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Cuando los Oulhamr pierden elfuego que conservaban en tresjaulas y que alimentaban día ynoche, la desesperación se abatesobre ellos. Y es que la maravillosallama les ha dado toda la comodidady seguridad posibles en aquellaépoca: alejaba al oso, al lobo, alleón, al tigre, y al resto dedepredadores; permitía cocinar losalimentos; y les daba calor en lasépocas frías y luz en la noche.

Los valientes guerreros, Naóh, Námy Gaw, recorrerán las llanuras

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europeas para devolver el fuego a latribu. Tendrán que robar, cambiar, oconseguir por el procedimiento quesea el tan preciado elemento, lallama de la vida.

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J. H. Rosny

En Busca delFuego

ePUB v1.0

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Titulo original: La Guerre du Feu

© por la traducción: A. Ruiz Pablo© 2004, RBA Coleccionables, S. A., paraesta edición

Traducción cedida por Valdemar [EnokiaS.L.]

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PRIMERA PARTE

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1LA MUERTE DEL

FUEGO

os Ulhamr huían de la nocheespantosa. Enloquecidos por lospadecimientos y el cansancio,

todo les parecía inútil ante la calamidadsuprema: el Fuego había muerto. Lohabían criado en el interior de tresjaulas, desde el origen de la Horda;cuatro mujeres y dos guerreros loalimentaban día y noche, y aun en lostiempos más duros, recibía el alimento

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que le daba la vida. Al abrigo de lalluvia, de las tempestades y de lainundación, había franqueado ríos ypantanos, azulándose al despertar laaurora y ensangrentándose al anochecer.Su faz poderosa alejaba al León Negro yal León Amarillo, al Oso de lasCavernas y al Oso Gris, al Mamut, alTigre, al Leopardo; sus rojos dientesprotegían al hombre contra el vastomundo. A su lado habitaba la alegría.Sacaba de los manjares aromassabrosos, endurecía la punta de losvenablos, hacía estallar la piedra; dabaa los miembros un vigoroso bienestar yaseguraba contra todo peligro a la

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Horda en el corazón de los bosquespoblados de rumores, en el páramo sinfin y en el fondo de las cavernas. Era elPadre, el Guardián, el Salvador; y si seescapaba de su jaula y devoraba losárboles, era más feroz y temible que elmismo Mamut.

¡Y había muerto! El enemigodestruyó dos de las jaulas; encerrado enla otra, durante la fuga, se le había vistodesfallecer, palideciendo y menguando.Tan débil estaba, que no podía morderlas hierbas del pantano; palpitaba comoun animal enfermo, y al fin llegó a sercomo un insecto rojizo que las ráfagasdel viento abatían sin cesar… y se

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desvaneció. Los Ulhamr huíandesamparados en medio de las tinieblasde la noche otoñal.

No lucía en lo alto ni una estrella. Elcielo aplastaba la densidad de las aguas.Las plantas acuáticas tendían sus fibrasheladas; se oía el chapotear de losreptiles; hombres, mujeres y niños sehundían, tragados por el fango, en laoscuridad; y en cuanto era posible,orientados por la voz de los guías, losUlhamr seguían una faja de tierra máselevada y más firme, tan pronto con aguahasta el pecho, como saltando sobrehileras de islotes. Tres generacioneshabían franqueado aquel camino; pero,

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para seguirlo ahora, habría sido precisala claridad de los astros. Hacia elamanecer, se acercaron a la sabana, alinmenso arenal.

Una turbia claridad se filtró entre lasnubes de yeso y esquisto. El vientorodaba sobre las aguas densas ybituminosas; las algas se hinchabancomo pústulas; los saurios, entumecidos,vagaban arrastrándose entre ninfeas ysagitarias. Una garza se elevó sobre unárbol ceniciento, y la sabana apareciócon sus plantas temblorosas de frío,sumida en la rojiza niebla, hastaperderse de vista. Los hombres,sobreponiéndose al cansancio, se

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animaron, atravesaron los cañaverales eirrumpieron entre la hierba, sobre latierra firme.

Entonces, vencida la fiebre mortal,muchos se convirtieron en bestiasinertes: se tendieron en el suelo y sehundieron en el reposo. Las mujeresresistían mejor que los hombres; las quehabían perdido algún hijo en el pantanoaullaban como lobas; todas ellaspresentían la decadencia de la raza y losdías sombríos; algunas, que habíansalvado a sus pequeñuelos, loslevantaban en brazos hacia las nubes.

Faúhm, a la claridad del nuevo día,con ayuda de los dedos de ramas,

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enumeró la tribu. Cada ramarepresentaba los dedos de dos manos.Contaba mal; pero, aun así, vio que lerestaban cuatro ramas de guerreros, másde seis ramas de mujeres, cerca de tresramas de niños y algunos ancianos.

Y el viejo Goún, que contaba mejorque ningún nacido, dijo que no quedabande cada cinco hombres más que uno, decada tres mujeres una, y un niño porcada rama. Entonces, los que velabansintieron la inmensidad del desastre.Supieron que su descendencia estabaamenazada en sus raíces y que lasfuerzas malignas del mundo se habíanvuelto más formidables. En adelante,

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estarían condenados a vagar, desnudos ymiserables, sobre la Tierra.

A despecho de su fuerza, Faúhmperdió la esperanza. No confiaba ya ensu estatura ni en sus enormes brazos; suancho rostro, donde se arremolinaba elpelo hirsuto, y sus ojos amarillos comolos del leopardo, mostraban uncansancio abrumador; examinaba lasheridas que habían abierto en su carne lalanza y las flechas enemigas, y de vez encuando se chupaba la sangre que todavíamanaba de su antebrazo.

Como todos los vencidos, evocabael instante en que estuvo a punto devencer. Los Ulhamr se precipitaban a la

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matanza; él, Faúhm, aplastaba cabezasbajo su maza. Estaba a punto deaniquilar a los hombres, arrebatar a lasmujeres, matar el Fuego del enemigo, ycazar en nuevas llanuras y abundantesselvas. Pero, ¿qué había ocurrido? ¿Porqué los Ulhamr pasaron del furor alespanto? ¿Cómo fue que sus huesosfueron los que se quebraron, sus cuerposlos que perdieron las entrañas, suspechos los que roncaron de agonía,mientras el enemigo, invadiendo elcampamento, esparcía por el suelo losFuegos Sagrados? Así se interrogaba elalma de Faúhm, lenta y espesa,encarnizándose en este recuerdo como la

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hiena en los muertos, no queriendodeclararse vencida, ni menos enérgica,ni menos valerosa, ni menos feroz.

La luz se levantó en todo su poder,invadiendo el páramo, revolviendo ellimo y secando la sabana. La alegríamatutina, la pulpa, la carne fresca de lasplantas, aparecía con ella. El aguaparecía más ligera, menos pérfida yturbia. La luz movía argentinos destellosentre las islas de un verde grisáceo;lanzaba largos temblores de malaquita yperlas, desplegaba pálidos azufres yescamas de mica, y su olor era más gratoa través de los sauces y los alisos.Según el juego de las adaptaciones y las

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circunstancias, triunfaban las algas,relucía el lirio de los estanques o elnenúfar amarillo, surgían el irisacuático, las euforbias palustres, loslisímacos, las sagitarias; se desplegabanlas matas de ranúnculos con sus hojas deacónito, los meandros de telefio, delinarias; de epílobes rosados, demastuerzo amargo, de rosolis, decañaverales, de mimbreras dondepululaban las pollas acuáticas, lapiendilla negra, las cercetas, el chorlitoreal, el ave fría de reflejos de jade, y lapesada avutarda. Algunas garzasacechaban al borde de las pequeñasensenadas rojizas; las grullas se abatían

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ruidosamente sobre un promontorio; ellucio barbado se precipitaba sobre lastencas, y las últimas libélulas volabantrazando líneas de fuego verde,relámpagos de lapislázuli.

Faúhm contemplaba a su tribu. Eldesastre había dejado sus huellas en losfugitivos, semejantes a una carnada dereptiles: amarillos de fango, rojos desangre, verdes de las algas adheridas,exhalaban olor de fiebre y de carneenfermiza. Unos dormían hechos unovillo, como grandes culebras, otrosestirados como saurios, y algunos, en elestertor de la agonía, se estabanmuriendo. Las heridas se volvían negras

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y horrorosas en el vientre, y más aún enla cabeza, donde las ensanchaba laesponja enrojecida de los cabellos. Casitodos debían sanar, pues los peorheridos habían sucumbido ya en la otraorilla o se habían hundido al atravesarel pantano.

Faúhm, apartando sus ojos de losque dormían, contempló a los queexperimentaban más amargamente laderrota que el cansancio. Muchos deellos atestiguaban la hermosa estructurade los Ulhamr: rostros macizos, cráneosaplastados, mandíbulas violentas. Erande piel leonada, no negra; casi todosvelludos de pies a cabeza. La finura de

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sus sentidos se extendía al olfato, quepodía competir con el de las bestias. Labelleza de sus grandes ojos, a menudoferoces, otras veces huraños, serevelaba viva y entera en los niños y enalgunas muchachas. Las tribuspaleolíticas vivían en una atmósferadensa; sus carnes estaban dotadas de unajuventud que no volverá nunca más, florde una existencia cuya energía y cuyavehemencia sólo muy imperfectamentepodemos imaginarnos.

Faúhm levantó los brazos al Sol,lanzando un largo alarido.

—¿Qué harán los Ulhamr sin elFuego? —gritó—. ¿Cómo vivirán en la

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sabana y en la selva? ¿Quién lesdefenderá contra las tinieblas y el vientoinvernal? Tendrán que comer la carnecruda y la hierba amarga; no podránvolver a calentar sus miembros, y lapunta de sus venablos no se endurecerá.El León, la Bestia-de-los-Dientes-Desgarradores, el Oso, el Tigre, la GranHiena, los devorarán durante la noche.¿Quién volverá a traernos el Fuego? Elque lo haga será hermano de Faúhm:tendrá tres partes en la caza, cuatropartes en el botín; recibirá comorecompensa a Gamla, hija de mihermana; y si yo muero, empuñará elcayado de mando.

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Entonces Naóh, Hijo del Leopardo,se puso en pie y dijo:

—Dadme dos guerreros de piernasveloces y yo iré a coger el Fuego de losHijos del Mamut o en el campamento delos Devoradores de Hombres, que cazana orillas del Río Doble.

La mirada de Faúhm no le fuefavorable. Naóh, por su estatura, era elmás grande de los Ulhamr, y sushombros se ensanchaban aún más.Ningún guerrero podía competir con élen agilidad, ni era más resistente en lacarrera. Naóh había derribado a Moúh,Hijo del Uro, cuyas fuerzas se acercabana las de Faúhm. Pero Faúhm le temía, y

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le encomendaba tareas ingratas, lealejaba de la tribu, le exponía a lamuerte.

Naóh no quería a su jefe, pero seexaltaba a la vista de aquella Gamlaesbelta, flexible y misteriosa, cuyacabellera parecía un follaje. De haberlatenido por mujer, la habría tratado sinrudeza, porque no era amigo de veragrandarse en los rostros el temor quelos hace enemigos.

En otros tiempos, Faúhm habríaacogido mal las palabras de Naóh. Peroestaba hundido en la derrota, y quizá laalianza con el Hijo del Leopardo lesería ventajosa; en caso contrario, bien

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sabría condenarle a muerte. Así,volviéndose al joven, le dijo:

—Faúhm sólo tiene una lengua. Si túnos traes el Fuego, tendrás a Gamla yserás el hijo de Faúhm.

Hablaba lentamente, levantando lamano, con rudeza y desdén. Luego hizouna seña a Gamla, que avanzótemblorosa, levantando los ojos depupilas cambiantes, llenos del húmedofulgor de los ríos.

La ruda mano de Faúhm cayó sobreel hombro de la joven, mientras su vozgritaba con salvaje orgullo:

—¿Dónde hay una mujer como éstaentre las hijas de los hombres? Puede

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cargar una cierva sobre sus espaldas,andar sin desfallecer desde el Sol de lamañana al Sol de la noche, soportar elhambre y la sed, curtir la piel de lasbestias y atravesar un lago a nado: sushijos serán indestructibles. ¡Si Naóhvuelve con el Fuego, podrá tomarla sindar por ella ni hachas, ni cuernos, niconchas, ni pieles!…

Entonces Aghoo, Hijo del Auroch, elmás velludo de los Ulhamr, avanzó llenode codicia:

—Aghoo quiere conquistar el Fuego.Irá con sus hermanos a acechar alenemigo más allá del río, y morirá bajoel hacha, la lanza, el diente del Tigre y

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la zarpa del León Gigante, o devolverá alos Ulhamr el Fuego, sin el cual son tandébiles como el saiga o el ciervo.

Del rostro de Aghoo no se percibíaotra cosa que una boca de labioscarnosos y un mirar homicida. Su cuerpoachaparrado hacía parecer aún máslargos los brazos y más enormes loshombros; todo su ser demostraba unvigor áspero, inagotable y feroz. Seignoraba hasta dónde podían llegar susfuerzas, pues no las había ejercitado nicontra Faúhm, ni contra Moúh ni contraNaóh; pero se sabía que erandescomunales. Jamás las puso a pruebaen luchas pacíficas; y cuantos se habían

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interpuesto en su camino sucumbieron,ya sea que Aghoo se limitara amutilarlos, ya que los exterminara paraunir un cráneo más a sus trofeos. Vivía acierta distancia de los demás Ulhamr,con sus dos hermanos, velludos como él,y varias mujeres, reducidas a unaesclavitud espantosa. Y aunque losUlhamr practicasen naturalmente ladureza consigo mismos y la ferocidadcon los demás, veían en los Hijos delAuroch el exceso de tales virtudes. Unareprobación latente se elevaba contraellos, primera alianza del grupo contrala inseguridad excesiva.

Un grupo de Ulhamr se estrechaba

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alrededor de Naóh, a quien la mayoríareprochaba cierta falta de aspereza en lavenganza. Pero este vicio, porencontrarse en un guerrero tan temible,complacía a los que no recibieron ensuerte ni músculos duros ni miembrosveloces.

Faúhm no detestaba menos a Aghooque al Hijo del Leopardo, y aún le temíamás. La fuerza velluda y taimada de lostres hermanos parecía invulnerable. Siuno de ellos quería la muerte de unhombre, la querían los tres; quien lesdeclaraba la guerra debía perecer oexterminarlos.

El jefe procuraba atraérselos; pero

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ellos se le escurrían, parapetados en sudesconfianza, incapaces de creer ni en lapalabra ni en los actos ajenos, llenos deirritación ante la benevolencia y sincomprender más halago que el secoterror. Faúhm, tan desconfiado y sinentrañas como ellos, tenía, no obstante,cualidades de jefe, que comportaba laindulgencia con sus adeptos, lanecesidad de elogios, ciertasociabilidad estrecha, rara, exclusiva ytenaz.

Así, respondió con brutaldeferencia:

—Si el Hijo del Auroch devuelve elFuego a los Ulhamr, podrá tomar a

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Gamla sin ofrecer rescate, y será elsegundo en la tribu, a quien todos losguerreros obedecerán en ausencia deljefe.

Aghoo escuchaba en actitud brutal.Volviendo el rostro velludo haciaGamla, la contempló codiciosamente, ysus redondos ojos se endurecieron,amenazadores.

—La Hija del Pantano —dijo—pertenecerá al Hijo del Auroch;cualquier otro hombre que ponga lamano sobre ella será destruido.

Estas palabras irritaron a Naóh. Yaceptando violentamente el reto, gritóestas palabras:

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—¡Gamla pertenecerá a quien traigael Fuego!

—¡Aghoo lo traerá!Los dos se miraban. Hasta aquel

instante no había existido entre ellosmotivo alguno de lucha. Conscientes desu mutua fuerza, sin gustos comunes nirivalidad inmediata, no se encontrabanjamás, nunca cazaban juntos. El discursode Faúhm había sembrado entre ellos elodio.

Aghoo, que hasta aquel día nisiquiera se había fijado en Gamlacuando ésta pasaba furtivamente por lasabana, en un instante condenó a muertea todo rival que pretendiese

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disputársela. Ni siquiera tuvo que tomaruna resolución; su resolución anidaba encada una de sus fibras.

Naóh lo sabía; apretó el hacha en lamano izquierda y el venablo en ladiestra. Los hermanos de Aghoosurgieron en silencio, taimados yformidables. Se le parecíanextrañamente, más leonados aún, congrandes mechones de pelo rojizo y losojos veteados como los élitros delcárabo. Su agilidad era tan inquietantecomo su fuerza misma.

Los tres, prestos a la matanza,acechaban a Naóh. Pero entre losguerreros se levantó un gran murmullo;

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aun aquellos que censuraban en Naóh ladebilidad de sus odios, no querían verleperecer después de la destrucción detantos vigorosos Ulhamr, y menos aúncuando prometía llevarles el Fuego. Sesabía que era fértil en estratagemas,infatigable, hábil en entretener las másdébiles llamas y hacerlas renacer deentre las cenizas; y muchos creían en subuena estrella.

Como Aghoo poseía también lapaciencia y la astucia que llevan a buentérmino las empresas, los Ulhamr,confiando en la utilidad que ofrecíaaquella doble tentativa, se levantaron entumulto. Y los partidarios de Naóh,

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envalentonados al oír los clamores, sealinearon preparados para el combate.

Aunque extraño al miedo, el Hijo deAuroch no despreciaba la prudencia ydejó la disputa para luego. EntoncesGoún, el de los Huesos Secos, resumiólas brumosas ideas de la multitud:

—¿Quieren los Ulhamr desaparecerdel mundo? ¿Olvidan que los enemigos ylas aguas han destruido ya tantosguerreros que de cada cuatro sólo quedauno? Todos los que pueden manejar elhacha, el venablo o la maza deben vivir.Naóh y Aghoo son fuertes entre loshombres que cazan en la selva y en lasabana; si uno de ellos muere, los

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Ulhamr serán más débiles que sipereciesen cuatro de los demás… LaHija del Pantano servirá a aquel que nostraiga el Fuego. ¡La Horda lo quiere así!

—¡Que sea así! —afirmaron ásperasvoces.

Y las mujeres, temibles por sunúmero, por su fuerza casi intacta y porla unanimidad de sus sentimientos,clamaron:

—¡Gamla pertenecerá al que nostraiga el Fuego!

Aghoo levantó los velludos hombrosy execró a la multitud; pero no creyóconveniente desafiarla. Seguro deadelantarse a Naóh, se reservó el

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recurso de combatir a su rival y hacerledesaparecer cuando le conviniese. Y supecho se hinchó de confianza.

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2UN COMBATE

COLOSAL

abía aparecido el alba del díasiguiente. El viento de lasalturas empujaba las nubes,

mientras que a ras de tierra y del agua elaire denso era torpe, cálido y oloroso.El cielo entero vibraba como un lago,agitando algas, ninfeas y pálidoscañaverales. La aurora hizo rodar sobreél sus espumas, extendiéndose,desbordando en lagunas azufranadas, en

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golfos de esmeraldas y en ríos de nácarrosado.

Los Ulhamr, vuelto el rostro haciaaquel fuego inmenso, sentían en el fondodel alma agrandarse algo que era casi unculto y que henchían también laspequeñas gaitas de los pájaros, entre lahierba de la sabana y las mimbreras delpantano. Pero unos heridos gimieron,pidiendo agua, y el cadáver de unguerrero extendía los miembros lívidos:un animal nocturno le había comido elrostro.

Goún balbuceó vagas quejas, casirítmicas, como ruegos fúnebres, yFaúhm mandó echar a las aguas el

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cadáver.Después, la atención de la tribu se

fijó en los conquistadores del Fuego;Aghoo y Naóh, dispuestos ya para partir.Los velludos iban armados de maza,hacha, venablo y azagaya de punta desílex o de nefrita. Naóh, que confiabamás en la astucia que en la fuerza, habíapreferido, en vez de guerrerosvigorosos, llevar consigo dos jóveneságiles y capaces de una larga carrera.Cada uno de ellos iba armado conhacha, venablo y azagayas. Naóh añadíaa estas armas su maza de roble, un armaapenas desbastada y endurecida alfuego. Prefería esta arma a todas las

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demás y combatía con ella hasta a losgrandes carnívoros.

Faúhm se dirigió en primer lugar alAuroch:

—Aghoo vino a la luz antes que elHijo del Leopardo, y por tanto escogerásu ruta. Si Aghoo se encamina a losDosRíos, Naóh rodeará los pantanos,hacia el Sol poniente; y si Aghoo rodealos pantanos, Naóh irá hacia los DosRíos.

—¡Aghoo no conoce todavía su ruta!—protestó el Velludo—. Va en busca delFuego; puede ir por la mañana hacia elrío, y por la tarde hacia el pantano. Elcazador que persigue al jabalí, ¿sabe

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acaso dónde lo matará?—Aghoo cambiará de ruta más tarde

—intervino Goún, apoyado por losmurmullos de la Horda—. No puedepartir a la vez para el Sol poniente ypara los DosRíos. ¡Que escoja!

En la oscuridad de su entendimiento,el Hijo del Auroch comprendió que nole convenía, no ya desafiar al jefe, sinodespertar la desconfianza de Naóh; ydirigiendo su mirada de lobo a lamultitud exclamó:

—Aghoo partirá hacia el Solponiente.

Y haciendo una brusca seña a sushermanos, se puso en camino a lo largo

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de las aguas pantanosas.Naóh no se decidió tan pronto.

Deseaba sentir todavía en el fondo desus ojos la imagen de Gamla, que estabasentada bajo un fresno, detrás del grupoformado por el jefe, Goún y otrosancianos. Naóh avanzó; la vio inmóvil,vuelto el rostro hacia la sabana. Habíaentrelazado en sus cabellos flores desagitaria y una ninfea de color de luna;de su piel parecía salir una claridad másviva que la de los frescos ríos y de laverde carne de las plantas.

Naóh respiró el ansia de vivir, elinquieto e inextinguible deseo, elarrollador anhelo que renueva las

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bestias y las plantas. Su corazón seensanchó de tal manera que parecíaahogarle, lleno de ternura y de cólera;todos los que le separaban de Gamla leresultaban tan odiosos como los Hijosdel Mamut y los Devoradores deHombres.

Levantó el brazo armado con elhacha y gritó:

—Hija del Pantano, Naóh novolverá; desaparecerá de la tierra, enlas aguas, en el vientre de las hienas, odevolverá el Fuego a los Ulhamr ytraerá a Gamla conchas, piedras azules,dientes de leopardo y cuernos de auroch.

Al oír estas palabras, Gamla posó en

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el guerrero una mirada palpitante dealegría infantil. Pero Faúhm, agitándosecon impaciencia, exclamó:

—Los Hijos del Auroch handesaparecido ya detrás de los álamos.

Entonces Naóh se dirigió hacia elSur.

Naóh, Gau y Nam anduvieron todo eldía por la sabana, que se encontrabatodavía en pleno vigor. Las hierbasseguían a las hierbas, como las olas sesiguen unas a otras en el mar. La llanurase doblegaba al soplo de la brisa, crujíabajo el Sol, sembraba en el espacio elalma innumerable de los aromas; era

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amenazadora y fecunda, monótona en suconjunto, variada en los detalles yproducía tantos animales como flores,tantos huevos como semillas. Entre lasflorestas de césped, las islas de retama ylas penínsulas de brezo, se deslizaban elllantén, el corazoncillo, la salvia, losranúnculos, los milenrama, losmastuerzos y las siléneas. A trechos, latierra desnuda vivía la lenta vidamineral, superficie árida donde la plantano había podido fijar sus incansablescolumnas. Luego volvían las malvas y elgavanzo, la centaura, el trébol rojo y losmatorrales floridos.

Aquí se elevaba una colina, allí se

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abría un valle; una charca se estancaba,pululante de reptiles e insectos; y algúnpeñasco errático levantaba su perfil demastodonte. Se veía correr a losantílopes, liebres y saigaes; surgir loboso perros, levantarse avutardas operdices, cernerse palomas torcaces,grullas y cuervos; galopar en manadascaballos, hemíonos y alces. Un oso gris,con movimiento a la vez de mono y derinoceronte, más fuerte que el tigre ycasi tan temible como el león gigante,parecía ir rodando sobre el verdor de latierra. Algunos aurochs aparecieron enel horizonte.

Naóh, Nam y Gau acamparon al

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anochecer al pie de un cerro; apenashabían recorrido la décima parte de lallanura, y no divisaban otra cosa que eldespliegue incesante de las olas dehierba. La tierra era llana, uniforme ymelancólica. Todos los aspectos delmundo se formaban y se deshacían en lasinmensas nubes del crepúsculo. Anteaquellos fuegos innúmeros, Naóhpensaba en la pequeña llama que iba aconquistar. Se diría que no había másque trepar a una colina y tender unarama de pino para coger una chispa delos braseros que devoraban elOccidente.

Las nubes se ennegrecieron. Un

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abismo de púrpura permaneció largorato en el fondo del espacio; laspiedrecitas brillantes de las estrellassurgían una tras otra; el aliento de lanoche sopló.

Naóh, acostumbrado a la hoguera delas veladas, clara barrera puesta delantedel mar de las tinieblas, sintió su propiapequeñez. Podían presentarse el osogris, el leopardo, el tigre, el león,aunque rara vez penetrasen en la sabana;un rebaño de aurochs podía hundir bajosus olas de carne la fragilidad humana;el número daba a las manadas de lobosel poder de las grandes fieras, y elhambre les infundía valor.

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Los tres guerreros se alimentaron decarne cruda. Fue una comida triste, puesgustaban del sabor y el aroma de lacarne asada. Después, Naóh se dispusoa velar. Todo su ser aspiraba la nochecomo una forma maravillosa en la cualpenetraban los influjos sutiles delUniverso. Con la vista recogía lasfosforescencias, las siluetas pálidas, losdesplazamientos de las sombras y seremontaba hasta los astros. Con el oídoconocía las voces de la brisa, el crujirde los vegetales, el vuelo de los insectosy de las aves de rapiña, el paso y elarrastrarse de las bestias; distinguía a lolejos el gruñido del chacal, la risa de la

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hiena, el aullido del lobo, el grito delquebrantahuesos, el chirriar de lalangosta. Por su nariz penetraba elaromoso soplo de las flores, la gratafragancia de las hierbas, el hedor de lasfieras, el olor soso o almizclado de losreptiles. Estremecían su epidermis lasmil tenues variaciones del frío y elcalor, la humedad y la sequedad, y todoslos matices de la brisa. Así vivía detodo lo que llenaba el Espacio y elTiempo.

Su existencia no era ciertamentefácil, sino dura y siempre amenazada.Todo lo que la formaba podía tambiéndestruirla, y no persistía sino a costa de

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vigilancia, de fuerza, de astucia, y de uncombate incesante contra las cosas.

Naóh acechaba en las tinieblas losdientes que cortan, las uñas quedesgarran, el ojo de fuego de loscomedores de carne. Muchos de ellosconsideraban a los hombres comobestias poderosas y no se les acercabansiquiera. Pasaron hienas de mandíbulasmás terribles que las de los leones; perono gustaban de la lucha y preferían lacarne ya muerta. Pasó una manada delobos y se detuvieron: conocedores delpoder del número, se consideraban casitan fuertes como los tres Ulhamr. Sinembargo, no siendo su hambre excesiva,

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prefirieron seguir el rastro de losantílopes. Pasaron perros, comparablesa los lobos, y aullaron largo ratoalrededor del cerro. Tan prontoamenazaban; tan pronto, uno u otro,taimadamente, se acercaba; pero nuncaembestían gustosos a la bestia vertical.En otro tiempo habían acampado en grannúmero cerca de la Horda; devorabanlos restos de la comida y tomaban parteen la caza. Goún hizo alianza con dosperros a los cuales abandonaba tripas yhuesos; pero habían perecido en unacacería de jabalíes. Y la alianza con losdemás se hizo imposible, porque Faúhm,al tomar el mando de la Horda, mandó

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hacer entre ellos una gran matanza.Aquella alianza atraía a Naóh,

porque en ella adivinaba una nuevafuerza, un acrecentamiento de seguridady poder. Pero en la sabana, solo con dosguerreros, más bien concebía el peligroque semejante alianza representaría. Lahabría intentado con unos pocos perros,pero no con toda una manada.

Sin embargo, los perros estrechabanel círculo; sus alaridos se volvían másescasos y su respiración más viva. Naóhse impresionó. Cogió un puñado detierra y la lanzó sobre el más audaz,gritando:

—¡Tenemos venablos y mazas que

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destruyen al Oso, al Auroch y al León!…

El perro, alcanzado en la garganta ysorprendido por las inflexiones de lapalabra, huyó. Los demás se agruparon ypareció que deliberaban. Naóh les echóotro puñado de tierra:

—Sois demasiado débiles paracombatir con los Ulhamr. Id en busca delos saigaes y exterminad a los lobos. ElPerro que se atreva a acercarse veráesparcidas sus entrañas.

Despertados por la voz de Naóh,Nam y Gau se pusieron en pie: aquellasinesperadas figuras determinaron laretirada de los perros.

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Naóh anduvo siete días evitandotoda clase de peligros y acechanzas, queaumentaban a medida que ibanacercándose al bosque. Aunque la selvase hallaba aún a varias jornadas dedistancia, se anunciaba ya gracias a losislotes de árboles y a la aparición degrandes fieras. Los Ulhamr vieron altigre y a la pantera gigante. Las nochesse hicieron penosas: mucho antes delcrepúsculo los tres hombres trabajabancon ahínco para rodearse de obstáculos;buscaban las grietas de los montículos,las rocas, las espesuras; pero huían delos árboles. El día octavo y novenopadecieron sed. La tierra no ofrecía

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fuentes ni lagunas; el desierto de lashierbas amarilleaba; secos reptilesrelucían entre las piedras; los insectosesparcían en la llanura una palpitacióninquietante, volando en espirales decobre, de jade y de nácar; seabalanzaban sobre la piel de losguerreros y les asestaban las acrespicadas de sus trompas minúsculas.

Cuando la sombra del noveno día sealargó, la tierra se presentó tierna yjugosa. Un olor de agua bajaba de lascolinas, y vieron dirigirse hacia el Suruna manada de aurochs. Entonces Naóhdijo a sus compañeros:

—¡Beberemos antes de que se ponga

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el Sol!… Los aurochs van alabrevadero. Nam, Hijo del Álamo, yGau, Hijo del Saiga, enderezaron suscuerpos desecados. Eran hombres ágilese indecisos. Había que infundirles elánimo, la resignación, la resistencia aldolor, la confianza. En cambio, ofrecíansu docilidad, maleables como la arcilla,inclinados al entusiasmo, prontos aolvidar el padecimiento y a gustar laalegría. Y por la misma razón que ensolitario se desconcertaban enseguidaante la dureza de la tierra y la ferocidadde los animales, se plegaban mejor a laasociación; de manera que Naóh sentíaen ellos como unas prolongaciones de su

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propia energía. Sus manos eran diestras,sus pies ligeros, sus ojos tenían largoalcance y sus oídos eran sutiles. Un buenjefe podía obtener de ambos segurosservicios, pues les bastaba conocer lavoluntad de aquél y su valor. Así, unavez puestos en camino, sus corazones seadhirieron a Naóh; Naóh era laencarnación de la raza, el poder humanoque se enfrenta al misterio cruel delUniverso, el refugio que les ampararíamientras ellos lanzasen el arpón odescargasen el hacha. Y alguna vez,cuando Naóh caminaba delante de ellos,en la embriaguez de la mañana, gozosode su alta estatura y su ancho pecho, los

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dos jóvenes se estremecían con unaexaltación feroz y casi tierna, dilatadotodo su instinto hacia el jefe, como elhaya hacia la luz.

Naóh lo sentía mejor que locomprendía, y acrecentaba su ser conaquellos dos hombres ligados a su suerteen una individualidad múltiple, máscomplicada, más segura del triunfo y desalvar los peligros.

Largas sombras se destacaban de labase de los árboles; las hierbasrebosaban de savia abundante, y el Sol,más amarillento y más grande a medidaque resbalaba hacia el abismo, hacíabrillar el rebaño de aurochs como un río

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de aguas leonadas.Las últimas dudas de Naóh se

disiparon: más allá de la cortadura queseparaba las colinas, debía de hallarseel abrevadero; su instinto se loaseguraba, así como el número debestias furtivas que seguían la ruta delos aurochs. Nam y Gau lo habíanadivinado también, con las ventanillasde la nariz dilatadas a las frescasemanaciones del crepúsculo.

—Es necesario adelantarnos a losaurochs —dijo Naóh.

Temía que el abrevadero fueseestrecho y que los colosos obstruyeranlas orillas. Y a fin de llegar antes que

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las bestias al estrecho paso, aceleraronla marcha. A causa de su número, de laprudencia de los toros viejos y delcansancio de los más jóvenes, losaurochs avanzaban lentamente. LosUlhamr ganaron terreno. Otros animalesseguían la misma táctica, y así vierondesfilar ligeros saigaes, cabrassilvestres, carneros montaraces,hemíonos y, transversalmente, un tropelde caballos. Varios de ellos franqueabanya el desfiladero.

Naóh y los suyos se adelantaronconsiderablemente a los aurochs parapoder beber sin prisa. Y cuando loshombres llegaron al pie de la colina más

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alta, los grandes mamíferos estabantodavía cuatrocientos metros atrás.

Apresuraron aún más la carrera,espoleados por la sed, que cada vez eramás viva. Rodearon la colina, semetieron por la cortadura, y entoncesapareció a su vista el agua, madrefecunda, más bienhechora que el mismofuego, y menos cruel. Era casi un lago,extendido al pie de una cadena de rocas,cortado por estrechas penínsulas,alimentado a la derecha por el canal deun río y despeñándose en un precipicio ala izquierda. Se podía llegar al lago portres caminos: por el río mismo, por lacortadura que habían franqueado los

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Ulhamr y por otro paso abierto entre lasrocas y una de las colinas; el restoestaba cerrado por peñas basálticas.

Los guerreros aclamaron el agua.Anaranjada por el Sol moribundo,apaciguaba la sed de los delgadossaigaes, de los caballitos achaparrados,de los onagros de finos cascos, de loscarneros montaraces de faz barbuda, dealgunos corzos más furtivos que loscuernos de un viejo anta cuya frenteparecía soportar un árbol. Un jabalíhosco, pendenciero y brutal, era el únicoque bebía sin miedo. Los demásanimales, con la oreja inquieta y las

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pupilas azoradas, iniciaban continuosmovimientos de fuga y revelaban la leyde la vida, el interminable estado dealerta de los débiles. De repente, todaslas orejas se enderezaron y las miradasescrutaron lo desconocido. Fue unimpulso rápido, exacto, con aparienciade desorden: caballos, onagros, saigaes,carneros montaraces, corzos y ciervosescapaban por el paso de Poniente, bajola inundación escarlata de los rayossolares. Sólo el jabalí permaneció en susitio, con los ensangrentados ojillosrodando entre las sedosas pestañas. Yaparecieron lobos de raza corpulenta,lobos de bosque y a la vez de sabana, de

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altas patas, sólido cuello, juntos losojos, cuyas pupilas amarillas en lugar dedesplegarse como las de los herbívorosconvergían hacia la presa. Naóh, Nam yGau aprestaron venablos y azagayas,mientras el jabalí levantaba sus torcidoscolmillos y resoplaba formidablemente.Con sus ojos llenos de astucia y susinteligentes narices, los lobos midieronel enemigo, juzgándole temible, yemprendieron la caza de los que huían.

Su partida produjo una gran calma, ylos Ulhamr, apaciguada la sed,deliberaron. El crepúsculo se acercaba;el Sol se hundía detrás de las rocas; erademasiado tarde para proseguir la ruta.

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¿Dónde escoger un abrigo?—¡Los aurochs se acercan! —dijo

Naóh.Pero, en el mismo instante, volvió la

vista hacia el paso del Oeste; los tresguerreros escucharon, tendiéndose en elsuelo.

—¡Los que vienen por allí no sonaurochs! —murmuró Gau.

Y afirmó Naóh:—¡Son mamuts!Examinaron apresuradamente el

sitio: el río surgía entre la colinabasáltica y un muro de pórfido rojo,donde había un saliente capaz de darpaso a cualquier cuadrúpedo corpulento.

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Los Ulhamr lo escalaron. Por la golaque formaba el precipicio, el agua caíaen la sombra y la penumbra eternas;árboles derribados por losderrumbamientos o desgajados por supropio peso, se tendían horizontalmentesobre el abismo; otros se levantaban dela profundidad, delgados yextraordinariamente altos, puesta toda suenergía en izar un ramo de hojas hacia laregión de las pálidas claridades; y todosellos devorados por el musgo, espesocomo el pelaje del oso, estranguladospor los bejucos, podridos por loshongos, desplegando la indestructiblepaciencia de los vencidos.

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Nam fue el primero que descubrióuna caverna baja, poco profunda y dehueco irregular. Los Ulhamr nopenetraron en ella enseguida, sinodespués de examinarla cuidadosamentecon la vista. Después, Naóh se adelantóa sus compañeros, baja la cabeza ydilatadas las narices: había allíesqueletos con fragmentos de piel,cuernos, enramadas de anta, mandíbulas.El huésped debía de ser un cazadorpoderoso y temible; Naóh no cesaba deolfatear sus efluvios.

—Es la caverna del Oso Gris —exclamó—. Está vacía desde hace másde una luna.

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Nam y Gau conocían sólo de oídas ala formidable fiera, pues los Ulhamrmerodeaban por regiones frecuentadaspor el tigre, el león, el auroch, el mamutmismo, pero donde el oso gris rara vezse mostraba. Naóh lo había encontradoen sus expediciones lejanas y conocía suferocidad, ciega como la delrinoceronte, su fuerza casi igual a la delleón gigante, y su furioso e inextinguiblevalor.

La caverna estaba abandonada, yaporque el oso hubiera preferido otra, yapor haberse alejado de aquel parajedurante algunas semanas o por toda laestación, o bien porque se hubiese

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ahogado al atravesar el río. Persuadidode que la fiera no volvería aquellanoche, Naóh se decidió a ocupar lamorada. Mientras lo declaraba así a suscompañeros, un inmenso rumor sonó a lolargo de las rocas y del río: los aurochshabían llegado, y sus mugidos,poderosos como el rugir del león,chocaban con todos los ecos del extrañoparaje.

No sin inquietud escuchaba Naóh elrumor de aquellas bestias colosales,pues los hombres no solían cazar el uroni el auroch. Aquellos toros alcanzabanentonces una talla, una fuerza y unaagilidad que habían de ser desconocidas

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para sus descendientes; sus pulmones sehenchían de un oxígeno más rico; susinstintos eran, si no más sutiles, por lomenos más lúcidos y más vivos; conocíasu propia importancia y sólo temían alas grandes fieras por el mal que podíancausar a los débiles, a los rezagados o alos que se aventurasen solos por lallanura.

Los tres Ulhamr salieron de lacaverna y sus pechos se estremecieron ala vista del gran espectáculo, pues suscorazones sentían hondamente aquelsalvaje esplendor; su oscura mentalidadhallaba en él, sin necesidad de palabrasni ideas, la enérgica belleza que se

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agitaba en el fondo de su propio ser. Ybarruntaban el temblor trágico de dondehabía de salir, después de siglos ysiglos, la poesía de los grandesbárbaros.

Apenas hubieron salido de lapenumbra, oyeron elevarse un nuevoclamor que traspasó el bramar de losaurochs como el filo del hacha hiende lacarne de un antílope. Era un gritomembranoso, menos grave, menosrítmico, más débil que el de los aurochs;y sin embargo, anunciaba la presenciade la más fuerte de las criaturas quepisaban la faz de la Tierra. En aqueltiempo, el mamut pasaba por todas

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partes como un ser invencible. Su solaestatura alejaba al tigre y al león, yamedrentaba al oso gris; el hombre nointentó medirse con él sino al cabo delargo tiempo, y únicamente elrinoceronte, ciego y estúpido, osabaatacarle. Era ligero, rápido, infatigable,apto para subir a las montañas, reflexivoy de memoria tenaz; cogía, trabajaba ymedía la materia con su trompa, surcabala tierra con sus enormes colmillos,llevaba a cabo con prudencia susexpediciones y se daba cuenta de susupremacía. La vida para él era bella; susangre circulaba con vigor, y esindudable que su instinto era más lúcido

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y su sentido de las cosas más sutil queen los elefantes actuales, envilecidospor una larga victoria del hombre.

Ocurrió que los jefes de ambosrebaños, de aurochs y mamuts, seacercaron a un mismo tiempo al bordede las aguas. Los mamuts, según sucostumbre, pretendieron pasar losprimeros, pues esta regla no encontrabajamás ni.la oposición de los uros ni lade los aurochs. Sin embargo, algunos deéstos se irritaban, acostumbrados a queante ellos cediesen todos los demásconocían mal al mamut.

Los ocho que guiaban la manadaeran gigantescos —el mayor alcanzaba

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la corpulencia del rinoceronte—; supaciencia era escasa y su sed ardiente. Yviendo que los mamuts iban a pasarantes, lanzaron su amplio grito deguerra, levantando el belfo y con lagarganta hinchada a guisa de cornamusa.

Los mamuts barritaron. Eran cincoviejos machos; sus torsos parecíanmontículos, sus patas troncos de árboles;mostraban unos colmillos de cuatrometros de longitud, capaces de traspasarencinas; sus trompas parecíanmonstruosas serpientes negras, suscabezas semejaban rocas, y se movíandentro de una piel gruesa como lacorteza de los olmos centenarios. Detrás

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de ellos seguía el largo rebaño de colorde arcilla…

Mientras tanto, fijos los vivosojillos en los toros, los viejos mamutscerraban el paso, pacíficos,imperturbables y meditabundos. Losocho aurochs de pesadas pupilas, dedorso abombado, crespa y barbuda lacabeza, los cuernos curvos ydivergentes, sacudieron sus crinesgrasas, espesas y enlodadas: en el fondode su instinto se daban cuenta del poderde los enemigos, pero los mugidos de supropio rebaño los envolvían en unavibración belicosa. Él más fuerte, el jefede los guías, bajó la densa frente de

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brillantes cuernos, se lanzó como unvasto proyectil y rebotó contra el mamutmás cercano. Tocado en el hombro, yaunque amortiguado el golpe con unlatigazo de su trompa, el coloso doblólas rodillas. El auroch prosiguió elcombate con la tenacidad de su raza. Laventaja era suya: su acerado cuernoredobló el ataque, mientras el mamutsólo podía servirse, muyimperfectamente, de la trompa. Enaquella gran lucha de músculos, elauroch representaba el furor arriesgadoy los tempestuosos instintos, puestos enevidencia por los grandes ojos turbios,la cerviz palpitante, el belfo cargado de

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espuma y los movimientos seguros,certeros, veloces, pero monótonos. Silograba derribar al adversario y abrirleel vientre, donde la piel era menosgruesa y la carne más sensible, podríavencer del todo; y el peligro le daliaserenidad. Un solo esfuerzo lo habríabastado para incorporarse, mas paraello era preciso que el auroch redujesela rapidez de sus embestidas.

Al principio, el combate sorprendióa los demás guías. Los cuatro mamuts ylos siete toros se mantenían frente afrente, en una espera formidable. Peroninguno de ellos dio señales deintervenir, porque todos se sentían

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amenazados en sí mismos. Los mamutsdieron los primeros signos deimpaciencia. El más alto lanzó unresoplido, agitó las membranosasorejas, semejantes a gigantescosmurciélagos, y avanzó. Casi en el mismoinstante, el que combatía con el toroasestó un violento trompazo a laspiernas de su enemigo; al vacilar éste, elmamut se incorporó. Los colosalesbrutos se encontraron frente a frente. Elfuror se arremolinaba en el cráneo delmamut. Lanzando un barrido metálico,levantó la trompa y empezó el ataque.Los curvos colmillos arrojaron al aire alauroch, haciéndole crujir los huesos;

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después, cargando de soslayo, descargóla trompa. Con rabia cada vez mayor,abrió el vientre de sus adversarios,pateó sus entrañas y, roto el costillaje,bañó en sangre sus patas monstruosas.La horrible agonía se perdió en uninmenso clamoreo: la batalla entre losgrandes machos había comenzado. Lossiete aurochs y los cuatro mamuts seempeñaban en un combate ciego, presasde uno de esos pánicos en que lasbestias pierden el dominio de sí mismas.El vértigo se apoderó de ambosrebaños; el profundo bramido de losaurochs chocaba con el estridentebarrito de los mamuts; el odio levantaba

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amplias oleadas de cuerpos y torrentesde cabezas, cuernos, colmillos ytrompas.

Los grandes machos habíanempeñado todo su ser en el combate: susformas se mezclaban en un hervideroinforme, en una inmensa molienda decarnes amasadas de dolor y de rabia. Alprimer choque, la inferioridad delnúmero había dado la desventaja a losmamuts. Uno de ellos fue derribado portres toros, otro quedó inmovilizado a ladefensiva; pero los dos restantesconsiguieron una rápida victoria. Seprecipitaron en bloque sobre susadversarios y los traspasaron, los

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asfixiaron y lo» dislocaron. Perdieronmás tiempo en patear a sus víctimas queel que habían necesitado para vencerlas.Después, dándose cuenta del peligro quecorrían sus compañeros, acometieron asus contrarios: los tres aurochs,encarnizándose en el coloso derribado,fueron cogidos por sorpresa y rodaronpor el suelo como una sola masa; dosfueron hechos papilla bajo las enormespatas; el otro pudo escapar. Su fugaarrastró la de los toros que todavíaluchaban, y los aurochs conocieron elinmenso contagio del terror. Primero fueun malestar tempestuoso, un silencio,una inmovilidad extraña, que parecía

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propagarse a través de la multitud;después una vacilación en los ojos, quemiraban vagamente, un pataleosemejante a la caída de un chaparrón; yal fin, la fuga torrencial, una huida quese convertía en batalla al llegar al paso,demasiado estrecho, de las colinas; cadauno de los brutos se había transformadoen energía escapada, en proyectil depánico, vencidos los débiles por losfuertes y los veloces saltando porencima de los más pesados, mientras loshuesos crujían como las ramas de losárboles derribados por el huracán.

