Escuela de Frikis

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ESCUELA DE MRS. WELLINGTON Terrenos de los alrededores de Farmington Massachusetts (Localización exacta no revelada por motivos de seguridad) Dirijan toda la correspondencia a: Apdo. 333, Farmington, MA 01201 Apreciado candidato: Me alegra informarle de que ha sido aceptado en el curso de vera- no de la Escuela de Mrs. Wellington. Como ya sabe, la Escuela de Mrs. Wellington es una institución sumamente selecta, dirigida por la escu- rridiza señora a quien debe su nombre, que tiene como objetivo erra- dicar los miedos de los niños mediante métodos poco ortodoxos. El pequeño grupo de padres, médicos, antiguos alumnos y profesores que sabe de nuestra existencia mantiene con celo nuestro anonimato. Es este pequeño grupo el que se encarga de proponer nuevos alumnos. Aconsejamos encarecidamente a todos los candidatos entrantes y a sus familias que hablen de la Escuela de Mrs. Wellington únicamente den- tro de los confines de su hogar, con el televisor encendido, los grifos abiertos y el perro ladrando. En nombre de Mrs. Wellington y de todo el equipo de la Es- cuela de Mrs. Wellington, quisiera darle la bienvenida. Saludos cordiales, Dictado pero no revisado Leonard Munchauser Abogado principal de la Escuela de Mrs. Wellington y su directora Bufete Munchauser e Hijo ESCUELA DE FRIKIS(4L)2 29/7/09 12:33 Página 9

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ESCUELA DE MRS. WELLINGTONTerrenos de los alrededores de Farmington Massachusetts

(Localización exacta no revelada por motivos de seguridad)Dirijan toda la correspondencia a: Apdo. 333, Farmington, MA 01201

Apreciado candidato:Me alegra informarle de que ha sido aceptado en el curso de vera-

no de la Escuela de Mrs. Wellington. Como ya sabe, la Escuela de Mrs.Wellington es una institución sumamente selecta, dirigida por la escu-rridiza señora a quien debe su nombre, que tiene como objetivo erra-dicar los miedos de los niños mediante métodos poco ortodoxos. Elpequeño grupo de padres, médicos, antiguos alumnos y profesores quesabe de nuestra existencia mantiene con celo nuestro anonimato. Eseste pequeño grupo el que se encarga de proponer nuevos alumnos.Aconsejamos encarecidamente a todos los candidatos entrantes y a susfamilias que hablen de la Escuela de Mrs. Wellington únicamente den-tro de los confines de su hogar, con el televisor encendido, los grifosabiertos y el perro ladrando.

En nombre de Mrs. Wellington y de todo el equipo de la Es-cuela de Mrs. Wellington, quisiera darle la bienvenida.

Saludos cordiales,

Dictado pero no revisadoLeonard Munchauser

Abogado principal de la Escuela de Mrs. Wellington y su directoraBufete Munchauser e Hijo

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Todo el mundo tiene miedo de algo:

la ablutofobia es el miedo

de lavarse o bañarse.

CAPÍTULO 1

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Un timbre no es un timbre. A pesar de que está innegablementehecho de metal y de que es aclamado por su capacidad de sonar,en realidad es muchísimo más que eso. Es el sabor a barbacoa, lasensación de la piel bronceada por el sol después de haber esta-do jugando en la calle todo el día y el olor a cloro de las piscinasrecién saneadas. Es la promesa de partidos de fútbol, de quedar-se a dormir en casa de alguien y de celebrar torneos de videojue-gos, todo ello sin que te interrumpan los deberes. En resumidascuentas, el timbre es el heraldo del verano.

En la Escuela de Señoritas Brunswick, en el estirado barriolondinense de Kensington, un grupo de veinte alumnas uni-formadas esperaba el anuncio definitivo de que el curso habíaterminado. Las niñas miraban el reloj con ojos desesperados,pendientes del timbre. Un coro de pequeños zapatitos azul

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marino, rebosantes de impaciencia, daba golpecitos contra lassillas destartaladas y ahogaba la voz de la profesora.

