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México, 2015

Espacio, paisaje, región, territorio y lugar:la diversidad en el pensamiento contemporáneo

Blanca Rebeca Ramírez Velázquez y Liliana López Levi

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Espacio, paisaje, región, territorio y lugar: la diversidad en el pensamiento contemporáneo

Primera edición, diciembre de 2015

D.R. © 2015 Universidad Nacional Autónoma de México

Ciudad UniversitariaCoyoacán, 04510México, D. F.Instituto de Geografíawww.unam.mxwww.igg.unam.mx

Prohibida la reproducción parcial o total por cualquier medio, sin la autorización escrita del titular de los derechos patrimoniales.

La presente publicación presenta los resultados de una investigación científicay contó con dictámenes de expertos externos, de acuerdo con las normaseditoriales del Instituto de Geografía.

Geografía para el siglo XXISerie Textos universitariosISBN (Obra general): 970-32-2965-4ISBN (UNAM): 978-607-02-7615-6ISBN (UAM): 978-607-28-0679-5

Impreso y hecho en México

Ramírez Velázquez, Blanca RebecaEspacio, paisaje, región, territorio y lugar: la diversidad en el pensamiento con-temporáneo / Blanca Rebeca Ramírez Velázquez, Liliana López Levi: -- México: UNAM, Instituto de Geografía: UAM, Xochimilco, 2015.205 p. : il. ; 22 cm. – (Geografía para el siglo XXI; Serie Textos Universitarios 17)ISBN 970-32-2976-X (Obra completa)ISBN 978-607-02-7615-6 (UNAM)ISBN 978-607-28-0679-5 (UAM)

1.Espacio – Concepto 2. Región – Concepto 3. Paisaje – Concepto 4. Territorio – Con-cepto 5. Lugar – Concepto I. López Levi, Liliana, coaut. II. Universidad Nacional Au-tónoma de México. Instituto de Geografía III. Universidad Autónoma Metropolitana, Xochimilco IV. Ser. V. t.

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Contenido

Introducción…………………………………………………………………… 9

Capítulo 1. Espacio…………………………………………………………… 17

Capítulo 2. Paisaje…………………………………………………………… 65

Capítulo 3. Región…………………………………………………………… 99

Capítulo 4. Territorio………………………………………………………… 127

Capítulo 5. Lugar…………………………………………………………… 159

A manera de epílogo………………………………………………………… 183

Bibliografía…………………………………………………………………… 191

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Introducción

… la palabra lugar está, al igual que otras del vocabulario geográfico, llena de

ambigüedades, ya que la región es tambiénun lugar y la propia expresión región

sirve para designar extensiones diferentes.(Santos, 2000:117)

… muchos de los debates sobre paisaje y, especialmente, sobre lugar, no encuentran varios

puntos de correspondencia con los relativos al territorio y, en particular, la territorialidad, … Más que marcar diferencias,

los conceptos deben revelar su multiplicidad, los posibles eslabones con otros conceptos que permiten expresar

la complejidad de las cuestiones que buscan responder.(Haesbaert, 2011:61)

Pero, ahí donde Hägerstrand ha escritopaisaje, habríamos escrito espacio.

(Santos, 2000:78)

Espacio, paisaje y lugar son términos que están clara y abiertamente interrelacionados

y cada una de sus definiciones está en debate. (Cresswell, 2008:12)

Los lectores de este libro se preguntarán ¿por qué el interés de las autoras por definir conceptos que pueden ser del todo cotidianos pero también tan colo-quialmente usados en el ámbito de las ciencias sociales, de las naturales y las del diseño?, ¿de dónde surge esta afición por la aclaración? La respuesta tiene varios senderos y responde a incógnitas plasmadas en ámbitos diversos. Un primer acer-camiento es que como geógrafas, nuestro interés por el estudio del espacio, en sus diferentes acepciones, nos ha acompañado desde estudiantes y a lo largo de nuestra vida profesional, para reencontrarnos ahora en el ámbito de la docencia y

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de la investigación social. La inquietud es también parte de una rebeldía episte-mológica que se ha enfrentado a una falta de rigor en el manejo de los conceptos que usamos cotidianamente en la geografía y en otras ciencias interesadas ahora por el estudio del espacio y al que han llamado lugar o territorio sin considerar que este cambio es sustantivo y tiene que ver con dimensiones teóricas y meto-dológicas que es preciso reconocer. Por este motivo, consideramos que es preciso reforzar la reflexión sobre el uso de estos conceptos para contribuir, desde nues-tros espacios, a reflexionar sobre la manera más adecuada, desde el punto de vista ontológico, del uso de categorías para nuestros trabajos.

Como profesoras del área de Sociedad y Territorio del Doctorado en Cien-cias Sociales de la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM)-Xochimilco, de la Maestría y Doctorado en Ciencias y Artes para el Diseño, en el área de inves-tigación y gestión territorial de la misma institución, del Colegio de Geografía y del Posgrado en Urbanismo de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), así como del Centro Geo, al revisar y definir los proyectos de investiga-ción de nuestros alumnos, nos encontramos con una dificultad que fue creciendo con el tiempo al tratar de explicar cuándo y para qué usar las categorías de espa-cio, paisaje, región, territorio y lugar y por qué no podían ser usadas indiscrimi-nadamente como sinónimos, por el simple hecho de evitar la cacofonía literaria en la redacción de sus avances de investigación y sus tesis.

En este transitar, percibimos también que cada día crecía el interés de los colegas inmersos en diversos enfoques y disciplinas de las ciencias sociales por incursionar en el estudio del territorio sin que supieran cómo hacerlo ni bajo qué supuestos o instrumentos teóricos-metodológicos tenían que ser usadas estas categorías; o el porqué no usar unas por otras, bajo el supuesto de que remiten en su opinión al mismo significado y que, por lo tanto, podrían adentrarse a analizar cualquier proceso social que se materializara en el espacio.

Para contender con estos hechos, nos dimos a la tarea de presentar en un seminario interno del área de Sociedad y Territorialidad del Departamento de Relaciones Sociales de la UAM-Xochimilco, un trabajo tendiente a aclarar los conceptos de espacio, paisaje, región, territorio y lugar, argumentando que eran usados de manera diferencial no solo desde la geografía misma, sino también desde todas aquellas disciplinas interesadas en estudiar al territorio. Durante la discusión con los colegas, se manifestó la necesidad de fortalecer la tarea plantea-da y profundizar en la materia. En este primer momento, nos habíamos abierto a las ciencias sociales y al urbanismo fundamentalmente y los resultados fueron bien recibidos y publicados como un capítulo del libro Explorando territorios. Una visión desde las ciencias sociales (López y Ramírez, 2012a).

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Posteriormente, en un seminario organizado en ese mismo año sobre “Pai-saje y territorio: una visión desde la Geografía Humana”, en la UAM-Iztapalapa el tema nos permitió tocar la dimensión artística al presentar un trabajo titulado Arte y paisaje en la modernidad que nos abrió el panorama para identificar la necesidad de ampliar esta discusión a la manera como las categorías son usadas también en el arte, la arquitectura, la sociología, la psicología y los estudios de género, cada uno de los cuales se han acercado a visiones específicas a través de los conceptos antes exclusivamente de la geografía, es decir, de espacio, paisaje, región, territorio y lugar. Este tema en particular ha adquirido en la actualidad un uso que se ha expandido ampliamente ya no solo al arte, sino a la manera como lo usan los especialistas para manejar el patrimonio cultural y natural, o bien para reconstruir pasajes de la historia o bien desde la literatura o la definición de las formas del pensamiento. Para poder contender en este libro con el tema es que se acotó a la manera como ha sido usado en los cambios de la naturaleza o bien a la dimensión artística en donde pensamos ha tenido una importancia crucial para el desarrollo de la ciencia a través del arte.

Posteriormente, la tarea de ahondar en cada uno de estos conceptos nos llevó a publicar también un artículo sobre el concepto de región en la revista colombiana Territorios (López y Ramírez, 2012b), condensando ahí preocupa-ciones y discusiones que nos han acompañado por décadas. En este recorrido por los conceptos, percibimos que tratábamos no solo con conceptos polisémicos, es decir que pueden ser definidos con contenidos diversos y desde diferentes áreas del conocimiento, sino con nociones muy complejas que presentan sus particu-laridades desde epistemologías diversas y que tienen que ver con la necesidad de utilizarlos para interpretar una realidad cada vez más cambiante; para expresar con palabras las maneras diferenciales como la mente y el pensamiento examinan o identifican la realidad (RAE, 2001:611).

El esfuerzo de reflexionar en torno a las categorías con las cuales abordamos la dimensión espacial de la sociedad requiere partir del punto de vista filosófico para dar significado a los conceptos. Con ello estamos usando un “procedimiento que posibilite la descripción, la clasificación y la previsión de los objetos cognos-cibles” (Abbagnano, 2004:189), pudiendo incluir todo tipo de término, signo o procedimiento semántico, cualquiera que sea, el objeto al que se refiera. En este caso, espacio, paisaje, región, territorio y lugar refieren a elementos abstractos o concretos; objetivos o subjetivos, absolutos o relativos, cercanos o lejanos, uni-versales o individuales que son parte de nuestro interés por entender los procesos sociales que se desarrollan en el mundo actual. Puede haber diferentes conceptos para abordar un mismo objeto (Ibid.:189), como es nuestro caso, en donde se da

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significados similares a procesos en ocasiones disímiles o particulares que será preciso identificar.

Ahora bien, ¿por qué adentrarnos ahora al estudio de los conceptos de espa-cio, región paisaje, territorio y lugar? Primero por la necesidad de definirlos para marcar con claridad su significado, o más bien las diferentes formas a través de las cuales múltiples autores han dado diversos significados a un solo concepto. Pero al profundizar en sus implicaciones, también se da claridad y determinación a un significado que puede ser dudoso, amplio, variado o aun diverso. Asimismo, es posible que al no clarificar, se puedan evidenciar las partes obscuras que se entre-lazan generando las confusiones con las que muchas veces nos hemos topado en las que hemos, sin darnos cuenta siquiera, caído. Un concepto es un elemento va-loración que se usa en las ciencias para definir una cualidad atribuida a un objeto determinado (RAE, 2001:211), que a su vez nos permite construir herramientas teóricas y metodológicas que posibilitarán explicar, interpretar, analizar y evaluar los procesos propios de una realidad cada vez más compleja y cambiante como la que vivimos en la actualidad.

Segundo, la necesidad de abordar estos conceptos nos lleva a reconocer y explicitar que en general, se generaron en la época moderna, cuando el espacio y la naturaleza eran consideradas dimensiones estáticas de la existencia humana, contendiendo con un tiempo que era el que generaba la transformación de la sociedad. En la actualidad, la forma como se entiende la transformación social es muy diferente, ya que hay otra manera de entender el espacio que ya no es unidimensional sino multidimensional (Massey, 2005; Haesbaert, 2011) y no se identifica de manera independiente del tiempo, sino en constante re-disposición y co-transformación. Esto nos lleva, por lo tanto, a la necesidad de resignificar los conceptos, adecuándolos a tiempos y espacios definidos. Se trata de una tarea importante que permite darles historicidad y relatividad. Desde esta perspectiva, ya Milton Santos en 1994 criticaba el legado moderno de los “conceptos puros”, lo que hizo del territorio un concepto a-histórico al ignorar su carácter “híbrido” e históricamente mutable (citado en Haesbaert, 2011:51).

Tercero, porque cada corriente teórica prefiere utilizar conceptos diferen-ciados que los adscriben también a teorías específicas, a pesar de que muchos de los debates que utilizan uno y otro (espacio o paisaje por ejemplo) tienen relación con los que desarrollan otros (territorio o lugar); aunque hay quienes los usan como sinónimos y los reconstruyen epistemológicamente en su concepción de espacio en geografía (Santos, 2000). Al respecto Haesbaert (20111:61) dice: “Mas que marcar diferencias, los conceptos deben revelar su multiplicidad, los posibles eslabones con otros conceptos que permiten expresan la complejidad de

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las cuestiones que buscan responder”. Es imprescindible entonces contextualizar históricamente la definición y uso de las categorías con las cuales pretendemos trabajar, ya que reconocemos que es preciso dar precisión al uso de éstas y rigor para no confundir su significado y su teorización al interior de los debates que ellas mismas han originado.

Cuarto, al existir una falta de intercambio disciplinar al interior de las cien-cias en general, y las sociales en particular, que ha impedido que a pesar del discurso inter y transdisciplinario que permea a la ciencia contemporánea y a la necesidad de responder al pensamiento complejo, no existe en realidad un debate o ni siquiera una postura que permitan identificar el significado conceptual de los términos. Si esto es así, mucho menos hay posibilidad de incursionar en integra-ciones disciplinares que permitan adentrarnos al estudio de la realidad territorial tan compleja que presenciamos en la actualidad.

En la revisión interdisciplinaria que iniciamos con los dos artículos antes citados, se percibió que la identificación de los significados de los conceptos era una tarea muy ardua y mucho más amplia, por lo que decidimos profundizar el trabajo haciendo un intento por sistematizar las discusiones con más detalle. Ese esfuerzo se organiza en esta obra que intenta no solo dar una definición de los conceptos, sino darles un contexto histórico que permite identificar cuándo, cómo y por qué nacieron, quién y para qué se propuso su uso, y en la medida de lo posible, quiénes y cómo los han usado.

Como se dijo anteriormente, las categorías analizadas tienen un sentido polisémico y fueron construidas cuando la concepción del espacio era también considerado como estático y en donde solo el tiempo le daba movilidad. ¿Cómo desarrollar ahora instrumentos conceptuales para repensar los cambios que se desarrollan en el territorio? Acercarse a nuevos conceptos es una alternativa para muchos autores. Un ejemplo es el de hibridismo o hibridación (Santos, 2000; Haesbaert, 2011) que se usa para evidenciar el traslape o la simultaneidad de procesos que se dan en un mismo tiempo-espacio que preciso contextualizar. En este mismo contexto y una vez más citando a Santos, el autor argumenta que es necesario entonces hacer una crítica importante a conceptos puros o ahistóricos que distan mucho ahora de ejemplificar los procesos contemporáneos que rigen el devenir de las transformaciones socioespaciales y sus reorganizaciones (Ibid.:51). Al respecto, y de acuerdo con lo que argumenta este autor, “… Más que marcar diferencias, los conceptos deben revelar su multiplicidad, los posibles eslabones con otros conceptos que permiten expresar la complejidad de las cuestiones que buscan responder (Ibid.:61).

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La discusión anterior muestra que estamos ante un problema de método y de cómo enseñar y discutir que el adentrarse al estudio del espacio, territorio, región, paisaje o lugar requiere de una lógica y de un rigor epistemológico que parte ini-cialmente de la manera como se definen y se usan las categorías a su interior. Ya Miltos Santos (2000:16) decía que “hablar del objeto sin hablar de método puede ser sólo el anuncio de un problema, sin entretanto enunciarlo”.

Desde esta perspectiva, sin que nos hayamos propuesto el hacer un estudio ontológico de cada uno de los conceptos, pretendemos al menos plantear una reflexión epistemológica que nos permita una cierta claridad para identificar sus posibles usos o restricciones en el uso, dependiendo del objetivo de investigación que tengamos; establecer la necesidad de definir de antemano nuestras catego-rías para, con ello, evidenciar los instrumentos metodológicos con los cuales nos adentraremos a la comprensión de la realidad que pretendemos explicar y recono-cer que la diversidad de conceptualizaciones y métodos para abordarlos responde a una diversidad en las formas de ver el mundo.

Es preciso aquí reconocer que existe un sesgo en el libro hacia la revisión de textos y enfoques de las ciencias sociales por varias razones. La primera responde al impacto que tiene el habernos desarrollado como geógrafas en las áreas de las ciencias sociales, la geografía humana y del urbanismo, por lo cual las revisiones de autores que trabajan con estos conceptos tienen un sesgo hacia estos conoci-mientos, por lo tanto la revisiones se adecúan a los temas, las bibliografías y las investigaciones con las que hemos estado en contacto más directamente. La gran cantidad de acepciones ante las cuales nos enfrentamos con cada uno de los con-ceptos, así como las múltiples variantes a partir de las cuales se ha desarrollado cada uno de ellos, nos llevó a utilizar una metodología selectiva y no exhaustiva ya que en ningún momento se pretende argumentar que se incluyeron todas las visiones y todos los autores, ni todas las concepciones que sobre estos conceptos existen. Recordemos que la geografía y la reflexión sobre el espacio es muy am-plia, y que otras ciencias, además de la geografía han contribuido a su desarrollo. Con base en ello se tomó en cuenta una visión de corte amplio, en donde el enfoque histórico tiene mucho que decir en el breve recorrido que se propone en este texto.

La segunda radica en el hecho de que por más que hemos buscado algunas reflexiones que vengan de las ciencias naturales, nos hemos encontrado que el ba-lance a la reflexión de la teoría o la epistemología se hace desde lo social y carece de definición en lo natural. Desde esta perspectiva quizá tengamos que aceptar que existe un vacío teórico en el área natural de nuestro conocimiento a nivel internacional y nacional que sería importante resolver en el futuro.

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En tercer lugar, es preciso y necesario aceptar que en el texto y la orientación que les damos hay una direccionalidad hacia ciertas posturas que responden a las necesidades de las instituciones en donde laboramos, los temas que manejan los alumnos que tenemos, e incluso del interés propio que orienta nuestra investiga-ción y nuestras posturas teóricas. Independientemente de ello, y aunque tratamos de hacerlo lo más exhaustivo que pudimos, reconocemos que al involucrarnos en un tema muy ambicioso y amplio, existen desequilibrios entre los capítulos y orientaciones que no son exhaustivas en otros. En cuarto lugar, la selección de los autores, los textos y las discusiones sobre los temas planteados fue una tarea difícil si se toma en cuenta que cada uno de los caminos a seguir abre muchas po-sibilidades. En la búsqueda de acotar nuestro universo, se intentó puntualizar en casos representativos de los enfoques dominantes, en el marco del conocimiento occidental y que han sido significativos para América Latina, desde donde son retomados, discutidos y resignificados, principalmente para la investigación.

El recorrido planteado sigue un sentido cronológico y uno espacial. Vamos de lo abstracto a lo concreto y seguimos los debates considerando el tiempo en el que surgen. El orden en el que se exponen los cinco conceptos marca un camino, que, sin embargo, no es rígido. Es una propuesta abierta a que el lector siga su propia ruta. El concepto de espacio aparece primero por ser el más abstracto. Después elegimos el paisaje pues es un capítulo que integra varias ideas, que luego reaparecen en los otros. Se trata de un concepto más antiguo, que se gestó en las artes antes que en las ciencias sociales y, por ende, nos permite cuestionar las barreras disciplinarias, argumento central en la discusión que nos atañe. Con-tinuamos con la región que fue el concepto central de los estudios geográficos a fines del siglo XIX y en la primera mitad del XX. El territorio y el lugar vienen después porque han cobrado mayor fuerza en las últimas décadas. El último nos remite a un ámbito más concreto y a la vez hace alusión de una manera más ex-plícita a las dinámicas socio territoriales en tiempos de la globalización.

El trabajo se vio también acotado por nuestro contexto histórico geográfico. Las ciencias sociales, en general, y la geografía mexicana, se insertan en un marco de conocimiento occidental, donde predomina lo europeo y lo americano. Las escuelas alemana, francesa, española, inglesa, estadounidense y brasileña son do-minantes en términos de lo que se conoce y discute en México. El idioma es una limitante que hace que las ideas que vienen del español y del inglés se diseminen más fácilmente. Sin dejar de reconocer el acceso a otros idiomas por parte de la comunidad académica, resulta que para muchos, lo alemán viene a través de los angloparlantes y lo francés de los españoles y los brasileños, lo producido en Bra-sil puede ser accesible por la cercanía entre el portugués y el español.

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Reconocemos que esta contribución es el inicio de lo que puede ser un tra-bajo futuro que profundice cada uno de los conceptos que hemos definido, y que en sí mismos, cada uno puede abrirse de tal manera que se convierta en un libro. Esto sin duda es un trabajo de futuro con una duración de largo plazo por la dimensión tan abierta que tiene.

El trabajo resultante y que exponemos a continuación trata, en síntesis, de una propuesta de reordenar el conocimiento social sobre la dimensión espacial de la sociedad, a partir de cinco conceptos clave que, si bien no son únicos, si son los que se han erguido como los más importantes para el análisis de los distin-tos fenómenos y procesos de la realidad donde el ser humano ha desempeñado un lugar central. Es una iniciativa que desde lo local, busca acotar problemas y a la vez abrir nuevas posibilidades; evitar la ambigüedad en los conceptos, sin que eso nos lleve a limitar sus significados; plantear yuxtaposiciones, fronteras y ámbitos aún por desarrollar. Cada uno de los capítulos es dedicado a una de las categorías que seleccionamos y trata, en la medida de las posibilidades, de dar una idea genérica de su significado y forma de utilizarse en los diferentes campos que hemos seleccionado. Es preciso aclarar que más que conclusiones trabajamos con reflexiones finales que tienen un doble propósito: cerrar por un lado cada capítulo, pero por el otro, dejar abierto el debate y las múltiples posibilidades por donde se puede seguir retomando el uso del concepto. Desde esta perspectiva, es preciso aclarar que no corresponden a síntesis de los capítulos pues en suma, es lo que nos podría abrir el debate del libro que pueda continuar con cada concepto. Queremos, en la medida de nuestras posibilidades, contender con un tema que sin lugar a dudas no se agota con esta propuesta y que esperamos sea retomado para continuar su camino.

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Capítulo 1. Espacio

El problema por supuesto radica en los supuestos ya que al igual que el de ´naturaleza´ el concepto de espacio tiende a ser considerado como dado y

su significado sin problematizar, mientras que de hecho es un vago con una multiplicidad de significados, en ocasiones hasta contradictorios.

(Smith, 1984:66)

Hablar de espacio es abrir universos, dimensiones, múltiples posibilidades y un sinnúmero de significados. Se trata de un concepto polisémico que puede ser pro-blemático, a pesar de la familiaridad con la que nos relacionamos con él. Parece ceñirse al mundo de lo cotidiano y, sin embargo, dentro del ámbito académico presenta diversas aristas.

El concepto se erige como categoría central del análisis en ciencias, entre otras, como la filosofía, la geografía y la física, que la han tomado como su ob-jeto de estudio. Constituye un elemento esencial de la existencia humana, en la medida que trata cuestiones tan fundamentales como la dimensión del ser, la ubicación geográfica o el posicionamiento en el mundo de los objetos o de la so-ciedad misma. Con la discusión del posmodernismo, la categoría retomó fuerza. Diversos pensadores adoptaron al espacio como elemento central de sus inquietu-des y discusiones, para desarrollar reflexiones en torno al imaginario del espacio, a las emociones que genera o el simbolismo que adopta en su uso, transformación o apropiación.

La historia, uso y manejo del espacio como categoría son muy amplios y complejos. No es igual el espacio de la física, que el de la escultura, el del teatro, de la arquitectura, el de la sociología, el urbanismo o la geografía. En su con-ceptualización también influye el momento histórico, el lugar desde donde se le piensa y la ideología que está detrás de aquellos que lo conciben. Las discusiones teóricas han llevado al espacio a ser definido como el lugar que ocupa la materia o por el contrario a considerársele como una estructura imaginada que permite organizar la realidad. El espacio es, pues, un concepto complejo, cuyas distintas acepciones nos llevan a una reflexión que nosotras expresamos, principalmente

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desde la geografía. Sin embargo, no se trata de una geografía aislada de las otras disciplinas del conocimiento humano, sino de una que es interdependiente del debate epistemológico de los lugares donde se produce y del pensamiento occi-dental de su tiempo.

De esta forma, partimos del hecho que durante el último siglo, el espacio ha transitado de ser visto como una entidad existente en sí misma a ser una cons-trucción social. De acuerdo con los pensadores que se han abocado a estudiarlo, se ha planteado como una estructura con propiedades, ya sean absolutas o rela-tivas, dependiendo del enfoque, y en función de ello puede considerársele como algo objetivo o subjetivo.

El espacio implica una serie de relaciones de coexistencia explicadas desde diferentes perspectivas, en donde se dan los vínculos, las relaciones e interaccio-nes, que llevan a la construcción, transformación, percepción y representación de la realidad. En geografía, todo ello se expresa a través de factores tales como la localización, ubicación, distancia, superficies o zonas, dirección, rumbo, áreas de influencia, responsabilidad, dominio, resistencia, forma, tamaño, posición (cen-tro-periferia, interno-externo, cerca-lejos, norte-sur), distribución, vecindad, ac-cesibilidad, procesos de aglomeración y dispersión, patrones, nodos, flujos y rutas.

El espacio y su representación son y han sido objeto central de muchas in-vestigaciones; aunque en términos generales, los científicos no se ocupan de la reflexión filosófica sobre su naturaleza, sino que la dan por sentado como una de las variables que están presentes en los fenómenos que analizan. A pesar de lo anterior, en este libro partimos de la premisa que las implicaciones de entender al espacio de una manera u otra es relevante, pues conlleva consecuencias en lo conceptual, lo ideológico y lo metodológico.

Tradicionalmente se parte de la idea básica de que el espacio es equivalente a un área o porción de la superficie terrestre. Esta perspectiva implica considerar al espacio como una especie de plataforma donde se ubican objetos, sujetos y fenó-menos; una especie de contenedor de la materia presente sobre la Tierra. Desde el punto de vista geográfico, implica en un primer nivel definir la localización, que por los consensos científicos estaría dado por un lugar con coordenadas específi-cas (latitud, longitud y altitud), y en donde la ubicación y la posición relativa son importantes, es decir, su relación con los elementos que lo rodean. Sin embargo, su existencia no depende de los objetos ni de los acontecimientos que alberga.

El espacio plano, por llamarlo de alguna manera, ha sido el sustento de mu-chos trabajos en diversas disciplinas sociales. Destacan los modelos clásicos de la economía espacial que parten del supuesto de un espacio homogéneo y estático. De esta forma, en 1826, Von Thünen, desarrolla sus teorías de localización; en

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1909, Alfred Weber modela la localización industrial con base en las nuevas téc-nicas de producción y de transporte; en 1929 Hotteling establece las relaciones entre los precios de bienes homologados, el tamaño del mercado y la localización de los vendedores y en 1933 Christaller elabora la teoría de los lugares centrales (Mignot, 2002; Ramírez, 2003a).

En la misma línea, la geografía de gran parte del siglo XX también consideró al espacio como el escenario terrestre. La unidad geográfica, tal como la describe Oliver Dollfus (1982) se conformaba a partir de la combinación de elementos y procesos que distingue un lugar como algo único y lo hace diferente de los otros que lo rodean. A partir de ello, diversos autores hablaron de unidades geográficas y de integración regional; donde geología, suelos, vegetación, fauna, clima, organi-zación social, actividades económicas y sociales están íntimamente relacionados.

Desde la física, también hay un espacio más simple y uno más complejo. Cuando se afirma que la velocidad es igual a la distancia sobre el tiempo, se plan-tean variables simples, que no presentan mayor problemática. No es necesario filosofar sobre el significado de cada una de ellas para resolver un caso concreto. Un poco más elaborado, pero manteniendo la idea de un espacio plano es la ex-plicación que Einstein da a la gravedad.

Imaginemos, por ejemplo, una piedra colocada en una sábana estirada. Ob-viamente la piedra se hundirá en la sábana, creando una ligera depresión. Una pequeña canica lanzada sobre la sábana seguirá entonces un camino circular o elíptico alrededor de la piedra. Alguien que mire desde cierta distancia a la ca-nica que se mueve alrededor de la piedra puede decir que existe una ‘fuerza ins-tantánea’ que emana de la piedra y altera el camino de la canica. Sin embargo, examinándolo de cerca puede verse lo que está sucediendo realmente: la piedra ha distorcionado la sábana y en consecuencia, el camino de la canica. Por ana-logía, si los planetas giran alrededor del Sol, es debido a que se están moviendo en un espacio que ha sido curvado por la presencia del Sol (Kaku, 1996:143).

El espacio en la física se volvió más complejo a lo largo del siglo XX, con la teoría de las supercuerdas y la noción de un espacio multidimensional, que el ser humano no alcanza a percibir. Sin embargo, es siempre un espacio existente independientemente de la mente humana.

A partir de la segunda mitad del siglo XX, el espacio se convirtió en el con-cepto teórico central para la geografía (Santos, 2000:71). En un sentido muy amplio, este concepto se ha usado para designar a la epidermis de la Tierra, que incluye la superficie de la Tierra y la biósfera, o el ekumene, que refiere a la tierra

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habitada (Dollfus, 1982:7); para estudiar la organización espacial de la actividad humana (Harvey, 1969:4). Asimismo, lo ha usado la geografía para describir y analizar la tierra, sus habitantes y de las relaciones de éstos entre sí y de las obras resultantes (Santos, 2000:16); por lo que se hace evidente que el corpus de la dis-ciplina está subordinado a este concepto, concretamente a lo que se ha dado por llamar, al espacio geográfico. Este hecho hace evidente la necesidad de definirlo e identificar las diversas maneras como ha sido objeto de desarrollo de diferentes investigadores.

Este argumento define en parte la inquietud que nos mueve, dada la forma-ción geográfica que nos es propia y por el interés que tenemos de clarificar el uso del concepto en el ámbito de los estudios sociales relacionados con el espacio más que su vinculación con la física o la filosofía. Para lograrlo, en un primer momen-to se tratará de hacer una relación histórica que permita identificar la manera diversa como el concepto de espacio es manejado por la modernidad y su vincu-lación con el espacio geográfico, para posteriormente adentrarnos en el estudio de los diferentes tipos y manifestaciones del espacio y su adscripción teórica: el geométrico, el polarizado, el social, el de flujos, y el posmoderno. Un apartado especial se destina a dos de las concepciones que enfatizan la importancia de la discusión epistemológica sobre el espacio, entre las cuales se cuentan la de Milton Santos por la importancia que ha tenido en los estudios latinoamericanos sobre el tema, constituyendo lo que podría llamarse la escuela brasileña de la geogra-fía en las últimas décadas del siglo pasado y por supuesto la importancia que adquiere en el momento contemporáneo. La segunda, es de origen anglosajón y corresponde al planteamiento que Doreen Massey hace sobre el espacio de las múltiples determinaciones. Se concluye con el espacio del futuro, que paradójica-mente ya lleva tiempo sobre la Tierra, es decir, el ciberespacio, aquel que a partir de la relación con las máquinas y la tecnología modifica las relaciones sociales tradicionales y sus formas espaciales concretas.

La realidad del espacio y la naturaleza: espacio geográfico

Como ya se ha mencionado anteriormente, existen diversas palabras para aludir a la dimensión espacial, entre otras, el lugar, el sitio, la zona, la región y el territo-rio. Entre todas ellas, la noción de espacio es la más genérica y remite a la dimen-sión a partir de la cual se materializan los objetos, los fenómenos o los procesos. De acuerdo con la filosofía, la noción de espacio ha dado origen a tres órdenes de problemas diferentes: el que refiere a la naturaleza del espacio; el que se erige

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a partir de su realidad; y el que se centra en la estructura métrica que resulta en una geometría y las diferentes propuestas que la definen (Abbagnano, 2004:397). Esta triple dimensión es, en parte, la base de las diferentes miradas con las que el concepto se desarrolla.

Se ha escrito mucho sobre la primera acepción del tema, sobre todo en el campo de la filosofía ya que, desde Aristóteles, el espacio era un “límite inmóvil que abarca un cuerpo” (Ibid.) que coincidía con la postura platónica quien iden-tificaba al espacio como material (Ibid.). Esta teoría prevaleció en la antigüedad hasta que Descartes rescata esta noción en los términos de su geometría, a pesar de que lo consideraba semejante a la categoría de lugar y su diferencia era nomi-nal, ya que éste “señala la situación en forma más expresa que el tamaño o figura y, pensamos más en estos últimos cuando hablamos del espacio” (Ibid.). Por su parte, para Newton, reflexionando sobre si el espacio era una propiedad o un atributo de la materia, concluye en que podría ser la propiedad de una sustancia. Pero Liebnitz, polemizando con el autor anterior, sugirió que el espacio era algo puramente relativo, igual que el tiempo, o sea, como un orden de las coexisten-cias, tal como el tiempo es un orden de las sucesiones (Ibid.).

Esta concepción se perpetúa en otros autores y es Kant, quien en 1768 escri-be Acerca del primer fundamento de la distinción de las regiones en el espacio (nótese desde entonces la correlación entre categorías), en donde declara insuficiente la concepción que de él existe como orden de las coexistencias argumentando que:

Las posiciones de las partes del espacio en relación entre sí presuponen la región según la cual (éstas) se ordenan …, y entendida del modo más abstracto la re-gión no consiste en la relación que una cosa tiene con otra en el espacio (lo que propiamente constituye el concepto de posición), sino en la relación del sistema de estas posiciones en el espacio cósmico absoluto (Ibid.).

En esta primera acepción que refiere a la naturaleza del concepto, se pueden concluir dos aspectos: primero, que a pesar de los argumentos expuestos, la visión posicional del espacio nunca se ha abandonado y parece supuesta en otras teorías adoptadas en el futuro y sobre todo en el momento en que se integra con la di-mensión social; y segundo, que en esta necesidad de definirlo, el uso de categorías como región y lugar aparecen como una manera de particularizar o especificar su significado, que se sigue reproduciendo hasta la actualidad.

La segunda acepción que define el concepto espacio, a partir de su realidad, tiene que ver con la noción de recipiente o contenedor de objetos materiales, que se va a usar frecuentemente en las regionalizaciones para la planeación, o

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bien su carácter de contenedor de la naturaleza y la humanidad, mismas que necesitan ser vinculadas por el presupuesto de separación que existe de su propia existencia. Refiere sin duda a la tendencia que hay de marcar límites en el espacio y llenarlo de todos los aspectos que lo componen: económicos, sociales, políticos y culturales que son parte de la definición que existe de espacio y en muchos de los casos también de región, en donde la conformación de tipologías de región (léase espacio como sinónimos) son parte de la misma metodología.

La tercera acepción se centra en la estructura métrica del espacio, es bastante extendida y es la que se ha difundido a partir de los escritos de Einstein de la fí-sica contemporánea (Ibid.:398), y en muchos otros en donde espacio y medida de una superficie o de sus contenidos se confunden. De aquí surge después el interés por interpretarlo a partir de la geometría y de los modelos con ella relacionados (Ramírez, 2003a:77-95).

El espacio ha sido un concepto muy acuñado para definir diferentes aspectos de las manifestaciones externas de la realidad humana. La modernidad capitalis-ta se encontró con la posibilidad de acceder a espacios que se abrieron a nuevos continentes y nuevos recursos, por lo que se convierte en el objeto fundamental de estudio de la geografía desde su formación como ciencia en la era moderna.

La aproximación científica de la realidad durante la modernidad implicaba la catalogación y clasificación de los descubrimientos de la época. En particular, los hallazgos en América, África y Asia, tanto en el conocimiento de los conti-nentes que requirieron ser representados en mapas, así como de los recursos con los que contaban. Se adopta entonces una visión de espacio contenedor y reci-piente de objetos materiales que además necesitan ser representados con el fin de sistematizar los descubrimientos. El espacio empezó a ser el elemento de donde se obtenían los recursos necesarios para que el desarrollo capitalista se pudiera implementar, pero también el objeto mismo de la transformación capitalista. Como el objetivo fundamental era esa transformación, se asumió una concep-ción en donde el espacio era fijo, parecía no cambiar más que por los contenidos que tenía. Con ello vino la necesidad de rotar en el tiempo. Espacio y tiempo se analizaban como elementos separados, y este último estaba supeditado al prime-ro: el tiempo de la transformación, el movimiento y la velocidad eran lo impor-tante. Supeditar el espacio al tiempo implicó una visión en la cual la geografía se supeditó a la naciente historia (Ibid.:32).

Bajo esas premisas, existieron dos condiciones que influyeron en una deriva-ción de varias formas a través de las cuales el espacio se estudió. Por un lado, la fragmentación del conocimiento y la aparición de nuevas ciencias que estudiaban los recursos, los climas, los suelos y todo aquello que contenía el espacio geográ-

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fico, dieron origen a una aparente pérdida de identidad del objetivo mismo de conocimiento geográfico. Esto originó que si bien partes de la geografía fueran objeto de estudio de otras ciencias, la importancia política que tenía el conoci-miento de los espacios nacionales en reciente formación, reorienta el quehacer de la geografía como una necesidad de integrar los elementos naturales y humanos que se estaban desintegrando (Capel, 1981:314). Asimismo, la derrota del deter-minismo geográfico y la aparición del posibilismo resultaron en la formación de la visión regionalista de autores que, bajo el liderazgo de Vidal de la Blache, se orientaron a la identificación de regiones, entendidas como espacios homogéneos producto de la relación entre los elementos de la naturaleza y el quehacer social humano, con base en la interpretación de los paisajes. En la opinión de Wallers-tein (1996:29), este hecho le dio un nuevo suspiro al anacronismo en que había caído la geografía por su tendencia generalista, sintetizadora y no analítica, y pudo, a partir del nuevo estudio de regiones en países, ser un instrumento impor-tante para la generación del conocimiento de las naciones en reciente formación en el siglo XVIII y XIX.

A partir de este momento, el espacio ha tomado diferentes acepciones y significados en diferentes momentos de la historia del pensamiento geográficos. Por ejemplo, Hartshorne daba por sentado que el espacio (junto con el tiempo) era una coordenada externa al ser humano, una red vacía sobre la cual existían y ocurrían los objetos y los eventos (Gregory et al., 2009:708). Por su parte, Dollfus (1982), basándose en la concepción de Tricart (1969), afirmaba que es la epidermis de la Tierra (Dollfus, 1982:7), es decir, la superficie terrestre y la biósfera. Pero también añade que es el espacio habitable o ecúmene (basado en Sorré, 1967) y lo define de la manera siguiente: “el espacio geográfico es el espacio accesible al hombre” (Dollfus, 1982:7-8). Se distingue, además, como algo único y diferenciable de aquellos otros que lo rodean. Cada espacio es concebido como homogéneo debido “a la repetición de determinado número de formas, de un juego de combinaciones que se reproducen de manera parecida, aunque no per-fectamente idéntica, en una determinada superficie” (Ibid.:10). Para este autor, el espacio es localizable, lo que lo hace “trivial”, por lo tanto, es cartografiable (Ibid.:9); es relacional con los elementos en los cuales se inscribe y forma parte; es cambiante y diferenciado, tiene límites y su apariencia visible es el paisaje (Ibid.:8). Estas constituyen sus características entre las cuales integra la idea de área de extensión e incluye la de límite, que es inseparable y que ofrece distintos grados de determinación, desde el límite lineal hasta la zona límite con sus franjas de degradación (Ibid.:8).

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El espacio es diferenciado ya que, “debido a la localización y al juego de las combinaciones que preside su evolución, cualquier elemento del espacio y cualquier forma de paisaje son fenómenos únicos que jamás encontramos estric-tamente idénticos en otra parte ni en otro momento” (Ibid.:9-10). Esta noción puede ser no compatible con la de homogeneidad, que se constituye como otra característica, y “es la consecuencia de la repetición de determinado número de formas de un juego de combinaciones que se reproducen de una manera pareci-da, aunque no perfectamente idéntica, en una determinada superficie (Ibid.:10). La homogeneidad, en su opinión, está dada por la continuidad de sus partes constituyentes y por la cercanía que tienen. Estos elementos, sobre todo el de la homogeneidad, le proporcionan cierta identidad, lo que le imprime la nota predominante al paisaje conformada por las características naturales que tiene, su estructura organizativa que le es propia dada por sus condiciones económicas específicas y por las gubernamentales y de las leyes que lo rigen (Ibid.:20-23).

Pero el espacio puede ser también considerado el medio de los recursos na-turales que lo constituyen, conformando así los paisajes naturales, que pueden ser modificados o bien, ordenados (Ibid.:31-36). De esta manera, parecería en-tonces que medio natural, paisaje y espacio se constituyen como sinónimos. Sin embargo, es su relación con la actividad humana lo que le da valor, para lo cual el autor dice:

Los recursos naturales de un espacio determinado tienen valor únicamente en función de una sociedad, de una época y de unas técnicas de producción deter-minadas; están en relación con una forma de producción y con la coyuntura de una época (Ibid.:39).

Si bien se acepta desde entonces la existencia de un espacio percibido y sen-tido, se va más a la parte mítica del significado que a la que resulta de la mate-rialidad existente a partir del desarrollo de la vida cotidiana (Ibid.:53-56), dando una mayor y gran importancia a la relación entre la superficie y los habitantes, lo que resulta en la marcada importancia que da a las densidades, como parte fun-damental del método con el que se hace el acercamiento al espacio (Ibid.:57-69) y a la diferenciación entre el espacio rural y el urbano.

En suma, el espacio geográfico se erigió, en un momento dado, como un elemento que integra como parte de su método la descripción y la comparación entre espacios como herramientas para construir las explicaciones necesarias que se requieren para la comprensión de los fenómenos desarrollados sobre la superfi-cie terrestre. Esta visión completó la visión regionalista que había en esta ciencia,

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y la adscrita al espacio como forma, propia de los modelos matemáticos que a continuación se desarrollan.

De la revolución cuantitativa al análisis espacial

La dimensión científica del espacio tuvo sus antecedentes en el desarrollo de modelos espaciales generados desde principios del siglo XIX cuando Von Thünen hizo un modelo para entender y organizar el crecimiento de las ciudades, la rela-ción campo-ciudad y la especialización de la producción a su alrededor. Su me-todología parte de definir el lugar central, con base en la ciudad más importante y densa, cuya planeación se organiza en círculos concéntricos que rigen el esta-blecimiento de la industria, de la agricultura y recursos forestales etc. Posterior-mente, en la primera mitad del siglo XX, a este modelo, se aunaron las propuestas de la economía espacial de Weber y Hotteling, antes mencionadas, y destacaron los aportes de los modelos de Lösch y Christaller quienes explican la forma en que los servicios favorecen la jerarquización de los centros urbanos a partir de su organización en hexágonos definidos por la actividad más importante, que en este caso son los servicios (Ramírez, 2003a:77-95). Estas visiones coinciden en la adopción del supuesto de un espacio homogéneo.

A pesar de éstos antecedentes, suele establecerse como punto de quiebre en la epistemología geográfica de mediados del siglo XX, la publicación en 1953 del artículo de Schaefer (1996:589) en donde critica la idea de tener como objeto de estudio a regiones únicas e irrepetibles. La disciplina debía sistematizarse en forma que se aproximara a lo que en aquel momento se entendía como ciencia, es decir, a buscar leyes y, por tanto, alejarse de la idea de estudiar lo excepcional. Entonces inició una discusión académica que desplazó a la región como el con-cepto central de la geografía y se estableció como paradigma el análisis espacial. La introducción de la dimensión espacial cuantitativa al pensamiento geográfico representó más que un acercamiento a las matemáticas y a las demás ciencias du-ras; fue también el inicio de un cuestionamiento sobre la naturaleza descriptiva de la geografía y un giro hacia un tipo de reflexión teórica ligada con los números y las matemáticas.

A partir de la segunda mitad de los años cincuenta, la visión cuantitativa de los problemas geográficos comenzó a expandirse, principalmente por el mundo anglosajón. En 1955, Edward Ullman y William Louis Garrison iniciaron se-minarios de estadística en la Universidad de Seattle, en 1958 Chorley entra a la Universidad de Cambridge (Inglaterra) e inicia su liderazgo en términos de téc-

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nicas cuantitativas. A éstos se suman después Hägerstrand, Brian Berry, David Harvey y Peter Haggett, entre otros investigadores que desarrollaron sus ideas principalmente en Estados Unidos y Gran Bretaña (Agnew et al., 2001:690-691).

En un principio, la estadística adquirió un lugar central en el giro científi-co de la geografía. Según Robinson, dos libros que fueron importantes en este sentido son el de Otis Duncan, Ray Cuzzort y Beverly Duncan de 1961 y el de Stanley Gregory de 1963, ambos sobre el análisis estadístico en geografía. En términos generales, dichos textos no hacían referencia al enfoque filosófico que sustentaba esta visión del espacio geográfico, sino que se trataba de guías meto-dológicas, que, sin embargo, en algunos casos sí reconocían ciertos problemas implícitos en la adopción de estos métodos (Robinson, 1998:1).

La reflexión teórica de la revolución cuantitativa se desarrolló de manera importante a partir de los aportes de William Bunge en 1962 y de David Harvey en 1969 (Agnew et al., 2001:690-691). Si bien el primero fue un libro de esta corriente del pensamiento, el segundo se convirtió en el referente obligado y en el texto más importante de la época, a partir de que es una excelente exposicion y justificación de la manera como se podría hacer ciencia en la geografía a partir de una orientación matemática y de la ciencia espacial, ligando la geografía con las ciencias básicas y físicas proporcionando a la disciplina una imagen propia con fundamento científico (Castree, 2011:236).

Detrás de este enfoque se encontraba una aceptación del positivismo, a par-tir de las revisiones producidas por el Círculo de Viena, en la década de los veinte y treinta del siglo XX. Ello implicaba ciertos postulados tales como el que los enunciados científicos debían sustentarse en evidencia empírica, que las observa-ciones pudieran someterse a la repetición bajo las pautas del método científico; en la posibilidad de avanzar hacia la construcción de teorías que podían verificarse y que contribuyesen al conocimiento de la verdad. Como resultado, las investi-gaciones se avocaron al análisis espacial, donde era frecuente generar modelos de difusión y hacer predicciones, con base en el uso de métodos de correlación, regresión lineal, autocorrelación espacial y análisis del vecino más cercano (Ro-binson, 1998:3-4). El espacio matemático era, entonces, la forma de modelar los fenómenos que ocurrían sobre la superficie terrestre y lo que hacían los académi-cos inmersos en este paradigma era contribuir a la ciencia espacial.

Entre los objetivos del análisis espacial, los geógrafos se abocaron a identifi-car estructuras espaciales tales como los flujos, las redes, los nodos, las jerarquías y a explicar fenómenos como la difusión espacial (Haggett, 2001:390-504). Lo anterior, a partir de ciertos principios científicos como la objetividad y la vera-cidad; con base en la búsqueda de que las observaciones empíricas llevasen a

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un análisis que pudiese garantizar un cierto grado de certidumbre, a través de métodos para la sistematización de los fenómenos, la detección de patrones y sus causas. La idea era trascender las limitaciones impuestas por la descripción y llegar a conclusiones que contribuyeran a la elaboración de teorías que resulta-ran de un conocimiento espacial, surgido a partir de los estudios de caso. Todo ello, tenía como trasfondo una filosofía positivista, donde el método científico era la base de la investigación académico (Barnes y Gregory, citado por Levi, 2006:15). Sin embargo, no necesariamente implicaba la adopción de una concep-ción más compleja de lo que podía ser el espacio geográfico.

La unión entre la geografía y las matemáticas implicaba una complejidad que iba más allá del uso de métodos estadísticos para la descripción e interpreta-ción de los lugares y regiones de la superficie terrestre. En este sentido, fueron y siguen siendo importantes las aportaciones de Georges Matheron, un matemático y geólogo, quien en 1962 y 1963 desarrolló los fundamentos de la geoestadística lineal y el método Kriging, mediante el cual se asume una correlación espacial de los datos obtenidos en un área determinada. Después, en 1968, Matheron creó el Centro de Geoestadística y de morfología matemática en la escuela de minas de Paris (Centro de Geociencias, 2013).

Desde la economía, y contando con una dimensión cuantitativa importante sin que teóricamente se adscriba a esta corriente por su origen, en 1965 Boude-ville identificó las áreas que pueden ser motivo de intervención estatal y de dota-ción de recursos, es decir, aquéllas que pueden fungir como áreas de planeación, o bien como región plan que se constituye como un horizonte deseado, diferente al que existe en la actualidad. Su enfoque usó nuevamente al espacio como conte-nedor de elementos que tienen que ser cuantificados para su proyección. Dollfus retoma el libro de Boudeville, y afirma que “un espacio homogéneo es un espacio continuo, cada una de cuyas partes constituyentes, o zona, presenta unas caracte-rísticas cercanas como las del conjunto. En una determinada superficie hay, pues, una identidad pasiva o activa de los lugares y, eventualmente, de los hombres que la ocupan. La identidad puede proceder de un elemento que imprime una nota determinante al paisaje, o bien de un tipo de relaciones que queda indirectamen-te marcado en el paisaje” (Dollfus, 1982:20-21).

El método cuantitativo en geografía se extendió rápidamente y se vinculó con la economía, como lo expresa Dollfus (1982:11):

Cada día es más necesario el uso de las matemáticas para el establecimiento de las correlaciones, para la determinación de las interrelaciones, y para cifrar ciertos volúmenes. Este uso exige de unos datos que sean a la vez localizables,

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precisos y comparables. Pero muchas veces los datos utilizados por los geógrafos no se pueden cuantificar tan fácilmente como los que emplean los economistas, y de ahí unas investigaciones que a menudo son más cualitativos que cuanti-tativas. No obstante, parece vano comparar las ventajas de una investigación cuantitativa con las de la investigación más cualitativa. No existe más que una única y misma investigación, que puede perfeccionarse por medio de unos aná-lisis que no son cuantificables, aunque algunos de cuyos resultados pueden ex-ponerse más claramente gracias a una formulación cifrada, y de ahí la utilidad del instrumental matemático.

Durante los años sesenta y setenta, la búsqueda de una mayor cientificidad en los estudios geográficos y en el análisis espacial se expandió. De hacer estudios cuantitativos de la realidad, se abrió a la posibilidad de hacer modelos que permi-tiesen explicarla, analizarla, hacer predicciones, establecer patrones, tendencias y tomar decisiones. A partir de esto último fue que se convirtió en un instrumento importante para la planeación.

En los años setenta, el desarrollo de la geografía científica implicó una mayor amplitud en términos de las técnicas estadísticas utilizadas, una mayor concien-cia de sus limitaciones y un mayor acercamiento a los fundamentos filosóficos que sustentaban los planteamientos de la época. Eran comunes, además de las regresiones y correlaciones, los análisis de factores y los de componentes principa-les; se midió la distribución espacial, la diferenciación entre las áreas y las relacio-nes espaciales (Robinson, 1998:1, 254). Al mismo tiempo, es preciso aclarar que co-existían en el ámbito académico y de planeación las visiones de los modelos geométricos y las visiones matemáticas y cuantitativas, cada una resolviendo pro-blemas específicos y formas particulares de hacer el análisis del espacio.

De acuerdo con Robinson (1998:254), el centro de la llamada revolución cuantitativa fue el intento, sustentado en las matemáticas y la geometría, de desa-rrollar una teoría espacial y establecer a la geografía como una ciencia del espacio. El análisis espacial centraba su atención en la organización espacial, referida a los patrones de ubicación de los objetos o sujetos; el análisis de los procesos espacio-temporales, donde el cambio permitía analizar procesos tales como la migración o la difusión, y hacer predicciones. Posteriormente se incorporaron también elemen-tos matemáticos que también podían ser cualitativos, Entonces, revolución cuan-titativa dejó de ser un nombre apropiado y el que perduró fue el de análisis espacial. Aunque después ha habido un reclamo por parte de geógrafos insertos en otras co-rrientes de pensamiento, en el sentido que también hacen análisis de procesos es-paciales, el término análisis espacial quedó referido a este enfoque de la geografía.

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El giro científico en la geografía estableció ciertas bases para considerar al espacio como una estructura y no solo como una plataforma donde ocurren los fenómenos de la superficie terrestre; sin embargo, hubo muchas investigaciones de corte cuantitativo que no quisieron o no lograron trascender la visión tradi-cional. A pesar de la incorporación de la geometría y la topología, muchos de los modelos planteados, presuponían y presuponen un espacio que no presenta mayor complejidad. Es decir, se le toma como una dimensión espacial homogé-nea y plana, compuesta en principio por dos coordenadas, en donde además las diferentes categorías espaciales, como espacio, paisaje y hasta región, han sido consideradas como sinónimas o que solamente definen con mayor precisión el significado que se le da a cada acepción.

Un cambio radical en la forma de entender el espacio durante la época, se dio con la teoría de sistemas, que llevó a una conceptualización de mayor com-plejidad. Las ideas fueron desarrolladas a partir de los planteamientos de Von Bertalanfy, en la década de los cincuenta. En geografía, Peter Hagget (2001) recupera la terminología y las ideas de la teoría general de sistemas.

La conceptualización del espacio como sistema le permitió a los geógra-fos realizar explicaciones que iban más allá de la causa-efecto e incorporar una visión de la realidad más compleja, en la cual se hizo muchas veces la analogía con un organismo. Chorley y Kennedy identificaron en 1971, diferentes tipos de sistemas: los sistemas morfológicos, representados por elementos con relaciones estáticas; los sistemas en cascada, cuyos vínculos son los canales de transmisión de energía entre elementos; los sistemas de proceso-respuesta, que combinan los dos anteriores, y los sistemas de control, que se refieren a un tipo específico de sistema proceso-respuesta en el cual uno de los elementos regula el sistema. A su vez, existen dos tipos de sistema proceso-respuesta, los sistemas de acción simple que son unidireccionales y los sistemas feedback, donde el cambio en uno de los elementos puede generar otros, que luego tengan un impacto en el primero (Ro-binson, 1998:338-341).

