España y los judíos

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España y los judíos Jaime Bel Ventura

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Breve recorrido histórico sobre la presencia judía en España, su expulsión y las consecuencias de la misma.

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Jaime Bel Ventura

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Orígenes de la presencia judía en España

Algunos asocian el país de Tarsis, mencionado en los libros de Isaías, Jeremías, Ezequiel, Primero de los Reyes y Jonás, con la antigua civilización de Tartessos o, al menos, con algún lugar de la Península Ibérica. Si esta identificación fuese correcta, el contacto de los judíos con la Península Ibérica se remontaría a la época de Salomón, es decir, en el siglo X aEC.

En cualquier caso, parece claro, que el reino de Israel mantuvo relaciones comerciales con un lugar llamado Tarsis. En Ezequiel 27:12 así se dice: "Tarsis comerciaba contigo por la abundancia de todas tus riquezas, con plata, hierro, estaño y plomo a cambio de tus mercaderías." 

También se hace referencia a este comercio en 1Reyes 10:22, donde se dice que "una vez cada tres años la flota de Tarsis venía y traía oro, plata, marfil, monos y pavos reales" . Al describir el imperio comercial de Tiro, de oeste a este, Tarsis es el primer lugar que se cita (Ezequiel 27:12-14) y es asimismo el país lejano al que Jonás quiere ir para escapar a Jehová (Jonás 1:3), lo que sugiere que el país de Tarsis se encontraba en el extremo occidental del Mediterráneo. Los fenicios, aliados de los israelitas en la época de Salomón, mantuvieron además una estrecha relación comercial con la Península Ibérica (la fundación de Gades (Cádiz) suele datarse en el año 1100 aEC). Todo ello deja abierta la posibilidad de que llegase a haber relación entre los israelitas y la Península Ibérica a comienzos del I milenio aEC, pero no ofrece prueba alguna que demuestre que haya ocurrido así. En Cádiz se encontró un sello que data de los siglos VIII o VII aEC, en el que hay una inscripción que según algunos autores sería antiguo hebreo, pero la mayoría de los investigadores consideran que se trata de fenicio.

Existen tradiciones muy tardías, según las cuales los primeros judíos llegaron a España tras la caída del Primer Templo, en 586 aEC.

Época romana 

Las primeras evidencias de presencia judía en la Península datan de época romana. No se conoce la fecha exacta en que las primeras comunidades judías se instalaron en Hispania.

Algunas pruebas materiales de la presencia judía en la Península son dos inscripciones judías trilingües (hebreo, latín y griego) halladas en Tarragona y en Tortosa cuya datación varía según los autores entre los siglos II aEC y VI de nuestra era. Del siglo III data probablemente la inscripción sepulcral hallada en Abdera (actual Adra en la provincia de Almería) de una niña judía, llamada Salomonula. En la isla de Ibiza fue hallada un ánfora con caracteres hebreos que data al menos del siglo I.

Un documento incontestable que prueba la existencia de comunidades judías en Hispania son los cánones del concilio de Elvira, celebrado por los cristianos de la Península Ibérica en Elvira (Granada) a comienzos del siglo IV. 

Época visigoda

A comienzos del siglo VI se consolida en la Península Ibérica el dominio visigodo. Los visigodos, cristianos arrianos, no mostraron inicialmente ningún interés por perseguir a los judíos. El primer documento de la Hispania visigoda en que se les menciona es el Breviarium Alaricianum, compilado en las Galias por orden de rey Alarico II y promulgado en Tolosa en 506. Este cuerpo legislativo, recopilatorio de Derecho romano, imponía a los judíos las mismas restricciones que

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las leyes romanas, del Imperio ya católico, de los siglos IV y V: se les prohibían los matrimonios mixtos, la edificación de nuevas sinagogas o la posesión de esclavos cristianos, entre otras muchas cosas, y se castigaba duramente al cristiano que se convirtiese al judaísmo. Sin embargo, las leyes visigodas eran relativamente tolerantes, ya que se les permitía restaurar las sinagogas ya existentes, y mantener sus propios tribunales para resolver asuntos religiosos, e incluso civiles. Además, muchos historiadores creen que estas leyes no fueron aplicadas con rigor.

La situación cambió cuando el rey Recaredo se convirtió al catolicismo, deseando la homogeneización religiosa de toda la península. Durante todo el siglo VII la monarquía visigoda, en estrecha colaboración con la Iglesia católica, adoptó una actitud beligerante contra las comunidades judías. Durante el reinado de Sisebuto, las leyes antijudías se endurecieron significativamente, y se produjeron numerosas conversiones forzosas, lo que motivó que gran número de judíos abandonasen el reino, instalándose en el norte de África.

En los años siguientes, la situación se va haciendo cada vez más difícil para los judíos. Hacia los conversos, numerosos desde las persecuciones de Sisebuto, existía una gran desconfianza, y en 638, durante el reinado de Chintila, debieron hacer un juramento especial, denominado placitum, rechazando públicamente su antigua religión. La presión sobre los judíos que se mantenían fieles a su religión fue haciéndose cada vez más dura. El rey Égica, invocando una supuesta conspiración, dictaminó en el XVII Concilio de Toledo, en 694, la esclavitud de judíos y conversos, y persiguió con saña a ambas minorías hasta su muerte, en 702.

Los judíos en Al-Ándalus

Muchos autores han insistido en la idea de que los musulmanes fueron recibidos como liberadores por los judíos de la Península Ibérica, que incluso ayudaron activamente, al igual que los seguidores cristianos de Witiza, al éxito de la invasión. Sin duda, su situación mejoró notablemente con respecto a la persecución casi continua que habían sufrido en época visigoda, especialmente después de la conversión de Recaredo.

Los musulmanes, siguiendo las enseñanzas del Corán, consideraban que los cristianos y judíos, en tanto que "gentes del Libro", no debían ser convertidos a la fuerza al Islam y eran merecedores de un trato especial, la dhimma. Los dhimmi (en árabe protegidos") tenían", ذم�ي garantizadas la vida, la propiedad de sus bienes y la libertad de culto, así como un alto grado de autonomía jurídica, que les permitía, por ejemplo, acudir a sus propios tribunales para dirimir los asuntos de sus comunidades. Como contrapartida, estaban sujetos a impuestos extraordinarios, debían aceptar una situación social inferior y someterse a discriminaciones diversas, teniendo negado el acceso a la mayor parte de los cargos públicos: no podían, en concreto, acceder a funciones militares ni políticas en que tuvieran jurisdicción sobre musulmanes. El valor en tribunales musulmanes del testimonio de los dhimmi era inferior, al igual que la indemnización en los casos de venganzas de sangre. Las acusaciones de blasfemia contra los dhimmi eran habituales y el castigo era la muerte. Como no podían testificar en un tribunal para defenderse, debían convertirse para salvar la vida. El tabú matrimonial contra los dhimmi varones, que eran castigados con la muerte si mantenían relaciones sexuales o se casaban con una musulmana, además de las herencias, las discriminaciones en el vestido, en el uso de animales o en ciertos oficios, son otros ejemplos de esta discriminación institucionalizada en asuntos relevantes. Sin embargo, la aplicación rigurosa de la dhimma varió en función de las épocas y no siempre se cumplió con rigidez, como lo ilustra que varios judíos alcanzaran rangos prominentes en los estados andalusíes.

La autonomía jurídica de que, como se ha dicho, disfrutaron los judíos en Al-Andalus se concretó en la organización de sus comunidades en aljamas. Las aljamas eran las entidades autónomas en las que se agrupaban las comunidades judías de las diferentes localidades. Tenían sus

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propios magistrados, y se regían por sus propias normas jurídicas, basadas en la Halajá. La institución de la aljama se trasladaría después a la España cristiana, y permanecería vigente hasta el momento de la expulsión.

La situación de los judíos en Al-Ándalus no fue siempre igual. En general, se distinguen dos períodos bien diferenciados: antes y después del comienzo de las invasiones almorávides (en torno a 1086).

La primera etapa coincide con el emirato independiente (756-912), el califato de Córdoba (912-1031) y los primeros reinos de taifas (1031-1086). Fue el período de esplendor de la presencia judía en la España musulmana, especialmente a partir de la época de Abderramán III. Numerosos judíos alcanzaron un alto grado de relevancia económica y social, y la cultura hebrea, muy influida por la árabe, tuvo una verdadera edad de oro.

