Escritura de urgencia VERSIÓN DEFINITIVA

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ESCRITURA DE URGENCIA Gisela Vanesa Mancuso EDITORIAL MAGDALA APUNTES

Transcript of Escritura de urgencia VERSIÓN DEFINITIVA

ESCRITURA DE URGENCIA

Gisela Vanesa Mancuso

EDITORIAL MAGDALA

APUNTES

Escritura dE urgEnciaapuntEs

gi s E l a Va n E s a Ma n c u s o

Gisela Vanesa MancusoEscritura de urgencia. Apuntes. - 1ª ed. - Martínez : Editorial Magdala. 2012

90 p. ; 20 x 14 cmISBN 978-987-1562-22-01. Ensayo Literario. I. TítuloCDD A864

© Gisela Vanesa [email protected]@yahoo.com.ar

Editorial MagdalaEdison 1277 - Martínez - Buenos [email protected]

ISBN 978-987-1562-22-0Hecho el depósito que marca la ley 11.723

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A Adriana Ruiz, por su generosidad y por compartir este cariño por las palabras.

A mi marido, por ser mi compañero en este camino hacia la incer-tidumbre y la esperanza.

A quienes no están o están y no conocí o no conozco, pero que nutren mi alma y mi vocación con sus obras. A quienes me guiaron, sea a seguir escribiendo, sea a afinar lo que he escrito.

Y, finalmente, me arropo con un abrazo mariposa. Y también me lo dedico: este libro es un sueño que soñé cuando no sabía escribir más que oraciones sueltas. Pero dedicármelo es ofrecerlo a todos los que lle-vo o llevaré conmigo en mi espíritu, y en mis textos, donde el afuera es también mi adentro.

dEdicatoria

prólogo

A veces los libros nacen sin que sus autores se lo hayan propuesto. Es el caso Escritura de urgencia. Apuntes que comenzó como una tímida serie de notas sobre escritura y, poco a poco y sin pedir permiso, tomó cuerpo en este libro que me honra presentar.

Gisela Mancuso, con una sólida teoría literaria y gran experiencia narrativa, comparte su amor por las letras adentrándonos, casi con picar-día, en la intimidad de la creación literaria.

Escritura de urgencia no es un libro más sobre cómo escribir, no es un manual, es una invitación al juego creativo, a desprendernos del acar-tonamiento con que, muchas veces, la literatura se ve envuelta.

Como una mesa ofrecida a los dioses, Gisela brinda a sus lectores deliciosos recursos para alimentar el fuego creativo. Allí, están sentados los grandes de todos los tiempos esperando, con la copa en alto, nuestra llegada para dar comienzo al festín.

Señoras y señores, la mesa está servida.

Adriana Ruiz

“[…] La historia que he narrado aunque fingida, / Bien puede figurar el maleficio/ De cuantos ejercemos el oficio/ De cambiar en palabras nuestra vida. […]”

Jorge Luis Borges, “La Luna” en El hacedor.

“[…] Como a todo poeta, la fortuna / O el destino le dio una suerte rara;/ Iba por los caminos de Ferrara/ Y al mismo tiempo anda-ba por la luna. […]”

Jorge Luis Borges, “Ariosto y los árabes” en El hacedor.

“[…] Ver en el día o en el año un símbolo/De los días del hom-bre y de sus años, /Convertir el ultraje de los años/ En una música, un rumor y un símbolo,//Ver en la muerte el sueño, en el ocaso/ Un triste oro, tal es la poesía/ que es inmortal y pobre. La poesía/Vuelve como la aurora y el ocaso.//A veces en las tardes una cara/Nos mira desde el fondo de un espejo: el arte debe ser como ese espejo/Que nos revela nuestra propia cara.[…]”

Jorge Luis Borges, “Arte poética” en El hacedor.

“[…] Cuántas veces les he aconsejado a quienes acuden a mí, en su angustia ya en su desaliento, que se vuelquen al arte y se dejen tomar por las fuerzas invisibles que operan en nosotros. Todo niño es un artista que canta, baila, pinta, cuenta historias y construye casti-llos. Los grandes artistas son personas extrañas que han logrado pre-servar en el fondo de su alma esa candidez sagrada de la niñez y de los hombres que llamamos primitivos, y por eso provocan la risa de los estúpidos. En diferentes grados, la capacidad creativa pertenece a todo hombre, no necesariamente como una actividad superior o exclusiva. […] El arte es un don que repara el alma de los fracasos y sinsabores. Nos alienta a cumplir la utopía a la que fuimos destina-dos. […]”

Ernesto Sábato, “Los valores de la comunidad” en La resistencia.

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la tEoría dEl Jacinto

“[…] Yo siempre trato de escribir de acuerdo con el prin-cipio del témpano de hielo. El témpano conserva siete octavas partes de su masa debajo del agua por cada parte que deja ver. Uno puede eliminar cualquier cosa que conozca, y eso sólo for-talece el témpano de uno […].”

Ernest Hemingway

Aunque ahora el mundo paralelo que emerge y resurge en las olas de la navegación virtual nos permite trasladarnos y conocer las caracte-rísticas del Amazonas, de un glaciar, o de un volcán en erupción, cierto es que aquí, en Buenos Aires, no estamos cerca “realmente” de ningún iceberg. Digo “realmente” en tanto entiendo que el escritor o el artista se nutre, no solo de otras obras, sino también, y fundamentalmente, del ma-terial que inspira a través de los sentidos en contacto directo con aquello que le va a pedir prestado al mundo real para expirarlo, con sus particula-ridades y de un bostezo, en un papel o en un archivo en blanco del Word.

Y la referencia al iceberg tiene un sentido, como también lo tiene la circunstancia de que opte por hablar del Jacinto en lugar del iceberg.

Ernest Hemingway formuló la teoría del iceberg, una teoría según la cual un “buen” texto, un buen “cuento” que pretenda crear una atmós-fera elocuente puede simbolizarse con la figura de ese accidente geográ-fico. Es decir, no debe decirse todo ni explicarse todo al lector (esta sería la parte del iceberg hundida en el agua, escondida, pero sugerida en el bloque de hielo que se alza a la vista), y sólo debe mostrarse una parte, la ineludible, aquella a partir de la cual el lector no subestimado adoptará un papel activo, protagónico, y completará la obra.

Así, como en Buenos Aires hace frío, y baja aún más la sensación térmica cuando uno escribe sobre icebergs, se me ocurrió graficar, e inten-

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tar ampliar la teoría de Ernest amigándome con el bulbo de mi Jacinto, cu-yas raíces se están despachando en un florero transparente, entre piedritas; en tanto en el bulbo, hacia arriba, la flor empieza a sugerir su belleza. La teoría del Jacinto dirá entonces que esas raíces que, en general, se despe-rezan bajo tierra y no se ven, son esas particularidades de una historia que el lector sabrá llenar con sus propias competencias lingüísticas, culturales, y empíricas, guiado por ese ramo de flores que “puede ver” (léase “leer”).

Colegimos así esta cuestión de que no es necesario explicar todo cuando escribimos una historia; sin embargo, no podemos proscribir nuestro libre albedrío: guiados por la imaginación y la percepción de nues-tros sentidos (yo he necesitado ver el Jacinto para evocar el iceberg de Hemingway, y “repetirlo”, pero con cierta cuota genuina), en una primera etapa, y para no alterarnos con el seguimiento de ninguna teoría o “regla” de escritura, podemos explayarnos a gusto, hablar de las raíces del Jacinto, de cómo fueron creciendo, de cómo se entretejieron entre las piedras en la base del florero, de cómo se enmoheció el bulbo en contacto con el agua y, seguramente, en una etapa posterior, críticos con nuestro torbellino de ideas, sepamos dejar en lo visible, en el papel, en nuestra escritura, solo aquello que refiere a la flor. Muchas veces, en este afán por recortar, en-contraremos que el preludio es innecesario y que todo lo que escribimos en las primeras páginas no fue más que el envión que necesitábamos para encontrar el comienzo de nuestra historia. Y no termina aquí el descubri-miento: probablemente hallemos en las raíces del Jacinto, o en las siete octavas partes de la masa del témpano (la oculta), otros tantos argumentos que no son desechables. Que son descartables solo para esa historia. La teoría del Jacinto propone, finalmente, al artista que no se deje embaucar solamente por la construcción del mundo que nos muestra internet: ob-servar en vivo y en directo las raíces de esta flor o cualquier otra puede ser el disparador experimental para quebrar un período de hojas en blanco y cursores que laten al comienzo de la página sin que lo persiga ni una palabra.

Solo viendo a un Jacinto uno puede saber qué es para uno un Ja-cinto. Trasladado al papel, el Jacinto tendrá la particularidad de quien lo

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describe. Y en el bostezo de ideas, reducidas en el proceso de revisión, el aspirante a escritor encontrará sino su estilo, una aproximación hacia esa búsqueda de “mostrar” el mundo con sus palabras.

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las capas dE la cEbolla (y El color dEl Jacinto)

“Pidan que les traigan con qué escribir, tras haberse instalado en un lugar que sea lo más favorable posible para la concentración del espíritu sobre sí mismo. Entren en el estado más pasivo o receptivo que puedan. Prescindan de su genio, de su talento y del genio y el talento de los demás […] Escriban rápido, sin tema preconcebido, es-criban lo suficientemente rápido para no tener que frenarse y no tener la tentación de leer lo escrito”

André Breton en Manifiesto del surrealismo, 1924.

Cuando coloqué el bulbo del Jacinto en el florero (las raíces apenas asomadas, en contacto con el agua), era un azar el color de la flor. En el vivero me dijeron que ellos no lo podían saber, que el pigmento del Ja-cinto solo lo conocería yo, cuando las raíces se despacharan, y las flores comenzaran a emerger, hacia arriba, hacia la superficie palpable, la que no se oculta de la tierra.

Como para el primer apunte de escritura me basé en esta experien-cia con el Jacinto y sentí que no quedaba agotado todo lo que podía decir a partir de él, opté por experimentar dos situaciones: en primer lugar, dejar a Jacinto cerca de mi vista para observarlo e imprimir su imagen en mi memoria; y, en segundo lugar, buscar una cebolla que tuviera raíces y un tallito verde que sobresaliera en el otro extremo para ver si crecía como mi Jacinto.

Así, lejos de mi Jacinto y de mi cebolla, y recordando el papel del “inconsciente” (y las capas de la cebolla que uno puede ir desmembran-do al escribir dando significación con resultados artísticos a lo “oculto” o “enmascarado” en nosotros) mirando por la ventanilla de un transporte público, rememoré una técnica de escritura en la que el azar tiene un lugar predominante; esta es, el surrealismo, que tanto en pintura como en litera-

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tura supo crear, en su momento, un recurso vanguardista de creación que permite eliminar las trabas de la conciencia para lograr imágenes descon-certantes en las que se funden mundos disímiles. La escritura automática, como una de las invitaciones del surrealismo, le propone al escritor romper con el velo que le impide crear conscientemente, y animarse a experimentar con el lenguaje, aun resignando la coherencia textual. La tarea consiste, entonces, en buscar un lugar apropiado, sentarse frente a la computadora o frente al papel, y escribir sin ideas preconcebidas lo primero que venga a la cabeza, sin interrumpir el proceso releyendo lo escrito (veremos en otro apunte, sin contradecirnos, que otras “técnicas” propondrán lo contrarioi). No solo destrabará al escritor o aspirante que no sabe qué escribir en su hoja en blanco, sino que resultará que, probablemente, al culminar ese lar-go bostezo de escritura automática y releer lo escrito, se ría lo suficiente como para adoptarlo como un juego del lenguaje del que se puede echar mano de tanto en tanto. Claro que no es necesario que seamos muy orto-doxos del surrealismo (los surrealistas no corregían lo escrito) y podemos hacer una revisión del texto o, simplemente, extraer una idea para escribir un relato, una poesía, un cuento, ¡y hasta una novela! ¿Por qué no?

Parafraseando con alguna inventiva a los surrealistas podríamos de-cir entonces que, mientras al escribir vamos desnudándonos de las capas con las que hemos envuelto nuestras experiencias pasadas, nuestro incons-ciente (la raíz del Jacinto) se manifiesta y, azarosamente (entendiendo al azar aquí como algo que no responde a un plan previo) surge un texto no previsto (el color del Jacinto) como la manifestación de “nuestras raíces” hacia el afuera. Debajo de las capas de nuestra cebolla, entonces, hay infor-mación, digna de convertirse en marco o punto de arranque para tallar no un simple texto narrativo, sino un texto único, propio y, por eso, original.

I No se pretende con estos apuntes de escritura crear reglas tajantes para el oficio que, por otra parte, entiendo, no existen. Sí podemos experimentar con algunos recursos, sobre todo cuando uno desea curarse del llamado “síndrome de la hoja en blanco”, que nos presenta estáticos solo porque desconocemos todo lo que, parafraseando a Miguel Ángel, está ya en no-sotros. El texto ya está en nuestros recuerdos, pensamientos y emociones, como la estatua en la piedra sin forma.

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artE lEgitiMado. Estilo dináMico. y la indiVidualidad dE cada aManEcEr.

“[…] TREPLIOV.- ¡Empezó aquel anochecer cuando mi obra fracasó tan estúpidamente! […] ¡He quemado todo! ¡Has-ta el último trocito de papel! […] ¡Mi obra no gustó! ¡Desprecias mi inspiración y ahora me consideras un ser vulgar, como hay muchos! […] (Al ver a TRIGORIN, que se acerca leyendo un li-bro) ¡Pero aquí viene el verdadero genio! ¡Pisa como Hamlet y, también como él, lleva un libro entre las manos! […] ¡Palabras, palabras, palabras! […]

[…] ¡Verdaderos talentos! […] Ha sido la gente rutinaria y mediocre, como vosotros, la que se ha apoderado de los pri-meros puestos del arte, y sólo consideráis auténticas vuestras propias obras. ¡Todo lo demás tenéis que negarlo y suprimirlo! Pues bien; ¡yo me niego a reconocer ese valor que os adjudicáis!

[…] ¡Tanto como he hablado de nuevas formas en el arte, y ahora siento que soy yo mismo el que está cayendo en la rutina. […] A Trigorin le resulta más fácil porque ha consegui-do ya su estilo […] Sí, cada vez estoy más convencido de que no se trata de una cuestión de antiguas o nuevas formas, sino que uno escribe sin pensar en ellas y únicamente dejando fluir libremente su alma […]”

Las gaviotas, Antón Chejov.

Muchas veces quienes escribimos con “intención literaria” bus-camos (lo necesitamos) el reconocimiento, no solo de nuestros lectores, sino también de quienes han sido legitimados por la sociedad y la cultura como paradigmas: son, justamente, aprobados una y otra vez (a veces “ellos” y no sus obras) por quienes los difunden y quienes consumen lo que producen. Esto no implica que, a la luz de una miríada de ávidos

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lectores, los autores no sean “realmente” talentosos y, claro, todo entre comillas. En este apunte de escritura, todo entre comillas que represen-ten el carácter relativo de las formas y fondos consagrados e incluso el carácter dinámico de la propia manera de engendrar arte.

Recuerdo ahora cuando en la inauguración de la feria del libro de Buenos Aires de 2011, Mario Vargas Llosa se jactaba de que, en su ju-ventud, gracias a Argentina, donde llegaban obras literarias provenientes del otro lado del gran charco, él pudo acceder a los “grandes libros”, “a los mejores libros” de la época. ¿No se delimita de esta manera qué es y qué no es literatura? ¿No se dice que “literatura” es lo que existió y existe porque estuvo o está en sus manos? ¿No se coarta la libertad de expre-sión diciendo que los “grandes libros” muchos años atrás eran los que se editaban y popularizaban o los extractos que Victoria Ocampo, por ejem-plificar, publicaba en la revista Sur? ¿No era arte lo que en la intimidad y el anonimato querido o no producía un “artista”, escribiendo desde lo más profundo de su ser? ¿No habrán quedado posibles “grandes obras” sin leer? ¿O solo lo que llegó y llega, concreto, autografiado, es arte?

El arte, y me disculpo pero, en primera instancia debo recurrir a un concepto “legitimado”, es la “[…] manifestación de la actividad humana mediante la cual se expresa una visión personal y desinteresada que interpreta lo real o imaginado con recursos plásticos, lingüísticos o sonoros.” I, de manera que mal puede desecharse un texto como “no artístico”, en la medida en que lo que nace desde la entraña misma es, por definición, arte hasta que se demuestre lo contrario (y para ello habría que atreverse a contrariar la manifestación íntima, y con ello los sentimientos de quien construye un narrador para hacerlo recitar literatura, aunque tampoco seamos “sueltos” y rescatemos que, después del bostezo inte-rior, el material puede ser embellecido y “manipulado” con disciplina).

Arte singular. Irrepetible. Con los recursos de lo aprehendido, po-siblemente; pero con la distinción, renovada con las nuevas experiencias, de que se trata de algo único apreciable o despreciable según quien juz-gue. Y esta es la segunda visión del asunto: el lector es “los lectores”, in-

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dividuos con inquietudes y emociones, desinteligencias y cierta “cultura”, que pueden avenirse o no a considerar como una “obra de arte” el objeto que, así presentado, llega a su mirada (y no depende tanto del talento del creador, como de la comunión y puesta a disposición de jugar el juego propuesto en el texto o la rivalidad entre el creador y el espectador). Y, reitero, llega a su vista porque una innumerable cantidad de factores in-ciden para que ese texto circule, se mueva, se publique y llegue y viaje y ande, como llegó Las gaviotas, de Antón Chejov a mis manos.

