o másbien un cuchillo, un cuchillo con el mango depiedra negra y la hoja oxidada.

Nimúe, cediendo al dolor, lo dejó caer alsuelo.

Sin poder apartar los ojos de él, la princesa seagachó para recogerlo. Era solo eso, un viejocuchillo. Un arma gastada por el uso, antigua,

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imposible. Sobre todo, imposible. Porque, queella supiera, no existía ningún objeto en el mundoreal capaz de burlar las leyes de Britannia.

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Capítulo 2 —No lo entiendo. —Gwenn acarició el mangoáspero del cuchillo y deslizó el dedo sobre elmetal sin brillo de la hoja—. ¿Cómo es posibleque no lo viera? Britannia no puede volver losobjetos invisibles.

Sus ojos se alzaron hacia Nimúe, que laobservaba con su expresión reflexiva desiempre. Sintió un nudo en la garganta, y en losojos la humedad caliente de las lágrimas.

—¿Ibas a matarme? ¿Por qué? ¿Qué te hehecho?

—No se trata de lo que hayas hecho hastaahora, sino de lo que podrías hacer. No loentiendes, Gwenn, nunca lo has entendido. Ni túni yo importamos, solo somos instrumentos en

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manos del destino. Pero tú no lo aceptas.Bal, que mientras tanto se había acercado al

grupo, tomó con cuidado el cuchillo que Gwennsostenía en la mano. Las suyas temblaban.

—Es un maleficio. Un sortilegio de esasmalditas brujas de Ávalon. ¿Cómo es posible?Nunca había visto nada igual desde que UtherPendragón fundó Britannia.

—Bal, no podemos permitir que esto retraseel plan —observó Merlín con firmeza—. Reúnea tus hombres, disponlo todo para la partida.Tenéis que estar listos para salir antes de queamanezca; mañana podría ser demasiado tarde.

Bal asintió, pero permaneció inmóvil dondeestaba, con los ojos fijos en Nimúe.

—¿Qué vais a hacer con ella?Merlín miró a Gwenn. Por primera vez desde

que lo conocía, ella lo vio vacilar. No teníarespuesta para la pregunta de Bal.

—Dame el cuchillo, amigo —fue todo lo quedijo—. Y parte; en cuanto la comitiva esté lista,dirígete con ellos al portón del norte. Lance yase encuentra abajo. La princesa se irá con él

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enseguida.Bal obedeció, se inclinó ante Gwenn en señal

de despedida y, después de echar una últimamirada a Nimúe, abandonó la estancia.

Todo quedó atrapado en un silencio de cristal.Hasta el crepitar de las llamas en la chimeneaparecía de hielo. Merlín estaba ensimismado,perdido en sus pensamientos. Nimúe, sin mirarle,sonreía como una antigua estatua de mármol delImperio, bella e indiferente.

—Gwenn, tú también debes irte. Llamarépara que vengan a buscarte —dijo el mago,reaccionando al fin—. Lance ya aguarda en elpatio desde hace rato.

—No. No pienso irme sin saber por qué.Lleva conmigo desde que cumplí diez años.Quiero saber si lo tenía pensado desde elprincipio.

Nimúe se volvió hacia ella. Sus bellasfacciones no reflejaban odio ni temor alguno. Siacaso, una pálida sombra de piedad. Gwenntuvo que dominarse para no lanzarse sobre ella yabofetearla.

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—Eso no debe preocuparte ahora, princesa—insistió Merlín—. Yo haré que hable, peronecesito tiempo.

—¿Y qué vas a hacer? —preguntó Nimúecon un suave deje de burla en la voz—. ¿Creesque vas a amedrentarme con tu magia? Eso note va a servir conmigo. A estas alturas yadeberías saberlo.

Gwenn se acercó a ella. Estuvo a punto decogerle la mano. Quería sentir aquel contacto deseda fría una última vez. Quería apretarle losdedos hasta hacerle gritar. ¿Se podría hacergritar a una dama de Ávalon?

Probablemente no. Ni siquiera valía la penaintentarlo.

—Solo quiero una explicación —insistió convoz ronca—. Solo quiero saber por qué.Después me iré.

—He intentado educarte —contestó Nimúeclavando en ella sus ojos intensamente azules—.He intentado inculcarte los principios de mishermanas, arrancarte los defectos de carácterque han arruinado la vida de tu madre y la

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prosperidad del reino. Pero no es posible. Hasheredado su arrogancia, su incapacidad paraescuchar. Si llegases a reinar, cometerías losmismos errores que ella. Nadie podría impedirlo.

—Y entonces decidiste que no debía seguirviviendo —concluyó Merlín—. ¿Tú sola? ¿Losaben tus hermanas de Ávalon? ¿Estássiguiendo órdenes de la dama del Lago?

Mientras el mago la interrogaba, Gwenn nohabía apartado la mirada del rostro perfecto deNimúe. No era posible, pero allí estaba. En elfondo de sus ojos de zafiro, se distinguía untemblor como el que provoca una gota de lluviaal caer en las aguas quietas de una charca.

—Está mintiendo —murmuró.Merlín se volvió hacia ella.—No, Gwenn. Las damas de Ávalon no

pueden mentir, eso las condenaría al exilioeterno de su isla. No hablará si no quiere hablar;pero si habla, dirá la verdad. Nunca ha sucedidoque…

—Está mintiendo. Te digo que es falso. No setrata de mi carácter. No se trata de mí.

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—¿Qué quieres decir?Gwenn se pasó una mano por la frente.

Aunque no sabía por qué, había comenzado asudar. Una idea trataba de abrirse paso en sumente, pero temía no encontrar las palabrasadecuadas para expresarla.

—Podría haberme matado muchas vecesantes de hoy —continuó, descubriendo lasrespuestas a medida que las iba formulando envoz alta—. ¿Por qué iba a esperar a estardelante de ti? Piénsalo, Merlín. Ese hechizo, esetruco para volver invisible en Britannia un objetodel mundo real. Yo no lo habría descubierto. Visu puño alzado sobre mí, sin nada en él. Creí queiba a golpearme. Podría haberme matado encualquier momento con ese cuchillo, nadiehabría sido capaz de impedírselo. Tú eras elúnico que podía hacerlo. ¿Por qué iba a esperara estar delante de ti?

—Tienes razón —dijo el mago, observándolaasombrado—. Ha sido pura improvisación. Lodecidió aquí mismo, mientras hablábamos; es loúnico que tiene sentido. Pero ¿por qué?

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Nimúe los observaba con su sonrisa lejana,inalcanzable.

—Por el cambio de planes —murmuróGwenn—. Algo en el cambio de planes hizo quequisiera matarme. ¿Qué pudo ser? Me trajo alcono de silencio, intentó convencerme de que noaceptase. Estaba de acuerdo con lo de lacomitiva que debía servir como cebo, peroquería que a mí me acompañase Bal. Bal ocualquier otro. Cualquiera que no fuese esecaballero, Lance.

De nuevo aquel temblor conmovió el fondo delos ojos de la dama, pero esta vez duró mástiempo, propagándose en ondas casiimperceptibles a través de su rostro. Por unavez, por una sola vez desde que la conocía,Gwenn creyó ver a Nimúe como la mujer quehabría podido ser sin la máscara de mármol desu perfección. Sin Ávalon.

—Apártate de él, Gwenn —dijo en tono desúplica—. Apártate, no tuerzas su destino. Loarruinarías todo.

—¿De qué hablas? ¿Por qué?

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Nimúe sonrió. Sonrió como sonríen lasmujeres de carne y hueso, con una sonrisa llenade vida. Había aparecido algo en su cuello, algoverde y fino que se deslizaba, que crecíaenroscándose alrededor de su piel de nieve. Conun gesto instintivo, Gwenn alargó la mano paraarrancárselo, pero Merlín la sujetó.

—No lo toques. Si lo tocas, tú tambiénquedarás atrapada. Así conseguiría lo quedesea.

Otros tallos empezaron a brotar de susbrazos, de su cintura. Crecían alrededor de suspiernas; en un instante se endurecían, se volvíanleñosos, se cubrían de yemas que estallaban enhojas verdes y oscuras.

—¿Qué le has hecho? —Gwenn trató dedesprenderse de Merlín, que seguía reteniéndola—. Páralo, por favor, te lo suplico.

—Yo no puedo pararlo. Es un conjuro deBroceliande. Lo ha desatado ella misma.

Las ramas seguían creciendo, anudándose alcuerpo blanco de la dama, hundiendo en ella sustallos, sus raíces.

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—¿Va a morir?—Tal vez. Creo que tenía miedo de que le

arrancaras la verdad.Gwenn se desasió del mago. Lo miró sin

comprender.—¿Yo? ¿Por qué yo?—No lo sé, Gwenn. ¿Por qué tú? No tengo

una respuesta para eso. Pero sí sé una cosa:tienes que irte. Esto no va a ser hermoso decontemplar. Lance está en el patio. Baja,búscalo, vete con él.

—Pero lo que acaba de decir… ¿A qué serefería?

—No lo sé. Pero quizá tú puedas averiguarlo.Acabas de demostrar que tienes ciertas dotespara leer en el corazón de las personas más alládel velo de Britannia. Úsalas con Lance. Vas apasar bastante tiempo con él: averigua lo quepuedas. Descubre si conocía de algo a Nimúe.Pero, pase lo que pase, no le reveles lo que haocurrido aquí.

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Capítulo 3 Los incendios del asedio teñían las nubes derojo, como si también arriba, en el cielonocturno, los dioses antiguos estuviesen librandouna batalla. Quizá la misma batalla, pensó Lanceobservando la silueta negra del torreón principal,que se recortaba a contraluz sobre aquelresplandor sangriento. La rabia de los hombresdesbordaba la tierra, las ruinas, las ciudades.Necesitaba devorar también el cielo.Conquistarlo.

La silueta frágil de una muchacha emergió delas sombras de la torre y, con paso decidido, sedirigió hacia él. El corazón empezó a latirle másdeprisa. Cada vez más deprisa. Con una rapidezcasi dolorosa.

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Había llegado el momento.Era tan hermosa como la había imaginado. Y

al mismo tiempo, muy distinta. Más joven, másvulnerable, con unos ojos que no reflejabanmiedo, sino ese asombro anterior al miedo de losque todavía no saben lo que significa sufrir.

Recordaba aquel sentimiento. Era uno de susrecuerdos más antiguos.

—¿Y vuestra capa? —preguntó, después deintentar una reverencia que le avergonzó por sutorpeza.

La princesa traía los brazos cruzados sobre elpecho, como si tuviera frío.

—Lo siento, la he olvidado.—Podéis volver a por ella, si queréis. Yo os

espero.—No. —Se miraron por primera vez a los

ojos, y él se dio cuenta de que había estadollorando—. Merlín cree que debemos irnos ya.¿Dónde están los caballos?

—No hay caballos. No los habrá hasta quesalgamos de Londres. No os preocupéis, serámás rápido de lo que os imagináis.

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Vaciló un momento antes de tomarla de lamano. Le sorprendió la suavidad de su piel.Quizá fuese un artificio, una ilusión creada porBritannia.

La condujo hasta el portón de los almacenes,siguiendo las indicaciones que le había dado elmago. Salieron a una calle estrecha, de sueloembarrado. No había nadie, pero se oían vocesa lo lejos. Una canción grosera, de borrachos.

Se detuvo y se volvió a mirarla.—¿Qué sucede? —preguntó ella.—Vuestro vestido. Hace juego con el cielo de

esta noche.—¿Demasiado llamativo? Perdonad. Me lo

habían advertido, pero no me he acordado.Permitidme un instante.

Cerró los ojos para concentrarse. Lanceaprovechó la oportunidad para mirarla sin miedoa resultar descortés. Estaba tan pendiente de surostro que al principio no notó la transformacióndel vestido. Se había vuelto gris, y parecíamenos ceñido a su cuerpo; sin duda el cambioles ayudaría a pasar inadvertidos.

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Lance cerró los ojos a su vez y trató deordenar sus pensamientos. Se estabadistrayendo, y el mago tenía razón. Faltaba pocopara el alba, no había tiempo que perder.

—A partir de ahora, no os despeguéis de míni me soltéis la mano. Si os cuesta seguir elritmo de mis pasos, decídmelo. Pero no habléissi no es estrictamente necesario. Caminad conla cabeza baja, vuestra belleza podría llamar laatención. ¿Estáis acostumbrada a andar?

—Sí.—Eso es bueno. Vamos.Empezaron a caminar a buen ritmo. Ella

seguía sus instrucciones al pie de la letra.Avanzaba con la vista fija en el suelo, dando dospasos por cada uno que daba el joven paraacomodarse a su ritmo. Cuando se cruzaban conalguien se encogía aún más. Por fortuna lascalles se encontraban casi desiertas en esa partede la ciudad, donde apenas había tabernas niburdeles.

Casi habían llegado a la casa de Eoghan,cuando Lance se dio cuenta de que le estaba

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apretando demasiado la mano. Seguro que lehabía hecho daño. Aflojó un poco la presión.

—Tengo un amigo que vive cerca de aquí yque va a ayudarnos. Os parecerá bastantepeculiar, pero podéis fiaros de él, es de totalconfianza. Además, él no sabe quién sois.

—¿Qué le habéis contado?—Cree que sois mi amante y que estamos

huyendo del asedio. No me miréis así, fue ideade Merlín. De esa forma nadie os molestará.

Esa fue la primera vez que la vio sonreír. Suspalabras habían sonado petulantes, lo sabía;pero, al menos, no se había enfadado.

Comenzaron a bajar las escaleras de bronceque conducían al refugio de Eoghan. Lance sehabía preguntado a menudo por qué Britanniacubría sus viejos peldaños con aquella aparienciametálica. Por fortuna, el velo mágico noocultaba las grietas ni disimulaba su ruinosoestado. Britannia no mentía.

—Olvidaba deciros que Eoghan es unalquimista de la vieja escuela —comentó Lance,justo después de golpear la puerta de tablones

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que daba acceso al taller para avisar de sullegada—. ¿Habéis conocido a alguno?

—No, pero he oído hablar de ellos. Dicen queconservan una parte de la sabiduría antigua. Ydel poder.

—No sé si a alguien como Eoghan se lepuede considerar poderoso. Pero es un buentipo. Ya viene.

La puerta se abrió lo justo para que el rostrorubicundo de Eoghan pudiese asomarse. Cuandoreconoció a Lance se apartó para dejarlos pasar.

—Mi buen amigo. Y su bella enamorada.Eres afortunado, Lance. Ojalá pudiese huircomo vosotros. Pero no debo abandonar mimadriguera. Los espíritus de mis ancestrosjamás me lo perdonarían.

Hablaba medio en serio medio en broma,como siempre. Y mientras hablaba, los guiaba através de su vieja casa en ruinas hasta laverdadera entrada del taller, donde empezaba elsiguiente tramo de escaleras que descendíahacia las entrañas de Londres.

Bajaron detrás de él sin decir palabra. La

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princesa había soltado su mano para agarrarseal balaustre de terciopelo dorado. Eoghan,delante de ellos, llevaba una antorcha parailuminar el camino. Continuaron descendiendodurante un buen rato, un tramo de escalerasdetrás de otro. Los sajones lo tendrían difícilpara encontrar el taller del alquimista.

Como otras veces, llegaron hasta lo queparecía un muro macizo. Eoghan posó una manosobre él, y el contorno de una puerta empezó arevelarse poco a poco. El símbolo del antiguogremio de los alquimistas, una manzana mordida,brillaba sutilmente en la parte de arriba.

—Bienvenidos a mi humilde morada —dijoEoghan, ejecutando una grotesca reverencia.

Una vez dentro, Lance observó con disimulola expresión aturdida de la princesa. La primeravisita a un taller de alquimia siempre provocabauna reacción similar: incredulidad. InclusoLance, que había estado allí muchas veces, nopodía dejar de maravillarse al contemplar todasaquellas mesitas de mármol cubiertas deextraños objetos relacionados con la vieja magia.

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—No me imaginaba que existieran lugares así—murmuró la muchacha, pasando con cuidadoentre las mesas—. ¿Por qué nadie me lo habíadicho?

—¿Lance no te había hablado de mí? —preguntó Eoghan con una sonrisa—. Bueno, nome extraña. No es muy hablador. Y me imaginoque cuando estáis juntos tenéis cosas mejoresque hacer que hablar de un miserable proscritocomo yo. Me imagino…

—No te imagines nada —le cortó Lance,turbado—. Tenemos poco tiempo. Si pudierasllevarnos ya al pasadizo…

—Tranquilo, hombre, ya vamos. Déjame quevaya a por las llaves.

Gwenn se quedó mirándolo mientras pasabaal otro lado del mostrador y se perdía en ellaberinto plateado de las cocinas, pero despuésde un instante lo siguió. Lance estuvo a punto depedirle que volviese, que dejase a Eoghan enpaz, aunque finalmente no se atrevió. Despuésde todo, era la heredera del trono.

—¿Qué hay en esa caldera? ¿Qué es lo que

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hacéis aquí, exactamente? —oyó quepreguntaba.

—Ahora mismo, no mucho —contestó elalquimista—. Remedios para el enfriamiento,bálsamos, emplastos para heridas yquemaduras… Nada relacionado con las artesantiguas. Es demasiado peligroso.

—¿Por qué?Eoghan regresaba con una llave en la mano,

seguido de la princesa. Se detuvo pensativojunto a una de las mesas y acarició una placametálica sobre la que se entretejían finos hilosde cobre, algunos ensartados en pequeñaspiezas rectangulares.

—¿No lo sabéis? El rey Uther lo prohibió —dijo—. Nos convirtió en proscritos, enapestados. La familia de mi padre llevaba siglosconservando los viejos saberes. No hay nadamalo en ellos. Y justo cuando parecía quenuestro momento había llegado, que podríamosresucitar el poder antiguo, Uther lo arruinó todo.Según él, para salvar Britannia.

—¿Y no fue así?

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Eoghan miró a los ojos a la muchacha.—Casi nadie lo recuerda, pero nosotros

creamos la primera versión de Britannia. Bueno,yo no participé, claro, era demasiado joven. Peromi padre y mi abuelo trabajaron como locos enla primera simulación. Ellos y todos los demás.El duque Gorlois los contrató. Los alquimistaseran el alma del proyecto, jamás habría existidosin ellos. Pero luego, cuando el duque murió…,todo se vino abajo. Uther quería exterminarnos,quería apartarnos para siempre de su Britannia,la que él y Merlín crearon. El mago trató deimpedírselo, pero no hubo forma. Ordenóarrasar la mayoría de los talleres. Y lo poco quelogramos salvar tenemos que ocultarlo así, comoveis.

Eoghan se calló al notar sobre él la miradaimpaciente de Lance.

—Ábrenos el pasadizo, rápido. Tenemos quellegar a la salida antes de que amanezca.

—Vamos, hombre, no te pongas así. ¿Temolesta que tu amiga hable con un pobreeremita como yo? No me digas que estás

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celoso.El alquimista buscó la complicidad de la joven

con una sonrisa, pero no la encontró. Laprincesa seguía con la mirada fija en la mesacubierta de artilugios antiguos.

Eoghan se encogió de hombros y dirigió suspasos hacia una puerta situada en el ladoderecho de la estancia. Giró la llave en lacerradura y abrió.

—Podéis llevaros la antorcha si queréis.Aunque si vuestra conexión a Britannia esbuena, no vais a necesitarla. Veréisperfectamente el camino.

Lance se acercó a Eoghan. Prefería que laprincesa no oyese lo que le iba a decir, aunqueno estaba seguro de poder evitarlo.

—Hablando de eso, voy a necesitar a alguienque me proporcione gemas cuando llegue aTintagel —dijo en un susurro—. Alguien de lostuyos. ¿Puedes darme nombres?

—Busca a Le Fou. No te será difícilencontrarlo. Si necesitas para el viaje…

—No, llevo suficientes.

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La princesa los miraba con evidentecuriosidad. Tratando de ocultar su malestar,Lance volvió a tomarla de la mano yprácticamente la arrastró hacia el pasadizo.

—¡De nada! —exclamó Eoghan a susespaldas—. Dejaré la puerta abierta hasta elamanecer, por si tenéis que regresar.

No era la primera vez que Lance se internabaen las antiguas galerías. Le bastaron unossegundos para situarse. En realidad, solo teníanque seguir el túnel hacia la izquierda. El suaveresplandor que emitía la piedra de las bóvedasles bastaría para ver por dónde iban.

La princesa se había detenido y miraba a sualrededor impresionada.

—¿Qué es esto? ¿Quién construyó estamaravilla? Y el doble camino de plata en elcentro, ¿adónde conduce?

—En los tiempos de la magia antigua, dicenque por aquí circulaban carruajes tan rápidoscomo el viento. No necesitaban caballos.Rodaban solos sobre los caminos de plata. Esohe oído.

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—¿Os lo ha contado Eoghan?Mientras tiraba de ella con delicadeza para

reanudar la marcha, Lance la observó uninstante.

—Siento lo que ha dicho sobre vuestro padre.Supongo que tendría sus razones para prohibir elGremio. Además, la Britannia que él y Merlíncrearon hizo innecesaria la antigua.

Ella volvió a detenerse, obligándole a volversepara mirarla.

—¿Creéis que Uther Pendragón era mipadre? No soy su hija, sino del duque Gorlois.Pensaba que todo el mundo lo sabía.

Lance se maldijo a sí mismo por su estúpidoerror.

—Perdonadme. Como sois la heredera deltrono, di por sentado que erais hija suya.

—Mi padre, Gorlois, fue el primer marido deIgraine. Cuando él murió, mi madre se casó conUther y este la convirtió en reina. Uther era mipadrastro, no mi padre.

—Lo siento. Quiero decir… Siento el error.No estoy muy al tanto de los asuntos de la corte.

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—Eso ya lo veo. ¿No sois britano?—No, nací en la costa de Armor, al otro lado

del mar.Él mismo se sorprendió de la naturalidad de

su respuesta. Había sonado completamentesincera.

Caminaron en silencio durante un buen rato,sin aflojar el ritmo de sus pasos.

—¿Habéis estado en Ávalon? —preguntó ellade pronto.

—No. Nunca.Eso, al menos, era verdad. Pero se trataba de

una pregunta extraña. Todo el mundo sabía queel viaje a Ávalon era solo de ida, excepto paraunos pocos elegidos.

Además estaba aquel sueño, el del día en quelo hirieron en el campo de batalla. La mujeroscura inclinada sobre su pecho ensangrentado,cantando suavemente, poniéndole una manosobre la herida. Por alguna razón, cada vez queoía el nombre de Ávalon le venía a la menteaquel recuerdo.

Pero eso nadie lo sabía. Nadie podía saberlo.

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—¿Sabéis? —prosiguió la princesa al cabo deun breve silencio—. No necesitáis preocuparospor las gemas. Yo os proporcionaré todas lasque queráis cuando lleguemos a Tintagel.

—No necesito nada, gracias.—Perdonadme, entonces. Me pareció

entender que le estabais pidiendo a Eoghan uncontacto en la corte para que os proporcionasegemas clandestinas. Solo quería que supieseisque no será necesario.

—Habéis entendido mal.—Está bien. Supongo que no es asunto mío.Lance no dijo nada. En realidad, prefería que

ella no siguiera hablando. Le distraía. Le hacíaperder la concentración. Además, tenía lasensación de que, dijese lo que dijese, cometeríaun error. Conversar con una princesa resultabamucho más difícil de lo que había imaginado.

—Creo que estamos llegando a la salida —anunció ella con timidez, y señaló hacia la débilclaridad al final del túnel—. ¿Qué haremoscuando estemos fuera?

—Hay una posada muy cerca de aquí donde

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podremos descansar y conseguir caballos. Hastapodréis dormir un rato, si queréis.

—¿Y vos? ¿No estáis cansado?—Estoy bien. Pero si tardan en traernos las

monturas, también aprovecharé para dormir unpoco.

Siguiendo los dos surcos de plata, salieron porfin a un terreno boscoso y descuidado. La luzdel amanecer se filtraba entre las ramasdesnudas de los árboles.

—Si avanzamos hacia el norte, saldremos alcamino de Witancester. La posada está al otrolado. No es de las mejores, pero podremossentarnos un rato junto al fuego y desayunaralgo. Después seguiremos hasta la encrucijadade Baude. Con un poco de suerte, estaremos allíantes de mediodía.

Ese había sido el plan desde el principio.Nada tenía por qué fallar. Unos cuantos pasoshasta llegar a su destino, y la etapa más difícildel viaje habría concluido. A partir de allí todoresultaría más fácil.

Sin embargo, en cuanto entraron en el patio

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de la posada Lance comprendió que ocurría algofuera de lo normal. Las criadas searremolinaban alrededor de un carro y apilabanen él colchones y mantas. Había sacos de harinay forraje en el suelo y estaban sacando unasmulas del establo para cargarlas. El hogar seencontraba apagado, no salía humo de lachimenea.

—¿Qué pasa? —preguntó, acercándose alhombre que parecía estar al mando de los quecargaban las mulas—. ¿Está cerrada la posada?

—Nos vamos —contestó el posadero, quetenía el rostro bañado en sudor—. Los sajoneshan entrado en Londres. ¿No lo habéis oído enel camino? Han matado a la princesa y a toda sucomitiva cuando trataban de huir.

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Capítulo 4 —No me estáis haciendo caso, ¿verdad? Poraquí no se vuelve a Londres. Lance, tenemosque regresar. Tenemos que arreglárnoslas comosea para encontrar a Merlín. Él nos dirá lo quedebemos hacer.

Lance no se volvió a mirar a la princesa.Quizá se estaba equivocando al desoír susinstrucciones, pero incluso si estaba tomando ladecisión correcta, sabía que tendría problemaspor haberla desobedecido.

Le habría gustado explicarle sus motivos.Mirarla a los ojos y decirle que él sabía lo quehacía, que debía fiarse. Él conocía a los sajonesmejor de lo que nadie se imaginaba. No podíanarriesgarse a caer en sus manos. Si habían

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averiguado lo de la comitiva de Bal, tambiénsabrían dónde se escondía Merlín. El rey Aellasse jactaba siempre de pagar bien a sus espías.Era muy probable que el antiguo consejero deUther Pendragón ya estuviera muerto.

Pero tantas explicaciones le habrían distraído.Sobre todo, le habrían distraído los ojos claros ysalvajes de la princesa. Y necesitabaconcentrarse para alejarla del peligro cuantoantes.

El camino era un caos de gentes y animalesque huían de los invasores. Detrás, las nubescargadas de lluvia se teñían de rosa allí dondelas alcanzaba el resplandor de los incendios.Incluso estando tan lejos de las fortificacionesde la ciudad, el olor a humo y a maderaquemada lo llenaba todo.

Quizá ella no percibiera aquel olor adestrucción, a muerte. Su conexión a Britanniadebía de ser, por fuerza, mejor que la que éltenía. Después de todo era la hija de Igraine, laheredera del trono.

—Vamos a abandonar la calzada —dijo sin

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volverse—. Hay demasiada gente. Podríaconvertirse en una trampa mortal si aparecieseun destacamento sajón.

—No vamos a abandonar la calzada. Vamosa volver por donde hemos venido. Os lo repito,Lance. Es una orden.

Esta vez, instintivamente, el caballero se giróal oírla y sus ojos se encontraron. Se maldijo a símismo por no haberlo evitado.

—No es buena idea —se limitó a contestar—. El bosque empieza ahí mismo, unos pasosmás adelante. Avanzaremos un poco másdespacio, pero aun así llegaremos a laencrucijada de Baude antes de que anochezca.

La princesa le sostuvo la mirada con fiereza.No estaba acostumbrada a que le llevaran lacontraria, era evidente.

El color de sus ojos oscilaba entre el gris y elazul. Unos puntos dorados moteaban el fondo desus iris. Eran espléndidos. Y algo le decía que subelleza no se debía únicamente a los efectosilusorios del velo de Britannia.

Por un momento se le olvidó la causa de su

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irritación. Siguió mirándola, sin más. No queríadejar de hacerlo; lo único que deseaba era queaquel momento se prolongase tanto como fueseposible.

Pero entonces ella se dio la vuelta y, antes deque pudiera reaccionar, echó a correr sobre elcamino embarrado de lluvia en dirección aLondres.

—¡Espera! —le gritó—. ¿Qué haces?«Es una princesa, no puedes hablarle así»,

recordó mientras la observaba deslizarse entreunas mulas que avanzaban en direccióncontraria, su vestido de lana ondeandolevemente en el viento húmedo.

Por fin reaccionó. Se lanzó tras ella como sehabría lanzado tras un enemigo a la fuga en elcampo de batalla. Tardó muy poco enalcanzarla, y cuando lo hizo le sujetó primero unbrazo y después el otro, dejándola inmovilizadacontra su cuerpo.

Enseguida aflojó la presión. No queríalastimarla; pero tenía miedo de que volviese aescaparse, así que no la soltó del todo.

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—Lo siento, Alteza. No puedo dejar quevolváis, no me lo perdonaría —susurróatropelladamente—. Me han encargado lamisión de escoltaros sana y salva hasta Tintagel,y es lo que voy a hacer.

Un destello de ironía atravesó los singularesiris de la princesa. Con un gesto brusco, sedesasió de su escolta, pero sin dejar de mirarlo alos ojos.

Al final, fue Lance quien apartó la mirada.Alargó el brazo para tomarla de nuevo de lamano, esta vez con suavidad. Los dedos de ellapermanecieron rígidos e inertes entre los suyos.

Así reanudaron la marcha. Se mezclaron conlos grupos de campesinos y comenzaron aavanzar uno al lado del otro como una jovenpareja de recién casados en busca de un refugioque los alejase de la guerra. Todavía lesquedaba un trecho de carretera por recorrerantes de llegar al desvío del bosque.

Para ser una princesa, Gwenn caminaba conuna agilidad extraordinaria. A pesar de supequeña talla comparada con Lance, este

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apenas podía seguirle el ritmo en algunostramos. No se quejaba ni aflojaba la velocidadde sus pasos a menos que el tumulto de gentes yanimales le obligase a hacerlo. Con la vista fijaen los adoquines de la antigua calzada, no dejabade avanzar, ajena a todo lo que ocurría a sualrededor.

Caminaron sin detenerse hasta el mediodía,cuando llegaron al desvío que conducía a laencrucijada de Baude. Se trataba de un caminode tierra que discurría bordeando un riachuelode aguas oscuras, entre fresnos y sauces. Eranmuy pocos los que se adentraban en él; lamayoría de los campesinos continuaban suavance por la calzada principal. Lance se relajóun poco. El murmullo del agua y el silencio delos árboles le tranquilizaban.

Le habría gustado que la princesa le hablase,pero Gwenn no había pronunciado palabra desdeel forcejeo en el camino principal. Debía deestar furiosa con él. Tan furiosa, que su enfadola llenaba de una extraordinaria energía,haciéndole ignorar el cansancio acumulado. Con

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sus suaves botas de piel de ternera, avanzabasobre la tierra endurecida del camino como si sedeslizase por ella. Sus pies apenas hacían ruidoal tocar el suelo.

Un viento desapacible removió las ramas delos árboles, todavía a medio vestir con losprimeros brotes de la primavera.

—¿Queréis hacer un alto para descansar unpoco? —se atrevió a preguntar Lance.

Al mismo tiempo se detuvo, obligándola a ellaa hacer lo mismo. Para su sorpresa, la joven nole soltó la mano. Sus miradas volvieron aencontrarse.

—No quiero descansar. Pero decidme unacosa: ¿qué tenéis pensado hacer cuandolleguemos a la encrucijada de Baude? Porquehabréis pensado algún plan.

Lance sintió que enrojecía. No, no habíapensado ningún plan. Él no funcionaba así. Unade las primeras cosas que había aprendido en suépoca de mercenario era que las estrategias sonpara los palacios, no para los campos de batalla.Las estrategias te nublan la visión, te hacen ver

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lo que tu mente ha anticipado que deberías ver.Ante el peligro, es mejor mirar a tu alrededor sinideas preconcebidas. Sin estrategias, sin planes.Analizar cada detalle del terreno y permanecerabierto a todo lo que pueda pasar.

—Pensaré un plan cuando lleguemos a laencrucijada —se limitó a contestar.

—Vaya. Así que vuestro plan es improvisar.—Gwenn se rio—. ¡Qué inteligente!

Lance se obligó a seguir caminando ensilencio. Sin darse cuenta, había soltado la manode la princesa. En cualquier caso, estaba segurode que no volvería a intentar huir. Habíanavanzado demasiado como para retroceder denuevo hacia Londres.

Tal y como esperaba, ella lo siguió. No tratóde alcanzarle; al parecer prefería mantenersedetrás, avanzando a su ritmo. Lance tuvo buencuidado de no volverse en ningún momento acomprobar a qué distancia la tenía o el ritmo desu avance, pero sus cinco sentidos estabanpendientes del leve sonido de sus pasos sobre latierra del sendero.

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Oyeron a los soldados antes de verlos. Lancese fijó en la luz grisácea del cielo abierto, másallá de la última línea de árboles. Debían dehallarse muy cerca de la encrucijada.

Se detuvo.—Con cuidado —dijo en voz baja—. Vamos

a ver a quién nos encontramos en el camino.Gwenn avanzó hasta situarse al lado de su

escolta. Miraba, como él, hacia el cielo nubladomás allá de los árboles.

—¿Creéis que habrá alguien esperándonos?—preguntó.

—No lo sé. Puede que lo que nos dijeron enla posada no fuese más que un rumor. Pero si escierto, si es verdad que los sajones asaltaron lacomitiva…, no creo que dejaran ningúnsuperviviente.

Le pareció que la princesa se estremecía.—Por si acaso, tenemos que acercarnos con

precaución. Mejor, si es posible, que no nos veanadie desde la calzada principal.

—Si me dejáis concentrarme, eso no seráproblema —dijo Gwenn.

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Lance la miró sin comprender. ¿A qué serefería? Se preguntó si se trataba de unaespecie de broma, pero la intensa palidez de laprincesa le hizo comprender que no era así.

Quizá fuera en ese momento cuandodistinguió a lo lejos la voz inconfundible de Eoin.Su timbre hueco, de campana rota, resonabacomo un murmullo de bronce entre las demásvoces.

Al principio se dijo que debía de ser un error.La última vez que había oído aquella voz habíasido en el campo de batalla de Caraeghr, en lacosta oriental. Y de eso hacía, ¿cuánto? ¿Dosaños? Quizá más.

Sin embargo, por mucho que intentaseconvencerse a sí mismo de que no estabaequivocado, de que era imposible que Eoin seencontrase tan cerca de Londres, estaba segurode que aquella voz no podía pertenecer a nadiemás.

Y si Eoin estaba allí también debían de estarlos otros. ¿Todos?

—Mirad, Lance. ¡Son los nuestros! —dijo

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Gwenn aferrándose a su brazo—. Ese esCalogrenant, uno de los hombres de confianzade Bal. ¿Lo veis?

El rostro de la muchacha dejaba traslucir elinmenso alivio que sentía. Estaba sonriendo. Erala primera vez que la veía sonreír en toda lajornada.

Él también veía ahora al hombre armado alque se refería la princesa. Sí, la armadura era lade Calogrenant, y llevaba el águila de hierropintada en el escudo. Pero no era él. No podíaserlo.

Detuvo a la joven poniéndole una mano en elhombro. Le habló al oído.

—Es una trampa.—Pero ¿qué decís? —La princesa se volvió a

mirarlo—. Son los nuestros, nos estánesperando, ¿no lo veis?

—No. Son mercenarios britanos al serviciodel rey Aellas. Han cogido las armaduras de loshombres de Bal y se las han puesto paraengañarnos.

—¿Cómo estáis tan seguro?

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Aunque oyó la pregunta, no contestó.Intentaba analizar la situación, ubicar a los otroscomponentes del grupo.

Susurró la plegaria de los guerreros, la queactivaba la conexión en modo combate deBritannia. «Invoco la sombra, leo la sombra, queel velo desvele el secreto del enemigo, que elvelo me oculte de los que me acechan».

Las voces le llegaron más nítidas, algunosrostros se le aparecieron ampliados. Y más alláde los árboles, al otro lado del camino, percibiólos fantasmas rojizos con los que Britanniaseñalaba los cuerpos emisores de calor. Calorhumano. Eran los otros, el resto deldestacamento de Dyenu.

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Capítulo 5 Gwenn se giró sobre el lecho de ramas paraquedarse boca arriba, de cara al cielo. Lasestrellas brillaban entre las hojas jóvenes de losrobles: incontables puntos de plata en laoscuridad, serenos faros que dibujaban costasinvisibles en aquel infinito océano de negrura.

No podía dejar de pensar en los hombres quehabían visto en la encrucijada de Baude. No losque aguardaban en el camino disfrazados conlas armas de Igraine, sino los otros, los quehabían descubierto emboscados entre losárboles, acechando su llegada. Aquellas pinturasde guerra en la cara, aquellas bandas negras yazules que deshumanizaban los rostros y hacíanque pareciesen monstruos o cadáveres. Esa

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debía de ser su intención, que cuando el enemigolos viese se dejase consumir por el miedo.

No eran demasiados, entre veinte y treintacomo mucho. Algunos parecían medio dormidos,acurrucados sobre las raíces de los árboles.Otros, sin embargo, miraban fijamente el caminodesde sus posiciones detrás de los troncos, conel arco dispuesto para disparar en cuantorecibiesen la orden.

Y luego estaba él: mucho más alto que losdemás, con un cuerpo flexible y joven cubiertocon un peto de cuero como única armadura.Aunque no le había visto la cara, estaba segurade que, si volvía a encontrárselo, reconoceríaaquellos hombros anchos, el porte ligeramenteencorvado, su grácil delgadez. ¿Cómo sería surostro? La máscara de oro que lo cubría noreflejaba ninguna emoción. Era rígida einexpresiva como los monstruos de piedra queadornaban las ruinas de los templos antiguos,cerca de Tintagel. Un semblante vacío queobservaba cuanto le rodeaba con la frialdad delo que no se deja conmover ni transformar por la

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vida.Se había quedado un buen rato mirándolo

desde su refugio entre los árboles, fascinada.Lance había tenido que alejarla de allí casi arastras. No le había hablado hasta que seencontraron lo bastante lejos de los mercenarioscomo para estar seguros de que nadie los oiría.

—Es un milagro que no nos hayan visto —fuelo primero que él acertó a decir—. Ha sido unalocura, Alteza. En el futuro estaré más atentopara impediros que volváis a arriesgaros así. ¿Esque no tenéis miedo?

Gwenn le sonrió. Le sonrió mirándole a lacara, atenta a su reacción. Quería comprobarqué efecto ejercía su sonrisa sobre aquel jovensalvaje, sin modales ni conocimiento alguno delos usos de la corte.

Si aquella sonrisa lo turbó, tuvo buen cuidadoen que no se le notara. Estaba entrenado paraocultar sus sentimientos. Pero eso no significabaque no los tuviera. Gwenn sabía juzgar esascosas. Desde el primer momento había captadoque él era vulnerable, a pesar de su aparente

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indiferencia.—Si no nos han visto, ha sido porque yo se lo

he impedido —explicó con deliberada arrogancia—. Puedo volverme invisible cuando quiero, ypuedo proteger a quienes me acompañan paraque tampoco los vean.

—Eso es imposible —afirmó Lancedesafiante—. El velo de Britannia no hacedesaparecer ni a las personas ni a las cosas. Lasdisfraza, las transforma, pero no las borra.

—Por supuesto que no las borra. —Gwennrecordó como en un fogonazo el cuchillo deNimúe. No tenía intención alguna de contárseloa Lance—. Lo que yo hago es adaptar el velo amis deseos. Esos hombres quizá nos vieron, perono nos identificaron como extraños. Su menteasimiló nuestra apariencia a la de suscompañeros, nos mezcló con ellos.

Lance la miró extrañado.—He oído hablar de esa clase de hechizos.

Encantamientos de extrapolación. Se suponeque solo algunos magos de primer orden puedenhacerlos. ¿Es que sois una hechicera o algo así?

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—No lo sé. Sé que tengo esa facultad desdeque era una niña. No recuerdo que nadie meenseñase.

Estaba siendo sincera, pero tuvo la sensaciónde que Lance no la creía. Tampoco podíareprochárselo: dicho en voz alta, sonabadisparatado.

En realidad, ni siquiera sabía por qué se lohabía dicho. Su capacidad para pasarinadvertida bajo el velo de la simulación era algoque jamás le había revelado a nadie. ¿Por quécontárselo a su escolta? Seguramente en elfondo se había propuesto impresionarle.

Gwenn se giró una vez más sobre el lecho deramas. El efecto de la última gema sobre sumente se había desvanecido casi por completo aaquella hora de la madrugada. Pensó en renovarla nitidez del velo antes del amanecer con unanueva, pero no lo hizo.

Hacía mucho tiempo que no contemplaba elmundo en toda su crudeza, desnudo de losartificios del reino invisible. Y allí, en el bosque,tan cerca de Lance, que dormía a su lado,

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decidió que podía arriesgarse.Ya sentía el contacto punzante de las ramitas

de su lecho en la espalda, a través de la capa. Yla incómoda sensación la hacía sentir viva. Entrelas hojas de los árboles, las estrellas habíanperdido parte de su brillo, tal vez porque ya noresplandecían con la intensidad del velo.Aparecían desvaídas, pálidas, aunque no por esomenos hermosas.

Si algún día llegaba la hora, podría sobrevivirsin la protección del velo de Britannia.

Una vez más le vino a la mente la máscarainexpresiva de Dyenu. Ese era su nombre,según le había explicado Lance.

Le había contado también que, a pesar de sujuventud, se trataba de un guerrero legendario.En las aldeas pesqueras del sureste de Britanniase contaban por las noches sus historiasalrededor del fuego de las hogueras. Segúndecían, cuando no era más que un niño llegóentre los restos de un naufragio a una playa enlas costas de Oriente. Llevaba puesta ya sumáscara de oro, que crecía con él. Y reveló el

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secreto de las gemas a aquellas gentes pobresde las aldeas pesqueras. Él los introdujo enBritannia. Más tarde, las damas de Ávalonrepararon en él y se lo llevaron a su isla, dondepermaneció oculto durante años. Reapareciódurante la invasión sajona, combatiendo junto alrey sajón Aellas. Se decía que había llegado aun pacto con este para que protegiese a lasmujeres mágicas de Ávalon a cambio delsecreto de las gemas. Pero todo aquello no eranmás que rumores.

Gwenn se quedó adormilada bajo la claridadgris del alba. Cuando se despertó, sintió unmalestar que no recordaba haber experimentadoen mucho tiempo. Era un frío húmedo que leacuchillaba el rostro y los brazos bajo el finovestido de lana.

Cuando se incorporó, sus ojos se encontraroncon los de Lance. Estaba sentado con la espaldarecostada sobre el tronco caído de un roble,mirándola.

La intensidad de su atención la estremeció.—¿Ocurre algo? —preguntó a la defensiva.

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—No quería interrumpir vuestro sueño, perome alegro de que hayáis despertado. Nos esperauna larga jornada de viaje.

—¿Y adónde vamos a ir? El camino hacia elpuerto de Rochester está cortado. Tendríamosque atravesar la emboscada de Dyenu.

—No hará falta. No iremos a Rochester.Vamos a tomar la carretera de Witancester. Laalcanzaremos unas leguas más allá del río;seguro que la hallaremos medio vacía. Silogramos avanzar lo suficiente durante lajornada de hoy, esta noche podríamos llegar aCaleva. ¿Habéis estado allí?

—No, pero he oído hablar de su feria deganado y de su mercado de tejidos. Es un buensitio para conseguir provisiones. Me muero dehambre.

—Provisiones y caballos. ¿Creéis queresistiréis una jornada entera andando en estascondiciones? Si lo preferís, podéis esperarmeaquí mientras yo intento cazar algo. Así noharéis el camino con el estómago vacío.

—No. Si vos podéis resistir, yo también —

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contestó Gwenn con sequedad—. Quiero llegara Tintagel cuanto antes. Ya casi es de día.Pongámonos en marcha.

Lance le ofreció agua de una pequeñacantimplora que llevaba para que pudieracelebrar la libación de la mañana antes de saliral camino. A él no lo vio beber. Tal vez hubiesehecho su ofrenda antes, mientras ella dormía.

Gwenn sacó una segunda gema de la bolsa depiel que llevaba atada a la cintura y se la tendióal caballero en silencio. Él la rechazó.

—La Britannia de una princesa no es laBritannia de un soldado —dijo—. Tengo mispropias gemas; no os preocupéis por mí.

—Gemas de contrabando, es inútil que loneguéis. Esas falsificaciones son peligrosas,Lance. No deberíais usarlas.

—No tenéis por qué inquietaros, sé lo quehago.

Después de la libación, el frío y la sensaciónde hambre remitieron. Gwenn dejó de sentir elcansancio, a pesar de lo poco que habíadormido. Avanzaba por el empedrado irregular

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de la antigua calzada del Imperio con absolutaconcentración, sin pensar en nada más que en irponiendo un pie delante del otro.

Iban tan deprisa que adelantaron a una recuade mulas cargadas con sacos de grano yconducidas por un par de campesinos jóvenes.Les preguntaron si les podían vender algo decomer. Dijeron que no al principio, pero despuésde intercambiar una mirada sacaron de lasalforjas de uno de los animales un pedazo dequeso y se lo dieron.

Gwenn extrajo de su bolsillo un par dedenarios de plata para pagarles. Lance, al darsecuenta, le quitó uno de la mano justo en elmomento en que el hombre que le había dado elqueso se disponía a cogerlos. El individuo miró aLance con enfado, pero no protestó.

Cuando se alejaron, Gwenn se encaró con él.—No volváis a hacer eso —le advirtió con

aspereza—. El dinero es mío, y se lo doy a quienquiero.

—No sabemos cuánto vamos a tardar enllegar a Tintagel. Puede que esta moneda la

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necesitemos más adelante. Ignoro la cantidadque lleváis, pero, por el tamaño de vuestra bolsa,no puede ser muy elevada.

A Gwenn le irritó que tuviese razón. Enrealidad, empezaba a irritarle todo lo que élhacía. Y también lo que no hacía. No lepreguntaba continuamente si se encontraba bien,si quería detenerse a tomar aliento, si necesitabaalgo, como habría hecho un caballerofamiliarizado con los usos de la corte. Nisiquiera se esforzaba por intentar acomodar supaso al de ella, ahora que estabamanifiestamente cansada y tenía dificultadespara seguirle el ritmo.

Lo más desconcertante era que no la mirabacon la mezcla de temor y deslumbramiento a laque estaba acostumbrada. Cuando los ojos deLance se detenían en su rostro, lo hacían conuna tranquilidad que rozaba el descaro. Serios,sí, pero curiosos. La estudiaban condetenimiento, como si tuviesen derecho ahacerlo.

Estaba tan furiosa con él que decidió no

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dirigirle la palabra durante el resto del día. Detodas formas, no tenía nada que decirle. Lanceno era más que un guerrero, un muchacho sinninguna educación, se notaba a la legua. ¿Porqué lo habría elegido Merlín?

Además, ocultaba algo. Su forma de hablarde Dyenu intentaba sonar indiferente, pero laaparición del joven de la máscara dorada lohabía turbado. Y no porque le tuviese miedo; eraotra cosa. Era ¿nostalgia? No, no podía ser, nohabría tenido el menor sentido.

Gwenn se preciaba de distinguir con claridadel matiz de las emociones que reflejaban losrasgos de cualquier ser humano. Formaba partede ese poder que a veces se veía obligada areprimir, y que estaba vinculado de algún modoinexplicable con el poder de Britannia. Sipercibía nostalgia en una mirada, era porque lahabía. Pero ¿cómo podía Lance sentir nostalgiaante la visión de una banda de asesinos alservicio del rey Aellas?

Tras el incidente de las monedas, Lance novolvió a hablarle hasta el atardecer. Caminaban

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por la carretera de Witancester y llevaban unbuen rato sin cruzarse con nadie. El sonido desus pasos sobre las losas de piedra se mezclabacon el de los trinos dispersos de los pájaros enlas ramas de los árboles. El cielo se había vueltovioleta por el oeste.

—No lo entiendo —dijo el joven—. Hace ratoque deberíamos haber llegado. Por la altura delsol, ya tendríamos que haber dejado atrás eldesvío de Caleva, a nuestra izquierda.

—Lo hemos dejado atrás. Un camino depiedras regulares, más estrecho que este, peroen buenas condiciones. ¿No lo habéis visto? —preguntó Gwenn desconcertada.

—No, y es imposible. Venía fijándome todo elrato.

—Volvamos atrás. No hará ni una hora que lopasamos.

Regresaron sobre sus pasos. Era extraño queno hubiese ningún campesino volviendo de loscampos a aquella hora de la tarde. Ni tampocofugitivos de los que intentaban abandonarLondres. Nadie. Era una de las principales

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calzadas del Imperio Antiguo, pero estabadesierta.

Se les hizo de noche retrocediendo en buscadel desvío de Caleva. Pero no lo encontraron.

—Esto es muy raro —dijo Gwenn—. Eldesvío era bien visible, me fijé antes. No hapodido desaparecer.

—Esto es ya la linde del bosque de Ormes. Eldesvío se encuentra más allá. Lo hemos vuelto apasar sin darnos cuenta —murmuró Lance.

La luna acababa de salir por detrás de unahilera de colinas, a su derecha.

Entonces fue cuando Gwenn lo sintió. De allí,de las colinas, emanaba una fuerza apenasperceptible, una fuerza que te impelía aignorarlas, a mirar a otro lado.

Se obligó a observar sus siluetas oscuras.Había un velo dentro del velo. Y era un velotransparente, que cualquiera podía traspasar sise percataba de su existencia.

Siguió mirando hasta que el contorno de unrecinto amurallado comenzó a perfilarse sobre lacolina más alejada. Dentro del recinto, las torres

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de los templos y los palacios de la ciudad seerguían ahora contra el azul profundo de lanoche como si siempre hubiesen estado allí.

Se dio cuenta, por la expresión de Lance, deque él también lo había visto.

Después de unos instantes de estupor, semiraron.

—Es Caleva, ¿no? —preguntó Gwenn.Lance asintió despacio.—Sí. Es Caleva. Vamos, si nos damos prisa,

llegaremos antes de que cierren los portones.Esperemos que mientras tanto no vuelva adesaparecer.

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Capítulo 6 No había soldados ante el portón de la muralla,que se encontraba abierto. Sus dos hojas demadera y hierro, intactas, oscilaban en el viento,que hacía chirriar los goznes.

La luna, que acababa de salir, bañaba lacalzada de piedra que se adentraba en Calevamás allá de sus muros. No se veía a nadie enella, ni se oía otro ruido que el del airefiltrándose entre las casas. Nada más; ni voceshumanas ni los ladridos de los perros.

—Qué raro —observó Gwenn—. ¿Por quéhabrán abandonado las puertas? No parece quehayan sido forzadas.

—¿De qué os extrañáis? La ciudad enteraestá bajo los efectos de un hechizo —contestó

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Lance examinando de cerca los pesadoscerrojos incrustados en la madera—. ¿Cómo seexplica si no que no la viésemos? Britannia nopermite un ocultamiento así, es imposible.

—Eso creía yo también, pero ahora no sé quépensar.

Gwenn vaciló un momento antes de proseguir.—Antes de salir de Londres, ayer por la

mañana, ocurrió algo —continuó, decidiéndosepor fin a hablar—. Nimúe, mi dama decompañía, intentó matarme. Y lo hizo con uncuchillo invisible. Todavía no consigocomprender cómo lo consiguió. El velo deBritannia no permite borrar un objeto de nuestrapercepción.

—Pero vos, cuando nos encontramos con loshombres de Dyenu, hicisteis que no nosvieran…

—Sí, pero solo alteré su interpretación de loque veían; no borré nuestras imágenes —explicóGwenn con cierta impaciencia—. Lo del cuchillofue diferente. No estaba. En Britannia noestaba. En la realidad, sí. ¿Veis adónde quiero ir

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a parar? Lo que nos ha sucedido con Calevapodría ser algo semejante.

Se había prometido a sí misma no contarlenada a Lance acerca del episodio del cuchillo,pero de pronto había sentido la necesidad dehacerlo. Quizá no fuera casualidad que en tanpoco tiempo hubiese presenciado dosencantamientos tan parecidos. Si existía unarelación entre el cuchillo de Nimúe y elocultamiento de Caleva, iba a necesitar queLance la ayudase a descubrir cuál era.

—¿Vuestra dama de compañía intentómataros? —Lance parecía asombrado—. ¿Porqué? ¿Fue por iniciativa propia o le pagaron paraello?

Gwenn se encogió levemente de hombros.—No lo sé. Creo que fue por iniciativa

propia. Pero quizá alguien la ayudara.—¿No sabéis quién?—Podría ser cualquiera. No me faltan

enemigos, precisamente. Pero ella… ¿Por quéiba a querer hacerme daño? No es una mujerambiciosa. ¡Es una dama de Ávalon!

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—¿Ha intentado mataros una dama deÁvalon? —Lance parecía asombrado—. Lagente admira a las mujeres mágicas. Se suponeque ayudan a la gente, que curan a losenfermos… No me imagino a una de ellas comouna asesina.

—Nimúe llevaba años cuidándome, desde queyo era pequeña. Me ha enseñado muchas cosas,es la persona que me ha educado. Yo confiabaen ella.

Sintió el peso de una lágrima a punto deresbalar sobre sus pestañas. Lance la estabamirando a los ojos. E hizo algo que ella noesperaba: alargó la mano y, suavemente, detuvola lágrima con su dedo índice antes de quellegase a caer.

Siguieron mirándose unos instantes sin decirnada. En los ojos de Lance, Gwenn descubrióuna calidez aterciopelada que hasta entonces nohabía percibido.

Fue él quien volvió primero a la realidad.Desvió la mirada hacia las siluetas oscuras delas casas que se distinguían más allá del portón.

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—Es una ciudad grande —dijo—. Raro seríaque no encontrásemos a alguien dispuesto aofrecernos comida y cama esta noche. Ymañana, en cuanto amanezca, buscaré quien mevenda un par de caballos o unas mulas. Nosquedan seis o siete jornadas hasta Witancester,no podemos seguir a pie.

Atravesaron el portón. Lo hicieron caminandodespacio, procurando que sus pasos noresonasen con excesiva fuerza sobre lasdesgastadas piedras de la calzada. Se trataba deevitar que los oyesen.

Pero desde el primer momento, Gwenn supoque era una precaución inútil.

Allí no había nadie. Allí no había nadie quepudiese oírlos. La ciudad estaba desierta.

No dijo nada, porque no habría sido capaz deexplicarle a Lance por qué estaba tan segura deque todos los habitantes de Caleva habíandesaparecido. No tenía ninguna evidencia deque fuese así salvo su propia convicción.

Avanzaron sin hablar por la calzada principalhasta una plaza rodeada de galerías que se

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sostenían sobre pilares de madera. Si no hubierasido por la luna, les habría costado trabajodistinguir por dónde iban. Ninguna luz se filtrabaa través de las puertas y las ventanas de losedificios. Ningún signo de vida brotaba de suinterior.

Pasaron bajo un arco que comunicaba laplaza con una ancha calle empedrada. Losedificios a ambos lados de la calle sorprendierona Gwenn por su arquitectura. Algunos eran muyaltos, y parecían hechos de cristal. Otrosexhibían hileras simétricas de ventanasrectangulares, sin relieves ni decoraciones deningún tipo.

—Parecen construcciones del MundoAntiguo —murmuró Lance, impresionado—.Nunca había oído hablar de ellas.

—Seguramente Britannia las cubre con unaapariencia más moderna. Pero Britannia hadesaparecido de Caleva. El velo no protege laciudad, ¿os habéis dado cuenta?

—Sí. Faltan todos esos detalles que estamosacostumbrados a ver en las fachadas. Y falta la

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luz. Britannia hace que las ciudades brillen por lanoche con un resplandor muy diferente al de laluna.

Siguieron caminando un rato por aquella calleque parecía un vestigio de otro tiempo,congelada en la inmovilidad de un sueño o quizáde una pesadilla. Los dos sabían que aquellabúsqueda no tenía objeto: en Caleva no quedabani un solo habitante. Todos habían desaparecido.

Lance se detuvo frente a una puerta sencilla,de acero y cristal. En la parte de arriba, justo enel centro, colgaba un medallón de esmalte azulcon un pájaro blanco.

Al empujarla, la puerta cedió sin ningúnesfuerzo.

Cuando Lance cruzó el umbral, una luz pálidailuminó de golpe el interior del recinto. Gwennnunca había visto una luz así: brotaba de un parde tubos blancos anclados al techo.

En un largo mostrador contra la pared vio unaespecie de instrumentos musicales de formarectangular, compuestos por diminutas teclascuadradas.

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Se acercó a mirar. Cada tecla tenía dibujadauna letra. Algunos de los instrumentos eranblancos, otros negros o grises.

—Son teclados —murmuró Lance—.Teclados antiguos. Esto es un taller dealquimistas.

—¿Como el de vuestro amigo de Londres?—Sí. Pero mi amigo no habría podido pagar

estos materiales. La luz del techo, esas placascableadas…, y fijaos en los espejos negros.Monitores, así los llaman. Eoghan habría vendidoa su madre para conseguir uno.

Gwenn cogió con cuidado un círculo plateadoque vio en el mostrador, junto a uno de losmonitores. Le sorprendió lo poco que pesaba.Aquello no era metal, aunque lo parecía. Setrataba de otro material mucho más ligero.

—¿Qué le habrá pasado a esta gente? —sepreguntó en voz alta—. No pueden haberseesfumado. En algún lugar tienen que estar.

—¿Podría Britannia hacer quedesaparecieran?

Gwenn miró a Lance pensativa.

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—No, no creo —dijo—. Una cosa es queoculte cosas como el cuchillo de Nimúe, inclusola ciudad entera. Pero ¿seres humanos? Todo elmundo sabe que los protocolos de Britannia nopermiten ni tan siquiera modificar la aparienciade un rostro si el cambio lo deja irreconocible.

Acarició distraída las teclas de uno deaquellos instrumentos que Lance llamabateclados.

—¿Para qué servirían?—Para escribir. Había que ir pulsando una

letra tras otra para componer las palabras. Laspalabras iban saliendo dibujadas en losmonitores, y luego se podían imprimir en papel.Se lo oí contar a un amigo del Gremio.

—¿Tienes muchos amigos alquimistas? —preguntó Gwenn.

—Más que amigos, conocidos. Gente con laque he tenido que tratar.

—¿Para conseguir gemas de contrabando?Lance vaciló antes de asentir.—Entre otras cosas —dijo.Gwenn lo observó con curiosidad.

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—¿Por qué no se las pediste a Merlín? Oshabría dado todas las que le hubieseis pedido.Estáis escoltando a la heredera del trono decamino a la corte. Es una misión importante,Merlín os habría facilitado la mejor versiónposible del velo de Britannia.

Lance hizo un gesto vago con la cabeza.—Tenemos que decidir qué hacemos ahora

—dijo, con evidentes deseos de cambiar detema—. Una opción es volver al camino deWitancester y seguir avanzando a pie, pero setrata de una ruta importante y antes o despuésalguien podría identificaros. Eso, sin contar conque los sajones probablemente se dirigirán haciaallí también. Después de todo sería lo máslógico, una vez que han controlado Londres.

—Entonces, ¿qué propones?—Al norte de Caleva empieza el bosque de

Broceliande. Atravesándolo en diagonal tambiénpodríamos llegar a Witancester, aunque la rutasea más larga. Creo que es la mejor opción. Yahemos comprobado que algo está empujando alos viajeros a ignorar Caleva, y sin pasar por

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Caleva no se puede llegar al bosque. Eso nosevitaría encuentros peligrosos y nos protegeríade los sajones.

Gwenn lo miró indecisa.—Ese bosque… Dicen que es el más espeso

de toda Britannia. En algunos libros lo llaman «elbosque oscuro». Corren muchas leyendas.

—Todo eso juega a nuestro favor. Incluso sillegaran a encontrar Caleva, pocos se animaríana internarse en el bosque. Lo temen.

—¿Y vos no? ¿Por qué?Por primera vez, Lance esbozó una sonrisa.—Los bosques y yo nos entendemos —dijo

—. Me siento cómodo en ellos. Supongo queson mi lugar natural. Creedme, me imponen másrespeto los salones de la corte con todas susintrigas que los paisajes más agrestes y salvajes.

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Capítulo 7 Esperaron al amanecer para internarse en lapenumbra verde del bosque. Broceliande, elrobledal inmenso de las leyendas, se extendíacomo un cielo infinito de ramas y hojas oscurassobre sus cabezas, y la princesa avanzaba juntoa su escolta maravillada, con una huella desonrisa en los labios, escuchando el silencio.

Lance no podía evitar mirarla de reojo cadacierto tiempo. Se movía como un hada entre lostroncos de los árboles, como si no le costaseningún esfuerzo; sus pisadas no hacían ruidosobre la alfombra de hojas rojizas.

—La primavera en las copas, el otoño en lasraíces —dijo, para atraer su atención—. A lomejor es verdad que el bosque está encantado.

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—El hechizo de Britannia. Aquí sí nosencontramos bajo su velo protector —contestóGwenn en voz baja, quizá para no asustar a lospájaros—. Pero con o sin hechizo, los árbolesson reales. Tan viejos, tan fuertes… ¡Las cosasque habrán visto! ¿No te parecen hermosos?

Lance asintió. Claro que se lo parecían. Eranmás que hermosos: eran criaturas vivas,extrañas, que crecían con lentitud, ignorando lostiempos de los hombres, construyendo el suyopropio. Sentía algo cálido al mirarlos, algo querara vez le inspiraban los seres humanos: unvínculo antiguo, poderoso como los lazos desangre entre los miembros de una mismafamilia.

Orientarse en aquel bosque infinito no habríaresultado fácil de no haber sido por la ayuda delvelo. En las encrucijadas, Lance veía sobre untosco pilar de piedra una cruz metálica cuyosbrazos, uno de oro y otro de plata, señalaban elsur y el norte respectivamente. Sabía que laprincesa no percibía la cruz como él, pero notenía forma alguna de saber cómo la veía. Quizá

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no fuera para ella más que una vieja cruzherrumbrosa, quizá un vestigio indescifrable delos tiempos antiguos. No iba a preguntárselo,desde luego.

Cada vez que Lance se decidía por uno de lossenderos en aquellos cruces de caminos, Gwennlo miraba con cierta desconfianza. Después depasar la tercera encrucijada se decidió apreguntar.

—¿Cómo sabéis que es por aquí? —preguntó—. Se supone que no conocéis este bosque.

—Sé qué dirección debemos seguir paraacercarnos lo más posible a Witancester, y laestamos siguiendo.

Gwenn no preguntó más, pero se la veíadescontenta. Aunque habían dormido algo alabrigo de las murallas de Caleva, el cansancioempezaba a hacer mella en su aspecto. En dosdías no habían comido más que un pedazo dequeso y algunas frambuesas que habíanencontrado en la linde del bosque, poco despuésde ponerse en camino. No podrían continuar deese modo mucho más tiempo. Lance se

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mantenía alerta, por si algún corzo o algunaliebre se ponían a su alcance. Pero en toda lamañana no habían llegado a ver ni tan siquierauna ardilla. Era evidente que los animales deBroceliande sabían cómo protegerse de loshombres.

El sol debía de hallarse ya en lo más alto delcielo cuando se detuvieron a descansar en unlugar donde los robles se encontraban algo másdispersos que en el resto del bosque. Gwenn sedejó caer sobre la hierba, cerró los ojos ypareció quedarse dormida instantáneamente.

Lance también se tumbó. Con los brazoscruzados bajo la cabeza, contempló la claridadque se filtraba a través de las hojas del árbol quelo cobijaba. Sí, debía de ser ya mediodía. Pensóque también él podría descansar. Le vendríabien. Después de todo, no tenía ni idea decuánto tiempo más tendrían que seguircaminando. ¡Quizá varios días!

Se estaba hundiendo en una placenterasomnolencia cuando se dio cuenta de que, másallá del rumor del viento entre las hojas, se oía

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un murmullo de agua.Se puso en pie como movido por un resorte.Donde había agua podía haber animales

sedientos. Y si los había, tenía que intentar abatiralguno. Necesitaban comer.

Se dejó guiar por el susurro cristalino delagua, tan débil al principio que apenas sedistinguía del sonido de la brisa. Debía de haberun arroyo por allí cerca. Cada vez se oía conmás nitidez. Se aproximaría con cautela y, si noencontraba corzos ni venados bebiendo, buscaríauna roca o un tronco tras el que esconderse yacechar. Antes o después, algún animal bajaría abeber. Lo cazaría y se lo llevaría a la princesa.Encendería un buen fuego mientras ella seguíadormida y esperaría a que la despertase el olorde la carne tostada. Ya estaba viendo su sonrisasoñolienta mientras se desperezaba y miraba entodas direcciones, buscándolo.

Le daría las gracias.Estaba tan abstraído imaginándose la escena

que al principio, al ver la fuente, no se dio cuentade que había llegado a su destino.

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Allí no había ningún arroyo. El sonido delagua procedía de un manantial en una pared deroca. Una lámina de agua transparente caíadesde lo más alto, llenando una poza oscura yburbujeante bajo la sombra de un pino que sealzaba hasta una altura imposible.

Lance se quedó mirando el agua y el árbol,embobado. ¿Por qué había un pino en medio deaquella selva de robles? ¿Cómo podía ser tanalto?

Captó un destello oscilante entre las ramas.Un objeto se mecía adelante y atrás, reflejandoel sol. Lentamente, procurando no hacer ruido,rodeó el pino para tratar de verlo mejor.

Era un plato. Un plato de oro. Colgaba de unade las ramas bajas del árbol y se balanceaba conla brisa.

Alargó un brazo para cogerlo.—Quieto —dijo una voz femenina a su

espalda—. Si lo tocas, tendrás que someterte ala prueba. Y quizá no sea eso lo que quieres.

Se volvió. La advertencia le había llegadodemasiado tarde. Ya había tocado el plato.

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La mujer que le había hablado parecía muyjoven. Sus cabellos, recogidos en unacomplicada trenza, eran tan oscuros como susojos. En cambio tenía la piel muy blanca. Ibaarmada con una espada corta que sujetaba confirmeza en su mano izquierda.

Llevaba una coraza metálica sobre una túnicade un gris sucio y descolorido.

—¿En qué consiste la prueba? —le preguntóLance.

—En morir —contestó ella.Tenía una voz grave, serena, que contrastaba

con la amenaza de su respuesta.—Morir no es una prueba —dijo Lance—.

Puede ser, como mucho, el castigo por no habersuperado una.

—Morir a todo lo que conoces y dejarte eneste bosque la memoria, o arriesgarte a morir deverdad por mi espada.

—¿En un combate?—Quizá. Quizá en un sacrificio. O quizá no

mueras. Eso lo decidiré más tarde, cuandohagas lo que debes hacer.

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—¿Y qué es lo que debo hacer?Con un gesto de la cabeza, la mujer le indicó

el plato de oro.—Debes llenarlo con el agua del manantial. Y

debes verter el agua en el escalón de luzdormida que se oculta al otro lado de la poza.

Lance pensó en negarse. Al fin y al cabo, notenía por qué hacer caso de lo que le dijeseaquella desconocida. Su espada no leimpresionaba, y sus crípticas palabras tampoco.Bien sabía él que, en Britannia, el misterio solíaser el disfraz de los débiles que querían pasarpor poderosos.

Además, Gwenn podía despertarse encualquier momento, y a pesar del coraje quehabía demostrado, sabía que se asustaría si no loencontraba junto a ella. Pensaría probablementeque la había abandonado y no podía soportar laidea.

Sin embargo, no fue capaz de ignorar a lamujer.

—¿Cómo os llamáis? —le preguntó.—Te lo diré cuando pases la prueba. Si la

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pasas. Qué ocurre, ¿no te atreves a intentarlo?La provocación surtió efecto. Con gesto de

fastidio, Lance estiró el brazo derecho ydescolgó el plato dorado.

En el mismo momento deseó no haberlohecho. Pesaba, pesaba horriblemente. No podríasostenerlo sin un esfuerzo insoportable. Se lecaería en cualquier momento.

No podría llevarlo hasta el manantial. Noquería. Solo deseaba soltar aquella cosa que lerepugnaba como las telas de araña, como lasalas de un murciélago. Era imposible que fuerade oro, no podía serlo. Sin duda se trataba de unmaterial inmundo que jamás había tocado. Todoen él se resistía a llevarlo entre las manos.

No obstante, lo hizo. A pesar del peso y delrechazo que le inspiraba, consiguió llegar hastael manantial y poner el plato bajo la lámina deagua.

Todavía fue peor cuando estuvo lleno.Necesitaba tirarlo, dejar que el agua loarrastrase. No podía pensar en otra cosa. Lamujer había hablado de morir. Casi lo deseaba.

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Intentó mirarla, leer en su expresión algo que ledesvelara la clave, pero no fue capaz de fijar lavista en ningún lado.

Aun así, sostuvo el plato lleno. Sujetándolocon las dos manos, empezó a rodear la poza.Observaba aquel círculo de agua sombría, tanprofunda que no se adivinaba el fondo. La jovenhabía hablado de un escalón de luz.

Era cierto. Justo por debajo del nivel del agua,pudo ver un peldaño toscamente tallado en lapared de la poza, justo donde la roca dejaba deser piedra áspera para convertirse en cristal. Setrataba de un cristal verde, una esmeralda de untamaño inconcebible. Luz dormida. La luz deBroceliande petrificada, congelada en una gemapurísima.

Inclinó el plato de oro para que el aguacayese sobre el escalón. Sintió un profundodolor en la palma de las manos, como si el metalhubiese sido calentado al fuego y le estuviesequemando. Quizá podía soltarlo ya.

No lo hizo. Era un guerrero, lo habíanentrenado para sufrir. Y quería saber. Más que

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nada, quería saber qué le esperaba una vezterminada la prueba, y qué le tenía reservado lamujer de la espada.

Lo malo del dolor cuando se vuelvedemasiado intenso es que te nubla los sentidos.Lance iba a desmayarse, lo presentía. Laspiernas le temblaban, cederían en cualquiermomento, se doblarían y le harían caer debruces en el agua de la poza.

Quizá ya había caído. Flotaba. Y se ahogaba,el aire no le llegaba a los pulmones. Pero nosentía el agua. No sentía más que la falta dealiento.

Debió de ocurrir todo en un instante. Terminócuando notó el filo de una piedra contra lafrente. Respiró. Ahora le dolía la piel rasgada,sentía la humedad de la sangre en la raíz delcabello. Al menos aquel era un dolor que podíacomprender. Y respiraba de nuevo.

Abrió los ojos: algunas ramas de pino serecortaban a contraluz sobre el fondo gris delcielo. El árbol, ahora, no le parecía tan grande.¿Por qué?

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Consiguió sentarse en el musgo, y solo en esemomento advirtió que estaba rodeado de gente.No eran guerreros, sino gente del pueblo,hombres, mujeres y niños vestidos con ropasdescoloridas y mugrientas; entre doscientas ytrescientas personas que lo miraban como siestuviesen contemplando un espectáculo deferia.

Pero no podía ser. Debía de tratarse de unengaño, de una ilusión de los sentidos.

Reconoció a la mujer de la espada, que searrodilló junto a él y, sin miramientos, le palpó labrecha que se le había abierto en la frente.

—Sanará —dijo—. Has tenido suerte,extranjero. Si llegas a caer con peor fortuna,podrías haberte golpeado en la sien. Te habríasmatado.

Sonreía. Pero él no tenía ganas de devolverlela sonrisa.

—Sácame de este hechizo, mujer mágica —murmuró con las escasas fuerzas que pudoreunir—. No sé qué has hecho conmigo, peroquiero volver al mundo real. Todos esos

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fantasmas… Apártalos de mí.La mujer ensanchó su sonrisa.—No entiendes nada. El mundo real es este,

joven Lancelot. Me llamo Laudine, y estasgentes son algunos de los habitantes de Caleva.Si puedes verlos, es porque has pasado laprueba. Has atravesado el velo de Britannia yestás al otro lado. Estás viendo el mundo comorealmente es.

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Capítulo 8 Lance había olvidado lo que era la noche másallá del velo de Britannia. La oscuridadimpenetrable del bosque al otro lado del círculode antorchas resultaba sobrecogedora. Lamayor parte de las gentes de Caleva habíaestablecido su nueva morada a un par de leguasde la fuente, junto a un riachuelo del queobtenían agua para beber y lavarse. Laudine loshabía llevado, a él y a Gwenn, a visitar elpoblado, formado por sencillas chozas demadera y ramas que ocupaban cada claro entrelos árboles hasta donde alcanzaba la vista.

Cuando llegaron, el rumor de la hazaña de laprincesa al pasar la prueba de la fuente se habíaextendido por todas partes. Todos sabían ya que

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había logrado traspasar el velo sin someterse ala tortura del plato de oro. Había detectado lapresencia de los habitantes de Caleva en elbosque como si para ella fuese algo natural, sinel menor esfuerzo. Y nadie comprendía cómo lohabía hecho.

La gente la miraba con desconfianza, pero nocon miedo. Después de todo, la mayor parte deellos habían trabajado en algún momento de susvidas para el gremio de los alquimistas y sabíanque la magia de Britannia tenía siempre unaexplicación, aunque a veces resultase imposibledescubrirla.

