ESENCIA DEL FEUDALISMO · ESENCIA DEL FEUDALISMO ... Este avasallamiento del señor o terrateniente...
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ESENCIA DEL FEUDALISMO
Podemos, por respeto a la claridad, resumir el feudalismo en sus tres partes
componentes. Esto incluye el elemento territorial, una idea de vasallaje y el
privilegio de una franquicia.
(1) el elemento territorial es la cesión del vasallaje por el señor a sus
hombres. En un comienzo este era probablemente en especies y ganado
tanto como en terrenos. Este avasallamiento del señor o terrateniente por
el rey y del subordinado por el señor fue parcialmente en la naturaleza de
una recompensa por servicios anteriores, parcialmente en la naturaleza de
un merecimiento para el futuro. En esta primitiva idea de que el amo era
quien entregaba tierras a sus subordinados es la responsable de los
acontecimientos feudales que de otra manera aparecería como tiránicos.
Por ejemplo, cuando el vasallo moría, sus armas, caballo, equipo militar
volvía como legado a su amo. Así, también, cuando el inquilino moría sin
herederos sus propiedades eran confiscadas por el señor. Si, sin embargo,
él moría con herederos, pero que por cierto estaban aún en minoría de
edad, entonces esos herederos quedaban a resguardo del feudal
superior, quien podía incluso disponer de una mujer tutelada en matrimonio
con quien él quisiera, con el pretexto de que de otra manera podría unirse
ella misma y sus tierras a un enemigo tradicional. En todo el recorrido está
claro que la idea siempre presente regulando y sugiriendo en estos hechos,
era precisamente el aspecto territorial. Los orígenes para estos
acontecimientos debían remontarse a los primitivos dias cuando todas las
posesiones del subalterno feudal, ya sea brazos, o mercancías, o tierras
habían sido recibidas de su señor inmediato. La tierra se convierte en el
lazo que unifica a la sociedad entera. La tierra ahora es el principio que
rige la vida (Pollack y Maitland, History of English Law, Cambridge, 1898, I,
iii, 66-78).
BEDE, J. Transcribed by Crossett, T. Traducido por Casas,M,
http://www.enciclopediacatolica.com/f/feudalismo.htm
(2) Feudalismo, además, implica la idea de vasallaje. Esto es en parte
coexistente con, y parcialmente superpuesto a, la concepción territorial.
Esto es ciertamente anterior a, y más primitivo que, la noción del vasallaje
territorial. Las primeras hordas que cayeron sobre Europa se mantenían
unidas por la idea de lealtad a un jefe personal. El caudillo dirigía en la
guerra. Tacitus dice (Germania, vii): "Los jefes retienen el comando más por
el ejemplo de su audacia y valor que por cualquier regla de disciplina o
regla autocrática". Este fue el mejor, más evidente y simple método, y
siempre podía prevalecer en un estado de incesantes incursiones y guerras.
Pero incluso cuando esos acontecimentos habían pasado, el elemento
personal, aunque considerablemente disminuido, no podía dejar de
mantenerse. El avasallamiento territorial no terminó con la opresión, sólo
cambio los medios por los cuales esa servidumbre se hacía manifiesta. El
subordinado era, como siempre, el seguidor prsonal de su superior
inmediato. No era simplemente un inquilino en tierras de ese señor; la tierra
que mantenía era la expresión de su dependencia, la señal visible y externa
de un lazo interno e invisible. Los estados feudales mostraban que todo lo
que el vasallo era y tenía se lo debía a su vasallaje.
Puede verse, en tanto, en toda Europa el mismo sistema feudal
predominante de un orden jerárquico de clases, tal como una enorme
pirámide en cuyo vértice, mantenido en alto y separado por capas
intermedias de la base, está representado el rey.
Resultados
1. Resultados negativos
(a) El Estado en lugar de entrar en relación directa con los individuos,
entraba en relación con los líderes de grupos, perdiendo contacto con
los miembros de aquellos grupos. Con un rey débil o una sucesión en
disputa, esos mismos líderes se hacían a sí mismos soberanos, en lugar de
recurrir al estado como el verdadero soberano para tomar sus respectivas
demandas adjudicadas.
(b) los líderes tentaban a sus vasallos a seguirlo contra sus amos.
(c) Esos líderes reclamaron el derecho de acuñar privadamente, castillos
privados, autoridad judicial total, poderes totales de impuestos. Había
siempre una lucha entre ellos y sus soberanos, y entre ellos y sus vasallos
inferiores según el grado de su independencia. Cada grupo feudal, o de
honor, o estado feudal debía esforzarse por ser autosuficiente y para
sustentar sobre sí al amo superior. Cada amo se esforzaba más y más para
consolidar sus dominios y forzar a sus vasallos a apelar a él antes que a su
superior directo. Esta lucha contínua, el éxito y fracaso que dependían del
carácter personal del amo y señor, fue la causa principal para la
inestabilidad de la vida en los tiempos medievales.
(d) Un último mal tal vez puede ser agregado en el poder entregado a la
iglesia. En momentos de disputas por sucesión la Iglesia reclamó el derecho,
para defenderse, de mantener el orden, y eventualmente determinar las
reglas. Esto, aunque justificable en si mismo y sin embargo en beneficio del
tiempo, a menudo el pastor ponía el orden eclesiástico en los brazos de
uno u otro partido político; y la causa de la iglesia a menudo se veía
identificada más con un demandante en particular que por razones de
iglesia; y los castigos de la Iglesia, como la Excomunión fueron impuestos a
veces para defender intereses mundanos. Como regla general, sin
embargo, la influencia de la Iglesia fue dirigida a controlar y suavizar los
elementos injustos y crueles del sistema.
2. Buenos resultados
(a) El feudalismo suministra una nueva fuerza cohesiva a las naciones. En un
caos como el del Imperio Romano tardío y la lealtad tribal germánica al
jefe, se hizo sentir una necesidad distinta para una cierta organización
territorial. Y puesto que la idea de nacionalidad no existía, teniendo
verdaderamente una mínima oportunidad de expresión. ¿Cómo podían
entonces los pueblos hacer sentir sus individualidades distintivas? El
feudalismo traía lista su respuesta, uniendo los sistemas políticos germánico
y romano, levantando una pirámide interconectada que descansaba en
la ancha base de la posesión popular y culminaba en el vértice del rey.
(b) El feudalismo introduce además en la vida política los lazos de la
legalitas. Cada guerra en épocas medievales, o más bien feudales,
estaban basadas en alguna demanda legal, puesto que otras casus belli
no había. Por el lado del rey o del señor, estaba la investidura por baluarte,
lanza u otro símbolo; en el lado del hombre común o inquilino, en homenaje
por la tierra, un juramento de rodillas dobladas con sus manos puestas entre
las manos del señor, el inquilino se mantenía erguido mientras tomaba la
fidelidad, como el signo de una obligación personal.
(c) el feudalismo entregó una fuerza armada a Europa cuando se
encontraba indefensa a los pies de las antiguas montañas sobre las cuales
tantos pueblos merodeaban para conquistar el mundo occidental. La
arremetida de turcos, sarracenos y moros era comprobada por la leva
feudal que fue sustituida como una fuerza profesional disciplinada por la
guardia nacional
(d) Desde un punto de vista moderno su ventaja más interesante fue el
hecho de haber sido una real, aunque solo temporal, solución al problema
de la tierra. Se imponía una distribución justa de los dominios territoriales
incluidos dentro de los límites geográficos de la nación, permitiendo a los
individuos labrar haciendas para ellos mismos dependiendo de cada
terrateniente, ya sea baron secular, clérigo, incluso abadesa, rindiendo
séquito y servicio a su amo y demandando de ellos a cambio retribución
de todos y cada uno de los vasallos. Esto eficazmente enseñó el principio
de que el propietario de la tierra, precisamente como tal, debía realizar a
cambio trabajo gubernamental.
LA FORMACIÓN DE LAS CIUDADES Y LA BURGUESÍA
En ninguna civilización la vida urbana se ha desarrollado
independientemente del comercio y de la industria. La diversidad de
climas, razas o religiones, así como de las épocas, no afectan en nada a
este hecho, que se impuso en el pasado en las ciudades de Egipto,
Babilonia, Grecia, el imperio romano o el árabe, como se impone en
nuestros días en la Europa o América, India, Japón o China. Su universalidad
se explica en función de su necesidad.
En efecto, una aglomeración urbana sólo puede subsistir
mediante la importación de productos alimenticios que obtiene de afuera.
Pero esta importación, por parte, debe responder a la exportación de
productos manufacturados que constituye su contrapartida o contravalor.
Queda instituida de esta manera, entre la ciudad y sus alrededores, una
relación permanente de servicios. El comercio y la industria son
indispensables para el mantenimiento de esta dependencia recíproca: sin
la importación que asegura al aprovisionamiento y sin la exportación que
la compensa gracias a los objetos de cambio, la ciudad desaparecería.
Este estado de cosas implica evidentemente un sinnúmero de matices.
Según las épocas y los lugares, la actividad comercial y la industrial han
sido más o menos preponderantes en las poblaciones urbanas. Es bien
sabido que en la Antigüedad una parte considerable de ciudades se
componía de propietarios hacendados que vivían de un trabajo o de la
renta de las tierras que poseían en el exterior. Pero no es menos cierto que
a medida que las ciudades se agrandaron, fueron más numerosos los
artesanos y los comerciantes. La economía rural, más antigua que la
urbana, continuó coexistiendo a su lado sin impedir para nada su
desarrollo.
Las ciudades medievales nos ofrecen un espectáculo muy distinto.
El comercio y la industria las conformaron tal como fueron, y no dejaron de
desarrollarse bajo su influencia. En ninguna época se ha podido observar
un contraste tan acentuado como el que enfrenta la organización social
y económica de las ciudades medievales a la organización social y
económica del campo. Según parece, jamás hubo en el pasado un tipo
PIRENNE, H. Las ciudades de la Edad Media, Alianza Editorial, Madrid, 1983
de hombre tan específico y claramente urbano como el que compuso la
burguesía medieval.
Es imposible dudar que el origen de las ciudades se vincula
directamente, como el efecto a su causa, al renacimiento comercial del
que ya hablamos en los capítulos precedentes. La prueba es la chocante
coincidencia que aparece entre la expansión del comercio y la del
movimiento urbano. Italia y los Países Bajos, donde la expansión comercial
se manifestó en primer lugar, son precisamente los países en los que el
movimiento urbano se originó y se afirmó con más rapidez y vigor. Es obvio
señalar que las ciudades se multiplican a medida que progresa el comercio
y que aparecen a lo largo de todas aquellas rutas naturales por las que
éste se expande. Nacen, por así decirlo, tras su paso. Inicialmente las
encontramos al borde de costas y ríos. Más tarde, al ampliarse la
penetración comercial, se fundan sobre los caminos que unen entre si estos
primeros centros de actividad. El ejemplo de los Países Bajos es en este
sentido un caso típico. A partir del siglo X comienzan a fundarse las primeras
ciudades al borde del mar o en las riberas del Mosa y el Escalda; la región
intermedia, Brabante, no posee todavía ninguna. Hay que esperar al siglo
XII para verlas aparecer a lo largo de la ruta que se establece entre los
dos grandes ríos. Y se podrían destacar en todas partes casos análogos.
Un mapa de Europa en donde se resaltara la importancia relativa de las
vías comerciales, coincidiría, sin apenas diferencias, con otro que mostrara
la importancia relativa de las aglomeraciones urbanas.
La organización comercial de la Edad Media, tal y como se ha
intentado describir, hacía indispensable el establecimiento en puntos fijos
de viajante de comercio sobre los que descansase esa organización. En
los intervalos de sus viajes y sobre todo cuando el mal tiempo hacía
inabordable el mar, los ríos, los caminos, debían necesariamente
congregarse en ciertos puntos del territorio. Naturalmente en un primer
momento se concentraron en aquellos lugares cuya situación facilitaba las
comunicaciones y donde podían al mismo tiempo guardar con seguridad
su dinero y sus bienes. Por consiguiente, se dirigieron hacia aquellas
ciudades o burgos que mejor respondían a estas condiciones.
Su número era considerable. El emplazamiento de las ciudades
venía impuesto por el relieve del suelo o la dirección de los cursos fluviales,
en una palabra, por las circunstancias naturales que precisamente
determinaban la dirección del comercio y de esta manera dirigían hacia
ellas a los mercaderes. En cuanto a los burgos1, destinados a oponerse al
enemigo o a proporcionar un refugio a las poblaciones, no dejaron de
construirse en lugares cuyo acceso fuese especialmente fácil. Por estas
mismas rutas eran por donde pasaban los invasores y circulaban los
comerciantes, y por esta razón las fortalezas levantadas contra aquellos
eran excelentes lugares para atraer a estos al interior de las murallas.
Sucedió por lo tanto, que las primeras aglomeraciones comerciales se
establecieron en los lugares que la naturaleza predisponía a ser, no a
volver a ser, centros de circulación económica.
Se podría creer, y efectivamente así lo han creído ciertos
historiadores, que los mercados (mercatus, mercata), cuyo número es tan
extraordinariamente elevado a partir del siglo IX, han sido la causa de
estas primeras aglomeraciones.
Esta opinión, por seductora que parezca a primera vista, no resiste
a un examen. Los mercados de la época caloringia eran simples mercados
locales, frecuentados por los campesinos de los alrededores y por algunos
buhoneros.
Tenían como único fin el de solucionar el aprovisionamiento de las
ciudades y de los burgos. Sólo se reunían una vez por semana y sus
transacciones estaban limitadas por las necesidades domésticas de unos
habitantes muy poco numerosos, para cuyo servicio habían sido
establecidos.
Eran los centros de reunión y los lugares de intercambio donde se
encontraban vendedores y compradores procedentes del norte y del
mediodía; luego unas semanas más tarde, la exótica clientela se
dispersaba para no volver hasta el año siguiente.
Indudablemente ocurrió, incluso con cierta frecuencia, que una
feria se radicara en un lugar donde más tarde existió una aglomeración
comercial.
Se deduce pues, que la situación geográfica, unida a la
presencia de una ciudad o un burgo fortificado, se muestra como
condición esencial para un establecimiento comercial.
1 pequeñas torres o puestos fortificados.
No hay nada menos artificial que la formación de un
establecimiento de este tipo. Las necesidades primordiales de la vida
comercial, la facilidad de comunicaciones, y la necesidad de seguridad
dan cuenta de ello de la manera más natural. En una época más
avanzada, cuando la técnica permitió al hombre vencer a la naturaleza e
imponer su voluntad a pesar de los obstáculos del clima o del relieve, fue
posible sin lugar a dudas edificar las ciudades allí donde el espíritu de
empresa y la búsqueda de intereses determinan su emplazamiento. Pero las
cosas discurren de otra manera en un momento en que la sociedad no ha
adquirido todavía el vigor suficiente para dominar el medio ambiente.
Obligada a adaptarse, es este medio precisamente el que marca la pauta
de su habitat. La formación de las ciudades en la edad media es un
fenómeno casi tan claramente determinado por el medio geográfico y
social como lo está el curso de los ríos por el relieve de las montañas y la
dirección de los valles.
A medida que se acentúa, a partir del siglo X, el renacimiento
comercial de Europa, las colonias mercantiles, instaladas en las ciudades
o al pie de los burgos, van creciendo ininterrumpidamente. Su población
se acrecienta en función de la vitalidad económica. El movimiento
ascendente que se evidencia desde sus orígenes continuará de manera
ininterrumpida hasta finales del siglo XIII. Era imposible que ocurriera de otra
manera. Cada uno de los nudos del tránsito internacional participaba
naturalmente de la actividad de este y de la multiplicación de los
comerciantes tenía necesariamente como consecuencia el crecimiento de
su número en todos los lugares donde se había asentado inicialmente,
porque esos lugares eran precisamente los más favorables para la vida
comercial. Si estos lugares atrajeron a los comerciantes antes que otros fue
porque respondía a sus necesidades profesionales mejor que los demás.
Así se puede explicar de la manera más satisfactoria porqué, por regla
general, las ciudades comerciales más importantes de una región son
también las más antiguas.