Con los almorávides y, sobre todo, con los almohades, la situación cambió radicalmente. Estas dinastías, de origen africano, tenían una concepción del Islam mucho más rigorista, por lo que se mostraron mucho menos tolerantes hacia los judíos. A partir del siglo XII, la población judía inició un éxodo masivo: los mayores contingentes se refugiaron en los reinos cristianos del norte, cuyos monarcas estaban en plena actividad repobladora y precisaban del concurso de los recién llegados.

Los judíos en los reinos cristianos

En las cortes cristianas, ocurrían hechos que demuestran el papel de los judíos. Por ejemplo, el rey de Aragón, Jaime II, escribía a su hija: "Filla, recibiemos vuestra carta... en razón del fillo que hauedes parido... Mas, filla, non fagades, como auedes acostumbrado, de criarlo a consello de judíos..."

Por otro lado, una inscripción hebrea en la sinagoga del Tránsito, de Toledo, reza así: "El rey de Castilla ha engrandecido y exaltado a Samuel Leví; y ha elevado su trono por encima de todos los príncipes que están con él... Sin contar con él, nadie levanta mano ni pie."Y más aún, el rey Fernando III El Santo, después de la toma de Sevilla, se afirmaba como rey de tres religiones, cosa que ningún otro rey europeo podía afirmar.

En el plano cultural, el papel del judío dentro de las cortes castellanas fue el de transmisor de los conocimientos árabes. Gracias a él, en cortes como la de Alfonso X, junto con colaboradores árabes, se pudo llevar a cabo la enorme obra de recopilación, traducción y divulgación de todo el saber humano de la época.

Otro de los campos en el que la presencia judía fue indispensable fue el de la medicina. En efecto, sería inusitado encontrar la mención de un médico de la casa real que no fuera judío. Esto no impidió, sin embargo, que se redactaran decretos prohibiendo a los cristianos valerse de médicos judíos, cuyo incumplimiento, empezando por el rey mismo, era notorio.

El judío era además el encargado de recaudar tributos y el tesoro estatal. Su posición cerca del rey y de los nobles, así como de los prelados, era clave, lo cual explicaría el vacío posterior cuando ocurrió la expulsión. Esta posición fue la más delicada y difícil de mantener, pues si bien el judío era indispensable para la clase alta, era visto, en cambio, como explotador por la clase baja y se atraía su odio, lo cual podía ser aprovechado fácilmente por el clero para desatar persecuciones antisemitas. Los reyes defendieron la importancia del judío dentro de la economía estatal, e incluso el propio Fernando el Católico (por cuyas venas corría sangre judía), los apoyaba en 1481, diciendo que leyes que prohibieran algo a los judíos era como prohibírselo a él.

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Avanzado el siglo XV, la persecución contra los judíos empezó a adquirir rasgos de ferocidad, y los reyes se encontraban impotentes para detenerla, pues se jugaban su popularidad. Además, la nobleza había emparentado, por motivos económicos principalmente, con los judíos y su posición se había debilitado. En el siglo XVI aparecen dos libros, el Libro verde de Aragón y El tizón de la nobleza de España, donde se demuestra que, prácticamente, toda la nobleza española tenía algunas o muchas gotas de sangre judía.

Sefarad

Los sefardíes (del hebreo ספרדים españoles) son los descendientes de los judíos que vivieron en la Península Ibérica (España y Portugal) hasta 1492, y que están ligados a la cultura hispánica mediante la lengua y la tradición. Se calcula que en la actualidad, la comunidad sefardí alcanza los dos millones de integrantes, la mayor parte de ellos residentes de Israel, Francia, EE. UU. y Turquía. También en México y Sudamérica, principalmente en Argentina y Chile, llegaron judíos sefardíes que acompañaron a los conquistadores españoles y portugueses y así escaparon de las persecuciones en España. Desde la fundación del Estado de Israel, el término sefardí se ha usado frecuentemente para designar a todos aquellos judíos de origen distinto al askenazí (judíos de origen alemán, ruso o centroeuropeo). En esta clasificación se incluye a los judíos de origen árabe, de Persia, Armenia, Georgia, Yemen e incluso India, que no guardan ningún vínculo con la cultura hispánica que distingue a los sefardíes. La razón por la cual se utiliza el término indistintamente es por las grandes similitudes en el rito religioso y la pronunciación del hebreo que los sefardíes guardan con las poblaciones judías de los países antes mencionados, características que no se comparten con los judíos askenazíes. Por eso hoy en día se hace una tercera clasificación de la población judía, la de los mizrahim (del hebreo מזרחים 'Oriente'), para garantizar que el término «sefardí» haga alusión exclusivamente a ese vínculo antiguo con la Península Ibérica. Los judíos desarrollaron prósperas comunidades en la mayor parte de las ciudades españolas. Destacan las comunidades de las ciudades de Toledo, Burgos, Sevilla, Córdoba, Jaén, Ávila, Granada, León, Segovia, Soria y Calahorra. En la Corona de Aragón, las comunidades (o Calls) de Zaragoza, Gerona, Barcelona, Tarragona, Valencia, Vitoria y Palma de Mallorca se encuentran entre las más prominentes. Algunas poblaciones, como Lucena, Hervás, Ribadavia, Ocaña y Guadalajara, se encontraban habitadas principalmente por judíos. De hecho, Lucena estuvo habitada exclusivamente por judíos durante siglos en la Edad Media.

En Portugal, de donde muchas ilustres familias sefardíes son originarias, se desarrollaron comunidades activas en las ciudades de Lisboa, Évora, Beja y en la región de Trás-os-Montes.

Las comunidades primitivas: Se tiene conocimiento de la existencia de comunidades judías en territorio español desde tiempos remotos. El hallazgo de evidencias arqueológicas lo confirman. Un anillo fenicio del siglo VII aEC., hallado en Cádiz con inscripciones paleo-hebraicas y una ánfora, en la que aparecen dos símbolos hebreos del siglo I, encontrada en Ibiza, figuran entre las pruebas más contundentes de la presencia judía en la Península Ibérica. La presencia hebrea en el actual territorio español tuvo cierto incremento durante las Guerras Púnicas (218-202 aEC), durante las cuales Roma se apoderó de la Península Ibérica (Hispania), y se sabe con precisión que el incremento de la población judía se dio varios siglos después a raíz de la conquista de Jerusalén por el general romano Tito, bajo mandato del emperador Vespasiano (año 70). Se calcula que en España se asentaron, durante las primeras décadas de la Diáspora, alrededor de 80.000 personas procedentes de Israel. Este número aumentaría de manera considerable posteriormente. Igualmente, la presencia hebrea en España también se debió a la importación de esclavos por los romanos para diversas actividades.

A la caída del Imperio romano en 476 y tras la invasión de la península por tribus germánicas, como los visigodos, suevos y vándalos, sobreviene una época de dificultad para los hebreos que en ella vivían. Al sobrevenir la acepción del Cristianismo mal profesado como religión de los reinos bárbaros, y la instauración de la Iglesia Católica en España bajo el reinado de Recaredo

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(año 587), las comunidades judías pasan a ser dominadas completamente y se inicia una época de persecución, aislamiento y rechazo. Es en esta época donde comienzan a fraguarse las primeras aljamas y juderías de las ciudades españolas donde hubo grandes asentamientos hebreos.

Las difíciles condiciones en que se encontraban los judíos durante los Reinos Cristianos hicieron que éstos recibieran a los moros invasores como una fuerza liberadora. No es exagerado decir, por tanto, que la población judía de la península prestó ayuda a las huestes islámicas que venían de África.

El año 711 será recordado como la fecha en que se inicia la «Edad de Oro» de la judería española. La victoria del moro Táriq ibn Ziyad aseguraba un ambiente de mejor convivencia para los hebreos, ya que la mayor parte de los regímenes musulmanes de la Península Ibérica fueron bastante tolerantes en asuntos religiosos, aplicando la ley del impuesto a los dhimmi (judíos y cristianos, que junto con los mazdeítas eran considerados las gentes del libro) según lo estipulado en el Corán.

