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REVISTA DE ESPIRITUALIDAD 77 (2018), 161-186 ISSN: 0034 - 8147 Estudios 1. Fenomenología de la “representación” JOSÉ EDUARDO LOUREIRO DE ARAÚJO México Recibido 15 de febrero de 2018 Aceptado el 28 de febrero de 2018 Los místicos de todos los tiempos fueron hombres y mujeres de visión 1 . Lograron ver más allá de su tiempo. Pudieron vislumbrar perspectivas insospechadas. Con ojos de explorador, alcanzaron a pe- netrar profundidades impensadas para los que miran sin ver y perma- necen en un plano sin hondura 2 . Llegaron a abarcar los adentros y afueras, los versos y reversos, los abajos y arribas de las realidades a las que, en el mismo giro de la visión que teje panorámicas, aplicaron la mirada. Para Evelyn Underhill, esa capacidad de visión o “visión ilumina- da” acolita el sentido de la Presencia, transfigurando el mundo y la existencia. Para dicha autora, la mirada de profundidad de los místi- cos es cuestión de consciencia iluminada: «La visión de “un nuevo cielo y una nueva tierra”, o de una significación y realidad añadida en 1 El ver en la mistagogía de Teresa de Ávila tiene un lugar de suma im- portancia. Teresa es maestra del “ver”. A ese propósito, podemos conferir “Ver” y “Visión” en JUAN LUIS ASTIGARRAGA (ed.), AGUSTÍ BORRELL (col.), Concordancias de los Escritos de Santa Teresa de Jesús, Vol. I y II, (Roma: Editoriales O.C.D., 2000), 2883-2886. 2 La hondura de la realidad, sus dimensiones que se imponen al abstracto y emergen como otro existente, capaz de impactar.

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1. Fenomenología de la “representación” JOSÉ EDUARDO LOUREIRO DE ARAÚJO México Recibido 15 de febrero de 2018 Aceptado el 28 de febrero de 2018

Los místicos de todos los tiempos fueron hombres y mujeres de visión1. Lograron ver más allá de su tiempo. Pudieron vislumbrar perspectivas insospechadas. Con ojos de explorador, alcanzaron a pe-netrar profundidades impensadas para los que miran sin ver y perma-necen en un plano sin hondura2. Llegaron a abarcar los adentros y afueras, los versos y reversos, los abajos y arribas de las realidades a las que, en el mismo giro de la visión que teje panorámicas, aplicaron la mirada.

Para Evelyn Underhill, esa capacidad de visión o “visión ilumina-da” acolita el sentido de la Presencia, transfigurando el mundo y la existencia. Para dicha autora, la mirada de profundidad de los místi-cos es cuestión de consciencia iluminada: «La visión de “un nuevo cielo y una nueva tierra”, o de una significación y realidad añadida en

1 El ver en la mistagogía de Teresa de Ávila tiene un lugar de suma im-portancia. Teresa es maestra del “ver”. A ese propósito, podemos conferir “Ver” y “Visión” en JUAN LUIS ASTIGARRAGA (ed.), AGUSTÍ BORRELL (col.), Concordancias de los Escritos de Santa Teresa de Jesús, Vol. I y II, (Roma: Editoriales O.C.D., 2000), 2883-2886.

2 La hondura de la realidad, sus dimensiones que se imponen al abstracto y emergen como otro existente, capaz de impactar.

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el mundo fenoménico»3. Otro modo de nombrar esa capacidad de vi-sión de los místicos consiste en reconocerla como un «fenómeno de lucidez visual»4 que, para Evelyn Underhill, da un peso de excelencia a la experiencia mística. Estos hombres y mujeres de visión poseen una mirada tal que podemos identificarla con una cierta forma Dei: «Dios es toda cosa que es buena para mi vista, y la bondad que toda cosa tiene es Él»5.

Teresa de Ávila, por lo tanto, nos da un perfil de sí misma como una mujer cuya mirada6 se erige hacia las alturas. Pero cuanto más su visión accede a las cumbres de la vida mística, tanto más se ancla en la realidad, transfigurándola con una mirada que ilumina la constitu-tiva opacidad del mundo y sus engranajes. Desde luego, si tal es la capacidad de posicionarse en faz de la existencia, con una mirada de fuego, Teresa no puede ser otra sino una mujer de pasión. Enamorada de la vida, su aventura humano-espiritual será, por consiguiente, un captarse a sí misma y su historia con esa misma mirada de águila, pa-ra hilar el sentido interno y a la vez trascendente que se perfila en to-do lo que le acontece.

Tal mirada no surge de modo espontáneo. Es parte de su persona-lidad y crece con ella. Un episodio de su infancia lo manifiesta de modo evidente (V 1,4). Así nos lo cuenta el padre María Eugenio del Niño Jesús:

No era más que una niña Teresa cuando arrastró a su hermano Rodrigo hacia tierra de moros con la esperanza de los descabeza-sen. Los dos fugitivos fueron encontrados por un tío suyo, que los devolvió a la casa paterna. Teresa, la más joven de los dos niños, pero jefa de la expedición, responde a sus padres inquietos, que se preguntaban por el motivo de la huida: ‘Me he marchado porque

3 EVELYN UNDERHILL, La mística. Estudio de la naturaleza y del desarro-

llo de la conciencia espiritual, (Madrid: Trotta, 2006), 290. 4 Ibid., 292. 5 JULIANA DE NORWICH, Libro de visiones y revelaciones, (Madrid: Trot-

ta, 2002), cap. VIII, 45. 6 Véase la importancia del término mirar, mirada y correlatos en la teo-

logía de Teresa de Ávila; cf. JUAN LUIS ASTIGARRAGA (ed.), AGUSTÍ BORRELL (col.), op. cit., 1636-1649.

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quiero ver a Dios, y para verle hay que morirse’. Expresión de niño que revela ya su alma y anuncia el tormento dichoso de su vida7.

Con su mirada versátil, la santa abulense diseña, poco a poco, la poética de su propio existir. La irrupción de una realidad mayor y trascendente en la vida de Teresa8 -las experiencias y comunicaciones divinas vividas en la dinámica oracional- aporta horizontes nuevos a su mirar. Teresa se da inmediatamente a la tarea de comprender esos desconocidos sentires en los que Dios está aconteciendo en su interio-ridad. Se obliga a discernir detenidamente, buscar “letrados”, cues-tionar, dejarse aleccionar (V 40,24). El mundo de Teresa puede ser leído ahora desde otro prisma y, por lo tanto, deviene un mundo acli-matado existencialmente al vivir de Dios en ella.

Tal acomodación a lo divino, que nace de la mirada transfigurada, no puede ser entendida como algo completamente extraño a la natural sed de ver, un añadido a la esencia misma del hombre en tanto que Homo videns. Al contrario, es esa misma naturaleza la que ofrece a la experiencia mística la “materia humana” para ser asumida y elevada por la gracia9. Así, la persona humana, por su constitución como espí-ritu encarnado que ama “ver”10, se sitúa en la existencia, posicionán-

7 P. MARÍA EUGENIO DEL NIÑO JESÚS, Quiero ver a Dios, (Madrid: Edito-

rial de Espiritualidad, 2002), 31). 8 La dicha “tercera conversión” ante un Cristo muy llagado (V 9,1) abre

una etapa nueva en la vida de Teresa. Trataremos de dicha conversión en el capítulo quinto.

9 «La gracia no anula la naturaleza, sino que la perfecciona» (STh I, 1, art.8 ad 2). La gracia, por lo tanto, presupone, sana, eleva y perfecciona la na-turaleza. En ese sentido, santo Tomás de Aquino afirma: «La gracia presupo-ne la naturaleza, al modo como una perfección presupone lo que es perfecti-ble» (STh I, 2, art. 2 ad 1); o «necesita del auxilio de la gracia, que cure su naturaleza» (STh I-II, 109, 3 in c.). Sobre la relación naturaleza-gracia y su interpretación en ciertos teólogos actuales véase HERMAN-EMIEL MERTENS, “Naturaleza y gracia en la teología católica del siglo XX”, en Louvain Stu-dies, 16 (1991), 242-262.