Los mamuts no pensaron siquiera enla persecución: una vez más habían dado

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la medida de su fuerza; una vez más seveían dueños de la tierra. Y la columnade los gigantes de color de arcilla y depelos y rudas melenas se alineó junto ala orilla del abrevadero y se puso abeber tan formidablemente que el aguabajó de nivel en las ensenadas.

En los flancos de las colinas unaoleada de ligeros brutos, todavíahorrorizados de la lucha, miraban cómoabrevaban los mamuts. Los Ulhamr loscontemplaban también, invadidos por elestupor de uno de los grandes episodiosde la naturaleza. Y Naóh, al comparar alas bestias soberanas con Nam y Gau;los brazos delgados, las piernas largas,

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descarnadas, y los torsos estrechos, conlas patas rudas y altas como encinas, ylos cuerpos enormes como cerros,concebía la pequeñez y la fragilidadhumana, la humilde existencia erranteque representaba el hombre sobre la fazde las sabanas. Pensaba igualmente enlos leones amarillentos, en los leonesgigantes y en los tigres que encontraríanél y sus compañeros en la cercana selva,y bajo cuya zarpa el hombre y el ciervoeran tan débiles como la paloma torcazentre las garras del águila.

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3EN LA CAVERNA

ba a finalizar el primer tercio dela noche. Una luna blanca, comola flor del albohol, derivaba a lo

largo de una nube, vertiendo su claridadsobre el río y las rocas taciturnas, ydisipando, una tras otra, las sombras delabrevadero. Los mamuts se habíanalejado; de cuando en cuando se veíaalgún animal rastrero o algún antillovolando con sus silenciosas alas. Y Gau,que se había encargado de la guardia,vigilaba la entrada de la caverna. Estaba

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cansado; su pensamiento, escaso yfugitivo, no se despertaba sino paraatender a los ruidos repentinos, a losolores aumentados o nuevos, a lascaídas o a las ráfagas del viento. Estabainvadido de una somnolencia que leembotaba totalmente, salvo el sentidodel peligro y de la necesidad.

La brusca huida de un antílope lehizo levantar la cabeza. Entoncesentrevió, al otro lado del río, sobre lacima abrupta de una colina, una siluetamaciza que avanzaba oscilando. Losmiembros pesados y ligeros a la vez; lacabeza grande y fuerte, de afiladohocico, y cierta extraña apariencia

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humana, descubrían en aquel serviviente un oso. Gau conocía al oso delas cavernas, coloso de frente abombadaque vivía pacíficamente en sus refugiosy en sus tierras de pasto, plantívoro alcual el hambre únicamente inducíaalguna vez a buscar la carne. El que Gauveía avanzar no parecía de esta clase; yestuvo seguro de ello cuando el brutodestacó su silueta al claro de luna; teníael cráneo aplastado y el pelo grisáceo;en sus movimientos reconoció elaplomo, la amenaza y la ferocidad delas bestias carnívoras: el oso gris, rivalde los grandes felinos.

Gau se acordó de las leyendas

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contadas en el seno de la tribu por losque habían viajado por las tierras altas.El oso gris derriba al auroch y al auro ylos arrastra más fácilmente que elleopardo al antílope. Sus zarpas puedenabrir en canal, de un solo golpe, elpecho y el vientre de un hombre; ahogaal caballo entre sus brazos; desafía altigre y al león amarillento; y según creíael viejo Goún, no cede más que al leóngigante, al mamut y al rinoceronte.

El Hijo del Saiga no sintió el súbitomiedo que habría experimentado ante eltigre, pues al haber encontrado una vezal oso de las cavernas, le había parecidoindiferente y benévolo. Este recuerdo le

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tranquilizó enseguida; pero el andar dela fiera le pareció más equívoco amedida que se precisaba su silueta, detal modo que el joven acudió a su jefe.

No tuvo más que tocarle la mano; elalto cuerpo se levantó en la sombra.

—¿Qué quiere Gau? —preguntóNaóh saliendo a la boca de la caverna.

El joven nómada tendió la manohacia la cumbre de la colina, y en elrostro del jefe se pintó la consternación.

—¡El Oso Gris!Volvió la vista a la caverna. Había

tenido cuidado en reunir grandes piedrasy ramaje; a mano había algunos bloquesque podían hacer muy difícil la entrada.

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Pero Naóh pensaba en huir, y no eraposible sino hacia el lado delabrevadero. Si el animal, veloz,infatigable y tozudo, se decidía por lapersecución, alcanzaría casi conseguridad a los fugitivos. El únicorecurso consistía en trepar a un árbol,pues el oso gris no era trepador; pero,en cambio, era capaz de esperar a supresa por tiempo indefinido, y ademássólo había en las inmediaciones árbolesde delgadas ramas.

¿Es que la fiera había visto a Gauagachado, confundido con lospedruscos, atento a no hacer ningúnmovimiento inútil? ¿O bien era el

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habitante de la caverna, de vuelta a ellatras un largo viaje? Mientras Naóhpensaba en esto, la bestia comenzó adescender la rápida pendiente. Apenashubo llegado a un terreno menosincómodo, levantó la cabeza, olfateó lahúmeda atmósfera y tomó el trote. Por uninstante, los de Ulhamr creyeron que sealejaba; pero se detuvo en el sitio pordonde el saliente era accesible: así laretirada de los hombres se hacíaimpracticable. Hacia arriba, aquellaespecie de cornisa se interrumpía,cortada a pico como estaba la roca;hacia abajo, habría sido preciso huirante las miradas del oso, el cual tendría

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tiempo de pasar el estrecho río y cerrarel paso a los fugitivos. No había másremedio que aguardar la partida del osoo el ataque a la caverna.

Naóh despertó a Nam y los tres sepusieron a acercar bloques a la entradade la cueva.

Después de vacilar un poco, el osose decidió a pasar el río. Llegócalmosamente a la orilla opuesta y trepóa la cornisa. A medida que se acercaba,los Ulhamr vieron mejor su musculosaestructura, y sus dientes, que relucían ala luz de la Luna. Nam y Gau tiritaban.El amor a la vida hinchaba su pecho; elinstinto de la debilidad humana oprimía

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su aliento; su juventud palpitó, comopalpita en el temeroso corazón de lospájaros. Ni Naóh mismo estabatranquilo. Conocía al adversario y sabíaque no necesitaría mucho tiempo paradar muerte a tres hombres. Y su gruesapiel, sus huesos de granito, eran casiinvulnerables a la azagaya, al hacha y alvenablo.

Entretanto, los nómadas acababan deacarrear los bloques y enseguida, a laentrada de la cueva sólo quedó unagujero, a la derecha y a la altura de unhombre. Cuando el oso estuvo cerca,sacudió la cabeza gruñendo y miróasombrado: había olido a los hombres y

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oyó el rumor de su tarea, pero no habíapensado encontrar obstruido el refugiodonde había pasado tantas estaciones;una oscura asociación se hizo en sucerebro entre el cierre de la guarida ylos que la ocupaban. Por otra parte,como reconocía el olor de animalesdébiles, con los cuales contaba saciarse,no mostró la menor prudencia. Peroestaba perplejo.

Si se desperezaba a la luz de la luna,cómodamente abrigado en su piel,mostrando el pecho argentado ybalanceando sus cónicas fauces.Después se irritó repentinamente,porque era de humor huraño y brutal,

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casi del todo ajeno a la alegría, y lanzóroncos gruñidos. Entonces, lleno deimpaciencia, se levantó sobre sus patastraseras y pareció un hombre inmenso yvelludo, de piernas excesivamentecortas y de torso desmesurado. Y seinclinó hacia el agujero que permanecíaabierto.

En la penumbra, Gau y Nam teníanpreparadas las hachas; el Hijo delLeopardo levantaba la maza, esperandoque la fiera metiera adentro las patas,para destrozárselas. Pero lo que asomófue el cráneo enorme, la frente forrada,el hocico baboso y los dientes comopuntas de arpón. Las hachas se

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abatieron, la maza volteó imponente, acausa de los cantos de la abertura; eloso, rugiendo, retrocedió. No estabaherido: ninguna traza de sangreenrojecía su cuello; sólo la agitación desus mandíbulas y la fosforescencia desus pupilas anunciaban la indignación dela fuerza ofendida.

Sin embargo, no desdeñó la leccióny cambió de táctica. Animal escarbador,dotado de un afinado sentido de losobstáculos, sabía que a veces es mejorderribarlos que afrontar un pasajepeligroso. Tentó el parapeto, lo empujóy vio que vibraba en sus encontronazos.

La fiera, aumentando su esfuerzo y

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empleando las patas, el hombro y elcráneo, tan pronto embestía contra labarrera como tiraba de las piedras conlas zarpas. Así consiguió descubrir unpunto flaco del parapeto, y lo hizooscilar. Entonces se encarnizó en elmismo sitio, más favorable para élcuanto que los brazos de los hombreseran demasiado cortos para alcanzarlo.Por su parte, los nómadas no seentretuvieron en esfuerzos inútiles: Gauy Naóh, apuntalando con sus cuerpos lapeña, consiguieron contener suoscilación, mientras Nam, asomándosepor la abertura, acechaba el ojo de lafiera, con intención de clavarle la

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azagaya.Muy pronto se dio cuenta el asaltante

de que el punto débil era inconmovible.Este cambio inesperado, quecontradecía su comprensión y suexperiencia, le dejó estupefacto y leexasperó. Se detuvo, sentado sobre suspatas traseras, examino In pared, la olióy sacudió la cabeza con aire deincredulidad. Al fin, pensó si se habríaengañado, volvió al obstáculo, dio unzarpazo, empujó con el hombro ycomprobó que la resistencia persistía,perdió toda prudencia y se abandonó asu natural brutalidad.

La abertura libre le hipnotizó; le

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parecía la única vía franqueable y selanzó a ella enloquecido. Una azagaya,silbando, le hirió junto al párpado; perono logró aflojar la embestida, que fueirresistible. Toda la impetuosa máquina,la masa de carne donde la sangrecirculaba torrencialmente, concentró susenergías y el parapeto se derrumbó.

Naóh y Gau habían saltado hacia elfondo de la caverna. Nam, que seencontró entre las monstruosas patas, nisiquiera pensó en defenderse; se quedócomo el antílope alcanzado por la granpantera, como el caballo derribado porel león: los brazos tendidos, la bocaentreabierta, esperando la muerte en una

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crisis de embotamiento. Pero Naóh,sorprendido al primer instante, recobróel ardor combativo que distingue a losjefes y sostiene la raza. De igual maneraque Nam se abandonó a sí mismo en laresignación, él se abandonó en la lucha.Tiró el hacha, que juzgaba inútil, yempuñó a dos manos la maza de encina,erizada de nudos.

La fiera vio cómo se acercaba, yaplazando el aniquilamiento de la débilpresa que palpitaba a sus plantas, alzótoda su fuerza contra el adversario,garras y dientes en ristre, mientras elUlhamr descargaba la terrible maza. Elarma dio primero, chocando contra la

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mandíbula del oso, y uno de los nudos letocó el hocico. El golpe, dado de travésy poco eficaz, fue tan doloroso que lafiera se dobló sobre sí misma. Elsegundo mazazo del nómada rebotósobre un cráneo indestructible. Y ya elcoloso gris se revolvía y se abalanzabafrenético, cuando el Ulhamr corrió arefugiarse en la oscuridad, en un salientede la roca. Al ver la embestida del oso,esquivó el cuerpo y el bruto diofuriosamente contra el granito. Mientrascaía al suelo, Naóh, ebrio de coraje,aplastó sucesivamente el hocico, laspatas y las mandíbulas del oso, mientrasNam y Gau le abrían a hachazos el

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vientre.Cuando al fin la enorme masa cesó

de resollar, los nómadas se miraron ensilencio. Fue aquel un momentoprodigioso. Naóh aparecía ante suscompañeros como el más temible de losUlhamr, pues ni Faúhm ni Noo, Hijo delTigre, ni ninguno de los misteriososguerreros cuyas hazañas recordabaGoún, el de los Huesos Secos, habíanderribado al oso gris, a mazazos. Y laleyenda se grabó en el cráneo de losjóvenes para transmitirse a lasgeneraciones y agrandar sus esperanzas,si Nam, Gau y Naóh no perecían en laconquista del Fuego.

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4LA NOCHE EN LA

SELVA

na luna había transcurrido.Desde muchos días atrás, Naóhy sus compañeros, avanzando

siempre hacia el Sur, habían llegado alconfín de la sabana y atravesaban laselva, que parecía interminable, cortadapor islas de hierbas y piedras, lagos,pantanos y hondonadas. La selvadescendía lentamente, con inesperadosrepechos, de manera que producía

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plantas de toda especie y todas lasvariedades de animales. Podíanencontrarse en ella el tigre, el leónamarillo, el leopardo; el chimpancégigante, que vivía solitario con algunashembras y cuya fuerza sobrepasaba a ladel hombre ordinario; la hiena, el jabalí,el lobo, el gamo, el ciervo, el corzo y elcarnero montaraz. El rinocerontepaseaba por ella su espesa coraza; eincluso, tal vez, se mostraría el leóngigante, ya raro, pues su extinción habíacomenzado desde centenares de siglosatrás.

Se encontraba también allí el mamut,devastador de bosques, triturador de

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ramas y desenterrador de raíces, cuyopaso era más asolador que los ciclonesy trombas.

En aquel temible paraje, losnómadas hallaron comida enabundancia; pero ellos mismos seconsideraban una presa para loscomedores de carne. Avanzabanprudentemente, en triángulo, de maneraque abarcaran el mayor espacio posible.Sus afinados sentidos podían, durante eldía, preservarles de emboscadas, ya quesus peores enemigos no solían cazar másque de noche. Los grandes felinos, enefecto, no tenían a la luz del sol la vistatan rápida como los hombres, y su olfato

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tampoco era comparable con el de loslobos. Éstos habrían sido más difícilesde despistar; pero en el corazón delbosque no se atrevían a acosar a unosseres tan amenazadores como losUlhamr. El más potente entre los osos, elcoloso de las cavernas, no cazaba nunca,a menos que lo forzara el hambre, ya queen el bosque hallaba pacíficamente lasplantas necesarias para satisfacer suvoracidad. Y en cuanto al oso gris, queno merodeaba sino accidentalmentefuera de los parajes húmedos, sedescubría a distancia.

No obstante, los días estabancargados de alarmas y las noches eran

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aterradoras. Los Ulhamr escogíancuidadosamente los sitios de refugio,haciendo alto mucho antes de anochecer.Con frecuencia se refugiaban en algúnhoyo o cueva; otras veces seencaramaban a un cercado formado porellos mismos con grandes pedruscos; obien, metidos en algún profundomatorral, sembraban de obstáculos lascercanías y alguna vez escogían unespeso grupo de árboles dondefortificarse.

Pero lo que más les hacía padecerera la ausencia del fuego. Al llegar lasnoches sin Luna, les parecía entrar parasiempre en las tinieblas: esas tinieblas

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que pesaban sobre sus hombros y lesengullían. Todas las noches acechabanlos matorrales, como si fueran a vercentellear y agrandarse la perdida llamade su jaula; pero sólo distinguían lasaltas y lejanas chispas de las estrellas olos ojos de una fiera. Hundidos en lacruel inmensidad, su propia flaqueza lesabrumaba. Quizá habrían padecidomenos en la Horda, sintiendo la multitudde los suyos en torno; en la interminablesoledad, se les oprimía el pecho.

La selva se abrió. En tanto que elpaís de los árboles continuaba llenando

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el Poniente, hacia Levante se extendió lallanura, parte sabana y parte maleza, conalgunos dispersos islotes de árboles. Lahierba defendía sus dominios contra losgrandes vegetales, ayudada por los uros,los aurochs, los ciervos, los saigaes, toshemíonos y los caballos, todos loscuales ramoneaban los tiernos brotes.Rodeado de álamos negros, decenicientos sauces, de álamostemblones, de alisos, de juncos y cañas,un río se deslizaba hacia Oriente.Algunas piedras erráticas se destacabanen masas rojizas; y aunque todavíaestaban en pleno día, las largas sombrasdominaban los rayos del Sol. Los

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nómadas contemplaron con recelo elpaisaje: debían pasar por allí muchasfieras, a la hora en que se extingue laluz. Por lo tanto, se apresuraron a beber,y luego exploraron el terreno. Como lamayoría de las piedras erráticas eransolitarias, no podían servirles; otras, engrupos, exigían un largo trabajo defortificación. Y ya se descorazonaban,dispuestos a volver al bosque, cuandoNam divisó unos bloques enormes, muyjuntos, dos de los cuales, juntándose enlo alto, formaban una cavidad con cuatroaberturas. Tres de ellas permitían laentrada a animales más pequeños que elhombre: lobos, perros, panteras. La otra

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sólo podía dar paso a un guerrero defuerte contextura, a condición de queentrara arrastrándose, pecho a tierra: erasin duda impracticable para osos, tigresy leones.

A la seña que les hizo su compañero,acudieron Gau y Naóh. Al principiodudaron de que éste pudiera deslizarseen el refugio, por su mayor corpulencia;pero Naóh, tendiéndose en el suelo yladeando la cabeza, entró sin dificultady salió luego de la misma manera: desuerte que se encontraron en un cobijomás seguro que todos los que habíantenido hasta entonces, pues las piedraseran tan grandes y estaban tan

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firmemente empotradas que ni un rebañode mamuts habría podido apartarlas.Tampoco faltaba espacio, pues habríancabido en él, cómodamente, diezhombres.

La perspectiva de una nochetranquila regocijó a los nómadas. Porprimera vez desde su partida podíanreírse de todos los carnívoros de laselva. Comieron la carne cruda de uncervatillo, acompañada de nueces quehabían cogido en el bosque, y luegofueron a examinar el terreno. Algúnciervo, algún corzo, desfilaban en buscadel agua; unos cuervos alzaron el vuelolanzando gritos de guerra; un águila se

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cernía en las nubes. Luego, un lince dioun salto, persiguiendo a una cerceta, y unleopardo se deslizó furtivamente entrelos sauces.

La sombra se alargaba todavía, ymuy pronto cubrió la sabana; el Sol caíadetrás de los árboles, como un inmensobrasero esférico; y se acercó la hora enque la vida de los carnívoros iba adominar la soledad. Nada la anunciabaaún; sólo se oía un cálido aleteo degorriones, los cuales, solitarios o endensas bandadas, Lanzaban al Sol suhimno rápido, himno de pena y de temor,ante la gran noche siniestra.

Entonces salió de la selva un uro.

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¿De dónde venía? ¿Qué aventura le teníaaislado de sus compañeros? ¿Se habríarezagado? ¿Habría, por el contrario,avanzado en exceso, y amenazado luegopor los meteoros o los enemigos, habíahuido al azar? Los nómadas no lepreguntaron siquiera, asaltadosúnicamente por la pasión de la presa;pues si los cazadores de su tribu noatacaban a los grandes herbívoroscuando iban en manadas, en cambioacechaban a los solitarios, sobre todo alos débiles y a los heridos. La bravura yla tenacidad del uro se encuentra en laraza de los toros actuales, pero lacabeza del uro era más inteligente. La

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especie se hallaba en su apogeo. Ágiles,con una respiración viva, un clarosentido del peligro y una maravillosaastucia, esos fuertes organismoscirculaban magníficamente por elplaneta.

Naóh lanzó un sordo alarido y sepuso en pie. Después de la victoriasobre una fiera, nada más glorioso quederribar a un gran herbívoro. El Ulhamrsintió en su corazón el instinto quesostiene todo lo que fue necesario parael desenvolvimiento del hombre; y suardor aumentaba a medida que veíaacercarse el ancho pecho y losrelucientes cuernos. Pero a la vez sentía

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la voz de otro instinto: no destruir envano la carne que sirve para el alimento.Ya que tenía carne fresca, pues la cazaabundaba, se acordó de su triunfo contrael oso y juzgó menos meritorio derribarun uro. Bajó la azagaya que iba a lanzary renunció a una caza en la cual podíaestropear sus armas, mientras el uro,avanzando lentamente, se dirigía haciael río.

De pronto, los tres hombreslevantaron la cabeza, dilatados lossentidos por la inminencia del peligro.La duda fue corta: Nam y Gau, a unaseña del jefe, se deslizaron bajo laspiedras de su refugio. Y él mismo les

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seguía, cuando un megaceros salió de laselva. Todo el animal era un vértigo defuga. La cabeza echada hacia atrás,vertiendo por las lances espuma teñidade sangre, y con las patas rebotandocomo ramas de árbol tronchadas por elhuracán, había dado cosa de treintasaltos, cuando a su vez apareció suenemigo. Era un tigre de miembrosachaparrados y de elásticas vértebras,cuyo cuerpo a cada empuje franqueabacuatro metros de distancia. Al ver susflexibles saltos, se habría dicho que sedeslizaba por el aire; y cada vez quetocaba el suelo hacía una pausa breve,como una reconcentración de energía.

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El megaceros no se para un punto;cada salto era la continuación aceleradadel salto precedente. En aquel instanteperdía terreno, pues para el tigre lacarrera sólo acababa de empezar,mientras que el perseguido la habíainiciado desde muy lejos.

—¡El Tigre alcanzará al GranCiervo! —dijo Nam con voztemblorosa.

Naóh, que contemplabaapasionadamente aquella caza,respondió:

—¡El Gran Ciervo es infatigable!No lejos del río, la ventaja que

llevaba el megaceros quedó reducida a

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la mitad, y en una tensión supremaaumentó su empuje. Los dos cuerpos seproyectaron con una rapidez igual, pueslos saltos del tigre se hicieron máscortos. Y sin duda éste habríarenunciado a la persecución de no haberestado tan cerca el río, donde esperabaganar terreno a nado, ya que su largo ysinuoso cuerpo aventajaban en el agua acualquier otro animal. Al llegar el tigrea la orilla, se deslizó con extraordinariavelocidad en la corriente; pero elperseguido, que avanzaba no menosrápidamente, se hallaba a unos veintemetros de distancia. Fue aquél unmomento crítico entre la vida y la

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muerte. Como el río no era muy ancho,el megaceros debía llegar a la otra orillaguardando alguna ventaja: si vacilabatentando el terreno al salir del aguaestaría perdido. Él lo sabía e inclusoarriesgó un rodeo para escoger el puntode abordaje: un pequeño promontorioguijarroso de suave pendiente. Pero,aunque hubiese calculado con exactitudsu salida del río, tuvo el gran ciervo unavacilación, durante la cual el tigre se leacercó Finalmente, el herbívoro de alzófuera del agua. Estaba a unos ochometros tierra adentro cuando el tigrellegó llegó a la orilla y dio su primersalto, que fue corto y torpe. El felino se

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enredó en sus propias patas, tropezó yrodó por el suelo; el megaceros habíaganado la partida; debía abandonarse lapersecución. El tigre lo comprendió así,y acordándose de una alta siluetaentrevista durante la carrera, se apresuróa volver atrás, cruzando a nado el río. EIuro estaba aún a la vista…

Al paso del tigre y el megaceroshabía retrocedido hasta el bosque.Luego demostró una incertidumbre quefue aumentando i medida que el granfelino se alejaba, y sobre todo cuandodesapareció entre las cañas. El uro, noobstante, se decidía por la retiradacuando un olor temible fue a dar en sus

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narices. Alargó el cuello, y convencidodel peligro, sin duda buscó por dóndeescapar. Así llegó no lejos de laspiedras erráticas que ocultaban a Naóh ysus compañeros, donde el efluviohumano le recordó un ataque en que lehabía herido un proyectil cuando erajoven y débil. Y otra vez se desvió.

Emprendió el trote e iba ya adesaparecer en los matorrales, cuandose detuvo en seco: el tigre llegaba conpaso rápido. No temía éste que el uro,como el megaceros, se le escapase a lacarrera; pero su fracaso le teníaimpaciente. A la vista de la fiera, el torosalió de su incertidumbre, y como no

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ignoraba que no podía esperar salvaciónen las piernas, hizo frente al peligro.Baja la cabeza, escarbando la tierra, semostró, con su ancho pecho rojizo y susencendidos ojos violáceos, un hermosoguerrero de la selva y de la llanura; unarabia sombría aventó sus temores; lasangre que se agolpaba al pecho era lasangre del combate; el instinto deconservación se transformó en bravura.

El tigre, reconociendo la valía de suadversario, no le atacó bruscamente,antes volteó sinuosidades de reptil, enespera del movimiento precipitado odesconcertado que le permitieracabalgar a la grupa del toro y romperle

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las vértebras o la yugular. Pero el uro,atento siempre a las evoluciones delagresor, presentaba cada vi, la macizafrente y los cuernos agudos…

De repente, el carnívoro se quedoinmóvil. Con las patas rígidas, fijos ycomo huraños los grandes y amarillosojos, miraba avanzar un brutomonstruoso. Parecía un tigre; pero sutalla era más alta y compacta, yrecordaba también al león por sumelena, su profundo pecho y la gravedadde su apostura. Aunque avanzaba sindetenerse, con la sensación de susupremacía, mostraba la incertidumbredel animal que no está en su propio

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cazadero. ¡El tigre, en cambio, sehallaba en su casa! Desde hacía diezestaciones dominaba el paraje; y lasotras fieras, como el leopardo, lapantera o la hiena, vivían a su sombra.Toda presa era suya desde el momentoen que él la había escogido; ningunacriatura se levantaba ante él cuando, alazar de los encuentros, degollaba alciervo, al gamo, al megaceros, al uro, alauroch o al antílope. El oso gris pasó,quizá en la estación fría, por sus realesdominios; otros tigres vivían al Norte, ylos leones en las inmediaciones del río.Pero ninguno se había presentado aponer a prueba su poder, y él sólo había

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debido apartarse al paso delinvulnerable rinoceronte o del mamut demacizas patas, estimando demasiadoruda la tarea de combatirlos. Así,desconocía la extraña forma queacababa de aparecer, y sus sentidos seasombraban.

Era una bestia rarísima, un animal delas antiguas edades, cuya especie ibaextinguiéndose desde milenios atrás.Con su instinto se dio cuenta el tigre deque aquel ser era más fuerte y tan ágilcomo él, y estaba mejor armado; pero,por la larga costumbre, por sus victoriasincesantes, se revolvía contra el miedo.Su actitud tradujo esta doble tendencia.

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A medida que se acercaba el enemigo,más bien que retroceder, el tigre se ibaapartando, pero sin abandonar por ellosu expresión de amenaza. Cuando ladistancia entre ambos fue lo bastantecorta, el león-tigre, hinchando el vastopecho, rugió; y luego, alargando elcuerpo hasta rozar la tierra con elvientre, dio su primer salto de ataque, unsalto de más de diez metros. El tigreretrocedió; y al segundo salto delcoloso, se volvió para retirarse. Sinembargo, este movimiento apenas fueapuntado, porque el furor le hizoafirmarse en su punto; sus amarillos ojosverdearon; aceptaba el combate. Y era

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que no estaba ya solo. La hembraacababa de saltar sobre la hierba yacudía brillante, impetuosa y magníficaen socorro de su macho El león gigantevacilo otra vez, dudando de su fuerza.Quizá en aquel momento se habríaretirado, dejando libre el campo a lostigres, si el adversario, sobreexcitadopor los maullidos de la cercana hembra,no hubiese demostrado el intento detomar la ofensiva. El enorme felinopodía resignarse a ceder el terreno; perosu terrible musculatura, el recuerdo detodo lo que había desgarrado y trituradoen cien combates, le obligaron a castigarla agresión. El espacio de un solo salto

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le separaba del tigre; y lo salvó, aunque.ni lograr su objeto, pues aquél,echándose a un lado, le atacaba deflanco. El león de las cavernas se detuvopara recibir la embestida. Garras ymandíbulas se mezclaron; se oyó elcrujir de los dientes devoradores y losroncos resuellos. Como era más bajo, eltigre procuraba agarrar la garganta delenemigo, y poco le faltó para lograrlo.Pero unas sacudidas bruscas, precisas,le rechazaron; se encontró derribadobajo una pata soberana, y el león giganteempezó a abrirle el vientre. Susazuladas entrañas saltaron, la sangretilló de escarlata las hierbas, un

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espantoso clamor hizo temblar lasabana, y el león-tigre empezaba aquebrantar los huesos de su víctima,cuando la hembra se acercó, vacilante,olfateó la carne caliente, la derrota de sumacho, y lanzó un maullido llamándole.

A este grito, el tigre se incorporó yuna suprema onda belicosa le atravesóel cráneo; pero, al primer paso, suspropias entrañas le detuvieron y sequedó inmóvil, desfallecidos losmiembros y los ojos aún llenos de vida.La hembra midió instintivamente lo quede energía restaba al que durante largotiempo había compartido con ella laspalpitantes presas, velado sobre sus

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crías y defendido la especie contra losinnumerables peligros. Una misteriosaternura sacudió sus rudos nervios;recordó, de golpe, la comunidad de susluchas, goces y padecimientos. Y luegola ley de la naturaleza la ablandó: se diocuenta de que una fuerza más terribleque la de los tigres se levantaba frente aella; y, estremecida por la necesidad devivir, lanzando una sorda queja y unalarga mirada a sus espaldas, huyó aesconderse en el matorral. El leóngigante no quiso seguirla. Saboreaba lasupremacía de sus músculos, aspiraba laatmósfera del anochecer, esa atmósferade aventura y de caza. El tigre no le

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inquietaba ya; le espiaba, no obstante,vacilando en exterminarle por completo,porque era prudente y, una vez vencedor,tenía miedo a las heridas inútiles…

La hora roja había llegado,deslizándose por la profundidad de losbosques, lenta, variable e insidiosa. Lasbestias diurnas callaron. Se oían aintervalos los aullidos de los lobos, elladrido de los perros, la risa de la hiena,el suspiro de un ave de rapiña, el croarde las ranas, o el leve chirriar de algúntardío saltamontes. Mientras el Solmoría detrás de un océano de frondas, laLuna inmensa se vio en Oriente.

No se veían más animales que las

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dos fieras: el uro había desaparecidodurante la lucha; ocultos en la penumbra,mil hocicos sutiles olfateaban la terriblepresencia. El león gigante sentía una vezmás la debilidad de su poder. Presas sinnúmero palpitaban en el fondo de laespesura y en los claros de la selva; y,sin embargo, cada día le acechaba elhambre. Su propia aureola le traicionabamás infaliblemente que su propiaapostura, que el crujir de la tierra, de lashierbas, hojas y ramas a su paso. Esteambiente se extendía acre y feroz, y sehacía palpable en las tinieblas y hastasobre la superficie de las aguas,constituyendo el terror y la salvaguardia

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de los débiles. Entonces, todo huía,ocultándose y desvaneciéndose. Latierra quedaba desierta; no había yavida; no había caza. Y el gran felinoparecía solo en el mundo.

Mientras cerraba la noche, el colosotenía hambre. Arrojado de su territoriopor un cataclismo, había pasado grandesy pequeños ríos y vagado pordesconocidos horizontes. Y ahora, en unaire nuevo, conquistado por la derrotadel tigre, aguzaba el olfato y buscaba enla brisa el olor de carnes vivientes.Todas las presas le parecieron lejanas;percibía apenas el roce de losanimalitos ocultos entre la hierba,

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algunos nidos de pájaros, dos garzasposadas en la horquilla de un álamonegro, cuya vigilancia no se habríadejado sorprender, aun cuando el felinohabría podido trepar al árbol. Pero niaun esto podía, pues desde que alcanzótoda su corpulencia ya no alcanzaba sinotroncos bajos y a lo sumo llegaba a lasramas más gruesas.

El hambre le hizo volverse haciaaquella onda tibia que emanaba de lasentrañas del vencido. Se acercó a ella yla olfateó; pero le repugnaba como unveneno. Entonces, impaciente, saltosobre el tigre, le rompió las vertebras, yluego se puso a merodear. El perfil de

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las piedras erráticas llamó su atención.Como estaban contra viento y su olfatono era tan sutil como el de los lobos, nose había dado cuenta de la presencia dehombres. Al acercarse, adivinó que lapresa estaba allí; y la esperanza acelerósu aliento.

Los Ulhamr, con el corazónpalpitante, contemplaban la elevadasilueta del carnívoro. Desde la huida delos megaceros, toda la siniestra leyenda,todo lo que hace temblar a los vivientes,había pasado ante sus ojos. A la cárdenaclaridad del crepúsculo veían al león-tigre dar vueltas en torno de su refugio;

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su hocico hozaba los intersticios; susojos lanzaban fulgores de estrellasverdes; todo su ser respiraba laimpaciencia y el hambre.

Al llegar delante del orificio pordonde se habían deslizado los hombres,se estiró, intentando introducir la cabezay los hombros. Los nómadas llegaron adudar de la estabilidad de las piedras: acada ondulación del gran cuerpo, Nam yGau se encogían con un suspiro dehorror. La rabia animaba a Naóh, rabiade presa codiciada, de inteligencianueva contra el antiguo instinto y supoder excesivo. Esta cólera aumentócuando la fiera se puso a escarbar en la

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tierra. Aunque el león gigante no fueseun animal cavador, sabía ensanchar unasalida o derribar un obstáculo. Sutentativa consternó a los hombres; tantoque Naóh, agachándose, asestó unarponazo al león. La fiera, herida en lacabeza, lanzó un gruñido feroz y cesó deescarbar. Sus fosforescentes ojosregistraban la penumbra; nictálope,distinguía claramente las tres siluetas,más irritantes cuanto más cercanas.

Se puso a dar vueltas al acecho,tanteando las aberturas; y cada vezvolvía a la mayor, por la cual habíanentrado los hombres. Se puso otra vez aescarbar el suelo; y otra vez venablo

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interrumpió su trabajo y le obligo aretroceder, pero con menos sorpresa. Ensu opaco cerebro concibió que laentrada en aquel refugio era imposible;mas no abandonaba la presa, con laesperanza de que no podría escapar alestar tan cerca. Después de un últimoolfato y una mirada, hizo como siolvidara la existencia de aquelloshombres, y se dirigió a la selva.

Los tres nómadas exultaron alegría:el refugio les pareció más seguro, y másdeliciosa la noche. Fue uno de aquellosinstantes en que los nervios se afinan ylos músculos rebosan alegría. Un tropelde sentimientos agitaba sus almas

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indecisas, evocándoles la bellezaprimordial. Amaban la vida y lo que larodeaba, gustaban un raro placercompuesto de todas las cosas, unafelicidad creada fuera y por encima dela acción inmediata. Y como no podíancomunicarse tal impresión, ni siquierapensar en comunicársela, se miraban unoa otro riendo, con esa alegría contagiosaque sólo resplandece en el rostro delhombre. Sin duda esperaban que el leóngigante volviera; pero, no teniendo unanoción precisa del tiempo —que leshabría sido funesta—, gozaban elpresente en su plenitud. La duración queseparaba el crepúsculo de la noche del

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crepúsculo matutino les parecíainagotable.

Según su costumbre, Naóh se habíaencargado de la primera guardia. Notenía sueño. Excitado por la batallaentre el tigre y el león gigante, en cuantoGau y Nam se hubieron acostado en elsuelo, sintió agitarse las nociones que latradición y la experiencia habíanacumulado en su intelecto. Extinguidasen su mente de salvaje las luces de larevelación primitiva, estas nociones seligaban de manera confusa, formando laleyenda del Mundo; y ya el mundo eravasto en la inteligencia de los Ulhamr.

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Conocían el camino del Sol y de laLuna; el ciclo de las tinieblas que siguena la luz, y de la luz que sigue a lastinieblas; el de la estación fríaalternando con la cálida; el curso de lospequeños y grandes ríos; el nacimiento,la vejez y la muerte de los hombres; laforma, los hábitos y la fuerza de losinnumerables brutos: el crecimiento dehierbas y árboles: el arte de fabricas elvenablo, el hacha, la maza, el rascador,el arpón, y el de servirse de ellos; elcurso del viento y de las nubes; elcapricho de la lluvia y la ferocidad delrayo. Finalmente conocían el fuego —lamás terrible y la más suave de las cosas

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creadas—, bastante fuerte para destruirtoda una sabana y toda una selva, consus mamuts, sus rinocerontes, sus leones,tigres y osos, sus aurochs y sus uros.

La vida del Fuego había fascinadosiempre a Naóh. Como los animales, elfuego necesita una presa: se alimenta deramas, hierbas secas y grasa; crece;cada fuego nace de otro fuego, y callaluego puede morir. Pero el tamaño detodo fuego es ilimitado y, por otra parte,permite ser dividido sin limitación; cadapedazo puede vivir de por sí. Disminuyecuando se le priva de alimento; entoncesse empequeñece hasta ser como unaabeja, como una mosca; y ello no

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obstante, podrá renacer a lo largo de unabrizna de hierba y hacerse grande comoun pantano. Es una bestia y no lo es. Notiene patas, ni cuerpo rastrero; y sinembargo, cuando corre deja atrás a losmismos antílopes. Carece de alas yvuela por las nubes; no tiene garganta ysopla, ronca y ruge; sin manos ni garras,se apodera de toda la tierra… Naóh leamaba, le detestaba y le temía a la vez.Siendo niño, había sufrido alguna vezsus mordiscos. Sabía que no tienepreferencia por nadie —pronto siemprea devorar a los mismos que lo cuidan—;que es más taimado que la hiena y másferoz que la pantera misma. Pero su

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presencia es deliciosa; disipa la crudezade las noches frías, es un descanso en lafatiga y convierte en invencible ladebilidad de los hombres.

En la penumbra de las piedrasbasálticas, Naóh, lleno de un suavedeseo, veía el hogar del campamento ylos fulgores que rozaban el semblante deGamla. La Luna ascendente le recordabala remota llama. ¿De qué lugar de latierra salía la Luna, y por qué, como elSol mismo, no se extinguía? Menguaba,es verdad; noches había en que no eramás que un fuego ruin, como el quecorre a lo largo de una ramita; y despuésse reanimaba. Sin duda, Hombres-

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Ocultos debían de cuidarla y alimentarlasegún las épocas… Aquella nocheestaba en todo su esplendor: alta comolos árboles, al principio, disminuyóluego de tamaño, aunque brillaba más, amedida que subía. Los Hombres-Ocultosle habrían dado leña seca enabundancia.

Mientras el Hijo del Leopardo sueñaen estas cosas, las bestias nocturnascorren a sus aventuras. Furtivas siluetasresbalan sobre las hierbas. Naóh divisamusarañas, gerbos, hutías, ligerasgarduñas, comadrejas de cuerpo dereptil; después un ciervo de cien cuernospasa a contraluz, como una flecha. Naóh

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distingue sus secas piernas, su cuerpo decolor de tierra y de encina, y lacornamenta doblada sobre el pescuezo.Pasa y desaparece. Luego, unos lobosmuestran el redondo cráneo, los finoshocicos, las patas firmes y vivas; tienenpálido el vientre, rojizos los flancos y eldorso, y una banda negruzca que lesdibuja el espinazo. Fuertes músculoshinchan su pescuezo; toda su aposturarevela algo taimado, juicioso ycomplejo, subrayado además por laoblicua mirada. Ventean el ciervo; peroéste también, en la humedad de laspenumbras, ha descubierto a susenemigos y ha tomado un avance

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considerable. Los inteligentes olfatosdistinguen el decrecimiento continuo delos efluvios: los lobos saben que elherbívoro gana terreno. Sin embargo,atraviesan la sabana hasta el bosque,donde los más veloces penetran. Lapersecución parece inútil. Vuelven todoslentamente, desilusionados; algunosaúllan y gimen. Después, los olfatosvuelven a explorar el aire. No descubrencercano sino el cadáver del tigre y loshombres escondidos entre las piedras;es decir, una caza demasiado temible yuna comida que, a despecho de suglotonería, los lobos encuentranrepugnante.

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Sin embargo, se acercan al cadáverdel tigre, después de haber pasadorozando el escondrijo humano.

Al principio, los lobos rodearon elcadáver del tigre con esa prudenciaexcesiva que nada deja al azar. Porúltimo, los impacientes se arriesgaron,acercando el hocico a la cabeza deltigre, junto a las fauces entreabiertas pordonde alentaba poco antes una vidamortífera y formidable. Y una vezexplorado el cuerpo, le lamieron lasllagas sangrientas. Sin embargo, ningunose decidía a clavar el diente en la carneáspera y venenosa, soportada tan sólo

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por los estómagos del buitre y la hiena.Un gran clamor aumentó su

incertidumbre: eran quejas, aullidos,risotadas burlonas. Y seis hienassurgieron al claro de Luna. Avanzabancon paso equívoco, alto el robustocuarto delantero, y el torso rebajado yestrecho hasta acabar en unas frágilespatas. Zambas, con corta mandíbulacapaz de triturar los huesos leoninos,con la pupila triangular, la orejapuntiaguda y áspera la melena, lashienas se revolvían, soslayaban obrincaban como saltamontes. Los lobossintieron aumentar el espantoso hedorque despiden sus glándulas.

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Las hienas eran merodeadoras degran tamaño, que por la fuerza enormede sus mandíbulas habrían podido hacerfrente al iir.ie mismo. Pero no se batíanjamás, sino al verse acorraladas; estoocurría pocas veces, pues ningúnvagabundo cazador apreciaba su carnefétida, y los demás comedores decarroñas eran más débiles que ellas. Apesar de conocer su superioridad sobrelos lobos, vacilaban, daban vueltassobre la luz lunar, acerándose yretrocediendo, lanzando a intervalosdesgarradores quejidos. Al luí entraronal asalto las seis a la vez.

No intentaron los lobos resistencia

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alguna; pero, seguros de su superioragilidad, permanecieron a cortadistancia. Por lo mismo que se les ibade las manos, echaron de menos la presadesdeñada; y daban vueltas en torno alas hienas, lanzando repentinos aullidos,con escarceos de ataque y maliciososgestos, contentos de inquietar con ellos asus enemigos.

Las hienas, gruñendo sombríamente,se cebaban en el cadáver del tigre. Lohabrían preferido putrefacto y cubiertode gusanos; pero sus últimas comidashabían sido escasas y la presencia de1os lobos excitaba su voracidad.Saborearon en primer lugar las entrañas;

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después de triturar las costillas con susindestructibles dientes, extirparon elcorazón, los pulmones, el hígado, lalengua rasposa, que la agonía habíasacado afuera, gozando la voluptuosidad de rehacer la carne viva con la carnemuerta, y el placer de hartarse en lugarde ir a merodeo, con el vientre vacío einquieta la vista. Los lobos, que desde elcrepúsculo perseguían en vano lasemanaciones esparcidas por el suelo yel aire, sentían hambre y envidia.Enfurecidos y desengañados, varios deellos fueron a olfatear las piedraserráticas, y uno metió la cabeza por unaabertura. Naóh, desdeñosamente, le

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asestó un puntazo con el venablo.Alcanzada en el hombro, la bestia sepuso a brincar con sólo tres patas,lanzando un lastimero aullido. Entoncesaullaron todos a la vez, escandalosa yfuertemente; pero su amenaza no era másque un simulacro. Sus cuerpos rojizososcilaban a la luz de la Luna, sus ojosrelucían con el ardor y el temor de vivir,sus dientes lanzaban fulgores de espuma,mientras sus finas patas sacudían elsuelo con un leve ruido tembloroso o seenvaraban en la rigidez de la espera. Eldeseo de comer se les hacíainsoportable. Pero sabiendo que detrásde las rocas se ocultaban unos seres

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fuertes y astutos, que únicamente porsorpresa podrían sucumbir, cesaron susrondas y se aglomeraron en consejo decaza, cambiando gestos y gruñidos;unos, sentados sobre el cuarto trasero,las fauces alerta; otros, agitados,frotándose mutuamente los espinazos.Los viejos se destacaban, sobre todouno grande, de pelaje pálido y amarillosdientes; los demás le escuchaban, lecontemplaban, le olían con deferencia.

No dudaba Naóh de que los lobosdebían de tener un lenguaje, pues seentienden para organizar lasemboscadas, cercar la caza, elevarsedurante la persecución y repartir el

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botín; y los contemplaba con interés,como habría hecho ante un grupo dehombres, procurando adivinar susproyectos.

Un grupo pasó el río a nado, losrestantes lobos se desparramaron bajo laespesura, y no se oyó más que a lashienas encarnizadas en los restos deltigre.

La Luna, menos ancha y másluminosa, amortiguaba la luz de lasestrellas; las más débiles permanecíaninvisibles, las más brillantes parecíanmal encendidas y como anegadas bajouna onda luminosa. Una somnolenciaequívoca cubría el bosque y la sabana.

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A veces, una lechuza surcaba laatmósfera azul, con el extraordinariosilencio de sus alas fofas; a ratoscroaban coros de ranas, posadas sobrelas hojas de ninfeas o izadas en lo altode un junco. Las noctuelas se lanzaban asus temblorosas carreras, chocando conalgún murciélago que brujuleaba através de las sombras.