La comunidad judía española, durante esta época, fue la más grande, mejor organizada y más avanzada culturalmente gracias a las grandes libertades de que gozaba. Numerosos judíos de diversos países de Europa y de los dominios árabes se trasladaron a España, integrándose en la comunidad existente, y enriqueciéndola en todos los sentidos. Muchos de estos judíos adoptaron el idioma árabe y se desempeñaron en puestos de gobierno o en actividades comerciales y financieras. Esto facilitó enormemente la incorporación de la población judía a la cultura morisca, principalmente en el sur de España, donde los judíos ocuparon puestos importantes y llegaron a amasar considerables fortunas. La prohibición islámica que impide a los musulmanes dedicarse a actividades financieras, caso similar para los cristianos que consideraban la actividad como impía, hace que los judíos de la península absorban por completo las profesiones de tesoreros, recolectores de impuestos, cambistas y prestamistas.

Por lo tanto, es bajo el dominio del Islam cuando la cultura hebrea en la península alcanza su máximo esplendor. Protegidos, tanto por reyes cristianos como musulmanes, los judíos cultivan con éxito las artes y las ciencias, destacando claramente en Medicina, astronomía y matemáticas. Además, los estudios religiosos y la filosofía son quizás la más grande aportación. Algunos nombres destacan en tales áreas. El rabino cordobés Moshé ibn Maimón, conocido como Maimónides, se distingue sobre los demás por sus aportes al campo de la Medicina, y sobre todo en la filosofía. Sus obras, como la Guía de perplejos y los comentarios a la Teshuvot, ejercieron influencia considerable sobre algunos de los doctores de la iglesia, principalmente sobre Tomás de Aquino.

En el campo de la matemática, se les atribuye a los judíos la introducción y aplicación de la notación numeral indo-arábiga a Europa Occidental. Azraquel de Sevilla realiza un estudio exhaustivo sobre la Teoría de Ecuaciones de Diofanto de Alejandría, mientras que Abenezra de Calahorra escribe sobre las peculiaridades de los dígitos (1-9) en su Sefer ha-Eshad, redacta un tratado de aritmética en su Sefer ha-Mispad y elabora unas tablas astronómicas. Años antes de la Reconquista, el converso Juan de Sevilla tradujo del árabe un volumen del álgebra de Mohammed al-Khwarismi que fue posteriormente usado por matemáticos como Nicolo di Tartaglia, Girolamo Cardano o Viète. En estilo morisco se construye la Sinagoga del Tránsito (o de Samuel Ha-Leví) en la ciudad de Toledo, exponente máximo de la arquitectura judía de ésta época, al igual que la de Córdoba.

La Reconquista paulatina de la Península Ibérica por parte de los Reinos Cristianos propició, de nueva cuenta, un ambiente de tensión con relación a los judíos, que siguieron desarrollando la mayoría de las actividades financieras. La situación resultó muy provechosa, para algunas familias inclusive, ya que alcanzaron prestigio y favor a los ojos de los reyes cristianos,

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conservando sus antiguos privilegios. Es interesante recalcar el hecho de que la Corona de Aragón protegió a muchas familias hebreas durante los años de la Reconquista, mientras que numerosas familias nobles catalanas y aragonesas emparentaron con frecuencia con los judíos, con el fin de incrementar fortunas o condonar deudas con sus acreedores hebreos.

La riqueza de la que eran dueños los judíos y su reciente entrada a las cortes cristianas, aunada a la ostentación de algunos, los hizo odiosos a los ojos del pueblo y de la jerarquía católica, que los consideraba crucificadores de Jesucristo e incluso practicantes de ritos satánicos. En algunas ciudades, los judíos eran acusados de envenenar los pozos, secuestrar niños para beber su sangre o de querer, en contubernio con la nobleza, convertir a la población al judaísmo. Esto, en algunos casos, ocasionó violentas persecuciones antisemitas, intrusiones y matanzas en las juderías, e incluso expulsión de las ciudades.

El proceso de la Reconquista implicaba la uniformidad religiosa para poder asegurar una verdadera unidad política y social. La unidad política, mediante el matrimonio de los Reyes Católicos, Fernando II de Aragón e Isabel I de Castilla, llevó a la solicitud del establecimiento en España del Tribunal del Santo Oficio, mejor conocido como la Inquisición. En el año de 1478, el Papa Sixto V aprobó su establecimiento en la Península Ibérica y en sus posesiones del Mediterráneo. Como primer Inquisidor General, se nombró al dominico Tomás de Torquemada, confesor personal de la reina de Castilla y hombre fundamental en la expulsión de los judíos de España.

Torquemada, ferviente enemigo de la presencia judía en la península, propuso varias veces a los Reyes Católicos considerar la expulsión de los hebreos de España, moción que encontró oposición en el rey Fernando, quien tenía intereses y negocios con muchas familias judías aragonesas, tales como las familias Cavallería y Santangel, quienes en parte financiaron la expedición que llevaría a Cristóbal Colón a descubrir América. Incluso numerosos historiadores, como Benzion Netanyahu y Henry Charles Lea, aseguran que la madre de Fernando II de Aragón, Juana Enríquez, y por lo tanto él mismo, descendían de judíos convertidos al catolicismo en el siglo XIV.

Fuentes históricas citan la labor de convencimiento que Torquemada hizo al rey católico. El Inquisidor entró durante una audiencia que sostenía Fernando de Aragón con los sefardíes, con un crucifijo en la mano y arrodillándose ante el rey pronunció: Judas Iscariote traicionó a Cristo por treinta denarios, y vosotros queréis ahora venderlo por treinta mil. Aquí está él, tomadlo y vendedlo.

Tras la toma de la ciudad de Granada, en manos del caudillo moro Boabdil, en 1492, se firma el Edicto de la Alhambra en el que se pide, o la conversión de los judíos españoles al cristianismo, o su salida definitiva del territorio en un plazo de tres meses. Famosa es la intervención de un judío ilustrísimo y de familia noble, tesorero personal de los Reyes Católicos, Don Isaac Abravanel, quien les solicitó la reconsideración de tal disposición. Los Reyes Católicos ofrecieron a Abravanel y a su familia garantías y protección. Sin embargo, salió junto con sus compatriotas al exilio. Abravanel se cuenta hoy entre los nombres de quienes gestionaron el apoyo financiero a la expedición de Cristóbal Colón.

La salida de los judíos comenzó en poco tiempo. En todas las ciudades de España, las aljamas quedaron desocupadas. Un cronista de la época, Andrés Bernáldez, describía así la salida de los judíos de la ciudad de Zaragoza: Salieron de las tierras de sus nacimientos chicos y grandes, viejos y niños, a pie y caballeros en asnos y otras bestias y en carretas, y continuaron sus viajes cada uno a los puertos que habian de ir, e iban por los caminos y campos por donde iban con muchos trabajos y fortunas, unos cayendo, otros levantando, otros muriendo, otros naciendo, otros enfermando, que no había cristiano que no hubiese dolor de ellos y siempre por do iban los convidaban al bautismo, y algunos con la cuita se convertían y quedaban, pero muy pocos, y los

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rabinos los iban esforzando y hacían cantar a las mujeres y mancebos y tañer panderos y adufos para alegrar la gente, y asi salieron de Castilla. Serían necesarios 500 años para poder volver a hablar de una experiencia judía en España.

Los sefardíes se repartieron entonces por varios países. Algunos se establecieron en el sur de Francia, en las ciudades de Bayona y San Juan de Luz. Otros fueron a Portugal primero, de donde no fueron expulsados sino convertidos al cristianismo, a diferencia de los que habitaban en las coronas españolas, dirigiéndose una proporción de hebreos a países como Holanda y las ciudades hanseáticas del norte de Alemania, como Bremen o Hamburgo. Algunos más se esparcieron en los reinos moros de Marruecos o incluso Siria, mientras que una pequeña fracción de ellos se establecieron en países como Dinamarca, Suiza o Italia. Muchos sefardíes permanecieron en España bajo una supuesta apariencia cristiana (marranos) y posteriormente se trasladaron a algunas islas del Caribe, como Jamaica, o incluso a Brasil, Perú y México, donde muchos de ellos participaron en las campañas conquistadoras y expansionistas de España y Portugal.

Sin embargo, la gran mayoría de los sefardíes serían recibidos en el Imperio otomano, que a la sazón estaba en su máximo apogeo. El sultán Bayaceto II permitió el establecimiento de los judíos en todos los dominios de su imperio, enviando navíos de la flota otomana a los puertos españoles y recibiendo a algunos de ellos personalmente en los muelles de Estambul, como consta una pintura del ilustrador Mevlut Akyıldız. Es famosa su frase: Gönderenler kaybeder, ben kazanırım - Aquellos que les mandan pierden, yo gano.