Sin dejar de fomentar la lectura y la recepción de la crítica “cons-tructiva” como herramienta de enriquecimiento y sin dejar de leer a los que escribieron o escriben, “conocidos” o inéditos, propongo que, sin pensar en quién aprobará (o si alguien lo hará) nuestro cuento, nuestro relato o nuestra poesía, escribamos sin condicionarnos con aquiescencias exteriores y, más allá de la planificación y de la multiplicidad de recursos que nos han delegado los “grandes” (muchos de los cuales tomaremos para colocar más analgésicos en los compartimentos de nuestra caja de primeros auxilios) escribamos, ante todo, con el recurso más importante, que legitima lo propio: nuestros conceptos y nuestras emociones y nues-tras manos que, como puentes, sabrán colocar el sol en un lugar distinto del cielo aunque el amanecer ya haya sido descripto una infinita cantidad de veces por “los grandes”, “los no tan grandes”, por los anónimos, y por los que lo han intentado, pero le han dicho que esa aurora no era artística (no se olviden de que ningún amanecer, “naturalmente”, es igual a ningún otro que lo haya precedido).

Lo importante, entiendo, es cómo nos transformamos en el acto de escribir: si esto sucede, si ya no somos los mismos después, los escri-tores hemos manifestado nuestra peculiaridad: hemos producido arte. Hemos recreado.

I Diccionario de la Real Academia Española, www.rae.es, segunda acepción de “arte”.

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El caralibro dE las urgEncias

[…] Y esto no debe sorprendernos: la destrucción de la intimidad y la vida interior, ante todo la del adolescente, es una condición sine qua non para su adiestramiento posterior como títere del mercado y cliente fiel de la farándula. […] Implican una fiera voluntad de arrasar al otro en su fuero íntimo, el pro-pósito de instalar el corazón digital y la implacable velocidad electrónica en el mundo de la mente, no acompañando sino sustituyendo violentamente y excluyendo para siempre los otros ritmos necesarios al corazón humano. […]”

Ivonne Bordelois, “El conflicto entre lengua y cultura” en La palabra amenazada.

Es una rareza que exista una red en la que uno pueda encontrar la aparente inmediatez, la urgente satisfacción de una necesidad que no puede sino (si es que puede) cubrirse en el tiempo (y no “con el tiempo”). Es raro y no si advertimos que esto es parte de la gran piñata consu-mista del mundo en la que algunos están, estamos, insertos, aunque de indeterminada manera. Escapamos, algunos, o respiramos por la punta de ese gran globo. Sin embargo, “hacerse miembro” a sabiendas de que uno no es “realmente” miembro de nada existente en términos, valga la redundancia, de realidad, nos puede permitir decir “¿ves, yo también aquí estoy y, aunque esto exista en esta y otra computadora, siempre y cuando al rígido le venga en “gana”, y me adhiera, lo voy a usar para decir lo que la distracción hace callar?” ¿La inmediatez, la aceleración, lo urgente, lo rápido, lo violento? Es violento que nos comuniquemos mayormente sin una boca que nos nombre. Y eso es, una boca que nos nombre. La percepción de la vida y de la vida de los otros es una aptitud que puede

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desplegarse ampliamente a la intemperie, frente a una persona, al lado, o a la distancia, pero no frente a una pantalla (ni que hablar de las pantallas de televisión y sus juegos mediáticos que muestran, ¡y vaya si lo hacen!, personas-personajes que no solo no pueden significar un modelo de ser humano, sino que, para lo que nos interesa a quienes hacemos arte, no pueden denotar más que las miserias humanas y hasta cuándo y hasta dónde el poder puede más que el desarrollo del ser, del ser “personas”.)Es paradojal ciertamente: el mismo instrumento que es un medio que puede acercar y facilitar la comunicación y las tareas que antes requerían de arduos trabajos, es un puente para que, desatentos gracias a sus aristas constructivas, sustituyamos la interrelación, el intercambio subjetivo, el irremplazable face to face. Si no estamos alerta, el río y su corriente se lle-vará lo que nos insta a salir, a despegar la cola de la silla que nos instala frente al escritorio cara a cara con la computadora, hacia el afuera, donde está la vida y la experiencia que nutre al escritor.

Se preguntarán a esta altura (deseo que no) por qué esto es un apunte de escritura. Porque es violentarnos permitir que un mensaje en el caralibro de las urgencias reemplace una carta acá, allá, de puño y letra, temblada, llena de nervios. Es cruel que un emoticón nos prive de ver una sonrisa, a un hombre cruzando la calle con un perro y un bastón, de chocar dos copas reales, o de ver que el que llora o quiere llorar no es un muñequito redondo, amarillo (muñequitos redondos amarillos, todos iguales, qué más da, ¿no?, esto conviene mucho a los que viven por al-canzar “supremacías”).

Escribir no es solamente estar comprometido con las palabras que hablan de nosotros en el decir de Ivonne Bordelois. Escribir es compro-meterse con el entorno, con lo que sucede en una plaza, en una esquina, en un viaje en tren. Es armarse el propio noticiero, preparar los ojos para cronicar la realidad. Es atreverse a que lo nuestro quede como objeto en un mundo tangible. Una carta, escribir una carta, es una forma de des-apegarnos del letargo de la civilización cibernética. Eso, eso es. Cuando no sepamos qué escribir, imaginemos un destinatario o pensemos en un destinatario y escribámosle una carta. Una carta en la que la letra única

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reemplace a la pre-impresa y la imagen del otro sea una cara (y no un cír-culo amarillo producido a destajo), cuyos gestos queden impregnados en las “niñas de los ojos”, las pupilas, allí donde el otro se refleja, se mueve y se proyecta.

Es urgente que nos posicionemos duramente. Que reivindique-mos la función de la palabra. Y que la escribamos a partir, desde, o des-pués de un intercambio real con el otro. Por eso, si un día, atorados frente a la computadora, no saben qué escribir, siéntense en un banco de plaza y miren alrededor. Como tentáculos, todos los sentidos predispuestos, apropiándose del aire y de los olores, de los gestos y las particularidades, de las texturas y las formas. Y vendrá, ya vendrá, sino el libro, sí el relato, el cuento, la poesía de la urgencia.

Como vendrá el amor para quienes lo buscan en las redes sociales y no aparece. Como vendrá la carta, el amor, al atravesar un parque, al aflojar el nudo de la corbata, o al cruzar las piernas.

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las alas dE una Mochila

“[…] El escritor y los viajes. Para bien y para mal, el es-critor verdadero escribe sobre la realidad que ha sufrido y ma-mado, es decir sobre la patria; aunque a veces parezca hacerlo sobre historias lejanas en el tiempo y en el espacio. Creo que Baudelaire dijo que la patria es la infancia. Y me parece difícil es-cribir algo profundo que no esté unido de una manera abierta o enmarañada a la infancia. Por eso aun los grandes expatriados, como Ibsen o Joyce, siguieron tejiendo y destejiendo esa mis-ma y misteriosa trama. Viajar es siempre un poco superficial. El escritor de nuestro tiempo debe ahondar en la realidad. Y si viaja debe ser para ahondar, paradojalmente, en el lugar y en los seres de su propio rincón [...]”.

El escritor y sus fantasmas, Ernesto Sábato.

Estaba en el colectivo, en un 110, del lado de la ventanilla. Una hilacha de aire, resaca del viento de afuera, se comprometía con el agua suspendida aún entre los pliegues de mi trenza. Esta vez no era exacta-mente en el exterior, en el devenir presuroso de los errantes de las calles neurálgicas, donde iba a encontrar y vivir aquello que, de pronto, se iba a reencontrar con algún recuerdo, algún sueño, alguna loca y aletargada idea, para comenzar con el proceso de escritura que me llevaría, durante y después de la narración, a ser yo aquello o aquel a quien nombraba: a ser el pasto que cosquilleaba mis talones, el tordo macho, azul al sol, o aquella mujer que se dejaba llevar y cruzaba Barrientos remolcada por un bastón y un caniche negro.

No. Afuera esta vez no. Era adentro del colectivo, un afuera sin intemperie ni cemento, más apropiable, donde iba a hallar algo, alguien, que se homologara con algo mío, interior, de mi adentro y de la intem-perie de mi adentro: los olores a humedad, a rancio, a goma quemada, a

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perfumes dulces, a campera sucia, a desodorante de hombre, a naftalina, a pelo grasoso, a suavizante. En la nube casi imperceptible de smog. En el suspiro o en el bostezo de una adolescente que resaltaba un libro foto-copiado. Ahí, más cerca del alcanfor, del sudor, de la lagaña, de las aristas de un resfrío o la complejidad de una sonrisa. Más arrimada al hombre y a la mujer individual, individualizados. En un viaje de corto vuelo, como se dice, pero de amplio alcance. En un colectivo de la línea 110.

Cerré la ventana, y miré: un recorrido panorámico me detuvo, pe-netrante, a la derecha: también sentado un chico había tendido la mochila en sus rodillas, y entonces pensé en la patria, en la infancia, en la mía, en la de todos, y en la de los artistas, y sentí que esa imagen, ese chico apo-yado sobre sus palmas, cargando la mochila en sus piernas, era una metá-fora, casi una parábola, un apunte de escritura, un llamado a que nombre a las palabras que me nombran. Y, en efecto, como escritores tenemos la posibilidad de quitarnos la mochila de los hombros y de la espalda (no desdeñarla, desde luego, nunca) y colocarla en otro lado para que su peso no aminore el paso y, en cambio, el contenido sea el eje, la columna ver-tebral de nuestras producciones. Para que no se nos formen nudos en los omóplatos y, en cambio, se armen voluntariamente en nuestras historias.

Desprendidos de la mochila, podemos transmutar los útiles (cada uno tiene su cartuchera) en obras vívidas, vivas, vivientes. Que los re-cuerdos lejos de pesar sean un vehículo para conectarnos con nuestra escritura. Que las experiencias y el mapa que nos individualiza y delimita, se despliegue en paisajes, en escenas y en diálogos donde los personajes estén hablando de nosotros. Edulcorar un recuerdo con el adjetivo más específico. Salar nuestra memoria con el sustantivo autosuficiente, que contiene a cualquier calificativo, que anda solo, que va solo y se planta solito en el renglón porque lo dice todo sin requerir compañía.

Buscar en nuestro recorrido la particularidad de una calle adoqui-nada que hayamos cruzado en la infancia, el olor de una campera, la textura de la piel de un ser querido, el recuerdo de la sensación del viento que arrastraba el pelo hacia adelante y hacia atrás al bajar y al elevarnos en

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una hamaca, la salsa de la abuela, la maestra a la que le teníamos miedo. Comprometerse con el arte al punto de quedarse uno un poco dormido sobre los renglones, un poco desplegado, desnudo, contundente. Apo-yarse en la almohada del texto, y confirmarlo con la melancolía y la ale-gría de la infancia, esa etapa que ya transcurrió, pero sigue transcurriendo en quienes somos. Y dejarla ser y crecer, aunque más no sea que en el lugar donde todavía nos necesita imperiosamente. Y ya, así como ese chico en el 110, que nuestras mochilas estén completas, repletas, con sus herramientas distribuidas en compartimentos, y que no las carguemos. Que la levedad del ser se anestesie al desplazar sus colgantes a nuestras narraciones. Llevemos mochilas con alas.

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una palabra En El ViEnto

“Una piedra arrojada a un estanque provoca ondas con-céntricas que se expanden sobre su superficie, afectando su movimiento, a distancias variadas, con distintos efectos, a la ninfa y a la caña, al barquito de papel y a la canoa del pesca-dor. […] Igualmente una palabra, lanzada al azar en la mente, produce ondas superficiales y profundas, provoca una serie in-finita de reacciones en cadena, implicando en su caída sonidos e imágenes, analogías y recuerdos, significados y sueños, en un movimiento que afecta a la experiencia y a la memoria, a la fan-tasía y al inconsciente […]”,

“La piedra en el estanque” en Gramática de la fantasía, Gianni Rodari.

Estaba lavando las piedras que traje de Mendoza hace algunos años para ponerlas al sol y recordé a Gianni Rodari y, por recordar a Rodari, recordé a Proust y su magdalena. También la teoría del caos y eso de que “algo tan pequeño como el aleteo de una mariposa puede causar un tifón en algún lugar del mundo”. ¿Puede hacerlo una palabra? ¿Puede hacerlo un sabor, un aroma, una textura? ¿Puede una palabra elegida al azar causar un vendaval de otras palabras, de recuerdos, sueños, histo-rias? Sí, una palabra, un sahumerio con aroma a vainilla, el sabor de la nuez moscada, la aspereza de un pino seco, pueden ser los disparadores de un texto pretencioso de literatura.

Cuando miraba las piedras, al ratito escribí “piedra” en un papel, me acordé de que en Mendoza había cruzado un lago en canoa con unos inflables naranjas y que llegué a la costa y las vi: rosas, verdes, grises; más rosas, más verdes, más grises, debajo del agua transparente. Que la valija pesaba mucho a la vuelta y no se trataba de las compras de las vacaciones, no. Trasladé unas cuantas piedras hasta Buenos Aires para acarrear hasta

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mi balcón un poco de aquél lugar. Y cuando digo “piedra”, o cuando arrojo una palabra al aire y la atrapo con una mano, la escribo en esa hoja blanquecina que no cesa en su silencio, y la miro, escrita. Ayudada por las consignas de Gianni Rodari, “piedra” me hace pensar en él, en cómo el narrador construido por Proust en En busca del tiempo perdido se deja llevar por los recuerdos que le evoca el sabor presente de una madeleine humedecida en el té. Esa misma evocación puede generarla una palabra. Una sola palabra elegida al azar y transcripta en un papel será como arro-jar una piedra en un estanque, como el aleteo de una mariposa aquí: lo que se generará superará la simplicidad del lugar y del movimiento, y la cadena de asociaciones e imágenes será tal y tan infinita que difícilmente podamos tomar registro completo de ellas. Tendremos, entonces, más de una historia, o una historia donde resaltarán los detalles y las representa-ciones verosímiles.

Asimismo, si me dejo tentar por la Gramática de la Fantasía de Ro-dari, “piedra”, me hace pensar en palabras que empiezan con “p”: papá, pañuelo, palimpsesto, príncipe, paréntesis, plaza. Y entonces tal vez escri-bo que “Con un pañuelo pongo entre paréntesis mi infancia. Desde que solté su mano, todo se ha escrito sobre el palimpsesto que construimos juntos. Los príncipes existen pero no deberían ser azules. A los diez, azul, era papá. Papá era quien me llevaba de la mano hacia los mundos de la fantasía. Me llevaba a la galletitería y, en puntitas de pie, le señalaba la lata de los anillos de chocolate o de los alfajores enanos que estaban detrás del almacenero. Así también, una vez me llevó a una plaza, y me gritó que no me hamacara tan alto. Tenía razón, pero no me detuvo. Eso tienen los príncipes azules: no detienen, no limitan, no imprimen autori-dad a sus atuendos. Son azules. No saben de celestes. Me caí. Dicen que antes me mandé una pirueta: di una vuelta carnero en el aire mientras mis pelos largos giraban y giraban hasta que aterricé a unos centímetros de un cerco de ladrillos. ‘¡Se salvó de milagro!’, gritó papá al verme erguida frente a él. Me puse a llorar, pero ni un rasguño. Eso sí, ese día me comí unos cuantos palos de azúcar rosada, y, creo yo, dejé de creer en los prín-cipes azules. Papá había puesto mi vida al servicio de un milagro. Y solo

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me salvé, creo también yo, porque siempre tuve mucho pelo, y el pelo amortiguó el golpe.”

Pero con la palabra “piedra” también puedo escribir el borrador de una poesía:

PEro si tEngo una basurita En la MEMoria

Infinitas En los oJos y EntrE los dEdos dE los piEs.

El ViEnto llEVa y traE. soplaME la aMnEsia con palabras.

DEciME quE Es chaMuyo quE El rEnglón sE ha doblado.

REtorcEME hasta ExpriMirME El últiMo poEMa.

AVisaME, y ME corriJo, si no tE doy piEl dE gallina.

Arrojar una palabra al viento y atraparla con una mano. Escribirla en esa hoja en blanco que no cesa en su silencio, y mirarla. Y dejar que las asociaciones se produzcan. Que la palabra provoque una reacción y despierte a nuestra memoria. Con una sola palabra, una cualquiera, po-demos descubrir una historia adormecida.

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El fuEgo quE sE hacE con fuEgo

“(…) —En cuatro años, cada vez que bailás, noto una obsesión por hacer que cada movimiento sea absolutamente perfecto, pero nunca te vi dejarte llevar. Nunca. ¿Para qué tanta disciplina?

—Quiero ser perfecta.

—¿Qué quieres?

—Quiero ser perfecta.

—La perfección no se limita a tener el control. También tiene que ver con dejarse llevar. Sorprendiéndote también po-drás sorprender a la audiencia. Trascenderás, y unos pocos tie-nen esa capacidad. (…)”

El cisne negro (película) Guión: Mark Heyman, Andres Heinz y John J. Mc Laughlin

En la película El cisne negro, la bailarina que deseaba ser la protago-nista y representante del cisne blanco y del cisne negro en El lago de los cisnes, vivía para su obra. Se levantaba temprano, tomaba el subte, llegaba a sus prácticas de danza y, cuando regresaba a su casa, frente al espejo ensayaba ese cisne negro “que no le salía”. Los movimientos “perfectos” que lograba luego de tanta disciplina, no bastaban. Quería ser perfecta a costa de dejar de ser ella. No alimentaba su vida con vida porque su vida era bailar. Practicar y practicar hasta que no se advirtiera el mínimo error en sus pasos. Ni un solo frunce en sus gestos. Pero no alcanzaba. El cisne negro “no le salía”. Y el productor de la obra estaba decidido a desplazarla del “puesto” porque sus pasos, sus piernas y sus manos, no perseguían a ese vasto mundo que había dentro de ella. Solo seguían el ta-jante juego de las reglas de la danza. Sin embargo, en su imperfección, en su humanidad, de pronto, respondió a un estímulo. No podía, viva como

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estaba sin serlo, permanecer en ese adormecimiento generado por la ob-cecación. Por la anulación de su ser. Se soltó el pelo, se pintó los labios de rojo y fue hasta su productor para pedirle el papel. Pero el productor la besó contra su voluntad y ella le mordió la boca. Esa reacción, lejos de generar el desplazamiento de su protagonismo en la obra, implicó que el productor reconociera que entre esas chispas endebles que ella irradiaba, había fuego oscuro. Llamas fantasmagóricas, reaccionarias. Negras. En-tonces, aislada del entorno de la disciplina, cuando fuera del contexto de sus prácticas y de las reglas, reaccionó como mujer, apareció esa otra, esa ella que también era, pero que escondía debajo de las prescripciones (y de las proscripciones). Solo cuando perdió el control, cuando un beso roba-do ultrajó la dignidad de su boca, emergió desde adentro de la mujer, ese cisne negro “que no le salía”, que hasta entonces colocaba en el cuerpo artificialmente. Lo colocaba en la artista, no en ella.