A partir de los años cincuenta, también hubo un avance vertiginoso en la tecnología, de manera tal que aparecieron las primeras computadoras, que au-nadas a tecnologías posteriores, como el lanzamiento de los satélites, dieron un segundo giro al análisis espacial en la década de los ochenta y noventa. El espa-cio se vio entonces modelado a través de los sistemas de información geográfica (SIG), de la percepción remota (PR); y representado con cartografía digital (Levi, 2006:15). El positivismo de los años cincuenta, sesenta y setenta fue, entonces, sustituido por el realismo tecnológico de los años ochenta y noventa.

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El realismo representa una ontología compleja, en la cual, la existencia de es-tructuras, procesos y mecanismos pueden revelarse a distintos niveles de la rea-lidad, lo que significa que la realidad no se concibe solo en torno a los eventos y fenómenos observables. (…) Los objetos del conocimiento son las estructuras y los mecanismos que generan a los fenómenos y que existen independientemente de nuestro conocimiento y experiencia (Cloke et al., 1991:137-138).

Esta dimensión influye y se aplica en discusiones posteriores que la vinculan con la dimensión social ya que Gregory (citado por Cloke et al., 1991:160-161) reflexiona sobre el papel del espacio en la sociedad y argumenta que los lugares son de gran relevancia para entender las estructuras espaciales, también que la geografía regional reconstituida es importante porque estudia la red de relaciones humanas, considerando las localizaciones de la vida cotidiana. La estructura es-pacial es la condición necesaria para la actividad social y se puede expresar a través de tres niveles (que corresponden a lo originalmente planteado por Haggett en 1969 (2001), es decir, nodos, movimientos, redes, superficies y jerarquías. Éstos dan cuenta de los eventos, prácticas sociales y estructuras de las relaciones sociales.

Los resultados en investigación llevaron a diversas polémicas. En este senti-do, destaca una iniciada en 1990 por Peter Taylor en la revista Political Geography Quarterly donde el autor afirmaba que si bien los SIG permitían un mejor manejo de la información, eran inadecuados para producir conocimiento. En 1996, el National Center for Geographic Information and Analysis organizó una reunión para discutir las formas de representación de la gente, el espacio y el medio am-biente en los SIG. Como resultado de estos debates se afirmó que estas formas de representación espacial están relacionadas con la inteligencia humana, quien le da significado a dichas estructuras del conocimiento. De ahí se ha establecido la posibilidad de resolver problemas de la sociedad a partir de las nuevas formas de conocimiento vinculadas con la información geográfica y a la cibernética (Levi, 2006:17-18). Otros autores contribuyeron a la polémica en torno al análisis es-pacial de la realidad social. Silvana Levi destaca, además, a Schurman quien en 2002 afirmó que “los usuarios y desarrolladores de SIGs asumen que estos modelan a la realidad y por lo tanto pueden usarse para explicar y predecir pro-cesos”, sin reconocer las influencias humanas en el análisis y representación de los datos. Cuando es necesario partir de que la construcción de modelos es un pro-ceso social, el desarrollo de algoritmos es una metáfora social y la generalización cartográfica refleja los parámetros sociales en la investigación. En este sentido, la autora considera que las culturas afectan y que se debe reconocer el contexto

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socio-académico donde se produce la investigación e identificar los parámetros sociales de la tecnología (Ibid.:18).

Lo que se destaca de este momento son dos cuestiones primordiales: pri-mero, el que la tecnología premia entre la necesidad de analizar el espacio y representarlo, considerando que son lo mismo; y segundo, que la forma de mode-lización que pasa del modelo geométrico al matemático que es fundamental en el momento contemporáneo con los modelos elaborados por Krugman (Ramírez, 2003a:77-96) y también por otros autores que se adieren a esta visión del espacio.

La naturaleza social del espacio y la visión marxista

Posterior a la discusión cuantitativa y matemática, hacia mediados del siglo XX, y como parte del debate surgido a partir del acercamiento de la geografía al positi-vismo, se inicia en la década de los años sesenta del siglo XX, una crítica fuerte por parte de algunos investigadores de la escuela anglosajona, quienes argumentan so-bre la obsolescencia de estos planteamientos, la falta real de un análisis que vincule los procesos y la inhabilidad para considerar a la naturaleza humana como parte fundamental en su estructura y de los fenómenos de la superficie terrestre. Ade-más, se cuestiona fuertemente el hecho de que la investigación desde la perspec-tiva positivista favorecía la reproducción del sistema y mantenía el status quo de la ciencia.

Se argumenta que las investigaciones realizadas estaban fuera de la historia y de la organización social de las cosas, pero sobre todo se critica la ausencia de una dimensión que considere la diferenciación geográfica como parte de los plantea-mientos (Massey, 1985). Para ello, se argumentó que no hay solamente procesos espaciales, sino que son “procesos sociales que operan sobre el espacio” (Ibid.:11). La crítica retomó el hecho de que los procesos sociales generan una impronta en el espacio y, por ende, la concepción de espacio como reflejo de las relaciones sociales, es sin duda su corolario de la totalidad del mismo (Hiernaux y Lindón, 1993). A pesar de constituirse con una visión que contribuye en mucho a las antes expuestas, en esta postura todavía se concebía a un espacio y un tiempo separados entre sí; existía, además, una sobredeterminación económica en relación con el espacio que seguía siendo homogéneo y plano.

Dentro de este contexto, es preciso mencionar que la evolución del concepto de espacio se da primeramente dentro del pensamiento marxista, en donde la visión social del espacio como parte de la impronta que la producción económica deja en el mismo, es parte fundamental de su desarrollo y comprensión.

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La visión estructuralista resuelve una parte de esta crítica y el espacio es entendido entonces como parte integrante de la definición de las desigualdades sociales que se dan sobre la superficie terrestre. Lo anterior fue desarrollado por Massey (1984) al analizar las estructuras sociales de la industria con base en el concepto de divisiones espaciales de trabajo. Entre otros muchos aspectos im-portantes de este texto, resaltan al menos dos. El primero radica en un inicio prematuro del trabajo sobre la diferencia espacial, que posteriormente será uno de los ejes centrales con los que trabaja el posmodernismo, como se analizará más adelante. Segundo, y es el que nos parece aún más relevante es su concepto de localización que pasa de ser una mera ubicación de coordenadas geográficas en el mundo, a otra que vincula la ubicación de diferentes elementos de la estructura productiva con los posicionamientos diversos de los agentes sociales que en ella intervienen, constituyéndose como un antecedente importante en el desarrollo metodológico de identificación de las diferencias socio-espaciales en las estructu-ras productivas industriales. Esto le permite a la autora empezar a hablar desde entonces sobre la singularidad del espacio y de la importancia que tiene (Ibid.:67-115), y así afirmar que ¡el espacio, importa¡ Sobre esto, volveremos al final del capítulo cuando analicemos su visión epistemológica sobre el espacio.

Por otro lado, para autores como Neil Smith (1996:66), existe también una perspectiva en donde la naturaleza y la sociedad están vinculadas. Con base en ello, se habla de una producción del espacio como consecuencia lógica de la pro-ducción de la naturaleza. El autor no está interesado en discutir sobre el concepto mismo de espacio sino en la vinculación de su producción con el de la naturaleza, lo que no necesariamente proporcionará una conceptualización crítica del espa-cio, sino que proveerá de fundamentos conceptuales adecuados para examinar la geografía del capitalismo y específicamente para mostrar la relación entre la producción de la naturaleza y su desarrollo desigual (Ibid.:66).

En su argumentación, Smith centra su preocupación en el espacio geográ-fico, que en su acepción más general puede tomarse como el espacio de la acti-vidad humana, considerando desde el espacio arquitectónico en su escala más baja, hasta el de la superficie de la Tierra completa. Más que poner énfasis en las discusiones entre el espacio absoluto y el relativo, clasificación que se origina en las ciencias básicas, en la filosofía de las ciencias y en la revolución cuantitativa de los años sesenta, en la perspectiva marxista de Smith, el interés está puesto en la comprensión de los orígenes históricos y epistemológicos del concepto, “que ayudan a la comprensión de la geografía del capitalismo” (Ibid.:67).

En su opinión, la discusión sobre el espacio se hace a partir de tres pers-pectivas: la que vincula espacio y naturaleza, la que relaciona espacio e historia

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y la última que se orienta a la discusión sobre el espacio y el capital. La primera, es una perspectiva que tiene que ver con la discusión posnewtoniana del espa- cio implícita en la teoría de la relatividad (Ibid.:67), donde se acepta que el espacio es anterior a la naturaleza a pesar de que siempre se le ha conceptualizado junto con ella (Ibid.). El espacio absoluto es independiente de la materia, mientras que el relativo solo puede ser conceptualizado a partir de su vinculación con eventos materiales y por lo tanto, no independiente de la materia. En esta visión, “el espa-cio es simplemente un universal dado de la existencia” (Ibid.:68) y las relaciones espaciales se dan solo entre piezas específicas de la materia. En esta discusión el espacio absoluto es concebido sin relación con algo externo y permanece siempre igual e inamovible, mientras que el relativo es una dimensión medible o movible de los espacios absolutos.

Con base en ello, hace una distinción entre la relación espacio-naturaleza y el desarrollo capitalista y las comunidades antiguas, ya que, argumenta que en éstas, el binomio no se contrapone, sino que espacio y materia son lo mismo. Así como también lo es el territorio y el lugar. Como lo diría Sack (1986:22):

En la visión primitiva, la tierra no es una cosa que pueda ser cortada en pedazos y vendida en parcelas. La tierra no es un pedazo de espacio dentro de un sistema espacial más grande. Por el contrario, esta es vista en términos de relaciones so-ciales. La gente, como parte de la naturaleza, está ligada íntimamente a la tierra. El pertenecer a un territorio o lugar es un concepto social que requiere primero que nada la pertenencia a una unidad societal. La tierra misma es poseída por un grupo, no está repartida privadamente y poseída. Además, en ella viven los espíritus y la historia de la gente, y los lugares con los que cuenta son sagrados.

La separación entre el espacio absoluto y el relativo es lo que da pie para separar el espacio físico y el social, este último vinculado ya no con la naturaleza pura, sino con la construida o segunda naturaleza. También está en el origen de la concepción geométrica del espacio, en virtud de que se podría decir que es la goma que sirve para pegar el espacio y la materia (Ibid.:71). Einstein hizo al espacio dependiente de las matemáticas y le dio dimensiones que reduce el significado de la naturaleza a uno de espacio y tiempo representados a partir de una ecuación (Ibid.).

Algunos autores como Einstein o March trataron de resolver esta contrapo-sición a partir de analizar las estructuras de la materia subordinando su distribu-ción y movimiento, priorizando el espacio relativo sobre el absoluto en esta di-námica, con lo que “se dio una prioridad a la materia sobre el espacio”, evidencia

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que pareció ser proporcionada por la teoría de la relatividad (Ibid.:72). La visión matemática del espacio que se desarrolla con la teoría de la relatividad, es mayor abstracción que se tiene del espacio como materia.

Aunado a lo anterior, es preciso revisar la base material del desarrollo del concepto de espacio, ya que para algunos autores como Reichenback con su dia-léctica hegeliana, el espacio es antes que nada un producto social (Ibid.:73). Lo anterior sustenta la discusión que está detrás de aquella que integra la primera y la segunda naturaleza, marcándoles su historia desde Smith, Kant y Durheim. Cabe destacar que para este último, el espacio social era muy diferente del espacio real al que identificaba como espacio físico (Ibid.:75).

En el marco del proyecto general de desarrollo de una teoría geográfica de-nominada post-positivista, el autor propone dos visiones de crítica al dualismo entre espacio y sociedad. La primera se inserta en la geografía humanista que introdujo la fenomenología a esta ciencia, así como a la reflexión sobre la posibi-lidad de acceder a modos subjetivos del conocimiento. Para ellos, el espacio geo-gráfico no era un simple objeto de la estructura, sino una experiencia inserta en “capas entretejidas del significado social” y en donde el espacio objetivo era solo uno entre numerosas concepciones de espacio (Ibid.:77). El espacio dejó de ser entonces materia solamente, para insertarse en otras dimensiones, consideradas importantes, como las subjetivas, que se crean a partir de la práctica geográfica.

La segunda crítica al dualismo de la tradición política radical no niega la objetividad del espacio geográfico, pero sí la explica como una simultaneidad obejtiva que resulta del producto de las fuerzas sociales (Ibid.). La diferencia está inmersa en esta perspectiva, ya que explican como diferentes sociedades orga-nizan el espacio a partir de diferentes patrones geográficos y sociales (Smith, 1996:77). Para el autor, la concepción de producción del espacio es la que permite la unión entre espacio y sociedad, ya que afirma:

Con la producción del espacio la práctica humana y espacio se integran al ni-vel del concepto de espacio mismo. El espacio geográfico se concibe como un producto social; en esta concepción un espacio geográfico que es abstraído de la sociedad es una amputación filosófica (Ibid.:77).

La segunda perspectiva que analiza el autor tiene que ver con la relación en-tre espacio e historia. El cambio de las sociedades primitivas que integraban a la sociedad, la naturaleza y espacio, a otras en donde la naturaleza transformada es la importante en tanto que genera mercancías, abre una perspectiva para enten-der cómo en la historia, las relaciones entre los elementos cambian generando una

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división de trabajo, que es diferencial al interior de las sociedades. Según Smith, con la separación de la segunda naturaleza aparece un alejamiento conceptual entre sociedad y espacio, así como también entre ciudad y campo (Ibid.:78-79).

Estas y otras consideraciones más particulares las resuelve el autor cuando integra la discusión entre espacio y mercancía, que es la tercera de las perspectivas dualísticas del espacio. A través de ella argumenta el paso marxista entre la gene-ración de valores de uso, que se consumen por sus productores, y los de cambio, que se generan para el mercado que pone en relación con los lugares de la produc-ción con los de consumo. Desde esta perspectiva, los valores de cambio son, “en primera instancia una relación, y como parte del conjunto de las relaciones que determinan el valor de uso particular, son también el conjunto de las relaciones espaciales” (Ibid.:83). Desde esta perspectiva,

… el espacio geográfico como totalidad es diferente otra vez. Es la totalidad de las relaciones espaciales organizada en mayor o menor medida en patrones iden-tificables, que son ellos mismos una expresión de la estructura y el desarrollo del modo de producción. Como tal, el espacio geográfico es más que la simple suma de relaciones separadas que integran todas sus partes. Entonces, la división del mundo entre mundos subdesarrollados y desarrollados, siempre inexacta, puede solamente ser comprendida en términos del espacio geográfico en su totalidad. Asimismo, la integración espacial puede ser entendida como una expresión de la universalidad del valor si miramos relaciones espaciales específicas sino al espacio geográfico en su conjunto (Ibid.:83).

Por otro lado, introduce el concepto de producción del espacio como parte de la generación de mercancías en el sistema capitalista. En la medida en que el objetivo fundamental del sistema es la producción de plusvalía, entonces una cantidad de capital tiene que ser transformado en capital espacialmente fijo (vías de comunicación, viviendas, rutas de transporte), que queda confinado en los límites de los espacios nación. Esto produce diferencias entre los espacios, lo que precede al desarrollo capitalista, que internaliza la producción de espacio absoluto y relativo al interior de un “espacio de la economía capitalista misma” (Ibid.:88), generando una dicotomía entre el capital “espacialmente fijo” y el circulante como parte importante de las propiedades que el primero tiene. Se generan así patrones contradictorios y tendencias hacia la fijación del capital y otras hacia la diferenciación y homogeneización que emanan de la circulación del mismo capitalismo. Esto resulta en patrones de desarrollo desigual como parte de la manifestación de la producción del espacio en el capitalismo (Ibid.:90).

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Smith, al igual que Massey pero de otra forma, inserta el problema de la diferencia al interior de la propuesta de Lefebvre de la producción del espacio, para lo cual argumenta que: “El discernimiento más profundo de Lefebvre fue el de reconocer la importancia del espacio y su encapsulamiento en la idea de la producción del espacio”… sin embargo, fue limitado o casi nulo el tratamiento que hace en relación con su vínculo con la naturaleza o al que se genera entre la naturaleza y la sociedad (Ibid.:92). El autor no califica ni conceptualiza el espacio (Ibid.:91) ni tampoco trata de entender su naturaleza ni condiciones específi-cas (Massey, 1992:65-84), solamente lo usa de distintas maneras: como espa- cio social diferente del físico, como espacio absoluto, como teorización del espacio entre otras, sin que parezca hacer alguna diferencia entre ellas (Smith, 1996:91).

Desde el marxismo, la tarea de entender el significado del espacio, no solo fue de los geógrafos sino que, desde la economía lo intentó Lipietz, (1979:16-34) y posteriormente desde la sociología urbana, Castells (1974). Lipietz, al no ser geógrafo, construye su argumentación a partir de algunas consultas que hace al gremio sobre todo en relación con la crítica que en su momento hicieron autores como Yves Lacoste (1976) a la concepción empirista del espacio. La visión de la realidad en pedazos espacialmente delimitados en regiones o países, se la adscribe a la geografía regional, misma que caracteriza a partir de la necesidad de describir con detalles lo que contiene una porción de la superficie terrestre, como datos de la naturaleza o de la historia como un “continente que se de por existente, en el que vienen a inscribirse los objetos descritos (Lipietz, 1979:17).1

Esta visión la contrapone con la de los economistas a quienes les adscribe la “teoría espacial de la localización” entendida como un desmenuzamiento de sub-objetos regionales en donde el espacio económico se presenta “como un conjunto discreto de puntos, con una “distancia” entre los puntos (Ibid.:18). A pesar de sus diferencias, concluye que en realidad son dos formas de la misma percepción em-pirista del espacio homogéneo e isótropo (Ibid.:18) en donde en el caso geográfi-co, la delimitación está dada y en donde “cada país, ciudad o región se reducen a una “personalidad” empíricamente medible”, mientras que, en el económico, la delimitación no está dada sino que trata de ser explicada. Pero lo que si está dado es la materialización de un espacio único, a priori disponible para tal o cual uso, preexiste a la actividad práctica que se lo apropia (Ibid.).2

1 Cursivas del autor en el original.2 Cursivas del autor en el original.

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Su crítica a este concepto de espacio se basa en:

• La concepción que no cuestiona la percepción inmediata de un espacio que pueda ocuparse, o bien, ocupado.

• La medición en distancia y superficie que elimina la posibilidad de en-tender la articulación del suelo con un espacio jurídico, económico y social que resulta de la articulación de múltiples relaciones y prácticas en la esfera económica y social.

• La visión empirista que hace del “espacio” y del “tiempo” realidades neu-tras “dadas” (Ibid.:19).

Para resolver estos problemas, el autor utiliza lo que llama la concepción empirista Althusseriana, es decir estructuralista, del tiempo basada en su con-tinuidad homogénea, en donde incluye la dimensión dialéctica que permite la periodización y la contemporaneidad, al insertarle el interés y la posibilidad de la totalidad que da la coexistencia en el mismo tiempo (Ibid.:20). Con ello inserta estas categorías al concepto de espacio al admitir la “coespacialidad del espacio” como totalidad, constituyéndose en un elemento fundamental para el análisis de las partes que la componen y deslindándose de la visión Hegeliana que parte del análisis de contenidos. Se puede aceptar así la idea de que se puede delimitar una región o localizar una actividad en el espacio (Ibid.:21-22), pero que no con ello se elimina el empirismo ni en el tiempo ni en el espacio, caracterización que usa también en la visión de Lacoste (1976).

Para resolverlos, y hacer una propuesta que adscribe a la visión marxista, reconstruye tanto las dimensiones del tiempo como la del espacio a partir de la estructuración de niveles en los que se divide la realidad, en el marco de su complejidad pero en donde cada nivel tiene un tiempo propio, relativamente autónomo, por lo tanto, relativamente independiente de los tiempos de los otros niveles (Lipetz, 1979:23). Su concepción materialista dialéctica del espacio, parte del concepto de estructura social concreta que se conforma a partir de la articu-lación de los diferentes niveles que constituyen las estructuras diversas del modo de producción capitalista con la de los otros modos de producción (Ibid.:24-25). Lo anterior resulta en la conformación del un espacio concreto denominado so-cial o socioeconómico al que define de la manera siguiente: “es un concreto de pensamiento que reproduce en el pensamiento la realidad social en su dimensión espacial, realidad que llamaremos del mismo modo” (Ibid.:26). En suma, parece-ría que esa interpretación de la realidad es pensada pero no es real. Estos niveles

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podrían ser la visión estructuralista de lo que después será en la geografía crítica la discusión sobre las escalas.

El resultado de este espacio socioeconómico concreto es producto de la arti-culación de espacialidades propias de las relaciones identificadas en las diferentes instancias y definidas como dimensión espacial de la forma de existencia material que rige las relaciones consideradas. Éstas se analizan a partir de la “presencia/alejamiento” (en el espacio) y “participación/exclusión (en la estructura o la re-lación considerada) o bien en la distribución de los “lugares” en el espacio y la distribución de los “lugares” en la relación (Ibid.:26).

Lipetz criticaba ya desde esta época el concepto de espacio “reflejo” de las relaciones sociales en virtud que era considerado ya como una dimensión espa-cial de la existencia material de las relaciones económicas y sociales (Ibid.:27), en donde más que representar un reflejo, no existe una autonomía del espacio social en relación con las actividades privadas que se desarrollan en él, por lo tanto es este un producto de las actividades que ahí se desarrollan (Ibid.:29). Esta es sin duda una de las formas como el marxismo estructuralista conceptualizó al espacio desde la economía, pero que desde la sociología urbana tuvo preocupa-ciones que se compartieron y otras que se particularizaron, como se analizará a continuación con las posturas que Castells desarrolló en su texto clásico de 1974.

Con los años, esta importancia que Lipietz le dio al espacio en la definición de la estructura económica, quedó manifiesta como un supuesto abierto de dis-cusión en el desarrollo de la teoría regulacionista que nace en la década de los años noventa del siglo XX y que ha tenido fuertes repercusiones para entender la dimensión del espacio en la reorganización de la producción en el paso del mo-delo capitalista de producción fordista al posfordista (Ramírez, 2003a:97-118).

El espacio de los planificadores y urbanistas

El interés por analizar el espacio en lo urbano surge asociado a la importancia que adoptan las ciudades a partir del crecimiento desmedido que tuvieron en el ámbito del capitalismo del siglo XX, y de la importancia que tuvo la acción del Estado en la organización de dichas ciudades en la reconstrucción de la posguerra en Europa. La diferenciación que se manifestó entre la ciudad y el campo originó que también filósofos como Lefebvre empezaran a escribir sobre asuntos urbanos y posteriormente sobre la ciudad misma como se demuestra en su texto sobre El Derecho a la Ciudad (1969). Desde la geografía, Harvey ha incursionado en el tema desde que escribe Social Justice and the city (1973) y se constituyó no solo

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como uno de los geógrafos más relevantes de finales del siglo XX y principios del XXI sino como uno de los más renombrados geógrafos marxistas urbanos.

Posteriormente, otros académicos empiezan a conformar escuela dentro del pensamiento francés de la sociología hasta culminar con la propuesta de Castells quien junto con otros autores como Lojkine y Topalov constituyen lo que se co-noce como la escuela francesa de la sociología urbana (Lezama, 1993:233-296), misma que tenía fuertes vínculos con el estructuralismo altusseriano y el euroco-munismo de la época. De adscripción marxista, esta escuela fue definitoria para desarrollar la escuela latinoamericana de la década de los años setenta del siglo XX y posteriormente originó también que Coraggio (1987) y Pradilla (1984) desa-rrollaran su crítica al concepto de espacio, derivada de la cual propusieron que se sustituyera por el de territorio para darle mayor precisión; crítica que se abordará más adelante, en el capítulo correspondiente al territorio.

La visión del espacio de Harvey tiene dos momentos, la primera como ele-mento que consolidó la propuesta científica de la geografía cuantitativa a finales de los años sesenta, abordada con anterioridad. La segunda posterior, cuando su giro hacia el marxismo lo ubica como un crítico del espacio. Entonces, parte de suponer que “no hay espacio absoluto ni contenedor ni relativo ni sólo relacional pero puede ser uno o todos simultáneamente dependiendo de las circunstancias” (Harvey, 1973:13), y a la pregunta de ¿qué es el espacio?, el autor responde que tiene que ser remplazada por otra que es “¿cómo es que diferentes prácticas huma-nas crean y hacen uso de conceptualizaciones tan distintas de espacio?” (Ibid.:13-14). Con ello asume entonces que la naturaleza del espacio está en la práctica humana. Desde esta época ya rechaza la existencia de espacio polarizado o en binomio y le proporciona una dimensión de “momento activo” en los problemas humanos (Castree, 2011: 237).

Con su inicio en el marxismo, su preocupación fundamental, que lo ha acompañado a lo largo de su trayectoria académica, radica en la necesidad de explicar la pobreza que genera el capitalismo en las ciudades y en los mecanismos que la planeación urbana podría traer una sociedad urbana más justa en los paí-ses de occidente (Ibid.:235), a partir de una conjunción entre la resolución de los problemas sociales y urbanos.

Si el espacio es relativo y se construye, en su lectura del capitalismo hay tres lógicas que inciden directamente en el espacio: la búsqueda de la acumulación y la obtención de ganancias; la competencia entre los productores rivales peleando el mercado y la innovación tecnológica en el proceso de producción de los pro-ductos. Su trabajo consiste, precisamente, en la identificación de estos elementos y cómo se fijan en el espacio a partir de sus diferentes contradicciones (Ibid.:238).

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La postura de Harvey ha vinculado de manera consistente los principios del mar-xismo a la geografía, relacionando de manera congruente la estructura con el agente. A través de su análisis del espacio urbano, central para el desarrollo del capitalismo, establece una diferencia con Castells que lo hace desde el marxismo estructuralista altusseriano.

El concepto de espacio de Castells adquiere una dimensión muy secundaria en su postura por varias razones: primero porque es sociólogo y su interés está más en el sociedad que en la reconciliación entre lo social y el espacio; segundo por su visión estructuralista que autonomiza las estructuras productivas, de la ideología y de la superestructura; tercero, porque la consistencia de su planteamiento es muy débil en relación con las formas como el capitalismo se introduce en la ciudad.

El texto más influyente de Castells, especialmente para la formación de los urbanistas y geógrafos urbanos latinoamericanos, es el de la Cuestión Urbana (1974) y que ha sido reimpreso y editado posteriormente en varias ocasiones. Desde entonces, intenta explicar el proceso de urbanización marginal de Amé-rica Latina. La tercera parte del texto, en donde desarrolla los elementos de la estructura urbana, se basa en lo que llama elementos de estructura espacial. Más que tomar el sistema capitalista como elemento fundamental para entender la es-tructura urbana, parte de un debate de la teoría del espacio que tiene dos niveles de análisis: el primero, en donde retoma los problemas de las corrientes idealistas sobre el espacio que separan el espacio y la sociedad entre las cuales integra a la Ecología Humana de la escuela de Chicago y los Círculos Múltiples de Vernan, y la segunda en donde trata de introducir elementos para explicar la organización social del espacio a partir de lo que llama “una teoría estructural del espacio” (Castells, 1974:153). Pero más que crear una nueva teoría, propone la fusión dia-léctica de sus diferentes elementos, “cuya fragmentación en diferentes ‘factores’ impide… la construcción de una teoría estructural del espacio”. Para resolverlo entonces parte primero de la articulación de modos de producción y luego de analizar cómo los sistemas de prácticas fundamentales de la estructura social se diversifican en la económica, política institucional, e ideológica (Ibid.).

En su desarrollo, habla poco del espacio más bien de las formas que éste adopta. El sistema económico se organiza a partir de las relaciones de trabajo y de no trabajo, el político institucional en las formas de dominación-regulación y la ideológica con la red de signos y símbolos de la estructura social (Ibid.:155). En su propuesta, que puede ser compleja por la manera como desarticula las estructuras para entender la totalidad de la ciudad, le adscribe a la industria pro-ductiva la dimensión espacial de región; la ciudad, se caracteriza por ser el espacio del consumo. Desarticuladas quedan la de dominación que es la que corresponde

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al Estado y por último la simbólica, que trata de manera marginal desde el punto de vista de su forma espacial.

La postura de Castells ha sido retomada por múltiples académicos lati-noamericanos asumiendo su postura marxista y en ocasiones sin reconocer los problemas que la visión estructuralista genera. Las visiones críticas de Coraggio (1987) y Pradilla (1984), que se analizarán en el capítulo de territorio, tratan de resolver los problemas que en ella existen.

La visión humanista del espacio

Hasta aquí se ha narrado la forma en que la conceptualización del espacio transi-tó de las ciencias duras a las sociales. Si bien el análisis espacial inició la teoriza-ción sobre el espacio desde la geografía y se preocupó por seguir los lineamientos necesarios que hicieran de la práctica académica una actividad científica; el mar-xismo orientó la discusión hacia las ciencias sociales, en particular para abordar la dimensión espacial de la organización económica y política de las sociedades. A partir de un debate con estas dos corrientes, surge por la misma época, otras varias que se agruparán en la visión humanista del espacio.

Desde esta perspectiva, uno de los antecedentes filosóficos más importantes fue Merleau Ponty (1993) quien en 1945 escribió Fenomenología de la percepción, donde concebía al espacio como una creación social, sin una existencia propia. En este sentido, se trata de una estructura mental mediante la cual el ser humano es capaz de concebir, entender y organizar el mundo. Para el autor, no se trata de un contenedor, depositario de la materia, sino de una estructura mediante la cual el ser humano establece la relación que hay entre objetos, sujetos y fenómenos. Los vínculos, en términos espaciales, le dan parte de su singularidad a las cosas, por lo cual dos objetos, por iguales que sean en términos de sus características físicas, no son el mismo cuando establecen vínculos particulares con otros ob-jetos. Eso los hace diferentes de los demás. Tanto el espacio como el tiempo son herramientas del ser humano, una especie de coordenadas, donde la sociedad coloca a los sucesos y fenómenos para darles sentido. Dos terrenos iguales, con las mismas dimensiones y el mismo uso del suelo. Uno se encuentra en medio de una región rural y otro en una populosa ciudad, donde ya casi no hay terrenos baldíos. Aparentemente se trata de cosas que no son iguales por las relaciones que establecen y que se generan en función del lugar que ocupan.

La visión humanista, fundamentada en la fenomenología y el existencia-lismo, apuntó sobre la necesidad de reconocer la importancia de la dimensión

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subjetiva del espacio, para abordar al espacio vinculado con los sentimientos y las emociones.

Una de las aportaciones que más éxito tuvo fue el abordaje de la repre-sentación cartográfica en torno al concepto de mapas mentales, acuñado por Peter Gould en 1962 y después apropiado y desarrollado por otros autores. “La reflexión sobre mapas mentales parece haber sido mucho más fructífera que las investigaciones orientadas por este enfoque. De cualquier modo, la indagación del papel de la subjetividad en las formas de ‘mapear’ el espacio contribuyó a socavar la tradicional asociación del espacio euclidiano del mapa con el espacio geográfico” (Quintero, 2006:565).

Según lo afirma Yi Fu Tuan (1979:388), “el estudio del espacio, desde la perspectiva humanista, es el estudio de los sentimientos espaciales de la gente y de las ideas en el ámbito de la experiencia”, ya que conocemos el mundo a través de dicha experiencia, de las sensaciones, de la percepción y las concepciones. Es decir, a partir de lo individual y del cuerpo. Con ello, los humanistas pusieron én-fasis en la singularidad, pues la dimensión subjetiva nos aleja de la generalización.

Con base en la idea de que el concepto de espacio es abstracto, muchas veces matemático, y que se aleja de la experiencia cotidiana, los geógrafos humanistas de los años setenta, entre ellos Yi Fu-Tuan (Ibid.:387-427) decidieron orientar su quehacer hacia el concepto de lugar, como una alternativa para abordar la singu-laridad, concepto que se analizará en el capítulo 5 de este texto.

El espacio del posmodernismo

Hasta aquí, las visiones expuestas se desarrollaron o bien para explicar el espacio de la modernidad, en sus diferentes visiones o bien para modificarlo y planearlo. Pero también y sobre todo en relación con la teoría marxista, lo que se quería era explicar, de diferentes maneras, la forma como el espacio se modificaba y creaba a partir del modo de producción capitalista, evidenciado las diferencias regionales y espaciales que generaba y sobre todo con el incremento de la pobreza que le es característico. A partir de la década de los años ochenta, se planteó un cuestiona-miento fuerte en relación con la promesa de transformación y liberación que la modernidad capitalista ofreció y no cumplió. Por el contrario, la homogeneidad social esperada redundó en desigualdades nacionales y regionales que se presen-taban en todos los países, desarrollados y subdesarrollados.

Hubo cambios radicales en las propuestas pues se enfatizó que el espacio se había subsumido al tiempo, ya que las generalizaciones habían impedido el

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reconocimiento de las diferencias y que, el tratar la transformación como el eje fundamental del desarrollo, había evitado que el ser fuera importante y que el contexto capitalista en el que se había explicado el cambio impidió profundizar en los múltiples textos creados en la modernidad. Desde esta perspectiva, si el tiempo de transformación y movimiento no generó el desarrollo esperado, se concluyó entonces que era el momento de interesarse por el aquí y el ahora de los espacios y no en su cambio. Esta discusión y crítica que se inicia en la escuela de Frankfurt, concluye en una readecuación de las nociones de tiempo, de espacio y con la argumentación del paso de la modernidad a la posmodernidad.

Se dice que la modernidad no cumplió con promesa del progreso anunciado, donde se borraría la inequidad espacial, terminando con las zonas atrasadas y las diferencias regionales. Por ende, ahora lo importante será solamente lo que existe y no lo que va a existir. Es estos términos se da una revaloración del espacio que implica una readecuación a partir de tres características fundamentales: primero, una redefinición del espacio en donde éste ahora subordina al tiempo; segundo un análisis del texto del espacio, es decir, lo que de él se dice más de lo que en él se hace, de su simbolismo o la cultura que lo origina. Esto causa que se tienda a analizar sin contexto y se priorice el texto o el lenguaje; y tercero, una readecua-ción de escalas en donde la regional deja de ser la importante y en donde la micro del lugar es la que define los procesos de los individuos, ya no de los grupos, y a partir de dar énfasis a la identidad como punto fundamental de vinculación entre agente y espacio, en el mejor de los casos o bien para dejar un espacio sin agente (Ramírez, 2003a:37-50). Esta readecuación se enmarca después en una posmo-dernidad que ha generado un sinfín de posturas y visiones que reorientan el análisis del espacio y que sintetizaremos a partir de abordar tres posturas que nos parecen sobresalientes. La primera refiere a la interpretación posmoderna que, a su vez, se divide en dos: la primera parte de Foucault para analizar la configu-ración espacial del poder y sus discursos y la otra desde el marxismo lefebvriano posmoderno de Edward Soya en la escuela de Los Ángeles, California, quien centra su posición en lo que llama el giro espacial de las ciencias sociales. La segunda busca sintetizar el giro culturalista que se ha dado en los últimos años, y la tecera, lidereada por Castells, es la discusión en la que se señala el espacio de flujos como un elemento central para la explicación de las novedades tecnológicas de la sociedad informacional.

Espacio, discurso y poderLas ideas de Michel Foucault tienen implicaciones que consideramos importante resaltar en los estudios del espacio, pues permiten, desde la geografía política, es-

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tudiar las estructuras de poder, analizar la configuración espacial de las diversas instituciones sociales y abordar los discursos cartográficos que pretenden reflejar la realidad.

En este sentido, un referente importante fue una conferencia pronunciada por Foucault en el Círculo de Estudios Arquitectónicos, el 14 de marzo de 1967. Ahí disertó sobre el espacio y las diferentes formas de percibirlo. Para Foucault, la cultura occidental ha elaborado diversos discursos en torno al espacio. En particular, argumentó sobre los espacios otros, que se configuran a partir de las relaciones, donde se plasma lo mítico y lo existente para construir la realidad. En un recorrido por las diversas lógicas de sentido, destaca tres periodos en la historia del espacio: el medieval, el renacimiento y el contemporáneo.

Durante el Medio Evo, el espacio era un conjunto jerarquizado de lugares, cuyas oposiciones se daban en función de lo sagrado y lo profano, lo protegido y lo abierto, lo urbano y lo rural, lo celestial y lo terrestre. Todo ello constituía el espacio de localización. Después, a partir de Galileo en el siglo XVII, el espacio se abrió y se convirtió en algo infinito, con lo cual la localización fue sustituida por la extensión. En la actualidad, la extensión quedó sustituida por el emplazamien-to, es decir, por “las relaciones de vecindad entre puntos o elementos” (Foucault, 1999:16). “No vivimos en el interior de una especie de vacío que se colorearía de diversas iridiscencias, vivimos dentro de un conjunto de relaciones que definen emplazamientos irreductibles unos a otros y absoluto en superposición” (Ibid.:18).

El espacio de los emplazamientos se configura a partir de vínculos que son a veces contradictorios. De éstos, el autor destaca dos grandes tipos: las utopías y las heterotopías. Las primeras son emplazamientos sin lugar real y que, sin embargo, mantienen vínculos con el espacio real. “Son la sociedad misma per-feccionada, o el reverso de la sociedad”. Se trata, sin embargo, de espacios esen-cialmente irreales. En contraposición están las heterotopías “lugares que estando fuera de todos los lugares son, sin embargo, efectivamente localizables” (Ibid.:19).

Las heterotopías son espacios que se conforman de acuerdo con una serie de principios. El primero es que forman parte de todas las culturas, sin embargo, no se producen de formas universales, sino que difieren unas de otras, en función de sociedades específicas; el segundo es que una misma heterotopía puede funcionar en forma diversa en distintos tiempos; el tercero es que la heteotopía puede yux-taponer, en un solo lugar, varios emplazamientos que pudieran ser incompatibles entre sí; el cuarto principio es que las heterotopías se vinculan por simetría a los tiempos, las heterocronías; el quinto principio es que las heterotopías tienen un sistema que se abre y se cierra, que las hace permeables y aisladas; y el sexto prin-cipio es que tienen una función con respecto al espacio restante.

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Los ejemplos con los que ilustra su conceptualización de las heterotopías son muchos. Están las heterotopías de desviación, donde se colocan los individuos con un comportamiento fuera de la norma aceptada, como las cárceles y las clínicas psiquiátricas. Los cementerios ejemplifican el tratamiento diferenciado del lugar de los muertos, donde hasta el siglo XVIII se les colocaba en el corazón de la ciudad, en la iglesia y después se les envió a las afueras de la ciudad. El escenario del teatro y la pantalla del cine son ejemplos de heterotopías que yux-taponen lugares discordantes. Los museos, los archivos y las bibliotecas, donde se acumula el tiempo, reflejan heterotopías y heterocronías, donde se busca abarcar la memoria, en cambio las fiestas y las ferias las reflejan en su vertiente pasajera y fútil. Los moteles, guardan los vínculos entre lo permeable y lo impermeable y, por último, para explicar las heterotopías que tienen una función con el espacio restante, Foucault alude a las primeras colonias de Jesuitas en el Paraguay.

De acuerdo con Silvina Quintero, Foucault tuvo una gran influencia en los geógrafos franceses liderados por Yves Lacoste, donde la mirada sobre la espacia-lización del poder influyó en la conceptualización que se le daba a los mapas. Al respecto dice (p. 566):

La naturaleza ideológica de los mapas, incluyendo cierta fascinación por el des-cubrimiento de su rol hegemónico en la construcción del capitalismo occiden-tal, fueron tópicos favoritos en las polémicas sostenidas desde la revista Hé-rodote, incluyendo revisiones críticas de políticas cartográficas, especialmente asociadas a la geopolítica.

Foucault es también la base para el análisis de la cartografía como discurso sobre el espacio, que desde el ámbito anglosajón realizó Brian Harley en 1989. En su texto sobre la deconstrucción del mapa, Harley retoma la propuesta me-todológica de Jacques Derridá para romper el vínculo que se asume que existe entre la realidad y la representación cartográfica, y sugerir una epistemología alternativa, que se arraigue más en la teoría social que en el positivismo científico (Harley, (1989):425). De Foucault retoma la idea de la omnipresencia del poder y del análisis del discurso.

La deconstrucción nos insta a leer entre las líneas del mapa, en los márgenes del texto, y a través de sus tropos, para descubrir los silencios y las contradicciones que desafían la aparente honestidad de la imagen. Comenzamos por aprender que los hechos cartográficos son solo hechos en el marco de una perspectiva cultural específica (Ibid.:425-426).

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Para Harley (1989:438), los mapas reflejan el poder del conocimiento y la historia cartográfica es la historia de los discursos y del sistema de reglas de re-presentación del conocimiento, encarnadas en imágenes tales como los mapas y los atlas. “No es difícil encontrar a los mapas, especialmente a los producidos y manipulados por el Estado, un nicho en la “matriz poder-conocimiento del orden moderno”.

La influencia de Foucault en la geografía política y la geopolítica es reco-nocida también por otros autores, como Agnew (2006) quien enfatiza el fun-cionamiento contemporáneo del poder soberano y el poder difuso. El poder, de acuerdo con Foucault, no se encuentra centralizado, sino que está en todas las relaciones sociales. Nadie escapa a esta dinámica, en la cual un mismo individuo puede estar del lado del poder o del lado de la resistencia, según el contexto. Se trata de un poder atomizado, una inmensa red de relaciones intangibles presente en todos los espacios sociales, ya sean familia, escuela, trabajo, hospitales, cár-celes, entre otras (López, 2008). El poder, entendido como lo hace Foucault, es relevante en geografía, pues constituye una característica de los vínculos sociales, a partir de los cuales se configura el espacio social. Desde la geografía, Coleman y Agnew consideran que:

Foucault se interpreta mejor no como historiador de grandes épocas, sino más bien como filósofo, y a partir de esto, de que su interrogación filosófica del po-der y la subjetividad se origina más espacial que temporalmente, o en otras pa-labras en la base de que las relaciones de poder se hacen manifiestas con mayor claridad en el espacio que de manera secuencial en el tiempo (Agnew, 2006:95).

La trialéctica del espacioEn la escuela geográfica de los Ángeles, California, uno de sus geógrafos más destacados, Edward Soja, analiza al espacio y la espacialidad, desde una visión posmoderna, con base en los aportes de Henry Lefebvre. Su argumentación se sustenta en ideas concebidas desde las disciplinas que no tienen una tradición espacial. En particular, Soja ubica la ruptura del dualismo espacial en el trabajo de Michel Foucault y de Henry Lefebvre a finales de los años sesenta, y atribuye a ellos el inicio de una mirada diferente a la espacialidad de la vida humana. Se trata de una conceptualización que va más allá de las dicotomías y que recupera el pensamiento dialéctico y las críticas a las epistemologías modernas. Sin em-bargo, dice Soja, fue Henry Lefevre quien aplicó por primera vez este método al análisis del espacio.

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Lo anterior, también se fundamenta en la idea de que los estudios en ciencias sociales y humanidades, desde un enfoque crítico y posmoderno, han tomado un giro espacial sin precedentes. Este giro ontológico es un cambio con respecto a la discusión académica que en los dos siglos anteriores se enfocaba principalmente en las características del cambio temporal de las dimensiones espaciales y sociales de la existencia humana. Para integrar esto, Soja habla de la trialéctica del ser, es decir, la triada: espacialidad, temporalidad y socialidad.

En lo que respecta al espacio, considera que los imaginarios geográficos, particularmente en la forma como se han desarrollado desde las disciplinas es-paciales no pueden ceñirse a la lógica binaria, donde se opone la objetividad a la subjetividad, lo material a lo mental, lo real de lo ficticio, el espacio de los objetos y las ideas sobre el espacio. Esto lo lleva a su argumentación central sobre la tria-léctica del espacio basándose en la propuesta de Lefebvre, formada con lo vivido, lo percibido y lo concebido (Soja, 1997:260-278). El primer espacio, es decir, el percibido es el que se refiere al mundo experimentado, empíricamente medible y cuyos fenómenos pueden ser cartografiados. Es el espacio material. El segundo espacio, el concebido, es el espacio subjetivo y que, por ende, tiene que ver con el mundo de las ideas, de las imágenes y las representaciones; es el cognitivo, conceptual y simbólico; que tiende a ser más idealista que materialista. Aunque ambos espacios han sido analizados en la historia de la geografía, el primero ha sido el dominante. El tercer espacio, es decir, el espacio vivido, es aquel que tras-ciende el dualismo de la modernidad, en el cual el primer y el segundo espacio se oponen. De acuerdo con Soja, a finales del siglo XX, el tercer espacio ha sido explorado en forma creativa, desde el campo de las investigaciones culturales crí-ticas, sobre todo desde el feminismo y los estudios poscoloniales, que han hecho de la geografía humana una disciplina más transdisciplinaria.

El giro culturalista en el espacioUna de las criticas más fuertes que el posmodernismo le hizo a la visión moderna de analizar el espacio desde la perspectiva marxista refiere a la sobredetermina-ción económica que éste tuvo y en donde todos los procesos eran explicados des-de su posición frente a la estructura productiva que definía aún su relación con la estructura política y la superestructura, es decir, con la ideología. En este manejo de los opuestos, en donde parecía que la critica implicaba una negación completa de lo que se hizo anteriormente, en el posmodernismo se ha presenciado lo que se llama el giro culturalista en el análisis del espacio que supone ahora que no hay detemrinación económica en relación con los procesos y todo aparece como parte de la cultura.

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Este giro es sin duda importante pues al aparecer como elemento definitorio de los procesos la cultura, la percepción y el simbolismo, parecería que queda sin contexto cualquier proceso que se desarrolle en el espacio y solo puede hablarse de lo que se percibe, se simboliza, se siente sobre el mismo. Evidentemente que al-gunas como la de Lefebvre sobre la producción del espacio que tienen una fuerte orientación marxista la integran en su visión, pero adscribiéndole una dimensión material económica, que no cae ya en la sobredeterminación, pero en donde se integra como un agregado más que es preciso evidenciar.

Asimismo, esta orientación va a permear la manera como se usan en la ac-tualidad categorías como las de territorio y lugar, en donde el elemento cultural y la identidad que la define, ha sido un factor fundamental para orientar las visiones que en la actualidad se desarrollan como se analizara posteriormente en los capítulos respectivos.

Es preciso mencionar que hay una fuerte critica a la manera como este giro culturalista sin contexto se ha extendido como “la manera” como se realiza el estudio del espacio en el posmodernismo, negándole total vinculación con al-gún tipo de contexto, sea éste económico o de cualquier tipo, o bien manejado como un elemento en donde lo particular es lo único que prevalece y en donde la fragmentación del conocimiento sobre el espacio erige procesos sin dirección, y por supuestos cargados de una neutralidad que dista mucho de ser la realidad que vincula lo general con lo particular, como metodológicamente se adscribe el estudio del espacio aun en la geografía más tradicional (Ramírez, 2003a).

Espacio de flujosCon el surgimiento de la crisis de los paradigmas en la última década del siglo XX, aunado a los cambios tecnológicos y productivos que venían ya gestando desde la década de los años setenta, se expandió el uso de la categoría de espacio de flujos basado en la necesidad de explicar el movimiento acelerado que tomaron los procesos económicos, los movimientos migratorios internacionales que se in-crementaron, la diversidad del intercambio cultural que dichas transformaciones originaron, y la importancia creciente y el interés por entender la subjetividad que el desarrollo económico, político, social y cultural generó a nivel global. Entre otros, han sido dos los trabajos que han incidido directamente en la expansión de este concepto, y otros muchos los que lo han reproducido: el de Saskia Sassen sobre La Ciudad Global (1991) y el de Manuel Castells sobre la Era de la Infor-mación (1996 {1999}).

Ambos resaltan cuatro nuevas funciones estratégicas que se concentran en algunos centros urbanos: los puntos de comando de la organización de la eco-

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nomía mundial; las localizaciones clave para los servicios financieros y las firmas altamente especializadas en ellos que han remplazado a los sectores económicos líderes de la producción manufacturera; la existencia de sitios clave de produc-ción de innovaciones en la producción de industrias líderes en estos productos y la alta concentración de los mercados de productos y servicios resultantes de dichas innovaciones (Sassen, 1991:4).

Con ello, se acepta la aparición de una nueva lógica que requiere ser ex-plicada a partir de nuevos conceptos, al que agregamos el de espacio de flujos, que permite explicar las interacciones que se dan entre las zonas productoras de bienes financieros y de servicios y de las generadas por las telecomunicaciones y la telefonía inalámbrica a partir de una lógica que analice el movimiento que se caracteriza como flujo.

Castells (1999:409-444) retoma algunos de los supuestos de esta autora, para analizar la sociedad de la información y los cambios culturales que genera en el espacio. El autor parte de asumir que espacio y tiempo se relacionan, y que existe la posibilidad de contar con un hiperespacio que puede tener hasta diez dimensiones (Ibid.:409), pero no los desarrolla. El autor argumenta que el “espacio es la expresión de la sociedad” (Ibid.:444) pero, requiere nuevamente de conjuntarlos para explicarlos, argumenta sobre la necesidad de hablar de la simultaneidad, diferenciándola de la noción de contigüidad, como se explica-ba anteriormente; se trata de una simultaneidad basada en flujos (de capital, de información, de tecnología, de interacción organizativa de imágenes, sonidos y símbolos), en tanto que la “expresión de los procesos que dominan nuestra vida económica, política y simbólica” (Ibid.:445) y que llevan a la existencia de proce-sos que se vinculan en tiempo real.

Castells define al el espacio de los flujos como “la organización material de las prácticas sociales en tiempo compartido que funcionan a través de los flujos” (Ibid.) lo que sugiere que todas las prácticas sociales siguen un comportamiento en flujo. Éstos son “las secuencias de intercambio e interacción determinadas, repetitivas y programables entre las posiciones físicamente inconexas que man-tienen los actores sociales en las estructuras económicas, políticas y simbólicas de la sociedad” (Ibid.:445) que desempeñan un papel importante en las estructuras sociales estratégicas; pueden describirse más que definirse (Ibid.:446) y se con-forman por al menos de tres capas de soportes materiales que juntos lo constitu-yen: un circuito de impulsos electrónicos (microelectrónica, telecomunicación, y sistemas de soportes de alta velocidad); sus nodos y ejes que los conforman y en donde se afirma que éstos no carecen de lugar, “aunque su lógica estructural sí” (Ibid.:446), y tercera y última capa, refiere a la organización espacial de las élites

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gestoras dominantes (más que a las clases) que “ejercen las funciones directrices en torno a las que ese espacio se articula (Ibid.:448). En estas tres capas se inte-gran todos los aspectos fundamentales en los que se imbrica la sociedad contem-poránea, que a su vez se diferencia entre “las élites que son cosmopolitas y la gente que es local” la primera ahistórica y la segunda con cultura e historia. Y agrega que entre las tres capas se conforma el llamado espacio de flujos, a partir de su conjunción y articulación. Asimismo, la conjunción entre ellos genera comunida-des simbólicamente atrincheradas y aisladas detrás de sus lógicas inmobiliarias de reproducción: casas, hoteles, formas de diversión y de hacer turismo; generando un estilo de vida que se reproducen similarmente en todo el mundo (Ibid.:449-450). Esto resulta en una cultura internacional-global con identidad particular que vincula a una sociedad específica que se reproduce en esa escala.

Esta diferenciación cultural entre los espacios posibilita el hablar de los es-pacios de flujos y los espacios de lugares. El primero es el de la élite inmersa en la sociedad de flujos y el segundo es el de la gente que se reproduce en lugares, definiendo el lugar como “una localidad cuya forma, función y significado se contienen dentro de las fronteras de la contigüidad física (Ibid.:457), que re-sulta en una conjunción-diferenciación poco clara entre espacio y lugar ya que: “no todos los lugares son socialmente interactivos y ricos en espacio. Para él, espacio y lugar representando dos lógicas espaciales que al fragmentarse en la actualidad y contar con experiencias simbólicas diversas, se presenta “una es-quizofrenia estructural” entre ellas que amenazan con “romper los canales de comunicación de la sociedad (Ibid.:461) en una lógica de espacios segmentados y cada vez menos relacionados de acuerdo con la postura estructuralista que los fundamenta.

Este espacio de flujos se caracteriza por contar con un tiempo atemporal, es decir, la simultaneidad de los procesos es parte de su existencia fundamental, lo que hace que se segmente también de la lógica de los lugares que son históricos y por lo tanto temporales (Ibid.:500). Con esta segmentación entre espacio-lugar, temporalidad y atemporalidad de los procesos, es que el autor concluye en la conformación de una sociedad red, es decir, la manera cómo se organiza la in-formación, generando, desde su perspectiva, una nueva morfología social que modifica la operación y resultado de los procesos de producción, la experiencia, el poder y la cultura (Ibid.:505). Se argumenta que las redes pueden generar tipo-logías determinando que la distancia (o intensidad y frecuencia de la interacción) entre dos puntos o posiciones sociales sea más corta (o más frecuente o intensa) si ambos son nodos de una red que sí pertenece a otra. Y así, clasifica a la distancia como física, social, económica, política o cultural sin que explicite que se entien-

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de por ellas, ni si la distancia, frecuencia o intensidad se manejan de la misma forma en los ductos tecnológicos o en la movilidad de la sociedad en cualquiera de sus formas. Una red, dice: “es un conjunto de nodos interconectados. Un nodo es el punto en el que una curva se intersecta a sí misma. Lo que un nodo es con-cretamente depende del tipo de redes a que nos refiramos” (Ibid.:506).