Sobre las primeras aglomeraciones comerciales solo poseemos
datos cuya insuficiencia está muy lejos de satisfacer nuestra curiosidad. La
historiografía del siglo X y XI se desinteresó por completo de los fenómenos
sociales y económicos. Escrita exclusivamente por clérigos y monjes, medían
naturalmente la importancia de los hechos en función de lo que éstos
representaban para la iglesia. La sociedad laica llamaba su atención sólo
en la medida en que mantenía relaciones con la sociedad religiosa. No
podían omitir el relato de las guerras y de los conflictos políticos que
ejercían una repercusión sobre ella, pero ¿cómo habrían de tomarse la
molestia de precisar los orígenes de la vida urbana para la que carecían
de comprensión y simpatía?. Algunas alusiones hechas al azar, algunas
anotaciones fragmentarias, con ocasión de alguna revuelta o sublevación,
es prácticamente todo con lo que, en la mayoría de los casos, se tiene
que contentar el historiador. Hace falta llegar hasta el siglo XII para hallar
esporádicamente en algún extraño laico metido a escribir, una información
un poco más abundante. Los mapas y los relatos nos permiten suplir en
cierta medida esta indigencia, pero, a pesar de todo, son muy raros en la
época de los orígenes. Hasta finales del siglo XI no comienzan a
proporcionar informaciones más abundantes. En cuanto a las fuentes de
origen urbano, me refiero a las escritas y compuestas por burgueses, no hay
ninguna anterior al final del siglo XII. En cualquier caso estamos obligados
a ignorar muchas cosas y a recurrir con demasiada frecuencia, en el
apasionante estudio del origen de las ciudades, a la comparación y la
hipótesis.
Los detalles de cómo se pueblas las ciudades se nos escapan.
No se sabe de qué manera se instalaron los primeros comerciantes, si en
medio o al lado de la población preexistente. Las ciudades, cuyos recintos
comprendían con frecuencia espacios vacíos ocupados por campos y
jardines, debieron proporcionarles inicialmente un lugar que pronto llegaría
a ser demasiado reducido. Es cierto que, desde el siglo X, en muchas de
ellas se les obligo a instalarse extramuros.
En asiento de la población en los burgos se debió a la misma
situación que el de las ciudades, pero se produjo en condiciones
bastantes distintas. En estos, efectivamente, falta espacio disponible para
los que llegaban. Los burgos eran únicamente fortalezas cuyas murallas
encerraban un perímetro extraordinariamente limitado, y por esta razón,
desde un principio, los comerciantes se vieron obligados a instalarse, por
la falta de sitio, en el exterior de ese perímetro.
Para designarle encontramos en Inglaterra y en los Países Bajos,
un término que responde admirablemente a su naturaleza: portus.
En el lenguaje administrativo del imperio romano se llamó portus,
no a un puerto marino, sino a un recinto ceremonial que sirve de almacén
para las mercancías de paso. La expresión pasó, sin transformarse apenas,
a las épocas merovingia y carolingia. Resulta fácil comprobar cómo todos
aquellos lugares a los que se aplica están situados en cursos fluviales y
todos tienen un telonio establecido.
No hay nada que demuestre con mayor claridad la estrecha
conexión que existe entre el renacimiento económico de la edad media y
los comienzos de la vida urbana. Están tan estrechamente emparentados
que la misma palabra que designa un establecimiento comercial ha
servido, en uno de los más importantes idiomas europeos, para designar
también el de la ciudad.
En el período agrícola y señorial de la Edad Media, todos estos
lugares se distinguieron por su riqueza y su influencia. Pero, alejados en
exceso de las grandes vías de comunicación, no fueron alcanzados por el
renacimiento económico, ni, si es que se puede decir de esta manera,
fecundadas por él. En medio del florecimiento que éste provocó,
permanecieron estériles como semillas arrojadas entre las piedras. Ninguna
de ellas se erigió, antes de la época moderna, por encima del rango de
una simple aldea semi-rural. Y no se necesita más para precisar el papel
jugado en la evolución urbana por las ciudades y los burgos. Adaptados
a un orden social muy distinto del qué vio crecer las ciudades, no
provocaron su aparición. No fueron, por hablar de alguna manera, sino los
puntos de cristalización de la actividad comercial. Esta no procede de
ellos, llega de fuera cuando las circunstancias favorables del
emplazamiento la hacen confluir allí.
Era imposible que fuera de otro modo en una sociedad a la que,
a pesar de los esfuerzos de los príncipes y de la Iglesia, la violencia y la
rapiña azotaban de manera permanente.
Antes de la disolución del imperio carolingio y de las invasiones
normandas, el poder real había conseguido bien que mal garantizar la
seguridad pública y parece que los portus de aquella época, o al menos
una gran mayoría, fueron lugares abiertos. Pero ya a mediados del siglo IX
no existe para la propiedad mobiliaria otra garantía que el refugio de las
murallas. Un texto del 845-846 indica claramente que las personas más
ricas y los escasos comerciantes que aún subsistían buscaron refugio en las
ciudades. El renacimiento comercial sobreexcitó de tal modo los ánimos de
los bandidos de todo tipo, que la imperiosa necesidad de protegerse
contra ellos se despertó en todas las zonas comerciales. Por la misma razón
que los mercaderes no se atrevían á viajar sin armas, convirtieron sus
residencias colectivas en plazas fuertes.
La necesidad de seguridad que tienen los mercaderes nos
explica, pues, el carácter esencial de fortaleza que muestran las ciudades
medievales. En aquella época no era posible concebir una ciudad sin
murallas: era un derecho, o empleando el modo de hablar de aquella
época, un privilegio que no falta a ninguna de ellas. También aquí la
heráldica es fiel reflejo de la realidad al encabezar los blasones de las
ciudades con una corona de muros.
Pero el recinto urbano no ha servido solamente para el emblema
de la ciudad, de él también proviene el nombre que se utilizó, y que
todavía hoy se utiliza, para designar la población. En efecto, por el hecho
de constituir un lugar fortificado, la ciudad se convertía en un burgo. El área
comercial, ya lo dijimos, era conocida, por oposición al viejo burgo
primitivo, con el nombre de nuevo burgo. Y de ahí les viene a sus habitantes,
desde comienzos del siglo XI (a más tardar, el nombre de burgueses
(burgenses).
¿Bajo qué apariencia conviene representarse a la burguesía
primitiva de las aglomeraciones comerciales? Es evidente que no se
componía exclusivamente de mercaderes viajeros como los que hemos
descrito en el capítulo precedente. Debía incluir, junto a éstos, a un número
más o menos considerable de individuos empleados en el desembarco y
transporte de mercancías, en el aparejo y aprovisionamiento de barcos,
en la confección de vehículos, toneles y cajas, en una palabra, de todos
aquellos accesorios indispensables para la práctica de los negocios. Esta
atría necesariamente hacia la naciente ciudad a las gentes de los
alrededores que buscaban trabajo. Se puede percibir claramente, desde
comienzos del siglo XI, una verdadera atracción de la población rural por
la población urbana. Cuanto más aumentaba la densidad de ésta, más
intensificaba la acción que ejercía a su alrededor. Para cubrir sus
necesidades cotidianas necesitaba no sólo una cantidad, sino una
variedad creciente de gentes con oficio. Los escasos artesanos de las
ciudades y de los burgos no podían evidentemente responder a las
exigencias cada vez mayores de los recién llegados. Por consiguiente, hizo
falta que vinieran de fuera los trabajadores de las profesiones más
indispensables: panaderos, cerveceros, carniceros, herreros, etc.
La burguesía, cuya doble actividad comercial e industrial
acabamos de esbozar, se encuentra desde el principio con múltiples
dificultades que sólo consigue superar con el tiempo. Nada estaba
preparado para recibirla en las ciudades y burgos donde se instala. Se la
debió considerar como causa de perturbación y se podría llegar a afirmar
que fue acogida por lo general con muestras de desagrado. En primer
lugar tuvo que llegar a un acuerdo con los propietarios del suelo, que eran
unas veces el obispo, otras un monasterio, un conde o un señor, y que
además de poseer la tierra eran los encargados de la justicia.
Si se atiende a la condición de las personas, la complejidad se
muestra aún mayor. El medio urbano en formación presenta, en este sentido,
todo tipo de contrastes y de matices. Nada más curioso que la naciente
burguesía. Los comerciantes, ya lo vimos más atrás, eran tratados
efectivamente como hombres libres.
Por otra parte, mientras que la burguesía nacía y adquiría fuerza
por su número, la nobleza retrocedía paulatinamente ante ella y le cedía
su puesto. Los caballeros, establecidos en el burgo o en la ciudad, no
tenían ninguna razón para permanecer allí desde que la importancia militar
de sus viejas fortalezas había desaparecido. Se puede percibir con mucha
claridad, al menos en el norte de Europa, cómo se retiran al campo y
abandonan las ciudades. Solamente en Italia y en el mediodía francés
continúan residiendo en ellas.
La situación del clero no se modificó sensiblemente por el flujo de
la burguesía a las ciudades y a los burgos. Si les produjo algunos
inconvenientes, también tuvo ventajas. Los obispos tuvieron que luchar
para mantener intactos, frente a los recién llegados, sus derechos jurídicos
y señoriales. Los monasterios y los capítulos se vieron obligados a permitir
que se construyeran casas en sus campos y sus «cultivos». A pesar de todo,
el régimen patriarcal y señorial al que estaba habituada la Iglesia se
encontró bruscamente enfrentado a reivindicaciones y necesidades
inesperadas que provocaron de inmediato un período de malestar y de
inseguridad.
EL SURGIMIENTO DE LA CIVILIZACIÓN OCCIDENTAL*
San Agustín vivió y trabajó en una edad de ruina y aflicción. Para el
materialista, nada puede ser más fútil que el espectáculo de san Agustín
ocupándose de la reconciliación de la Iglesia africana y de refutar la
herejía pelagiana, mientras que a su derredor la civilización caía en
pedazos. Pareciera como la actividad de una hormiga que continúa
trabajando mientras su vivienda está siendo destruida. Pero san Agustín
veía las cosas de otra manera. Para él, la ruina de la civilización y la
destrucción del Imperio no eran cosas muy importantes. Miraba más allá del
absurdo y sangriento caos de la historia, hacia el mundo de las realidades
eternas, del cual el mundo de los sentidos deriva toda la significación que
posee. Sus pensamientos estaban fijos no en la suerte de la ciudad de
Roma o de la ciudad de Hipona, ni en la lucha de romanos y bárbaros,
sino en aquellas otras ciudades que tienen sus cimientos en el cielo y en el
infierno, y en el combate entre “los poderosos del mundo tenebroso” y los
príncipes de la luz. Y, de hecho, aunque la era de san Agustín terminó en
ruina y aunque la Iglesia de África, en cuyo servicio gastó su vida, estaba
destinada a ser borrada completamente corno si nunca hubiera existido,
él estaba justificado en su fe. El espíritu de san Agustín continuó viviendo y
dando fruto mucho tiempo después de que el África cristiana había
dejado de existir; este espíritu entró en la tradición de la Iglesia occidental
y modeló el pensamiento de la cristiandad en Occidente de tal suerte que
nuestra civilización lleva la impronta de su genio. No importa lo mucho que
hayamos caminado desde el siglo V lo mucho que hayamos aprendido de
otros maestros, la obra de san Agustín continúa siendo una parte
inalienable del patrimonio espiritual de Occidente.
Fue san Agustín el primero en dar una orientación filosófica y teológica
más profunda al genio de la Iglesia occidental. No por nada él había sido
por años discípulo de los maniqueos, y su mente también había sido influida
por el neoplatonismo. Experimentaba la nostalgia del infinito que condujo
a muchos pensadores orientales a apartarse del mundo de la experiencia
y orientarse a la visión eterna del Ser trascendente. Sin embargo, era
* DAWSON, C. “Christianity and the rise of Western civilization” (Progress and Religion). Cap. VIII de
Historia de la cultura cristiana (FCE, México 1997), traducción castellana de Heberto Verduzco
Hernández .
también un latino, y su sentido latino de la realidad social e histórica lo
llevó a hacer justicia a los elementos sociales e históricos que están
implícitos en la tradición cristiana. Su ideal no era un nirvana impersonal,
sino la Ciudad de Dios, y vio el orden espiritual no como un principio
metafísico estático, sino como una fuerza dinámica que se manifiesta en la
sociedad humana. “Dos amores —dice— construyen dos ciudades. El amor
de uno mismo construye la ciudad de Babilonia hasta el menosprecio de
Dios, y el amor de Dios construye la ciudad de Jerusalén hasta el
menosprecio de uno mismo.”2 Toda la historia consiste en la evolución de
estos dos principios encarnados en las dos sociedades, “mezclados el uno
con el otro y moviéndose en todos los cambios del tiempo, desde el
principio de la raza humana hasta el fin del mundo”.3
Por consiguiente, el mundo presente no es un orden estático y
completo ni tampoco una mera apariencia ilusoria carente de significado.
Es el proceso de origen de una creación espiritual, la actividad seminal o
embrionaria de una nueva vida. Y el principio actuante en este proceso
es el Espíritu Divino que se manifiesta en el mundo: exteriormente, por el
orden sacramental de la Iglesia, e interiormente, en el alma, por la
operación de la voluntad espiritual. La insistencia de san Agustín en la
debilidad de la naturaleza humana y en la omnipotencia de la gracia
divina no implica una devaluación del aspecto ético de la vida. Por el
contrario, y aunque parezca paradójico, fue precisamente la importancia
que atribuyó a la voluntad moral lo que lo llevó a tener en menos su
libertad. La voluntad humana es el motor que Dios emplea para la creación
de un nuevo mundo.
Así, mientras el cristianismo en Oriente tendía a convenirse en un
misticismo especulativo encarnado en un sistema ritual —una mistagogía en
sentido técnico—, en Occidente, bajo la influencia de san Agustín, se
convirtió en una dinámica moral y en una fuerza social. Ritschl expresa con
fuerza esta distinción al comparar a san Agustín con el Pseudo-Areopagita.
Este último, dice, fue el fundador de una eclesiología ritual, en tanto que el
primero configuró una eclesiología de deberes morales al servicio del
cristianismo universal. Es cierto que puede fácilmente exagerarse este
2 San Agustín, De civitate Dei 3 Id., De catechizandis rudibus, n. 37.
aspecto del cristianismo occidental. San Agustín no fue por cierto un
“americanista”, que valorara la vida moral activa como un fin en sí misma.
Como cualquier oriental, Agustín comprendía perfectamente la supremacía
de lo trascendente y el ideal de la contemplación mística. Pero mientras
Oriente se concentraba en este aspecto de la religión con exclusión de
todo otro aspecto, el espíritu de la Iglesia occidental se expresaba en
aquellas palabras de san Martín en trance de muerte: ‘Domine si populo
tuo adhuc sum necessarius, non recuso laborem” [Señor, si todavía soy
necesario a tu pueblo, no rehúyo el trabajo].
Éste es el espíritu que animó a la Iglesia occidental en la era de
oscuridad y anarquía que siguió a la caída del Imperio. Así se puede
apreciar en la actividad del papado, representado principalmente por
san Gregorio, quien trabajó entre las ruinas de una civilización moribunda
para servir a la causa de la justica social y la humanidad. Esto se observa
en el monasticismo benedictino, que convirtió la tradición puramente
ascética de los monjes del desierto en una disciplinada institución social al
servicio de la Iglesia universal. [Y también al servicio de la cultura humana;
en efecto, el lema de los monjes benedictinos fue ora el labora (orar y
trabajar). T.]
Ambos poderes fueron las principales y casi únicas fuerzas sociales
constructivas en Europa occidental durante la Edad Oscura. Ellas fueron
las que reunieron a Inglaterra con la cristiandad y crearon un nuevo centro
de cultura cristiana y latina en el Norte. Y fueron los monjes sajones, tales
como Willibrod, Bonifacio y Alcuino, quienes, en estrecha alianza con el
papado, convirtieron a la Germania pagana, reformaron la Iglesia de los
francos y pusieron los cimientos de la cultura carolingia.
De ahí que la nueva civilización que comenzó a surgir lenta y
penosamente en la primitiva Edad Media fue en un sentido muy especial
una creación religiosa, pues de hecho estaba fundada en una unidad
eclesiástica y no política. Mientras que en Oriente la unidad imperial lo
incluía todo y la Iglesia era esencialmente la Iglesia del Imperio, en
Occidente la Iglesia fue una sociedad universal y el Estado era débil,
bárbaro y dividido. La única efectiva ciudadanía que le quedaba al
hombre común era la de su pertenencia a la Iglesia, y ello implicaba una
más honda y vasta fidelidad que su lealtad al Estado secular. Fue una
relación social fundamental que sobrepasó todas las diferencias de clase
y nacionalidad. La Iglesia fue un mundo en sí misma, con su propia cultura,
su propia organización y sus propias leyes. En la medida en que sobrevivió
la civilización, lo hizo dependiendo directamente de la Iglesia, ya fuera en
los grandes monasterios carolingios, tales como san Galo o Fulda, que
fueron los principales centros de vida económica y social, o en las
ciudades que dependían de los obispos y del elemento eclesiástico para
su existencia. El Estado, por otra parte, había quedado divorciado de la
ciudad y de la cultura cívica y había vuelto cada vez más a las tradiciones
guerreras de la aristocracia tribal bárbara.