Durante la visita al poblado, Gwenn secomportó como una auténtica princesa. Sonreíaa los niños, saludaba a las mujeres, se detenía devez en cuando a hablar con alguna. Mostrabacuriosidad por todo lo que veía, y su interés eratan sincero que las gentes olvidaban sus recelosy le hablaban abiertamente de las penalidadesque habían sufrido. Resultaba admirable verla ensu papel de heredera oficial de la Corona. Susgestos, su forma de caminar, hasta su mirada

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irradiaban serenidad y poder. A Lance no lepasó inadvertida la forma en que Laudine seguíatodos sus movimientos, como si estuvieseestudiándola. Ella había sido, sin duda, la másconfundida ante la reacción de Gwenn alacercarse a la fuente sagrada. Estaba claro queno dejaba de darle vueltas a lo ocurrido,buscando alguna explicación. Quizá por esohabía decidido prolongar la velada e invitarlos aun festín en medio de la oscuridad del bosquepara celebrar su llegada a Broceliande. Enteoría, se trataba de agasajar a la princesa. En lapráctica, probablemente lo que pretendíaLaudine era mantenerla vigilada.

La Señora de la fuente había organizado unambicioso despliegue en medio de lasestrecheces de aquella vida salvaje que habíaelegido para socorrer a los refugiados deCaleva. De algún modo se las había arregladopara ofrecer vino e hidromiel en la cena, y lacarne de venado que sus damas guerrerashabían servido en platos de oro estabaaderezada con canela y azafrán, especias que ni

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siquiera en la corte eran fáciles de conseguir.Sentada a la derecha de Lance, Gwenn

disfrutaba de la comida con una expresión dedeleite que casi resultaba cómica. Sin duda, elayuno forzado de aquellos dos días de ruta lehabía hecho sufrir más de lo que había dejadoentrever. Fascinado, Lance no podía evitarmirarla a cada instante, a pesar de que Laudine,sentada a su izquierda, no cejaba en susesfuerzos por mantener viva la conversación.

Gwenn parecía ajena al prodigio que habíaprotagonizado ante la fuente. Tal vez ni siquierafuera consciente de lo que había hecho. Laudinehabía insistido en que ella también debíasometerse al ritual del plato de oro. Estabadispuesta a acoger a la hija de la reina en sufeudo del bosque, pero a condición de que laprincesa se despojase del velo de Britannia paraser una más entre las gentes que vivían allí. Nole permitió a Lance explicarle a Gwenn en quéconsistía el ritual ni cuál era su propósito.Sencillamente, le envió a buscarla, y cuandollegó ante la fuente ella misma le mostró el plato

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de oro y le dijo lo que debía hacer.Fue entonces cuando Gwenn miró más allá de

la poza de aguas oscuras, hacia las gentes queobservaban en silencio su reacción. Lancetodavía se encontraba a su lado, y notó cómo seestremecía.

—¿De dónde han salido? —preguntó,señalando hacia los ciudadanos de Caleva—.No estaban ahí hace un momento. ¿Quiénessois? Lance, ¿los ves?

Lance asintió. Por supuesto que los veía; perono los había visto antes de someterse altormento del ritual. Se suponía que había queverter el agua del plato de oro sobre el escalónesmeralda para liberarse del velo de Britannia.No existía otra forma.

Gwenn, sin embargo, había atravesado el velosin necesidad de pasar la prueba de Laudine. Nole había costado ningún esfuerzo. ¿Por qué?¿Cómo lo había hecho? ¿Qué tenía de especialsu conexión a Britannia, para que le permitiesequebrantar sus reglas?

—No os veo comer desde hace un rato —dijo

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Laudine, interrumpiendo sus reflexiones—.¿Qué ocurre? ¿La canción del bardo os haquitado el apetito?

Lance lo negó, sorprendido. Ni siquieraestaba escuchando la música, pero la preguntade Laudine le hizo prestar atención. La melodíale resultaba desconocida, y sin embargo no tardóen reconocer la historia que el bardo desgranabacon el acompañamiento de su cítara: era laleyenda del niño náufrago que llegó a la costaoriental en una balsa de velas negras, y quemató a la mujer que lo admitió en su casa. Laleyenda del niño de la máscara de oro.

Había oído aquel relato muchas veces, endiferentes versiones: era la historia de la infanciade Dyenu. La repetían los sajones y los britanos,sus aliados y sus enemigos. La maldad gratuitadel pequeño huérfano fascinaba a todos porigual. Dyenu le había asegurado una vez quenada de aquello había sucedido de verdad. Noera más que una leyenda. Una leyenda terrible,eso sí, a la altura del personaje. A Dyenu leinteresaba que se difundiera. Así se lo había

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explicado: si el enemigo le creía un monstruo, lotemería, y sería más fácil derrotarlo.

Lo extraño era que Laudine hubiese deducidoque aquella canción podía haberle hecho perderel apetito. ¿Cómo lo había adivinado? Eraimposible que ella supiera que se conocían.Nunca antes la había visto.

—No nos habéis contado cómo llegasteis aconvertiros en la Señora de la fuente —dijo enaquel instante Gwenn, inclinándose sobre lamesa para mirar a su anfitriona—. ¿Lleváismucho tiempo protegiéndola? ¿Sois una de lasmujeres mágicas de Ávalon?

La pregunta hizo reír a Laudine.—¿Una de las damas grises? No princesa, ni

mis guerreras ni yo tenemos nada que ver conellas. Yo uní mi destino al de la fuente deBarenton cuando la fuente me salvó la vida. Esun enclave antiguo, uno de los pocos lugares depoder que sobrevivieron al advenimiento deBritannia. Las mujeres guerreras ya estabanaquí cuando llegué yo. Vine porque me dijeronque aquí encontraría el conocimiento que el

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gremio de alquimistas me negaba.—¿Queríais ser alquimista? Pero solo los

nacidos en las familias del Gremio pueden serlo.¿Por qué queríais ser alquimista?

—Porque quería entender, princesa. Queríasaber qué hay detrás del velo. Los engranajes.Los mecanismos.

—Habláis de un modo extraño. ¿Quémecanismos? Britannia no es una máquina, es elReino Invisible, el corazón de la realidad.Britannia nos hace ver las cosas como lassoñamos. Más verdaderas, más nítidas.

—Utilizáis el lenguaje de los bardos —seburló Laudine—. Pero ¿nunca os habéispreguntado cómo consigue Britannia teñir larealidad con los colores de los sueños? Lollamamos magia, princesa, pero no es magia. Essaber. Es ciencia.

—Habláis como lo hacía mi maestra Nimúe.Ella también afirmaba que Britannia no eramagia, sino artificio.

—Nimúe, según creo, es una de las damas deÁvalon. Mi visión de Britannia no tiene nada que

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ver con la de esas fanáticas. Yo no aspiro aconocer Britannia para destruirla, sino paraprotegerla. Por eso les he dado refugio a losalquimistas de Caleva. No quiero que caigan enpoder de los sajones. Eso sería como entregarlesa estos una llave maestra para forzar Britannia.

—Sobrevaloráis a los alquimistas —dijoLance con la vista fija en la oscuridad delbosque, más allá del círculo de fuego—. No estanto lo que saben.

—Yo pienso que los subestimáis. Saben másde lo que revelan. Entre otras cosas, sabencómo leer en las brumas de Britannia el pasadode un hombre y cómo utilizarlo contra él.

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Capítulo 9 El tapiz que alfombraba el suelo de la cabaña enel roble había sido confeccionado con hebras deseda de la mejor calidad y con los tintes máscostosos del mercado, pero el tiempo y el uso lohabían desgastado, robándole buena parte de suesplendor original. Gwenn se preguntó de dóndelo habría sacado su anfitriona. Un tapiz así teníaque resultar casi imposible de encontrar fuera deBritannia, estaba segura. Laudine debía de seruna mujer muy poderosa para poseer una piezacomo aquella.

No podía dormir. No quería. Desde elepisodio de la fuente se sentía invadida por unaeuforia que rayaba en la ebriedad. Era unasensación física y mental a la vez, que la llenaba

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de plenitud, energía y poder. Deseaba plantarsefrente al mundo entero y desafiarlo. Como sifuera inmortal. Como si ningún daño pudieraalcanzarla. Era absurdo, por supuesto, pero ledaba igual. No quería dejar de experimentaraquella nueva confianza en sí misma.

Todavía no entendía del todo lo que habíaocurrido junto a la fuente del escalón esmeralda.Ella no había necesitado el ritual. Le habíabastado acercarse a la fuente para atravesar elvelo. Pero, al contrario de lo que todo el mundoparecía pensar, no lo había hecho sin esfuerzo, nitampoco inconscientemente. Justo antes deatravesarlo, había percibido algo. Su mente sehabía despertado. Sí, esa era la mejor manera deexplicar lo que había experimentado: estabadormida y, de repente, despertó. Vio lo que larodeaba y tuvo la certeza de que no era unsueño. También se dio cuenta de que no loestaba viendo todo. Necesitaba esforzarse más.Necesitaba alcanzar la realidad. Se encontrabamás cerca que nunca.

Extendió su memoria y su deseo hacia los

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árboles que rodeaban la fuente como siestuviese alargando los brazos. Quería llegar alo que había detrás.

Fue entonces cuando los vio. Mujeres,hombres, niños, todos de pie, en silencio,observándola. Ni siquiera podía afirmar que supresencia la hubiese sobresaltado. Antes deverlos, los había intuido. Su mente ya sabía queestaban allí. No entendía por qué, pero lo sabía.

En su lecho de heno fresco y sábanas de lino,Gwenn se desperezó y dejó que una sonrisalenta y consciente le iluminase la cara. Muchasveces, desde que era niña, había tenido elpresentimiento de que era poderosa, perosiempre había pensado que se trataba de unespejismo, de la proyección de un deseo másque de una realidad. Ahora sabía que suintuición era cierta. Dentro de ella habíaauténtico poder. Y era un poder vinculado aBritannia.

Además, esta vez los otros también se habíandado cuenta. Había sido toda una demostración.Si su madre hubiese estado presente… Gwenn

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se estremeció. ¿Cuál habría sido la reacción dela reina Igraine? Probablemente se habríasentido orgullosa aunque, conociéndola, tal veztambién amenazada.

No quería seguir pensando en su madre, ni encuál sería su reacción si se enteraba del episodiode la fuente de Laudine. Pero ¿a quién podíapreguntarle sobre lo que acababa de ocurrirle?Merlín, si estaba vivo aún, se hallaba demasiadolejos. Y, a decir verdad, nunca le había inspiradodemasiada confianza.

Si hubiese tenido a Nimúe…No, no debía recordar a Nimúe. Ella la había

traicionado. Había intentado matarla. Gwenn lahabía admirado durante toda su vida, y a veceshabía llegado a creer que la dama la quería másque la propia Igraine. Claro que tampoco habíaque esforzarse mucho para eso. Igraine no habíasido jamás una madre cariñosa. En cambio,Nimúe… bajo su manto de frialdad, siemprehabía sabido cómo transmitirle seguridad, apoyo.Con ella nunca se había sentido sola.

Nimúe habría podido darle respuestas. Era

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una dama de Ávalon, conocía algunos de lossecretos más antiguos de Britannia. Ella quizáhubiera podido explicarle por qué habíaatravesado el velo sin ayuda de ningún ritual.

Pero Nimúe no volvería. El hechizo que lamantenía prisionera era, en la práctica,equivalente a la muerte. Nadie podía deshacerlosin contar con la voluntad de la propia dama;Merlín lo había dejado claro.

Sin embargo, el mago no sabía lo que ellaacababa de hacer en Broceliande. Y si allí habíapodido quebrar un viejo sortilegio del velo deBritannia, ¿por qué no en otros lugares? Elhechizo en el que se había encerrado Nimúetambién llevaba el nombre de aquel bosque:Broceliande. ¿Y si su poder en el Broceliandereal se extendía al Broceliande de los sortilegiosde Ávalon?

Necesitaba despejarse. Se arrastró fuera dellecho, salió de la cabaña y descendió por una delas ramas que había debajo de la plataformasobre la que estaba construida. A la luz de laluna se distinguía el color ceniciento de sus

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viejas enaguas. Sin los matices de Britannia paraembellecerla, la prenda no parecía la ropa propiade una princesa.

Iba a descolgarse a la siguiente rama cuandovio aparecer a Lance con Laudine en un claroentre los robles. Caminaban cogidos del brazo.Laudine se apoyaba en el joven, descansandosobre él casi todo su peso. Lance avanzaba conla cabeza inclinada para escuchar lo que lamujer le susurraba al oído.

Gwenn permaneció inmóvil en su puestodebajo de la cabaña, tratando de escuchar.Laudine hablaba en susurros, resultaba imposibleentender lo que decía. La luna bañaba susemblante, en el que danzaba una sonrisatraviesa. El rostro de Lance, en cambio,quedaba oculto por las sombras. Seguramente éltambién estaría sonriendo.

Cuando desaparecieron entre los árboles,Gwenn se deslizó silenciosamente por el troncodel roble y los siguió.

Descalza y sin la protección de Britannia,sentía la humedad de las hojas muertas bajo sus

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pies. A veces se le clavaba una piedrecita, el filocrujiente de una hoja seca recién caída. Elrumor de los pasos de la pareja era fácil dedistinguir en el silencio del bosque.

Los espió mientras hablaban en el umbral dela choza de madera y pizarra que Laudinellamaba «su palacio». Luego los vio entrar.

Quería volver a su cabaña en el árbol,meterse en aquella cama que olía a heno fresco,cerrar los ojos y dormirse. Sin embargo, sequedó allí, agazapada sobre aquel manto dehojas semipodridas, notando cómo la humedadempapaba la fina tela de las enaguas y le llegabahasta la piel. Tenía los brazos desnudos, eintentó calentarse abrazándose a sí misma. En elfondo, no le importaba el frío. Ardía por dentro.Una ira sorda le devoraba los pensamientos, laasfixiaba con el humo que desprendían alconsumirse. Se sentía traicionada como hija dela reina, pero no era eso lo que había comenzadoel incendio. No era eso, era otra cosa: se sentíaabandonada. Lance había preferido a Laudine.

Lo odiaba.

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Cuando por fin el caballero salió de la cabañade Laudine, Gwenn llevaba un rato medioadormilada. Por eso, cuando lo vio era yademasiado tarde. Él la había visto también a ella.

Se maldijo por no haberlo pensado antes. Lasenaguas eran demasiado claras, reflejaban la luzde la luna y llamaban la atención en medio de laespesura.

Se incorporó lo más rápido que pudo y tratóde correr, pero las piernas se le habíanentumecido mientras aguardaba, y él era muchomás rápido. No había avanzado ni veinte pasoscuando la alcanzó.

La aferró por un hombro, y cuando ellaintentó liberarse la rodeó con el otro brazo por lacintura. Cuantos más esfuerzos hacía ella pordesprenderse, más la apretaba él contra sucuerpo, intentando inmovilizarla.

Como pudo, Gwenn se revolvió para quedarfrente a Lance. Sin pensar en lo que hacía,descargó una bofetada en su mejilla derecha. Élla miró asombrado.

Por un momento, ella creyó que iba a

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devolverle el golpe. La forma en que lamiraba…

Pero, en lugar de eso, inclinó su rostro sobreel de ella y la besó.

A partir de ese instante, Gwenn no supo muybien lo que ocurría. El beso de Lance lo ocupabatodo, llenaba el universo. Sintió que sus piesperdían el contacto con el suelo: él la habíalevantado y la llevaba en brazos entre losárboles. Sus labios seguían unidos. No se habíanseparado en ningún momento.

O quizá sí, porque ahora estaban en el suelo,sobre la capa extendida de Lance. Gwenn podíasentir bajo su espalda la mullida y crujientealfombra de hojas, más allá del tejido de lana.

Un instante después, la alfombra se aplastóhasta que ella notó, debajo, la superficie dura. Elpeso de Lance la oprimía contra el suelo. Laanclaba a la tierra antigua de Broceliande, comosi quisiera obligarla a echar raíces en ella. Y sucuerpo se dejaba clavar en la oscuridad delbosque como una semilla clara. Obedecía.

Él no le dijo «te quiero» en ningún momento.

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Pero un par de veces susurró su nombre muycerca de su oído: «Gwenn. Gwenn».

Nunca su nombre le había parecido tanmágico.

Era la primera vez que amaba a un hombre.Lo había imaginado infinidad de noches mientrasdaba vueltas en su cama, carcomida por unainquietud placentera y cruel al mismo tiempo. Yahora que estaba ocurriendo, se daba cuenta dela pobreza de sus sueños.

Porque no se trataba solo de la piel. No setrataba solo de aquellas caricias que sedeslizaban como plumas por su espalda y sucintura, que subían y bajaban recorriendo su pielcomo si fuese una tela de seda nueva. Era,sobre todo, el aliento de Lance, su respiraciónagitada, su sed, su urgencia por poseerla.

Todo lo que él era. Su pasado. Su misterio.La atravesó como un fogonazo de luz.Se asustó. Lance tenía un secreto.Pero un instante después lo olvidó. Su propio

deseo reclamaba toda su atención. Queríaaferrarse al placer. No dejarlo marchar.

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Si aquello era el amor, haría lo que fuerapreciso para no perderlo.

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Capítulo 10 La claridad del amanecer se atisbaba ya entrelas copas de los árboles, y Gwenn seguíadormida. ¿Cómo podía dormir? Su respiraciónera suave y rítmica, y su rostro, sin aquel fulgorpeligroso que a veces atravesaba sus ojos,parecía tan sereno como el de una niña.

Lance estuvo contemplándola hasta que ya nopudo soportarlo más. No quería sufrir, no podíapermitírselo. Necesitaba concentrarse yreservar todas sus energías para llevar a laprincesa sana y salva hasta Tintagel.

Una vez más, se maldijo por haberse dejadoarrastrar. En el campo de batalla, siempre habíasabido ganarse el respeto de camaradas yadversarios por su dominio de sí mismo. No

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cedía ni un paso aunque estuviese deseandohuir. No atacaba antes de tiempo aunque lasangre le hirviese por dentro. Durante los añosque había permanecido bajo el mando de Dyenu,este siempre alabó su sangre fría. Pero aquellamáscara de autodisciplina se había desmoronadoen el mismo momento en que la había visto huirde él en medio de la noche, un torbellino de sedablanca entre los árboles. Por un instante creyóque se le iba a escapar, que nunca volvería averla, y supo que, si eso ocurría, nada de lo quesucediera después en su vida tendría ningúnsignificado. No podía perderla todavía; Gwenn nisiquiera había llegado a conocerlo. No sabía delo que era capaz, no sabía hasta qué punto podíaconfiar en él. Sobre todo, no podía imaginarcuánto necesitaba mirarla, cómo se habíaacostumbrado en las horas —apenas días— quellevaban juntos, a espiar su expresión, loscambios en la profundidad serena de sus ojos, sumanera de moverse. Cómo se había habituado asu presencia. Solo deseaba tenerla cerca, seguira su lado mucho tiempo, hasta Aquae Sulis;

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hasta el castillo de su madre, en Tintagel. Ytambién después, quizá. Si hacía bien su trabajo,tal vez la reina lo asignaría a la guardia personalde la princesa. Iba a necesitar guerreros deconfianza para ese cometido, hombres quevelasen por ella día y noche, ahora que era laheredera del trono.

Corrió tras ella. Y luego, cuando la tuvo entresus brazos, no supo lo que hacía. Dejó depensar, olvidó que era un impostor, que si bajabala guardia un solo instante, la verdad podríaaflorar y él tendría que salir corriendo,abandonar la identidad que con tanto trabajo sehabía ido construyendo e inventarse una nuevavida.

En ese momento quería a Gwenn; queríatenerla, era lo único que deseaba, lo único por loque se habría dejado matar.

Lo extraño era que ella se hubiese entregadocon tanta sencillez, sin un solo gesto de duda omiedo, como si fuese algo que necesariamentetenía que pasar, con lo que ya contaba. Gwenn,la altiva Gwenn, la princesa, la hechicera que

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apenas unas horas antes había demostrado antelos refugiados de Broceliande su inmenso poderrasgando sin esfuerzo el velo de Britannia, sehabía transformado en una mujer dulce y alegreentre sus brazos. Tan intensa, tan audaz pormomentos que le había hecho temblar. Y a lavez tan vulnerable, tan frágil que temía hacerledaño. Al menos al principio.

Cómo se habría reído Merlín de él si lohubiese visto dejarse arrastrar por el deseo deaquella manera. Probablemente lo habríamandado matar, pero antes se le habríandesencajado las costillas de tantas carcajadas.Ni siquiera comprendía cómo había logrado quellegase a confiar en él para aquella misión.Quizá Laudine tuviese razón y los hilos de lasdamas de Ávalon llegasen más lejos de lo que élhabía llegado a intuir. De otro modo no seexplicaba que lo hubiesen elegido como guía yprotector de la princesa.

Laudine… Le preocupaba que hubiesedescubierto su secreto. Ella también erapoderosa, a su manera. Había visto en su

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pasado, había llegado más lejos incluso de lo queél recordaba.

La escena del campo de batalla, cuando cayócombatiendo por Dyenu contra un ejércitobritano bajo el mando del rey Lot, Laudine habíahecho que le volviese a la memoria. Aquellatarde creyó que le había llegado la hora. Laherida en el abdomen era profunda, y estabaperdiendo mucha sangre. Si la mujer del mantonegro no hubiese aparecido, habría muerto. Ellalo curó. Lo hacían de vez en cuando, caíancomo cuervos benignos sobre los despojos delcombate y aplicaban sus pociones y emplastos alos heridos, fuesen del bando que fuesen. Erauno de los poderes que Britannia les habíapermitido conservar fuera de Ávalon. Y él, alprincipio, había creído que estaba entre losafortunados a los que habían salvado porcasualidad. Pero luego se dio cuenta de que no.Su curación tenía un precio. Las damas tejieronpara él un nuevo destino en Britannia. Leproporcionaron una historia, un pasado que todoel mundo a partir de entonces aceptó como si

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estuviese instalado en sus recuerdos desdesiempre. Cuando recuperó la conciencia, lohabían trasladado a un viejo fuerte britano, ytodos los que le rodeaban lo trataban como a uncaballero extranjero que había llegado aBritannia a combatir a los sajones. Él, que noera más que un chico pobre de la costa orientalque había salvado el pellejo después del ataquede los sajones entrando a su servicio, podía derepente presumir de linaje, de venir del otro ladodel mar, donde un imaginario padre noble loaguardaba para convertirlo en su heredero.

Quizá las damas de Ávalon sabían que algunavez se había atrevido a soñar con un destino así.Pero ¿lo habían escogido por eso? Laudineopinaba que no. Opinaba que él era el Elegido.Cuando le preguntó para qué, ella le clavó unamirada entre incrédula y divertida. «Paradestruirnos a todos, probablemente», fue surespuesta. Y después se echó a reír, como si leestuviese tomando el pelo.

La voz de Gwenn lo sobresaltó, obligándolo aabandonar sus elucubraciones. ¿Qué había

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dicho? Estaba sentada sobre su capa, mirándolocon una sonrisa.

—Es una mañana hermosa, ¿verdad? —añadió cuando él la miró—. ¿Qué vamos ahacer ahora, Lance? Espero que la luz del día note haga apartarte de mí. ¡Sin el velo de Britanniase ven tanto los defectos!

Lance desvió bruscamente la mirada. Losojos de Gwenn lo hacían todo más difícil.

No se dejaría arrastrar de nuevo. Tenía quealejarla. Tenía que hacerle entender cuantoantes que lo que había sucedido aquella nocheno volvería a repetirse. Nunca.

—Me alegro de que hayáis despertado —dijocon la voz más fría que pudo encontrar—.Debéis regresar a vuestra cabaña antes de queLaudine envíe a buscaros. Sus mujeresguerreras van a conducirnos a través del bosquehasta las inmediaciones de Aquae Sulis. Esmejor no hacerlas esperar.

No quiso mirarla para ver cómo reaccionaba.Si lo hacía, su entereza se desmoronaría, sumáscara de frialdad se derretiría como el hielo

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en una mañana de sol.Ella tardó unos instantes en contestar.—Creía que nos dirigíamos a Witancester —

observó en tono apagado.—No, hay que cambiar la ruta. Laudine me

ha dicho que los sajones ya han llegado aWitancester y controlan toda la zona. DesdeAquae Sulis podremos ir a Glevum para tomarun barco y llegar por mar hasta Tintagel. Es lamejor opción.

Como Gwenn no contestaba, por fin la miró.Se había puesto en pie y estaba alisándose lasenaguas con el dorso de la mano.

—¿Cuánto tardaremos en llegar a AquaeSulis? —preguntó sin alzar la vista.

—Según parece, una jornada es todo lo quenecesitamos —le explicó—. Llegaremos antesde que anochezca.

—Mejor —dijo ella. Con cada palabra quepronunciaba su voz se volvía más distante, másseca—. Cuanto antes volvamos a la protecciónde Britannia, más tranquila me sentiré.

Fue la última vez que le dirigió la palabra en

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todo el día.La dejó en su cabaña y regresó tan deprisa

como pudo a la choza de Laudine. La damaestaba organizando la escolta que debíaconducirlos a través del bosque. Lance quedóadmirado al ver los caballos: eran más altos yágiles que los corceles de Britannia,probablemente los habrían traído del Continente.Dejó para Gwenn el más brioso de todos y éleligió para sí una yegua blanca. Estaba segurode que la princesa sabría manejar a aquelmagnífico animal. Y quería verla sobre él. Seríaun hermoso espectáculo.

Le costó reconocerla cuando, después deldesayuno, la condujeron adonde la escoltaaguardaba para la partida. La habían peinadocon un arreglo de trenzas que se repartíansimétricamente a ambos lados de la cabeza,entrelazándose unas con otras. Un peinado decorte para la heredera del trono. Y el vestido,que debía de pertenecer a Laudine, no eramenos espléndido: estaba cubierto de bordadosde hilo de oro y de plata que componían una

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selva de flores sobre el brocado blanco.Sin embargo, el cambio más visible no se

hallaba en la vestimenta de la princesa, sino enla expresión de su rostro. Sonreía a cuantos ledirigían la palabra, pero era una sonrisa altiva,desplegada para marcar distancias. Una sonrisade reina. Incluso Laudine pareció intimidadacuando Gwenn le expresó su gratitud por todaslas atenciones recibidas. Sus mejillas seruborizaron cuando trató de contestar. Sedespidió con una reverencia.

Durante toda la jornada, Lance no perdióocasión de observar a Gwenn cada vez que lascircunstancias se lo permitían. Siempre quepodía cabalgaba a su lado, y cuando la sendaresultaba demasiado estrecha, le cedía el paso yse quedaba detrás, contemplando su espaldaerguida, su cabeza orgullosa, que ni una sola vezse volvió a mirarle.

Cuánto debía de odiarle en esos momentos.Tanto como le había amado durante la noche.Tanto como él la amaba.

Estaba seguro de que ella nunca le perdonaría

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la voz distante, la frialdad cuando se despertó. Yeso le provocaba una alegría absurda, unaespecie de euforia desesperada.

No volvería a tenerla como la había tenido enla oscuridad del bosque, a su merced,completamente suya. Aquello no se repetiría,porque él lo había hecho imposible.

Si le hubiese hablado de otra manera aldespertar… Si la hubiese besado…

Quizá se habrían convertido en amantes. YGwenn se las habría arreglado para mantenerloa su lado después de llegar a Tintagel. Hastaque se aburriese de él o hasta que alguiendescubriese su secreto. Hasta entonces, habríasido suya cada noche.

Pero él lo había impedido. Lo había tiradotodo por la borda.

No se arrepentía de lo que había hecho. Sabíaque, en el fondo, no tenía otra opción. No podíaconvertirse en el amante de la princesa, habríasupuesto demasiado riesgo. Antes o después,alguien habría empezado a indagar en su vida;tal vez la propia Gwenn. Habrían descubierto

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que era un impostor, y entonces la habríaperdido definitivamente.

No. Había hecho lo único que podía hacer.Pero eso no significaba que no le doliera: dolíamás que las heridas del campo de batalla, másque el miedo a la muerte. Y ese dolor no se iríanunca, porque se aferraría a él para no perder elrecuerdo de aquella noche. ¡No quería olvidar!

Las mujeres guerreras de Laudine estabanacostumbradas a cabalgar en silencio. Lajornada transcurrió, interminable y tediosa, entrelos robles siempre iguales y siempre diferentesde un bosque que parecía no tener fin.

Fue justo antes del ocaso cuando los árbolesempezaron a clarear. El camino se volvióligeramente empinado, y ascendieron por unacolina de hierba fresca.

Al llegar arriba, vieron las torres doradas deAquae Sulis, la ciudad de los dioses antiguos.

Por primera vez en todo el día, Gwenn sevolvió hacia él.

—Lo habéis conseguido, Lance —dijo conuna leve sonrisa—. Hemos llegado… Aquae

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Sulis es una ciudad civilizada, y estoyconvencida de que en ella encontraremos aalgún caballero leal a mi madre que os rescatedel peso de servirme, así que muy pronto oslibraréis de mí.

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LIBRO IIEl escudo de Britannia

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Capítulo 11 Comenzaba a caer el sol, y algunoscomerciantes habían empezado ya a desmontarlos toldos de sus puestos y a recoger lamercancía. La mayor parte, sin embargo, seguíaen su sitio, intentando acaparar la atención delos escasos curiosos que aún deambulaban porla plaza. Arturo observó desde lejos el tenderetedel vendedor de pócimas, el único que leinteresaba de todo el mercado. Por fortuna, esteaún no estaba recogiendo.

Aquae Sulis olía diferente en los días demercado. El olor sulfuroso de las aguasbenéficas que habían dado fama a la ciudaddesde los tiempos antiguos apenas se percibía enla marea de aromas que traían consigo los

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tenderos y comerciantes: fragancia de fruta yflores frescas, de carne roja, de cuero curtido yde pan recién hecho, hedor de estiércol decaballo, de gallinas que aleteaban en susjaulas… ¿Cómo se percibiría aquella mezcla deolores más allá del velo de Britannia? A Arturole habría gustado desconectarse aunque solofuese por un breve espacio de tiempo paracaptarlos. Lo peor del velo era que siempre seinterponía entre las sensaciones y la realidad; loembellecía todo, pero también lo adulteraba.

Arturo interrumpió sus reflexiones al ver a lamuchacha que acababa de irrumpir a caballo enla plaza por la calle empedrada que venía de lapuerta de Londres. Supo que era ella en cuantola miró, aunque nunca antes la hubiera visto.

Cabalgaba como una reina, y su bellezadistante atraía todas las miradas, pero al mismotiempo hacía que la gente se apartaseinstintivamente a su paso. Bajo su manto de lanagris, llevaba un vestido blanco que casi parecíairradiar luz. ¿Cómo era posible que llegase a laciudad tan perfectamente ataviada, después de

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todo lo que le había pasado? Según las noticiasque él había recibido, ella había conseguidoescapar viva de Londres de milagro. Y aunquesu conexión a Britannia fuese mejor que la desus súbditos, eso no bastaba para explicar lariqueza del vestido ni el espléndido caballo quemontaba.

Los ojos de Arturo se deslizaron con interéshacia el joven que escoltaba a la princesa.«Demasiado apuesto», fue lo primero que pensó.¿De quién habría sido la idea de poner laseguridad de la heredera del trono en manos deun simple caballero con aspecto de príncipe?Porque le habían asegurado que el acompañanteno era nada más que eso, un guerrero que sehabía destacado en un par de ocasiones en elcampo de batalla. Lo había imaginado unhombre tosco, curtido en luchas, quizá con unacicatriz atravesándole la mejilla izquierda.

Sí, lo sabía, tenía demasiada imaginación.Siguió observándolos mientras el caballero

ayudaba a la princesa a desmontar. Se diocuenta de que evitaban mirarse a los ojos. Mala

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señal, pensó. Muy mala.Tendría que vigilar de cerca a aquel

advenedizo. Por lo visto, había sido Merlín quienlo había elegido para la misión. Pero eso paraArturo no suponía una garantía; más bien alcontrario. Los objetivos de Merlín eran suyosúnicamente, y rara vez coincidían con los de losdemás. Si había aupado al joven apuesto, lohabría hecho por algún motivo egoísta yretorcido. Y la forma en la que él había rodeadocon sus brazos la cintura de la princesa paraayudarla a desmontar, la manera en la queambos habían evitado deliberadamente que susojos se encontrasen… Algo había pasado entreellos, estaba seguro.

Al menos, lo estuvo durante unos instantes;pero después vio a la princesa caminar sobre elempedrado de la plaza hasta la Fuente Máximay sentarse en el borde de piedra dorada. La vioinclinar el cuerpo sobre el chorro de agua yformar un cuenco con las manos justo debajopara poder beber. Y se rio de sí mismo porhaber pensado que aquella criatura semejante a

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un hada pudiese haber permitido acercarse aella al soldado que la acompañaba. No, esa noera la razón de que sus ojos se rehuyesen. Quizáella desconfiaba del hombre de Merlín. Tal vezle había regañado, y por eso él se mostrabahostil. Sí, seguramente ese sería el motivo.

Reaccionó cuando tuvo que apartarse paradejar pasar a unas mulas cargadas de ollas debarro. El dueño le gritó por obstaculizar sucamino. Era uno más de los mercaderes que seretiraban después de la larga jornada demercado. Arturo se giró con viveza paracomprobar si el vendedor de pócimas seguía allí.Sí, no se había movido.

Rápidamente se dirigió hacia él sorteando aun grupo de verduleras que también se batía enretirada.

El mercader lo contempló incrédulo cuando sedetuvo ante el batiburrillo de talismanes baratosy frascos polvorientos que exhibía sobre untablón sujeto por caballetes. Enseguida, noobstante, consiguió reaccionar.

—¿Qué se os ofrece, joven caballero? ¿Mal

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de muelas? ¿Un emplasto para heridas deespada? ¿O tenéis alguna moza por ahí que seos resiste? De todo tengo para aliviar vuestrosmales, mi noble señor.

Sin dignarse contestar, Arturo rebuscó entrelos objetos del puesto hasta dar con lo quebuscaba. El viejo libro de fórmulas paracombatir el mal de ojo. Con deliberada lentitud,abrió el grueso volumen de tapas desgastadas eintrodujo en él, sin disimulo, las dos monedas deoro que acababa de sacar de su bolsa. Luego,con la misma parsimonia, cerró el libro.

Los ojos azules del tendero se clavaron en élcon cierto temor.

—¿Qué queréis?—Enviar un mensaje —contestó Arturo—.

Esta noche.—Para eso os recomiendo que vayáis a la

posada de la Yegua Roja. Siempre haymuchachos dispuestos a llevar un mensaje, y sipagáis por un buen caballo además…

—No quiero un mensajero corriente.Arturo se enrolló la manga derecha para

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mostrarle al hombre la pulsera de cuero quellevaba. Sobre un rectángulo metálico, en elcentro, brillaba la manzana mordida, símbolo delgremio de los alquimistas.

El dueño del puesto contempló la pulsera conojos codiciosos.

—¿De dónde la habéis sacado? Eso vale unafortuna.

—¿Me dejaréis que envíe ese mensaje de unavez, o no? Es urgente.

El hombre resopló. Parecía acalorado bajo sugruesa túnica de lana sin teñir.

—Primero decidme quién es el destinatario.Arturo se aseguró de anclar la mirada del

hombre a la suya.—Lailoken —dijo—. El mensaje es para él.El tendero sonrió, dejando al descubierto una

hilera superior de dientes irregulares yennegrecidos.

—Lailoken ya no pertenece al Gremio —contestó con suficiencia—. Hace tiempo quefue expulsado.

Arturo mantuvo la vista fija en él mientras

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sopesaba las alternativas que se le ofrecían.Obligar a aquel tipo a entregarle el pergamino deagua no resultaría difícil. Cedería a la primeraamenaza.

Sin embargo, no le interesaba llamar laatención en ese momento, con la heredera deltrono tan cerca.

De mala gana, abrió la bolsa que llevabaprendida al cinturón y extrajo dos monedas más.Pero cuando se las tendió al hombre, este lasrechazó apartando la mano.

—No quiero dinero, quiero la pulsera —dijo.Arturo clavó los ojos en el símbolo de la

manzana prendido a su muñeca.—Es demasiado valiosa. Una pieza única. Me

pides demasiado, amigo.—No. Vos me pedís a mí demasiado.

Lailoken es un proscrito, en el Gremio no se lequiere bien. Me arriesgaría mucho con esto, y silo hago quiero tener un beneficio. Conozco bienesa pieza que lleváis en la muñeca. Quedan muypocas como ella, se consideran una reliquia.¿Sabíais que, en los tiempos antiguos, se

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utilizaban para medir el paso del tiempo?Arturo abrió la hebilla que sujetaba la pulsera,

se la desprendió de la muñeca y se la tendió almercader.

—Algo había oído —contestó, malhumorado.Era un precio excesivo por utilizar el

pergamino de agua, pero no podía perder eltiempo regateando con aquel tipo, ni podíaamenazarle con la espada si no quería llamar laatención.

Visiblemente complacido, el mercader seguardó la pulsera en su bolsa. Después, seagachó para coger algo de un pequeño arcónque había debajo del mostrador. Era elpergamino de agua.

Se lo tendió a Arturo junto con un punzónoxidado para escribir en su superficie.

En el recuadro reservado al nombre deldestinatario, Arturo trazó el nombre de Lailokencon el punzón.

El objeto, que hasta entonces parecía unpergamino corriente, comenzó a cambiar y abrillar bajo sus dedos. Apareció un nuevo

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rectángulo para escribir en su interior.Arturo anotó una sola frase: «Está viva».No era momento para perderse en detalles.

Lo importante era que el mensaje llegase cuantoantes. Además, los detalles los ignoraba. Solosabía que era ella, que la había visto. Poco máspodía contar.

Devolvió el pergamino, dio media vuelta y sedispuso a abandonar la plaza para dirigirse alpalacio de Pelinor, donde sabía que loesperaban.

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Capítulo 12 Pelinor, el dux de Aquae Sulis, había instalado sucuartel general en una antigua fortaleza que sealzaba sobre el lado occidental de la muralla.Cuando llegaron a la entrada del puentelevadizo, ya los estaban esperando. Al parecer,alguien había reconocido a la princesa y se habíadado mucha prisa en llevar la noticia hasta elcastillo. Mejor, pensó Lance. Había temido unalarga discusión con los hombres de la guardiapara convencerlos de que los dejasen entrar,pero no tendrían que pasar por eso. Gawain, elhijo del rey Lot de Lothian, aguardaba su llegadacon un pequeño destacamento de hombresarmados.

Lance no había visto nunca a Gawain antes

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de aquel día, pero su conexión a Britannia era lobastante precisa como para indicarle, en cuantoapareció en su campo de visión, el nombre delguerrero. A pesar de su juventud, este ya sehabía distinguido por su valor —que algunosllamaban temeridad— en un par deenfrentamientos con las tropas de Aellas.Empezaban a correr de boca en boca loscantares sobre sus hazañas, y el hecho de quefuese hijo de Morgause, que tenía fama de bruja,contribuía a engrandecer su leyenda.

Morgause era, además, hermana de la reinaIgraine. Eso quizá explicaba, según los usos dela corte, el beso en la mejilla con el que Gawainsaludó a su prima Gwenn en el umbral de lafortaleza.

A Lance le pareció, sin embargo, que en suforma de abrazar a la princesa y de retenerlaunos instantes antes de separarse de nuevohabía un exceso de confianza que no podíajustificarse con su relación de parentesco.

—Temíamos por ti. —Fue lo primero que oyódecir al hijo de Lot. Sus cabellos rubios se

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arremolinaban en el viento alrededor de surostro, pálido y atractivo—. Llegaron rumoresde que habías caído en una emboscada enLondres. Llegaron a decir…

—¿Que estaba muerta? Es un milagro que nolo esté. Un milagro que no habría ocurrido de noser por mi escolta, Lance de… —Gwenn sedetuvo y lo miró con expresión interrogante.

—No tengo un feudo importante que añadir ami nombre —dijo él con voz ronca—.Llamadme solo Lance.

—Sed bienvenido, Lance sin Tierra —saludóGawain en tono levemente burlón—.Acompañadme, mi padre y Pelinor os estánesperando.

—¿Tu padre está aquí, con Pelinor? —seextrañó Gwenn—. Nunca se han soportado.¿Qué hace en Aquae Sulis?

—La guerra forja extrañas alianzas. Mi padreha traído de Lothian un ejército de más de tresmil hombres. Hay que contener a los sajonescomo sea, son órdenes de tu madre, la reina.Pelinor ha aceptado de buen grado la ayuda. Es

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un buen comandante, cuando le dejan tomar lasriendas. Solo espero que no surjan conflictosentre los dos en el peor momento; sería unacatástrofe.

—Afortunadamente, aquí estás tú paraimpedirlo —dijo Gwenn sonriendo—. Siempre,desde pequeño, has sido el más diplomático de lafamilia.

—Tratándose de esta familia, no hacía faltamucho para conseguir el título. Un linajependenciero y despiadado, todo el mundo losabe.

—No es cierto. Tú no eres así. Ni yotampoco.

Gawain tomó entre las suyas una mano de laprincesa y la apretó con calor. Se le notabacontento de verdad por su llegada. Y ellatambién parecía feliz de verle. «Son primos», sedijo Lance. «Eso lo explica todo».

Todo menos el malestar que sentía al verlosjuntos. Fue un alivio que, al llegar al salón dondeaguardaban Pelinor y el rey de Lothian, elprotocolo obligase a Gawain a tomar asiento

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lejos de la princesa.La mesa a la que les hicieron sentarse era

rectangular. Lot presidía uno de los extremos, yPelinor, el otro. Gwenn se vio obligada a situarsea la derecha de su tío, y a Lance le asignaron unasiento a su lado, una deferencia que noesperaba. Junto a él se situó un anciano que lesaludó con respeto y se identificó comoAedorint, lugarteniente de Lot.

Gawain fue el último en ocupar el asiento quele habían reservado, a la derecha de Pelinor.

Por un momento, Lance pensó en lo quehabría dado Aellas el sajón por caer sobre elpequeño grupo reunido en torno de aquella mesay aniquilarlo. Sin las fuerzas combinadas de Loty Pelinor, el ejército de Britannia ni siquierahabría sido digno de tal nombre. Y en cuanto aGwenn, tal vez, al verla, Aellas habría decididoperdonarle la vida y llevársela como rehén. Ocomo esposa, el matrimonio con la heredera deUther Pendragón habría servido para conferirleun barniz de legitimidad a la invasión sajona. Seestremeció solo de pensarlo. La brutalidad de

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Aellas con las mujeres era de sobra conocida ensu corte.

Gwenn en manos de aquel salvaje… Y lopeor era que podía ocurrir; sucedería antes odespués si los hombres reunidos en aquel salónde piedra no acertaban a detener el avance deAellas y los suyos.

Nunca antes había pensado en aquellaposibilidad, pero ahora que le había venido a lamente, estaba seguro de que no podría quitárselade la cabeza.

La voz ronca y pausada de Pelinor le hizovolver finalmente a la realidad.

—Teneros aquí no es solo un honor, Alteza —le estaba diciendo a Gwenn—. Es, sobre todo,un alivio. Si se hubiese confirmado vuestramuerte en la batalla de Londres, nuestroshombres habrían acusado el golpe. Necesitancreer en Britannia para enfrentarse a lossajones, y creer en Britannia es también creeren su futuro, es decir, en vos.

—Me honran vuestras palabras, aunque mevais a permitir que os corrija en una de vuestras

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afirmaciones. Habláis de Londres como sirealmente hubiese habido una batalla, cuando loúnico que ocurrió fue que los sajones se lasarreglaron para tomar las murallas y, desde allí,echarse sobre nosotros como caen los lobossobre los corderos.

Lot observaba a su sobrina con una sombrade sonrisa en sus carnosos labios. Gawain, encambio, no sonreía. Al contrario, la precisión deGwenn le ensombreció el rostro.

—Que Londres haya caído… Todavía mecuesta asimilarlo —murmuró.

—Lamentarse sobre lo que ya no tieneremedio no sirve de nada —dijo Pelinor sin dejarde mirar a la princesa—. Ahora debemosconcentrarnos en lo que está por llegar. No sé silo sabéis, Alteza, pero el enemigo estáconcentrando sus fuerzas al noroeste. Nuestrosinformantes nos han advertido de que una flotade más de doscientos barcos sajones hadesembarcado cerca de Dubris, y queremosatacar a Aellas antes de que consiga reunirsecon sus refuerzos.

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—Me parece una excelente decisión —opinóGwenn—. Mi madre, la reina, se alegrará desaberlo cuando se lo cuente.

A Lance no le pasó inadvertida la mirada queintercambiaron Lot y Pelinor.

—Deduzco por vuestras palabras que estáispensando en continuar el viaje hasta Tintagel —dijo Pelinor—. Sin embargo, debo aconsejarosque cambiéis de idea. No hay ruta segura paravos de aquí a la corte; no en medio de estaguerra. Tendréis que esperar a que venzamos aAellas para que pueda ofreceros undestacamento de hombres armados que osconduzca sin peligro hasta Cornualles.

Lance creyó que había llegado el momento deintervenir.

—No hará falta un destacamento, Excelencia—aseguró—. Yo puedo proteger a la princesacomo he venido haciendo desde que salimos deLondres. Bastará con que nos facilitéis buenoscaballos y provisiones para el viaje, además deinformación sobre las posiciones enemigas yquizá…

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—No, no bastará con eso —interrumpióGwenn—. Agradezco mucho vuestros esfuerzosen estos días, sir Lance, y os aseguro que seránrecompensados como merecen cuandolleguemos a la corte; pero tenéis que reconocerque si hemos llegado hasta aquí con vida, esporque hemos sido afortunados. No puedopermitirme arriesgarme más de lo necesario,estaréis de acuerdo conmigo. Y viajar solo convos ha sido un riesgo. No teníamos otraalternativa cuando salimos de Londres, peroahora sí la tenemos. Sir Pelinor, estoy segura deque encontraréis la forma de procurarme unaescolta adecuada sin que eso suponga un graveinconveniente en nuestros planes.

Pelinor inclinó levemente la cabeza en señalde acatamiento.

—Si es lo que deseáis, lo dispondré todo paraque tengáis vuestra escolta, y será lo bastantenumerosa como para garantizar vuestraseguridad hasta Tintagel. En mi opinión, lo mássensato es que os dirijáis hasta Glevum, dondepodréis tomar un barco que os lleve

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directamente hasta la costa de Cornualles. Lavía terrestre es demasiado peligrosa en estosdías.

A Lance le costó trabajo contenerse mientrasPelinor hablaba. Le ardían las mejillas, y unarabia sorda le quemaba por dentro. ¿Quépretendía Gwenn avergonzándole delante dealgunos de los hombres más poderosos deBritannia?

—Con vuestro permiso, Excelencia —seatrevió a decir—. Una escolta numerosa es unamala idea, porque llamaría demasiado laatención, y eso es lo último que necesita laprincesa. Si lo deseáis, aceptaré a tres o cuatrohombres que nos acompañen, pero tendrán queser rastreadores profesionales que sepan pasarinadvertidos.

Gwenn se encaró con él, fulminándolo con lamirada.

—Os agradecemos vuestra opinión, sirLance, pero esto no es algo que podáis decidirvos. La decisión es mía, y yo quiero aceptar laoferta de sir Pelinor.

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—Pues yo creo que deberías escuchar a estecaballero, prima —dijo Gawain—. Mejor dicho,Alteza, Lance tiene razón, no conviene que oshagáis notar demasiado por esos caminos. Lossajones tienen espías por todas partes, vos losabéis muy bien, padre, y vos también, sirPelinor. Un destacamento de hombres armadosalrededor de una mujer suscitaría muchacuriosidad y muchas preguntas. Y además,estamos a punto de entrar en batalla, y cadahombre cuenta. Cuantos menos perdamos enotras «misiones», mejor.

—Vaya, Gawain, eso no es muy consideradopor tu parte —observó Gwenn sin ocultar suenfado—. Francamente, creía que tepreocuparía más la seguridad de tu prima.

—Y le preocupa —aseguró Lot con viveza—. Os aseguro que si ha hablado así, es porquepiensa que es lo mejor para vos, Alteza. Yademás, está bien claro adónde quiere ir a parar:se está ofreciendo para liderar ese pequeñogrupo que debe acompañaros, ¿no es así, hijomío?

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Gawain lo miró asombrado.—No puedo prescindir de uno de mis mejores

comandantes en vísperas de una batalla —dijoPelinor con firmeza—. Lo siento, sir Lot, peronecesito a vuestro hijo aquí, conmigo.

—Mi hijo no es vuestro vasallo, sir Pelinor, yhará lo que su padre decida. Acompañarás a tuprima a la corte, Gawain, y la reina Igraine tequedará eternamente agradecida por ello.

—Quedará más agradecida si ganamos a lossajones, padre. Con vuestro permiso, yo deseoquedarme. En cualquier otro momento mesentiría muy honrado aceptando esta misión,pero no ahora, cuando estamos a punto deentrar en combate.

—No me has entendido, Gawain. —Lotdesplegó una forzada sonrisa en su rostrograsiento—. Te estoy dando una orden. Elige aveinte de tus mejores hombres y prepárate paraacompañar a Gwenn hasta Glevum. Encuéntraleun barco que esté dispuesto a llevarla aCornualles, y una vez que la princesa estéembarcada, puedes volverte a Aquae Sulis, si

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quieres. Quién sabe, si te das prisa, quizáregreses a tiempo de participar en esa batallacon los sajones y de salvarnos a todos elpescuezo. Porque eso es lo que crees, ¿no? Quetodo el ejército del poderoso reino de Britanniano bastará para derrotar a Aellas si no participastú.

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Capítulo 13 —Lance… Sois sir Lance, ¿no es cierto?Levantaos, pronto, Gawain nos está esperando.Quiere conoceros mejor.

Lance se incorporó bruscamente y, porinstinto, llevó la mano derecha al puñal que habíaescondido bajo la almohada. El joven que lohabía despertado miró el arma sorprendido, perono asustado.

—Siempre alerta, por lo que veo —dijo—.Mejor así. No estamos hechos para latranquilidad de los palacios, ¿verdad? Porfortuna, no durará mucho. Ya estoy deseandoque llegue el día de la batalla. Esos malditossajones no saben lo que les espera.

—Perdonadme, pero ¿quién sois? Por vuestro

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modo de hablar, deduzco que un caballero.—Soy Yvain, hijo de Uriens. Disculpad que

no os haya dicho mi nombre, aquí todo el mundome conoce. Pero, claro, vos no sois de aquí.

Lance asintió. El nombre de Yvain no leresultaba desconocido. Al igual que Gawain, erauno de esos jóvenes cortesanos cuyas idas yvenidas se convertían en fuente inagotable derumores que se iban propagando de aldea enaldea y de castillo en castillo. Cualquier cosaque hiciese parecía despertar el interés de lagente: participar en un torneo, salir de caza obailar con una de las doncellas de la reina enuna fiesta cortesana. Tenía fama de galante conlas mujeres y de ser muy hábil con la espada.

—¿Os envía Gawain? —preguntó Lance—.Ciertamente no busca mensajerosinsignificantes.

Los ojos castaños de Yvain refulgieron con unbrillo travieso.

—En realidad, me he ofrecido yo a venir —confesó medio riendo—. Quería tener unmomento a solas con vos para preguntaros una

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cosa. Me han dicho que llegasteis hasta AquaeSulis atravesando el bosque de Broceliande. ¿Escierto?

—Lo es.—Entonces tuvisteis que verla. A Laudine, la

Señora de la fuente. ¿La visteis? No se parecea ninguna otra mujer que yo conozca. Tan frágilen apariencia, y tan poderosa. Yo la vi combatira espada una vez, en un duelo. Se enfrentó conmi primo, Calogrenant y lo derrotó. Él me exigióque no interviniese, y que lo aguardaseescondido entre unos arbustos. Ojalá no lehubiese hecho caso. Me habría gustado lucharcon ella.

—¿Os habría gustado derrotarla? —preguntóLance mientras, sentado en la cama, se calzabasus botas.

Yvain se quedó pensando.—Sí, pero solo para mostrarle mi generosidad

perdonándole la vida.—¿Y si ella os hubiese vencido a vos?—Habría sido la muerte más dulce que un

caballero pudiese desear.

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Lance meneó la cabeza, perplejo.—Estáis loco —dijo—. La muerte nunca es

dulce. Es sombría, y amarga y, sobre todo,irreversible.

Yvain se encogió de hombros y sacudió haciaatrás sus largos cabellos castaños.

—¿Creéis que no he visto nunca de cerca elrostro de la muerte? Cada vez que he entradoen batalla lo he mirado de frente. Y no measusta. En cuanto a Laudine, no habéiscontestado a mi pregunta. ¿La visteis?

—El bosque de Broceliande es inmenso.Habría sido mucha casualidad que nostopásemos con ella —contestó Lance, evasivo.

Yvain lo miró con fijeza durante unosinstantes.

—Si mentís, lo hacéis bien —dijo finalmente—. Y esa es una destreza muy útil para uncaballero, si bien no de las más honorables. Nome miréis así, no he afirmado que mintáis; erasolo una hipótesis. Vamos, venid conmigo. Miamigo Gawain arde en deseos de cruzar suespada con la vuestra.

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—¿Cruzar nuestras espadas? No entiendo.—Somos caballeros, sir Lance. ¿Qué mejor

forma de conocernos que a través de la espada?Creedme, Gawain no le brinda a cualquiera laoportunidad de medirse con él. Deberíaisconsiderarlo un honor.

Lance arqueó levemente las cejas, pero nodijo nada. Luchar por luchar era algo que ledesagradaba profundamente. Solo loscortesanos, que no habían visto ni verían jamásel horror de la guerra desde el punto de vista delos que están indefensos, podían frivolizar de esamanera con el combate y la muerte. Niestimaban la vida de sus adversarios ni la suyapropia, quizá porque nadie dependía de esa vidapara seguir adelante. Pero Lance sí tenía unavida a su cargo, al menos hasta llegar a Tintagel.La de Gwenn. Y no iba a exponerse porcapricho mientras ella estuviese bajo suprotección, eso lo tenía muy claro.

Gawain estaba esperándolo en el patio dearmas en medio de un grupo de jóvenes de suséquito. La claridad violeta del amanecer era

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todavía muy tenue y dejaba la mayor parte delos rostros sumidos en la sombra. Muchos de loscompañeros de Gawain tenían copas de plata enlas manos, y uno de ellos, un muchacho rubiovestido de terciopelo, se apresuró a ofrecerleuna también a él. Acto seguido, inclinó sobre lacopa una jarra de cerámica decorada conespirales verdes y se la llenó de vino caliente yespeciado.

Gawain, que lo observaba, se acercó asaludarlo con una sonrisa.

—Por el caballero sin patria ni linaje —dijo,alzando su copa ante Lance y bebiendo despuésun largo trago—. Parece que, me guste o no,voy a tener que compartir varias jornadas deviaje con vos. Antes, delante de sir Pelinor y demi padre, os mostrasteis muy persuasivo.

—Me limité a dar mi opinión —contestóLance, sosteniéndole la mirada—. Si misargumentos convencieron a vuestro padre, talvez fue porque eran acertados.

Gawain se volvió hacia el grupo de jóvenescortesanos que lo acompañaban.

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—¿Habéis visto? —preguntó—. Os dije quetenía valor. No todo el mundo se atrevería acontestar de ese modo al hijo de un rey. Pero éles sir Lance, el caballero sin linaje ni patria.Dadle una de mis espadas, Berk, o mejor, dadlea escoger —añadió, buscando con la mirada asu escudero—. Veremos si sois tan persuasivocon las armas como con la lengua.

Lance apuró de un trago el vino dulce ycaliente de la copa y se la tendió al paje.

—Cualquier espada me sirve —contestó—.Terminemos cuanto antes con esto.

—¡Vaya! ¿Estáis demasiado ocupado paradedicar a la elección de vuestra espada eltiempo y la reflexión que se merece? —preguntó Gawain—. En ese caso no ospreocupéis, os ahorraré tiempo venciéndooscuanto antes. Había pensado alargar un poco elduelo para divertir a estos caballeros que meacompañan, pero quizá sea mejor que nosdemos prisa con esto y que vayamos después abuscar la diversión en otra parte.

Un coro de risas acogió aquella última

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sugerencia, pero Yvain intentó acallarlas.—Señores, tened un poco de compostura; hay

damas mirando —advirtió.Lance siguió la dirección de algunas miradas

hasta una ventana en forma de arco apuntadoque se abría en el muro norte del patio. Aldistinguir en ella la silueta a contraluz de unamujer, el corazón le dio un vuelco; durante unossegundos creyó que se trataba de Gwenn. Sinembargo, ella, que debía de haber oído laspalabras de Yvain, se inclinó sobre al alféizar ysaludó delicadamente con la mano. No eraGwenn, sino una muchacha de tez muy blanca ylargos cabellos oscuros que le caían en ondashasta la cintura.

Cuando devolvió su atención a Gawain, esteya se encontraba en posición de ataque, con unaespada en la mano.

Lance tomó la espada que le ofreció elescudero de Gawain y se situó frente a él. Suirritación crecía por momentos. Estabaamaneciendo; les esperaba una larga jornada deruta. ¿Por qué debía perder tiempo y energías

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con los juegos de aquella pandilla de noblesdesocupados? Tendría que demostrarle al hijo deLot que no era un enemigo fácil de batir; quizácon eso se diese por satisfecho, y, si hacía falta,estaba dispuesto a humillarle delante de todossus hombres. Después de todo, la idea del duelohabía sido de él. Quería burlarse, demostrar susuperioridad. Cuanto antes le demostrase que noiba a conseguirlo, mejor.

Se hizo un silencio absoluto a su alrededor,señal de que el duelo había comenzado. A lolejos se oían los trinos de un pájaro madrugador.Lance podía sentir sobre él la mirada expectantede la joven de la ventana. Decidió atacar elprimero.

Gawain le adivinó la atención y desvió elgolpe sin esfuerzo. Cruzaron las espadas cuatroveces más en una rápida sucesión de ataques.El hijo de Lot era rápido, preciso, elegante ensus movimientos. No iba a resultar fácilvencerle.

Lo más desconcertante era su concentración.Hablaba a veces, se dirigía a sus amigos,

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bromeaba, pero sus ojos permanecían atentos acada movimiento de su oponente como los de untigre al acecho. Y era bueno interpretando lasintenciones: adivinaba cada movimiento deLance antes de que este lo ejecutara, seanticipaba siempre. En cambio, prever susrespuestas resultaba prácticamente imposible,porque variaba los golpes casi de continuo. Supericia técnica era muy superior a la de Lance;algunos de sus lances parecían de manual, y losejecutaba con una facilidad pasmosa, como silos tuviese ensayados.

Tras los primeros compases, el duelo adquirióun ritmo casi hipnótico en el que se entrelazabanlos intercambios rápidos de golpes con largaspausas salpicadas de amagos de un lado y delotro. Cuanto más se esforzaba Lance enalcanzar a su oponente, más lejos parecía deconseguirlo. Gawain se deslizaba a su alrededor,lo esperaba, cruzaba la espada en el momentojusto, retiraba el cuerpo en el último instanteantes de lanzar su propio ataque. Parecía unbailarín ejecutando una coreografía que se sabía

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de memoria, y eso que Lance intentaba todo eltiempo obligarle a improvisar. Era bueno yestaba decidido a lucirse.

Ese exhibicionismo podía ser, quizá, su puntodébil.

Se sabía mucho mejor que su adversario en elaspecto técnico, y si Lance se esforzaba enponerse a su altura, saldría perdiendo en cadaataque. Como mucho lograría plantarle cara,defenderse y alargar el combate. Pero vencerle,no; así iba a resultar imposible.

Tenía que intentar otra cosa: defraudar susexpectativas, ponerle nervioso. Si le hacía creerque su superioridad era aún mayor de lo que élsuponía, si empezaba a defenderse con latosquedad de un muchacho del pueblo llano queapenas comienza a instruirse en el oficio de lasarmas, Gawain se impacientaría, perdería suaplomo. Necesitaba un rival a su altura para darante los demás el espectáculo que buscaba, y sino lo tenía, intentaría cualquier cosa para brillar.Se arriesgaría.

Lance puso en práctica su estrategia poco a

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poco, para que el cambio en su estilo decombate no resultase demasiado brusco. Fingióque iba perdiendo fuelle, que se desconcentrabay le fallaba la técnica. A Gawain no parecióextrañarle; al contrario, era lo que esperaba.

Así que este empezó a alargar losintercambios de golpes, a complicar susmovimientos. Algunos de sus ataques resultabancasi acrobáticos. Ese aumento de la complejidadle exigía mayor energía. Ya no pensaba endefenderse, solo en deslumbrar.

Eso era lo que Lance había estado esperando.Al término de uno de aquellos floridos ataques,devolvió el golpe: un golpe tan certero y precisocomo cualquiera de los que habría podidolanzarle su oponente.

Gawain no estaba preparado. Esquivó laespada por la mínima, con un movimiento torpeque le hizo perder el equilibrio y caer al suelo.

Un instante después, tenía la punta del armade Lance sobre su cuello.

Gawain miró a su adversario desde aquelladeslucida posición. Sus ojos no brillaban de

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miedo, sino de diversión y quizá, también, deadmiración contenida.

—Bravo —dijo—. Habéis ganadomerecidamente este combate, y yo soy un patánestúpido por haberme dejado engañar de estamanera. Sir Lance sin linaje ni patria, tenéis mivida en vuestras manos. Podéis matarme aquímismo o podéis aceptar mi amistad y tener enmí un aliado para el resto de vuestra existencia.¿Qué elegís?

Lance también sonrió.—Lo segundo.Tendió la mano a Gawain, que se aferró a él

para ponerse en pie. Yvain se les acercó condos copas de vino humeante, una en cada mano.

—Espléndido combate. Tenemos que repetirlocuando volváis de Tintagel. O mejor aún, sirLance, os mediréis conmigo. No soy peor queGawain, aunque tampoco puedo presumir desuperarle.

Gawain y Lance tomaron las copas en lamano y las alzaron, saludándose mutuamente.

—Me habéis vencido en buena lid, sir Lance.

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Brindo por ello.—Me temo que no soy tan hábil como para

ganaros. Sir Gawain es el único que puedevencer a sir Gawain, a juzgar por lo que he visto,y así ha ocurrido en este caso.

Gawain asintió, serio.—Tenéis razón —dijo—. El orgullo es la

maldición de mi linaje. Pero algún día ganarétambién esa batalla, os lo garantizo.

Antes de beber, Gawain se volvió hacia laventana del muro norte, donde la dama delcabello oscuro seguía observándolos, y levantóhacia ella la copa.

Lance, por cortesía, imitó su gesto.—¿Quién es? —le preguntó a su nuevo

amigo.—Es Elaine, la sobrina de Pelinor. Y os

aconsejo que os mantengáis alejado de ella,porque es de esas mujeres lo bastante hermosascomo para poner en peligro la integridad de unhombre y su sentido común.

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Capítulo 14 —¿Lance y Gawain se han batido? No puedeser.

Gwenn miró incrédula a la muchacha quePelinor había puesto a su servicio como doncellapersonal mientras durase su estancia en AquaeSulis. Tenía un rostro pecoso y levemente rollizoque parecía hecho para sonreír, pero en esemomento se la veía más bien asustada.

—Alteza, perdonadme —contestó, ejecutandouna torpe reverencia—. Vos me habéispreguntado.

—Es que esto no tiene ningún sentido. Llevotoda la mañana esperando a que me comuniquenel plan de ruta. Suponía que estaban haciendopreparativos, buscando monturas y hombres

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adecuados para la misión. ¿Y ahora vienes y medices que han estado luchando entre ellos?¿Quién ganó, por cierto?

—Vuestro hombre, Alteza. Dicen que derribóa sir Gawain y que habría podido matarlo sihubiese querido. No se habla de otra cosa poraquí. Luego se fueron todos al barrio de laMuralla, donde están, ya sabéis, los burdeles ylas tabernas.

Gwenn notó que las mejillas se le encendían,y se alegró secretamente de que su conexión aBritannia corrigiese el rubor de maneraautomática. ¿Por qué le estremecía que aquellachica se refiriese a Lance como «su hombre»?Era absurdo.

Se recordó a sí misma que debía estar furiosacon él, y no solo por lo que la doncella le estabacontando.

—¿Por qué nadie me ha avisado antes deesto? Esperaba las instrucciones de sir Pelinor.Llevo aguardándolas todo el día.

—Alteza, yo no sé nada. Solo que sir Pelinoros invita a reuniros con él y con su hijo en el

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salón de recepciones, donde os están esperandopara comer. Si queréis que os ayude avestiros…

La muchacha se interrumpió al notar que elvestido de la princesa se transformaba. La finalana verde se volvió más sedosa y brillante, yuna lluvia de delicadas perlas cubrió las mangasy el escote. Gwenn sonrió ante la expresiónmaravillada de la chica. ¡Cuánto se habríaenfadado Nimúe con ella si hubiese visto lo queacababa de hacer! Pero Nimúe no estaba allípara regañarla. No volvería a estar nunca.

—Estoy vestida —anunció con voz serena—.Guíame hasta Pelinor, te lo ruego. Espero que élme aclare cuándo va a estar preparada laescolta. Quiero partir hacia Tintagel lo antesposible.

La muchacha asintió sin decir palabra. Novolvió a abrir la boca durante todo el recorridohasta el salón de recepciones del dux. Avanzabacon pasos cortos y presurosos sin volverse amirar si Gwenn era o no capaz de seguirla. Eracomo si la transformación que se había operado

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en su vestido la hubiese dejado muda.Un fuego alto y alegre ardía en la chimenea

del salón, tan grande que hasta el más alto de loscaballeros de la corte habría podido meterse enella sin inclinar la cabeza. Sir Pelinor seencontraba sentado a la mesa junto con otrasdamas y caballeros que Gwenn no había vistoantes. El dux no se levantó para recibirla; nisiquiera soltó la pata de cordero que estabadevorando, pero la acogió con una cálidasonrisa.

—Llegáis a tiempo para probar esta delicia,Alteza —dijo, sin dejar de masticar, y con ungesto le indicó a Gwenn un asiento vacío a suderecha—. Los he hecho matar en vuestrohonor esta misma mañana. Ya que vais apermanecer poco tiempo entre nosotros, quieroque al menos os sintáis agasajada como esdebido.

Cuando Gwenn fue a sentarse, la mujer queocupaba el asiento situado a la izquierda dePelinor se levantó un instante para saludarla conuna reverencia perfectamente ejecutada. El

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caballero que se sentaba a su lado imitó sugesto, que pronto se extendió al resto deocupantes de la mesa.

Pelinor los miraba a todos perplejo. Eraevidente que ni siquiera se le había ocurrido queaquella muestra de respeto cortesano fuesenecesaria.

Gwenn sonrió a la muchacha que teníaenfrente y ella le devolvió la sonrisa. Tenía unapiel bellísima, clara y fina como la porcelana, sinla más mínima imperfección. Sus ojos, tanoscuros como los brillantes cabellos que le caíanen ondas sobre los hombros, parecían acariciarcuanto tenían delante con su aterciopeladacalidez.

—¿Quién sois? —preguntó.—Es Elaine, mi sobrina —contestó Pelinor,

anticipándose a la muchacha—. Y el caballeroque se sienta a vuestro lado es mi querido hijoLamorak, que algún día heredará mis títulos. Encuanto a los demás… Ahí tenéis a sir Walder, sirIraon y sir Hendrack. Y ellas son Beatrix yFiorina, las damas de Elaine.

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—Se os ha olvidado presentarme a mí —dijoel joven que se sentaba junto a Elaine con unasonrisa—. Alteza, soy Arturo, hijo de sir Héctor.Supongo que no habréis oído hablar de mí.

Gwenn lo miró extrañada.—Sir Héctor —repitió—. Por supuesto, lo

conozco de la corte, y conozco a su hijo Kay.Pero vos no sois Kay.

—Soy su hermano menor. Me he criadodesde niño lejos de la corte, por eso no noshabíamos visto hasta hoy. Pero yo estabadeseando que llegase este momento, Alteza.

Gwenn no pudo evitar devolverle la sonrisa.En los ambientes cortesanos no era habitualencontrar a alguien capaz de expresarse delantede una princesa con tanta naturalidad. Cortesíasin afectación. Una combinación más que rara,en Tintagel y en todas partes.

—Me alegro de conoceros, Arturo. ¿Lleváismucho tiempo con sir Pelinor?

—No mucho. Desde que regresé de Bizancio,a finales del otoño. Sir Pelinor ha tenido labondad de acogerme en su casa y de aceptarme

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como uno de sus caballeros.—No es bondad, sino puro interés —

manifestó el dux alzando su copa en la direccióndel muchacho—. Arturo nos entretiene muchocon el relato de sus viajes y aventuras por todaslas regiones del Imperio. A pesar de su juventud,ha visto más mundo del que veremos entre todoslos que ahora nos sentamos a esta mesa. Esmejor que un bardo. Hasta a Lamorak le divierteescucharle, aunque finja indiferencia.

—También me divierten los bufones y no poreso los siento a mi mesa —dijo el aludido sinmirar a Arturo.

Era una respuesta ofensiva, pero Arturo nisiquiera se inmutó.

—Sobrestimáis mis cualidades, Lamorak —dijo mirando al hijo de Pelinor con unatranquilidad que rozaba la insolencia—. Yaquisiera yo saber entretener con mis historiascomo sé hacerlo con la espada. Lástima quenunca me hayáis permitido mostraros esa facetamía. Nada me gustaría más que demostraros losuperior que puedo ser a un bufón en algunos

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aspectos.Se hizo un silencio sepulcral en la mesa

durante unos segundos hasta que Pelinor lorompió con una carcajada.

—Siempre tan ocurrente —dijo cuando porfin logró dominarse—. Y lo mejor es que dice laverdad Lamorak, apostaré por ti las tresesmeraldas que me correspondieron en elsaqueo del palacio de Vortigern el día queaceptes el desafío de Arturo.

—Lo aceptaré el día que sea armadocaballero —replicó Lamorak con la vozdestemplada de alguien que solo a duras penasconsigue reprimir su ira—. Y para eso me temoque falta mucho todavía.

—No tanto, no tanto. Si no estuviésemos enmedio de esta guerra contra los sajones, yahabríamos puesto remedio a ese pequeñoproblema. —Pelinor miró hacia Arturo con unaamplia sonrisa—. Anda, hijo, sigue con lo queestabas contándonos cuando llegó la princesa.Decías que esos guerreros de la fronteraoriental del Imperio son los más feroces que has

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conocido. ¿Más que los sajones?—Más, sir Pelinor. Los khanes del Danubio

parecen nacidos para la guerra. Siemprecombaten a caballo, y cuando atacan rompen algalope las filas del enemigo. Después, una vezque ya lo han sobrepasado, disparan hacia atráscon sus pequeños arcos de hueso. Están tanunidos a sus caballos, que pueden dormir sobreellos sin caerse. Y no solo los hombres, lasmujeres también lo hacen. Van todos juntos a labatalla: hombres, mujeres y niños. Familiasenteras.

Gwenn escuchaba fascinada al hijo de sirHéctor. ¿Cómo era posible que nunca anteshubiese oído hablar de él? No era un jovencorriente, saltaba a la vista. Lo normal habríasido que su padre presumiese de él ante la corte.Y sin embargo, siempre hablaba de suprimogénito, de Kay. Ni una sola vez en toda suvida le había oído mencionar a Arturo.

—¿Vos habéis visto todo eso que contáis? —preguntó sin disimular su admiración—. ¿Escierto?

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Arturo le sonrió.—Tan cierto como que ahora mismo nos

encontramos en Aquae Sulis. Y aún podríacontaros más cosas sobre ellos Por ejemplo, quedesfiguran sus rostros con cicatrices que sehacen a propósito para aterrorizar a susenemigos.

—Y lo de las tiendas de sus reyes —observóPelinor—. Se sostienen sobre colmillos deelefantes. Cuéntaselo, hijo. O mejor, cuéntale lode ese puente de barcas que atraviesa el mar enBizancio.

—¿Por qué no le contáis a la princesa lo deese templo con la cúpula de oro que visteis enRoma? —sugirió Elaine—. El otro día, cuandonos lo describisteis, casi me parecía estarviéndolo.

—Y lo de esa biblioteca donde se guarda todala sabiduría de la Tierra, en una ciudad junto almar —apuntó la dama que respondía al nombrede Beatrix con timidez—. Y esos jardines quebajaban en forma de terrazas hasta una playablanca.

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—Yo prefiero la historia de la montaña queescupía fuego —dijo la otra dama, Fiorina—. Lode los ríos de piedra ardiente que devoraban elbosque y la lluvia de ceniza negra sobre laciudad.

Los ojos de Gwenn se encontraron con los deArturo.

—Son tantas historias que no va a dar tiempoa que me las contéis todas hoy —dijo con unasonrisa—. Pero no importa, así tendré unaexcusa para veros cuando vayáis a Tintagel avisitar a vuestro padre.

—Arturo no puede ir a Tintagel —saltóLamorak—. ¿No lo sabíais? Vuestra madre,Alteza, lo desterró el mismo día que llegó altrono.

Gwenn se volvió hacia Lamorak,desconcertada.

—De eso hace quince años —dijo—. Arturoera un niño. ¿Por qué iba mi madre a desterrar aun niño? ¡Qué disparate!

Pensó que los demás se echarían a reír, peronadie lo hizo. De nuevo se abatió un silencio de

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hielo sobre la mesa, y esta vez incluso sir Pelinorparecía haber quedado atrapado en él.

