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1 Lenguaje Leonor Arfuch (Universidad de Buenos Aires, Argentina) ¿Qué relación hay entre el lenguaje y el mundo? ¿Cómo se relacionan los seres humanos con el lenguaje? ¿Diferentes formas de nombrar significan lo mismo? Estas preguntas se remontan al origen mismo de la filosofía, y las respuestas, diversas y hasta contradictorias, fueron definiendo a lo largo de los siglos una problemática que se plasmó en campos específicos del saber –la gramática, la retórica, la filología, la filosofía del lenguaje, la lingüística, la semiótica, la comunicación- amén de constituir un objeto de reflexión casi obligado para el conjunto de las ciencias sociales y humanidades. La primera obra de la historia sobre el lenguaje –o mejor, sobre el lenguaje como problema- es el Crátilo, uno de los diálogos de Platón (Atenas, 427-347 a.C.) donde se plantea la disyuntiva esencial que atraviesa toda la historiografía: si el lenguaje es natural -y entonces existe una relación intrínseca entre las palabras y lo que ellas significan- o convencional, es decir, producto de relaciones arbitrarias entre “la cosa y el nombre”. Allí Crátilo y Hermógenes, en diálogo con Sócrates, confrontan posiciones que, con variados matices, son reconocibles aún en nuestros días: el primero aboga por el carácter natural del lenguaje, la adecuación del nombre a una esencia; el segundo, por su carácter convencional, la adecuación a usos y costumbres. La cuestión queda irresuelta, aunque con una inclinación hacia la primera de las opciones. De alguna manera se planteaba allí también el problema del origen, ese misterio de la naturaleza que hace de los humanos seres hablantes. Un misterio al que muchos siglos después Jean-Jacques Rousseau (1712-1778) daría una explicación por demás sugerente: no fue la voluntad divina, tampoco la necesidad, ni el hambre ni la sed, lo que hizo hablar al hombre sino “el amor, el odio, la piedad, la cólera, las que le arrancaron las primeras voces” (Rousseau, 1970: 48). Las pasiones venían así primariamente a instaurar la lengua en sus acentos poéticos, metafóricos, para recién después dar lugar al “sentido propio”. Y si el Crátilo había trazado una cartografía de los desarrollos futuros de las ciencias del lenguaje, el filósofo francés se anticipaba a la estrecha concepción de la lengua como un código, que vendría mucho después, con las teorías cibernéticas de la información, valorizando la cualidad expresiva por sobre la dinámica funcional de la comunicación entendida como “transporte” de un sentido. Siguiendo con la tradición francesa, el gran lingüista Émile Benveniste (1902-1976) daría más tarde una respuesta rotunda a la vieja pregunta. Refutando la idea de la lengua como un “instrumento” de la comunicación –lo que opondría naturaleza y cultura- nos dice: “El lenguaje está en la naturaleza del hombre, que no lo ha fabricado (…) Nunca llegamos al hombre separado del lenguaje y jamás lo vemos inventarlo (…). Es un hombre hablante el que encontramos en el mundo, un hombre hablando a otro…” (1993:180). Zanjada así la pregunta por el origen nos queda todavía una larga exploración: el modo en que esa disyuntiva fundacional de la reflexión sobre el lenguaje se plasmó, a lo largo de la historia, en posiciones a menudo irreconciliables.

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Lenguaje

Leonor Arfuch (Universidad de Buenos Aires, Argentina)

¿Qué relación hay entre el lenguaje y el mundo? ¿Cómo se relacionan los seres humanos con el lenguaje? ¿Diferentes formas de nombrar significan lo mismo? Estas preguntas se remontan al origen mismo de la filosofía, y las respuestas, diversas y hasta contradictorias, fueron definiendo a lo largo de los siglos una problemática que se plasmó en campos específicos del saber –la gramática, la retórica, la filología, la filosofía del lenguaje, la lingüística, la semiótica, la comunicación- amén de constituir un objeto de reflexión casi obligado para el conjunto de las ciencias sociales y humanidades. La primera obra de la historia sobre el lenguaje –o mejor, sobre el lenguaje como problema- es el Crátilo, uno de los diálogos de Platón (Atenas, 427-347 a.C.) donde se plantea la disyuntiva esencial que atraviesa toda la historiografía: si el lenguaje es natural -y entonces existe una relación intrínseca entre las palabras y lo que ellas significan- o convencional, es decir, producto de relaciones arbitrarias entre “la cosa y el nombre”. Allí Crátilo y Hermógenes, en diálogo con Sócrates, confrontan posiciones que, con variados matices, son reconocibles aún en nuestros días: el primero aboga por el carácter natural del lenguaje, la adecuación del nombre a una esencia; el segundo, por su carácter convencional, la adecuación a usos y costumbres. La cuestión queda irresuelta, aunque con una inclinación hacia la primera de las opciones.