En esta concepción del espacio, hay una tendencia en resaltar al menos seis aspectos importantes con los que es preciso discutir. Primero, la concepción del espacio de flujos es una noción moderna de los conceptos de tiempo y espacio, en donde si bien trata de unificarlos, al final los separa para dar una mejor compren-sión de los procesos pero en donde persiste la connotación de que es el tiempo el que se mueve y el espacio es fijo pues en realidad el que se mueve es el flujo. Pero también adquiere una noción de espacio reflejo ya que las nuevas formas y procesos espaciales son resultado de la transformación estructural de la sociedad (Ibid.:444). Es preciso agregar también que la exaltación de la simultaneidad como el proceso de la nueva era informática, no necesariamente termina ni con el tiempo ya que el espacio es parte de ella.

Segundo, en la concepción de flujo que se tiene, y que incluye la movi-lidad total de la información, la economía, la sociedad y la cultura, hay una confusión entre movilidad y flujo. Se dice que movilidad es una cualidad del movimiento que es la acción y efecto de mover; es un estado de los cuerpos mientras cambian de lugar o de posición (RAE, 2001:1546; cursivas de las au-toras), mientras que flujo refiere a la acción o efecto de fluir, acción que se le adscribe exclusivamente a los gases y a los líquidos cuando corren. Concepciones como ésta han desarrollado nociones como la que Bauman (2005) desarrolla en su libro titulado Vida Líquida, argumentando que los logros individuales de sociedad moderna no pueden solidificarse en posesiones que duren, y en donde las condiciones de acción y las estrategias son diseñadas para responder rápido y se hacen obsoletas aun antes de que los actores tengan oportunidad de aprender de ellas propiamente: “patinando en hielo delgado, nuestra seguridad está en la velocidad” (Ibid.:1).

Tercero, en la concepción del espacio de flujos hay una exaltación por emu-lar el paso de una sociedad organizada en espacios, zonas o lugares para susti-tuirla por una de redes. Con ello, son las redes y los rizomas los factores de la estructuración espacial de la sociedad y su morfología, independientemente de la manera o no de adscribirse a cualquiera de los tipos de flujos a los que se hacen mención. Una vez más, parecería que es la misma organización rizomática la de los flujos de la información que la movilización de la población en la migración o en el tránsito.

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Cuarto, en esta postura hay también una exaltación a la importancia que tiene la tecnología en la organización espacial urbana, y su impacto no solo eco-nómico, sino político y cultural. Esta afirmación no es nueva en este autor, ya que lo viene trabajando, aunque de manera muy diferente, desde la Cuestión Urbana (1974:cap. 3), en donde se resalta el papel que juega el factor tecnológico en la conformación de las ciudades y las metrópolis desde finales del siglo XX.

Quinto, la escala del espacio de flujos, es la global, y se organiza a partir de una forma de red o redes conformadas por una economía informacional/global alrededor de centros de mando y control que coordinan y gestionan las activida-des que se entrecruzan en las llamadas redes empresariales. Los servicios avanza-dos, las telecomunicaciones y todas las innovaciones, dice el autor, “se reducen a la generación de conocimiento y de flujos de información”, que han generado un modelo espacial diferente, caracterizado por su “dispersión y concentración simultáneas”, esta última ubicada en algunos centros nodales de unos cuantos países, a pesar de que se les considera omnipresentes, ya que están en toda la geografía del planeta (Castells, 1999:412). Existe una contradicción entre la im-portancia que se da a lo global y la emulación de lo local.

Por último, en su postura existe también una contradicción en la manera como se explica el funcionamiento de la clase capitalista global y la mane-ra como se integra el funcionamiento de los trabajadores, ya que niega que la tecnología tenga algún efecto en el desplazamiento de los trabajadores de sus lugares de trabajo y en el crecimiento del desempleo. Esta característica del ca-pitalismo contemporáneo, dice, tiene más relación con cuestiones instituciona-les y con la política macroeconómica que con el desarrollo y la implantación de la tecnología en los procesos productivos y en el desarrollo de la sociedad contemporánea.

Como se puede apreciar, son amplias las contradicciones que el uso de este concepto genera. Sin embargo, cada vez es más utilizado sin ni siquiera tomar en cuenta las dificultades que se pueden generar con aseveraciones tan serias como las hechas por Castells en su momento que se comprueban parcialmente y dejan abiertos otros caminos sin resolver.

Visiones epistemológicas del espacio: Santos y Massey

Milton Santos en Brasil y Doreen Massey en Inglaterra son dos autores que le dan una gran importancia a la discusión epistemológica del espacio, evidencian-do en sus trabajos los fundamentos y los métodos que organizan su quehacer

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científico, más que discutir solamente sobre su definición o las relaciones que se generan entre los grupos o los elementos que lo componen. Evidentemente que parten de posturas y supuestos diferentes, aunque ambos vienen de visiones críticas que los hacen particularmente importantes para el tema que aquí nos ocupa. Por corresponder a un orden cronológico, se expondrá primero la visión de Milton Santos desarrollada en su texto publicado en 1996 en portugués y en 2000 en español titulado La naturaleza del espacio, mismo que es una recapitula-ción de muchos temas que trató con anterioridad en otros textos. En un segundo momento se integra la visión de Doreen Massey, quien desde la década de los noventa articuló una serie de supuestos que concluyen en 2005 con la edición de su libro for space. A pesar de ser propuestas muy diferentes, con orígenes también diversos –el uno latinoamericano y la otra anglosajona– comparten su interés por hacer una discusión epistemológica del espacio que difícilmente se encuentra en otros autores, razón por la cual nos atrevimos a tratarlos en el mismo apartado, aunque se desarrollará su postura en forma particular.

Milton Santos: el espacio como híbridoPara Milton Santos (2000:16) la discusión sobre el objeto, en este caso del es-pacio, supone el dominio del método, que permitirá definir categorías y forma para analizarlo correctamente, ya que las primeras son centrales para definir la manera de abordarlo. El autor enmarca su propuesta dentro de la “producción de una teoría social crítica” a partir del desarrollo de diferentes momentos en la discusión que parten desde la definición de nociones y categorías, el desarrollo de la racionalidad que las compone, la discusión epistemológica y la ontológica del ser del espacio (Ibid.:20).

Para los efectos y objetivos que se persiguen en este libro, hay tres supuestos importantes que es preciso resaltar de su planteamiento: primero, a diferencia de lo que muchos autores hicieron ya desde finales del siglo XX, para Santos, tiempo y espacio son dimensiones separadas, aunque de formas específicas, la técnica las une (Ibid.:49-51), y de esa manera son trabajadas en su texto. Segundo, espacio y territorio son sinónimos (este paralelismo entre las categorías se repite a lo largo del texto (Ibid.:28), y el de lugar se utiliza para dar especificidad al proceso o bien es un cambio de escala que permite pasar de la discusión general y de totalidad del proceso, a una particular ya de espacios más concretos que se constituyen como fragmentos de la totalidad (Ibid.:102). Este paralelismo es particularmente importante por dos razones: primera, la manera como se ha extendido en Amé-rica Latina esta concepción que genera mucha confusión entre las categorías, y segunda, la forma como se ha descuidado la explicación de los términos por las

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diferencias que se presentan sobre todo en la dimensión política que el territorio adopta. Por último, el autor considera al espacio “como un conjunto de fijos y flujos que se identifican de la manera siguiente:

Los elementos fijos, fijados en cada lugar, permiten acciones que modifican el propio lugar, flujos nuevos o renovados que recrean las condiciones ambientales y las condiciones sociales, y redefinen cada lugar. Los flujos son un resultado directo o indirecto de las acciones y atraviesan o se instalan en los fijos, mo-dificando su significación y su valor, al mismo tiempo que ellos también se modifican (Ibid.:54).

En una propuesta con múltiples visos de su formación marxista estructu-ralista, el autor define al espacio como “un conjunto indisoluble de sistemas de objetos y sistemas de acciones” (Ibid.:18), que se estructura a partir de categorías internas al sistema entre las cuales se cuenta al paisaje, la configuración territo-rial, la división territorial del trabajo, el espacio producido o productivo, las ru-gosidades y las formas-contenido, y las que se constituyen como procesos básicos, externos al espacio entre los cuales se cuenta la técnica, la acción, los objetos, la norma y los acontecimientos, la universalidad y la particularidad, la totalidad y la totalización, la temporalización y la temporalidad, la idealización y la objetiva-ción, los símbolos y la ideología (Ibid.:19). Juntas, categorías externas e internas, le dan coherencia al sistema y “deben reflejar la propia ontología del espacio” (Ibid.:20), (Figura 1).

Una de las categorías fundamentales en su visión es la de técnica, ya que une a las externas e internas. Ésta debe ser vista desde una triple perspectiva: “como reflejo de la producción histórica de la realidad; como inspiradora de un método unitario (alejando dualismos y ambigüedades); y finalmente, como garantía de la conquista del futuro (Ibid.:20). La técnica es historia ajustada con el espacio (Ibid.:40-41).

Pero la técnica es también la principal forma de vinculación entre el hombre y la naturaleza, el hombre y el medio. Solo el espacio como fenómeno técnico en su total comprensión permite alcanzar la noción de espacio geográfico en la me-dida en que éste, a partir de la producción, permite la transformación del último, y define al mismo tiempo por esta acción a los actores en un espacio determinado (Ibid.:35). Comenta que el estudio de los objetos técnicos no remite solamente a las innovaciones tecnológicas ni a la industria en particular, sino que le da un sentido más amplio en donde el objeto creado es naturalizado e integrado con-

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cretamente en el medio de donde surgió o que lo acogió, a partir de un proceso que denomina “adaptación-concretización”, formando el medio tecnogeográfico.

El autor afirma que no existe un medio geográfico por un lado y un medio técnico por otro, sino que el primero se ha creado a partir de la fusión del medio geográfico que vivió por siglos como natural y que ahora, con los procesos de glo-balización contemporánea, le permite pasar, al técnico-científico informacional que define los procesos (Santos, 2000: 37). Con esta discusión, el autor integra el medio geográfico con la transformación tecnológica; la tecnología con la produc-ción y el espacio con el tiempo. Se afirma así que con esta integración del espacio se hace concreto al tiempo a través del espacio de la producción. Esto se mate-rializa con la noción de trabajo y de instrumento de trabajo, importantes para la explicación geográfica, “tanto o más que el de modos de producción” (Ibid.:48).

Los objetos, son fijos inmateriales artificiales; se crean social o técnicamente y se clasifican en cuatro categorías que dependen de grados de determinación funcional: objetos naturales, técnicos, de arte y objetos de diseño (Ibid.:60). Es a partir del reconocimiento de los objetos en el paisaje o en el espacio en su totalidad, que se puede pasar a las relaciones que existen entre los lugares. Sin embargo, éstos en su opinión forman sistemas. Los objetos naturales junto con los culturales que lo modifican forman lo que el autor denomina “configuración geográfica”, del cual el paisaje no es más que una fracción y no son categorías

Sistemas de objetos(materialidad)

Sistemas deacciones

(socialización)Unión indisoluble

Acción racional o no

Espacio (espacio geográfico) más que el social

Figura 1. Espacio como híbrido.

Fuente: representación propia basada en Santos (2000).

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sustitutivas de espacio sino diferentes, diferenciando entre configuración espacial como elemento técnico y la el espacio geográfico como un dato social (Ibid.:64).

Por su parte, los sistemas de acciones están conformados por comportamien-tos orientados dados en situaciones determinadas, normativamente regulados con una motivación específica con el fin de poder comprender y explicar las acciones humanas y vincularlas con el mundo social y físico. Esto lo que hace es integrar el mundo material y el social tratando los objetos conjunta y concertadamente. “En cada momento hay una relación entre el valor de la acción y el valor de lugar donde se realiza; sin esto, todos los lugares poseerían al menos valor de uso y el mismo valor de cambio, valores que no serían afectados por el movimiento de la historia” (Ibid.:74).

Este carácter de integración es lo que elimina la concepción purista que hay de estos elementos; es lo que le da el carácter híbrido a su concepción de espacio, ya que todos los sistemas tienen que ser abordados como estructuras de realidades mixtas y relacionadas (Ibid.:85).

Si para el autor espacio y territorio son sinónimos, no lo es el paisaje, que se erige como “el conjunto de formas que, en un momento dado, expresa las heren-cias que representan las sucesivas relaciones localizadas entre hombre y naturale-za. El espacio es la reunión de esas formas más la vida que las anima. “El paisaje es un aspecto o una fracción de la configuración territorial o configuración geo-gráfica o fracción territorial” (Ibid.:86).

Paisaje se usa en ocasiones en sustitución de configuración territorial, pero éste es solo el fragmento que puede abarcarse con la visión (Ibid.). Es un con-junto de objetos reales-concretos, hecho que lo hace trans-temporal, conjuntan-do objetos de tiempos pasados (rugosidades) con los que constituyen de épocas contemporáneas. El paisaje, agrega, es historia congelada, pero a la vez viva, es testimonio de la sucesión de los medios de trabajo.

Metodológicamente, el autor destaca la necesidad de analizar la totalidad de espacio, misma que identifica con la forma como los procesos contemporáneos se globalizan en el sistema mundo, retomando la definición de Wallerstein (1996). Sin embargo, esta totalidad se escinde en pedazos, fragmentos o divisiones, como parte integrante también de ella. “Pensar la totalidad sin pensar su escisión es como si la vaciásemos de movimiento” (Santos, 2000:99). Es ese movimiento, lo que le da su carácter procesual en tanto que encadenamiento de divisiones más que sucesión de unidades (Ibid.:101) permitiendo el paso de lo universal o total hacia su particularidad, que es lo local y de regreso.

Importante es resaltar que en ese proceso la diferenciación espacial se pro-duce a partir de la división del trabajo, en tanto que motor de la vida social. En

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esta unión vincula indisolublemente a objetos y acontecimientos en un proceso de interacción que admite la complejidad como elemento de vinculación entre la esencia y la estructura (Ibid.:110).

En esta definición de conceptos, resalta sin duda la que el autor le da al de lugar, pues afirma que la concreción de cada proceso total se materializa en el lugar…. “Pues es ahí en donde se redefinen los procesos, las técnicas, y se valo-rizan los recursos que participan en un lugar; es así en donde la totalidad de los recursos encuentran la división del trabajo y se genera el movimiento que es dis-creto, heterogéneo y conjunto, es decir “desigual y combinado” (Ibid.:112) y es el depositario final de los acontecimientos (Ibid.:122). Al lugar también le adscribe la generación de la jerarquía entre lugares producida por la división del trabajo, así como la redefinición de la capacidad de actuar de las personas, las empresas y las instituciones (Ibid.:114). Éstos tienen tiempos, y etapas, con lo cual al ar-ticularse con el tiempo antiguo, se generan las llamadas rugosidades que no es otra cosa sino la manera como se articulan divisiones del trabajo antiguas con las contemporáneas (Figura 2).

Hay una desarticulación de escalas que se producen en los procesos, a par-tir de la identificación de diversos procesos que se generan en las escalas mun-dial, nacional o local. Éstas se identifican como la interdependencia que existe entre los acontecimientos. “La noción de escala se aplica a los acontecimientos siguiendo dos acepciones: La primera es la de escala del “origen” de las variables

GLOBAL

Verticalidades

Horizontalidades

TerritoriosEspacios

sede y soporte de

Mercado Geografía de laproducción ysociedad civil

Figura 2. Articulación de escalas

Fuente: representación propia sobre la base de Santos (2000).

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involucradas en la producción de acontecimientos. La segunda, es la escala de su impacto, de su realización (Ibid.:128). La articulación entre las escalas se da por las verticalidades y las relaciones que se dan entre los lugares, por las horizonta-lidades (Figura 3).

El lugar en el espacio/territorio, sociedad

Santos construyó esta postura a lo largo de varios años hasta dejarla acabada e integrada tal y como lo hemos expuesto en las líneas anteriores. Ella ha tenido una gran influencia en América del Sur, sin embargo, por largos años se mantuvo fuera de escena en la geografía mexicana, por un lado por su visión crítica de la geografía tradicional, pero también por el otro, debido a la postura política que con esta orientación marcó al autor como parte del marxismo latinoamericano, en el campo de la geografía.

Figura 3. El lugar en el espacio / territorio, sociedad.

Fuente: interpretación propia sobre la base de Santos (2000:216).

Espacio, territorioglobalización

Sociedad más ampliay complejaPsicósfera

Esfera de laacción

Sederesistencia

Tecnósfera

Mundo de objetos generadospor la técnica

Naturales, artificiales ohíbridos

Interacción

Unidadlocal

Unión horizontal

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Massey: el espacio de las múltiples determinacionesPor su parte Doreen Massey genera una aportación que trabaja a lo largo de muchos años, que sistematiza en 2005 en su texto for space. Éste se constituye como una reflexión epistemológica del espacio que se conoce como “geometrías del poder” y que en su opinión se erige como una reflexión profunda sobre el espacio para enfrentar los cambios que se presentan en el siglo XXI, enfatizando el carácter social que éste tiene (Ramírez, 2010b:167).

Partiendo de una necesidad de repensar el espacio junto al tiempo, se hace una vinculación que no solo pasa por su propuesta sino inclusive por la de autores como Wallerstein y Harvey (Ramírez, 2006:3-8). Con este supuesto de conjun-tar tiempo y espacio, parte de suponer que cada uno de ellos tiene una dimensión particular que es necesario reconocer. Así, plantear que hay países subdesarrolla-dos sería un error, en la medida en que escogieron otra forma de desarrollo o se encuentran en otra dirección en su evolución que no necesariamente para por ser la eurocentrista o subordinada al desarrollo de los primeros.

Habiendo tenido una postura crítica dentro del marxismo en el inicio de su carrera en los años setenta, e influenciada en parte por el estructuralismo, la autora hace un recorrido interesante por diferentes campos del conocimiento del espacio para concluir en 2005 con una propuesta acabada que redimensiona al espacio en relación con otras posturas.

La concepción de Massey (2005) sobre el espacio se basa en tres postulados fundamentales: primero, el espacio es producto de múltiples interrelaciones que se construyen desde lo más general o global hasta lo local. Estas relaciones no se adscriben exclusivamente a las de corte social, sino que pueden ser también de dimensiones múltiples en donde lo cultural y hasta lo físico interactúan. Para la autora la separación entre la geografía física y la humana carece de sentido, en la medida en que los unos y otros se encuentran también en extrema y estrecha relación, cada uno con su tiempo y espacio específicos.

Segundo, el espacio es la esfera de la posibilidad de existencia de múltiples trayectorias y posibilidades, en donde asume que la multiplicidad se da por y en el espacio y el espacio y la multiplicidad son co-constitutivos. En esta multipli-cidad se da una dimensión conjunta y están fundamentadas en la posibilidad de inclusión de múltiples diferencias en trayectorias que pueden aparecer como in-dependientes pero que se entretejen en entrecruzamientos complejos que pueden llevar a conflictos o a desconexiones.

Tercero, es por la existencia de esta multiplicidad que el espacio es un sistema abierto en un continuo proceso de transformación y en constante movimiento, sin fronteras, siempre en cambio. Es un proceso en proceso pues siempre hay algo

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inesperado, o impredecible. Asimismo, existe una condición de yuxtaposición de distintos relatos, trayectorias y relaciones que genera otras nuevas que tienen nuevas historias.

Bajo esta perspectiva, el espacio deja de ser estático y se encuentra en conti-nuo movimiento, es resultado de la conjunción de co-presencias y co-existencias que se encuentran a partir de las múltiples trayectorias que adoptan los agentes, es multidimensional y por lo tanto móvil, rompiendo así con uno de los postu-lados tradicionales de hacer geografía, que es el de eliminar las fronteras: éstas no existen. Posteriormente, en el capítulo 5 de este libro se analizará cómo esta dimensión general del espacio se vincula con el concepto de lugar, como una forma específica de materializar su devenir en el tiempo.

Con estos tres apartados pasa de la consideración del espacio plano o de su-perficie, estático y solo relacionado con la naturaleza complejizando su existencia a otra que dista mucho de estar cercana a la de la geografía tradicional del siglo pasado. Asimismo, al incluir la posibilidad de imaginarlo, acepta la dimensión de futuro en donde puede construirse o dimensionarse fuera de los metarrelatos o las teorías del progreso, desarrollo entre otras, lo define como un elemento que favorece la co-constitución de múltiples identidades por lo que lo saca de los dua-lismos hombre/mujer, atrasado/desarrollado, etc., lo que pone en una dimensión de constructividad las múltiples posibilidades de su ser en el futuro y la deslinda de posturas estructuralistas que aceptan estas dicotomías para definirse. Así ar-gumenta, el espacio no es la ausencia de tiempo ni a la inversa, son elementos ambos que se constituyen y redefinen mutuamente.

La dimensión política está al interior de su propuesta en donde es solo a partir de su inclusión que las posibilidades, los relatos, las trayectorias y las re-laciones se hacen posibles en el espacio y genera la posibilidad de lo nuevo; es decir, de planear el futuro, contendiendo así con las relaciones de dominio y de subordinación del poder que están detrás de muchos de los procesos del espacio.

Massey es crítica de la postura de Lefebvre en “la producción del espacio”, en la medida que argumenta que el autor habla del espacio y lo clasifica pero no lo define y para ella, como geógrafa, es necesario definir el concepto por lo cual habla de la construcción del espacio (Massey, 1992:66), deslindando con esto las fuentes de cómo se toma el espacio y su producción en la visión del autor, y la de construcción, siendo esta la categoría que usa ella. Posteriormente se adscribe más al concepto de lugar que al del espacio, por lo que será analizado posteriormente.

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El espacio del futuro: Ciberespacio

La sociedad actual se encuentra inmersa en una dinámica marcada por el desa-rrollo tecnológico, donde la cibernética, la informática y los medios de comuni-cación generan nuevas formas espaciales. El ser humano vinculado a la tecnología se transforma y se hace dependiente de ella. La tecnología permea cada vez más en la vida cotidiana. Prácticamente no hay lugar ajeno al proceso, aunque se manifieste a través de la exclusión. Milton Santos habla de los espacios luminosos y los opacos, para aludir a esta dinámica. Los primeros son aquéllos donde se concentra la producción tecnológica y los segundos son aquéllos que se degradan como consecuencia de estar sometidos y marginados del sistema. La movilidad, las formas de comunicación y de relación, e incluso la estructura del pensamiento se ven alteradas, para adaptarse a las nuevas posibilidades. “El desarrollo verti-ginoso de las tecnologías ha creado nuevos canales de comunicación, formas de relación y lugares de encuentro; ha penetrado cada vez más en la vida cotidiana de las personas, en su intimidad, en su forma de vincularse y en el significado que le dan a sus actividades” (López, 2010b:223).

En el marco del desarrollo acelerado de las tecnologías de la información y la comunicación, los parámetros tradicionales se han modificado. Las referencias espacio-temporales y la manifestación de la realidad social han generado nuevas realidades, nuevas territorialidades y nuevas reflexiones. La tecnología no solo fa-cilita los procesos de producción y el acceso, tanto a cosas, como a personas, sino que facilita el monitoreo y control de la sociedad en su conjunto.

Una de las consecuencias más visibles del desarrollo tecnológico ha sido en los procesos de simulación, en los cuales la realidad y la ficción se entrelazan, se yuxtaponen y se confunden. No se trata solo de efectos especiales en el cine y de realidad aumentada para los celulares, sino de la capacidad de crear ambien-tes artificiales que construyen espacios hiperreales, donde la situación concreta termina por ser más real que la realidad de referencia. Tal es el caso de centros comerciales, zonas residenciales, lugares turísticos y de esparcimiento.

En el marco del capitalismo actual, las nuevas tecnologías han sido parte de los procesos y dinámicas que incrementan la configuración de espacios des-iguales, inequitativos y marcados por el deterioro ambiental. Quienes critican la situación, destacan las nuevas divisiones de clase (las clases digitales), que se distinguen por su acceso a la tecnología, las prácticas criminales y las formas de control ciudadano que han utilizado Internet como recurso.

A pesar de lo anterior, existe también la postura contraria que enfatiza en una mayor democratización del conocimiento, de los recursos, en una mayor

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facilidad de comunicación, interacción e integración social y en la posibilidad de la organización como ocurrió con los movimientos sociales de 2011, como la Primavera Árabe y el movimiento de los Indignados en Madrid.

La vida social, en un mundo donde el Internet y las conexiones por WiFi desempeñan un papel dominante, fue anticipada por Wiliam Gibson (1984) a través de su libro Neuromancer. Él acuñó el término de ciberespacio para hablar de un espacio digital formado por una red de computadoras, a la cual se accedía desde una terminal y servía para el intercambio de información. Dicho espacio se formaba por una matriz o estructura cartesiana y los usuarios podían transpor-tarse al interior de gráficas tridimensionales. La creación de un mundo virtual, con esos principios, se popularizó posteriormente con la película de 1999, dirigi-da por los Wachowski Brothers, The Matrix.

Si bien la aplicación tecnológica más conocida, que sustenta a dicho siste-ma espacial, es Internet, el ciberespacio va más allá. Tiene que ver con redes de computadoras, con sistemas de comunicación, con aparatos como los teléfonos celulares, las tabletas y los GPS, con aplicaciones como las redes sociales y la realidad aumentada. Todo ello es el sustento de una dimensión espacial superior simulada que media los vínculos sociales, las acciones, las prácticas y las marcas territoriales.

Los sujetos que habitan el mundo cibernético han sido descritos de diversas formas. Fluri (2006:91) afirma que el ciberespacio ni está completamente separa-do de los espacios físico sociales ni podemos decir que los refleja en su totalidad. Lin y Gong (2001:2) afirman que los habitantes de los mundos virtuales son seres post-humanos, es decir, una combinación entre personas del “mundo real” o ha-bitantes de la Tierra, con personajes diseñados con gráficas en tercera dimensión. Haraway (1991:150) en cambio, habla de ciborgs, “un híbrido entre máquina y organismo, una criatura de la realidad social al mismo tiempo que una criatura de la ficción”.

El ciberespacio genera un espacio paralelo, sin embargo, los vínculos entre el mundo en línea y el físicamente concreto no se rompen, pues estos universos alternos han demostrado tener gran potencial como negocio; miles de dólares cambian de manos mensualmente, la gente compra diseños de avatars, terrenos, casas, paga viajes virtuales, entre otras cosas. Diversas compañías, conocidas fue-ra del ciberespacio han decidido establecer un centro de negocios en estos sitios o vender a través de estos medios, en una forma similar a la de las compras por catálogo de hace cien años (López, 2010).

El análisis del fenómeno tiene múltiples dimensiones. El ciberespacio y sus implicaciones lleva a diversos autores a abordar las nuevas configuraciones espa-

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ciales, los cambios en las relaciones sociales, en las identidades y en las prácticas; a estudiar a geografías virtuales, cibergeografía, ciberlugares, ciberciudades, am-bientes virtuales, Geografía de la sociedad de la información, cespacio, mapas del ciberespacio y cibercartografía, comunidades digitales, mundos virtuales (López, 2006, 2010a) y paisajes cibernéticos (López y Méndez, 2015). Ejemplo de ello son autores como Dodge y Kitchin (2001, 2002) y Buzai (2004a y b) que ana-lizan la naturaleza espacial de las redes de comunicación, los espacios existentes entre las pantallas de las computadoras y la representación gráfica o cartográfica de dichos espacios.

Desde los estudios culturales también se han analizado conceptos como ci-bercultura, cibersubculturas, ciberfeminismos, cibersexualidades, cibercuerpos, post (ciber) cuerpos, ciborgs, ciberespacio y cibercolonización (Bell y Kennedy, 2000); homo cibersapiens (Tirso de Andrés, 2002). Desde las ciencias de la com-putación y la geomática se habla de realidad virtual (Woolley, 1992; Burdea, Grigore; Coiffet, Philippe, 1996), de cibernética (Wiener, 1950), inteligencia ar-tificial (Tirso de Andrés, 2002) y de realidad aumentada (Ruiz, 2011).

Los avances tecnológicos replantean la naturaleza misma del ser humano, lo que es real y lo que es ficticio; así como la conceptualización del espacio, de los vínculos sociales, los territorios y paisajes producidos.

Reflexiones finales

Sin duda que hablar del concepto de espacio nos remite a una amplia gama de visiones y posturas que se han desarrollado a lo largo de los años, especialmente en el siglo XX, pero sobre todo, a cambios importantes en sus postulados que se explicitan y se diversifican desde el inicio de la posmodernidad. A nuestro modo de ver persisten tres aspectos importantes que es preciso considerar: primero, la manera como las visiones tradicionales y filosóficas de Aristóteles, Platón y otros persisten como fundamentos de la discusión sobre el espacio y solamente se reorganizan en función del contexto socioeconómico y político en el cual se desarrollan, por lo que se puede afirmar que persisten aún en la actualidad. En-tre ellas la visión el espacio como morfología, como geometría y como proceso, sigue estando presente en las posturas diversas de los autores que toman una u otra para desarrollar sus trabajos. Segundo, en esta persistencia, aparecen otras visiones nuevas, sobre todo de corte social y fuertemente influenciadas por el marxismo que abren el abanico de posibilidades teóricas para visualizarse y que co-existen con las modernas desarrolladas por filósofos, economistas y geógrafos.

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Dentro de esta perspectiva sobresale una tendencia fuerte para tomar pos-turas de filósofos como Lefebvre que son introducidas a la geografía junto con el marxismo y que redimensionan la manera como el espacio es concebido a partir de su producción. Pero llama todavía más la atención cómo esta postura se reconstruye aún en el posmodernismo, cuando Soja en un ejercicio de reconside-ración importante lo junta con el marxismo lefebvreano o existen autores que lo trabajan de otra manera y se deslindan de él como en el caso de Massey.

Tercero, es de destacar también la manera como otras ciencias incursionan en los últimos años en las discusiones sobre el espacio y la geografía como son los urbanistas y los filósofos que no dejan de tenerlo como parte fundamental de su interés profesional ¿será el espacio un concepto filosófico más que geográfico? Responder esta pregunta requiere sin duda de una reflexión mucho más amplia que la presente para responderla.

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Capítulo 2. Paisaje

Para mí el paisaje no existe en estricto sentido, cambia en cada momento; es la atmósfera circundante lo que le da su verdadero valor.

(Claude Monet. 1840-1926)

Paisaje y espacio no son sinónimos. El paisaje es el conjunto de formas que, en un momento dado, expresa las herencias que representan las sucesivas

relaciones localizadas entre hombre y naturaleza. El espacio es la reunión de esas formas más la vida que las anima.

(Santos, 2000:86)

El paisaje es una categoría relativamente reciente en el ámbito académico de las ciencias sociales, en particular de la geografía, en la cual se ha destacado en dos momentos en su evolución. Uno en la primera mitad del siglo XX, cuando se le utilizaba para el análisis de las regiones y el otro hace un par de décadas cuando se replanteó su uso en el marco de la posmodernidad y de la sustentabilidad.

Sin embargo, el concepto es mucho más antiguo y pertenecía en gran medi-da al ámbito de los artistas. Las montañas, los jardines, los lagos, en fin, las for-mas visibles de la superficie terrestre fueron representadas con técnicas diversas durante toda la modernidad, bajo múltiples miradas que quedaban plasmadas en un jardín, en un lienzo, en una piedra, en los edificios, en una novela, en toda una serie de materiales propios del arte y que reflejaban los imaginarios de su propio tiempo, de su forma de entender el mundo. De acuerdo con Johnston et al. (1994:425), otro antecedente importante viene de la Inglaterra medieval, donde se usaba el término para aludir a la tierra controlada por el señor feudal o habitada por un grupo social concreto. Con base en los antecedentes en el ámbito artístico, Cresswell (2008:10) afirma que el paisaje refiere a una porción de la su-perficie que puede ser vista de un paraje o sitio particular. El paisaje es entonces una “intensiva idea visual”.

Este capítulo, además de identificar la manera cómo se rescata en los estu-dios geográficos la categoría de paisaje, parte de la inquietud por volver la vista atrás y recuperar lo que la geografía ha olvidado de las artes. A partir de ello, con-

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sideramos que la conceptualización actual del paisaje debiera reflexionar sobre las formas como se concebía y se representaba en paisaje en distintos momentos y ámbitos del quehacer artístico y académico. En particular, se pondrá atención en la forma como la modernidad hace su aparición para abordar el paisaje como objeto de representación en el arte.

Para lograr una adecuada identificación de cómo la categoría de paisaje ha sido utilizada en diferentes tradiciones, reconoceremos cuatro formas generales que la han desarrollado. En primer lugar se hará evidente la manera como la humanidad cambiaba el carácter natural del medio para convertirlo en el paraíso que se perdió con el pecado de Adán y Eva. Esto pasa por diferentes momentos en la historia, desde los griegos y romanos hasta los jardines del siglo XVIII y XIX en Europa.

En segundo lugar se reconocerá cómo el arte basó una parte de su desarrollo en el despliegue de un sinnúmero de paisajes que fueron testigos de la forma como la pintura se adentró en producir una género pictórico en los albores del capitalismo, que a la fecha es sin duda relevante sobre todo en corrientes como el realismo, el impresionismo y otras en donde éstos son deconstruidos o reprodu-cidos; o bien otras en donde los paisajes urbanos o rurales son todavía un motivo de interés por pintores y otros artistas.

En tercer lugar, se analizará la manera como el conocimiento científico, y en particular la geografía, se abocó al estudio del paisaje como una forma de integrar una ciencia dividida en dos: la natural y la social, que requería ser recon-ciliada para continuar su existencia. Pero también fue un momento en donde los recursos y el medio eran expoliados por el capitalismo al reconocer su existencia ilimitada por los nuevos descubrimientos en los continentes americano, africano y asiático, para la existencia del capitalismo.

Por último, se analizará cómo la subjetividad en la identificación del paisaje surge por el giro cultural que se ha dado a los estudios territoriales en los últimos años, y en donde el paisaje de los arquitectos y urbanistas es uno que requiere ser creado para mantener la sustentabilidad del planeta para las generaciones futuras. De esta manera, el paisaje es un instrumento de preservación de la naturaleza y los recursos que deben nuevamente ser organizados para el futuro de la humanidad.

Cabe destacar que nos enfrentamos a un concepto polisémico que transita del arte a la academia y que aún ahí tiene sus diferencias. El auge del paisaje como objeto de la práctica artística, que caracterizara a los pintores románticos, se plan-teó desde parámetros diversos a los de la academia representada por autores como Vidal de la Blache en Francia, y Carl Sauer, en Estados Unidos, quienes usaron la categoría de paisaje para referirse a las formas en que la superficie de la tierra in-

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tegra elementos físico geográficos y culturales. Dichos investigadores plantearon metodologías a partir de las cuales se interpretaban los fenómenos geográficos a partir de la síntesis física, social y cultural de zonas de homogeneidad relativa, con lo cual le daban sentido a la diversidad de la superficie terrestre. Dichas acepciones fueron muy diferentes a las que se desarrollaron casi un siglo después, cuando los posmodernos abordaron al paisaje como concepto central de su que-hacer o de que expresaban quienes abordaban la sustentabilidad en sus discursos.

Ante este panorama tan amplio de visiones que intentan interpretar desde lo artístico, desde lo académico e incluso desde las políticas públicas, lo que el entorno manifiesta, nos preguntamos ¿Cuándo y dónde empezó este interés por representar el paisaje? ¿A través de qué elementos lo hacen quienes lo representan? ¿Qué diferencias hay entre la representación artística y la geográfica del paisaje?

Este capítulo tiene como objetivo responder a estos cuestionamientos a par-tir de analizar la forma en que se retoma el concepto de paisaje por parte de algunos elementos considerados artísticos, principalmente en la pintura, para explorar las aportaciones, que desde el ámbito de las artes plásticas se puede reto-mar para el análisis territorial desde las ciencias sociales en general y la geografía.

La definición como punto de partida

El concepto de paisaje ha sido retomado por diversas disciplinas, tanto en el medio académico como en el artístico. Ambas visiones se adentran en las formas de la superficie terrestre, en su fisonomía y sus implicaciones a través del uso o la representación del paisaje. A partir de sus concepciones, definiciones y lenguaje se enfrentan a diversas escenas que guardan, más allá de su materialidad, valores, emociones, tradiciones, conocimiento y técnica. El paisaje se conceptualiza, se adecúa a las necesidades de la humanidad, se escribe, se pinta, se observa y se lee.

Desde su definición, el concepto de paisaje tiene plasmada una dimensión artística. De acuerdo con el Diccionario de la Lengua Española, “paisaje refiere a una extensión de terreno que se ve desde un sitio” ... a su vez, nos dice que éste, “es considerado desde su aspecto artístico”, ya que refiere a una “pintura o dibujo que representa cierta extensión de terreno” (RAE, 2001:1647). Se habla de un género pictórico interesado en representar pasajes (terrenos), y se dice de un interés que hay por la “creación de parques y jardines, así como en la planeación y conservación del entorno natural” (Ibid.). Desde esta perspectiva, el paisaje es una forma de representación del entorno y de la naturaleza que priva alrededor de cualquier ser humano que puede realizarse en la naturaleza misma o bien a

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través de lienzos en donde ésta se imprime y representa o de textos que sobre él se leen. Por su parte, Johnston et al. (1994:425), con base en Mikesell, definen al paisaje como la “porción de tierra o de territorio que el ojo puede abarcar con un simple vistazo, incluyendo todos los aspectos vistos, especialmente en su aspecto pictórico”.

El concepto, de acuerdo con Urquijo y Barrera (2009:233) tiene sus raíces en dos bases lingüísticas: la germánica con los términos landschaft, del alemán, landskip del holandés, y landscape, del inglés; y la romance, donde se hacen pre-sentes el paesaggio italiano, el paysage francés, el paisagem portugués y el paisaje español.

Desde el ámbito académico de la geografía, el paisaje se utiliza tanto desde la perspectiva física como social, muchas veces, yuxtaponiendo conceptualmente el término con el de región, como lo muestran las definiciones que a continuación se exponen y que representan ambos enfoques.

Desde la geomofología, se define al paisaje físico-geográfico como la

unidad físico-geográfica principal de la división (regionalización) de un territo-rio con un mismo tipo de relieve, estructura geológica, clima, carácter general de la superficie y aguas subterráneas, con conjugaciones secuenciales de suelos, vegetación y fauna. Cada paisaje geográfico consiste en unidades físico-geo-gráficas simples con límites interrelacionados. Por otro lado, los paisajes físico-geográficos complejos y semejantes por su estructura pueden ser incluidos en las unidades físico geográficas del paisaje de órdenes mayores (provincias, regiones, zonas, etc.), (Lugo, 1989:156).

Por su parte y desde la escuela cultural de Berkley, Carl Sauer, en su texto de 1925 La Morfología del Paisaje afirma que “el paisaje es una unidad conceptual de la geografía utilizada para caracterizar la asociación geográfica específica. Es equivalente a términos como área o región”. El paisaje, según el autor alude a las formas de la Tierra (Land shape) constituidas a partir de elementos tanto físicos como culturales.

Hacia finales del siglo XX, la idea de paisaje pasó de concebirse como resul-tado del medio natural moldeado por la cultura a ser analizado como un siste-ma simbólico. Desde este punto de vista, autores como James Duncan, Steven Daniels, Trevor Barnes y Denis Cosgrove, el paisaje se moldea a partir de creen-cias, ideologías, significados y valores, lo que permite que pueda ser leído como un texto (Daniels y Cosgrove, 1988; Duncan, 1990; Cosgrove, 1998; Barnes y Duncan, 1992).

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Paisaje, geografía y pintura

La representación artística del entorno natural ha tenido diversas formas de rea-lizarse en la historia de la humanidad; se puede afirmar entonces que está his-tóricamente determinada ya que existen grandes diferencias en la manera como se desarrolló en la época de la esclavitud o la Edad Media, con la desarrollada en la modernidad que le imprimió su propia impronta. Asimismo, el discurso posmoderno y de la sustentabilidad utilizan la categoría de paisaje para integrar elementos naturales y sociales que son percibidos en un entorno determinado. En ninguno de los momentos se presenta como una representación artística homogé-nea, sino que, por el contrario, diferentes corrientes que se fueron manifestando en la expresión dieron como resultado diferencias ya que de un artista como Turner en el Romanticismo inglés dista mucho de ser el interés de Monet en el postimpresionismo francés, ambos a finales del siglo XVIII.

Para vincular a la geografía y la pintura, a través del paisaje, partimos del reconocimiento de que se trata de dos formas de representación del mundo, que nosotras buscamos hacer convergir. Cuando se aborda al paisaje desde lo aca-démico, se asume que dicho acercamiento viene de la esfera del conocimiento y cuando se le aproxima desde lo artístico, entonces, viene desde el ámbito de la creación y la representación. Aunque el conocimiento implique también creativi-dad y ésta conocimiento, solemos separar sus productos. No obstante, abundan los momentos en que estuvieron juntos. Solo hay que ver la manera como los pioneros en los descubrimientos del mundo, sea en el continente americano o africano, los representaban a partir de la pintura, mostrando una gran capaci-dad artística entre geógrafos como Humboldt, quienes manejaban diestramente técnicas ahora complejas y muy especializadas como lo son la acuarela y la tinta para registrar los hallazgos de botánica, geomorfología y otros que encontraban en los nuevos continentes.

Con la modernidad, el conocimiento y el arte se fueron separando al igual que las ciencias, de manera tal que la descripción del paisaje rural que hacían los geógrafos a principios del siglo XX, pertenecía al mundo intelectual; en cambio, las obras pictóricas, que podían reflejar los mismos lugares, se encontraban en te-rrenos del arte. La selección de los elementos a destacar, el rigor en su registro y el detalle con el cual se representaba un lugar concreto podían ser los mismos, pero el lenguaje era diferente, uno estaba formado por palabras y el otro por colores, texturas y formas; uno se plasmaba en papel a través de palabras; el otro en un lienzo a partir de las pinturas.

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De ahí, se ha derivado la idea de que la búsqueda de la verdad separó tam-bién la manera como se percibía la superficie terrestre y en donde uno se hace por la vía académica que utiliza el método científico para hablar del entorno y el medio natural; en cambio, lo artístico lleva a la evocación de la dimensión espi-ritual como la manifiesta en la búsqueda del paraíso, el reflejo de las emociones que los intelectuales tratan de ocultar, la búsqueda de la belleza y de lo sublime. Pero como se verá más adelante, también se usa como una forma de protesta o de inconformidad por las condiciones en que la vida moderna estaba terminan-do con la naturaleza idílica y perfecta que supuestamente se manifestaba con anterioridad.

La representación pictórica es la visión de un individuo, o de un grupo de trabajo que se aglutinó en una corriente artística, mientras que la representación académica, que también es individual, se construye en una concepción estructu-rada de unidad territorial homogénea, que es el reflejo de una realidad sobre la superficie terrestre. Pero tan personal puede ser uno como el otro y el fenómeno en cuestión puede quedar plasmado por ambos lenguajes con la misma fidelidad. La primera se asume como más subjetiva y sin pretensiones de entrar al campo del conocimiento científico, mientras que la segunda busca ser parte del análisis escolástico. Al respecto, Urquijo y Barrera (2009:238) afirman que:

Los artistas –pintores, poetas, músicos o jardineros–, no plasman necesaria-mente los paisajes observados en el campo, sino más bien toman de ellos lo que les gusta o perciben y proyectan sus visiones sobre el mundo … En cambio, comúnmente los científicos tienen el objetivo de mostrar el paisaje en su especi-ficidad, sin depender de los sentimientos del espectador. Al científico decimo-nónico no le interesó las apariencias de las cosas, sino las cosas mismas, objetivi-zadas, congeladas … En ese momento fundante, los geógrafos, especialistas en el análisis del espacio, realizan construcciones intelectuales alrededor del paisa-je, aparentemente contradictorias y subjetivas: la separación y el ensamblaje de sus componentes. Frente al objeto de observación la mirada analítica disecciona los diferentes elementos del medio, apoyándose en los datos de la percepción. Luego, el investigador geográfico recompone las partes; le “devuelve” la vida.

Sin embargo, el paisaje pintado refleja no solo el lugar que se quiere captar, sino implícita y en ocasiones hasta explícitamente, a la sociedad en la que el pintor se encuentra inmerso. Por eso, no es casual que en distintos momentos el ojo del artista haya elegido plasmar escenas diversas, ya sean religiosas, de la naturaleza o de la sociedad. En el caso de México, durante el porfiriato el gran

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maestro era Velazco y su objeto el paisaje natural en la parte central del país. Por el contrario, en el periodo posrevolucionario se difundió más la obra de los gran-des muralistas que retomaban la lucha social en un momento en donde el impac-to de la revolución mexicana tenía una necesidad imperiosa por conformar una nación homogénea, en donde quedaran plasmados los principios revolucionarios que dieron origen a la naciente patria que se requería consolidar. Sin duda que la representación artística fue un instrumento que permitió hacerlo.

En el análisis de un cuadro, el pintor no es un individuo aislado o una mente creativa independiente de su entorno; sino que es el depositario de una cultura y a través de su obra refleja las estructuras socio-espaciales en las que está inmerso. Todo lo que plasma con su técnica tiene un referente en la vida, en la tierra, en el mundo. Incluso cuando se trata de lugares inexistentes, aunque sean inventados por el artista, manejan el lenguaje, los imaginarios sociales, los valores y los refe-rentes de una sociedad concreta. Diversos intereses y fenómenos sociales dejan su huella por la historia de la pintura, la luz eléctrica quedó reflejada en un cambio en la luminosidad; la fotografía desplazó el valor de los retratos y la sociedad de consumo cambió motivaciones.

Los elementos que plasman los artistas son decodificados en un contexto histórico-geográfico determinado y en este sentido, el espectador cambia sus pa-rámetros con el tiempo. Por ejemplo, ha disminuido su acervo para entender las alegorías y ha cambiado la forma en que valora un objeto. Una chimenea con humo no tiene el mismo significado hoy que hace cien años; un león, un águila o un caballo no transmiten lo mismo que para los habitantes del renacimiento. Incluso, lo que hoy en día consideramos como real no concuerda con lo de hace quinientos años.

Cada sociedad construye sus códigos de interpretación, sus valores y sus tradiciones. De esta forma, se ha asociado, entre otras cosas, la luz y la belleza con lo positivo, el miedo con lo obscuro y lo feo o el peligro con ciertos anima-les. Los elementos representados, independientemente de su existencia aluden al conocimiento del espectador y evocan sentimientos que aprendió a rememorar. La obra artística entra en un contexto social y se percibe y convierte en un objeto apropiado culturalmente por una comunidad específica.

El paisaje artístico no solo capta lo que se ve, sino lo que se siente. En cambio, el paisaje geográfico no recupera las emociones con la misma fuerza. El cuerpo de conocimientos que lo sostiene teoriza poco en torno a los sentimientos porque los supuestos de donde parte no los incluye, sino por el contrario los niega. Solo es científicamente aceptable lo que es comprobable por el método de la ciencia. Los sentimientos no lo son, por lo tanto son excluidos de esta representación, aunque

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en realidad nadie es capaz de desprenderse. Desde la geografía, la caracterización del paisaje entendido como la apariencia de una porción de la superficie terrestre, lo que se nos presenta a los sentidos, en particular a la vista, reconoce la huella material de los procesos sociales, de sus dimensiones históricas, políticas, cultu-rales, económicas, demográficas y ambientales, sin embargo, deja de lado la parte de las emociones.

Los enfoques epistemológicos de la modernidad buscan la representación despersonalizada de los fenómenos y procesos que se analizan desde las ciencias sociales, dejando de lado las partes más humanas de la sociedad, tales como las contradicciones, las ambiciones y las esperanzas. En esta visión, es difícil en-tender el espacio como un proceso de apropiación y apego de una porción de la superficie terrestre, sin los sentimientos que están implicados en ello. El paisaje es el objeto correlativo de la dinámica socio-espacial y, como tal, está llena de emociones.

El paisaje como experiencia estética

El concepto de paisaje inicialmente perteneció al ámbito de la pintura, mucho antes de que pasara al quehacer académico de la geografía. Se hace presente desde que la naturaleza se visualiza y se interpreta por parte de los humanos y se plasma sobre diversas superficies, se la representa.

El paisaje, desde la expresión artística, es ante todo una experiencia estéti-ca. Es un lugar estetizado y convertido en un objeto de contemplación. Es una huella de la realidad, donde queda plasmada la sensibilidad humana. “El paisaje se concibe y se siente en relación con la mirada pictórica, con la vista, con la tea-tralización de la naturaleza, con las sugestiones visuales de los apuntes de viaje” (Milani, 2007:13).

El paisaje no es una realidad natural independiente de quien la observa, sino que es el sentido que el ser humano le da a la naturaleza materializada. Es la superficie de la Tierra vista e interpretada. En él se conjuntan los tamaños, las formas, los colores, las tonalidades, la luminosidad, la textura y la capacidad para verlos. La fantasía humana queda involucrada, su conocimiento y su cosmovi-sión. El paisaje es “una revelación de formas en consonancia con la intervención material e inmaterial del hombre. Es un producto de la naturaleza, del hacer, del percibir, del representar” (Ibid.:15).

Mirar el paisaje provoca emociones. Los objetos de la superficie terrestre y aquéllos representados en el territorio o en el lienzo son el correlativo material

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de la cultura del observador. Un ser no es independiente del momento histórico, el lugar, los valores, el conocimiento, los apegos y la ideología de la sociedad a la cual pertenece. Es a partir de esos elementos que observa el exterior y esa observación se constituye en la mirada como un instrumento esencial para la construcción del paisaje (Ibid.:23).

Si retomamos las categorías estéticas (Sánchez, 2007) tenemos como las más importantes a la belleza, la fealdad, lo sublime, lo trágico, lo cómico y lo grotes-co; para Milani (2007), son además de la belleza y lo sublime; la maravilla, lo pintoresco y la gracia. De acuerdo con ellas, es que el ser humano transforma al paisaje para imprimirle los parámetros que son considerados bellos o sublimes, tal y como lo hicieron en los jardines que representaban el paraíso; le sirve para magnificar lo trágico, lo cómico o lo grotesco, como se ha utilizado para hacer representaciones de teatro. Particularmente en la pintura, el paisaje tiene diferen-tes elementos: el tema, la escena, la luminosidad, los colores, los tonos, la textura, la composición, mismos que pueden establecerse como la estructura a través de la cual se representa aquello que se manifiesta ante la vista y que forma parte de lo que le es propio al entorno que rodea a la sociedad.

De la naturaleza al jardín y al paisaje

La naturaleza ha estado presente en la realidad de la humanidad y ha sido re-presentada a través de los elementos que la integraban de diferentes maneras a lo largo de la historia. La pintura rupestre habla ya de la necesidad de representar las actividades que se realizaban para obtener el diario sustento, pero también el de manifestar cuáles eran los animales que eran cazados y por lo tanto tenían valor para la reproducción de la humanidad. Hasta aquí, la integración naturaleza con la actividad económica y pictórica son parte de un todo que circunda la existen-cia humana del momento. Por supuesto que la emoción estaba integrada en esa representación manifiesta a partir de la resolución de sus necesidades básicas que con ello se hubiesen construido estereotipos específicos sobre lo bello, lo sublime o lo estético. Representación y vida cotidiana era una mancuerna indisoluble en este tipo de expresiones.

Con el cambio a modos de producción que implican una cosmovisión di-ferente, en donde la humanidad se separa de la naturaleza, se inicia una decons-trucción ideológica entre la naturaleza y la sociedad en donde esta última se con-vierte en paisaje. Los Jardines Colgantes de Babilonia son un ícono importante en la realización de un entorno vegetal al lado del Tigris y el Éufrates, ríos que

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corren en medio del desierto en donde el paisaje dista mucho de ser abundante en vegetación exuberante, tal y como se reporta en algunas representaciones de esta ciudad. Algunas fuentes argumentan que esta construcción idílica de algu-nos parajes, aun en el desierto como el mencionado, es parte de un imaginario construido por la humanidad y tiene que ver con la manera como la idea de un lugar paradisíaco en las culturas primitivas y también en las grecorromanas se concretaba. Con el tiempo esta percepción de la ciudad paraíso ganó perfil y los Jardines Colgantes de Babilonia han llegado a incluirse en el grupo de las mara-villas del mundo antiguo, a pesar de los cuestionamientos que se han hecho sobre su existencia, ya que árboles de hasta 3.5 m de diámetro y de metros de alto no podrían por ningún motivo existir en los parajes del Medio Oriente o cercanos a Persia, en donde predomina la sequía y el desierto (Kluckert, 2000:12).

Es así que en algún momento de la historia se pasa a una idealización de la naturaleza que se transforma en jardín, en donde la magnificencia y la perfección del espacio permiten la recreación de los dioses, generando una diferenciación entre el espacio de reproducción material de la humanidad de aquel en donde la materialización de quienes los crearon. Un ejemplo de ellos son los jardines griegos y los romanos, que según Homero en La Odisea muestra el lugar de los Dioses con árboles y plantas inagotables que florecen y están cargados de flores y frutos (Ibid.:10), y se constituyen también en paisaje.