Al fin sonaron aullidos que serespondían a lo largo del río y en lasprofundidades del matorral: Naóhadivinó que los lobos habían cercadouna presa, y no tuvo que esperar muchopara cerciorarse de ello. Un animalsalió al llano; un animal semejante a un

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caballo, de tórax estrecho; su espinazoestaba señalado por una raya oscura.Corría con la velocidad del ciervo e ibaseguido de tres lobos, mucho menosveloces, que sólo podían contar con suresistencia o un accidente paraatraparlo. Desde luego no corrían a todavelocidad, y continuaban respondiendo alos aullidos de sus compañeros ocultos.Al poco rato salieron éstos: el hemiono,al verse rodeado, se detuvo temblando yexploró el horizonte, antes de tomar unpartido. Todas las salidas estabancerradas, salvo hacia el Norte, dondesólo se divisaba a un lobo viejo ygrisáceo. El acosado hemiono escogió

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aquel camino. El viejo lobo le dejóadelantarse; y cuando el animalperseguido estuvo cerca y se disponía yaa dar un rodeo, el lobo lanzó un graveaullido. Y entonces, sobre un montículo,otros tres lobos aparecieron. El hemionose detuvo, y arrojó un largo gemido alsentir en torno a él el dolor y la muerte.La llanura, donde su ágil cuerpo habíasabido frustrar tantas codicias, estabacerrada; su astucia, sus pies ligeros, sufuerza, todo, a la vez, desfallecía. Volviólos ojos hacia aquellos seres que noviven de las hierbas ni de las hojas delos árboles, sino de carne viviente, ypareció implorar su compasión. Ellos,

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aullando, estrechaban el círculo; susojos asestaban treinta rayos de muerte,procurando enloquecer a su presa,temerosos de sus duros cascos. Los deenfrente simulaban ataques a fin de quela víctima dejase de vigilar susflancos… Los más próximos estaban yaa unos metros de distancia. Entonces, enun sobresalto, recurriendo una vez más asus libertadoras piernas, el vencidoanimal se lanzó ciegamente a romper elcerco y traspasarlo. Derribó al primerlobo, hizo rodar al segundo: elembriagador espacio se abrió delante él.Otro lobo, saliendo de improviso, saltósobre el costado del fugitivo; otros

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hundieron en él los afilados dientes.Desesperadamente el hemiono empezó acocear; un lobo, rota la mandíbula, rodópor la hierba; pero la garganta delherbívoro se abrió, sus flancos seensangrentaron; sus dos corvejones serompieron al choque de los caninos, ycayó al suelo bajo un racimo de faucesque lo devoraban vivo.

Naóh contempló un rato aquelcuerpo del cual salían aún resuellos,quejidos, signos de rebelión contra lamuerte. Con gruñidos de gozo, los lobosarrancaban la tibia carne y bebían lasangre caliente; la vida entrabaraudamente en sus vientres insaciables.

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De vez en cuando, algún lobo viejovolvía con inquietud la cabeza hacia elgrupo de las hienas. Éstas habríanpreferido aquella carne más tierna ymenos ponzoñosa; pero no ignorabanque los animales tímidos se vuelvenfieros cuando se trata de defender lo queganaron con su esfuerzo, y ellas habíanpresenciado la persecución del hemionoy la victoria de los lobos. Así, seresignaron a seguir royendo el duroesqueleto del tigre.

La Luna estaba a medio camino delcénit. Naóh sintió sueño y Nam le revelóen la guardia. Se entreveía confusamenteel río deslizándose en el vasto silencio.

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Pero volvió el espanto: los oquedalesrugieron, se troncharon los arbustos,lobos y hienas levantaron, todos a lavez, los ensangrentados hocicos; y Gau,alargando el cuello en la sombra de laspiedras, aguzó el oído, la vista y elolfato… Resonó un grito de agonía, trasun breve gruñido; después, las ramas seapartaron: el león gigante salió delbosque llevando un gamo entre losdientes. Junto a él, humilde todavía,pero ya familiar, la hembra del tigre sedeslizaba como un reptil gigantesco. Losdos avanzaron hacia el refugio de loshombres.

Lleno de temor, Gau tocó el hombro

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de Naóh, y ambos espiaron largo tiempoa las dos fieras: el león desgarraba supresa, con movimientos amplios ycontinuos; la hembra, presa deincertidumbre y bruscos sobresaltos,miraba de soslayo al que había vencidoa su macho. Y Naóh sintió que una hondaaprensión le oprimía el pecho y lecortaba el aliento.

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5EN LA PRADERA

uando la aurora hubo asomadosobre la tierra, el león gigante yla hembra del tigre continuaban

junto al esqueleto del gamo, dormitandoa la pálida luz del Sol naciente. Los treshombres, enterrados en su pétreorefugio, no podían apartar los ojos deaquellos espantosos vecinos.Una clara alegría palpitaba sobre lasabana, el bosque y el río. Las garzasconducían sus garcetas a la pesca; unrelámpago de nácar precedía la

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zambullida de los somorgujos; en todoslos matojos y sobre las ramasmerodeaban los pajarillos. Una bruscareverberación señalaba al martínpescador; el arrendajo desplegaba susalas azules, plateadas y rojas; y decuando en cuando la burlona urraca,chillando desde la horquilla de unarama, balanceaba la cola, de la cualparecían saltar alternativamente la luz yla sombra. Entretanto, grajos y cornejasgraznaban sobre los esqueletos del tigrey el hemíono y, contrariados anteaquellas osamentas donde no quedabauna hilada de carne, partían en vuelooblicuo hacia los restos del gamo.

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Allí, dos grandes buitres cenicientoscerraban el paso. Estas aves de calvocuello y ojos de agua pantanosa no seatrevían a tocar la caza de los felinos.Daban vueltas, se ponían de lado,blandían el pico de hediondas narices ylo retiraban, con un contoneo estúpido odando bruscos vuelos. Luego sequedaban inmóviles, como sumergidosen un sueño, inopinadamente roto por unsobresalto. Salvo la mancha rojiza ymóvil de una ardilla escondida entre lashojas no se entreveía mamífero alguno:el olor de los dos grandes felinos losmantenía en la penumbra o agazapadosen el fondo de sus madrigueras.

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Naóh creía que el recuerdo de lospinchazos recibidos había hecho volveral león gigante y lamentaba su inútilacción, pues no dudaba el Ulhamr quelas dos fieras sabrían entenderse yvelarían por turno junto a las piedrasprotectoras. Por su cerebro rodaban losrelatos en que se demostraba el rencor yla tenacidad de las fieras ofendidas porel hombre. Unas veces, el furor lehinchaba el pecho y se levantabablandiendo la maza o el hacha, pero estacólera se apaciguaba pronto, pues adespecho de su victoria sobre el osogris, Naóh consideraba al hombreinferior a los grandes carnívoros. La

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astucia, que le había valido en lapenumbra de la caverna, no tendría éxitocon la hembra del tigre ni con el leóngigante. Sin embargo, no veía otrorecurso que el combate; y tendría queresignarse a morir de hambre entre laspiedras o aprovechar el momento en quela hembra estuviese sola. ¿Podría contarcon sus jóvenes compañeros?

Se sacudió como si estuviese frío yvio fijos en él los ojos de Gau y Nam.Su fuerza experimentó la necesidad deanimarlos:

—Nam y Gau han escapado de losdientes del Oso. ¡También escaparán alas garras del León Gigante!

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Los jóvenes Ulhamr volvieron lacara hacia la espantosa pareja dormida.

Naóh respondió a sus pensamientos:—El León Gigante y la hembra no

estarán siempre juntos. El hambre losseparará. Cuando el León esté en laselva, nosotros pelearemos; pero Nam yGau obedecerán a mis mandatos.

La palabra del jefe hinchó deesperanza el pecho de los dos jóvenes; yla muerte misma, combatiendo conNaóh, les pareció menos temible.

El Hijo del Álamo, más rápido en laexpresión, exclamó:

—¡Nam obedecerá hasta la muerte.El otro levantó los brazos:

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—¡Gau no teme nada al lado deNaóh!

El jefe les miraba con dulzura;aquello fue como si toda la energía delmundo descendiera a sus pechos eninnumerables sensaciones, ninguna delas cuales hallaba palabras con queexpresarse; y, lanzando el grito deguerra, Nam y Gau blandieron lashachas.

Al oír el grito, los felinos sesobresaltaron; los nómadas, en señal dedesafío, redoblaron sus alaridos, yentonces las fieras lanzaron resoplidosde cólera… Todo volvió a calmarse. Laluz dio la vuelta sobre el bosque; el

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sueño de los felinos tranquilizaba a loságiles brutos, que pasaban furtivamentea lo largo del río; los buitres, a largosintervalos, pillaban algunas tiras decarne del gamo muerto; la corola de lasflores se levantaba hacia el Sol; la vidase exhalaba tan densa y tenaz queparecía tener que apoderarse delfirmamento.

Los tres hombres esperaban con lamisma paciencia que los animales. Namy Gau se adormecían a ratos. Naóh,hilvanaba y deshilvanaba en su menteproyectos fugaces y monótonos, comolos que habría hecho un mamut, un loboo un perro. Les quedaba aún carne para

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una comida, pero la sed empezaba aatormentarles, aunque no se haríainsoportable, seguramente, sino variosdías después.

Hacia el crepúsculo, el león gigantese incorporó. Lanzando una mirada defuego sobre las piedras erráticas, seaseguró de la presencia de los enemigos.No tenía en realidad un recuerdo exactode los acontecimientos, pero su instintode venganza volvía a encenderse y seaumentaba al olor de los Ulhamr;resopló de cólera e hizo su ronda antelos intersticios del refugio. Acordándoseal fin de que eran inabordables ylanzaban dardos, cesó de rondar y se

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detuvo junto a los restos del gamo, dedonde los buitres no habían sacado grancosa. La hembra ya estaba allí. Notardaron mucho en devorar lo quequedaba; después, el gran león volvióhacia su pareja la rojiza testa. Ella huyó,retozando alegremente a la luz delcrepúsculo como una llama danzante ydesapareció en la espesura de unbosquecillo de fresnos. El gran león lasiguió lentamente.

Nam, al ver que las fieras habíandesaparecido, exclamó:

—¡Se han marchado!… ¡Hay quepasar el río!

—¿Es que Nam no tiene ya oídos ni

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olfato? —replicó Naóh—. ¿Acaso creepoder saltar más rápidamente que elLeón Gigante?

Nam inclinó la cabeza: un resoplidocavernoso se levantaba de entre losfresnos, dando a las palabras del jefe unsignificado evidente. El joven guerreroreconoció que el peligro estaba tanpróximo como antes, cuando loscarnívoros dormitaban junto a laspiedras basálticas.

Sin embargo, alguna esperanza habíaen el corazón de los Ulhamr. El león-tigre y su hembra experimentaronforzosamente la necesidad de unaguarida, pues las grandes fieras duermen

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rara vez sobre el suelo, al aire libre, ymenos en la estación de las lluvias.

Cuando los tres hombres vieron lahoguera del Sol descen>der hacia lastinieblas experimentaron la mismasecreta angustia que agita en aquellashoras a los herbívoros en el vasto paísde los árboles y las hierbas. Estaangustia aumentó al ver que losenemigos regresaban y volvían aolfatear la presencia de los hombres, enel momento en que se hundía el astrorojo y un inmenso escalofrío de voceshambrientas se elevaba sobre la llanura.Las fauces monstruosas pasaban una yotra vez delante de los Ulhamr y los ojos

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verdes danzaban como fuegos fatuossobre un pantano. Finalmente, el león-tigre se agachó, mientras su compañerase deslizaba entre las hierbas paraacechar la caza oculta entre losmatorrales, a la orilla del agua.

Grandes estrellas se encendieron enlas aguas del firmamento. Después, en elespacio entero tembló la palpitación deaquellas luces inmutables, y elarchipiélago de la vía láctea mostró susgolfos, sus estrechos y sus claras islas.

Gau y Nam no solían contemplar losastros, pero Naóh no era insensible aellos. Su alma confusa sacaba de lasestrellas un sentido más penetrante

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espacio. Creía que la mayor parteaparecían solamente como polvo dehoguera, variables todas las noches,pero que algunas volvían conpersistencia. La inactividad en quevivían desde la víspera infiltraba en sualma cierta pérdida de energía, que lehacía soñar ante la negra masa de losárboles y las finas luces del cielo. Ydentro de su corazón se exaltaba algoextraño que la unía más estrechamente ala tierra.

La Luna se filtró por la enramada,iluminando al león gigante, agazapadoentre las altas hierbas, y a la hembra, lacual vagando de la sabana al bosque,

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procuraba cobrar alguna pieza. Estamaniobra inquietaba a Naóh.

Sin embargo, la hembra acabó pormeterse tan adentro en la espesura quese habría podido combatir a sucompañero. Si las fuerzas de Nam y Gauhubieran sido comparables a las suyas,Naóh quizá se habría arriesgado a laempresa. Padecía de sed, y Nam mástodavía; tanto que a pesar de no haberlellegado aún su turno de guardia, nopodía dormir. El joven Ulhamar abría enla penumbra sus ojos febriles y el mismoNaóh estaba triste; jamás había sentidotan grande la distancia que le deparabade la horda, de aquella pequeña isla de

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seres, fuera de la cual se perdía en lacruel inmensidad.

En medio de sus pensamientos sequedó adormecido, con ese sueño devela que el más leve roce disipa. Eltiempo pasaba debajo de las estrellas, yNaóh sólo se despertó al regresar lahembra de caza. No traía pieza alguna yparecía cansada. Levantándose, el león-tigre olfateó profundamente y se fue decaza a su vez, siguiendo también laorilla del río, agazapándose en los matorrales y prolongando su caminohasta el bosque. Naóh les espiaba

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ávidamente. Muchas veces estuvo apunto de despertar a sus compañeros,pues Nam había sucumbido aj sueño;pero un seguro instinto le advertía que labestia se hallaba aún demasiado cerca.Al fin, se decidió; tocó ligeramente en elhombro de sus compañeros y, cuandoestuvieron en pie murmuro:

—Nam y Gau ¿están decididos acombatir?

Ellos respondieron:—El Hijo del Saiga seguirá a Naóh.—Nam combatirá con el arpón y con

el venablo.Los jóvenes guerreros contemplaron

a la hembra. Aunque estuviera acostada

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a alguna distancia, no dormía, sino queacechaba, vuelto el dorso a las piedrasbasálticas. Durante la guardia, Naóhhabía desembarazado silenciosamente lasalida. Si la atención de la fiera sedespertaba enseguida, uno solo de ellos,a lo más dos, tendría tiempo de salir delrefugio. Habiendo examinado las armas,Naóh empezó por sacar afuera su arpóny su maza; y después se arrastró él, coninfinita prudencia. La suerte lefavoreció: aullidos de lobos y gritos deantillo apagaron el ligero rumor de sucuerpo rozando la tierra. Apenas Naóhestuvo en la pradera, ya la cabeza deGau salía del escondrijo: el joven

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guerrero sacó todo el cuerpo con unbrusco impulso. La fiera volvió lacabeza y miró fijamente a los nómadas.Sorprendida, no atacó inmediatamente,dando tiempo a Nam para salir a su vez.Sólo entonces el felino dio un salto y ungran maullido de alerta; después, siguióacercándose a los hombres, sin prisa,segura de que no podían escapársele.Ellos, entretanto, habían levantado susazagayas. Nam debía lanzar la suyaprimero, después Gau, y los dosapuntando a las patas. El Hijo delÁlamo aprovechó un momentofavorable. El arma silbó, pero hizoblanco demasiado alto, cerca del

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hombro de la fiera. Sea que la distanciafuese excesiva o que la punta hubieseherido de soslayo, la bestia no pareciósentir dolor alguno: sólo gruñó,precipitando el paso. Gau, a su vez,lanzó el proyectil y erró el golpe,porque la hembra logró hurtar el cuerpo.Le tocaba la vez a Naóh, quien, másfuerte que sus compañeros, podía herirprofundamente a la fiera. Lanzó el armacuando aquélla se hallaba a unos ochometros, y la alcanzó en la cerviz; perono la contuvo, sino que precipitó suembestida.

La fiera cayó aplomada sobre lostres hombres. Gau fue abatido en el acto

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por un zarpazo en el pecho, pero lapesada maza de Naóh había entrado encombate y la fiera aullaba, rota una desus patas, mientras Nam la atacaba conla azagaya. Onduló el animal conprodigiosa rapidez, aplastó a Namcontra la tierra y se enderezó sobre elcuarto trasero para coger a Naóh. Lasmonstruosas fauces se abrieron sobre élcon un soplo abrasado y fétido; unazarpa le alcanzó… La maza se desplomónuevamente. Aullando de dolor, la fieratuvo un vértigo que permitió al nómadadeshacerse de ella y dislocarle otrapata. El animal dio una vuelta sobre símismo, buscando una posición de

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equilibrio y desgarrando el aire con lazarpa, mientras la maza iba cayendo sindescanso sobre sus miembros. La fierase desplomó, abatida, y Naóh habríapodido exterminarla, pero las heridas desus compañeros le inquietaron. Encontróa Gau en pie, rojo el cuerpo de la sangreque manaba de su pecho por tres largasheridas que rayaban la carne. Namparecía aturdido, aunque sus heridaseran ligeras; pero yacía aplastado por unprofundo dolor que le abrigaba el pechoy los riñones, y no podía levantarse. Alas preguntas del jefe, respondió comosi estuviera atontado.

Entonces Naóh preguntó:

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—¿Puede venir Gau hasta el río?—Gau irá hasta el río —murmuró el

joven Ulhamr.Naóh se echó al suelo, aplicó en

tierra la oreja y aspiró largamente el aire… Nada revelaba la

vuelta del león gigante; y como, tras lafiebre de la lucha, la sed se les hacía yaintolerable, Náóh tomó a Nam en losbrazos y le transportó hasta el borde delagua. Una vez allí, ayudó a Gau a saciarla sed, bebió él mismo largamente yabrevó a Nam, vertiéndole en la boca elagua que recogía en el hueco de la mano.Y enseguida regresó a su refugio, conNam abrazado contra el pecho y

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sosteniendo a Gau, que tropezaba.Los Ulhamr no sabían gran cosa de

curar heridas, y sólo las cubrían conalgunas hojas que su instinto, más que suexperiencia y reflexión, les hacíaescoger entre las aromáticas. Naóhvolvió a salir para buscar hojas dementa y sauce, y después demachacarlas, las aplicó sobre el pechode Gau. La sangre manaba débilmente ynada advertía que las heridas debieranser mortales. Nam iba saliendo de suestupor, aunque sus miembros y enespecial las piernas permanecíaninertes. Y Naóh prodigaba palabrassagaces:

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—Nam y Gau han combatido comovalientes… Los hijos de los Ulhamrproclamarán su valor.

Las mejillas de los jóvenes seanimaron, con el gozo de ver, una vezmás, victorioso a su jefe.

—¡Naóh ha aterrado al Tigre —murmuró el Hijo del Saiga, con vozprofunda—, tal como había derribado alOso Gris!

—¡No hay guerrero tan fuerte comoNaóh! —gemía Nam.

Entonces, el Hijo del Leopardorepitió las palabras de esperanza con talfuerza que los heridos saborearon ladulzura del porvenir.

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—¡Nosotros conquistaremos elFuego!

Y añadió:—El León Gigante está lejos

todavía… Naóh va a cazar.El nómada exploraba la llanura, sin

alejarse del río. Alguna vez se deteníadelante de la fiera mutilada. Estabaviva, y bajo la carne ensangrentada losojos brillaban, intactos, acechando alpoderoso guerrero que se movía a sualrededor. Las heridas del costado y deldorso eran ligeras, pero las patas nopodrían herir sino al cabo de muchotiempo.

Naóh se paraba junto a la fiera

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vencida, y como le atribuía impresionessemejantes a las del hombre, exclamaba:

—Naóh ha roto las patas de la mujerdel León gigante… Y la ha dejado másdébil que una loba.

Al acercarse el guerrero, ella seincorporaba, lanzando un gruñido decólera y miedo. Naóh levantaba la maza:

—¡Naóh puede matar a la mujer delLeón Gigante… y ella no puede levantaruna sola de sus garras contra Naóh!

Se oyó un rumor confuso; Naóh seagachó, arrastrándose entre las altashierbas, y aparecieron unas ciervas,huyendo de perros invisibles, perocuyos ladridos resonaban lejos. Apenas

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percibieron el olor de la fiera herida ydel hombre se echaron al agua, perosilbó el dardo de Naóh, y una de lasciervas, herida en un costado, quedó amerced de la corriente. En unasbrazadas el guerrero la alcanzó, la matóde un mazazo, la cargó en sus espaldas yse la llevó al refugio, a paso ligero, puesolía el peligro cercano… Mientras sedeslizaba entre las piedras, el leóngigante brotó de la selva.

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6LA FUGA

eis días habían pasado desde elcombate de los nómadas con lafiera. Las heridas de Gau

cicatrizaban, pero aún no había podidorecuperar la fuerza perdida con lasangre. Nam no padecía ya, pero una desus piernas le pesaba en exceso. Naóhse consumía de impaciencia e inquietud.Todas las noches el león gigante seausentaba más lejos, pues la cazaconocía cada vez mejor su presencia,que saturaba las penumbras del bosque y

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llenaba de horror las orillas del río.Como era voraz y continuabaalimentando a la hembra inválida, sutarea era ruda. Muchos días uno y otropasaban hambre y su vida era másmiserable e inquieta que la de losmismos lobos.

La hembra iba sanando, pero searrastraba sobre la sabana con tantalentitud y con las patas tan torpes, queNaóh apenas tenía que alejarse pararecordarle su derrota. No queríamatarla, porque el cuidado de darlealimento fatigaba al león gigante yprolongaba sus ausencias.

Entre el hombre y la fiera mutilada

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se iba estableciendo una especie dehábito. Al principio, las imágenes delcombate le hinchaban de cólera y miedoel pecho, y escuchaba con rabia la vozarticulada del hombre, aquella vozirregular y variable, tan distinta de lasvoces que roncan, aúllan o rugen. Lafiera alzaba su achaparrada cabeza yenseñaba las formidables armas de susmandíbulas. Naóh, haciendo un molinetecon la maza o levantando el hacha,repetía:

—¿Qué valen esas garras? Naóhpuede romperte los dientes con la mazao abrirte el vientre con el venablo, ¡Lahembra del Tigre, comparada con Naóh,

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puede tan poco como el Saiga o elGamo!

La bestia se acostumbraba a estosdiscursos y al blandir de las armas, yfijaba la luz verde de sus ojos, yaabiertos del todo, sobre la singularsilueta vertical. Aunque se acordaba delos terribles mazazos, no temía otros,pues todos los brutos sólo creen en lapersistencia de lo que ven renovarse.Como cada vez Naóh levantaba la mazasin abatirla, ella confiaba en que novolvería a descargarla nunca; y como,por otra parte, había comprendido que elhombre era temible, tampoco leconsideraba ya como una presa, sino que

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se acostumbraba a su presencia, segúnesa familiaridad sin objeto queconstituye para todos los animales unaespecie de simpatía. Naóh encontraba uncierto placer en perdonarle la vida, puesasí su victoria era más continua y cierta.De suerte que también llegó a sentir porella una confusa inclinación.

Llegó un día en que, durante laausencia del león gigante, Naóh no fueya solo al río, sino que Gau ibapenosamente con él. Y cuando habíanbebido, ambos llevaban agua para Namen el hueco de una corteza. Una noche,la fiera mutilada, arrastrándose conayuda de su cuerpo más bien que con las

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patas, llegó a la orilla del agua y bebíapenosamente, pues las márgenes eranhar>to inclinadas. Naóh y Gau seecharon a reír.

El Hijo del Leopardo decía:—Una Hiena es ahora más fuerte que

la hembra del Tigre… ¡Los lobos lamatarían!

Después, una vez llena la corteza, secomplació en la jactancia de ponerladelante de la fiera, la cual, gimiendosuavemente, bebió. Esto les divertíatanto que Naóh volvió a ofrecerle agua ya exclamar burlonamente:

—¡La mujer del León Gigante nosabe ya beber en el río!

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Y se alegraba de su propio poder.Al octavo día Nam y Gau se

consideraron con bastantes fuerzas paraatravesar la llanura; y Naóh preparó lafuga para la noche, que cerró húmeda ydensa. El rojizo crepúsculo, color dearcilla, se arrastró largo tiempo en elfondo del cielo. Las hierbas y losárboles se doblaban bajo las lloviznas;caían las hojas con ruido de alas frágilesy rumor de insectos. De la profundi>dadde la espesura y de los temblorososmatorrales se elevaban estruendososlamentos, porque las fieras estabantristes y las que no tenían hambre seenterraban en sus hondas guaridas.

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Toda la tarde el león gigante habíamostrado un gran malestar. Despertó desu sueño estremeciéndose: la imagen deun cómodo refugio, como la cavernadonde había vivido antes del terremoto,atravesaba su memoria. Había escogidoun hoyo en la sabana y lo habíapreparado para sí mismo y para sunueva hembra. Pero no moraba allí a sugusto y Naóh pensaba que aquella noche,al mismo tiempo que partiría para lacaza, buscaría el león algún cobijomenor. Así, su ausencia sería larga, y losUlhamr tendrían tiempo de atravesar elrío. La llovizna favorecería la retirada,pues al mojar la tierra borraría el olor

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de las huellas y el león gigante era pocoexperto en seguirlas.

Poco antes del crepúsculo el felinoempezó a merodear. Al principioexploró las inmediaciones, se convencióde que no había caza alguna cercana, ydespués, como todas las noches, sehundió en la selva. Naóh aguardó,dudando, pues el olor demasiadohúmedo de los vegetales no dejabatraspasar fácilmente el de las fieras, y elruido de las hojas y de la lluvia distraíael oído. Al fin, dio la señal y se puso ala cabeza de la expedición, mientrasNam y Gau le seguían a derecha eizquierda. Esta táctica permitía prever

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mejor los encuentros y hacía máscircunspectos a los nómadas.

Ante todo era necesario franquear elrío. Naóh, en sus diarias salidas, habíadescubierto un punto vadeable hasta lamitad de la corriente. Luego seríapreciso nadar hasta una roca, donderecomenzaba el vado. Antes deemprender el paso del río, los guerrerosembrollaron sus huellas, dando algunosrodeos junto a la orilla, en direccionescontrarias, deteniéndose y fijando laplanta de manera que se reforzara laimpresión de sus pasos. No conveníatampoco dirigirse en línea recta al vado,y lo hicieron echándose al agua en otro

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sitio para alcanzarlo luego a nado.Una vez en la orilla opuesta,

volvieron a confundir sus pasos,describiendo largas cruces ycaprichosas curvas, y luego se alejaronandando por encima de brazadas dehierba arrancada en la sabana: poníanlos haces de dos en dos, pasaban, yentonces los retiraban para ponerlos denuevo más adelante. Era ésta unaestrata>gema con la cual el hombresobrepasaba el ingenio del ciervo y laastucia del lobo. Cuando hubieronsalvado así unos ciento veinte o cientosesenta metros, creyeron haber hecho losuficiente para despistar toda

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persecución y continuaron su viaje enlínea recta.

Avanzaron un rato en silencio. Depronto, Gau y Nam se miraron, mientrasNaóh aguzaba el oído. A lo lejos habíasonado un gruñido ronco, que se repitiótres veces, seguido de un largo maullido.

Nam exclamó:—¡Es el León Gigante!—¡Caminemos más deprisa! —

murmuró Naóh.Anduvieron un centenar de pasos

más, sin que se turbase la quietud de lastinieblas; luego, el rugido sonó máscercano.

—¡El León Gigante está a la orilla

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del río!Apresuraron aún más su carrera. Los

rugidos seguían bruscos, estridentes,llenos de cólera y de impaciencia.Supieron los nómadas que la fieracorría, siguiendo las embrolladashuellas de los hombres; y su corazón lesgolpeaba el pecho como el hacha alchocar contra la corteza de un árbol,porque se consideraban desnudos ydébiles en medio de la densa penumbra.Pero ésta, por otra parte, lestranquilizaba, ocultándoles a la vista delos animales nocturnos. El león giganteno podía seguirles sino pisando sushuellas; y si se llegaba a atravesar el

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río, se encontraría con la estratagema delos hombres, ignorando por dóndehabían andado. Un rugido formidablerasgó el espacio; Nam y Gau seacercaron a Naóh:

—¡El Gran León ha pasado el río!—murmuró Gau.

—¡Seguid! —respondióimperiosamente el jefe, mientras él sedetenía y echaba al suelo para oír mejorlas vibraciones de la tierra. Uno trasotro, sonaron otros rugidos.

Naóh se levantó y exclamó:—¡El Gran León está todavía en la

otra orilla!La voz rugiente se debilitaba; la

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fiera abandonaba la persecución y se ibaretirando hacia el Norte. Era pocoprobable que otro gran felino irrumpieraen aquellos parajes, y en cuanto al osogris, raro ya en el sitio donde Naóh lohabía combatido, debía de ser casiimposible hallarlo tan lejos, endirección Sur. Y siendo tres, no temíanni al leopardo ni a la gran pantera.

Anduvieron largo tiempo. Aunque lallovizna hubiese cesado, las tinieblaseran profundas. Una espesa muralla denubes cubría las estrellas y sólo sepercibían esas ligeras fosforescenciasque se escapan de las plantas o se posansobre las aguas. Alguna bestia resollaba

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en el silencio, o se oía el roce de suspatas; sordos gruñidos rodaban sobre lamojada hierba; algunas fieras, cazando,aullaban, gruñían, ladraban.

Los Ulhamr se detuvieron pararecoger los ruidos y los olores, queconstituyen algo así como el merodeoaéreo de los animales. Finalmente, Namy Gau comenzaron a cansarse. Namsentía una cierta debilidad alrededor desus huesos; las heridas de Gau estabanmás ardientes; había, pues, que buscarun abrigo. Pero todavía salvaron otroscuatro mil seiscientos metros: el aire sevolvió más húmedo, el soplo delespacio se hinchó; y así adivinaron que

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se hallaban cerca de una gran masa deagua. Muy pronto se cercioraron de ello.

Todo parecía tranquilo. Apenasalgún que otro rumor furtivo anunciabala fuga de una bestezuela, o algún bultoaparecía de un rápido salto. Naóh acabópor escoger un inmenso álamo negro. Elárbol no podía ofrecer defensa algunacontra las fieras, pero en las tinieblas,¿cómo hallar un refugio seguro o que noestuviera ya ocupado? El musgo estabamojado y el tiempo era fresco. Mas esopoco importaba a los Ulhamr, cuya pielera tan resistente a la inclemencia comola del oso o la del jabalí. Nam y Gau,tendidos en el suelo, se sumieron al

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instante en un profundo sueño. Naóhvelaba: no sentía cansancio, pues habíareposado largamente junto a las piedrasbasálticas. Y bien preparado para lascaminatas, los trabajos y los combates,decidió prolongar su guarida, a fin deque Nam y Gau recuperaran del todo susfuerzas.

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SEGUNDA PARTE

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1LAS CENIZAS

argo tiempo estuvo sumido enaquella oscuridad sin astros.Después, una claridad se filtró

por Oriente. Suavemente extendida porla espuma de las nubes fue descendiendocomo un tapiz de perlas. Entonces Naóhvio que cerraba el camino del Sur unlago tan grande que sus ojos noadivinaban el final. El lago vibrabalentamente, y el nómada se preguntó siconvendría contornearlo hacia el Este,donde se distinguía una serie de colinas,

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o hacia el Oeste, pálido y llano,entrecortado de árboles. La luz era débiltodavía y la brisa se deslizabadelicadamente desde la tierra sobre lasaguas; en las altas regiones se levantó unfuerte viento que empujaba y agujereabalas nubes. La Luna, en su último cuarto,acabó por dibujarse entre las hilachasvaporosas, y muy pronto su imagenapareció reflejada en la gran cisternaazul. A la penetrante vista de Naóh, elparaje se abrió hasta las mismasfronteras del horizonte: hacia Levantedistinguía el Ulhamr costas y líneasarborescentes, esfumadas a contraluz,que indicaban la ruta del viaje; al Sur y

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hacia el Oeste, el lago se extendía sinlímites.

Reinaba un silencio que parecíaesparcirse desde el agua hasta laargentina mitad de la Luna; la brisa sevolvió tan débil que apenas arrancaba aintervalos un suspiro de hojas.

Cansado de su inmovilidad,impaciente por precisar su visión, salióel nómada de la sombra del álamo yregistró el paraje,

a lo largo de la orilla. Según ladisposición del terreno y de losvegetales, el lugar se abría anchamente,y las fronteras orientales del lagoparecían más rotundas. Numerosas

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huellas descubrían el paso de fieras ymanadas.

De pronto, con un fuerteestremecimiento, el nómada se detuvo;sus ojos y narices se dilataron; sucorazón palpitó de ansiedad y deextraño arrebato; los recuerdos selevantaron tan enérgicos que creyó verel campamento de los Ulhamr, el hogarhumeante y la flexible figura de Gamla.Y era que, en medio de la verde hierba,se abría un claro con brasas apagadas yramas a medio consumir. El viento nohabía dispersado aún el polvoblanquecino de las cenizas.

Naóh imaginó la quietud de un

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campamento, el aroma de la carneasada, el dulce calor y los rojos saltosde la llama; pero, simultáneamente,presentía al enemigo.

Lleno de temor y de prudencia, searrodilló para examinar la mejor huellade los formidables merodeadores. Muypronto averiguó que se trataba al menosde tres veces tantos guerreros comodedos tenían sus dos manos, y nada demujeres ni de viejos y niños. Era una deesas expediciones de caza y descubiertaque las hordas enviaban a veces agrandes distancias. El estado de loshuesos y las fibras de carneconcordaban con las indicaciones que le

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daba la hierba.Importaba mucho a Naóh saber de

dónde venían los cazadores y por dóndehabían pasado. Temió que pertenecierana la raza de los Devoradores deHombres, quienes desde la juventud deGoún ocupaban los territoriosmeridionales, a los dos lados del GranRío. La corpulencia de esta raza eramayor que la de los Ulhamr y la de todaslas razas conocidas por los jefes yancianos. Eran los únicos en comer lacarne de sus semejantes, sin preferirla,no obstante, a la de los grandes ciervos,los jabalíes, los gamos, los corzos, loscaballos y los hemíonos. Su número no

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parecía considerable: sólo se hablabade tres hordas, puesto que Uag, Hijo delLince, el más grande merodeador nacidoentre los Ulhamr, había encontrado entodas partes hordas que no comían carnehumana.

Mientras estos recuerdos leasaltaban, Naóh no cesaba de seguir lashuellas impresas en el suelo, entre lasplantas. La tarea era fácil, pues loserrantes, confiados en su número, habíandesdeñado disimular su paso. Habíancosteado el lago hacia Oriente y seencaminaban sin duda a las riberas delGran Río.

Dos planes se presentaron al

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nómada: alcanzar a los expedicionariosantes de que llegaran a sus tierras decaza y robarles el Fuego por medio de laastucia, o bien adelantarse, llegar antesque ellos a la Horda, privada entoncesde sus mejores guerreros y acechar elmomento favorable.

A fin de no tomar una rutaequivocada, era necesario seguirles lapista. Y la salvaje imaginación nocesaba de ver, a través de las aguas, lascolinas y las estepas, a los vagabundosque llevaban consigo la fuerza soberanade los hombres. El ensueño de Naóhtenía la precisión de las realidades;estaba lleno de actos, lleno de energías,

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lleno de actitudes eficaces. Largotiempo se abandonó a ellas, mientras labrisa se ablandaba, se ocultaba, sedesvanecía de hoja en hoja y de tallo entallo.

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2AL ACECHO

res días habían transcurridodesde que los Ulhamr seguían lapista de los Devoradores de

Hombres. Anduvieron al principio a lolargo del lago, hasta el pie de lascolinas; después entraron en un territoriodonde los árboles alternaban con laspraderas. Su tarea fue descansada, pueslos vagabundos avanzaban sin la menorprecaución y encendían grandeshogueras para asar la caza o combatir elfrío de las noches brumosas.

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Naóh, al contrario, usaba continuamentede la astucia para engañar a los quepudieran seguirles. Escogía el sueloduro y las hierbas flexibles, que seenderezaban pronto; aprovechaba loslechos de los arroyos, pasaba vadeandoo a nado ciertos recodos del lago, y aveces entremezclaba las huellas. Noobstante estas precauciones, ganabaterreno. Al final del tercer día estaba tancerca de los Devoradores de Hombresque creyó poder alcanzarles caminandodurante la noche.

—Nam y Gau deben preparar susarmas y su valor —les dijo—. Estanoche volverán a ver el Fuego.

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Los jóvenes guerreros, al soñar en laalegría de ver saltar las llamas,respiraban más fuerte; pero su alientodisminuía al pensar en la fuerza delenemigo.

—Empecemos por descansar —prosiguió el Hijo del Leopardo—. Nosacercaremos a los Devoradores deHombres mientras duermen; ya veremoscómo engañar a los que velen.

Nam y Gau concibieron laproximidad de un peligro mayor que losque habían corrido hasta entonces. Laleyenda de los Devoradores de Hombresera espantosa: sus fuerzas, su audacia ysu ferocidad sobrepasaban a las de

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todas las hordas conocidas. Algunasveces, los Ulhamr habían sorprendido yexterminado grupos poco numerosos deesos hombres; y más frecuentemente,habían sido los Ulhamr los queperecieron al filo de sus hachas y algolpe de sus mazas de roble.

Según el viejo Goún, aquelloshombres se parecían al oso gris; susbrazos eran más largos que los de losdemás hombres; sus cuerpos tanvelludos como el de Aghoo y sushermanos; y, por lo mismo quedevoraban los cadáveres de susenemigos, llevaban el espanto a lashordas cobardes.

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Cuando el Hijo del Leopardo hubohablado, Nam y Gau, temblando,inclinaron la cabeza y tomaron despuésel necesario reposo hasta mediada lanoche.

Se levantaron antes de que elcreciente lunar hubiese blanqueado elfondo del cielo. Habiendo reconocido aNaóh con antelación la pista, empezarona andar en las tinieblas. Al salir la Luna,descubrieron que se habían desviado;luego volvieron a encontrar la ruta.Sucesivamente, atravesaron un matorral,anduvieron a lo largo de tierraspantanosas y pasaron un pequeño río.

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Finalmente, desde la cima de unmontículo, ocultos entre tupidas hierbasy sacudidos por una emoción terrible,divisaron el Fuego.

Nam y Gau daban diente con diente;Naóh permanecía inmóvil, rotos losjarretes y ronca la respiración. Trastantas noches pasadas en medio del frío,la lluvia y las tinieblas; después detantas luchas —el hambre, la sed, el osogris, la hembra del tigre y el león gigante— se le aparecía al fin el Signodeslumbrador de los Hombres.

En un llano cruzado por hileras deterebintos y sicómoros, no lejos de unacharca, había una hoguera en

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semicírculo cuyas llamas languidecíanalrededor de los tizones, lanzando unfulgor de crepúsculo que embebía,bañaba y vivificaba la estructura de lascosas.

Langostas rojas, luciérnagas de rubí,de carbunclo y topacio agonizaban en labrisa; alas escarlatinas crujían aldilatarse; una brusca humareda subía enespiral y se aplastaba luego en el clarode luna; estas llamas se enderezabancomo víboras, otras palpitaban comoondas, otras eran imprecisas comonubes.

Los hombres dormían cubiertos depieles de ciervo gigante, de lobo, de

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carnero montaraz, con el pelo aplicadoal cuerpo. Las hachas, las mazas y losdardos estaban esparcidos por el sueño;dos guerreros velaban. Uno, sentadosobre la provisión de leña seca yabrigados los hombros por una piel demacho cabrío, tenía en la mano unvenablo. Un rayo como de cobre heríasu rostro, recubierto hasta los ojos porun vello semejante al pelo de la zorra.Su cuero velludo recordaba el de loscarneros montaraces; abultaban su bocaunos labios enormes bajo una narizaplastada, de ventanillas circulares;tenía pendientes unos brazos largoscomo los del chimpancé, mientras sus

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piernas se doblaban, cortas, gruesas yarqueadas.

El otro centinela andabafurtivamente alrededor del hogar. Sedetenía a intervalos, aguzaba el oído,sus narices interrogaban el aire húmedoque volvía a caer sobre la llanura amedida que se elevaban los vaporesrecalentados. De una estatura igual a lade Naóh, tenía el cráneo enorme, conorejas de lobo, puntiagudas y retráctiles;los cabellos y la barba crecían enmatojos separados por islotes de pielazafranada; sus ojos, fosforescentes enla penumbra, se ensangrentaban alreflejo de la llama; tenía los pectorales

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levantados en cono, el vientre plano, elmuslo triangular, la tibia como filo dehacha; y sus pies hubieran sidopequeños de no haber tenido los dedostan largos. Todo su cuerpo, pesado ymacizo como el de los búfalos, denotabauna fuerza inmensa; pero era menos aptopara la carrera que el de los Ulhamr.

El centinela había interrumpido supaseo y alargaba el cuello hacia lacolina. Sin duda le inquietaba algunavaga emoción, en que no reconocía ni elolor de las bestias ni de la gente de su

Horda, mientras que el otrovigilante, dotado de olfato menos sutil,dormitaba.

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—¡Estamos demasiado cerca de losDevoradores de Hombres! —hizo notarGau en voz baja—. El viento les llevanuestra pista.

Naóh movió la cabeza, pues temíamucho más al olfato del enemigo que asu vista o su oído.

—¡Tenemos que ponernos a contraviento! —añadió Nam.

—El viento sigue la ruta de losDevoradores de Hombres —respondióNaóh—. Si nosotros nos ponemosdelante, serán ellos los que vendrándetrás de nosotros.

No tenía necesidad de explicar suspalabras: Nam y Gau sabían, como lo

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saben las fieras, la necesidad de seguir yno de preceder a la caza, a no ser que sequiera preparar un lazo.

Entretanto, el vigilante dirigió lapalabra a su compañero, el cual hizo ungesto negativo. Pareció que iba asentarse a su vez; pero mudó depropósito y se encaminó hacia la colina.

—Hay que retroceder —dijo Naóh.Buscó con la mirada un refugio que

pudiese atenuar las emanaciones. Unespeso matorral crecía junto a lacúspide de la colina; los Ulhamrpenetraron en él y como la brisa erasuave, se perdía en la espesura,llevándose un efluvio demasiado débil

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para el olfato de un hombre. Pocodespués el vigilante se detuvo, ydespués de hacer algunas profundasaspiraciones, volvió al campamento.

Los Ulhamr permanecieron largotiempo inmóviles. El Hijo del Leopardoimaginaba estratagemas, vueltos los ojosal apagado resplandor de la hoguera;pero no daba con algo factible, pues sibien el menor obstáculo engaña unavista penetrante, ya es posible andar conbastante suavidad por la estepa, paraengañar al antílope o al hemíono, elolor, en cambio, se esparce al pasar y seconserva en la pista: únicamente ladistancia y el viento contrario lo

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esconden…El gañido de un chacal hizo levantar

la cabeza al vigoroso nómada. Escuchóen silencio y luego se rió ligeramente.

—Estamos en el país de los chacales—dijo—. Nam y Gau irán a matar uno.

Sus compañeros se volvieron amirarle, atónitos, y él prosiguió:

—Naóh se quedará aquí vigilando…El chacal es tan astuto como el lobo;jamás ha podido acercársele ningúnhombre; pero siempre está hambriento.Nam y Gau dejarán en tierra un trozo decarne y aguardarán a poca distancia. Elchacal acudirá; se acercará y se alejará;después se acercará y se alejará otra

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vez; luego os rodeará a vosotros y a lacarne. Si no os movéis para nada, sivuestra cabeza y vuestras manos soncomo la piedra, pasado un rato se echarásobre la carne. Llegará y habrá partidoya. Vuestra azagaya debe ser más ligeraque él.

Nam y Gau partieron en busca de loschacales. No es difícil seguirles, pues suvoz los denuncia, y saben que ningúnanimal los busca para apresarlos. Losdos Ulhamr los encontraron junto a ungrupo de terebintos. Eran cuatro,encarnizados en unos huesos cuyashilachas habían ya roído. No huyeron alver a los hombres; sólo tenían fijos en

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ellos las vigilantes pupilas, y gañeronpor lo bajo, prontos a escapar en cuantose juzgaron demasiado cerca de los quellegaban.

Nam y Gau hicieron lo que habíaindicado Naóh. Pusieron en el suelo unpedazo de ciervo, y habiéndose alejado,se quedaron tan inmóviles como eltronco de los terebintos. Los chacalescomenzaron a merodear, a paso corto,sobre la hierba. Sus temores sedebilitaban al olorcillo de la carne.Aunque hubiesen hallado muchas vecesen su camino a la bestia vertical, loschacales no conocían su astucia. Sinembargo, juzgándola más fuerte que

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ellos, no la seguían sino a distancia; yporque su inteligencia era fina, porquesabían que el peligro siempre existe, lomismo en plena luz que en medio de lastinieblas, se comportaban condesconfianza. Así pues, largo tiempoestuvieron dando vueltas cerca de losUlhamr, trazando muchos círculos,escondiéndose en los bosques deterebintos, saliendo de ellos y rodeandofrecuentemente los inmóviles cuerpos.La media luna se enrojeció en Orienteantes de que terminaran sus dudas y supaciencia.

Sin embargo, cada vez se acercabancon más osadía; llegaban hasta ocho

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metros del cebo y se detenían un rato,rezongando. Finalmente, su codicia seexasperó; y entonces se decidieron,precipitándose todos a la vez, para nodejar ninguna ventaja a los otros. Estosucedió tan rápido como había dichoNaóh; pero las azagayas fueron másrápidas todavía y atravesaron losflancos de dos chacales, mientras losdemás se llevaban la presa. Luego lashachas segaron lo que de vida quedaba alos animales heridos.

Cuando Nam y Gau llevaron losdespojos a Naóh, éste se echó a reír yles dijo:

—Ahora podremos engañar a los

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Devoradores de Hombres, pues el olorde los chacales es mucho más fuerte queel de los Ulhamr.

El Fuego se había despertado,nutrido de ramas secas, y llevaba susllamas humeantes y devoradoras. A suresplandor se veía más claramente a losdormidos, echados en el suelo, con susarmas y provisiones; otros doscentinelas habían revelado a losanteriores, sentados los dos, baja lacabeza y sin sospechar el peligro.

—Ésos —dijo Naóh, después dehaberlos contemplado con atención—son más fáciles de sorprender… Nam y

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Gau han cazado los chacales; el Hijo delLeopardo va a cazar a su vez.

