Evita Express

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Apéndice (Cuento grasa) El secuestro más desopilante de la historia Evita express Washington Cucurto El autor de Cosa de negros vuelve a la carga con historias del Buenos Aires más excluido y marginal. A través del relato de un secuestro express fallido, Cucurto se sube al tren del mito peronista y arremete con un tema ya inevitable de la literatura argentina: la omnipresencia de Evita. Me recaté, mavale. Mirá si me iba a quedar pegada a todo ese moco. Ná de esto me hubiera pasado, si no hubiera sido tan gila. Si mamita no le hubiera pegado el sida a papito por andar moviéndose a cualquier vago. Papucho trabajaba bien de plomero, por lo menos comida no nos faltaba. Como no soy ninguna guacha desagradecida: ¡gracias, papucho!... Ahora la yegua malparida de mi tía, uno de estos días me la va a pagar a todas… ¿por qué? Cuando papucho murió y mamita se rajó, esa yegua me echó a la calle y trajo a sus críos. ¡Yegua malparida cómo le vas a hacer eso a una guaina de 12 años!... Por esos días me enganché con el Tincho en la barra del Meteórico Bailable. Me acuerdo y me cago de la risa: mi primo Luis lo encaró para que le habilitara un trago de cerveza, y el garca le dijo, no, no, rajá de acá. Mirá que soy chorro y te puedo afanar, le dijo Primito. Y el puto: y mirá que soy cana y te puedo llevar preso. Me retobé, ¿porque sos cana no le podés convidar a mi primo? Y ahí nos enamoramos. A la semana armamos la banda de secuestros express más grande del Conubonaerense. Por aquellos días nadie sabía qué era eso de secuestros express. Yo, a la chaboncita ni la junaba, la esperamos a la salida del Banco Nación de Diagonal Norte, frente a la Plaza de Mayo. El Tincho me la marcó desde el auto. La rubia oxigenada, esa. Una papita. Bajé, la agarré de los pelos y la metí al Galaxy robado. Le pegué un bife y la flaca quedó mirando las estrellas, tenía unos bracitos como palitos de la selva. La verdá que no le vi la cara. Al sentirla

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Apéndice (Cuento grasa)

El secuestro más desopilante de la historia

Evita express

Washington Cucurto

El autor de Cosa de negros vuelve a la carga con historias del Buenos Aires más excluido y marginal. A través del relato de un secuestro express fallido, Cucurto se sube al tren del mito peronista y arremete con un tema ya inevitable de la literatura argentina: la omnipresencia de Evita.

Me recaté, mavale. Mirá si me iba a quedar pegada a todo ese moco. Ná de esto me hubiera pasado, si no hubiera sido tan gila. Si mamita no le hubiera pegado el sida a papito por andar moviéndose a cualquier vago. Papucho trabajaba bien de plomero, por lo menos comida no nos faltaba. Como no soy ninguna guacha desagradecida: ¡gracias, papucho!... Ahora la yegua malparida de mi tía, uno de estos días me la va a pagar a todas… ¿por qué? Cuando papucho murió y mamita se rajó, esa yegua me echó a la calle y trajo a sus críos. ¡Yegua malparida cómo le vas a hacer eso a una guaina de 12 años!... Por esos días me enganché con el Tincho en la barra del Meteórico Bailable. Me acuerdo y me cago de la risa: mi primo Luis lo encaró para que le habilitara un trago de cerveza, y el garca le dijo, no, no, rajá de acá. Mirá que soy chorro y te puedo afanar, le dijo Primito. Y el puto: y mirá que soy cana y te puedo llevar preso. Me retobé, ¿porque sos cana no le podés convidar a mi primo? Y ahí nos enamoramos. A la semana armamos la banda de secuestros express más grande del Conubonaerense. Por aquellos días nadie sabía qué era eso de secuestros express. Yo, a la chaboncita ni la junaba, la esperamos a la salida del Banco Nación de Diagonal Norte, frente a la Plaza de Mayo. El Tincho me la marcó desde el auto. La rubia oxigenada, esa. Una papita. Bajé, la agarré de los pelos y la metí al Galaxy robado. Le pegué un bife y la flaca quedó mirando las estrellas, tenía unos bracitos como palitos de la selva. La verdá que no le vi la cara. Al sentirla tan delgadita, me desesperé por reventarla a patás, siempre tuve debilidad por lo frágil. En el auto tuvieron que agarrarme porque me vino una desesperación, no sé una luz por dentro, algo feíto y pif, se me fueron los miedos, dicen que eso se llama adrenalina. Y dicen que la adrenalina pinta cuando estás por hacer algo fuerte, superborder, una cagada cerca de la muerte o la tragedia…Y entré a darle con todo, pa mí era como comerme un flan, bajarme una bieker, comprarme una nikes. Pará pelotuda que la vas a matar, me gritó Primito, y me dio dos bifes en la boca. Me calmé porque fueron fuertes, con la mano cerrada. Má sí, al ratito entré a darle de nuevo. Paramos, Primito me empujó afuera del auto y en plena calle me entró a dar con todo. Yo también le daba, mavale, mirá si porque era hombre se la iba a llevar de arriba… Llegaron co corriendo –me agarra el tartamudeo–, dos ratis de civil y nos salvó Tincho, mi reyecito, mi poli del hampa, salió del Galaxy y chapeó a los canas que ni se imaginaban a quién teníamos en el auto. Está bien, muchachos, vayan tranquilos, a la Comi los llevo yo. A las cuadras, salté encima de él, y comencé a darle unos besos de amor bárbaro, y bajé hasta el cinto, le corrí la cartuchera del arma