La Europa medieval no poseyó una cultura material homogénea,
como la que encontramos, por ejemplo, en China o la India. Fue una
holgada federación de los más diversos tipos de raza y cultura bajo la
hegemonía de una común tradición religiosa y eclesiástica. Esto explica las
contradicciones y la falta de unidad de la cultura medieval, el contraste
de su crueldad y su caridad, su belleza y su fealdad, su vitalidad espiritual
y su barbarie material. El elemento de cultura superior no brotó naturalmente
de las tradiciones del organismo social, sino que vino de fuera como un
poder espiritual que debía remodelar y transformar el material social en el
cual intentaba encarnarse.
Y así, en los siglos Xl y XII, cuando empieza a reconstituirse socialmente
Europa occidental, el nuevo proceso se inspira en motivos religiosos,
derivados de la tradición de la sociedad espiritual. La Lucha de las
Investiduras y la supremacía internacional del papado reformado fueron los
signos visibles de la victoria del poder espiritual sobre los elementos
feudales y bárbaros de la sociedad europea. En todas partes la gente
tomó conciencia de que eran ciudadanos de la gran comunidad religiosa
de la cristiandad. Y esta ciudadanía espiritual fue el cimiento de la nueva
sociedad. Como miembros del Estado feudal, las personas estaban
separadas por incontables divisiones de lealtad y jurisdicción. Estaban
repartidas como ovejas con la tierra en la cual vivían, entre diversos
señoríos. Pero, como miembros de la Iglesia, se hallaban sobre terreno
común. “Delante de Cristo —escribe san Ivo de Chartres— no hay hombre
libre ni siervo, todos los que participan en los mismos sacramentos son
iguales.”
Y, de hecho, en esta época comienza a hacerse sentir en Europa un
nuevo espíritu democrático de fraternidad y cooperación social. En todos
los Estados y formas de vida, la gente se unía en asociaciones voluntarias
para fines sociales bajo auspicios religiosos. Los principales tipos de
asociación fueron tres: (i) el de la “paz jurada”, para el cumplimiento de la
“tregua de Dios” y la represión del bandidaje; (ii) la “confraternidad del
camino”, a la que ingresaban los mercaderes y peregrinos para protección
mutua; y (iii) la unión local para fines caritativos y sociales bajo el patronato
de algún santo popular. De estos orígenes surgió el gran movimiento de
actividad comunal que transformó la vida social de la Europa medieval. La
vida social ya no estuvo basada exclusivamente en el servicio militar y la
subordinación feudal, sino que consistió en un vasto complejo de
organismos sociales, una federación de instituciones sociales, realizando
cada cual una actividad independiente, y haciendo de esta forma su
contribución al bien común. El mismo reino nacional era concebido como
una federación de órdenes diferentes, cada cual con su función social
propia; éstos eran los estados del reino.
La misma tendencia se advierte en la esfera eclesiástica. La
socialización del monasticismo al servicio de la Iglesia universal que había
comenzado por los benedictinos fue llevada adelante en el nuevo
período. La reforma de la Iglesia en el siglo XI fue en gran medida un
movimiento monástico, en el cual por primera vez los monjes, impelidos por
la fuerza de sus propios ideales, dejaron la paz del claustro y se lanzaron
a una lucha semipolítica. En la siguiente centuria, la vida de san Bernardo
muestra cómo los más estrictos ideales del ascetismo monástico no eran
incompatibles con una actividad social, la cual comprendió todos los
aspectos de la vida internacional de la cristiandad. De ahora en adelante
el monasterio ya no será una comunidad encerrada en sí misma y sin
relaciones con el mundo exterior, sino que forma parte de una unidad más
vasta, la Orden, la cual a su vez es un órgano de la Iglesia universal. Y el
nuevo ideal encuentra todavía una expresión más completa en las órdenes
mendicantes, surgidas en el siglo XIII, tales como los franciscanos y los
dominicos. Aquí, el ideal del servicio remplaza el antiguo objetivo del retiro
total del mundo. Los frailes no están ligados ya a la rígida uniformidad de
la vida claustral, sino que son libres de ir a cualquier parte y hacer cualquier
cosa que requieran las necesidades de la Iglesia; ellos responden a las
necesidades de la nueva vida cívica, con su actividad comunal,
justamente como hizo la abadía territorial fija con las necesidades del
antiguo Estado feudal agrario.
Así, para el siglo XIII la cristiandad se había organizado como una
vasta unidad internacional fundada más bien sobre una base eclesiástica
que sobre una base política. Más aún, esta unidad no estuvo confinada a
asuntos puramente religiosos, pues abarcó todo el ámbito de la vida
social. Toda la educación y la cultura literaria, todo el arte, todo asunto
de bienestar social, como la ayuda a los pobres y el cuidado de los
enfermos, caía dentro de la esfera de influencia de la Iglesia. Ella ejerció
ascendiente directo en la guerra y en la política, ya que el papado era el
árbitro supremo en cualquier asunto en el cual estuvieran en juego los
intereses de la religión o la justicia, y podía lanzar los ejércitos de la
cristiandad en una cruzada contra los enemigos de la fe o contra aquellos
que no respetaran los derechos de la Iglesia.
Pareciera que Europa estaba destinada a convertirse en un Estado-
Iglesia teocrático, semejante al Islam, con el papa como comandante
supremo de los fieles. Y, en verdad, hubo un gran riesgo de que la Iglesia
lograra dominar al Estado; esto la habría secularizado por el crecimiento
de la riqueza y del poder político, hasta llegar a ser más un cuerpo legal
que una organización espiritual. Este peligro, sin embargo, fue
contrarrestado por la renovación espiritual que acompañó el renacimiento
social e intelectual del siglo XII. La dinámica energía moral de la tradición
agustiniana continuó caracterizando al catolicismo occidental, y encontró
su expresión en un nuevo tipo de piedad más personal. La humanidad de
Cristo devino el centro de la vida religiosa en un sentido que nunca antes
había tenido. En lugar de la severa figura del Cristo bizantino entronizado
en tremenda majestad como juez y señor de los hombres, aparece la figura
del Salvador en su debilidad y pasibilidad humanas.
Este intento de entrar en una estrecha relación con la divina
humanidad de Cristo da origen a una suerte de realismo religioso muy
diferente de la abstracta piedad teológica del tipo patrístico y bizantino,
según podemos ver ya en los escritos de san Bernardo, pero donde halla
su más pleno desarrollo es en la vida y enseñanza de san Francisco de
Asís. El ideal de Francisco es revivir en la experiencia de la vida cotidiana
la vida de Cristo. Ya no debe haber una separación entre fe y vida, entre
lo espiritual y lo material, puesto que ambos mundos han de fusionarse en
la realidad viviente de la experiencia práctica. Y así también, el ascetismo
de san Francisco ya no implica rechazar el mundo natural y apartar la
mente del orden creado para dirigirla al Absoluto. La regla de pobreza es
un medio de liberación, no un movimiento de negación; la pobreza
reconduce a la comunión con la creación de Dios, la cual se había
perdido o viciado por el egoísmo.
Los poderes de la naturaleza, que en un principio habían sido
divinizados y hechos objeto de culto, y después rechazados cuando el
hombre comprendió la trascendencia de lo espiritual, ahora son traídos al
mundo de la religión, y, en su admirable Cántico del Hermano Sol, san
Francisco canta las alabanzas de la Madre Tierra, la que produce frutos,
la que nos guarda y sostiene; del Hermano Fuego, el cual es “hermoso y
alegre, fuerte y poderoso”; y de todas las demás santas creaturas de Dios.
Así, la actitud franciscana hacia la naturaleza y la vida humana señala un
punto esencial en la historia religiosa de Occidente. Marca el fin de un
largo período durante el cual la naturaleza humana y el mundo físico
habían sido empequeñecidos e inmovilizados por la sombra de la
eternidad, y al mismo tiempo señala el comienzo de una nueva era de
humanismo e interés por la naturaleza. Su importancia, como ha notado K.
Burdach, no se limita al campo religioso, sino que pesa significativamente
en todo el desarrollo de la cultura europea. Su influencia se puede ver, por
una parte, en el nuevo arte de la Italia de los siglos XIII y XIV, el cual
contiene ya los gérmenes del Renacimiento, y, por otra, en los movimientos
sociales del siglo XIV, en los que por vez primera los sectores más pobres y
oprimidos de la sociedad medieval afirmaron sus demandas de justicia.
Pero es en el ámbito del pensamiento donde la nueva comprensión
de la realidad y del valor de lo humano y de todo el orden de la
naturaleza tuvieron sus resultados más importantes. La gran síntesis
intelectual del siglo XIII ha sido considerada frecuentemente como el triunfo
del dogmatismo teológico. Pero, en realidad, fue la afirmación de los
derechos de la razón humana y la fundamentación de la ciencia europea.
Como ha dicho Harnack, “el escolasticismo no es otra cosa que
pensamiento científico”, y su debilidad en la esfera de la ciencia natural se
4 Y agrega lo siguiente: “La ciencia de la Edad Media ofrece una prueba práctica de ardiente
diligencia en el pensar, y exhibe un gran interés en someter al pensamiento todo lo que es real y valioso;
en ninguna otra edad encontramos algo semejante” (Dogmengeschichte, vol. VI, p. 25).
debe simplemente a que no había aún un cuerpo de hechos observados
sobre los cuales dicho pensamiento pudiera ser ejercido.4 La ciencia grie-
ga, contenida en los escritos de Aristóteles, representaba un nivel de logro
científico mucho más alto que cualquier otro que hubiera podido ser
alcanzado por el mundo medieval dejado a sus solos recursos, y en
consecuencia fue tomada en bloque por el movimiento escolástico. Con
todo, no es un logro desdeñable el haber puesto ese caudal de conoci-
miento en relación vital con la cultura medieval. La ciencia griega
perteneció al mundo griego, y no es cosa fácil trasplantarla en otro mundo
regido por un ritmo vital diferente e inspirado por principios religiosos y
morales distintos.
En Occidente, las relaciones entre religión y filosofía fueron diferentes
porque la primera se fundaba en una revelación más bien histórica que
metafísica. Las provincias de la fe y la razón no coincidían, mas no eran
contradictorias, sino más bien complementarias. Cada una tenía su razón
de ser y su propia esfera de actividad. Contra las religiones orientales del
ser absoluto y del espíritu puro, con su tendencia a negar la realidad y el
valor del mundo material, el cristianismo ha sostenido con firmeza la
dignidad del ser humano y el valor del componente material de la
naturaleza humana.
Hasta aquí, sin embargo, el pensamiento cristiano no había
comprendido plenamente el alcance de esta doctrina. El predominio de
los influjos orientales lo había llevado a concentrarse en el aspecto
espiritual de la naturaleza humana; su ideal era “ir más allá de las cosas
sensibles para llegar a unirse a la realidad divina e inteligible por el poder
de la inteligencia”5. Fue obra de la nueva filosofía, representada
principalmente por santo Tomás, romper por primera vez con la antigua
tradición del exagerado espiritualismo oriental y del idealismo neo-
platónico y reinstalar al hombre en el orden de la naturaleza. El enseñó
que la inteligencia humana no es la de un espíritu puro, sino que es
consustancial con la materia, y encuentra su actividad natural en la esfera
de lo sensible y lo particular.
5 San Atanasio, Contra Gentes, II.
Por consiguiente, el hombre no puede lograr en esta vida la intuición
directa de la verdad y de la realidad espiritual. Debe construir lenta y
penosamente un mundo inteligible a partir de los datos sensoriales,
ordenados y sistematizados por la ciencia, hasta que finalmente el orden
inteligible que es inherente a las cosas creadas sea abstraído de la
envoltura material y contemplada en su relación con el Ser absoluto por la
luz de la inteligencia superior.
El hombre, considerado desde este punto de vista, se halla tan bajo
en la escala de la creación, tan profundamente hundido en la animalidad,
que apenas puede merecer el título de ente intelectual. Aun la actividad
racional, de la cual está tan orgulloso, es una forma de entendimiento
característicamente animal que únicamente puede darse en donde la
inteligencia superior se encuentra velada e impedida por las condiciones
de espacio y tiempo6. Por otra parte, el hombre ocupa una posición única
en el universo precisamente porque él es la más baja de todas las
naturalezas espirituales. Él señala el punto en donde el mundo espiritual
toca el mundo de los sentidos, y es por él y en él como la creación material
alcanza la inteligibilidad y se vuelve luminosa y espiritualizada.
Con todo, es obvio que santo Tomás y los hombres de su generación
no tuvieron idea de la vastedad y complejidad del problema que apenas
atisbaron. Su síntesis fue considerada como completa y final, ya que no
pudieron prever que el avance del conocimiento científico conduciría a la
reconstrucción de la física aristotélica. Tan pronto como la mente europea
empezó a explotar la riqueza y el poder que se contienen en el mundo
natural, comenzó a distanciarse del intelectualismo tomista para orientarse
hacia un modelo de conocimiento puramente racional y empírico. La última
etapa de la Edad Media experimentó, en cada sector de la vida social,
una reacción respecto del idealismo de la antigua cultura religiosa. En
filosofía triunfaban el nominalismo y el criticismo; en el arte, el realismo tomó
el lugar del simbolismo abstracto. En la vida política y social se estaba
desgarrando la unidad de la cristiandad por la creciente fuerza del
nacionalismo y de la cultura secular. Los nuevos pueblos de Occidente, en
la altivez y el vigor de su juventud, se preparaban para emanciparse de la
tutela eclesiástica y construir una vida cultural independiente y propia.
6 Santo Tomás, en Comentarium in Sententias, I, Dist. III, Quaest. IV, art. 1, dice: “ratio nihil est nisi natura
intellectualis adumbrata” (la razón no es otra cosa que la naturaleza intelectual ensombrecida). Y en I
Dist. XXV, Quaest. I, art. 1, dice: “rationale est differentia animalis, et Deo non convenit nec Angelis” (lo
racional es una diferencia que se da en los animales, y no se da en Dios ni en los ángeles).
LA SITUACIÓN INTELECTUAL DE LA EDAD MEDIA*
Después de la muerte de San Agustín (430), las invasiones bárbaras
alteran la constitución del mundo antiguo. Mientras en Oriente el Imperio
bizantino va a conservar su independencia durante un milenio más, y se va
a continuar una vida intelectual dominada por la tradición griega, pero
desligada del resto de Europa, en Occidente la gran unidad del Imperio
queda sustituida por una fragmentación de pequeños Estados bárbaros,
en fricción constante con las poblaciones romanizadas, y se produce una
rápida decadencia de la cultura clásica grecorromana. Uno de los
factores que actúan de un modo más eficaz en esta decadencia es el
aislamiento: mientras el Imperio romano establecía una unidad en todo el
mundo mediterráneo, y el haber de la cultura antigua era en principio
accesible a todos sus habitantes, es decir, era un bien común, las
invasiones dejan reducido el repertorio de escritos y de hombres doctos
que un hombre puede conocer al de los que se encuentran en el territorio
sometido a una autoridad única. Este aislamiento provoca rápidamente la
pérdida del griego, conservándose sólo en algunos conventos aislados,
sobre todo en Irlanda; prácticamente, la Edad Media occidental ignora el
griego hasta el siglo XIII: graecum est, non legitur. Sólo en tiempos de
Roberto Grosseteste y Guillermo de Moerbebe se intensificarán los estudios
helénicos, que habrán de florecer ampliamente en el Renacimiento.