10 «Todos los hombres desean por naturaleza saber. Así lo indica el amor a los sentidos; pues, al margen de su utilidad, son amados a causa de sí mis-mos, y el que más de todos el de la vista. En efecto, no sólo para obrar, sino también cuando no pensamos hacer nada, preferimos la vista, por decirlo así, a todos los otros. Y la causa es que, de los sentidos, éste es el que nos hace

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dose como observadora y constructora de sentido, poniéndose en la brecha que delimita exterioridad e interioridad y, a la vez, respon-diendo a la solicitud de “querer ver a Dios”11.

Por lo tanto, nuestro discurso procederá buscando comprender el acto de ver, su lugar e importancia totalizadora en la percepción de la existencia. En seguida, destacaremos la experiencia y función del ojo como órgano que constituye el mundo propio, mundo relacional inter-ior y exterior. Luego, pasaremos a considerar el ver interior y lo visi-ble interno: el mundo de la imagen y de la representación y sus res-pectivos “órganos” (el tercer ojo, el ojo contemplativo y el ojo místi-co), analogados del ojo físico. Concluiremos subrayando que la expe-riencia espiritual se caracteriza por ser una vivencia visual, un mover-se en el adentro con los ojos abiertos.

1. LA EXISTENCIA COMO ACTO DE VER

La visión y el ojo se manifiestan muchas veces como metáfora del mismo existir, casi como realidades que lo definen. De igual modo, el cerrar los ojos a la luz del mundo indica la salida de ella. ¿Qué razo-

conocer más, y nos muestra muchas diferencias»: ARISTÓTELES, Metafísica, libro I (A), c. 1, (Madrid: Editorial Gredos, 1994), 69-70.

11 Cf. Ex 33, 18. 20: «Entonces dijo Moisés: “Déjame ver, por favor, tu gloria”. […] Y añadió: “Pero mi rostro no podrás verlo; porque no puede verme el hombre y seguir viviendo”». En la tradición veterotestamentaria, el deseo de ver a Dios topa con la interdicción pedagógica de parte de Dios. La experiencia cristiana, en su realidad fundante, a saber la encarnación del Ver-bo, levanta a una el velo sobre la faz de Dios y la dicha prohibición (véase Jn 1,18; 2 Cor 3,7-18). El rostro de Cristo concentra en sí tanto el deseo humano de ver a Dios, como el rostro divino deseado: «Le dice Felipe: “Señor, mués-tranos al Padre y nos basta”. Le dice Jesús: “¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros y no me conoces Felipe? El que me ha visto a mí, ha visto al Padre”» (Jn 14,2-3). Juan Pablo II sintetizó ese gran misterio, afirmando: «somos invitados a mantener fija la mirada en Jesús, rostro humano de Dios y rostro divino del hombre»: JUAN PABLO II, Angelus en la Fiesta del Bautismo del Señor, Domingo 11 de enero de 2004, (Città del Vaticano: Libreria Edi-trice Vaticana, 2004).

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nes conducen a tal identificación?12¿Qué lógica permite una tal meto-nimización del vivir bajo la categoría de la visión? Una primera res-puesta se impone: existir no es simplemente la factualidad de ser-ahí, lanzado en un “quelque part” amorfo e inconsistente13. De modo con-comitante, la mecánica del entrar en el mundo es co-extensiva al abrir los ojos a la vida14 en la emergencia de un yo que se ubica en la per-cepción de la entrada y de la apertura como conciencia de existencia-lidad.

Tal percepción de la existencialidad es también experiencia de corporeidad viva, dotada de un movimiento inmanente vital y un mo-vimiento local. Por lo tanto, el cuerpo funge como órgano de la movi-lidad vital-espacial que se desplaza y se localiza en íntima relación al campo visual. Por consiguiente, la existencia como acto de ver indica la intrínseca necesidad de la referencia visual en la situación propia. A ese propósito, Merleau-Ponty se refiere a un movimiento corporal que ubica y se ubica, en el «entrelazamiento de visión y movimien-to»:

12 «El ojo «no es sólo un instrumento que el hombre vivo usa, sino que es la vida misma de ese hombre. El hombre vive en su mirar […]. Por ello, to-dos los problemas de su vida se repiten en su visión»: ROMANO GUARDINI, Los sentidos y el conocimiento religioso, (Madrid: Cristiandad, 1965), 32. Véase la reflexión de Guardini sobre la función del ojo y el conocimiento re-ligioso en ibid., 22-48.

13 El “ser lanzado” corresponde al “Die Geworfenheit”, neologismo for-jado por Martin Heidegger en su obra Ser y Tiempo (Sein und Zeit) para dar cuenta del ser-en-el-mundo o el Dasein. Indica su existencia concreta, su es-pacialidad, movilidad y temporalidad, y también la pluralidad de momentos o posibilidades ligados estructuralmente a esa existencia. Ser lanzado indica asimismo la conciencia de existir como ser-encerrado en un horizonte de po-sibilidades que no se pudo escoger anteriormente. Lanzado en circunstancias que ultrapasan la capacidad de decisión, el Dasein imperativamente debe asumirlas.

14 Abrir los ojos a la vida y percepción de existir (vivir y ser) se vuelven experiencias intercambiables. Ya Aristóteles, en su Peri Psyché (Acerca del Alma), nos lo afirma: «ahora bien, el ser es para los vivientes el vivir y el al-ma es su causa y principio»: ARISTÓTELES, Acerca del alma, (Madrid: Gre-dos, 2014), (c. II, 415 b) 59. Véase también MARIE-DOMINIQUE PHILIPPE, In-troduction à la philosophie d’Aristote, (Paris: Editions Universitaires, 1991), 138.

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«Mi cuerpo móvil cuenta en el mundo visible, forma parte de él […]. Por lo demás, es verdad también que la visión está suspendida al movimiento. Solo se ve aquello que se mira. ¿Qué sería de la vi-sión sin ningún movimiento de los ojos, y cómo el movimiento de estos no embarullaría las cosas si fuera reflejo o ciego, si no tuviera sus antenas, clarividencia, si la visión no se precediera en él? Todos mis desplazamientos figuran por principio en un rincón de mi pai-saje y son trasladados al mapa de lo visible»15.

Si el cuerpo vivo, móvil, de alguna manera, existe para la sensa-ción y la aprehensión del mundo, podemos afirmar que existe más to-davía para la visión. Por ella, las cosas son captadas en tanto que una cierta prolongación del cuerpo compacto y el ojo ve y abarca circu-larmente el mundo visible, «hecho de la pasta misma del cuerpo»16. La doble movilidad de la visión (la del cuerpo por su capacidad de ro-tación y la del globo ocular) garantiza que el ver se mezcle en todas las cosas, esté como atrapado constantemente en la visibilidad de lo real fenoménico.

Además, si en la vida sensible, la percepción corporal táctil se manifiesta como el sentido más vital, necesario y concreto para la vi-da animal y, por lo tanto, más fundamental para la inmediatez del contacto con lo real, la vista emerge como el sentido de las determi-naciones de luces, colores y formas, sintetizando tales cualidades físi-cas ya portadoras de una cierta inmaterialidad. Pascal Haegel asevera el carácter último de la visión en la experiencia de la percepción sen-sible:

«¿No estamos en Occidente en una cultura donde la visión pre-domina? La visión tiene esta capacidad de conducir a la unidad una diversidad de dimensiones extraordinariamente vasta. Este carácter sintético manifiesta su superioridad y hace que tenga algo de último en el orden sensible […] Es postreramente la luz, cualidad de los colores y cualidad de las cualidades sensibles, lo que hay de más

15 MAURICE MERLEAU-PONTY, El ojo y el espíritu, (Madrid: Trotta,

2003), 21. 16 «Pero puesto que ve y se mueve, tiene las cosas en círculo en torno a sí,

ellas son un anexo o una prolongación de él, están incrustadas en su carne […] y el mundo está hecho de la pasta misma del cuerpo»: Ibid., 23.