No es que no hacerle caso a la profesora fuera una novedadprecisamente, pero ese día en concreto las alumnas lo hacíancon la hábil maestría de la guardia de Buckingham Palace, esossoldados ataviados con sombreros peludos que se niegan a reac-cionar bajo ningún concepto. Las niñas, con creciente frustra-ción, se preguntaban si el timbre se habría ido ya de vacaciones.Tenía antecedentes de haberlo hecho durante exámenes, pre-sentaciones orales y otros fastidios académicos.

Posibles travesuras retozaban por diecinueve de las veintementes de las alumnas. Sin embargo, al fondo de la clase habíauna jovencita decidida a convencer al timbre de que no sona-ra; sí, de que no lo hiciera. Madeleine Masterson, de melenanegro azabache, había escogido adrede su pupitre porque des-de allí no se veían ni el reloj ni el timbre. Los ojos azules deMadeleine miraban veloces de aquí para allá mientras repetíados simples palabras, «no suenes», en voz muy bajita. Por pri-mera vez en su corta vida, no sentía más que inquietud y es-panto ante el comienzo del verano.

A Madeleine normalmente le gustaban las numerosas tar-des tranquilas del verano, las cuales pasaba en el salón con unlibro, un puzle o un portátil con conexión a internet. La niñase enorgullecía de poseer una comprensión de la política mun-dial superior a la media. La mayoría de sus compañeras de claseno conocía el nombre del primer ministro de Noruega, JensStoltenberg, pero Madeleine sí. También conocía y, lo que esaún más impresionante, sabía pronunciar los nombres del pri-mer ministro de Groenlandia, Hans Enoksen, la primera minis-tra de Islandia, Jóhanna Sigurðardóttir, el presidente de Mauri-

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tania, Mohamed Ould Abdel Aziz, el presidente de Benín,Yayi Boni, y muchos más. La niña tenía la convicción de quetodos y cada uno de los ciento noventa y dos estados miem-bros de Naciones Unidas merecían ser estudiados.

A Madeleine no le habría importado nada pasarse todo elverano en la Escuela de Señoritas Brunswick, si con eso hu-biese conseguido escapar de los planes que sus padres teníanpara ella. Viviría de la fuente de agua fría y la máquina expen-dedora; lo único que tenía que hacer era asegurarse de llevarconsigo suficientes monedas. La idea empezó a cobrar forma:podría campar a sus anchas en la biblioteca, devorando libros,recorrer las aulas brincando y dormir en la impecable enfer-mería. ¡Un verano en Brunswick sería una auténtica delicia!

Por desgracia, Madeleine vio irrevocablemente denegadasu petición de detener el timbre a las 15.00 horas en punto. Elpenetrante sonido recorrió las grandes salas de Brunswick yprovocó una estampida de niñas vestidas con elegantes unifor-mes de color azul marino y blanco. Igual que los encierros detoros de Pamplona, la desbandada para salir del colegio era unacontecimiento peligroso. Por suerte, eso no representaba nin-gún problema para la pequeña Madeleine, de doce años. Ha-cía mucho que insistía en esperar diez minutos a que las niñas,las niñeras y los padres se dispersasen de la entrada del colegioantes de levantarse de su silla.

Ese día en concreto, Madeleine estaba tan muertita de mie-do que se quedó en la clase otros cuarenta y cinco minutos an-tes de salir, poniendo mentalmente en orden alfabético la listade delegados de Naciones Unidas como método para pasar eltiempo. La niña sabía que su madre y el chófer la estaban espe-rando; sin embargo, tenía que hacer acopio de todo su valor

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para enfrentarse al verano. Es un hecho bastante lamentable quemuy poca gente sea capaz de aunar valor con la misma pronti-tud con que aúna miedo. Y Madeleine no era una excepción.

Mrs. Masterson, que conocía muy bien a su hija, ya habíaesperado que se retrasara y se había llevado el Herald Tribunepara leer. Por suerte, el interior de felpa de su Range Rovercon chófer le resultaba mucho más relajante que el sofá de susalón. Después de leer todos los artículos pertinentes, Mrs.Masterson dobló el periódico justo a tiempo para ver a Made-leine aproximándose a la verja de estilo victoriano de Bruns-wick, y bajó del coche mientras la niña salía de las sombras consu velo de redecilla en la cabeza y su cinturón de sprays. La jo-vencita se puso a rociar como loca el aire a su alrededor mien-tras corría hacia su madre.