La inseguridad de la vida pública, la urgencia de reorganización de
los diversos países, son obstáculos para la vida intelectual. La Filosofía
queda reducida a una labor de conservación y recopilación, sin
producciones originales. A esto se añaden las invasiones árabes, desde el
siglo VII y comienzos del VIII. Los árabes ocupan rápidamente toda la costa
mediterránea africana, Sicilia, casi toda España, y penetran
transitoriamente en Francia. Ante todo, grandes zonas que integraban la
cristiandad y la esfera de la romanización quedan islamizadas. Toda el
África del Norte, de tan larga tradición latina y cristiana, origen de un
reciente esplendor intelectual que culminó en San Agustín, se pierde para
la Iglesia y para Europa; gran parte de España corre la misma suerte. Pero
además hay que tener en cuenta una consecuencia de otro tipo: la
eliminación del Mediterráneo. Toda la vida antigua había transcurrido en
sus riberas; la navegación por este mar había sido el vínculo de enlace
entre los distintos pueblos; el Mediterráneo era la gran ágora líquida en
que conversaban y cambiaban ideas los hombres antiguos. Pues bien, las
invasiones musulmanas cierran el Mediterráneo; gran parte de él es
totalmente inaccesible a los europeos cristianos; la navegación, aun sin
tocar países musulmanes, es difícil y arriesgada; lo que antes unía, ahora
aísla. Esto determina el hecho histórico de que la cultura medieval va
dejando de ser mediterránea para ser europea; y comienza a desplazarse
el centro de gravedad hacia el Norte: durante casi toda la Edad Media,
las ciudades capitales del mundo cristiano no serán Atenas, Alejandría o
Roma, sino Oxford, Colonia y, sobre todo, París.
Lentamente se va reconstituyendo una unidad en Europa; a medida
que las mezclas de razas se van estabilizando y se logra una nueva
estructura política —el feudalismo en dinámica oposición con el principio
monárquico apoyado en las ciudades— que sustituye a la del Imperio
romano, se van creando nuevas relaciones entre los distintos pueblos
europeos. Pero esta nueva unidad no es política, sino espiritual: es la
unidad de la cristiandad. Lo temporal sigue profundamente dividido; pero
el Imperio —autoridad casi espiritual, fundada en pretensiones de prestigio
y tradición, más que en la fuerza efectiva— y, sobre todo, el Pontificado,
crean una conexión de distinta índole entre los diferentes elementos
medievales.
Esto hace que en la Edad Media haya un mundo cristiano. Repárese
bien en que esto no quiere decir que todos los hombres medievales lo
fuesen, ni mucho menos. Cabe que en un mundo cristiano muchos individuos
no lo sean; y a la inversa, que la casi totalidad de los hombres sean
cristianos en un momento de la Historia y, sin embargo, no lo sea su mundo.
La realidad social de la Edad Media europea está definida por el
Cristianismo, pese a las posibles opiniones discrepantes de cuantos
individuos se quiera. Basta con recordar la situación histórica del
emperador Federico II y su corte, dentro del complejo social de la Edad
Media.
Esta situación condiciona la suerte de la filosofía medieval. El
Cristianismo es su supuesto primario, y de ahí su peculiar relación con la
Teología. Lo que aquí nos interesa es precisar la conexión histórica en que
Filosofía y Teología se encuentran durante la Edad Media, de facto; no
investigar las relaciones ideales que posteriormente se han establecido de
modo teórico. La Filosofía y la Teología no se dan aisladas en la Edad
Media. La llamada filosofía escolástica es algo que no ha existido en la
época medieval, sino sólo mucho después, como resultado de una
elaboración deliberada y en función de circunstancias completamente
distintas. La forma en que se presenta —salvo contadas excepciones— el
pensamiento medieval es la Escolástica, dentro de la cual se encuentran,
como ingredientes inseparables, la Filosofía y la Teología. Se trata de
lograr una comprensión racional del contenido de la fe. Este esfuerzo
queda expresado inmejorablemente en el lema agustiniano que adopta
San Anselmo: fides quaerens intellectum, y que conduce a— una actividad
teológica, en principio. Pero ocurre que el manejo intelectual de los
dogmas obliga constantemente a abandonar el ámbito de la Teología,
en dos sentidos distintos en primer lugar, para lograr un método intelectual
eficaz y válido, una técnica del ejercicio de la razón; esta exigencia
metódica no tiene en sí misma ninguna relación con la Teología, sino que
obliga a una investigación independiente acerca de la estructura de la
razón y del comportamiento de los objetos que han de conocerse; de ahí
el enorme desarrollo de la lógica en la Edad Media y la porción
importantísima que ocupa en ella el estudio del raciocinio; en segundo
lugar, el intento de comprender racionalmente los dogmas no puede
realizarse más que mediante el análisis de conceptos que tienen su sentido
también fuera de la cuestión concreta que en cada momento se plantea;
por ejemplo, si se quiere comprender —al menos hasta cierto punto— la
Eucaristía, si se quiere penetrar su sentido inteligible y así acotar su reducto
misterioso, hay que echar mano de conceptos como el de
transubstanciación, que remite a la noción filosófica —aristotélica, por
cierto— de substancia. Sería quimérico estudiar la Eucaristía sin salir de esta
cuestión. Sólo una comprensión general —por tanto, independiente y
puramente filosófica— de lo que es substancia podrá ser el punto de
partida de una interpretación teológica de la Eucaristía. De un modo
análogo, las especulaciones trinitarias exigen una investigación del
concepto de persona, de índole filosófica; hasta el punto de que cuando
la filosofía actual ha querido estudiar la realidad humana, lo más agudo
que ha hallado en el pasado filosófico han sido los conceptos elaborados
por los teólogos para precisar la noción de persona. Y otro tanto ocurre
con las demás cuestiones.
La situación de que parte, por consiguiente, la filosofía de la Edad
Media, está determinada por su vinculación a los problemas teológicos,
con ocasión de los cuales plantea los suyos propios; y como la Filosofía no
puede tomarse por sus meros resultados o tesis, aparte de la circunstancia
en que surge, la filosofía medieval es inseparable de la Teología, si bien
rigurosamente distinta de ella; y por esto también es una abstracción el
concepto de filosofía escolástica, que no responde en modo alguno a la
realidad histórica del pensamiento medieval.
Pero es menester tener en cuenta otro elemento. La situación que
acabo de caracterizar no es privativa del cristianismo. Mutatis mutandis,
reaparece de un modo análogo en las otras dos religiones monoteístas
existentes en la Europa medieval: el judaísmo y el islamismo. Con un
desarrollo inferior, pero con un papel insustituible, se originan, en Oriente y
en España, dos escolásticas no cristianas, de estructura intelectual
parecida y que actúan intensamente sobre el pensamiento cristiano. No se
trata de una creación original de los pueblos semíticos; el pensamiento
teológico y filosófico de los árabes y judíos, en Siria, en Persia o en España,
se nutre principalmente de la filosofía griega, sobre todo de los
neoplatónicos —Plotino, Jámblico, más aún Porfirio y Proclo—, de los
estoicos y después de Aristóteles. El conocimiento del aristotelismo antes
que los cristianos hizo que la Escolástica árabe alcanzase su plenitud antes
que la cristiana, pero después del siglo XII decayó, mientras que la filosofía
occidental ha tenido un desarrollo ulterior pujante.
Todavía es menester añadir un carácter distintivo más de filosofía de
la Edad Media. La Escolástica —de ahí su nombre— fue el resultado de
una labor colectiva, realizada en las escuelas monacales, catedralicias o
reales, y en su ampliación universitaria desde el siglo XIII. La comunidad de
supuestos, la unidad de propósito —el esclarecimiento intelectual de los
dogmas—, la forma docente de transmisión, dieron a la filosofía medieval
un perfil característico. Aparece mucho menos subrayada en ella que en la
antigua y en la moderna el sentido de la originalidad; las diferencias entre
los diversos pensadores son menos acentuadas, su evolución es más lenta
y uniforme. Por otra parte, la tendencia cumulativa y tradicional predomina
sobre la actitud polémica e inventiva. Como consecuencia de esto, la
filosofía de la Edad Media está menos expuesta a la irrupción de
«ocurrencias» que alteren bruscamente su perfil e introduzcan en ella la
desorientación; en cambio, la amenaza más fácilmente el riesgo de
anquilosarse y repetirse estérilmente, o bien de convertirse en mera fórmula;
el extremado logicismo de la Escolástica intensificó, en efecto, este peligro,
que provocó su decadencia desde mediados del siglo XIV.
Hay que señalar, por último, otra nota —por cierto, de las más
importantes— de la filosofía medieval. El hecho de que no ha surgido
directamente —salvo contados momentos— de la conciencia del
problematismo filosófico, sino que ha partido de un repertorio de
cuestiones teológicas y tesis dogmáticas previas, ha solido privarla de
inmediatez, de contacto próximo con la nuda realidad como tal, sin
interposición de teorías o de nociones conceptuales. Esto se intensifica en
el siglo XIII: la incorporación del aristotelismo ocurre cuando la filosofía de
los cristianos tiene todavía un desarrollo dialéctico limitado e inseguro; la
superioridad de la filosofía de Aristóteles como teoría, como construcción
intelectual, era absoluta. Los escolásticos del siglo XIII tuvieron la impresión
de que el aristotelismo era, sin más, la Filosofía, la verdad racional, aunque
le faltase la iluminación de la fe revelada; por esto llamaron a Aristóteles el
Filósofo, sin otra restricción. Y así el aristotelismo se convierte para ellos en
la primera instancia, en el primer objeto con que la inteligencia se enfrenta,
en lugar de operar directamente con la realidad. La investigación de los
problemas carece casi siempre de inmediatez: es, por lo pronto, una
discusión con Aristóteles, para aceptarlo, corregirlo o trasponerlo a los
nuevos intereses escolásticos. En todo caso, se recibe de manos suyas el
planteamiento de las cuestiones, y esto hace que esta fase de la Filosofía
quede aquejada de cierta dependencia.
Y ésta es una de las razones de que la filosofía más penetrada de
agustinismo y la corriente franciscana, más apegada a la tradición cristiana
anterior siglo XIII, hayan tenido un influjo más intenso y fecundo en la filosofía
posterior, y todavía hoy encierren promesas de excepcional fertilidad
intelectual.
SAN AGUSTÍN
Aurelio Agustín nació en el 3 5 4 en Tagaste, población de la Numidia, en
el África. Su padre, Patricio, era un pequeño propietario rural, vinculado
todavía con el paganismo (se convirtió sólo al final de su vida). Mónica, su
madre, era por lo contrario una fervorosa cristiana. Después de haber
asistido a escuelas en Tagaste y en la cercana Madaura, se trasladó a
Cartago, gracias a la ayuda económica de un amigo de su padre, para
llevar a cabo los estudios de retórica (370/371). Su formación cultural se
realizó exclusivamente en lengua latina y basándose en autores latinos
(sólo se aproximó de modo superficial al griego y sin ningún entusiasmo).
Durante mucho tiempo, Cicerón fue para él un modelo y un punto de
referencia esencial. En la época de Agustín, el retórico ya había perdido
su antigua función, que era de carácter político y civil, como ya sabemos
(cf. p. 80 y 82) convirtiéndose esencialmente en un maestro. Así, Agustín
primero enseñó en Tagaste (374) y luego en Cartago (375-383). No
obstante, la indisciplina de los estudiantes cartagineses le indujo a
trasladarse a Roma en el 384. Desde aquí, en ese mismo año, viajó a Milán,
donde desempeñó el cargo de profesor oficial de retórica de la ciudad.
Agustín había llegado a Milán gracias al apoyo de los maniqueos7, de los
que durante cierto tiempo fue seguidor. En Milán, sin embargo, entre el 384
y el 386 y a través de un profundo esfuerzo espiritual maduró su conversión
al cristianismo.
Por consiguiente, Agustín renunció al cargo de profesor oficial y se retiró a
Casiciaco (en Brianza), a una casa de campo donde vivió junto con un
grupo de amigos, su madre Mónica, su hermano y su hijo Adeodato.
En el 387 Agustín fue bautizado por el obispo Ambrosio —que había
desempeñado un papel relevante, si bien indirecto, en su conversión— y
abandonó Milán para regresar al Africa. En el camino de vuelta, en Ostia,
falleció su madre, Mónica. Agustín no logró llegar al África hasta el 388,
porque Máximo había usurpado el poder en aquel país, y el viaje se había
vuelto peligroso. Mientras esperaba, permaneció casi un año en Roma.
REALE, G y ANTISERI, D. Historia Del Pensamiento Filosófico Y Científico Tomo I, EDITORIAL HERDER,
Barcelona, 1995,
Cuando finalmente regresó a Tagaste, vendió los bienes paternos y fundó
una comunidad religiosa, adquiriendo muy pronto una gran notoriedad por
la santidad de su vida. En el 391, hallándose en Hipona, fue ordenado
sacerdote por el obispo Valerio, debido a las presiones de los fieles.
Ayudó a Valerio en Hipona, sobre todo en la predicación, y fundó un
monasterio, donde se reunieron viejos y fieles amigos, a los que se
agregaron nuevos seguidores. En el 395 fue consagrado obispo, y a partir
del año siguiente, cuando falleció Valerio, Agustín se convirtió en obispo
titular.
En la pequeña ciudad de Hipona entabló grandes batallas contra
cismáticos y herejes, y escribió sus libros más importantes. Desde aquella
localidad africana, con su pensamiento y con su tenaz labor, provocó un
giro decisivo en la historia de la Iglesia y del pensamiento occidental. Murió
en el 430, durante un asedio de los vándalos a la ciudad.
Fue el filósofo máximo de la época patrística y, sin ninguna duda, el
teólogo más importante e influyente de la Iglesia en general. Su influjo no
sólo se extiende al terreno de la filosofía, la dogmática, la teología moral
o la mística, sino también a la vida social y de caridad, a la política
eclesiástica, al derecho público; en una palabra, fue el gran artífice de la
cultura occidental en la edad media.
El filosofar en la fe
El supuesto básico del pensamiento agustiniano es la conversión. Sólo en
la conversión se transforma la fe en certidumbre no necesitada de nada,
que no puede ser comunicada mediante una doctrina, sino que viene
concedida como un don de Dios. Quien no haya experimentado por sí
mismo la conversión hallará siempre algo de extraño en todo pensamiento
que se fundamente sobre ella.
En este avance del filosofar, desde el autónomo hasta el creyente cristiano,
parece que se trata del mismo filosofar. ¿Se trata, entonces, de una forma
de fideísmo? No. Agustín se encuentra muy lejos del fideísmo, que siempre
representa una forma de irracionalismo.
7 El maniqueísmo: Religión herética fundada por el persa Manes en el siglo m, implicaba 1) un profundo
racionalismo; 2) un notable materialismo; 3) un dualismo radical en la concepción del bien y del mal,
entendidos como principios no sólo morales sino también ontológicos y cósmicos.
La fe no substituye a la inteligencia y tampoco la elimina; al contrario, como
ya hemos dicho previamente, la fe estimula y promueve la inteligencia. La
fe es un modo de pensar asintiendo; por esto, si no hubiese pensamiento,
no existiría la fe. Y de manera análoga, por su parte la inteligencia no
elimina la fe, sino que la refuerza y, en cierto modo, la aclara. En definitiva»
fe y razón son complementarias.
Por otra parte, no puede decirse que ni siquiera la autoridad se halle
desprovista de un fundamento racional, que permita considerar en quién
se deposita la fe; los motivos de asentimiento a la autoridad son más
evidentes que nunca cuando ésta ratifica una verdad inobjetable incluso
para la razón.»
El descubrimiento de la persona y la metafísica de la interioridad
«Y pensar que los hombres admiran las cumbres de las montañas, las vastas
aguas de los mares, las anchas corrientes de los ríos, la extensión del
océano, los giros de los astros; pero se abandonan a sí mismos» El
verdadero y gran problema no es el del cosmos, sino el del hombre. El
verdadero misterio no reside en el mundo, sino que lo somos nosotros, para
nosotros mismos: «¡Qué misterio tan profundo que es el hombre! Pero tú,
Señor, conoces hasta el número de sus cabellos, que no disminuye sin que
tú lo permitas. Y sin embargo, resulta más fácil contar sus cabellos que los
afectos y los movimientos de su corazón.»
Agustín, empero, no plantea el problema del hombre en abstracto, el
problema de la esencia del hombre en general. En cambio, plantea el
problema más concreto del «yo», del hombre como individuo irrepetible,
como persona, como individuo autónomo, podríamos decir utilizando una
terminología posterior. En este sentido, el problema de su «yo» y de su
persona se convierten en paradigmáticos: «yo mismo me había convertido
en un gran problema para mí», «no comprendo todo lo que soy». Agustín,
como persona, se transforma en protagonista de su filosofía: observador y
observado.