Únicamente Arturo seguía sonriendo.—Sir Lamorak dice la verdad, pero no está al

corriente de las últimas noticias —explicó entono sereno—. Ni siquiera he tenido tiempo decomunicároslas a vos, sir Pelinor, pero este esun momento inmejorable para hacerlo. La reinaha revocado su orden de destierro, y cuando lodesee puedo volver a Tintagel. Estoy deseandoabrazar a mi padre y a mi hermano, hace añosque no los veo. Así que, si me lo permitís, meuniré a la comitiva de la princesa y laacompañaré a la corte como un miembro másde su escolta. ¡Estoy seguro de que podré serosde utilidad durante el viaje, Alteza, a vos y a miamigo Gawain!

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Capítulo 15 Arturo extrajo una gema verde de su bolsa y laechó, pensativo, en el cuenco de vino humeanteque su criado Dimas acababa de servirle.Llevaba casi veinticuatro horas sin hacerninguna libación ritual, y necesitaba renovar suconexión a Britannia cuanto antes. Sin el podertransformador del velo, aquella habitación queocupaba en la posada del Ciervo Blanco se veíatan lúgubre como realmente era: la pared deladrillo rezumaba humedad, y las sábanas de sucama, que no habían sido cambiadas desde sullegada a Aquae Sulis, tenían un color cenicientoque no invitaba precisamente al descanso.

Aun así, Arturo se tumbó sobre ellas encuanto terminó de beber y cerró los ojos. Quería

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aguardar tranquilo a que la gema hiciese efectoen su organismo.

Esperaba oír los pasos de Dimas al retirarse,y fue su silencio lo que le hizo abrir los ojos denuevo.

—¿Qué ocurre? —le preguntó—. ¿Por quésigues aquí?

—Mientras estabais con sir Pelinor vino abuscaros un mensajero de parte del alquimistaque tiene su taller junto a la puerta de Jano. Dijoque fuerais a verle, que tenía una carta deLondres para vos.

—¿Para mí?Arturo recordó su conversación con el

vendedor de amuletos el día anterior en la plazadel mercado. Si había enviado a buscarle, teníaque ser porque el mensaje que le había hechollegar a Merlín había obtenido respuesta.

—Dame mi capa, pronto —dijo, mientras élmismo se calzaba las botas que solo unmomento antes se había quitado—. Y prepáratepara venir conmigo No, espera. Será mejor quevaya solo; los alquimistas suelen ser

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desconfiados, no le gustará que aparezca conalguien más.

—Pero, mi señor, esa parte de la ciudad no essegura a estas horas. Ya ha oscurecido.

—Precisamente por eso será mejor que novengas conmigo. Un hombre acompañado de sucriado puede parecer más rico de lo querealmente es; podrían asaltarnos. Si voy solo,llamaré menos la atención.

El viejo Dimas lo miró con aire burlón.—Es el argumento menos convincente que he

oído nunca —dijo—. Pero si habéis decidido irsolo, bien sé que no voy a ser capaz de haceroscambiar de opinión. Prometedme que tendréiscuidado.

Arturo miró un instante al techo, impaciente.—Lo prometo —dijo—. De todas formas no

voy a ir desarmado.Dimas lo acompañó hasta la puerta del patio

trasero de la posada y le ayudó a levantar laancha barra de hierro que la mantenía cerrada.Oyó cómo la barra volvía a encajarse en su sitiocon un chirrido mientras él se alejaba bajo la

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lluvia fina que había comenzado a caer sobre elempedrado.

Durante un rato caminó por calles desiertas yoscuras, escuchando las voces incomprensiblesque le llegaban a través de las puertas yventanas de las viviendas. El humo que salía porlas chimeneas olía a guiso de col y a cerdococinado en su propia grasa. Al otro lado del ríose veía alguna antorcha aislada sobre la línea dela muralla, y más allá la silueta negra y agrestede las colinas.

Le habían dicho que Aquae Sulis era unaciudad alegre en los días del verano, pero desdesu llegada no había hecho más que llover, y elsol nunca brillaba con el resplandor suficientecomo para abrirse paso entre las nubes. A vecesse acordaba con nostalgia de los puertosmeridionales, donde la gente hacía su vida en lacalle y hasta de noche podías encontrar puestosde dulces y de pescado frito o músicos pidiendounas monedas a cambio de su arte en cualquieresquina. Allí no hacía falta el velo de Britanniapara devolver el brillo a la realidad. Todo era tan

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salvaje y primitivo como si el Mundo Antiguojamás hubiese existido. Los colores y los olorestenían la intensidad del sur, donde el calorparece querer arrancarles a los objetos y a losseres el orden interno que los mantiene enterosy devolverlos a la corrupción original. EnBritannia no existía nada así. No existiría nunca.

Identificó la casa del alquimista por lamanzana mordida que alguien había grabadotoscamente sobre la puerta. No había llamador,así que golpeó la madera con los nudillos.

Oyó pasos apresurados en el interior de lavieja construcción pegada a la muralla y tambiénotros pasos más alejados, recios.

Eso le puso en guardia.No esperaba que le abriese una mujer. Era

raro encontrar mujeres entre los alquimistas.Se trataba de una joven de aspecto enfermizo,

con el cabello del color de la paja y ojos de unazul tan claro que apenas destacaba sobre elblanco que rodeaba al iris.

—Me dijeron que teníais algo para mí —dijoél a modo de presentación.

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Ella asintió y se apartó para dejarle pasar. Alhacerlo bajó la cabeza, evitando su mirada.

Fue entonces cuando vio la silueta de unhombre en el interior, aguardando muy quieto aque entrase. ¿Era una trampa?

Se llevó una mano a la espada y dio un par depasos hacia atrás. Pensó en echar a correr, perono quería irse de allí sin saber quién era aqueltipo y por qué lo acechaba. Así que, en lugar dehuir, esperó a que el otro se abalanzase sobre ély, cuando le atacó, detuvo el golpe con suespada.

El arma que blandía su atacante era uncuchillo de acero antiguo, más propia de unbandido que de un guerrero.

Se trataba de un hombre enjuto de barbamorena y descuidada. En su rostro, el rasgo mássobresaliente eran sus pómulos, inusualmentemarcados, como los de algunos pobladores delas estepas orientales.

Pero aquel tipo no venía de tan lejos. El petode cuero ennegrecido con adornos de hueso erade los que habitualmente utilizaban los sajones.

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Antes de que Arturo tuviese tiempo de pensarun plan de ataque, vio que otro hombre emergíade la oscuridad de la vivienda y empujaba a lachica que le había abierto la puerta para salir alcallejón y ayudar a su compañero. Era másjoven que el primero, y también más alto.Llevaba un cuchillo en la mano izquierda y unaespada en la derecha.

El primer hombre se situó detrás de élmientras el segundo lo atacaba por delante. AArturo le bastó cruzar un par de lances paradarse cuenta de que no lo iba a tener fácil. Eltipo sabía lo que se hacía. Y el otro seguía a suespalda, aguardando el momento.

No iba a poder con los dos. Si quería teneralguna oportunidad, necesitaba distraerlos.

Se giró un poco para tener a la vista a sus dosatacantes. Al menos sabría de dónde le veníanlas embestidas en cada momento.

—¿Sajones o britanos? —preguntó, sin dejarde esquivar golpes y lanzar otros—. Britanos,¿verdad? Mercenarios de Aellas. ¿Y os habéistomado la molestia de infiltraros en la ciudad

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para atacar a alguien tan poco importante comoyo?

—No intentes jugar —dijo el hombre de másedad—. ¿Crees que somos idiotas? Eres Arturo,el hijo de Uther. El heredero de Britannia.

—Estás mal informado. La heredera del tronoes la princesa Gwenn, no yo.

—Eso no es lo que cree el pueblo. Nivuestros soldados.

—Soy hijo de sir Héctor, el senescal de lareina. No de Uther.

—Claro, seguro. Por eso te desterró la reina.No deberías haber vuelto. Aellas quiere tucabeza, y se la vamos a llevar.

—¡Cedric!El más joven de los espías estaba mirando a

algún punto detrás de Arturo. El otro siguió ladirección de su mirada.

Arturo comprendió que había aparecidoalguien más en el callejón, aunque no podíapermitirse el lujo de volverse a ver quién era.

Sin embargo, no tardó en oír su voz.—Apartaos de él. Dejadle en paz.

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Sorprendentemente, el que respondía alnombre de Cedric le hizo caso. Olvidándose deArturo, centró toda su atención en el reciénllegado.

—¿Tú? ¿Qué haces aquí? ¡Te dábamos pormuerto!

Arturo pudo mirar por fin hacia eldesconocido que intentaba ayudarle. A pesar deque la mortecina luz de la casa del alquimistaapenas iluminaba el callejón, pudo distinguir sindificultad al joven que había visto la mañanaanterior en compañía de la princesa.

El otro hombre también pareció reconocerlo.En su rostro se dibujó una sonrisa incrédula.

—¿Eres tú, Lance? Vamos, ayúdanos. Aellasnos ha prometido un caballo y una espada acada uno si le llevamos su cabeza.

—No está con nosotros, idiota —dijo sucompañero—. ¿Es que no lo ves?

El otro lo miró, desconcertado. Un momentode distracción así era lo que Arturo había estadoesperando.

Todas sus fuerzas se concentraron en el

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brazo que empuñaba la espada. Desde arriba, ladescargó de lado sobre el cuello del hombre másjoven.

Era una buena espada. Atravesó limpiamenteel espacio entre dos vértebras, y la cabeza deltipo cayó pesadamente al suelo.

El cuerpo tardó un instante más enderrumbarse.

Oyó un gemido ahogado a su izquierda.Cuando miró, vio que Lance había aprovechadoel momento para lanzar su propio ataque. El talCedric había caído al suelo de rodillas, todavíacon la espada de su adversario clavada en elvientre.

Cuando Lance se la arrancó, arrastró con ellauna masa ensangrentada de vísceras. El tipo aúnestaba vivo, y dejó escapar un quejido de dolor.

Lance se inclinó sobre él, y rebuscó bajo supeto negro hasta extraer una bolsa de terciopelodesgastado.

—¿Qué es eso? —preguntó Arturo.—Gemas de contrabando. Así se conectan

los sajones a Britannia. Pediré a un alquimista

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que estudie sus poderes. Nos vendrá bien saberqué parte del velo pueden atravesar y cuál no.¿Tienes dinero?

—Encima solo llevo unos cuantos ducados.¿Por qué?

—Hay que pagar a alguien para que los hagadesaparecer —dijo Lance, y sus ojos seclavaron en la muchacha aterrada que habíacontemplado la escena desde el umbral del tallerdel alquimista—. Consíguenos tres o cuatrohombres discretos —le pidió—. Te pagaremosbien.

—Espera. —Arturo le hizo un gesto a lachica, que no se había movido de su sitio—.¿Por qué no avisamos a las gentes de Pelinor?Y si no a Gawain, es un buen amigo. Tú estabascon él y con Yvain hasta hace un rato, ¿no?Pelinor dijo que te habías ido con ellos.

—Gawain ha bebido mucho, no está encondiciones de echar una mano. Y además, esmejor que nadie sepa esto. No solo por mí,también por ti.

Arturo intentó sondear su rostro en la

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penumbra del callejón.—Te conocían —dijo—. Te tomaron por uno

de los suyos.Le pareció que Lance le sostenía la mirada

desde las sombras.—Se equivocaron.—¿Por qué debería creerte?—Porque tú estás vivo y ellos no.Era un argumento convincente. Arturo se

desató del cinturón su bolsa de monedas y se laarrojó a la chica, que la atrapó al vuelo.

—Haz lo que te ha dicho, y no le cuentes anadie lo que has visto aquí. Te pagaremos bientu silencio.

Ella asintió y echó a andar hacia la izquierdadel callejón con los ojos clavados en el suelo.

—Espera. —Arturo corrió tras ella para darlealcance—. Esa carta de la que hablaba elmensaje, la carta de Londres. ¿Ha llegado deverdad?

La muchacha se detuvo y sacó algo de entrelos pliegues de su saya. Se lo tendió a Arturo.

Era un pergamino de agua como el que había

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utilizado el día anterior en el mercado. Y teníaalgo escrito.

—Mi padre dijo que os lo podéis quedar. Yque este servicio ya se lo han pagado, no tenéisque darle nada. También dijo que erais unpeligro para nuestra casa, y que no quería volvera veros por aquí.

Recordó las instrucciones que le había dadoMerlín. En los tiempos antiguos, cualquier cosaque escribías en un pergamino de agua quedabagrabada en el alma del pergamino para siempre.La única forma de borrarla era destruyéndolo.

Con desagrado, hizo lo que tenía que hacer:rasgó el material tirando de él en direccionesopuestas con cada mano.

Ya no había peligro de que la informacióntrascendiera.

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Capítulo 16 Lance se despertó temblando de frío ycomprendió que había perdido antes de tiempo laprotección del velo. El efecto de la últimalibación de la víspera habría debido prolongarsehasta bien entrada la mañana, pero algo habíaprovocado que se debilitase demasiado pronto,quizá los agitados sueños que le habían asaltadodurante la noche. En ellos había vuelto a ver a ladama del Lago, pero no como se le habíaaparecido en la taberna, mientras bebía conGawain y sus hombres. Entonces se le habíamostrado como una mujer real; tanto, que alprincipio la confundió con una de las prostitutasque entraban en el local de cuando en cuando ala caza de clientes. Ella misma lo sacó de su

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error cuando le advirtió de que los demás nopodían verla y de que, por lo tanto, no debíadirigirle la palabra.

Tenía la sensación de haberla visto antes,aunque no recordaba dónde. Quizá cuando cayóherido en el campo de batalla luchando bajo lasórdenes de Dyenu, justo antes de que su vidacambiase para siempre y todos empezasen atratarlo como un caballero britano. Pero aunqueel rostro le resultaba familiar, la voz era nueva,desconocida. Estaba seguro, porque de haberlaoído antes no habría podido olvidarla. Era unavoz que parecía hecha de agua, del susurro delviento entre las ramas de los árboles. Se temetía en el pensamiento sin que te dieras cuentay te hablaba desde dentro, como si brotasedirectamente de tu corazón.

Le dijo que su nombre era Viviana y quedebía proteger a Arturo. Corría peligro y teníapoco tiempo para llegar hasta él, por eso habíaacudido a avisarle.

Ella se desvaneció antes de que pudierahacerle ninguna pregunta. Y Lance cumplió el

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encargo. Dejó a Gawain y sus compañeros en lataberna y se fue a buscar al bastardo de Utheren mitad de la noche. Lo encontró en el tallerdel alquimista que Viviana le había mencionado.Y le ayudó, le salvó la vida. Pero había sido unatemeridad, porque Arturo se dio cuenta de queconocía a los mercenarios que intentabanmatarlo. Había puesto su secreto en manos deun hombre al que apenas conocía y del que notenía motivos para fiarse.

Esperaba que la dama del Lago volviese amanifestarse y le ofreciese alguna explicación.Había hecho lo que ella esperaba sin pedir nadaa cambio, ni siquiera razones para obedecer. Elladebía estarle agradecida.

Pero en sus sueños, Lance intentabamantenerse a flote en unas aguas que searremolinaban en torno de su cuerpo mientras, aescasa distancia, Viviana flotaba sobre ellas ycontemplaba sin sonreír sus esfuerzos por noahogarse. Y él comprendía, al mirarla, que ellano le ayudaría jamás. No estaba allí paraprotegerle, era al revés. Viviana esperaba algo

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de él, y si él no estaba a la altura, si se dejabaarrastrar por las aguas y terminaba muriendo,ella no se lo perdonaría nunca.

En la fría claridad de la mañana, Lance selevantó del jergón en el que se había acostadovestido y se envolvió en su capa para acercarsea la ventana. Tenía gemas de sobra para unalibación, ya que se había quedado con las deCedric; pero antes de entrar una vez más bajo laprotección del velo, quería disfrutar unosinstantes de la aspereza de la realidad. El olor ahumedad que rezumaban las piedras de losmuros, las telarañas en los rincones, y el frío.

Desde su ventana se veía uno de los patios dela fortaleza de Pelinor, edificada sobre las ruinasde un antiguo templo a la diosa Sulis. El velodifuminaba los contrastes entre los enormessillares perfectamente tallados de laconstrucción antigua y las piedras irregulares yunidas con argamasa del castillo del dux. Sin suefecto, en cambio, se notaba perfectamente quéparte correspondía al templo y cuál a lafortaleza. Pero había algo extraño.

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Casi en el centro del patio, donde el díaanterior había visto un pozo, había ahora unpequeño oratorio circular de piedras antiguas ytalladas de un modo más tosco que el resto.Lance estaba seguro de que aquella edificaciónno estaba allí la víspera.

Sintió un peso desagradable en la boca delestómago. Era lo más parecido al miedo quehabía experimentado en mucho tiempo.

Podía enfrentarse a los sajones y a susantiguos compañeros mercenarios; podíaafrontar la incertidumbre de las largas jornadasde camino a la intemperie, sin saber siencontraría un lugar para descansar al final deldía o algo que comer. Pero las inconsistenciasde Britannia eran otra cosa: porque si el veloincumplía sus propias normas, si escondíafragmentos enteros del mundo real, como habíacomprobado en Broceliande y como ahoraestaba viendo, eso significaba que no podríavolver a fiarse de sus percepciones. Significabaque podían ocurrir muchas cosas para las cualesno se había entrenado. Y que la verdad podía

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disolverse de un momento a otro como unarcoíris a la salida del sol. ¿En qué creer,entonces?

Sobre una tosca mesa de roble junto a lacama, Lance había dejado la noche anterior labolsa de gemas negras que le había arrebatado aCedric. Pensativo, se acercó a la mesa y sacóuna gema de la bolsa. Se la llevó a la boca, peroen el último momento cambió de idea y ladevolvió a la talega con las demás.

Ignorar lo que había visto no le serviría denada. Tenía que averiguar qué era, y por quéBritannia lo ocultaba a la vista de todos, oquiénes sabían de su existencia porque alguienmás tenía que saber que aquella construcciónestaba allí.

Bajó al pequeño patio sumido en las sombrasque la torre oriental proyectaba sobre él.Aunque no llovía, el aire estaba cargado de unahumedad que se filtraba entre las ropascalándole hasta los huesos. Las dependenciasque rodeaban el patio eran en su mayor partegraneros y almacenes que a esa hora tan

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temprana permanecían cerrados.La construcción circular seguía allí, en el

mismo lugar donde la había visto desde laventana. Lance se dirigió hacia ella y la rodeóhasta encontrar la entrada, que era tan estrechacomo si estuviese diseñada para que solo unapersona pudiese atravesarla. Las maderas de lapuerta estaban semipodridas, y daba lasensación de que podían romperse solo contocarlas. Lance las empujó esperando que lapuerta cediera, pero esta no se movió ni unapulgada. Se encontraba perfectamente encajadaen su lugar.

A ambos lados de la puerta había dosesculturas desgastadas por el agua y el paso delos años que sostenían sendas pilas de agua.Eran seres alados, pero los rasgos de sus rostrosse habían borrado, y resultaba imposible saber sirepresentaban a un hombre, a una mujer, a unanimal o a un monstruo. Tal vez se tratase deángeles carcomidos por el tiempo; tal vez dedragones, o de quimeras.

En la pila de la derecha había una llave de

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cobre que el óxido había vuelto verdeazul. En lade la izquierda, solo un poco de agua turbia,resto quizá de las lluvias de la víspera. Habíaoído una vieja leyenda sobre eso, una deaquellas historias en las que se mezclaban lareligión popular y las creencias del MundoAntiguo y que solían contar las mujeres de sualdea cuando se reunían en las nochesinvernales alrededor del fuego. Lance trató dehacer memoria. Era sobre un ángel, un ángelque custodiaba las puertas del Paraíso. En lamano derecha exhibía la llave que podíadevolver a los bienaventurados al mundo de losvivos. En la mano izquierda ocultaba la llave queabría las puertas del Más Allá.

Movido de un impulso que no habría sabidojustificar, Lance hundió la mano en el agua suciade la pila de la izquierda. Encontró una monedaen el fondo y la sacó. Era un óbolo de los quecirculaban en los mejores tiempos del Imperio.Estaba muy desgastado.

Lance lo introdujo en la cerradura de hierrode la puerta, donde la pieza de metal se encajó

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con un breve chasquido al que siguieron otrossonidos metálicos, como si un mecanismo deengranajes acabase de ponerse en movimiento.Y así debía de ser, porque un instante después lapuerta se abrió. Había elegido la llave adecuada.

Dentro, el espacio circular se hallabailuminado por dos altos candelabros de plata,cada uno con ocho velas encendidas. Entreambos podía distinguirse un ara de piedra convarios objetos dispuestos sobre ella.

Lance se aproximó a mirar. Eran un plato,una copa y una lanza. Objetos sencillos, antiguostal vez, sin ningún ornamento que pudieseconferirles un valor especial. La lanza parecíade hierro, el plato y la copa, de un metaldeslucido que Lance no supo identificar, tal vezalpaca dorada.

—Hacía siglos que nadie traspasaba esteumbral, aparte de los miembros de mi familia.

Lance se volvió sobresaltado al oír aquellavoz de mujer. Reconoció a la muchacha quehabía seguido su duelo con Gawain desde unaventana la mañana anterior. Le habían dicho que

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se llamaba Elaine y que era sobrina de Pelinor.La muchacha avanzó también hacia el altar

donde se encontraban los tres objetos y sedetuvo a su lado. Llevaba puesta una túnicablanca que formaba profundos plieguesalrededor de su figura. Recordaba a lasvestimentas de las esculturas antiguas.

—Todas las mañanas vengo aquí antes deatravesar el velo de Britannia —explicó,mientras su mano acariciaba con delicadeza lapiedra del ara—. Y cada día es como si losviese por primera vez. Son extraordinarios, ¿noes cierto?

Lance asintió. No habría sabido decir por qué,pero la lanza, el plato y la copa le fascinaban. Apesar de su sobriedad, irradiaban misterio, quizátambién poder.

—Son tan extraordinarios, que el velo deBritannia no es capaz de reproducirlos. EnBritannia no existen, y si ahora mismoestuvieseis conectado, no podríais verlos.

—¿Cómo sabéis todo eso? ¿Os pertenecen?Elaine hizo un gesto negativo.

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—Más que pertenecerme, yo les pertenezcoa ellos. O más bien, mi familia. En los tiemposde la caída del Imperio, cuando el MundoAntiguo se colapsó y toda la civilización quedódestruida, uno de mis antepasados los trajo pormar a nuestra isla, entonces conocida comoAlbión. Él construyó esta capilla, la capilla delGrial.

—He oído hablar del Grial. Un caliz deinmenso poder. ¿Es esa copa?

—La copa, el plato y la lanza. Los tresobjetos están íntimamente relacionados, los tresson el Grial. Al menos, eso es lo que creemos.Aunque mi familia se va traspasando la carga desu custodia de una generación a otra, nosabemos demasiado sobre ellos. Únicamente lashistorias que se van transmitiendo de padres ahijos. Son hermosos, ¿no lo creéis así? Tanhermosos que cuanto más los contemplas, máslos amas y deseas protegerlos. Y sin embargo,es posible que el Grial estuviese relacionado conel fin del Mundo Antiguo. Incluso que loprovocara.

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Lance sonrió incrédulo.—¿Esos tres objetos? Parecen inofensivos.

¿Cómo iban a destruir una civilización entera?—No lo sabemos. Tal vez, aunque no lo

parezcan, sean armas muy poderosas. O tal vezfuese la lucha por poseerlos lo que desencadenólas guerras que terminaron con el Imperio.Quizá oculten algo que vuelve poderosos a loshombres. Sabiduría. Comprensión. Todos loquerían y nadie lo obtuvo. En todo caso, son soloespeculaciones. Lo único cierto es que sondemasiado poderosos para que el velo deBritannia consiga asimilarlos.

—Pero eso rompe las normas de Britannia.Se supone que todo objeto en la vida real debetener su representación más allá del velo. Y sinembargo, no es la primera vez que encuentrouna grieta en el velo. De camino hacia aquí, alatravesar el bosque de Broceliande, la princesay yo descubrimos que toda la población deCaleva se escondía en él y no era detectada porBritannia. ¿Creéis que eso puede estarrelacionado con vuestro Grial? No sé, quizá el

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velo esté comenzando a rasgarse, quizá hayanempezado a actuar las fuerzas que acabarán pordestruirlo.

—Yo no creo que se trate de eso —dijoElaine, pensativa—. Britannia siempre ha sidofrágil. Hay quien dice que la magia de Britanniano es más que un diminuto fragmento del saberque acumuló el Mundo Antiguo. Y, quién sabe,quizá estos tres objetos sean la culminación deese saber, el producto más sofisticado de unacivilización que se hundió para siempre. Nisiquiera podemos estar seguros de que seancomo nosotros los vemos. Quizá lo que nuestrocerebro interpreta como una copa, un plato yuna lanza en realidad sea algo mucho máscomplejo. Incluso podría tratarse de un soloobjeto, aunque nosotros veamos tres.

Lance se la quedó mirando con curiosidad.—Y vuestra familia los custodia desde

siempre. En secreto. ¿Por qué?Elaine no dejaba de mirar los tres objetos que

formaban el Grial. Sonrió con aire ausente.—Para evitar que caigan en las manos

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equivocadas, supongo. Si son tan peligrosos,imaginad lo que se podría hacer con ellos.

—En ese caso, ¿no habría sido mejordestruirlos?

Elaine volvió lentamente la mirada haciaLance.

—Cuando mi antepasado trajo el Grial aAlbión, dejó escrito que un día aparecería unhéroe, y que él devolvería el Grial a suverdadero lugar. Nuestra familia se limita aprotegerlo hasta que llegue el momento.

—Si es que alguna vez llega. ¿De verdadcreéis en esa leyenda?

Los ojos de Elaine, oscuros y aterciopelados,se clavaron en él con una extraña intensidad.

—No lo creo, lo sé —murmuró—. El Elegidollegará antes o después, y nosotros estaremosaquí para cuando eso suceda. Y quizá elmomento esté más cerca de lo que creemos.Después de todo, esa puerta acaba de abrirsepor primera vez para permitirle la entrada a unextranjero que nada tiene que ver con nuestrolinaje. Pensadlo. Eso podría significar muchas

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cosas ¿Y si el momento hubiese llegado? ¿Y siel Elegido del Grial fueseis vos?

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Capítulo 17 Tres días de espera, y nadie parecía tener clarocuándo iban a poder partir por fin hacia Tintagel.Gwenn se consumía de impaciencia, aunque seesforzaba todo lo que podía por ocultarlo. Y paraterminar de complicar las cosas, su tíaMorgause, la madre de Gawain, había llegado eldía anterior a la fortaleza.

Había conseguido esquivarla la vísperaalegando que se encontraba indispuesta y quecenaría sola en sus aposentos, pero Morgauseno era de las que se dejaba intimidar por esaclase de excusas. A primera hora de la mañanahabía enviado a una de sus damas paraanunciarle a Gwenn que la visitaría en cuantoterminase de vestirse.

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Apareció en el umbral de la estancia sinavisar, ocupándolo todo con su suntuoso vestidode brocado púrpura recamado con hilos de plata.Hacía tres años que Gwenn no la veía, pero nodaba muestras de haber envejecido. Quizá losrumores acerca de sus artes de hechiceratuviesen algo de cierto. Quizá las utilizase paraconservar su innegable belleza.

Sin embargo, en aquella frescura de la tez, enaquellos labios rojos y perfectos, en los ojosbrillantes orlados de largas pestañas había algoque a Gwenn le repugnaba. Y no se trataba desu falsedad, porque cada uno de aquellos rasgosera auténtico. No, no era eso, sino laincoherencia entre aquella perfección y el vacíoque ocultaba. Detrás de la hermosura deMorgause no había nada. Ninguna profundidad,ningún afecto, ningún talento o virtudverdaderamente grandes; solo las manías ydebilidades de una mujer caprichosa y mimadapor la vida. Alguien que nunca había tenido queesforzarse para conseguir sus objetivos.

Gwenn fue a su encuentro y le tendió ambas

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manos, como sabía que debía hacer. Su tía sesacudió hacia atrás los largos tirabuzonespelirrojos, haciendo tintinear las estrellas de oroque llevaba prendidas en ellos.

—Querida niña, qué hermosa estás —dijoMorgause, apretándole las manos condelicadeza—. Cada día te pareces más a tumadre. Igraine siempre fue la belleza de lafamilia, aunque no se haya esforzado losuficiente para proteger ese don que los diosesle concedieron de la fuerza destructiva de laedad. ¡Pobre hermana mía! Ser reina tiene susinconvenientes y sus servidumbres.

—Tú también eres reina, tía —dijo Gwenn,incapaz de contenerse.

Morgause dejó oír su risa cristalina.—¡Una reina sin reino! Tu tío fue lo bastante

estúpido como para dejar que esos salvajespintados de azul le arrebataran las amadastierras de Lothian. Y ahora nuestras gentestienen que sufrir a esos feroces pictos sin que mibuen Lot haga nada por devolverlos a su sitio.La única ventaja es que no tengo que arruinar

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mi salud en interminables consejos del trono, yque gozo de una libertad que antes no podría nihaber soñado. No niego que hago lo posible pordisfrutar de ella. Tú ya me conoces, Gwenn; eneso no soy como tu madre, siempre tansacrificada, siempre tan entregada a susdeberes.

Morgause se interrumpió al oír a sus damas,que acababan de llegar al umbral de la estanciay esperaban permiso para entrar.

—Pasad, muchachas —dijo, como si ella y noGwenn fuese la señora de aquellos aposentos—.Espero que hayáis traído el vino que os pedí. Esun vino del otro lado del mar, querida, de losviñedos de las tierras soleadas del sur. Lo hehecho traer expresamente para ti; es decir, paraque podamos compartirlo. La bodega de Pelinorno está a la altura de su rango, qué quieres quete diga. Hidromiel y vino tan ácido que hay quecalentarlo y aderezarlo con canela y azafránpara soportar su sabor. Esto es otra cosa,puedes creerme. Gisela, sírvele una copa a laprincesa.

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Mientras hablaba, Morgause se habíarecostado en el único diván de la estancia, quese hallaba frente a la chimenea encendida. Conun lánguido gesto de la mano, le indicó a Gwennque se sentase en la alfombra, a sus pies.

—Tú eres joven, niña; puedes sentarte en elsuelo sin que tus huesos giman y protesten comomujerzuelas sin educación. ¡Tenía tantas ganasde verte! Los hombres se ponen imposibles entiempos de guerra, no hay forma de divertirsecon ellos. Aparte de…, tú ya me entiendes. Porlo demás no hay nada que hacer. Ni caza nitorneos ni música. El único de todos ellos queparece entender algo sobre el arte de vivir es mihijo Gawain. Creo que se enfrentó con tumuchacho al día siguiente de vuestra llegada. ¡Yque ese caballero lo derrotó! Me apuesto algo aque Gawain se dejó vencer para ganarse suconfianza. Él es así; inteligente, hábil, sabe cómoganarse a la gente por muy predispuesta queesté contra él. Tiene mi ingenio, pero es másdiplomático, menos impulsivo. Será un gran rey,mucho mejor que su padre.

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—Lo sería si tuviese un trono que heredar —observó Gwenn con suavidad.

Mientras aguardaba la reacción de Morgause,se llevó la copa dorada a los labios y probó elvino. Si su tía no tenía reparos en provocarla,ella tampoco los tendría en devolverle lasafrentas.

Al menos, en cuanto al vino no había mentido.Era el más exquisito que Gwenn había probadonunca.

A su alrededor, las damas que habíaninundado la estancia parloteaban, reían y bebíansin ningún reparo. Hasta que Morgause, con trespalmadas secas, acabó con su diversión.

—Id a armar jaleo a otra parte, muchachas.Tengo que hablar con mi sobrina a solas. ¡Hacetanto que no nos vemos!

Las mujeres se inclinaron una tras otra anteMorgause y fueron saliendo de la estancia. AGwenn la ignoraron todo el tiempo, como si nisiquiera estuviese presente.

—Debes perdonar su falta de modales. Lamayoría lleva poco tiempo conmigo, y no han

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conocido los refinamientos de una verdaderacorte. Nuestro retiro a orillas del río Avon nocarece de comodidades, pero no puedecompararse con Tintagel. Algún día tienes quevenir a visitarnos allí, cuando echemos a esossajones y las aguas vuelvan a su cauce. ¿No teparece buena idea? Le diré a Gawain que telleve.

Gawain… Esta vez, cuando Morgausepronunció el nombre de su hijo, Gwenn sintió unrepentino calor en las mejillas.

Fue en ese mismo instante cuando se diocuenta de que algo en Britannia se habíatransformado. No sabía qué era, pero de prontonotaba una presión en su mente, una especie demirada amenazante. Y no tenía sentido, porqueen apariencia todo seguía igual: el vestido deMorgause no había cambiado, ni lo habían hechoel fuego de la chimenea o el cojín sobre el queella se había sentado.

¿Qué era? ¿De dónde venía aquella angustia,como si alguien la estuviese observando desde elinterior?

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Mientras ella intentaba sobreponerse a aquelmalestar, Morgause había seguido hablando.Gwenn no se enteró de lo que le decía hasta queoyó una pregunta que la dejó perpleja:

—¿Qué opinas de Lamorak? ¿Te gusta?Gwenn abandonó su incómoda postura en el

suelo y, caminando con cierta torpeza, se alejóde su tía y se quedó observando la chimenea.

Tenía que ordenar sus ideas. Lamorak, el hijode sir Pelinor. ¿A qué venía aquella pregunta?

—No lo conozco mucho —contestó conprudencia—. El otro día, durante el almuerzo,me pareció que tenía ciertas desavenencias consu padre. Es todo cuanto podría deciros.

—Desavenencias. —Morgause sonrió condesprecio—. El idiota de sir Pelinor le hace lavida imposible a su propio heredero. No loestima en lo que vale. Al menos eso diceLamorak. No sé si tiene o no razón, pero lo quesí puedo decirte es que Lamorak es un jovencon muchas cualidades, aunque no de la clase,probablemente, que Pelinor podría apreciar. ¡Ymenos aún mi esposo!

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Morgause soltó una risotada. El vino tambiénhabía arrebolado sus mejillas.

—No eres ya una criatura, Gwenn. Supongoque no te escandalizará que te hable de estamanera. Una mujer tiene que divertirse, y siencuentra al hombre que sabe cómo darle placerde una manera discreta, sin exigencias…Créeme, con el tiempo llegarás a valorarlo.Aunque seguro que tú ya sabes de lo que tehablo, ¿verdad? Aunque te acusan de distante,tienes ese fuego en las pupilas que también teníade joven tu madre, el fuego que volvió loco aUther.

Gwenn no quería volverse a mirarla. Noquería, pero se volvió y dejó que Morgause lasondease con sus ojos verdes de serpiente.

¿Qué le estaba pasando? Aquella presión ensu interior no le permitía pensar con claridad.Pero al mismo tiempo, algo dentro de ellaanalizaba la situación, trataba de localizar elproblema. Como si la angustia no le afectase,aquella parte de su mente estudiaba cadadetalle, recordaba, extraía conclusiones.

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Hasta que comprendió.Nada de aquello era casual. La confusión que

sentía se la había provocado Morgause o, mejordicho, el vino que le había dado.

En su organismo se habían dispersado laspartículas de una segunda gema que su tía lehabía puesto en la bebida. Percibía su accióncon claridad: no era el velo de Britannia, sinootra cosa, un vínculo. Un vínculo quecomunicaba las mentes de ambas mujeres, quele permitía a Morgause mirar en sus recuerdos yen su pensamiento.

Y, sin embargo, ella no sabía que había sidodescubierta. Aquella parte del cerebro deGwenn era inmune a los ataques, no se dejabaobservar ni manipular. La conocía bien, porquehabía trabajado mucho con ella desde pequeña.Era la Fuente de Meditación, que Nimúe lehabía enseñado a entrenar durante años.Algunos, los ignorantes, confundían aquel podercon magia. En realidad, era solo concentración ydominio de uno mismo. Entrenamiento,entrenamiento y más entrenamiento. Eso decía

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siempre Nimúe.Gwenn nunca había sentido su poder como en

aquel momento. No era la magia en la que creíael vulgo, pero ciertamente tenía algo de mágico:era percepción pura, la capacidad de ver dentrode sí misma.

Lo más asombroso era que podía volver aqueldon contra Morgause. La conexión era de doblevía. Morgause intentaba utilizarla para sondearsus sentimientos, pero ella podía darle la vuelta ymirar dentro del corazón de su tía.

Morgause, mientras tanto, no se había dadocuenta de nada.

—Entonces, ¿qué, Gwenn? ¿Tengo o notengo razón? Hay un amor en tu vida, no loniegues. Se te nota en la cara, por mucho queintentes ocultarlo. Vamos, cuéntame lo que hapasado. ¿Es ese joven, verdad?

Si no hubiera sido por el poder de la segundagema, Gwenn habría interpretado que Morgausese refería a Lance. Después de todo, era lo máslógico. Había viajado sola con él desdeBroceliande. No hacía falta mucha perspicacia

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para imaginar que algo podía haber sucedidoentre ellos.

Sin embargo, cuando Gwenn forzó a su mentea mirar dentro de los pensamientos deMorgause, no fue el nombre de Lance el queencontró, sino el de Arturo.

Arturo. Morgause quería saber si leinteresaba.

Pero ¿por qué? ¿Por qué creía su tía que ellapodía estar interesada en el hijo de sir Héctor, elsenescal de su madre? El hijo menor, para sermás exactos. ¿Qué ventaja habría podido tenerpara ella una relación tan desigual?

Era cierto que el muchacho la habíaimpresionado. No solo por su apariencia (que nole desagradaba en absoluto), sino, sobre todo,por su ingenio, por su forma de expresarse, ypor todo aquel mundo que había visto y quedesplegaba ante los demás en susconversaciones como un mercader extiende lasvaliosas sedas que acaba de recibir en sualmacén. Quizá alguien le había comentado lofascinada que se había sentido por las cosas que

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contaba durante la cena en la que se lo habíanpresentado. Su esposo Lot, tal vez.

No, no era eso.Un dolor martilleante se instaló en su cerebro

mientras trataba de seguir el curso de lospensamientos de Morgause.

No, ella no sabía si Arturo le había causadomala o buena impresión. Pero estaba alcorriente de que iba a acompañarla en el viaje aTintagel, y eso le daba miedo. ¿Por qué lo temíatanto?

Tuvo que concentrarse con toda su energía enla conexión de la gema para encontrar larespuesta. Y cuando la encontró, su perplejidadestuvo a punto de hacerle perder el control yretirarse dentro de su mente, perdiendo todo elterreno que había ganado.

Nadie se lo había dicho, pero todos lo sabían.Arturo no era realmente hijo de sir Héctor, sinode Uther. Era su bastardo.

Eso lo convertía, seguramente, en su rivalpara heredar el trono de Britannia. Porque todala legitimidad de Igraine como reina procedía de

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Uther, pero ella no era más que su esposa. SiUther tenía un hijo…

Se obligó a mirar una vez más dentro de lamente de Morgause. Su tía acusaba laintromisión, empezaba a sentirse mareada yconfundida.

—Creo que este vino me ha sentado mal —dijo en un tono ronco y asustado, muy distintodel que había empleado hasta entonces—. Contu permiso, querida, voy a descansar un rato enmi habitación. Nos veremos más tarde, si teparece, y continuaremos con esta conversacióntan agradable.

—Cuando tú quieras, tía —contestó Gwenn,ayudándola a ponerse en pie—. Para mí será unauténtico placer.

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Capítulo 18 La estancia que Pelinor utilizaba como salón dereuniones era una antigua basílica que formabaparte de las dependencias del templo de Sulis enla época del Imperio. Bajo el artesonado demadera del techo, los mosaicos que cubrían lasparedes representaban deidades marinas sobreun fondo de teselas verdes, azules y doradas quereproducían los colores del fondo del océano.

Allí fue donde el dux convocó a sus hombresmás cercanos para contarles las últimas noticiasde la guerra. A regañadientes, también habíainvitado a la reunión a la hija de la reina, aunqueesperaba que la muchacha no tratase deinmiscuirse en los detalles militares de la batallaque se avecinaba. Así se lo explicó a Arturo en

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un susurro en el momento en que la princesahizo su aparición. Ella era la única mujerpresente en el consejo, y todos los caballeros, alverla, se pusieron en pie y se inclinaron en señalde respeto.

Pronto quedó claro, sin embargo, que Pelinorno iba a encontrar los mayores obstáculos paraimponer sus planes de combate en la princesaGwenn, sino en el rey Lot. Las desavenenciascomenzaron en el mismo momento en quePelinor empezó a explicar los informes de susespías.

—Los sajones han salido de Witancester haceal menos tres jornadas —contó—. Han salidocon la mayor parte de su ejército y vienen haciaaquí. Se nos han adelantado. Y nosotrosdeberíamos salirles al paso para evitar queAquae Sulis corra la misma suerte que Londres.

—¿Un combate en campo abierto? —Lotbuscó la mirada de su senescal con una sonrisade complicidad—. Es la mayor estupidez que heoído en mi vida. Estamos en una ciudad bienamurallada, con provisiones para varios meses

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que aún podremos aumentar antes de que lossajones lleguen hasta aquí. ¿Por qué vamos arenunciar a una posición tan ventajosa? Siquieren asediarnos, que lo hagan; ya veremos loque aguantan. Y si atacan, si se atreven aintentar abrir brecha en la muralla o escalarla…Mis queridos amigos, está claro lo quetendremos que hacer: aceite hirviendo, buenosarqueros… Los rechazaremos sin apenaspérdidas.

—Esa propuesta es cobarde y estúpida —dijoPelinor sin mirar a Lot—. No vamos a poner enpeligro a todas las mujeres, niños y ancianos deAquae Sulis para escondernos de los sajones.Eso es lo que ellos esperan, es a lo que loshemos acostumbrado los britanos. Pero esta vezles demostraremos que sabemos combatir comoauténticos guerreros.

—¿Y sabemos? —preguntó Gawain en untono cínico que contrastaba de un modo extrañocon la intensa seriedad de su rostro.

Pelinor lo miró fijamente un momento antesde contestar.

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—Eso no tardaremos en averiguarlo. Misespías son fiables; gracias a ellos conocemos laruta que sigue el enemigo. Tan solo tenemos quedecidir en qué punto atacar; personalmente medecantaría por el valle de Warm Haven.

—¿Allí? Pero eso es terreno desprotegido.¡Qué disparate! —se lamentó Lot—. ¿Tú quédices, Lamorak?

—Digo que no hay sitio bueno paraenfrentarse con un ejército sajón. Quizá lo mejorsea esperarles aquí en la ciudad, como tú dices.

Arturo había estado esperando la ocasiónpara hablar, y le pareció que ya había llegado.

—Yo tengo una idea mejor —dijo—.Ocupemos el monte Badón, está en su ruta, ylancemos el ataque desde allí. Es una posiciónmuy ventajosa para nosotros, sería casi comocombatir desde estas murallas, pero sin exponervidas inocentes. ¿Qué os parece?

Los caballeros se miraron unos a otros.—No es mala idea —murmuró Pelinor—. El

monte Badón… Nos verán desde lejos; pero, silos conozco bien, subestimarán nuestras fuerzas

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y no alterarán su ruta para evitarnos.—El monte Badón… Nunca se me habría

ocurrido —exclamó Lot, admirado—. Pero esosignificaría que tendríamos que ponernos ya encamino, si queremos llegar antes que lossajones.

—Es un buen plan —suspiró Gawain—.Lástima que yo no vaya a poder participar en él.

Gwenn reaccionó con viveza.—Gawain, si decidís quedaros a combatir, lo

entenderé, y os aseguro que no será unproblema. Yo puedo arreglármelas con unapequeña escolta y la protección de sir Lance.

—De eso ni hablar, Alteza —intervino Lot entono solemne—. Mi esposa y yo no nos loperdonaríamos jamás si os ocurriese algo decamino a Tintagel. Gawain se ha comprometidoa acompañaros y lo hará.

—Además, yo no voy a ir —dijo Lance.Su mirada evitó la de Gwenn, que parecía

asombrada.—¿Por qué no? —preguntó la princesa sin

poder dominar el temblor que se había

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apoderado de su voz.Lance, por fin, tuvo que enfrentarse con sus

ojos.—Aquí puedo ser de más utilidad, y puesto

que vos vais a estar acompañada por Gawain ypor Arturo, creo que no vais a necesitarme.

—Sir Lance sabe mucho acerca de lastécnicas de combate de los sajones —explicóPelinor—. Ayer por la noche tuvimos unainteresante conversación al respecto. Convuestro permiso, Alteza, creo que contar con élen nuestras filas nos sería de gran utilidad;aunque, por supuesto, si decidís que osacompañe todos lo entenderemos.

—No, no será necesario —le cortó Gwenncon sequedad—. Si a todos os parece lo másconveniente…, confío plenamente en Gawain yen sir Arturo.

Al pronunciar su nombre, la princesa miróhacia donde él se encontraba y le obsequió conuna amplia sonrisa. Arturo se la devolvió. Y fueentonces cuando, en la ventana que había justodetrás de la princesa, vio al pájaro.

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Era un mirlo, como anunciaba la carta deMerlín que la hija del alquimista le habíaentregado. El mensaje afirmaba que un mirlo deluz y de sombra acudiría a buscar a Arturo y lecontaría lo que tanto deseaba saber. Podíatratarse de una casualidad, porque era un avemuy corriente en la zona, que no temíaacercarse a los lugares habitados por loshumanos.

Aun así, debía mantenerse vigilante.No, no era una casualidad. Lo supo cuando

vio que el mirlo daba dos breves saltos en elalféizar, pasando del sol a la sombra. En esemomento su plumaje, intensamente negro, sevolvió plateado.

Luego hizo algo que ningún pájaro corrientehabría hecho. Entró en la sala, la sobrevoló conlentitud y salió volando por una ventana del ladoopuesto.

Nadie lo siguió con la mirada ni comentó supresencia. Nadie, salvo Arturo, lo había visto.

—Con vuestro permiso, debo ausentarme unmomento, pero estaré de vuelta enseguida —

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anunció Arturo inclinándose ante Pelinor.El dux lo miró intrigado.—Siempre tan impulsivo, muchacho. ¿Nos

dirás, al menos, de qué se trata?—No será nada, probablemente. A mi

regreso os lo cuento.Cuando salió por la única puerta que tenía la

basílica, al principio no vio al mirlo. Tardó unossegundos en descubrirlo posado en una ventanade la torre sur.

Arturo se apresuró a subir la escalera decaracol que conducía a aquella habitación. Sabíaque era uno de los rincones favoritos de Pelinor,donde se retiraba a orar o a dormir cada vez quequería estar solo.

Por fortuna, encontró la estancia abierta.Estaba amueblada con gran sencillez, como si setratase de la celda de un monje, con un jergón,un lavabo de porcelana blanca y azul paraasearse y un cofre donde probablemente seguardaban sábanas y mantas. La única notadiscordante en aquella sobria decoración era elespejo de pie situado en una esquina.

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El mirlo, ahora, se había posado en el suelofrente al espejo. Pero su reflejo no era el de unave negra o plateada, sino el de un hombre debarba gris y ojos penetrantes como farosencendidos en la noche.

—¡Merlín, eres tú! —exclamó Arturo,sonriendo fascinado—. No puedo creerlo. Sabíaque tenías poderes, pero esto…

—No exageres, muchacho. Esto que ves esmi avatar. No se necesita demasiado poder paraforjar un avatar en Britannia. Lo realmentedifícil es separarlo de uno mismo; eso requiereun conocimiento que quizá muy poca genteposea. Algún día te contaré cómo se hace. Enfin…, tengo entendido que querías hablarconmigo.

—Sí. Lo primero, quería saber si te habíaocurrido algo durante el asedio de Londres, peroya veo que no.

—No te fíes de las apariencias, muchacho. Elasedio fue terrible, terrible. Conseguí salvar a laprincesa, pero el precio, en fin, no hablemos deeso ahora. Tengo buenas noticias para ti.

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Noticias que te van a entusiasmar.Arturo lo miró perplejo. Siempre era él quien

tenía que perseguir a Merlín para que le contasealgo, para que le ayudase, para que se acordasede su causa. Pero esta vez el mago parecíadecidido a tomar la iniciativa.

—Te he dicho que el asedio fue un infierno,pero al menos salió algo bueno de todo ello. Nopodía dejar que la espada cayera en manos delos sajones. No, la espada es la llave deBritannia; y si alguien debe tenerla, ese eres tú.

Arturo tragó saliva. No podía creer lo queestaba oyendo. Nunca, desde que lo conocía,Merlín le había hablado tan claramente sobre sudestino. La mayor parte de las veces, cuando élle recordaba que era el hijo de Uther y quedebía intentar conquistar el trono de su padre,Merlín le contestaba con ambigüedades oevasivas. Ahora, sin embargo, había hablado conmucha claridad. ¿Por qué?

—Creía que la espada elegía a su poseedor.Según la leyenda, solo el que logre extraerla dela roca en la que se halla prisionera podrá

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llamarse su dueño.En el espejo, el rostro de Merlín se

contorsionó de un modo que parecía irreal alprorrumpir en carcajadas.

—La ignorancia del vulgo —dijo cuando porfin fue capaz de dominar su risa—. Sí, no haypeor verdad que una verdad a medias. Es ciertoque solo podrá llamarse dueño de Excaliburquien logre extraerla de su prisión de piedra.Pero lo que la leyenda no dice es que, antes deextraer la espada de la piedra, hay queintroducirla en ella. Y esto no es menos difícilque lo primero.

—Entonces… No entiendo. ¿Vas a darme laespada para que la meta en una roca?

—Algo así. La espada es una llave. Es másque una llave, es un arma. Quizá el arma máspoderosa que exista en Britannia, solo quizá. Yvoy a ponerla en tus manos, Arturo, pero de tidependerá que la conserves o la pierdas. Esverdad que la espada elige. Hazte digno de ella,si es que realmente quieres ser el Elegido.

—Sabes que sí —contestó Arturo con viveza

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—. Sabes que eso es lo que he querido siempre.Pero tú nunca me habías hablado tan claro.Muchas veces he llegado a dudar de queverdaderamente quisieras apoyar mi causa.¿Por qué ahora me ofreces Excalibur, si antesnunca lo habías hecho?

—Porque ahora Excalibur está en mi poder ypuedo ofrecértela.

En la penumbra del reflejo, Arturo trató desondear los rasgos del mago. Tal vez fuesecierto que había sufrido mucho en el cerco deLondres, pero su rostro tenía un aspecto másjoven que la última vez que se habían visto. Ensus ojos ardía el fuego de un hombre en laplenitud de sus fuerzas, y hasta sus arrugasparecían menos marcadas.

A Arturo le asaltó un repentino temor. ¿Y siaquello no era más que una trampa, unespejismo que Britannia desplegaba ante él parasacar a la luz su ambición?

—No, Arturo —dijo Merlín desde el espejo—. No debes dudar. Soy yo, el que lee en lassombras del presente las luces del porvenir.

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Aunque lo haga por boca de un avatar sincuerpo ni materia, soy Merlín. Quizá lo soy másque nunca.

—¿Y dónde estás realmente? ¿Sigues enLondres? ¿Cuándo podremos vernos? ¿Cuándovas a darme la espada?

—Debes tener paciencia. De momento nopuedo llegar hasta ti; no en medio de la ofensivade los sajones. Espera hasta llegar a Tintagel.Allí nos encontraremos de un modo o de otro yte daré a Excalibur.

Arturo meneó la cabeza, impaciente.—Para eso falta mucho tiempo —murmuró

—. El viaje se presenta largo y complicado. Sino tuviese que viajar con la princesa…

—Tienes que hacerlo —replicó el mago en untono de autoridad que no admitía réplica—.Arturo, voy a ayudarte, pero a condición de queno trates a Gwenn como tu enemiga. Laprincesa es una pieza clave en el porvenir deBritannia, aunque ni ella misma se haya dadocuenta todavía.

—A mí me parece muy consciente de su

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poder y de lo que puede lograr con él —opinó elmuchacho.

—Tal vez, pero ignora que hay una magiadiferente a todas latente en su interior. Quizá enestos días esté comenzando a descubrirlo.Debes jurar que no le harás daño, Arturo. Noveas en ella a una enemiga.

—Pero la herencia del trono de Uther es algoentre ella y yo. No podemos heredarlo los dos.

El avatar sonrió de un modo burlón.—¿Quién ha dicho que no? Entre un hombre

y una mujer la rivalidad puede convertirse enotra cosa de un momento a otro. ¿No te parecehermosa la princesa?

Arturo miró a Merlín con los ojos muyabiertos.

—Es muy hermosa. Pero ella jamás… Siestás pensando que ella y yo… ¿Es eso? Dicesque ves el futuro. ¿Eso es lo que has visto?

—El futuro no está pintado en un lienzo paraque un viejo mago pueda contemplarlo a placer.El futuro cambia cada vez que te atreves amirarlo, Arturo. Lo que debes comprender es

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que no hay un solo futuro escrito, sino muchosfuturos posibles. En uno de ellos, tú y Gwennpodríais unir vuestros destinos. Pero ese futurosolo sucederá si ambos lo queréis. ¿Crees quepodrías quererlo?

Arturo reflexionó un momento antes decontestar.

—Si ella lo quiere, yo podría quererlo —dijopor fin.

Aquella respuesta pareció satisfacer al mago.—Está bien, muchacho. Nos veremos en

Tintagel. Hasta entonces, no cometas locuras.Sé fiel a ti mismo y hazte digno de Excaliburpara que ella te elija cuando deba escoger.

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Capítulo 19 Desde el pequeño montículo que Pelinor habíaelegido como su centro de operaciones, Lancecontempló preocupado las amplias líneas de suejército, que se extendían hastaempequeñecerse en la distancia.

Recordó las palabras de Arturo unos díasantes, en Aquae Sulis: deberían haberle hechocaso. Deberían haber ocupado el monte Badón,como Arturo había sugerido, para lanzar suofensiva desde allí. Pero se encontraron con lossajones antes de lo que esperaban; el enemigose les había adelantado y había desplegado susfuerzas ante ellos, obligándolos a elegir entreretroceder o entablar combate. Eso significabaque la batalla sería en campo abierto; algo que

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no les convenía en absoluto, sobre todo viendo ladistribución de ambos ejércitos sobre el terreno.

El centro y el flanco izquierdo de las fuerzasbritanas se habían desplegado en una llanura quese encontraba aproximadamente al mismo nivelque los sajones, pero el flanco derecho, bajo elmando de Caradoc, el poderoso señor de Gwent,ocupaba una ligera depresión que obligaría a sushombres a avanzar cuesta arriba cuandotuviesen que adelantar posiciones. Paracontrarrestar esta desventaja, Caradoc habíadispuesto a sus guerreros en una falangecompacta y estrecha que, si todo iba bien,resistiría los primeros envites de la infanteríasajona y conseguiría abrir sus líneas. Aun así,era una estrategia arriesgada.

Frente a ellos, el rey Aellas había dispuestoen los flancos de su línea de ataque a loshuscarles, que eran sus mejores soldados. Lancelos conocía bien de la época en que combatíacon las gentes de Dyenu: eran guerreros de lastierras heladas del norte, altos como gigantes,que combatían con hachas de anchas hojas de

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hierro y astas tan largas como ellos mismos. Unjuramento los ligaba a la protección del reysajón. Pero Aellas sabía que la mejor forma deutilizarlos para protegerse era lanzarlos contralas alas del ejército britano, tratando desobrepasarlas para atacar después al resto delas tropas desde la retaguardia.

En el flanco izquierdo de los britanos, Lancedetectó movimiento entre los soldados. Tardósolo un instante en darse cuenta de que Urienspretendía imitar la estrategia de Caradoc en elflanco derecho y formar una falange tan sólidacomo la suya.

—Buena idea —aprobó Lot desde su altayegua blanca—. Ahora, que Aellas intenteecharnos encima a esos monstruos suyos, siquiere. Esperaremos a pie firme y losgolpearemos como un martillo.

Lance aproximó su caballo gris al del rey deLothian para que pudiese oír su respuesta.

—Esas falanges nos hacen firmes, pero nosrestan movilidad —opinó—. Todavía podríamosalargar un poco las líneas e intentar llegar hasta

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el monte Badón.—No, eso nos dispersaría demasiado. Tú

concéntrate en tu parte, muchacho, y no olvideslo que te he explicado sobre la infantería sajona.Ahí los tienes, justo frente a nosotros: un puñadode campesinos libres, pequeños señores,aventureros y salteadores de caminos. Será fácilsobrepasarles. ¿Ves su estandarte? Ahí, justo enel centro de su formación; el dragón blanco, esemaldito dragón blanco.

—No tiene sentido —dijo Lance, alzando lavoz para hacerse oír por encima de las voces delos hombres y del rumor del viento—. ¿Por quéiba Aellas a situarse en la posición másvulnerable? Ese estandarte tiene que ser unatrampa: el rey no está ahí.

—Por supuesto que no está ahí; pero aun así,hacerse con su insignia sería un golpe terriblepara la moral de sus tropas y una inyección defuerza para las nuestras. ¿No es cierto, Pelinor?

El dux había dispuesto su caballo a la derechadel de Lot y observaba el campo de batalla conel ceño fruncido.

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—Lance, inténtalo. Intenta hacerte con elestandarte —ordenó—. Y vos, Majestad, podéisocupar ya la posición que hemos acordado en laretaguardia. Vuestra caballería es nuestra mejorbaza para ganar el día de hoy. No lo olvidéis enningún momento.

Lot asintió con una sonrisa de orgullo e hizogirar a su caballo para reunirse con sushombres. Su caballería pesada se había curtidoen cientos de batallas contra los pictos, y siatacaba en el momento preciso rodeando a lastropas de Aellas para sorprenderlas por laespalda, podía inclinar el día en favor de losbritanos.

La mirada de Lance flotó una vez más haciael monte Badón, que se erguía desierto en lalejanía, a su izquierda. ¿Por qué no podíaquitarse de la cabeza las palabras de Arturosobre él? Al fin y al cabo, no era más que unmuchacho sin ninguna experiencia militar. SiPelinor y Lot habían decidido finalmente nohacerle caso, sería por algo.

—Lance, dirige a los hombres por este lado.

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Quiero ese dragón blanco —le recordó Pelinor.Lamorak, que acababa de apearse del alazán

negro que su padre le había regalado justo antesde partir de Aquae Sulis, se inclinó para hacerleun comentario a su escudero, que sonrió condesdén.

—Lamorak, tú irás con él —ordenó Pelinorcon aspereza—. Obedécelo en todo, ahora es tucapitán.

Lamorak lo miró desconcertado.—¿Que yo le obedezca a él? ¿Por qué?Sin contestar, su padre se alejó hacia la

columna de infantería que tenía a la izquierda,encabezada por su portaestandartes, que hacíaondear al viento la insignia del dragón rojo.Lance le vio alzar el brazo con brusquedad paraindicarle al heraldo que hiciese sonar el cuernode guerra.

El sonido, ululante e inhumano como sibrotase de los mismos infiernos, vibrólargamente sobre los hombres inmóviles.

Cuando sus últimos ecos se apagaron, Lancese apeó de su caballo y lo tomó de las riendas.

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Su escudero Edir, que había estado aguardandoel momento, se acercó con expresióninterrogante.

—La espada de doble filo y el escudo —leindicó—. Ese no, el grande de roble, el que tieneforma de lágrima.

Edir le ayudó a ceñirse la espada mientras, unpoco por delante de él, Lamorak avanzabaorgullosamente hacia el frente de la columna. Asu derecha, un joven acababa de desplegar unpesado estandarte con el cisne blanco, emblemade la casa de Listenoise.

Lance se fue tras él. A su paso, los infantesbritanos saludaban a los dos caballeros y seaprestaban a coger los escudos que teníanhincados frente a ellos, en la tierra.

Le llamó la atención un soldado que, en lugarde inclinarse a su paso, se limitó a observarloscon las cejas levemente arqueadas antes devolver a fijar la vista en el enemigo.

Intrigado, Lance regresó sobre sus pasos y sedetuvo junto a él.

—¿Cuál es vuestro nombre, amigo?

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El hombre se volvió sin prisa a mirarlo. Susojos, intensamente azules, eran lo mássobresaliente de aquel rostro curtido por laintemperie.

—Me llamo Bors.—¿Sois galés?—Soy bretón. Como vos, según dicen —

respondió Bors con una sonrisa escéptica—.Por eso, algunos me llaman el Desterrado.

Lance le devolvió la sonrisa. No le molestabaque el soldado hubiese puesto en duda su origen.Al contrario, que se hubiese atrevido a hacerloindicaba que era un hombre valiente, además deobservador. En realidad, él no había decididoelegir la pequeña Bretaña como patria cuandose encontró del lado de los britanos, después decaer herido. Todos a su alrededor daban porsentado que procedía de Armor, quizá porque elvelo suministraba aquella información a quienesse interesaban por él. Para un bretón auténtico,no obstante, debía de ser evidente que él novenía de Armórica. Ni siquiera se habíamolestado nunca en intentar imitar el acento de

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los hombres del otro lado del mar.—Muy bien, Bors, si no os importa tener a

otro desterrado a vuestro lado, os acompañarédurante esta jornada —dijo sosteniendo lamirada del hombre.

El soldado, impasible, se hizo a un lado paradejar que Lance se situase a su derecha.

Justo delante de ellos, el escudero deLamorak acababa de entregar el estandarte delcisne a un muchacho, que sopesaba el mástilmientras miraba hacia arriba, contemplandoarrobado el terciopelo bordado que ondeaba enla brisa.

—¿Te gusta ser portaestandarte? —lepreguntó Lance.

El chiquillo se volvió.—Es un gran honor, señor —respondió con la

voz desafinada de un adolescente.Lance asintió, mirándole a los ojos.—Te das cuenta de lo que supone, ¿verdad?

—preguntó gravemente—. Esos salvajes de ahíenfrente lucharán hasta el último hombre paraarrancarte ese pedazo de tela de las manos.

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El muchacho vaciló un momento antes decontestar.

—No dejaré que lo hagan, señor —dijo—.Defenderé el estandarte. Ningún sajón me loarrebatará.

—¿Y cómo piensas hacerlo? No tienes armasni escudo.

En el rostro y las palabras de Lanceretumbaba toda la violencia de la guerra.

—Vos sois mi escudo, señor; vos meprotegeréis —contestó el chiquillo con rapidez.

—Nosotros somos tu escudo —le corrigióLance; y con un amplio gesto de la mano señalóa los guerreros que el muchacho tenía a sualrededor—. Los sajones están aquí y hanvenido para quedarse —añadió alzando la vozpara que todos los hombres pudiesen oírle—. Yoestuve en Londres y vi cómo lo tomaban. Noson una horda de asaltantes. Son un ejército deocupación. Os arrebatarán vuestras casas yecharán de ellas a vuestras familias si no se loimpedimos.

Lance dejó que sus palabras calaran en la

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mente de los soldados antes de proseguir.—Ahora mismo, bajo el estandarte del dragón

blanco, un hombre como yo les está diciendo asus guerreros que no hay retirada posible.Quiere que sepan que tendrán que luchar hastael último aliento, porque de lo contrario quedaránatrapados en esta isla y los britanos les daráncaza como a conejos. Los sajones nos temen, yun hombre que lucha impulsado por el miedo esun enemigo terrible. Pero nosotros no tenemosmiedo. ¿Qué es lo peor que nos podría pasar?¿Morir con honor defendiendo la tierra denuestros padres y de nuestros hijos? Si lopensáis bien, ese es el destino de los elegidos:que su nombre no se pierda en el olvido, que sevaya transmitiendo de una generación a otra yque lo canten con respeto aquellos que jamásestuvieron en una batalla. Bors, el impasible;Lamorak, el orgulloso.

—Grift, el apestoso —exclamó uno de loshombres.

Los demás se echaron a reír, y algunos,imitando al primero, comenzaron a intercambiar

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apelativos burlones. La tensión se había relajado,y en los ojos de aquellos guerreros había unaconfianza nueva, porque ahora, más allá delmiedo y de la ira, habían tejido un vínculo entreellos que los haría más fuertes a la hora deluchar.

—Lance, el escudo de Britannia —exclamóel portaestandarte levantando la voz parahacerse oír en medio de toda aquella algarabía.

Aquello redobló las carcajadas de loshombres. Les divertía el entusiasmo inocente delmuchacho. Uno de ellos le golpeó en loshombros como gesto de camaradería.

—Espero que estéis a la altura de vuestraspalabras —murmuró Bors, que ni siquiera habíasonreído en todo el tiempo—. Con vuestrodiscurso os habéis hecho responsable del destinode todos estos hombres.

—No te preocupes por él; es tan insolentecomo tú mismo —comentó Lamorak con sorna—. Solo espero que ese atrevimiento lodemostréis también cuando estemos en mediodel ejército sajón.

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Capítulo 20 Lento y viscoso como una inmensa lombriz, elejército sajón había comenzado a desplazarsehacia el centro del campo de batalla. A pesar deque los dos bandos se hallaban bastanteequilibrados en cuanto al número de hombres,Lance observó que la línea sajona los superabaampliamente por ambos lados debido a laconcentración de combatientes en los extremosde la formación britana. El plan se desarrollabasegún lo previsto y, sin embargo, su inquietud nodejaba de crecer. Cuanto más lo pensaba,menos sentido tenía para él que Aellas hubiesedecidido lanzarse a una batalla a campo abierto:eso suponía enfrentarse en igualdad decondiciones al enemigo. ¿Por qué elegir esa

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opción de resultado tan incierto, cuando habríapodido elegir otra estrategia mucho másventajosa para él?

Un largo aullido de Pelinor lo sacó de susreflexiones. Estaba llamando a los arquerosgaleses. Estos fueron surgiendo de entre las filasde la infantería y avanzaron hasta colocarse enprimera línea de combate. En cuanto llegaban asu posición, tensaban sus arcos, a la espera deuna orden del dux para entrar en acción.

Se podía masticar la impaciencia en el aire.Los hombres querían atacar ya, pero sucomandante aguardaba, impasible, a que lossajones se pusieran a tiro. Solo cuandoestuvieron lo suficientemente cerca paraalcanzarlos, dio la orden de disparar. Las flechaspartieron, sincronizadas como los patos de unabandada que emigra, en dirección a las filasenemigas. Al principio, los sajones continuaronavanzando a buen ritmo y sin perder laformación, confiando en que todavía se hallabana suficiente distancia del enemigo para no seralcanzados. Solo cuando se oyeron los primeros

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gritos de dolor comprendieron que habíanequivocado sus cálculos y empezaron a romperla formación. Sin dejar de avanzar, se mirabanunos a otros, y cada vez que uno de ellos sederrumbaba en el suelo, herido, los demásapretaban el paso, como si intentasen dejarloatrás.

Pero esa rapidez no detenía las flechas, quecada vez acertaban a más hombres.Aumentaban los gritos, los chillidos de dolor y demiedo, y poco a poco la vanguardia sajona sefue sumiendo en la confusión.

—Ahora —aulló Pelinor, girando el caballopara mirar a sus hombres—. Vaciad vuestrasaljabas sobre ellos. No dejéis uno vivo.

Los galeses tensaron sus arcos de tejo de casidos metros de alzada. Una nube de flechasoscureció el cielo mientras los sajones, a ladesesperada, huían hacia delante en un intentode esquivar la muerte. En pocos minutos, laformación enemiga se había perdido porcompleto y un suspiro de alivio recorrió las filasbritanas. Lance se permitió una leve sonrisa. A

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pesar de sus recientes victorias y del avanceimparable de las últimas semanas, los sajonesseguían siendo, en el fondo, como él losrecordaba: una horda desorganizada con escasacapacidad para someterse a una estrategia, unabanda de salvajes que no sabía administrar susfuerzas cuando se enfrentaba a un ejército deverdad.

Su confianza se enfrió, no obstante, cuandoempezaron a llegarles los gritos del ala izquierdadel campo de batalla. Allí los huscarles ibanmucho más avanzados que el resto del ejércitosajón, pues descendían a la carrera sobre unasuave pendiente. Desde el altozano yermodonde aguardaba la orden de Pelinor para entraren combate, Lance los vio lanzarse contra lastropas de Uriens de Gor, que aguardaban a piefirme. La tierra tembló bajo sus pies con laviolencia del choque, al tiempo que loschasquidos de un metal contra otro ensordecíana todos los presentes.

Ante el envite, el flanco izquierdo britanotembló como una hoja. Algunos hombres de las

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primeras filas salieron despedidos con el ímpetudel ataque, y una fina lluvia de sangre britanatiñó de rojo los rostros de los gigantes sajones.

Se hizo un silencio espeso en el altozanodesde el que el dux dirigía a sus tropas. Todosmiraban hacia los guerreros de Gor, o hacia loque quedaba de ellos. Algunos todavía seguíanen pie e intentaban contener el avance delenemigo, pero sus espadas cortas no podíanhacer nada contra los círculos mortales quetrazaban los huscarles haciendo girar en el airesus enormes hachas, de hojas tan afiladas queatravesaban la carne y los huesos de losguerreros de Uriens como si fuesen mantequilla.

A Lance le pareció oír, desde su posición, lallamada de Uriens ordenando la retirada. Perojusto en ese momento vio a un caballero abrirsepaso hasta la primera línea de combate. Suarmadura brillaba tanto como si estuvieselabrada en plata. Solo un noble del más altolinaje y con escasa experiencia en la guerrapodía haberse vestido así para entrar en batalla.

En cualquier caso, pronto se hizo evidente que

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lo que le faltaba de experiencia lo suplía contemeridad. A pesar de la distancia, Lancedistinguió claramente cómo esquivaba el hachade un huscarle de proporciones gigantescaspara, un instante más tarde, amputarle de un tajoel brazo derecho con su propia espada.

Pero lo más asombroso fue lo que hizodespués: con el mismo impulso que habíautilizado para llevarse el brazo del huscarle pordelante, el caballero giró su arma e introdujo elacero en la boca de su adversario hasta laempuñadura. Lance se imaginó el crujido de losdientes del sajón al romperse. Un instante mástarde, lo vio caer de bruces contra el sueloembarrado de la llanura.

Aturdidos por la rapidez y la violencia delrecién llegado, el resto de los huscarlesretrocedieron. Cuando el caballero de laarmadura de plata se lanzó tras ellos, loshombres de Uriens lo siguieron. El desconocidoles gritó una orden que Lance no llegó a oír, peroenseguida vio los resultados: los hombres alzaronlos escudos de roble y formaron un poderoso

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muro con ellos que, a medida que avanzaba, ibaempujando a los sajones hacia atrás.

—Ese loco de Yvain le ha dado la vuelta a labatalla —oyó decir a Lamorak con una mezclade admiración y desdén—. Si el huscarle lehubiese partido los dientes a él, ahora mismoestaríamos maldiciendo su nombre.

—Pero ha sido al revés —murmuró Bors a sulado—. Y le ha salido bien.

Lance lo miró.—A veces intentar lo imposible es la única

forma de conseguirlo —comentó, pensativo.Bors asintió en silencio, y Lance tuvo la

impresión de que había entendido a la perfecciónlo que había querido decir. Iba a comentárselocuando un rumor bronco ascendió hacia ellosdesde el centro del ejército sajón. También ellosse habían puesto en marcha, y eso significabaque, en pocos minutos, se verían envueltosdirectamente en la batalla.

Pelinor comenzó a recorrer la formacióndando órdenes cortas y precisas a los oficiales.Se trataba de resistir la primera ofensiva sin

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ceder un palmo de terreno. Y, sobre todo, habíaque conseguir que los hombres no seaterrorizasen cuando tuviesen enfrente alenemigo.

—No os dejéis engañar por las pinturas desus caras y el furor de sus alaridos —gritó apleno pulmón, para que todos lo oyeran—. Sontrucos para parecer más feroces de lo que son.Como cuando a un gato se le eriza el pelo yparece el doble de grande. Trucos. Recordadque bajo las pinturas y las corazas hay hombresiguales que vosotros.

Lance se acordaba muy bien de la primeravez que vio entrar en combate a las miliciassajonas. Los rostros pintados, los gritos salvajesy aquellas armas que arrojaban contra susrivales como si tuviesen una reserva inacabablede ellas. Pelinor hacía bien en ridiculizarlos antesde que sus soldados se encontrasen cara a caracon ellos.

El estruendo de las tropas avanzando hacíaretumbar el suelo. La consigna, para losbritanos, era aguantar a pie firme la embestida.

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Cuando los tuvieron a tiro, los sajonescomenzaron a lanzar sus armas: una tormentade jabalinas y hachas pequeñas se abatió sobrelos escudos de roble, donde muchas quedaronclavadas. La siguiente andanada tampoco logróhacer un daño significativo en las filas britanas.Los escudos habían resistido.

Cuando se les agotaron las armas arrojadizas,los sajones comenzaron a golpear sus escudos ala vez que aullaban como fieras salvajes. Uninstante después se lanzaron a la carrera contralos britanos.

El impacto de la primera carga resonó comoun largo trueno de metal sobre la tierra. Laformación britana resistió, pero algunos sajonesaprovecharon los escudos de sus compañeros ylos largos paveses de sus contrincantes parasaltar sobre la primera línea y caer en medio desus enemigos.

Durante un momento, la confusión se apoderóde las filas britanas. Los hombres giraban sobresí mismos, temiendo que un sajón los atacasepor la espalda. Pero los que habían saltado no

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eran huscarles, sino infantes sin experiencia ymal organizados, que atacaban a cualquiera quese les acercara sin pensar en otra cosa que ensalvar la vida.

—Tienen miedo —gritó Pelinor—. ¡Huelo sumiedo! Vamos, acabad con ellos. Solo son unatropa de campesinos insolentes.