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espiritual en el mundo, que es aquello que actúa la facultad de la vi-sión»17.

En razón de su superioridad sobre los otros sentidos (capacidad de percepción de la existencialidad, movilidad abarcadora de mundo y apertura a las calidades sensibles más espirituales), la vista privilegia su órgano propio, el ojo, en la morfología corporal18: este se sitúa en la parte elevada del cuerpo orgánico, en la cabeza, específicamente en el rostro. Tal emplazamiento permite a la vista y al ojo afinar la per-cepción de los sentidos de un modo sublime, es decir, transcender la finalidad sensible-vegetativa para devenir icono de la luz y primer analogado del conocimiento. De tal modo se comprende su importan-cia19:

«Icono de la presencia del conocimiento, ilumina todo el rostro, por la mirada, y por el rostro se convierte en luz de la persona, des-de la limpidez de la mirada inteligente del niño hasta la profundi-dad grave de sabiduría de la mirada de ciertos ancianos. […] El hombre experimenta la alegría de mirar, de ver los colores, el cielo […] Vivimos en este mundo de luz, lo cual es fuente de alegría»20.

Por la visión, la vida sensible accede a una dignidad particular. La vista perfecciona la materia humana, haciéndola transparencia y auro-ra del mundo de la interioridad espiritual, cognitiva y volitiva. Por lo tanto, el ojo deviene el órgano de la captación del ser en la apertura misma a la existencia. La asimilación intencional visual se vuelve el

17 PASCAL HAEGEL, Le corps, quel défi pour la personne?, (Paris: Fayard,

1999), 222-223. 18 Sobre la geomorfología (orden morfológica y el equilibrio de las par-

tes) del cuerpo humano escribe Samuel Rouvillois: «la cabeza, el tronco, los brazos, y las manos, la pelvis, las piernas y los pies imponen un orden y un equilibrio: el cuerpo humano tiene al mismo tiempo una cima -la cabeza y el cráneo- y un frente, un centro -el plexo solar- y un eje de simetría», SAMUEL ROUVILLOIS, Corps et sagesse. Philosophie de la liturgie, (Paris: Fayard, 1995), 156-157.

19 La vista amada por sí misma, véase la nota 8. Piénsese en la gratuidad de la vista en la mirada amical, en la contemplación artística, en la admira-ción de lo creado, en la contemplación religiosa que permea de nostalgia de infinito al rostro, etc.

20 PASCAL HAEGEL, op. cit., 223.

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modo propio de un estar en el mundo, aprehendiéndolo en la riqueza de sus determinaciones. Sin embargo, en la misma toma de concien-cia de las calidades visibles captadas en el espectro visual, emerge to-do el peso óntico de las cosas vistas.

Desde luego, en la aprensión de lo visible se manifiesta el vínculo particular entre el espíritu y el ojo, haciendo del ver algo mucho más complejo que la relación material sujeto vidente-objeto visible. Este se transforma en percepción diáfana de la profundidad y de la consis-tencia de las cosas mismas21. Las formas visibles, puestas de mani-fiesto en y por la luz, el medio diáfano que les hace emerger en el campo visual, los sensibles comunes tales como la figura, las dimen-siones, la situación espacial, el cuerpo mesurable, hacen obra común con la luz del espíritu que en, por y más allá del acto de ver, finaliza en la afirmación de la alteridad existencial22. 1.1. Del ver a la experiencia del ojo

La experiencia en sí misma es un todo complejo. Si se la quiere

entender, se necesita una particular atención y una capacidad para describirla, para hacer resaltar sus elementos constitutivos. Se hace necesario un descomponer su complejidad, para recomponerla a partir de la comprensión adquirida23. En el todo de la experiencia percepti-va, vivida siempre como síntesis de la multitud de afectaciones exte-

21 Así, la duda cartesiana y el miedo al engaño perceptivo, actitudes “se-gundas”, no son por lo tanto del orden del contacto primero con el mundo vi-sible que emerge como fuerza de existencialidad en faz del ojo que mira.

22 «Lo que ha de ser visto […] no es un caos de “cualidades sensibles se-cundarias”, sino un conjunto de “formas” que se expresan para ser percibidas. […] El que ve […] entra “en el campo de fuerzas de una esencia” que opera a partir de sí misma y exige una decisión una resistencia o una entrega, o inclu-so obliga a ellas»: HANS URS VON BALTHASAR, Gloria. Una estética teológica (6 vols), (Madrid: Encuentro, 1985-1989), vol. I: 346.

23 Aristóteles realiza la distinción entre la experiencia y la ciencia en el primer capítulo del libro A de su Metafísica. La experiencia en tanto que fenómeno es el complejo del sentiente-sentido, imaginación, memoria, afec-tación, cogitación, vividos a una. Por lo tanto, se distingue del saber que ana-liza, descompone y busca causas y principios; cf. ARISTÓTELES, Metafísica, 71-74.

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riores y movimientos interiores, la visión tiene primacía como sentido integrador, constituyéndose el lugar privilegiado para el nacimiento de la pregunta “¿qué es?”.

Por lo tanto, esos dos dinamismos -síntesis y cuestionamiento- permiten al ojo desarrollar un papel capital en ese primer abordaje del mundo. Si, por los sentidos, el hombre percibe y siente una gama de sensaciones específicamente distintas, casi como irreductibles unas a otras, sin embargo, dotada de capacidad de síntesis, la visión organiza y crea un mundo perceptivo unitario, en una harmonía en donde cada realidad en sí tiene su emplazamiento en un conjunto igualmente uni-tario. Además, crea unidad de sentido, porque el mundo visto es más que un ahí, es mundanidad histórico-personal cargada de sentido. En ese sentido, Guardini explicita lo complejo de la experiencia visual en cuanto a su contenido:

«En realidad, desde el primer momento veo “figuras” (totalida-des), en las que cada elemento es sostenido por todos los demás, y el todo resulta tan fundamental como la suma de las particularida-des. Una figura de este tipo no es, empero, únicamente corpórea. Representa una ley de proporciones, un conjunto de funciones, una forma de evolución, una imagen esencial, una figura de valor -y to-das estas cosas son tan espirituales como materiales-. La cosa me-ramente material no existe, en absoluto, sino que el cuerpo está de antemano determinado por el espíritu»24.

Viendo, el hombre aprehende y, en cierto modo, espiritualiza y personifica lo percibido. Lo nombra25, lo dispone, lo refiere a sí, asi-milando y creando su realidad propia. Por lo tanto, la aprehensión vi-sual va siempre acompañada de estimación personal, de deseo y pro-yección hacia. Tal personalización espiritualizante viene descrita, por lo tanto, como un “salir del espíritu por los ojos” y un “paseo del

24 ROMANO GUARDINI, op. cit., 26-27. 25 «Y Yahveh Dios formó del suelo todos los animales del campo y todas

las aves del cielo y los llevó ante el hombre para ver cómo los llamaba, y para que cada ser viviente tuviese el nombre que el hombre le diera. El hombre puso nombres a todos los ganados, a las aves del cielo y a todos los animales del campo, más para el hombre no encontró una ayuda adecuada» (Gn 2, 19-20).