Descendió del montecillo, llevandola piel de uno de los chacales, ydesapareció en la maleza que seextendía hacia Poniente. Al principio sealejó de los Devoradores de Hombres, afin de no descubrirse. Atravesó lamaleza, se arrastró por en medio de lashierbas altas, rodeó una charcasombreada de mimbreras y cañaverales,dio la vuelta a unos tilos, y por fin seencontró a unos ciento sesenta metrosdel fuego, dentro de un matorral.

Los vigilantes no se habían movido.Apenas uno de ellos percibió el olor de

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la piel de chacal, que no podíainspirarle inquietud alguna. Y Naóhlogró así llenarse los ojos de todos lospormenores del campamento. Midió enprimer lugar el número y la contexturade los guerreros. Casi todos tenían unamusculatura imponente; con bustoscorpulentos, servidos por brazos largosy piernas cortas. El Ulhamr pensó queninguno de ellos le adelantaría en lacarrera. Luego examinó la configuracióndel terreno: un espacio desnudo,completamente raso, le separaba a laderecha de un pequeño montículo;después había algunos arbustos, y másallá un bancal de hierbas altas que daba

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la vuelta hacia la izquierda. Esta hierbase alargaba formando una especie depromontorio hasta llegar a unos dos otres metros del Fuego.

Naóh no estuvo largo tiempoindeciso. Como los vigilantes le volvíanla espalda, se arrastró hacia elmontículo. No podía apresurarse. Acada movimiento de los centinelas, sedetenía y se pegaba al suelo como unreptil. Sentía sobre sí mismo el dobleresplandor de la hoguera y de la Luna.Finalmente se encontró en un sitio que leocultaba; y deslizándose detrás de losarbustos, atravesó la faja de hierba yllegó junto al Fuego.

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Los dormidos guerreros casi lerodeaban, y la mayoría de ellos sehallaba a tiro de azagaya. Si loscentinelas daban la voz de alarma, almenor falso movimiento, Naóh se veríacogido. Sin embargo había para él unacircunstancia favorable: el vientosoplaba en su dirección, llevando a lavez y ahogando en el humo de la hoguerasu propio olor y el de la piel del chacal.Además, los vigilantes parecían casiamodorrados; apenas sus cabezas sealzaban de tarde en tarde…

Naóh apareció a plena luz, dio unsalto de leopardo, tendió la mano ycogió un tizón. Volvía ya hacia la faja de

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hierba cuando resonó un aullido,mientras uno de los centinelas acudía yel otro lanzaba su azagaya. Casi almismo tiempo diez bultos seenderezaron.

Antes que ningún Devorador deHombres hubiera echado a correr, Naóhhabía traspasado ya la línea por dondepodían cortarle la retirada. Y lanzandosu grito de guerra, volaba en línea rectahacia el montéenlo donde le aguardabanNam y Gau.

Los Kzams le seguían,desparramados, lanzando salvajesgruñidos. A pesar de sus cortas piernas,eran ágiles, pero no lo bastante para

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alcanzar a Naóh, quien, blandiendo eltizón, saltaba delante de ellos como ungamo. Cuando llegó al montecillo,llevaba doscientos metros de ventaja.Nam y Gau estaban de pie,aguardándole.

—¡Huid! ¡Adelante! —les gritó eljefe.

Sus esbeltas siluetas partieron encarrera tan rápida como la de Naóh,quien se regocijó entonces de haberpreferido aquellos hombres flexibles alos guerreros más maduros y vigorosos.Al huir de los Kzams, los dos jóvenesles ganaban casi un metro sobre cadadiez saltos. El Hijo del Leopardo les

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seguía sin esfuerzo, deteniéndose de vezen cuando para examinar el tizón. Susansias se repartían entre la inquietud dela fuga y el deseo de no perder lacentelleante pavesa por la cual habíarealizado tan duros esfuerzos. La llamase había extinguido y sólo quedaba unfulgor rojo que iba subiendo muydespacio hacia la parte húmeda de larama. Sin embargo, aquel fulgor erabastante vivo para que Naóh esperara, alprimer descanso, reanimarlo y hacerlocrecer.

Cuando la Luna estuvo en el terciode su carrera, los Ulhamr se hallaronante una red de charcas. Esta

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circunstancia no era desfavorable;recorrían un sendero ya conocido, elmismo que les había descubierto lapresencia de los Kzams, estrecho ysinuoso, pero seguro y asentado sobrepórfido. Se metieron en él sin vacilacióne hicieron alto.

Apenas dos hombres podían avanzarjuntos por aquella calzada, sobre todo siquerían combatir. Y como los Kzamstendrían que correr gran riesgo o rodearla posición, a los Ulhamr les sería fácildejarles atrás. Naóh calculaba estasventajas con su doble instinto de animaly de hombre, y vio que tenía tiempo dealimentar el Fuego. La brasa se había

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vuelto más pequeña: se oscurecía, sedebilitaba por momentos.

Los nómadas buscaron hierba y leñaseca. Las cañas ajadas, la gramaamarillenta, las ramas muertas de sauceabundaban; pero toda aquella vegetaciónestaba húmeda. Arrancaron algunasramitas afiladas, de hojas y briznas muyfinas.

La brasa, casi extinta, se avivabaapenas al soplo del jefe. Varias veceslas puntas de las hojas se animaron conun fulgor ligero que crecía un instante,se detenía y vacilaba, al borde de labrizna, pero siempre decrecía y moría,vencido por la humedad. Entonces Naóh

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pensó en el pelo de chacal. Arrancó dela piel varios puñados e intentó obteneruna llama. Algunos pelos largosenrojecieron; la alegría y el temoroprimieron a los Ulhamr; cada vez, noobstante, a pesar de las infinitasprecauciones, la delgada palpitación delfuego se detuvo y se extinguió… ¡Ya nohabía esperanza! La ceniza sóloproyectaba un brillo débil; la últimapartícula escarlata iba decreciendo, alprincipio del tamaño de una avispa,después como una mosca, luego comoesos insectos minúsculos que flotan enla superficie de las charcas. Al fin, todose extinguió, y una tristeza inmensa heló

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el alma de los Ulhamr y la dejó vacía…El débil resplandor había sido la

magnífica realidad del mundo; iba acrecer, iba a tomar duración y poderío;iba a alimentar las hogueras delcampamento, espantar al león gigante, altigre, al oso gris, combatir las tinieblasy dar a la carne un sabor delicioso.Ellos la llevarían resplandeciente a laHorda, y la Horda reconocería sufuerza… Mas he aquí que, apenasconquistada, había muerto; y los Ulhamr,después de los peligros de la tierra, delas aguas y de las fieras, iban a conocerlas acechanzas de los hombres.

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3A ORILLAS DEL

GRAN RÍO

aóh seguía corriendo delante delos Kzams. Duraba ya ocho díasla persecución, ardiente,

continua, llena de añagazas. LosDevoradores de Hombres, ya sea pormiedo del porvenir —pues los Ulhamrpodían ser los exploradores de unahorda—, o bien por instintoexterminador y por odio a los extraños,desplegaban una furiosa energía. La

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resistencia de los fugitivos no cedía a suvelocidad; habrían podido, cada día,ganar unos dos kilómetros y medio. PeroNaóh se encarnizaba en la conquista delFuego. Todas las noches, después dehaber asegurado a Nam y Gau el avanceconveniente, iba a merodear alrededordel campamento enemigo. Dormía poco,pero dormía profundamente.

Como las peripecias de estapersecución exigían numerosos rodeos,el Hijo del Leopardo se vio constreñidoa derivar considerablemente hacia elOriente; tanto, que al octavo día divisóel Gran Río. Fue desde la cima de unacolina cónica, vaciada de pórfido, en la

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cual las inundaciones, las lluvias y losvegetales habían roído los cantos,abierto alfoces y arrancando rocas, peroque aún resistiría durante milenios a lataimada paciencia y a los brutalesgolpes de los elementos.

El Gran Río se deslizaba con toda sufuerza. A través de mil países de piedra,de hierbas y árboles, había bebido lasfuentes, engullido los riachuelos,devorado los ríos. Por él losventisqueros se acumulaban en losmelancólicos pliegues de la montaña,los manantiales se filtraban en lascavernas; los torrentes arrancaban elgranito, el asperón o las calcáreas; las

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nubes exprimían sus inmensas y ligerasesponjas, y las ondas acuáticas seprecipitaban sobre sus lechos de arcilla.Fresco, espumoso y rápido, al versedominado por sus orillas se ensanchabaen lagos sobre las tierras llanas, odestilaba pantanos; se bifurcabaalrededor de las islas; rugía en lascataratas y sollozaba en los rápidos.Lleno de vida, fecundaba la vidainagotable. Desde las regiones tibias alas regiones frescas, desde los terrenosde aluvión, nutridos de milenariasfuerzas, hasta los terrenos pobres, hacíasurgir los espesos pueblos de árboles;las hordas de higueras, de olivos, de

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pinos, de terebintos, de carrascas; lastribus de sicómoros, de plátanos, decastaños, de arces, de hayas y deencinas; los rebaños de nogales, deabetos, de fresnos, de abedules; lashileras de álamos blancos, de álamosnegros, de álamos grises, de álamosargentados, y los clanes de alisos, desauces blancos, de sauces purpúreos, desauces amarillos y de sauces llorones.

En sus profundidades se agitaba lamuda multitud de los moluscos,escondidos en sus moradas de cal ynácar; crustáceos de articuladaarmadura; peces de carrera, a quienesbastaba una sola flexión para lanzarse a

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través del agua densa, tan rápidamentecomo vuela el rabihorcado bajo lasnubes; peces flojos que chapoteanlentamente en el fango; reptiles ligeroscomo cañas, o ásperos, opacos y densos.Según las estaciones, el azar de latempestad, de los cataclismos o de laguerra, se abatían en él las masastriangulares de las grullas, las gordastropas de gansos, las compañías depatos silvestres, de cercetas, denegretas, de chorlitos reales y de garzas;las bandadas de golondrinas, degaviotas y de chorlitos; las avutardas,las cigüeñas, los cisnes, los flamencos,los zarapitos, los rascones, el martín

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pescador y la muchedumbre inagotablede los gorriones. Buitres, cuervos ycornejas se gozaban en las abundantescarroñas; las águilas velaban desde elborde de las nubes; los halcones secernían con sus plumas cortantes; losgavilanes o los cernícalos traspasabancomo flechas las más altas cumbres; losmilanos surgían furtivos, inesperados ycobardes; y el búho y la lechuza hendíanlas tinieblas con sus silenciosas alas.

Al mismo tiempo, se distinguía algúnhipopótamo oscilante como un tronco dearce, martas que se deslizabantaimadamente entre las mimbreras, yratas acuáticas de cráneo de conejo

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mientras acudían temerosas bandadas degrandes ciervos, de gamos, de corzos,de megaceros, tropas ligeras de saigaes,de hemíonos, y caballos, y tupidosejércitos de uros, aurochs y mamuts. Unrinoceronte hundía su gruesa corazaopaca en una ensenada; un jabalídestrozaba los viejos sauces; el oso delas cavernas, pacífico y formidable,hacía rodar su masa oscura; el lince, lapantera, el leopardo, el oso gris, el tigre,el león amarillo y el león negro seemboscaban hambrientos o desgarrabanla presa todavía tibia; el hedordenunciaba a la zorra, a la hiena y alchacal; las bandadas de perros y lobos

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desplegaban contra los animalesindefensos, heridos o muertos de fatiga,su cautela y su saña. Por todas partespululaban la menuda población deliebres, los conejos, los musgaños, lascomadrejas y los lirones; sapos, ranas,lagartos, víboras y culebras; gusanos,larvas, orugas; saltamontes, hormigas,cárabos; gorgojos, libélulas, nemoceros;abejorros y avispas, abejas, zánganos ymoscas; vanesas y esfinges, mariposas,noctuelas, grillos, luciérnagas ycucarachas…

La corriente arrastraba, mezclados,árboles podridos, arenas y arcillas,esqueletos, hojas, tallos, raíces.

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Y Naóh amó las formidables ondas.Las contemplaba bajar, henchidas

por su fiebre de otoño, en un éxodoinagotable. Chocaban con las islas yrefluían en las riberas, formando locascaídas de espuma, largas masas planas ycasi lacustres, torbellinos de esquistos yde malaquita, láminas de nácar yremolinos de humo, espumosascorrientes, largos rumores de juventud,exaltación y energía.

Así como el Fuego, el Agua parecíatambién al Ulhamr un ser inmenso; comoel Fuego, decrece, aumenta, sale de loinvisible, se precipita a través delespacio, devora bestias y hombres; cae

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del cielo y llena la tierra; incansable,desgasta las rocas, arrastra las piedras,la arena y la arcilla; ninguna planta nianimal alguno puede vivir sin ella; silba,clama, ruge, canta, ríe y solloza; pasapor donde no puede pasar ni el máspequeño insecto; se la oye bajo tierra; espequeñita en la fuente y crece en elarroyo. El río es más fuerte que elmamut; el Gran Río es tan vasto como laselva. El agua duerme en el pantano,reposa en el lago y camina a grandespasos dentro del río; se precipita en eltorrente y da saltos de tigre o de carneromontaraz, en los rápidos.

Así pensaba Naóh ante el caudal

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inagotable. Pero era necesario buscar unrefugio. Allí estaban las islas, refugioscontra las fieras humanas. Estorbaríanlos movimientos, harían casi imposiblela conquista del Fuego y les expondríana toda clase de emboscadas. Naóhprefirió la ribera. Se instaló sobre unaroca de esquisto, que dominabaligeramente el paraje. Los flancos de laroca eran abruptos y la parte superiorformaba una meseta donde podríantenderse diez hombres.

Los preparativos del campamentoterminaron al llegar el crepúsculo. Yhabía entre los Ulhamr y susperseguidores la suficiente distancia

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para no abrigar temor alguno durante laprimera media noche.

El tiempo era fresco. Escasas nubesse arrastraban por el Poniente escarlata.Al paso que devoraban su cena de carnecruda, nueces y setas, los Ulhamrobservaban la tierra, que se ibaennegreciendo. La claridad permitíadistinguir aún las islas, aunque no la otraparte del río. Pasaron unos asnossilvestres; un tropel de caballosdescendió hasta la orilla: eran animalesachaparrados, cuya cabeza parecíaenorme a causa de las enmarañadascrines. Había un gran hechizo en susmovimientos; sus ojos, grandes y muy

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abiertos, lanzaban un fulgor azulado; lainquietud rompía y precipitaba suempuje; inclinados sobre el agua,permanecían temblorosos, venteando elespacio, llenos de desconfianza.Bebieron deprisa y escaparon. Y lanoche desplegó sus alas de ceniza;cubría ya todo el Oriente, y enOccidente quedaba todavía manchado depúrpura fina. Un rugido tronó sobre lallanura.

—¡El León! —dijo Gau.—La ribera está llena de caza —

respondió el jefe—. El León esprudente; atacará antes al antílope o alciervo que a los hombres.

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Los rugidos se alejaron; unoschacales gañeron, y a lo lelos se vieronondular sus ligeras siluetas. Los Ulhamrse entregaron al sueño por turno hasta elamanecer; y después de despertarbajaron a la orilla del Gran Río. Unosmamuts les detuvieron. La manadacubría una anchura de cuatrocientosmetros y una longitud tres veces mayor.Los colosos pastaban, arrancando lasplantas tiernas y desenterrando raíces; ysu existencia pareció a los tres hombresdichosa, segura, magnífica. Alguna vezlos colosos se regocijaban en su enormefuerza, persiguiéndose sobre la blandatierra o golpeándose suavemente con las

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velludas trompas. Bajo aquellasinmensas patas, el león gigante no seríamás que un puñado de arcilla. Loscolmillos del mamut desarraigaban elroble, y su cabeza de granito era capazde troncharlo; y considerando la ligerezade su trompa, Naóh no pudo menos deexclamar:

—¡El mamut es el dueño de todo loque vive sobre la tierra!

Sin embargo, Naóh no los temía,porque no ignoraba que los mamuts noatacan jamás si no se les importuna. Yañadió:

—Aúm, Hijo del Cuervo, habíahecho alianzas con los mamuts.

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—¿Por qué no habíamos de hacerlonosotros como Aúm? —preguntó Gau.

—Aúm entendía el lenguaje delMamut —objetó Naóh—; nosotros no locomprendemos.

No obstante, la pregunta del joven lehabía interesado; e iba pensando en ellamientras rodeaban a distancia lagigantesca manada. Y traduciendo susentir en alta voz, prosiguió:

—Los mamuts no tienen palabrascomo los hombres. Ellos se comprendenunos a otros y conocen el grito de susjefes. Goún dice que se colocan en elsitio que se les manda, y que antes departir para un nuevo país tienen

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consejo… Si nosotros adivinásemos sussignos, haríamos alianza con ellos.

Naóh vio un mamut colosal que losmiraba pasar. Separado de los demás, aun nivel más bajo que la ribera, entreunos álamos jóvenes, pacía los brotestiernos. Naóh no había visto en su vidaun ejemplar tan enorme. Su altura seelevaba a cinco metros. De su cervizsalía una melena tan espesa como la delleón; su vellosa trompa semejaba un seraparte, que tenía algo de árbol y algo deserpiente.

La vista de los tres hombres parecióinteresarle, pues no cabía suponer que leinquietara. Y le gritó Naóh:

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—¡Los mamuts son fuertes! El GranMamut es más fuerte que todos losdemás: aplastaría al Tigre y al Leóncomo gusanos, y tumbaría diez aurochscon un sólo empujón de su pecho…¡Naóh, Nam y Gau son amigos del GranMamut!

El enorme animal enderezaba lasmembranosas orejas. Escuchó lossonidos articulados por la bestiavertical, y sacudiendo lentamente lacabeza, barritó.

—¡El Mamut me ha comprendido!—exclamó el nómada con alegría—.Sabe que los Ulhamr reconocen supoder.

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Y volvió a gritar:—¡Si el Hijo del Leopardo, el Hijo

del Saiga y el del Álamo encuentran elFuego, asarán castañas y bellotas parahacer un presente al Gran Mamut!

Mientras hablaba fijó la vista en unacharca, en la cual crecían nenúfaresorientales. No ignoraba Naóh que elmamut gustaba de sus tallossubterráneos, e hizo seña a suscompañeros para que fueran a arrancarlas largas y rojizas plantas. Una vezhubieron cogido un gran montón de ellaslas lavaron con cuidado y las llevaronhacia el coloso. Cuando estuvieron aunos veinte metros de él, Naóh les habló

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de nuevo:—¡Toma! —dijo—. Hemos

arrancado estas plantas para que puedaspacerlas. Así verás que los Ulhamr sonamigos del Mamut.

Y se retiró.Lleno de curiosidad, el gigante se

acercó a las raíces. Las conocía bien yle gustaban mucho. Mientras ibacomiéndolas, sin prisa y con largaspausas, observaba a los tres hombres.De cuando en cuando levantaba latrompa, con objeto de olerlos, y despuésla balanceaba en actitud pacífica.

Entonces Naóh se fue acercandoinsensiblemente a la bestia. Al

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encontrarse ante aquellas colosalespatas, bajo aquella trompa quearrancaba los árboles de cuajo yaquellos colmillos, más largos que todoel cuerpo de un toro, se consideró a símismo como un musgaño delante de unapantera. Con un solo movimiento, eltremendo animal podía hacerle añicos.Pero, vibrando todo su ser con fecreadora, Naóh se estremeció lleno deesperanza y de inspiración… La trompale rozó, pasando por encima de sucuerpo y olfateándolo. Naóh, sin aliento,puso a su vez la mano sobre el velludoapéndice. Luego arrancó hierbas ytiernos brotes, que ofreció al mamut en

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señal de alianza. Sabía Naóh que estabahaciendo algo profundo y extraordinario,y el entusiasmo henchía su corazón.

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4LA ALIANZA

uando Nam y Gau vieron almamut junto a su jefe, se dieroncuenta de la pequeñez del

hombre; después, cuando la trompa seposó encima de Naóh, murmuraron:

—¡Naóh va a ser aplastado, y Nam yGau se encontrarán a solas con losKzams, las fieras y las aguas!

En aquel instante vieron que Naóhacariciaba a la bestia, y el alma de losdos jóvenes se llenó de orgullo y dealegría:

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—¡Naóh ha hecho alianza con elMamut! —murmuró Nam—. Naóh es elmás poderoso de los hombres.

Entretanto, el Hijo del Leopardogritó:

—Nam y Gau han de acercarse, dela misma manera que lo ha hechoNaóh… Arrancarán brotes y hierbas ylos ofrecerán al Mamut.

Los jóvenes escucharon, ardiente elpecho y transportados de fe; y avanzaroncon la lentitud con que lo había hecho sujefe, arrancando a su paso hierba verdey raíces tiernas.

Una vez cerca, tendieron su presente;y como Naóh lo ofrecía al mismo tiempo

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que ellos, el mamut fue a devorarlo.Así quedó anudada la alianza de los

Ulhamr con el mamut.La Luna nueva había crecido, y se

acercaba la noche en que se levantaríatan grande como el Sol. Una tarde, losKzams y los Ulhamr acampaban a ochokilómetros de distancia unos de otros,todavía a lo largo del río. Los Kzamsocupaban una faja de tierracompletamente seca, se calentaban juntoal enrojecido fuego y comían grandescuartos de asado, pues la caza habíasido abundante; mientras, los Ulhamr serepartían en silencio, en la sombrahúmeda y fría, algunas raíces y la carne

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de una paloma torcaz.A unos cuatro kilómetros de la

orilla, los mamuts dormían entre lossicómoros. Durante el día soportaban lapresencia de los nómadas; pero por lanoche mostraban un humor más sombrío,ya fuera porque conociesen sus peligros,ya porque les molestase en su reposo lapresencia de unos extraños a su raza.Así, al anochecer, los Ulhamr sealejaban más allá del término donde susemanaciones pudieran ser inoportunas.

Aquella noche, Naóh preguntó a suscompañeros:

—¿Nam y Gau están preparadospara la fatiga? ¿Están ágiles sus piernas,

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su pecho tiene aliento?El Hijo del Álamo respondió:—Nam ha dormido parte del día.

¿Por qué no ha de estar dispuesto para elcombate?

Y Gau manifestó a su vez:—El Hijo del Saiga puede salvar de

una carrera la distancia que le separa delos Kzams.

—¡Está bien! Naóh y sus jóvenescompañeros irán en busca de los Kzams.Toda la noche tendrán que luchar paraconquistar el Fuego.

Nam y Gau se pusieron en pie de unsalto y siguieron a su jefe. No había quecontar con las tinieblas para sorprender

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al enemigo: la Luna casi llena selevantaba en la otra parte del Gran Río,apareciendo tan pronto ancha y roja alnivel de las aguas, como rota por algunahilera de altos álamos, a través de loscuales se desparramaba en lúnulas. Máslejos se hundía en las oscuras aguas,donde su imagen vacilante recordaba aveces las resplandecientes nubes deverano, y a veces se arrastraba comouna gran serpiente cobriza o se alargabacomo un cisne; una honda de escamas ymicas brillantes brotaba de su redondaimagen y se ensanchaba oblicuamentedesde una a otra orilla.

Los Ulhamr al principio aceleraron

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la marcha, escogiendo terrenos cuyavegetación fuera escasa. A medida quese acercaban al campamento de losKzams acortaban el paso. Caminabanparalelamente unos a otros, separadospor espacios considerables, a fin devigilar la mayor extensión posible y noverse cercados. De pronto, al volver unmimbreral, vieron resplandecer lasllamas, todavía lejanas y pálidas bajo laluz de la Luna.

Los Kzams dormían; tres de ellosentretenían la hoguera y vigilaban. LosUlhamr, ocultos en la espesura, espiabanel campamento con rabiosa codicia. ¡Ah,si ellos pudieran robar solamente una

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chispa de aquella hoguera! Teníanpreparadas briznas secas y ramasfinamente cortadas; no volvería aextinguirse el Fuego en sus manos antesde que lo hubiesen aprisionado en lajaula de corteza, forrada interiormentede piedras planas. Pero, ¿cómoacercarse a la llama? ¿Cómo distraer laatención de los Kzams, sobreexcitadadesde la noche en que el Hijo delLeopardo había aparecido en sucampamento?…

Naóh dijo a sus compañeros:—Escuchad: mientras Naóh remonta

el Gran Río, Nam y Gau vagarán por lallanura, alrededor del campamento de

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los Devoradores de Hombres. Tanpronto se ocultarán como se mostrarán.Cuando los enemigos se lancen sobresus huellas, echarán a correr, pero no atoda velocidad, pues es conveniente quelos Kzams crean que han de cogerlos yque los persigan mucho tiempo. Nam yGau han de mostrar su valor en no correrdemasiado… Así arrastrarán a losKzams hasta cerca de la Piedra Roja. SiNaóh no está allí, pasarán entre losmamuts y el Gran Río. Naóh sabrá hallarsu pista.

Los dos jóvenes se estremecieron;les era muy duro verse alejados de Naóhante los formidables Devoradores de

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Hombres. Pero, con la mayor docilidad,se deslizaron entre los vegetalesmientras el Hijo del Leopardo se dirigíaa la ribera. Pasó el tiempo… Derepente, Nam se mostró al pie de unárbol y desapareció; enseguida la siluetade Gau se dibujó furtiva entre lashierbas. Los centinelas dieron el grito dealarma y los Kzams se levantaron endesorden, lanzando fuertes aullidos, y sereunieron alrededor de su jefe, unguerrero de mediana estatura, corpulentocomo el oso de las cavernas. Levantódos veces la maza, profirió roncasamenazas y dio la señal.

Los Kzams formaron seis grupos

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desparramados en semicírculos. Naóh,lleno de dudas e inquietudes, les viodesaparecer; después sólo pensó enapoderarse del Fuego.

Lo custodiaban cuatro hombresescogidos entre los más robustos. Unode ellos, sobre todo, parecía formidable.Tan grueso y musculoso como el jefe,era de más alta estatura, y el tamaño desu maza demostraba su fuerza. Estabacolocado a plena luz, y Naóh distinguíala mandíbula enorme, los ojosensombrecidos por sus velludasarcadas, las piernas cortas, triangularesy macizas. Menos fornidos los otrostres, mostraban, sin embargo, anchos

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torsos y largos brazos de aceradosmúsculos.

La posición de Naóh era favorable:la brisa, ligera pero persistente, soplabahacia él, llevándose sus emanacioneslejos de los centinelas; los chacales quemerodeaban por la llanura exhalaban unolor penetrante, y además, Naóh llevabaconsigo una de las pieles cazadas. Estascircunstancias le permitieron acercarsea unos veinticinco metros del fuego.Estuvo largo tiempo al acecho. La Lunase había elevado sobre las copas de losálamos cuando Naóh se enderezó,lanzando su grito de guerra.

Sorprendidos por la brusca

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aparición, los Kzams le miraronestupefactos; pero su estupor duró poco,y aullando todos a la vez, levantaron elhacha de piedra, la maza o la azagaya.

Naóh gritaba:—El Hijo del Leopardo ha venido,

recorriendo las sabanas, las selvas, lasmontañas y las riberas, porque su tribuha perdido el Fuego… Si los Kzams ledejan tomar algunos tizones de suhoguera, se retirará sin combatir.

Los Kzams desconocían estaspalabras de una lengua extraña, igualque si se hubiera tratado de los aullidosde un lobo; y al ver a Naóh no pensaronen otra cosa que en aplastarle. El

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Ulhamr retrocedió, con la esperanza deque se dispersaran y poder atraerleslejos del Fuego; pero se lanzaron haciaél formando un grupo compacto. Encuanto estuvo a tiro, el más corpulentoarrojó una azagaya de punta de sílex,lanzada con gran fuerza y habilidad. Elarma rozó el hombro del guerrero y cayósobre la tierra húmeda. El Ulhamr, queprefería economizar sus propias armas,recogió la azagaya y la lanzó a su vez.El arma salió silbando, trazó una curva yatravesó el cuello de un Kzam, quevaciló y cayó al suelo. Sus compañeros,lanzando clamores, que más parecían deperros que de hombres, contestaron

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todos a la vez. Naóh apenas tuvo tiempode echarse de bruces para evitar lasagudas armas, y los Devoradores deHombres, juzgándole herido, seprecipitaron hacia él para rematarle.Pero ya Naóh se había puesto en pie deun salto y contestaba. Un Kzam, heridoen el vientre, dejó de perseguirle,mientras los dos restantes lanzaban, unotras otro, sus azagayas: del muslo deNaóh brotó la sangre; mas él, sabiendoque la herida no era profunda, se puso adar vueltas alrededor de susadversarios, pues ya no temía verserodeado. Se alejaba y volvía, de modoque al fin se encontró entre el Fuego y

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sus enemigos.—¡Naóh es más veloz que los

Kzams! —gritó—. ¡Tomará el Fuego ylos Kzams habrán perdido dos hombres!

Saltó otra vez y se acercó al brasero.Y ya tendía las manos para coger lostizones, cuando notó con espanto quetodos los del borde estaban casiconsumidos. Rodeó la ancha hogueracon la esperanza de hallar un tizónmanejable: su busca fue inútil.

¡Y los dos Kzams llegaban!Quiso huir; pero tropezó en un

tronco de árbol y cayó, de suerte que susantagonistas consiguieron cerrarle elpaso, acorralándole contra el Fuego.

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Aunque el brasero ocupaba un áreaconsiderable y era muy alto en el centro,habría podido franquearlo. Unadesesperación infinita llenó su pecho; laidea de volver vencido, escapandomerced a la oscuridad de la noche, lefue insoportable. Levantando a la vez elhacha y la maza, aceptó el combate.

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5EL FUEGO

os dos Kzams no habían dejadode acercarse, aunque acortandoel paso. El más fuerte,

blandiendo su última azagaya, la lanzócasi a bocajarro. La apartó Naóh de unrevés, con el hacha, y el largo proyectilse perdió entre las llamas.Instantáneamente, las tres mazasvoltearon.La de Naóh chocó simultáneamente conlas otras dos y el choque rompió elarrojo de sus adversarios. El menos

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fuerte de éstos había vacilado. Naóh sedio cuenta de ello; se precipitó sobre ély de un mazazo enorme le rompió lanuca. Pero también él fue herido: unnudo de la maza enemiga le desgarróduramente el hombro izquierdo, yapenas pudo evitar un golpe en plenocráneo. Jadeando, se echó atrás paraponerse en guardia; y luego, con la mazaen alto, aguardó.

Aunque sólo tuviese que vérselascon un adversario, fue aquél un momentoespantoso, pues apenas podía mover elbrazo izquierdo, mientras el Kzam seerguía, terriblemente armado, en laplenitud de sus fuerzas. Era aquel

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guerrero de alta estatura, de ancho torsoy costillar ceñido, más parecido al delauroch que al humano, y cuyos brazoseran tan largos que sobrepasaban en untercio la longitud de los del Ulhamr. Suspiernas encorvadas, demasiado cortaspara la carrera, le daban un poderosoequilibrio.

Antes del ataque decisivo, examinótaimadamente al gran Ulhamr. Juzgandoque aseguraría mejor su superioridad sigolpeaba a dos manos, se quedó solocon la maza. Después tomó la ofensiva.

Las dos mazas, casi iguales en peso,de duro roble, entrechocaron. El golpedel Kzam fue más fuerte que el de Naóh,

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quien no podía emplear la manoizquierda; pero el Hijo del Leopardo lohabía parado con un movimientotransversal. Cuando el Kzam renovó elataque, encontró el vacío; Naóh habíahurtado el cuerpo. Entonces fue él quientomó la ofensiva: a la tercera embestida,su maza se desplomó como un peñasco;y habría hundido la cabeza deladversario si sus largos y fibrososbrazos no hubieran sabido levantarse atiempo. Otra vez los nudos de roblechocaron. El Kzam retrocedió,replicando con un mazazo frenético quecasi arrebató el arma de su enemigo; yantes que Naóh se hubiese recobrado,

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los brazos del Devorador de Hombresse alzaron y abatieron de nuevo. Naóhpudo amortiguar pero no detener elgolpe: alcanzado el pleno cráneo, susrodillas se doblaron y vio dar vueltas ala tierra, los árboles y el fuego. Pero enaquel segundo mortal no le abandonó elinstinto; una energía suprema se elevódel fondo de su ser; y de revés, antes deque el enemigo pudiese evitarlo,descargó la maza. Crujieron huesos, elKzam rodó, y su alarido se deshizo en lamuerte.

Entonces el júbilo del Ulhamr rugiócomo un torrente mientras contemplaba,lanzando una ronca carcajada, la

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hoguera donde saltaban las llamas. Bajolos astros profundos, junto al rumor delrío, el ligero murmullo de la brisainterrumpido por el gañir de loschacales y por el rugir de un leónperdido en la otra orilla, Naóh podíaapenas concebir su triunfo; y gritaba convoz jadeante:

—¡Naóh es dueño del Fuego! ¡Naóhes dueño del Fuego!

El Fuego le parecía la vida soberanadel mundo. Andaba lentamentealrededor de la bestia roja, alargaba lamano hacia ella y exponía el pecho aaquella caricia desde tanto tiempoansiada. Y volvía a murmurar, en el

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arrebato y el éxtasis:—¡Naóh es dueño del Fuego!Al fin, la fiebre de su dicha se

apaciguó. Y entonces comenzó a temerel retorno de los Kzams; era precisollevarse cuanto antes su conquista.Sacando las delgadas piedras quellevaba consigo desde su partida delGran Pantano, se dispuso a reunirías contallos, cortezas y cañas. Mientrashuroneaba alrededor del campamento,tuvo una nueva alegría: en un replieguedel terreno acababa de percibir la jauladonde los Devoradores de Hombresconservaban el Fuego.

Era una especie de nido de corteza,

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guarnecido de piedras planas ydispuestas con arte grosero, paciente ysólido, donde una llamita centelleabaaún. A pesar de que Naóh sabíaconstruir las jaulas para fuego mejor queningún hombre de su Horda, difícil lehabría sido hacer otra tan perfecta. Paraello era necesario mucho tiempo, unaatenta elección de las piedras y muchosretoques y arreglos. La caja de losKzams estaba compuesta de un triplelecho de láminas de esquisto, sostenidasexteriormente por una corteza de encinaverde y atadas con flexibles tallos. Unagrieta mantenía un ligero tiro de aire.

No ignoraba Naóh ninguno de los

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ritos transmitidos por los antepasados.Reanimó ligeramente el Fuego, empapóel exterior de la caja con agua de unacharca vecina, y examinó la grieta y elestado de las láminas de esquisto. Antesde huir, se apoderó de las hachas yazagayas esparcidas por el suelo y echóuna mirada sobre el campamento y elllano.

Dos de los cuatro centinelas volvíanhacia las estrellas el rígido rostro; losdos restantes, a pesar de suspadecimientos, se mantenían inmóvilespara dar a entender que habían muerto.La prudencia y la ley de los hombresexigían que fuesen rematados.

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Naóh se acercó al que estaba heridoen el muslo; y ya blandía la azagayacuando una extraña repugnancia leacometió. El gozo le privaba de toda susaña y no pudo resignarse a extinguirmás vidas.

Por otra parte, lo urgente era apagarel fuego. Desparramó los tizones, y conuna de las mazas abandonadas por losvencidos, redujo las brasas enfragmentos tan menudos que no pudierandurar hasta el regreso de los guerreros.Después, trabando a los heridos concañas y ramas, gritó:

—¡Los Kzams no han querido daruna brasa al Hijo del Leopardo, y ahora

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los Kzams no tendrán Fuego! ¡Vagaránen las tinieblas, acosados por el frío,hasta que se hayan reunido a su Horda!… ¡Así los Ulhamr son más fuertes quelos Kzams!…

Naóh no encontró a nadie al pie delmontecillo donde Nam y Gau debíanreunirse con él. No le extrañó: losjóvenes guerreros habrían tenido que darvastos rodeos, huyendo de susperseguidores.

Después de haber cubierto su heridacon hojas de sauce, Naóh se sentó juntoa la ligera llama donde ardía su destino.

El tiempo se deslizó con las aguasdel Gran Río y los rayos de la Luna

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ascendente. Cuando el astro llegó a sucénit, Naóh levantó la cabeza. Entre losmil esparcidos rumores, reconoció unritmo singular, que era el paso delhombre. Era un paso rápido, pero menoscomplicado que el de los animales decuatro patas. Casi imperceptible alprincipio, se fue acentuando. Un soplomás fuerte de la brisa le llevó unaemanación, y entonces el Ulhamr sedijo:

—Aquí está el Hijo del Álamo, queha burlado a sus enemigos.

Pensó así porque ningún indicio depersecución se descubría en la llanura.

Muy pronto una flexible silueta se

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dibujó entre dos sicómoros. El Hijo delLeopardo vio que no se había engañado:era Nam, que avanzaba hacia la luzargentina de la Luna y no tardó en llegaral pie del montecillo.

El jefe le preguntó:—¿Los Kzams han perdido la traza

de Nam?—Nam los ha arrastrado muy lejos

al Norte; luego les ha adelantado y hacorrido mucho tiempo por la ribera.Después se ha detenido, y no ha visto nioído más a los Devoradores deHombres.

—¡Está bien! —respondió Naóhpasándole la mano por el cuello—. Nam

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ha sido ágil y astuto; pero ¿qué ha sidode Gau?

—Al Hijo del Saiga le haperseguido otro grupo de Kzams. Namno ha encontrado su huella.

—Esperaremos a Gau. Y ahora,¡mira, Nam!

Naóh se llevó a su compañero. En unrecodo del montecillo, metida en unagrieta, Nam vio lucir una llamita cáliday palpitante.

—Aquí lo tienes —dijosencillamente el jefe—. Naóh haconquistado el Fuego.

El joven lanzó un gran grito; sus ojosse abrieron como deslumbrados, y en un

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arrebato de entusiasmo se prosternó anteel Hijo del Leopardo, murmurando:

—¡Naóh es tan astuto como toda unahorda de hombres!… Será el gran jefede los Ulhamr y no le resistirá enemigoalguno.

Se sentaron delante de la débilllama, y fue para ellos como si la granhoguera nocturna les protegiera al bordede las cavernas natales, bajo las fríasestrellas y ante los fuegos fatuos delGran Pantano. No les era ya penosa laidea del largo retorno. Cuando hubieransalido de las tierras del Gran Río, losKzams no les perseguirían ya, yatravesarían parajes donde únicamente

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las fieras vagabundeaban en lassoledades.

Soñaron largo tiempo; el porvenirbrillaba sobre ellos y para ellos, llenode promesas. Pero cuando la Lunaempezó a hincharse sobre el cielo deOccidente, la inquietud les acometió.

—¿Dónde estará Gau? —murmuró eljefe—. ¿No habrá sabido despistar a losenemigos? ¿Le habrá detenido algúnpantano o cayó en una emboscada?

La sabana estaba muda; las bestiascallaban; la brisa misma acababa delanguidecer sobre el río y desvanecerseen los álamos temblones. Sólo se oía elensordecido rumor de las aguas. ¿Habría

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que aguardar hasta el alba o ir a buscaral ausente? A Naóh le repugnabahondamente dejar el Fuego a la custodiade Nam. Por otra parte, la imagen deljoven guerrero perseguido por losDevoradores de Hombres lesobreexcitaba. Si atendía al Fuego,debía abandonar a Gau a su suerte. Perosentía por sus compañeros una salvajeternura: ellos formaban parte de sumismo ser; sus peligros le intimidabantanto como los suyos propios, y más aún,pues sabía que estaban doblementeexpuestos que él a las acechanzas, a laamenaza de los seres y de los elementos.

—¡Naóh va a buscar las huellas de

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Gau! —exclamó al fin—. Dejará al Hijodel Álamo que vele por el Fuego. Namno tendrá reposo; mojará la corteza de lacaja cuando esté demasiado caliente, yno se alejará de aquí más que el tiemponecesario para ir a la orilla del río yvolver.

—Nam velará por el Fuego comopor su propia vida —respondió convehemencia el joven nómada. Luegoañadió con orgullo.

—¡Nam sabe mantener la llama! Sumadre le enseñó a hacerlo cuando eratan pequeño como un lobato.

—¡Está bien! Si Naóh no ha vueltocuando el Sol haya llegado a la altura de

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los álamos, Nam se refugiará cerca delos mamuts; y si Naóh no ha vuelto antesde que acabe el día, Nam escapará solohacia la tierra de los Ulhamr.

Diciendo esto, se alejó; toda sucarne vibraba de angustia, y muchasveces volvió la cabeza hacia la siluetadeclinante de Nam, y hacia la diminutajaula del Fuego, cuya débil luzimaginaba distinguir todavía, cuandoestaba ya diluida a lo lejos en el clarode Luna.

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6EN BUSCA DE GAU

ara encontrar la pista de Gau erapreciso volver al campamentode los Devoradores de

Hombres. Naóh avanzaba lentamente. Leardía la herida del hombro, debajo delas hojas de sauce que se habíaaplicado; la cabeza le zumbaba,dolorida en el sitio donde le habíaalcanzado la maza enemiga, yexperimentaba una gran melancolía alver que a pesar de haber conquistado elFuego su tarea continuaba siendo tan

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ruda e incierta como antes. Así llegó alrecodo de la misma fresneda desde lacual, con sus jóvenes compañeros, habíadivisado el campamento de los Kzams.Antes, una gran hoguera roja extinguía laclaridad de la Luna ascendente. Ahora,el campamento estaba sombrío; lasbrasas, dispersadas por Naóh, se habíanapagado, y la claridad del astro de lanoche se posaba sobre la inmovilidad delos seres y de las cosas. Sólo se oía laqueja intermitente de un herido.

Consultando cada uno de sussentidos, Naóh tuvo la certeza de que losperseguidores no habían vuelto y seacercó al campamento. Las quejas del

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herido cesaron; parecía no haber allímás que cadáveres. Naóh no se detuvo;caminó en la dirección por donde Gauhabía emprendido la fuga y encontró supista. Fácil de seguir al principio,acompañada como estaba por las trazasde los Kzams y desarrollándose casi enlínea recta, luego se curvaba, rodeandounos oteros, volvía sobre sí misma,atravesaba unos matorrales y aparecíacortada bruscamente por una grancharca. Naóh no pudo volver a dar conella sino dando la vuelta a la orilla, y lahalló mojada, como si Gau y los que leperseguían se hubiesen metido en elagua.

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Delante de un bosque de sicómoros,los Kzams habían tenido que dividirseen varios grupos. Sin embargo, elUlhamr consiguió distinguir la direcciónconveniente y anduvo un kilómetro ymedio, más allá del cual tuvo quedetenerse. Grandes nubes engullían laLuna y el alba no se mostraba aún. ElHijo del Leopardo se sentó al pie de unsicómoro que se alzaba desde hacía diezgeneraciones de hombres. Las fierashabían terminado sus cacerías y losanimales diurnos no se movían aún,ocultos en las madrigueras, losmatorrales, los huecos de los árboles oentre las ramas.

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Naóh descansó un rato. Algunasgotas del tiempo se deslizaron a travésde la fugitiva existencia del bosque.Después, un frío albor comenzó aextenderse de altura en altura. El alba deotoño, densa y muerta, rozaba lasdébiles hojas y los nidos abandonados,empujando delante de ella una brisa tandébil que parecía el suspiro de lossicómoros. Naóh, de pie ante la luz,pálida todavía como las blancas cenizasde un hogar, comió un pedazo de carneseca, se inclinó hacia el suelo y se pusoa seguir la pista, y ésta le guió durantevarios kilómetros. Al salir del bosque,siempre en pos de las huellas, atravesó

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un llano arenoso donde la hierba erarara y los arbustos ruines; dio la vueltapor tierras en que las cañas secas sepudrían al borde de las charcas; subiópor una colina, se internó entre unoscerros, y se detuvo al fin a la orilla deun río que Gau, sin duda, había vadeado.Lo franqueó Naóh a su vez, y después delargas investigaciones descubrió dosrastros de Kzams que convergían. ¡Gaupodía encontrarse cercado!

Entonces pensó el jefe en laconveniencia de abandonar a su suerte alfugitivo, a fin de no arriesgar por unasola existencia su vida, la de Nam y ladel Fuego. Pero la persecución le

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exasperaba, la fiebre le batía las sienes,la esperanza se obstinaba en él, adespecho de todo, y se veía tambiénarrastrado por el mero interés de laempresa.

Además de las dos bandas deKzams, cuya estratagema acababa deobservar Naóh, había que tener encuenta a la que iba directamente enpersecución de Nam y que, tras tantasvueltas y revueltas, tenía tiempo dehaber tomado una posición ventajosa sies que no se había dividido a su vez enpequeños grupos envolventes.Confiando en la gran velocidad de suspiernas y en su astucia, el Hijo del

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Leopardo siguió sin vacilar la mismapista de Gau, deteniéndose apenas paraexaminar la llanura.

El suelo se hizo duro; el granitoaparecía debajo de una mezquina capade humus azulado. Luego se presentó unaescarpada colina y Naóh se decidió aescalarla, pues las huellas eran bastanterecientes para que desde la cimapudiese divisar la silueta de Gau o ungrupo de perseguidores. El nómada sedeslizó entre los arbustos y llegó a lacima. Una débil exclamación se escapóde sus labios: acababa de ver a Gau enuna faja de tierra roja, tierra de minio,que parecía regada por la sangre de

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innumerables rebaños.Detrás de él, a más de cuatrocientos

metros, hombres de grandes torsos y depiernas cortas avanzaban dispersos,mientras por el Norte aparecía un nuevogrupo. Sin embargo, a pesar de la largapersecución, el Hijo del Saiga noparecía estar agotado, y los Kzamsdemostraban un cansancio, al menos,igual al suyo. Durante la interminablenoche Gau sólo había corrido paraevitar las emboscadas y para inquietar alos enemigos. Pero, por desgracia, lasmaniobras de los Kzams le habíanextraviado; y ahora corría a la ventura,sin saber ya si se hallaba al Oeste o al

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Sur de la roca donde debía reunirse consu jefe.