De alguna manera se planteaba allí también el problema del origen, ese misterio de la naturaleza que hace de los humanos seres hablantes. Un misterio al que muchos siglos después Jean-Jacques Rousseau (1712-1778) daría una explicación por demás sugerente: no fue la voluntad divina, tampoco la necesidad, ni el hambre ni la sed, lo que hizo hablar al hombre sino “el amor, el odio, la piedad, la cólera, las que le arrancaron las primeras voces” (Rousseau, 1970: 48). Las pasiones venían así primariamente a instaurar la lengua en sus acentos poéticos, metafóricos, para recién después dar lugar al “sentido propio”. Y si el Crátilo había trazado una cartografía de los desarrollos futuros de las ciencias del lenguaje, el filósofo francés se anticipaba a la estrecha concepción de la lengua como un código, que vendría mucho después, con las teorías cibernéticas de la información, valorizando la cualidad expresiva por sobre la dinámica funcional de la comunicación entendida como “transporte” de un sentido. Siguiendo con la tradición francesa, el gran lingüista Émile Benveniste (1902-1976) daría más tarde una respuesta rotunda a la vieja pregunta. Refutando la idea de la lengua como un “instrumento” de la comunicación –lo que opondría naturaleza y cultura- nos dice: “El lenguaje está en la naturaleza del hombre, que no lo ha fabricado (…) Nunca llegamos al hombre separado del lenguaje y jamás lo vemos inventarlo (…). Es un hombre hablante el que encontramos en el mundo, un hombre hablando a otro…” (1993:180). Zanjada así la pregunta por el origen nos queda todavía una larga exploración: el modo en que esa disyuntiva fundacional de la reflexión sobre el lenguaje se plasmó, a lo largo de la historia, en posiciones a menudo irreconciliables.

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Volviendo a la Antigua Grecia, Aristóteles (384 – 322 a. C.), discípulo de Platón, se ocuparía asimismo del lenguaje, fundando los principios de la Lógica y entonces, de la estructura racional del lenguaje y su relación con la verdad, pero también de la Retórica y la Poética, es decir, de las diversas expresiones de esa estructura: las pasiones en juego, la incidencia en el otro, la persuasión, y el devenir poético de la metáfora, que se aleja del “sentido literal” para hacer ver el mundo de otra manera. La idea de mimesis, que aparece aquí definida como representación verbal o visual de la realidad, dejó marca imborrable en la historia de occidente.

Más adelante, y con esa inspiración, la Gramática de Port Royal (1660), postulará la existencia de una estructura lógica universal del pensamiento, que el lenguaje vendría a expresar según las modalidades de cada lengua particular. La lengua sería entonces representación del pensamiento – del pensamiento lógico-, y la representación una instancia constitutiva de una teoría del conocimiento. (Ducrot, O. y Todorov, T. 1972)

Se abre así una intensa confrontación entre los representacionalistas o trascendentalistas, que postulan la precedencia del sentido, ya sea en las cosas -Bertrand Russell (1872-1970), Ludwig Wittgenstein (1889-1951) en su Tractatus [“el nombre significa el objeto. El objeto es el significado del nombre”]- ya sea en los conceptos -diversos idealismos, entre ellos, el de Husserl (1859-1938)-, y los convencionalistas, para los cuales el sentido no sólo no preexiste al lenguaje, sino que sólo es definible en los usos y en contextos específicos de situación.