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espíritu en las cosas”26. En tal tránsito del espíritu a las cosas, se da la configuración del mundo propio:

«Ha de reconocer, como dice un filósofo, que la visión es espe-jo o concentración del universo, o que, como dice otro, el

, se abre por la visión a un de un espíritu venido de otra parte, lo cual supondría aún que el cuerpo mismo es sin interior y sin “sí-mismo”»27.

De similar manera, el homo videns, en la misma actividad visual, descubre nexos y causalidades. Emerge como un yo personal que ad-mira. Desde luego, la espiritualización de su propia existencia pasa por la ad-miración y el asombro, motores de las preguntas que van abriendo el horizonte de destino de cada persona y encarnando espe-ranzas. Por lo tanto el homo videns es constitutivamente un dador de sentido y un constructor de historia, deviene capaz de orientar el cur-so de los acontecimientos, interpretándolos desde un sí mismo vital-vivencial28. 1.2. El ojo y la percepción de mundo: constitución de un sí mismo y del otro

Por lo tanto, la visión domina ubicando, ordenando y enumerando

un sinfín de realidades vistas. Sin embargo, en tanto que homo videns y ser-que-percibe29, la persona mira para conquistar primeramente el

26 Merleau-Ponty emplea tal expresión de Malebranche para indicar la vi-sión aguda y mágica del pintor, en su saber-ver artístico; cf. MAURICE MER-LEAU-PONTY, op. cit., 27.

27 Ibid., 23-24. 28 Por la visión y en la constitución del mundo propio, se da un proceso

selectivo, una asimilación de experiencias que nutren y cooperan al creci-miento de la interioridad propia. Constitúyese por consiguiente el vínculo en-tre experiencia visual y memoria, fundamento para la actividad imaginativa. Proceso selectivo en la nutrición vegetativa, la digestión emerge, por lo tanto, como primer analogado de la memoria, ya que esta separa, selecciona lo que debe ser recordado y en el mismo movimiento rechaza y olvida lo que debe ser eliminado. Aparece aquí la función saludable del olvido, o en lenguaje psicoanalítica, del inconsciente.

29 «El hombre viviente, total, es un sujeto espiritual libre, que coexiste con el cosmos material en cuanto ser-que-percibe. “El percibir es el acto in-

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espacio propio de subjetividad y de igual modo ordenar ese universo interno, el , el mundo propio. Desde luego, el ver se constituye también como epifanía y salida de la propia intimidad, ya que siempre implica ángulo y perspectiva del yo interno, incidiendo sobre la realidad.

Estando en el límite de lo externo/interno en la dinámica visual, el homo videns se vuelca hacia una mundanidad percibida desde dentro, y retorna hacia el adentro enriquecido por la novedad que emerge desde otra subjetividad30. Por consiguiente, el ojo deviene revelador de sí y puerta de acceso al mundo interior, íntimo de la persona. Sin embargo, la función reveladora de la visión no se agota en la mirada propia, en la que el vidente se ve siendo. Por más profunda que sea, dada la cercanía del observador, la mirada propia pide un acabamien-to, un perfeccionamiento que le viene del enfoque de los demás. Des-de luego, ver en totalidad significa observar desde la mirada de un tú, recibida en el contacto empático.

Urs von Balthasar, comentando a Karl Barth, en su Kirchliche Dogmatik III/2, resalta desde la dinámica del homo videns, el aspecto del ser-con los otros hombres: este «es un ser que mira al otro a los ojos»31. Por lo tanto, la visión es el sentido del encuentro y de la pre-sencia, que propicia un existir particular, «en la apertura del uno al otro para el otro»32:

«Todo ver que no encierre en sí ese modo de ver es inhumano. […] Cuando uno mira realmente al otro a los ojos, automáticamen-te, se deja también mirar a los ojos por el otro. […] éste es el «mo-mento humano» (Augenblick), el “des-cubrimiento” recíproco, la “construcción radical de toda humanidad”»33.

diviso en el que la percepción hace posible el pensamiento y el pensamiento hace posible la percepción […]”»: HANS URS VON BALTHASAR, op. cit., 341-342.

30 La perspectiva visual, descubierta después en el arte como “truco mecánico” y “truco” de proporción, permite la metamorfosis del vidente y del visible, constituyendo el ojo como un cierto espejo; cf. MAURICE MERLEAU-PONTY, op. cit., 30-31.

31 HANS URS VON BALTHASAR, op. cit., 338. 32 Ibid., 338. 33 Ibid., 338.

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1.3. Dinámica visionaria: ver y ser visto, una apertura relacional Punto focal y punto de encuentro, el ver y el ojo alcanzan su

máxima expresión en la mirada intersubjetiva amical. Se consuma y se plenifica en la apertura mutua en la que el ver se vuelve puente pa-ra un don amoroso que los amantes se hacen el uno al otro. Si todo ti-po de sentimientos puede migrar de un yo a otro en el acto de posar los ojos sobre -por lo que no toda acción visual es realmente un mi-rar-, de forma particular y única es en la contemplación como inter-cambio de miradas en la dinámica amorosa que el ver alcanza su ple-nitud humana y espiritual34.

El intercambio de miradas en la amistad revela cómo, en esa aper-tura relacional, la visión amorosa adquiere trazos de contemplación. La amistad impone la gratuidad a la mirada, de modo que el vidente-visto y viceversa experimenta “la visión por la visión”, es decir, una especie de gratuidad visual que se posa sobre el rostro de los amigos, gratuidad propia de una mirada contemplativa35.

Por lo tanto, de entre los sentidos, el ver propio, en tanto que mi-rada amorosa, proporciona una experiencia de trueque espiritual, de comunicación de secretos en el silencio del sin palabras, y en el decir de las miradas que hablan más que cualquier discurso. Por consi-

34 « Adiós -dijo el zorro-. He aquí mi secreto, que no puede ser más sim-ple: sólo con el corazón se puede ver bien; lo esencial es invisible para los ojos. -Lo esencial es invisible para los ojos- repitió el principito para acordar-se» (ANTOINE DE SAINT-EXUPÉRY, El principito, c. XXI, 24, Ecuador: Biblio-teca Virtual de la UEB, 2003).

35 En la esfera humana, la contemplación conoce diferentes niveles: la contemplación artística, relativa al placer que la obra de arte causa a la vista (véase ARISTÓTELES, Ética Nicomáquea, (Madrid: Editorial Gredos, 1985), III, 13, 1118 a 1sq), la contemplación en la relación de amistad, relativa a la felicidad que causa el amor recíproco y la vista del bien-amado, la contem-plación natural, causada por la belleza y la harmonía del creado vehiculando la Presencia de inmensidad del Creador, la contemplación religiosa, puesta en marcha por el Tremendum et fascinans de la presencia divina y, por fin, en te-rreno cristiano, podemos hablar de la contemplación según la gracia y la glo-ria. La primera enfatiza el ver a Dios in via, según el ejercicio del ojo de la fe, formado por la caridad, impulsado por la esperanza. La segunda, destaca la contemplación en la visión beatífica, en el cara a cara según la lumen Glo-riae.

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guiente, el mirar común revela la vocación del hombre a la comunión: el ver y ser visto se transforman en un plus de existencia, una ampli-ficación de lo que somos, en el amor, y que nos libera de nuestra pro-pia finitud individuada e individualizante.

1.4. El ojo, el espejo y el portal

La experiencia del ver como percepción cumbre y conciencia de

la existencialidad totalizante, percepción que unifica y organiza los otros sentires, indica, además, lo que no es inmediatamente visto, pe-ro que sí emana en el horizonte de las vivencias personales como an-helo. En ese sentido, el ojo y la visión devienen metáfora de lo que está por detrás, de lo que no se muestra, pero que se deja “entre-ver” en el horizonte, de lo que fundamenta o acaba y plenifica, de lo que está en el fondo, pero que, sin embargo, suscita deseo de ser visto y contemplado y ansias de un «no sé qué»36 percibido como fuente siempre presente.