Naóh pudo seguir las peripecias dela caza. Gau se dirigió hacia un pinarsituado al Nordeste. El primer grupo deKzams le seguía formando una línea quele cortaba la retirada en un frente de másde cuatrocientos metros. El segundogrupo, que desbordaba por el Norte,comenzaba a desviarse con objeto dellegar al bosque al mismo tiempo que elfugitivo; pero mientras éste entraría enél por Occidente, ellos debían hacerlopor Levante. Esta situación no eradesesperada, ni siquiera muydesfavorable, con tal de que el fugitivo

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torciera hacia el Noroeste, en cuanto leocultaran los árboles. Veloz como era, lesería fácil tomar una considerableventaja; y si Naóh lograba reunírsele,ambos podrían huir en dirección al GranRío.

De una sola ojeada, el jefereconoció el camino favorable: era unaextensión sembrada de matorrales, quele ocultarían hasta que llegase a la alturadel bosque y a Poniente del mismo. Sedisponía a descender de la colina,cuando una nueva peripecia, la mástemible de todas, le hizo estremecer:otro grupo de perseguidores apareció,esta vez al Noroeste. Gau sólo podía

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evitar ya el cerco de los Kzams huyendohacia Poniente, a toda velocidad; perono parecía tener conciencia del peligro yseguía en línea recta.

Otra vez luchó Naóh entre lanecesidad de salvar el Fuego, a Nam y así mismo, y la tentación de socorrer aGau; y otra vez cedió a la misteriosafuerza que empuja al hombre y a lasfieras a continuar la obra comenzada. ElHijo del Leopardo, después de una largamirada al paraje, cuyas particularidadesquedaron fijadas en sus ojos, descendióde la colina.

Echó a correr a lo largo delmatorral, agachado a su borde; dio luego

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un rodeo a través de unas altas hierbasazules y rojizas; y como su velocidadera mucho mayor que la de los Kzams yde Gau, quienes economizaban sualiento, llegó cerca del bosque antes deque el fugitivo hubiese entrado en él.

Le faltaba entonces dar a conocer supresencia. Imitó tres veces el bramidodel gran ciervo, que era la señal familiara los de su tribu. Pero la distancia erademasiado grande; Gau le habría oído,quizá, en ocasión normal; pero cansandocomo estaba y puesta toda su atención enlos que le perseguían, la llamada le pasóinadvertida.

Entonces Naóh se decidió a

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descubrirse, y abandonando las hierbasque le ocultaban se decidió adescubrirse, surgió delante de losenemigos y lanzó su grito de guerra. Unlargo aullido, repetido por todos losgrupos de Kzams que llegaban en aquelinstante al oeste y al este del bosque,repercutió en el espacio. Gau se detuvo,temblándole las rodillas de gozo y deasombro; y lanzándose a toda velocidad,corrió hacia el Hijo del Leopardo. Yaéste, seguro de ser perseguido, huíasiguiendo la línea practicable. Pero eltercer grupo de Kzams, advirtiéndolo,había cambiado también de ruta y seprecipitaba a cortar la retirada, mientras

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los primeros perseguidores corrían endirección casi paralela a la de losfugitivos. Estas maniobras lograron suobjeto: la vía del Oeste quedóbloqueada a la vez por los Kzams y poruna masa rocosa, casi inaccesible, y erainútil torcer hacia el Sudoeste, dondelos guerreros formaban un gransemicírculo.

Como Naóh guiaba a Gaudirectamente hacia la roca, los Kzams,cerrando su cerco, lanzaron un grito detriunfo; algunos llegaron a veinte metrosde los Ulhamr y les arrojaron azagayas,pero Naóh, atravesando una cortina dematorrales, arrastraba a su compañero a

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través de un desfiladero que habíadivisado desde lo alto de la colina.

Los Kzams aullaban; algunoscorrieron a su vez hacia el desfiladero, ylos otros rodearon el obstáculo.

Entretanto, Naóh y Gau huían a todavelocidad y habrían tomado una ventajaconsiderable si el terreno no hubiesesido tan rudo, tan desigual y movedizo.Cuando salieron al otro extremo de lamasa rocosa, tres Kzams desembocabanpor el Norte, cortando la retirada. Naóhpodía doblar al Mediodía, pero haciaallí resonaba el ruido creciente de lapersecución, de suerte que por aquellado también iban a salirle al paso. Y

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cualquier vacilación era mortal.Se lanzó en línea recta contra los

recién aparecidos, la maza en una manoy el hacha en la otra, en tanto que Gauempuñaba su arpón. Temiendo que seescapasen los Ulhamr, los tres Kzams sehabían dispersado. Naóh se abalanzó deun salto sobre el que estaba a suizquierda. Era un guerrero muy joven,ágil y flexible, que levantó el hacha paraparar el golpe. Un mazazo le arrancó elarma de la mano y otro mazazo lederribó.

Los dos restantes Devoradores deHombres se habían precipitado contraGau, contando derribarle enseguida y

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luego reunir sus fuerzas contra Naóh. Eljoven Ulhamr, arrojando una azagaya,había herido, aunque débilmente, a unode los agresores; pero antes de quepudiera hacer uso del venablo fuealcanzado en el pecho. Un rápidoretroceso y un salto de través lepermitieron ponerse en guardia.Mientras uno de los Kzams le atacaba defrente, con gran rapidez, el otro tratabade herirle por la espalda. Gau iba asucumbir, cuando llegó su jefe. Laenorme maza se desplomó como unárbol al ser derribado; uno de los Kzamscayó al suelo sin vida, y el otro se batióen retirada hacia un grupo de guerreros

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que venía al Norte y avanzaba a todocorrer.

Era demasiado tarde. Los Ulhamrescapaban al cerco, huían hacia elOeste, a lo largo de una líneadesembarazada de enemigos; y a cadasalto aumentaba su avance.

Corrieron largo tiempo, tan prontosobre la tierra resonante como sobre elsordo fango o entre las hierbas quesilban como reptiles; tan pronto en plenaespesura como a través de una turbera,subiendo pendientes o corriendo cuestaabajo, sin tino. Antes que el Sol hubiesellegado a la mitad del firmamentollevaban ya dos kilómetros y medio de

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ventaja. Algunas veces llegaron asuponer que el enemigo cesaría en supersecución; pero cuando llegaban a unaaltura y volvían la vista atrás, divisabansiempre, a lo lejos, la encarnizada jauríade los Devoradores de Hombres.

Gau iba perdiendo fuerzas, pues suherida no había cesado de manar sangre.A veces no era más que un hililloinsignificante, ya que, a pesar de lafuriosa carrera, la herida no se habíaabierto; pero después, algunos esfuerzosmás bruscos o un paso en falso, en unbache, hacían que el rojo líquidovolviera a brotar. Habiendo hallado alpaso algunos álamos jóvenes, Naóh le

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había aplicado una compresa de hojas.No obstante, la herida continuabasangrando bajo el vendaje, y poco apoco, la velocidad de Gau se hizo igual,e inferior luego, a la de los Kzams.Entonces, cada vez que los fugitivosvolvían la cabeza, veían que lavanguardia de sus enemigos habíaganado terreno. Y el Hijo del Leopardo,con profunda rabia, pensaba que si Gauno recuperaba sus fuerzas losperseguidores lo alcanzarían antes deque hubiera podido llegar a dondeacampaba el rebaño de los mamuts. YGau no mejoraba; se presentó una colinay la subió penosamente; pero al llegar a

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la cima, temblorosas las piernas, elrostro triste como la ceniza, el corazónextenuado, vaciló. Y Naóh, vuelto haciala tropa feroz que comenzaba a treparpor la pendiente, vio cuánto habíadisminuido ya la distancia.

—Si Gau no puede correr más —dijo con voz entrecortada—, losDevoradores de Hombres nos habránalcanzado antes que lleguemos a la vistadel río.

—Los ojos de Gau no ven y susorejas silban como grillos —balbuceóel joven guerrero—. Siga su camino elHijo del Leopardo; Gau morirá por elFuego y por el jefe. —¡Gau no morirá

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aún!Volviéndose hacia los Kzams, Naóh

hizo resonar un trinoso grito de guerra, yechándose a Gau al hombro recomenzóla carrera. Al principio, su gran valor ysu formidable musculatura lepermitieron conservar la ventaja. Sobreel suelo en declive saltaba arrastradopor el propio peso que llevaba.Flexibles como ramas de fresno, suscorvas sostenían aquella incesantetensión; pero al llegar al pie de lacolina, su aliento se aceleró y sus piesse entorpecieron. Sin su herida que leabrasaba sordamente, sin el mazazo quehabía recibido en la cabeza y que le

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hacía zumbar aún los oídos habríalogrado, aun con Gau a cuestas, dejaratrás a los Devoradores de Hombres,cuyas piernas eran cortas y estabanfatigadas por tan larga carrera. Perohabía ido más allá de lo que permitíansus fuerzas; ningún otro animal habríapodido llevar a cabo, sobre la estepa oentre los matorrales, un esfuerzo tanrudo y abrumador… Entretanto, ladistancia que le separaba de susenemigos decrecía. Oía sus pasos querozaban la tierra, rebotando sobre ella; yNaóh se daba cuenta, a cada instante, dela ventaja que iban consiguiendo.Estuvieron a doscientos metros, luego a

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ciento cincuenta, luego a ochenta.Entonces, el Hijo del Leopardo puso aGau en el suelo; y, con los ojos comoatontados, tuvo una vacilación suprema.

—¡Gau, Hijo del Saiga! —exclamóal fin—. ¡Naóh no puede librarte ya delos Devoradores de Hombres!

Gau se había puesto en pie, ycontestó:

—¡Naóh debe abandonar a Gau ysalvar el Fuego!

Entumecido aún, pues no obstantelas sacudidas se había dormido sobrelos hombros del jefe, Gau se estiró ytendió los brazos, mientras los Kzams, auna distancia de veinticinco metros,

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levantaban las azagayas para renovar lalucha. Naóh, decidido a no huir hasta elúltimo instante, les hizo frente.Zumbaron los primeros proyectiles;pero, arrojados desde demasiado lejos,caían al suelo sin alcanzar a los Ulhamr.Sólo una rozó una pierna de Gau y lecausó una herida tan ligera como la quehabría podido hacerle una espina derosal silvestre. Naóh respondióalcanzando con su maza al más cercanode los atacantes, y enseguida traspasó elvientre de otro guerrero que acudía agrandes saltos. La doble hazañaintrodujo el trastorno entre los que ibana la vanguardia de los Kzams. Lanzaron

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un clamor espantoso, pero se detuvieron,esperando el refuerzo.

Esta pausa favoreció a los Ulhamr.La puntada en la pierna tuvo la virtud dedespertar a Gau. Con mano débil aún,cogió un arpón y lo blandió, en esperade que los enemigos se pusieran a tiro.Naóh, al ver su actitud, le dijo:

—¿Es que Gau ha recuperado susfuerzas? ¡Huya, pues!… Naóh retrasarála persecución…

El joven guerrero vacilaba; pero eljefe le gritó secamente:

—¡Vete!Gau emprendió la huida, pesado y

vacilante al principio, pero afirmándose

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poco a poco. Naóh retrocedía, lento yformidable, una azagaya en cada mano; ylos Kzams no se atrevían a acometerle.Al fin, su jefe ordenó el ataque. Losdardos silbaron, saltaron los hombres.Naóh detuvo a dos guerreros en sucarrera y luego emprendió la suya.

Y la persecución recomenzó sobre latierra inmensa. Gau, a ratos ágil, a ratoslanguideciendo, aflojados los músculos,extenuado, corría impelido por la manode Naóh. Pero no por esto lograbanventaja sobre los Kzams, quienes lesseguían a trote sostenido, sinapresurarse, fiados en su mayorresistencia. Pero Naóh no podía sostener

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más a su compañero. La gran fatiga y lafiebre le hacían insufrible su herida delhombro; su cráneo se llenaba de ruidosy, por añadidura, había tropezado conuna roca lastimándose un pie.

—¡Gau tiene que morir! —repetía eljoven guerrero—. ¡Naóh dirá a losUlhamr que ha combatido como un buenguerrero!

Naóh, sombrío, no contestaba, atentoúnicamente al trote de sus enemigos.Otra vez llegaron a ochenta metros,luego a cuarenta de los fugitivos,mientras subían una abrupta ladera.Entonces, el Hijo del Leopardo,reuniendo sus energías más hondas,

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mantuvo el avance hasta lo alto de lacolina. Y una vez allí, echando unaintensa mirada hacia Occidente, elpecho palpitante a la vez de cansancio yesperanza, gritó:

—¡El Gran Río!… ¡Los mamuts!El vasto caudal corría allí,

reverberando entre los álamos, lossauces, los fresnos y los alisos; el granrebaño estaba también allí, a kilómetro ymedio, paciendo las raíces y los brotestiernos de los árboles. Naóh, arrastrandoa Gau, se lanzó con un impulso que leshizo ganar una ventaja de más decuarenta metros. ¡Éste era el últimoesfuerzo! Porque muy pronto perdieron

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esta pequeña ventaja, palmo a palmo.Los Kzams lanzaron su grito de guerra…

Cuando los Ulhamr hubieron llegadoa unos ochocientos metros más allá de lacolina, los Kzams les tenían casi a sualcance. Corrían éstos con su paso cortoy acompasado, tanto más seguros decoger a los Ulhamr, cuanto que éstos seencontrarían cerrado el paso por elcolosal rebaño, y sabían que aquellosgigantes, a despecho de su pacíficaindiferencia, no querían que nadie semezclara con ellos. Y así, rechazarían alos fugitivos.

No obstante, los Kzams nodescuidaban la persecución. Naóh y Gau

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oían ya un resuello; ¡y faltaba todavíapor salvar más de ochocientos metros!… Entonces Naóh lanzó un agudo gritode queja. De un bosquecillo de plátanosse vio salir un hombre. Un instantedespués, una de las enormes bestiaslevantó la trompa soltando un barritoestridente. Y se lanzó, seguido de otrostres, en línea recta, hacia el Hijo delLeopardo. Los Kzams, aterrados ycontentos a la vez, se detuvieron: nohabía más que hacer, sino esperar elretorno de los Ulhamr, cercarlos yaniquilarlos.

Sin embargo, Naóh y Gau siguieroncorriendo unos cuarenta metros;

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después, volviendo hacia los Kzams surostro demacrado por la fatiga y sus ojoscentelleantes por el gozo del triunfo, elHijo del Leopardo gritó:

—¡Los Ulhamr han hecho alianzacon los mamuts! ¡Naóh se ríe de losDevoradores de Hombres!

Mientras hablaba así, los mamutsllegaron; y ante el infinito estupor de losKzams, la más colosal de las bestiaspuso la trompa sobre el hombro delUlhamr. Y Naóh proseguía:

—¡Naóh ha tomado el Fuego! Hadado muerte a los Kzams en elcampamento y ha asustado a otros másnumerosos que le perseguían…

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Los Kzams contestaron con aullidosde rabia. Pero al ver que los mamutsseguían avanzando, retrocedieron a todaprisa, aterrados, puesto que ellos, aligual que los Ulhamr, jamás habríanimaginado que el hombre pudiesecombatir con aquellas hordas titánicas.

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7LA VIDA ENTRELOS MAMUTS

am había conservado bien elFuego. Brillaba claro y purodentro de su jaula cuando Naóh

volvió a verlo. Y aunque su fatiga fueseextrema, aunque su herida le mordiese lacarne como un lobo y en su cabezazumbara la fiebre, el Hijo del Leopardotuvo un gran momento de felicidad. Ensu ancho pecho palpitaba toda laesperanza humana, más bella aún desde

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que, sin ignorarla, no pensaba en lamuerte. La juventud vivía en él y, parasu corta previsión, esto significaba laEternidad. Le pareció ver el pantano enprimavera, cuando los cañaveraleslanzan al aire sus tiernas flechas; cuandolos álamos, los alisos y los sauces serevisten con sus hojas verdes y blancas;cuando las cercetas, las garzas y laspalomas torcaces dialoganmusicalmente; cuando la lluvia cae tanalegre que es como si la vida mismacayese sobre la tierra. Y ante las aguas,y sobre las hierbas y entre los árboles,la faz de la posteridad era la faz deGamla.

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Cuando Naóh hubo soñado delantedel Fuego, cogió unas raíces y plantastiernas para rendir homenaje al jefe delos mamuts, pues pensaba que la alianza,para ser duradera, debía ser renovadadiariamente. Sólo entonces, dejando aNam la custodia del Fuego, fue a buscarun abrigo en el centro del gran rebaño yallí se tendió sobre la tierra.

—Si los mamuts dejan estos pastos—dijo Nam—, yo despertaré al Hijo delLeopardo.

—El pasto es aquí abundante —respondió Naóh—: los mamuts paceránhasta la noche.

Y se hundió en un sueño profundo

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como la muerte.Al despertar, el Sol se inclinaba

sobre la sabana. Nubes de coloresquisto se amontonaban y lentamenteenvolvían el disco de oro, semejanteentonces a la enorme flor del nenúfar.Naóh sintió en las junturas de brazos ypiernas un dolor como si se las hubieranroto; la fiebre corría a través de sucráneo y su espinazo, pero el molestozumbido se debilitaba en sus oídos y eldolor del hombro menguaba.

Se levantó, contempló en primerlugar el Fuego, y después preguntó a sujoven compañero:

—¿Han vuelto los Kzams?

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—No se han alejado todavía…Aguardan al borde del río, delante de laisla de los álamos altos.

—Está bien —respondió el Hijo delLeopardo—. Les faltará el fuego durantelas noches húmedas, perderán el valor yvolverán a su horda. Duerma Nam, a suvez.

Mientras Nam se acostaba sobre lashojas y el liquen, Naóh examinó a Gau,que se agitaba en sueños. El jovenestaba débil, su piel ardía, y surespiración era fatigosa; pero la sangreno manaba ya de su pecho. Naóh,pensando que Gau no entraría aún en lasraíces de la profunda tierra, se inclinó

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sobre el Fuego con un gran deseo deverle crecer en una fogata de ramassecas.

Pero rechazó este placer, dejándolopara los días siguientes, pues lo primeroera lograr que el jefe de los mamutspermitiera a los Ulhamr pasar la nocheen su campamento. Naóh le buscó con lamirada. Le vio solitario, según sucostumbre, para velar mejor por elrebaño y escrutar más ampliamente lallanura, paciendo arbolillos que apenasbrotaban del suelo. El Hijo delLeopardo cogió raíces de helécho,buscó también habas panosas, y con todoello se dirigió hacia el mamut. La bestia,

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al acercarse el hombre, dejó de pastar,movió suavemente la velluda trompa ydio algunos pasos a su encuentro.Viéndole los brazos cargados decomida, mostró su contento y su afectohacia el hombre. El nómada tendió laprovisión que estrechaba contra elpecho y murmuró:

—Jefe de los mamuts, los Kzams nohan abandonado aún el río. Los Ulhamrson más fuertes que ellos, pero sólo sontres, mientras ellos son más de tresveces dos manos, y nos matarán si nosalejamos de los mamuts.

El coloso, harto de una jornadaentera de pacer, comía lentamente las

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raíces y las habas. Cuando huboacabado, miró al Sol poniente; ydespués se acostó en el suelo, mientrassu trompa rodeaba el cuerpo delhombre. Naóh dedujo de esta actitud quela alianza era completa y que podíaesperar su curación y la de Gau en elcampamento de los mamuts sin temor alos Kzams, al león, al tigre y al oso gris.Quizá le sería también concedidoencender el Fuego devorador y gustar ladulzura de las raíces, las castañas y lascarnes asadas.

El Sol se ensangrentó en el vastoOccidente e iluminó magníficos celajes.Fue un anochecer rojo como la flor de

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cañacoro, amarillo como una pradera deranúnculos, liliáceo como los colquiosen una ribera de otoño; y susresplandores registraban la profundidaddel río. Fue uno de los más belloscrepúsculos de la tierra mortal. Noexcavó en el cielo perspectivasinconmensurables, como los crepúsculosde estío; pero tuvo lagos, islas ycavernas saturados del fulgor de lasmagnolias, del ácoro bastardo y delrosal silvestre, cuyo brillo arrebataba elalma primitiva de Naóh. Y éste sepreguntaba quién podía iluminaraquellos espacios inmensos, quéhombres y qué bestias vivían detrás de

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la montaña del cielo…Tres días hacía que Naóh, Gau y

Nam moraban en el campamento de losmamuts. Los vengativos Kzamscontinuaban merodeando a la orilla delGran Río con la esperanza de capturar ydevorar a los hombres que habíanburlado su astucia, desafiado su fuerza ytomado su fuego.

Naóh no los temía ya; su alianza conlos mamuts se había hecho completa ytodas las mañanas su vigor personal seafirmaba. Ya no le zumbaba el cráneo; laherida del hombro, poco profunda, secerraba rápidamente, y la fiebre habíacesado. Gau se restablecía también.

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Frecuentemente, los tres Ulhamr, desdelo alto de un montecillo, desafiaban asus adversarios.

Naóh les decía a gritos:—¿Por qué vagabundeáis alrededor

de los mamuts y de los Ulhamr? Para losmamuts sois como los chacales ante elGran Oso. ¡Ni la maza ni el hacha deningún Kzam pueden resistir a la maza nial hacha de Naóh! Si no regresáis haciavuestros cazaderos, os pondremosceladas y moriréis a nuestras manos.

Nam y Gau lanzaban el grito deguerra y blandían las azagayas; pero losKzams merodeaban en los matorrales,entre las cañas, en la sabana o bajo los

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arces, los sicómoros, los fresnos y losálamos. De repente, se distinguía unvelludo torso, una cabeza coronada delargos cabellos, o bien, en la penumbra,se deslizaban confusas siluetas. Yaunque no la temiesen, los Ulhamrdetestaban su presencia, que les impedíaalejarse para reconocer el terreno yconstituía una amenaza para el futuro,pues sería necesario muy prontoabandonar a los mamuts para volverhacia el Norte. El Hijo del Leopardopensaba en los medios de alejar alenemigo.

Continuaba con sus homenajes aljefe de los mamuts. Tres veces al día

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recogía para él tiernas raíces y pasabalargos ratos a su lado, a fin decomprender su lenguaje y hacerleentender el suyo. El mamut escuchabagustoso la palabra humana, sacudía lacabeza y parecía pensativo; a veces unfulgor lucía en sus oscuros ojos, o suspárpados se fruncían como si viera.Entonces Naóh pensaba:

—El Gran Mamut comprende aNaóh; pero Naóh no le comprende a él.

Sin embargo, uno y otro hacíangestos y movimientos cuyo sentido noera dudoso y que se referían a lacomida. Cuando el nómada gritaba:«¡Aquí está!», el mamut se acercaba

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enseguida, aun cuando Naóh estuvieseescondido, pues sabía que iba a hallarraíces, frescos tallos o frutos. Poco apoco aprendieron a llamarse, incluso sinobjeto. El mamut lanzaba un barritosuave y Naóh articulaba una o dossílabas. Estaban contentos de hallarseuno junto al otro. El hombre se sentabaen el suelo; el mamut daba vueltas a sualrededor y, alguna vez, como por vía dejuego, le levantaba delicadamente en sutrompa arrollada.

Para llegar a su objetivo, Naóhhabía ordenado a sus compañeros querindieran homenaje a otros dos mamuts,que eran jefes después del coloso. Al

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familiarizarse con los nómadas, lesdaban el afecto que ellos les habíanpedido. Luego Naóh enseñó a los dosjóvenes la forma de acostumbrar a losgigantes a su voz; y de tal manera lohicieron que al quinto día los mamutsacudían a la llamada de Nam y Gau.

Los Ulhamr tuvieron una gran dicha.Un anochecer, antes de finalizar elcrepúsculo, habiendo acumulado ramasy hierbas secas, Naóh se atrevió aencender una fogata. El aire era fresco,bastante seco, y la brisa soplaba apenas.La llama creció al principio negra por elhumo, y luego pura, rugiente y del colorde la aurora.

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Los mamuts acudieron de todaspartes. Se veía avanzar sus grandescabezas, y en sus ojos brillaba lainquietud. Los más nerviosos barritaban,porque conocían el Fuego. Lo habíanencontrado vagando por la sabana y laselva, después de caer el rayo, y hastalos había perseguido con espantososcrujidos; su aliento les roía el cuerpo ysus dientes les traspasaban lainvulnerable piel. Los mamuts ancianosse acordaban de compañeros que fueronrodeados por aquella cosa terrible y nohabían vuelto jamás. Así, contemplabancon temor e irritación la llama junto a lacual se sentaban las bestezuelas

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verticales.Naóh, advirtiendo el desagrado de

los titanes, se acercó al gran mamut y ledijo:

—El fuego de los Ulhamr no puedeescaparse, no puede crecer entre lasplantas ni puede lanzarse sobre losmamuts, porque Naóh lo ha hechoprisionero en un terreno donde careceráde alimento.

El coloso, conducido a diez pasosde la llama, la contemplaba; y másanimoso que sus semejantes, penetradode una oscura confianza al ver a susdébiles amigos tan serenos, setranquilizó. Como su inquietud o su

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sosiego regían desde hacía largos años,los del rebaño, poco a poco, dejaron detemer al fuego inmóvil de los Ulhamrcomo temían al fuego formidable quegalopa sobre la estepa.

Así Naóh pudo alimentar la llama yrechazar las tinieblas. Y aquella nochegustó la carne, las raíces, los hongosasados, y se regaló con ello.

Al sexto día, la presencia de losKzams se hizo más insoportable. Naóhhabía recuperado ya todas sus fuerzas; lainacción le pesaba y el espacio le atraíahacia el Norte. Habiendo visto algunostorsos velludos asomar entre los

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plátanos, le acometió la cólera yexclamó:

—¡Los Kzams no se alimentarán conla carne de Naóh, de Gau ni de Nam!

Después reunió a sus compañeros yles dijo:

—Vosotros llamaréis a los mamutscon los cuales habéis hecho alianza y yoharé que me siga el Gran Jefe. Asípodremos combatir con los Devoradoresde Hombres.

Habiendo ocultado el Fuego en lugarseguro, los Ulhamr se pusieron encamino. A medida que se alejaban delcampo ofrecían alimento a los mamuts, yNaóh, de cuando en cuando, les hablaba

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con suaves voces. Sin embargo, al llegara cierta distancia, los colosos vacilaron,porque el sentimiento de suresponsabilidad con el rebañoaumentaba a cada zancada y les hacíadetenerse y volver la cabeza haciaOccidente. Por fin se pararon en seco; ycuando Naóh lanzó el grito de llamada,el jefe de los mamuts respondióllamándole a su vez. El Hijo delLeopardo volvió sobre sus pasos, pasóla mano por la trompa de su aliado y ledijo:

—Los Kzams están escondidos entrelos arbustos. Si los mamuts nos ayudarana combatirlos, ellos no se atreverían a

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vagabundear en torno al campamento.El jefe de los mamuts permanecía

impasible y no cesaba de mirar atrás,hacia el lejano rebaño cuyos designiosregía. Sabiendo Naóh que los Kzamsestaban ocultos a unos pocos tiros deazagaya, no pudo resolverse aabandonar el ataque y se deslizó,seguido de Nam y Gau, a través de laespesura. Los dardos silbaron; variosKzams se irguieron entre los matorralespara apuntar mejor al enemigo, y Naóhlanzó un largo y estridente grito.

Entonces, el jefe de los mamutspareció comprender. Lanzó un barritoformidable que reunía la manada y se

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precipitó, seguido de los otros dosmachos, contra los Devoradores deHombres. Naóh, blandiendo la maza, yNam y Gau con el hacha en la manoizquierda y un dardo en la diestra,atacaron clamando belicosamente.Espantados, los Kzams se dispersaron através de los matorrales; pero el furor sehabía apoderado de los mamuts ycargaron sobre los fugitivos comohabrían cargado contra los rinocerontes,mientras que desde la orilla del GranRío se veía al rebaño entero acudiendoen grupos enfurecidos. Todo crujía alpaso de las formidables bestias; losanimales ocultos, lobos, chacales,

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corzos, ciervos, caballos, saigaes yjabalíes se levantaban de la tierra yhuían como ante la proximidad de unhuracán.

El gran mamut fue el primero quealcanzó a un enemigo. El Kzam se echóal suelo, aullando de terror; pero lamusculosa trompa se doblegó paracogerlo, le arrojó verticalmente a cuatrometros de altura, y al caer, una de lasenormes patas le aplastó como uninsecto.

El rebaño llegaba, y su flujo temibleanegó el matorral. Una oleada demúsculos cubrió la llanura; toda la tierrapalpitaba como un pecho; y cuantos

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Kzams se hallaron al paso, desde elGran Río hasta los cerros y hasta lafresneda, quedaron convertidos en barrosangriento. Únicamente entonces el furorde los mamuts se apaciguó. El jefe,deteniéndose al pie de una colina, dio laseñal de paz; y se detuvieron todos,centelleantes todavía los ojos, sacudidoslos flancos por los estremecimientos dela cólera.

Los Kzams que pudieron escapar aldesastre huían desatinadamente hacia elMediodía. No había que temer ya susemboscadas. Renunciaban para siemprea matar a los Ulhamr y devorarlos; yllevaban a su horda la asombrosa noticia

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de la alianza de los Hombres del Nortecon los mamuts, cuya leyenda seperpetuaría en el curso de los siglos yde incontables generaciones…

Durante diez días los mamutsdescendieron hacia las tierras bajas, a lolargo de la ribera. Su vida era bella.Perfectamente adaptados a las praderas,la fuerza llenaba sus pesados flancos; unalimento abundante se les ofrecía a cadarecodo del río, en los barrizalespalustres, sobre el humus de los llanos yentre los viejos oquedales.

Ninguna bestia turbaba su camino.Soberanos de la tierra, dueños decaminar y detenerse a su gusto, sus

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antepasados les habían asegurado lavictoria, perfeccionando el instinto de laraza, endulzando sus costumbres,regulando sus jornadas, su táctica, suscampamentos y su jerarquía, proveyendoa la defensa de los débiles y a lainteligencia entre los poderosos. Laestructura de su cerebro era delicada yestaba provista de sutiles sentidos:tenían una visión exacta, y no la pupilainquieta del caballo o del uro; el olfatofino, el tacto seguro y muy vivo el oído.

Enormes y al mismo tiempoflexibles; gruesos pero ágiles,exploraban las aguas y la tierra,palpaban los obstáculos, olfateaban,

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cogían, arrancaban o amasaban, conaquella trompa de nervios finos que searrollaba como una serpiente,estrechaba como un oso y trabajabacomo la mano del hombre. Sus colmillosexcavaban el suelo; de una pisada de susredondas patas aplastaban al león.

Nada ponía límites a la victoria desu raza. Les pertenecía tanto el tiempocomo el espacio. ¿Quién habría podidoturbar su reposo; quién les impediríaperpetuarse en generaciones tannumerosas como aquéllas de las cualesdescendían?

Así soñaba Naóh, mientras ibaacompañando a aquel pueblo de

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colosos. Escuchaba con placer cómocrujía la tierra a su paso, y contemplabaorgullosamente sus anchas y pacíficashileras, escalonadas delante del río obajo las enramadas de otoño. Todos losanimales se apartaban a su proximidad;y los pájaros, para verlos, descendíande lo alto o se elevaban por encima delos cañaverales. Fueron aquellos díastan dulces en su seguridad y abundanciaque, sin el recuerdo de Gamla, Naóh nohabría deseado su fin, pues ahora queconocía a los mamuts los hallaba menosrudos, menos inseguros. Su jefe no era,como Faúhm, temible aun para suspropios amigos, sino que conducía la

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manada sin amenazas ni perfidia. Nohabía un solo mamut que tuviera el genioferoz de Agooh y sus hermanos…

Al romper el alba, cuando el ríodiscurría hacia Oriente, los mamuts selevantaban de la húmeda tierra. ElFuego chisporroteaba, ahíto de pino osicómoro, de álamo o de tilo; y en laprofundidad silvestre, sobre la orillabrumosa, las bestias sabían que la vidadel mundo había vuelto a aparecer.

Esta aparición se ensanchaba en lasnubes, inscribiendo en ellas el símbolode todo lo que la luz hacía brotar de lastinieblas, donde, sin ella, los pórfidos,los cuarzos, los gneis, la mica, los

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minerales, las gemas y los mármolesdormirían incoloros y glaciales; símbolotambién de cuantas formas y colorescrea la vida al agitar el mar tumultuoso yvolatilizarlo en el espacio, y al unirse alagua para tejer las plantas y amasar lacarne de las bestias.

Cuando la vida llenaba el pesadocielo de otoño, barritaban los mamuts,levantando sus trompas, y empezando agozar de esa juventud que trae la mañanay hace olvidar la noche. Se perseguíanen las sinuosidades de las ensenadas yhasta el extremo de los promontorios; sereunían en grupos, llenos de emoción,ante el simple y profundo placer de

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reconocerse con la misma estructura, losmismos instintos, los mismosmovimientos que la víspera. Después,sin prisa ni pena, desenterraban lasraíces, arrancaban los frascos tallos,pacían la hierba, trituraban las castañasy las bellotas, paladeaban toda especiede setas y hongos, y saboreaban la trufa.Gustaban de bajar todos juntos aabrevarse; y entonces su pueblo parecíamás numeroso, su masa más imponente.

Naóh subía a algún cerro o escalabauna roca para verlos bajar hacia laorilla.

Sus dorsos se sucedían como losaludes de una avenida torrencial, sus

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anchos pies abrían hoyos en la arcilla,sus orejas parecían gigantescosmurciélagos prontos a tomar el vuelo;agitaban las trompas como troncos decítiso cubiertos de musgo fangoso, y loscolmillos, a centenares, alargaban susvenablos lisos, relucientes y curvos…

Volvía la puesta del Sol, y otra vezlas nubes reasumían el esplendor de lascosas. La carnívora noche caía comouna neblina violácea, y el Fuegoempezaba a crecer. Los Ulhamr leservían una comida copiosa; y éldevoraba glotonamente la leña de pino ylas hierbas secas, jadeaba al roer elsauce, y su aliento se volvía acre al

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atravesar los tallos y las hierbashúmedas. A medida que se agrandaba, sucuerpo se volvía más claro y su voz másronca; secaba la tierra fría y rechazabalas tinieblas hasta unos cuatrocientosmetros. Cuando añadía a la carne, a lascastañas y a las raíces un saborpenetrante, el gran mamut iba acontemplarlo. Se acostumbraba a él, segozaba en su caricia y en su resplandor,fijaba en él sus ojos pensativos y seguíalas acciones de Naóh, Nam y Gau alechar ramajes, troncos o hierbas secasen las fauces de escarlata. Quizáentrevía vagamente que la raza de losmamuts sería más fuerte aún si pudiera

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servirse del fuego.Un anochecer se acercó más que los

otros días, alargando la trompa yolfateando los soplos que se levantabande aquella bestia de formas variables.El gran mamut estaba tan inmóvil queparecía una roca de granito; después,cogiendo una gruesa rama, la tuvo uninstante suspendida y la echó en mediode las llamas. La rama hizo brotar unabandada de chispas, crujió, silbó, humeóy se inflamó por fin. Entonces,sacudiendo la cabeza con aire decontento, el coloso fue a poner sutrompa sobre el hombro de Naóh, quienno había hecho el menor movimiento.

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Sobrecogido de estupor y admiración,creyó que los mamuts sabían cuidar elFuego como los hombres; y se preguntópor qué pasaban las noches en medio delfrío y la humedad de las tinieblas. Lacontestación era obvia, pero sumentalidad de salvaje no acertó aformularla: los mamuts no sabían hacerfuego, ni construir armas defensivasporque carecían de inteligencia.

A partir de entonces, el gran mamutse encariñó más todavía con losnómadas. Ayudaba a recoger leña,alimentaba el fuego, con prudencia ysagacidad, y parecía soñar envuelto enla claridad bronceada, purpúrea o

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carmesí que despedía la llama. En suenorme cráneo parecían agrandarsenuevas nociones, estableciendo un lazomental entre él y los Ulhamr.Comprendía varias palabras y muchosademanes, y él mismo sabía darse aentender. En aquel tiempo las tribusdesprendidas y alejadas del centro decivilización inicial descendieronrápidamente a un grado deembrutecimiento que los habría niveladocon las bestias, de no poseer el atributoinnato de la inteligencia, facultad que lesestá negada a los irracionales. Losmamuts conocían instintivamente todo lonecesario para su conservación y

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propagación. Así, su jefe regulaba conalguna anticipación la partida de lamanada; cuando había que penetrar enterritorios sospechosos o enigmáticos,se hacía preceder de escuchas oavanzadas; en su experiencia, guiada poruna memoria tenaz, había variedad yfirmeza. Aunque con menos precisiónque Naóh, no le cedía en cuanto a ciertasapreciaciones sensitivas sobre lasaguas, las plantas y los animales;entreveía la sucesión de los períodosáridos y de los períodos fértiles del año,y discernía groseramente el curso delSol, sin confundirlo con el de la Luna.Porque si los hombres, desde hacía

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millares de años, iban acrecentando yafinando su entendimiento por medio detodo lo que habían palpado ytransformado sus manos, los mamuts, encambio, con ayuda de su ingeniosatrompa desenvolvían multitud depercepciones que permanecíanignoradas para aquellos. Sin embargo,reducido a algunas entonaciones y apocos signos, el lenguaje de los colosossólo expresaba sensaciones y estadospasionales o instintivos; ningunapercepción suya podía combinarse conotra o ensancharse por medio de esegran río de la tradición oral, que, entrelos hombres, causaba, reunía, variaba

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inagotablemente la experiencia, lainvención y las imágenes… Si el instintohereditario de los mamuts se limitaba ala imitación de actos y gestosmilenarios, a la transmisión de añagazasy tácticas, a una somera educación sobreel uso de los objetos o las relacionescon la comunidad y los individuos,tenían la ventaja de un instinto socialmás antiguo que el de los hombres, y deuna longevidad que favorecía laexperiencia individual. El hombre noestaba conformado para vivir tantasestaciones como el mamut, y se veíamucho más sujeto a perecer poraccidente. No podía tampoco contar con

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una protección muy eficaz; el odio desus semejantes le amenazaba nosolamente fuera, sino en el seno de laHorda misma. Así, existían menoshombres que mamuts que hubiesenrecibido de la vida una lección a la vezcopiosa y duradera. Y Naóh veía en sucolosal compañero —en quien una largaexistencia dejaba intactos el vigor, laagilidad y la memoria, y cuyos ojos,oídos y olfato conservaban su juventud—, un instinto que él juzgaba superior ala inteligencia del viejo Goún, cuyosrecuerdos eran vastos, pero cuyasarticulaciones se volvían rígidas, losmovimientos perezosos e indecisos, el

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oído duro y turbia la vista…

Entretanto, los mamuts continuabandescendiendo el curso del Gran Río; yya su ruta se alejaba de la que debíallevar a los Ulhamr hacia la Horda, puesel río, que al principio seguía ladirección Norte, luego se desviaba alOriente e iba muy pronto a descenderhacia el Sur. Naóh se inquietaba. Amenos que el rebaño no consintiese enabandonar la vecindad de las orillas, ibaa ser preciso separarse de él. ¡Y era tangrata la costumbre de vivir entreaquellos compañeros enormes ybenévolos! Tras tanta seguridad, las

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soledades iban a parecer más feroces.Allá, bajo el lluvioso otoño, en la selvallena de fieras, sobre la inmensa praderaen fermentación, vendrían día y noche laemboscada y el acecho, la brutalidad delos elementos y la perfidia del felino.

Una mañana, Naóh se detuvo ante eljefe de los mamuts y le dijo:

—El Hijo del Leopardo ha hechoalianza con la Horda de los mamuts. Sucorazón está contento a su lado. Lesseguiría durante estaciones sin cuento;pero debe volver a ver a Gamla, aorillas del Gran Pantano. Su ruta es alNorte y hacia Occidente. ¿Por qué nodejan los mamuts las orillas del río?

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Se había apoyado contra uno de loscolmillos del mamut; la bestia,presintiendo por la expresión de Naóh lagravedad de sus designios, le escuchabainmóvil.

Después osciló lentamente su pesadacabeza y reanudó el camino, para guiarel rebaño, que continuaba siguiendo laorilla. Naóh pensó que era aquélla larespuesta del coloso, y se dijo:

—Los mamuts tienen necesidad delas aguas… También los Ulhamrpreferirían seguir el curso del río…

La necesidad le salía al paso.Exhaló un hondo suspiro y llamó a suscompañeros. Después, habiendo visto

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desaparecer la retaguardia del rebaño,subió a un montecillo y contempló, a lolejos, al jefe que le había acogido ysalvado de las garras de los Kzams. Elpecho se le llenaba de dolor y de miedo.Y volviendo los ojos al NorteOccidente,sobre la estepa y la maleza de otoño,sintió su debilidad de hombre; y sucorazón voló, lleno de ternura, hacia losmamuts y su fuerza inagotable.

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TERCERA PARTE

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1LOS ENANOS

ROJOS

iguieron grandes lluvias. Naóh,Nam y Gau se encenagaron enlas tierras inundadas, erraron

bajo enramadas podridas, franquearonmontes y descansaron al abrigo deespesas frondas, en las oquedades de lasrocas o en las grietas del terreno. Era eltiempo de las setas. Sabían que sonpérfidas y pueden matar al hombre,como el veneno de las serpientes, y

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ninguno de ellos comía sino las que losancianos les habían señalado comobuenas, según su forma y color, y lasdistinguían también con el olfato.Cuando faltaba la carne, iban, según loslugares y alturas, en busca de las variasespecies de setas comestibles einofensivas. Las buscaban a la sombrade los húmedos oquedales, entre laschorreantes encinas, los olmosdevorados por el musgo, losherrumbrosos sicómoros, o sobre lasplantas viscosas, en el letargo de lashondonadas, bajo los saledizos de losesquistos, los gneis y los pórfidos.

Esta vez, con el fuego conquistado,

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podían cocerlas, ensartadas en ramitas oexpuestas sobre piedras planas y aunsobre la arcilla. También asabanbellotas, raíces y a veces castañas;tostaban ayucos y nueces, y extraíandulces savias de los acres.

El fuego constituía su gozo y supena. Lo defendían con astucia yencarnizamiento, contra el huracán y laslluvias torrenciales. Algunas veces,cuando el agua caía demasiado espesa ydemasiado insistente, se hacía necesarioabrigarlo; si no hallaban el refugio enlas rocas, en los árboles o en el suelo,era necesario abrirlo, construirlo, en locual perdían largas jornadas. Las

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perdían también en rodear losobstáculos: por haber querido atajar porel camino más recto, quizá habíanalargado su viaje; pero ellos loignoraban, y se dirigían hacia el país delos Ulhamr, guiándose por su instinto yremitiéndose al Sol, que dabaindicaciones vagas, pero incesantes.

Llegaron al borde de una tierraarenosa, salpicada por masas de granitoy basalto. Esta tierra parecía cerrar todoel Noroeste, y era blanca, miserable yamenazadora. De trecho en trechoproducía un poco de hierba dura;algunos pinos extraían de las dunas unavida penosa; los líquenes mordían la

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piedra y colgaban en pálidos vellones.Alguna liebre febril, algún atemorizadoantílope pasaban a veces, flanqueandolas colinas o metiéndose en los pasos delos cerros. La lluvia se hacía más rara;erraban fláccidas nubes al par de lasgrullas, los gansos y las chochas.

Naóh vacilaba en internarse en aquelterreno lamentable. El día ibadeclinando; una claridad terrosa sedeslizaba sobre la llanura; el vientocorría sordo y lúgubre.

Los tres Ulhamr, vuelto el rostrohacia las arenas y las rocas, sintieron enla nuca el escalofrío del desierto; perocomo tenían carne en abundancia y la

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llama lucía clara en las jaulas, echaron aandar a la aventura.

Cinco días pasaron sin ver el fin delllano y de las dunas desiertas. Teníanhambre, porque las bestias, ágiles yveloces, escapaban a sus celadas.Tenían sed, pues la lluvia habíadisminuido aún más y la arena sorbía elagua. Y más de una vez llegaron a temerla muerte del Fuego. Al sexto día, lahierba se mostró más abundante y menosdura; a los pinos sucedieron lossicómoros, los plátanos y los álamos, ylas charcas se multiplicaron. Luego latierra se oscureció, el cielo se hizo másbajo, lleno de opacas nubes, que se

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extendían sin fin. Los Ulhamr pasaron lanoche bajo un álamo, después de haberencendido un montón de leña y hojas,que gemía bajo el chaparrón y esparcíauna humareda sofocante.

Naóh hizo la primera vela, y despuésde él veló Nam. El joven Ulhamrcaminaba alrededor de la hoguera,atento a reanimarlo con ayuda de unavara y a secar las ramas antes de darlasal fuego como alimento. Un pesadoresplandor se arrastraba a través de losvapores y la humedad; se extendía sobreel barro; se deslizaba entre los arbustosy enrojecía tristemente las frondas. Entorno, rondaban las tinieblas, que lo

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llenaban todo. Entre el rumor del agua,parecían como un fluido formidable yviscoso. Nam se agachaba para secarselas manos y los brazos; después,aguzaba el oído. En el fondo de lastinieblas estaba el peligro, un peligroinforme, que podía desgarrar con lazarpa o con la mandíbula, aplastar bajolos cascos de la manada, deslizar la fríamuerte entre los anillos de la serpiente,romper los huesos con el hacha otraspasar el pecho con el arpón…

El guerrero experimentó un bruscoestremecimiento: sus sentidos y suinstinto se alarmaron; supo que algovivo merodeaba alrededor del fuego, y

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tocó suavemente al jefe.Naóh se puso de pie de un salto,

explorando a su vez la oscuridadnocturna, y vio que Nam no se habíaengañado. Vagaban seres cuyo efluvio sedisipaba entre la humedad y el humo; apesar de ello, el Hijo del Leopardoadivinó la presencia humana. Dio tresfuertes golpes de venablo, en lo másabrasado de la hoguera; saltaron lasllamas, mezcladas de azufre y escarlata,y a lo lejos unas siluetas se ocultaron.

