Esperando a Los Bárbaros_bolivia

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Bolivian Research Review/Revista de Investigaciones sobre Bolivia Abril 2012/ Esperando a los bárbaros 1 Laura Virgina Ruiz Prado (La Paz, 1964) estudió Ciencias de la Educación en la Universidad Mayor de San Andrés e hizo una maestría en literatura latinoamericana en Boston College. Ha enseñado español, literatura y alemán como segunda lengua en los niveles primario, secundario y universitario durante más de dos décadas y en varios países. Hoy trabaja como consultora educativa en La Paz, Bolivia. Sus cuentos han sido incluidos en la Antología del cuento femenino boliviano (La Paz: Los Amigos del Libro, 1997) y La otra mirada (La Paz: Santillana, 2000). En 1990 su cuento “Recojo la pelota y listo” ganó el “Primer premio de cuento corto España 90”. Con “Esperando a los bárbaros” ganó, el 2011, el XXXVIII Concurso Nacional de Cuento Franz Tamayo. Esperando a los bárbaros Por Laura Virginia Ruiz Prado Lo que necesito es una lobotomía, se repitió en voz alta y también ahora lo pensó en serio. No es que estuviera informada del tratamiento ni tampoco de si aún se lo practicaba. Lo único que sabía era lo que había visto hacía 25 años en una película. El título era también el nombre de la protagonista, Francis. Terminó su café, tenía que apurarse. Recordó el nudo en el estómago con el que había salido del cine aquella lejana noche, sola. En la última escena de la película, Francis ya después de la lobotomíase acerca a lo constante y tranquilo en su vida, su amigo y pretendiente. El rostro de Francis no tiene expresión. Qué hermosa está, piensa él, que la ha acompañado y amado desde una distancia siempre impuesta por ella. La hermosa Francis, sí, y quizá hoy por primera vez a su alcance, aunque no sea la misma. Lava la taza de café y piensa que ahora le queda sólo una mala reproducción, una sensación borrosa de la desesperanza con la que el protagonista decide dejar a Francis, decide verla irse. No había vuelto a pensar en la película hasta que se encontró, meses más tarde, caminando sin dirección por esta ciudad de piedra repitiendo una y otra vez que no podía más, que lo que necesitaba era una lobotomía, que esa acaso

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    Abril 2012/ Esperando a los brbaros 1

    Laura Virgina Ruiz Prado (La Paz, 1964) estudi Ciencias de la Educacin en

    la Universidad Mayor de San Andrs e hizo una maestra en literatura latinoamericana

    en Boston College. Ha enseado espaol, literatura y alemn como segunda lengua en

    los niveles primario, secundario y universitario durante ms de dos dcadas y en varios

    pases. Hoy trabaja como consultora educativa en La Paz, Bolivia. Sus cuentos han

    sido incluidos en la Antologa del cuento femenino boliviano (La Paz: Los Amigos del

    Libro, 1997) y La otra mirada (La Paz: Santillana, 2000). En 1990 su cuento Recojo

    la pelota y listo gan el Primer premio de cuento corto Espaa 90. Con Esperando

    a los brbaros gan, el 2011, el XXXVIII Concurso Nacional de Cuento Franz

    Tamayo.

    Esperando a los brbaros

    Por Laura Virginia Ruiz Prado

    Lo que necesito es una lobotoma, se repiti en voz alta y tambin ahora lo

    pens en serio. No es que estuviera informada del tratamiento ni tampoco de si an se lo

    practicaba. Lo nico que saba era lo que haba visto haca 25 aos en una pelcula. El

    ttulo era tambin el nombre de la protagonista, Francis. Termin su caf, tena que

    apurarse. Record el nudo en el estmago con el que haba salido del cine aquella lejana

    noche, sola.

    En la ltima escena de la pelcula, Francis ya despus de la lobotoma se

    acerca a lo constante y tranquilo en su vida, su amigo y pretendiente. El rostro de

    Francis no tiene expresin. Qu hermosa est, piensa l, que la ha acompaado y

    amado desde una distancia siempre impuesta por ella. La hermosa Francis, s, y quiz

    hoy por primera vez a su alcance, aunque no sea la misma.

    Lava la taza de caf y piensa que ahora le queda slo una mala reproduccin,

    una sensacin borrosa de la desesperanza con la que el protagonista decide dejar a

    Francis, decide verla irse. No haba vuelto a pensar en la pelcula hasta que se encontr,

    meses ms tarde, caminando sin direccin por esta ciudad de piedra repitiendo una y

    otra vez que no poda ms, que lo que necesitaba era una lobotoma, que esa acaso

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    fuera una solucin, despus de todo. En algn momento haba empezado a preguntarse

    qu hara Francis, ya sin rebelda ni ansiedad, sin reclamo ni dolor. Tal vez podra

    quedarse quieta, sin pensar, suspendida Esto era lo que ella tambin quera desde

    hace un tiempo, no pensar. A partir de ese momento quiz todo podra continuar sin

    tanto esfuerzo.