Según Kluckert, los conceptos de jardín y paraíso tienen una raíz etimoló-gica común, ya que, pairi-dae-za en la tradición persa, refiere a parque cercado, como jardín de recreo del rey, mientras que el de jardín, que tiene una radical indogermánica (ghordho) refiere a un patio o recinto cercado. Desde esta perspec-tiva entonces, comparten el concepto de delimitación, cerca o zona acotada de un paisaje determinado, es un lugar separado y oculto y en ocasiones cercado y con ríos (Ibid.:8-9) que difiere del resto de la naturaleza que no es tocada y que por lo tanto no es acotada o delimitada. La belleza del paisaje tocado entonces, al igual que posteriormente el concepto de región, se relaciona también con delimitación que la separa de aquélla que no es bella pues no ha sido transformada y porque no representa los ideales de perfección que el paraíso prometía. La Biblia refiere al paraíso como un jardín idílico de abundancia en donde el hombre (y la mujer, agregaríamos ahora) pasa su vida eterna en la bienaventuranza privilegiado por la naturaleza de donde puede tomar todos los frutos deliciosos de cada estación (Ibid.:10), y en donde la abundancia del paisaje no tiene límite.

Pero cabe preguntarse ¿en qué medida estos ideales clásicos del jardín y del paraíso pudieron haber influido en la creación y en la forma de los jardines pai-

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sajísticos de la modernidad del siglo XVIII y XIX? En la opinión del autor antes mencionado, fueron tres las tradiciones que influyeron en ellos:

1. La grecorromana en donde autores como Homero y Virgilio procuran el material poético que inspira a los motivos del cambio de la naturaleza al jardín idílico. También influyó en la organización del jardín en forma de cruz de Persia o bien de Oriente próximo.

2. La cristiana, con la descripción bíblica del paraíso, influye en la necesi-dad de contar con los elementos de abundancia, perfección y felicidad que el paisaje del jardín genera.

3. La de los jardines moros y sarracenos que marcaron como variante de los anteriores la estructura básica de los primeros jardines cristianos, mona-cales o públicos (Ibid.:11). En especial en estos jardines, el agua estanca-da o fluyendo eran los motivos que representaban el paraíso (Ibid.:32), hecho que se explica a partir de la idealización del recurso por el origen desértico de sus países.

De esta manera el paisaje bucólico generado por los clásicos representa una “vegetación silvestre dispuesta de manera artificial por donde corrían riachuelos sinuosos y se extendían estanques con peces y animales” (Ibid.). En lugares como Roma se acompañaban de esculturas y obras artísticas que fueron copiadas pos-teriormente por los jardines románticos de la Europa del siglo XVIII. Hasta aquí, el paisaje no es más que la naturaleza que sirve como escenario de representación de una visión idílica de lo que rodea a la humanidad o sirve para escenificar la búsqueda de un paraíso que nos es terrenal, pero del cual es necesario hacer alu-sión desde ahora a partir de la búsqueda de la perfección en y de la naturaleza.3

Cuando el cristianismo se convirtió en la tradición hegemónica, la pintura clásica que estuvo dominada por siglos por la Iglesia, tendía o bien a representar los cielos o el paraíso terrenal perdido representado a partir de plácidos lugares donde los jardines son recuperados como paisajes en los lienzos, o bien se re-producen los jardines griegos y romanos que sirven para representar su propia mitología. Esta tendencia, con sus variantes, persiste durante siglos, hasta que en el XVI, a pesar de que en el Renacimiento Leonardo Da Vinci (1452-1519) pinta dos paisajes que distan mucho de ser los que al momento se hacían y Giorgione (1490-1510) pinta un primer lienzo que puede considerarse como paisaje al care-cer de imágenes religiosas como se acostumbraba todavía en la época.

3 Cursivas de las autoras.

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La escisión de la reforma cambia las condiciones en que la pintura se de-sarrollaba hasta ese momento. Se dejan de pintar escenas de la vida religiosa de Cristo, la Virgen y los santos para imprimir en los lienzos retratos de hombres de negocios o políticos destacados de los países protestantes, o bien escenas coti-dianas de la sociedad del norte de Europa. El luteranismo le da a la pintura una representación más natural y divide la manera como el paisaje se representa entre el cristianismo y el protestantismo: le quita la dimensión idílica, adoptando una más realista que le sirve como escenario para personificar a políticos importantes o la cotidianeidad de la sociedad del momento (Hauser, 1998).

Con el desarrollo del Barroco (1600-1750) surge la necesidad de generar otros jardines que la burguesía crea a expensas de la naturaleza, momento que Hauser (1998) reconoce como parte del desarrollo del arte cortesano. El paisaje empieza a ser importante desde el florecimiento de los jardines franceses e ingle-ses en el siglo XVI y tienen su culminación en Versalles en Francia y en Inglaterra en jardines como Stonrhead y Wiltshire en el siglo XVIII, en donde la necesidad de aislarse de la naturaleza estaban presentes en una otra, transformada en jardín. Éstos son una reminiscencia de los romanos y griegos que circundaban a las villas de los grandes señores como las de Tíboli cerca de Roma.

En ellos se introducen los elementos de la naturaleza como ríos, cascadas o bosques a los parques de los castillos o residencias, a través de intervenciones que daban una imagen “natural” a los jardines. El parque y el paisaje tenía que crecer uno con el otro sin una transición visible, en donde la mezcla entre “lo natural” y lo construido de paladios clásicos que remembraban a templos griegos o romanos fue una constante en el jardín inglés, más integrado con la naturaleza, que contrastó con la forma más rectilínea, más geométrica y matematizada, arti-culada con rotondas y fuentes adornadas con esculturas de ninfas que caracterizó al jardín francés. Ambas son representaciones de un paisaje ya construido y al-terado, pero en donde la naturaleza aparece como “intocable” y como “natural” para el recreo de las cortes y de sus allegados, pero al mismo tiempo dominada. Desde esta perspectiva, la definición de paisaje que retoma Luis Felipe Cabrales (2011:126) de Cristina Rivera parecería adecuado en donde, dice, es “lo que su-cede entre el horizonte y la mirada, eso es el paisaje”.

Es hasta el siglo XVII, en el periodo del Barroco, que el paisaje empieza a aparecer como género pictórico cuando los pintores franceses como Claude Lorraine (1600-1682) y Nicolás Pussin (1594-1665) lo introducen en las artes, a pesar de mantener la influencia de la mitología grecorromana en la definición de los paisajes que se representaban.

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Modernidad, pintura y paisaje

El siglo XVIII marcó cambios importantes en el desarrollo de la humanidad que influyeron en la redefinición de las ciencias (Wallerstein, 1996) y también en las artes (Hauser, 1998). La Revolución Francesa de finales del siglo XVIII, marcada por algunos autores como un suceso histórico mundial (Wallerstein, 1998) y la revolución industrial que prosperó en Inglaterra dieron giros importantes en la creación artística y científica de la época, manifestándose a partir de las transfor-maciones de la economía y en la política.

En el ámbito de la ciencia, la especialización del conocimiento que empezó a gestarse desde finales del Renacimiento y que se incrementó con los descubri-mientos de los nuevos continentes y los recursos naturales en ellos encontrados, resultó, con el desarrollo de la modernidad capitalista, en una separación de la ciencia en las de orden físico, las humanidades y las sociales. Entre ellas surgen particularidades que se manifiestan en la gama amplia de conocimientos y espe-cialidades que se encuentran en la actualidad (Wallerstein, 1996). Esto se genera también por la primacía que empieza a tener la industria sobre un campo que se supedita a ella, gracias al abandono de las zonas rurales, para conformar grandes conglomerados urbanos que trastocan la economía agrario-artesanal y la convier-te en industrial y mecanizada: en suma en un cambio de la sociedad feudal a una de carácter moderna y capitalista.

Como resultado de esta transformación, la humanidad gira de la confianza absoluta que se tenía en el poder y la voluntad divinas en la que se pone en la ra-zón y en el conocimiento científico, el reconocimiento de la naturaleza sustituye al de la divinidad teológica: empieza a haber otra idealización de la naturaleza; la libertad del pensamiento priva sobre la limitación que imponía la religión y el control eclesiástico del Renacimiento imponiéndose una tolerancia religiosa, entre otros que se manifiestan en el ámbito de lo político donde triunfa la repre-sentatividad y se elimina el absolutismo.

La llegada de la modernidad del siglo XVIII produjo cambios importantes tanto en la ciencia como en el arte. En la primera, terminó con la ciencia uni-versalista y fragmentó el conocimiento en especialidades que dieron origen a la ciencia moderna (Wallerstein, 1996, 1998). En el arte existen tres tendencias que es preciso evidenciar:

1. Se fracciona de una tendencia general también universalista y se divide en formas artísticas que marcan corrientes pictóricas que se vinculan, con la arquitectura, la literatura y la música.

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2. Se dejan de buscar leyes universales para ubicarse en la separación de la naturaleza del paisaje, ya que la primera refiere a las condiciones en que se encuentran los recursos naturales que son descubiertos y a su vez explotados por la industrialización y la segunda, a la impronta como la transformación de los nuevos hallazgos se plasman en un entorno que empieza a ser construido y por lo tanto transformado.

3. Se cuenta con la necesidad de representar la realidad en sus versiones actuales y por lo tanto a través de diferentes miradas (Hauser, 1998).

La hipótesis que nos mueve a reflexionar sobre estos supuestos, es que tam-bién se divide el afuera y el adentro pues los hallazgos y las tendencias de la cien-cia y el paisaje quedaban plasmados en la diferente manera de ver lo que sucedía en las transformación de la sociedad como lo hicieron los impresionistas y los románticos. Pero hubo también quien se interesó por plasmar lo que esta realidad generaba en el adentro de la sociedad y sus agentes. Esto requería de representar los sentimientos, la fealdad, la mezquindad del capitalismo como lo hizo el sim-bolismo. Este cambio en la representación sin duda incluye en la manera como el paisaje y la naturaleza se expresan en la pintura.

Por otro lado, cuando se generaron las ciudades y empezó a haber ya una diferenciación entre los grupos que acumulaban y los que trabajaban, la nece-sidad de contar con una vivienda que integrara los elementos de la naturaleza transformados y “cuidados”, que eliminara del escenario las zonas productoras, las naturales sin cuidar o sobre todo la de los pobres, fueron necesarias para con-tender con las condiciones de habitabilidad de las grupos pudientes.

Pero cabe entonces preguntarse ¿de qué manera se representa el paisaje en las corrientes pictóricas de la modernidad? Sin pretender ser exhaustivas, se reto-man algunos elementos genéricos de aquéllas que fueron las más importantes que retomaron el paisaje como elemento fundamental para la representación, funda-mentalmente el Romanticismo, el Impresionismo y el Simbolismo. Si bien éstas no son las únicas, para los efectos que aquí nos ocupan, sí se podrían considerar como las más representativas.

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El paisaje romántico, realista, impresionista y realista

Ser Romántico es dar a lo cotidiano un sentido elevado, a lo conocido

la dignidad de lo desconocido; a lo finito, el brillo de lo infinito.

(Novalis, 1772-1801)

El primero de los movimientos artísticos desarrollados después de la Revolu-ción Francesa (1789-1799) es conocido en Europa como el Romanticismo (1820-1830). Éste se presenta en el arte, al igual que en lo social, económico y político, el eclecticismo del Imperio Napoleónico: se mezclan así las conquistas políticas democráticas obtenidas por el movimiento con las aún imperantes de la monar-quía absolutista, a pesar de que se acelera la pérdida de importancia del clasicismo presente todavía en este momento (Hauser, 1998: 170). En esta transición, Paris se convierte en la capital del arte moderno en lugar de Roma que lo fue del arte clásico y del Renacimiento.

Así como en lo político se luchó por la libertad y la igualdad, este mo-vimiento se convirtió en una lucha desenfrenada por la emancipación del arte (Ibid.:167). Se inició con esta corriente el llamado “arte moderno” que no era otra cosa más que el resultado de esta lucha por la libertad (Ibid.). En un primer momento su objetivo era separarse del clasicismo y de su visión conservadora del mundo; sin embargo, con el tiempo y en los diferentes lugares de Europa en donde se desarrollaba, distó mucho de ser un movimiento revolucionario y se convirtió en un arte burgués, ya que tomaba a la burguesía de la época como la medida natural de la humanidad y como un ícono importante a representar o a quien satisfacer con la expresión artística (Ibid.:193). Entonces, se erigió como la ideología de la nueva sociedad que expresaba la concepción del mundo de una generación que no creía ya en valores absolutos, “que no quería acordarse de su relatividad y de su determinación histórica” (Ibid.:187).

Así como se democratizó la vida política también lo hizo la artística. Es un momento que puso fin a la dictadura de la Academia4 y la monopolización del arte por la corte, la aristocracia y las altas finanzas. Surgieron los salones de expo-

4 Escuela que dictaba los lineamientos que marcaban las pautas aceptadas o no del arte en su momento, y por donde pasaban todas las exposiciones de los artistas aceptados en el mo-mento.

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sición para quienes no eran aceptados en la Academia,5 las galerías para exponer y el arte salió a las escuelas en donde se empezó a impartir artes plásticas. Se abrieron también los museos como el Louvre en donde cualquiera podía asistir a copiar las grandes obras ahí expuestas (Ibid.:1974-1976).

Este periodo se caracteriza, entre otras cosas, porque realizaba una cons-tante problematización del presente y de las revoluciones profundas del espíritu (Ibid.:183); basado en el evolucionismo e historicismo como elementos funda-mentales para entender la realidad de la naturaleza humana y la sociedad, asu-miendo que no hay nada estático con una liga fundamental como los factores materiales y espirituales (Ibid.:186-187). Estos elementos tienen sin duda im-portancia en el desarrollo de las artes ya que…”el arte se convierte para ellos en una persecución del “tiempo perdido”, de la vida inabarcable y siempre fluyente” (Ibid.:2236).

El esteticismo es el rasgo característico de la concepción romántica del mundo (Ibid.:194) y la nostalgia la toma como medida natural de la humanidad (Ibid.:193). Así, se convierte en una visión idílica de lo que fue la naturaleza que se representa en una forma idealizada; con ello, el paisaje es un elemento fundamen-tal que se desarrolla con este movimiento, que se utiliza como proyección de las emociones psíquicas del momento, tal y como lo manifiesta Friedrich en su obra.

El objeto de representación cambia y así, al entrar en un momento de revo-lución y de transformación incesantes, la naturaleza, a través del paisaje se con-vierte en un elemento fundamental de la representación artística. Se considera a las ciudades industriales feas debido a las fábricas, por lo tanto se desarrolla una idealización de la naturaleza en la pintura, sea como naturaleza o bien como las ruinas que quedan de ella. Aparecen otros temas que tienen que ver también con la representación de los espacios cambiantes del momento como son: el campo contra la ciudad, el costumbrismo popular y de género, lo exótico como lo orien-tal y lo africano, los marginados en donde se incluye a las locas, los bandidos o los asesinos, entre otros. Al respecto Hauser comenta que: “Las épocas del natu-ralismo sin concesiones no son los siglos en los que se cree dominar la realidad de manera firme y segura, sino aquéllos en los que se teme perderla; por esto es el siglo XIX el siglo clásico del naturalismo” (Ibid.:236). Si en la Ilustración brillaba la luz, en el Romanticismo nos abruman las tinieblas, mismas que esconden el grito de la libertad por obtenerse.

Constabile es considerado el primer paisajista moderno quien logró apar-tarse del interés pictórico por representar al humano y ubicarse en la naturaleza

5 El salón de los excluidos se les llamó en algún momento.

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iniciando el triunfo de “una deshumanizada concepción científica del mundo; él afirmaba que “El Paisaje es tan importante como una pintura histórica”. De-lacroix, siendo moderno, pinta los “paisajes de la historia” más que los de la na-turaleza (Ibid.:237-238). Las grandes batallas que la cambian o que la marcan, son fundamentalmente sus temas de representación, en donde los paisajes de las grandes batallas, las muertes y las victorias de los ejércitos, son sin duda uno de los elementos fundamentales de su expresión y concepción de lo que era arte en su momento y lo que era importante representar del paisaje y su impronta en la historia.

Otros paisajistas románticos del momento son Blake (Pre romántico) y Tur-ner en Inglaterra, este último erigiéndose como un genio de la luz, pudiendo expresar sentimientos con los matices de luces y sombras de su pintura; pinta el mismo paisaje a diferentes horas del día, como posteriormente lo harán los impresionistas, adelantándose así al impresionismo abstracto. Maneja una gran nostalgia por la naturaleza y por el pasado. El mundo de los mares, conquistados por grandes naves en sus travesías, es otro de los temas que conjuntamente con el manejo de la luz, inmortaliza en sus lienzos. En esta época, el jardín inglés adquiere su máxima expresión a partir de intentar mostrar la belleza y ocultar los defectos que la industrialización había inducido (Kluckert, 2000:352).

El romántico español está representado por Goya quien se encarga de pintar, al igual que Delacroix, desastres de guerra con una pasión que lo ubica dentro de los románticos a pesar de que por su técnica es expresionista y hasta impresionista con la “Lechera de Burdeos” y surrealista al dibujar los sueños.

Posterior al Romanticismo, caracterizado por su pasión por el cambio, el Realismo (1848-1875), se encarga de denunciar la realidad de los trabajadores de la época. Con ello, el desencanto de la revolución se encarga de mostrar la vida cotidiana del campo y la ciudad que empiezan a ser cada vez más contrastantes, los paisajes naturales alterados y el mundo del trabajo de la industrialización y la prostitución naciente en las zonas urbanas. Criticando a los románticos, se encargan de representar una realidad que es ofensiva por el significado fallido de encanto y de belleza. Destacan Millet quien dignifica la vida y el paisaje de los campesinos y Cubert quien muestra al mundo revolucionario de la época y el de los paisajes urbanos de la prostitución.

Un factor que favorece un cambio significativo es la aparición de las pinturas en tubo o las acuarelas en pasta que permitieron que los pintores en lugar de tra-bajar en sus talleres, lo hicieran al aire libre, tomando y acercándose a la realidad a la que pintaban. Esto sin duda va a influenciar a corrientes posteriores, sobre todo a los impresionistas, quienes podrán salir a representar in situ directamente

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los paisajes de la vida cotidiana que les interesaba mostrar y lo harán tratando de jugar con las transformaciones de la luz en un solo día o en una estación. Esta es la causa por la cual un mismo paisaje es pintado por el mismo autor a diferentes horas o en situaciones diversas del año.

El Impresionismo surge simultáneamente al Realismo. Es un movimiento de arte ciudadano por excelencia y no solo porque descubre a la ciudad como paisaje y devuelve la pintura desde el campo a la ciudad, sino también porque ve al mundo con ojos de ciudadano y reacciona ante las impresiones exteriores con los nervios sobreexcitados de la humanidad técnica moderna. Es un estilo ciudadano porque describe la versatilidad, el ritmo nervioso, las impresionas sú-bitas y agudas, pero siempre efímeras, de la vida cotidiana de la industrialización (Ibid.:421).

A partir de vivir momentos fugaces, el Impresionismo es un perpetuo mo-vimiento que representa un equilibrio inestable que transforma y da a la realidad su carácter de imperfecto y de no terminado a través de la manifestación de la luz y del color en forma de manchas muy densas o bien a través de puntos, lo que da origen a una de sus corrientes que es el Puntillismo (Ibid.:422). El Impresio-nismo mantiene una actitud estética de contemplación de la realidad con énfasis en el momento y lo irrepetible que se manifiesta como una conquista naturalista (Ibid.:423). Un mismo lugar es pintado y representado a diferentes horas con diferente luz analizando su movimiento, pintándose en ese momento: un cuadro tenía que terminarse en ese día y en el lugar en donde se pintaba. Hauser define a la naturaleza en los impresionistas de la manera siguiente:

El impresionismo es estilísticamente un fenómeno extremadamente completo. En cierto aspecto, representa el desarrollo lógico del naturalismo. Si se entiende por naturalismo el progreso de lo general a lo particular, de lo típico a lo indi-vidual, de la idea abstracta a la experiencia concreta, temporal y espacialmente determinada, la reproducción impresionista de la realidad, con un énfasis en lo momentáneo y lo irrepetible, significa efectivamente una importante conquis-ta naturalista. Las representaciones del impresionismo están más de la ciencia sensorial que las del naturalismo en sentido estricto, y sustituyen el objeto del conocimiento teórico por el de la experiencia directamente óptica de manera más integra que cualquier otro arte anterior (Ibid.:423).

La diferencia entonces entre Naturalismo e Impresionismo está en la con-creción, particularidad y la experiencia óptica que este último movimiento re-presentan, es menos ilusionista que el Naturalismo; a su vez, mientras el pri-

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mero enfatiza los elementos de representación y los signos, el Impresionismo se constituye a partir de una “serie de reducciones” y un “sistema de limitaciones y simplificaciones” , limitación en los motivos del paisaje, la naturaleza muerta y el retrato, o bien “el tratamiento de todo como paisaje (Ibid.:424).

Las pinturas rápidas y carentes de formas se vivieron en su momento como una provocación en un movimiento también efímero que tuvo una duración corta: de 1854 a 1886 (Ibid.:426-427). Algunos elementos de esta corriente se prolongaron hasta 1906 cuando, con la muerte de Cézanne, un postimpresionis-ta que cambió sustantivamente el concepto del arte, concluye lo que se conoce como el último estilo meramente europeo de la pintura (Ibid.:428) que, por otro lado, empieza la experiencia pictórica de la ciudad que se remonta a sus iniciado-res: Manet y Monet (Ibid.:429).

Pero si hay un movimiento artístico que tiene como centro la expresión del espíritu es el simbolismo (Gibson, 2006:7). Nacida en el seno de la revolución industrial –desde Glasgow hasta Barcelona sin pasar por Francia– se extiende durante la segunda mitad del siglo IX hasta la Primera Guerra Mundial. Las movilizaciones de la población del campo a la ciudad, la prioridad del mundo industrial, cambiaron la existencia humana por la pertenencia urbana con lo cual….”La gran transformación social y cultural de la sociedad originada por la revolución industrial, trajo como consecuencia un choque entre las orientaciones tradicionales y simbólicas y el nuevo pragmatismo –dos concepciones del mundo basadas en valores diametralmente opuestos” (Ibid.:8)–, originando una meta-morfosis drástica de la vida diaria y, por ende, en la forma de representarla.

El Simbolismo puede tener diferentes acepciones. Hay quienes lo conside-ran una expresión del Romanticismo tardío cuyos antecedentes los remontan a William Blake, Novalis y Goya (Ibid.), pero hay también quienes argumentan que nunca existió o se le considera una expresión del post-impresionismo.

Es un movimiento en donde los sentimientos de decadencia y de depresión impregnan la expresión simbólica en donde mejor se evoca “la luna que el sol, el otoño que la primavera, el canal que el torrente, la lluvia que el azul de mar”, se lamenta también “la tristeza y el aburrimiento, la desilusión amorosa y la im-potencia, la soledad y la aflicción de vivir en un mundo en agonía” (Ibid.:17-18). La expresión se va hacia adentro de la humanidad para expresar el desencanto y el descontento de la sociedad. Si bien sus manifestaciones principales están en recuerdos y estados de ánimo, a nivel del paisaje se concentra en la representación de los lugares de ensoñación y de las realidades escondidas; es el momento de los lirios de talles muy largo, de cisnes y pavos reales, así como de parques, laberintos y lugares abandonados.

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A diferencia de otras expresiones en donde tiene una manifestación más genérica, esta corriente se manifiesta por países a pesar de que se puede hablar de dos de sus máximos representantes: el austriaco Klimt obsesionado con el tema de la vida y la muerte, y Picasso en sus etapas iniciales, la azul y la rosa, antes de que se integre directamente en el Cubismo, movimiento que reduce el paisaje y el cuerpo humano a cubos, deconstruyendo la realidad a formas geométricas que lo componen, sobre todo el urbano que es parte de su expresión fundamental des-provista ya del sentimiento que tiene este movimiento. Se podría decir entonces que es una reflexión intelectual de la forma, y a diferencia del Simbolismo y del Expresionismo, carente totalmente de las emociones y del simbolismo que son propios de esos movimientos.

Coincidentemente con ellos, el Expresionismo surge con Kandisky, movi-miento que trata de captar la esencia espiritual en el arte y surge el arte abstracto, con lo cual se expresa todo lo interior y nada lo que existe fuera del objeto, con lo cual, el paisaje deja de ser un elemento fundamental de la re presentación pictórica de los artistas. La Segunda Guerra Mundial es un periodo de mucha concentración de obra pictórica en manos del movimiento Nazi; pero también de mucha destrucción, ya que Hitler odiaba los movimientos Impresionista y Simbolista al considerarlos como degenerados, por lo que destruyó cuanta obra de estas corrientes pudo llegar a sus manos.

En contraparte, en México, la pintura paisajista no apareció sino hasta el si-glo XIX ya que no hay vestigios de ella ni en los murales prehispánicos ni en el arte colonial. Si se presentaba, era un elemento de relleno y no lo central del cuadro. No tenía “el carácter naturalista con que hoy le conocemos” (Moyssen, 1963:69). El paisaje mexicano como elemento de interpretación plástica se desarrollo des-pués de la Independencia, cuando llegaron al país artistas que la metrópoli espa-ñola había mantenido alejados. Así, junto con los banqueros, diplomáticos, co-merciantes y aventureros, llegaron artistas europeos que se veían cautivados por la naturaleza del país independiente. Entre ellos se encontraban Johann Moritz Rugendas, el Barón Gros y Daniel Tomás Egerton, para quienes, “Serán el color y sobre todo la luz, los elementos que ejercerán una profunda influencia en la sensibilidad de estos pintores, que redescubren, por decirlo así, el país” (Ibid.:71).

Institucionalmente, la Academia de San Carlos fue la que propició entre los mexicanos el interés por el paisaje. En concreto y para dichos propósitos, Pelegrín Clavé trajo a México al pintor italiano Eugenio Landesio, quien fue el maestro de los pintores paisajistas y logró establecer una escuela paisajista en México, en el marco de la cual destacó José María Velasco (Ibid.:72).

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Al igual que en Europa, con el surgimiento de las corrientes modernas del Simbolismo y del Expresionismo, el paisaje queda reducido a las interpretaciones que los autores hacen del mismo a través de su deconstrucción o de una ideali-zación o representación geométrica del mismo. Más recientemente el Realismo lo vuelve a retomar con un detalle muy preciso, a pesar de que en algunos casos se introducen elementos subjetivos o simbólicos que dan una mezcla interesante para la definición de la realidad que se pretende interpretar.

El paisaje como concepto académico

En el siglo XIX el concepto de paisaje pasa del mundo de las artes al de la ciencia y se inserta en la geografía como una categoría que conjunta y devela elementos na-turales y humanos. Entonces, se dan las primeras reflexiones orientadas a consi-derarlo como un método geográfico para el estudio de las regiones de la superficie terrestre, por lo que, desde su surgimiento, es una categoría que en la Academia está muy ligada con la de región. De acuerdo con Troll (2007:71), las primeras apariciones del concepto paisaje (landschaft) en la literatura académica se dan en 1884 y 1885, con los alemanes Oppel y Wimmer. Posteriormente, Carl Sauer le da un gran impulso a través de su texto de 1925, La Morfología del Paisaje.

El paisaje en la modernidad, desde el punto de vista académico, tiene vín-culos profundos con el Romanticismo y hereda las visiones artísticas que de él emanan. De acuerdo con Nicolás Ortega (2009:27) este enfoque se inicia a prin-cipios del siglo XIX promovido por Humboldt y después es retomado por otros geógrafos notables entre los que destacan Reclus y Vidal de la Blache. La idea es que el paisaje refleja un orden geográfico donde naturaleza y cultura quedan comprendidas: “El paisaje expresa fisonómicamente una organización, el resulta-do unitario, integrador, de un conjunto de combinaciones y relaciones entre sus componentes” (Ibid.). Fue sin duda una categoría que sirvió para que los viajeros que descubrieron los recursos de los “nuevos mundos” pudieran reportar sus ha-llazgos y sistematizarlos.

En países como Rusia, la disciplina de la época se enfocaba en la necesidad de estudiar vastas extensiones de territorios poco habitados. Ahí la geografía “se desarrolló bajo la fuerte presión de la necesidad de colonizar vastos espacios o paisajes, a la vez próximos y marginales, tales como Siberia, los Urales, el Cáu-caso, etc., teniendo en el centro de este dispositivo la conquista de la naturaleza” (Frolova, 2001).

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En la segunda mitad del siglo XIX, las fronteras administrativas y topográ-ficas resultaban arbitrarias y se oponían a la idea de retomar los elementos na-turales, tales como la geología, la geomorfología, los suelos, los climas, la flora y fauna. De esta forma, los elementos naturales fueron el fundamento de la de-limitación espacial de los estudios regionales, en concordancia con el enfoque determinista de la época (Ibid.).

Durante ese periodo, la geografía cambió de ser una actividad de viajeros a incorporar a militares e ingenieros en la necesidad de conocer a los territorios. También inició a asentarse como disciplina al interior de las universidades y hacia fines del siglo XIX y principios del XX, la noción de paisaje se colocó al centro del quehacer académico.

Durante la primera mitad del siglo XX, el paisaje se consolidó como uno de los ejes que estructuraban al conocimiento, en el marco de una geografía que aún no se había dividido en física y social (o humana). Poco a poco se fue moldeando una visión compartida sobre el significado del paisaje, que perduró a pesar de la posterior separación entre subdisciplinas y desde la cual prevaleció una asocia-ción muy fuerte entre paisaje y otros conceptos como el de región o provincia fisiográfica. De acuerdo con Urquijo (2011:217), la teorización y problematiza-ción durante la época fue escasa y, más bien, se trataba de una práctica académica para, desde una perspectiva holística, analizar la convergencia de elementos biofí-sicos y socioculturales, “intrínsecamente unidos e inseparables”.

En la opinión de Wallerstein (1996 y 1998), el concepto de paisaje fue el que permitió que la geografía reencontrara su identidad perdida por su fragmenta-ción geo-ciencias y ciencias sociales, en la época de la modernidad. La necesidad de conocer los paisajes de las recientes naciones, sus recursos y la enseñanza del sentimiento de nacionalidad se hizo fácilmente a partir de la identidad con el entorno paisajístico que le daba sentido a la vida de los humano y del cual surgió también y ligado a él, el concepto de región.

Los alemanes propusieron el concepto landschaft para referirse a los objetos y fenómenos visibles sobre la superficie terrestre, que se analizan a través de la observación, que constituía la base de las descripciones geográficas tradicionales y donde se reflejan elementos que no son accesibles a simple vista, como los sue-los, pero que son esenciales para entender la dinámica de un lugar determinado (Frolova, 2001). Hubo también otras propuestas para designar lo mismo, como el término Chore, que plantea J. Sölch en 1924 (Sauer, 1925:300).

En Francia, Vidal de la Blache (1908:3 y 5) afirmaba que el paisaje se forma a partir de un todo donde los elementos se conectan y se coordinan, donde la humanidad es parte de él porque lo modifica y lo humaniza. Enfatizaba también

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en que la interpretación del paisaje es uno de los principales objetos de la geo-grafía, que debe estudiarse a partir del análisis y la síntesis. El análisis se aboca a distinguir los elementos heterogéneos que intervienen en su composición, y en entender la manera en que se entremezclan las causas pasadas y presentes de las formas del relieve. La síntesis interviene cuando el investigador debe hacer una interpretación racional del conjunto de elementos conectados y coordinados que se presenta ante nuestros ojos. El método para realizar una u otra tarea, es el trabajo de campo.

Para autores como Dollfus (1982:31-36), existen tres tipos de paisajes: el natural, el modificado y los paisajes ordenados que son el reflejo de la acción meditada, concertada y continua sobre el medio matural. En su visión no existe claramente una diferencia clara entre medio natural y paisaje, ya que, el medio natural modificado y ordenado a través de la planeación genera nuevos paisajes, en donde medio y paisaje parecería que son sinónimos.

Con este enfoque holístico se buscaba el sentido de lo observado en la forma en que se integraban los distintos elementos geológicos, edafológicos, geomorfo-lógicos, de flora y fauna con los económicos, demográficos, culturales y políticos. El trabajo de campo consistía en observación directa complementada con algo de investigación documental. De acuerdo con Duncan (1990:11-12) y Jackson (1992:15), los métodos de investigación se acercaban más a los de la geología y a las ciencias de la Tierra que a la historia y las humanidades.

El estudio del paisaje en la escuela de Berkeley en California, liderada por Carl Sauer, quedó reflejada en un libro publicado por dicho autor en 1925, La Morfología del Paisaje. Como se dijo anteriormente, ahí se le define como la forma de la Tierra (land shape) y se establece que, en su proceso, depende tanto de los elementos físicos, como de los culturales. Sauer (1925) retoma tanto a los alema-nes como a los franceses y propone al landscape como la traducción del landschaft alemán, al cual define “como un área compuesta por una asociación distintiva de formas, tanto físicas como culturales”. “El escenario”, dice, “incluye los trabajos del hombre como una expresión integral de la escena.” Para Sauer, los elementos del paisaje existen en interrelación y constituyen una realidad de conjunto que no debe considerarse tomando a sus partes constitutivas por separado. “El área posee forma, estructura y función, y por tanto posición en un sistema, y que está sujeta a desarrollo, cambio y culminación”. Para su estudio era de primordial im-portancia el trabajo de campo donde se identificaban los elementos mencionados y se hacían descripciones, tanto ambientales, como de las actividades humanas presentes en los lugares.

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Con el tiempo, la noción de paisaje se fue alejando de ser la representación sensible de la superficie terrestre para irse acercando a un modelo científico abs-tracto, que buscaba ser objetivo. Las contradicciones que encerraba el concepto dieron lugar a continuas discusiones entre los geógrafos del siglo XX por la defi-nición, morfología, estructura y metodologías para su estudio (Frolova, 2001).

La categoría de paisaje fue relegada por muchos años por las críticas que se le hicieron a su carácter descriptivo y poco analítico de los procesos espaciales (Mo-lina, 1986:72). Sin embargo, en los últimos años, algunos autores la han rescata-do en una doble dimensión. La primera, lo que se denomina el flaneur, consiste en la posibilidad de integrar elementos del paisaje como una forma de acerca-miento inicial para el conocimiento y la percepción de las condiciones específicas a través de las cuales un lugar se identifica, que permita a su vez reconocer los procesos particulares que se han desarrollado en esos lugares. Esta visión ha sido usada por arquitectos y por diseñadores del paisaje para transformar entornos y mejorar las condiciones a través de las cuales los lugares se desarrollan (Fariña y Solana, 2007 (2001).

La segunda tiene un referente más analítico que intenta rescatar un con-cepto tradicional de la geografía para reconocer procesos que difícilmente pue-den ser identificados y en donde la dimensión cultural simbólica es importante en la actualidad para la identificación de procesos. Nogué (2007:12) junto con otros autores definen al paisaje como “un producto social, como resultado de una transformación colectiva de la naturaleza y como la proyección cultural de una sociedad en un espacio determinado”. Son resultado de la transformación de los paisajes originales modificados por la sociedad, convirtiéndolos de na-turales en culturales y en centros de significación y de símbolos que expresan pensamientos, ideas y emociones de muy diversos tipos (Ibid.). Con ello, en la actualidad se concibe al paisaje a partir de una mirada, como una manera de ver y de interpretar; mismas que son construidas y “responden a una ideología que busca transmitir una determinada forma de apropiación del espacio (Ibid.). Bajo esta concepción, existen formas de paisaje múltiples, simultáneas, diferentes y, algunas veces, hasta en competencia (Ibid.:13), es un análisis de símbolos, que se definen de la manera siguiente:

Así, el paisaje contribuye a naturalizar y normalizar las relaciones sociales y el orden territorial establecido. Al crear y recrear los paisajes a través de signos con mensajes ideológicos se forman imágenes y patrones de significados que permi-ten ejercer el control sobre el comportamiento, dado que las personas asumen

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estos paisajes ´manufacturados de manera natural y lógica, pasando a incorpo-rarlos a su imaginario y a consumirlos, defenderlos y legitimizarlos (Ibid.:12).

Esta noción de paisaje tiene una dimensión cultural importante. Se trata de identificar los espacios de otros, aquéllos que no han sido reconocidos ni vistos, los paisajes de la desolación, los de la ciudad oculta, los que tienen localizaciones difíciles como los de los grafiteros, las geografías de la noche y las de la sexualidad y sus correspondientes cartografías o descartografías, los paisajes sensoriales no visuales, de las geografías inducidas por el gusto, el tacto o el olfato, la interpreta-ción de lo que no se ve, las urbanizaciones de la expansión periférica, entre otras como sería la construcción social de los paisajes a través del conflicto social y político (Ibid.:16-22).

En ambos casos hay una fuerte impronta culturalista en la definición del concepto, mismo que se encuentra altamente influido por el giro cultural que tomó la disciplina, a partir de la expansión del enfoque posmoderno. De mane-ra tal que el análisis social, desde esta perspectiva, parte de las bases teóricas y metodológicas sugeridas por autores como Ricoeur (1991), Saussure (1983), Eco (1986), Baudrillard (1983) y Barthes (1994).

Desde un enfoque posmoderno, el paisaje se concibe como una creación cul-tural del ser humano y se le asocia con el texto (Barnes y Duncan, 1992:6). Este último se entiende más allá del ámbito de lo escrito e incorpora pinturas, mapas, formas urbanas e incluso instituciones sociales, vistos éstos como prácticas de significación que se van construyendo al mismo tiempo que se van leyendo. A partir de ello se identifican narraciones, discursos y metáforas, que serán leídos por comunidades textuales, es decir, grupos de personas que tienen bases de en-tendimiento semejantes para la interpretación.

Entre los geógrafos culturales de los años ochenta del siglo pasado destacan Stephen Daniels y Denis Cosgrove, quienes definen el paisaje como “una imagen cultural, una forma pictórica de representación, estructuración y simbolización del entorno”. Ésta puede tomar la forma de una pintura en un lienzo, un do-cumento escrito o en elementos de la naturaleza como las piedras, el suelo y la vegetación (Daniels y Cosgrove, 1988:1). El paisaje se concibe, entonces, como una creación cultural del ser humano, que tiene atributos que permiten asociarlo con los textos. A partir de ello, se identifican narraciones, discursos y metáforas, que serán leídos por comunidades textuales, es decir, grupos de personas que tie-nen bases de entendimiento semejantes para la interpretación (Barnes y Duncan, 1992:6). La conformación, percepción y representación del paisaje se constituye,

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entonces, con base en las prácticas de significación que se van plasmando al mis-mo tiempo que se van leyendo.

Tomado algunas de las ideas de Yi-Fu Tuan (1975) y de Carl Sauer (1925) de la escuela de Berkley, el inglés Crosgrove (1998:13-15) tomó la categoría de paisaje a inicios de 1980, con una orientación que fue radical en la época ya que exploraba el papel que el paisaje desempeña en el imaginario de quienes ahí vi-ven a diferencia de quienes estaban preocupados por reconstruirlos en mapas. El autor comentaba que el paisaje no es solo el mundo que vemos, sino que es una construcción, o una composición del mismo, por lo que fue definido como “un concepto ideológico.

Keith analiza el propósito de Cosgrove a partir de identificar dos orientacio-nes fundamentales en su trabajo: una que localiza al paisaje dentro de lo que lla-ma una “historiografía crítica” que lo teoriza dentro de una concepción marxista amplia vinculando cultura y sociedad; y la otra que la extiende y abre más allá del “estrecho foco de diseño y gusto” (Lilley, 2011:121). Desde su primer texto Crosgrove (1998) argumenta que la categoría de paisaje es “una forma de ver” que es burgués, individual y relacionado con el ejercicio del poder por lo cual es un instrumento que permite ver la composición y estructura del mundo, que puede ser apropiado por un espectador individual (Ibid.:122). Como puede ser apropia-do es a partir de su captura y el control de la tierra a partir de las representaciones en mapas y las pinturas y cambiando su imagen con la arquitectura y el diseño. Desde esta perspectiva, se puede argumentar que el paisaje más allá de ser neutral o inerte, tiene significados y simbolismos sociales y culturales y una iconografía, lo que constituye lo más relevante de su trabajo. Resalta la importancia que tiene su trabajo como parte de lo que se conoce como una nueva geografía cultural crí-tica, reconocida por otros autores como una forma de contender con la “crisis de la representación geográfica” y agregando que las estructuras de representación están implícitas en el discurso político y moral contemporáneo (Ibid.:123).

El impacto que el trabajo de Crosgrove ha tenido en diseño y otras áreas del conocimiento es relevante, ya que el moverse más allá de la representación en sí misma como un objeto real y palpable, ha influido en su manera de moverse más allá del paisaje como texto, y lo ha abierto al paisaje como “performance” (Wylie, 2007, citado en Lilley, 2011:124).

A diferencia de la transformación por la que transitó el concepto del paisaje desde el ámbito social, desde la geografía física y la geomorfología, el paisaje se ha mantenido esencialmente como una herramienta metodológica que, desde un enfoque holístico, permite darle sentido y explicar la integración de los elementos geográficos de un lugar determinado. Desde este ámbito se ha definido como una

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unidad territorial de características semejantes. Se trata de un concepto asociado al de provincia fisiográfica, entendida como “la forma de relieve de segundo o tercer orden, definida fundamentalmente por su morfología y estructura geo-lógica, además por las condiciones climáticas, hidrografía, suelos y vegetación dominante” (Lugo, 1989:176) y al concepto de región geomorfológica, definido como la “división de un territorio con base en criterios locales, no repetidos, de sus propiedades de relieve condicionadas por el clima, la vegetación, la estructura del basamento y la cubierta sedimentaria, el material no consolidado, la actividad del hombre, etc.” (Ibid.:180).

En este sentido, si bien se parte del hecho de que el paisaje es producto de factores tanto físicos como sociales, de acuerdo con Urquijo (2011:217), “geógra-fos físicos, biólogos y ecólogos utilizaron el concepto sin ofrecer mucha atención a la cuestión social, histórica o cultural, reduciendo la ‘intervención’ humana a simples factores ‘antrópicos’ que complementaban la investigación.

Con base en ello se ha producido una gran cantidad de trabajos académicos orientados al análisis de lugares y regiones y no tanto a discutir la conceptualiza-ción y las definiciones que se producen en torno al término paisaje.

El paisaje en el pensamiento latinoamericano

En el pensamiento latinoamericano, pocos autores hacen la diferenciación entre conceptos y el de paisaje se usa, generalmente, como sinónimo de espacio o re-gión. Uno de los pocos autores que ha escrito sobre teoría del espacio y su natura-leza es Milton Santos (2000:86) quien establece una clara diferencia entre espa-cio y paisaje adscribiéndole una connotación de “conjunto de formas” resultantes de la herencia de las relaciones entre la naturaleza y la sociedad. Se da como un conjunto de elementos reales y concretos, adscribiéndole entonces el carácter de “transtemporal”, constituyendo una parte solamente de la configuración territo-rial que solo abarca lo que la visión cubre (Ibid.).

El paisaje existe a través de sus formas, que adquieren cierta distribución como objetos y estas provistas de contenido técnico específico (Ibid.:87) en don-de las ambigüedades entre esta noción y la de espacio son parte de las vaguedades de la geografía. El autor le da diferentes connotaciones al paisaje: lo considera como historia congelada, a pesar de que participa de la historia viva de la socie-dad; es también testimonio de la sucesión de medios de trabajo, y un resultado histórico acumulado. Pero agrega que, considerado en sí mismo, es solo una abs-

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tracción, a pesar de su concreción como obra material. “Su realidad es histórica y le viene de su asociación con el espacio social (Ibid.:90).

En su opinión, como los objetos materiales que constituyen el paisaje como formas, no son suficientes para constituirse en espacio, ya que, utilizadas dice, son algo diferentes adquiriendo entonces contenido de corte social. “Se vuelve espacio porque es forma-contenido” (Ibid.:91), y agrega que en tanto que for-mas, no tienen dialéctica posible, como tampoco lo existe entre el paisaje y la sociedad (Ibid.). El actuar de la sociedad es en el espacio y no en el paisaje pues su actuación no se hace en los objetos como realidad física, sino como social, es decir, como formas que tienen contenido, son objetos sociales ya valorizados, a los cuales la sociedad les pone un nuevo valor. En suma, para Santos el paisaje es un elemento estático que contiene objetos físicos en tanto que formas, que solamente cuando la sociedad les impone un nuevo valor y acciona sobre ellos, es que se convierte en espacio. Bajo esta perspectiva, si bien espacio y paisaje son categorías diferentes, la una puede convertirse en la otra, en el momento en que pasa de forma a la acción social que la transforma y valoriza.

Para el caso de la investigación en México, el paisaje como unidad geográ-fica de síntesis fue integrado en investigaciones de la ecogeografía, geoecología y la ecología del paisaje. Desde estos enfoques, la geomorfología y el análisis de la cobertura vegetal fueron centrales para estudios orientados al ordenamiento eco-lógico y el ordenamiento territorial. Desde la ecología se construyó un enfoque biocéntrico y se establecieron unidades de paisaje denominadas ecozonas y ecoto-pos (Urquijo, 2011:218). El paisaje se convirtió entonces en un inventario físico, biológico y antrópico. Metodológicamente, estos estudios consistían en “un con-junto de métodos y técnicas para el análisis aplicado de los componentes bióticos y abióticos, para la planeación territorial y para la gestión ambiental, y dentro de un discurso oficialista de ‘sustentabilidad para el desarrollo’” (Ibid.:219).

Entre 1975 y 1979, algunos geógrafos mexicanos como Luis Fuentes y Car-los Melo, utilizaron el término de paisaje como sinónimo de una unidad te-rrestre, sin elaborar teóricamente o ahondar en su significado e implicaciones. Después, en 1979, Consuelo Soto se ocupó de dilucidar sobre la importancia del concepto y de su potencial metodológico. En 1987, en el marco de un libro sobre ordenación de paisajes rurales, destinado a la planeación, se conceptualizó sobre el paisaje, aunque el factor humano quedó limitado a unos datos socioeco-nómicos. Después, durante la década de los noventa, la ecología del paisaje tuvo un auge y autores clásicos como Carl Troll y Georges Bertrand fueron releídos y recuperados (Ibid.:221).

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La ecología del paisaje y los trabajos donde se conceptualizaba al paisaje como una unidad territorial integral, siempre desde el ámbito de la geografía físi-ca y sin considerar o ahondar en factores sociales, formaron parte de la geografía del paisaje que desde principios del siglo XXI se desarrolló con autores como Ar-turo García Romero, Julio Muñoz Jiménez y Gerardo Bocco (Ibid.:223).

Desde el punto de vista social, Liliana López Levi (1999) incorpora la me-todología, retomada de James Duncan y Trevor Barnes (Duncan, 1990; Barnes y Duncan, 1992) de leer el paisaje como texto para analizar a los centros comer-ciales de la Ciudad de México.

Posteriormente, el estudio del paisaje fue también revalorado con base en el trabajo de un grupo de investigadores liderados por Federico Fernández Christ-lieb y Ángel Julián García Zambrano (2006), con el libro Territorialidad y paisaje del altepetl del siglo XVI, mediante el cual se revisó el concepto de altepetl desde la geomorfología, la historia, la historia del arte, la arquitectura y la lingüística en el momento previo y posterior a la conquista. El altepetl se asocia al paisaje, pues de acuerdo con Fernández Christlieb (2004:10), “la definición de altepetl incluía no sólo a las casas dispersas de los indios y a sus tierras de cultivo sino también a determinados rasgos del paisaje tales como el relieve, la vegetación, los cuerpos de agua, la fauna o la relación entre el horizonte montañoso y los fenómenos celestes observables en el sitio”.

El paisaje en la arquitectura y en la sustentabilidad

En los últimos años, el paisaje ha sido retomado por otras ciencias además de la geografía, entre las que se encuentran la arquitectura, el urbanismo y la biología y otras afines. En estos ámbitos podemos identificar el uso del concepto en dos sentidos que en ocasiones pueden ser considerados diferentes, pero que en algu-nos casos se entremezclan y hasta se difunden. Primero, con la implantación del paradigma de la sustentabilidad como parte de la utopía capitalista de la globa-lización (Ramírez, 2003b:11), se argumenta que la apertura comercial y cultu-ral de la globalización contemporánea pasa por quienes, adoptando una postura ecológica, insisten en producir solo bajo formas que aseguren la existencia de los recursos suficientes para salvaguardar a las generaciones futuras y quienes la critican. En ambos casos, el concepto de paisaje ha jugado un papel fundamental en el discurso que proponen, en la medida que permite integrar a la ciudad con su entorno natural, en un intento por recuperar los recursos que le son propios o bien que requiere para su reproducción.

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Segundo, desde la perspectiva del urbanismo, se define al paisaje como “el conjunto procedente de una agregación de todos los factores interrelacionados que ocupan la superficie total de un territorio” (Fariña y Solana, 2007 (2001):261), a pesar de que se argumenta que la conjunción de “ciudad y paisaje” se utiliza para muchas cosas tan poco claras en ocasiones, que termina diciendo nada. En lo que sí hay acuerdo es que al hablar de paisaje se está integrando algo relativo a la naturaleza y que en mayor o menor medida aparecen los elementos naturales en su concepción (Ibid.:258-259).

Hay un énfasis importante en la manera como la humanidad se encuentra dentro de la urbe y la forma como la ciudad ha sido considerada por algunos autores, como una entidad ecosistémica que se comporta de manera similar a la naturaleza. Esta postura hizo que ya en 1925 autores como Burgess (1925) y Park (1936) desarrollaron una escuela de pensamiento desde la sociología que se denominó la Escuela de Chicago por haber surgido en esta ciudad. Su influencia a persistido hasta la fecha, proporcionando una explicación de la manera como se organiza la ciudad en círculos concéntricos dependiendo de la accesibilidad al tipo de tierra y a la centralidad que se tenga en la ciudad (McKenzie, 1988 [1926]. Es preciso decir que esta corriente más que analizar el medio natural de la ciudad, suponía un comportamiento natural de ella que se integraba en la dimensión humana que la ocupaba, lo que la hace mucho más cercana a la sociología que al urbanismo en su dimensión medioambiental.

En la actualidad, se pone el énfasis en la percepción del paisaje urbano más que en la evaluación de los elementos naturales que la componen y en sus condi-cionantes, lo que permite diferenciar entre el territorio que se observa, el sujeto perceptivo y el medio que favorece dicha percepción, que en la opinión de Fariña y Solana, es la atmósfera (2007:261). Con esos elementos en mente, se puede determinar lo que se denomina la cuenca visual, definida como “la parte del te-rritorio que es visible desde un punto del mismo” (Ibid.:263). Este procedimiento que mide los alcances visuales, las distancias del paraje y las áreas de paso de un paisaje, son de fundamental importancia para generar proyectos de planeación del paisaje (Ibid.:266).

Para lograr una valoración del análisis del paisaje, se toman en cuenta los componentes naturales, pero también las condicionantes subjetivas que le son propias. Éstas se determinan a partir de las emociones que genera un paisaje en los observadores, lo que define la calidad paisajística en función del impacto que una cierta actividad o emoción produce en el mismo (Ibid.:268-270). A lo ante-riormente expuesto se agrega la necesidad de identificar elementos de fragilidad

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o vulnerabilidad paisajística compuestos por aquellos factores que disminuyen o eliminan la calidad que el mismo paisaje tiene.

Es interesante ver la manera como en las posturas de planificación contem-poránea desde la arquitectura y el urbanismo el paisaje no es solo la visión de un territorio determinado, sino también se incluye “la percepción integral de los procesos que se producen en su seno”, de tal manera que los sonidos y el ruido, su extensión y su forma son de gran importancia para valorar un paisaje determi-nado (Ibid.:273-275).

En esta visión de la organización del paisaje se han generado áreas de co-nocimiento que forman especialistas en estas tareas. Las carreras como la de arquitectura del paisaje y otras, que fundamentalmente tienden a organizar y cambiar la naturaleza de los paisajes intencionalmente (Chen y Wu, 2009:1015) para convertirlos en una naturaleza alterada, tal y como se hacia en los jardines ingleses o franceses del siglo XVIII y XIX, siguen siendo actividades importantes en el desarrollo de la actividad paisajística.

La categoría ha sido tan cómoda para algunos especialistas que se ha hasta generado ya una revista titulada Ecología del Paisaje, en donde en una tarea multi o transdisciplinaria se intenta vincular el medio natural con la actividad antrópi-ca con una visión integral y más amplia. Ahí se discuten desde temas meramente ecológicos o de relación naturaleza humanidad, o las diferentes formas en que se podría lograr la integralidad con el paisaje a partir de elementos orientales como el Feng Shiu, para lograrlo (Ibid.).

Una gran distinción que existe entre los paisajes de los arquitectos y ur-banistas, con los analizados de los geógrafos y hasta de los artistas, es que para estos últimos, el paisaje es un elemento que se construye y puede ser creado de la naturaleza. Chen y Wu (2007:1023) definen la Ecología del paisaje como un ins-trumento para desarrollar y mantener paisajes, regiones o ciudades sustentables. Para ello, los autores considera que son tres las funciones que se necesitan para poder considerar los paisajes diseñados como sustentables, sean estos parques, ciudades o paisajes regionales:

1. La producción de bienes y servicios que generen beneficios económicos. 2. La provisión de servicios que enriquezcan la vida, incluyendo espacios

de recreación, facilidades y oportunidades de recreación, vida saludable y funciones sociales.

3. La conservación ecológica, ya que los paisajes sustentables deben mante-ner un nivel adecuado de biodiversidad y de funcionamiento ecológico

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funcionando no a expensas, sino en balance con las otras dos funciones (Ibid.:1022).