Los sefardíes establecieron cuatro comunidades en el Imperio otomano, por mucho, más grandes que cualquiera de las de España, siendo las dos mayores la de Salónica y la de Estambul, mientras que la de Esmirna, en Turquía, y la de Safed, en Israel, fueron de menor tamaño. Sin embargo, los sefardíes se establecieron en casi todas las ciudades importantes del imperio, fundando comunidades en Sarajevo (Bosnia), Belgrado (Serbia), Monastir (República de Macedonia), Sofía y Russe (Bulgaria), Bucarest (Rumanía), Alejandría (Egipto) y Edirne, Çanakkale, Tekirdağ y Bursa en la actual Turquía.

Los judíos españoles rara vez se mezclaron con la población autóctona de los sitios donde se establecieron, ya que la mayor parte de éstos eran gente educada y de mejor nivel social que los lugareños, situación que les permitió conservar intactas todas sus tradiciones y, mucho más importante aún, el idioma. Los sefardíes continuaron, durante casi cinco siglos, hablando el castellano antiguo, mejor conocido hoy como judeoespañol que trajeron consigo de España, a diferencia de los sefardíes que se asentaron en países como Holanda o Inglaterra. Su habilidad en los negocios, las finanzas y el comercio les permitió alcanzar, en la mayoría de los casos, niveles de vida altos e incluso mantener su estatus de privilegio en las cortes otomanas.

La comunidad hebrea de Estambul mantuvo siempre relaciones comerciales con el Diván (órgano gubernamental otomano) y con el sultán mismo, quien incluso admitió a varias mujeres sefardíes en su harén. Algunas de las familias sefardíes más prominentes de la ciudad financiaban las campañas del ejército otomano y muchos de ellos ganaron posiciones privilegiadas como oficiales de alto rango. Los sefardíes vivieron en paz por un lapso de 400 años, hasta que Europa comenzó a librar sus dos Guerras Mundiales, con el consiguiente colapso de los antiguos imperios y el surgimiento de nuevas naciones.

La amistad y las excelentes relaciones que los sefardíes tuvieron con los turcos persiste aún a la fecha. Un prudente refrán sefardí, que hace alusión a no confiar en nada, prueba las buenas condiciones de esta relación: Turko no aharva a cidyó, ¿i si le aharvó? (Un turco no golpea a un judío, ¿y si en verdad lo golpeó?).

La expulsión de los judíos dictada por los Reyes Católicos

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El Decreto de la Alhambra o Edicto de Granada fue un decreto editado en la Alhambra (palacio de la ciudad de Granada en Andalucía, España) el 31 de marzo de 1492 por los reyes recién llamados Reyes Católicos, Fernando II de Aragón e Isabel I de Castilla, en el cual se obliga a todos los judíos de la España católica a convertirse esa religión o ser expulsados, con término el 31 de julio de 1492. Por motivos logísticos se extendió este plazo hasta el 2 de agosto a las doce de la noche. Fernando el Católico firmaba otro para el reino de Aragón. Ambos partían de un mismo borrador elaborado por Tomás de Torquemada, inquisidor general en España.

El día 2 de agosto coincidió con la partida de Cristóbal Colón hacia el descubrimiento de una nueva ruta a las Indias, viaje que acabó con el descubrimiento de América. Esta coincidencia ha dado pie a la teoría del origen judío de Colón expuesta, entre otros, por Simon Wiesenthal.

Condiciones de la expulsión: Se ordenaba salir con carácter definitivo y sin excepción a todos los judíos, no sólo de los reinos peninsulares, sino de todos aquellos territorios que se encontraran bajo el poder de los Reyes Católicos.

El plazo era de 4 meses a partir de la firma del edicto, es decir, que el 31 de julio no debía quedar en el reino ni un solo judío. En un edicto posterior, Torquemada amplió el plazo 10 días, para compensar el tiempo que transcurrió entre la promulgación y el conocimiento del decreto.

La desobediencia a este edicto supondría la condena a muerte y la confiscación de los bienes. Los Reyes ofrecieron su seguro real para que los judíos negociaran su fortuna y se la llevaran, si así era su deseo en forma de letras de cambio, puesto que había una ley que prohibía que se sacaran oro, plata, monedas, armas y caballos del país. Aunque en el edicto no se hacía referencia a una posible conversión, esta alternativa estaba implícita, y muchos individuos pertenecientes a la élite hebrea la escogieron para evitar ser expulsados.

Causas de la expulsión: Presión de la opinión popular, mayoritariamente antijudía, promovida por la Inquisición española. Episodios de luchas clasistas entre los grupos tradicionalmente privilegiados (nobleza y clero) y la burguesía incipiente judía. La pretensión de los inquisidores de acabar con “la herética influencia que conllevaban las relaciones sociales judeo-cristianas”.

La intención de los Reyes Católicos de avanzar un paso más en la cohesión social a partir de la unidad de fe.

Muy importante y no de poca valía eran las riquezas a acumular por la expropiación y por las cuotas necesarias impuestas a los judíos y conversos para permitirles o escapar o salvarse.

Consecuencias de la expulsión

Demográficas

Las estimaciones de la cifra total de judíos que salieron de España son muy dispares, pero abarcan desde los 50.000 a los 200.000 individuos. En Aragón la población hebrea era poco abundante, por lo que la pérdida demográfica supuso unos 10.000 o 20.000 habitantes. Por el contrario en Castilla eran numerosos en lo que es hoy Castilla y León, Castilla-La Mancha, Andalucía y Murcia. La mayoría de los judíos desterrados fueron a parar a Portugal o Navarra, de donde años más tarde también sería expulsados; la minoría restante marchó a Flandes, norte de África, Italia y territorios mediterráneos del Imperio otomano.

Económicas

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La marcha de los judíos tan solo fue especialmente relevante en el ámbito de los negocios y la economía en los lugares donde habitaba un gran número de ellos. Aunque también es cierto que algunos historiadores defienden que con ellos se fue la posibilidad de que la sociedad española recogiera el impulso de un primer capitalismo. La expulsión se convirtió en un próspero elemento financiero de la corona y la Inquisición por motivo de las expropiaciones consecuencia del decreto. Muchos judíos encarcelados en Sevilla fueron liberados a partir de 1510 bajo el pago de miles de ducados, cantidad que se duplicaba cada término hasta llegar a 40.000 ducados. Esto ocasionó una crisis entre la corona y la iglesia, quienes se peleaban por adquirir estos bienes decomisados o explotados.

Por medio de pagos les fue posible a muchos forzados y judíos escapar incluso hacia las Américas. Los edictos de Barcelona de 30 de octubre de 1492 y de 30 de marzo de 1493 muestran los marcados intereses económicos por parte de los reyes Fernando e Isabel por enriquecerse con los bienes de los sefardíes. Precisamente la paradójica fórmula de no poder llevar oro y valores consigo al abandonar sus propiedades ocasionó la avidez del pueblo por allegarse estas riquezas, las cuales pretendió la corona acaparar como monopolio y tuvo que canalizar a través de comisionistas y notarios.

Socio-religiosas

El edicto muestra que la razón de la expulsión no era la falta de fe de los conversos, sino la integración de las fiestas judías en su cristianismo. Esto no es considerado hoy en día contradictorio dentro de confesiones mesiánicas. En aquella época según la influencia de la Inquisición una forma no aceptada de ninguna manera. Aumentó el número de conversos y se consolidó una división social entre cristianos viejos (sin antepasados judíos) y cristianos nuevos (judíos convertidos al cristianismo o sus descendientes), división que se vería plasmada en los estatutos de limpieza de sangre.

La obsesión de los Españoles por la "limpieza de la sangre", noción que los visigodos introdujeron sin el elemento cristiano en principio, pero que en conjunción con la posterior conversión de los mismos al cristianismo, formaron las condiciones perfectas para la gestación de la persecución perpetrada por la Inquisición Española, y dio pábulo a formas larvadas y expuestas del antisemitismo y xenofobia exportado a los dominios coloniales. Las condiciones sociológicas para la formación de las elites clasistas, excluyentes y ferozmente racistas en Sudamérica están ya larvadas en la obsesión por la limpieza de la sangre que se instiló en el pueblo español.