Por tanto, el acto de ver y el ojo vienen experimentados como es-pejo37 y portal. Tales metáforas dan cuenta de la función simbólica de la visión en tanto que facultad que permite el paso hacía la experien-cia de una realidad espiritual transcendente. En tanto que espejo, el ojo explicita el estar bajo la mirada de otro reflejándole su imagen. En la dinámica especular amorosa, tal imagen constituye una huella o “impronta” dejada en la memoria visual que mueve a la búsqueda in-cesante de lo que es referido en la misma huella. Desde luego, la vi-sión-espejo38 deviene herida o dolencia -«Yo os conjuro, hijas de Je-

36 «Por lo que por el sentido / puede acá comprehenderse / y todo lo que

entenderse, / aunque sea muy subido, / ni por gracia y hermosura / yo nunca me perderé, / sino por un no sé qué / que se halla por ventura» (SAN JUAN DE LA CRUZ, “Glosa a lo divino, del mismo autor, 12”, en Obras completas, Burgos: Monte Carmelo, 2010).

37 «Se podría buscar en los cuadros mismos una filosofía figurada de la visión y como su iconografía. No es un azar, por ejemplo, si con frecuencia en la pintura holandesa […] un interior desierto es “digerido” por “el ojo re-dondo del espejo”» (MAURICE MERLEAU-PONTY, op. cit., 30).

38 Tal como el agua refleja el rostro de quien en ella se mira, así refleja el ojo-espejo la mirada amante del amado, dejando herida y sed: «Tus ojos, las piscinas de Jesbón, junto a la puerta de Bat Rabbim» (Cant 7,5). Por el espe-

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rusalén, si encontráis a mi amado, ¿qué le habéis de anunciar? Que enferma estoy de amor» (Cant 5,8)-, y robo no robado: «Me robaste el corazón, hermana mía, novia, me robaste el corazón con una mira-da tuya, con una vuelta de tu collar» (Cant 4,9)39.

En tanto que portal, indica y envía a un más allá “de las figuras”, casi como subrayando el aspecto tipológico de la vida misma. Lo al-canzado por la visión, o la realidad vista, se vuelve imagen de una realidad más real que la misma vivencia factual presente:

«Os digo, pues, hermanos: El tiempo ( ) es corto. Por tan-to, los que tienen mujer, vivan como si no la tuviesen. Los que llo-ran, como si no llorasen. Los que están alegres, como si no lo estu-viesen. Los que compran, como si no poseyesen. Los que disfrutan del mundo, como si no disfrutasen. Porque la apariencia [figura o forma ( ) – la aclaración es nuestra] de este mundo ( ) pasa» (1 Cor 7,29-31)40.

En ese punto, la simple y directa mirada deviene ojo contemplati-vo. En la experiencia religiosa, el ojo contemplativo se hace mirada mística, un ver que va a la búsqueda del misterio que se esconde y se asoma por entre la mundanidad experimentada exteriormente o en el dentro del alma41.

2. IMAGEN Y MUNDO INTERIOR: DE LA VISIÓN EXTERNA A LA REPRESENTACIÓN INTERIOR

La experiencia sensible-espiritual imaginativa se caracteriza como

un retorno hacia el dentro del yo; consiste en la exploración del mun- jo, «todo lo que tengo de más secreto pasa a ese rostro, a ese ser plano y ce-rrado que ya me hacía sospechar mi reflejo en el agua» (ibid., 30).

39 La metáfora del robo no robado, que obliga a salir tras el amado, perte-nece de igual modo al universo sanjuanista, tan embebido estaba nuestro san-to poeta de las imágenes de los Cantares.

40 También el libro del Apocalipsis nos sugiere la imagen de la realidad como figura, cuyo “detrás” constituye lo que verdaderamente es: «Y el cielo fue retirado como un libro que se enrolla» (Ap 6, 14).

41 Dos miradas contemplativas, dos emplazamientos y direcciones del ojo místico que de algún modo dan razón de la mística en el cristianismo: mística de la exterioridad y mística de la interioridad.

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do interior constituido a partir de la interacción de las percepciones y vivencias externas y los movimientos internos, las afectaciones, esti-maciones y cogitaciones del sujeto. En ese aspecto, el mundo interior no responde jamás a la idea de copia42: emerge a la vez como conti-nuidad y discontinuidad, llegando asimismo a ser algo nuevo. Desde luego, la mirada se revela visión exploradora del universo íntimo, descubriéndolo como una realidad particular43 aconteciendo dentro.

El mundo imaginativo interior, que en la reflexión de Merleau-Ponty consiste en un duplicado que va de la «visibilidad manifiesta a la visibilidad secreta» y un «visible de segunda potencia, esencia car-nal o icono del primero»44, porque está hecho de la misma pasta de la mundanidad y corporeidad, explica la hondura de las vivencias per-ceptivas:

«[La imagen es (la aclaración es nuestra)] el dentro del fuera y el fuera del dentro, que hace posible la duplicidad del sentir, y sin los que no se comprenderá jamás la casi presencia y la visibilidad inminente que constituye todo el problema del imaginario. […] Lo imaginario está mucho más cerca y mucho más lejos de lo actual: más cerca porque es el diagrama de su vida en mi cuerpo, su pulpa o reverso carnal expuestos a las miradas. […] Mucho más lejos porque […] ofrece a la mirada los rasgos de la visión interior, y a la visión lo que la tapiza interiormente, la textura imaginaria de lo re-al»45.

42 «La palabra “imagen” tiene mala fama, porque se creyó atolondrada-

mente que un dibujo era un calco, una copia, una segunda cosa, y que la ima-gen mental era un dibujo de esa especia en nuestro baratillo privado» (ibid., 25).

43 La realidad particular o el mundo interior posee un modo de existencia “intencional”. En ese sentido, se comprende la continuidad y la discontinui-dad entre la realidad en su alteridad existencial y la realidad aprehendida por los sentidos o por la inteligencia. La intencionalidad, tal como es concebida por Husserl, se distingue de la intelección clásica, ya que lo real fenoménico viene aprehendido en su intencionalidad total, no limitado por naturalezas “verdaderas e inmutables”; cf. AA.VV., Panorama des idées contemporaines, Gaëtan Picon (dir.), (Paris: Gallimard, 1968), 83.

44 MAURICE MERLEAU-PONTY, op. cit., 24. 45 Ibid., 25.

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Tal paso instaura la dinámica de la representación, en la que las cosas experimentadas, sentidas y percibidas, son reelaboradas desde una aprehensión tan personal, que deviene un contar el mundo en el contarse a sí mismo. El mundo interior de cada uno, lugar de la pues-ta en escena de la vida propia, representada con las particularidades de cada yo, se desarrolla como implicación y responsabilidad, espa-cialidad constitutiva de la que no se puede abstraer. Por lo tanto, la representación interior y el ojo que imagina y narra (oculus imagina-tionis) permiten al homo videns expandir los límites de su existencia-lidad hacia lo vivido y reconstruido en los recónditos del alma. Por-que homo videns, que ve hacia adentro, la persona se manifiesta tam-bién como homo imaginalis.