—Hola, cariño, ¿qué tal el cole?—Muy bien, mamá, gracias por preguntar. ¿Podrías infor-

marme de si el coche ha sido fumigado hoy?—Por supuesto, Maddie.—Espero que no sea una mentirijilla, mamá, porque me daré

cuenta. Tengo un olfato bastante refinado.—¿Una mentirijilla? Eso es ridículo. Te aseguro que hoy han

fumigado el coche a conciencia.—Gracias, mamá. ¿No vas a preguntarme por qué he sali-

do tan tarde?—No, cariño.—Pues muy bien. Ahora, si no te importa, agradecería mu-

chísimo una reprimenda y el subsiguiente castigo. Quizá unoque durase todo el verano, o incluso más, si te parece necesario.

—No tengas miedo, Maddie, será como ir de campamento—dijo Mrs. Masterson con alegría.

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—¡He ido al cine, mamá! Los campamentos tienen cabañasmal aisladas, con arañas, milpiés y cucarachas que se te suben.¡Cómo voy a pasar el verano soportando semejante tortura!

El intenso y obsesivo miedo de Madeleine a las arañas, losinsectos y los bichos de cualquier clase preocupaba enorme-mente a sus padres. Era un miedo devorador, que afectaba atodos los aspectos de su vida, desde el colegio hasta el sueño.Cuando se acostaba, Madeleine siempre rezaba para pasar unanoche a salvo de arañas antes de meterse en su dosel de grue-sa mosquitera. Tímida ya de natural, el miedo que la niña lestenía a las arañas y a los bichos en general había creado unabarrera adicional que superar en sus relaciones sociales.

Madeleine solía estar sola en casa, y se mostraba reacia a en-trar en cualquier recinto que no hubiese sido recientementefumigado por exterminadores. Los llamativos colores de lasrayas de un entoldado de fumigación le hacían sentir la cali-dez y el entusiasmo que la mayoría de los niños reservan paralos regalos de cumpleaños o las vacaciones. Por desgracia, enBrunswick había pocos padres que estuvieran dispuestos a sa-tisfacer las caras y laboriosas exigencias de la jovencita que seocultaba tras el velo de redecilla.

Esforzándose por identificar el origen exacto del miedo deMadeleine, los Masterson se habían devanado los sesos inten-tando recordar incidentes traumáticos que estuvieran relacio-nados con arañas o bichos. Todos los esfuerzos habían sido envano. Ya en el primer cumpleaños de la niña, recordaban cómose había echado a llorar desconsoladamente al ver un segador.Con los años, el miedo de Madeleine se había vuelto más his-térico y extremo, hasta que los Masterson ya no pudieron se-guir racionalizándolo como una etapa normal de la infancia.

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A los seis años de edad, Madeleine sucumbió a un ataque depánico, con palpitaciones incluidas, después de ver a un salta-montes cruzar la puerta de su casa. Se obsesionó con la idea deque esa criatura de inclinaciones musicales le corretearía por lacara mientras ella dormía. Solo con pensarlo, la niña, que tenía elestómago delicado, se desplomó a causa de las náuseas. Al cabode unos minutos, Madeleine les dio a sus padres un ultimátum:o se mudaban o llamaban a Wilbur, el fiel exterminador.

Wilbur había pasado tantas noches en casa de los Mastersonque no solo tenían su número en la memoria del teléfono,sino que también le enviaban postales de las vacaciones. Habíallegado a ser un miembro más de la familia, y lo cierto es queera el único en el mundo que disfrutaba del miedo de Made-leine. De no ser por la niña, no estaba muy claro que pudierapermitirse sus vacaciones anuales en Bora Bora. Así que, cuan-do los Masterson llamaron por lo del saltamontes, él accediócon alegría. Deshacerse de un mísero saltamontes era un traba-jo espantosamente caro, pero Madeleine insistió.

Frente a la Escuela de Señoritas Brunswick, Madeleine se pre-paraba para entrar en el coche cuando un escalofrío le reco-rrió toda la espalda. Su instinto le hizo sacar el repelente y pre -pararse para rociar.