Culturales

La expulsión supuso que las sociedades castellana y aragonesa perdieran a figuras tan ilustres del mundo cultural y científico como Abraham Zacuto (astrónomo y cosmógrafo), Salomón ben Verga (escritor), Isaac Abravanel (hijo de un consejero de los Reyes y escritor), además de otros muchos. Traducciones de la santa Biblia como la Biblia de Alba o la de Ferrara, que llevaron a muchas otras como la de Reina y Valera o la inglesa de King James, no pudieron seguir siendo desarrolladas.

La investigación científica no sufrió excesivamente, puesto que no existía casi entre los cristianos, y a pesar de la expulsión de algunos elementos destacados, siguió, aunque marginalmente, por algunos descendientes de conversos, llegó a su máximo, merced a la incipiente y a la vez tardía inserción del renacimiento, a partir de mediados del siglo XVI, principalmente en la Escuela de Salamanca. En cuanto a la cosmografía y ciencias de la navegación, la preponderancia de Castilla, junto con Portugal, en los mares durante los siglos siguientes habla suficientemente de que no sufrieron demasiado.

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Benei Anusim o Marranos

Después del Decreto de la Alhambra, también conocido como Edicto de Granada, muchos judíos se vieron obligados a una conversión forzosa, aunque la gran mayoría prefirió abandonar sus posesiones y riquezas y, con una llave que simbolizaba el apego a su hogar, marcharon, de nuevo, hacia un largo exilio que duró aproximadamente quinientos años. En Castilla y Portugal a los recién convertidos se les empezó a llamar judeoconversos, sin embargo la gran mayoría siguieron profesando clandestinamente sus costumbres y su tradición religiosa.

En sus orígenes, entre los siglos XV y XVII, se utilizó el término popular de “marranos”, tanto en castellano como en portugués, para designar despectivamente y de forma vejatoria a los judeoconversos y a sus descendientes, llevando la insinuación implícita de “católico fingido”.

También se les ha venido a denominar judaizantes o cripto-judíos, aunque los sefardíes siempre se denominaron a sí mismos con la palabra hebrea “anusim” (ים fנוס iא, 'forzados') o “benei anusim” (ים fנוס iא י kנ lב, 'hijos de forzados”), término legal rabínico que se aplica a los conversos obligados a dejar el judaísmo contra su voluntad. Israel Salvator Révah definió a los “marranos” como un “católico si fe y un judío sin saber, aunque un judío por voluntad”. La palabra “marrano” procede del árabe “muharram” (traducido como “cosa prohibida”), expresión usada para designar, entre otras muchas cosas, al cerdo, cuya carne estaba prohibida para judíos y musulmanes. La palabra se utilizó para designar de forma hiriente, a los cristianos nuevos y está documentada desde el siglo XIII, y seguramente se aplicó porque los conversos se abstenían de comer este tipo de carne. En el siglo XVII, en 1691, Francisco de Torrejoncillo en su libelo antisemita “Centinela contra judíos: puesta en la torre de la iglesia de Dios con el trabajo”, escribió: “Otro nombre que les davan antiguamente por afrenta, de mas de perros ó canes, que era llamarlos marranos, como lo dize Didarus á Velazquez. Pues qué razon avria para darles este nombre, llamando a los Judíos marranos? Muchas razones dan estos graves Autores [...] Otros dizen, que los Españoles les salió este nombre, llamandoles marranos, que en Español quiere decir puercos; y asi por infamia les llamaban puercos marranos a los Christianos nuevos, y dávanles, y se les puede dar este nombre con gran propiedad, porque entre los marranos, cuando gruñe, y se quexa uno de ellos, todos los demás puercos o marranos acuden a su gruñido; y como son assi los Judíos, que al lamento acuden todos, por esso les dieron titulo, y nombre de marranos”.

Al principio el termino se empleaba tanto para los judíos como para los musulmanes sin embargo con el tiempo a estos últimos se les denominó “moriscos” y la voz de marrano quedó únicamente para designas a los judeoconversos o cripto-judíos. En Portugal se les comenzó a llamar “cristianos nuevos” y en las Islas Baleares “xuetas”. Del mismo modo cuando un judaizante se convertía al catolicismo oficial se les comenzó a llamar, también aquí, “cristiano nuevo”.

Desde los “pogroms” a las juderías del siglo XIV, y a causa del creciente sentimiento antisemita imperante en los reinos cristianos españoles durante el siguiente siglo, tuvieron lugar numerosas conversiones de judíos, muchas de las cuales eran forzadas y no tenían otro objetivo que evitar las persecuciones y condenas. El máximo aumento de estas conversiones se vino a producir a raíz de la divulgación del Decreto de Expulsión antes citado en el año 1492.

Los “cristianos viejos”, es decir los que no procedían de conversión ni del judaísmo ni del Islam, comenzaron a recelar de los judeoconversos y habían conseguido medidas de discriminación legal con la promulgación de los “Estatutos de limpieza de Sangre” que culminó con la revuelta encabezada por Pedro Sarmiento, en 1449, contra los “conversos” de Toledo. Los Estatutos mencionados fueron un mecanismo de discriminación legal hacia minorías conversas bajo sospecha de realizar prácticas en secreto de sus antiguas religiones ya fueran

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estos marranos o moriscos. Estas normas consistían en exigir a los aspirantes a cualquier ocupación el requisito de provenir de ascendencia de cristiano viejo. Evidentemente pocos podían justificar su ascendencia de cristianos viejos y les eran vetadas las aspiraciones a empleados municipales, órdenes militares, universidades, etc. etc. El papa Nicolás V, rechazó de plano los estatutos pues en ellos no se contemplaba que el sacramento del bautismo limpiara el pecado de ser un converso. Estos mismos estatutos sirvieron para prohibir el asentamiento en las colonias americanas limitando así su emigración.

Análisis del impacto que supuso la expulsión de los judíos de España

Según el segundo párrafo del decreto se testifica que los judíos o conversos seguían cumpliendo la ley mosaica como en el caso del sábado o shabbat. Curiosamente este es precisamente el cuarto mandamiento del decálogo, lo cual despierta la pregunta de cómo la santa fe católica se ve amenazada ante esta costumbre de no trabajar el sábado.

Para inculpar a estos conversos se les espiaba, por ejemplo, si de sus chimeneas no salía humo desde el viernes al anochecer hasta el sábado, como instruyen las leyes bíblicas. Paralelamente no es comprensible cómo la inculcación de la Pascua, como el mismo Jesús celebró la noche anterior a su muerte, fuera una amenaza ante la misma santa fe católica.

El consumo de carne de cerdo también es un motivo nombrado, o de otra manera el producto de la forma de cómo producir carne, con el motivo de extraerle la sangre, según se muestra en los libros mosaicos y es hoy practicado incluso por los musulmanes. Querer demostrar que estas costumbres eran razones para la expulsión de un pueblo, o ser una amenaza para la fe, parece por esto más ser un argumento teórico o una disculpa ocultando otras razones de mayor fondo.

El caso es que precisamente se estaban presentando traducciones de la Biblia directamente del hebreo que revelaban verdades hasta ese momento ocultas al pueblo debido a la censura y prohibición católica de leer las Escrituras. Una de estas traducciones era la Biblia de Alba o posteriormente la Biblia de Ferrara, realmente revolucionarias para su tiempo. Cómo la revelación de las Escrituras atenta contra la santa fe católica, en las cuales se basa, puede ser sólo un pretexto. Más bien da la impresión de ser un problema de poder. Y así fue expresado, no por unir al reino y los territorios, sino para afianzar la influencia a nivel europeo. El intento de hacer desaparecer la Biblia de Alba es un testimonio de esta persecución insensata. La prohibición de leer los textos bíblicos se extendió hasta el siglo XX.

Hoy en día, con el surgimiento de una corriente denominada judaísmo mesiánico y la existencia de católicos de tradición hebrea, se ha planteado que no existiría contradicción entre la fe cristiana y la judía, ya que se aceptaría a Jesús como el Cristo o Mesías. Sin embargo, estas nuevas corrientes no son aceptadas ni por el judaísmo tradicional, ni por la Iglesia católica. No obstante, si hoy algunos, aunque sean muy minoritarios, han podido conciliar ambas religiones, subsiste entonces la pregunta: ¿cómo llegó a una radicalización y genocidio de tal magnitud?

La expulsión produjo de manera no oficial un éxodo de comunidades judías y judeocristianas hacia las Américas, de manera directa o indirecta como el caso holandés. En distintos territorios latinoamericanos se conservaron costumbres, lenguaje y tradiciones sefardíes.