2.1. El tercer ojo

La exploración del mundo interior imaginativo no se da sin una

cierta especialización del ojo o un suplemento de mirada, un plus cua-litativo que potencia la visión. En ese sentido, “à bon droit” Merle-au-Ponty se refiere a una mirada interior caracterizada como un tercer ojo, que logra ver lo invisible. Si el “ojo de la carne” es ya un órgano especializado tanto en su capacidad para captar luces, formas y colo-res, como en su facultad de aprehender la mundanidad como un visi-ble lleno de sentido46, la mirada interior exige, de igual modo, un don y un aprendizaje. Por tanto, el nexo entre el mundo interior imagina-tivo y la dinámica visual implica un aprender a ver, una pedagogía del mirar. Conviene aquí destacar que tal pedagogía de la vista ya había sido señalada por Nietzsche, en El ocaso de los Dioses. Según él, la tarea educadora implica una triple educación consistiendo en un consecuente triple aprender: aprender a mirar, a pensar y a hablar:

«Aprender a mirar significa «acostumbrar el ojo a mirar con calma y con paciencia, a dejar que las cosas se acerquen al ojo», es decir, educar el ojo para una profunda y contemplativa atención, para una mirada larga y pausada. Este aprender a mirar constituye la “primera enseñanza de la espiritualidad”»47.

46 «Nuestros ojos de carne son […] computadores del mundo que tienen

el don de lo visible»; cf. Ibid., 26. 47 BYUNG-CHUL HAN, La sociedad del cansancio, (Barcelona: Herder,

2012), 33.

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Podemos reconocer, desde luego, en la sociedad tele-dirigida ac-tual, en la cultura de lo virtual y de las fotos selfies una disminución de la capacidad de ver48, del mirar con atención, del saborear con la vista la mundanidad exterior e interior49. De igual modo, el tomarse tiempo y el armarse de paciencia para ver con atención no están de moda, cuando se trata de sobrevivir en la mentalidad impulsiva e hi-peractiva contemporánea.

2.2. El ojo contemplativo

La pedagogía del ver, del mirar con atención, del tercer ojo que explora la intencionalidad imaginativa del adentro permite la emer-gencia de una visión más penetrante -la mirada contemplativa- y la apertura del ojo contemplativo. Como ya hemos señalado anterior-mente50, la mirada contemplativa es analógica, cuyo elemento común

) consiste en la espiritualización del ojo, ejercido en el asombro. A ese propósito, afirma Byung-Chul Han:

«La vita contemplativa […] está ligada a aquella experiencia del Ser, según la cual lo Bello y lo Perfecto son invariables e impe-

48 «Hay millones y millones de turistas que van a los museos pero no ven

nada. La última vez que visité el vaticano tuve la Pietà a mi lado. […] Había una aglomeración increíble. […] Llegaban y hacían selfie y se iban. Estoy convencido que el 95% de estos si les hubiese preguntado a la salida qué les había suscitado el dolor de una madre que tiene a su hijo en las rodillas, hubiesen dicho what, “de qué me estás hablando”. No habían visto ni madre ni rodillas: no habían visto»: RAFAEL ARGULLO – TAMARA DJERMANOVI , “La filosofía, arte del pensar”, en Razón y fe, t. 273, n. 1408 (2016), 118-119.

49 Giovanni Sartori desarrolla una reflexión sobre las relaciones entre el homo sapiens y el homo videns, remarcando progresos y regresos, puntos po-sitivos y negativos de la sociedad tele-dirigida: « [La televisión, la aclaración es nuestra] lo convierte en el ictu oculi, en un regreso al puro y simple acto de ver. La televisión produce imágenes y anula los conceptos, y de este modo atrofia nuestra capacidad de abstracción y con ella toda nuestra capacidad de entender». La crítica, aunque justa, no obstante sólo ve en la imagen el “fan-tasma” de una realidad percibida por los sentidos. La perspectiva que propo-ne la imagen como dadora de sentido y visión de mundo se le escapa; cf. GIOVANNI SARTORI, Homo videns. La sociedad tele-dirigida, (Buenos Aires: Taurus, 1998), 47.

50 Véase nota 34.

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recederos y se sustraen de todo acceso humano. Su carácter funda-mental es el asombro sobre el Ser-Así de todas las cosas, que está libre de toda factibilidad y procesualidad»51.

La mirada contemplativa religiosa capta la totalidad de la existen-cia -mundo propio y mundanidad externa, hechos de la misma pasta- como lugar experiencial del Mysterium Tremendum. En la misma vi-sión, el ojo contemplativo discierne la «existencia desnuda», cuyo contenido se manifiesta en el simplemente existir. Martín Velasco ilustra, con una experiencia de A. Huxley, ciertos datos constitutivos de la contemplación religiosa:

«Se trataría de la istigkeit de Eckhart. “Ser, transitoriedad, vida eterna, perpetuo perecimiento al mismo tiempo que puro ser, un puñado de particularidades insignificantes en las que cabía ver […] la divina fuente de toda existencia”. […] “Belleza, gracia, transfi-guración […] eso es lo que las flores, entre otras cosas, sosten-ían…”»52.

Por lo tanto, la visión contemplativa se apoya en la experiencia de una cierta iluminación, de un caer en la cuenta de la Presencia del to-talmente Otro. Experiencia que se da en el “ojo del alma” y que se manifiesta a la vez interior y exteriormente, pues se trata de la pre-sencia vivenciada del Ser «interior intimo meo et superior summo meo».53

51 BYUNG-CHUL HAN, op. cit., 23-24. Tal afirmación enfatiza la contem-plación religiosa. Sin embargo, el autor, refiriéndose a Paul Cézanne, descri-be también la contemplación artística: «Merleau-Ponty describe la mirada contemplativa de Cézanne como un proceso de desprendimiento y desinterio-rización» (Ibid., 24). Ya Martín Velasco, citando A. Huxley, aproxima la contemplación artística a la contemplación religiosa: «El arte se ha acercado a esa visión de la realidad [contemplación religiosa, la aclaración es nuestra] sin conseguirlo del todo. Los artistas han visto la istigkeit, la totalidad o infi-nitud… y han intentado expresarlo sin conseguirlo» (JUAN MARTÍN VELASCO, op. cit., 314).

52 JUAN MARTÍN VELASCO, op. cit., 314. 53 SAN AGUSTÍN, Confesiones III, 6,11. Juan Martín Velasco desarrolla las

características de la contemplación religiosa o de la mística profana al descri-bir la dinámica del fenómeno religioso y del fenómeno místico; cf. Ibid., 289-356.

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2.3. El ojo místico La mística no es propiedad del cristianismo. De hecho, las dife-

rentes tradiciones religiosas teístas y ateístas desarrollaron su propia vertiente mística, acentuando unas veces el conocimiento o gnosis, y otras veces destacando la dimensión afectiva y la transformación del corazón. Desde luego, encontramos en esas diferentes místicas el ejercicio del ojo místico como nota predominante, definiendo la expe-riencia mística como un “abrírsele los ojos”54. Para Martín Velasco, se trata de una “vivencia de desvelamiento” del fondo de las cosas, un ir más allá de lo aparencial, y en la vía teísta, de conciencia de la Pre-sencia de lo divino.

Experiencia de una certitud absoluta, aunque según un modo de oscuridad, la visión mística, según Evelyn Underhill consiste en la conciencia lúcida de la compañía divina, y desde esa lucidez visual, es «aprehensión iluminada de las cosas»55. En su estudio sobre el de-sarrollo y la evolución de la conciencia, concluye:

«La inteligencia superficial, purificada del dominio de los sen-tidos, es invadida más cada vez por la personalidad trascendente: el «Hombre nuevo», que es, por naturaleza, un morador del mundo espiritual independiente, y cuyo destino, en lenguaje místico, es una vuelta a su Origen. De ahí, por tanto, el influjo de nueva vitalidad, la aprehensión más profunda y más amplia del misterioso mundo en el que se encuentra, la exaltación de sus facultades intuitivas».56

Por consiguiente, el ojo místico se constituye en ojo cósmico, conciencia cósmica. La visión mística reconoce la grandeza y digni-dad del mundo, lo conoce a la luz del misterio que lo envuelve y le da existencia, del cual se vuelve vestigio. Por eso, dirá Evelyn Underhill, el místico no niega el mundo, «niega el mundo estrecho del yo, y en-

54 VICTOR IERONIM STOICHITA, El ojo místico. Pintura y visión religiosa

en el Siglo de Oro español, (Madrid: Alianza Editorial, 1996). En dicha obra, el autor explicita la relación entre la visión, el metadiscurso imaginario -como desdoblamiento icónico y desdo-blamiento narrativo- las imágenes, el ojo y el cuerpo vidente.