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y empecé a buscársela en el slip para chupársela. Fue ahí cuando escuchamos los disparos y vimos a unos locos salir de una camioneta hecha bolsa y empezaron a tirar. Y nosotros ná que ver, loco, nosotros unos pazpuercos de cuarta. Me agaché y vi la cabeza de Tincho, rati, reventada por una bala, los restos de sesos chorreantes por el espejo de adelante, el volante manchado de sangre, hecho añicos, de derretido y me puse a llorar como una pendeja. Un pedazo de cerebro me cayó en las piernas y del horror lo tiré por la ventanilla. ¡Pendeja, pendeja, pendeja puta! Primito me empujó, agarró el volante y salimos volando. No podía parar de llorar. Controlá a la guacha, mandáte para atrás. Cuando me tiré pa atrás, la vi por primera vez…No me olvido más, loco, parecía endemoniada, había un fuego, una maldad en sus ojos. Vos, nos traicionaste, puta, le grité y entré a darle. La loca me pareció re conocida, de la tele, de una revista, de un lado. La loca estaba acurrucada, matándose de la risa. Me cagué toda, nunca vi una nami reírse así, loco, parecía la risa del diablo, pegaba unas risotadas terribles. El Galaxy metía fuego por la Avenida Leandro N. Alem. Primito manejaba y en una de esas se da vuelta con el chumbo en la mano y nos apunta a las dos:

–Se puede saber de qué mierda se están riendo.

–Avisá, güey, es esta puta pelotuda, respondí.

Fue ahí cuando Primito me dijo quién era esa yegua:

–¡Es ella, no puede ser!, gritó.

A mí me importaba un pomo quién era esa loca.

¡Ponéle la capucha!, me gritó reexcitado, ¡no puede ser, no puede ser ella!, decía golpeando el volante. Tiró el auto para el lado del acceso y en un descampado nos sacamos de encima el cuerpo descabezado de mi Tincho querido, mi amor policía… Lloré como una pendeja de mierda. Ji, ji, parece el jinete sin cabeza, dijo Primito. Yo no le dije ná porque me fajaba, pero interiormente lo re putié.

¡Quién mierda es esta atorranta!, le grité.

Una gila que le daba de comer a los pobres, a los niños, a los viejos.

¿Cómo?, y a nosotros no nos tiró una moneda esta guacha.

Me dieron ganas de reventarla.

Llegamos al aguanta y los negros que nos habían habilitado el lugar no

estaban. Pa mí que era una trampa de la misma poli pa quedarse con la

guita del rescate. Me cagué hasta las patas.

Primito se abrió y me dejó de garpe con el bulto. La llevé a mi casa y la tuve matándose de la risa sin parar. La até a mi cama. No daba, locura, no daba, lo mejor hubiera sido que saliéramos a

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reventar cajeros. Ná que ver, chichi, no vamos a ir a reventar por dos mangos, en los cajeros nunca hay plata…hay que hacer algo grande…, me decía el Tincho.

La que te parió Tincho, ¿qué hago ahora con esta loca que no para de cagarse de la risa? Me acuerdo que esa tarde, antes del secuestro, anduvimos por el centro, yo entré en la zapatillería Nexo y me compré cuatro pares de Nikes con linternitas en el talón. Mi debilidad son las nikes. A las horas pintó un dato en la seccional. Tanta guita en tal banco, hora de retirada y descripción del depositante. Zona liberada. Así me ligué a esta loca. Y, al final se me escapó, igual no tenía ni a quién pedirle rescate. No la aguantaba más por las noches riendo, diciendo discursos que no se entendían un pomo.

Ese día me entró el bichito y me fui a un locutorio a buscar en internet. Le pregunté al pibe del locutorio. ¿Querés info sobre ella?, me preguntó. Uf, hay a roletes, en el google te sale un montón. ¿qué mierda será eso del guglé? En la pantalla salió un pilonazo. Me recagué en las patas. ¡Era un prócer, la yegua! ¡Y había muerto en 1952! Me recalenté y leí que en una de sus manos había unos números de una cuenta en Suiza. Salí cagando. A ésta la reviento a palos y me compro todas las nikes del mundo. Cuando llegué no estaba. Salí a buscarla por el rioba y nada. Pasaron dos semanas y todas las noches la giluna no me abandona, escucho sus risas en la casa. La giluna, hija de remil, no se me despega de los oídos. No me deja dormir