    El agua fra del grifo la hizo estremecerse. Cerr la llave, dej la taza con

    cuidado sobre la rejilla, sacudi el mantel y limpi la mesa, ech toda el agua que haba

    quedado en la caldera. Subi apurada a lavarse los dientes. Dobl las toallas. Entr a su

    cuarto, volvi a jalar el cubrecama nuevo. Le gustaba, pero las arrugas la distraan.

    Antes de salir apag las luces y dud en dejar encendida la radio. Baj, cerr la puerta

    con cuidado, despacio para no espantar a los gatos.

    Subi el cuello de su chaqueta, apret las solapas con una mano y trat de

    reconstruir el entusiasmo con el que haba esperado el fin de semana. Afuera, los

    rboles volvan a perder sus hojas. Camin hasta la esquina. Busc la lista de lo que le

    faltaba hacer. No la encontr, la haba olvidado.

    Era slo una cena, pero tena que apurarse si quera que todo estuviera listo a

    tiempo. Baj las gradas hacia la plaza. Pens que el desgaste de las piedras era un

    peligro. Levant la mirada: el invierno tambin pasara por aqu. El cielo ya no era azul

    intenso. Sigui caminando hacia el mercado. Volvi a sus pensamientos, casi donde los

    haba dejado. Era la prctica. En noches buenas poda inclusive despertarse, tomar agua

    despus de ir al bao y continuar soando el mismo sueo sin ningn problema. Era la

    prctica. Cuando alguien comentaba que por las noches no soaba, o no se acordaba de

    lo que se haba soado, ella senta algo as como envidia; pero despus se entristeca y

    senta compasin. Habra que saber pens de qu la compadeceran a ella. Imagin

    que la lista de razones era larga: estaba sola, no tena hijos, haba adoptado siete gatos,

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    hablaba con ellos, casi slo con ellos, porque con el resto nada, slo sonrisas nerviosas,

    pocas veces algo interesante. Probablemente se rean de ella.

    Caminaba apurada, las bolsas de las compras le pesaban, el sudor le mojaba el

    pecho, le dola la garganta. En la puerta de su casa el roce suave de uno de sus gatos la

    hizo estremecerse, ms bien darse cuenta de que estaba temblando. Busc el llavero.

    Sus manos fras lo dejaron caer justo en frente de la puerta y, al agacharse para alzarlo,

    tres limones rodaron. El gato se puso a jugar con uno de ellos. Resignada, apoy las

    bolsas en el pilar y recogi llaves y limones, pero no pudo evitar pisar las flores que con

    tanto cuidado haba comprado. Dios, van a ser las diez.

    Puso a hervir agua y despus de organizar las compras sobre la mesa, fue

    desvistindose dejando la ropa donde caa. Abri la ducha y cerr los ojos hasta que

    haba recuperado la sensibilidad en los dedos, que ahora le ardan. La ducha no alivi el

    malestar. Pens que tomar algo caliente ayudara. El limn del t le record el sbalo y

    pens que ya deba sazonarlo para la noche. La fiebre empez a presionarle los ojos y

    hacerla temblar. Se tom unas pastillas y sigui haciendo lo que haba anotado en la

    lista. Ya no faltaba mucho. Pens en desechar las flores. Un desperdicio. No haba

    comido nada en todo el da. Tena sed.

    Se sorprendi al verse bonita. El resfro era obvio pese a la siesta que se haba

    obligado a tomar a media tarde. Sera difcil ocultar la fiebre. Por qu se avergonzaba de

    verse bonita.

    Pens que l no se pareca al otro. Que no quera que se le pareciera. l era un

    hombre culto, aunque tal vez sera mejor decir que estaba bien informado. Ms bien que

    saba cosas. Para romper los silencios incmodos de las pocas veces que se haban visto

    a solas, l la haba sorprendido con informacin detallada sobre temas arduos. Le

    gustaba hablar, o tal vez no le gustaba el silencio. No pocas veces pens en preguntarle,

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    mientras lo escuchaba y exageraba su inters, por qu no usaba su memoria para cosas

    tiles. El otro, en cambio, era callado, pareca no querer llamar la atencin. Cuando

    hablaba estaba apurado, terminaba lo que tena que decir y volva al silencio.

    Limpiar las cajas de los gatos, llevar sus almohadones y colchas al cuarto del

    fondo, darles agua y comida: las ltimas anotaciones en la lista interminable. Llevar a

    los gatos al cuarto del fondo y rogar que no se mataran no estaban en la lista porque de

    esas cosas s que no se iba a olvidar.