Los errores que España cometió en el pasado

Ha transcurrido ya más de una década desde que dio comienzo el siglo XXI, el siglo de la tecnología avanzada, a pesar de que aún le queda mucho camino por recorrer; el siglo de la información al alcance de cualquier persona que habite en lo que venimos a llamar el mundo civilizado, el mundo del desarrollo y del progreso; del agujero de ozono y del cambio climático.

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Ese mundo en el que en cuestión de segundos puedes estar en contacto prácticamente con cientos, miles, millones de personas simplemente con pulsar una tecla. Un mundo en el que a través de una cámara puedes ver y dialogar con cuantas personas desees sin importar la distancia que te separe de ellas.

Ese es nuestro micro cosmos particular, el orbe en el que habitamos 2013 años después del inicio de lo que venimos a llamar la Era Común; en él hemos construido una burbuja hedonista que nos permite vivir, en líneas generales, rodeados de lujo, confort y bienestar a pesar de que no toda la gente disfrute de las mismas ventajas, sin embargo, ese es el objetivo que se marca la inmensa mayoría de los habitantes de esta parte privilegiada del planeta.

La sumisión a los valores materiales, a la concupiscencia, al desarrollo sensual de los sentidos, a lo liviano y a la búsqueda decidida del mínimo esfuerzo nos ha llevado, irremisiblemente, a construir un entorno donde los valores morales y espirituales han perdido todo su valor. Afortunadamente, gracias a HaShem, Bendito sea Su Santo Nombre, aun queda un reducido reducto de mujeres y de hombres, capaces de luchar por la Fe y la Verdad, y que con su tenacidad, firmeza, constancia y fortaleza rigen sus propios destinos sin dejarse arrastrar por la vorágine de las circunstancias que rodean al ser humano alejándose, voluntariamente, de la realidad artificial que entre todos hemos construido.

El nihilismo generalizado en el que se encuentra inmersa la humanidad añadido al quebranto de todo sentido espiritual de la existencia ha permitido que afloren de nuevo a la superficie todas las perversiones de las que es capaz el ser humano: inmoralidad, depravación, corrupción, vicio, pecado, aberración...

Hemos encumbrado a la categoría de lo universal actos tan deshonestos como el fraude, la difamación, el oprobio, la prevaricación, el insulto, la mentira... y no es que lo hayamos hecho nosotros, el pueblo llano, es que lo hemos permitido y de eso ¡si somos culpables! Al tolerar, por desidia, que la gran mayoría de la clase política mundial haya normalizado conceptos tan execrables como los mencionados hemos incurrido, por negligencia, en el consentimiento de los males que afectan a toda la sociedad en general y de eso inexcusablemente ¡también somos culpables!

En este universo de ficción que nosotros hemos transformado y que nada tiene que ver con el Universo que nos dio el Creador, uno de los muchos vicios que hemos consentido es: el de la mentira, la falsedad.

Vivimos en un mundo donde lo falso a fuerza de ser repetido en infinidad de ocasiones se convierte en una verdad inmutable. Es ahí donde esa pequeña legión de hombres y mujeres, creyentes y temerosos de Elohim, debe asumir la sublime obligación moral de proclamar a los cuatro vientos y desde cualquier resquicio, por ínfimo que éste sea, la auténtica realidad.

El pueblo de entre todos los pueblos del planeta que en mayor medida ha sufrido las más graves difamaciones de la Historia a través de los siglos ha sido, sin ningún género de dudas, el pueblo hebreo. Al margen de las ya consabidas manipulaciones oficiales de la iglesia católica romana, acusando al pueblo de Israel de deicidio y responsabilizándolo de la ejecución del rabí Yehoshua por parte de las autoridades romanas acusado de sedición contra el Imperio, cuestión que puede suscitar un amplio análisis pero que por cuestión de espacio no voy a referir, me centraré exclusivamente como tema único a la expulsión de los judíos de la península ibérica por parte de los Reyes Católicos después de promulgar el Decreto de la Alhambra.

Según el Profesor Juan Gª Atienza: «Los cristianos medievales de la península ibérica no fueron antijudíos en razón de creencia o por prurito racial. La mezcla de pueblos era demasiado obvia entre nuestros antepasados. Hubo eso sí, matanzas casi increíbles de

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judíos, saqueos de juderías y vejaciones y discriminaciones y, sin embargo no había cristiano que hiciera ascos por ponerse en manos de un medico hebreo, ni rey que no atendiera las predicciones astrológicas de un rabino cabalista, ni obispo o canónigo que tuviera reparo alguno en dejarse cortar y coser sotanas y sobrepellices por sastres judíos, ni párroco que necesitase fumigar con sahumerios benditos los cálices o los candelabros de altar labrados por orfebres de la aljama vecina.». Y continúa: «Habría que pensar que, al menos en su origen, los odios al pueblo judío formaron parte de lo que podríamos llamar una desviación. Constantemente se daba la circunstancia, a lo largo de toda la Edad Media de que reyes, nobles y jerarcas de la Iglesia recibían de judíos acomodados el dinero que necesitaban bien para campañas militares o para gastos suntuarios. A cambio de ese dinero adelantado aquellos poderosos hebreos compraban el derecho a cobrar sus tributos y con su producto se resarcían -a menudo con ventajas- del capital previamente desembolsado. Pero esa ventaja económica llevaba consigo su parte negativa pues, para buena parte del pueblo, era el judío, y no el rey o el señor o el obispo, el que le cobraba los impuestos el que le estrujaba su escasa economía el que daba la cara y representaba -como hoy lo hace un inspector de Hacienda asalariado- el desagradable oficio del que los poderosos se habían librado tan limpiamente.Hechos así contribuyeron en buena medida a crear una atmósfera de animadversión hacia el judío, atmósfera en la que ya no se discriminaban razones ni personas y todos, por el hecho de formar parte de la aljama, quedaban incriminados. Era evidente, por otra parte, la manifiesta prosperidad que llegaron a alcanzar numerosas familias judías, muy por encima de la que podían llegar a aspirar los estamentos acomodados de la sociedad cristiana urbana o rural.»

Según Baer: «En la Castilla del siglo XIV, los judíos controlaban los dos tercios de los impuestos indirectos y de los derechos aduaneros tanto interiores como de fronteras y puertos. Y ya anteriormente en 1260 los prohombres de la judería de Monzón obtenían del rey Jaime I autorización para cobrar las deudas que la ciudad tenía contraídas con la Corona. En aquella ocasión, los vecinos cristianos amenazaron con arrasar la aljama hasta sus cimientos si el decreto real no se aplicaba a todo el territorio de la Corona de Aragón, y tuvieron que ser los caballeros del Temple los dueños del castillo defensor de la villa, los encargados de proteger en aquella ocasión a los judíos en peligro. No podía negarse, por supuesto que hubo muchos judíos que ejercieron la usura y que obtuvieron de ella pingües beneficios. Sin embargo, también tendríamos que recordar y no precisamente en su descargo, sino como simple puesta a punto de la ideología medieval que en el siglo XII se pusieron en vigor leyes muy estrictas que prohibían tajantemente el cobro de intereses en casos de préstamos entre cristianos. Lógicamente, tales medidas cortaban de raíz el motivo mismo que generalmente ampara al préstamo y ponían la usura en manos de los judíos, puesto que tampoco los musulmanes mudéjares el otro núcleo de población no cristiana en la España medieval podía ejercerla toda vez que permanecieron siempre en un estado de indigencia que les habría impedido escapar si quiera a su condición de esclavos o de simples siervos campesinos mal asalariados.»