Igualmente, cuando los escritores nos “escondemos” debajo del rótulo, y perseguimos ansiosamente la pertenencia al “clan”, nos olvi-damos de que antes de ser escritores, somos. Hombres y mujeres que, en su afán por perseguir la perfección estética, de formas y recursos, no podemos encender el fuego aunque no nos falten gas y encendedores, fósforos, papel de diario y leña. No obstante, podemos encender una llamarada, de repente, raspando dos piedras, pero si estamos y somos nosotros quienes escribimos, y si no nos mudamos en homenaje a los otros y a las reales academias.

Ninguna disciplina puede contribuir a la captación de una audien-cia si ausentamos los claroscuros de nuestro interior. Que en las manos desemboquen nuestros cisnes y nuestros patos feos, nuestros sueños y nuestras aguas. No necesitamos mentirle a la hoja en blanco. Podemos cometer la transgresión de camuflarnos y ser buenos y malos a la vez en el arte de inventar historias que, de algún modo son reales (porque los renglones nos recrean); y del modo que sería punible en la acción real, son ficciones (es decir que, impunes en la realidad, aunque los arrestemos en el mundo narrado, nuestros narradores pueden instigar a personajes infames y forajidos: dentro del papel, serán o no “detenidos”, pero fuera,

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son libres e, incluso, vivirán, también liberados, en el recuerdo del lector).

Morderle el labio al método. Sellar con adhesivos, en una primera instancia, todas las enciclopedias que dictan las normas de la escritura artística y que nos guiñan un ojo en algún estante de la biblioteca. Mor-dámosles la tapa y la contratapa, el prólogo y el acápite, el para-texto y la dedicatoria. Saquémosles la lengua.

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la nEcEsidad básica

“[…] Los críticos olvidan, con demasiada frecuencia, que una cosa es cacarear, otra, poner el huevo. Trasladar al pla-no de la creación la fervorosa voluptuosidad con que, durante nuestra infancia, rompimos a pedradas todos los faroles del ve-cindario. ¡Si buena parte de nuestros poetas se convenciera de que la tartamudez es preferible al plagio! […] Segura de saber donde se hospeda la poesía, existe siempre una multitud impa-ciente y apresurada que corre en su busca pero, al llegar donde le han dicho que se aloja y preguntar por ella, invariablemente se le contesta: Se ha mudado. Sólo después de arrojarlo todo por la borda somos capaces de ascender hacia nuestra propia nada. […]”

Oliverio Girondo, “Membretes”.

Un hombre, ávido lector, a quien asistía en la corrección y redac-ción de sus textos —digamos más simplemente ‘a quién guiaba para que encontrara su impronta’— me acaba de mandar un mail: dice que dejará de escribir. Dice que, al enterarse del tiempo (un año y monedas) que le llevó a Albert Camus escribir El extranjero, advirtió que para corregir sus textos “una vida también puede ser un tiempo razonable”. Agrega que está leyendo a Thomas Mann y que “valora la técnica del relato, el valor de cada palabra”.

Le respondí que respetaba su decisión, siempre en la creencia de que no hay tal decisión, rotunda e impermeable, en torno al acto de es-cribir o dejar de hacerlo. En sus escritos y en sus mails he atisbado un entusiasmo singular, de ahí que le haya contestado también que no se proscribiera por la circunstancia de haber “reconocido” la buena técnica de los autores que lee, que esperaba que no fuera un extranjero en el arte de escribir y que, si no lo hacía con frecuencia o dedicándole las horas

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que puede requerir el refinamiento, que sí lo hiciera cuando tuviera ganas, a su manera, como saliera.

No me despedí sin decirle que, aunque se tome vacaciones lite-rarias activas I, deseaba que se reencontrara algún día (pronto) con un archivo en blanco del word o que estrenara un cuaderno anillado con una tapa especialmente elegida para retomar la necesidad —intuyo que la mía, si lo fue, fue una despedida tan provisoria como la decisión del remitente.

Esto último (lo de “retomar la necesidad”) vino a cuento de que, mientras le contestaba, me acordé de Oliverio y esa frase que subsu-me tanto lo que intenté decirle a mi compatriota amante de las palabras como también los ejes, las almas de mis apuntes de escritura: “[…] Aun-que ellos mismos lo ignoren, ningún creador escribe para los otros, ni para sí mismo, ni mucho menos, para satisfacer un anhelo de creación, sino porque no puede dejar de escribir […]”. II

En efecto, hay quienes se quedan en el camino. No en el suyo, sino en el camino del escritor. Hay quienes toman atajos en sus intervalos de innecesaridad y tal vez más tarde cruzan un puente que tambalea y reto-man no tanto sus sueños como su necesidad de escribir—ahora secun-daria, prescindible—. Muchos decidirán desviar el camino o abandonarlo por haber leído a Proust o a Joyce, pero irremediablemente volverán si la necesidad retumba en sus deseos, volverán si necesitan verse las manos generando compases en las teclas o moverse desesperadas con una biro-me porque no llegan a escribir tan rápido como dicta el corazón maestro. Solo me alertan aquellos que dejan de escribir porque dicen que tardan en encontrarle el giro al arte y se desahucian porque otros lo han logra-do (creo, si se me permite, que tampoco los que lo han logrado saben o supieron que alcanzaron el objetivo: como no se alcanza todo antes de morir, tampoco se escribe nunca la obra maestra. Como el hombre, en la vida; el escritor, en la vida, es ambicioso. Nada le basta. Todo es peor y mejorable). Por eso me alertan. Porque “la vuelta de tuerca” del arte de escribir no existe. Como no existe, creo yo, el giro para sentirse “realiza-

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do” mientras se está viviendo. El escritor nunca se termina. Solo sucede que se va de esta tierra palpable algún día, y quienes lo siguen y admiran, lo consideran realizado. Lo idealizan. Pero, muy probablemente, a todos les ha quedado pendiente escribir la mejor poesía, la mejor novela, el mejor cuento de sus vidas.

P.D.: No me importa tanto si el remitente del mail que refiero pu-blicará algún libro o ganará algún concurso. Ni siquiera si escribirá. Me inquieta sobremanera no saber ahora si, mientras se va realizando como hombre, pronto o más tarde, cuando sienta hambre o sed y, a la vez, ganas de escribir, equiparará todas las necesidades básicas e incluirá nue-vamente esta forma de creación entre las suyas.

I Que no se entienda “activas” en su significado riguroso. Con “vacaciones literarias activas” me refiero, concretamente, a no escribir por un tiempo: también el lector asume un rol protagónico y activo en el acto de leer, pero este tema, muy bien desarrollado por Umberto Eco, seguramente será obje-to de otro apunte de escritura. II Oliverio Girondo, “Membretes”.

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dE MuJEr a narradora. la farsa iniMputablE.

“Al otro, a Borges, es a quien le ocurren las cosas. […] Sería exagerado afirmar que nuestra relación es hostil; yo vivo, yo me dejo vivir, para que Borges pueda tramar su literatura y esa literatura me justifica. Nada me cuesta confesar que ha lo-grado ciertas páginas válidas, pero esas páginas no me pueden salvar, quizá porque lo bueno ya no es de nadie, ni siquiera del otro, sino del lenguaje o la tradición. Por lo demás, yo estoy destinado a perderme, definitivamente, y sólo algún instante de mí podrá sobrevivir en el otro. Poco a poco voy cediéndo-le todo, aunque me consta su perversa costumbre de falsear y magnificar. Spinoza entendió que todas las cosas quieren per-severar en su ser […]. Yo he de quedar en Borges, no en mí (si es que alguien soy) […] Así mi vida es una fuga y todo lo pierdo y todo es del olvido, o del otro. No sé cuál de los dos escribe esta página.”

“Borges y yo” en El hacedor, Jorge Luis Borges.

Hace un tiempo en un estudio jurídico mi oído se agudizó frente a una conversación telefónica que una abogada mantenía con el que pa-recía ser su cliente. Aunque ese día estaba ahí como abogada estudiando un caso con mi colega, comprendí que cada vez que estoy ahí estoy como mujer, que horas después estoy como escritora, en mi casa, frente a la computadora, al lado de mis plantas, y luego me desdoblo, y conce-do a un narrador o narradora la responsabilidad de que cuente aquello que escuchéI , aunque configurado en un cuento objetivoII.

Días después de aquella tarde, le envíe a mi colega un micro-cuento, cuya trama era, por un lado, lo que le había escuchado decir a ella al teléfono y, por el otro, lo que, adornado por el narrador construi-do, había intuido que le respondía su interlocutor ausente. Me escribió pronto para decirme que le gustaba mi cuento, que era contundente,

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pero que tuviera en cuenta que Felicitas “no estaba vestida con unifor-me escolar” y que la que le había proferido esa serie de insultos “era la preceptora y no la Directora como vos pusiste en el texto”. Pronto advertí la importancia de esa respuesta: mi lectora que, por su parte, conocía el argumento, sintió (y me acusó sutilmente) de haber faltado a la verdad. Fue un gran elogio: había logrado construir un narrador que, lejos de acomodarse con exactitud a las aristas de mi experiencia, las había engalanado con aquellas características de los personajes que más convenían a la efectividad del cuento y su impacto en el lector real. Y de aquí se desprende que cuando la lectora me dijo “como vos pusiste en el texto” desconocía que en el arte de narrar nosotros, los hombres y las mujeres que asumimos un rol de escritores no somos responsables, en absoluto, de lo que le hacemos decir a los narradores. Con vehemencia, Enrique Anderson Imbert nos explica este desdoblamiento en su libro Teoría y técnica del cuento: “Un hombre (o mujer) escribe un cuento para que alguien lo lea. A primera vista parece un simple circuito: un creador, el cuento creado, un lector que recrea. Pero si se mira bien se nota que ese proceso es más complicado. El Hombre, a ciertas horas del día, sien-te el llamado de la vocación literaria y adquiere una segunda naturaleza. Ahora el hombre se ha convertido en Escritor. Éste delega la respon-sabilidad de narrar en un Narrador ficticio. Tanto el yo del hombre de carne y hueso como su otro yo de Escritor se quedan fuera del Cuento. Sólo el yo del Narrador ficticio está dentro del cuento, y desde dentro inventa personajes, agentes de una acción narrativa que transcurre en un tiempo y un espacio imaginarios”. Entonces, como nos ilustra el narrador acerca de “sí mismo” en “Borges y yo”III , quienes escribimos, aunque adultos, seguimos jugando a las escondidas. Si alguien, como la abogada que leyó e hizo una devolución del texto que escribí, nos acusa de haber mentido o falseado datos, debemos decirle que, si quiere en-contrar al responsable primigenio, debe taparse los ojos (o no) apoyán-dose en una pared y contar hasta diez y volver a empezar, porque afuera sí, pero no tenemos nada que ver con el asunto. En el texto, nosotros ya no sabemos dónde estamos.

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I Centrada en una anécdota específica, solo aludo al sentido del oído, pero a veces el disparador de un texto es un aroma, el gusto del budín o de las medialunas, los gestos de las personas que pasan por ahí, o simplemente los silencios, esos aparentes recreos en los que, sin ser muy conscientes, estamos procesando el proyecto de un texto que va naciendo sin salir todavía, que vamos gestando a veces horas, a veces meses, a veces años, desconociendo ahora que estamos embarazados de un pretendido texto narrativo o de una poesía. Porque, en efecto, quienes escribimos andamos por las calles y vivi-mos experiencias que se convierten en elementos expuestos en los estantes de las góndolas: vamos eligiendo, acumulando en la bolsa de las compras, todo lo que se imprimió dentro de nosotros como un elemento susceptible de contribuir a nuestro arte. Vamos, como en “Borges y yo”, viviendo una vida real para husmear luego también una vida de mentira, en un mundo ficcional, donde le transferimos nuestras adquisiciones a un impostor, el o los narradores de nuestro texto narrativo, un narrador que, en el decir de Imbert “en su universo imaginario goza de extraños privilegios” (Teoría y técnica del cuento). II Así, el narrador que, como escritores construimos, puede ser un hombre, de cincuenta años, que no sabe ni leer ni escribir —que no podría, por tanto, narrar un cuento—; o, yendo más lejos, un narrador o un personaje creado puede injuriar o calumniar a otro personaje y viceversa sin que la dialéctica sea juzgada más allá de las leyes que rigen en el mundo interior e irreal de ese cuento. III Me atrevo a decir que aquí el juego propuesto por el admirado Jorge Luis Borges es doble: el escritor (Jorge Luis Borges) ha delegado en un narrador determinado la tarea de escribir un micro-cuento en el que la voz narrativa es, en sí, la del narrador de todos los textos del real Jorge Luis Borges. El narrador elegido especialmente para este texto sería entonces una especie de “meta-narrador”, término que, en el caso, significa un texto en el que el narrador habla sobre sí mismo y sobre el conjunto de narradores, unificados, de los textos de Borges. Es un narrador que habla, entonces, de la figura del narrador (meta-narración: texto narrativo que habla sobre sí mismo, que narra cómo se está narrando)

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En el borrador de una nouvelle que he escrito, que es borrador to-davía y por mucho, un capítulo comenzaba hablando sobre el proceso de escritura y sobre el lector que, en el decir de Enrique Anderson Imbert, es un lector ideal fingido; digamos, con nuestras palabras, el lector en el que la narradora “pensó” como destinatario azul de su ficciónI. Descubrí que ese extracto de la nouvelle no era funcional al texto: distraería al posible lector y se iba en mucho del eje, de la trama: en lo sucesivo, la narradora no mantenía ese guiño y, entonces, se trataba de un fragmento de discur-so narrativo que hablaba sobre sí mismo aunque descolgado de la cuerda conductora de la historia. Al corregir, al pasarle la escoba al texto, como quien dice, me quedaron un montoncito de palabras en un rincón: bien podría haberlas arrastrado hasta la pala y llevarlas a la papelera, pero no. No fue lo que hice. A veces escribimos mucho, en un intento por decirlo todo siguiendo el ritmo de nuestros conceptos y emociones, y ¡zas!, des-cubrimos que esa parte “no ayuda”; todo lo contrario, embarra. Embarra ahí, claro. Porque sucede que eso que desprendemos de un texto puede ser muy útil para otro. Pensé entonces que esas palabras no eran útiles en aquel lugar, y que tal vez sí lo eran en estos apuntes de escritura. Y esto es lo que saqué del rincón de las pelusas de mi nouvelle para darle un

“La experiencia que tenemos al leer es igual, en última instancia, a la experiencia mediante la cual aprendemos las co-sas de la vida cotidiana. El libro que leemos se da en nuestra conciencia exactamente, como en la conciencia de un observa-dor, se da una mariposa […] Ese ´lector´—así, en singular— no existe, es un mito, es el símbolo de una masa de millones de hombres perdidos en un irresponsable anonimato”.

“Un narrador, un cuento, un lector” en Teoría y técnica del cuento, Enrique Anderson Imbert.

El príncipE azul dE la narradora, ¿El lEctor irrEal?

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mejor destino. Imbert, en la cita, nos dirá que lo que dice esta narradora es erróneo, que no hay escritora y lector príncipe, que no hay conexión entre realidades en la distancia entre lo escrito por uno y lo leído por el otro, entre el escritor y el lector real, anónimo. Sin embargo, aunque con-tradiciéndome un poco con el apunte anteriorII , ¿por qué no ponerlo en duda? Porque, o bien podemos concordar con Imbert y, a la vez, aunque nos enojemos con su teoría, admitir una relación lejanísima entre el es-critor de carne y hueso y el lector real que lee el texto construido por el narrador, o bien podemos pensar que este fragmento que compartiré no es más que parte de un texto narrativo en el que el narrador sabelotodo crea una nueva teoría sobre la relación escritor-lector. También, a par-tir de este fragmento, podemos ampliar nuestra investigación acerca del concepto de meta-narración insinuado en el apunte de escritura “De mu-jer a narradora. La farsa inimputable” y comenzar a preguntarnos acerca del recurso “puesta en abismo”III . Veamos:

“En su planificación, este texto fue como un rompecabezas, como una rayuela:

borrador

A

B C

D

E F

G

H I

tExto rEVisado

piezas desordenadas, endebles, hechas de tiza, esparcidas en un bolillero. Incluso el proyecto de carta para Antonio que ha pasado por todas las instancias de escritura, silencios, enmiendas, ya verán. ¡Cuán im-

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portante es la elección de cada palabra cuando uno le escribe a otro que no lo va a ver cuando lo lee!, sea el lector de una carta (Antonio), sea el lector de un texto narrativo que pone en abismo a la carta.

Ahora se ve más limpito, más con tinta negra lavable, pero en sus primeras, segundas, terceras instancias, nupcias, fue grato asumir el desafío de salir del dédalo de fragmentos hacia el texto, hacia una versión más cercana al relato centrifugado. Fue grato asumirlo por mí, para mí y, quién sabe si para usted (el pacto es, si es que llegó hasta acá, que lo lea si le agrada, sino, tal vez, nos conozcamos por otra vía. Es legítimo que las palabras que me nombran no lo llamen a usted, y solo me signifiquen a mí. Hoy no puedo saberlo. Pienso en usted cuando escribo, pero si solo pienso en usted y no en mí y desde mí, este texto no será más que una copia de recursos de otros) Salud.