55EVELYN UNDERHILL, op. cit., 290-301. 56 Ibid., 296.

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cuentra en cambio los secretos de ese poderoso universo que compar-te con la Naturaleza y con Dios».57

Además el ojo místico se hace confluencia de iluminación y amor. La experiencia mística en tanto que visión lúcida, cósmica y totali-zante no se agota en el conocimiento intuitivo del misterio, sino que implica también una mirada de amor. Citando a Récéjac, Evelyn Un-derhill subraya que en la mirada mística, «la conciencia toda se inun-da de luz hasta profundidades ignotas, bajo la mirada del amor, a la que nada escapa»58.

El ojo místico llena la visión de añoranza y anhelos. A la concien-cia lúcida y serena, la purificación, la simplificación y la unificación de la visión iluminada, se añade la mirada de amor, que es a la vez fruición y tormento. Santa Teresa traduce esa pena cuando afirma: «queda el alma tan deseosa de gozar del todo al que se las hace […] que vive con harto tormento, aunque sabroso» (6M 6,1). La añoranza se vuelve el horizonte divino de la mirada mística:

«Aquí, pues, existe y nace una perpetua hambre que nunca puede saciarse y esta es una aspiración codiciosa y ansiosa de la virtud amante o amativa y del espíritu criado al bien increado: por-que como el espíritu sea arrebatado de un vehemente deseo de frui-ción y Dios le convide a ella, y se la pida, intenta llegar totalmente a la dicha fruición»59.

Sin embargo, queremos realzar que en la mirada mística cristiana, el ojo místico se posa de modo fundamental sobre el misterio Trinita-rio, su presencia de inhabitación en el creyente (ojo teologal), y sobre el misterio de Cristo (ojo crístico), misterios constituyentes de la fe cristiana. Igualmente, la encarnación del Verbo permite un intercam-bio de mirada entre Dios y el hombre en la carne humana. Por lo tan-to, la carne, en esa experiencia religiosa y mística particular, deviene la misma mundanidad visible compartida. La mirada de fe avanza discerniendo en los misterios de la vida de Jesucristo, la revelación del amor trinitario que eleva y diviniza. Así, en la mirada contempla-

57 Ibid., 297. 58 Ibid., 299. 59 JUAN RUYSBROECK, Adorno de las bodas espirituales, (Barcelona:

Montaner y Simón, 1943), libro II, cap. LV: 232.

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tiva, el ver al Señor y comprender las “elevadas noticias” acerca de su misterio es don y luz infusa.

3. MOVERSE EN EL ADENTRO CON OJOS ABIERTOS: LA EXPERIENCIA ESPIRITUAL

La espacialidad espiritual, entendida como espacio de movilidad

personal, obliga a que se aprenda a caminar mientras haya luz60. Por consiguiente, la mística del occidente cristiano fue tomando la carac-terística de un moverse en el adentro con los ojos abiertos. Movi-miento paradójico, ya que el descender en lo íntimo de la espacialidad interna empieza por un cerrar los ojos físicos61. Sin embargo, en el acto mismo de cerrar los “ojos del cuerpo” se da la apertura de los del alma62. El ojo contemplativo, el ojo místico reconoce en esa misma interioridad una profundidad cuyo acceso radica en la atención.

La experiencia mística, entonces, solicita el desarrollo de una mi-rada perspicaz, penetrante y siempre atenta. Desde luego, perspectiva y profundidad preservan el realismo de la experiencia espiritual desde lo visto y contemplado: no se trata de imponer sobre la experiencia espiritual ideas preconcebidas, sino de comprender el hecho místico

60 «Jesús les dijo: “Todavía, por un poco de tiempo, está la luz entre vo-sotros. Caminad mientras tenéis la luz, para que no os sorprendan las tinie-blas; el que camina en tinieblas, no sabe a dónde va. Mientras tenéis la luz, creed en la luz, para que seáis hijos de luz”. Dicho esto, se marchó Jesús y se ocultó de ellos» (Jn 12,35-36).

61 El acto de cerrar define etimológicamente el significado del vocablo “místico”: «Todas estas palabras, más el adverbio mystikos (secretamente), componen una familia de términos, derivados del verbo myo, que significa la acción de cerrar aplicada a la boca y a los ojos […]» (JUAN MARTÍN VELAS-CO, op. cit., 19).

62 «Estos mucho se aprovechan de la lumbre natural y sentidos interiores del ánima, abriendo bien los ojos del corazón, que son las noticias y conoci-mientos de las cosas, y escuchando y parando mientes en las corresponden-cias de los misterios, y hablando, esto es, argumentando dentro de sí, dedu-ciendo y sacando unas cosas por otras, y trayendo muy convenibles con-gruencias y probaciones para mejor conocer»: FRANCISCO DE OSUNA, Tercer abecedario espiritual, (Madrid: BAC, 2005), tr.3, cap. I: 141-142.

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que está aconteciendo dentro, con sus características propias, sus im-plicaciones y su realismo y hondura. El ojo místico debe acostum-brarse a esa “pobreza” ascética de modo continuo.

La atención caracteriza la mirada contemplativa y mística, cuyas notas de pobreza y simplicidad expresan la total dependencia de la realidad espiritual que se está dando en lo íntimo del alma. Por lo tan-to, moverse con los ojos abiertos en la aventura de la experiencia es-piritual implica esas dos actitudes fundamentales para que la visión constituya, de hecho, apertura a la alteridad divina. Los ojos atentos expresan pobreza en tanto que la apertura misma es un dejar llegar la experiencia en toda su riqueza, sin filtrarla en nuestros pre-conceptos. Tal pobreza impide que la visión mística incurra, de algún modo, en una disminución de la experiencia divina.

En seguida, la atención como acceso a la experiencia mística per-mite al ojo contemplativo y místico guardar la fundamental actitud de simplicidad. Tal simplicidad no significa superficialidad o escasez de entendimiento. Indica, al contrario, la capacidad casi inmediata de captación de lo real espiritual, de su inteligibilidad, en una especie de conocimiento intuitivo. La simplicidad garantiza la frescura de la mi-rada mística. Esta se actualiza en el instante presente de la experien-cia divina, como novedad constante, impidiendo todo proceso de habituación.

En la experiencia espiritual y mística, considerada como un mo-verse con los ojos abiertos, la visión pobre y simple promueve un proceso de pobreza y simplificación del yo63, informando todo el hacerse de la vida como aventura espiritual con esas dos notas especí-ficas. Los místicos pasan por un progreso personal de purificación cuyo aspecto central es un cambio de mirada, una transformación de su modo de ver las cosas. San Pablo llamaría tal conversión de la mi-rada: transformación de la manera de comprender los acontecimien-

63 José García de Castro nos ofrece claves para comprender la simplifica-

ción y de la desposesión de sí mismo en el proceso espiritual. A ese propósito véase: JOSÉ GARCÍA DE CASTRO VALDÉS, El Dios emergente, (Bilbao: Mensa-jero – Santander: Sal Terrae, 2001), 220-239.

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tos64. Así se queda notorio el vínculo entre la adquisición de la mirada mística y el proceso de divinización.