Por último añade el Profesor Atienza: «Si a esto añadimos que soberanos como Jaime I o Fernando III llegaron a fijar mediante leyes el tipo de interés que podían tomar los judíos sobre los préstamos que realizaran el veinte por ciento en 1228 según normas de la Corona de Aragón, nos daremos cuenta de que, en buena parte, el ejercicio de la usura era una práctica casi oficialmente fomentada, lo mismo que puede serlo hoy mismo por parte de las entidades bancarias o similares. Dejar caer de modo exclusivo la culpa de la usura sobre los judíos era y sigue siendo, por parte de muchos historiadores de prestigio una especie de esquema mental preconcebido que, en buena parte, coincide con el que sirvió y todavía sirve para la manipulación de diversos fenómenos históricos: el mismo esquema que, en su momento, constituyó el caldo de cultivo más inmediato e idóneo para fomentar

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el deporte de la caza del hebreo, ejercido a la par por el pueblo y por las autoridades eclesiásticas.Bastaría recordar aparte las grandes matanzas de sobra conocidas, que, en muchas ciudades españolas y en la misma Toledo el Viernes Santo era un día en el que, tradicionalmente, el pueblo se entregaba a la diversión de apedrear las calles y las ventanas del barrio judío; que, en 1268, el rey Jaime I de Aragón tuvo que prohibir que esta misma costumbre siguiera ejerciéndose en la ciudad valenciana de Játiva; que en Gerona, y siempre por esas fechas señaladas de la Semana Santa, los clérigos catedralicios practicaban la costumbre de subirse a las torres del templo, que dominaban el recinto del “call” (judería) y, desde ellas, apedreaban sus casas y a sus gentes, propiciando unas prácticas que, poco después, se convertirían en ejercicio corriente del pueblo y en matanzas que, como las iniciadas en Sevilla en 1391, diezmarían la población israelita de la Península y condicionarían las amenazadoras campañas de conversión masiva llevadas a cabo por todo el ámbito peninsular por el dominico Vicente Ferrer, luego santo, a principios del siglo XV.»

Y concluyo con el pogromo de Sevilla del año 1391 el cual, según el Ilustre Catedrático D. José María de Mena miembro de la Real Academia de Historia por Sevilla desde 1974, fue de la siguiente forma: «Los trágicos sucesos de 1391 se produjeron sólo veintidós años después del establecimiento definitivo de Enrique II como rey de Castilla, de ahí la inevitable tentación a buscar una conexión entre ambos hechos. Ya Américo Castro señaló en su día que, con toda probabilidad, las matanzas de 1391 fueron lejanas e indirectas consecuencias de la guerra entre ambos hermanos (en alusión a Pedro I y Enrique de Trastámara). Ahora bien, la matanza sevillana de 1391 fue la consecuencia directa de las predicaciones incendiarias de un clérigo andaluz.Ferrán Martínez, arcediano de Écija. Las soflamas antijudías del mencionado clérigo habían motivado, años atrás, intervenciones tanto del rey de Castilla como del arzobispo de Sevilla, Pedro Gómez Barroso. Ambos pidieron sosiego al fogoso arcediano. Mas de nada sirvieron esas recomendaciones pues, como nos dice la Crónica de Enrique III, Ferrán Martínez predicaba por plaza contra los Judíos, é.. todo el pueblo estaba movido para ser contra ellos. No cabe duda, por otra parte, de que las prédicas del arcediano de Écija calaban en las masas populares, ya que se mostraban envalentonadas en su actitud antijudaica. Pero a ese factor se añadió otro no menos importante: el vacío de poder existente en los reinos a raíz del fallecimiento de Juan I. En efecto, las Cortes reunidas en Madrid fueron escenario de disputas sin fin entre los grandes para organizar la regencia del joven Enrique III, que en 1390 había sucedido en el trono a su padre. El seis de junio de 1391 estallaron los disturbios. Al rey de Castilla le llegó la noticia de que “el pueblo de la cibdad de Sevilla avia robado la Judería, é que eran tornados Christianos los mas Judíos que yeran, é muchos de ellos muertos”. La violencia contra los hebreos se propagó rápidamente por otras localidades del valle del Guadalquivir: Córdoba, Andújar, Montoro, Jaén, Úbeda, Baeza... Continuó después la onda expansiva tanto hacia la Meseta meridional (Villa-Real, Cuenca, Huete, Escalona, Madrid, Toledo...) como hacia la Corona de Aragón. Es cierto, no obstante, que a medida que pasaban los días el furor antisemita remitía. Ello obedecía a las medidas que se tomaban por parte de los poderes públicos para proteger a la comunidad hebraica, pero también al inevitable agotamiento del furor antisemita. Así se explica que las juderías de la Meseta Norte sufrieran muchos menos daños que las meridionales. Lo ocurrido, al decir de López de Ayala, fue “cobdicia de robar, segund paresció, mas que devocion”. El odio a los judíos, debido en buena medida a motivaciones económicas, se sumaba así, incluso de manera preferente, al referente estrictamente ideológico-religioso, de creer al cronista. Por lo demás las consecuencias de los sucesos citados no se hicieron esperar. Hubo sin duda robos y asesinatos, aunque estos últimos en número menor al que tradicionalmente se ha venido proclamando. Pero la consecuencia de mayor calado del pogromo fue la llegada a las filas del cristianismo de numerosos judíos, que aceptaron la conversión únicamente como cauce apropiado para

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proteger sus vidas y haciendas. Algunas de las más importantes juderías de Castilla prácticamente desaparecieron, como sucedió con la de Sevilla. En cualquier caso, la comunidad judaica de la Corona de Castilla quedó después del pogromo de 1391 sumamente debilitada. Como ha dicho E. Mitre, la fecha de 1391 adquirió las características de un hecho traumático en la historia del pueblo hebreo y en la de sus relaciones con otras confesiones religiosas.»

No puede dejar de relatarse en una enumeración de sucesos históricos de Sevilla, el dramático episodio de la matanza de la Judería sevillana en el año 1391, Los datos de este trágico suceso figuran en la Historia de España de don Modesto Lafuente, en la Historia de la Ciudad de Sevilla de Joaquín Guichot, y en otros textos de indiscutible veracidad, y de nada sospechosa integridad moral. Quiero aclarar esto, puntualizando bien que no se trata de una página de la leyenda negra antiespañola, sino de un hecho cierto, comprobado, y relatado por serios y veraces historiadores, incluso sacerdotes.

Los hechos ocurrieron así: «En la primavera de 1391, el Arcediano de Écija, don Fernando Martínez (Ferrán Martínez), comenzó a recorrer la ciudad de Sevilla, arengando y exhortando a los sevillanos en contra de la raza judía. En aquella época vivían en Sevilla, sin mayores dificultades en su convivencia, judíos, moriscos y cristianos, de modo semejante a como hoy viven las tres razas y las tres religiones en Ceuta o en Melilla, o como vivieron hasta hace poco tiempo bajo el Protectorado español en Marruecos.Desde la conquista de Sevilla por San Fernando, la autoridad de los reyes había velado por respetar y hacer respetar los derechos de las minorías hebrea y musulmana, dejándoles el libre culto de sus religiones respectivas, en una mezquita sita en la Plaza de San Pedro actual y las tres sinagogas, la una en lo que ahora es solar de la Plaza de Santa Cruz, otra en lo que ahora es iglesia de Santa María la Blanca, y otra en el actual templo de San Bartolomé. Tanto San Fernando, como don Alfonso X el Sabio y sus sucesores habían impedido que a los moriscos y judíos se les hiciera ninguna fuerza ni perjuicio. Ocurrió, pues, que don Ferrán Martínez, llevó sus predicaciones mucho más allá de lo que la prudencia aconsejaba, soliviantando los ánimos populares contra los judíos, so color de un acendrado fervor religioso.En el mes de marzo estalló al fin el odio sembrado por el Arcediano de Écija, promoviéndose un motín popular, en el que la plebe, siempre dispuesta a toda clase de excesos, entró por el barrio de la Judería, saqueando las tiendas, y maltratando a los moradores. Al saber la noticia de lo que estaba ocurriendo, acudieron inmediatamente con alguaciles don Álvar Pérez de Guzmán, que ocupaba el cargo de Alguacil Mayor de la Ciudad, y los alcaldes mayores Rui Pérez de Esquivel y Fernando Arias de Cuadros, prendieron a algunos alborotadores y desmandados, dos de los cuales fueron condenados a azotes.Sin embargo el Arcediano de Écija no cejó en sus predicaciones contra los judíos, antes las exacerbó más, y el pueblo excitado nuevamente se entró por el barrio judío saqueando las tiendas y apaleando e hiriendo a los hebreos. La asonada fue de tales proporciones que el Alguacil Mayor don Álvar Pérez de Guzmán, no encontrándose con fuerzas bastantes de alguaciles para reprimir el alboroto solicitó el concurso de toda la nobleza, que acudió al barrio con numerosos lacayos armados, escuderos, y algunos hombres de armas, y a duras penas se pudo reprimir el alboroto popular, teniendo incluso el Alguacil Mayor que ofrecer el perdón de los que habían sido condenados a azotes en el motín anterior. Pero esta impunidad alentó al populacho, que enardecido con nuevas palabras del Arcediano de Écija, el día 6 de junio a los gritos de a muerte los judíos, entraron nuevamente en el ya saqueado barrio. Esta vez el populacho no se detuvo en saquear sino que con cuchillos, dagas, y herramientas se dieron a buscar a los judíos persiguiéndoles como a fieras por las estrechas calles de la Judería. En aquel entonces la Judería comprendía los actuales barrios de Santa Cruz, Santa María la Blanca y San Bartolomé, y estaba separado del resto de la ciudad por un muro, casi muralla, que bajaba desde el