¿Andará quejándose usted de que usé la palabra “dédalos”? Le confieso que fue intencional, quise salir de la abstracción en la pantalla, mover y moverme, de otra forma, y sin teclear, el texto. Usé esta palabra difícil (depende para quién, y para mí lo era y es, y lo difícil está contrain-dicado –poco importa- en el proceso de escritura) para salirme del agu-jero insondable del texto y las páginas en blanco sucesivas; salí para que usted saliera también, para que, si no conocía el significado de “dédalos” como yo, usted, lector, se moviera, caminara, buscara en el mataburros para que el texto se sumergiera también en el movimiento. Y así con la distancia temporal y espacial, ambos habremos de comunicarnos a par-tir de la posible repetición de la acción para-textual. Acciones alejadas (¿estaré yo viva cuando usted me lea?) unidas por el hilo conductor de la elaboración de un libro para otro (y ese otro, a esta altura, también soy yo): cuando, después de ese recorrido hacia la biblioteca, usted vuelva al texto móvil, estará más vivo (aunque también muerto, como morí yo cuando terminé este texto): estará existiendo más allá de la ficción (usted, el texto y yo, aunque yo ahora, mientras lo reedito no sé cómo existiré cuando ya no sea mío). Estaremos usted y yo existiendo más allá de la ficción; y estaremos usted y yo muriendo en la ficción en que se convierte en uno el recuerdo.”

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Me quedo con todo y, parafraseando a Eco, con la idea de que toda obra es abierta, que la completa el lector cooperador sobre la base de un lineamiento más o menos elástico que el narrador construye acerca del modo en que puede ser leída. En definitiva, todo texto es perezoso: no se lee considerándolo como un cofre con compartimentos estancos lleno de herramientas conocidas que conmueven al lector a leerlo “de una única manera”, sino una amplia caja de “lápices de colores” cuya manipulación no siempre dará como resultado el mismo dibujo.IV

I Según Imbert, en la literatura, “cuyo lenguaje escrito está cerrado en un tiempo pretérito”, el lector se ficcionaliza en el acto de leer. Aunque el lector se crea “coautor” de lo que lee, al rellenarlo o interpretarlo, en verdad, con-sidera Imbert, lo que hace es seguir el juego propuesto y controlado por el narrador que, como categoría, es ficcional. II Probablemente me contradiga de vez en cuando, pero porque yo misma discuto con los conceptos y porque discutir aun en un texto no pretende generar confusión sino que el lector forme su propia concepción de aquello sobre lo que versa la dialéctica. IIIAprendí sobre el recurso a partir de la experiencia. En efecto, corrigiendo una novela con una guía literaria, la escritora me dijo: “en tu texto hay una puesta en abismo”. Se refería a que la narradora le hablaba a una mujer gran-de sin voz explícita en el texto y la historia giraba en torno de esa relación entre la narradora y la destinataria, pero se ponían en abismo los recuer-dos de la narradora, configurándose historias dentro de la historia principal. También conocí el recurso como “relato enmarcado” a partir del análisis de Las mil y una noches donde la historia principal sobre Scheherezade sirve de marco a los demás relatos. En conclusión, la puesta en abismo o relato enmarcado es una figura retórica a partir de la cual se imbrica una narración dentro de otra. IV Lector in fábula, La cooperación interpretativa en el texto narrativo, Umberto Eco, página 80: “De manera que prever el correspondiente Lector Modelo no significa sólo “esperar” que éste exista, sino también mover el texto para construirlo. Un texto no sólo se apoya sobre una competencia: también con-

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tribuye a producirla. Así, pues,¿un texto no es tan perezoso y su exigencia de cooperación no es tan amplia como lo que quiere hacer creer? ¿Se parece a una caja llena de elementos prefabricados (“kit”) que hace trabajar al usuario sólo para producir un único tipo de producto final, sin perdonar los posibles errores, o bien a un “mecano” que permite construir a voluntad una multi-plicidad de formas? ¿Es una lujosa caja que contiene las piezas de un rompe-cabezas que, una vez resuelto, siempre dará como resultado a la Gioconda, o, en cambio, es una simple caja de lápices de colores?”

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bEllas y durMiEntEs

“[…] Así pues el sueño piensa predominantemente en imágenes visuales, aunque no deje de laborar también con imá-genes auditivas, y en menor medida con las impresiones de los demás sentidos […]”.

“La literatura científica sobre los problemas oníricos” en La interpretación de los sueños, Sigmud Freud.

En los sueños aparecen escenas y escenarios, imágenes surtidas de incoherencias, personajes del pasado travestidos en otro cuerpo, mi-rándonos desde otra mirada, no menos punzante que la real con que nos intimidó alguna vez en la vigilia. Sudamos dormidos a la medida de la vivencia y el movimiento onírico que se proyecta en paralelo con nuestra quietud. Y, entonces, un ruido, el tren, el timbre, o simplemente la resistencia contundente del cuerpo para salirnos de la pesadilla, del sueño angustioso, del sueño extraordinario. Un cuaderno, una lapicera y los vestigios de esa fantasía que arrastra hasta la realidad algunos de sus sedimentos con los que construimos los huecos de lo olvidado. Y ahora la imaginación puede convertir ese sueño en un texto pretencio-so de artificios literarios. Las palabras bellas y durmientes transmiten su electricidad: se desperezan en nuestras manos, recorren nuestros dedos y desbocan su descarga final en las garras del arte, las uñas transmutadas cuando, a partir de todo, de lo que se ve y lo que se toca, de lo ostensible o lo inefable, de lo real de la vida o la vida de los sueños, nos vestimos de escritores o nos desnudamos como tales.

Registrar los sueños, aunque solo podamos armar un diario oníri-co de imágenes aisladas, puede constituirse en un pasaporte hacia la es-critura. Sabido es que aun cuando pretendemos reproducir verbalmente una escena que soñamos, la condimentamos con elementos imaginarios

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para llenar huecos olvidados. Ahora bien, cuando los reescribimos con fines literarios, podemos abusar de esta forma de completar la escena. Tomar la escena como estructura o argumento y, quitándole las marcas que la delatan como sueño, completarla deliberadamente a partir de las evocaciones o de las asociaciones que la escena puntual nos produce, agregándole vida, con la construcción de imágenes olfativas, táctiles y todas aquellas que no aparezcan palmariamente en el sueño. Así, no será lo mismo decir: “Un hombre me perseguía por la calle”. A decir: “Me perseguía. Estaba cerca. Aunque no lo veía, estaba cerca, definitivamente: el olor a rancio lo delataba en mi espalda, justo arriba de los hombros. Ese olor era de él: solía reconocerlo cuando entraba a casa y pensaba que no había nadie”.

Registremos. Armemos nuestra literatura sin exigirnos la inven-ción más original. Sobran escenas, nos sobran motivos y argumentos para pispar nuestra propia vida y la vida en nuestros sueños y así crear una historia irreal, pero verosímil, donde los lectores (y nosotros como primeros lectores de lo que escribimos) podamos tocar a los personajes, olerlos, mirarlos, recrearlos y hasta sentir ternura, odio, u amor por ellos. Hasta que se mueran. Hasta que mueran una vida cuando demos por terminado nuestro texto, soltemos el texto al aire, y renazcan en otras manos.

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El abEcEdario al quE lE faltan lEtrasi

“[…] Te sientes confirmado por la visitación del último poema, y amenazado por la inseguridad del próximo, y los me-jores momentos son aquellos en que la mente parece estallar hacia adentro y palabras e imágenes se agolpan solas hacia el vórtice. […].

Seamus Heaney, “De la emoción a las palabras”, en De la emoción a las palabras.

A veces leemos teoría literaria, técnicas de creación del cuento, concurrimos a talleres y, si bien todo enriquece nuestra tarea (crear y corregir lo labrado de manera que los objetos, las acciones de los per-sonajes, y los símbolos sean funcionales a la historia y ésta eficaz a la continuidad de la lectura por parte del lector), no es sino cuando aparece esa lumbre que necesitamos que de, pronto, sino “nuestro abecedario”, descubrimos el relativo abc para mirar nuestras obras con cierta crítica. Porque no todos los maestros son maestros para todos los alumnos, por-que, en verdad, solo cuando alguien se aparece como guía, solo cuando alguien nos “lee” un poco por fuera y otro poco por dentro nos puede aportar una clave o facilitarnos por una vuelta la llave de la sortija. A partir de un brevísimo taller dictado por la escritora Ángela Pradelli co-mencé a construir un texto con un claro objetivo: mientras lo armaba, mientras elucubraba cómo sería mi narrador y de qué forma manejaría los hilos de las marionetas de la historia (los personajes), tenía que pro-ponerme que fuera “el mejor relato del mundo”. Y esto no significa lo-grarlo: no creo que exista algo así como el mejor relato del mundo. No sé si Ángela apuntaba a la implicación con el cuerpo y el alma al momento de organizar, escribir y corregir la historia, pero ese fue mi lema; mejor dicho, es a partir de esa implicancia que yo llegué a un resultado que a

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mí me satisfizo. Al terminar el relato me propuse reunir en una suerte de “listado” algunos consejos que pueden servir al aspirante a escritor o al escritor para construir sus historias, para corregirlas e, incluso, para convertirse en un lector implicado. Estas viñetas, reconozco ahora, son resultados de diversas experiencias, una de las cuales fue el taller con Án-gela, otras tantas han surgido de otras guías que he tenido (y que tengo todavía en la medida en que la falta de contacto con nuestros mento-res no impide que así los consideremos y nos sintamos acompañados por ellos cuando escribimos), y otras y todas han surgido a su vez de la lectura de mis textos, de las lecturas de otros artistas (valga la amplitud del término) y de lo que en el decir de Saramago me han enseñado mis propios personajes y las personas que, al encenderles una vela a mi vida, alumbraron concomitantemente mi arte. Personas y personajes muchos de los cuales nunca se han dedicado a escribir literatura ni lo han aspi-rado pero que, sin embargo, han intuido que mi secreto era redescubrir lo que me apasiona, afirmarme en el camino, manteniendo una actitud constante, perseverante, abierta a las críticas (y cerrada también a ellas: si el reconocimiento del otro es nuestra búsqueda primera y última, nos conviene dedicarnos a otra cosa. Es un límite muy finito ese que separa la crítica de la sugerencia porque una y otra provienen de seres que, por humanos, pueden partir de un sentimiento de envidia, admiración, deseo de que crezcamos. A veces nos critican talentosos escritores que lo hacen desde un lugar de saberes inamovibles; tan aferrados a lo clásico o a la obligación de leer y transmitir los recursos de tal o cual autor (o de los propios), se cierran a lo nuevo, se encierran en sus formas, disparan lati-guillos frente a una manera diferente de decir, y entonces la sugerencia se transforma en mandato. Pues bien, confiar en uno permitirá diferenciar a quien nos acusa de cerrados a la corrección y a la crítica porque están cerrados en una lata de conserva, o a quien nos acusa de cerrados porque, claro está, nos cuesta retocar o rehacer ese texto que “para nosotros” era el mejor del mundo. No nos olvidemos que detrás de los críticos y los jurados hay personas elegidas por personas que los institucionalizaron como tales. Luego, detrás de nosotros también hay seres que, frente a la

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crítica de lo propio, sienten o pueden sentir que están criticando a su hijo de papel. Lo interesante es que el orgullo no impida que eduquemos y reeduquemos (léase corrijamos) a nuestros hijos literarios. Incluso a esos personajes insolentes que no definen su identidad dentro del mundo de la narración.

La decisión final es nuestra, y puede ser la correcta: es alentador pensar que hay personas en el mundo que deciden tomar un atajo y des-prenderse de esas guirnaldas que hacíamos cuando éramos chicos, en las que las muñequitas o los muñequitos salían todos iguales, agarraditos, no fuera a ser que alguien pensara diferente y se atreviera a salirse del papel impuesto por la sociedad.

A mí me sucede a veces que veo el mundo exterior, incluso el interior, como una amenaza. El uno por la intimidación permanente de deshumanización, el otro por la herida que uno cierra, pero arrastra, y se vuelve a abrir. No obstante, esos días cuando me despierto y tanto pesa el cuerpo y tanto más la cabeza que se sindicó con la almohada, pienso en la literatura de mis autores admirados y todos los libros que me quedan por leer y todos los autores que todavía no conozco y, también claro, en mi “literatura”, mayormente inédita y, de un brinco estoy en el living. Ahora bien, si el sentido de la vida personal está descubierto, hay que descubrir cómo concretarlo y eso, probablemente, lleve (y no alcance) toda una vida. Por eso, en este Apunte de escritura me animaré a hacer un listado que sirva como esqueleto para aquel a quien le sea útil (cada uno descu-brirá en sus resultados si ha logrado, desde antes de la escritura misma, construir “el mejor relato del mundo”), de ahí que no sea taxativo; todo lo contrario, es un abecedario al que cada uno le agregará más y más le-tras y símbolos, más allá de la W, de la X, de la Z.

I.- dE los linEaMiEntos no obligatorios no taxatiVos no coMplEtos para construir una historia.

Las sugerencias son útiles para quien puede aprovecharlas, para quien, sin negarse a aplicarlas, las desecha si haciéndolo los limita en el despliegue de su arte, pero por si acaso, como me interesa volcar aquí mi

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experiencia y lo que a mí me sirvió, lo comparto para que el lector de es-tos apuntes pueda armar su propio listado, tomando prestadas las viñetas que signifiquen nuevas herramientas en su caja literaria de primeros auxi-lios. Analizaremos luego con ejemplos cada una de las sugerencias. En este abc no incluimos un acápite que sea la práctica de la lectura porque, entiendo, circunda a todos los demás. Leer nutre nuestra vida y nuestro arte. Leer con una mirada focalizada en los recursos de los que se ha va-lido el autor y su narrador, sin embargo, es una tarea más profunda para cuyo desarrollo, entiendo, estos acápites servirán como una guía:

a) Escribir una historia concreta.

b) Eventualmente, seleccionar un recuerdo de infancia como refe-rente para saber qué escribir aunque, sin darnos cuenta, más dis-frazado o menos envuelto, siempre estamos escribiendo acerca de aquello, remoto, que constituye en el decir de Sábato “nuestra pa-tria”. Aquí nos conectaremos primero con la persona, luego con el personaje que ha mutado a la persona y, finalmente, con nosotros, los creadores, también trastocados por aquellos y por la historia en la que se desenvuelven sus acciones, sus olores, sus gestos.

c) Elegir un signo que aparezca en la historia y ubicarlo sutilmente en el texto, tal vez reiteradamente en diversas partes, de manera que sea un guiño para el lector atento.

d) Generar una cierta tensión, llevando al límite una situación del personaje principal del texto.

e) Crear imágenes visuales, olfativas, táctiles, auditivas, gustativas. Tratar de “mostrar” antes que contar. Decir menos que el perso-naje está nervioso, como mostrar que ese personaje lo está, hacién-dolo caminar por un pasillo, fumando compulsivamente, comién-dose las uñas, armándose tirabuzones en el pelo.

f) Lograr que el o los personajes salgan de la historia cambiados; es decir, que no sean los mismos que entraron en el cuento.

g) Considerar, si escogemos un recuerdo de infancia como dis-

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parador, que las imágenes y las acciones de los personajes deben transmitir al lector un sentimiento similar al que sentimos al vivir la experiencia del pasado.

h) Dejar que el lector interprete. No juzgar al personaje.

ii.- dE los EJEMplos concrEtos dE rElatos En los quE dEscubriMos los linEaMiEntos.

ii.- a) una historia concrEta:

Para ahondar en una historia y hacerla efectiva, suele ser prove-choso intentar construir un narrador que particularice en una situación determinada, y no en un digitador ficcional de situaciones generales.

Vamos a algunos ejemplos:

Vuelvo sobre el texto que construí a partir de aquél taller, y al que hice referencia al comienzo de esta exposición. En un anexo de este apunte de escritura, dejaré para su evaluación, crítica, comentario, análi-sis, el texto completo:

“Mamá me hizo dos trenzas, altas, una arriba de cada oreja, y me pidió que fuera a visitar al nonno. ‘Llevale estos remedios. Te está esperan-do’, me dijo colgándome en la muñeca derecha una bolsita blanca […]”

Si yo hubiera escogido comenzar el relato diciendo: “Mamá solía enviarme a la casa de mi nonno para llevarle remedios”, probablemente le hubiera puesto un freno a la imaginación y, más aún, a la intensidad de la historia. Particularizar entonces la situación nos permitirá despejarla del hecho frecuente que tomamos como disparador y que, justamente, por frecuente, carece de originalidad. En cambio, siendo específicos lograre-mos encontrarle a “la situación frecuente” sus aristas genuinas.

Vamos a otro ejemplo; en este caso, escogeremos el comienzo del cuento “Timote”, de Ángela Pradelli:

“En 1970 yo tenía once años, mis padres acababan de separarse

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y en casa atravesábamos el temblor que dejan casi siempre las rupturas. Aquél año, cuando sólo faltaban dos días para las vacaciones de invierno, Teresa, una mujer pelirroja que venía dos veces por semana a limpiar y planchar algo de ropa, me preguntó si quería ir con ella a pasar unos días a casa de sus parientes. ¿Dónde viven?, le pregunté. En Timote, me contestó.”

El ávido lector que indague en el texto completo de Ángela, adver-tirá que a partir de la situación concreta que toma como punto de par-tida, los personajes tendrán un movimiento singular y el lector “creerá” (al menos yo lo creí) que esa situación era y es única. Si Ángela hubiera generalizado (no digo que generalizar no sea efectivo a veces, solo tra-to de ofrecer un lineamiento que a mí me destrabó del síndrome de la hoja en blanco o me permitió liberarme de los textos verborrágicos que no conducían a ninguna tensión); decía, si Ángela hubiera generalizado, probablemente no hubiera generado la atracción del lector, porque la particularización le permitió llevar “ese hecho puntual” a un límite, y los lectores quedamos agarraditos de la red de su araña narradora.

