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En cada misa, después de la consagración, decimos lo que sintetiza la fe cristiana:

«Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. ¡Ven, Señor Jesús!»

«El Misterio Pascual» es el culmen de la misión de Jesús y la clave para descubrir la verdad de la vida humana.

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En la oración de Jesús después de la institución de la Eucaristía, dice: «Padre, ha llegado la hora: glorifica a tu Hijo para que tu Hijo te dé

gloria» (Jn 17,1). La hora de que habla es la hora de su muerte que será glorificada

por la manifestación esplendorosa del ser Dios y de él mismo.

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Ante todo que acepta voluntariamente su muerte, sin resistencia.

De una manera pacífica, lúcida y serena porque contempla su muerte

no como un final traumático que acaba con su persona y su misión, sino como la culminación de todo lo que ha

sido.

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Para él la muerte es la manifestación plena del sentido y razón de ser

de toda su vida. Vida y muerte nacen de un mismo acto de amor por el que Jesús quiere rehacer la amistad entre Dios y el hombre.

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El objetivo fundamental de toda su vida había sido cumplir la voluntad del Padre:

«Mi comida es hacer la voluntad del que me envió y realizar su obra» (Jn 4,34).

Y la aceptación de su muerte es el sí definitivo a esa voluntad.

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En la oración del huerto, con sudores de sangre, Jesús dice: «No se haga mi voluntad, sino la tuya» (Mt 26,39). Y la voluntad de Dios es su

sacrificio en manos de los pecadores para obtenernos la vida eterna (Jn 3,16; Rom

8, 32). La entrega de Jesús es, pues, la manifestación suprema del amor de

Dios.

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En una palabra, en la muerte de Jesús se manifiesta que Dios es amor.

Y por eso es el momento supremo en que la gloria de Dios aparece en toda su luminosidad y potencia. Dios nos descubre su ser demostrándonos que es capaz de morir en Jesús por nosotros.

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Esta actitud de servicio y de entrega que nace del amor, se manifiesta

en todos los momentos de la vida de Jesús. Él sabe que el amor exige dar la vida (Jn 15,13) amando al extremo (Jn 13,1). En este

amor extremo se revela la belleza y la gloria del amor de Cristo al mundo.

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Los evangelistas introducen en estos últimos acontecimientos dos escenas sobre

el dar y recibir de Jesús. La primera es el lavatorio de los pies, gesto en el que Jesús nos indica una actitud de servicio y humildad

hacia la humanidad para demostrarnos que el oficio de esclavos nos hace dignos

de sentarnos a la mesa como hijos de Dios.

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La otra escena es la unción en Betania ( Jn 12,1-11). María derrocha un gran capital derramando un perfume costoso sobre la cabeza de

Jesús. Los calculadores protestan. Pero Jesús acepta el regalo porque es

la respuesta de quien ha comprendido que todo es poco para agradecer

a quien lo ha dado todo por nuestra salvación.

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Con la libertad propia de un hombre que viene de Dios, Jesús se coloca por encima de la Ley y privilegiando al amor. Anuncia a un

Dios Padre, abierto a todos los hombres, incluso a los extranjeros y pecadores, con lo que está

rechazando el carácter privilegiado del pueblo judío y de su alianza con Yahvé. Predica que se acerca el Reino de Dios, pero no como un juicio para

paganos y pecadores, sino como una buena noticia de perdón y de gracia.

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Se presenta como superior a Moisés, a quien corrige en varias ocasiones.

Más aún, se coloca en un plano de igualdad con Dios, a quien llama «mi Padre»

en un sentido exclusivo, que el monoteísmo judío no podía aceptar. Se entiende el rechazo de las autoridades religiosas del judaísmo

y su acusación de blasfemia.

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El pueblo esperaba que condujera a Israel hacia la destrucción del imperialismo romano pero como la actuación de Jesús es

independiente del orden socio-político de Roma ya que trata de establecer un Reino interior mucho mayor y espiritual

que es el Reino de Dios, se sienten de defraudados por no ser subversivo,

y los dirigentes le acusan ante Pilato de subversión para lograr su condena.