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comienzo de la calle Conde Ibarra, pasando por la Plaza de las Mercedarias, hasta la muralla de la ciudad. Así el barrio judío quedaba encerrado, por un lado, por el muro del Alcázar, callejón del Agua arriba. Por otro lado, por ese muro de la calle Conde Ibarra; por abajo por la muralla de la ciudad que iba bordeando la Puerta de Carmona, Puerta de la Carne, a enlazar con el Alcázar. Y por arriba otro muro desde Santa Marta al Alcázar y por Mateos Gago a Conde de Ibarra.Este barrio judío solamente tenía dos puertas, una en Mateos Gago, y otra, la Puerta de la Carne, al campo. Por ambas puertas, a la vez, se precipitó el populacho, para impedir la huida de los míseros hebreos. Hombres, mujeres y niños fueron degollados sin piedad, en las calles, en sus propias casas, y en las sinagogas. La matanza duró un día entero y pereció la enorme cifra de cuatro mil criaturas.Los pocos supervivientes, que lo fueron aquellos que de los alborotos de días anteriores huyeron fuera de Sevilla, al conocer la terrible noticia, acudieron a la Regencia en demanda de protección y de garantías, dada la terrible situación.No pudo la Regencia dar muchas seguridades, ya que en aquellos tiempos en que el rey tenía once años de edad, la autoridad andaba fragmentada en varias manos, y difícilmente era respetada. Precisamente por esta falta de gobierno había sucedido todo aquello.Pasado algún tiempo, y no sin recelo volvieron algunas familias judías a Sevilla, reconstruyendo sus tiendas y sus casas. Sin embargo, jamás volvió a haber ya un barrio judío. De las tres sinagogas, dos fueron expropiadas, y convertidas, la una en parroquia de Santa María de las Nieves -vulgarmente llamada la Blanca-, y otra en parroquia de Santa Cruz, pero no la actual, sino que estuvo en el terreno que hoy ocupa la Plaza de Santa Cruz.Pasados algunos años, cuando Enrique III alcanzó la mayoría de edad para reinar, uno de sus primeros actos de gobierno fue procesar y encarcelar al Arcediano de Écija don Fernando Martínez, quien con sus imprudentes predicaciones había desencadenado la inhumana persecución y matanza de los judíos de la judería sevillana en 1391. El cronista Gil González Dávila escribe estas severas palabras: “El rey castigó así al Arcediano, porque ninguno con apariencia de piedad no entienda levantar al Pueblo”.Asimismo impuso el rey una crecidísima multa al vecindario de Sevilla y a su Ayuntamiento, tan elevada que no fue posible pagarla de contado, y durante más de diez años estuvo el municipio de Sevilla abonando cantidades de oro, para pagar la pena impuesta por la destrucción de la Judería, según vemos en las cuentas del Libro del Mayorazgo en el archivo municipal. Los judíos de Sevilla no volvieron a reponerse de aquel exterminio. La Judería, que había llegado a contar más de cinco mil vecinos, quedó reducida a unas docenas, que con dificultad pudieron componer el número suficiente para organizar una sinagoga, siendo ésta la que hoy está convertida en iglesia parroquial de San Bartolomé, construida después de aquella matanza. La decadencia de la Judería fue tal que a fines del siglo XV no había prácticamente judíos en Sevilla, por lo cual el decreto de expulsión de los judíos dictado por los Reyes Católicos en 1492 fue notado en todas las ciudades del reino, menos en Sevilla, de donde no se expulsó prácticamente a nadie, puesto que no había ya judíos en nuestra ciudad.»

Todo lo expuesto ocurría cien años, un siglo, antes de que los Reyes Católicos, Fernando II de Aragón e Isabel I de Castilla, promulgaran la orden de expulsión mediante el Decreto de la Alhambra o Edicto de Granada, ciudad española en la provincia de Andalucía (España) el 31 de marzo de 1492, por el cual se obligaba a todos los judíos de la península ibérica a convertirse al catolicismo o, por el contrario, ser expulsados de España, con el plazo máximo del 31 de julio de 1492. Sin embargo, por motivos logísticos, éste plazo, se prorrogó hasta el 2 de agosto a las doce de la noche.

Fernando el Católico firmaba otro para el reino de Aragón. Ambos salidos de un mismo borrador elaborado por fray Tomás de Torquemada, de la Orden de los Predicadores (dominicos), inquisidor general de España.

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Curiosamente el día 2 de agosto coincidió con la partida, desde Palos de Moguer, provincia de Huelva (España), de Cristóbal Colón hacia el hallazgo de una nueva ruta a las Indias, viaje que concluyó con el descubrimiento de América. Esta coincidencia ha dado pie a la teoría del origen judío de Colón expuesta, entre otros, por Simon Wiesenthal.

Soy español y reconozco que España cometió una grave injusticia con el pueblo hebreo. Amigos, España me duele y me duele porque la quiero... ¡sí, quiero a mi Patria! y por eso tengo el derecho a opinar y tengo también el deber y la obligación de decir que esos errores, esos graves errores, no han de volver a producirse; que nada tenemos que ver con las corrientes políticas que nos manipulan a nosotros y, por ende, a la opinión pública internacional.

No se puede callar ni ocultar por más tiempo... ¡España se equivocó!... Se equivocó con la expulsión de los judíos y se equivocó con la Inquisición. Evidentemente alguien podrá pensar que me olvido de los musulmanes pues no, no me olvido, la diferencia entre los judíos y los musulmanes invasores está en que a éstos últimos se les reconquistó el terreno que habían ocupado por la fuerza de las armas y se les expulsó, una vez derrotados, por la vía del derecho de Victoria; con los judíos, con los sefardíes, jamás estuvimos, como Nación, en guerra abierta pues eran tan hispanos, o más, que nosotros somos ahora ya que antes de que vinieran griegos, cartagineses, romanos, godos, visigodos, etc. a colonizar la península ibérica, ellos ya estaban aposentados aquí, en Gadir (Cádiz), en el reino de Tartessos.

En la Biblia aparecen referencias a un lugar llamado 'Tarshish', también conocido como 'Tarsis' o 'Tarsisch'.

«En efecto, el Rey Salomón tenía naves de Tarsis en el mar junto con las naves de Hiram. Las naves de Tarsis venían una vez cada tres años y traían oro, plata, marfil, monos y pavos reales». Antiguo Testamento, Libro de los Reyes I, 10-22.

En la actualidad, algunos creen que Salomón no se refería a Tartessos, sino que se refería al puerto de Aqaba, en la península del Sinaí.

En un texto del Profeta Ezequiel (27, 12) (siglo VI a. C.) se comenta que Tiro comerciaba con Tarsis y en este caso es posible que sí se refiera a Tartessos, puesto que Fenicia ya había contactado con ellos.

En el Libro de Jonás 1,3 (escrito hacia el 400 a. C. pero que narra una historia ocurrida en el siglo VIII a. C. dice: «Pero Jonás se levantó para ir a Tarsis, lejos de la presencia de Yahvéh. Bajó a Yoppe y encontró una nave que iba a zarpar hacia Tarsis. Pagó el pasaje y se embarcó en ella para ir con ellos a Tarsis, lejos de la presencia de Yahvéh»

¡Si, nos equivocamos y hay que asumirlo honestamente!...lo demás sería continuar con esa línea cobarde y degradante que tanto gusta a los pusilánimes pacifistas de hoy que se conforman con decir... ¡si, pero yo no fui, yo no estaba!... pues se equivocan, ¡fuimos todos!.. La lastima, la auténtica lastima, es que esos pacifistas, defensores de los Derechos Humanos, siguen sin estar y nosotros sí estamos.

Y siempre, por una u otra razón, han de coexistir las dos españas...

¡Cómo me duele mi España querida!