—¡No dispares! —suplicó una sorprendida compañera declase con las manos sobre la cabeza, en gesto de rendición.

—Lo siento, Samantha, no estaba segura de qué tenía detrás—respondió Madeleine mientras bajaba el spray.

—¿Cuándo fue la última vez que una araña te dio unosgolpecitos en el hombro? De verdad, Madeleine… —dijo Sa-

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mantha con exas pe ra ción—. Mañana por la tarde doy una fies-ta y había pensado que a lo mejor te gustaría venir.

—¿Te importaría mucho que la celebráramos en mi casa?—¿Cómo dices?—La fiesta. Que si podemos hacerla en mi casa.—Pero entonces todo el mundo pensará que la que da la fies -

ta eres tú.—Quizá tengas razón. ¿Han fumigado tu casa hace poco?—Lo siento, mi madre dice que no piensa volver a fumigar.

¿No puedes pasarte ni a comer un trozo de pizza?—Lo siento mucho, pero no creo que sea prudente. Además,

a tu madre no le gusta mucho el olor a repelente de insectos.Mrs. Masterson escuchó la conversación con el corazón en

un puño. Solo esperaba que, pasado el verano, el «problema»de Madeleine desapareciera. Inteligente, educada y bien ha-blada como era la niña, se ponía de lo más dramática con todolo relacionado con arañas e insectos. Mrs. Masterson ya se ha-bía visto obligada a enfrentarse al trastorno de Madeleine ha-cía unos meses, cuando su hija le pidió una nota para que laexcusaran de hacer Educación Física en el colegio.

—Mamá, por favor, escribe una carta informando a Mrs.Anderson de que me es imposible jugar en el exterior a cau-sa del virus carnívoro que contraje hace poco.

—¿Ese virus no es un problema dentro del edificio? ¿Solofuera? —preguntó Mrs. Masterson, divertida.

—Mamá, el virus se alimenta de los rayos ultravioleta del sol.—No tienes por qué buscar una enfermedad tan grave pa -

ra evitar salir al aire libre. ¿Qué te parece algo más simple, comoun catarro? No quiero que el colegio vuelva a llamar al Cen-tro de Control de Enfermedades.

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—Mamá, ¿tienes que sacar eso a colación? No tenía ni ideade que la enfermedad de mano-pie-boca fuese real. Me pusie-ron contra las cuerdas y se me ocurrió sin más.

—Los virus carnívoros también existen, Maddie.—Sí, mamá, pero Mrs. Anderson no me ha dejado más op-

ción. Me ha dicho que, a menos que tenga un virus carnívo-ro, tendré que salir afuera a hacer ejercicio.

—Maddie, ¿y no crees que sería más fácil salir afuera a ha-cer ejercicio?

—Mamá, no quisiera ser insolente, pero de verdad que pre-feriría tener un virus carnívoro a salir al exterior.

Mr. y Mrs. Masterson habían probado con la terapia tradi-cional y con la hipnosis para acabar con los crecientes miedosde Madeleine, pero ambas habían resultado inútiles. Tanto elterapeuta como el hipnotizador creían que el pánico a las ara-ñas que sentía Madeleine se había transformado en una fobia:aracnofobia. Desde luego, darle un nombre al miedo hizo muypoco por paliarlo. Cuando Mrs. Anderson prohibió a Madelei-ne llevar su velo y sus sprays al colegio, la niña fingió su propiosecuestro.

Una hora después de descubrir la nota de rescate en la co-cina, Mrs. Masterson encontró a su hija arrebujada en unamosquitera en el fondo de su armario.

—Madeleine, ¿qué estás haciendo ahí metida?—Mamá, me han secuestrado, ¿podrías volver más tarde?—Cariño, ¿quién te ha secuestrado exactamente?—No he encontrado a nadie, así que he tenido que secues-

trarme yo sola.Mrs. Masterson asintió antes de preguntar:—¿Alguna razón en especial para el secuestro?

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—Esa loca chif lada de Mrs. Anderson, que me obliga a ir alcolegio sin el velo y sin los repelentes. Es un castigo cruel ypoco convencional. Creo que debería consultarlo con un abo-gado —dijo Madeleine.