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Pero, la muerte de Jesús tiene un significado más profundo. No se trata solamente de la muerte injusta de un inocente. Porque Jesús no

es un hombre más. Los evangelistas nos cuentan una serie de hechos extraordinarios

que se produjeron al morir Jesús: el velo del templo se rasgó, la tierra se oscureció y

tembló, se abrieron muchos sepulcros. Había muerto algo más que un

hombre.

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Impresiona la enorme confabulación que lleva a esta muerte: todos contra Jesús. Los discípulos lo traicionan o lo abandonan. Las autoridades religiosas utilizan todos los medios para hacerlo desaparecer. El poder romano, tan orgulloso de su justicia, perpetra la gran injusticia. El pueblo, al que tanto amó y favoreció Jesús, grita con locura ciega: «Crucifícale». Hasta los transeúntes se burlan de él porque es incapaz de salvarse a sí mismo.

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Toda la humanidad (cristianos, judíos y paganos) está implicada en la muerte de Jesús.

Y es que en la cruz se revela hasta dónde puede llegar el pecado del mundo:

hasta querer eliminar a Dios.

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Pero también en la cruz se revela la respuesta de Dios al pecado del mundo.

Jesús muere diciendo: «Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34).

La misma cruz, que revela el poder del pecado, se ha convertido en fuente de

donde brotan las palabras de perdón. La lógica de Dios no es la lógica del mundo: cuando mayor ha sido el pecado del mundo, con

más claridad nos ha manifestado Dios su disponibilidad para el perdón.

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Bastan una mirada de fe al crucificado y una breve súplica para que Jesús abra al ladrón arrepentido las puertas del paraíso

(Lc 23,29-43).

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Por eso la cruz comenzó inmediatamente a producir sus frutos. El centurión que mandaba el piquete de ejecución, al ver cómo

había expirado Jesús, exclamó: «Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios» (Mc 15,39).

La muchedumbre que había acudido al espectáculo, «al ver lo que pasaba,

se volvieron golpeándose el pecho» (Lc 23,48).

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El fruto de la cruz es el arrepentimiento, que nace de una mirada de fe y amor

a Cristo, y la nueva vida que brota del costado abierto del Salvador. (Jn 19,34). Sangre y agua son dos símbolos de vida. De

Cristo nace una nueva vida. Y esa vida va a llegar a nosotros a través de dos grandes

sacramentos: el Bautismo (el agua) y la Eucaristía (la sangre).

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Jesús instituyó la Eucaristía la noche antes de su muerte. Con aquel gesto

quería decir: «No me quitan la vida, sino que la entrego voluntariamente» (Jn 10,18).

En la última cena con los discípulos, Jesús distribuyó su cuerpo y su sangre,

es decir, su propia existencia terrena, entregándose a sí mismo.

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Jesús asumió anticipadamente su muerte y la transformó en un acto de amor,

una anticipación de la cruz y de esta transformación de la muerte violenta

en sacrificio voluntario brotó la salvación. La Eucaristía nos enseña que en la muerte de Cristo su amor al

mundo es más fuerte que el pecado del hombre, y que este amor salva al mundo.

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La última cena y la cruz constituyen el único e indivisible origen de la Eucaristía. Porque la muerte en la cruz, sin el acto de amor

infinito expresado en la cena, sería una muerte vacía, sin fuerza de salvación. Y la cena, si no hubiera culminado en la muerte, sería un

gesto despojado de autenticidad y de verdad.

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Cuando reproducimos, el gesto y las palabras de Cristo en la última cena,

se vuelve a hacer presente en nosotros la entrega amorosa de Cristo en la cruz

y se nos aplican sus frutos para ir transformando nuestra vida hasta alcanzar la plenitud definitiva. Como canta la antífona de

Tomás de Aquino: «Oh sagrado banquete, en que Cristo es nuestro alimento. Se renueva la memoria de su pasión, el alma se llena de

gracia y se nos da una prenda de la gloria futura.»

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Pero el «Haced esto en memoria mía» también nos invita a ofrecer a Jesús

con amor, todo lo que somos y hacemos porque en la Eucaristía, el sacrificio

de Cristo es también el sacrificio de los miembros de su Cuerpo. De este modo, la Eucaristía hace la Iglesia y nos hace a cada uno,

discípulos de Cristo.

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