Agustín habla continuamente de sí mismo y las Confesiones constituyen
precisamente su obra maestra. En ellas no sólo habla con amplitud de sus
padres, su patria, las personas queridas para él, sino que saca a la luz
hasta los lugares más recónditos de su ánimo y las tensiones más íntimas de
su voluntad. Es precisamente en las tensiones y en los desgarramientos más
íntimos de su voluntad, enfrentada con la voluntad de Dios, donde Agustín
descubre el «yo», la personalidad, en un sentido inédito: «Cuando me
hallaba deliberando sobre el servir sin más al Señor mi Dios, como había
decidido hacía un instante, era yo quien quería, y era yo quien no quería:
era precisamente yo el que ni quería del todo, ni lo rechazaba del todo.
Porque luchaba conmigo mismo y yo mismo me atormentaba.»
En realidad, Agustín apela todavía a fórmulas griegas para definir al
hombre y, en particular, a aquella fórmula de origen socrático, que el
Alcibíades de Platón hizo famosa, según la cual el hombre es un alma que
se sirve de un cuerpo. La novedad reside, en especial, en el hecho de que
para Agustín el hombre interior es imagen de Dios y de la Trinidad. Y la
problemática de la Trinidad —que se centra sobre las tres personas y sobre
su unidad substancial y, por lo tanto, sobre la específica temática de la
persona— iba a cambiar de modo radical la concepción del «yo», el cual,
en la medida en que refleja las tres personas de la Trinidad y su unidad, se
convierte él mismo en persona. Agustín encuentra en el hombre toda una
serie de tríadas, que reflejan la Trinidad de modos diversos. He aquí uno
de los textos más significativos al respecto, perteneciente a la Ciudad de
Dios: Aunque no iguales a Dios, sino más bien infinitamente distantes de Él,
pero puesto que entre sus obras somos la que más se acerca a su
naturaleza, reconocemos en nosotros mismos la imagen de Dios, es decir,
de la Santísima Trinidad; imagen que aún debe perfeccionarse, con objeto
de que cada vez se le acerque más. En efecto, nosotros existimos, sabemos
que existimos y amamos nuestro ser y nuestro conocimiento. En tales cosas
no nos perturba ninguna sombra de falsedad. No son como las que existen
fuera de nosotros y que conocemos por alguno de los sentidos del cuerpo,
como sucede al ver los colores, oír los sonidos, aspirar los aromas, gustar
los sabores, tocar las cosas duras y blandas, cuyas imágenes esculpimos
en nuestras mentes y por medio de las cuales nos vemos impulsados a
desearlas.
La verdad y la iluminación
La noción de «verdad» actúa como eje de esta temática alma-Dios, y a
dicha noción Agustín añade una serie de otros conceptos fundamentales.
Un pasaje de La verdadera religión, que se ha hecho muy famoso, ilustra a
la perfección esta función del concepto de verdad: No busques fuera de
ti...; entra en ti mismo; la verdad se encuentra en el interior del alma humana;
y si hallas que tu naturaleza es mudable, trasciéndete también a ti mismo.
Ten en cuenta, empero, que al trascenderte tú mismo, trasciendes el alma
que razona, de modo que el término de la trascendencia debe ser el
principio donde se enciende la luz misma del raciocinio. En efecto, ¿A
donde llega un buen razonador, si no es a la verdad? La verdad no es
algo que se construya poco a poco, a medida que avanza el
razonamiento; constituye, en cambio, un término prefijado, una meta en la
que uno se detiene después de haber razonado.
En ese punto, un perfecto acuerdo final sirve de conclusión a todo;
converge con él. Persuádete de que tú no eres la verdad: ésta no se busca
á sí misma; eres tú, algo distinto de ella, el que la busca —con el afecto del
alma, por supuesto, y no en el espacio sensible—: cuando ha llegado a
ella, el hombre interior se une con su propio huésped interno en un
transporte de felicidad suprema y espiritual...
Veamos con más detenimiento cómo llega el hombre a la verdad. La
argumentación más conocida es la que aparece en el pasaje citado en
el parágrafo precedente, que Agustín presenta a través de múltiples y
diversas formulaciones.
Pero la sensación sólo es el primer escalón de la conciencia. En efecto, el
alma muestra su espontaneidad y su autonomía con respecto a las cosas
corpóreas, dado que las juzga con la razón, y las juzga basándose en
criterios que contienen un plus en relación con los objetos corpóreos.
Éstos son mudables e imperfectos, mientras que los criterios de acuerdo con
los que el alma juzga con inmutables y perfectos. Esto se hace
especialmente evidente cuando juzgamos los objetos sensibles en función
de conceptos matemáticos o geométricos, o estéticos, o bien cuando
juzgamos las acciones en función de parámetros éticos.
Surge entonces el problema acerca de dónde llegan al alma estos criterios
de conocimiento con los que juzga las cosas y que son superiores a las
cosas.
Por tanto es preciso concluir que por encima de nuestra mente hay una Ley
que se llama Verdad, y no hay duda de que existe una naturaleza
inmutable, superior al alma humana.
El intelecto humano, en consecuencia, se encuentra con la verdad en
cuanto objeto superior a él, y juzga a través de ella, pero es asimismo
juzgado por ella. La verdad es la medida de todas las cosas y el intelecto
mismo es medido con respecto a ella.
Agustín escribe en la Trinidad: «Es necesario considerar, en cambio, que la
naturaleza del alma intelectiva ha sido hecha de tal modo que estando
unida —según el orden natural dispuesto por el Creador— a las cosas
inteligibles, percibe a éstas mediante una especial luz incorpórea, del
mismo modo que el ojo carnal percibe lo que le circunda gracias a la luz
corpórea, habiendo sido creado capaz de percibir esta luz y ordenado
hacia ella.» Los intérpretes se han esforzado mucho por comprender esta
teoría de la iluminación ya que, para interpretarla, se han referido a
evoluciones posteriores de la doctrina del conocimiento, introduciendo
temas y problemas ajenos a Agustín. En realidad, la doctrina agustiniana
es la doctrina platónica transformada de acuerdo con el creacionismo. La
analogía de la luz es algo que Platón ya había utilizado en la República
y que se combina con la luz de la que hablan las sagradas escrituras. Al
igual que Dios, que es puro ser, participa su ser a las demás cosas mediante
la creación, del mismo modo Él —en cuanto verdad— participa a las mentes
la capacidad de conocer la verdad, produciendo una impronta
metafísica de la verdad misma en las mentes. Dios, como ser, crea; como
verdad, nos ilumina, y como amor, nos atrae y nos da la paz.
Dios
Cuando el hombre ha alcanzado la verdad, ¿ha llegado también a Dios,
o bien Dios se halla por encima de la verdad? Agustín considera que la
noción de «verdad» admite múltiples significados.
Por consiguiente, la demostración de la existencia de la certeza y de la
verdad coincide con la demostración de la existencia de Dios. Como han
puesto de relieve los expertos desde hace tiempo, todas las pruebas que
brinda Agustín de la existencia de Dios, se reducen en última instancia al
esquema de las argumentaciones antes expuestas: primero se pasa desde
la exterioridad de las cosas a la interioridad del alma humana y, luego,
desde la verdad que está presente en el alma hasta el Principio de toda
verdad, que es precisamente Dios.
Sin embargo, en Agustín se encuentran también otros tipos de pruebas, que
vale la pena exponer. En primer lugar, recordemos la prueba —muy
conocida para los griegos— en la que, analizando los rasgos de
perfección del mundo, se asciende hasta su artífice. Leemos en la Ciudad
de Dios: «Aun dejando de lado los testimonios de los profetas, el mundo
en sí mismo, con su ordenadísima variedad y mutabilidad y con la belleza
de todos los objetos visibles, proclama tácitamente que ha sido hecho, y
hecho por un Dios inefable e invisiblemente grande, inefable e
invisiblemente bello.»
Una segunda prueba es la conocida con el nombre de consensus gentium,
que se hallaba presente en los pensadores de la antigüedad pagana: «El
poder del verdadero Dios es tal que no puede permanecer totalmente
oculto a la criatura racional, una vez que ha comenzado a hacer uso de
la razón. Si se exceptúan algunos hombres cuya naturaleza está
corrompida por completo, toda la especie humana confiesa que Dios es
el creador del mundo.»
Una tercera prueba se halla en los diversos grados del bien, desde los
cuales se asciende hasta el primer y supremo bien, que es Dios.
La estructura de la temporalidad y la eternidad
«¿Qué hacía Dios antes de crear el cielo y la tierra?» Esta pregunta impulsó
a Agustín a efectuar un análisis del tiempo y lo condujo a soluciones
geniales, que se hicieron célebres. Antes de que el cielo y la tierra fuesen
creados, no existía el tiempo y, por lo tanto, no se puede hablar de un
«antes» previo a la creación del tiempo. El tiempo es creación de Dios y,
por lo tanto, el interrogante antes mencionado carece de sentido, porque
aplica a Dios una categoría que sólo es válida para la criatura,
cometiendo así un error estructural. Agustín afirma en las Confesiones: «Ni
siquiera Tú precedes los tiempos con respecto a un tiempo; si así fuese, no
precederías todos los tiempos. Asimismo, precedes todos los pasados en
tu eternidad siempre presente y trasciendes todos los futuros, porque son
futuros, y el futuro —una vez que ha llegado— se convierte en pasado: Tú,
en cambio, siempre eres el mismo, y tus años no tendrán fin... Tus años son
un solo día y tu día no es cada día, sino el “hoy”, porque tu “hoy” no
desaparece ante el mañana y no sigue al ayer. Tu “hoy” es la eternidad.»
En pocas palabras, tiempo y eternidad son dos dimensiones
inconmensurables: muchos de los errores que cometen los hombres cuando
hablan de Dios, como en la pregunta que antes formulamos, surgen de una
indebida aplicación del tiempo a lo eterno, que es algo totalmente distinto
al tiempo.
¿Qué es, pues, el tiempo? El tiempo implica pasado, presente y futuro. Pero
el pasado ya no existe y el futuro aún no es. Y el presente, «si siempre fuese
y no transcurriese hacia el pasado, ya no sería tiempo, sino eternidad». En
realidad, el ser del presente es un continuado dejar de ser, un continuo
tender hacia el no ser. Agustín advierte que, de hecho, el tiempo existe en
el espíritu del hombre, porque es en el espíritu del hombre donde se
mantienen presentes tanto el pasado como el presente y el futuro: en
sentido estricto, habría que decir que los tiempos son tres: el presente del
pasado, el presente del presente y el presente del futuro. Y es en nuestro
espíritu donde, de alguna forma, se hallan estos tres tiempos, que no se
perciben en otro sitio: el presente del pasado, es decir, la memoria; el
presente del presente, la intuición, y el presente del futuro, la espera. El
tiempo, por tanto, aunque posee una conexión con el movimiento, no
reside en éste ni en las cosas en movimiento, sino en el alma.
El mal
Si todo proviene de Dios, que es el Bien, ¿de dónde procede el mal?
Agustín profundiza en la cuestión. El problema del mal puede plantearse
en tres planos.
a) Desde el punto de vista metafisico-ontologico, en el cosmos no existe el
mal, sino que existen solamente grados inferiores de ser en comparación
con Dios, dependientes de la finitud de las cosas creadas y del diferente
grado de esta finitud. No obstante, aquello que ante una consideración
superficial parece un defecto (y podría por tanto parecer un mal), en
realidad desaparece desde la perspectiva del universo visto en su
conjunto. Los grados inferiores del ser y las cosas finitas —incluso aquellas
de orden ínfimo— constituyen momentos articulados en un gran conjunto
armónico.
b) El mal moral, en cambio, es el pecado. Y el pecado depende de la
mala voluntad. La mala voluntad no tiene una causa eficiente sino, más
bien, una causa deficiente. Por su propia naturaleza, la voluntad habría de
tender hacia el sumo Bien. Sin embargo, puesto que existen numerosos
bienes creados y finitos, la voluntad puede tender hacia éstos e, invirtiendo
el orden jerárquico, puede preferir una criatura en lugar de Dios, prefiriendo
los bienes inferiores a los superiores. Si esto es así, el mal procede del hecho
de que no hay un único Bien, sino que hay muchos bienes, y consiste
precisamente en una elección incorrecta entre éstos.
c) El mal físico, por ejemplo, las enfermedades, los padecimientos, los
dolores anímicos y la muerte, poseen un significado muy precisado para
quien filosofa en la fe: son la consecuencia del pecado original, es decir,
una consecuencia del mal moral. «La corrupción del cuerpo que pesa
sobre el alma no es la causa, sino el castigo del primer pecado: la carne
corruptible no es la que ha vuelto pecadora al alma, sino el alma
pecadora la que ha hecho corruptible al cuerpo.»
La voluntad y la libertad
La atormentada vida interior de Agustín y su formación espiritual que se
llevó a cabo por completo en el seno de la cultura latina —que había
atribuido a la voluntad un relieve insólito para los griegos— le permitieron
entender el mensaje bíblico en un sentido voluntarista. Por lo demás, Agustín
es el primer escritor que nos presenta los conflictos de la voluntad haciendo
uso de una terminología precisa, como la que ya hemos mencionado: «Era
yo quien quería, era yo quien no quería: era yo precisamente el que ni
quería del todo, ni rehusaba del todo. Por esto, luchaba conmigo mismo y
me atormentaba a mí mismo.»
La libertad es algo propio de la voluntad y no de la razón, en el sentido
en que la entendían los griegos. Y de este modo se resuelve la antigua
paradoja socrática, según la cual resulta imposible conocer el bien y hacer
el mal. La razón puede conocer el bien y la voluntad puede rechazarlo,
porque ésta —aunque pertenezca al espíritu humano— es una facultad
distinta de la razón y posee autonomía con respecto a ésta, aunque se
halle vinculada a la razón. La razón conoce, la voluntad elige y puede
elegir incluso lo irracional, aquello que no se muestra conforme a la recta
razón.
LA ESCOLÁSTICA
La época de transición
El mundo antiguo termina aproximadamente en él siglo v; si nos fijamos
especialmente en la historia del pensamiento, podemos considerar como
fecha terminal la muerte de San Agustín (430). La Edad Media se considera
acabada en el siglo xv, dándose con frecuencia como límite el año 1453,
en que cae el Imperio bizantino en poder de los turcos. Ahora bien: son
diez siglos de historia, y esto es demasiado para tomarlo como una época;
en un espacio tan largo hay grandes variaciones, y una exposición unitaria
de la filosofía medieval tiene que pasar por alto forzosamente grandes
diferencias.
En primer lugar, hay una gran laguna de cuatro siglos, del ν al ix, en que
propiamente no hay filosofía. El mundo se altera esencialmente con la
caída del Imperio romano. A la gran unidad política de la antigüedad
sucede el fraccionamiento; las oleadas de pueblos bárbaros se precipitan
sobre Europa y la cubren casi totalmente; se constituyen reinos bárbaros
en las distintas regiones del Imperio, y la cultura clásica queda sumergida.
No se suele reparar bastante en una importante consecuencia de las
invasiones germánicas: el aislamiento. A la comunidad de los distintos
pueblos del Imperio se opone la separación de los Estados bárbaros.
Visigodos, suevos, ostrogodos, francos forman diversas comunidades
políticas inconexas, que tardarán mucho en adquirir vínculos comunes; y
esto será entonces —mientras se cree en la vuelta del Imperio de
Occidente— la formación de algo nuevo, que se llamará Europa. Los
elementos de la cultura antigua quedan, pues, casi perdidos y, sobre todo,
dispersos.
No se destruye tanto como suele creerse; la prueba es que luego va
apareciendo poco a poco. Pero es muy escaso lo que queda en cada
lugar. Y surge entonces un problema: salvar lo que se encuentra, conservar
los restos de la cultura en naufragio. Esta es la misión de los intelectuales
de esos cuatro siglos; su labor rio es ni puede ser creadora, sino
simplemente recopiladora. En España, en Francia, en Italia, en Alemania, en
Inglaterra, unos hombres, paralelamente, van a recoger con cuidado lo
MARÍAS, J. Historia De La Filosofía, Biblioteca de la Revista de Occidente, Madrid, 1980
que se sabe de la antigüedad, y van a reunirlo en libros de tipo
enciclopédico, nada originales, puros repertorios del saber greco-latino.
Estos hombres salvarán la continuidad de la historia occidental y llenarán
con la labor paciente el hueco de esos siglos de fermentación histórica,
para que pueda surgir más tarde la nueva comunidad europea.