En el marco de un taller, por ejemplo, tomando como referencia un recuerdo de infancia, escribí:

“Como a muchos, a mi me gustaban los viernes. Los viernes a las cuatro de la tarde. Dejaba los lápices y el cuaderno y me asomaba por la ventana, desde el primer piso, a esperar a papá. A papá, que entraría con su bicicleta marrón, a las cuatro y cinco, siempre muy puntual. A papá que todos los días volvía a esa hora del trabajo. Pero me gustaban los viernes porque él se bañaba, me llevaba a comprar galletitas, y me dejaba elegir. Porque había latas por entonces, y uno las espiaba, rotas o enteras, de chocolate o de vainilla, desde el círculo transparente de sus caras”.

¿Qué hice aquí? Pues se me ha criticado, y lo he receptado porque me ha servido desde entonces, que había una generalización en mi relato. Que para poder crear interés y captación, debía puntualizar en una tarde, esperando a mi padre, gestar “la ruptura de lo esperable”. Instalada en la fisura del normal desarrollo de los acontecimientos, hubiera podido ir

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mucho más allá, como lo logré, creo, con otro texto construido sobre la base de esta sugerencia.

Si bien no he vuelto sobre este texto (lo hago ahora con ustedes), se me ocurre que podría haber gestado esa ruptura de la que hablaremos en el punto II.- d), si mi narradora hubiera comenzado su relato así:

“Como a muchos, a mi me gustaban los viernes. Los viernes a las cuatro de la tarde. Sin embargo, no me gustó tanto un viernes que hubo en mi infancia: había dejado los lápices y el cuaderno y me había asoma-do por la ventana, desde el primer piso, a esperar a papá. Pero papá, que siempre entraba con su bicicleta marrón, a las cuatro y cinco, arrastrán-dola por el largo pasillo de la planta baja, ese día no llegó, ni a las cuatro y cinco, ni a las seis, ni nada. Cuando le pregunté a mamá, me dijo que no sabía. Pero ella algo sabía porque también de tanto en tanto se acercaba a la ventana y esperaba conmigo, espiaba conmigo”.

¿Por qué es más efectivo “decirlo así”? No digo que ya haya logra-do la superación en el texto (esto es un ejemplo y mi fragmento merece que lo pula si es que lo quiero transformar en un texto completo que aspire ser un cuento). Es más efectivo porque, frente a la normalidad de los hechos, lo esperable, se produce un quiebre: la narradora sabe que siempre a las cuatro y cinco llega su padre; sin embargo, ese día no llegó. Esa espera de madre e hija, permitirá el desarrollo de un conflicto que, tal vez, no hubiera podido desarrollarse si el relato giraba en torno del “contar una actividad cotidiana”. No olvidemos estos ejemplos, que se adelantaron aquí, por su íntima relación, a la hora de analizar el punto “Tensión. El límite que se rompe”.

ii.- b) El rEcuErdo dE infancia. dE la pErsona al pErsonaJE. y dEl pErsonaJE quE transMuta al crEador.

Ernesto Sábato decía que la patria es nuestra infancia y, a juzgar por mi experiencia con la literatura, no se equivocó. Cuando se pretende trazar un límite entre lo biográfico y lo no biográfico se comete el grave error de desconocer que por antonomasia, todo lo que escribimos, en

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mayor o menor medida, más o menos palpable, responde a nuestra subje-tividad y, por supuesto, nuestra subjetividad está constituida, en parte, por el pasado, por los recuerdos de nuestra patria interior. No es este el lugar para decir (pero ya estoy rompiendo con mi propio prejuicio) que escribir es terapéutico, pero lo es, se diga en el lugar que se diga. Me he encontra-do a lo largo de los tantos años que escribo en diferentes circunstancias escribiendo sobre el mismo recuerdo de infancia. ¿Y saben qué? Ninguno de los relatos resultantes son iguales, todos son textos distintos. Pienso, entonces, que escribir literatura también ayuda a que uno, con el paso del tiempo, con la experiencia, o la toma de conciencia y el crecimiento, pueda reformular hechos que nos marcaron, reconstruyéndolos con aditamen-tos ficcionales, una y otra vez. Aunque hablemos de un texto fantástico o maravilloso, aunque no encontremos claramente a Cortázar en “Carta a una señorita en Paris” o no descubramos a José Saramago en El evangelio según Jesucristo, ellos, las personas están, como están las personas con las que han tratado e incluso, claro, sus familiares. Están en los personajes, en la historia. Saramago, como en todo, ha ido bastante lejos en el asunto, y ha sentido que las personas de su vida han configurado a sus personajes y que él, en tanto creador, fue aprendiendo cosas de ellos, fue transformado por el personaje. El discurso pronunciado por José Saramago al recibir el Premio Nobel de Literatura da cuenta de esta transformación y, a su vez, nos sirve como ejemplo de este consejo de escritura:

“El hombre más sabio que he conocido en toda mi vida no sabía leer ni escribir. A las cuatro de la madrugada, cuando la promesa de un nuevo día aún venía de tierras de Francia, se levantaba del catre y salía al campo, llevando hasta el pasto la media docena de cerdas de cuya ferti-lidad se alimentaban él y su mujer. […] Se llamaban Jerónimo Melrinho y Josefa Caixinha esos abuelos, y eran analfabetos uno y otro. En el in-vierno, cuando el frío de la noche apretaba hasta el punto de que el agua de los cántaros se helaba dentro de la casa, recogían de las pocilgas a los lechones más débiles y se los llevaban a la cama. Debajo de las mantas ásperas, el calor de los humanos libraba a los animalillos de una muerte segura […]

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[…] Al pintar a mis padres y a mis abuelos con tintas de literatura, transformándolos de las simples personas de carne y hueso que habían sido, en personajes nuevamente y de otro modo constructores de mi vida, estaba, sin darme cuenta, trazando el camino por donde los per-sonajes que habría de inventar, los otros, los efectivamente literarios, fa-bricarían y traerían los materiales y las herramientas que, finalmente […] acabarían haciendo de mí la persona en que hoy me reconozco: creador de esos personajes y al mismo tiempo criatura de ellos […]

[…] Ahora soy capaz de ver con claridad quiénes fueron mis maestros de vida, los que más intensamente me enseñaron el duro ofi-cio de vivir, esas decenas de personajes de novela y de teatro que en este momento veo desfilar ante mis ojos, esos hombres y esas mujeres, hechos de papel y de tinta, esa gente que yo creía que iba guiando de acuerdo con mis conveniencias de narrador y obedeciendo a mi volun-tad de autor, como títeres articulados cuyas acciones no pudiesen tener más efecto en mí que el peso soportado y la tensión de los hilos con que los movía […]”.II

La confesión de José me hace pensar en otro lineamiento, pero la humildad, en verdad, solo es un pilar que se aprende o se siente y tiene, y no me atrevo a colocarlo como “letra” de este abecedario incom-pleto. Sin embargo, ¿cómo sino con humildad aceptaremos que nuestra “carrera” de escritores no tiene una “meta”, un final dentro de nuestra finitud? ¿Cómo seguir aprendiendo si consideramos que ya escribimos “los mejores relatos del mundo”? En primer lugar, no me contradigo, porque proponerse escribir el mejor relato del mundo es solo una actitud y, como dije, no creo que exista algo así como el mejor relato del mundo y sí quien escribe con ese objetivo. Luego, ¿si ya escribimos en esta tierra los mejores relatos del mundo, no se acaba ese sentido de la vida al que me refería? Es mejor, sin duda, levantarse cada día creyendo que todavía no logramos escribir el mejor relato del mundo.

ii.- c) El signo En la historia.

Si bien considero que en mi relato “No. ¡No!” hay varios signos

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(tal vez cometí el error de no centrarme en uno para no confundir o marear al lector, ¡de manera que todavía puedo corregir!), los jazmines acompañan a la narradora en sus acciones, en diferentes circunstancias. Ese objeto que “no hace a la historia” pero que le guiña un ojo al lector, contribuye a hilar los hechos, a crear un ambiente emocional. Veamos los fragmentos del cuento:

“[…] Me paré después en la esquina donde mamá siempre arran-caba jazmines enanos. Miré hacia un costado, hacia el otro, hacia el inte-rior de la casa, me agarré unos cuantos y armé un ramito para el nonno. Las dos cuadras que me faltaban para llegar a su casa los aspiré tanto que los pétalos se me pegaban en la nariz y empecé a estornudar […]

[…] Por su parte, él sí entendía mi castellano, pero nunca me es-cuchó. Por eso regalarle jazmines era una forma de comunicarme con él, de decirle algo sin que me prestara la oreja. Además de esto, los jazmines eran lindos, y era muy triste motivo visitarlo solo para llevarle una bolsa que olía a naftalina […].

[…] Tiré la bolsita en la mesa de la cocina, puse los jazmines en agua, y me senté a esperarlo cerca de las flores y de un trozo de cáscara de naranja seca que seguramente el abuelo había reservado para el mate […]

Ya cerca del sótano, me agaché y, después de varios intentos, con las manos llenas de polvo, logré abrir la puerta horizontal. […] Estaba muy oscuro, y yo temblaba un poco, pero el miedo se me iba cuando pensaba que, a la vuelta, le arrancaría jazmines a mamá. […]”

En el marco de un taller, frente a la consigna de crear un breve relato en el que un objeto surcara el curso de la historia, escribí el texto que transcribiré, en el que una peluca cumple esa función de signo. Vale aclarar que este fragmento es solo eso, un fragmento, y que no debe confundirse “ese signo” con “el objeto como protagonista”. El signo no tiene una visibilidad palmaria en la historia, solo juega un rol de espía, de seguimiento de los acontecimientos y de las acciones de los personajes principales:

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“Se puso una peluca. No había llegado a lavarse el pelo y peinarse y, aunque era peluquera, no pudo con su cabeza. Y se puso una peluca. Esa noche lo conoció a papá, y no le dijo nada. Se lo tuvo que decir cuan-do la pasó a buscar unos días después y papá le vio el pelo, largo, que le llegaba a la cintura, el pelo largo de otro color. La abuela los espiaba por la ventana. Tenía puesta la peluca, pero ella no estaba engañando a nadie. No le quedaba otro remedio que usarla, como se dice”.

Aquí la singularidad de la historia no pasa por la “peluca”. La pe-luca es un elemento, un signo que aparecerá y desaparecerá. Pero el argu-mento implicado sugiere, entre otras cosas, la enfermedad de la abuela.

Magistralmente, Antonio Dal Masetto en su cuento “El padre”, introduce este elemento funcional a la historia. En medio de toda la os-curidad que se desprende del relato, de la situación en la que están in-mersos los personajes, hay una luz, una luz que, sin embargo, en tanta adversidad, los acompaña:

“Cuando pienso en mi padre me vienen a la memoria los regresos a casa, al terminar nuestra jornada de trabajo. Volvíamos de noche, él en bicicleta y yo trotando […] Mi padre pedaleaba y yo trotaba a su lado. No teníamos otra referencia que el foco de la bicicleta alumbrando un óvalo de tierra, hipnótico, surgido como desde un sueño, renovándose en una calle que podría no tener un fin. Esa luz mínima marcaba el camino y finalmente nos sacaba de la oscuridad”.III

ii.- d) tEnsión. El líMitE quE sE roMpE.

Si contamos una historia desde lo general, no especificamos y nos cerramos las puertas a la creación de un cuento, un cuento en el que “ese” día el personaje ha decidido romper un límite, hacer algo diverso a lo habitual. Porque si narramos “habitualidades” sin aditamentos de exa-geración o novedosos, existirán muchas probabilidades de que la historia carezca de interés para el lector.

En el cuento “Náufragos” de Guillermo Saccomanno, por ejem-plo, un personaje, introducido en una historia singular ya avanzada, se

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introduce en el mar a la vista de su hijo que lo pierde de vista:

“[…] Me apuro detrás de él, juntando la ropa que dejó tirada en la arena. Freno antes de llegar al agua. Con terror advierto que su figura, una silueta hace un segundo, ha desaparecido después de unas olas altísi-mas. Ahora mi madre y mi hermana están a mi lado. Asustada, mi madre lo llama. Grita su nombre. Varias veces, al borde del llanto, lo grita. Mi voz se suma a la suya. Para mi hermana estamos jugando. Y se ríe imitán-donos. La desesperación se apodera de nosotros. Gritamos al mar […]IV

En mi cuento “No. ¡No!”, la tensión se gesta cuando, ante la tar-danza del abuelo, la narradora se introduce en un lugar prohibido, ten-sión que, en este caso, no se resuelve y se mantiene hasta el final. Aquí el lector completará la historia:V

“Pero el abuelo no llegaba. Y ya había pasado mucho tiempo […] y me quedé mirando las habitaciones del fondo. Me acercaba de a pasi-tos, mirando siempre para atrás. […] Ya cerca del sótano, me agaché y, después de varios intentos, con las manos llenas de polvo, logré abrir la puerta horizontal. […] Cuando puse el pie derecho en el tercer escalón, escuché el grito lejano, pero fuerte de mi abuelo. Aunque dijo muchas pa-labras, no le entendí más que mi nombre. Y, por las dudas, bajé el cuarto escalón. Y, por las dudas, seguí. Seguí bajando.”

Otro ejemplo, que surgió en el marco del taller de Ángela. Aquí sí he echado mano a la corrección porque, si bien había cumplido con la consigna de crear tensión y romper el límite, no había aprovechado la creación de la imagen olfativa, el olor del churrasco:

“Tenía emparchado un ojo y apenas si veía los bastones de papa que mamá me estaba cocinando. Sí olía el olor a churrasco que ya le ha-bía servido a papá. Papá cortó el primer pedazo y enseguida dijo “le falta sal”, y dijo que no hay pan, que así no comía, y dijo que era un asco, y tiró el churrasco al suelo. Casi me pega a mí, pero no. Rebotó en el delantal estampado con margaritas de mamá. Y mamá lo mandó a papá a la mier-da. Yo me tiré al suelo para agarrar el bife justo cuando mamá movió sin querer la sartén con mis papas fritas”.

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Claro está que, nuevamente, he tomado un recuerdo de infancia al que le he aportado una secuencia inventada. Recordé la cocina de mi infancia, las peleas entre papá y mamá, el diminuto espacio que había en ese lugar; luego, con estos elementos “vivos en mí”, agregué otros que contribuyeron a gestar interés, a crear un suspenso. Si uno traslada lo que está “vivo en uno”, la historia invariablemente se tornará verosímil siempre y cuando, claro, uno logre trasladar esa emoción en las palabras.

ii.- E) Mostrar

Ya tuvimos oportunidad de hablar de la importancia de “mostrar” en la construcción de un texto. No basta entonces con “decir”. “Decir” no solo no es efectivo, sino que impide que el lector “viaje” hacia la si-tuación concreta, le impedimos que él colabore en la construcción de la obra, le impedimos que pueda reconocerla y “tocarla”.

Así, en mi cuento “¡No. No!”, podría haber dicho que, al advertir que su abuelo había llegado, la narradora estaba nerviosa porque había roto el límite que el abuelo le había impuesto: no entrar a las habitaciones del fondo de la casa, ni abrir la puerta del sótano. Sin embargo, esos ner-vios se deducen de la imagen visual: “Estaba muy oscuro, y yo temblaba un poco, pero el miedo se me iba cuando pensaba que, a la vuelta, le arrancaría jazmines a mamá”.

De igual manera, “las manos llenas de polvo”, remiten a una ima-gen táctil; “el olor a toallón mojado”, a una imagen olfativa, etc. Los sen-tidos puestos al servicio de la imagen permiten mostrar antes que decir, permiten que el lector, con su particularidad, complete la historia con su experiencia. ¿El resultado? Nuestro cuento será muchos cuentos, no solo cuando es releído en tiempos distantes, sino porque con el recurso de las imágenes dejamos lugar a cada singularidad que nos lee.

De esta cuestión, se deriva la pregunta acerca de cómo construir un personaje y de la introducción de diálogos en el texto. En efecto, no hay que hablar sobre los personajes, como sería: “María era pobre, hacía tiempo que se había quedado sin trabajo y mendigaba”; sino mostrarlos en la acción; si los conflictos son que María estaba sin trabajo y que era

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pobre, mostrarla pobre y sin trabajo: “Se reacomodó. Se sentó juntando las palmas de los pies, se apoyó sobre la pared, y en el cuenco que forma-ban sus piernas dio vuelta la lata de la que cayeron decenas de monedas de diez y veinticinco centavos. Formó pilones sobre el suelo, y se miró los pies, sucios, callosos, lastimados. Pensó en comprarse un par de medias bombacha, de lycra, para estrenarse esos tacones que le había regalado una vecina”. En definitiva, conocemos la historia a través de los ojos del protagonista. Como constructores de esa realidad (con el narrador) debemos ponernos una filmadora al hombro y perseguirlo, y contar sus acciones para que sea el lector quien determine quién es, cómo vive, cuál es su problema. Por otra parte, la introducción del diálogo debe ser cui-dadosa: la voz directa del personaje tiene que ser funcional a la historia; por tanto la dialéctica entre los personajes operarán sobre el avance de la narración.

ii.- f) los pErsonaJEs caMbiados.

Otra clave, si así puede llamarse, es lograr que el personaje sufra un cambio a lo largo de la historia en comparación a cómo se introdujo en ella. En nuestro texto, el personaje tiene que entrar a un vestidor, y salir vestido diferente, o desnudo, o no salir.