La primera referencia obligada en la línea de los convencionalistas, es la de Ferdinand de Saussure (1857-1913), el lingüista suizo considerado el “padre de la lingüística moderna”, cuya influencia se extendió al conjunto de las humanidades y las ciencias sociales y dio lugar en los años ’60 al despliegue de la semiología y el estructuralismo. Saussure da un giro copernicano en la reflexión sobre el lenguaje impugnando la vieja concepción de la lengua como nomenclatura [Crátilo: la palabra viene a nombrar la cosa] para interponer la de una forma significante, cuya unidad mínima, el signo, articula, de modo arbitrario, es decir, inmotivado, no en relación a ninguna esencia, una imagen acústica –significante- y un concepto –significado- en un sistema de diferencias.

La lengua, considerada como forma y no sustancia se distinguía así de la facultad general del lenguaje, su carácter físico, fisiológico, psíquico, mental, como una institución social, convencional, “un sistema de signos que expresan ideas”, dimensión simbólica que se interpone entre el sujeto y el mundo: no hay una estructura universal del pensamiento que el lenguaje vendría a expresar, sino formas –lenguas- particulares que modelan diversamente el espacio de lo pensable. Un sistema de signos entre otros –visuales, gestuales- pero el más importante de todos ellos en tanto es el que funda el lazo social.

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Si bien esta concepción venía a instituir a la lingüística como ciencia, había ya en la tradición filosófica alemana un doble antecedente en cuando a la consideración de la lengua como forma que modela el pensamiento. En la visión de Johan Gottfield von Herder (1744-1803), la lengua no es un simple código sino que atesora la experiencia y el saber de las generaciones. Es la lengua la que da forma a nuestro pensamiento, la que configura una visión del mundo (Weltanschauung) y le impone por ende sus límites. En la misma línea, Wilhelm von Humboldt (1767-1835) enfatizó el papel formador del lenguaje en las operaciones del espíritu, la relación entre lenguaje y creación, su energía y dinamismo como fuerza transformadora del mundo y no como una mera expresión de algo ya creado. Su teoría, que resume el célebre adagio “La lengua es el espíritu de la nación y su espíritu es su lengua” tuvo gran influencia, no sólo filosófica sino también política, y dio lugar –como a veces sucede con conceptos extraídos de su contexto original- a algunas infaustas interpretaciones.

Las dos mayores refutaciones del representacionalismo desde la llamada “filosofía del lenguaje ordinario”, fueron sin duda, y casi en simultaneidad en los años ‘50, la de John Austin (1911-1960), y la del “segundo” Wittgenstein. Para Austin, había cantidad de expresiones en el lenguaje que no representaban nada, y por lo tanto, no respondían al principio de verificación, expresiones tales como bautizar, prometer, jurar, ordenar, que cumplían la acción que enunciaban por el solo hecho de su enunciación [“¿qué es jurar sino decir ‘Sí, juro’?”] en circunstancias apropiadas y de acuerdo a ciertas convenciones establecidas. Llamó a estas expresiones performativos o realizativos y en un segundo momento descubrió que en verdad toda enunciación cumple una acción, más allá de lo que “diga”: afirmar, negar, recomendar, estimar, condenar, interrogar, considerar, definir, etc. etc. Este “hacer cosas con palabras”, esta performatividad o fuerza ilocutoria del lenguaje, lo tornaban en una dimensión constructiva y transformadora de la experiencia humana, una forma de acción y no simplemente un medio de representación. (Austin.J., 1982) Wittgenstein por su parte, luego del Tractatus, elaboró una “contra-teoría” en sus Investigaciones Filosóficas, realizando una ciclópea tarea de demostración que era a su vez una terapéutica: desligar al lenguaje de la filosofía de las interpretaciones múltiples y contradictorias de sus palabras, acumuladas en las distintas tradiciones, de innecesarias “nieblas” y rebuscamientos, en definitiva, de esa imposibilidad del sentido que ocurre cuando el lenguaje corriente, pleno de significados reconocibles y compartidos, “sale de vacaciones” hacia el “campo”, justamente, de la filosofía. Propone entonces, entre otras, una definición del lenguaje como “forma de vida”, que incluye las prácticas no lingüísticas esenciales a la significación y llega a una conclusión contundente: “el significado de una expresión es su uso en un juego de lenguaje”. Estos juegos son innumerables, como las facetas de la actividad humana: “dar órdenes, describir un objeto, hacer conjeturas, relatar un suceso, actuar en teatro, cantar a coro, adivinar acertijos...” y cada uno instaura su propio régimen de verdad. (Wittgenstein, L. 1988:4)