La figura capital de este tiempo es San Isidoro de Sevilla, que vivió entre
los siglos vi y vn (aproximadamente de 570 a 646). Aparte de otras obras
secundarias de interés teológico o histórico, compuso los 20 libros de sus
Etimologías, verdadera enciclopedia de su tiempo, que no se limita a las
siete artes liberales, sino que abarca todos los conocimientos religiosos,
históricos, científicos, médicos, técnicos y de simple información que pudo
compilar. La aportación de esta gran personalidad de la España visigoda
al fondo común del saber medieval es de las más considerables de su
época.
En Italia, el pensador más importante de este periodo es Boecio, consejero
del rey ostrogodo Teodorico, que al final lo encarceló y lo mandó
decapitar en 525. Durante el tiempo de su prisión compuso un libro
famosísimo, en prosa y verso, titulado De consolatione philosophiae.
También tradujo al latín la Isagoge, de Porfirio, y algunos tratados lógicos
aristotélicos, y escribió monografías sobre lógica, matemáticas y música, y
algunos tratados teológicos (De trinitate, De duabus naturis in Christo, De
hebdomadibus), cuyo principal interés consiste en las definiciones,
utilizadas durante siglos por la filosofía y la teología posteriores. Marciano
Capella, que vivió en el siglo v, aunque procedía de Cartago, actuó en
Roma. Escribió un tratado titulado Las bodas de Mercurio y la Filología,
extraña enciclopedia donde se sistematizan los estudios que habían de
dominar en la Edad Media: el trivíum (gramática, retórica y dialéctica) y el
quadrivium (aritmética, geometría, astronomía y música), que juntos
componen las siete artes liberales. También es importante Casiodoro,
ministro de Teodorico, como Beocio.
En Inglaterra se conservaron importantes núcleos que guardaban el
depósito de la cultura básica, porque las Islas Británicas quedaron menos
afectadas por los invasores. Sobre todo en Irlanda había conventos
donde perduraba el conocimiento del griego, casi perdido en todo el
Occidente. La figura de mayor relieve en estos círculos fue Beda el
Venerable (hoy San Beda), monje de Jarrow (Northumberland), que vivió un
siglo después de San Isidoro (673-735). Su obra más importante, con la
que se inicia la historia inglesa, es la Historia ecclesiastica gentis Anglorum;
también compuso otros tratados, sobre todo el De natura rerum, de
inspiración isidoriana. De la escuela de York, en Inglaterra, procedía
Alcuino (730-804, aproximadamente), que enseñó durante varios años en
la corte de Carlomagno y fue uno de los propulsores del renacimiento
intelectual carolingio, de origen principalmente inglés.
El discípulo más importante de Alcuino fue Rhaban Maur (Rhabanus
Maurus), que estableció la escuela de Fulda, en Alemania, donde se
fundaron otros centros intelectuales en Münster, Salzburgo, etc.
En toda esta época de transición, el saber antiguo de los escritores
paganos y el de los Padres de la Iglesia se conserva sin rigor intelectual,
desordenadamente y sin distinción de disciplinas, menos aún en un cuerpo
de doctrinas sistemático y congruente. Es solo una etapa de acumulación,
que prepara la ingente labor especulativa de los siglos posteriores.
El carácter de la Escolástica
Desde el siglo ix aparecen, como consecuencia del renacimiento
carolingio, las escuelas. Y un cierto saber, cultivado en ellas, que se va a
llamar la Escolástica. Este saber, a diferencia de las siete artes liberales, el
del Trivium y el Quadrivium, es principalmente teológico y filosófico. El
trabajo de la escuela es colectivo;
es una labor de cooperación, en estrecha relación con la organización
eclesiástica, que asegura una especial continuidad del pensamiento. En la
Escolástica existe, sobre todo del siglo xi al XV, un cuerpo unitario de
doctrina que se conserva como un bien común, en el que colaboran y que
utilizan los diversos pensadores individuales. Como en todas las esferas de
la vida medieval, en la Escolástica no se subraya demasiado la
personalidad del individuo. Como las catedrales son inmensas obras
anónimas o poco menos, resultados de una larga labor colectiva de
generaciones enteras, así el pensamiento medieval se va anudando sin
discontinuidad, sobre un fondo común, hasta el final de la Edad Media. Por
esto el sentido moderno de la originalidad no tiene aplicación exacta en
la Escolástica. Frecuentemente, un escritor utiliza del modo más natural un
material recibido y que no se le puede atribuir a la ligera, sin riesgo de
error.
Pero esto no quiere decir en modo alguno que la Escolástica sea algo
homogéneo o que hayan faltado en ella las personalidades eminentes. Al
contrario: en estos siglos medievales encontramos unas cuantas de las
mentes más profundas y perspicaces de la historia entera de la filosofía; y
el pensamiento medieval, que es de una riqueza y variedad que sorprende,
experimenta a lo largo de este tiempo una marcada evolución radicalísima,
que intentaremos ver con claridad. El volumen de la Escolástica es tan
grande, que forzosamente tendremos que limitarnos a indicar las grandes
etapas de los problemas y a reseñar brevemente la significación de los
filósofos medievales de más hondo influjo en la filosofía.
La forma externa.
Los géneros literarios escolásticos responden a las circunstancias en que
se desenvuelven; guardan una estrecha relación con la vida docente, con
la vida de la escuela, primero, y luego de las Universidades. La enseñanza
escolástica se hace, en primer lugar, sobre textos que se leen y se
comentan; por esto se habla de lectiones; estos textos son a veces los de
la misma Escritura, pero con frecuencia son obras de Padres de la Iglesia,
de teólogos o de filósofos antiguos o medievales.
El Líber Sententiarum de Pedro Lombardo (s. xn) fue leído y comentado con
insistencia. Al mismo tiempo, la realidad viva de la escuela provoca las
disputationes, en que debaten cuestiones importantes —al final de la Edad
Media también las que no lo son—, y se ejercitan los participantes en la
argumentación y demostración.
De esta actividad nacen los géneros literarios. Ante todo, los Comentarios
(Commentaria) a los diferentes libros estudiados; en segundo lugar, las
Quaestiones, grandes repertorios de problemas discutidos, con sus
autoridades, argumentos y soluciones (Quaestiones dispútatele,
Quaestiones quodlibetales); cuando las cuestiones se tratan
separadamente, en obras breves independientes, se llaman Opuscula; por
último, las grandes síntesis doctrinales de la Edad Media, en que se resume
el contenido general de la Escolástica, es decir, las Summae, sobre todo
las de Santo Tomás, y en especial la Summa Theologiae. Estas son las
formas principales en que se vierte el pensamiento de los escolásticos.
Filosofía γ teología.
¿Cuál es el contenido de la Escolástica? ¿Es filosofía? ¿Es teología? ¿Son
las dos cosas, o una tercera? Estas cuestiones no aparecen claras a
primera vista. Desde luego, la Escolástica es teología; sobre esto no cabe
duda alguna.
Pero, por otra parte, si hay filosofía medieval, no es menos cierto que esta
se encuentra de un modo eminente en las obras escolásticas. Entonces se
piensa necesariamente que ambas, teología y filosofía, coexisten; que hay,
junto a la teología escolástica, una filosofía escolástica; y en seguida se
plantea el problema de la relación entre ambas, que se suele intentar
resolver acudiendo a la idea de subordinación, y recordando la vieja
frase: philosophia ancilla theologiae; la filosofía sería una disciplina auxiliar,
subordinada, de la que la teología se serviría para sus fines propios. Este
esquema es sencillo y en apariencia satisfactorio, pero solo en apariencia.
La filosofía no es, ni puede ser, una ciencia subordinada, que sirve para
hacer algo con ella; como ya sabía Aristóteles, la filosofía no sirve para
nada, y todas las ciencias son más necesarias que ella, aunque ninguna
sea superior (Metafísica, I, 2). Por otra parte, no es cierto, de hecho, que
en la Edad Media haya una filosofía ajena a la teología, de la cual esta
puede echar mano. La verdad es más bien otra.
Los problemas de la Escolástica, como antes los de la Patrística, son ante
todo problemas teológicos, y aun simplemente dogmáticos, de formulación
e interpretación del dogma, a veces de explicación racional o incluso
demostración. Y estos problemas teológicos suscitan nuevas cuestiones,
que son, ellas, filosóficas.
Imaginemos el dogma de la Eucaristía, por ejemplo: se trata de algo
religioso, que en sí mismo nada tiene que ver con la filosofía; pero si
queremos comprenderlo de algún modo, recurriremos al concepto de
transustanciación, que es un concepto estrictamente filosófico; esta idea
nos introduce en un mundo distinto, el de la metafísica aristotélica, y dentro
de la teoría filosófica de la sustancia se plantea la cuestión de cómo sea
posible la transmutación en que consiste la Eucaristía. El dogma de la
creación nos fuerza, igualmente, a plantear el problema del ser, y nos
vuelve a poner en la metafísica, y así en los demás casos. La Escolástica
trata, pues, problemas filosóficos, que surgen con ocasión de cuestiones
religiosas y teológicas. Pero no se trata de una aplicación instrumental, sino
que el horizonte en que se plantean esos problemas está determinado de
un modo riguroso por la situación efectiva de donde brotan. La filosofía
medieval es esencialmente distinta de la griega, ante todo porque sus
preguntas son distintas y hechas desde distintos supuestos; el ejemplo
máximo es el problema de la creación, que transforma de modo radical la
gran cuestión ontológica y hace que la filosofía cristiana forme una etapa
nueva frente a la del mundo antiguo. En todo momento se trata del
complejo teología-filosofía que es la Escolástica, en una peculiar unidad,
que responde a la actitud vital del hombre cristiano y teórico de donde
emerge la especulación. Es el lema de San Anselmo, fides quaerens
intellectum, pero teniendo cuidado de subrayar tanto el momento de la
fides como el del intellectus, en la unidad fundamental del quaerere. En
esta búsqueda se articulan los dos polos entre los que se va a mover la
Escolástica medieval.
Examinaremos brevemente los tres problemas capitales de la filosofía de la
Edad Media, es decir, el de creación, el de los universales y el de la razón.
En la evolución de los tres, que sigue una marcha paralela, se cifra la
historia entera del pensamiento medieval y aun la de la época en su
totalidad.
LAS FILOSOFÍAS ORIENTALES
Al mismo tiempo que se desarrolla la filosofía en Occidente, se origina un
movimiento semejante en los pueblos orientales, concretamente entre los
árabes y judíos. No se trata en ningún caso de una filosofía original y
autónoma, árabe o hebrea, ni tampoco de una especulación cerrada, sin
contacto con los cristianos.
En primer lugar, el impulso procede ante todo de los griegos, principalmente
de Aristóteles y de algunos neoplatónicos. Por otra parte, el cristianismo
influye decisivamente en el pensamiento musulmán y judío; en el caso del
mahometismo, la influencia se extiende a la misma religión; en rigor, se podría
considerar el Islam como una herejía judeo-cristiana, que aparece en virtud
de las relaciones de Mahoma con judíos y cristianos; los dogmas
musulmanes se formulan negativamente, con aire polémico, contra la
doctrina de la Trinidad, por ejemplo, cuya influencia acusan: «No hay más
Dios que Alá; no es hijo ni padre, ni tiene semejante.» Aquí se advierte tanto
la polémica contra el politeísmo árabe primitivo como contra el dogma
trinitario.
A la inversa, la filosofía de los árabes y judíos es conocida por los
escolásticos cristianos, e influye fuertemente en ellos. Además, el
conocimiento de Aristóteles hizo que la filosofía oriental se adelantara
respecto a la de los cristianos, y en el siglo xii ha alcanzado ya su madurez,
que en Europa no se conseguirá hasta la centuria siguiente. Pero, sobre
todo, el gran papel de los árabes y judíos ha sido la transmisión del
pensamiento aristotélico; son sobre todo los árabes españoles los que
traen a los países occidentales los textos del gran griego, y esta
aportación es la que caracteriza la época de plenitud de la Escolástica.
Tanto desde este punto de vista transmisor como desde el de la actividad
filosófica, corresponde a la España árabe el primer puesto en la Edad
Media.
La filosofía árabe
Los árabes conocen a Aristóteles bajo el imperio de los Abasíes, en el siglo
vil, por medio de los sirios. La fuente es indirecta. Los textos aristotélicos se
MARÍAS, J. Historia De La Filosofía, Biblioteca de la Revista de Occidente, Madrid, 1980
traducen —no siempre bien— del griego al siriaco, del siriaco al árabe, y a
veces se intercala el hebreo. Estas traducciones árabes, indirectísimas, son
las que a su vez se vierten al latín y llegan al conocimiento de los
escolásticos: algunas veces se traducen primero al romance y luego al latín;
en otras ocasiones, en cambio, se posee algún texto griego y la versión
latina es directa. Además, los árabes conocen con frecuencia un Aristóteles
desfigurado por los comentaristas neoplatónicos; pero, de todos modos,
en lo que se ha llamado el sincretismo árabe entra en amplia proporción
el elemento aristotélico. Los árabes fueron los grandes comentadores de
Aristóteles en la Edad Media, sobre todo Averroes.
La filosofía árabe es también una escolástica musulmana. La interpretación
racional del Corán es el tema principal de ella, y las relaciones entre la
religión y la filosofía guardan paralelismo con las de Occidente. Otro tanto
ocurre con la filosofía judía, y de ese modo, en torno a las tres religiones,
se forman tres escolásticas, de desigual importancia, que se influyen
recíprocamente.
Los filósofos árabes en oriente.
La especulación árabe comienza alrededor del centro intelectual de
Bagdad. En el siglo ix hay una primera gran figura, a la vez que Escoto
Eriúgena en Occidente: Alkindi. En el siglo siguiente vive otro pensador más
importante, muerto hacia 950: Alfarabi; este no se limita a la traducción,
sino que se consagra principalmente al comentario de Aristóteles, e
introduce la teoría del intelecto agente, como forma separada de la
materia, que había de tener tanta importancia en la filosofía musulmana, y
la distinción entre la esencia y la existencia. Después aparece Avicena (Ibn
Sina), que vivió del 980 al 1037. Fue filósofo, teólogo y uno de los médicos
más famosos del mundo islámico y de toda la Edad Media. Tuvo una
extraña precocidad, y su vida fue agitada y ocupada por cargos públicos
y placeres, a pesar de lo cual dejó una copiosa obra. Su obra más
importante, Al-Sifa (la Curación), es una Suma de su filosofía, de inspiración
fuertemente aristotélica. También escribió Al-Nayat (la Salvación) y otros
muchos tratados. En la Edad Media influyó mucho la llamada Metafísica de
Avicena, de la que proceden gran parte de las ideas de los escolásticos
cristianos. Avicena recogió la distinción entre esencia y existencia, que en
sus manos adquirió gran importancia; introdujo la noción de
intencionalidad, tan fecunda en nuestro tiempo, y dejó una huella
hondísima en toda la filosofía posterior, muy particularmente en Santo
Tomás.
Frente a este grupo de filosofías aparece entre los árabes un movimiento
teológico ortodoxo, enlazado con la mística del sufismo,
influido fuertemente por el cristianismo (véase Asín: El Islam cristianizado) y
por corrientes indias neoplatónicas. El más importante de estos teólogos
es Algazei, autor de dos libros titulados La destrucción de los filósofos y La
renovación de las ciencias religiosas. Algazei es un místico ortodoxo, no
panteísta, a diferencia de otros árabes que aceptan las teorías de la
emanación.
Los filósofos árabes españoles.
Desde el siglo χ al xi, la España árabe es un centro intelectual
importantísimo. Córdoba es el núcleo capital de ese florecimiento. Mientras
la filosofía oriental va decayendo, en España está en auge, y significa la
rama española una continuación de la que culmina en Avicena.
Desde fines del siglo xi, y en todo el xn, aparecen en Occidente varios
grandes pensadores musulmanes: Avempace (Ibn Badja), que murió en
1138; Aben Tofail (1100-1185) y, sobre todo, Averroes. Averroes (Ibn
Rochd o Ibn Rusd) nació en Córdoba en 1126 y murió en 1198. Fue
médico, matemático, jurisconsulto, teólogo y filósofo; tuvo el cargo de juez
y estuvo en favor y en desgracia, según las épocas. Averroes es el
comentador por excelencia durante toda la Edad Media: Averrois, che'l
gran comento feo, dice Dante en la Divina Comedia. También escribió
tratados originales.