Alentados por las palabras del dux, losbritanos rodearon a los sajones infiltrados y lesfueron dando muerte uno tras otro, hasta nodejar ni uno solo con vida. Solo entoncespudieron reconstruir el muro de escudos, justo atiempo de repeler una segunda embestida.

Después de la tercera carga, los sajonescomenzaron a dudar. Algunos habían caídoaplastados o alcanzados por las armas cortas delenemigo en los ataques anteriores, y los quequedaban no bastaban para recomponer laslíneas. Pelinor aprovechó aquel momento paradevolver el ataque. Los britanos cargaron contrael enemigo tan veloces como si fueran a lomosde caballos. Los sajones se quedaron mirándolosmientras se acercaban, sin saber qué hacer.

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Algunos, de pronto, empezaron a correr, y otroslos imitaron enseguida.

Estaban huyendo.—No los persigáis —ordenó Pelinor.Pero la orden llegó demasiado tarde, porque

algunos soldados britanos, al ver que el enemigoles daba la espalda, se lanzaron tras ellos.

Pelinor dio la orden de avanzar a susarqueros, y los galeses atravesaron las filas de lainfantería hasta situarse delante. A una ordendel dux, inclinaron los arcos, dispusieron lasflechas, tensaron las cuerdas y levantaron susarmas hacia al cielo. Las maderas crujieron ylas cuerdas vibraron cuando las flechaspartieron disparadas hacia las filas sajonas.Describiendo una suave parábola, cayeron unatras otra sobre el campo de batalla, alcanzandopor igual a los sajones y a los britanos quehabían salido tras ellos.

Desde las filas britanas, los soldadoscontemplaban en silencio a los que sederrumbaban en el suelo gimiendo de dolor. Quesu comandante hubiese sido capaz de lanzar

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aquella orden, sacrificando a algunos de lossuyos, los había dejado sin palabras. Pero Lancesabía que en su perplejidad se mezclaban eltemor y el respeto. Ahora eran conscientes deque Pelinor no se detendría ante nada, y de quela derrota, para su comandante, no era unaopción.

Pelinor se aproximó hasta las posiciones deLance y de su hijo Lamorak. Su caballo, muynervioso, se encabritó al detenerse.

—Lance, ha llegado el momento —dijo el duxseñalando la insignia del dragón blanco, queseguía ondeando en el mismo lugar que alprincipio—. Avanza con la infantería y toma laenseña de Aellas.

—Es una trampa, mi señor. Aellas no estáahí. El rey sajón es astuto, jamás se expondríade ese modo.

—Ya sé que no está ahí —replicó el duximpaciente—. Pero su enseña lo representa, y sila tomamos, será un buen golpe para la moral delos sajones. Además, fíjate en sus movimientosEstán intentando reagruparse justo allí, alrededor

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del estandarte. No podemos dejar que lo hagan;necesitamos acabar con ellos de una vez parabajar a apoyar al flanco izquierdo.

Lance se fijó en que, efectivamente, loshombres de Yvain se habían estancado frente alos huscarles sajones. Por el contrario, el flancoderecho no parecía haber trabado todavíacombate. Los sajones acosaban a los britanoscon pequeñas algaradas en un intento inútil dehacerles perder la formación.

—¿Y la caballería de Lot? —preguntó,mirando al dux—. Ya tendrían que haberaparecido. Se supone que iban a sorprenderlosdesde atrás. ¿Por qué tardan tanto?

Pelinor miró hacia el horizonte, más allá de laslíneas sajonas, donde la niebla velaba las masasoscuras del bosque.

—Quizá algo se haya torcido —contestó—.Por eso precisamente hay que acabar con estocuanto antes. Vamos, guía a los hombres y haztecon esa enseña antes de que consiganreorganizar sus líneas.

Lance se giró hacia las filas centrales de la

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formación y le hizo un gesto al portaestandarte.—¡Avanzamos! —gritó.El muchacho agitó la enseña del cisne por

encima de su cabeza. El heraldo se llevó elcárnix a los labios, y su bronco sonidoestremeció el aire durante un instanteinterminable.

La falange se puso en marcha, y Lamorak, elhijo de Pelinor, se situó junto a él en lavanguardia de la formación.

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Capítulo 21 El terreno, que al despuntar el día parecía unainmensa alfombra de hierba, se había convertidoen un barrizal sembrado de hachas, cascos,espadas y cuerpos mutilados. Para avanzar, losbritanos tenían que ir sorteando los terronesarrancados por la carga salvaje de la miliciasajona. Marchaban sobre un lecho de armasabandonadas, escudos rotos y guerreros muertoso agonizantes a los que, si eran sajones,remataban sin piedad.

Cuando por fin llegaron al pie de la colina, lossoldados estaban agotados. Aun así, Lanceordenó el ascenso. Desde lejos, el promontorioal que se dirigían les había parecido una suaveondulación de la llanura, pero visto de cerca

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alcanzaba una altura considerable, y lapronunciada pendiente de la ladera, unida alpeso de las armaduras y los escudos, transformóla subida en una dura escalada.

Habían llegado ya hacia la mitad del cerrocuando el graznido de un cuerno de guerra sajónsilenció los jadeos e imprecaciones de losbritanos. Lance detuvo el avance de sushombres y ordenó que el largo cárnixrespondiera al desafío del sajón. El jabalí debronce emitió su áspero gruñido, al que siguió untenso silencio.

Después, bruscamente, una tempestad dehachas y escudos entrechocando entre síanunció que el ejército enemigo se había puestoen marcha.

Lance miró hacia la cima del promontorio. Enlo alto, rompiendo el horizonte, se recortaban yalas siluetas de los sajones. Se trataba de unnuevo cuerpo de huscarles que hasta entoncesdebía de haberse mantenido oculto. Ibanarmados con hachas de guerra, y protegían elflanco con sólidos escudos de haya. Tras ellos

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se habían situado los restos de la milicia sajonacon sus armas ligeras.

El enemigo comenzó a avanzar hacia elloscon la enseña del dragón blanco al frente. Juntoal muchacho que la portaba caminaba orgullosoun gigante de melena albina y larga barba.Lance reconoció en él a Cymen, el segundo delos hijos de Aellas, un guerrero legendario que,según se decía, jamás había sido derrotado en elcampo de batalla ni en un combate cuerpo acuerpo.

—¿Cómo ha conseguido Aellas reunir tantoshombres? —bufó Lamorak mientras intentabarecuperar el aliento.

—Les habrá prometido tierras fértiles, feudosen Britannia y magia. El velo es un cebo muypoderoso para quien vive en un páramo helado—contestó Lance.

—Ha debido de aliarse con todos los señoresde Jutlandia —gruñó Bors echándose el yelmohacia atrás para airear sus sudorosos cabellos—. Hay miles de huscarles.

El sol había llegado a su cenit y comenzaba a

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dar de lleno sobre las filas britanas. Lamorak seprotegió los ojos con la mano derecha a modo devisera para observar mejor al enemigo.

—No veo por ninguna parte al rey sajón —dijo después de un momento.

—No está. Cymen y su padre no se soportan,jamás compartirían el mando —contestó Lance—. Aellas ha sido muy astuto. Si ganan labatalla, parecerá que ha sido gracias a suestrategia; y si pierden, siempre podrá echarle laculpa a la arrogancia de Cymen.

Los dos ejércitos permanecían ahoradetenidos, estudiándose el uno al otro en mediode un silencio que solo rompía el aullido delviento. Los sajones se encontraban en unaposición algo más elevada que la que ocupabanlos britanos.

—¿Por qué no atacan? —preguntó Lamorak,irritado al ver que la columna sajona seguíainmóvil—. Su posición es mejor que la nuestra.¿A qué demonios están esperando?

—A que el sol nos dé en pleno rostro.Entonces caerán sobre nosotros —contestó

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Lance.Casi sin pensar en lo que hacía, avanzó unos

pasos, adelantando a la formación britana.—¿Qué haces? ¿Te has vuelto loco? —le

gritó Lamorak desde atrás.Lance se giró un instante y vio que Bors

había agarrado a Lamorak para impedir que lesiguiera.

—Dejadlo —le oyó decir al soldado—. Va aprovocarlos y puede que sea nuestra únicaoportunidad.

Solo en ese momento comprendió Lance queaquello era justamente lo que se proponía hacer.Bors había adivinado sus intenciones antes queél mismo. Un hombre inteligente.

Con decisión, avanzó una docena de pasosmás, hasta encontrarse a un tiro de piedra de laformación sajona. Entonces se detuvo y, congesto enérgico, clavó el escudo en la tierra.Desenvainó la espada con la mano izquierda y,con la derecha, desprendió de su cinturón elhacha de guerra. Así armado dio un par depasos más en línea recta a Cymen, que lo

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observaba con curiosidad desde las líneasenemigas.

—Nunca había visto esconderse a tantossajones juntos —bramó Lance desde su posición—. Y menos detrás del sol. Es toda una proeza.¿Se te ha ocurrido a ti solo, Cymen, o sonórdenes de tu padre?

Una oleada de insultos e imprecaciones brotóde las líneas sajonas, pero el gigante albino ni seinmutó. Dejó que sus hombres se desahogarandurante unos segundos, y después, contranquilidad, avanzó un solo paso para colocarsedelante de sus compañeros.

—Solo a un estúpido se le ocurriría atacarcuesta arriba con el sol de frente y luegoquejarse por ello —rugió con un marcado acentonorteño—. En cuanto el sol se refleje en esabonita armadura tuya, te sacaré los intestinos yte los meteré en la boca. Morirás escupiendo lastripas para poder respirar. Así que vuelve a tulínea, britano, y disfruta de tu último aliento.

Lance sonrió y avanzó un paso más.—Eres idiota, Cymen, tan grande como idiota.

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Intentas que tus hombres te tomen por un diosantiguo, sereno e implacable, pero yo sé que enrealidad no eres más que una bestia inmunda.He visto lo que eres capaz de hacer. Te vi enAndredes, matando a los niños que defendían lafortaleza. Y todo ¿para qué? Para que despuéstu padre le cediera la plaza a tu hermano mayor.Y a ti, ¿qué te dieron? Deja que lo piense…¡Ah, sí, es verdad! Le pusieron tu nombre a unaplaya. Claro que ahora tienes una nuevaoportunidad. Vuelve con tus hombres, gana estabatalla y deja que tu padre se lleve la gloria.Quién sabe, con un poco de suerte, quizá logresque le pongan tu fea cara a una de las estatuasdel templo de Sulis.

El rostro de Cymen ya no reflejaba serenidad,sino una mezcla de ira y desconcierto. Suspómulos, enrojecidos quizá por la vergüenza deverse interpelado así ante sus hombres,destacaban de un modo cómico sobre el blancode nieve de su barba.

—¿Quién eres tú? —bramó, avanzando unoscuantos pasos más hacia Lance—. Si estabas

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en Andredes, quizá recuerdes también lo que mihermano Cissa les hizo a algunos de los críosque defendían la fortaleza. Son su debilidad, losniños. Los dioses le perdonen. ¿Eras tú uno deellos? ¿Te eligió para compartir su cama? A lomejor no has podido olvidarlo, y por eso tienestantas ganas de morir.

Se oyeron algunas carcajadas en las primerasfilas de los sajones.

—Tus huscarles están inquietos, segundón —insistió Lance sin responder a la provocación deCymen—. Te han seguido hasta aquí con lapromesa de tierra y riquezas. Pero empiezan aentender que dejarán su sangre en esta isla paranada. Todo se lo llevarán los hombres de Cissa odel pequeño, Wlencing, el preferido de tu padre.¿Por qué te odia tanto el rey Aellas? Es porquesospecha que eres un bastardo, ¿verdad? Sí,claro que es verdad. Tú lo sabes tan bien comoyo. Pero ¿lo saben tus hombres? ¿Saben quenunca tendrás nada que darles porque nuncaheredarás nada?

Un pesado silencio acogió aquellas palabras.

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Cymen miró un instante hacia atrás paracomprobar el efecto que había tenido laprovocación de Lance sobre sus guerreros. Y nodebió de encontrar en sus ojos nada que lotranquilizara.

—Te voy a dar la muerte que estás buscando—exclamó, volviéndose de nuevo hacia Lance.

Y sin esperar más, se lanzó a la carreracontra su oponente.

Lance esperó a que Cymen se hallase lobastante cerca como para arrojarle el hacha quellevaba en la mano derecha. Instintivamente,Cymen se protegió con el escudo. El impacto delhacha fue tan duro que el broquel crujió comouna rama seca, mientras la hoja rasgaba elcuero de la superficie y atravesaba el armazónde haya roja de lado a lado. El hijo de Aellastrastabilló y retrocedió un par de pasos,intentando recuperar el equilibrio. Lance arrancóel escudo que había clavado en tierra y seabalanzó sobre el sajón con la espada en alto.

Cuando lanzó el primer golpe, Cymen hizoademán de protegerse, pero el peso del hacha

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clavada en su escudo lo desequilibraba. Laespada se abatió sobre el escudo del sajón,destrozándole el borde y arrancándole una nubede astillas. Luego, el filo resbaló hasta la cota demalla y quebró algunas de las anillas. Debajo, eljubón de cuero del gigante albino se desgarródesde el pecho hasta el costado.

La sangre se extendió sobre el cuero, empapóel metal oscuro de la armadura y empezó agotear sobre la hierba. Cymen se miró la heridacon incredulidad. El brazo que sostenía laespada ni siquiera había temblado.

Con una agilidad sorprendente, Cymen lanzóun par de estocadas seguidas que Lanceconsiguió esquivar. Gracias al velo, adivinó ladirección de su siguiente movimiento. Iba adescargarle un golpe cruzado, podía verlo contoda claridad.

Lance se apartó justo a tiempo para evitarque la espada de Cymen se le clavara en elcostado. Giró sobre sí mismo y, antes de queCymen pudiese reaccionar, le embistió con elescudo, golpeándole brutalmente en el brazo

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derecho.La violencia del golpe hizo que el hijo de

Aellas cayera al suelo. Cuando logróincorporarse, Lance vio que el brazo derecho delsajón colgaba inerte. Se le había dislocado elhombro. Aun así, se las arregló para alzar contraél el hacha que llevaba en la mano izquierda.Pero ni siquiera llegó a descargar un golpe.Lance le golpeó en pleno rostro con el puño dela espada. A continuación le clavó la punta en elcuello y dejó que se hundiese en su carne hastaromperle la columna.

Cymen cayó al suelo de rodillas. Permanecióun instante en esa posición, borboteando sangrepor la boca, hasta que el tronco se le dobló haciadelante y su rostro golpeó la tierra.

Desde las filas sajonas, los hombrescontemplaban el fin de su caudillo aturdidos, encompleto silencio. Lance recordó entonces unaprofecía que había oído cuando combatía con losmercenarios de Dyenu. Al parecer, una bruja lehabía vaticinado a Cymen que solo podríaderrotarle un guerrero maldito, elegido por los

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dioses para salvar Britannia pero condenado porel destino a destruir lo que debía salvar. Lahechicera le había aconsejado que sacrificase atodos los niños de la costa sajona que hubiesennacido en la Pascua de Pentecostés, pues entreellos se encontraba aquel al que debía temer. YCymen se había negado. Estaba dispuesto amatar a quien fuera en el campo de batalla, perono iba a convertirse en un monstruo sanguinariopor miedo a las palabras de una simplemujerzuela.

Se acercó al sajón, volteó su cadáver y, condeliberada lentitud, extrajo la espada de sucuerpo. Habría preferido no recordar en elúltimo momento aquella extraña profecía.Ahora, los sajones lo miraban como si él fueseaquel guerrero maldito que la hechicera habíaanunciado. El Elegido de los dioses para salvarBritannia, pero condenado por el destino adestruirla.

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Capítulo 22 La espada de Lance se clavó en la axila de suadversario con un crujido húmedo. Era unhuscarle pelirrojo con una cicatriz que leatravesaba la mejilla derecha. Por un momento,los ojos de Lance se encontraron con los delsajón, verdes y brillantes como canicas decristal. Se preguntó si ya estaría muerto. Perono tenía tiempo de averiguarlo, el velo ya leestaba guiando hacia otro hombre, un gigantecanoso de poderosos músculos que acababa deherir en el costado al britano que lo estabaatacando.

Hacía largo rato que el combate era cuerpocontra cuerpo, y sobraban todas las estrategias.Lo único que se podía hacer era confiar en las

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sensaciones del velo, que detectaba lasdebilidades del adversario y sugería movimientosy lances continuamente. Una vez que teacostumbrabas, era como dejarse guiar por unmaestro de baile. Lo único que tenías que hacerera atender a las señales y no perder el ritmo dela lucha.

Algunos soldados britanos no estabanhabituados a la influencia del velo y terminabandesconcentrándose e ignorando su influencia,pero la mayoría sabían cómo utilizarlo a sufavor. Suponía una gran ventaja respecto a lossajones, que como máximo debían de disponerde alguna conexión muy primitiva a Britannia.Por eso, aunque ellos eran más, a medida quetranscurría el tiempo iba quedando patente suinferioridad. Eran muchos los huscarles quehabían caído, y entre los que quedaban en pie, lamayor parte estaban heridos. Poco a poco, perode manera irreversible, iban cediendo terreno.Retrocedían, y los britanos aprovechaban paraganar posiciones.

Hacía rato que el estandarte del dragón

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blanco había sido arrancado de su mástil. Lancelo había visto atravesar flotando el campo debatalla hasta posarse durante unos segundossobre el cuerpo de Cymen. Después, alzó elvuelo de nuevo. Lance no ordenó a ninguno desus hombres que lo alcanzara. Después de todo,no era más que un símbolo. El día estabaganado, al menos en aquella parte de la línea decombate. El estandarte del dragón ya no iba aservirles de mucho ni a Aellas ni a Cymen, elalbino.

Estaba dudando sobre si dar o no la orden deperseguir a los huscarles en retirada, cuando vioa Pelinor, que se acercaba en persona a lomosde un nervioso caballo blanco que no era el queLance le había visto al comienzo de la batalla.

—Dejad esto, os necesitamos —dijo a voz engrito—. El flanco izquierdo está sufriendomucho; Uriens va a caer si no recibe ayuda.

—¿Uniremos nuestras fuerzas a las vuestras,padre? —preguntó Lamorak.

Pelinor dejó que su caballo diese una vueltasobre sí mismo antes de responder.

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—Yo no puedo ir con vosotros. Mi sitio, y elde mis hombres, está en el flanco derecho. ¿Noos habéis enterado? El rey Lot nos hatraicionado. Él y sus hombres se han puesto dellado de los sajones. Y son muy numerosos.Caradoc no logrará hacerles frente si no recibeayuda.

Un rumor inquieto se extendió entre lossoldados que se hallaban lo bastante cerca comopara oír las palabras de Pelinor. Lamorak, muypálido, se acercó a su padre.

—Lot no haría eso —dijo con voz ronca—.Es nuestro aliado. Tiene que ser un error.

—¿Quieres comprobarlo tú mismo? Venconmigo, entonces —dijo Pelinor, y espoleó sucaballo para partir por donde había venido—.Lance, al flanco izquierdo. Cuanto antes.

Atravesar el campo de batalla hasta el lugardonde combatían los hombres de Uriens eracomo cruzar un paisaje de pesadilla. El velohacía que Lance tuviese la sensación de avanzarflotando sobre la tierra sembrada de escudosrotos, armas aplastadas y cuerpos reventados

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bajo las corazas y los petos de cuero. La sangrey las vísceras brotaban como flores entre losdespojos de las armaduras, frescas y llamativas.Britannia atenuaba los crujidos de los cadáveresbajo las botas, los gemidos de los que aún sedebatían entre la vida y la muerte. Sobre todo,ayudaba a embotar el cerebro, a seguir adelantesin pensar en nada.

Una profunda desazón asaltó a Lance alaproximarse al lugar donde combatían los deUriens. Sajones y britanos peleaban por cadapulgada de terreno en medio de una confusiónque apenas permitía distinguir a los aliados delos enemigos. Al rey de Gor no se le veía porninguna parte y su hijo Yvain, con el yelmo rotoy la cara al descubierto, luchaba solo contramedia docena de huscarles que lo teníanrodeado, sin que ninguno de sus hombres seatreviese a intentar romper el cerco.

Lance dio órdenes a sus hombres para que selanzaran contra los huscarles como lo habíanhecho en el promontorio del estandarte. Lareciente victoria en ese punto les había dado

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confianza, y aunque no eran muchos, su llegadahabía bastado para levantar los ánimos de loshombres de Gor, haciéndoles sentir que no todoestaba perdido.

El problema era llegar hasta donde seencontraba Yvain, que había quedado aislado delresto de sus hombres por un contingente dehuscarles que impedía pasar a los britanos.Mucho daño debía de haberles hecho el hijo deUriens para que los sajones se hubiesenmolestado en diseñar toda una estrategiadestinada a acorralarlo.

Mecánicamente, Lance iba enfrentándosecon los huscarles que le salían al paso en suintento por llegar hasta Yvain. El ritmo de labatalla se había instalado en su interior, yacoplaba sus acciones a las sensaciones que elvelo le infundía como por instinto. Uno tras otroiba sorteando o derribando a sus enemigos. Perosu inquietud, mientras tanto, no hacía sinocrecer. La última vez que había mirado a Yvainlo había visto debatirse de un modo extraño,como si hubiese perdido el control de su brazo

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izquierdo. Si estaba herido, no resistiría mucho.Eran demasiados sajones contra un solo hombre,aunque se tratase de un hombre tanextraordinario como él.

Fue entonces cuando oyeron un aullido que semodulaba en agudas notas antes de volver adescender, semejante a un canto.

Lance se subió sobre el pecho del sajón queacababa de matar para mirar hacia el bosque.Un grupo de jinetes acababa de surgir de entrelos árboles y cabalgaba directamente hacia ellos.Solo cuando estuvieron lo suficientemente cerca,se dio cuenta de que eran mujeres. Llevabancotas de malla de acero negro y arcos pequeñosque manejaban con una rapidez sorprendente.

Como un látigo, las amazonas cayeron sobreel círculo de huscarles que rodeaba a Yvain yabatieron a la mitad de sus hombres con laprimera andanada de flechas que lanzaron. Losdemás se echaron sobre ellas como furias, peroincluso en la retirada, las mujeres se girabansobre sus sillas y disparaban con una punteríaque casi parecía sobrehumana.

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La perplejidad de los sajones ante aquelinesperado ataque no tardó en sumirlos en elcaos. Los huscarles no parecían ponerse deacuerdo para hacer frente a la nueva amenaza.Algunos se precipitaron hacia el lugar dondecombatía Yvain, con la intención de ayudar a losque habían caído. Justo lo que querían lasamazonas, probablemente. A un grito de una deellas, cargaron de nuevo contra el enemigo. Yesta vez su puntería fue tal, que alrededor deYvain no quedó más que una estrella de sajonesmuertos o moribundos.

Lance se lanzó directamente hacia donde seencontraba el hijo de Uriens, pero la capitana delas amazonas se le adelantó. Llevaba el rostrocubierto por una máscara de cuero, que ellamisma desenlazó por detrás de la nuca aldetener su yegua delante de Yvain.

El caballero la contempló aturdido, como si setratase de una aparición. Lance, en cambio,sonrió al reconocer sus facciones. Era Laudine,la Señora de la fuente de Broceliande.

Espoleando a su montura, llegó hasta donde

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ella se encontraba. Yvain, una vez repuesto de laprimera impresión, había desenvainado suespada una vez más y se mantenía en pie frentea la yegua de la amazona, desafiante.

—Tenéis un modo extraño de agradecer losfavores —dijo Laudine—. ¿De verdad queréisque nos enfrentemos? No soy vuestra enemiga.

Yvain se olvidó de contestar. Parecíahechizado por la aparición de la doncellaguerrera.

—Dejaos de juegos —dijo Lance,aproximando su caballo a la yegua de Laudine—. No hay tiempo para eso, el flanco derechoestá a punto de caer. Yvain, venid conmigo.Pelinor está combatiendo allí. Creo que no levendrá mal nuestra ayuda.

—Esperad —dijo Laudine—. Voy convosotros. ¡Lunete!

Otra amazona acudió al galope a la llamada.Tenía los cabellos muy negros y peinados en unacascada de trenzas que le caían sobre laespalda. Su rostro quedaba oculto tras un antifazde cuero semejante al de su señora.

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—Terminad lo que hemos empezado. Lossajones están prácticamente vencidos. Cuandoacabéis, dirige al grupo al flanco derecho.Buscadme a mí, o la enseña del cisne de sirPelinor de Listenoise. Pero, antes, deja a algunade las mujeres con Uriens. Está herido, lo hevisto. Debéis encontrarlo.

Con Laudine en cabeza, retrocedieron haciael bosque para atravesar la distancia que losseparaba del flanco derecho sin pasar sobre laalfombra de armas y cadáveres. Por encima delas copas oscuras de los robles, Lance veíaretazos de un cielo crepuscular. Bandadas decuervos lo atravesaban de cuando en cuando,quebrando el silencio con sus graznidos. Volabanhacia el campo de batalla, para darse un festíncon los despojos de los hombres.

Abandonaron la protección de los árbolesjusto a la altura de la que había partido lacolumna de Caradoc aquella misma mañana.Para entonces, el tono violáceo del cielo sehabía convertido en un azul profundo sobre elque resplandecían, aquí y allá, las primeras

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estrellas.Lance aguzó el oído, intentando captar los

últimos estertores de la batalla. Sin embargo, nose oía nada. Nada más que el graznido de loscuervos y el rumor del viento sobre la llanura.

—¿Dónde está el ejército? —preguntóLaudine—. O lo que quede de él.

Cabalgaron juntos en dirección al lugar donde,apenas una hora antes, Caradoc aún le plantabacara al enemigo sajón.

No tardaron en llegar a la alfombra de armasrotas y cadáveres destrozados. Allí estabanmezclados britanos y sajones, algunos aplastadospor el peso de los caballos de Lothian, otrossobre ellos, amontonados como animales reciénsacrificados en un matadero.

Al principio, Lance no vio en aquel infiernomás que un caos sin sentido. Pero el velo le hizocomprender que de aquel desorden se podíanextraer algunas conclusiones: la disposición delos cuerpos era un reflejo de lo que habíaocurrido en el transcurso de la batalla.

Estaba claro que los britanos se habían visto

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en inferioridad de condiciones en aquella partedel campo. Sus líneas habían sido quebradas porla entrada de la caballería de Lothian, que habíadividido sus fuerzas en dos grupos aislados yhabía terminado rodeándolos por todas partes.La llegada de Pelinor con sus tropas habíaequilibrado momentáneamente la balanza, y elrastro de muerte que había dejado entre los deLot podía seguirse con claridad desde la laderaen la que Lance se encontraba.

Sin embargo, los sajones se habían rehecho yhabían devuelto el golpe con creces. Al final, losbritanos habían quedado reducidos a un círculocompacto acosado desde todos los flancos por elenemigo. Tenía que haber sido evidente paraellos que el día estaba perdido y que no habíanada que pudieran hacer para dar la vuelta a labatalla. Y aun así, habían seguido luchando.Hasta el último hombre. Y en aquella locurahabían conseguido arrastrar a sus enemigos,aniquilándolos también. Se habían destrozadomutuamente en una carnicería sin sentido. Ygracias a eso, los sajones del flanco derecho no

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pudieron acudir en ayuda de sus compañeros enel resto de las líneas. El resultado era que losbritanos habían ganado la batalla. A pesar de latraición de Lot, a pesar de las innumerablesmuertes.

Las amazonas de Laudine habían comenzadoa llegar tras ellos. En silencio, se fueronreagrupando alrededor de su señora. El hedor dela muerte lo impregnaba todo. El viento seenredaba en las capas de los muertos, en losestandartes que yacían en el suelo, desgarrados.

—Buscad supervivientes —ordenó Laudine—. Socorred a los heridos, sean britanos osajones. Pero si encontráis vivo a algún traidorde Lothian, matadlo.

La propia Laudine se apeó de su yegua paraayudar a las amazonas en su tarea. Lancedecidió ir con ella. Juntos, recorrieron la llanuraexaminando los rostros y la posición de loscuerpos que yacían sobre la hierba, en busca dealgún resto de vida. Yvain, desde su caballo, losobservaba con los ojos vacíos. El horror de laescena parecía haberlo paralizado.

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—Hay algo extraño en ellos —dijo Laudine,señalando la expresión de sufrimiento de unhuscarle atravesado por un hacha britana a laaltura de la cadera derecha—. Están muertos,pero esas caras reflejan el sufrimiento dealguien vivo.

Lance asintió. Era cierto: no había paz enninguno de aquellos cadáveres. Todos los rostrossin excepción reflejaban angustia, terror. Comosi hubiesen quedado congelados en el instanteprevio a la muerte, cuando el sufrimiento eramás atroz.

Laudine lo asió bruscamente por el brazoizquierdo.

—Ahí —susurró con los ojos fijos en uno delos cuerpos que tenían frente a ellos—. Es el reyLot. ¡Tiene la cara deformada de dolor!

Pero los ojos de Lance ya no miraban haciaLot, sino hacia el cuerpo que yacía sobre elcostado izquierdo a pocos palmos de él. Aunqueno le veía la cara, lo reconoció al instante por laarmadura.

—Pelinor —dijo.

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Se arrodilló junto al caballero para girarlo consuavidad, y solo en ese instante se dio cuenta deque aún respiraba. Tenía una lanza sajonaclavada en el muslo, casi a la altura de la ingle.

—Vive —susurró Laudine, arrodillándose asu lado—. Pero aún está perdiendo sangre. Hayque arrancarle esa lanza y cerrar la herida.Ayudadme.

Lance sujetó con ambos brazos la pierna deldux y la apretó contra la tierra. Laudine inspiróhondo, aferró el ástil de la lanza con ambasmanos y, de un solo tirón, la extrajo de la carneherida de Pelinor.

El dux emitió un quejido casi inaudible.—Pelinor, ¿podéis oírme? —preguntó Lance

—. El día es nuestro. Hemos ganado la batalla.Laudine se había arrancado un jirón de la

saya verde que llevaba bajo la cota de malla y loestaba utilizando para vendar al dux. Antes dehacerlo, Lance la había visto deslizar dentro dela herida una gema de un profundo color azul.Sabía que algunos alquimistas eran capaces deutilizar el poder de Britannia para sanar

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enfermedades y curar heridas, pero nunca habíavisto a nadie hacerlo en un campo de batalla.

La gema debió de obrar su efecto conrapidez, porque el rostro de Pelinor empezó arelajarse casi de inmediato.

—Sobreviviréis —le alentó Lance, sonriendo—. Y recibiréis el honor que os corresponde poruna victoria como esta.

Los labios de Pelinor se entreabrieron y unacarcajada estropajosa agitó su pecho.

—¿Victoria? —preguntó—. ¿Qué victoria?Todos han muerto. Todos.

—Sí, pero el sacrificio no ha sido en vano —insistió Lance—. Habéis aniquilado a lacaballería de Lothian. Gracias a vos, el día esnuestro.

Pelinor intentó incorporarse, y el rostro se ledeformó de dolor. Laudine le ayudó a recostarsenuevamente sobre el suelo.

—No lo entendéis —murmuró el dux—.Estaba desesperado, no teníamos nada quehacer frente a la caballería de Lot. Pero yosabía la manera. Nunca debí, sé que nunca debí

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utilizarlo. Mi linaje era el encargado decustodiarlo, y ha cumplido fielmente su misiónuna generación tras otra. Ahora, yo he roto elvínculo.

Como en un fogonazo, Lance recordó laconversación con Elaine en el viejo santuario, ylos tres objetos que había visto allí.

—El Grial —dijo, mirando fijamente a Pelinor—. ¿Lo habéis usado?

—Creí que no tenía elección. Pero siemprehay elección. Lo he estropeado todo, todo. Hecondenado a Britannia a desaparecer.

Laudine le pasó una mano por la frente,intentando calmarle. Pero la desazón delcaballero parecía inconsolable. Por su rostrosalpicado de sangre ennegrecida corrieron dosgruesas lágrimas.

—Quizá no sea tan grave —aventuróLaudine—. Después de todo, nadie sabe lo queel Grial es capaz de hacer.

Lance la miró. El tono desesperanzado de suvoz contradecía el optimismo de sus palabras.

Sintió que Pelinor le aferraba una mano con

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las dos suyas.—Tienes que encontrarlo —dijo, en el tono

imperioso de sus mejores tiempos—. Él esnuestra última esperanza.

—¿A quién? —preguntó Lance sincomprender.

—Al rey. Encuentra al rey. La tierra estáenferma ahora. Enferma. Solo él sabrá cómosanarla.

Lance asintió, y su gesto, curiosamente,pareció tranquilizar al dux, que cerró los ojos,extenuado.

Miró a Laudine. La luna acababa de salir eiluminaba de lleno el rostro de la dama, queparecía agitado por una viva inquietud.

—¿A qué rey se refiere? —preguntó Laudine—. Yo creo que el dolor le hace delirar, y queestá hablando de Uther.

—Es posible —contestó él—. Pero lo quedebe preocuparnos ahora no es el rey de Pelinor,sino la reina.

Laudine lo miró con expresión interrogante.—¿La reina Igraine?

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Lance cerró los ojos. No quería tener queresponder aquella pregunta. No quería tener quepensar, después de todo lo que había pasado, enlo que vendría a continuación.

Pero debía hacerlo. Debía pensarlo y debíaactuar; cuanto antes.

—Lot no ha ganado en este campo de batalla,pero queda su hijo. Es imposible que Gawainestuviese al margen de esta traición. Y ahora,por mi estupidez, Gwenn está en sus manos.Gawain tiene a su merced a la heredera de lareina Igraine.

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LIBRO IIIEl rey sin espada

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Capítulo 23 Declinaba el día y el sol, muy cercano alhorizonte, arrojaba una luz rojiza sobre la puertaoeste de Glevum, que a esas horas era la únicaque permanecía abierta. Desde lo alto de layegua que montaba, Arturo observó concuriosidad al sargento de guardia que custodiabala entrada, y que en ese momento estabaexaminando el salvoconducto que Gawain leacababa de entregar. Por un momento sepreguntó si tenía problemas para entender elcontenido del documento, porque no terminabade devolvérselo.

Cuando por fin levantó la vista del pergamino,la expresión de su rostro era hostil, como sipreviese problemas.

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—Esta es una cédula real —gruñó,entregándole el documento a Gawain, queaguardaba con aire de impaciencia en su caballonegro, a la derecha de Arturo—. No tieneninguna validez en la ciudad libre de Glevum.

—¡Ciudad libre! —exclamó el hijo del rey Lotrevolviéndose furioso en su silla dorada—.¿Desde cuándo?

Arturo le lanzó una mirada de advertencia.—Perdonad a mi socio —dijo en un tono

deliberadamente altivo, para impresionar alsoldado—. Ha pasado demasiado tiempo enLothian comerciando con los pictos y se havuelto algo salvaje.

Una sonrisa burlona se dibujó en los labios delsargento. Probablemente le divertía imaginarseal irritado mercader atrapado en el norte yenfundado en un sucio pellejo mientras lesvendía baratijas a los bárbaros pintados de azul.

—Lo siento, pero no podéis pasar —contestócon sequedad.

—Somos ciudadanos de Corinium —explicóArturo, pronunciando el nombre de la ciudad

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como si fuese salvoconducto suficiente—. ¿Vaisa negarles el paso a dos patricios de una villahermana de la vuestra?

Al tiempo que hablaba, Arturo tiróligeramente de una de las bridas de su yegua,que, obediente, sacudió la cabeza y golpeó conbrusquedad al guardia en el pecho. El soldadodio un paso atrás, tan aturdido como si lehubiesen abofeteado el rostro.

Arturo acarició las crines del animal.—Tenemos un negocio urgente con el Senado

de la ciudad —continuó—. El propio Caled apLlywelyn nos recibirá en persona. Al parecer, legustan las gemas de nuestras minas.

El sargento tragó saliva. Miró a los doshombres vestidos de mercaderes con expresiónperpleja.

—Tengo órdenes. —Fue todo lo que acertó adecir.

—Lo entiendo. —Arturo trató de dulcificar sutono—. Todos servimos a alguien, y la mayoríade las veces a ese alguien se le olvida darnosórdenes precisas. Sin duda, lo que necesitáis es

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una prueba de que no estoy mintiendo. Aquí latenéis —añadió, alargando hacia el guardia lamano derecha con una perla negra y mate en elcentro de la palma—. Esta es una de las gemascon las que comerciamos. Una conexión aBritannia perfecta, extraordinariamente pura. Yalo comprobaréis cuando la uséis en una libación.

El sargento cogió la perla con gesto temeroso.—Viendo esta mercancía, sin duda podréis

comprender la urgencia de vuestros senadorespor recibirnos —observó Arturo con una sonrisa—. En mi opinión, no se pondrán muy contentoscuando sepan que nos habéis tenido aquíesperando.

El hombre dudó todavía un momento, perofinalmente se encogió de hombros.

—Está bien —murmuró—. Podéis pasar. La escultura de mármol de una diosa antiguapresidía la entrada del palacio del senador Caledap Llywelyn. Se trataba de una talla de exquisitafactura situada sobre un pedestal de bronce

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dorado. Del mismo material estaban hechas laspuertas, cuyos relieves representaban escenasde las fiestas de las cosechas y del solsticio deverano.

Al ver su aspecto de comerciantes ricos, losguardianes de la entrada se apresuraron a avisara uno de los criados principales de la casa, y sinesperar órdenes se hicieron cargo de loscaballos, llevándoselos a los establos.

Sin embargo, el criado que salió a recibirlosno se dejaba impresionar tan fácilmente comolos soldados.

—¿Queréis ver a Su Señoría? —les preguntó—. Lo siento, pero no recibe a nadie a estashoras de la tarde. Podéis presentarle vuestrasdemandas mañana a partir del mediodía. Hoy yaes imposible.

—Te equivocas, amigo. Somos embajadoresde la ciudad hermana de Corinium —replicóArturo con una desenvoltura que dejóboquiabierto a Gawain—. Tu señor nos recibiráde buen grado. Llévanos hasta él.

El criado los miró indeciso durante unos

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instantes. Su rostro, inexpresivo y triste a la vez,recordaba las rígidas facciones de una máscaratrágica.

Algo en la seguridad con la que había habladoArturo debió de convencerle de la importanciade aquella visita, porque finalmente asintió, eincluso se curvó ante ellos en un amago dereverencia. Después, sin decir nada, los invitócon un gesto a que lo siguieran, y los condujosolemnemente a través de escaleras ycorredores hasta un inmenso salón cuyasparedes estaban decoradas con frescos querepresentaban escenas relacionadas con el mary los navegantes.

—Esperad aquí —dijo—. Voy a avisar a miseñor.

—¡Su Señoría! —murmuró Gawain mirandocon asombro los excesos decorativos de la sala,en cuyas paredes no podía encontrarse ni unsolo espacio vacío—. La última vez que vineaquí, esto era un almacén y apestaba a estiércol.¿Quién demonios se habrá creído que es estemercader de tres al cuarto?

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Arturo intentó sentarse en uno de los bancosde madera de roble que se encontrabanalineados junto a las paredes del salón; perodespués de probarlo decidió que estaría mejor depie. Aquella gente, desde luego, sabía cómohacer que un visitante se sintiese incómodomientras esperaba a ser atendido.Probablemente se trataba de una estrategiacomercial para minar su confianza, aumentar suirritación e impedirle afrontar una negociacióncon claridad.

—Lo que te fastidia, Gawain —observómientras sus ojos vagaban sobre los detalles deun fresco que representaba a un grupo denereidas— es que los republicanos tenganmejores criados que nosotros.

Gawain sonrió, y su rostro se distendió por uninstante, justo hasta el momento en que Caledhizo su aparición en el umbral de la sala. Alverlo, las facciones del hijo de Lot se crisparonde nuevo.

Precedido por su mayordomo, el mercaderentró en la sala con una amplia sonrisa, tan

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servil como si él fuese un criado y el otro suseñor. Sin embargo, en cuanto vio a Gawain y loreconoció, sus rasgos se transfiguraron. Unasombra de miedo atravesó su semblante,dejando paso enseguida a una mueca decontrariedad.

—Seguidme —dijo secamente.Evitando la mirada de los recién llegados, los

invitó a pasar por una puerta que conducía a unsobrio despacho en cuya chimenea brillaban losrescoldos de un fuego mortecino. Poco a poco,su rostro se fue relajando hasta recuperar laobsequiosa sonrisa del principio.

—Mi señor Gawain, ¡qué placer taninesperado! —exclamó como si en verdadestuviese encantado con aquella visita—. Yacompañado del noble hijo de sir Héctor, si nome engaña la vista. ¿A qué debo el honor de tangrata compañía?

—Necesitamos un barco y lo necesitamosesta misma noche —contestó Gawain con unasonrisa que tenía algo de amenazante.

Caled abrió la boca; pero antes de que le

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diese tiempo a hablar, el hijo de Lot lo detuvocon un gesto.

—No se te ocurra preguntar para qué —añadió en tono de advertencia.

Caled se lo quedó mirando un momento conindecisión.

—Nada me gustaría más que complaceros,sir Gawain —dijo por fin en su habitual tonomelifluo—. Pero supongo que no ignoráis que lasituación de Glevum es sumamente inestable.Por mucho que lo desee, no puedo ofrecerosnave alguna: ahora mismo el estuario del Sabrinase encuentra bloqueado por la flota sajona.Ningún barco puede entrar ni salir sin el permisode esos bárbaros.

Arturo y Gawain intercambiaron una miradade preocupación.

—Aun así, necesitaremos el barco —insistióGawain con firmeza—. Entréganos el mejor quetengas junto con un buen capitán, que ya nosencargaremos nosotros de burlar el bloqueosajón.

—No lo entendéis, mi señor. Las únicas

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naves de las que dispongo son embarcacionesmercantes. Demasiado lentas y pesadas. Notendríais ni la más mínima posibilidad de burlar elbloqueo. Y además, hay otro problema —añadió,y sus labios temblaron imperceptiblemente—: elpuerto está vigilado por la guardia del canciller,que tiene espías en todas partes. Creedme, seacual sea vuestro destino, haríais mejor en elegiruna ruta terrestre para alcanzarlo.

Gawain dio un paso hacia el mercader.—¿De qué canciller estás hablando? —

preguntó, sin tratar de ocultar su irritación—.¿Tiene algo que ver con lo que nos dijeronvuestros hombres al intentar cruzar la puerta dela muralla? Esa estupidez de que Glevum ahoraes una ciudad libre. Vamos, ¿por qué me mirasasí? Habla claro.

Caled tragó saliva y trató de desplegar unasonrisa tranquilizadora en sus pálidos labios.

—Han pasado muchas cosas durante losúltimos días —explicó, eligiendo con cuidado laspalabras—. En realidad, todo se precipitó harácosa de una semana, cuando recibimos un

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mensaje de la reina ordenándonos quehundiésemos la flota sajona que bloquea elpuerto. Era una orden imposible de cumplirporque nosotros no tenemos ni hemos tenidonunca barcos de guerra. En fin, el Senado sereunió y todo el mundo estaba muy nervioso.Entonces fue cuando Rhys se levantó parahablar. ¿Recordáis a Rhys, sir Gawain? Sunombre debe de sonaros, es uno de losmercaderes de trigo más conocidos de por aquí.Bueno, el caso es que Rhys habló con muchaelocuencia. Dijo que ya estaba bien de que laCorona nos exigiese que nos lo jugásemos todosin tenernos en cuenta después a la hora detomar las grandes decisiones. Los senadores loescuchaban escandalizados al principio, peroRhys se expresaba con tanta seguridad quepoco a poco se los fue ganando. Para abreviar,terminó convenciéndolos a todos de que lo quemás le convenía a Glevum era convertirse enuna ciudad libre. Se decidió que el Senadovotase una moción para independizarnos deBritannia. Y la propuesta fue aprobada por

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unanimidad Por eso, ahora Rhys es el cancillerde la ciudad libre de Glevum.

—Y Su Señoría votó a favor de la propuesta,claro. ¿A cambio de qué? —le espetó Gawain.

—¿Qué otra cosa podía hacer? —contestó elmercader en tono quejumbroso—. Los sajonesnos estaban arruinando, y la reina Igraine esincapaz de protegernos. Tomamos la únicadecisión que podía salvarnos en estascircunstancias.

Arturo sonrió al oír aquella respuesta. Comobuen comerciante, Caled era capaz de lograrque cualquier explicación sonase convincente,pero en su argumentación había algo quefallaba.

—No es la primera vez que los sajones osbloquean el puerto —observó mientras estudiabalas reacciones del mercader—. Y por lo que yosé, siempre habéis encontrado la manera deburlarlos. ¿Por qué iba a ser diferente en estaocasión? El grueso de las fuerzas de Aellas nose encuentra aquí, y eso significa que no disponede tantos barcos como para cerrar el estuario

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entero. Así que no es por temor a los sajonespor lo que habéis declarado la independencia deBritannia. ¿Por qué es, entonces?

La expresión tensa y amedrentada de Caledcasi contenía una respuesta.

—Es por Rhys, ¿verdad? —preguntó Arturo—. Algo había llegado a mis oídos acerca de susambiciones y su tendencia a buscarse aliadospeligrosos. Ha sido él quien te ha obligado avotar esa moción. ¿Me equivoco?

Caled miró al muchacho con una sonrisaentre irónica y desconfiada. Sin embargo, laforma en que Arturo le sostuvo la mirada hizoque lentamente su sonrisa comenzase adesdibujarse, como si sintiese que, con él, lamáscara no era necesaria.

—Rhys es un tirano —murmuró, y en su vozlatía una desesperación que no tenía nada defingida—. Ha logrado aterrorizar a toda laciudad. ¿Os habéis fijado al pasar en todas esashendiduras que hay a la derecha de las puertas?Las llama bocas de la verdad. Cualquiera puedecoger un trozo de papel, llenarlo de mentiras y

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dejarlo en uno de esos buzones de piedra, ahorate calumnian y te acusan en tu propia casa.Nadie confía ya en nadie. El Senado se haconvertido en una pantomima. Vergonzoso. Esepiojoso vendedor de trigo nos ha robado elorgullo y la dignidad.

—Entiendo —dijo Arturo en tono sereno—.No es la primera vez que pasa ni será la última.Ese Rhys se ha valido de las pequeñas disputasy rencores que dividen a las familias en unavieja ciudad como esta para poner a todoscontra todos y alzarse en medio del terrorgeneralizado como la única autoridadindiscutible. Pero tú eres un hombre de mundo,Caled. Tú sabes que las triquiñuelas de Rhys nolo convierten en un hombre verdaderamentepoderoso. Es absurdo temerlo, ¿no crees?

—¿Qué importa lo que yo crea? La gente locree. Lo temen. Esa es la fuente de su poder.

—No, Caled, piénsalo despacio. Lo que lagente teme es el hambre y las penurias de unfuturo incierto. Se agarran a lo que sea parasentirse un poco menos inseguros, por eso han

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aceptado el yugo de Rhys. Pero si los sajones noestuvieran ahí, las cosas serían muy diferentes,¿a que sí?

—Sin duda lo serían —afirmó el mercader,clavando una mirada ausente en la ventanaemplomada que había en la pared opuesta a lade la chimenea—. Pero el hecho es que lossajones están ahí, bloqueando nuestro puerto yno parecen tener ninguna prisa por marcharse;más bien al contrario.

Arturo asintió con una leve sonrisa en loslabios.

—Amigo, te voy a contar algo que te va aalegrar el día. La flota de los sajones está aquípor un solo motivo, y ese motivo somosnosotros. O más bien, algo que nosotrostenemos. En cuanto nos vayamos, la flota se irá.

Caled lo miró aturdido mientras trataba dedigerir aquella revelación.

—Sí. —Arturo sonrió como si fuera capaz deleerle el pensamiento—. Ahora tienes una difícilelección ante ti: puedes denunciarnos a Rhys y alos sajones, con lo que probablemente ganarías

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unas cuantas monedas de plata, o puedes nodenunciarnos y desembarazarte para siempredel canciller y de sus maniobras.

—¿Cómo? —preguntó Caled condesconfianza.

—Ayudándonos. Si nos prestas uno de tusbarcos, el rey Lot, que como bien sabes es elpadre de sir Gawain, sabrá agradecértelocuando llegue el momento.

—¿Qué momento?—El de castigar la rebeldía de Glevum y a

sus responsables —afirmó Gawain, harto detantos rodeos y explicaciones—. ¿O es quecrees que esta sedición va a quedar impune?

Caled meneó la cabeza, poco convencido.—Habláis como si Britannia fuese lo que era

en tiempos del rey Uther. Pero esos tiempospasaron, sir Gawain, y los tiempos de la reinaIgraine también están a punto de tocar a su fin.Los sajones han ocupado el sur del país, ¿creéisque no lo sabemos? Estando así las cosas, talvez entregar a los sajones eso que tanto quiereny que vosotros tenéis no sea mala idea. Es una

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hipótesis, naturalmente.—Y tú, un insensato por atreverte a hablar de

ella en voz alta —replicó Gawain furioso, altiempo que se llevaba la mano derecha al puñode la espada—. Tu insolencia merece el castigoque sin duda vas a recibir, aunque no sé si voy aser capaz de esperar a que la reina haga justicia.

—Estamos hablando —dijo Caled, que sehabía puesto muy pálido—. Solo eso, hablando.¿Cómo queréis que lleguemos a un acuerdo sino me está permitido expresar mis dudas? Osrecuerdo que sois vosotros los que habéis venidoa mí a pedirme un barco, y no al contrario.

—Nadie va a hacerte daño ahora, no tienespor qué preocuparte —afirmó Arturo sin perderla calma—. Pero lo que dice Gawain es cierto,Caled, y debes saberlo. Mientras nosotrosnegociamos aquí, el ejército de Pelinor estaráprobablemente combatiendo ya con los sajonescerca de Aquae Sulis. Y van a derrotarlos.¿Sabes por qué? Porque ellos son unos salvajes,y nosotros somos Britannia. No tienen ningunaposibilidad. Ninguna.

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Caled asintió levemente, dejándose arrastrarpor la absoluta convicción que transmitía el tonodel muchacho.

—Bien —continuó Arturo—. Ahora,imagínate lo que hará con esta ciudad la reinaIgraine una vez que su ejército derrote a lossajones. Pelinor vendrá aquí, tomará Glevum yhará que pasen a cuchillo a todos los rebeldes.Cuando eso ocurra, ¿no crees que te vendríabien tener un aliado en el rey de Lothian?¿Alguien que pueda salvarte el pellejo?

Caled tardó un momento en contestar.—Vuestro ofrecimiento es bueno, pero

arriesgado. Porque si Aellas ganase…Gawain no le dejó terminar.—¿Estás bromeando? Nunca hemos perdido

en un enfrentamiento en campo abierto contralos sajones.

—Tal vez, pero Aellas es distinto. Ha unido alos clanes del lejano este, a todos: jutos, anglos,sajones. Se habla de decenas de miles dehombres, y dicen que vienen con sus familias.Es una invasión, una invasión en toda regla.

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—¡Maldita sea! —bufó Gawain—. Si deverdad crees eso, no sé a qué esperas para ir aarrodillarte ante ese canciller tuyo y contarlenuestra conversación. Seguramente te lo sabráagradecer a su manera: la de un hombre sinpalabra ni honor.

Arturo sonrió al notar que Gawain comenzabaa imitar su técnica para tratar con elcomerciante, utilizando argumentos que élpudiese entender.

—La política, la guerra y los negociossiempre comportan un riesgo. ¿Has conseguidolo que tienes sin exponerte? —preguntó a su vez—. Lo que te ofrecemos no es más que otratransacción, una operación a largo plazo; peromuy beneficiosa. Cuando todo esto termine y laciudad vuelva a pertenecer a Britannia, no solose te recompensará con dinero. Obtendrásprestigio, además de dos poderosos aliados: elrey de Lothian y mi padre, el senescal. Creo quees más de lo que vas a conseguir quedándotesentado mientras el canciller se aprovecha detodos vosotros.

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Por primera vez desde que el nombre deRhys salió a relucir en la conversación, Caledsonrió.

—Sois hábil, Arturo. Como lo era vuestropadre, si lo que se dice por ahí es cierto. No meextraña que la reina Igraine os tema —dijo sindisimular su admiración—. De acuerdoentonces, os ayudaré. Como os he explicado, nopodéis llevaros ninguno de mis barcos, porqueson demasiado lentos y os descubrirían.Además, Rhys terminaría enterándose, y noquiero arriesgarme. Sin embargo, conozco a uncontrabandista que trabaja de vez en cuandopara mí. Su nombre es Tristán, y es el hombreque necesitáis.

—¿Tristán? —preguntó Gawain, extrañado—. El único caballero de ese nombre queconozco es el sobrino de Mark, el duque deCornualles. ¿Os referís a él? Sé que, comotodos los de su estirpe, es un hombre de mar,pero un contrabandista.

—Llamadlo como queráis; es él, sí.—¿Mark es ahora duque de Cornualles? —

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preguntó Arturo—. Creí que esas tierras lashabía heredado Gwenn de su padre.

—La reina Igraine le obligó a cedérselas aese viejo pirata —le explicó Gawain—. Markpuso a Su Majestad entre la espada y la pared:la amenazó con atacar a la flota real si no leconcedía el título. Antes de ver interrumpidassus rutas comerciales, la reina Igraine prefirióceder.

—En cualquier caso, Tristán sabrá cómosacaros de aquí —dijo Caled, sonriendo con lasatisfacción de haber encontrado una salida a sudilema sin arriesgarse demasiado—.Seguramente lo encontraréis en la taberna deLowri, un tugurio del puerto. Decidle, si queréis,que os envío yo; eso hará que os escuche.Espero haber solucionado vuestro problema,amigos míos. Solo os pido a cambio que no osolvidéis de mencionar mi nombre ante el rey deLothian y el dux Pelinor cuando llegue elmomento. Recordad lo que he hecho porvosotros, y lo que habéis prometido hacer pormí.

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Capítulo 24 Amanecía. Una luz triste, sin el resplandordorado habitual en las auroras de Britannia,atravesaba la bruma que envolvía la barcaza enla que Gwenn y su séquito navegaban.

La princesa se frotó los ojos, soñolienta. Lehabía costado conciliar el sueño aquella noche, ydurante el rato que había conseguido dormir lahabían asaltado sueños extrañamente turbadoresen los que aparecía Lance y que terminabantransformándose en pesadillas. Se sentíacansada. Y además, los viajes por mar no lesentaban bien.

Acodada en la cubierta, dejó que el viento seenredase en su pelo mientras trataba de nopensar en nada. Sobre todo, de no pensar en

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Lance. Y tampoco quería pensar en la batalla desu ejército contra el de Aellas, en todo lo que sejugaba allí.

La niebla se hizo jirones un momento, lo justopara permitirle entrever la silueta de una navelarga y estilizada, muy semejante a las que lossajones utilizaban como barcos de guerra,aunque algo más pequeña. Cuando la cortina debruma volvió a desgarrarse ante ella, Gwenndistinguió tres sombras grises en la cubierta dela embarcación, que se acercaba a buen ritmo.El primer rostro que logró ver con claridadparecía esculpido por el viento y la sal. Debía deser el del capitán del barco.Junto a él, no tardóen distinguir las facciones elegantes de su primo,y un instante después, la mirada inteligente yluminosa de Arturo. La estaba mirando a ella, ynada parecía capaz de desviar su atención. Lamiraba como si no existiese nadie más en elmundo.

Cuando las dos embarcaciones estuvieron losuficientemente cerca como para intercambiarsaludos, las palabras quebraron la magia. El

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capitán, que según le habían explicado era elsobrino del usurpador de Cornualles, dioinstrucciones a los remeros de su barcaza paraque la alineasen con su barco, permitiendo asíque la princesa subiera a bordo.

Fue el propio Tristán quien se adelantó asostenerla cuando, después de trepar lo mejorque pudo por una escala de cuerda, aterrizó enla cubierta. El vestido de seda gris —un regaloque su primo le había traído del mercado deGlevum— se le había mojado con lassalpicaduras de las olas. Ella tratómaquinalmente de alisárselo mientras elcontrabandista la observaba con una curiosidadno exenta de impertinencia.

—Esto no es lo que acordamos —dijo elhombre finalmente, volviéndose hacia Arturo.

—Tenéis razón —admitió este—; pero si oshubiésemos dicho la verdad, os habríais negadoa llevarnos a Tintagel.

—Ahora entiendo qué hace la flota de Aellasanclada en el estuario.

—Sí. Mala suerte, porque ya no puedes

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tirarnos por la borda —observó Gawain,señalando risueño a los guardias del séquito dela princesa—. Pero no os preocupéis, estamosdecididos a compensaros por esta pequeñatrampa. Y para eso he hecho traer algo que séque os va a gustar. ¿Veis ese cajón? Contienedos docenas de botellas de vino de Isla Halcón.¿Qué os parece si lo probamos?

Tristán recuperó la sonrisa.—Me parece buena idea. Que lleven el cajón

a mi camarote, y vos, Gawain, podéisacompañarme. Prefiero beber con un tramposoque beber solo. Además, tenéis que explicarmecómo vais a aumentar mis honorarios para pagarpor el transporte de esta carga imprevista,porque, como os podéis imaginar, esto no sepaga con un cajón de vino, por delicado que sea.

Gawain sonrió sin tener en cuenta loirrespetuoso de la respuesta del marino, y losdos se dirigieron juntos hacia las escaleras queconducían directamente al camarote del capitán.Antes de descender, Tristán le gritó algo a sucontramaestre, y su orden desató un ir y venir

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de marineros por la cubierta, tensando yajustando las velas.

Gwenn se volvió a mirar a Arturo, que no sehabía movido de su lado.

—¿No vais con ellos?Él sonrió.—¿Habéis oído que me invitaran?—No creo que necesitéis una invitación para

uniros a la fiesta. Después de todo, según me hacontado mi primo, nada de esto se habríaconseguido sin vuestra habilidad.

—De momento no hemos conseguido nadamás que un barco pequeño y una tripulación depiratas. Beberé cuando tengamos algo quecelebrar, y espero que os unáis a mí.

—No va a ser fácil, ¿verdad?Arturo la miró un instante antes de contestar.

La brisa agitaba su raída capa de lana teñida deun azul descolorido.

—Nada es fácil en tiempos de guerra —contestó pensativo—. Si lo fuera, no me habríanpermitido acompañaros.

Aquella observación hizo sonreír a Gwenn.

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—Me alegro de que estéis aquí —dijo—. Miprimo puede ser encantador, y como guerrero nohace falta que os cuente sus méritos; pero encuanto a tomar decisiones, mucho me temo queno es lo suyo.

Arturo arqueó las cejas.—No me parecéis la clase de mujer que

necesita a un hombre a su lado para que tomedecisiones por ella.

—No lo soy —replicó Gwenn con viveza—.Pero soy una futura reina, y las reinas tienenque saber rodearse de gente que las aconsejebien cuando llegue el momento de decidir.

—¿Me consideráis, entonces, un buenconsejero?

Gwenn desvió la mirada y se quedócontemplando el azul grisáceo de las olas sinmolestarse en tratar de ocultar la sonrisa quebailaba en sus labios.

—No sé si sois buen consejero o no. No osconozco tanto —contestó, con la vista fija en elmar—. De lo único que estoy segura es de queno me aburriré teniéndoos cerca.

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—Haré lo que pueda por entreteneros —dijoArturo.

Aunque no lo estaba mirando, Gwenn lo notómás cerca, acodado en la barandilla a su lado.

—Me pregunto si llegaremos a verlos —murmuró—. A los sajones, digo. Tristán aseguraque siguiendo este rumbo los esquivaremos. Porlo visto, vamos a pasar junto a unos escollos quelos marineros evitan. Pero, aun así, no las tengotodas conmigo.

—¿De verdad no había otra forma de llegar aTintagel? Yo habría preferido intentarlo portierra.

—Por tierra tardaríamos unas cuantasjornadas más, y no sería seguro. Todavía nosabemos nada de la batalla de Aquae Sulis. Nopodíamos arriesgarnos.

A Gwenn le sorprendió notar la mano deArturo en su muñeca, suave y firme.

—Estaréis cansada —dijo—. No quieroreteneros aquí por más tiempo. Si lo deseáis,puedo acompañaros a vuestro camarote, oenviar a buscar a vuestra doncella. ¡Se ha dado

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mucha prisa en abandonar la cubierta!—Pobre muchacha, no le entusiasmaba esta

travesía. No sé de dónde la ha sacado Gawain,pero creo que va a necesitar más cuidados pormi parte que yo por la suya. ¡Es casi una niña!En cuanto a ir a descansar, iré más tarde. Demomento prefiero quedarme aquí. La brisa memantiene despejada.

Arturo retiró la mano de su brazo. Una gransonrisa iluminó su rostro.

—Bien. Esperaba esa respuesta, lo confieso—dijo.

—¿Por qué?—Porque si os quedáis aquí conmigo, antes o

después veremos Brycgstow. Aparece siemprecon la bruma.

—¿Qué es, una isla? Nunca había oído elnombre.

—Es una ciudad que perteneció al MundoAntiguo. O más bien la sombra de esa ciudad.Una imagen, un residuo digital del mundoanterior al colapso.

—Habláis como un alquimista —dijo Gwenn,

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sonriendo a su vez.Arturo tenía la vista fija en el horizonte, que

por fin podía distinguirse más allá de la bruma.—Pasé casi toda mi adolescencia con ellos

—explicó—. El Gremio acoge bien a losexiliados.

Gwenn observó su perfil poderoso, conaquella nariz ligeramente aguileña que le hacíaparecer algo mayor de lo que realmente era.Estaba intentando mostrarse indiferente. Perono lo hacía demasiado bien. La herida del exilioera demasiado profunda para ocultarla en lasdistancias cortas.

—Lo siento —dijo.Sabía que aquella muestra de simpatía podía

interpretarse como un reproche hacia su madrepor la decisión que había tomado respecto almuchacho, pero en ese momento no le importó.

—No, no lo sintáis. Fue lo mejor que pudopasarme —contestó Arturo recobrando suhabitual expresión risueña—. El exilio me haconvertido en la persona que soy. Además, mesirvió para alejarme de un hermano que no

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dejaba de acosarme y de un padre que dedicabatodos sus esfuerzos a ignorar mi existencia. Eldía que me dijo que tenía que marcharme deTintagel sentí mucha tristeza, es cierto; pero, almismo tiempo, fue una liberación. Por primeravez, después de tantas humillaciones, supe queno podían derrotarme. Tanto mi padre como mihermano se habían pasado años intentandodoblegarme, pero habían fracasado. Por eso meexpulsaban. Se habían dado cuenta de que nopodían vencerme y me alejaban de su lado.

A Gwenn le habría gustado preguntarle cómohabía llegado a esa conclusión. ¿Tan dura habríasido su infancia que recordaba la relación con supadre y su hermano como una guerra? SirHéctor siempre le había parecido un hombremesurado y razonable. ¿Cómo encajaba eso conla imagen de él que parecía tener su hijo?

Sabía que eran preguntas que no podíaformularle a Arturo, porque, pese a susesfuerzos por explicarse con serenidad, aquellaherida seguía abierta. De modo que decidióenfocar su curiosidad en otra dirección.

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—Entonces, habéis pasado todos estos añosde exilio con el Gremio —apuntó.

—En realidad, no. Al poco tiempo de serdesterrado, Merlín me adoptó como pupilo suyo.Eso mejoró mucho mi situación, muchísimo. Fueentonces cuando empecé a viajar por elcontinente. Merlín creía que era lo mejor parami educación.

A Gwenn le vino a la memoria la primera vezque vio a Merlín. Tenía diez años, y vivíaaterrorizada en aquella época. Cada vez que oíalos pasos de su tía Morgause corría aesconderse. Y un día, de repente, el magoapareció en su vida. La estaba esperando en susaposentos a su regreso de una exhibición dehalcones que había tenido lugar en el patio dearmas del castillo. Iba completamente ataviadode blanco, y antes de decir nada la observó unbuen rato en silencio con aquellos ojos suyos,siempre inteligentes e irónicos. Detrás de él, auna prudente distancia, aguardaba una mujervestida de negro. El mago le pidió que seacercara para presentársela a la princesa, y ella

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vio por primera vez el rostro dulce y luminoso deNimúe. A partir de aquel instante, el miedodesapareció.

—Yo tampoco me sentí segura hasta queMerlín apoyó mi posición como heredera —dijoen voz baja—. ¿Dónde estará ahora? ¿Por quéno da señales de vida?

—Corre el rumor de que está muerto, de quecayó en el sitio de Londres; pero, si fuese así, osi los sajones lo tuviesen prisionero, se habríanapresurado a proclamarlo a los cuatro vientos.

—Espero que aparezca pronto —murmuró laprincesa.

Iba a añadir algo, cuando Arturo señaló unpunto más allá de las olas.

—Allí, en esa orilla —exclamó en tonoexcitado— ¿Veis los restos de Brycgstow?Mirad hacia arriba.

Gwenn entrecerró los ojos para ver mejor,pero no distinguió nada más que las ruinasennegrecidas de una antigua fortaleza sobre elacantilado.

—¿No os habéis conectado a Britannia? —

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preguntó Arturo, perplejo.—A veces, desde que crucé el bosque de

Broceliande, retraso la primera libación parasentir cómo es el mundo más allá del velo. Perose está convirtiendo en una costumbre peligrosa.Porque a veces me olvido completamente de lagema de la mañana hasta que sucede algo queme obliga a tomármela.

—Esto no es una obligación, pero si osconectáis, os aseguro que no os arrepentiréis.Aunque tendría que ser ahora mismo, si noqueréis perdéroslo.

Gwenn extrajo rápidamente del bolsillo de sucapa una de las gemas que llevaba y se la tragósin líquido alguno mientras murmuraba la letaníadel velo con los ojos cerrados.

Cuando volvió a abrirlos, el espectáculo quevio ante sí la dejó sin aliento.

Muy cerca del barco, en la orilla, se alzabauna ciudad transparente que parecía edificadacon materiales tan ligeros como la bruma de lamañana o la luz del sol. Decenas de torres deenormes proporciones se elevaban hacia el cielo,

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tan altas que se perdían entre las nubes. Sobreellas crecían extraños árboles y plantas que laprincesa no había visto nunca. El bosque y laciudad se hallaban tan estrechamente unidos queresultaba imposible decir dónde terminaban losverdes tallos y comenzaban el cristal y lasarmazones metálicas.

—Dicen que esos torreones no servían paradefender la ciudad, sino que la gente vivía allí —explicó Arturo con la voz ronca de emoción.

Gwenn buscó su mirada. Necesitabacompartir el entusiasmo de aquella visión, almenos un momento.

—¿Por qué? —preguntó con la voz quebrada—. ¿Por qué vivían allí?

—No lo sé —confesó Arturo—. Quizá lesgustaba vivir cerca del cielo.

Ambos permanecieron en silencio hasta quela ciudad fantasma se confundió definitivamentecon la niebla. La nave no había cambiado derumbo, y navegaba con lentitud hacia ladesembocadura del río Avon.

—Hay algo que no entiendo —dijo Gwenn—.

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¿Por qué no quedan ya ciudades como esta?Ciudades reales, quiero decir. Me lo hepreguntado muchas veces. ¿Dónde están lascasas y los palacios del Mundo Antiguo?¿Dónde vivía la gente antes de esto, antes delvelo?

Arturo se encogió de hombros.—Nadie lo sabe. El Mundo Antiguo

desapareció hace muchísimo tiempo, más delque tenemos consignado en nuestros registros.Es anterior a nuestras leyendas. De hecho,mucha gente cree que se trata de eso, de unmito. Sin embargo, os equivocáis en una cosa.

Las palabras de Arturo quedaron colgando unmomento en el aire.

—Una vez le pregunté a Merlín por quésobrevivían esas ciudades fantasma enBritannia. Me explicó que son residuos delMundo Antiguo. «¿Por qué no las borráis,entonces?», insistí yo. «Asustan a la gente yalteran el primer protocolo de Britannia: “El velono puede representar nada que no exista, ymostrará lo real tal y como existe”». El caso es

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que Merlín se me quedó mirando como suelehacer cuando algo le incomoda, juntando mucholas cejas. Así.

La imitación de Arturo hizo soltar unacarcajada a Gwenn. Un marinero que pasabajusto por detrás de ellos arrastrando una gruesacuerda sonrió al mirarla.

—No recuerdo lo que me contestó —continuó el muchacho—; que me metiera en mispropios asuntos, o que me preocupase más pormantener la cabeza sobre los hombros que enespeculaciones vanas. Le he oído esasrespuestas cientos de veces.

—Bueno… ¿Y cuál es el misterio? ¿En quéestoy equivocada?

—Sobre Britannia. Seguramente creéis, comotodo el mundo, que la crearon Merlín y Uther.Pero en realidad la crearon ellos, los Antiguos.Lo hicieron para representar sus ciudades, suspalacios, sus casas, su vida. Merlín y Uther solola encontraron. El mago y sus acólitos lacontrolan; pero no saben cómo cambiarla.

Por un momento, Gwenn se olvidó de

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respirar. No podía ser. ¿Todo lo que le habíanenseñado desde pequeña sobre Britannia erafalso? No tenía el menor sentido.

—Eso es imposible —acertó a murmurar.—Uther, al menos, lo intentó —continuó

explicando Arturo—. Pasó los últimos años desu vida esforzándose por cambiar Britannia.

—¿Cómo lo sabéis? —preguntó Gwenn,sorprendida.

—Porque esos años estuvo conmigo —dijo elmuchacho mirando a la princesa a los ojos—.Conmigo y con mi madre.

Gwenn recordó la época de su infancia en laque la obligaron a vivir en el castillo del rey Lot,lejos de Uther y de su madre. Había oídorumores sobre una crisis entre ellos. Lo queArturo contaba debió de ocurrir en esa época.

—Cada mañana —continuó Arturo—, Utherse levantaba al amanecer y se encerraba en latorre de Vortigern hasta que oscurecía. A veces,cuando regresaba de buen humor, mepreguntaba cómo me gustaría que fueraBritannia, qué cambiaría del velo si estuviese en

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mi mano hacerlo. Luego me hablaba de sussueños, de lo que él se imaginaba. En algunaocasión me llevó con él hasta la torre. Se pasabalas horas muertas encerrado en su despacho,escribiendo líneas y líneas de un códigoindescifrable. Si quedaba satisfecho, lo copiabaen uno de esos pergaminos de agua que utilizanlos del Gremio. Cuando le preguntaba a quién leenviaba aquellos incomprensibles mensajes, merespondía invariablemente que hablaba conBritannia. Más tarde, durante mi destierro, alentrar en contacto con los alquimistas,comprendí que aquel código era el lenguajesecreto de Britannia, y que Uther intentabacambiar la forma en la que actuaba el velo.

—Pero Britannia no cambió. ¿Dónde estátodo el trabajo de Uther? ¿Qué pasó con él?

—No lo sé —murmuró Arturo—. ¡Ojalá losupiera!

Se quedaron los dos callados, mirándose. Porun segundo, a Gwenn le pareció que elmuchacho estaba a punto de hacerle unaimportante revelación; pero en ese momento

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apareció Gawain en las escaleras del camarotedel capitán. Riéndose y tambaleándoseligeramente, se dirigió a su encuentro.

—Creo que es mejor que os deje a solas conGawain —dijo Arturo con una repentina frialdaden la voz—. Cuando bebe se pone insoportable,y prefiero evitar conflictos. Seguiremoshablando de esto en otra ocasión.

Gwenn lo observó alejarse hacia la entrada delas bodegas con una sensación de frustraciónque le habría gustado poder controlar. Gawainlos había interrumpido justo cuando laconversación se estaba poniendo másinteresante.

Su primo siguió la dirección de su mirada conuna sonrisa entre intrigada y desdeñosa.

—Un hombre extraño, Arturo —observó,arrastrando un poco las palabras—. No sé si esmuy inteligente o si lo que ocurre en realidad esque está loco, puede que ambas cosas. ¡Es unalástima que sea tu enemigo!

—¿Por qué dices eso? —preguntó Gwenn,extrañada.

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Gawain sonrió y se le acercó mucho, con laevidente intención de hacerle una confidencia.

—¿Sabes por qué le permite tu madre volvera Tintagel? —preguntó en un susurro que olía avino dulce.

—Porque se ha ganado la amistad de Merlín—contestó Gwenn, alejándose un poco paraevitar el aliento etílico de su primo.

Gawain se echó a reír.—¿Eso te ha dicho? Seguramente lo que no

te ha contado es que durante su exilio se dedicóa establecer alianzas con todos los insatisfechosdel reino. Ganó muchísimos apoyos, y eso loconvirtió en uno de los intocables de Britannia.La plebe lo adora, y muchos nobles creen que esel legítimo heredero de Uther. Merlín, comosiempre, no ha hecho otra cosa que arrimarse alsol que más calienta. Siento desilusionarte,prima, pero, si vas a ser la reina, tendrás queacostumbrarte a no fiarte de los que puedendisputarte el trono, por muy encantadores que telleguen a parecer.

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Capítulo 25 El sol se había puesto, pero su resplandor aúnteñía de violeta el horizonte por el lado deoccidente. Hacía horas que la nave de Tristánhabía abandonado la tranquila corriente delestuario, saliendo a las aguas abiertas del mar deDana.

Arturo, todavía despierto, permanecíaacodado en la cubierta de babor contemplando,a lo lejos, la costa de Cornualles, cada vez másdesdibujada en la oscuridad. Había sido unajornada larga e intensa, llena de momentos queno quería olvidar.