Parecería entonces es que en esta visión el paisaje todavía esta por construirse y es a través de la sustentabilidad que esto se lograría.

Reflexiones finales

Tradicionalmente se considera que las artes en general (y la pintura en particular) son para la geografía una fuente de información importante, como apoyo, como referencia que ayuda a la descripción de un lugar determinado. Sin embargo, la relación puede trabajarse considerando un potencial mucho mayor. Creemos que desde las artes plásticas, en general, y la pintura, en particular, debemos aprender a no reducir el paisaje a la parte material, sino recoger también las emociones que quienes la generaron plasmaron en sus lienzos porque las generaba la propia natu-raleza o el entorno que los rodeaba. Si bien el paisaje material tiene las huellas de una dinámica social y de su proceso histórico, hay en el aire, de forma inmaterial, las emociones del presente que las generó y, por ende, el sentido que la sociedad le da a dicho paisaje en ese momento particular de su existencia.

En la reflexión entre los vínculos existentes entre el arte la geografía en la modernidad, tomando como centro de la discusión el paisaje, consideramos re-levante destacar cuatro cuestiones importantes. La primera es que las formas de representación artística del paisaje y de reflexión del mismo contrastan con las políticas territoriales que las potencias Europeas tenían hacia América, Asia y África, en las cuales la naturaleza no era producto de contemplación ni de análisis, sino de devastación y explotación de los recursos. En este sentido nos cuestionamos si la Academia y el arte de ese momento ¿serían formas idílicas de esconder la realidad que prevalecía en relación con la naturaleza de estos continentes saqueados por colonias que los veían como una fuente ilimitada de recursos económicos?

La segunda reflexión parte de preguntarnos si acontecimientos significativos como la llegada a México de artistas como Landesio, un pintor italiano encarga-do de traer la escuela de paisaje a México, fueron el origen de la importación en el arte del concepto de paisaje en el siglo XIX, que hasta ya bien entrado el XX fue aceptado y usado en el ámbito científico del país. Lo anterior nos lleva a pregun-tar si el concepto de paisaje no es un concepto eurocéntrico, que fue importado a América sin que sea el más adecuado para discutir la realidad latinoamericana,

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en general, y la mexicana en particular. En este sentido, sería interesante pre-guntarnos ¿si existe uno que nos permitirá reflexionar sobre los procesos y las realidades latinoamericanas, como el de territorio por ejemplo, como se analizará en el capítulo 6 de este libro, que refleje con mayor exactitud las concepciones que de la naturaleza y de los entornos requerimos para analizar adecuadamente la problemática local de una mejor manera?

Tercero, parecería que en el ámbito académico, paisaje y región tienen acep-ciones semejantes, o al menos muy ligadas entre ellas, pues ambas actúan como elementos de integración del medio ambiente con los procesos sociales y ambos pueden ser también un instrumento importante para la planeación y ordena-miento del territorio. Desde esta perspectiva, la diferencia entre paisaje y región puede ser en ocasiones también ambigua y tal como se ha argumentando en diferentes espacios, un medio solamente de evitar repeticiones y cacofonías en la redacción.

Por último, llama la atención la forma conceptual como el paisaje se inserta ahora en discursos como el del diseño, arquitectónico o urbanístico, en el de sus-tentabilidad, e inclusive en el de la cibernética y el ciberespacio, ya que parecería que como en la modernidad, es necesario cambiar los que existen e intervenirlos directamente con el fin de transformarlos y mantenerlos para el futuro. ¿Solo así podrían mantenerse para las generaciones que vienen? Eso es algo que amerita sin duda alguna que una reflexión epistemológica sobre el origen y forma de utilizar los conceptos para reflexionar la relación entre la naturaleza y la humanidad no es un problema minúsculo y amerita sin duda un espacio mayor que el presente para identificar significados y delimitar alcances.

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Capítulo 3. Región

… hay que dejar claro que la desigualdadespacial (o regional) siempre

ha existido. (Massey, 1979:233)

Cada región es un dominio en dondemuchos seres similares, conjuntados

artificialmente, subsecuentementese han adaptado a una existencia común.

(Vidal de la Blache, 2001[1926]:185)

A diferencia de la categoría de espacio, que remite a una dimensión de la existen-cia humana, la de región ha sido usada por filósofos para designar “la superior o completa unidad de género a la cual pertenece un concreto” es decir, “la totali-dad ideal de todos los individuos posibles de una esencia concreta, de tal manera que permite asumir que “todo objeto empírico concreto se subordina, con su esencia material, a un género material sumo, a una región de objetos empíricos” (Abbagnano, 2004:902). Sumándose a la postura de Husserl, quien habla de una ontología regional, aquélla que concierne a las estructuras de determinada región; Lewin entiende por región “toda cosa en la cual un objeto del espacio de vida, por ejemplo una persona, tiene su lugar o en el cual se mueve; o bien toda cosa en que puedan distinguirse diferentes posiciones o partes al mismo tiempo, o que es parte de una totalidad más vasta” (Ibid.:903).6 Llama la atención que bajo esta perspectiva la región es vista como una totalidad que integra partes, o bien es vista como un cosa que permite identificar las partes que coinciden en una unidad más amplia.

La confusión se amplía si se revisa la definición que sobre el término da el Diccionario de la Lengua Española ya que por región entiende desde un país, una comarca, un territorio o una nación (RAE, 2001:752); en un cambio de escala sin justificación, entiende regional como local, comarcal, provincial o nuevamente

6 Cursivas de las autoras.

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nación (Ibid.) o regionalismo definido como localismo, autonomismo, o hasta como doctrina regional (Ibid.).

Por su parte Gregory et al. (2009:630) la región es un concepto utilizado para designar a un área o zona de la superficie terrestre, cuyos elementos están funcionalmente asociados.

De acuerdo con Da Costa (1998:48), el término región tiene sus orígenes asociados a una estructura de gestión política centralista, la regione, que se usa-ba en tiempos del Imperio Romano para denominar a las áreas que tenían una administración local pero se encontraban bajo el poder central que residía en Roma. Posteriormente fue retomado, en el marco del Estado moderno del siglo XVIII, también con elementos de centralismo, uniformidad administrativa y di-versidad local, para establecer la unión regional frente a un enemigo comercial, cultural o militar externo.

Como concepto académico, su historia se remonta al siglo XVIII cuando comenzó a sistematizarse a partir de que los geógrafos consideraron que las áreas políticas no eran adecuadas para el análisis de variables físico-ambientales. En-tonces, retomaron de la geología el concepto de región natural, mismo que alcan-zó un amplio prestigio entre la comunidad académica, a mediados del siglo XIX (Da Costa, 1998:51; Grigg en Chorley y Haggett, 1969:464-465).

La región natural surgió en un principio, como un concepto que permitía analizar una unidad espacial a través de la interdependencia de los factores físicos del espacio que la conformaba, destacándose su carácter homogéneo como ca-racterística esencial. De esta manera se definieron regiones florísticas, minerales y climáticas. A finales del siglo XIX, la geografía humana francesa incorpora al hombre y el concepto de paisaje humanizado a la región natural y surge el con-cepto de región geográfica (Ávila, 1993:13-14).

El debate conceptual sobre la naturaleza de la región, durante este periodo, respondía al surgimiento de las naciones europeas modernas. Entonces se busca-ba mostrar las regiones naturales que formaban los estados, así como su identidad cultural. Vidal de la Blache y Hettner eran los representantes más importantes de dicho debate, en el cual se discutía el peso que debían tener los aspectos naturales y los culturales dentro de la descripción de una región (Agnew et al., 2001:367).

El contexto en el que se realizaba era bastante dinámico en relación con la generación del conocimiento, ya que nacían nuevas ciencias y otras dejaban de tener la importancia que anteriormente tenían. En el caso de la geografía perdió identidad al dividirse entre las ciencias naturales y las sociales, ya que la gene-ralidad con que había contendido al reconocimiento de los recursos naturales y los descubrimientos de los territorios americano, africano y asiático, requería de

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nuevos instrumentos que profundizaran en la identificación y caracterización de los recursos naturales y de los nuevos espacios que las potencias se apropiaban.

Posteriormente, la disciplina recuperó una nueva identidad a partir de dos hechos: por un lado, el surgimiento de la geografía regional que le permitió repo-sicionarse a partir de que la abordaba con un elemento de síntesis entre la natura-leza y la sociedad (Wallerstein, 1996) y por el otro, la necesidad de contender con un conocimiento que ayudara a generar la identidad nacional de los Estados que surgieron con la modernidad, hecho que favoreció la institucionalización de la geografía en las universidades y escuelas primarias y secundarias que formaran a los estudiantes a partir del sentimiento de pertenencia a un lugar con sus recursos y su sociedad (Capel, 1981). La región surge entonces como una categoría que es usada de diversas formas, llevando en gran medida a consolidar las transforma-ciones materiales e ideológicas que requería el capitalismo para su implantación.

La tradición francesa de Vidal de la Blache

Durante la primera mitad del siglo XX, en el marco de la escuela regional fran-cesa, se desarrolló la idea de la región como un lugar único, una porción espe-cífica de la superficie terrestre que posee una individualidad geográfica y que es diferenciable del espacio que la rodea. En este sentido, se destacaban sus parti-cularidades y se relacionaban los elementos humanos y ambientales. Asimismo, se definían fronteras y se establecían las diferencias esenciales entre las regiones, considerando tanto las características físicas como el entorno social.

En sus inicios, el concepto de región se plantea bajo una conceptualización determinista, en la cual se consideraba que el medio ambiente ejercía un dominio sobre las actividades y desarrollo de la sociedad. Metodológicamente se trataba de unir los factores locales que, a su vez, influyeran en las diferencias espaciales entre diversas sociedades. En contra de este tipo de explicaciones, L. Fébvre con-cibió en 1922 el término “posibilismo” que básicamente pretendía cambiar la idea de una sociedad explicada solo a partir de leyes naturales por la idea de que estas últimas únicamente influyen y moldean las formas de vida humanas, pero siempre hay una posibilidad de elección en función de una cultura. Desde esta perspectiva las regiones no existen como “unidades morfológica y físicamente constituidas, sino como resultado del trabajo humano en determinado ambiente” (Da Costa, 1998:52).

El principal exponente en este periodo fue Vidal de la Blache quien en 1903 escribió su libro Tableau de la géographie de la France, en el cual presentaba una

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división regional en la que se veía la influencia de los geólogos del siglo XIX. La región, según Vidal de la Blache

es una realidad concreta, física, existe como un marco de referencia para la población que vive ahí. Como realidad, esta región no depende del investigador en su estatuto ontológico; le corresponde al geógrafo develar la combinación de factores responsables de la configuración que asume. El método recomendado es la descripción pues sólo por medio de esta es posible penetrar en la compleja dinámica que estructura este espacio (Da Costa, 1998:51).7

Con base en la escuela francesa de la primera mitad del siglo XX se realizó una serie de monografías regionales siguiendo un esquema metodológico que parte de la descripción de las características físicas, complementada con la des-cripción de la estructura de la población y de sus actividades económicas. A partir de ello se pretende encontrar una identidad regional, es decir, aquello que la hace diferente a las demás. El trabajo de campo se constituye como una parte esencial de esta metodología, ya que le permitía al geógrafo aproximarse a las característi-cas que hacen del lugar un espacio único e irrepetible. Según estos autores, para entender mejor un espacio geográfico es necesaria una cercanía con el mismo, lo cual permite un conocimiento contextualizado y particular que no pretende llegar al nivel de las teorías (Ibid.:52-54).

Este modelo de región desarrollado por la escuela francesa tuvo una gran importancia en la primera mitad del siglo XX. En este periodo e inclusive en la actualidad, otras escuelas nacionales, entre las que se incluyen las de América Latina, realizaron sus estudios regionales basados en él. El carácter descriptivo, bajo el cual se desarrollaron, motivó una crítica seria por parte de algunos au-tores, no solo por su determinismo ambiental implícito, a pesar de estar basada en la postura posibilista, sino también porque se centraba en los elementos del paisaje sin prestar importancia en los vínculos entre ellos. Para muchos, ha sido considerado como el “método propio de la geografía”, mismo que la da particula-ridad y concreción en relación con otras ciencias (Bassols, 1971).

Para Dollfus, la región es una parte de la superficie terrestre, pero no es una porción cualquiera, sino que “es una porción organizada por un sistema y que se inscribe en un conjunto más vasto. Esta definición, tan confusa, demuestra la ambigüedad de la noción de región, que se evidencia asimismo al observar la can-tidad de adjetivos que la acompañan (Dollfus, 1982:101). La región es una frac-

7 Cursivas de las autoras.

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ción de la superficie terrestre que se inscribe en un marco natural que puede ser homogéneo o bien diversificado, que ha sido ordenado por unas colectividades unidas entre sí, por relaciones de complementariedad, y que se organizan alrede-dor de uno o de varios centros, pero que dependen de un conjunto más vasto. Así, entre los estados centralizados, la región se nos presenta como un intermediario entre el poder nacional y las colectividades locales municipales (Ibid.:107).

Algunos autores le han dado a la región una dimensión evolucionista otor-gándole un carácter de organismo que nace, se desarrolla y hasta muere, corres-pondiéndole “una determinada organización del espacio”, que permite conocer su grado de coherencia interna y sus límites. La individualidad del espacio y los mecanismos de proceso que les son propios permiten identificar estas condiciones de evolución que se le adscriben a las regiones (Ibid.:108). De acuerdo con el mis-mo autor, los estudios regionales no solo se desarrollaron como monografías sino se adscribieron a una definición de proceso que consiste en ubicar el fenómeno en diferentes niveles o escalas para ver las articulaciones y combinaciones que existen (Ibid.:109).

La región de los modelos matemáticos

Como complemento de la escuela francesa surgió la escuela alemana que avanzó hacia la conceptualización teórica de la región. En un principio, dicha escuela partió de una posición muy semejante a la francesa. Hettner consideraba que la geografía estudiaba un paisaje terrestre que tenía como características el ser único y heterogéneo. Sin embargo, decía que la geografía no debe ocuparse únicamente de la descripción, sino también de una interpretación de las formas del paisaje como resultado de una dinámica compleja (Da Costa, 1998:54).

En 1939 Hartshorne (1961) afirma que la región es una construcción mental para el análisis y no una entidad natural o preestablecida. A partir de ello, este au-tor desató una gran polémica, y no fue sino hasta la revolución cuantitativa que se consideró de manera más sistemática a la región como una base para la clasifica-ción del espacio geográfico a partir de los datos que contabilizaban los elementos que la constituían y eran manejados por diferentes métodos estadísticos.

Otro trabajo importante en este sentido fue el del geógrafo alemán Christa-ller en 1933, quien desarrolla su teoría de los lugares centrales, en la cual afirma que sobre un espacio teóricamente homogéneo hay ciudades de un primer nivel de especialización que están distribuidas uniformemente y cada una tiene su zona de influencia o hinterland en forma de hexágono, por lo que se basa en la dimensión

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geométrica del espacio. En un segundo nivel, existe una jerarquía con ciudades que tienen un mayor tamaño o especialización y que por lo tanto tienen un área de influencia mayor, que a su vez contiene en su interior a la estructura de primer nivel (Ávila, 1993:14-15 y 39-52). Con ello se dio inicio a la conceptualización de la región nodal, en la cual se definieron áreas geográficas con su polo de atracción y con relaciones funcionales hacía otras áreas de jerarquía superior o inferior.

La teoría de Christaller fue retomada posteriormente por economistas que aplicaron estos conceptos a su propia disciplina. August Lösch, por ejemplo, de-terminaba localizaciones óptimas con la finalidad de maximizar ganancias. En 1954 desarrolló su teoría, en la cual afirmaba que la región está conformada por elementos económicos que se articulan en un espacio teóricamente homogéneo para desarrollar diversas actividades productivas. Los límites se conforman por la dinámica de fuerzas en cada una de las regiones. Por su parte, en 1960 Walter Isard relaciona localizaciones ideales con costos de transporte para llegar a un espacio económico compuesto por una red jerarquizada de puntos con diversos niveles de influencia sobre el territorio y unidos por vías de comunicación (Ávila, 1993:14-15).

Durante los años sesenta, la escuela francesa de principios del siglo XX fue criticada por la comunidad académica debido a que la descripción de áreas únicas y homogéneas distaba mucho de un análisis científico de la realidad. En este sen-tido se afirmaba que la unicidad era una característica de cualquier objeto y que el papel del científico estaba en ver más allá y encontrar los patrones generales a los que se adscribía. Entonces, surgió un grupo de académicos que orientó sus esfuerzos a sistematizar el conocimiento en geografía y crear un cuerpo teórico que diera contenido científico a sus propuestas.

La búsqueda de la unidad de la ciencia a través de un lenguaje y méto-dos comunes, llevó a la utilización de modelos desarrollados por otras ciencias. Como se mencionó en el capítulo anterior, Surgió así la geografía cuantitativa que utilizó la matemática y la estadística para explicar los fenómenos regionales. Lo que resulta interesante es que la categoría región se pudo adaptar al modelo descriptivo del paisaje, al geométrico de Lösch y Christaller y a la información cuantitativa como lo trabajaba Chorley, contando con una categoría que podía adaptarse de una manera más adinámica a tres diferentes tipos de espacio y que en el fondo intentaba conformar áreas homogéneas denominadas como región.

La geografía cuantitativa, que después se convirtió en la escuela de análisis espacial, trabajó en la sistematización de los fenómenos y procesos espaciales y buscó la creación de un cuerpo teórico que le diera solidez a la disciplina y que le permitiera vincularse con un ámbito científico más amplio. En su relación con las

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otras ciencias, se intentaba coincidir en un lenguaje y métodos comunes, lo que llevó a la utilización de modelos desarrollados por ellas, como las matemáticas y la física, para el análisis de fenómenos sociales.

La relación entre las características particulares de una región y un patrón “universal” deriva de una visión del objeto de estudio en la cual se hace una simi-litud con un problema de clasificación o de taxonomía. Desde esta perspectiva, la región no solo se relaciona a ciertos principios generales, sino que también pue-den identificarse dentro de una jerarquía de regiones que van desde un ámbito local a uno global (Agnew et al., 2001:366).

Derivado de lo anterior, se concibe a la región como el producto de una clasificación espacial; es decir, se refiere al proceso de agrupar elementos en clases o categorías, obteniendo como resultado áreas homogéneas a su interior y dife-renciadas con las otras. En este sentido, se puede tratar a una población como una entidad que se divide en clases o como individuos que conforman clases independientes y que se unen para formar un conjunto (Robinson, 1998:142).

Desde esta perspectiva, podemos señalar el trabajo de Chorley y Haggett (1969:243) y Haggett et al. (1977:451), quienes, junto con otros especialistas, con-ceptualizan la construcción de regiones a partir de la teoría de conjuntos. Desde esta perspectiva, por ende, una región se compone al unir elementos que pertenecen a un conjunto o al identificar aquéllos que no le pertenecen, pero son afines a otras.

Desde el análisis espacial hay tres tipos de regiones: las regiones homogé-neas, las nodales y las regiones para la planeación. Las primeras se clasifican a partir de un criterio y se caracterizan por estar conformadas de áreas continuas y no se sobreponen a sus regiones vecinas. Las nodales se asumen más complejas y se organizan en función de múltiples criterios o de una jerarquía, que puede establecerse con base en las relaciones o vínculos entre pares de lugares. A dife-rencia de las anteriores, las regiones nodales sí se pueden sobreponer unas a otras. Por su parte, las regiones de planeación pueden definirse como áreas, con o sin continuidad, delimitadas para la organización, gestión y administración territo-rial. Éstas pueden o no sobreponerse, dependiendo de las necesidades para las cuales fueron diseñadas.

En un inicio la escuela de análisis espacial recurrió a métodos cuantitativos y fueron utilizadas metodologías tales como el análisis de factores y las componen-tes principales. Con el tiempo se fueron desarrollando modelos alternativos que consideraban categorías espaciales, tales como la distancia y la vecindad.

Aunado a lo anterior, en la década de los setenta, algunos autores integraron la teoría general de sistemas a los estudios regionales. La región se concibió, en-tonces, como un sistema regulado de flujos, lo cual permitió abordar al espacio

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como un sistema funcional complejo que evoluciona de acuerdo con los condicio-namientos internos y externos y a las influencias recíprocas de componentes tanto físicos como sociales (Ortega, 2000:483). Con ello, la regionalización implica en un primer momento identificar elementos, procesos y patrones del territorio para, posteriormente, clasificarlos en un espacio determinado. Tradicionalmente se han utilizado variables físico-ambientales, económicas, sociales, culturales o políticas, y se ha tomado como base espacial a ciertos elementos naturales, fisio-gráficos y a las unidades político administrativas.

En muchas ocasiones, tanto en la época moderna como en la posmoderna, región y regionalización han sido conceptos que se sobreponen y frecuentemente se confunden el uno con el otro. Autores como Ramírez han hecho énfasis en la diferenciación de ambos. En este sentido, afirma que la región se refiere más a un instrumento que permite identificar zonas homogéneas naturales o de in-tegración natural-social-cultural, mientras que la regionalización es un recurso técnico usado como herramienta para hacer diferentes tipologías de regiones, necesarias para trabajos de planeación o de comprensión de diferenciaciones re-gionales en una zona específica (Ramírez, 2003a). Hasta aquí se puede argumen-tar que se cuenta con un pensamiento clásico de la región, que en la opinión de Ramírez, se orienta alrededor de cuatro conceptos de región que interactúan en las visiones de los autores:

… la dinámica cambiante del posibilismo, la de construcción mental de Hett-ner y Hartshorne, la morfológica relacionada con el paisaje, todas ellas de corte humanista, y por último, la espacial, de representación o región plan, adscritas al paradigma positivista y a la planeación. Estas últimas han tenido un gran im-pacto en la geografía tanto física como humana de finales del siglo XX, no sólo en el traslape entre modelo-región en la importancia otorgada a la delimitación de fronteras regionales en la práctica, de tal manera que, implícita o explícita-mente, siguen siendo utilizadas a la fecha tanto en ámbitos de la geografía, de la economía y del urbanismo (Ramírez, 2007:120).

La región polarizada de Perraux y Boudeville

La teoría de los polos de desarrollo surge en Francia, durante la posguerra, en donde Perraux, en tanto que asesor de De Gaulle, genera un instrumental de planeación tendiente a ofrecer una estrategia viable para el desarrollo de un

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subsistema específico (Coraggio, 1974:46) llamado coloquialmente región. Éste se basa en el reconocimiento de tres tipos de espacios de acuerdo con Bou-deville (1969) el homogéneo, el polarizado y el último que es la región plan (Ibid.:70-71), clasificación que en su opinión surge de considerar a la región ho-mogénea con inspiración agrícola, a la polarizada de origen industrial y a la re-gión plan de inspiración prospectiva (Ibid.:74), sin que medie una diferenciación entre la forma como se pasa de espacio a región, ni la diferencia entre las catego-rías; por el contrario, son consideradas como sinónimas. A estas consideraciones, es preciso agregar que en ocasiones también éstas son sinónimos con la de enclave que puede ubicarse al interior de una región (Coraggio, 1974:41) lo que agrega dificultades en la definición del concepto.

Esta trasposición entre espacio y región no es explicita en la propuesta de Boudeville, ya que considera al primero como un “espacio continuo en el que cada una de las partes o zonas constituyentes presenta características lo más próximas posible a las demás” (Ibid.:68). Por su parte, el espacio polarizado es también considerado como región de tal manera que la jerarquización de una región –que puede ser de carácter nacional, regional o local– constituye inter-cambios que no son uniformes y por lo tanto algunos espacios gravitan en torno a los más desarrollados; su definición está dada más por criterios de funcionalidad que de homogeneidad pues remite más a zonas integradas por carreteras o vías de comunicación, es decir, que tienen interdependencia entre sí (Ibid.:77). El paso entre las regiones y los polos se da al considerar que, en las regiones polarizadas, la integración se produce alrededor de un polo, que puede ser una ciudad o locali-dad o una industria, lo que genera esferas de influencias y jerarquías dependiendo de la esfera de influencia que cada uno tenga (Ibid.:77). Por último, aparece la última de sus categorías en que ya no es espacio sino es región catalogada como plan definida de la manera siguiente:

La región-plan o región-programa es un espacio en el cual las diversas partes proceden de una misma decisión, como las filiales proceden de una casa matriz. Es un instrumento en manos de la autoridad, localizada no en la región, para alcanzar un fin económico establecido (Ibid.:73).

Perraux utiliza esta clasificación del geógrafo Boudeville para introducirla a su propuesta de desarrollo argumentando que al no aparecer el crecimiento en todas partes al mismo tiempo, éste se manifiesta como “puntos o polos de crecimiento, con intensidad variable; [y] se difunde por medio de diferentes ca-nales, con distintos efectos terminales sobre el conjunto de la economía” (Ávila,

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1993:14-15 y 39-52). Para ejemplificar lo anterior, se sirve de la industria auto-motriz y la posibilidad que presenta para generar crecimiento y desarrollo, el autor en ocasiones usa el concepto de polo pero también el de “agrupamiento de industrias” (Ibid.:89), argumentando que contienen tres elementos en el análisis: primero, la industria clave que es la que induce la totalidad de un sistema, –eco-nomía nacional, por ejemplo–, segundo, el sistema no competitivo del agrupa-miento y, por último, el hecho de la aglomeración territorial que genera a partir de las consecuencias específicas del agrupamiento y de los beneficios que dejan los negocios con efectos de intensificación de la locación, ya que un polo indus-trial complejo “modifica no solo el amiente geográfico inmediato sino [...] toda la estructura de la economía del país en el cual actúa (Ibid.:91).

De acuerdo con la perspectiva de Coraggio, la categoría de polo es de por sí confusa, ya que puede aplicarse a una ciudad, a una región y en ocasiones se le denomina territorio. A esta confusión se agrega el hecho de que sirve para de-signar su carácter particular intranacional, pero puede referir a una connotación micro que puede confundirse con la de lugar, así, “un polo es un cierto territorio con la idea de nacionalidad: [éste] se halla en el espacio de quien lo controla de manera efectiva” (Coraggio, 1974:50). Por estas y otras razones, este autor la con-sidera como una categoría ideológica, ya que a su vez tiene un contenido técnico con elementos casi mágicos de crecimiento y desarrollo económico atribuibles a esta teoría. A sus argumentos agrega que fue un instrumento importante de la Europa de la reconstrucción, para convertir a los polos en “centros de decisión” del sistema capitalista mundial pero que no vienen de afuera sino son parte de un sistema nacional específico (Ibid.:40), que se enmarca en un momento en donde el sistema capitalista mundial estaba ya dominado por Estados Unidos y en un proceso abierto de “autonomía política” de las colonias, que habían estado dominadas por Europa.

Esta perspectiva crítica que abre Coraggio sobre este instrumental teórico es fundamental para entender la manera como se siguió usando el concepto en América Latina, no solo en el momento de sustitución de importaciones, sino posteriormente en la apertura de nuevos centros industriales en la década de 1970, como se analizará más adelante.

La crítica y la propuesta marxista de finales siglo XX

Si bien el análisis espacial se acercó a las ciencias básicas para el análisis y confi-guración de regiones, el marxismo llevó la problemática al ámbito de las ciencias

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sociales. Existieron, entonces, dos grupos de investigadores que se enmarcaban en esta corriente: los que vivían en países socialistas y los que vivían en países capitalistas, principalmente anglosajones. Los primeros retomaron los conceptos de la geografía regional clásica de Vidal de la Blache y la adoptaron a un vocabu-lario marxista. Geógrafos físicos y geomorfólogos analizaban la región natural, mientras que el gobierno hacía la planeación de su economía tomando a la región geoeconómica como base territorial para la reestructuración socialista de las na-ciones (Hiernaux, 1991:5). Como se verá más adelante, es en esta postura que se ubica la propuesta de Ángel Bassols en México.

La escuela marxista anglosajona, a partir de identificar la necesidad de vin-cular las ciencias sociales con la geografía y de una crítica importante a la geo-grafía cuantitativa y la geografía espacialista, consideraba a la región como una respuesta local al proceso de reproducción capitalista y, en este sentido, se le definía como la organización espacial del proceso social (o de relaciones sociales) asociado a los modos de producción. Mientras que usando la categoría de espacio se analizaba el reflejo de las relaciones sociales en él, los especialistas en región enfocaban los análisis en regionalizar variables como la división del trabajo, el proceso de acumulación de capital, la reproducción de la fuerza de trabajo, los mercados laborales y los procesos de dominación políticos e ideológicos utiliza-dos para mantener las relaciones sociales de producción (Gilbert, 1988:209).

En un primer momento se adoptó una visión en donde lo importante eran ver la manera como el desarrollo del capitalismo traspasaba su impronta y condi-cionantes en el espacio y conformaba regiones que eran resultado del desarrollo desigual del capitalismo. En este momento, autores como Lipietz (1978) y Mas-sey (1978) consideraron a la región como parte de una totalidad en que se adscri-be la acumulación capitalista y su reproducción, diferenciándola de las visiones neoclásicas que la consideran una unidad pre-establecida. La crítica de Lipietz desde el estructuralismo marxista fue clara en relación con el concepto de espacio empirista (véase capítulo 1), y desarrollando su concepto de región a partir de concebir dos tipos diferenciados: las regiones y las naciones. Éstas las entendió como un despliegue de articulación de las estructuras sociales (económicas, po-líticas, etc.) de los espacios generadas por ellas. “Estos espacios diferenciados a su vez no pueden definirse sino a partir de un análisis concreto de las estructuras sociales que les confieren una individualidad (Lipietz, 1979:35-36).

Posteriormente, autores como Harvey (1985) y Smith (1984) ponen el én-fasis en el desarrollo espacial desigual y hasta se genera la categorización del materialismo histórico geográfico dialéctico en un intento de integrar la historia con la geografía desde el marxismo (Soja, 1989). El debate que se generó desde el

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marxismo es muy basto y complejo y pasa por varias visiones que sería importan-te rescatar y diferenciar. En un intento por sintetizar y organizar las discusiones, se podría decir que el análisis de las regiones en el marxismo es visto desde la dé-cada de 1980 del siglo XX, a partir de seis perspectivas diferenciales: la estructu-ralista que las forma a partir de articulación de modos de producción generando estructuras sociales de espacios diferenciados, en donde los regionales son uno de ellos (Lipietz, 1979: 35-36; la división espacial (regional) del trabajo desarrollada por Harvey (1985) y por Doreen Massey (1979); el desarrollo regional desigual (Smith, 1984); la existencia de monopolios y transnacionales y su vinculación con la explotación y la inversión en su localización (y por último la explicación a la intervención estatal y la planeación del territorio (Carney et al., 1980:15-27, en Ramírez, 2007:122). Cabe mencionar que la dimensión política es, en casi todos los casos, un elemento fundamental para definir o modificar las tendencias del desarrollo regional en el marxismo.

Este enfoque marxista implicaba que la especificidad cultural de la región se sustentaba en la economía política y consideraba las implicaciones espaciales del fenómeno. Aunque se seguía aceptando una cierta particularidad de la región, la perspectiva cambió del punto de vista tradicional en el cual se hacía una relación hombre-medio a uno en el cual la sociedad es el principal agente conformador de la región. En este sentido, podemos citar la definición de región de Oliveira (1977:31), quien desde América Latina afirmaba que:

… una ‘región’ sería, en suma, el espacio donde se imbrican dialécticamente una forma especial de reproducción del capital, y por consecuencia una forma especial de la lucha de clases; donde lo económico y lo político se fusionan y asumen una forma especial de aparecer en el producto social y en los presupues-tos de la reposición.

Es importante destacar que en la postura marxista, hubo momentos en don-de las categorías de espacio y región se traslapaban y que, viniendo esta discusión sobre todo de la tradición anglosajona, la connotación de espacio refiere a pro-cesos más generales que dimensionan las relaciones que se dan en la sociedad. Posteriormente se verá que la necesidad de dar mayor especificidad a los procesos requiere del uso de la categoría de lugar para redefinirlos.

Desde este periodo surgieron otras alternativas. La escuela estructuralista surge derivada de los intentos de la geografía y la sociología por crear una teoría de la acción humana, con base en teorías como las de Bourdieu (1977). En este marco, la región mediaba entre el agente humano y la estructura social para pro-

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ducir semejanzas y diferencias geográficas (Agnew et al., 1997:370). El problema regional, desde la perspectiva estructuralista, se enfocaba en la cultura como un sistema relacional, en el cual los significados se transmiten y que están íntima-mente relacionados con los otros elementos de las redes sociales. Uno de los obje-tos centrales de la disciplina era el análisis de los grupos étnicos y sus relaciones, especialmente en áreas de diversidad cultural.

Dentro de esta postura general de las visiones, resalta la de Doreen Massey quien en un texto bastante controversial en su momento titulado ¿En qué sentido hablamos del problema regional? (Massey, 1979; Albeit y Benach, 2012), caracteri-za tres elementos clave que es preciso reconocer al hablar de desigualdades regio-nales: a) afirma categóricamente que éstas, históricamente, siempre han existido; b) agrega que es preciso definir qué se entiende por desigualdad en el contexto en el que se esté trabajando. Ella lo sintetiza diciendo que existe desigualdad en función de los términos establecidos por varios indicadores de bienestar, renta per cápita, etc., o bien la desigualdad regional según sea el nivel de atracción e idoneidad hacia la actividad económica, que es la que ella se encargó de estudiar. Con ello lo que está haciendo es hacer una diferenciación clara entre la diferencia social y la geográfica que es la que le interesa a ella; c) la desigualdad geográfica, dice, es un fenómeno históricamente relativo (es decir cambiante) que resulta de dos procesos: los cambios en la distribución geográfica de los requisitos de producción (población, materias primas, etc.), o de los requisitos del proceso de producción mismos, es decir, de la demanda de los productos que resultan de la producción (Albeit y Benach, 2012:66-67).

De aquí se puede apreciar que para considerar las diferencias regionales la autora hace un manejo diverso entre los procesos sociales y los geográficos por un lado, y por el otro, que desintegra las condiciones propias de los factores natura-les y sociales referentes a la producción, de los que resultan de la demanda de las mercancías que el proceso origina.

Posteriormente, sustituye la categoría de región por la de diferenciación regio-nal y después la desarrolla a partir de la adaptación a la geografía de una categoría clásica del marxismo: la división espacial del trabajo, justificándola de la manera siguiente:

La asunción general es que ante una desigualdad geográfica en las relaciones de producción, cualquier actividad económica reacciona buscando aumentar sus beneficios. Aunque esta afirmación es correcta, también es trivial. No tiene en cuenta la variación existente en la manera en la que las diferentes formas de actividad económica incorpora o se vale de la desigualdad espacial para aumen-

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tar los beneficios. Esta forma de responder a los desequilibrios geográficos varía tanto entre sectores como con las cambiantes condiciones de producción, en el contexto de cualquier sector determinado (Ibid.:67).

Esta postura resultó posteriormente en una forma de análisis de las estruc-turas productivas del Reino Unido, el único país del cual ella ha hecho estudios empíricos de este tipo, y que quedó plasmado en su texto titulado Spatial Divi-sions of Labour, publicado por primera vez en 1984.

Posteriormente, y sin que en forma evidente haya sido documentado, esta postura influye en la escuela regulacionista de Los Ángeles (Ramírez, 2003a), en donde propuestas como la de Storper (1997) sobre el mundo regional la de Scott (2001) sobre las ciudades regionales, basadas en las diferenciaciones que existen de las unidades productivas de estas regiones son aspectos que fundamental el análisis de regiones del mundo y ciudades que se convierten en regiones (Ramí-rez, 2010a). Esto es cierto para el caso europeo en donde se habla ya de una gran región urbana de Europa, y que es preciso afirmar que para la década de 1980 la postura de las ciudades región o de las regiones globales era ya una forma que en la opinión de Lipietz y Benko (1994) de la misma escuela regulacionista pero francesa, se erigía ya como el nuevo debate regional. Sin lugar a dudas que éste em-pezaba ya a evidenciar no solamente los cambios productivos que se originaban en el capitalismo, como la postura inicial de Massey, sino que volteaban a ver las consecuencias morfológicas que el proceso tenía en la conformación de organiza-ciones regionales que podían tener la escala de Métropolis regionales, o bien las que se insertaban ya en la integración de regiones a nivel global.

Otros autores integran el concepto de poder dentro del análisis de las regio-nes. De acuerdo con Gilbert (1988:212), algunos geógrafos analizan la domina-ción y el poder como elementos conformadores de la región. Desde este punto de vista retoman el concepto de especificidad regional de la economía política. Para ellos, la región es el medio para las relaciones sociales y su reproducción. Por su parte, autores como Thrift (1983), Pred (1984), Gregory (1989), Johnston (1985) proponen tomar a la región como el escenario físico de las relaciones sociales, las cuales se estructuran en el tiempo y en el espacio. Para Thrift, por ejemplo, la región es la estructura resultante de escenarios interconectados, es decir, una in-tersección entre diversos espacios locales. Estos autores afirman que es necesario pasar de los atributos visibles (suelos, vegetación, geología, actividades económi-cas, etc.) a aquéllos que no lo son, a las relaciones que vinculan a los individuos y las instituciones con el espacio; a la interpretación de la región como un proceso en el cual las prácticas se reproducen y se transforman gradualmente.

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También desde los piases anglosajones hubo críticas al concepto desde el de-sarrollo regional como las realizadas por Stöhr y Taylor (1981) quienes discuten las teorías de desarrollo regional, a las cuales dividen en dos vertientes: aquéllas que lo enfocan “desde arriba” y las que tienen una visión “desde abajo”. Las pri-meras han dominado las teorías de planeación regional y su práctica; se basan en el análisis de las manifestaciones espaciales a partir de la teoría económica neo-clásica y su hipótesis básica es que el desarrollo es guiado tanto por la demanda externa, como por los impulsos de innovación y que a partir de algunos cúmulos o polos de desarrollo y de sectores dinámicos, el desarrollo tiende a desparramar-se hacia el resto del sistema. Dichas estrategias, con su enfoque hacia el exterior, han tendido a concentrarse en el ámbito urbano, específicamente en el industrial, en el de capital intensivo y en aquél dominado por una alta tecnología y un enfo-que de grandes proyectos (Ibid.:l).

Por su parte, el desarrollo desde abajo es una estrategia más reciente y refleja las ideas cambiantes sobre la naturaleza y propósitos del desarrollo en sí mismo. Desde esta perspectiva, se considera que el desarrollo se basa primordialmente en una maximización de los recursos naturales, humanos e institucionales de cada área, para servir a la población de menores recursos o a las regiones consideradas en desventaja. Las políticas de desarrollo deben orientarse directamente hacia los problemas de pobreza, así como estar motivadas e inicialmente controladas desde abajo. Existe una desconfianza en la idea de que el desarrollo se desparrama a su alrededor. En el desarrollo desde abajo, las estrategias se enfocan en las necesi-dades básicas, en la fuerza de trabajo, en los recursos regionales y muy frecuen-temente se centra en el ámbito rural y busca el uso de la tecnología apropiada, más que la tecnología de punta. Estas estrategias han recibido un amplio apoyo intelectual pero no hay muchas aplicaciones concretas (Ibid.:1-2) a pesar de que, en la actualidad, es uno de los aportes fundamentales que hace la propuesta latinoamericana para el desarrollo regional para implementarlo, tal y como se analizará más adelante.

Por último, hay algunos autores de la corriente neomarxista que han adopta-do la visión de producción del espacio como referente para hacer sus propuestas como Neil Smith (1984), en donde la dimensión regional queda solo como una escala más que éste adopta en su proceso de producción pero no como una es-pecificación concreta. Su concreción la da la dimensión de la localización indus-trial, que es la que tiene en su haber, esta escala en la actualidad.

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La planeación y el desarrollo regional latinoamericanos

En América Latina, la región ha sido concebida de acuerdo con diversos enfoques y retomando las experiencias de otros países. Las escuelas francesa y alemana de la primera mitad del siglo XX tuvieron una gran influencia en el análisis regional, incluso durante las décadas posteriores, cuando se consideraba aún vigente el en-foque tradicional clásico. Con el tiempo se fueron incorporando los planteamien-tos del análisis espacial, de la escuela de la polarización y de la escuela marxista.

La investigación regional conjuntaba a varias disciplinas de las ciencias so-ciales entre las que destacan la geografía y la economía, sin que eso confluyera en consensos ni teóricos ni metodológicos sobre el uso de categorías o las formas metodológicas de adentrarse a los problemas. Por el contrario, cada área del co-nocimiento mantenía y mantiene su especificidad metodológica y sus objetivos precisos, aunque coinciden en una meta, que podríamos enunciar como contar con un instrumento que permitiera organizar el espacio a través de la planeación o bien, en términos más generales y económicos, para generar el desarrollo regio-nal. De esta manera, se perciben en América Latina tres orientaciones bien defi-nidas que cuentan con debates y discusiones específicas y a las que llamaremos: el estudio de regiones, la regionalización para la planeación y la del desarrollo regional.

La primera de ellas, es decir, la visión que intenta analizar a las regiones tiene muchas variantes y formas de implementarse entre las que se reconoce la del Instituto Peruano de estudios geopolíticos y estratégicos (1991), que se iden-tifica como un antecedente importante a partir del cual se llegó a una definición más precisa para ser utilizada en la práctica. Ésta habla de la presentada por el comité sobre regionalismo de la Asociación de Geógrafos Americanos en 1954, el cual hizo una distinción entre dos tipos de región: la uniforme y la nodal. Las primeras se concebían como homogéneas en su totalidad, mientras que las segundas solo son homogéneas en cuanto a su estructura y organización interna, misma que se compone de una parte central (nuclear) y de otra periférica. El centro, en este caso suele ser una ciudad. Las diversas ciudades componen una red jerárquicamente ordenada que se relaciona a través de los diversos medios de comunicación. Desde esta perspectiva, podría reconocerse cierta influencia de la región polarizada de Boudeville en su definición.

A partir de lo anterior, se continuó un debate, desde el punto de vista teóri-co, sobre la condición de la región en América Latina. Guevara Díaz (1977:8-9), afirmó que existen dos enfoques para abordar la región. El primero consiste en demostrar la idea de que existe una región homogénea y el segundo denominado

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enfoque sistémico que plantea un problema en el área de estudio, se definen y relacionan los criterios relevantes, así como se buscan las relaciones espaciales existentes. En su opinión, ambos enfoques no son excluyentes, sino complemen-tarios.

Guevara Díaz (1977:20-2), basado en Wittkesey y en concordancia con la conceptualización antes descrita de la región como producto de una clasificación espacial, distingue tres tipos: la región de rasgo simple, la región de rasgo múlti-ple y la región total o compage. La primera se refiere a la delimitación de un área en función de dos fenómenos en relación. Es decir, si hablamos de la porción de tierra entre 0 y 500 m, ésta por sí sola no constituye una región. Lo sería solo en el caso de que se estableciera un vínculo entre la altitud y otra variable como por ejemplo, precipitación o de la producción agrícola del lugar. La región de rasgos múltiples se define con base en un conjunto de datos. De esta forma, una región climática estaría conformada por elementos tales como la precipitación, tempe-ratura, nubosidad, radiación, entre otras. La tercera clase de región, es decir, la compage o región geográfica se conforma en función de “rasgos físicos, biológi-cos y sociales asociados funcionalmente con la ocupación del espacio terrestre por el hombre”.

El análisis regional en América Latina ha tenido múltiples aplicaciones en territorios específicos, de manera tal que una gran cantidad de ejercicios fueron concebidos como parte de un proceso de organización administrativa. También abundan investigaciones regionales donde los fenómenos son estudiados y re-lacionados simplemente con el criterio de que convergen dentro de una zona determinada y afectan la economía, la política, la demografía y la cultura de la sociedad en cuestión.

La segunda orientación de los trabajos regionales en América Latina, está relacionada con la regionalización. Inmerso en un ámbito teórico marxista, dada su formación inicial de geógrafo en la Unión Soviética, es necesario mencionar a Bassols Batalla (1967 y 1971) quien se ocupó del tema durante prácticamente toda su carrera académica y ha sido el líder de una orientación que, al menos en México, ha tenido un impacto importante en la manera de adentrarse al estudio de las regiones. Este autor afirma que éstas se diferencian por sus aspectos físicos y fenómenos sociales, los cuales serían la base de una delimitación y organización del territorio. Enfatizando la necesidad de desarrollar una regionalización con fi-nes de planeación del desarrollo, para él, las regiones naturales no son suficientes para la generación de los planes, ya que el aspecto económico desempeña un pa-pel básico en el territorio. Bassols afirmaba que los criterios que un investigador debe considerar son tanto físicos como económicos, de población e históricos. A

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partir de lo anterior propone considerar que las regiones económicas se forman sobre una base natural, la cual debe ser estudiada en primera instancia, pero des-pués debe realizarse una liga entre la naturaleza y la sociedad. Sin duda que esta visión marcaba una necesidad importante de regionalizar con fines de analizar diferentes perspectivas que la aplicación de los recursos estatales se requerían con fines de lograr la modernización del país.

Su trabajo más importante se desarrolla en México, en donde, de manera específica, Bassols divide a la República Mexicana en ocho regiones geográfico económicas considerando aspectos de relieve, clima, hidrología, suelos, oceano-grafía, vegetación, fauna, recursos no renovables, impacto del hombre sobre los elementos naturales, evolución económica desde las civilizaciones prehispánicas y la colonia hasta el siglo XX, el papel del Estado en la creación de infraestruc-tura, las reformas sociales, la población, el papel de la burguesía en las ramas económicas y el desarrollo específico de cada rama económica. Su trabajo sirvió de base para hacer posteriores regionalizaciones económicas y demográficas, con distintos fines.

La tercera orientación que se denomina del desarrollo regional, fue de gran importancia para justificar la industrialización y la transformación de América Latina desde la década de los años cuarenta del siglo XX y ha intentado ser un instrumento para implantar la modernización capitalista en el continente. Éste ha aplicado el concepto de región dentro de un marco administrativo, de pla-neación y ordenamiento territorial. En este punto, el problema rebasa el medio académico y, sin desprenderse de él, se coloca dentro del ámbito de la gestión gubernamental. Sin embargo, es preciso reconocer que al mismo tiempo generó fuertes debates y propuestas teóricas en América Latina.

En primer lugar, hubo una aplicación importante de la teoría de los polos de desarrollo de Perroux y Boudeville convirtiéndola en un instrumento funda-mental para buscar el crecimiento económico El debate fue muy amplio e incluyó a otros especialistas como los economistas y los urbanistas quienes proponían toda una teoría que favoreciera el desarrollo regional en América Latina. A través de los aportes teóricos de economistas latinoamericanos adscritos a la Comisión Económica para América Latina (CEPAL) generaron una corriente de gran impor-tancia que analizó, justificó y propició la industrialización del continente de 1950 a la fecha, basados en criterios de desconcentración económica y de desarrollo regional a través de proponer la descentralización como un elemento fundamen-tal para logarlo.

El desarrollo regional utilizado para la planeación en diversos países de América durante el siglo XX, fue abordado en forma paralela al concepto de re-

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gión, en un marco donde el uso de los conceptos se manejó en forma ligera, sin enfatizar en las distinciones entre éstos. Ha sido en esta corriente en donde se encuentra con mayor recurrencia, el uso indiscriminado de las categorías de región y territorio como sinónimas (Boisier, 1974,1992, 2007). De acuerdo con Boisier (1969:23) el objetivo general de la política de desarrollo regional “es pro-mover el desarrollo socioeconómico de cada región de manera que ello signifique una disminución de las diferencias inter-regionales de bienestar o nivel de vida”. Para De María y Campos (1999:92) se trata de “una vía fundamental, no sólo para propiciar una mayor equidad y cohesión nacional, sino también como eje de la planeación y administración territorial, que permite potenciar las ventajas comparativas reveladas y crear ventajas dinámicas para el desarrollo económico y social del país”.

La propuesta de Boisier (1974) en particular, ha tenido diferentes momentos y visiones en sus prospectivas; resaltan la de URDERAL, un enfoque que inte-graba industrialización, urbanización y polarización como ejes integrados en la estrategia de desarrollo, que repensó el autor a partir de la aplicación de la teoría de los polos de desarrollo al desarrollo regional realizada en la década de 1970. Posteriormente elabora una propuesta basada en conceptos como regiones pivo-tales, asociativas y virtuales en donde el énfasis está en “dar cuenta de la lógica de expansión territorial del sistema capitalista en su fase tecno cognoscitiva (Boisier, 2007:18), para posteriormente introducir la de regiones cuasi empresas y cuasi Estados que en la opinión del autor, aparecen en el siglo XXI revitalizadas sobre todo en Europa (Ibid.).

El primer enfoque surge en el Primer Seminario Internacional sobre Plani-ficación Regional y Urbana en América Latina que se realizó en Viña del Mar (Chile) en abril de 1972, como resultado de una reflexión que tendió a contrarres-tar el creciente impacto que la teoría de los polos de desarrollo de Perroux tuvo en la industrialización del continente hasta ese momento, que fue caracterizada por Boisier (2007:21) como “meramente funcional o puramente geográfica”. El autor soluciona estos problemas a través de una propuesta que tiende a implementar la organización del desarrollo a partir de identificar las actividades industria-les conjuntamente con el sistema urbano y los procesos deslocalizables; con un análisis y evaluación de las ventajas comparativas de los componentes urbanos, una selección de acciones sistematizadoras y las internalizantes con una progra-mación financiera fuerte y un control y evaluación de la estrategia (Boisier, 1974 y 2007:23-25). Lo que se percibe claramente en ella, es un traslape y paso de la categoría de región a la de ciudad que es la que constituye el polo a través del cual la industrialización no solamente se manifestaba sino también se planificaba.

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Otro aporte de Boisier (2007:44) ya ubicado ya en el periodo neoliberal caracterizado por el abandono de la planificación y adopción de la gestión co- mo estrategia de organización territorial, se refiere a la concepción de región como espacios socialmente construidos, en donde se transforma a la región de objeto a sujeto, lo que significa “reinsertar la planificación (ahora gestión) regional en una nueva matriz de distribución del poder”. Para ello dice, “se requiere una distri-bución diferente del poder político en la sociedad, una suerte de nuevo contrato social entre el Estado y la sociedad civil, parcialmente expresada y organizada en regiones. A este nuevo contrato social rousseauniano se llega mediante la des-centralización política/territorial”, en su opinión, generando en automático el desarrollo regional (Ibid.:44-45).

Boisier enmarca a las regiones pivotales y virtuales en el posmodernismo, en un intento por construir regiones con un alto grado de artificialidad inicial, adoptando características diferentes como serían las de la dimensión local y la de fragmentación (Ibid.:50-51), lo que constituye en sí misma una propuesta poco clara, ya que le adscribe al posmodernismo la posibilidad de pensar y organizar el futuro, cuando en realidad su preocupación fundamental esta en el aquí y ahora de los individuos más que de las sociedades o de las naciones (Ramírez, 2003a).

Por último, con la devaluación de la planificación en América Latina y en el mundo generada a partir de la década de 1990, el autor genera el concepto de regiones cuasi-empresas o cuasi-Estados, tendiendo nuevamente a argumentar que la descentralización de las funciones del estos últimos, es fundamental para articularla con la acción local que tienen las empresas en las regiones y en donde se requiere traspasar a éstas las características relevantes del Estado: “una demar-cación territorial; una membresía obligatoria y la legitimidad del uso de la fuerza (Boisier, 2007:67).

Parecería entonces que bajo esta visión, el concepto de región es bastante móvil en el tiempo y en las corrientes teóricas y carece de significado en sí mismo, ya que es preciso calificarlo y readecuarlo dependiendo del momento que viva el desarrollo económico y social de la región. Su definición está más en la califica-ción que en su prospección, teniendo que adecuarlo a las condiciones específicas del desarrollo teórico del momento. Por último, sobre todo en los últimos dos momentos, es equiparable al concepto de territorio, sin mediar en ningún mo-mento el significado que este último pueda tener para definirlo. Sin duda que esta flexibilidad en su uso nos parece poco adecuada ya que, por el eclecticismo con el cual se desarrolla, es uno de los elementos que más confunden para la implemen-tación tanto de investigaciones sobre que tiendan a aclarar procesos relacionados con el desarrollo regional o bien con propuestas que intenten implementarlo.

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Región y regionalismos

Hay categorías relacionadas con la de región, como es la de regionalismo, que remite a una forma de arraigo de grupos cultural e históricamente cohesionados, que siente una identidad fuerte con el entorno en el cual se han asentado por centurias. Para algunos autores, y desde una aproximación geográfica, “al regio-nalismo se le entiende como una acción de afirmación identitaria de un grupo social apegado a un territorio, que se sitúa generalmente en la escala subnacional” (Preciado et al., 2003:9). El autor hace una diferencia con el concepto en la eco-nomía que refiere a la “unión de países para proteger sus intereses, o del proceso de acercamiento geográfico forzado de diversas economías nacionales que genera la mundialización (Ibid.). Se dice entonces, volviendo a la geografía, que regio-nalización es al mismo tiempo “reivindicacíón de una identidad socioespacial y afirmación de lazos con distinto carácter –que van desde el deseo subjetivo de comunidad, hasta la defensa de una base territorial económica, política o cultural común entre la población” y su entorno (Ibid.:9).