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Entramos aquí de lleno en el plano de los usos, en cómo relacionan los seres humanos con el lenguaje –uno de nuestros interrogantes del comienzo- y se abren otros caminos para nuestra indagación. Volvemos a Benveniste, quien retoma la senda saussureana para ocuparse de lo que había quedado pendiente en esa teoría: el habla, pero no ya definida como “individual y caótica” sino por el contrario como discurso, enunciación, producción de enunciados a partir de la estructura de la lengua, en un acto, un acontecimiento, donde un “yo” enunciador instaura ante sí un “tú” como destinatario y ambos comparten un aquí y ahora en una co-referencia a un mundo. Aparece así la dimensión social, intersubjetiva, de la comunicación, el aparato formal de la lengua que “sólo permite pensar lo que podemos decir” –aquí resuenan ecos de otras filosofías- y una singular definición de la subjetividad en el lenguaje: “Es ‘ego’ quien dice ‘ego’”. Un yo gramatical que lejos de dar cuenta de la profundidad del espacio ético remite a una figura del discurso, a “la emergencia en el ser de una propiedad fundamental del lenguaje” (1993:181).

Nuestro breve itinerario se cierra con otra figura capital, la de Mijaíl Bajtín (1895-1975), el pensador ruso que construyó una verdadera arquitectónica –como él mismo la llamara- del lenguaje, la ideología, el arte, la cultura –la popular y la literaria- y una filosofía del acto ético que es quizá uno de los aspectos menos conocidos de su obra. Su concepción del lenguaje se aproxima a las de Herder/Humboldt –no meramente como código sino como tesoro de la humanidad, producto de la experiencia de generaciones- un lenguaje por lo tanto ajeno, otro, que nos precede y nos constituye. Una “palabra ajena” de la que podemos apropiarnos por el género discursivo que elegimos al hablar –o escribir- pero sobre todo por la acentuación que le damos, por los tonos de nuestra afectividad –y aquí podríamos sugerir cierta afinidad con Rousseau. En cuando a su concepción de la ideología, reconoce la influencia saussureana al definirla como signo que atraviesa la discursividad social en todos sus registros, no sólo políticos sino también cotidianos: el discurso como campo de fuerzas, de disputas por el sentido –y aquí encontramos in nuce conceptos que luego desarrollarían autores como Michel Foucault (1926-1984) y Pierre Bourdieu (1930-2002), entre otros.

Finalmente, cabe destacar una concepción dialógica de la subjetividad, en la cual el otro, aquél a quien se dirige mi enunciado, es el verdadero inspirador de la interacción, aquél por y para quien se habla, y entonces el enunciado –el campo discursivo, podríamos decir- tendrá siempre carácter de respuesta, pero no sólo en el sentido de “dar respuesta” -a expectativas, preguntas, inquietudes- sino también, y sobre todo, en el sentido fuerte de “responder por” , es decir, de asumir la responsabilidad por el otro. En este punto es donde aparece claramente la dimensión ética de su obra, que tiene una raigambre común con la de Emmanuel Lévinas (1906-1995), y que hace de ambos pensadores una referencia esencial para el campo de la educación.

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Referencias bibliográficas Austin, J. 1982 [1962] Cómo hacer cosas con palabras, Buenos Aires, Paidós Benveniste, E. 1993 [1971] Problemas de lingüística general I, México, Siglo XXI Ducrot, O. y Todorov, T. 1972 Dictionnaire enciclopédique des ciences du langage, Paris, Seuil Rousseau, J. 1970 Ensayo sobre el origen de las lenguas, precedido por Derrida J. La lingüística de Rousseau, Buenos Aires, Ed. Caldén. Wittgenstein, L.1988 [1958] Investigaciones filosóficas, México, UNAM Editorial Crítica Bibliografía Aristóteles Retórica y Poética Bajtin, M. 1982 [1979] Estética de la creación verbal, Mexico, Siglo XXI Derrida, J. 1998 De la gramatología, México, Siglo XXI. Platón Crátilo Récanati, F. 1981 La transparencia y la enunciación, Buenos Aires, Hachette Universidad. Saussure, F. de Curso de lingüística general (varias ediciones)