Pensativo, acarició con levedad la barandillade madera de la cubierta. Allí mismo, unas horasantes, se había apoyado Gwenn mientras

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charlaban. Habían contemplado juntos las torrestransparentes de Brycgstow, y él había sentidosu entusiasmo, sus ganas de saber, de entendermejor.

Después, Gawain había quebrado la magia, ycuando trató de hablar con la princesa durante lacomida, ella se mostró más fría y reservada delo que esperaba. Le hizo preguntarse si habíacometido algún error, si había dicho o hecho algoque la hubiese incomodado. Era como si, depronto, ella ya no confiase en él. O al menos, asíse lo pareció hasta que, por la tarde, la propiaGwenn se le acercó para reanudar laconversación.

—Creía que estabais enfadada conmigo —leconfesó—. Antes, mientras comíamos.

Ella sonrió.—Os estaba estudiando. Alguien me dijo que

debía hacerlo.Arturo comprendió que debía de haber sido

Gawain.—No os creáis todo lo que os cuenten de mí

—murmuró.

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—No lo hago. Por eso quería sacar mispropias conclusiones.

—¿Y ya las habéis sacado?La princesa le clavó sus profundos ojos

claros.—Solo una: que debo seguir hablando con vos

para conoceros mejor.De modo que hablaron, como ella quería.

Hablaron sobre las posibilidades de cambiarBritannia y de repartir el poder de una formamás justa y equitativa. Le sorprendió la atencióncon la que ella le escuchaba, y también quecoincidieran en muchas de sus opiniones. Erauna muchacha extraña, la princesa. A pesar dehaber sido educada como una dama de la corte,ajena a los verdaderos problemas de la gentecomún, estaba empeñada en llenar aquellaslagunas. Se notaba que hacía todos los esfuerzosposibles por comprender lo que sucedía a sualrededor, y que no tenía miedo de aprender.Arturo había conocido a muchos hombres ymujeres poderosos, y en casi todos ellos habíadetectado un profundo temor a que se

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cuestionase su posición y su autoridad, así comouna necesidad constante de recordarse a símismos por qué ocupaban el lugar queocupaban. Gwenn, en cambio, no era así. Enningún momento intentaba demostrar nada niimponer su criterio a los demás, pese a suprecaria situación como heredera. Pero eso nosignificaba que no supiese lo que quería. Ycuando lo sabía, imponía su visión con lanaturalidad de una verdadera reina.

Una vez que llegasen a Tintagel, y lo haríanpronto, sería difícil que aquellas largasconversaciones con la princesa se repitiesen. Lacorte imponía sus usos y sus ritmos, y en ella nohabía espacio para que un caballero cualquierapudiese hablar libremente con la heredera deltrono. Y menos tratándose de alguien como él: elbastardo de Uther, el único, tal vez, que podíadisputarle la corona. Igraine jamás le permitiríaacercarse. Le temía. Ni siquiera comprendía porqué, después de tantos años, le había permitidoregresar. Las presiones de algunos de sus nobleshabían tenido mucho que ver, claro. Y, por

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supuesto, estaba Merlín. Su mediación habíasido decisiva para acabar con el destierro. Peroque la reina le permitiese regresar no implicabaque fuese a recibirlo bien. Ni siquiera despuésdel servicio que le estaba prestando, al protegera su hija en aquella travesía.

Arturo cerró los ojos y aspiró el aire cargadode salitre hasta llenarse los pulmones. Queríaretener aquel día en su memoria. Tal vez notendría otro junto a ella. Y ahora sabía que esoiba a dolerle; que iba a dejar un vacío en suexistencia que le iba a costar mucho volver allenar.

El viento le trajo un grito de alarma que lesacó bruscamente de sus reflexiones. Uno delos vigías había visto algo a popa. Los marineroscorrieron a asomarse por la borda. Él también segiró para mirar en aquella dirección, y enseguidalos vio.

Dos barcos sajones desdibujados por elcrepúsculo se aproximaban a ellos velozmente.Sus velas negras parecían alas, de lo rápido quese movían.

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—¡Todos a los remos! —oyó que ordenabaTristán—. Tenemos que dejarlos atrás cuantoantes.

Sin embargo, era más fácil decirlo quehacerlo. Las elegantes líneas de los barcosdragón se distinguían cada vez más cercanascontra el azul profundo del anochecer. ¿Por quéellos no tenían barcos semejantes? Sin una flota,Britannia nunca dejaría de estar expuesta alpeligro de una invasión. Arturo no comprendía laceguera de Igraine y de todos sus nobles enaquel asunto. Si llegaba a reinar…

Intentó apartar aquella idea de su mente. Noera el momento.

Tristán había dado órdenes para que losguerreros de la escolta de la princesa sedespojasen de sus escudos y de sus armaduras ylas arrojasen al mar. Para ganar velocidadnecesitaban aligerar peso. Pero los hombres nole obedecían, y aguardaban las instrucciones deGawain, que se mantenía sumido en un hoscosilencio, de espaldas a la popa. Gwenn, mientrastanto, apareció con su doncella en el umbral de

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las bodegas.Arturo se acercó a Gawain.—Tenéis que decirles que obedezcan al

capitán —dijo—. Es nuestra única oportunidadde escapar.

—No voy a ordenarles que se despojen de lomás valioso para ellos —gruñó Gawain evitandosu mirada—. No me lo perdonarían nunca.

—En ese caso, se lo ordenaré yo —dijoGwenn a su espalda.

Arturo la observó dirigirse al más maduro delos soldados, un hombre canoso con una largacicatriz en la frente y barba descuidada. No oyólo que le dijo la princesa, pero le vio hablar conlos otros, y unos instantes después todoscomenzaron a despojarse de sus lorigas.

Muy pronto los escudos y las armadurasempezaron a caer al agua, y una sinfonía debreves chapoteos resonó en el aire.

—¿Servirá de algo? —preguntó Gwennacercándose.

—Espero que sí —contestó Arturo.Tuvo que esforzarse por no sonreírle. No

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habría sido apropiado, dadas las circunstancias.Pero es que no esperaba verla más aquellanoche, y aunque se debiese a la persecución delos sajones, la tenía a su lado. Otra vez a sulado.

A su alrededor, solo se oían los jadeosrítmicos de los hombres al empujar los remos ylas voces de Tristán dando instrucciones a susoficiales. Gawain, taciturno, había ido arefugiarse en la bodega con sus guerreros.

—Necesitamos más brazos —dijo Tristán enun momento dado—. Vuestra gente, que subande inmediato y se pongan a remar —añadiómirando a Gwenn.

—Yo iré a decírselo —se ofreció Arturo.—No, iré yo —murmuró la princesa—. Me

sirven a mí.Arturo la habría acompañado de buen grado,

pero temió que ella lo interpretase como ungesto condescendiente, como si él no creyese ensu capacidad para llevar a cabo la tarea que sehabía impuesto. Por eso, prefirió esperarla en lacubierta. Y como no le gustaba la sensación de

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no estar contribuyendo en nada a la salvacióndel barco, no tardó en abordar a Tristán.

—Yo también puedo remar, si hace falta —ledijo—. Puedo hacerlo como cualquier otro.

Tristán lo miró con aire divertido.—No, prefiero que entretengáis a nuestra

pasajera y que os ocupéis de ella si llegan aabordarnos. Parece que le caéis bien.

Fuesen cuales fuesen los argumentos deGwenn con los hombres de su escolta, debieronde resultar convincentes, porque en un momentocomenzaron a subir y a ponerse a las órdenesdel contramaestre, que los fue situando a amboslados de la embarcación para unirse a losremeros.

Enseguida se notó que el barco ganabavelocidad. Cuando Gwenn apareció de nuevo encubierta, el optimismo reinaba a bordo.

—¡Los estamos dejando atrás, princesa! —legritó Tristán, alegre—. Vamos, muchachos. ¡Unesfuerzo más y podremos dejar de preocuparnosde esos malditos sajones!

Fue un esfuerzo, en realidad, de horas, porque

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tan pronto como bajaban un poco la velocidad,las proas en forma de dragón de susperseguidores aparecían de nuevo sobre las olas,más negras que el cielo estrellado. Llegó unmomento en que todos los brazos eran pocos, yArturo y Gawain se unieron a los remeros.

Casi suponía un alivio concentrarse en tirar delos remos con toda la fuerza posible. Arturo seentregó a la tarea con la energía que le quedaba.Muy pronto, la sensación de frío húmedo que sele había metido en los huesos desde quezarparon dio paso a un calor sofocante, yempezó a sudar profusamente. El sudor le caíapor la frente y le mojaba los labios, mezcladocon el salitre del mar.

Poco a poco, el cuerpo se le fue habituando alritmo del movimiento de los remos y ya no eranecesario darle órdenes para que continuase consu labor. Pero los músculos le ardían como si sele estuviesen desgarrando. Gwenn se habíaretirado a su camarote hacía mucho rato. Se lohabía ordenado el capitán, y ella no se habíaatrevido a desobedecer. Aunque, por la

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expresión de su cara, Arturo adivinó que debuena gana se habría unido a los hombres paracontribuir, en la medida de sus fuerzas, a lasalvación del barco.

Extraña princesa, Gwenn.Eran ya las primeras horas de la madrugada

cuando el capitán les permitió hacer undescanso.

—Los hemos dejado atrás —afirmó—. Poruna vez, hemos sido más rápidos que lossajones. Pongamos rumbo a la costa, y que elviento trabaje por nosotros, al menos durante unrato.

Los hombres comenzaron a relajarse y aintercambiar bromas entre ellos. La huida de lossajones en plena noche había instalado unacuriosa camaradería entre los marineros delbarco contrabandista y los guardias reales. Apesar del agotamiento, nadie tenía prisa por irsea dormir. Se abrieron un par de barriles de licorde caña de las islas, y los hombres sacaron desus petates sus cuencos de barro para llenarlos.

Fue entonces cuando alguien divisó de nuevo

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el mascarón en forma de dragón de uno de losbarcos sajones recortándose contra el cielo. Seencontraba lejos todavía, pero los bárbaroshabían colgado un candil encendido de lasfauces del monstruo, y habían adornado suscuernos con antorchas. Los hombrescomenzaron a murmurar, intranquilos.

—¿Por qué hacen eso? —preguntó Gawain.Tristán meneó la cabeza, contrariado.—No lo sé; por alguna razón, quieren que

sepamos que están ahí. Está claro que tienen unbuen piloto, probablemente de Cornualles. Si no,no habrían podido localizarnos.

—Han tenido suerte, eso es todo. —El tonode Gawain no transmitía excesiva convicción.

—No, no es suerte. Está claro que van a portodas. Esos dos barcos son los mejores de suflota. Son enormes, anormalmente rápidos. Yodiría que son las embarcaciones de un rey. Y nocreo que las envíen a navegar por ahí sin unpropósito.

—Vienen a por nosotros —dijo Arturo en vozbaja.

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Tristán lo miró un momento antes decontestar.

—Sí, vienen a por nosotros, está claro.—¿Y qué vamos a hacer? Ya no nos queda

nada que tirar por la borda, como no sea el vinoy a algunos hombres —gruñó Gawain, mirandoa su alrededor en busca de objetos que arrojar almar.

Una sonrisa más parecida a una muecairónica que a un gesto de alegría transformó elrostro áspero de Tristán.

—No vamos a poder ganarles por velocidad,es evidente. Así que tendremos que superarlosen astucia. De momento, mantendremos elrumbo y dejaremos que el viento nos impulse.

—¿Y así pensáis escapar de ellos? —Gawainescupió su irritación sobre las tablas de lacubierta—. Estáis loco.

—Fijaos en la línea de la costa. Si aguzáis lavista, ya puede distinguirse desde aquí. ¿Veisesa roca que sobresale? Es el promontorio deHércules. En las noches sin luna, los aldeanosapagan el faro del acantilado con la esperanza

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de saquear algún incauto mercante que seacerque demasiado a la costa y embarranque enlos bajíos. Conozco la zona, y las naves sajonastienen más calado que la nuestra. Con un pocode suerte podremos hacerlos encallar en lasrocas.

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Capítulo 26 Hacía rato que las velas incendiadas del barcosajón habían quedado atrás, pero Gwenn noconseguía quitárselo de la cabeza. Trataba deentender lo que había sentido cuando loshombres de Tristán estallaron en vítores aldistinguir las llamaradas en la noche. Tristánhabía conseguido su propósito: la nave sajonahabía encallado, tal y como él había previsto.Después de la angustia de tantas horas depersecución, los marineros dieron rienda suelta asu alivio gritando y canturreando. Y ella tambiénhabía gritado, como uno más. Había reído, yhabía dejado que alguno de aquelloscontrabandistas que olían a sudor y a licor decaña la agarrase por la cintura y la girase un

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instante en el aire, dejándose llevar por la alegríadel momento. Por una vez en su vida, habíaformado parte. Por una vez.

No había querido regresar al camarotedespués de aquello. ¿Cuánto tiempo habríatranscurrido, dos o tres horas? Tras la euforiainicial, Tristán había obligado a los hombres aguardar silencio de nuevo. Después de todo, nosabían lo que había ocurrido con el segundobarco. Tal vez todavía estuviese persiguiéndolos.

Arturo, que había permanecido todo aqueltiempo muy cerca del capitán del barco, seaproximó a ella por primera vez en toda lanoche. Traía un aire grave, y antes de queGwenn pudiese hacer ningún comentario seapresuró a hablar.

—El capitán opina que deberíamos volver aver qué ha quedado de nuestros enemigos y yocreo que tiene razón.

Gwenn lo miró asombrada.—¿Volver ahora? Pero no sabemos qué ha

sido del otro barco. ¿Y si están esperándonos?—Los sajones no pueden imaginar que vamos

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a regresar. No entra en su lógica.—Ni en la de nadie que no sea un

contrabandista. —Gwenn desvió la mirada haciaTristán, que miraba hacia el horizonte con unamano en el timón y el viento en la cara.

—Tristán tiene sus razones, claro —admitióArturo—. Quiere los despojos del barco, esnatural. Pero a nosotros también nos interesaechar un vistazo. Si encontramos supervivientes,podremos interrogarles. Necesitamos saber porqué los dos mejores barcos de Aellas hanintentado daros caza. Aquí hay algo que se nosescapa.

Un intercambio de voces airadas en la proadel barco hizo que Gwenn mirase en aquelladirección. El que gritaba era Gawain, queparecía estar discutiendo con Tristán.

—¿Qué ocurre, mi primo no está de acuerdocon vuestro plan?

—No, no quiere volver. Teme por vuestraseguridad.

—Y vos no.—Yo no —confirmó Arturo con absoluta

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seriedad—. Estaréis segura mientras estéisconmigo.

Gwenn miró a Arturo con una sombra desonrisa en los labios.

—La modestia no es vuestra mejor virtud,según veo.

—Intuyo que la vuestra tampoco, aunque noos conozco tanto como para afirmarlo —contestó Arturo sonriendo a su vez—. Entonces,¿qué decís? ¿Regresamos a ver qué queda deese barco? La última palabra es vuestra. Sitenéis miedo…

—No tengo miedo —le interrumpió Gwenn,consciente de que mentía—. Decidle al capitánque estoy de acuerdo. Yo también quieroaveriguar por qué me persigue Aellas y lo quequiere de mí. Un contacto leve en el dorso de la mano, comosi una mariposa se le hubiese posado encima,despertó a Gwenn. Su doncella estaba mirándolacon ojos asustados.

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—Me pedisteis que os despertase cuandoavistásemos el barco dragón. Ya lo han visto —anunció con su voz casi infantil.

Gwenn se incorporó rápidamente.—Entonces, el fuego no lo ha consumido del

todo…—Solo las velas —contestó la muchacha—.

Pero el casco está muy inclinado a estribor, y elagua ha entrado en las bodegas.

Las voces excitadas de los marinerosllegaban hasta el camarote filtradas por lastablas de la cubierta. La princesa se alisó elvestido y, maquinalmente, extrajo una de lasgemas que aún le quedaban en los bolsillos parallevársela a la boca.

La doncella le tendió una copa de peltre llenade agua, y ella pronunció las palabras ritualesmientras bebía.

En cuanto terminó la libación, se apresuró asubir a la cubierta. Tristán y algunos de suscontrabandistas ya habían saltado a la playa,pero Gawain parecía estar esperándola. AArturo, en cambio, no se le veía por ninguna

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parte.—Ya ves, prima. Al final los contrabandistas

se han salido con la suya —dijo el hijo de Lot alverla—. Todavía no entiendo por qué les hemospermitido regresar.

—Al menos no nos han atacado —dijoGwenn con la vista fija en los cadáveressembrados en la arena. ¿Qué ha pasado aquí?¿Quién ha matado a esos hombres?

—Parece que no hemos sido los primeros enllegar —explicó Gawain torciendo el gesto—.Los pobladores de esta costa son piratas, todo elmundo lo sabe. Para eso apagan el faro en lasnoches oscuras. El caso es que se nos hanadelantado.

—Si han matado a los supervivientes, no nosqueda mucho que hacer aquí —observó Gwenn,contrariada—. ¿A quién vamos a interrogar?

—Probablemente a nadie. En todo caso, hahabido víctimas por ambos lados.

—Quiero bajar a la playa.Gawain la miró como si hubiese perdido el

juicio.

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—Gwenn…, no es necesario. Todo esto notiene nada que ver con nosotros. Deja que esepirata coja lo que ha venido a buscar y nocompliques las cosas. Cuanto antes nosvayamos de aquí, mejor.

La princesa buscó la mirada de su primo.—No lo entiendes. Hemos venido a buscar

respuestas, y, si queda alguna, es mi obligaciónencontrarla.

Gawain suspiró y dio órdenes a dos de sushombres para que los ayudasen a desembarcar.Al hacerlo, Gwenn notó cómo el fino cuero desus suelas se hundía en la arena mojada. Laasaltó una desagradable sensación de mareo, ycreyó que se iba a derrumbar en el suelo, perologró mantenerse en pie.

En la playa solo se oía el rumor de las olas ylos chillidos tristes de las gaviotas. Algunoscadáveres yacían entre las cuadernas rotas delbarco y otros se encontraban esparcidos sobrela arena. Gwenn observó que unos cuantosllevaban los rostros cubiertos con máscaras querecordaban vagamente a los fantásticos

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animales del Mundo Antiguo: grifos, gorgonas yquimeras. Recordó a los mercenarios de Dyenuque había visto con Lance. Él también llevabauna máscara.

Un largo crujido procedente del barco sajón lasacó de sus reflexiones. Levantó la cabeza yobservó cómo de entre los restos de la navesurgían unas figuras silenciosas. Cuando salieronde las sombras, advirtió que no eran soldados,sino campesinos o pescadores harapientos yequipados con una curiosa amalgama de armasy aperos de labranza.

—¿Amigos tuyos? —exclamó Gawaindirigiéndose a Tristán.

Ignorando la pregunta, el contrabandistadirigió sus pasos hacia el que parecía el líder deaquellos hombres.

—Melot —le llamó.El individuo le respondió con un ligero

movimiento de cabeza mientras observaba concuriosidad al resto del grupo. Cuando sus ojoslocalizaron a Gwenn, se la quedó mirandofijamente.

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—Parece que los renegados os han dadotrabajo —dijo Tristán observando los cadáveressin máscara que se mezclaban con los de losmercenarios del barco.

—He perdido a la mitad de mis hombres —confirmó Melot sin apartar la vista de Gwenn—;pero el botín ha merecido la pena.

—¿Ha sobrevivido alguien? —preguntóGawain.

Melot lo miró con insolencia, y sin dignarse acontestar se dirigió de nuevo a Tristán.

—Tu tío quiere hablar contigo —dijo, y sehizo a un lado para que el contrabandistapudiese pasar al interior de la nave.

Durante un segundo el rostro de Tristán dejótraslucir un gesto de sorpresa, solo por unsegundo. Después, con aparente indiferencia, seencaminó hacia las entrañas del barco varado.Cuando pasó junto a Melot, este le asió por elbrazo izquierdo, reteniéndolo un instante.

—También quiere hablar con ella —susurró,sin dejar de mirar a la princesa.

Tristán iba a contestar, pero Gawain se le

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adelantó.—Si Mark quiere ver a la princesa, que salga

aquí —exigió en tono cortante.Melot lo miró con ferocidad y alzó lentamente

el brazo derecho. En respuesta a aquel gesto,una decena de arqueros se irguió sobre laescorada cubierta del barco.

—Mira a tu alrededor —dijo—. ¿Te pareceque estás en situación de darme órdenes?

Gwenn observó cómo su primo sonreíadesdeñoso mientras se llevaba la mano al puñode la espada, y decidió intervenir.

—¡Basta! —exclamó.El eco de su voz permaneció en el aire

resonando como una campana en la oscuridad.Su timbre era opaco, casi triste.

No se había propuesto usar su poder, pero loestaba haciendo. Por las miradas de los hombresque la rodeaban, supo que su rostro se habíatransformado. La magia de su belleza era ahoramagia real, una fuerza luminosa que subyugabaa cuantos la contemplaban. Por ejemplo, aMelot. Le vio bajar los ojos, como si aquella luz

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que emanaba de su rostro le produjese unaangustia insoportable. O a Tristán, que lacontemplaba aturdido, como si repentinamentese hubiese olvidado del barco y de lo que habíanido a hacer allí. Incluso Gawain parecía turbado,a pesar de que su conexión a Britannia eramucho más sofisticada que la de los otros.

Le bastó una mirada para que Tristánentendiese que debía guiarla al interior del barcosajón. Sin cuestionar nada, se apartó paradejarla pasar, y después le tendió la mano paraayudarla a sortear los tablones quebrados de lacubierta.

Gwenn avanzó sin mirar atrás. El influjo de suhechizo no tardaría en desaparecer,seguramente, pero todos los que habían asistidoa aquella demostración de poder la recordaríanel resto de sus vidas con nostalgia. Aquella erala magia que había en su interior, la magia queNimúe le había enseñado a ocultar. Porqueahora se daba cuenta de que eso era lo que ladama de Ávalon había intentado hacer con ella:reducir su poder hasta hacerle olvidar que

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existía, hasta convencerla de que nunca habíaexistido. Y casi lo había logrado.

Tristán se detuvo ante la puerta de lo queprobablemente había sido el camarote delcapitán del barco. El guerrero que estabaapostado delante se hizo a un lado, y pasaron alinterior. Allí, sentado tras una larga mesacubierta de mapas y de raros instrumentos defactura sajona, se encontraba un hombrecorpulento y entrado en años. Iba vestido consencillez, y una antigua diadema de plataadornada con el escudo de los duques deCornualles ceñía su frente.

Tras aquella aureola de nobleza y dignidadque Britannia le prestaba, seguramente a un altocoste, Gwenn reconoció a Mark, el viejo pirataque le había arrebatado el título de su padre quepor derecho le pertenecía. Tan fascinada quedócon aquella caracterización, que no se diocuenta de que había otro ocupante en elcamarote hasta que un doloroso gemido revelósu presencia.

Acurrucado en una esquina de la cámara

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había un muchacho alto y flaco cuyo rostro seocultaba tras una maraña de cabellosensangrentados. Respiraba con dificultad, y eraevidente que lo habían torturado hasta dejarlo alborde de la muerte.

Al notar que la princesa desviaba la atenciónde su persona, Mark se alzó del sitial ricamenteadornado que debía de haber pertenecido alcapitán de la nave y se dirigió hacia el chiquillo.Se quedó mirándolo un momento; después,comenzó a patearlo con violencia.

Cuando Gwenn dio un paso para intercederpor él, el viejo la detuvo con un gesto crispado.

—¿Sientes lástima por este engendro? —preguntó.

Al mismo tiempo, agarró al muchacho por elpelo para obligarle a levantar el rostro.

La princesa retrocedió un paso, horrorizada.Una larga cicatriz de color púrpura atravesabala cara del joven desde la frente hasta la boca,deformándole completamente la nariz y loslabios.

—No sientas lástima por este monstruo —

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continuó Mark con voz ronca—. No la merece.Esta es la víbora que ha estado aterrorizando anuestra gente durante el último año.

Gwenn siguió la dirección de su mirada yreconoció, sobre la mesa, la máscara dorada deDyenu.

—¿Te has divertido? ¿Lo pasas bien? —legritaba Mark mientras le machacaba la cara sinpiedad—. No me extraña que ocultase su rostro.¿Te has fijado en que la cicatriz le impide dejarde sonreír? Ni siquiera a golpes hemosconseguido borrarle esa torcida sonrisa, ¿verdad,engendro?

Gwenn se obligó a mirar de nuevo la cara delmuchacho. En efecto, la costura que marcabasu rostro distorsionaba su boca en una muecasalvaje, casi burlona. Pero lo más extraño eraque en sus ojos ardía una risa verdadera, comosi fueran dueños de un secreto que solo ellosconocían.

El duque siguió golpeándolo hasta quedarsesin aliento. Cuando por fin se cansó de su brutaljuego, regresó a su sitial y permaneció largo rato

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tratando de recuperar el aliento, como si pateara aquel chiquillo fuese lo más arduo que hubierahecho en su vida.

Aprovechando aquella pausa, el muchacho seacurrucó de nuevo en su esquina y dejó que laenredada cabellera le cayese una vez más sobreel rostro.

—¿Cómo es que has abandonado Isca? —preguntó Tristán cuando la respiración de su tíose hizo más pausada.

—Hace una semana, desde una de nuestrasatalayas se avistaron dos barcos dragón quemerodeaban por la costa. Melot y susexploradores comenzaron a seguirlos. Nadieentendía muy bien qué pretendían hasta queapareciste e intentaron darte caza. Ahora sé porqué —añadió el pirata mirando a la princesa—.Supusimos que, si no lograbas desembarazartede ellos, los llevarías hasta el promontorio, yvinimos hasta aquí dispuestos a echarte unamano.

Tristán sostuvo la mirada de Mark unossegundos.

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—Podéis quedaros con mi parte —dijo—;pero dejad el barco como está.

—Conoces nuestras leyes tan bien como yo.El botín es para quien lo gana con su sangre, ytú no has arriesgado ni un solo hombre. Nopuedo hacer excepciones contigo porque seasmi sobrino.

—Tengo tanto derecho como cualquiera,porque yo os traje ese barco hasta aquí. Pero noquiero discutir contigo. Lo único que pido es estecascarón de madera. Si hace falta, te pagaré eldoble de su precio cuando lo desguacen.

Mark sonrió con escepticismo.—¿Crees que no sé para qué lo quieres?

Quieres estudiarlo. ¿De verdad piensas quepuedes armar uno igual?

—Sí —contestó Tristán con sequedad.Mark meneó la cabeza enfáticamente y sin

dejar de sonreír.—Te crees mejor que los que lo intentaron

antes. Pero siempre que se ha intentado, ha sidoun fracaso. Los dioses les dieron a los bárbarosla magia del mar y a nosotros Britannia.

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Confórmate con lo que tienes.Los ojos rapaces de Mark se clavaron en los

de su sobrino, que no parecía en absolutoamedrentado. Gwenn intuyó una larga ysoterrada lucha por el poder entre los doshombres en aquel olvidado rincón de Cornualles.

Finalmente, fue Mark quien desvió la miraday cambió de conversación.

—Pero no olvidemos nuestros modales —dijoen tono festivo—. Después de todo, estamosante la heredera del trono de Britannia. No esmomento para que nos peleemos entre nosotros.Déjanos solos, sobrino. Tengo que hablar con laprincesa en privado. Ah, y llévate ese despojocontigo —añadió señalando a Dyenu—. Nosoporto verlo sonreír.

Tristán pareció dudar un instante antes decumplir la orden de su tío. Gwenn evitó mirarpor última vez el rostro deformado delmuchacho mientras el contrabandista loarrastraba hacia la puerta del camarote.

Cuando se quedó a solas con Mark, Gwennmiró con discreción a su alrededor buscando un

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sitio donde sentarse. Lo único que vio fue uncatre ensangrentado que probablemente habíanutilizado para torturar a Dyenu. Tendría quequedarse de pie ante aquel pirata, que parecíaestar disfrutando con la situación.

—Espero no haberte asustado con miexhibición de antes —dijo Mark sonriendo—.Incluso en este cenagal las intrigas están a laorden del día, y a veces tengo que hacerpequeñas demostraciones delante de mi sobrinopara que no olvide quién es el que manda.Supongo que, habiendo vivido en la corte,estarás acostumbrada a cosas peores.

—¿Qué es lo que quieres, Mark? —preguntóella con frialdad.

—No soy yo quien quiere algo de ti, sino lossajones. Según mis informes, te han estadopersiguiendo desde que saliste de Londres. ¿Porqué?

—Soy la heredera del trono de Britannia. ¿Note parece razón suficiente?

Mark la miró con la cabeza ladeada,estudiando sus reacciones.

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—No sé qué pensar, francamente. Siquisieran matarte, podrían haberlo hecho enLondres, creo yo. Podrían estar pensando enpedir un rescate. Esa sería una buena jugada,aunque ambos sabemos que tu madre no lopagaría. Y si estás pensando que Aellas tequiere para uno de sus hijos, quítatelo de lacabeza. El senescal ya intentó la paz con lossajones por ese medio y todo quedó en agua deborrajas.

Gwenn se quedó helada al oír la última frase.Nunca había pensado en una alianza semejante.Ni siquiera se le había pasado por la cabezaPero su madre, por lo visto, sí lo había pensado,y habría estado dispuesta a sacrificarla sihubiese tenido la oportunidad; suponiendo, claro,que Mark no estuviese mintiendo.

—Por tu cara diría que no sabes de lo que teestoy hablando —observó Mark con evidentesatisfacción—. Pero sí, esa fue una de lasrazones para enviarte a Londres: venderte a lossajones a cambio de una tregua que, si quieressaber mi opinión, no iba a durar mucho.

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—No me creo ni una palabra de lo que estásdiciendo.

—Cree lo que quieras —replicó Mark,encogiéndose de hombros—. No eres más queotra pieza en el tablero; pero si no despiertas,pronto te habrás quedado fuera de la mesa dejuego.

Gwenn se obligó a sonreír para demostrar queno iba a dejarse intimidar por las palabras deaquel viejo usurpador.

—¿Qué vas a hacer con Dyenu? —preguntó,desafiante.

—Cuando consiga sacarle toda la informaciónque necesito, se lo devolveré a Aellas por unbuen puñado de oro. Si es que queda algo de él.

—No, Mark, eso no es lo que vas a hacer —dijo Gwenn con suavidad—. Lo que vas a haceres entregármelo. Dyenu se viene conmigo aTintagel.

Mark se levantó con lentitud y acercó surostro al de la princesa hasta que ella pudo sentirsu aliento.

—Soy de los pocos duques con los que tu

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madre aún puede contar, así que no te atrevas adarme órdenes en mis propias tierras.

—Creo que no me has entendido —insistióGwenn con calma—. Yo tengo veinte guerrerosahí fuera, tú no cuentas más que con un puñadode campesinos armados con picos y azadas.Eso, y dos hombres que estarían encantados deocupar tu lugar al frente de estas tierras.¿Quieres que le pregunte a Tristán si desea serel próximo señor de Cornualles? ¿O a Melot?

Mark alzó una mano como si fuese adescargar un golpe en el rostro de Gwenn. Pero,en lugar de hacerlo, bajó el brazo lentamente,cerró los ojos y se dejó caer en su sitial, sinapartar la mirada de la princesa.

—Este capricho te costará caro —gruñó—.Deberías intentar ganarte aliados y no enemigos.Antes de lo que piensas tendrás que pagar poresto.

Gwenn clavó en el rostro del viejo pirata suspenetrantes ojos claros.

—Voy a ser la reina de Britannia, Mark.Quizá antes de lo que piensas. Y cuando lo sea,

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recordaré tu insolencia, así que serás tú quientendrá que pagar.

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Capítulo 27 El mar verde y frío de Tintagel. Arturo habíaolvidado aquel color, que no se parecía al deninguno de los rincones marítimos que habíaexplorado en sus viajes. Quizá se debía al reflejode los acantilados cubiertos de hierba o a laprofundidad de los fondos rocosos en aquellaparte de la costa. Tendría que preguntárselo aMerlín cuando lo viese. Él sabía esa clase decosas, siempre encontraba la forma deexplicarlas.

Cuando la silueta del castillo apareció, gris yhostil, sobre una pared de roca, Arturo no pudoevitar estremecerse. No era así como habíasoñado volver a casa. Siempre pensó que, siregresaba, lo haría para ver reconocidos sus

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derechos al trono como hijo de Uther. Encambio, llegaba convertido en el escolta de lafutura reina, Gwenn.

Miró de reojo a la princesa, que aguardabaelegantemente vestida a que terminasen lasmaniobras de amarre para descender a tierra,donde una multitud de cortesanos la esperaba.No era la primera vez que la veía utilizar lamagia del velo para impresionar a los demás. Enel promontorio de Hércules había observado elpoder de su belleza en acción. Ni él mismo habíapodido sustraerse a su influjo, a pesar de quedesde el principio se dio cuenta de que era unhechizo. Nunca había visto a nadie utilizar lamagia de esa manera, y eso que se había pasadola vida entre alquimistas. Pero lo que hacíaGwenn era distinto de lo que hacían ellos,porque a ella le salía natural, como si tuviese undon para conectarse directamente a lasimulación y provocar en ella efectosinesperados.

En todo caso, Gwenn no necesitaba ningúntruco de magia para sobrecoger a los hombres

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con su belleza. Más allá de los encantamientosdel velo, había algo real que ninguna simulaciónhabría sido capaz de imitar. Gwenn irradiaba luz:la luz de su inteligencia, de su fuerza, de susganas de luchar. Por más que lo intentara, nopodría verla nunca como una rival. Le gustabademasiado. Más que ninguna otra mujer quehubiese conocido.

Era la princesa, por supuesto, quien atraíatodas las miradas de los que esperaban en elpuerto para recibirla. La reina Igraine no seencontraba entre ellos, pero sí su padre, elsenescal.

Desde la cubierta del barco, Arturo estudió elrostro envejecido de sir Héctor. ¿Cuántos añosllevaba sin verlo, siete, ocho? Sus cabelloshabían encanecido y se le veía, quizá, algo másencorvado, pero su expresión grave y reservadano había cambiado en lo más mínimo.

Como todos los demás, sir Héctor parecíainteresado únicamente en la princesa, pero huboun momento en que sus ojos se deslizaron hastasu hijo. Arturo, que no había apartado la vista de

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él, pudo advertir de inmediato el cambio de suexpresión. Parecía perplejo. ¿Sería por suestatura? Él sí había cambiado en aquellos ochoaños. Había dejado de ser un niño y se habíaconvertido en un hombre. Probablemente ahorasería más alto que Kay. Su hermano ya no lotendría tan fácil para ganarle en todas laspeleas.

Tristán ordenó a sus marineros que ayudasena los que aguardaban en tierra a tender lapasarela de madera que iban a utilizar laprincesa y su séquito para descender del barco.Mientras completaban aquellas maniobras,Arturo se fijó en que había una gran cantidad dehombres armados en la comitiva de recepciónde Gwenn. Formaban dos escuadronescompletos que se mantenían firmes, a ciertadistancia del muelle, encabezados por susrespectivos comandantes. ¿Los habría enviadola reina para que rindieran honores militares a suhija? Si hubiese sido así, si hubiese querido darletanta solemnidad a la llegada de Gwenn, ellamisma habría acudido a recibirla, convirtiendo

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aquel momento en una ceremonia solemne. Noiba a perder una ocasión como aquella paraejercer su protagonismo.

En realidad, lo raro era que hubiese decididodesaprovecharla. Tenía que haber un buenmotivo para que Igraine hubiese eludido estarpresente a la llegada del barco. Tristán habíaenviado un bote con un mensajero la nocheanterior, de modo que la reina había tenidotiempo más que suficiente para hacer lospreparativos necesarios. No, si no estaba allí,era porque así lo había decidido. Pero ¿por qué?

Arturo buscó una vez más la mirada de sirHéctor, pero este parecía decidido a evitar susojos. Un temor repentino asaltó al muchacho:quizá no lo miraba porque todo aquello era unatrampa. Quizá los hombres armados estaban allíesperándolo a él. Igraine le habría permitidovolver solo para tomarlo prisionero.

Sí, podía ser eso. Aquellos hombres estabanesperando para prenderlo.

Bien, si era así, no se lo pondría fácil. Habíaprotegido a Gwenn durante todo el trayecto

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desde Aquae Sulis, y ella se mostraba a gusto ensu compañía. Le gustaba charlar con él.Recurriría a la princesa, le pediría queintercediese por él. Gwenn querría demostrarleque su poder era real, que podía plantarle cara asu madre. No lo tendría fácil, pero era hábil.Con su ayuda, quizá lograse eludir la prisión.

Mientras intentaba fraguar con rapidez unplan alternativo para ponerse a salvo, el pequeñoséquito de la princesa empezó a descender porla pasarela. Ella bajó la última, precedida de suprimo Gawain.

Fue cuando el hijo de Lot puso los pies entierra cuando vio hacer un gesto discreto a supadre, un gesto que puso a los dos escuadronesde hombres armados en marcha. Unos instantesmás, y Gawain se encontraba rodeado desoldados.

El caballero miró a sir Héctor con una sonrisaque apenas lograba disimular su irritación.

—Me temo que no es a mí a quien debéisrendir honores, senescal, sino a la princesa. Oshabéis equivocado de heredero.

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La broma no hizo reír a nadie; ni siquiera aGwenn, que observaba lo que ocurría aún desdela pasarela, y en cuyo rostro se leía lapreocupación.

—No hay ningún error, sir Gawain —replicósir Héctor, avanzando unos pasos hacia él—.Estos hombres os escoltarán hasta lasmazmorras del castillo por orden de la reina.

Gawain se llevó la mano al pomo de la espaday la desenvainó.

—Intentad prenderme —dijo, desafiante—.Vivo no me tendréis. Sabéis que hablo en serio.

—Gawain…Gwenn había descendido a tierra y lo miraba

suplicante.—No entregues tu vida sin saber siquiera por

qué —rogó—. Esto tiene que ser unmalentendido. No puedes morir por unmalentendido. Que te lleven adonde quieran. Yatendrás tiempo de defender tu honor con lasarmas, si llega el caso. Te prometo que será así.

Intentó llegar hasta su primo, pero dossoldados le cerraron el paso, evitando su mirada.

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—¿Puedes prometérmelo? —preguntóGawain en tono escéptico.

—Te doy mi palabra de que haré todo loposible, y más aún, para que se haga justicia. Estodo lo que puedo ofrecerte.

Gawain la miró con aire pensativo, y despuésdevolvió su espada a la vaina.

—Me basta por ahora —dijo—. Vamos,muchachos, llevadme a la confortable posadaque la reina me brinda en recompensa por habertraído a su hija sana y salva desde Aquae Sulisen tiempos de guerra.

Los soldados recompusieron la formaciónalrededor de Gawain, y los dos escuadronesemprendieron la ruta de regreso al castillo conun estruendo de pisadas metálicas sobre lasbaldosas del muelle.

Entre los cortesanos que esperaban a laprincesa se oyeron algunos rumores apagados.Varias damas se adelantaron para inclinarseante Gwenn, y algunas se atrevieron incluso aabrazarla después de ejecutar sus reverencias.Debían de ser sus damas de compañía. Gwenn

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trataba de contestar a sus saludos y de sonreíren respuesta a sus muestras de afecto, pero lacontrariedad que le había causado la detenciónde su primo aún no se había borrado de surostro.

Antes de que la comitiva la guiase hasta lacarroza que la aguardaba, la princesa se volvió amirar hacia la cubierta del barco. Lo estababuscando a él.

Sus ojos se encontraron, y Arturo le sonrió,sin atreverse a agitar la mano en señal dedespedida.

Eso fue todo. En un abrir y cerrar de ojos, lacomitiva se puso en camino, llevándose a laprincesa hacia la fortaleza. En el puerto soloquedaron los hombres de Tristán y algunoscomerciantes de la corte que parecíaninteresados en hacer negocios con elcontrabandista. Ellos y sir Héctor.

Dado el escaso interés que había demostradopor él hasta entonces, a Arturo le sorprendiócomprobar que su padre le estaba esperando.

Cuando llegó al final de la pasarela, se

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encontró con el abrazo del viejo, rígido y formalcomo si aquel gesto formase parte de un ritualobligado.

—¿Por qué has esperado a que bajaran todospara hacerlo tú? —le espetó en tono dereproche en cuanto se apartó de él—. El hijo delsenescal de Britannia no debería ser el último enninguna circunstancia.

—El hijo menor de sir Héctor que regresa delexilio después de ocho años no tiene motivospara querer convertirse en el centro de atenciónde la corte —replicó Arturo.

Su padre lo miró de arriba abajo.—Si es prudencia, lo apruebo. Si es temor, me

avergüenzo de ti.—No es temor, padre —dijo Arturo, mirando

al anciano a los ojos—. No soy un hombrecobarde. No fui nunca un niño cobarde.Seguramente lo recordaréis.

Sir Héctor lo miró un instante con fijeza.—Sí. Lo recuerdo. En todo caso, quería que

supieras que no tienes nada que temer de lareina. Igraine tiene problemas más urgentes que

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atender a las demandas de un, bueno, ya meentiendes. En todo caso, yo me encuentro muypróximo a ella ahora, y la he convencido de queno supones ninguna amenaza.

—Os lo agradezco, padre —contestó Arturo,pronunciando la última palabra con deliberadoénfasis.

Sir Héctor lo miró de hito en hito.—No me entiendas mal. Eso no significa que

tengas que olvidar, bueno, ya sabes, quién eresen realidad. Especialmente ahora que sirGawain ha dejado de ser un candidato al tronodigno de ser tenido en cuenta. Ya no se casarácon su prima Gwenn, eso está fuera de duda.

—Pero no lo entiendo. ¿Qué ha hechoGawain para que la reina ordene prenderle?

—No se trata de lo que haya hecho él, sinode lo que hizo su padre. Lot traicionó aBritannia, Arturo. En la batalla del monte Badón,en el último momento cambió de bando ycombatió del lado de los sajones. El resultadofue desastroso. Una carnicería. Lot murió, yPelinor está gravemente herido. La reina se ha

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quedado sin sus mejores comandantes.—Lo que refuerza vuestro lugar en la corte

—murmuró Arturo, pensativo—. Lot muerto.Entonces, ¿perdimos la batalla?

—No exactamente. Los sajones se retiraron,pero nuestro ejército ha quedado prácticamentedestruido. No nos quedan fuerzas suficientespara atacar a Aellas en su refugio deWitancester.

—En ese caso, todo sigue como antes.—En parte sí y en parte no. La reina se ha

visto debilitada con este episodio. Ha perdidosus principales apoyos, y en cuanto a suheredera… Por aquí no es nada popular, no sé silo sabes.

—No lo sabía —dijo Arturo, sorprendido—.Cuando me fui, Gwenn era solo una niña, ynadie esperaba que fuese a heredar el trono.

Sir Héctor asintió.—Así es. El heredero iba a ser Gawain. El

pueblo rechazaba a Gwenn por las historias quese contaban sobre ella. Por aquí muchos creenque tiene poderes de hechicera. ¿Sabes que la

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llaman Morwen, en lugar de Gwenn? Significa«nacida del mar». Cuando nació hubo tres añosconsecutivos de mala pesca, y los aldeanos leempezaron a echar la culpa. Luego, se extendióla leyenda de que tenía poderes y de quepracticaba las artes oscuras. Es cierto que hizocosas en su infancia, seguramente ni ella mismalas recuerda. Igraine no le prestaba demasiadaatención en esa época. Y cuando se enteró, nosupo cómo reaccionar. La dejó en manos de unadama de Ávalon, Nimúe. No quiso tener nadaque ver con su educación. Yo creo que,secretamente, teme a su hija. Y al mismo tiempola envidia, porque tiene el poder que ella siemprehabría deseado para sí misma.

Arturo contempló abstraído el barco en elque, durante tantas jornadas, había compartidotravesía con Gwenn.

—Es una muchacha agradable. Y hermosa—murmuró.

Sir Héctor sonrió con ironía.—Me alegro de que te lo parezca, porque el

destino podría terminar uniéndoos. Quién sabe.

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La mirada escrutadora de Arturo consiguióborrar la sonrisa de sus labios.

—Padre, no soy una pieza más en vuestrotablero de ajedrez. Yo juego mi propia partida —advirtió.

—Lo sé, lo sé —dijo sir Héctor, conciliador—. Y nadie pretende otra cosa. Lo único quedigo es que, si quieres jugar tu partida, quizá elmomento esté más cerca de lo que piensas. Laposición de la reina es débil, las historias sobretu parentesco con Uther corren de boca enboca, y algunos nobles, ahora mismo, estaríandispuestos a apoyar tu causa. La gente estáasustada por el avance de los sajones, quierenalguien que les haga sentir seguros en el trono.Un rey nuevo. Y todo está preparado para lasfiestas de Beltain. ¿Estás preparado tú, Arturo?

—No sé a qué os referís, padre.—A tus derechos sobre Britannia —replicó

sir Héctor con impaciencia—. Si eres hijo deUther, antes o después tendrás que demostrarlo.¿Estás dispuesto a dar la cara cuando llegue lahora? Más vale que lo estés, Arturo, porque en

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esta fiesta podría presentarse tu únicaoportunidad.

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Capítulo 28 Gwenn respiró hondo antes de entrar en el salóndel trono. No tenía por qué ponerse nerviosa:estaba en casa. Tintagel era su hogar, lo habíasido toda su vida. E Igraine, bueno, quizá nofuese la mejor madre del mundo, pero era sumadre, y ella sabía que, a su modo retorcido yun tanto enfermizo, la quería.

¿Por qué, entonces, sentía de pronto aquellaopresión que le atenazaba el pecho y hacía quele costase trabajo respirar? Tenía la sensaciónde estar entrando por su propio pie en una jaulade la que más tarde no podría salir.

Quizá se debía a lo que le había ocurrido aGawain al desembarcar. Seguía sin entender loque había sucedido. Les había preguntado a sus

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damas, pero ninguna parecía saber con exactitudcuáles eran las faltas por las que la reina habíadecidido encarcelar a su sobrino, o, si lo sabían,preferían no revelárselo a la princesa.

Que Gawain hubiese caído en desgracia antela reina hacía que todo pareciese inestable.Desde que ambos eran pequeños, muchos en lacorte daban por sentado que algún día secasarían, y la propia reina había dado alas aaquellos rumores en más de una ocasión.Gwenn nunca había visto a su primo como elhombre al que uniría su vida, pero se habíaacostumbrado a la idea de que siempre estaríaallí para ella. Y ahora, de pronto, lo metían enuna mazmorra como si fuese un enemigo de laCorona. Estaba deseando preguntarle a sumadre qué había detrás de aquella decisión.

La moda había cambiado de un modo sutildurante los meses que había permanecidoausente de la corte; Gwenn se había dadocuenta nada más desembarcar. Los escoteseran un poco menos pronunciados, las mangasse adornaban con cintas y predominaban los

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colores verdes y azules. Gwenn se pasó la manopor la parte delantera de su vestido al tiempoque invocaba la magia del velo paratransformarlo y adaptarlo a los nuevos gustos.Una cinta de plata en cada muñeca, un escotemás alto, un bordado de hiedra en un costado…Cuando entró en el salón, lo hizo con laseguridad de ser una de las mujeres mejorvestidas de todo el castillo.

Se le hizo interminable el camino hasta eltrono. ¿Cuántas reverencias le salieron alencuentro, cuántos besos en la mano tuvo quesoportar? Cada uno de los hombres y mujeresreunidos allí parecía reclamar su momento deatención por parte de la heredera. Estabaacostumbrada a aquello, y maquinalmentesaludaba a todos por su nombre, les hacía unarápida pregunta o les dedicaba una observaciónbreve y halagadora. Pero todo el rato, sus ojosvigilaban de soslayo a la mujer pelirroja que nose había movido del trono y que contemplaba laescena con una gélida sonrisa.

Igraine solo se levantó a saludar a su hija

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cuando la tuvo delante. Se hizo un silenciorespetuoso mientras la reina estrechaba en susbrazos a su única heredera.

—Gwenn…, querida, has perdido peso desdeque saliste de Tintagel. —Fue su comentario debienvenida—. Tendremos que hacer algo paraque lo recuperes. Estar tan delgada no te sientabien.

La única forma de responder a unaafirmación semejante era sonreír. Gwenn losabía, y eso fue lo que hizo. Su madre desplegóa su vez la sonrisa helada que la volvíareconocible en cualquier retrato y, apartándosede Gwenn, se giró dramáticamente hacia loscortesanos.

—He querido esperar a que la princesallegase de Londres para hacer pública unanoticia que llenará vuestros corazones de júbilo:nuestro ejército se ha enfrentado con los sajonesen el monte Badón y ha salido victorioso. Elenemigo, derrotado y diezmado, se ha refugiadoen Witancester. Britannia ha ganado.Celebrémoslo, amigos. No todos los días se

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derrota a un adversario tan bárbaro y salvajecomo el sajón.

Hombres y mujeres estallaron en aplausos yvítores, pero a Gwenn le dio la impresión de quelos rostros no reflejaban genuina alegría. Quizálos cortesanos se daban cuenta de lo queimplicaban realmente las palabras de la reina:Witancester era la ciudad más importante delsector oriental del reino, y si Aellas y sushombres la mantenían ocupada, significaba queaún quedaba guerra para rato.

No obstante, todos eran conscientes de quedebían seguirle el juego a Igraine en aquellapantomima. Las damas se abrazaban, loscaballeros se estrechaban la mano con calor, yvarios nobles de la corte se acercaron a felicitara la propia Gwenn, como si fuese la artífice dela victoria.

Igraine, de nuevo sentada en el trono,observaba la escena con atención, estudiandolas reacciones de cada uno de los presentes.

Cuando consideró que les había dado tiemposuficiente para digerir la noticia, se levantó de

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nuevo.—Amigos míos, agradezco en el alma vuestra

alegría y vuestras muestras de afecto a nuestroshombres, que son también expresiones de lealtada vuestra reina. He querido compartir la noticiacon vosotros en esta hora tan feliz para mí, porla llegada de la princesa. Pero ahora debéisperdonarnos, porque ella y yo tenemos asuntosurgentes que despachar, como sin dudacomprenderéis. El reencuentro de una madrecon su hija es asunto privado, por lo que os pidoque nos dejéis a solas.

Los cortesanos aceptaron la orden consonrisas y obsequiosos asentimientos de cabeza.En grupos más o menos nutridos fueronabandonando el salón, vigilados de cerca por losdos guardianes que custodiaban la puerta.

En cuanto la última de las damas abandonó elsalón, la sonrisa de Igraine se transformó en unamueca de evidente fastidio.

—Al menos podrían aprender a fingir bien, yaque es lo único que se les pide —comentó, sindejar de mirar a la puerta—. Cada vez lo llevo

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peor. Pero ahora los necesitamos más quenunca.

Gwenn la miró sin acabar de entender.—No es una victoria completa si los sajones

conservan Witancester, pero sigue siendo unavictoria, ¿no? —preguntó.

Su madre la miró con una sonrisa divertida.—Debes de ser la única de los que estaban

presentes en la sala que se ha creído mispalabras. Una victoria, sí, una victoria que bienpodríamos llamar una derrota. Los sajones seretiraron y tuvieron muchas bajas, pero nosotrosno salimos mejor parados. Y lo peor… Pelinorestá tan mal, que ya no puede asumir el mandode nuestro ejército. Y hemos perdido a Lot. Nostraicionó. Se puso a las órdenes de Aellas. Viejoestúpido. Ha pagado bien cara su ceguera, y measeguraré de que su hijo pague también.

Gwenn comprendió por fin el motivo de ladetención de Gawain y reaccionó con viveza.

—Él no sabía nada, madre, estoy segura.Tienes que creerme; si Lot nos traicionó, fue almargen de su hijo. Claro, ahora entiendo por qué

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tenía tanto interés en alejarlo de Aquae Suliscuanto antes.

—No seas ingenua. Una traición como esa nose improvisa. Tuvo que haber muchas reunionessecretas, muchas idas y venidas. Gawain debióde darse cuenta de algo, aunque prefiriese hacercomo que no se enteraba.

Gwenn sostuvo la mirada de hielo de Igraine.—Es tu sobrino. El hijo de tu hermana

Morgause. Y sabes que no tuvo nada que ver,porque lo conoces. ¿Qué pretendes?

Igraine se encogió de hombros.—De momento, nada; no sufras por tu

querido primo. Lo mantendré encarcelado hastaque se aclare la situación y sepa con exactitudqué papel ha representado en todo esto. Encualquier caso, la traición de su padre lo hacondenado a una vida de oscuridad. El linaje deLot tiene que ser castigado. De todos modos,tampoco era la mejor opción para ti. Veremoscuál es la mejor cuando llegue el momento.

Gwenn se estremeció. Siempre había sabidoque su matrimonio sería un asunto de Estado,

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pero era algo que prefería no pensar.—¿Pelinor cayó herido en la batalla? —

preguntó, ansiosa por cambiar de tema.—Así es. Aún no sabemos si sobrevivirá. Y si

no hubiese sido por las mujeres guerreras deBroceliande, probablemente el resultado habríasido aún peor. No me gusta nada deberle unfavor a esa chusma. Parece ser que el hijo deUriens, Yvain, también se distinguió en elcombate. Él y ese joven que te escoltó desdeLondres, Lance. Muy brillante, por lo que heoído decir. Al menos ellos salieron vivos de esacarnicería; y cuando se presenten en Tintagel seles recompensará como merecen.

Gwenn asintió, incapaz de decir nada. Noquería que su madre notase el torbellino desentimientos que aquel nombre desataba en suinterior. No quería que aquel torbellino existiera.¿Por qué la aliviaba tanto saber que Lanceestaba vivo? No habría debido importarle. Lanceera historia. Él había elegido abandonarla paraparticipar en aquella absurda batalla. Y ellahabía elegido olvidar.

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—Todo ha sido un desastre por culpa de esemal nacido de Lot. La estupidez de tu tío nos hapuesto en una situación muy difícil, Gwenn. SinLot y sin Pelinor, no tenemos apoyos suficientespara defendernos de los sajones. Y además, estálo de Merlín. Nadie sabe nada de él desde elasedio de Londres.

—¿Crees que ha muerto?—No, no lo creo. Si hubiese muerto, los

sajones se habrían apresurado a hacer correr lanoticia. Sería un golpe muy duro para la moralde Britannia, y ellos lo saben. No, yo creo queestá vivo. Pero algo debe de pasarle para que nohaya enviado ningún mensaje. Me preocupa.Merlín es crucial para mantener el equilibrioentre la Corona y los nobles. Su prestigio nos haayudado mucho en los últimos años y haacallado muchas protestas. No obstante, sin elmago, algunos de los que hasta ahora no seatrevían a alzar la voz empezarán a hacerlo.Habrá quien quiera rebelarse. Necesitamosnuevas alianzas, y las necesitamos rápido. Esemuchacho, Arturo.

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—El hijo de sir Héctor.—Tal vez. O tal vez el hijo de Uther. —

Igraine torció el gesto, como si no pudiesepronunciar el nombre de su esposo muerto sinexhibir su rencor—. El caso es que parece unjoven prometedor. Y muchos nobles apoyan sucausa. Quizá nos sea útil.

Gwenn arqueó las cejas.—¿Útil? Tú lo desterraste. Creía que lo veías

como un enemigo.—Merlín me hizo verlo de otra manera. Es

verdad que podría disputarte el trono, pero demomento no tiene tantos partidarios como parasuponer un problema. Y además, poco importaque el pueblo cante su nombre y le ofrezca lacorona si logramos controlarlo.

La princesa sonrió.—Se nota que no lo conoces. Arturo no es

alguien que se deje controlar.Igraine le clavó sus penetrantes ojos azules.—Todos los hombres se dejan controlar,

Gwenn. Solo hay que saber cómo hacerlo.Espero no tener que enseñarte eso también.

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Mírate al espejo, por los dioses. Eres unabelleza, tienes todo lo necesario para hechizar aun joven como él. Utilízalo. Y además tienesotras cosas. Tienes poder; tienes un don con elvelo, y quizá haya llegado el momento de que louses.

—No sé cómo usarlo —murmuró Gwenn,aturdida por las palabras de su madre.

—Sí sabes. ¿Crees que no me han contado loque hiciste con Mark, ese viejo pirata? Esperoque haya valido la pena, porque es peligrosotenerlo como enemigo. Aún no he decidido quéhacer con Dyenu. Pero a lo que íbamos. Usastetu belleza en aquella playa. Usaste la magia,todos se dieron cuenta. Úsala también conArturo.

—Él no es un campesino que apenas sabe loque puede brindar una buena conexión al velo.Ha viajado, ha visto el mundo, ha vivido con losalquimistas. No se le puede engañar así comoasí.

—Con los alquimistas, ¿eh? Esa es unainformación interesante. Muy bien; si no le

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puedes engañar, no le engañes. En realidad, nonecesitas la magia para seducir a ningúnhombre. El rostro, la figura, quizá delgada enexceso, pero atractiva para ellos, te lo puedoasegurar. Usa todo eso, si no quieres usar lamagia. No me importa cómo lo hagas, perotienes que atraerlo, ganarte su confianza. Intentaaveriguar cómo es; lo que le preocupa, lo quequiere, lo que le inspira. Si sueña con sentarseen el trono pero no es un hombre de acción, notendremos que preocuparnos. Y si de verdadestá dispuesto a actuar, quiero que descubrascuándo y cómo.

—No es tan iluso como para caer en unatrampa tan burda. No funcionará, madre.

—¿Me estás diciendo que no te ves capaz deseducirle? —Igraine se encogió de hombros ysonrió burlonamente—. De acuerdo, si fracasas,entonces tú decidirás qué hacemos con él. De tidependerá que viva o muera porque es a ti aquien quiere arrebatárselo todo, querida. A ti, noa mí.

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Capítulo 29 Gwenn se removió inquieta en su lecho, incapazde conciliar el sueño. La conversación con sumadre la había dejado agotada, y había pensadoque una siesta la ayudaría a recomponerse antesde la cena de bienvenida que Igraine habíaorganizado para aquella misma noche. Sinembargo, la idea de que su primo se estuviesepudriendo en una celda bajo el castillo sin serculpable de nada no cesaba de atormentarla.

Cuando se dio cuenta de que no iba a pegarojo, decidió levantarse y tratar, al menos, dehacer algo.

Sin llamar a sus doncellas, eligió un vestidodiscreto de terciopelo negro y se recogió elcabello con una redecilla de perlas. Así ataviada,

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abandonó sus aposentos y se dirigió a lasescaleras de servicio más cercanas para ir enbusca de Valin, el jefe de la guardia real.

Lo encontró jugando a las cartas en el cuartode relevos, situado en los bajos de la torre norte.Algunos de los soldados que se encontraban conél no reconocieron a la princesa y la miraron condescaro cuando apareció en el umbral de piedrade la húmeda estancia, pero los más veteranosse apresuraron a levantarse y a hacer unareverencia.

—Quiero hablaros a solas, Valin —dijoGwenn—. Si tenéis la bondad deacompañarme…

Valin se levantó de la mesa y, despidiéndosecon una mirada silenciosa de sus compañeros dejuego, siguió a la princesa hasta el patio dearmas.

Gwenn se cercioró de que no hubiese nadiecerca que pudiese escuchar su conversaciónantes de hablar.

—Valin, quiero que me lleves a ver a Gawainlo antes posible —exigió en voz baja—.

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Necesito hablar con él.El capitán de la guardia, que aún conservaba

sus brillantes cabellos negros a pesar de suedad, la miró contrariado.

—Me temo que no puedo acceder a vuestrosdeseos, Alteza. La reina ha prohibido que sirGawain reciba visitas. Nadie puede verlo hastala fiesta de Beltain, en que tendrá lugar el juiciopor las armas.

Gwenn asintió, ocultando la sorpresa queaquella revelación le producía. Su madre lehabía mentido sobre sus planes para Gawain. Enrealidad, ya lo tenía todo orquestado. Un juiciopor las armas. Significaba que no habría unjuicio real. Gawain tendría que defender suinocencia en un torneo. Una buena noticia,teniendo en cuenta que su espada era,probablemente, la más temible del reino.Aunque, por otro lado, le negaba la posibilidadde defender su inocencia con argumentos y delimpiar su honor. Una maniobra muy típica deIgraine.

—Decís que nadie puede ver a Gawain. ¿Ni

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siquiera yo? —preguntó.—Ni siquiera vos. La reina lo dejó bien claro.

Siento tener que negaros esto, mi Señora.Entenderéis que no puedo desobedecer.

Gwenn asintió, esforzándose por ocultar sufrustración. Esperaba que una conversación consu primo le diese argumentos para defender sucausa delante de Igraine. Tenía que existiralguna forma de probar que él no había estadoimplicado en el complot de su padre. Y si alguientenía esas pruebas, debía de ser el propioGawain. Pero si no podía hablar con él, nada ibaa poder averiguar por ese lado. Necesitabaencontrar otra forma.

Una idea repentina iluminó su rostro. Habíaotra forma, claro que la había: Dyenu, elprisionero. Era un mercenario de los sajones, uncomandante de alto nivel que probablementeestaba al tanto de todos los planes del reyAellas, a pesar de su juventud. SeguramenteDyenu conocía todos los detalles de la traiciónde Lot, y lo tenía en sus manos. Quizá él pudieseprobar que Gawain no había tenido nada que ver

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en el complot de su padre. Tendría quepreguntárselo.

Levantó los ojos hacia Valin, que aguardabapaciente a que la princesa le permitieseretirarse.

—¿Recuerdas al muchacho de la cicatriz, miprisionero? —preguntó—. Llévame a verlo, porfavor.

Una expresión de repugnancia distorsionó losrasgos de Valin.

—¿Queréis ver a ese monstruo? Alteza, noos lo recomiendo. Si es por piedad…

—No es por piedad —le interrumpió Gwenn—. Necesito que me dé cierta información. Aesto no te vas a negar, ¿verdad? Es miprisionero, no el de mi madre.

Valin se rascó la cabeza, pensativo.—Tenéis razón —dijo por fin—. Pero os

advierto que es más peligroso de lo que parece.Esta mañana, antes de meterlo en la celda,atacó a uno de mis hombres. ¿Sabéis lo quehizo? Le mordió en la mano. Como una alimaña.Casi se la arranca. No parece humano.

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Gwenn mantuvo la expresión neutra de sucara. No quería que Valin percibiese su miedo.

—Vamos a verlo —insistió—. Ahora. Ytendréis que dejarme a solas con él cuandoestemos abajo.

—En ese caso, lo encadenaré primero. Noquiero correr riesgos.

Valin fue en busca de una antorcha y regresópara guiar a Gwenn hasta las mazmorras.Descendieron por una mohosa escalera decaracol hasta las entrañas de las rocas, donde sehabían excavado las celdas para los prisionerosde Tintagel. La piedra oscura de los murosrezumaba humedad. Gwenn lamentó no habersepuesto una capa de lana, porque en aquel lugarel frío se te metía en los huesos.

La celda de Dyenu era una de las máspequeñas, al fondo de un corredor sin antorchas.La mayoría de los presos no reaccionaban al oírlos pasos en el corredor, pero un par de ellosprorrumpieron en gemidos y súplicas.

Cuando la puerta de la mazmorra se abrió,Dyenu, que estaba acostado en el suelo, se

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incorporó con brusquedad. Acostumbrado a laausencia de luz, tuvo que cerrar los ojos ante elresplandor de la antorcha.

Valin aprovechó aquel primer momento dedesconcierto para aferrarlo por los hombros yarrastrarlo hacia el lugar del muro donde pendíauna cadena. Después de ajustársela a un tobillo,se apartó de él como si estuviese apestado.

—No os acerquéis tanto como para quepueda tocaros —le susurró a la princesa—. Osdejo la antorcha y la llave de la celda. Al salir,diez pasos a la derecha, encontraréis unacampana. Tocad cuando hayáis terminado.

La princesa asintió y se quedó mirando alviejo capitán mientras este se retiraba, dejandola verja de la celda entornada. Solo entonceshizo el esfuerzo de mirar a la cara a Dyenu.

Los golpes que había recibido en el barcohabían dejado sus párpados hinchados,desfigurándolo aún más. Pero lo peor, sin duda,seguía siendo la cicatriz, que emborronaba susrasgos hasta volverlos inhumanos.

Sus ojos, sin embargo, conservaban aquella

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luz que Gwenn ya había percibido en elcamarote de Mark. Había tanta vida y fuerza enellos que parecía imposible que perteneciesen aaquel cuerpo roto.

—¿Estás mejor? ¿Tienes menos dolores? —le preguntó.

El muchacho la miró largo rato en silencio conaquella sonrisa que realmente no lo era.

—Vuestro médico hizo un buen trabajoconmigo —dijo, mostrando uno de sus brazosvendados—. Yo diría que mis huesos serecompondrán. Justo a tiempo para que vuestrostorturadores me los rompan de nuevo.

Tenía una voz serena, que transmitíaseguridad, incluso confianza, a pesar de la ironíade su respuesta. ¿Cómo era posible que alguienen sus circunstancias fuese capaz de hablar así?

—Nadie va a romperte ningún hueso si medices la verdad —contestó Gwenn—. Tienes mipalabra.

—No ofrezcáis lo que no está en vuestramano cumplir. Si os cuento la verdad, querréistorturarme con vuestras propias manos,

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princesa.Gwenn se estremeció sin poderlo evitar. La

calma de aquella voz hacía que sus palabrassonasen aún más terribles.

Decidió ir al grano para no prolongar aquellavisita más de lo imprescindible.

—Lo que quiero saber es si mi primo Gawainestaba al tanto o no de los planes de su padrepara traicionarnos y unirse a los sajones. Túestabas cerca de Aellas, seguramente puedesdarme una respuesta.

Pensó que el muchacho iba a hacerse derogar. Sin embargo, contestó con prontitud.

—Puedo —aseguró—. Gawain no podíaconocer los planes de Lot, porque su padredecidió cambiar de bando cuando ya habíacomenzado la batalla. Fue Morgause, su esposa,quien le convenció. Ella estaba segura de quelos sajones iban a ganar, incluso afirmó quehabía tenido una revelación. Su plan eraaprovechar la victoria sajona para, acto seguido,marchar con su ejército sobre Tintagel y exigir ala reina que abdicase en vuestro favor.

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Gwenn lo miró sin comprender.—¿Quería hacerme reina a mí? ¿Mi tía

Morgause?—Sí. Quizá el mismo día de vuestra boda con

Gawain. De esa manera su hijo se convertiría enrey. Lo que tuviese pensado para vos despuésde eso, lo desconozco.

—Entonces, Gawain formaba parte de suplan.

—Sí, pero sin saberlo —afirmó Dyenu con unbrillo de diversión en la mirada—. Escompletamente inocente. Sé lo que vais adecirme: que necesitaríais pruebas. Puedoofrecéroslas.

—¿De verdad? Dyenu, si eso es así, teprometo que sabré ser generosa. Ayúdame aexculpar a Gawain y me encargaré de que nadiete haga daño. Soy la heredera del trono: miprotección puede resultar muy valiosa.

—No quiero vuestra protección. Quiero otracosa.

Gwenn vio que el muchacho rebuscaba entresus harapos hasta extraer algo que le tendió.

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—Quiero que os toméis esto. Tomadlo y osdaré las pruebas que necesitáis.

Olvidando las advertencias de Valin, Gwennalargó la mano y cogió entre sus dedos eldiminuto objeto que Dyenu le ofrecía.

Gwenn alzó la antorcha en la otra mano paraver mejor lo que el muchacho le había dado.Era, verdaderamente, muy pequeño, y por laforma de su talla parecía un diamante. Undiamante negro con un brillo extraño en susmúltiples caras.

—Es una gema para una libación —explicóDyenu.

—Nunca había visto ninguna igual —dijo laprincesa sin dejar de examinarla.

—Ni la veréis. No existe otra igual. Y yo laestoy poniendo en vuestras manos. Todo lo queos pido es que os la toméis.

Gwenn alzó los ojos hacia el muchacho.—¿Para qué?—Para saber la verdad. Conectaos a

Britannia a través del diamante negro ydescubriréis lo que jamás imaginasteis. ¿Qué

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ocurre, os da miedo? No parecéis muyconvencida.

—¿Por qué iba a creerte? Esto podría ser unveneno. Podría matarme. ¿De verdad me creestan ingenua como para confiar en ti?

Dyenu se encogió de hombros.—Es vuestra elección, no la mía. Y la

entiendo, no creáis que no. La verdad puede serinsoportable. Hace falta mucha fuerza paraencararla.

—No temo la verdad. Temo tus mentiras. Esdecir, las temería si me viese forzada a dejarmeguiar por ellas, pero ese no es el caso. Nointentes hacerme daño, Dyenu. Puedo ofrecertealgo mucho mejor que tragarme esta gema acambio de tu colaboración. Incluso podríaayudarte a escapar.

—El diamante negro —insistió Dyenu sinperder la serenidad—. No quiero otra cosa.Tomáoslo y os ayudaré a salvar a Gawain.Tenéis mi palabra.

Gwenn sonrió con escepticismo.—Tu palabra. La palabra de un mercenario

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sin escrúpulos. ¿Qué valor puede tener?En la mirada de Dyenu algo se oscureció.—Más del que podéis imaginar. No lo

entendéis, por lo que veo. Claro, para alguienque se ha criado en la corrupción de la corte esimposible entenderlo. La verdad lo es todo paramí, Alteza. Es mi pasión, mi credo.

La sonrisa deforme de sus labios hacía quepareciese estar de broma, pero Gwenn se diocuenta de que hablaba en serio.

Indecisa, miró la gema. ¿Qué ocurriría si se latomaba? Si Dyenu no mentía, descubriríaaspectos de Britannia que hasta entoncesignoraba. La verdad, como él decía.

Recordó todo lo que Arturo le había contadosobre el pasado de Britannia, sobre suantigüedad, mucho mayor de lo que la gentecreía. Lo había admirado por eso. El saber y lainformación se traducían en poder, a fin decuentas. Los sabios siempre pueden utilizar susuperioridad sobre los ignorantes. Merlín lo sabíabien. El saber era la fuente de su prestigio, y elmago era consciente de ello.

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Sus ojos volvieron a deslizarse hacia el rostrodesfigurado de Dyenu. Se obligó a recordar lastruculentas historias que se contaban sobre sucrueldad. Quizá fuesen exageradas, pero detrásde tantos rumores debía de haber algo de cierto.Si era así, se encontraba ante un monstruo. Nopodía fiarse de él.

Le tendió el diamante negro, aunque él retirólas manos para no cogerlo.

—Haz lo que quieras, Dyenu —le dijo—. Silo que me has dicho sobre Gawain es cierto,encontraré la forma de probarlo, aunque tú nome ayudes.

—No, no la encontraréis. Al menos, no atiempo para evitar el juicio por las armas en lafiesta de Beltain.

—¿También sabes eso? —preguntó laprincesa, sorprendida—. En ese caso, debessaber que Gawain tiene todas las de ganar. Nosé a quién pensará elegir mi madre como sucampeón, pero sea quien sea, apuesto a queGawain lo supera con la espada. Ningúncaballero en Britannia puede hacerle sombra.

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—Os equivocáis. Hay uno que sí, y vos loconocéis bien. En estos momentos se dirigehacia aquí para ser recompensado por su valordurante la batalla del monte Badón. No memiréis así: tengo mis fuentes. Sé de lo que hablo.

—Te refieres a Yvain, el hijo de Uriens…—No, me refiero a Lance, el mercenario, el

mentiroso, el traidor. Vuestro amigo y el mío.Gwenn tragó saliva. No iba a preguntarle a

Dyenu qué significaban aquellas palabras. Noquería saberlo, no en ese momento.

En su mente se proyectó un duelo imaginarioentre Lance y Gawain. Ya se habían enfrentadouna vez en Aquae Sulis, y Lance había ganado.

Cerró los ojos y trató de borrar aquella visiónde su mente. Tenía que evitar que aquel duelo secelebrase. Un juicio por las armas implicaba uncombate a muerte. Y no quería que ninguno delos dos muriese: ni su primo ni Lance.

Cuando abrió los ojos de nuevo, se encontrócon la mirada reflexiva y serena de Dyenu. Eraun monstruo; ni siquiera trataba de negarlo. Perolo que había dicho acerca de su pasión por la

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verdad sonaba sincero.—Me llevo el diamante —dijo—. Pero eso no

significa que vaya a tomarlo.Dyenu asintió, y a Gwenn le pareció que, por

un instante, su sonrisa deforme se volvía algomás humana.

—Confío en vos. —Fue su respuesta—. Encuanto os atreváis a dar el paso y probar lamagia del diamante, yo os daré la prueba quenecesitáis para salvar a Gawain.

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Capítulo 30 —La princesa ha venido a verte. Padre la hahecho pasar al salón de recepciones.

Arturo levantó los ojos del libro que estabaleyendo y miró a su hermano Kay conperplejidad.

—¿La princesa Gwenn está aquí? Dile quesuba.

Toda la musculatura de Kay, ya de por síbastante desarrollada, se puso en tensión,haciéndole parecer aún más grande y corpulentode lo que era.

—¿Me has tomado por tu criado? Es unaprincesa, cretino. No puedes hacer que subaaquí.

Arturo le sostuvo la mirada. No iba a dejarse

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amedrentar por Kay como cuando era niño.—A Gwenn le gusta leer, no es como tú. Le

encantará esta biblioteca. Dile que suba.—¿Ahora la llamas por su nombre de pila?

Por menos que eso, la reina Igraine ha hechodecapitar a más de uno. Nunca dejarás de serun aldeano sin modales, por mucho que hayasviajado por el mundo. Y no pienso…

Kay se interrumpió al ver a su padre en elumbral, mirándolo con severidad.