Desde esta perspectiva, y como se verá más adelante en el capítulo 4 de este texto, que hay un fuerte vínculo entre el concepto de regionalismo y el de terri-torio, en donde la dimensión subjetiva y la política interactúan con la historia y las condiciones de reproducción social de la población. Asimismo, este tipo de manifestaciones son relacionales, ya que necesariamente implican la vinculación de un cierto grupo (espacio), con su entorno nacional mayor, y por lo tanto refie-ren a un cierto grado de demandas/movilizaciones que ponen en entre dicho la vinculación entre las dos escalas consideradas. En ocasiones, la demanda es por autonomía del centro (pais Vasco, Cataluña en España; históricamente Yucatán y el Soconusco en México, y otros a nivel internacional que han derivado en con-flictos, rupturas etc.), pero en otras, refiere a demás de independización como se dio en los Balcanes, después de la implementación de la Perestroika en la Unión Soviética que redundó en un fraccionamiento total de países-identidades, que por mucho tiempo estuvieron ligadas con el poder central de Moscú.

En ocasiones, esta dimensión se interpreta como una tensión que existe entre lo global y lo local (véase capítulo 5), pero en otras como una diferenciación que existe entre el regionalismo comunitario y el regionalismo institucional (Ibid.:11). El primero refiere a la forma como las comunidades se arraigan con su entorno natural y cultural y se identifican a nivel de región –es decir con el ámbito ho-mogéneo de condiciones naturales y sociales que las protege y las reproduce. Y El segundo, que refiere a una forma de pacto institucional que se hace con fines

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de administración política administrativa que permite la reproducción social de esos entornos.

Algunos autores hablan ya de regionalismos emergentes y nos preguntamos ¿cuáles son esos y de qué manera se están conformando? En la forma como los autores los presentan, parecería que son varias las características que los defi-nen. En primer lugar, estarían fuertemente ligados a los movimientos sociales contemporáneos, pero en su opinión y como segundo elemento, ya no tendrían a la región como marco de referencia de existencia, sino que se adscriben a un marco territorial, que en muchas ocasiones es de carácter muy local. Aquí sin duda tenemos una intersección muy fuerte entre lo regional, lo territorial y lo local, en donde la dimensión estaría dada por la connotación de escala que éstos adquieren y en donde la definición conceptual entre los tres se traslapa en el significado y en la forma de caracterizarlos. El ejemplo que los autores dan está en la lucha por los presupuestos participativos de los gobiernos locales en Brasil (Ibid.:19) o la definición del desarrollo regional marcado desde abajo y no desde arriba, tal y como se explicará en el apartado siguiente referido a los parámetros marcados por la Nueva Ortodoxia regional (NOR s), entre otros muchos que po-drían ser rescatados de la tradición urbana local de las ciudades o metrópolis contemporáneas.

La fuente que se ha considerado, también toma en cuenta la posibilidad de generar regionalismos a partir de los llamados contrapoderes, en donde el ejemplo serían estas formas en que los grupos regionales (o locales) se manifiestan en con-tra de la guerra contra el narcotráfico, los zetas o contra otros agentes políticos contemporáneos como los militares que están impidiendo que se apropien de los recursos que son propios de sus entornos y en donde las relaciones actuales están cambiando por otras en donde el control y la subordinación de estos agentes es parte de la forma a través de la cual están dominado las regiones de una zona determinada. Las condiciones en las cuales los procesos de la minería en Latino-américa o los controles de los narcotraficantes en algunas zonas del continente, son parte de estas manifestaciones que los grupos regionales hacen para mantener la posibilidad de su reproducción en el continente. Por último, de acuerdo con los autores, estos regionalismos presentan una gran dificultad para reconocerse (Ibid.:20), y nos preguntamos ¿por qué? Porque hay una dificultad en reconocer-los o en caracterizarlos. A nuestro entender, parecería más la segunda opción que la primera, en virtud de que se traslapa su caracterización como regionalismos, territorialismos o localismos. Se tratará de aclarar estos conceptos en la última parte del texto.

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Las visiones actuales sobre el concepto de región

La región hoy en día tiene múltiples acepciones y muchas variantes, donde que-dan reflejadas tanto las conceptualizaciones tradicionales, como los enfoques emergentes. La diversidad en las formas de abordar los problemas regionales y de regionalización cambian también a partir del ámbito desde donde se abordan, sea éste el educativo, la perspectiva académica o desde el enfoque de la planeación.

La región, en el sentido tradicional, sigue utilizándose para un espacio de-terminado, delimitado y diferenciado en relación con otros. Lo anterior se hace normalmente como una forma didáctica para mostrar las características de una zona específica o de las regiones mundiales. También se utiliza desde el punto de vista de análisis y gestión medioambiental como una cuenca hidrológica que integra a la sociedad que la habita o a las regiones naturales que la caracteri-zan; en el sentido más clásico del término, se basa en los recursos naturales que contiene.

Las visiones actuales en relación con el concepto de región se han movido sustancialmente, percibiéndose una diferenciación clara entre los aportes que se dieron a finales del siglo XX y los que empiezan a expandirse en la primera década del siglo XXI. En relación con los primeros, están aquéllos como el de Gilbert en donde la investigación regional contemporánea se ocupa de las relaciones so-ciales, así como de la interacción entre los actores sociales y el medio ambiente. Una cantidad de estudios, cada vez mayor, se enfocan en la doble característica de la región, la cual es a la vez el proceso y el resultado. Esta visión de la región como una estructura espacial se ha diseminado, es un todo que no puede ser reducido a sus partes, pues se basa más en la relación entre las partes que en las partes mismas. Las relaciones dependen del todo y el todo no existe sin ellas. “Las relaciones sociales en la región se desarrollan debido a la forma específica en que los individuos y grupos se relacionan en un espacio regional específico” (Gilbert, 1988:215).

La escuela de análisis espacial es un ámbito donde la región que sigue tenien-do una gran importancia, vinculado con la geomática y apoyada fuertemente en la tecnología. Desde este enfoque, la región se considera principalmente como un proceso de clasificación, en el cual se señalan la presencia o ausencia de caracterís-ticas distintivas (ya sean físicas o humanas) o se utilizan rutas y flujos espaciales entre los centros y sus periferias (o regiones funcionales), como formas para des-cribir y analizar diversos procesos de índole geográfico (Agnew et al., 2001:371).

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Desde la planeación, hay dos cambios importantes en los paradigmas que se adscriben a la dimensión regional.8 Por un lado, el giro que existe de la planea-ción regional a la local en donde la dimensión de escala tiene mucho que decir y a la cual se hará referencia posteriormente, y por el otro, el que hay de la dimensión de la planeación al de la gestión en donde se presenta un cambio importante en relación con el papel del Estado como ente responsable del ordenamiento regional de una nación con los lineamientos generales de direccionamiento de la planeación a otro en donde solamente se le adscribe un papel de gestor entre las demandas de la sociedad civil y la acción del sector privado en la implemen-tación de acciones de desarrollo. La gestión entonces, se concierte en la acción fundamental que rige el papel de la dirección de la transformación de las regiones y en donde el Estado en lugar de regulador se vuelve un intermediario entre la sociedad civil y el sector privado.

La región también puede entenderse, desde un enfoque cultural, como un sustrato de identidad. Con ello, se vincula el concepto a la percepción de la po-blación. En este sentido, son relevantes, los innumerables conflictos que han sur-gido a lo largo de la historia, en donde la exaltación de una identidad regional o nacional es una fuerza que se opone a un poder dominante central. Otro tema es el de las identidades locales bien insertadas dentro de una estructura nacional mayor.

Por su parte, el debate dentro del desarrollo regional también ha cambiado, enmarcado dentro de la llamada “nueva geografía económica” (NGE) desarrolla-da por Krugman a partir de 1980; basada en la modelización matemática de los procesos económicos globales (Ramírez, 2001:25-38; Ramírez, 2003a:77-96) o bien dentro de las alternativas que para el desarrollo regional da la comprensión de la teoría regulacionista (Ramírez, 2003a:97-118) para lo que se considera la “nueva ortodoxia regionalista” (Fernández et al., 2008), en donde la región está ahora caracterizada por dos plataformas adicionales a la de la Nueva Geografía Regional: por un lado, los Distritos Industriales tipo la Nueva Italia o los Siste-mas Regionales de Innovación como Silicon Valley, basados en la cooperación de actores económicos e institucionales, redes locales y la territorialidad que estos generan (Ibid.:33); o por el otro, la generación de clusters que dan dinamismo, eficiencia, flexibilidad y adaptabilidad a las regiones, a partir de una gran concen-tración y centralización de recursos e instituciones (Ibid.).

8 Llamamos espacial en el sentido más general del término, pero sin duda que se adscribe sin duda a la dimensión regional y local del termino en su dimensión de escala.

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En ese sentido, estamos ante un cambio de categorías, en donde la de re-gión, en la postura de Krugman, es sustituida por ecuaciones matemáticas muy complejas que supuestamente manifiestan el comportamiento de la competencia imperfecta entre dos regiones, o bien, en el regulacionismo, la región se organiza a partir de distritos industriales, sistemas regionales de innovación o clusters en cualquiera de los casos que se trate. Ellos, se afirma, son ahora los soportes del desarrollo regional, dejando a la de región en un letargo histórico que no se sabe a dónde va a transitar, sobre todo en el ámbito de la economía.

Reflexiones finales

Si volvemos un poco a las definiciones de región hay tres elementos relevantes en el debate inicial y el contemporáneo: primero, la existencia de una dimensión modelística relacionada con la cuantificación y la matemática para representar a las regiones que es similar al del espacio y en ocasiones se traslapan; segundo, una dimensión abstracta que se relaciona con la homogeneidad que existe al interior de la región (Palacios, 1983) en donde entra también la abstracción de la pola-rización y la integración como parte integrante de su concepción; y por último, la integración de elementos físicos, sociales y económicos que prevalece en su concepción, especialmente en la geográfica (Ibid.).

Es difícil llegar a un consenso acerca del concepto, sin embargo, a partir de la discusión académica se encontraron ciertos puntos en común, como la ne-cesidad de conocer las características, elementos, procesos y patrones, así como entender sus relaciones con los espacios que la circundan o que tienen alguna influencia sobre ésta. Sin embargo, a lo largo del tiempo se ha enfatizado en la importancia de no quedarse en un simple catálogo de rasgos y pasar al análisis del sistema en su conjunto, considerando las interrelaciones y la dinámica que conforma a la región como un proceso sujeto al cambio constante.

A lo largo de la revisión conceptual que se ha hecho en este apartado, se per-cibe que tanto en las concepciones clásicas, las modelísticas y las contemporáneas sobre la región persiste la de un concepto plano, bidimensional y no cambiante como base de las transformaciones que éste tiene, a pesar de la visión evolucio-nista que pudiera contener el concepto de región, cosa que no sucede en todas las posturas. En ese sentido, si bien en la concepción del espacio ha habido una tendencia a abrirlo a dimensiones multidimensionales de su existencia, parecería que esta discusión no ha permeado la evolución del concepto de región, ni de las diferentes perspectivas a través de las cuales ésta se mueve.

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Por otro lado, no ha habido tampoco un fortalecimiento de la concepción de región a partir de la heterogeneidad en conjunción con la de homogeneidad. En términos generales, se acepta la idea de que las regiones no necesariamente son homogéneas, especialmente cuando se habla de la región polar o nodal. Sin embargo, este no es el elemento a partir del cual se las define. Es decir, si es una región nodal, se acepta su heterogeneidad pero se la define en función de su estructura centro-periferia. En el caso de las regiones homogéneas, a veces se acepta que son heterogéneas, pero su clasificación y su identificación se hacen en función de algún rasgo común o un elemento rector predominante, y no necesariamente a partir de las diferencias interiores de sí mismas. Sin embar-go, desde el ámbito del análisis espacial, la heterogeneidad podría ser un factor de clasificación en la configuración de regiones y que podría tener sentido si se quiere dar más importancia a los objetos que representan ser minoritarios y que en el caso de ser clasificados con base en una característica compartida por las mayorías, quedarían nulificados. Es decir, si se agrupan objetos o sujetos de ca-racterísticas semejantes, aquéllos que no las compartan y que se encuentren en dicho espacio, no serían considerados, en cambio, si se busca agrupar la heteroge-neidad, es más difícil dejar de tomar en cuenta a los que en otras circunstancias serían minorías.

Si se toma el cambio y transformación como elementos de análisis de la re-gión, solo De Oliveira (1982) integró la homogeneización y fragmentación como partes del proceso de desarrollo que se implementó en América Latina con la introducción del modelo de sustitución de importaciones. Esta integración es parte fundamental del pensamiento marxista y del proceso denominado “de-sarrollo desigual y combinado de la historia”, en donde el tiempo y la trans-formación eran los elementos fundamentales para su comprensión, y el espa-cio quedaba como un elemento dado sin su modificación (Warde, 1973). En la actualidad, algunos autores como Pradilla, desde el urbanismo, utilizan esta dualidad-integrada como un elemento para analizar los impactos que el capi-talismo genera en las regiones latinoamericanas (territorios en su terminología; Pradilla, 2011).

Es innegable que nos encontramos ante un proceso de globalización y en una época tecnológicamente acelerada. Existe un proceso de universalización del mundo, de la producción, del capital, del mercado, de la tecnología, del trabajo, de la alimentación, de la cultura y de los modelos de vida social, a la vez que un crecimiento en las desigualdades entre países y clases sociales, debido a factores como la centralización del poder político, de la economía y de la información (Santos, 2000:14-17 y 28). A partir de lo anterior, se puede afirmar que aunque

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parece ser que el mundo se está volviendo cada vez más homogéneo a través de la modernización; las diferencias regionales no se han esfumado. La persistencia de esta diversidad es un presupuesto que subyace al análisis regional.

Se hace también evidente que a la luz de dichos cambios mundiales y de las repercusiones de las nuevas tecnologías, es difícil reducir el análisis de la región únicamente hacia el interior de un espacio delimitado. Es importante considerar que las relaciones con el resto del mundo, a diversas escalas, moldean los resul-tados concretos. Por lo anterior, las regiones, además de entenderse como ho-mogéneas, nodales o polarizadas, deben analizarse como espacios cada vez más abiertos y con una cantidad creciente de relaciones hacia otras áreas de diversas jerarquías. En este sentido, es necesario que además de las estructuras regionales llamadas homogéneas y nodales, se conceptualice en torno a regiones abiertas y dinámicas, entendidas como unidades en las cuales las relaciones se dan no solo al interior, sino que generan vínculos con otros espacios y a diversas escalas.

En una dimensión jerarquizada del concepto de región es evidente que con esta categoría se identifica a la llamada triada que reconoce tres regiones en el mundo que es la norteamericana que incluye a Estados Unidos, Canadá y Méxi-co; la europea alrededor del Euro y el Mercado Común que los aglutina, o bien la asiática, integrando a lo que se llamó los tigres de oriente. Pero nos preguntamos entonces: ¿son regiones o regionalismos? ¿O son dimensiones que pretenden ser regionalismos para que los agentes sociales que le son propios demanden su ads-cripción a esta definición o es ésta de antemano real para la sociedad civil que le es propia? Esto sin duda da lugar a la definición de otro espacio que puede adscri-birse a una dimensión muy micro, pero también a la del comercio internacional o de la cultura compartida que pasa por dimensiones más macro en el proceso.

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Capítulo 4. Territorio

El territorio seingueiro es la tierra extasiada por el calor del sol y de la caricia de la mano

del hombre: erotización de un mundo de vida,construcción social de un espacio habitado.

Sol y carne es la seringa, producto de la fotosíntesis y de la cultura ; cultura que conserva y cultiva el árbol

como sustento de la vida, extrayendo su savia lechosa, haciéndose cultura seingueira. (Porto Gonçalves, 2001:viii)

En los últimos años ha habido una tendencia por parte de investigadores y hasta planificadores, sobre todo en América Latina, por utilizar la categoría de terri-torio sobre la de espacio o región; pero también se ha incrementado su uso re-currentemente para sustituirla por la de lugar. Además de la tendencia a evitar cacofonías que ya se ha explicado (López y Ramírez, 2012). Hay también autores que lo hacen para deslindarse de los conceptos tradicionales, tratando de tomar una postura teórica y epistemológica que tienda a aclarar conceptos y buscar mejores formas de identificar nuevos procesos que la transformación del mundo impone, como se analizará más adelante.

A diferencia de las categorías de espacio o región, la de territorio no tiene una tradición histórica de trabajo en la filosofía o de referencias conceptuales y se restringen a las proporcionadas oficialmente por dos fuentes: los diccionarios o los trabajos de la geografía política o de la política que lo integran. En relación con las primeras, el diccionario de la lengua lo define como una “porción de la superficie terrestre perteneciente a una nación, región o provincia […] circuito o término que comprende una jurisdicción, un cometido oficial u otra función análoga” (RAE, 2001:2165). Por esta afirmación se puede aceptar que está defini-do por la existencia de fronteras estatales o nacionales, lo que inmediatamente le da un carácter de corte político.

No es sino hasta la última década del siglo XX en que autores Como Deleuze y Guattari (1998) refieren al territorio como una noción más amplia, incluso

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aceptando que es una de las categorías clave de la filosofía, “en dimensiones que van de lo físico a lo mental, de lo social a lo psicológico” y de escalas diversas (citado en Haesbaert, 2011:34). Sin embargo, son ellos quienes desde 1972 ha-blan ya de la existencia de procesos de desterritorialización categoría que se ex-pande por visiones diversas a partir de la ruptura de los paradigmas de la moder-nidad en la última década del siglo XX y del inicio del modelo de globalización neoliberal en el mundo.

A partir de estos elementos contextuales y otros que han sido ampliamente desarrollados en diversos trabajos, en este capítulo se analizará las formas como el concepto de territorio es utilizado en diferentes tradiciones, haciendo una dis-tinción entre las usadas en las latitudes del Norte, sobre todo las anglosajonas y la tradición francesa, y la desarrollada en América Latina por geógrafos y, desde la década de 1980, por sociólogos y urbanistas, incluyendo también la que se ha expandido en los últimos años a partir de las reivindicaciones de los llamados grupos originarios en el continente, quienes lo utilizan en un sentido muy parti-cular de recuperación de identidades culturales que tienen que ver con una estre-cha vinculación con la tierra y sus recursos. Con estas precisiones intentaremos dar un poco de claridad a un debate que se ha desarrollado en los últimos años en relación con la manera como se están, aparentemente, desterritorializando los procesos y las nuevas propuestas que usa la dimensión postestructuralista para explicarlas, y que en sí mismo es complejo y en ocasiones hasta confuso.

Las visiones anglosajonas y francesas del concepto

Partiendo del hecho de que los animales necesitan espacio para su reproduc-ción, el Oxford Dictionary of Geography considera que el territorio es el espacio de vida de un animal. De ahí extrae recursos alimentarios, encuentra parejas para la reproducción y es el ámbito para la crianza. Por ende, lo defenderá como suyo ante otros animales. En términos humanos se asume algo semejante y se le relaciona con la densidad de población, bajo el principio de que si ésta es alta, el espacio se encuentra saturado. En el mismo sentido, la territorialidad sería la necesidad de un individuo o grupo social de establecerse y tener tierra (Mayhew, 1997:414-45).

El Dictionary of Human Geography de Gregory et al. (2009:476) define al territorio como la organización y ejercicio del poder, independientemente de si es legítimo o no, en grupos de habitantes organizados espacialmente. En este senti-do, enfoca su conceptualización en un uso estratégico del territorio con fines ad-

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ministrativos, de manera tal que establece un binomio con el Estado. El territorio subyace tanto al nacionalismo como a la democracia representativa, donde la per-tenencia con base en el lugar de nacimiento y el de residencia (Agnew y Oslender, 2010:194) vinculan el concepto de territorio al Estado y a la geopolítica. El autor afirma que el poder político ha sido considerado territorial por naturaleza desde los siglos XVI y XVII en Europa occidental.

Es de señalar que, a diferencia de los anteriores, en el Diccionario Akal de Geografía Humana (George, 2007) no se integra este término entre sus defini-ciones. Sin embargo, desde la misma escuela francesa, Jacques Lévy en su Dic-tionnaire de la Géographie (citado por Painter, 2010: 1099) le dedica una entrada larga al concepto, donde distingue ocho formas de utilizar el término:

1. Desde la escuela de análisis espacial, el concepto territorio, fue relegado por el de espacio, pues los autores consideraban que este último tenía connotaciones matemáticas que eran más adecuadas a la investigación, lo cual llevó a que se usara territorio únicamente para hablar de una ex-cepción, es decir, de un caso en el cual no se podía hacer comparación.

2. La segunda es como sinónimo de espacio y, en este sentido, espacio y territorio son conceptos intercambiables.

3. La tercera es como sinónimo de lugar y se ha usado últimamente desde las ciencias políticas y la economía en vez del término “local”; muchas veces se utiliza en oposición a lo global.

4. A diferencia del espacio, que se usa como una construcción intelectual abstracta, el territorio se refiere a la dimensión real del espacio socializado.

5. El territorio alude a un espacio delimitado y controlado, como lo maneja Robert Sack (1986).

6. Como concepto relacionado con la conducta animal, utilizado por la etología y la biología.

7. Como espacio apropiado, un término utilizado para referirse a la identidad.8. Como una periodización histórica.

Desde su etimología Delaney (2005:13-14) y Painter (2010:1101) señalan que la palabra proviene del Latín territorium, que significa la tierra en torno al pueblo y terra, tierra. Sin embargo, también deriva de terrere, es decir, asustar, atemorizar; que en su acepción actual, el territorio puede contener ambos signifi-cados, uno asociado a la pertenencia y el otro a la violencia.

Con base en lo anterior, podemos partir de que el territorio se refiere, en pri-mera instancia, a una porción de la superficie terrestre, delimitada y apropiada.

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En este sentido, se trata de una categoría mucho más concreta y particular que la de espacio; al mismo tiempo, es más especializada ya que vincula a la sociedad con la tierra y por supuesto a la naturaleza, pero no desde su apariencia o repre-sentación, sino desde su apropiación, uso o transformación y alude tanto a una perspectiva política, como a una cultural, según sea el enfoque.

Haesbaert (2011:154) caracteriza al discurso sobre el tema como complejo y ambiguo, incluso al interior de una misma perspectiva como la que privilegia la dimensión económica de la sociedad, que por otro lado, es la acepción menos usual del término. Evidentemente que con la claridad y la destreza con la que él deshilvana las diferentes perspectivas que manejan el concepto, consideramos que esta caracterización va mucho más allá de lo antes enunciado, pues en oca-siones parece que las diferentes posturas que la manejan caen en la perturbación de algunos autores al tratar de interpretar una realidad cambiante o bien en la imprecisión de lo indecible que ocurre cuando quieren decir algo nuevo y dife-rente tratando de ganarle a la originalidad en la generación del conocimiento (Ramírez, 2013).

De una primera clasificación de las concepciones de territorio, destaca la propuesta por Haesbaert, quien hace una distinción entre la que lo adscribe a una realidad existente realmente en el sentido ontológico del ser, más que en el epis-temológico o conceptual, formulado previamente por el investigador. Esta visión la divide en la que presenta la realidad como una dimensión físico-material de la misma, o para quienes en una realidad “ideal” que refiere al mundo de las ideas, adscrita a autores que defienden la definición del territorio más que por la dimen-sión natural que integra, por un sentido nivel de “conciencia” o por el “valor” territorial que tiene en un sentido meramente simbólico (Haesbaert, 2011:37).9

En un intento por facilitar esta concepción se integrarán las diferentes visio-nes para clasificar las concepciones de territorio en donde la visión materialista se explicitará a partir de las visiones que hemos llamado naturalista, la de base económica y la política; la cultural se adscribiría a una dimensión más idealista del territorio, a partir del legado que autores de países norteños han hecho de este tema.

La visión naturalista y de la conductaPara algunos autores como Wilson (1975:564), el concepto territorio viene de la zoología, que le concibe como una dimensión perteneciente a todos los animales

9 Entrecomillados del autor.

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vivos. Sin embargo, los antropólogos consideran al sentimiento de territorialidad como un atributo humano, donde la defensa del espacio, la vecindad y la densi-dad de población son factores importantes y relativos exclusivamente para estos últimos. Los autores que defienden la primer postura afirman que el territorio se asocia al espacio necesario para la sobrevivencia de un grupo, manada o familia, presentándose diferencias importantes entre ellos, ya que cuando un animal es carnívoro necesita un área mayor para su sobrevivencia que cuando es vegetaria-no (Ibid.:564). En el caso de los seres humanos, la extensión territorial necesaria para la cacería o la cría de animal es para el consumo alimentario; es mayor que la que se requiere para la agricultura, en términos de la producción de comida para obtener la energía necesaria para su reproducción.

Desde los estudios sobre la conducta animal, Rifá (1988:193) señala como punto de partida a los estudios de Howard en 1920, de Noble en 1939 y de Burt en 1943, como los primeros exponentes en la idea de que existían áreas que los animales defendían como suyas. Dichos autores se centraban más en delimitar un perímetro de contención de su sobrevivencia y no tanto en la caracterización del espacio contenido al interior del anillo definido (Rifá, 1988:193).

Por su parte Wilson (1975:565) cita un trabajo de 1975 donde se analizan grupos del suroeste africano en los cuales se reconocía la propiedad familiar, en la cual tenían la exclusividad solo en términos agrícolas, pues al interior del área se permitía la cacería por parte de otros grupos. Son contextos en los cuales la den-sidad de población es baja y las extensiones de tierra amplias. Se habla entonces de área de campeo (home range) y territorio.

En 1950, Hediger (mencionado por Rifá, 1988:193) vinculó espacio y con-ducta, al proponer que la conducta esperada de un animal pueda preverse a partir del lugar y el momento. Cinco años después, este autor, introdujo el concepto de distancia individual como unidad básica del territorio. “Esta equivale a la separación mínima entre dos sujetos, y hace que éstos tengan a su alrededor una especie de anillo imaginario que les delimita un espacio mucho más pequeño, lo que más tarde se definió como ‘área nuclear’” (Ibid.:193). Entre 1965 y 1971, Leyhausen estableció la relación entre la circunferencia del espacio y la jerarquía que se genera en un espacio determinado, misma que depende de la densidad de población, de manera tal que, entre mayor sea ésta, más se refuerzan las estruc-turas jerárquicas y viceversa (Ibid.:194).

A partir de la revisión del estado del arte en las ciencias de la conducta, Rifá (1988:194) establece que el territorio se encuentra asociado a otros conceptos clave como son: territorio, área de campeo (home range), área nuclear, itinerarios fijos de conducta, distancia individual, uso del espacio, espacio y jerarquía. A lo

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anterior añade, de manera importante, la ocupación. Esta última puede expli-carse a partir de la conducta del animal y de los beneficios que reciba por hacer suyo un espacio determinado, y hace la distinción entre diferentes formas de ocupación. El animal puede encontrarse ahí de forma exclusiva, si se considera propietario o si lo incorpora como parte de su espacio vital.

Las actitudes frente a esa porción de la superficie terrestre son importantes para las ciencias de la conducta, de manera tal que resulta central para el con-cepto de territorio, el hecho de si su actitud hacia él es en términos de defensa o no. La noción de territorio, bajo esta perspectiva, está vinculada a la de espacio vital, y éste integrado al territorio, a la diferenciación con respecto a lo ajeno, al señalamiento en referencia a quién pertenece y al intruso.

En el paso de la conducta humana a la construcción social del espacio, se puede afirmar que el cuerpo es el primer territorio, pues es lo más inmediato que tiene una persona. Una de las primeras tareas al nacer, es tomar conciencia de su cuerpo y aprender a moverse a partir de las posibilidades y limitaciones que éste le ofrece; hay que aprender a integrar las partes del cuerpo y a establecer los canales de comunicación con el cerebro para interactuar con su entorno y reali-zar los movimientos y las acciones deseadas. Al crecer el individuo, su cuerpo se convierte en un objeto depositario de las expectativas propias y ajenas sobre la imagen. Similitudes y diferencias se convierten en medidas de comparación y a partir de ellos se construye el principio de identidad (López, 2010b).

El cuerpo es el instrumento individual de la imagen, que nos permite vin-cularnos con el sistema al que pertenecemos, identificarnos o rebelarnos a él. Las personas moldean su cuerpo y lo visten para expresarse y para reflejar una imagen. Particularmente hábiles son quienes saben tomar posesión de lo suyo, ataviarlo, esculpirlo, tatuarlo. Las personas muestran lo que son, lo que rechazan, lo que admiran con su cuerpo. Después, el espacio público se convierte en el escenario de los cuerpos modelados. En la actualidad, la sociedad de consumo desempeña un papel importante para marcar los cuerpos con imágenes y produc-tos, y después para interpretarlos y valorarlos.

Las personas pertenecemos a un grupo doméstico. La familia, es en este sen-tido, considerada la unidad básica de la sociedad. Es el punto donde se inicia el paso de lo privado a lo público. La casa o lugar donde se llevan a cabo la mayoría de las actividades primarias, como comer, dormir y convivir con el grupo domés-tico, es el segundo territorio. Se trata de un espacio material que de una forma u otra refleja a quienes lo habitan, sus estructuras micro jerárquicas, sus modos de vida y las formas en que lo expresan. La casa es a la vez reflejo de la sociedad

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donde se inserta, pues su organización y apariencia se ven fuertemente influidas por el medio geográfico y el momento histórico en el cual se ubica (Ibid.).

La casa es la transición entre cuerpo y comunidad, a la vez que es una uni-dad de propiedad, de dominio. Para el sistema capitalista se trata de un principio fundamental y que se extiende no solo al ámbito de la vivienda, sino al de los modos de producción. El reconocimiento legal de la pertenencia otorga derechos y privilegios sobre una porción de la superficie terrestre. La casa es, a la vez, la unidad básica del barrio, pueblo o ciudad. A partir de los grupos de viviendas se construye una comunidad, que vendría a ser un tercer nivel del territorio, mismo que se escala desde el ámbito regional hasta el nacional.

En el cuerpo está contenido un sujeto, que sintetiza y refleja las característi-cas, los valores y las costumbres de su grupo de pertenencia más inmediato. Ese cuerpo, en su desplazamiento sobre el espacio, se encuentra sujeto a la inclusión y la exclusión de los lugares. “Bienvenido a…”, “Prohibida la entrada a…”, marcan territorios. Delaney (2005:14) considera que en la conceptualización del territo-rio es importante distinguir entre el adentro y el afuera; lo que en términos de actores sociales lleva a diferenciar entre extranjeros y ciudadanos, entre intrusos y visitantes. Sin embargo, el término es muy amplio y puede tomar matices en otros sentidos; hacer referencia a estructuras efímeras o durables, formales e in-formales. En relación con las escalas, y basándose en la dimensión social expuesta por Taylor (1988), Haesbaert (2011:40), aplica la concepción de territorialidad desde la interacción entre dos pueblos hasta choque entre naciones.

Los sentimientos de pertenencia se construyen a partir del habitar, de tener propiedades, haber nacido en un país, haber enterrado a los seres queridos o el tener certificado de nacionalidad. Al reconocimiento de pertenencia y al arraigo territorial se asocian derechos y obligaciones, que pueden ser reconocidos por acuerdo común, por leyes nacionales o acuerdos internacionales. El territorio es, entonces, también una perspectiva política del espacio, que más allá de los es-tudios sobre la conducta, se ha manejado asociado al Estado y la nación desde hace varios siglos. A partir de lo anterior, se puede considerar que el concepto de territorio alude a una parte de la superficie terrestre sujeta a procesos de posesión, soberanía, gestión, dominio, administración, control, resistencia, utilización, ex-plotación, aprovechamiento, apropiación, apego y arraigo (López, 2008).

En la opinión de Haesbaert (2011:47-48), esta veta de análisis sobre la terri-torialidad de animales y humanos es interesante y da elementos para la discusión sobre sociedad-naturaleza. Sin embargo, en su opinión, los puentes generados por estas visiones tienen una cierta visión antropocéntrica, no explica la terri-torialidad múltiple que el autor propone y puede caer en cierto determinismo

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ambiental o geográfico que la hace todavía más compleja. Pero tampoco explica la hibridización de lo natural y lo social que algunos autores proponen, por lo que sugiere la necesidad de desarrollar instrumentos conceptuales para repensar estos nuevos procesos y entenderlos.

La visión desde la economía Ésta es una de las visiones menos reconocidas en el ámbito de la concepción del territorio, en la visión anglosajona y francesa, más no así en la latinoamerica-na, como se analizará más adelante, en donde hay una tradición amplia para su desarrollo. Parecería que desde la perspectiva económica, el uso de las categorías de espacio y región son mucho más difundidas que la de territorio y lugar, lo que le da ya una diferenciación importante a los conceptos. Sin embargo, algunos autores, sobre todo de la acepción marxista, definen la categoría de territorio a partir de procesos de control y usufructo de los recursos. Al respecto, Godelier (1984:112, citado en Haesbaert, 2011:48) menciona que:

Se designa como territorio la poción de la naturaleza, y por lo tanto del espacio, sobre el que una sociedad determinada reivindica garantiza a todos o a parte de sus miembros derechos estables de acceso, de control y de uso con respecto a la totalidad o a parte de los recursos que allí se encuentran y que dicha sociedad desea y es capaz de explotar.

Con fuerte arraigo en la cultura de sociedades tradicionales, esta visión es fuertemente seguida por antropólogos e historiadores quienes trabajan con socie-dades que dependen fuertemente de la naturaleza y a partir de ahí vinculan más su economía con los recursos y el territorio. Es de ahí que el tema sobre el derecho de acceso, control y uso de los recursos, esté presente en estos discursos, y en ocasiones como área “defendida” “en función de la disponibilidad y garantía de los recursos necesarios para la reproducción material de un grupo” (Haesbaert, 2011:49). La necesidad de contar con acceso a recursos y patrones de flexibilidad y con una dimensión de apropiación de la naturaleza, en sentido amplio es más tradicional pero no se ha superado del todo.

Visiones como las antes expuestas se han desarrollado ahora con la concep-ción de territorio desde los grupos llamados ahora originarios y que han incidido directamente en la manera como algunos sociólogos rurales y antropólogos se han acercado a ellas en América Latina como se analizará más adelante.

En los últimos años, y como resultado de la apertura económica de las fron-teras internacionales, se habla ya de una disminución del Estado en relación con

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las posibilidades de comercialización internacional y de vínculos entre las nacio-nes que pasa por una concepción de territorio sin fronteras que se abre en tiempos de globalización. Aquí, a pesar de que la definición de territorio se hace a partir de elementos meramente económicos, prevalece la dimensión política que ha per-meado tradicionalmente en su caracterización y definición en virtud de que, las fronteras económicas que controla un estado nación, son las que aparentemente se abren y dejan de existir. En realidad de lo que se está hablando es de un comer-cio libre que carece de trabas y de aranceles, pero no así de la eliminación de las fronteras ni políticas ni económicas como en ocasiones se argumenta.

La visión desde la políticaLa acepción política del territorio es mucho más explícita en la literatura y en las definiciones aun de los diccionarios de los países del norte en el uso de la catego-ría de territorio, haciendo alusión a una porción de la tierra que forma la división de un país. Hornby (1974:892) remite a una “área específica de tierra que está bajo alguien quien la controla o un gobierno”; en este sentido, se limitaba a la organización espacial de los países. Gregory et al. (2009:746), en el Diccionario de Geografía Humana, definen al territorio como “una unidad de espacio contiguo que se usa, se organiza y se maneja por un grupo social, una persona o institución para restringir y controlar el acceso de gente y lugares”.

En los artículos que se encuentran en las diversas revistas científicas asocia-das a los estudios geográficos, principalmente anglosajonas, es común encontrar el concepto territorio, asociado a estudios de caso donde se aborda el conflicto o más recientemente los procesos electorales. Ejemplo de análisis del conflicto están los artículos de Sánchez (2003:275-298) y Ben-Yehuda Hemda (2004:85-105).

El territorio surge como una entidad vinculada al Estado moderno europeo, en donde Agnew y Oslender (2010:195) afirman que tiene como propiedades a la exclusividad y el reconocimiento de la población ante su lugar de residencia o de nacimiento. En el mundo actual “no puede haber Estado sin territorio y vice-versa”, y el territorio integra dimensiones diversas que van del afianzamiento del nacionalismo hasta el reconocimiento de la llamada democracia representativa. En este ámbito, la soberanía es uno de los valores centrales que se tienen implíci-tos en la concepción tradicional de territorio y, de acuerdo con los autores, es “la organización territorial absoluta de la autoridad política”.

El orden internacional, en la forma como se concibe en la actualidad, deriva de la Paz de Westfalia en 1648 de donde surgió el concepto de Estado-Nación, y la soberanía fue transferida de los poderes dinásticos a los grupos hegemónicos nacionales. La integridad territorial se convirtió en componente básico de la na-

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ción y las naciones debían gobernar con soberanía plena sobre el mismo. Se esta-bleció el principio de que los Estados debían decidir sobre lo que ocurría sobre sus tierras, y los conflictos internacionales debían resolverse con los mecanismos de la comunidad internacional y dieron origen al concepto de fronteras entre naciones (Agnew y Oslender, 2010:195; Giménez, 2001:8).

Antes de la Paz de Westfalia los Estados no tenían bien definidas sus fronteras ni el monopolio sobre el uso de la fuerza (…) Por el contrario, después de la Paz de Westfalia los Estados se componen de un territorio definido, una pobla-ción estable y una soberanía que les otorga autoridad exclusiva que no permite ninguna interferencia externa en la esfera de su jurisdicción territorial. Esta soberanía les permite el uso de la fuerza en la defensa de sus intereses (Blanco y Romero, 2008:105).

Guillermo De la Peña (1999, autor mexicano), afirma que la idea moderna de nación se deriva, además de la Paz de Westfalia, de la Revolución francesa, y que tiene tres componentes: el pueblo, el territorio y la soberanía de un gobierno legítimo. El pueblo debe imaginarse como una comunidad homogénea, con un pasado en común, y el territorio debe estar bien delimitado y bajo control. Auna-da a la concepción anterior y tradicional de territorio como parte constituyente de un Estado nación, Delaney (2005:19) señala que es un instrumento de con-trol, agregando que una delimitación simple y clara otorga certeza y, por ende, facilita la paz, el orden y la seguridad.

A pesar de lo anterior, Agnew y Oslender (2010:194) cuestionan el modelo westfaliano pues consideran que no permite explicar la dinámica de los proce-sos actuales de territorialización y soberanía. Por el contrario, proponen utilizar como categoría las territorialidades superpuestas, pues con ellas se puede redefi-nir la naturaleza del Estado-nación contemporáneo, cuyos procesos analizan des-de la realidad latinoamericana, donde ocurren fenómenos tales como el reconoci-miento legal de las tierras comunales y el hecho de que en muchas comunidades indígenas hay autoridades territoriales diferenciadas dentro del Estado-nación. Sin embargo, estos modelos son vistos por los actores de la cultura capitalista como un desafío al modelo territorial occidental dominante, argumentado que: “Así se ponen en movimiento complejos procesos de des- y re-territorialización que asumen con frecuencia formas violentas, incluyendo masacres, asesinatos se-lectivos y desplazamientos forzados” (Agnew y Oslender, 2010:194), como se analizará más adelante con la postura que propone Haesbaert (2011).

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La visión que podemos llamar tradicional o clásica de la dimensión política del territorio, estaría representada por dos autores: Sack y Raffestin, cuyas pos-turas están reconocidas como “visiones relacionales del territorio” por Haesbaert (2011:68). En especial Raffestin (1980:44), no limita el territorio al ejercicio del Estado, sino que, en una clara y abierta influencia de Foucault, enfatiza que el poder tiene varias acepciones. Una de ellas se escribe con mayúsculas y es la rela-tiva al conjunto de instituciones que sujetan a los ciudadanos a un Estado dado o la relativa a la soberanía que éste tiene. El poder con minúscula se esconde detrás del Poder con mayúscula, este último siendo el más fácil de ver pues se manifiesta a través del territorio controlando a la población; es dominado, y dominando los recursos, siendo masivo e identificable. Pero el más poderoso es el que no se ve pues creemos que se da mediante la vigilancia. El poder es parte fundamental de cualquier relación, por lo tanto, es imprescindible el reconocerlo (Ibid.:45).

Su vinculación con el poder la hace a partir de las proposiciones que hace Foucault, que no lo definen en sí mismo, sino que remiten a lo que él acepta como la naturaleza del poder, y se resumen en los puntos siguientes:

1. El poder no se adquiere; se ejerce a partir de puntos innombrables.2. Las relaciones de poder no son exteriores a otros tipos de relaciones (eco-

nómicas, sociales, etc.), pero les son inmanentes. 3. También viene de abajo, no es una oposición binaria y global entre do-

minante y dominado. 4. Las relaciones de poder son intencionales y no subjetivas. 5. Ahí en donde hay poder, hay resistencia y por lo tanto, ahí en donde está,

no hay jamás una posición de exterioridad en relación al poder (Raffes-tin, 1980:46, tomado de Foucault, 1976:123-127).

A lo anterior agrega que toda relación es lugar de surgimiento de poder, de ahí su multidimensionalidad; es definido por una combinación de variables sean de energía y de información, que definen el trabajo (Raffestin, 1980:47). Le da una dimensión muy importante al saber ya que éste es un elemento fundamental para el ejercicio del poder (Ibid.:48).

Parecería que la inclusión de la dimensión del poder en el ámbito de la con-cepción del territorio redimensiona la visión tradicional que se había tenido del término, que la restringía a su vinculación general con el Estado, y de acuerdo con Haesbaert (2011:72) la hace más amplia, ya que integra la dimensión del con-trol individual del entorno socialmente apropiado, en donde se incluye también “la naturaleza económica y simbólica del poder” en diferentes escalas: la de la

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prisión, que sin duda viene del trabajo con Foucault, pero también la del trabajo, en tanto que “segmento mínimo y original definido por las dos dimensiones de la energía y la información”.

Por otro lado, Sack tiene una concepción un poco más limitada de territorio, ya que usando la categoría de territorialidad la define de la manera siguiente:

… a partir de una “cualidad necesaria” para la construccion del territorio, (y) se incorpora el espacio cuando ésta media una relación de poder, que en efecto lo utiliza como forma para influir y controlar personas, cosas y relaciones sociales: se trata, … del control de las personas o de los recursos por el control de un área. La frontera y el control de acceso son, pues, atributos fundamentales en la definición de territorialidad defendida por el autor” (Ibid.:73).

Ambos autores ponen énfasis en el análisis del control y del poder en rela-ción con el territorio. Sin embargo, utilizan la noción de territorialidad, que ad-quiere una dimensión muy importante en el sentido de la influencia, afectación y control que se pueda tener de personas, fenómenos y relaciones; y en donde, la delimitación, sigue siendo un factor importante para definirla (Sack, 1986:6; en Haesbaert, 2011:74). Esta visión es ampliada por Raffestin al considerarla como “el conjunto de relaciones establecidas por el hombre en tanto que pertenencia a una sociedad, como la exterioridad y la alteridad a través del auxilio de mediados o instrumentos (Haesbaert, 2011:74).

En general, esta concepción de territorialidad, sobre todo en la visión de Sack, remite a lo que posteriormente Haesbaert definirá como territorio zona, y en donde el autor reconoce tres relaciones interdependientes contenidas en la definición del autor:

a) implica una forma de clasificación por área;b) debe contener una modalidad de comunicación por el uso de una fron-

tera; c) implica una tentativa de mantener el control sobre el acceso de un área y a

las cosas que hay dentro de ella o a las que se hallan afuera a través de la represión de aquellas que están a su interior (Ibid.:75).

Sack acepta también la dimensión simbólica que tiene el concepto de poder inserto en el concepto de territorio, sobre todo al comparar y aceptar la dimen-sión cultural del primero y tercer mundos y sus cambios o diferencias territo-riales, lo que contribuye a generar en cada lugar hasta paisajes históricos que

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fortalecen la idea de patria y la de nación que está al interior de los conceptos aquí tratados (Ibid.:76-77).

El autor concluye en relación con la revisión sobre el término que se contraponen dos lecturas posibles:

… primero, dentro de la esfera ontológica , entre los que admiten la existencia efectiva del territorio, tanto en la visión materialista del espacio geográfico con-creto, delimitable de modo empírico, como en la óptica idealista del territorio, como representación presente en la conciencia de determinada cultura o grupo social; segundo, desde la perspectiva epistemológica, entre quienes promueven la noción de territorio básicamente en tanto instrumento analítico para el co-nocimiento. En este caso, … el territorio no es “la” realidad y no puede ser delimitado ni por el “terreno”, materialmente hablando, ni en la “cultura”, en su realidad simbólica. Constituye tan sólo un apoyo o instrumento, aunque indispensable, utilizado por el geógrafo en el camino del entendimiento de la realidad (como en el abordaje de región propuesta por Hartshorne, 1939[1961]; Haesbaert, 2011:77-78).

La dimensión de poder inserta en este concepto de territorio, hace una gran diferencia en relación con su tratamiento y orientación. Sin embargo, es preciso tomar en cuanta que para algunos autores, incluyendo Raffestin, la dimensión simbólica se está haciendo cada vez más presente, en detrimento de la material o económica (Ibid.:79).

Es preciso introducir en esta exposición, otra dimensión relacionada con el uso de la categoría de territorio y su función estatal, y es la que alude al ámbito de la planeación y el ordenamiento urbano de ciudades y de regiones. En este sentido, el concepto recurrente es el del ordenamiento territorial en la literatura francesa y de planeación en la anglosajona, referido a una práctica administra-tiva, más que a una disertación académica, en donde las diferentes autoridades político-administrativas tienen injerencia y responsabilidad sobre el presente y el futuro de una entidad que puede estar ubicada no necesariamente en el ámbito nacional, sino en el Estatal o municipal, al interior de un Estado-nación en par-ticular. Esta visión en particular constituye en sí misma un área de conocimiento particular que ha desarrollado sus propias herramientas de conocimiento, pero en donde la confusión y uso indiscriminado de las categorías de espacio y de terri-torio es particularmente dificultosa, en virtud de la influencia de algunos autores provenientes de la sociología urbana francesa que lo han promovido ampliamen-

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te, al menos en América Latina, priorizando el uso de la primera, más que de la segunda (Castells, 1974).

La visión desde la culturaLas posturas idealistas sobre el territorio están íntimamente ligadas a las dimen-siones antropológicas y culturalistas de algunos grupos. Se dice que el territorio mismo es considerado un signo cuyo significado solamente es comprensible a partir de los códigos culturales en los cuales se inscribe (García, 1976:14, en Haesbaert, 2011:60).

Los territorios se marcan. Los límites visuales quedan señalados por ele-mentos físicos, concretos; algunos de la naturaleza tales como ríos, montañas o barrancos, otros sociales como los muros, las barricadas y las trincheras. Tam-bién están los letreros que, como se mencionó anteriormente, a través de signos lingüísticos comunican cuestiones tales como “no entrar”, “solo personal autori-zado”, etcétera.

Las barreras, además de expresarse con objetos materiales, también lo hacen con mecanismos simbólicos. La forma de vestir, de hablar, de habitar y los usos del lugar “marcan los bordes dentro de los cuales los usuarios familiarizados se auto reconocen y por fuera de los cuales se ubica al extranjero o, en otras pala-bras, al que no pertenece al territorio” (Silva, 1992:53). Bajo esta perspectiva, los territorios parecen ser hitos que demarcan la acción cotidiana de los agentes sociales, independientemente de que éstos sean de carácter natural o social. El pa-pel del sujeto externo es importante cuando se marcan los límites, pues muchas veces el desconocimiento de los códigos internos de un espacio es lo que aglutina a los que están adentro que delimita el territorio.

La visión latinoamericana

La visión latinoamericana sobre el territorio tiene también su propia diversidad, dependiendo de las áreas de conocimiento de donde venga y de los autores que la trabajan. Reconocemos cuatro formas diferentes de usarla en nuestro continen-te: la que se adscribe a la tradición geográfica, en donde la escuela brasileña ha tenido la vanguardia con los trabajos de Milton Santos (2000) y los de Rogério Haesbaert (2011); la de los urbanistas y sociólogos urbanos la usan como un elemento de crítica epistemológica al uso indiscriminado de la categoría de espa-cio, como son el caso de Emilio Pradilla en México (1984) y José Luis Coraggio (1987) quien a pesar de que realizó su trabajo en México, el impacto ha sido en

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Ecuador y otros países del Cono Sur; la dimensión cultural de las representacio-nes sociales y los imaginarios que han desarrollado tradiciones importantes en México con Gilberto Giménez (2004) y en Colombia con Armando Silva (1992), y por último, una que se ha extendido entre los grupos originarios tanto indíge-nas como indio-africanos en el continente y que no tiene fronteras ni está maneja por el Estado (Porto Gonçalves, 2001; Rodríguez, 2010; Rodríguez et al., 2010) y de ahí reproducidos por algunos académicos que tienen interés por el estudio de zonas rurales o relacionadas con estas realidades.

Desde la geografía Milton Santos y Rogério Haesbaert usan el concepto, adscribiéndolo como sinó-nimo de espacio, o en una transición poco clara entre un concepto y otro. Milton Santos, en uno de sus textos de los años setenta, al igual que las posturas de los politólogos, argumenta que: “Un Estado Nación está formado esencialmente de tres elementos: a) un territorio, b) un pueblo y c) una soberanía. La utilización del territorio por un pueblo crea un espacio. La relaciones entre pueblo y su espacio y las relaciones entre diversos territorios nacionales son reguladas por la función de la soberanía” (Santos, 2004:232-233). El énfasis que le da al territorio como una dimensión política es importante al admitir que sus límites son inmutables y que en un momento dado representa un elemento fijo. Su ocupación efectiva por un pueblo le da dinamismo en la historia y argumenta que:

Las sociedades territoriales están condicionadas al interior de un territorio (léase nación) dado por: a) e modo de producción dominante a la escala del sistema internacional, sean cual fuera las combinaciones concretas que tengan, b) un sistema político, responsable de las formas particulares de impacto del modo de producción; c) pero también por los impactos de los modos de producción prece-dentes y los momentos precedentes del modo de producción actual (Ibid.:233).

Para Santos, el uso, sobre todo el económico, es el definidor por excelencia del territorio, por lo que utiliza la categoría de “territorio usado” como correlato de “espacio geográfico” (Santos, 2000:2; en Haesbaert, 2011:50) y con un interés de concepción totalizadora que le da un carácter particular a su interés sobre el tema. Mançano (2010), le adscribe la categoría de territorio a Milton Santos, como sinónimo de espacio. Sin embargo, se percibe que Santos prioriza el uso de espacio a lo largo de su obra, y se restringe al uso de territorio en tres sentidos: primero, equiparándola al Estado nación; para referirse a la división territorial del trabajo, y por último, a la normatividad emanada de un proceso técnico científi-

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co que requiere de normas que rijan la materia como se materializa al interior de un estado nación, independientemente de sus movimientos a nivel internacional (Santos, 2000:179-195).

Para 2000, Milton Santos integra otras escalas al concepto de territorio y con ella la categoría de lugar, sin dejar de adscribirle su relación con el Estado nación y refiriéndose a él de la manera siguiente:

El territorio es un lugar en el que desembocan todas las acciones, todas las prác-ticas, todos los poderes, todas las fuerzas, esto es, donde la historia del hombre se realiza plenamente a partir de las manifestaciones de su existencia. La Geo-grafía se vuelve la disciplina más capaz de mostrar los dramas del mundo, la nación del lugar (Ibid.:9).

Por otro lado, se percibe que la influencia de Sack y Raffestin sobre todo para quienes han tenido la influencia de la escuela geográfica francesa o la brasileña con la cercanía con Haesbaert, es sin duda importante, ya que autores como Pu-lido y Rojas (2011, mimeo) afirman que cuando el espacio geográfico es delimita-do y controlado por actores sociales diversos, se convierte en territorio, generando formas variadas de territorialización de procesos sociales diferenciados.

En este sentido, el espacio geográfico comienza a ser delimitado, controlado y valorado por los diversos actores sociales (individuos, grupos, asociaciones, empresas, poderes públicos y religiosos) que, de este modo, lo convierten en territorios. Todas esas acciones ocurren y concurren con variada intensidad y cobertura y, por consiguiente, los modos de territorialización de los procesos sociales son múltiples y diferenciados en el espacio. Pese a que la apropiación es considerada como la reguladora de las otras actuaciones sociales… todas ellas cumplen un papel modelador de los territorios mediante relaciones de conflicto, cooperación, reciprocidad y complementariedad.

Pero también hay quien adoptando una visión relacional en donde el te-rritorio no es solamente el sustrato en donde se reproduce la sociedad sino un conjunto de relaciones sociales, criticaron a Raffestin por no haber explorado suficientemente el abordaje relacional (Haesbaert, 2011:69).

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Como crítica al espacio desde Pradilla y Coraggio

Esta diferenciación se hace pertinente para entender por qué, sobre todo en la literatura anglosajona, no se usa ni se entiende la categoría territorio en el sentido que la usamos en América Latina: para dimensionar las transformaciones parti-culares que se desarrollan en un espacio determinado o bien como un elemento de crítica epistemológica para el uso indiscriminado del concepto de espacio.