Así, en el texto “No. ¡No!”, aunque no lo sabemos, sí reconocemos el cambio en la narradora protagonista: ella fue a la casa de su abuelo, pero infringe una regla, y, cuando advierte que su nonno regresó, decide bajar al sótano. La narradora protagonista ingresa al relato con el cometi-do de visitar a su abuelo para llevarle unos remedios y, avanzada la histo-ria y sobre el final, la narradora está en un sótano. Esa modificación de su estado, o ese no saber qué le pasará al personaje, contribuyen al entrete-nimiento del lector y a que, como en la vida, el personaje vaya mutando, le vayan sucediendo cosas que lo hacen distinto en cuestión de minutos.

ii.- g) El aMbiEntE EMocional

Si escogemos un recuerdo de infancia, como parámetro para va-lorar la efectividad de nuestro relato, podemos evaluarlo ponderando si el

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sentimiento que nos apoderó al vivir la situación real que tomamos como disparador, se logró superar en el texto de manera que el lector sienta esa ternura, ese miedo, esa bronca. Siempre es productivo entregar a otro el material: tal vez nosotros creemos que lo hemos logrado. Particularmen-te, me gusta observar a quien elijo que lea mi texto: me gusta contemplar sus gestos, su concentración, si se distrae, si pestañea, si se abstrae de tal manera que está inmerso en el mundo narrado.

Luego, no debemos olvidar que escoger un recuerdo de infancia no puede limitarnos en lo más mínimo. Si eso sucede, no nos servirá esta herramienta. Sin embargo, tomar un recuerdo de infancia no significa relatarlo “tal cual sucedió” lo que, por otra parte, no me parece posible: nuestra mirada de la situación no es la verdad de lo que ocurrió, la misma persona que ha visto esa misma escena puede concebir una verdad di-ferente. No es que nuestra mirada sea “mentirosa”, es simplemente que nuestra verdad es construida porque es subjetiva nuestra mirada de las cosas, y aun subjetivo es qué seleccionamos de una escena y que dejamos para que lo mire otro. Aclarado esto, escoger un recuerdo de infancia no implica contarlo a partir de lo que ha almacenado nuestra memoria. La imaginación tiene que apoderarse ahí de nuestra anécdota y con su poder tendremos que introducir elementos que la enriquezcan para engendrar literatura. Les confieso, por ejemplo, que la escena tomada como base para escribir mi cuento “No. ¡No!” nunca existió “así”. Lo cierto es que mi abuelo hablaba un italiano cerrado y no le entendía. Es cierto que con mi mamá arrancábamos jazmines enanos en una esquina camino a la casa de mi abuelo. Y es cierto que a mi abuelo no le gustaba que fuera a las habitaciones del fondo de su casa. Luego, lo demás es mentira o, mejor dicho, es “una verdad construida”, un intento de hacer literatura.

ii.- h) la intErprEtación para El lEctor

A veces buscamos dejar una moraleja, pero corremos el riesgo de exponernos como autores y limitar así, no solo a nuestra audiencia, sino también el libre albedrío con que esos lectores miran la vida, código con el que, probablemente, juzgarán o no, ellos mismos a los personajes.

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Introducir frases tales como: “La forma en que se movían daba señales de que estaban huyendo”, implican un juicio de valor que es conveniente pronuncie el lector. Si queremos que se “lea” que los personajes huían, habrá que mostrarlo en acciones. Tuve una experiencia (tengo muchas experiencias similares porque yerro bastante en el asunto) con un cuento que había titulado “Daño Moral”, y que culminaba con un juicio de valor. Como es breve lo transcribo:

“daño Moral

Felicitas perdió el año. Quedó libre, como dicen.

Sucedió otros años, pero este tuvo un motivo singular: la Direc-tora de un reconocido Instituto de Enseñanza le creyó a un grupo de estudiantes que murmuraban por los pasillos que en internet había un video en el que Felicitas le hacía cosas “chanchas” al miembro viril de un compañero, vestida con el uniforme reglamentario de la institución.

De manera que Felicitas comenzó a faltar. Todos la señalaban en el recreo, todos la estigmatizaron. Hasta (y sobre todo) la propia Señora Directora que fue demandada por los padres de la adolescente: tiempo después del rumor, cuando ya no podía detenerse la mentira que la Di-rectora reprodujo como verdad, los padres de Felicitas le pidieron que les mostrase el popular video. Pero la Señora que “no, no sé, no lo vi nunca”. Sin embargo, la asistieron en la navegación virtual. Y ahí, en su “despa-cho”, con los padres de Felicitas, se enteró ella también. “Pero esta no es mi hija”, dijo el papá. “¿Ve que esta no es mi hija?”.

Y no. ¡No era Felicitas! Aunque en la audiencia, la Directora insis-tía con que, de todos modos, era una nena rebelde y revoltosa “porque es adoptada, nada que ver con los padres”.

Así se entendió todo. Felicitas se quedó libre por faltar al colegio aunque la única que acumuló faltas fue la Directora de la Institución Escolar.”

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Siguiendo las sugerencias de la escritora Susana Szwarc, opté por cambiar el título y el final. ¿Por qué? Porque el título influenciaba al lector a leer el texto que ya estaba afectado por ese elemento para-textual y, aun-que él juzgase diferente al personaje, no iba a poder escapar del todo de semejante sentencia introductoria. Con igual fin, extraje el final en el que la narradora juzgaba e interpretaba la conducta del personaje. Liberado el texto de estas limitaciones, aunque todavía merezca mucha corrección, he ampliado el margen para que el lector vea a la “Directora”, y haga, en la ficción y con la ficción, lo que quiera con esta mujer/personaje. Aquí, entonces, la segunda (pero no última) versión:

“faltas acuMuladas

Felicitas perdió el año. Quedó libre, como dicen.

Sucedió otros años, pero este tuvo un motivo singular: la Direc-tora de un reconocido Instituto de Enseñanza le creyó a un grupo de estudiantes que murmuraban por los pasillos que en internet había un video en donde Felicitas le hacía cosas “chanchas” al miembro viril de un compañero, vestida con el uniforme reglamentario de la institución.

De manera que Felicitas comenzó a faltar porque todos la señala-ban en el recreo hasta (y sobre todo) la propia Señora Directora que fue demandada por los padres de la adolescente.

Tiempo después del rumor, cuando ya no podía detenerse la men-tira que la Directora reprodujo como verdad, los padres de Felicitas le pidieron que les mostrase el popular video. Pero la Señora que no, no sé, no lo vi nunca. ¿No lo vio? ¿Cómo que no lo vio nunca? Y ahí, en su “despacho”, “pero esta no es mi hija”, dijo el papá. “¿Ve que esta no es mi hija?”, insistió señalando la pantalla.

Y no. ¡No era Felicitas! Aunque en la audiencia, la Directora insis-tía con que, de todos modos, era una nena rebelde y revoltosa “porque es adoptada, nada que ver con los padres”.

Así se entendió todo.”

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¿Se notará la diferencia? Tal vez, un ejercicio interesante sería com-partir con otro lector la segunda versión y preguntarle qué opina del per-sonaje: si el narrador deja que el lector colabore completando la historia abre las puertas para ir a jugar, juntos, aunque “interpreten” diferente, y de eso se trata. Y se trata de que el narrador sepa guardar el secreto del autor acerca de lo que piensa de los actantes.

iii.- anExo: Mi cuEnto coMplEto, “no. ¡no!”

no. ¡no!Mamá me hizo dos trenzas, altas, una arriba de cada oreja, y me pi-

dió que fuera a visitar al nonno. “Llevale estos remedios. Te está esperan-do”, me dijo colgándome en la muñeca derecha una bolsita blanca. Y fui. Caminé derecho por Desaguadero saltando sobre las hojas secas amon-tonadas en las cuadras de la cárcel. Desde el medio de la calle, mirando hacia arriba, una señora, que vestía varias polleras de distintos colores, gritaba apoyando los perfiles de las palmas en cada extremo de su boca, como contándole secretos al aire. “Los pibes bien, Rolo. Ahorita están en la escuela”, alcancé a escuchar que le decía a un señor asomado por entre las rejas de una celda ubicada detrás del muro en cuyo balcón los vigilantes marchaban con sus escopetas. Me paré después en la esquina donde mamá siempre arrancaba jazmines enanos. Miré hacia un costado, hacia el otro, hacia el interior de la casa, me agarré unos cuantos y armé un ramito para el nonno. Las dos cuadras que me faltaban para llegar a su casa los aspiré tanto que los pétalos se me pegaban en la nariz y empecé a estornudar.

Al abuelo nunca le entendí nada de su italiano. Lo único que al-cancé a comprenderle una vez fue que no podía pisar las habitaciones de atrás de la casa ni abrir la puerta del sótano, que estaba allí mismo, porque había cosas de grandes. Esto último me lo había traducido mamá, el resto lo entendí por sus manos que se movían y hasta sonaban como casta-

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ñuelas y sus ojos, sobre todo por sus ojos, robustos, que se abrían hasta que se le arrugaba toda la frente. Por su parte, él sí entendía mi castellano, pero nunca me escuchó. Por eso regalarle jazmines era una forma de co-municarme con él, de decirle algo sin que me prestara la oreja. Además de esto, los jazmines eran lindos, y era muy triste motivo visitarlo solo para llevarle una bolsa que olía a naftalina.

Cuando llegué a la casa, la puerta de calle estaba abierta. El vecino de enfrente, Don Andrés, estaba sentado en una silla de mimbre y, desde ahí, me avisó que mi nonno había ido a comprar al almacén. Entonces en-tré. El aroma de los jazmines suavizaba un poco ese olor a toallón moja-do que había en la casa del abuelo. Tiré la bolsita en la mesa de la cocina, puse los jazmines en agua, y me senté a esperarlo cerca de las flores y de un trozo de cáscara de naranja seca que seguramente el abuelo había re-servado para el mate. Pero el abuelo no llegaba. Y ya había pasado mucho tiempo: el reloj de pared del abuelo tenía números grandes, yo había lle-gado a las diez, y ahora la manecilla chiquita estaba parada un poco más allá del cinco. Salí de la cocina y empujé la puerta con mosquitero que daba al patio exterior y me quedé mirando las habitaciones del fondo. Me acercaba de a pasitos, mirando siempre para atrás. Ya estaba decidida a entrar, pero por las dudas fui hasta la vereda, miré hacia las dos esquinas —Don Andrés me gritó que seguro mi nonno había pasado por el club de bochas—, y entré corriendo, esta vez derechito hacia el fondo. Ahí el olor era a vinagre patero y a madera recién pulida. Ya cerca del sótano, me agaché y, después de varios intentos, con las manos llenas de polvo, logré abrir la puerta horizontal. Había una escalera artesanal apoyada a la pared subterránea. De espaldas, bajé un escalón, agarrándome de los costados. Y bajé otro más. Estaba muy oscuro, y yo temblaba un poco, pero el miedo se me iba cuando pensaba que, a la vuelta, le arrancaría jaz-mines a mamá. Cuando puse el pie derecho en el tercer escalón, escuché el grito lejano, pero fuerte de mi abuelo. Aunque dijo muchas palabras, no le entendí más que mi nombre. Y, por las dudas, bajé el cuarto escalón. Y, por las dudas, seguí. Seguí bajando.VI

Gisela Vanesa Mancuso

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I Agradezco infinitamente a la escritora Ángela Pradelli. A partir de su en-señanza en el breve taller al que he concurrido, he aprendido a mirar críti-camente mis textos. Si bien en este apunte de escritura he volcado muchas experiencias con diferentes coordinadores de talleres, también he tomado sus palabras y sus lineamientos, aunque no me atrevo a decir que he logrado transmitirlos tal cual ella lo haría. Me siento, sin embargo, en la obligación de decir que ella fue mi guía para que yo lo sea ahora en este Apunte de escritura. IIFragmentos del discurso de aceptación del Premio Nobel 1998, José Sa-ramago, De cómo los personajes se convirtieron en maestros y el autor en su aprendiz.IIIAntonio Dal Masetto, “El padre”. IV No he podido dar con el texto publicado por Guillermo Saccomanno. Sí lo he leído alguna vez y he advertido su pluma correctora sobre esta versión de la que tomé prestada un fragmento. De manera que advierto al lector acerca de la posibilidad de que no coincida exactamente con la versión definitiva del autor. Sin embargo, esta circunstancia nos sirve para destacar la importancia de la corrección y cómo aun quien ha adquirido cierta destreza en este arte, vuelve y vuelve sobre lo escrito para tornarlo más eficaz. V Podríamos decir, con Liliana Díaz Mindurry y Laura Massolo en Armar un cuento, que se trata de un final abierto: “[…] A partir del desenlace, es el lector quien imagina lo que podrá suceder [..]”. Las autoras dan un ejemplo muchísimo más claro, correspondiente a un texto tan eficaz como inteligen-te: “[…] En “El Sur” de Borges, Juan Dahlmann sale a la llanura para pelear. No sabemos qué le sucede después […]”.VI Este texto no es definitivo. Lo he dejado en reposo porque he recibido al-gunas críticas y no las pude madurar interiormente. Digamos que me resisto a aplicarlas, no porque no lo quiera corregir; de hecho este breve cuento lo corregí en diez oportunidades o más para que alcanzara el estado en el que se transcribió. Sí me parece importante para que las sugerencias que me hi-cieron sean útiles para quien ahora me lee, rescatar que cuando se relata un recuerdo de infancia, es necesario tener en cuenta que quien relata, la voz, es la del adulto, pero la cabeza, el modo de sentir, de pensar, de mirar al mundo son los del niño.

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“El arte es el placer de un espíritu que penetra en la na-turaleza y descubre que también ésta tiene alma.”

Auguste Rodin, escultor francés, 1840-1917.

“La poesía es algo que anda por las calles. Que se mue-ve, que pasa a nuestro lado. Todas las cosas tienen su misterio, y la poesía es el misterio que tienen todas las cosas”.

Federico García Lorca

El artE quE llaMa al artE

Así, un día, me animé a ser una nena.

Agarré unos muñequitos que representan a escritores, un mantel que me gusta, y otros objetos que pudiera mover a mi antojo, como si me propusiera hacer un collage, pero sobre el piso de la cocina, generando un íntimo cortometraje.

Después de ese largo juego donde los elementos cambiaban de lugar fueron surgiendo diapositivas, fotos que representaban escenas. Mientras jugaba no tenía propósitos artísticos, claro está y, en todo caso, la repercusión de ese intento fue el puntapié para jugar a otro juego: el de interpretar la historia en su conjunto de diversa manera. Y nacen más y más historias; sobre todo cuando les exhibo las fotos a otras personas y les pregunto, qué ven, qué pasa ahí: lo que los otros dicen que pasa nunca se asemeja a ninguna de las historias que me he contado yo. Pro-sigue, entonces, ese juego en el que el interpretador inventa a partir de las imágenes la propia trama (más precisamente, diremos que completa la ficción representada).

No diré aquí nada que pueda influenciar al lector a “leer” esta

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historia sin palabras. Solo que cuando construí las escenas, la vida real, las circunstancias propias a las que remitían “las personas” que repre-sentaban a esos dos escritores, han cambiado y eso ha generado nuevas formas de leer la ficción (algo parecido, salvando las distancias, ocurre cuando leemos un cuento en distintos momentos de nuestra vida). ¿Qué había cambiado? Mi admirado Sábato murió después, y vivió (y vive) di-ferente en cada cuadro en el que he fotografiado su silueta de cerámica.

¿A dónde quiero llegar? Al título que me ha convocado: el arte llama al arte. A que quienes escribimos no podemos encerrarnos a la lite-ratura, si es que queremos encontrar innumerables excusas para escribir más y mejor. Porque mirar una pintura, una fotografía, una escultura, y mirarla con ese poder de observación agudizado que solemos nutrir quie-nes escribimos, es una esperanza de que brote, de inmediato, después, en años, un texto que le ha pedido prestado un rasgo, un trazo, una forma, a esa otra obra que no se vale de las palabras.

Les dejo por eso la sugerencia de que jueguen y, en tanto en la vida parecen sucederse imágenes monótonas, descubran cuán ricas pueden ser para el artista: un hombre rascándose la nariz, una mujer discutiendo con otra, una madre abrazando a su hijo; un monumento, una fotoI, una escultura. En cuanto a esto último, no es llamativo que Rainer María Rilke haya considerado a un poeta y a un escultor como maestros de quienes ha aprendido algo sobre la esencia de crear, sobre su profundidad y eter-nidad.II Mis fotos solo son una excusa para compartir una experiencia, para llamarlos a copiarla en algún rincón de la casa. O simplemente vivir-la desde adentro, sin que nadie se entere. O vivirla para afuera, y que se sumen más a la cadena lúdica, o se retiren quienes, en esta actualidad de enmascarados, quieren seguir participando de ser socialmente correctos.

I No se ciñan, en este caso, a fotografías con imágenes claras. Pueden ser fotografías abstractas, con imágenes difusas, poco claras. Les propongo que, si van a trabajar a partir de una foto o un cuadro, se tomen unos minutos en observarlos y más tarde o al otro día, sin el objeto artístico cerca, escribir

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lo que les evocó. El juego puede ser escribir la historia que les dispara la escena capturada o puede ser escribir una historia a partir de las sensaciones, sentimientos, recuerdos que emergieron de esa experiencia visual. Luego (la paciencia lo es todo), pueden darle forma de relato o cuento en otra etapa. II “[…] Si es que he de decir de quién he aprendido algo sobre la esencia del crear, sobre su profundidad y eternidad, son sólo dos los nombres que pue-do nombrar: el de Jakobsen, el gran, gran poeta, y el de Auguste Rodin, el escultor que no tiene igual entre todos los artistas que hoy en día viven […]”, Cartas a un joven poeta, Capítulo (carta) “II”, último párrafo.

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El sErcrEto dEl Escritorto, dictatorios dEl corazontis

“En suma, desde pequeño, mi relación con las palabras, con la escritura, no se diferencia de mi relación con el mundo en general. Yo parezco haber nacido para no aceptar las cosas tal como me son dadas.”

“[…] Lo que me gusta es escribir y cuando termino es como cuando uno se va dejando resbalar de lado después del goce, viene el sueño y al otro día ya hay otras cosas que te gol-pean en la ventana, escribir es eso, abrirles los postigos y que entren.”