Enseguida despertó el jefe alcompañero dormido:

—¡Los hombres están ahí! —murmuró.

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Uno al lado del otro, durante largorato, procuraron penetrar la oscuridad.Nada volvió a verse. Ningún ruidoextraño turbaba el chapoteo de la lluvia;ningún efluvio evocador se descubría enlos soplos del viento. ¿Dónde estaba,pues, el peligro? ¿Era una horda oalgunos hombres que habitaban en lasoledad? ¿Qué camino debía tomarsepara luchar o para huir?

—¡Custodiad el Fuego! —dijo al finel jefe.

Sus compañeros vieron que elcuerpo de Naóh disminuía. Después dedar un rodeo, el Ulhamr se orientó hacialos matorrales donde había visto

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ocultarse las siluetas humanas. El Fuegole guiaba, pues aunque fuese invisible,esparcía un resplandor de crepúsculo.Naóh se detenía continuamente,empuñando el hacha y la maza; a vecespegaba el oído al suelo, y siempre poníacuidado en avanzar trazando curvas y noen línea recta. Merced a la blandura dela tierra y a su precaución, ni el oído dellobo más fino hubiera podido oír supaso.

Antes de llegar a los matorrales, sedetuvo. Dejó pasar algún tiempo sin queoyera ni percibiera otra cosa que lacaída de las gotas de lluvia, el susurrode los vegetales o la huida de un animal

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asustado. .Entonces tomó un rumbo oblicuo,

traspasó los matorrales y volvió sobresus pasos: no descubría rastro alguno.

Pero no se extrañó por esto, pues suinstinto se lo había anunciado ya, y sealejó en dirección a un cerro que habíadivisado antes, al anochecer. Cuandollegó a la cima, después de escalarlacon tiento y rodeos, descubrió abajo, alo lejos, en una hondonada y a través dela bruma, un resplandor que indicabaotra hoguera humana. La distancia eratan grande y tan opaca la atmósfera, queapenas pudo discernir algunas deformessiluetas; pero no cabía duda acerca de

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su naturaleza. El escalofrío que lesacudió al borde del lago le acometiónuevamente. Y el peligro, esta vez, erapeor, porque los desconocidos habíandetectado la presencia de los Ulhamr,antes de ser descubiertos ellos mismos.

Naóh, muy despacio al principio, ymás rápidamente cuando el Fuego fuevisible, regresó a su campamento.

—¡Los hombres están allí! —murmuró.

Tendía la mano hacia el Este, segurode su orientación; y añadió, después deuna corta pausa:

—Hay que reanimar el Fuego en lasjaulas.

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Confió esta operación a Nam y Gau,mientras él mismo echaba brazadas deramaje alrededor de la fogata, paraformar una suerte de barrera luminosa.Así, los que se acercaran podríandistinguir el resplandor de las llamas,pero no si había centinelas. Cuando lasjaulas estuvieron listas y repartidas lasprovisiones, Naóh dispuso la partida.

La lluvia se hacía más fina y nosoplaba un hálito de aire. Si losenemigos no cerraban el camino o nodescubrían inmediatamente la fuga,rodearían la hoguera que ardía en lasoledad, y, juzgándola defendida, noatacarían sino después de haber

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multiplicado las tretas y lasprecauciones. Así, Naóh y los suyospodían tomar una considerable ventaja.

Hacia el amanecer cesó la lluvia.Una triste claridad subió de los abismos,y la aurora se arrastró miserablementedetrás de las nubes. Desde hacía rato,los Ulhamr estaban subiendo una suavependiente. Cuando llegaron a lo más altodel repecho, sólo vieron, al principio, lasabana, la maleza y los bosques, colorde ocre o de pizarra, con islas azules yclaros rojizos.

—Los hombres han perdido nuestrahuella —murmuró Nam.

Pero Naóh le respondió:

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—¡Los hombres nos persiguen!En efecto, dos siluetas surgieron, en

la bifurcación de un río, seguidas deotras treinta. A pesar de la distancia,Naóh juzgó a esos hombres como deestatura extraordinariamente baja; de susarmas nada podía decirse, puesto que noera posible distinguirlas. Y como noveían a los Ulhamr, que andaban ocultospor los árboles, sus seguidores sedetenían de cuando en cuando, paraexaminar las huellas. Su número fueaumentando y el Hijo del Leopardo losevaluó en más de cincuenta. Sinembargo, no parecían poseer igualagilidad que los fugitivos.

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Salvo que volvieran atrás, losUlhamr debían atravesar zonas casiestériles o sembradas de corta hierba.Lo mejor era avanzar sin rodeos,contando con la fatiga del enemigo.Como la pendiente descendía, losnómadas anduvieron largo tiempo sincansarse. Y cuando, al volver la cabeza,vieron a los perseguidores quegesticulaban sobre la cima, la ventajahabía aumentado.

Poco a poco, el terreno se hacía másáspero. Encontraron una llanura degreda, como convulsa e hinchada; luegounas laudas donde abundaban ciertasplantas duras y estaban llenas de

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celadas, de charcas ocultas, que no seveían enseguida y era precisocontornear.

Cuando se había evitado una sepresentaban otras, de suerte que losnómadas no avanzaron gran cosa. Al finlas salvaron; y entonces se presentó unatierra rojiza, con algunos pinos muyaltos y muy enclenques, rodeada deturbales. Y ya volvían a divisar lasabana, y Naóh se regocijaba por ello,cuando asomó por la izquierda un grupode hombres. Enseguida reconoció suestructura.

¿Eran los mismos que por la mañanay, conocedores del terreno, habían

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seguido una vía más corta que losfugitivos? ¿O bien era otra cuadrilla dela misma raza? Estaban bastante cercapara que se pudiera apreciar conexactitud la exigüidad de su estatura: lafrente del más alto llegaría, apenas, alpecho de Naóh. Tenían la cabeza cónica,el rostro triangular, el color de la pielcomo ocre rojo, y, aunque delgados,parecían pertenecer, por susmovimientos y la viveza de la mirada, auna raza llena de energía. A la vista delos Ulhamr, lanzaron un clamorsemejante al graznido de los cuervos, yblandieron venablos y azagayas.

El Hijo del Leopardo los

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contemplaba con estupor. Sin el vello delas mejillas, que les crecía en pequeñasguedejas, sin el sello de la vejezimpreso en algunos de ellos, sin susarmas, y a pesar de la anchura de suspechos, les hubiera tomado porchiquillos.

Al principio no concebía Naóh quese arriesgaran a entablar combate; y, enrealidad, vacilaban. Cuando los Ulhamrlevantaron mazas y arpones, cuandoresonó en la llanura la voz de Naóh —que acallaba las suyas como el truenodel león acalla los gritos de las cornejas—, los pigmeos se ocultaron. Perodebían de ser belicosos, porque sus

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gritos, lanzados a la vez, como en coro,volvieron a levantarse en son deamenaza. Luego se dispersaron ensemicírculo, con lo cual comprendieronlos nómadas que trataban de cercarles.Temiendo su astucia más que su fuerza,Naóh dio la orden de partida. Delprimer impulso, y sin ningún esfuerzo,los grandes nómadas se distanciaron desus perseguidores, menos veloces aúnque los Devoradores de Hombres. Si nose presentaban obstáculos, los fugitivos,a pesar del cargamento que llevaban (lasjaulas del Fuego, provisiones y leñaseca) no podían ser alcanzados.

Pero Naóh desconfiaba de las

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asechanzas de los hombres y de lasceladas de la tierra. Ordenó a susguerreros que continuaran su carrera; yluego, dejando en el suelo la caja en quellevaba su tesoro, el Fuego, se puso aobservar a los enemigos. En el ardor dela carrera se habían diseminado. Tres ocuatro, sin duda los más ágiles, sehabían adelantado mucho al grueso de lafalange. El Hijo de Leopardo no perdióel tiempo. Recogió algunas piedras, queañadió al arsenal de sus armas, y echó acorrer como un rayo hacia los EnanosRojos. Aquella acción les llenó deestupor y temieron una estratagema. Unode ellos, que parecía el jefe, lanzó un

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grito estridente y se detuvieron todos.Pero Naóh tenía a tiro al que queríaalcanzar y gritó:

—Naóh, Hijo del Leopardo, noquiere mal a ningún hombre, y noatacará si los Hombres Rojos dejan deperseguirle.

Todos escuchaban sin mover un solomúsculo del rostro. Viendo que elUlhamr no avanzaba, reanudaron sumovimiento envolvente. Entonces, Naóh,agitando el puño en el cual tenía unapiedra, volvió a gritar:

—¡El Hijo del Leopardo herirá a losEnanos Rojos!

Tres o cuatro azagayas partieron

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contra él, al descubrir los Enanos lapiedra con que les amenazaba; pero elalcance de aquellas armas era muyinferior al que podía lograr el nómada.Lanzó éste la piedra, alcanzó al Enano alque había apuntado, y le derribó.Inmediatamente lanzó otra piedra, queerró el blanco; después otra, que hizosonar el pecho de un guerrero; hizo ungesto de burla, enseñando en la manootra piedra, y después, con actitudterrible, blandió una azagaya.

Pero los Enanos Rojos comprendíanmejor los signos que los Ulhamr y losDevoradores de Hombres, pues seservían menos del lenguaje articulado.

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Comprendieron que la azagaya sería máspeligrosa que las piedras; los másavanzados se replegaron sobre el grupoprincipal, y el Hijo del Leopardo seretiró lentamente. Los perseguidores leseguían a distancia; y cada vez que uno uotro se adelantaba a sus compañeros,Naóh lanzaba un rugido y blandía elarma. Así se dieron cuenta de que habíamás peligro en desperdigarse que enpermanecer reunidos, y Naóh, habiendologrado su objetivo, reanudó la carrera.

Los Ulhamr corrieron durante lamayor parte del día. Cuando sedetuvieran, hacía ya mucho tiempo quelos Enanos Rojos habían desaparecido.

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Las nubes se habían desgajado; el Sol, através de una ancha grieta azul, vertíasus rayos hasta el fondo de las laudas.La tierra, al principio llana y dura, sehabía vuelto difícil de transitar,ocultando fangales que agarraban lospies y los hundían hacia el abismo. Porlas crestas de los promontorios trepabangrandes reptiles; serpientes acuáticas, decuerpo verdoso y rojizo, brillaban entrelas aguas; las ranas saltaban lanzando ungrito gangoso; los pájaros desaparecíanfurtivamente, dando zancadas con suslargas patas, o hendían el aire con vuelotembloroso como las hojas del álamo.

Los nómadas corrieron

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apresuradamente. Temiendo los peligrosocultos de aquella comarca, seesforzaban por descubrir una salida. Aveces creyeron haberlo conseguido. Elsuelo se afirmaba; hayas, sicómoros,helechos sucedían a los sauces, a losálamos y a las hierbas palustres. Peromuy pronto el agua calenturienta volvíaa aparecer, se abrían taimadamente lascharcas y había que perder pasos yesfuerzos.

La noche se acercaba. El Sol, decolor de la sangre fresca, se desplomósobre el Poniente anegado en turbales, yse encenagó en las charcas.

No ignoraban los Ulhamr que sólo

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podían contar con su valor y suvigilancia. Mientras hubo claridad en elfirmamento, siguieron avanzando; yluego hicieron alto frente a una estepa,dejando a sus espaldas un terrenocaótico, en el cual percibíanalternativamente vagas claridades yhoyos de tinieblas. Desgajaron ramas,hicieron rodar grandes pedruscos, y,ligándolo todo con ayuda de mimbres ybejucos, se encontraron al abrigo detoda sorpresa. Pero se guardaron deencender fuego: únicamente dieronalimento a los pequeños hogares medioescondidos bajo tierra, y esperaron lascosas inciertas que tan pronto amenazan

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como salvan la vida de los hombres.

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2LA ARISTA

GRANÍTICA

asó la noche. Bajo el oscilantefulgor de las estrellas, ni Nam,ni Gau ni el jefe vieron bultos

humanos, ni oyeron u olieron otra cosaque los soplos del húmedo viento,bestias de pantano o aves de rapiña deblandas alas. Cuando la mañana seesparció como un vapor de plata, laestepa mostró su faz melancólica,seguida de una ilimitada superficie de

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agua, sembrada de islas fangosas.Si se alejaban de las orillas,encontrarían sin duda a los EnanosRojos. Era preciso seguir los confinesde la estepa y el pantano, en busca deuna salida; y como nada indicaba ladirección adecuada, tomaron la quedesde luego les pareció menos propiciaa las emboscadas. Al principio, esta rutafue buena. En el suelo, bastante firme,interrumpido apenas por algunascharcas, crecían plantas cortas, salvo enla misma orilla del pantano. Al mediarel día, las matas y los arbustos semultiplicaron, y hubo que acecharcontinuamente, pues el horizonte se

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había estrechado. Sin embargo, Naóh nocreía que los Enanos Rojos estuviesencerca. En caso de que no hubiesenabandonado la persecución, estaríansiguiendo las huellas de los Ulhamr,pero con un retraso considerable.

La provisión de carne se habíaagotado. Los nómadas se acercaron a laribera, donde abundaba la caza. Se lesescapó una avutarda, que se refugió enuna isla; Gau capturó, en la embocadurade un riachuelo, una pequeña brema;Naóh atravesó con su arpón una polla deagua, y Nam pescó varias anguilas.Entonces encendieron una hoguera dehierba y ramas secas, gozosos de sentir

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el olor de las carnes asadas. Entonces seles tornó grata la vida; la juventud sellenaba de fuerza. Y ya confiaban enhaber cansado a los Enanos Rojos,mientras acababan de roer los huesos dela polla de agua, cuando de losmatorrales salieron varias bestias. Naóhreconoció, enseguida, que huían dealgún enemigo considerable. Se levantóy tuvo tiempo de ver, por entre lasramas, una forma furtiva.

—¡Los Enanos Rojos han vuelto! —exclamó.

El peligro era mayor que antes, pueslos Enanos podían seguir a cubierto alos Ulhamr y cortarles el camino por

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medio de emboscadas.Una faja de terreno se alargaba, casi

desnuda y favorable a la huida, entre elpantano y la maleza. Los Ulhamr seapresuraron a cargar con las cajas delFuego, las armas y los restos de la caza.Nada se oponía a su partida. Si elenemigo les seguía entre los matorrales,perdería terreno, porque era más lentoque ellos y las plantas le dificultaban elpaso.

La árida estepa se ensanchó alprincipio, luego comenzó a estrecharseentre árboles, arbustos y altas hierbas.Sin embargo, el suelo continuaba siendofirme y Naóh estaba seguro de haberse

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distanciado de los Enanos Rojos.Mientras no se presentaran obstáculos,los Ulhamr conservarían la ventaja.

Pero los obstáculos se presentaron.El pantano avanzó sus tentáculos sobrela llanura: profundas ensenadas,charcas, canales rebosantes de plantasviscosas… Los fugitivos veían sin cesarobstruida su ruta; tenían que dar rodeos,torcer y hasta desandar lo andado. Alfin, se encontraron metidos en un pasoestrecho y granítico, limitado a laderecha por el agua sin fin, y a laizquierda por terrenos inundados con lascrecidas otoñales. Enfrente, la franjagranítica se hundía en el agua. Los

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Ulhamr se encontraron cercados por treslados: era preciso, o volver atrás, oaguardar el destino.

Fue aquél un momento terrible. Silos Enanos Rojos estaban ya a la entradade la faja de tierra que los Ulhamrhabían recorrido, la retirada eraimposible; y Naóh, abatida la cabezaante todo un mundo hostil, se lamentóamargamente de haber abandonado a losmamuts. Su energía cedió, le asaltaron eldescorazonamiento y la angustia. Peropronto sintió la reacción, con urgencia yrudeza; la angustia pasó, como pasa unlatido, y para Naóh ya no hubo más queel momento presente, el cual exigía la

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tensión de todo su ser y la viveza detodos sus sentidos.

Los nómadas reconocieronrápidamente el terreno. A lo lejos selevantaba una masa rojiza, que podía seruna isla o quizá la continuación de lafaja granítica. Nam y Gau buscaron unvado; pero sólo encontraron aguasprofundas o la traición de los hoyos y elfango.

Así pues, el último recurso deescape estaba en el retroceso. Sedecidieron bruscamente y lo llevaron acabo a toda prisa. Recorrieron unosochocientos metros y se encontraronfuera del pantano, ante una vegetación

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tupida, apenas interrumpida por islotesde hierba rasa. Nam, que iba delante, separó en seco y dijo:

—Los Enanos Rojos están aquí.Naóh no lo dudaba; pero para

asegurarse mejor cogió unas piedras ylas arrojó rápidamente a la espesura queNam señalaba: un leve rumor de huidadelató a los enemigos.

La retirada era imposible; había queprepararse para el combate. Pero el sitiodonde se encontraban no sólo no lesofrecía ventaja alguna, sino que daba alos Enanos Rojos la facilidad paraenvolverles. Más valía establecerse enla arista de granito. Protegidos por el

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resplandor de la hoguera, allí estaríanlibres de sorpresas.

Naóh, Nam y Gau lanzaron su gritode guerra; y mientras blandían susarmas, Naóh gritaba:

—Los Enanos Rojos se engañan alperseguir a los Ulhamr, que son tanfuertes como el oso y ágiles como elSaiga. ¡Si atacan, los Enanos Rojosmorirán en gran número!… Naóh soloderribará a diez… Nam y Gau matarántambién a muchos. ¿Quieren los EnanosRojos que mueran quince guerrerossuyos para destruir a tres Ulhamr?

De los matorrales y las altas hierbasse levantaron agudos gritos. El Hijo del

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Leopardo comprendió que los EnanosRojos querían la guerra y la muerte;pero no se asombraba por ello. ¿Acasolos Ulhamr no habían dado muerte, entodo tiempo, a los extranjeros a quieneshabían sorprendido en las inmediacionesde la Horda? Y Naóh comprendía muybien que los Enanos Rojos quisiesenhacer lo mismo.

Su enorme pecho se llenaba decólera; provocó a sus enemigos y avanzórugiendo hacia los matorrales. Delgadasazagayas silbaron, de las cuales ningunallegó hasta él. Y Naóh lanzó una ferozcarcajada:

—¡Los brazos de los Enanos Rojos

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son débiles! ¡Son brazos de niño!… Acada golpe, Naóh derribará a un Enano,con la maza o con el hacha…

Apareció una cabeza entre unasvides silvestres, confundiéndose con elcolor de los pámpanos enrojecidos porel otoño; pero Naóh había visto brillarlos ojos. Una vez más quiso mostrar susfuerzas sin emplear la azagaya; la piedraque arrojó hizo temblar la hojarasca, yun agudo grito rasgó el aire.

—¡Ahí lo tenéis! Ésta es la fuerza deNaóh… Con la afilada azagaya hubieraatravesado al Enano Rojo.

Y únicamente entonces se fueretirando en medio de los gañidos de sus

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adversarios. Prefirió ir hasta el extremomismo de la arista, pues allí había sitiopara algunos hombres, y los EnanosRojos sólo podrían atacarlos de frente yen línea recta. Por el lado del agua, y acausa de las plantas traidoras, no podíaavanzar ninguna almadía, ni hombrealguno osaría acercarse a nado.

Tampoco era posible llegar a unislote escarpado, que se levantaba aunos veinticinco metros de la calzadagranítica.

Tras acumular cañas secas para elfuego de la noche, los Ulhamr notuvieron que hacer otra cosa queesperar. De todas sus velas, aquélla fue

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la más terrible. Cuando fueronsorprendidos por el oso gris, tenían laesperanza de aniquilarlo por medio dealgunos golpes bien asestados. Cuandoestuvieron aprisionados entre laspiedras basálticas, no ignoraban que elleón tigre había de alejarse para buscarla caza; y los Devoradores de Hombresno les habían cercado.

Pero ahora era imposible aniquilar auna Horda que les acorralaba por laastucia y el número. Los días seguirían alos días, sin que el enemigo dejase devigilar en el pantano. Y en caso deataque, ¿cómo iban a resistir treshombres solos?

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Así Naóh se encontraba atrapadopor la fuerza de sus semejantes; y, sinembargo, aquellos semejantes eran delos más débiles; ninguno de ellos podíaestrangular a un lobo; jamás sus ligerasazagayas penetrarían hasta las entrañasdel león; pero sus venablos, impotentespara herir al auroch, eran capaces detraspasar el corazón de un hombre…

El Hijo del Leopardo sintió odiohacia el poderío de su raza, másimplacable, más cruel, más destructoraque los felinos, las serpientes y loslobos. Y, al acordarse de la bondad delos mamuts, su pecho se estremeció; uncavernoso suspiro le desgarraba el

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alma; y Naóh volvió hacia aquelloscolosos pacíficos aquella rara adoraciónque germinaba en el fondo de su alma,tan fuerte como la adoración al Fuego,pero más tierna y más dulce…

Mientras tanto, el Sol y el Aguamezclaban su brillante existencia. ElAgua era inmensa: no se veía su fin; y elSol no era otra cosa que un fuego tangrande como la hoja de una ninfea. Perola luz del Sol es más grande que el Aguamisma, pues se extiende sobre elpantano y llena todo el cielo, que por sísolo, domina toda la faz de la tierra.

En su fiebre, Naóh, sin olvidar a losEnanos Rojos, la lucha, las emboscadas

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y la liberación, se asombró de que unaluz tan vasta proviniera de un fuego tanpequeño. Un peso terrible aplastaba sushombros; su corazón latía como unapantera, y lo sentía chocar contra sushuesos…

De cuando en cuando el nómada seponía en pie y levantaba la maza. Elanhelo de lucha llenaba todo su ser y susbrazos se impacientaban por no podergolpear a los que insultaban su fuerza.Pero luego recobraba Naóh la prudenciay la astucia, sin las cuales ningúnhombre viviría una sola estación. Supropia muerte sería demasiado hermosapara el adversario, si iba a buscarla él

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mismo. Era necesario fatigar a losEnanos Rojos, espantarlos, matar amuchos. Desde luego, él, Naóh, noquería morir; quería ver otra vez aGamla. Y aunque no sabía cómo engañara la Horda enemiga, su ardiente vidaconservaba la esperanza, noconcibiendo que pudiera desaparecer,puesto que se extiende tan lejos como laluz y las aguas.

Al principio, los Enanos Rojos no sehabían mostrado, por miedo a unaañagaza o porque esperaban unaimprudencia de los Ulhamr. Aparecieronal atardecer. Se les veía salir de sus

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escondites y avanzar hasta la entrada dela arista granítica, con una mezclasingular de resbalones y saltos. Despuésse detenían a examinar el pantano.Alguno que otro lanzaba un grito, perolos jefes guardaban atención y silencio.Al llegar el crepúsculo, la Horda Rojaparecía un hormiguero; se hubiera dicho,a la cenicienta claridad de la hora, quese trataba de unos extraños chacaleslevantados sobre las patas traseras. Vinola noche. El fuego de los Ulhamrextendió sobre las aguas una claridadsangrienta. Detrás de los matorrales, elfuego de los sitiadores enrojecía lastinieblas. Bultos de centinelas se

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perfilaban y desaparecían. A pesar delos simulacros de ataque, los agresoresse mantuvieron fuera de tiro.

El día siguiente fueinsoportablemente largo. Los EnanosRojos se movían sin cesar, tan prontoformando pequeños grupos como enmasa. Sus anchas mandíbulasexpresaban una tenacidad invencible. Seveía que meditaban sin descanso lamuerte de los extranjeros; era un instintodesarrollado en ellos a lo largo decentenares de generaciones, y sin el cualhubieran sucumbido ya ante las razas dehombres más fuertes y menos unidos.

Durante la segunda noche, no

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iniciaron ningún ataque: guardaban unprofundo silencio y no se descubrían enlo más mínimo. Sus propias hogueras, yaporque no las hubiesen encendido, obien por haberlas preparado muy lejos,permanecían invisibles. Hacia el alba,se levantó un repentino rumor, y sehubiera dicho que los matorralesavanzaban como seres vivos. Al apuntarel día, vio Naóh que un montón deramajes obstruía la entrada de la aristagranítica. Los Enanos Rojos lanzaronclamores bélicos, y el nómadacomprendió que iban a avanzar tras deaquel parapeto. Así podrían arrojar susazagayas sin descubrirse, o salir

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bruscamente, en gran número, para unataque decisivo.

La situación de los Ulhamr seagravaba por momentos. Agotada suprovisión, habían echado mano de losrecursos del pantano; pero el lugar noera favorable. Difícilmente capturabanalguna anguila o alguna brema, y aunqueunieran a ellas los batracios que podíancoger, sus corpulentos organismos y sujuventud padecían tal penuria. Nam yGau, apenas adultos y en plenocrecimiento, se consumían. Al tercerdía, sentados los tres junto al fuego,Naóh fue acometido por una intensa

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inquietud. Había fortificado su refugio,pero sabía que dentro de pocos días, sila caza continuaba escaseando, suscompañeros serían tan débiles como losEnanos Rojos; y aun él mismo,¿arrojaría con igual vigor la azagaya?¿Su maza sería acaso tan mortífera comoantes?

El instinto le aconsejaba la huidaamparándose en las tinieblas; pero eranecesario sorprender a los EnanosRojos y forzar el paso, lo cual sería,probablemente, imposible. Echó unamirada hacia el Oeste. La Luna crecientehabía cobrado brillantez y sus cuernosse redondeaban. El astro iba declinando

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acompañado de una gran estrella azul,que titilaba en la humedad del aire. Losbatracios se llamaban unos a otros, consus voces viejas y tristes; un murciélagoerraba entre noctuelas; un búho enormepasó volando con sus pálidas alas;brillaron bruscamente las escamas de unreptil. Era una de aquellas nochesfamiliares a la Horda, cuando acampabajunto a las aguas, bajo un claro cielo.Las antiguas imágenes llenaron la mentede Naóh con una especie de zumbido.Una escena, que le entretenía como a unniño, se destacó entre las demás. LaHorda acampaba junto al Fuego; el viejoGoún soltaba la rienda de sus recuerdos,

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que instruían a los hombres; un olor decarne asada flotaba en la brisa; y detrásde los cañaverales, se divisaba el anchoreflejo del pantano, bajo la luz de laLuna.

Tres muchachas se levantaron deentre el grupo de las mujeres, y sepusieron a corretear entre las esparcidashogueras, gastando alegremente el ardorvital que un día de cansancio no habíapodido agotar. Pasaron junto a Naóh,con sus extrañas risas y la locura de sujuventud. El viento se levantó derepente; una cabellera azotó el rostro deljoven Ulhamr: la cabellera de Gamla. Yel joven sintió como un latigazo en la

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faz, que resonó como un choque en elfondo del pecho. Tan lejos de la tribu,entre las asechanzas de los hombres y laaspereza del mundo, aquella imagenconstituía la cosa más profunda de lavida… La imagen se desvaneció.

Sacudiendo la cabeza, Naóh volvióa pensar en su salvamento. La fiebre seapoderó de él; se incorporó, y rodeandola hoguera, se dirigió hacia los EnanosRojos.

Sus dientes rechinaron: el parapetode ramaje se había acercado más; quizáa la noche siguiente el enemigoemprendería el ataque.

De repente, un agudo grito rasgó el

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espacio, y un bulto, al principio confuso,salió del agua. Luego Naóh reconocióuna forma humana, que se arrastraba,derramando sangre por uno de susmuslos: era de extraña complexión, casisin hombros y con la cabeza muyestrecha. Primero pareció que losEnanos Rojos no le hubiesen visto; perodespués se elevó un gran clamor, y lasazagayas y los venablos rasgaron el aire.Entonces, Naóh se sintió impelido porun oscuro instinto. Olvidó que aquelhombre debía de ser también un enemigosuyo, y sintiendo que se desencadenabatodo su furor contra los Enanos Rojos,corrió hacia el herido, como hubiera

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corrido en socorro de Nam y Gau. Unaazagaya hirió a Naóh en el hombro, perono le detuvo. Lanzó un grito de guerra,se precipitó sobre el herido, lo levantóde un solo esfuerzo y se batió enretirada. Una piedra le dio en el cráneo,otra azagaya le rozó el omóplato…

Pero ya estaba fuera de tiro. Yaquella noche los Enanos Rojos no seatrevieron aún a arriesgar la granbatalla.

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3LA NOCHE EN EL

PANTANO

uando el Hijo del Leopardohubo llegado junto al Fuego,puso al desconocido sobre las

hierbas secas y le contempló consorpresa y desconfianza. Era un ser deltodo diferente a los Ulhamr, a los Kzamsy a los Enanos Rojos. Su cráneo,extraordinariamente largo y muyestrecho, mostraba un pelo ruin yescaso; los ojos, más altos que anchos,

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oscuros, apagados, tristes, parecían sinluz; y las mejillas se hundían sobre unasdébiles mandíbulas, de las cuales lainferior se retraía como la de las ratas.Pero lo que más sorprendió al jefe eraaquel tronco cilíndrico, donde casi no sedistinguían los hombros, de suerte quelos brazos parecían salir del cuerpocomo las patas de los cocodrilos. Lapiel era seca y áspera, como cubierta deescamas, y formaba grandes pliegues. ElHijo del Leopardo pensó a la vez en laserpiente y el lagarto.

Desde que Naóh le hubo depositadosobre las hierbas secas, el hombre no semovió. A veces sus párpados se

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levantaban lentamente y sus ojos oscurosmiraban a los nómadas. Respirabaruidosamente, con una especie deronquido que quizá era un lamento. ANam y Gau aquel ser les inspiraba tanviva repugnancia, que gustosamente lehubieran arrojado al pantano. Encambio, Naóh se interesaba por él, nosólo porque le había salvado de losenemigos, sino porque era mucho máscurioso que sus compañeros, y sepreguntaba quién era, de dónde vendría,cómo era que se hallaba en el pantano ypor qué le habían herido. Intentóhablarle por señas, darle a entender queellos no le matarían, y después le enseñó

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el parapeto de los Enanos Rojos,haciendo un gesto que quería significarque de allí vendría la muerte. Y como elHombre del Pantano, volviendo el rostrohacia Naóh, lanzó un grito sordo ygutural, el nómada creyó que le habíacomprendido.

La Luna creciente tocaba al límitedel firmamento; la gran estrella azulhabía desaparecido. El extraño,incorporado a medias, aplicaba hierbasa su herida, y a veces se descubría unpálido centelleo en sus ojos opacos.

Cuando la Luna se hundió, lasestrellas extendieron sus fulgores sobrelas aguas y se oyó trabajar a los Enanos

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Rojos. Pasaron toda la noche acarreandoramaje y avanzando su atrincheramiento.Varias veces Naóh se dispuso para elcombate; pero luego se daba cuenta delnúmero de sus enemigos, de suvigilancia y astucia. Comprendía quecualquier movimiento suyo o de suscompañeros sería advertido, y seresignó, confiando en el azar de la lucha.

Pasó la noche. Por la mañana, losEnanos Rojos lanzaron algunasazagayas, que fueron a caer cerca delrefugio de los nómadas, y gritaron parademostrar su alegría y su triunfo.

Aquél era el último día. Por lanoche, los Enanos Rojos acabarían de

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avanzar su parapeto; el ataqueempezaría antes de ponerse la Luna… ylos Ulhamr escudriñaban el aguaverdosa, con cólera y angustia, mientrasel hambre les roía las entrañas.

A la luz de la mañana, el herido lespareció más raro aún. Sus ojos eransemejantes al jade; su largo cuerpocilíndrico se retorcía tan fácilmentecomo el de un gusano; su mano, delgaday blanca, se curvaba caprichosamentehacia atrás…

De repente, cogió un arpón y loclavó en una hoja de nenúfar. Burbujeóel agua, relució una forma cobriza, y elhombre, retirando rápidamente el arma,

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sacó una carpa colosal. Nam y Gaulanzaron un grito de alegría; el pescadosería suficiente para la comida de varioshombres, y los compañeros de Naóh nosintieron ya que su jefe hubiese salvadola vida de aquella inquietante criatura. Ymenos lo sintieron cuando hubocapturado otros peces, pues tenía unextraordinario instinto para la pesca.

La energía renació en el pecho delos Ulhamr. Al comprobar una vez másque la acción del jefe había sidobienhechora, Nam y Gau se exaltaron.Como el calor circulaba otra vez por sucuerpo, no creyeron ya que pudiesenmorir: Naóh sabría tender una celada a

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los Enanos Rojos, para hacerlos pereceren gran número e infundirles espanto.

El Hijo del Leopardo no compartíaaquella esperanza. No atinaba conmedio alguno de escapar a la ferocidadde los Enanos Rojos, y cuanto másreflexionaba, menos concebía la utilidadde las estratagemas. A fuerza derepasarlas en su imaginación, parecíaque de algún modo se gastaban, yacababa por no contar con otra cosa quecon la fuerza de su brazo y con esafortuna en la cual los hombres y losanimales que se han salvado de grandespeligros, ponen su confianza.

El Sol llegaba casi a su puesta,

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cuando el horizonte se llenó de una nubetemblorosa, que se deshacíaconstantemente, y en la cual los Ulhamrreconocieron una extraña migración depájaros. Con un ruido de viento y de ola,las roncas bandadas de cuervosprecedían a las grullas de patascolgantes; luego seguían los ánades,balanceando sus testas versicolores, losgansos de pesados odres, y losestorninos lanzados como negrosguijarros. Y, confundidos unos con otros,afluían los tordos, las urracas, lospavos, las avutardas, las garzas, laschotacabras, los chorlitos reales y laschochas.

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Sin duda, allá lejos, detrás delhorizonte, alguna tremenda catástrofe loshabía espantado, echándoles hacianuevas tierras.

Al llegar el crepúsculo, las bestiasde pelo aparecieron en pos de lospájaros. Los ciervos gigantes galopabanveloces, junto con los vertiginososcaballos, los broncos megaceros y lossaigaes de finas patas; las hordas delobos y perros pasaban como unatromba; un gran león amarillento y suhembra daban saltos de seis metros alfrente de un clan de chacales. Muchos sedetuvieron a la orilla del pantano yabrevaron.

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Entonces, la guerra eterna,suspendida por el pánico, se reanudó: unleopardo saltó a la grupa de un caballo yempezó a devorarle el cuello; unoslobos embistieron a una horda desaigaes; un águila se llevaba una garzahacia las nubes, y el león, con un largorugido, acechaba a las presas fugitivas.Se vio salir a una bestia de cortas patas,casi tan macizas como las del mamut, ycuya piel formaba una corteza gruesa yarrugada, como la de las encinas viejas.Quizá el león no conocía a aquel animal,pues soltó otro rugido, con la amenazade su formidable cabeza, de sus dientesde granito y de su erizada melena. El

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rinoceronte, molesto por aquel ruido detrueno, levantó el cornudo hocico yarremetió furiosamente contra el felino.No hubo lucha siquiera. El altivo cuerporojizo dio una vuelta, y rodó sobre símismo, mientras la masa rugosacontinuaba su ciega carrera, habiendovencido casi sin darse cuenta. Una quejaprofunda, de dolor y rabia, brotó de losflancos del león. El estupor de habersentido su fuerza tan vana como la de unchacal oprimía su oscuro instinto.

Naóh había esperado febrilmenteque la invasión de las bestias echara deallí a los Enanos Rojos; pero suesperanza se vio frustrada. El éxodo

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bestial apenas rozó el área delcampamento humano, y cuando la nocheaventó las cenizas del crepúsculo, seencendieron hogueras en la llanura y seoyeron risas feroces. Después, todoquedó en silencio. Apenas batía las alasalgún inquieto zarapito, apenas zumbabaen las mimbreras algún estornino oagitaba las ninfeas el nadar de algúnsaurio. Sin embargo, unas singularescriaturas aparecieron al ras del agua, yse dirigieron al islote vecino de la aristadonde estaban los Ulhamr. Éstosdistinguían la maniobra por losremolinos del agua y por la emergenciade unas cabezas redondas, cubiertas de

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algas… Había cinco o seis; Naóh y elHombre del Pantano los observaron condesconfianza. Finalmente, vieron quesaltaban al islote, se situaban en unsaliente rocoso y luego levantaban lasvoces, con ferocidad y sarcasmo. Naóh,atónito, reconoció que eran hombres; dehaberlo dudado, los clamores que lescontestaron a lo largo de la orilla,habrían disipado su incertidumbre…Los Enanos Rojos, aprovechando eléxodo de las bestias, acababan devencer la vigilancia de los Ulhamr. Pero¿cómo se habían abierto paso?

En ello pensaba Naóh, enfurecido,cuando vio que el Hombre del Pantano

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indicaba persistentemente, con el brazo,una dirección que, partiendo de la orilla,llegaba al islote. Después señaló laarista de granito, y el Hijo del Leopardoadivinó que, entre el islote y lapantanosa ribera, debía de haber otraarista, que se extendía oculta, casi a florde agua. Entretanto, el enemigo estabaallí, en el flanco de los Ulhamr, lleno deacechanzas… y era preciso echarse alsuelo, detrás de los salientes, para evitarsus piedras y azagayas.

El silencio volvió a invadir elpantano; Naóh continuaba velando bajoel centelleo de las constelaciones.

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El matorral de los Enanos Rojosavanzaba lentamente; antes de mediar lanoche, tocaría casi la hoguera de losnómadas, y entonces empezaría elataque. Éste iba a ser difícil: los EnanosRojos tendrían que salvar las llamas,que ocupaban toda la anchura de laarista y tenían más de un metro deespesor.

Mientras Naóh, puesto en tensióntodo su instinto, meditaba estas cosas,una piedra salida del islote cayó entrelas llamas. Silbó el Fuego y se lanzó unaleve columna de vapor, desvaneciéndoseen el aire. Con el corazón oprimido,Naóh adivinó la táctica del enemigo, que

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por medio de guijarros, envueltos en lahierba mojada, intentaba extinguir elFuego o amortiguarlo lo bastante parafacilitar el paso a los atacantes… ¿Quéhacer? Para poder alcanzar a los queocupaban el islote, no sólo seríanecesario que ellos mismos sedescubriesen, sino que además losUlhamr deberían exponerse a sus golpes.

Mientras el Hijo del Leopardo y suscompañeros se agriaban furiosamente,las piedras se sucedían sin parar: unacontinua nube de vapor subía de entrelas llamas, y el matorral de los EnanosRojos avanzaba sin descanso. Losnómadas y el Hombre del Pantano

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tiritaban con la fiebre de las bestiasacorraladas.

Muy pronto, toda una parte de lahoguera comenzó a apagarse.

—¿Estáis preparados, Nam y Gau?—preguntó el jefe. Y sin aguardar surespuesta, lanzó su grito de combate. Eraun clamor de angustia y rabia, en el cualno hallaron los dos jóvenes la rudaconfianza habitual en su jefe.Resignados, esperaban la señalsuprema. Pero una vacilación parecióapoderarse de Naóh. Sus ojosparpadearon; una carcajada estridentebrotó de su pecho, y la esperanza dilatósu rostro. Naóh se dio una recia y alegre

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palmada en la frente y gritó:—¡Cuatro días hace que el parapeto

de los Enanos Rojos está secándose alsol!

Se echó enseguida al suelo, searrastró hacia la hoguera, cogió un tizóny lo lanzó con todas sus fuerzas hacia elmatorral móvil. El herido, Nam y Gau seunieron a él, y los cuatro se pusieron aarrojar furiosamente tizones ardientes.

Sorprendido por tan singularmaniobra, el enemigo había lanzado alazar algunas azagayas. Pero, cuando alfin comprendió la táctica de los Ulhamr,las hojas secas y los tallos delatrincheramiento ardían a centenares;

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una llama enorme bramaba alrededordel matorral y empezaba a penetrarlo.Por segunda vez Naóh lanzaba su gritode guerra, un grito de muerte yesperanza, que henchía el corazón de suscompañeros.

—¡Los Ulhamr han vencido a losDevoradores de Hombres! ¿Cómo nohan de aplastar a los pequeños ChacalesRojos?

El fuego continuaba devorando elmatorral, un largo resplandor rojoescarlata se extendía sobre el pantano yatraía a los peces, los saurios y losinsectos; los pájaros se elevaban sobrelos cañaverales, con gran ruido de alas,

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y los lobos mezclaban sus aullidos a lassarcásticas risas de las hienas.

De repente, el Hombre del Pantanose puso en pie, lanzando una especie demugido. Sus planos ojos centelleaban, subrazo tendido señalaba al Occidente.

Y Naóh, volviendo la cabeza, divisóen las lejanas colinas

un fuego parecido al fulgor de laLuna naciente.

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4EL COMBATE

or la mañana, los Enanos Rojosse mostraron con insistencia. Elodio hacía rechinar sus gruesas

mandíbulas y brillar sus ojostriangulares. Enseñaban a distancia susazagayas y sus venablos, y hacían gestoscomo si traspasaran a sus enemigos, ylos derribaran, les rompieran el cráneo yles abrieran el pecho. Y, tras reunir unnuevo montón de ramaje, que de cuandoen cuando mojaban, lo avanzaban otravez hacia la arista granítica. El Sol

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había llegado casi a lo más alto delfirmamento, cuando el Hombre delPantano lanzó un agudo alarido,levantándose y agitando ambos brazos.Un grito semejante al suyo hendió elespacio y pareció rebotar sobre el agua.Entonces, junto a la orilla, a grandistancia, los nómadas divisaron unhombre exactamente igual al que habíanrecogido. Estaba de pie al extremo de uncañaveral y blandía un armadesconocida. También los Enanos Rojoslo habían advertido, e inmediatamenteun grupo de ellos se lanzó a perseguirle.Pero el hombre había desaparecidodetrás de los cañaverales.

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Naóh continuaba escrutando elespacio, sacudido por impresionesvivas, confusas e impetuosas. Durantealgún tiempo, se vio correr a los EnanosRojos por la llanura; luego volvieron areinar la calma y el silencio. Más tarde,dos de los perseguidores regresaron, ymuy pronto otro grupo de Enanos Rojosse puso en camino. Naóh presentía algúnsuceso extraordinario. El herido lopresentía también y con más motivo. Apesar de la herida del muslo, estaba depie; sus opacos ojos se iluminaban concambiantes fulgores y lanzaba de vez encuando roncas exclamaciones de bestialacustre.

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Los misteriosos acontecimientos semultiplicaron. Otras cuatro expedicionesde Enanos Rojos costearon el pantano ydesaparecieron. Finalmente, entresauces y mangles apareció una treintenade hombres y mujeres de larga cabeza,torsos redondos y singularmentealargados, mientras que por otros tresflancos se destacaron grupos de EnanosRojos. Había empezado un combate.

Rodeados por sus enemigos, losHombres del Pantano lanzaban azagayas,pero no con la mano, sino con ayuda deun instrumento que los Ulhamr no habíanvisto jamás y del cual no tenían la menor

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idea. Era una vara gruesa, de madera ode asta, terminada en gancho; y estepropulsor daba a las azagayas unalcance mucho mayor que el arrojarlascon la mano.

En aquel primer momento losEnanos Rojos se llevaron la peor parte:varios de ellos yacían sobre la hierba;pero los refuerzos les llegaban sin cesar.Los rostros triangulares salían de todoslados, incluso del parapeto colocadofrente a Naóh y sus compañeros. Unfuror frenético agitaba a los Enanos.Corrían en línea recta a la lucha,lanzando fuertes aullidos; y toda laprudencia que habían mostrado ante los

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Ulhamr había desaparecido, quizáporque los Hombres del Pantano leseran conocidos y no temían la luchacuerpo a cuerpo con ellos, quizá tambiénporque un odio antiguo lessobreexcitaba.

Naóh dejaba que poco a poco sedesguarneciera el atrincheramiento delenemigo. Su resolución estaba tomadadesde el principio del combate, y nisiquiera tuvo que meditarla, pues desdelo más hondo de su alma se sentíaimpelido por el rencor, el disgusto deuna larga inacción y sobre todo por elconvencimiento de que el triunfo de losEnanos Rojos significaría su propia

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perdición.No tuvo más que una sola

vacilación: ¿tendrían que abandonar elFuego? Las jaulas en que lo conservabanestorbarían para el combate y en sutranscurso se romperían sin duda alguna.Por otra parte, después de la victoria nofaltaría el fuego, y en caso de derrota,sólo se podía pensar en la muerte.

Cuando juzgó favorable el momento,Naóh dio sus órdenes con rapidez; y losUlhamr salieron de su refugio a lacarrera, aullando su grito de combate.Algunas azagayas les rozaron, pero yaestaban saltando por encima delparapeto de sus adversarios. Fue una

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embestida rápida y feroz. Había allí unadocena de combatientes, apretados unoscontra otros y lanzando sus venablos.Naóh les tiró su azagaya y su arpón yluego dio un salto haciendo voltear lamaza. Tres Enanos Rojos sucumbieronen el instante en que Nam y Gauentraban en la pelea. Los venabloszumbaban por todas partes. Cada uno delos Ulhamr recibió una herida, aunqueligera, pues los golpes eran débiles ylanzados desde lejos. Pero tres mazascontestaron a la vez. Y, al ver cómocaían más guerreros, y que tambiénsurgía el hombre salvado por Naóh, losEnanos huyeron. Naóh derribó todavía a

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dos Enanos más. Los supervivientesconsiguieron deslizarse entre las cañas,y el nómada no perdió tiempo enperseguirles, impaciente por unirse a losHombres del Pantano.