—Contrólate —ordenó—. Tus voces se oyendesde abajo. Yo mismo le diré a la princesa quesuba —añadió desviando la mirada hacia Arturo—. Supongo que necesitáis un poco deintimidad.

A Arturo no le gustó la sonrisa turbia de Kayal oír aquello; y tampoco la expresión burlona delrostro de sir Héctor. Pero Gwenn lo estabaesperando; no era el momento de iniciar unadiscusión.

Aguardó impaciente a que ella subieramientras atizaba con una tenaza de hierro losrescoldos semiapagados de la chimenea.

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Cuando la vio aparecer, le sorprendió la sencillezde su vestido. Por lo visto, Gwenn habíaolvidado usar la magia del velo paratransformarlo en una prenda llamativa y única.

Nada más entrar, se dirigió a él y, abriendo lamano, le mostró una gema negra tallada comoun diamante.

—¿Has visto algo así alguna vez? —lepreguntó.

Había olvidado el trato de cortesía, y eso hizoque Arturo la sintiese más cercana que nunca.

—No he visto una gema como esa en mivida. ¿De dónde la has sacado?

Era consciente de que él también estabaabandonando el tratamiento que le debía a unaprincesa; pero se dijo que era el momento dehacerlo, ya que ella había tomado, tal vez sindarse cuenta, la iniciativa.

—Me la ha dado Dyenu —contestó Gwenn—. Solo si me la tomo accederá a darme laspruebas que necesito para exculpar a Gawainante mi madre.

—No puedes fiarte de Dyenu —replicó él

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rápidamente—. ¿De verdad piensas quecumpliría su palabra?

—No lo sé. Pero al menos querría intentarque la cumpliera. ¿Qué puede ser esta gema,Arturo? Tú has vivido con los alquimistas.¿Cómo puede ser que no la conozcas?

—Probablemente no la conozco porque no esuna verdadera gema de libaciones, sino unacápsula con veneno o algo así. Si quieres,podemos intentar romperla, a ver qué contiene.

—¡De esa manera la destruiríamos! ¿Nosientes curiosidad por saber qué efectos tiene, sirealmente funciona?

Arturo tomó la gema de la palma de Gwenn yla sostuvo entre el índice y el pulgar para mirarlade cerca.

—La verdad es que sí —admitió—. Si setrata de una falsificación, está muy bien hecha.¿Qué te dijo Dyenu sobre ella?

—Solo que me revelaría la verdad. Y tambiénme dijo que, cuando supiese la verdad, desearíatorturarle. No sé, le gusta jugar con las palabras.¿Crees que es auténtica?

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—Solo hay una forma de saberlo. Vamos aver a Geoffrey —decidió Arturo.

Gwenn lo miró asombrada.—¿Geoffrey de Monmouth, el viejo erudito de

la torre en ruinas? Creí que su especialidad erala Historia.

—Lo es. No hay nadie en el mundo que sepamás que él acerca de la Historia del Imperio yde Britannia. Pero también sabe de otras cosas;entre ellas, de alquimia. Ven, conozco unaentrada a su torre por la parte de atrás de lamuralla. Yo iba mucho allí de niño, antes deldestierro. Era mi refugio, pasaba más tiempocon él que en mi casa. Y me tiene afecto; nosdará la información que le pidamos.

Gwenn aceptó de inmediato su plan, y enpocos minutos se encontraban en el callejón alque daba la parte trasera de su casa. Estabacasi seguro de que sir Héctor no había puesto anadie a vigilarlos. Era evidente que habíatomado la visita de Gwenn por una especie decita amorosa, y no juzgaba necesario controlarlos detalles de una visita así.

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Caminaron por el empedrado desigual de lasviejas calles de la ciudad hasta la parte orientalde la muralla. Gwenn se protegía el rostro con laamplia capucha de su capa, y en cuanto a él,llevaba el suficiente tiempo ausente de Tintagelcomo para que nadie lo reconociera. En todocaso, el sol estaba a punto de ponerse, y a esahora la mayor parte de la gente se encontrabaya en casa, atareada en los preparativos de lacena.

A pesar de los años que habían transcurrido,la puerta oculta tras una enredadera que Arturosolía usar de pequeño para colarse en la torrepermanecía abierta. Una vez en el interior,tuvieron que subir casi a tientas la empinadaescalera de caracol. Arturo dejó que Gwenn leprecediera. De repente, le asaltó el temor deencontrarse al viejo sabio muerto en cualquierrincón de su pintoresca morada. Geoffrey podíapasarse semanas sin salir de la torre. A nadie lehabría extrañado su ausencia.

Por fortuna no tardó en comprobar que sustemores eran infundados. Antes de que

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terminasen de subir la escalera vieron al ancianoasomado al último peldaño con una antorcha enla mano.

—¿Quién eres tú? —le espetó a la princesa—. ¿Y por qué te cuelas en mi casa sin habersido invitada?

—Geoffrey, es la princesa Gwenn, la hija delduque Gorlois, ¿recuerdas?

—Arturo…, ¿eres tú? Muchacho, ¡creí quenunca volvería a verte!

Ignorando a Gwenn, Geoffrey esperó a queArturo terminase de subir para envolverlo en untorpe abrazo.

—Pero ¿de verdad eres tú? ¡Cuánto hascrecido! Claro, tanto tiempo. Espero que lohayas aprovechado bien. ¡Me tienes que contar!

—Te lo contaré todo, Geoffrey, pero ahoranecesito que nos hagas un favor. La princesatiene algo que quiere mostrarte. Vamos a unlugar donde haya más luz. ¿Sigue en pie tu viejolaboratorio?

Geoffrey le dedicó a Gwenn una mirada llenade desconfianza.

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—Si ella se atreve a subir… Todo está comosiempre.

Arturo observó con disimulo el rostromaravillado de la princesa mientras atravesabanla biblioteca circular del erudito. Los librosdesbordaban las estanterías y se apilaban enfantásticas torres multicolores sobre el suelo demadera. Por encima de ellos, como siempre, seamontonaban toda clase de objetosextravagantes: caracolas, globos terráqueos,mariposas disecadas o esqueletos de animalesextinguidos. Geoffrey lo coleccionaba todo,porque todo le interesaba.

Para llegar al laboratorio había que accederpor una escalera de mano semipodrida. Elanciano se encaramó a ella con una agilidadsorprendente. Arturo miró a Gwenn dubitativo.No sabía si ella estaría dispuesta a subir por allí.Pero antes de que pudiese ofrecerse a ayudarla,la vio trepar hacia arriba por los peldaños.

No pudo evitar sonreír. ¡Lo que habría dichola reina Igraine si hubiese visto a su hija meterseen aquella buhardilla polvorienta!

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El laboratorio de Geoffrey estabaexactamente igual que lo recordaba: siempreardían en él varios fuegos cuyas llamas diferíansutilmente en color, según los ingredientesañadidos a cada uno; y sobre ellos hervíandistintas pociones que llenaban el aire de sonidoscon su constante borboteo. De las vigas deltecho colgaban hatillos de plantas secas queimpregnaban con su olor toda la estancia, ytambién algunos modelos de máquinas aladas,extraños como fragmentos de una visión.

Geoffrey los invitó a sentarse sobre unoscojines en un rincón protegido por un toldo desucio raso blanco y rosado.

—Es mi refugio. Donde me siento a meditar ya tomar mis infusiones —explicó—. Bueno,decidme: ¿qué es eso tan importante que laprincesa quiere mostrarme?

Gwenn extrajo del bolsillo el diamante negro yse lo tendió a Geoffrey. Por la expresión delviejo, Arturo se dio cuenta de que no era laprimera vez que veía una gema así. Sonrió comosi la reconociera, con una mezcla de sorpresa y

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alegría.—¡No creí que quedase ninguna de estas!

¿Dónde la has conseguido?—Un prisionero me la dio —contestó Gwenn

—. Entonces, ¿es una auténtica gema delibaciones?

Geoffrey hizo girar la piedra negra entre susdedos.

—¿Una gema? Es la madre de todas lasgemas. Una de las primeras. Espera…, te voy aenseñar algo que te va a gustar. Arturo, acercaesa lámpara. Por ahí, en el mostrador, tiene quehaber una lupa. Tráela también. Ya veréis.

Geoffrey situó el diamante negro muy cercade la lámpara de aceite, y sobre él, con la otramano, sostuvo la lupa.

—Mira, princesa. Sabes lo que es, ¿supongo?Gwenn miró un instante y ahogó una

exclamación de asombro. Apartó los ojos paraclavarlos en Geoffrey. Lleno de curiosidad,Arturo miró a su vez.

Dentro de la gema, un holograma de exquisitafactura representaba el escudo del duque

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Gorlois, con su torre en el medio y los dosdragones a ambos lados, uno rojo y otro blanco.Parecía imposible que una imagen tan perfectapudiese caber en una piedra tan diminuta.

—El emblema de tu padre, muchacha —dijoGeoffrey, sonriendo complacido ante la reacciónde la princesa—. Eso significa que la gema esauténtica. Nunca olvidaré la noche en que probéuna de esas. La primera noche de existencia deBritannia.

Arturo y Gwenn intercambiaron una mirada.—¿Por qué nunca hemos visto ninguna gema

como esa? —preguntó Gwenn.Geoffrey sonrió con melancolía.—¿Cómo ibais a verla? Solo se usaron

aquella noche, la noche de la fiesta. Fue en elantiguo castillo de Gorlois, ya sabéis, allá en laisla. ¿Has estado alguna vez? —preguntó,dirigiéndose a Gwenn.

—No desde que enterraron allí a Uther yerigieron el santuario. Nadie puede entrar si noes para custodiar la tumba.

—Nadie puede entrar porque el puente está

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en ruinas —observó Arturo—. Solo se puedellegar en barco, y los cofrades del santuariotienen que nadar hasta la orilla, porque en la islano hay ningún puerto seguro.

—Sí, sí. Todo ha cambiado mucho —dijoGeoffrey acariciándose la barbilla con aireausente—. La isla, en otros tiempos, solía ser elcorazón de Tintagel. No os podéis imaginarcómo resplandecía el castillo el día de la fiesta.Nunca he visto tantas antorchas juntas. Parecíaimposible superar aquello. Pero luego, cuandohicimos la libación…, el gran salón se iluminócomo si fuese de día. Los vestidos de las damas,¡qué colores! Yo nunca he vuelto a ver coloresasí.

—¿Y por qué después se cambiaron lasgemas? —quiso saber Gwenn.

—Porque Britannia cambió. Aquello fue unaprueba, la versión beta del velo.

—Hablas como un alquimista —dijo Arturo—. Lo que quiere decir es que se trataba de unaversión primitiva de Britannia, menos perfectaque la versión final —aclaró mirando a Gwenn.

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—Menos perfecta, tal vez. Diferente, en todocaso. Uther y Gorlois utilizaron la experiencia deaquella noche para afinar los últimos detalles ycorregir errores. Se detectaron muchos enaquellas horas. Aún no habían fijado elprotocolo.

—Pero entonces, si me tomase esta gema, nopasaría nada, porque esa Britannia que invocabaya no existe, ¿no? —preguntó Gwenn.

Geoffrey la miró con la cabeza ladeada.—Justamente ahí está lo raro, jovencita. No

debería existir, pero existe. El propio Merlín melo contó. Creo que quería que yo lo supiese. Quelo consignase en mis libros, aunque la historiacompleta de Britannia aún no ha sido escrita, yno es tarea para un viejo erudito como yo.

—¿Todavía existe? —repitió Arturo, perplejo—. Pero entonces, ¡eso significa que hay dosBritannias!

—En realidad, no. La versión beta del velo seoculta dentro de la actual, dormida. No sé porqué no la destruyeron, por qué decidieronconservarla en el corazón de la Britannia actual.

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Le pregunté a Merlín, pero me dio una respuestaabsurda: motivos sentimentales. Conociendo aUther, no le doy el menor crédito.

—Entonces, si esa Britannia existe dentro dela nuestra, yo podría conectarme a ella ahoramismo, ¿verdad? —insistió Gwenn—. Solotendría que tomarme esa gema.

Geoffrey meneó la cabeza, dubitativo.—No sé, no creo que sea tan fácil. El alcance

de aquella versión no era, ni mucho menos, tanamplio como el de la nuestra. Es muy probableque no cubriese más allá del territorio de la isla.

—O sea, que habría que ir a la isla y tomarseallí el diamante negro para que surtiese efecto—dedujo Arturo.

—Eso creo, sí —confirmó el anciano—. Sí,es muy probable que pueda hacerse. Y seríamuy interesante. Quién sabe lo que se podríauno encontrar.

—La verdad —dijo Gwenn pensativa—.Dyenu me dijo que eso es lo que encontraré sime tomo la gema: la verdad. Y si el día en quese utilizaron esas gemas fue el que decís… Mi

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padre murió al día siguiente de la presentaciónde Britannia. Murió de un ataque al corazón;pero mi madre siempre ha sostenido que eseataque se debió a una discusión con Merlín. Talvez sea esa la verdad a la que se refiere Dyenu.

Sus ojos claros se encontraron una vez máscon los de Arturo. Estaba pensando muy enserio en hacer la libación del diamante negro.

—No, Gwenn. —Sin importarle la presenciade Geoffrey, Arturo le cogió una mano entre lassuyas y se la apretó con suavidad—. No vas atomarte esa gema.

—Es mi decisión, no la tuya —protestó ella.—Es tu decisión, de acuerdo. Pero al menos

tienes que prometerme una cosa. Por todo loque hemos compartido en el viaje desde AquaeSulis, por haberte traído aquí. Tienes queprometerme que confiarás en mí, y que no tetomarás el diamante negro sin hablar antesconmigo.

—Quieres que te consulte. Que te avise.Para impedirme que me lo tome…

—O para estar a tu lado cuando decidas

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hacerlo.Ignorando a Geoffrey, Arturo se dejó llevar

por el impulso de acariciarle el pelo a laprincesa, sujetándoselo por detrás de la oreja.

—Dime que sí. Dime que harás lo que te pido—exigió en voz baja.

Ella bajó los ojos, y sus mejillas se colorearonde un leve tinte rosado.

—Haré lo que me pides —murmuró—. Sí, loharé.

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Capítulo 31 Antes de llegar a Tintagel, Lance detuvo sucaballo para contemplar las hogueras que ardíanen las cimas de los acantilados que rodeaban laciudad. Era la víspera de Beltain, y el rumor dela música y los bailes llegaba, lejano como unsueño, a sus oídos.

Recordó el ritual de las ataduras, que en sualdea siempre se celebraba esa noche. Era unaespecie de ceremonia de boda arcaica en la queun hombre y una mujer ataban juntas sus manospara simbolizar el amor que existía entre ellos.Después, saltaban sobre el fuego y quedabanunidos para siempre ante los dioses.

Sin saber por qué, se imaginó a Gwenn frentea él, sus manos pequeñas y frágiles atadas a las

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de él. Un agradable estremecimiento le erizó lapiel.

Se obligó a volver a la realidad. La princesano estaba a su alcance; quizá ni siquiera volviesea tener la oportunidad de hablarle. Lo que habíapasado entre ellos solo podía explicarse por lascircunstancias tan especiales que habíancompartido: la tensión de la huida de Londres, elextremo cansancio, la intimidad forzada durantejornadas y jornadas, de día y de noche, lasensación constante de peligro.

Gwenn se había aferrado a él entoncesporque no tenía a nadie más. Y él, después,había hecho todo lo posible por alejarse. Noquería que ella le hiriese. Por eso se le habíaadelantado, convencido de que era también lomejor para Gwenn, de que se estabasacrificando por ella. Al fin y al cabo, entre losdos nunca habría un ritual de las ataduras.Gwenn era una princesa; él, un antiguomercenario sin nombre ni linaje. Y algo le decíaque con Gwenn la única posibilidad era todo onada. Todo jamás sería posible, así que su única

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opción consistía en separarse y en olvidar lo quesentían. Tenía que ponérselo fácil. Al menos,podía hacer eso por la princesa.

Le había parecido sencillo de cumplir enAquae Sulis, y también más tarde, durante labatalla, cuando en más de una ocasión llegó acreer que su tiempo se había terminado. Sinembargo, mantener su decisión en Tintagel, tancerca de Gwenn, le iba a resultar muy difícil.Aunque ella no le hablase, aunque hubieseolvidado lo ocurrido en el bosque deBroceliande, ¡deseaba tanto verla! Nonecesitaba que le dirigiese la palabra. Lebastaría con tenerla cerca, con podercontemplarla a placer mientras iba y venía antelos cortesanos, cumpliendo sus deberes deheredera.

Cuando llegó al castillo, le costó trabajo que ledejasen pasar. Nadie lo conocía, y en tiempos deguerra, un extraño armado suscitabasuspicacias. Los guardias de la puertadesconfiaban de su acento oriental y del hechode que, a pesar de su espléndido caballo y su

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lujosa armadura, viajase sin escudero.Se hallaba en plena discusión con ellos,

cuando un anciano ataviado ricamente se acercóal portón. En cuanto vio a Lance, lo saludó conuna profunda reverencia.

—Estúpidos, ¿estáis importunando a estecaballero al que todos esperábamos? Se trata desir Lance, el héroe de la batalla del monteBadón. Dejad el caballo a estos hombres, ellosse harán cargo de llevarlo a las cuadras. Soy sirErwen de Lenleiyth, ayuda de cámara de lareina. Acompañadme, os lo ruego. Su Majestadestá ansiosa por recibiros.

Lance se miró la capa de lana, grisácea depolvo.

—Quizá debería cambiarme antes depresentarme ante Su Majestad…

La mirada escandalizada de sir Erwen le hizodejar la frase sin terminar.

—A una reina no se le hace esperar —dijo elcaballero con enfática solemnidad—. Ya os hedicho que Su Majestad está impaciente. Venidconmigo.

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Sin atreverse a protestar, Lance siguió a sirErwen a través de patios, escaleras ycorredores hasta llegar a lo que parecía ser laparte noble del castillo de Tintagel. Mientrascaminaba detrás del ayuda de cámara, no dejabade pensar que se encontraba en el hogar deGwenn, y que ella podía aparecer en cualquiermomento. Enrojecía solo de imaginar esaposibilidad. ¿Qué iba a decirle? Ni siquiera sabíasi Gwenn le dirigiría la palabra. Estaba tanfuriosa con él cuando partió de Aquae Sulis.

La reina lo estaba esperando en un salónrectangular cuyos amplios ventanales seadornaban con vidrieras. Quizá se debiese alinflujo de Britannia, pero lo cierto era que la luzfiltrada a través de aquellos cristales de colorescreaba alrededor de la reina un ambientemágico.

Igraine estaba sentada en un alto sillón demadera y brocado, con un bastidor entre lasmanos. Lo arrojó a un lado en cuanto lo vioentrar, y una joven doncella que cosía a sus piesse apresuró a recogerlo.

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La reina se detuvo ante Lance a un par depasos de distancia. Llevaba un vestido blancoresplandeciente, bordado con hilos de sedaverde, y quizá por efecto del velo, su rostropálido y sonrosado parecía mucho más joven delo que realmente era.

Cuando Igraine sonrió, Arturo sintió unapunzada de nostalgia. A pesar de que Gwenn nose parecía mucho a su madre, la forma de suslabios al sonreír era casi idéntica.

—El valiente sir Lance. Ya temía que nollegaseis a tiempo —dijo, en respuesta a lareverencia del joven—. Me alegra comprobarque lleváis puesta la armadura que os envié,junto con el caballo. Sabía que pasaríais por laposada del Cuervo antes o después. Todo elmundo tiene que pasar por allí. Especialmenteahora, que vuelve a haber movimiento por loscaminos terrestres gracias a la retirada de lossajones.

—Retirada temporal, Majestad —se atrevió apuntualizar Lance—. Están recuperándose desus pérdidas, acuartelados en Witancester. Pero

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no podemos confiarnos. Es probable que recibanrefuerzos del Continente en las próximassemanas.

—Decid meses, más bien. Eso nos darátiempo a nosotros también para recomponernos.No soy una ilusa, sir Lance. Sé lo que pasórealmente en esa estúpida batalla. Perodebemos seguir adelante, y, sobre todo, pase loque pase, no dar muestras de debilidad. Por esoos necesito tanto en este día, amigo mío.Mañana se celebra el juicio por las armas de sirGawain. Se le juzga por complicidad en latraición de su padre, el rey de Lothian.

—¿Se ha demostrado su culpabilidad? —preguntó Lance, sorprendido.

Durante el escaso tiempo que había tratado aGawain, había llegado a conocerle un poco, yhasta entonces había estado convencido de queél no había tenido parte en la traición del rey deLothian. Su relación con su padre era tirante, ypor lo que él había podido observar, no existíaauténtica confianza entre los dos.

A la reina, sin embargo, no pareció hacerle

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gracia que se cuestionase su decisión respecto asu sobrino.

—Tenemos nuestras fuentes para saber si eso no culpable. Y hemos sido más que generososconcediéndole la posibilidad de un juicio por lasarmas. Pero necesito un campeón a su altura, omejor que él. Sé que le vencisteis en AquaeSulis. Vos, sir Lance, seréis mi campeón.

Lance tuvo buen cuidado de no desviar lamirada de la reina. Había oído hablar de sucarácter caprichoso y de sus explosiones deviolencia. Era consciente de que no podíanegarse a lo que le pedía.

Pero batirse a muerte con Gawain… La ideale producía una invencible repugnancia. Noquería matar a aquel joven caballero. Lorespetaba. Estaba convencido de que no habíatenido nada que ver en los tejemanejes de supadre. Y aun así, iba a tener que matarlo siquería sobrevivir.

—Todo está dispuesto para vuestro descansohasta la hora del torneo —dijo la reinacomplacida por el silencio del caballero, que

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interpretó como aquiescencia—. Creo quevuestros aposentos no os defraudarán. Estanoche, celebraremos en palacio un banquete envuestro honor. Y si necesitáis algo en estashoras previas al combate, cualquier cosa: vino,entretenimiento, compañía, no tenéis más quepedirlo. He dado órdenes para que se satisfagantodos vuestros deseos.

Lance se inclinó levemente para mostrar sugratitud. Todavía no se sentía capaz de decirnada. Igraine debía de haber notado su escasoentusiasmo ante el papel que le había asignado,pero no estaba dispuesta a concederle la menorimportancia.

—Necesitáis descansar —afirmó, y ensanchósu sonrisa, lo que hizo que Lance percibiese porprimera vez las finas arrugas que rodeaban suslabios—. Sir Erwen os acompañará a vuestrahabitación. Os esperamos esta noche en lafiesta. Vestíos con esmero. En vuestrosaposentos encontraréis gemas de la mejorcalidad para vuestras libaciones. Quiero queesta noche brilléis como el héroe de la batalla

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del monte Badón y como el campeón elegido porla reina.

Lance murmuró unas palabras de gratitud queni a él mismo le sonaron convincentes antes dedespedirse. Después, siguió a sir Erwen hastalas habitaciones que le habían asignado. Elayuda de cámara de la reina se encargó de abriry entró delante de él, pero algo le hizoretroceder un paso y quedarse como petrificadoen el umbral.

—Alteza —le oyó balbucear Lance—.Perdonad, no sabía…

—Tranquilo, Erwen —contestó la voz deGwenn desde el interior—. Solo necesito hablara solas con sir Lance unos minutos. Podéisesperarme al final del corredor, para asegurarosde que os digo la verdad. Y lo que sí os debopedir es que no informéis de esto a mi madre: nolo aprobaría.

—Como deseéis, Alteza.Sir Erwen dio media vuelta y, sin mirar a

Lance, caminó lentamente hacia las escalerasque había al final del pasillo.

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Lance dudó un momento antes de entrar en laestancia. Iba a verla. Después de soñar tantasnoches con Gwenn, iba a hablar con ella. ¡Asolas!

Avanzó unos pasos hacia el centro de laluminosa habitación. Gwenn estaba en pie deespaldas a la ventana, mirándolo.

La encontró más delgada que a su salida deAquae Sulis. Por alguna razón, había elegidomostrar sus ojeras, en lugar de ocultarlas con lamagia del velo.

Lance creyó por un instante que ella iba a ir asu encuentro, que le estrecharía las manos. Almenos, esperaba una sonrisa. Pero en lugar deeso, la princesa se quedó rígida donde estaba,sin la más mínima expresión de alegría en surostro cansado.

—Espero que sepáis perdonar mi indiscreción—dijo. Lance se sobresaltó al oír una vez más eltimbre de su voz, que tantas veces habíaintentado reproducir en su mente—. No osimportunaría si no fuese porque necesito pedirosalgo. Suplicaros, más bien. Por favor, os lo

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ruego, no combatáis con Gawain. No aceptéisser el campeón de la reina contra él.

—Ya he aceptado —replicó Lance con unnudo en la garganta—. No puedo echarme atrásahora.

—¿Por qué no? —estalló Gwenn, mirándolocon fiereza—. ¿Acaso porque comprometeríaisvuestro honor? Siempre será mejor eso quemorir o que matar a un hombre inocente.

Al ver que Lance no reaccionaba ni decíanada, Gwenn decidió cambiar de táctica. Se leacercó, y él pudo ver las lágrimas en sus ojos.Le tendió las dos manos. Él, instintivamente, lasaferró con las suyas.

—Lance, por favor, te lo suplico; es mi primo.Tú sabes que no tiene nada que ver con lo quehizo su padre. Todo el que lo conoce bien losabe, incluso mi madre, aunque parece que ellaquiere aprovechar la oportunidad para quitárselode en medio. Es injusto y cruel, Lance. No teconviertas en el instrumento de Igraine para algotan indecente.

—Si no lucho yo, la reina elegirá a otro —

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murmuró Lance, controlando a duras penas eltemblor de su voz—. Nada cambiaría.

—Cambiaría todo, porque tú eres el único quepuede derrotar a Gawain. No quiero que muera,Lance, es mi primo. Renuncia: te lo pido por mí,por lo que hubo entre nosotros. Si es que para tisignificó algo.

Gwenn calló y aguardó a que él asintiese, aque afirmase que sí, que había significado algo,mucho… Más que ninguna otra cosa que lehubiera sucedido.

Solo que él no podía decirlo. No podía abrir denuevo aquella puerta que tanto trabajo le habíacostado cerrar. Gwenn no tenía ni idea de lo queél sufriría si hacía lo que ella le pedía. No loconocía, en realidad. No sabía nada de él.

Se odió a sí mismo por defraudarla de esamanera, por aquellas lágrimas que ella ya no semolestaba en contener, y que habían comenzadoa rodar por sus mejillas.

—No te preocupes. —Fue todo lo que acertóa decir—. Todo saldrá bien.

Gwenn lo miró como si se estuviese burlando.

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Incrédula. Herida.Sin dejar de mirarlo, caminó hacia la puerta.—Siento haberte molestado —murmuró a

modo de despedida.Lance oyó sus pasos alejándose por el

corredor. Nunca había sentido un desgarro comoaquel.

Se prometió a sí mismo que Gwenn novolvería a llorar por su causa. Nunca.

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LIBRO IVEl puente bajo el agua

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Capítulo 32 El olor a humo de las hogueras de Beltain secolaba hasta las entrañas del palacio. Desde suventana, Gwenn podía verlas a lo lejos,penachos de fuego diminutos sobre el verde delos acantilados.

Por fortuna, su habitación no daba al patio dearmas, donde se estaban ultimando lospreparativos para el duelo entre Gawain y elcampeón de la reina.

No sabía qué le dolía más, si la idea de queiba a perder a su primo o la negativa de Lance aescuchar sus ruegos. En todo caso, en aqueldolor había mucho de rabia y frustración. Era laprincesa de Tintagel, la heredera del trono deBritannia, y aun así no podía hacer nada para

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impedir aquella locura.Se había pasado la noche en vela, repasando

sus alternativas. Sabía que suplicarle a su madreno era una opción. Igraine desconocía elsignificado de la palabra «piedad». No habríaentendido sus argumentos. Se le había metido enla cabeza que sacrificar a Gawain era unmovimiento útil para sus planes de futuro, y nadani nadie le haría reconsiderar su decisión.

Había pensado también en intentarlo una vezmás con Lance. La angustia del joven caballerocuando se negó a oír sus ruegos no le habíapasado inadvertida. Y además, había notado queél recordaba. La forma en que la miraba cuandocreía que ella no se daba cuenta, el temblor desu voz, sus silencios… No le era indiferente,estaba segura. Si iba a verlo, si utilizaba laatracción que él seguía sintiendo hacia ella paraconvencerlo…

Se pasó una mano por la frente y cerró losojos, cansada. Habría funcionado. Pero no sesentía capaz de hacerlo. No quería seducir aLance. Era demasiado indigno.

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Eso significaba que solo quedaba una formade impedir el combate: el diamante negro.

Extrayéndolo del bolsillo, Gwenn lo miró altrasluz para intentar distinguir el emblema de supadre, pero sin la lupa de Geoffrey resultabaimposible verlo.

Le había prometido a Arturo que no setomaría el diamante sin avisarle, y era unapromesa que quería cumplir. Sin embargo, yahabía enviado tres mensajes a su casa aquellamañana con la petición —casi una orden— deque se presentase en palacio lo antes posible, yen las tres ocasiones los pajes habían regresadodiciendo que el hijo de sir Héctor se hallabaausente. ¿Para qué se había ofrecido a ayudarlasi luego pensaba desaparecer? Y justo aquel día,que era tan duro para ella. Eso demostraba lopoco que le importaba. Si alguna vez habíallegado a pensar que le atraía, estaba claro quese había equivocado.

Llamaron a la puerta con la sucesión degolpes tímidos que caracterizaba la forma depresentarse de sir Erwen. Rápidamente, se

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limpió las lágrimas con el dorso de la mano y loinvitó a pasar.

El ayuda de cámara de su madre se quedómirándola junto a la puerta, visiblementedesconcertado.

—¿Ese es el vestido que vais a llevar duranteel torneo? —preguntó—. Perdonad miatrevimiento, Alteza, pero debo deciros que noes apropiado. Demasiado sencillo.

—Eso se arregla en un momento con lamagia de Britannia. Pero lo haré después; ahoratengo que solucionar otra cosa. ¿Recuerdas alprisionero al que recogí en el barco, eseindividuo llamado Dyenu? Necesito que me lotraigas aquí. Ahora mismo.

—¿Ahora mismo? Pero eso es imposible,Alteza. Hay que solicitar los permisos, tramitartoda la operación…

Gwenn lo fulminó con la mirada, y sir Erwense calló.

—Tráemelo. Ahora.—La reina se enfadará si lo hago, Alteza. No

me podéis pedir que me arriesgue a eso.

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—Si no me lo traes, no asistiré al torneo. Seráun escándalo, todo el mundo se preguntará porqué. Y yo les explicaré la razón: les diré queGawain es inocente, y que mi madre ha decididocondenarlo a muerte a pesar de todo.

—Su Majestad no ha condenado a muerte alprisionero; va a celebrarse un juicio. Un juiciopor las armas.

—Sí. Y ella ha escogido como campeón alúnico caballero que sabe que puede derrotar ami primo. Tráeme a Dyenu, Erwen. Te prometoque solo lo retendré aquí unos minutos. Despuésreformaré mi vestido, bajaré al patio de armas,me sentaré en el estrado y me portaré bien.

Sir Erwen asintió, aunque se le veía pococonvencido.

—Os lo voy a traer. Pero espero quecumpláis vuestra palabra, Alteza, porque de locontrario me voy a ver metido en un buen lío porvuestra culpa.

El caballero se retiró con una reverencia, yGwenn aguardó impaciente a que cumpliese elencargo que le había hecho. No quería pensar

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en lo que iba a hacer ni en el peligro quesuponía. Solo iba a ingerir aquella antigua gemapara forzar a Dyenu a cumplir su palabra.Después, bueno, ya se enfrentaría con lo queviniera. A fin de cuentas, el diamante negro noera más que una conexión primitiva con el velo.No podía ser tan diferente a lo que conocía.Quizá ni siquiera le hiciese efecto, después detantos años.

Le pareció que sir Erwen tardaba unaeternidad en regresar con el prisionero, perofinalmente apareció. Dos guardias lo traíanencadenado de piernas y brazos, mientras elayuda de cámara de Igraine lo vigilaba desdeatrás.

—Dejadnos a solas —exigió Gwenn.Sir Erwen miró dubitativo a Dyenu. Tenía los

brazos y las piernas sujetos por cadenas; eraimposible que le hiciese daño a la princesa. Aunasí, no parecía gustarle la idea de dejarlo a solascon ella; pero el gesto imperioso de Gwenn lehizo comprender que debía obedecer, y salió dela estancia con los dos vigilantes de la prisión.

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Dyenu tenía mejor aspecto que el día queGwenn lo había visitado en su celda. Laslesiones provocadas por las torturas de Markiban curándose, y había ganado algo de pesodesde su ingreso en las mazmorras de Igraine.

Quizá por eso, la deformidad de su caraatravesada por la cicatriz hinchada y rojadestacaba de un modo aún más vivo que antes.

Gwenn tuvo que vencer la repugnancia que leinspiraba aquel rostro para mirarle a los ojos.Acercándose un par de pasos a él, le mostró lagema.

—Quieres que me la tome, ¿verdad? Voy ahacerlo. Pero a cambio me prometiste la verdad,¿recuerdas?

—Cumpliré mi promesa —contestó Dyenucasi con solemnidad—. ¿Lo vais a hacer? ¿Noos da miedo?

Gwenn lo miró con expresión inquisitiva.—¿Debería dármelo?Algo parecido a una risotada brotó de los

desfigurados labios de Dyenu.—Deberíais tener miedo, sí —contestó.

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En lugar de tomárselo como una advertencia,Gwenn lo interpretó como una provocación.

—¿Debo ir a algún lugar específico paraingerirla, o puede ser aquí? —Quiso saber.

—Da lo mismo dónde os la toméis. Perotendrá que ser delante de mí, si queréis que osayude.

Gwenn contempló en silencio aquellos ojosalegres y serenos que brillaban como lámparasen el semblante monstruoso del muchacho. Sindejar de mirarlo, se llevó el diamante negro a loslabios. Luego se lo tragó y, con los ojoscerrados, murmuró la letanía de la segundalibación.

Cuando despegó los párpados de nuevo, violos ojos de Dyenu fijos en ella, como si esperasealguna reacción. Gwenn, sin embargo, no notóque nada cambiase en su percepción de lascosas, ni tampoco percibió ninguna sensaciónfuera de lo normal. Probablemente la gemahabría perdido sus poderes después de tantosaños.

De todas formas, había hecho lo que Dyenu

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le había pedido, y podía reclamarle quecumpliese su palabra.

—La prueba —exigió, consciente de que noquedaba mucho tiempo hasta el comienzo deltorneo—. La prueba para exculpar a Gawain.¿Cuál es? ¿Cómo puedo conseguirla?

—Ya habéis hecho lo que teníais que hacerpara conseguirla —replicó Dyenu contranquilidad—. Esperad a que el diamante negroobre su efecto; no tenéis que hacer nada más.

Gwenn lo miró incrédula.—Espera. ¿No vas a decirme nada? ¿No era

más que un truco? —preguntó, tan indignadaque apenas le salía la voz.

—No hace falta que os diga nada, Alteza —insistió Dyenu, y la mueca de sus labios seensanchó en un simulacro de sonrisa—. Lasrespuestas que buscáis están en el diamantenegro. Ya lo veréis.

—Te has burlado de mí. ¡Guardias! —llamóGwenn, fuera de sí.

Cuando los hombres entraron, señaló alprisionero sin mirarlo.

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—Devolvedlo a su celda. Y aseguraos de quepermanezca encadenado siempre a partir deahora.

Sus ojos se encontraron con los de sir Erwen,que la miraba casi asustado.

—Alteza, perdonadme, pero tenéis que venirconmigo. La reina ya ha ocupado su posición enel estrado, y solo os aguardan a vos para que décomienzo el combate.

Gwenn escuchó los pasos metálicos de losguardias alejándose con Dyenu en dirección alas escaleras. Mecánicamente, se alisó elvestido para transformar su insípido tono gris enun verde intenso mediante la magia del velo.

Tardó un momento en notar que en realidadhabía cambiado algo más. Diminutas gemasazules, brillantes como auténticos zafiros,salpicaban ahora sus mangas y su escoteformando ondas y espirales que recordaban elmovimiento de las olas. Pero es que, además,había aparecido algo que antes no llevabapuesto: un cinturón de plata y zafiros sobre laseda tornasolada del vestido.

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Tocó el borde metálico del cinturón paracerciorarse de que estaba allí.

No podía ser cierto. Britannia solo era capazde transformar la apariencia de la realidad, node hacer surgir cosas que antes no estaban. Almenos, la Britannia que ella conocía.

Solo que en esta ocasión se había conectadoa la Britannia primitiva, donde quizá las cosasfuncionaran de otra manera.

Por fortuna, sir Erwen no parecía habersedado cuenta del extraño cambio que se habíaoperado en su vestimenta. Lo único que lepreocupaba era cumplir con su encargo cuantoantes y llevar a la princesa hasta el patio dearmas.

Bajaron juntos las escaleras de piedra queconducían directamente a una de las entradasdel patio. En él, los cortesanos, vestidos con susmejores galas, aguardaban charlando unos conotros a que la reina diese la señal para quecomenzase el juicio.

Los dos caballeros ya se encontrabanpreparados uno frente a otro, a lomo de sus

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respectivos caballos. El de Lance era una yeguaalta y magnífica que la reina había hecho traerde los desiertos del sur unos meses antes. El deGawain, un espectacular caballo negro azabacheque había adquirido aquella misma semana pormediación de uno de sus antiguos criados en elmercado de Bel.

Sin mirar a derecha ni izquierda, Gwenn sedirigió al sitial vacío que la esperaba junto altrono de la reina. Igraine la acogió con un gestode impaciencia.

—¿Dónde te habías metido? —musitó—. Sermi hija no te da derecho a tener a toda la corteesperando.

Sin esperar respuesta, Igraine se levantómajestuosamente de su trono y, después demirar a ambos lados para asegurarse de quetodos los ojos estaban puestos en ella, alzó conun gesto rápido y autoritario el pañuelo quedebía señalar el comienzo del duelo.

Los dos caballeros espolearon a susmonturas, que se lanzaron al galope la unacontra la otra. Gwenn cerró los ojos, pero eso no

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le impidió oír el frenético repiqueteo de loscascos de los caballos sobre la arena. Y luego,atronador, el choque de los escudos.

No iba a mirar; se lo prometió a sí misma.Pero no podía evitar oír. El aire silbaba cortadopor las espadas, puntuado de cuando en cuandopor el grito ahogado o el jadeo de uno de loscontendientes.

Golpes sordos. Relinchos. Murmullosrepentinos de la multitud.

No quería mirar. No quería ver morir aGawain.

Si hubiese sabido que la promesa de Dyenuno era más que una trampa, le habría suplicadode nuevo a Lance. Le habría seducido; lo quefuese necesario. Pero todo el tiempo habíaconfiado en que tenía en su poder el último as enla manga. Había sido una ingenua, una estúpida.

El chillido simultáneo de varias damas. Perono de Igraine. ¿Qué habría pasado?

Apretó con fuerza los párpados. Y vioestrellas, estrellas azules y blancas queinvadieron su campo de visión. Se expandían,

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flotaban, se consumían unas a otras. Sepreguntó si el efecto de la antigua Britanniatendría algo que ver con aquellos reflejos.Parecían extrañamente reales, como si deverdad estuviesen allí, persiguiéndose unos aotros delante de ella.

Un silencio. Un silencio demasiado largo. Ydespués, una nueva cabalgada, las zancadas deuno de los caballos ligeramente retardadas conrespecto a las del otro.

Un golpe seco, de algo grande y pesado,amortiguado por la arena. Esta vez tambiéngritaron algunos caballeros.

—¿Qué diablos está haciendo? —exclamóIgraine, exasperada—. Se ha dejado derribar.

Abrió los ojos. Lance se estaba incorporandocuando Gawain lo acometió de nuevo desde sucaballo. Él interpuso la espada entre su coraza yel arma de Gawain, quien, desequilibrado por lafuerza del choque, resbaló sobre la silla demontar, yéndose también al suelo.

Lance podría haber aprovechado el momentopara lanzarle una estocada definitiva, pero no lo

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hizo. Se quedó inmóvil el tiempo justo para que asu adversario le diese tiempo a recuperarse.

Igraine tenía razón: ¿qué diablos estabahaciendo?

Se sucedieron varios golpes tan rápidos queapenas daba tiempo a seguir su trayectoria.Lance esquivaba algunos y devolvía otros. Perolo hacía sin convicción, como distraído. Como sino le importase demasiado el resultado de aquelduelo.

Gwenn sintió las perlas de sudor en su frente,en el nacimiento de sus cabellos.

Lo estaba haciendo a propósito. No sedefendía.

Lance intentaba perder el combate.Y era por lo que ella le había pedido. Le había

suplicado que no matase a Gawain. Y no iba amatarlo, aunque eso implicase sacrificar supropia vida.

Sin saber muy bien lo que hacía, Gwenn sepuso en pie, alzó los brazos y gritó a plenopulmón.

—¡Deteneos!

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Quizá fue la brutal intensidad del grito lo quehizo que se le nublase la vista. Oyó, distante yapagada, la voz de su madre, pero no entendió loque le decía. Toda su fuerza estaba concentradaen aquellos brazos que mantenía en el aire,tensos como si los músculos se le fuesen aromper.

Poco a poco, su campo visual comenzó aaclararse. Lance y Gawain seguían el uno frenteal otro, pero en lugar de atacarse miraban a sualrededor, hacia arriba. Todo el mundo miraba, yno era para menos. Violentos relámpagosrasgaban la repentina oscuridad del cielo,seguidos de largos truenos que rodaban en elaire, superponiéndose unos a otros.

Comenzaron a caer gruesas gotas de lluvia,tan grandes y pesadas que casi hacían daño.

Gwenn miró desconcertada a su alrededor.Allí donde caía una gota, brotaba un tallo, untallo que crecía y se ramificaba a una velocidadimposible, llenándose de hojas. Cada gota añadíanuevas ramas a las anteriores, los tallos seentrelazaban unos con otros y trepaban hacia el

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cielo, formando un tapiz de monstruosasenredaderas.

Gwenn miró a su madre, aterrada. Queríaexplicarle que todo lo que estaba sucediendo eraculpa de ella. Quería suplicarle que le ayudase apararlo.

Pero Igraine parecía dormir con los ojosabiertos, ajena a lo que ocurría. Y no soloIgraine, todos. Todos se habían quedadoinmóviles, petrificados entre las ramas de aquelbosque infinito que crecía a su alrededor.

Gwenn buscó con la mirada a alguien quehubiese logrado mantenerse despierto. Noencontró a nadie. Cada uno de los hombres ymujeres presentes en el patio de armas delcastillo de Tintagel se hallaba sumido en unprofundo sueño.

O quizá todos no, porque cuando Gwenn miróhacia la arena donde estaba teniendo lugar elcombate, comprobó que Lance habíadesaparecido.

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Capítulo 33 El campamento de los feriantes se habíainstalado al sur de la ciudad, junto a la carreterade Isca, poco antes de que dieran comienzo lasfiestas de Beltain. Arturo no había imaginadoque una localidad tan pequeña como Tintagelpudiese atraer a tan gran número devendedores, juglares y titiriteros de todas clases;pero al fin y al cabo se trataba de la corte, apesar de la guerra con los sajones y de ladebilidad política de la reina.

De un vistazo, trató de localizar el barracónde la taberna donde le había citado Merlín. Sellamaba El Faisán de Oro, un nombre un tantopretencioso para un puesto de feria donde, comomucho, despacharían sidra barata y algo de

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hidromiel.Entre aquella variedad de tiendas y barracas

multicolores, en un principio no la localizó.Tendría que preguntar, y esa idea le contrariaba.Cuanta menos atención atrajese su presenciaallí, mejor.

Alzó la vista hacia el sol, parcialmente ocultoentre las nubes. El juicio de armas entre Gawainy Lance debía de estar a punto de comenzar. Sepreguntó si Merlín sabría que le había citado a lamisma hora del duelo, y si lo habría hecho apropósito. Tratándose de él, seguramente no setrataba de una casualidad. ¿Querría alejarle deTintagel justo durante el juicio? ¿Por qué? Quizápreveía un desenlace contrario a los deseos dela reina, y temía las consecuencias. Algunasveces, el mago parecía tener el don de ver elfuturo, y actuaba conforme a lo que este lerevelaba.

Mientras caminaba entre los puestos deadivinas, malabaristas y vendedores deamuletos, pensó en Gwenn, y en lo que estaríasintiendo en ese instante. Estaba muy unida a su

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primo, aunque no parecía enamorada. De todasformas, le preocupaba que, en el últimomomento, ella cayese en la trampa de creer quepodía impedir el combate ingiriendo la gema quele había dado Dyenu.

Debería haberse quedado con ella. Pero unmensaje de Merlín era un mensaje de Merlín, yno podía ignorarlo. Al fin y al cabo, se habíapreparado durante años para aquel momento. Elmensaje decía algo sobre una espada. Laespada de Uther.

Decidido a no preguntar, recorrió al azarvarias callejuelas del poblado ambulante hastadar con la insignia herrumbrosa de El Faisán deOro, que se bamboleaba sobre un tendereteprotegido de la intemperie por finos tablones demadera.

Apartó la cortina grasienta de la entrada yesperó a que sus ojos se acostumbrasen a lapenumbra. Si aquello era una taberna, no loparecía. No tenía mostrador ni botellas llenas delicor; solo un par de mesas con sillas, de lascuales únicamente la del fondo estaba ocupada.

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Arturo se encaminó hacia ella y ocupó elasiento frente a Merlín. Una lámpara de aceiteardía en la mesa, junto a un vaso de sidrasemivacío.

El mago lo miró con una sonrisa distante,como si estuviese pensando en otra cosa. Habíarejuvenecido desde su último encuentro. ¿Cómoera posible? Quizá estuviese usando sus poderespara borrar de su rostro las huellas de la edad.

—Has tardado —le saludó—. Tenemos pocotiempo, el cono de silencio que nos protege sedestruirá cuando el sol llegue a su cénit. Te hetraído lo que te prometí, Arturo. La espada. Laespada de Uther.

—La espada —repitió Arturo, buscando elarma con la mirada—. Excalibur.

—No. No es Excalibur todavía. Pero lo serácuando su cuerpo se reúna con su alma.

—¿De qué estás hablando, Merlín? Se tratade una espada, no de una criatura viva.

—Sí, Excalibur es una espada, pero unaespada con alma. Solo que la ha perdido. Eres túquien debe devolvérsela.

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El mago se inclinó para coger un bulto en elsuelo, envuelto en una pieza de brocado negro.Con gestos lentos y deliberados, fuedesenrollando la tela hasta mostrar una espadaque, en apariencia, no se diferenciabademasiado de cualquier otra.

Arturo alargó el brazo para agarrarla, y alhacerlo rozó a Merlín. Algo cambió entonces enla mirada del anciano: fue como si lo viese porprimera vez, como si solo en ese instante loreconociese.

—Arturo. —Su voz había cambiado, sonabamás débil e incierta ahora—. ¿Por qué estamosaquí? No deberíamos estar aquí.

Arturo, sopesando el arma en sus manos, loobservó perplejo.

—¿Te encuentras bien? —preguntó—.Merlín, no me asustes. ¡No estarás perdiendo lamemoria!

Fue como si aquellas palabras provocasen unreajuste en la mente del mago, que sonrió conexpresión culpable, como si hubiese cometidouna falta.

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—Disculpa, muchacho. La edad no perdona.Pequeños achaques, no tienen importancia.Bueno, ¿qué? ¿Qué te parece?

—Esperaba algo más impresionante —confesó Arturo—. Una empuñadura de oro ypiedras preciosas qué sé yo.

—No te dejes engañar; el filo de esta espadaes único, producto de una tecnología olvidadahace mucho tiempo. Pero no es el filo lo queimporta, no es la aleación usada para fabricarla.Es su alma, como te decía. Y esa se la tienesque devolver tú, porque sin ella no es más queun cascarón vacío.

Arturo acarició pensativo el puño metálico,adornado tan solo por pequeñas incrustacionesde piedra negra y brillante.

—¿Qué tengo que hacer? —preguntó.—Tienes que llevarla hasta la tumba de Uther

y ponerla entre las manos de su estatua yacente.Eso activará el código. Le otorgará a Excaliburel poder para el que está destinada. Pero unavez que hayas hecho eso, ya no habrá marchaatrás.

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Arturo cogió el vaso de sidra que había sobrela mesa y bebió lo que quedaba en él de untrago. Tenía la impresión de que Merlín nisiquiera lo había tocado.

—No entiendo. La leyenda dice que elElegido sacará una espada de la piedra. Que lasacará, no que la meterá en ella.

Merlín rio de un modo extraño. Hueco,artificial.

—Uther era muy listo. Aprovechó esa viejaprofecía para urdir su plan. Pero Excalibur no esexactamente la espada de la leyenda, sino unainvención de Uther. Llegará el momento desacarla de la piedra, no te preocupes. Y será tumomento. Pero, para eso, antes hay queintroducirla en la piedra, y eso también debeshacerlo tú.

Arturo estudió el rostro de Merlín, cuyos irisoscuros reflejaban la luz de la lámpara de aceitecomo dos diminutos penachos de fuego.

—Explícame por qué —pidió—. Por qué todoesto. Por qué es tan importante esta espada.¿De verdad tiene algún poder?

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—Cuando esté en la piedra y recobre sualma, cuando se active, lo tendrá.

—¿Qué poder?—El poder de reiniciar Britannia. De

brindarnos a todos una Britannia mejor.Merlín observó a Arturo con aire reflexivo

antes de proseguir.—Una vez te expliqué que ni yo ni Uther

fuimos los verdaderos creadores de Britannia.No la inventamos, la encontramos. Britannia erauna simulación codificada en un lenguaje delMundo Antiguo, pero conseguimos reactivarla,devolverle la vida. El problema es que laBritannia que encontramos, la que tenemosahora, no era un mundo justo, Arturo. No lo es.Piensa en la forma de conectarse, en lasdistintas gemas que existen. Conexiones deprimera, de segunda y de tercera, según lo quepagues por ellas. El dinero es poder enBritannia. Quien tiene dinero tiene un velo casiperfecto, quien no dispone de él se ve obligado avivir sumido en el caos de un mundo difícil yhostil. Piensa en los soldados, por ejemplo: solo

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reciben del velo la protección imprescindiblepara hacer su trabajo y para tener algunaventaja sobre el enemigo.

—Es que el mundo es así —observó Arturo—. Nunca ha sido de otra manera y Britanniano es más que un reflejo del mundo.

—Así es. Pero podría ser otra cosa. Es unasimulación, un producto de la mente humana.Cambiando un poco el código, podríancambiarse sus reglas internas. No es sencillo,por supuesto. Tu padre, Uther, se pasó mediavida intentándolo.

—Si es que realmente era mi padre.Merlín se encogió levemente de hombros.—Pasó contigo y con tu madre los tres años

más fructíferos de su vida. Eso, sin duda,significa algo. Fueron los años que dedicó areescribir Britannia. Cambió cada línea decódigo. Cada línea. No te puedes imaginar eltrabajo que supuso. Y el reto. Fue una hazaña,hijo. Una hazaña irrepetible. Convirtió Britanniaen una meritocracia, en una sociedad ideal en laque cada uno recibe lo que merece en función

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de lo que aporta. Un reino en el que todo elmundo tendría cabida, en el que nadie quedaríaexcluido por no tener dinero.

—Qué lástima que no lo terminara —murmuró Arturo, impresionado—. Si hubieseacabado, ahora viviríamos en una Britannia muydistinta, ¿verdad? ¿Qué fue lo que pasó? ¿Porqué no acabó su obra?

Merlín clavó en Arturo aquellos ojos en cuyaspupilas brillaban dos llamas saltarinas.

—Sí la acabó —le corrigió, sonriendo—.Tendrías que haberle visto el día que mecomunicó que estaba terminada. Parecía tanfeliz como un chiquillo. El problema vinodespués, cuando llegó el momento de activar elnuevo código. Le entró miedo, ¿sabes? No seatrevió a ponerlo en marcha. Había tantosintereses creados para entonces, tantas redes deinfluencias. No se vio capaz. Era como destruirpor segunda vez la civilización, como repetir lacatástrofe que terminó con el Mundo Antiguo.

—Pero, por lo que dices, no se habríadestruido nada; solo se habría sustituido una

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versión de Britannia por otra.—Así es. El caso es que Uther no tuvo

fuerzas para hacerlo. Pero quería que se hiciera.Era su sueño, el sueño al que dedicó los mejoresaños de su vida. Por eso, no destruyó el códigoque tan trabajosamente había creado. Loescondió para que nadie pudiese desmantelarlo.Lo escondió en la versión beta de Britannia.

A Arturo le vino a la mente el diamante negrode Gwenn. Era una coincidencia extraña, quealguien le hubiese ofrecido entrar en el mismolugar escondido del velo al que Merlín deseabaenviarle.

—Entonces, quieres que active ese código —dijo lentamente—. El código que podría reiniciarBritannia y volverla mejor. Pero ¿por qué yo?

—La espada funciona como una especie dellave. Meterla en la piedra activará una serie deprotocolos que lo pondrán todo en marcha, peroserá cuando alguien la vuelva a extraer cuandoel cambio empiece de verdad. Y Uther seaseguró de que solo alguien de su sangrepudiese extraer a Excalibur de la piedra. Tiene

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lo que los alquimistas llaman una «clavegenética». Solo el hijo de Uther podrá sacarla.

—Suponiendo que yo sea el hijo de Uther —murmuró Arturo—. ¿Lo soy?

Merlín se lo quedó mirando. Algo, de pronto,volvió a cambiar en su expresión, devolviéndoleel aspecto de loco que por unos momentos sehabía apoderado de él al principio de la charla.

—Es mucho riesgo —dijo una voz temblorosaque apenas se parecía a la que había empleadohacía un instante—. No enredes al chico.

—Merlín, ¿qué te pasa?El mago intentó contestar, pero cuando fue a

hacerlo un movimiento convulsivo se apoderó deél. Abrió la boca para hablar, y un espumarajode saliva le cayó entre los labios. Los ojos,mientras tanto, parecían vacíos de vida.

Duró tan solo unos segundos. Y terminó tanbruscamente como había empezado.

—Solo tú puedes hacerlo —dijo entonces conuna voz absolutamente normal—. Tú sacarás laespada, reiniciarás Britannia y te convertirás enrey. Pero primero tienes que colocar a Excalibur

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en su lugar, ya te lo he dicho. Ve a la tumba deUther. Colócala entre las manos de piedra de suestatua. Es la parte más fácil.

Oyeron un largo trueno que resonó en latierra y en los tablones del barracón antes dedisolverse en el silencio.

—Olvidas que el puente que une Britanniacon la isla está en ruinas —dijo Arturo—. Y nohay manera de acceder en barco. Además, porlo que tú me has dicho, no se puede llegar a eselugar desde la actual versión de Britannia.Tendría que entrar en la primera, ¿no es así?Donde Uther ocultó su código. ¿Cómo esperasque lo haga?

Un nuevo trueno retumbó sobre sus cabezas.Y casi de inmediato, oyeron el golpeteo de lalluvia sobre las tablas de la caseta.

—Por fin —dijo el mago, sonriendo porprimera vez de una manera auténtica—. Estáhecho.

—¿Qué está hecho? —preguntó Arturo—.No entiendo nada.

—Justo lo que me preguntabas. La puerta de

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la antigua Britannia No tendrás que hacer nadapara abrirla. La princesa ya lo ha hecho por ti.

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Capítulo 34 Cuando Arturo salió del barracón en el que sehabía entrevistado con Merlín, el cielo estaba tanoscuro que casi parecía de noche, y la lluvia caíacon fuerza. Tardó unos segundos en darsecuenta de que no se trataba de una lluvianormal. Aquí y allá, donde el agua tocaba elsuelo, nacían enredaderas que crecían a ojosvistas, trepando sobre cualquier objeto osuperficie que encontrasen a su paso. Era comosi la realidad se hubiese transformado en unapesadilla: las plantas avanzaban por todas partes,se encaramaban a las lonas de los puestos y alas maderas de los tenderetes. Y lo peor:aprisionaban a las personas, que atrapadas entresus hojas y ramas quedaban inconscientes, tal

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vez dormidas.Arturo avanzó entre aquella selva que

acababa de brotar a su alrededor mientras sumano derecha aferraba con fuerza laempuñadura de Excalibur. Estaba convencido deque era la espada que acababa de entregarleMerlín lo que le protegía de aquel hechizo queafectaba a los demás. La utilizó para abrirsepaso con ella a través del denso ramaje que sealzaba en su camino. No dejaba de preguntarsesi el mago era consciente de lo que estabaocurriendo, y si lo habría provocado él.

Le preocupaba Merlín; el ataque que habíatenido en su presencia no era normal. Habíapasado mucho tiempo con él en otras épocas, yjamás le había visto perder el control de aquellamanera. Además, su forma de hablar habíacambiado sutilmente, lo mismo que su mirada.Hasta sus silencios eran distintos.

Había intentado que le explicara qué tenía quever Gwenn con aquello, y por qué decía que ellale había abierto la puerta a la primera versión deBritannia. El mago había replicado con un leve

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encogimiento de hombros y un hosco silencio.No era la clase de reacción propia de Merlín,fuese cual fuese la respuesta que le pedía. AMerlín le gustaba dar respuestas, por misteriosasque fuesen. Pero lo único que parecía importarleesta vez era que Arturo cumpliese la misión quele había encomendado y que alcanzase la tumbade Uther cuanto antes.

Una vez fuera del campamento de losferiantes, decidió tomar el camino de la costa,que un poco más allá se bifurcaba en dos ramas,una de las cuales conducía al puente de la isla.La lluvia había amainado, aunque seguíacayendo; y las plantas que brotaban al contactode cada gota crecían con mayor lentitud queantes.

Al llegar a la bifurcación, Arturo percibió unasilueta que avanzaba hacia él por la carreteraempedrada de Tintagel.

Solo cuando estuvo lo bastante cercadistinguió los rasgos de Lance. Venía empapadode lluvia, y, por su aspecto, se dio cuenta de queiba vestido con el jubón y las calzas que llevaba

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puestos bajo la armadura durante el duelo.Lance pareció sorprenderse tanto al

reconocerlo como él al encontrárselo allí. Arturofue a su encuentro, y se abrazaron.

—Me alegro de que estés vivo —dijo Arturo,con absoluta sinceridad—. ¿Has matado aGawain?

—No. Pero está dormido, como los demás.Todo esto ha sido obra de Gwenn, ¿sabes? Ellalo provocó. Se levantó para interrumpir elcombate. Se dio cuenta de que yo no me estabadefendiendo y quiso intervenir.

—Espera. ¿Por qué no te estabasdefendiendo?

En los labios de Lance se dibujó una sonrisaambigua.

—Es largo de contar —contestó—. El casoes que ella extendió las manos, dijo algo… Y sedesató todo esto. Todavía no entiendo cómo hepodido escapar de allí. Todos los cortesanosquedaron atrapados por las plantas antes de quepudieran reaccionar. A mí, en cambio, laconexión al velo me indicó hacia dónde tenía que

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ir, me sacó del patio de armas. Fue todo tanrápido que no me planteé nada. Seguí lasinstrucciones de Britannia, las voces. Un par deveces me detuve para mirar a mi alrededor ytratar de localizar a Gwenn, pero no estaba. Elvelo me ha guiado hasta aquí. Quieroencontrarla. Ayúdame a encontrarla.

Arturo puso una mano en el hombro deLance, y con la otra señaló el camino queconducía al puente.

—En la isla; apuesto a que la encontraremosallí. Se ha tomado el diamante negro que le dioDyenu, eso es lo que ha hecho. Supongo que eslo que ha provocado este desastre.

—¿El diamante negro? —preguntó Lance—.¿Qué es eso?

—Una gema que abre las puertas de laprimera versión de Britannia. Tenemos quesacarla de allí antes de que ocurra nada más.Vamos.

Corrieron bajo la lluvia por el camino de laisla. En tiempos de Gorlois, aquella solía ser laruta más transitada de Tintagel, pero llevaba

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tantos años en desuso que la hierba habíainvadido cada ranura entre las baldosas, y elmusgo cubría buena parte de su superficie.Todavía brotaban a su alrededor algunas plantasnacidas de las gotas de agua, pero cada vezeran más escasas y crecían con menos vigor.Aun así, muchas de ellas habían alcanzado ya eltamaño de un olmo de veinte años,transformando el paisaje de marismas querodeaba al puente en un bosque de formascaprichosas y retorcidas.

El sudor provocado por la carrera se mezclóen las ropas de Arturo con la humedad de lalluvia. Todavía resonaba de cuando en cuandoalgún trueno lejano, y los rayos que desgarrabanlas nubes aparecían siempre frente a ellos, comosi todos naciesen al final de aquel camino.

Por fin vieron el brazo de mar que losseparaba de la antigua isla de Tintagel. Lasruinas del castillo no eran más que una siluetaoscura contra el cielo tormentoso. La carreteraprácticamente desaparecía allí, tragada por lahierba y la arena blanca; pero, curiosamente, ya

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no había árboles ni enredaderas mágicas a sualrededor.

No detuvieron su carrera hasta llegar alpuente. Arturo apoyó las manos en los muslos,jadeando. Tardaría un rato en recuperar elaliento. Se cercioró de que Excalibur seguíaprendida a su cinturón.

Lance, a su lado, también respirabaentrecortadamente. Sus ojos estaban fijos en laentrada del puente. Arturo siguió la dirección desu mirada.

Había cruzado más de una vez aquel puente,de niño. Pero no era como lo recordaba, nitampoco como lo había visto las últimas vecesantes de abandonar Tintagel. La antiguaconstrucción de piedra, con siete arcosperfectos que sostenían la estructura sobre elagua, se hallaba entonces en un estado ruinoso,hasta el punto de que ya nadie podía pasar porallí. Sin embargo, ahora el puente parecíareconstruido, aunque su diseño no tenía nadaque ver con el anterior. Ahora, el puente sealzaba sobre altísimos pilares, y era tan estrecho

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que daba la impresión de que apenas había sitioen él para que un hombre pudiese pasar.

Lance se acercó a la entrada del puente,franqueada por dos enormes criaturas aladasesculpidas en mármol. Sus rostros podíanparecer de hombre o de mujer, según el ángulodesde el que uno los contemplase.

Cada estatua sostenía un pergamino de piedracon una inscripción. La de la derecha decía:

Este es el puente de la espada.Quien se atreva a cruzarlo

obtendrá el poder.

La escultura de la izquierda, en cambio,llevaba la inscripción siguiente:

Este es el puente bajo el agua.Quien se atreva a cruzarloobtendrá el conocimiento.

Lance y Arturo se miraron.—No recuerdo que estas estatuas estuviesen

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aquí nunca —dijo Arturo.—Quizá forman parte de la versión de

Britannia que Gwenn ha activado.—La versión primitiva. Es posible.Lance contempló el puente un buen rato en

silencio.—¿Tú crees que seremos capaces de pasar

al otro lado? —preguntó finalmente—. Está muyhundido en algunas zonas. Tendremos quenadar.

Arturo observó a Lance asombrado.—Pero ¿qué dices? Es un puente altísimo. El

problema es que sea tan estrecho. Habrá quepasar por él como los artistas que caminan sobreuna cuerda en los espectáculos de juglares.

Ambos comprendieron a la vez lo que estabapasando.

—Tú estás viendo el puente de la espada, yoel puente bajo el agua —concluyó Lance en vozbaja.

—Aunque sea el mismo puente. ¿Cómo esposible?

—No lo sé. Un efecto de la antigua

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simulación, probablemente. El caso es quetenemos que cruzarlo.

Arturo frunció el ceño.—Tienes razón —dijo—. Y cuanto antes,

mejor. Yo iré delante.Para acceder al puente había que subir por

una escalera que se estrechaba en cadapeldaño. A partir del último escalón, Arturocomprobó que el puente era aún más estrechode lo que le había parecido desde abajo. Enrealidad, se reducía a un filo de piedra sobre elque apenas se podían plantar los pies sin caer alvacío.

Arturo respiró hondo y dio el primer paso. Acontinuación, muy rápido, el segundo. Todoconsistía en concentrarse, en no pensar en nadamás que ir poniendo un pie detrás del otro. Podíahacerlo. Sus pies obedecían sus órdenes, solotenía que enviarles las órdenes precisas. Unpaso más. Y otro. Y otro.

Cuando miró hacia abajo, vio las aguas delmar batiendo furiosas contra los pilares quesostenían toda la estructura. Debería haber

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sentido miedo. En cambio, una euforiainexplicable se apoderó de él. Se sentíainvencible allá en la altura, se creía capaz detodo. Había llegado hasta la mitad del puente, yuna confianza que jamás había experimentado lehacía dar cada paso con mayor seguridad que elanterior.

El puente de la espada. El puente del poder.Ese puente le estaba destinado, porque llevabaal cinto la espada del poder, la espada de Uther.Excalibur. Merlín se la había dado, era suya. Ycuando la extrajera del mármol de la estatua,iniciaría lo que su padre nunca se había atrevidoa poner en marcha. Una nueva Britannia. Unanueva época.

Cada vez avanzaba más deprisa sobre el filode piedra. No tenía miedo; era como caminarpor campo abierto, como correr por una praderadesierta. Su exceso de confianza estuvo a puntode jugarle una mala pasada cuando su pieizquierdo resbaló y cayó de rodillas sobre elmármol, que le clavó su aguda arista en la piel,haciéndole sangrar.

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Se incorporó con cuidado y siguió caminandosobre el puente, ahora con más prudencia. Peseal resbalón, la sensación de euforia no le habíaabandonado. El puente de la espada le habíaelegido a él para permitirle entrar hasta la tumbade Uther. En algún momento, más allá delpuente, tenía que encontrar a Gwenn. Queríaque ella estuviese presente, que estuviese con élcuando Excalibur recuperase su alma, comodecía Merlín.

Cuando llegó a la otra orilla, miró por primeravez hacia atrás. Lance había partido detrás deél, tenía que encontrarse en algún lugar a mediocamino sobre las aguas. Aunque los dos veían elpuente de diferente manera, ambos tenían quecruzarlo.

Buscó al caballero con la mirada. No estabaen el puente.

Pero tampoco se le veía en la otra orilla. Niabajo, entre las olas. Nada, ni rastro. Elcampeón de la reina había desaparecido.

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Capítulo 35 El puente se extendía como una línea de ruinasparcialmente sumergidas en el mar hasta lacosta de la isla. Lance veía avanzar a Arturodelante, seguro en cada paso como si en lugarde caminar por aquella superficie irregular ypeligrosa lo hiciese por un salón de baile.

Comenzó a avanzar él también. Sentía bajosus pies la piedra resbaladiza, pulida por losembates del mar. Las olas lamían sus botas, y enalgunos tramos estas quedaban sumergidashasta los tobillos. Le costaba trabajo mover laspiernas.

Se fijó en que todo se había sumido en unsilencio antinatural. Ya no se oían los truenos nila lluvia, aunque aún caían del cielo algunas

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gotas dispersas. Tampoco se oía el mar, queestrellaba sus espumas contra la piedra sinproducir un solo rumor.

Recordó aquella vez en que, de niño, habíaacompañado a uno de sus primos a arrancarperlas del fondo rocoso de la costa. El chico,unos cuantos años mayor que él, le habíaenseñado a bucear. La sensación, cuando sehallaba dentro del agua, era muy parecida a laque experimentaba en aquel momento: elmovimiento silencioso de las algas y los peces asu alrededor, la irrealidad de las imágenes, comosi se encontrase atrapado dentro de un sueño.Aquella paz profunda que nada ni nadie parecíapoder romper.

El cielo seguía cubierto de nubes, pero, apesar de la ausencia de sol, los colores teníanahora una intensidad nueva. El azul oscuro delmar, la espuma resplandeciente, los mil tonos deverde de los acantilados a su espalda, los ocresy amarillos de las playas de la isla… Nuncahabía visto un paisaje tan nítido. Era como si loestuviese contemplando con unos ojos más

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perfectos que los humanos, capaces de distinguirdetalles que normalmente a simple vista nadiepodría captar.

En algunos lugares el puente se hallaba máshundido que en el resto y el agua le llegabahasta las rodillas, o incluso a la cintura. Entoncesse volvía más difícil aún continuar avanzando.La corriente silenciosa del mar se arremolinabaalrededor de su cuerpo, luchaba por arrancarlodel suelo de piedra, y tenía que emplear toda suvoluntad y sus fuerzas para no dejarse arrastrar.

Al mismo tiempo, una parte de él habríaquerido abandonarse a las olas, permitir que selo llevasen. Al fin y al cabo, ¿qué importaba?Nada lo esperaba al otro lado del puente; nadade lo que realmente habría querido tener. Encircunstancias normales, ni siquiera se permitíapensar en lo que quería. Pero aquella travesíapor el agua era como si lavase el lodo quenormalmente emborronaba sus pensamientosvolviéndolos más nítidos, más claros que nunca.Se veía a sí mismo, veía sus deseos, sus miedosy sus esperanzas. Todos, en realidad, tenían el

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mismo nombre: Gwenn.Miró hacia delante. Ahora ya no veía a

Arturo; probablemente ya habría alcanzado laorilla. Él encontraría a Gwenn antes. Su travesíaera inútil. Ella no lo necesitaba. Y él no teníanada que ofrecerle, así que ¿por qué no dejarseir en la corriente azul profunda del mar yolvidarse de todo? No quería nada en el mundomás que a ella, y sabía que nunca la tendría.

Ni él mismo entendió por qué, a pesar detodo, seguía luchando contra los envites del mar,empeñado en continuar adelante. No teníaningún motivo.

En algún momento, mientras caminaba sobrela piedra a medias sumergida, se dio cuenta deque había dejado de llover. Delante de él, lasruinas del antiguo castillo de Gorloisresplandecían ahora, blancas contra un cieloturquesa. Y un poco apartada, en dirección este,se alzaba una torre redonda que no había vistodesde la costa. La reconoció enseguida: era latorre de Vortigern, que aparecía flanqueada pordos dragones en el escudo de armas del linaje de

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los Gorlois.Cuando por fin llegó a tierra firme, no sabía si

había transcurrido mucho o poco tiempo desdeque puso el pie sobre el puente. Notó, eso sí, quelos sonidos volvían, aunque los oía distantes,como filtrados por el agua.

El puente terminaba en una playa de arenasclaras, más allá de la cual se extendía una zonade marismas. Una bandada de garzas salvajesbuscaba alimento en las someras charcas que lamarea había dejado entre las dunas.

Lance miró hacia la derecha buscando latorre de Vortigern. Si Gwenn se encontraba enalgún sitio de la isla, tenía que ser allí. Pero latorre quedaba oculta ahora tras las paredesverticales de los acantilados. Y justo al pie deuno de ellos, sentado en unas rocas que seadentraban en el mar, había un hombrepescando, un anciano.

Lance se encaminó hacia él para preguntarleel camino hasta la torre. Pero apenas habíaavanzado unos pasos, cuando algo aparecióflotando un instante delante de su rostro para

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disolverse casi de inmediato. Su corazón seaceleró. Lo que había visto era una mujer: unadama de la corte elegantemente ataviada segúnla moda de la década anterior. Había distinguidosus rasgos con absoluta claridad, pero al mismotiempo había notado una reverberación en laimagen, que se volvió semitransparente antes dedesaparecer.

No fue la única que vio. Al mirar hacia lasmarismas aparecieron otras dos con escasossegundos de diferencia. Una anciana y un niño.También se disolvieron en la nada.

Buscó con la mirada al pescador de las rocas.Al menos él seguía allí. Procurando ignorar lasapariciones que se sucedían a su derecha y a suizquierda, caminó directamente hacia él.

El anciano levantó la vista al verle llegar. Unasonrisa de reconocimiento iluminó su rostro, quea Lance le pareció vagamente familiar.

—¡Amigo! —exclamó, emocionado—.Siempre es una alegría verte.

—Perdonad, buen hombre, ¿nos conocemos?El anciano lo miró en silencio unos instantes.

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Lentamente, los ojos se le fueron llenando delágrimas.

—Nunca se llega a conocer del todo a unhombre —murmuró—. Pero sí, nos conocemos,tanto como un ser humano puede conocer aotro, diría yo.

A pesar de lo enigmático de la respuesta,Lance se dio cuenta de que el individuo noestaba bromeando ni jugando con él. Hablaba enserio. Tal vez la soledad de aquellos parajes lehubiera trastornado el juicio, o quizá la edadhabía afectado a su memoria, haciéndoleconfundir al recién llegado con algún viejoconocido.

Había, no obstante, algo en su rostro que lovolvía entrañable. Lance sintió que podíahablarle con entera libertad, y que el anciano leentendería.

—Estoy buscando el camino hacia la torre deVortigern. ¿Por dónde se va? —preguntó.

El anciano lo miró con una sonrisa curiosa.—¿Para qué quieres ir allí? —preguntó a su

vez.

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—Para rescatar a Gwenn, a la princesa. Nosé por qué, tengo la sensación de que está enpeligro. Y es por mi culpa. Se dio cuenta de queestaba dejándome atacar en el duelo y no quisopermitirlo. Hizo algo, no sé exactamente qué,pero algo muy peligroso. Desencadenó unhechizo de un poder increíble. Y casi almomento desapareció, creemos que ha venidoaquí.

El anciano lo miró con unos ojos que Lanceya había visto alguna vez, aunque no podíarecordar dónde.