—Créeme, cariño, no hay un solo abogado en toda Ingla-terra que aceptara tu caso. Eso por no hablar de que estuvie-ses pensando, pero en serio, emprender acciones legales.

—Mamá, no tengo tiempo para discutir esto. Me han se-cuestrado.

—Si hablo con Mrs. Anderson y la convenzo para que tedeje llevar tu velo y tus repelentes, ¿cancelarás el secuestro?

—Bueno, supongo que sí, pero aun así tendrás que pagar elrescate. Son cinco libras.

—No las llevo encima, pero puedo pedírselas a tu padreabajo. ¿Saldrás de buena fe?

Poco después del gran susto del secuestro, la consejera esco-lar de Madeleine, Mrs. Kleiner, invitó a los señores Mastersona su despacho para celebrar una reunión privada. El despachode Mrs. Kleiner no estaba equipado con un mullido sofá,como había predicho Mr. Masterson, sino más bien con dos si-llas barrocas bastante incómodas. La consejera cerró la puertadel despacho, corrió el pestillo y remetió una toalla por la ra-nura del suelo. Mrs. Masterson solo había visto hacer eso encaso de incendio, para impedir el paso del humo. Cuando lamadre de Madeleine se disponía a preguntar si había algúnmotivo para la toalla, Mrs. Kleiner encendió la radio. La con-sejera de pelo cano se quitó sus gafas ovaladas y se enjugó elsudor del labio superior antes de hablar.

—Muchísimas gracias por haber venido. Tengo una histo-ria importante que compartir con ustedes —susurró la mujer.

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—Estamos encantados de que se haya interesado por Mad-die —repuso Mrs. Masterson.

Mrs. Kleiner asintió con nerviosismo antes de empezar surelato:

—Hace unos veinte años, apunté a mi sobrina, Eugenia, a unprograma algo atípico porque había empezado a tenerles pavora los perros. Solo con ver un perro, caía desmayada al instante.Ya podía estar en mitad de la calzada, que… ¡bum! Eugeniaquedaba tendida boca abajo sobre el asfalto, mientras taxis y ca-miones se le acercaban a toda velocidad, y todo porque habíaun pequeño caniche blanco a kilómetro y medio calle abajo.

—¡Qué horror! —exclamó Mrs. Masterson.—A mí nunca me han gustado mucho los caniches —dijo

Mr. Masterson, distraído.Las dos mujeres prefirieron no hacer caso de su comentario

y prosiguieron con la conversación que tenían entre manos.—Para la fobia de Eugenia necesitábamos algo eficaz, pero

que tuviera antecedentes de éxito demostrados, lo cual no esuna combinación fácil de encontrar. Sin embargo, tras muchasinvestigaciones, dimos justamente con algo así.

—Estoy encantada de oírlo. ¿Cómo se llama? —preguntóMrs. Masterson.

Mrs. Kleiner miró a un lado y a otro y luego musitó:—Escuela de Mrs. Wellington.—¿Escuela de… quién? —preguntó Mrs. Masterson.—Chissst. No debe ir soltando ese nombre por ahí. No pue-

den contarle a nadie lo que estoy a punto de compartir conustedes. Es de suma importancia que los detalles del progra-ma continúen siendo imprecisos para que la probabilidad derecuperación de los alumnos sea lo más alta posible.

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—Señora Kleiner, ¿estamos hablando de una escuela o deScotland Yard? —preguntó Mr. Masterson en broma.

—Señor Masterson, se trata de una escuela como ningunaotra y, por ende, requiere una discreción total. ¿Están ustedesdispuestos a hacer ese sacrificio por Madeleine? —preguntóMrs. Kleiner con severidad—. Porque, si no lo están, apagaré laradio, quitaré la toalla de debajo de la puerta y dejaré de susurrar.La verdad es que llego tarde a una partida de backgammon. Sino se toman en serio lo de ayudar a Madeleine, debo saberlo.

—Desde luego que nos tomamos muy en serio lo de ayudara nuestra hija —repuso Mrs. Masterson mientras fulminaba a sumarido con la mirada—. No soy capaz de decirle lo preocupa-dos que estamos por sus pulmones. Todo ese repelente no pue-de ser bueno. Se despierta entre tres y cinco veces todas las no-ches para realizar pulverizaciones de mantenimiento.