Entre los sauces, el combate cuerpoa cuerpo había empezado. Solamentealgunos de los guerreros armados depropulsores habían conseguidorefugiarse en una charca, desde dondehostigaban a los Enanos Rojos. Peroéstos tenían la ventaja del número y desu encarnizada lucha. Su victoriaparecía segura: no era posiblearrancársela salvo por una intervención

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aplastante. Nam y Gau lo comprendíantan bien como el jefe, y corrían dandosaltos, a toda velocidad. Al llegar cercadel sitio donde se combatía, doceEnanos Rojos y diez Hombres y Mujeresdel Pantano yacían en el suelo.

La voz de Naóh, elevándose como ladel león, se desplomó sobre susenemigos. Todo su cuerpo era un purofuror. La enorme maza aplastaba cráneosy vértebras, y hundía los aterrorizadospechos. Aunque de antemano temían lafuerza del coloso, los Enanos Rojos nola habían imaginado tan formidable, yantes de que hubiesen podidorecobrarse, Nam y Gau se precipitaron

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al combate, mientras los Hombres delPantano, algo distantes del enemigo,lanzaban sus azagayas.

El desorden cundió. El pánico hizohuir del campo de batalla a algunosEnanos Rojos; pero, a los gritos de sujefe, se juntaron en una sola masaerizada de venablos. Hubo entonces unaespecie de tregua.

Un instinto contrario al de losEnanos dispersaba a los Hombres delPantano. Como éstos manejaban conpreferencia el arma arrojadiza, hallabanmás ventajoso luchar separados; y asívagaban a distancia, lentos y tristes.

De nuevo silbaron las azagayas; los

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que carecían de municiones, recogíandelgadas piedras y las adaptaban a suspropulsores. Naóh, que veía acertadaesta táctica, lanzó también sus azagayasy su arpón, que había recogido despuésdel primer ataque, y a continuación sesirvió de piedras. Los Enanos Rojosconsideraron que su derrota era segurasi no volvían al cuerpo a cuerpo, yprecipitaron la carga. Pero noencontraron al enemigo. Los Hombresdel Pantano habían reaparecido sobrelos flancos enemigos, mientras Naóh,Nam y Gau, mucho más ágiles,alcanzaban a los rezagados y a losheridos, y hacían en ellos gran matanza.

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Si sus aliados hubiesen sido tanrápidos en la carrera como los Ulhamr,el contacto hubiera sido imposible; perolas largas zancadas de los Hombres delPantano eran inciertas y tardas. Encuanto los Enanos Rojos se decidieron aperseguirlos individualmente, la ventajafue suya. Por un momento, se temió eldesastre. De todas partes llovían losvenablos y se hundían en las entrañas delos Hombres del Pantano. EntoncesNaóh dirigió una amplia mirada sobre elcampo de batalla, y divisó al Enanocuya voz guiaba a los suyos: un hombreachaparrado, de pelo canoso y dientesenormes. Era preciso llegar a él, a pesar

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de los quince pechos que le rodeaban…Un furor más terrible que la muerteirguió la gran estatura de Naóh, ylanzando un bramido de auroch, se lanzóa la carrera. Todo se desplomaba bajosu maza. Pero en torno al anciano jefe seerizaron los venablos, cerrando el pasoe hiriendo al coloso en sus flancos. Losarrolló a todos y acudieron más Enanos.Entonces, Naóh llamó a sus compañeros,derribó con un esfuerzo supremo labarrera de torsos y de armas y aplastócomo una cascara la dura testa del jefe.

En ese mismo instante, Nam y Gausaltaban en ayuda de Naóh.

Entonces cundió el pánico. Los

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Enanos Rojos se sintieron dominadospor una energía nefasta, y así comohubieran peleado hasta morir todos,siguiendo la voz de su jefe, seconsideraron perdidos cuando cesóaquella voz, y huyeron en desbandada,sin volver la vista atrás, hacia las tierrasnatales, hacia sus lagos y riberas, hacialas Hordas de donde sacaban su valor ya las que regresaban para recobrarlo.

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5UNA RAZA QUE

MUERE

reinta hombres y diez mujeresyacían sobre la tierra. Lamayoría no había muerto. Corría

la sangre a grandes oleadas; habíamuchos miembros rotos y muchoscráneos abiertos. Algunos heridosacabarían de morir durante la noche;otros podrían vivir aún varios días,muchos se recuperarían. Pero losEnanos Rojos debían sufrir la ley de la

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guerra: Naóh mismo, que tantas veceshabía infringido la ley, la reconociónecesaria con aquellos implacablesenemigos.

Dejó que sus compañeros y losHombres del Pantano acabaran su obra.La matanza fue rápida: Nam y Gau seapresuraban; los demás obraban segúnmilenarios métodos, despacio, casi sinferocidad.

Después hubo una pausa de modorray silencio. Los Hombres del Pantanocuraban a sus heridos; y lo hacían de unamanera más minuciosa y segura que losUlhamr. Naóh tenía la impresión de queconocían más cosas que los de su tribu,

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pero que su existencia debía de sermiserable. Sus movimientos eranflexibles y tardos; se necesitaban dos y aveces tres de aquellos hombres paralevantar a un herido. A intervalos, comoacometidos de una extraña somnolencia,permanecían con los ojos fijos y losbrazos caídos como ramas muertas.

Hasta las mujeres se mostrabanmenos lentas. Parecían también másdiestras y desplegaban más recursos.Incluso Naóh advirtió, al cabo de algúntiempo, que una de ellas era la quemandaba la tribu. Sin embargo, teníanlos mismos ojos oscuros que loshombres, el mismo semblante triste, y su

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cabellera era pobre, plantada enmatojos, como islotes sobre la pielescamosa. El Hijo del Leopardo recordólas abundantes cabelleras de las mujeresde su raza, la hierba magnífica quecentelleaba sobre la cabeza de Gamla…Algunas de aquellas tristes mujeresfueron a examinar, acompañadas de doshombres, las heridas de los Ulhamr. Unatranquila dulzura emanaba de susmovimientos. Limpiaban la sangre conhojas aromáticas, cubrían las llagas conhierbas machacadas, y las manteníansujetas con ligaduras de junco.

Estos cuidados constituyeron elsigno definitivo de la alianza. Naóh

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pensaba que los Hombres del Pantanoeran bastante menos rudos que sushermanos los Ulhamr, que losDevoradores de Hombres y que losEnanos Rojos; y en esto su instinto no leengañaba, como no le engañaba tampocoacerca de la debilidad de sus nuevosaliados.

Los antepasados de éstos tallaron lapiedra y la madera antes que las demástribus salvajes. Durante milenios, losWah ocuparon numerosas llanuras yselvas. Eran los más fuertes; sus armascausaban heridas profundas; conocíanlos secretos del fuego, y en sus choquescon las débiles hordas errantes o las

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familias solitarias, conseguíanfácilmente la victoria. Entonces sucomplexión era poderosa, sus músculosrudos e infatigables; se servían de unlenguaje menos imperfecto que el de suscongéneres, y sus generacionesaumentaban incomparablemente sobre lafaz de la tierra. Después, sin quehubieran padecido más calamidades quelos demás hombres, su crecimiento lesdetuvo. Pero no se habían dado cuentade ello, como no se dieron cuenta de sudegeneración.

Los mismos ambientes que habíanfavorecido su desenvolvimiento, lodificultaron. Los cuerpos se volvieron

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más delgados y lentos; su lenguaje dejóde enriquecerse, y después seempobreció; sus estratagemas sehicieron más groseras y menos variadas;no manejaban ya con el mismo vigor nicon la misma destreza sus armas, peorconstruidas que las de sus antecesores.Pero el signo más evidente de sudecadencia fue el retraso continuo de supensamiento y de sus ademanes. Secansaban enseguida, comían poco ydormían mucho. En invierno les ocurríaque se amodorraban a veces como lososos.

De generación en generación,decrecía su número. Sin embargo, las

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mujeres manifestaban una vitalidadsuperior a la de los varones, tambiénmás resistencia, y sus músculos habíansufrido menos la decadencia. Poco apoco, sus actividades fueron las mismasque las de los guerreros: cazaban,pescaban, tallaban armas y herramientas,combatían por la familia o por la Horda.En suma, la diferencia de los sexos casihabía desaparecido.

Y la raza entera se vio, poco a poco,rechazada hacia el Sudoeste por rivalesmás activos, más numerosos y másrudos.

Los Enanos Rojos habían aniquiladohordas enteras de Hombres del Pantano;

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los Devoradores de Hombres les habíancausado grandes matanzas. Y ellosvagaban como en un ensueño, con losvestigios de una industria másdesarrollada que la de sus rivales, conlos restos de una inteligencia menossumaria. Se habían adaptado a lastierras donde desbordaban los ríos,donde se acumulaban los turbales y lospantanos, entre los grandes lagos ytambién en algunos parajes subterráneos.

En las vastas cavernas abiertas porlas aguas y unidas unas a otras pormedio de sinuosas gargantas, hallabanadmirablemente su ruta y sabían abrirsesalidas. Aunque no tuviesen ninguna

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idea precisa sobre su decadencia, sereconocían lentos, débiles, prontoagobiados por la fatiga, y se valían detoda suerte de estratagemas para evitarla lucha. Se escondían en la tierra conuna habilidad capaz de desconcertar elolfato de los perros y los lobos, por nohablar del más grosero de los hombres.No había bestia alguna que borrasemejor sus huellas.

Aquellos tímidos seres, sólo en unacosa se mostraban imprudentes y auntemerarios: lo arriesgaban todo parasalvar a uno de los suyos que estuviesepreso, cercado o hubiese caído en unacelada. Esta solidaridad, semejante a la

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de los saínos, y que antes habíaaumentado inmensamente su poder, losconducía a veces a siniestras aventuras,y era lo que les había arrastrado asocorrer al hombre recogido por Naóh.Como los Enanos velaban y ellos habíantenido que recorrer terrenos áridos, losWah se habían dejado descubrir y aunsorprender. Sin la intervención de losnómadas, hubieran sucumbido en lalucha, aunque también su presenciahabía salvado a los tres Ulhamr.

Entretanto, Naóh después de la curade sus heridas, volvió a la aristagranítica con objeto de llevarse lasjaulas del Fuego. Las halló intactas: los

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pequeños braseros estaban rojos aún. Alverlos, su victoria le pareció máscompleta y más dulce, no porquetemiese la carencia del fuego, pues losHombres del Pantano se lo habrían dadoindudablemente, sino porque una oscurasuperstición le guiaba: se sentíapersonalmente ligado a aquellas tresllamitas conquistadas, y el porvenir lehubiera parecido amenazador, dehaberlas hallado muertas. La llevógloriosamente al campamento de losWah.

Estos le observaban con curiosidad,y una mujer, la que guiaba la Horda,meneó la cabeza. El gran nómada quiso

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darles a entender, por medio de signos yademanes, que los suyos habían perdidoel fuego y que él había sabidoconquistarlo. Nadie pareciócomprenderle, y Naóh se preguntaba,indeciso, si se trataría de alguna de lasmiserables razas que no sabencalentarse en los días fríos, ni alejar lanoche, ni cocer los alimentos. Y Naóh,compadecido, iba a enseñarles a losHombres del Pantano la manera deavivar la llama, cuando advirtió entrelos sauces a una mujer que golpeaba dospiedras, una con otra. Del choquesaltaban chispas casi continuas; después,un puntito rojo bailó a lo largo de una

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hierba muy fina y muy seca; ardieronotras briznas que la mujer manteníaencendidas soplando suavemente, y elfuego se puso a devorar hojas y tallos.

El Hijo del Leopardo permanecióinmóvil. Y pensó, víctima de un inmensoasombro:

—¡Los Hombres del Pantano ocultanel fuego en las piedras!

Se acercó a la mujer y quiso ver loque hacía, pero ella hizo un gesto deinstintiva desconfianza. Luego,acordándose de que aquel hombre loshabía salvado, le acercó las piedras.Naóh las examinó ávidamente; y nopudiendo descubrir en ella grieta alguna,

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su sorpresa fue aún mayor. Entonces laspalpó y vio que estaban frías; y sepreguntó con inquietud:

—¿Cómo ha entrado el fuego enestas piedras… y no las ha calentado?

Y devolvió las piedras, con el temory la desconfianza que los misteriosinspiran a los hombres.

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6POR EL PAÍS DE

LAS AGUAS

os Wah y los Ulhamratravesaban el País de lasAguas. Estas se extendían en

sabanas estancadas y llenas de algas,ninfeas, nenúfares, sagitarias,lisimaquias, lentejas, juncos y cañas,formando espantosos y temiblesturbales; seguían luego ríos y canales,separados por fajas de piedra, arena oarcilla, que acababan convirtiéndose en

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lagos; brotaban del suelo o surgían enlas pendientes de las colinas, y a veces,las quebradas se tragaban las aguas, quese perdían en el fondo de parajessubterráneos. Los Wah comprendieronque Naóh quería seguir una ruta entre elNorte y el Occidente, y le abreviaban elviaje, guiándole hasta que hubiesellegado al extremo de las tierrashúmedas. Sus recursos parecíaninagotables. Tan pronto descubríansenderos, como construían balsas oechaban un tronco de árbol atravesadosobre el abismo y unían las dos orillascon ayuda de bejucos. Nadaban conhabilidad, aunque lentamente, salvo que

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descubriesen en las aguas ciertashierbas que les inspiraban un temorsupersticioso.

Sus actos parecían llenos deincertidumbre; a menudo obraban comocriaturas que luchan contra el sueño osalen de una pesadilla; y, sin embargo,casi nunca se equivocaban.

Abundaban los víveres. Los Wahconocían gran número de raícescomestibles, y su maestría sedemostraba sobre todo en la pesca.Sabían ensartar los peces con el arpón,cogerlos con las manos, enredarlos conhierbas ligeras, atraerlos por la noche,con antorchas, y orientar bancos enteros

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de peces hacia las ensenadas. Alcomenzar la noche, cuando el fuegoresplandecía sobre un promontorio, enuna isla o en una ribera, saboreaban unbienestar dulce y taciturno. Gustaban desentarse en grupos, apretados unoscontra otros, como si lasindividualidades debilitadas sefortalecieran con el sentimiento de laraza, mientras los Ulhamr se separabanentre sí, y especialmente Naóh, quedesde hacía largos ratos gozaba de lasoledad. A menudo los Wah cantabanuna melopea muy monótona, querepetían hasta lo infinito, celebrandoantiguos hechos, cuyo recuerdo ninguno

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de ellos conservaba y que debían dereferirse a generaciones desde largotiempo desaparecidas.

Nada de esto interesaba al Hijo delLeopardo, a quien causaba un ciertomalestar y aun repugnancia; peroobservaba con vehemente curiosidad susardides en la caza, en la pesca, en laorientación, en el trabajo, yparticularmente la manera en que losHombres del Pantano se servían delpropulsor y sacaban el fuego de laspiedras.

Pronto se inició en el manejo delpropulsor. Como Naóh inspiraba a susaliados una creciente simpatía, no le

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ocultaron ningún secreto: pudo manejarsus armas y herramientas, y aprender elarte de repararlas; y habiéndose perdidoen el combate algunos propulsores, viocómo construían otros. La propia mujerguía le dio uno, del cual se sirvió con lamisma facilidad y mucha más fuerza quelos Hombres del Pantano.

Tardó bastante más en comprender elmisterio del fuego, porque seguíatemiéndole. Observaba cómo saltabanlas chispas, a distancia, y las preguntasque acerca de ello se hacía le dejabanperplejo. Sin embargo, cada vez setranquilizaba un poco más. El lenguajearticulado y el de los ademanes le

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ayudaban lentamente, pues empezaba acomprender mejor a los Wah, desde quehabía aprendido el significado de diez odoce palabras y una treintena de signospeculiares de la raza. Empezó porsospechar que los Wah no encerraban elfuego en las piedras, sino que el fuegoestaba naturalmente escondido en ellas,y brotaba luego por efecto del choque,lanzándose contra las briznas de hierbaseca; pero como este fuego era muydébil, no se apoderaba por entero de supresa. Naóh estuvo más seguro de haberacertado, cuando vio sacar chispas deguijarros que encontraban al paso.Desde que llegó al convencimiento de

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que el secreto estaba en las cosas, másque en el poder de los Wah,desaparecieron sus últimasdesconfianzas. Supo también que eranecesario servirse de dos piedrasdiferentes: la piedra de sílex y lamarcasita; y después de hacer saltar élmismo las chispas, trató de encenderfuego. La fuerza y la rapidez de susmanos ayudaron a su inexperiencia.Producía un intenso chisporroteo; perodespués de muchos ensayos no consiguióque ardiera ni la más débil brizna dehierba.

Un día la Horda hizo alto antes del

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crepúsculo. En el extremo de un lago deverdes aguas, sobre una tierra arenosa ycon un tiempo extraordinariamente seco.Cruzaba el firmamento una bandada degrullas; las cercetas huían entre lascañas; a lo lejos rugía un león. Los Wahencendieron grandes fogatas. Naóhreunió briznas de hierba muy delgadas ycasi hechas yesca, y se puso a golpearlas piedras una contra otra. El poderosoUlhamr se dedicaba a su tareaapasionadamente. Pero, como no obteníaresultado, muy pronto le asaltaron lasdudas, y Naóh se dijo que los Wahocultaban todavía algún secreto. A puntode dejar la faena, dio unos golpes tan

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fuertes que una de las piedras se partió.El pecho del Ulhamr se dilató deasombro y sus brazos se quedaronyertos: un débil fulgor lucía en elextremo de una de las delgadas briznas.Entonces, soplando con prudencia, Naóhhizo aumentar la llama, que devoró labrizna y se propagó a las otrashierbas…

Y Naóh, inmóvil, jadeante, con losojos desorbitados, experimentó unaalegría más honda aún que cuandovenció a la hembra del tigre, o cuandorobó el Fuego a los Kzams, o hizoalianza con el gran mamut, o cuandoderribó al jefe de los Enanos Rojos.

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Porque se daba cuenta de que acababade conquistar un poder sobre las cosasque no había poseído ninguno de susantepasados, y sentía que nadie podríaya volver nunca a matar el Fuego entrelos hombres de su raza.

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7LOS «HOMBRES DE

PELO AZUL»

os valles continuaban bajando.Atravesaron regiones donde elotoño era casi tan tibio como el

verano, después apareció una selvatemible y profunda. Una muralla debejucos, espinas y arbustos la cerraba, ylos Wah debieron abrirse paso conayuda de sus puñales de sílex y ágata. Lamujer guía dio a entender a Naóh que losWah sólo acompañarían a los Ulhamr

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hasta que volvieran a salir a campoabierto, pues desconocían la tierra quese abría más allá de la selva. Sabíanúnicamente que había una llanura, y alfondo de ella una montaña partida endos por un largo desfiladero. La mujerjefe creía que ni en la llanura ni en lamontaña había hombres; pero la selvaalimentaba algunas hordas dechimpancés gigantescos. Ella losdescribía como muy poderosos por laanchura del pecho y la longitud de losbrazos, y dio a entender a Naóh queaquellos seres llamados los «Hombresde Pelo Azul», no conocían el Fuego nise servían del lenguaje articulado, ni

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practicaban la guerra y la caza. Sóloeran feroces si se les atacaba, si se lescerraba el paso o si temían ser víctimasde una agresión.

Después de una mañana deesfuerzos, la selva se presentó menossalvaje. Las garras y los dientes de lasplantas disminuían; aparecieronsenderos trazados por los animales entrelos árboles milenarios; la verdepenumbra se aclaró. Pero lamuchedumbre de los pájaros continuaballenando el país de los árboles; se sentíala presencia de fieras, reptiles einsectos, y se advertía una palpitacióninagotable, una lucha inmensa, paciente,

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taimada, donde la carne de animales yplantas no cesaba de sucumbir y decrecer.

Un día, la mujer jefe señaló lamaleza con expresión enigmática. Entrelas hojas de una higuera acababa deaparecer un bulto azulado, y Naóh creyóque era un hombre. El Ulhamr se acordóde los Enanos Rojos, y tembló de rabiay de ansiedad. El bulto desapareció y sehizo un gran silencio. Los Wah,alarmados, se detuvieron y se acercaronmás unos a otros.

Entonces, el más viejo de la Hordahabló.

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Describió la fuerza del «Hombre dePelo Azul» y su cólera espantosa;aseguró que por encima de todo habíaque evitar pasar por su paso y atravesarsu campamento; añadió que tales seresdetestaban los gritos y gestos.

—Los padres de nuestros padres —acabó diciendo— vivieron en paz conellos. Les cedían el camino dentro de laselva y los «Hombres de Pelo Azul» asu vez, se apartaban de los Wah en lallanura y sobre las aguas.

La mujer jefe asintió a este discursoy levantó su vara de mando. La Hordaemprendió un nuevo rumbo, se deslizópor un oquedal de sicómoros y acabó

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por desembocar en un gran calvero delbosque: era obra del rayo y todavía seveían ramas y troncos de árbolescalcinados. Apenas habían entrado en éllos Wah y los Ulhamr, cuando Naóhdistinguió otra vez, hacia la derecha, uncuerpo azulado semejante al que habíavisto entre las hojas de la higuera. Acontinuación otros dos bultos sedestacaron en la verdosa penumbra.

Las ramas se abrieron con estrépitoy surgió una criatura ágil y poderosa.Nadie habría podido decir si habíasalido a cuatro patas, como las bestiasde pelo y los reptiles, o a dos patas,como las aves y los hombres. Parecía

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agachada, con los miembros posterioresmedio apoyados en el suelo y losanteriores encogidos, descansando sobreuna gruesa raíz. El rostro era enorme,con mandíbulas de hiena, ojos redondos,rápidos y llenos de fuego, el cráneolargo y aplastado, el torso vigorosocomo el del león, pero más ancho, ycada uno de sus miembros terminaba enuna mano. El pelo, oscuro, con reflejosazules y leonados, le cubría todo elcuerpo. A juzgar por el pecho y loshombros, a Naóh le pareció que setrataba de un hombre, aunque las cuatromanos harían de él un verdaderocuadrumano y la cabeza recordaba al

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búfalo, al oso y al perro. Después dehaber vuelto a todas partes una miradarecelosa y colérica, el «Hombre de PeloAzul» se irguió sobre las piernas y lanzóun gruñido cavernoso.

Entonces salieron de la espesura, endesorden, otros seres semejantes. Habíatres machos, una docena de hembras yalgunos pequeños, que se ocultaban amedias entre las hierbas y las raíces.Uno de los machos era colosal; con susbrazos rugosos como el tronco de losplátanos y el pecho dos veces más anchoque el de Naóh, podía derribar a unauroch o ahogar a un tigre. No llevabaarma alguna, y entre sus compañeros,

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dos o tres tenían en las manos ramastodavía no deshojadas, con las cualeshurgaban la tierra.

El gigante avanzó hacia los Wah ylos Ulhamr, mientras los demás gruñíantodos a la vez. Se golpeaba el pecho, yentre sus gruesos labios temblorosos seveía brillar la masa blanca de losdientes.

Los Wah, a una señal de la mujerguía, se retiraron despacio; y,obedeciendo a una antigua tradición, seabstuvieron del menor ademán y de todapalabra. Naóh se dispuso a imitarles,confiando en aquella añeja experiencia;pero Nam y Gau, que seguían a la

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Horda, se quedaron un instanteindecisos. Cuando quisieron imitar aljefe, hallaron cerrado el paso: los«Hombres de Pelo Azul» se habíandesplegado por el calvero. EntoncesGau se lanzó a la espesura, mientrasNam intentaba franquear un paso libre.Se deslizó tan ligero y furtivo, queestuvo a punto de lograrlo; pero, de unsalto, una hembra se irguió delante de él.Nam esquivó el cuerpo, pero acudierondos machos; y, al tratar de evitar suencuentro, el Ulhamr tropezó.

Unos brazos enormes lo cogieron: sehallaba en poder de gigante.

No había tenido tiempo ni de

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levantar sus armas; una presiónirresistible paralizaba sus hombros, y sesentía tan indefenso como un saiga bajoel cuerpo de un tigre. Entonces, al ver ladistancia que le separaba de Naóh, sequedó atontado, con los músculosinmóviles y las pupilas violáceas,sintiendo que su juventud desfallecíaante la certidumbre de la muerte.

Naóh no pudo sufrir en paz elsacrificio de su compañero; y yaavanzaba blandiendo una azagaya y suenorme maza, cuando la mujer jefe ledetuvo.

—¡No le hieras! —gritó.Y dio a entender que, al primer

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golpe que asestara, Nam moriría en elacto. Temblando ante la vehemencia quele empujaba a combatir y el miedo dever destrozar al Hijo del Álamo, Naóhlanzó un ronco suspiro y miró. El«Hombre de Pelo Azul» había levantadoen alto al nómada, rechinando losdientes y balanceándolo, dispuesto aaplastarle contra el tronco de un árbol…De repente, se detuvo. Miró el cuerpoinerte, luego el rostro; y al advertir queno ofrecía resistencia alguna, susferoces mandíbulas se distendieron, unavaga dulzura pasó por sus ojosleonados, y depositó a Nam en el suelo.

Si el joven hubiera hecho un solo

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movimiento de defensa o incluso deespanto, la terrible mano hubiera vueltoa agarrarle. Nam tuvo el instinto de ello,y permaneció inmóvil…

La Horda entera, machos, hembras ypequeñuelos, había acudido. Todosreconocían confusamente en Nam unaestructura análoga a la suya. Para losEnanos Rojos o para los Ulhamr, estohubiera constituido un motivo añadidopara matarle. Pero el alma de los«Hombres de Pelo Azul» eraoscurísima. No conocían la guerra, nocomían carne y vivían sin tradiciones. Elinstinto les irritaba contra las fieras quese llevan a los jóvenes o devoran a los

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heridos, pero jamás mataban a losanimales que se alimentaban de hierbas.

Ante el joven nómada se quedaronllenos de incertidumbre. La inmovilidadde aquél y el repentino cambio del granmacho los apaciguaba a todos, pues ésteera el jefe a quien los otros machosobedecían, el que les guiaba a través dela selva escogiendo los pasos y losdescansos y haciendo retroceder a losleones.

Como él no había mordido aún, nigolpeado, todos se sentían menoscapaces de hacerlo. Muy pronto, laimagen del combate se desvaneció ensus cerebros, y la vida de Nam se salvó:

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nadie era capaz de amenazarle, a no serque el mismo Nam hiciera unmovimiento de ataque o defensa.

Así como había sentido el soplo dela destrucción, Nam conoció tambiénque el peligro había pasado, eincorporándose lentamente, esperó. Leobservaron con fijeza, sin desconfiardemasiado. Luego, una hembra, tentadapor un tierno brote, sólo pensó endevorarlo, y un macho se puso adesenterrar raíces. Poco a poco todosobedecieron a la profunda necesidad dela comida. Como sacaban toda su fuerzade los vegetales y su elección era másrestringida que la de los grandes ciervos

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o los aurochs, la tarea era larga,minuciosa y continua.

El joven nómada quedó libre. Sereunió con Naóh, que había avanzadohacia la calvera, y los dos se quedaronmirando a los «Hombres de Pelo Azul»,que vagaban tranquilamente por la selva.Nam, palpitante aún a causa de laterrible aventura, hubiera queridomatarles; pero Naóh no aborrecía aaquellos seres extraños: admiraba sufuerza, comparable a la de los osos, ypensaba que, si ellos quisieran,aniquilarían a los Wah, a los EnanosRojos, a los Devoradores de Hombres ya los Ulhamr.

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8EN EL

DESFILADERO

acía mucho tiempo que Naóh sehabía separado de los Wah,después de atravesar la selva de

los «Hombres de Pelo Azul». Y, a travésde las quebradas de las montañas, habíallegado a las mesetas. El otoño era allímás fresco. Las nubes se extendían porel cielo como si no tuvieran fin, elviento aullaba días enteros, hierbas yhojas fermentaban sobre la mísera tierra,

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y el frío aniquilaba a los innumerablesinsectos bajo las cortezas, entre lostallos oscilantes, las raíces marchitas ylos frutos podridos, en las grietas de lapiedra y las hendiduras de la arcilla.

Cuando la nube se desgarraba, lasestrellas parecían helar las tinieblas.Por la noche, los lobos aullaban sindescanso; los perros lanzabaninsoportables gemidos; se oía el gritoagónico de algún ciervo, saiga ocaballo, el maullido del tigre o el rugidodel león. Y los Ulhamr divisabanflexibles perfiles o fosforescentes ojos,apareciendo de repente en el círculo queenvolvía el fuego.

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La vida se hacía más terrible. Alaproximarse el invierno, la carne de lasplantas comenzaba a escasear. Losherbívoros la buscabandesesperadamente, al ras del suelo,escarbaban hasta las raíces y arrancabanlos brotes y las cortezas. Los que sealimentaban de frutos, merodeaban porel ramaje, los roedores afirmaban susmadrigueras, los carnívoros acechabaninfatigablemente los pastos, seemboscaban en los abrevaderos,exploraban la sombra de las espesuras yse ocultaban en los huecos y grietas delas rocas.

Salvo las bestias que invernaban o

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las que acumulaban provisiones en susrefugios, todos los seres trabajabanduramente, viendo aumentadas susnecesidades y disminuidos sus recursos.

Naóh, Gau y Nam apenas padecieronhambre. El viaje y las aventuras habíanperfeccionado su instinto, su destreza ysu sagacidad. Descubrían a mayordistancia que antes la presa o elenemigo, y presentían mucho mejor elviento, la lluvia y la inundación. Cadauna de sus acciones se adaptabadiestramente al objeto perseguido yeconomizaba la energía. De una ojeadadiscernían el camino más favorable paraprotegerse, la caza segura, el buen

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terreno de combate. Se orientaban conuna certeza pareja a la de las avesmigratorias. A pesar de las montañas,los lagos, las aguas estancadas, losbosques y las crecidas que cambian lafisonomía de los lugares, se habían idoacercando día a día al país de losUlhamr, y antes de que transcurriera lamitad de una luna, esperaban reunirsecon la Horda.

Un día llegaron a una región de altascolinas. Bajo un cielo pesado yamarillento, las nubes llenaban elespacio y se abalanzaban unas sobreotras, color de ocre, de arcilla o de hojamarchita, entre abismos blancos que

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descubrían su inmensidad. Parecíanestar cobijando la tierra.

Entre tantas rutas, Naóh habíaescogido un largo desfiladero que le eraconocido por haberlo pasado de joven,durante una partida de caza. Tan prontoexcavado en terrenos calcáreos comoabriéndose en barranco, terminaba enuna angosta y rápida pendiente, donde amenudo había que trepar por rocasdesmoronadas.

Los nómadas lo recorrieron sinpercance alguno hasta los dos tercios desu longitud. Al mediar el día, sesentaron para comer. Estaban dentro deun semicirco, encrucijada de grietas y

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cavernas, desde el que se oía el bramidode un torrente subterráneo y su caída enun precipicio; dos agujeros oscuros seabrían en la roca, donde aparecía lahuella de cataclismos más antiguos quetodas las generaciones de seresvivientes.

Cuando Naóh hubo tomado su partede alimento, se dirigió a una de lascavernas y la examinó largo rato. Seacordaba de que allí Faúhm habíaenseñado a sus guerreros una salida porla cual se hallaba el sendero más cortopara alcanzar la llanura. Esa angostapendiente, sembrada de piedrasmovedizas, no era recomendable para un

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grupo numeroso; pero, como resultabamás practicable para tres hombreságiles, Naóh tuvo deseos deemprenderla.

Fue hasta el fondo de la caverna,reconoció la grieta y se aventuró porella, hasta que una débil claridad leanunció una próxima salida. Al volver,encontró a Nam, que le dijo:

—¡El Oso Gigante está en eldesfiladero!

Un grito gutural le interrumpió. Naóhse metió en la entrada de la caverna yvio que Gau se ocultaba entre lospedruscos, en actitud de acecho. El jefeexperimentó un hondo escalofrío.

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Afuera, en el circo de rocas, seveían dos bestias monstruosas. Un peloextraordinariamente tupido, color deencina, las defendía contra el crudoinvierno, la dureza de las piedras y losaguijones de las plantas. Una de lasbestias tenía la corpulencia del auroch,con las patas más cortas, másmusculosas y flexibles, y la frenteabombada, como la piedra comida porel liquen. Sus vastas fauces podíanabarcar la cabeza entera de un hombre ytriturarla de una sola dentellada. Ésteera el macho. La hembra tenía el cráneoaplastado, la mandíbula más corta, elandar de través. Y por sus movimientos

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y su tórax, tenían cierta semejanza conlos «Hombres de Pelo Azul».

—Sí —murmuró Naóh—; son ososgigantes.

Estos osos no temían a ningunacriatura; pero no eran peligrosos másque cuando se enfurecían o cuando lesimpulsaba con exceso el hambre, puesgustaban muy poco de la carne. Lapareja gruñó. El macho, levantó elhocico y balanceó la cabeza de un modoviolento.

—Está herido —murmuró Nam.La sangre manaba entre el pelaje; y

los nómadas temieron que hubieserecibido la herida de manos humanas,

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pues en tal caso, la bestia procuraríavengarse. En cuanto hubiese empezadoel ataque, no lo abandonaría nunca,porque ningún ser viviente era másobstinado ni tenaz que él. Con su espesopelaje y su piel resistente, podíadesafiar la maza, la azagaya y el hacha.Era capaz de despanzurrar a un hombrede un solo zarpazo, ahogarle de unapretón y triturarle a bocados.

—¿Cómo han venido? —preguntó aljefe.

—Entre esos árboles —respondióGau, mostrando un grupo de abetos quesalían de entre las duras rocas—. Elmacho ha bajado por la derecha, y la

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hembra por la izquierda.Fuese casualidad o táctica, habían

conseguido cerrar las salidas exterioresdel desfiladero, y el ataque parecíainminente. Se advertía en el gruñido másronco del macho, en la actitud encogiday taimada de la hembra. Si vacilabantodavía, se debía a que eran duros demollera y su instinto quería asegurarse:olfateaban, lanzando largos resoplidoscavernosos, para medir mejor ladistancia que los separaba de losenemigos ocultos entre las grandespiedras.

Naóh dio sus órdenes bruscamente.Cuando los osos arremetieron, los

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Ulhamr se hallaban ya en el fondo de lacaverna, metiéndose por la angostagrieta. El Hijo del Leopardo se hizopreceder por sus compañeros, y los tresse apresuraron tanto como lo permitíanel suelo erizado de piedras y lostortuosos recodos.

Al encontrarse vacía la caverna, losgigantescos osos perdieron tiempo enrastrear la pista de los Ulhamr, pues sibien no temían la fuerza de ningún otroser viviente tenían una gran prudencianatural y el confuso temor de lodesconocido. Conocían la inseguridadde las rocas, de la caverna y de losprecipicios; su tenaz memoria

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conservaba la imagen de los bloquesque se hienden y se hunden, del sueloque se abre, del abismo abierto en elfondo de las tinieblas, del alud, y de lasaguas que agrietan las duras peñas. Ensu ya larga existencia, ni el mamut ni elleón ni el tigre les habían amenazado;pero las oscuras energías se levantabana menudo contra ellos. Conservaban ensu cuerpo las agudas marcas de lapiedra; habían desaparecido, casienterrados bajo la nieve; se habían vistoarrastrados por los deshielos de laprimavera y habían quedado cautivosbajo la tierra desmoronada.

Pero, en la mañana de aquel día,

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unos seres vivientes los habían atacadopor primera vez. Fue desde lo alto deuna elevada roca, que únicamente loslagartos y los insectos podían escalar.Tres bestias erguidas estaban en la cima,y a la vista de los osos gigantes lanzarongrandes clamores y arrojaron azagayas.Una de ellas había herido al macho.Entonces, trastornado por el dolor ydesorientado por la rabia, perdió laclaridad del instinto e intentó llegardirectamente a la cima. Renunció prontoa ello, y, seguido de su compañera,buscó el rodeo accesible.

Mientras andaba, se arrancó la saetay la olió: entonces surgieron sus

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recuerdos. No había encontrado muchasveces a los hombres, y su aspecto no leasombraba más que el de los lobos o lashienas. Como ellos se apartaban siemprede su camino, no conocían susestratagemas ni sus celadas, y no lesinquietaban poco ni mucho. Así, laacción había sido más imprevista y másdesconcertante. Aquel incidente letrastornaba su oscura concepción de lascosas, le revelaba una amenaza insólita.Y el oso de las cavernas vagaba a travésde las grietas, palpaba las pendientes yaspiraba con detenimiento los oloresesparcidos. Pasado un rato, se cansó. Deno ser por la herida, no hubiera

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conservado del suceso otro recuerdoque aquella vaga memoria dormida en elfondo de la carne y que sólo se despiertaatizada por otras circunstanciassemejantes. Pero las punzadas del dolorle sugerían, a intervalos, la imagen detres hombres, de pie sobre la cumbre, yla de la aguda azagaya. Entonces,empezó a lamerse y a gruñir… Luego, eldolor mismo dejó de ser un recuerdo. Labestia gigante ya no pensaba en otracosa que en la ardua rebusca de susustento, cuando percibió de nuevo elolor del hombre. La cólera llenó supecho. Avisó a su hembra, que habíaseguido otra ruta, pues no podían hallar

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alimentos para ambos, cuando el tiempoera frío, en parajes demasiado cercanos.Y después de haberse asegurado de lasituación del enemigo y de su distancia,se habían lanzado al ataque.

En el interior de la grieta tenebrosa,Naóh no tuvo al principio la impresiónde ninguna otra presencia que la de suscompañeros. Después, el fuerte paso delos brutos empezó a dejarse oír. Sonaronpoderosos resoplidos: los osos ganabanterreno a los hombres. Tenían sobreéstos la ventaja del equilibrio, de poderapoyar los cuatro miembros en el sueloy de llevar el hocico casi rozando alrastro… A cada instante, alguno de los

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nómadas tropezaba en una piedra, caíaen un hoyo o chocaba con un saliente dela peña, pues era preciso llevar lasarmas, las provisiones y aquellas jaulasprotectoras del fuego que Naóh no podíaabandonar. Como las llamas eran tanpequeñas, no alumbraban la ruta: sudébil fulgor rojizo se perdía hacia loalto y apenas mostraba las inflexionesde la bóveda y los muros. En cambio,destacaban confusamente las siluetasfugitivas…

—¡Deprisa, deprisa! —gritó el jefe.Nam y Gau no podían emprender la

carrera, y las bestias gigantes seacercaban. A cada paso, se percibía más

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claramente su aliento; y como su furoraumentaba a medida que sentían máscerca al enemigo, tanto la una como laotra lanzaban sordos gruñidos y sustremendas voces repercutían en lasrocas. Al oírlas, Naóh se daba más claracuenta de la enormidad de los brutos, desu formidable abrazo, del crujidoirresistible de sus mandíbulas…

Muy pronto los osos estuvieron tansólo a unos pasos. El suelo vibraba bajolas plantas de Naóh; un pesoimponderable iba a caer sobre susvértebras.

Entonces, hizo cara a la muerte.Inclinó bruscamente la jaula que llevaba

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y dirigió el débil resplandor sobre unamasa oscilante. El oso se paró en seco.Cualquier sorpresa despertabaenseguida su prudencia. Contempló lapequeña llama y tembló sobre sus patas,llamando con sordo gruñido a suhembra. Después, arrebatado de furor,se abalanzó sobre el hombre. Naóhhabía retrocedido, y arrojó con todas susfuerzas la jaula contra la fiera.Alcanzado en la nariz y abrasado uno desus párpados, el oso lanzó un dolorosorugido; y mientras se palpaba lleno derabia, el nómada ganaba terreno.

Una gris claridad se filtraba en lasgalerías. Los Ulhamr vieron entonces el

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suelo donde ponían los pies: ya notropezaban y podían correr velozmente.Pero la persecución proseguía, las fierasredoblaban también su velocidad, y entanto que la luz aumentaba, el Hijo delLeopardo pensó que una vez al airelibre, el peligro sería aún mayor.

El oso gigante le estaba alcanzandode nuevo. El intenso dolor del párpadoredoblaba su ira; había abandonado todaprudencia, y cegado en sangre, nadapodía ya detener su arrebato. Naóh loadivinó en el aliento más cavernoso, ensus breves y roncos bramidos.

Iba a volverse hacia el oso, paracombatir, cuando Nam lanzó un grito,

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llamándole. El jefe vio que un altosaliente rocoso estrechaba aún más elpasadizo subterráneo. Nam había pasadoel obstáculo y Gau lo contorneaba. Lasfauces del oso roncaban a tres pasos,cuando Naóh, a su vez, se deslizó por laestrecha abertura, ladeando loshombros. Arrastrado por su ímpetu, elbruto embistió, y sólo el inmenso cráneopudo pasar por la rendija, con la bocaabierta, mostrando las muelas y sierrasde sus mandíbulas y lanzando grandes ysiniestros bramidos. Pero Naóh no letemía ya; en un abrir y cerrar de ojos sehabía colocado a una distanciainfranqueable; y la piedra, más poderosa

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que cien mamuts, más duradera que lavida de mil generaciones, retenía al osocon tanta firmeza como la muerte misma.

El nómada se rió burlonamente.—Naóh es ahora más fuerte que el

Gran Oso —gritó—, pues tiene unamaza, un hacha y azagayas. Puede heriral Oso, y el Oso no puede devolverleninguno de sus golpes.

Ya había levantado la maza, cuandoel oso, adivinando los peligros de laroca, contra los que luchaba desde suinfancia, retiraba la cabeza antes de queel hombre le hiriera, y se ocultaba detrásdel saliente. Su cólera aumentaba,atormentaba su pecho y le batía a

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grandes golpes las sienes, impulsándolea una embestida impetuosa. Sinembargo, no se dejó arrastrar por la ira,pues le guiaba un sagaz instinto de lopeligroso e inútil. Desde aquellamañana, por dos veces, había aprendidoque el hombre sabía causar el dolor, pormedio de extraños golpes, y comenzabaa aceptar el hecho. Su experiencia lellevaría, en adelante, a considerar al sererguido entre las cosas dañinas: leodiaría con tenacidad, se encarnizaría ensu destrucción, pero no desplegaríasolamente contra él la fuerza y laprudencia, sino que además leacecharía, le pondría trampas y

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recurriría a la sorpresa para combatirle.La hembra gruñía, menos instruida

por el acontecimiento, ya que ningunaherida había venido a aumentar susagacidad. Pero como el grito del machola invitaba a proceder con cautela,abandonó la persecución, suponiendoque la piedra en sí misma encerraba unengaño, pues no podía imaginar quesobreviniese ningún peligro de lasdébiles criaturas escondidas detrás de lapeña.

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9LA ROCA

urante un buen rato, Naóh estuvodeseando herir a las fieras. Elrencor agitaba su corazón, y,

penetrando con la mirada en lapenumbra, blandía una aguda azagaya.Después, viendo que el oso gigantepermanecía invisible y la hembraalejada, se apaciguó, pensando que eldía avanzaba y que era preciso llegar ala llanura. Entonces, no se disgustó,caminó hacia la luz, que aumentaba a supaso. La galería se ensanchó y los

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nómadas lanzaron un grito al ver lasgrandes nubes de otoño acumuladas enel firmamento, la ladera áspera, erizada,llena de obstáculos, y la tierra sinlímites.

Fue un grito de júbilo, porque aquelterritorio les era ya familiar. Desde suinfancia habían recorrido aquellosbosques, aquellas sabanas, aquellascolinas, franqueando aquellos pantanos,y acampando al borde de aquel río o alpie de aquellas quebradas. Dos días másde camino, y llegarían al Gran Pantano,donde los Ulhamr se reunían al final desus grandes excursiones de guerra y decaza, y al que la oscura leyenda

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vinculaba sus remotos orígenes.Nam se echó a reír como un niño.

Gau tendía los brazos en un impulso dealegría, y Naóh, inmóvil, sintió revivirtal abundancia de cosas, que él sóloparecía encarnar varios seres.

—¡Volveremos a ver a la Horda! —gritó.

Y ya los tres percibían su presencia.La Horda, invisible todavía, andabacomo mezclada a las frondas de otoño,se reflejaba en las aguas y transformabalos vastos celajes. Cada uno de losaspectos del panorama era extrañamentedistinto de los lugares que había dejadoallá, detrás de las montañas, en el

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inmenso Oriente Meridional. No seacordaban ya más que de los díasfelices. Nam y Gau, que tantas veceshabían experimentado la rudeza de loshombres maduros, los puños de Faúhm,el de gesto feroz, sentían ahora unaseguridad sin límites. Miraban conorgullo las pequeñas llamas que habíanconservado en medio de tantas luchas,fatigas y dolores. Naóh sentía el habertenido que sacrificar la que él llevaba, yuna vaga superstición se arrastraba en elfondo de su cerebro. Pero ¿acaso notraía consigo las piedras que encierranel fuego, con el secreto de hacerlobrotar? ¡No importaba! Él hubiera

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querido conservar, como suscompañeros, un poco de aquella vidacentelleante que había conquistado a losKzams…

El descenso fue áspero y duro. Elotoño había multiplicado losdesmoronamientos y las grietas, ytuvieron que ayudarse con el hacha y elarpón. Al poner el pie en la llanura, elúltimo obstáculo quedaba salvado; sóloles faltaba seguir sendas abiertas y muyconocidas. Ebrios de esperanza, sussentidos olvidaban los incontablesacontecimientos que envuelven yacechan a los vivientes.

Anduvieron hasta el crepúsculo.