Esta diferenciación tiene también una explicación de tipo teórica. En la dé-cada de 1970, cuando había necesidad de deslindar los estudios urbano-regiona-les de las teorías espacialistas de corte económico y la cuantitativa con incidencia numérica, las reflexiones de Pradilla y Coraggio, relacionadas con el significado que tenía hablar de espacio y la justificación de por qué había que hablar de te-rritorio, fue de vital importancia para la generación de una dimensión concreta que, trabajada en conjunto con la teoría marxista, podía explicar, de manera más concreta, los resultados de su uso, apropiación y transformación, por parte de agentes diversos, manifiestos en el territorio. El vínculo agente-espacio, resulta de la particularidad del estudio del territorio. Pero ¿en su época cuáles fueron las características fundamentales de este debate?

Desde el urbanismo, como parte de las ciencias sociales, la crítica de Pradilla (1984:29) al concepto de espacio se ubica en el contexto de la discusión sobre cómo éste es utilizado para explicar las relaciones sociales que se generan en los procesos de producción urbana. A partir de la forma en que Castells lo integra en su discurso con base en elementos estructuralistas, Pradilla argumenta que este autor cae en una concepción ideológica, en lugar de hacer una construc- ción teórica sobre cómo insertar la categoría de espacio en los procesos de pro-ducción de relaciones concretas (Ibid.:31-34). Como objeto ideológico, argumen-ta, el “espacio” (entrecomillado de Pradilla) tiene varias características: es un con-cepto vulgarizado pues está ampliamente integrado en el lenguaje común, por lo que cuestiona la posibilidad de usarlo como concepto científico (Ibid.:34-35); carece de significado propio pues para usarlo hay que añadirle adjetivos: espacio arquitectónico, escultórico, económico, geográfico, etc., por lo que no constituye un concepto general de las ciencias sociales (Ibid.:36-37). Además, agrega que es un concepto indefinido o definido tautológica o ideológicamente, ya que se define en sí mismo o bien remite al ámbito de las esencias de la filosofía, lo que dificulta su definición en el ámbito del materialismo histórico (Ibid.:37-40); es un concepto traspuesto de la geometría, por lo que cuestiona su validez para ex-plicar procesos de las ciencias sociales (Ibid.:41-42) y, por último, es un concepto que une a idealistas y materialistas; es decir, aparece en todas las investigacio-

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nes, independientemente del corte y postura teórica de éstas (Ibid.:43). Añade que, bajo el materialismo histórico-dialéctico, tampoco es aceptable trasponer la metodología y los conceptos de las ciencias naturales para explicar los procesos sociales, postura a la cual el autor se adscribe (Ibid.:43-46). Por estas razones, cuestiona la existencia de una teoría regional como instrumento que “sistematice los conceptos y leyes que explican la articulación de la naturaleza como soporte fundamental ya dado y los soportes materiales producidos por la sociedad para el funcionamiento de ésta” (Ibid.:47).

Argumenta entonces sobre la necesidad de desarrollar una concepción que permita analizar las diferentes formas como la sociedad se apropia de la natu-raleza, y la creación de los soportes materiales que de esto resulta, como objetos materiales que se insertan en ésta, para lo cual, en su opinión, no se necesita otra teoría distinta de la planteada por el marxismo, sino la “aplicación consecuente, coherente y correcta del materialismo histórico-dialéctico y su método al análisis de los problemas particulares (Ibid.:49). Al hacerlo propone, en lugar de la teoría regional, el estudio del sistema de soportes materiales de la formación social, y el uso de la categoría de territorio para designar la forma concreta como la sociedad se vincula con su entorno de forma particular, por medio de las relaciones sociales que el proceso de relación genera (Ibid.:83-115).10

Con un énfasis basado en la importancia fundamental que se manejaba en el materialismo histórico en ese momento de la estructura de producción eco-nómica para definir la política y la cultural, el autor retoma la fórmula de la reproducción del capital en Marx D…..D , para a partir de ahí desagregar todos los soportes materiales que se generan en la estructura económica, en la política y en la ideológica (que sería la cultural de este momento), tanto en las esferas de la producción, la distribución y el consumo. El resultado es un sistema de soportes materiales que estructuran a la totalidad del territorio como parte y sustituto de la consideración reduccionista de los usos del suelo con los cuales el funcionalis-mo reconoce las diferencias en el territorio.

Por su parte, desde la sociología, el trabajo de Coraggio se enmarca en la necesidad que existía en América Latina, a fines de la década de 1970 e inicios de 1980, de contender con un conocimiento particular sobre la problemática específica de cada país, histórica y geográficamente, y de “integrar un sistema de conceptos ordenadores que permitieran organizar las investigaciones empí-ricas, interpretar sus resultados y reinscribirlos en una continua revisión de las concepciones teóricas pertinentes (Coraggio, 1994:25). Su crítica al concepto de

10 Cursivas del autor.

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espacio fue planteada en un trabajo publicado en 1977, donde intentó demostrar la imposibilidad de una teoría del “espacio en general” y, por consiguiente, la necesidad de rechazar la hipótesis acerca de que la geometría puede constituirse en una “ciencia del espacio”; de rechazar la hipótesis de que la espacialidad física se aplica directamente a los fenómenos sociales y a la necesidad de partir de una teoría de los procesos sociales para investigar la espacialidad social (Coraggio, 1977, en 1994:25).11

Argumenta que es necesario evitar el uso de categorías como “estructura espacial”, “sistema espacial”, “procesos espaciales”, “relaciones espaciales” e “inte-racción espacial”, por lo que propone la configuración territorial, en donde:

[…] entendemos por territorio la usual referencia geográfica a la superficie te-rrestre, con todas sus rugosidades y especificidades, incluidos sus elementos minerales, suelo, vida vegetal y animal, clima, topografía, etc. Dado que tal superficie no está internamente indiferenciada sino que está compuesta de las determinaciones específicas mencionadas, la posición relativa de los elementos del conjunto real cuya configuración se estudia podrán ser referidos ahora a los diversos puntos o áreas diferenciadas, así como a los demás componentes del conjunto (Coraggio, 1994:47).12

Por su parte, cuando una configuración es sostenida por un proceso social que la reorganiza, o cuando ésta es producto de actos voluntarios en función

11 Entrecomillado del autor.12 Cursivas del autor.

TerritorioTierraInf. Territorial

Organización territorial: proceso social

Ámbito territorial-------- Ámbito espacial

Configuraciones espaciales sistema natural-organización

Sistema socialForma espacial

espacialidad Espacialidad social

EspacioEconomíaPolíticaSocial

Fuente: elaboración propia con información de Coraggio (1994).

Cuadro 4. Uso de categorías en la visión de Coraggio. (Nota: no hay cuadro 1 -3, checar información en la tabla)

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de ciertos objetivos conscientes, la denomina organización espacial o territorial. Aunque en un principio el autor se refiere a los dos términos como sinónimos, la necesidad de deslindarse de las teorías espacialistas, particularmente las de Lösch y Christaller con sus hexágonos, dio lugar a que se restringiera a la cate-goría de territorio, cuya organización permitía la vinculación de procesos natu-rales con otros de carácter social, como, por ejemplo, los ecológicos (Ibíd.: 48). Posteriormente a esta propuesta le añadió un carácter de proceso; es decir, que se constituye como secuencia de eventos que crean ciclos recurrentes o fases, las cuales se conectan por repeticiones auto-reguladas que dan movimiento al ciclo (Ibid.:48).

Tanto la propuesta de Pradilla como la de Coraggio tuvieron impacto, en la medida que contribuyeron a extender el uso de la categoría de territorio, en lugar de la de espacio, entre los científicos sociales y urbanistas de América Latina, sobre todo aquéllos de orientación marxista. Cabe precisar que en ambos casos se refiere a una especificidad concreta en donde la integración de las condiciones naturales y materiales de la existencia se unen a las condicionantes sociales para denominar lo que se conoce como territorio. En la medida en que la literatura anglosajona tiene una connotación más de corte administrativo-político, o en la de poder en la versión actual de Raffestin y de Sack, la categoría de territorio no es usada en este idioma entre los investigadores sociales interesados en procesos espaciales, por lo que, en ocasiones, solo si y en tanto que el autor anglosajón esté tratando la dimensión política-social y procesual de un determinado espacio, esta categoría podría ser traducida al español como territorio.

La visión desde la cultura El uso de la categoría de territorio desde la cultura tiene dos adscripciones: una en donde los culturales y de antropología insisten en su uso, y otra desde los grupos originarios o geógrafos y antropólogos ligados con las problemáticas de los in-dígenas latinoamericanos, quienes conjuntan la visión naturalista, la económica y la culturalista para denominar a las áreas en donde la reproducción de estos grupos se desarrolla.

En relación con la primera, hacia finales del siglo XX, la conceptualización del territorio en América Latina retomó con fuerza el giro cultural en las ciencias sociales. En este sentido se convirtió en un concepto central para la antropología, la sociología y los estudios rurales y urbanos. Autores como Armando Silva desde Colombia, y Gilberto Giménez en México han tenido un importante liderazgo en la región.

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Gilberto Giménez (2004:315) afirma que el territorio es “el espacio apro-piado por un grupo social para asegurar su reproducción y la satisfacción de sus necesidades vitales, que pueden ser materiales o simbólicas”. Es decir, se trata de una expresión de una identidad territorial y, por lo tanto, como una experiencia de vida para aquellos que la habitan o que guardan algún vínculo sentimental con ella. Este mismo autor, citado por Gisela Landázuri (2006:67-68) afirma que:

[...] el territorio puede ser considerado zona de refugio, como medio de sub-sistencia, como fuente de recursos, como área geopolíticamente estratégica, como circunscripción político –administrativa, etc.; pero también como pai-saje, como belleza natural, como entorno ecológico privilegiado, como objeto de apego afectivo, como tierra natal, como lugar de inscripción de un pasado histórico y de una memoria colectiva y, en fin, como “geosímbolo”.

Gilberto Giménez (2001:6-8) parte de una idea del territorio en la cual es concebido como “espacio apropiado”. De ahí hace la distinción entre una apro-piación utilitaria y funcional, de una simbólica y cultural. A su vez, dicho terri-torio puede ser aprehendido en diferentes niveles de la escala geográfica: local, regional, nacional, plurinacional y mundial. El primer nivel es el de la casa y el de los territorios próximos, que conforman lo local; después, están los territorios intermediarios que sirven de vínculo con lo regional. El nivel nacional corres-ponde a un territorio político-jurídico y cuando se unen varios países, como en el caso de la comunidad económica europea, se accede a una escala superior. El nivel global suele asociarse con la desterritorialización, es decir, con las relacio-nes supraterritoriales de los flujos financieros y las telecomunicaciones, donde se considera que los vínculos están disociados de toda lógica territorial. Sin embar-go, Giménez diciente de la afirmación y argumenta que, si bien la globalización implica la ruptura de las formas tradicionales de territorialización, en su lugar se construyen nuevas formas de apropiación de los territorios.

Desde los imaginarios urbanos, Armando Silva (1992:55) propone diferen-ciar entre dos tipos de apropiación del territorio: el oficial y el ciudadano. El primero es el de las instituciones y el otro se crea y se transforma con su uso cotidiano, con el nombre que le otorgan quienes lo habitan, perciben y visitan. Hay múltiples ejemplos de lugares que a pesar de tener un nombre oficial, son conocidos por otro.

El territorio alude más bien a una complicada elaboración simbólica que no se cansa de apropiar y volver a nombrar las cosas en característico ejercicio exis-

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tencial-lingüístico: aquello que vivo lo nombro; sutiles y fecundas estrategias del lenguaje” (Ibid.:55).

Silva (1992:51-53) señala que el territorio es algo físico al mismo tiempo que mental. Se trata de “espacios de autorrealización de sujetos identificados por prác-ticas similares que en tal sentido son impregnados y caracterizados” (Ibid.:72). Las fronteras se marcan a partir de elementos físico concretos, tales como los ríos, montañas o barrancos y de otros humanos como los muros, barricadas y trincheras. Sin embargo, no siempre se trata de objetos materiales, en ocasiones son inmateriales, imprecisos, pero existentes. Son bordes sociales, muchas veces visuales y otras se expresan en el habitar, con el uso social del lugar, en donde se “marcan los bordes dentro de los cuales los usuarios familiarizados se auto reco-nocen y por fuera de los cuales se ubica al extranjero o, en otras palabras, al que no pertenece al territorio”. Bajo esta perspectiva, los territorios parecerían ser hi-tos que demarcan la acción cotidiana de los agentes sociales independientemente de que éstos sean de carácter natural o social.

El autor también lo caracteriza como el lugar…

... donde habitamos con los nuestros, donde el recuerdo del antepasado y la evolución del futuro permiten reverenciarlo como un lugar que aquel nombró con ciertos límites geográficos y simbólicos. Nombrar el territorio es asumirlo como una extensión lingüística e imaginaria; en tanto que recorrerlo, pisándo-lo, marcándolo en una u otra forma, es darle entidad física que se conjuga, por supuesto, con el acto denominativo (Ibid.:48).

Manuel Delgado (1999:30, citado por Fuentes, 2005) considera que se trata de un espacio de “identificación de los actores con un área que interpretan como propia y que ha de ser defendida de intrusiones, violaciones o contaminaciones”. Gilberto Giménez (2004:315), afirma que el territorio es “el espacio apropiado por un grupo social para asegurar su reproducción y la satisfacción de sus necesi-dades vitales, que pueden ser materiales o simbólicas”.

Por su parte, Linck y Casabianca (2006) afirman que el territorio es:

una construcción social que procede, a la vez, de un patrimonio ambiental y de un patrimonio cultural. Ambas dimensiones quedan estrechamente vinculadas por razones evidentes: un recurso natural no existe como tal y ni siquiera se reconoce si no se movilizan al mismo tiempo tanto los conocimientos técnicos

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como las instituciones, los valores sociales y las representaciones, que condicio-nan su aprovechamiento en un ámbito social dado.

El territorio es, en síntesis, un sistema complejo, envolvente y aglutinante, que integra en una sola entidad, por una parte, a los actores y sus representaciones culturales y simbólicas y, por la otra, al espacio material que los actores usan y organizan mediante múltiples estrategias sociales, productivas e institucionales (Moine, 2006:3; citado en Pulido y Rojas, 2011).

Desde los grupos originarios Para algunos geógrafos y sociólogos rurales, el trabajar con los grupos originarios de América Latina les ha llevado a estudiar la manera como ellos trabajan con un concepto que es parte de su vida cotidiana y en donde la abstracción de la catego-ría de espacio no se adecúa a lo que ellos conciben en su reproducción diaria. Para ellos el locus de su existencia habla de una tierra que se apropia comunalmente a partir del uso y transformación de los recursos que ahí se encuentran, y que tiene una dimensión en donde se arraiga lo material de la naturaleza, la cultura que se crea por la identidad que tienen con ese entorno y por el simbolismo que tiene a partir de su reproducción (Porto Gonçalves, 2001).

Porto Gonçalves, a partir de su vínculo y estudio con los movimientos de la selva brasileña, redimensiona de la discusión ambientalista y conservacionista de la década de 1970, ya que ésta generó una tendencia a percibir estos lugares como “naturales”, sin población o “vacíos” pero en donde están insertos pueblos y et-nias cuyas condiciones materiales de reproducción están ligadas con el ambiente y los recursos que los rodean en un carácter comunitario que define su modo de vida y de producción. Desde esta perspectiva dice, en lugar de retomar la natura-leza por un lado y la sociedad por el otro y verlas en oposición, la experiencia que se tiene en estos pueblos asume, que:

… la cuestión ambiental, casi siempre reducida a una genérica relación socie-dad naturaleza, se muestra en el fondo, como una cuestión que implica la re-producción social de la naturaleza. Con eso, la traída territorio-territorialidad- territorialización se vuelve una cuestión teórico-política de primer orden (Porto Gonçalves, 2011:18).

Así, a partir del seguimiento que se hace de los movimientos étnicos, indíge-nas y afroamericanos del continente, se percibe un cambio importante que tiene una doble redireccionalización: por un lado, deja de ser solamente una lucha por

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la tierra, sino que se convierte en una por el territorio en su conjunto y por el otro, es una lucha por el mantenimiento de una civilización que ha sido desvalorada, negada y destruida a lo largo de los siglos, y que los grupos quieren revivir. Así nos dice el autor:

La lucha que los campesinos y los pueblos originarios vienen trabajando, ad-quiere un sentido más amplio y de respeto a toda la humanidad y los destinos de la vida del planeta ya no sólo por las luchas históricas contra la desterritorializa-ción/expropiación, sino también por la defensa de las culturas en su diversidad, puestos que esas luchas implican una defensa de las condiciones naturales de existencia con las cuales de desarrollan valores que dan sentido a sus prácticas, … No olvidemos que la crisis ambiental desde una perspectiva de esas pobla-ción es también una crisis de civilización reconfigurando de este modo el debate epistemológico político (Ibid.:49).

Si bien el autor retoma la propuesta de Haesbaert sobre la territorializacion/ desterritorialización/reterritorialización, que se analizará en el apartado siguien-te, e integra la visión cosmogónica de los indígenas en una conjunción de tierra-naturaleza, cultura y simbolismo que son denominadas con la categoría de terri-torio y que ha tenido mucha acepción e impacto en grupos tanto colombianos en geografía13 y en sociología rural en México a través de trabajos como los de Rodríguez (2010) y los de Rodríguez et al. (2010), los tres denunciando las dis-putas territoriales que existen en las zonas rurales e indígenas de sus territorios respectivos y los movimientos sociales a los que están dando origen.

Por otro lado, desde la antropología, el territorio adquiere importancia a par-tir de su dimensión simbólica. Desde esta perspectiva se entiende por territorio, “un espacio culturalmente construido por una sociedad a lo largo del tiempo”, en el cual la cosmovisión, la mitología y las prácticas rituales adquieren particular importancia (Barabas, 2003:24-25).

Lo anterior se refleja, muchas veces, en la toponimia, una de las claves para analizar el territorio, ya que en ella se depositan las concepciones cosmológicas, las características del entorno geográfico y también acontecimientos memora-bles ocurridos en el lugar. El territorio cultural es, pues, “un espacio nombrado y tejido con representaciones, concepciones y creencias de profundo contenido emocional (Ibid.:25).

13 www.georaizal.org

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Los territorios culturales o simbólicos que estudiamos son los que habitan los grupos etnolingüísticos, de ahí que los llamemos etnoterritorios, entendidos como el territorio histórico, cultural e identitario que cada grupo reconoce como propio, ya que en él encuentra no sólo habitación, sustento y reproduc-ción como grupo, sino también oportunidad de reproducir cultura y prácticas sociales con el transcurso del tiempo (Ibid.:25).

En este sentido, desde la antropología y los estudios de desarrollo rural, el territorio ha sido una categoría importante en América Latina, al analizar a los pueblos originarios, es decir, a comunidades “que se asumen como legítimos herederos de los antiguos pobladores (…), por lo que tienen un derecho incues-tionable a su territorio”. Se trata de una demanda por los derechos políticos y por una especificidad cultural (Portal y Álvarez, 2011:10-11).

Haesbaert llama atención en el uso de la categoría de territorio relacionada con los grupos originales en la medida en que el “traslape” o generalización en relación con conceptos como el de territorio, que tiene su origen en realidades oc-cidentales y desarrolladas, en ocasiones ponen problemas para el entendimiento de contextos distintos como el de las sociedades denominadas tradicionales. Para ellos, afirma, es más adecuado usar la de territorialidad, destacándose el carácter simbólico que tiene y en donde la noción de identidad cobra un factor relevante. (Haesbaert, 2011:63). Es por ello que se le da un carácter más integrador que otras categorías.

Las visiones de la desterritorialización y reterritorialización

Del territorio se derivan otros términos, como el de territorialidad, territoriali-zación, desterritorialización y reterritorialización como elementos fundamentales ligados con el hacer territorio. De acuerdo con Gregory et al. (2009), la territoria-lización se refiere al proceso dinámico mediante el cual las prácticas humanas se fijan en el espacio, bajo las acciones de los diversos actores, pero primordialmente el Estado. Su opuesto, la desterritorialización significa “la tendencia creciente de los Estados, en el contexto del capitalismo global, de encontrar y fomentar el desarraigo de la gente y de las cosas, con grandes consecuencias sociales, psico-lógicas y políticas”. Lo inverso, es decir, la marcha atrás de este proceso se llama reterritorialización.

Sin embargo, hay otras acepciones a los mismos términos como las de Ag-new y Oslender (2010:195) quienes entienden la territorialidad como “el uso y

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control del territorio con fines políticos, sociales y económicos”; son formas que cambian a partir de los contextos sociales, históricos y geográficos específicos.

El territorio en su sentido tradicional, implica contigüidad. De manera tal que ante la globalización y los avances tecnológicos, las barreras físicas y la dis-tancia son cada vez menos evidentes y pueden sortearse fácilmente. La interac-ción social y la comunicación son posibles a través de redes, flujos y nodos; de sistemas que no dependen de la proximidad. Esto cambia la naturaleza de los territorios que existen en forma relacional y no necesariamente se excluyen. Sin embargo, aunque los Estados naciones han perdido poder sobre el ámbito local, todavía tienen gran capacidad de control y de gobierno. La soberanía sigue siendo un factor central para el orden internacional (Gregory et al., 2009:476).

En concordancia con lo anterior, la desterritorialización surge como un con-cepto asociado a los procesos de globalización y a los avances tecnológicos, a la creación de comunidades mediadas a través del ciberespacio. Como ejemplos, Haesbaert (2011) retoma autores tales como Appadurai (1996), Levi (1997), Canclini (1990), Negri y Hardt (2000), Omahae (1990) y Badie (1995), quienes aíslan la dimensión social de la territorial cuando consideran que con la tecnolo-gía el espacio y el tiempo desaparecen, se borran las fronteras en el marco de la globalización o se genera una cultura homogénea posmoderna y se difuminan las diferencias entre diversos lugares del mundo.

Desde estos enfoques, el espacio deja de ser importante, se reduce por el simple hecho de que su materialización se difumina. Lo anterior responde a una visión tradicional del espacio, concibiéndolo como un escenario donde ocurren los fenómenos. En cambio, si partimos de una visión más moderna en la cual, el espacio es producto de las relaciones sociales, entonces transformación no impli-ca desaparición. Desde nuestra perspectiva, dichos enfoques están muy ligados con la supuesta existencia de un espacio de flujos en donde todo corre en un apa-rente vacío que destruye a los territorios y es considerado por el autor como un concepto eurocéntrico y primermundista (Haesbaert, 2011:29) que dista mucho de dar cuenta de la realidad de entornos como el de América Latina.

Como concepto, la desterritorialización, se introduce en el debate de las ciencias sociales a partir de los trabajos de Deleuze y Guattari (1985), en par-ticular, con su libro El Antiedipo: capitalismo y esquizofrenia, donde los autores afirman que el capital tiene el mayor poder desterritorializador y decodificador, que vincula al Estado con el ser humano, entendido como una máquina desean-te. El concepto, de acuerdo con Haesbaert (2011), transitó desde los años sesenta cuando su construcción estaba asociada al psicoanálisis lacaniano, a los años setenta donde se vinculaba al análisis de la producción de deseos del capitalis-

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mo y, finalmente, en los ochenta y noventa elaboraron una concepción natural, sociológica y filosófica de lo que implica el territorio. Del territorio se derivan la territorialidad, la desterritorialización y la reterritorialización que Guattari y Rolnik (2005:372-373) abordan.

Además de las acepciones descritas en párrafos anteriores, la desterritoria-lización se puede entender principalmente de dos maneras. La primera como la expulsión propiamente dicha, como el destierro o el exilio. En este sentido, está estrechamente vinculada con los procesos migratorios. En términos de movilidad también puede referirse a las relaciones que generan aquellos que habitan ciuda-des dormitorio, cuyas casas no son la sede de una vida familiar, sino del descanso nocturno; asimismo puede hacer alusión a los que transitan por las calles con la sensación de que el recorrido es un mal necesario, un tiempo muerto entre dos lugares, o los turistas que no se vinculan con lo que visitan, los que, como dijera Marc Augé (2000:15):

… se exponen, en el mejor de los casos, a encontrar solamente aquello que es-peraban encontrar: a saber, hoteles extrañamente semejantes a los que frecuen-taban en otros lugares el año anterior, habitaciones con televisión para mirar el programa de CNN, las series norteamericanas o la película pornográfica del momento …

Desterritorialización no debiera referirse, como pudieran afirmar algunos autores, a que el espacio físico deja de tener importancia, sino que los vínculos entre un grupo social y su espacio se debilitan. La desterritorialización implica, entonces, la ruptura o fragilidad de los vínculos con una porción de la superficie terrestre. Tiene que ver con la falta de control, con los obstáculos que enfrenta un grupo social para apropiarse de lo que fuera su espacio, con la pérdida del patri-monio y de los espacios públicos que permiten la configuración de comunidades. La desterritorialización se encuentra en relación dialéctica con su contraparte, la reterritorialización, descrita por Guattari y Rolnik (2005:272-273) como el intento de recomposición y recuperación del territorio.

Es paradójico ver como a partir de finales del siglo XX, si bien se da una priorización a los discursos sobre el espacio y hay una redimensiónalización de éste sobre el tiempo, sobre todo a partir de la discusión de la posmodernidad, al mismo tiempo aparecen discursos que proclaman la existencia de un proce-so de desterritorialización. Independientemente de que Haesbert afirma no hay un concepto claro de territorio en el debate de la desterritorialización, sino que éste aparece como algo dado, en una relación dicotómica y no necesariamente

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vinculada con una reterritorialización, y en ocasiones hasta opuesta a la noción de territorio, de fin de las redes, originada por la creciente importancia que la globalización ha impuesto en el discurso genérico de las ciencias sociales en los últimos años (Haesbaert, 2011:28).

La multiterritorialidad de Haesbaert

Contraviniendo el concepto de desterritorialización, Haesbaert (2011:29) asume que existe una intensificación de la territorialización basada en una “multiterrito-rialidad” que se integra a partir de un proceso de destrucción y construcción de territorios que mezcla diferentes modalidades territoriales como son los llamados “territorios zona” y los “territorios red” en escalas múltiples y nuevas formas de articulación territorial. En la opinión del autor, el concepto está ligado a dos visiones importantes: por un lado, a la creciente fragilidad de las fronteras nacio-nales generadas a partir del proceso de globalización impuesto en el modelo de desarrollo contemporáneo; y por el otro, a lo que se ha dado por llamar la hibri-dación cultural generadas por el incremento de los movimientos migratorios o de movilidad laboral o estudiantil que impiden el reconocimiento de identidades claramente definidas, adscribiéndolo a una dimensión simbólica y cultural en la construcción de las mismas (Ibid.:31).

Adscribiéndose a un concepto de carácter híbrido, que integra elementos naturales, políticos, económicos, culturales y de gestión, puede ser concebido en un carácter social que difiere de la geografía clásica y adquiere un carácter inte-grador, se deslinda de las concepciones clásicas que proporciona dinámica propia a cada uno de los aspectos anteriores para darle una nueva forma de construirlo: articulada/conectada, o sea integrada (Ibid.:65). Basándose en esta perspectiva, abre al menos tres perspectivas de análisis:

1. Una tradicional basada en territorios área basados en relaciones de poder relativamente homogéneas, en tanto que control de acceso de un área (Sack, 1986), son fundamentales para la comprensión del acceso de per-sonas y bienes. Es estable y es definida.

2. Una que se basa en el concepto de territorio red que se centran en el movimiento y la conexión (a diferentes escalas) y en donde la concepción del espacio de flujos es de gran importancia para comprenderlo (véase capítulo 1).

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3. Una que incluye la concepción multiescalar y multiterritorial que trabaja el territorio como un hibrido en el mundo material e ideal, entre la na-turaleza y la sociedad y en sus múltiples esferas (económica, política y cultural) (Haesbaert, 2011: 66). Al respecto el autor define que:

4. Teniendo como telón de fondo esta noción “híbrida” (y por tanto múl-tiple, nunca indiferenciada) del espacio geográfico, el territorio puede concebirse a partir de la imbricación de múltiples relaciones de poder, del poder material de las relaciones económico-políticas al poder simbólico de las relaciones de orden más estrictamente cultural” (Ibid.:68).

Pero ¿cómo es que el autor construye esta dimensión múltiple del territorio? En primer lugar, es preciso resaltar que la incluye a partir de la posibilidad de entender al territorio como una dimensión procesual que integra a la desterrito-rialización como parte de la transformación que sufre en su devenir en el tiempo en donde la reterritorialización es parte también de su proceso. Es evidente que toman una postura postestrucutalista al afirmar que asume y resalta “el aspecto temporal, dinámica y en red que el territorio también asume… en que la “inte-gración” de sus múltiples dimensiones es vista a través de las relaciones conjuntas de dominación y apropiación, o sea, de relaciones de poder en sentido amplio (Ibid.:281).

Es aquí en donde el carácter del proceso se integra de una manera muy frag-mentada, característica del estructuralismo, en donde las partes que lo compo-nen se desintegran para posteriormente “integrarse” parcialmente en un devenir alternado de lo que se controla o se apropia, luego se descontrola o desapropia (desterritorialización) para volverse a recontrolar o reapropiar.

Es en esta disociación, que parecería que al territorializar se está hablando de un tipo de espacio específico –¿fijo podríamos llamarle?– que sería diferen-te al que tiene la desterritorialización, en donde la noción de espacio de flujos y la movilidad se integran para luego, reterritorializarse y volver a hacerse fijo, aceptando el concepto de espacio de fijos y flujos de Milton Santos (2000) y de Castells (1999), (véase capítulo 1). De esta manera estamos ante un proceso que tiene un soporte territorial cuando es territorio, se convierte en flujo cuando se desterritorializa, sin que se considere la existencia de una base material, y regresa a su estado territorial cuando se reterritorializa.

Asumimos que al fragmentar la territorialidad y dejarla sin continuidad, el proceso se hace discontinuo, y sustituye la circulación por el flujo, ante una apa-rente deslocalización que carece de soportes materiales que articulen el proceso territorio inicial (sea éste económico, social, político o simbólico) con el de la

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reterritorializacion. Desde esta perspectiva, si bien existe un cambio de locali-zación con la movilidad, la deslocalización no existe pues puede ser considera-da como un tránsito entre territorios que para hacerlo cuentan con un soporte territorial para realizarlo. Aun las transacciones electrónicas y que cuentan con la simultaneidad del tiempo real, tienen soportes que permiten la conexión en ambos lugares. Desde esta perspectiva, se deslocaliza pero no se desterritorializa, pues siempre tiene soporte con una base material que le permite su reproducción y con quien tiene relación con su tierra, con su naturaleza o con los agentes con los que se encuentra, pero a su vez que le permite relacionarse con otros agentes (Ramírez, 2013).

En suma, si bien resuelve las disociaciones de las estructuras política, eco-nómica y cultural del estructuralismo, al tomar las posturas post de Delause y Guattari (1985, en Haesbaert, 2011) conjunta con la de Massey (2005), en mi lec-tura regresa a otro tipo de disociación del proceso que impide ver la manera como se usan, en las diferentes fases de la circulación de la naturaleza, las mercancías, los agentes o los símbolos, generando formas territoriales específicas y diversas que se articulan en un proceso conjunto que se territorializa continuamente en diferentes soportes pero siempre territorializados.

A los puntos anteriores, es preciso agregar que el autor analiza la coexisten-cia entre el territorio a partir de una articulación que incluye tanto la dimensión zonal, las redes que se conforman a partir del espacio de flujos y los aglomerados de exclusión para explicar la multiterritorialidad, concepto este último que pa-rece bastante innovador, pero que al construirse en su conjunto adolece una vez más de la fragmentación de los elementos del proceso. Si bien los dos primeros, territorios zona y redes, son definidos y caracterizados ampliamente y de manera dicotómica (Haesbaert, 2011:239), los aglomerados de exclusión dice, producto de un proceso más que representar zonas en sí mismas, son resultado de con-diciones sociales precarizadas pero que “en la construcción de territorios “bajo control” (término redundante) o “autónomos” se vuelve… subordinada a intere-ses ajenos a la población que allí se reproduce. El aparente desorden que rige esta condición, en el sentido negativo de desorden, es fruto de la no identificación de los grupos con su ambiente y la ausencia de control del espacio por sus principales “usuarios”. Es evidentemente que el autor los trabaja como desterritorialización, pero en donde dice, los excluidos intentan en todo momento afirmarse, es decir, reterritorializarse”.

Esta visión de tres áreas en la multiterritorialidad que siguen procesos autó-nomos que no tienen que ver unos con otros y que hasta persiguen trayectorias autónomas rompe el proceso y lo conforma en pedazos. Esta aparente indepen-

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dencia entre los territorios parecería que no es fruto de procesos articulados que de alguna manera se vieron o conjuntaron elementos que los vinculan. Otras zonas como los basureros o las zonas de residuos nucleares, las Áreas Naturales Protegidas (ANP) y otras, son el resultado de la manera como se percibe el carácter de un territorio en el sistema de control dominante. En este tema también me parece que la visión estructuralista en lugar de integrar la visión, como es el obje-tivo, el autor desarticula y las hace aparecer como independientes del proceso de producción más que formando parte del desarrollo integral del territorio.

Reflexiones finales

El territorio alude a una visión mucho más amplia que la adscrita a otras catego-rías. Por una parte, está muy ligada con la definición política que la vincula con el poder y el Estado y por otra una dimensión cultural que integra la naturaleza, la producción y reproducción social de los grupos y al significado que esto tiene en su vida cotidiana, cuestiones que aparentemente son divergentes y sin embargo, son difíciles de separar al interior de esta categoría. En otras palabras, el territo-rio, como concepto, da cuenta de lo estrecha que es la relación entre el ámbito político y el cultural en la vida humana. Su predominancia en relación al Estado, la delimitación política y la dimensión del poder constituyen la versión de corte eurocentrista del término, que sin duda ha influenciado a estudios de geografía política, y de política pública para su definición. La dimensión cultural y simbó-lica se adscribe a una propuesta eminentemente latinoamericana, de corte rural y centrada en los movimientos ambientalistas del continente que acentúan todavía más la dimensión política que la categoría presenta.

Aunque el concepto tiene una larga trayectoria en la academia europea, ha sido un recurso importante y significativo para el análisis de la realidad latinoa-mericana, sobreponiéndose muchas veces a los otros conceptos. El territorio, des-de el punto de vista teórico y metodológico abre, sin duda una nueva dimensión del ámbito espacial, a través del concepto mismo y de aquellos que derivan de él, como el de desterritorialización o reterritorialización.

En suma, si bien las categorías de espacio, región y paisaje, al venir directa-mente de la tradición geográfica, la de territorio tiene una adscripción más rela-cionada con otras ciencias sociales de corte crítico, donde se usa para diferenciar y tomar distancia del significado que ésta tiene en las teorías espacialistas clásicas de la geografía y del espacio.

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Capítulo 5. Lugar

Lugar no es una pieza de la terminología académica. Es una palabra que usamos

diariamente… está envuelta con el sentido común.

(Cresswell, 2008:1)

El hecho de que el concepto de lugar esté en debate y lo que esto significa,es por mucho el sujeto de décadas de

disputa en la geografía humana,al igual que en la filosofía, la planeación,

la arquitectura y un sinnúmero de otras disciplinas.

(Cresswell, 2008:12)

Si bien las categorías de espacio, paisaje y región tienen una tradición amplia dentro de la historia de la geografía pre-moderna y moderna, por el contrario la de lugar, en tanto que concepto académico, es de muy reciente creación por lo que su definición adquiere condiciones más complejas para su identificación. Sin embargo, Cresswell (2008:1) argumenta que la geografía humana, además de otras cosas, es el estudio de los lugares, a pesar de considerar que hay poca comprensión de lo que la palabra significa, ya que parecería que habla por sí misma. Sin embargo, reconoce que “espacio es un concepto más abstracto que el de lugar” (Ibid.:8) y parafraseando a Relph argumenta que siendo amorfo e intangible requiere para poder ser analizado directamente del lugar para darle particularidad, y significado (Ibid.:21).

Para autores como Smith, la diferencia entre espacio y lugar tiene que ver con el desarrollo del capitalismo, es decir, cuando se separa el espacio de la ex-periencia en las comunidades primitivas y de la naturaleza. Antes de esta sepa-ración, nos dice, no había una distinción entre la especificidad del lugar con la abstracción que representa el concepto de espacio en general. Al respecto dice;

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antes del desarrollo capitalista ... “la abstracción de lugares específicos a espacio en general, no era un hecho todavía” (Smith, 1984:69).

El diccionario de filosofía explica que la primera concepción del espacio es como lugar, es decir, como posición de un cuerpo entre los demás cuerpos (Abbagnano, 2004:397) o bien como sentido de posición en una jerarquía social (Ibid.). Para hablar de lugar se utilizan también las categorías de locus en latín, place en inglés, lieu en francés. Aunado a ello, existen dos doctrinas filosóficas que explican la situación de un cuerpo en el espacio: por un lado, la aristotélica, “según la cual el lugar es el límite que circunda al cuerpo y es, por lo tanto, una realidad por sí misma; y la moderna, según la cual es una determinada relación de un cuerpo con otros” (Ibid.:673). Esta es una categoría que originó entre los griegos una amplia discusión, y que en la actualidad ha sido retomada por la geo-grafía humanista y por autores como Harvey (1996), Massey (2005), Cresswell, (2008) entre otros, para apoyar posturas de identidad que generan relaciones entre los agentes, las cuales definen procesos espaciales específicos.

Un antecedente importante en la conceptualización del lugar ha sido el pen-samiento utópico, donde desde los clásicos del renacimiento hasta los socialistas y los anarquistas del siglo XIX, se han imaginado y propuesto la creación de comunidades concretas, que propiciaban la integración de la vida social y eco-nómica de un grupo social poco extendido. En este sentido, no se trata de una conceptualización filosófica sobre el término, sino su recuperación en términos prácticos. Lo que los autores utópicos planteaban, desde Tomás Moro, Bacon y Campanella, en los siglos XVI y XVII hasta las utopías del siglo XIX, partía de una crítica a las sociedades de la época, para construir alternativas para las del futuro. Ellas podían variar en sus posturas, pero se incluían desde las de corte socialista que se encuentran las propuestas Saint Simon, Charles Fourier, Robert Owen, Etienne Cabet y Louis Blanc (Fernández, 2007:155) y otras que variaban en posturas y propuestas. La idea era construir comunidades locales que hacían más factible una organización comunitaria, justa y funcional que resolviera la problemática social de la época.

Desde el punto de vista de las ciencias sociales, el lugar ha sido un concepto central para la geografía cultural, aunque su interés desde la geografía económica se ha renovado, a partir del análisis de la economía global, enfatizando en la ne-cesidad de los procesos económicos de anclarse a localidades específicas, del cual se dice, tienen impacto local. Esto puede tener confusiones pues, como se verá más adelante, los conceptos de local y lugar no necesariamente son sinónimos o refieren a los mismos procesos, lo cual es preciso aclarar.

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De acuerdo con Castree (2003:165) el lugar puede entenderse como un pun-to específico de la superficie terrestre, de dimensiones mucho menores a las de una región, por lo cual puede tener una connotación de escala solamente y en donde el significado podría referir a lo mismo. Pero por otro lado el autor agrega que puede referir a un espacio más restringido y acotado, o bien es el ámbito de la vida cotidiana y, por tanto, está permeado por la identidad de un individuo o una comunidad. En ésta, y al igual que en otras concepciones, parecería que en estos últimos casos, el término tiene una connotación cultural, por la dimensión de la identidad, pero también por la de escala, al adscribirla exclusivamente a la localidad.

La utilización de esta categoría surgió en la década de 1970 en el marco de la escuela humanista que se enfocaba a estudiar las relaciones culturales entre un grupo y un lugar específico, considerando que la cultura es el elemento fun-damental en las relaciones sociales de los individuos y la sociedad. De acuerdo con este enfoque, los habitantes de cierto lugar toman conciencia de una cultura común y de sus diferencias con respecto a otros grupos. Se trata de la apropiación simbólica de una porción del espacio geográfico por parte de una agrupación so-cial determinada, que es un elemento constituyente de su identidad. Este punto de vista ha sido asumido tanto por geógrafos franceses como anglosajones, entre los que se cuentan, por ejemplo, Piveteau (1969), Zelinsky (1973), Tuan (1975), Gilbert (1988:210), entre otros.

De acuerdo con el Dictioanary of human geography el lugar es una forma de denominar el ámbito local, sin embargo, bajo el marco de la teoría humanista se refiere a la transformación humana de una porción de la superficie terrestre. “Generalmente se distingue a través de los significados culturales y subjetivos, a través de los cuales se construye y diferencia” (Gregory et al., 2009:539). Entrikin (1991:14) por su parte, señala que el lugar es el ámbito de la especificidad. Está relacionado con conceptos como lo único, lo concreto, lo ideográfico. Es la forma particular que adquieren las relaciones sociales que configuran el espacio social, en la cual la identidad y lo simbólico son importantes.

El lugar remite a la habitabilidad, a la apropiación y a la articulación del es-pacio. El lugar, dice Eloy Mendez (2012:44), es el sitio de encuentro, es el espacio público y en este sentido se encuentra su importancia desde la arquitectura y el urbanismo.

Cresswell (2008) abre mucho más la definición del concepto, ya que advierte que lugar refiere a espacios para los cuales la gente les ha dado significado, están ligados con ellos en diferentes maneras y tienen una “localización significativa” por lo que pueden, aunque parezca pleonasmo, significar localización, locale o

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sentido del lugar (2008:7). Pero también se le confunde con paisaje, a pesar de que éste contiene una fuerte carga de idea visual, sobre todo cuando se le adscribe el concepto de villa o pueblo como paisaje que donde se engloba una dosis de lugar vivido y sentido (Ibid.:10).

La categoría puede usarse desde diferentes perspectivas: para crear lugares en un mundo móvil, que puede adscribirse tanto a la escala de la casa, como lo ar-gumenta Pratts (1999) o al mundo global, tal y como lo maneja Escobar (2001), quien lo adscribe a la generación de espacios y la memoria, considerándola so-cial, quedando plasmada en la que originan los monumentos, museos, y áreas de preservación, entre otros, tal y como lo define Casey desde 1987. Para este autor, la vinculación lugar-memoria es la habilidad de hacer que el lugar reviva en el presente el pasado, contribuyendo a la producción y reproducción de la memoria social (Cresswell, 2008:86-87). Asimismo lo adscribe a los “lindos lugares para vivir” (Ibid.:93-99), pero también a los que desde la geografía política o económi-ca, y con una connotación fuerte de escala denominan regiones o naciones como lugares (Ibid.:99-102).

Por último, Cresswell agrega, a todas estas posturas a las que se adscribe el concepto que lugar, que éste no es solo una cosa en el orbe, pero que sirve para entenderlo, ya que: “cuando vemos al mundo como un planeta de lugares, vemos diferentes cosas … apegos y conseciones entre gentes y lugares. Vemos un mundo de significados y experiencias” (Ibid.:11).

Como se puede apreciar, la amplitud del tema y del debate en la actualidad ameritan una discusión vasta sobre su significado y adscripción a diferentes au-tores y visiones, no solo para diferenciarlo de otros conceptos como los que han precedido a este capítulo, sino con otros de los cuales es preciso clarificar su uso y racionalizar su aplicación a los estudios territoriales.

A continuación se señalan las principales visiones que se han generado del concepto, mismas que van desde la geografía moderna, la geografía humanista, el debate dentro de la teoría marxista, la teoría de la estructuración, desde la glo-balización y desde el desarrollo local, principalmente.

El lugar en la geografía moderna

Desde un enfoque moderno de la geografía, la disciplina se avoca implícitamente al estudio de los lugares, ya que desde el siglo XIX se buscaron las similitudes y las diferencias espaciales en ámbitos particulares, con métodos fundamentalmente empíricos. Con ello se desarrolló una perspectiva holística que, de acuerdo con

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Castree (2003:168), constituyó un periodo que duró hasta el inicio de la Segunda Guerra Mundial.

Tanto en las universidades norteamericanas, como en las de Europa occi-dental, se esperaba que los geógrafos estudiaran aspectos ambientales y humanos de los lugares en particular, y con ello se fortalecieran los estudios de la llamada geografía regional (Ibid.:168). Desde esta perspectiva, y hasta este momento, pa-recería que el estudio de lugares correspondía también al de regiones, perspectiva que se modificó posteriormente. En América Latina, esta similitud entre estudios de lugares y de regiones se extendió durante más tiempo y se podría afirmar que, en muchos casos, persiste hasta la actualidad.

Aunque en el marco de la geografía moderna, el término lugar se utilizaba en forma imprecisa, ya que con él se aludía a un punto específico de la superficie terrestre. Hartshorne (en Castree, 2003:168) lo consideraba el ámbito donde los múltiples eventos y procesos se unían en el mundo real. De ahí que la geografía fuera una disciplina de síntesis e integradora, a partir de la cual se hacía patente que los diferentes factores, físicos y humanos, nunca se vinculan de la misma for-ma en dos lugares; por eso, cada lugar es único. Desde esta perspectiva, parecería una vez más que el estudio de los lugares estuvo muy vinculado con el desarrollo de la geografía regional, en particular del estudio de la historia y descripción de diferentes zonas, áreas o comunidades y en donde la categoría fundamental era la de región y no la de lugar (Cresswell, 2008:16). Tanto para Vidal de la Blache, en Francia, como para Sauer, en la geografía cultural estadounidense, las áreas, las culturas y los paisajes culturales, fueron centrales para el desarrollo de la ciencia en su momento, y aunque el concepto fundamental era el de región, en la medida en que los espacios culturales eran compartidos, se sugiere la importancia que tenía el significado y la práctica en una localización específica (Ibid.:17).

El lugar tenía sentido en función de su localización y de la combinación específica que se generaba entre la naturaleza y el ser humano, que en ese enton-ces se expresaba en términos de las relaciones hombre-medio. La geografía era, entonces, una disciplina puente entre las disciplinas naturales y sociales, pero que no tenía un carácter científico, debido a la unicidad de su objeto de estudio. Esto implicó, en su momento, problemas teórico-metodológicos para cumplir con una racionalidad científica.

Para Castree (2003:169), un acontecimiento que fue determinante en el giro que tomaría la geografía en la segunda mitad del siglo XX fue, que en 1951 cerraron el Departamento de Geografía de la Universidad de Harvard, la más prestigiosa en ese momento. Esto llevó a los geógrafos a buscar reposicionar su disciplina y reconquistar el respeto por ella, de manera tal que lo que hasta ese

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momento se daba por sentado como objeto de estudio pasó a ser cuestionado. En 1951, Kimble afirmó que “ya no estamos lidiando con un mundo de entidades bien articuladas … sospechamos … que los geógrafos están tratando de poner fronteras que no existen alrededor de áreas que no importan” (citado por Castree, 2003:169).

Por otro lado, la revolución cuantitativa en geografía, que se desarrolló a partir de los años cincuenta, llevó a que el término de lugar quedara desplazado durante casi tres décadas. Entre las razones más importantes se encuentra que durante este periodo, se hizo más grande la separación entre la geografía física y la humana, los estudios fueron más especializados en alguna rama de éstas y también porque la búsqueda de leyes y teorías que pudieran contrastarse con la realidad, dejaba de lado el interés por lo único, lo particular y lo diferente, como por los significados, las percepciones y la cultura. Así, a partir de la discusión que se da entre la sociología y la filosofía con la geografía en 1970, se cuestionó esta manera de hacer geografía por dos vertientes: la de la geografía humanista y la marxista, cada una de las cuales transformó de manera particular al concepto de lugar.

Lugar como ámbito de significación: la geografía humanista

Durante la década de 1970, muchos geógrafos cuestionaron a la revolución cuantitativa. Desde la perspectiva humanista, la disciplina científica se califi-caba como inhumana, pues desdeñaba los aspectos que no fueran objetivos, co-mo las percepciones y las emociones. El lugar, entonces, reapareció en escena como categoría analítica a partir de su significado para una comunidad especí-fica. El enfoque humanista incorporó la esfera subjetiva y, por ende, recuperó la dimensión cultural, que había sido relegada por los enfoques positivistas y mar-xistas. El lugar se conceptualizó como ámbito de articulación de las percepciones sociales y de las formas de habitar. Dicho en otras palabras, se convirtió en la localización provista de sentido. Desde este momento, el dualismo que existió entre espacio y lugar fue significativo por años, y en ocasiones se llegó a confun-dir con el concepto de espacio social, sobre todo cuando se hablaba de la pro-ducción social del espacio (Lefebvre, 1991; Smith, 1984), el cual fue creado con un sentido similar al de lugar, lo que de acuerdo con Cresswell (2008) generaba desorientación.

La idea del significado del lugar, the meaning of place, fue desarrollada por autores como Tuan (1977) y Relph (1976) con base en la fenomenología. Para

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estos autores, el lugar está íntimamente relacionado con la búsqueda del signi-ficado. En este ámbito, la experiencia, las percepciones, las interpretaciones, las sensaciones y la memoria son constitutivas del lugar (Gregory, 2009: 539).

Tuan (1974a:223) equipara el concepto de espacio al de lugar, adscribiéndo-les dos significados: el de posición en la sociedad entendida a partir de los usos y significados simbólicos que se obtienen de localizaciones específicas, y el de loca-lización espacial que se origina con el vivir en y con su asociación en el espacio. En su opinión, el lugar tiene un espíritu y personalidad que se manifiestan por las expresiones de carga emocional adquiridas por su localización o por su función de nodo; pero al mismo tiempo, se tiene un sentido del lugar cuando, a pesar de adquirir sus caras únicas, los humanos, al expresar sus discernimientos morales y estéticos, dan a los sitios percepción a través de sus sentidos, a partir de gustos, preferencias y sentimientos (Ibid.:234). Tuan usa el término de lugar como sinó-nimo de región sin ninguna adscripción a una escala geográfica en específico; sin embargo, al menos en la tradición anglosajona, se liga con lo de pequeño, local o micro. Según Cresswell, este autor liga el concepto de espacio al de movimiento y el de lugar al que se fija en un espacio determinado y denota los largos estadíos de permanencia que implican las pausas-altos que se hacen a lo largo del camino (Cresswell, 2008:8).

Tuan (1974a:445-446) afirma que el lugar tiene dos significados: el que vincula a una persona con una posición social (materia de la sociología) y el que la vincula con una localización espacial específica (ámbito de la geografía). Sin embargo, no se trata de dos dimensiones independientes, sino de situaciones que se yuxtaponen y que corresponden a los principales elementos que le dan significado al lugar y que son del espíritu y la personalidad que se hacen paten-tes cuando la población se expresa sentimentalmente con respecto a un sitio. El espíritu tiene que ver con su esencia y la personalidad con aquello que los hace únicos y diferentes. Desde este enfoque, la personalidad se configura a partir de las características naturales del lugar y de la forma en que el ser humano las ha moldeado. Los lugares generan efectos o temores, como ocurre en el caso de los lugares sagrados de ciertas formaciones espectaculares de la naturaleza o de la tierra natal de un individuo o grupo social. Ahora bien, según su opinión, los lugares tienen espíritu y personalidad, pero las personas tienen sentido de lugar y lo demuestran cuando le aplican una conceptualización ética y estética a la superficie de la Tierra. La sensibilidad que permite identificar al genio del lugar, afirma Tuan, es una característica que el hombre moderno ha perdido, a causa de un ethos orientado al dominio humano (Ibid.:446). Así como el lugar remite al arraigo, la movilidad y la migración pueden llevar a la ausencia de un sentimiento

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de lugar. En la lejanía, uno puede rememorar y tener un sentido de lugar, pero eso no es el lugar en sí. “El lugar es el foco obligado dentro de un campo: es un mundo pequeño, el nodo en el cual convergen las actividades” (Ibid.:447).

“El lugar puede ser tan pequeño como el rincón de un cuarto o tan grande como la Tierra misma: que la Tierra sea nuestro lugar en el universo es un hecho simple ante la observación de un astronauta nostálgico” (Ibid.:455); los arquitec-tos y los ingenieros construyen lugares. Desde la perspectiva humanista, el lugar es un ámbito donde la subjetividad toma relevancia, por ende, el sentido adquiere significado a partir del individuo, de sus emociones y sus percepciones. Al respec-to, Gibson (1978:148) afirma que desde este enfoque, el geógrafo está obligado a trascender lo individual.

La influencia de la fenomenología en la geografía humanista queda más evi-denciada con Relph, al tomar de la filosofía de Martin Heidegger el concepto de habitación (dwelling) como la esencia misma de la existencia de los huma-nos en el mundo (Heiddeger, 1971) otorgándole también la adscripción de lugar como parte de la auténtica existencia, saliéndose así de la connotación tradicional de lugar como localización y abriendo el significado de la categoría al “sentido de comunidad que supuestamente genera el lugar”, el “sentido del tiempo envuelto en la liga con el lugar”, “el valor de las raíces y su visibilidad, con lo que se inte-gra también el sentido de paisaje (Cresswell, 2008:21-22). La transformación del mundo en habitación genera lugares en diferentes niveles, por lo que el concepto de lugar, aun en la concepción humanista, puede tener diferentes escalas que es preciso reconocer y analizar.

Por otro lado, hay dos conceptos que Relph toma de Husserl que son centra-les para la concepción de lugar en la geografía humanista: el de “intencionalidad” y el de “esencia”. El primero refiere a la conciencia de que no se puede obtener de lo abstracto, sino que lo somos en lo concreto y a partir del lugar. En ese sentido, se dice, “el lugar determina nuestra experiencia”. El segundo es lo que hace a algo ser lo que es, es decir, lo que hace que un lugar sea tal. Desde esta perspectiva, y resumiendo en general el concepto fenomenológico antes expuesto, se puede de-cir que “lugar es entonces un hecho pre científico de la vida, basado en la manera en que experimentamos al mundo” (Cresswell, 2008: 23).