—¿Están absolutamente seguros de que podrán cumplir losrequisitos? —preguntó Mrs. Kleiner mientras los miraba a losojos con frialdad.

—Estamos seguros —contestaron los Masterson.Mrs. Kleiner les explicó entonces que la Escuela de Mrs.

Wellington es un centro sumamente exclusivo, dirigido por laescurridiza señora a quien debe su nombre; de hecho, es tanselecto que muy pocas personas saben siquiera de su existen-cia. Si le pregunta uno a un portero, a un tendero, a un ope-rario o a un juez por la Escuela de Mrs. Wellington, no sabránde qué les está hablando. El público en general no tiene lamenor idea de que exista tal academia, porque el selecto gru-po de padres, médicos y profesores que está al tanto lleva mu-cho cuidado para mantener la institución en el anonimato.Los candidatos se proponen a sugerencia de ese grupo, ya que

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Mrs. Wellington exige una carta de recomendación personalpara tomar a un alumno en consideración.

En línea con la naturaleza clandestina de la Escuela de Mrs.Wellington, se realizan rigurosas investigaciones de los antece-dentes tanto de los candidatos como de sus familias. Estas inda-gaciones son tan exhaustivas que Mrs. Wellington se encuentraa menudo con informaciones que desafían a la lógica: cualquiercosa desde niños que se comían el pegamento en preescolarhasta alumnos que escribían su propio apellido con faltas de or-tografía en segundo curso.

Después de obtener toda la información pertinente sobreel candidato y su familia, Mrs. Wellington solicita una redac-ción de no menos de mil palabras detallando los miedos delniño y los métodos tradicionales que no han conseguido erra-dicarlos. Se restan puntos por errores gramaticales, faltas deortografía y una caligrafía descuidada. La solicitud especificaexplícitamente que todas las redacciones deben entregarse es-critas a mano, ya que Mrs. Wellington no es muy amiga dedudosos avances de la técnica como las máquinas de escribir olos ordenadores.

Los Masterson no habían oído hablar de ningún procedimien-to con tantísimos trámites burocráticos desde que habían mo-dificado los planes de su mutua de asistencia sanitaria. Habíaque dar las huellas dactilares y realizar extensos tests con nom-bres tan peculiares como el Examen Estandarizado de LocuraInfantil o la Evaluación de Personalidad Defectuosa. En térmi-nos generales, completar la elaborada solicitud era una hazañaconsiderable, teniendo en cuenta que todo se tramitaba por co-

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rreo. Mrs. Wellington no deseaba desvelar la identidad de susempleados antes de la admisión. Aunque los candidatos podíanencontrarse en situación de completa ignorancia respecto deMrs. Wellington, sus investigadores privados se aseguraban deque nada escapara a la atención de la directora.

Si Mrs. Wellington era informada de una filtración duran-te el proceso de solicitud, el candidato quedaba automática-mente descalificado y se le enviaba una severa advertencia delabogado particular de la escuela, Munchauser e Hijo. Comocualquiera podría deciros, nadie se metía con Munchauser pa-dre, absolutamente nadie. Muchos antiguos alumnos pasabana ser parte integrante de la sociedad, siempre y cuando no su-surrasen una sola palabra sobre sus días en la Escuela de Mrs.Wellington. Era un voto de silencio que tenía una doble mo-tivación: por un lado estaba la total lealtad a Mrs. Wellington;y, por otro, el temor a la infame cólera Munchauser.

Leonard Munchauser padre era conocido por su mal carác-ter, su naturaleza despiadada y su frío corazón; y eso dentro dela familia. Dicen las malas lenguas que una vez le arrancó a suhijo las cejas de pelo en pelo como castigo por haber derrama-do la leche. Lo peor de todo es que las cejas de Leonard Mun-chauser hijo habían quedado afectadas para siempre y crecíanirregulares y asimétricas. Por muy atroz que pudiera parecereso, palidecía en comparación con las traicioneras tácticas queutilizaba Munchauser padre para proteger a sus clientes. Y nohabía cliente más importante que Mrs. Wellington y su pecu-liar escuela.

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