Julio Cortázar

www.frasesypensamientos.com.ar/autor/julio-cortazar.html

Y hablando de juego. Y hablando de las reglas de la gramática. También estuvieron quienes, luego de saberlas, se encargaron de trans-gredirlas con fines artísticos, con intenciones lúdicas. Si nos atenemos a las reglas de estilo, que es conveniente saber; si nos atenemos a las sugerencias de un libro de ensayos (éste incluido por supuesto), nos per-demos la oportunidad de rescatar lo propio, la propia forma de ver el mundo y de extrapolarlo en un texto. Julio Cortázar fue bastante lejos (nunca sería lo suficientemente lejos para el autor, menos aún para la persona que se escondió detrás), ya que el poder de cuestionamiento de Julio alcanzó a la semántica y se preguntaba “¿pero por qué llama-mos “mesa” a una mesa?” Y le sirvió, no tanto para poner en duda la supuesta convención social que motivó esa respuesta, sino para avizorar allí donde había una idea, una imagen, un hecho cotidiano, un más allá, con aditamentos fantásticos o reales, pero que ampliaron o redujeron los términos circunstanciales y la propia vida “tal cual se le presentaba”. Llegó lejos y nos propuso en su cuento “La inmiscusión terrupta”, crear una historia inventando palabras. No solo fue un entretenimiento para el creador, sino también para quien lo leyó. Estos neologismos, que solo

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valen como vocablos nuevos en ese texto, no son, sin embargo, solo una propuesta transgresora de relativizar el motivo por el cual a una rosa le decimos “rosa”, sino que intenta, y aquí es mi visión, relativizarlo todo, desterrar los absolutos (que tan mal le hacen a las sociedades y a las ex-presiones culturales, políticas, etc., que emanan de ellas), y jugar a que lo que existe también es un invento, de manera que el invento de lo que existe, existe como existen las cosas, las opiniones, las convenciones de este mundo. En el marco de un taller, hace unos años, con mi entonces guía literaria, la mexicana Carmen Simon Pinero, conocí este texto y ella me propuso que hiciera lo propio, que jugara al mismo juego que Cor-tázar había jugado en “La insmiscusión terrupta”. Y nació “El sercreto del escritorto, Dictatorios del corazontis”, que se los presto, no solo para que lean a una narradora que inventa vocablos, sino para que traten de comprender, a pesar de esos vocablos, el sentido del texto, lo que intenté reflejar, bastante adecuado para nuestros Apuntes de escritura, en tanto en un “castellano impertinente” la narradora se queja. No encuentra la forma, dice, de escribir con el corazón. Se los dejo, pero no sin sugerirles que busquen el cuento de Julio, a quien le he pedido prestadas las reglas de su juego, para salvar a una hoja en blanco:

El sErcrEto dEl Escritorto

Dictatorios del corazontis

¿Será que mi almastra está dormipinga en mi interiorpe sercreto?

{[(¡Que no consigrillo escribizar un relatero con el que el lectorado vibraque, se estorcione, lagrimeque, se inmiscuyuta en su propia vidanga identriñándose con mi narratorsión!)]}

¿Dónde ha fincadrado ese cabletero que ligaba a mi corazonti con las yelmeras de mis dortes?

¿Cómo conquistro de nuevo ese calentaviento intólume que en llamaradapadas se inicitaba en mi corazonti y me hacía escribirtir como

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si arrrebatrapara la hojastra en blanque, como si cada renglontero fuera un latirdo de mi corazonti?

¡A veces el escritorto escrirte con su almastra, entronces su textí-belo tiene sistuncia y construye artere!

Otras veces, el escritorto escrirte solo con reglastres, quedándose en la suterfilce, entonces hace muchas oraciotas, simplastras oraciotas que no dicen nadastra, palabrastres sin centrífugo emocioliente.

Yo querría escrirtir un dictatorio de mi corazonti para cambiar el mundastro tan carentrete de prosas con cinestergias.

¿Será que perdí el almastra en alguna hojeldra viejina?

¿Será solo moménteneo esto de escriturar sin fueganos?

Quierto escriturar y desarmasme como si una hogueralfe me en-cendriera con porfalias. Y recuperastrir el almastra para escriturar de nue-vo un relatorte dignitiriante de un pretusco lectorado que abriosta un librasto de literatrude vagardista.

Ejemplario para que mis fansores y corintireros, inclustra Carmen-ta Namosi Pinceló, dictaminestren si perpitro oraciotas o construyo ar-tere; ergola: si me dedico a la ortotipograficancia o al narcotránsito de literatrude; si me entrequero a las reglastres o hago latir, en cada línea de la hojastra, el corazonti de mis perfumajes y el de quien estola ahora:

— ¿Te apezca una panada con queso de rollo? —le interrumpté sonrisueño a mi noviastro.

— ¡¿Y tenés la caraturtez de ofrecerme un sándwich sin aderestos ni guarnipios?! ¡A tu novio legitario seguro le cosinpás una comida como la gente! —contrapestó molesto, grunzando el ceño y mirándome altus-to—. No, no quiero —contimbó—. Y me estrolapeó los labios con un besunco.

— ¿Qué hacés? ¡Tempro novio! Sos mi más imtanque amigo, pero

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no puedo tener una relampagación de amor con vos. ¡Resinpicate! —le contesté luego de apartarlo de un empule y tropecarle una cachetada en la mejillona izquierda.

— ¡Es que yo te amostro! ¡Te amostro, María! No puedo vivirsir sin vos —me repilcó apelmastrujándose el pómulus con la mano.

— ¡Y ahora venís a religiosarme esta panfleta! —le dije con una legambre en los ojos—. Empecé a comproserme con El Cholo agostada de esperar que me inyesaras la hora, y vos te hacías el amigo, resenseñán-dome tus amorfríos con esas locastrofas con las que salías los sábados. ¡Y ahora venís a perpecularme esta noficia? ¡Estuve idiotilizada con vos durante años¡ ¿O no te dabas cuenta de cómo te rescudriñaba y cómo te melosaba la mejillona cuando nos saludábamos? —le perpité lloristrean-do—. ¡Perdón por la cachoteda que te di! —finquité mirando al suelo.

— ¿Y no estoy a tiempo de recuparte? Yo también me restrurco por vos desde que nos florimos por primera vez, y no me amenité a de-círtelo antes —dijo extrepitando sus brazos hacia mí.

Lo dejé espertando. Y me quedé escurtiendo largo rato, mientras él me voliteaba, todapia con los brazos extrepitados.

Me revoltoraba, yo, las punteras del pelo en los dortes y pensaba que, en definancia, mi novio legitario, El Cholo, no me completitía, y como concinencia de ese pentranco, de un estorpejo, me abalozané so-bre mi mejor amigo, mi noviastro, como yo le pertía, y le comí la boca enterpa hasta que me perfirió, por La Virgancia de Guadalarpe, que lo solpicara relentemente porque no podía inspicar y lo estaba axifiando.

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las VocEs quE EnMarcan. las VocEs quE MuEstran. dEl bocEto hacia la pintura En los dEcirEs dE nidia y luci.

“—Qué tristeza da a esta hora, ¿por qué será?

—Es esa melancolía de la tarde que va oscureciendo, Ni-dia. Lo mejor es ponerse a hacer algo, y estar muy ocupada a esta hora. Ya después de la noche es otra cosa, se va esa sensación.

—Sobre todo si se puede dormir bien. Y así no se piensa en las cosas terribles que ocurrieron.

—Vos tienes esa suerte, no sabés lo que ayuda. Al no poder agarrar el sueño es cuando se me empieza a pasar todo lo más espantoso por la cabeza. Si no fuera por las dichosas pastillas yo no podría haber aguantado todo este tiempo.

—No te quejes, Luci, que vos no tuviste una desgracia como la mía.

—Ya sé. Pero no me la he llevado de arriba tampoco, Nidia.

—Cuando murió mamá pasaba lo mismo, ¿te acordás?, a esta hora volvía el recuerdo más fuerte que nunca. […]”

Manuel Puig, “Capítulo Uno” en Cae la noche tropical.

¿Es creíble que una señora de noventa años, personaje de un cuen-to, le diga a otra “Conectate y después te cuento por chat”? ¿Es creíble que un personaje adolescente le diga a su madre “Ciertamente no, madre, no obedeceré tu orden de que haga los deberes”? La respuesta a ambas preguntas parece clara, y es “no” (salvo, vale aclarar, que en la ficha de nuestros personajes encontremos una cualidad que los habilite a hablar de ese modo y que seamos consecuentes en todas sus intervenciones).

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¿Por qué? Porque cuando el narrador cede la palabra, los personajes irrumpirán con sus voces, sus modismos, es decir, sus identidades serán expuestas y respetadas en lo que les haremos decir y la forma en que se lo haremos decir. Si desoímos esta cuestión, corremos el riesgo de que el lector no pueda visualizar completamente a los personajes y de que, en consecuencia, no crea en el diálogo que se produce entre ellos (diremos que el diálogo carecerá de verosimilitud). De igual modo, nuestro narra-dor debe conservar un registro y mantener la perspectiva desde la cual cuenta la historia. En las novelas, por ejemplo, el cambio de punto de vista del narrador, puede ser introducido a través de la voz de un perso-naje, al que se le hace decir o emitir juicios de valor, por ejemplo, que el narrador presentado, desde su perspectiva, no diría o pronunciaría.I

Retomando la cuestión de la dialéctica ficcional, tiempo atrás en el marco de un taller de redacción que coordinaba, una alumna me pre-guntó si los diálogos en un texto literario debían “sonar naturales”. La respuesta no era un tajante no; al menos no era eso lo que yo sentía que debía responder. En efecto, entiendo que para que los diálogos sean efec-tivos, si bien debemos respetar la forma de hablar del personaje de que se trate —para lo cual podemos tomar como referencia la forma de hablar de una persona de nuestro entorno, e incluso armar una ficha técnica del personaje con sus características físicas, modos de pensar, sus neurosis, etc. —, no podemos presentarlos así sin más, en crudo. Le dije entonces a mi alumna que no era tan así (refiriéndome, claro, a esta cuestión de que “deben sonar naturales”) y que yo creía que los diálogos debían lite-ralizarse (aclaré, por supuesto, que estaba inventando la palabra). Sugerí que profundizáramos el tema la semana siguiente. Por mi parte, desde ese día emprendí una suerte de ligera investigación al respecto y esa investi-gación comenzó con Cae la noche tropical de Manuel Puig, una novela en la que los diálogos abarcan un noventa por ciento del texto y que enmar-can una historia. No solo es una suerte de tratado para la gestación de diálogos eficaces, sino que lo es también en la medida en que sin aludir expresamente a ninguna característica de los personajes principales de la novela, Nidia y Luci, vamos descubriendo, paulatinamente, quiénes son,

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qué lazos las unen, qué edad tienen, cuál es su historia, sus costumbres, sus neurosis, cómo avanza la acción y cómo, sin aludir a sus sentimientos, se conforma en la dialéctica un ambiente emocional “palpable”. Manuel Puig se ha valido de la voz de sus personajes para mostrarlos, pero mante-niendo siempre ocultos algunos datos de manera que al leer el texto nos encontramos con el boceto de un dibujo, los contornos de los personajes que se van completando en el devenir de la lectura. Y de esta manera, ya en los comienzos de la historia, los personajes nos dejan clavados sus aguijones y no podemos abandonarlos: nos han atrapado, hemos ingre-sado a un mundo narrado, a una irrealidad que, sin embargo, nos ha re-cibido para que nos quedemos durante un rato, de a ratos, o todo un día, mientras la vida “real” (también construida) sigue sucediéndose.

Luego, mi investigación se dirigió a leer las observaciones que mi guía literaria de entonces (lo es todavía aunque no lo sabe) le había hecho a mis textos. Advertí que me sugería que debía lograr que lo que decían los personajes se leyera “natural”; es decir, propio de ellos. Sin embargo, más adelante, en otro curso, este señalamiento se refinó: “el diálogo lite-rario no es una copia textual de un diálogo oral, siempre deben hacerse ´reajustes estilísticos”. Entonces bien, ahí inventé el término “diálogo literalizado” y la investigación generó nuevas inquietudes. “Si con lite-ralizado nos estamos refiriendo a tratar la voz para que funcione dentro del contexto del relato, sí, estoy de acuerdo. Una voz en crudo puede resultar un plomo, igual que una voz afectada en su perfección literaria. El criterio propio es el que puede equilibrar estos extremos, aunque ge-neralmente yo noto que siempre se les mete demasiado “mano literaria” y que los diálogos terminan siendo muy propios, pero faltos de naturalidad y hasta inverosímiles”, me había respondido mi profesora mexicana. Me sugirió una lectura teórica que ahora la tomo prestada para este apunte de escritura. Me refiero al texto “Los diálogos”II de Eduardo J. Carletti . Analicemos a partir de sus sugerencias, las voces de Nidia y Luci en Cae la noche tropical. Procuraré, sin embargo, no destapar el argumento para que el lector de este Apunte no se pierda la oportunidad de encarar el propio descubrimiento. Tengo que apuntar, sin embargo, que la riqueza que va-

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loro en el texto del autor no me aísla de la convicción de que en literatura no hay, a mi entender, exactitudes o desaciertos, mandatos absolutos. Por eso, cada escritor elegirá la forma de construir un narrador que ceda efi-cazmente la palabra a sus personajes. Para tergiversar las reglas, en efecto, debemos conocerlas.

Si leemos los diálogos en Cae la noche tropical, podemos intentar descubrir el back-stage de esa puesta en escena. Porque las formas de ha-blar de Nidia y Luci dan cuenta de quiénes son y qué ocurre y están puestas en funcionamiento “como si” hablaran dos personas grandes de nuestra realidad. Sin embargo, advertimos el refinamiento; notamos que, si bien les creemos (son verosímiles), hay retoques de estilo que sin tor-nar a los personajes “muñecos que hablan igual”, en el decir de Carletti, refuerzan la eficacia de lo dicho, sin que por eso nos desvinculemos de los personajes por “darnos cuenta de que lo son”. En efecto, mientras leemos la novela de Manuel Puig, “escuchamos” a dos señoras dialogar, las asociamos con personas reales que existen o existieron en nuestro contexto y así, con la prestancia del autor a elaborar una dialéctica creí-ble, en la que sentimos cuándo una voz se apaga o se enciende sin que se valga de ninguna explicación, y nuestra colaboración como lectores con nuestras imágenes asociativas, nos convertimos en copartícipes necesa-rios de la creación de la obra. Cada uno, por su parte, la reelaborará de acuerdo a sus experiencias.

De igual modo, los criterios de Eduardo Carletti entiendo son apli-cables en aquellos textos en los que el narrador es el protagonista. Para recurrir a un joven escritor contemporáneo, voy a tomar las primeras líneas de Más Liviano que el aire de Federico Jeanmaire. Descubriremos que el quid de la cuestión en materia de diálogos o personajes narradores es crear un escenario verosímil, en el que lo que se diga o se haga decir resulte propio de las características que el personaje pretende adquirir en el texto. En efecto, aunque no se diga explícitamente, ya desde los comienzos de las historia, por los modismos y el vocabulario, podemos descubrir que la protagonista de la novela de Jeanmaire, es una anciana:

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“Siéntese sobre la tapa del inodoro. Si quiere. No vaya a creer que lo estoy obligando. Se me ocurre, nomás, que puede estar más cómodo sentado sobre la tapa del inodoro. Yo también me traje una silla y la puse cerca de la puerta.

Le voy a contar algo.

No refunfuñe. Le va a hacer mal ponerse así y, además, no va a ganar nada. Hasta le puede llegar a subir la presión. Se lo juro. A mí me ha pasado”

Si bien el tema a que convoca este apunte de escritura abre más y más atajos (confío en que el lector indagará y andará por ellos si es que quiere abarcar o al menos rozar el amplio mundo teórico que existe alre-dedor de la cuestión), la idea es, justamente, plantear sucintamente algu-nas de esas bifurcaciones para que, en una intención de abrazar la propia escritura, cada lector inicie una exploración en torno a lo que considera necesita para enriquecer las voces de sus textos. No quiero, sin embargo, dar por finalizado el apunte sin aludir a la forma de los diálogos para lo cual me valdré de ejemplos de todos los usos de la raya (—) y de sus usos intercalados con los otros signos de puntuación. Aquí van las reglas; las únicas que diré no es conveniente transgredir. Pero hasta por ahí nomás, lectores. Ya habrán leído a José Saramago, no las respetó, pero logró im-poner sus formas con el bagaje de un fondo muy apetecible:

— ¿Cómo le va doctora? A mí, muy mal. Hace dos años que le derivé el caso y aún no cobré nada.

— Hola, ¿cómo le va? —dijo Claudio y preguntó—: ¿cuánto tiem-po más va a dar vueltas con el caso doctora? —el tono de Claudio sonaba ahora desafiante—. Hace dos años que le derivé el caso y aún no cobré nada.

— Hola. ¿Cómo le va? A mí, mal, mal. Le voy a pasar el caso a otro

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abogado—dijo Claudio antes de que la Doctora Sánchez intentara decir que estaba muy bien.

— Yo no estoy bien—dijo Claudio con la cabeza gacha.

— Yo creía que me lo iba a sacar rápido—dijo Claudio—, pare-cía una profesional responsable. Digo parecía —continúo agravando su voz— porque, aunque siga siendo doctora, este caso lo va a seguir otro abogado.