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Naóh buscaba una curva del río dondequería establecer su campamento. El díamurió pesadamente en el fondo de loscelajes, arrastrando un fulgor rojo ysiniestro, acompañado del aullido delobos y el largo lamento de los perros,que pasaban en manadas furtivas oacechaban desde los linderos de losmatorrales y bosques. Había tantos, quesu número tenía atónitos a los nómadas.Sin duda algún éxodo de herbívoros leshabía echado de las vecinas tierras yreunido en aquel suelo lleno de caza.Pero debían de haberla agotado, porquesus clamores indicaban la escasez y susmovimientos una febril actividad. No

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ignoraba Naóh cuánto hay que temerlescuando se reúnen en gran número; poreso apresuraba el camino. Pasado untiempo, se habían formado dos grandeshordas: a la derecha iban los perros y ala izquierda los lobos; y como ambasseguían el mismo rastro, se detenían enocasiones para amenazarse. Los loboseran más corpulentos, de ancha ymusculosa nuca, pero los perros eranmás numerosos. A medida que lastinieblas se tragaban el crepúsculo, losojos de aquellos animales empezaban abrillar ardientemente en la oscuridad.Nam, Gau y Naóh divisaban multitud depequeños fuegos verdes que cambiaban

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de sitio, como luciérnagas.Frecuentemente, los nómadas respondíana los aullidos, lanzando un largo grito deguerra; y entonces se veían refluir todasaquellas fosforescencias.

Al principio, las bestias semantuvieron a distancia de varios tirosde arpón; pero al aumentar las tinieblasse acercaron y se oía más claramente elblando ruido de sus pisadas. Los perroseran los más atrevidos. Algunos sehabían adelantado a los hombres. Depronto, se detenían y saltaban, lanzandoagudos ladridos, o bien se arrastrabantaimadamente en la sombra. Entonceslos lobos, inquietos al verse rezagados,

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llegaban todos en tropel y amenazabancon sus desgarradores aullidos. A puntoestuvieron de trabar combate. Losperros, apretados unos contra otros,conscientes del poder de su número yexaltados por el sentimiento de suavance, se volvían de repente a dar lacara. Una furiosa impaciencia retorcíalas entrañas de los lobos, y, a la última ycenicienta luz crepuscular, ambas hordasoscilaban en oleadas de carnespalpitantes y largas ráfagas de clamores.

Pero no llegaron a enzarzarse.Algunos de ellos, más independientes,continuaron cazando dispersos; y suejemplo se impuso. Las hileras de

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perros y lobos hambrientos continuaronavanzando paralelamente, y su tenazproximidad acabó inquietando a loshombres. Ante un poniente casi entinieblas y entre tantos taimados seres,presentían la muerte al acecho.

Un grupo de perros se adelantó aGau, que iba a la izquierda. Uno deellos, corpulento como un lobo, sedetuvo, enseñó los dientes brillantes ydio un salto. El joven, asustado, learrojó el arpón. El arma se hundió en elcostado de la bestia, y ésta se puso agirar lanzando un largo aullido; Gau laremató de un mazazo.

Al grito de agonía, afluyeron los

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perros. Una solidaridad más fuerte quela de los lobos les unía, y cuando unoestaba en peligro, llegaban incluso adesafiar a los grandes carnívoros. Naóh,temiendo el ataque de la manada entera,llamó a Nam y Gau, a fin de intimidar alas bestias. Apretados unos contra otros,los nómadas formaban una masa. Losperros, atónitos, se agruparon a sualrededor. Si uno solo se atrevía alanzarse, le seguirían todos, y los huesosde los tres hombres acabaríanblanqueando en la llanura.

De pronto Naóh arrojó una azagaya yun perro se revolcó en el suelo, con elpecho atravesado. El jefe le cogió por

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las patas posteriores y lo arrojó entre ungrupo de lobos. Exasperada su hambrepor la fácil presa y el olor de la sangre,las fieras se pusieron a devorar la carneviva. Entonces los perros olvidaron alos hombres y se precipitaron todos a lavez sobre los lobos.

Mientras la lucha se encarnizaba, losnómadas echaron a correr. La brumaanunciaba la cercanía del río, y Naóh, aratos, distinguía su pálidareverberación. Dos o tres veces sedetuvo para orientarse. Al fin, señalandouna masa grisácea que dominaba el río,exclamó:

—Naóh, Gau y Nam se reirán de los

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perros y los lobos.Era un gran peñasco que formaba

casi un cubo, tan alto como cinco vecesla estatura de un hombre y sólo eraaccesible por un lado. Naóh lo escalórápidamente, pues lo conocía desdehacía muchas estaciones. Le siguieronNam y Gau, y se hallaron en unasuperficie llana, cubierta de maleza, ycon un abeto en medio, donde podíanacampar cómodamente treinta hombres.

A lo lejos, en la cenicienta llanura,lobos y perros peleaban con furor. Ymientras se enroscaban en el airehúmedo feroces rumores y largoslamentos, los nómadas saboreaban el

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placer de la seguridad.Gimió la leña, el fuego levantó sus

rojas lenguas y sus humaredas leonadas,y un vasto resplandor se esparció sobrelas aguas. Desde la solitaria roca sedivisaban dos áridos segmentos deorilla. Los sauces, los álamos y lascañas crecían a cierta distancia, demodo que podían distinguirse todas lascosas a veinte tiros de arpón.

Mientras tanto, unos animales huíande la súbita claridad y se ocultaban, obien acudían fascinados por ella. Doslechuzas surgieron de un álamo,lanzando un grito fúnebre; una nube demurciélagos orejudos revoloteó sobre

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ellos; una bandada de ánades, irritadospor la luz, abandonó su escondite y seapresuró a refugiarse en la sombra;largos peces surgían del abismo, comovapores argentinos, flechas de nácar yhélices doradas. Y el rojizo resplandordescubrió también un achaparradojabalí, enfurecido y gruñendo, un granciervo asustado, con sus inmensas astasechadas hacia atrás, y la ladina cabezade un lince, de orejas triangulares y ojoscobrizos y feroces, acechando entre dosramas de fresno.

Los hombres tenían conciencia de supropia fuerza, y comían en silencio lacarne asada, gozosos de vivir junto a la

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caricia y el calor del fuego. ¡La Hordaestaba cerca! Antes de dos nochesvolverían a contemplar las aguas delGran Pantano. Nam y Gau seríanrecibidos como guerreros. Los Ulhamrreconocerían su valor, su astucia y sularga paciencia y les temerían. Y Naóhtendría a Gamla en premio, y mandaríadespués de Faúhm…

La sangre de los tres hombresparecía hervir de esperanza. Suprodigioso instinto se llenaba deimágenes profundas y claras. Era lajuventud de un mundo que no volverájamás. Todo era vasto y nuevo paraellos. La muerte misma les parecía una

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espantosa fábula, más que una realidad.La temían de pronto, en los momentosterribles, pero después se alejaba, sedisipaba y perdía ahogada por susenergías. Si las fatalidades eranformidables, si se abatían sobre ellosencarnadas en la tierra, cuando pasabanya no las temían. Con tal de que tuviesenseguros el abrigo y el alimento, la vidaera para ellos fresca, ligera y alegrecomo el ancho río…

Un rugido rasgó las tinieblas. Eljabalí corrió hacia el camino, el granciervo dio un brinco, más inclinadas aúnsobre la cerviz las ramas de sus cuernos,y cien organismos vivientes palpitaron

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en secreto. Al principio, junto a laarboleda, no se vio más que una formanebulosa; después, una silueta movediza,cuyo poder se percibía en cadamovimiento. Y una vez más Naóh pudover al león gigante. Todo había huido. Lasoledad no tenía límites. El colosalfelino avanzaba con precaución, porqueconocía la ligereza, la vigilancia, elagudo olfato, la prudencia, losinnumerables recursos de los animalesque acecha. El león estaba triste. Sutierra de origen, la tierra de la cual casihabía desaparecido su raza, era máscálida y más rica que aquélla, dondevivía a costa de grandes esfuerzos. Y el

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hambre roía continuamente su estómago.El león vagaba solo, en medio de lasoledad. Las comarcas donde habíasuficiente caza para una pareja se ibanhaciendo más raras, incluso allá lejos,hacia el Sol, o en los cálidos valles. Yél, superviviente que merodeaba por elpaís del Gran Pantano, no dejaríadescendencia.

A pesar de la altura y lo escarpadode la roca, Naóh sintió el horror en susentrañas. Y, tras asegurarse de que elfuego defendía el estrecho acceso,empuñó la maza y el venablo. Nam yGau estaban preparados también paracombatir; los tres, agazapados en la

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roca, eran invisibles.El león gigante se detuvo. Todo su

cuerpo descansaba sobre sus musculosaspatas mientras contemplaba aquella altaclaridad que turbaba las tinieblas comoun rojo crepúsculo. Pero no la confundíacon el resplandor diurno ni menos aúncon aquella luz fría que a veces ledelataba por la noche en susemboscadas. Confusamente comprendióque eran llamas de aquellas que devoranla llanura, quizá un árbol encendido porel rayo, o incluso los fuegos del hombre,que a veces divisó a lo lejos, hacíalargo tiempo, en los territorios de dondele desterraron sucesivamente el hambre,

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las crecidas de las aguas o la asoladorasequía. Vacilando, gruñendo, se azotófuriosamente los costados con la cola.Luego avanzó y venteó los efluvios.Eran débiles, pues suelen elevarse ydividirse en lugar de descender, y laligera brisa los llevaba hacia el río.Apenas percibía el olor del humo,menos aún el de la carne asada, y nadaen absoluto el de los hombres. No veíamás que aquellos altos fulgores cuyosrelámpagos rojos y amarillos crecían,decrecían, se desplegaban, corrían y seevaporaban en la repentina sombra de lahumareda. No asociaba a esteespectáculo la memoria de ninguna

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presa ni de algún incidente de combate,y la fiera, acometida de un temormelancólico, abrió las inmensas fauces,la caverna mortal donde ronca elrugido… Y Naóh vio alejarse al leóngigante hacia las tinieblas, en busca deun paraje donde preparar su celada.

—¡Ningún animal puede yaatacarnos! —exclamó el jefe riendo.

La risa, fuerte y alegre, tenía elacento de una provocación.

Al poco rato, Nam se estremeció.Vuelto de espaldas al fuego, seguía conla mirada, en la otra orilla, un reflejoque palpitaba sobre el agua y surgía

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entre los sauces y los sicómoros. Y conel brazo tendido, murmuró:

—¡Hijo del Leopardo, allí hayhombres!

Un peso oprimió el pecho de Naóh,y los tres aunaron sus sentidos. Pero lasorillas estaban desiertas, y no oyeronotra cosa que el sordo rumor de lasaguas, ni distinguieron más queanimales, hierbas y árboles.

—¿Se ha equivocado Nam? —interrogó Naóh.

El joven estaba seguro de lo quehabía visto.

—Nam no se ha equivocado —contestó—: ha visto cuerpos de hombres

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entre las ramas de los sauces… Erandos.

El jefe no dudó ya. Su corazón seretorcía entre la angustia y la esperanza.Y en voz muy baja, añadió:

—Éste es el país de los Ulhamr. Loque tú has visto son cazadores oexploradores enviados por Faúhm.

Naóh se incorporó enseguida,irguiéndose en toda su elevada estatura,pues de nada serviría ocultarse: amigoso enemigos, los hombres conocían desobra la significación del Fuego. Poreso el jefe gritó con todas sus fuerzas:

—Yo soy Naóh, Hijo del Leopardo,que ha conquistado el Fuego para los

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Ulhamr. ¡Descúbranse los enviados deFaúhm!

La soledad permanecióimpenetrable. La misma brisa y el rumorde las fieras se había adormecido;únicamente parecían aumentar el rugidodel fuego y la voz fresca del río.

—¡Descúbranse los enviados deFaúhm! —repitió el jefe—. Si miran,reconocerán a Naóh, Nam y Gau. ¡Desdeahora les digo que serán bienvenidos!

Los tres, de pie delante del fuego,mostraban sus siluetas tan visibles comoen pleno día y lanzaban el grito de alertade los Ulhamr.

Esperaron. La angustia mordía el

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corazón de los tres compañeros, con elpresentimiento de todas las cosasterribles. Por fin, a Naóh no le quedómás remedio que exclamar:

—¡Son enemigos!Nam y Gau lo sabían, y esta certeza

ahogó su dicha. El peligro era tanto máscruel cuanto que venía a amenazarlesprecisamente aquella noche en que lallegada a la Horda parecía tan próxima.Y era más grave también, porqueprocedía de los hombres. En aquel suelolindante con el Gran Pantano, no podíanexplicarse ninguna otra presenciahumana que la de su Horda. ¿Acaso losvencedores de Faúhm habían vuelto a

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atacarle? ¿Quizás habrían desaparecidoya de la faz de la tierra todos losUlhamr?

Naóh imaginó a Gamla apresada omuerta. Los dientes del jefe rechinaron ysu maza amenazó la otra orilla. Después,abrumado, se agachó junto a la hogueray se puso a meditar, al acecho…

El cielo se resquebrajó por elOriente: la Luna, en su último cuarto,erraba hacia el fondo de la sabana. Eraroja y difusa, enorme. Su resplandor,con ser muy débil, bastaba para iluminarlas profundidades del paraje. La fugaque meditaba el jefe se haría casiimposible si los hombres escondidos

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eran muchos y habían preparadoemboscadas.

Mientras pensaba en esto, le sacudióun profundo estremecimiento. Acababade divisar río abajo un bultoachaparrado. Y a pesar de quedesapareció velozmente entre loscañaverales, la certeza traspasó elcorazón del jefe, como la punta de unvenablo. Los que se ocultaban eran,realmente, Ulhamr. Naóh hubierapreferido que fuesen Devoradores deHombres o Enanos Rojos, pues acababade reconocer, a lo lejos, la sombra deAghoo el Velludo.

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10EL SUPREMO

COMBATE

l Hijo del Leopardo volvió avivir entonces, por unosinstantes, la escena en que

Aghoo y sus hermanos se habíanlevantado, en presencia de Faúhm, yhabían prometido conquistar el Fuego.La amenaza llameaba en sus redondosojos, la fuerza y la ferocidad setraslucían en sus ademanes, y la Hordales escuchaba temblando. Cualquiera de

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los tres habría hecho frente al granFaúhm. Con sus torsos tan velludoscomo los del oso gris, sus enormesmanos, sus brazos duros como ramas deencina, valían por diez guerreros. Y, alpensar en todos aquellos a quienes losVelludos habían dado muerte o mutilado,un odio sin límites contraía los músculosde Naóh.

¿Cómo vencerlos? Él, el Hijo delLeopardo, se consideraba igual aAghoo: después de tantas victorias, suconfianza en sí mismo había aumentado.Pero Nam y Gau ¡serían como lobosdelante de leones!

La sorpresa y las mil impresiones

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que se agitaban en su entendimiento nohabían retrasado, sin embargo, laresolución de Naóh, que fue tan rápidacomo un salto de ciervo sorprendido ensu yacija.

—Nam se irá enseguida —ordenó—; y después Gau. Se llevarán lasazagayas y los arpones. Yo les echarélas mazas cuando estén abajo. Yo sólollevaré el Fuego.

No se podía resignar, a pesar de lasmisteriosas piedras de los Wah, aabandonar la llama conquistada.

Nam y Gau comprendieron que eranecesario vencer por medio de lacarrera a Aghoo y sus hermanos, no

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solamente en el curso de aquella mismanoche, sino hasta llegar a la Horda. Atoda prisa recogieron sus armasarrojadizas, y Nam empezó el descensode la peña, seguido, a dos alturas dehombre, por Gau. Su tarea era más arduay penosa de lo que fue en la subida, acausa de los engañosos resplandores ylas bruscas sombras y también porquedebían tantear en el vacío, descubrir lasgrietas invisibles y pegarseestrechamente a la roca.

Cuando Nam estaba casi a punto detocar el suelo, un grito de lechuza surgióen la orilla del río, luego se oyó unbramido y después el mugido del

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alcaraván. Naóh, inclinado al bordemismo de la roca, vio salir a Aghoo deentre los juncos, veloz como un rayo.Instantes después salían sus hermanos, eluno por el Sur y el otro por el Levante.

Nam acababa de saltar al llano.Entonces, Naóh sintió que el corazón

se le llenaba de dudas. No sabía siecharle a Nam la maza o llamarle. Eljoven era más ágil que los Hijos delAuroch; pero como los tres corríanhacia la roca, Nam tendría que pasar atiro de azagaya o arpón… Laincertidumbre del jefe fue brevísima.Enseguida gritó:

—¡No echaré la maza a Nam…

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porque sin ella correrá mejor! ¡HuyaNam y vaya a advertir a los Ulhamr quenosotros le aguardamos aquí, con elFuego!

Obedeció Nam temblando, pues sesentía demasiado débil ante los tresformidables hermanos a quienes su cortapausa había permitido ganar terreno.Después de algunos saltos, Nam tropezóy tuvo que reemprender la carrera. YNaóh, viendo que aumentaba el peligro,le llamó enseguida.

Los Velludos estaban ya cerca. Elmás ágil lanzó una azagaya y atravesó elbrazo de Nam, en el instante en que ésteempezaba a escalar nuevamente la roca.

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El otro, dando un grito de muerte,arremetió contra él para aplastarle.Naóh vigilaba. Su brazo terrible arrojóuna gran piedra. El proyectil trazó unarco en la penumbra y quebró el fémurdel Velludo, que cayó al suelo. Y, antesde que el Hijo del Leopardo hubiesecogido otro pedrusco, el herido,rugiendo de rabia, desapareció detrás deun matorral.

Después se hizo un gran silencio.Aghoo había acudido al sitio dondeestaba su hermano y le examinaba laherida. Gau ayudaba a Nam a subir lameseta, y Naóh, de pie a la doble luz dela Luna y de la hoguera, sostenía con las

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dos manos un bloque de pórfido,dispuesto a lapidar a los agresores. Suvoz fue la primera que rompió elsilencio:

—¿No son ya de la misma Hordaque Nao, Gau y Nam los Hijos delAuroch? ¿Por qué nos atacan comoenemigos?

Aghoo el Velludo se irguió a su vez,y lanzando su grito de guerra, respondió:

—Aghoo os tratará como amigos siqueréis darle parte en el Fuego, y comosiervos si se la negáis.

Una espantosa risa burlona dilatósus mandíbulas. Su pecho era tan ancho,que hubiera podido acostarse en él una

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pantera.El Hijo del Leopardo gritó:—Naóh ha conquistado el Fuego,

quitándoselo a los Devoradores deHombres, y lo repartirá cuando hayallegado a la Horda.

—Nosotros lo queremos ahora…Aghoo tendrá a Gamla, y Naóh recibirádoble parte en la caza y el botín.

El furor hizo temblar al Hijo delLeopardo:

—¿Por qué Aghoo ha de tener aGamla, si no ha sabido conquistar elFuego? ¡Las hordas se han burlado deél!…

—Aghoo es más fuerte que Naóh.

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Abrirá vuestras entrañas con el arpón yos romperá los huesos con la maza.

—Naóh ha matado al Oso Gris y a laHembra del Tigre. Ha derribado a diezDevoradores de Hombres y a veinteEnanos Rojos. ¡Naóh es quien matará aAghoo!

—¡Baje al llano Naóh!—Si Aghoo viniera solo, Naóh

habría ido ya a combatirle.La carcajada de Aghoo estalló, vasta

como un rugido:—¡Ninguno de vosotros volverá a

ver el Gran Pantano!Callaron los dos. Naóh comparaba,

estremeciéndose, los delgados torsos de

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Nam y Gau con las espantosascomplexiones de los Hijos del Auroch.Sin embargo, ¿no contaban ya con ciertaventaja? Porque, aunque Nam estabaherido, uno de los tres hermanos estabaincapacitado para perseguir a unenemigo.

La sangre manaba del brazo de Nam.El jefe le aplicó ceniza caliente y larecubrió con hierbas. Después, mientrasvigilaba, se preguntó cómo iba acombatir. No podían esperar sorprenderla vigilancia de Aghoo y sus hermanos,cuyos sentidos eran perfectos y suscuerpos infatigables. Tenían fuerza,astucia, destreza y agilidad, y, aunque

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eran menos veloces que Nam y Gau, lesaventajaban en aliento. Sólo él, el Hijodel Leopardo, era más rápido que ellosy les igualaba en resistencia.

Naóh se representabafragmentariamente los diversos aspectosde la situación; pero, uniéndolos unoscon otros, su instinto les dabacoherencia. Así, se imaginaba lasperipecias de la fuga y del combate, yera ya todo acción mientras permanecíaagachado y envuelto en el resplandorcobrizo de la hoguera. Por fin, selevantó. Una sonrisa astuta vagó por suslabios mientras escarbaba la tierra conun pie, como la pezuña de un toro. Lo

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más urgente era apagar la hoguera, a finde que, en el caso de vencer, los Hijosdel Auroch no pudiesen lograr ni aGamla ni el rescate. Naóh arrojó al ríolos tizones más grandes y, ayudado porsus compañeros, mató el Fuego conpiedras y arcilla. No conservó con vidamás que la débil llama de una de lasjaulas, y luego volvió a organizar eldescenso. Esta vez, Gau debía abrir lamarcha. Al encontrarse a dos alturas delhombre, antes de saltar al llano, sedetendría sobre un saliente de la rocabastante ancho para mantener elequilibrio y poder desde allí arrojarazagayas.

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El joven Ulhamr obedeciórápidamente.

Al llegar al punto designado, lanzóun ligero grito, para advertir al jefe. LosHijos del Auroch se habían desplegadoya para la batalla. Aghoo hacía frente ala roca, empuñando un venablo; el quehabía sido herido, de pie, y apoyado enun arbusto, tenía listas las armas, y elotro hermano, Rukh, el de los BrazosRojos, situado un poco más lejos, dabavueltas alrededor de la peña. Erguido enlo alto de ella, Naóh, tan pronto seinclinaba para escudriñar la llanura,como blandía el venablo. De repente,aprovechó el momento en que Rukh

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estaba más cerca, para lanzar unaazagaya. El arma franqueó una distanciaque asombró al Hijo del Auroch, puesfaltaron cinco tallas de hombres paraalcanzarle. Naóh arrojó enseguida unapiedra, que cayó a menor distanciatodavía. Rukh lanzó una exclamación desarcasmo:

—¡El Hijo del Leopardo es estúpidoy ciego!

Y lleno de desdén, se acercó másaún, levantando el brazo derechoarmado con la maza. Entonces Naóh,furtivamente, cogió un arma preparadade antemano: uno de los propulsorescuyo manejo había aprendido en la

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Horda de los Wah. Le imprimió unarápida rotación, y Rukh, seguro de quese trataba de un simple ademánamenazador, siguió avanzando y riendoburlonamente. Como andaba pegado alpeñasco y la claridad era incierta, novio llegar el proyectil. Cuando loadvirtió era demasiado tarde: un golpeseco, formidable, le rompió la mano enel sitio donde el pulgar se arraiga conlos otros dedos. Rukh lanzó un grito dedolor y tuvo que soltar la maza…

Aghoo y sus hermanos se quedaronmudos de asombro. La distanciaalcanzada por Naóh sobrepasaba conmucho la que ellos habían previsto para

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ponerse fuera de tiro. Y, al sentirdisminuida su fuerza ante un artificiomisterioso, retrocedieron los tres. Rukhsólo podía emplear la maza con la manoizquierda.

Entretanto, Naóh aprovechaba susorpresa para ayudar a descender aNam, y en un instante los seis hombresse hallaron en la llanura, acechándosellenos de rabia. Inmediatamente, el Hijodel Leopardo corrió hacia la derecha,por donde el paso que dejaban los treshermanos era más ancho y seguro.Aghoo le salió al encuentro. Susredondos ojos observaban cada ademánde Naóh. Como era maravillosamente

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hábil en esquivar la azagaya y el arpón,avanzaba con la esperanza de que losadversarios agotarían contra él susproyectiles, mientras Rukh llegaba atoda velocidad. Pero Naóh retrocedió,dando un brusco rodeo, y amenazó alotro hermano herido, que aguardabaapoyado en su arpón. Este movimientoforzó a Rukh y a Aghoo a desviarsehacia la izquierda. El espacio queguardaban se ensanchó más, y por él seprecipitaron Nam, Gau y Naóh, queahora podían huir sin temor de versecercados.

—¡Los Hijos del Auroch noconseguirán ya el Fuego! —gritó el jefe

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con voz atronadora—. ¡Y Naóh tomará aGamla!

Los tres huían por la abierta llanura,y quizá hubieran podido llegar a la tribu,sin combatir. Pero Naóh comprendía queaquella noche era preciso arriesgar lavida para salvar la vida. Dos de losVelludos estaban heridos, y rehuir lalucha era darles tiempo para sanar yhacer que el peligro renaciera luego,más terrible.

En esta primera fase de lapersecución, Nam mismo, a pesar de suherida, sacó ventaja. Los trescompañeros adelantaron a sus enemigosmás de mil pasos. Entonces Naóh se

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detuvo, entregó a Gau la jaula delFuego, y le dijo:

—¡Corred sin deteneros haciaPoniente… hasta que yo os alcance!

Gau y Nam obedecieron,manteniendo su velocidad, mientras eljefe les seguía lentamente. De pronto, sevolvió, haciendo frente a los dosVelludos que le perseguían, yamenazándoles con el propulsor. Cuandoles juzgó bastante cerca, dio un rodeohacia el Norte y se dirigió a todavelocidad hacia el río… Aghoo adivinósus intenciones, pues enseguida lanzó unrugido espantoso y retrocedió con Rukhen ayuda de su hermano herido. En su

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desesperación, Aghoo alcanzó unavelocidad igual a la de Naóh; pero estavelocidad era excesiva para suestructura. El Hijo del Leopardo, mejorconformado para la carrera, volvió aadelantarle. Llegó junto a la roca, contrescientos pasos de ventaja, y seencontró cara a cara con el otro Velludo,el de la pierna rota.

Éste le aguardaba con ademánamenazador. Lanzó una azagaya, pero,mal aplomado sobre sus plantas, falló elblanco, y ya Naóh arremetía contra él.La fuerza y la destreza del Velludo erantales, que a pesar de su piernaentumecida habría dado cuenta de Nam y

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Gau. Pero, para combatir al gran Naóh,no debía exagerar tanto su empuje. Elmazazo que descargó fue tan terrible quehabría necesitado las dos piernas parasoportar el impulso. Al esquivar Naóhel golpe, su fuerza misma y la debilidadde una pierna le hicieron vacilar.Entonces, la maza de su adversario legolpeó en pleno pescuezo y le derribócomo un tronco. Otro mazazo hizo crujirsus vértebras.

Aghoo sólo estaba a cien pasos dedistancia. Rukh, debilitado por la sangreque manaba de su mano, y menos ágil,estaba otros cien metros más atrás. Losdos corrían en una acometida semejante

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a la del rinoceronte, arrastrados por talprofundo instinto de raza que habíanllegado a olvidar la astucia.

Con un pie sobre el vencido y laterrible maza en alto, el Hijo delLeopardo les aguardaba. Cuando Aghooestuvo a tres pasos de él, dio un saltopara el ataque… Pero Naóh ya no estabaallí, sino que corría hacia Rukh con lavelocidad del gamo. De un golpesupremo, asestado con ambas manos,apartó el arma que Rukh levantaba, faltode destreza, con la izquierda, ygolpeándole luego en el cráneo, tendióen el suelo al segundo enemigo.

Después, rehuyendo todavía el

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combate con Aghoo, le gritaba:—¿Dónde están tus hermanos, Hijo

del Auroch? ¿No los he derribado comolo hice con el Oso Gris, con la Hembradel Tigre y los Devoradores deHombres? Y ahora, mírame; soy máslibre que el viento. ¡Mis pies son másligeros que los tuyos, mi aliento es tanlargo como el del megaceros!

Cuando hubo adquirido nuevaventaja, se detuvo, vio acercarse aAghoo y volvió a hablarle:

—Naóh no quiere huir más. Estamisma noche tomará tu vida o perderá lasuya…

Y apuntaba al Hijo del Auroch. Pero

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éste había recobrado ya su astucia.Redujo la carrera y puso toda suatención en el adversario. La azagaya deNaóh hendió el aire. Aghoo se habíaagachado y el arma pasó silbando.

—¡Es Naóh el que va a morir! —aulló.

No se apresuraba ya. Como sabíaque el adversario era libre de aceptar orehusar la lucha, su paso era furtivo ytemible. Cada uno de sus movimientosdescubría a la bestia de combate;llevaba la muerte en el arpón o en lamaza. A pesar de la derrota de sushermanos, no temía al alto y flexibleguerrero de brazos ágiles y rudos

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hombros, pues él era más fuerte que sushermanos y no conocía la derrota.Ningún hombre ni bestia alguna habíanresistido a su maza.

Cuando estuvo a tiro, arrojó el arpóncontra su adversario. Lo hizo porquehabía de hacerlo; pero no le sorprendióver a Naóh zafar el cuerpo. Él habíaevitado también el arma de su rival.

Sólo quedaban las mazas. Las dos selevantaron a la vez. Eran de roble, y lade Aghoo tenía tres nudos. Estaba pulidapor el uso, y relucía a la luz de la Luna.La de Naóh era más redonda, menosvieja y más clara.

Aghoo dio el primer golpe, pero sin

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emplear todo su vigor, pues sabía que nohabía de hallar desprevenido al Hijo delLeopardo. Así, Naóh pudo zafarse sinesfuerzo y pegó de través. La mazaenemiga salió a su encuentro, y los dostroncos de roble chocaron con estrépito.Entonces, Aghoo, dando un salto haciala derecha y atacando por el costado,descargó el inmenso mazazo que habíaroto tantos cráneos de hombres y fieras.Pero golpeó en el vacío, mientras lamaza de Naóh rebatía la suya. El choquefue tan fuerte que Faúhm mismo habríavacilado, pero los pies de Aghoo seasentaban en el suelo como raíces.Fallado el golpe, pudo echarse hacia

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atrás.Volvieron a encontrarse de nuevo

cara a cara, sin herida alguna, comoantes de empezar el combate. ¡Pero elloshabían puesto todas sus habilidades enla lucha! Cada uno conocía ya mejor laformidable criatura que tenía enfrente;los dos sabían que el que desfallecierasólo el tiempo necesario para abrir ycerrar los ojos caería muerto, con unamuerte más deshonrosa que si fueseprovocada por el tigre, el oso o el león,pues ambos, movidos por un oscuroinstinto, combatían para hacer triunfar, através de innumerables siglos, una razanacida de Gamla.

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Aghoo reanudó el combate, lanzandoun ronco aullido; toda la fuerza de su serse concentró en su brazo, y descargó laporra sin artificio alguno, recta yvertical, resuelta a aplastarlo todo. Naóhretrocedió y opuso al choque su armaterrible; pero, aunque desvió el golpe,no pudo evitar que uno de los nudosabriera en su hombro un ancho surco delque brotó la sangre, enrojeciendo elbrazo del guerrero. Aghoo, seguroentonces de destruir una vida que élhabía condenado, volvió a levantar lamaza y la descargó espantosamente.

El rival no había aguardado elgolpe, cuyo ímpetu supremo, al no hallar

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resistencia, hizo vacilar al Hijo delAuroch. Entonces Naóh, lanzando ungrito siniestro, respondió. El cráneo delVelludo resonó como un tronco deencina, y su cuerpo se tambaleaba,cuando otro golpe le derribó en el suelo.

—¡Tú no tendrás a Gamla! —bramóel vencedor—. ¡No volverás a ver laHorda, ni el Pantano; y el Fuego que yohe conquistado no volverá a calentar tucuerpo! Aghoo se enderezó. Su durocráneo estaba rojo de sangre, su brazoderecho pendía como una ramadesgajada del tronco, sus piernascarecían de vigor, pero el obstinadoinstinto relucía en sus ojos y volvió a

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coger el mazo con la mano izquierda. Lablandió por última vez. Pero, antes deque pudiera abatirla, Naóh la lanzó adiez pasos de distancia.

Aghoo esperó la muerte. Pero lamuerte estaba ya en él, y aun así nocomprendía la derrota. Se acordó conorgullo de todo cuanto había derribado ydado muerte entre las criaturas, antes desucumbir él también.

—¡Aghoo ha aplastado la cabeza yel corazón de sus enemigos! —murmuró—. Jamás ha dejado con vida a los quele han disputado la presa o el botín.Todos los Ulhamr temblaban delante deél.

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Éste era el grito de su oscurainteligencia. Y si hubiera podidoregocijarse, en medio de su derrota,también se habría regocijado. Por lomenos sentía el orgullo de no haberperdonado jamás, de haber aniquiladosiempre el peligro que permanece con elrencor del vencido. Así sus días leparecían impecables… Y cuando elprimer golpe de muerte resonó sobre sucráneo, no dejó escapar ni una queja. Noexhaló ninguna, hasta que, desvanecidoya su pensamiento, no quedó de él yamás que la carne, cuyos últimosestremecimientos iba extinguiendo lamaza de Naóh.

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Después, el vencedor fue a rematar alos demás Velludos.

Le pareció que todo el poder de losHijos del Auroch había entrado en él. Yse volvió hacia el río, mientrasescuchaba el rugido de su corazón… Eltiempo era suyo para siempre.

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11EN LA NOCHE DE

LAS EDADES

odos los días, al declinar latarde, los Ulhamr esperaban conangustia la puesta del Sol.

Cuando las estrellas quedaban solas enel firmamento, o la Luna se envolvía enlas nubes, se sentían extrañamentedébiles y miserables. Amontonados enla oscuridad de una caverna o debajo deun acantilado, ante el frío y las tinieblas,pensaban en el Fuego que los alimentaba

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con su calor y ahuyentaba a las fieras.Los centinelas no soltaban las armas. Lavigilancia y el temor abrumaban suscuerpos: sabían que podían versecogidos de improviso, antes de poderdefenderse. El oso había devorado a unguerrero y a dos mujeres, los lobos y losleopardos les habían arrebatado algunosniños y muchos hombres ostentaban lascicatrices de combates nocturnos.

El invierno se acercaba. El vientodel Norte lanzaba sus azagayas. En losdías de cielo sereno, el hielo mordía conagudos dientes, y una noche Fahúm, eljefe, en lucha con el león, perdió el usode su brazo derecho. Entonces, se quedó

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demasiado débil para imponer su mandoy el desorden aumentó en la Horda.

Noúm no quiso obedecer más yMoúh pretendió ser el primero entre losUlhamr. Ambos tenían sus partidarios,mientras un pequeño grupo permanecíafiel a Faúhm. Sin embargo, no hubolucha violenta, porque todos estabanexhaustos. El viejo Goún les hablaba desu debilidad y del peligro querepresenta para la Horda matarse unos aotros. Y lo comprendían muy bien: a lahora de las tinieblas, echabanamargamente de menos a los guerrerosdesaparecidos.

Desesperaban, pasaban ya tantas

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lunas, de volver a ver a Naóh, Gau yNam o a los Hijos del Auroch. Variasveces enviaron exploradores, pero todosvolvían sin haber descubierto rastroalguno. Entonces el desaliento abrumó ala Horda. Los seis guerreros habríanperecido bajo la garra de las fieras, bajolas hachas de los hombres o a manos delhambre. ¡Los Ulhamr no volverían a verel Fuego bienhechor!

A pesar de sus padecimientos, másintensos que los de los varones,solamente las mujeres conservaban unavaga esperanza. La paciente resistencia,que salva las razas, subsistía en ellas, yentre las más enérgicas figuraba Gamla.

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Ni el frío ni el hambre habíanmenoscabado su juventud. El inviernohacía crecer su cabellera, que flotabasobre sus hombros como la melena delleón. Gamla tenía un profundo instintopara los vegetales. En la pradera o entrela maleza, en el oquedal o entre lascañas sabía descubrir la raíz, el fruto, elhongo comestible. Sin ella, el corpulentoFaúhm hubiera perecido durante eltiempo que su herida le tuvo postrado enel fondo de una caverna, agotado por lapérdida de sangre…

Así llegó una noche más pavorosaque las otras. El viento había barrido las

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nubes, y pasaba por encima de lashierbas marchitas y sobre los negrosárboles, lanzando largos aullidos. Un solrojo, tan ancho como la colina que selevantaba a Poniente, alumbraba todavíael paisaje. A la luz del crepúsculo queiba a perderse en el fondo de lostiempos insondables, la Horda se habíareunido, temblando. Era débil y estabatriste. ¡Cuándo volverían los días en quela llama rugía al devorar el ramaje!Entonces, un olor de carne asadaascendía en el aire del crepúsculo, unacálida alegría penetraba en los pechos,los lobos merodeaban lamentándose, yel oso, el león y el leopardo se alejaban

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de aquel fulgor palpitante.El Sol se hundió. En el árido

Occidente la luz murió, apagada, y lasbestias que viven en las sombrascomenzaron a vagar sobre la tierra.

El anciano Goún, envejecido aúnmás por la miseria, lanzó un siniestrogemido:

—Goún ha visto a sus hijos y a loshijos de sus hijos, y jamás el Fuegoestuvo ausente de los Ulhamr. He aquíque ya no hay Fuego y Goún morirá sinvolver a verlo.

El hueco del peñasco donde sealbergaba la tribu era casi una caverna.En el buen tiempo hubiera sido un

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excelente refugio, pero ahora el cierzoflagelaba las carnes.

Goún añadió:—Los lobos y los perros serán cada

noche más atrevidos.Dijo esto mientras señalaba con la

mano las furtivas siluetas que semultiplicaban a medida que las tinieblascaían. Los aullidos se volvían máslargos y amenazadores, y la nocheempujaba sin cesar sus famélicasbestias. Sólo los últimos resplandorescrepusculares las mantenían aúnalejadas. Los centinelas, inquietos,paseaban azotados por el viento, bajolas frías estrellas…

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De pronto, uno de ellos se detuvo yalargó el cuello. Otros dos le imitaron.

Luego, el primero declaró:—¡Hay hombres en la llanura!Un vasto estremecimiento agitó a la

Horda. En unos dominaba el temor, y enotros la esperanza. Acordándose de quetodavía era el jefe, Faúhm se levantó dela grieta donde descansaba:

—¡Preparen sus armas losguerreros! —ordenó.

En aquella hora equívoca, losUlhamr obedecieron silenciosamente, yel jefe añadió:

—Noúm cogerá tres jóvenes e irá aespiar a los que se acercan.

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Noúm vaciló, contrariado porrecibir órdenes de un hombre que habíaperdido la fuerza de su brazo. Pero elviejo Goún intervino:

—Noúm tiene los ojos delLeopardo, la oreja del Lobo y el olfatodel Perro. Él sabrá si los que vienen sonamigos o enemigos de los Ulhamr.

Entonces Noúm y tres jóvenes sepusieron en camino. A medida queavanzaban, las fieras se reunían yseguían sus huellas.

Se perdieron de vista, y la Hordaesperó largo tiempo. Al fin, un agudoclamor hendió las tinieblas.

Faúhm saltó fuera de la cueva y

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exclamó:—¡Los que vienen son Ulhamr!Una emoción terrible invadió los

corazones, y hasta los niños selevantaron. Goún expresó supensamiento y el de los demás:

—¿Son Aghoo y sus hermanos… oNaóh, Nam y Gau?

Nuevos gritos se oyeron bajo lasestrellas.

—¡Es el Hijo del Leopardo! —murmuró Faúhm, con disimulada alegría,pues temía en secreto la ferocidad deAghoo.

Pero la mayoría sólo pensaba en elFuego. Si Naóh lo traía, todos se

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inclinarían ante él; si no lo traía, el odioy el desprecio se levantarían contra sufracaso.

Entretanto, una manada de lobos sedirigía hacia la Horda. El crepúsculohabía muerto. El último rastro rojoacababa de extinguirse en el cielo, lasestrellas centelleaban en un firmamentode hielo. ¡Ah, ver crecer la ardientebestia roja, sentirla palpitar sobre elpecho y los miembros!

Finalmente, Naóh se dejó ver.Llegaba como una sombra negra,destacándose sobre la llanura gris. YFaúhm aullaba:

—¡El Fuego!… ¡Naóh nos trae el

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Fuego!Fue aquello un inmenso trastorno.

Algunos se detuvieron, como heridospor un hachazo. Otros saltaron, rugiendofrenéticamente… Y el Fuego llegó al fin.

El Hijo del Leopardo lo mostraba,encerrado en su jaula de piedras. Era unpequeño fulgor rojo, una vida humilde,que un niño habría podido aplastar deuna pedrada, pero todos sabían la fuerzainconmensurable que iba a brotar deaquella cosa tan débil. Jadeando, mudos,temerosos de verlo extinguirse, saciabanlas pupilas con su imagen…

Después, se produjo un clamor tanalto que los lobos y los perros se

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espantaron. Toda la Horda se apretabaalrededor de Naóh, con ademanes dehumildad, de adoración y de convulsivogozo.

—¡No matéis el Fuego! —gritaba elviejo Goún, cuando se apaciguó elarrebato.

Todos se apartaron. Naóh, Faúhm,Gamla, Nam, Gau y el viejo Goún,formando una pina dentro de la multitud,se dirigieron al cobijo del peñasco. LaHorda acumulaba hierbas, hojarasca yramas secas. Cuando la pira estuvopreparada, el Hijo del Leopardo acercóa ella la débil llama. Al principio seapoderó de algunas briznas. Silbando

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suavemente, se puso luego a mordertallos y hojas. Y después, gruñendo,comenzó a devorar las ramas, mientrasque al borde de las ahuyentadastinieblas los lobos y los perrosretrocedían dominados por unmisterioso temor.

Entonces, Naóh, dirigiéndose alcorpulento Faúhm, le dijo:

—El Hijo del Leopardo ha cumplidosu promesa. ¿Cumplirá la suya el jefe delos Ulhamr?

Dijo esto señalando a Gamla, queestaba de pie, alumbrada de lleno por laroja claridad, y que al oír a Naóh,sacudió su densa cabellera. Palpitante

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de orgullo, se sentía arrebatada por laadmiración en la cual toda la Hordaenvolvía a Naóh.

—Gamla será tu mujer, como fueprometido —respondió casihumildemente Faúhm.

—¡Y Naóh mandará la Horda! —declaró atrevidamente Goún, el de losHuesos Secos.

Con ello no pretendía menospreciaral gran Faúhm, sino destruir lasrivalidades que juzgaba peligrosas. Enaquel momento en que el Fuego acababade renacer, nadie osaría contradecirle.

Una aprobación exultante agitó lasmanos y las cabezas. Pero Naóh sólo

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veía a Gamla: su gran cabellera, la vidade sus frescos ojos hablaban el lenguajede la raza. Una indulgencia profunda seelevó en su corazón, por el hombre queiba a entregarle la doncella. Perocomprendiendo que un jefe débil nopodía mandar solo a los Ulhamr,exclamó:

—¡Naóh y Faúhm dirigirán laHorda!

Todos callaron sorprendidos,mientras por primera vez, Faúhm, elhombre feroz, sentía que le invadía unaconfusa ternura hacia otro hombre.

Entretanto, el viejo Goún,muchísimo más curioso que todos los

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Ulhamr juntos, deseaba conocer lasaventuras de los tres guerreros. Aquellasaventuras palpitaban en el cerebro deNaóh, tan recientes, como si todas lashubiera llevado a cabo la víspera. Enaquel tiempo, las palabras eran escasas,débiles sus ligazones, su fuerza deevocación corta, brusca e intensa. Elmembrudo nómada habló del oso gris,del león gigante y de la hembra del tigre,de los Devoradores de Hombres, de losmamuts, de los Enanos Rojos, de losHombres del Pantano, de los «Hombresde Pelo Azul» y el oso de las cavernas.Sin embargo, omitió por desconfianza ypor estrategia, revelar el secreto de las

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piedras de fuego que le habían enseñadolos Wah.

El rugido de las llamas aprobaba elrelato; Nam y Gau, por medio de rudosademanes, subrayaban cada episodio. Ycomo se trataba del vencedor, suspalabras emocionaban hondamente yhacían jadear los pechos.

Y Goún exclamó:—¡No hay un guerrero comparable a

Naóh entre nuestros padres… y no lohabrá entre nuestros hijos ni entre loshijos de nuestros hijos!

Al fin, Naóh pronunció el nombre deAghoo. Un escalofrío estremeció lostorsos, como los árboles en la

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tempestad, pues todos temían al Hijo delAuroch.

—¿Cuándo ha vuelto a ver el Hijodel Leopardo a Aghoo? —interrumpióFaúhm, lanzando una mirada dedesconfianza hacia las tinieblas.

—Una noche y una noche han pasado—respondió el guerrero—. Los Hijosdel Auroch atravesaron el río, y seprecipitaron delante de la roca dondeacampaban Naóh, Nam y Gau… ¡Naóhcombatió con ellos!

Entonces se hizo un silencio en elque hasta la respiración dejó de oírse.No se oía más que el Fuego, el cierzo yel lejano grito de una fiera.

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—¡Y Naóh los ha destruido! —declaró orgullosamente el nómada.

Hombres y mujeres se miraron. Elentusiasmo y la duda luchaban en elfondo de sus corazones. Moúh expresóel oscuro sentir de la Horda y preguntó:

—¿Naóh los ha matado a los tres?El Hijo del Leopardo no contestó.

Hundió la mano en una bolsa de la pielde oso que le envolvía, y arrojó al suelotres manos cortadas, sangrientas.

—¡Aquí están las manos de los tresHijos del Auroch!

Goún, Moúh y Faúhm lasexaminaron. Nadie podía dudar de ellas.Enormes, gruesas y con los dedos

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cubiertos de pelo leonado, evocaban deforma irresistible la formidableestructura de los tres Velludos. Todos seacordaron de haber temblado delante deellos. La rivalidad se extinguió en elcorazón de los fuertes, y los débilesconfundieron su vida con la de Naóh. YGoún, el de los Huesos Secos, dijo:

—¡Los Ulhamr no temerán ya más asus enemigos!

Faúhm cogió a Gamla por lacabellera, y la prosternó a los pies delvencedor y gritó:

—Aquí la tienes. Ella será tumujer… Mi protección no está ya sobreella. Se inclinará ante su amo, irá a

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buscar la caza que tú hayas derribado yla llevará sobre sus hombros.

Naóh puso una mano sobre Gamla yla levantó suavemente. Y el tiempoinagotable se abrió ante ellos.