A partir de los años ochenta, con la nueva geografía cultural, el lugar pasó a concebirse con base en las relaciones de poder. En este sentido, los actores socia-les no se concebían como autores de sus propios significados e intenciones, sino como portadores de identidades sociales que no eran creadas por ellos mismos. El significado de los lugares se pensó, entonces, a partir de las identidades de clase, de género y de raza (Gregory et al., 2009:540). En este contexto se analizaron las

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representaciones de los lugares en mapas, películas, literatura, pintura, etc., don-de el significado estaba más allá del control de los productores y consumidores.

Desde la crítica marxista y la geografía crítica

Los marxistas establecieron una polémica con los humanistas, pues si bien, acep-taban la importancia de analizar el significado de los lugares, consideraban que la tarea era muy problemática, pues se aproximaban a los lugares de manera aislada, enfatizando en detalles mínimos que pudieran explicar el arraigo y la experien-cia local y no establecían los vínculos entre ellos. El marxismo coincidía con la escuela de análisis espacial en el sentido que había que estudiar las leyes que explicaran eventos particulares, considerando que éstas se adscribían al proceso de desarrollo del capitalismo en general. Es decir, desde la perspectiva marxista; no era la singularidad y la unicidad de los lugares lo que era relevante, sino la forma en que se vinculaban con otros lugares, la forma como se producían las interconexiones globales y la interdependencia, en el marco del desarrollo del capitalismo contemporáneo. Con ello, los marxistas iniciaron el análisis de lo local, en relación con lo global. Ejemplo de estos trabajos fueron los que desa-rrolló Doreen Massey en diversas ciudades y pueblos británicos para explicar la forma en que las fuerzas globales tenían efectos globales (Castree, 2003:171-172). Pero también derivaron en la apertura del espacio a múltiples dimensiones de sus interrelaciones que confluyeron en la discusión sobre las escalas, que fue am-pliamente debatida entre los geógrafos críticos (Smith, 1996; Harvey, 1993, un resumen de este debate está en Ramírez, 2010).

Con el tiempo, y sobre todo después de la llegada de la globalización y el posmodernismo a la discusión geográfica, se desarrolló un debate importante en-tre David Harvey y Doreen Massey, planteando cada uno su postura en relación con el concepto de lugar. La manera como el primero lo retoma en el capítulo titulado Del espacio al lugar y de regreso (From Space to Place and Back again) de su texto de 1996, donde adopta a la fenomenología de Heidegger (como Tuan pero bajo otro concepto) para su desarrollo, es muy diferente a la forma como Doreen Massey en 1991 lo desarrolla en dos trabajos titulados El sentido global del lugar y The political place of locality studies. Ambos textos, el de Harvey y el de Massey, se reproducen en 2003, en un libro de Bird y Curtis et al. Posteriormente los de Massey (con excepción del último) fueron traducidos en Albet y Benach (2012), por lo cual ahora también están disponibles en español. Pero cabría preguntarse, ¿cuáles son los principales elementos y aportes que constituyen este debate? Las cuestiones comunes pueden resumirse en tres puntos.

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En primer término, ambos autores tratan de insertar y discutir, de manera diferente, sobre la forma como el capitalismo en general (Harvey) o las condicio-nes generales de reproducción de los lugares (Massey) tienen una particularidad y concreción específica en los lugares. En segundo, ambos también argumentan que los lugares no son estáticos sino que son producidos (Harvey) adoptando la visión de Lefebvre (1991), o bien construidos (Massey) en un devenir de mo-vimiento abierto que produce su transformación y que lo diferencia del primer autor. Es en este sentido que en la opinión de Cresswell se traslapan los concep-tos de espacio social producido con el de lugar como se mencionó en párrafos anteriores (2008:------). Tercero, parecería que en esta doble visión permea, en ambos, la concepción de que el lugar se produce a partir de la materialidad que le es propia (Harvey) o en proceso de cambio constante y permanente (Massey), pero en donde el significado también está en constante transformación (Cres-swell, 2008:32).

Harvey hace un alto en la discusión en donde desarrolla la producción del lugar empezando por argumentar que el concepto puede ser definido a partir de diferentes palabras como medio, localidad, locación, locales, vecindario, región, territorio y otras que refieren a cualidades genéricas del lugar. Pero al mismo tiempo agrega que hay otras que pueden adscribirse a este mismo concepto como son las de ciudad, villa, pueblo, megalópolis y estado, “en donde designa tipos particulares de lugar”, o bien a otras, tales como las de casa, corazón, patio, comunidad, nación y paisaje. Desde esta perspectiva acepta que puede tener di-ferentes acepciones al afirmar que “sería difícil hablar de uno sin referirlo a otro” en particular (Harvey, 1993:4), pero en donde resalta también el hecho de que la escala no tiene ninguna connotación en la definición del lugar, pues tanto puede definirse por una de corte grande como por otra que denote lo micro y lo pequeño.

En un primer momento, argumenta el autor en 1993, la necesidad de enfa-tizar sobre la “territorialidad del lugar”, entendido como un término vago mismo que abandona y ya no es trabajado en su propuesta de 1996. Parecería entonces que en este término se confundían un sinfín de definiciones que era preciso aban-donar. Posteriormente, le adscribe al concepto un doble significado: el de mera posición y localización en un mapa ubicado al interior de un espacio-tiempo, constituido de algunos procesos sociales o el de una entidad o “permanencia” que ocurre dentro de la transformación de la construcción del espacio-tiempo. En este argumento incluye las que se generan en los cambios medioambientales, en los que las permanencias (es decir los lugares) se construyen (Harvey, 1996:294).

La producción del lugar la ubica en el contexto general del desarrollo del capitalismo argumentando que: a) los lugares son el resultado de la permanencia

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física relativa de los estructuras físicas y sociales de la tierra que las generan al interior del flujo de la circulación del capital (1996:295); b) pero también de las tensiones que resultan entre la inversión especulativa en el desarrollo de un lugar y de la movilidad geográfica de otras formas de capital (Ibid.:296).

En el desarrollo desigual del capitalismo en la producción del espacio, in-serta el autor el concepto de lugar, a partir de una interacción con Heidegger que lo considera el “locus del ser” y de la habitabilidad (morada, casa, vivienda) (Ibid.:299). Citando al autor dice: “la habitabilidad es la capacidad de alcanzar una unidad espiritual entre los humanos y las cosas. De ahí lo que sigue es que “solo si somos capaces de habitar, solo ahí podemos construir” (Ibid.:301). Agre-ga que es ir a las raíces que se establecen a partir de la patria que nos las propor-ciona, por lo que, “la construcción del lugar tiene que ver con recobrar las raíces, (es decir) recobrar el arte de habitar” (1996:301). En su visión, “la autenticidad del habitar y del enraizamiento puede ser destruido por la ampliación de la tec-nología, el racionalismo, la producción en masa y los valores en masa. El lugar puede entonces destruirse, ser inauténtico o aún desaparecer” (Ibid.).

El lugar, agrega, es el locus de la memoria colectiva que permite generar el sentido de comunidad y de identidad entre las generaciones (Ibid.:304), y a través de la memoria se pude construir y preservar el sentido de lugar que es definido como “un momento activo en el pasaje de la memoria a la esperanza, del pasado al futuro” (Ibid.:306). Por otro lado, y en relación con la construcción del lugar, genera el concepto de genius loci, que identifica como “la determinación de la identidad del lugar y su interpretación en nuevas formas” (Ibid.) que le permite posteriormente argumentar que el lugar es también el “locus de la comunidad”. Al respecto dice: “Las prácticas y el discurso práctico del “confinamiento” del espacio y la creación de permanencias de lugares particulares es igualmente un asunto colectivo dentro del cual toda clase de prácticas de disputas adminis-trativas, militares y sociales ocurren” (Ibid.:310). Define al lugar entonces de la manera siguiente:

¿Los lugares se construyen y experimentan? Como artefactos materiales ecoló-gicos y como una red intricada de redes de relaciones sociales. Son el foco de la imaginación y las creencias, ansias y deseos (más particularmente con respecto al impulso psicológico-lógico de la idea de “hogar”). Son el foco de activi-dad discursiva llena de significados simbólicos y de representación y son un producto distintivo del poder social económico-político institucionalizado (Ibid.:316).

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De acuerdo con Cresswell (2008:62-63), la visión de Harvey sobre el lu-gar es una faceta profundamente ambigua del autor que se mueve entre la vida moderna y posmoderna, ya que por un lado juega un papel en donde resiste los movimientos del capital y de la circulación global, pero por otro es una fuerza que se aísla de éste, en donde la gente se define a sí misma contra otras que los amenazan. Por otro lado, las fuerzas de la globalización se ven como ansiedad que origina la búsqueda de inversiones en formas fijas basadas en la experiencia del lugar.

Por último, Harvey concluye que este proceso no está libre de contradiccio-nes dialécticas que se presentan como tensiones, mismas que están inmersas y son resultado de las relaciones de poder en las cuales está inmersa la producción del lugar. Sobre la perspectiva que tiene Harvey del concepto de lugar, es preciso enfatizar la manera como lo integra a la forma de producción del capitalismo ubicándolo en el ámbito de la reproducción social de la fuerza de trabajo (traba-jadores) y del no trabajo (la burquesía). Con ello, deja de lado la producción de lugar a partir de la reproducción económica (las fábricas, o las casas por ejemplo), centrando la atención en la manera como la identidad se genera a partir de la construcción del hábitat en donde vive la humanidad y no de donde trabaja.

Del desarrollo de esta postura, se puede asumir que el lugar tiene dos di-mensiones: la que retoma la construcción de la habitación como parte del capital fijo que se asienta en el espacio, que sigue ciclos de reproducción y se contrapone con el lugar que se interconecta con una visión humanista, concibiéndolo como estático, limitado y seguro, generando al interior un sentido de comunidad que da identidad a quienes viven en ella. Esta doble dimensión genera tensiones que sin duda son motivo también del estudio del concepto.

Contraria a la postura de lugar como enraizamiento y autenticidad, hubo otros autores que lo manejaron desde el proceso, la movilidad y el cambio, entre los cuales se cuentan Seamon (1979), desde la fenomenología, Giddens (1995, 1984) desde el estructurismo, Thrift (1983, 1994a y b) desde el postestructura-lismo geográfico, y De Certau (1984) desde la filosofía. En palabras de Cresswell (2008:39):

... el trabajo … nos muestra como el lugar se constituye a través de una práctica social reiterativa –el lugar se hace y rehace diariamente. El lugar provee un tem-plete para la práctica– un escenario para el performance. Reflexionar el lugar como escenario y práctica puede ayudarnos a pensarlo en formas radicalmente abiertas y no-esencialistas donde está constantemente disputado y reimaginado en formas más prácticas. El lugar es la materia prima para una creativa produc-

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ción de la identidad. El lugar provee de condiciones de posibilidad para una práctica social creativa. El lugar, desde esta perspectiva, se convierte en un even-to más que una cosa ontológica y segura basada en nociones de autenticidad. El lugar como evento está marcado por la apertura y el cambio en lugar de los límites y la permanencia.

Tomando en cuenta esta dimensión de proceso, Doreen Massey (1993:64) genera su postura basada en las “geometrías del poder” mismas que parten de una crítica muy seria a la postura de Harvey y de la geografía humanista, en virtud de que en su opinión, asumen que la noción de lugar está conformada por tres características fundamentales: primero, una única y esencial identidad; segundo, está construida en una forma introvertida basada en una historia hacia adentro, e internalizando los orígenes y tercero, en donde las fronteras y los límites son parte fundamental de su diseño y definición. Esto la hace reaccionaria, imposibi-litando cualquier cambio o transformación que la que pudiera darse en el futuro.

Por el contrario, su planteamiento se basa en una manera a través de la cual se pueden conjuntar proyectos o direcciones de movimiento diferentes; es a través de la posibilidad de identificarse con un lugar y a partir de ahí redimensionar trayectorias que posibiliten co-presencias y co-existencias para la generación de sus geometrías del poder que son espaciales. Desde esta perspectiva, y retomando la dimensión filosófica con la que comenzamos este libro, para la autora hay una diferencia clara entre espacio y lugar, ya que el primero referiría a una dimensión de la existencia y el segundo, es decir el lugar, a la manera como dimensionamos nuestro diario quehacer en identidad con el entorno social y territorial en donde nos desarrollamos. Sin embargo, a diferencia de la postura estática de la fenome-nología, donde acepta que el lugar se construye a través del constante movimien-to, la diferencia de identidades que pueden concatenarse en una y mil maneras de organizarse y no solo en una. En ese sentido el lugar es proceso y cambio de múltiples posibilidades (Massey, 1991b:276).

Con ello asume que: a) el concepto de lugar, al igual que el de espacio, con el cual empieza su trabajo, no es estático, sino se conceptualiza a partir de inte-racciones sociales que se ligan: están formados por procesos en continuo proceso y por lo tanto de transformación y cambio; b) los lugares no tienen fronteras ni límites y se definen por el afuera y el adentro, son abiertos; c) los lugares no tienen identidades únicas sino que están llenos de diferencias internas y de conflictos y están conformados por identidades múltiples y además también cambiantes constantemente; d) no se niega la especificidad del lugar, sino que por el contra-rio, están ubicados diferencialmente en una red global de relaciones y se definen

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por sus interacciones; e) estas relaciones se interconectan y ligan en conjuntos que se yuxtaponen desde lo local hasta el amplio mundo. Concluye asumiendo que:

Es un sentido de lugar, una comprensión de “su carácter”, el cual sólo puede ser construido ligando un lugar con otros más lejanos. Un sentido progresivo del lugar reconocería que, sin ser amenazado por él: que sería precisamente por las relaciones entre lugar y espacio que se constituye. Lo que necesitamos, me parece, es un sentido global de lo local un sentido global del espacio (Massey, 1993:68).

De esta manera, la autora construye un sentido del lugar en donde con-vergen múltiples trayectorias de proyectos, identidades, relaciones etc., que se dimensionan por las condiciones de poder que se desarrollan entre ellas. A su vez, posibilitan la generación de un espacio red en donde muchas tendencias se vinculan, otras pasan sin tocarse entre ellas, pero existiendo simultáneamente en un lugar determinado.

La simultaneidad de procesos diferenciales que se imbrican en lugares espe-cíficos, es otra de las características fundamentales de esta propuesta que la hacen sin duda bastante innovadora. Desde esta perspectiva, se puede decir también que la visión es bastante más compleja y en ocasiones hasta difícil de comprender, pero permite percibir al lugar como una entidad de multiplicidades simultáneas que lo identifican, y entenderlo en la complejidad que éste representa.

Los no lugares, los anti lugares y los sin lugar

Estar fuera de lugar es un término coloquial que alude al contrario del lugar. Sin embargo, la oposición no implica una ausencia espacial, en tanto que es difícil hablar de procesos sociales independientes de las dimensiones espacio-tempora-les. Dicha oposición ha sido concebida a partir de la necesidad de explicar con estos términos algunos procesos que no son necesariamente ausentes de la idea de lugar, pero que por la especificidad que tienen es preciso denominarlos de otra manera. Así se destacan algunas propuestas que hablan de los no lugares, los anti lugares y los sin lugar. De todos modos, en estas posturas también está presente la caracterización del lugar en función de un ámbito de identidad relacional e histórica.

Desde la antropología, uno de los libros que ha tenido más resonancia en la temática que nos ocupa es el de los No lugares de Marc Augé (2000:87). Se trata

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de un espacio vivido que refleja la historia y la memoria. El lugar contempla “la posibilidad de los recorridos que en él se efectúan, los discursos que ahí se sostie-nen y el lenguaje que lo caracteriza. En oposición, el autor habla de los no lugares, producidos en el marco de la sobremodernidad, para referirse a aquellos espacios transitorios, caracterizados fundamentalmente por la movilidad de los agentes que pasan por ellos y en donde, se supone, están carentes de los tres elementos contemplados como característicos de los lugares, es decir: la identidad relacional e histórica. Como ejemplo están los aeropuertos, las estaciones de trenes y ca-miones y los centros comerciales, que se constituyen como sitios que carecen de emociones marcadas por la memoria, los afectos y la apropiación de los agentes que en ellos circulan.

Con base en la conceptualización de los lugares y los no lugares, Eloy Mén-dez (2012:45) incorpora también el concepto de los anti-lugares a la discusión. Se trata de aquellos que “provocan una relación de rechazo, sancionados o es-tigmatizados por eventos que marcan el sitio al grado de ser evitados en la vida personal y social, pues son asociados con actos criminales, o son vertederos de sustancias contaminantes, y todo lo que se asocia con la sensación de violencia e inseguridad”. En este sentido, Chernobyl después de la catástrofe se convirtió en un anti-lugar pues la radiación nuclear no permitió la reconversión de la ciudad. La ausencia de relaciones sociales y de acciones humanas lo hacían un vacío de vida. Otro ejemplo de antilugar es un lujoso cementerio donde están enterrados muchos narcotraficantes en Culiacán denominado Jardines del Humaya, men-cionado por Méndez (2012) en su artículo sobre los antilugares, y por Natalia Almada (2011) en su película El Velador.

El tercer concepto manejado en una dinámica opuesta a la de lugar es el de sin lugar. La gente sin lugar, entre los que se cuentan los homeless y los refugiados, son personas con conexiones fuertes, que parecen ser ajenas, que se encuentran fuera de su lugar de origen pero que son percibidos como molestos y hasta peli-grosos, o bien como invasores del espacio vital de otros, de quienes se han apro-piado de su lugar. Los sin lugar son seres caracterizados por sus desconexiones con los canales normales de la sociabilidad, más que por contar con una forma particular de lugar y en general son considerados como una amenaza para el or-den y el bienestar de los otros (Cresswell, 2008:110-111).

La ambigüedad que produce el hecho de no lograr negar del todo al lugar ha llevado a muchos autores a incursionar en el estudio de estos agentes sociales desde lo local. Sin embargo, resaltan las posturas que lo hacen como gente fuera del lugar, eliminando con ello la posibilidad de estudiarlos como un síntoma de las políticas urbanas y económicas de una ciudad o parte de la ciudad en particu-

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lar (Ibid.:113). Pero tampoco se ha incursionado en verlos como la evidencia de un proceso de despojo de lugar que se inserta en un cambio social de la ciudad y de la producción del espacio. Ejemplo de ello es la llamada gentrificación (Smith, 1996). Desde esta perspectiva, la visión que se tiene de la postura humanista, la descriptiva o desde la reproducción del espacio social, serían también tres formas a través de las cuales estos estudios particulares de los lugares son analizados.

En la actualidad, y sobre todo en algunas ciudades latinoamericanas y de África, las grandes inmobiliarias, que pretenden dar respuesta a la necesidad de grupos minoritarios de clases bajas, pero que acceden a salarios que les permiten contar con préstamos para la compra de inmuebles, se construyen amplios espa-cios fijos, simultáneos en el diseño, pero carentes totalmente de posibilidades de generar identidad.

A partir de lo anterior, nos preguntamos si los espacios fijos carentes de cualquier sentido de la habitabilidad y sin las condiciones mínimas de acceso y de servicios para resolver las necesidades básicas, podrían ser incluidas como no lugares, anti-lugares o sin lugares. Evidentemente que son espacios construidos y producidos por los capitalistas, que en ocasiones se quedan como cementerios sin gente, ante la imposibilidad de vivir en ellos, a pesar de ser construcciones modernas y que han generado formas de acumulación y circulación capitalista. ¿Sería esta una nueva forma de construir las ciudades pasando de antilugares a posibles lugares en el futuro?

Localidad, local o locale: otra dimensión social del debate

A la par que se desarrollaba el debate entre los humanistas y los marxistas, otros autores incursionaban en dos aspectos fundamentales del desarrollo sobre el tema: uno referido a diferentes tipos de visiones sobre la identidad para el caso de sociedades con una fuerte movilidad cotidiana y otros que trataban de diferen-ciar la discusión entre lo local, localidad y lugar como conceptos diferentes, en tanto que nombran aspectos varios de lo concreto y particular.

En el primer caso, se cuentan las visiones de autores como David Seamon, quien en la década de 1980, basado también en la fenomenología, desarrolló no-ciones de lugar basadas en la movilidad más que en el enraizamiento y la autenti-cidad. Él argumenta que los movimientos diarios toman la forma de los hábitos, convirtiéndose en costumbres, en acciones mecánicas y automáticas, que en su rutinización de tiempo y espacio, generan un fuerte “sentido de lugar”. “Las mo-vilidades de los cuerpos conminadas en espacio y tiempo producen una interio-

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ridad existencial, un sentimiento de pertenencia dentro del ritmo de la vida en el lugar” (Seamon, 1980, citado en Cresswell, 2008:34). A esta visión se agregaron otras que concebían la inserción de los agentes en flujos y en redes que generaba la globalización, tales como el turismo que fomenta la falta de inautenticidad, y la falta de lugar, y los cambios de residencia que también destruyen el sentido del lugar (Cresswell, 2008:45).

Por otro lado, en este mismo grupo, con una fuerte crítica a la postura es-tructuralista del marxismo, y tratando de reconciliar al agente con la estructura, Giddens genera una visión que explica los procesos sociales en tanto que rutinas cotidianas que, en su opinión, producen vínculos estrechos entre los agentes que refieren a relaciones que se dan en un lugar determinado al que llama “locale” (Giddens, 1995[1984]).

El locale en muchas ocasiones es confundido con la escala en la cual se lleva a cabo la vida cotidiana. Sin embargo, se ve como un lugar de encuentros cara a cara que parece que se trata de algo muy local, pero a la vez puede no serlo ya que puede referir a otras escalas más allá de la local, pero siempre enmarcada como el resultado de fuerzas externas de un mundo interdependiente (Castree, 2003:173) por lo que puede referir a otras escalas que no necesariamente se identifican con la local. En la mayoría de las ocasiones se confunde locale con lugar y con local, cuando en realidad refiere a encuentros entre agentes por lo que tienen un signifi-cado de relación más que de lugar. El hecho de que tenga una base espacial como soporte no quiere decir que necesariamente ésta esté ubicada en la escala de lo local, pues en la postura de Giddens, estos encuentros pueden generarse a través de trayectorias diversas y por lo tanto derivar en relaciones en cualquiera de las escalas en las cuales los procesos se estén desarrollando: un locale puede ser un encuentro comercial internacional pero también otro que se desarrolla en el nivel local entre dos o más personas.

Para Agnew (1987), en el mismo sentido que Giddens, locale significa el asiento material de las relaciones sociales, “la forma de lugar dentro del cual la gente conduce sus vidas como individuos, como hombres y mujeres, como ne-gros o blancos, gays o heterosexuales. Es claro que los lugares casi siempre tienen una forma concreta” (citado en Cresswell, 2008:7). Sin embargo, en este caso, si lo asigna exclusivamente a la escala de o local excluyendo otras que pueden ser nombradas de la misma manera.

Pero la discusión más importante refiere a la manera como al igual que las otras categorías espaciales, ante el advenimiento de la globalización, surgieron aseveraciones en el sentido de la nulificación del lugar ante el avance de las tecno-logías de la información y la comunicación. Se habló del fin de las distancias y de

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las fronteras, gracias, sobre todo, a la existencia ahora del espacio de flujos (véase capítulo 1). Sin embargo, hay cada vez un mayor acuerdo en el hecho de que el lugar sigue siendo fundamental y que no existe la negación o la integración en la oposición lugar-global (Gregory et al., 2009:40), pero lo que sí creemos es que se trata de relaciones que se dan en automático o sin la existencia de mediaciones o tensiones que las generen y que por lo tanto deben de ser construidas de una ma-nera menos inmediatista y más analítica, alejándose de posturas que las integran simplista y automáticamente.

De lo expresado anteriormente, resulta un conjunto de confusiones semánti-cas que es preciso elucidar y analizar. En primera instancia parecería que hay una diferencia clara al hablar de local, locale, localidad y lugar, pero que en muchas ocasiones se confunden pues se usan como sinónimos. Lo local es una connota-ción de escala geográfica que refiere a lo pequeño y concreto, que en ocasiones se opone a lo global o general, es decir, se aísla de estas dos dimensiones o bien se vincula sobre todo con la primera sin mediaciones que establezca los puentes y las relaciones que permitan hacerlo. Por otro lado, y como se vio anteriormente, locale no necesariamente es local, sino que puede también aludir a otras escalas de relaciones, de forma que el vínculo entre lo local-global se construye a partir de las diferencias que se generaran entre la escala espacial del proceso y otros agentes o procesos que indicen diferencialmente en ese mismo espacio pero que no están presentes en el mismo lugar, problema que es en ocasiones ignorado (Massey, 1991a:269). La globalización y los procesos económicos, sociales y cul-turales que genera tienen formas importantes y diferenciales de insertarse en lo local, mismas que es preciso reconocer, y que no es posible hacerlo exclusivamen-te con la generalización que se establece al decir que lo global es a la vez local. Por otro lado, parecería que al considerarse sinónimos localidad y lugar, estas dos acepciones son siempre locales, cuestión que podría ser, pero que no necesaria-mente se pueden trabajar siempre como sinónimos.

Castree (2003:175) explica lo anterior a partir de cuatro hechos, el primero es que aunque la accesibilidad (en términos de espacio y tiempo) entre los lugares se ha facilitado, la distancia persiste; al mismo tiempo, la globalización vincula lugares no a partir de la homogeneidad que hay entre ellos, sino por sus diferen-cias, es decir, por la especialización diferencial que presentan. Es preciso agregar también que aunque las fuerzas globales sean las mismas, la respuesta local, aun a un mismo hecho, difiere, lo que genera particularidades específicas en lo local y en su relación con lo global. A lo anterior hay que agregar que a pesar de todo, la mayor parte de las relaciones sociales no tienen un alcance global sino por el contrario, podrían ser mayoritariamente locales, y que la inequidad que existe

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entre los lugares en términos de su acceso a las tecnologías de la información y la comunicación, genera diferentes formas de vinculación con lo local.

Con respecto al segundo, es preciso aclarar que no es lo mismo hablar de la escala que de las localidades o de lugar. Estas dos últimas, en la opinión de Massey (1991a:270) podrían ser similares. Sin embargo, la primera refiere a la dimensión geográfica en donde se desarrolla un proceso, hecho o trayectoria; y las segundas podrían ser sinónimos si se tratan como relaciones pero no como espacios determinados.

Tercero, hay una tendencia a considerar a las localidades y los lugares como concretos y, por lo tanto, sin posibilidad de ligarlos con procesos generales y en la mayor de las veces como entidades que solo pueden ser abordadas de forma empírica. Además, también existe una tendencia a vincular con lo general “sim-plemente proclamando que cualquier cambio local se origina por el capitalismo- que es simplemente considerar “lo general” (Ibid.:269). La necesidad de generar las mediaciones que vinculen lo particular con los procesos de corte más macro es una tarea que queda clara en la necesidad de explicar los cambios que se dan en los procesos que éstas presentan.

Por último, el hecho de que la concreción y la particularidad es empírica y sin posibilidades de teorizar sobre procesos que se realicen en la escala de lo local, hacen que los estudios de las localidades y de los lugares sean en ocasiones poco analíticos o explicativos. Al respecto hay que aceptar que los cambios y las trans-formaciones que en ellas se originan, se construyen a partir de las ligas entre los hechos empíricos que son específicos y su correspondencia con lo general y por supuesto con lo teórico.

Es preciso aclarar que en América Latina el uso de la categoría lugar es muy reciente y se ha desarrollado a partir de los cambios importantes que hubo en la conjunción de tiempo-espacio en el léxico académico como dimensiones que tienen que trabajar conjuntamente, más que por un uso extendido que se haya dado. En este contexto, parecería una visión genérica más que particular de lo local. Es esta última, la categoría más expandida, y como se verá más adelante, la que ha mediado la discusión sobre el desarrollo de los países, en tanto que trán-sito hacia la modernidad tan prometida con el desarrollo.

Del desarrollo regional al local

Si en 1980 hubo cambios importantes en la discusión teórica que dieron un giro entre el uso del espacio hacia la dimensión local, a partir del estudio de procesos

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particulares y dimensiones específicas de los generales, también en el ámbito del discurso sobre el desarrollo se dio un giro hacia la implementación de estudios y programas a una escala que enfatizaba lo local, en lugar de la nacional o la re-gional como anteriormente se hacía. Si bien, en mancuerna con la economía, la región fue el ámbito por excelencia para la planeación a mediados del siglo XX, hacia finales lo serían las comunidades locales o las localidades.

En las sociedades occidentales, desde los años cuarenta a los sesenta, el cre-cimiento económico y las políticas de desarrollo, se dieron en el marco del para-digma modernizador y las políticas públicas se orientaban a la búsqueda de una homogeneización económica que terminara con las desigualdades regionales. El Estado benefactor desempeñó un papel importante para lograrlo con inter-venciones territoriales, predominantemente a escalas nacional y regional (Klein, 2006:305). Estas políticas tuvieron tres componentes:

a) la valorización de los recursos se hacía de manera centralizada y el desarro-llo regional lo controlaban las secretarías de estado y empresas estatales;

b) las políticas de desarrollo tenían un sentido sectorial (forestal, industria) y no territorial, favoreciendo la integración únicamente a nivel nacional;

c) se favorecía la concentración de la población en grandes centros urbanos a expensas de las culturas locales (Ibid.:308).

El modelo regional para la planeación entró en crisis a partir de su incapar-cidad para lograr un equilibrio territorial y equidad económica que buscaba; así como por las crecientes desigualdades entre ciudades y regiones resultado de la centralización y porque dicha centralización producía un efecto aniquilador de los actores locales; además, se agudizaron los problemas de pobreza y desigualdad social. Aunado a lo anterior, los efectos de la globalización llevaron a repensar la acción territorial en el marco de las nuevas relaciones entre las diferentes escalas y porque fue a partir de ello que se revalorizó a los actores locales y sus entornos para lograr la implementación del desarrollo y la transformación económica y social requerida.

Entonces, surge el desarrollo local como propuesta alternativa, que se im-pulsa en los años ochenta, en la cual se considera que el espacio local es la base a partir de la cual tiene sentido generar iniciativas y proyectos de desarrollo eco-nómico que movilizan a la sociedad civil, asumiendo que, desde esta escala, es más factible implementar cambios importantes para eliminar las desigualdades existentes en el territorio.

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De acuerdo con Klein (2006), el desarrollo local es el resultado de la volun-tad de actores sociales, políticos y económicos de intervenir de manera activa en los procesos de desarrollo producidos en sus territorios. En este sentido, la iden-tidad es muchas veces el elemento que une a los actores en el ámbito local. Para hablar de desarrollo local las acciones deben:

a) ser llevadas a cabo por actores locales,b) encaminarse a iniciativas y proyectos que movilicen recursos endógenos

y exógenos en beneficio de la colectividad local,c) lo local no se refiere a un lugar determinado, sino que corresponde a un

sistema de actores que llegan a concretar porque tienen una identidad común con respecto a un territorio, una conciencia territorial que les lleva a asociarse y a realizar proyectos en conjunto.

Este cambio en el enfoque, si bien tiene eco en el ámbito internacional, toca más sensiblemente al ámbito latinoamericano por la importancia que ha tenido el concepto de desarrollo vinculado con el cambio territorial y socioeconómico, que se ha buscado en el continente a lo largo del siglo XX. Para algunos autores, la revalorizacion del fenómeno de lo local está en “la localización e incrustación de las características económicas, técnicas, sociales y culturales de ese lugar en par-ticular” buscando una estrategia de descentralización (Boisier, 2007:214). Asi-mismo, se estructura como una “matriz de estructuras industriales, …como un proceso endógeno de cambio y… como un empoderamiento de la sociedad local” (Ibid.:216). Si bien la visión de Boisier corresponde a la que tiene la Comisión Económica para América Latina (CEPAL), quien continua con la visión de que es difícil distinguir entre desarrollo local y desarrollo endógeno por lo que tiende a considerarlos iguales (Ibid.:219) e integra al “crecimiento global” también como endógeno, en la medida en que se internaliza hacia un crecimiento local (cual-quiera que sea su escala precisa), a pesar de que los tomadores de decisiones sobre el proceso no sean habitantes de ese lugar.

Lo más interesante del asunto es que los diversos enfoques con los que Klein tipifica el desarrollo local, coinciden con los planos que se cortan en la endoge-neidad con que Boisier analiza el proceso entre los que destacan:

a) El enfoque productivo. Sistemas productivos locales donde se integran localmente empresas y actores sociopolíticos.

b) El enfoque político. Es una visión de la economía política que tiene como base las coaliciones locales de crecimiento.

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c) El enfoque de la innovación tecnológica. El desarrollo local a partir del paradigma de la innovación, donde se enfatiza en la importancia de la tecnología y el conocimiento. Klein (2006:310-312); Boisier, 2007:221).

Dichos enfoques tienen en común que parten de una delimitación dinámica de lo local y no estática, así como que consideran que lo que acerca a los actores locales (a pesar de la distancia en términos de clases sociales) es la identidad te-rritorial.

Hasta aquí es preciso destacar algunos aspectos. La falta de claridad exis-tente entre las categorías de local como espacio y lugar como territorio que se manejan en este discurso; la falta de consistencia entre la explicación de lo global y lo local; la ambigüedad con la que se maneja la categoría de lugar, y por último, la predominancia que se da a los aspectos económicos y políticos sobre los cultu-rales, en donde el único elemento que se maneja es la posibilidad del empodera-miento de los agentes, que no se sabe con realidad en qué consiste.

Existen en América Latina otros autores sobre el desarrollo que mantienen la escala de lo regional como el elemento fundamental para la transformación y el cambio del ámbito local. Si bien se sigue priorizando esta escala, se asume que en la necesidad de resolver las ineficiencias y fallas generadas por la recomposi-ción y jerarquización de las regiones en el desarrollo, son las regiones/localidades quienes pueden dar lugar al patrón de integración que se busca con el desarrollo (Fernández et al., 2008:65). Se podría concluir entonces, con mayor énfasis, que hay una similitud en este caso con región-localidad, asumiendo al lugar solo cuando requerimos de alguna palabra que signifique dimensión local, para no ser reiterativos.

Reflexiones finales

Si al hablar de las categorías de espacio, región y territorio se había manifestado la existencia de una ligereza en el manejo de dichos conceptos y en su uso como sinónimos. Para el caso del lugar, local y locale, la situación es aún más fuerte. Hay poca reflexión sobre la diferenciación entre ellos.

Además de lo anterior y también con respecto a las categorías tratadas en los capítulos anteriores, para el caso del lugar existe una diferencia muy grande en su uso entre las realidades anglosajonas y las latinoamericanas. Es en la categoría de lugar en donde parecería que hay una ruptura mayor, ya que para nosotros tiene una visión más coloquial y refiere a una dimensión de escala que es bastan-

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te reconocida, sobre todo cuando se adscribe a la dimensión del desarrollo. Las tres formas con las que Cresswell (2008:51) reconoce la manera de adscribirse al lugar: la descriptiva, la humanista y la del debate marxista con la producción del lugar, poco se reconoce en el discurso latinoamericano que se orienta más a la dimensión del desarrollo que a lo cultural o de la producción del lugar y la identificación de las relaciones.

Por otro lado, y sobre todo ubicándose en el debate marxista, sería conve-niente profundizar para ver si hay alguna diferencia entre las categorías de pro-ducción del espacio o construcción del espacio o si se introduce aleatoriamente en el discurso debido a la traducción al español cuando ésta se hace, ya que Harvey abiertamente habla de la influencia de Lefebvre y de Smith con el trabajo de la producción del espacio (Lefebvre 1991; Smith, 1984), sin embargo, Massey no refiere a estos autores entre sus antecedentes y fuentes y prefiere hablar de cons-trucción del espacio y del lugar y no de su producción. Una vez más el argumento que las traducciones en ocasiones no refieren con fidelidad a los planteamientos de los autores está sobre la mesa de la discusión, en cuanto a las categorías y los procesos. Sin embargo, en este caso no es solo una cuestión de semántica sino de postura teórica frente al proceso y al cambio, y en donde la autora abiertamente se deslinda de Lefebvfre como se mencionó anteriormente

Llama la atención la similitud que existe entre el concepto de lugar como memoria y los “geosímbolos”, que desde la literatura latinoamericana ha gene-rado Gilberto Giménez, en donde la identidad es una parte fundamental del concepto que establece ligas que vinculan el sentido individual y personal del término con uno de carácter social que es preciso construir. Por no adscribirse este autor a la categoría de lugar es que no fue incluido en la discusión, pero pa-recería que queda más en el ámbito de los antropólogos, que de los geógrafos, y tiene que ver más con estructuras que entran en la categorización de lo simbólico que de lo cultural.

El debate que se da entre los marxistas alrededor de lo fijo en el espacio, lo enraizado y la movilidad puede llevar a oposiciones y visiones contrapuestas entre los autores que pueden no ser tan ciertas ya que como afirma Cresswell (2008:75), “… hay nociones de lugar que se forman como un acto de resistencia y afirmación de cara a fuerzas más amplias. En otras palabras, un poquito de enraizamiento fijo no sería tan malo”.

Por último, resalta la importancia de dos elementos que influyen en la defi-nición de lugar que son la de escala y la de identidad, Parecería que a lo largo de todas las discusiones, a pesar de la postura que tengan, ambos elementos están presentes en la discusión.

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A manera de epílogo

Después de una larga travesía por los caminos intrincados que ofrecen las múl-tiples lecturas en las que se abordan los conceptos de espacio, paisaje, región, territorio y lugar, así como la problemática social y ambiental con esa perspectiva, llegamos a la conclusión que este libro nos ha permitido reconocer las múltiples dimensiones que se abren a partir del análisis de estos conceptos y la gran riqueza teórica y metodológica que sustenta las diversas posturas, enfoques y tradiciones, no solo de la geografía, sino de las ciencias sociales, y el urbanismo entre otras que los utilizan como herramienta teórico metodológica para sus estudios.

Esperamos que el documento resultante no confluya en un final, sino que sea el inicio de otras muchas reflexiones y discusiones que generen su edición y publicación. Hemos hecho el intento por separar cinco de las categorías funda-mentales que nos sirven para analizar los procesos sociales que se desarrollan sobre la superficie terrestre, sean de índole geográfica, urbana, social, histórica, antropológica o pertenecientes a otras ciencias sociales interesadas en el tema. Nos deslindamos de las preocupaciones relacionadas con la psicología o la lin-güística que en ocasiones, y para efectos muy particulares, usan categorías como espacio mental o regiones mentales; espacios lingüísticos u otros para designar aspectos específicos que conciernen a su objeto de estudio, que traspasan nuestra reflexión. Sin duda que esto podría quedar como una asignatura pendiente a realizar en trabajos futuros.

Asimismo, se hizo el intento de tratar las categorías separadamente, aun en autores que las trabajan simultáneamente, con el fin de dar claridad a sus signifi-cados y contenido específico, que en caso contrario pueden quedar como vagos y carentes de un sustento científico que garantice su posibilidad de discusión en el ámbito de las ciencias, sean éstas naturales, sociales o del diseño.

Nuestra intención fue la de enfatizar que la cercanía de estos conceptos, podía implicar una sobreposición, más no su uso indiscriminado como sinó-nimos, en la forma como se hace constantemente. En un inicio nos avocamos a argumentar en torno a las diferencias implícitas cuando se habla de espacio, paisaje, región, territorio y lugar. Una de las primeras sorpresas que tuvimos al

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integrar el texto es la gran variedad de visiones y formas de analizar cada con-cepto al interior de las distintas visiones que integramos. Ello nos llevó a pre-guntamos el porqué de esta situación. La respuesta que hemos plasmado en este libro es compleja, pero consideramos que dependiendo de cómo se manejen las categorías, existe la posibilidad o no de entablar discusiones que apunten hacia una convergencia o hacia una divergencia. A pesar de ello, nos preguntamos como corolario de este trabajo, si ¿se podrían integrar nuevamente? o ¿cómo se pueden tejer algunas interconexiones entre ellos que, además, quedan evidentes en los desarrollos anteriores?, ¿cómo podemos cerrar esta discusión sin que con ello nos lleve a cerrar, terminar o agotar el debate?, ¿cómo hacer para que este libro quede abierto?

Si nos ubicamos en el terreno de los trabajos empíricos, parecería que las categorías analizadas a lo largo de esta obra podrían considerarse como sinóni-mos, pero no así si tomamos en cuenta las teorías de donde vienen o las posturas específicas que los manejan. Un estudio detallado sobre sus implicaciones nos permite afirmar que éstas se separan y adquieren una especificidad particular, que apuntala la posibilidad de darles una acepción ontológica y epistemológica a cada una, lo que nos permite ubicarlas en el marco de un contexto que les da razones de ser diferentes a las de las otras. En ese sentido, se puede afirmar que su uso no es solamente una designación semántica de cómo llamamos al espacio, paisaje, región, territorio o lugar; sino que éste depende de un conjunto de con-diciones teórico-ontológicas fundamentales, en las cuales sustentamos el trabajo realizado o el proceso que estamos tratando de conocer y explicar. Aquí quedan implícitos el momento histórico y el ámbito académico, para dilucidar sobre la categoría más acertada para designar o definir un fenómeno o proceso en relación con un territorio en específico.

Si consideramos el ámbito académico, y con una disculpa por delante por la generalización, que traza un esbozo, pero no debe ser tomado al pie de la letra, podemos afirmar que en la literatura geográfica anglosajona el espacio es el concepto más importante; el territorio destaca con los franceses y los lati-noamericanos; la región en términos más teóricos ha sido abordada desde Eu-ropa y Estados Unidos, y con un fuerte énfasis en la planeación se ha imple-mentado en América Latina. El lugar es para los anglosajones y los franceses, lo que el territorio para los latinoamericanos. El paisaje, aunque muy usado en América Latina, es un concepto de tinte europeo y adscrito en gran parte a la planeación urbana.

Entre los debates que quedan abiertos a explorar en futuros trabajos está el tema de las escalas, que fue puesto en la mesa de las discusiones por la geo-

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grafía crítica, en la década de 1990. Sin embargo, en términos del análisis que aquí nos ocupa, pareciera ser que aún entre los geógrafos que la desarrollaron, se descuidó la conceptualización de las categorías que fueron abordadas por este libro. Parecería que cada una de las anteriores tiene una escala determina-da, salvo la de territorio que, en la literatura anglosajona y francesa, se refiere más a un tema de índole político administrativo que de dimensión del espacio, región o lugar.

Las relaciones socio-territoriales tienen una dimensión que se ha concebi-do a partir de las escalas. Existen vínculos al interior de ámbitos específicos y también otros que atraviesan distintos niveles, que van de lo macro a lo micro y viceversa. La escala es una cuestión que va más allá de los conceptos analizados ni existe una relación biunívoca con ellos. Por ejemplo, en el caso de las regiones, éstas pueden estar al interior de un país, como es el caso de ciertas zonificaciones que se hacen con criterios administrativos o áreas que responden a un criterio de identidad. La región también puede pertenecer al ámbito internacional, donde ahora la conjunción de países a través de tratados o adscripciones internacionales, forman regiones de influencia que dividen al mundo. Lo local, concebido como la base de las relaciones cotidianas no es igual para el que vive en un pequeño poblado que para el habitante de una zona metropolitana y la necesidad de esta-blecer territorios también depende de la sociedad y de la cantidad de recursos que usa para su subsistencia. El problema de la escala es, pues, un camino que se abre a partir de las reflexiones aquí planteadas.

En otras palabras, las categorías de espacio, paisaje, región, territorio y lu-gar no siempre se abordan claramente. Las visiones aquí desarrolladas abrieron nuevos caminos y confluyeron en otros. Desde algunos enfoques, los conceptos de región y de unidades de paisaje sirven para referirse a un mismo tipo de áreas; de acuerdo con ciertos autores marxistas, espacio y territorio se toman como sinóni-mos; desde los humanistas espacio y lugar pueden corresponder a lo mismo. Sin embargo, en un escrutinio mayor, las diferencias saltan a la luz.

La modernidad priorizó la categoría espacio pero no porque fuera funda-mental en su concepción, sino que la tomó como un resultado de las transforma-ciones económicas y sociales de su momento y estuvo supeditada al concepto de tiempo como elemento que prioriza la visión del cambio, la transformación y lo que tiene que llegar a ser en el futuro. En ocasiones, la región fue un elemento importante que tiene diferentes acepciones: una es la de síntesis de los elementos diversos, naturales y sociales que la conforman; la segunda es la conjunción de una o varias características homogéneas que la hacen diferente a las otras, y la ter-cera acepción en función de una polaridad que tiende a demostrar lo que no es re-

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gión, pero que sería motivo de intervención para transformarla. Por el contrario, la posmodernidad prioriza primero la dimensión del espacio pero visto como el aquí y el ahora del ser, donde destaca lo específico del lugar, otra de las categorías analizadas, pero en donde lo particular queda por sobre cualquier contexto y sin dimensión diferente más allá de la del lugar, que es lo único que existe.

Desde el humanismo se abren las puertas hacia las artes, lo que nos per-mite reflexionar en torno a esta supuesta separación de campos aparentemen-te divergentes del conocimiento, pero que responden ante una misma realidad. Las críticas y representaciones resultantes vinculan las dinámicas sociales des-de las perspectivas espaciales con el sujeto que se ocupa de éstas. El humanis-mo, también prioriza la categoría de lugar como elemento de identidad del ser con su entorno inmediato que condiciona los vínculos afectivos que tiene con su soporte.

Pero si se analizan desde las diferentes áreas del conocimiento, el uso de las categorías también cambia. A pesar de todos los intentos que hubo por integrar la ciencia social y la geografía, es preciso enfatizar la diferencia que le corresponde a una y a la otra, enfatizando el contexto en el cual se usan las categorías, a pesar de que éstas se traslapen.

La economía reconoce y usa sobre todo dos: la de espacio pero también la de región. La primera cuando refiere a la generación de los modelos espaciales, que pueden ser desde los geométricos hasta los matemáticos; y la segunda más enfocada a la posibilidad de generación de estrategias de cambio, pero sobre todo, para la implementación del desarrollo en regiones específicas de países dados. Desde el urbanismo o la sociología urbana se prioriza también la de espacio, calificado como urbano, o usando la de territorio cuando hace una crítica a la ambigüedad del término. La antropología y la sociología usan la de territorio cuando se trata de la visión latinoamericana, pero usan la de lugar, sobre todo por la prioridad que dan a la vinculación entre la identidad y el entorno de don-de parte o se desarrolla que enfatiza lugar como categoría de análisis. Desde la geografía, los franceses equiparan esto último al espacio vivido, que en un sen-tido muy diferente tiene sus paralelismos en el tercer espacio (posmoderno) de Edward Soja.

A pesar de lo anterior, el espacio desde la geografía suele ser el concepto más abstracto y que engloba a los otros. Para la geografía, entonces, la categoría es la de espacio, ya que por desde mediados del siglo XX se ha erigido como el para-digma central, el objeto mismo de trabajo de esta ciencia. Sin embargo, y dada la evolución de la disciplina, en diferentes tiempos y lugares, trabajos específicos intercalan constantemente el uso de la de región y la regionalización como obje-

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tivo fundamental de la investigación geográfica o bien la de paisaje que sin duda ha constituido como parte sustancial del conocimiento del geógrafo. La política administrativa o la de planeación, usan sin duda la de territorio como la que se adscribe para definir la actividad que realizan.

Asimismo, hay corrientes teóricas que también usan categorías indiscrimi-nadamente, aunque se adscriben a una teoría específica. Un ejemplo de ello sería la de la Nueva Ortodoxia Regional (NOR s) que usan el término región para identificarse, independientemente del contenido que éste tiene, mismo que sin duda, dista mucho de estar asociado a la visión tradicional de las regiones a las que la teoría regulacionista los designa: clusters, distritos industriales etc., (Ra-mírez, 2003) y en la propuesta que tienen, la dimensión de lo local, como lu-gar, tiene un papel muy importante para generar la transformación desde abajo, con los agentes locales más que desde las instancias gubernamentales que las administran. Esto también redefine la condición de región para tomar otras de-nominaciones, pero también la de local que adquiere una dimensión más econó-mica, que cultural o simbólica.

La escuela de análisis espacial, conocida en sus inicios como la revolución cuantitativa en geografía, puso al espacio en el centro del debate y de ahí su importancia. Fue a partir de sus discusiones que se teorizó sobre una dimensión abstracta que se convertía en la estructura de los fenómenos que sucedían sobre la superficie terrestre. Si bien obtenía conclusiones a partir de la evidencia empírica y tenía planteamientos específicos a los que después se opusieron los autores que se posicionaron desde el marxismo, el humanismo y el posmodernismo, dicha revolución fue un gran avance en términos de que sentó las bases del debate contemporáneo. Consideramos que se puede ubicar ese primer momento de la discusión, como el punto en el cual el espacio se convirtió en el concepto abstrac-to y el paisaje, la región, el territorio y el lugar, como expresiones concretas de esa dimensión espacial.

Desde el marxismo, consideramos pertinente destacar el manejo ontológico del objeto geográfico, que ha sido trabajado a partir de la categoría de espacio, utilizado por Santos y Massey; de diferentes maneras, Haebaert retoma la dis-cusión que hace Massey (2005) sobre el espacio, pero están separadas en nuestro texto por el uso que cada autor hace de ella. En la opinión de este último, la propuesta de Massey de power geometries más que referir a una de espacio, corres-ponde a la de territorio en su sentido de integración de la base natural y material, la cultura, la identidad, el simbolismo pero sobre todo el poder y la política. Si bien esto podría ser cierto, la autora no lo denomina con esta categoría y lo deja como una discusión epistemológica en relación con el espacio, que sin duda es

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de gran importancia, y sin duda muy necesaria para el análisis de los procesos contemporáneos y para la geografía en su conjunto.

Asimismo, consideramos que hay una similitud entre lo que se denomina como regionalismos, espacialismos y territorio, en donde la vinculación del arrai-go y la política demanda una mayor claridad en su uso y en su utilización tanto en la geopolítica regional o estudios territoriales, como en otros que se centran en localismos.

Por otro lado, parecería que si tomamos la propuesta de Smith y Har-vey sobre la producción del espacio de Lefebvre, la inserción de las catego-rías ahí quedan inmersas en otra dimensión, ya que se eliminan las de paisa-je y territorio, la de espacio se adscribe al ser de la reproducción capitalista y las de región y lugar quedan como escalas en las que se desarrolla dicho pro-ceso. De ser así, la desaparición de dos en el discurso que presentan y la ads-cripción de escala a las otras dos reposiciona la de espacio como la central para ejemplificar la forma geográfica que adquiere y en donde se desarrolla el capitalismo contemporáneo.

Desde el humanismo, donde el trabajo de Yi Fu Tuan fue central, y como se dijo anteriormente, la investigación geográfica se enfocó en el lugar como ele-mento de identidad del ser con su entorno inmediato, que condiciona los vínculos afectivos, que tiene con su soporte. Entonces, espacio y lugar se manejaron casi como sinónimos para darle sentido a las experiencias humanas, a su percepción y a las emociones. Si bien paisaje es una categoría fuertemente vinculada a las anteriores, fue poco desarrollada desde esta perspectiva, que descuidó también a la región y al territorio. Si bien no se trata de un olvido, si es una asignatura pen-diente. La región, a lo largo de la reflexión sobre el quehacer geográfico, estuvo siempre fuertemente vinculada al concepto de identidad y en México, el concep-to de geosímbolo, propuesto por Gilberto Giménez, se utiliza en el marco de los estudios territoriales, desde el ámbito sociológico y antropológico.

El posmodernismo le dio un vuelco a la discusión y aportó nuevas visiones que poco a poco se han ido incorporando en la reflexión y en la discusión que desde la geografía, el urbanismo, las artes, la sociología y demás ciencias sociales. Sin embargo, después de un auge en la última década del siglo XX, no ha genera-do nuevas propuestas que hayan destacado, en términos de la discusión que nos atañe.

En síntesis y para concluir, es importante remarcar que si sometemos una misma realidad social, por separado, a cada uno de los conceptos que hemos de-sarrollado en las páginas anteriores, desde los enfoques diversos, el resultado sería seguramente de una gran riqueza y con posibilidad a una gran divergencia, pues

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por su parte, cada uno enfatiza en aspectos específicos, traza caminos nuevos e incorpora elementos a veces oponentes, otras convergentes, pero que le imprimen su propia huella y dan lugar a seguir con la discusión.

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Espacio, paisaje, región, territorio y lugar: la diversidad en el pensamiento contemporáneo , editado por el Instituto de Geografía, se terminó de imprimir el 22 de marzo de 2016, en los talleres de Impresos Herman, S.A. de C.V., San Jerónimo, no. 2259, Pueblo

Nuevo Alto, Del. Magdalena Conteras, México, D.F.El tiraje consta de 500 ejemplares impresos en offset sobre papel

cultural de 90 gramos para interiores y couché de 250 gramos para los forros. Para la formación de galeras se usó la fuente tipográfica Adobe Garamond Pro, en 9.5/10, 10/12, 11.2/12.7 y 16/19 puntos.

Edición realizada a cargo de la Sección Editorial del Institutode Geografía de la Universidad Nacional Autónoma de México.

Revisión y corrección de estilo: Martha Pavón. Diseño y formación de galeras: Diana Chávez González.

Foto de portada: Esteban Robles Ramírez.

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