Hay varios puntos en los que el pensamiento de Averroes tuvo una gran
influencia en los siglos siguientes. En primer lugar, la eternidad del mundo y,
por tanto, de la materia y del movimiento. La materia es una potencia
universal, y el primer motor extrae las fuerzas activas de la materia; este
proceso se realiza eternamente, y es la causa del mundo sensible y material.
En segundo lugar, Averroes cree que el intelecto humano es una forma
inmaterial, eterna y única; es la última de las inteligencias planetarias y una
sola para la especie; es, por tanto, impersonal; los diferentes tipos de unión
del hombre con el intelecto universal determinan las diferentes clases de
conocimiento, desde el sensible hasta la iluminación de la mística y de la
profecía. Por esta razón la conciencia individual se desvanece, y solo
permanece la específica; Averroes niega la inmortalidad personal; solo
perdura el intelecto único de la especie. La eternidad del movimiento y la
unidad del intelecto humano son los dos puntos en que aparece el
averroísmo latino en el seno de la filosofía occidental. Por último, Averroes
establece un sistema de relaciones entre la fe y el saber. Distingue tres
clases de espíritus: los hombres de demostración, los hombres dialécticos,
que se contentan con razonamientos probables, y los hombres de
exhortación, satisfechos con la oratoria y las imágenes. El Corán tiene
diversos sentidos, según la profundidad con que se lo interpreta, y por eso
sirve para todos los hombres. Esta idea da origen a la famosa teoría de la
doble verdad, que dominó en el averroísmo latino, según la cual una cosa
puede ser verdadera en teología y falsa en filosofía, o a la inversa.
La filosofía judía
La filosofía judía se desarrolla en la Edad Media bajo el influjo de los
árabes, especialmente en España. También los siglos xi y xii son los de
mayor florecimiento. El carácter general de la filosofía judía es semejante al
de la árabe, de Ja cual, en definitiva, procede, con aportaciones
neoplatónicas y místicas de la Cabala. Como los musulmanes, los judíos
tratan de hacer una escolástica hebrea, y su filosofía está unida
inseparablemente a las cuestiones teológicas.
Entre los pensadores hebreos españoles más importantes se encuentra
Avicebrón (Ibn Gabirol), que vivió en la primera mitad del siglo xi y fue muy
conocido entre los cristianos por su Fons vitac. La tesis más famosa de
Avicebrón es la de que el alma está compuesta de potencia y acto, y, por
tanto, es material, aunque no forzosamente corporal. Avicebrón está muy
influido por el neoplatonismo. Otros pensadores interesantes son Ibn Zaddik
de Córdoba y Yehudá Haleví, autor del Cuzary, libro de apologética
israelita. Pero la máxima figura de la filosofía hebrea es Maimónides.
Moses Bar Maimón o Moisés Maimónideá (1135-1204) nació en
Córdoba, corno Averroes, su contemporáneo musulmán, y su obra principal
es la Guía de perplejos (Dux perplexorum), no de descarriados como se ha
solido traducir. Fue escrita en árabe, con caracteres hebreos, y titulada
Dalalal al-Hairin, y después traducida al hebreo con el título Moreh
Nebuchim. El propósito de este libro es el de armonizar la filosofía
aristotélica con la religión judaica. Es una verdadera Suma de escolástica
judía, el ejemplo más complejo y perfecto de este tipo de obras en las
filosofías orientales. El objeto supremo de la religión y de la filosofía es el
conocimiento de Dios; es menester poner de acuerdo los principios y
resultados de ambas; el tratado de Maimónides se dirige a los que, dueños
de esos conocimientos, están dudosos o perplejos acerca del modo de
hacer compatibles las dos cosas; se trata de una indecisión, no de un
extravío.
Maimónides está cerca de Averroes, aunque discrepe de él en varios
puntos. No cae de lleno en la interpretación alegórica de la Biblia; pero
admite que es forzoso interpretarla teniendo en cuenta los resultados
ciertos de la filosofía, sin dejarse dominar por el literalismo. A pesar de sus
cautelas, la filosofía de Maimónides pareció sospechosa a los teólogos
judíos, y tuvo no escasas dificultades. La teología de Maimónides es
negativa; se puede decir de Dios lo que no es, pero no lo que es. La
esencia de Dios es inaccesible, pero no así sus efectos. Hay una jerarquía
de esferas entre Dios y los entes del mundo; Dios se ocupa como
providencia de la totalidad de las cosas. El intelecto humano es también
único y separado, como en Averroes; el hombre individual posee el
intelecto pasivo, y por la acción del intelecto agente se forma en él un
intelecto adquirido, destinado a unirse después de la muerte al intelecto
agente. Queda al hombre, pues, la posibilidad de salvar algo de sí
mediante esta acumulación que realiza la filosofía. Estas ideas han influido
en la teoría de Spinoza, que, como judío, tiene en cuenta las obras
de Maimónides. La importancia de la filosofía árabe y judía, y en especial
de sus principales representantes, Avicena, Averroes y Maimónides, es
grande; pero más aún por lo que han influido en la Escolástica cristiana
que por su interés propio. No puede compararse el alcance metafísico y
teológico de estos pensadores con el de los grandes cristianos
medievales. Pero su gran ventaja, que les permitió adelantar un siglo a los
cristianos, fue el conocimiento de Aristóteles. Esto les da un material
filosófico enormemente superior al de los pensadores cristianos
contemporáneos, y esta ventaja durará hasta el siglo xm. En este libro, cuyo
tema es la filosofía occidental, no puede tratarse de las peculiaridades del
pensamiento árabe y judío, sino solo sus conexiones con la filosofía de
Occidente; su inspiración griega, su contribución al escolasticismo y su
influencia sobre la filosofía occidental posterior. Una figura posterior, de
importancia decisiva, es el filósofo árabe Abenjaldún (Ibn Khaldün), de
origen español, nacido en Túnez y muerto en El Cairo (1332-1406). Su
obra capital es su Introducción a la Historia (Muqaddimah), genial filosofía
de la sociedad y la historia'.
LA EDUCACIÓN Y LA DEFENSA DE LA FE
La Fundación De Las Universidades
Al comenzar el siglo xm, nace la Universidad de París, uno de los más
grandes poderes espirituales de la Edad Media. Una Universidad no es un
edificio ni un centro único de enseñanza, sino una gran agrupación de
maestros y alumnos de las escuelas (universitas magistrorum et scholarium),
sometida a la autoridad de un canciller.
La vida escolar en París era muy floreciente; poco a poco se va
organizando y queda encuadrada en cuatro facultades: de teología, de
artes (filosofía), de derecho y de medicina. Los más numerosos eran los
estudiantes y maestros de artes, y estos se dividían en naciones (picardos,
galos, normandos, ingleses); su jefe era el rector, que acabó por suplantar
al canciller en la dirección de la Universidad. Los grados de las facultades
eran el bachillerato, la licenciatura y el doctorado, la calidad de doctor
o magister. La Universidad de París estaba sometida a dos protecciones —
e influencias—: la del rey de Francia y la del Papa. Los dos se daban
cuenta de la importancia inmensa de este centro intelectual, que se ha
llegado a comparar con la del Imperio y el Pontificado. Inocencio III fue el
gran protector e inspirador de la Universidad parisiense en sus comienzos.
Poco después se funda la Universidad de Oxford, que adquiere gran
importancia. Se constituye así un centro intelectual inglés, distinto del de
Francia, en que se mantienen muy vivas las tradiciones platónicas y
agustinianas, y donde se cultiva también el aristotelismo, pero insistiendo
especialmente en el aspecto empírico y científico de su sistema. En lugar
de subrayar más la dirección lógica y metafísica y la subordinación a la
teología, Oxford utiliza la matemática y la física de Aristóteles y de los
árabes y prepara el nominalismo de Ockam y el empirismo inglés de la
época moderna. Algo posterior es la Universidad de Cambridge, que se
organiza plenamente en el siglo xiv. La de Bolonia es tan antigua como la
de París, pero en el siglo xi no tiene importancia por la filosofía, sino por sus
estudios jurídicos.
MARÍAS, J. Historia De La Filosofía, Biblioteca de la Revista de Occidente, Madrid, 1980
Después se fundan las de Padua, Salamanca, Toulouse, Los filósofos
medievales, Montpellier; luego las de Praga, Viena, Heidelberg, Colonia,
ya en el siglo xiv, y en España la de Valladolid.
Las Órdenes Mendicantes
A comienzos del siglo xm se constituyen, sustituyendo en cierto modo a los
benedictinos, las dos grandes órdenes mendicantes de los franciscanos y
los dominicos.
San Francisco de Asís funda la Orden de los Hermanos Menores, y Santo
Domingo de Guzmán la Orden de Predicadores. La función de estas
órdenes es distinta en principio: a los franciscanos corresponde más bien
la unción; a los dominicos, la predicación. Esta orden, fundada con
ocasión de la herejía albigense, estaba encargada de la defensa de la
ortodoxia, y por eso le fue confiada la Inquisición. Pero los franciscanos
despleñaron también muy pronto una gran actividad teológica y filosóca,
de volumen y calidad comparables. Los franciscanos, especialmente en la
dirección que señala San Buenaventura, conservan las influencias
platónico-agustinianas anteriores, pero desde Duns Escoto entran también,
como los dominicos, en el aristotelismo.
Las órdenes mendicantes penetran pronto en la Universidad de París, no
sin grandes polémicas con los seculares. Al final esta intervención queda
consagrada, y se hace tan grande, que la Universidad queda en manos
de franciscanos y dominicos. El primer maestro dominico fue Rolando de
Cremona, y el primero franciscano, Alejandro de Hales. Desde entonces, las
más grandes figuras de la filosofía medieval pertenecen a estas órdenes:
dominicos son San Alberto Magno, Santo Tomás de Aquino y el Maestro
Eckehart; franciscanos, San Buenaventura, Rogerio Bacon, Duns Escoto,
Guillermo de Ockam. Los menores y los predicadores se mantienen, pues, al
mismo nivel de auténtica genialidad filosófica. Si Santo Tomás ha
sistematizado mejor que nadie la Escolástica y ha incorporado a Aristóteles
al pensamiento cristiano, en cambio los franciscanos ingleses han
establecido las bases de la física nominalista y han preparado el camino,
por una parte, a la ciencia natural moderna, de Galileo y Newton, y por
otra a la filosofía que ha de culminar en el idealismo de Descartes a Leibniz.
TOMÁS DE AQUINO
El más grande de los escolásticos, auténtico genio metafísico y uno de los
más grandes pensadores de todos los tiempos, Tomás de Aquino elabora
un sistema de saber de índole más aristotélica que platónico-agustiniana,
admirable por su transparencia lógica y por la orgánica conexión de sus
partes. Italiano por parte de padre, Landolfo —conde de Aquino— y
normando por parte de madre, Teodora, Tomás nació en Roccasecca
(Lacio meridional), en 1221. Recibió su primera educación en la abadía
de Montecassino, a donde fue llevado con la esperanza de que
contribuyese a la honra de su estirpe. En efecto, el abad de Montecassino
era un poderoso señor feudal. Sin embargo, debido a las continuas guerras
entre el papa y el emperador, la abadía pronto se vio reducida a un
estado de abandono desolador y de triste decadencia. En consecuencia,
prosiguió sus estudios en Nápoles, en la universidad que había sido
recientemente fundada por Federico n. Allí entró en contacto con la orden
dominicana, muchos de cuyos miembros se habían dedicado al estudio y
a la enseñanza universitaria.
Decidió ingresar en la orden, atraído por esta nueva forma de vida
religiosa, abierta a las nuevas realidades sociales, que tomaba parte en
el debate cultural y que se hallaba exenta de intereses mundanos. Su
decisión fue firme e irrevocable, a pesar de la oposición que su familia le
manifestó de modos diversos. Entre 1248 y 1252 fue discípulo de Alberto
Magno en Colonia, donde mostró su talento especulativo muy
rápidamente.
Invitado por su maestro a exponer su punto de vista sobre una quaestio
discutida, Tomás —que era llamado el «buey mudo» por su talante
reservado y silencioso— expuso el problema con tanta profundidad y
claridad que hizo que Alberto exclamase: «Éste, al que llamamos “buey
mudo”, mugirá tan fuerte que se hará oír en todo el mundo.»
Cuando en 1252 el maestro general de la orden dominicana pidió un
joven bachiller (hoy se le llamaría un profesor ayudante o adjunto) para
Santo Tomás (1221-1274) constituye la cima de la escolástica medieval.
De manera unánime se le considera el más grande de los filósofos de la
REALE, G y ANTISERI, D. Historia Del Pensamiento Filosófico Y Científico Tomo I, EDITORIAL HERDER,
Barcelona, 1995,
edad media que iniciase su carrera académica en la universidad de París,
Alberto no vaciló en señalar a Tomás. Éste enseñó en París desde 1252
hasta 1254 como baccalaureus biblicus y desde 1254 hasta 1256 como
baccalaureus sententiarius. Aunque no nos ha llegado ningún texto de sus
enseñanzas bíblicas, de sus comentarios a las Sentencias de Pedro
Lombardo se conserva el monumental Scriptum in libros quattuor
sententiarum. Asimismo, pertenecen a este período los opúsculos De ente
et essentia, De principiis naturae, en los que Tomás expone los principios
metafísicos generales que servirán de inspiración a sus posteriores
reflexiones. Una vez superados los obstáculos puestos por los maestros
seculares, se le otorgó junto a san Buenaventura el título de magister en
teología y obtuvo la cátedra de París, donde enseñó desde 1256 hasta
1259. A estos años se remontan las Quaestiones disputatae de veritate, el
Comentario al De Trinitate de Boecio, y la Summa contra Gentiles.
Después de este período parisiense Tomás peregrinó (como era costumbre
en los maestros de la orden dominicana) por las principales universidades
europeas: Colonia, Bolonia, Roma, Nápoles. Pertenecen a este período
las Quaestiones disputatae de potentia, el Comentario al De divinis
nominibus del Pseudo-Dionisio, el Compendium theologiae y el De
substantiis separatis. Llamado a París por segunda vez, para combatir a los
antiaristotélicos y a los averroístas, cuyo caudillo era Siger de Brabante,
escribe el De aeternitate mundi y el De unitate intellectus contra averroistas,
y se dedica a la redacción de su principal obra, la Summa theologiae, que
había iniciado en su etapa romana y de Viterbo, continuada en París y
luego en Nápoles, pero inconclusa. Su salud iba decayendo. A su fiel
amigo y secretario, Reginaldo de Piperno, que le exhortaba a terminar su
obra, le expresó: Raynaide, non possum, quia omnia quae scripsi videntur
mihi paleae. Y ante la insistencia de Reginaldo, repitió: Videntur mihi paleae
respectu eorum quae vidi et revelata sunt mihi, lo cual da a entender el
sentido de limitación y casi de vaciedad que tenía su propia obra para
un hombre profundamente religioso como Tomás, ante el misterio de la
muerte y la esperanza del encuentro con Dios (S. Vanni Rovighi). Fue
sorprendido por la muerte a los 53 años, el 7 de marzo de 1274, en el
monasterio cisterciense de Fossanova, de viaje hacia Lyón, ciudad a la
que se dirigía por mandato del papa Gregorio x, para participar en el
concilio que allí se celebraba.
Razón y fe, filosofía y teología
Tomás da comienzo a la Summa contra Gentiles haciendo suyas las
palabras de Hilario de Poitiers: «Sé que debo a Dios, como principal deber
de mi vida, que todas mis palabras y mis sentidos hablen de Él.» Dios, y no
el hombre o el mundo, es el objeto primario de sus reflexiones.
Sólo en el contexto de la revelación es posible efectuar un correcto
razonamiento acerca del hombre y del mundo. Se ha discutido y aún se
discute sobre si en Tomás se da una razón autónoma de la fe, una filosofía
distinta de la teología. La respuesta a este interrogante tan reiterado es
que en Tomás se dan una razón y una filosofía como preambula fidei. La
filosofía posee su propia configuración y autonomía, pero no agota todo
lo que se puede decir y conocer. Es preciso integrarla con todo lo que
contiene la doctrina sagrada acerca de Dios, del hombre y del mundo. La
diferencia entre filosofía y teología no reside en el hecho de que una se
ocupe de ciertas cosas y la otra se ocupe de otras, porque ambas hablan
de Dios, del hombre y del mundo. La diferencia consiste en el hecho de
que la primera brinda un conocimiento imperfecto sobre las mismas cosas
con respecto a las cuales la teología está en condiciones de aclarar
aspectos y propiedades específicas, en relación con la salvación eterna.