—Gwenn. Siempre Gwenn. Lo tienes todo atu alcance, Lance, lo que ninguno de nosotrostuvo ni tendrá jamás; pero solo te importa ella.Siempre fue así, ¿verdad?

Lance sintió una punzada de miedo al oír lapregunta.

—¿Quién sois, anciano? —quiso saber—.¿Cómo es que sabéis tanto sobre mí?

El hombre señaló a una tosca muleta demadera que reposaba apoyada en sus aparejosde pesca, a cierta distancia.

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—Acércamela, ¿quieres? La pierna me dueleal girarme para hablar contigo; necesito cambiarde posición.

Lance hizo lo que el viejo le pedía, y este sesirvió de la muleta para dar unos cuantos pasosinseguros hasta una roca más alejada del mar,en la que se sentó. A continuación, le hizo ungesto al joven para que tomase asiento a sulado.

—¿Qué os ha pasado en la pierna? —preguntó Lance.

—Una herida. En un combate. Aquí, en elmuslo izquierdo —dijo, señalando una zonainterna del muslo, próxima a la ingle—. Nuncame recuperé.

Pasó otra sombra humana a cierta distanciade ellos, sobre las rocas. Esta vez, Lance nopudo ver su rostro. Se estremeció.

—¿Qué lugar es este? —preguntó—. ¿Quéson esas visiones que me asaltan por todaspartes? ¿Las veis vos?

—Las veo como tú, porque están aquí. Mepreguntas qué lugar es este. ¿Qué puedo

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responderte? Quizá el infierno, porque, comohas visto, está poblado de almas condenadas avagar eternamente sin encontrarse a sí mismas.Son los muertos, Lance. O, si lo prefieres, losavatares de las personas que murieron mientrasestaban conectadas al velo de Britannia.

Era la segunda vez que el ancianopronunciaba su nombre, y Lance no recordabahabérselo dicho.

—¿De qué me conocéis? ¿De cuándo?¿Quién sois? —insistió.

El anciano se echó a reír.—¡Cuántas preguntas! Seguramente has oído

hablar de mí alguna vez. Soy el Rey Pescador,¿te suena mi nombre?

—El Rey Pescador —repitió Lance,mirándolo con incredulidad—. Se habla de vosen muchas leyendas. El rey del Grial.

—No, Lance. —La sonrisa del anciano sevolvió, de pronto, triste—. El rey que perdió elGrial.

—¿Qué hacéis aquí? ¿Estáis muerto, comolos otros?

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—No, yo no soy una sombra. A veces,muchas veces, he deseado serlo, pero esa formade inmortalidad me ha sido negada. Supongo queesta es mi condena por todos los errores quecometí en el pasado. Pero no, debo ser justo. Almismo tiempo que una condena, es unaoportunidad, todavía no he averiguado de quéclase, pero lo es.

Lance cerró los ojos, agotado de intentardescifrar aquellas respuestas incomprensibles.

—Decidme solo cómo llegar a la torre —pidió—. No deseo importunaros más.

—Antes quiero que me escuches, Lance.Quizá mi oportunidad sea la tuya. Quizápodamos cambiar algo. Has llegado hasta aquí através del puente bajo el agua. Es el puente delconocimiento, y te voy a explicar por qué. Todasesas almas, Lance, todos esos avataresdesprendidos de los cuerpos que una vez losusaron, piensa en la información que contienen,en todo lo que te podrían revelar. Están lassombras de todos los que participaron en aquellaprimera fiesta, el día que se presentó

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oficialmente el velo de Britannia. Solo se usaronesa vez; después, quedaron aquí atrapados,inservibles, en la versión más primitiva del velo.Tienes que entender que en ella no existían losprotocolos que hacen que Britannia se parezcatanto a la realidad: por ejemplo, el principio porel cual algo que no exista en el mundo real nopuede existir en Britannia. En un primermomento no existían esos límites. Piensa lo queeso suponía: cualquier clase de magia eraposible en la primera simulación. Todo lo que sepodía soñar, se podía programar.

—Programar. Ahora habláis en el lenguaje delos alquimistas.

—Es el lenguaje de Britannia, Lance, aunquemuchos se empeñen en disfrazarlo de otra cosa.Al fin y al cabo, ¿qué era Uther sino unalquimista habilidoso? Lo que importa es queentiendas lo que tienes a tu alcance. Esosavatares, la información que contienen. Algunosson anteriores al código de Uther, pertenecen alos restos de la Britannia primitiva, cuando lasimulación tenía otro nombre que ni siquiera

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conocemos. O tal vez no tenía nombre, tal vezse había convertido en algo tan ubicuo paraaquellas gentes que ni siquiera necesitabannombrarlo. Algunos de los fantasmas quepululan por este lugar son las sombras deaquellos hombres y mujeres del Mundo Antiguo.Piensa en todo lo que te podrían revelar. Tantascosas que desconocemos sobre la civilizacióndesaparecida, incluido el misterio del Grial. Ellospodrían tener las respuestas.

—Si es así, ¿por qué no las buscáis vos?Una feroz melancolía contrajo los rasgos del

anciano.—A mí nunca se me revelaría esa

información. Yo lo perdí. Fui yo. Soy el rey queperdió el Grial. No es mi destino recuperarlo.

—Tu destino. Ahora volvéis a hablar en ellenguaje de los poetas y los bardos. Pero, segúnlo que me habéis contado, ¿qué papel tiene eldestino en todo esto? ¿También es código?

—Todo es código. Y, al mismo tiempo, es otracosa. El código es el reflejo de los hombres quelo escriben, con sus sueños, sus temores y sus

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dudas. Es importante que entiendas eso.Especialmente, que lo entiendas tú, porque tútambién tienes un destino en Britannia. Muchoscreen que eres el Elegido.

—¿El Elegido para qué?—Para encontrar lo que yo perdí. El Grial. Te

lo he dicho, esas sombras contienen lasrespuestas. Si quisieras buscarlas.

—No quiero buscarlas —interrumpió Lance,mirando a los ojos al rey—. ¿No lo entendéis?Yo no quiero el Grial. No quiero su poder, nuncalo he querido.

—Quizá precisamente por eso estásdestinado a encontrarlo. Porque no quieres elpoder; porque eres puro. ¿Crees que escasualidad que hayas llegado hasta aquícruzando el puente bajo el agua? ¿Qué creesque es ese puente sino una pasarela de códigoque selecciona quién puede atravesarla y quiénno? Solo los que llegan a través de ella ven a lassombras. Solo ellos pueden hablar con ellas,arrancarles sus recuerdos. Hazlo, Lance, hazlopor todos nosotros. Busca a los avatares del

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Mundo Antiguo, aprende a hablar en su lenguajey averigua todo lo que puedas acerca del Grial.Para eso estás aquí.

—No, Majestad. Estoy aquí para buscar aGwenn. Algo me dice que está en peligro.Tengo que encontrarla. Tenéis que ayudarme aencontrarla. Yo no quiero otra cosa en el mundo.Nada más me interesa.

El Rey Pescador meneó la cabezalentamente, sin decir nada. De pronto parecíamás viejo y cansado. Permanecieron los dos ensilencio unos instantes, contemplando el mar.

—Mi sencillo y noble Lance —murmuró porfin el anciano—. Tan perfecto en tu falta deambición, y al mismo tiempo tan vulnerable. Elmejor de nosotros. Siempre lo fuiste. ¿Por quéhas tenido que elegir el camino más difícil detodos los que recorren esta isla? El camino delamor es también un camino de conocimiento.Pero no te lo aconsejo, amigo. Es el másdoloroso.

—Yo no puedo elegir lo que siento. No existeotro camino para mí.

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El rey asintió.—Está bien. Entonces, vete a buscarla. La

torre está ahí enfrente, mírala. ¿La ves?Lance miró hacia el lugar que le señalaba el

anciano, a la derecha de la playa. La torre deVortigern se alzaba muy cerca, alta yresplandeciente como si acabasen deconstruirla. Vista a aquella distancia se podíandistinguir todos los arcos de su estructuracilíndrica, finamente decorados con relieves depiedra que representaban ramas de hiedra yotras plantas trepadoras.

—¿Cómo es posible? Hace un momento noestaba.

—Las distancias, dentro de una simulación,son algo que puede reescribirse en función delas circunstancias de cada momento. Terecuerdo que este es el velo primitivo, donde nose respetan los límites de la realidad. Buenasuerte, Lance, sea cual sea el camino que elijas.

Lance se levantó y echó a andar hacia latorre, pero después de avanzar un par de pasosse volvió a mirar al anciano por última vez.

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—¿Volveremos a vernos? —preguntó.El Rey Pescador lo miró con una sonrisa

pensativa.—No lo sé, amigo —contestó—. No tengo el

don de averiguar el futuro. Pero espero que sí.

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Capítulo 36 Gwenn se detuvo en la mitad del puente paratomar aliento. Había corrido sin parar desde elpalacio bajo aquella lluvia de pesadilla que ellamisma había desatado y que hacía crecerplantas imposibles a su alrededor, pero nunca ensu camino. Solo quería parar aquel desastre,encontrar la forma de remediar todo el daño quehabía causado. Ni siquiera entendía cómo habíaocurrido. Pero no importaba. Lo único queimportaba era arreglarlo, arreglarlo cuantoantes.

Miró hacia la isla, que se alzaba ante ellacomo una masa oscura contra el cielo nuboso.Todavía le faltaba por recorrer un buen tramohasta llegar. Reparó entonces en que el puente

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tenía exactamente el mismo aspecto que en susmejores tiempos, con sus anchos pretiles depiedra y sus arcos intactos. Eso significaba quelo que les había contado Geoffrey era cierto.Había entrado en una versión primitiva deBritannia, la primera.

En cuanto su respiración se calmó un poco,volvió a correr. La envolvía el rumor del mar,cuyas olas se estrellaban contra los pilares depiedra del puente con un estallido de espumas.Se levantó un viento que se oponía a su avance,y que arrastró las últimas gotas de la lluviamágica.

Alcanzó, por fin, la playa. A la derecha, másallá de las rocas, divisó la majestuosa torre deVortigern. Estaba más cerca del mar de lo queella recordaba, o eso le pareció. Bordeando lasmarismas, encontró al pie de los acantilados lacarretera empedrada que conducía hasta ella.

Llegó antes de lo que había previsto. Enrealidad, ni siquiera recordaba haber recorrido lacarretera. Era como si la distancia entre la playay la torre se hubiese acortado mágicamente,

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hasta desaparecer. El caso era que seencontraba ante la puerta principal, flanqueadapor dos filas de guerreros con armadurasdoradas. Buscó instintivamente un lugar dondeocultarse antes de que aquellos guardias lavieran, pero no lo halló. Se encontrabaprácticamente frente a ellos, jadeante, agotada.

Se dio cuenta de que no la veían. Pensándolobien, era bastante lógico. A fin de cuentas, ellano tenía un avatar en aquella versión primitivadel velo. No podían verla.

Tranquilizada por aquel descubrimiento, pasópor entre las dos filas de soldados y penetró enla torre. Una alfombra de terciopelo rojo cubríael suelo de mármol y la escalinata que subía alsalón de recepciones. Hasta abajo llegaban losecos de la orquesta que tocaba ya para losinvitados. Algunos de ellos charlabananimadamente en el vestíbulo o en las escaleras.Con un estremecimiento, Gwenn reconoció a sirErwen, el ayuda de cámara de su madre. Teníael mismo rostro pecoso e inexpresivo queconocía desde siempre, pero se le veía mucho

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más joven.Resultaba extraño deslizarse entre todos

aquellos cortesanos sin que nadie advirtiese supresencia. Gwenn subió por la escalinata con elcorazón encogido. No sabía cómo iba aencontrar las respuestas que necesitaba, si nopodía preguntar a nadie. Tendría que observar,quizá ocurriese algo que le diese la clave paradescubrir lo que había sucedido. O quizá no.Quizá no hubiese nada que descubrir allí. Quizáquedase atrapada para siempre en aquellaversión primitiva de Britannia y no pudieseregresar nunca a su mundo. ¿Sería eso lo quebuscaba Dyenu? Había sido una estúpidacayendo en su trampa.

Fuese como fuese, ya no podía volverseatrás. Y ya que estaba allí, asistiría a aquellafiesta en la que había empezado todo.

Un rumor de instrumentos de cuerda queestaban siendo afinados la guio hasta el salóndonde se había presentado Britannia. Entró justocuando una explosión de violines interrumpía lasconversaciones, dando comienzo al baile.

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El salón resplandecía gracias a millares develas que lo iluminaban desde las lámparas decristal del techo, y las parejas en movimientoformaban un torbellino de colores salvajes quese reflejaba en los espejos de las paredes. Eratan hermoso que te cortaba la respiración.Gwenn contempló maravillada el dibujocambiante que formaban las parejas aldeslizarse por el suelo de baldosas negras yblancas, hasta que sus ojos se detuvieron en unaque le puso un nudo en la garganta. Reconocióen- seguida a Igraine, aunque en ninguno de susretratos se la veía tan joven. Era desconcertantedistinguir sus rasgos en aquel rostro que la vidaaún no había endurecido. Los labios, tan finoscomo siempre pero sin la rigidez nerviosa quelos fruncía casi de continuo, formaban una bocaprácticamente perfecta. Los ojos, tan claroscomo lagos de montaña, reflejaban el resplandorde las lámparas con una alegría infantil. Y lomás extraño para Gwenn era reconocer en lasfacciones de aquella mujer joven y atractivatantos reflejos de sí misma. Hasta entonces,

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cuando le decían que se parecía a su madre,siempre lo había interpretado como un halago sinfundamento o como un insulto encubierto, segúnde quién viniera la observación. Ahora se dabacuenta, sin embargo, de que realmente separecía. La que ya no se parecía a Igraine era lapropia Igraine. Su rencor y su ambición habíantransformado para siempre su aspecto.

El hombre que bailaba con ella era su padre,el duque Gorlois. ¡Cómo sonreía mirando a sumujer! Gwenn solo lo conocía a través de losretratos que había visto de él, pero en ningunode ellos parecía tan vigoroso y apuesto como enaquella escena. Se recordó a sí misma que loque estaba viendo eran tan solo avatares. Quizáen la primitiva versión de Britannia estuviesepermitido mejorar en aquellos reflejos de loshombres y mujeres reales el verdadero aspectoque tenían. Quizá Igraine no fuese tan hermosaen la realidad, ni Gorlois transmitiese aquellasensación de poder. No podía saberlo.

Cuando la música cesó, estallaron algunosaplausos y se reanudaron las conversaciones.

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Gwenn observó que sus padres se dirigían a unrincón del salón donde charlaban animadamentedos jóvenes a los que no distinguió al principio.Solo al acercarse y oír el acento pausado delmás moreno se dio cuenta de que se trataba deMerlín. Y el otro…, el otro era Uther, no habíaduda. Había visto aquella cara apasionada yllena de vida en muchos cuadros y esculturas. Yalgunas veces, cuando era pequeña, lo habíavisto también en persona, aunque él nunca habíahecho el menor esfuerzo por acercarse a ella, nimucho menos había actuado como un padre.

Pero lo que no recordaba haber visto nuncaen su rostro era la expresión que tenía en esemomento, mientras contemplaba a Igraine. Eratan intensa, que casi resultaba inapropiada.Resultaba imposible que los demás no se diesencuenta de la atracción que sentía por ella,porque no se esforzaba lo más mínimo pordisimularla.

Gorlois, desde luego, sí se daba cuenta.Aunque no perdió la calma en todo el tiempoque estuvieron charlando, Gwenn podía notar

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cómo la tensión crecía en su interior hastaconvertir su sonrisa en un rictus vacío.

Justo cuando Gwenn logró situarse junto alpequeño grupo, oyó que Gorlois invitaba a Uthery a Merlín a seguirlo a su despacho. Igraineprotestó en tono de broma, aunque unaexpresión de alarma alteró por un instante susojos claros. Quizá era consciente de la violencialarvada que latía entre su esposo y Uther. Quizáse daba cuenta de que ella era la causa.

Cuando los tres hombres abandonaron elsalón a través de una puerta lateral, Gwenn lossiguió. Le sorprendió que guardasen silenciomientras cruzaban varias salas vacías, endirección al despacho del duque. Solo al llegar aél, Gorlois reanudó la conversación, aunque lohizo en un tono autoritario e incisivo que no separecía en nada al que había empleado delantede su mujer.

—Es un éxito —dijo—. Lo habéis visto. Ni unfallo, ni un solo fallo de importancia en toda lanoche. Britannia funciona. Debo daros lasgracias. No lo habría conseguido sin vosotros.

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Merlín y Uther asintieron, el primero congesto serio, el segundo con una sonrisa llena deorgullo.

—Habéis sido un visionario apostando poresto, Gorlois —dijo Uther en un tonocondescendiente que sorprendió a Gwenn—. Noos arrepentiréis. Os vamos a hacer ganar muchodinero. Esto no ha hecho más que empezar. Nosqueda un largo camino por recorrer.

—Sobre eso… Justamente quería anunciarosalgo —dijo el duque sonriendo con frialdad—.Es cierto que nos queda un largo camino porrecorrer, pero no lo recorreremos juntos. Creoque habéis recibido una compensacióneconómica más que generosa por vuestrotrabajo en Britannia. A partir de aquí empiezaotra etapa. He cerrado contratos con variosinversores para poner en marcha una versión delvelo a gran escala. Abarcaría prácticamentetodo el territorio de la Britannia de los Antiguos.Puede hacerse, y lo haremos.

—Sí, ¡lo haremos! —afirmó Uther,entusiasmado—. Y podemos conseguirlo en un

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tiempo relativamente corto, os lo aseguro. Nosabéis cómo me alegra que queráis dar esepaso.

—Uther —dijo Merlín con los ojos fijos enGorlois—. No lo has entendido. Quiere hacerlosin nosotros. Es lo que nos está diciendo.

La sonrisa se borró instantáneamente delrostro de Uther. Miró al duque con gesto deincomprensión.

—No es cierto, ¿verdad? No podéis hacernoseso. Además, ¿qué sentido tendría? Nadiepuede hacer este trabajo mejor que nosotros.

—Tal vez no. Pero lo harán de todas formas.A partir de ahora se trata de una labormecánica, lo esencial está terminado. Tengo unequipo magnífico de alquimistas trabajando yaen el código.

—Eso es un robo —le acusó Merlín en tonosereno—. Ese código lo hemos escrito nosotros.

—Solo habéis reparado lo que encontrasteis yno lo habríais encontrado sin mi dinero. Nada deesto habría podido hacerse sin mí. Os he pagadobien; no tenéis ningún motivo de queja. Y en

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cuanto a tu acusación, puedes hacer revisarvuestros contratos por cualquier abogado delpaís. No tenéis ningún resquicio parareclamarme nada. La propiedad legal del códigoes mía, y puedo hacer con él lo que quiera.

—Incluso si es cierto lo que dices, no teconviene nada hacerlo sin nosotros, Gorlois —dijo Uther, desafiante—. Tus alquimistas notienen ni idea de lo delicado que es ese código.No se parece en nada a lo que ellos escribennormalmente. Meterán la pata, cometeránerrores que a gran escala podrían ser fatales.

—Estoy dispuesto a correr el riesgo —contestó Gorlois sin dignarse a mirarlo—.Después de todo, Britannia es mía. Puedo hacercon ella lo que quiera.

Gwenn vio cómo los puños de Uther secerraban, tan crispados que todas sus venas, depronto, resultaban visibles.

—Por encima de mi cadáver —gruñó—.¿Crees que voy a dejar que lo hagas? ¿Quearruines la obra maestra de mi vida? No voy apermitirlo.

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—Eres muy joven, Uther —replicó Gorlois—.Ya crearás otras obras maestras. Eso sí, concuidado de no plagiarte a ti mismo. Me estaríasrobando a mí, y tendría que llevarte a lostribunales. Te lo digo por si se te ocurre la genialidea de escribir tu propia Britannia.

Uther se lanzó contra él, pero Merlín seinterpuso.

—Por favor, todo esto es absurdo —dijo,empujando a Uther para separarlo de Gorlois—.Hemos creado algo maravilloso entre los tres.Hoy debería ser una noche de celebración. ¿Porqué estamos discutiendo?

—Sería distinto si él no se dedicase aprovocarme en público y en privado —estallóGorlois mirando con odio a Uther—. ¿Has vistocómo intenta seducir a mi mujer delante de misnarices? La avergüenza a ella y me pone enevidencia a mí. No estoy dispuesto a tolerarlo niun día más.

Uther sonrió, desafiante.—¿Y qué piensas hacer? ¿Cómo vas a

impedir que la seduzca? Soy más joven que tú,

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más inteligente… Y puedo hacerla más felizdentro y fuera de la cama.

Gorlois dio una patada a una silla, volcándola.Después, cayó sobre Uther, lo derribó ycomenzó a descargar sobre él una lluvia depuñetazos.

Gwenn chilló aterrorizada. Sin darse cuentade lo que hacía, se lanzó sobre su padre eintentó separarlo de Uther, pero aunque ellapodía sentir el contacto de Gorlois, él no notabael suyo. En aquel mundo de la simulación, ella noexistía.

Uther rodó sobre la alfombra, zafándose conhabilidad de los golpes del duque, y se puso enpie. Gorlois también se incorporó y, rugiendocomo un león furioso, volvió a arrojarse sobre él.Uther utilizó el propio ímpetu del duque pararechazarlo, y este cayó con tal violencia haciaatrás, que se golpeó la cabeza en la esquina dela chimenea.

Gwenn lo vio caer al suelo como un pelele sinfuerzas. Su mejilla se estrelló contra las baldosasblancas, más allá de la alfombra. Sus ojos

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permanecían abiertos, fijos en algún puntodelante de él. Estaba muerto.

Uther se dejó caer de rodillas junto alcadáver, anonadado. Él y Merlín contemplaroncon estupor el avatar que se desprendía delcuerpo sin vida. La imagen del duque, como unfantasma, se quedó flotando sobre ellos, todavíacon la mueca de dolor que había sido su últimogesto antes de morir.

—Qué he hecho. Dios mío, qué he hecho.Merlín también se arrodilló junto al cuerpo de

Gorlois para examinarlo.—Lo has matado —murmuró, visiblemente

nervioso—. Has matado al duque de Cornualles.—Es el final de todo. —La voz de Uther sonó

casi como un sollozo.Merlín le puso una mano en el hombro.—No. Si lo hacemos bien, no. Estamos dentro

de una simulación. El avatar. Podemos reescribirrápidamente el código. Introducirte a ti en él.

—¿En el avatar de Gorlois? Eso incumple losprincipios que habíamos fijado. Nadie cambia deapariencia en la simulación.

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—No hay ninguna barrera técnica que loimpida. Es solo un principio moral, algo quedijimos que respetaríamos. Pero, por una vez,nos lo saltaremos. Es cuestión de un momento.Vamos.

Gwenn vio que Merlín se sentaba en elescritorio del duque y sacaba un pergamino deagua del bolsillo. Con un estilete de metal,comenzó a escribir sobre él a toda velocidad. Amedida que escribía, el avatar del duque ibatransformándose, cambiando de expresión.

Hasta que de pronto, con extraordinariarapidez, descendió sobre Uther y se adhirió a élcomo una segunda piel. Uther Pendragón dejóde existir, transformado en el duque deCornualles.

Todo fue muy rápido. En pocos minutos, losdos hombres estaban de vuelta en el salón dondese celebraba la fiesta. Solo que ahora, Uther sehabía transformado en Gorlois, al menos enapariencia.

Gwenn los siguió como pudo hasta el lugardonde Igraine aguardaba, conversando con otra

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dama. Las piernas le temblaban tanto queapenas podía andar.

Gritó cuando Uther se abalanzó sobre sumadre y la envolvió en un abrazo tan lleno depasión, que todos los que conversaban a sualrededor se quedaron callados, mirando.

Parecía que aquel beso no iba a terminarnunca.

Pero terminó. Y no solo el beso. Las luces,las figuras de los cortesanos, la música… Todo,de un instante a otro, se desvaneció sin dejarrastro. Fue como si no hubiesen existido jamás.

Gwenn miró a su alrededor. Se encontraba enmedio de una ruina circular cuyos murosennegrecidos por la lluvia se alzaban contra uncielo cubierto de nubes. Distinguió algunos arcostodavía en pie, con relieves de plantas finamentegrabados en sus sillares de mármol.

Era lo que quedaba de la torre de Vortigern.Los cortesanos, la orquesta, las escaleras y lasalfombras, las lámparas de cristal, todo lo queformaba parte del velo había desaparecido.

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Capítulo 37 Al final del puente comenzaba un camino quesubía serpenteando hacia las colinas, más allá dela playa. Arturo no dudó en empezar a andar porél. Una voz interior le decía que aquella era laúnica ruta posible para acceder a la tumba deUther.

Ascendió por la antigua carretera sin mirar aderecha ni izquierda, pensando en lo que estabaa punto de hacer. Iba a meter la espada en lapiedra, como le había indicado Merlín. Y paraeso, prefería no tener testigos. Así, cuandosacara otra vez a Excalibur de su prisión demármol, nadie pensaría en un truco, porquenadie sabría que había sido él quien la había

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introducido allí.El viento peinaba la hierba y le azotaba las

mejillas, más fuerte cuanto más subía hacia elinterior de la isla. Buscó con la mirada la torrede Vortigern, pero no la encontró. «Ya habrátiempo para eso después», se dijo. No queríapensar en Gwenn ni en cómo ayudarla sin habercumplido antes su misión. Lo último quenecesitaba era distraerse.

El recinto de la tumba apareció en un recododel camino mucho antes de lo que él habíaprevisto. Buscó con la mirada el santuario de losmonjes soldados que custodiaban la tumba, perono lo vio por ninguna parte. Quizá en aquellaversión primitiva del velo el santuario aún noexistía.

La tumba se erguía, majestuosa y solitaria, enmedio de un círculo de hierba. Sobre el sepulcro,la estatua yacente de Uther parecía larepresentación de un hombre dormido. Tenía lospárpados cerrados, y una leve sonrisa entreabríasus labios de mármol. El escultor habíaconseguido infundirle a su retrato de piedra un

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aire de inteligencia e ironía que recordaba alUther de verdad, al que Arturo había conocidodurante su infancia.

Se acercó a la tumba con respeto. Se habíapasado media vida intentando olvidar que Utherpodía ser su padre. No quería obsesionarse conesa hipótesis que nadie, al parecer, podía probar.Sin embargo, el hecho de que Merlín hubiesedecidido entregarle la espada lo cambiaba todo.No se la habría dado si no hubiese pensado queera el hijo de Uther. ¿Y quién podía saberlomejor que él? Había sido primero su amigo, y,después de que lo coronaran, su consejero máscercano.

Acarició pensativo la mano de mármol de laescultura. Guardaba un buen recuerdo de Uther.Le inquietaba verlo junto a su madre, porque sehabía dado cuenta de que la gente no loaprobaba, empezando por sir Héctor, que seausentaba con Kay cada vez que el rey aparecíaen su casa. Se ausentaba, pero no hacía nadapara apartarlo de su mujer. A pesar de su cortaedad, Arturo se daba cuenta de lo extraña que

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era la situación.En las temporadas que pasaba en la casa,

Uther se encerraba durante días enteros aescribir código. No obstante, cuando salía de suestudio siempre se mostraba amable con él, y lecontaba muchas cosas acerca de su trabajo,cosas que Arturo, entonces, solo entendía amedias.

Ahora sabía que, con aquellasconversaciones, Uther lo estaba preparandopara aquel momento: el instante en que sucódigo suplantaría al antiguo en el corazón deBritannia, dando comienzo a una nueva era.

Las manos le temblaban un poco cuando pusola espada sobre el pecho de mármol de laescultura. Lo que ocurrió entonces le hizoretroceder un paso, asustado. Los dedos demármol se abrieron y aferraron la espada comosi fuesen de carne y hueso. Después, quedaroninmóviles, sujetando firmemente la empuñadurametálica de Excalibur. Al mismo tiempo, una luzblanca recorrió la hoja de la espada hasta lapunta. Tardó unos instantes tan solo en

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apagarse.Arturo suspiró y permaneció inmóvil

contemplando la escultura yacente de Utherdurante un buen rato. Había cumplido la misiónque le había encomendado Merlín. De momento,ya no le quedaba nada más que hacer allí.

De mala gana, dio media vuelta para irse.Pero no llegó a dar ni un solo paso.

Se resistía a dejar allí Excalibur, a merced decualquier cosa que pudiera ocurrirle. Se suponíaque acababa de reunir el cascarón vacío de laespada con «su alma», como decía Merlín.Acababa de convertirla en la espada del rey deBritannia, en el instrumento para reiniciar elvelo, comenzando una nueva era más justa parael reino. Pero, si no la sacaba de la piedra, todoseguiría igual. ¿Por qué esperar? No se lepresentaría una ocasión mejor para completar sumisión. Gwenn había alterado temporalmente laconexión a Britannia de toda la corte con suentrada en la versión antigua del velo. Seríaperfecto si, al volver a la normalidad, la gente selo encontraba todo sutilmente cambiado. Ni

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siquiera se darían cuenta, al principio, de queBritannia se había convertido en unameritocracia. Eso le daría tiempo para reunirapoyos. Cuando se supiese que tenía aExcalibur, el pueblo se aliaría a su causaenseguida, y muchos nobles seguirían suejemplo. Sería el principio del fin de Igraine.Una nueva etapa necesitaba un nuevo rey, yahora sabía que ese rey era él.

Sin pensárselo dos veces, alargó la manoderecha y tiró con fuerza de la espada.

Un dolor insoportable le obligó a retirar lamano del puño de acero. Excalibur estabaardiendo, no podía tocarla.

Lo intentó de nuevo, pero fue aún peor. Unalarga quemadura quedó grabada en su palma allídonde la piel había entrado en contacto con elmetal.

Lo intentó por tercera vez, pero en estaocasión ni siquiera pudo llegar a tocar el puño.La quemazón era tan brutal que le impedíamover los dedos, alargarlos hacia la espada.

Solo en ese momento comprendió, como en

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un fogonazo, que Excalibur le estabarechazando. Tenía un sistema incorporado parareconocer el código genético de Uther. Y a él nolo reconocía.

—No lo intentes más —dijo una voz risueña asu espalda—. Solo conseguirás hacerte daño.

Arturo se volvió, sujetándose todavía la manoquemada con la otra. Dyenu estabaobservándolo con su sonrisa de máscaramonstruosa.

—Tú no eres el Elegido. No eres el hijo deUther. Pero gracias por haberme guiado hastaaquí. Entre todos, me habéis ayudado mucho.

Con pasos seguros que en nada recordaban almuchacho molido a golpes rescatado por Gwenndel naufragio sajón, Dyenu se dirigió a lacabecera del sepulcro. Se quedó mirando elrostro de piedra del rey unos segundos mientrasun brillo de diversión animaba sus ojos.

Después, con decisión, puso su mano derechasobre la empuñadura de Excalibur, la rodeó conlos dedos, y tiró.

La espada se deslizó limpiamente, liberándose

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de la piedra con un chirrido afilado para quedaren su mano.

Los ojos de Arturo se clavaron en las manosde mármol de la estatua de Uther, nuevamentevacías. No podía entender lo que acababa deocurrir.

Por fin se obligó a mirar a Dyenu, quesopesaba la hoja de Excalibur en sus manos,examinándola con curiosidad.

—Parece una espada corriente, ¿verdad? —dijo el mercenario—. Nadie adivinaría, al verla,el poder que tiene.

—Ni siquiera sabes cuál es ese poder —murmuró Arturo, herido—. No tienes ni idea.

—El poder de reiniciar Britannia —replicóDyenu en tono triunfal—. ¿Crees que soyidiota? Si hay algo que nadie le discutió jamás aUther fue su inteligencia, y eso, al menos, lo heheredado de él.

Arturo dio un paso hacia Dyenu. Seguía sincomprender.

—¿Eres su hijo? —preguntó.Dyenu asintió, y a Arturo le pareció que la

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expresión de sus ojos se volvía burlona.—El hijo del gran rey, concebido en la noche

en que Uther se hizo pasar por Gorlois y seacostó por vez primera con la que luego sería suesposa.

—Hijo de Igraine, entonces…—Y hermano de vuestra dulce princesa.—Pero ¿lo sabe Igraine?Dyenu meneó la cabeza.—Le dijeron que había muerto. Fue lo mejor.

De otro modo, hoy no estaría aquí para hacer loque he venido a hacer.

—El pueblo no te reconocerá, aunque tengasa Excalibur.

—¿Por mi cicatriz, quizá? —preguntó Dyenucon sorna.

—No, no lo digo por eso. No te aceptaránporque eres un enemigo. Te has pasado la vidacombatiendo del lado de los sajones.

—¿Crees que quiero la espada paraconvertirme en rey? —Dyenu se echó a reír—.No, Arturo. Eso es lo que tú quieres, no lo quequiero yo, aunque estaría dispuesto a pasar por

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ello si no hubiese otro remedio.—No entiendo. Entonces, ¿para qué la

quieres? ¿Para dársela a Aellas?—No. Para esto.Dyenu avanzó un par de pasos para volver a

acercarse al sepulcro de Uther y comenzó agolpear salvajemente la hoja de la espada contrala arista de mármol de la tumba.

Arturo se lanzó sobre él, horrorizado.—Para. Vas a romperla…—Te lo he dicho, es lo que quiero. —

Mientras hablaba, Dyenu forcejeaba paraquitarse de encima a Arturo—. Romperla —añadió, con la respiración entrecortada por elesfuerzo—. Acabar con Britannia. Devolverle ala gente la realidad.

Mientras decía aquello, se revolvió entre losbrazos que lo aprisionaban y, con decisión, leclavó a Arturo la espada en el muslo derecho.

Arturo se miró la herida con estupor.Sangraba mucho. Una debilidad que jamás habíaconocido se adueñó de él. Cayó al suelo.

Mientras luchaba por levantarse, vio cómo

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Dyenu estrellaba una vez más a Excaliburcontra el mármol de la tumba de Uther. Fue elgolpe decisivo. La hoja de la espada se quebró yuno de los fragmentos cayó sobre la hierba,mientras el hijo de Uther seguía sosteniendo elotro por la empuñadura.

El sepulcro de mármol se desdobló uninstante. La tierra vibró, y el color turquesa delcielo reverberó un momento antes de apagarse.

Desde la hierba, Arturo contempló las nubesgrises, que descargaban sobre la tumba enruinas una fina llovizna. Contra ellas, sumida enla penumbra, apareció la silueta de Dyenu.Cuando inclinó el rostro sobre él, Arturo vio quela cicatriz que le desfiguraba había desa-parecido. Sin ella, quedaba un semblanteapuesto, joven y lleno de vida; tan parecido al deUther a su edad, que cualquiera que hubiesevisto un retrato del fundador de Britannia habríadeducido el parentesco.

No podía ser.Tenía que avisar a todos, tenía que regresar

cuanto antes a Tintagel y explicar lo que había

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ocurrido. Solo necesitaba levantar aquella piernaque ya no parecía suya. Tenía que hacer unesfuerzo, solo un esfuerzo…

Creía que estaba a punto de conseguirlocuando todo se volvió negro, y perdió elconocimiento.

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LIBRO VLa tierra baldía

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Capítulo 38 Envuelta en la raída toalla que su doncella lehabía dejado preparada, Gwenn contempló uninstante el agua jabonosa en el fondo de labañera. Se había bañado tantas veces en ella ynunca habría averiguado lo desportillada y viejaque estaba si Britannia hubiese seguidofuncionando. Pero Britannia ya no existía, ytodos los objetos se habían visto devueltos a suantigua miseria.

Estaba muy cansada. Se había pasado mediatarde sentada junto al lecho de Arturo,aguardando alguna señal de vida en su plácidorostro inconsciente. A veces, mientras hacíaguardia a su lado para reemplazar a sir Héctor oa sus criados, se preguntaba si no estaba siendo

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egoísta al desear tanto que Arturo despertara.Después de todo, probablemente la existenciaque llevaba en sus sueños fuese mejor que laque le aguardaba en la vida real. Un mundosumido en la fealdad, hostil, triste… Un mundodonde costaba trabajo encontrar razones paraseguir adelante.

Sin ninguna esperanza, vertió agua en un vasode peltre y cogió una gema del platillo que habíaen su tocador. Como todas las noches, se tomóla gema y pronunció la letanía del velo,cumpliendo con el ritual de la última libación.Sabía que no tendría ningún efecto, pero, aunasí, no quería perder la costumbre. Si algún azaro algún milagro restablecían la conexión, queríaser de las primeras en enterarse. Y queríaanunciar a los cuatro vientos que el desastrehabía quedado atrás, que el daño que habíahecho se había podido reparar, y que todovolvería a ser como antes.

Por un momento tuvo la sensación de que lagema funcionaba. Le pareció ver la gruesacortina de terciopelo rojo delante de su ventana,

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atada con un cordón de oro, como antaño.Enseguida, la tela recuperó su verdaderatextura, su color pardo y descolorido. Quizáhabía sido solo un recuerdo; pero tan vívido…

Se puso la camisa de dormir y apartó lassábanas para acostarse. Apoyó la mejilla en eláspero almohadón y cerró los ojos. Queríapensar que lo de la cortina no era unacasualidad. ¿Y si de verdad la gema habíalogrado conectar con Britannia por unossegundos? Podía ser, ¿por qué no? Quería creerque era posible.

Notó la humedad de una lágrima resbalándolepor la cara. Necesitaba descansar, no pensar ennada. Poco a poco, fue quedándose dormida.

Cuando abrió los ojos, se encontró en unbosque que reverberaba con el zumbido de losinsectos estivales.

Sonrió. ¡Hacía tanto tiempo que no salía depalacio! Aunque sabía que era un sueño, aspiróel aire con fruición, y captó el olor tenue de lasrosas silvestres. Solo en sus sueños quedabaalgo de la intensidad de Britannia. Eran más

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reales que la realidad misma. Se habíanconvertido en su refugio.

Había aprendido a dejarse llevar por lasimágenes que se le presentaban en los sueñossin oponer resistencia. Era su mente la que lebrindaba aquellos fragmentos de recuerdoscombinados de un modo nuevo y único paraatraer su atención sobre ellos. Y se fiaba, habíaaprendido a fiarse. Después de todo, ni siquieraen los momentos de mayor viveza de aquellasvisiones llegaba a olvidar lo que eran: jirones delvelo que permanecían atrapados en su cabeza,restos del espléndido universo que habíacolapsado por su culpa.

Avanzó unos pasos sobre la gruesa capa dehojas secas que alfombraba el bosque. Podíasentir el sol en su rostro. Era tan agradable…

Cerró los ojos, respiró hondo y los abrió denuevo. Fue entonces cuando se dio cuenta deque no estaba sola. Oyó la súplica quejumbrosay chillona de un hombre a su derecha, detrás deun grupo de robles. Y la respuesta serena deuna mujer cuya voz reconoció de inmediato. Se

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trataba de Nimúe.Rodeó los árboles para comprobar que no se

había equivocado. En efecto, allí estaba la damade Ávalon, tan fría y hermosa como la noche desu partida de Londres.

A Gwenn se le hizo un nudo en la garganta.Se recordó a sí misma que Nimúe habíaintentado matarla. ¿Por qué, a pesar de todo, sealegraba tanto de verla con vida?

Se dijo que no estaba preparada paraenfrentarse a su antigua mentora. Intentódespertar. Otras veces, en circunstanciassimilares, había conseguido interrumpir el sueño.Pero algo en esta ocasión era diferente. Notenía ningún control sobre su presencia enaquella escena, no podía salirse de ella pormucho que se empeñase. No podía escaparporque no era su mente la que la habíagenerado. Venía de otro sitio.

Recordó el momento después de la últimalibación, cuando la cortina de su cuarto recuperósu apariencia de otros tiempos durante unosinstantes. No era una casualidad. Aquella gema

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había funcionado, aunque de un modo diferenteal que ella esperaba. No había restablecido laconexión al velo, pero la había conectado conalgo, o con alguien. Alguien que le estabaenviando aquel recuerdo en el que seencontraba sumida.

El hombre que se hallaba sentado al pie de unroble, justo enfrente de Nimúe, emitió un nuevogemido. Las greñas grises de su cabello lecubrían el rostro. Tenía los tobillos sujetos porgrilletes, y las manos, encadenadas.

—No puedes hacerle esto a un amigo —dijocon voz ronca—. ¿Se te ha olvidado todo lo quehice por ti? Te convertí en lo que eres; te enseñétodo lo que sabes.

Gwenn sintió un escalofrío. El hombreacababa de levantar el rostro hacia su captora, yla luz del sol le dio de lleno en los ojos,obligándole a cerrarlos. Era Merlín, aunquecostaba trabajo reconocerlo. Había envejecidomucho, y tenía aspecto de no haberse lavado nicambiado de ropa en unas cuantas semanas.

—Nunca te lo agradeceré lo suficiente —

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contestó Nimúe con su sonrisa serena desiempre—. Pero no cambia nada. Te hasconvertido en un peligro para todos, Merlín,incluso para ti mismo.

La expresión del mago cambió al oír aquellaspalabras. Un relámpago de inteligencia avivó sumirada, y pareció rejuvenecer a ojos vistas.

—Todavía tengo mucho que ofrecerte —dijo,repentinamente tranquilo—. Tantas cosas queyo sé y que tú no sabes. Puedo enseñarte. Mequeda mucho que enseñarte. Libérame y teenseñaré. Sabes que no miento.

—Al contrario, sé que mientes —contestóNimúe, dando un paso hacia él—. Tú no eres él;tú no eres el Merlín con el que ahora mismoestaba hablando. ¿Creías que no nos daríamoscuenta? A nosotras no puedes engañarnos. Teaprovechaste de su debilidad para hacerte con elcontrol, para convertirlo en tu marioneta.

—¿Y qué diferencia hay? —El mago sonriódesafiante—. Él me creó. Soy lo mejor deMerlín. Su quintaesencia, como él diría.

Nimúe sonrió con desprecio.

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—No eres más que una sombra, no teengañes. Un avatar, un ente sin existencia másallá del velo.

—¿Te parece que no existo en estemomento? No me confundas con un avatarcorriente, querida. Merlín ocultó en mí la basede datos más completa de Britannia. Tancompleta, que puede hacer predicciones con unmargen de error mínimo en muchos campos:desde los cambios de opinión del vulgo enrelación con la reina Igraine, hasta el resultadode una batalla. Me convirtió en un profeta,Nimúe. En la práctica, es como si viese elfuturo. ¿Por qué no aceptar que soy la versiónmejorada de Merlín, lo que a él le habría gustadoser?

—Porque Merlín no está muerto —respondióla dama—. Porque, a pesar de las diferenciasque ha habido entre nosotros, yo lo respeto, y noquiero verlo convertido en una marioneta alservicio de un monstruo inhumano.

—Te equivocas al hablar así, querida. Soy tanhumano como tú o como él. Más, si me apuras.

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Piénsalo: un banco de datos de emociones ysentimientos. Mi repertorio es casi infinito. Y almismo tiempo, tengo la información. Sé lo quees mejor para Britannia. Y quiero lo mejor. Poreso he hecho todo lo que he hecho.

—No confundas tus modelos y tussimulaciones con la realidad. Tú no ves elfuturo. Nadie puede verlo, porque no hay un solofuturo, sombra, sino muchos futuros posibles.

—No tantos, quizá, como vosotras creéis.Afinad la simulación, mejorad la calidad de losdatos y veréis cómo el abanico de posibilidadesse cierra. ¿Por qué no hacéis la prueba?Dejadme actuar. Os demostraré, a ti y a tuscompañeras, que la inteligencia liberada de lasdebilidades de un cuerpo no es algo tan malo.

Nimúe se echó a reír.—Sin duda, tiene muchas ventajas —admitió

—. Pero a nosotras no nos interesa lainteligencia, sino la sabiduría. Merlín es un sabio,tú no. Te falta la compasión, la capacidad paraponerte en el lugar de los demás.

—Hablas como si Merlín fuese un santo. Si

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supieras cómo es en realidad… Todas las cosasque ha hecho.

—Lo sé. Sus errores han sido su principalfuente de conocimiento. Tú, en cambio, no tehas equivocado nunca. No has vivido nunca.Jamás me fiaría de ti.

Antes de que el mago pudiera responder,Nimúe extendió ambos brazos hacia él. Sosteníaen las manos un pergamino de agua, que seiluminó con un resplandor blanco.

Entonces ocurrió algo muy extraño: unaversión semitransparente de Merlín sedesprendió del cuerpo del mago y flotó hacia elpergamino como si este la estuviese aspirando.

El pergamino quedó cubierto de una apretadaescritura negra. Nimúe lo enrolló con cuidado,mientras Merlín, con la mirada perdida,balbuceaba algo incomprensible.

A continuación, la dama se arrodilló ante élcon una sonrisa de tristeza.

—Viejo loco; si no hubieras jugado a ser undios, no estarías en esta situación. Tengo queprotegerte de él, Merlín. Tengo que impedir que

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vuelva a utilizarte; por nosotras y también por ti.Merlín parpadeó, deslumbrado por el sol.

Parecía desorientado.—Llévame a casa, Nimúe —pidió—.

Llévame a mi casa, a Tintagel. Estoy cansado.Llevo demasiado tiempo andando por loscaminos.

—Lo sé, maestro. Te llevaré a casa algún día.Así lo espero, al menos. Pero, de momento, vasa tener que quedarte aquí. Lo siento mucho.

Con gesto pesaroso, Nimúe se quitó la capade terciopelo que llevaba y la arrojó sobreMerlín. Al rozar el cuerpo del mago, elterciopelo se transformó en un grueso cristal decaras perfectamente talladas. Parecía undiamante de tamaño imposible. Y Merlín quedóatrapado dentro. Gwenn podía ver sus muecasde desesperación, pero sus gritos no se oían. Elcristal lo mantenía aislado.

Nimúe lo contempló unos instantes ensilencio, la tristeza pintada en su rostro. Luegose giró para irse.

Fue entonces cuando, por un momento, sus

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ojos se encontraron con los de Gwenn, y estatuvo la impresión de que realmente podía verla.

—Nimúe —llamó, sin pensar en lo que hacía—. Nimúe, soy yo, Gwenn. ¿Puedes oírme?

En el momento en que Nimúe iba a contestar,la imagen se disolvió en una densa oscuridad, yGwenn comprendió que había despertado.

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Capítulo 39 Al principio, Arturo solo fue consciente deldolor. Era una quemazón insoportable, que seramificaba desde el muslo de su pierna derechahasta el resto de su cuerpo. Medio en sueños, seimaginó que la pierna se le estaba quemando,hundida hasta la ingle en una de las hogueras deBeltain, y que él tiraba de ella sin poder sacarla.

Tardó un rato en recordar el origen de laherida. Dyenu. Él le había clavado la espada. Lehabía herido con Excalibur. Él era el hijo deUther.

Volvió a sumirse en una inconscienciaintermitente, de la que le despertó una agudasensación de sed.

Abrió los ojos. Se encontraba en una

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habitación lúgubre, de paredes altas y sucias.¿Una prisión?

Su mirada resbaló hasta el costado de lacama, y vio a sir Héctor.

El anciano no se dio cuenta de inmediato deque había despertado. Parecía muy concentradoleyendo un libro de páginas amarillentas. Arturolo observó en silencio durante un rato. Aunquehubiese querido hablar, probablemente no lehabría salido la voz.

Hacía calor. Un calor húmedo, que norecordaba haber experimentado desde suprimera infancia, cuando todavía no existíaBritannia.

En un momento dado, los ojos de sir Héctorse levantaron de la página que estaba leyendo yse encontraron con los de su hijo. Su rostro seiluminó instantáneamente.

—Arturo —dijo—. ¡Por fin! ¿Cómo tesientes, muchacho? ¿Puedes hablar?

—La pierna —contestó él, apuntando almuslo—. Me duele muchísimo. Necesito agua.

Sir Héctor tomó una jarra de la mesilla que

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había junto a su sillón y llenó de agua un cuencode cerámica. Después, pasó el brazo por detrásdel cuello de Arturo para ayudarle a alzar lacabeza, mientras con la otra mano le acercabael agua a los labios.

Arturo bebió con avidez mientras su padre loobservaba preocupado.

—Has sobrevivido de milagro —dijo—. Laherida era muy profunda. ¿Quién lo hizo,Arturo? ¿Quién te atacó con tu propia espada?

Arturo cerró los ojos. Se sentía demasiadodébil para contestar, pero tenía que hacerlo.

—Excalibur no es mi espada —murmuró—.Es suya.

Se quedó adormilado, agotado por el esfuerzode hablar. Al menos, eso le pareció.

Cuando volvió a despegar los párpados, supadre lo estaba observando con fijeza.

—¿Recuerdas lo que me has dicho? —lepreguntó—. Sobre la espada.

Arturo asintió.—Excalibur. Pertenece a Dyenu. Fue él quien

me atacó. Él es el hijo de Uther, no yo.

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Si la revelación sorprendió a sir Héctor, no lodemostró.

—¿Por qué lo sabes? —preguntósimplemente—. ¿Te lo dijo él?

—Él sacó la espada de la piedra, padre. Yo lointenté, pero no pude. El Elegido es él.

Sir Héctor sonrió escéptico.—Eso no tiene ningún sentido —dijo—. Es un

mercenario sin escrúpulos, un aliado de lossajones. ¿Por qué iba la espada a elegirlo a él?

—Porque Uther lo dispuso así —replicóArturo con cansancio—. Solo alguien de susangre podría arrancarla del mármol. Yo vi conmis propios ojos cómo lo hacía.

—¿Había alguien más? —preguntó sir Héctorcon viveza—. ¿Alguien más lo vio?

—No. No había nadie más. ¿Por qué?—Entonces, es como si no hubiese sucedido.

Ya tenemos suficientes problemas para crearotro. Te has dado cuenta, supongo. Britannia hadesaparecido. Hemos perdido la protección delvelo. El pueblo está furioso, en cualquiermomento podría estallar una rebelión. Quieren la

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cabeza de Gwenn. Y no me extrañaría que lareina terminase por dársela.

Arturo trató de incorporarse, angustiado.—¿Por qué quieren su cabeza? ¿Ella está

bien? ¿Está fuera de peligro?—Está bien, sí, aquí en palacio. Algunos

nobles se han empeñado en que la reina laencarcele y la someta a juicio, pero hasta ahorano han conseguido salirse con la suya. Despuésde todo, es su hija. Es comprensible que quieraprotegerla.

—Pero un juicio, ¿por qué? No lo entiendo.Sir Héctor lo miró con expresión grave.—Claro, tú no lo sabes. Fue ella; fue la

princesa la que provocó este desastre. Lanzó unhechizo en pleno juicio de armas para impedir laderrota de Gawain, y al hacerlo desgarró el velo.Nadie ha podido restablecerlo. Es como sihubiese desaparecido.

Arturo hizo un nuevo intento de incorporarse,pero el dolor del muslo le obligó a desistir.

—Tienes que decirles a todos la verdad,padre —exigió, muy agitado—. No fue Gwenn,

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no fue ella la que hizo que se cayera lasimulación. Fue Dyenu. No pude impedir querompiera la espada. Cuando quebró Excalibur endos pedazos, todo se desmoronó.

Sir Héctor lo miró de hito en hito.—¿Estás seguro de lo que dices? —preguntó.—Yo vi cómo sucedía. Y Merlín ya me lo

había advertido. Excalibur es la llave paracambiar Britannia, y también, según parece,para destruirla. Es lo que Dyenu quería: destruirla simulación.

—Entiendo. —Sir Héctor asintió, y una levesonrisa se dibujó en sus labios—. Claro, ahoratodo encaja.

—¿A qué te refieres?En lugar de responder, su padre se levantó del

asiento y se dirigió a la cámara contigua.Regresó al cabo de un momento con dosfragmentos metálicos en las manos. Arturoreconoció en uno de ellos la empuñadura deExcalibur.

—Ni siquiera se la llevó —dijo en voz baja—.No quiere el poder. Solo quería lo que ya ha

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conseguido.—Tanto mejor. Eso nos da una oportunidad.Arturo buscó, desde la almohada, la mirada

de su padre.—¿Una oportunidad de qué? —quiso saber.—De utilizar todo esto a nuestro favor —

aclaró sir Héctor—. A fin de cuentas, siguesteniendo la espada. Y tal y como están lascosas… El momento es más que favorable pararecordarle a la gente tus derechos dinásticos.

—¿Qué derechos, padre? —Arturo habríagritado si hubiese tenido fuerzas para hacerlo—.Te lo he explicado, no tengo ningún derecho. Nosoy hijo de Uther. El heredero es Dyenu. Hayque decirle a la gente la verdad.

—Dyenu ha formado un ejército demercenarios y está arrasando Cornualles,aprovechando la debilidad política de la reina.¿Crees que tu verdad ayudaría algo en estasituación? El pueblo está pidiendo a gritos un reycapaz de liderar a sus tropas, saben que Igraineno es la persona adecuada para hacerlo. Haliberado a su sobrino para enviarlo a combatir al

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frente con sus hombres, pero Gawain, a pesarde todas sus cualidades, no es rival para Dyenu.Tú, sí.

—Estoy herido. No soy nadie.—Eso ellos no lo saben. Tienes a Excalibur.—Sí. Una espada rota.Sir Héctor meneó la cabeza con gesto de

impaciencia.—Una espada rota se puede volver a forjar.

También se habla de eso en algunas profecías.Sumergiéndola en las aguas del lago. Las damasde Ávalon podrían devolvértela intacta.

Arturo lo miró con incredulidad.—Eso no son más que leyendas. ¿De verdad

te las crees?Su padre se encogió de hombros.—Las leyendas de los Antiguos suelen

contener fragmentos de verdad en lo que serefiere a la magia. No olvides que ellos fueronlos primeros alquimistas. Sabían más sobre todoesto que nosotros. Quién sabe.

Se interrumpió al oír dos golpes tímidos en lapuerta. Cuando dio permiso para abrir, apareció

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en el umbral Aldreith, uno de los criados de sirHéctor.

—Disculpad, señor. La princesa está aquí.Pregunta si puede entrar.

Sir Héctor sonrió complacido.—Por supuesto. Decidle tan solo que aguarde

un momento a que me despida de mi hijo. Ydecidle también que Arturo ha despertado.

Una gran sonrisa se dibujó en el rostro deAldreith.

—Se lo diré. ¡Se va a poner muy contenta!—dijo.

Sir Héctor miró a Arturo.—Ha venido cada día desde que te trajeron a

palacio. Se ha pasado horas aquí sentada,esperando a que despertases. Espero queentiendas lo conveniente que es para nosotros su«interés». Una alianza entre la heredera deIgraine y el heredero de Uther, sinenfrentamientos, sin derramamiento de sangre.El pueblo y la corte lo verían con buenos ojos.Aunque habrá que hacerles olvidar sus aficionesde hechicera.

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Demasiado cansado para protestar, Arturocerró los ojos una vez más. No soportaba eldolor de la herida. Tenía la sensación de que ibaa desmayarse de un momento a otro.

Sin embargo, al ver entrar a Gwenn se olvidódel dolor.

La encontró más delgada, y con grandeslunas moradas bajo los ojos, como si no hubiesedormido bien en muchos días. Por lo demás, lepareció más hermosa que nunca. Sin losartificios del velo, su delicado rostro habíaganado intensidad. Resultaba conmovedor.

Venía sonriendo, porque ya sabía que lo iba aencontrar despierto. Al verlo, no obstante, seemocionó, y los ojos se le llenaron de lágrimas.

—Por fin —dijo—. Has vuelto. No sabescuánto te necesitaba.

Arturo sonrió a su vez.—Entonces, por eso he vuelto —dijo—. No

podía dejarte sola.—No. No podías. Sobre todo ahora. ¿Te ha

contado tu padre?—Algo —contestó Arturo con cautela—. La

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gente es miedosa, Gwenn. Cuando ocurre unacatástrofe, necesitan culpables. Pero se lespasará en cuanto superen el miedo que sienten.

—No superarán el miedo fácilmente, Arturo.No mientras Britannia no vuelva. Y nadie sabecómo hacer que vuelva.

Él asintió. El dolor de la pierna, en eseinstante, le asaltó con una punzada brutal,reclamando toda su atención.

Gwenn captó el espasmo de sufrimiento de surostro.

—¿Te duele mucho? —Quiso saber.Él intentó no asustarla.—Pasará —contestó, forzando una sonrisa

—. Me alegro tanto de verte. Sé que has estadopendiente. Gracias.

Gwenn enrojeció ligeramente. Bajo el influjode Britannia, Arturo jamás habría notado sureacción. Quizá no era tan malo, en algunosaspectos, ver las cosas sin la protección delvelo.

—Arturo, tengo que contarte algo —dijo ella,sentándose en el borde de la cama y mirándole

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con rostro serio—. Hace un par de noches tuveun sueño muy extraño. En realidad, estoy casisegura de que fue algo más que un sueño. Fueun mensaje. Un mensaje de Merlín.

Conmocionado, Arturo logró sentarse amedias en la cama.

—¿Está en Tintagel? ¿Dónde? Si alguienpuede reiniciar Britannia, es él.

—Justamente. Nadie sabía nada sobre suparadero desde el sitio de Londres. Pero en elsueño, lo vi, y vi dónde se encuentra. Estáprisionero. Prisionero de las damas de Ávalon.Supuestamente, lo han hecho para protegerlo desu propio avatar, que había comenzado amanipularlo.

Arturo recordó la extraña conversación en elcampamento de los feriantes, cuando Merlín leentregó la espada. Había tenido variasreacciones inexplicables; incluso una especie deataque epiléptico. Quizá lo que acababa decontarle Gwenn fuese la explicación.

—Si lo tienen en Ávalon, iremos a buscarloallí —dijo con decisión—. Lo necesitamos.

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Mientras hablaba, le vino a la mente lo que sirHéctor le había dicho acerca de Excalibur y dela posibilidad de repararla. Si había una mínimaposibilidad de que las damas de Ávalon forjasende nuevo la espada y, con ella, devolviesen lavida a Britannia, tenía que intentarlo, con o sin laayuda de Merlín.

—Yo no puedo ir a Ávalon —dijo Gwenn—.Tengo prohibido salir del palacio. Mi madre temeque la gente me ataque.

Arturo sonrió.—No tienes que preocuparte por eso. Nos

iremos por la noche. Nadie lo sabrá.Gwenn asintió, pensativa.—Las damas de Ávalon son célebres por sus

dones curativos —dijo—. Te cerrarán la herida.Pero hasta entonces necesitamos a alguien máscon nosotros, Arturo. Quiero que nos acompañeLance. Es el único que conserva su prestigiointacto después del desastre, y ha conseguidoreunir bajo sus órdenes a una docena decaballeros leales. Nos vendrá bien suprotección. Él fue quien te encontró herido junto

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a la tumba de Uther, ¿sabes? Te trajo él solohasta Tintagel.

Lance. Siempre él. A Arturo no le agradósaber que ahora, además de ser el héroe de labatalla del monte Badón, se había convertido ensu salvador. No se le escapaba que entre él y laprincesa había habido algo.

En todo caso, no podía negarse a que losacompañara. Gwenn tenía razón: él no estaba encondiciones de garantizar su seguridad, y paraabandonar Tintagel necesitarían toda laprotección posible.

—Dile a Lance, entonces, que lo dispongatodo para el viaje. Pero que no se entere lareina. Ni mi padre…

—Tranquilo —dijo la princesa, y una sonrisade confianza llenó de luz su rostro—. Teaseguro que no se enterarán.

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Capítulo 40 Eligieron una noche sin luna para escapar deTintagel. Gwenn fue a buscar a Arturo a sucuarto, donde él ya la estaba aguardando conExcalibur al cinto y la capa de viaje sobre loshombros. Juntos se deslizaron por las escalerasde la servidumbre hasta uno de los patiostraseros del palacio, y salieron de él a través delportón exterior de un amplio granero.

Albraith, el criado de Arturo, estabaesperándolos en un callejón cercano con loscaballos. Gwenn observó, preocupada, lasdificultades de Arturo para encaramarse a lasilla. Aunque no se quejaba, sabía por losmédicos que lo atendían que la herida del muslohabía empeorado. Si algo le ocurría durante el

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viaje, se sentiría culpable por haberlo arrastradoa aquella aventura, y no quería aquel pesotambién sobre su conciencia.

Manteniendo los caballos al paso, atravesaronlas calles desiertas de la ciudad hasta llegar allienzo sur de la muralla, donde Lance y sushombres los aguardaban. Se saludaron sin alzarlas voces, y Lance les presentó rápidamente alos componentes de la escolta. Se trataba denueve caballeros con experiencia en la luchacontra los sajones. Resultaba extraño verlosaceptar el liderazgo de Lance con tantanaturalidad, teniendo en cuenta que todos ellos lesuperaban en edad y linaje.

Sin antorchas, para no llamar la atención,cabalgaron en grupo bordeando la muralla haciael este, en dirección a la puerta de Witancester.La ausencia de la luna hacía que se viesenmejor que nunca las estrellas. No era como enlos tiempos del velo, no brillaban con la mismaintensidad, pero eso mismo las volvía, quizá, másbellas en su inalcanzable distancia.

Un tumulto de voces llegó a sus oídos poco

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antes de alcanzar la puerta de la muralla.Algunos caballos se encabritaron, nerviosos. Loshombres de Lance se miraban unos a otros. Aunasí, continuaron avanzando.

No tardaron en descubrir el origen de aquellasvoces. Una turba de gentes del pueblo losaguardaba ante la puerta de Witancester. Ibanarmados con herramientas de sus talleres deartesanía o con aperos de labranza, y sus rostroscoléricos, a la luz de las antorchas que llevaban,parecían claramente amenazadores.

Gwenn distinguió a unos pocos noblesdiscretamente diseminados entre la multitud: unode ellos era Kay, el hermano de Arturo. Él debióde descubrirlo en el mismo instante, porque sevolvió hacia Gwenn en el caballo con expresiónde contrariedad.

—Lo siento —dijo—. Todo esto ha debido deorganizarlo Kay; alguno de mis criados habrácometido una indiscreción, supongo. Pero no tepreocupes, te sacaré de aquí.

Mientras hablaban, los hombres de Lancehabían formado una barrera delante de ellos

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para impedir que la gente rodease a la princesa.Todos habían desenvainado las espadas.

—No —dijo Gwenn, mirando horrorizada aArturo—. Esos hombres no son guerreros, nopodemos atacarlos. Sería una masacre. Mevolveré a palacio, es lo mejor.

—No hará falta —contestó Arturo. En surostro se leía una resolución absoluta—.Pasaremos sin derramar ni una gota de sangre,tienes mi palabra.

Gwenn lo miró incrédula.—¿Cómo?—Espera y verás.Espoleando su caballo, Arturo se abrió paso

entre dos de los caballeros de Lance y secolocó, él solo, frente a la masa de campesinos,comerciantes y artesanos que les impedía elpaso.

—Soy Arturo, hijo de Uther Pendragón, y osexijo que nos dejéis cruzar la puerta y salir de laciudad —gritó bien alto, para que todos pudieranoírle.

Kay avanzó entre los rebeldes para acercarse

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a su hermano. Su imponente estatura le hacíadestacar en medio de los burgueses ycampesinos que lo rodeaban.

—Arturo, esto no va contigo. Solo queremosa la princesa. Entréganosla y vete despuésadonde quieras, nadie aquí te lo impedirá.

Arturo arqueó las cejas, irónico.—¿Sabe sir Héctor que estás aquí? No se va

a alegrar mucho cuando le informen, créeme.El grandullón de Kay se encogió de hombros,

dando a entender que no le importaba. La gente,a su alrededor, comenzó a corear un nombre.

«Morwen. Morwen. Morwen».Lo repetían una y otra vez, cada vez más alto,

con más ira. Gwenn hizo retroceder a sucaballo, asustada. Desde atrás, vio a Lancelevantar la espada sobre su cabeza, y a suscompañeros imitarlo. En cualquier momento selanzarían al ataque.

Arturo paseó a su montura delante de laturbamulta, esperando sin prisa a que secallaran. Eso hizo que, poco a poco, los gritosremitieran.

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—Gritáis porque tenéis miedo —dijoentonces, usando toda la fuerza de sus pulmones—. Habéis perdido Britannia. Queréis vengaros,pensando que eso os la devolverá. Pero osequivocáis. Yo os la devolveré.

—¿Tú? —Se alzaron algunas voces,interrogantes.

—No eres más que un bastardo —graznó unjoven campesino desde las primeras filas.

Arturo ni se inmutó.—Queréis recuperar la protección del velo,

¿verdad? —preguntó en el tono de quien yaconoce la respuesta—. Si es así, dejadnos salircuanto antes por esa puerta. La princesa y yonos dirigimos a Ávalon para regenerar Britannia.Dejadnos partir y nos acogeréis con vítorescuando regresemos, ya veréis.

—Las damas de Ávalon no os ayudarán —dijo un cortesano al que Arturo conocía desde lainfancia—. Ellas no quieren el velo. Apuesto aque han convencido a Morwen para que lodestruya.

—No vamos en busca de las damas de

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Ávalon, sino del poder del lago sagrado, y deMerlín —replicó Arturo ignorando el comentariosobre Gwenn—. Merlín está en Ávalon.

—¿Y él tiene la clave para arreglar esto? —preguntó un anciano que se hallaba próximo aArturo—. Pues ¿a qué espera?

—A mí —dijo Arturo, y dejó que el golpe deefecto calara en la gente antes de continuar—.Me espera a mí, porque la clave la tengo yo.

Con gesto teatral, desenvainó el fragmento deExcalibur unido a la empuñadura, y alzó laespada rota, que relumbró a la luz de lasantorchas contra el cielo de la noche.

—Os lo he dicho —rugió, en medio delsilencio asombrado de la multitud—. Soy Arturo,hijo de Uther, y esta es Excalibur, la espadasagrada. Lo dice la leyenda, lo cantan los bardosen sus poemas épicos. La espada del rey seráforjada de nuevo y la tierra sanará. Yo lo haré.Yo soy el Elegido. Forjaré la espada de nuevo enlas aguas del lago y os devolveré la proteccióndel velo.

El silencio se prolongó unos instantes cuando

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Arturo terminó de hablar. Hasta que los rebeldescomenzaron a caer, uno a uno, de rodillas. Alprincipio eran tan solo algunos hombres entre lamultitud, pero enseguida los demás los imitaron.

Al hincar la rodilla en tierra, todospronunciaban un nombre: Arturo.

Gwenn contempló a la masa enfervorecidacon el corazón acelerado. Las mejillas le ardíande cólera, la rabia la estaba quemando pordentro. ¿Qué estaba haciendo Arturo?

La había utilizado. Estaba postulándosedelante de todos aquellos campesinos yburgueses descontentos como rey. Habíareclamado su derecho a ocupar el trono,invocando el prestigio de Excalibur. Endefinitiva, había conseguido que se olvidasen deella.

—Iremos con vos —dijo una voz entre losrebeldes.

Otras muchas se alzaron en apoyo de aquellaidea, entusiasmadas.

—Peregrinaremos con el rey para sanar latierra.

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—Os seguiremos adonde vayáis, Arturo.—Sanad la tierra. Devolvednos el velo.Gwenn vio que, a una señal de Lance, sus

caballeros envainaban las espadas. Arturo habíalogrado transformar con sus palabras a unamultitud agresiva y hostil en una masa deadeptos enfervorecidos.

Gwenn adelantó su caballo hasta situarse a laaltura de Lance. Ya no había peligro de que laagredieran. Las gentes congregadas ante lapuerta de Witancestar solo tenían ojos paraArturo.

Lance la miró.—¿Sabíais esto? —preguntó.—Yo creo que ni él mismo lo sabía —

contestó ella, alzando la voz para hacerse oírentre el clamor de los campesinos ycomerciantes.

No quería mostrar su decepción ante Lance.Prefería que no advirtiese hasta qué punto lahabían herido las palabras de Arturo.

—Esto se podría considerar una rebelión —observó Lance—. Dadme la orden, y haré que

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mis hombres lo detengan. Se está postulandocomo rey. Contra vos.

—Solo intenta calmar los ánimos —lodefendió Gwenn—. Y lo ha conseguido.

Lance la miró a los ojos. En los de él sereflejaba el resplandor tembloroso de lasantorchas.

—¿De verdad queréis seguir adelante? —preguntó—. Pensad en lo que os espera. El viajese va a convertir en una peregrinaciónmultitudinaria para reclamar los derechos deArturo. Todavía podemos detenerlo. Mishombres y yo podemos sacaros de aquí yesperar a las tropas de Gawain. Osdefenderemos. No lo necesitáis a él para nada.

Gwenn sonrió con tristeza.—Sí lo necesito. Lo necesitamos para sanar

la tierra. Si de verdad es él el Elegido, si puedeforjar la espada y devolvernos Britannia, no seréyo quien se interponga en su camino.

Lance sostuvo su mirada en la noche,mientras frente a ellos las aclamaciones de lamultitud a Arturo subían de tono.

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—No lo hacéis por eso —dijo—. Lo hacéisporque os habéis enamorado de él, ¿no escierto?

Gwenn se alegró de que, en la penumbra,Lance no pudiese advertir el rubor de susmejillas.

—Creo en él —contestó.Lance sonrió con tristeza.—Os romperá el corazón. Si es que no lo ha

hecho ya. Nunca seréis su prioridad. Lo sabéis,¿verdad?

Gwenn asintió.—Lo sé —admitió, mirando hacia Arturo—.

Su prioridad es cambiar el mundo. Cree quepuede conseguirlo. Es un ingenuo o un loco o unhéroe. Quizá es eso lo que me gusta de él.

—Sí —murmuró Lance sin disimular suamargura—. Quizá por eso le habéis elegido, enlugar de elegirme a mí.

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Capítulo 41 Era la tarde del séptimo día de viaje cuandollegaron a las inmediaciones del lago. El calorestival fundía la neblina con el agua, y la isla deÁvalon no era más que una silueta oscura en elhorizonte.

Desde lo alto de su caballo, Lance contemplócon preocupación la horda de peregrinosagotados que empezaba a acampar en la orilla.Gentes de todas clases se les habían unidodesde su salida nocturna de Tintagel: ancianos,niños, hombres y mujeres. ¿Qué iban a hacercon todas aquellas personas si las tropas deDyenu los atacaban? Solo disponía de un puñadode guerreros para defenderlos; y hacía tres díasque los rastreadores de Dyenu les seguían los

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pasos. De haber contado con una fuerza armadaalgo más numerosa, les habría tendido unaemboscada para hacerlos prisioneros, pero, tal ycomo estaban las cosas, no podía permitirsearriesgar ni un solo hombre. Además, ¿de quéhabría servido? Formaban una comitiva tannumerosa, que era imposible que pasaseinadvertida. Si Dyenu se decidía a atacarles, losencontraría con facilidad. Lo único que podíasalvarlos era que la misión de Arturo en Ávalonterminase lo antes posible para que toda aquellagente se dispersase y regresase a su casa.

Después de apearse del caballo y dejarlo enmanos de su escudero, Lance se encaminóhacia la tienda de Arturo. Quería saber quétenía pensado hacer, y, sobre todo, cuándo. Si suintención era embarcarse rumbo a la isla de lasmujeres mágicas, cuanto antes partiese, mejor.

Encontró a Gwenn a la entrada de la tienda,hundiendo un lienzo blanco en un barreño deagua.

—Es para ver si le baja la fiebre —explicó amodo de saludo—. Tiene la herida peor que

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nunca. Hoy no debería haber cabalgado, pero estan terco. ¿Querías verle?

—Sí. Quería veros a los dos. Me preguntabaqué tenéis pensado hacer ahora que hemosllegado. Arturo dijo que Merlín estaba aquí.¿Cuándo va a aparecer? Y luego está el asuntode la espada. Tendrá que entrevistarse conViviana, la dama del Lago, si quiere que lepermita volver a forjarla.

—Sí, pero antes de todo eso tendrá quecurarse. ¿Crees que ellas lo sanarán? ¿Querránhacerlo?

Lance se encogió de hombros.—No lo sé. A mí me curaron, pero ni siquiera

sé por qué.—¿Te curaron? —pregunto Gwenn,

sorprendida.—Después de una batalla. Os lo contaré

algún día. ¿Puedo entrar a verlo con vos?Tenemos que decidir un plan de acción.

Gwenn asintió, y él la siguió al interior de latienda. Bajo la lona, de un escarlata descolorido,hacía muchísimo calor. Arturo yacía en un

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jergón, vestido tan solo con un jubón sucio delpolvo del camino y unas calzas. Tenía el rostrovuelto contra la pared de lona de la tienda, y elgesto contraído por el sufrimiento que leprovocaba la herida del muslo.

Con una delicadeza que a Lance le puso unnudo en la garganta, Gwenn le pasó el lienzoempapado por la frente cubierta de sudor.Mientras lo hacía, los ojos de Arturo sobre ellaeran todo intensidad.

Solo al advertir la presencia de Lance, sedespegaron del rostro de la princesa.

—Amigo, ¿qué te parece? —le dijo—. Almenos hemos llegado hasta aquí. Pero nosqueda lo más difícil.

—De eso quería hablaros. La situación esarriesgada, con esa turba de gentes del pueblosiguiéndonos a todas partes. Dyenu y sushombres andan cerca, saben dónde acampamos.Si atacan, no podremos defender a toda esagente.

—¿Y cómo podemos impedirlo? ¿Quépropones?

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—Acabar con esto lo antes posible —dijoLance con decisión—. No lo alarguemos más delo necesario. No sé si teníais pensado hacer dela refundición de la espada un gran espectáculopúblico.