    Tal vez exageraba, pero algo le haca imaginar que l no era un hombre de

    mascotas y menos de gatos. Se haba hecho a la idea de que llegado el caso y si todo

    sala bien y los gatos no eran lo suyo tendra que pensar en la forma de deshacerse de

    ellos. Eran siete gatos, ninguno joven. Conoca vecinos que haban demostrado inters

    por algunos y quin sabe s estaran dispuestos No quera pensar en eso ahora.

    Record que el otro, en todo el tiempo que haban estado juntos, nunca se haba

    quejado de los gatos, pero tampoco haba mostrado inters, mucho menos afecto por

    ellos. Y eran siete. Los haba ignorado. Es sorprendente pens lo mucho que se

    parecen los hombres. O tal vez es ms justo decir que es sorprendente lo mucho que se

    parecen los hombres que ella elige, o que la eligen.

    Aunque supona viajes a lugares ms o menos remotos, ms o menos exticos,

    l pareca no haber salido de una oficina. Ella imaginaba su relacin con los otros

    hombres en el trabajo: bromas de doble sentido y obscenas sobre mujeres. A solas,

    claro, era otra cosa. Tampoco le haba preguntado por qu nunca se quedaba ms de lo

    necesario en los lugares a los que viajaba. Le hubiera gustado viajar con l. En realidad

    no con l, sino con el otro. Esta noche se interesara por sus viajes.

    Record la ltima vez que estuvo con el otro en la vieja casona.

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    Aparecieron sus ojos mirndola. Se concentr en su boca, delgada, fina, roja.

    Cuando la entreabra en sus recuerdos, ella jugaba a definir la frontera de lo que era

    adentro y lo que era afuera. Y quera besarlo. Aquella noche, para no mostrar su deseo,

    le dio la espalda y camin hacia la cocina consciente de que l la miraba. La sigui y

    la hizo girar con los dedos. La bes primero muy suavemente, despus ya no. Eran

    mordiscos ms o menos fuertes; a ratos abra los ojos, pero los volva a cerrar. Como

    perdida en un espejismo, imagin que haran el amor. Qudate esta noche, le dijo al

    odo, sonriendo. Dej de besarla y la mir de una manera que ella tard en entender.

    La subi en silencio hasta el dormitorio. Sin mirarla, la hizo girar, la empuj y ya de

    bruces en la cama le subi la falda. Un instante despus se oy gritar. Le tap la boca.

    El dolor no se detuvo. Le costaba respirar. Pens en cunto lo quera. Se concentr en

    el ritmo de su propia respiracin y en algn momento debi haber cerrado los ojos.

    Cuando los abri, lo primero que distingui fue el diseo de su cubrecama. Le dola

    todo el cuerpo. Gir, se tap como pudo y quiso dormir.

    Abri los ojos y se los retoc. Prendi las velas y luego las apag. Busc un

    incienso para borrar el ltimo rastro de los mil y un gatos. Lo apag tres minutos

    despus. Prob el sbalo. Escogi la msica. Subi al dormitorio y se recost. S, haba

    cambiado el cubrecama. Oscureca y no pudo sino pensar que quera que ese da ya

    hubiera pasado. Not la sequedad de sus manos y se concentr en la uas. Sac la lima

    de su mesa de noche.

    Eran casi las ocho. No faltaba mucho. Se levant. Ley sin pensar, como para

    distraerse, los ttulos de los libros de su pequeo estante. Sac uno, la obra de un poeta

    alejandrino que de tanto en tanto relea. La hoje sin mucho inters. Se detuvo aqu y

    all. El poeta pareca haber tenido ms suerte que ella: las murallas, la ciudad, los

    cuerpos, la isla, los brbaros.

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    "Qu esperamos aqu reunidos en el gora?"

    Se despert con los maullidos. Esta vez no haba soado. Pens que poda haber

    sido por la fiebre. Temblaba. Cunto tiempo haba pasado. Se toc la frente y no

    necesit explicacin. Prendi las luces. Baj las gradas apurada hacia la puerta, no la

    puerta principal, la puerta del cuarto del fondo, la puerta de los gatos. Los gatos

    salieron, cada uno a su ritmo, con indiferencia. No pudo agacharse para acariciar la

    lenta estampida de colas. Se sirvi una porcin del sbalo. Al resto le quit el alio y lo

    dividi en siete partes ms o menos iguales. Subi, se meti en la cama, abri el libro y

    termin de leer el poema:

    Y qu ser ahora de nosotros sin brbaros?

    Quiz ellos fueran una solucin despus de todo.