«Resulta desconcertante —nos dice Gilson— el hecho de que hombres que
sostienen que la gracia puede mejorar moralmente a los hombres, se
nieguen a admitir que la revelación pueda mejorar la filosofía en cuanto
filosofía. Incluso en la metafísica, entre las doctrinas de Aristóteles y de
Tomás ha existido la misma continuidad que se ha dado entre la
concepción del mundo anterior a la encarnación de Cristo, y la posterior.»
La fe, pues, mejora la razón, al igual que la teología lo hace con respecto
a la filosofía. La gracia no substituye la naturaleza, pero la perfecciona. Lo
cual significa dos cosas: primero, que la teología rectifica la filosofía, pero
no la substituye, al igual que la fe orienta la razón, pero no la elimina. Por
lo tanto es necesario elaborar una filosofía correcta para que se haga
posible una buena teología. En segundo lugar, la filosofía —en cuanto
preambulum fidei— posee una autonomía propia, porque hay que
formularla con instrumentos y métodos que no se asimilan a los instrumentos
y al método de la teología.
Los trascendentales: uno, verdadero, bueno
La noción de trascendental implica la identificación total de «uno»,
«verdadero» y «bueno» con el ser, en el sentido de que son inseparables
de él, hasta el punto de que poseen una mutua y total convertibilidad. Por
eso, decir que lo uno, lo verdadero y lo bueno son los trascendentales del
ser, es lo mismo que decir que el ser es uno, verdadero y bueno.
1) La unidad del ente (omne ens est unum). Decir que el ser es uno significa
que el ser es intrínsecamente no contradictorio, no está dividido, aunque
sea participable. La unidad depende del grado de ser, en el sentido de
que cuanto mayor sea el grado de ser poseído, mayor será la unidad.
La unidad de un montón de piedras es menor que la unidad de Pedro o
de Pablo, porque el ser poseído por aquél y por éstos es distinto. La
filosofía de Tomás no es la filosofía de la unidad, sino la filosofía del ser y,
por consiguiente, de la unidad. El ser es el fundamento de la unidad: la
unidad de Dios es distinta de la unidad de Pedro y ésta es distinta de la
unidad de una piedra, precisamente por su distinto grado de ser. La unidad
de Dios es la unidad de la simplicidad, porque el ser es total; la unidad de
Pedro es la unidad de la composición (esencia + actus essendi), al igual
que lo es la unidad de la piedra, aunque en un grado inferior. La unidad
trascendental no se identifica con la unidad numérica: aquélla se predica
de todos los entes, pero la segunda sólo de los entes cuantitativos, de
aquellos entes que —como poseen cantidad o materia— son mensurables.
La unidad trascendental pertenece al ámbito de la metafísica, pero la
unidad numérica corresponde al ámbito de la matemática.
2) La verdad del ente (omne ens est verum). Lo verdadero es un
trascendental del ente en el sentido de que todo ente es inteligible,
racional. A este respecto conviene recordar que Aristóteles, en el libro vi
de la Metafísica, responde negativamente a la pregunta sobre si la
metafísica debe ocuparse de la verdad. La razón es la siguiente: la
metafísica se ocupa del ser real y no de la verdad, que no se encuentra
en las cosas sino en la mente o, mejor dicho, en el juicio del intelecto que
compone y descompone los conceptos, conectándolos entre sí. La
Lógica, y no la metafísica, es el lugar adecuado para estudiar la verdad,
porque ésta se halla en el pensamiento y no en la realidad.
Tomás, aunque concede el espacio debido a la lógica y al estudio de
sus principios fundamentales (principio de identidad, principio de no
contradicción, principio de tercero excluido y factores conexos), piensa
que también la metafísica debe ocuparse de la verdad, porque el mundo
y las criaturas individuales son la manifestación del proyecto divino, son un
fruto del pensamiento de Dios. Por eso, cuando afirma que todo ente es
verdadero, quiere decir que todos los entes son una expresión del supremo
arquitecto que, al crear, ha querido llevar a cabo un proyecto concreto.
En esto consiste la verdad ontologica, esto es, la adecuación de un ente
—de todos los entes— al intelecto divino (adaequatio rei ad intellectum).
La verdad ontologica hay que distinguirla de la verdad lógica o verdad
humana, que es —o debe tender a ser— adecuación de nuestro intelecto
a la cosa (adaequatio intellectus nostri ad rem). Lo que se ha dicho de la
unidad debe decirse también de la verdad ontològica. La verdad del
ente depende del grado de ser que posea. Dios es la verdad suprema
porque es el ser supremo. Los entes finitos son más o menos verdaderos
según su grado de ser o de participación en el ser divino. Sin embargo,
todos los entes son verdaderos, porque cada uno de ellos a su modo
expresa un proyecto, tiene una razón de ser, posee una vocación. Algunos
son necesariamente fieles a esta vocación; otros, dotados de inteligencia
y voluntad, pueden ser fieles a ella o pueden traicionarla, pero queda
inscrita, como una especie de llamada imposible de borrar, en su esencia
o naturaleza.
3) La bondad del ente (omne ens est bonum). Aunque no se le pueda
calificar de tesis central, lo cierto es que esta tesis es la que sirve para
calificar de cristiana a la metafísica de Tomás. Todo lo que es —todo ente—
es bueno, porque es fruto y manifestación de la bondad suprema y
libremente difusiva de Dios. Al igual que una idea musical no puede
expresarse a través de un único sonido, dada la riqueza de aquélla y la
pobreza de éste, del mismo modo la bondad suprema de Dios no pudo
revelarse a través de una sola criatura. El mundo, con sus infinitas maravillas,
es un primer intento de expresar esta bondad. Todas las cosas, pues, tanto
individualmente como en su conjunto, son buenas, porque tienen
determinado grado de ser y de perfección. Omne ens est bonum quia
omne ens est ens. El cristiano no puede ser pesimista. Es, de manera radical,
optimista. El asombro admirado ante lo creado refleja una actitud aún más
radical, propia de quien se siente partícipe de la bondad de Dios y
orgulloso de descubrir esa dependencia, que exalta y no humilla.
Todo ente es bueno porque todo ente es a su modo una perfección, pero
al mismo tiempo, todo ente es bueno porque es objeto de una voluntad
o, más en general, de un apetito o de un deseo. Bonum est quod omnia
appetunt: la bondad implica el deseo de dicha perfección. Las cosas son
buenas en cuanto han sido queridas por Dios de una forma fundamentante:
Dios crea amando; son queridas por el hombre de forma derivada: el
hombre ama las cosas porque son buenas. Desde la perspectiva del bien
en cuanto es algo deseado por nosotros, Tomás distingue entre el bien
honesto, que es el bien deseado por sí mismo; el bien útil, que es deseado
como medio para alcanzar otro bien, y el bien deleitable, que es el bien
deseado por el placer que ofrece. Como es obvio, Dios es el bien honesto
y deleitable, mientras que los demás bienes sólo lo son con respecto a
aquel fin hacia el que deben conducir.
Las cinco vías para demostrar la existencia de Dios
En el contexto de las líneas metafísicas antes expuestas no será difícil de
comprender el valor de las cinco pruebas o vías a través de las cuales
Tomás llega a su única meta, Dios, en el cual todo se unifica y adquiere luz
y coherencia. Para Tomás, Dios es lo primero en el orden ontológico, pero
no en el orden psicológico. Aunque es el fundamento de todo, a Dios hay
que alcanzarlo por un camino a posteriori, partiendo de sus efectos, del
mundo. Dios precede a las criaturas en el orden ontológico, como la causa
es anterior al efecto, pero en el orden psicológico viene después de las
criaturas, en el sentido de que se llega a El a partir de una meditación
sobre el mundo, que remite a su Autor. El punto de partida de cada vía
está constituido a veces por elementos extraídos de la cosmología
aristotélica, que Tomás utiliza con toda confianza en su eficacia
persuasiva, en un momento en que el aristotelismo era la filosofía
hegemónica. Sin embargo, la fuerza probatoria de cada argumento es
siempre, y en su totalidad, de índole metafísica, y como tal pretende ser
válida en distintas situaciones científicas.
a) La vía del cambio. Escribe Tomás en la Summa theologiae: «La primera
vía, y la más evidente, es la que parte del cambio. En efecto, es cierto y
consta a nuestros sentidos que en este mundo cambian algunas cosas.
Ahora bien, todo lo que cambia está movido por otro, porque una cosa
no cambia si no es en potencia aquello en lo que acaba el cambio, y por
lo contrario, mueve (es decir, provoca un cambio) en la medida en que es
en acto. Mover significa educir el acto desde la potencia; pero una cosa
no puede ser llevada al acto si no es en virtud de un ente que ya esté en
acto. Por ejemplo, lo que es cálido en acto, como es el caso del fuego,
hace que se caliente la madera, que es cálida en potencia, y así la
cambia y la altera. Pero no es posible que la misma cosa esté a la vez en
acto y en potencia bajo el mismo aspecto; sólo puede serlo bajo aspectos
diversos: lo que es cálido en acto no puede serlo también en potencia,
sino que es al mismo tiempo frío en potencia. Resulta imposible, pues, que
según el mismo aspecto y del mismo modo un ente sea origen y sujeto de
cambio (movens et motum)i es decir, que se mueva a sí mismo. Por lo tanto,
todo lo que cambia debe ser movido por otro.»
Ésta es la vía del movimiento, considerada como la primera y la más
evidente, para llegar hasta el primer Motor. En virtud de tal principio,
debería comprenderse lo frágil que resulta la objeción según la cual puede
explicarse el mundo sin recurrir a Dios, porque los hechos naturales se
explicarían mediante la naturaleza, y las acciones humanas mediante la
razón y la voluntad. Tal explicación es insuficiente, porque apela a
realidades mutables, y «todo lo que es mutable y defectible debe ser
reconducido a un principio inmutable y necesario». Sin embargo, se
plantea una objeción: ¿no podría recurrirse a una serie infinita de motores
y de cosas movidas? No, porque el proceso hasta el infinito de carácter
circular aplaza el problema pero no lo explica, es decir, no encuentra la
razón última del cambio. Es preciso afirmar, pues, la existencia de un
inmutable. Y éste es el que todos llaman Dios.
b) La vía de la causalidad eficiente. «La segunda vía parte de la
naturaleza de la causa eficiente. En el mundo de las cosas sensibles nos
encontramos con que existe un orden de causas eficientes. No se conoce
ningún caso —y en realidad, no es posible— en el que una cosa sea causa
eficiente de sí misma, porque entonces tendría que ser antecedente a sí
misma, lo cual es imposible. Ahora bien, en la serie de las causas eficientes
no es posible llegar hasta el infinito, porque en todas las causas eficientes
ordenadas, la primera es la causa de las causas intermedias y las
intermedias son las causas de las últimas, pudiendo las causas intermedias
ser varias o una sola. Ahora bien, quitar la causa quiere decir eliminar el
efecto. Por eso, si no existe una causa primera entre las causas eficientes,
no habrá ni causa intermedia ni causa última. Pero si fuese posible llegar
hasta el infinito en las causas eficientes, no habría causa eficiente primera,
ni efecto último, ni causas eficientes intermedias, lo cual es evidentemente
falso.
Tomás, sin embargo, cuando afirma que no importa «que las causas
intermedias sean varias o una sola», nos da a entender que no quiere
vincular la validez de esta prueba a la antigua cosmología. Tiene un valor
metafísico, no físico. Aspira a dar razón de la existencia de la causalidad
eficiente en el mundo. Y esto no es posible hasta que no se llegue a una
causa eficiente primera, que produzca sin ser producida.
En el fondo, se trata de responder a la siguiente pregunta: ¿cómo es
posible que algunos entes sean causa de otros entes? Indagar sobre esta
posibilidad implica llegar a una primera causa incausada, que si existe se
identifica con el ser que llamamos Dios.
c) La vía de la contingencia. «La tercera vía está tomada de la posibilidad
y se desarrolla así. En la naturaleza hallamos cosas que es posible que
sean y que no sean, porque nos encontramos con que se engendran y se
corrompen, y por consiguiente, tanto les es posible ser como no ser. Pero
es imposible que existan siempre, porque lo que puede no ser, en algún
momento no es. Por eso, si todo pudiese no ser, en algún momento no
habría existido nada. Ahora bien, si esto fuese verdad, tampoco ahora
existiría nada, porque lo que no existe sólo comienza a existir a través de
algo que ya existe. Así, si en algún momento no hubiese existido nada,
habría resultado imposible que una cosa cualquiera haya comenzado a
existir y, por lo tanto, tampoco ahora existiría nada, lo cual es absurdo.
Por eso, no todos los entes son meramente posibles, sino que debe existir
por necesidad algo cuya existencia sea necesaria. Pero toda cosa
necesaria posee una necesidad causada por otro, o no. Ahora bien, es
posible llegar hasta el infinito en las cosas necesarias, que tienen una
existencia causada por otro, como ya se ha demostrado con respecto a
las causas eficientes. Y esta causa se llama Dios.
d) La vía de los grados de perfección. «La cuarta vía está tomada de la
gradación que puede encontrarse en las cosas. Entre los entes, hay entes
más buenos y menos buenos, más y menos verdaderos, nobles, y así
sucesivamente. Pero “más” o “menos” son predicados de cosas distintas, en
la medida en que se parecen de manera diferente a algo que es lo
máximo, al igual que se dice que una cosa es más cálida en la medida en
que más se asemeja a aquello que es máximamente cálido. De modo que
existe algo que es máximamente verdadero, noble, bueno y, por
consiguiente, algo que es ser en grado máximo. Porque lo que es máximo
en la verdad, también es máximo en el ser, como está escrito en la
Metafísica. Ahora bien, el máximo de cada género es la causa de todo en
dicho género. Por ejemplo, el fuego, que es lo máximo en el calor, es la
causa de todas las cosas cálidas, como se afirmó en aquel mismo libro. Por
eso, debe haber algo que para todos los entes sea la causa de su ser,
de su bondad y de todas las demás perfecciones, y a esto se llama Dios.»
Ahora bien, una vez comprobada esta gradación, se pasa a la
explicación, afirmando que las cosas más o menos verdaderas, buenas,
etc. lo son en relación con un ser absolutamente uno, verdadero y bueno,
que posee el ser de manera absoluta. Tal es la razón del paso: si los entes
poseen un grado distinto de ser, ello implica que éste no procede de ellos
en virtud de sus respectivas esencias, dado que entonces serían
sumamente perfectos. Y si no procede de sus esencias respectivas, quiere
decir que lo han recibido de un ser que da sin recibir, que participa sin ser
partícipe, porque es la fuente de todo lo que es.
e) La vía de la finalidad. «La quinta vía está tomada del gobierno del
mundo. Vemos que las cosas que carecen de conciencia, como los
cuerpos naturales, actúan según una finalidad, y esto se hace patente por
el hecho de que actúan siempre, o casi siempre, del mismo modo, para
obtener mejores resultados. Por tanto, se aprecia con claridad que
alcanzan su propósito no por azar, sino de manera intencionada. Ahora
bien, todo lo que no tiene conocimiento no puede moverse hacia un fin, a
menos que esté dirigido por algún ente dotado de conocimiento e
inteligencia, como la flecha está dirigida por el arquero. Por eso, existe un
ser inteligente que dirige todas las cosas naturales hasta su propio fin: a
este ser nosotros lo llamamos Dios.»
Esta última vía parte asimismo de la constatación de que las cosas, o
algunas de ellas, actúan y obran como si tendiesen hacia un fin. Al decir
que algunos cuerpos naturales siempre actúan del mismo modo, o casi
siempre, Tomás quiere subrayar dos cosas. La primera es que no parte en
su razonamiento desde la finalidad de todo el universo (en el caso de que
exista); no presupone una concepción mecanicista de la naturaleza, en la
que Dios intervendría para unir piezas en sí mismas indiferentes para la
marcha del mecanismo. La finalidad constatada se refiere a algunas cosas,
que tiene en sí mismas un principio de unidad y de finalidad. El segundo
factor es que las excepciones provocadas por el azar no disminuyen la
validez de este punto de partida.
Por lo tanto, es preciso remontarse hasta un Ordenador, dotado de
conocimiento y en condiciones de llevar a los entes a ser en aquella forma
específica, según la cual ellos obran de hecho.