3.1. El viajero y el ver como condición sine qua non del peregrinar

La experiencia mística, como la vida misma, es ante todo cuestión

de visión. Las consideraciones que hemos desarrollado previamente lo demuestran. Más todavía, hemos buscado explicitar la omnipresen-cia del ojo, órgano del ver, en las vivencias externas e internas, su significado analógico y la importancia de la pedagogía del mirar. En ese sentido, la existencia “tout court”, sus circunstancias y aconteci-mientos, el mundo propio interior y su constitutiva la intencionalidad imaginativa y la misma vida espiritual y mística, caen bajo la metáfo-ra del viaje, y el visionario deviene el peregrino, el viajero.

La metáfora del viajero y sus correlatos (la vida, en sus diversas modalidades, como camino que recorrer; el sentido de la existencia como destino y meta a la que llegar, los reveses existenciales como los obstáculos y piedras en la ruta que remontar, la presencia de com-pañeros de viaje, etc.) constituyen, por así decir, uno de los simbo-lismos más excelentes que dan cuenta de la aventura humana. No sin razón, el mismo existir viene descrito como el peregrinar de cada per-sona. Al interior de tal simbolismo, el acto de ver desempeña un pa-pel de capital importancia, constituyéndose condición sine qua non para el emprender el viaje65.

Martín Velasco destaca el uso frecuente de la metáfora del viajero en diferentes culturas y tradiciones, indicando la experiencia místi-

64 «Así que, en adelante, ya no conocemos a nadie según la carne. Y si

conocimos a Cristo según la carne, ya no le conocemos así. Por tanto, el que está en Cristo, es una nueva creación; pasó lo viejo, todo es nuevo» (2 Cor 5, 16-17).

65 «Y adonde yo voy sabéis el camino. Le dice Tomás: Señor, no sabe-mos a dónde vas, ¿cómo podemos saber el camino? Le dice Jesús: Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí» (Jn 14, 4-6). Reflexión que puede parecer ingenua la de Tomás, sin embargo no existe via-je sin un ver a donde se va.

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ca66. Destaca el empleo de tal simbolismo en clave de ascensión espi-ritual, camino o vía:

«Por ejemplo, el término tarika (camino, senda), que designa a la vez en el islamismo el camino que sigue el practicante […] y la congregación o cofradía de los que llevan una vida orientada a ese fin. […] todos los ascetas musulmanes […] coinciden en calificar (ese camino) de viaje (safara), viaje que San Juan Clímaco deno-minaba xeniteia, es decir, viaje al extranjero»67.

Por una vez, Evelyn Underhill coincide con Martín Velasco en cuanto a la afirmación del uso frecuente de ese simbolismo, no obs-tante insiere la idea de la búsqueda (la “búsqueda del tesoro que debe ser hallado”, o la “búsqueda del Grial”) y de la peregrinación68. Sin embargo, búsqueda y peregrinación se llaman mutuamente, son corre-latos. Emprender el viaje-peregrinación solo alcanza sentido si existe una búsqueda cuya meta contemplada de modo anticipado sea hori-zonte de felicidad y plenitud.

Desde luego, en terreno cristiano, “Jerusalén”, destino último y peregrinación por antonomasia, simboliza, a la vez, el viaje y la meta. Cabe señalar que, para la mística cristiana, en la simbología de la pe-regrinación a “Jerusalén” (visión de paz) resalta el vínculo entre el viajero y la visión contemplativa y mística. A ese propósito, W. Hil-ton afirma: «Jerusalén es tanto como decir una visión de paz, y re-quiere la contemplación en perfecto amor de Dios»69. En ese sentido,

66 JUAN MARTÍN VELASCO, op. cit., 302-303. 67 Ibid., 302. En la espiritualidad cristiana no podía ser distinto: la imagen

de la vía (iter), en san Agustín, indicando el proceso que conduce el alma a Dios, o el término itinerario en san Buenaventura. En Teresa, la metáfora del viajero se expresa en el Camino de perfección. San Juan de la Cruz propone el simbolismo del que toma la ruta en términos de camino hacia arriba, subi-da.

68 Cf. EVELYN UNDERHILL, op. cit., 151-155. 69 «According to our spiritual proposition, Jerusalem is as much as to say

sight of peace and stands for contemplation in perfect love of God, for con-templation is nothing other than a sight of Jesus, who is true peace. Then if you long to come to this blessed sight of true peace and to be a faithful pil-grim toward Jerusalem - even though it should be that I was never there, yet as far as I can - I shall set you in the way that leads toward it»: WALTER HIL-

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se hace necesario que el viajero sea un visionario, que vislumbre y añore las tierras lejanas70, o el lugar de su origen. Guiados por la vi-sión, el místico-viajero se descubre en la atracción que suscita la vista de la meta deseada, la unión beatificante en el término de su peregri-nar71.

Encontramos en la mistagogía de santa Teresa ese vínculo entre la visión, en su carácter totalizante, el ojo místico que representa a Cris-to en el ejercicio imaginativo y la vida espiritual, en tanto que camino y viaje: «Las muchas cosas que es menester para comenzar el “viaje divino”» (C 21,1). Un viaje hacia la interioridad habitada por Dios, bajo la guía de Cristo hombre. De igual modo, podemos pensar que Teresa describe el crecimiento en la vida mística como una cuestión de progreso en la plenitud humano-divina (C 19,4; 21,1). En ese sen-tido, afirma Juan Antonio Marcos que la oración teresiana está plan-teada como un camino hacia la ‘plenitud’ de lo humano y un viaje cuya hoja de ruta es el dejar total libertad a la acción del Dios que llena todas las cosas:

«En cambio, la 'plenitud ' apunta hacia la meta del viaje místico (y por ende, de la vida humana) que, por supuesto, no excluye la moral, sino que la sitúa en el ámbito de los 'efectos' y consecuen-cias lógicas de toda experiencia mística verdadera. Curiosamente, en Vida 35,13-14, Teresa ya utiliza la expresión 'camino de la per-fección'; 'camino' que nuestra mística califica también allí mismo de 'camino real', 'camino seguro', 'camino de Dios'...»72.

TON, The Scala of Perfection, (New York: Paulist Press, 1991), book II, chap. 21-23: 226-233.

70 Dinamismo presente en la mística de Margarita Porete en su Espejo de las almas Simples.

71 «Hay por tanto que pensar que el viaje del espíritu humano hacia casa se debe al empuje de una vida divina dentro de nosotros, que responde a la atracción que ejerce la vida divina desde el exterior. Sólo es posible porque ya existe en ese espíritu una cierta afinidad con lo Divino, una capacidad para la Vida eterna […]»; cf. EVELYN UNDERHILL, op. cit., 155.

72 JUAN ANTONIO MARCOS, Un viaje a la plenitud. El Camino de Perfec-ción de Teresa de Jesús, (Madrid: Editorial de Espiritualidad, 2010), 13.

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JOSÉ EDUARDO LOUREIRO DE ARAÚJO

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4. RECAPITULACIÓN: VISIÓN, OJO E IMAGEN

Para dar cuenta de la dinámica representativa, hemos realizado una consideración fenomenológico-espiritual desde la triada visión, ojo e imagen. La descripción de la experiencia visual, de las funcio-nes propias del ojo en la esfera de lo humano (punto 1), y la forma-ción e importancia de la intencionalidad imaginativa en la constitu-ción del mundo propio interior (punto 2), permiten una comprensión más aguda de la experiencia espiritual y de la espiritualidad cristiana, puesto que, en ella, la visibilidad de Dios en el rostro de Jesús pide una mistagogía del encuentro en la Imago Christi misma, ofrecida al ejercicio imaginativo y a la contemplación de sus misterios (punto 3).

Tales reflexiones, de orden propedéutico, nos permiten captar la importancia del giro cristológico y del descubrimiento de la aplica-ción de los sentidos interiores, especialmente de la vista, en la espiri-tualidad de los siglos XI al XV. Tal espiritualidad puso los cimientos para la mística de la Humanidad de Cristo, visible y representable, de la cual Teresa de Ávila será uno de los más notables portavoces.