I En el artículo “El punto de vista”, David Lodge selecciona un fragmento de Lo que Maisie sabía de Henry James para desarrollar el concepto de pun-to de vista en la narración. Sobre esta base, lo define como la perspectiva que el narrador privilegiará para contar una historia ficticia, concentrándo-se en la manera en que determinados acontecimientos afectan al personaje seleccionado, con la finalidad de captar el interés del lector. Por su parte, enfatiza que esta elección es la decisión más importante que debe tomar el novelista, dado que no sólo influye sobre la reacción de los lectores frente a los personajes y sus acciones, sino que imprime su identidad a la novela. Ad-vierte, asimismo, que un manejo erróneo del punto de vista conlleva a una perturbación de la participación del lector; para evitarla, nos explica que el cambio de perspectiva no puede ser caprichoso y que, por el contrario, debe responder a algún principio o plan estético. En este sentido, Lodge expresa su admiración por la novela de James calificando como notable “la habilidad con que usa a Mrs Wix para transmitir juicios adultos sobre Ida —juicios de los que Maisie sería incapaz— sin desviarse de la perspectiva de Maisie”; poniendo de resalto, a su vez, el aumento de intensidad e inmediatez que imprime a la narración su restricción a un solo punto de vista. II http://www.ciudadseva.com/textos/teoria/tecni/dialogo2.htm

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la búsquEda infinita

“Un cuento, en última instancia, se mueve en ese plano del hombre donde la vida y la expresión escrita de esa vida li-bran una batalla fraternal [....] y el resultado de esa batalla es el cuento mismo, una síntesis viviente a la vez que una vida sinte-tizada, algo así como un temblor de agua dentro de un cristal, una fugacidad en una permanencia [...]”

Julio Cortázar, “Algunos aspectos del cuento” en Obra crítica/2.

“Un cuento es un acontecimiento dramático que implica una persona en tanto individuo, vale decir, en tanto comparte con todos nosotros una condición humana general, y en tanto se halla en una situación muy específica. Un cuento compro-mete, de un modo dramático, el misterio de la personalidad humana [...]”

Flamer y O’Connor, “El arte del cuento” en Cómo se escribe un cuento.

Aunque con este apunte de escritura me distancio del registro si se quiere informal con el que he venido sugiriendo pautas de escritura y pautas de cuestionamiento a la teoría literaria, hay una razón: escribí este texto como alumna hace algunos años cuando reafirmaba mis estudios de gramática, semiología y sintaxis con la esperanza de que ese deseo tan grande que fluía y se desplegaba sin cesar en mis poesías y textos se apo-yara en el respaldo de una teoría, de un estudio, de una disciplina. Apren-dí, con todo, que siempre es enriquecedor estudiar, aun cuando de arte se trata; y, precisamente, cuando de arte se trata. Si uno cree o siente o dicen que tiene o tiene un don a la vez tiene una misión, un compromiso con la vida: llevarlo a las mejores instancias, con esfuerzo, disciplina, pasión, y con la premisa fundamental de la que me valgo y valdré por siempre: nunca todavía he escrito lo mejor que puedo escribir. Retomo entonces

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un viejo ensayo, lo corrijo, y lo comparto: las voces de los otros acerca de lo que es literatura nos permite concordar o polemizar, admirar o criticar y, en definitiva, encontrar la propia voz, o admitir, al menos, que lo más hermoso de este arte es la búsqueda. La búsqueda infinita.

El cuEnto y sus caractErísticas

El tema que nos convoca es el cuento como género literario; el desentrañamiento de su concepto y la delimitación de sus característi-cas, más o menos constantesi. Para ello, hemos estudiado dos textos que especifican el tema a partir de la particularidad de cada autor. Por un lado, Julio Cortázar que, en su Obra Crítica, encabeza el desarrollo del tema bajo el título “Algunos aspectos del cuento”; por el otro, Flamer y O’Connor que, en Cómo se escribe un cuento, analiza el género bajo el título de “El arte del cuento”. Elaboraremos un concepto del género; para pasar luego a las características que cada uno de los autores le endosan. Descubriremos que, amén de las sutiles diferencias que existen entre los autores, coinciden en lo que consideramos el elemento esencial de un buen cuento: la significación; es decir que la práctica de este género no se limita a la simple tarea de “contar historias” y que, por el contrario, los hechos y personajes deberán estar dotados de una significación que el lector pueda disfrutar, experimentando sensaciones y sentimientos con-cretos.

Podemos decir con los autores que el cuento es un género literario, no sujeto a leyes específicas, que es a la vez una síntesis viviente y una vida sintetizada en el que la fugacidad de un hecho adquiere permanencia mediante el arte de aglutinar una realidad infinitamente más vasta que la de la mera anécdota tomada como base generando así una apertura de lo pequeño hacia lo grande. Es un género cuya producción posee un límite físico, que demanda, sin embargo, una extensión considerable en su profundidad, intimidando a su escritor a encontrar un acontecimiento significativo para que, al imprimirle cierta tensión, conmueva al lector a proseguir con la lectura. Lejos de ser el simple desarrollo narrativo de un

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tema, crea, por intermedio de su escritor, un clima propio, logrado me-diante un estilo particular, en el que los elementos formales y expresivos, ajustados al tema significativo, fijan al cuento, para siempre, en su tiempo y ambiente.

Características del cuento según Julio Cortázar

- No hay leyes para escribir cuentos, sólo cabe hablar de puntos de vista, ciertas constantes que le dan una estructura al género que, de por sí, no es susceptible de ser encasillado.

- Es una síntesis viviente y a la vez una vida sintetizada, una fugacidad en una permanencia, dado que el género se mueve en un plano donde se desencadena una batalla entre la vida misma y la expresión escrita; es por ello algo fugaz en lo permanente.

- El cuento parte de la noción de límite; en primer término de límite físico. En efecto, el cuentista se ve precisado a escoger y limitar una ima-gen o un acaecimiento que sea significativo, que no solamente valga por sí mismo sino que sea capaz de actuar en el espectador o en el lector como una especie de apertura.

- En un buen cuento, existe cierta tensión, que debe manifestarse desde las primeras palabras o escenas.

- La estructura del cuento está conformada por tres elementos:

Significación + intensidad + tensión

o Significación:

Este elemento parece residir principalmente en su tema, en el hecho de escoger un acaecimiento real o fingido que posea esa

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misteriosa propiedad de irradiar algo más allá de sí mismo.

No hay temas por sí mismos significativos; lo que hay es un lazo entre cierto escritor y cierto tema en un momento dado.

Se ve determinada, en cierta medida, por algo que está fuera del cuento en sí, por algo que está antes y después del tema. Antes del tema, está el escritor, con sus valores humanos y literarios; lo que se encuentra después del tema nos conecta con el segundo de los elementos de la estructura del género:

o Intensidad y tensión:

La significación no reside solo en el tema del cuento; la idea de este primer elemento no puede tener sentido sino en relación con la idea de intensidad y tensión, que ya no apuntan al tema, sino al tratamiento literario que se le da, la forma en que el cuentista, frente a su tema, lo ataca y sitúa verbalmente y estilísticamente, lo estructura en forma de cuento, y lo proyecta en último termino hacia algo que excede el cuento mismo.

El cuento debe crear un clima propio, que permita que el lector pueda revivir esa cosmovisión que llevó a su autor a escribirlo, lo que solo es logrado mediante un estilo basado en la intensidad y la tensión, un estilo en el que los elementos formales y expresivos se ajusten a la índole del tema, fijándolo, para siempre, en su tiempo y en su ambiente.

La intensidad consiste, entonces, en la eliminación de todas las ideas o situaciones intermedias, de todos los rellenos o fases de transición que la novela permite e incluso exige; prescindiendo, por ejemplo, de toda descripción de ambientes.

La intensidad adquiere el nombre de tensión cuando se ejerce de manera que el autor nos va acercando lentamente a lo contado; sin revelarnos a lo que nos lleva, nos mantiene sumergidos en la atmósfera creada.

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Tanto la intensidad de la acción como la tensión interna del rela-to son producto del oficio de escritor. La clave de un cuento eficaz, se halla en la tarea de escribir intensamente, mostrarlo intensamen-te, de manera que haga blanco y se clave en la memoria del lector.

- El tema es siempre excepcional, lo que no ha de implicar que deba ser extraordinario, fuera de lo común, misterioso o insólito. Lo excepcional reside en una cualidad del tema en virtud de la cual es susceptible de atraer un sistema de relaciones conexas que se despiertan en el autor y luego en el lector vinculándolos con nociones, entre-visiones, sentimien-tos e ideas que flotaban en su memoria o sensibilidad.

- Son aglutinantes de una realidad infinitamente más vasta que la de su mera anécdota.

- Un buen cuento genera una apertura de lo pequeño hacia lo grande, de lo individual y circunscripto, a la esencia misma de la condición humana.

- Debe crear un clima propio que permita que el lector pueda revivir esa cosmovisión que llevó a su autor a escribirlo, lo que solo es logrado mediante un estilo basado en la intensidad y la tensión, un estilo en el que los elementos formales y expresivos se ajusten a la índole del tema fijándolo en su tiempo y en su ambiente.

- El éxito de un cuento depende de que su nacimiento tenga origen en una motivación entrañable, traducida en una profunda vivencia, que debe lograse con los instrumentos expresivos y estilísticos susceptibles de ha-cer posible la comunicación.

- Es preciso advertir que no debe escribirse un cuento pensando en que el texto sea accesible a todo el mundo porque el lector preferirá salirse de su pequeño mundo circundante, deseoso de que se le muestre otra cosa, algo más que un cuento popular mal escrito.

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Características del cuento según Flamer y O’Connor

- Un cuento compromete, de modo dramático, el misterio de la personali-dad humana: es un acontecimiento dramático que implica a una persona en tanto persona y en tanto individuo; es decir, en tanto comparte con todos una condición humana general, y en tanto se halla en una situación específica.- Los personajes se muestran por medio de la acción y la acción es con-trolada por medio de los personajes. Como consecuencia de toda la expe-riencia presentada al lector se deriva el significado de la historia.- Transmite de la realidad lo que puede ser visto, oído, gustado y tocado. En efecto, no es una mera narración de hechos: la ficción opera a tra-vés de los sentidos; es decir, para llegar eficazmente al lector, es preciso convencerlo a través de ellos; permitiéndosele experimentar situaciones y sentimiento concretos. En este sentido, no se trata de decirle cosas al lector, sino de mostrárselas en la escritura. - El cuento debe crear un mundo con peso y espacialidad.- Un buen cuento no debe tener menos significación que una novela, ni su acción debe ser menos completa. Nada esencial para la experiencia principal deberá ser suprimido en un cuento corto. - Tendrá que haber un principio, un nudo y un desenlace, aunque no necesariamente en ese orden.- La brevedad del cuento no implica su superficialidad. Un cuento breve debe ser extenso en profundidad, y debe darnos la experiencia de un sig-nificado. El significado es lo que impide que un cuento breve sea “corto”. - Trasciende “su tema”, es preciso concentrarse en “su significado”. Éste debe estar corporizado en la historia, debe hacerse concreto en ella. No es un significado abstracto, sino un significado que se experimenta.- La ficción es un arte que demanda la más estricta atención a lo real. La realidad es el único fundamento conveniente, al punto que cuanto mayor sea el apoyo de un cuento en lo verosímil, más convincentes resultarán

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sus características.- Dos calidades conforman la obra de ficción. Una es el sentido del mis-terio, y la otra el sentido de los hábitos. - Es recomendable mostrar que el personaje está dotado de una persona-lidad. En la mayoría de los buenos cuentos es la personalidad del perso-naje lo que crea la acción de la historia.- Es recomendable comenzar por encontrar un personaje, una personali-dad real y pensar luego, en la acción de la historia.

Ha pasado un largo tiempo desde que escribí el primer borrador de este texto. Hoy frente a él (muchos escritores lo admitirán igualmente), le digo que “sí” a muchas de las viñetas aquí expuestas, un “sí” apoyado en la experiencia de la escritura. En definitiva, con nuestras palabras, los au-tores consideran que el tema del cuento no es relevante; no es necesario entonces sentarse frente a la computadora pensando qué cosa novedosa contar; en nuestra vida cotidiana o en nuestra memoria o imaginación estará, seguramente, ese disparador, ese argumento que dejará de ser una anécdota si no nos conformamos con una mera transcripción, y la dota-mos de significado e intensidad, y la desplegamos, tensión mediante, de manera que el lector quede abrazado a las palabras hasta el punto final. Aunque se trate de un hecho cotidiano desprendido del lugar, momento y modo de su real desencadenamiento, un simple hecho cotidiano que, sin embargo, será el más importante dentro del texto, y también fuera de él, durante la experiencia de la lectura.

i Sería interesante que las características no fueran constantes; esto es que, sabiendo que existen ciertos lineamientos que han acogido nuestros prede-cesores literarios, afrontar el desafío de introducir nuestras propias carac-terísticas a nuestros textos, aunque procurando cierta eficacia. Cuando los cuentos escritos no existían, los oradores que los relataban no estaban, en verdad, enterados de que “las formas” con que lo hacían serían, más tarde, nombradas. Los recursos siempre son los que existieron, existen, y los que

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podemos inventar, jugando, buscando modos de decir que, quién sabe, tal vez algún día algunos estudien como “modelos de recursos”. Sin elevarnos al punto que creamos que ya lo hemos descubierto todo, tengamos fe en nuestra escritura como una posible literatura de vanguardia.

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índicE dE noMbrEs y obras citadas

Ángel, Miguel. Anónimo, Las mil y una nochesBorges, Jorge Luis, El hacedor. Bordelois, Ivonne, La palabra amenazadaBreton, André, Manifiesto del surrealismo. Carletti, Eduardo J., Los diálogosChejov, Antón, Las gaviotasCortázar, Julio, “Algunos aspectos del cuento” en Obra crítica/2Cortázar, Julio, “La inmiscución terrupta” en Último Round Cortázar, Julio, www.frasesypensamientos.com.ar Dal Masetto, “El padre”Diccionario de la Real Academia Española, Eco, Umberto, Lector in fabulaFlamer y O’Connor, “El arte del cuento” en Cómo se escribe un uentoFreud, Sigmud, La interpretación de los sueñosGirondo, Oliverio, “Membretes”Heaney, Seamus, De la emoción a las palabras.Hemingway, Ernest, http://pasenylean.com/?tag=hemingway-ernestHeyman, Mark; Heinz, Andres y Laughlin, John J. Mc, El cisne negro (guión).Imbert, Enrique Anderson, Teoría y técnica del cuentoJames, Henry, Lo que Maisie sabíaJeanmaire, Federico, Más liviano que el aire.Lodge, David, “El punto de vista”Lorca, Federico GarcíaMindurry, Liliana Díaz y Masolo, Laura, Armar un cuentoPinero, Carmen SimonPradelli, Ángela, “Timote”Proust, Marcel, Por el camino de SwannPuig, Manuel, Cae la noche tropicalRilke, Rainer María, Cartas a un joven poeta

Rodari, Gianni, Gramática de la fantasíaRodin, AugusteSábato, Ernesto, El escritor y sus fantasmas.Sábato, Ernesto, La resistencia.Saccomano, Guillermo, “Náufragos”Saramago, José, Discurso de aceptación del Premio Nobel 1998, De cómo los personajes se convirtieron en maestros y el autor en su aprendiz.Szwarc, Susana

Dedicatoria 5

Prólogo 7

La teoría del Jacinto 10

Las capas de la cebolla (y el color del Jacinto) 13

Arte legitimado. Estilo dinámico. Y la individualidad de cada amanecer 15

El caralibro de las urgencias 18

Las alas de una mochila 21

Una palabra en el viento 24

El fuego que se hace con fuego 27

La necesidad básica 30

De mujer a narradora. La farsa inimputable. 33

El príncipe azul de la narradora, ¿el lector irreal? 36

Bellas y durmientes 41

El abecedario al que le faltan letras 43

El arte que llama al arte 63

El sercreto del escritorto, Dictatorios del corazontis 67

Las voces que enmarcan. Las voces que muestran. 71

La búsqueda infinita 77

Índice de nombres y obras citadas 85

índicE

Para la realización de este libro se utilizó el siguiente software:

- OpenOffice.org- Scribus- Gimp- InkScape

Editorial Magdala

Edison 1277 Martínez

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Acaso cuando el Señor Ordoñez me sacó esta foto, yo todavía no sabía que la escritura se-ría pronto una gran urgencia. Sí, años más tarde, cuando la esposa del fotógrafo, que era maestra, me recibió en su casa, y yo era más grande, más se-ñorita, y le conté que me gustaba escribir. Ese día, el Sr. Ordoñez me sacó una foto disti nta donde se lucían los colores de mi vesti do. Pero en esta otra, cuando no sabía que escribir sería sino mi vida, sí su senti do y fundamento, en mis ojos, papá sabe que en mis ojos, estaba ese brillo incoloro pero po-tente que es el que vuelve una y otra vez cuando me siento a escribir, cerca de mis plantas, con el aroma de algún sahumerio de vainilla, descalza, con los pies cruzados sobre la silla de mimbre.

Escribir es una urgencia. Saber sobre qué escribir, solo una intriga. Por eso, estos apuntes intentan guiar a los escritores nóveles en el camino que han decido transitar parti endo de la necesidad. Para que escuchen, antes de explayarse, ese grito que, desde adentro, les pide que llenen una hoja en blanco. Una mirada des-de una ventana, un hombre en la parada de un colecti vo, el recuerdo de la salsa de la abuela y de las prohibiciones del abuelo, un cuadro, una foto, pueden moti var esas fuerzas invisibles y poderosas de nuestros ánimos para que desde lo real, lo experimentado o recordado, construyamos un personaje verosímil, una historia con alas.

Escribir desde la urgencia, acudir a este libro cuando alguien crea que es es-critor, que desea serlo, pero que está girando alrededor de las reglas, sin encontrar cómo transgredirlas parti endo de lo que ya posee, de lo que existe, de lo original que hay en nuestra historia y frente a todos nuestros senti dos.

Escritura de urgencia fue escrito con urgencia. Después de casi veinti ocho años de escribir, de zambullirme en mis textos recreándome y recreándolos, sentí que debía descalzarme, sacarme las medias, sentarme sobre la silla de mimbre y mostrarles mis huellas no para que acomoden sus zapatos en ellas, sino para que forjen las suyas en su arena blanca. Para que pisen fuerte desde la propia fortaleza y se dispongan a escribir, siempre, el mejor relato del mundo, aunque siempre quede pendiente escribir el mejor relato del mundo. De eso se trata. Que siempre esté pendiente lo mejor que podamos construir con la palabra escrita.

Gisela Vanesa MancusoSepti embre de 2012