—No tenía pensado nada —respondió Arturo,y miró a Gwenn con expresión culpable—. Dijetodo lo que dije porque no se me ocurrió otraforma de desviar la atención de la princesa.

—Pero es verdad lo que contasteis, ¿no? —insistió Lance—. Habéis venido a Ávalon pararefundir la espada. Y creéis que eso puededevolvernos Britannia.

Arturo asintió. Una mueca de dolor alteró porun momento sus facciones.

—Estoy casi seguro —confirmó—. Peronecesitaremos la ayuda de las damas paraconseguirlo.

—Y necesitamos que te curen —añadióGwenn—. Esa debería ser nuestra prioridadahora.

—Entonces, partamos ahora mismo hacia laisla —propuso Lance—. No esperemos a

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mañana, ni a esta noche. Ahora. La gente delcampamento se está instalando todavía, no nosprestará atención. Solo tenemos que encontraruna barca y alguien que nos lleve.

—La barca ya la tenemos, amarrada en unpequeño muelle que hay al otro lado delbosquecillo de abedules —explicó Gwenn—.Fue lo primero que hice al llegar, conseguirla.Pero su dueño no quiere guiarnos hasta Ávalon,y me ha asegurado que no encontraremos poraquí a nadie dispuesto a hacerlo. Les tienendemasiado miedo a las damas.

—No puede ser tan difícil llegar hasta la isla—dijo Arturo—. Me fijé al llegar. Está bastantecerca.

—Aquí las distancias pueden ser engañosas,incluso sin el velo —advirtió Lance.

—No nos pasará nada. Vamos, hagamos loque dices —sugirió Arturo, y para subrayar sudecisión se incorporó en el jergón y, poniendouna rodilla en tierra, consiguió levantarse, apesar del dolor de la herida—. Vayamos a la islaahora, ahora mismo. Así nadie se empeñará en

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seguirnos; no se imaginan que vayamos adejarlos en la orilla después de haberlos traídohasta aquí.

Gwenn meneó la cabeza, poco convencida.—Deberíamos esperar a que se te pase la

fiebre —murmuró.—Se me pasará cuando ellas me curen.Con una mirada, Arturo pidió apoyo a Lance

para que lo ayudase a caminar. Salieron los tresde la tienda, Gwenn delante, Arturo y Lancedetrás. A su alrededor, los guerreros de laescolta habían montado sus propias tiendas,separándolos del campamento de los peregrinos.No obstante, llegaron a sus oídos sus voces, susrisas, y a su nariz el olor a sidra, a humo, a carneasada. Todo el mundo necesitaba reponerfuerzas después de una jornada de viaje tanlarga. No tenían tiempo para fijarse en lo queellos tres hacían. Era un momento idóneo paradeslizarse sin ser vistos hasta el embarcaderoentre los árboles.

Allí encontraron esperándolos un bote deremos pintado de negro, y tan frágil de aspecto

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como un cascarón de nuez. Gwenn se vinoabajo al verlo.

—Esto no es lo que yo esperaba. Ni siquieratiene mástiles, ni velas.

—Mejor, así no llamaremos la atención. —Arturo parecía resuelto a ignorar todos lospeligros e inconvenientes que la princesa le ibaseñalando—. Para tres personas, es más quesuficiente. Lance, ¿me ayudas?

Lance dejó que Arturo se apoyase con fuerzaen sus hombros para salvar el desnivel entre elmuelle y la barca. Una vez en ella, Arturo sesentó con una mueca de dolor.

Sin esperar a que Lance la auxiliase, Gwennsaltó a su vez al interior del bote y se acomodódetrás de Arturo. El guerrero saltó en últimolugar y, colocándose frente a sus doscompañeros de viaje, aferró los remos.

—Yo también puedo remar, si hace falta —dijo Arturo, a pesar de que su debilidad era másque evidente.

—No, yo lo haré —se ofreció rápidamenteGwenn.

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Lance sonrió.—Prefiero hacerlo solo, gracias.Gwenn asintió, pero sus ojos no estaban

pendientes de él, sino fijos en la distancia, dondese encontraba la isla.

—Supongo que os dais cuenta de que estasaguas no son como las demás —murmuró—. Nila niebla que protege la isla es solo niebla. Es unlago mágico. Si no quieren que lleguemos hastaellas, no llegaremos nunca.

—Pronto lo sabremos —dijo Lance.Comenzó a remar. Tuvo la sensación de que

el agua, al principio, ofrecía una resistenciaantinatural a su avance, de tal forma que labarca parecía estar abriéndose paso a través debarro en lugar de líquido. Sin embargo, despuésde un rato sus brazos se acostumbraron al ritmoque les había impuesto y se le hizo un poco másfácil manejar los remos.

Concentrado en la tarea de hundirlos ysacarlos del lago, se fue sumergiendo en unaespecie de letargo consciente, sin pensar nirecordar nada.

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Lo sacó de aquel estado hipnótico la siluetade una barca estrecha y elegante que navegabaun poco por delante de ellos. Llevaba una velanegra con bordados en rojo y dorado. Lancenunca había visto velas tan ricas.

Dentro de la barca, de pie, había tres mujeres.La embarcación se encontraba tan cerca, que

no podía explicarse cómo no la había detectadoantes. Y con cada golpe de remos que daba,parecía acercarse aún más.

Iba a advertir a Gwenn y a Arturo de supresencia cuando un presentimiento lo detuvo.

—Mirad detrás vuestro —pidió, con cautela—. ¿Qué veis?

Arturo y Gwenn miraron hacia la barca, yluego volvieron a mirarlo a él.

—La isla, a lo lejos —dijo Gwenn.—La niebla y la isla. ¿Por qué? —quiso saber

Arturo.—Por nada —contestó él.Ellos no la veían. No veían la barca. Solo la

veía él. Había aparecido para guiarle hastaÁvalon, ¿o para extraviarle, quizá?

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Empujó los remos con más fuerza. Queríacomprobar si la visión desaparecía o si lograbaaproximarse todavía más.

Poco a poco, imperceptiblemente, fueacortando la distancia. Hasta que pudo distinguircon toda claridad a los pasajeros de la barca,que no eran tres, sino cuatro. Porque a las tresdamas que había visto desde el principio habíaque sumar un hombre que yacía acostado sobreun tapiz, con los ojos cerrados y aspecto demoribundo.

Lance sintió un estremecimiento al reconoceraquel rostro noble y envejecido: era el del ReyPescador.

Recordó su conversación con él; y la herida.Al parecer, había empeorado desde aquellacharla, porque ahora la sangre empapaba suscalzas y caía al suelo formando una manchaespesa y negra.

Las tres mujeres que lo acompañabanparecían pendientes de él en todo momento.Iban ataviadas con túnicas negras, como lasdamas de Ávalon. Dos de ellas llevaban el

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cabello recogido, y la tercera suelto, pero ceñidopor una fina corona de oro. A esta última nopodía verle el rostro porque se encontraba deespaldas, pero algo en su porte, en su forma demoverse, le resultaba familiar.

Continuó remando con fuerza para no alejarsede la embarcación fantasma. Sus ojos no seapartaban de la mujer que llevaba la corona deoro.

—¿Qué te pasa, Lance? —preguntó Arturo—. ¿Te encuentras bien?

En ese momento la dama se volvió, como sihubiese oído la pregunta. Lance soltó los remos,anonadado.

Era Gwenn. Era la propia Gwenn la que ibaen esa barca. Solo que una Gwenn distinta,mayor, con las huellas de la edad bien visibles ensu semblante, aunque todavía muy bella.

Gwenn.Olvidándose de los remos y de sus

compañeros de travesía, clavó los ojos en el ReyPescador, y sintió que el corazón se ledesbocaba.

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¿Cómo era posible que no lo hubiesereconocido desde el principio? El fuego de susojos, la mandíbula firme, la boca risueña. EraArturo.

No tenía sentido, pero Arturo era el ReyPescador.

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Capítulo 42 Tres damas de Ávalon estaban esperándolos enla orilla. Mientras ayudaba a Arturo adesembarcar, Lance miró por última vez hacia ellago envuelto en brumas. La barca del ReyPescador se había disuelto unos instantes antesen aquellas nieblas, pero su recuerdo no seríafácil de borrar. Ya nunca volvería a ver a Arturoni a Gwenn de la misma manera. Ahora sabíaque estaban destinados el uno al otro, quepermanecerían juntos hasta el final.

En cuanto tocaron tierra, la dama del medioavanzó un paso hacia ellos y los acogió con unabreve inclinación de cabeza. Era una mujer deaspecto joven y largos cabellos negros querealzaban la blancura deslumbrante de su rostro.

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—Sed bienvenidos a Ávalon. Soy Viviana, ladama del Lago —les saludó con una voz queparecía hecha de agua y de viento—. Se os hapermitido llegar hasta nosotras porque los hilosdel espacio y del tiempo querían que hoyestuvieseis aquí. ¿Y vosotros, qué queréis? ¿Porqué habéis decidido afrontar el peligro de lasaguas mágicas para venir hasta nosotras?

Gwenn se inclinó profundamente, en señal derespeto.

—Señora, necesitamos que sanéis a Arturo—explicó—. Tiene una herida que empeoracada día, y sin vuestra ayuda no sabemos quéserá de él.

—Una herida temible, sí —murmuró Vivianaclavando en Gwenn sus extraños ojos felinos—.Porque fue abierta por la espada Excalibur. Osrepetiré la pregunta, porque no me habéis dichotoda la verdad. ¿Vosotros, qué queréis?

—Forjar de nuevo Excalibur —dijo Arturo,intentando sin éxito que su voz sonase enérgica—. Devolverle a la gente el velo, que alromperse la espada se desvaneció.

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La dama lo miró con expresión curiosa.—De modo que quieres volver a forjar la

espada. ¿Significa eso que te crees digno deella? —preguntó.

—Significa que la necesitamos.En los labios de Viviana se dibujó una leve

sonrisa.—Sobre la espada, no tengo una respuesta

que daros —dijo—. Antes de tomar unadecisión, necesitamos reflexionar. En cuanto a lacuración de Arturo, dependerá de ti.

Sus ojos se deslizaron hacia Lance.—De los tres, tú eres el único que nos

interesa —dijo con gravedad—. Tenemos unamisión que encomendarte. Si aceptas,sanaremos a Arturo. Aunque tal vez no sea esolo que deseas. Tal vez desees todo lo contrario.

A Lance no le pasó inadvertida la mirada dealarma de Gwenn.

—No —dijo con viveza—. Quiero que locuréis. ¿Cuál es la misión?

El bello rostro de Viviana reflejó, al oír lapregunta, un profundo pesar.

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—Pelinor, cuyo linaje había sido elegido paracustodiar el Grial, faltó a todos sus votos y lollevó a la batalla contra los sajones. Allí seperdió su rastro. Tu misión, Lance, consiste enrecuperarlo y traérnoslo. Te advierto desdeahora que no será tarea fácil. Puede consumiraños enteros de tu vida, y exigirá de ti uncompromiso y una virtud que ahora mismo estásmuy lejos de poseer.

—En ese caso, ¿por qué elegirme a mí? —preguntó Lance—. ¿No puede ser otro?

La dama no respondió de inmediato.—Puede ser otro —concedió al final—. Pero

te preferimos a ti.Lance miró a Gwenn, buscando en su rostro

las respuestas. Si ella lo necesitaba a su lado, noaceptaría la misión. Le importaban poco la gloriay el conocimiento, ahora se daba cuenta.

Ojalá lo hubiese sabido antes. No habríadejado que nada lo apartase de la princesa.

Pero no se había atrevido a dejarse llevar. Nose había atrevido a sentir.

Y ahora, ella estaba deslumbrada con Arturo.

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Quizá no fuera amor, sino la misma admiracióndevota que había llevado a cientos de hombres ymujeres a atravesar media Britannia detrás de élpara acompañarlo hasta las orillas del lagosagrado. ¿Qué importaba, si ella lo confundíacon amor?

Gwenn, a su vez, lo miraba con ojosimplorantes. No estaba pensando en lo quesignificaba para Lance aceptar aquella misión,en los años que le llevaría. Solo quería que dijeseque sí para que las damas accedieran a curar aArturo.

—Sí —dijo, mirando de nuevo a Viviana—.Acepto la misión.

Viviana sonrió sin ocultar su satisfacción.—Perfecto, entonces. Eyla, Deirth, llevaos a

Arturo y ocupaos de que sea atendido cuantoantes. Princesa, podéis ir con él.

Lance los vio alejarse con las dos damas porel camino de piedra blanca que conducía haciael palacio donde vivían. Esperaba, quizá, unamirada agradecida de Gwenn antes de irse.Pero ella se olvidó de regalársela.

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—Creo que es mejor que me vaya con ellos—murmuró—. Si me disculpáis.

—Espera —exigió Viviana—. Tengo algo quedecirte, ahora que ellos no pueden oírnos. Essobre la princesa. Tienes que alejarte de ella.Tienes que arrancarla de tu pensamiento. Si no,nunca encontrarás el Grial, y fracasarás en tumisión.

—No puedo arrancarla de mi pensamiento —replicó Lance con pasión—. No quiero. ¿Porqué tendría que hacerlo? No hago ningún mal anadie sintiendo así.

—Cada día que pase sin que encuentres elGrial, estarás haciendo daño, aunque tú no tedes cuenta. Hazme caso, Gwenn no está en tudestino. Cuanto antes lo aceptes, mejor.

—No está en mi destino porque está en eldestino de Arturo, ¿es eso?

Viviana hizo un gesto negativo con la cabeza.—No, Lance —dijo—. Gwenn no está en el

destino de Arturo. No está en ninguno de losdestinos posibles.

Lance la miró perplejo.

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—No entiendo. Yo la he visto. La he vistocon Arturo, en una barca.

—Quizá crees que la has visto, pero no eraella. Hay muchos futuros escritos en las páginasdel libro del Destino, tantos como estrellas en lanoche. Tal vez más. Pero Gwenn no está enninguno de ellos. Hay otras con su rostro, conuna parte de su vida, con su mirada o con sulinaje. Se las conoce por distintos nombres,según la página del libro que consultemos. EstáMorgana, la hechicera, también llamadaMorwen, hermana y amante de Arturo. EstáGinebra, la de los hermosos cabellos, la reina, laesposa, la traidora, a veces las tres cosas a lavez. Pero Gwenn no está, Lance, y por eso nodebe estar tampoco en tu vida.

—¿Y en la de Arturo sí?—No —replicó la dama con gravedad—.

Tampoco en la de él. Vosotros sí estáis en esaspáginas. Los dos. Tenéis un papel querepresentar, una misión que cumplir. Eso nosignifica que vayáis a lograrlo, porque el destinose escribe a medida que se inventa. Nosotras lo

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único que sabemos es que Gwenn no entra enninguno de los futuros posibles. Es unaperturbación, una anomalía, algo que nosabemos clasificar ni entender. Y eso nospreocupa.

—Por eso enviasteis a una de las vuestras amatarla.

—Nimúe actuó por su cuenta, pero sí, fue poreso. Intentó impedir que la línea de su vida y latuya se cruzaran. No lo consiguió. Ahora se nosofrece una nueva posibilidad de restaurar elequilibrio. Nosotras podemos lograrlo. Con tuayuda. Quizá, incluso, con la de ese jovenambicioso que se hace pasar por el hijo deUther. Pero ella debe irse, Lance. En estahistoria no hay sitio para la princesa Gwenn.

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Capítulo 43 La mezcla de láudano y amapola que las damasle habían administrado a Arturo para aliviar susufrimiento había hecho su efecto, y el joven,por fin, se había quedado dormido. Por primeravez desde su llegada, Gwenn tuvo tiempo parareflexionar sobre todo lo que había visto desdesu llegada a Ávalon.

Había soñado miles de veces, desde niña, conaquella isla. Solía imaginarse la morada de lasdamas como un palacio de altura imposible yparedes de cristal, o, ya de adolescente, comouna gran construcción de piedra adornada conesculturas bellísimas y tapices de facturaperfecta. Pero ninguno de aquellos sueños separecía en nada a la realidad. El verdadero

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palacio de Ávalon era una construcción delíneas rectas y sencillas, con grandes ventanascuadradas protegidas por cristales transparentesy paredes blancas. La monotonía de las formasarquitectónicas provocaba en la mente unaespecie de vacío, ideal, según le había explicadouna de las jóvenes novicias, para la meditación.

Al contemplar la habitación en la que sehallaba con Arturo, Gwenn comprendió queaquella limpieza y simplicidad en la arquitecturasuponían un descanso para la mente. El excesode decoración, por bella que fuera, terminabaagotando los sentidos. Debería tenerlo en cuentacuando fuese reina, a la hora de decidir lasconstrucciones que se llevarían a cabo enBritannia.

Cuando fuese reina.La idea le hizo sonreír con amargura. Tal y

como se estaban desarrollando las cosas, yanunca sería reina. Como mucho, tal vez, seconvertiría en la reina consorte, en la esposa delrey. Al parecer, era lo que querían todos: sumadre, sir Héctor, ambos le habían dado a

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entender que verían con buenos ojos unmatrimonio entre Arturo y ella.

Observó el rostro dormido de Arturo. Sí,podía imaginarse una vida entera a su lado; algoque jamás le había ocurrido con Lance.

El caballero la turbaba demasiado. No podíapermitirse pensar en él porque esospensamientos rápidamente se transformaban enobsesiones. Lo que le hacía sentir era de unaintensidad destructiva. Con Arturo, en cambio,no perdía la capacidad de pensar y de ser ellamisma. Mantenía la cabeza en su sitio. Se veíacapaz de hacer cosas.

Y al mismo tiempo, él la deslumbraba. Nuncahabía conocido a nadie con su carisma, con sucapacidad para seducir y encantar a los demás.

Con un suspiro, se levantó de la silla queocupaba y se dirigió hacia la puerta.

Una vez en el pasillo, tuvo que hacer memoriapara recordar dónde se hallaba su cuarto. Trespuertas más allá, a la izquierda.

La aparición de una figura al final delcorredor le hizo olvidar su búsqueda.

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—Te estaba esperando —dijo una voz queconocía bien—. Gwenn, necesito hablar contigo.

Inmóvil, Gwenn esperó a que Nimúe seaproximase a ella. No podía apartar los ojos desu semblante hermoso y apacible.

Nimúe. La mujer que había intentadoasesinarla.

Debería haber sentido odio, pero se alegrabade verla. Se alegraba muchísimo.

—Pensé que habías muerto —dijo con vozentrecortada por la emoción—. El hechizo deBroceliande, con el que te aislaste de todos, nopensé que pudiera romperse. Parecía muypoderoso.

—Me obligaron a regresar —contestó ladama con un leve acento de tristeza en la voz—.Al parecer, aún me quedan cosas que haceraquí. Gwenn, sé que nunca podrás perdonarmepor lo que hice, y no tengo nada que alegar enmi defensa. Pero tienes que saber que atentarcontra ti fue tan doloroso como si lo hubierahecho contra mí misma.

Lo decía con absoluta sinceridad, y Gwenn no

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puso en duda sus palabras. A fin de cuentas,Nimúe era una dama de Ávalon, y estas amabanla verdad por encima de todo.

—Pero ¿por qué, Nimúe? —preguntó—.¿Por qué lo hiciste? No lo entiendo. Yo siemprete respeté. Te quería. ¡Tenía tanta confianza enti!

Nimúe asintió con una sonrisa melancólica.—No puedo explicártelo. Pero sí puedo

asegurarte que no se repetirá. Nuestra misión noes alterar la realidad, solo conocerla. Estaremosatentas a los cristales del destino, y, desde elconocimiento, trataremos de influir en lo queocurre, como hemos hecho siempre. Pero novolveremos a interferir en lo que se refiere a ti.Ya es todo suficientemente complicado. Siactuamos, introduciremos un nuevo elementoimprevisible que solo añadirá caos eincertidumbre al futuro de Britannia. Y yatenemos bastantes, créeme. No, es mejor dejarlas cosas como están.

Gwenn asintió. La luz blanca y fría del pasillola hacía sentirse excesivamente expuesta, como

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si se encontrase desnuda. Nimúe se dio cuentade su incomodidad.

—Ven, acompáñame a la rosaleda —sugirió—. Tengo algo que decirte.

Descendieron ambas por una escalera demadera hasta la galería acristalada que dabaacceso al jardín. Más allá del huerto de plantasaromáticas se extendía un paseo de arcoscubiertos por rosales trepadores, que exhibían unsinfín de variedades de rosas de distintos coloresy formas. El aroma de todas aquellas floresjuntas resultaba embriagador.

—Es como estar de nuevo en Britannia —murmuró Gwenn, maravillada.

—Sí. Solo que no es Britannia, es la realidad—contestó Nimúe—. El problema de Britanniaes que hace que la gente se habitúe a vivir en unmundo de apariencias y que deje de luchar pormejorar las cosas en el mundo real. Fíjate entoda esta belleza que nos rodea. ¿Qué puedeañadir el velo a un lugar así? Britannia no esnecesaria, si se enseña a los hombres a vivir y acuidar lo que tienen.

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—Ya, Nimúe, pero no todo el mundo puededisfrutar de un jardín de rosas a la puerta de sucasa. Britannia pone esta belleza al alcance detodo el mundo. Por eso es necesaria.

—Sí. Distribuye belleza a cambio de unprecio. Porque no todas las conexiones soniguales.

—Tienes razón, y hay demasiadas injusticiasen ese terreno —coincidió Gwenn—. Pero, apesar de todo, ese precio del que hablas es másasequible que el que tiene la belleza en el mundoreal.

Nimúe sonrió.—Empiezas a hablar como una mujer de

Estado —dijo—. Como una reina.—Nunca he estado más lejos de ser reina —

contestó Gwenn, sin disimular su amargura—.Arturo es ahora el candidato del pueblo a lacorona. Terminará reinando.

—Es muy probable —coincidió Nimúe—. Ylo que me sorprende es que tú le estésapoyando. Que hayas intercedido ante Vivianapara que permita que vuelva a forjarse la

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espada.—Para mí lo más importante es restaurar el

velo, y que Britannia regrese. Yo la hicecolapsar con mi estupidez. Necesito que larecuperemos para no cargar con esa culpa todami vida; y, si el precio es que Arturo seconvierta en rey, me parece bien.

—Viviana ha accedido. La espada seráforjada de nuevo. Arturo se sumergirá con ellaen las aguas mágicas del lago mañana. Esasaguas, el poder que poseen se basa en la magiade los Antiguos, y ni siquiera nosotrasentendemos cómo opera esa magia. Lo quesabemos es activarla. Y lo haremos. Pero debesentender que es un camino sin retorno. ConExcalibur, no habrá ningún obstáculo que seinterponga entre Arturo y el trono.

Gwenn asintió.—Lo sé. Y lo que no puedo perdonarle es que

me haya utilizado. Yo le convencí de queviniésemos aquí para pedir consejo a Merlín, yque él nos ayudase a restablecer Britannia.Arturo accedió, pero en lo que de verdad estaba

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pensando era en volver a forjar la espada.Nimúe la observó con extrañeza.—¿Querías venir a Ávalon para ver a

Merlín? ¿Qué te hizo pensar que lo encontraríasaquí?

—Tuve un sueño. Un sueño que en realidadera algo más, un mensaje, una llamada deauxilio, quizá. Vi cómo capturabas a Merlín,cómo lo metías en la prisión de cristal. Perotienes que liberarlo. Necesitamos a Merlín,Nimúe.

—No lo entiendes. —Nimúe meneó lacabeza, más alterada de lo que era normal enella—. Esa prisión de cristal, como tú la llamas,es, en realidad, una liberación para Merlín. Lomantiene aislado de su avatar, que llevabameses manipulándolo.

—Pero Britannia ya no funciona —argumentó Gwenn—. Y sin el velo, ese avatarno podrá volver a influir en él, ¿no es así?

—No lo sé, Gwenn. Parece que se las arreglópara comunicarse contigo, incluso sin Britannia.Ignoramos cómo funciona y el alcance de su

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poder. Solo sabemos que es una base de datosmuy poderosa y con una autonomía tan absolutaque, en la práctica, opera como una concienciaartificial. En todo caso, Britannia no tardará envolver a funcionar. Mañana, si todo sale bien,Excalibur restablecerá el velo. Así que nopodemos liberar a Merlín para que caiga una vezmás bajo el poder de esa cosa.

—Lo que no podéis es mantenerlo prisioneroindefinidamente. En tiempos como estos, Merlínnos hace muchísima falta. Él conoce como nadieBritannia. Puede ayudar mucho con susconsejos.

—Ya no. Después del sitio de Londres, nosabemos exactamente lo que le ocurrió, pero noha vuelto a ser el mismo. Es como si hubieseperdido la razón. A ratos, se comporta como unloco. El avatar aprovechaba esos momentos dedebilidad para convertirlo en su títere ysuplantarlo. ¿Quién crees que le entregóExcalibur a Arturo?

—¿Fue Merlín?—Sí, pero por influjo de su avatar. Ha sido el

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avatar quien ha decidido convertir a Arturo enrey. El verdadero Merlín nunca estuvo seguro:prefería mantener abiertas todas las opciones.Por eso te apoyaba a ti a la vez que a él. Merlínnunca le habría entregado a Arturo la espada deUther en circunstancias como las que vivimos,pero el avatar lo hizo. No solo eso: le explicócómo utilizarla. Puso en sus manos los resortesque necesita para convertirse en rey.

—Entonces, Arturo… ¿fue eso lo quesiempre quiso?

—Siempre, desde que tuvo uso de razón, soñócon ello. No, soñar no es la palabra adecuada,porque Arturo nunca se ha limitado a fantasearcon la idea de ser rey; se ha preparado paraello. Lleva haciéndolo toda la vida. Ha viajado,ha estudiado y también ha aprendido a luchar.

—O sea, que siempre me ha utilizado desdeque me conoció. Su intención siempre ha sidoarrebatarme el trono.

Gwenn pronunció aquellas palabras sinemoción, como si no le hiciesen daño. Como sinada de aquello realmente le importara.

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Nimúe asintió.—Todavía estás a tiempo de impedir que forje

de nuevo la espada. Si decidieses hacerlo, yo teayudaría. Aprovecharemos su estado paraarrebatarle Excalibur. Sin ella no podrá quitarteel trono.

Gwenn observó a Nimúe con curiosidad.—¿Por qué me haces esa oferta? Va contra

la decisión de Viviana.—Viviana y yo no siempre estamos de

acuerdo —contestó Nimúe con una expresióngélida en sus bellos ojos claros—. Y no será ladama del Lago para siempre. Piensa en ello,Gwenn. Ahora podría ser un buen momento,aprovechando que Arturo duerme.

—No. Excalibur debe ser fundida de nuevopara restablecer el velo.

—¿Y te da igual que eso te cueste la corona?Gwenn se encogió de hombros.—Hay muchas formas de llegar a ser reina, y

algo me dice que antes o después lo seré.

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Capítulo 44 Se contaban muchas leyendas sobre los poderesde las aguas del lago. Decían que en ellas seconservaba una parte de la magia de losAntiguos, y que alguien que supiese pescarinformación en ellas como los pescadores lohacen en el mar podría reconstruir a partir de lascapturas toda la grandeza de aquel mundodesaparecido. Por supuesto, eran solo leyendas.Pero Arturo necesitaba creer que en aquellashistorias latía un eco de la realidad.

Necesitaba creerlo porque precisaba curarse.La herida tenía que cicatrizar, y si no lo habíahecho hasta entonces, era porque se trataba deuna lesión provocada con una espada mágica.Sin magia, nunca se cerraría. Y no serviría la

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magia superficial del velo, tenía que ser un podermás profundo, como el que se les atribuía a lasaguas de Ávalon.

Además, estaba Excalibur. Viviana le habíadicho que, cuando se sumergiera, las aguassoldarían de nuevo los dos pedazos. La espadarecuperaría su conexión a Britannia y el velovolvería a proteger la tierra como antaño.

Con un fragmento de la espada en cadamano, Arturo se adentró despacio en el agua.Primero, los pies; un paso más allá, los tobillos;después, las rodillas…

Ahogó un gemido cuando el agua mágicabañó la llaga del muslo. No parecía agua, sinofuego.

La túnica negra que vestía flotó empapadaalrededor de su cuerpo. Tenía que seguiravanzando, pero vaciló. Sabía que las damas deÁvalon condenaban Britannia, que la acusabande todos los males del presente. Y él habíapuesto el futuro de Britannia en sus manos. ¿Ysi lo que Viviana le había dicho no era cierto?¿Y si, en lugar de reparar la espada, aquellas

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aguas mágicas la destruían definitivamente?Sería el fin de Britannia, lo que ellas deseaban.Lo tenían tan fácil…

Pero las damas de Ávalon decían siempre laverdad. Al menos, eso era lo que se esperaba deellas.

Además, tenía una intuición. Era cierto quelas damas odiaban el velo, pero al mismo tiempo,tenía la sensación de que lo necesitaban. Nosabía para qué, ni con qué fin, pero tambiénellas, a su modo, echaban de menos laprotección de Britannia. Por eso habíanaccedido a curarlo. Por eso iban a permitirleforjar de nuevo a Excalibur.

Dio un paso más, y otro. Y otro. El agua lellegaba ya por la cintura.

Pero el siguiente paso no encontró arena niroca bajo sus pies. Comenzó a caer. Nosospechaba que el fondo del lago pudiese ser tanprofundo. Se hundió durante tanto rato, que elreflejo del sol fue apagándose a su alrededor,hasta dejarlo sumido en una completa oscuridad.

«He caído en su trampa», se dijo, intentando

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dominar la sensación de pánico que se habíaapoderado de él. «Voy a morir. Quizá ya estoymuerto».

Para comprobar si lo estaba o no, luchócontra la gravedad, y empezó a agitar los brazosy las piernas rítmicamente para tratar deascender. Resultó inútil. Seguía cayendo.

Iba a ahogarse. Iba a ahogarse a talprofundidad, que nadie encontraría nunca sucuerpo.

Pensó en Gwenn. Le vino a la mente su perfildelicado, sus ojos inteligentes y llenos de luz.Tan hermosa, tan hermosa que no necesitaba lastransformaciones sutiles del velo.

Tendría que haberle dicho la verdad. Ahoraya no podría hacerlo. No volvería a verla nunca.

¿Se podía llorar dentro del agua? Habríajurado que tenía lágrimas en los ojos.

Sus pies rebotaron blandamente contra algoviscoso. ¿Algas? No podía haber algas a tantaprofundidad. Aunque quizá, después de todo, nohabía caído tanto. Una débil luminosidad volvía afiltrarse en el agua, tornándola verdosa. Pero no

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estaba seguro de que fuese la luz del sol.No, no era el sol. Era la espada. ¿Cómo no se

había dado cuenta? La aleación de la hoja emitíaun resplandor verde que iluminaba el agua en elfragmento de la empuñadura.

Tal y como le había indicado Viviana quehiciera, acercó el otro fragmento y encajó losbordes dentados de la fractura. La punta de laespada también se iluminó. Un cosquilleoprofundo hizo vibrar sus dedos y desde ellos sepropagó a sus brazos, a su pecho, a las piernas.Sintió un bienestar que no recordaba haberexperimentado en mucho tiempo. Ya no le dolíala herida de la pierna. No le dolía nada. Y apesar de estar bajo el agua, respiraba sinninguna dificultad, o al menos eso le parecía.

Tal vez era una alucinación, pero ¡tanagradable! Lo único que quería era dejarsellevar y quedarse allí tanto tiempo como fueseposible.

—No. Despierta. Tienes que regresar —ledijo una voz que conocía bien.

Abrió los ojos y vio delante de él una figura

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borrosa y oscura.—Merlín —dijo, asombrado—. ¿Qué haces

tú aquí?—No soy Merlín, sino su avatar o, si lo

prefieres, su sombra. Merlín está prisionero enuna jaula de cristal, y ya no tengo ningunamanera de comunicarme con él. Por eso mepresento ante ti de este modo.

—Ya nos conocemos, ¿verdad? —preguntóArturo—. Fuiste tú quien me dio la espada. Noel verdadero Merlín.

—Sí, fui yo. Merlín no te la habría dado.Tenía muchas dudas sobre ti, siempre las tuvo.Aunque vio tu potencial desde que eras un niño,eso hay que concedérselo.

—Es lógico que tuviera dudas. Él ha sabidosiempre que yo no era hijo de Uther, ¿no? Y tútambién lo sabías.

—Por supuesto.—Sabías que la espada no me pertenecía a

mí, sino a Dyenu.—Sabía que el único que podría extraerla de

la piedra sería Dyenu —precisó la sombra—.

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Pero ahora es tuya.—Me has convertido en un usurpador —dijo

Arturo, intentando distinguir en la silueta oscuradel avatar los rasgos de Merlín—. No tengoderecho a llevar Excalibur, ni a reclamar ningunaherencia en su hombre.

—Y entonces, ¿quién debería reclamar eltrono de Britannia? ¿Dyenu?

Arturo meneó la cabeza.—No, Dyenu no. Es sanguinario, y lo único

que quiere es destruir Britannia. Todavía noentiendo por qué.

—Hay muchas cosas que aún no sabes,Arturo, y que tendrás que ir descubriendo por timismo. No serviría de nada que yo te lascontara. Únicamente a través de la experienciallegarás a comprender. Y cuando eso ocurra,espero que recuerdes que fui yo el único queapostó por ti cuando nadie más creía. No loolvides cuando seas rey.

—Ni siquiera estoy seguro de querer ser rey.Deseaba serlo porque creía que era mi derechoy lo que Uther quería. Pero ahora me doy

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cuenta de que he vivido engañado toda mi vida.Merlín debió decirme la verdad. Y tú no debisteengañarme.

—No te engañé, Arturo. Nunca te dije quefueses el hijo biológico de Uther. Te dije queeras su heredero y es lo que creo.

—¿Cómo voy a ser su heredero, si no llevo susangre?

—¿Y qué importa la sangre? Tienes sucuriosidad, su imaginación, sus deseos de saber.Y tienes, además, algo que él no tuvo nunca.Uther era valiente cuando se trataba deenfrentarse a los demás, pero no cuando teníaque mirar dentro de sí mismo. Tú, en cambio, sítienes ese valor. Cuando sea necesario, teatreverás a cambiar. Serás un buen rey.

—Tú no puedes saberlo.—Sí puedo. Si alguien puede saberlo, soy yo.

No estás ante un avatar corriente, muchacho.No podría estar aquí conversando contigo sifuese una sombra de Merlín nada más. Merlínme convirtió en la base de datos más amplia ycompleja de Britannia. Me dotó de algoritmos

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para analizar y correlacionar esos datos, y eso,Arturo, es poder. Porque cuando eres capaz derelacionar los datos del presente, puedespredecir el futuro. Soy, si quieres llamarme así,un vidente, un profeta.

—Nadie puede ver en el futuro, porque elfuturo no está escrito —afirmó Arturo conconvicción—. Si lo estuviera, ¿dónde quedaría lalibertad?

—Digamos que no hay un solo futuro, sinomuchos futuros posibles. Los humanos vaiseligiendo, con vuestros actos, cuál de ellos sehará realidad. Y tú puedes hacer realidad unfuturo que es, en mi opinión, el mejor paraBritannia. Basta con que lo quieras, con que teatrevas a imaginarlo. Yo te estoy dando losinstrumentos para alcanzarlo, pero no puedollevarte hasta allí. Tendrás que hacerlo solo.

—Un hombre solo no puede construir elfuturo de un pueblo. Para llevar a cabo el futuroque yo deseo, necesitaría mucha ayuda.

—Búscala, entonces. Rodéate de los hombresy mujeres que creas que pueden ayudarte a

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construir ese futuro. Está en tus manos ahora,muchacho.

—¿Y qué pasa con Dyenu? ¿Qué ocurrirá sise descubre que es él el destinado a poseerExcalibur?

—Lo que importa no es quién esté destinadoa poseer la espada, sino quién merece poseerla.Hazte merecedor de la espada y el destinocambiará. Si no queremos caer en los erroresque destruyeron la civilización del MundoAntiguo, tenemos que guiarnos por principiosdistintos de los suyos. Yo he visto un futuroposible, Arturo, un futuro en el que Britannia noes el espejo de una sociedad injusta ydespiadada, sino un lugar realmente mágico, conla magia de la voluntad y la imaginación humana,que es la más poderosa que existe. Y paraconstruir ese futuro, haces falta tú.

Arturo dejó que las palabras de la sombraresonasen unos instantes en su interior. Se diocuenta de que las creía.

—Estás preparado —dijo la sombra con untemblor de emoción en la voz—. Es hora de que

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regreses a la superficie. Una última advertencia,Arturo. No confíes en las damas de Ávalon. Tehan permitido restaurar la espada porque tenecesitan para sus propios fines, pero ellas odiantodo lo que Excalibur representa. Y, cuandodescubran lo que eres capaz de hacer con ella,también te odiarán a ti.

—¿Qué es lo que quieren, en realidad?La sombra había comenzado a desdibujarse

en el agua.—No lo sé —dijo—. Solo ellas lo saben.

Buena suerte, muchacho, y recuérdame.—¿Volveré a verte?La silueta negra se había disuelto ya

completamente en las aguas mágicas del lago,pero Arturo creyó oír, en el murmullo queresonaba en sus oídos, un lejano «sí».

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Capítulo 45 Al principio, cuando el cuerpo de Arturoapareció flotando boca abajo a escasos pies dela orilla, Lance creyó que estaba muerto. Habíapasado demasiado tiempo bajo el agua: eraprácticamente imposible que hubiesesobrevivido.

Sin atreverse a mirar a Gwenn para no ver suangustia, observó cómo tres de las mujeresmágicas de Ávalon se echaban al agua parasacarlo. Vio cómo le daban la vuelta al cuerpode Arturo y cómo una sucesión de convulsioneslo agitaba, devolviéndolo a la vida.

Arturo salió del agua por su propio pie. Ya nocojeaba. Estaba muy pálido, y llevaba en unamano a Excalibur, de nuevo entera.

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Entonces sí se atrevió a volverse hacia laprincesa.

—Lo ha conseguido —dijo—. La espada hasido forjada de nuevo.

Gwenn lo miró sin sonreír.—Sí, pero él dijo que Excalibur nos devolvería

Britannia —replicó en voz baja—. Y eso no hasucedido. ¡Mira a tu alrededor!

Lance miró. Era cierto, nada en el paisajehabía cambiado. Los colores del cielo tenían elmismo matiz deslavazado al que se habíaacostumbrado después de la caída del velo.

—Quizá no lo notemos porque estamos enÁvalon —sugirió—. Aquí no les gusta Britannia.Quizá el velo no funcione en este lugar.

—Le preguntaremos a Viviana —dijo Gwennseñalando a la dama del Lago, que se habíaacercado a la orilla para recibir a Arturo—. Yde paso le preguntaremos qué quería lamensajera que ha venido a buscarla mientrasArturo estaba sumergido.

—¿Crees que nos lo dirá?Sin responder, Gwenn observó cómo Viviana

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abrazaba a Arturo al llegar a tierra, y cómo,separándolo de las otras mujeres, le ceñía ellamisma un cinturón de hilo de oro con una vainadel mismo material. Arturo enfundó en ella aExcalibur. Después, dejó que la dama del Lagolo guiase hasta el mirador donde ellos seencontraban.

Aguardaron en silencio a que Arturo yViviana llegasen hasta ellos. Él parecíatremendamente cansado; pero su rostro, almenos, ya no reflejaba dolor.

Sin reparar en lo que pudiesen pensar o sentirlos que les rodeaban, Gwenn rodeó con susbrazos el cuello de Arturo y, estrechándosecontra su túnica empapada, lo besó en la mejilla.

Arturo la miró con una sonrisa derrotada.—No ha funcionado, ¿verdad? —preguntó—.

Britannia no ha vuelto.Los tres miraron a Viviana, que se había

apartado un poco del grupo.—Aparentemente no, no ha vuelto —dijo la

dama—. Pero no sabemos cómo funciona laconexión entre la espada y el velo. Quizá

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Britannia regrese de una forma gradual.Hizo una pausa con la vista fija en Arturo,

como calculando si estaba en condiciones deescuchar.

—Tengo algo que comunicaros —anunció—.La muchacha que vino a buscarme durante elritual ha venido en bote desde la costa paratraernos una noticia muy preocupante. Dyenu seha presentado en el campamento de peregrinoscon un escuadrón de hombres armados, ysostiene que ha venido a arrebatarte Excalibur,Arturo. Dice que él es el dueño legítimo de laespada y te desafía a un duelo para probarloante todo el mundo.

A Lance no le pasó inadvertida la ausencia desorpresa en la expresión de Arturo. Gwenn, encambio, parecía asombrada.

—Dyenu se ha vuelto loco —dijo—. ¿Deverdad piensa que va a poder vencerte en unduelo si combates con la espada de tu padre?

Arturo le sostuvo unos segundos la miradaantes de contestar.

—Uther no era mi padre —dijo—. Y

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Excalibur no es mi espada. No tengo ningúnderecho sobre ella. Dyenu, en cambio, sí.

Gwenn lo miró con los labios entreabiertos.—No puede ser —murmuró—. Pero tú

sacaste la espada de la piedra.—No, Gwenn. Yo no la saqué, lo hizo él. Y en

cuanto la sacó, intentó romperla en pedazos.Cuando traté de impedírselo, me hirió. Soloquiere a Excalibur para destruirla, porqueExcalibur es la llave de Britannia, y él quieredestruir Britannia. No sé por qué, pero la quieredestruir.

Una idea empezó a abrirse paso en la mentede Lance. Conocía a Dyenu mucho mejor queArturo, sabía cómo combatía y lo que se podíaesperar de él en un duelo individual. Si alguienpodía vencerlo no era Arturo, sino él.

—No tienes por qué combatir con Dyenu —dijo Viviana mirando a Arturo—. Permanecerásaquí hasta que te restablezcas completamente,nosotras te mantendremos a salvo.

Arturo la miró con suspicacia.—¿Por qué? A vosotras tampoco os gusta

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Britannia. ¿Por qué ibais a protegerme a mí enlugar de a él?

La sonrisa de Viviana se torció en una muecade desdén.

—Dyenu no sabe escuchar —dijo—. No sele puede arrebatar a la gente el velo sinprepararla antes, es una temeridad que solo vaen contra de nuestros objetivos. Lo que nosotrasqueremos es ir preparando el terreno poco apoco para que, un día, el velo no sea necesario.Pero Dyenu no quiere entender.

Lance creyó que había llegado el momento dehablar.

—Combatiré yo en tu nombre —dijo—. Yoconozco bien a Dyenu, es un gran luchador.Pero creo que tengo posibilidades de ganarle.Conozco sus tácticas, le he visto combatirdocenas de veces. Y con la espada no soy peorque él.

Arturo lo miró muy serio.—Por lo que sé, estoy seguro de que eres

mejor que yo. Pero no puedo dejar que luchesmi batalla por mí. Tengo que ser yo el que se

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enfrente a Dyenu. Debo intentarlo.Viviana arqueó levemente las cejas.—Lance tiene razón, Arturo. No eres rival

para Dyenu. Y no puedes combatir con unaespada mágica que pertenece a tu adversario.No saldría bien.

Arturo se encogió de hombros.—Eso ya lo veremos.La dama del Lago clavó sus ojos de color

ámbar en Gwenn, que llevaba largo tiempocallada.

—Convéncele tú —dijo—. A ti te escuchará.Cuando tengas una decisión tomada, Arturo,házmelo saber y enviaré una mensajera a Dyenucon tu respuesta.

La dama descendió con elegancia lasescaleras de piedra del mirador y se encaminóhacia el edificio que compartía con suscompañeras.

Lance observó que Gwenn tenía los labiosapretados y el ceño fruncido. Estaba haciendoesfuerzos para no llorar.

Arturo también la estaba mirando.

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—Lo siento —murmuró con la voz quebrada—. Debí decírtelo, pero no sabía cómo.

Gwenn se encaró con él.—¿Crees que me importa algo que seas o no

el hijo de Uther o que Excalibur sea tuya? A míeso me da igual. Lo que me duele es que hayasestado conspirando todo este tiempo paraarrebatarme el trono. ¿Pensabas que no losabía? Pues ya ves que lo sé.

Arturo alargó una mano para coger la deGwenn. Ella forcejeó para retirar la suya, peroArturo no quiso soltarla. Al final, ella dejó deintentarlo.

—Nunca he querido quitarte el trono —dijoArturo—. Al menos, desde que te conocí. Yoquería, yo quiero ese trono para los dos. Ya séque yo no tengo ningún derecho, y ahora tú losabes también. Pero, aun así, lucharé por élhasta el final, y lo haré, entre otras cosas,porque es tu trono, y porque quiero defenderlopara ti.

—Entre otras cosas —dijo Gwenn consarcasmo.

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—Entre otras cosas, sí —admitió Arturo congravedad—. Lo quiero porque he visto elmundo, porque he viajado y he conocido lasruinas del Mundo Antiguo, y he visto de lo queson capaces los hombres, las cosas tanincreíbles que pueden construir. Aunque no seahijo de Uther, yo admiro lo que él construyó yquiero defenderlo. Tengo los conocimientos y lavoluntad para hacerlo. Quiero proteger Britanniaporque creo en ella. Pero también quierocambiarla. Cambiarla para mejor.

Gwenn tragó saliva. Sus esfuerzos porcontenerse no pudieron impedir que una lágrimarodase por su mejilla.

—Pero has oído a Viviana —dijo—. Notienes ninguna posibilidad.

Arturo sonrió.—Sí la tengo. El destino no está escrito en

ninguna parte. Dyenu es el hijo de Uther, ¿yqué? De momento, Excalibur está en micinturón. Tiene que ser por algo.

Parecía tan convencido, que Lance le creyó.—Tienes razón —concedió—. Este es tu

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combate, pero cuando estés delante de Dyenu,recuerda una cosa. No estás solo. Hay muchagente que empieza a creer en ti. Dyenu, encambio, no piensa en la gente. Para él solo sonpeones en un gigantesco tablero de ajedrez.

Sus ojos se encontraron con los de Gwenn, yella le sonrió.

—Lo que dice Lance es cierto. Aunque laespada la empuñes tú, no olvides que combatespor todos nosotros.

Arturo asintió. A Lance le pareció que éltambién luchaba por contener las lágrimas.

—¿Eso significa que, si gano, estarásconmigo?

La sonrisa de Gwenn se ensanchó hastailuminar todo su rostro.

—Estaré contigo si ganas —contestó—, y sipierdes también.

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Capítulo 46 Decían del círculo de piedra que era anterior alMundo Antiguo, y que los hombres que lolevantaron estaban aprendiendo a leer en el cielolos ciclos de las estrellas y del sol. Algunos loconsideraban el primer calendario de lahumanidad; otros, un santuario o un templo. Seencontraba muy cerca de Ávalon, y era el lugarque Dyenu había elegido para su duelo conArturo.

Mientras caminaba hacia el centro del círculo,donde su rival lo aguardaba, Arturo observó dereojo a la multitud enfervorecida que habíaacudido a presenciar el combate. Exceptuandoalgunos mercenarios de Dyenu, todos estaban asu favor. Sabían que combatiría con Excalibur, y

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creían que lo hacía como heredero legítimo deUther.

Se situó frente a Dyenu en medio de losvítores y aclamaciones de la gente, que ocupabalos espacios vacíos entre las rocas del círculo.Su adversario llevaba una espada de dos manos,tan larga como Excalibur y de factura parecida.Al tratarse de armas que requerían ambosbrazos para combatir, lucharían sin escudos. Elduelo sería brutal, y acabaría, casi de manerainevitable, con la muerte de uno de loscontendientes.

Arturo se concentró en la máscara dorada deDyenu y trató de olvidarse de todo lo que lesrodeaba. Sabía que, en alguna parte del círculo,Gwenn y Lance estaban mirando. Lance, que sehabía ofrecido a combatir por él. Y Gwenn, quele había prometido estar a su lado tanto siganaba como si perdía. Aunque solo fuera poreso, tenía que defender su vida hasta el últimoaliento. Quería vivir para estar con ella.

Al ver a los dos rivales preparados, se fueronacallando los rumores de la multitud. Arturo

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desenvainó Excalibur y, empuñándola con lasdos manos, la alzó vertical por delante de supecho. Dyenu, a su vez, hizo amago dedesenvainar, pero, en cambio, su mano derechafue hacia sus cabellos y desanudó las cintas quemantenían la máscara de oro en su sitio.

Cuando Dyenu arrojó la máscara a un lado,se oyeron gritos de asombro. Los que habíanconocido a Uther advirtieron de inmediato elparecido.

—Gente de Britannia, habéis sido engañadospor este usurpador —gritó Dyenu a plenopulmón—. Creéis que es el heredero de UtherPendragón, pero su verdadero sucesor soy yo, yen este combate recuperaré la espada quelegítimamente me pertenece.

—Diles lo que quieres hacer con la espada,Dyenu —le desafió Arturo—. Diles que quieresdestruirla para desgarrar definitivamente el velo.

—El velo es una jaula de mentiras yficciones. Y Excalibur es mía. Puedo hacer conella lo que quiera.

En medio del silencio asustado de la gente,

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Arturo fue girando sobre sí mismo para mirarlosa todos.

—Reclamo ante vosotros que yo soy ellegítimo heredero de Uther, porque quieroproteger su creación. Él creó Britannia, e hizoforjar Excalibur para que Britannia evolucionara.No quería que Britannia fuese destruida. Dyenupuede ser el hijo de Uther, pero no quiereproteger su legado.

—Si Uther viviese hoy y pudiese ver elrefugio de iniquidad y corrupción en el que se haconvertido Britannia, también querría destruirla.Que la espada decida —dijo Dyenu, mirandotambién a la gente—. ¿Aceptaréis el juicio de laespada?

Algunas voces se alzaron para contestar quesí.

Los dos contendientes volvieron a mirarse. Seacercaron paso a paso, midiéndose con los ojos.Sin el tapiz de datos que brindaba el velo paralos guerreros, Arturo comprendió que debíaguiarse por la intuición. Iría aprendiendo sobresu enemigo a medida que transcurriese el

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combate. No dejaría escapar nada. Y no seempeñaría en demostrar nada. Al menos alprincipio. Tenía que empezar con calma paraque Dyenu se fuese envalentonando poco apoco.

Desde los primeros golpes quedó claro quiénera mejor luchador. A pesar de su delgadez,Dyenu atacaba con una contundenciasorprendente, alternando mandobles horizontalescon otros verticales o en diagonal mientras semovía a un lado y otro de su adversario con laagilidad de un bailarín.

Arturo iba rechazando, como podía, cadagolpe de espada. Detenía con Excalibur losataques que recibía, pero no podía hacer otracosa que defenderse. Dyenu llevaba lainiciativa. Saltaba hacia atrás, atacaba desde laizquierda, volteaba la espada delante de Arturo yle lanzaba una estocada desde el lado contrario.

Todo se volvió borroso menos la hoja deaquella espada que Arturo debía detener. Brillode acero, silbido cortante, metal que relumbrabaal sol. Chasquido, metal, chasquido. Sentía su

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cuerpo como una peonza girando al ritmo que leimponía aquel arma que no era la suya.

Excalibur paraba los golpes, rechazaba alenemigo, de vez en cuando lanzaba un tímidoataque. Pero aquella no era la Excalibur por laque le habían seguido los peregrinos, la quehacía soñar a todo un pueblo. En sus manos, laespada de Uther no era más que una espadacorriente, incapaz de sorprender al enemigo.

De todas formas, no debía perder la calma.Estaba allí para defender a aquella Excaliburque él también se había atrevido a soñar y ladefendería hasta el último aliento.

Un nuevo ataque de Dyenu. Esta vez, loesquivó por tan poco, que el filo de la espadaenemiga le desgarró la manga del jubón y learañó el brazo.

Cerró un instante los ojos, agotado. No teníaninguna posibilidad. Dyenu estaba haciendo loque quería con él.

—Reacciona, Arturo —oyó que le decía unavoz en su interior—. Esto se puede hacer mejor.Te falta técnica, pero a mí no. Y estoy contigo.

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Arturo abrió los ojos, sobresaltado. Por detrásde su adversario y justo delante de uno de losmenhires del círculo de piedra flotaba el avatarde Gawain, mirándolo con una sonrisaalentadora.

En ese momento Dyenu le lanzó una nuevaestocada, que Excalibur detuvo como si fueseella la que guiase el brazo de Arturo y no alrevés. En los golpes que siguieron, Arturoadvirtió que sus brazos realizaban movimientostan coordinados y precisos como si se hubiesenentrenado en aquel tipo de combate durantelargo tiempo. Dyenu redobló la fuerza de susataques, irritado por el cambio de ritmo. Noentendía lo que estaba pasando.

No entendía que, a través de Excalibur,Gawain estaba compartiendo su arte en elmanejo de la espada con Arturo.

Los golpes sucedían a los golpes, ahora mássimétricos y equilibrados. Arturo podía oír surespiración entrecortada, y sentía el sabor de lasangre en su boca, producto del agotamiento.

—Esto va a durar toda la vida si seguís así —

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oyó que le decía una nueva voz, que noreconoció—. Soy Yvain, hijo de Uriens, el quecombate con la furia de un león de montaña.Puedes arriesgarte más, mucho más. Yo estoycontigo ahora.

Sobre otro menhir del círculo, había aparecidoel avatar del hijo de Uriens, cubierto por unadeslumbrante armadura blanca.

Arturo sintió el impulso de sorprender aDyenu, de hacer lo que su contrincante menosesperaba. Se le acercó de manera temeraria y lelanzó un golpe de costado que se deslizó sobre lacota de malla de su enemigo, haciendo saltaruna fila entera de anillas.

Ahora, Excalibur le estaba prestando laaudacia de Yvain, sus intenciones, su formaincomprensible y temeraria de moverse en elterreno de combate.

Empezaban a estar igualados. Arturodescargaba golpes de una habilidad técnicaimpensable al principio del combate, y atacabacon una fiereza de la que nunca se había creídocapaz.

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Pero Dyenu era temerario también, ycombatía como si no le importase jugarse la vidaen cada mandoble. Técnicamente, sus golpeseran perfectos. La desventaja de Arturo alprincipio del duelo había desaparecido, pero esono significaba que estuviese ganándole.

—No basta con hacer hablar a tu espada —oyó que le decía una voz de mujer—. Tienes queescuchar a la suya. Soy Laudine. Atiende, mira,estudia. Puedes ver más de lo que crees.

Ante otra de las piedras vio flotar la imagende una mujer armada con una cota de mallasobre una ligera túnica gris. Laudine, segúnrecordaba, era la dama que había guiado a lasamazonas de la batalla del monte Badón. Yahora también combatía a su lado gracias alpoder de Excalibur.

Se fijó en que sus percepciones se volvíanmás intensas. Su campo de visión se habíaampliado, y ahora podía captar el dibujo que ibantrazando los pies de Dyenu sobre la arena. Allíhabía un patrón. Dyenu alternaba unos ataquescon otros, pero su repertorio de movimientos no

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era infinito. Bastaba comprenderlo bien paraanticiparse. Arturo comenzó a hacerlo.

Su adversario estaba poniéndose cada vezmás nervioso a medida que iba perdiendosuperioridad. Eso le hacía cometer errores, perotambién lo volvía más imprevisible.

Con un rugido que no parecía humano, selanzó sobre Arturo e incrustó certeramente lapunta de su espada entre las dos piezas de sucoraza. Después, utilizando la espada como unacuña, consiguió separarlas. Los dos caparazonesde acero labrado cayeron al suelo, ya inútiles.Dyenu apartó uno de ellos con una patada.

Siguieron intercambiando golpes, pero Arturoya no podía arriesgarse como antes. Solo unpeto de cuero se interponía entre su pecho y laespada de su adversario. Eso le otorgaba aDyenu una ventaja sustancial, quizá decisiva.

Por primera vez desde el comienzo del duelo,Arturo comenzó a flaquear.

Excalibur le estaba proporcionando la ayudade tres guerreros con mayor experiencia ydestreza que la suya. Tenía en sus manos la

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técnica de Gawain, el valor de Yvain y lapercepción y la estrategia de Laudine. Aun así,iba perdiendo. Lance tenía razón, debería haberdejado que combatiese en su lugar. A fin decuentas, ¿qué importaba quién empuñase laespada de Uther? Lo importante era que ganasepara impedir su destrucción, y Lance habríatenido más posibilidades de ganar que él.

—No. No pienses eso —le advirtió en suinterior una voz desconocida—. Para ganarletienes que creer en ti. Y en nosotros. SoyPerceval, Arturo. Utiliza mi fe.

Por un instante flotó delante de uno de losmenhires la imagen de un muchacho vestidocomo un campesino y con una espada en lamano. Nunca antes lo había visto, pero se diocuenta de que Excalibur lo había conectado a él.

Creer. Esa era la clave. No bastaba con creeren sí mismo, o en su derecho a empuñarExcalibur, o en la suerte, o en el destino. Debíacreer, sobre todo, en Britannia. En lo que era yen lo que podía llegar a ser.

Un chasquido metálico. Un nuevo golpe. Lo

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había rechazado, pero Dyenu volvía a atacar.Una estocada más. Y otra. Volvía cada vez quelo esquivaba, cada vez que lograba pararlo.Incansable. Creía, Arturo creía; pero creer noera suficiente.

Se lanzó rugiendo contra Dyenu, sin pensaren que ya no tenía coraza, y lo atacó en diagonalsobre el costado izquierdo. Pareció que habíalogrado desequilibrarlo, pero el hijo de Uther serecompuso en un momento y le asestó unmandoble desde arriba.

Arturo oyó el chasquido de su clavícula alromperse. Sintió el dolor, la humedad de lasangre empapándole la camisa bajo el peto decuero.

Iba a retroceder cuando oyó la voz de Lancedentro de su mente.

—No, no lo prolongues —dijo—. Ahora quete tiene a su merced, se acercará. No vas atener mejor ocasión.

Arturo comprendió que Lance tenía razón. Almismo tiempo, era consciente de que, si no seprotegía en ese mismo instante, Dyenu podría

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aprovechar para darle la estocada definitiva. Eldolor del hueso roto le impedía pensar conclaridad.

—¿Es lo que harías tú? —preguntó en vozalta.

La respuesta de Lance resonó a la vez en sumente y en el exterior, rebotando con su eco enel círculo de piedra.

—Sí. Es lo que yo haría.Arturo sonrió. Era como si el tiempo se

hubiese congelado para permitirle tomar aquelladecisión, aunque sabía que realmente seguíatranscurriendo al mismo ritmo de siempre.

Podía sentir la virtud que hacía a Lance elmás valioso de los aliados. Lo que lo convertíaen un guerrero único.

Era su capacidad para el sacrificio.Lo único que importaba era salvar a Excalibur

de Dyenu. Salvar Britannia.Se acercó dos pasos más al hijo de Uther,

tambaleándose. Le estaba ofreciendo su costadopara que volviese a herirlo.

En el preciso momento en que la espada de

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Dyenu se hundió en su carne, destrozándole lascostillas, utilizó las pocas fuerzas que lequedaban para clavar la punta de Excalibur en elabdomen de su adversario.

El muchacho lo miró aterrorizado antes dedoblarse sobre sí mismo y caer de rodillas alsuelo. Su rostro se estrelló contra la arena conun ruido sordo.

Luego se derrumbó hacia un lado y se quedóen posición fetal, inmóvil.

No estaba muerto. Todavía podía oír surespiración, débil, jadeante.

Tomando impulso, Arturo alzó la espada sobresu cabeza para, de un último golpe, rematar alhijo de Uther. Pero antes de dejarla caer oyóuna última voz en su interior. La voz de Gwenn.

—Déjalo, Arturo. Ya has ganado.—Pero aún vive. Nos perseguirá siempre si

no termino con él ahora —contestó Arturo sinmover los labios mientras sus ojos buscabanentre la multitud de espectadores el rostro deGwenn.

—Nosotros no somos como él. No lo seremos

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nunca. No hace falta que lo mates. Mira,Britannia ha vuelto. Has ganado el combate.

Arturo bajó la espada y observó el cielo sobresu cabeza. Era azul, intensamente azul. La brisaagitó sus cabellos sudorosos, deliciosa y fresca.

No sentía el dolor de ninguna de las dosheridas.

La multitud estalló en vítores. Gritaban sunombre. Y otra palabra: rey.

Rey. Rey. Rey. No cesaban de repetirla.Con ambas manos, levantó Excalibur,

haciendo que su punta señalase al cielo. Losgritos y aclamaciones redoblaron su entusiasmo.

Lo había conseguido. Pero no lo había logradosolo.

Pensó en todas las voces que había oído en suinterior y en las seis sombras que le habíanayudado: Gawain, Yvain, Laudine, Perceval,Lance y Gwenn. Iba a necesitarlos a todos paraterminar lo que había empezado.

Porque Britannia había vuelto, pero eso erasolo el principio.

Ahora, entre todos, tendrían que encontrar la

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manera de transformarla en lo que siemprehabría debido ser.

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Epílogo Un chirrido metálico en los cerrojos de la celdasobresaltó a Dyenu, que se había quedadoadormilado en el jergón. Se sentó de golpe,perplejo. La brusquedad del movimiento leprovocó una punzada de dolor en la cicatriz de laherida.

La puerta de hierro se abrió con un brevechasquido, y en el umbral apareció una siluetafemenina. Se recortaba a contraluz sobre elresplandor de la antorcha que portaba unsirviente detrás de ella.

—Déjala ahí —le dijo la mujer a su criadoseñalando una anilla en la pared.

Después, avanzó un par de pasos haciaDyenu, y este pudo por fin distinguir su rostro.

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Un rostro que se había pasado añoscontemplando en retratos y miniaturas cuandoestaba a solas.

—Igraine, Majestad —saludó con voztemblorosa, y se puso en pie para esbozar unatorpe reverencia.

—Siéntate. Y no me llames Majestad. Ya nosoy la reina de Britannia, ¿no lo sabías? Mi hijame ha destronado. Gracias a ti.

—¿La reina ahora es la princesa Gwenn?—Lso será a partir de hoy. Reina junto a

Arturo. Iguales en derecho, iguales ante la ley.Hoy se casan, ¿no has oído las campanastañendo sin parar desde la madrugada? Meestán volviendo loca.

—Las he oído, sí. Pero no sabía que era porla boda. No sabía que se casaban hoy.

El criado, que había salido un instante, regresócon una silla de terciopelo para Igraine y ladepositó frente al jergón. Después, a una señalde su ama, se inclinó para saludar y salió de lacelda.

—Tengo entendido que quieres hablar

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conmigo.—Llevo meses solicitando hablar con vos —

dijo Dyenu con suavidad, procurando evitar eltono de reproche en su voz—. ¿Por qué habéistardado tanto?

Igraine le clavó sus ojos azules,sorprendentemente jóvenes a pesar de las finasarrugas que los enmarcaban.

—No me gusta la humedad de lasmazmorras. Me hace daño a los bronquios —dijo con frialdad—. Y además, no estoy segurade querer oír tu historia. Me han llegadorumores.

—¿Sobre mi padre?—Es cierto que te pareces a Uther. No

quería creerlo, pero es cierto. Uther nunca mehabló de ti, aunque eso no deberíasorprenderme. Me amó mucho, pero nunca fuisu confidente, ni su amiga.

—¿Qué es lo que os han dicho de mí? —preguntó Dyenu con curiosidad.

—Que apareciste de la nada reclamandoExcalibur. Que eres idéntico a Uther. Que has

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combatido del lado de los sajones. Eso fue unerror estúpido si de verdad querías reivindicar tuderecho a ser rey.

—Creéis que Uther me engendró con otramujer —dijo el muchacho con un leve tembloren la voz—. No lo entendéis, madre.

El rostro de Igraine se contrajo en una muecatensa al oír aquella palabra.

—No te atrevas a burlarte de mí. Yo solotuve un hijo varón, y murió a las pocas horas denacer. Le llamamos Mordred. Y no era hijo deUther, sino de Gorlois.

—Mordred no murió. Mordred soy yo, madre.Y mi padre es Uther, aunque me engendró bajola apariencia de Gorlois. ¿Recordáis la noche dela fiesta de presentación de Britannia? Vuestroesposo apareció muerto a la mañana siguiente,pero en realidad murió durante el baile. Se peleócon Uther y este lo mató sin querer. Uther sedisfrazó con el avatar de Gorlois para ocultar elcrimen, y aprovechó su disfraz para…

—Basta. —Igraine tenía lágrimas en los ojos,habitualmente tan fríos—. Sé lo que pasó esa

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noche. He atesorado su recuerdo en mimemoria durante todos estos años como mi joyamás preciada. La última noche de amor con mimarido. Y ahora me dices que fue un engaño.Que no fue él.

—Pero también amasteis a mi padre. Mástarde.

—Siempre fue una mezcla de amor y odio loque sentí hacia Uther. Me impuso su pasión. Yoera demasiado joven para resistirme, me dejéseducir.

Con un gesto brusco, Igraine se limpió unalágrima que caía rodando por su mejilla.

—Qué más da. Todo eso ocurrió hace unaeternidad, y ellos están muertos. Los dos.

Mordred asintió, y durante unos instantesninguno de los dos dijo nada.

—¿Sabía Uther que eras su hijo? —preguntóIgraine al fin.

—Sí, Merlín se lo dijo. Pero no podía hacerlopúblico; se habría sabido lo de aquella noche, yla gente habría atado cabos. Lo habríanterminado relacionando con la muerte del duque.

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Así que Merlín lo convenció de que me alejasede la corte y me entregase a las damas deÁvalon para que ellas me educasen. En Ávalonnadie podría encontrarme, porque nadie puedellegar a la isla sin el permiso de las damas.

—Es cierto. Lo que no comprendo es cómoconsiguió Merlín convencerlas de queaccedieran.

Dyenu asintió.—No debió de resultarle nada fácil —dijo—.

En fin, ahora ya conocéis mi historia.—Mordred —murmuró Igraine, mirando con

fijeza al muchacho—. Qué distinto habría sidotodo si te hubiesen dejado aquí conmigo. Ni tú niyo estaríamos ahora donde estamos.

—Si os sirve de consuelo, no tuve una malainfancia. Aprendí mucho en Ávalon, cosas queluego me han sido de gran utilidad.

—Sí, pero ¿un mercenario de los sajones?¿Por qué?

—Porque Britannia tiene que caer antes delevantarse. Eso es algo que ellas nocomprenden.

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—¿Ellas?—Viviana, las otras damas. Me echaron.

Piensan que voy demasiado deprisa. No quierenentender.

Igraine asintió. Seguía mirándole con lamisma atención dolorosa. Tal vez buscaba en surostro huellas del niño que había sido, y que ellanunca había llegado a conocer.

Dyenu tuvo la sensación de que solo habíaestado escuchándole a medias.

—Tengo que sacarte de aquí —dijo ella condecisión—. Quizá hoy mismo, aprovechando laboda.

—¿No vais a ir?Igraine torció el gesto en una sonrisa de

desdén.—Tengo que ir; no me conviene mostrar

abiertamente mi rencor. Pero ahora que sé quiéneres, ahora que sé lo que Uther me arrebató…Van a pagar por ello, Mordred. Todos y cadauno de ellos. Vamos a hacerles pagar por lo quenos hicieron, a ti y a mí.

—Liberadme y yo me encargaré de que

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paguen. Arturo y Gwenn no aguantarán muchoen el trono. No saben de guerra ni de alianzas.La nobleza no los respeta, y todo el mundo esconsciente de que son unos advenedizos.Dadme tiempo y armaré un ejército contra ellos.Los derrocaré.

Igraine lo miró con un brillo extraño en losojos.

—Te daré más que tiempo. Te daré dinero,hombres, aliados. Puedo proporcionarte todoeso, pero debes prometerme que no actuarás demanera precipitada. Si queremos ganar estaguerra, no nos bastará solo con la fuerza.Necesitaremos, sobre todo, astucia.

—Vos pondréis la astucia, madre; yo, el valor.Os prometo que os escucharé, y que me dejaréguiar por vuestros consejos. Juntos seremosinvencibles.

—No saben lo que les espera…Por primera vez en muchos meses, Dyenu se

permitió el lujo de sonreír.

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Agradecimientos Este libro es hoy una realidad gracias a laapuesta decidida de varias personas a quienesqueremos agradecer su entusiasmo porBritannia.

En primer lugar, queremos dar las gracias aSandra Bruna y a todo el equipo de su agencialiteraria por haber creído desde el principio en elproyecto y por haber sabido encontrar la casaperfecta para él. Esta casa la encontramos enSUMA, a cuyo director, Pablo Álvarez,agradecemos muy especialmente su fe enBritannia y su visión a la hora de dar formaeditorial a esta tetralogía. Nuestroagradecimiento se extiende a Gonzalo Albert y aMónica Adán, por su exquisita labor editorial y

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por habernos facilitado las cosas en todomomento, así como a Luisa y Alberto, por susaportaciones y sugerencias.

No puede faltar aquí una mención a nuestroslectores más fieles, los que nos siguen a travésde cada nueva saga y aventura. Ellos saben vivirlas historias desde dentro, y desde esa lecturaintensa y rica en emociones iluminan nuestralabor, haciendo que siempre merezca la pena.

Para terminar, queremos manifestar nuestragratitud hacia nuestras familias por sucomprensión hacia este extraño trabajo nuestrode inventores de mundos, que no siempre resultafácil de compaginar con las exigencias de la vidacotidiana. Y muy en especial, nos gustaríareconocer el apoyo que siempre recibimos denuestro hijo Alejandro, por quien hacemos todo ya quien dedicamos nuestros sueños, nuestraspalabras y nuestras vidas.

Ana Alonso y Javier Pelegrín.

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Magia, aventura, lucha y una historia deamor que trasciende la leyenda.

Excalibur es la primera de las cuatro

entregas de «Britannia», la saga que teredescubrirá el mito artúrico como nunca te

lo habían contado.

Gwen es la hija de la reinaIgraine y Lance es uncaballero de la corte. Laprincesa, heredera del trono,está en apuros porque lossajones han entrado enLondres y quieren conquistarel reino.

Merlín (el famoso mago) y Uriens han trazadoun plan para que la princesa escape sana y

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salva. Pero en la oscuridad de la ciudad, trascada esquina, los espías de los sajones están altanto de una maniobra de salvación que puedeque sea más complicada de ejecutar de lo que almago le parece…

La saga «Britannia» recorre una historiaépica, mágica y llena de aventuras quetransporta al lector a épocas y lugaresúnicos, en los que el valor y el ingenio sonfundamentales para salvar la vida y elhonor.

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Sobre los autores Ana Alonso, Tarrasa (Barcelona), 1970. Selicenció en Ciencias Biológicas y amplió susestudios en Escocia y París. Ha publicado ochopoemarios y, entre otros, ha recibido el Premiode Poesía Hiperión (2005), el Premio Ojo Críticode Poesía (2006) y, recientemente, el PremioAntonio Machado en Baeza (2007) y el PremioAlfons el Magnànim Valencia de poesía encastellano (2008). Firma su obra poética comoAna Isabel Conejo. Junto con Javier Pelegrín, escoautora de la serie de fantasía La llave deltiempo y la novela juvenil El secreto de If. Javier Pelegrín, Madrid, 1967. Se licenció enFilología Hispánica y completó sus estudios en

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París y Turín. Actualmente trabaja comoprofesor de Enseñanza Secundaria. En coautoríacon Ana Alonso ha publicado ocho títulosjuveniles, todos ellos pertenecientes a la serie defantasía y ciencia ficción La llave del tiempo.En el año 2008, junto con Ana Alonso recibió elPremio Barco de Vapor por su obra conjunta ElSecreto de If.

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© 2016, Ana Alonso y Javier Pelegrín© 2016, de la presente edición en castellanopara todo el mundo:Penguin Random House Grupo Editorial, S.A.U.Travessera de Gràcia, 47-49. 08021 Barcelona ISBN ebook: 978-84-9129-039-1Diseño de cubierta: OpalworksConversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.www.mtcolor.es Penguin Random House Grupo Editorial apoyala protección del copyright.El copyright estimula la creatividad, defiende ladiversidad en el ámbito de las ideas y elconocimiento, promueve la libre expresión yfavorece una cultura viva. Gracias por compraruna edición autorizada de este libro y porrespetar las leyes del copyright al no reproducir,escanear ni distribuir ninguna parte de esta obrapor ningún medio sin permiso. Al hacerlo estárespaldando a los autores y permitiendo que

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PRHGE continúe publicando libros para todoslos lectores. Diríjase a CEDRO (Centro Españolde Derechos Reprográficos,http://www.cedro.org) si necesita fotocopiar oescanear algún fragmento de esta obra. www.megustaleer.com

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Índice Excalibur (Britannia. Libro 1)DedicatoriaCitaLibro I. El reino invisible

Capítulo 1Capítulo 2Capítulo 3Capítulo 4Capítulo 5Capítulo 6Capítulo 7Capítulo 8Capítulo 9Capítulo 10

Libro II. El escudo de BritanniaCapítulo 11Capítulo 12Capítulo 13Capítulo 14Capítulo 15

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Capítulo 16Capítulo 17Capítulo 18Capítulo 19Capítulo 20Capítulo 21Capítulo 22

Libro III. El rey sin espadaCapítulo 23Capítulo 24Capítulo 25Capítulo 26Capítulo 27Capítulo 28Capítulo 29Capítulo 30Capítulo 31

Libro IV. El puente bajo el aguaCapítulo 32Capítulo 33Capítulo 34Capítulo 35Capítulo 36

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Capítulo 37Libro V. La tierra baldía

Capítulo 38Capítulo 39Capítulo 40Capítulo 41Capítulo 42Capítulo 43Capítulo 44Capítulo 45Capítulo 46

EpílogoAgradecimientosSobre este libroSobre los autoresCréditos